Las Hijas de los Faraones

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LAS HIJAS DE LOS FARAONES

CAPÍTULO I. A ORILLAS DEL NILO

La calma reinaba a orillas del majestuoso Nilo. El sol iba a ocultarse tras las altas copas de las inmensas y frondosas palmeras, entre un mar de fuego que teñía de púrpura las aguas del río, dándole la apariencia de bronce recién fundido, mientras que por levante un vapor violáceo, cada vez más oscuro, anunciaba las primeras tinieblas. Un hombre permanecía junto a la orilla, apoyado en el tronco de una tierna palmera, en una especie de semiabandono y sumido en profundos pensamientos. Su mirada errante vagaba por las aguas que se hendían con un dulce murmullo entre los troncos de los papiros que emergían entre el fango. Era un hermoso joven egipcio, de unos dieciocho años escasos, espaldas más bien anchas y robustas, brazos musculosos, terminados en largas y delicadas manos, de rasgos muy bellos, proporcionados y de cabello y ojos intensamente negros. Vestía una sencilla túnica que descendía hasta sus pies a largos pliegues, ajustada a su cintura por un ceñidor de lino de franjas blancas y azules. En su cabeza, y para resguardarse de los ardientes rayos del sol, lucía aquella especie de tocado usado por los egipcios de hace cinco mil años, caracterizado por un pañuelo triangular, de franjas coloreadas, ceñido en la frente por una estrecha cinta de piel y con los picos cayendo sobre la espalda. Aquel joven permanecía en una inmovilidad absoluta, como si no se diera cuenta siquiera que las primeras sombras de la noche comenzaban a invadir las palmeras y el río. Como si no viera que permanecer demasiado tiempo en aquellas orillas, tras la puerta del sol, podía resultar muy peligroso.

Sus ojos, tan profundamente negros, se hallaban fijos en el vacío, como si persiguieran algo que escapaba cada vez más lejos y que desapareciera entre las tinieblas de la noche, después se movió y apuntaron sus manos un ligero gesto de descorazonamiento.

—Tal vez el Nilo no me lo devuelva nunca —murmuró—. Los dioses sólo protegen a los Faraones.

Alzó los ojos. Las estrellas comenzaban a centellear en el cielo y el suave fulgor purpúreo que apuntaba todavía vagamente hacía poniente, por donde el sol había desaparecido, se diluía con fantástica rapidez.

—Volvamos, —dijo para sí el joven—. Ounis estará muy intranquilo y posiblemente me esté buscando por el bosque.

Anduvo tres o cuatro pasos, cuando se detuvo, fijando su mirada en las hierbas secas que crecían bajo las palmeras. Había algo que brillaba entre aquellas hojas caídas de los árboles.

Se inclinó rápidamente y lo recogió, al mismo tiempo que de su garganta salía un grito apenas sofocado. Era una joya en forma de serpiente enroscada, con la cabeza de buitre, de otro macizo, policromamente esmaltada a lo largo de sus lados.

—¡El símbolo del poder sobre la vida y la muerte! —exclamó.

Durante algunos momentos permaneció perplejo, manteniendo sus ojos fijos constantemente en aquella extraña joya, a la vez que tornábase pálido su color, que era sólo algo bronceado sin llegar a ser tan obscura su piel como la de los modernos fellah, es decir tan morena como la de los campesinos o la de los beduinos del desierto.

—Sí —replicó con un tono que demostraba su profunda angustia—, esto es el símbolo del poder sobre la vida y la muerte, que sólo los Faraones pueden llevar. Ounis me lo ha enseñado varias veces esculpido en las estatuas de las pirámides y en la frente del Gran Kahfri Osiris. ¿Quién debe ser la muchacha que ha salvado de las fauces del cocodrilo?

Se paso nuevamente la mano por la frente bañada en sudor, luego siguió diciendo:

—Lo recuerdo, esta joya brillaba en medio de su pelo cuando la saqué del agua.

El hermoso rostro del joven expresaba una angustia indescriptible.

—Soy un insensato —dijo—. ¡Un hombre humilde como yo y he puesto mis ojos en aquella muchacha que me pareció como una diosa del Nilo! ¿Quién soy yo para atreverse tanto y vivir con semejante esperanza en el corazón? Un miserable que vaga por las orillas del Nilo junto a un pobre sacerdote. ¡Loco de mí! Y sin embargo aquellos ojos me han quitado para siempre la tranquilidad, destrozándome la existencia. Ya no soy aquel joven sensato que antes. Mi vida ha terminado y es el Nilo quien, ante mí, se lleva mis despojos hacia el lejano mar.

Había reemprendido el camino, con la cabeza baja y los brazos sin energía. Las tinieblas lo rodeaban todo y una profunda oscuridad reinaba bajo las inmensas palmeras.

Cantaban los grillos, susurraba dulcemente el ramaje sacudido por un ligero vientecillo y murmuraba el agua del majestuoso Nilo entre las hojas de loto y los tallos de los papiros, pero el joven no parecía oír nada.

Caminaba como un sonámbulo, como si soñara, sin pronunciar palabra. Había alcanzado ya las lindes de la espesura que, en una ancha zona y a ambos lados del río, se extendía a lo largo de sus orillas, cuando de improviso una voz le arrancó de sus pensamientos.

—¡Mirinri!

El joven se detuvo y abrió los ojos, que tenía semicerrados, a la vez que hacía un vago gesto. Parecía como si en aquel momento despertase de un largo sueño.

—¿No ves que el sol hace ya rato que se ha puesto? ¿No oyes la risa loca de las hienas? ¿Has olvidado acaso que estamos casi como en medio de un desierto?

—Tienes razón, Ounis —respondió el joven—. Había unos cocodrilos jugando en el río y me he quedado demasiado tiempo mirándolos.

—Son imprudencias que muchas veces le cuestan a uno la vida.

Un hombre había aparecido entre un espeso grupo de suffarah (acacias fistulares) avanzando hacia el joven, que no se había movido. Era un arrogante anciano, de aspecto majestuoso, con una larga barba blanca que le llegaba hasta la mitad del pecho, cubierto por una ancha túnica de blanquísimo lino, y en cuya cabeza aparecía un pañuelo con franjas de color, semejante al que llevaba Mirinri.

Sus ojos eran muy negros, pero con un fulgor vivísimo, y su piel estaba apenas bronceada, si bien un poco arrugada por la edad.

—Hace una hora que te busco, Mirinri —dijo— y son muchas las noches que regresas tarde. Ten cuidado, hijo mío; las márgenes del Nilo son peligrosas. Sin ir más lejos, esta misma mañana he visto como un cocodrilo cogía por el hocico a un toro que estaba abrevando y lo ha arrastrado bajo las aguas.

Una sonrisa algo burlona apareció en los labios del joven.

—Ven, Mirinri, ya es muy tarde y tengo que hablar largamente contigo esta noche, porque has llegado ya a los dieciocho años y se ha cumplido la profecía.

—¿Cuál?

El anciano alzó una mano hacia el cielo y dijo a continuación:

—Mira: ¿no ves hacia oriente cómo brilla? Tus ojos son mejores que los míos y la distinguirás más fácilmente.

El joven miró en la dirección que le indicaba el anciano y tuvo un sobresalto:

—¡Una estrella con cola! —exclamó.

—Es la que estaba aguardando —respondió el viejo—. Esa estrella está ligada a tu destino.

—Me lo has dicho muchas veces.

—Marca la hora de la revelación.

Se inclinó rápidamente ante el joven y le besó la orla del vestido.

—¿Qué haces, Ounis? —preguntó Mirinri extrañado, retrocediendo algunos pasos.

—Saludo al futuro señor de Egipto —respondió el anciano.

El joven quedó en silencio, mirando a Ounis, con un estupor imposible de describir. Un relámpago brillaba en sus ojos que se hallaban ahora fijos en el cometa refulgente en el cielo, entre miríadas de estrellas.

—¡Mi destino! —exclamó finalmente.

Más tarde un grito escapó de sus labios:

—¡Mía! ¡Podrá ser mía! ¡El símbolo del poder sobre la vida y la muerte ya no me causa miedo! Pero no, es imposible, tú estás loco, Ounis; aunque eres un sacerdote, no te creo. Mi cuerpo, arrastrado por las aguas del sagrado río, irá a parar al lejano mar y se sumergirá allí donde sus ojos me han hundido ya y me han arrancado el alma.

—¿De quién hablas, Mirinri? —preguntó sorprendido Ounis.

—Deja que mi secreto muera conmigo —respondió el joven.

Una extrema ansiedad se reflejó en el rostro del anciano.

—Vas a hablar —dijo con tono autoritario—. Sígueme.

Tomó de la mano al joven y emprendieron el camino, a través de una lauda casi arenosa, interrumpido acá o allá por algún arbusto o por una palmera semiseca. No hablaban; ambos parecían muy preocupados y miraban, casi en el mismo instante, el cometa que iba ascendiendo lentamente en el cielo con un intenso brillo. Transcurridos unos quince minutos llegaron a la falda de una colina, carente de rasgo alguno de vegetación, que se alzaba en forma de una pirámide y sobre cuya cima se perfilaban unas estatuas de proporciones gigantescas.

—Ven —repitió el viejo sacerdote—. Ha llegado la hora.

Mirinri se dejó llevar, sin oposición alguna, y tras encaramarse por un sendero abierto en la roca viva, se ocultaron en el interior de una caverna poco espaciosa, iluminada por una pequeña lámpara de terracota en forma de ibis, el ave sagrada de los antiguos egipcios. Ninguna clase de lujo había dentro de aquella cueva. Tan sólo algunos vasos en forma de ánfora, unas espadas cortas y anchas colgando de la pared, así como algún escudo de piel de buey.

En un ángulo, sobre un hornillo improvisado con cuatro o cinco piedras, borboteaba una marmita de forma extraña, exhalando un perfume agradable. Mirinri, apenas entró, se dejó caer sobre una piel de hiena, cogiéndose las rodillas entre las manos y sumergiéndose pronto en sus pensamientos. El sacerdote, a su vez, se detuvo en medio de la caverna, mirando al joven intensamente, con un afecto difícil de reprimir.

—Te he saludado como mi señor —dijo con un acento extraño, que sonaba como un dulce reproche—. ¿Lo has olvidado, Mirinri?

—No —respondió el joven, distraídamente.

—Sin embargo, lo parece. ¿Qué profundo pensamiento turba la mente de aquel a quien he llamado hijo mío y a quien he consagrado toda mi vida? ¿No sientes cómo bulle en tus venas la sangre divina de los Faraones, los dominadores de Egipto?

Al oír aquellas palabras el joven se puso en pie, totalmente transfigurado, fijando en el anciano una profunda mirada.

—¡La sangre de los Faraones, has dicho! —exclamó—. Tú deliras, Ounis.

—No —respondió secamente el viejo—. Te he dicho que ha llegado la hora de la revelación. El cometa asciende por el cielo y la profecía se ha cumplido. ¡Tú eres un Faraón!

—¡Yo… un Faraón! —exclamó Mirinri palideciendo—. ¡Yo siento correr por mis venas una sangre ardiente, la sangre de los guerreros! ¡Los sueños de gloria y de grandeza, que cada noche, año a año, han turbado mi descanso, eran verdad! ¡Grandeza! ¡Poder! Ejércitos a mis órdenes, regiones que conquistar… y ella… ella… aquella divina muchacha que me ha embrujado… ¡Es imposible… tú me has engañado, Ounis, tú te ríes de mí!

El joven se cubrió los ojos con ambas manos, como para escapar a una visión. Ounis se le acercó y, dulcemente, dándole unos golpecitos, le dijo:

—Un sacerdote no puede permitirse el atrevimiento de burlarse de un hombre que lleva en sus venas la sangre sagrada de Osiris y que un día ha de convertirse en su señor. Siéntate y escúchame.

Mirinri obedeció, dejándose caer sobre una piel de gacela que cubría un pequeño asiento hecho de arcilla secada al sol.

—Habla —dijo—. Explícame cómo puedo yo ser un Faraón y por qué he crecido aquí, en los lindes del desierto, lejos del esplendor de Menfis, como si fuese el hijo de un miserable pastor.

—Porque si tú te hubieras quedado allí, probablemente a estas horas ya no estarías vivo.

—¿Por qué? —preguntó Mirinri intrigado.

—Porque en Menfis ya no reina desde hace once años Tetis, el fundador de la tercera dinastía. Un miserable le ha usurpado el trono a tu padre.

—¡Yo, hijo de Tetis! —exclamó el joven palideciendo. Tú sueñas, Ounis, ¿o es que continúas con la broma?

—¿Es que no he besado la orla de tu vestido? ¿Quieres pruebas? Te las daré. Mañana antes del alba iremos a interrogar la estatua de Memnón y podrás oír cómo resuena la piedra ante ti. ¿Quieres otra prueba? Iremos a la pirámide que tu padre hizo erigir y haré revivir en tu presencia la flor maravillosa de Osiris, aquella flor que solo ante los Faraones abre sus corolas, cuando dejan caer sobre ellas una gota de agua. Si la piedra vibra y la flor revive es que eres hijo de reyes. ¿Lo quieres?

—Sí —respondió Mirinri secándose el sudor que le bañaba la frente. Solo ante esas dos pruebas te creeré.

—Está bien —respondió el sacerdote—. Ahora escucha la historia de tu padre y la tuya propia. Iba a abrir la boca, cuando sus ojos descubrieron el símbolo del poder sobre la vida y la muerte que el joven llevaba prendido en la correa que le ceñía el pañuelo a la cabeza, un poco por encima de la frente.

—¡Un ureo! —Exclamó Ounis—. ¿Dónde has encontrado este símbolo, que brilla solo en los cabellos de los reyes y de los hijos?

—En la orilla del Nilo —respondió Mirinri.

Ounis se levantó presa de una vivísima angustia. Sus ojos se habían dilatado y demostraban un profundo terror.

—¡Que hayan llegado a descubrir nuestro refugio! —Exclamó, mostrando un gesto de cólera—. Sin embargo, yo he tomado todas las precauciones para que nadie supiese el lugar donde te he escondido. Este ureo sólo puede haberlo perdido un Faraón.

—¿O una Faraona? —dijo Mirinri, mirándolo fijamente y sobresaltado.

Ounis tuvo un sobresalto. Se acercó rápidamente al joven, sacudiéndolo por los hombros casi brutalmente.

—¡Una Faraona! Hace poco me has hablado de una muchacha divina… ¿Dónde la has visto? ¡Habla Mirinri! De ello puede depender tu destino e incluso tu vida.

—La he visto a orillas del Nilo.

—¿Sola?

—No, porque poco después llegó una barca brillante como el oro, tripulada por una docena de negros soberbiamente engalanados y gobernada por cuatro guerreros que empuñaban astas de oro con largas plumas de avestruz en forma de abanico.

—¿Recuerdas haber visto esta joya entre los cabellos de aquella muchacha?

—Sí, recuerdo haberla visto brillar.

—Por consiguiente debió de perderla ella.

—Yo creo que sí.

Ounis, que parecía presa de viva excitación, se puso a caminar por la caverna con el ceño fruncido y los rasgos de su cara todavía alterados. Se detuvo un momento ante el joven como lo miraba con creciente estupor, no pudiendo explicarse la agitación que se había apoderado del viejo sacerdote.

—¿Qué impresión te ha causado esa muchacha?

—No sabría explicarla; sólo sé que desde aquel día mi paz parece turbada.

—Me había dado cuenta —dijo el sacerdote con voz sorda—. Desde hace tiempo has perdido la alegría y tu sueño ya no es tranquilo. Te he sorprendido varias veces sumido en profundos pensamientos, con la mirada fija en el norte, allí donde Menfis irradia su poder y su luz.

—Es cierto —respondió Mirinri con un suspiro—. Se diría que aquella muchacha se ha llevado con ella gran parte de mi corazón. Si cierro los ojos no veo otra cosa que a ella; si duermo, sueño con ella; cuando el viento susurra entre las palmeras que bordean el Nilo, me parece que oigo su armoniosa voz. Poder verla, contemplarla, aunque sea una sola vez, talvez pueda costarme la vida, pero ése es mi solo, mi único deseo, Ounis. Mira, si cubro mis ojos con mis manos la veo aparecer enseguida ante mí y siento cómo me corre la sangre más vehementemente en mis venas y cómo me palpita el corazón, tan fuerte como si quisiera salírseme del pecho. ¡Oh dulce visión! ¡Cuán hermosa eres!

El sacerdote quedó mudo ante el entusiasmo del joven, parecía incluso que aquella confesión hubiese acrecentado su turbación. Su mirada andaba extraviada, llena de terror, posándose ora en Mirinri ora en el símbolo del poder sobre la vida y la muerte de los Faraones.

—¿La ves todavía? —preguntó algo después, con acento casi brutal.

—Sí, está delante de mí —respondió el joven que ocultaba sus ojos amparándolos con las manos—. Me mira…, me sonríe… y siento todavía aquel intenso temblor que me sacudió cuando, después de arrebatarla de las fauces del cocodrilo, la estreché entre mis brazos y la llevé, con su cabeza apoyada en mi pecho, a la orilla, depositándola sobre la hierba brillante todavía por la escarcha nocturna.

—¿Tanto la quieres?

—Más que a mi vida.

—¡Desgraciado!

Mirinri levantó las manos y miró al sacerdote que estaba en pie ante él, con la mirada encendida y los brazos tendidos como en un acto de proferir una maldición.

—Si es cierto que yo soy un Faraón, como tú dices, ¿por qué no puedo amar a una muchacha de sangre real?

—Porque esa joven debe pertenecer a esa raza maldita a la que tú, aunque no quieras debes no solo odiar, sino exterminar. Tú no conoces todavía la historia de tu padre e ignoras los dolores soportados por aquel desventurado rey.

Mirinri se había tornado pálido y cubrióse nuevamente los ojos.

—Cuéntamela, —dijo con voz triste—. En tus palabras está mi destino, un terrible destino que tal vez desgarre la red con que me prendió el corazón de aquella muchacha.

—Tú deberías odiar y matar a todos los de aquella estirpe —añadió el sacerdote con voz tenebrosa—. Escúchame, pues.

La narración de las vicisitudes de la estirpe de Mirinri había de ser una revelación extraordinaria para el joven, tanto como para condicionar su vida futura y llevarle, como más adelante veremos, a las más arriesgadas aventuras.

CAPÍTULO II. LAS TUMBAS DE LOS QOBHOU

—Tu padre, el gran Teti, era el fundador de la VI dinastía. A él le deben Menfis su esplendor y Egipto su poderío y su grandeza y las grandes pirámides, que desafiarán el tiempo y que subsistirán incluso cuando tal vez nuestra raza ya haya desaparecido. Tuvo dos hijos: a ti y a una muchacha a la que los sacerdotes impusieron el nombre De Sauri.

—¡Mi hermana! —exclamó Mirinri.

—Sí.

—¿Vive todavía?

—Lo sabrás más tarde. Sucedió que cierto día corrió la voz de que un ejército caldeo había atravesado el istmo, que separa el Mediterráneo del Mar Rojo, África de Asia y que avanzaba amenazador para destruir el poderío de nuestra raza. Varios ejércitos egipcios fueron enviados contra el invasor, pero uno a uno fueron derrotados. Todas las ciudades de la cosa fueron conquistadas y entregadas a las llamas y sus habitantes fueron pasados a cuchillo, sin tener en cuenta ni su sexo, ni su edad. Parecía que había sonado la última hora de los Faraones y que incluso la gran Menfis iba a entregarse ante los ataques de los caldeos. Pero afortunadamente estaba tu padre. Descendiente de casta guerrera, fuerte y valeroso, reunió un poderoso ejército y despreciado los consejos de viles cortesanos y ministros, que se oponían a que un rey se expusiese a tan grande peligro, asumió el mando y marchó resueltamente contra el enemigo que ya avanzaba victorioso hacia Menfis. Pero en On, allí donde comienza el Nilo a dispersarse, las descorazonadas tropas de los egipcios y los caldeos se enfrentaron con terrible ímpetu. Tu padre combatió como el último de los soldados, en primera fila, para dar ejemplo. Desafió impávido las flechas incendiarias y las pesadas espadas de ronce de los asiáticos y rompió las líneas adversarias. Sin embargo no se había decidido todavía la batalla. Desde el alba hasta la puesta del sol la lucha prosiguió con enormes pérdidas para ambos bandos. El Nilo se tornó rojo por la sangre que hacia él manaba; todo el suelo se empapó también de sangre y enormes montones de cadáveres se alzaron por doquier. Pero cuando desapareció el sol los caldeos, desconcertados, diezmados y descorazonados se dieron a la fuga atravesando de nuevo el istmo regresando a su país. Egipto se había salvado gracias al valor de tu padre; Menfis no corría ya peligro alguno y sin embargo aquella victoria iba a tornar desgraciado para siempre al vencedor.

—¿Cayó combatiendo?

—Herido por una flecha caldea, que lo había alcanzado en medio del pecho, cuando atravesaba las líneas enemigas, había caído en medio del campo, entre un montón de cadáveres. En la horrible confusión nadie se acordó de que el rey había desaparecido a excepción de uno que lo había visto; pero aquel miserable tenía demasiado que ganar y por eso no advirtió a los generales y a los soldados de la desgracia ocurrida a tu padre.

—¿Quién? —preguntó Mirinri poniéndose en pie, con los ojos encendidos en cólera.

—Su hermano: el ambicioso Mirinri Pepi, quien reina ahora en Egipto en tu lugar y…

—¿El hermano de mi padre me ha usurpado el trono?

—Sí, Mirinri, pero déjame proseguir. No he terminado todavía la historia. Tu padre no había sido herido mortalmente. El atroz dolor producido por la punta de la flecha, que él se había arrancado, desgarrando así la herida, lo hizo caer sin conocimiento y había quedado sepultado entre los otros cuerpos, caídos sobre él. ¿Qué ocurrió después? No supo decírmelo nunca. Cuando tornó en sí se encontró dentro de una tienda de pastores negros, bastante lejos del campo de batalla. Probablemente aquellos hombres acudieron durante la noche para saquear los cadáveres y habiendo observado las ricas vestiduras que llevaba tu padre y del símbolo del poder sobre la vida y la muerte que lucía entre sus cabellos, dedujeron que era un gran personaje, un Faraón tal vez, por eso se lo llevaron consigo con la idea de exigir más tarde un crecido rescate. Tú sabes que nuestros pastores, los que viven en los linderos del desierto, se convierten en ladrones en cuanto se les presenta la ocasión. Tu padre no obstante, no tuvo queja de ellos. Fue tratado con mucha consideración y curado cuidadosamente. La herida se cerró después de veinte días y comenzó la convalecencia. Fue indescriptible el estupor de los pastores, al conocer por sus propias palabras que él era Teti. Por orden de tu padre, un pastor partió rápidamente hacia Menfis, para advertir al pueblo y a los ministros que el rey de Egipto estaba vivo todavía y que se aprestasen a recibirlo con los honores debidos a un Faraón. El hombre partió, pero ya no regresó nunca. Tu padre, temiendo que hubiese sido asaltado a lo largo de su camino por una banda de ladrones, envió un segundo hombre y más tarde un tercero, pero ninguno de ellos dio ya muestras de vida. Inquieto y muy preocupado decidió presentarse él mismo en Menfis. Formó una pequeña escolta de pastores y una mañana se puso en camino. Cuando entró, comprendió con angustia que su hermano había asumido el poder y que el pueblo y los ministros, creyendo que Teti había realmente muerto, lo aclamaron rey sin tenerte a ti en cuenta, que tenías apenas dos años. Casi todos los amigos de tu padre y los parientes más cercanos habían sido hechos asesinar secretamente por el usurpador y tal vez tú habrías corrido igual suerte si el temor a desencadenar entre el pueblo una rebelión, no lo hubiese detenido.

—Y mi padre, ¿qué hizo entonces? —inquirió Mirinri encorajinado.

—¿Qué cosa querías que hiciese, solo, sin poder alguno? Intentó persuadir a los ministros, pero aquellos malvados tuvieron la osadía de decirle que era un loco, un farsante y que con el desaparecido rey solo tenía una vaga semejanza. Para persuadirlo mejor o más bien para asegurarse frente al pueblo que él era un falsario lo condujeron a la pirámide que él mismo había hecho edificar y le mostraron la tumba en la que reposaba el cuerpo de Teti I.

—¿A quién habían puesto dentro?

—A uno cualquiera que debía tener cierta semejanza o a quién habían hecho irreconocible después de vestirlo de soberano y haberle puesto entre los cabellos el símbolo de la vida y la muerte.

—¿Pero cómo me encuentro aquí yo, cuando debería estar en el palacio de Menfis? —preguntó Mirinri.

—Tu padre, temiendo que Mirinri Pepi te hiciese asesinar un día u otro, te hizo raptar por unos partidarios suyos a los que el usurpador no había podido encontrar y te confió a mí para que te criase. Huí de Menfis, durante una noche obscura, remontando el Nilo hacia estos lugares, aguardando pacientemente a que tú cumplieras la edad, que según nuestras leyes, te permita reinar.

Sucedió un largo silencio. Mirinri había vuelto a sentarse y parecía hallarse sumido en profundos pensamientos. El sacerdote, siempre de pie, lo miraba fijamente, como si intentase adivinar lo que sucedía en la mente del joven. Después de unos instantes, se alzó aquel bruscamente con el rostro transfigurado y los ojos animados por una cólera terrible.

—¡Mi padre está muerto! ¿Verdad Ounis?

—Sí, en el exilio, en los límites del desierto libio, donde se había refugiado para no caer bajo las asechanzas de los sicarios de Pepi. Su condena a muerte había sido ya promulgada por el usurpador.

—Y, ¿qué debo hacer yo ahora?

—Vengarlo y reconquistar el trono que te corresponde por derecho.

—¿Solo, sin medios, sin un ejército?

—Solo no —respondió el sacerdote—. Hay amigos de tu padre que están todavía en Menfis y aguardan el momento de saludarte como rey. ¿Y los medios me has dicho? Acompáñame.

—¿Dónde?

—A las tumbas de Qobhou, el último Faraón de la primera dinastía; tu padre los descubrió en los primeros años de su reinado, sin confiar a nadie su secreto. Allí encontrarás riquezas suficientes para conquistar todo Egipto e incluso otras tierras, si quieres.

—¿Dónde están esas tumbas?

—Más cerca de lo que crees. Sígueme, Mirinri.

El anciano cogió una pequeña lámpara de terracota, en forma de ánfora, reavivó la mecha a fin de que la llama se animase y se encaminó al fondo de la caverna, donde se alzaba una esfinge de mármol rosado de dimensiones gigantescas.

—Aquí se halla la entrada secreta.

Metió una mano por el dorso de la estatua y de pronto la cabeza cayó, dejando ver una cavidad lo bastante ancha para que un hombre, aunque fuese corpulento, pudiese entrar sin demasiada dificultad. De aquella abertura salió una corriente de aire bastante caliente impregnada de olor poco agradable.

—¿Tenemos que entrar ahí? —preguntó Mirinri.

—Sí.

—¿Por qué no me has dicho nunca que existía un pasadizo en esta caverna?

—Juré solemnemente a tu padre que no te lo revelaría hasta que cumplieras dieciocho años. Ven: no tienes que temer nada y verás algo que te va a maravillar.

Se introdujo en el pasadizo, avanzando a gatas y manteniendo la lámpara ante él y poco después se encontró ante un corredor amplio, flanqueado a ambos lados por un incontable número de estatuillas de bronce y de piedra, representando gatos en diversas poses. Había muchísimos que estaban embalsamados, alineados sobre una cornisa que sobresalía en el arco del pasadizo. Como es sabido los antiguos egipcios tenían en gran consideración a esos parientes próximos de los tigres, a los que incluso adoraban entre otras muchas divinidades. Pakhit la diosa de los gatos, tenía el cuerpo de mujer y la cabeza de felino. Solían poner bastantes en el interior de los sepulcros e incluso entre cementerios, exclusivamente destinados a acoger los gatos y que se hallaban bajo la protección de la mencionada diosa o del dios Nofirtonmon. Se descubrió incluso uno, al sur de los hipogeos de Beni-Hassan que contenía nada menos que 180.000 momias de gatos allí depositados por los reyes de la XVIII dinastía.

Ounis siguió avanzando, protegiendo la lámpara con una mano ante la fuerte corriente de aire saturada de aquel desagradable olor que preside las cuevas abandonadas y desembocó finalmente en una sala tan inmensa que no era posible ver el fondo y cuya techumbre se apoyaba en un gran número de macizas columnas, embellecidas por esculturas que representaban a divinidades e ibis, el ave venerada por los antiguos egipcios y que pueda verse en todos los monumentos erigidos en aquella lejana época. A lo largo de las paredes, que se hallaban suavemente inclinadas, surgían estatuas colosales, semejantes a aquellas de la fachada del templo de Abu Simbel, pesadas y macizas, con aquella grandiosidad de elementos con la que parecen haberse concebido todos los monumentos del antiguo Egipto.

Eran estatuas de hombres y mujeres, los primeros con gorros monumentales, coronados por una especie de cucurucho, con extrañas barbas cuadradas, más anchas al final que hacia los labios y con los pliegues del gorro colgando a lo largo de las orejas y cayendo hacia los hombros, y aquellas cubiertas por la futta, especie de sotana que anudaban a la cintura y que envolvía a modo de embudo sus piernas.

Contemplados a la vacilante luz de la pequeña lámpara, aquellos colosos que se hallaban sentados unos junto a los otros con los brazos abandonados sobre el vientre, producían un extraño efecto que impresionaba profundamente a Mirinri, no habituado a ver otra cosa que las verdes aguas, a veces fangosas del Nilo, las arenas del desierto o las altísimas palmeras vivificadas por la humedad del gigantesco río.

Ounis, que parecía no interesarse por las estatuas, ni por las columnas, ni por las esculturas, continuó avanzando hacia el fondo de aquella inmensa e interminable sala, excavada en la roca viva por quien sabe cuántos millares de obreros, y se detuvo ante dos estatuas de tamaño casi natural, que a la luz de la lámpara proyectaban brillantes fulgores. Una representaba a un hombre, vistiendo el rico ropaje de los Faraones y el símbolo de la vida y la muerte colocado en su frente; la otra una mujer bellísima, con grandes ojos negros y el rostro pintado de amarillo, pero con un poco de carmín en las mejillas, que le prestaba un aspecto muy singular.

Entre ambas podían verse pinturas de tema religioso, repetición ortodoxa del gran mito de Etiopía, donde se ve el alma del difunto haciendo su visita y sus ofrendas a todas las divinidades, de las que debía implorar la protección. En vez de estar encerrados dentro del sarcófago, aquel antiquísimo monarca y su esposa, habían sido embalsamados y puestos en pie, sostenidos por una pértiga de bronce que atravesaba las estrechas vendas que les cubrían también los pies. Para que uno y otra se conservaran mejor estaban protegidos por una ligera lámina de vidrio, fundido probablemente en aquel mismo lugar. Un cristal traslúcido, de extraordinaria pureza, que destellaba vivamente bajo la luz proyectada por la pequeña lámpara.

—¿Quiénes son éstos? —preguntó Mirinri, que los miraba con vivo interés.

—Qobhou el último rey de la primera dinastía y su esposa —respondió Ounis—. Mira: sobre estas dos tablillas de piedra negra están escritos sus nombres.

—¿Y para hacerme ver estas dos momias me has hecho venir aquí?

—Aguarda, impaciente joven. Nuestra excursión no ha terminado todavía. ¿Para qué podrían servir estos muertos? No precisamente para facilitarte los medios de conquistar el trono. Sígueme.

Penetró en aquella inmensa sala, que parecía no tener fin, pasando entre dos filas de sarcófagos de piedra, cuyos relieves externos reproducían exactamente los rasgos de las personas que estaban dentro. Algunos eran dorados, otros plateados y representaban a reyes y reinas. Los primeros tenían en torno a su cabeza un disco rojo y lucían en el mentón una barba trenzada; ellas un tocado de cintas, con dibujos encima de las plumas de buitre y la cabeza coronada con gruesas trenzas de cabello adornadas de amatistas, esmeraldas y otras piedras preciosas. Tras algunos minutos, Ounis se detuvo ante una esfinge monstruosa de unos veinte metros de ancho por cuatro de altura, que tenía en sus flancos inscripciones semejantes a signos geométricos.

—Aquí dentro está encerrado el tesoro de Qobhou —dijo el sacerdote—. ¿Quieres verlo?

—Muéstramelo —respondió Mirinri.

Ounis miró en derredor y vio una pesada maza de bronce apoyada en una columna, la levantó y golpeó con ella el hocico de la esfinge. La cabeza giró sobre sí misma, más tarde cayó hacia delante, quedando suspendida mediante dos gruesas bisagras. Una abertura circular, que correspondía al cuello de la inmensa estatua apareció ante los dos egipcios.

—¡Cuánto oro! —exclamó.

—Se calcula que hay ahí dentro doce millones de talentos, —dijo Ounis— pero eso no es todo. Las garras están llenas de esmeraldas y de otras piedras preciosas, de las que si tú tienes necesidad podrías conseguir bastantes millones más. ¿Crees que con estas riquezas puedes reunir un poderoso ejército?

—Sí —dijo Mirinri—. Ëro, ¿cómo mi padre pudo saber que en este sepulcro se encontraba escondido un tesoro tan fabuloso?

—Por un antiquísimo papiro descubierto por él en la biblioteca de los primeros Faraones.

—¿Y no confió a nadie su secreto?

—A mí solo.

—¿Y tú has guardado para mí estas riquezas?

—Sí, porque te pertenecen solo a ti. Apenas partamos nosotros habrá quien se encargará de transportar parte de este tesoro a Menfis.

—¿Y quién, si nadie conoce su existencia?

—Amigos sinceros, que permanecieron fieles a tu padre y a su sucesor. Mañana sabrán que la profecía se ha cumplido y que tú estás dispuesto a conquistar el trono y a castigar al infame usurpador.

—Así, pues, alguno viene por aquí.

—Sí, y ya procuraba bien de que no lo vieras. Además, solo venía de noche, cuando tú dormías, y partía al despuntar el día. Ahora jura por Toh, el dios ibis, tu empeño en liberar la patria de manos del usurpador.

—Aún no me has dado la prueba de que yo sea realmente un Faraón —dijo Mirinri.

—Es cierto: regresemos a la caverna y vayámonos enseguida. Es muy tarde y la estatua de Memnón solo suena al despuntar el sol.

Rehicieron en silencio el camino recorrido, retrocedieron por la galería de los gatos y salieron fuera, arrastrándose a través de la esfinge que guardaba el extremo de la caverna. Ounis cogió un ánfora de terracota y llenó dos vasos de tosco cristal con una especie de cerveza muy dulce, que según la tradición Osiris había dado a los mortales juntamente con el vino de palma, e invitó al joven a beber diciéndole:

—Que el impuro demonio de la muerte castigue a quien manche el juramento.

