La Soberana del Campo de Oro

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LA SOBERANA DEL CAMPO DE ORO

CAPÍTULO I. LA SUBASTA DE UNA JOVEN

El viernes 24 mayo de 18…, a las tres de la tarde, en el gran salón del Club Femenino, y bajo la inspección del infrascrito notario, se procederá al sorteo de la lotería organizada por cuenta de miss Annia Clayfert, llamada la Soberana del Campo de Oro, que por su belleza no tiene igual entre todas las jóvenes de San Francisco de California.

Por expreso deseo de miss Annia Clayfert, el favorecido por la suerte podrá renunciar al premio si no fuese de su agrado, recibiendo, en cambio, la suma de veinte mil dólares.

¡El viernes 24 de mayo, a las tres de la tarde, todos al gran salón del Club Femenino, donde miss Annia se presentará al público en todo el esplendor di su radiante belleza!

John Davis,

Notario de San Francisco.
 

Este extraño aviso, fijado en todas las principales fachadas de la reina del Océano Pacífico y en el tronco de los árboles de los jardines públicos, había causado extraordinaria sensación, aun cuando no fuese completamente nuevo el caso de jóvenes casaderas que se pusieran a subasta como un simple objeto del Monte de Piedad.

A decir verdad, semejantes anuncios se han hecho algo raros en aquella grande y populosa ciudad de la Unión Americana del Norte; pero todavía en 1867 eran bastante frecuentes, y muchos matrimonios se efectuaban de este modo.

Sabido es que los americanos no quieren perder el tiempo y que no gustan de la hipocresía inútil. Allí se prefieren los procedimientos rápidos en todos los negocios, incluso en el matrimonio, que para aquellos buenos trabajadores es un negocio como otro cualquiera.

Años atrás no era raro el caso de una señorita sin un céntimo o un guapo mozo sin un cuarto que pensaran subastarse, tanto para salir de la miseria del momento como para obtener una buena posición.

Aquellas loterías o subastas solían dar buen resultado. ¿Quién no recuerda a miss Alien, que se puso a subasta en la ciudad de Chicago en 1879, y que fue adjudicada en medio millón, corriendo el peligro de ser esposa de un plantador de las Antillas, negro como el tío Ton y feo como un mono, que había pujado hasta 400 000 pesetas? Fue salvada en el último momento por un blanco, caballeresco y riquísimo, a quien disgustaba que aquella bellísima joven acabase en manos de un negro.

Dio el medio millón por ella, y el matrimonio fue feliz.. Pero lo que habla puesto en movimiento a la juventud californiana no era el aviso de la próxima extracción de aquella lotería, sino la persona que recurría a aquel extraño medio para obtener una dote y un marido, que podía ser feo, viejo o jorobado.

Todos conocían a miss Annia Clayfert, joven algo excéntrica, de maravillosa belleza, que cabalgaba por mañana y tarde a través de las más populosas calles de San Francisco, haciéndose admirar por la riqueza y extravagancia de sus tocados y por su incomparable gracia de amazona.

Hasta pocas semanas antes de aparecer aquellos anuncios todos la creían riquísima.

Se decía que su padre poseía minas de oro en el Arizona, y por eso la habían bautizado con el nombre de Soberana del Campo de Oro; el lujo que hasta entonces había desplegado la joven parecía justificar aquellas suposiciones.

Había habitado en uno de los más espléndidos palacios situados en la parte céntrica de la ciudad: había tenido gran número de criados, caballos de gran precio, un pequeño yacht de todo lujo…; y después, en un día lo había vendido todo y se había retirado a la ciudad móvil, a uno de aquellos lindos, pero modestos, carros que forman el suburbio de Cartown, no conservando más que una vieja criada negra y su caballo favorito.

¿Qué le había ocurrido? ¿Qué desgracia había herido a la Soberana del Campo de Oro para precipitarla de la riqueza a la miseria? ¿Qué catástrofe imprevista había destruido las minas que poseía y explotaba su padre en los lejanos territorios del Amona?

Nadie había podido averiguarlo, porque la joven no se lo había dicho a nadie.

Cuatro días después de haber dejado el palacio y de liquidar cuanto poseía, las paredes de la ciudad estaban cubiertas con aquellos anuncios, y veinte mil billetes, a cinco dólares cada uno, habían sido puestos a la venta y agotados completamente en menos de veinticuatro horas.

Toda la juventud de San Francisco había comprado con verdadero furor, disputándose encarnizadamente los últimos billetes, que se habían cotizado a cincuenta dólares cada uno.

Algunos negros (y no había pocos en San Francisco) los habían comprado también con la esperanza de tener por esposa a aquella bellísima joven que todos admiraban, y hasta se decía que uno de ellos habla adquirido gran cantidad de billetes, gastando en ello algunos miles de dólares.

¿Quién iba a ser el afortunado esposo de la Soberana del Campo de Oro? Esto es lo que todos se preguntaban ansiosamente, porque los admiradores de la joven se contaban por centenares.

En la tarde del 24 de mayo, una enorme y variada multitud se apiñaba en el amplio salón del Club Femenino, puesto a disposición de Annia Clayfert por la presidenta, a fin de que el sorteo pudiera efectuarse en un local cerrado.

La juventud californiana acudió en gran número, y no ella sola; hasta viejos y célibes que poseían una bonita fortuna y esperaban secretamente poner mano en aquella espléndida belleza, acudieron también.

Y no todos eran blancos. También había negros, con sus grandes ojazos de porcelana, lanudos cabellos y los dedos cargados de vistosos anillos; y hasta chinos de lampiñas mejillas, larga coleta caída por la espalda y amplios vestidos de seda teñidos de brillantes colores.

Todos se apretaban y se empujaban para llegar cerca de la plataforma levantada al extremo del salón, en la cual debía aparecer la Soberana del Campo de Oro.

¡Caso extraño! Aquel día todos aquellos americanos no hablaban de Bolsa ni de negocios. Contra costumbre, no se oía preguntar el precio del azúcar, de la harina ni del vino, principales artículos en que consiste la exportación californiana.

Decimos «caso extraño», porque los americanos hasta en sus manifestaciones más vehementes, no se olvidan de sus negocios.

Pueden encontrarse en un funeral, en una boda, en una revista, en cualquier ceremonia, y, sin embargo, se oye siempre hablar de las cotizaciones de Bolsa, de los precios de los géneros alimenticios, entre ellos los de los puercos salados de Chicago.

Si fuera posible dormir y al propio tiempo hablar de negocios, puede afirmarse que aquellos bravos yanquis lo harían.

Aquel día, sin embargo, la curiosidad era la vencedora de todo. Nadie hablaba más que de la Soberana del Campo de Oro y de la lotería, apostando con furor a que saldría un número alto o bajo, a que el vencedor sería un americano o un negro, o a que tendría el bigote blanco o la barba negra, etcétera…

Ya la sala estaba completamente llena y la impaciencia comenzaba a apoderarse de aquellos hombres, ordinariamente calmosos, cuando en la plataforma apareció un hombrecillo grueso, casi calvo, cuidadosamente afeitado y vestido de rigurosa etiqueta, seguido por dos negros que llevaban una enorme esfera de alambre casi llena con los números de los billetes.

—¡El notario! ¡El notario! —gritaron de todas partes.

El hombrecillo se quitó el sombrero de copa para saludar al respetable público, y luego dijo:

—Sí, señores; yo soy el notario John Davis, encargado de vigilar la extracción del número para impedir que se cometa cualquier fraude. Represento a la ley, y espero que nadie dudará de mí.

—¡Hurra por John Davis! —gritaron los jóvenes.

El notario con un ademán, reclamó silencio, y después añadió:

—Debo repetiros las condiciones en que miss Clayfert se ha puesto en subasta, aunque figuran en los billetes de la lotería lanzados a la venta.

—¡Las conocemos! —respondieron cien voces.

—Lo sé; pero es una formalidad necesaria —dijo el notario—. Escuchadme, pues. Del acta notarial que está en mi poder resulta:


«1º Que miss Annia Clayfert pertenecerá al poseedor del billete que tenga el número favorecido por la suerte, quienquiera que sea blanco, negro o amarillo, joven o viejo.

2º Que miss Annia Clayfert será su esposa legítima seis meses después del sorteo.

3º Que durante ese tiempo ella tendrá plena libertad de marcharse a cualquier Estado de la Unión Americana, concediendo al futuro marido el derecho de seguirla para poder fiscalizar sus actos.

4º Que el importe de la lotería corresponde exclusivamente a miss Annia Clayfert, la cual podrá disponer de él de la manera que le parezca, sin que el futuro esposo pueda tener sobre dicha suma intervención de ninguna clase.

5º Que en el caso de que el favorecido por la suerte rechazase el premio vivo y prefiriese ponerlo a subasta, no podrá recibir más que veinte mil dólares. Lo demás que se obtenga corresponderá exclusivamente a miss Annia Clayfert».
 

—Y ahora, señores —exclamó el notario—, he concluido.

—¡Qué salga miss Annia! —gritaron centenares de voces—. ¡Queremos verla!

Un tapiz de damasco que cubría una puerta se levantó en aquel momento, y la Soberana del Campo de Oro, serena y sonriente, se adelantó hasta la mitad de la plataforma, arrancando a los espectadores un grito de admiración.

Miss Annia gozaba realmente de una maravillosa belleza. Era de alta estatura, esbelta: vestía con suma elegancia traje de amazona, de seda azul con bordados de plata y adornos de gran valor.

Su cara era un óvalo perfecto, de tinte ligeramente sonrosado; los ojos, de color azul intenso, brillaban bajo cejas de un arco magnífico; tenía una boca deliciosa, con los labios rojos como el coral, y los cabellos eran rubios como el oro.

Saludó al público con la fusta que llevaba en la mano y le dirigió una graciosa sonrisa, mientras de todas partes salían ¡hurras! estruendosos, acompañados de aplausos.

—¡Hípp! ¡Hurrá por miss Annia! ¡Hurrá por la Soberana del Campo de Oro! ¡hurrá!

Miss Annia daba las gracias inclinando la cabeza.

Parecía estar tranquilísima y nada preocupada por la idea de que la suerte podía darle por esposo un solterón viejo o cualquier honrado plantador negro, o, lo que sería aún peor, algún chino espantoso.

Los hurras y los aplausos duraron un buen cuarto de hora, o sea hasta que el notario hizo sonar fuertemente la campanilla anunciando que él iba a proceder a la extracción del número.

A los gritos ensordecedores sucedió repentinamente y como por encanto un profundo silencio. Se hubiera dicho que las tres o cuatro mil personas que se apiñaban en aquella sala ni siquiera respiraban.

Miss Annia había permanecido tranquila, con los ojos fijos en la esfera que contenía los números; pero su hermoso rostro se puso en aquel momento ligeramente pálido y una leve arruga se dibujó en su frente.

El notario hizo girar la esfera ocho o diez veces, introdujo después una mano a través de la portezuela y tomó un número al azar.

Un vivo movimiento de curiosidad y hasta de ansiedad se produjo. Varios jóvenes se habían encaramado sobre sus asientos para ver mejor.

Miss Annia, inmóvil como una estatua, seguía con los ojos fijos en la esfera. Estaba palidísima.

En medio del profundo silencio que reinaba en la sala, tan profundo que se hubiera oído el vuelo de una mosca, el notario abrió la papeleta, y luego, con voz estridente, gritó:

—¡El ochocientos sesenta y uno!

Un grito de triunfo partió del fondo de la sala, entre las últimas filas de espectadores, seguido casi en el acto de un rugido de rabia y desesperación que salió de la primera fila.

Este segundo grito había sido lanzado por un hombre que estaba en pie sobre una silla a pocos pasos del estrado.

Todos los ojos se fijaron en él, creyendo los espectadores haberse engañado sobre el verdadero tono de aquel grito, e imaginando que aquel joven era el afortunado vencedor.

Era un guapo mozo de veintiocho a treinta años, de estatura más bien alta que baja, con bigote castaño, ojos negrísimos, rasgados en forma de almendra, y con la tez algo bronceada. Iba vestido con extrema elegancia, llevaba una gardenia en el ojal de la americana, y tenía las manos enguantadas.

Hasta miss Annia volvió la vista hacia aquel joven, y un rápido estremecimiento la conmovió.

—¡Él! —murmuró, recobrando en el acto sus sonrosados colores.

El desconocido vaciló y tuvo que apoyarse en la pared inmediata, pálido como un muerto.

Al propio tiempo, en el fondo de la sala, las filas de los espectadores dejaban paso a un hombre que llevaba en alto un billete de aquella lotería, y que gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Paso, paso! ¡El ochocientos sesenta y uno!

También era un joven, casi de la misma edad que el otro, tal vez algo más joven, pero desgarbado, de líneas angulosas, con los cabellos rubios y los ojos de color indefinible, entre el gris y el tinte del acero.

En cuanto a su indumentaria, no hacía, por cierto, muy buena figura. Llevaba una chaqueta descolorida por el uso, pantalones demasiado anchos para sus secas piernas y cortos en exceso, y un cuello que en otro tiempo pudo ser blanco, pero en aquel instante no lo era, a pesar de llevar una corbata muy grande de seda rosa descolorida.

—¡Plaza al vencedor! —gritaban los espectadores de las últimas filas.

—¿Es ése el que ha triunfado? —se preguntaban por todas partes, mirando al afortunado.

Unos protestaban, otros reían, y algunos miraban con desprecio a aquel muchacho, que hacía tan mezquina figura junto a la radiante belleza de la joven.

—¡Pobre miss Annia! —decían algunos—. ¡No podía tocarle un marido más feo!

—¡Obliguémosle a que la ponga a subasta! —gritaban otros—. ¡No podemos permitir que caiga en semejantes manos!

El joven pareció que no oía aquellas voces amenazadoras.

Atravesó las filas y se acercó al estrado enseñando el billete, y gritando:

—¡El ochocientos sesenta y uno!

El notario se inclinó hacia él, tomó el billete, lo miró atentamente, y luego dijo:

—Este señor ha vencido; miss Annia Clayfert le pertenece.

La joven no había hecho el menor movimiento ni pronunciado una sola palabra; parecía petrificada.

En la sala brotaban por todas partes gritos de rabia e imprecaciones.

—¡Ponía a subasta, rubito!

—¡Ese bocado no es para ti!

—¡A la puja, a la puja!

El joven, que no había dicho nada, se dirigió a miss Annia, que le miraba con una especie de terror, y le dijo:

—Miss, según los términos del acta notarial firmada por usted, el favorecido por la suerte debe ser dentro de seis meses su marido, y yo me consideraría orgulloso de tener por esposa a la mujer más bella de toda California. Sin embargo, no considerándome digno de tanto honor, por no ser yo guapo, y, además, por no tener fortuna, pues soy un pobre diablo, si no hay nada que a ello se oponga, acepto los veinte mil dólares y la dejo a usted libre. Usted, hermosa como es, podrá encontrar un joven más digno que yo, y, además, rico.

—¿Así, pues, la pone usted a la puja? —preguntó el notario.

—Desde luego, si miss Annia no se opone.

—¡Gracias, señor! —dijo la joven sonriendo—. Dígame su nombre.

—Harry Blunt, un pobre hombre, escritor de profesión, que se desayuna dos o tres meses de los doce del año.

El público, que poco antes se había declarado en abierta hostilidad contra el joven, prorrumpió en un hurra estrepitoso.

—¡Bravo, Harry! ¡Eres un buen muchacho! ¡Hip y hurra por Harry Blunt!

—Esta noche, a las ocho, pase usted por mi estudio a recoger los veinte mil dólares que le corresponden —dijo el notario.

—¡Y que me servirán para realizar mi antiguo ensueño de ir a buscar aventuras en el territorio indio! —gritó Harry con acento de triunfo.

—¡La puja! ¡Comience la puja! —vociferaban los espectadores.

Reclamó silencio el notario, y después, elevando la voz, dijo:

—Miss Annia Clayfert se pone a subasta por veinte mil dólares. ¡Adelante con las ofertas!

Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando se oyó una voz sonora que gritó:

—¡Veinticinco mil dólares!

Era el otro joven moreno, el que había lanzado el rugido de rabia cuando oyó al notario anunciar el número 861.

Ya no estaba pálido y se mantenía erguido sobre la silla, con los ojos inflamados y fijos en la joven.

—¡Treinta mil! —gritó un viejo de unos sesenta años que parecía un pastor anglicano.

—¡Treinta y cinco mil! —respondió el joven.

Durante cuatro o cinco minutos las ofertas se multiplicaron, subiendo hasta cuarenta mil dólares. Varios jóvenes habían tomado parte en la puja, hasta que el joven moreno subió de un solo golpe otros diez mil. Entonces reinó un profundo silencio en la sala.

La Soberanía del Campo de Oro era una mujer de sin par belleza; pero 250 000 pesetas representaban una hermosísima suma. Aquella cifra había enfriado el entusiasmo de los circunstantes.

Ya parecía que ninguno iba a atreverse a aumentarla, cuando una voz tonante y desagradable rompió de improviso aquel silencio, gritando en mal inglés:

—¡Ofrezco sesenta mil dólares!

Aquello produjo el efecto de un rayo; todos se volvieron para ver quién era el loco que subía el precio, ya enorme, a trescientas mil pesetas.

Un grito de estupor, seguido pronto de una serie de exclamaciones, partió de todas las bocas; luego se produjo en la multitud un movimiento de borrasca. Todos se apartaban de aquel postor de última hora, haciendo gestos de indignación, como si huyeran de un apestado.

La propia miss Annia había hecho un gesto de desagrado, y había lanzado al joven una mirada de pánico, como diciéndole:

—¡Sálvame usted!

CAPÍTULO II. EL «REY DE LOS CANGREJOS»

El hombre del cual todos se apartaban sin tomarse el trabajo de ocultar su disgusto, era un individuo de alta estatura, anchos hombros, brazos cortos y musculosos y abdomen prominente.

Representaba unos cincuenta años y era bien poco atrayente con su cabezota cubierta por un ancho sombrero de paja en forma de hongo, con su piel negra, ojos relucientes como de vidrio, nariz chata y gruesos labios prominentes y rojos como el coral.

En vez de vestir chaqueta y pantalón como los demás espectadores, aquel negro llevaba una larga túnica de seda roja con flores amarillas y azules y un dragón recamado de plata en medio del pecho, una anchísima faja, también de seda, sosteniendo una bolsa, de la cual salía el mango de un abanico, y calzaba zuecos de punta levantada con suela de fieltro muy gruesa. Era, en suma, un robusto africano forrado de chino.

¿Cómo aquel negro, en vez de llevar sombrero americano, camisa almidonada y guantes, como todos sus compatriotas enriquecidos, vestía aquel traje de súbdito del Celeste Imperio? Esta fue la primera pregunta que se habían hecho los espectadores.

¿Y cómo aquel ser despreciado, aun cuando fuese rico, osaba aspirar a la mano de la hermosa joven?

Al primer estupor sucedió un movimiento de protesta, seguido de violentísimos apostrofes.

—¡Fuera de aquí!

—¡Vete al África!

—¡No eres digno de una joven blanca!

—¡Tiradlo al mar!

—¡Fuera el puerco negro!

El negro, que se había quedado solo en medio de la sala a causa de la veloz retirada de sus vecinos, no se había dignado protestar contra las frases injuriosas que caían sobre él como una granizada.

Plantado sólidamente sobre sus gruesas piernas, erguido el macizo cuerpo, alta la cabeza, miraba a miss Annia con ardientes ojos, esperando pacientemente a que la tempestad se calmase.

Los gritos y las invectivas aumentaron. Llegó un momento en que un joven se lanzó sobre él, tratando de pegarle en la cara; pero el africano, rápido como un relámpago, le cogió la mano y se la apretó con tal fuerza, que le hizo lanzar un grito de dolor, y después, casi sin esfuerzo, le envió rodando a quince pasos.

Los americanos, grandes admiradores de los robustos músculos y de las personas que saben imponerse, callaron como por ensalmo, y poco faltó para que prorrumpiesen en burras al vigoroso descendiente de Cam.

—¡Vaya un pulso! —exclamó uno—. ¡Lo que es ese hombre no se dejará coger por la nariz ni por el pelo!

—¡Dejémosle hablar! —gritaron otros—. ¡Está en su derecho!

—¡Silencio! ¡La puja está abierta para todos!

Apenas cesó el barullo levantó el negro la diestra, cuyos dedos estaban cubiertos de gruesos anillos de oro con piedras que parecían preciosas, y repitió con voz firme:

—¡Ofrezco sesenta mil dólares!

El joven, que se mantenía en pie sobre una silla, lanzó una feroz mirada a su competidor, y luego dijo:

—¡Setenta mil!

—¡Ochenta mil! —repitió el negro con voz tonante.

Hubo un instante de silencio. Todos miraban con ansiedad a los dos hombres, preguntándose para quién sería la bellísima joven.

Miss Annia parecía que estaba haciendo violentos esfuerzos para mantenerse serena. Se enjugara con frecuencia la frente con un pañolito bordado, y palidecía a ojos vistas.

También el californiano parecía sufrir atrozmente. Se había apoyado de nuevo en la pared, y de su frente caían gruesas gotas de sudor.

El negro, en cambio, conservaba una impasibilidad absoluta, como si estuviera seguro del triunfo.

—¡Ochenta y cinco mil! —dijo al fin el joven.

—¡Noventa mil! —repuso el negro.

—¡Cien mil!

—¡Medio millón de pesetas!

¿Estaban acaso locamente enamorados de la joven aquellos dos hombres, para disputársela con tanto encarnizamiento y ofrecer sumas tan enormes?

Los circunstantes, mudos, recogidos, esperaban con ansiedad el fin de aquel extraño duelo, haciendo votos por el californiano.

Desgraciadamente, parecía que aquel gallardo joven había agotado todos sus recursos en su última oferta, a juzgar por la palidez de su rostro y la profunda angustia que denotaban su mirada extraviada y su aniquilamiento.

El negro no respondió de pronto. Parecía ocupado en un cálculo difícil.

De su calma, sin embargo, se deducía que estaba preparándose para un golpe decisivo que debía poner en sus manos a la Soberana del Campo de Oro.

Ya iba a abrir la boca, cuando en el estrado se oyó un débil grito y se vio al notario lanzarse hacia Annia y cogerla en sus brazos.

La multitud se precipitó también, empujando al negro y gritando desaforadamente.

—¡Un médico! —exclamó el notario.

Mientras dos o tres hombres se abrían paso entre los espectadores, dos criados habían levantado delicadamente a la joven para sacarla de allí.

—Señores —dijo el notario—, la emoción ha producido un desvanecimiento a miss Annia. Por hoy suspendo la subasta, que continuará mañana a la misma hora, considerando como firme la postura de cien mil dólares.

La multitud, no muy satisfecha de aquel inesperado desenlace, que la privaba de una lucha emocionante en su período más candente, desalojó el local poco a poco.

Los últimos en salir fueron el joven moreno y el vencedor en la lotería.

El primero parecía preocupadísimo y se alejaba casi a regañadientes, con la cabeza baja, golpeando nerviosamente los muros de las casas con su bastoncillo de bambú.

El otro le seguía mirándole con curiosidad.

Dos o tres veces había apretado el paso, como si quisiera alcanzarle o detenerle; luego habla permanecido siempre detrás, como si no se atreviera a aproximarse a tan elegante caballero.

De pronto pareció decidirse. Abrió sus delgadas y larguísimas piernas, y en cuatro zancadas estuvo a su lado.

—Señor —le dijo—, ¿me permite usted que le diga una palabra?

El joven moreno se volvió rápidamente.

—¡Ah! —exclamó en el acto—. ¡El agraciado en la lotería!

—Sí, señor; yo soy Harry Blunt. No hago en este momento muy buena figura a su lado con mi traje tan poco elegante; pero, sin embargo, creo que puedo serle muy útil.

—Hable usted, señor Harry —repuso el joven moreno—; no siempre el hábito hace al monje, y celebraría mucho poder servirle en algo. Le debo a usted profunda gratitud por haber rechazado a miss Annia.

—¡Ah! ¿La ama usted mucho? —preguntó el escritor sonriendo.

—¡La quiero con locura, y me trastorna la idea de que, a pesar de la oferta que he hecho, pueda arrebatármela ese condenado negro! ¡Ella entre los brazos de ese horrible africano! ¡No; prefiero matarla, y saltarme después la tapa de los sesos!

—Mejor es vivir y quitársela al africano.

—El debe ser más rico que yo. Toda mi fortuna la he puesto en la subasta, y no me quedan más que algunos mile3 de dólares, que nada supondrían si tuviera que seguir pujando.

—Me lo había figurado, señor, y por eso me he atrevido a detenerle.

El joven elegante le miró con sorpresa.

—Usted es californiano, como yo, ¿no es cierto? —preguntó el escritor.

—Es verdad, aunque nacido cerca de la frontera mejicana, y mi madre era una española de Veracruz.

—¿Cree usted que ese canalla de negro tenga otros veinte mil dólares? Miss Annia es indudablemente hermosísima, y se la puede papar cara; pero ciento veinte mil dólares forman una bonita suma, a fe mía: una verdadera fortuna.

—¿Y dónde encontrar los veinte mil dólares que me faltan? Estoy solo en el mundo, no tengo parientes ni amigos, estoy aquí solamente desde hace cinco semanas. Tengo delante un espléndido porvenir, porque soy ingeniero de las minas del Colorado, y, sin embargo, no podré encontrar quien me preste lo que necesito.

—¿Y no cuenta usted conmigo? —preguntó Harry Blunt—. No le he detenido a usted sólo para charlar.

—¡Cómo! ¿Usted…? —exclamó el joven moreno con acento conmovido.

—Le ofrezco los veinte mil dólares que voy a recibir esta noche de manos del notario John Davis, a fin de que pueda usted prolongar la lucha y quitarle al negro a miss Annia Clayfert —dijo el escritor—. ¿Lo acepta usted, señor ingeniero? Me los devolverá cuando pueda.

—¡Tiene usted un corazón de oro, señor Blunt! Pero no puedo aceptar una suma que le es a usted tan necesaria.

—Sí; para comprarme un vestido más decente y entrar algo en carnes —repuso el escritor riendo—, con cien dólares tendré de sobra. No deseche usted mi oferta, se lo ruego, porque yo, lo mismo que usted, no me consolaría jamás de que esa joven adorable fuese a parar a manos de tan repugnante negro.

El ingeniero se detuvo, contemplando al joven rubio. Estaba más conmovido de lo que aparentaba, y sentía un verdadero deseo de abrazar a aquel pobre diablo tan generoso.

—¡Dígame usted que no rechaza mi ofrecimiento! —replicó Harry—. Miss Annia ha sido hecha para usted y no para el negro. De modo que es asunto concluido. ¿No es verdad?

El ingeniero estaba para darle la mano en señal de aceptación, cuando sintió que le tocaban ligeramente en el hombro, al tiempo que una voz que le hizo estremecer como si hubiera recibido una descarga eléctrica, decía en pésimo inglés:

—¿Se puede tratar con usted, caballero?

El joven se volvió rápidamente, apretando los puños.

El negro que osaba disputarle la Soberana del Campo de Oro estaba enfrente de él.

—¿Qué quiere usted? —preguntó el joven frunciendo las cejas y mirándole hostilmente.

—Decirle cuatro palabras, señor don Guillermo Harris —respondió el negro en tono enfático.

—¿Cómo sabe usted mi nombre? —preguntó el ingeniero sorprendido.

—Simón Kort puede saber eso y muchas cosas más.

—¿Y qué quiere usted de mí?

—Darle un consejo.

—¿Cuál?

—Que me deje usted el campo libre, que no me dispute la Soberana del Campo de Oro.

—¡Dejársela a usted! —exclamó el ingeniero haciendo un gesto de amenaza.

—Va usted a perderla de todos modos, porque no podrá competir con mi dinero. Yo sé a cuánto monta su riqueza.

—Pero ¿quién es usted?

—Hace tiempo no era más que un bracero del puerto, y me llamaban sencillamente Simón. Hoy soy el Rey de los Cangrejos. ¡Un rey y una soberana! ¡Haremos una buena pareja! ¿No le parece a usted?

El ingeniero alzó el puño, e iba a descargarlo sobre el negro, cuando con rápido movimiento el escritor se lanzó entre los dos rivales, diciendo:

—¡No hagan ustedes que acuda la policía, porque perjudicarían notablemente sus negocios! ¡Miren cómo se para la gente y los observa!

—¡Tiene usted razón, señor Harry! —dijo Guillermo Harris, haciendo un esfuerzo para dominarse.

—¿Quieren ustedes venir conmigo en mi chalupa de vapor? —preguntó el negro, que no había perdido su sangre fría—. Allí podemos hablar a nuestro gusto y discutir sin que nadie oiga lo que decimos. Señor Harris, ¿ha visto usted alguna vez los pueblos del río Cangrejo? Son interesantes, y cuando estemos allí le enseñaré a usted algo que modificará, de fijo, su modo de pensar.

—¿Qué me vaya con usted? —preguntó el ingeniero, asombrado.

—¿Por qué no? —dijo Harry—. Apenas son las seis, y la noche está a nuestra disposición para completar nuestros proyectos. Este paseo le sentará bien, aunque le parezca en este momento inoportuno.

Previendo que había de tratarse de miss Annia, el ingeniero respondió después de una breve vacilación:

—Sea; pero le advierto que llevo armas y que mi revólver tiene seis balas.

—Y el mío otras seis —añadió el escritor.

—Así, pues —continuó el ingeniero—, si tiene usted la idea de tenderme algún lazo, ya está prevenido de lo que va a sucederle.

—¡El Rey de los Cangrejos no será tan necio que se comprometa! —repuso el negro, enseñando sus dientes, más blancos que el marfil y más agudos que los de una loba—. Haga el favor de seguirme.

Aquel singular individuo, negro por la raza, chino por el traje, se dirigió hacia el muelle, no sin despertar viva curiosidad entre las personas que encontraba, y se paró frente a una pequeña chalupa de vapor de forma elegante, montada por cuatro negros de sólida musculatura y vestidos de marineros americanos.

—Suban ustedes, señores —dijo el Rey de los Cangrejos—. Hay sitio para seis personas y, por tanto, estarán ustedes muy cómodos.

El ingeniero y el escritor embarcaron en la chalupa y se sentaron en el banco de proa, que estaba forrado de terciopelo rojo, mientras el negro se colocaba a popa y empuñaba la caña del timón.

La ligera embarcación se separó del muelle y cruzó rápidamente por entre la multitud de naves que llenaban la bahía: eran barcos de vela, vapores y cruceros de la escuadra del Pacífico.

Ninguno de los excursionistas había vuelto a hablar.

El ingeniero parecía muy pensativo y lanzaba de vez en cuando fulgurantes miradas hacia el negro, que fumaba tranquilamente un grueso Virginia.

También el escritor parecía preocupado, y callaba mirando distraídamente las naves a cuyo lado pasaba la chalupa.

Ya habían recorrido un par de millas, y comenzaban a surcar el mar libre, cuando dijo el escritor:

—¿En qué piensa usted, señor Harris?

—En la imprudencia que hemos cometido al seguir a este negro —repuso el ingeniero—. Habríamos hecho mejor en ir a ver a miss Annia.

—Dígame usted, señor Harris: ¿la conocía usted antes de que se presentase a subasta?

—Hace un mes que la sigo.

—¿Sabe quién es usted?

—Le he sido presentado en una recepción dada por el ingeniero de los tranvías californianos.

—Entonces, ¿está usted seguro de que no se negará a recibirle?

—Así lo creo. Durante la subasta no ha dejado de mírame.

—Entonces, es que no le desagrada usted.

—Eso me parece, si no es una ilusión mía —repuso el joven suspirando.

—Pues bien, señor Harris; después iremos a Cartown. Las jóvenes americanas no temen recibir visitas ni aun después de las ocho o las nueve de la noche, y para esta hora estaremos de vuelta en San Francisco. Tengo deseos de saber qué es lo que quiere este negro que veamos. ¡El Rey de los Cangrejos! La tribu de los cangrejos está formada por chinos pescadores. ¿Cómo este hombre ha llegado a ser su jefe?

—También a mí me parece la cosa extraordinaria —dijo el ingeniero—. Los chinos no se unen nunca con los extranjeros.

—¡Ah! —exclamó de pronto el escritor—. Ahora recuerdo una boda que hizo mucho ruido en la colonia.

—¿Qué quiere usted decir, Harry? —preguntó el ingeniero.

—Recuerdo que hace dos años, en el pueblo número tres, que es el más importante de la colonia de pescadores chinos, reinaba una mujer que se llamaba la Reina de los Cangrejos, viuda de un jefe, y de la cual se decía que era muy rica. Si la memoria no me engaña, corría el rumor de que no tenía menos de sesenta mil libras esterlinas depositadas en el Banco.

—¡Millón y medio de pesetas! —exclamó el ingeniero palideciendo.

—Sé que los jefes de aquellos pueblecillos perciben por la pesca de los cangrejos ciento trece céntimos y veinte tercios.

—¡Curiosas fracciones!

—Que les aseguran una ganancia extraordinaria, señor Harris. Como le decía, la reina viuda se unió a un hombre de otra raza, y aquel hecho produjo gran revuelo entre los amarillos de la colonia. Ahora caigo en que aquel hombre puede ser ese condenado negro.

—Entonces, ¿habrá muerto la reina?

—Lo supongo —dijo el escritor.

—Así, pues, ese negro…

—Si es él quien se casó con ella…

—¡Continúe usted, señor Harry!

—Habrá heredado las riquezas de su esposa y entonces, amigo, nos dará hilo que torcer; no sé cómo podremos vencerle en la lucha.

El ingeniero experimentó un vivo sobresalto y se llevó nerviosamente el pañuelo a los labios, retirándolo manchado de sangre.

—¡Le comprendo a usted!—-dijo con voz desfallecida y haciendo un gesto desesperado.

—¡No se desanime usted! —dijo de pronto el escritor—. Desde hace unos minutos me bulle en la cabeza una idea… ¡Ah! ¡Si pudiera pegársela a ese maldito negro!… ¡Vientre de foca! ¿Por qué no?

—¿Qué idea tiene usted? —preguntó Harris con ansiedad.

—No es éste el sitio de contarlo —repuso el escritor en voz baja—. Hay aquí demasiados oídos. Más tarde habláremos.

La chalupa, que avanzaba con una velocidad de once nudos por hora, había llegado en aquel momento a la embocadura de la rada de San Pablo, a cerca de cinco kilómetros de San Rafael, y comenzaba a detener la marcha.

Los pueblos chinos no estaban lejos; pero aun no se veían, porque los ocultaban las abruptas colinas que hay a lo largo de la costa.

Sola, al extremo de la bahía, parecía dormitar una nave de las llamadas juncos, de pesadas formas, que desde los lejanos tiempos de Confucio no se han modificado, con los costados de diez pulgadas de grueso y con el costillaje macizo y sostenido por cuñas de madera, porque los chinos no emplean clavos en sus construcciones.

De seguro, aquella nave esperaba algún cargamento de cangrejos destinados, probablemente, a la colonia china de San Francisco.

El Rey de los Cangrejos se levantó, y dijo a los dos jóvenes:

—Dentro de diez minutos estaremos en mi pueblo. No tendrán que molestarse mucho, porque el mío es el primero.

Guió la chalupa de modo que no chocase con el junco, y la dirigió basta la costa arenosa, haciéndola varar suavemente.

—¿Quieren seguirme? —preguntó saltando a tierra.

—¡En marcha, señor Harris! —dijo el escritor.

El ingeniero bajó a la playa sin pronunciar una palabra.

El Rey de los Cangrejos hizo un signo a los negros de la tripulación para que permaneciesen a bordo, y después subió a un sendero que serpeaba por aquella árida colina.

Diez minutos más tarde los tres hombres llegaban al pueblo chino número 1, que es el más populoso.

CAPÍTULO III. GOLPE MAESTRO

San Francisco tiene una colonia china bastante numerosa, a pesar de haber sido prohibida durante veinte años la inmigración del pueblo amarillo. Un barrio entero pertenece a los hijos del Celeste Imperio; ha perdido mucho de su carácter merced al excesivo cuidado que le dedica la autoridad municipal californiana, pero aun tiene casas y templos de estilo chinesco, sus tiendas de orífices y de grabadores en marfil, de químicos, cuya muestra es un cocodrilo disecado, y sus casas de té.

Al extremo de la bahía de San Pablo, entre las colinas que la circundan, se encuentran tres pueblecillos que han conservado con gran celo su carácter.

En tiempos ordinarios no cuentan más de cincuenta habitantes; pero a veces, en tiempo de pesca, la población aumenta hasta el millar.

Los habitantes habitan en común, y cada pueblo tiene un jefe reconocido y respetado por todos, que vive con cierto lujo y que se enriquece rápidamente a costa de sus administrados, teniendo derecho a una participación de ciento trece céntimos y veinte tercios sobre las ganancias de la pesca.

Aquellos habitantes viven exclusivamente de la pesca del cangrejo, que es muy abundante en el buen tiempo, y después la venden en San Francisco.

Los pueblos están formados por míseras casuchas de techos puntiagudos, dispuestas en escalones a causa de la pendiente del suelo, que no fue nivelado en consideración a su extraordinaria dureza; pero reina en ellos cierta limpieza, y sólo tienen de notable algunos altares consagrados al dios… Cangrejo, divinidad protectora de la comunidad, y los cementerios, que aparecen a poca distancia, y en los cuales se depositan momentáneamente los muertos.

Decimos «momentáneamente» porque los chinos a todo se someten menos a ser sepultados para siempre en tierra extraña, temerosos de que su pobre alma se pierda en el reino infinito del espacio celeste.

A fin, pues, de evitar ese peligro, y antes de abandonar la patria, todos los chinos tienen el cuidado de asegurar su propio cadáver, o, mejor dicho, sus propios huesos, en una Compañía especial que les garantiza el retorno a su patria.

Al cabo de tres años, su cadáver, dondequiera que se encuentre, es exhumado por encargados especiales, encerrado en una barrica, o, simplemente, en una lata de petróleo, si sólo se trata de los hueso, y embarcado para el Celeste Imperio.

Además, el precio del transporte es poco elevado, pues sólo se pagan dos libras esterlinas por cada lata.

Cuando el Rey de los Cangrejos, el ingeniero y el escritor llegaron al pueblecillo, estaba para cerrar la noche, pero no habían cesado los pescadores en su trabajo.

En los caminos tortuosos, entre un número infinito de gatos y perros, predestinados más o menos pronto a morir guisados, algunas docenas de chinos medio desnudos estaban preparando el envío de los cangrejos pescados durante aquella jornada.

Mientras unos los sumergían en enormes calderas llenas de agua hirviendo y otros los hacían pasar bajo gruesos rodillos de madera para quitarles el caparazón, algunos viejos los reducían a pulpa y los colocaban en cestas de mimbres para ver embarcados al día siguiente con destino a la colonia china de San Francisco.

El Rey de los Cangrejos pasó por entre los pescadores con aire altivo, sin dignarse responder a sus saludos, y se detuvo frente a una plataforma, en la cual había un altar cubierto de grandes cangrejos ofrecidos a la divinidad, y en cuyo centro se levantaba un alto vaso de bronce.

Sacó del bolsillo un frasquito de aguardiente de arroz, que vertió en una tacita de porcelana, lo agitó algunos instantes con un bastoncito y lo echó, por fin, dentro del gran vaso de bronce.

—¿Qué hace usted? —preguntó el escritor.

—Rindo homenaje al dios Cangrejo —repuso el negro, entre serio e irónico—. Es una ceremonia que no debo olvidar, so pena de que mañana mis pescadores no tengan suerte en su trabajo.

—¿Y qué hacen ahí esos grandes cangrejos? ¿Los dejaremos que se pudran?

—Cuando todos los pescadores se hayan marchado, el sacerdote los cogerá, tomando la ofrenda para sí.

—Entonces, ¿come por su dios?

—Hacen más provecho en su vientre que harían en el de la divinidad —contestó el negro—. Esta es mi casa; ¿tienen ustedes miedo de entrar en ella?

—No —dijo el escritor, contestando también por el joven ingeniero, que permanecía mudo y pensativo.

La habitación del Re y de los Cangrejos no era una informe barraca como la de los pobres pescadores, sino una elegante casita de dos pisos, de puro estilo chino, con doble techo de puntas arqueadas, y coronada por una torrecilla de madera adornada con campanillas.

Introdujo a los jóvenes californianos en un saloncito del piso bajo, con lustroso pavimento, amueblado sencilla, pero elegantemente, con mesitas de laca, llenas de idolillos de bronce y de marfil y botellitas de cristal de extrañas formas y variados colores. Las sillas eran de bambú, y los biombos estaban recamados de madreperlas.

—Señor Harris —dijo, volviéndose hacia el ingeniero, mientras llenaba algunos vasos de un licor ambarino—, ¿quiere usted que hablemos de la subasta?

El ingeniero se pasó la mano por la frente y miró a su alrededor como si se sorprendiera de hallarse en aquel lugar. Parecía como si en aquel momento hubiera despertado de un largo sueño.

—¿De miss Annia? —preguntó con alterada voz.

—Sí, señor Harris. ¿Sabe usted por qué le he rogado que venga aquí?

—No lo sé.

—Para convencerle de la inutilidad de sus esfuerzos y persuadirle de que tiene perdida la batalla.

—¿Qué sabe usted?

El negro se aproximó a una pared, y señaló un enorme cofre de madera con refuerzos de hierro y cubierto de caracteres chinos.

—Aquí dentro —dijo— está la herencia que me dejó Kami, la Reina ele los Cangrejos, con la cual me casé, y que ha muerto hace seis meses. Miré usted, señor Harris, y dígame si posee lo suficiente para luchar conmigo en la subasta de mañana.

Sacó una llave minúscula, abrió el cofre y, aproximando a él la lámpara que había sobre una mesita, mostró a los dos jóvenes una enorme cantidad de oro en barras, que representaba una cifra fabulosa.

—Aquí hay millones —dijo el negro—. ¿Tiene usted otro tanto, señor Harris? ¿Se da usted por vencido?

El ingeniero lanzó sobre su rival una mirada feroz, e hizo luego un gesto como para sacar algo del bolsillo; pero el escritor, que le observaba, le contuvo, sujetándole el puño con suprema energía.

El negro, que en aquel momento se había vuelto para dar más luz a la lámpara, no advirtió aquel movimiento, y prosiguió:

—Señor Harris, ¿quiere usted que hagamos un pacto? Usted es el único rival peligroso, porque nadie añadirá un centavo a los cien mil dólares que ha ofrecido usted por miss Clayfert. Renuncie usted a la subasta, y le ofrezco la mitad de las riquezas que me dejó la difunta Reina de los Cangrejos. Quiero a toda costa tener esa muchacha, y ningún peligro, ningún obstáculo me impedirá ser su esposo.

—¡Sin duda me toma usted por un miserable hambriento de oro, señor Kort! —gritó el joven con voz entrecortada por el furor.

—¿Rehúsa usted? —preguntó el negro con calma.

—¡Y se la disputaré encarnizadamente!

Una vaga inquietud se reflejó en el rostro del Rey de los Cangrejos.

—¿Será usted más rico de lo que me han dicho mis espías? —preguntó.

—¡Mañana lo sabrá usted! ¡Señor Blunt, salgamos de aquí o estallo!

El escritor, que temía que el coloquio terminase a tiros (tanta era la exasperación del joven ingeniero), estuvo pronto a abrir la puerta y a hacerle salir.

—¿Se va usted? —preguntó el negro.

—¡Sí, por no matarle! —repuso Harris.

—Pueden ustedes servirse de mi chalupa. Mis hombres están prevenidos; y nosotros, señor Harris, mañana nos veremos.

—¡Qué no te diera esta noche el cólera! —murmuró el escritor descendiendo por el sendero que conducía al mar—. ¿Utilizaremos, sin embargo, su embarcación, señor Harris? El camino es largo, y no llegaríamos a San Francisco antes de media noche si sólo nos sirviéramos de nuestras piernas.

El ingeniero hizo con la cabeza un signo afirmativo.

Los cuatro negros que tripulaban la chalupa debían haber recibido orden de conducirlos, porque apenas vieron reaparecer a los dos blancos se levantaron, los saludaron cortésmente y se prepara ron a partir.

—¡A San Francisco! —dijo el escritor subiendo a la chalupa y poniéndose a proa, donde ya estaba sentado el ingeniero.

—¡Sí, massa! —contestó el maquinista.

La embarcación se separó de la orilla, y partió veloz como una flecha, dirigiéndose hacia la embocadura del río San Pablo.

El ingeniero no había vuelto a decir palabra.

Con los codos apoyados en la rodilla y la cabeza cogida entre las manos, parecía meditar profundamente.

El escritor había encendido un puro, y contaba y recontaba por los dedos como si realizara un cálculo muy difícil.

El bravo joven no parecía estar de mal humor, porque de vez en cuando levantaba la cabeza y se retorcía con cierta complacencia sus hirsutos bigotes, mientras una sonrisa se dibujaba en sus labios.

—¡Bien! —dijo de pronto—. ¡El plan de guerra ya está terminado! ¡Un general de Estado Mayor no hubiera sabido hacerlo mejor; se lo aseguro a usted, Harris!

—¿De qué plan de guerra me habla usted, señor Blunt? —preguntó el ingeniero.

—¡Señor Harris —dijo el escritor aproximando la boca al oído del ingeniero—, no se preocupe usted, y alégrese! ¡Le prometo jugarle una buena treta a ese pellejo negro! ¡Mañana en la subasta no tendrá competidor!

—¿Va usted a matarle?

—¡Oh, no! No deseo tener que habérmelas con la policía; pero le repito que el tal Simón no comparecerá mañana en la sala del Club Femenino.

—Explíquese usted.

—Déjeme que guarde el secreto, por ahora. Acompáñeme usted a casa del notario, y después nos separaremos. Tengo que ir a casa de un amigo mío, farmacéutico…

—¿No viene usted conmigo a Cartown?

—Llegaremos demasiado tarde para poder ser recibidos por miss Annia; estos negros han acortado la marcha, de fijo por orden de su amo. ¡No estaremos en San Francisco antes de media noche! ¡Ah, diablo! ¿Y el notario? ¡No había pensado en ello, y tengo que aguardar hasta mañana por la mañana para cobrar mis veinte mil dólares, y esta noche necesitaba…!

—¿Necesita usted dinero, Blunt? ¡Hable formalmente!

—Una veintena de dólares, por lo menos.

El ingeniero sacó la cartera, y de ella, un billete de cien dólares.

—Tome usted, Blunt; más vale tener de más que no de menos. Si no tiene usted bastante, véngase usted conmigo a casa.

—No; tengo de sobra —repuso el joven ruborizándose—. Le entregaré mañana diecinueve mil novecientos, aunque estoy cierto de que nadie se presentará a luchar con usted.

—¡Sí; se presentará el negro! —dijo el ingeniero con voz triste.

—¡No; se lo aseguro!

—¡Explíqueme usted su plan!

—¡Hasta mañana, y confíe en mí, señor Harris! ¡Aunque ese negro fuera el mismísimo demonio, no se libraría de la que le preparo! Ahora, silencio, y espere hasta mañana tranquilo y seguro del triunfo.

La chalupa, que había ido disminuyendo la velocidad, como había previsto el escritor, no llegó a San Francisco hasta un cuarto de hora antes de media noche, muy tarde ya para ir a casa del notario, y, sobre todo, a Cartown.

Los dos jóvenes cenaron juntos en un bar, y a cosa de la una se separaron, dándose cita para el día siguiente en el Club Femenino.

Faltaba media hora para la apertura de la sala del Club cuando Harry Blunt apareció entre la muchedumbre que se agrupaba frente al palacio en espera de que la emocionante subasta se reanudara.

El joven estaba desconocido. Había tirado su ridículo traje, y se pavoneaba con un hermoso vestido de marinero, de grueso paño azul, con una faja roja que le subía hasta la mitad del pecho, y se había plantado en la cabeza un gorro de marinero con un borlón en el centro, bastante vistoso.

Calzaba botas de mar, como Si debiera de un momento a otro embarcarse en una de tantas naves que se aglomeraban en la bahía, y llevaba entre los labios un gran cigarro habano, que fumaba con visible satisfacción.

Iba seguido por dos negros, vestidos bastante decentemente, que tenían la traza de los mozos del puerto en traje de día de fiesta, y que también fumaban habanos.

Después de haberse mezclado con la muchedumbre, el joven se había detenido frente a una taberna de buen aspecto y llena de bebedores, en espera de que se abriese la sala del Club Femenino.

Estaba allí hacía ya unos cinco o seis minutos, cuando uno de los negros le dijo:

—¡Ahí está, massa!

El escritor se volvió rápidamente. En la esquina de la calle había aparecido Simón, el Rey de los Cangrejos, con su extraño vestido de chino y seguido por dos hijos del Celeste Imperio, sin duda, súbditos suyos.

Una sonrisa de satisfacción apareció en los labios del joven.

Se metió las manos en los bolsillos y avanzó al encuentro del Rey de los Cangrejos, diciéndole con el aire de un hombre aburrido:

—Llega usted pronto, amigo Simón. Todavía falta lo menos una hora.

—¡Ah! ¿Es usted? —exclamó el negro, que le había reconocido en el acto—. ¿Cómo está su amigo? ¿Sigue resuelto a luchar conmigo?

—Me parece que ha renunciado a ello desde que usted le enseñó el tesoro de la Reina de los Cangrejos. Yo he tratado de convencerle de que era inútil obstinarse no teniendo riquezas que le permitan competir con las vuestras. El hecho es que aun no ha venido, y eso que me había rogado que le aguardase en este bar y que usted le esperase también.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó el negro, sorprendido.

—Creo que quiere hacerle alguna proposición.

—Podía habérmela hecho ayer tarde.

—Estaba demasiado furioso.

—Ya lo vi —repuso el Rey de los Cangrejos enseñando su dentadura de caimán.

—Amigo Simón, ¿acepta usted una copa de gin?

—¡Y aunque sea una pinta, si usted quiere!

—Vamos, pues. ¡Ah! Estoy con dos amigos que también deben serlo vuestros.

Los dos negros, que le habían seguido, se aproximaron.

—¡Sam y Zim! —dijo el Rey de los Cangrejos tendiéndoles la mano—. Hemos trabajado juntos en el muelle del puerto.

—Es verdad—‘respondieron los dos negros.

—Pues bien, vamos a vaciar una pinta —dijo el escritor—. ¡Convido al vaso de despedida!

—¿Se marcha usted? —preguntó Simón.

—Sí; esta noche zarparé para Australia.

Entraron en el bar, que, como hemos dicho, estaba rebosando de bebedores, y se sentaron en una mesa que por casualidad encontraron libre. El escritor pidió dos botellas del mejor gin, y luego dio la vuelta a la sala fingiendo que buscaba al ingeniero.

—No ha venido aún —dijo sentándose junto al Rey de los Cangrejos, que había llenado ya los vasos—. Pero, en verdad, tenemos una hora por delante, de aquí hasta que empiece la subasta. Así, pues, bebamos y desechemos el tedio.

Los negros, grandes bebedores, especialmente de licores fuertes, no se hicieron rogar, y, en unión de los dos chinos que acompañaban al Rey de los Cangrejos, habían acometido a las botellas con bravura.

Apenas habían transcurrido diez minutos, cuando otras dos botillas, esta vez de whisky, habían reemplazado a las primeras.

Comenzaban todos a alegrarse, menos el escritor, que fingía beber, pero sólo injería algunas gotas de aquellos ardientes licores.

De pronto sacó una petaca llena de habanos, y ofreció unos cuantos al Rey de los Cangrejos y a los dos chinos, diciendo:

—Me los ha regalado un capitán mejicano a quien he encontrado esta mañana en San Diego, y me ha asegurado que no los hay mejores en la Habana. Tomen los que gusten; tengo dos cajas de ellos en mi casa.

Simón cogió y encendió uno, y los demás le imitaron; y como el whisky se había concluido, encargó grogs para despejar un poco los cerebros, que comenzaban a ofuscarse.

Apenas habían vaciado las tazas, cuando el Rey de los Cangrejos dejó caer el cigarro y se recostó en el respaldo de la silla como si una súbita embriaguez se hubiese apoderado de él.

—¡Ohé! ¡Simón! —dijo el escritor fingiéndose espantado—. ¡Qué mal bebedor es usted!

—¡Déjele dormir un cuarto de hora, massa! —dijo uno de los dos negros—. La subasta aun no ha comenzado, y en el momento oportuno le despertaremos.

—Y vaciaremos entretanto otra botella —dijo uno de los dos chinos.

—¡Sí; de ginebra! —respondió Blunt sonriendo—. El amo del bar me ha dicho que las cobra a 3 dólares cada una, pero no se bebe igual ni en Nueva York.

Cuando llevaron la botella, los dos chinos dormían lo mismo que su amo, y los dos negros hacían grandes esfuerzos para tener abiertos los ojos.

—¡Ya están cogidos! —murmuró el escritor, frotándose las manos.

Hizo servir la ginebra, aun cuando ya 110 había bebedores, porque hasta los dos negros habían acabado por dormirse.

Blunt llamó al camarero que le había servido, y poniéndole en la mano dos billetes de a diez dólares, le dijo:

—Uno por las botellas y otro para ti, con tal que dejes dormir en paz a estos borrachos. Además, no te darán mucha molestia.

—No los molestaré —dijo el mozo.

—¡Y ahora —dijo el escritor— veremos si ese pillo de Simón viene a disputar miss Annia al señor Harris! Cuando despierte estaremos nosotros en Cartown.

Y se lanzó fuera del bar, que ya estaba vacío, pues la subasta había comenzado.

Cuando llegó a la sala del Club Femenino, tuvo que hacer grandes esfuerzos para abrirse paso; tanta era la gente que se apiñaba en su interior.

Apenas hubo dado una docena de pasos, cuando oyó gritar al notario:

—¡Cien mil dólares…, a las tres!

Nadie respondió.

—¡A las tres! —repitió el notario—. ¡Ha terminado la subasta! ¡Misa Annia pertenece al señor Harris!

Retumbó en la sala un estruendoso hurra que duró algunos minutos; luego el público se dirigió a las puertas del local.

Harry Blunt, con el rostro radiante, se precipitó hacia el estrado, en el cual se encontraba el ingeniero junto al notario.

—¡Señor Harris! —gritó—. ¡Sea enhorabuena! ¡Triunfo completo!

El ingeniero bajó de un salto la plataforma y echó los brazos al cuello de su amigo.

—¡A usted le debo mi felicidad! —exclamó con voz conmovida.

—¡O mejor dicho, al opio! —repuso riendo el escritor.

—¿Y Simón?

—Duerme como un oso gris; pero haremos bien en marcharnos pronto. ¡Ese granuja es capaz de mátame! ¿Y miss Annia?

—Ha partido para Cartown, donde me espera. ¡Venga usted, Blunt; tengo mi coche en la plaza!

—¡Le sigo a usted, señor Harris!

CAPÍTULO IV. LA «SOBERANA DEL CAMPO DE ORO»

Si el cuartel chino y los pueblecillos de pescadores de cangrejos forman uno de los principales atractivos de la opulenta reina del Océano Pacifico, Cartown es una de sus más singulares barriadas, pudiéndose decir, sin temor a exagerar, que no hay otra semejante en ninguna parto del mundo.

¡La ciudad de los carros! ¡La ciudad ambulante que puede trasladarse según el capricho de sus habitantes! Bastarían estas palabras para explicar de qué se trata y producir el mayor asombro.

Y, sin embargo, nada hay en esto de extraordinario. Si Cartown quisiera dejar el arenoso terreno sobre el cual está construida, digámoslo así, podría hacerlo, y hasta hacerse transportar a través del Océano Pacífico para posarse blandamente en la arena del Atlántico.

La razón puede parecer rara, pero es concluyente, porque todas las habitaciones de aquella curiosísima barriada, que ahora tiene el titulo de ciudad, se apoyan sobre cuatro ruedas.

El fundador no ha sido un americano. La idea de establecer aquella ciudad movible germinó en la mente de un emigrado italiano que no carecía de talento. Había adquirido un poco de terreno en la orilla de la magnífica bahía de San Francisco, allí donde no brotan más que grupos de cañas y de juncos. Por desgracia, o, mejor dicho, por fortuna, se había encontrado sin el dinero necesario para edificar una casucha, como en un principio había pensado.

El sitio era espléndido. Las azules y transparentes ondas de la bahía iban a morir entre los juncos con dulce rumor, y la playa era, seguramente, la mejor para crear en ella establecimientos de baños.

Sólo faltaba el capital para fundar una barriada.

Ya el emigrante había pensado deshacerse de su terreno, cuando un hallazgo verdaderamente casual le suministró ocasión para realizar su proyecto.

Una compañía de los tranvías de San Francisco trataba por entonces de vender algunos centenares de coches demasiado viejos ya para prestar servicio.

El italiano, pensando que aquellos coches, mucho más amplios que los usados por nosotros, podían servir de habitaciones, compró uno en cincuenta dólares y lo hizo conducir a su terreno, proveyéndole de los muebles necesarios.

Fuera la envidia, el deseo de poseer una modesta habitación a orillas de la bahía, la originalidad de la idea, u otro móvil cualquiera, es el caso que a los pocos meses había otro coche al lado del colocado por el emigrante.

Se formó el primer núcleo, y poco a poco se constituyó el barrio, con gran satisfacción del italiano, que, como propietario del terreno, subió el precio de éste considerablemente. Tranvías, coches de ferrocarril fuera de uso, viejas diligencias que en tiempo sirvieron para el transporte del correo a través de las praderas, encontraron allí su jubilación.

China tenía su ciudad flotante sobre el río de las Perlas; la capital de California tenía su ciudad rodante, o, mejor dicho, la ciudad de los carros.

El aspecto que presenta aquel conjunto de carros de todas formas y dimensiones no es barroco, como pudiera creerse, sino, por el contrario, graciosísimo, porque todos aquellos carruajes están cuidados con el mayor esmero.

Las paredes están barnizadas y pintadas de vivos colores; los metales, siempre brillantes; las galerías, cubiertas de flores, y las ventanas, protegidas con toldos muy vistosos y persianas.

Hasta hay grupos cuyo conjunto tiene el aspecto de un palacio rodeado de jardines y coronado de torrecillas.

Tales son, por ejemplo, el castillo de Chillón, propiedad de un suizo; el de Quebec, el de Navarra, la villa de Miramar, todos habitados por gente de dinero, que prefiere aquellos carros a los palacios de la estruendosa ciudad.

Algunos coches tienen otros superpuestos, izados con poderosas grúas y mantenidos en equilibrio por columnas de madera, con terrazas espaciosas y galerías a su alrededor. El aspecto que podrían presentar cuatro o cinco enormes vagones, unos encima de otros, se concibe perfectamente.

No hay que figurarse que Cartown esté habitada por pobres diablos sin medios bastantes para vivir en la ciudad, donde los alquileres son muy caros; por el contrario, aquellas casas ambulantes representan mayor esfuerzo, puesto que hoy día cuestan, entre mobiliario, barnizado, etc., unos quinientos dólares, y algunas veces mil.

Un lujo refinado reina en aquella población.

Allí hay espejos de Venecia, tapices de Persia, muebles esculpidos, divanes de brocados, techos con cubiertas de seda.

Todo es pequeño y precioso.

No falta siquiera la luz eléctrica, y el teléfono tiene en comunicación continua a los habitantes de Cartown con los de San Francisco.

Cada coche está dividido en tres departamentos: un comedorcito, una salita minúscula y una alcoba. La cocina está al aire libre, en la plataforma anterior.

Abundan las tiendas de toda clase, en las que se puede encontrar lo que ce quiera, como en San Francisco.

¿Qué más? Hasta hay un café y una casa de té, abiertas por un japonés emprendedor, que está haciendo un gran negocio.

El ingeniero Harris y el escritor, cómodamente instalados en una carroza arrastrada por dos vigorosos caballos, apenas salieron de San Francisco dieron orden al cochero de que los llevara a toda prisa a Cartown.

Ambos estaban contentísimos, especialmente el segundo, que reía a mandíbula batiente pensando en la treta jugada al Rey de los Cangrejos.

—¡Estará furioso si se ha despertado a estas horas! —decía a su amigo Harris—. ¡Daría cualquier cosa por ver en este momento sus feísimos ojazos!

—Está usted más seguro a mi lado en esta carroza que en el bar —repuso el ingeniero—. Ese negro debe de ser un bribón capaz de retorcerle a usted, el cuello, o meterle en el cuerpo seis balas sin decir siquiera ¡allá va!

—También lo creo, señor Harris; y pienso que haré bien en marcharme pronto y lejos, ya que no le han sido a usted necesarios mis veinte mil dólares.

—Pero ¿qué treta le ha jugado usted al negro? No me lo ha explicado usted aún, mi buen amigo.

—Sencillamente, le he embriagado con un cigarro habano, en el cual había hecho esconder por un farmacéutico amigo mío un pedacito de pasta de opio.

—¿Y se ha dejado engañar por usted sin ninguna desconfianza? —preguntó el ingeniero, estupefacto.

—Tuve la precaución de hacerme acompañar por dos negros que habían sido amigos suyos, porque trabajaron con él en el puerto.

—¿Y cómo los ha encontrado usted?

—Me los indicó mi amigo el farmacéutico, el cual parece que conoce perfectamente la historia del Rey de los Cangrejos, He prometido a los dos negros diez dólares a cada uno si conseguían que entrase en el bar su compatriota, haciéndoles creer que deseaba hablar con él para un negocio de cangrejos.

—¿Y todos han mordido el anzuelo?

—¡Cómo verdaderos cangrejos! —dijo Blunt, soltando la carcajada.

—¿Qué puedo hacer por usted, mi bravo amigo? —preguntó Harris con voz conmovida.

—Usted conoce el Arizona, según me ha dicho.

—He dirigido los trabajos en una de aquellas riquísimas minas de plata durante tres años consecutivos.

—Querría, sencillamente, saber si es cierto que en aquel Estado hay todavía abundancia de salvajes, y si los bisontes emigran en manadas inmensos.

—No hay región de los Estados Unidos más rica ni en que los cazadores puedan todavía hacer tanta fortuna como en esa.

—Pero ¿no hay indios?

—Los navajoes existen todavía en buen número, y no han perdido la mala costumbre de arrancar la cabellera a sus adversarios.

—Gracias, señor Harris; ese es el paraíso que yo había soñado. Si el Rey de los Cangrejos tiene empeño en retorcerme el cuello, que vaya a buscarme allá.

—¿Quiere usted ir al Arizona?

—Allí, o a otra parte, me es igual; pero ya que allí hay indios, búfalos y osos, iré a visitar esa región. Soy un cazador apasionado, señor Harris, y desde niño no he soñado más que en ser uno de los corredores de las inmensas praderas. Por fin me ha sonreído la fortuna, y mañana por la mañana partiré hacia el Este.

—¿Tiene usted en las venas sangre de aventurero?

—Mi padre era un cazador canadiense, y se dejó la cabeza entre las fauces de un oso gris.

—¡Tenga usted mucho cuidado no le pase lo mismo!

—¡Poco importa! Nadie me llorará, porque estoy solo en el mundo.

—Yo le daré algunas recomendaciones para varios cazadores que conocí allí.

—Gracias, señor Harris. Eso será un favor que compensará con exceso el que he prestado a usted. ¡Ya hemos llegado a los primeros coches de Cartown! Estos caballos trotan como los de los indios.

—Son verdaderos potros de la pradera, que he traído de Far-West —repuso el ingeniero.

—Señor Harris, le espero a usted en la casa de té del japonés. No quiero servir de estorbo. Más tarde, si usted me lo permite, saludaré a miss Annia, o, mejor dicho, a la mujer que rehusé —dijo el escritor riendo.

Al decir esto hizo detenerse el coche y saltó a tierra, desapareciendo entre las casas de ruedas que se prolongaban a derecha e izquierda del camino.

—¡Qué bravo joven! —murmuró el ingeniero—. ¡Es un tipo único en el mundo!

La carroza emprendió de nuevo la marcha, pasando sucesivamente frente a la villa Miramar, el castillo de Chillón y el de Quebec, y deteniéndose por último junto a un viejo coche de tranvía recientemente barnizado, con los metales lucientes y la galería atestada de macetas que contenían rosales en flor. En una placa de metal, el cochero había leído: «Annia Clayfert», y en el acto había detenido a los caballos.

Harris saltó a tierra presa de vivísima emoción, que en vano trataba de dominar. Aquel joven que había afrontado a los feroces indios del Colorado, que había desafiado los peligros de las minas argentíferas, que había combatido muchas veces con los temibles animales de las praderas del Far-West, en aquel momento se había puesto pálido como si fuera a desvanecerse.

Apenas hubo subido a la plataforma de la casa, adornada con vasos de porcelana, cuando se abrió la puerta y apareció una negra vieja diciendo:

—¿Es usted el vencedor en la subasta?

—Sí. ¿Y miss Clayfert? —balbuceó Harris.

—Entre usted, señor; le espera en la sala.

El ingeniero atravesó un minúsculo gabinete con las puertas tapizadas de seda oscura, y después de haber pedido permiso, entró en un pequeño saloncito, lindo y coquetón, circundado por divanes de seda roja, con un rico tapiz en el pavimento, y cubierto de finísimo guipar hasta las ventanas.

Miss Annia estaba allí, sentada en un diván, más bella que nunca, aunque un poco pálida, y vestida aún de amazona.

Al ver a Harris se levantó, y le dijo con adorable sonrisa:

—¡Sea usted bien venido…, mi futuro esposo! Pertenezco a usted, y, por lo tanto, está usted en su casa.

—¡No diga usted tal cosa, miss! —repuso el ingeniero, ruborizándose como un colegial y haciendo sobrehumanos esfuerzos para aparecer tranquilo—. He pujado para impedir que cayese en poder de aquel negro; y si 110 tuviese la esperanza de llegar a agradarla algún día, juro a usted, miss Annia, que no sentiría el dinero perdido, y que, aunque con dolor inmenso, le devolvería su libertad.

La joven le miró atentamente y en silencio algunos instantes, y luego dijo:

—Usted me ama; lo sé, señor Harris. Desde hace un mes viene usted siguiéndome por todas partes.

—Yo, sí; pero ¿y usted?

La joven sacudió su rubia cabecita sonriendo maliciosamente, y después, poniéndose un dedo en los labios, dijo:

—¡No toquemos ahora ese particular, mi señor marido, y hablemos de otra cosa!

Luego, poniéndose seria, le preguntó a quemarropa:

—¿Qué se dice por la ciudad acerca de la repentina venta de mi palacio, de mi yacht, de mis coches, de mis caballos y de mi retiro a esta barriada?

—Pues… no he oído decir nada, miss —repuso el ingeniero con aire de turbación.

—Que estaba arruinada; ¿es verdad?

—No digo a usted que no.

—Pues tienen razón. En cuarenta y ocho horas me he encontrado, no diré sin recursos, pero sí en una situación difícil.

—Sin embargo, me contaron cuando estuve en el Colorado que su padre de usted era dueño de una mina de oro que producía muchísimo.

—Y era verdad —repuso Va joven suspirando—. Aquella mina no producía menos de doscientos mil dólares al año. ¡Y quién sabe lo que hubiera dado todavía sin el odio de un hombre!

Harris la miró con doloroso estupor.

—Oígame usted —prosiguió Annia después de una breve pausa—. Desde hace seis años mi padre era propietario de aquella mina, que había descubierto en el fondo de un inmenso abismo llamado el Gran Cañón, y que usted conoce, de seguro.

—Sí, miss; lo he recorrido en gran parte.

—Los mineros acudieron en gran número de todos lados ofreciendo sus servicios a mi padre, el cual no tomó más que unos doscientos. Entre ellos había un hombre que se llamaba Will Rock, un gigante venido de no se sabe dónde, y que por su fuerza extraordinaria y por su habilidad gozaba de mucho renombre entre sus compañeros de trabajo; tanto, que le obedecían a él, puede decirse, más que a mi padre. Siendo en realidad un hombre utilísimo para aquel duro oficio, fue exaltado al cargo de capataz, y ninguno se quejó de aquel rapidísimo ascenso. Por desgracia, un día funesto, Rock, que debía de haber madurado siniestros proyectos, se rebeló contra la autoridad de mi padre, pretendiendo que éste le diera una crecida participación en el producto de la mina. Comprendiendo que tenía que habérselas con un hombre peligroso, que ejercía gran influjo sobre sus compañeros, mi padre le echó de la mina, amenazándole con matarle si volvía a ella. Rock se marchó sin decir palabra; pero tres meses después una verdadera sublevación estalló en el campo. Los mineros, insurreccionados por aquel miserable, que había jurado vengarse, se convirtieron en bandidos; asesinaron a los guardas y a los ingenieros, se apoderaron de las reservas de oro, hicieron volar con dinamita las habitaciones y los hornos, inundaron la mina y se llevaron a mi padre. El asalto fue tan imprevisto, que no hubo manera de organizar la más pequeña resistencia.

—¡Infames! —exclamó el ingeniero, pálido de ira—. ¿Y qué hicieron con su padre?

—Aun le tienen prisionero —repuso miss Annia con voz entrecortada—, y exigen por su libertad la enorme suma de quinientos mil dólares, que habrá de ser enviada a Will Rock, a la estación de Alamosa, dentro de tres meses.

—¿Después de haber robado todas las reservas de oro?

—Sí, señor Harris.

—¡Malditos forajidos! ¿Y el gobierno del Arizona no piensa enviar contra esos canallas algunas trapas?

—He apelado a aquellas autoridades, y me han contestado que no pueden mezclarse en este asunto; tanto más, cuanto que parece que los indios navajoes han permitido a ese facineroso que se refugie en su territorio.

—¿Ha logrado usted reunir la suma necesaria, contando con mis cien mil dólares? —preguntó Harris.

—Todavía me falta mucho, porque la venta de mi palacio, de mi yacht y de mis caballos no ha producido más que ciento veinte mil dólares.

—¡Ladrones! —exclamó Harris.

—Se han aprovechado.

—¿Y de la lotería?

—Otros sesenta mil

—¿Así, pues, con mis cien mil no tiene usted a su disposición más que doscientos ochenta mil dólares?

—Ni un centavo más.

—¡Y hacen falta quinientos mil! —exclamó Harris haciendo un gesto de desesperación.

Permaneció un momento silencioso, pasando y repasando una mano por su frente, y de pronto dijo:

—Annia, ¿tendría usted miedo de ir al Arizona?

—Estoy pronta a acompañarle si usted va —replicó sin vacilar la joven—. He nacido en la frontera india, y, como todas las jóvenes que han crecido en las grandes praderas, sé manejar el rifle como el revólver, y montar en los potros sin necesidad de silla ni freno.

—Entonces, miss Annia, partiremos para el Arizona. En el Gran Cañón tengo amigos que dirigen minas de plata, y que podrán ayudarnos con un buen contingenta de hombres.

—Así es que usted quiere… —dijo la joven con voz conmovida.

—Ir a salvar a su padre, libertarle de las manos de esos bandidos que le han hecho prisionero, y después matarlo a todos. Tenemos tres meses por delante. En tres meses estaremos en el Gran Cañón, e iremos a buscar a ese bandido de Rock. ¡Ah! ¡Quiere quinientos mil dólares! ¡Les daremos plomo, y buen plomo!

Annia se levantó con los ojos chispeantes, y, después de poner la mano sobre el hombro del valeroso joven, dijo:

—¡Usted es el hombre que yo había soñado: fuerte, enérgico, audaz! ¡Usted me hará feliz, Harris, y yo le amaré a usted como jamás mujer alguna haya amado! ¡Gracias, amigo mío, gracias!

—¡Yo seré quien deba dárselas, Annia!—-exclamó el joven, loco de alegría—. Haga usted esta noche sus preparativos, y mañana tomaremos el ferrocarril para Sacramento. ¡Ah! Me olvidaba de preguntar a usted si la disgustaría que Harry Blunt nos acompañase. Es un bravo joven, y espero que no le guardará usted rencor por haberla rehusado a cambio de veinte mil dólares.

—¡Al contrario; le estoy agradecida! —repuso miss Annia sonriendo—. Tráigale usted, si cree que puede sernos útil. Y a Rock, ¿qué le contesto?

—Que dentro de tres meses usted misma le llevará los quinientos mil dólares.

—Hasta mañana, Harris.

—Aquí vendré a recogerla. No lleve usted consigo más que lo estrictamente necesario; durante el viaje compraremos lo que haga falta.

Se estrecharon la mano, mirándose a los ojos durante largo rato, y el ingeniero salió rápidamente, feliz y casi fuera de sí por la alegría.

El escritor le aguardaba en la casa de té, con una guía de ferrocarriles en la mano.

—Señor Blunt —dijo el ingeniero, sin darle tiempo a que le interrogase—, ¿quiere usted venir conmigo y con miss Annia al Arizona?

—¡Cómo! ¿También parten ustedes? —exclamó el joven, poniéndose en pie de un salto.

—Sí, mañana, a las cinco y veinte minutos. ¿Quiere usted acompañarnos?

—¿Y me lo pregunta usted?

—Entonces, véngase a mi casa y le contaré todo.

—¿Cazaremos?

—¡Hasta indios y bandidos!

—¡No pido más, señor Harris!

El coche estaba parado a la puerta.

Salieron de la casa de té y subieron a la carroza.

Apenas los caballos se habían puesto en movimiento, cuando dos negros que estaban escondidos bajo un viejo y deshecho carruaje asomaron la cabeza por entre las ruedas.

—¿Los has conocido, Zim?

—Sí, Sam.

—¡Corramos donde está Simón!