Luego cogió de un rincón dos cortas espadas de bronce, muy anchas y pesadas y dio una de ellas a Mirinri.

—Partamos —dijo—. La noche ya está a mitad de su camino.

CAPÍTULO III. LA SANGRE DE LOS FARAONES

Cerrada la entrada de la caverna con una losa para que durante su ausencia no se adueñase de aquella algún animal salvaje, ya que en aquella época Egipto se hallaba muy poblado de leones y de hienas, el sacerdote y el joven, uno junto a otro, se pusieron en marcha, volviendo sus espaldas al Nilo. El desierto, que mas tarde hicieron fértil tras muchos trabajos los egipcios, se abría ante ellos extendiéndose hacia levante. En realidad no era propiamente un desierto, como el líbico o el del Sahara, absolutamente árido y carente de vegetación, podía llamársele más bien una inmensa llanura sin cultivar, que desde sus márgenes del Nilo se extendía hasta las orillas del mar Rojo. En efecto acá y allá se elevaban grupos de palmeras dum, llamadas «árboles del alajú o del pan picante», que alcanzaban un desarrollo extraordinario con gran rapidez incluso en los terrenos estériles, y algunas palmeras deleb de tronco hinchado en el medio y que gusta más de la soledad, no apareciendo nunca en las selvas. Los chacales ululaban en la lejanía y vuelan, veloces como flechas, al aproximárseles los dos hombres, mientras que las hienas reían en medio de las dunas arenosas, sin atreverse a aparecer, ya que no disfrutaban en aquellos tiempos de mayor valor del que muestran hoy día todavía. La noche era maravillosa y tranquila, reinando en las llanuras egipcias una calma absoluta. La luna brillaba continuamente por encima de los bosques que bordeaban el Nilo, alargando desmesuradamente la sombra de los dos hombres. El cometa brillaba vivísimamente entre las estrellas, avanzando por un cielo purísimo, con una transparencia tal que solo puede admirarse en aquellas regiones. Ni Ounis, ni Mirinri hablaban: ambos parecían inmersos en profundos pensamientos. Solo el primero alzaba sus ojos de cuando en cuando hacia el cometa, mirándolo fijamente. El segundo parecía, a su vez, que seguía con la mirada algo que huyera ante él, tal vez la muchacha que le había hecho palpitar el corazón con tanta violencia desde que había nacido.

Habían recorrido ya bastantes millas, avanzando siempre por el desierto, cuando Ounis apoyó familiarmente una mano sobre el hombro del joven, preguntándole inesperadamente:

—¿En qué piensas, Mirinri?

El hijo de los Faraones se sobresaltó bruscamente, como si de repente hubiese sido arrancado de un dulce sueño; luego respondió, vacilante:

—No sé, en muchas cosas.

—¿En el poder sin fin que ti vas a tener en Menfis?

—Tal vez.

—¿O en la venganza?

—También quizá en eso.

—No. Me estás engañando. Te observo desde que partimos de nuestro refugio. No es el poder, ni la ambición, ni el odio lo que turba la mente y el corazón del hijo del gran Teti, el fundador de la dinastía —dijo Ounis, con una cierta amargura.

—¿Y qué es lo que sabes?

—Tus ojos no han mirado ni una vez siquiera el cometa que marca tu destino y tu camino.

—Es cierto —respondió Mirinri con un largo suspiro.

—Tú sigues pensando en la muchacha que salvaste de la muerte a orillas del Nilo.

—¿Para qué negar? Sí, Ounis, pensaba en ella.

—¿Te ha dado a beber algún filtro misterioso?

—No.

—¿Cómo puedes quererla hasta el extremo de olvidar el supremo bienestar que todos los mortales te envidiarían?

Mirinri permaneció algunos instantes silenciosos, mas tarde volviéndose con un gesto improvisado hacia el sacerdote, que se había detenido y esperando alguna explicación lo miraba con tristeza le dijo:

—Yo no sé si los demás son iguales a mí, porque durante todos estos años no he visto otra cosa que las aguas del Nilo, las palmeras que lo rodean, las inmensas dunas de arena y las fieras que allí habitan. No he oído hasta ahora otra voz que la tuya, la del viento al mover las ramas de las palmeras o sus hojas emplumadas y el murmullo de las aguas, partiendo de los misteriosos lagos del interior. ¿Cómo podía, yo, un joven, permanecer insensible ante un ser distinto a ti y a mí y que hablaba una lengua más armoniosa, más dulce que el susurro de la brisa nocturna? Tú me dices que la amo. No puedo comprender en realidad esta palabra, yo que he vivido siempre alejado de las tierras habitadas y nunca supe lo que podía significar. Es posible que pueda llamarse así la red con la que me ha prendido el corazón aquella muchacha. Se que cuando pienso en ella, brillan ante mí, sea de día o de noche, aquellos grandes ojos negros llenos de una infinita tristeza y que siento dentro de mí una sensación extraña que no sabría explicarte y que no había sentido nunca antes de ahora, ni escuchando el murmullo de las aguas, ni el silbido del viento, ni el rugido de las fieras hambrientas al vagar por el desierto.

—Una sensación peligrosa. Mirinri, que podría serte fatal y detenerte en tu glorioso camino. Quita la fuerza al guerrero, adormece a los fuertes, debilita al valor y a veces convierte en vil al hombre. ¡Cuidado! No conviene ese sentimiento a tu gran empresa.

—¡Lo convierte a uno en vil! —exclamó el joven, impresionado por aquella palabra.

—Sí, en vil.

—Bien, procura que no me ocurra a mí.

Se había vuelto contemplando las dunas de arena que se extendían en torno a ellos, interrumpidas acá y allá por algún matorral medio seco. Una sombra gigantesca que Ounis no había visto antes, pero que no había escapado a la mirada del joven, se había detenido en la cima de uno de aquellos pequeños montículos de arena mirando a los dos egipcios.

—¿Lo ves? —preguntó Mirinri, sin que su voz denotase alteración alguna.

—¡Un león! —exclamó el sacerdote sobresaltado.

—Hace un rato que nos observa.

—¿Y no me has avisado?

—Si es cierto que llevo en mis venas sangre de guerreros, ¿por qué debo preocuparme de tu presencia? Mi padre no habría huido, ya que venció, según me has contado, las poderosas tropas de los caldeos.

—¿Qué es lo que intentas decir o hacer? —preguntó Ounis mirándolo con ansiedad.

—Convencerme de si soy verdaderamente un Faraón, en primer lugar, y demostrarte luego que si aquella muchacha me cogió en sus redes, yo no soy de esos que se convierten en viles.

La corta espada del joven brilló en su mano derecha.

—¡León, a mí! —gritó—. Veremos si el rey del desierto es más fuerte que el futuro rey de Egipto.

Como si lo formidable fiera hubiese comprendido el reto lanzado por el valeroso joven, abrió las fauces e hizo temblar las dunas con un rugido poderoso, semejante al ruido del trueno.

Ounis había asido con ambas manos el brazo armado del joven, diciendo:

—No, tú no puedes exponerte ante aquella bestia. Yo soy viejo y no tengo ninguna misión que cumplir en el mundo. Deja por consiguiente que yo le haga frente y se verá el modo de atacarle. No necesito que me des una prueba de tu valor. Me basta ver en tus ojos el brillo fiero que animaba la mirada del gran Teti.

El joven con un brusco movimiento, se desasió y caminó valerosamente hacia la fiera, que rugía sordamente, golpeándose los flancos con la cola.

—¡Cuando un Faraón lanza un reto no retrocede! —Gritó Mirinri—. ¡Vence o muere! El león la ha aceptado; ¡nos incube a nosotros dos!

El sacerdote ya no había tratado de detenerlo. Por otra parte la fiera, que debía estar hambrienta, no habría tardado en atacarlos igualmente.

—Es valeroso como su padre —murmuró el sacerdote que lo seguía, teniendo en la mano su espada y viéndole cómo se encaminaba directo hacia la fiera, con una mezcla de inquietud y orgullo—. Lo había juzgado mal: tiene en las venas mi…

Se mordió los labios para que no se le escapara la continuación de aquella frase y aceleró el paso para poder facilitar ayuda al joven Faraón.

El león que hasta entonces había permanecido tendido, viendo avanzar la presa que creía poder abatir con un solo golpe de sus poderosas garras, se había levantado sacudiendo su espesa crin. Era un soberbio animal, de complexión gruesa y robusta, con pelambrera leonada y la cría negruzca como la de los leones de las montañas del Atlas, que representan en la actualidad la raza más hermosa de aquellos terribles carnívoros.

Mirinri, asustado unos momentos por el majestuoso aspecto de su adversario y no por sus rugidos que cada vez eran más potentes, iba avanzando sin mirar siquiera atrás, para ver si era seguido o no por Ounis. Sus ojos, que se habían tornado valerosos, miraban intrépidamente a su adversario, observando sus más leves movimientos.

Si Ounis se sentía orgulloso de verlo tan tranquilo y osado, el hermoso joven estaba igualmente orgulloso de no participar de aquel sentimiento de temor que es común a todos los hombres, incluso a los más intrépidos, ante el rey del desierto y de la selva africana. ¿Tenía pues en sus venas sangre de antiguos guerreros? ¿Era por lo tanto un verdadero Faraón? Sí, ahora estaba convencido, a pesar de no haber oído resonar todavía la estatua colosal de Memnón, ni haber visto cómo la flor de Osiris abría sus corolas y revivía después de tantos millares y millares de años.

A unos diez pasos de la fiera tendió el arma y se detuvo, gritando:

—Te espero a pie firme: ¡atácame! Veremos si el gran Osiris me protegerá a mí que desciendo de dioses o a ti, ladrón del desierto.

El león lazó un último rugido, después saltó, poniéndose a correr a través de las dunas con zancadas gigantescas. Daba vueltas en torno a los dos hombres, describiendo un largo circulo que poco a poco iba cerrando, buscando el momento oportuno para sorprenderlos por la espalda. Mirinri, siempre tranquilo, siempre impasible, pero con el rostro animado por un ardor intenso, daba vueltas en torno a sí mismo, mostrando siempre a la fiera la hoja de su espada de bronce, que los rayos de la luna hacían brillar vivamente.

Ounis por su parte se había arrodillado en breve distancia del joven, manteniendo su espada en alto. No perdía de vista a su compañero, ocupándose más de él que del mismo león.

Una profunda emoción alteraba sus rasgos. Había en la expresión de sus ojos, que en aquel momento brillaban no menos intensamente que los de Mirinri, el mismo sentimiento que antes: orgullo, satisfacción y terror. Se comprendía que, si bien le asustase la idea de que el joven pudiese ser vencido por aquel formidable adversario y quedar reducido a un destrozado cadáver, por otra parte se hallaba orgulloso de verlo tan valeroso y dispuesto a desafiar el peligro, ¡cualquier clase de peligro!

El león seguí su acoso en círculo. Daba saltos como si las arenas se hallasen cubiertas por millares de muelles invisibles y parecía que sus fuerzas, en vez de disminuir iban en aumento, porque sus saltos eran cada vez más impetuosos. Mirinri, quieto como una estatua de bronce, con el brazo armado siempre dispuesto, aguardaba el ataque. Una sonrisa de desafío aparecía en sus sutiles labios. De un salto, la fiera, que no había cesado de cerrar cada vez más el cerco, se precipitó sobre los dos hombres, lanzando al mismo tiempo un rugido temible, semejante a una tumba de guerra que sonara a lo lejos. Sin embargo no fue el joven el elegido como primera víctima.

Con un salto inmenso se arrojó sobre el sacerdote, intentando romperle la espina dorsal o abrirle un costado con un golpe de sus garras. Sin embargo había calculado mal las distancias, aunque le cayera muy cerca, dándole un golpe con la espalda y arrojándolo al suelo. Iba ya a resolverse, a fin de poner en acción sus garras, cuando Mirinri se le puso al lado con la rapidez de un rayo. Con la mano izquierda le asió la espesa cabellera, manteniéndolo quieto un instante, mientras que con la otra le hundió hasta la empuñadura la delgada hoja de bronce, abriéndole por completo el pecho.

—¡Te ha vencido el joven Faraón! —gritó—. ¡Soy más fuerte que tú! ¡Egipto será mío!

Sin embargo no era todavía una victoria completa. La fiera, aunque horriblemente herida y sangrando abundantemente, de un salto inesperado había huido, encogiéndose a unos diez pasos, rugiéndole a la cara, dispuesta a comenzar el asalto.

—¡Cuidado, Mirinri! —gritó Ounis, con voz angustiada.

El joven parecía no haberlo oído siquiera.

Con la mirada siempre desafiante, fija en la de la fiera, avanzaba con la espada a punto.

—Necesito matarte —dijo.

Y se lanzó sobre el león, que no se atrevía a afrontar de nuevo a aquel joven adversario, que primero lo había despreciado y que parecía hipnotizarlo con la fuerza de su mirada.

La lucha fue breve y terrible. Ounis vio levantarse por algunos momentos en torno a los dos combatientes como una nube de polvo, que los ocultaba, más tarde oyó un rugido sordo y un grito que le pareció de triunfo.

—¡Muere!

Cuando la fina arena se posó en el suelo, vio a Mirinri en pie, con la frente alta, la espada goteando sangre por su puño y un pie sobre el cuerpo de la fiera, que se movía en los últimos espasmos de la muerte.

—Sí, mi… —gritó Ounis— digno alumno. Sí, eres hijo de Teti, el fundador de una dinastía que dará gloria y poder a la tierra de los Faraones. Sólo un hombre engendrado por él habría podido realizar semejante hazaña. Ahora ya te protege Osiris y puedes atreverte a todo.

Mirinri se volvió y después de haberlo mirado durante algunos instantes en silencio, repuso:

—Ahora ya no tengo duda que el alma de los Faraones se halla en mí. De la misma manera que he dado muerte al rey del desierto, mataré al usurpador, que me arrebató a mí y a mi padre el trono. Ves, Ounis, también se puede ser audaz cuando el corazón palpita por una muchacha. ¡La última prueba, la definitiva!

—Eres grande —respondió el sacerdote—. Vayámonos rápidamente. Los astros comienzan a desaparecer y también la cola del cometa va esfumándose. ¡Ven, hijo del Sol!

El joven limpió la espada en la crin del león, la puso lentamente en el cinturón que le ceñía y siguió al sacerdote con la tranquila indiferencia de un hombre que hubiese cumplido una misión sin ninguna importancia.

—Sangre fría, valor y audacia —dijo Ounis, cuya admiración no parecía haber cesado aún—. Tú eres el hombre del destino.

Mirinri sonrió sin responder. Echó una última mirada a la fiera, que no mostraba ya movimiento alguno y parecía dormida, alzó por un instante sus ojos hacia el cometa, que comenzaba a extinguirse y siguió al sacerdote, volviendo a sus pensamientos. Ya no se oía ningún ruido entre las dunas arenosas. La poderosa voz del león antes de morir había alejado a las hienas y a los chacales, y un profundo silencio reinaba sobre la estéril landa.

Caminaron de esa manera, sin hablar, durante cierto tiempo todavía; más tarde fue Ounis quien rompió el silencio de aquella inmensa calma.

—¿La ves? La pirámide hecha construir por tu padre se eleva hacia allí.

Mirinri se irguió, levantó la cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada sobre el pecho y dirigió la mirada hacia adelante.

Dos enormes masas se perfilaban entre las dunas, destacando poderosamente sobre el horizonte, que comenzaba a iluminarse con los primeros resplandores del alba.

—¡Las dos estatuas de Memnón! —exclamó sobresaltado.

—Ha llegado la hora.

Mirinri dirigió su mirada hacia el septentrión y descubrió una masa todavía mayor, completamente negra, que se agitaba en la oscuridad y se alzaba en forma de pirámide.

—La tumba de mi dinastía —dijo.

—Donde encontraremos la flor sagrada de Osiris. Apresúrate, o llegaremos demasiado tarde. La piedra retumba cuando nace o se pone el sol.

CAPÍTULO IV. EL HIJO DEL SOL

Las estatuas de Memnón gozaban entre los antiguos egipcios de gran veneración, que no cesó ni siquiera cuando los romanos, aquellos formidables conquistadores del mundo entonces conocido, invadieron las orillas del sagrado Nilo, incluso tuvieron también ellos una verdadera idolatría por el hecho entonces extraordinario e inexplicable que una de ellas, al despuntar el sol o a su ocaso, produjera un sonido. Los antiguos egipcios afirmaban que cuando un Faraón se acercaba a las dos estatuas, aquel sonido extraño que semejaba el crepitar del azufre cuando es estrujado con la mano, pero infinitamente más fuerte, se dejaba oír. Que la piedra sonase realmente, nadie lo pone en duda, aunque en la actualidad esté muda como cualquier otra piedra. Estrabón fue el primero en afirmarlo, al oír aquel extraño crepitar en compañía de Helio Galo, que era gobernador de Egipto, aunque no pudiese aclarar si aquella vibración partía del pedestal o de la propia estatua. Juvenal, que casi un siglo después fue exiliado al alto curso del Nilo, también lo oyó, y lo mismo Plinio habló de aquel prodigio. Si bien a los egipcios el hecho les pareció maravilloso, se trataba sin embargo de un hecho muy sencillo que fue explicado más tarde. La estatua parlante, como se le llamaba y que parece representar a un Faraón de la primera dinastía, a consecuencia de un terremoto se había resquebrajado a la altura del vientre, mientras que su compañera resistió el formidable temblor. A partir de entonces comenzó a hacer ruido. La naturaleza de la roca, formada por materiales heterogéneos mantenidos juntos por un conglomerado silíceo muy duro, era tal que con las variaciones de temperatura crepitaba. Ahora bien, esa oscilación, no tenía lugar más que al salir el sol, después de las noches tan frescas que se dan en aquel clima y unos momentos después de la puesta del sol. Por eso durante el día o la noche la estatua no producía ningún ruido. Cuando Septimio Severo, tal vez por superstición o bien por honrar a Memnón, hijo de la Aurora, según las antiguas leyendas egipcias, hizo restaurar el coloso con cinco enormes piezas de mármol de gres, que se ven todavía, porque aquellas dos estatuas han resistido al igual que unas pocas pirámides la erosión del tiempo, la voz cesó de golpe. Aquellas masas fueron una tumba; la vibración desapareció y Memnón, con gran disgusto de los egipcios ya no habló más. Por otra parte, los Faraones ya habían dejado de existir y no les era posible imponerles que se hicieran oír.

Ounis y Mirinri, no descubriendo a nadie en torno a los dos colosos, se aproximaron rápidamente, mientras el cielo comenzaba a tomar, hacia levante, un ligero tinte rosáceo que indicaba la inminente aparición del sol.

Aquellas dos estatuas, que eran cuatro o cinco veces más altas que un elefante, representaban a dos hombres sentados sobre las rodillas y las constituían dos masas enormes en forma cuadrada sólidamente unidas en sus bases entre sí. En la cabeza lucían una especie de fichu triangular, que les caía a lo largo de la cara, alargándose por encima de la espalda y tenían bajo el mentón aquella extraña barba, formada por una especie de dado, más estrecho por su borde superior y más ancho por abajo, que se observa en todos los antiguos monumentos egipcios. La base, que era de proporciones enormes y tan alta que Mirinri no podía alcanzar, ni siquiera alargando la mano, estaba totalmente cubierta por letras y adornada con ibis, los pájaros sagrados de los egipcios antiguos y emblema de los Faraones de la primera dinastía. En la estatua de la derecha podía distinguirse fácilmente la fisura producida por el temblor del terremoto, alargándose aproximadamente hasta la mitad del vientre.

Mirinri se detuvo, mirando con visible emoción a los dos colosos. Si era verdaderamente un Faraón, debía oírse el sonido, pero si permanecía mudo, ¡qué desilusión!

Miró a Ounis con un poco de ansiedad y lo vio tranquilo, como un hombre seguro de sus actos. Aquella calma lo tranquilizó.

—Ven —dijo el sacerdote después de haber mirado al cielo—. Ha llegado el momento.

Caminaron en torso a la estatua resquebrajada y, al encontrar una escalinata, ascendieron por ella hacia el pedestal metiéndose entre las piernas que el coloso tenía abiertas. Era el sitio mejor para percibir el sonido.

—¿Hablará el hijo de la Aurora? —preguntó Mirinri que se había tornado pálido y parecía nervioso.

—Sí, porque tú eres el hijo de Teti —respondió el sacerdote.

—¿Y si te hubieras equivocado?

Una sonrisa apareció en los labios de Ounis.

—Escucha —dijo luego—. Más tarde me dirás si tú eres o no un Faraón.

El sol se alzaba radiante en aquel momento, proyectando sus rayos sobre aquellos dos colosos y apenas salidos ya se habían convertido en ardientes.

—¡Escucha! ¡Escucha! —repitió Ounis.

Mirinri inclinado hacia la mole de la estatua aprestaba sus oídos. El corazón, que ante el león no se había alterado ni siquiera por un instante, ahora le palpitaba fuertemente como cuando estrechara entre sus brazos o la muchacha que había liberado del cocodrilo, la primera mujer que había visto desde que el sacerdote lo había llevado al desierto.

El sol se iba alzando rápidamente, extendiendo sus rayos sobre la infinita llanura, pero la estatua seguía muda. Incluso Ounis había fruncido la frente. Pero en cierto momento se dejó oír un ligero crepitar que fue aumentando su intensidad, y más tarde una nota límpida, un «do» retumbó.

Un grito se escapó de los labios del joven. Se levantó rápidamente, con los ojos encendidos y el rostro transfigurado por una alegría indescriptible.

Miró el sol y dijo con voz poderosa:

—Sí, desciendo de ti. Osiris. ¡Soy un Faraón! ¡Egipto es mío!

Ounis sonreía, contagiado por aquella improvisada explosión de entusiasmo. También él parecía profundamente conmovido.

—Ounis, amigo mío, ¡a la pirámide! —Dijo después el joven, con exaltación—. Dame la última prueba de que yo soy el hijo de Teti, que mi cuerpo es divino e iré a matar, con esta misma arma con la que di muerte al rey del desierto, al usurpador.

—Así te quería ver —respondió el sacerdote—. La sangre de la estirpe guerrera que y temía se hubiese adormecido para siempre, por fin se ha despertado.

—A la pirámide, Ounis —repitió el joven cuyo entusiasmo no se había calmado todavía—. Vayamos a interrogar a la flor de Osiris.

—Verás como crecen sus corolas milenarias —respondió el sacerdote.

La pirámide que, según se ha dicho, estaba destinada a servir de sepulcro a la dinastía iniciada por Teti, no se hallaba lejos. Su imponente mole se alzaba a media milla apenas de las dos gigantescas estatuas, elevando su cúspide y ciento cincuenta metros. Todas las pirámides, construidas por las diversas dinastías que reinaron en Egipto millares de años antes del nacimiento de Jesucristo, tenían proporciones colosales. Muchas han sido destruidas, para edificar con sus restos Tebas y otras ciudades surgidas tras la gloriosa Menfis, sin embargo todavía subsisten bastantes hoy día y las más célebres y visitadas son las de Keops, Kefre y Mikerinos, que son las más gigantescas que se conoce, cubriendo cada una cinco hectáreas de terreno y alcanzando una altura que varía entre los ciento cuarenta y ciento cuarenta y seis metros. Se calcula que para construir aquellas tumbas, se necesitaron para cada una 250.000 metros cúbicos de materiales. La suma que llegaron a contar y los millares de obreros que fueron precisos para construirlas, es imposible decirlo. Únicamente se sabe, consultando los antiguos papiros, que para erigir la de Keops, no se gastaron menos de cuatro millones de talentos egipcios, solamente en ajos, perejil y cebollas, vegetales que constituían el principal alimento de aquellos incansables obreros, reclutados siempre, para una mayor economía, entre los prisioneros de guerra. La pirámide hecha construir por Teti, según se ha dicho, no podía rivalizar con las tres mencionadas; sin embargo, era tan enorme como para hacer avergonzar, si ello fuera posible, a los más elevados edificios modernos. Una escalinata de nueve metros por lado, medida habitual en todas las pirámides, conducía sobre la cima, desde debía encontrarse al igual que en otras, una pequeña plataforma.

Ounis, que ya en otro tiempo debía haber visitado el enorme sepulcro, se encaminó aprisa hacia dos colosales esfinges, que parecía habían sido colocadas como guardianes de una puerta de bronce e iban estrechándose hacia la jamba como todas aquellas construidas por los antiguos egipcios. Examinó la puerta durante unos instantes, como para que asegurarse de que la cerradura no hubiese sido forzada y más tarde extrajo de debajo de su larga vestidura una llave de forma extraña, que semejaba a una serpiente e introdujo una extremidad en un orificio tallado en forma de una hoja de loto.

—¿Cómo tienes tú esa llave? —preguntó Mirinri, que iba de sorpresa en sorpresa.

—Me la dio tu padre antes de morir —respondió lacónicamente el sacerdote—. ¿Si tú hubieses muerto, dónde hubieras querido que te enterrase? ¿Un Faraón iba a dormir para siempre entre la arena?

—Pero mi padre no reposa ahí dentro.

—Cuando tú hayas conquistado el trono que te aguarda, también él dormirá entre estas murallas ciclópeas el sueño eterno.

Empujó la maciza puerta de bronce, encendió una pequeña lámpara de arcilla que había llevado consigo, juntando dos piedras negras que, al rozar una con otra, lanzaron un haz de chispas vivísimas, luego volviéndose hacia el joven, le dijo:

—Te corresponde a ti entrar el primero, puesto que tu padre no existe.

Con visible emoción Mirinri atravesó el dintel y penetró en el inmenso sepulcro, destinado a acoger las almas de toda su dinastía. También allí dentro, como en la inmensa galería donde encontraron el tesoro, reinaba un tufo de moho y humedad, sin embargo, el aire que penetraba tal vez por millares de hendiduras invisibles era más respirable, de modo que los dos hombres podían avanzar sin dificultad. En las paredes macizas había muchos espacios de forma cuadrada destinados a acoger los ataúdes y debajo una mesa de mármol negra para recibir las ofrendas destinadas al difunto, a fin de que no sufriera hambre durante la travesía del Amento, para alcanzar el reino de Osiris o «región oculta», el lugar de las delicias. No eran aquellos nichos, que por otra parte estaban todos vacíos, los que interesaban a Ounis y mucho menos a Mirinri. El sacerdote buscaba ansiosamente una piedra enorme que debía encontrarse en el centro de la pirámide y que ocultaba la famosa flor de Osiris. Por ser la luz de la lámpara demasiado débil y el espacio enorme y oscuro, debía recorrer bastantes centenares de pasos antes de encontrarla.

—Está aquí —dijo finalmente.

Un gran dado de piedra blanca sobre el que se erguía una estatua representando a Toh, el dios ibis, apareció en el círculo proyectado por la luz. Ounis se acercó y apartó con la mano un montón de hierba que cubría la superficie, flores de loto blancas y azules, crisantemos, macizos de trébol, apio y melones de agua secos, que conservaban todavía su color verde y después de haber estado buscando dentro de una cavidad, sacó una pequeña planta, mostrándola triunfalmente al joven. Aquella planta maravillosa que millares de años después iba a admirar a los botánicos europeos y americanos, a la que llamaron flor de la resurrección, y que fue descubierta por un beduino en el pecho de una princesa faraónica y donada por su dueño al doctor Dek en 1848. Era una planta seca, delgada, con sus botoncillos amarillentos por el tiempo y casi completamente secos.

—¿Es aquella misma que el gran Osiris dejó a sus sucesores? —preguntó Mirinri, mirándola con ojos alucinados.

—La misma —respondió Ounis tras haberla examinado atentamente—. La reconozco muy bien, porque yo la traje aquí junto a tu padre.

—¿Y tú crees que revivirá?

—Sí, si es que tú eres un verdadero Faraón. Ya que la estatua de Memnón ha resonado, no tengo ninguna duda de que estos dos botoncitos abrirán sus corolas.

—¿Desde cuántos años hace que está seca?

—¿Quién podría decirlo? Evidentemente desde millares y millares, pero muchas veces ha resucitado por voluntad del gran Osiris. Anda, cógela y pon sobre estos botoncillos dos gotas.

Se la dio juntamente con un pequeño frasco de vidrio que contenía un poco de agua.

Mirinri la contempló durante unos instantes. Su corazón palpitaba como cuando estuvo aguardando el sonido de la colosal estatua. ¿Y si fallase esta última prueba?

—Échale el agua —dijo Ounis, viendo que el joven vacilaba—. Estoy convencido de que dentro de poco te rendiré el homenaje que el pueblo egipcio debe a los Hijos del Sol.

Mirinri vertió dos gotas de agua sobre ambos botoncillos y después vio con inenarrable admiración cómo aquella planta adormecida desde siglos y siglos, primero temblaba un poco, después se agitaba en todos sus tejidos, los botoncillos se hinchaban y redondeaban, y por último abrían a su alrededor los ligeros pétalos, en torno a un punto central de color amarillo.

¡Había resucitado la planta maravillosa de Osiris!

—Déjala morir —dijo Ounis, viendo a Mirinri agitarla como si hubiese enloquecido de pronto—. Calla y mira.

Las dos flores que semejaban dos espléndidas margaritas, mantuvieron durante algunos instantes sus pétalos abiertos y tiesos, descubriendo su interior rejuvenecido como por obra de magia, derramando unos pequeños gránulos pero luego sus iridiscentes colores comenzaron a perder color, los tallos se curvaron, las hojitas se replegaron sobre sí mismas y se marchitó. El grito que hasta entonces Mirinri había contenido, estalló formidable en su pecho.

—¡Soy un Faraón! ¡Gloria al gran Osiris! ¡El poder, la grandeza, la gloria! ¡Es demasiado!

Ounis tomó la flor y la depositó nuevamente en el hueco de la piedra. A continuación se arrodilló ante el joven y le besó la orla inferior de su blanca vestidura, diciendo:

—Recibe el homenaje de tu más fiel súbdito. Yo te saludo, Hijo del Sol.

—Cuando haya conquistado el trono tú serás mi primer ministro y el jefe supremo de los sacerdotes, fiel amigo. Mi poder no oscurecerá el reconocimiento que te debo.

—No deseo ni honores, ni grandezas —respondió Ounis—. Por otra parte, cuando tú seas rey, yo ya no tendré necesidad de nada.

—¿Por qué, Ounis? —inquirió Mirinri sorprendido por aquella frase ambigua.

—No te lo he contado todo, todavía. Me queda por hacer una revelación más, al Hijo del Sol. Pero no te la haré hasta que hayas sentado en el trono de los Faraones. Ahora quedan otras cosas por hacer antes de dejar esta pirámide a la que ya no has de volver más estando vivo.

—¿Qué es ello?

—Destruir el cadáver que el usurpador puso en lugar del de tu padre. Ese desconocido, que tal vez fuera un miserable esclavo, no debe ocupar el lugar que corresponde a Teti, mi ultrajar con su cuerpo impuro la tumba de los Hijos del Sol. Ven, Mirinri.

—Pagará esta infamia —dijo el joven llevado por su cólera—. No le bastaba a Pepi el arrebatar el reino de mi padre; tuvo que ocurrírsele además esta burla cruel. Haré pedazos el hombre que reemplaza en este sepulcro al cuerpo del Faraón, así no podrá atravesar el Amento y no ocupará un puesto que no le corresponde entre los antepasados difuntos.

El sacerdote dio alrededor una penetrante mirada y se encaminó hacia una de las paredes en uno de cuyos orificios parecía brillar vagamente algo.

—Es aquí donde lo colocaron —dijo.

Un féretro estaba depositado en aquella cavidad, algo por encima de una mesa de mármol negro, sobre la que se amontonaban coronas de trébol, de loto blanco y azul, junto a pequeños recipientes de cereales y de harina, trozos de carne desecada y jarros conteniendo leche, licores y perfumes. Aquel sarcófago era de una riqueza extraordinaria, construido con madera de encima arábiga, adornado con esculturas delicadísimas, que intentaban representar la gran victoria conseguida por Teti contra las hordas caldeas, todo ello pintado, dorado y con incrustaciones de perlas preciosas. En el extremo superior, aquel féretro terminaba en una cabeza que debía reproducir exactamente los rasgos del hombre que estaba descansando dentro. Mirinri apartó con desprecio las flores y las ofrendas, subió sobre la plataforma de piedra y tomó entre sus robustos brazos el ataúd, depositándolo en el suelo.

—¿Esta cabeza se parece a la de mi padre? —preguntó con viva emoción.

—Sí —respondió Ounis.

—¿Y estos ojos son precisamente los suyos?

—Los haz reproducido exactamente.

Mirinri miró al anciano, más tarde a la cabeza y luego volvió a mirar al sacerdote, mostrando un gesto de admiración.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Ounis con la frente fruncida.

—Encuentro una extraña semejanza entre los rasgos de esta cara y los tuyos. Incluso los ojos tienen la misma profunda mirada.

—Hay tanta gente que se parece —respondió secamente el sacerdote—. Abre el féretro, quiero ver a quién han puesto dentro.

Mirinri introdujo la punta de la espada entre las junturas y con un esfuerzo violento levantó la tapa. Enseguida apareció una momia representando a un hombre de elevada estatura, con el rostro surcado por dos largas heridas mal cicatrizadas, que lo hacían irreconocible.

Todo el cuerpo estaba estrechamente envuelto en un tejido de oro, con bordados hechos con piedras preciosas, generalmente esmeraldas y mostraba doradas las uñas de las manos y de los pies.

—¿Ese es mi padre? —preguntó Mirinri.

—No.

—¿Estás seguro, Ounis?

—Lo conocía demasiado bien para poderme engañar.

—Bien —respondió Mirinri.

Sacó la momia, que arrojó con desprecio al suelo, cerró nuevamente el ataúd y lo colocó otra vez en el espacio excavado en la pared de la pirámide, diciendo con voz irónica: Servirá para algún otro: el usurpador pertenece a la familia y tiene derecho a reposar aquí dentro. Tomará el sitio de este desgraciado.

Después cogió la momia estrujándolo entre sus manos, tal era su cólera y, volviéndose al sacerdote, dijo con un tono que no admitía réplica:

—Vayámonos.

—¿Qué quieres hacer con ese muerto?

—Vayámonos —repitió el joven.

Atravesaron la pirámide hasta llegar a la puerta de bronce que había quedado abierta. Ounis la cerró con aquella llave en forma de serpiente y se encontraron ambos en medio de los ardientes rayos del sol.

—¿Ahora no puede entrar nadie? —preguntó Mirinri, que seguía sosteniendo la momia.

—Nadie a excepción de Mirinri Pepi, el único que posee una llave igual a ésta.

—Esta tumba no se abrirá más que para recibir el alma del usurpador —dijo Mirinri con voz sombría—. Lo juro por Sib, el dios que representa la tierra; por Nobt que representa el cielo; por Nou el dios de las aguas; por Ra que es el sol; por el gran Osiris y su ibis, el animal sagrado que adora mi futuro pueblo. Que Nacus, el impuro demonio de la muerte me arroje al reino de las tinieblas, que se me niegue el paso por el Amento y la paz eterna en la región oculta, si falto a mis promesas. Ounis, tú que eres sacerdote, me has oído. Y ahora, vil carroña, que has osado suplantar el puesto de mi padre, el gran guerrero que salvó a Egipto, ve. Hallará tu tumba en los inmundos vientres de las hienas y de los chacales.

Dicho esto la levantó en alto con todas sus fuerzas y lanzó la momia en medio de las dunas, donde cayó con las piernas hacia arriba.

—¿Cuándo nos pondremos en marcha? —Preguntó luego el joven—. Ahora que ya sé que soy verdaderamente el hijo de Teti, estoy impaciente por conquistar a la orgullosa Menfis.

—Poco a poco, Mirinri —respondió el sacerdote—. Debemos actuar con infinitas precauciones y relacionarnos secretamente con los viejos amigos de tu padre. Si fueses descubierto antes de llegar a ser tan poderoso como para poder enfrentarte a Mirinri Pepi, él no tendría piedad de ti.

—¿Deberé pues permanecer mucho tiempo en el desierto y dejar que se adormezca este entusiasmo que me devora?

—No te pido más que tres o cuatro días. Volvamos a nuestro refugio.

La noche de ese mismo día, Ounis, aprovechando el sueño del joven, arrojaba al Nilo, con gran sobresalto de cocodrilos e hipopótamos tan numerosos en aquella época, pequeñas teas encendidas que ardían incluso en el agua, como los famosos fuegos griegos de los que se ha perdido el secreto.

—Los amigos que velan sabrán así que Mirinri está presto —dijo—. Aguardémosles y que Osiris proteja al nuevo Hijo del Sol.

CAPÍTULO V. A LA CONQUISTA DE UN TRONO

Tres días después, al atardecer, un pequeño velero, que se asemejaba mucho a los dahabiad que se usan todavía hoy en el Nilo y que, al igual que los antiguos, tenían los palos formados por varias piezas unidas mediante pieles de buey acopladas todavía frescas y dejadas disecar más tarde, arribaba al mismo lugar en que Mirinri descubriera el símbolo del poder sobre la vida y la muerte. Tenía la quilla más bien alargada y robusta, la proa redondeada, con algunos ornamentos de oro sobre el espolón que representaba un ibis con las alas desplegadas y dos inmensas velas de lino blanco, semejantes en su forma a las latinas, pero con los extremos más en punta. La tripulaban dos docenas o tal vez más de etíopes, hombres de piel bastante negra, y de forma hercúlea que aparecían destruidos sin otro atuendo que una faja larga ajustada a sus caderas con dos extremos colgando entre las piernas hasta casi el suelo. Era todo ello un atuendo más que suficiente usado por el pueblo, en aquel clima siempre caluroso incluso durante los meses invernales. Un hombre que llevaba dos faldones de algodón azul, en forma rectangular, doblados por delante y ceñidos a la cintura por un cinturón de cuero y lucía sobre la cabeza una peluca con gruesos tirabuzones de caballo y trenzas pendientes a lo largo de las espaldas, sostenía el timón. Era un hermoso hombre de unos cuarenta años, con la piel ligeramente bronceada y que encarnaba al verdadero tipo de egipcio antiguo: alto, más bien delgado, con espaldas anchas y robustas, los brazos nervudos acabados en manos largas y finas, las piernas duras con los músculos de las pantorrillas bastante pronunciados, como la mayoría de los pueblos andariegos. En su mirada se apreciaba una expresión de profunda tristeza, que reflejaba manifiestamente en sus grandes ojos, muy negros, aquella tristeza instintiva que se observa aún hoy en los modernos egipcios.

Apenas la barca tocó la orilla, que en aquel lugar se hallaba cubierta por espléndidas palmeras, el egipcio dio orden a los etíopes para que tendieran un puente de madera, más tarde se acercó a una especie de tambor de grandes dimensiones en forma de embudo y se puso a golpearlo fuertemente, en tanto que uno de sus hombres hacía sonar la flauta, logrando unas notas tan agudas que se podían oír a varias millas de distancia. Esa música, engrosada por los sonoros golpes de tambor, duró bastantes minutos, sobreponiéndose al murmullo de las aguas al romperse contra las orillas y sobre los arenosos islotes que sobresalían en el majestuoso río, propagándose intensamente bajo las ramas de verdor.

El egipcio iba ya a dar la señal de que cesara al tañedor de la flauta, cuando aparecieron entre un matorral Ounis y Mirinri.

—Que Ra, te proporcione buena suerte, Ata —gritó el sacerdote—. Te traigo al futuro Hijo del Sol. La flor de Osiris y Memnón lo han re conocido.

—La hora ha llegado —respondió el egipcio, atravesando el puente y descendiendo a la orilla—. Todo Egipto aguarda impaciente por ver a su legítimo rey.

Se aproximó a Mirinri, que se había detenido, mirando con viva curiosidad al comandante de aquella embarcación y se arrodillo ante él, besándole la orla de su vestido.

—Salud eterna al Hijo del Sol —le dijo—. Salud al descendiente del gran Teti.

—¿Quién eres? —preguntó Mirinri, alzándolo.

—Un amigo fiel de tu padre y de Ounis —respondió el egipcio—. Y vengo a buscarte para conducirte a Menfis. Tu sitio está allí y no entre las arenas del desierto.

—Fíate de él como de mí mismo —dijo Ounis volviéndose hacia Mirinri—. Ha sido un amigo fiel para Teti, fue también él quien te sacó del palacio real para ponerte a salvo, antes de que en la malvada mente de Mirinri Pepi, naciese la idea de encontrar algún medio para eliminarte.

—Si algún día logro subir al trono de mis antepasados, te demostraré mi reconocimiento —dijo el joven Faraón.

—¿Has visto pasar las teas encendidas que he confiado a las aguas del Nilo? —preguntó Ounis.

—Sí —respondió Ata— las he hecho detener más allá de Pagamit, para que los espías del usurpador no puedan sospechar nada. Ten cuidado porque se vigila por todas partes, ya que en la corte se sospecha que el hijo de Teti no está muerto.

—¿Quién puede haber traicionado el secreto que he ocultado celosamente durante tantos años? —dijo Ounis palideciendo.

—Lo ignoro, pero yo sé que cierto día una barca tripulada por una princesa fue remontando el Nilo, hasta este lugar por orden del rey e iba en ella un hombre que en muchas ocasiones había visto al joven Mirinri, antes de que yo lo liberase.

—Yo vi a aquella princesa; es más, la salvé cuando iba a ser devorada por un cocodrilo —dijo Mirinri.

—Y los hombres que tripulaban aquella embarcación, ¿te vieron, Hijo del Sol? —preguntó Ata, con inquietud.

—Sí.

—¿No te dijeron nada?

—Absolutamente nada.

—¿Y había alguno que te observaba atentamente?

—Eso me parece.

—¿Recuerdas, Hijo del Sol, que cosa llevaba en la cabeza?

—Un sombrero muy alto, que se prolongaba hasta su extremo como un adorno, con un símbolo de oro en forma de disco y cuernos.

—¿Y qué vestidura llevaba?

—Una larga faja y una piel de leopardo anudada en la espalda.

—¡Es él! —exclamó Ata, rojo de ira.

—¿Quién? —preguntaron al unísono Mirinri y Ounis.

—El gran sacerdote de ISAS. Me lo imaginaba.

—Explícate mejor, Ata.

—Más tarde; ahora embarquemos y partamos inmediatamente. Estoy seguro de que han descubierto algo y que seremos atacados en algún sitio. Desde hace algunos meses hay ciertas personas sospechosas que me vigilan a mí y a mi barca. Querían estar seguros de donde me refugiaba, cuando partí de Pagamit para venir a recibir tus órdenes. Solo viajaremos de noche, con las debidas precauciones e intentaremos escapar a las emboscadas que, indudablemente, han tendido a lo largo del Nilo. El secreto ya ha sido descubierto y tú, Hijo del Sol, corres el peligro de ser detenido antes de entrar en Menfis.

—Abriremos bien los ojos —dijo Ounis.

—Y si somos atacados nos defenderemos —añadió Mirinri—. ¿Son de confianza estos hombres?

—Todos ellos son etíopes valientes, fuertes y fieles a mí —contestó Ata.

—Embarquémonos.

Atravesaron la pasarela y subieron a la embarcación. Al ser el viento contrario y la corriente a su vez favorable, amainaron las dos grandes velas sobre el puente y la pequeña barca quedó libre, mientras que los etíopes, con largos remos, la guiaban en medio de los bancos arenosos y los matorrales de hierbas acuáticas que entorpecían de cuando en cuando aquel gigantesco río. Ata, después de haberse asegurado de que la nave no corría ningún peligro, momentáneamente por lo menos, condujo a Mirinri y a Ounis a popa, donde se encontraba una pequeña cámara tapizada con cortinajes de variados colores y con las paredes cubiertas de grandes escudos de piel, por lo general con ángulo por debajo y redondos por arriba con una abertura en medio, para poder observar al enemigo, y un gran número de armas de cobre, de bronce, de hierro e incluso de madera, tales como espadas, lanzas en forma de hoz, mazas, hachas, puñales de varias formas y bastantes arcos con sus correspondientes aljabas, llenas de flechas con la punta de metal. Alrededor había unos pocos, pero muy elegantes muebles, de delicadas líneas, por lo común oblicuas, ya que los egipcios no utilizaban la línea recta en sus construcciones. Había unos pequeños divanes provistos de cojines recamados y con los respaldos esmaltados y unas pequeñas sillas que se prolongaban hasta el fondo, pintadas de rojo y adornadas con plumas de varios colores decoradas a lo largo de las patas.

Ata cogió de un ángulo una pequeña ánfora, de cuello bastante largo, cubierta de multicolores esmaltes y unos vasos de cristal coloreado, de exquisita factura, y vertió en ellas cerveza, diciendo:

—A la grandeza y a la gloria del futuro Faraón. Que Osiris te proteja, Hijo del Sol.

Los tres egipcios las vaciaron de un sorbo, luego Ata levantó una cortina que cubría el fondo del salón, añadiendo:

—Ve a arreglarte, señor. Un príncipe no puede viajar con esos vestidos y además, tú debes parecer un gran personaje etíope, así alejaremos mejor las sospechas que podrían aparecer sobre ti. Los negros que tripulan la barca bastarán con su presencia para hacer creer tal cosa. Te aguardamos en el puente, señor. Es necesario estar alerta.

Salió del salón, seguido por Ounis y subió a cubierta, vigilando durante algunos minutos con suma atención, las dos orillas del río, que en aquel lugar tenían una milla de distancia entre sí.

El sol se había ya puesto desde hacía un cuarto de hora y las tinieblas se habían apoderado del río gigante. Sin embargo en la lejanía un débil resplandor anunciaba la inminente aparición del astro nocturno que presta a las noches de aquel país una asombrosa claridad.

—¿Estás inquieto? —dijo Ounis viendo que Ata seguía escudriñando.

—Sí, lo estoy —respondió el egipcio.

—¿Temes pues que te haya seguido alguien?

—Tal vez; sin embargo he estado observando detalles extraños que hubieran pasado desapercibidos a otros menos observadores que yo.

—¿Cuáles?

—Tú sabes que en nuestro río las hierbas flotantes y los papiros interrumpen con frecuencia la navegación, pero que una vez las has abierto los pasos se mantienen durante cierto tiempo. Sin embargo me he encontrado con aquellos pasos cerrados y ¿sabes cómo? Cuando he hecho cortar aquellos matorrales he encontrado en medio de ellos estatuas clavadas en el fango. Ello quiere decir que se vigilaba el río y se intentaba impedir que yo lo remontase hasta aquí.

—¿Hay algo más?

—Sí, existe algo más —dijo Ata, cuya frente aparecía pensativa—. Ya son tres días que estoy navegando y todas las noches he visto tras de mí, cómo brillaba una luz en la oscuridad y pestañear unas lucecitas debajo de las palmeras, a veces en una orilla y otras en la contraria.

—Estoy preocupado.

—Y yo no menos que tú. Alguien debe haber informado que tú no eres…

Ounis con un rápido gesto le puso una mano en los labios, diciéndole con voz imperiosa:

—¡Calla! ¡Te lo ordeno!

—Perdóname —dijo Ata, en voz baja.

—Yo soy solo un sacerdote para ti, y para los demás.

—Es cierto, me había olvidado del juramento.

—Sigue.

—Ciertamente se sospecha en la corte que Mirinri no ha muerto.

—Es posible. ¿Has avisado a todos nuestros amigos?

—A esta hora todos saben ya, que él está dispuesto para la reconquista. Cuando lleguemos a Menfis los encontraremos reunidos en las tumbas de los cocodrilos y allí se le rendirá el homenaje debido al nuevo Hijo del Sol y…

Un ligero choque que hizo oscilar la barca, lo interrumpió. La navegación por el río se hallaba detenida.

La frente de Ata se había fruncido.

—Han cortado el paso —murmuró—. Me lo esperaba; sin embargo esta mañana las hierbas no eran tan espesas como para impedir que mi velero remontase el río. ¿Es posible que los espías del Faraón se hayan reunido ya aquí?

—Las plantas crecen, deprisa en el Nilo —dijo Ounis—. Bastan veinticuatro horas para obstruir el río.

Ata sacudió la cabeza y se encaminó hacia la proa, donde los etíope s intentaban comprobar con sus largos remos la resistencia que oponía aquel dique de hierba.

El Nilo se halla sujeto a obstrucciones imprevistas, que de cuando en cuando impiden por completo la navegación obligando a la tripulación de los pequeños veleros a descender y liberarlos tras dura tarea hasta abrirse paso. Antiguamente cuando los papiros y los ambath eran más numerosos que en la actualidad y alcanzaban dimensiones extraordinarias, la navegación por aquel inmenso río sufría entorpecimientos mucho más considerables. Aquellas plantas acuáticas, conocidas con el nombre de sett o mejor todavía de sudd crecían en tales proporciones, que impedían cualquier tipo de paso a las naves que por necesidades comerciales, se dirigían al Alto Nilo. Casi todos los ríos africanos se encuentran sujetos a semejantes entorpecimientos incluso el Zambezee; el que baña Egipto, por tener una masa mayor de estas plantas, la corriente no puede arrancarlas del fondo ni siquiera durante las crecidas. También hoy día, de cuando en cuando el curso del Nilo y sus afluentes, aunque ya casi haya desaparecido el papiro, es invadido por aquella vegetación acuática, que crece con prodigiosa rapidez formando masas enormes muy compactas, tanto que obligan al gobierno egipcio a enviar a millares de obreros a abrir canales que después difícilmente siguen abiertos. Entre 1870 y 1873 Samuel Baker, el famoso explorador que mandaba una expedición armada en el Alto Egipto para reprimir la esclavitud, fue detenido por el sett durante largo tiempo porque había obstruido el Bahr-el-Jebel hasta el extremo de no permitirle llegar a Gondokoro. También en 1898 los cañoneros ingleses que operaban contra los madhi viéronse obligados a abrir un canal a través de la masa de hierba, que era tan espesa que sostenía sin peligro alguno a los hombres que trabajaban, aunque había otra clase de riesgo, porque de cuando en cuando salían entre aquellas plantas cocodrilos cuyas formidables mandíbulas agarraban las piernas de los marineros y de los soldados. Muchos años antes fue el Nilo Blanco el que se cubrió de sett; a pesar de que aquel espléndido curso de agua tiene una anchura de medio kilómetro y una profundidad de cinco metros y desde aquella época las hierbas no han cesado de crecer, obligando al gobierno egipcio a una continua y costosa limpieza de su lecho y a la apertura de canales, para mantener sus relaciones con las provincias ecuatoriales.

Cortar aquellas hierbas no es difícil, porque no presentan una gran resistencia; lo difícil es mantener libres aquella aberturas, porque toda la región en torno al río no es otra cosa que una inmensa laguna, que asume el papel de lecho de antiguos lagos en los cuales el agua se esparce en grandes superficies y en gran parte se evapora continuamente.

Ata, después de observar atentamente la masa de hierba que impedía el paso, por donde aquella mañana no había tenido ninguna dificultad, llamó a dos de sus remeros y les dijo:

—Comprobad si han puesto obstáculos en el lecho del río.

Los etíopes empuñaron pesadas hachas de bronce, no fuera el caso que entre aquella masa vegetal se escondiese algún cocodrilo y subieron al sett que había formado una densa capa de ambath y de hojas de loto, fuertemente enlazados.

—¡Aguanta! —preguntó Ata inclinado sobre la borda.

—Sí, patrón —respondieron los marinos.

—¿No encontráis nada?

—Aguarda.

Metieron las manos en aquella masa, hurgando acá y allá entre el sinnúmero de raíces que formaban un verdadero ensortijado y no tardó en brotar de sus labios un grito de sorpresa.

—Tienes razón, patrón —dijo uno—. El canal ha sido cerrado a propósito para impedir nuestro regreso.

—¿Qué es lo que han hecho? —preguntó Ata.

—Han plantado en el lecho del río unas estacas y han hecho desviar hacia ellas una masa considerable de hierba, después de cortarla de un banco mayor.

—ID todos y abrid paso —ordenó Ata—. No nos dejemos sorprender inmovilizados. Deben haber preparado una trampa. Afortunadamente el río es ancho y las orillas están lejos.

Mientras los marinos descendían para desembarazar aquel tramo del río que los misteriosos enemigos habían obstruido expresamente, apareció Mirinri sobre la cubierta. El joven ya no vestía aquella larga túnica que no correspondía a una persona de elevada categoría, ni llevaba los pies desnudos. Lucía el traje nacional, tan sencillo a la par que pintoresco, de los antiguos egipcios; el kalasiris, un vestido ligero tan transparente que permitía adivinar las formas, a listas blancas y azules, que envolvía el cuerpo a partir del cuello o de la cavidad del pecho hasta caer hasta los pies, con un orificio para dejar pasar la cabeza. Llevaba además, según exigía la costumbre de la época, en los personajes importantes así como entre las mujeres de origen noble, una gorguera de variados colores de tela almidonada, casi circular, cerrada y adornada con cordones y cadenas en las que había peritas de cristal y símbolos religiosos de piedras multicolores.

En sus pies llevaba calzado de malla y sandalias, lujo permitido solamente a los ricos, formado por capas de papiro sobrepuestas en distintos estratos, con el extremo en forma de pico, fijados mediante un lazo largo adornado con piezas de oro y sostenidos por una correa que pasaba entre el pulgar y el índice.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó, viendo a todos los etíopes sobre el sett.

—Malas noticias —dijo Ounis—. Se sospecha de nosotros.

—¿Tan pronto?

—Ahí está la prueba. El canal no puede haber sido rellenado por capricho. Para llevar a cabo semejante obra en tan pocas horas deben haberse reunido aquí muchas barcas, tripuladas por bastantes centenares de hombres.

—Sin embargo tú has tomado durante años las más acertadas precauciones. ¿Es de confianza, Ata?

—No dudo de él.

—¿Quién puede haber traicionado el secreto?

—Aquel encuentro con la princesa no era más que un pretexto. Te buscaban, Mirinri. Ten cuidado con ella.

—¿Es hija del usurpador?

—Sí.

Una profunda emoción apareció en el rostro del joven Faraón. Permaneció silencioso unos instantes, como concentrado en sí mismo, luego dijo con cierta excitación:

—Sin embargo, me parece imposible que aquella mujer que arranqué de las fauces del cocodrilo, poniendo en peligro mi vida, exija mi muerte.

—Ódiala como a tu peor enemigo.

—¡A ella! ¿Es que las mujeres de los Faraones tienden unas mallas que nadie puede romper?

—¿La amas, no es cierto?

—Sí, la amo inmensamente —respondió Mirinri con un imprevisto estallido de entusiasmo. No la puedo olvidar porque siento en cada instante que cierro los ojos, aquel temblor que sentí el día que la saqué del Nilo, chorreando agua sagrada.

Ounis tuvo un sobresalto y sus facciones se contrajeron casi ferozmente.

—Extraño destino, el de la sangre —dijo.

Luego, volviéndose bruscamente hacia Ata, que observaba continuamente a los etíopes ocupados en deshacer a golpes de hacha el amasijo de hierbas que impedía a la barca seguir su ruta, le preguntó:

—¿Falta mucho?

—Hay trabajo hasta mañana, o tal vez más —respondió el egipcio—. Han desviado enormes masas de hierba que han detenido con un número incontable de estacas. Aquí ha habido una infame traición y…

Un vocerío furioso que se alzaba en la margen izquierda del gigantesco río, acompañado de muestras de risa, interrumpió la frase.

—¡Eh, navegantes! —gritaban centenares de roncas voces.

—¿No venís a beber el dulce vino de palma? ¡Venid a tierra o hundiremos vuestra barca y os haremos beber en vez de aquella, agua del río!

Una multitud de hombres y mujeres había aparecido de improviso en la orilla del río y se divertía, como si estuviese loca de pronto, dando saltos por debajo de las palmeras, que alzaban sus anillados troncos y alargaban sus emplumadas hojas.

—¡Aquí! ¡Aquí! —Gritaban sin pausa—. Es la fiesta de Bast y festejamos las primicias del vino de este año. ¡Ningún forastero debe negarse! Bajad y alegrad nuestra fiesta.

En medio de aquel griterío se oían los sonidos de las cornetas, con sus notas ensordecedoras, aquellos extraños instrumentos musicales llamados por los antiguos egipcios tan, cuyo sonido afirmaban los griegos era semejante al ladrido de los perros rabiosos; el ban-it, el arpa, emitía dulcísimos sones, con los que se confundían las notas un poco estridentes de las nebel, cítaras usadas en aquella época y que al parecer fueron importadas por los pueblos asiáticos.

A Ata se le oscureció el rostro.

—¿Una trampa o la fiesta anual de los bebedores? —se preguntó con recelo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mirinri, profundamente sorprendido por aquellos sonidos que nunca había oído emitir entre las arenas del desierto.

—Tú no conoces nuestras fiestas —respondió el egipcio—. El Hijo del Sol no ha vivido en nuestras tierras.

—¿Quiénes son aquellos hombres?

—Gentes que se divierten —respondió Ounis que estaba junto a él—. Todos los años se reúnen en las orillas del sagrado río centenares y hasta millares de individuos para acabar el vino de palma recogido en la cosecha última; nadie debe volver a su casa sin estar embriagado. Es una costumbre de tu futuro pueblo.

—¿Y qué es lo que quieren de nosotros?

—Te invitan a tomar parte en la fiesta.

—¡Yo con ellos!

—Están borrados, Hijo del Sol, y tú no puedes saber a qué peligro nos exponemos con la barca así inmovilizada si no obedecemos a su invitación —dijo Ata.

—¿No nos tenderán una trampa? —preguntó Ounis.

—Están demasiado alegres.

—¿Y tus hombres tienen mucho que hacer todavía?

—Sí, Ounis. El pasadizo está cerrado en una longitud considerable, y no podremos proseguir el viaje antes de mañana por la mañana.

—¿Así que debemos aceptar su invitación?

—Creo que sería lo más prudente no rechazarla. Están borrachos y por lo tanto son capaces de todo. Por otra parte mirad sus chalupas moverse hacia las masas de hierba. Evitemos cualquier sospecha y descendamos a tierra como sencillos navegantes del Nilo. Mis etíopes desembarcarán inmediatamente; en caso de peligro, para defender al Hijo del Sol.

CAPÍTULO VI. LA FIESTA DE LOS BEBEDORES

Entre las fiestas que celebraban los antiguos egipcios, una de las más originales era ciertamente la de los bebedores de vino de palma. Todos los años, centenares y centenares de personas se reunían bajo los palmerales para celebrar la llamada fiesta de Bast y era absolutamente obligado que nadie regresase a su casa si antes no se había consumido por completo la provisión de vino de palma recolectado durante el año. Es probable que los antiguos romanos hayan copiado de aquí sus famosas Saturnales, puesto que en aquellas fiestas del vino, permitidas por los Faraones, no faltaban ni músicos ni danzarinas, para exaltar con mayor vehemencia a los bebedores y hacerles perder intencionalmente sus cabales. Y en efecto, en la orilla, que la luna iluminaba plenamente, se reunían mezcladas con los hombres numerosas mujeres que vestían espléndidos trajes y que sostenían en sus manos instrumentos musicales. También ellas, que parecían muy alegres, invitaban a grandes gritos a los navegantes a que tomaran parte en la orgía y a vaciar las copas en honor de Bast.

Ata, después de explorar el banco de hierba para cerciorarse de su resistencia, descendió a su vez, acompañado por Mirinri, por Ounis y por ocho etíopes que llevaban en su cintura pesadas hachas y puñales de cobre de afiladísima punta. La travesía del sett la hicieron sin dificultad, al estar sujeto por las estacas plantadas por aquellos que tenían interés en detener la barca y alcanzaron la orilla entre los alegres gritos de los bebedores. Había unas doscientas a trescientas personas, entre hombres y danzarinas, que se movían sobre sus poco firmes piernas. Los hombres eran en su mayoría pescadores o bateleros, que vestían sencillos delantales de piel curtida, con algunas cintas de varios colores ceñidas a la cabeza o cayendo sobre sus espaldas, pero no faltaban entre ellos jóvenes de buena posición, que lucían los ricos kalasiris, con gorgueras almidonadas y pelucas en las cabezas con grandes trenzas colgando en sus hombros y con barbas finas. Destacaban también por la riqueza y buen gusto de su vestuario las tañedoras de instrumentos y las danzarinas, con espléndidos kalasiris de colores variados y ligeros como velos, con pañuelos de exquisita factura anudados en torno a la cabeza, pero de manera que permitían ver sus cabellos hermosamente peinados; con cintas ligadas en torno a su cintura, cuyos extremos llegaban hasta el suelo y con gargantillas de oro; los collares eran de perlas y los pendientes gruesos de forma redonda y esmaltados en varios tonos.

Algunas llevaban los senos cubiertos por conchas de cobra con detalles dorados, sostenidos por cordoncillos que reflejaban al girarse como rayos de sol, y otras, en lugar del pañuelo triangular, llevaban en los cabellos pintorescas conchas, formadas por láminas de oro, acabadas en su parte superior por una cabeza de ave de rapiña del mismo metal. Todas eran jóvenes y hermosas, de escogida figura, de piel morena brillante, al igual que las mujeres de Abisinia, ya que habían sido reclutadas por lo general en las regiones del Alto Nilo. Mientras que los hombres rodearon a Ata y a sus compañeros ofreciéndoles grandes copas de terracota y ánforas llenas de vino, las tañedoras de instrumentos, que no estaban menos alegres, formaron un círculo en torno a un vaso de dimensiones enormes, encima del cual había una figura humana que representaba a Maneros, el inventor de la música según los antiguos, y que debía ser saciado por el vino de palma, soplando sus instrumentos y pulsando los de cuerda.

La música era muy cultivada entre los Faraones, aunque le aplicaran casi exclusivamente a las festividades religiosas, razón por la cual tenían los egipcios gran número de instrumentos. Por lo general eran flautas, trompas de bronce dorado; una gran variedad de cuernos de buey, cortados con la boquilla cerca de la punta y a los que corrientemente llamaban tan. Tenían también bastantes clases de arpa, por lo general muy altas y de forma maciza, trígonos, sistros y también algunas clases de cítaras, con la caja pequeña y el mango en cambio muy largo.

En tanto las danzarinas trenzaban sus bailes a la orilla del río, entre las risas, los aplausos y los gritos de los beodos. Mirinri, Ata y Ounis, invitados cortésmente a tomar parte de la fiesta, se habían sentado en torno a una gran ánfora puesta a su disposición, saboreando el vino de palma que les era escanciado por un esclavo etíope. Ninguno de los otros les había prestado atención. Toda aquella gente alegre se había agrupado en torno a las bailarinas o bien ante las tañedoras.

—¿Observas algo sospechoso aquí? —preguntó Ounis, dirigiéndose a Ata, que no parecía todavía tranquilo.

—Yo no veo más que gente que solo quiere una cosa: divertirse y embriagarse —dijo Mirinri.

—Sin embargo, todavía no estoy tranquilo, señor —respondió Ata, tras un breve silencio.

—¿Por qué estos hombres han elegido este lugar para su fiesta, precisamente aquí donde han cortado el paso? Eso es lo que quisiera saber.

—Tal vez haya sido el azar —dijo Ounis.

Ata sacudió su cabeza; después añadió:

—Hay algo en todo esto que no veo claro y haremos bien en alejarnos tan pronto como haya abierto el canal. Hasta que no estemos todos en Menfis no estaré tranquilo.

—¿Y no será mayor allí el peligro? —preguntó Mirinri.

—Hay muchos amigos fieles allí, y te han preparado, señor, un refugio seguro e inviolable. Bebamos y marchémonos. Ya hemos rendido homenaje a Bast y por tanto no nos dirán nada, si es cierto que estos hombres no se ocupan en otra cosa que en divertirse.

Vaciaron algunas copas todavía, luego se levantaron. Estaban ya a punto de emprender el camino hacia la orilla, cuando unos gritos de mujer, seguidos inmediatamente por chillidos feroces, los detuvieron de golpe.

Mas allá del círculo formado por las bailarinas, unos hombre s se agitaban imprecando, mientras que una voz femenina repetían con voz sollozante:

—¡Dejadme, malvados!

—¡La bruja! ¡La bruja! —se oía por todas partes.

—Confiesa de donde lo has cogido. ¡Queremos ser donde está el tesoro!

—¿Qué sucede? —preguntó Mirinri, mirando a Ata.

—No lo sé —respondió éste.

Los gritos de la mujer seguían resonando, mientras que los ebrios que parecían se habían vuelto de pronto furiosos, acudían de todas partes perjurando y amenazando. Las danzarinas y las tañedoras asustadas, huían abandonando estas últimas sus instrumentos musicales que eran pisoteados sin piedad por los embriagados. Tras unos momentos, en medio de aquel griterío que se iba convirtiendo en algo terrible, se oyó gritar una poderosa voz:

—¡Ceguémosla y venguemos al pobre Nufer!

—¡Sí, sí, quemémosle los ojos! —Gritaron cien voces—. ¡Calentad un hierro! ¡Así dirá mejor la buenaventura!

—¡Y nos dirá también donde está escondido el tesoro! —se oyó de nuevo la primera voz.

Al oír aquellas palabras, Mirinri había dado un salto, quitando a uno de los etíopes un hacha de bronce. Su brazo vigoroso alzo la pesada arma como si se tratase de una sencilla caña y antes de que Ata y Ounis hubiesen tenido tiempo de detenerlo, se había situado en medio de los beodos.

—¡Quietos miserables! —tronó.

—¡Mirinri! —gritó Ounis.

El joven ya no oía la voz del hombre que lo había criado y que era para él como un segundo padre. Con la mano izquierda apartaba con fuerza hercúlea a los bebedores, mientras que con la diestra volteaba en el aire el hacha amenazando con dejarla caer sobre la cabeza de aquellos salvajes.

Mientras tanto en medio de la multitud una voz de mujer, estallando enérgica gritaba:

—¡Curso de fuego! ¡Alma de los bosques! ¡Luz de las tinieblas! ¡Espíritu de la noche! ¡Sedme favorable y maldecid a todos estos infames! Ampe, Mirípe, Ma, Tehibo, Wouwore, ¡a todos os invoco!

—Sigámosle —dijo rápidamente Ata, dirigiéndose hacia los etíopes—. Mano a las armas y si oponen resistencia no respetad a nadie.

—Un arma —pidió imperiosamente Ounis—. Mi brazo es fuerte todavía.

Ata se sacó de la cintura uno de los puñales de cobre, con la hoja bastante larga y afilada y se lo dio.

—¡Seguidme! —ordenó.

Mirinri se abría paso entre la multitud. Parecía un Hércules o mejor un león furioso.

—¡Fuera de aquí! —tronaba sin cesar—. ¡Cuidado con tocar a aquella mujer!

Los etíopes se habían lanzado en su ayuda. Aquellos hombres de cuerpo robusto y musculatura poderosa, debían tener fácil lucha sobre los bateleros y pescadores egipcios, que difícilmente se sostenían sobre las piernas después de haber ingerido tanto vino. Con un ímpetu formidable penetraron como una caña en medio de la multitud que, pasado el primer instante de estupor, intentaba cortar el paso al joven e impedirle llegar a la muchacha, que seguía invocando el toro de las tinieblas, el río de fuego y todas las divinidades infernales en su ayuda. El ataque de los poderosos etíopes consiguió desplazar a aquella horda de ebrios y encaminarla hacia los palmerales que rodeaban aquel claro. Mirinri pudo así llegar hasta la muchacha que había quedado sola. Era una joven hermosísima, de impresionante figura, con una larga cabellera negra, que llevaba suelta sobre la espalda en vez de tenerlo recogido o peinada como las mujeres del Bajo Egipto, con unos ojos brillantes de un fulgor extraño y penetrante como puntas de espada. Sus rasgos eran de una perfección maravillosa, y su piel tenía un tono extraño semejante solo al bronce dorado, con innumerables difuminados rosáceos de extraordinario efecto.

Llevaba el pecho cubierto con conchas de metal dorado, a sus lados llevaba una larga falda de variados colores, recamada en plata y anudada en su torno y con las puntas cayendo hasta el suelo. Debajo lucía un kalasiris corto, a franjas blancas, encarnadas y azules, formadas por tres piezas, terminando la de en medio en una punta que le llegaba hasta la rodilla. Tenía las piernas desnudas, adornadas por gran número de anillas de oro exquisitamente cinceladas y con grandes esmeraldas incrustadas. También en las muñecas lucía pulseras riquísimas y sobre el pecho le recaía un collar de turquesas que una Faraona le habría envidiado.

—¿Quién eres tú? —preguntó Mirinri extasiado por la fascinante belleza de aquella joven y sobre todo por el fulgor inmenso que brillaba en sus negras pupilas.

—Nefer, la bruja —respondió la joven lanzando sobre el Faraón una mirada penetrante.

—¿Por qué te querían matar esos miserables?

—Porque yo leo el porvenir y querían que les dijese dónde está el tesoro del templo de Kantatek.

—¿A qué has venido aquí?

—Voy donde hay alegría.

—¿Quieres seguirme?

—¿Dónde?

—A mi barca. Si te quedas estos beodos te matarán.

Un rápido relámpago brilló en las profundas pupilas de la ruja y por su cuerpo paso un ligero temblor.