Y ambos se lanzaron en desenfrenada carrera hacia un carruaje al que estaban enganchados dos buenos caballos.

CAPÍTULO V. LOS TENEBROSOS PROYECTOS DEL «REY DE LOS CANGREJOS»

Haría dos horas que había terminado la subasta, cuando Simón, bastante más robusto y resistente que los dos chinos y los dos cargadores del puerto, se despertó, aun entontecido por el exceso de licor, y, sobre todo, por el opio que había fumado en aquel traidor cigarro.

Fue preciso el transcurso de algunos minutos y un vaso de agua helada, que le llevó el mozo del bar, para que su cerebro comenzase a entrar en funciones.

Una espantosa blasfemia, que hizo escapar al camarero, salió de sus labios al ver a sus dos súbditos y a sus dos negros amigos recostados en el respaldo de sus sillas y durmiendo como lirones.

—¡Nos han embriagado con alguna droga infernal! —exclamó, rechinando los dientes como un tigre—. ¡Condenado sea el canalla de Fo, el dios de los tontos, y todos los santos del calendario chino! ¡Mozo!

El joven, que le espiaba escondido detrás del mostrador, acudió con su más amable sonrisa en los labios.

—¿Otra botella, señor? —preguntó en tono algo irónico.

—¡Qué te ahorquen! —rugió el negro, furioso—. ¿Qué has puesto en el gin que hemos bebido?

—¿En el gin? En el brandy querrá usted decir; whisky debe usted decir, señor.

—¡Me da lo mismo!

—Pues no he puesto nada. Eran licores finísimos.

—¡Pues es imposible que yo me haya embriagado, cuando me bebo cinco botellas al día yo solo! ¿Dónde está el joven blanco que bebía con nosotros?

—Salió después de pagar la cuenta.

—¿No le habíais visto antes?

—Nunca.

—¡Ese miserable debe de haber echado algún narcótico en los licores! ¡Por la muerte de todos los cangrejos del océano! ¡Aquel cigarro es el que me Tía hecho dormir! ¡Soy un imbécil! ¿Qué hora tenemos?

—Las seis.

Un rugido de furor brotó de la garganta del hercúleo hijo de la ardiente África, rugido que parecía salir del pecho de una fiera.

—¡La subasta! ¡La subasta! ¡Habrá concluido! ¡Me han engañado! ¡Habla, estúpido! ¡Habla, o te estrangulo!

—¡Cuidado —dijo el camarero, dando un salto atrás—, que hay cerca una sección de policía!

—¡Te pregunto si la subasta está aún abierta!

—¡Ah! ¿La del Club Femenino? No; se ha concluido hace dos horas.

—¿Y miss Annia?

—Ha sido adjudicada a un ingeniero —repuso el mozo—. Me han dicho que es el mismo que ayer ofreció cien mil dólares.

—¡Por todos los leones y leopardos del África! —rugió el negro—. ¡Me la han jugado como a un niño! ¡Necesito su piel! ¡Tráeme amoníaco, fuego, un tizón, piedra infernal, cualquier cosa, para despertar a estos imbéciles, que siguen roncando!

—Hágales que beban una copa de ginebra. El remedio será mejor que el amoníaco.

—¡Tráeme una botella, diez, veinte, con tal que abran los ojos!

El mozo se apresuró a llevar una, la destapó y llenó las copas.

El Rey de los Cangrejos cogió por las narices a Sam, obligándole a abrir la boca, y le vertió en la garganta de un golpe el fortísimo licor, a riesgo de asfixiarle.

El cargador tosió horriblemente y devolvió parte del líquido, pero abrió en el acto los ojos, estornudando ruidosamente.

—¡Ahora al otro! —dijo el Rey de los Cangrejos, sin preocuparse de los gestos que hacía el pobre diablo.

El remedio sugerido por ti camarero 110 falló tampoco con Zim ni con los dos chinos. Verdad es que a poco uno de éstos perece ahogado; pero se había despejado al fin, si no del todo, al menos en parte.

Un poderoso manotazo administrado por el Rey de los Cangrejos en medio del cráneo de aquellos desdichados completó el tratamiento.

Los dos negros y los chinos parecían aún atontados y miraban con ojos extraviados al coloso, que amenazaba apalearlos si no recobraban pronto un poco de lucidez.

—Hágales usted andar —dijo el mozo—. Un poco de aire les hará bien.

—¡Tienes razón, muchacho! —repuso el Rey de los Cangrejos.

Tiró sobre la mesa dos dólares y sacó a la calle a los cuatro hombres, amenazándolos con emprenderla a puntapiés con ellos si no marchaban derechos.

Cuando llegó a la orilla de la bahía, donde estaba anclada su chalupa de vapor, se había disipado la embriaguez de los dos chinos.

—Patrón —dijo Sam, que se sentía mejor que su compañero—, ¿qué ha pasado? Tengo todavía una confusión tal en la cabeza, que me parece imposible explicarme por qué me he embriagado. ¿Es posible que unos cuantos vasos de brandy o de whisky me hayan vuelto idiota?

—¡Hemos sido burlados por aquel canalla que decía que se iba a Australia! —repuso Simón, furioso—. ¡Y yo he perdido a miss Annia, la Soberana del Campo de Oro!

—¿Cómo? ¿No la ha ganado usted en la subasta? —preguntó Zim.

—¡Estúpido! ¿Crees que entonces estaría aquí hablando como un papagayo?

—Así, pues, ¿la ha perdido usted? —interrogó Sam.

—También me ha embriagado a mí. ¡Mas por todos los cangrejos del mundo juro que tendré la piel de ese galopín que me ha hecho tal jugarreta, si no se ha marchado a Australia!

—¡Sígale!

—Antes que ese joven hay algo que me hiere más. ¡Ah! ¿Cree ese Harris que me resignaré? ¡Se engaña; y aunque tuviese que perder el último dólar, le quitaré la Soberana del Campo de Oro! ¡He jurado que sería mi mujer, y lo será!

—De seguro que no la pondrá a subasta —dijo Zim.

—¡Eres un imbécil! —dijo el Rey de los Cangrejos—. ¡Necesitas que te pongan cabeza nueva, muchacho! Embarquémonos y veremos si queréis entrar a mi servicio.

Entraron en la chalupa, y el Rey de los Cangrejos dio orden a sus hombres de seguir la costa en dirección a Cartown.

—¿Qué os produce vuestro oficio? —preguntó Simón cuando la embarcación estuvo lejos de la playa.

—No se gana mucho en el muelle; ya lo sabe usted, Simón —dijo Sam—. Algunos días cuesta trabajo ganar un dólar.

—¿Sois hombres de puños?

—¡Ya lo creo! —repuso Zim, mostrando sus brazos musculosos.

—¿Sabéis manejar las armas?

—Soy un regular tirador —dijo Sam—; he sido durante algún tiempo criado de un cazador de Sierra Nevada.

—Yo manejo bien el revólver —añadió Zim.

—¡Cuidado, que yo quiero tener a mi servicio gente resuelta y sin escrúpulos, y que pagaré como un príncipe!

—Estamos a sus órdenes, patrón —respondieron los dos negros.

—Os ofrezco cincuenta dólares al mes, y mantenidos. ¿Aceptáis?

—¡Ahora mismo voy a tirar al mar mi chaqueta de cargador! —dijo Sam.

—¡Y yo hago lo mismo! —repuso Zim.

—Desde este momento estáis a mis órdenes —dijo el Rey de los Cangrejos mirando con complacencia a sus dos compatriotas, que mostraban un vigor extraordinario.

Luego agregó, como hablando consigo mismo:

—¡Estos son dos buenos reclutas que no dudarán en dar una puñalada cuando llegue la ocasión!

Hizo señales al maquinista de que aproximase la lancha a la playa, y luego, volviéndose hacia Sam, le dijo:

—Os confío a ti y a Zim una misión importante. Marchad en el acto a Cartown, y averiguad si el ingeniero está allí. Al mismo tiempo, tratad de informaros si la Soberana del Campo de Oro se prepara a desalojar su coche o a emprender algún viaje. Me han dicho que debe tener proyectos. ¡Tomad veinte dólares como anticipo!

—¿Dónde le encontraremos a usted?

—En mi pueblecillo. Alquilad dos caballos e id a contarme sin tardanza lo que averigüéis.

—¡Adiós, patrón! —respondieron los dos negros saltando a la orilla y alejándose rápidamente.

El Rey de los Cangrejos los siguió con la mirada hasta que volvieron la esquina de una casa, y después, a una seña suya, sus marineros impulsaron de nuevo la chalupa, dirigiéndola hacia San Pablo Bay.

El negro se sentó a popa poniéndose a la barra del timón, mientras los dos chinos se recostaron a sus pies.

Parecía estar de muy mal humor: de vez en cuando rechinaba sus dientes como un tigre enfurecido, y de sus labios salían sordas imprecaciones.

En la mente del hercúleo hijo de la tierra africana debía de estallar en aquellos momentos una tremenda borrasca y madurarse algún siniestro designio.

Cuando al cabo de una hora larga la chalupa llegó junto a la árida colina en cuya cima estaban los pueblecitos de pescadores de cangrejos, la frente de Simón, hasta entonces ensombrecida, se aclaró.

Desembarcó, diciendo a sus negros que mantuvieran los fuegos encendidos, y subió lentamente por un sendero, seguido por los dos chinos, que guardaban absoluto silencio y que aun parecían mareados por el opio fumado en el cigarro y por los abundantes licores injeridos.

Al entrar en su casa hizo Simón encender la gran linterna de talco, destapó una botella, y sentado junto a una mesa se entregó a profundas reflexiones.

La noche había cerrado hacía dos horas, cuando le advirtió uno de los chinos que los dos negros estaban en el pueblo y deseaban hablarle.

El Rey de los Cangrejos se puso en pie de un salto, diciendo:

—¡Qué pasen en seguida!

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando Sam y Zim se encontraron frente a él, inundados de sudor y cubiertos de polvo hasta los cabellos.

—¡Si no han reventado los caballos, es un verdadero milagro, patrón! —dijo el primero.

—¿Habéis visto al ingeniero? —preguntó Simón.

—Y también al otro, al que nos ha embriagado.

—¡Ah! ¡Condenado perro! ¿No ha partido?

—Se va mañana de madrugada con el ingeniero y con miss Annia —dijo Sam—. Hemos oído cuanto han dicho la Soberana del Campo de Oro y el señor, y después lo que ha dicho el rubio.

—¡Habla en seguida!

El negro le informó en breves palabras de cuanto había podido oír, escondido bajo el carricoche de miss Annia, primero, y luego bajo el del vendedor de té.

—¿Qué historia me cuentas? —exclamó Simón en cuanto terminó Sam—. ¿Van a Arizona? ¡Su padre prisionero!…

—De un tal Rock.

—¿Has oído bien ese nombre?

—La joven blanca lo ha repetido varias veces, y Zim también lo ha oído perfectamente.

—Es verdad —confirmó el segundo negro—: Will Rock.

El Reí) de los Cangrejos permaneció algunos minutos en silencio paseando nerviosamente por la estancia; después dio en la mesa tan formidable puñetazo, que hizo caer copas y botella.

—¡He aquí una suerte que no esperaba! —dijo—. ¡El Gran Cañón! Yo lo conozco: he trabajado en algunas de aquellas minas cuando era joven. ¡Hermoso lugar para cogerla! ¡Por todos los cangrejos del mundo, mi querido Simón, has nacido con buena estrella! Haced vuestros preparativos y seguidme.

—¿Adónde vamos, pailón?

—Al Arizona, si no los cogemos antes.

—¿Nosotros solos?

—¡No soy tan imbécil, Sam! —repuso Simón—. Llevaremos los cuatro negros de la chalupa, que son de confianza y de fuerza.

Llamó a los dos chinos, que debían de ser sus secretarios o algo parecido, y les dijo.

—Parto para un viaje que puede durar unos cuantos días o quizás muchas semanas. Cuidad de mis rentas; y como a mi vuelta sepa que me habéis robado, os haré cortar las orejas. ¡Pronto, muchachos, seguidme! Coged esta caja, donde van los fondos para la guerra que vamos a emprender.

Sam y Zim levantaron la caja, no sin trabajo, y siguieron al Rey de los Cangrejos, que bajaba el sendero rápidamente.

Cuando llegaron a la orilla de la bahía embarcaron la caja, y después Simón dijo a sus marineros:

—¡A San Francisco a toda máquina! ¡No tenemos tiempo que perder!

La chalupa partió rapidísimamente, dejando a popa un largo surco blanco que la luna hacía brillar intensamente.

A las once entraba en la rada de la capital de California, pasando por entre la multitud de naves ancladas junto a los inmensos docks atestados de mercancías.

Simón, que parecía febril, hizo desembarcar el cargamento, dio algunas instrucciones al maquinista, y después, acompañado por los otros cinco negros, se internó en la población.

No hay que decir que el cofre que contenía los tesoros acumulados por la Reina de los Cangrejos no fue olvidado.

Atravesaron parte de San Francisco, deteniéndose frente a una hermosa y pintoresca casa del barrio chino, cuya puerta se abrió de repente al primer golpe dado sobre la placa de metal colgada de ella.

Simón hizo llevar la caja al interior y después subió la escalera, diciendo a los negros que le esperasen.

Cuando bajó llevaba consigo una valija bastante abultada y un grueso paquete perfectamente atado.

—¡A la estación! —dijo a los negros—. Aquí llevamos billetes de Banco y revólveres. ¡Con tales cosas se puede ir al fin del mundo!

A media noche el Rey de los Cangrejos y sus cinco negros se hallaban ya en el café de la estación Oriental, sentados en torno de un llameante punch

Pocos minutos antes de la partida abandonaron aquel lugar, acomodándose en un vagón contiguo al ténder.

Bajaron las cortinillas; pero el Rey de los Cangrejos observaba atentamente a cuantas personas entraban en la estación.

Los cinco negros, recostados en los ángulos, fumaban silenciosamente, envueltos en sus amplias mantas de lana de vivos colores y cubiertos con anchos sombreros de cowboys calados hasta los ojos.

De pronto Simón lanzó una palabrota.

—¿Qué le pasa a usted, patrón? —preguntó Sam incorporándose.

—¡Vienen juntos!

—¿Misa Annia y el ingeniero?

—Si.

—¿Y se enfada usted?

—¡Por no poder destrozar al granuja que me emborrachó!

—¿Viene también él?

—Acompaña al ingeniero.

—¡Pues si decía que se iba a Australia!

—¡Más vale así, porque a su tiempo le quitaremos el pellejo, y verá si yo sé cumplir lo que prometo!

—¿Qué coche han ocupado?

—El penúltimo.

—Entonces estamos seguros de no ser descubiertos, patrón.

—¡Cómo alguno de vosotros se asome, le rompo el cráneo de un puñetazo!

—Esté usted tranquilo; ninguno de nosotros tiene ganas de trabar conocimiento con los puños de usted.

—¡Silencio!

Un agudo y prolongado silbido atravesó el aire, repercutiendo bajo la inmensa marquesina de cristales; luego el tren se movió lentamente con fragor metálico en dirección al sur.

—¡Veremos si llegan a su destino! —murmuró Simón lanzando un relámpago de ira por los ojos—. ¡El camino es largo, y quién sabe lo que puede ocurrir en el viaje!

CAPÍTULO VI. A TRAVÉS DE CALIFORNIA

Miss Annia, Harris y el escritor, reunidos en la estación pocos minutos antes de que el tren partiera, habían tomado asiento en uno de I03 últimos coches, a causa de estar los primeros casi completamente ocupados por californianos que iban a las minas, aun bastante productivas en aquella época.

La joven vestía un elegante y sencillísimo traje de viaje de paño gris. Como buena americana, llevaba en el bolso de viaje un pequeño revólver de seis tiros, previsión justificada, porque los ferrocarriles de aquella región eran menos seguros que los de la gran línea que une a Nueva York, reina del Atlántico, con San Francisco, reina del Pacífico.

Harris y el escritor, que deseaban pasar inadvertidos, se habían vestido con el pintoresco traje de vaqueros mejicanos: sombrero de anchas alas con galón dorado, amplios calzones de terciopelo con botones dorados, largas polainas con espuelas de plata, cuya rueda era del tamaño de un duro, y la manga de gruesa franela.

Ambos llevaban al cinto revólveres Colt, armas de grueso calibre y de precisión extraordinaria, que a cincuenta pasos ponen a un hombre fuera de combate, con pocas probabilidades de que vuelva a ponerse en pie.

Harris, que no gustaba de los intrusos, había tomado todo el coche para ellos; uno de aquellos espléndidos vagones de nueve metros de largo, con tapices, espejos, divanes-camas, galería externa y biombos.

Cómodamente sentados frente a las amplias ventanillas, por las cuales entraba libremente la brisa matinal, miraban el cambiante panorama, absorta cada cual en sus pensamientos.

El tren, que sólo se componía de nueve coches, costeaba velozmente la bahía meridional de San Francisco para llegar a la estación de San José, de la cual va luego hacia Lathrop, antes de tomar definitivamente el camino del sur.

—Señor Harris —dijo Blunt cuando vio al tren alejarse poco a poco de la bahía—, ¿cree usted que aquel negrazo vendrá a buscarme al Gran Cañón?

—Debe de estar buscándole en los buques que parten para Australia —repuso riendo el ingeniero—. Fue una gran idea la que tuvo usted de darle aquella indicación.

—Andaba de por medio mi pellejo, señor. Aquel pillastre debe de estar todavía en estado salvaje, como sus compatriotas del África ecuatorial. El aire de California no debe de haber calmado sus instintos de bestia feroz. ¡Y pensar que sin esa estratagema hubiera sido su esposa miss Annia!

—¡Qué monstruo! —exclamó la joven, haciendo un gesto de horror—. ¡Hubiera preferido matarme al cabo de los seis meses de libertad que me esperaban!

—Ha hecho usted bien en venir con nosotros, Blunt —dijo Harris—. No hubiera usted estado seguro permaneciendo en San Francisco, ni tal vez en toda California.

—De todos modos, hubiera partido. ¡Seguir todavía allí con cien mil pesetas en el bolsillo, mientras hay bisontes que matar e indios que ver!…

—¡Cuidado con los indios, amigo! Aun no están todos sometidos, y los que vamos a encontrar tienen fama de ser los más feroces de todo el continente americano del Norte. ¡Apaches y navajoes! Son verdaderas fieras, que tienen todavía la fea costumbre de matar a los rostros pálidos cuando están en guerra con ellos.

—¿No están ahora tranquilos?

—¡Hum! No se sabe nunca cuándo lo están. Basta una nonada para irritarlos, y siempre encuentran pretextos para salir de su reserva y perseguir a los hombres blancos. Hay por allí un jefe apache llamado Victoria, que cada dos meses, por un motivo o por otro, se pone a la ofensiva y produce la ruina por todas partes. Es un gran diablo rojo que goza de fama de ser invencible, y que es particularmente temido por los mineros del Gran. Cañón del Colorado. Figúrese usted que con las cabelleras que con su propia mano ha arrancado ha hecho un tapiz que se dice tiene virtudes maravillosas.

—¿Cuáles? —preguntó Annia.

—La de curar todas las enfermedades..

—Esperemos que no hemos de tropezar con esos feroces cazadores de melenas —dijo el escritor—. La mía se destacaría mucho sobre el tapiz, tan paliducha como es.

—Por eso haría un hermoso contraste con las negras cabelleras de los mejicanos —repuso Harris.

—¿No distinguen, pues, de norteamericanos y de mejicano-españoles?

—Nada absolutamente, con tal que tengan cabello. Querido amigo, ¿quiere usted encargar el desayuno? La cocina del tren está en el vagón inmediato, y así, no tendrá usted que andar mucho. Este aire matutino despierta un hambre de lobo; ¿es verdad, Annia?

—Tiene usted razón, Harris —repuso la joven.

Mientras se preparaban a restaurar las fuerzas el tren proseguía su rápida carrera a lo largo de la especie de península que desde la bahía de Monterrey se dirige hacia San Francisco, formando aquel magnífico golfo que no tiene igual en toda la América del Norte.

A las ocho entraba ya con gran estrépito en la estación de San José, situada casi en la extremidad del golfo, y después volvía a ponerse en marcha hacia el nordeste para llegar a Lathrop, la rival de Sacramento, y que parece destinada a ser una de las ciudades más florecientes de California.

Entonces corría sobre los antiguos placeres, que algunos lustros antes habían hecho acudir de todas las partes del mundo millones de aventureros sedientos de oro.

En vez de claims, de montones de tierra y de febriles buscadores del precioso metal, el tren corría por entre soberbios viñedos, cuidados esmeradamente, obra de los emigrantes italianos, verdaderos creadores de la riqueza vinícola de California.

—El oro ha desaparecido —dijo Harris—; pero la tierra no ha cesado de producir. El vino ha sustituido al metal.

—¿Han sacado mucho oro de esta región? —preguntó Blunt.

—Se calcula que California ha dado por valor de cinco mil millones de pesetas.

—¡Mil millones de dólares! —exclamó el escritor—. ¿Y desde cuándo comenzó aquella prodigiosa recolección?

—Desde 1841, o sea desde la época en que el capitán Suther, un suizo que había sido oficial de la guardia de Carlos X, rey de Francia, descubrió por primera vez que la tierra de California encerraba una inmensa cantidad de oro.

—¿De qué modo? ¿Estudiando el terreno?

—No; por pura casualidad. Suther había pedido a nuestro Gobierno una gran concesión agrícola; y como en aquel tiempo California estaba casi despoblada, la obtuvo sin dificultad.

—¿Sabía que el terreno concedido tenía oro? —preguntó Annia.

—No —repuso Harris—. Como he dicho, fue la casualidad la que le hizo descubrir las inmensas riquezas escondidas en el subsuelo. Había construido un molino sobre el río de la Horca, cuando un día, reconociendo el fondo de la cascada, encontró en él pepitas de oro. Hizo excavaciones en aquellos parajes, y logró descubrir filones auríferos de valor inaudito. Se propagó la voz con la rapidez del rayo, y al cabo de pocos meses el descubrimiento fue conocido del mundo entero. Los aventureros de ambos hemisferios se lanzaron sobre California. Jamás época alguna ha sido testigo de tanto fanatismo. Se hicieron al principio fortunas enormes, y aquella fiebre duró desde 1841 a 1852, atrayendo aquí a millones de personas. Figúrense ustedes que, como promedio, se extraían al año trescientos millones de pesetas.

—¡Un verdadero río!

—Que fue, sin embargo, superado algunos años más tarde por los que descubrieron los placeres de Australia.

—¿Y no podría encontrarse más oro bajo esta tierra? —preguntó Blunt.

—Es probable que sí, pero no en gran cantidad; y como usted ve, nadie viene ya a buscarlo. La vid ha vencido definitivamente al oro desde que han venido los italianos, esos agricultores admirables, que han cubierto el valle del Sacramento de viñedos que envidian todos los Estados de la Unión.

—¿Y producen mucho?—-preguntó Annia.

—No diré que tanto como los placeres, pero sí muchos millones al año. Ciertas cosechas han sido tan abundantes, que han puesto a los agricultores en gran apuro por no saber dónde guardar el vino. Esto dio origen a que se construyera el mayor tonel del mundo.

—¿Qué tonel es ese? —dijo Blunt.

—El de Asti. ¿No lo ha visto usted nunca?

—No, señor Harris. Yo creía que el tonel más grande era el de Heidelberg, que goza fama universal.

—No, porque en el tonel germánico no caben más que doscientos veinte mil litros, y ha sido superado por el de Londres que puede contener cuatrocientos noventa mil.

—¿Y el nuestro? —preguntó Annia.

—Es tan enorme, que para llenarlo, dos bombas de vapor emplean siete días, y cuatro para vaciarlo.

—¡Es un lago! —exclamó Blunt.

—Poco menos.

—¿Cuánta madera emplearían en su construcción? ¿Un bosque entero?

—Ni siquiera un arbusto, caro amigo —repuso Harris—. Se emplearon mil barriles de cemento portland, seis mil de arena y piedra, y cuarenta y cinco días y noches para construirlo; todo por viticultores italianos. Figúrense ustedes que dentro de él se dio un baile, en el cual tomaron parte empleados, jueces, banqueros, etc., con sus familias, una banda de música entera, y…

Un agudo silbido le cortó la palabra.

—Ya estamos en Niles —dijo—. Dentro de poco pasaremos por entile la sierra del Diablo y la Nevada. ¡Vamos a ver un soberbio panorama, Blunt!

El tren sólo se detuvo algunos minutos en Niles, y volvió a emprender su carrera hacia el Este, llegando dos horas después a Lathrop, de donde parte la línea principal de California-Arizona.

A media noche se detenía en Berenda, una de las más importantes, estaciones del Pacífico-Atlántico, para reponerse de agua y carbón, y a las dos se lanzaba a través de la inmensa llanura limitada al Este por la imponente cordillera Nevada y al Oeste por la Sierra de la Costa.

Cuando despuntó el alba los viajeros habían dejado ya atrás a Tulose, otra estación importante, donde reside una floreciente colonia de viticultores italianos que han cubierto de viñedos todas las riberas del lago de aquel nombre.

—Vamos muy aprisa —dijo el escritor, que miraba con vivo interés las altas cimas de Sierra Nevada, cubiertas aún de nieve y con las laderas sembradas de gigantescos pinos.

—Pues más aprisa iremos cuando hayamos franqueado la frontera de California. Allí las estaciones son escasas, y las paradas, más escasas aún.

—¿Y dónde acaba esta línea?

—A orillas del Atlántico, amigo mío. Es la rival de la Transcontinental del Pacífico.

—¡Cuántas dificultades han debido de vencer nuestros ingenieros para construir una línea tan inmensa!

—No muchas; para la primera, si. En ésta si que han asombrado al mundo entero. Nadie creía que nuestros ingenieros lograran poner en comunicación el Atlántico con el Pacífico, ya por la clase de territorios que debían atravesar, ya por la hostilidad de los indios, ya por la colosal cadena de las montañas Rocosas, que parecía barrera infranqueable para el monstruo de hierro.

—Debió de ser un gran acontecimiento para el mundo el anuncio de que tan grande empresa había llegado a término feliz —dijo Annia.

—Como que estaban casi locos de alegría todos los americanos —repuso Harris.

—Cuéntenos, ingeniero —dijo Blunt—. ¿A quién se le ocurrió esa grandiosa idea?

—Al ingeniero Tomás Yudah, que después de una larga serie de estudios acerca de la Sierra Nevada comunicó sus proyectos a una reunión de capitalistas de Sacramento, los duales los hicieron aprobar por el Congreso de Washington en primero de julio de mil ochocientos sesenta y dos. Dos compañías, la Unión del Pacífico y la Central Pacífico, acometieron la difícil empresa con un capital de cuatrocientos setenta y cinco millones. Los trabajos se comenzaron por ambas partes, o sea por San Francisco y por Nueva York, y prosiguieron asiduamente a pesar de todos los obstáculos, no siendo los menores la falta de víveres y de agua y los incesantes ataques de las tribus indias, que en aquella época aun no estaban sometidas, y que asesinaban sin compasión a cuantos obreros podían sorprender. Por fortuna, los mormones y los chinos, especialmente estos últimos, tan injustamente despreciados por nosotros, prestaban su paciente ayuda, prontos a sustituir a los trabajadores cuando se sublevaban y abandonaban la línea. So pena de confiscación, el ferrocarril debía estar terminado en primero de julio de mil ochocientos setenta y seis, y, sin embargo, el primero de mayo de mil ochocientos sesenta y nueve estaba ya en plena explotación. La fiesta con que se solemnizó la inauguración de la gran línea se ha hecho memorable.

—¡Lo creo! —dijo Blunt.

—Los preparativos para enlazar los dos trozos fueron rápidos. Entre los extremos de las vías se había dejado un espacio de doscientos pies. En presencia de todas las supremas autoridades de la Confederación, y a una señal convenida, en medio del más profundo silencio, dos cuadrillas de operarios avanzaron en riguroso traje de faena para llenar aquel vacío. La primera cuadrilla estaba formada por americanos; la otra, por chinos de California. A las once las dos cuadrillas se encontraban frente a frente; los hombres del este frente a los del oeste. Los seguían dos locomotoras que silbaban de un modo estridente en señal de saludo. Al propio tiempo, el Comité expedía a Chicago y a San Francisco un despacho telegráfico concebido en estos términos: «Estén prevenidos para recibir la señal correspondiente a los últimos martillazos. A fin de que todas las ciudades de la Unión pudieran ser prevenidas al mismo tiempo del gran acontecimiento, los hilos telegráficos de la línea se pusieron en comunicación con el sitio preciso en que habla de ser colocado el último remache. Merced a esta disposición, los martillazos dados en Promontory-Point podían repercutir en todos los Estados de la Confederación. Cuando se trató de colocar la última traviesa, el doctor Harkeness, del Estado de California, hizo llevar una madera de laurel con los clavos de oro y el martillo de plata, diciendo a los directores de las dos Compañías: »Este oro extraído de las minas y la madera preciosa que procede de nuestros bosques lo ofrecen los ciudadanos del Estado a fin de que sean parte integrante del camino que unirá a California con sus Estados hermanos del Este, desde el Pacífico al Océano Atlántico. Se adelantó después el general Safford, diputado del territorio de Arizona, y ofreció tres clavos: uno de oro, otro de plata y el último de hierro, diciendo: «Rico en hierro, oro y plata, el territorio de Arizona ofrece este presente a la Empresa que ha unido a los Estados americanos entre sí y que abre al comercio una nueva comunicación». Cuando fueron colocadas las últimas traviesas, el general Dogde, diputado de la Unión, dijo a su vez: «Habéis coronado la obra de Colón. Este es el camino que conduce a las Indias». Por último, el diputado de la Nevada ofreció otro clavo, diciendo: «Al hierro del Este y al oro del Oeste, la Nevada agrega su presente de plata». Al propio tiempo los presidentes de las dos Compañías ferroviarias hacían telegrafiar a San Francisco y a Chicago: «Todos los preparativos están terminados: descubríos y rezad». A lo que el alcalde de Chicago respondió en el acto: «Estamos de acuerdo, y os seguimos con el pensamiento. Todos los Estados del Este os escuchan». Pocos minutos después las señales eléctricas, repetidas en todos los Estados de la Unión, repetían los martillazos que informaban a los americanos de que la gran obra acababa de terminar. Aquella comunicación simultánea en un grande y único pensamiento produjo tal impresión en todos los americanos, que sería imposible describirla. Hubo lágrimas de alegría, explosiones de verdadero delirio, salvas de cañón en todas las ciudades y manifestaciones de entusiasmo.

—¡Quisiera haber estado allí! —dijo Blunt—. ¡Qué hermosos instantes!

—Inolvidables, ciertamente, caro amigo —repuso el ingeniero—. ¡Ah; el tren acorta la marcha; debemos de estar cerca de Mojave! Allí nos detendremos.

—¿Mucho? —preguntó Annia.

—Hasta mañana a las cuatro. La máquina ha de repostarse, y los maquinistas tienen un descanso de dieciséis horas.

—Iremos a una posada: se dice que en Mojave no faltan comodidades.

—¿Qué hora tenemos, señor Harris? —preguntó Annia.

—Aun no son las tres de la tarde. Señor Blunt ayúdeme a bajar las maletas.

CAPÍTULO VII. EL VAQUERO

Mientras el tren continuaba su carrera y el ingeniero, el escritor y miss Annia mataban el tiempo charlando, Simón permanecía silencioso, recostado en un ángulo de su departamento.

Sus cinco negros habían tratado en vano de hacerle salir de su mutismo, hasta que, convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, se pusieron a jugar a los dados y no volvieron a preocuparse de su amo.

Algo debía de estar madurándose en el cerebro del hércules, a juzgar por la contracción de su rostro y por los relámpagos que de vez en cuando lanzaban sus ojos de porcelana.

Apenas había pasado el tren de la pequeña estación de Wurde, cuando, con un formidable puñetazo, que a poco hace pedazos un asiento, llamó la atención de sus compañeros.

—¡Ese es el golpe! —exclamó, abriendo su ancha boca, provista de dientes como los de un caimán.

—¿Qué golpe? —preguntaron* a un tiempo Sam y Zim, guardándose precipitadamente en el bolsillo los dados y las apuestas.

—¡Sois un hatajo de asnos! —gritó Simón—. ¡Tenéis la cabeza un poco dura!

—¡Es verdad! —confesó ingenuamente Zim.

—¡Pero tenemos fuertes los puños! —añadió Sam.

—¡Aun no me lo habéis demostrado!

—¡Te lo probaremos pronto, patrón! —repuso Sam—. Ya que hablas de un golpe…

—¡Callad, asnos, y escuchadme!

Los cinco negros se sentaron frente al Rey de los Cangrejas, interrogándole con la mirada.

—Mientras vosotros, ¡estúpidos!, jugabais —repuso Simón al cabo de algunos instantes de silencio—, yo he pensado en el modo de apoderarme de la Soberana del Campo de Oro antes de que llegue al Gran Cañón del Colorado.

—¿Quieres hacer volar el tren? —preguntó Zim—. Nosotros…

Simón lanzó una terrible mirada al negro, haciéndole perder la gana de completar la frase.

—Tú, Sam, que eres inteligente y que has recorrido estas regiones…

—Sí; yo he servido a un rico y anchman

—¡Deja en paz a ese señor, que no me importa!

El tren se detiene en Mojave; ¿no es cierto?

—Sí, patrón; toda la noche.

—Me lo habían dicho. ¿Crees que encontraremos buenos caballos en la población?

—Los que usted quiera. Es una estación de vaqueros.

—¿De vaqueros has dicho? —preguntó Simón con sonrisa de complacencia—. Esos hombres son poco escrupulosos y no difíciles de reclutar cuando se los paga bien.

—Entre vaquero y bandido de las praderas no hay un pie de distancia.

—Y aun menos.

—’¿Podremos reclutar una docena?

—¿Para qué?

—Para asaltar el tren.

Saín y sus compañeros se miraron, rascándose la poblada cabellera.

—¡Vamos; responde! —dijo el Rey de los Cangrejos.

—No sería difícil; pero asaltar el tren mientras esté parado en la estación…, con el puesto de guardia cerca…

—¡Sam, tu cerebro se fosiliza! —dijo Simón en tono severo—. ¿Me crees tan necio? Será en campo abierto, en un lugar aislado donde lo asaltaremos; y lo robaréis por vuestra cuenta, si os parece. Yo me contentaré con coger a miss Annia: el botín lo dejo para vosotros. Dime solamente dónde se encuentra la estación telegráfica más próxima.

—En Rogers, patrón.

—¿Es un pueblo Rogers?

—No; allí sólo hay un pequeño depósito de carbón y la estación.

—¿No hay habitantes?

—Ninguno.

—¿Ni un puesto de guardia, ni un fortín?

—Absolutamente nada.

—¡Entonces, negocio hecho! —dijo el Re y de los Cangrejos—. ¡Mi querido señor Harris se quedará sin prometida, y le enviaré a guisa de saludo dos balas de mi revólver! ¡Así aprenderá a tratar conmigo y a no estropearme los negocios! ¡Un poco de buen plomo le calmará la pasión que le devora!

—Explíquese usted claro, patrón —dijeron Sam y Zim a una voz.

—Más tarde, cuando el tren se detenga. Continuad, pues, vuestra partida y dejadme tranquilo por ahora.

Mientras los cinco negros, contentos por aquel permiso, emprendieron de nuevo su partida, el Rey de los Cangrejos encendió un grueso puro, y recostándose en el asiento, quedó de nuevo sumido en sus pensamientos.

Cuatro horas después el tren entraba con estrépito en la estación de Mojave, una de las más importantes de aquella larguísima línea, destacándose allí dos ramales, uno de los cuales va a Los Ángeles y después se enlaza a la línea de Méjico, y el otro llega a Santa Bárbara, que se encuentra a la orilla del Océano.

En aquella época no era Mojave más que un agrupamiento de casitas y de cabañas formadas, en general, por tablas de abeto; sin embargo, había algunas posadas provistas de ciertas comodidades, y, sobre todo, gran número de tabernas, frecuentadas por vaqueros, entre los cuales no era difícil encontrar salteadores y caballistas, ladrones de las campiñas de California o de Méjico.

—¡Aquí estamos, patrón! —dijo Sam, preparándose a coger las maletas.

—¡Despacio! —dijo Simón—. Uno de mis negros debe quedarse aquí custodiando nuestros efectos; tú, Zim, toma esta cajita de madera. Procura no darle ningún golpe, porque podrías volar por los aires, y nosotros contigo.

—¿Qué hay dentro, patrón? —preguntó el negro, asustado.

—Lo que no te importa por ahora. ¡Esperad un momento!

Levantó con precaución la ventanilla y miró al exterior.

Varias personas americanas del oeste y mejicanas se apeaban del tren entre los gritos de los mozos que acudían de todas partes y los estridentes silbidos de las máquinas.

—¡Ahí están! —murmuró el Rey de los Cangrejos, apretando los puños—. ¡Annia, el ingeniero y el imbécil de Blunt! ¡Mañana por la noche sabréis algo de lo que yo estoy preparando!

Esperó a que los viajeros hubieran salido, y después se apeó a su vez, seguido por cuatro negros, mientras el quinto quedábase custodiando las maletas.

—¡Pronto, Sam; llévame adónde podamos encontrar gente de hígados! ¡Vaqueros o léperos, poco importa, con tal que sean hombres resueltos!

—Encontraremos los que usted quiera, mi amo —repuso el negro—. Hasta es probable que encuentre antiguos conocidos.

—¿Dignos de ti, me figuro?

Salieron cautelosamente de la estación, y precedidos por Sam se metieron en un camino fangoso, surcado de profundos carriles, y se detuvieron frente a una tienda de gigantescas proporciones, dentro de la cual se oían gritos discordantes, mezclados confusamente con el son de una guitarra y sordos ruidos de zambomba.

—Aquí encontraremos lo que buscamos —dijo Sam—. Entremos, patrón: se bebe, se juega y se baila.

Alzaron un pedazo de estera pintada que hacía oficio de cortina, y entraron.

Una oleada de humo los recibió, impidiéndoles al pronto ver absolutamente nada. Luego se aclaró un poco la nube a causa de la puerta, que continuaba abierta, y pudieron ver a una multitud de hombres sentados junto a varias mesas abrumadas bajo el peso de multitud de botellas, mientras otros se apoyaban en otras mesas no menos largas, gritando, rodando dados, blasfemando y amenazando con roncas voces.

En un rincón, bailaban algunos un estrepitoso fandango al son de guitarras.

Aquellos hombres, que parecían casi todos borrachos, eran en su mayor parte vaqueros y mejicanos de la frontera, con calzones de piel de cabra terminados en campana y con el pelo por fuera, polainas, sandalias de cuero con enormes espuelas de plata, y sombreros anchos con bordados de oro, en negrecidos por el tiempo y la intemperie.

Todos llevaban al cinto revólver o pistolas de largo cañón damasquinado, o machetes, sólidos cuchillos mejicanos de hoja algo curva, que aquellos salvajes saben manejar con no menor valentía que los gauchos de las inmensas llanuras argentinas.

No debían de faltar entre ellos salteadores, a juzgar por ciertos tipos de aspecto patibulario, amigos, y, generalmente, aliados de los vaqueros, los cuales tampoco son la flor y nata de los hidalgos.

—¡Se divierten aquí! —dijo el Rey de los Cangrejos, sentándose a una mesa que estaba ocupada por un solo individuo—. ¡Hermosa colección de tunantes!

El hombre que estaba sentado en el otro extremo, un mejicano, a juzgar por su color algo terroso, por el sombrero que llevaba a la cabeza y por la manga de terciopelo con gruesos botones de plata que le cubría el busto, al oír aquellas palabras levantó vivamente la cabeza, y fijando sobre el recién llegado sus ojos negrísimos y aterciopelados, dijo:

—¿De quién habla, señor negro? —preguntó, arrugando la frente—. ¿De nosotros, o de usted?

—¡De todos juntos! —respondió el Rey de los Cangrejos, sin vacilar.

—¿Parece, sin embargo, que no sabe usted quién soy yo?

—Lo ignoro en absoluto.

—¡Si lo supiera usted, no hablaría así!

—¿Trata usted de acometerme? —preguntó Simón enseñando sus enormes puños, que parecían mazas.

—¡José Mirim no ha tenido miedo nunca ni a los blancos ni a los negros! —repuso el mejicano desnudando rápidamente su machete y clavándolo profundamente en la mesa.

—Tiene usted valor, señor mío, y precisamente es de los hombres que he venido a buscar.

—¿Usted? —exclamó el mejicano, mirándole con cierto desprecio.

—Y pagándolo bien —prosiguió el Rey de los Cangrejos—. ¿Cree usted que no hay negros tan ricos o más que los blancos?

El mejicano permaneció silencioso, mirando al negro con particular atención.

—¡Un hombre robusto! —dijo, por último—. ¡Palabra de honor que le contrataría a usted con gusto!

—¿En qué compañía? —preguntó Simón—. Mas, permítame, señor, que le convide a algo. ¡Estamos sedientos!

Detuvo con la mano a un criado que pasaba, y le dijo:

—¡Cinco botellas de vino de España, de cuatro a cinco dólares la botella! ¡Queremos festejarnos con vinos selectos!

—¡Gasta usted como un príncipe! —dijo el mejicano—. ¿Ha descubierto usted por casualidad algún rico placar lleno de pepitas de oro?

—No soy minero —repuso Simón—. Pero soy bastante rico para poder obsequiar hasta a los desconocidos que me agraden.

—¿Es usted un Creso?

—No; pero tampoco le importa.

—¡Quién sabe! Podría, por ejemplo, esperarle en cualquier sitio, asesinarle y robarle —repuso el mejicano sonriendo.

—No encontraría usted más que un centenar o dos de dólares, una verdadera miseria que no vale lo que la piel de un hombre, aunque sea negro —dijo riendo el Rey de los Cangrejos—. ¡Mis riquezas están en lugar seguro!

El mejicano volvió a mirarle con curiosidad creciente; después, tomando una de las botellas que el mozo había llevado, llenó dos vasos y chocó el suyo con el de Simón, diciendo:

—Yo no tengo prejuicios de raza, como los yanquis: blanco, negro o rojo, para mí es lo mismo…, y despojo a los unos y a los otros con mucho gusto cuando se me presenta la ocasión.

—¡Eh! —dijo Simón—. ¿Es usted…?

—Vaquero de profesión y salteador de vez en cuando.

—¡Es usted franco! ¿Y si yo le denunciase?

—Aquí nadie se atrevería a prenderme, y, además, no le dejaría tiempo para hacerlo.

—¡Usted es el hombre que necesito! —dijo el Rey de los Cangrejos—. ¡Ha sido una verdadera fortuna para mí haberle encontrado! ¿Quiere ganarse y dividir con sus compañeros (porque supongo que los tendrá) cinco mil dólares?

El mejicano dio un respingo, haciendo resonar las enormes espuelas de sus largas polainas de cuero amarillo.

—¡Caramba! —exclamó—. ¡Cinco mil dólares! ¿Su burla usted?

—Hablo en serio —dijo el africano.

—¡Bebamos!

—Sea; tanto más cuanto que este vino es excelente, aunque un poco caro.

El vaquero vació en tres tragos unos cuantos vasos, encendió un grueso cigarro, apoyó los codos sobre la mesa, y mirando fijamente al negro le dijo:

—Explíquese usted.

—¿Cuántos hombres tiene U3ted?

—Diez, si bastan; cincuenta o más, si usted lo desea.

—¿Bandidos?

—Vaqueros como yo; pero usted debe de saber que nosotros…

—Cuando llega el caso se convierten en salteadores —dijo Simón.

—Así es, señor.

—Una docena de hombres pueden bastarme, con tal que todos estén montados y tengamos cinco caballos para mí y mis hombres.

—Así se hará. ¿Qué hemos de hacer?

—Sencillamente, detener el tren que saldrá de aquí mañana por la mañana para Barston.

—¡Diablo! —exclamó el mejicano—. ¡El asunto es un poco serio!

—Por eso le ofrezco cinco mil dólares.

—¿Dónde quiere usted detenerlo?

—En la estación inmediata.

—Entonces, en Rogers. Allí no hay guardias ni tropas, y no será difícil.

—El tren no lleva más que cuatro coches, y no debe de conducir muchos viajeros.

—Lo que rae espanta es el mañana.

—Explíquese mejor —dijo el africano.

—Si me reconocieran, no podría volver aquí.

—Me han dicho que el vaquero no tiene patria.

—¡Oh; eso es verdad! —repuso el mejicano—. ¿Y por qué quiere usted detener el tren?

—Se lo explicaré detalladamente en el camino.

—¿Quiere usted partir en seguida?

—Tenemos, ante todo, que apoderarnos de la estación y después destruir la línea. Llevo cartuchos de dinamita para ese objeto.

—Volaremos alguna roca en el paso de la Gila, y produciremos un obstáculo considerable; además, saltaremos los rieles.

—¡Perfectamente! Marchémonos; vaya usted a llamar a sus amigos.

—¡La señal! —dijo el vaquero, alargando la mano.

Simón sacó de su cartera un cheque y se lo entregó al mejicano, diciéndole:

—Aquí van doscientos dólares, y…

Una explosión de risa, seguida de voces estridentes, les hizo levantar la cabeza.

—¡Un negro que convida a beber a un vaquero! —gritó una voz—. Mono feísimo, ¿no hay nada para nosotros? ¡Paga, o te haremos bailar un zapateado a latigazos, piel negra!

Siete u ocho hombres que llevaban en la cabeza inmensos sombreros descoloridos y averiados y vestían el pintoresco traje de los vaqueros, con altas polainas de cuero sin curtir, se aproximaron a la mesa.

Debían de estar borrachos; pero podían ser peligrosos, porque todos llevaban machete al cinto.

Simón se puso pálido, o, mejor dicho, su piel se volvió grisácea; después se levantó vivamente, dirigiendo una feroz mirada a los importunos.

José Mirim se le anticipó, poniéndose rápidamente delante y gritando a los borrachos en tono amenazador:

—¿Qué queréis, bandada de uruburus.?

El mejicano no era un coloso capaz de compararse con el Rey de los Cangrejos; pero, sin embargo, era un hombre capaz de hacer frente a tales adversarios.

Era un joven guapo, de unos treinta años, de alta estatura, delgado y nervioso, de rostro fino y enérgico.

Su voz, que parecía salir de una trompeta metálica, hizo al pronto alguna impresión a los vaqueros; pero aquello duró sólo un momento, porque uno de ellos respondió en tono sardónico:

—¡José bebiendo con unos negros! ¡Con buena compañía te hemos encontrado!

—Son amigos míos —repuso el mejicano.

—Entonces manda al negro que nos pague unas cuantas botellas —dijo otro—. ¡Canario! ¡Vino de ocho dólares! ¡El negro ha descubierto algún placer!

—¡Qué nosotros disfrutaremos, vieja piel negra! —gritó un tercero.

—¡Eres un egoísta; y si no cantas, te romperemos ese feo hocico de mono!

—¡Basta, canallas! —gritó el Rey de los Cangrejos lleno de irá—. ¡Toma! ¡Eso te enseñará a respetar a los negros!

Dando un salto inesperado, se lanzó al decir esto sobre el hombre que le había llamado vieja piel negra, y de un formidable puñetazo le derribó, rompiéndole la mandíbula inferior.

Al verle caer, sus compañeros desnudaron resueltamente los machotes, mientras de todos los lados de la sala acudían vaqueros y mineros, poco dispuestos, ciertamente, a ayudar a los negros, los cuales en seguida habían sacado sus revólveres.

De un golpe seco, José Mirim abrió una desmesurada navaja, que por lo larga parecía una espada, y se lanzó sobre los borrachos, gritando con voz tonante:

—¡El que quiera probar la punta de mi cuchillo, que avance! —Luego, volviéndose al Rey de los Cangrejos, que parecía prepararse a hacer fuego, añadió: —¡Déjeme usted a mí, señor! ¡No se comprometa usted, o todo va a perderse!

—¡No tengo miedo! —repuso Simón—. ¡Soy hombre que se basta para defenderse!

—¡En este momento, no!

Los bebedores, viendo a José Mirim plegar en cuatro su sarape de flores y colores brillantes y rodeárselo al brazo izquierdo, adoptando la guardia de los esgrimidores de profesión, se detuvieron.

De seguro que aquel joven era conocido como un verdadero y terrible espadachín.

—¡Adelante quien se atreva! —repitió el mejicano alargando las piernas para hacer más fáciles sus evoluciones, apoyando el pulgar sobre la parte más ancha de la navaja y la mano izquierda en la cadera—. ¡Es la mía una legítima hoja de Albacete, hecha por un cuchillero famosísimo!

Un profundo silencio acopió aquel desafío. Los propios compañeros del caído no dijeron palabra, y se quedaron titubeando, a pesar de tener aún los machetes en la mano.

De pronto una voz partió del fondo de la sala:

—¿Y qué? ¿Vamos a tenerle siempre miedo a ese? ¡Ya es hora de acabar con tal bandido!

—¿Quién es el bandido? —gritó el vaquero.

—¡Sí; tú eres un salteador —repitió la voz—, y te acuso públicamente!

—¡Avanza, pues, y lánzame la acusación a la cara!

—¡Aquí estoy!

Un hombre se abrió paso entre los bebedores. No era un mejicano, sino un yanqui de formas macizas, algún oriundo de Islandia, a juzgar por su cabellera rojiza e hirsuta. Empuñaba uno de los terribles cuchillos de un pie de largo llamados bowieknife, que suelen llevar los americanos y los cowboys de la región occidental de la gran República americana.

—¡Tom Connaugh! —exclamaron los bebedores, dejándole paso franco.

—¡Sí; Tom Connaugh, el minero, que se propone dar una dura lección a ese ladrón de caminos que tiene la pretensión de imponerse a todos! —rugió el americano—. ¡Luego me entenderé con los negros, que deben de ser sus cómplices!

—¡Entonces, comienza por mí! —dijo Simón avanzando—. ¿Queréis que nos demos unos cuantos puñetazos? ¡Mis puños valen más que tu cuchillo!

El americano detúvose y miró con sorpresa al negro, pareciéndose imposible que aquel hombre pudiera ser tan audaz. Los demás bebedores lanzaron un grito de estupor.

José Mirim, con la navaja siempre empuñada y la mano izquierda en la cintura, esperaba tranquilo que el americano escogiera adversario.

De pronto el yanqui abrió la boca, como si quisiera decir algo, y prorrumpió en una estruendosa carcajada. Los bebedores le hicieron coro.

El Roy de los Cangrejos se había puesto más grisáceo que nunca, y un feroz relámpago brotó da sus pupilas.

—¡Es demasiado! —exclamó—. ¡Acaba, inmundo caimán, o te trituro!

Al oír aquella injuria, el americano cesó de reír. ¡Un negro se permitía llamarle inmundo caimán! ¡Era el colmo!

—¡Ah, mono horrible! —gritó, poniéndose encendido—. ¡Voy a hacerte pedazos! ¡Con el vaquero ya trataré después!

—¡Le aguardo! —repuso tranquilamente José Mirim, sacando de un bolsillo un cigarro y encendiéndolo.

—¡Ya veremos luego si estás en condiciones da luchar con aquel hombre! —dijo Simón, poniéndose enfrente de su adversario.

CAPÍTULO VIII. UNA PARTIDA DE BOXEO

Se apresuraron a retirarse los bebedores, a fin de dejar a los combatientes el necesario espacio para moverse a su placer, y en el acto comenzaron las apuestas.

Los más apostaban por el yanqui, que debía de gozar fama de excelente pugilista; no faltaron, sin embargo, algunos que apostaron por el negro, cuya estatura y enorme desarrollo torácico causaban profunda admiración.

Tom Connaugh se hizo servir un vaso lleno de gin para vigorizarse, y después se puso frente al africano en la actitud clásica de verdadero boxeador, con los brazos replegados sobre el pecho a fin de estar pronto a la parada, y separando un poco las dos piernas.

Sin ser alto y grueso como su adversario, debía de tener un vi por nada común, a juzgar por la anchura de su espalda y los músculos de sus brazos.

Cuatro hombres se habían adelantado, colocándose dos junto a Tom, y los otros dos al lado del negro.

Eran los partners o padrinos improvisados, que se proponían regular la partida y ayudar a cualquiera de los luchadores en el caso de que recibiera alguno de ellos un golpe traidor.

—¿Quiere usted algo? —preguntaron a Simón sus padrinos.

—¡Sí —repuso el negro—; un coktail para entrar en calor!

—¡Dadme una botella de vitriolo —dijo en tono de mofa el americano—; le sentará mejor!

—¡Tú serás quien la beberás cuando te haya solfeado a mi susto! —repuso Simón.

Vació de un trago la ardiente bebida, hizo seña a sus negros de que no se movieran, y luego, volviéndose al yanqui, le dijo:

—¡Cuándo quieras!

Avanzaron uno contra otro dándose un apretón de manos, uno de esos apretones a la americana que desarticulan los brazos; después tomaron campo, y se encorvaron ambos para exponer menos el cuerpo.

Tom, que de seguro conocía más a fondo que el negro las sutilizas de aquella terrible lucha, fue el primero en atacar.

Haciendo girar los brazos para engañar a su adversario, sin por eso separarlos del pecho, dio, aunque sin resultado, dos formidables puñetazos al negro.

Simón recibió los golpes en los poderosos músculos de sus antebrazos sin conmoverse lo más mínimo.

—¡Eres más fuerte de lo que creía! —dijo el americano rechinando los dientes—. ¡No tengas cuidado; más o menos pronto llegaré a tus costillas, y entonces verás lo que pesan!…

Un formidable puñetazo dado por el negro con la rapidez del rayo, y que le alcanzó en la boca, le interrumpió bruscamente la frase.

Un grito de admiración resonó en el público.

—¡Hermoso golpe! —gritó Mirim.

El americano, que se había puesto pálido como un muerto, dio dos pasos atrás, escupiendo sangre y dos dientes partidos por aquel puñetazo magistral.

—¡Perro negro! —rugió—. ¡Tengo que matarte! ¡Dadme a mí también un coktail!

Sus padrinos le sirvieron en el acto, le recomendaron la prudencia y luego dieron la señal de renovar la lucha.

—¡Prepárate negro! —dijo el yanqui—. ¡Me dispongo a darte uno de esos puñetazos que llamamos fists-chocke, que dejan siempre fuera de combate!

—¡Lo espero! —repuso el Rey de los Cangrejos, cubriéndose el pecho rápidamente.

Tom se había replegado sobre sí mismo como una fiera que se pone al acecho, y se aproximaba lentamente al hércules.

Un profundo silencio reinaba en la sala. Todos habían comprendido que el yanqui iba a intentar uno de esos golpes de recurso que deciden el éxito de la lucha.

El mismo José Mirim arrugó la frente y parecía intranquilo.

De pronto el americano saltó como un muelle y entendió la diestra con prodigiosa velocidad.

Simón había tratado de parar el golpe; pero no (o logró más que en parte. Su ancho pecho resonó como un tambor bajo el puño del yanqui; pero, con sorpresa de todos, no sólo no cayó el gigante, sino que ni siquiera dio un paso atrás.

Sólo un grito de rabia y de dolor salió de sus labios.

Iba el yanqui a repetir el golpe, cuando el negro, avanzando bruscamente, se le adelantó. Fue un fists-chocke verdaderamente espantoso, que partió literalmente la mandíbula del americano, estropeándole de paso un ojo.

El desgraciado boxeador lanzó un ¡oh! de dolor y cayó en brazos de sus partners, como sí hubiese muerto de golpe.

Un estruendoso ¡hurra! saludó aquel puñetazo soberano.

—¡Bravo, negro! ¡Bravo, piel vieja! ¡Hurra! ¡Hurra!

El Rey de los Cangrejos se limitó a sonreír.

—Señor —dijo Mirim, aproximándose a él—, creo que ya no tenemos nada que hacer aquí. Ya es tiempo de marcharnos.

—¿Nos dejarán salir? —preguntó Simón.

—Nadie se atreverá a impedirlo. Además, voy a desafiarlos.

Entonces avanzó hacia los espectadores, diciendo:

—¿Hay ahora alguien que quiera medirse conmigo antes de que me vaya?

Ninguno contestó.

—¡Entonces, buenas noches, señores!

Simón echó sobre la mesa un puñado de dólares, dio las buenas noches y salió, precedido por el vaquero y seguido por sus cuatro negros, sin que nadie se atreviese a detenerle.

—¡Démonos prisa! —dijo al americano cuando estuvieron fuera—. ¡Temo haber perdido ya mucho tiempo!

—La estación de Rogers no está distante, señor —repuso el vaquero—. Además, nuestros caballos galopan a maravilla. A propósito: mis felicitaciones por aquellos dos puñetazos. ¡Tom ya tiene para rascarse!

—¿Quién es ese hombre?

—Un minero que tiene envidia del temor que inspiro a todos.

—Le ha llamado a usted salteador.

José se encogió de hombros.

—Hago mis asuntos cuando se me presenta ocasión —dijo luego—. Hay que vivir lo mejor que se pueda. ¡Ya estamos en el rancho!

Habían llegado junto a un recinto formado por estacas, que estaba custodiado por media docena de vaqueros armados de carabinas.

—¿Hay caballos ahí dentro? —preguntó Simón.

—Quinientos, que pertenecen a un ranchman de Sonora —contestó el mejicano—. ¿Quiere usted esperarme aquí? Voy a avisar a mis hombres.

—¡Dése prisa!

—¡Sólo dos minutos!

—¡Qué sean resistentes los caballos!

—Sé cuáles son los mejores.

Entró en el rancho, y algunos minutos después salía acompañado por diez hombres de aspecto poco tranquilizador, con enormes sombreros y calzones de pana con bolones dotados.

Todos llevaban el sarape rodeado al cuerpo y la carabina en bandolera.

Dieciséis caballos de las praderas, hermosos animales de talla baja, con largas crines y larguísima cola, enjaezados a la mejicana, con sillas amplias y altísimas y estribos de hierro, estaban dispuestos ya.

—¿Saben montar vuestros hombres? —preguntó José a Simón.

—Todos.

—¡Entonces, a caballo!

—¿Son éstos los que han de ayudarnos? —preguntó el Rey de los Cangrejos, señalando a los vaque roa.

—Sí —respondió en voz baja el mejicano—. Es gente sin escrúpulos y dispuesta a todo con tal de ganar dinero.

—¡En marcha! Durante el camino le explicaré de qué se trata.

—Tengo curiosidad de saberlo.

Hizo que le llevaran los seis caballos, examinó con cuidado las monturas, y después dio la señal de la partida.

La tropa salía del runcho un momento después, y se lanzó en una inmensa llanura cubierta de altas hierbas, y que ya las tinieblas oscurecían.

José Mirim y Simón marchaban a la cabeza; detrás iban los cuatro negros; los vaqueros cerraban la marcha en grupo cerrado, con el sombrero calado hasta los ojos y el sarape rodeado al cuerpo.

Eran todos de buena estatura, tez terrosa y barba negra e hirsuta; hombres de valor, sin duda, habituados a manejar las manos y siempre prontos a ser guardianes de animales o ladrones de caminos y praderas.

Los gauchos de la pampa argentina, los cowboys americanos de las praderas del Gran Oeste y los vaqueros del llano estacado y de Méjico se parecen.

Sean del sur, del norte o del centro del Continente americano, son los más audaces aventureros de los dos mundos y los más intrépidos jinetes que existen.

Para ellos la vida humana no tiene valor alguno, y se matan recíprocamente por una futesa cualquiera, desafiándose con el cuchillo o la carabina.

Quiénes sean ni de dónde vienen son cosas que nadie sabe ni se preocupa en averiguar. En general son buscadores de oro defraudados en sus esperanzas, más un gran número de los que huyen de las grandes ciudades, por no morir de hambre o por sustraerse a las garras de la justicia.

No es raro encontrar entre ellos personas que en un tiempo poseían palacios, carrozas y caballos; abogados, ingenieros, notarios y… ¡hasta pastores de la Iglesia anglicana!

Un día llegan, nadie sabe de dónde, quizás de las lejanas ciudades del centro de Méjico, con un caballo, una carabina y el inseparable sarape, que les sirve de manta durante la noche y de capa cuando llueve; se presentan a un rico mercader de caballos, bueyes o de carneros y le ofrecen sus servicios.

Nadie pregunta quiénes son ni si tienen alguna cuenta que saldar con la justicia.

A los intendentes de los ranchman o de los hacenderos les basta que sean robustos y que sepan permanecer dieciséis horas a caballo si es preciso.

La vida de los negros no es menos fatigosa que la de los cowboys o de los gauchos argentinos.

No es, seguramente, cosa fácil conducir a través de las inmensas praderas del llano estacado tres o cuatro mil cabezas de ganado, y a veces más; impedir que aquella enorme masa se disperse, recoger o perseguir a los fugitivos, aguijar a los remolones y encontrar sitios donde acampar.

Sobre todo durante los espantosos huracanes que de vez en cuando arrasan aquellas regiones, es cuando los vaqueros deben desplegar toda su habilidad y energía para mantener unido el ganado, excitado y espantado por los relámpagos y los truenos.

Además, tienen que resistir ataques cuando las hordas indias los asaltan para apoderarse al menos de una parte de aquella enorme masa. Y no sólo son los indios los que les dan que hacer.

También tienen que defenderse de los ladrones y de los corredores de las praderas, que son ladrones profesionales de caballos. De aquí una continua vida de escaramuzas a tiro de carabina, que hacen buen número de víctimas hasta en estos audaces pastores.

No permanecen nunca mucho tiempo bajo la dependencia del mismo amo. Incapaces de toda disciplina, a la más mínima observación se van en busca de otro, o se reúnen para formar una banda, que no tardará en ser el terror de sus antiguos camaradas.

Del vaquero al salteador no hay más que un paso, que dan muy fácilmente, prontos a volver a guardar ganados cuando les vaya mal. Nadie se cuidará de averiguar su pasado. Basta que cambien de situación, y punto concluido.

El pelotón, guiado por José Mirim, galopaba rápidamente, alejándose de la población, que ya se había perdido entre la sombra de la noche.

Mientras los vaqueros guardaban un silencio absoluto, entre los dos jefes se había entablado una viva conversación. Simón ponía al mejicano al corriente de sus proyectos sobre la Soberana del Campo de Oro, a la que quería obtener a toda costa, aunque tuviera que perder un brazo.

—Se la daremos a usted —repuso el vaquero.

A una mujer que vale cinco mil dólares se la puede robar. ¡Deje usted eso de mi cuenta!

—Pues yo les dejo la caja del ambulante, que debe de estar bien provista.

—¡Me guardaré mucho de tocarla! —dijo José—. Un rapto no constituye (al menos aquí) un gran delito. Siempre podremos decir que esa joven ha huido de la casa paterna sin el consentimiento de sus progenitores, y nadie tratará de molestarnos. Un robo es una cosa demasiado peligrosa, y que la ley de Lynch castiga muy duramente. A nosotros nos basta la suma prometida.

—¿Y si los viajeros defienden a la joven? —preguntó Simón.

—Se estarán quietos; ya lo verá usted. Dieciséis carabinas producirán cierto efecto y nadie tratará de hacernos frente y empeñar un combate. Espolee usted, señor, que aún nos quedan siete u ocho millas que recorrer.

—¿Llegaremos antes de media noche?

—A cosa de las once. ¿Tiene usted los cartuchos de dinamita?

—Una docena.

—Bastará con poner tres o cuatro sobre los raíles para hacer saltar algunos trozos de vía y detener la locomotora.

—¿No ocurrirá alguna catástrofe? ¡Temo que la joven se lastime!

—La máquina descarrilará, hundiéndose en el terraplén, y, además, la haremos que acorte la marcha a tiempo. Pero espolee usted a su caballo; vamos a sorprender al telegrafista, a su mujer y a sus mozos. Trate usted de cubrirse el rostro para que nadie pueda conocerle.

—Nuestras capuchas de lana bastarán —dijo Simón.

Espolearon a las cabalgaduras, animándolas a un tiempo mismo con la voz, y continuaron internándose en la interminable llanura, que parecía desierta.

Al cabo de una hora, Mirim mostró a Simón una colina cubierta de arbustos y pinos altísimos.

—Detrás de ahí pasa la línea férrea —dijo—, y la estación está a pocos centenares de metros.

—¿Estará aún despierto el empleado?

—Lo supongo —repuso el mejicano—. El tren que viene de Barston no debe de haber pasado hace más de un cuarto de hora.

—¿No vendrá algún otro?

—No, hasta mañana por la mañana. Podemos proceder sin miedo a que nos interrumpan.

En aquel momento se hallaban a la entrada de un pequeño cañón o garganta encajada entre dos alturas.

José lanzó un silbido estridente y paró en seco su caballo.

—¿Qué hace usted? —preguntó Simón.

—Los caballos han de quedarse aquí, bajo la custodia de uno de mis hombres. Tomemos nuestras precauciones para el caso de que el golpe fracasara.

—¿Teme usted algo? —preguntó con inquietud el Rey de los Cangrejos.

—No se sabe lo que puede suceder —repuso el mejicano—. Por lo pronto aseguro la retirada.

Se apearon todos, se cubrieron la cara con las mantas, abriendo en ellas dos agujeros para los ojos; sacaron las carabinas del arzón, y todos, menos el encargado de guardar los caballos, siguieron a José.

Apenas habían recorrido doscientos pasos cuando divisaron una casita de dos pisos, con una marquesina en la fachada y un jardín a la espalda, y cuyas ventanas estaban iluminadas.

Un poco más lejos se veía otro edificio más pequeño y más bajo, que más parecía almacén que habitación.

Mirim se detuvo y dijo a uno de sus hombres:

—Pardo, acércate con cinco camaradas e intima la rendición a los vigilantes. No opondrán resistencia.

—¿Y si se resistieran? —preguntó el vaquero.

—¡Derríbales a culatazos! Y ahora, señor, venga usted conmigo —dijo, dirigiéndose a Simón—. Aseguremos al empleado y rompamos el telégrafo antes de que puedan dar algún aviso de alarma.

Mientras Pardo se dirigía silenciosamente hacía los almacenes, José se aproximó a la oficina telegráfica, cuya puerta estaba cerrada, aun cuando por las rendijas de las ventanas del piso bajo se veían algunos rayos de luz.

—¡Déjeme usted a mí solo! —dijo a Simón—. El empleado me conoce, al menos de nombre, y no vacilará en abrir. Esté usted, sin embargo, preparado para ayudarme en caso necesario.

—¿Estará solo?

—Con su esposa.

—¡Pues adelante!

El mejicano se acercó a la puerta y llamó repetidas veces con el mango de la navaja, gritando:

—¡Abra usted! ¡Telegrama urgente!

Con un ademán se levantó el tapabocas que le cubría la cara, poniéndole de suerte que no podía ser visto, y luego armó rápidamente la carabina.

—¿Quién es? —preguntó una voz desde dentro.

—¡José Mirim, el vaquero del señor Carmaldoz!

—¿Qué desea usted?

—Enviar inmediatamente un telegrama a Mojave para que venga en el tren de las cinco el doctor Karkott. Tengo un camarada que ha sido herido gravemente por un oso gris. ¡Dése prisa, señor, que no hay tiempo que perder!

—¿Es usted José Mirim?

—¡En persona!

Se abrió la puerta, y un joven de unos veinticinco años apareció con una lámpara en la mano.

Dando un repentino salto, el vaquero se lanzó sobre él, apoyándole casi al mismo tiempo el cañón de la carabina al pecho.

—¡Silencio y no oponga resistencia, o es usted muerto! —le gritó el mejicano, abriendo los dos batientes de la puerta para dejar entrar a los negros y a sus hombres—. ¡Somos quince, y vuestros mozos están ya a buen recaudo!

Al sentir sobre el pecho el cañón de la carabina, el pobre empleado dio tres o cuatro pasos atrás, lanzando un grito de terror; después, con un ademán imprevisto, trató de precipitarse hacia el telégrafo; pero José Mirim, que no le perdía de vista, le cerró el paso.

—¡Alto ahí! ¡No haga usted tonterías! —le dijo, haciendo ademán de disparar—. ¡Tengo una bala en mi carabina, y, francamente, sentiría tener que incrustársela en el pecho!

Los cinco negros y el vaquero habían penetrado en aquel momento en la oficina y apuntaban al empleado con sus armas.

—¡Usted no es José Mirim, el vaquero del señor Carmaldoz! —balbuceó el empleado, que se había puesto lívido.

—¡Qué lo sea o no, es cosa que no le importa! —repuso el mejicano, desfigurando la voz.

—¿Quién es usted?

—¡No le importa, repito!

—Dígame usted, al menos, lo que desea.

—Simplemente impedirle que avise por telégrafo a las autoridades de Mojave que unos desconocidos se han apoderado de esta estación. ¡Ni más ni menos!

—¿Y qué se proponen?

—Detener el tren que va a pasar mañana a las siete y catorce minutos —repuso tranquilamente José Mirim.

—¿Para saquearlo? —gritó el empleado.

—No ocurrirá nada a los viajeros si no oponen resistencia.

—¡Cometéis una mala acción!

—¡Poco nos importa! Y ahora déjese usted atar y permítanos que rompamos el telégrafo.

—¡Jamás! —gritó el empleado con suprema energía.

—¡Señor —dijo el vaquero con terrible sangre fría, volviéndose hacia Simón, que hasta entonces había permanecido silencioso—, llévese fuera a este hombre y fusílelo!

Al oír el empleado aquel mandato bajó a cabeza diciendo:

—¡Toda resistencia sería inútil contra bandidos de vuestra calaña, y me rindo! ¡La justicia sabrá más tarde castigaros!

Ofreció las manos a José Mirim, que se había quitado de la cintura un lazo, mientras uno de los vaqueros rompía a culatazos el aparato telegráfico.

En aquel momento entraban los hombres que habían sido enviados a los almacenes.

—¿Qué hay? —preguntó José.

—Están presos y amarrados con fuertes ligaduras; no ha habido lucha —repuso Pardo—. Uno de los nuestros los vigila.

—Aseguremos también a la mujer del empleado —dijo el mejicano—. Podría hacer alguna señal al tren.

Pasó a la estancia contigua y después subió una escalera, recorriendo el piso superior, sin encontrar a nadie.

Cuando bajó José Mirim parecía muy preocupado.

—La esposa del empleado ha desaparecido —dijo a Simón, que le interrogaba con la mirada.

—¿Ha huido? —preguntó con ansiedad el negro.

—¡A menos que no esté en Mojave o en Kramer! Sin embargo, tengo mis recelos.

Se acercó al empleado, que estaba atado a una butaca, y le preguntó con tono amenazador:

—¿Dónde está vuestra esposa?

El empleado le miró fijamente, como si no hubiera comprendido, y después brilló un relámpago en sus ojos.

—Partió de aquí esta mañana —dijo.

—¿Para dónde?

—Para Kramer.

—Entonces, ¿no volverá hasta mañana por la mañana?

—No.

José Mirim respiró con desahogo. De pronto se estremeció. Le había parecido oír en aquel momento el galope de un caballo que se alejaba rápidamente.

—¿Me habrá engañado este hombre? —se preguntó—. ¡Bah! ¡No lo pensemos! ¡El golpe ya está dado, y tenemos seguros los cinco mil dólares! ¡Es un asunto perfectamente concluido!

CAPÍTULO IX. EL ASALTO AL TREN

A media noche no sólo todo el personal de la pequeña estación estaba asegurado, sino que un trozo de vía de sesenta metros había sido levantado para impedir la marcha del tren.

Con dos cartuchos de dinamita solamente habían hecho saltar los raíles, sin perder tiempo en destornillarlos, y luego los habían quitado, sin tapar los hoyos abiertos por el terrible explosivo, y en los cuales había de precipitarse la máquina.

Como aun tenían seis horas de tiempo, los negros y los vaqueros, que habían descubierto en el almacén un barril de aguardiente, lo transportaron a la oficina telegráfica, y allí se pusieron a beber y a jugar, a pesar de las protestas del pobre empleado.

Todavía José Mirim no parecía del todo tranquilo, y se olvidaba con frecuencia de apurar el vaso que el Rey de los Cangrejos le llenaba.

Lo que le tenía preocupado era aquel galope que había oído en el momento en que intimaba la rendición al empleado.

Estaba seguro de no haberse equivocado. Sin embargo, ninguno de los hombres que ocupaban la estación había huido; de eso estaba cierto, porque había estado en relación con ellos varias veces.

—Me parece que está usted pensativo, señor José —decía de vez en cuando el Rey de los Cangrejos, que jugaba una partida de monte con Sam y Zim—. Se diría que no está usted satisfecho del éxito de nuestra expedición. Beba otro vaso, y eso le pondrá de buen humor.

—¡La verdad es que no estoy contento! —respondió el mejicano.

—Pues, sin embargo, no ha sido preciso disparar ni un tiro.

—Sigo pensando en ese galope.

—Ha debido usted de engañarse.

—¡Quisiera haber oído mal!

—¿Quién quiere usted que se encontrase aquí? Los que yo espero, de seguro que no. Esos duermen profundamente en cualquier albergue de Mojave, en espera del tren.

—Lo que me preocupa es la ausencia de la mujer del empleado.

—Ha dicho que está en Kramer.

—¿Eso creen ustedes?

—¿Y supone usted que ha podido huir de noche, sola, por estas praderas, donde rio es raro encontrar lobos?

—Es una señora muy valiente la señora Freston —dijo el vaquero—. Ya en otra ocasión salvó un tren que iba a estrellarse contra una roca desprendida de una colina.

—¿Tenía caballo este empleado?

—Si.

—¿Y no lo ha visto usted?

—La cuadra está vacía.

—Habrá ido a Kramer a caballo.

—Todos lo han afirmado así, hasta los mozos de la estación.

—Pues entonces bebamos y no nos preocupemos más de eso. Son las dos, señor Mirim; sea usted de la partida y sigamos bebiendo. El barril es bastante grande pala que dure hasta el alba.

Se pusieron a jugar y a beber, esperando pacientemente la llegada del tren, mientras dos de ellos vigilaban fuera de la estación.

Eran las cinco de la mañana cuando oyeron a gran distancia un silbido que les anunciaba la proximidad del tren, que había salido de Mojave un cuarto de hora antes.

—¡Pronto, muchachos!! —gritó José Mirim. dando un culatazo al barril—. ¡Los que esperamos están para llegar!

Simón había sido el primero en lanzarse fuera, sin preocuparse de los gritos del pobre empleado, que lanzó a los bandidos un montón de injurias.

El negro estaba radiante. Ya no dudaba de poder apoderarse de la graciosa Soberana del Campo de Oro sin haber gastado ni la quincuagésima parte de sus riquezas.

—¡Preparad las carabinas! —mandó a sus hombres—. Quizá haya que combatir.

—Y al ingeniero, ¿le respetamos? —preguntó Sam.

—¡Veinte dólares al que le deje seco! —repuso Simón con cruel sonrisa.

—¿Entonces, también al otro? —dijo Zim.

—¡Mandad al diablo también al imbécil del escritor! —dijo el Rey de los Cangrejos—. ¡Así no nos molestarán y podremos volver a nuestro pueblo tranquilamente! ¡Miss Annia, de buena o de mala gana, cederá!

—Señor —dijo Mirim aproximándose—, escóndase entre aquellas plantas, y deje que detenga yo el tren de modo que no pueda ocurrir una catástrofe.

—¿No advertirá el maquinista que falta un trozo de vía?

—Es aún muy temprano, y cuando llegue aquí el tren todavía no habrá amanecido.

—¿Lo detendrá usted?

El vaquero sacó de debajo del nampe una lámpara de las llamadas de ojo de buey, que son las que usan los guardagujas, y dijo:

—Bastará que muestre el color rojo en vez del verde, para indicar un peligro. No lo haré, sin embargo, hasta el último momento, para inmovilizar sobre todo la locomotora. ¡Vamos, señor; a esconderse, que el tren avanza!

Hacia el oeste dos puntos rojos que se agrandaban rápidamente aparecieron entre las dos colinas, y un poderoso silbido vibró en el silencio de la noche.

—¿Tendremos que hacer fuego? —preguntó Simón.

—Sólo algunos tiros cuando la máquina haya descarrilado —repuso el mejicano—. Eso bastará para que crean que son los salteadores los que han detenido el tren. ¡Adiós; voy a hacer mi parte de vigilante de la vía!

El vaquero se alzó la bufanda de tal suerte que le cubría enteramente el rostro, y se colocó en el sitio donde habían sido levantados los raíles.

El tren avanzaba rápidamente, porque no debía detenerse en la pequeña estación. Se oía ya distintamente el rumor producido por las ruedas, los resoplidos de la máquina, y, de vez en cuando, algunos cánticos desentonados.

Probablemente, los mineros que habían pasado la noche en Mojave divirtiéndose y que regresaban a los placares del Arizona habían ocupado los últimos coches y se entretenían en tocar y cantar antes de llegar a los campos del trabajo y de la fatiga.

José Mirim, que conservaba una calma espantosa, se había detenido junto al primer hoyo abierto por la explosión de uno de los cartuchos, y tenía alta la lámpara mostrando la luz roja.

Al final de una curva apareció de improviso el tren, que avanzaba con velocidad de ochenta kilómetros por hora. Entonces Mirim lanzó un grito estruendoso y movió rápidamente la lámpara.

—¡Alto! ¡La vía está cortada!

Se oyeron gritos; después, el ruido de los frenos desesperadamente manejados; luego, un golpe terrible y una enorme llamarada brotó de la vía.

La máquina, aunque con el freno echado, había salido de los raíles, y después de recorrer una veintena de metros, se había volcado en el primer hoyo con terrible fragor.

Los cuatro coches que la seguían, arrastrados por su propio impulso, cabalgaron sobre el ténder con horrísono estruendo y luego cayeron a tierra, mientras del interior de aquéllos partían gritos de espanto y horripilantes blasfemias.

Casi al mismo tiempo cuatro o cinco tiros resonaron, y una voz imperiosa. La de José Mirim. gritó:

—¡Ay del que se resista! ¡Mis hombres están armados y fusilarán al que intente rebelarse!

Nueve vaqueros y cuatro negros, guiados por el Rey de los Cangrejos, se adelantaron, llevando en una mano una antorcha y en la otra la carabina montada.

Entre los gritos de los viajeros aterrorizados se oyó una voz de mando que salía del segundo coche, el cual, por milagro, estaba intacto.

—¡Fuego sobre los bandidos!

Siete u ocho disparos de revólver hicieron retroceder a vaqueros y negros, que no esperaban encontrar resistencia por parte de los viajeros.

El Rey de los Cangrejos dio un grito feroz:

—¡El ingeniero Harris!

—¡Una descarga sobre ese coche! —exclamó Sam, que no carecía de audacia.

—¿Para matarla? ¡No! —repuso en el acto Simón.

José Mirim, a la cabeza de media docena de los suyos, avanzó gritando:

—¡Todos quietos y abajo las armas! ¡No queremos robar a nadie ni haremos daño alguno al que no nos ataque!

—¿Qué queréis entonces? —preguntó el jefe del tren saliendo del cocho correo, que estaba medio caído.

—Recoger a una joven que ha huido de la casa paterna sin conocimiento de su familia. Sabemos que va en este tren y estamos encargados de volverla al lado de su padre.

—¿Quién es? —preguntaron veinte voces.

—Miss Annia Clayfert.

—¡Bribón! ¡Mientes! —gritó la joven asomándose a una de las ventanillas del segunda coche—. ¡Tú eres un miserable, pagado por alguno para robarme!

Un diluvio de injurias siguió a aquellas palabras, pronunciadas con voz enérgica por la Soberana del Campo de Oro.

—¡Ladrón!

—¡Canalla!

—¡Bandido!

—¡Miserable!

—¡Matémosle!

—¡Ayúdennos ustedes, señores, y hagamos pagar caro este desastre!

Eran el ingeniero y lanzado a la plataforma llevando cada uno dos revólveres.

Los viajeros, que serian en total una veintena, habían salido de los vagones y gritaban y gesticulaban furiosamente, poco dispuestos a secundar los deseos del vaquero.

—¡Sois unos bandidos!

—¡Auxiliemos a la joven!

—¡Canallas, a poco nos matáis a todos!

Hasta el jefe del tren y el guardafreno estaban en tierra revólver en mano.

—¡El primero que haga fuego es hombre muerto! —gritó José, haciendo avanzar rápidamente a sus hombres.

—¡Hay que asaltar los coches! —dijo Simón aproximándose al mejicano—. Si los hombres que acompañan a la joven se resisten, os permito que los matéis.

—¡Contened vosotros a los viajeros!—-dijo Mirim volviéndose a sus hombres—. ¡De los otros me encargo yo!

Simón y sus cuatro negros se lanzaron sobre el coche con las carabinas montadas.

Harris y Blunt se refugiaron rápidamente en el interior, cerrando la puerta, e hicieron fuego a través de los cristales de las ventanillas; un verdadero fuego graneado contuvo a los asaltantes, los cuales, por temor a herir a la joven, no se atrevieron a contestar con sus carabinas.

Una de las balas dio a un negro en medio de la frente, dejándole muerto en el acto; otra atravesó el sombrero de José.

Viendo que los dos viajeros habían empeñado valerosamente la lucha; los guardafrenos y el conductor, parapetados en el coche correo, abrieron fuego también contra los bandidos, los cuales contestaron con sus carabinas.

Iba a entablarse una sangrienta lucha, porque otros viajeros secundaban la resistencia iniciada, cuando a poca distancia se oyó un silbido agudo.

El Rey de los Cangrejos lanzó un verdadero rugido:

—¡Un tren de socorro! ¡Hemos sido traicionados!

José se lanzó en medio de la vía, mordiéndose los puños.

Una máquina con su ténder y un solo coche se había detenido en aquel momento frente a la estación, y varios hombros se apearon del convoy precipitadamente.

—¡Soldados! —gritó el mejicano, retrocediendo rápidamente—. ¡Huid! ¡Qué nos copan!

Al oír aquel grito, los vaqueros y los negros, que comenzaban ya a encontrarse en mala situación, volvieron la espalda y huyeron en dirección a la garganta donde tenían los caballos.

El negro que había quedado en el tren guardando las maletas había aprovechado la confusión para darle a las piernas detrás de los fugitivos.

Viendo a aquellos hombres correr hacia la colina, los soldados que iban en el tren de socorro los saludaron con una descarga, y después se pusieron a perseguirlos.

Eran unos veinte guardias fronterizos, fuertes muchachos habituados a las escaramuzas y a las carreras largas.

Harris y Blunt se lanzaron a tierra, seguidos por miss Annia, que llevaba en la mano un revólver aún humeante y que no parecía muy impresionada por el audaz atentado de aquellos malvados.

De la parte de la estación acudían personas provistas de antorchas y faroles. Eran empleados del tren de socorro, acompañados por un inspector de policía.

Entre ellos iba una mujer alta, rubia, de unos treinta años, que llevaba al hombro una pequeña carabina.

—¡Los bandidos se han escapado! —exclamó el ingeniero, que aun no se había repuesto de su sorpresa—. ¡Unos minutos de retraso y usted, miss caía en sus manos!

—¿Quiénes cree usted que serán? —preguntó Annia.

—¿Quiénes? —gritó Blunt, que aun estaba excitadísimo—. ¡Canallas pagados por el Rey de Los Cangrejos!

—¡Y quizás fuera él de la banda! —añadió Harris—. He visto un hombre alto y grueso que se asemejaba a él.

—También yo le he visto —dijo el escritor—; por eso he hecho fuego dos veces sobre él, con la esperanza…

La llegada del inspector y de los empleados le impidió continuar.

—Señores —dijo el inspector—, ¿hay algún herido entre ustedes?

—Sólo contusos —contestaron los viajeros, que se habían agrupado alrededor de Annia para ver la mejor.

—¿Y el maquinista?

—¡Presente, señor! —repuso un hombre—. Salté a tierra en unión del fogonero antes de que volase la máquina, y hemos escapado bastante bien. Sólo Rob cojea un poco.

—¿Y la locomotora?

—Hecha pedazos.

—Y los raíles, levantados en un trayecto de cincuenta metros —dijo uno de los empleados—. Los bandidos deben de haber empleado la dinamita.

—¡Aquí hay un cadáver! —gritó en aquel instante una voz.

—¿Un viajero? —preguntaron los empleados acudiendo.

—No; uno de los salteadores.

—Le hemos muerto a la primera descarga —dijo Harris—. ¡Vamos a ver si le conocemos!

—¿Por qué dice usted eso, caballero? —preguntó el inspector.

—¡Es verdad! —gritaron varias voces—. Contra ustedes venían los salteadores.

—¡Traed aquí a ese hombre! —ordenó el inspector.

Levantada la bufanda de lana que le tapaba el rostro, y que estaba empapada en sangre, lanzaron los circunstantes un grito de sorpresa.

—¡Un negro!

—¡Me lo había figurado! —dijo Harris—. Este hombre debía de ser uno de los compañeros del Rey de los Cangrejos.

—Señores —dijo el inspector—, retírense a la estación en espera del tren que no tardará en venir de Kramer.

Mientras los viajeros avanzaban hacia la marquesina, bajo la cual estaba detenida la máquina, el inspector se acercó a Harris, que estaba cogiendo las maletas que le alargaba Blunt.

—Caballero —dijo—, ¿asegura usted que conoce al jefe de esos bandidos?

—Sí; ya no tengo la menor duda de que esos hombres estaban a las órdenes de un tal Simón, conocido en San Francisco por el título de Rey de los Cangrejos. Ha jurado robarme a mi prometida.

—Soy miss Annia Clayfert —dijo, adelantándose la Soberana del Campo de Oro.

El inspector no pudo contener un gesto de sorpresa.

—¡La hija del rico minero! —exclamó—. Los periódicos han hablado mucho de usted, y conozco su historia, miss. ¿Es este señor el que la ha conquistado en una emocionante subasta?

—Sí —repuso Annia.

—Trataremos de librar a ustedes de ese negro de quien me hablan. Los soldados le siguen, y no volverán con las manos vacías.

—¡Con tal que los bandidos no tengan caballos! —dijo Harris.

—¡Ah! ¡No se me había ocurrido! —exclamó el inspector—. Sin embargo, esos miserables no irán muy lejos; y si no pasan la frontera mejicana, pronto caerán en nuestras manos y los ahorcaremos sin economizar la cuerda. ¡By-good! ¡Ha sido una verdadera suerte que hayamos llegado a tiempo!

—¿Sabían ustedes que había aquí bandidos? —preguntó Annia.

—Una mujer valerosa nos había prevenido hace tres horas que la estación había sido invadida por unos malhechores.

—¿Quién es esa mujer? —preguntaron a un tiempo Annia, Harris y Blunt.

—La esposa del empleado del telégrafo. Mientras los bandidos ataban a su esposo, la bravísima mujer, que se encontraba en una estancia contigua, saltó por la ventana, ensilló sin ruido su caballo y galopó hasta Kramer.

—¿Es la que ahora acompañaba a usted?

—Sí, miss —repuso el inspector—; es la segunda vez que salva a un tren de un atentado. Señores, oigo silbar a lo lejos. Dentro de diez minutos continuarán su viaje hacia el Este.

En aquel momento algunos soldados, llenos de fango y rendidos, llegaron a la vía, saliendo de detrás de un bosquecillo de magnolias silvestres.

—¿Qué hay? —preguntó el inspector, saliendo a su encuentro.

—¡Se han escapado! —repuso un sargento—. Tenían caballos escondidos en un cañón, y se han alejado a todo galope.

—¡Más tarde los cogeremos! —dijo el inspector—. ¡A la estación, señores! ¡El tren está al llegar!

CAPÍTULO X. UNA EMIGRACIÓN DE BISONTES

Aún no habían pasado cinco minutos, cuando el tren parábase bajo la pequeña marquesina de la estación, con el fin de hacer proseguir a los viajeros su viaje hacia las selváticas regiones del Arizona.

Harris, el escritor y miss Annia ocuparon un departamento reservado, mientras los demás, que eran en su mayor parte mineros que se dirigían a los placeres del Gran Cañón del Colorado, tomaban por asalto los otros.

A las siete y cuarenta salía de Rogers el tren de socorro y marchaba a todo vapor hacia Kramer, para llegar más tarde a Barston, único lugar de parada.

Como los soldados habían batido el terreno y el tren de socorro había servido de exploración del camino, todos recuperaron pronto la tranquilidad.

Sabiendo los bandidos que eran perseguidos, sin duda se habían alejado, probablemente hacía el sur, y no existía peligro de que intentasen un nuevo golpe de mano, puesto que sus cabalgaduras no podían competir con una máquina que recorría sin esfuerzo ochenta kilómetros por hora.

—Espero que llegaremos al Gran Cañón sin volver a encontrar a esa canalla —dijo Harris a Annia—. El Rey de los Cangrejos se ha quedado muy atrás, y cuando llegue allá, ¡quién sabe dónde estaremos nosotros!

—Señor ingeniero —dijo Blunt—, ¿está usted plenamente convencido de que ha sido ese hombre?

—No tengo la menor duda. ¿Quién podría saber que miss Annia estaba con nosotros?

—Entonces, nos habrá seguido o precedido.

—Nos ha acompañado hasta Mojave —repuso el joven.

—¿Ha sido allí donde se ha organizado esa banda de salteadores? —preguntó Annia.

—No es difícil encontrar gente maleante en esa población. Basta pagar para tener en el acto lo que se quiera: los emigrantes que pasan de norte a sur son en su mayor parte gentes sin aprensión, dispuestas a todo, con tal de ganar dinero.

—¿Los encontraremos de nuevo en nuestro camino?

—Por ahora, Annia, de seguro que no —repuso el ingeniero.

—Pues como nos encontremos al maldito negro en el Gran Cañón —dijo el escritor— y se ponga a tiro de revólver, trataré de no errar la puntería. ¡Canalla! ¡Bandido! ¡Ladrón!

—Desahóguese, señor Blunt —dijo miss Annia, riendo.

—¡Le juro a usted, miss, que no saldré del Gran Cañón del Colorado sin haberle hecho pagar su infame alevosía! ¡Aseguro que no vuelve a pescar un cangrejo en su vida!

—¿Va usted a convertirse en un terrible aventurero?

—Siempre he soñado serlo, miss Annia.

El tren, en tanto, continuaba su veloz carrera, atravesando inmensas llanuras cubiertas de hierba, donde pacían millares y millares de bueyes, caballos y grandes carneros, guardados por vaqueros de aspecto patibulario, armados de carabinas o de mosquetes y montados en hermosos caballos de la pradera, de talla más bien baja que alta, y no menos resistentes que sus congéneres los de Andalucía, de los cuales descienden.

También aparecían de vez en cuando ranchos inmensos, diseminados a gran distancia unos de otros y formados de empalizadas bastante altas para impedir que puedan franquearlas los ágiles y ferocísimos jaguares.

Por la noche, después de haber pasado por buen número de estaciones, pequeñas en su mayor parte, el tren, que se había detenido muy pocos minutos en Barston y en Needles, llegó al atrevido puente que cruza las aguas del río Colorado, el más caudaloso del oeste americano.

Es una de las más bellas corrientes de agua que fertilizan la tierra de los Estados occidentales, pasando sucesivamente por las selvas de Wyoming, las tierras saladas de Utah y las inmensas praderas de Arizona, para surcar en último extremo un trozo de la vieja California, desaguando al fin en el golfo de este nombre.

Caudalosos afluentes que vienen en todas direcciones, como el Pequeño Colorado y el río Gila, le enriquecen con sus aguas, de las cuales no pocas se pierden en los arenosos terrenos de su cauce.

En el momento en que el tren atravesaba el puente, gran número de personas, mestizos en su mayor parte, se agitaban en la orilla opuesta, arrastrando redes enormes y clavando en el fondo del cauce grandes palos para formar diques que entraban mucho en el río.

Sobre las rocas que limitan el curso del agua en las orillas había inmensos montones de peces aún palpitantes, que hacían relampaguear a la luz sus escamas de metálicos reflejos.

Se agitaban los peces en todos sentidos, y de vez en cuando alguno se lanzaba al espacio, dando saltos de cuatro y cinco metros.

—¿Qué pescan? —preguntó miss Annia, que había salido a la plataforma del vagón para observar mejor aquel espectáculo.

—Salmones —contestó Harris, que la había seguido en unión de Blunt—. Fíjese usted en los que llegan frente al dique, y verá los saltos que dan. ¿Los ve usted avanzar a flor de agua?

—¡Y qué ruido hacen! —agregó Blunt, en tanto que el tren acortaba la marcha para dejar que los viajeros pudieran contemplar aquella asombrosa pesca.

Miríadas de peces emergían para evitar las redes de los pescadores, y agitando violentamente la cola producían un ruido que abogaba el fragor causado por el tren en las traviesas metálicas del puente.

El dique no bastaba a contenerlos; conocían de sobra la fuerza de su cola para inquietarse por aquel obstáculo, y pronto comenzaron los saltos.

Por centenares se lanzaban al aire, agitando las aletas como los peces voladores de los mares ecuatoriales, y pasaban sobre los obstáculos.

No todos, sin embargo, pasaban. Muchos, menos afortunados, caían en la empalizada, donde los cogían inmediatamente los pescadores que estaban en acecho, y que se apresuraban a guardarlos en enormes cestos.

—Deben de coger gran número de ellos —dijo miss Annia.

—Millones —contestó Harris.

—¿Y de dónde vienen todos esos peces? —interrumpió el escritor.

—Del mar.

—¿Cómo? ¿Son peces de agua salada que navegan en agua dulce?

—Sí, Blunt. El salmón vive lo mismo en una que en otra, y emigra siempre del río al mar, y viceversa.

—¿Es un pez viajero? —dijo Annia.

—¡Y tan viajero! Se parece en eso a los bisontes de nuestras praderas. Nacen en agua dulce, porque las hembras no depositan nunca sus huevos en el mar, y allí pasan la primera juventud.

Cuando ya están suficientemente desarrollados se transforman en smolt, como dicen los ingleses, pierden el color gris del dorso, y hasta las estrías transversales de los lados, para revestirse de bellísimas escamas que parecen de metal; se unen en bandas inmensas, y comienzan sus viajes. En primavera es cuando se ponen en movimiento, y descendiendo hacia el mar, ningún peligro, ningún obstáculo los detiene.

—¿Ni las redes de los pescadores?

—No, Annia; porque, además, son tan robustos, que con frecuencia las rompen, y por los portillos todos o la mayor parte se escapan.

—¿Y entran de pronto en el mar, sin transición alguna? —preguntó la joven.

—No; no cometen semejante imprudencia, que podría serles fatal. Se detienen dos o tres días en agua mezclada para acostumbrarse a la sal, y luego desaparecen en las profundidades de los golfos o de los mares; y durante su permanencia en ellos no es posible ver ni uno. Son semejantes al abadejo, el cual, terminada su emigración en los bancos de Terranova y los fiords de Islandia y de Noruega, no vuelve a dejarse ver.

—¿Y dura mucho su ausencia? —preguntó el escritor, que parecía interesarse vivamente en aquella explicación.

—Siete u ocho semanas, generalmente —repuso Harris—. Después vuelven a juntarse en la desembocadura de los ríos; pero ya no son los mismos de antes; están en absoluto cambiados y, además, son mucho mayores. Cuando los salmones pequeños descienden hacia el mar no pesan, por término medio, más de tres hectogramos, y cuando vuelven al agua dulce llegan a catorce o quince.

—¿Sólo en dos o tres semanas?

—Sí, Blunt.

—¡Se ve que engorda mucho el agua del mar! —dijo Annia.

—¡Una cura maravillosa! —dijo Blunt riendo—. ¡Milagro que las personas que se bañan en el mar no corran el riesgo de engordar de ese modo!

—¿Y después, señor Harris? —preguntó Annia.

—Vuelven a detenerse en agua medio salada en la desembocadura de los ríos, y entonces recobran sus colores primitivos, y hasta pierden parte de su peso. Van siempre en grandes bandadas con velocidad prodigiosa, pudiendo recorrer cómodamente diez leguas por hora, y más. Nada los detiene, ni aun las cataratas, que salvan fácilmente, dejándose sumergir hasta las piedras del fondo y cogiéndose la cola con los dientes.

—Entonces, ¿saltan como un arco tendido? —dijo Blunt.

—Precisamente.

—¿Y si la catarata es muy alta?

—Los pescadores se encargan de construir escalas para los salmones, con el fin de permitirles el paso y cogerlos en lugares a propósito para tender las redes. Amigos, ya nos encontramos en la frontera de Arizona. El Gran Cañón del Colorado no está lejos.

—¿Nos apeamos en la primera estación? —preguntó Annia, visiblemente conmovida.

—No; dejaremos el tren en Peach-Spring. Aquí está la primera pradera. Dentro de poco veremos indios.

El tren corría entonces por una llanura tan inmensa, que sus límites no se columbraban.

Las hierbas eran altísimas y espesas, esmaltadas por flores multicolores; aquí y allá brotaban grandes cactus espinosos, con flores blanquísimas que contienen un poco de agua, lo suficiente para calmar la sed de un viajero, y cactus de hermoso color verde oscuro, armados de formidables espinas.

Ya no se veían pueblos, ni campamentos, ni ranchos.

Huían de vez en cuando al paso del tren, espantados por su trepidación y el humo que cubría el camino, pequeños grupos de antílopes de cuernos ahorquillados, altos, de formas elegantes y esbeltas, con la piel de color rojo pálido en el dorso y en el pecho y blanquecino en el vientre.

También gran número de volátiles se levantaban de entre la hierba y escapaban precipitadamente; petirrojos, pájaros burlones que imitan y remedan a los demás, ruiseñores de Virginia y otros muchos.

A la caída de la tarde, después que el tren hubo pasado, sin detenerse en la minúscula estación de Yucca, por primera vez encontraron los viajeros un pequeño grupo de indios.

Eran hasta media docena de individuos, que montaban magníficos caballos de la pradera, de hermosa estampa, con largas crines y enjaezados a la americana, pero cuyas sillas estaban muy deterioradas.

Iban acompañados por tres mujeres, que los seguían a pie, cargadas como muías, y que eran feas, pequeñas, de cara aplastada, piernas torcidas y no menos mal vestidas que sus compañeros.

¡Qué triste figura hacían los pieles rojas transformados por la civilización! ¿Dónde estaban aquellos feroces guerreros que con su grito de guerra esparcían el terror por factorías y poblaciones, y que por donde pasaban sólo dejaban ruinas humeantes y cabezas desolladas? ¿Dónde las diademas de plumas multicolores con cerco de oro purísimo? ¿Dónde los trofeos de plumas de aves silvestres, descendiendo a lo largo da la espalda, y la terrible segur de guerra, el tomahawk?

Verdad es que todavía conservaban largo el cabello, que bajaba sobre los hombros de aquellos hijos degenerados de los intrépidos corredores de praderas, y la piel, rojo oscura; pero todo acababa ahí. El vestido pintoresco del indio había desaparecido.

En realidad, aquellos hombres, que habían renunciado a la vida salvaje, algo por fuerza, algo por hambre, algo por los licores de los hombres blancos, habían sustituido las diademas con informas sombreros de copa apabullados y raídos, que por único ornamento no tenían más que unas etiquetas amarillas de hojalata, recortadas de unas cajas de conservas de Nantes, cogidas en cualquier inundación; mantas de lana, rotas por cien partes diferentes, y calzones medio deshechos, casi suprimida la parte superior. Verdad es que a la segur de guerra había reemplazado una carabina, más útil y más eficaz para la defensa; pero, en cambio, habían conservado los pies desnudos.

Blunt, el escritor, se había lanzado a la plataforma, prorrumpiendo en una serie de exclamaciones:

—¿Son éstos los terribles indios? ¿Es posible? ¡Pero no; no pueden ser estos mamarrachos los hijos de las praderas! ¡Dígame usted que se ha equivocado, señor Harris!

—No, amigo mío —repuso el ingeniero, que reía de la estupefacción del escritor—: ésos son verdaderos indios.

—¡Qué vestidos llevan!

—¡Qué quiere usted, amigo Blunt! ¡Son efectos de la civilización!

—¿De modo que son…?

—Indios mansos, o sea sometidos.

—¡Son unos verdaderos miserables! ¡No los había soñado así! ¡Los libros que he leído me han engañado!

—¡Poco a poco, querido Blunt! No todos son así, Cuando lleguemos al territorio de los apaches y de los navajoes verá usted indios muy distintos, con adornos de pluma y segur de guerra. Sólo han abandonado el arco, sustituyéndole por la carabina, o, mejor, por el rifle, que manejan perfectamente. Estos han desechado desdeñosamente los efectos de la civilización, y todavía se mantienen independientes. Son los más formidables guerreros de toda la América del Norte, superiores hasta a los sioux y a los comanches.

—¿Y son muchos? —preguntó Annia.

—Sí, porque no se destruyen entre si, y, además, han rechazado siempre el agua del Diablo, o sea el whisky, que tan fatal ha sido a sus congéneres del norte y del este.

—¿Es cierto, señor Harris, que las demás tribus desaparecen con increíble rapidez?

—Como que casi han desaparecido totalmente. Muchas tribus que en un tiempo fueron formidables, y que podían poner en pie de guerra diez mil combatientes, como sucedía, por ejemplo, con los mandanos, han desaparecido por completo. En 1866 los indios aun independientes, que no vivían bajo ti protectorado de nadie, eran cerca de trescientos mil. Hoy esta cifra se ha reducido enormemente.

—¿Quién los ha destruido? —preguntó Blunt.

—Sobre todo, sus luchas intestinas; luego, el hambre, porque los territorios que poseían no eran bastante grandes para poder vivir de la caza; las bebidas alcohólicas y las enfermedades introducidas por los hombres de nuestra raza. Además, la ley gradual de la desaparición del indio es siempre la misma, y se ha observado en todas las tribus bárbaras que se han puesto en contacto con el hombre civilizado. La barbarie y la civilización no pueden caminar juntas. Al hombre rojo la naturaleza le había regalado un campo inmenso, mayor que el concedido a las demás naciones, para fecundarlo y poblarlo. En esta región del Gran Oeste, y aun en el Centro, se encuentran las más extensas llanuras, las más bellas praderas, las más pobladas florestas, el agua más límpida y los lagos más vastos. La naturaleza, generosa y paciente, dejó al piel roja el tiempo necesario para sacar producto da todos estos tesoros; pero el indio no ha querido someterse a la dura ley del trabajo, que es la ley de la Humanidad: no ha querido cultivar el suelo y fecundarlo con el sudor de su frente. Las llanuras y los bosques sólo los han utilizado para la caza, y el agua, para una primitiva pesca. En una palabra, parecía como si la naturaleza se hubiera estancado en espera del hombre blanco, que trajo a este vasto continente una energía y un ardor indomables. Aquel día se inauguró la caída de la raza roja.

—Se los puede compadecer; pero no se puede culpar sino a ellos mismos de sus desastres y de su fin próximo —dijo Annia.

—Dentro de cincuenta años ya no existirán —dijo Blunt.

—Tanto como eso, no —repuso Harris—. Cierto número de ellos se han hecho cultivadores, y las concesiones que les ha hecho el Gobierno de la Unión han prosperado considerablemente, asegurando la vida a los hombres rojos. Además, lo mismo que los últimos descendientes de las tribus de Channies y de Wyandotte, se han dado al comercio, y hacen hoy negocios hasta de banca, prestando a sus hermanos salvajes al sesenta por ciento.

—¡Tan generosos como bien vestidos! —dijo Blunt.

—Gran parte de ellos llevan una existencia bien triste: acantonados en sus pueblecillos y embriagándose, apenas pueden cazar y vender pieles, y desahogan en eterno mal humor sobre las mujeres, a las que apalean cruelmente. Hartos de su suerte, no encontrando ya en la guerra ni en las represalias sangrientas y horribles alimento para sus gustos de hombres primitivos, se ceban ferozmente en los seres débiles que los rodean. El antiguo guerrero se ha transformado en un ser indigno.

—¡Oh!

Una serie de agudos silbidos, lanzados por la máquina, y una brusca sacudida del tren, acompañada de gritos y repique de campana, los hizo acudir a la opuesta plataforma.

—¡Los bisontes, que emigran! —exclamó el ingeniero—. ¡Querido Blunt, aquí puede usted hacer una caza colosal!

CAPITULO XI. LA CAZA DEL BISONTE

Hasta donde alcanzaba la mirada, animales enormes, con altas gibas vellosas, piel rojo-negruzca y fuerte cabeza, armada de cuernos recurvados, avanzaban en bandadas inmensas, cortando el paso al tren, el cual tuvo que detener su marcha para no embestir contra aquel aluvión viviente.

¿Cuántos eran? Millares y millares, sin duda alguna. Avanzaban lentamente, parándose de vez en cuando para saborear las ricas y sabrosas hojas de buffalo grass que cubrían la pradera, y que son las preferidas por aquellos pesados rumiantes.

La repentina llegada del tren no había alterado la línea de los bisontes. Sólo los machos, con un rápido movimiento, se habían colocado en los flancos de la columna para proteger a las hembras y a las terneras, y miraban con ferocidad a la máquina, que se aproximaba silbando y rugiendo.

—¡Cuántos animales! —gritaba Blunt, que parecía loco de alegría—. ¡Señor Harris! ¡Miss Annia! ¡Las carabinas, las carabinas!

—¡No tenga usted prisa, amigo! —dijo el ingeniero—. ¿Cree usted que esa colosal emigración se va a acabar en unas cuantas horas? Puede durar días enteros y tendremos tiempo de sobra para disparar un tiro.

—¿Cómo un tiro, señor Harris?

—¿Qué quiere usted hacer con esa masa de carne? El jefe del tren se negaría a cargarlos, y sólo los aprovecharían los indios.

—¿Irán los pieles rojas detrás de los bisontes?

—No tardaremos en verlos —repuso Harris—. En donde está el bisonte se encuentra siempre el indio. Esta emigración es absolutamente extraordinaria para este tiempo. Me habían dicho que ya no se efectuaba sino en rarísimos intervalos, y nunca en tan gran número.

—¿Y adónde van todos estos animales? —preguntó Blunt.

—Al sur, por ahora; luego volverán al norte. Invernarán aquí, y después, cuando vengan los grandes calores y la sequía destruya las hierbas, volverán a tierras de los ingleses, donde los indios creen que desaparecen para siempre, para reunirse en el paraíso verdeante del Gran Espíritu.

—¿Y no hay peligro de que asalten el tren? —preguntó Annia.

—Puede ocurrir; pero estos vagones son muy pesados para que puedan derribarlos. Además, el maquinista sabe un medio infalible para alejarlos.

—¿Silbando? —preguntó Blunt.

—Con el agua hirviendo de la máquina —repuso Harris—. Ya es de noche. Vamos a cenar, y mañana, si usted quiere, amigo Blunt, dispararemos unos tiros. Mire usted cómo los bisontes comienzan a acostarse en la vía: de seguro continuarán el camino antes del alba.

—¡Ver tantos animales juntos, y no dispararles! —exclamó el escritor.

—Mañana lo haremos. No nos dejarán continuar la marcha tan pronto.

También los viajeros de los otros vagones comenzaron a retirarse a sus departamentos, seguros de encontrar caza al día siguiente.

Todo el septentrión estaba cubierto de animales: no era, pues, de temer que se fueran sin que se les pudiera hacer algún disparo.

A lo lejos se oían los lúgubres aullidos de los lobos, esos formidables depredadores que no se alejan nunca de la columna de los bisontes en sus emigraciones, prontos a hacer pedazos a los retrasados o a los que se desbandan.

Por orden del jefe del tren se mantuvieron encendidas las luces durante la noche, y parte del personal veló en las plataformas de los vagones con el revólver al alcance de la mano, no porque temieran un asalto por parte de los rumiantes, sino por la de alguna banda de indios, pues no era improbable que alguna tribu de apaches y navajoes independientes siguiera a la colosal emigración.

A las seis de la mañana, casi una hora después de la salida del sol, los bisontes se decidieron a continuar su marcha, con lentitud tan marcada, que hacía temer que la parada del tren había de prolongarse todo el día y tal vez toda la noche.

Las columnas se organizaban poco a poco, se detenían a pastar las sabrosas hierbas del buffalo-grass, y luego atravesaban la vía, yendo los machos siempre a los flancos.

Varios mineros bajaron del tren armados con revólveres. Blunt y el ingeniero habían preparado sus carabinas, hermosas armas de fabricación inglesa y de largo alcance, y se habían apresurado a imitarlos, deseando ofrecer a miss Annia para el almuerzo una lengua de bisonte, plato verdaderamente regio, muy estimado por los cazadores de la pradera, y un filete de lomo para la cena.

—¡Vamos a hacer una hecatombe! —dijo el escritor con acento trágico.

—¡No tanto, amigo Blunt! —dijo Harris—. No siempre se dejan fusilar los bisontes sin protestar. Guárdese usted de sus cuernos, y esté siempre alerta para refugiarse en los vagones.

Los bisontes operaron una conversión a fin de que sus columnas no fueran molestadas, y se alejaron del tren.

Poco a poco la distancia había aumentado hasta cerca de medio kilómetro. Necesitaban, pues, los cazadores recorrer un buen trozo de camino, especialmente los que sólo poseían revólver.

Media docena de mineros y dos o tres cowboys, que iban armados de buenos rifles de mucho alcance, se unieron al ingeniero y a su amigo, deseando comer también un buen trozo de bisonte.

Después de no pocos ruegos por parte de su prometido, misa Annia se había resignado a permanecer en la plataforma de su vagón, aunque vivamente hubiera deseado tomar parte en aquella emocionante caza no exenta de peligros, porque era una valiente cazadora que ya había hecho sus pruebas contra las bestias salvajes del Gran Cañón, en compañía de su padre.

Cargó, sin embargo, su pequeña carabina americana, pronta a acudir en auxilio de sus amigos si hubiera necesidad de ello.

Los cowboys, tres arrogantes jóvenes de robusta apariencia, que vestían su pintoresco traje semimejicano y semindiano, habituados ya a aquellas cazas peligrosas, y despreciando todo peligro, se pusieron a la cabeza del grupo, diciendo:

—¡El que no esté resuelto, que se vuelva al tren!

—¡Todos vamos! —replicaron los mineros.

—¡Adelante; y cuando yo lo diga, echaos al suelo! —dijo uno de los tres.

Como las hierbas eran bastante altas y había cierto número de cactus gigantescos, el grupo podía fácilmente aproximarse a las columnas de los bisontes sin ser visto ni olfateado, porque tenían en su favor el viento, que soplaba de la parte de los rumiantes.

Cuando llegaron los cazadores a doscientos pasos de los bisontes se emboscaron entre los cactus, y luego los tres cowboys, ti ingeniero y el escritor se recostaron entre la hierba y montaron sus rifles, recomendando a los mineros que no hicieran uso de los revólveres por el momento, porque no estaban a tiro para aquel género de armas.

Los bisontes continuaban desfilando lentamente sin dar señales de inquietud. Sólo algún viejo macho, más receloso, salía de vez en cuando de las filas para mirar el tren, que permanecía inmóvil a medio kilómetro y con los fuegos casi apagados.

—Apuntad a las hembras y a los terneros, y dejad en paz a los machos —dijo el de más edad de los tres cowboys.— Si nos embisten, dejadlos aproximarse, y no escapéis hasta haber agotado los cartuchos de vuestros revólveres. ¡Soy vuestro jefe rifleman!

Los cinco hombres apuntaron, quién a una hembra, quién a una cría; después, cinco detonaciones resonaron, con poco intervalo de unas a otras.

Dos hembras heridas escaparon locamente mugiendo, mientras tres terneros caían detrás de la primera línea de los machos.

Al oír las detonaciones una viva agitación se apoderó de las columnas de rumiantes.

Las primeras líneas se desbandaron, dirigiéndose hacia el grueso de la expedición, y esparciendo la confusión en las otras columnas; siete u ocho machos de talla colosal permanecieron en su puesto olfateando el aire y sacudiendo la cabeza, amada de cuernos formidables.

—¡Cargad aprisa! —dijo el cowboy,— ¡Nos miran, y han visto ya de dónde sale el humo!

Apenas habían introducido los cartuchos en los rifles, cuando los siete machos lanzaron prolongados mugidos, bajaron la cabeza, y partieron al galope, estremeciendo el suelo con su enorme peso.

Acometían frenéticos, con impulso irresistible, aplastando las altas hierbas con sus robustas pezuñas. Parecía que avanzaba un huracán hacia los cazadores.

Dos de los cinco mineros, asustados por la aproximación de aquellos monstruosos animales, a pesar de las recomendaciones del cowboy, se lanzaron fuera de los cactus y escaparon hacia el tren, disparando algunos tiros al aire.

—¡No se muevan ustedes y hagan fuego a quemarropa! —gritó el cowboy que había dirigido la caza—. ¡El que huya es hombre perdido!

—¡Vientre de oso gris! —exclamó el escritor, que, aun cuando se esforzaba en aparecer tranquilo, estaba agitado por un temblor nervioso—. ¡En verdad, impresionan estos anímales!

—¡No se mueva usted, Blunt! —dijo el ingeniero con voz tranquila—. ¡No nos pasará nada!

Dos bisontes se destacaron del grupo y se lanzaron en seguimiento de los mineros que dando grandes gritos se dirigían hacia el tren. Los otros cinco continuaron su furibunda acometida lanzándose contra los primeros cactus, que hicieron pedazos a cornadas.

Ya iban a arremeter a los cazadores, que permanecían escondidos entre la hierba, cuando gritó el cowboy:

—¡Fuego, señores!

Una descarga de carabina y de revólveres, disparados casi a quemarropa, quemó los largos pelos del hocico de los bisontes.

Espantados y heridos la mayor parte de los rumiantes, se detuvieron bruscamente, dieron luego una rápida vuelta y escaparon en la dirección de sus columnas. Uno, sin embargo, después de haber recorrido unos cincuenta pasos, cayó para no levantarse más.

—¡Ya está asegurado el almuerzo! —gritó Blunt.

Se dispuso a lanzarse hacia el caído, cuando oyó al jefe de los cowboys gritar:

—¡Salvémoslos, señores! ¡Van a ser alcanzados!

Los dos mineros que habían huido antes de que los bisontes llegasen junto a los cactus, esperando poder llegar al tren y refugiarse en los pesados vagones, aun cuando corrían como liebres, no habían logrado aún ponerse en salvo y se encontraban en inminente peligro.

Los dos rumiantes que se destacaron del grupo los perseguían encarnizadamente, y con hábiles maniobras los habían obligado a desviarse hacia el norte para cortarles la retirada.

Al oír los gritos de terror de los fugitivos, el personal del tren, guiado por el conductor, se lanzó a través de la pradera disparando tiros de revólver, con la esperanza de poner en fuga a los dos colosos; pero éstos, más enfurecidos todavía, no habían interrumpido la persecución; por el contrario, redoblaban su velocidad.

—¡Adelante los rifleman! —gritó el cowboy—. ¡Únicamente las carabinas podrán salvar a esos estúpidos!

Sus compañeros, el ingeniero y Blunt, que, como hemos dicho, eran los únicos que tenían armas de fuego de mucho alcance, se lanzaron detrás de los dos furibundos animales, que galopaban a trescientos metros, siguiendo muy de cerca a los dos mineros.

—¡No se aproxime usted demasiado, Blunt! —gritó el ingeniero al escritor, que, como era el más delgado de todos y tenía las piernas más largas, se había adelantado a sus compañeros—. ¡Los bisontes, cuando están enfurecidos, no temen al hombre!

Fue vano aviso. El bravo joven, que debía de sentir hervir en sus venas la sangre de su padre, continuaba impávido su veloz carrera.

De pronto se oyó un grito de angustia. Un bisonte había alcanzado a uno de los fugitivos, y de un topetazo le había lanzado al aire, haciéndole dar tres o cuatro vueltas sobre sí mismo.

Cuando le vio caer de nuevo al suelo, con las costillas y la espina dorsal probablemente rotas, se le acercó inmediatamente y le pisoteó con sus anchas y fuertes pezuñas.

Los cowboys y Harris dispararon simultáneamente con la esperanza de derribarlo; pero, agitados por la larga carrera, sólo le habían herido.

El escritor, como hombre prudente, había reservado su disparo.

Oyendo resonar tras de sí las detonaciones, el endiablado animal, que había ya convertido al pobre minero en una informe masa de carne sangrienta, se volvió, y, viendo a Blunt a poco distancia, se lanzó sobra él, mugiendo furiosamente.

El escritor no se movió. Apoyó resueltamente la culata del fusil en el hombro, aguardó a que el animal estuviera a diez pasos y después hizo fuego, apuntando al pecho.

—¡Buen tiro! —gritó el jefe de los cowboys, asombrado de la audacia y sangre fría del joven.

El bisonte, aunque gravemente herido, continuó, sin embargo, su carrera unos quince pasos, obligando al escritor a lanzarse rápidamente a un lado; después cayó súbitamente de rodillas, levantando el hocico sangriento y lanzando un largo mugido; luego se desplomó pesadamente de costado.

En el mismo instante un nutrido fuego de revólver recibía al segundo animal, obligándole a una pronta retirada.

El personal del tren, seguido por miss Annia y algunos vaqueros que se encontraban en los bosques, habían llegado a tiempo para salvar de una muerte cierta al otro minero, que había caído entre la hierba, rendido por aquella larga carrera.

—¡Querido Blunt —dijo el ingeniero, aproximándose al bravo joven, que contemplaba con orgullo el bisonte que había cazado—, no creía que fuese usted capaz de tanto!

—Soy hijo de un famoso cazador —repuso modestamente el joven—. Mi padre hubiera hecho más. ¡Lo único que siento es no haber podido salvar a ese pobre hombre!

—Ha sido culpa suya, porque ha huido. Los cowboys le habían advertido que permaneciera a nuestro lado.

Misa Annia se aproximó, llevando en la mano una pequeña carabina, aun humeante.

—¡Bravo, señor Blunt! —le dijo—. ¡Comienza usted bien su profesión de cazador! ¡Le nombraremos proveedor nuestro! ¿Le conviene a usted?

—Acepto de buen grado, miss —repuso el joven sonriente—; pero aguardo a que lleguemos al Gran Cañón.

—¡Cállese! —dijo en aquel momento Harris.

A gran distancia se había oído un silbido, y comenzaba a verse una columna de humo en la dirección de la vía del río Colorado.

—¿Un tren de socorro? —preguntaron varias voces, dirigiéndose al jefe del tren, que estaba haciendo cavar una fosa para sepultar al minero.

—Es imposible, señores —repuso el interpelado—. Ninguna estación puede haber telegrafiado que estamos detenidos. Además, ¿quién podría limpiar la línea de estos millares de bisontes? Serían precisos tres o cuatro regimientos de soldados con artillería. No puede ser más que un tren especial.

—Que se detendrá, a pesar de la prisa que tendrán los viajeros —dijo Harris—. Amigo Blunt, cortemos la lengua al bisonte que ha matado usted, y llevémosla a que la guisen. Haremos un almuerzo delicioso, miss Annia; se lo aseguro.

CAPÍTULO XII. LOS PRIMEROS INDIOS

Los cocineros del vagón-restaurante, de los cuales hay siempre buen número en los trenes americanos que recorren las regiones central y meridional, tan pobre de estaciones, especialmente hace treinta o cuarenta años, fueron sometidos a dura prueba para satisfacer a los viajeros, que deseaban una verdadera orgía de carne de búfalo.

Hasta los maquinistas tuvieron su parte de trabajo, asando dentro del hogar de la máquina enormes trozos de carne, que los mineros se apresuraban a devorar, sin poner muchos reparos al no muy sabroso gusto que le daba el carbón de piedra.

Además, los viajeros tenían tiempo para comer con desahogo, porque a mediodía aun no había desaparecido la última fila de aquella prodigiosa emigración de rumiantes. ¡Y, sin embargo, cuántos millares de animales habían pasado en aquellas treinta horas! El tren especial se había detenido a distancia de dos millas del primero; pero ninguno de los viajeros que lo ocupaban se había apeado para asistir a aquel espectáculo. Debían de ser muy pocos, porque sólo había un vagón detrás del ténder.

¿Quiénes eran? El conductor del primer tren había interrogado a los maquinistas; pero había podido averiguar muy poco.

Las personas que ocupaban el único coche habían subido en Harper, que es la estación más próxima a Kramer, y se dirigían a Peach-Spring para asuntos urgentísimos, habiendo pagado mil dólares por la formación del tren.

Además, ninguno de los viajeros del primer convoy se había cuidado de saber quiénes eran los del segundo, demasiado preocupados en hacer los honores a los exquisitos trozos de bisonte y a los extraños guisos preparados por los cowboys según el uso de los cazadores de las praderas.

El ingeniero, Blunt y miss Annia, que se habían hecho servir el almuerzo en su vagón, estaban tomando una buena taza de té, cuando de improviso oyeron a lo lejos gritos agudos, seguidos de algunos disparos de fusil.

—Son los indios que siguen a los bisontes —dijo Harris, levantándose precipitadamente—. ¡Venga usted, miss, y especialmente usted, Blunt, que desea ver a los verdaderos guerreros de la pradera!

Las plataformas de los otros coches estaban ya llenas de viajeros, deseosos de asistir a la caza que realizaban los indios.

Los bisontes aun no se habían apartado de la línea; apenas sus columnas comenzaban a desaparecer hacia el norte, y ya no se veía aquella masa inmensa que contemplaron el día anterior y aquella misma mañana.

Parecía también que las últimas filas eran presa de viva agitación, porque apresuraban el paso, y las hembras excitaban a las crías a cornadas a que pasaran delante de los machos, que cubrían la retirada.

En el verde horizonte muchos puntos negros corrían con prodigiosa rapidez, ya agrupándose, ya dispersándose, describiendo curvas y ángulos caprichosos.

Otro punto rojizo los precedía, y los animales seguían con gran precisión sus evoluciones.

—¿Dónde están los indios? —preguntó Annia a Harris, que los observaba atentamente, resguardándose los ojos con las manos.

—¡Sí, estoy cierto de no engañarme! —repuso el ingeniero—. ¡Ahí sucede algo que no acierto todavía a explicarme!

—¿Qué? —preguntó Blunt.

—Que no me parece que aquellos jinetes ataquen a los bisontes. Se diría que siguen a alguien.

—¿Aquel punto rojo?

—Si.

—¿Están dando caza a alguien?

—Ciertamente; y debe de interesar a los indios más que los bisontes.

—¿Será aquel punto rojo algún cazador de pradera a quien tratan de matar?

—Lo sospecho.

—¡Y son verdaderos indios —dijo Annia—: distingo ya su diadema de pluma y su larga cabellera!

—¡Y hacen fuego! —añadió Blunt.

—¡Ah! —exclamó Harris de pronto—. ¡Es a un blanco al que persiguen! Debe de ser un personaje muy importante, cuando los indios renuncian a los bisontes por la cabellera de ese hombre.

—¡Señores, preparémonos a defenderle! —dijo Blunt.

—Nos encontrará dispuestos, aunque me parece que gana terreno sobre sus perseguidores. ¡Coged las carabinas! Si son indios independientes, apaches o navajoes, son capaces de asaltar el tren.

La mancha roja se agrandaba a ojos vistas, y maniobraba de tal suerte que ponía siempre entre él y los perseguidores las últimas columnas de bisontes.

Al cabo de un cuarto de hora de carrera desenfrenada y de continuas maniobras entre las filas de bisontes, apareció de improviso a la orilla de un bosquecillo que se extendía a cuatrocientos o quinientos pasos del primer tren.

Como Harris había sospechado, era un hombre blanco que vestía el característico traje de los cazadores de las praderas, con sombrero mejicano a la cabeza y larga cabellera.

Montaba un soberbio potro rojizo con algunas manchas blancas, y galopaba hacia el tren, espoleando vigorosamente a la cabalgadura, aunque ésta corría como una tromba marina.

A cincuenta pasos del bosquecillo detuvo bruscamente su caballo, y después, formando con las manos una especie de portavoz, gritó con voz tonante:

—¡Cuidado, señores, que vienen detrás de mí los apaches! ¡Preparen las armas!

Los tres cowboys que había en el tren dieron un grito de sorpresa y, al mismo tiempo, de alegría.

—¡Buffalo Bill!

El jinete se quitó el sombrero, saludando galantemente a miss Annia, que se hallaba en la plataforma, y caracoleó después alrededor de la máquina, pasando entre ésta y las últimas hileras de bisontes.

Era un hombre muy guapo, de unos treinta años, de facciones perfectas, como las de un griego, con largos cabellos castaño-oscuro que le caían en bucles sobre los hombros, y de estatura alta y porte atlético.

Antes de desaparecer del otro lado del tren miró a los indios que desembocaban en el bosquecillo, clavó las espuelas y se alejó rápidamente, siguiendo las filas de los bisontes.

Viendo el tren parado, los apaches detuvieron sus cabalgaduras y permanecieron indecisos entre continuar la caza del corredor de praderas o desahogarse con los bisontes.

Eran una veintena, y no se parecían en nada a los indios astrosos que Blunt había visto el día antes, después de atravesar el río Colorado.

Todos de alta estatura, tez morena y con los pómulos bastante pronunciados, hacían una gran figura con sus diademas de pluma de pavo silvestre, sus largos cabellos, sus calzones de campana y su3 polainas de piel abiertas por delante.

Sus jaeces estaban adornados con cabelleras cortadas a sus enemigos.

Al verlos aparecer, los viajeros y el personal del tren, temiendo un ataque, se precipitaron a las plataformas y dispararon al aire tiros de revólver para hacerles comprender que estaban armados y dispuestos a defenderse.

—¿Qué son? —preguntó Blunt, que acariciaba el gatillo de su rifle.

—Apaches —repuso Annia—. Los conozco muy bien, porque los he visto muchas veces en el Gran Cañón.

—Sí, apaches —repitió el ingeniero—; los más peligrosos y más crueles de todos los indios de la América septentrional.

—¿Nos atacarán? —preguntó Blunt.

—No son bastantes para intentarlo —dijo Harris.

Los indios se habían reunido, formando círculo, y parecía que discutían con gran animación.

De pronto empuñaron sus tomahawks de guerra y sus lanzas y partieron al galope, dirigiéndose hacia las últimas filas de los bisontes, que se apresuraban a atravesar la vía.

Aquellos rumiantes huyen del indio, que es su enemigo secular. Dejan que se aproxime el hombre blanco, pero huyen del hombre rojo.

La presencia de los apaches los puso en fuga.

Machos, hembras y terneros se confundían presa del espanto más profundo.

Los indios los atacaban lanzando gritos feroces y haciendo brillar la punta de hierro de las lanzas y la ancha hoja de sus machetes.

—¡Fíjese bien, Blunt! —dijo Harris—. ¡Va usted a asistir a una caza emocionante!

Los apaches se lanzaron con loca temeridad entre las filas de los colosales rumiantes, haciendo dar a sus caballos saltos prodigiosos, y acometieron ferozmente a los bisontes con lanzas y machetes, dando incesantes gritos.

Por algunos instantes los pobres animales no opusieron resistencia; luego algunos machos colosales, ya heridos y enfurecidos por el dolor que les causaban las lanzadas que recibían, se revolvieron furiosamente contra los asaltantes, acometiéndolos a su vez.

Fue un momento terrible.

Varios caballos que se encontraban entre las filas de bisontes fueron muertos por los feroces animales; pero los intrépidos corredores de la pradera no se dejaban coger.

Con prodigiosa agilidad saltaban sobre el dorso de los bisontes, los cuales, sintiendo encima aquel insólito peso, inmediatamente se abrían paso por entre sus compañeros, huyendo despavoridos a través de la pradera, donde no tardaron en caer bajo los poderosos golpes de machete que sus jinetes les daban.

La lucha no duró más de diez o quince minutos.

Aquel breve espacio de tiempo bastó a los indios para proveerse de carne suficiente para toda su tribu durante varias semanas.

Cuando la retaguardia desapareció más allá de la línea férrea, galopando hacia el sur, unos cincuenta cuerpos gigantescos y otros tantos terneros yacían sobre la hierba cubiertos de sangre.

—¡Qué hecatombe! —exclamó Blunt, que había seguido los varios incidentes de aquella caza con ardorosa mirada—. Sin embargo, la mitad de los indios han sido desmontados.

—Tienen abundancia de caballos —repuso Harris—. Cada indio no tiene menos de siete u ocho amarrados junto a su tienda.

—¿Y cómo van a componérselas para transportar a su poblado todos esos bisontes?

—Vendrá toda la tribu para ayudarlos.

En aquel momento se oyó un disparo y se vio pasar por detrás del tren a galope tendido al arrogante cazador que había sido perseguido momentos antes.

Retornaba hacia el norte y cruzó a menos de quinientos pasos de los apaches, casi burlándose de ellos.

Saludó con la mano a los viajeros del tren, que le contestaron con un estruendoso hurra, y desapareció en el bosquecillo.

—¡Bravo, Buffalo Bill! —exclamó Annia—. ¡Ese es un hombre que no teme ni al mismo demonio!

Al ver al jinete los indios hicieron ademán de lanzarse hacia los caballos que les quedaban; pero comprendiendo que no hubieran logrado alcanzarle con animales tan fatigados, desistieron de su empeño, limitándose a dirigirle una sarta de imprecaciones y amenazas.

—¿Quién es, pues, ese hombre? —preguntó Blunt, mientras el tren volvía a ponerse en marcha, porque ya la línea estaba completamente despejada, seguido inmediatamente por el tren especial.

—Es el coronel Cody, o, mejor dicho, Buffalo Bill, el más intrépido y popular corredor de las praderas del Far West —repuso el ingeniero—. Le he conocido en los desiertos del Utah.

—Y yo en el Gran Cañón —agregó Annia—. Ese hombre se encuentra dondequiera que haya un peligro que desafiar.

—¡Un hombre asombroso! —dijo Harris—. Sus aventuras son tan extraordinarias que podría escribirse con ellas uno de los libros más interesantes.

—Cuéntenos usted algunas, señor Harris —dijo Blunt.

—Parece imposible que no haya usted oído nunca hablar de ese hombre, tan conocido en el Este como en el Gran Oeste, al norte y al sur de los Estados de la Unión, y que es singularmente temido por todos los indios, que le persiguen años y años para arrancarle su hermosa cabellera.

—¡Es un hombre admirable! —dijo Blunt con entusiasmo—. ¡Sería para mí una dicha hacer mis armas a su lado!

—No podría usted encontrar mejor maestro; se lo aseguro —dijo Annia.

—Cuéntenos usted, pues, alguna cosa de ese hombre extraordinario —exclamó Blunt.

En el momento de comenzar Harris se oyó a la máquina del primer tren, e inmediatamente a la del segundo, que seguía a tres o cuatrocientos pasos de distancia, lanzar silbidos de alarma.

Gritos espantosos y tiros de fusil resonaron inmediatamente en la pradera.

—¿Qué pasa? —preguntó el ingeniero, precipitándose a la plataforma—. ¡Salteadoras! ¡Vienen al galope! ¡Lo sospechaba!

Unos trescientos indios habían salido de un bosquecillo de árboles de algodón y galopaban desesperadamente hacia los dos trenes, haciendo disparos y lanzando gritos feroces.

El ingeniero hizo entrar a Annia en el vagón en el momento en que una bala rompía un cristal de la portezuela vecina.

—¡Blunt! ¡Las carabinas! —gritó.

El tren aceleró su marcha. El maquinista había abierto, sin duda, todo el regulador para huir de aquella granizada de proyectiles.

Los viajeros de los dos trenes habían contestado a la agresión con sus carabinas y revólveres, desmontando a más de un guerrero y matando algunos caballos; sin embargo, los indios no se detuvieron.

No obstante, era locura tratar de alcanzar a las dos locomotoras, que habían aumentado su velocidad a cien kilómetros por hora.

Durante algunos minutos desfilaron en furiosa carrera por el flanco de los dos trenes, siempre gritando y haciendo fuego; luego fueron quedándose atrás, a pesar de los desesperados esfuerzos que obligaban a hacer a sus caballos.

—Si los bisontes hubieran tardado algunas horas más en despejar la línea, estábamos perdidos —dijo Harris, acabando de descargar por última vez su carabina y derribando de la silla a uno de los perseguidores, que montaba un soberbio caballo blanco—. Les ha faltado tiempo para cortar la vía. El año pasado detuvieron y saquearon un tren, y degollaron y arrancaron la cabellera a todo el personal. He tenido ocasión de ver a uno de aquellos desgraciados, que se libró milagrosamente de la muerte, sobreviviendo a la mutilación. Cuando le vi se hallaba en el hospital de Prescot, aun en tratamiento.

—¿Y le habían arrancado la piel de la cabeza? —preguntó Blunt, haciendo un gesto de horror.

—Por completo —repuso Harris—. Además, tenía una lanzada en un hombro, y precisamente a aquella herida debió su salvación. El dolor fue tan terrible, que aquel desgraciado perdió el conocimiento. Creyéndole muerto, los indios le arrancaron la piel del cráneo y no volvieron a cuidarse de él.

—¿De modo que se puede vivir después de haber sufrido tan atroz tortura? ¡No lo hubiera creído!

—Es una mutilación más dolorosa que de peligro —repuso el ingeniero—, y las personas que la sufren curan bastante bien. Sólo de vez en cuando experimentan violentos dolores de cabeza.

—¿Y no vuelve a crecer el pelo?

—El cráneo queda para siempre depilado.

—¿Y saquearon el tren? —preguntó Annia.

—Se llevaron cuanto contenía; y como en los vagones iba una gran partida de piezas de seda destinadas a un negociante de San Francisco, aquellos bandidos las ataron a la cola de sus caballos y partieron a escape, arrastrando, a guisa de trofeos, aquellas largas tiras de tejidos de mil colores.

—¡Son terribles esos indios!

—¡Tenga usted cuidado, querido Blunt, si quiere conservar su cabellera, porque no les disgustaría adquirir una melena rubia como la de usted! —dijo riendo el ingeniero.

CAPITULO XIII. CAMINO DEL «GRAN CAÑON»

Al mediodía se detuvo el tren en la estación de Kingman para abastecerse de agua y de carbón y dejar el paso al tren especial, que tenía derecho de preferencia.

Kingman no era entonces más que una pequeña estación, como todas las demás de la línea del Arizona, circundada por unas cuantas casuchas; comenzaba, sin embargo, a ser un centro importante merced al reciente descubrimiento de riquísimos yacimientos de petróleo.

Gran parte de los mineros que ocupaban el tren iban a aquel sitio, en el cual se hacía sentir la falta de brazos.

En una inmediata llanura arenosa, en la cual no crecía ni una brizna de hierba, se alzaban ya una docena de pirámides, formadas con grandes palos de unos quince metros de alto, con una barra d£ acero en medio.

Alrededor de aquellos andamiajes, varios hombres tiraban de las cuerdas, que después soltaban de golpe, dejando caer el taladro, que se alzaba y descendía violentamente, produciendo intenso fragor.

Como el tren tenía que detenerse un par de horas, Harris, Blunt y Aniña las aprovecharon para visitar el terreno petrolífero, donde ya había grandes depósitos llenos de nafta, que exhalaban insoportable hedor.

—¡Esto es una riqueza inmensa! —dijo Harris—. ¡Quién sabe cuánto petróleo se esconde bajo este suelo! El hombre que baya adquirido estos terrenos se hará, indudablemente, millonario.

—Señor Harris —dijo Blunt—, ¿para qué sirven estos castillos de madera? ¡En mi vida he visto una mina de petróleo!

—Pues sirven para taladrar él suelo —repuso el ingeniero—. Sin esos derrik, que es como se llaman esas ligeras construcciones, se tardaría mucho tiempo en encontrar el petróleo, y, además, los mineros se expondrían a gravísimos peligros.

—¿Por qué?

—Porque en cuanto encuentra salida el petróleo brota violentamente, lanzando primero la arena que lo cubre y después el agua salada que de ordinario le acompaña, y hasta los gases, que no son nada buenos para respirar.

—Y aquel taladro que aquellos hombres manejan, ¿está hueco?

—Sí —repuso el ingeniero—. En cuanto el taladro llega a la cavidad donde el petróleo se oculta, los gases, la arena y el agua salada surgen violentamente a través del taladro, y luego sale la nafta, que, una vez depurada, se convertirá en petróleo.

—¿Y sale en gran cantidad?

—Según. Hay pozos, especialmente en Pensilvania, que dan hasta mil quinientos litros de nafta al día. Ha habido casos en que el petróleo brotó en cantidad tan prodigiosa, que produjo verdaderas inundaciones, obligando a los trabajadores a levantar diques para que no se perdiera. Aquí la producción aun no es abundante; pero puede serlo de un momento a otro, y asegurar al propietario de estos terrenos enormes riquezas.

—¿Y hace mucho que se explotan los terrenos petrolíferos? —preguntó Annia.

—La primera mina de petróleo se abrió en 1850 por la Sociedad de Pensilvania, y con el empleo del derrik produjo, desde luego, resultados maravillosos, puesto que dio desde el primer momento más de ciento cincuenta barriles de nafta al día. En aquella época se hicieron fortunas inmensas, que los propietarios devoraron con la misma rapidez con que las habían adquirido. He conocido a uno de aquellos reyes del petróleo reducido a vivir dela caridad, después de haber despilfarrado millones.

—¿De petróleo? —dijo Blunt, riendo.

—Y también de dólares —agregó el ingeniero—. El derrik ha hecho la fortuna de muchas personas.

—¿No se extraía antes de esa manera? —preguntó Annia.

—No; se empleaba un procedimiento muy extraño, que daba resultados poco lisonjeros y a costa de grandísimos trabajos. Figúrense ustedes que se hacían pozos ordinarios y que para recoger la nafta usaban mantas de lana.

—¿Y qué hacían con esas mantas? —preguntó el escritor.

—Las dejaban empaparse en petróleo y después las retorcían, recogiendo el líquido así obtenido.

—Seguramente no lo emplearían entonces para el alumbrado.

—No; lo usaban los indios para curar ciertas enfermedades y para mantener el fuego sagrado en la tienda dedicada al Gran Espíritu.

—Entonces, ¿los indios conocieron el petróleo antes que los yanquis?

—Muchísimos años antes que los de Pensilvania pensaran en explotar los incalculables tesoros escondidos en el seno de la tierra. Annia, oigo el silbido de aviso de nuestro tren. Volvamos a la estación a ocupar nuestros asientos. Mañana por la tarde llegaremos a Peach-Spring, y tomaremos la diligencia que va al Gran Cañón. Hay que confiar en que esté libre el camino.

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Blunt.

—Porque con mucha frecuencia impiden el tránsito las correrías de los apaches o de los navajoes. Esos diablos son los dueños del territorio y desafían a los voluntarios americanos con increíble audacia, saqueando el país.

—¿Y no pone remedio el Gobierno?

—De vez en cuando trata de reducirlos a la obediencia, y pierde algunos hombres sin lograr un triunfo decisivo. Cuando los apaches y sus aliados se encuentran en situación difícil bajan al Gran Cañón y se refugian en las cavernas de los antiguos indios, de donde es imposible desalojarlos. Cuando lleguemos se sorprenderá usted al ver el inmenso cauce abierto por el río Colorado.

—¿Y es allí donde se esconde el miserable que tiene secuestrado al padre de miss Annia?

—Allí debe de ser —repuso Harris.

—¡Le mataremos! ¿Verdad, señor Harris?

—Haremos lo posible para meterle una bala en la cabeza.

En aquel momento llegaban a la estación, y el tren había lanzado ya su tercer silbido de aviso.

La Soberana del Campo de Oro, el ingeniero y el escritor subieron a su departamento, y poco después el tren continuaba su carrera hacia Hualapai, que era la estación más próxima.

El ingeniero había observado que en el último vagón, y hasta en la máquina y en el ténder, habían subido varios voluntarios de la frontera, gente destinada a combatir con los indios independientes.

Para no impresionar a miss Annia se había guardado mucho de prevenirla. La joven, sin embargo, había advertido el hecho.

—Señor Harris —le dijo cuando se acomodaron en su coche—, parece que hay malas novedades.

—¿Por qué, Annia?

—Porque llevamos soldados en el tren.

—Será algún cambio de guarnición.

—¡Hum! —dijo la joven, moviendo la cabeza—. ¡Son demasiado buenos jinetes para necesitar del ferrocarril! Conozco sus costumbres, porque he nacido en estas regiones, y si nos acompañan es porque la vía está amenazada.

—Tal vez se equivoque usted, Annia.

—¡Lo dudo!

En aquel momento uno de los empleados del tren se presentó en la plataforma, pidiendo permiso para entrar, y Blunt se apresuró a abrir la portezuela.

—Señores —dijo—, ¿tienen armas?

—No carecemos de carabinas ni de revólveres —repuso el escritor—: somos hombres que sabemos manejarlos.

—La Administración les ofrece armas para el caso de que no las tengan ustedes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Annia.

—Los apaches y los navajoes están en guerra con nosotros. El jefe Victoria está decidido a exterminar a todos los hombres blancos que habitan en la región.

—¿Ha declarado Victoria la guerra? —exclamó Harris.

—Y se encuentra en el Gran Cañón, a la cabeza de seiscientos guerreros.

—Entonces, la línea no está amenazada —dijo Annia.

—Son los navajoes los que se dedican al pillaje en la pradera —repuso el empleado—. Ayer a poco capturan un tren que venía de Prescot, y han muerto al maquinista de un tiro en la cabeza. De modo, señores, que estén alerta —agregó, saliendo.

—¡Victoria en armas! —dijo Harris, cuando quedaron solos—. No esperaba tal noticia, que seguramente dificultará nuestra misión, querida Annia. Verdad es que el Gran Cañón es vastísimo y acaso 110 los encontremos.

—¿Y mi padre? —exclamó Annia, suspirando—. ¿Qué sería de él si cayese en manos de los indios?

—Los bandidos que le tienen prisionero no serán tan necios que se lo dejen arrebatar. ¡No tema usted por él, Annia! Lugares de refugio no faltan en el Gran Cañón, donde hay cavernas inmensas, verdaderos pueblos subterráneos casi inaccesibles, habitados por indios trogloditas.

—¿Lograremos encontrar a esos bandidos? —preguntó el escritor.

—Will Rock no será desconocido en el Gran Cañón, y sabremos fácilmente, por los mineros, dónde se oculta —repuso Harris.

—Como caiga en nuestras manos, no le perdonaremos; ¿verdad, señor Harris?

—¡Le fusilaremos como a un perro rabioso! Por ahora no perdamos de vista a los navajoes, que de un momento a otro pueden aparecer.

—¡Voy a ponerme de centinela en la plataforma con la carabina! —dijo Blunt saliendo—. ¡Al primer salvaje que vea le saludaré con una bala!

El tren corría por el centro de una vasta llanura cubierta de hierba, en la cual de vez en cuando surgía algún bosquecillo de salvia o de laurel o algunos aislados árboles de algodón.

No había ranchos, porque los grandes propietarios no se atrevían a construirlos en aquellos lugares, a causa de las frecuentes correrías de los indios y de la mucha distancia a que se encontraban los fuertes.

Sin embargo, no faltaba el ganado. De vez en cuando aparecían inmensos rebaños de caballos y de bueyes escoltados por vaqueros y cowboys armados hasta los dientes, y que se dirigían hacia las regiones del sur.

Seguramente aquellos animales procedían de las praderas inmediatas al Gran Cañón, y eran conducidos a los pueblos o a los fuertes para impedir que cayeran en poder de los pieles rojas.

Por la noche el tren, que había marchado lentamente por temor a que los indios hubieran levantado algunos raíles, llegó a Truscton, un pueblecillo perdido en aquella inmensa llanura.

La pequeña estación estaba custodiada por media compañía de voluntarios de la frontera que habían ido la tarde anterior de Peach-Spring con objetivo de ponerla a cubierto de un ataque por parte de los navajoes, los cuales se habían presentado muy cerca de la línea, y parecían dispuestos a asaltar los trenes.

—Señores —dijo uno de los empleados penetrando en el departamento de Harris—, no se prosigue el camino por esta noche.

—¿Nos detenemos aquí? —preguntó el ingeniero.

—Hasta mañana por la mañana. La línea no está segura.

—¿Han aparecido los navajoes? —preguntó Annia.

—Sus exploradores han sido vistos a quince millas de aquí, y se teme que hayan cortado la línea.

—¿Encontraremos en Peach-Spring la diligencia que va al Gran Cañón? —dijo Harris.

—No estoy seguro, señor —repuso el empleado—. Lo qué sé es que la que salió el otro día ha tenido que volver más que aprisa a Peach-Spring, porque fue atacada por los indios.

—¡El asunto se pone serio! —dijo Blunt—. ¿Cómo llegaremos al Gran Cañón si las diligencias no prestan servicio?

—¿Sabe usted montar? —le preguntó Annia.

—Como un cowboy, miss —repuso Blunt—. Cuando lograba ahorrar algunos dólares de mi exiguo sueldo, me apresuraba a alquilar un caballo para ir a San Bruno.

—Pues bien, señor Blunt; si las diligencias no corren, galoparemos en nuestros caballos. En Peach-Spring encontraremos centenares de ellos, algunos bonísimos; ¿es verdad, señor Harris?

—No tendremos más que escoger —dijo el ingeniero, mirándola con profunda admiración—. Vamos a buscar un albergue para pasar la noche, ya que no podemos salir de aquí.

Se apearon del tren, y no les fue difícil encontrar una posada de bastante buen aspecto, donde les alquilaron dos habitaciones.

A las seis de la mañana siguiente continuó el tren su marcha con sólo cuatro vagones, uno de los cuales estaba ocupado por una quincena de militares, porque durante la noche se había sabido que varios jinetes indio3 habían aparecido a lo largo de la línea.

Lo mismo que el día anterior, la máquina marchaba a media velocidad, siempre con el temor de que los indios hubieran levantado en algún punto los raíles.

Ya los viajeros habían dejado la estación hacía algunas horas, cuando de detrás de un bosquecillo salieron a media brida media docena de jinetes con la cabeza adornada de plumas.

Eran exploradores navajoes, aliados de los apaches, pero, por su escaso número, no constituían un verdadero peligro.

A los primeros disparos de los soldados, que ocupaban el último vagón, se les vio dar una rapidísima media vuelta y refugiarse nuevamente dentro del bosquecillo.

—¡No creí que estuviesen tan próximos! —dijo Harris al escritor, que había saludado la aparición de los rojos guerreros con un disparo de carabina, sin resultado alguno—. Dudo mucho que la diligencia del Gran Cañón funcione todavía.

—¿De modo que tomáremos caballos? —preguntó Blunt.

—Sí; pero no quiero ocultarle mis temores. Somos muy pocos para afrontar semejantes peligros, y estamos obligados a reclutar un grupo de hombres resueltos, si no queremos que nuestra expedición acabe mal en sus comienzos.

—¿Los encontráremos?

—Conozco un viejo coronel que me ayudará a formar una pequeña tropa. Hasta tal vez pueda obtener para nosotros algún pelotón de soldados y una diligencia. La preferiría a los caballos, para no exponer a Annia a los tiros de los salvajes. Hoy, aunque los apaches y los navajoes tienen armas de fuego y las utilizan con habilidad, siempre es preferible la diligencia.