—Tú eres bello y valeroso —dijo luego—, y yo amo a los bellos y a los fuertes. Te debo la vida.

—Mirinri, date prisa —dijo Ounis—. Los borrachos vuelven y se han armado. ¡Huyamos!

El joven Faraón lanzó en su torno una rápida mirada y apretó en su mano el hacha como si se dispusiera a hacer frente al peligro que lo amenazaba, luego tomó la mano de la hechicera y la arrastró, diciendo:

—En mi barca no te amenazará nadie.

La horda de los embriagados, repuesta de la sorpresa, se agitaba detrás de los troncos de las palmeras, gritando ferozmente.

—¡Muerte a los extranjeros! ¡Inmolémosles en el altar de Bast!

Ya no estaban desarmados como cuando bebían y danzaban en torno a las enormes jarras que contenían el vino de palma. Tenían arcos, lanzas, barras de bronce para parar los golpes de espada, semejantes a las usadas en el Medievo, puñales de cobre en un solo filo semejantes a las seramasasce de los Merovingios, hachas de bronce, picas que terminaban en su extremo en una especie de hoz y cuchillos curvos con la hoja muy larga. Algunos se habían puesto incluso mallas de grueso tejido, provistas de pequeñas láminas de metal, suficientes para parar las flechas. Mostrándose audaces por el mucho vino bebido y también por su número, avanzaban audazmente, ululando como lobos hambrientos y perjurando, dispuestos a impedir a los navegantes que atravesasen el sett y se pusieran a salvo en su velero. Ata, viendo que les iban a cortar el paso, sacó de su fajo un sab, es decir una especie de flauta oblicua y sopló dentro con fuerza, consiguiendo unas notas muy agudas y estridentes que se podían oír del otro lado del Nilo llamando la atención de sus marinos.

Inmediatamente se vio a los etíopes, que estaban cortando las hierbas flotantes, interrumpir su trabajo y lanzarse como una legión de demonios a través de aquel enorme pasadizo de papiros y de lotos, blandiendo por encima de sus cabezas las pesadas hechas de bronce.

—¡Aprisa! —gritó Ata—. ¡Corred!

Mirinri teniendo siempre cogida de la mano a la hechicera, quien a su vez no parecía impresionada en absoluto por la rabia feroz que se había apoderado de los bebedores, con dos golpes abatió a dos hombres que le habían atacado con la punta de sus lanzas. Unos pocos pasos más y alcanzó la orilla del río, mientras que los cuatro etíopes de escolta, Ounis y Ata cubrían la retirada manteniendo a distancia a los asaltantes. El sacerdote de modo especial, aunque viejo, luchaba con una gallardía que causaba admiración en todos. Parecía que en toda su vida en vez de hacer resonar el sistro en las fiestas religiosas no hubiera hecho otra cosa que manejar las armas. Con los ojos inflamados por una cólera intensa, así como su rostro, movía la pesada hacha mejor que un guerrero, rechazando con habilidad extraordinaria los golpes que le daban.

—¡Sálvate, Mirinri! —gritaba—. ¡Me basto yo para este canalla!

Sin embargo habría sido indudablemente vencido al igual que sus compañeros, si los marineros del velero no hubiesen llegado en el momento preciso para liberarlos del cerco de los bebedores que estaban más furiosos que nunca. Aquellos colosos del Alto Egipto, temidos por los mismos Faraones, que muchos siglos después debían comprobar su valor y cederles el trono, con un ataque fulminante salvaron a Mirinri y a los suyos, precipitándose después contra los asaltantes con formidable grito salvaje y masacrando sin piedad a los más próximos. Las hachas, manejadas por aquellos atletas, partían literalmente en dos a las personas que no habían sido lo suficientemente rápidas en huir o les producían heridas tan terribles, que no dejaban ya esperanza alguna de salvación. Bastaron dos cargas para repeler a los embriagados hacia las palmeras, bajo cuyas largas hojas gritaban aterrorizadas las danzarinas y las tañedoras de música.

Mirinri viendo que Ata y Ounis no corrían ya peligro alguno, se lanzo sobre el sett, justamente con la bruja y, caminando con precaución, para no hundirse de improviso por aquellas masas de vegetales, llegó felizmente al abrigo del pequeño velero. Los etíopes llegaron corriendo, llevando ante ellos a Ata y Ounis, porque aquellos obstinados borrachos volvían al ataque, asaltándolos con nubes de flechas y lanzando algunas lanzas cortas de cobre, provistas de una aguzada punta con arpón en un lado.

—¡Todos a bordo! —gritó Mirinri, ayudando a la muchacha a subir por la escalera de cáñamo que colgaba a lo largo del lado de la nave.

Los etíopes que no se hallaban en situación de hacer frente a los atacantes, que parecía iban en aumento, no se hicieron repetir la orden. Sujetándose a las barandas y a las cuerdas en un instante se encontraron reunidos en cubierta.

Preparad la defensa —dijo Ata—. Aquí poner los escudos y los arcos. Tendremos que defendernos mucho antes de que se calmen esos furibundos.

—¿Crees que nos atacarán? —preguntó Mirinri.

—No les dejaremos tranquilos, señor —dijo el egipcio—. Han bebido mucho y el vino ha alterado sus mentes. Debisteis dejar que matasen a esa muchacha que no conocemos. Has cometido una imprudencia que tal vez nos va a costar cara.

—Si es cierto que yo soy un Faraón, mi primer deber es socorrer a los débiles y proteger a más futuros súbditos —respondió Mirinri con fiereza—. Mi padre, en mi lugar, habría hecho lo mismo.

—Es cierto —dijo Ounis—. Admiro tu valor y tu inteligencia, Hijo del Sol. Nunca he estado tan orgulloso de ti como hoy. Un día salvaste de las mandíbulas de un voraz cocodrilo a una princesa; hoy has salvado a una pobre muchacha desconocida por ti. He ahí la generosidad de un verdadero Faraón. ¡Tú serás grande como tu padre!

—Pero aquellos hombres pueden asesinar al futuro rey de Egipto —respondió Ata—. Estamos inmovilizados entre la hierba y tenemos ante nosotros a un enemigo diez veces superior.

—Mi padre no contó las hordas caldeas, cuando las arrojó al mar Rojo —dijo Mirinri—. Yo, que tengo en mis venas sangre del gran guerrero, no voy a contar a esos. ¡Un escudo y mi espada! Pronto etíopes: ahí está el enemigo.

Aquellos embriagados, que parecían presa de un delirio guerrero, habían penetrado ya en el sett, encorajinándose con un griterío que no tenía nada de humano y agitando ruidosamente las armas. Se habían convertido de pronto en guerreros porque la mayoría de ellos se hallaban provistos de grandes escudos de variadas formas, unos cuadrados, otros ovalados con pinturas azules y había otros además bastante alargados y dentados en su parte inferior y superior; por lo demás casi todos ellos llevaban protegido su cabeza con un casco de cuero, que tenía dos cortes, para dejar libres sus orejas. Los etíopes, que no parecían temerosos en absoluto por ser aquellas gentes del Alto Nilo de un coraje a toda prueba, habían sacado al puente montones de armas y sobre todo muchos arcos, algunos con una sola curva y otros con dos y en medio un pedazo de madera para proteger los dedos de la presión de la cuerda; se alinearon detrás de la borda, con los carcajs llenos de flechas de punta fina y móvil. Los bebedores se detuvieron a la orilla del Nilo, como si estuvieran indecisos sobre lo que debían hacer o tal vez intentaban darse cuenta exacta de las fuerzas de que disponía el velero, antes de lanzarse a su ataque.

—¿Es que no se deciden? —preguntó Mirinri que parecía impaciente por experimentar las emociones de una formidable lucha.

—Tal vez esperen a que sus cerebros se aclaren un poco —respondió Ata.

—¿Y si aprovechásemos mientras tanto para desembarazar el canal? —preguntó Ounis.

—¿Falta mucho para dejar el paso libre? —solicitó Ata, dirigiéndose a los etíopes.

—En una hora de trabajo se podría atravesar la zona de hierba que nos bloquea —dijo un etíope.

—Que bajen quince hombres. Los demás que se queden a bordo para defendernos —dijo Mirinri—. Hundidos entre la hierbas no correrán mucho peligro.

—Obedeced a este joven que es el comandante —dijo Ata a los bateleros.

Mientras se cumplía la orden, bastantes bebedores se habían echado sobre el sett, cubriéndose con sus grandes escudos de cuero y lanzando algunas flechas, tal vez para cerciorarse de la fuerza de sus arcos. Se detuvieron a unos doscientos pasos del velero, hundiendo sus piernas en la mata de hierba, luego uno de ellos gritó:

—Escuchadme extranjeros, antes de que la sangre tiña las aguas.

—Habla —dijo Mirinri, quien por precaución mantenía el escudo delante de su pecho, temiendo recibir alguna nube de flechas.

—Os invitamos a que nos entreguéis a la bruja, ya que hemos jurado sacrificarla sobre el altar de Bast, para que su sangre torne abundante y más poderoso el vino que hemos de beber el año que viene.

—Cuando un príncipe etíope toma bajo su protección a una persona, la defiende y no la entrega ni siquiera a un Faraón —respondió Mirinri.

—Entonces ocupa tú su sitio. Solo en estas condiciones os dejaremos bajar por el río.

—Tú no eres otra osa que un miserable borracho, a quien el vino ha ofuscado la mente. Ni yo, ni la hechicera, ni ninguno de mis hombres será sacrificado en honor de Bast —respondió Mirinri—. Venid: os esperamos. Os haremos comprobar el temple de las armas etíopes y la fuerza de nuestros músculos.

Un clamor ensordecedor siguió a sus últimas palabras y la horda de bebedores se precipitó sobre el sett, agitando furiosamente sus armas.

Mirinri se volvió y miró a la hechicera. La joven estaba en pie apoyada en el palo mayor, fría e impasible, con una mano sujeta a una cuerda. Solo sus ojos ardían y centelleaban como los de un animal nocturno, entre las tinieblas que envolvían el pequeño velero, mientras la luna se estaba poniendo.

CAPÍTULO VII. LA HECHICERA

Los adoradores de Bast, cada vez más excitados por el mucho vino, que no debían haber digerido todavía, según se ha dicho, habían irrumpido en masa en el sett, encaminándose resueltamente hacia el velero, que seguía encontrándose preso e inmóvil entre las hierbas acuáticas, a pesar de los esfuerzos prodigados por los etíopes para abrirse camino. Bastantes se habían provisto de ramas resinosas, que encendían como antorchas y que realmente no debían servir para iluminar el camino, ya que en Egipto las noches son de una transparencia maravillosa que permite distinguir un objeto por pequeño que sea a distancia increíble. Eran precisamente aquellas antorchas vegetales las que impresionaron a Ata, que no combatía en las márgenes del Nilo por primera vez.

—¡Protejámonos! —gritó—. Nos van a llover flechas incendiadas y corremos el peligro de morir abrasados.

También Ounis había fruncido el ceño y una profunda inquietud había aparecido en su rostro.

—¿Qué el Hijo del Sol deba morir aquí, antes de haber podido ver a la orgullosa Menfis?

Mirinri que sentía arder en sus varas la sangre de sus antepasados guerreros, había organizado prontamente la defensa. Parecía que de golpe se hubiese convertido en un viejo y experimentado general.

—¡Cubrid el puente con las velas y llenadlas de agua! —gritó.

Luego, volviéndose hacia la hechicera, quien conservaba siempre su impasibilidad, como si todo lo que allí ocurría no le atáñase, le dijo:

—Y tú retírate a la cámara de popa.

La hechicera movió su cabeza denegando y se limitó a fijar su mirada intensamente en el joven.

—¿Me has entendido? —preguntó Mirinri extrañado.

—Sí, —respondió Nefer con voz muy dulce pero firme.

—Están a punto de caernos flechas encima y han encendido sus puntas.

—Nefer no tiene miedo. Si tú que me has salvado desafías a la muerte, ¿por qué debo intentar evitarla yo? Además yo, una humilde mujer, ¡he sido salvada por ti! La luz, que brilla en tus ojos me dice que tu cuerpo es divino.

—¿Qué es lo que sabes tú?

—Nefer lee el futuro.

Los terribles gritos de los ebrios interrumpieron su diálogo. Aquellos frenéticos acudían al asalto del pequeño velero con una carrera incontenible, avanzando por el sett como una legión de demonios.

Ata había dado la voz de alarma:

—¡Atención!

Los etíopes tendieron los arcos, asaetando a los más cercanos y atravesando a bastantes de ellos con sus largas flechas, cuyas puntas giratorias penetraban en la carne. Mirinri por su parte acudió detrás de la baranda, blandiendo una pesadísima masa de cabeza dentada que solo su vigoroso brazo podía sostener. En la mano izquierda tenía un escudo de piel cubierto de láminas de metal y tan gruesas que podían parar muy bien los dardos enemigos. El valiente rechace de los etíopes detuvo por un momento a los asaltantes, pero una poderosa voz que se alzó en medio de la horda, los decidió a un nuevo ataque:

—¡El gran sacerdote lo quiere!

Ata lanzó un grito de rabia.

—¡Lo sospechaba! Era una trampa.

Los bebedores reemprendieron la carrera a través del sett, resguardándose detrás de sus grandes escudos. Las flechas, cuyo extremo estaba impregnado de una materia ardiente, que despedía una luz azulada, volaban en las tinieblas de la noche, amenazando con causar un incendio a bordo. Los etíopes sin embargo no perdían su ánimo y continuaban lanzando flechas contra sus enemigos, haciendo caer a bastantes de ellos sobre las hierbas acuáticas. Los que trabajaban abriendo el canal habían tomado parte también en la lucha, abatiendo a golpes de hacha a los que tenían más cerca. La lucha iba tomando caracteres espantosos, cuando la voz de la hechicera se dejó sentir entre los gritos de los combatientes.

—¡Curso de fuego! ¡Alma de los bosques! ¡Torre de las tinieblas! ¡Espíritu de la noche! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Ih! ¡Ih! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Que Apis, el dios del Nilo, borre para siempre en el vientre de vuestras mujeres a vuestros hijos; que Hakaon, dios de la fertilidad, deseque para siempre vuestros campos; que Ovadjit el símbolo del Norte y que Nekhbit el símbolo del Sur devasten el Alto y el Bajo Egipto; que Khnoum, que hace los seres humanos, destruya vuestra raza infame si no os detenéis! ¿Es que no penetra en vuestros corazones el poder divino que el joven guerrero emana y que yo siento? ¡El tiene el espíritu de Osiris; su carne es sagrada! ¡Osad tocarlo! Nefer lo ha leído en su corazón: ¡matadle y Egipto desaparecerá!

Mirinri, Ata y Ounis, intrigados por aquel lenguaje extraño, se habían vuelto.

La hechicera estaba quieta, rígida como una estatua de bronce, con sus manos alzadas, como si estuviese a punto de pronunciar alguna terrible maldición, los ojos llameando una luz intensa y sus rasgos alterados por una cólera imposible de describir. Los asaltantes se habían detenido. Parecía como si de pronto el terror se hubiese apoderado de ellos, ya que habían dejado caer escudos, arcos y espadas.

Ata se dirigió hacia la hechicera, con la espada alzada gritando:

—¡Miserable!, nos has traicionado anunciando la presencia de un Faraón a bordo de mi velero.

—Se ha salvado el Hijo del Sol —dijo ella con voz metálica.

Mirinri había detenido a Ata que iba ya a asestar un golpe con la espada a la muchacha.

—¡No ves que los asaltantes retroceden! —exclamó. ¿Por qué quieres matar a la que me ha salvado?

En efecto los atacantes se replegaban lentamente hacia la orilla del río, sin lanzar ya ninguna flecha. Todos los ojos estaban fijos en Mirinri y aquellas miradas, que pocos momentos antes expresaban un odio terrible, parecían aterrorizadas. La inesperada revelación de la hechicera, había caído sobre sus cabezas excitadas por el vino, como una ducha de agua fría, tranquilizando de golpe a sus mentes. ¿Quién habría osado lanzar ahora una flecha contra aquella barca tripulada por un Faraón, por un dios? Era demasiado grande el poder de aquellos descendientes del Sol para que se atreviesen a levantar las armas contra él. Si la hechicera le había dicho, los asaltantes, al igual que todos los egipcios, que creían en aquellas mujeres que afirmaban saber leer en el futuro y que lo adivinaban todo al primer vistazo; también creyeron que debía ser verdad. Luchar con un dios era imposible y los Faraones representaban en la tierra a las más grandes divinidades adoradas por los pueblos que habitaban las tierras fecundadas por el Nilo.

Cuentan las antiguas crónicas egipcias, que toda aquella región delimitada al este del mar Rojo y al oeste del desierto libio, había sido gobernada durante un número infinito de siglos por un dios llamado según unos: Horus y según otros: Osiris. Ese dios un día, ya cansado, abandonó el poder en manos de un ser humano llamado Mene, que fue el primero de los Faraones, y a quien pasó el poder divino. ¿Podían pues aquellos miserables beodos alzar sus armas contra un hombre que descendía de un dios, según había confesado la hechicera? La retirada de los asaltantes no tardó en trocarse en fuga precipitada y prontamente, con gran sorpresa de Mirinri, que todavía no se daba cuenta de su infinito poder, la margen del río quedó desierta.

—¡Han huido todos! —Exclamó mirando a Nefer que se mantenía siempre en pie en cubierta, con las manos en alto—. ¿Quién es ésta y qué poder oculta en su cuerpo para poner en fuga a un pequeño ejército?

—Esa te ha traicionado, señor, —dijo Ata que sostenía todavía la espada en su mano y que parecía presa de una vivísima excitación.

—Pero me ha salvado —replicó Mirinri.

—No; aquellos ya saben que en mi barca se esconde un Faraón y en unos días esa noticia llegará a Menfis. ¡Matadla! El Nilo es aquí profundo y no devuelve la presa que se le confía. Los cocodrilos harán desaparecer cualquier rastro.

—Cuando un Faraón se salva, no suprime al ser que le ha arrebatado a la muerte. Si es cierto que yo soy el Hijo del Sol esta joven mujer vivirá.

—Es la sangre de tu padre la que habla —dijo Ounis, mirándolo con admiración—. Tienes razón, Mirinri. Esta muchacha, quienquiera que sea, ha salvado de un peligro cierto al futuro rey de Egipto y para nosotros es sagrada.

Ata, según era costumbre en él movió la cabeza pero no respondió enseguida. Después de algunos instantes, contestó:

—Todavía no entramos en Menfis. Aquellos hombres no habían tendido una trampa y no nos dejaban descender tranquilamente por el Nilo. Es Pepi quien los ha enviado. Ha sospechado que tú, mi señor, no habías muerto.

Luego volviéndose hacia la hechicera de pronto, le preguntó:

—¿Tú conoces a esos hombres?

—Sí, respondió Nefer.

—¿Por qué han escogido este lugar para emborracharse y festejar a Bast?

—No lo sé.

—¿Quiénes son?

—Bateleros y pescadores, pero… —Persigue.

—He notado entre ellos ciertas personas que no había visto nunca en las aldeas bañadas por el río.

—¿Gentes venidas de Menfis?

—Sospecho que sí —respondió la hechicera.

—¿Conoces estos lugares?

—Desde hace bastantes años voy de aldea en aldea, adivinando la buena y la mala fortuna, porque yo sé leer el futuro. Mi madre era una famosa adivinadora.

Mirinri intervino.

—¿Cómo has podido sospechar que yo soy un Faraón?

—En cuanto te he visto, mi señor, he sentido correr algo extraño por mis venas, lo mismo que sentí cuando predije la muerte de la princesa que hace un mes remontó el Nilo.

—¡Cómo! —Exclamó Mirinri, que tuvo un sobresalto—. ¿Has visto tú a aquella princesa?

—Sí, mi señor.

—¿Y le has adivinado el porvenir?

Nefer hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Ounis con voz alterada.

La hechicera dudó un instante, pero viendo como Mirinri la miraba con gesto imperioso, dijo:

—Que un gran desastre amenazaba a su padre y que ello ocurriría en un tiempo no lejano, que destruiría su poderío y apagaría para siempre su gloria.

—¿Quieres predecir también, mi destino? —preguntó el joven Faraón.

—Sí, pero no ahora —repuso Nefer—. Es preciso que aguarde a la aparición del sol, porque tú eres un Hijo del Sol y no de las tinieblas. En ese momento el alma del gran Osiris vibrará en mi cerebro y la profecía será más segura, por ser inspirada por él.

—Aguardaré —contestó Mirinri— aunque yo crea poco en tus profecías.

—Sin embargo, mi señor, hace poco te he dado la prueba de que difícilmente me engaño. Solo yo he reconocido en ti a un ser divino y lo he comprendido apenas te he visto ante mí.

—Tal vez lo sabías ya antes.

—¿De qué modo, mi señor, y por quién?

—Por los que bebían.

—Yo nunca oí de ellos que esperasen a un Faraón.

—Por ellos tal vez no; pero de aquellos que tú crees procedían de Menfis, sí: ellos debían saber o al menos sospechar que sobre esta barca se encontraba el hijo de un gran Faraón —dijo Ata—. La fiesta era solo un pretexto para tender una trampa y matar al futuro Hijo del Sol.

—Yo no he hablado con ellos, por lo tanto no podía saber nada.

—¿Y por qué te querían matar? —inquirió Ounis.

—Para vengar la muerte de un joven pescador que era mi prometido, que, para colmar mi sed de riquezas, marchó hacia el templo de Kantatek para coger el oro allí escondido.

—¿Qué historia nos cuentas? —preguntó Ata, mirándola con recelo.

Nefer iba a responder cuando se alzaron entre los etíopes, gritos de estupor y de terror, mientras cortaban los últimos tramos de sett.

—¿Vuelven los atacantes? —preguntó Ata, lanzándose hacia la proa.

—¡Fíjese, patrón, fíjese! —gritaban los etíopes.

—¿A dónde? No veo a nadie en la orilla, —respondió Ata.

—Allá, en lo alto.

Todos alzaron los ojos y con gran estupor vieron girar por encima de las palmeras, que cubrían la orilla del Nilo, numerosísimos puntos luminosos que tenían reflejos azulados y que parecía se dirigían hacia el velero.

—¿Qué son? —Preguntó Mirinri—. ¿Estrellas?

—Sí, estrellas que prenderán fuego a nuestra nave si no huimos —respondió Ata—. Esos miserables no han tenido el coraje de atacar a un Faraón y se sirven de aves.

Se volvió hacia los etíopes que habían suspendido su tarea y miraban con temor aquella inmensa nube de puntos luminosos, que se acercaba con prodigiosa rapidez.

—¿Cuánto falta para que el paso esté libre? —preguntó.

—Dentro de cinco minutos desprenderemos la masa de hierba —respondió uno en nombre de los demás.

—Apresuraos si es que apreciáis la vida. Este peligro es tal vez mayor que el otro. Seis hombres, a bordo para desplegar las velas. El viento es favorable y la corriente es fuerte más allá del dique.

Luego, dirigiéndose a Ounis y a Mirinri, añadió:

—Empuñad los arcos y no escatiméis las flechas. Dentro de unos instantes estaremos rodeados por una red de fuego. ¡Qué el gran Osiris proteja al futuro rey de Egipto!

CAPÍTULO VIII. LOS PÁJAROS INCENDIARIOS

El uso de aves mensajeras en época de guerra y también como rápidos auxiliares del servicio postal, se remonta a la más remota antigüedad y parece ser que los egipcios fueron los primeros en servirse de aquellos útiles mensajeros, puesto que fueron ellos los que más largamente lo adoptaron. Los amaestraron sobre todo para la guerra, para que prendieran fuego a las ciudades que resistían en demasía a los asaltos, convirtiéndolas en pájaros incendiarios. Poseedores de materias inflamables, que no se apegaban ni siquiera con agua y que tal vez debían ser semejantes a los famosos fuegos griegos de los que se han perdido para siempre el secreto, solían atarlas a la cola de aquellas graciosas e inteligentes volátiles que como puntas de flecha se dirigían en grandes bandadas hacia las ciudades sitiadas, originando así terribles incendios, que obligaban pronto a los defensores a la rendición. No fueron solo los egipcios antiguos los únicos que se sirvieron de las aves mensajeras. También los griegos varios millares de años después, los adoptaron para utilizarlos en la guerra, en el comercio y sobre todo en los juegos olímpicos. Los atletas que tomaban parte en aquellas competiciones, los enviaban regularmente a sus lejanos parientes y amigos para hacerles llegar sus mensajes y noticias. Dícese que Anacreonte, que vivió 500 años antes de la era actual, envió a Bathyll un ave, portadora de una carta suya, y Ferekrates cuenta que en Atenas en sus tiempos, 430 años antes de Cristo, las aves servían como mensajeros de la correspondencia entre país y país. También los romanos se sirvieron de ellas, habiendo aprendido de los griegos el arte de amaestrarlas, y Plinio nos habla de mensajes de guerra intercambiados por este medio, durante el asedio de Mulina, y según Geliano lo mismo ocurrió entre Pisa y Algina. Sin embargo, nadie consiguió amaestrar a aquellos volátiles como los súbditos del Faraón y a servirse de ellos para incendiar ciudades y tal vez incluso flotas enemigas, que bloqueaban los inmensos canales del delta del Nilo. ¿Eran esos pájaros de especie diferente y, más inteligentes que los actuales? Es posible que pertenecieran a la que se llamó más tarde «de Bagdad» de la que se sirvieron los musulmanes durante una larga serie de años y que incluso hoy día sigue siendo la mejor.

La bandada inmensa señalada por los etíopes, se aproximaba rápidamente hacia el Nilo, surcando las tinieblas como una tromba de estrellas, arrastradas por un viento impetuoso. Su meta era muy precisa: la barca tripulada por el joven Faraón. Los embriagados o por lo menos aquellos que los habían lanzado contra los navegantes, no atreviéndose a atacar directamente al Hijo del Sol, se servían de las aves para combatirlo o mejor aún para eliminarlo, antes de que pudiese llegar a Menfis. Era aquella una prueba evidente de que algunos conocían la existencia del hijo del gran Teti, el vencedor de los caldeos y de que alguien había traicionado el secreto, tan celosamente guardado durante algunos años.

—¿Lo ves, mi señor? —dijo Ata, volviéndose hacia Mirinri que miraba sin mostrar ninguna preocupación aquel torbellino de fuego que iba a abatirse sobre la nave que seguía inmovilizada—. No querías creer que aquellos hombres nos habían tendido una trampa.

—Sí, tenías razón —respondió el joven—. ¿Y ahora van a lanzar aquí aquellos volátiles?

—Cierto.

—Pero ¿quién los dirige?

—¿No ves, señor, en los flancos de aquella inmensa bandada, subir hacia el cielo flechas encendidas, que impiden a las palomas dispersarse?

—Sí, descubro en efecto unas líneas de fuego que se levantan desde las palmeras y que forman como una red de fuego.

—Son los adoradores de Basa.

—Sin embargo no creo que corramos un peligro tan grave como tú crees, Ata —dijo Ounis. Nuestras velas están todavía amainadas y aquellas aves no harán otra cosa que pasar en medio de nosotros.

—Es cierto, pero muchas caerán aquí ardiendo y el fuego que llevan atado a la cola prenderá en el puente. Antes calculan la duración de la cuerda que sostiene a la materia ardiente. Mira, fíjate bien, ¿no ves que hay fuegos que ya empiezan a caer?

—Hagamos apresurar la tala de las hierbas —dijo Mirinri.

—Si podemos salir del canal antes de que las aves lleguen aquí, ya no hay nada que temer.

—¿Falta mucho? —gritó Ata, dirigiéndose a los etíopes.

—Unos pocos tajos aún, señor —respondieron.

—Daos prisa: llegan las palomas.

En aquel momento Nefer que hasta entonces había permanecido en silencio sin apartar ni por un instante su mirada de Mirinri, hizo oír su voz.

—Lanzaré mi maldición sobre los mensajeros del aire —dijo Isis, la gran diosa de las hechiceras, me oirá y nos protegerá de este nuevo peligro.

Una sonrisa incrédula apareció en los labios del joven Faraón.

—Prueba —le dijo.

Nefer, cuyo hermosísimo rostro aparecía en aquellos instantes transfigurado y cuya mirada se había encendido nuevamente con aquella extraña llama que había impresionado a Mirinri, avanzó hacia la popa del pequeño velero, subió a la baranda de un salto y tendiendo los brazos hacia el torbellino de fuego que se asomaba ya por encima de las palmeras costeando las orillas del Nilo, dejando caer de cuando en cuando llamas que no se apagaban ni siquiera al llegar a los húmedos papiros, gritó con voz estridente:

—Oh Isis, gran diosa de las hechiceras, ven a mí y libéranos del peligro que amenaza al joven Hijo del Sol. ¡Ven, Horus, con tu gavilán! ¡Él es pequeño, pero tú eres grande! Él es débil, pero tú puedes darle fuerza y dispersar a esos tristes pájaros que van a caer sobre nosotros. Diosa del dolor y dios del dolor, diosa de los muertos y dios de los muertos, salvad a vuestro hijo, por cuyas venas corre sangre de Horus. Yo he entrado en el fuego, yo he salido del agua y no estoy muerta. ¡Oh Sol, haz hablar a tu lengua! ¡Oh gran Osiris intercede y desencadena tu poder! Venid todos, liberadnos del peligro, salvad al joven Faraón. ¡Dios del dolor, diosa del dolor; dios de los muertos, diosa de los muertos, socorrednos!

Al hablar así, la hechicera temblaba toda ella, como si una fuerza misteriosa agitase sus carnes. Sus largos cabellos negros, libres sobre su desnuda espalda, se entrelazaban como serpientes en torno a su hermoso cuello y sus collares y sus brazaletes tintineaban armoniosamente. Mirinri la contemplaba extrañado, preguntándose si aquella bellísima muchacha había sido creada por un dios bueno o por algún genio del mal. Pero había en su mirada algo más que extrañeza: había admiración.

—Esta muchacha vale tanto como la Faraona que me ha enamorado —murmuró de repente.

Aunque hubiese pronunciado esas palabras en voz tan baja que no podía oírle Ata que estaba junto a él, la hechicera volvió lentamente la cabeza hacia él con una sonrisa en su delicada boca.

Luego se enderezó toda mostrando sus esculturales formas, que el ligero kalasiris apenas velaba y, fijando sus ojos en las estrellas, murmuró a su vez:

—Morir, ¿qué importa? ¡Descender al reino de las tinieblas, sí, pero con un beso del Hijo del Sol en los labios!

Un gran grito salido del pecho de los etíopes, arrancó a Mirinri de su ensimismamiento e hizo sobresaltar a Ounis y Ata.

—¡El paso está abierto!

La corriente detenida hasta entonces por la masa de sett, irrumpía ruidosamente a través del canal, abierto por las segures de bronce de los hercúleos hijos del Alto Nilo.

El pequeño velero, no detenido por ninguna amarra, comenzaba a moverse entre los papiros y las hojas de loto, con un dulce rumor.

—¡A bordo! ¡Izad las velas! —tronó Ata, lanzándose hacia el timón.

—¡El viento sopla del sur! Isis ha escuchado la invocación de la hechicera.

Parecía en efecto que la diosa de las encantadoras no hubiese permanecido sorda a las palabras de Nefer, porque el torbellino de fuego comenzaba a desperdigarse, tal vez porque ya no era guiado por las flechas de fuego, puesto que los arqueros se habían detenido a la orilla del Nilo. Lo formaban millares y millares de aves, que llevaban prendida a su cola, una materia encendida, esparciendo en su derredor la luz azulada característica del azufre licuado. De cuando en cuanto un gran número de palomas, rodeadas de fuego, caían al río y aquella extraña materia incluso en contacto con el agua no dejaba de arder, crepitando entre los papiros y las largas hojas de loto. Aquel huracán de fuego pasó con velocidad vertiginosa por detrás de la popa del velero a la distancia de un tiro de arco y prosiguió su alocada carrera hacia la orilla opuesta del río gigante, iluminando fantásticamente las tinieblas. Nefer no había abandonado su puesto aunque bastantes palomas cayeron muy cerca de ella. Siempre en pie, como una maravillosa estatua de bronce, con un brazo elevado para lanzar cualquier nueva maldición, con el pecho erguido, había desafiado intrépidamente el torbellino en llamas, repitiendo:

—¡Isis! ¡Isis! ¡Gran divinidad, protege al Hijo del Sol!

Cuando aquellos puntos de fuego se perdieron en el lejano horizonte, más allá de los inmensos bosques que cubrían la orilla opuesta del Nilo, y el velero, salido ya del canal abierto con tanta fatiga, surcaba las aguas libres, se volvió hacia Mirinri, que no había cesado de mirarla.

—Estás a salvo, Hijo del Sol —le dijo.

—¿Qué poder sobrenatural posees? —Indagó el joven—. Descubro en tus ojos una llama que no tenía la hija del Faraón.

Nefer tuvo un sobresalto y su rostro se contrajo dolorosamente.

Permaneció unos momentos quieta, como inmersa en un profundo pensamiento, luego preguntó con un extraño tono de voz:

—¿De que hija del Faraón, estás hablando, mi señor?

—De aquella a la que tú predijiste el porvenir.

—¿Tú la has visto?

—También la salvé de la muerte.

—¿Cómo me salvaste a mí? —exclamó la hechicera, con un sordo sollozo—. La arranqué de las fauces de un cocodrilo y a cambio te ha quitado el corazón, ¿no es cierto, mi señor?

—¿Qué sabes tú? —preguntó Mirinri, frunciendo el ceño—. ¿Es que yo no leo el pasado y el futuro y lo adivino todo?

—¡Ah! Es cierto, me lo has dicho. Además espero tu profecía.

Nefer miró el cielo. Las estrellas comenzaban a declinar, pero en medio de ellas brillaba cerca del horizonte el cometa. Lo miró durante unos instantes, y después prosiguió como hablando para sí:

—Es aquel el que rige tu destino, mi señor. Pero debo esperar a que despunte el sol, del que descendéis todos los Faraones.

—Faltan todavía algunas horas.

Ounis interrumpió aquella conversación, pidiendo a Mirinri:

—Tú que tienes mejor vista que yo, ¿ves algo en la orilla derecha?

—No —respondió el joven después de echar una mirada rápida hacia los palmerales—. Creo que los embriagados, al ver que sus esfuerzos eran inútiles, se han retirado y estarán roncando entre las plantas alrededor de los vasos de vino de palma.

—Y nosotros aprovecharemos para encaminarnos hacia la orilla opuesta —dijo Ata, que había hecho desplegar las enormes velas. Allí están las islas que forman muchos canales y solo las habitan hipopótamos, cocodrilos, ibis y pelícanos.

—¿Podremos pasar desapercibidos?