—¿Cuándo llegaremos a Peach-Spring?

—Dentro de un par de horas.

—¿Continúa la línea?

—Sí; pero prosigue hacia Nuevo Méjico.

A mediodía el tren, que había acelerado un poco su marcha, llegaba sin otros incidentes a la estación de Peach Spring, de donde arranca el camino que conduce al Gran Cañón.

Reinaba en el pueblo animación vivísima. Enormes rebaños de caballos, de bueyes y de carneros pastaban en los prados inmediatos, y gran número de furgones obstruían las calles.

Mucha gente de la allí reunida procedía de las regiones del Gran Cañón, que habían abandonado para no caer bajo las lanzas y los machetes de los pieles rojas.

Harris mandó bajar los equipajes, y se hizo guiar a una posada para que reposará Annia algunos días antes de emprender el peligroso viaje.

Las primeras noticias recibidas por conducto del hostelero, no eran muy lisonjeras. Desde hacía dos días no salían las diligencias, y el tren que había partido aquella mañana había sido detenido y atacado cerca de Yampai; todo el Gran Cañón ardía en guerra, y casi todos los mineros habían huido de allí, por temor a las correrías de los apaches. Hasta el fortín de Ashera había sido asaltado por una horda de navajoes, y la guarnición corrió grave peligro de ser pasada a cuchillo por aquellos feroces guerreros.

El gran jefe Victoria era dueño del Gran Cañón, y su gente ocupaba ya las dos orillas del Colorado, destacando exploradores hasta el Marble Cañón.

—¿Y qué vamos a hacer, señor Harris? —preguntó Annia, mirando con ansiedad al joven, que parecía muy preocupado por aquellas noticias—. ¿Quiere usted que esperemos a que los indios se retiren a sus desiertos?

—Cuando los indios se levantan en guerra no se retiran hasta que, a su vez, son perseguidos por un enemigo más poderoso que ellos —repuso Harris—. El Gobierno de la Unión adoptará, de seguro, algunas precauciones y mandará tropas para batir a esos bandidos. Pero ¿cuándo llegarán esos refuerzos? Tendremos que aguardar muchas semanas, y, entretanto, ¡quién sabe lo que le podría suceder a su padre! No, Annia; tenemos que partir.

—¡Y sin perder tiempo! —añadió Blunt con viveza—. ¡No somos miedosos, qué diantre!

—¡Gracias, valerosos amigos! —exclamó Annia con voz conmovida y estrechando las manos de sus compañeros.

—Almorcemos, y después Blunt y yo iremos a buscar a mi amigo el coronel, para que él decida al conductor de la diligencia a llevarnos hasta el Gran Cañón.

—¿Quién es ese coronel? —preguntó Annia.

—El señor Pelton.

—¿Aquel cuya esposa fue durante tanto tiempo prisionera de los apaches? —dijo Annia.

—¿Le conoce usted?

—He oído hablar mucho de él, y conozco su dolorosa historia.

—Pues yo no —dijo Blunt.

—¡Se la contaré en el camino, eterno curioso! —dijo Harris riendo.

CAPÍTULO XIV. EL CORONEL PELTON

Terminado el almuerzo, Harris y el escritor salieron de la posada, resueltos a formar una pequeña tropa que los escoltase hasta el Gran Cañón en el caso de que no pudieran conseguir que los llevase una diligencia.

—¿Dónde vive ese coronel? —preguntó el escritor.

—En un pequeño edificio que se levanta junto a la estación —repuso Harris—. Se ha retirado hace ya muchos años, y sólo cuida de su desventurada esposa.

—¿Y por qué es desventurada? —preguntó Blunt.

—Es ciega. Los apaches le quemaron los ojos. Me parece imposible que no haya usted oído hablar del señor Pelton, uno de los más terribles adversarios que han tenido los indios.

—No conozco esa historia.

—Verdad es que se remonta a 1844 —dijo Harris—. En aquel tiempo el señor Pelton era un simple voluntario del ejército de la Unión, y hasta más tarde, después de la guerra con Méjico, no fue ascendido a coronel por las grandes pruebas de valor que dio en los campos de batalla. Estaba enamorado de una linda mejicana, la señora Albequin, dueña de una hacienda situada junto al fuerte Macrae, a poca distancia de la frontera, y hacía dos años que la había hecho su esposa. Pocos meses después la feliz pareja decidió ir a las fuentes calientes, que apenas distaban seis millas del fuerte, para escoger terrenos que se proponían adquirir. Iban acompañados por la madre de la esposa y una sección de veinte soldados. La expedición se realizó sin ningún mal encuentro, por lo cual, completamente tranquilos, aprovecharon la proximidad de las fuentes termales para tomar un baño. De pronto, silbó una flecha muy cerca de sus oídos, seguida inmediatamente por otras muchas, y después una horda de apaches apareció entre las rocas, precipitándose furiosamente sobre los que se bañaban. Varios soldados cayeron heridos; otros, espantados, se dieron a precipitada fuga, porque no habían tenido tiempo de utilizar sus armas. La señora Albequin y su madre también habían sido heridas, y sólo el coronel había escapado milagrosamente ileso de aquella lluvia de dardos. Como era tan valeroso, atravesó rápidamente el remanso donde se bañaba y pudo apoderarse de su fusil. Durante algunos minutos aquel valiente contuvo a los indios disparando sin tregua y matando a algunos, entre ellos al jefe de la horda; luego, herido varias veces a machetazos, tuvo que retroceder, viéndose obligado a lanzarse de nuevo al agua para escapar de una muerte cierta. Los apaches, temiendo que acudieran otros soldados, se retiraron en seguida, por lo cual el coronel, poco tiempo después, pudo dejar las rocas de la opuesta orilla, donde se había refugiado, y volver al sitio de la lucha. Su esposa, a la que había visto caer atravesada por varias flechas, había desaparecido; su madre y los soldados que habían quedado en el campo de batalla habían sido rematados a machetazos y después despojados de su cabellera.

—¡Miserables! —exclamó Blunt—. ¡Esos apaches son, por lo visto, peores que tigres!

—¡Son los más crueles de toda fa América septentrional! —repuso Harris—. Ya se lo dije a usted.

—¡Continúe usted, señor Harris!

—Aunque gravemente herido, al cabo de dos horas de fatigas sin cuento, Pelton logró llegar al fuerte de Macrae. Allí, a fuerza de cuidados incesantes por parte de los médicos militares, pudieron cicatrizarse sus heridas en plazo relativamente breve; pero su vida era infelicísima, sin amor y sin esperanza, y siempre perseguido por el horrible recuerdo de su joven y bellísima esposa, yacente a sus pies, y atravesada por las flechas de los indios. Desde aquel día se hizo cada vez más firme en el ánimo del coronel el sentimiento de venganza; tanto, que llegó a no tener otro pensamiento y a creer que tenía una misión sagrada recibida del cielo para librar a la tierra de aquellas fieras sanguinarias. Desde aquel momento se dedicó al exterminio de los pieles rojas. Como era rico, se proveyó de las armas más perfeccionadas y más mortíferas, formó una tropa de hombres audaces como él y comenzó una terrible guerra, poniéndose a la cabeza de todos en cuantas expediciones se dirigieron contra los matadores de su mujer.

—Me ha dicho usted, sin embargo, que todavía vive —dijo Blunt.

—¡Tenga usted paciencia, amigo! Ahora viene la parte más interesante de esta historia —repuso Harris—. En cuanto Pelton sabía que cualquier tribu estaba en guerra con los apaches, que son siempre feroces hasta con los de su raza, acudía con sus hombres a tomar el mando de los enemigos de aquéllos. Como la vida no tenía ya ningún atractivo para aquel valiente, la exponía de un modo temerario, y, sin embargo, siempre volvía incólume de aquellas expediciones. Un día, al cabo de diez años, transcurridos siempre combatiendo, como hubiese podido reunir hasta medio centenar de esos terribles aventureros que sólo se encuentran en las fronteras americanas, se decidió a atacar a sus enemigos en sus propios campamentos. Los apaches no habían creído hasta entonces que hubiera un hombre tan temerario que se atreviese a penetrar en sus desiertos y en sus casi inaccesibles montañas sin ir acompañado de una formidable escolta; y por eso cuando el coronel cayó de improviso sobre su campamento, los salvajes huyeron casi sin oponer resistencia, abandonando sus mujeres y sus hijos a las iras del vencedor. El degüello había comenzado cuando el coronel vio salir de una wigwam a una mujer blanca, que gritaba: «¡Hombres de mi raza, respetad a las mujeres y a los niños!». Apenas acabó de pronunciar aquellas palabras, cuando cayó desvanecida a los pies de Pelton. Cuando se logró que volviera en sí pudo advertirse que aquella infeliz estaba ciega.

—¡Su esposa! —exclamó Blunt.

—¡Espere usted un poco, curioso impenitente! El coronel le preguntó cómo se hallaba entre aquellas fieras humanas y si tenía parientes. «Hace diez años que me encuentro aquí —repuso la mujer—. Ruego a usted que tenga la caridad de llevarme consigo y conducirme junto a mi esposo, si es que vive todavía». «¿Quién es su esposo?». «El comandante del fuerte de Macrae». Lo que sucedió pueden ustedes imaginárselo. La pobre mujer, a quien los apaches habían cegado para impedir que huyera, fue llevada a caballo y la banda se alejó de aquel maldito país, renunciando a continuar la expedición. Hoy el coronel está convertido en un pacífico ganadero, y sólo se ocupa en la felicidad de su desgraciada, consorte.

—¡Qué lástima no haber nacido veinte años antes para haber formado parte de su banda! —dijo Blunt—. ¡Por mi parte no hubiera perdonado a ninguna de aquellas fieras!

—Aquí está la estación —dijo en aquel momento el ingeniero—, y un poco más allá, la residencia del coronel. Espéreme usted aquí. Hay un bar, donde podrá usted aguardarme bebiendo un vaso de cerveza. Mi coloquio con el coronel no durará mucho, y confío en que con su apoyo tendremos esta tarde una diligencia a nuestra disposición.

—Le espero a usted en el bar, señor Harris —repuso el escritor.

Apenas se había separado éste de su compañero, dirigiéndose hacia el cafetín, cuando se encontró de improviso frente a dos hombres que vestían el pintoresco traje de los vaqueros mejicanos, y que parecían ebrios.

Uno de los dos, fuera que hubiese perdido realmente el equilibrio en aquel momento, o que tratara de cometer alguna fechoría, tropezó tan rudamente con el joven, que le obligó a dar contra las paredes de la estación.

¡Woa wangh! —gritó el vaquero, recobrando inmediatamente el equilibrio—. ¡He bebido mucho esta mañana!

—¡A mí, villano! —exclamó Blunt, metiéndose la mano en el bolsillo—. ¡Eres un bandido!

—¡Cuernos de Satanás! ¡Llamarme a mí bandido! —gruñó el vaquero en tono amenazador—. ¡Cierra el pico, mozo desgarbado!

—¡Derríbale de un porrazo. Montero! —dijo su compañero.

Blunt había oído hablar en otras ocasiones de la brutal acometida de aquellos pastores; pero no era hombre capaz de intimidarse ni de soportar tranquilamente una insolencia.

Con sus largas piernas propinó a los dos hombres dos poderosos puntapiés, y luego, sacando rápidamente el revólver, puso el cañón en la frente al más próximo, diciéndole:

—¡Si te mueves, voy a alojar un buen pedazo de plomo en tu cerebro de bisonte!

Los dos vaqueros hicieron ademán de sacar los machetes que llevaban al cinto; pero viendo que Blunt estaba resuelto a hacer fuego, se alejaron, lanzando maldiciones.

Iban a doblar el ángulo de la estación cuando el escritor, con profunda sorpresa, oyó a uno de ellos en voz bastante alta:

—¡Ya le encontraremos en el Gran Cañón, y él y el ingeniero tendrán que hacer con nosotros!

—¿Quiénes son esos dos canallas y cómo saben que acompaño al señor Harris? —se preguntó el bravo joven, muy preocupado por lo que acababa de oír—. ¿Tendrá el ingeniero aquí enemigos? Esto es un misterio que querría poner en claro antes de salir de esta población.

Entró en el bar muy pensativo, se sentó en un rincón e hizo que le sirvieran cerveza.

Tan preocupado estaba, que no advirtió que dos negros que estaban apurando una botella en una mesa próxima se levantaron precipitadamente en cuanto él penetró, tiraron sobre la mesa un dólar y salieron del establecimiento.

Encendió Blunt un cigarro y quedó sumergido en sus cavilaciones, interrogando a su memoria una y otra vez, con la esperanza de recordar dónde había podido encontrarse con aquellos dos vaqueros misteriosos.

Hacia cerca de una hora que se hallaba allí, cuando vio, por último, entrar al ingeniero en compañía de un viejo de alta estatura, de aspecto militar y con larga barba blanca, que apenas cubría una extensa cicatriz que le cruzaba el rostro.

—El coronel Pelton —dijo Harris, presentando a su acompañante—. Tenemos buenas esperanzas de poder partir esta noche.

—Señor Harris —dijo el escritor, después de haber estrechado la mano del viejo—, permítame usted ante todo que le dirija una pregunta.

—Hable usted, amigo.

—¿Conoce usted a alguien entre los vaqueros?

—Me parece que 110. ¿Por qué lo pregunta usted?

—Porque hay aquí algunas personas que saben que vamos al Gran Cañón.

—¡Imposible! —exclamó el ingeniero—. Hasta ahora no hemos hablado con nadie de nuestro proyecto.

El escritor le contó en pocas palabras lo que le había sucedido una hora antes, sin omitir las palabras que había oído.

—¡Vaqueros! —exclamó Harris, pasándose la mano por la frente—. ¡En mi vida he tenido relación alguna con semejantes personas!

—Señor Harris, ¿no tendrá en esto nada que ver el Rey de los Cangrejos?

El ingeniero dio un salto.

—¡Todavía ese bandido!

—¿Pues no ha tratado de asaltar el tren?

—¿Y cómo ha podido alcanzarnos? Siempre hemos caminado por ferrocarril, y los salteadores que nos acometieron sólo disponían de caballos.

El escritor permaneció silencioso durante algunos minutos.

—¡Vientre de foca! —exclamó luego—. ¡Eran ellos! ¡Estoy seguro!

—Explíquese usted, Blunt.

—¿Se acuerda usted de aquel tren especial?

—¿El que nos alcanzó durante la emigración de los bisontes y pasó antes de nosotros en Kramer, según me parece recordar? ¿Irían en él esos miserables? ¡Será preciso que mate a ese maldito negro! Coronel, ¿se ha detenido aquí un tren especial?

—He oído hablar de ello —repuso el señor Pelton—. Llegó ayer mañana, si no me engaño, y no ha vuelto a salir.

—¿Quién lo ocupaba?

—Lo ignoro; pero me será fácil saberlo. El jefe de la estación es amigo mío, y no tendrá inconveniente en decírmelo. Espérenme ustedes aquí, señores; dentro de pocos minutos estaré de vuelta, e iremos en busca de Koltar.

—¿Quién es ese señor?

—El más valeroso conductor de diligencias, el único capaz de llevar a ustedes al Gran Cañón. Creo que, pagándole bien, no se negará a conducirlos.

Vació el coronel un vaso de cerveza y salió, apoyándose en su bastón.

—Señor Harris —dijo Blunt, cuando quedaron solos—, ¿no habremos cometido una imprudencia dejando sola a miss Annia en la posada?

—Esos bandidos no se atreverán a nada en pleno día y en una población custodiada militarmente. La ley de Lynch infunde miedo a todos, porque saben que aquí no se andan en bromas.

—Sin embargo, no estoy tranquilo, y quisiera irme para velar por la joven.

—¡Gracias, amigo! Esperemos antes al coronel.

Un cuarto de hora después volvía el señor Pelton. Por las profundas arrugas que surcaban su frente conoció el ingeniero que no debía de tener buenas noticias que comunicarles.

—El tren especial ha terminado su viaje aquí, y había sido pedido telegráficamente al depósito de Needles por la cantidad de mil quinientos dólares.

—¿Quién lo pidió? —preguntaron a un tiempo Blunt y Harris.

—Quince viajeros que se reunieron en Yucca.

—¿Había negros entre ellos? —preguntó el ingeniero.

—El jefe de estación me ha dicho que vio apearse tres o cuatro.

—¡Son ellos! —exclamó el escritor.

—¿Se han detenido aquí? —interrogó Harris.

—Me parece que no. Llevaban sus caballos en el tren, y en cuanto llegaron se alejaron rápidamente. Se cree que han partido hacia el norte.

—Sin embargo, los dos que han tratado de atacarme deben de formar parte de esa banda —dijo Blunt.

—Puede suceder que hayan dejado aquí algunos paila vigilar nuestra llegada —repuso Harris.

—Os dejo, señores. Voy a velar por miss Annia.

—Pues si le salen al encuentro esos dos negros, no vacile usted un momento en recibirlos a tiros, mi querido Blunt.

—Les saltaré la tapa de los sesos, señor Harris.

—Y nosotros vamos ahora mismo a arreglar el asunto de la diligencia —dijo el coronel—. Koltar vive cerca de aquí, y le encontraremos en casa.

Mientras el escritor se dirigía hacia la posada, el ingeniero y el anciano coronel se marcharon por una calle lateral, abriéndose paso trabajosamente por entre un grupo de caballos que parecían llegados hacía poco de la pradera, y que muchos cowboys se esforzaban en mantener alineados, gritando, maldiciendo y apaleándolos sin compasión.

Después de haber recorrido unos cincuenta pasos, el coronel hizo entrar a su joven amigo en un soportal, donde varios hombres estaban herrando a varios espléndidos caballos de pradera, de hermosa lámina.

Bajo la marquesina, un hombre de talla gigantesca, tez morena, barba negrísima y ojos relampagueantes, que llevaba a la cabeza una especie de birrete de piel de castor, cuyos largos pelos le caían sobre la espalda, estaba devorando un enorme trozo de carne casi cruda, con una salsa que exhalaba extraño perfume.

Viendo aparecer al coronel, dejó la carne sobre una silla que le servía de mesa y se levantó, saludándole.

—¿Qué viento le trae a usted, señor Pelton? —preguntó.

—Un viento peligroso, amigo Koltar —repuso el coronel.

El gigante le miró en silencio, aguardando a que se explicase.

—Hay personas que tienen necesidad de usted, y que pagarán espléndidamente. Usted no tiene miedo a los indios; ¿no es verdad, Koltar?

—¡Rayo de Dios! ¡No lo he tenido nunca! —repuso el gigante—. Somos antiguos amigos, o, mejor dicho, antiguos enemigos, y saben perfectamente lo que pesan mis puños.

—¿Querría usted conducir a esas personas hasta el Gran Cañón?

Al oír el conductor aquellas palabras arrugó la frente e hizo una mueca.

—Me propone usted una empresa muy difícil, señor Pelton. Ya sabe usted que los navajoes recorren la pradera, y no me dejarán tranquilo.

—Le ofrezco a usted doscientos dólares y, además, me obligo a pagarle los caballos en el caso de que los indios se los maten —dijo Harris.

—Se trata de exponer mi cabellera, señor, y los pieles rojas se alegrarían mucho de arrancármela. ¿Cuántos son ustedes?

—Dos, con una joven; pero llevamos una escolta de seis soldados, que el señor Pelton se encarga de proporcionarnos.

—¡Animo, querido Koltar! —dijo el coronel—. De noche duermen los indios, y se puede hacer una buena caminata de aquí a mañana por la mañana.

—¿Y después?

—Esconderá usted la diligencia en algún bosque y esperará la puesta del sol para continuar la marcha. Este es el momento de demostrar que no tiene usted miedo, aun cuando todos sabemos las proezas que ha realizado cuando guiaba la diligencia de Texas.

—El riesgo es grande, señor Pelton —dijo el gigante.

—Piénselo usted bien.

—¡Sea! —dijo de pronto el coloso—. Nueve hombres bien armados pueden hacer mucho. Engancharé mis mejores seis caballos y los haré correr como rayos.

—¿Cuándo partiremos? —preguntó Harris.

—Esta noche, a las ocho, todo estará dispuesto.

Harris desembolsó la mitad de la suma convenida y se marchó contentísimo, acompañado por el coronel.

Apenas se habían alejado un centenar de paso cuando dos hombres que estaban escondidos en el portal de una casa vecina entraron en el patio del conductor de diligencias. Eran los dos vaqueros que habían tratado de atacar al escritor.

Debían de conocer al conductor, porque sin preguntar a nadie se dirigieron hacia la marquesina bajo la cual el gigante terminaba su almuerzo, regándolo copiosamente con enormes vasos de cerveza.

—Ha venido aquí hace poco —dijo uno de los dos, sin preámbulo— el ingeniero Harris. ¿Quiere usted decirme adónde tiene intención de ir?

El gigante levantó la cabeza y miró con poca benevolencia a los dos individuos.

—No conozco a ese señor —repuso secamente.

—Era el que iba acompañado por el viejo.

—¡Ah! ¿Y qué?

—Deseamos saber si se dirige al Gran Cañón —continuó el vaquero con voz que sonaba a amenaza.

—Ha alquilado una de mis diligencias; pero no sé adónde irá —repuso el coloso—. Me paga, y le llevo.

—¿Y cuánto le paga?

—¡Eh, señores míos; me parece que son ustedes demasiado curiosos!

—Estamos dispuestos a ofrecerle el doble si no los lleva usted, o…

—¿O qué?

—O a volcar la diligencia en la pradera y a inutilizarla —dijo el vaquero.

Koltar se levantó con los ojos relampagueantes y mostrando sus puños enormes, que parecían machos de fragua.

—¿Por quién me tomas, canalla? —gritó, derribando la silla que le servía de mesa y preparándose a apabullar a los dos imprudentes con dos terribles puñetazos—. ¡Vete de aquí, granuja, o te mato! ¡Koltar es un hombre leal! ¡Fuera de aquí sí no quieres que te haga pedazos!

Los dos vaqueros, espantados por el aspecto terrible del coloso, volvieron bruscamente la espalda y huyeron rápidamente.

Uno de ellos, sin embargo, antes de salir del patio, gritó con gesto amenazador:

—¡En la pradera te esperamos!

CAPÍTULO XV. A TRAVÉS DE LA PRADERA

Hacía una hora que el sol se había puesto, cuando Harris, Annia. Blunt y el coronel, acompañados por seis voluntarios de la frontera, armados con carabinas y revólveres, entraban en el patio del conductor de diligencias.

En el centro de aquel patio, algunos mozos enganchaban seis vigorosos caballos a un enorme coche, una de las famosas diligencias que hacían el servicio de transporte entre los Estados del Este y los del Oeste antes de la construcción de la gran línea ferroviaria.

Era un stage, una reliquia, de la famosa Compañía Wells y Fargo, que hasta 1867 había prestado grandes servicios llevando viajeros de las orillas del Atlántico a las del Pacífico, a pesar de la incesante hostilidad de los indios; un carruaje, en suma, estilo Luis XIV, pintado de color rojo vivo, y suspendido por correas tendidas en el sentido de su longitud.

Lo mismo que los que habían hecho el servicio de los territorios del centro, tenía nueve asientos en el interior, tres delante, tres en medio y tres detrás, todos incómodos, especialmente los segundos, porque en ellos sólo se sostenían las personas por una simple tira transversal colocada a la altura de la espalda.

Tenía, además, otro sitio en la parte de atrás, capaz de contener otras dos personas, y la imperial, o sea la cubierta superior, para la escolta armada.

El conductor estaba ya en su puesto, con dos revólveres al cinto y una gruesa carabina en bandolera, y había hecho encender los dos faroles laterales.

—¡Dense prisa, señores! —dijo al ver al ingeniero y a sus acompañantes—. ¡Arriba los soldados, conmigo los otros, y dentro la señora! Se hace fuego mejor desde fuera que desde dentro.

—¿Son buenos los caballos, Koltar? —preguntó el coronel.

—Los mejores que tengo, y los he reconocido uno por uno. No sucederá nada si los indios nos dejan en paz, en lo cual, a decir verdad, no confío.

—La escolta está formada por hombres vigorosos.

—Ya lo veo —repuso el gigante—. ¿Llevan municiones en abundancia?

—Doscientos cartuchos cada uno.

—Entonces ya se puede resistir algún tiempo.

—Le recomiendo a usted los viajeros; son amigos míos.

—Haré lo posible por llevarlos incólumes al Gran Cañón, señor Pelton.

El coronel se aproximó a Harris, que en aquel momento había cerrado la portezuela de la diligencia, después de recomendar a Annia que tuviese preparadas sus armas, y le dijo:

—¡Buen viaje, amigo! Espero que llegará usted al Gran Cañón, porque he sabido hace un momento que Buffalo Bill bate la pradera con un destacamento de cowboys para proteger a los conductores de ganado. Ya sabe usted cuánto vale ese hombre.

—¡Cómo! ¿Bill aquí? Hace dos días que le hemos visto cerca de Kingman.

—¿Qué son las distancias para ese diablo de hombre, que es capaz de estar galopando quince horas en un día sin detenerse? Probablemente, le encontrará usted, y les prestará muy buena ayuda si le dice usted que es amigo mío.

—¡Gracias, coronel! —repuso Harris—. Espero que pronto volveremos a vernos.

El ¡go-ahead! del conductor interrumpió su conversación. Harris subió rápidamente al lado del gigante, donde ya el escritor había ocupado su puesto al otro lado.

—¿Estáis todos listos? —preguntó Koltar, cogiendo las bridas y una fusta larguísima.

—Sí —contestaron todos.

—¿Están bien atados los equipajes?

—No se moverán —dijeron los soldados de la escolta.

—¡Adelante!

Los mozos soltaron a los seis caballos, que piafaban de impaciencia por devorar el espacio.

La pesada y monumental diligencia salió del patio haciendo un ruido horrible, atravesó a carrera desenfrenada el pueblo y la línea ferroviaria y se lanzó por la tenebrosa llanura, dirigiéndose hacia el septentrión.

El conductor, dotado de vigor extraordinario, guiaba a maravilla, llevando sujetos a los seis caballos con su puño de hierro.

Apenas se perdió de vista la luz de la estación, soltó la fusta para estar más pronto a manejar las armas.

Aun cuando no había luna ni alumbraban las estrellas apagó de pronto los faroles, a fin de que los indios, que tal vez se encontraran en las praderas inmediatas al pueblo, no pudieran ver la diligencia y dar la voz de alarma.

Parecía que aquel hombre tenía ojos de gato, porque se mantenía en una línea absolutamente recta.

Dejó el camino trazado por las diligencias (por cierto bastante malo a causa de los profundos carriles), que era poco seguro en aquellos momentos, y lanzó a los caballos a través de las altas hierbas, animándolos con un silbido.

Un silencio profundo reinaba en la llanura. Las hierbas amortiguaban el ruido de las ruedas y el desenfrenado galope de los caballos.

Ninguna luz se veía en cualquier dirección que se mirase, signo evidente de que los fugitivos del Gran Cañón no se hablan atrevido a acampar en aquellos contornos, para no ser sorprendidos por los navajoes.

Harris y Blunt, envueltos ambos en una capa mejicana para resguardarse del frío que durante la noche se hace sentir hasta en aquellas regiones, muy cálidas durante el día, y con la carabina entre las rodillas, fumaban en silencio excelentes cigarros al lado del gigantesco mayoral.

De vez en cuando se levantaban para lanzar a lo lejos una mirada, creyendo ver sombras que atravesaban la llanura con fantástica rapidez.

La escolta, instalada entre los equipajes, que estaban dispuestos alrededor de la imperial, a fin de que sirvieran de baluarte, dormía bajo sus mantas de lana, teniendo al lado sus fusiles.

Eran seis jóvenes bien plantados que ya habían dado pruebas de su valor en la frontera mejicana.

Cien dólares que les había prometido Harris los habían decidido en el acto a escoltar la diligencia, con el consentimiento de su comandante. No era una paga despreciable para los que no ganaban más que diez al mes, arrostrando continuos peligros y fatigas.

Ya la diligencia, que avanzaba con velocidad vertiginosa, había recorrido una docena de millas cuando a lo lejos se oyó un grito, que lazo estremecerse al mayoral y le arrancó una imprecación.

—¿Es una coyota? —preguntó Harris.

—Sí; un lobo de la pradera, para los que no tengan los oídos tan acostumbrados como yo —dijo el gigante.

—¿Pues qué quiere usted que sea? También conozco yo a esos animales.

—¡Hum! —dijo el mayoral, cortando con los dientes un pedazo de cigarro y ocultándolo bajo la lengua.

—¿Sospecha usted algo?

—¡Les digo a ustedes que eso es una señal!

—¿De los navajoes?

—¡Sí, de esos malditos gusanos!

—¿Cree usted que nos han descubierto?

—Comienzo a sospecharlo.

De un furioso tirón paró en seco a los seis caballos y luego dijo:

—¡Silencio ahora, señores!

Subió sobre la caja del coche, escrutó atentamente el horizonte, y se puso a escuchar.

—¡Hum! —gruñó el gigante, moviendo la cabeza—. ¿Plan notado ustedes, señores, que el segundo grito ha partido de nuestra izquierda, mientras el primero partió de la derecha?

—Las coyotas acostumbran llamarse para formar grupos numerosos y ponerse a la caza —repuso Harris.

—Lo sé; y, sin embargo, les digo a ustedes que son señales. ¡Adelante, corderitos; trotad de firme, o voy a daros cada latigazo que os arrancaré la piel!

Aflojó las bridas, lanzó un silbido, y la diligencia emprendió de nuevo su fantástica carrera, saltando sobre las desigualdades del terreno y los surcos abiertos por los pesados furgones de los pastores.

—¿Qué hay, mayoral? —dijo uno de la escolta—. ¿Tenemos novedad?

—Llevad preparadas las armas y los cartuchos —repuso Koltar.

—Pero ¿ves también de noche?

—Es posible.

—Harris —dijo en aquel momento Annia, que estaba instalada inmediatamente detrás del pescante—, ¿qué hay de nuevo, amigo mío?

—Por ahora, nada —repuso el ingeniero—. Parece, sin embargo, que los indios no están lejos. No tendrá usted miedo, ¿no es verdad?

—Estoy dispuesta a comenzar el fuego —repuso la joven con voz tranquila—. No tema usted por mí, amigo mío.

—Con nueve carabinas haremos prodigios —dijo Blunt—. Ametrallaremos espléndidamente a esos pillos; ya lo verá usted, Annia.

La diligencia avanzaba rápidamente. Los seis caballos, que parecían tener fuego en las venas y que debían de ser corredores incansables, no contenían su marcha, a pesar de haber recorrido ya una quincena de millas de un solo empuje.

Koltar trataba de refrenar su impulso, por temor a que se encontraran cansados en el momento de peligro.

—¡Despacio, corderitos! —repetía, dando fuertes tirones a las bridas—. ¡No es preciso cansarse de una vez!

A cosa de las once, como no se viera ningún jinete ni se hubiera oído más el aullido de las coyotas, el gigante detuvo la diligencia para que los animales reposaran un poco.

A lo lejos se divisaba vagamente una masa oscura que cubría una vasta extensión de la pradera.

—¿Qué es aquello? —preguntó Harris.

—Un bosque —repuso Koltar.

—¿Vamos a atravesarlo?

—No, señor; pasaremos a su lado, y aun a bastante distancia. Si hay indios por estos contornos, de seguro que es allí donde están emboscados. Precisamente por eso dejo reposar a mis caballos, aun cuando sean tan vigorosos que puedan recorrer treinta millas sin detenerse.

—Se ve que los ha escogido usted con cuidado.

—¡No los hay iguales en toda la pradera! Comprenderán ustedes que es necesario llevar trotadores incansables para no dejarse la cabellera en manos de los pieles rojas. Más de una vez he debido la vida a las fuertes patas de mis caballos.

—¿Y si…?

—¡Silencio, señores! —dijo vivamente Koltar, poniéndose en pie y frunciendo el ceño.

A su derecha había oído un rumor que parecía producido por el lejano galope de un caballo; después, un aullido como el de una coyota.

—¡Otra vez! —exclamó el gigante—. ¡Ya hemos sido descubiertos, y apostaría mi pipa contra veinte dólares a que nos esperan a la orilla del bosque para acometernos!

—Pues nosotros estamos dispuestos a recibirlos —dijo Blunt.

¡Go-ahead! —gritó Koltar.

Arrancaron los caballos a carrera moderada, contenidos por el conductor, y se dirigieron hacia levante para mantenerse separados de la floresta.

Pasaron diez minutos, al cabo de los cuales se oyó gritar a uno de los soldados:

»¡Mayoral, ten cuidado, que nos siguen!

—¿Quién? —preguntó vivamente el coloso.

—Supongo que los navajoes.

Koltar se puso en pie sobre el pescante, volviendo la cabeza atrás; y como era más alto que la plataforma, vio detrás de la diligencia algunas sombras que seguían a los caballos a distancia de ciento a ciento cincuenta metros.

—¡Ellos son! —dijo.

—¿Los indios? —preguntó Harris.

—Sí, señor; y galopan sobre nuestras huellas.

—¿Cuántos vienen?

—Me parece que, por ahora, no son más que cuatro.

—Tal vez sea la vanguardia de alguna partida importante. El grueso de ella lo tendremos en frente dentro de poco.

—¿Comenzamos a hacer fuego? —preguntó Blunt.

—No; por el momento no hay que disparar. Hasta que nos ataquen, dejémoslos galopar a su gusto. Más tarde tendremos tiempo de hacerlo.

Recogió enérgicamente las bridas, empuñó el largo látigo y comenzó a hacerle silbar sobre la fuerte grupa de sus caballos, gritando:

—¡Adelante, mis trotones! ¡Hagamos correr a esos granujas de pieles rojas!

La diligencia corría, devorando el espacio con rapidez fantástica. Los soldados, parapetándose detrás de las maletas para no ofrecer mucho blanco a los tiros de los indios, prepararon sus carabinas.

Annia también había montado la suya, colocándose en la portezuela de la derecha y poniendo revólveres junto a la portezuela de la izquierda.

—¡Si volcamos, nos matan a todos! —dijo Blunt. aferrándose desesperadamente al asiento para resistir las sacudidas del coche—. ¡Abra usted los ojos, mayoral!

—¡No tenga usted miedo; tengo bien sujetos a mis caballos! —repuso el gigante, lanzando una rápida mirada por encima de la imperial.

Los cuatro indios que seguían a la diligencia quedaron rezagados al primer empuje; luego, sus caballos, que también debían de ser bonísimos, fueron recobrando poco a poco el terreno perdido.

Se oían de vez en cuando sus roncos gritos. Excitaban a sus cabalgaduras con la voz, porque aquellos intrépidos corredores no tenían fusta ni gastaban espuelas.

—¿Qué esperan para atacarnos? —preguntó Blunt, montando su carabina.

—Sin duda, esperan a reunirse mayor número —repuso Harris.

—¡Atención, señores! —dijo en aquel momento el mayoral—. ¡Estamos junto al bosque, y en él se hallan los que nos esperan!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando se oyeron cuatro disparos, y algunas balas silbaron sobre la imperial.

Eran los cuatro indios, que habían hecho fuego.

Casi en el mismo instante un numeroso grupo de jinetes salió del bosque, dando gritos terribles y abriendo nutrido fuego.

—¡Ya están aquí! —gritó Koltar, fustigando desesperadamente a los caballos—. ¡No economicen ustedes cartuchos!

Los soldados de la escolta respondieron con una descarga, que derribó algunos caballos.

Harris, Blunt y hasta Annia hicieron fuego a su vez; poro aquella nutrida descarga no fue bastante para contener a los rojos guerreros de la pradera.

Por fortuna, habían acometido demasiado tarde para atacar por el flanco a la diligencia, la cual, arrastrada en furiosa carrera y hábilmente guiada, pudo impedir que se le acercasen.

—¡Qué no cese el fuego! —gritó Koltar—. ¡No os preocupéis de mis caballos!

Los indios se lanzaron detrás de la diligencia formando dos filas.

Eran lo menos cincuenta; pero no todos debían de poseer armas de fuego.

Algunas flechas llegaban al mismo tiempo que los proyectiles y se clavaban profundamente en las grandes valijas, detrás de las cuales los soldados continuaban haciendo fuego.

La mayor parte de las balas se perdían, ya por el desenfrenado galope de los caballos indios, que imprimía a los jinetes bruscos movimientos, impidiéndoles hacer puntería, ya por las incesantes sacudidas que sufría la diligencia, porque la llanura no era completamente plana, aunque en realidad no fuera un rolling-prairie, o sea una pradera ondulada.

Sin embargo, de vez en cuando caía algún caballo, rodando al suelo su jinete, que era atropellado por los demás, y algunas balas atravesaban la diligencia, con gran riesgo de herir a Annia, la cual no cesaba de disparar por la ventanilla.

Algún soldado había sido herido; pero los disparos se sucedían sin interrupción, mientras el conductor animaba incesantemente a los seis caballos, que corrían furiosamente, espantados por los gritos de los indios y por el ruido de las descargas.

Blunt y Harris cooperaban eficazmente a la defensa y dirigían con preferencia sus tiros sobre los pieles rojas que trataban de aproximarse a las ventanillas laterales para disparar dentro, creyendo tal vez que iban allí muchos viajeros.

De pie, sobre el pescante, junto al gigante mayoral, mantenían los dos amigos un nutrido fuego con las carabinas y los revólveres.

—¡Atención, Blunt! —gritaba el ingeniero—. ¡Cuide usted de que nadie se acerque a la portezuela de la derecha!

—¡No tenga usted cuidado, Harris! —respondió el bravo joven, que se exponía a los tiros con admirable intrepidez.

—¡Otro que he derribado del caballo!

—¡No economice los cartuchos, amigo!

—¡Más bien los despilfarro!

—¡Annia!

—¡Fuego, ingeniero! —respondía la joven—. ¡No tengo miedo!

—¡No se exponga usted!

—¡No; estoy detrás de los asientos!

Luego, la voz tonante de Koltar dominó los disparos y los gritos.

—¡Matad a esos granujas! ¡Adelante, trotones míos! ¡Volad, corderos, u os arranco la piel!

Aquella furiosa carrera duraba ya diez minutos entre un estrépito ensordecedor, cuando Koltar lanzó un juramento.

—¿Qué pasa, mayoral? —preguntó Harris, que estaba cargando sus revólveres—. ¿Ceden los caballos?

—¡Veo otras sombras galopar por la llanura!

—¿Por dónde?

—¡Por nuestra derecha!

—¿Otros indios?

—¿Quién quiere usted que sean?

—¡Entonces, estamos perdidos! —dijo Harris con voz angustiada—. ¡Oh, mi pobre Annia!

—¡Disparad hacia allá, señores! —dijo Koltar.

Levantó Harris la carabina, y viendo vagamente un grupo de jinetes que salían no se sabe de dónde y que parecían prepararse a cortar el camino a la diligencia, se disponía a hacer fuego cuando una voz vibrante gritó en las tinieblas:

—¡Valor, señores; venimos en vuestro auxilio!

Koltar lanzó un grito de alegría:

—¡Buffalo Bill! ¡Van a divertirse los indios!

Al mismo tiempo, ocho o diez relámpagos brillaron a doscientos pasos de la diligencia, y se oyó a la misma voz gritar:

—¡Carguemos a fondo, muchachos!

Los indios, que ya habían sufrido pérdidas de consideración, al ver llegar aquel grupo de jinetes, y cogidos de flanco por aquella nutrida descarga de fusilería, vacilaron un momento y después volvieron grupas, dispersándose por la llanura.

—¿Es usted, Bill? —gritó el mayoral, viendo a uno de aquellos jinetes aproximarse a la diligencia.

—¡Sí, Koltar! —repuso el corredor de la pradera—. Llevo conmigo una docena de cowboys que no tienen miedo a los navajoes. Sigue adelante, y te escoltaremos hasta el Gran Cañón, si es que vas allí.

—¡Gracias, amigo Bill!

—¿Llevas viajeros?

—Tres; entre ellos, una señora, que está en el interior de la diligencia.

—¡Muy bien; yo galoparé a la portezuela, mientras los cowboys nos cubren la retirada! Los indios nos siguen a distancia, y no nos dejarán tan pronto.

Koltar, que había refrenado la carrera de sus caballos, comenzó a fustigarlos, mientras los cowboys seguían a la diligencia en grupo cerrado.

—¡Eh, Koltar! —dijo en aquel momento uno de los soldados—. ¿Sabes que tenemos un muerto y, además, dos heridos?

—¿Graves?

—No.

—Curadlos como se pueda por ahora, y mañana veremos sus heridas. ¡Sus, corderitos míos! ¡Tenemos que llegar al bosque de Boccomattu, y aun estamos muy lejos!

A la madrugada, la diligencia, con los caballos completamente rendidos, se detuvo en el confín de un bosquecillo, sin haber sufrido ningún otro ataque por parte de los indios.

Antes que Harris y Blunt se hubieran apeado, Buffalo Bill, con un volteo capaz de dar envidia a un claim, saltó a tierra y abrió la portezuela de la derecha, diciendo a miss Annia, que se había asomado y que le miraba con viva curiosidad:

—¡Baje usted, miss; está usted bajo la protección de los corredores de la pradera!

CAPITULO XVI. BUFFALO BILL

Buffalo Bill, después popularísimo hasta en Europa, donde se hizo admirar con su troupe de indios y sus más intrépidos cowboys, era entonces el héroe de fas praderas americanas.

De fijo ningún nombre había ganado tanta fama como aquel intrépido aventurero, que encarnaba el antiguo tipo del verdadero corredor y cazador de praderas, y tal vez ninguno había llegado a realizar tan extraordinarias proezas.

Entonces era la gran preocupación de los indios de las regiones septentrionales y de las meridionales, y, seguramente, aquellos rojos guerreros no hubieran vacilado en perder todos sus caballos y sus armas con tal de apoderarse de la cabellera del héroe.

Aquel hombre extraordinario que, a su fuerza y audacia prodigiosas unía una belleza física de estatua griega, había comenzado su profesión en la florida juventud, ganando rápidamente su popularidad entre todos los cowboys del Centro y del Gran Oeste.

Tal vez sin él algunos centenares de víctimas se hubieran sumado a las muchísimas que perdieron las dos Compañías ferroviarias al construir la primera línea que unió el Atlántico con el Pacífico a través de todo el continente americano.

Uno de los más graves problemas que las Compañías no lograban resolver era el abastecimiento de los operarios de la vanguardia, los cuales todos los días se veían en peligro de morir de hambre.

Eran unos treinta mil hombres, que trabajaban de un modo atroz en lejanas regiones, continuamente expuestos a los incesantes ataques de los indios, los cuales, además, impedían a los furgones cargados de víveres llegar hasta los operarios.

Con mucha frecuencia no tenían más recurso que dedicarse a la caza de animales salvajes, muy abundantes en aquellas regiones, pero demasiado fogueados para dejarse cazar por cualquiera que no estuviese al tanto de las tretas y argucias de los cazadores de la pradera.

El temor de verse obligados a suspender los trabajos y tener que hacer retroceder a los operarios, que se agotaban rápidamente por falta de buenos y abundantes alimentos, comenzaba ya a preocupar seriamente a los jefes ingenieros cuando apareció Buffalo Bill.

Era entonces un jovencillo de unos dieciocho años, y, sin embargo, gozaba ya fama de ser el más intrépido cazador de las praderas.

Llamado por el director de las construcciones, le fueron expuestas al joven cazador las tristes condiciones en que se encontraban los operarios de la línea, que a veces durante semanas enteras no veían llegar las furgones destinados a proveerlos de vituallas, porque la vía era cortada con frecuencia por los indios.

—¡Vivirán de la caza! —respondió sencillamente Bill.

—Pongo a la disposición de usted cuantos hombres quiera —le dijo el director.

—¡No necesito a nadie! Para los bisontes basta una buena carabina y un caballo seguro.

Se creyó aquello una fanfarronada; pero el joven cazador demostró muy pronto a los pobres operarios que perecían de hambre cuán seguro estaba de cumplir lo que ofrecía y cuán formal había sido su respuesta.

En aquel tiempo los bisontes eran todavía abundantísimos en las praderas. Espantados por la gente y las locomotoras, se habían alejado algo de la línea en construcción; pero Bill sabía dónde encontrarlos.

El joven poseía un fusil desconocido aún de los cazadores de la frontera, un Springfield que le había costado un ojo de la cara, y con el cual sabía realizar verdaderos prodigios; tenía además un soberbio caballo blanco, al que había puesto el nombre de Brigluam; un animal inteligentísimo, que le había salvado algunas veces la vida, dejando siempre atrás a los caballos de la pradera.

Al día siguiente llegaban los primeros bisontes al campo, ya descuartizados. El famoso cazador, por sí solo, había matado once.

Su fama estaba asegurada, y fue creciendo en los siguientes días. Se calcula que en los dieciocho meses que permaneció al servicio de las Compañías ferroviarias llevó al campo cerca de cinco mil bisontes. La cifra podrá parecer fabulosa para quien no sepa que en aquella época aquellas colosales bestias emigraban a millares, yendo del sur al norte durante los grandes calores, y viceversa después de las primeras nevadas. Aun en 1870, según estadísticas minuciosas, los rebaños de bisontes eran tan numerosos, que llegaban a interrumpir el tráfico de las líneas ferroviarias; y añaden aquellas estadísticas que desde 1865 a 1880 fueron muertos cerca de once millones de tales animales, cuyos huesos se emplearon en fertilizar los terrenos.

Con tal abundancia de caza, nadie puede maravillarse de que Buffalo Bill lograra él solo, siendo como era un formidable tirador, proveer de carne a tantos millares de operarios.

Terminada la línea, Buffalo Bill se instaló en las fronteras, luchando continuamente con los indios, sus implacables enemigos, emulando los hechos de Kit Carson, de Unele Bick, de Wootan, de Zim Brigda y de otros famosos corredores de la pradera, y midiéndose cara a cara con Sioux, con Cheyennes, con Kiovas, con Comanches y con Pies Negros.

Algunos años después era jefe de los exploradores de Sberman, de Sherida, de Miles y de los más insignes generales que combatían en el Gran Oeste.

En 1876, Buffalo Bill, nombrado coronel, ocupó las montañas Negras, donde Sitting Bull, el famoso jefe de los Sioux, había proclamado la guerra y destruido por completo la columna del general Custer, llegando hasta comerse el corazón del jefe de aquellas fuerzas.

Estaba a las órdenes del general Mereyt, encargado de sorprender a los Cheyennes en el Gran Cuerno antes de que pudieran reunirse a Sitting Bull.

En aquella ocasión el famoso cazador conquistó la fama de ser en absoluto invencible.

Trataba de sorprender a los Cheyennes, cuando el 12 de junio se vio a su vez atacado por una bandada de muchos cientos de guerreros.

Buffalo Bill no tenía consigo más que unos cuantos hombres, y sin embargo, al ver avanzar a galope tendido a los rojos guerreros no vaciló en hacer fuego, matando a tres.

El general Mereyt, que no estaba muy lejos con sus tropas, acudió inmediatamente a su socorro, y salvó a los exploradores de una muerte cierta.

Los dos pequeños ejércitos se encontraban frente a frente y prontos a emprender la lucha, cuando Buffalo Bill vio salir de las filas de los Cheyennes a un indio armado de Winchester y cubierto de ricos ornamentos y de plumas, que le gritó:

—¡Te conozco! ¡Eres Pa-he-has-ka! (Cabellos Largos). ¡Eres un gran jefe, y has muerto a muchos infelices! ¡Yo soy también un gran jefe, y he muerto a muchos rostros pálidos! ¡Ven a medirte, si te atreves, con Yellow-Hand! (Mano Amarilla..)

—¡Estoy dispuesto! —repuso Buffalo Bill—. Que los guerreros rojos y los hombres blancos nos dejen el campo libre y no se muevan.

Dicho esto montaron a caballo y se lanzaron uno contra otro en desenfrenada carrera haciéndose fuego.

Mano Amarilla, herido en el pecho, cayó al suelo, y Buffalo Bill, lanzándose sobre él, le arrancó la cabellera, llevándose además la diadema de plumas de pavo que adornaba al jefe indio.

Desde aquel día los pieles rojas le tuvieron terror, considerándole como el guerrero más formidable de las praderas americanas.

Apenas Annia y sus compañeros se apearon de la diligencia, Buffalo Bill mandó a sus hombres que se colocaran alrededor del improvisado campamento, para impedir una sorpresa de los indios que pudieran llegar del lado del bosque; y luego, volviéndose hacia Koltar, que estaba quitando los frenos a los caballos, le dijo:

—Viejo amigo, ¿quieres dejarte la cabellera en manos de los navajoes? Sé que eres un valiente, y por eso mismo deberías tener más prudencia.

—La culpa es mía, coronel —dijo el ingeniero adelantándose—. Koltar ha accedido a venir en fuerza de mis ruegos.

Buffalo Bill le miró algo sorprendido, fijó luego la mirada en la joven, y lanzó un grito de sorpresa.

—¡Miss Annia Clayfert! —dijo aproximándose a ella sombrero en mano—. ¡La hija del rico minero! ¿Me engaño tal vez?

—No, coronel —contestó la Soberana del Campo de Oro—; no está usted equivocado.

—¿Qué hace usted aquí, miss, en medio de la pradera? Me habían dicho que estaba usted en San Francisco.

—Pero ¿no sabe Usted lo que le ha ocurrido a mi pobre padre?

—¿Alguna desgracia? Hace seis meses estuve almorzando con él en su mina del Gran Cañón.

—Pues hace dos meses que Will Rock le tiene prisionero.

Buffalo Bill lanzó un grito de cólera y de sorpresa.

—¿Prisionero de aquel bribón?

—Coronel —dijo Harris adelantándose—, ¿conoce usted a ese hombre?

—¡Es el peor bandido que hay en el Gran Cañón! —repuso el cazador de bisontes—. Le conozco personalmente, y un día faltó poco para que le matase con la culata de mi fusil.

—¿Quién es? —preguntó Annia.

—Una especie de gigante, brutal como un oso gris, canalla como un ladrón de caballos, y me alegraría mucho de colgarle cualquier día de la rama de un árbol bien alto. ¡Ah! ¿Es él quien ha hecho prisionero a su padre? ¿Pedirá una buena suma por dejarle libre?

—Una suma enorme —repuso Annia.

El rostro del coronel expresó viva indignación.

—¿Y se ha atrevido a tanto ese miserable después de haber recibido tantos beneficios de su padre de usted? Misa, usted me contará detalladamente todo eso, y le juro por mi honor que ese bandido acabará su miserable existencia colgado de un árbol. Koltar, acampemos aquí por esta noche; y si hay víveres, prepara algo de cena para estos señores y para mis hombres, que no han comido nada desde esta mañana. El servicio de la pradera es muy duro; no se sabe nunca cuándo se puede comer. Miss Annia, usted me contará todas esas cosas mientras cenamos.

—¿Y los indios? —preguntó el gigantesco mayoral.

—Por ahora no hay que preocuparse de ellos. Sabiendo que yo estoy con ustedes, no nos atacarán pronto. Ya me han reconocido, y no se atreverán a nada por el momento. ¡Mañana veremos!

—Se reunirán en buen número —repuso el mayoral.

—Y nosotros reuniremos nuestros cartuchos —contestó tranquilamente el coronel—. Mis cowboys no son hombres que se asustan fácilmente. Sé escoger mi gente, y al que no es valeroso le despido.

—Perdone usted, señor Bill —dijo Harris—. ¿Qué hacía usted en la pradera a una hora tan avanzada?

—Estaba escoltando un millar de bueyes que venían del Gran Cañón, y que un rico ranchman, amigo mío, me había confiado para que los pusiera en salvo en Peach-Spring. Los había enviado muy por delante de nosotros, y yo cubría la retirada, cuando oímos el tiroteo. Imaginando que los navajoes asaltaban a algún grupo de rezagados, abandonamos el ganado y partimos al galope para prestarles ayuda. Me alegro mucho de haber llegado tan a punto. Koltar, ¿tienes algo que darnos?

—La diligencia va siempre provista —repuso el gigante.

—Acampemos, pues, y esperemos el alba —dijo Buffalo Bill.

Encendió Koltar los dos faroles de la diligencia, quitándoles el reflector con objeto de que los indios, que probablemente recorrían aún la pradera, no pudiesen ver luces; luego sacó del cajón de provisiones salmón en conserva, salchicha de pradera, ya asada, y galletas, amén de una botella de brandy.

Buffalo Bill llamó uno a uno a sus hombres y les dio una ración suficiente para satisfacer su apetito; luego todos se pusieron a comer, mientras los centinelas vigilaban con la carabina sobre las rodillas.

Entre un bocado y otro, Harris y Annia enteraron al coronel de los motivos que los habían llevado a aquellas regiones, sin omitir la tentativa realizada por el pérfido Rey de los Cangrejos.

—Dos adversarios a quienes combatir, y, además, los indios en guerra —dijo Buffalo Bill—. ¡No han escogido ustedes, ciertamente, un momento muy oportuno para venir! El asunto es más serio de lo que yo creía. ¡Ese canalla de Will Rock ha secuestrado al padre de miss Annia, y pide una enorme suma por su libertad! ¡Ya lo veremos! Ante todo, permita usted, señorita, que me una a ustedes.

—¿Quién rehusaría semejante apoyo, coronel? —dijo Annia—. ¡La más terrible carabina del Gran Oeste hará prodigios!

—Tratará de hacerlos —repuso Buffalo Bill son riendo—. Lo preciso ahora es saber dónde se ha escondido ese miserable salteador de Rock.

—¿Se encontrará todavía en el Gran Cañón, o se habrá alejado por temor a los apaches? —preguntó Harris.

—Es un bandido a quien todos conocen en esta región, y que no sería recibido en ningún pueblo —dijo el coronel—. Los blancos son para él más peligrosos que los pieles-rojas, y no habrá salido seguramente del Cañón. Además, allí hay gran número de escondrijos donde ocultarse.

—¿Lograremos descubrir dónde se halla?

—¡Sin duda alguna! Conozco el Cañón palmo a palmo. Será cosa de algún tiempo; poro al fin encontraremos a ese pillo y le ahorcaremos si…

—¿Si qué? —preguntaron Annia, Blunt y el ingeniero.

—Se me ha ocurrido que puede haberse aliado con los apaches. No sería la primera vez que los indios admiten en sus filas a bandidos de piel blanca. He conocido en el Nuevo Méjico uno que llegó a ser jefe de una tribu de comanches. En ese caso, no sería fácil coger a Rock. Pero, señores, no hay que desanimarse. ¡Ah! En cuanto a aquel negro de que me han hablado ustedes, no hay que preocuparse de él. Con los indios que recorren la pradera no podrá ir muy lejos, y estará detenido en unión de sus vaqueros en cualquier pueblecillo. Si los pieles rojas no respetan a los blancos, tampoco dan cuartel a los negros. Y ahora, ya que los indios no se hacen visibles, durmamos algunas horas. Mis hombres velarán por nosotros, y no se dejarán sorprender.

Annia, que estaba cansadísima, volvió a la diligencia, donde podía dormir bastante cómodamente, puesto que todos los asientos estaban a su disposición; los demás se acostaron sobre la hierba, mientras los caballos, libres del freno, pastaban a discreción.

Contra lo que era de temer, ninguna alarma turbó su sueño; pero, no obstante, nadie creyó posible que los indios se hubieran alejado renunciando a perseguirlos; probablemente aguardaban al alba para conocer mejor las fuerzas de su adversario.

Comenzaba el cielo a teñirse de reflejos encendidos, cuando oyeron en la pradera modulaciones melancólicas que parecían arrancadas de la flauta.

—¡El ikkischota! —exclamó Buffalo Bill, que ya estaba en pie ensillando su caballo.

—¿Y qué es eso? —preguntó Blunt desperezándose.

—El silbato de guerra de los navajoes, formado por una tibia humana —repuso el coronel—. ¡Estaba seguro de que los guerreros rojos no nos habían dejado!

En aquel momento llegaron uno a uno los cowboys, que llevaban de la brida a sus cabalgaduras.

—¿Qué hay de nuevo, Buck? —preguntó Buffalo Bill dirigiéndose a un arrogante joven que llevaba largos cabellos y vestía un traje mejicano.

—¡Qué vienen! —repuso el cowboy.

—¿Son muchos?

—Me parece que no han aumentado.

—Koltar, engancha los caballos y partamos en el acto. Si no consiguen detenernos, esta tarde podremos llegar al Gran Cañón. ¡Arriba los soldados!

—¡No somos más que cuatro, coronel! —dijo el jefe de la pequeña escolta—. Uno murió ayer de un balazo en la cabeza, y otro, que había sido herido, ha muerto hace dos horas.

—¿Los habéis enterrado?

—Si, coronel.

—¡Pues en marcha!

Blunt y Harris subieron al lado de Koltar, y la diligencia salió del bosque flanqueada por los cowboys y por Buffalo Bill, que cabalgaba junto a la portezuela de la derecha cambiando con Annia algunas palabras.

Apenas llegaron a la pradera, Blunt y Harris rieron de pronto unos cuarenta caballos que galopaban a cerca de quinientos pasos en grupo cerrado y sin jinetes.

—¿Son caballos salvajes? —preguntó el escritor, no permitiéndole la distancia distinguir si tenían bridas o no.

—Lo que hacen es maniobrar admirablemente para cortarnos el paso —repuso el ingeniero—. Tienen mucha inteligencia esos animales; ¿no es verdad, amigo?

—¿Está usted burlándose de mí?

—¡Un poco, Blunt!

—Entonces, esos caballos…

—Lleva cada uno un jinete, y bien armado.

—¡Pues no los veo!

—Porque las hierbas son muy altas. Cada caballo lleva colgado un indio, el cual se sostiene con una sola pierna. Saben que los cowboys son tiradores maravillosos, y no quieren exponerse hasta el momento de la carga.

—Señor Harris, ¿lograrán dar fin de nosotros?

—Nos acompaña Buffalo Bill, y no dudo que logre conducirnos al Gran Cañón.

—No tardarán en subir a la silla.

Los caballos, vivamente excitados, ganaban terreno aproximándose a la diligencia.

Los cuatro soldados de la escolta, que se encontraban en el sitio más elevado, podían ver de vez en cuando a los cautelosos guerreros, disparando contra ellos, aunque sin resultado, a causa de las fuertes sacudidas que experimentaba el enorme vehículo.

La pradera no estaba ya tan plana como al principio. De vez en cuando los caballos se veían obligados a saltar zanjas, y la diligencia corría grave riesgo de volcar.

—¡Bill! —dijo Rollar—, trate usted de contener a esa gente. ¡Tenemos que ir despacio, o acabaremos rodando por el suelo!

En el momento en que el coronel iba a ordenar a su gente que comenzara a hacer fuego, los dos caballos que iban a la cabeza se encabritaron violentamente, piafaron, y cayeron luego en una grieta del suelo que no habían podido evitar.

Los otros cuatro, arrastrados por el impulso, fueron también a tierra unos sobre otros, rompiendo los tirantes, y el vehículo volcó con estrépito, derribando entre las altas hierbas a Harris, Blunt y el mayoral.

Buffalo Bill saltó a tierra con prodigiosa agilidad y se lanzó en socorro de los caídos, mientras gritaba a sus hombres:

—¡Contened a los indios! ¡A tierra, detrás de los caballos, y fuego a discreción!

SEGUNDA PARTE. EL REY DE LOS CANGREJOS

CAPÍTULO I. EL ATAQUE DE LOS NAVAJOS

Mientras los cowboys, deteniéndose casi en seco, hacían recostarse a sus caballos entre las hierbas, que en aquel lugar eran bastante altas, de suerte que formaran un semicírculo y se parapetaran detrás de aquella muralla viviente, Buffalo Bill se aproximó a la diligencia, que había volcado sobre el costado derecho, casi en el borde de la zanja origen del accidente.

En el interior se oía a Annia llamar a Harris con fuertes voces. El coronel abrió la portezuela de la izquierda, entró en la diligencia, y viendo a la joven caída entre dos asientos, la levantó entre sus robustos brazos y la sacó al exterior.

—¿Está usted herida, señorita? —le preguntó con inquietud.

—Me parece que no —repuso Annia—. ¿Y Harris? ¿Y Blunt?

Dos voces contestaron en el acto:

—¡Estamos aquí!

El ingeniero y el escritor se habían levantado en aquel momento, mientras Koltar se agitaba entre los arreos de los caballos lanzando maldiciones y los soldados rodaban entre la hierba buscando sus fusiles. El buffalo-grass, que era altísimo, había amortiguado la caída, que en otro caso hubiera tenido mortales consecuencias; de tal modo, que los siete hombres habían escapado del accidente con algunas contusiones sin importancia. No sucedió lo mismo a los dos caballos delanteros, que habían rodado al fondo de un precipicio de tres metros de ancho, y en la caída se habían roto las patas.

—¿Está usted herido, Harris? —preguntó Annia, resguardándose detrás de la diligencia, porque ya las balas comenzaban a silbar.

—No, Annia —repuso el ingeniero.

—¿Y usted, Blunt?

—Tampoco —repuso el escritor—; estoy solamente aturdido. ¡Vaya un vuelco! ¡Creí romperme la espina dorsal!

—¡Eh, mayoral! —gritó Buffalo Bill—. ¿Has acabado ya de maldecir?

—¡Todavía no, coronel! —repuso el gigante, que por fin se había desembarazado de los arreos y estaba cortando los tirantes de los dos caballos delanteros.

—¿Se ha roto la diligencia?

—Me parece que no.

—¿Y las ruedas?

—En magnífico estado.

—Entonces, podremos continuar.

—¡No tan pronto! Mis caballos están tan espantados, que será preciso darles algunos minutos de reposo. Además, todos los tirantes están hechos trizas; pero como tengo cuerdas, las utilizaremos, coronel.

—¡Pues date prisa, antes que los indios reciban refuerzos! Me parece imposible que con todos estos disparos no hayan acudido otros, a menos que estén todos empeñados en lucha en el Gran Cañón con los apaches de Victoria. Señorita —añadió—, quédese usted detrás del coche, y ustedes, señores, ayúdenme a levantar la diligencia.

—¿Podrán resistir vuestros hombres? —preguntó Harris.

—Por un cuarto de hora, creo que sí —repuso Buffalo Bill—. ¡Eh, vosotros, los de la escolta; ayudadnos, porque este trasto pesa mucho!

Mientras los soldados y los viajeros se afanaban en levantar la diligencia ayudados por Koltar, que por sí solo valía como cinco hombres, los cowboys luchaban furiosamente por retardar el asalto de los pieles rojas.

Detrás de sus caballos, y cubiertos enteramente por las hierbas, sostenían un fuego vivísimo, matando gran número de caballos al enemigo.

Sabiendo los navajos que tenían que habérselas con formidables tiradores, que rara vez erraban el tiro, no se habían atrevido a montar a caballo. Por el contrario, habían cambiado de táctica.

Importándoles poco perder las cabalgaduras, puesto que las tenían en abundancia en sus campamentos, y, además, había gran número de ellas en estado salvaje en la pradera, avanzaban por pequeños escalones, manteniéndose siempre ocultos entre las hierbas.

Respondían, sin embargo, vigorosamente con sus carabinas y sus Winchesters, acribillando la diligencia y disparando a flor de tierra, con la esperanza de matar a los cowboys.

De vez en vez, alguno de ellos saltaba sobre la grupa de un caballo para ver mejor la situación de sus enemigos, y después se lanzaba a tierra inmediatamente, antes que sus adversarios pudieran tomarle por blanco de sus disparos.

Los que más sufrían eran los caballos. Expuestos al tiro infalible de los corredores de la pradera, caían dos o tres a cada disparo.

Se los veía encabritarse violentamente, agitar en el aire las patas delanteras y después caer pesadamente sobre un costado.

—Por lo pronto, hay que desmontarlos —decía Buk., que en ausencia de Buffalo Bill había tomado el mando—. Cuando el indio está en pie, no vale gran cosa en llanura abierta. ¡Apuntad a la cabeza de los caballos, compañeros!

Y las descargas continuaban con creciente intensidad de una y otra parte.

Afortunadamente, los caballos de los cowboys, escondidos entre las altas hierbas, donde permanecían sin moverse, no habían sufrido daño alguno. Los de la diligencia también estaban indemnes, salvo los que habían caído en la zanja.

La que recibía el mayor número de proyectiles era la diligencia, y la imperial estaba ya taladrada por todas partes.

Entre tanto, Koltar, Buffalo Bill, Blunt y los soldados de la escolta trabajaban afanosamente en arreglar los tirantes, mientras Annia, escondida detrás del coche, disparaba algunos tiros contra los indios con su pequeña carabina, errando pocas veces el blanco.

—¡Destrozadlos! —decía el coronel—. ¡Los indios no se detienen, y si llegan a ponerse en contacto con mis hombres, alguno va a dejar la cabellera en sus manos! ¡Maniobran de un modo que me inquieta!

En realidad, los navajos comenzaban a preocupar a todos con su obstinación en no dejarse ver. Era de temer alguna desagradable sorpresa.

Arreglados ya los tiros, se vio de pronto a Buk Taylor levantarse precipitadamente y retroceder hacia la diligencia.

—¿Qué pasa? —preguntó el coronel al verle.

—¡Los navajos se acercan! —repuso el cowboy—. ¡Estoy seguro de que han abandonado sus caballos!

—¿Dónde cree usted que están los jinetes?

—Avanzan ocultos entre la hierba para atacar con sus tomahawks y llegar a la lucha cuerpo a cuerpo.

—¡Sangre de una ostra! —exclamó Koltar—. ¿Nos cogerán por la espalda?

—¡Levantemos la diligencia! —dijo Buffalo Bill—. ¡Listos o nos cogen!

Ayudados por Buk, después de no pocos esfuerzos, consiguieron levantar el pesado vehículo.

—¿Hay alguna rueda rota? —preguntó Buffalo Bill.

—No —repuso Koltar.

—¡Atacad; y usted, señorita, suba inmediatamente al coche!

Cogió su fusil, se encaramó rápidamente sobre el vehículo y montó después en la imperial, a riesgo de recibir alguna bala en la cabeza, pues los indios no habían cesado de hacer fuego.

Desde allí lanzó una rápida mirada a las líneas enemigas, y después de un salto se lanzó a tierra.

—¡Están muy cerca! —dijo.

—¿Por dónde vienen? —preguntaron a un tiempo Harris y Blunt.

—¡Vienen de allí! —repuso el coronel señalando al occidente.

—¡Ya están los caballos enganchados! —gritó en aquel momento Koltar.

—¿Tiemblan?

—¡No, coronel!

—¡A sus puestos, señores; y tú, Koltar, no economices el látigo!

La escolta, Harris, Blunt y Koltar se instalaron rápidamente en la diligencia, mientras los cowboys, a una orden de Buffalo Bill, levantaron sus caballos y cabalgaban rápidamente.

—¡Adelante, mayoral! —gritó el coronel, que ya estaba a caballo.

Dos o tres tiros de fusil sonaron entre la hierba a pocos pasos de la diligencia; resonó luego el terrible grito de guerra de los rojos guerreros, que una vez oído no se olvida jamás, y que es la señal de la carga suprema y de la lucha cuerpo a cuerpo.

Uno de los cowboys, que se había quedado un poco atrás para apretar la cincha de su caballo, herido en la cabeza por un tomahawk, lanzado con gran fuerza por un salvaje, cayó de la silla sin lanzar un gemido.

En el acto, un indio, que debía de encontrarse a pocos pasos, rápido como una pantera, saltó sobre el caído, empuñando su cuchillo. Con rapidez indescriptible aferró al herido por los cabellos, trazó sobre su cráneo un círculo, valiéndose de la punta del cuchillo, y después, pasando la hoja bajo la piel, le arrancó la cabellera con un enérgico tirón.

Había levantado aquel trofeo de guerra, y abría la boca para saludarlo con un grito salvaje, cuando a su vez cayó exánime sobre el pecho del pobre cowboy.

Buffalo Bill le había visto a tiempo y había hecho fuego sobre él, matándole en el acto.

—¡Tom está vengado! —gritó, espoleando a su caballo y poniéndose al costado de la diligencia para proteger mejor a Annia.

—¡Arrea, Koltar!

El gigante no había menester encarecimientos. Con mano de hierro había guiado a los caballos a lo largo de la orilla de la zanja, en el fondo de la cual se agitaba el tronco delantero, y después lanzó la diligencia a carrera desenfrenada, mientras la escolta, Harris, Blunt y los cowboys cubrían la retirada con un fuego infernal.

Los navajos, que habían dejado atrás a sus caballos, intentaron seguirlos, y disparaban sus carabinas y sus machetes de guerra, uno de los cuales hirió en la cabeza a un soldado de la imperial. Viendo luego que perdían terreno, lanzaron espantosos gritos de rabia.

—¡Si tardamos medio minuto más, los teníamos encima! —dijo Harris a Blunt—. ¡Hemos salvado nuestra cabellera por un verdadero milagro!

—¿Tan terribles son esos guerreros en la lucha cuerpo a cuerpo? —preguntó el escritor, cargando precipitadamente la carabina.

—Son hábiles en el manejo de sus tomahawks y del cuchillo, y es muy difícil hacerles frente. Además, acometen con tal furia, que hasta las tropas regulares, con mucha frecuencia, retroceden.

—¿Por lo visto, renuncian a seguirnos?

—Parece que no se sienten con ánimo de proseguir la caza —repuso Harris—. Los cowboys han desmontado a más de la mitad.

—¡Son asombrosos tiradores estos cowboys!

—Aun galopando, rara vez yerran el golpe.

—¿Nos acompañarán hacia el Gran Cañón?

—Si Buffalo Bill permanece con nosotros, no le abandonarán. ¿Ya nos dejan, amigo Blunt?

—¿Quiénes?

—Los indios.

El escritor se volvió y vio a los navajos, que ya estaban lejos, replegarse hacia el bosque, como si quisieran acampar allí. Una veintena de guerreros estaban sin caballos.

—Coronel —gritó Harris—, ¿ha pasado ya el peligro?

—¡Con tal que no vayan en busca de refuerzos! —repuso Buffalo Bill—. No deben de estar solos en la pradera.

—¿Y no podrán alcanzarnos otra vez?

—Todo depende de la resistencia de los caballos. Si esta tarde pudiéramos llegar al Gran Cañón, encontraríamos allí un refugio donde no seríamos fácilmente molestados. ¿Van bien tus caballos, mayoral?

—Sí, coronel.

—Ten firmes las bridas, porque comienza la pradera ondulada y los caballos van a fatigarse mucho.

—Ya lo sé; pero no se detendrán. ¡Adelante, corderillos, o no tendréis ni agua ni buffalo-grass al mediodía! ¡Voy a haceros pedazos si esta tarde no nos lleváis al Gran Cañón!

La pradera ondulada comenzaba con ligeras depresiones, cubierta de buffalo-grass, de girasoles, de sacarte, que son una especie de euforbias, de gramíneas de la altura de un hombre, de artemisas y de césped.

Aquí y allí brotaban minúsculos bosquecillos de avellanos, de coton-wood o árboles de algodón, y de encinas negras, que aparecían aisladas. Ningún animal se veía en aquella inmensa superficie. De seguro, la invasión de los indios los había hecho huir a todos hacia el Norte o hacia el Sur. Sólo alguna urraca y algunos cuervos volaban rápidamente al aproximarse la diligencia.

Los cuatro caballos mantenían un rápido galope, abriendo un gran surco a través de aquellas plantas, que volvían a cerrarse pronto detrás de los caballos de los cowboys. Koltar, por su parte, no dejaba el látigo en paz, y apenas los animales moderaban su marcha, de un fustazo arrancaba a todos un relincho de dolor.

Hacía dos horas que corría la diligencia, cuando Buffalo Bill hizo dar a su caballo un salto prodigioso, mientras gritaba a voces:

—¡Cuidado, mayoral! ¡Mira bien bajo la hierba!

Con un vigoroso tirón de la brida, Koltar obligó a los cuatro caballos a inclinarse hacia la derecha, mientras respondía:

—¡Ya lo he visto, coronel! ¡Mal negocio si tuviéramos los indios cerca!

—¿Qué pasa? —preguntó Blunt—. ¿Qué otro peligro nos amenaza ahora?

—Estamos en la parte más mala de la pradera —repuso Harris—. Los ojos son más peligrosos que los barrancos.

—¿Y qué son los ojos?

—Unas charcas que se extienden bajo la hierba, y que no siempre se logran descubrir a tiempo.

—¡Bah! ¡Todo se reducirá a tomar un baño!

—Lo difícil sería salir, querido Blunt.

—¿Y por qué, señor Harris? ¿No querrá usted decir que hay caimanes en esas charcas?

—Hay otros enemigos mucho peores, amigo. Aun cuando, en general, no tengan más de veinte o treinta pies de profundidad, su fondo está formado por arenas movedizas, y el que cae dentro es absorbido por ellas. Si la diligencia se precipitara en una de ellas, no sé si podríamos sacarla, y si…

Un grito de Buffalo Bill, seguido de una sarta de imprecaciones de Koltar, interrumpió la frase.

—¡Cuidado mayoral!

—¿Todavía los ojos?

—¡A poco mi caballo cae dentro de uno de ellos!

Una espantosa sacudida, que a poco no derriba nuevamente a viajeros y soldados sobre la hierba, contuvo el ímpetu del coche, y luego los cuatro caballos cayeron unos sobre otros en medio de un grupo de cañas, levantando inmensos surtidores de agua fangosa.

Con un furioso espolazo, Buffalo Bill obligó a su caballo a dar un salto de costado, y gritó a sus hombres:

—¡Alto! ¡El ojo!

Después de haber permanecido un momento en equilibrio, la diligencia se hundió en una capa de agua que las hierbas traidoras ocultaban, sumergiéndose hasta los ejes.

—¡Estamos perdidos! —rugió Koltar, mientras los cowboys se alejaban a toda prisa.

Los cuatro caballos, sumergidos hasta el pecho, se agitaban desesperadamente, tratando de alcanzar la orilla y de encontrar piso firme; pero se hundían cada vez más en el fondo movedizo del ojo. Buffalo Bill había saltado a tierra y se aproximó a la orilla de la charca.

—¡Mayoral, el fondo cede! —gritó—. ¿No es verdad?

—¡Arenas movedizas! ¡Adiós caballos!

Harris se había puesto palidísimo.

—¡Annia! —gritó con voz angustiada.

—¿Qué ha ocurrido, Harris? —preguntó la joven.

—¿Entra el agua?

—Tengo los pies bañados.

—¡Y la diligencia se hunde! —dijo Koltar—. ¡Viaje desgraciado!…

—¡Mayoral, corta los tirantes y deja que los caballos se las compongan como puedan! —gritó Buffalo Bill.

—¡Se hunden, coronel!

—¡Pues déjalos!

—¡Se hundirá también la diligencia! Pesa mucho, y el fondo, ¡quién sabe lo profundo que estará!

—¡Soldados, desfondad la imperial e izad a la señorita! Después, volviéndose a sus hombres, que habían echado pie a tierra, añadió:

—¡Y vosotros, desatad los lazos; preparémonos para el salvamento!

CAPÍTULO II. LAS CHARCAS PELIGROSAS

Las charcas escondidas que se encuentran en las praderas, cubiertas de cañizo y que no se advierten a tiempo a causa de las gramíneas que las bordean, constituyen un gravísimo peligro, sobre todo para las diligencias. Los jinetes tienen más probabilidades de evitarlas, especialmente los que conocen a fondo aquellas inmensas llanuras, como los cowboys, los vaqueros y los indios; los mayorales, que tienen delante de sí seis, y a veces ocho caballos, que les impiden examinar el terreno, caen con mucha frecuencia dentro de esas charcas cenagosas, y entonces se produce un verdadero desastre.

No todos los ojos, que así llaman los americanos a esas peligrosas charcas, tienen el fondo constituido por arenas tenaces y movedizas que se abren y no devuelven la presa, sino que hay algunas de las cuales pueden salir los caballos sin sufrir más que un simple baño. Pero cuando se encuentran charcas de fondo movedizo, entonces el peligro es grandísimo, y no es raro que hombres y animales encuentren en ellas la muerte.

Los pesados vehículos se hunden poco a poco, se sumergen con su carga viviente en el fango, que no tarda en cubrirlos a todos.

Se comprenderá, pues, fácilmente el terror que había invadido a Harris al pensar que Annia se encontraba más baja que todos, y, encerrada en la diligencia, podía ser la primera víctima. De un salto se lanzó sobre la imperial, donde los soldados gritaban como cornejas, buscando en vano un medio cualquiera para llegar a la orilla.

—¡Arrancad el fondo! —dijo—. ¡La joven corre más peligro que nosotros!

—¡Déjenme ustedes a mí, señores! —dijo Koltar, abriendo rápidamente una caja y sacando de ella un pico pequeño—. ¡Bastará un solo golpe! ¡Señorita, apártese un poco!

Levantó la herramienta y de un formidable golpe rompió un lado de la diligencia, entre la plataforma y un ángulo. Con sus poderosas manos arrancó dos o tres tablas, ensanchando el agujero, y después alargó los brazos hacia Annia, diciendo:

—¡Agárrese usted, señorita!

Levantarla sin el más pequeño esfuerzo y dejarla sobre la imperial fue asunto de un instante.

La joven, aun cuando hubiese comprendido el grave peligro que corría, ni siquiera había palidecido.

—Me he bañado los pies —dijo, sonriendo—. El sol es bastante intenso, y me secará en seguida.

—¡He temblado por usted, Annia! —dijo Harris.

—Está Buffalo Bill en la orilla, y nos sacará de aquí.

Los cowboys se habían colocado frente a la diligencia, llevando en la mano los lazos, correas solidísimas de doce a quince metros, terminadas en un anillo de hierro, y que se emplean para la caza de los caballos salvajes y de los bisontes.

—¡Prepárate, Buk! —dijo el coronel.

—¡Disponte, mayoral! —gritó el cowboy, haciendo girar el lazo sobre la cabeza, de modo que la correa permaneciese extendida.

—¡Venga! —repuso el coloso.

El lazo, lanzado por una mano muy hábil, silbó en el aire y cayó sobre el mayoral, cogiéndole por la mitad del cuerpo.

—¡Ahora, nosotros! —gritaron los compañeros de Buk.

Otros ocho lazos fueron lanzados y cogidos por los soldados de la escolta, Harris y Blunt.

—Koltar —dijo entonces el coronel—, ¿tienes miedo de darte un baño?

—¡Ni aunque, en vez de agua, fuese petróleo lo que hay en ese maldito ojo!

—Entonces, serás el último. ¡Preparemos inmediatamente el salvamento! Veo que la diligencia se hunde cada vez más rápidamente.

—Ante todo, formad el puente para Annia.

Koltar, que era el más alto de todos, unió cuatro lazos, teniéndolos bien tirantes, mientras los soldados de la escolta unían los otros sobre la imperial. Los cowboys, dispuestos en la orilla, habían imitado la maniobra.

—¡Ahora le toca a usted —dijo Buffalo Bill—; y cuidado con caer! ¡Están debajo las arenas movedizas! Si teme usted al vértigo, cierre los ojos.

—¡No es necesario, coronel! —repuso la joven.

Se agarró ésta a los lazos superiores, colocó los pies en los inferiores y, sin pensar en que si alguno se rompía correría el riesgo de perecer sumergida en el fango, avanzó audazmente por aquel extraño puente oscilante.

Harris y Blunt la seguían ansiosamente con la mirada, mientras Buffalo Bill tenía dispuesto su lazo para lanzarlo en el caso de que los otros cedieran.

La travesía, que era brevísima, pues sólo se trataba de salvar siete u ocho metros, se realizó felizmente. Harris, y luego Blunt, pasaron de igual modo; luego Koltar reunió todos los lazos, y los soldados, colgándose de ellos, consiguieron llegar uno a uno hasta la orilla, conservando sus armas y bagajes.

En aquel mismo momento, los cuatro pobres caballos desaparecían bajo el agua fangosa, después de haber lanzado un último y desesperado relincho. La diligencia también se había hundido un par de metros, y las portezuelas estaban cubiertas por completo.

Koltar se rodeó al cuerpo los lazos y salto resueltamente al agua. Los cowboys le sacaron inmediatamente, antes de que las arenas se abrieran bajo su cuerpo.

—¡Coronel, le debemos la vida! —dijo Harris—. ¡Sin usted no sé cómo hubiéramos logrado salir de esta grave situación!

—¡Cualquier otro hubiera hecho lo que yo! —se limitó a responder Buffalo Bill—. ¡Sólo me contraría una cosa!

—¿Cuál, coronel?

—Que esta tarde no vamos a llegar al Gran Cañón.

—¡No tenemos prisa!

—Los indios pueden molestarnos. Sin embargo, conozco un bosquecillo donde podremos pasar la noche sin que nos inquieten. Annia, le ofrezco a usted mi caballo.

—¿Y usted, coronel? —preguntó la joven.

—Subiré a la grupa del de Buk, que es muy fuerte. Los demás harán lo mismo ¡A caballo, señores; no nos detengamos demasiado aquí! Aun cuando no se vea ningún indio, no me sorprendería que nos siguieran a más o menos distancia.

Koltar, Harris, Blunt y los soldados subieron detrás de los cowboys, a la grupa de los caballos, que, aun cuando excesivamente cargados, partieron al trote. Al cabo de un par de horas, mandó Buffalo Bill hacer alto con objeto de no fatigar a los caballos, reservándolos para el caso de una imprevista aparición de los indios.

Hasta las cuatro, después de un suculento almuerzo hecho a expensas de un gran pavo silvestre que cazó uno de los cowboys, no volvió a ponerse en marcha el pelotón.

La pradera comenzaba a ser árida. Anchas zonas de terreno rojizo sucedían a los girasoles, a los juncos y a las altas gramíneas, sobre las cuales se fatigaban mucho los caballos, que se metían en la arena hasta los corvejones.

—Terrenos malísimos para los caballos, y muy ricos en metales —dijo Buffalo Bill, que cabalgaba junto al ingeniero, el cual iba a la grupa de un cowboy—. Se parecen a los de Colorado. ¡Apostaría a que debajo hay filones auríferos! No me sorprendería que el día menos pensado vinieran aquí mineros y surgieran, como por encanto, ciudades populosas.

—¿Ha estado usted en Colorado, coronel? —preguntó Blunt, que se hallaba al otro lado.

—Hace sólo cuatro meses que he dejado aquella región.

—¿Es verdad que han sido descubiertos ricos placeres?

—Las arenas del Cherry Creek están mezcladas con pepitas de oro, y producen mucho —repuso Buffalo Bill—. Yo formaba parte de aquella expedición de emigrantes, y fui de los primeros en conocer la existencia de aquella riqueza, y hasta los filones escondidos en la base de las Montañas Rocosas. Apenas han transcurrido nueve años. Guiaba, o mejor dicho, escoltaba una columna de operarios que querían explotar las orillas del Kansas, donde suponían que se encontraban placeres auríferos. Acampamos un día en las orillas del Cherry Creek (arroyuelo de la Chiliegia). Uno de aquellos hombres, que había sido buscador de oro en Georgia, tuvo la idea de lavar aquellas arenas, y, con gran regocijo suyo, descubrió multitud de pepitas de oro. Cuando entre aquellos hombres se difundió la noticia, ninguno quería creerla, afirmando que no podía existir otra California, y creyendo que las pepitas presentadas procedían de los placeres de Nevada o del río Sacramento.

—Sin embargo, bien pronto se convencieron aquellos incrédulos —dijo Harris.

—En efecto; y comenzó un gran movimiento de mineros del Mississippi y del Missouri hacia las Montañas Rocosas.

—Que convirtieron aquellas regiones, poco antes desiertas, en una de las más populosas de los Estados del centro. ¿No es verdad, coronel?

—El desarrollo de Colorado fue todavía más rápido que el de California. En mil ochocientos cincuenta y ocho sólo era un mísero pueblecillo formado por cabañas y por log-houses (casuchas de tierra y troncos de árbol), y se llamaba Auraria. Un año después, Denver surgía como por encanto; esa Den ver que es hoy una de las más importantes ciudades de los Estados del centro. Entonces no tenía más que una posada, una iglesia y el indispensable periódico, las tres cosas que nosotros los americanos deseamos sobre todo. De pronto surgió Golden City, casi a los pies de las Montañas Rocosas.

—Que hoy, pasados apenas seis años, tiene palacios, Bancos, teatros y tranvías —agregó Harris.

—¡Se va al vapor entre nosotros! —dijo Blunt—. ¡Tres ciudades creadas en sólo nueve años!

—Y otras tres más —dijo Buffalo Bill— que han brotado merced al oro descubierto en las entrañas de la Tierra, y que deben su fortuna a un pobre minero, a Gregory. Aquel hombre había sospechado que si había oro en los arroyos y en las bases de las montañas, no debía de faltar tampoco más arriba.

Sólo con un pico, una pala y una pequeña provisión de víveres, aquel valiente penetró en las Montañas Rocosas, llegando hasta un torrente llamado Clear-Creek, o sea un arroyo transparente que era entonces casi ignorado de todos. Con fatigas increíbles, escaló aquellas enormes rocas, y en el mismo lugar donde surge la Central City, descubrió un filón tan rico en pepitas de oro, que le hizo millonario en doce horas. Consumidos los víveres y sorprendido por las nieves, tuvo que volver más aprisa a Auraria adonde llegó medio muerto de hambre, pero rico como un Creso. Confiado el secreto a un amigo, aquel hombre volvió al año siguiente en su compañía, y al cabo de tres meses volvían a descender ambos de la montaña cargados de oro.

El descubrimiento no permaneció oculto mucho tiempo, y una enorme masa de mineros se lanzó entonces a las gargantas de las Montañas Rocosas, fundando en pocos meses tres nuevas ciudades, hoy populosísimas: Blank Hawk, Central City y Nevada.

—Eso demuestra claramente cómo el oro encontrado en el subsuelo ha servido maravillosamente a la prosperidad de nuestros Estados —dijo Blunt.

—Sin sus placeres. California sería probablemente una región medio desierta, como cuando la cedió Méjico —repuso Buffalo Bill.

De pronto detuvo éste bruscamente su caballo, quitando las riendas de manos del cowboy que estaba delante de él, y olfateó varias veces el aire. Los otros, viendo detenerse al jefe, se apresuraron a imitarle.

—Coronel —dijo Annia—, ¿por qué hacemos alto aquí, donde no hay la más pequeña sombra?

—¡Espere usted un momento, señorita! —repuso Buffalo Bill, cuya frente se había arrugado. Después, volviéndose hacia Buk Taylor, dijo—: ¡Huele el aire, compañero!

El cowboy se levantó sobre los anchos estribos mejicanos, aspiró con fuerza dos o tres veces, y luego interrogó ansiosamente el horizonte con sus grandes ojos negros.

—¿Me engaño esta vez? —dijo luego.

—¡No! —repuso Buffalo Bill.

—¡Huele a humo, coronel!

—Son los indios, que nos arman una celada.

—¡O mejor, que tratan de quemarnos vivos, coronel!

—El viento sopla del Este; de modo que es en esa dirección en la que han pegado fuego a las hierbas. Querría saber si es la pradera la que arde o un bosque.

—Coronel —dijo Harris—, ¿nos habrán seguido esos bribones?

—Ya he dicho a ustedes que no me sorprendería verlos aparecer al norte del río ¿No es verdad, Buk?

—El río pasa por detrás de la floresta.

—Pues dirijámonos allí sin vacilar.

—Señor Bill —dijo el escritor—, ni huelo nada ni veo la menor señal de humo en el horizonte.

—Porque no tiene usted práctica de la vida en la pradera: yo tampoco veo el humo, y, sin embargo, lo huelo.

—¡Sí, algo está ardiendo! —dijeron los cowboys.

—Es la leña la que arde —añadió el mayoral—: lo conozco perfectamente.

—¡Señores, espolead a los caballos —les mandó Buffalo Bill—; el fuego no se combate a tiros ni a cuchilladas!

Los caballos, aunque llevaban, como hemos dicho, doble carga, se lanzaron al galope. Aquellos inteligentes animales, a semejanza de los corredores de las praderas, parecían haber olfateado el peligro que los amenazaba. Sin embargo, en el horizonte azul y transparente no se descubría la menor columna de humo, ni entre las hierbas se distinguía indio alguno recorriendo la pradera.

Si el incendio se había propagado a algún bosque o a la pradera misma, debía de hallarse aún muy lejos; pero Buffalo Bill, que sabía que esos incendios se propagaban con rapidez vertiginosa, estaba muy intranquilo.

De vez en vez se apoyaba sobre los robustos hombros de Buk, y miraba con insistencia hacia el Este, murmurando entre dientes.

—¡Yo creo que el coronel se equivoca! —decía, por su parte, el escritor, que ni oía ni veía nada—. ¡Yo también tengo mi buena nariz y mis buenos ojos, demontre!

Harris, que conocía las astucias de los pieles rojas, no era del mismo parecer que Blunt, y miraba con angustia el rostro de Buffalo Bill, que cada vez se oscurecía más.

—Si el coronel está inquieto y ha perdido el buen humor, quiere decir que las cosas no van muy bien y que corremos algún serio peligro.

Los caballos, vigorosamente espoleados y excitados con las bridas y con los gritos de sus jinetes, hacían esfuerzos para sostener un trote largo. Ya había transcurrido media hora sin que ocurriese nada de extraordinario, cuando Buffalo Bill señaló el horizonte oriental, diciendo:

—¡Vean ustedes ahora el humo!

Todos se volvieron en aquella dirección. Una especie de niebla grisácea se alzaba sobre la pradera, distinguiéndose entre ella multitud de puntos oscuros que avanzaban velozmente.

—Señor Bill —dijo Blunt—, ¿está usted seguro de que es humo aquello? A mí me parece que es niebla.

—Si quiere usted cerciorarse, galope en aquella dirección —repuso Buffalo—. Pero no querría encontrarme en su pellejo; tanto más cuanto que detrás de aquel humo encontraría usted navajos dispuestos a hacerle trizas.

—No tengo el menor deseo de semejante cosa, coronel; prefiero creerle bajo su palabra. Y aquellos puntos negros, ¿qué son?

—Coyotes, que huyen. Dentro de poco estarán aquí.

—Los coyotes son lobos; ¿no es verdad?

—Sí.

—¿No se comerán las patas de nuestros caballos?

Todos los cowboys prorrumpieron en una estruendosa carcajada.

—Tienen algo que hacer en este momento —repuso Bill, riendo—; y, además, esos animales son tan cobardes, que puede usted dejar su carabina en la silla sin cuidado. ¡Muchachos, hay que apretar el paso y llegar al río antes que el fuego se nos eche encima! El Gran Cañón está al Norte, y no desespero de llegar a él antes de medianoche, con tal que los caballos resistan.

Los primeros lobos de la pradera, espantados por el incendio, llegaron en aquel momento corriendo vertiginosamente. Aquellos animales forman una familia intermedia entre la zorra y el lobo, y no tienen nada del feroz aspecto de los lobos siberianos y rusos. Poseen la talla de los segundos, aunque algo menor, y el hocico y la cola de los primeros. Son, sin embargo, robustos; tienen la piel cubierta de pelo áspero y fuerte, amarillento, con manchas de color rojo; en invierno cambian de pelo y de color, adquiriendo un tinte grisáceo.

Ordinariamente viven en grandes rebaños, y no es raro encontrar entre ellos algún gran lobo gris que los ayuda eficazmente en la caza que emprenden contra los gamos y los colosales bisontes cuando éstos últimos están heridos o son demasiado viejos para oponer una eficaz resistencia.

No puede decirse que, en realidad, carezcan de audacia, porque a veces se atreven a introducirse bajo las tiendas de los mineros y de los corredores de las praderas. Casi nunca atacan al hombre, aunque le encuentren aislado. Pasaron por delante y detrás de los caballos sin intentar nada contra ellos, preocupándoles solamente el propósito de poner el mayor espacio posible entre su cola y el incendio, que avanzaba amenazador.

Hacia las siete de la tarde, en el momento en que el sol se ocultaba en el horizonte y las columnas de fuego comenzaban a distinguirse claramente, Buffalo. Bill, que hacía esfuerzos prodigiosos para que los caballos no moderaran la marcha, señaló una línea oscura que se extendía hacia el Norte.

—¡Detrás de aquello está el río! —gritó, con voz gozosa—. ¡Por esta vez los navajos no nos cogerán! ¡Hip! ¡Hopp! ¡Una última trotada, muchachos! ¡Duro con las espuelas!

Veinte minutos más tarde, el grupo se ocultaba en un bosque formado por encinas negras, acebuches, algarrobos y álamos.

Con un esfuerzo supremo, los nueve caballos atravesaron el bosque y se lanzaron sin detenerse a un río de escaso caudal y aguas transparentes, cuyo curso era bastante rápido.

Subida fatigosamente la orilla opuesta, que también estaba cubierta de árboles, especialmente de cerezos silvestres de Virginia, apenas los hombres estuvieron en tierra se dejaron caer pesadamente unos juntos a otros.

—¡Señores —dijo Buffalo Bill, que había recobrado su buen humor—, aquí no tenemos nada que temer del fuego, puesto que el río nos defiende! ¡Acampemos aquí; pero cuidado con encender fuego alguno para la cena! ¡Los navajos están cerca, y no quiero que nos vean!

CAPÍTULO III. LA PRADERA ARDIENDO

Ayudados por los soldados de la escolta, los cowboys instalaron el campamento; construyeron con ramas de encina negra una especie de cabaña para resguardar de la humedad de la noche a los viajeros, no habituados a dormir al aire libre, colocando alrededor los bagajes y las sillas de los caballos, que más tarde habían de servir de almohadas.

Extendieron después sobre la hierba las mantas, que eran de gruesa lana y bastante anchas, y sacaron en seguida las escasas provisiones cogidas de la caja de la diligencia antes que se hundiera en el fango, y que eran apenas suficientes para satisfacer el apetito de aquellos hombres robustos.

Apenas terminó la escasa cena, y dispuestos los centinelas especialmente hacia el lado del río, por donde podían temer alguna sorpresa, el sol se ocultó por completo, cerrando rápidamente la noche. Casi en el mismo instante vieron los acampados surgir en el firmamento, hacia el Oriente, unas tintas rojizas, como si fuera a desplegarse una aurora boreal.

—El incendio avanza rápidamente —dijo Buffalo Bill, que había salido de la cabaña con Harris y Blunt—. Devorará un gran trozo de pradera, y quizá no respete ni las plantas que cubren la orilla opuesta.

—¿Dónde estarán los indios? —preguntó el escritor.

—Detrás del incendio; y tal vez haya otra banda enfrente que va retrocediendo. Querían cogernos entre el fuego y sus machetes.

—¿Habrán advertido ya que hemos logrado escapar del peligro?

—Están aún muy lejos para advertirlo. De seguro, nos creen todavía en la pradera.

—¿Tendremos todavía algo que temer? —preguntó Harris.

—Alguna invasión de animales —repuso Buffalo Bill—. Todos los que se encuentren entre el fuego y los indios se lanzarán en esta dirección. ¡Miren ustedes; aquí están ya los primeros que llegan, y que se preparan a atravesar el río!

Una familia de osos negros había aparecido en la orilla opuesta, deteniéndose junto a las plantas que bañaban sus raíces en el agua. El macho era un hermoso animal, de cerca de dos metros de largo, con el hocico más agudo que el de los osos europeos, de formas macizas y con el pelo erizado de color negro brillante, que se tornaba leonado junto a la boca; la hembra era un poco más pequeña, y los oseznos, altos como perros de Terranova, tenían aún el pelo amarillento.

—Son mushwas —dijo Buffalo Bill.

—¿No atacarán? —preguntó Blunt, preparando la carabina.

—No son agresivos cuando no se les provoca; además, deben de estar demasiado preocupados para pensar en nosotros.

Viendo pasar junto a la orilla un viejo tronco de árbol, de un salto se instaló el macho en él, seguido por la hembra y los oseznos.

—¡Buen viaje! —les gritó Buffalo Bill—. ¡Esos, al menos, no morirán asados!

Poco después llegaban a la orilla, en carrera desenfrenada, una multitud de coyotes, seguidos a poca distancia por un grupo de gamos y por siete u ocho colosales bisontes que tenían el hocico cubierto de espuma, a causa de la prolongada carrera. Ninguno atacó a los viajeros, espantados, sin duda, por el incendio, que ya iluminaba todo el horizonte con luz intensa y que avanzaba hacia el Occidente, precedido por una nube de chispas que subían a gran altura impulsadas por el viento.

—¡Qué lástima no poder hacer fuego! —dijo Blunt.

—¡Se lo prohíbo a usted severamente! —dijo Bill—. No debemos informar a los indios de que estamos aquí.

—¿Y si nos atacan?

—Pasarán sin molestarnos. Repleguémonos hacia el campamento para proteger a Annia, porque los bisontes, cuando están espantados, corren como locos y lo derriban todo a su paso.

Se preparaban a retirarse, cuando oyeron a lo lejos, hacia la orilla opuesta, gritos que no parecían los alaridos de guerra de los indios. Buffalo Bill se detuvo, haciendo un gesto de sorpresa.

—¡Son blancos sorprendidos por el fuego! —exclamó.

—¿No serán los pieles rojas? —preguntó Blunt.

—No; estoy seguro. Conozco demasiado bien los gritos de los navajos.

—Coronel, ¿les dejaremos perecer, sin intentar siquiera socorrerlos? —preguntó Harris.

—Nada podemos hacer contra el fuego —repuso el corredor de la pradera, más conmovido de lo que quería aparentar.

—Crucemos el río e indiquemos nuestra presencia con disparos de fusil. Tal vez esos desgraciados ignoren que aquí pueden encontrar un asilo seguro.

—Admiro la generosidad de ustedes, señores; pero no les oculto que tal vez tengamos que arrepentimos. Los grupos de animales se van engrosando, y no hay que fiarse demasiado de ellos. Puede haber algún oso gris entre los que huyen.

Sonaron algunos disparos en aquel momento, seguidos de algunos gritos.

—No deben de estar a más de un kilómetro —dijo Bill—. ¿Están ustedes dispuestos a seguirme?

—¡Sí, coronel! —respondieron a un tiempo los jóvenes.

—¡Koltar!

El gigante, que dormitaba entre los caballos, se levantó vivamente.

—¡Ven con nosotros, mayoral! —dijo Bill—. Y tú, Buk —añadió, volviéndose hacia su lugarteniente, que se había aproximado al ruido de los disparos—, vigila el campamento. Si los animales atraviesan el río y crees que pueden causar daño, enciende fuego para espantarlos.

—¡Sí, coronel! —repuso el cowboy.

—Trae aquí nuestros mejores caballos.

Un minuto después, Bill, el mayoral, Harris y Blunt, armados de carabinas y revólveres, atravesaban el río sobre el lomo de los cuatro caballos más robustos. Viendo la orilla llena de coyotes, Buffalo Bill descargó sobre ellos su revólver, haciéndoles huir precipitadamente, después de lo cual se lanzó al galope a través de las plantas, seguido por los demás.

Casi habían atravesado la zona de bosques, cuando oyeron voces humanas y el furioso galopar de algunos caballos.

Harris, que iba delante de todos, atravesó los últimos matorrales y vio pasar, entre una nube de humo y de chispas, ocho o diez jinetes que galopaban desenfrenadamente.

—¡Aquí está el río! —gritó—. ¡Somos amigos!

Uno de aquellos jinetes se detuvo un momento, haciendo dar al caballo que montaba un repentino salto; luego continuó su carrera, gritando:

—¡Espolead!

—¡Somos amigos! —gritaron Buffalo Bill, Koltar y Blunt, que salían en aquel momento del bosque.

El viento llevó a sus oídos una imprecación, y vieron a los jinetes desaparecer hacia el Oeste, bordeando la zona de árboles.

—¡Estúpidos! —les gritó Blunt.

—¿Nos habrán tomado por indios? —preguntó Harris al coronel, que parecía preocupado.

—El incendio proyecta bastante luz para que sea posible equivocarse —repuso Bill, después de unos minutos de silencio—. Esos hombres nos han visto perfectamente.

—¿Eran cowboys?

—Me han parecido vaqueros mejicanos.

—¡Vaqueros! —exclamaron a un tiempo Harris y Blunt, en cuyo cerebro había brotado la misma sospecha.

—También a mí me lo han parecido —dijo el mayoral.

—¿Qué les pasa a ustedes, señores? —preguntó Buffalo Bill, viendo a los dos jóvenes mirarse fijamente.

—Coronel —dijo Harris con voz un poco alterada—, ¿ha podido usted ver la cara de esos hombres?

—Sólo la de uno, la del que ha gritado «¡Espolead!».

—¿Era negro?

—No, era blanco.

—Entre ellos debía de haber algunos negros.

—¡Ah! ¡Tal vez el Simón de que me habéis hablado! ¿Es posible que fueran esos bribones? ¡No será este el momento más a propósito para tenerlos enfrente en unión de los indios!

—Sospecho que esos vaqueros son los mismos que han tratado de asaltar el tren.

—Y yo también —dijo Blunt.

Golpeando con la diestra el cañón del fusil, dijo el coronel:

—¡Tendrán que entenderse con este esos señores; y la primera bala será para ese bufón que se hace llamar el Rey de los Cangrejos! Volvamos al campamento, aun cuando allí están mis hombres. Aquí nada tenemos que hacer.

Lanzaron una última mirada a la pradera, que ardía de modo aterrador y proyectaba en el aire inmensas columnas de humo, y de chispas, amenazando ya a las plantas que bordeaban el río; después se dirigieron hacia la orilla.

Atravesaban el bosque, cuando Blunt, que seguía inmediatamente al coronel, vio de improviso levantarse una masa enorme, que se dejó caer sobre el caballo, lanzando un sordo gruñido.

El ataque había sido tan imprevisto y repentino, que el pobre escritor cayó a tierra, mientras el caballo daba un salto rapidísimo, a riesgo de romperle la cabeza de una patada.

Buffalo Bill se volvió en el acto, mientras Koltar gritaba aterrorizado:

—¡El viejo Efrain! ¡Huid!

Un animal gigantesco, que se asemejaba a un oso negro, de dos metros y medio de altura por lo menos, y con el pelo erizado, se lanzó fuera del bosque, mientras detrás de él se veía levantarse pausadamente otra cabeza.

Era un oso gris, uno de los más terribles animales que existen, más formidable aún que el león y el tigre, porque tiene tal fuerza que rompe fácilmente las costillas al cazador con un solo apretón y resiste sin caer varios tiros de fusil.

Se había levantado sobre las extremidades posteriores, pareciendo aún más monstruoso, y con las manos en alto, provistas de terribles uñas, parecía indeciso en la elección de la víctima.

Espantados, los cuatro caballos se encabritaron, y después se habían hecho atrás, dejando solo a Blunt, el cual, medio aturdido por la caída y aterrado, no se había atrevido todavía a levantarse.

—¡A tierra! —gritó Buffalo Bill descolgando del arzón rápidamente la carabina—. ¡Dejad solos a los caballos!

De un salto, el intrépido corredor de la pradera se encontró a pie, a cinco pasos de la fiera.

—¡Huya usted! —gritó a Blunt, viendo que el oso fijaba su mirada ardiente sobre el escritor.

El joven, que no había perdido por completo la cabeza y que no carecía de valor, con un impulso digno de un saltarín se levantó, lanzándose detrás del tronco de un árbol. Al mismo tiempo, el mayoral y Harris se habían apeado, continuando los caballos dando terribles saltos.

Viendo el oso al coronel a tan poca distancia, se dirigió a él gruñendo de un modo amenazador y enseñando sus largos dientes amarillentos, mientras otro, probablemente la hembra, se lanzaba a su vez fuera del matorral y hacía frente a Koltar y al ingeniero.

—¡Apuntad bien! —gritó Buffalo Bill.

El viejo Efrain, como los americanos llaman en broma a esas terribles fieras, dando un salto del que no se hubiera creído capaz a una bestia de tan pesada apariencia, cayó sobre Buffalo Bill; pero el corredor de las praderas conocía demasiado bien a su adversario para dejarse coger.

Evitó el choque y, después, apoyando rápidamente la carabina en el pecho del oso, la descargó a quemarropa.

El viejo Efrain, herido en algún órgano vital, lanzó un grito espantoso y se dejó caer sobre las cuatro patas, moviendo convulsivamente la velluda cabeza. Intentó luego morder al intrépido cazador; pero no pudo lograrlo.

Mientras recibía otra bala, esta vez en el cráneo, la hembra se lanzó furiosamente sobre el mayoral y sobre Harris, tratando de cogerlos juntos y sofocarlos entre sus robustos brazos.

El ingeniero le descargó en el hocico la carabina, partiéndole la mandíbula, y se apartó a un lado. Koltar, en cambio, se encontró entre los brazos de la fiera antes de haber podido hacer uso de su fusil.

Lo mismo que el coronel, no era la primera vez que el gigante combatía con semejantes fieras. Había luchado ya contra ellas en las Montañas Rocosas, cuando guiaba la diligencia de California.

En vez de tratar de apartarse o de oponer alguna resistencia, tiró la carabina, que en aquel momento no servía de nada, sacó rápidamente del cinto uno de aquellos largos cuchillos americanos llamados bowieknife, de hoja larga y solida, y apoyó la punta sobre el pecho de la osa.

Al abrazo formidable dado por la fiera, la hoja del cuchillo penetró hasta el mango, destrozándole el vientre.

Loca de dolor, abrió los brazos y dejó libre al gigante.

—¡No se aproximen ustedes! —gritó Koltar, viendo a Blunt y a Harris, que acudían cuchillo en mano—. ¡Déjenme ustedes a mí!

El gigante recogió la carabina, que se encontraba frente a la osa, y la descargó en el cuello de ésta; luego, empuñando el arma por el cañón, empezó a darle golpes desesperados. El coloso procedía con acierto, porque sus fuerzas eran extraordinarias. Golpeaba de un modo terrible con la ferrada culata del arma, fracturando el hocico de la bestia.

—¿No tienes bastante? —gritaba el gigante, redoblando los golpes.

Parece que, en efecto, el animal no tenía lo suficiente, porque de pronto retrocedió hacia el bosque y se internó en él, lanzando gritos terribles. En* aquel momento, el macho caía al suelo agitando desesperadamente las patas. Había recibido cinco balas, una de ellas en dirección al corazón.

—¡Eh, mayoral! —dijo el coronel, volviéndose hacia el gigante—. ¡Aquí hay alguna carne que comer, que no será poco sabrosa! ¡Ya que tienes un bowieknife, úsalo!

—¡No soy tan necio que deje a los coyotes las patas del viejo Efrain! —repuso Koltar.

—¿Te ha roto algo la hembra?

—¡Tengo los huesos duros!

—¡Pues date prisa, mayoral!

El gigante limpió la culata de la carabina, que estaba manchada de sangre hasta el gatillo; empuñó después el cuchillo, y se puso a cortar las patas del oso, mientras Blunt y Harris recogían los caballos, que no habían ido muy lejos.

—¡Coronel —dijo el ingeniero—, reciba usted mi felicitación! ¡Es usted un cazador terrible!

—¡Oh! ¡Estas fieras y yo nos conocemos! —repuso Buffalo Bill, sonriendo—. ¡Es el decimocuarto que mato!

—¿Volverá la hembra? —preguntó Blunt.

—Me parece que va bastante estropeada para que se le ocurra volver.

—¡Qué animales, coronel! ¡No creí que los osos grises tuvieran tales dimensiones!

—En las Montañas Rocosas maté dos que eran mucho más altos y más gruesos que éstos. ¿Has acabado, mayoral?

—Sí, coronel.

—Pues cuelga esas patas del arzón, y partamos en seguida. En nuestro campo estarán inquietos a causa de estos disparos.

Abandonaron el cadáver del oso y, otra vez en la silla, se dirigieron hacia el río.

En la orilla opuesta vieron de pronto a Buk Taylor con Annia y dos cowboys

—¡Coronel! —gritó el joven—, dense prisa, que ya no podemos resistir más.

—¿Qué pasa, Buk? —preguntó Buffalo Bill.

—¡Bisontes, coyotes, lobos grises y osos nos amenazan por todas partes!

—Preparad los caballos y levantemos el campo —repuso el coronel—. ¡Ya había previsto que no nos iban a dejar tranquilos! ¡Al agua, señores!

Cincuenta pasos más allá, un rebaño de bisontes trataba de pasar el río, espantados por la proximidad del incendio. Entre aquellos colosales rumiantes había algunos osos y antílopes.

—¡Es una verdadera invasión! —dijo Buffalo Bill, que, por precaución, había montado la carabina.

Atravesaron rápidamente el río, llegando felizmente a la orilla opuesta.

—Harris —dijo Annia—, ¿contra quién han hecho fuego? ¿Estaban cerca los indios?

—No; no se inquiete usted —repuso el ingeniero—. Por ahora ningún peligro nos amenaza. ¿No es verdad, coronel?

—¡Oh, no! —dijo Bill, que había comprendido que el ingeniero no quería alarmar a la joven—. Llegaremos sin dificultad al Gran Cañón.

Cuando llegaron al campamento pudieron cerciorarse de que los cowboys no se habían alarmado sin motivo. Gran número de animales habían invadido aquellos contornos, y aunque, por el momento, impresionados por el inmenso incendio que devoraba la pradera, se mantuvieran tranquilos, no había que fiarse mucho de ellos.

Entre los bisontes, los antílopes, los coyotes y los raccoones había también lobos grises, carcajones, pumas o leones americanos, y algunos osos negros, que de un momento a otro podían enfurecerse y lanzarse sobre los acampados. Ya los caballos conocían el peligro, y se encabritaban, tratando de romper las ataduras que los sujetaban.

—¡Acabarán por devorarse! —dijo Blunt—. ¡Coronel, prefiero irme! ¡Mire usted qué miradas nos dirigen aquellos lobos! ¡De fijo que se alegrarán mucho dándose un banquete con nuestras piernas!…

—Mejor aún con las de nuestros caballos —repuso Buffalo Bill—. Esos animales son más peligrosos que los jaguares, y haremos bien en marcharnos inmediatamente. Señorita Annia, monte usted a caballo, Más adelante encontraremos un campamento más seguro que éste, donde podremos reposar tranquilos.

Soltaron los caballos y se lanzaron hacia el Norte.

Una quincena de lobos grises, altos como perros de Terranova, y que tal vez habían contado para matar el hambre con la carne de los caballos, arrancaron detrás de los cowboys, aullando de un modo aterrador; pero una descarga de las carabinas, que derribó a los más audaces, les quitó las ganas de continuar la cacería.

—¡Siempre al Norte! —dijo Buffalo Bill—. No debemos de estar lejos del Gran Cañón.

—¿Llegaremos antes del alba? —preguntó Harris.

—Mucho antes; y, además, necesitamos un refugio en las márgenes de aquella enorme garganta. Por fortuna, no faltan.

—¿Un refugio? ¿Para qué? Ya no se ven indios, coronel.

—¿No les parece a ustedes que el aire se ha hecho sofocante?

—Tal vez sea el calor que viene de la pradera.

—No, ingeniero; la llanura arde a nuestras espaldas, y el viento, en cambio, sopla del Norte. ¿No ve usted cómo brillan las estrellas? Va a estallar un huracán; estoy seguro de no equivocarme, y hay que buscar refugio, porque aquí cuando estallan semejantes tormentas, son formidables. Los rayos caen en cantidad prodigiosa, y no es agradable encontrarse en esta llanura tan abierta. ¡Animo, señores; espolead de firme mientras resistan los caballos, y siempre adelante! ¡Mañana descansaremos!

Los pobres caballos realizaban prodigiosos esfuerzos para no ceder. Aun cuando sólo habían reposado un par de horas, aquellos incomparables animales resistían tenazmente, manteniendo un galope largo, que hacían ganar a los viajeros milla sobre milla. Tal vez, a semejanza del coronel, conocían la proximidad del huracán, y por eso apresuraban la carrera, seguros de que sus amos los conducirían a algún sitio seguro. De vez en vez lanzaban ahogados relinchos y volvían la cabeza hacia los cowboys.

Buffalo Bill, que iba a la cabeza del grupo, miraba con inquietud al cielo. Las estrellas poco a poco desaparecían bajo una densa niebla, que iba invadiendo toda la bóveda celeste, y algunas fuertes ráfagas rompían bruscamente la calma que reinaba en aquellas inmensas llanuras, haciendo encorvarse a las altas gramíneas que las poblaban.

Hacia las dos de la mañana, en el momento en que los caballos parecían no poder más, Buffalo Bill indicó a Annia una línea muy oscura que se dibujaba claramente hacia el Norte.

—¡La entrada del Gran Cañón! ¡Si los caballos resisten hasta allí, estamos a salvo!

—¿Cuánto tenemos todavía que recorrer? —preguntó la joven.

—Unas cuantas millas.

Un lívido relámpago rompió en aquel momento la neblina que se había condensado, y luego se oyó el lejano rumor del trueno, que se propagó lentamente por las profundidades del cielo.

—¡Aquí está el huracán! —dijo el coronel—. ¡Avivad el paso de las cabalgaduras!

Durante diez minutos todavía, los pobres animales, que respiraban afanosamente, continuaron1 su camino; luego se detuvieron de pronto, doblando la cabeza hasta el suelo.

Frente a los expedicionarios se extendía una zona cubierta de árboles.

—¡El Gran Cañón! —dijo el coronel—. ¡Está a cien pasos de nosotros! ¡Apéense ustedes y lleven los caballos de la brida!

CAPÍTULO IV. EL GRAN CAÑON DEL COLORADO

El Gran Cañón del Colorado es, indudablemente, una de las más extraordinarias maravillas de la América del Norte.

Es un verdadero surco abierto en la corteza terrestre; pero un surco que no tiene igual en el mundo. Ni siquiera las enormes grietas que los viajeros modernos han observado en los profundos valles del Tíbet pueden comparársele. Es un verdadero abismo, y tan grande, que Nueva York y París juntos, y hasta, si se quiere, agregándoles Pekín, con todos sus millones de habitantes, se perderían en su interior. En aquel abismo, excavado durante millares y millares de años por las aguas del río Colorado, todo sentido de medida se pierde ante la vista humana que lo contemple desde lo alto de sus bordes. Imagínese que tiene una longitud de unas seiscientas millas y que ha conservado siempre el antiguo nivel, que es de dos mil pies sobre el mar.

Mientras todos los demás ríos se desbordan, como el Nilo, el Orinoco y el Amazonas, para citar los más importantes y conocidos, el río Colorado no sale nunca de su cauce, a cause de la fuerza perforante, verdaderamente excepcional, de sus aguas y de las arenas que ellas arrastran, que destruyen de un modo incesante las rocas del fondo o, mejor dicho, van desgastándolas.

Así que, mientras la tierra circundante se ha levantado poco a poco hasta ocho mil pies, el Colorado ha permanecido estacionario en su nivel primitivo. Sus afluentes, que bajan, por regla general, de los glaciares situados a dos mil metros de altura, han tomado una parte importantísima en aquella colosal excavación, porque vierten continuamente millares de toneladas de agua rica en detritos, que tienen una potencia perforante casi análoga a la del polvo del diamante.

En aquel abismo no había, por aquel entonces, ni pueblos ni ciudades. Sólo había minas, que eran trabajadas de firme, y que producían la mayor parte cobre, y unas pocas, oro. Sólo a grandes distancias existían agrupamientos de casuchas, apenas suficientes para resguardar a los mineros de los ardientes rayos del sol, y aun éstas eran, con frecuencia, abandonadas cuando los navajos y los apaches, sedientos de estrago o deseosos de hacer nuevas colecciones de cabelleras, bajaban de sus montañas para ir al Gran Cañón.

Sobre los lados de aquellas colosales rocas existían infinitos refugios, cavernas inmensas excavadas por los antiguos lupais, otros indios que, a diferencia de los actuales, cultivaban la tierra en vez de vivir de la caza, y que fueron casi completamente destruidos por los apaches y navajos, que los precipitaron en el abismo después de haberlos expulsado hasta las márgenes de la enorme excavación.

Buffalo Bill, que, como hemos dicho, conocía profundamente el Gran Cañón, comprendiendo que no podía exigir un nuevo esfuerzo a los caballos y que había que tratar de no perderlos, se lanzó a tierra, cogiendo el suyo por la brida.

—Lleguemos, por lo pronto, al borde del abismo —dijo a sus compañeros—. Si no me engaño, debemos de estar cerca del pico de Kit.

—¿Encontraremos allí algún refugio? —preguntó Harris.

—Sí; un antiguo pueblo subterráneo de los lupais.

—¡Pues en marcha, coronel! ¡El huracán está para desencadenarse!

Violentísimas ráfagas bastante frías bajaban de las montañas que se alzaban en la margen opuesta del abismo, y torcían con ruido siniestro las ramas de los cerezos y de los árboles de algodón, mientras en lontananza seguía retumbando el trueno.

Algún relámpago rompía de cuando en cuando la oscuridad, seguido casi siempre de fragores extraños, que parecían producidos por desmoronamientos de las rocas en el interior del Gran Cañón.

Atravesado el bosque, los viajeros se encontraron de improviso frente a la enorme excavación, la cual se abría entre dos altísimas rocas que caían a plomo a derecha e izquierda.

—¡Ya estamos! —dijo Buffalo Bill—. ¡Señores, mucho cuidado dónde se ponen los pies, porque tenemos que marchar por una especie de cornisa, y el que resbale dará un salto de dos mil quinientos metros, o tal vez más!

—Annia —dijo Harris—, deme usted la mano.

—¡Cuidado con los caballos, muchachos! —añadió el coronel, volviéndose a los cowboys—. ¡Tratemos de conservarlos!

En la base de la roca situada a la derecha vio Harris, a la luz de un relámpago, un estrecho sendero o, mejor dicho, una cornisa, que bordeaba el abismo y que se inclinaba hacia Levante.

Buffalo Bill, llevando de la brida su caballo, se internó por el sendero audazmente, aun cuando sólo tuviera un espacio apenas suficiente para que un cuadrúpedo pudiera sentar en él los cuatro cascos. Parecía que aquel pasaje había sido abierto más por la Naturaleza que por el hombre, puesto que la roca superior caía casi a plomo sobre él.

Debajo, a dos mil quinientos metros, se oía el río Colorado correr ruidosamente, brillando de un modo aterrador cada vez que el cielo se iluminaba. Entre aquel caos de rocas, que parecía iban a precipitarse de un momento a otro en el abismo, se oían despeñarse los afluentes del gran río desde los altísimos glaciares.

El coronel, que, ciertamente, no sufría de vértigo, avanzaba tranquilo, como si fuera por un ancho camino, sin encorvarse siquiera cuando las ráfagas soplaban sobre el estrecho pasaje.

Harris, que llevaba cogida de la mano a Annia, le seguía, con Buk Taylor detrás, que estaba encargado de velar por ellos. Luego marchaba Blunt con el mayoral, y después, los otros con los caballos. De cuando en cuando, el coronel lanzaba un grito de alarma:

—¡Cuidado! ¡Aquí hay una hendidura! ¡Id siempre pegados a la pared!

Durante diez minutos flanquearon la roca, avanzando muy despacio para no rodar en aquel espantoso abismo; luego, el sendero se ensanchó, terminando en una especie de recinto cerrado por todas partes con rocas altísimas, menos por el lado de donde llegaban los viajeros.

—¡Ya hemos llegado! —dijo el coronel, señalando una arcada que se dibujaba cerca de allí—. Aquí se encuentra el antiguo pueblo natal de los lupais. ¿Estamos todos?

—Sí —repuso Harris—; pero la prueba ha sido dura. ¡Me he sentido dos o tres veces atraído por aquel horrendo abismo!

—¡Síganme, señores! Creo que nadie conoce este refugio que descubrí un día por casualidad persiguiendo a un oso negro. ¿Te acuerdas, Buk?

—Sí, coronel —repuso el cowboy.

Buffalo Bill se dirigió hacia la arcada y penetró en una amplia abertura semicircular, que parecía la entrada de una caverna.

—Buk, prepara una antorcha —dijo—. El cliff-dwelling no está lejos.

Atravesada aquella segunda entrada, los viajeros se encontraron en un sendero abierto entre las rocas, que subía serpenteando suavemente, y que estaba flanqueado de cuando en cuando por extrañas construcciones medio derruidas que semejaban vagamente pequeñas torrecillas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Blunt.

—En el camino que conduce al cliff-dwelling —repuso Buffalo Bill—. Aquellos indios sabían emplazar bien sus pueblos en lugares casi inaccesibles, y hasta defendidos por sólidas construcciones.

Continuaron subiendo, a pesar del furioso vendaval, y llegaron a una plataforma bastante amplia, que por un lado miraba al abismo del Gran Cañón, y que estaba cubierta de ruinas de algunos bastiones ya disgregados por las aguas. A derecha e izquierda se oía el ruido de invisibles torrentes que se precipitaban en el abismo con un* murmullo incesante.

El coronel señaló una abertura y, cogiendo la antorcha que Buk había encendido, penetró en su interior sin abandonar el caballo.

Los fugitivos se encontraron en un recinto de forma cuadrada, excavado en los estratos blandos de la montaña, y que tenía cuatro pequeñas ventanas que parecían abrirse sobre el precipicio. En el extremo había otra abertura que, probablemente, debía de conducir a otra estancia semejante, y de la cual partían ráfagas de viento.

Sobre las paredes se veían extrañas pinturas, que querían representar animales de otras épocas, y colgados del techo, algunos saquitos de papel que oscilaban al soplo del aire.

—Señores —dijo Buffalo Bill—, aquí podremos reírnos del huracán y reposar tranquilos. Koltar, veo en aquel ángulo trozos de madera y huesos que tendrán, probablemente, millares de años. Prueben ustedes a encender un poco de fuego, y tú, Buk, prepara una de las patas del oso, si…

Un fragor espantoso, que repercutió horrorosamente en la estancia del cliff-dwelling e hizo encabritarse a los caballos, le cortó la palabra.

—¡Va a desencadenarse un ciclón! —dijo el coronel—. Ha sido una verdadera fortuna que hayamos llegado aquí tan a tiempo. ¡No se asuste usted, Annia! Estas construcciones maravillosas no se derrumban fácilmente, aun cuando hayan sido hechas sobre la orilla del Gran Cañón.

—¿Quién habitó estos lugares, señor Bill? —preguntó Blunt, que se había sentado en una piedra cerca de Annia y de Harris.

—Los indios lupais; al menos, así se cree —repuso el coronel—. Se encuentran muchísimas de estas habitaciones subterráneas entre las rocas que circundan el Gran Cañón.

—Es verdad —dijo Harris—. Ese pueblo, que parece venido de Méjico, huyendo de los españoles, se ha refugiado aquí, instalándose en parajes casi inaccesibles. Se han aprovechado de las pequeñas gargantas abiertas por las aguas entre los estratos de terrenos blandos para abrirse estas habitaciones, que durante tantos siglos fueron ignoradas por todos, hasta por los mismos apaches, que, sin embargo, recorrieron en todos sentidos estos lugares.

—¿Y cómo lograron ocultarse a las miradas de los demás? —preguntó Annia.

—Porque minaban las paredes exteriores de modo que nadie podía penetrar allí, ni siquiera sospechar la existencia de un pequeño pueblo de seres humanos. En algunas gargantas, esta cavidad murada se prolonga en un espacio de muchas millas, presentando en medio de rocas, talladas casi siempre a pico, sus fachadas inaccesibles.

—¿Vivieron muchos siglos tranquilos e ignorados? —preguntó Blunt.

—Sí —repuso Harris.

—¿Y cómo desapareció aquel pueblo?

—Fue destruido por los feroces navajos el día en que aquellos guerreros lograron descubrir estos asilos. Casi todos aquellos desgraciados indios, que se habían desterrado voluntariamente a estos picos altísimos, fueron muertos en sus refugios o precipitados al Gran Cañón.

—¿Es que no existen ya? —preguntó Annia.

—Es probable que haya algunos todavía —dijo Buffalo Bill— escondidos en las más altas cimas, en lugares absolutamente inaccesibles. Un día, al atravesar un cañón profundísimo, vi algunos indios encaramarse sobre las rocas que se encontraban a quinientos o seiscientos metros sobre mí, y desaparecer por una hendidura del terreno. Había con ellos algunos muchachos que, por su agilidad, podían apostárselas con los carneros de la montaña. Les diré también que los mineros del Gran Cañón tratan siempre de sorprender a los habitantes de las cavernas, con la esperanza de obligarlos a revelar el secreto del oro.

—¿El secreto del oro? —exclamaron Annia y Blunt.

—Se cree que, después de la conquista de Méjico, aquellos indios habían transportado fabulosas riquezas y las tenían ocultas en sus misteriosas cavernas —prosiguió Buffalo Bill—. Otros, en cambio, afirman que habían escondido o, mejor dicho, sepultado las minas que en tiempos remotos poseía Moctezuma, emperador de Méjico, a donde nadie pudiese encontrarlas. Algo de verdad debe de haber en eso, porque sé que muchos mineros se han casado con indias del Gran Cañón con la esperanza de sorprender el secreto, y que han ofrecido algunas muías cargadas de plata a los jefes de las tribus si éstos les ayudan en sus propósitos.

—¿Y qué ha resultado de todo eso? —preguntó Harris.

—Hasta ahora, nada, porque aun las expediciones armadas han sido destruidas en el interior de las cavernas; y, por último, dos hombres que habían logrado averiguar dónde tenían oculto los indios el oro, han sido seguidos y asesinados, a fin de que no divulgaran el secreto. Recuerdo también que hace algunos años los mejicanos afirmaban haber encontrado una caverna cuyas paredes y techos estaban cubiertos por láminas del precioso metal; pero, prevenidos los indios, dieron a los mejicanos ferocísimas batallas, consiguiendo expulsarlos de aquellas inmediaciones. Cuando volvieron algunos años después, una vez vencidos los pieles rojas, no lograron encontrar aquella caverna, porque los guerreros rojos hicieron saltar por medio de minas los senderos y cavernas, de tal modo, que el aspecto de la región había cambiado por completo. ¡Eh, Koltar! ¿Cómo va ese asado?

—¡Ya está listo, coronel! —repuso el gigante—. Y, a juzgar por el perfume que exhala, es un plato exquisito. ¡Qué grasa tan excelente tienen estos animales!

—Pues tráetelo; y tú, Buk, busca en las bolsas de mi silla algunas botellas de whisky que allí debe de haber, si no me engaño. Después descansaremos a pierna suelta, a pesar del huracán.

El mayoral, que había realizado su delicada misión de cocinero a las mil maravillas, puso una manta en tierra a guisa de mantel, y sobre ella media docena de hojas que un cowboy arrancó de una planta que crecía junto a la caverna, y allí dejó la enorme presa, que, en realidad, exhalaba un perfume bastante agradable.

Buffalo Bill trinchó la pata del oso y sirvió a cada cual un pedazo, comenzando, naturalmente, por Annia.

Apenas habían terminado la comida, entre cena y desayuno, porque el alba estaba próxima, cuando se oyó un ruido ensordecedor.

Parecía que centenares de torrentes se precipitaban a lo largo de las rocas y que formidables truenos repercutían en el interior de la caverna.

Por las irregulares ventanas abiertas sobre el abismo entraban violentas ráfagas de viento y cegadoras oleadas de luz.

Buffalo Bill, que se había lanzado a la entrada del refugio en unión de Buk Taylor, volvió inmediatamente, diciendo:

—¡Es un ciclón que se desarrolla sobre nosotros! ¡Dejémosle pasar!

Con las mantas se improvisó en un lado del recinto un lecho para la joven, poniéndole una silla de caballo a guisa de almohada. Era todo lo que podía hacerse: los lechos de los cowboys no suelen ser otros.

Blunt y Harris, que estaban cansadísimos, se recostaron sobre una simple manta, y el mayoral y los cowboys los imitaron.

El coronel y Buk Taylor, que parecían no sentir gran necesidad de reposo, se dirigieron nuevamente hacia la entrada de la gruta, a través de la cual penetraban rugiendo ráfagas que amenazaban apagar el fuego. Los relámpagos se sucedían con aterradora frecuencia, se oían truenos espantosos, como si todas las rocas se precipitaran en el inmenso abismo abierto por el Colorado, y en la altura se oían silbidos y rugidos terribles, como si cruzaran centenares de corrientes de aire procedentes de todos los puntos del horizonte.

—¿Qué va a suceder? —preguntó Buk Taylor, tratando de asomar la cabeza por la arcada.

—Un ciclón espantoso, sin duda, se desencadena sobre el Gran Cañón —repuso Buffalo Bill—. El hecho es que no estoy muy tranquilo, aun cuando estamos a cubierto.

—¿Oye usted, coronel? —preguntó, al cabo de un rato, el cowboy, que tenía el oído atento.

—¿Qué?

—Me parece oír gritos humanos.

—¿Proceden del Gran Cañón?

—No; más bien parece que vienen de la altura.

—¿Habrá otro cliff-dwelling sobre este refugio?

—¡Escuche usted con atención!

Buffalo Bill creyó oír entre los rugidos del ciclón algunos gritos.

—¡Salgamos, Buk!

Iban a dirigirse a la salida, cuando sintieron temblar el suelo bajo sus pies, y después oyeron una explosión formidable en la misma entrada de la caverna.

—¡Un terremoto! ¡Alerta! —gritó el coronel.

En el mismo instante, Buk lanzó una exclamación:

—¡Sangre de búfalo! ¡Una roca desprendida nos ha encerrado, y estamos sepultados en el cliff!

CAPÍTULO V. SITIADOS

Los ciclones que se desencadenan en aquella inmensa llanura, que desde la imponente cadena de las Montañas Rocosas siguen sin interrupción hasta las orillas del Mississippi, rompiéndose apenas llegan a la monótona planicie por alguna colina o algún aislado pico, y que luego siguen al otro lado del gran río, prolongándose hasta la costa del Atlántico, son tan formidables, que es difícil formarse una idea de su extraordinaria violencia.

Cuando los vientos del Norte que recorren aquellas llanuras sin límites se encuentran con los que provienen del Atlántico, sin hallar cordilleras que detengan su curso, estallan tremendos huracanes, debidos a esas colisiones de corrientes atmosféricas procedentes de puntos opuestos.

El ciclón oscurece en pocos instantes el firmamento, lanzando sobre las praderas una sombra siniestra; ruge el trueno horriblemente; se entrecruzan los relámpagos como infernales llamaradas; llueve; después, graniza; más tarde se oye un fragor terrorífico, y pronto un formidable vórtice de aire desarraiga los árboles y se los lleva como pajas; descuaja techos, derriba las casas y las tiendas de los indios, detiene y arrastra los más pesados trenes y surca la tierra como un arado monstruoso.

Todos los elementos de la tierra se lanzan sobre los hombres, sobre las cosas; y luego el meteoro tremendo se disipa tan rápidamente como se formó, no dejando tras sí más que un frío penetrante que se difunde por la atmósfera.

Y no se crea que esos ciclones son raros. En seis años, desde 1875 a 1881, se contaron cuatrocientos cincuenta y uno, que mataron setecientas setenta y siete personas e hirieron gravemente a quinientas cuarenta, sin contar a los indios de las praderas; demolieron unas mil casas y destruyeron por completo unos cincuenta pueblos.

En ocho años sucesivos los ciclones mataron a cerca de tres mil personas.

Durante el ciclón que se desencadenó sobre Delfos, en Kansas, en agosto de 1879, algunas personas fueron completamente despojadas de sus vestidos y reducidas a una pulpa negruzca.

Un corredor de praderas que se había refugiado en un pajar fue levantado en el aire como una pluma y dejado caer después junto a su caballo, al que quiso aferrarse; fue de nuevo arrastrado, encontrándose más tarde desvanecido con un mechón de crin en las manos.

Un gato fue transportado a ochocientos metros de distancia, quedando aplastado como si le hubieran hecho pasar por los rodillos de un laminador, y una casa de piedra fue arrastrada a cien metros de sus cimientos.

En Grinnel, en 1879, el ciclón socavó el suelo a muchos metros de profundidad; en Pomeroy, en Illinois, las casas chocaron entre sí como hojas sacudidas por una ráfaga de viento, sepultando a casi todos los habitantes; el ciclón que pasó por el lago Michigan en 1899 transportó las barcas de vela como si fueran cometas y volcó los grandes buques, llevándolos a tierra.

Estos datos bastan para formarse idea de la tremenda violencia de los huracanes de la América septentrional; y hasta el Golfo de Méjico, porque éstos no son menos impetuosos, y quizá son más peligrosos, pues ordinariamente van seguidos de temblores de tierras que producen daños incalculables en las Antillas.

El que se había desencadenado sobre el Gran Cañón y sobre las praderas inmediatas, no debía ser uno de los más débiles, a juzgar por los poderosos rugidos del viento y el ensordecedor estrépito de los truenos; y quién sabe qué movimiento terrible habría producido con aquel caos de rocas y de abismos espantosos en el momento en que Buk Taylor había lanzado aquel grito.

Harris, Blunt, Annia y todos los demás, bruscamente despertados, primero por el fragor de las sacudidas de las paredes del cliff, después por la alarma del coronel, se pusieron precipitadamente en pie, creyendo que el techo de la caverna iba a desplomarse.

El fuego estaba casi extinguido; sólo algunos tizones estaban para consumirse, lanzando de vez en vez alguna luz indecisa sobre el pavimento y las paredes. Hasta los caballos, presa de vivísimo terror, se habían levantado, relinchando y agitándose vivamente.

—¡Señor Bill! —gritó Harris, que se había puesto al lado de Annia como para defenderla de un peligro que aún no conocía—. ¿Qué pasa?

—¡Calma, señores! —dijo el coronel, que no perdía nunca, ni en las más terribles situaciones, su prodigiosa serenidad—. Parece que una sacudida de terremoto ha desprendido un trozo de roca y que la salida se ha cerrado, al menos por ahora.

—¿Estamos prisioneros? —preguntaron a un tiempo Harris, Annia y Blunt.

—Me lo parece.

—Sí, coronel —dijo en aquel momento Buk Taylor, que había examinado la salida—. La cosa es positiva, y temo que por ese lado no volveremos más a ver la luz del día.

—Es un trozo de roca enorme que ha caído delante del cliff, y sólo con dinamita se podría hacer saltar.

—Tal vez exista algún otro pasaje —dijo Annia.

—Tal vez, señorita —repuso el coronel—. Yo he visitado algunas cavernas semejantes a ésta, que tenían varias salidas. La reconoceremos con calma, y no desespero de encontrar algún conducto que nos permita volver al aire libre.

—Y esa roca, ¿se habrá precipitado por la violencia del viento? —preguntó Blunt.

—Lo dudo —dijo Buk Taylor.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Harris.

—Que un momento antes que esa enorme masa cayera, habíamos oído sobre nosotros gritos humanos. ¿No es cierto, coronel?

—Así lo creo —repuso Buffalo Bill

—¿Habrá indios más arriba?

—No me sorprendería, señor Harris, que hubiese sobre éste otro cliff-dwelling

—¿De modo que…?

—Puede suceder que sea una mala partida que nos hayan jugado los lupais, creyendo habérselas con navajos o con apaches, sus seculares enemigos.

—¿Nos habrán visto entrar?

—Tal vez hayan visto el fuego, cuya luz se proyectaba fuera de la caverna —repuso Buffalo Bill—. Señores, por el momento no hay nada que hacer. Vuelvan a dormirse, y en cuanto salga el sol, exploraremos este cliff en todos sentidos.

Tranquilizados por las palabras y la calma del coronel, y seguros de no correr ningún peligro, todos volvieron a recostarse. Hasta los caballos se habían tranquilizado, echándose unos junto a otros, lo que indujo a todos a suponer que no había sido un terremoto el causante del desplome de la roca, porque los animales presienten con bastante antelación las oscilaciones del suelo.

El ciclón parecía calmarse. A través de las pequeñas ventanas seguían entrando furiosas ráfagas de viento y algunos resplandores de los relámpagos, pero el fragor de la tempestad disminuía poco a poco. Hacia las seis, Buffalo Bill y Buk despertaron a los que reposaban.

El huracán había cesado por completo, y una luz vivísima penetraba en la habitación, reflejándose en las paredes opuestas.

—Reconozcamos primero la roca —dijo el coronel, después de haber hecho distribuir a todos un* poco de whisky—. Veamos si hay alguna esperanza de poder moverla.

Una sola ojeada le persuadió de que por aquel lado no había nada que intentar. La roca, que debía de pesar muchas toneladas, tapaba perfectamente la abertura y se había empotrado profundamente en el terreno. Sólo un barreno poderoso o un gran cartucho de dinamita hubiera podido removerla, y los cowboys no se hubieran privado, seguramente, de sus cartuchos, ante el temor de encontrarse luego indefensos a merced de los navajos o de los apaches.

—Buscando, encontraremos alguna otra salida —dijo Buffalo Bill—. Es imposible que este cliff, que me parece muy grande, no tenga otra entrada.

—¿Cómo se las habrán compuesto los indios para mover una masa tan enorme y hacerla rodar hasta aquí? —preguntó Annia, que no mostraba la menor preocupación.

—He observado en algunas gargantas donde hay cliff profundos canales que, de seguro, han sido, abiertos para hacer caer sobre los enemigos grandes masas de roca —repuso el coronel—. También he visto muchos trozos de roca mantenidos en equilibrio al extremo de estos surcos.

—¡Esos indios son el demonio! —dijo Blunt.

—Señores, comencemos la exploración.

—¿Sin antorchas? —preguntó Harris.

—No hacen falta. Todas las estancias deben de tener ventanas abiertas sobre el Gran Cañón.

Se pusieron en marcha y pasaron a una segunda estancia, más amplia aún que la primera, y que tenía seis pequeñas claraboyas por las que penetraban los rayos del sol.

En los ángulos había montones de ceniza y de carbón, mezclados con enormes huesos y otros pequeños, pertenecientes a animales ya desaparecidos: al formidable tigre, con los dientes en forma de sable; al gigantesco oso de las cavernas, al elegante primitivo y tal vez al pequeño antecesor del caballo, misteriosamente desaparecido, y no mayor que un cerdo, y que un tiempo habitaron las profundidades del Gran Cañón.

Encontraron después una tercera estancia, luego una cuarta y muchas otras después, todas bastante grandes y llenas de escombros; tenían ventanas abiertas sobre el abismo, de formas más o menos regulares, y taladradas en la roca.

Al cabo de media hora larga llegaron a una especie de terraza, cercada por todas partes de rocas altísimas, cortadas a pico, defendidas hacia el lado del Gran Cañón por un muro de un par de metros de alto, construido con bloques de roca sólidamente cimentados. No había otra salida ni otras estancias.

—Estamos presos, ¿verdad, coronel? —preguntó Harris con ansiedad.

—¡Poco a poco! —repuso Buffalo Bill—. Aún no hemos hecho más que una exploración sumaria. Puede haber algún pozo o algún pasaje más o menos oculto. Volvamos a la última sala y examinémosla bien. Allí almorzaremos las patas del oso gris. No tenemos ninguna prisa, y yo tengo la costumbre de no desesperar jamás.

Volvieron a entrar en el cliff. Mientras Koltar, que había llevado las provisiones, preparaba el almuerzo, Buk Taylor, que debía de ser muy curioso, como todos los cowboys, habiendo descubierto detrás de un montón de escombros una abertura, penetró audazmente por ella para ver en dónde terminaba.

Apenas se había advertido su ausencia, cuando se le vio reaparecer con los ojos un poco extraviados.

—Coronel —dijo con voz ligeramente alterada—, ¿hay fantasmas aquí?

—¿Por qué dices eso? —preguntó Buffalo Bill.

—He descubierto una especie de gruta circular iluminada por una sola ventana, en cuyo centro había una figura blancuzca que me pareció dotada de movimiento. Puede ser una estatua, o tal vez un ser humano que ha tratado de asustarme.

—¿Te has hecho supersticioso, muchacho? —dijo riendo Buffalo Bill—. ¿No serás ya un cowboy?

—Pero coronel…

—Está bien; vamos a ver lo que hay. Tal vez en esa habitación se encuentre la salida que buscamos.

Por precaución, montó su fusil, y penetró por la abertura que Buk había descubierto, siguiéndole todos los demás.

Se encontraron en una sala perfectamente circular, con la bóveda en forma de cúpula, e iluminada por una sola ventana.

Las paredes estaban cubiertas de dibujos e inscripciones, y en medio de la estancia, sobre un primitivo pedestal, se elevaba una estatua que parecía de arcilla, con la cabeza muy gruesa y los brazos cruzados sobre el vientre, que era bastante voluminoso, y las piernas cruzadas.

—¿Será una divinidad adorada por los antiguos indios? —preguntó Buffalo Bill al ingeniero, que miraba la estatua con viva curiosidad.

—O una reproducción del Buda asiático —dijo Harris—. ¿Será tal vez verdad que los indios hayan tenido relaciones con los chinos en tiempos antiquísimos? Esto es una prueba de que ciertos historiadores no se han engañado.

—¿De modo que esta estatua se parece al dios adorado por los asiáticos? —exclamó Annia.

—Sí —repuso Harris—; se parece mucho a las que yo he visto en China hace pocos años.

—Señor Harris —dijo Buffalo Bill—, también yo he oído contar que los antiguos indios habían tenido relaciones con los chinos, y he recogido acerca de este particular extrañas leyendas entre varias tribus de pieles rojas.

—¿Es verdad, coronel?

—Sí; a través de los siglos, los indios de Tejas conservan, de padres a hijos, el recuerdo de un hombre extraordinario, que tenía color distinto del suyo, que vestía una larga túnica y un manto y que les enseñó a huir del mal y a vivir justamente, con sobriedad y en paz con todos, y que después tuvo que huir para evitar persecuciones, dejando la huella de un pie sobre una roca. Me han enseñado también una estatua antiquísima, a la que llamaban Wi-shi-pecocha, que se parecía bastante a ésta..

—Nombre que, probablemente, no es más que una alteración de Hui-Shen-bikschi; en lengua mogola quiere decir monje —dijo Harris.

—¿Cree usted firmemente que hace muchos siglos los chinos habían llegado a las costas septentrionales? —preguntó Annia.

—Hay muchos que participan de mi opinión, y, además, no faltan pruebas. Si los indios recuerdan a hombres de color distinto al suyo, los chinos también recuerdan y conservan la tradición de un viaje extraordinario realizado el año cuatrocientos noventa y nueve de nuestra Era por un monje budista, natural de Afganistán, y que se llamaba Hui-Sen, el cual llevó a China fibras vegetales, que debían de ser procedentes del Agave, planta desconocida en el Extremo Oriente.

»Las antiguas tradiciones afirman que más tarde otros cinco monjes budistas desembarcaron en América, recorrieron Méjico y llegaron hasta el Yucatán, predicando su fe y ensañando artes y ciencias. El hecho es que, cuando los españoles conquistaron a Méjico, encontraron notables coincidencias con la civilización y creencias asiáticas.

—¡Eso es sorprendente! —dijo Buffalo Bill.

—Pero hay otras pruebas —dijo Harris—. En Asia, por ejemplo, Buda se llama Gautana, y también Cayka, que es el nombre de la estirpe ¿De qué puede derivarse el nombre de Guatemala? De Guautama-la, y, en sánscrito, la significa país.

¿Y qué diremos de Huatamo? ¿Y qué de Guatemotzir, que significa en lengua india antigua Gran Sacerdote? ¿Es que los asiáticos del Tíbet no llaman a sus monjes Lamas? Y los mejicanos, ¿no llaman Tlamas a los suyos? Además, ¿no se han encontrado últimamente en Sonora vestigios clarísimos que recuerdan las construcciones asiáticas, imágenes, tabletas esculpidas, ornamentos, templos y pirámides? En Gampeaky, por ejemplo, se ha descubierto recientemente una gran estatua que representa con gran fidelidad un sacerdote budista; y en Palenque, otra estatua que representa a Buda sentado, con las piernas cruzadas sobre un asiento formado por leones, figura muy común en la India y en China; en el mismo Palenque fue también encontrada una cabeza de elefante esculpida sobre un muro, y todos saben muy bien que aquel proboscídeo es en Asia el símbolo usual de Buda.

—¿De modo que los chinos conocían a América antes que Colón? —preguntó Blunt.

—Evidentemente; sin que esto quite mérito alguno a aquel grande y audaz navegante —repuso Harris—. Pero olvidaba otro descubrimiento extraordinario hecho recientemente en la América Central, y es que la lengua malaya del Yucatán es casi en una tercera parte puramente griega.

—¿Griega? —exclamaron Annia y Buffalo Bill.

—¿Les sorprende a ustedes? ¿Es que el griego no se deriva del sánscrito? Esto es una prueba más de la llegada a la tierra americana de la gente asiática.

Una detonación que repercutió en la sala inmediata, y que parecía proceder de lejos, interrumpió bruscamente aquella conversación.

Todos se volvieron rápidamente, mirándose entre sí con estupor fácil de comprender y creyendo haberse engañado.

—¿Un disparo? —preguntó, por último, Harris.

—No puede haber sido producido más que por una carabina —repuso Buffalo Bill.

—¿Disparada dónde?

—Hacia la última sala, donde se encuentran nuestros caballos. ¡Señores, síganme ustedes inmediatamente!

Salieron a toda prisa y atravesaron a paso de carga todas las estancias, llegando a la última sin haber encontrado a nadie.

En el mismo instante resonó otra detonación detrás de la roca que cerraba la salida, y hasta un poco de humo penetró por algunas hendiduras.

—¿Serán indios? —preguntó Annia.

—Los lupais nunca han poseído armas de fuego, puesto que nunca han tenido contacto con los hombres blancos —repuso el coronel.

Después gritó con voz tonante, aproximándose a la roca:

—¿Quién hay ahí?

—¿Por fin nos oís? —repuso una voz—. ¡Ya comenzábamos a perder la paciencia! ¿Tan bien se duerme en el cliff?

—Os he preguntado quiénes sois —replicó el coronel, molesto por el tono zumbón del desconocido.

—¿Queréis saber mi nombre? Me llamo José Mirim.

—Eso no me dice nada; le ruego que se explique mejor, y le aconsejo que no se permita bromas con el coronel Cody, llamado Buffalo Bill.

—¡Me había figurado que era usted! —dijo el desconocido—. ¡Palabra de honor que me disgusta haberle cogido a usted con los otros!

—Pues a mí no me da frío ni calor —repuso el coronel—. ¿Han sido ustedes los que nos han encerrado aquí?

—Nosotros, coronel. ¡Oh! ¡La cosa ha sido facilísima, se lo aseguro a usted! El canal para hacer rodar esa roca había sido ya labrado por los antiguos habitantes de las cavernas, y no hemos hecho más que…

—¡Acaba, bufón! —rugió Buffalo Bill—. Os pregunto qué queréis de nosotros, y os pido que me digáis por qué motivo nos habéis aprisionado.

—Para obligaros a entregarnos a una señora que está en vuestra compañía.

—¿Quién es? —preguntó Harris adelantándose de un salto.

—Miss Annia Clayfert.

—¿Yo? —exclamó Annia.