—Creo que sí, mi señor —dijo Ata a Mirinri—. De ahora en adelante debemos tomar las mayores precauciones o Pepi nos detendrá, antes de que podamos contemplar los altos obeliscos de la soberbia Menfis. Ya se sabe que en mi barca se esconde el hijo del gran Teti y el usurpador hará lo imposible para darnos como pasto a los cocodrilos.

—Atravesaremos pues el río —dijo Mirinri— y tengamos cuidado con las emboscadas.

El pequeño velero que contaba con el viento a su favor, cortó oblicuamente la corriente, acercándose a la orilla izquierda que aparecía cubierta por colosales palmeras dum y a la que flanqueaban una espesa red de papiros y de plantas de loto.

CAPÍTULO IX. EL TEMPLO DE LOS REYES NUBIOS

Mientras la nave iba costeando, moviéndose ligeramente, empujada por una fresca brisa que soplaba del sur y que hinchaba las enormes velas, Mirinri, que no sentía ningún deseo de ir a descansar, después de tantas emociones, se había sentado en la caja de popa, abandonándose a sus fantasías. ¿Pensaba acaso en los bellos ojos de la joven hija del Faraón, que había salvado de las aguas de aquel río y que durante muchas noches había turbado sus sueños o en las futuras grandezas hacia las que se encaminaba con ánimo decidido dispuesto a todo, con tal de conquistarlas? Tal vez solo la hechicera que se había acurrucado a breve distancia de él, sobre una alfombra de hojas de papiro entrelazadas y lo contemplaba atentamente con una profunda mirada, magnética, habría podido decirlo. Enroscada sobre sí misma como una serpiente, con sus brazos desnudos apoyados sobre la alfombra y que de cuando en cuando movía haciendo tintinear los numerosos brazaletes de oro, la cabeza erguida, como una leona al acecho que intenta sorprender el mas pequeño ruido que le indique la presencia de una presa o de un enemigo, seguía los diversos detalles que manifestaba el rostro del joven Faraón.

De cuando en cuando un sobresalto sacudía su cuerpo ondeando el ligerísimo kalasiris y sobre su frente aparecía una sombra. Mirinri, inmerso en sus pensamientos, parecía que ni siquiera se hubiese dado cuenta de la presencia cercana de la hechicera. Pero sea porque la mirada de la joven le penetrase hasta lo profundo de su alma o bien alguna otra cosa, de cuando en cuando involuntariamente giraba lentamente su cabeza hacia ella y hacia un gesto como para alejar aquella sombra que se le aparecía.

La barca, entre tanto, iba descendiendo lentamente por el Nilo; las velas batían bajo los golpes irregulares de la brisa nocturna, las largas vergas crujían, topando contra los palos y las cuerdas producían ruidos extraños. Algún ibis que dormitaba entre los papiros o sobre las largas hojas de loto, raseando las aguas y emitiendo un grito de pánico, desaparecía entre las palmeras que proyectaban obscuras sombras en la orilla. Nadie hablaba a bordo. Los etíopes, apoyados en las barandas, escrutaban atentamente las tinieblas, Ounis y Ata, sentados en proa, miraban ante sí, sin intercambiar palabra alguna. El primero tenía los ojos puestos en el cometa que iba a desaparecer detrás de los grandes árboles; el segundo observaba el agua.

De pronto Mirinri se movió y pareció acordarse de la presencia de Nefer.

—¿Qué haces aquí, muchacha? ¿No vas a descansar?

—El Hijo del Sol no duerme —respondió la muchacha con una voz tan dulce que pareció al joven Faraón como una música lejana.

—Yo soy un hombre acostumbrado a las largas vigilas del desierto —respondió Mirinri.

—Y yo debo aguardar a que aparezca el sol para predecir tu buena o mala suerte, mi señor.

—¡Ah! Se me había olvidado —dijo el joven, sonriendo—. La estatua de Memmón resonó cuando la interrogué: la flor de la resurrección de Osiris abrió sus corolas cuando le rogué. ¿Cuál será tu profecía? ¿Buena o mala?

—Lo dirá el primer rayo de sol —respondió Nefer—. Es él quien debe inspirarme.

Mirinri permaneció un momento quieto, después prosiguió:

—¡Ah! Tú tienes que decirnos todavía quién eres, de donde vienes y porque los devotos de Bast querían matarte.

—¿Qué siniestra historia te rodea?

La hechicera lo miró sin responder, con una cierta angustia que no escapó al joven Faraón.

—Incluso nosotros —prosiguió Mirinri— no sabemos todavía si eres una amiga o una enemiga.

—¡Enemiga yo! —Exclamó Nefer, con dolor—. ¿Enemiga de mi señor, que me ha arrancado de manos de aquellos miserables?

Se levantó, mirando primero las estrellas, luego las plácidas aguas del Nilo que murmuraban suavemente entre las raíces y las hojas de loto blanco o rosáceo; después tendiendo la mano derecha hacia el sur, con un gesto trágico dijo:

—He nacido allá, en la negra Nubia, donde los grandes ríos rinden su tributo a las aguas del majestuoso Nilo. Mi padre no era de estirpe divina como el tuyo, mi señor, ni siquiera era un gran jefe, y mi madre era una sacerdotisa del templo de Kintar. Mi juventud se pierde en las brumas del sagrado río. Recuerdo vagamente vastos palacios brillantes por el oro; templos inmensos; obeliscos tan altos que cuando el huracán soplaba parecía que tocasen las nubes; guerreros negros como el ébano armados con segures de piedra y con arcos, que obedecían a mi padre como si fuesen esclavos. Me parece que fui feliz. Siendo niña, nadaba en el gran río o surcaba las aguas en barcas doradas. Las mujeres tañían junto a mí no sé qué clase de instrumentos y me servían puestas de rodillas. Un día triste todo desapareció: pueblo, padre, guerreros, grandeza, poderío. Una avalancha de hombres procedente del Bajo Egipto pasó como un huracán devastador por mi país y lo arrasaron todo. Eran los egipcios del delta que invadían Nubia: eran los guerreros de Pepi, el usurpador.

—¡El usurpador! —Exclamó Mirinri—. ¿Qué sabes tú de él?

—Todo el Bajo y Alto Egipto habla de ese hombre y se murmura que el hijo de Teti fue raptado por una mano amiga por temor a que Pepi lo matara y que está vivo.

—¡Ah! —Dijo el joven Faraón—. Sigue, Nefer.

—Mi padre murió al frente de sus guerreros, mientras defendía desesperadamente su territorio contra fuerzas diez veces superiores y su cuerpo, cosido a heridas, fue arrojado como pasto de los voraces cocodrilos del Nilo. Su pueblo fue dispersado, sus aldeas quemadas y las mujeres y los niños hechos esclavos en Menfis.

—¿Y tú también?

—Sí, mi señor, pero apenas mi madre murió agotada por la terrible fatiga que le hacía soportar su cruel dueño, escapé en una barca que remontaba el Nilo y viví echando la buenaventura o tañendo en las fiestas el ban-it (arpa).

—Pero eso no me aclara el motivo por el cual querían matarte —dijo Ounis que se había acercado silenciosamente y que había oído las últimas palabras de la muchacha.

—Querían hacerme sufrir también a mí el cruel trato infligido al primer hombre al que amé —dijo Nefer.

—¿Quién fue? —preguntó Mirinri.

—El patrón de la barca que me ayudó a escapar —respondió la hechicera con un suspiro. Era un joven leal y valeroso, que me amaba ardientemente, pero me parecía demasiado pobre para mí, que procedo de una casta elevada. Se me puso en la cabeza la idea de valerme de aquel joven desventurado para recuperar el país arrebatado a mi padre. Una tarde fui a verle a la orilla del Nilo para hacerle partícipe de mi proyecto. Él me había hablado con frecuencia de un templo maravilloso, que se alzaba en medio de un espesísimo bosque que cubría una gran isla del río y que se decía contenía tesoros incalculables, acumulados por los antiguos reyes de Nubia. Yo contaba precisamente con aquellas riquezas fabulosas para armar a los esclavos y asalariar a guerreros para que me ayudasen a expulsar a los egipcios que se enseñorearon de las tierras que me pertenecían. Pero había sido además que, de todos aquellos que se habían aventurado en aquella isla para descubrir aquel templo, según contaban, nadie había vuelto. ¿Habían sido devorados por las fieras que infectaban aquella oscura selva o bien había guardianes que vigilaban las riquezas de los antiguos reyes nubios? Hasta ahora nadie ha podido confirmar nada. Obsesionada pues por el deseo de apoderarme de aquellos tesoros, expuse a mi amado mis intenciones. Aquella tarde estaba solo en la barca, porque había enviado a tierra a todos sus hombres. Como era costumbre en él estaba serio y pensativo, porque ardía de amor por mí y contemplaba distraídamente la puesta del sol que lanzaba sus últimos rayos oblicuamente como una lluvia de oro, sobre las fangosas aguas del río. Le expuse mi proyecto, declarándole sin ambages que solo me casaría en las tierras de mi padre libres de egipcios o nunca. Él me escuchó en silencio y, luego, cuando hube terminado, se levantó diciéndome con voz decidida: «Se cumplirá tu voluntad; yo iré a apoderarme del tesoro de los reyes nubios y con ese oro armaré un ejército».

Adiós, Nefer, luz de mis ojos. Si dentro de ocho días no me ves volver querrá decir que la diosa de la muerte me habrá cubierto con sus negras alas y serás libre de escoger a otro hombre. Arranqué de la orilla una hoja de loto y se la di diciéndole: «Tómala y guárdala como un recuerdo mío. La he besado y la he puesto sobre mi corazón, te dará valor». Al día siguiente mi prometido desembarcaba en las playas de la isla misteriosa. Atravesó el bosque sin encontrar a nadie, ni a hombres ni a animales y se encontró, muy pronto ante un templo enorme cuya puerta estaba abierta. Ni siquiera tuvo un momento de inquietud. Entró en una sala inmensa pavimentada con baldosas blancas y negras que tenían en incisión dibujos de hojas de loto e ibis con las alas desplegadas. Allá dentro reinaba una semioscuridad y de rendijas invisibles fluían nubecillas de humo fuertemente impregnadas de un perfume muy penetrante.

—¿Pero, cómo conoces tú esos detalles? —preguntó Ounis, que seguí con vivo interés aquella extraña historia.

—Lo supe por mi amado durante sus escasos momentos de lucidez —contestó Nefer.

—¿Así que no murió? —inquirió Mirinri.

—Aguarda y escucha, mi señor.

—Continúa pues.

—Mi prometido examinó las paredes, sin hallar puerta alguna y descubrió finalmente una lápida de mármol negro en la que se hallaba cincelada una flor de loto. Instintivamente puso un dedo sobre aquella flor y la piedra giró de pronto sobre sí misma dejando ver un estrecho corredor en cuyo extremo brillaba una luz vivísima. Él era un hombre de valor a toda prueba y además la idea de poder llevar a cabo la promesa que me había hecho lo animaba a cualquier riesgo. Entró pues en el corredor y desembocó en otra sala, rodeado por una triple hilera de columnas que se perdían en una oscuridad misteriosa. Pero en el centro una luz verduzca nacía del suelo permitiendo distinguir a mi prometido grandes vasos de bronce, colmados hasta su boca de oro, esmeraldas, rubíes, zafiros y turquesas. En un extremo y sobre un gran pedestal había dos esfinges que parecían de oro macizo y cuyos ojos estaban formados por grandes rubíes. Mi prometido se detuvo, no atreviéndose a hundir sus manos en aquellos vasos, pero después como empujado por una fuerza misteriosa subió al pedestal y pasó entre los dos leones. Un tenderete parecía esconder una nueva maravilla. Lo levantó con las manos temblorosas y un grito de estupor, de admiración y al mismo tiempo de temor escapó de sus labios. Junto a un gran vaso de plata, en cuyo centro ardía una llama roja, surgió de improviso una joven mujer de una belleza extraordinaria. Un ligero velo, bordado con zafiros y esmeraldas, cubría su cuerpo delicado y flexible, sus brazos estaban adornados de gruesos brazaletes y su frente, a la que llegaba una cabellera negra como el ébano, estaba adornada por una esmeralda de un esplendor y un grosor increíble.

Nefer se detuvo. Llevó involuntariamente su mano derecha hacia su frente y alzó los cabellos que le llegaban casi hasta los ojos. Ounis y Mirinri, que la miraban atentamente, vieron brillar bajo su cabello como un fulgor verdoso. Lo proyectaba una gruesa piedra, tal vez una esmeralda semejante a la que llevaba la misteriosa joven que apareciera junto al vaso de plata, en cuyo centro flameaba la llama roja. Nefer que posiblemente se había dado cuenta de la sorpresa, no les dio tiempo de hacerle ninguna pregunta.

—Mi prometido —prosiguió— con los ojos atónitos por aquella visión maravillosa que rebasaba en esplendor todo lo que había podido soñar, se dejó caer lentamente de rodillas, tendiendo sus manos hacia la aparición radiante e inmóvil, que lo cautivaba con una mirada penetrante como la punta de una espada. En aquel instante se había olvidado de mí y sus juramentos de amor se habían diluido. Ya no miraba las inmensas riquezas que debían servir para liberar las tierras de mi padre de los guerreros de Pepi; aquella mujer era el tesoro incalculable, que valía miles vasos. Apenas se puso de rodillas ante aquella aparición divina, cuando sintió posarse una mano en su espalda. Detrás suyo ocho sacerdotes, envueltos en largos vestidos, con luengas barbas blancas, estaban en pie rígidos e implacables. Uno de ellos, aquel que lo había tocado, le dijo, doblegándolo hasta el suelo con fuerza sobrehumana: «Tú has querido ver y has visto. ¿Cuál deseas de todos los tesoros encerrados en este templo? ¿Es el oro, el dueño del mundo o son las piedras preciosas, resplandecientes de luz, de esplendor fulgurante que atraen a las muchachas? Habla y elige». Obcecado en su contemplación mi prometido tendió las manos hacia la muchacha divina, que seguía en pie ante el gran vaso de plata. Iluminada por los rojos reflejos de la llama. «Es ella, la que yo quiero», exclamó el desgraciado. Nefer no es nada comparada a ti, yo ya la he olvidado. Reina de la belleza, mis ojos de ahora en adelante no verán nada más que a ti, divinidad descendida a la tierra. No deseo ni piedras preciosas, ni oro que es el que mueve al mundo; deseo solo que me sea permitido contemplar continuamente tu belleza radiante, oh muchacha divina. Preferiría no ver más la luz del día, antes que cesar de admirarte. La joven hizo un gesto, después dijo: «Que se cumpla tu voluntad. Tu respuesta te salva la vida, porque has preferido mi belleza, perfección eterna, a las inmensas riquezas acumuladas en este templo, durante siglos y siglos por los antiguos soberanos del Alto Nilo. Pero tú ignoras que aquellos que quisieron verme no regresan a menos que sean Hijos del Sol, Faraones. Más afortunado que aquellos, tú regresarás al mundo, pero no podrás ver otras maravillas, ni explicar a nadie lo que has visto. Ven, admírame antes, llena bien los ojos de mi belleza divina, luego entrarás en la oscuridad hasta el resto de tu vida». Mi prometido, arrodillado ante la radiante visión parecía no oírla. Todo su espíritu se hallaba concentrado en sus ojos, que tenía fijos en aquella maravillosa belleza. De pronto un grito terrible le salió del pecho. Uno de los sacerdotes había tocado sus ojos con un bidente de bronce al rojo vivo, diciéndole después con voz irónica «En la noche que de ahora en adelante te envolverá vas a tener siempre presente la visión soberbia de la belleza eterna, que tú supiste apreciar mejor que los tesoros encerrados en este templo de los antiguos reyes nubios. Incluso en tu muerte, tendrás para ti solo la imagen divina de aquella que has contemplado y su recuerdo te hará palpitar para siempre el corazón». ¿Qué es lo que ocurrió después? Yo no te lo sabría decir, mi señor —prosiguió la hechicera—. Algunos días después mi prometido fue acogido, por un amigo suyo que pasaba por azar, cerca de la isla maldita con su barba, mientras andaba errante por la playa. Estaba ciego y loco y no hablaba de otra cosa más que de la visión divina en el templo misterioso. Esa es la razón por la cual los adoradores de Bast, querían hacerme sufrir a mí también el castigo de la ceguera, para vengar a su compañero.

—¿Vive todavía aquel desgraciado? —preguntó Ounis.

—No —respondió la hechicera—. Un día creyendo oír la voz de la visión divina surgir de las aguas del Nilo, se echó al agua y los cocodrilos lo devoraron.

Ounis hizo un gesto de rabia.

—¿Qué sucede? —preguntó Mirinri a quien no había escapado aquel acto.

—Años atrás yo oí hablar de aquel templo maravilloso. Era la época en que las legiones caldeas irrumpieron en nuestro país y el estado no poseía de dinero para armar nuevos ejércitos. Un hombre que tal vez sabía dónde se encontraba aquella isla y probablemente no ignoraba en qué bosques se ocultaba el tesoro de los antiguos reyes de Nubia, propuso mandar a gente de confianza para apoderarse de aquellas riquezas. Las vicisitudes de la guerra impidieron a Teti ocuparse de aquella empresa y nunca más se habló de ello. Tal vez tu padre no creyera en aquella historia.

—¿Y quién fue a tratar de ello? —preguntó Mirinri.

—Pepi, el usurpador.

—¿Mi tío?

—Sí, el mismo. Si se pudiese saber dónde se encuentran aquellas riquezas, sería de enorme utilidad para nuestros proyectos futuros. El oro es la base de la guerra y el que poseemos tal vez no baste para batir a las fuerzas de aquel hombre.

Al oír aquellas palabras un fulgor brilló en las pupilas negrísimas de la hechicera. Miró a Ounis y luego a Mirinri que se mostraba pensativo y preocupado; luego dijo:

—Pero yo sé donde se encuentra aquella isla.

—¿Tú? —exclamaron al unísono Ounis y Mirinri.

—Sí, mi prometido me lo dijo.

—¿Está lejos? —preguntó Ounis.

—Menos de lo que tú crees, sacerdote.

—¿Estás segura?

—Sabría guiarte con los ojos vendados, porque después de la locura de mi prometido, ha quedado en mí la idea de apoderarme de aquel tesoro. ¿Queréis venir?

—¿Sabes tú, ante todo, quién habita en aquel templo? —preguntó Mirinri.

Nefer, en lugar de responder, se puso en pie, mirando hacia oriente. Las tinieblas habían desaparecido, las estrellas iban a diluirse ante la brusca invasión de la luz y el astro radiante iba a aparecer.

—¡El sol, la gran alma de Osiris! —exclamó—. Es el momento de la profecía. Acerca tu frente, hijo de la luz eterna que nunca se oscurece ni de día, ni de noche y que brilla siempre en la profundidad del cielo.

Mirinri se había levantado sonriendo burlonamente.

—Aquí tienes mi cabeza —dijo. ¿Qué quieres arrancar de mi cerebro?

—Quiero leer tu destino —afirmó Nefer.

—Prueba.

La hechicera miró el sol, que comenzaba a aparecer en aquel momento por encima de los palmerales que cubrían la orilla del majestuoso río. Daba la impresión de que sus ojos no sufrían con la intensa luz que se reflejaba sobre las aguas del Nilo.

—¡Seb —gritó con voz estridente— tú que representas nuestra tierra! ¡Nout que personificas las tinieblas! ¡Nou que eres el emblema de las aguas! ¡Neftys que proteges a los muertos! ¡Ra, que eres el disco solar! ¡Hopi que representas al Nilo! ¡Y tú, gran Osiris, en cuyo corazón late el alma del sol, inspiradme! Thoth, el dios que tiene la cabeza de ibis, el pájaro sagrado, que es el inventor de todas las ciencias; Logas que personificas a la razón, que ayudas con tus consejos y que eres la fuerza creadora dadme la fuerza para predecir el destino a este joven Faraón.

Nefer miraba al sol con los ojos abiertos como si los rayos no le molestasen en las pupilas y se hallaba dominada por un fuerte temblor. Se estremecían todos sus miembros y sus piernas a partir de las caderas; parecía incluso que sus largos cabellos negros eran presa de extraños estertores. Se mantuvo durante unos instantes erguida, en una posición impresiónate de cara al astro diurno que se alzaba majestuoso por encima de las palmeras, toda ella envuelta por una luz dorada. De pronto se llevó las manos a los ojos y se los tapó.

—Veo —dijo con voz trémula— a un joven Faraón que derroca a un rey y a un viejo que le exige que le mate. Veo a una hermosa muchacha, como un sol cuando ilumina el horizonte al ponerse y lanza sus últimos rayos sobre las aguas del Nilo. Veo una niebla ante mí. ¿Qué misterios envuelve? Oh velo impenetrable, apártate. Pero no lo hace, sigue siendo espeso, espeso. ¿Por qué no lo puedo abrir? ¿Es que mi poder de hechicera, hija de una gran hechicera nubia, me va a faltar en este momento? ¡El joven Faraón avanza, alto, alto, victorioso sobre todo y sobre todos! ¡Ah! ¡Maldita estrella! ¡Será perjudicial para alguien! ¡Veo a una muchacha que llora y sus lágrimas se tornan en sangre…! ¡Osiris! ¡Gran Osiris, deja que vea su rostro! ¡Es una muchacha que muere y de su pecho destrozado veo manar una lluvia roja… el Faraón será fatal para alguna…! ¡Todo ha terminado!

Nefer, como si de repente le hubieran faltado sus fuerzas, vaciló para caer entre los brazos de Mirinri, que estaba tras ella.

Con aquel contacto, el cuerpo de la hechicera tembló todo, como si hubiese recibido una descarga eléctrica y también el del joven Faraón sintió un estremecimiento.

Ounis que presenciaba la escena, arrugó su frente, pero solo fue un momento.

—Mejor que sea la hechicera de Nubia la que inquiete el corazón de Mirinri y no la Faraona —murmuró—. ¿Quién sabe lo que nos guarda el destino?

Con un gesto llamó a unos etíopes.

—Llevad a esta muchacha a un camarote —dijo—. Necesita descanso.

Los remeros se llevaron a Nefer, que parecía adormecida y la entraron en el camarote de popa.

—¿Qué es lo que piensas de la profecía de esa muchacha? —preguntó el sacerdote a Mirinri, que parecía haber vuelto a caer en sus meditaciones.

—No sé si debo creerla —repuso el joven.

—¿Qué dice tu corazón?

Mirinri se mantuvo durante unos momentos inquieto, después repuso:

—Su sueño me parece demasiado hermoso. ¡Poderío y gloria! Me parece demasiado.

—¿Crees ahora que eres el verdadero Hijo del Sol? Resonó la piedra de Memmón; abrió sus corolas la flor eterna de Osiris; habló la hechicera.

—Sí, no tengo ninguna duda de que corre por mis venas la sangre del vencedor de las legiones caldeas. ¿Pero quién debe ser esa muchacha a la que voy a ser fatal? ¿La primera mujer a la que vi y que salvé de la muerte?

—¿Es que piensas siempre en ella?

—Sí, continuamente —respondió Mirinri con un suspiro—. Aquella muchacha que desciende al igual que yo del sol, me ha enamorado.

—¡Una enemiga!

—¿Quién sabe?

—Que tú deberías odiar.

—Calla, te lo suplico, Ounis. Mi destino todavía no ha escrito su última página.

CAPÍTULO X. LA BARCA DE LOS GATOS

El pequeño navío proseguía descendiendo por el Nilo. Mirinri, sentado en el alcázar del buque, parecía haberse olvidado ya de la profecía de la hechicera. Con la cabeza apoyada entre las manos, miraba siempre ante sí, como si la visión de la Faraona, que había arrancado de las temibles fauces del cocodrilo se hallase siempre ante él. Ounis, apoyado en la barandilla, miraba distraídamente las aguas del río y no hablaba. Los etíopes, en pie cerca de los palos de las enormes velas, no se distraían en espera de que algún golpe de viento les obligase a una nueva maniobra. Tampoco Ata, que estaba apoyado en la baranda de proa, pronunciaba ninguna palabra.

Desde la orilla y de los bancos de arena, cubiertos de papiros, bandadas inmensas de ibis se elevaban, saludando al sol con prolongados chillidos. Pasaban en grupos numerosísimos a través del puente del pequeño velero, con sus largas patas tendidas y el cuello más estirado todavía, como para desear un buen día a los etíopes de Ata, seguros de su impunidad, que por otra parte ¿quién hubiera querido importunar? ¿Quién hubiera sido el atrevido que habría lanzado sobre aquellas aves una flecha? En aquellos tiempos lejanos eran pájaros sagrados, a los que cualquier súbdito del Faraón respetaba e incluso aquellos volátiles tenían un dios: Thoth. Pero es muy posible que los antiguos egipcios los hubieran consagrado por un motivo más importante, probablemente por las mismas razones por las cuales los ingleses muchos centenares de años después prohibieron la destrucción del marabú en la India y los mejicanos y los pueblos de América meridional hicieron respetar el urubus como aves valiosas y necesarias para la salud pública. Porque en efecto sería terrible si Egipto no tuviese sus ibis, si en las llanuras del Ganges, en la India faltase el marabú gigante y en las llanuras mejicanas y las ciudades sudamericanas no contasen con los urubus. Estas tres aves son verdaderos salvadores que tienen una sola misión; la de devorar todas las carroñas e inmundicias, que bajo aquellos climas tan calurosos podrían propagar terribles enfermedades contagiosas.

Los servicios que proporcionaba el ibis, especialmente en el pasado, eran tan apreciados por los Faraones que no tardaron en convertirlos en aves sagradas, y más todavía porque con su presencia anunciaban las benéficas y periódicas inundaciones del Nilo. A las fecundas irrupciones del gigantesco río, la superstición egipcia anunciaba siempre el ibis, que se dejaba adorar dócilmente contentándose por su parte con alimentarse de gusanos, lagartos, serpientes, sapos y las carroñas que los desbordamientos arrastraban y que dejaba esparcidos por los campos. Perdida la fe, el pájaro sagrado batió sus alas y emigró. En la actualidad solo se le encuentra en el Alto Egipto, donde se ha retirado como a un santuario.

Entre el escepticismo religioso moderno y sus adeptos ha puesto una barrera: la gran catarata del Nilo. Su altar es el barro de la orilla, donde entierra su pico, causando verdaderas hecatombes entre los insectos y los perjudiciales reptiles. No es más que una simple zancuda pero en ocasiones se diría que se acuerda de haber sido algo importante. Sacude sus empenachadas alas y mueve su venerable cabeza, como diciendo: «En otra época fui un dios».

El velero avanzaba dulcemente movido por una débil brisa que soplaba irregularmente. Ata había dejado su lugar en la proa para manejar el largo remo que servía de timón y guiar personalmente la nave ya que en aquel lugar el Nilo se hallaba sembrado de islotes, poblados por papiros altísimos que formaban verdaderos bosques. Antiguamente el curso de aquel soberbio río estaba cubierto de papiros, planta que en la actualidad se halla prácticamente desaparecida y que, con razón, los egipcios de aquella época consideraban como muy valiosa. Y probablemente no andaban equivocados porque de ella obtenían muchas cosas útiles. En efecto, de las partes inferiores, cortadas junto a las raíces obtenían un alimento con el que se saciaban las clases humildes; con las hojas fabricaban cestos, abanicos y muchos otros objetos por el estilo; con las fibras hacían una especie de papel o mejor aún unas hojas de treinta centímetros por cinco o seis; con las vainas, sobrepuestas en estratos se apañaban sus sandalias. Uniendo sus flexibles troncos obtenían barcas ligeras, que bastaban para atravesar el río. En resumen, era juntamente con el loto, la planta nacional.

Durante un par de horas el pequeño velero siguió enfilando los canales formados por aquella multitud de islotes y mas tarde desembocó en un lugar abierto. El gran río se movía, serpenteando entre dos líneas de árboles que apenas se distinguían, debido a la enorme anchura que había entre una y otra orilla.

—Creo que por ahora no tenemos que temer nada, mi señor —dijo Ata, dirigiéndose a Mirinri—. Era entre aquellas islas que sentía temor por alguna trampa En estas aguas abiertas no estamos expuestos a una emboscada.

—¿Y cuándo llegaremos a Menfis? —preguntó el joven Faraón, agitándose.

—Depende del tiempo, mi señor, y además no debemos apresurarnos. Ya debe haberse dado la voz de alarma y por eso debemos avanzar con infinitas precauciones.

—¿Es que nos espían?

—Es muy probable. Estoy seguro que, bajo los árboles que cubren las orillas, hay ojos que nos siguen para saber adónde vamos.

—¿Y no hay modo de engañar a esos espías?

—Tal vez, cuando lleguemos a los canales del delta. Allí nos será fácil despistarles. En las islas pululan los reptiles y cocodrilos y pobre de l que se atreva a pasar por aquellos bancos, que cubren el loto y los papiros.

—Existe, creo, un modo para engañarlos —dijo Ounis que hasta aquel momento había permanecido silencioso.

—¿Cuál? —pidió Ata.

—Hacerles creer que no es Menfis nuestra meta, sino la isla misteriosa que encierra entre sus bosques el templo de los antiguos reyes nubios. Ya que si se dice que ningún hombre que se haya aventurado en aquella tierra ha regresado vivo, podrán creer así en nuestra muerte. Nefer sabe donde se encuentra aquella isla: vayamos. Engañaremos a los espías de Pepi y, si es cierto que allí hay riquezas fabulosas, conquistaremos un buen botín, para la guerra que vamos a emprender contra el usurpador. En el encuentro con esta extraña muchacha presiento algo sobrenatural.

—Eso creo yo también —replicó Ata—. Es el destino quien nos la ha mandado.

Una risa estridente hizo volver la cabeza a los tres hombres. Nefer se hallaba detrás de ellos mirando a Mirinri con sus ojos penetrantes, animados continuamente por aquella llama que parecía querer fundir el corazón de aquellos que la miraban.

—¿Por qué te ríes, Nefer? —preguntó el joven Faraón.

—Porque creéis que existe en mí algo divino —respondió la muchacha.

—Si no en tu cuerpo, por lo menos lo hay en tus ojos, Nefer —le argumentó Mirinri—. Yo no sé porqué cuantas veces me miras, me parece que un rayo ardiente me llega al corazón y me turba.

—No te miraré más, mi señor, si eso te molesta.

—¡Oh, no, muchacha! Ese rayo no me causa daño, ni me arrancará la dulce visión que vive siempre en mi interior.

Nefer tuvo un ligero sobresalto, que escapó a Mirinri y una tristeza infinita apareció en su hermoso rostro. Arregló con un movimiento nervioso sus cabellos y después de haber mirado el Nilo, dijo:

—¿Quieres que te conduzca pues a aquella isla donde se encuentran los tesoros de los antiguos reyes nubios? Quiero hacer una proposición.

—¿Por qué? —preguntó Mirinri.

—Para vengar a mi prometido y para dar al futuro Faraón medios para reconquistar el trono de sus antepasados.

—Me parece, muchacha, que tú sabes demasiadas cosas que nos atañen —dijo Ounis, mirándola con cierta sospecha.

—¿Es que no soy una adivina? —replicó la muchacha.

—Una adivinadora maravillosa ciertamente —le contestó el sacerdote— que descubre los secretos mejor ocultos.

—Hazle predecir tu destino, Ounis —dijo Mirinri.

El anciano meneó la cabeza, luego respondió con voz decidida:

—No.

—¿Es que tienes miedo?

—Ya soy viejo y si me anunciasen una muerte cercana, ¿qué me importaría? Me sabría mal por ti únicamente, ya que te debo conducir a la victoria y a la venganza.

Luego, cambiando bruscamente de tono, preguntó:

—¿Está lejos esa isla?

—Te voy a decir que no la veremos antes de dos días de navegación. Se levanta allí donde el Nilo es más ancho, después de Khibon (el actual poblado de El-Hibik).

—¿La región está totalmente deshabitada alrededor?

—Sí, porque todos tienen miedo de los misteriosos habitantes que ocupan aquel templo maravilloso.

—¿No sabes quiénes son? —preguntó Mirinri.

—Dícese que son los espíritus de los reyes etíopes y de sus grandes sacerdotes.

—Seres difíciles de vencer si fuese verdad.

—¿Es que no estoy yo? —Dijo Nefer—. Lanzaré contra ellos un poderoso conjuro que los hará inocuos. Has visto como he podido desviar a las palomas incendiarias; de la misma manera que me han obedecido las aves, me obedecerán también las sombras de los reyes nubios y sus sacerdotes.

—¡Extraña muchacha! —Exclamó Mirinri—. Uno no conseguirá nunca entenderte.

Una indefinible sonrisa apareció en los labios de Nefer, pero pasó como una sombra por su frente y un leve suspiro se le escapó, a duras penas reprimido.

—Seguid siempre la margen izquierda hasta la altura del gigantesco obelisco de Nofirker, el séptimo Faraón de la segunda dinastía. Allí se abre el canal que conduce a la isla del tesoro de los etíopes.

Se sentó junto a Mirinri y ya no habló más. También el joven se hallaba silencioso y parecía que ya no pensaba más que en la misteriosa tierra.

El pequeño velero había entonces atravesado el río nuevamente, que en aquel lugar media poco más de tres millas de anchura y seguía la margen izquierda, manteniéndose a algunos centenares de distancia de la playa. De cuando en cuando grandes bancos formados por lotos blancos y azules lo obligaban a desviarse, apareciendo entre aquel follaje los bajos fondos.

A aquellas plantas los antiguos egipcios dedicaban un verdadero culto. Eran para ellos flores muy apreciadas y las empleaban muchísimo en las fiestas y en los funerales. En efecto, se han encontrado en gran número disecadas y reunidas en forma de coronas, en todas las tumbas, en el interior de las pirámides así como dentro de los nichos de los grandes personajes, juntamente con el libro de los muertos, como llamaban a los papiros funerarios, aquellos rollos de quince metros de largo, en los que con tinta roja y negra y adornos de dibujos de variados colores se recordaban los hechos mas sobresalientes de la vida del muerto. El papiro y el loto ya eran las plantas nacionales de los Faraones y gozaban de igual estimación. Empleaban aquellas plantas en medicina como refrescantes, comían ávidamente sus semillas, excluyendo esos productos del loto rosado, que estaba prohibido a todos, ricos y pobres, porque dicha flor se hallaba consagrada al dios solar por el motivo curioso de que aquella, cuando el astro divino va a aparecer, las fibras interiores se contraen y lo sumergen en las aguas. Las damas egipcias sentían una verdadera veneración por él, semejante a la que tienen las mujeres del Japón por el crisantemo. En sus visitas se adornaban con ellas y las sostenían en su mano y no es raro ver todavía, sobre todo en los monumentos construidos en la época de Ramsés a mujeres envueltas en una especie de diadema de forma espiral, que las envuelven por completo con flores de loto.

Cuando la barca guiada por Ata raseaba por aquellos bancos cubiertos por aquellas maravillosas flores, nubes de pájaros acuáticos se elevaban con gritos ensordecedores y, a través de las largas hojas, aparecían monstruosas cabezas de cocodrilos, molestados en su reposo o enormes cabezas de colosales hipopótamos. Estos dos peligrosos animales, hoy casi desaparecidos en el bajo y medio curso del Nilo, eran abundantísimos en la época de los Faraones y de modo especial los intrincados canales del delta se hallaban infectados, aunque entonces tampoco los cazadores egipcios perdonasen a los hipopótamos para impedir a estos voraces devoradores de cereales destruir los campos cultivados.

Montados en ligerísimas piraguas de sencillos papiros estrechamente atados, los rodeaban con gran valentía, en cuanto se presentaba la ocasión y con fuerte arpones, atados a sólidas cuerdas les daban muerte en gran número, aunque en algunos sitios aquellos grandes animales fuesen arados bajo el nombre de dab. Es extraño sin embargo que los antiguos egipcios no tuviesen mucha afición a la carne de aquellos animales, que resultaba ser dura y fuerte, y casi ni siquiera comestible, mientras que todas las poblaciones africanas la encontraban no menos gustosa que la del cerdo, opinión compartida por muchos viajeros europeos que han podido catarla. ¿Es que los antiguos egipcios tenían otros gustos o que los hipopótamos han mejorado el sabor de su carne? Resultaría difícil decirlo.

Ni los etíopes, ni Ata se preocupaban por la presencia de aquellos monstruos, considerando la barca suficientemente sólida para ser atacada y hundida, ya que los armadores egipcios también en aquellos tiempos utilizaban espesas maderas en la construcción de sus navíos. Toda su atención se aplicaba a los bancos, que se multiplicaban siendo el Nilo uno de los ríos mas caprichosos de la tierra. Puede decirse que en cada crecida su curso se modificaba aquí y allí y donde antes existía bastante fondo para dejar paso a las naves, frecuentemente no se encontraba siquiera unos pies de agua profunda. Ya el sol iba a ponerse nuevamente y los navegantes se aprestaban a conducir la barca hacia la orilla para cenar entierra, no atreviéndose a avanzar antes de que hubiese salido la luna, cuando Ata que sospechaba continuamente en una nueva trampa, indicó una barca armada de una sola vela, que descendía el río a través de los islotes, siguiendo la misma ruta que mantenían ellos.

Aunque la compañía de otro velero en aquel río nada tuviese de raro, al temer los súbditos de l Faraón frecuentes relaciones con los nubios y los etíopes, sin embargo el conspirador arrugó la frente diciendo:

—Quisiera saber por qué aquella barca sigue la margen izquierda del Nilo, mientras que en la derecha la corriente es más fuerte y las aguas están expeditas.

Mirinri y Ounis se levantaron mirando en la dirección que había indicado Ata.

—¿Qué es lo que temes de aquella barca que, en su aspecto, no alcanza la mitad de la nuestra y que no tendrá mas que un mezquino equipo? —preguntó el joven Faraón.

—Podría estar tripulada por emisarios de Pepi, decididos a todo y dispuestos a jugarnos alguna mala pasada —respondió el egipcio.

—Y la prudencia no sobra en las condiciones en que nos encontramos —añadió Ounis.

—¿Qué es lo que decides? —preguntó Mirinri.

—Detenernos aquí —respondió Ata—. El fondo me parece apto y estamos protegidos de la orilla por una serie de bancos repletos de cocodrilos. Nadie se atrevería, y menos de noche, a atravesarlos.

Los etíopes, que aguardaban sus órdenes, a una señal hundieron dos pesadas piedras atadas a una cuerda, que en aquella época servían de ancla, y se apresuraron a amainar las velas sobre el puente.

—Cenaremos en cubierta —dijo Ata, cuando concluyó la maniobra—. Así podremos seguir los movimientos de aquella nave, que me parece tiene la intención de anclar cerca de nosotros.

La cena fue rápida, ya que los antiguos egipcios no eran menos frugales que los actuales.

Mientras que éstos, y nos referimos al pueblo, se contentan con un plato de habas o de lentejas, legumbres que a su vez estaban prohibidas en tiempo de los Faraones, ignorándose el motivo, los antiguos quitaban su hambre con semillas de loto blanco, raíces de papiro, de perejil y de otros vegetales recolectados por lo general en las plantas acuáticas del Nilo.

Solo en las grandes ocasiones se permitían el lujo de hacer en sus poco surtidas mesas algunas grullas de Numídia, volátiles que habían logrado domesticar con grandes esfuerzos y que reunían en manadas numerosas para llevarlas a pastar a los campos, guiándolas con fuertes golpes de bastón propinados en sus largas patas.

Concluida la cena con algunos sorbos de cerveza, Mirinri, Ata y Ounis se pusieron a observar tras la escotilla, mientras que los etíopes subieron armas a cubierta, para estar prontos a repeler cualquier ataque.

La barca comentada, que no se hallaba a una distancia superior a los quinientos metros, parecía que tuviese precisamente la intención de ponerse al costado del velero de Ata.

Las tinieblas no se habían extendido aún, aunque la luz ya comenzaba a extinguirse. Ata pudo descubrir sobre la cubierta de la barca, hacia el puente, a seis o siete hombres que llevaban faldones de piel ceñidos a la cintura y que se movían en medio de un gran número de cestos, hechos con corteza de papiro.

—Son mercaderes que van a Menfis —aclaró Ata.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mirinri.

—¿No oyes, mi señor? —dijo el egipcio riendo.

Mirinri aguzó su oído y distinguió claramente maullidos que parecían salir de las gargantas de animales furibundos.

—Un cargamento de gatos —dijo Ata, anticipándose a la respuesta de Mirinri—. Servirán probablemente para repoblar algún templo construido recientemente.

CAPÍTULO XI. MISTERIOSO ACUERDO

Como ya se ha dicho en otras ocasiones, en la época de los Faraones los gatos y especialmente las gatas, eran considerados como animales sagrados, los más venerados de todos, incluso mucho más que los ibis. Todo el pueblo egipcio, tanto del Bajo como del Alto Nilo, tenía una veneración extrema por estos cazadores de ratones e incluso había templos dedicados exclusivamente a esos graciosos felinos, donde se mantenía a millares de ellos. El fanatismo por ellos llegaba a tal extremo que, cuando ocurría algún incendio, se dejaban morir quemadas personas pero se salvaba a toda costa el gato de la casa. Por otra parte los protegían leyes muy severas. Cualquier súbdito que hubiese dado muerte a uno, aunque fuera accidentalmente, era condenado a muerte sin escapatoria posible. Se cuenta sobre esto que después de la conquista de Egipto por parte de los romanos, cierto día un ciudadano preso de cólera había dado muerte a uno, lo que motivó entre la población un motín de tal envergadura que puso en serio peligro a las legiones romanas y obligó al gobierno de Roma a enviar tropas para sofocarlo. Cuando moría un gato, de muerte natural se entiende, los egipcios lo embalsamaban y lo enviaban, según ya se ha dicho, a hacer compañía a los Faraones y a los personajes importantes sepultados en las pirámides o en los inmensos mausoleos de las familias mas distinguidas. Sus efigies se encontraban por doquier: en las fachadas de los templos, en los monumentos, en los obeliscos. Las mujeres los empleaban además para decorar sus objetos de tocador, en los vasos que contenían perfumes y en sus joyeros. Pero lo que sorprende todavía más es que, aunque el gato ya no se adore en la actualidad entre los egipcios, ni sea considerado un animal sagrado, los árabes actuales y los mismos egipcios le tienen en gran consideración. Sin embargo los musulmanes no han tenido nunca un dios gato ni una diosa gata. En la actualidad en El Cairo se destina anualmente una cierta cantidad para abastecer a los gatos hambrientos y la gran caravana que se dirige cada año a la Meca va siempre acompañada de una vieja que lleva sobre su camello una carga de aquellos felinos y que debido a ello es llamada «la mamá de los gatos». Existen incluso personas que dejan su herencia, bastante grande a veces, a los numerosos gatos hambrientos del país.

No había por consiguiente nada de extraordinario en la llegada de aquella barca llena de cestos, que al principio tanto había alarmado al desconfiado Ata. La demanda de gatos era siempre muy abundante en Menfis y el comercio era muy floreciente, razón por la cual muchas barcas llegaban anualmente procedentes del Alto Egipto para hacer recolección entre los nubios a fin de que los templos tuviesen un número considerable de aquellos felinos.

—Esos no deben ser espías —dijo Ata—. Realmente son honrados comerciantes que nunca han estado a bien con Pepi. Dejémosles que se acerquen.

La barca de los gatos, que se dejaba arrastrar por la corriente, al haber desaparecido el viento, fue a anclar, mejor dicho fue a dejar caer sus piedras, a una decena de metros de distancia del velero de Ata. Un anciano que lucía una barba postiza hecha con la cola de un buey y que llevaba una peluca, viendo a Ata y a sus compañeros los saludó con la mano, gritando:

—Que el gran Osiris os sea propicio, hermanos, y que Sebek, el dios cocodrilo os guarde de los souq (cocodrilos) y de los kale (hipopótamos).

—Que Khnoum, el autor de los seres humanos, te conserve larga vida —respondió Ata—. ¿A dónde vais?

—A Menfis.

—¿Y qué lleváis?

—Gatos para el templo de Hathor —respondió el comerciante—. Una enfermedad se ha desencadenado entre aquellos animales sagrados y he sido encargado de substituirlos por otros.

—¿Venís de Nubia?

—Sí, mi señor. ¿Y vosotros a dónde vais?

—Debo detenerme en muchos sitios.

—Buenas noches, mi señor. Estamos cansados y necesitamos descanso.

Se retiró de la proa, pero antes se fijó profundamente en Nefer que estaba detrás de Ata, erguida sobre una caja, de modo que fuera bien vista por toda la tripulación de aquella barca.

La mirada del viejo y la de la muchacha se entrecruzaron y sobre los labios de él así como en los rojos de ella apareció una ligera sonrisa.

—Vayamos también nosotros a descansar —dijo Ata—. No hay que temer nada de estos hombres y la noche pasada no hemos cerrado los ojos en toda la noche.

Los hombres de la barca de los gatos se habían retirado bajo los camarotes de proa y de popa, así como sobre la cubierta no se oía nada más que algún maullido sofocado.

—Vete tú también a dormir, muchacha —dijo Mirinri a Nefer.

La hechicera movió la cabeza.

—Déjame aquí para estudiar los astros, mi señor —repuso después de una breve excitación.

Había en la voz de la bella etíope un cierto tono que impresionó al joven.

—¿Por qué tiembla tu voz? —le preguntó.

—Me ocurre siempre así, después de haber predicho el futuro a algún personaje ilustre. No hagas caso, mi señor.

—Las noches son húmedas en el Nilo.

—Nefer vive desde hace muchos años en las orillas del sagrado río y está habituada a su clima.

—¿Qué es lo que quieres descubrir en los astros? ¿No te basta el haber interrogado esta mañana a la gran alma de Osiris?

—Quisiera conocer yo también mi destino y esta noche es propicia. El cielo está límpido y sabré descubrir la estrella que me guarda. Buenas noches, mi señor. VE a reposar.

—Extraña muchacha —dijo Mirinri, dirigiéndose al camarote de popa.

Nefer se había quedado quieta, viendo como se alejaba. Abrió la boca como si quisiera detenerlo pero ninguna palabra salió de sus labios. Cuando el joven hubo desaparecido un largo suspiro se le escapó y abandonó sus brazos a lo largo del cuerpo con una muestra de desesperación, dejando caer a la vez el mentón sobre su pecho.

—Aquella mujer lo ha impresionado demasiado. Se ha encontrado la sangre de dos Faraones y tal vez ambos corazones palpiten al unísono. ¿Quién los detendrá? ¿Quién apartará de los ojos de uno la visión del otro? ¡Ah! ¡Gran sacerdote, creo que tú te has engañado con el poder de mis ojos!

Atravesó lentamente, rozando apenas las tablas de cubierta con sus delicados pies desnudos, haciendo tintinear levemente los anillos de oro que le adornaban los tobillos y fue a apoyarse en la baranda de popa. Una gran calma reinaba sobre la inmensa llanura fluvial. Las aguas se movían lentas y murmuraban dulcemente entre los papiros y las hojas de loto. Las estrellas centelleaban como pocas veces había visto Nefer; ascendiendo lentamente en el cielo transparente y en el horizonte podía verse todavía el cometa. Una fresca brisa, cargada con el dulcísimo aroma de los lotos blancos, azules y rojos, silbaba entre el cordamen de la nave, haciendo gemir ligeramente las velas semiarriadas en la cubierta.

Nefer conservaba una inmovilidad absoluta. Sus miradas se hallaban continuamente fijas en la barca de los gatos que porque sus tripulantes habían tensado poco las amarras que la sujetaban a las dos masas caladas en el fondo del río o bien la corriente la había hecho desviar, se había acercado lentamente al velero de Ata, de modo que casi lo rozaba. De pronto la muchacha se movió. Una sombra había aparecido en la cubierta de la barca y se dirigía hacia la proa que se hallaba solo a unos metros del velero. Al verla la hechicera tuvo un sobresalto. Echó una rápida mirada detrás suyo. Cuatro etíopes, de guardia, estaban apoyados en la base del palo trinquete y charlaban en voz baja, sin preocuparse de la muchacha. Cuando ésta volvió a inclinarse en la baranda de popa, la sombra se hallaba ya sobre la proa de la barca de los gatos.

—¿Me oyes, Nefer? —inquirió.

—Sí, —respondió la hechicera.

—¿Es él?

—Ya no cabe ninguna duda.

—¿El propio hijo de Teti?

—Sí.

—¿Así pues el gran sacerdote de Isis no se había engañado? Nefer no respondió.

—¿Han creído la historia que les has contado?

—Se lo han creído todo —dijo Nefer bajando la voz.

—¿Serás capaz de llevarlos hasta aquella isla?

—Me han pedido que lo haga.

El hombre que no era otro que el viejo que había saludado al principio a Ata, dejó oír una risa sarcástica.

—Eres una verdadera hechicera, Nefer —dijo—. Volverás a gozar de los esplendores de la corte.

La muchacha lanzó un largo suspiro.

—El te aguarda en el templo —prosiguió el anciano—. Y ¡ay de ti si no sabes hacerlo seguir, porque además has jurado ante Hathor e Isis obedecerlo!

—Obedeceré.

—¿Has conseguido hechizarlo?

—No lo se todavía.

—No resistirá mucho. El mismo Pepi habría caído vencido por ti.

—Pero tal vez no el joven Faraón —dijo Nefer con profunda tristeza.

—Es preciso que ceda.

—Lo procuraré.

—No debe llegar a Menfis, ¿has entendido? Es la orden de Pepi y del gran sacerdote.

—Lo encadenaré entre mis brazos al templo de los antiguos reyes nubios.

—Bien, nos veremos de nuevo en la isla.

El viejo le hizo un gesto de despedida con la mano y se alejó sin hacer ruido, desapareciendo entre las velas arriadas sobre la cubierta. Nefer se quedó unos instantes quieta, como sumida en profundos pensamientos. Luego levantó su cabeza y miró durante cierto tiempo una estrella que brillaba cerca de la primera de la Osa Mayor.

—Siempre pálida —murmuró. ¿Cuándo aumentará tu luz? Si es cierto que tú eres un sol, ¡brilla más vivamente por la felicidad de Nefer!

Cubrió sus ojos con las manos, encogiéndose toda ella con un movimiento felino a la vez que murmuraba a media voz:

—Será él quien venza a la hechicera y no yo a él. El fuego arderá en mi corazón, pero el mío dejará frío el suyo. Todos caerán ante mi mirada menos el joven Faraón. La ve, la sueña, ¿por qué habré llegado demasiado tarde? Maldita Faraona, que la diosa de la muerte te desflore con sus negras alas. ¡Mala suerte! ¡La gran luz de Osiris no entrará más que en su corazón y jamás en el mío!

Levantó sus manos y miró a lo alto. La luna aparecía ahora por encima de las inmensas hojas empenachadas de las palmeras y sus rayos hacían brillar las aguas del Nilo como plata fundida.

—Astro de la noche, dime tú cuál será mi destino.

Una nubecilla pasaba en aquel momento ante la luna, oscureciéndola ligeramente.

Nefer movió tristemente su cabeza.

—Todo está contra mí —dijo—. Los astros me predicen que la desgracia caerá un día sobre mí.

Atravesó el castillo de popa como una sombra, sin hacer el más leve ruido, se detuvo un momento para ver a los etíopes de guardia, que estaban todavía entre ellos, luego entró bajo cubierta, en donde se había destinado una pequeña cámara…

Cuando Ata subió a cubierta, el sol estaba ya un poco alto y sobre las aguas del río pasaban bandadas inmensas de ibis, que parecía iban directamente al curso inferior. Apenas dio un vistazo a su alrededor vio que la barca de los gatos ya no estaba.

—¿Ya han partido? —preguntó a uno de los etíopes de guardia.

—Sí, patrón —repuso el negro.

—¿Hace mucho?

—Desplegaron velas poco después de medianoche.

—¿Por qué tanta prisa?

—Me han encargado que te salude y me han dicho que partían porque querían llegar a Menfis antes de la crecida del Nilo.

—Ciertamente estas bandadas de pájaros que pasan en forma compacta, lo anuncian —dijo Ata, hablando para si—. Nosotros no tenemos prisa, ninguna prisa.

Luego, alzando la voz, ordenó:

—Desplegad las velas.

Mirinri y Ounis salían en aquel momento del castillo de popa, acompañados de Nefer. La muchacha daba la impresión de no haber dormido.

Se había ya arreglado, reuniendo en trenzas sus hermosísimos cabellos, que había ceñido detrás de la nuca con un abigarrado pañuelo de finísimo lino en el que había prendido una aguja de metal dorado que representaba a Pes, el deforme esposo de Venus, venerada por los egipcios. Se había pintado además las uñas de color dorado, como era usual en aquella época y se había empolvado el cuerpo con un polvo especial que dejaba en la piel reflejos de un verde bronceado del más agradable aspecto. También había perfumado los vestidos con mendesium, un perfume compuesto de resinas, de mirra, de miel y de canela, del que las mujeres egipcias hacían un gran consumo y que por lo común era preparado por las sacerdotisas, también para las ceremonias religiosas.

Mirinri, involuntariamente, apenas salido a cubierta, se detuvo a mirarla.

—Eres hermosa, Nefer, estás más bella que ayer —dijo.

La hechicera tuvo una sonrisa indefinible.

—¿Dónde has encontrado los perfumes?

—Los llevo en mi joyero, mi señor, ya que en los viajes largos no podría encontrar todo lo que se necesita para el arreglo de una adivinadora. ¡Ah, pasan los ibis! Anuncian la crecida del río.

—¿Impedirá ello que lleguemos a la isla misteriosa?

—Al contrario, mi señor. El agua cubrirá las orillas e inundará los bosques y las campiñas, pero por mucho que se eleven las aguas no podrán invadir las tierras de aquella isla.

Mirinri se mantuvo silencioso unos instantes, siguiendo con su mirada las bandadas de ibis que pasaban, sin temor alguno, por encima del pequeño velero, luego preguntó:

—¿Has estado alguna vez en Menfis, Nefer?

—Allí he nacido, mi señor; creo habértelo ya dicho.

—¿Es cierto que el palacio de los Faraones es el más grandioso monumento que han construido los egipcios?

—No puedes hacerte a la idea si no lo ves con tus propios ojos, Hijo del Sol. Es posible que un solo día no te baste para verlo, aunque habites en él.

—Es posible —dijo Mirinri, mirando fijamente a la hechicera—. Mi puesto está allí y no aquí; entraré en él como vencedor y rey.

En el rostro de Nefer apareció una sombra de profunda tristeza.

—Tú piensas continuamente en una que se sienta muy cerca del trono del Faraón, que hoy gobierna sobre el Bajo y el Alto Egipto. Ten cuidado que esa mujer no te traiga la desventura.

Mirinri sonrió, haciendo al mismo tiempo el gesto de quien está demasiado seguro de sí mismo.

—Iré derecho, aunque sin prisa, hasta que cumpla mi misión —dijo después con voz firme.

—Puedes encontrar en tu camino obstáculos.

—Los superaré, Nefer. Mi brazo no temblará.

—¿Y tú corazón?

—¿Qué quieres decir?

—¿Será tan fuerte como tu brazo?

—¿Por qué no?

—Arde ya por una doncella, que no sabes si te corresponderá.

Mirinri suspiró y se pasó dos o tres veces la mano por la frente, que de improviso se había perlado de sudor.

—Sí —dijo después, como hablando para sí—. No me dará su amor.

—Hay otras mujeres que valen lo que aquella y que pueden serte fieles hasta la muerte. Tú eres hermoso joven, valeroso, eres Hijo del Sol, ¿qué corazón de mujer no latiría fuertemente por ti?

Es imposible —repuso el joven—. Aquella fue la primera mujer que vi y que sentí temblar en mis brazos; cuyo perfumado aliento percibí. Ha hecho prender en mi corazón un fuego tal que no podrá extinguirse más que con la muerte. ¿Qué me importa que no me ame? Cederá a la inmensidad de mi cariño por ella. La venganza y su amor: esas son las dos misiones de mi existencia.

Nefer tuvo un sobresalto tan fuerte que las pulseras de oro que ceñían sus piernas y sus brazos tintinearon ruidosamente.

—¿Qué te ocurre, Nefer? —preguntó Mirinri, volviéndose hacia ella.

—Me parecía que en este momento me había rozado el ala negra de la muerte… —respondió la muchacha.

—Me pareces triste.

—Tampoco tú estás muy alegre en estos momentos, mi señor.

—Es cierto.

—¿Quieres que alegre tu espíritu? Yo danzo, toco y canto en mi camarote he visto colgada en la pared una bon-n y me acompañaré con ella. La música vence a la tristeza y el canto serena la frente. Mira, el Nilo comienza a subir: voy a saludar sus benéficas aguas, que descienden de los misteriosos lagos de la lejana Nubia.

Nefer, que parecía haber conquistado nuevamente su alegría, entró bajo cubierta y salió poco después levantando con ella una especie de arpa ligera, formada por un bastón curvado en forma de semicírculo y dotada de cuatro cuerdas. Atravesó la cubierta, subió a la proa exponiéndose a los ardientes rayos del sol y, mirando a las brillantes aguas e irguiéndose como una soberbia visión, entonó con voz fresca, nítida como el sonido de una campana de plata, el himno sobre el Nilo que había gozado de gran predicamento entre los literatos egipcios de la X dinastía; era una simple enumeración de los bienes pacíficos y seguros que proporcionaba la inundación.

—Salud, oh Nilo, tú que te has manifestado en esta tierra y vienes en paz para dar vida a Egipto. ¡Gran Osiris, que conduces las tinieblas hacia el día que te agrada, irrigador de los huertos que el sol ha creado, para dar vida a toda clase de animales! Tú das de beber a la tierra en todas partes y desde el cielo desciendes a los campos, amigo del pueblo, tú que iluminas todos los rincones, Señor de los peces, después que te has remontado sobre las tierras inundadas ningún pájaro invade ya los bienes favorables, creador del grano, protector de la cebada, tú haces eterna la duración del tiempo, descanso de los brazos, tu trabajo ayuda a millones de infelices.

La voz de la hechicera, cálida, sonora, se esparcía en la ardiente atmósfera, mezclándose al susurro de las aguas y fundiéndose dulcemente con los sonidos que sus ágiles dedos arrancaban al arpa. Los palmerales que cubrían ambas orillas repetían el eco de aquellas palabras, comunicándolas claramente. Nefer parecía una divinidad del Nilo y era tan hermosa con sus largos cabellos, que por azar o expresamente, se habían soltado cayendo sobre sus hermosas espaldas, que todos los marineros se habían quedado quietos, como fascinados. También Ounis y Ata parecían cautivados y no apartaban su mirada de la muchacha. Solo Mirinri parecía no prestarle demasiada atención. Se diría que su pensamiento seguía pendiente en aquel momento de la lejana visión, que le había cautivado mortalmente el corazón y que aquella suave voz, que cada vez sonaba con mayor ardor y más fuerte en el aire, no conseguía liberar su alma. Cuando Nefer lanzó de sus labios la última frase, se había vuelto lentamente, fijando sus profundos ojos negros, llenos de fuego, en Mirinri. Al ver al Hijo del Sol sentado sobre una caja, como en una especie de abandono, inmerso en profundos pensamientos, con la mirada vaga vuelta hacia el río, un sordo sollozo escapó y murió en los labios de la muchacha y sus ojos se oscurecieron, cubriéndose con un húmedo velo. Se recogió con un movimiento nervioso los cabellos, aprisionándolos en un aro de oro, dejó caer el instrumento y se encaminó lentamente hacia la popa, pasando junto a Mirinri. Este no se había movido; parecía que ni siquiera se hubiera dado cuenta de que ya había finalizado el himno al Nilo y que la hechicera le había pasado tan cerca que le había rozado con su vestido. Ounis que había seguido atentamente toda la escena, frunció el ceño.

—Lo ama —susurró a Ata.

—¡Una hechicera se atreve a amar a un Hijo del Sol! —Exclamó el egipcio—. Al atardecer la haré arrojar al Nilo.

—Tú eres un mal político —respondió Ounis sonriendo—. Si aquella muchacha consigue sacudir las fibras de Mirinri, me daría por satisfecho. Es el recuerdo de la Faraona lo que querría sacarle de la mente. El amor de aquella princesa solo puede ser fatal para este joven.

—¿Y tú crees que Nefer lo conseguirá?

—Es hermosa, tiene la suficiente seducción como para que muy pocos hombres puedan resistírsele, incluso un descendiente del Sol. Por otra parte, no sería la primera vez que los Faraones se emparentan con príncipes nubianos.

—Tú crees por lo tanto cuanto nos ha contado.

—Sí —dijo Ounis—. Una hija del pueblo no tendría un rostro tan perfecto, ni una figura tan vivaz, ni manos ni pies tan pequeños. Tiene sangre de príncipe s en sus venas.

—Y la dejarás amar a Mirinri.

—Haré algo más —respondió el viejo—. Alimentaré su pasión por el Hijo del Sol. Es posible que sus ojos borren en el corazón de Mirinri el recuerdo de la Faraona. El peligro no está en esta muchacha sino en la otra, porque aquella con su amor podría interponerse en nuestro proyecto y dar al traste a mi venganza contra Pepi.

—Tú…

—Calla —dijo Ounis con voz imperiosa, poniéndole un dedo ante la boca—. Ese secreto solo me pertenece a mí y no se conocerá hasta el día en que regrese victorioso a Menfis, la orgullosa, y mi pie pise el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte.

Ounis, mientras hablaba así, se había transfigurado. Una expresión de cólera intensa se leía sobre su rostro, mientras que en sus ojos ardía una llama siniestra.

—Tú no perdonas —dijo Ata que lo miraba.

—Nunca —respondió el anciano—. Los quince años de soledad que he pasado en el desierto, para esconder del odio del usurpador al futuro rey de Egipto no han hecho desaparecer la intensa decisión de mi venganza.

—Tu harás lo que quieras, Ounis. Los viejos amigos de Teti, el Grande, están dispuestos a todo, cuando llegue el momento.

—Y llegará —dijo Ounis—. Lento pero seguro y el saludo que todo el pueblo debe a su rey penetrará en el palacio real de Menfis.

Una brusca sacudida que conmocionó la barca lo interrumpió.

Ata echó una mirada por encima de la borda.

La subida del río —dijo—. Es la onda que pasa. El Nilo nos ayuda también en nuestra empresa.

CAPÍTULO XII. LA CRECIDA DEL NILO

El Nilo, ese gran río que es el desagüe de los grandes lagos ecuatoriales, al igual que el Ganges, gozó antiguamente de fauna divina. Para los súbditos de los Faraones no descendía de los lagos del interior del Continente Negro, sino directamente del cielo; y no estaban equivocados en adorarlo, porque, sin el río, Egipto no hubiera existido nunca.

Egipto es un don del Nilo —dejó escrito Herodoto—. Y en efecto lo ha creado todo: el suelo y sus productos, trabajo para los hombres, su carácter nacional, sus instituciones políticas y sociales. Sin aquel beneficioso río, los Faraones no hubieran reinado ciertamente y su gran civilización no hubiera existido nunca, porque ningún pueblo habría podido vivir sobre aquel suelo arenoso, caldeado por los concentrados rayos del sol y en consecuencia totalmente estéril. Han sido las aguas del Nilo las que han conquistado Egipto, que no es otra cosa en realidad que un oasis de algo más de doscientas leguas que en algunos sitios tiene una anchura de una y que solo en su bajo curso lo alcanzan los vientos. Solo el delta tiene grandes proporciones, formando un inmenso triángulo fangoso, de una fertilidad extraordinaria e incluso él es una conquista del Nilo, y no ya sobre las arenas del desierto sino sobre el mar, al que ha obligado a retirarse poco a poco ante las enormes masas de tierra que a lo largo de centenares y centenares de siglos ha ido arrastrando desde las misteriosas regiones del África central. A donde no llegan las aguas de aquel río es al desierto. En efecto, aquella larga y estrecha franja de tierra fértil confina a diestra y siniestra, o sea a poniente y levante, con las arenas. La fertilidad de aquella estrecha faja se debe totalmente a las periódicas crecidas de aquella gigantesca arteria fluvial.

A principio del solsticio de verano, el Nilo con una precisión matemática empieza a engrosarse a causa de las grandes lluvias ecuatoriales y sigue aumentando día a día, sin exageración y con método, hasta alcanzar su máxima plenitud en el equinoccio de otoño. Todas las tierras bajas llegan a inundarse y las más altas, que están a lo largo de las márgenes, debido a la filtración se tornan blandas y fangosas. Sobre aquellas tierras el beneficioso río deposita anualmente un limo precioso, arrancado a las tierras vírgenes del interior, que sirve de abono a los campos.

Es como una mina inagotable de tierra fertilísima, mejor que la abastecida con guano, lo que el pródigo río regala gratuitamente a sus fieles adoradores.

Pasado el equinoccio, las aguas se retiran poco a poco y sobre aquella tierra negruzca, todavía blanda y húmeda, el egipcio echa sus semillas, que se desarrollan más adelante sin necesidad de ningún cuidado. Ciertamente el trabajo agrícola no es necesario; el campesino egipcio no necesita ganar su cosecha con el propio sudor, como ocurre en nuestros campos. La semilla, arrojada en la superficie del suelo, se hunde en aquella tierra saturada de agua, el calor solar la desarrolla y solo resta a aquellos afortunados fellah esperar a que maduren las mieses que proporcionan casi siempre cosechas fabulosas. No se crea sin embargo que el Nilo sea un río distinto a los otros, a pesar del origen divino a él atribuido por los antiguos egipcios, para quienes era el dios Hopi y para quienes tenía tal veneración sus aguas que condenaban a muerte a todo aquel que se permitiera profanarlo arrojando a él un cadáver.

No todas las crecidas ocurren regularmente ni siempre son tan abundantes. Algunos años su corriente se torna impetuosa, amenazando con grandes desastres y en ocasiones es tan escasa que no llega a bañar todos los terrenos destinados a los cultivos. Sin embargo la mano del hombre ha intentado poner remedio a uno y otro peligro y los Faraones fueron los primero, que pese a la falta de medios poderosos, realizaron acá y allá obras impresionantes, que no han logrado destruir los siglos, tales como diques, canales para conducir las aguas con una cierta regularidad a todas las provincias, grandiosos embalses artificiales para guardarlas cuando resultaba demasiado abundante y activar el sistema de irrigaciones para las tierras elevadas. Gracias a aquellas obras, los Faraones protegieron su reino contra la invasión de las arenas que la cercaban, conservando los futuros egipcios la fertilidad de las tierras, sin lo cual no habrían podido subsistir.

La barca de Ata, después que la primera oleada pasara ancha y espumante, resonando ruidosamente entre ambas orillas, reemprendió su lenta marcha, puesto que, según se ha dicho, la crecida no se manifiesta ni de pronto, ni impetuosamente.

Las aguas del río, que antes eran límpidas, comenzaron a tornarse verduscas y a enturbiarse. Dentro de algunos días deberían tornarse teñidas y acabar siendo sanguinas.

A la sacudida que sufriera el velero, Mirinri se movió y luego se puso en pie, mirando a Ounis.

—No es nada —dijo el anciano—. Es la crecida que comienza.

—Nefer la había predicho —dijo el Hijo del Sol, que parecía que en aquel momento despertaba de un profundo sueño—. Nos llevará más deprisa a Menfis, ¿no es cierto, Ounis?

—¿Estás impaciente por ver la gran ciudad?

—Sí, bastante impaciente. ¿Qué es lo que he visto yo hasta ahora? Arena y pirámides, palmeras y cocodrilos y ni siquiera un átomo del esplendor al que tengo derecho.

—No hay que tener prisa, Mirinri. Debemos aguardar a que todo esté a punto para la reconquista, que va a poner en tu mano el reino más poderoso que existe sobre la tierra.

—La paciencia no está hecha para la juventud, especialmente cuando ésta siente correr por sus venas sangre de guerreros. ¿Y Nefer, dónde está?

—Estoy aquí, mi señor —respondió la doncella, que se había acercado silenciosamente.

—¿No cantas hace poco?

—Si, mi señor.

—Creo haber soñado.

Nefer bajó la cabeza hermosa y sonrió tristemente.

—Mi voz no alegrará nunca el ánimo del Hijo del Sol —dijo con un tono lleno de dolor.

Mirinri no respondió. Miraba la orilla del río, sobre la que podían verse grandes schadouf, máquinas primitivas que servían para elevar y verter el agua en las tierras altas; eran movidas por un solo hombre y ante ellas abrevaban algunos bueyes.

—¿Lo ves, Nefer? —dijo indicando con la mano derecha algo indefinido—. Aquel día ponía así su presa la joven Faraona, que yo liberé de las fauces.

—¿Qué dices, señor?

—El cocodrilo; dentro de poco aquel ávido animal tendrá su presa. ¿Lo ves como aguarda sumergido?

Nefer se inclinó sobre la baranda. Un monstruoso reptil, de seis metros de largo, se iba abriendo paso suavemente entre los papiros y las largas hojas de las plantas de loto, que la crecida iba poco a poco cubriendo, dirigiéndose hacia la orilla, donde un enorme toro negro.

—¿Lo ves? —preguntó de nuevo el joven, que parecía interesarse vivamente por los movimientos del monstruo.

—Sí —respondió Nefer.

—Va a atacar al toro.

—¿Tú crees, mi señor?

—Y lo vencerá.