—¿Quién es el que la quiere? —preguntó Harris.

—¡Yo! —repuso otra voz—. Simón, el Rey de los Cangrejos.

Harris y Blunt lanzaron un grito de rabia.

—¡El maldito negro!

CAPÍTULO VI. TODAVÍA EL «REY DE LOS CANGREJOS»

Durante algunos momentos reinó en la sala del cliff un profundo silencio. La sorpresa había hecho enmudecer a todos, porque ninguno había pensado en el astuto e implacable negro, y a nadie se le había ocurrido que él hubiera sido el autor de aquella terrible treta.

La voz de Simón rompió el silencio.

—¿Qué me contestan? —preguntó.

—¿Qué es lo que quieres, bandido? —preguntó Harris.

—La Soberana del Campo de Oro —repuso el Rey de los Cangrejos.

—¡Más bien te llevarías una bala clavada en el pecho!

—¡Lo que por ahora no es posible, ingeniero! —dijo Simón irónicamente—. Además, tengo conmigo un número de personas resueltas que no lo permitirían.

—Señor negro —dijo Buffalo Bill—, no tenemos tiempo ni ganas de andar en coloquios con usted; y le advierto que si tiene consigo una banda de forajidos dignos de la horca, el ingeniero tiene un grupo de personas honradas, pero que vale mucho más que sus facinerosos. ¡Explíquese, pues, inmediatamente!

—Creo que no hace falta. Ya le he dicho que me entregue a miss Annia, que sé perfectamente que se encuentra con ustedes, porque la hemos visto anoche, junto al fuego que encendieron.

—¿Y si nos negásemos, señor africano?

—Permaneceréis encerrados para siempre en el cliff, hasta que perezcáis —repuso Simón—. ¡O miss Clayfert, o el hambre; escoged!

—¡Es usted un miserable, un vil negro! —exclamó Annia con ira—. ¡Quisiera tenerle delante para abofetearle!

—¡Lo hará usted más tarde, señorita, si puede! —repuso Simón—. ¡De la subasta se me escapó usted; pero lo que es ahora, no he de dejarla!

—¡Bufón! —gritó Blunt.

—¡Ah! ¿Está usted también ahí? ¡Me pagará el engaño del bar, señor escritor! —dijo Simón con feroz acento—. ¡Le haré desollar por mis negros!

—¡Y yo voy a arrancarle la melena, feo salvaje! —gritó Blunt—. ¡Aguarda que te coja, cangrejo inmundo!

—¡Dejémosle que se ahorque —dijo Buffalo—, y tratemos de salir! ¡Yo no consentiré que caiga Annia en manos de ese gorila africano!

—¡Si pudiésemos atacarle!… —dijo Buk Taylor.

—Permanece aquí tú con seis cowboys, y haz fuego sin misericordia sobre esos bandidos si se deciden a hacer saltar la roca; y nosotros, señores, sigamos buscando. Me parece imposible que no haya otra salida. No tenga usted miedo, señorita, que esos canallas no la cogerán, y nosotros no nos rendiremos.

—¡No temo a ese bufón! —dijo Annia con voz enérgica.

—Además, no hay por qué temer un asedio —dijo Koltar—. Tenemos nueve caballos que comernos, y el agua filtra por todas partes. Podemos, por tanto, resistir mucho tiempo.

—¡Seguidme! —dijo Buffalo Bill

Dejaron a Buk y a los seis cowboys custodiando la salida y volvieron a internarse en las cavidades del cliff, percutiendo las paredes con la esperanza de encontrar algún pasaje escondido.

Al cabo de algunas horas tuvieron que convencerse de que el cliff no tenía ninguna otra salida.

El coronel, que hasta entonces se había mostrado confiado, pareció preocuparse profundamente.

—¿Será posible que esos miserables nos tengan cogidos? —dijo, por último.

—¿Estamos presos, señor Bill? —preguntó Harris, mirando con angustia a Annia, la cual permanecía siempre tranquila, como si nada de aquello la afectase.

El coronel le miró, sin contestar.

—Señor Bill —dijo de pronto Koltar—, ¿ha mirado usted todas las ventanas?

—¿Por qué me hace usted esa pregunta, mayoral? —preguntó el coronel.

—Sígame a la tercera habitación. Me parece que desde aquella parte la montaña no baja a pico y que hay una cornisa un poco más abajo.

Volvieron rápidamente atrás, y Buffalo Bill se asomó a la ventana indicada por el mayoral.

También aquélla se abría sobre el abismo; pero veinte metros más abajo, la roca mostraba un ancho saliente, una especie de sendero, excavado tal vez por los lupais, y que, probablemente, conducía a cualquier otro cliff.

—¡He aquí un descubrimiento importante! —dijo—. Por aquí se podría escapar. Annia, ¿sufre usted el vértigo?

—No, coronel.

—¿Y usted, ingeniero?

—Tampoco.

—¡Entonces, estamos a salvo! Perderemos los caballos; pero poco importa; en cualquier lugar encontraremos otros.

—¿Y bajaremos hasta ahí? —preguntó Blunt.

—Sí —repuso el coronel.

—¿Y las cuerdas?

—Tenemos las bridas de los caballos, las pieles de las sillas, y hasta las mantas. Haremos una cuerda tan sólida, que pueda resistir hasta a Koltar, que pesa como un bisonte pequeño.

—¿Encontraremos después el modo de bajar al Gran Cañón? —preguntó Harris.

—Desde luego, ese sendero conduce a alguna parte, porque ha sido hecho a propósito, Esto no es capricho de la Naturaleza, ni ha sido abierto por las aguas. ¡Démonos prisa, señores, a burlar a ese maldito negro, al que espero dar algún día una terrible lección!

Volvieron sobre sus pasos hasta llegar a la primera estancia, donde Buk Taylor y sus hombres vigilaban la salida.

—¿Nada? —preguntó el coronel.

—Parece que esos bandidos se han ido a otra parte —repuso el cowboy—; no se les oye ya.

—No estarán muy lejos. ¡Ayúdenme todos!

Quitaron a los caballos los jaeces y se pusieron inmediatamente al trabajo, cortando el cuero de las sillas, y hasta las cubiertas, para que la cuerda fuera de una solidez a toda prueba.

Una hora larga duró aquella labor; por último, lograron obtener una especie de cable formado con tiras de piel y de cuero entrelazadas. Hasta los lazos fueron empleados en aquella operación.

—Tiene cerca de treinta metros —dijo el coronel, que la había medido—. No necesitaremos más.

—¿Dejaremos a los caballos morirse de hambre? —preguntó Buk, que miraba al suyo con profunda tristeza.

—Más tarde los mataremos —repuso Bill—; dejadlos vivir por ahora.

Volvieron a la sala, cuyas ventanas se abrían sobre el espantoso abismo, y el coronel hizo bajar un extremo de la cuerda hasta el sendero.

—¿Quién será el primero que la pruebe? —preguntó.

—Yo, si ustedes me lo permiten —dijo Blunt.

—¡Es usted un valiente! —repuso el coronel—. Póngase usted la carabina en banderola, y que Dios le guarde.

El escritor subió al alféizar de la ventana, cogió la cuerda con las manos y las rodillas, y se deslizó lentamente, cerrando los ojos para no sufrir la atracción del abismo que se abría bajo sus plantas.

Harris, y Bill le seguían, anhelantes, con la mirada.

Dos minutos después llegaba el joven al sendero, que en aquel sitio tenía más de un metro de anchura, y se encontraba a mil quinientos metros lo menos sobre el fondo del Gran Cañón.

Un grito se le escapó apenas hubo lanzado una mirada a su alrededor.

—¿Qué le pasa a usted? —preguntaron Bill y Harris.

—¡A mi derecha hay una enorme plataforma! —dijo.

—¿Será acaso la entrada de un cliff? —preguntó Harris.

—No lo sé.

—Ingeniero —dijo Bill—, bajemos a Annia.

—¿Sola? —preguntó Harris, aterrado.

—¿Quiere usted ayudarla? La cuerda soportará el peso de los dos. Agárrese, y le bajo la joven.

Harris obedeció, agarrándose con un supremo esfuerzo a la cuerda. Annia se dejó levantar sin manifestar miedo alguno, y se agarró a su vez al cable.

—Cierre usted los ojos, Annia —dijo Harris, sujetándola con el brazo izquierdo.

—¡Sí, amigo! —repuso la joven con voz firme.

—Déjese usted deslizar suavemente.

—¡En marcha! —dijo el coronel.

Annia y Harris, muy bien cogidos, comenzaron el terrible descenso, mientras Blunt, desde abajo, mantenía la cuerda bien tirante.

Ya no distaban del sendero más que algunos metros, cuando se oyeron a poca distancia furiosos gritos, y el Rey de los Cangrejos, seguido por algunos bandidos y sus negros, apareció en el borde de una roca que apenas distaría cincuenta metros. Casi en el acto resonó un disparo seguido de una imprecación.

—¡Canalla! —gritó Simón, arrancando furiosamente el fusil al hombre que había hecho fuego—. ¡Me la vas a matar!

Al mismo tiempo, Harris y Annia caían sobre Blunt y rodaban hasta el borde del abismo, mientras la cuerda, cortada en la mitad de su longitud, desaparecía en el Gran Cañón.

El coronel y Koltar, que se encontraban en la ventana, habían lanzado un grito de horror, creyendo ver a los tres jóvenes precipitarse en el vacío.

Afortunadamente, en aquel lugar el sendero estaba defendido por una roca, una pequeña cresta, a la cual el escritor se había aferrado con la energía de la desesperación, formando así una valla con su propio cuerpo a sus amigos.

Viéndolos levantarse, y oyendo los gritos furibundos de los bandidos que acompañaban al negro, gritó Buffalo Bill:

—¡Ingeniero, huya usted, y no se preocupe de nosotros por ahora!

Blunt, Harris y Annia se lanzaron hacia la amplia explanada, cuando de una cavidad que aún no habían podido ver, salieron a la carrera unos cuarenta pieles rojas armados de fusiles, lanzas y machetes.

—¡Los apaches! —exclamó Harris—. ¡Estamos perdidos!

Antes que hubiesen podido preparar las carabinas, que llevaban aún en banderola, los indios cayeron sobre ellos, rodeándolos y agitando sobre su cabeza los terribles tomahawks.

—¡Rendíos! —gritó un guerrero de gigantesca estatura, que tenía cubierto el pecho con sartas de pepitas de oro, mientras los otros lanzaban su espantoso grito de guerra. En vez de obedecer, Blunt sacó su revólver del cinto y trató de dispararlo contra el guerrero; pero diez manos le sujetaron y le levantaron en alto, y después le tiraron brutalmente a tierra, amarrándole fuertemente con un lazo.

—¡Canallas! —gritó el desgraciado joven.

Eso fue todo lo que pudo decir.

Harris y Annia habían sido también desarmados y atados. Dos o tres tiros resonaron en aquel momento, y algunas balas silbaron en el aire, mientras una voz tonante gritaba:

—¡Os salvaremos!

Era Buffalo Bill, que había visto la irrupción de los indios, sin poder hacer nada para ayudar a los tres jóvenes, puesto que la cuerda había sido cortada por la bala de uno de los bandidos de Simón. Al oír los disparos, los apaches se apresuraron a retirarse detrás del ángulo que la roca formaba en aquel punto, sustrayéndose a las miradas de los sitiados.

Temiendo, sin embargo, ser atacados por fuerzas superiores, porque no habían podido calcular el número de sus enemigos, sacaron de una profunda caverna los caballos, que habían escondido allí durante el ciclón, e hicieron subir sobre tres de los más robustos a Annia, Blunt y Harris, dejándoles libres las piernas.

El indio gigantesco, que debía de ser un jefe, a juzgar por la riqueza de sus ornamentos y por las dos plumas de halcón negro que llevaba en la cabellera, se aproximó a los prisioneros, diciéndoles en lengua inglesa bastante clara:

—Yo soy Brave Bear (Oso Valiente), lugarteniente de Victoria, el más implacable enemigo de los largos cuchillos del Oeste.. Seguidme a mi atepelt (pueblo) sin oponer resistencia ni intentar huir, u os arranco la cabellera a todos, incluso a la joven del dorado cabello. Ahúl ¡He dicho!

—Nosotros no somos enemigos tuyos —dijo Harris—. Por el contrario, hemos hecho la guerra a los navajos.

—Los sabios de la tribu decidirán —dijo Oso Valiente—, y Victoria dará el supremo fallo.

Los guerreros estaban ya todos a caballo y parecían impacientes por partir. Seis de ellos se habían colocado al costado de los prisioneros.

CAPÍTULO VII. EN EL FONDO DEL GRAN CAÑON

Oso Valiente lanzó un silbido con el ikkischota de guerra, hecho con una tibia humana, y luego la banda se puso en camino, pasando a través de una profunda garganta que serpenteaba entre inmensas rocas, cuyos bordes superiores estaban cubiertos de espesa niebla.

Durante aquella escena, Annia no había dicho palabra. Había conservado un desdeñoso silencio, mirando altivamente a los indios, porque sabía que un continente resuelto era el único medio de hacerse respetar por aquellos salvajes, grandes admiradores de las personas valerosas.

De cuando en cuando, sin embargo, volvía la mirada hacia Harris, que iba detrás de ella, como para darle ánimo, y el desgraciado tenía necesidad de ello, no porque temiese por su propia vida, sino por la de su amada. Conocía demasiado bien a aquellos feroces salvajes del desierto americano para forjarse ilusiones, y pensaba, temblando, en el momento terrible en que se encontrasen todos atados al palo de la tortura.

Blunt, en cambio, se desahogaba maldiciendo a sus guardianes, a Oso Valiente y hasta al jefe Victoria, que no creía tener que conocer tan pronto.

—¡Bandidos! —gritaba, agitándose furiosamente—. ¡Si yo os hubiera visto a tiempo, no me hubierais atado como un paquete de cecina! ¡Y todo por culpa del Rey de los Cangrejos! ¡Si consigo escapar, voy a comerme el corazón de ese bandido!

Los apaches parecían no comprender nada de cuanto decía y se limitaban a vigilarle atentamente, por temor de que de un momento a otro se tirase del caballo. Eran hermosos guerreros aquellos crueles salvajes. Aun cuando, generalmente, menos altos que los indios del Norte, los cuales son, en su mayor parte, gigantescos, eran todos bien formados, con brazos y piernas musculosos y pecho desarrolladísimo.

A diferencia de sus hermanos del Norte, conservaban aún el antiguo traje de indio. Tenía los cabellos recogidos por un trozo de piel que sujetaba algunas plumas de águila o de pavo silvestre, y el pecho cubierto de collares formados con dientes de oso y de lobo y pepitas de oro de diversos tamaños; calzones anchos como los mejicanos, guarnecidos por un lado de cabelleras humanas, y en las orejas, entre los lóbulos, muy alargados, gruesos aretes de oro o de plata.

La mayor parte estaban armados con fusiles y tomahawks; algunos llevaban todavía el arco, el escudo de piel de bisonte y una larga lanza. Debían de ser los más valientes de los suyos, puesto que todos tenían muchas cabelleras humanas colgadas de los escudos, y el cinturón adornado con colas de lobo, insignia de los valientes.

Después de haber recorrido quinientos o seiscientos pasos, desfilando siempre por entre rocas cortadas a pico, la banda se encontró frente a un segundo cañón que descendía rápidamente, y que permitía ver las altas montañas que se encontraban al lado de allá del inmenso abismo.

—Señor Harris, ¿adónde nos llevan? —preguntó Blunt.

—Vamos hacia el Colorado —repuso el ingeniero.

—¡Vamos a precipitarnos todos! ¿No ve usted cómo baja el sendero?

—Déjese usted guiar por sus guardianes, y no tendrá nada que temer.

Oso Valiente había bajado de su caballo, y cogiendo por la brida el que montaba Annia, dijo rudamente a la joven:

—¡No te muevas, cara pálida!

El descenso se hacía terrible, pues era tan rápido que los caballos no podían mantenerse derechos, obligando a los jinetes a ir completamente replegados hacia atrás. Además, el fondo de aquel Gran Cañón estaba cubierto de escombros, y en su seno se oía precipitarse los torrentes.

A derecha y a izquierda se alzaban dos paredes gigantescas que parecían tocarse por la cima, impidiendo al sol proyectar sus rayos en el fondo de la garganta. Aquellas rocas tenían extrañas tintas rosadas y escarlata, que se desvanecían en el fondo violeta del granito.

Las rocas que forman aquel abismo asombroso son capas superpuestas como las hojas de un libro; se diría que son las páginas en que está escrita la historia de la Tierra con sus caracteres indelebles.

Aquellas rocas, especialmente las del profundo abismo, son de formación tan remota, que debían de existir antes que el sol brillase a través de la noche de los tiempos y antes que la luna y las estrellas difundieran su luz a través del firmamento.

Las arenas rojas que cubren el inmenso valle fueron disgregadas por las lluvias y llevadas a los mares poblados por los peces. En las florestas que un tiempo las cubrían había entonces palmas y helechos, entre los cuales se destacaban las multicolores orquídeas y los pájaros de espléndido plumaje. En aquella época lejana, enormes reptiles, más grandes que las ballenas, poblaban aquellas florestas, y otros monstruos de sesenta y de ochenta pies de largo surcaban las lagunas saladas, desaparecidas más tarde.

A pesar de los obstáculos, los caballos, guiados por aquellos incomparables jinetes, bajaban sin vacilar, afirmando fuertemente los cascos.

El calor aumentaba rápidamente conforme iban avanzando, porque en el fondo del Gran Cañón reina una temperatura que nada tiene que envidiar a la del desierto africano.

Se hacía el aire tan sofocante, que los prisioneros respiraban con gran dificultad.

—¿Adónde nos llevan estos animales? —gritaba Blunt—. ¿Al infierno, tal vez? ¡Por poco que esto continúe, vamos a convertirnos en bistecs!

Oso Valiente, que temía que aquellos gritos, repercutidos por el eco, produjeran alguna desventura, le invitaba rudamente a callar; pero el incorregible parlanchín contestaba con una sarta de insolencias.

—¡Reptiles asquerosos! ¡Dejadnos ir a lo que nos importa! ¡Sois unos bandidos peores que los que acompañan al Rey de los Cangrejos! ¡Qué el infierno o el Gran Cañón os trague a todos! ¡Me río de las cabelleras que os adornan! ¡Flautas rojas! ¡No tendría miedo si tuviera un revólver en las manos!

Sólo la mirada de Annia lograba calmar al joven, que, a pesar de todo, no cesaba de refunfuñar. Al cabo de dos horas de marcha, llegó la expedición, con los caballos medio reventados por aquellos esfuerzos prodigiosos, hasta el fondo del Gran Cañón.

Oso Valiente, considerándose a salvo de toda persecución, dejó que los caballos galoparan hasta la orilla del río Colorado, cubierta de palmas, nogales silvestres y cactos gigantescos que daban una sombra bastante fresca; luego dio la señal de hacer alto. Cuatro o cinco indios cortaron sólidas ramas, que clavaron profundamente en el suelo húmedo, y allí ataron a los prisioneros, sin quitarles los lazos que les sujetaban los brazos; después dejaron en1 libertad a los caballos para que pacieran a su antojo.

—¡Oh, mi pobre Annia! —exclamó Harris cuando estuvieron solos—. ¡Qué desgracia ha caído sobre nosotros!

—No se puede ser siempre afortunado, querido amigo —repuso la valerosa joven.

—Además —agregó el escritor—, aún no hemos muerto. Estoy seguro de que estos salvajes respetarán nuestro pellejo. A mí no me parecen tan feroces como usted me los había pintado.

—Nuestra cabellera es la que está en peligro, Blunt.

—Sin ella se puede vivir.

—¡Egoísta! —dijo Annia, esforzándose por sonreír—. ¿No piensa usted en la mía?

—Perdone usted, señorita; pero he oído contar que los indios, generalmente, respetan a las mujeres; de modo que, si hay peligro, lo corremos el señor Harris y yo. Por otra parte, ¿quién sabe si ese diablo de hombre que se llama Buffalo Bill no está preparándose en este instante para dar una tremenda lección a estos salvajes?

—¡Espere usted sentado, porque en pie se va a cansar! —exclamó Harris—. ¿Aún tiene usted confianza en escapar de aquí?

—Y la tendré mientras viva —repuso el escritor—. Mis cabellos están todavía en su sitio.

—¡Ya veremos si el jefe Victoria quiere que permanezcan en él!

—Aún no hemos visto a ese tigre americano.

—Es el más implacable enemigo de los rostros pálidos.

—No somos enemigos suyos, señor Harris.

—Tenemos la piel blanca, y eso basta.

—¿Quiere usted asustarme?

—No, Blunt; al contrario.

—¿Cree usted que vamos a dejar la piel en el Gran Cañón?

—Y antes que todo, la cabellera, mi pobre amigo.

—¡Lo que es eso, lo veremos! ¡No somos unos corderillos que nos dejemos matar como quieran!

—¿Y qué va usted a hacer sin armas?

—¡Nos arreglaremos a puñetazos y a puntapiés!

—¡Ah, señor Blunt! —dijo Annia—. ¿Cree usted que los indios son muñecos?

El escritor miró a la Soberana del Campo de Oro, estupefacto por la calma extraordinaria de aquella intrépida muchacha.

—¿Qué nervios tiene usted, señorita? —preguntó—. ¡Otra mujer en su situación, lloraría!

—¿Una americana? ¡Jamás! —repuso Annia con voz serena.

—¿De modo que estas fieras no la asustan a usted?

—Todavía no.

—¡Qué corazón tan valiente!

—He conocido a muchos otros indios.

—¿Todos bestias feroces?

—No siempre, señor Blunt.

—¿Ha encontrado usted algunos buenos?

—Algunos, sí.

—Pues ésos no serían apaches —dijo Harris.

—¿Y qué van a hacer de nosotros? —preguntó el escritor.

—Nos atarán al palo de la tortura.

—¿Y después?

—Comenzarán por arrancarnos las uñas.

—¡Miserables!

—Querido Blunt, ya le he dicho a usted que son crueles.

—Después de todo, sin uñas se puede vivir.

—Y sin…

El ingeniero se detuvo, para no asustar demasiado al bravo joven.

—Tal vez Victoria no sea tan malo —dijo luego.

Annia iba a decir algo, cuando Oso Valiente se les aproximó, diciendo:

—¿Desean algo los largos cuchillos del Oeste?

—Tenemos hambre canina —dijo Blunt.

—Os daré tasajo, a fin de que lleguéis fuertes al atepelt del jefe Victoria. Además, os haré también honcynie..

—¿Todo eso para hacernos soportar mejor el suplicio a que nos habéis destinado? —preguntó Blunt con ironía.

—Los ancianos de la tribu no os han juzgado todavía —repuso el indio.

—Pero sabemos de sobra su generosidad —dijo Harris—. ¡Son más venenosos que la serpiente de cascabel!

El apache arrugó la frente y lanzó al ingeniero una pérfida mirada.

How! How! (¡Bien, bien!) —dijo el indio con siniestra sonrisa—. Yo no sé todavía si sois amigos o enemigos míos.

Se encogió de hombros como un hombre a quien nada importa.

Los viejos de la tribu y Victoria lo indagarán, porta la vida de un semejante suyo, y se alejó con paso tranquilo, siempre riendo.

—¡Ese tío debe de ser peor que un oso gris! —dijo Blunt.

—No; es más feroz que un jaguar —repuso Harris—. ¡Ay de nosotros si él fuese el jefe supremo de la tribu! ¡A estas horas no estaríamos vivos! ¡Apostaría un dólar contra una mina de oro!

—Y su cabellera, si no la mía, estaría ya adornando sus escudos —añadió Annia—. Ya le he dicho que conozco a estas fieras, porque las he tratado en unión de mi padre en el tiempo en que éste era traficante de la madera.

—Pero a su padre de usted no le han arrancado la melena —dijo Blunt.

—Porque les vendía armas, pólvora y oropeles, y, sin embargo, una vez a poco dejamos la cabellera entre sus manos.

—¿Cree usted que estos bandidos nos matarán?

—Tal vez no. Victoria es menos cruel de lo que pensamos —dijo Annia—. Yo le he visto una vez en la mina de mi padre, y no me parece tan feroz como lo pintan.

—¿Le ha visto usted, Annia? —preguntó Harris.

—Y también he conocido a su hija, la hermosa Le-es-ka (el girasol de la pradera). Ese es el motivo por el cual no me ven ustedes muy preocupada.

—¿Espera usted encontrar apoyo en la hija del jefe?

—Sí; cuento con ella para que escapemos de la muerte. Si hubiésemos caído en manos de los navajos, el asunto hubiera sido muy distinto.

—Nunca sospeché que hubiera usted tenido relación alguna con los apaches.

—Ya le he dicho que mi padre, antes de ser minero y propietario de minas, había sido traficante.

—¿Había usted visto alguna vez a este animal de Oso Valiente? —preguntó Blunt.

—No.

—¿Cree usted que me arrancarán la cabellera antes de llegar a su pueblo?

—No, si no intentamos la fuga.

—En realidad, el indio desuella al enemigo durante la lucha, pero no al prisionero —dijo Harris.

—No para perdonarle, sin embargo —contestó Blunt.

—Al contrario, para hacerle sufrir más en el palo de la tortura.

—¡Bandidos! ¡Qué lástima no le tocara esa suerte a ese perro de Rey de las Cangrejos! A propósito, ¿se habrán marchado aquellos bandidos sin libertar al coronel?

—Ese es el pensamiento que me tortura —dijo Harris.

—Y a mí también —dijo Annia—. ¿Será posible que aquel valiente y sus bravos compañeros estén condenados a morir de hambre?

—Tienen nueve caballos que comerse, señorita —repuso Blunt—, y, además, aquellos hombres sabrán arreglárselas perfectamente.

—¿De qué modo? —preguntaron Annia y Harris.

—Tejiendo otra cuerda. Oí a Buk decir al coronel, cuando preparaba la que nos sirvió a nosotros: «Si no bastara, desollaríamos un caballo, y tendríamos toda la piel que quisiéramos».

—¡Se me ensancha el corazón! —dijo Harris—. Temía que a aquellos valientes les faltaran medios para salir del cliff. ¡Comienzo a tener esperanzas!

—¿De qué, señor Harris?

—De volver a verle pronto. Como Buffalo Bill sabe que estamos en poder de los indios, no nos abandonará en nuestro destino. Ha salvado a muchos hombres blancos, y no dudo que logre salvarnos a nosotros.

—¡Cállese usted, Harris! —dijo Annia, oyendo pasos detrás de ella—. Entre esos hombres, hay algunos que entienden el inglés, y podrían oírnos.

Un momento después apareció un indio, llevando en un plato de arcilla una torta llamada molchaschi, hecha con huevos de esturión cocidos con frambuesas silvestres, el manjar predilecto de los indios, y rodeados de honcynie, o sea pasta de harina de maíz cocida con sal y grasa de oso.

—El jefe envía esto a los rostros pálidos —dijo el guerrero.

Desató los brazos a los prisioneros, los amarró por la cintura a las estacas, y luego se sentó a poca distancia con el tomahawk sobre las rodillas para impedir todo conato de fuga.

También los demás indios, después de haber puesto en libertad a sus caballos para que pastasen, se sentaron alrededor del fuego, preparándose el almuerzo.

Aquella parada no duró más de media hora, al cabo de la cual todos volvieron a montar a caballo, y siguieron la orilla del Colorado, que en aquel sitio no tenía menos de doscientos cincuenta metros de ancho, y cuyas aguas rojizas, cargadas de arcilla, corrían velozmente.

Oso Valiente se colocó junto a Annia y la miraba con particular atención.

De pronto le preguntó a quemarropa:

—¿No eres tú la hija de Cabellera Larga?

La joven le miró con sorpresa.

—¿Me has visto alguna vez?

—Sí —repuso el indio.

—A mi padre le llamaban Cabellera Larga.

How! Hoto! —dijo el indio, sonriendo—. ¡Tú mereces la mano de un sakem!

—¿De un jefe, has dicho? —preguntó Annia, palideciendo.

—¡Tú no morirás en el palo del tormento, como los otros dos! Yo te protegeré.

—¿Qué quieres decir?

—¡Hug! —dijo el indio, lanzándole una ardiente mirada.

Después espoleó a su caballo y se unió a la vanguardia.

—¡Estamos perdidos todos! —murmuró la desgraciada joven con angustia—. ¡Ese miserable ha puesto los ojos en mí, y piensa hacerme su squaw (esposa)! ¡Prefiero la muerte!

Un grito lejano, acompañado de ladridos y de relinchos, partió en aquel momento de un bosquecillo que se extendía desde la orilla del río hasta las paredes graníticas del abismo.

Los indios de la vanguardia hicieron algunos disparos al aire, y luego partieron a galope, seguidos por todos los demás.

—¡El pueblo de los apaches está cerca! —dijo Harris a Blunt, que cabalgaba a su lado—. ¡Allí se decidirá nuestra suerte!

—¡Señor Harris, le confieso a usted que comienzo a tener miedo! —dijo el pobre escritor—. ¿Qué le „parece a usted si estos tigres nos ataran de verdad al palo de la tortura?

—¡Confiemos en la hija de Victoria!

—¿Y si hubiera muerto?

—¡Entonces, mi pobre amigo, tratemos de resignarnos con nuestra suerte!

—¡O huiremos!

—¡Es una empresa muy difícil!

—Pero hemos de intentarla.

En aquel momento llegaba la expedición a un gran claro del bosque rodeado por altas plantas, en medio del cual estaba el atepelt de los apaches.

CAPÍTULO VIII. EL «ATEPELT» DE LOS APACHES

Los pueblos indios de los navajos, de los apaches y hasta de los comanches son distintos de los de las tribus del Septentrión, que están formados ordinariamente por tiendas de piel llamadas wigwam.

Son verdaderas cabañas fijas, que se llaman callis, de forma esferoidal, con estacas clavadas en el suelo, y cubiertas con pieles de diversos animales, o con telas robadas a cualquier tren o a cualquier pueblo de mineros. En su parte superior hay una especie de palco de tierra amasada con hierba, adornado con astas que sostienen andrajos, saquitos de piel que recuerdan los amuletos, y tótem, o sea los estandartes de la tribu groseramente pintados, y representando, en general, una cabeza de bisontes, o un lobo, o un oso, o cualquier pajarraco.

En medio, en la plaza, se encuentra siempre un barril desfondado y profundamente empotrado en el suelo, adornado de parietarias, y que representa el arca del primer hombre; luego, una cabaña más grande, que es el gran calli de la medicina, donde se reúnen los sakem, o sea los jefes de la tribu, para juzgar a los prisioneros, y frente al cual está colocado el palo de la tortura.

Sin embargo, el pueblo del gran jefe Victoria tenía, además, a un lado, que se apoyaba en la pared rocosa del abismo, un templo dedicado al Gran Espíritu, construcción extraña en forma de pirámide truncada y que recordaba uno de los antiguos templos mejicanos, ya por su enorme mole, ya por su forma, con un estrecho sendero que giraba a su alrededor, y que conducía hasta la cúspide del monumento.

Al ver llegar a los expedicionarios, trescientos o cuatrocientos indios, entre hombres, mujeres y niños, se precipitaron fuera de las cabañas lanzando feroces miradas a los tres prisioneros. Las mujeres especialmente eran las que se mostraban más furibundas, amenazándolos con los puños y tratando de escupirles.

Oso Valiente, que no quería que sufriesen nada los prisioneros antes de someterlos a la tortura, dirigió a la banda hacia el templo, protegiendo a los tres rostros pálidos con una doble fila de jinetes y deteniéndose él a la entrada, que estaba custodiada por un grupo de guerreros armados con lanzas y hachas de guerra.

—Apéense ustedes —mandó brevemente a los prisioneros, mientras las mujeres y los niños gritaban ferozmente.

Cuatro indios les ayudaron a descender de los caballos y los condujeron al templo, haciéndoles pasar por una oscura galería, iluminada solamente en el fondo por un foco de luz.

Después de haberles hecho subir una veintena de escalones, Annia, Harris y Blunt se encontraron en medio de una sala inmensa en forma de cono, de cuya cima, que tenía una abertura circular, bajaba una débil luz.

En un rincón distinguieron vagamente una masa enorme, seguramente alguna estatua, tal vez dedicada al Gran Espíritu o a Moctezuma, el antiguo emperador de los mejicanos. Una lámpara de tierra y de forma extraña ardía ante la estatua; debía de ser el fuego sagrado, que durante siglos y siglos se conservaba cuidadosamente.

Los tres prisioneros fueron conducidos hacia la estatua, y les hicieron sentarse en una grada.

Oso Valiente, que los había seguido, dijo entonces:

—Aquí aguardaréis al jefe Victoria y a los viejos guerreros de la tribu encargados de juzgaros.

—¿Y vamos a permanecer en esta oscuridad? —preguntó Harris con vivo interés.

—Hasta el momento en que seáis atados al palo de la tortura.

—¡Caníbal! —rugió Blunt—. ¡Eres un granuja!

El sakem le miró atentamente, y después contestó:

—¡Me pagarás ese insulto, perro de rostro pálido! ¡Será mi cuchillo el que te arrancará la cabellera!

—¡Antes te comeré las narices, mono rojo!

Oso Valiente se encogió de hombros y salió de allí seguido de sus guerreros.

—¡Estamos perdidos! —dijo el escritor—. ¡Dejaremos aquí nuestros huesos y nuestros cabellos, si no encontramos modo de escapar!

—¿Y por dónde? —preguntó Harris, mirando con terror a Annia, que parecía muy preocupada.

—Yo lo espero; les digo a ustedes que huiremos.

—¿Se le ocurre a usted el medio?

—No lo he encontrado todavía, pero ya saldrá.

—Esperemos antes a Victoria —dijo Annia.

—¿Sigue usted teniendo esperanzas?

—Si Le-es-ka se encuentra aún aquí, sí. No puede haberme olvidado.

—¿Y si ha muerto? ¿Cuántos años hace que usted la vio?

—Cerca de cuatro.

—¡Quién sabe lo que puede haberle ocurrido a esa joven! —dijo Harris—. Los apaches están casi siempre en guerra con los mineros del Gran Cañón, los cuales toman terribles represalias, no perdonando a las mujeres ni a los niños.

—Espero que Victoria se acordará de mí.

—Me fío poco de él, querida Annia. Hasta los más influyentes sakem no siempre pueden imponerse a los viejos del Gran Consejo.

—¡Ah, si tuviese un cuchillo! —dijo en aquel momento Blunt.

—¿Qué iba usted a hacer contra tantos guerreros tan formidablemente armados? —preguntó el ingeniero.

—No era para luchar con ellos, sino para cortar nuestras ligaduras.

—¿E intentar la fuga?

Blunt no contestó; se puso en pie y escuchó atentamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Annia.

—¿No oye usted un ruido profundo, señorita? —preguntó el escritor.

—Desde que entramos.

—¿De qué les parece a ustedes que procede?

—Debe de ser producido por algún torrente subterráneo —repuso Harris—. Este templo se apoya sobre la gran pared que desciende al Gran Cañón, y todas esas inmensas rocas están más o menos perforadas por torrentes que bajan de los glaciares.

—¿Cree usted que habrá alguna comunicación entre el templo y ese curso de agua?

—¿Quién es capaz de saberlo? ¿Por qué me hace usted esa pregunta?

—Por si se pudiera huir por ahí.

Iba a contestar Harris, cuando la estera rota que servía de puerta al templo fue levantada, y penetraron por ella algunos indios provistos de ciertas antorchas de madera de ocote, que lanzaban una luz rojiza.

Un guerrero todo cubierto de plumas y oropeles los precedía, y, avanzando con paso majestuoso, se detuvo frente a los prisioneros, diciendo con voz gutural:

—¡Ahu! ¡Yo soy el Gran sakem Victoria!

Annia, Blunt y Harris se pusieron en pie, mirando con viva curiosidad a aquel célebre jefe de los apaches, que gozaba fama de ser invencible y que durante muchos años hacía frente a las tropas del Gobierno americano, inspirando terror a las guarniciones de los fortines del Colorado.

Victoria era un hombre da alta estatura y de robustas formas; su tez era más bien morena que rojiza; sus ojos, negrísimos y muy movibles, de profunda mirada, y su cabellera era tan larga, que le llegaba más abajo de la cintura.

Quizá regresaba de alguna correría, porque vestía aún el gran traje de guerra. Tenía en el rostro, especialmente en los carrillos, líneas negras y rojas que le daban un aspecto terrible, y que bajaban en zigzag, como si quisieran figurar rayos.

De la cabeza a los pies, a lo largo de toda la espalda, llevaba una especie de crines, formadas por plumas de pavo silvestre, y visto por detrás tenía el aspecto de un erizo monstruoso.

Su camisa era de piel de carnero silvestre, ricamente adornada con pepitas de oro y cuentas de vidrio, ceñida por un cinturón, del cual pendían colas de lobo y plumas de águila; sus calzones eran de piel pintada, con cabelleras humanas a lo largo de las costuras, y polainas recamadas con gran paciencia por las mujeres indias.

Llevaba aún en bandolera la carabina, una preciosa arma de cañón damasquinado y con la culata guarnecida con láminas de plata.

El jefe miró a los tres prisioneros en silencio, mientras su escolta mantenía en alto las antorchas de ocote, fijando especialmente la mirada en Annia.

—¿Me has conocido? —preguntó la joven.

—Sí; tú eres la hija de Larga Cabellera —repuso por último el Gran sakem, haciendo un gesto como si le desagradara haber sido reconocido.

—¿Te acuerdas de haberme visto en la mina de mi padre? Tú estabas entonces con Le-es-ka.

—Es posible —repuso evasivamente el indio.

—¿Dónde está tu hija? Querría verla.

Le-es-ka tiene en sus venas la sangre guerrera de su padre, y recorre las márgenes del Gran Cañón con un grupo de jinetes. Ella no tiene miedo a los rostros pálidos.

—¿Cuándo volverá?

—No lo sé.

—Te repito que quiero verla antes que el Gran Consejo decida sobre nuestra suerte.

—¡Hug! —exclamó el indio, levantando una mano—. Pregunta al Gran Espíritu cuándo acabará la guerra.

—¿De modo que no podré verla? —preguntó Annia con ansiedad.

—Yo no sé dónde se encuentra en estos momentos.

—¿Y qué vas a hacer de nosotros?

—El Gran Consejo decidirá —repuso Victoria.

—¿Y dejarás asesinar a la hija de Larga Cabellera, que fue tu amigo, y a mis compañeros, sin hacer nada por salvarnos? Nosotros no hemos combatido nunca a tu raza.

—Es el Consejo el que ha de decidir; yo, por mi parte, nada puedo hacer.

—¿Qué no podrás hacer tú, que eres el Gran sakem, el jefe más autorizado y respetado de la tribu de los apaches? —gritó Annia, enfurecida.

—Yo sólo mando durante la guerra.

—¡Tú eres un monstruo como los demás! Creí que eras generoso, y me he convencido de que no eres más que un coyote.

El sakem levantó la frente y lanzó a la joven una profunda mirada; luego se encogió de hombros, diciendo:

—¡No eres más que una squaw! (mujer).

Después de algunos momentos de silencio, añadió:

—Preparaos a comparecer ante el Gran Consejo de ancianos, que se ha reunido ya en el calli de la medicina.

—¿Para condenarnos? —preguntó Harris.

—Para escuchar vuestras razones —repuso Victoria—. Nosotros no condenamos a la ligera.

—¡Una farsa! —dijo el ingeniero—. Sé cómo acaban vuestros juicios: enviando a todos al palo de la tortura, y mañana estaremos muertos.

—-No es mañana cuando se celebra la danza del sol —repuso el indio, enseñando los dientes, tan agudos como los de un lobo.

En aquel momento, un guerrero penetró en el templo y murmuró algunas palabras al oído del sakem.

—El Consejo os espera —dijo Victoria, volviéndose hacia los prisioneros—; seguidme sin oponer resistencia.

La escolta rodeó a Annia, Harris y Blunt y los condujo fuera del templo. Algunos guerreros estaban formados en la plaza para contener a las mujeres y a los niños, que parecían enfurecidos y dirigían imprecaciones contra los tres desgraciados, gritando ferozmente:

—¡Al palo los rostros pálidos! ¡Arrancadles la cabellera!

—¡Esas hembras son peores que tigres! —dijo el escritor—. ¡No querría encontrarme entre sus uñas!

Después, volviendo a pensar tal vez en su proyecto, agregó:

—¡Pero ya veremos, tigres feísimos!

El Gran calli de la medicina se levantaba en medio de la plaza, junto al barril desfondado que representaba el arca del primer hombre.

Era una gran cabaña de unos quince metros de largo por seis de ancho, con el techo plano, de tierra, y coronado por un número infinito de astas que sostenían pieles de serpiente, colas de lobo, collares formados con uñas de oso gris y de jaguar, y saquillos que tal vez contenían milagrosos amuletos. En el centro ondeaba el tótem de la tribu, que era un trozo de piel, sobre el cual un pintor improvisado había esbozado una cabeza de oso, con el sol colgado de una oreja.

Apenas los prisioneros hubieron entrado, vieron sentados en semicírculo, y sobre cráneos de bisonte, a doce viejos indios con el rostro pintado y vestidos con su traje de gala, semejante al de Victoria.

Parecían muy tranquilos; pero la mirada que lanzaron a los tres prisioneros no hacía esperar de ellos un poco de compasión.

En medio del círculo, sobre una eminencia de tierra, estaba el calumet, la gran pipa de la tribu, de tierra cocida, con una boquilla de dos metros de largo y un quemadero capaz de contener una libra de tabaco.

—Se diría que ésta es la tribu de los fumadores —dijo Blunt, que se esforzaba en aparecer indiferente—. ¿Nos harán también fumar a nosotros? ¡No me disgustaría, porque no tengo ni siquiera un cigarro!

Los tres prisioneros fueron conducidos al fondo de la sala, y la escolta se colocó a sus costados, empuñando los tomahawks.

Victoria cambió con los viejos algunas palabras y después se sentó en el puesto de honor, que era una enorme cabeza de bisonte, provista de cuernos desmesurados.

De pronto, un joven indio, el hachesto, o sea el portador de la pipa, entró en el círculo llevando una antorcha de ocote, encendió el tabaco y entregó la gigantesca boquilla a Victoria, el cual aspiró cuatro bocanadas, lanzando el humo hacia los cuatro puntos cardinales, mientras pronunciaba el nombre de Quazicoatl, el Gran Espíritu de la tribu apache.

Los doce viejos fumaban a su vez con estudiada lentitud; después, el hachesto volcó en el suelo el tabaco sobrante y volvió a colocar en su puesto la pipa.

Un indio, el más anciano de la tribu, que debía de haber sido en su tiempo un famoso guerrero, a juzgar por las muchas cicatrices que tenía en el rostro, en los brazos y en el pecho, que llevaba casi desnudo, y que lucía un cuchillo pendiente de la cabellera, tal vez en recuerdo de algún glorioso hecho de armas, se levantó y dijo en un inglés bastante inteligible:

—¿Quién es el jefe de estos rostros pálidos?

—Yo —repuso Harris.

¿Tú eres enemigo nuestro?

—No; nunca he combatido contra los guerreros de tu tribu.

—Entonces, ¿qué has venido a hacer aquí? Tú debes de saber que los guerreros rojos están en guerra con los largos cuchillos del Oeste.

—Lo sabía; pero creí no tener nada que temer de vuestra parte, porque he venido como amigo, y no como enemigo.

—¿Desde cuándo el rostro pálido ha sido amigo del hombre rojo? —preguntó el indio, sonriendo—. Yo soy Espalda Dura; soy viejo, demasiado viejo, y en mi larga existencia no he visto nunca a un hombre pálido ser amigo de un hombre rojo.

—En tal caso, soy el primero.

—Tú tienes la lengua bífida, como la serpiente de cascabel, y no eres leal. Dices eso porque estás en nuestro poder y te asusta la idea de que tu cabellera vaya a parar al Gran calli de la medicina o sobre el escudo de algún valiente guerrero. ¿Qué han hecho los rostros pálidos por el hombre rojo durante tantos años como se encuentran en contacto con nuestra tribu? ¡Siempre el mal! Nosotros éramos los dueños legítimos del suelo, porque el Gran Espíritu se lo había asignado al hombre rojo, y vosotros, poco a poco, nos lo habéis ido quitando, valiéndoos de armas terribles que truenan contra nuestros arcos. Nos habéis robado las grandes praderas, para echarnos a los desiertos del Gran Cañón; habéis destruido las manadas de bisontes que Quazicoatl había criado para nosotros, condenándonos a perecer de hambre; habéis destruido nuestros pueblos y diezmado nuestras tribus. ¿Cómo puedes hacernos creer que eres nuestro amigo, si perteneces a esa raza maldita que acabará por extinguir al hombre rojo?

—Tal vez tengas razón —repuso Harris—; pero como entre los indios hay hombres buenos y malos, también los hay entre los rostros pálidos. Yo no he venido a haceros la guerra con sólo un amigo y una joven. ¿Qué hubiera podido hacer contra guerreros tan valerosos como vosotros? Tampoco he venido para ocupar vuestras tierras, ni para destruir los bisontes que el Gran Espíritu ha asignado a los hombres rojos. He venido aquí para salvar a Cabellera Larga, que se encuentra en manos de algunos bandidos que son también vuestros enemigos, y para escoltar a su hija. Si hubiera venido con intención de luchar con vosotros, habría conducido conmigo a los guerreros de mi país.

—Y ¿quién me asegura que no eres un espía enviado para vigilar los movimientos de Victoria? No sería ésta la primera vez, y Diente de Oso —dijo, señalando a un viejo indio que llevaba en el cinturón una cabellera humana— podría decirte de qué manera mató y arrancó la cabellera a un rostro pálido que seguía nuestras marchas.

—Me parece que basta la presencia de esta joven, que es la hija de Cabellera Larga, vuestro antiguo amigo, que durante muchos años os vendió pólvora y armas para matar más fácilmente a los bisontes.

—A Cabellera Larga le hemos conocido —repuso el indio—; pero nadie puede decir que fuese nuestro amigo. Si nos vendía el agua del Diablo (aguardiente), municiones y armas, era por su interés.

—Sin embargo, fue amigo de Victoria, y éste le hizo conocer a su hija Le-es-ka.

—Nunca he dicho que fuese amigo mío —dijo el Gran sakem mirando a Harris—. El hombre rojo no puede tener amigos entre los rostros pálidos.

—¡Mientes! —gritó Annia, poniéndose en pie—. ¡Tú has venido a visitar la mina de mi padre en unión de Le-es-ka!

—Para contar los hombres que tenía a su disposición o, mejor dicho, sus cabelleras —repuso Victoria.

—¡Sois unos miserables! —exclamó Annia con supremo desprecio—. ¡Esto es un Consejo de asesinos! ¡Podíais habernos ahorrado esta comedia!

—Aún no os hemos juzgado —dijo el viejo, en el cual las palabras de la joven parecieron no producir ningún efecto.

—Tu compañero ha dicho que es nuestro amigo: perfectamente. ¿Y el otro?

—Yo —exclamó Blunt— soy el hermano de los hombres rojos.

Una carcajada acogió estas palabras.

—¿Qué has hecho en nuestro obsequio para atribuirte ese título? —preguntó el viejo en tono sardónico.

El escritor quedó perplejo, y luego dijo con resolución:

—He salvado a un indio que se estaba ahogando en el Colorado, y que en recompensa me llamó hermano.

Blunt dijo esto con tan cómica gravedad, que Annia y Harris, a pesar del peligro que corrían, contuvieron con gran trabajo una sonrisa.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó el viejo.

Bisonte Negro —respondió el escritor sin inmutarse.

—¿Era algún sakem?

—Creo que sí.

—¿Apache?

—No lo sé, porque no le pregunté a qué tribu pertenecía.

El viejo fijó sus malignos ojillos en el escritor, y luego dijo, con tono sarcástico:

—Me extraña que no se lo hayas preguntado. Hubiera podido ser uno de los nuestros o de nuestros aliados los navajos.

—¡Ah! ¡Me parece que era un navajo! —dijo Blunt, rápidamente.

—¿Y dónde le has salvado?

—Le he librado del agua, no del fuego, os he dicho.

—Pero ¿dónde? —insistió el indio.

—¿Qué sé yo? Lo único que sé es que el agua era profunda; tanto, que a poco me ahogo.

—Está bien; buscaremos a ese indio. Mañana, uno de los sakem de los navajos debe venir a nuestro atepelt, y le encargaremos que busque a…

Bisonte Blanco —dijo Blunt.

—Antes dijiste que era Negro.

—¡Lo mismo da!

How! Hoto! —dijo el indio, sonriendo—. ¿Habrás fumado con él el calumet de la paz?

—No, porque se quedó en el fondo del río. Pero si ustedes me lo permiten, daré unas chupaditas en la vuestra.

—El moriche (tabaco) es para los guerreros rojos.

—Entonces fumaré cuando hayáis encontrado a Bisonte Amarillo.

Negro —corrigió el viejo con voz burlona.

—Los colores no son mi fuerte —repuso el escritor con mucha calma—. Confieso que no me acuerdo bien de si aquel indio se llamaba Bisonte Negro, Blanco, Verde, Rojo, Azul

Un grito feroz lanzado por los doce viejos, que, al fin, habían comprendido que el rostro pálido se burlaba de ellos, sofocó las últimas palabras de Blunt.

—¿Qué os pasa? ¿Os volvéis ahora jaguares? —preguntó el escritor—. ¡Creía que erais hombres, y resulta que sois bestias salvajes!

Victoria se levantó, diciendo al viejo secamente:

—¡Basta!

El viejo se volvió a su vecino, diciéndole:

—¿Tienes por qué quejarte tú, Corazón Rojo, de los largos cuchillos del Oeste?

—Mi hijo ha sido muerto por ellos en las orillas del Gran Cañón —repuso el interrogado—. Vaga como un condenado por las praderas del Gran Espíritu buscando la cabellera de un rostro pálido que pueda sustituir a la que los blancos le han arrancado.

—Y tú, Tornado, ¿qué tienes que decir?

—Los rostros pálidos invadieron una noche mi atepelt, y asesinaron a mi mujer y a mis hijos —repuso el interpelado.

—¿Y tú, Cuello Duro?

—Mi padre se ha dejado la cabellera en manos de un vil gambusino (buscador de oro).

—Y Isk-ta-sha (Ojo Blanco), ¿ha tenido que lamentarse de la amistad de los caras pálidas?

—Yo he visto a mis tres hijos precipitados en el Gran Cañón por nuestros enemigos, y aún los lloro. Eran fuertes como el acero, ágiles como gamos, terribles como una manada de bisontes, y ahora están muertos, y sus huesos se pudren en las orillas del Colorado.

El viejo que presidía el Consejo, se levantó, diciendo:

—Los rostros pálidos son, pues, nuestros enemigos. ¡Mentís como mujeres cuando afirmáis que sois nuestros hermanos! ¡Volved a llevar al templo a los prisioneros y juzgaremos!

—¡Ya está concluida la farsa! —dijo Blunt—. ¡No valía la pena de molestaros, señores salvajes de mi consideración y aprecio!

La escolta los sacó fuera del calli y volvió a conducirlos al templo, entre los gritos incesantes de las mujeres y de los niños y el furibundo ladrido de los perros.

CAPÍTULO IX. LA DANZA DEL SOL

Una profunda desesperación había invadido el ánimo de los desgraciados prisioneros cuando volvieron a encontrarse en el tenebroso templo del Gran Espíritu.

Aun cuando los ancianos de la tribu no hubieran pronunciado la condena, habían comprendido perfectamente que todo había acabado para ellos; el palo de la tortura, aquel terrible palo que hacía estremecerse de horror a los más audaces corredores de la pradera, los esperaba.

Sólo Annia podía tener la esperanza de librarse del atroz suplicio, para convertirse en la esclava o la esposa de alguno de aquellos brutales guerreros, que tratan a sus desgraciadas mujeres peor que a los perros de la tribu.

¿Qué esperanza iban a tener? Buffalo Bill se encontraba tal vez encerrado aún en el cliff, o, por lo menos, muy distante de aquellos lugares; en el negro, en el Rey de los Cangrejos, no había que pensar, porque también era un peligroso enemigo que no hubiera perdonado a Harris ni a Blunt; Victoria había renegado de su amistad con Cabellera Larga, y su hija se encontraba en una expedición guerrera.

—¡Se acabó! —dijo el escritor cuando se encontraron solos frente a la enorme estatua—. ¡Señor Harris, preparémonos al gran viaje del cual no se vuelve, y confiemos en que Annia nos sobreviva! ¡Esto es ya un consuelo!

—¡Prefiero que me maten al mismo tiempo que a ustedes, antes que permanecer sola entre estas fieras! —dijo la joven, mirando a Harris con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Perdónenme ustedes, mis pobres amigos, el haberles traído aquí para morir a manos de estos crueles salvajes!

—Nada tenemos que perdonar, querida Annia —dijo Harris con triste sonrisa.

—Además, aún no hemos muerto —dijo Blunt—. La cabellera me cubre todavía la cabeza, y aún no adorna el escudo de ninguno de esos salvajes.

—¡No se forje usted ilusiones, Blunt!

—Le aseguro, señor Harris, que no desconfío de poder marcharme.

—¿Confía usted aún en el coronel?

—No; en el agua que estoy oyendo correr. No estaré tranquilo hasta que haya hecho una exploración. Tal vez me equivoque; pero tengo la firme convicción de encontrar por este lado un camino para escapar. Oigamos, señor Harris, ¿dónde irá esta agua?

—Supongo que al Colorado.

—¿Por el ruido que produce? ¿Cree usted que haya alguna abertura que comunique con este templo?

—Sí; porque si estuviera encerrada la corriente, no se oiría con tanta intensidad.

—¿Habrá tal vez algún pozo? —preguntó Annia.

—O alguna zanja —dijo Harris.

—¡Quién lo sabe! Es posible que el agua tenga espacio suficiente para correr, pero que no lo haya para poder llevar fuera la cabeza y respirar —dijo Annia.

—Por regla general, los torrentes que bajan al Gran Cañón tienen un poder perforante extraordinario —dijo Harris—: corroen con sus arenas las más duras rocas y se abren camino por todas partes.

—Puede suceder también que el que nosotros oímos que corre bajo el suelo se haya abierto tal cavidad que permita respirar libremente. No se me oculta, sin embargo, que ese pasaje podría causarnos terribles sorpresas.

—Señor Harris: por mi parte prefiero morir ahogado antes que sufrir el martirio que nos espera. Me figuro que esos perros de indios no van a matarme de pronto de un mazazo en el cráneo.

—También nos harán suspirar y anhelar la muerte, mi pobre amigo.

—Entonces aguardemos a que los salvajes se duerman, para intentar la exploración.

—Mejor todavía, a que estén ebrios: he oído decir a Oso Valiente que, a la puesta del sol, los indios celebrarán la primera fiesta dedicada al astro rey.

—¿Con alguna danza?

—Sí, Blunt. ¿No los ha visto usted clavar estacas en medio de la plaza?

—Me parece que sí. ¿Y durará mucho?

—Tres o cuatro días; y acabará con nuestro suplicio.

—Si es que aún estamos aquí. ¡Ah! Señorita Annia, ¿sabe usted nadar?

—Como todas las jóvenes de la frontera, señor Blunt, he atravesado varias veces el Colorado.

—También yo soy buen nadador, señorita.

—¡Cállense! —dijo en aquel momento Harris.

Hacia la plaza se oía un rumor sordo, acompañado de agudos silbidos lanzados por los ikkischota de guerra.

Casi en el mismo instante, la estera que servía de puerta fue levantada y apareció Victoria acompañado por sus portadores de antorchas.

—¡He aquí el jaguar, que viene a contemplar su presa! —dijo Blunt.

El sakem se adelantó hacia los prisioneros, diciendo:

—Síganme los hombres pálidos para que vean la gentileza de nuestros bailarines y el valor de nuestros jóvenes guerreros.

—¿Nos invita usted a bailar, señor jefe rojo? —preguntó Blunt—. ¡Proporcióneme usted al menos una buena y hermosa pareja!

—Los guerreros rojos no bailan con los rostros pálidos —repuso Victoria, mirando con enojo al escritor.

—Pues nosotros, en cambio, solemos bailar hasta con las negras. A propósito: ¿qué han decidido respecto a nosotros los ancianos de la tribu? ¿Meternos en el asador o dejarnos ir a nuestros asuntos?

Ya lo sabréis dentro de algunos días. La gran danza no terminará hoy.

—Me gustaría más saberlo ahora mismo —dijo Blunt, con acento burlón.

—Mañana —repuso bruscamente el indio—. ¡Seguidme! Así asistiréis a la prueba de los jóvenes guerreros y os formaréis una idea del valor de los hombres rojos.

Fueron conducidos, o, mejor dicho, brutalmente sacados fuera y colocados en un ángulo de la espaciosa plaza, donde se hallaban reunidos los viejos de la tribu.

Una multitud enorme poblaba los alrededores, formada en su mayor parte por guerreros, tal vez venidos de otros campos, y que vestían sus pintorescos trajes de guerra.

Alrededor del Gran calli de la medicina habían sido clavadas varias estacas, en las cuales estaban el tótem de la tribu y los escudos de los más famosos guerreros, y saquitos de piel que tal vez contenían extravagantes amuletos o misteriosas medicinas.

Un guerrero que vestía un soberbio traje daba la vuelta a la plaza anunciando en voz alta los nombres de los jóvenes que iban a sufrir la prueba para ser admitidos entre el número de los hombres aptos para la guerra, provocando gritos y aplausos por parte del público cada anuncio que pregonaba.

—¿Qué hacen? —preguntó Blunt a Harris.

—Las pruebas de la danza del sol y la de los futuros guerreros.

—¿De los futuros guerreros? Explíquese usted mejor.

—Para ser nombrado guerrero, el joven indio debe mostrarse indiferente al dolor y sufrir un verdadero martirio sin dar muestras de flaqueza. ¿Ve usted aquella tienda?

—¿La que tiene delante el cráneo de un bisonte adornado con hierbas?

—La misma: los jóvenes están encerrados allí.

—Y ¿qué pruebas van a hacer sufrir a esos pobres diablos?

—Ya lo verá usted; y le aseguro que por ganar el título de guerreros se dejarán hacer pedazos sin lanzar un lamento.

—¿Son acaso de acero estos hombres?

—Tienen una fuerza de voluntad extraordinaria. He aquí la primera fase de las fiestas que comienzan.

Mientras los silbatos de guerra lanzaban agudísimas y estridentes notas y algunos hombres percutían vigorosamente ciertos vasos de tierra cocida, cubiertos por un lado con una piel de lobo, veinte guerreros, escogidos entre los más famosos de la tribu, habían salido del Gran calli de la medicina, precedidos por un brujo que vestía una piel de oso gris, la cual le ocultaba casi por completo.

Los bailarines llevaban desnudo el pecho; en la cintura, chales de color escarlata adornados con cintas, y sobre la cabeza, penachos de hierbas y cuernos de bisonte.

En el pecho tenían pintado en azul y negro el emblema del sol, con otros varios símbolos, distintivos de su familia.

Los veinte guerreros, precedidos siempre por el mago, dieron la vuelta a la plaza al son de los silbatos de guerra y de los tambores de tierra cocida; luego se pusieron frente al sol, que estaba para ponerse, y comenzaron la danza en honor del astro, que para ellos representa el Gran Espíritu.

En realidad, no se podía llamar a aquello una danza. Los guerreros no hacían más que saltar desordenadamente y dar piruetas sobre sí mismos, gritando como bestias feroces y agitando sus terribles machetes de guerra.

Algunas veces interrumpían aquella cómica danza para simular combates cuerpo a cuerpo, volviendo luego a sus saltos y a sus vueltas.

Parecía que los espectadores no prestaban atención alguna, porque los indios gustan de mostrarse indiferentes a todo frente a los rostros pálidos. Sentados o recostados en el suelo, bebían enormes frascos de agua del Diablo, adquiridos de cualquier traficante de la pradera o tomados en algún saqueo, y comían trozos de perro cocido, que sus mujeres llevaban sin descanso en recipientes de hojalata, que en algún tiempo debieron de contener petróleo.

Entre tanto, en un ángulo de la plaza el brujo taladraba las orejas a los muchachos, ceremonia que les confería los derechos civiles de la tribu, y que los padres pagaban* regalando cada uno un potro al operador.

La danza continuó durante un par de horas, siempre furibunda, hasta que el último reflejo de la luz hubo desaparecido; después, los bailarines, completamente rendidos, fueron llevados hacia el Gran calli de la medicina, haciéndoles allí masticar salvia silvestre para facilitar la salivación.

Casi en el acto, algunos castillos de fuego fueron encendidos en la plaza, y de una tienda salieron los futuros guerreros, todos jóvenes de dieciséis a dieciocho años, pintados horriblemente y casi desnudos.

Avanzaron en fila hasta el arca del primer hombre, gritando cada cual su nombre.

Allí estaban Pleunto Hole (Boca Grandísima); White Calf (Ternero Blanco); Hedog (Can Macho); Hollon Horn (Cuerno Vacío); Two Eagle (Águila Doble); Poor Dog (Pobre Perro), y otros que llevaban nombres no menos extravagantes.

Volviéronse después hacia los cuatro puntos cardinales y recitaron la plegaria de circunstancias:

«¡Gran Espíritu, hemos venido para festejar el día que nos has dado! ¡Estamos dispuestos a darte nuestra carne! ¡Ten cuidado de nuestras mujeres, de nuestros padres y de nuestros amigos, y ayúdanos a soportar la prueba!».

Después se colocaron frente a las estacas mirando impávidos al brujo, que a un signo de Victoria había empuñado un cuchillo.

Boca Grandísima, que era el mayor, fue violentamente lanzado a tierra; luego, el brujo le hizo dos incisiones en el pecho, e introdujo en ellas dos trozos de madera, a los cuales había atadas unas correas.

El futuro guerrero, que había soportado aquel martirio sin que se le escapase un lamento, fue colgado de la primera estaca.

—¡Cuánta fuerza de voluntad! —exclamó Blunt, que miraba al pobre joven pendiente de la cuerda y todo cubierto de sangre.

—Pues observe usted que, antes de sufrir tales pruebas, los jóvenes guerreros tienen que soportar un ayuno de quince o veinte horas —dijo Harris.

Entre tanto, el brujo se precipitó sobre otro joven, sobre Poor Dog; le atravesó un hombro e introdujo una cuerda por la herida, y después aquel desgraciado fue también suspendido; luego le tocó el turno a otro, siendo todos tratados con la misma crueldad, y sin que ninguno diera señales de sufrimiento.

Al cabo de cinco o seis minutos fueron cayendo al suelo con los músculos del pecho lacerados bajo su peso.

Sin embargo, durante aquel atroz suplicio ni un lamento había salido de la boca de los jóvenes, que fueron recompensados con estas palabras:

—¡Seréis un día famosos guerreros! —les dijo el Gran sakem henchido de orgullo.

El suplicio no había terminado aún. Los futuros guerreros tenían que demostrar que, aun con los músculos lacerados, tenían las piernas sólidas para tomar parte en la danza del sol.

En efecto, apenas bebieron un sorbo de agua del Diablo, se pusieron un silbato en la boca, y comenzaron una furiosa danza al son de los vasos de tierra, girando alrededor del arca del primer hombre.

Aquellos infelices ofrecían un espectáculo estremecedor. Jadeantes e inundados de sudor, con los silbatos convulsivamente apretados entre los secos labios y las largas cabelleras al viento, continuaban saltando como endemoniados, dando pruebas de increíble resistencia.

—¡Son incansables! —dijo Annia.

—¡Yo digo que están locos! —dijo Blunt—. ¡Por lo visto, quieren morir esos imbéciles!

—La verdad es que ganan rudamente su título de guerreros —dijo Harris.

—Deben bailar mientras les quede un resto de fuerzas; de otro modo, perderían para siempre su puesto entre los guerreros, los pondrían en el rango de mujeres, y aun éstas los despreciarían.

—¡Quisiera irme! —dijo Annia—. ¡Me impresiona mucho esta fiesta!

—¡Y yo quisiera estar a veinte leguas de aquí! —repuso Blunt.

—Pediré a Victoria permiso para retirarnos —dijo Harris—. Dentro de poco, todos estos indios comenzarán la orgía nocturna, y no tardarán en embriagarse.

El Gran sakem estaba sentado a poca distancia sobre una cabeza de bisonte y rodeado por sus lugartenientes, entre los cuales se encontraba Oso Valiente.

El ingeniero se le acercó con resolución y le dijo:

—La hija de Cabellera Larga está cansada y desea retirarse al templo.

Victoria le miró con cierta sorpresa y frunciendo el ceño.

—¿No me has oído? —preguntó Harris, viendo que no le contestaba.

—Sí; y me sorprende que tú, rostro pálido, mi prisionero, te atrevas a mandarme a mí, que soy el Gran sakem de los hombres rojos.

—La que te pide retirarse es la hija de Cabellera Larga, que fue en otro tiempo tu amigo —repuso el ingeniero, con voz grave.

—Ya te he dicho que nunca he tenido amigos entre los rostros pálidos; que, por el contrario, fueron siempre adversarios míos, y que siempre los he odiado.

—En nuestro país, los grandes guerreros no mienten nunca ni reniegan de sus amistades.

El indio hizo un gesto de impaciencia, visiblemente contrariado por aquellas palabras, que sonaban a áspero reproche.

—Además —continuó Harris—, estará más segura en el templo que aquí. Tus guerreros están bebiendo agua del Diablo, y pueden realizar algún acto temerario.

El sakem hizo un gesto a su escolta, diciendo:

—Acompañad a los prisioneros al templo, y que diez guerreros vigilen frente a la puerta.

—¡Gracias, sakem! —repuso Harris.

Victoria se volvió a otro lado sin dignarse responder.

La escolta rodeó a los tres prisioneros, les hizo atravesar la plaza casi a paso de carga, introduciéndolos en la inmensa pirámide, que siempre estaba alumbrada por un solo foco luminoso.

—¡No perdamos tiempo! —dijo Blunt en cuanto estuvieron solos—. ¡Si no logramos huir antes del alba, dudo mucho que podamos ver la puesta del sol de mañana!

—¿Sigue usted pensando en el torrente? —dijo Harris.

—Sí.

—Lo primero que hace falta es que nos desatemos.

—Mis dientes son agudos como los de un lobo. Annia, vuélvase usted y acerque las muñecas a mi boca. El asunto no será largo; se lo aseguro.

La joven obedeció inmediatamente.

El escritor, que veía bastante bien, aun cuando la luz era muy débil, empezó a roer febrilmente las correas que sujetaban a la joven.

Debía de tener dientes de tigre, porque bastaron minutos para romper las ligaduras.

—¿Podrá usted ahora desatarnos a nosotros? —pregunto Blunt.

—Creo que sí —repuso Annia.

—Primero, al señor Harris —dijo el bravo joven.

—¡No; a usted, Blunt! —repuso el ingeniero.

—¡No perdamos el tiempo en inútiles pruebas de generosidad, señores! ¡A usted, primero!

Annia puso manos a la obra. No era cosa fácil desatar aquellas correas, porque los indios hacían nudos muy complicados y diferentes de los nuestros. Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora de esfuerzos, que le rompieron las uñas, consiguió libertar a sus dos compañeros.

—¡Démonos prisa! —dijo Blunt—. Y, ante todo, cerciorémonos de si existe algún peligro de ser sorprendidos.

Se dirigió silenciosamente hacia la puerta, mientras Harris, encaramado sobre el alto pedestal de la enorme estatua, se apoderaba de la lámpara de piedra suspendida a tres metros del suelo.

CAPÍTULO X. UN DUELO A LA AMERICANA

Andando sobre la punta de los pies, el escritor se acercó a la entrada, que estaba cerrada con una estera, a través de cuyo burdo tejido se filtraban los rayos de luz rojiza.

Desde fuera se oían gritos ensordecedores, cantos de guerra, gritos de muchachos, ladrar de perros, redobles de tambores y silbidos.

Blunt levantó suavemente la estera y lanzó al exterior una rápida mirada.

Los diez hombres de la escolta estaban sentados sobre los talones, alrededor de una fogata, fumando y bebiendo el licor contenido en un enorme vaso de tierra. Parecían haberse olvidado de los prisioneros, porque ninguno vigilaba frente a la estera, ocupados todos en embriagarse.

En la plaza, centenares de indios, de mujeres y de niños danzaban furiosamente en torno del castillo de fuego, mientras otros, acostados en tierra, comían y bebían hasta reventar. Todo el campo indio estaba en plena orgía.

—¡El momento no puede ser más propicio —murmuró el escritor—; nadie se cuidará de nosotros hasta mañana por la mañana!

Volvió rápidamente hacia sus compañeros, que detrás de la estatua le esperaban presa de la más profunda ansiedad.

—Estoy seguro de que no vendrán a molestarnos —les dijo—; los indios no piensan más que en divertirse.

—¡Manos a la obra, pues! —repuso Harris.

—¡Sí, busquemos el torrente! —dijo Annia.

El ingeniero cogió la luz y precedió a sus compañeros. El ruido provenía del fondo del templo, hacia la enorme pared que formaba la orilla meridional del Gran Cañón. Procediendo cautamente y en silencio, llegaron los tres prisioneros a una oscura galería. Los fragores salían de allí, repercutiendo con sordo ruido bajo las bóvedas.

—Debe de correr por el fondo de este antro —dijo Harris, después de haber escuchado durante unos instantes.

En aquel momento, una ráfaga de aire, que parecía provenir de la extremidad opuesta del templo, hizo oscilar vivamente la llama de la lámpara, y a poco más la apaga.

—¿De dónde procede este soplo? —se preguntó el ingeniero, volviéndose rápidamente.

—¿Habrá aquí alguna abertura? —preguntó Blunt.

—¿Detrás de nosotros?

—Miremos las bóvedas, ingeniero.

Harris alzó la lámpara cuanto pudo; pero no vio ninguna hendidura. La roca era compacta por todas partes y no presentaba el menor resquicio.

De pronto, un terrible pensamiento le hizo palidecer.

—¿Habrán levantado la estera para asegurarse de si estamos en nuestro puesto?

—¡No nos faltaba más sino que dieran la voz de alarma en este momento! —dijo Blunt—. ¡Espérenme aquí; voy a ver lo que ocurre!

Volvió rápidamente atrás, mientras Harris escondía la pequeña lámpara en un hueco de la pared, y lanzó una mirada profunda a través de las tinieblas que reinaban en el templo.

La estera estaba aún caída, y a través de su burdo tejido dejaba penetrar la luz del castillo de fuego, que ardía frente a la puerta. Aquella claridad era, sin embargo, tan tenue que hubiera permitido a Blunt distinguir a un hombre’ en el caso de que hubiera penetrado en el templo.

Aguzó el oído, conteniendo la respiración, y le pareció al pronto haber percibido un leve ruido, como si unos pies desnudos anduvieran por el pavimento; luego se persuadió de que se había engañado.

—El miedo hace a veces que le parezcan a uno los dedos huéspedes —murmuró—. Los indios no piensan en nosotros, convencidos de que no podemos escapar.

Volvió otra vez adonde quedaron Annia y Harris, que estaban cogidos de la mano, como para darse mutuo aliento.

—¿Qué hay? —preguntó Harris.

—La estera sigue caída —repuso Blunt—. No creo que haya entrado nadie. Pruebe usted a levantar la lámpara, y veamos si la llama oscila todavía.

El ingeniero la sacó del escondrijo y la mantuvo durante algunos instantes a varias alturas, sin que la llama oscilara en absoluto.

—¡Nada! —dijo.

—¡Entonces, adelante! —dijo Annia.

Harris se puso de nuevo en marcha; pero volvía con frecuencia atrás, como si temiera ser seguido por algún indio de la escolta. Aquella imprevista corriente de aire, no motivada por ningún hueco, debía de haberle impresionado, aunque el escritor le aseguraba que seguía cerrada la puerta y que no había visto a nadie en el templo.

El fragor del torrente subterráneo aumentaba rápidamente, y en las bóvedas repercutía aquel ruido, que se hacía más sonoro cada vez.

De pronto, el ingeniero se detuvo frente a una larga hendidura que cortaba en sentido transversal toda la galería.

En aquel hueco tenebroso se oía correr el agua con inaudita violencia.

—¡Ya estamos! —dijo, volviéndose hacia Blunt y Annia—. ¿Tendremos el valor de confiarnos a esta corriente, que baja de los glaciares del Gran Cañón?

—¿Y por qué no? —repuso con resolución el escritor—. ¡Morir de un modo o de otro, me parece que es lo mismo! De todos modos, ¡quién sabe las atroces torturas que nos ahorraremos!

—¿Y Annia? —preguntó Harris, con angustia.

—Escuche usted, señor —dijo Blunt con voz grave—: ¿no ha dicho usted que es muy raro que las mujeres blancas sean sometidas a la tortura?

—Sí; prefieren entregarlas a los más valerosos guerreros.

—Supongo que eso no se hará en seguida.

—No; tienen ciertas épocas destinadas a los matrimonios.

—Señor Harris, lo que voy a decirle le parecerá quizá muy doloroso; pero creo que no debemos vacilar.

—¿Qué quiere usted decir, Blunt? —preguntó el ingeniero.

—Observe usted primero este torrente —repuso el escritor.

—Explíquese usted.

—Después.

El ingeniero bajó la lámpara. Blunt notó que su mano temblaba y que gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Una emoción violenta se había apoderado del ingeniero.

—Vea usted si la fuga es posible por esta parte. Le propongo jugar una carta terrible, cuyas consecuencias pueden ser fatales. ¿Hay sitio para tener la cabeza fuera del agua?