Nefer se mantuvo un momento silenciosa, después de pronto preguntó a bocajarro con un extraño acento e intencionada mirada:

—¿De las mandíbulas de uno de aquellos terribles temsah (cocodrilos) tú salvaste a la Faraona?

—Sí, —respondió Mirinri—. Y habría devorado ciertamente aquellas delicadas carnes, si yo no hubiese intervenido a tiempo.

—Pudiste morir, mi señor.

El joven encogió las espaldas.

—Un Hijo del Sol no muere tan fácilmente —añadió, casi con indiferencia—. Yo no he tenido nunca miedo a esos monstruos, lo mismo que no he temido nunca a los leones.

—Así es que serias capaz de matarlo.

—Sí, si fuera necesario.

—¿Pero por qué expusiste tu vida por aquella mujer? ¿Por qué era una Faraona, tal vez? —preguntó Nefer con ahínco.

—Ignoraba que fuera una princesa. No lo supe hasta bastantes días después, cuando encontré entre la hierba de la orilla el símbolo del poder de la vida y la muerte que ella había perdido.

En los ojos de Nefer, negros y profundos, brilló un fulgor extraño.

—¡Ah! —murmuró.

—Míralo, Nefer —prosiguió Mirinri que no se había dado cuenta de la intensa agitación que se había apoderado de la hechicera—. ¿Ves cómo se mueve entre los papiros y las plantas de loto? No saca más que la punta de su hocico. Un paso más y el toro caerá.

Nefer parecía no escucharle. Sus miradas seguían atentamente al monstruoso cocodrilo, que seguía avanzando. De pronto subió a la baranda como si quisiera presenciar mejor el drama que iba a desencadenarse.

Al estar en aquel lugar la corriente casi detenida por un gran banco que corría paralelo al río, totalmente cubierto de plantas acuáticas, la pequeña nave había interrumpido su curso rozando su quilla entre los papiros que ocultaban el fondo. Todos los etíopes y también Ounis y Ata se habían colocado a lo largo de las barandillas, para observar los actos de gigantesco saurio. El toro, un espléndido animal de formas macizas, con largos cuernos retorcidos seguía bebiendo tranquilamente, metiendo casi todo su hocico en el agua, mientras que detrás suyo una media docena de vacas pastaban, sin que nadie lo distrajese.

De pronto un chillido ronco, salvaje, escapó de su cuello y se le vio como intentaba hacer un esfuerzo poderoso para irse atrás. Vano intento. El cocodrilo lo había sorprendido y le tenía asido por el morro, hincándole profundamente los primeros dientes y cortándoselo como una aserradora.

—¡Lo ha atenazado! —exclamaron los etíopes.

—Y está perdido —sentenció Mirinri.

—Porque no se le ofrece una presa mejor —murmuró Nefer con voz tenebrosa.

El toro oponía una resistencia desesperada, para no dejarse arrastrar hacia el agua y apuntaba fuerte sus patas, poniendo rígidos sus músculos, mientras el monstruo seguía tirando, hipnotizando a su enorme presa con sus ojos glaucos y sin expresión.

Para su mala suerte, la orilla saturada de agua por el comienzo de la crecida se había vuelto fangosa, por lo que cedía bajo las largas y pesadas pezuñas del pobre rumiante y, en los esfuerzos que hacía, sus patas se hundían cada vez mas con lo que se encontraba en la imposibilidad de echarse hacia atrás.

Dolorosos mugidos, sofocados, le salían de la boca, mientras que una baba sanguinolenta brotaba de sus narices, que el saurio continuaba atenazando ferozmente. Sus flancos poderosos se mantenían firmes y su cola movía el aire, mientras que sus ojos se dilataban, insuflando sangre y se hinchaban como si quisieran salir de sus órbitas. El cocodrilo permanecía inmóvil, mirando fijamente sin parar a la enorme presa. Estaba esperando que el toro, sofocado, cayese, para arrastrarlo hacia el río.

De pronto se oyó un ruido seguido de un grito de Ounis:

—¡Nefer se ha caído! ¡Tirad la piedra!

La hechicera, sea por haber perdido el equilibrio, sea porque le hubiese dado un desmayo, se había precipitado al Nilo, desapareciendo entre las aguas verduscas que en aquel lugar debían ser bastante profundas.

El cocodrilo al oír aquel golpe que le anunciaba una nueva presa más fácil de conquistar, abrió las mandíbulas, dejando libre al toro y había dado rápidamente la vuelta, agitando furiosamente la cola.

Nefer, en aquel momento reaparecía en la superficie a pocos pasos del casco de la pequeña nave. Sus ligeros velos se hallaban extendidos en la corriente y sus ojos se habían fijado inmediatamente en Mirinri que de un solo movimiento ya estaba en la barandilla.

—¡Nefer! —Gritó el joven—. ¡Un arma! ¡Un arma!

Un etíope pasaba en aquel momento junto a la barandilla para echar al agua la chalupa que se hallaba adosada a la popa. En la cintura llevaba un puñal de bronce de hoja larga y doble filo.

Quitárselo de un golpe y echarse de cabeza al río fue todo uno.

Un grito terrible escapó de los labios del viejo.

—¡Mi… desgraciado! ¿Qué haces?

—¡Pronto el bote! —gritó a su vez Ata, que estaba muy pálido—. ¡Salvemos al Hijo del Sol!

El cocodrilo, que ya había visto a Nefer, que se mantenía a flote agitando febrilmente las manos, se precipitaba con aquel ímpetu irresistible que caracteriza a aquellas fieras.

Con unos pocos movimientos de cola había atravesado la masa de papiros y plantas de loto blanco y rojo y se dirigía a toda marcha hacia el delicado cuerpo humano que no podía oponer la tenaz resistencia del poderoso toro.

Ya había abierto las poderosas mandíbulas para partir en dos a la hechicera, cuando Mirinri emergió precisamente delante de él.

El valiente joven asía en su mano derecha un puñal. Con un golpe de los pies y sin preocuparse del grave peligro que lo amenazaba, se interpuso entre Nefer y el saurio y le propinó dos terribles tajos a través de las mandíbulas abiertas, cortándole hasta el cuello.

Presa de dolor, manando sangre por las dos enormes heridas, el saurio se contorsionaba terriblemente, dejando escapar una especie de aullido que semejaba el batir de un potente tambor fuertemente golpeado; batió su cola dos o tres veces precipitadamente, levantando verdaderas olas y huyó.

Mirinri había dado la vuelta y asió a la muchacha por el cuerpo, arrojando el cuchillo, que ya no le era necesario.

Nefer había perdido el conocimiento e iba a hundirse. El valeroso joven apenas tuvo tiempo de levantarle la cabeza fuera del agua.

Con un poderoso golpe de sus talones venció a la corriente que amenazaba con arrastrarlo y se puso a nadar vigorosamente hacia el pequeño velero, que iba lentamente a la deriva.

—¡Rápido, Mirinri! —gritó Ounis, mientras los etíopes calaban apresuradamente la chalupa.

—Voy —respondió sencillamente el héroe.

Había sujetado a Nefer fuertemente contra su pecho y luchaba poderosamente contra la corriente, que la crecida había acelerado. Los largos cabellos de la doncella se le enroscaron en el cuello, pero parecía que el Hijo del Sol no sintiese ninguna emoción.

Con dos brazadas llegó hasta la chalupa que avanzaba a toda prisa a fuerza de remos, confió Nefer a los etíopes, que la izaron a bordo, y después sin necesidad de ayuda alguna, subió él a popa y se sentó en uno de los bancos.

Parecía que le turbaba una profunda preocupación.

—¿No está muerta, verdad? —preguntó Ata, que iba en la chalupa junto a los remeros.

—No, mi señor —respondió el egipcio que tenía entre sus brazos a Nefer—. Su corazón palpita y pronto volverá en sí. ¿Por qué has expuesto tu importante vida por esta hechicera? El cocodrilo era grande y fuerte y podía partirte en dos.

Mirinri encogió sus hombros y sonrió. Después s tras un momento de silencio respondió:

—Un rey debe preocuparse por la salvación de sus súbditos, si es cierto que yo soy un Faraón.

—¿Es que lo dudas acaso? —dijo Ata, con un gesto de estupor.

—No —respondió Mirinri.

La chalupa había llegado ya junto al pequeño velero. El joven se asió a la cuerda que le habían echado y subió a bordo, donde Ounis los aguardaba presa de viva emoción.

—Eres el hijo del gran Teti —le dijo el anciano—. Tu padre habría hecho lo mismo. Antes un león, ahora un cocodrilo.

—No era el que perseguía a la Faraona —dijo Mirinri.

Después siguió hablando para sí:

—No, el cuerpo de esta muchacha no me ha causado el mismo temblor. Mi sangre se ha quedado muda.

CAPÍTULO XIII. EL TATUAJE DE NEFER

Los antiguos egipcios tenían en su mayor parte una verdadera veneración por aquel feo anfibio que representaba y representa aún hoy día la voracidad, la rapacidad y la destrucción; este culto era debido a que lo consideraban como un ser benéfico, al destruir los reptiles de pequeñas dimensiones.

Lo habían convertido incluso en una especie de semidiós consagrándolo a Tifón, el genio que simbolizaba el mal, cuyo furor calmaban los cocodrilos.

En Heracleópolis la Grande, en Tebas, en Coptos, en Ombos, junto a la que se levantaba una ciudad llamada «la ciudad de los cocodrilos», se adoraban aquellos monstruosos animales y especialmente en Menfis, había una gran veneración por una especie de cocodrilo, tal vez hoy desaparecido, mucho menos voraz que el actual y al que los egipcios llamaban serchus.

Los sacerdotes de aquella ciudad tenían un gran número de ellos en fosos excavados expresamente, los domesticaban, los engalanaban con adornos preciosos, brazaletes, pendientes, collares e incluso ponían sobre sus cabeza sombreros, ¿sería tal vez para protegerlos de los rayos demasiado intensos del sol? Además, en sus fiestas religiosas reservaban para esos repugnantes saurios el puesto de honor, y los devotos no dejaban pasar nunca el día en que no se celebraba la fiesta de Tifón, sin acudir en masa a ofrecerles un gran número de alimentos denominados sagrados, e incluso vino. Parece que en aquella época no desdeñaban el jugo que nos legara Noé. A la muerte de aquellos reptiles, eran cuidadosamente embalsamados con sal y aceite de cedro y otras sustancias aromáticas y se colocaban en grandes urnas en torno a las cuales se trazaban círculos que más tarde se consagraban con un rito especial. En ciertas ciudades y sobre todo en Menfis, la adoración de los egipcios por aquellos devoradores de hombres había alcanzado el grado que si un pobre diablo moría víctima de la formidable dentadura de uno de aquellos saurios, lo mismo en tierra que en las aguas del Nilo, sus restos, si es que los hubiera, eran embalsamados y sepultados con grandes honores en las tumbas mas importantes de la ciudad de la que dependía el territorio en el cual había sido encontrada la víctima. Y si se trataba de un personaje de alta condición se le hacía un túmulo en el mismo lugar donde había sido muerto. Ningún pariente o amigo podía tocar aquel sepulcro, después que los sacerdotes hubieran trazado en su torno el círculo sagrado, porque el muerto era considerado como poseedor de una naturaleza superior a la de los demás mortales… simplemente por el hecho de que no hubiera sido tan ágil como para evitar, por piernas, ser medio devorado. Con este ejemplo puede juzgarse cuán grande fue el fanatismo y la superstición de aquel pueblo antiguo, pese a lo cual llegó a alcanzar la cima de la civilización en los albores de la vida humana. Debe decirse, sin embargo, que no todos los egipcios consideraban al cocodrilo como un semidiós, puesto que cada ciudad y cada provincia tenía su animal sagrado, que honraba a su manera, y ocurría con frecuencia que en una provincia limítrofe a aquella en la que se rendían fanáticos honores al cocodrilo, este culto fuese detestado como cosa abominable, lo que originaba divergencias que en ocasiones daban lugar a sangrientas represalias. Los habitantes de Elefantina, por ejemplo, no veían en aquel animal más que un sucio reptil, enemigo del hombre, y en lugar de respetarlo lo cazaban asiduamente y no sentían escrúpulo alguno en comer de su carne, aún preocuparse en demasía de su sabor a musgo.

El pequeño velero, tras la heroica gesta del joven Faraón, reemprendió su curso, ayudado por una fresca brisa que soplaba del mediodía. El Nilo se iba hinchando rápidamente, cubriendo poco a poco los papiros que llenaban sus orillas y las altas hojas de las plantas de loto. Sus aguas iban perdiendo el tinte verduzco que se convertía en rojizo, como si hubieran vertido en ellas enormes cantidades de sangre. De cuando en cuando una ola enorme aparecía, alargándose con prolongado mugido y sacudiendo fuertemente al barco.

Mirinri, después de salvar a la hechicera, parecía haber caído de nuevo en sus fantasías, puesto que había ocupado otra vez su puesto en el sitio habitual, junto al borde de la cabina de popa, sobre una gran caja, como si el hecho extraordinario que había llevado a cabo y el peligro corrido hubiese sido un sencillo juego. Parecía que se hubiese olvidado por completo de Nefer, que a su vez había sido llevada a bordo sin sentido. Ounis y Ata se habían ocupado inmediatamente de la joven, a la que hicieron llevar al camarote de popa. Tal vez por la emoción sufrida o por el agua que había ingerido, la muchacha no había vuelto en sí, aunque Ounis se ocupó enseguida de ella para reactivar la respiración.

Estaba frotándole vigorosamente los miembros, cuando un grito escapó de la garganta del anciano.

—¡Es posible! ¿Acaso me he vuelto ciego? Mira también tú, Ata. Me resisto a creer a mis propios ojos.

La ligera tela de variado color que cubría el cuerpo de la joven se había desgarrado y sobre la bronceada y bien torneada espalda había visto el viejo sacerdote, con inmensa sorpresa, tatuada una serpiente pequeña con la cabeza de buitre en color azul.

Ata, el oír el grito del sacerdote, se había acercado rápidamente al lecho sobre el que yacía la doncella.

—¡El tatuaje del poder sobre la vida y la muerte! —Dijo a su vez—. ¡El símbolo de los Faraones, de los Hijos del Sol!

—¿Lo ves?

—Sí, Ounis.

Así pues, esta muchacha ha mentido al afirmar que era una princesa nubia. Solo los Faraones tienen derecho a llevar este tatuaje.

—Es cierto, Ounis —respondió Ata que miraba con creciente admiración aquella serpiente que destacaba vivamente en la paletilla derecha de la muchacha.

El viejo había cruzado sus brazos mirando a Ata.

—¿Qué dices tú?

—Que esta muchacha debe ser de sangre real —respondió Ata—. El símbolo lo demuestra claramente. Nadie se atrevería a llevar semejante tatuaje si no tuviese derecho a ello. La muerte, y de modo horrible, se aplicaría a aquel que hiciese tatuar en sus propias carnes tal señal y tú, Ounis, lo sabes mejor que yo, tú que…

—¡Calla! —cortó el anciano, interrumpiéndole secamente.

Estaba pensativo y miraba intensamente a Nefer, que si bien estaba sin sentido, ya respiraba de modo normal.

—Tal vez sea la Faraona que Mirinri salvó. ¿Pero cómo va vestida así?

—La habría reconocido —replicó Ata.

—Tú que has vivido en la corte de Pepi, ¿sabes cuántas hijas tiene?

—Una sola Nitokri.

—¿Ninguna otra?

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí, Ounis.

—Y… ¿la otra?

—¿La tuya?

—Calla, Ata —respondió el anciano con voz trémula—. ¿Dónde estará? ¿No se ha sabido nunca de ella?

—Desapareció, tal vez muerta por Pepi.

Una desesperación extrema había alterado el rostro del anciano, pero duró lo que un relámpago.

—Un día Pepi me dará cuenta de todo ello —dijo con voz profunda y como hablando para sí.

Sus ojos se fijaron nuevamente en Nefer, de modo especial sobre el ureo, el símbolo faraónico que seguía todavía descubierto.

—Sí —respondió tras unos instantes de silencio—. Esta muchacha no puede ser más que una Faraona, a la que tal vez Pepi por alguna razón ha mantenido alejada de la corte y que no ha dado a conocer a nadie. A lo mejor su madre fue hebrea.

—A mí se me ha ocurrido la misma sospecha, Ounis —replicó Ata.

—O caldea.

—También puede ser.

—Déjame solo, Ata, y que nadie entre. Nefer va a volver en sí.

En efecto la muchacha acababa de hacer un gesto con la mano derecha, como para alejar algo, luego un profundo suspiro brotó de sus labios.

Ata, salió inmediatamente, cerrando la puerta tras de sí.

El anciano continuaba mirando fijamente a Nefer. Parecía que intentaba descubrir sobre el hermoso rostro de la joven alguna señal, algún detalle, pero sin lograr su intento porque de cuando en cuando movía su cabeza con impaciencia o cólera y murmuraba:

—Ha transcurrido tanto tiempo.

De pronto Nefer hizo un movimiento y salió de sus labios débilmente, como un susurro, un nombre:

—Mirinri.

Ounis arrugó su frente, pero pronto se serenó.

—Lo ama —murmuró—. También ésta es una Faraona pero es menos enemiga que la otra. Si consiguiera hacer brecha en el corazón de Mirinri y hacerle olvidar a la otra sería una suerte. ¡Ojalá!

Tomó a la muchacha de la mano y la movió dulcemente diciéndole:

—Nefer, abre los ojos. Debo hablarte.

La muchacha tardó cierto tiempo en obedecer, luego sus párpados se abrieron lentamente y sus ojos muy negros, animados siempre por aquella intensa mirada, se posaron sobre Ounis.

—Tú, mi señor —dijo.

Después, como si hubiese recuperado de pronto sus fuerzas se levantó, se sentó cubriéndose la espalda en la que estaba tatuado el símbolo de la vida y la muerte y preguntó con angustia:

—¿Y Mirinri?

—No temas por él —replicó Ounis—. El Hijo del Sol no se deja devorar por los cocodrilos.

—No le veo aquí.

—Está en cubierta.

Una profunda expresión de dolor alteró durante unos instantes el rostro de la hechicera.

—Piensa continuamente en la otra —murmuró.

—¿Te has caído o te has echado al agua, Nefer? —preguntó Ounis a bocajarro.

—¿Por qué me pregunta eso, mi señor? —preguntó la muchacha sobresaltada.

—Porque en aquel momento la embarcación estaba casi quieta y la ola había ya pasado. Una danzarina, que parece tenga que poseer la ligereza y la agilidad de un gavilán, no puede perder pie. Tú no te has caído, te has tirado el agua.

Nefer lo miró sin responder, pero tenía un aspecto embarazado que no escapó a la indagadora mirada del anciano sacerdote.

—Has querido probar si Mirinri te amaba, ¿verdad? —Inquirió Ounis—. Querías asegurarte de si haría por ti, lo que hizo por la joven Faraona.

Nefer inclinó la cabeza, pero siguió muda.

—He sorprendido tu secreto, muchacha, tú le amas.

La hechicera negó con la cabeza; Ounis la detuvo con una señal.

—Te has traicionado —dijo—. La primera palabra que ha salido de tus labios apenas has vuelto en ti ha sido el nombre del Hijo del Sol. ¿Además por qué no puedes tú amarlo? Tú también eres una Faraona.

—¡Yo! —Exclamó Nefer mientras un destello de alegría infinita le brillaba en los ojos—. ¡Es imposible! Tú te has equivocado o te han engañado. Yo soy un etíope y no una egipcia.

—He descubierto en tu hombro hace poco el símbolo que solo los Faraones tienen derecho a llevar. ¿Quién te ha hecho pues ese tatuaje?

—No lo sé, mi señor —respondió Nefer—. Sé que tengo una señal en mi hombro, pero nunca he sabido lo que significa, ni quien me lo hizo. Seguro que fue siendo todavía niña, cuando me lo tatuaron.

—Representa el ureo, el distintivo de la realeza de los Faraones.

—¿Yo una Faraona? —Repuso por segunda vez la muchacha—. No, es imposible.

—Hurga en tu memoria e intenta desvelar lejanos recuerdos. ¿Tú no has conocido a tu padre?

—Tal vez, pero cuando murió en lucha con los egipcios debía ser yo muy pequeña.

—¿Y a tu madre, sí?

—Ya te lo dije. Tenía fama de ser una gran adivina.

—¿Era blanca o morena?

—Morena, muy morena; era el verdadero tipo de las mujeres del Alto Nilo.

—¿Hermosa?

—Sí, muy hermosa.

—¿Cuándo murió?

—Yo era todavía muy joven cuando fue devorada por un cocodrilo cerca de la segunda catarata.

—¿Fue sola hacia el Bajo Egipto?

—No, juntamente con un hombre que supe después que era un gran sacerdote.

—¿Quién era?

Nefer sintió gran excitación, luego respondió:

—No lo sé.

—¿Dónde te dejó?

—En la orilla de la isla donde se levanta el templo de Kantatek.

—¿Y no lo has vuelto a ver?

—No, nunca —replicó la joven tras una nueva excitación.

—¿No recuerdas nada de tu primera infancia?

Nefer pareció concentrarse y hacer un esfuerzo enorme, luego dijo con voz lenta.

—En algunos momentos, cuando mi mente recorre el pasado, me parece ver salas inmensas lujosamente amuebladas, templos grandiosos llenos de ídolos, donde legiones de sacerdotes y de danzarines hacían sonar los sistros sagrados; pirámides inmensas y obeliscos colosales y luego un gran río cubierto de barcas doradas. Me parece ver además soldados y esclavos arrodillados ante un hombre sentado en un trono de oro, rodeado de grandes abanicos de avestruz con mango larguísimo. Pero hay en mi cerebro una niebla que no puedo disipar. ¿Es sueño o realidad? No lo sé.

—Intenta recordar al hombre que se sentaba en aquel trono —dijo Ounis.

—Es imposible, mi señor. Cuando lo intento me parece que un espeso velo se sitúa entre él y yo y lo esconde.

—Sin embargo, no desespero de lograr hacértelo recordar un día.

—¿Por qué te interesa tanto aquel hombre? —preguntó Nefer con cierta desconfianza.

Esta vez fue Ounis quien no respondió. Permaneció quieto durante unos instantes y luego salió del camarote y subió a cubierta, muy pensativo.

Nefer bajó del lecho y lo siguió silenciosamente.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Ata, cuando vio aparecer a Ounis.

—No he logrado saber nada —respondió el anciano—. Sin embargo hay en mi una terrible duda.

—¿Cuál?

—Que Sahur no haya muerto.

—Tú…

—La hija de Teti —dijo Ounis, precipitadamente.

—Sin embargo, yo no he encontrado rastro de ella en la corte de Pepi, ni en Menfis. Estoy seguro de que la ahogaron en el Nilo.

Un supremo dolor alteró el rostro de Ounis.

—Algún día lo sabremos —dijo con voz profunda.

Se había vuelto bruscamente. Nefer avanzaba lentamente acercándose a Mirinri, que estaba apoyado en la baranda de bordo mirando las aguas que murmuraban entre los papiros y que comenzaban ya a cubrir las orillas bajas.

—Te debo la vida, mi señor —dijo la muchacha tocándolo levemente sobre la espalda.

—¡Ah! ¿Eres tú, Nefer? —Respondió el joven—. ¿Todavía estás mojada?

—Ya se encargará el sol de secarme.

—¿Sabes que maté al cocodrilo que te quería devorar? Las heridas que yo doy, no sanan.

—Eres muy valiente.

—Mi padre era un gran guerrero —respondió Mirinri sin volverse.

—A pesar de todo, no creo que te tirases al agua para salvarme.

—¿Por qué?

—Yo no soy aquella Faraona, soy otra, pero Faraona también.

Mirinri se volvió vivamente, mirándola con profunda sorpresa.

—¿Qué dices? —preguntó, arrugando la frente.

—Llevo tatuado en mi piel el ureo.

—¡Tú! —repitió.

—¡Yo!

Mirinri con un gesto rápido se rasgó la ligera túnica que se cubría la espalda, mostrando desnudo su hermoso torso.

—Mira aquí, Nefer —dijo.

—Ya lo veo, el símbolo del poder.

—¿Es igual que el tuyo?

—Sí.

—Así, pues, ¿quién eres tú? —gritó Mirinri.

—Ya te lo dije: una Faraona, pero no aquella que salvaste antes que a mí —respondió Nefer, con sutil ironía.

—Tú dijiste que eras una princesa etíope.

—Yo ignoraba lo que quería decir este tatuaje.

—¿Quién te lo ha explicado?

—Yo —dijo Ounis—, que se había detenido a breves pasos.

—Tú no puedes engañarte —dijo Mirinri.

Después, mirando a Nefer le dijo:

—Bien, si somos ambos Hijos del Sol, seremos como hermana y hermano.

Nefer no respondió. Bajó solo su cabeza y aquella inmensa sombra de tristeza que ya había notado el anciano sacerdote, reapareció sobre su semblante.

En aquel momento se oyó gritar a Ata:

—Ahí está la fortaleza de Abon y comida para los cocodrilos. Abrid bien los ojos y estad en guardia. Tal vez allí se oculta un gran peligro.

CAPÍTULO XIV. LA ISLA DE LAS SOMBRAS

Todos se volvieron mirando hacia la margen izquierda, donde, sobre un altozano, se levantaba una construcción de formas macizas, formada por bastantes torres de paredes lisas y con sus cúpulas erizadas con toscas almenas, todo ello encerrado por gruesas murallas que parecían bastiones.

Los egipcios de aquellas remotas épocas habían cuidado mucho las construcciones de sus gigantescos monumentos, pero no descuidaban sus fortificaciones, aunque ninguna de ellas hubiese dado pruebas de resistir largamente los ataques de los invasores, que se lanzaron sobre Egipto durante las últimas dinastías.

En esto eran muy inferiores a los incas del Perú y a los aztecas de Méjico, aunque llegaron a construir bastantes, incluso formidables, especialmente en Abydos, donde subsisten todavía muchos restos con varias troneras, puertas abiertas a grandes trechos que proporcionaban accesos a tortuosos corredores construidos en el grueso de las paredes, llenos de trampas para el enemigo que conseguía penetrar en su interior.

Pero no era de esas características el edificio que había atraído las miradas de Mirinri y de sus compañeros. Eran dos o trescientas antenas, alineadas a lo largo de la orilla del río, precisamente delante de la fortaleza, en cada una de las cuales colgaba el cadáver de un ser humano con la piel casi negra. Aquellos desgraciados tenían la punta del palo hundida en el pecho y sus brazos y piernas colgaban inertes, ya medio descarnados por el pico de los gavilanes que revoloteaban alrededor en gran número.

—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Mirinri que no pudo ocultar un escalofrío de terror.

—Son prisioneros de guerra que han tenido la desgracia de caer vivos en manos de los soldados de Pepi —respondió el egipcio.

—¿Y es así como los matan?

—A veces les cortan las manos, para que ya nunca más puedan empuñar un arma —le dijo Ounis.

—Tal vez esos hombres hayan combatido valerosamente en defensa de su propio país —dijo Mirinri como hablando para sí—. ¿Es ésta la civilización egipcia? Cuando yo suba al trono no se cometerán estas infamias.

—Tú eres de corazón noble y generoso —dijo Nefer, mirándolo con admiración.

—¿Y aquellos quiénes son? —preguntó el joven, que observaba atentamente la fortaleza.

—Parecen soldados —contestó Ata, frunciendo el ceño—. Veo barcas escondidas más allá del altozano. No desearía que nos vinieran a hacer una visita.

Dos escuadrones de hombres que llevaban en torno a su cintura calzones de gruesa tela con un pequeño delantal de cuero que llegaba hasta las rodillas, con su pecho envuelto en gruesas cintas para defenderse de los golpes de pica y con amplios gorros sobre la cabeza, de anchas franjas, se aproximaban a la orilla.

Todos ellos llevaban escudos de piel, rectos por abajo y semicirculares por arriba, tridentes y una especie de segur con el mango muy largo, además de dagas con la hoja larga y pesada.

—¿Les dejas acercarse? —preguntó Ounis, que parecía inquieto.

—Son solo unos cuarenta —respondió Ata—. Mis etíopes fácilmente darán cuenta de ellos, si quieren detenernos.

—Tal vez hayan sido advertidos que yo estoy en esta barca —comentó Mirinri.

—No lo sé, mi señor; pero se diría que en torno a nosotros se aloja la traición. Sin embargo yo estoy seguro de mis hombres como de mi mismo.

—A lo mejor son simples suposiciones —dijo Ounis—. Solo lo sabemos nosotros y tenemos mucho interés en mantenerlo en secreto.

—Sin embargo vienen: mira, ¿no ves, Ounis, que están embarcando?

—Dejémosles venir y preparémonos a atacarles, Ata —dijo Mirinri que conservaba su calma habitual—. No se conquista un reino dejando la espada en la vaina.

Los dos escuadrones habían desaparecido por unos momentos detrás de un grupo de enormes palmeras, pero después reaparecieron a bordo de dos embarcaciones que no se parecían en absoluto a la de Ata, que era un verdadero velero que los mismos fenicios, aquellos intrépidos navegantes del Mediterráneo, grandes comerciantes y a la vez grandes piratas, le habrían envidiado. Eran barcas deforma maciza, que terminaban tanto en la proa como en la popa con dos puntas muy altas, casi en forma de media «S», con un castillo que ocupaba casi toda la eslora y en cuya cima se habían colocado algunos guerreros armados de arcos. Los demás se habían situado a ambos lados y se ocupaban de remar. Aunque la corriente hubiese aumentado de velocidad, las pesadas embarcaciones no tardaron en llegar a la distancia desde donde se podía oír la voz, puesto que el viento había amainado.

—¡Ohé! —Gritó uno de los dos comandantes de las escuadras—. Que Hathor os proteja y que Tifón mantenga siempre por lejos de vosotros a los temsah (cocodrilos); pero decidme quiénes sois y a dónde vais.

—Traficantes que se dirigen a Denderah —respondió Ata mientras que sus etíopes se agachaban silenciosamente detrás de las barandas, para estar preparados e impedir un abordaje—. ¿Qué queréis de nosotros?

—Quiero preguntarte si tienes un escriba a bordo.

—¿Para qué?

—Tenemos que cortar cuatrocientas manos y no hay entre nosotros uno que pueda tomar la relación de los hombres destinados al suplicio y enviar una lista al rey.

—¿Quiénes son esos?

—Unos nubios que ayer hicimos prisioneros. Ya habréis visto un buen número empalados en la orilla, pero todavía nos quedan trescientos —respondió el comandante de la tropa— y deben seguir también la ley de la guerra.

En aquel momento, detrás de la espesa línea de palmeras que flanqueaba la orilla se oyeron gritos espantosos, que parecían proceder no de seres humanos sino de fieras furiosas. Era un coro infernal de aullidos, rugidos, de estertores que helaban la sangre. Mirinri a riesgo de comprometerse, se levantó de detrás de su refugio, con la daga en la mano, gritando con voz amenazadora.

—¿Qué hacen allí?

—Arrancan la piel del pecho a los que no sufrirán la mutilación de las manos —repuso el comandante.

—¡Vosotros no sois guerreros, sois viles chacales! —tronó el joven.

Los soldados que iban en las dos embarcaciones, extrañados ante aquel lenguaje, que antes nunca habían oído, se miraban unos a otros.

—Joven, ¿en nombre de quién hablas? —preguntó el comandante.

—Si te atreves, sube a mi barca y ven a ver el símbolo de la vida y la muerte que tengo tatuado en mi espalda, pero cuando lo hayas visto, te echaré al río como pasto de los cocodrilos y acabaré con tus hombres.

—¡Imprudente! —dijo Ata—. ¿Que has hecho, mi señor?

Mirinri no lo escuchaba.

—¡Al ataque, amigos! —gritó volviéndose hacia los etíopes.

Los treinta remeros se levantaron como un solo hombre detrás de la baranda, con los arcos preparados, dispuestos a hacer llover sobre las dos chalupas una tempestad de dardos. El atrevido acto del futuro rey así como la actitud decidida y el número de los etíopes, pareció calmar el humor belicoso del comandante y de sus hombres. La posibilidad de que fuese un verdadero príncipe, en viaje de incógnito, le decidió a volver apresuradamente hacia el castillo, sin atreverse a lanzar una sola flecha.

—Sigamos también nosotros su ejemplo —dijo Ata—. Tú, señor, has cometido una grave imprudencia. Ignoramos cuántos hombres hay en aquella fortaleza y de cuántas barcas pueden disponer.

—Que vengan —respondió sencillamente Mirinri—. Bastará con mostrarles el ureo que tengo tatuado en la espalda, si es cierto que esa serpiente con la cabeza de buitre es el emblema de poder supremo. ¿No es cierto, Ounis?

—Tú serás un día un gran rey —se limitó a responder el anciano—. Tu padre habría hecho lo mismo y también él era un gran soberano.

—Si es que puedo sentarme en el trono de mis abuelos… —respondió Mirinri sonriendo.

—Te he mostrado el astro que hace brillar su larga cola y ello era un buen presagio que anunciaba un cambio próximo en la dinastía reinante.

—Ya veremos; confío en el futuro.

Volvió a tomar el sitio de costumbre, sentándose ante la pequeña cámara; Nefer se había situado a escasa distancia suya y parecía ocupada en mirar la margen del majestuoso río, cubierto de palmeras gigantescas dum, cuyas raíces ya se sumergían en el agua. El Nilo continuaba aumentando de caudal, invadiendo poco a poco los campos, donde ya no se encontraba ni grano, ni cebada, ni lino. Donde hallaba un obstáculo, la corriente irrumpía con grandes mugidos y se dispersaba a través de las tierras con increíble rapidez, fertilizándolas con su precioso limo. Entre los animales acogidos entre las matas había en aquel momento una enorme desbandada general y se podía ver a través de los surcos a grupos de gacelas de velocidad prodigiosa, bandas de antílopes de delicados y largos cuernos y a varios chacales gritando, mientras que por el aire se alzaban incontables bandadas de ibis blancos y negros, pájaros y ánades. La barca, que tenía el viento a su favor, iba muy rápida, manteniéndose siempre hacia la margen izquierda, en cuyas alturas aparecían de cuando en cuando impresionantes ruinas, que parecían de antiguos templos o de fortalezas derruidas, tal vez restos de ciudades destruidas por los Faraones de las primeras dinastías, que habían llevado sus armas muy lejos del delta, expulsando poco a poco a los pueblos nubios que lo ocupaban.

También aquel día transcurrió, sin que apareciese en la inmensidad del agua, que iba alargándose continuamente, el obelisco que indicaría la isla misteriosa. A las preguntas que Ounis y Ata habían hecho a Nefer, ella simplemente había respondido:

—Aguardad: el Nilo no ha alcanzado su gran crecida.