Harris se tendió en el suelo y bajó la luz todo cuanto pudo. Un grito se le escapó:

¡Sí, hay sitio! El torrente ha taladrado la roca y corre libremente.

—Así, pues, ¿no nos ahogaremos? —preguntó el escritor.

—Aquí, al menos, no; pero más lejos, ¡quién sabe! ¿Cuánto camino recorrerá este torrente antes de desaguar en el Colorado o en cualquiera de sus afluentes? ¡Piénselo usted, Blunt!

—Yo pienso, señor Harris, que, permaneciendo aquí, mañana sufriremos la tortura, y que antes de mañana nos arrancarán la cabellera.

—¿Y qué resuelve usted? —preguntó el ingeniero con ansiedad.

—Que yo, por mi cuenta, probaré fortuna y trataré de llegar al cliff, donde espero encontrar todavía al coronel.

—¿Y si el espacio nos faltase más adelante?

Blunt no respondió; pero en su mirada se leía una decisión irrevocable.

—¿Y si nos faltase el espacio? —repitió Harris, lanzando a Annia una mirada desesperada.

—¡Nuestro destino se encuentra en manos de Dios!

—¿Y Annia?

—¿La salvaremos permaneciendo aquí? Piense usted, señor Harris, que nos matarán, y todo habrá concluido. Si podemos salvarnos y encontrar a Buffalo Bill, podremos tener la esperanza de libertar a su prometida.

—¡Van ustedes a tentar a la muerte! —dijo Annia con acento desesperado.

—Es verdad —repuso Blunt—; pero no nos queda otra esperanza que…

Se interrumpió bruscamente, mirando hacia la extremidad de la galería. Le había parecido oír un ligero murmullo que procedía de aquella parte.

Aun estaba escuchando, cuando un feroz rugido resonó en las tinieblas y varias sombras humanas se lanzaron por la galería.

—¡Los indios! —gritó Blunt—. ¡Animo, ingeniero!

Dio un salto rapidísimo y se precipitó a la tenebrosa abertura, empujando a Harris tan violentamente, que le hizo perder el equilibrio y caer a su vez en el abismo. Se oyeron dos golpes, seguidos de dos gritos, a los cuales hizo eco un desgarrador alarido lanzado por Annia.

—¡Harris de mi alma!

Siete u ocho indios se precipitaron sobre la joven con la rapidez del rayo, y la sujetaron en el mismo momento en que iba a lanzarse a su vez al torrente subterráneo para compartir la suerte de su prometido.

—¡Tú pagarás por todos! —rugió ferozmente uno de los guardianes, cogiéndola por el cabello con la mano izquierda y empuñando el cuchillo con la diestra.

Ya la había derribado, y se preparaba a desollarle la cabeza, cuando sus compañeros le contuvieron, diciendo:

—¡Eso le corresponde al sakem, y no a ti!

Al extremo del templo se oían gritos e imprecaciones, pareciendo que otros indios habían penetrado en él.

Muy pronto las antorchas de ocote iluminaron el subterráneo, y apareció Victoria, seguido de sus lugartenientes, que parecían furiosos.

—¿Y los prisioneros? —preguntó el sakem con voz terrible.

—¡Se han escapado —repuso el jefe de la escolta—; se han precipitado en el torrente!

Un rugido de furor se escapó de los labios del sakem.

—¿Quién los ha soltado? —preguntó, fijando en Annia una mirada feroz.

—Se han desatado ellos —repuso Annia—. Han preferido la muerte en el agua a sucumbir en vuestras manos, crueles salvajes. ¡Dios os maldiga, y a ti especialmente, que has renegado de la amistad de Cabellera Larga!

Un sollozo le cortó la palabra, y cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos.

—¡Arranquémosle la piel de la cabeza, y que su cabellera vaya a adornar esta misma noche el arca del primer hombre! —dijo un guerrero.

—¡No; al palo, al palo! —gritaron todos los demás, que estaban casi ebrios.

Uno sólo permaneció silencioso: Oso Valiente.

—¡Al palo! —repitieron los lugartenientes, alargando las manos hacia Annia, que seguía sollozando.

Oso Valiente se lanzó de un salto junto a la joven, con el tomahawk levantado y gritando:

—¡Esta mujer es mía! ¡Yo la he hecho prisionera, y me pertenece!

—¡Entonces, desuéllala tú! —dijo uno de los guerreros—. ¡Aquí está mi cuchillo!

Victoria, que hasta entonces había permanecido silencioso, intervino.

—Esta mujer pertenece a la tribu —dijo—; que ocupe el puesto de los prisioneros y que su cabellera sirva de adorno al escudo de Oso Valiente.

Al oír aquellas palabras, Annia se puso en pie, como una leona.

—¡Miserable! —gritó—. ¿Te atreverías a tanto? ¿Hacer atormentar a una mujer? ¡A la hija de Cabellera Larga!

—¡Tú perteneces a la raza que nosotros odiamos! ¿Acaso tus compatriotas respetan a nuestras mujeres? ¿Acaso tienen compasión de nuestros hijos? ¿Qué ha hecho el coronel Chivingston de las mujeres de los cheyennes y de los apaches en Sand-Creek? ¿Crees que hemos olvidado aquella matanza en que cayeron Caldera Negra y Antílope Blanco, que eran amigos míos? Como los rostros pálidos no han tenido reparo en matar a las mujeres y a los niños de esas desgraciadas tribus, no debemos tenerlo nosotros en arrancar la cabellera de las mujeres de la raza pálida. Oso Valiente, tendrás sobre tu escudo una soberbia cabellera, y el Gran Espíritu, la sangre y la carne de esta mujer.

Obedeciendo a un signo suyo, dos guerreros ataron a la desgraciada joven y después la levantaron en vilo, llevándola fuera del templo.

Annia lanzó un grito de horror, que se perdió entre las feroces vociferaciones de los lugartenientes.

La voz de que los prisioneros se habían escapado se difundió rápidamente entre los indios, que danzaban furiosamente en la plaza, provocando una explosión espantosa de ira.

Sin embargo, la noticia de que la hija de Cabellera Larga había sido detenida a tiempo y que Victoria la había condenado a reemplazar a los fugitivos y a sufrir el espantoso suplicio del palo, había calmado un poco a los tigres de los desiertos americanos.

Al verla aparecer entre los guerreros, mujeres y niños interrumpieron la orgía para precipitarse sobre ella.

—¡Hug! ¡Viva Victoria! —gritaban todos—. ¡Al palo la hija de Cabellera Larga, que ha hecho huir a sus compañeros!

Centenares de manos se alzaban amenazadoras, empuñando tomahawks, cuchillos, arcos y carabinas.

Annia alzó fieramente su hermosa cabeza y miró con profundo desprecio a aquella rugiente horda, gritando:

—¡Viles, que asesináis a una mujer indefensa!

Había recuperado toda su energía, y, convencida, además, de que Harris había muerto, se resignó con su suerte y quería mostrarse valerosa.

No era la primera joven de las fronteras que asombraba a los hombres rojos con su audacia.

Temiendo Victoria que los guerreros perdieran el uso de sus facultades a causa de las fuertes bebidas que habían injerido, hizo redoblar la escolta, a fin de que no matasen a la joven antes que ésta llegase al palo.

Annia se dejaba conducir sin oponer resistencia. Sin embargo, cuando se encontró frente al instrumento de tortura, que estaba pintado de rojo y coronado por un cráneo de bisonte, tuvo un momento de rebeldía y de terror.

—¡No, no! —gritó, tratando de soltarse—. ¡Prefiero que me matéis de un machetazo!

Victoria, que tal vez pensaba mostrarse feroz, desnudó su machete e hizo ademán de lanzarse contra ella, cuando una voz imperiosa le detuvo.

—¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está mi padre?

Las filas de los indios se abrieron bruscamente para dejar paso a un grupo de jinetes que llegaban a toda brida, gritando:

—¡Paso, paso!

Aquel grupo iba precedido por una bellísima joven que montaba un caballo blanco como la nieve, con la silla adornada con colgantes de plata, y la larga cabellera trenzada con cintas de colores.

Era una joven india de la misma edad que Annia, con la piel ligeramente cobriza, las líneas graciosas y enérgicas, grandes ojos, negros y brillantes, y negrísima cabellera, que llevaba suelta sobre los hombros, medio desnudos.

Lucía uno de esos espléndidos chales hechos con pelo de carnero silvestre, que se pagan a veces hasta con cien caballos, puesto que su tejido requiere casi dos años de trabajo; una veste cortísima, de tela roja, con anchas franjas, y polainas recamadas. En banderola llevaba un rifle de cañón damasquinado y con la culata adornada con planchas de plata.

¡Girasol de la Pradera! —exclamaron los indios, abriéndole paso rápidamente.

—¡Hija mía! —exclamó Victoria, bajando el machete.

Annia lanzó un grito.

¡Le-es-ka!

La joven india detuvo su espléndido caballo blanco a pocos pasos del palo de la tortura y fijó sus grandes ojos sobre Annia.

¡Cabellera de Oro! —exclamó.

—¿Me reconoces, Le-es-ka? —preguntóle Annia, tratando de desasirse de los guerreros.

—Sí —repuso la india—; tú eres la hija de Cabellera Larga.

—¡Y tus compatriotas se preparan a matarme! Le-es-ka, ¡tú no lo permitirás!

Girasol de la Pradera se apeó del caballo sin necesitar ajeno auxilio, y avanzó hacia Victoria, que parecía disgustado por la imprevista llegada de la joven y ya famosa guerrera, que era el orgullo de toda la tribu.

—¿Cómo te encuentras aquí? —repuso el sakem en tono que expresaba viva ansiedad.

—Nuestra misión ha terminado, padre —repuso la india—. Todo el alto Cañón ha quedado libre de rostros pálidos: las tropas del Gran Padre Blanco están en retirada, y he venido a tomar parte en la fiesta del sol con mis guerreros.

Un relámpago de satisfacción brilló en los ojos del sakem.

—¡Eres digna de mí! —dijo—. Ahora asistirás al suplicio de Cabellera de Oro

—¿Y tú, que eres mujer como yo, lo permitirás, Le-es-ka? —gritó Annia—. ¿Eres también una tigresa que reniega de la amistad?

Girasol de la Pradera miró a Annia; pero su rostro no reveló ninguna emoción.

—¡También eres una infame! —dijo Annia—. ¡Te creía valerosa, y sólo eres malvada!

La india arrugó la frente, mientras Victoria, furioso por aquella injuria dirigida contra su hija, volvió a levantar el machete para partir el cráneo a la prisionera.

Ya estaba para dar el golpe mortal, cuando la joven guerrera le detuvo con un gesto.

—Yo te mostraré, Cabellera de Oro —dijo—, que soy digna del título que me ha concedido el sakem de la tribu, si aceptas lo que voy a proponerte. Sé que las mujeres de los rostros pálidos de las fronteras acostumbran combatir al lado de sus hombres. ¿Quieres luchar conmigo? Tú tendrás mi cabellera o yo la tuya.

—¡La cabellera de esta mujer me pertenece! —dijo Oso Valiente, adelantándose—. El Gran sakem me la ha prometido.

—¡Yo te daré otra! —repuso Girasol.

Se adelantó la india hacia su caballo, descolgó de la silla una cabellera casi rubia, y se la tiró al guerrero, diciéndole:

—¡Toma, adorna tu escudo! ¡Y ahora, joven, nos toca a nosotras, si no tienes miedo!

—¡Estoy dispuesta a luchar contigo! —dijo Annia—. Que me den mi carabina y que se fijen las condiciones de la lucha. ¡Las jóvenes de la frontera no tienen miedo!

—Mañana, al alba, en el bosque que circunda nuestro atepelt, nos buscaremos para hacemos fuego. ¿Es así como se baten las mujeres en tu país? Repara que Girasol de la Pradera no te perdonará. Mañana, tu hermosa cabellera adornará la silla de mi caballo —luego, volviéndose hacia Victoria, que la miraba conmovido, le preguntó—: ¿Tienes algo que decir, padre?

—¡Qué eres el orgullo de las mujeres de nuestra tribu! —repuso el Gran sakem con voz grave.

* * *

Aún no había salido el sol por detrás de las altas montañas que flanquean el Gran Cañón, cuando Annia y Girasol de la Pradera se encontraban1 en el bosque que rodeaba el atepelt de los apaches, y que se extendía desde la gigantesca muralla granítica hasta las orillas del río Colorado.

Victoria, con una pequeña escolta, condujo a las dos adversarias al bosque, colocándolas a una distancia de mil pasos una de otra en los sitios más espesos, mientras Oso Valiente circundaba aquellos puntos para que Annia no se aprovechara de la ocasión para ponerse a salvo.

Las dos jóvenes estaban armadas con carabinas y cuchillos, habiendo dado a cada una sólo tres cartuchos.

—Eres libre —dijo el Gran sakem al separarse de Annia—. Te advierto, sin embargo, que vigilaremos las márgenes de la floresta, y que si intentaras la fuga, no te librarás del tormento del palo. Girasol se ha emboscado; búscala.

Una vez en posesión de su carabina, no tenía miedo. Criada en las fronteras, en aquellos países en que todos se ven obligados a luchar incesantemente contra los indios, y donde los jóvenes de uno y otro sexo toman parte en aquella cruel lucha de guerrilla, Annia poseía, además, una energía extraordinaria y un valor a toda prueba.

Sabía que tenía enfrente una terrible adversaria, a quien los más viejos y famosos guerreros apaches admiraban por su audacia extraordinaria, que emulaba las hazañas de su padre, y, sin embargo, no desesperaba de salir victoriosa de aquel extraño y peligroso combate, que, a decir verdad, requería más astucia que valor.

Se trataba de sorprender a la adversaria y hacerle fuego antes que hubiera tenido tiempo de prevenirse.

Annia, resuelta a todo con tal de eludir el horrible suplicio del palo, guardó en el fondo de su corazón el recuerdo de Harris y se puso inmediatamente en busca de su rival, procediendo con cautela y marchando con ojo avizor, atento el oído y el dedo en el gatillo de la carabina.

En el bosque no se oía el menor rumor, porque los indios se habían retirado. Sólo se oía a lo lejos rugir profundamente el Colorado en el fondo del gigantesco abismo.

Annia avanzaba, temiendo que la hija del sakem, que debía de ser muy astuta, diese la vuelta para cogerla por la espalda. Aquel temor, que en vano trataba de desechar, tenía sus nervios en extraordinaria tensión, haciéndola estremecerse al ruido de cada hoja que caía de un árbol o al grito de cualquier pájaro de la floresta.

Se puede ser audaz, tener mucho valor, y, sin embargo, experimentar sensaciones espantosas e indescriptibles angustias en esos duelos inventados por los americanos, semejantes a los que se entablan en una habitación a oscuras. Se puede luchar sin miedo con el adversario que está enfrente, en plena luz, viéndole cara a cara; pero el duelo de emboscada, ideado por aquellos espíritus extraños, produce en todos verdadero pavor.

Aun cuando resuelta a vender cara su vida, y aunque tuviese plena confianza en su carabina, que sabía manejar a la perfección, Annia no lograba dominar aquella impresión de susto.

A cada paso que daba le parecía oír una detonación y sentir atravesadas sus carnes por un proyectil.

Se detuvo en medio de una espesura de nogales silvestres, aguzando el oído y mirando a su alrededor.

Un pájaro escondido en medio de la fronda lanzaba un grito que semejaba un lamento. En todo aquel alrededor reinaba un silencio profundo.

«¿Dónde estará Girasol?», se preguntó con angustia la pobre joven.

De pronto se estremeció; frente a ella, y a una distancia de trescientos o cuatrocientos pasos, había oído un leve crujido.

¿Era un gamo que trataba de abrirse camino, o la india, que avanzaba?

Permaneció inmóvil, conteniendo la respiración le palpitaba violentamente.

El pájaro escondido entre las hojas enmudeció.

Al cabo de algunos instantes, una forma humana apareció junto a un grupo de abetos: era Girasol de la Pradera que la buscaba.

Alzó resueltamente la carabina, apoyando el cañón entre dos ramas.

—¡Mi vida bien vale la suya! —murmuró con implacable energía.

La hija del Gran sakem se presentaba de frente. Su profunda mirada parecía querer sondear la masa de vegetación. Buscaba a su adversaria para meterle una bala en el pecho y arrancarle luego la cabellera.

Annia no vaciló más. Resguardada por los árboles, miraba a su adversaria sin pestañear.

—¡No la mataré! —murmuró luego—. ¡Demostraré a estos salvajes la generosidad de que son capaces las mujeres de mi raza!

Una detonación resonó bajo las bóvedas de verdura, espantando a una bandada de pájaros que piaban en un álamo negro.

Le-es-ka dio un salto de costado, y después cayó dando un terrible grito. Se levantó, sin embargo, con un salto de fiera, y, viendo una nubecilla de humo flotar sobre los vegetales que ocultaban a Annia, disparó uno después de otro dos tiros de carabina, y luego volvió a caer.

Annia se lanzó fuera de su escondite, y avanzó rápidamente hacia la india con el rifle cargado.

Girasol de la Pradera yacía entre unos cactos, con el pecho cubierto de sangre.

Al ver a su adversaria, intentó levantarse y coger la carabina; pero las fuerzas le faltaron.

—¡Toma mi cabellera! —dijo con terrible sangre fría—. ¡Es tuya!

Annia sacó el cuchillo que llevaba al cinto y lo tiró lejos de sí, diciendo:

—¡Las mujeres blancas no hacen traición a la amistad! Déjame ver tu herida, y yo te la curaré.

El relámpago profundo y feroz que brillaba en los ojos de la joven guerrera se apagó en el acto.

—¡Eres demasiado generosa! —dijo.

En aquel momento se oyó el galope de varios caballos, y apareció Victoria seguido de sus lugartenientes.

Viendo a Annia en pie y a su hija en tierra, lanzó un grito salvaje.

—¡Qué el Gran Espíritu te maldiga, hija de los rostros pálidos! —exclamó.

Le-es-ka se incorporó sobre las rodillas.

—Padre —dijo—, la hija de Cabellera Larga me ha evitado la vergüenza suprema de ir al paraíso del Gran Espíritu sin mi cabellera.

Una rápida emoción se pintó en el rostro del terrible guerrero. Miró con estupor a Annia durante algunos instantes, y tal vez con reconocimiento; luego se inclinó sobre la joven india para examinarle la herida.

Del hombro derecho, un poco por encima de la clavícula, brotaba la sangre a oleadas, manchando el espléndido manto de vellón de cordero.

—¡El Gran Espíritu ha velado por mi hija! —dijo—. ¡La herida no es mortal!

Volviéndose luego hacia su gente, añadió con voz solemne:

—¡Qué el Espíritu del Mal me arranque el corazón, que Wakondah me niegue la caza en las praderas celestiales y me haga morir de hambre, y que los buitres del Gran Cañón devoren mi cadáver si reniego de lo que he ofrecido! Desde este instante yo protejo a Cabellera de Oro. ¡Ay de quien la toque! ¡Hug! ¡Ha hablado el Gran sakem Victoria!

CAPÍTULO XI. EL TORRENTE SUBTERRÁNEO

Mientras, merced a su extraordinaria audacia, Cabellera de Oro salvaba su vida, Harris y Blunt, precipitados casi al mismo tiempo en el torrente subterráneo, luchaban desesperadamente para encontrar un paso que les permitiera reconquistar la libertad.

Apenas habían oído el grito de la joven, cuando se sintieron arrastrados con vertiginosa rapidez por las aguas que bajaban de los costados del Gran Cañón, y transportados en medio de la más completa oscuridad.

Aquella agua, que procedía de los glaciares, estaba tan fría que no pudieron contener un grito, el cual se perdió bajo las tenebrosas bóvedas del canal subterráneo.

Parecía que flotaban en hielo apenas derretido.

—¡Blunt! —gritó el ingeniero—, siento que se me hiela el corazón.

—¡Nade usted con energía! —repuso el escritor, que se agitaba desesperadamente.

Luego se sintieron ambos precipitados, al paso que el torrente aumentaba su fragor, huyendo o, mejor dicho, despeñándose a través de la galería, que sus arenas, en una labor de siglos, habían perforado.

¿A dónde los arrastraba la corriente? No podían figurárselo. Además, no les quedaba ni tiempo para pensarlo, pues tenían que emplear toda su actividad en mantenerse a flote a fuerza de bracear.

Un espantoso ruido, que aumentaba por momentos, los ensordecía, impidiéndoles al mismo tiempo que pudieran entenderse.

Unas veces chocaban entre sí; luego los separaban las aguas, lanzándolos, a pesar de sus desesperados esfuerzos, a tragar agua en abundancia.

Por fortuna, aquel túnel era bastante ancho para permitirles respirar. Pero había el peligro de que de un momento a otro se estrechase, y este temor angustiaba a los dos desgraciados, que aguardaban con trágica impaciencia romperse el cráneo contra la bóveda.

De cuando en cuando, Blunt, que iba delante, lanzaba un grito para cerciorarse de que el ingeniero le seguía, grito que terminaba en un hipo, porque la corriente, como hemos dicho, en su precipitada carrera, le sumergía.

—¡Señor Harris! —gritó Blunt, que nadaba vigorosamente.

—¡Estoy junto a usted! —contestó el ingeniero.

—¿Qué ha pasado? ¿A dónde nos ha traído este maldito torrente? Estamos en aguas tranquilas.

Su voz repercutía sonoramente, como si sobre él hubiera un inmenso vacío.

—Me parece que nos encontramos en un depósito de agua subterráneo —repuso Harris, después de haber levantado los brazos, sin lograr tocar la bóveda.

—También me lo parece a mí. ¿Puede usted aproximarse?

—Me estoy acercando.

—¿Tendrá salida este depósito, o estamos condenados a morir aquí dentro? Porque lo que es remontar el torrente hasta el templo, es imposible. ¿Y Annia? ¿Qué habrá sido de ella?

—¡En manos de los indios! ¡He oído sus gritos!

—¡Temo por ella!

—No se preocupe usted, Blunt. Prefiero que esté allí a que se encuentre aquí.

—¿Y si la matan?

—¡No me asuste usted, Blunt! —dijo Harris—. Victoria no se atreverá a tanto; al menos, así lo espero.

—Pero ¿adónde vamos nosotros? ¡Si tuviéramos ojos de gato!

—¡Calle usted un momento, Blunt, y no haga ruido braceando! Me parece que oigo un ligero murmullo frente a nosotros.

Se detuvieron, agitando levemente las manos para mantenerse a flote, y se pusieron a escuchar.

Detrás de ellos mugía el torrente bajo las tenebrosas bóvedas del pasaje subterráneo; delante, en cambio, se oía un dulce murmullo apenas perceptible.

—El agua se abre paso —dijo el ingeniero—; por allí desemboca no sé en dónde.

—Pues busquemos la salida, señor Harris. ¡No sé lo que daría por encontrarme al aire libre! ¿Podremos llegar al Colorado?

—Lo espero.

—¿Y si este torrente no tuviese una verdadera salida?

El ingeniero no contestó. Había sentido erizársele el cabello y que el corazón se le apretaba con una angustia indescriptible.

—¡Responda usted, señor Harris! —dijo el escritor, espantado por aquel silencio, que no le parecía de buen agüero.

—¡No nos desanimemos, Blunt, y confiemos en la protección divina!

—Querría saber si todos los torrentes que bajan del Gran Cañón acaban en el Colorado. Usted, que ha estado mucho tiempo aquí, debe de conocerlos.

—Casi todos.

—¿Y los que no desembocan? —preguntó el escritor.

—Se pierden en el subsuelo.

—¡He aquí una respuesta que me inquieta!

—No hay que alarmarse —dijo Harris—. El murmullo que oímos es de buen agüero. Si el agua corre, quiere decir que el torrente no acaba aquí ¿Sigue usted oyéndola correr?

—Sí.

—Pues tratemos de llegar a la desembocadura.

Como el fragor que procedía del túnel que habían recorrido poco antes no les permitía oír siempre el murmullo del escape de agua, y como la oscuridad era tan intensa que les era imposible orientarse, se entregaron a la corriente, dejándose conducir tendidos de espaldas.

El agua corría lentamente, signo cierto de que el fondo de aquella caverna tenía una leve inclinación.

Al cabo de cinco minutos, Blunt chocó contra un obstáculo, probablemente una pared o cualquier prominencia, y se sitió arrastrado con mayor velocidad.

—¡Señor Harris —gritó—, creo que hemos llegado a la desembocadura!

—También lo creo —repuso el ingeniero, que, alargando los brazos, había encontrado la roca.

—También aquí el agua nos deja espacio suficiente. No logro tocar la bóveda.

—¡Buena señal!

—¿Nos dejamos llevar?

—Es el mejor partido.

La corriente se hizo más fuerte, aunque no tanto como la que los había arrastrado bajo el túnel. Los fugitivos, siempre nadando de espalda sobre el agua, se dejaban llevar por ella, con los brazos muy separados para no chocar contra las paredes.

Al cabo de diez minutos comenzaron a oír un ruido lejano que se propagaba por aquellas bóvedas, siempre oscurísimas.

—¿Oye usted, señor Harris? —preguntó Blunt, que fue el primero en percibirlo—. Sí.

—¿Qué será eso?

—Tal vez sea un salto de agua.

—¿Descargará este torrente en el Colorado desde alguna altura?

—Lo supongo.

—¡Diablo!

—¿Se asusta usted?

—¿Y si nos precipitase contra unas rocas?

—¿Quiere usted estar asustándome continuamente, Blunt?

—Es que tengo empeño en que mi piel no se estropee demasiado. ¡Oh!

—¿Qué pasa de nuevo?

—¡Qué veo a lo lejos un poco de luz!

—¡Es la desembocadura!

—¿Estará el Colorado allí?

—Me parece oír un lejano mugido.

—¡Señor Harris, la corriente se acelera!

—¡No nos dejemos arrastrar!

—¡Imposible! ¡La corriente me domina!

El torrente, que hasta entonces bajaba con suavidad, se había hecho rapidísimo, y el fragor aumentaba por momentos.

Debía de haber una cascada a la extremidad del túnel, y los desgraciados fugitivos se sentían impotentes para evitarla.

En vano nadaban hacia atrás, e inútilmente trataban de aferrarse a las paredes de aquel tubo abierto entre las rocas por las arenas perforantes del Gran Cañón.

—¡Señor Harris —gritó Blunt—, vamos a hacemos pedazos!

—¡Estamos en manos de Dios! —repuso Harris.

Pasaron como flechas bajo la última bóveda, entre oleadas de espuma; luego fueron precipitados al vacío entre un terrible fragor.

* * *

Cuando Harris, que se había dado un golpe en la cabeza, volvió en sí, se encontró acostado bajo un árbol frondoso que bañaba sus raíces en un río anchísimo e impetuoso de aguas rojizas.

Blunt, todo empapado en agua y con la chaqueta destrozada por veinte partes, estaba inclinado sobre él, frotándole enérgicamente el pecho.

Aún no había amanecido, pero en el cielo resplandecía la luna con gran intensidad.

—Y bien, amigo, ¿cómo va? —preguntóle el escritor con voz alegre—. He estado por ir en busca de un médico, dado el caso de que exista alguno en el fondo de este abismo.

—¿Quién me ha transportado aquí? —preguntó el ingeniero.

—Yo; y ha sido un verdadero milagro que me encontrase junto a usted en el momento en que la cascada nos envolvió. No sé si pertenecería usted, en caso contrario, al mundo de los vivos.

—¿Cómo hemos logrado salvar la vida?

—Es un misterio que no trato de explicarme. Lo único que sé es que estamos en admirable situación, y por ahora no debemos preguntar más. ¿No le parece a usted?

—¿Había rocas debajo de la cascada?

—Algunas he visto, y le aseguro que me parecieron bastante más duras que nuestro cráneo.

—¡Le debo a usted la vida, Blunt!

—¡No hay que hablar de eso! Lo que me preocupa es que estamos todavía en territorio de los apaches, y sin un miserable cuchillo para defendernos. ¿Qué haremos para salir de este mal paso?

—Evitar el encuentro de los indios.

—¿Lo lograremos? ¡Esos bribones tienen un olfato capaz de inspirar envidia a los perros!

—¿Ha visto usted a alguno?

—Hasta ahora, no.

—Entonces, por el momento no corremos ningún peligro.

—Querría irme muy lejos de aquí, señor Harris. Estoy ya cansado de este maldito abismo, donde se cuece uno como un huevo y se corre el peligro de perder la melena. ¡Ah! ¡Sangre de buey! ¿Y Annia? ¿La dejaremos en poder de esos bandidos?

—Por ahora, nada podemos hacer, querido amigo —dijo Harris, suspirando profundamente.

—¿Está usted seguro de que esa valerosa joven no corre peligro alguno? ¿Y si los indios la torturasen en lugar nuestro?

Al oír estas palabras, el ingeniero se pudo densamente pálido.

—¡No; Victoria no se atrevería a tanto! —y añadió luego—: ¡Martirizar a esa joven! ¡No lo creo posible, Blunt!

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Buscar a Buffalo Bill Sin su ayuda no tardaremos en caer en manos de los apaches, y entonces no saldríamos vivos de sus manos.

—¿Se encontrará aún en el cliff?

—Es adonde debemos ir ante todo.

—¿Nos habrá abandonado a nuestra suerte?

—¡Él! —exclamó Harris—. ¡Nunca!

—¿Podremos subir a las márgenes del Gran Cañón?

—Este abismo tiene muchos senderos que conducen a la sima.

—¡Si supiéramos encontrar el sitio por donde hemos bajado, y que pasa junto al cliff!

—No desespero de encontrarlo —repuso Harris—. Lo peor es que nos veremos obligados a atravesar el vasto bosque de los apaches.

—Aguardaremos a que se haga de noche.

—Haremos bien en buscar un escondrijo.

—Y también el almuerzo —dijo Blunt—. No sé si ha sido el baño o la emoción; pero es el caso que siento un hambre tal, que me comería una lengua entera de bisonte. Y usted, ¿está útil para andar?

—Me parece que tengo las piernas en buen estado.

—Entonces, ocultémonos en el bosque, porque me sería muy desagradable que nos cogieran otra vez.

—Por el momento, los indios están ocupados en sus danzas, y después se quedan como muertos.

Se levantaron para mirar las orillas del Colorado. No viendo más que árboles, se dirigieron hacia la floresta, que parecía bastante espesa y formada por artemisas y arbustos semejantes a la salvia, que son árboles de madera ligerísima, empleados por los indios para la construcción de canoas, y por magnolias blancas, ya cubiertas de flores, que esparcían embriagadores perfumes.

No se veía por ninguna parte animal alguno que pudiera servir de almuerzo. Había, ciertamente, algunas ardillas, demasiado ágiles para cazarlas, y poquísimos pájaros, representados por oropéndolas, pájaros-moscas y algunas parejas de urracas.

Los dos fugitivos se escondieron en una espesa arboleda, decididos a no salir de ella hasta la noche.

Como entre los árboles hubieran algunos cactos, que son ricos en agua, apagaron la sed; después se pusieron a la caza del almuerzo, buscándolo, no en los árboles, puesto que no había fruta, sino en el suelo. Al fin lograron encontrar, después de no poco trabajo, algunos nabos gruesos como huevos de paloma y de sabor excelente, y media docena de kamas, especie de cebollas que crecen en estado silvestre, y que son muy apreciados por los pieles rojas.

—El almuerzo es bien escaso; pero, sin embargo, gracias a estos tubérculos, no nos moriremos de hambre, al menos por ahora —dijo el escritor, que había recobrado su buen humor habitual—. Verdad es que hubiera preferido una pata de oso o un filete de giba de bisonte.

—En el Cañón encontraremos algo mejor —dijo Harris—. No faltarán los pinos, y podremos tener en abundancia piñones, que, tostados, son excelentes y muy nutritivos.

—¿Vendrán aquí a buscarnos los apaches, señor Harris?

—No lo creo.

—Entonces, os propongo que echemos un sueño; así pasará el tiempo más pronto.

—No sé si lograré dormir.

—Piensa usted en Annia, ¿no es verdad?

—Sí —repuso el joven con voz triste—. ¡Estoy terriblemente inquieto! Si pudiésemos hacerle saber alguna noticia nuestra.

—¿De qué modo?

Harris no contestó.

—No intente usted nada hasta que hayamos encontrado al coronel, porque arriesgamos la vida sin probabilidades de buen éxito.

—¡Tiene usted razón, Blunt! Descanse usted, y yo velaré mientras pueda resistir.

—¡Gracias, señor Harris!

El joven, que estaba rendido, se acostó sobre el césped, y bien pronto le oyó roncar el ingeniero.

CAPÍTULO XII. EL JAGUAR

Transcurrió la jornada sin la menor alarma. De seguro, los apaches, imaginando que Harris y Blunt se habían ahogado, y, además, muy ocupados en sus danzas, no habían salido de su campamento.

Eran las nueve de la noche, cuando los dos jóvenes resolvieron subir a las márgenes del Gran Cañón y llegar al cliff donde creían encontrar aún a Buffalo Bill y a sus cowboys.

Temiendo tener algún mal encuentro, porque aquel abismo era frecuentado por fieras, arrancaron dos gruesas ramas para usarlas a guisa de bastones, y después de haberse orientado merced a las primeras estrellas que aparecieron en el cielo, se pusieron resueltamente en marcha.

Una duda, sin embargo, atormentaba al ingeniero, y era que aquel valle sólo tuviera una salida y que ésta estuviese guardada por algún grupo de pieles rojas. Le parecía inverosímil que los apaches hubieran fundado un atepelt tan importante en una cañada abierta, cuando tenían a su disposición altozanos y explanadas casi inaccesibles y a cubierto de cualquier sorpresa.

Durante el día no quiso hablar al escritor de sus temores, por no quitarle su buen humor. Apenas estuvieron en la orilla del bosque, limitado en aquella parte por una garganta profundísima, con las paredes cortadas a pico, y en cuyo fondo rugía con furia un torrente, afluente, sin duda, del Colorado, comunicó Harris a su amigo la preocupación que le embargaba.

—Eso sería grave —repuso el escritor—, porque, aunque en apariencia fuéramos libres, realmente aún estaríamos prisioneros.

—Dado el caso de que no esté abierto el Colorado.

—Y de que nosotros no tengamos miedo al agua —dijo Blunt—. ¿Hay caimanes aquí?

—Creo que no.

—Es que profeso mucho cariño a mis piernas, amigo Harris.

—Y yo quiero a las mías como usted a las suyas.

—¿Prefiere usted que subamos por la pared del abismo?

—Sí —repuso Harris—: bajando a nado el Colorado, ¡quién sabe adónde iremos a dar! Y para nosotros, el tiempo es demasiado precioso.

—¿Tiene usted prisa de encontrar al coronel?

—¡Cómo que en él está nuestra salvación y la de Annia!

—¿Se prolongará este Cañón hasta la gran pared del abismo?

—Mucho lo temo.

—¿Bajará el torrente que ruge ahí abajo de alguna elevada planicie?

—Sí, Blunt.

—Pues intentemos la aventura, suceda lo que quiera. La noche está oscura, y la luna no saldrá hasta muy tarde; de modo que es probable que podamos pasar inadvertidos.

—¡Pues adelante! —dijo Harris.

Comenzaron a costear el profundo barranco, en cuya orilla terminaba el bosque La sombra proyectada por las plantas era muy oscura en aquel lugar, y el ruido del torrente sofocaba en absoluto el leve rumor producido por sus botas sobre el rocoso suelo.

Avanzaban, sin embargo, con grandes precauciones, no sólo por temor a los indios, sino también a los animales nocturnos.

Ya habían visto cerca de un espeso boscaje dos ojos amarillentos brillar como ascuas de fuego, y oído varias veces crujir las ramas del bosque a muy poca distancia de ellos.

Habían recorrido medio kilómetro, cuando oyeron tras de sí un ronco rugido, que les hizo pararse en seco.

—¡Tenemos alguna fiera a la espalda! —exclamó el escritor, empuñando a dos manos el garrote de que se habían provisto y colocándose a la defensiva.

El ingeniero le hizo signos de que callara.

El mismo rugido se oyó un poco después hacia la orilla del bosque, pero más ronco y más prolongado.

—Es un carcaju —dijo Harris.

—¿No será un tigre? —dijo Blunt.

—Es un animalucho de pelo oscuro, que está al acecho entre las ramas de los árboles, y que cae sobre el lomo de los gamos, rompiéndoles la vena yugular para beberles la sangre. ¡No es de temer!

—¿Y ese rumor, señor mío? ¡Se diría que agitan un sonajero!

—Será algún crótalo hórrido que busca una presa. ¡Guárdese usted de él, Blunt, porque su mordedura es mortal!

—¿Será tal vez una serpiente de cascabel?

—Sí; y en este abismo son abundantes como la serpiente negra.

—¿Sí…?

El escritor no pudo acabar. Una pesada masa que cayó de lo alto se había desplomado sobre su espalda, y el pobre joven dio en tierra, de narices sobre las rocas del Cañón.

Sin perder la serenidad, Harris cayó a su vez sobre aquel misterioso y audacísimo enemigo, dándole en la grupa tres o cuatro garrotazos tan poderosos, que le obligaron en el acto a dejar su presa.

—¡Arriba, Blunt! —gritó al mismo tiempo—. ¡Ayúdeme usted!

El joven, que en la imprevista caída no había sufrido más que algunas contusiones en la cara, se levantó en seguida, aferrando su bastón.

A cinco pasos, cerca de la orilla del barranco, estaba el enemigo que había intentado matarle a traición. Era un hermoso animal, más grande que un perro de Terranova y de formas más elegantes, con la cabeza casi redonda y el pelo oscuro y corto.

Parecía sorprendido de no haber triunfado en su ataque, y miraba con sus ojos, brillantes como los de los gatos, a los dos hombres, soplando y lanzando dé cuando en cuando un sordo gruñido.

Obligado a precipitarse hacia el barranco para librarse de los estacazos del ingeniero, se encontraba sin retirada, teniendo enfrente a los dos americanos, que se apoyaban en la orilla del bosque.

—¿Qué animal es ése, señor Harris? —preguntó Blunt, haciendo un molinete con su palo para mantener a la fiera a distancia.

—Un mitzli, como le llaman los mejicanos, o, mejor dicho, un jaguar.

—¿Es peligroso?

—A veces, sí.

—¿Lo matamos?

—No pruebe usted a sufrir sus garras. ¡Prefiero dejarle marchar!

—Me parece que no tiene el menor deseo de irse.

—Porque le cerramos el paso. Retrocedamos hacia el bosque sin perderle de vista, aunque no creo que tenga la intención de intentar de nuevo el asalto. Me parece más sorprendido que nosotros.

Continuando sus molinetes con el bastón, se hicieron atrás ambos amigos hasta esconderse entre los árboles. El jaguar, que después de la dura lección recibida parecía avergonzado de no haber tenido buen éxito en su intento, apenas vio espacio suficiente para marcharse, con un repentino salto se lanzó a la espesura más próxima, que atravesó en dos saltos, y luego desapareció en el bosque.

—¿Está usted herido, Blunt?

—No, señor Harris. Sólo me ha desgarrado la chaqueta. ¿Será que me habrá confundido con algún gamo?

—Eso creo; porque, ordinariamente, estos animales, aun cuando son muy feroces y robustos, no se atreven a atacar al hombre. Cuando no tienen escape, se defienden encarnizadamente y no temen lanzarse sobre los cazadores.

—¿Dónde se habrá escondido ese bicho?

—En alguna rama gruesa —repuso Harris—. Marchemos, amigo, porque me urge saber dónde acaba este Cañón.

Volvieron a ponerse en camino, siempre costeando el abismo y no atreviéndose a internarse bajo los árboles por temor de tener algún otro encuentro desagradable. Al cabo de diez minutos llegaban frente a la enorme pared del Gran Cañón, que caía cortada a pico de una altura, por lo menos, de mil quinientos metros.

Allí acababa el barranco que hasta entonces habían seguido. El torrente recibía el agua de una cascada que se precipitaba de salto en salto con ensordecedor estruendo.

—¿Y qué, señor Harris? —preguntó Blunt al ingeniero, que observaba atentamente la pared.

—Por esa parte es imposible la subida —repuso el joven, con acento contrariado.

—¿No existirá sendero alguno?

—Vuelven a asaltarme los temores que le expuse.

—¿Cuáles?

—Temo que no exista más que un solo paso por esta parte, y que esté custodiado por los apaches. Si no lo estuviera, sería para nosotros una suerte, porque nos llevaría directamente al cliff que buscamos.

—¿Se hallará muy lejos?

—Me parece que no —repuso Harris.

—¿Lo encontraremos siguiendo la pared?

—De fijo.

—¡Pues a buscarlo!

Bebieron algunos sorbos de aquella agua, que estaba casi helada, y después continuaron andando a lo largo del muro, abriéndose trabajosamente paso por entre las plantas que crecían en la base.

A su derecha, a una distancia de doscientos o trescientos pasos, se extendía el bosque.

De vez en cuando, despertados y asustados por el ruido que hacían los dos californianos, varios animales terrestres, y hasta grandes volátiles, se alzaban de entre la espesura y escapaban con la velocidad del rayo, ocultándose en el bosque vecino.

Generalmente, eran antílopes de ahorquillados y afiladísimos cuernos, altos como terneros, pero de formas más elegantes y finas: caza bastante apreciada por los corredores de las praderas. Además de los gamos de cola negra, más gruesos que los gamos comunes, con las orejas tan grandes como las de las muías, y los cuernos pequeños, también salían huyendo parejas de vakones, llamados gallos de los bosques, plato de rey que el buen Blunt veía desaparecer con pena, no teniendo esperanza de poder alcanzarlos con su bastón.

Hacia la medianoche, después de haber subido algunos enormes montones de peñas, llegaron a un estrecho pasaje encerrado entre rocas colosales.

Ambos se detuvieron.

—¿No le parece a usted que es este el sendero por el cual hemos bajado? —preguntó Blunt.

—Sí —repuso el ingeniero—; lo recuerdo bien.

—¿Lo subimos?

—Veamos primero si está guardado por los indios.

—No veo ninguno.

—Aquí, no; pero ¿y más adelante?

—Pues hay que resolverse, sin pararse a pensarlo.

—¡Yo no me vuelvo atrás, Blunt! Estoy convencido de que no hay ningún otro pasaje que pueda llevarnos allá arriba; y permaneciendo ocultos en el bosque acabaremos por ser cogidos de nuevo, sin poder intentar nada para libertar a Annia.

—Es cierto.

—Lo que es no contando con más armas que estos garrotes, no podremos afrontar los machetes de apaches y navajos.

Permanecieron algunos momentos escuchando, y no oyeron más que el estruendo del agua que bajaba a lo largo de las paredes del Gran Cañón, y a lo lejos, el ruido sordo del Colorado.

—¡Adelante, Blunt! —dijo Harris.

Comenzaron a subir, fijando bien la planta para no rodar al abismo.

El sendero abierto por las aguas estaba todo lleno de zanjas, huecos y montones de arena y de escombros.

A derecha e izquierda lo encajonaban enormes rocas, tan elevadas, que no permitían que llegara al fondo la débil luz de las estrellas.

—Será un milagro que no nos rompamos las piernas —dijo el escritor—, o que no nos aplastemos la nariz. ¡No veo absolutamente nada!

—Sigamos junto a la pared —repuso Harris.

Habían franqueado tres o cuatro vueltas del sendero, cuando fueron desagradablemente sorprendidos por una viva luz que brillaba en una especie de terraza.

—¡Sangre de bisonte! —murmuró Blunt, apoyándose contra la pared—. ¡Fuego!

—¡Qué servirá para calentar a alguno! —agregó Harris, en voz baja.

Aguardaron a que sus ojos se acostumbrasen a aquella luz y después observaron mejor. Una sorda imprecación se le escapó a Blunt. Cerca de un montón de leña que ardía en grandes llamaradas había visto un ser humano, que les volvía en aquel momento la espalda. Por la diadema de pluma que adornaba su cabeza, y por la larga cabellera que le bajaba hasta las caderas, no tardaron mucho los dos californianos en reconocerle.

—Un centinela de los apaches; ¿no es verdad, señor Harris? —dijo el escritor.

—¡Sí! —repuso el ingeniero, con voz iracunda—. ¡No me había engañado!

—¿Estará solo?

—No veo ninguno más.

—Tiene una lanza a su lado.

—Y también tendrá el tomahawk al cinto.

—Me parece que duerme.

—¡Hasta durmiendo perciben esos salvajes los más leves rumores!

—¿No hay ningún modo de pasar sin ser vistos?

—Las rocas caen a plomo; y si queremos llegar a la cima, tenemos que luchar con ese hombre —repuso Harris.

—¡Tratemos de sorprenderle! ¡Somos dos, y tenemos los brazos fuertes!

—Precisamente es lo que iba a proponer a usted, Blunt. ¡Avancemos sin hacer ruido! ¡Vaya usted detrás de mí!

—¡Déjeme usted que yo le ataque!

—¡No! —repuso Harris, en tono imperativo—. ¡Sígame usted!

Se pusieron a caminar a gatas para no hacer ruido, manteniéndose junto a la pared de la derecha, que presentaba resaltes detrás de los cuales podían ocultarse.

El indio parecía realmente dormido al dulce calor de la hoguera.

No había que fiarse mucho, sin embargo, porque aquellos salvajes, acostumbrados a estar siempre en guardia, poseen un oído finísimo. Poco a poco, conteniendo la respiración y con la vista siempre fija en el fuego, avanzaban los dos californianos, resueltos ambos a abrirse camino desembarazándose de aquel peligroso adversario.

Ya Harris había llegado al borde de la plataforma y se había levantado garrote en mano para destrozar la cabeza del piel roja, cuando éste se levantó de un salto, lanzando un grito gutural.

Al ver a aquel hombre blanco, que representaba para él un enemigo, el indio recogió rápidamente su lanza y se precipitó hacia delante lanzando un grito salvaje.

El ingeniero se cubrió con un rápido molinete, gritando:

—¡A mí, Blunt!

Con gran estupor suyo, nadie respondió a su llamamiento. Aunque no quisiera suponer que el escritor había huido asustado, abandonándole en aquel grave trance, sintió bañarse su frente de un sudor frío.

El indio volvía a la carga, intentando clavar el hierro en el pecho del ingeniero. Este se defendía desesperadamente con suprema energía, saltando a derecha e izquierda y dando furiosos bastonazos, que no alcanzaban a su adversario.

—¡A mí, Blunt! —repitió, intentando, con un fuerte golpe, romper el asta de la lanza.

De pronto vio surgir una sombra a espaldas del piel roja, y luego oyó un crac sonoro, seguido de una voz que decía:

—¡Ya estás servido, canalla!

El indio, herido en medio del cráneo por un poderoso estacazo, cayó a tierra como herido por el rayo, dejando escapar la lanza.

—¡Blunt! —exclamó Harris—. ¡Ah, mi bravo amigo!

—¡He golpeado de firme, me parece! —dijo el escritor, saltando sobre el caído.

Luego agregó, sonriendo:

—Apuesto a que, al no oírme contestar a su llamamiento, creería usted que le había abandonado; ¿no es verdad, ingeniero?

—¡Oh no, Blunt! —protestó Harris.

—Me proponía sorprender al indio; y si hubiese gritado, no hubiera podido propinarle por la espalda ese hermosísimo leñazo. ¿Le he matado?

Harris se inclinó sobre el piel roja, que perdía mucha sangre de la cabeza.

—No —dijo—; el golpe no ha sido mortal. Solamente está desvanecido. Quitémosle la lanza y el tomahawk, y escapemos. Cuando este pobre diablo vuelva en sí, ya estaremos, arriba. ¡Ahora hay que encomendarse a las piernas, amigo Blunt! ¡La vía está libre!

Recogieron la lanza y el machete y se lanzaron a la carrera subiendo el sendero, que continuaba serpenteando entre las rocas gigantescas.

CAPÍTULO XIII. BUK TAYLOR

Hasta las tres de la mañana no pudieron el ingeniero y el escritor llegar a las márgenes del Gran Cañón, precisamente donde los apaches los habían sorprendido y capturado.

Llegaron en tan malas condiciones, que apenas alcanzaron las primeras rocas de la plataforma, cayeron el uno junto al otro sin poder moverse.

—¡Me parece que tengo rotas las pierna, señor Harris! —dijo Blunt.

—¡Pues yo no tengo ni aliento, amigo mío! —contestó el ingeniero.

—Y lo malo del caso es que no podemos pararnos mucho tiempo en estos lugares.

—Ningún peligro nos amenaza por el momento.

—Estamos a pocos pasos del cliff, y tal vez los cowboys y el coronel estén aún encerrados. Lleguemos bajo las ventanas, y los llamaremos.

—Lo que conseguiremos de ese modo es que nos coja el Rey de los Cangrejos

—Pero ¿cree usted que aún esté sitiando el cliff aquel maldito perro?

—¿Y qué sabemos nosotros? —dijo Harris.

—¡Palabra de honor que me alegraría! —exclamó, encolerizado, el escritor.

—¿Por qué?

—¡Porque me escondería detrás de cualquier roca y le tiraría una soberbia piedra a la cabeza! ¡No estaré tranquilo hasta que haya quitado de en medio a ese mono africano!

—También yo he jurado hacerle pagar cara su traición —dijo Harris—. No saldremos del Gran Cañón hasta que le hayamos castigado.

—¡Lo desollaremos!

—Lo que usted quiera, Blunt.

—¡Vamos al cliff, hagamos el último esfuerzo! No tenemos que recorrer más de doscientos pasos; y, además, ahora tenemos armas.

—¿Podrá usted andar?

—Apenas tenemos que recorrer una milla.

Se levantaron con gran trabajo y se internaron lentamente por el sendero que costeaba el abismo. A la vuelta de un ángulo formado por una roca vieron de pronto las estrechas ventanas del cliff.

—No veo ningún rayo de luz —dijo Blunt, inquieto—. ¿Habrán encontrado los cowboys la manera de escapar?

—No me sorprendería —repuso Harris—. Ya recordará usted que habían hablado de matar los caballos y servirse de su piel para hacer otras cuerdas.

—Sí, lo recuerdo. ¿Y si estuvieran durmiendo?

—Trataremos de llegar a la entrada del cliff.

—Era lo que iba a proponer a usted.

—Procure usted no hacer ruido, porque podrían estar por aquí Simón y sus vaqueros.

—¡Qué Dios los condene a todos a la galera o al infierno, que sería mejor! —dijo el escritor, apretando los puños.

Guardando silencio, avanzaron hasta cierto punto en que el escritor, que iba delante, se enredó los pies en algo.

—¡Un cepo! —exclamó.

—Me parecen cuerdas —dijo Harris, inclinándose sobre el objeto.

—¡Vamos a verlo!

—¡Mire usted hacia allá arriba, Blunt! ¿Ve usted una larga correa trenzada que baja de aquella ventana?

—Es de piel fresca de caballo —dijo el escritor.

—¿Y qué deduce usted de eso?

—Que el coronel y sus hombres han escapado.

—Pues me parece que no se ha engañado usted, Blunt. Esta correa les ha servido para salir del cliff.

—Pero, entonces, el Rey de los Cangrejos y sus hombres…

—Habrán levantado el sitio.

—¿Y Buffalo Bill?

—Habrá bajado al Gran Cañón para buscarnos.

—¿Y dónde le encontraremos?

—Vayamos por lo pronto a la entrada del cliff.

En el momento de ir en busca de la entrada del cliff, oyeron a breve distancia el rumor causado por los cascos de un caballo que pisaba el suelo rocoso, seguido casi en el acto de una voz imperiosa, que gritaba:

—¿Quién vive?

Una sombra gigantesca apareció cerca del ángulo de la roca, y avanzaba con precaución por el sendero que costeaba el abismo.

—¡Un jinete! —exclamó Blunt, empuñando la lanza y apoyándose en la pared del cliff.

—¡Cerrémosle el paso! —dijo Harris—. Y si avanza, precipitémosle al Gran Cañón.

El jinete se detuvo, haciendo brillar algo; probablemente, un fusil.

—¿Quién vive? —repitió.

—¡Sangre de toro! ¡Me parece reconocer esa voz! —exclamó Blunt.

—¡óomo que es la de Bule Taylor! —repuso el ingeniero—. ¡Señor Buk, avance sin temor; somos Harris y Blunt!

—¿Ustedes aquí? —exclamó Buk, adelantando su caballo—. ¿Y los apaches que les habían hecho prisioneros?

—Nos hemos escapado.

—No veo con ustedes a miss Clayfert.

—Desgraciadamente, Buk, ha quedado en sus manos. ¿Y el coronel? ¿Se ha retirado hacia Peach-Spring?

—¿Él? ¡Oh! ¡Buffalo Bill nunca deja sus empresas a medio hacer!

—¡Explíquese usted, Buk! —dijo Harris.

—Busquemos primero un sitio para resguardarnos, y después les contaré algunas cosas. Ante todo, ¿tienen ustedes hambre?

—¡Me comería un oso! —dijo Blunt—. Desde ayer no han entrado en nuestro cuerpo más que unas berzas.

—La boca del cliff está abierta, y estaremos muy bien allá dentro —repuso el cowboy.

—¿Les han libertado esos malditos negros? —preguntó Blunt.

—Si lo hubieran hecho, no sé si alguno quedaría para contarlo —repuso Buk—. ¡Hemos jurado exterminarlos a todos!

—Entonces…

—¿Qué sé yo lo que ha ocurrido? Sólo sé que al pasar hace poco frente al cliff he visto hecha pedazos la roca que cerraba la entrada. Síganme ustedes, señores: no es prudente pararse aquí, al borde del abismo. Alguna piedra puede desprenderse de lo alto de las rocas y precipitarnos a esas profundidades, adonde no llegaríamos vivos.

Los dos californianos comprendieron que el cowboy tenía razón, y le siguieron, llegando al cabo de pocos minutos frente al cliff.

Realmente, la roca ya no cerraba la entrada. La enorme masa yacía fracturada en centenares de pedazos.

De seguro había sido volada con algún cartucho de dinamita.

—Detengámonos en la primera estancia —dijo Buk—. En la última hay demasiada carne en vías de putrefacción.

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo Harris y Blunt.

—La de nuestros caballos, que hemos tenido que sacrificar a fin de hacer correas para bajar por las ventanas, y, además, por no dejarlos morir lentamente de hambre.

—¿Y dónde ha cogido usted el suyo? —preguntó Harris—. Supongo que no lo habrá usted bajado por las ventanas, que son muy estrechas.

El cowboy soltó la carcajada.

—¡Coman ustedes! —dijo.

Descolgó de la silla una alforja y sacó de ella algunas hogazas de maíz amasadas con agua y manteca, un pedazo de carne asada y una botella que debía de contener algún licor.

Comieron todos ávidamente, vaciando media botella, y después el cowboy, luego de haber ofrecido cigarros a los dos californianos, les dijo:

—Recordarán ustedes que una bala disparada por uno de los bandidos que nos sitiaban cortó por una extraña casualidad la cuerda formada con nuestros lazos, impidiéndonos que les socorriéramos inmediatamente.

—¡Ya lo creo que lo recordamos! —dijo Blunt.

—Asistimos, sin poder auxiliarles, al ataque de los apaches; impidiéndonos el ángulo formado por las rocas hacer desear-gas eficaces. Los negros y los vaqueros, viéndonos en las ventanas cuchillo en mano, no se atrevieron a dejar su puesto, a pesar de las excitaciones de su jefe, que es un africano de formas hercúleas.

—¡El Rey de los Cangrejos! —dijo el ingeniero.

—El coronel se había figurado que era él. Por esta razón los indios pudieron alejarse sin que nadie los inquietara. Tratamos de parlamentar con los sitiadores, proponiéndoles que se unieran a nosotros para dar caza a los apaches; pero sea que desconfiaran del coronel, o por cualquier otro motivo, es el caso que ni se dignaron contestarnos. Entonces decidimos escapar por las ventanas. Los caballos fueron muertos por nosotros: los desollamos uno a uno, y formada una nueva cuerda, bajé yo el primero, con el encargo de ver si los sitiadores habían abandonado la entrada del cliff, puesto que ya no les oíamos hablar.

—¿Y se habían ido? —preguntó Blunt.

—¡Tenga usted paciencia! —repuso el cowboy—. No atreviéndome a correrme a lo largo del abismo, para no recibir alguna descarga repentina, me dirigí hacia la plataforma que había sido escenario de la captura de ustedes, esperando encontrar algún otro paso oculto a sus espaldas. Encontré, en efecto, un estrecho sendero apenas practicable para los carneros de montaña, por el cual logré caminar ágilmente. Daba la coincidencia de que pasaba sobre el cliff y pocos minutos después llegaba donde estaban reunidos los bandidos que nos tenían sitiados. Eran catorce o quince; de ellos, cinco negros, y los demás, vaqueros mejicanos o de la frontera. Estaban sentados alrededor de una hoguera y hablando con gran animación. Como me interesaba saber lo que decían, me icé sobre una roca próxima y me puse a escuchar, oyendo claramente a uno de los vaqueros, que decía: «Lo que hay que hacer, ante todo, es buscar a Will Rock».

—¡Will Rock! —exclamaron a un tiempo Blunt y Harris.

—¿Está usted seguro de no haberse engañado? —pregunto el ingeniero.

—Estoy seguro de haber oído bien. ¿Le conocen ustedes?

—Es el bandido que ha secuestrado al padre de miss Clayfert. ¡Continúe usted!

—Oí al hércules negro preguntar si sabían dónde se ocultaba. «En la mina de Waterpocket, donde me han dicho que hay inmensas galerías —repuso otro bandido—. Me ha informado de ello un minero de Peach-Spring, que ha sabido algo de las últimas hazañas de Will». Poco después vi a los bandidos levantarse, montar a caballo y alejarse.

—¡Debía usted haber saltado los sesos del Rey de los Cangrejos! —dijo Blunt.

—Yo estaba solo; y aunque lo hubiera logrado, me hubieran acometido los otros catorce.

—Tiene usted razón, Buk —dijo Harris.

—Volví junto al cliff —continuó el cowboy—, e hice bajar al coronel y a mis compañeros, asegurándoles que nada había que temer. Cuando nos encontramos reunidos todos en la plataforma, celebramos Consejo sobre lo que había que hacer, y todos estuvimos de acuerdo en proporcionarnos ante todo caballos y pedir ayuda de la guarnición del fuerte Defiance, para tratar de libertar a ustedes inmediatamente. Sabíamos que existe un rancho a siete millas de aquí; y aun cuando no estuviéramos seguros de que los pastores permanecieran todavía allí, nos dirigimos a él a marchas forzadas. Llegamos en el momento en que los pastores, asustados por la aparición de los primeros jinetes navajos, se preparaban a huir hacia Peach-Spring. En cuanto tuvimos caballos y víveres, el coronel y mis compañeros partieron en el acto para Defiance.

—¿Y por qué se ha quedado usted aquí? —preguntó Harris.

—Para espiar los movimientos de los negros y de los vaqueros, y seguirles hasta la mina si fuera necesario.

—¿Ha descubierto usted las huellas de su ruta?

—Ayer tarde.

—¿A dónde se dirigen?

—Bajan al Gran Cañón. Esos bandidos tratan, indudablemente, de unirse a Will Rock.

—¿Y dónde volverá usted a encontrar al coronel?

—Donde me detenga. Mi caballo lleva una herradura en forma de trébol, y mis compañeros no tendrán la menor dificultad en seguir mis huellas. La que deja esa herradura no puede confundirse con la de los demás caballos. Ahora, señores, que han reposado ustedes bastante, bajemos también nosotros al Gran Cañón.

—¿Por el sendero recorrido por los apaches?

—No; existe otro más cómodo. No perdamos tiempo, porque urge que yo me halle cerca de los bandidos que me preceden.

Salieron del cliff, y el cowboy, llevando su caballo de la brida, emprendió la marcha por el sendero que conducía hacia el abismo, seguido de Blunt y Harris.

Al llegar a la orilla, miró durante algunos instantes la sima que se abría a sus pies, en cuyo fondo se alzaba una ligera niebla que impedía ver el Colorado; después empezó a costear las rocas, recomendando a los dos californianos que mirasen dónde ponían los pies, a fin de no resbalar.

Durante una hora larga caminaron en silencio: al cabo de este tiempo se encontraron frente a un paso estrechísimo, que era otro cañón excavado por las aguas que descendían tortuosamente entre un laberinto de rocas, de enormes escollos y de paredes graníticas que presentaban varios matices.

A lo largo de las hendiduras había inmensos festones de hierba, en medio de los cuales revoloteaban parejas de petirrojos, de pájaros burlones que imitan a la perfección el canto de todos los demás, y se oía cantar al ruiseñor de Virginia.

En la cima de aquellas rocas brotaban acacias espinosas, que producen una especie de haba comestible, y se erguían pinos inmensos de sesenta y ochenta metros de alto, que producen enormes piñas de forma cónica y de un pie de longitud.

Los animales que pastaban en los bordes de las rocas, al oír el ruido que producían las herraduras del caballo, escapaban con rapidez vertiginosa, dando saltos inmensos.

Eran bicornes o carneros de montaña, semejantes a cabras en la forma, pero mayores, con grandes cuernos rugosos.

—¿Y por aquí han pasado los negros y los vaqueros? —preguntó Harris.

—Sí —repuso Buk—, aquí están sus huellas.

Se inclinó sobre un trozo de terreno arenoso y húmedo por las filtraciones subterráneas de agua, mostrando a los dos californianos muchas señales del paso de los caballos.

—¡Quince caballos! —dijo, después de un largo examen—. ¡Ya ven ustedes que no me equivoco!

—¿Estarán muy lejos? —preguntó Blunt.

—Juraría que estas huellas no datan sino de doce horas.

—Entonces, van muy adelante, y no sé cómo vamos a arreglarnos para alcanzarlos, yendo nosotros a pie.

—Me esperan ustedes en cualquier sitio, y yo forzaré la marcha de mi caballo. No lo duden ustedes: yo seguiré estas huellas a través del Gran Cañón, si es preciso, sin dejarlas. ¡Despacio, señores; el camino se hace malísimo!

La garganta bajaba rápidamente y se estrechaba poco a poco, mientras el fondo aparecía cubierto de piedras, de arena, de detritos de varia especie, arrastrados allí por el agua.

El caballo, sobre todo, aunque sostenido por el puño sólido de Buk, apenas podía tenerse en pie, y corría a cada instante el peligro de resbalar y romperse las patas.

Sin embargo, al cabo de cuatro horas, los dos californianos y el cowboy lograron llegar al fondo del Gran Cañón, siguiendo siempre la pista de los negros y de los vaqueros.

—Aquí podemos descansar un par de horas —dijo Buk—. Hemos bajado por un sitio que pocos hombres hubieran recorrido en tan poco tiempo, y hasta…

Se interrumpió bruscamente, mirando unas matas de cactos que brotaban en la base de la inmensa muralla.

—Ahí ha sido encendida una hoguera —dijo—. ¡Los negros deben de haberse detenido en este sitio!

Se aproximó a los cactos y mostró a los dos californianos un montón de cenizas, sobre las cuales se veían tizones medio consumidos.

Cogió uno, sopló en él e hizo brotar una chispa.

—¡El Rey de los Cangrejos no debe de estar lejos! ¡El fuego estaba aún bajo la ceniza!

—¿Cree usted que los negros y los vaqueros se han detenido aquí? —preguntó Blunt.

—Las huellas de los caballos se detienen en este lugar —repuso Buk—. ¡Un cowboy no se engaña nunca!

—Entonces no deben de llevarnos mucha ventaja —dijo Harris.

—Supongo que habrán dormido aquí. A lo más, van dos horas delante de nosotros.

—Señor Taylor —dijo el escritor—, ¿podríamos almorzar antes de ponernos en marcha?

—Tendría mucho gusto en ofrecerles algo si lo tuviese; pero, desgraciadamente, no poseo más que media botella de whisky.

—¿Y nada que poner entre los dientes?

—Habrá que contar con la caza, señor Blunt.

—¡Qué brilla por su ausencia!

—¡Quién sabe! El fondo del Gran Cañón está poblado de gamos, osos y hasta jaguares.

—¡Puaf!

—No hay que ser remilgado, señor mío. Podemos disponer de dos horas, y en este tiempo se puede encontrar alguna cosa más sólida que el whisky. ¡Déjenme ustedes que piense!

—Tengo la lanza del indio, y puede sernos útil.

El cowboy se echó a reír; pero no rechazó el concurso del escritor.

—Ingeniero —dijo—, prepare usted entre tanto un resguardo cualquiera, porque el fondo del Gran Cañón está que arde, y una insolación se coge muy pronto.

—Mientras tanto, nosotros vamos a cazar osos —añadió Blunt, bromeando—. ¡Conque prepare usted la olla que no tenemos!

—Lo comeremos asado —dijo Buk.

—¿Qué?

—Aquel bicorne que está allá arriba, en la cresta de aquella roca, y que debe de ser el centinela de algún rebaño. Caerá aquí hecho pedazos; pero poco importa.

—¡Llegará más tierno, señor Buk! —dijo el escritor—. ¡Así nos ahorrará la molestia de machacarle la carne!

Alzaron los ojos y contemplaron en lo alto de una roca, a una elevación de lo menos trescientos metros, una de esas grandes cabras que ya habían observado, con la cabeza armada de inmensos cuernos, y que les volvía la espalda.

—Está muy lejos, señor Buk —dijo.

—Pero para la carabina de un cowboy… —repuso el corredor de praderas.

Alzó el fusil y apuntó con mucha atención al animal, que aún no debía de haber advertido la presencia de sus enemigos, y al cabo disparó. El carnero de montaña, herido por la infalible bala del tirador, cayó de un saltó al Cañón, rodando de roca en roca.

Harris, Blunt y Buk iban a correr hacia él, cuando una voz que los sobresaltó salió de detrás de una roca.

—¡Aquí están, Joe; vamos a ellos!

Vaqueros y negros aparecieron de improviso, llevando los fusiles preparados.

—¡El Rey de los Cangrejos! —exclamó el escritor con acento de terror.

Buk Taylor montó de un salto a caballo.

—¡Señores, sálvese quien pueda! —gritó.

Resonó un tiro de fusil. Su caballo dio un bote; luego partió a galope tendido, mientras el cowboy descargaba sobre los vaqueros los seis tiros de su revólver.

—¡Volveré a encontraros! —gritó Buk, que estaba ya lejos.

Harris y Blunt no se movieron. Habían comprendido que una fuga a pie era absolutamente imposible, y la resistencia, más peligrosa que útil contra tantas personas armadas de fusiles y revólveres.

—¡Rindámonos! —dijo Harris—. Baje usted la lanza, Blunt, o esos miserables nos fusilarán como a perros.

El Rey de los Cangrejos avanzaba empuñando un revólver de grueso calibre.

—¡Buenos días, señor Harris! —dijo con tono irónico—. Hacía mucho tiempo que no tenía el gusto de verles a ustedes, y echaba de menos su agradable compañía. Y usted, señor escritor, ¿cómo está?

—¡Qué los osos grises se lo traguen! —dijo Blunt, iracundo.

—¿Es así cómo se acoge a un antiguo conocido? —dijo el negro con ironía.

—Simón —dijo Harris—, acabemos de una vez y díganos qué quiere de nosotros.

—Una cosa sencillísima —repuso Simón—: llevarles conmigo atados de pies y manos. ¡Tenemos algunas antiguas cuentas que saldar, señor Harris! ¿Supongo que no lo habrá olvidado usted?

—¿Con qué derecho nos prende usted? ¡Somos hombres libres, y no esclavos africanos!

—¡Basta! —rugió Simón—. ¡Se acabó la comedia! —luego, volviéndose hacia sus negros, añadió—: ¡Coged a esos hombres, atadlos bien y ponedles sobre los caballos!

—¡Déjeme usted a mí! —dijo José Mirim, adelantándose—. ¡Yo les ataré como saben hacerlo los navajos!

CAPÍTULO XIV. EN PODER DE SIMON

El Rey de los Cangrejos, cada vez más resuelto a robar a su afortunado rival la bellísima joven de los cabellos de oro, que había encendido en su corazón una pasión furiosa, no se había desanimado por el mal éxito del asalto del tren.

Seguro de poder conquistar a su amada más o menos pronto, había tomado definitivamente a sueldo a los vaqueros, resuelto a reunirse a Harris en el Gran Cañón y darle allí la batalla.

Habiéndose quedado atrás después de la llegada de los soldados en el tren de socorro, dirigió su banda a Kramer e hizo preparar un tren especial para tenderles otro lazo en la pradera.

Como hemos visto, había llegado a Peach-Spring con una ventaja de doce horas, y su primera idea fue apoderarse de todas las diligencias para impedir que Harris se dirigiera al Gran Cañón.

Fracasado aquel plan por la honradez de Koltar, se lanzó Simón resueltamente a la pradera, con la esperanza de detener a los viajeros antes que llegasen a aquel abismo.

Por muy poco no pereció, en unión de sus bandidos, entre las llamas del incendio de la pradera, y gracias a la velocidad de sus caballos pudo escapar del fuego y de los tomahawks de los indios.

El negro, sin embargo, tuvo suerte en aquella rápida retirada, porque había logrado encontrar a los fugitivos, cuyas huellas había perdido en la orilla del río donde había acampado Buffalo Bill.

La presencia de los cowboys, casi iguales en número que sus vaqueros y, sobre todo, la fama de que gozaba su jefe, le habían impedido atacarles.

Emboscados sus hombres no lejos del río, el negro Simón, guiado por José Mirim siguió a los cowboys hasta las márgenes del Gran Cañón, sorprendiéndoles y sitiándoles en el cliff.

La imprevista llegada de los apaches había echado por tierra sus designios; pero aquel hombre no se desanimaba. Tenaz hasta la exageración y confiado en su astucia y en su fuerza, no desesperaba todavía del resultado final de la lucha.

No teniendo suficientes fuerzas para afrontar a los apaches y arrebatarles a Annia, se le había ocurrido la idea de buscar a Will Rock y unirse a él para llevar a buen término su empresa.

Conociendo el objeto que guiaba a Annia y a sus compañeros de expedición, antes de salir de Peach-Spring había recogido interesantes noticias sobre el bandido y sobre el lugar donde podía ocultarse, ayudándole en esta información los vaqueros, que conocían a mucha gente en aquel punto; allí le indicó un compañero de Will la mina de Waterpocket, la única que podía servir de seguro asilo hasta contra los indios.

«Entre bandidos —pensó el negro— no será difícil entenderse, y el dinero no me falta».

José Mirim aprobó en absoluto aquel proyecto, y la banda se puso resueltamente en marcha, después de haber volado la roca que obturaba la entrada del cliff, no con la idea de dejar libres a los cowboys del coronel, sino con el siniestro propósito de sorprenderles y fusilarles para desembarazarse de tan peligrosos enemigos.

Pero esta idea se les ocurrió demasiado tarde, y cuando aquellos miserables habían comenzado el descenso al Gran Cañón, era porque habían encontrado él cliff vacío.

Buffalo Bill y sus compañeros ya se habían marchado.

El Rey de los Cangrejos no se inquietó por ello, creyendo de buena fe que se habrían refugiado en Peach-Spring para no caer en manos de los indios, y emprendió la marcha hacia el fondo del Gran Cañón, acampando en la base de la gran muralla.

Como hemos visto, aquella parada, que Buk no había previsto, les costó a los dos pobres californianos caer en manos de los bandidos.

Pocos minutos después, el Rey de los Cangrejos y su tropa se ponían en marcha hacia el centro del Gran Cañón, llevando con ellos a los dos prisioneros sólidamente atados a los dos caballos más robustos, y en una posición tan violenta, que arrancaba furiosas exclamaciones al poco paciente Blunt.

Como había prometido, José Mirim lo ató a la manera india, o sea con las piernas sujetas al cuello de los caballos y la espalda apoyada a lo largo de la silla, de modo que la cabeza se reclinaba sobre la cola de las cabalgaduras.

Hay que decir que las altas sillas mejicanas habían sido sustituidas por una piel de carnero para no romper las costillas o la espina dorsal a los dos prisioneros.

Atados de aquel modo, con la cara expuesta a los ardientes rayos del sol, que caían a plomo, no debían de encontrarse muy a gusto; y bien lo demostraban las imprecaciones del escritor, el cual sentía fuertes tirones en los miembros a cada paso que daba el caballo.

Harris, más paciente, permanecía silencioso, aun cuando no se encontrase mejor que su desgraciado vecino.

Afortunadamente, la banda llegó muy pronto a un bosque, en el cual penetró, permitiendo así a los prisioneros poder abrir los ojos a favor de la sombra de los árboles. Aquella marcha a través de la floresta duró cuatro horas, al cabo de las cuales se detuvieron los expedicionarios, a poca distancia de la orilla del Colorado, en medio de un pequeño claro circundado por inmensos pinos.

Los dos prisioneros fueron desatados; pero en cuanto pusieron los pies en el suelo cayeron a tierra, lanzando gritos de dolor.

—¡Perro negro! —rugió Blunt—. ¡Tengo destrozados los huesos!

—No tenía ninguna carroza para ponerla a su disposición —repuso tranquilamente el Rey de los Cangrejos—. ¡Otra vez se hará mejor!

—¡Eres peor que un piel roja! —dijo Harris.

—Soy un pobre negro, señor ingeniero, y mi padre era un salvaje de la costa de Angola, que nunca pudo gozar de los beneficios de la civilización de los blancos.

—¡Tu padre era un chimpancé, un orangután! —gritó Blunt.

—¡Qué rompía una cabeza de un puñetazo! —repuso Simón, riendo—. ¡José, ate usted a estos hombres al tronco de un árbol!

—¡Otra vez! —exclamó Blunt, rechinando los dientes.

—¿Quieren ustedes que los deje escapar? ¡Aun cuando hijo de un salvaje, no soy tan necio!

—¡Revienta, negro condenado!

—¡No lo tome usted con tanto calor, amigo Blunt, o me veré obligado a ponerle una mordaza, lo que no ha de agradarle con este calor sofocante!

A un signo de José, cuatro vaqueros cogieron a los prisioneros, los levantaron en vilo y los hicieron sentarse al pie de una encina, atándolos al tronco.

—Ahora, hablemos —dijo el Rey de los Cangrejos, sentándose frente a ellos, mientras sus bandidos quitaban las sillas a los caballos y encendían una hoguera para asar el carnero muerto por Buk Taylor, que no se habían olvidado de recoger.

—Dígame usted lo que quiere de nosotros —dijo Harris—, y tenga presente que hay leyes en América para la protección de sus ciudadanos.

—¡Me río de esas leyes! —dijo Simón—. Que vengan a aplicarlas aquí, si son capaces, los magistrados de su país.

—Más tarde lo sabrá usted.

—¡Ah! ¡Olvidaba que ha jurado usted desollarme! ¡Una verdadera venganza de antropófago!

—¡Señor Blunt! —gritó el Rey de los Cangrejos, lanzando al escritor una mirada torva—. ¡Comenzaré por cortarle a usted la lengua si no cesa de insultarme!

—¡Comience usted por desollarme vivo!

—¡Basta!

—¡Cállese usted, Blunt! —dijo Harris—. Explíquese usted, señor Rey de los Cangrejos. ¿Qué quiere usted de nosotros?

—Saber adonde han conducido los apaches a miss Clayfert.

—¿Sigue usted con el mismo interés que antes? —preguntó irónicamente el ingeniero.

—He jurado que esa hermosa joven será la Reina de los Cangrejos, y ningún obstáculo me hará retroceder.

—¡Vete a buscar una negra o, mejor aún, una mona! —dijo Blunt.

Simón no hizo caso.

—Me parece, señor Harris —continuó—, que me he explicado claramente. Esa joven me ha inflamado el corazón, y es preciso que sea mía.

—¿Y yo?

—¿Usted? —¡Hay muchas jóvenes blancas en San Francisco!

—¡Y también negras feísimas dignas de ti! —dijo Blunt.

Simón alzó la diestra con ademán amenazador.

—¡Será mía! —repitió, rechinando los dientes—. ¡Será mía, aunque tuviese que torturaros a todos!

—¡Pues vaya usted a quitársela a los apaches! —dijo el ingeniero.

—¡Y luego nosotros te la quitaremos a ti! —añadió el incorregible escritor.

—Decidme, por lo pronto, dónde está. Deberéis preferir que se encuentre en mi poder a que se halle en el de aquellos feroces guerreros, los cuales podrían hacerle sufrir la tortura del palo.

—Se encuentra en el Gran Cañón —dijo Blunt.

—Hasta las piedras lo saben —repuso Simón—; pero el Gran Cañón es inmenso.

—Pues no sabemos el punto exacto que ocupan los apaches —dijo Harris—. Nos hemos escapado antes de llegar a su atepelt.

—¡Mentís! —gritó el Rey de los Cangrejos.

—Si no nos hubiésemos escapado antes, a estas horas no estaríamos vivos.

—Es verdad, Simón —dijo José Mirim, que presenciaba el interrogatorio—. Los apaches no perdonan nunca a los prisioneros de guerra; y si estos hombres hubieran sido conducidos al atepelt, no se hubieran librado de la tortura del palo.

—¿Has oído, orangután? —gritó Blunt.

El Rey de los Cangrejos se puso en pie, como una fiera enfurecida, y levantó el puño sobre el escritor, gritando:

—¡Te mato!

José Mirim, al que quizá agradaban la mordacidad y la audacia del joven, sujetó el brazo del negro, diciéndole:

—¡Déjele usted que diga lo que quiera! ¡Se desahoga como puede, y la lengua no ha roto los huesos de nadie!

—¡Más tarde, le desollaré!

—Sí; pero ahora, no. Estos hombres pueden sernos utilísimos. ¡Tenga usted paciencia, Simón!

—¡No le irrite usted más, Blunt! —dijo Harris al escritor, que abrió la boca para lanzar, probablemente, alguna insolencia—. ¡Estamos en sus manos!

—¡No; en sus patas! —replicó Blunt.

El Rey de los Cangrejos, después de Haberse desahogado con una sarta de imprecaciones y amenazas, continuó, volviéndose a Harris:

—¿Quién era el hombre que os guiaba y que mató el carnero de la montaña?

—Un pastor que encontramos en la orilla del Gran Cañón, y que huía de los navajos, que le habían destruido el rancho.

—¿No era un cowboy del coronel Cody?

—¿De Buffalo Bill? No.

—¿Quiere usted engañarme?

—¡No sé por qué!

—Entonces, ¿por qué se ha escapado al vernos?

—Como ha comenzado usted a disparar, habrá creído que son ustedes bandidos de Will Rock.

—¿Los conoce ese hombre?

—Creo que sí.

—¿No les ha dicho dónde se encuentra Will Rock?

—No.

—Nosotros lo sabemos. Por ahora, basta; más tarde continuaremos esta conversación.

—Tanto más cuanto que el carnero está asado y tenemos un hambre horrible —dijo Blunt.

—¡Conténtate con olerlo! —repuso el Rey de los Cangrejos, enseñándole el puño.

—¡Entonces, si no me alimentas, te vas a comer un hombre muy flaco!

—¿Crees que soy antropófago?

—Es posible.

José Mirim cortó el diálogo, conduciendo al negro cerca del fuego, a cuyo alrededor estaban los bandidos.

El carnero estaba ya hecho pedazos, y exhalaba un aroma tan apetitoso, que al escritor se le hacía la boca agua.

—¿Qué le parece a usted que debemos hacer, José? —preguntó Simón, que parecía descontento del resultado de aquel coloquio.

—Vamos a buscar a ese Will Rock.

—¿Y a quitarle el padre de la joven?

—Más tarde, querido amigo —repuso el mejicano—. Propongámosle, ante todo, que se una a nosotros para libertar a miss Clayfert, ofreciéndole una gruesa suma: cien mil dólares, por ejemplo.

El Rey de los Cangrejos hizo una mueca.

—Entonces, por rescatar al padre y a la hija querrá doscientos o trescientos mil.

—¿Quién le dice a usted que cumpla su promesa? Somos bastantes, y en el momento oportuno nos quitaremos de encima a esos bribones sin desembolsar ni un dólar.

—Entonces, usted se los guardará.

—Nosotros somos honrados, y nos contentaremos con los cincuenta mil que usted nos ha prometido.

—Y que pagaré en cuanto tenga a la joven, aun sin el padre. Lo que me molesta es tener a estos dos imbéciles, que se han dejado tan estúpidamente coger, y estoy pensando qué haremos de ellos.

—Cuando un testigo puede ser peligroso, se le suprime —dijo el mejicano con frialdad—. He oído contar que la mina de Waterpocket tiene inmensas galerías en las entrañas de la tierra. Se hunde una con un cartucho de dinamita, y… ¡Ya me comprende usted!

—Hubiera preferido desollar a uno; a ese Blunt, que se burla de mí.

—Más tarde podrá usted quitarle la piel, si le agrada.

—José, somos dos grandes bribones —dijo Simón, riendo—. ¿Hay alguno en la Compañía que sepa dónde está la mina?

—Sí. Diego el Salteador

—¿Está lejos?

—Al otro lado del río.

—Creo que debemos mandarle delante para que comience las negociaciones.

—Tal era mi intención.

—¿Podrá atravesar el río con su caballo?

—El Colorado no carece de vados.

—Pues en cuanto acabe de almorzar, que parta inmediatamente. ¡Cincuenta dólares se gana si logra encontrar a ese bandido!

—Llegará, si es preciso, hasta el final del Gran Cañón para encontrarle. ¡Una suma tan importante no se gana todos los días!

—Entonces, que parta sin tardanza. Aquí esperaremos su regreso.

Apenas terminó el almuerzo, el Salteador recibió las instrucciones necesarias, y, montando a caballo, se alejó al galope.

—¡Aquí pasa algo nuevo, de seguro! —dijo Blunt a Harris, viendo al vaquero dirigirse hacia el río.

—Dejémosles que hagan lo que quieran —contestó el ingeniero.

—¿Cree usted que nos harán daño?

—¡No se atreverán!

—Pues no me fío de ese mono feísimo, señor Harris; crea usted que ganaríamos mucho con mandarle al otro mundo. ¿Qué querrá hacer de nosotros?

—Pedirnos dinero para dárselo a sus bandidos.

—¿Se hará pagar un rescate para dejarnos libres?

—Lo sospecho, porque si así no fuera, ya nos habría asesinado.

—Preferiría escaparme sin darle un céntimo.

—¿Ha olvidado usted a Buk Taylor?

—¡Es verdad! ¡Qué bravo cowboy!

—Pues detrás de él viene el coronel, que no nos abandonará.

—¡Pues si llega a libertarnos, le aseguro a usted, bajo mi palabra de honor, que ese orangután va a pagármelas todas juntas!

Transcurrió la jornada sin que el Rey de los Cangrejos ni José Mirim los sometieran a ningún nuevo interrogatorio. Por la tarde dieron a los prisioneros agua y un trozo de carne asada, con una torta de maíz.

Cuando cerró la noche, los bandidos, con ramas y hojas de árboles, improvisaron algunas cabañas, encendieron dos o tres hogueras para resguardarse de las fieras, que no son raras en el Gran Cañón, y luego dos de ellos se colocaron junto a los prisioneros para impedir cualquier tentativa de fuga.

Hasta el día siguiente nada extraordinario ocurrió en el campamento. El Salteador aún no había vuelto.

Ya el Rey de los Cangrejos y José comenzaban a inquietarse, temiendo que le hubiese ocurrido algún accidente o que hubiera sido capturado por los indios, cuando, poco después de la puesta del sol, apareció con el caballo cubierto de espuma y medio muerto de cansancio. Simón y José, al oír las voces de los centinelas y la respuesta del Salteador, se precipitaron fuera de la cabaña.

—Comenzábamos a dudar de ti —le dijo el Rey de los Cangrejos—. ¿Le has encontrado?

—Sí; el minero de Peach-Spring no se engañaba: Will Rock está escondido en la mina Waterpocket.

—¿Qué tal hombre es?

—Una especie de oso, tan alto y tan grueso como usted.

—¿Cuántos hombres tiene? —preguntó José.

—Siete.

—¿Cómo te ha recibido?

—Al pronto, con desconfianza; tanto, que tuve miedo de que me precipitara a algún pozo de la mina.

—¿Y luego?

—Cuando oyó tu nombre se hizo menos receloso.

—¿Me conoce? —preguntó José, sorprendido.

—Él, no; pero sí uno de sus hombres, que me dijo que había trabajado contigo hace muchos años.

—¿Has visto al padre de miss Clayfert?

—No.

—¿Sigue con ellos?

—Sí; y los bandidos están furibundos porque no llega el importe del rescate, y amenazan con matarle, porque están hartos de permanecer en la mina y temen ser sorprendidos por los indios.

—¿Ha aceptado mi proposición? —preguntó Simón.

—Antes de decidirse, quiere hablar con ustedes.

—Pues iremos —dijo José—. Somos bastantes para imponemos.

—¿Consiente en ayudarnos? —preguntó Simón.

—Quiere que le anticipe usted la mitad del importe. Me ha dicho que sabe dónde tienen los apaches su atepelt, y que la libertad de la joven no será tan difícil como nosotros suponíamos.

—Pues durmamos, y mañana, de madrugada, atravesaremos el Colorado —dijo Simón, frotándose las manos—. ¡Por fin, los negocios comienzan a marchar bien! ¡Veremos si miss Annia, cuando sepa que sólo a mí debe la libertad de su padre y que su prometido se ha eclipsado misteriosamente, se niega a ser la Reina de los Cangrejos!

Dicho esto, se acostó sobre una manta, al lado de José, y no tardó en roncar tranquilamente.

Apenas los ruiseñores de Virginia comenzaron a lanzar al viento sus dulcísimas notas, cuando negros y vaqueros estaban a caballo. Blunt y Harris no habían sido atados del modo bárbaro que lo fueron el día anterior, a fin de que no corrieran peligro de ahogarse al atravesar el río. Cabalgaban libremente, con sólo los brazos atados a la espalda, guiados por dos vaqueros, que llevaban de la brida los caballos.

El Salteador, que iba a la cabeza, guió a la banda a un vado donde el agua apenas tenía la profundidad de metro y medio, y donde el río, que era anchísimo en aquel lugar y con poca pendiente, estaba tranquilo como un lago.

Subida la orilla opuesta, se encontraron en terrenos áridos, donde apenas se veían algunos cactos entre enormes masas de piedras que parecían desprendidas de la orilla del inmenso abismo.

Aunque el sol aún no había salido, reinaba en aquella región un calor intenso, como si por las hendiduras del suelo brotase el fuego.

Aquella zona desierta era, por fortuna, limitadísima, y muy pronto los jinetes llegaron a un bosque formado por gigantescos pinos, bajo cuya espesura reinaba una profunda oscuridad.

—¿Estamos lejos de la mina? —preguntó el Rey de los Cangrejos, que cabalgaba al lado del Salteador.

—Dentro de un par de horas, llegaremos.

—¿Y cómo has tardado tú tanto tiempo?

—Porque he tenido que buscarla, y ha sido una verdadera fortuna que la encontrase.

—¿Has visto indios por estos alrededores?

—Ninguno.

—¿No tendremos que temer un encuentro con ellos?

—Por ahora, no.

Atravesada la floresta, que era vastísima, llegaron a otra zona árida, toda surcada por zanjas y barrancos, con rocas aisladas y negras como si fueran carbón de piedra.

Poco antes del mediodía llegaron a un desfiladero, cuyas márgenes estaban cortadas casi a pico y cubiertas por malezas, en su mayor parte formadas por cactos espinosos.

Al extremo del desfiladero se veían algunas cabañas arruinadas y un trozo de camino entre un cúmulo inmenso de escombros.

—¡La mina! —dijo el Salteador.

En el mismo instante una voz ronca gritó:

—¿Quién vive? ¡Contestad, o hago fuego!

CAPÍTULO XV. LA MINA DE WATERPOCKET

Un hombre barbudo, de formas atléticas, picado de viruelas y con la violácea nariz del bebedor impenitente, con el traje destrozado y la cabeza resguardada por un pañuelo de vivos colores, se levantó de detrás de un montón de escombros, apuntando contra los que llegaban una larga carabina de dos cañones.

Al oír la intimación, el Salteador detuvo su caballo, diciendo:

—¿No me has conocido?

El bandido bajó el arma y dio un golpe con la mano izquierda a la caña de su escopeta, a guisa de saludo.

—Sí —dijo luego—; tú eres el que ha hablado con el jefe.

—¿Podemos verle?

—¿Has traído contigo al llamado Rey de los Cangrejos?

—¡Yo soy! —dijo Simón, adelantándose.

—¿Un negro? —exclamó el bandido—. ¡Bonito nombre llevas! ¡Al menos, tienes el color de los cangrejos antes que los cuezan!

—¿Y el jefe? —preguntó el Salteador bruscamente.

—Vengan conmigo. Will Rock les espera.

—¿Y los demás?

—Por ahora, que permanezcan aquí. Cuando los dos jefes se hayan puesto de acuerdo, podrán entrar.

—¿Puedo fiarme? —preguntó Simón en voz baja a José.

—Somos más que ellos, y al primer disparo acudiríamos todos —repuso el vaquero.

—¡No dejéis las armas!

Simón y el Salteador se apearon y, aproximándose al bandido, dijeron:

—¡Guíanos!

El bandido se puso el fusil bajo el brazo y se internó por un estrecho sendero abierto entre dos rocas altísimas. Cada ocho o diez pasos se volvía y miraba con recelo al negro y al vaquero, como si temiese alguna traición.

Llegó, por fin, frente a una negra abertura, junto a la cual había enormes montañas de trozos de cuarzo con vetas de oro.

Era la entrada de la mina o, mejor dicho, una de sus bocas.

Penetró por ella, sacó de un hueco una antorcha de madera de ocote, la encendió y guió a los dos hombres a través de una galería, en la cual había gran número de bifurcaciones que se extendían a derecha e izquierda.

Todavía estaban esparcidos por el suelo muchos instrumentos de trabajo: picos, palancas, barras de hierro, pequeños carriles que debían haber servido para vagonetas; barriles desfondados, traviesas de madera y arcos para sostener las bóvedas.

El bandido se adelantó un centenar de pasos, siempre bajando, y luego, dirigiéndose a una galería, dijo:

—¡Deja el fusil, John; son amigos!

Una sombra se había destacado de una especie de hornacina llevando en las manos dos grandes revólveres. Era otro bandido, tan destrozado y barbudo como el primero y de aspecto también poco tranquilizador.

—¿Duerme el jefe? —preguntó el guía.

—Está jugando al monte en la caverna número cuatro, Davis.

—Síganme sin temor —dijo el guía volviéndose hacia el negro y el vaquero.

Recorrieron otras tres o cuatro galerías horadadas en todos sentidos para seguir los filones auríferos, y llegaron a una espaciosa caverna en cuyo centro se veía un torno de los que emplean los mineros para bajar a los pozos.

En un ángulo, a la luz de dos antorchas de ocote, dos hombres sentados en sendos cráneos de bisonte estaban jugando con naipes.

Al ver a los dos extraños, uno se levantó rápidamente, preguntando:

—¿Quién viene con Davis?

—El llamado Rey de los Cangrejos —repuso el guía.

—Yo soy Will Rock —repuso el jugador adelantándose.

El Salteador no había exagerado: aquel jefe de bandidos era alto y grueso como Simón, tal vez más corpulento, con una barba rojiza e inculta y un bosque de cabellos del mismo color.

Era bizco, y una fresca cicatriz le surcaba la cara de una mejilla a otra.

Vestía un traje de cowboy, con altas botas de cuero amarillo, y enormes espuelas del diámetro de los dólares.

—¿Es usted el Rey de los Cangrejos? —preguntó apoyando la diestra en la culata de un revólver que llevaba al cinto.

—Yo soy —repuso Simón, sin asustarse por el ademán poco tranquilizador del bandido.

—Mucho gusto en conocerle, si es verdad que vale usted cien mil dólares.

—¡Y tal vez más bastante más! —repuso Simón—. Si tengo la piel negra, el fondo de la bolsa es amarillo.

—¿Dorado? —preguntó Will Rock con una sonrisa de duda.

—Con letras sobre el Banco de San Francisco, pagaderas a la vista.

—Haga usted el favor de sentarse —dijo el bandido empujando hacia los dos hombres dos cráneos de bisonte bien descarnados—. No tengo sillas que ofrecerles; pero no les faltará algo que beber. ¡Kalkrof, trae una botella de las que queman la garganta! ¿No nos queda todavía alguna?

—Sí —repuso el bandido que había estado jugando con Will.

Penetró aquél en un antro lateral, y volvió casi en el acto trayendo una botella y algunos vasos grandes de dudosa transparencia.

Will Rock rompió con el cuchillo el cuello de la botella y llenó los vasos, diciendo:

—No tengo nada mejor que brindarles; pero les garantizo que éste es un aguardiente que no se bebe ni en El Paso. Aclara maravillosamente las ideas. Y ahora, hable usted.

—Mi compañero ya le ha manifestado lo que deseo —dijo Simón después de haber vaciado su vaso.

—Sí.

—La libertad de miss Clayfert, a cambio de cien mil dólares de premio, y que, además, me entregue usted al padre de la joven.

—¡Poco a poco, señor Rey de los Cangrejos! —dijo el bandido—. La primera parte me parece bien…

—¿Se compromete usted a salvar a miss Clayfert?

—Entre Victoria y yo hay cierta amistad, y por medio de regalos podré obtener la libertad de la joven. Soy yo quien le surte de armas para hacer la guerra a mis compatriotas.

—¿Y lo demás? —preguntó.

—En cuanto al padre, ya es otra cosa. El tiempo fijado para el rescate ha transcurrido sin habernos embolsado un miserable dólar, y mis hombres le han condenado irremisiblemente; a menos que…

—Siga usted.

—A menos que usted me pague doscientos mil dólares.

El Rey de los Cangrejos por poco pierde la paciencia, pero se contentó con decir:

—¡No es usted muy honrado, en verdad, amigo mío!

—Son mis hombres los que no lo son, y yo no puedo ponerme frente a ellos. ¿Me paga usted esa suma?

—Eso es un rescate.

—Llámelo como quiera. O me da usted doscientos mil dólares, o sepulto al viejo en la mina.

—¿Y cien mil por libertar a la joven?

—Sin un céntimo de rebaja —dijo el bandido con resolución—; los negocios son los negocios.

—Los servicios de usted son bastante caros.

—¡Will Rock no trabaja de balde!

—Pues le entrego ese hombre —dijo Simón después de reflexionar durante un momento—. No soy ningún Creso para pagar semejantes caprichos. Además, lo que me interesa es la joven, no el viejo, que tal vez podría ser para mí un grave peligro. Tengo, además, dos personas que me son bastante molestas, y que podrán hacerle agradable compañía —añadió luego con cruel sonrisa—. ¡Hay uno que me ahorrará el trabajo de desollarle!

—Su vaquero me ha hablado ya de ello; y como la mina es grande, pueden estar en ella perfectamente —dijo Will Rock con siniestra sonrisa—. Acabemos; me molestan los asuntos largos.

—Le pagaré en el acto la mitad del precio convenido —repuso el Rey de los Cangrejos—. El resto, cuando se termine el asunto, o sea cuando tenga en mi poder a miss Clayfert.

—Convenido.

Simón sacó una cartera vieja y tomó de ella algunas letras de cambio.

—Son cobrables a la vista en el Banco Johnson y Vatt, de San Francisco de California, e importan diez mil dólares cada una.

Will Rock examinó atentamente las letras, y después las guardó en la ancha faja de cuero que llevaba a la cintura.

—¡Perfectamente; trato hecho! —dijo luego, alargando la diestra y dando al negro un fuerte apretón de manos.

—¿Cuándo partimos? —preguntó Simón.

—Dentro de un par de días, porque hay que proveerse de víveres.

—¿Y mis prisioneros?

—Tráigalos usted aquí y los bajaremos al pozo para que hagan compañía al viejo; volaremos luego la boca de la galería, ¡y buenas noches!

—¡Es usted expeditivo!

—¡Y sin escrúpulos! —repuso el miserable con una sonrisa atroz—. Hay que darse prisa, señor Rey de los Cangrejos; no tenemos tiempo que perder, y sin provisiones no hay posibilidad de ponerse en camino, porque tenemos que atravesar la parte más desierta del Gran Cañón.

—Dé usted orden a sus hombres de que dejen entrada libre a los míos y que conduzcan aquí a los prisioneros.

—¿Has oído, Davis? —dijo Will Rock al bandido que había guiado a Simón y al Salteador.

—Está bien.

Pocos minutos después, los negros y los vaqueros entraban en la mina, llevando delante a Blunt y al ingeniero.

Will Rock no se dignó siquiera mirar a los prisioneros, y volviéndose a uno de sus hombres, le dijo:

—Llévalos al pozo número siete y entrégales una lámpara de seguridad, porque tal vez haya algún escape de grisú allá abajo.

—Permítame usted que le diga ante dos palabras —dijo Harris.

—¡No tengo tiempo de escuchar protestas! —repuso el bandido volviendo la espalda y llenando su vaso de aguardiente—. Me figuro lo que quiere usted decirme.

—Quería advertirle que no hemos bajado solos al Gran Cañón, y que hay personas que velan por nosotros y que les harán pagar cara esta acción infame.

—¡Sabremos recibirlos como merecen! —dijo el Rey de los Cangrejos.

—¡Miserable orangután! —gritó Blunt.

—¡Basta; lleváoslos de aquí! —gritó Will Rock tirando contra el suelo la botella—. ¡Me han fastidiado ya bastante!

Cuatro bandidos se apoderaron de los dos prisioneros, que no podían oponer la menor resistencia, porque tenían los brazos atados estrechamente a la espalda, y fueron conducidos a una galería, donde los esperaba otro hombre provisto de dos lámparas de seguridad sistema «Davy».

Caminaron durante unos diez minutos, hasta llegar a una abertura de forma circular, junto a la cual se veían los restos de un ventilador.

Colgado de una cabria había un gran tonel sostenido por cuatro cadenas.

Los bandidos hicieron subir en aquella jaula de minero a los dos prisioneros, los desataron, colgaron* al borde del barril una de las lámparas, y después, el que parecía el jefe preguntó a Harris:

—¿Es usted el ingeniero?

—Sí —repuso el californiano.

—Le advierto que esta mina es doble, que la de abajo es carbonífera y ésta es aurífera. Probablemente habrá en el fondo gas grisú. Trate usted, pues, de no abrir ni romper la lámpara.

—¿No nos acompaña usted?

—No tenemos tiempo en este momento, y, además, en el fondo del pozo encontrará usted compañía.

—¿Uno de los vuestros?

—Ya lo sabrá usted cuando esté abajo. Más tarde les daré agua y comida.

Hizo signos a sus hombres de que diesen vuelta al tambor en el cual estaba enrollada la cadena, y les dijo:

—¡Arriad!

—¡Y reventad todos, canallas! —agregó Blunt.

CAPÍTULO XVI. LA EXPLOSIÓN DE GRISÚ

La jaula había comenzado a descender en el tenebroso pozo con cierta rapidez, oscilando en el vacío.

Blunt y Harris, algo tranquilizados por las últimas palabras del bandido, que les habían hecho concebir la esperanza de encontrar compañeros en la mina, retiraron la lámpara para que no corriera peligro de romperse, y se inclinaron sobre el borde de la jaula, tratando de descubrir alguna luz que proviniese del fondo.

—¡Se me ocurre una sospecha! —repuso el ingeniero.

—¿Cuál? ¿Qué nos han engañado?

—No; que nos unan al señor Clayfert.

—¿El padre de Annia?

—Ya sabe usted que era prisionero de Rock.

—¡Cuánto me alegraría! —exclamó Blunt.

—Yo también, si fuésemos libres —repuso Harris, que parecía muy inquieto.

—¿Se le ocurrirá a Buffalo sacarnos de aquí? ¡Ah! ¡Veo un poco de luz en el fondo! ¿Cuántos metros tendrá este pozo? Todavía falta mucho para llegar al fin.

—He oído decir que en la mina de Waterpocket se trabaja a una profundidad extraordinaria —repuso Harris.

—¡Esos bribones han escogido un buen lugar! ¿Será ésta la mina de Rock?

—Lo supongo.

—Pues aún no hemos terminado de bajar. ¡Acabaremos en el infierno!

—¡Ya llegaremos! Retire usted la cabeza, Blunt, porque el pozo se estrecha.

El descenso continuo todavía dos o tres minutos, al cabo de los cuales la jaula tocó en el fondo.

Una voz que bajaba de la boca del pozo, gritó:

—¡Bajen ustedes, que vamos a retirar la jaula!

—¡Muere, condenado! —repuso Blunt saltando a tierra.

Harris ya había salido, deteniéndose junto a una lámpara de seguridad que estaba colgada de la pared.

—¡Estamos entre carbón! —dijo.

Se encontraban en una vasta sala subterránea apuntalada con una docena de columnas formadas con bloque de carbón.

A derecha e izquierda se abrían varias galerías tenebrosas, en su mayor parte obstruidas por montones de carbón que los mineros no habían tenido tiempo de sacar a la superficie. También se veían vagonetas volcadas y carriles de hierro, y hasta cierto número de caparazones que debían de haber servido a los caballos encargados de conducir el combustible desde las galerías hasta el pozo.

—Señor Harris —dijo Blunt—, no veo a nadie aquí. ¿Dónde está la prometida compañía?

—Me parece ver una débil luz en el fondo de aquella galería —repuso el ingeniero, que había avanzado hasta el centro de la caverna.

—¡Pues vamos a ver lo que es!

Descolgaron la lámpara que pendía en la pared y penetraron en la galería, que estaba casi llena de escombros, porque las armaduras de aquella bóveda se habían desprendido.

—¡Despacio, Blunt! —dijo Harris—. ¡Puede caernos encima alguna roca!

—¿Está abandonada hace mucho tiempo esta mina?

—Así parece, a juzgar por el pésimo estado, de las armaduras.

—¡Aquí llueve!

—Es el agua que se filtra.

—¡Bien podían esos granujas haberme dado un gabán impermeable! ¡Menos mal que hace calor, y nos secaremos pronto! ¡Allá veo una luz!

—Y un hombre —añadió Harris.

—¡Qué trabaja!

—Me parece que trata de socavar la pared. Tiene no sé qué cosa en la mano.

Redoblaron el paso, y vieron a un hombre de alta estatura y barba blanca, con un vestido de paño burdo hecho jirones, y que, provisto de un carril, daba golpes formidables en el fondo de la galería.

—¿Quién es usted? —preguntó Harris levantando la lámpara.

Aquel hombre, que, absorto por completo en su trabajo, parecía no haber advertido la presencia de los dos prisioneros, al oír aquella voz se volvió rápidamente, levantando el carril y tomando una actitud defensiva.

—¡No tengo hambre! —dijo.

Advirtiendo luego que tenía enfrente a dos desconocidos, dejó caer la barra haciendo un gesto de asombro.

—¿No son ustedes de Will Rock? —preguntó.

—No, señor; somos sus prisioneros —repuso Harris.

—¿Hace aún prisioneros ese facineroso? —dijo el viejo con voz airada—. ¿Cuándo habrá un vengador que le castigue? ¿No hay justicia en los Estados de la Unión?

—Perdone usted, señor —dijo Harris—. ¿Es usted el padre de miss Annia Clayfert?

—¿De Annia? —gritó el viejo—. ¿Quiénes son ustedes para hablarme de ella?

—Sus más fieles amigos. Nosotros la hemos acompañado al Gran Cañón.

Una emoción intensa había alterado el rostro del viejo.

—¿Ustedes sus amigos? —exclamó—. ¿Dónde está mi hija? ¡Háblenme de ella!

—¿No hay temor de que nos oigan?

—Los bandidos no bajan más que una vez al día para traerme comida y renovar el aceite de la lámpara. No hay nadie que pueda oírnos. Vengan a la caverna central, porque aquí hace un calor sofocante, y, además, la galería está saturada de grisú.

Descolgó la lámpara que había dejado en una cavidad de la pared y condujo a los californianos a la caverna central, en uno de cuyos ángulos se veía una pequeña marquesina que debía de haber servido para los caballos.

—¡Esta es mi casa! —dijo al entrar—. ¡Aquí vivo hace cerca de tres meses!

Todo el mobiliario consistía en un jergón, una silla y una mesa, sobre la cual había un jarro lleno de agua, algunas tortas de maíz y los restos de un pernil ahumado.

—¡Cuéntenme ustedes señores! —dijo a Harris—. ¡Muero de impaciencia por tener noticias de mi adorada Annia!

El ingeniero refirió las varias aventuras del viaje a través de California y de Arizona, las persecuciones sufridas y los atentados del Rey de los Cangrejos, terminando con el relato de su captura por parte de los apaches primero, y después, por los vaqueros y los negros.

Clayfert, que le había escuchado sin interrumpirle, cuando hubo concluido estrechó las manos a los dos bravos jóvenes, diciéndoles, con voz profundamente conmovida:

—¡Nunca olvidaré lo que han hecho ustedes por mi Annia!

Y a usted, señor Harris, le considero desde ahora como hijo mío, y estaré orgulloso de tenerle por yerno. ¡Mil gracias, queridos amigos; son ustedes dos héroes!

—Pero su hija, señor Clayfert, sigue en manos de los apaches.

—Victoria no se atreverá a hacer nada contra ella.

—¡Me ha quitado usted un peso que me oprimía el corazón!

—Ese jefe no es malo, como generalmente se cree, y nosotros la recuperaremos pagando un rescate en armas y licores. Además, si está por medio Buffalo Bill, puede suceder que ese diablo de hombre encuentre medio de quitársela a los apaches sin pagar un dólar. Sé lo que vale ese valeroso corredor de las praderas americanas. Ahora sólo se trata de que escapemos nosotros.

—¡Será un asunto algo serio! —exclamó Blunt—. ¡Nos han metido en una prisión muy segura!

—Tal vez menos de lo que usted cree —repuso el viejo—. Yo solo no lo hubiera logrado, probablemente; pero con su ayuda, confío en que volveremos a abrir la galería.

—¿Qué galería? —preguntó Harris.

—Escúcheme usted —dijo Clayfert—. Yo conozco perfectamente esta mina porque he trabajado en ella durante mi juventud. Tiene dos entradas: una hacia Poniente, que es la ocupada por los bandidos, y otra hacia Levante, que termina en la orilla del Colorado. La galería en que nos hemos encontrado lleva a la salida de Levante por medio de un pozo que tal vez no esté cegado. Lo creo así por las corrientes de aire que se filtran a través de los escombros que la obstruyen. Un día, para convencerme, y a riesgo de hacer estallar el grisú, abrí la lámpara de seguridad, aproximé la llama a los escombros y la he visto vacilar repetidas veces. Así me he convencido de que sólo por aquella parte era posible la fuga. La galería estaba entonces atestada hasta su desembocadura en esta caverna de carbón mineral y de masas calcáreas, porque las armaduras habían cedido en varios puntos. Trabajando asiduamente, he logrado vaciarla en una longitud de ciento cuarenta metros.

—¿Y no han advertido los bandidos su trabajo? —preguntó Blunt.

—No baja más que uno cada veinticuatro horas, y apenas deja el alimento y llena de aceite las dos lámparas, vuelve a subir a toda prisa. Ninguno se ha cuidado de averiguar en qué empleo el tiempo.

—Señor Clayfert —dijo Harris—, vamos a visitar esa galería: soy ingeniero, y las minas no tienen secretos para mí.

El viejo se levantó y cogió la lámpara, diciendo:

—Los tres juzgaremos mejor si hay posibilidad de salir por aquella parte.

Volvieron a atravesar la caverna y llegaron muy pronto al fondo de la galería.

—Vean ustedes —dijo Clayfert—. Esta obturación es debida a un desprendimiento. Si se pudieran quitar estas rocas, estoy seguro de que podríamos llegar a uno de los pozos que desembocan en la salida de Levante.

Harris miró atentamente el montón de piedras que obstruía la galería, y apoyó el rostro sobre una hendidura.

—Es verdad —dijo—; por aquí entra aire.

—¿Habrá muchos metros de escombros? —preguntó Blunt.

—No lo creo —repuso el ingeniero después de golpear la masa de piedra con la barra de hierro de que se había servido poco antes el anciano.

—¿No habrá peligro de que una vez abierto el paso se produzca otro derrumbamiento que nos sepulte?

Harris miró las bóvedas, que estaban de trecho en trecho sostenidas por gruesos travesaños de madera, y luego dijo:

—La roca es compacta y no hay muchas filtraciones. Creo que resistirá.

—¡Pues, entonces —dijo Blunt—, no perdamos tiempo! ¡Ya que por este lado hay una esperanza, ataquemos el obstáculo inmediatamente! Somos tres, y todos fuertes. ¿Qué dice usted, señor Clayfert?

El anciano hizo un gesto de aprobación, y preguntó luego:

—Antes de comenzar, ¿quieren almorzar ustedes? Me figuro que Will Rock no les habrá ofrecido un bistec antes de bajarlos aquí.

—¡En verdad le digo que había admirado con ojos tiernos el pernil! —dijo Blunt—. ¡En este país parece que no se tiene mucho cuidado con el vientre de los prisioneros! ¿No es verdad, señor Harris?

—Lo cierto es que los dejan sin comida todo lo más que pueden —repuso el joven, riendo.

—Tengo guardado otro pernil —dijo Clayfert— y dos botellas de brandy, que he conservado para el momento de la fuga. Todo está a disposición de ustedes, amigos. Coman sin cumplidos.

—¿Le han tratado siempre bien esos miserables? —preguntó Blunt.

—Hasta ahora no he tenido queja. No he carecido de alimento, ni de tabaco, ni de luz. Sólo desde hace tres días me han amenazado con matarme si tardaba en llegar el rescate pedido a mi hija. ¡Espérenme ustedes!

Salió el viejo de la galería y volvió poco después llevando dos tortas de maíz amasadas con grasa de oso, un pernil, un jarro de agua, una botella de brandy y un cuchillo pequeño. Se sentaron todos en algunos bloques de carbón alrededor de la lámpara y comieron con envidiable apetito.

—Señor Clayfert —dijo Blunt—, ese Will Rock, ¿ha estado alguna vez a las órdenes de usted?

—Trabajaba en una mina de mi propiedad llamada «Great Falles».

—¿Qué se encuentra en el Gran Cañón? —preguntó Harris.

—En el Marble Cañón —repuso el minero—. Era riquísima; tenía muchos filones auríferos que producían bastante. Sin ese hombre, hubiera llegado a ser millonario.

—¿Ha sido él quien le ha arruinado?

—Sí. Ese miserable trataba de sublevar a mis operarios para apoderarse de la mina. Noticioso de sus criminales tentativas, le despedí, después de haberle abofeteado. Se marchó jurando vengarse, y ha cumplido su palabra. Se alió con los navajos, y un día le vimos reaparecer a la cabeza de doscientos o trescientos indios. En vano intentamos resistir. La mayor parte de los mineros escaparon; otros fueron muertos ante mis ojos; yo fui hecho prisionero, y la mina, inundada. Hicieron volar una catarata que movía los pilones para la trituración del cuarzo aurífero, empleando cartuchos de dinamita.

—¿Y después le condujo a usted aquí? —preguntó Harris.

—Sí. Aquel bandido, no satisfecho con haberse apoderado de la caja de la mina, que contenía cerca de seiscientos mil dólares en pepitas y polvo de oro, exigía, además, una fuerte suma para dejarme en libertad.

—Señor Clayfert —dijo Blunt—, espero que si salimos bien de este infierno, no dejará usted sin venganza a sus mineros.

Un terrible relámpago brilló en las pupilas del anciano.

—¡O Will Rock matará a Clayfert, o yo a él! —dijo, con acento de odio reconcentrado—. ¡Lo he jurado por la vida de mi hija, y mantendré mi promesa! ¡No saldremos los dos vivos del Gran Cañón! ¡Y ahora, mis jóvenes amigos, al trabajo, para reconquistar la 'libertad!

—Yo demoleré la masa rocosa, y ustedes transportarán los escombros —dijo Harris—. Quiero asegurarme por mí mismo de la resistencia y del estado de la bóveda.

El joven agarró el carril de que hasta entonces se había servido el anciano y atacó enérgicamente al obstáculo, mientras sus compañeros llevaban atrás las masas de carbón y de roca disgregadas por el hierro.

Durante dos horas trabajó febrilmente el ingeniero, sustituyéndole luego Blunt y más tarde el anciano.

Como las masas desprendidas estaban unidas a restos carboníferos, el descombrado de la galería marchaba rápidamente.

Los golpes que vibraban en la masa eran cada vez más sonoros: indicio seguro de que la obstrucción no debía de ser muy extensa. Al cabo de ocho horas de continuo trabajo, los tres californianos habían triunfado del obstáculo, y sintieron una fuerte corriente de aire.

Harris, que fue quien dio aquel golpe afortunado, no pudo contener un grito:

—¡El camino está abierto!

Luego, agregó:

—¡Cuidado, que aquí hay grisú! ¡No abran ustedes las lámparas!

Entre las masas de carbón derribadas por el último golpe de la barra se oía con intervalos un ligero crujido: era el peligrosísimo gas detonante; que se escapaba a través de las hendiduras de la mina.

—¡Adelante! —exclamó Clayfert—. ¡La libertad está frente a nosotros!

Los tres se lanzaron a través de la galería, seguros de llegar pronto a cualquier pozo que les permitiese dar con la salida de Levante.

Habían ya recorrido doscientos metros y desembocado en una segunda caverna mucho mayor que la otra, pero atestada de montones de carbón, cuando oyeron a lo lejos una detonación sorda, que se propagó rápidamente a través de aquellas bóvedas tenebrosas.

Harris lanzó un grito.

—¿Qué ha estallado?

Una luz intensa avanzaba por el fondo de la galería que acababan de dejar.

Parecía que un torrente de fuego corría a través de la mina.

—¡El grisú! —gritó—. ¡A tierra!

De un empujón, lanzó a Blunt y al anciano detrás de un alto montón de carbón, gritándoles:

—¡Cúbranse ustedes los ojos!

Una tromba de fuego penetró en la caverna, derribando con ímpetu formidable los montones de carbón y las armaduras de la bóveda, y se perdió después con fragor, terrible a través de las galerías y de los pozos que comunicaban con la parte superior de la mina.

CAPÍTULO XVII. BUK TAYLOR, EN CAMPAÑA

Buk Taylor, que se libró de los tiros de los negros y vaqueros gracias a la celeridad de su caballo en el momento en que el Rey de los Cangrejos se apoderaba del ingeniero y del escritor, no se había alejado mucho de la desembocadura del pequeño Cañón.

Dejó que el caballo galopase durante un cuarto de hora, hasta que se encontró en medio de un montón de rocas, y después, creyéndose seguro, saltó a tierra, diciendo:

—¡Veamos, ante todo, lo que han hecho a mi pobre Latty! ¡Debe de haber recibido una bala en cualquier parte!

La yegua relinchaba dolorosamente y se encabritaba, signo evidente de haber sido herida. Después de calmarla Buk con la voz y con caricias, la examinó rápidamente.

Algunas manchas de sangre se destacaban sobre su blanquísimo pelo en el costado derecho, y descendían hasta la grupa.

—¡Bah! —exclamó el cowboy alegremente, sacudiendo los dedos como hombre satisfecho—. ¡La bala sólo ha rozado la grupa! ¡No es nada, valiente Latty, y pronto curarás! Sin embargo, si te da un poco más abajo, te hubiera partido la espina dorsal. Estáte quieta, que yo he de preocuparme de esos bravos jóvenes.

Detúvose detrás de una roca colosal que se alzaba a más de ciento cincuenta metros y desde cuya cima se podía dominar un gran espacio del Gran Cañón.

Buk, que no vacilaba nunca en sus decisiones, la escaló rápidamente y llegó hasta la cumbre, que terminaba en una pequeña plataforma.

Aun cuando estuviera casi a una milla, pudo ver claramente a los negros y a los vaqueros dirigirse hacia el bosque, llevando consigo a Harris y a Blunt atados sobre el lomo de dos caballos.

«¿A dónde los llevarán? —se preguntó—. Me parece que se dirigen hacia el Colorado. ¡No los dejaré, aunque tuviese que bajar al infierno! Buffalo Bill no debe de estar muy lejos, y a nuestra vez, los sorprenderemos y los colgaremos».

Volvió a descender de las rocas, después de haber observado atentamente la dirección tomada por la banda, y volvió adonde estaba su yegua, que, al fin, se había calmado.

Vertió en la herida un poco de agua mezclada con whisky, la cubrió con una gruesa manta de paño, y después montó en la silla, diciendo:

—¡En marcha, Latty; no podemos perder de vista a esos bribones!

Dio la vuelta despacio a aquel montón de rocas, y después se dirigió hacia el bosque, tratando de mantenerse oculto entre los enormes cactos que en aquel lugar abundaban.

Cerca de los primeros árboles descubrió fácilmente las huellas producidas por los caballos de los bandidos.

—¡Lo que es ahora —dijo— no volveré a perderos de vista! ¡Cuándo Buk Taylor sigue una pista, ni se detiene ni vacila jamás!

Avanzando prudentemente, pudo llegar a la vista del campamento formado por los vaqueros en medio de la floresta, a poca distancia del río Colorado.

Temiendo ser descubierto y que los caballos olfatearan la presencia de Latty y dieran la alarma, volvió sobre sus pasos y construyó una pequeña cabaña en medio de un grupo de algodoneros.

Pasó la noche al lado de la yegua, entre dormitando y velando, porque oyó varias veces los rugidos de las fieras hambrientas. A la mañana siguiente hizo una nueva exploración hacia el campamento de los bandidos, temiendo que se hubieran alejado.

No poco sorprendido quedó de encontrarlos todavía allí. ¿Qué aguardaban? No podía explicarse el motivo de aquella parada en un lugar desierto.

Sólo hacia la mañana del tercer día los vio, por último, vadear el río Colorado, siempre llevando consigo a los dos prisioneros. Dejó que se alejaran; luego pasó a su vez el río, encontrando fácilmente en la orilla opuesta las huellas de los caballos.

Como conocía perfectísimamente el Gran Cañón, al ver la dirección que seguían los bandidos, surgió en él la sospecha de que buscaban un resguardo en la mina de Waterpocket.

Como la mayor parte de los cowboys, había sido en su juventud buscador de oro y minero, y hasta había trabajado algún tiempo en aquella mina.

«¡Sería una hermosa trampa para esos bribones, en vez de un refugio! —murmuró—. ¡Lástima que el coronel no esté aquí!».

Aguardó a la noche, y luego se dirigió hacia la mina, escondiéndose entre las rocas. Dejó la yegua atada a un árbol, a fin de estar más libre en sus movimientos y no exponerse al peligro de ser descubierto.

La entrada de la mina estaba iluminada por una hoguera, en torno de la cual se veían sentados a varios hombres que charlaban y fumaban.

Buk, que había logrado aproximarse a ciento cincuenta metros, arrastrándose con precaución por entre las rocas, no conoció a ninguno de los reunidos.

«Esos no son negros ni mejicanos —murmuró el cowboy—; más bien me parecen mineros o bandidos».

De pronto se golpeó la frente con la mano.

«¡Es posible! —exclamó—. ¡Este es el asilo de ese ladrón de Will Rock! ¡Vamos a matar dos pájaros de un tiro! Querría, sin embargo, saber qué van a hacer del ingeniero y de su amigo. ¡Si pudiese ocultarme en la mina! ¡Ah! ¡Ya caigo! ¡Hay otra entrada: la recuerdo perfectamente; está en la orilla del río! ¡Ah, bandidos! ¡Estáis cogidos!».

Volvió prontamente adonde estaba su yegua.

—¡Un esfuerzo todavía, mi brava Latty! —le dijo, acariciándola—. ¡Luego podrás esperar cómodamente, y tendrás, además, forraje en abundancia! ¡La orilla del río no es árida!

Volvió a montar y partió al galope, dirigiéndose hacia el río, que no estaba muy lejano. Cuando llegó a él, lo costeó en la dirección de la corriente.

No se veía a nadie ni brillaba la menor luz, tanto en la orilla de la derecha como en la izquierda. Sólo de cuando en cuando el triste aullido de algún coyote se mezclaba al murmullo de las aguas.

Aun cuando Buk Taylor estuviera seguro de no tener ningún mal encuentro, preparó por precaución la carabina y sacó de su funda el revólver, colgándoselo del cinturón.

Galopó durante una media hora, pasando por debajo de los inmensos árboles que sombreaban la orilla; luego se detuvo bruscamente ante una roca colosal, cuya punta extrema casi se internaba en el río.

«Aquí debe de encontrarse la otra entrada de la mina —dijo—. Me acuerdo de que aquí se embarcaba el carbón».

Se apeó y llevando a Latty de la brida, se dirigió hacia la roca.

Bien pronto se encontró en medio de cabañas medio derruidas y de montones de carbón que formaban verdaderas colinas.

Una grúa se erguía aún con sus cadenas entre traviesas de madera, que debían de proceder de las dovelas de la galería.

Ya comenzaba a distinguir una negra abertura, que parecía ser la boca de la mina, cuando oyó un ruido lejano que estremeció el suelo como una sacudida de terremoto, y luego llegaron a su oído tres voces humanas.

Pensaba qué podría haber ocurrido, cuando de la boca de la mina brotó un torrente de fuego, que, de un solo golpe, abatió la grúa y las cabañas, dispersando al mismo tiempo el depósito de carbón y las traviesas.

El cowboy se sintió levantado en alto, y luego derribado sobre unas matas. Latty había corrido la misma suerte.

Aquella inmensa llamarada se elevó al espacio, iluminando con luz intensa la orilla del río y las rocas del Gran Cañón, y desapareció, produciendo un ruido que repercutió durante mucho tiempo en las altas paredes del abismo.

«¡Ha volado la mina!» —exclamó el cowboy.

Cuando los abrió reinaban las tinieblas a su alrededor y sólo el eco lejano del valle repercutía el horrísono estruendo. Se levantó, corrió hacia la yegua y lanzó un suspiro de satisfacción al verla levantarse sin necesidad de ayuda.

«¡Creí que este fuego la hubiese cegado! ¡Ha estallado el grisú en el fondo de la mina! ¡Vientre de oso gris! ¿Y aquellos gritos? ¿Habrá hombres en peligro allá dentro? No es posible que los bandidos que hablaban hace poco frente a la otra entrada, hayan llegado hasta aquí».

Permaneció un momento perplejo, sin saber lo que haría, y luego adoptó resueltamente su partido.

«¡Sean quienes quieran, no debo dejarlos perecer! Además, están el ingeniero y su amigo entre los bandidos».

Tenía algunas antorchas de ocote detrás de la silla. Encendió una, ató la yegua y se dirigió luego a la boca de la mina.

«Probemos, ante todo, si el aire es respirable —dijo—. ¡Ese maldito grisú, primero quema y después asfixia!».

Como la galería era vastísima y tenía la bóveda muy alta, habíase renovado muy pronto el aire, por lo cual Buk pudo penetrar libremente sin correr el peligro de aspirar aquel gas mortífero.

Corrió doscientos o trescientos pasos, siempre bajando, tropezando alguna que otra vez en masas de carbón, vagonetas y traviesas caídas de la armadura por la violencia del gas detonante, y se encontró de pronto en una inmensa caverna.

«Ya conozco este depósito carbonífero» —dijo.

Alzó la antorcha y prorrumpió en un grito:

«¡Muertos!».

Detrás de un montón de carbón, que la llama del grisú había encendido, había tres personas recostadas unas sobre otras.

Buk Taylor se precipitó hacia ellas; inclinándose rápidamente, levantó una.

«¡El ingeniero! —exclamó—. ¡Dios mío, tal vez haya llegado demasiado tarde! ¡El gas, al detonar, le ha asfixiado!».

Lo cogió en brazos y se lanzó a la galería, corriendo como una liebre. Lo depositó al lado de la yegua y volvió a la caverna, siempre a la carrera, sacando sucesivamente a Blunt y al viejo.

«¡No perdamos tiempo! —murmuró—. ¡El corazón de estos hombres late todavía!».

Abrió la boca al ingeniero, le cogió la lengua y empezó a hacerle tracciones rítmicas, mientras con la mano izquierda le alzaba ya un brazo, ya otro. Pasó después a los demás, haciendo las mismas maniobras para activar la respiración.

«¡Vientre de oso gris! —murmuraba el cowboy—. ¿No conseguiré salvarlos? ¿Cómo se encontraban en esta caverna? ¿Habrán sido ellos los que han dado fuego al grisú? ¡Imprudentes! Debían suponer que bajo estas bóvedas debía de haber gas detonante».

Aunque hablaba, no cesaba de tirar de la lengua, ya a uno, ya a otro, friccionándoles, además, enérgicamente el pecho.

Comenzaba a dudar de poder hacerles volver a la vida, cuando Harris exhaló un débil suspiro.

—¡Señor, señor —gritó Buk—, aspire usted bien el aire! ¡Así! ¡Va bien! ¡Los pulmones comienzan a funcionar! ¡Hurra! ¡Ya está usted salvado!

Después de cuatro o cinco aspiraciones, se incorporó Harris, haciendo un esfuerzo, mientras Blunt y Clayfert comenzaban a dar señales de vida.

—¡Usted, Buk! —exclamó el ingeniero con voz débil.

—¡Y he llegado muy a tiempo para librarles de la muerte, señor! —repuso el cowboy con voz muy alegre—. ¡Un cuarto de hora de retardo, y estaría usted muerto dentro de la mina! ¡Esto se llama tener suerte!

—¿Y el señor Clayfert? ¿Y el señor Blunt?

—¿Ha dicho usted Clayfert? ¿Es aquel señor anciano? ¿Será…?

—El padre de miss Annia.

—¡Vientre de lobo rojo! ¡Oh! ¡No tenga usted cuidado, que también abre los ojos!

En efecto: el escritor y el minero, que aspiraban a plenos pulmones la fresca brisa de la noche, se habían sentado a su vez, y miraban con estupor lo que les rodeaba.

—¿Dónde estoy? —preguntó el escritor—. ¿Estaré ya muerto?

—¡Me parece que, por el contrario, está usted más vivo que antes, joven! —dijo Buk—. ¡Esto no es el paraíso de los pieles rojas, y mucho menos el de los pieles blancas! ¿Cómo está usted?

—¡Buk!

—¡En carne y hueso! ¿Creía usted que les había abandonado? ¡Un cowboy se hace matar, pero no deja a sus amigos en peligro!

—¿Y aquel fuego? ¿Y aquel trueno espantoso?

—El grisú, joven, que estalló de un modo tremendo, y que a poco les mata a todos. ¿Y los bandidos? ¿Habrán volado en la explosión?

—Lo dudo mucho —repuso Harris—. Deben de haber sido ellos los que han dado fuego al gas detonante, haciendo estallar algún barreno o algún cartucho de dinamita.

—Ha sido dinamita —dijo el anciano—. ¡Esos miserables trataban de suprimirnos y de enterrarnos en el fondo de la mina! La detonación se oyó momentos antes de la explosión del grisú.

—¿Lo cree usted así? —preguntó Blunt con acento feroz.

—Sí; querían desembarazarse de nosotros.

—¡Muerte y condenación! ¿Y dejaremos que se marchen esos monstruos? —rugió el escritor.

—Aún no estamos a salvo nosotros —repuso Buk—. El coronel no ha venido; pero estoy seguro de que a estas horas está bajando al Gran Cañón, y sería tal vez preferible que saliéramos a su encuentro.

—¿Y dejaremos que esos bandidos se fuguen?

—¡No nos alejaremos del Gran Cañón sin haber intentado antes que nada sacar a Annia de manos de los apaches! —dijo Harris—. ¡No se inquiete usted, Blunt; más tarde los encontraremos!

—¿A dónde nos lleva? —preguntó Blunt.

—Cruzaremos el río y acamparemos en la orilla opuesta, sobre la primera pista. Ya les he dicho que una de las herraduras de mi yegua tiene un signo que el coronel encontrará fácilmente. Es, por tanto, necesario que vuelva por el camino que he recorrido antes, a fin de que…

Un disparo de carabina, seguido casi en el acto por otros dos, le cortó la palabra.

—¡Tiros! —exclamó Harris.

—Y proceden de la otra boca de la mina —añadió el señor Clayfert.

—¡Vientre de oso gris! —exclamó Buk.

—¿Será que el coronel ha llegado y está atacando a la mina? ¡Corramos, señores!

CAPÍTULO XVIII. EL ATAQUE A LA MINA

El cowboy cogió entre sus robustos brazos al viejo minero, que parecía ser el que más había sufrido por la explosión del grisú, y lo puso sobre Latty; luego todos partieron a paso de carga, siguiendo la orilla del río. Entre tanto, otras dos detonaciones de armas de fuego se oyeron hacia la parte superior del Colorado; después, nada.

¿Era una lucha empeñada entre los bandidos que vigilaban las rocas que cubrían1 la entrada de la mina y los cowboys del coronel, o era una falsa alarma?

Buk Taylor no sabía qué pensar, pero sospechaba que realmente se trataba de un ataque por parte de los hombres de Buffalo Bill.

—No pueden ser indios —dijo a Harris, que le interrogaba—, porque habríamos oído su grito de guerra; y, además, en esta parte del Gran Cañón, al menos por ahora, no están. Sin embargo, conviene acercarse con la mayor prudencia.

Ya habrían recorrido media milla, casi siempre corriendo, cuando oyeron el sonido de una trompa repercutir largamente en los barrancos del inmenso abismo.

El cowboy dio un salto, gritando:

—¡La trompa de los soldados! ¡Señores, el coronel está ahí! ¡Adelante, Latty!

Ya no corrían, volaban detrás de la yegua, que galopaba estimulada por los talonazos del minero, no menos hábil que el cowboy.

Ya veían los fuegos de un campamento brillar bajo los árboles que cubrían la orilla del río, cuando una voz imperiosa gritó:

—¡Alto!

El señor Clayfert contuvo violentamente a la yegua, gritando:

—¡Amigos de Buffalo Bill!

Un hombre que estaba emboscado entre un grupo de encinas salió de su escondite, lanzando un grito de sorpresa.

—¡Amigos del coronel! —exclamó—. ¿Quiénes son ustedes?

Buk, que llegaba a la carrera, gritó:

—¡Eh, Bikor! ¿No conoces ya a los amigos, muchacho?

—¡Buk Taylor!

—¡En persona! Y vienen conmigo el ingeniero, el señor Blunt y hasta el padre de miss Clayfert.

El cowboy que estaba de centinela se precipitó hacia los cuatro hombres.

—¡Es posible! —exclamó—. ¿También el señor Harris? ¿Cómo se encuentran ustedes aquí, cuando los creíamos todavía en poder de los pieles rojas?

—Más tarde vendrán las explicaciones —dijo Buk—. ¿Dónde está el coronel?

—Aquí.

—¿Con soldados?

—Con cincuenta jinetes de la frontera, al mando del teniente Curchil.

—¡Acompáñenos inmediatamente hasta él!

Penetraron entre los árboles, y a los pocos minutos llegaron a un campamento formado por una quincena de tiendas e iluminado por ocho o diez fogatas, en torno de las cuales vivaqueaban muchos soldados fumando y charlando.

—¿Y nuestros cowboys? —preguntó Buk.

—Están en la vanguardia y vigilan la boca de la mina.

Cruzaron el campamento, entre la sorpresa de los soldados, y penetraron en una tienda más grande, donde se encontraba Buffalo Bill en compañía del comandante del escuadrón.

Al ver aquél a Harris y a Blunt, se precipitó hacia ellos con las manos extendidas, exclamando:

—¿Es esto un sueño?

—No, coronel —dijo Harris, estrechando las manos de Bill—. ¡Cuánto le debemos a usted!

—Teniente Curchil —dijo Buffalo Bill, que estaba radiante de alegría—, aquí están los hombre que yo buscaba ¿Cómo los hemos encontrado? No lo sé; pero lo sabremos en seguida. Díganme, ante todo, dónde está miss Annia y …

Se detuvo bruscamente al ver entrar en aquel momento al anciano minero, que se apoyaba en el brazo de Buk Taylor.

—¡El señor Clayfert! —exclamó.

—¡Sí; yo soy, coronel! —dijo el minero—. ¿Me reconoce usted todavía?

—Sí, aunque han transcurrido dos años desde nuestro último encuentro. Señores míos, ¡explíquenme su presencia en* este lugar! ¿Qué ha ocurrido durante el tiempo que hemos estado separados?

Harris tomó la palabra y contó rápidamente lo acaecido desde su captura por los apaches hasta la explosión del grisú.

—¡Y Annia ha quedado en poder de los apaches! —exclamó Buffalo Bill.

—Ya la salvaremos, y pasaremos a cuchillo, sin misericordia, a esos salvajes —dijo el teniente Curchil—; mis hombres están todos probados en el combate. Preferiría proponer a Victoria un canje.

—¿Qué canje? —preguntó Harris.

—El del sakem Caballo Blanco, que ha sido sorprendido hace tres semanas y capturado por la guarnición del fuerte —dijo el teniente—. Se le ha perdonado porque era un rehén de gran valor, como pariente de Victoria, y había propuesto al coronel cambiarle por ustedes.

—¿Y le han conducido ustedes aquí?

—Sí —dijo Buffalo Bill—. Pero ahora hablemos de los bandidos. Hemos jurado ahorcarlos, y cumpliremos el juramento; ¿no es verdad, teniente?

—Hacía tiempo que buscaba a Will Rock, y ya que la fortuna me ha guiado hasta él, no pienso dejarle. Es el bandido más peligroso y feroz de cuantos se encuentran en el Gran Cañón, y sus delitos son innumerables.

—¡Y yo seré vengado! —dijo el viejo Clayfert.

—Y hasta recuperaremos una buena parte de lo que le han robado —dijo el coronel—. Esos bandidos deben de haber escondido oro en la mina.

—¿Saben que están ustedes aquí? —preguntó Blunt.

—Ya han cambiado mis hombres algunos tiros con ellos.

—Coronel —dijo Buk—, cuide usted de que no se escapen. La mina tiene otra salida.

—Ya no existe ese temor —dijo el viejo Clayfert—, porque el grisú debe de haber derrumbado el pozo, y por aquella parte no podrían huir.

—Señores —repuso Buffalo Bill—, deben de estar ustedes muy cansados, y el ataque no comenzará antes del alba. Ponemos una tienda a su disposición para que recobren las fuerzas perdidas.

—¡Una palabra, coronel! —añadió Buk—. ¿Ha seguido usted la huella dejada por la herradura de mi caballo?

—La hemos encontrado en la orilla del Gran Cañón, y ya no la hemos abandonado. Ella ha sido la que nos ha guiado hasta la mina y nos ha proporcionado ocasión de sorprender a esos bandidos en su refugio. ¡Señores, buenas noches, que mañana empezará el ataque! Entre tanto, esta misma noche enviaré dos de mis cowboys al atepelt de Victoria para proponerle el canje, y creo que lo aceptará.

Blunt, Harris y el anciano salieron acompañados por Buk y el cowboy que les había conducido allí, y que estaba encargado de designarles su tienda y de proporcionarles alimento.

Cenaron rápidamente, y después, como todos estaban rendidos, se acostaron en lechos formados con hojas frescas y dispuestos bajo una cómoda tienda.

Un prolongado toque de corneta les hizo ponerse en pie un poco antes del alba. El campamento entero estaba en movimiento. Los soldados acudían de todas partes armados de fusiles, dirigiéndose hacia la mina.

Buffalo Bill y el teniente ofrecieron a sus amigos algunas tazas de té, les dieron carabinas y luego, todos juntos, se dirigieron a la vanguardia, formada por los cowboys y media docena de soldados de a caballo, que habían ocupado la garganta que conducía a la entrada de la mina, tomando posiciones entre las rocas.

—Coronel —dijo Blunt—, déjeme usted combatir en primera fila: tengo una cuenta atrasada que saldar con el negro, y me gustaría mucho que cayese por mi mano.

—Le concedo a usted cuanto quiera, con tal que sea prudente. Creo, además, que no gastaremos muchos cartuchos.

—¿Por qué, coronel?

—¿Ve usted aquel haz de leña verde que los soldados empujan?

—¿Para qué es?

—Para asfixiar a esos bribones si no se rinden.

—¡Preferiría verlos bailar al extremo de una rama de pino!

—Dudo mucho que se rindan. Saben demasiado que no les perdonaremos, al menos a Will Rock.

—Señores —añadió, montando la carabina—, tomen posiciones y esperen una señal mía antes de comenzar el fuego. Deseo parlamentar con esos bandidos antes de ahumarlos como a zorros.

Los soldados se dispersaron entre las rocas, escogiendo los puntos que creían menos expuestos al fuego de los sitiados, mientras los cowboys, guiados por Buk Taylor, se colocaron a sesenta pasos de la boca de la mina, resguardándose detrás de los carretones de hierro, que estaban volcados sobre los montones de carbón.

Blunt, que se había propuesto destrozar la lanuda cabeza del Rey de los Cangrejos, se unió a ellos.

Cuando Buffalo Bill los vio a todos en sus puestos, anudó un pañuelo blanco en el cañón de su rifle, y lo agitó sobre las rocas tras las cuales se encontraba, gritando a los bandidos que permanecían ocultos detrás de los montones de carbón levantados a guisa de parapeto junto a la boca de la mina:

—¿Me oyes, Will Rock? ¡Antes que la sangre corra, quiero hacerte una proposición!

—¿La de ahorcarnos a todos? —gritó el bandido con voz ronca—. ¡Podías ahorrarte ese trabajo, señor hombre honrado!

—No; lo que os propongo es que evitéis un inútil derramamiento de sangre. Somos sesenta, entre ellos cincuenta soldados, y no podréis resistir mucho tiempo.

—Ante todo, ¿quién es el que habla? Veo el pañuelo blanco, pero la cara está oculta.

Buffalo Bill, que hasta entonces había permanecido recostado, se puso en pie.

En el mismo instante resonó un tiro de fusil en la galería de la mina, mientras la voz ronca y sarcástica de Will Rock gritaba:

—¡Toma este confite, Buffalo Bill!

El coronel se replegó bruscamente sobre sí mismo, dejando caer la carabina.

Harris y el teniente Curchil, que estaban recostados a breve distancia, se lanzaron hacia él, mientras un grito de furor se escapaba del pecho de los cowboys.

Antes aun que el oficial y el ingeniero hubiesen llegado a donde estaba el coronel, se había levantado éste, tranquilo y sonriente, señalando con un dedo la gruesa hebilla de latón que ceñía su cinturón de cuero.

—¡Este es un caso verdaderamente extraordinario, señores! —dijo con voz tranquila—. ¡Si la bala no llega a encontrar en su camino este obstáculo, ese bribón me hubiera asesinado!

—¿No tiene usted ninguna herida, coronel? —preguntáronle ansiosamente Harris y el oficial.

—Ninguna, señores: la bala ha rebotado, Dios sabe dónde. ¡Adelante, muchachos, y no deis cuartel a ninguno de esos traidores!

Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando se vio a los cowboys salir de detrás de los carretones y abrir un fuego graneado contra la boca de la mina, porque casi todos estaban armados de Winchesters de repetición.

Los soldados de caballería los secundaron.

Durante algunos minutos, una terrible granizada de balas barrió la boca de entrada de la mina, entre los ¡hurras! de los soldados y los gritos salvajes de los cowboys.

Al pronto, los bandidos respondieron vigorosamente; pero luego, viendo que los asaltantes salían de detrás de las rocas y se acercaban a la mina como si quisieran tomarla por asalto, comprendiendo que en una lucha cuerpo a cuerpo hubieran tenido la peor parte contra fuerzas tan superiores, abandonaron su puesto y se refugiaron en la galería, donde podían seguir oponiendo una larga resistencia.

Blunt, que marchaba delante de todos desafiando a la muerte con loca temeridad fue el primero en subir a la barricada de gruesos bloques de carbón que había servido de refugio a los bandidos.

Viendo algunas sombras huir, hizo fuego. Un grito agudo resonó en la galería, seguido de una blasfemia.

—¡Te agarré! —exclamó el escritor con feroz alegría.

En la penumbra había visto a un hombre, el último de los fugitivos, que había caído, y en aquel miserable reconoció, por su alta estatura y formas atléticas, al Rey de los Cangrejos.

—¡Había jurado matarte por mi mano! —repitió Blunt, saltando de la barricada para precipitarse sobre su enemigo.

En aquel momento vio al caído levantarse, coger la carabina por el cañón y lanzarse sobre él.

—¡También morirás tú, perro! —rugió el negro—. ¡Tengo aún bastante fuerza para vengarme!

—¡Y yo para rematarte! —repuso una voz.

Harris había aparecido detrás del escritor.

Resonó un disparo, que iluminó la boca de la mina, y Simón cayó por segunda vez, para no levantarse más. La bala del ingeniero le había partido el cráneo.

—¡Atrás, señores! —exclamó Buffalo Bill, que llegaba con el teniente y los cowboys—. ¿Quieren ustedes hacerse matar?

Los dos jóvenes salvaron de un salto la barricada, y un instante después resonaba en las profundidades de la galería una espantosa descarga.

—¡Un momento de retraso, y estaba vengado el negro! —dijo Buffalo Bill—. No deben cometerse semejantes imprudencias, señores míos. Morir a manos de estos asesinos no es muy honroso, que digamos.

—Coronel —dijo el teniente—, ¿cargamos?

—¿Para qué? Los ahumaremos como a bestias feroces. ¡Estos ladrones no merecen compasión! ¡Buk, muchachos, traed la leña!

—Está dispuesta —dijeron los cowboys.

—¡Pues echadla!

Tres docenas de gruesos haces formados con ramas de ocote, que arden produciendo mucho humo, tan acre que no se puede resistir, fueron lanzados a la boca de la galería e incendiados, a pesar de las furiosas descargas de los bandidos.

—¡Atrás todos, y preparémonos a resistir una salida furibunda! —dijo Buffalo Bill.

Los haces comenzaban a arder rápidamente y a esparcir densas nubes de humo, que una fuerte brisa lanzaba dentro de la mina.

—¿Se atreverán a salir? —preguntó Blunt a Buffalo Bill.

—No resistirán mucho a esta fumigación: verá usted cómo dentro de poco se lanzan a través de las llamas.

—Y después, sobre nosotros.

—Si es que llegan. ¿Oye usted?

—¡Atención, señores! ¡Ya vienen!

Un hombre que tenía la cabeza y el sombrero ardiendo y la cara ennegrecida por el humo, atravesó de un salto los haces, gritando:

—¡Moriré, pero matando!

—¡Will Rock! —exclamó Buffalo Bill

Había sido, en efecto, el terrible bandido el primero en desafiar las llamas, prefiriendo morir con las armas en la mano antes que caer asfixiado dentro de la tenebrosa mina.

Viendo a los cowboys apuntarle desde detrás de las rocas, disparó dos grandes revólveres.

—¡Basta, bandido! —gritó el coronel—. ¡Toma!

Apenas había salido, le tomó como blanco e hizo fuego antes que los cowboys. El bandido dejó caer el revólver, llevándose una mano al pecho, hacia el corazón, y cayó de rodillas. Una descarga de los cowboys le remató, derribándole al suelo como herido por el rayo.

Casi en el acto se vio a varios hombres precipitarse furiosamente entre las llamas y el humo y aparecer a la entrada de la mina.

Una formidable descarga los recibió. Se vio a los vaqueros, a los negros y a los bandidos caer a diestro y siniestro casi en medio del carbón que formaba la barricada, y que ya estaba ardiendo; agitarse durante algunos instantes, y luego, más allá, gritos feroces y nuevas blasfemias, acompañadas de detonaciones.

De pronto, un espantoso trueno resonó en el interior de la mina. Todos los cowboys se levantaron pálidos y miraron con ansiedad hacia la galería.

—¡Ha estallado el grisú! —dijo Harris—. ¡Los bandidos han perecido!

—¡Señores —dijo entonces Buffalo Bill—, nuestra misión ha concluido, y las víctimas de Will Rock están vengadas!…

* * *

Cinco horas después de la destrucción de los forajidos, los dos cowboys que habían sido enviados al atepelt de los apaches para proponer el canje de Caballo Blanco por Annia, entraban en el campamento dando gritos de alegría.

Iban seguidos por un sakem indio en traje de gala y por dos guerreros sin armas.

Buffalo Bill, Clayfert, Harris y Blunt se apresuraron a salir al encuentro de la comitiva.

—¿Qué hay? —preguntaron a un tiempo con ansiedad.

—Señores —dijo uno de los dos cowboys—, tengo el gusto de anunciarles que las negociaciones han tenido buen éxito; y aquí está el sakem Caldera Negra, cuñado del gran jefe Victoria, que viene para ultimar el pacto.

—¿Y Annia?

—Miss Clayfert es huésped de la hija del Gran Jefe, de la cual se ha hecho amiga. Mañana por la mañana estará aquí con Girasol de la Pradera y una escolta de honor.

Un ¡hurra! formidable salió de sesenta pechos al oír aquel alegre anuncio. Los bandidos habían sido aniquilados, y la joven, restituida a su padre y a su prometido.

¿Qué más podían desear?

CONCLUSIÓN

Al mediodía siguiente, una escolta de pieles rojas, formada por una veintena de guerreros escogidos entre los más estimados de la tribu de los apaches, conducían al campamento a Annia y a su amiga Girasol de la Pradera y recibía a Caballo Blanco, sakem que estaba prisionero del teniente Curchil.

A todos se les hizo una acogida entusiástica. El viejo Clayfert estuvo a punto de volverse loco de alegría al estrechar entre sus brazos a la hija que creyó no volver a ver en su vida.

Girasol de la Pradera permaneció dos días en el campamento de los blancos, recibiendo grandes pruebas de afecto por parte de todos, porque, aun cuando enemigos, todos admiraban su valor.

Al tercer día, los pieles rojas se alejaban de la orilla del Colorado entre los ¡hurras! de los soldados y de los cowboys, colmados de obsequios y llevando consigo al sakem prisionero.

Antes de partir, Girasol de la Pradera entregó a Annia una rica diadema de oro, regalo de su padre a la joven que había perdonado la vida a su hija predilecta.

Veinticuatro horas después, Buffalo Bill y toda su gente se alejaban del Gran Cañón, llevando consigo seiscientos kilogramos de oro que habían encontrado en la caverna de los bandidos, y que pertenecían a Clayfert, por haberle sido robados de su mina.

Annia, Harris y el minero fueron escoltados hasta Peach-Spring, y allí se separaron de los soldados y de su amigo Buffalo Bill. Este continuó su vida de corredor de las praderas con su pelotón, aumentado con un nuevo recluta: Blunt.

El bravo joven, aunque sintiendo separarse de Harris y de Annia, no pudo resistir a la fascinación que sobre él ejercía aquella vida aventurera.

—¡Qué quieren ustedes! —dijo a sus amigos, que habían insistido mucho para que los acompañara a San Francisco—. ¡Mi padre murió en la pradera, y yo quiero morir de igual modo que él!

Aquel mismo día los dos prometidos y el anciano Clayfert embarcaban en el tren que partía para California.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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