Transcurrieron otros dos días. Las orillas habían desaparecido. El Nilo parecía haberse convertido en un gran lago con aguas muy turbias, casi rojizas.

Hacia el atardecer del cuarto día, Ata señaló cuatro grandes puntos negros, que sobresalían de la corriente, manteniéndose muy unidos, a corta distancia uno del otro.

Casi en el mismo instante Nefer gritó:

—¡El obelisco se perfila ante nosotros; la isla de Kantapek es aquella!

Mirinri y Ounis se volvieron, mirando en la dirección que la muchacha indicaba con el brazo extendido. Sobre la superficie de las aguas, que el sol hacía brillar vivamente, dándole un fulgor rojizo, se distinguía a gran distancia una línea alta y oscura que destacaba netamente sobre el luminoso y puro horizonte.

—¿Lo ves, mi señor? —preguntó Nefer al joven Faraón, con un extraño tono de voz.

—Sí —respondió Mirinri.

Luego la miró, añadiendo:

—¿Qué es lo que tienes, Nefer? Pareces conmovida.

La muchacha volvió la cabeza hacia otra parte, como para escapar a la mirada del joven; luego respondió:

—No te engañas, mi señor.

Ata, en aquel momento intervino, demostrando una extrema aprensión.

—Te advertí, mi señor, que habías cometido una grave imprudencia —dijo volviéndose hacia Mirinri.

—¿Por qué?

—Cuatro grandes barcas descienden por el río y me da la impresión que vienen a por nosotros.

—¿Están armados? —preguntó Ounis preocupado.

—Estoy seguro.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mirinri.

—Por la altura de su mástil y la superficie de sus velas.

—¿Están tripulados por aquellos soldados que martirizaban a los prisioneros de guerra?

—Eso es lo que sospecho.

—¿Qué puedes temer ahora que la isla de Kantapek está a la vista? —dijo Nefer, interviniendo—. ¿Qué egipcio se atrevería a acercarse a aquellas costas, donde creen que las almas de los reyes nubios andan errantes para vengar su raza destruida por los primeros Faraones? Está allí, ante nosotros, dispuesta a ofrecernos refugio y nadie se atreverá a seguirnos hasta el gigantesco obelisco.

—Y encontraremos también allí otros enemigos más peligrosos —dijeron Ounis y Ata.

—De la misma manera que he conjurado a las aves incendiarias, conjuraré a los espíritus de los reyes nubios —respondió la muchacha—. ¿Acaso no soy una hechicera? Con mi invocación los obligaré a entrar de nuevo en sus sarcófagos donde duermen desde siglos.

—¿Estás segura de tu poder? —preguntó Ounis.

—Sí, mi señor, y si quieres te daré una prueba desembarcando yo primero sola en aquella isla, ya que es preciso que mis encantamientos, para que tengan poder, sean recitados en medio de los árboles que cubren la isla.

—Y tú, muchacha, ¿te atreverías a tanto? —preguntó Mirinri que no podía por menos de admirar tal audacia.

—Sí, con tal de salvar a mi futuro rey —respondió Nefer.

—A la isla y sin perder tiempo —ordenó Ata—. Aquellas barcas se dirigen hacia nosotros. ¿Hay en aquella costa una cala que sea lo suficientemente grande para anclar nuestra embarcación?

—Sí, delante del obelisco.

Ata corrió hacia popa y empuñó el largo remo que en aquella época servía de timón, mientras que Mirinri y Ounis iban a proa para sondear el fondo del río. Al ser la corriente muy rápida, no reteniéndola las masas vegetales de papiros ya totalmente desaparecidas bajo la crecida, el pequeño velero avanzaba veloz, mientras que las cuatro barcas parecían no tener ninguna prisa por acercarse a la isla, que comenzaba a delimitarse claramente. El obelisco se engrandecía a ojos vistas, agigantándose en el horizonte que los últimos rayos de sol teñían de un rojo ardiente y que mandaba reflejos deslumbradores como si fuese totalmente de oro o se hallara cubierto por algún otro metal resplandeciente.

—¿Quién lo construyó? —preguntó Mirinri a Nefer, que lo contemplaba atentamente.

—No lo sé, mi señor —respondió la joven, casi distraídamente.

—Se diría que es totalmente de oro.

—No es más que dorado; por lo menos, así me lo dijeron.

—¿Y que las fabulosas riquezas de los reyes nubios están escondidas allí?

—No —respondió secamente Nefer—. Yo sé dónde se encuentran.

—¿Y hay sacerdotes que guardan los tesoros?

—También los conjuraré, si es que todavía están; pero creo que mi prometido confundió las sombras con seres vivientes.

—No le habrían cegado.

Nefer no respondió. Parecía preocupada e inquieta. Incluso un temblor nervioso agitaba fuertemente sus brazos, y sus ojos intentaban no encontrarse ya con los del Hijo del Sol. Con un par de tirones soplando la brisa bastante fuerte, la barca llegó a la isla, refugiándose en una pequeña cala, cuyas orillas estaban cubiertas por inmensas palmeras y en un extremo se alzaba el enorme obelisco, que levantaba su vértice a más de cuarenta metros de altura.

CAPÍTULO XV. LOS CONJUROS DE NEFER

El hombre moderno que, en la actualidad, visita los lugares donde la antigua civilización egipcia erigió monumentos grandiosos, que resistieron durante cincuenta o sesenta siglos a la erosión, a las arenas del desierto, a las crecidas del Nilo, a los ataques de los caldeos, de los asirios y de los persas que penetraron en el gran valle del Nilo abatiendo Menfis y Tebas, dos ciudades colosales y maravillosas que el mundo antiguo envidiaba a las dinastías faraónicas, si se siente maravillado ante la grandiosidad de las pirámides que encierran momificados los cuerpos de los antiguos reyes, queda todavía mayormente impresionado ante los escasos, pero imponentes obeliscos que yerguen todavía de modo maravilloso sus vértices hacia el cielo ardiente. Una pregunta salta enseguida a los labios de quien se detiene ante aquellos enormes bloques de granito elevados a treinta o cuarenta metros: ¿qué medios emplearon los antiguos egipcios para elevar a tal altura aquellos bloques macizos? ¿Que esfuerzos prodigiosos han sido necesarios para lograrlo? La misma pregunta ha inquietado durante siglos a los egiptólogos y, solo desde hace poco, tras larguísimas investigaciones, han conseguido descubrir el ingenioso medio a que recurrieron aquellos celebres constructores. La mano de obra no faltaba en Egipto, es más no costaba casi nada al gobierno. Cuando un rey quería hacerse construir una pirámide, un obelisco o un templo, hacia despoblar de raíz una provincia entera, cuyos habitantes, artesanos, operarios, agricultores y cualquiera que fuese su profesión eran reclutados bajo la dirección de los arquitectos reales. Los ancianos y los niños también eran inscritos y ocupados en las labores menos pesadas, como la preparación de la cal y el transporte de los escombros. Cuando la primera masa de esclavos estaba agotada o diezmada por la debilidad o por el agobiante clima, se la reexpedía a su tierra y se reclutaban los habitantes de otra provincia. Los Faraones no concedían a aquellos desgraciados más que la alimentación, muy escasa por cierto.

Las gigantescas construcciones de Egipto, pirámides, canales, embalses, diques, subterráneos y templos, fueron construidos por ese sistema y solo en épocas mas tardías los trabajadores fueron substituidos por prisioneros de guerra.

Como se ve no faltaba la mano de obra; eran los medios poderosos los que escaseaban, puesto que los egipcios no disponían de ninguna máquina apta para levantar aquellos enormes bloques a no ser los brazos del hombre, que si bien abundantes, no podían mas que arrastrar. ¿Cómo lograron levantar aquellos obeliscos, que causan todavía hoy la admiración de arquitectos e ingenieros modernos? De un modo curiosísimo que solo la mente ingeniosa de aquellos hombres extraordinarios podía imaginar. Faltos de maquinaria, se servían de un plano inclinado que comenzaba a bastantes metros de distancia del lugar donde debía alzarse el obelisco y que se extendía además un par de kilómetros con una pendiente muy suave. En su parte alta construían un muro también inclinado y algo más alto que el obelisco y desde su cima formaban un andamio de gruesos troncos de árbol profundamente fijos ya que debía soportar el peso entero de la inmensa columna. Después de haber marcado sobre el basamento el sitio preciso, llenaban de arena el espacio comprendido entre el muro inclinado y los troncos, con lo que bastaban solo unos pocos hombres para hacer subir la rampa al obelisco, disponiéndolo con la base delante, sobre rodillos de madera durísima que hacían rodar sobre una tabla portátil. Cuando la base había rebasado el canto del muro en casi un tercio de longitud, los obreros, colocados sobre pilastras, con la ayuda de cuerdas muy fuertes hacían girar el obelisco como un torno dentro del andamio del declive, guiándolo entre dos hileras de troncos dispuestos en forma de guías. La bajada de la enorme masa la realizaban mas lentamente, sacando poco a poco la arena de alrededor de la base del obelisco hasta situarlo en el lugar preciso marcado en la base. Resultaba así fácil para aquellos infatigables trabajadores, dar al monolito la debida posición vertical, estableciendo un sencillo tablado entre la rampa y la pilastra.

Apenas echada la gruesa piedra que servía de ancha y arriadas las velas sobre el puente, Mirinri, Ata y Ounis se situaron en cubierta, interesados en asegurarse de la dirección tomada por las barcas pesadas, que sospechaban transportaban tropas del usurpador, encargadas de capturarlos antes de que pudiesen llegar a Menfis. Con no poca alegría las vieron dirigirse lentamente hacia la orilla opuesta y anclar allí sus piedras, como si sus tripulantes tuviesen la intención de pasar allí la noche.

—Tienen miedo —dijo Ata—. No se han atrevido a acercase a esta isla, pero temo que no nos dejaran tan fácilmente. Nefer ha tenido una buena idea al conducirnos aquí, con tal que los espíritus de los reyes nubios no nos den mas trabajo que el que podrían darnos aquellos guerreros. Yo temo mas a los muertos que a los vivos.

—Te he dicho que sabré aplacar sus almas y que los haré reingresar en el serdab del templo (corredor subterráneo donde se depositaban las momias).

—¿Qué poder sobrenatural es el que tienes, muchacha? —dijo Ounis.

—Fue mi madre la que me enseñó a aplacar los espíritus. Además, mi señor, yo te daré una prueba. Tiende una pasarela hasta la orilla y déjame bajar a tierra. Pronunciaré mi conjuro en medio del bosque.

—¡Tú sola! —contestó Nefer con voz tranquila.

—¿Y no tendrás miedo?

—¿De qué?

—¿No hay bestias salvajes en esta isla?

—No, que yo sepa.

—¿Has olvidado a los cocodrilos?

—No comparto tu confianza, Nefer. Deja que te acompañe. Mi daga es firme y te protegerá.

—El conjuro no tendría ninguna eficacia, ya que nadie debe asistir al rito que debo cumplir bajo los árboles.

—¿Qué rito?

—No te lo puedo decir, mi señor. Tenemos ciertas ceremonias que cumplir, que no las podemos revelar a nadie Déjame ir y no temas por mí. ¿Además, si me ocurriera alguna desgracia, que te importaría a ti? —dijo la joven con profunda amargura.

Mirinri, que comprendió a lo que aludía y con que fin actuaba la muchacha, creyó oportuno no responder, pero la miró con cierta ansiedad.

—Adiós, mi señor —prosiguió Nefer viendo que la pasarela había sido preparada—. Si tardo, no os inquietéis, porque el conjuro que he de pronunciar bajo los árboles, tal vez no sea suficiente, en cuyo caso me veré obligada a repetirlo delante del templo.

—Deja que te acompañe hasta la orilla —dijo Mirinri.

—Sea mi señor, pero no rebases la primera hilera de árboles.

Atravesaron juntos la pasarela, mientras que Ata y Ounis vigilaban ansiosamente las cuatro pesadas barcas, temiendo que preparasen alguna sorpresa aprovechando la oscuridad de la noche, y se detuvieron ante una verdadera muralla de verdor que parecía casi impenetrable.

—Allí está el paso —dijo Nefer, indicando al joven un pequeño claro abierto entre los arbustos y las palmeras dum que habían crecido en la orilla, ligadas entre sí por gigantescas ramas de plantas parasitas.

Nefer, se detuvo, haciendo una señal a Mirinri para que no diera un paso más. La extraña muchacha aparecía en aquel momento presa de una vivísima inquietud y sus ojos habían perdido en aquel instante todo su poderoso esplendor.

Un fuerte temblor hacia tintinear sus pulseras.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mirinri, sorprendido por aquella imprevista conmoción que había mostrado de proeza.

—Nada, mi señor —respondió con voz sofocada.

—Tiemblas como si tuvieses frío.

—Tal vez sea la humedad de la noche la que me hace temblar así.

—También hay un ligero temblor en tu voz. ¿Tienes miedo? Aguarda a que salga el sol, para tu conjuro.

—Debo pronunciarlo con las tinieblas. Los espíritus solo salen de noche.

—¿Y tú crees que son realmente espíritus? Yo he visitado otras pirámides y nunca he visto salir de dentro de sus sarcófagos a aquellos que desde hace siglos duermen dentro. ¿Si en vez de esos fuesen seres vivientes?

—No, son sombras, mi señor.

—¿Estás decidida?

—Sí, mi señor. Si te quedas aquí oirás el canto de los muertos que yo proclamaré en medio del bosque.

La voz de Nefer, al principio tenebrosa, fue poco a poco reafirmándose; sin embargo, el temblor de su cuerpo no había cesado.

Permaneció durante unos momentos silenciosa, con la cabeza agachada; después se alejó bruscamente, diciendo:

—Adiós, mi señor, que Isis, Osiris y la vaca Hathor protejan al Hijo del Sol y que Apapa, la serpiente del genio del mal permanezca lejos de ti.

Nefer desapareció a través del claro abierto en la inmensa muralla de verdor. La muchacha caminaba rápidamente, como si ya otras veces hubiese atravesado el espeso follaje que cubría aquella isla, tendida en las aguas del majestuoso Nilo. Ni siquiera se giró para ver si Mirinri la seguía. Estaba segura de que el joven no se había movido de la orilla, porque, cosa extraña, los egipcios, al igual que todos los pueblos primitivos, si bien no tenían miedo de la muerte, sentían pavor ante los espíritus de los muertos. La muchacha, no obstante, no parecía tranquila. Es más, podría decirse que un repentino acceso de desesperación o de cólera intensa había hecho presa en ella. Frases de desprecio salían de sus labios y sus dedos jugaban nerviosamente con sus vestidos, desgarrando la ligera tela.

—Malditos… —murmuraba apretando los dientes—. Lo quieren tener alejado… truncar el glorioso camino que debería conducirlo hacia el trono del Sol… y yo no puedo hacer nada… Seducirlo… dormirlo entre mis brazos… o los esplendores de la corte que yo apenas gusté en mi primera juventud o la muerte. ¿Por qué no elegir a otra en vez de a mí? Porque yo también soy una Faraona, pero ¿hija de quién? ¿Qué misterio reina sobre mi nacimiento? ¡Y aquel miserable sacerdote me tiene en sus manos!… ¿Podré tener éxito?… Ama demasiado a la otra y no ha comprendido que yo muero por él… que no soy más que suya… que daría mi vida por él y me atravesaría el río infernal que va a bañar los campos divinos de Aaseron.

Se había detenido. Bajo las largas hojas de las palmeras, reinaba una profunda oscuridad y a través de aquella masa de verdor a duras penas podía distinguirse alguna estrella. Un silencio absoluto reinaba en torno a la joven; no soplaba ni un halito de aire. Solo en lontananza murmuraba el Nilo, al que la crecida había hecho más impetuoso.

—¿Me oirán? —se preguntó después de dar algunos pasos hacia adelante.

Mirando en torno intentando distinguir algo, luego se irguió y alzando la voz para poder ser oída, incluso por Mirinri si como era de suponer éste no había abandonado la orilla, gritó:

—¡Oh, tú, Amenti!, que eres señor de la montaña y que tienes el poder de crear los espíritus cuando te lo ordena Osiris, escucha la palabra de una muchacha de origen divino, porque soy hija de aquel Ra (el sol) que se levanta todos los días por la parte oriental del cielo y que la negra diosa Nut protege con la sombra de sus alas. Tú eres poderoso, porque tu lengua toca y lame el cielo, la tierra y envuelves todas las cosas; tú eres grande porque eres el dios que reina en el hemisferio inferior y tu forma está en el cielo, en latiera, en las plantas, en las aguas del Nilo y en la luz cuyo fulgor es igual al de Toum, que hoy es Osiris y mañana es Ra, y todo después. Quiero que quites a los espíritus que vagan por esta isla su boca para hablar, sus piernas para andar, sus brazos para derribar a los enemigos, como está escrito en «El Libro de los muertos» que Osiris nos dio, para que se vayan lejos y puedan alcanzar la barca del Sol. Nefer ha hablado; es una hechicera y una Hija del Sol a la que Nut protege. Recoge los espíritus errantes y llámalos a los campos divinos de Aaseron. ¡Espero!…

Apenas había la joven terminado de pronunciar aquellas palabras, cuando debajo, bajo la bóveda inmensa hecha con las grandes hojas se oyó un ruido ensordecedor, que parecía producirlo por enormes temblores furiosamente batidos durante algunos minutos; luego apareció una sombra humana, que se acercó silenciosamente a la hechicera.

—Te está esperando en el templo —dijo cuando estuvo cerca.

Nefer sintió una fuerte impresión.

—Ven —dijo la sombra.

—Te sigo —replicó Nefer con un suspiro.

Se pusieron en camino. El hombre iba algunos pasos por delante, apartando las ramas que en aquel lugar eran muy bajas y tras algunos instantes se detuvieron ante una gigantesca construcción de forma cuadrada, ante la cual se erguían dos obeliscos, mucho menos altos que aquel que como un gigante se alzaba en la orilla, y esfinges de monstruosas proporciones, alineadas en doble fila.

—Entra, Hija del Sol —dijo el guía apartándose.

Nefer se encaminó hacia una puerta ancha en su base y estrecha en su parte superior y se encontró dentro de una inmensa sala, cuya bóveda era sostenida por un número inmenso de columnas ornadas todas con esculturas y capiteles que se alargaban en forma de una alta campana.

Una pequeña lámpara, pendida de lo alto, iluminaba a duras penas el centro del gran templo.

—¿Eres tú, Nefer? —preguntó una voz con acento duro.

—Sí, soy yo. Her-Hor —respondió la joven.

Un hombre apareció de improviso saliendo de entre las dos columnas centrales. Era un anciano de sesenta o setenta años, de estatura muy elevada, de rasgos duros, con los ojos muy negros y vivos todavía, a pesar de la edad. Vestía una especie de zamarra de lino blanquísimo, muy ancha, ceñida a su cintura por una faja amarilla que caía por delante y en su cabeza lucia un pañuelo amarillo con franjas negras que le colgaba por la espalda.

En sus pies había unas sandalias de papiro y del mentón le colgaba una de aquellas extrañas barbas postizas, de forma cuadrada, que tan en boga estuvieron en aquella época, y que otorgaban a quienes las lucían un aspecto no precisamente simpático.

Nefer al ver al anciano se tornó muy pálida y un relámpago de ira pasó por su mirada.

—He visto cómo anclaba la barca —dijo el anciano—. Tú eres una muchacha maravillosa y Pepi ha escogido bien. ¿Es él?

—Sí, respondió Nefer bajando la cabeza.

—¿El hijo de Teti en persona?

—Sí.

—No estábamos equivocados. ¿Te ama?

—Hasta ahora creo que no.

Una profunda arruga se dibujó en la frente del anciano, y prosiguió con severidad:

—Es preciso que te ame y tú lo sabes. Tal vez no hayas intentado todas tus seducciones. ¿Quién podría resistirte a ti que eres la más hermosa muchacha del Bajo Egipto? ¿Quién no temblaría ante tus ojos maravillosos y tus encantos divinos?

—Pese a todo, no me ama todavía, gran sacerdote —replicó Nefer.

—Debe amarte a toda costa. Pepi lo quiere; tú sabes que la voluntad del rey es una orden.

—Piensa en otra.

—¡Que el macho cabrío de Méndez y que el dios Apis me maten ahora mismo! —Gritó el anciano—. ¡La otra no lo querrá nunca!

—¿Qué sabes tú, Her-Hor? —Preguntó Nefer—. Tú no puedes escrutar el corazón de Nitokri, la hija de Pepi.

—Él es un enemigo que podría arrebatar el trono a su padre.

—El amor tal vez valga más que un trono.

Her-Hor hizo un gesto de cólera, luego cambiando bruscamente de tono, dijo:

—Todo está dispuesto. Recuerda que debes impedirle llegar a Menfis y adormecerlo aquí. Riquezas y fiestas, danzas y perfumes, vinos embriagadores, caricias y tus ojos: caerá y olvidará su gran sueño.

—¿Y si te engañases, gran sacerdote? —preguntó Nefer con ironía.

—Todo depende de ti: ¿quieres volver a vivir en los esplendores de la corte y ocupar el puesto que te corresponde por derecho de cuna? Debes dominarlo y cortarle las alas. El gavilán es joven y ha vivido siempre lejos de Menfis; no ha visto otra cosa que las arenas del desierto, donde fue criado y donde ha crecido y tú eres hermosa. Mirinri te amará.

Nefer hizo con la cabeza un gesto denegando.

—El corazón del joven Hijo del Sol no palpitará nunca por Nefer —dijo después con voz triste.

Her-Hor miró fijamente a la muchacha, después le tomó la mano fuertemente. Una alegría iluminaba sus ojos y trascendía a su rostro apergaminado.

—¡Tú lo quieres! —exclamó.

Nefer no respondió.

—Quiero saberlo.

—Pues bien… sí —respondió la joven, bajando la cabeza.

—¡Ah la…!

El sacerdote impidió que sus propios labios siguieran hablando mordiéndoselos rabiosamente.

—¿Qué ibas a decir, Her-Hor? —preguntó Nefer sumamente interesada.

—Nada —respondió el sacerdote secamente, mientras un relámpago siniestro iluminaba sus ojos.

Después de haber dado la vuelta a una columna, como para tener tiempo de volver a su antigua calma, preguntó:

—¿Quién acompañaba a Mirinri?

—Un anciano que se llama Ounis y que parece ser también un sacerdote.

—¡Ah! ¡Él!

—¿Lo conoces?

—Creo que sí.

—¿Quién es?

—Un fiel amigo de Mirinri. ¿Habéis encontrado la barca de los gatos?

—Sí, a tres jornadas de aquí; antes de la crecida del Nilo.

—¿Mirinri y Ounis han creído todo lo que les has contado?

—Eso creo.

—¿Te han visto el tatuaje?

—Ounis lo descubrió en mi espalda.

—¿Así que están convencidos de que eres una Hija del Sol?

—¿No lo soy acaso? —preguntó Nefer sobresaltada.

—Sí, yo no te he dicho nunca lo contrario —dijo el gran sacerdote.

—Ahora dime, ¿quién era mi padre? —gritó la muchacha.

—No ha llegado todavía el momento de revelártelo.

—¿Vive o está muerto?

—Podría dormir el sueño eterno dentro de una pirámide perfectamente momificado, porque era un gran príncipe, y podría darse también el caso de que no hubiese subido a la barca que conduce a través de las regiones inferiores y que no haya sido juzgado nunca por el tribunal de Osiris. Solo Pepi l sabe y hasta ahora nada me ha dicho.

—¿Tú me aseguras que por mis venas corre sangre divina de los Faraones?

—Sí.

—¿Y que el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte no me fue tatuado para engañarme?

—Te fue hecho en el palacio real de Menfis.

—¿Entonces Mirinri puede amarme, porque soy una Faraona como Nitokri?

—Puede amarte.

—Dame un filtro a fin de que su corazón palpite por mí y caiga en mis brazos.

—El filtro lo tienes en tus ojos —dijo el sacerdote—. Ni el mismo Pepi podría resistir el fulgor de tus pupilas, si ahora te viese.

—Pero no Mirinri.

—Caerá; tú eres una hechicera.

—Dame un filtro o dáselo a la otra Faraona —dijo Nefer con los dientes apretados—. Uno que la haga dormir para siempre. La pirámide de Pepi está siempre dispuesta a recibir a los muertos y aguarda a aquella muchacha, que tiene para él la fascinación del poder y la gloria de un trono que a mí me falta, y Mirinri será mío.

—¡Yo mataré a la hija de Pepi! —Exclamó el sacerdote—. ¿Y después? Soy viejo, pero tengo la vida o mejor aún, tengo algo más importante que mi vida. ¿Cuándo lo traerás aquí?

—Mañana al amanecer.

—¿También al anciano?

—No lo dejará.

—¡Si pudieses matarlo!

—¿Por qué? ¿Qué te ha hecho? ¿Qué te importa a ti su vida?

El sacerdote en vez de responder se puso a pasear entre las columnas, murmurando para sí:

—Sí, sería una venganza estúpida.

Después, volviendo hacia Nefer, prosiguió:

—Ten en cuenta que mis ojos y sobre todo los de Pepi están fijos en ti. O los esplendores de la corte o la muerte; el rey será implacable. Ve: todo está dispuesto para atraerle aquí y adormecerlo entre tus hermosos brazos. No debe llegar a Menfis, recuérdalo y, puesto que le amas, te advierto que si pusiese sus pies en la capital del Bajo Egipto, no le respetaría la muerte. Ha reinado su padre, pero él no reinará nunca.

—No olvidaré tus palabras —respondió Nefer, mientras un estremecimiento de terror recorría sus huesos.

—Y ni una sola palabra, o ninguno saldrá vivo de las tumbas de los antiguos reyes nubios. ¡Vete! Ya sabes lo que tienes que hacer.

Nefer apretó contra sí los ligeros vestidos que la cubrían, como si un gran frío se hubiese apoderado de pronto de ella y salió rápidamente del templo, mientras que el sacerdote apagaba bruscamente la lámpara.

CAPÍTULO XVI. LAS MARAVILLAS DEL TEMPLO DE KANTATEK

Cuando Nefer regresó a la orilla, Mirinri se encontraba todavía allí, sentado en la base del obelisco, con la daga desnuda en la mano y la mirada fija en la linde del bosque, dispuesto a correr en ayuda de la muchacha, si algún peligro la hubiese amenazado. Al verla salir por el claro abierto entre la muralla de verdor, se levantó prestamente y se dirigió a su encuentro. Nefer lo acogió con una sonrisa y con una mirada intensa.

—La isla es tuya, mi señor —le dijo—. Los espíritus de los reyes nubios han reentrado en sus sarcófagos y ya no saldrán de ellos hasta que yo quiera.

—¿Tú los has visto? —preguntó Mirinri.

—Sí, vagaban por las copas de las palmeras.

—¿Quién eres tú que posees tal poder? Yo he oído tu invocación y luego un gran ruido que ha asustado a los etíopes e incluso a Ata y a Ounis.

—Eran los sarcófagos que se cerraban —respondió Nefer en voz baja.

—Hasta ahora yo no creía en ti.

—¿Y ahora?

—Envidio tu oculto poder. Si lo poseyera, tal vez ahora la orgullosa Menfis sería mía y mi padre estaría vengado.

—Yo nada puedo contra los vivos —dijo Nefer.

—¿Has estado en el templo?

—Sí y he pronunciado ante las esfinges el poderoso conjuro. Esa es la razón por la que he tardado, mi señor.

—¿No has visto brillar allí dentro ninguna luz?

—Reinaba una profunda oscuridad y un silencio absoluto. Los que cegaron a mi prometido deben haber muerto o han huido.

—¿No se habrán llevado también los tesoros que según tú dices se hallan en los subterráneos?

—Mañana nos aseguraremos —respondió Nefer—. Perder un día no retrasará demasiado la conquista del trono al que tienes derecho, mi señor.

—Y además, por ahora no podemos reemprender el camino —dijo Mirinri cuya frente se había oscurecido—. Aquellas cuatro barcas están en guardia; todos estamos convenidos que están esperando a que reemprendamos el viaje para atacarnos. Sube a bordo y vete a descansar, muchacha.

Nefer lo siguió, sin añadir nada más, pero en vez de entrar en su camarote, se sentó en la proa sobre un montón de cuerdas. Una viva ansiedad reinaba entre la tripulación e incluso Ounis y Ata se mostraban preocupados sobre manera. Todos presentían, a excepción de Mirinri, que les amenazaba un peligro. LA presencia e aquellas cuatro barcas, que no se decidían a abandonar el Nilo, había hecho perder la calma lo mismo a los etíopes que a los dos jefes. Además estaban convencidos de hallarse frente al enemigo y no ante simples mercaderes.

—¿Están siempre allí? —preguntó Mirinri, apenas subió a bordo, dirigiéndose a Ounis y a Ata que vigilaban atentamente, echados sobre la cubierta.

—Continuamente —respondió el anciano.

—Tal vez esperen el alba para marcharse.

—O para atacarnos —replicó Ata.

—¿Se atreverán a acercarse a esta isla que todos temen?

—Eso no lo sé y es posible que no se atrevan a tanto, pero mientras estén ahí vigilándonos, no podemos reemprender nuestro viaje. Estamos aquí prisioneros.

—¿Debe haber muchos hombres a bordo?

—Son barcas grandes, mi señor —respondió Ata— y tendrán un equipo más numeroso que el nuestro. Me guardaré muy bien de exponer tu preciosa vida.

—Yo no lo permitiré —intervino Ounis, que parecía más inquieto que Ata—. Si tú, Mirinri, caen en manos de Pepi, no te perdonará y tu hermoso sueño habría terminado para siempre y tu padre quedará sin venganza.

—Aguardemos al alba —dijo el joven—. Yo haré lo que tú quieras, porque debo mi vida a ti y a tu prudencia. De la misma manera que he esperado años, puedo esperar días. Menfis sigue estando allí y no se escapará.

De pronto se sobresaltó. El pequeño velero fue sacudido bruscamente, como si hubiese recibido un fuerte golpe en sus lados.

Ata y Ounis se quedaron en pie, mirando en su torno con ansiedad, mientras que los etíopes corrían a lo largo de la cubierta, presos de pánico.

Algo debía haber ocurrido porque el velero, aunque el agua no estuviese agitada dentro de la pequeña ensenada, continuaba oscilando cada vez más, amenazando con escorarse sobre un lado. Un grito escapó de Ata.

—¡Nos hundimos! Sálvate Hijo del Sol. ¡Esta era la traición que presagiaba!

Todos se precipitaron hacia proa, donde Nefer seguía sentada, tranquila e impasible. Ni siquiera se movió al oír el grito de Ata; solamente en sus labios había aparecido una leve sonrisa.

—¡Primero el Hijo del Sol! —gritó Ata, deteniendo con un gesto a los etíopes que iban a precipitarse por la pasarela que había servido a Nefer para descender a tierra.

—Primero, la muchacha —dijo a su vez Mirinri.

El rostro de Nefer se iluminó con una alegría inmensa.

—Gracias, mi señor —dijo levantándose.

—Raído, la nave se hunde —respondió Mirinri viéndola inclinarse rápidamente sobre el lado.

Nefer subió ágilmente sobre la pasarela, ligera como un pájaro, la atravesó y la siguieron a toda prisa los demás.

Apenas se habían reunido ante el inmenso obelisco, cuando el pequeño velero giró por completo, con la quilla al aire, rompiendo de golpe las amarras que la unían a la piedra que le servía de ancla. La corriente, al penetrar en su interior, originaba un remolino que pronto lo arrastro y lo llevó rápidamente, antes de que los etíopes, no repuestos todavía del pánico, hubiesen pensado en detenerlo. Durante algunos instantes reinó entre todos aquellos hombres un profundo silencio. Fue Mirinri el primero que lo rompió.

—Es mi suerte y tal vez mi trono lo que se va ahí —dijo.

—¡Maldición! —exclamó Ata—. ¡Nos tienen cogidos!

—Todavía no —dijo Ounis, que había recuperado su sangre fría—. Era evidente que no íbamos a llegar a Menfis como tranquilos pasajeros y que el usurpador nos iba a tender trampas a lo largo de nuestro camino.

—¿Debe haber un traidor entre nosotros? —Preguntó Mirinri—. Tu barca era sólida Ata, y no puede hundirse por sí sola.

—Son los hombres que tripulan aquellas barcas los que lo han barrenado —respondió Ata—. No tengo ninguna duda. Han aprovechado la oscuridad de la noche para atravesar el río y abrir esas brechas en los flancos del velero.

—Entonces saben que yo estaba en tu nave.

—Pepi ha dispuesto numerosos espías a lo largo del río seguramente —dijo Ounis—. Tal vez él sepa de nosotros más de lo que suponemos, prueba de ello es que él sabía de nuestra partida del desierto.

—¿Y ahora qué haremos? ¿Cómo podré yo llegar a Menfis? —Preguntó Mirinri—. Lástima que haya terminado así todo y que mi estrella en la que tú, Ounis, tenías tanta confianza, se haya perdido para siempre.

—Mi señor —dijo Nefer— ante todo piensa en tu salvación; veo que las barcas se dirigen a la isla.

Todos se volvieron, mirando la orilla opuesta. Las cuatro barcas levaron anchas y navegaban ya lentamente a través del Nilo.

—¡Ya vienen! —gritaron todos.

—Y no tenemos armas para defendernos —dijo Ata, con rabia.

—Yo os salvaré —repuso Nefer.

—¡Tú! —exclamó Mirinri.

—Sí, mi señor.

—¿Cómo?

—Conduciéndolos al templo donde reposan los antiguos reyes nubios. Ahora están aplacados los espíritus y no tenéis nada que temer. Además ninguno de aquellos que van en las barcas se atreverán a seguirnos hasta allí.

—¿Y tú nos prometes que allí no vamos a encontrar a ningún enemigo? —preguntó Ounis.

—Lo juro, por Osiris —respondió la muchacha—. Seguidme antes de que las barcas se acerquen y nos alcancen las flechas de los arqueros. Mirad, se preparan.

—Adelante, muchacha, que si nos engañas, aunque seas una Faraona, no te respetaremos —dijo Ata, con voz amenazadora.

—Yo no podré defenderme y estoy en vuestras manos. Seguidme, si apreciáis la vida.

El temor de que Mirinri pudiese caer en manos de los guerreros de Pepi hizo decidirse a Ounis, tanto más porque no podían oponer resistencia alguna en caso de un ataque, al no haber tenido tiempo de salvar sus armas. Se ocultaron apresuradamente entre el claro abierto en la espesura y se pusieron detrás de Nefer, que les precedía con paso presuroso, avanzando detrás de los grandes árboles.

Aquel islote, fertilizado por las aguas del Nilo, que en su mayor nivel de la crecida debía casi inundarlo, estaba obstruido por plantas enormes, que se habían desarrollado sobremanera. Era un verdadero caos de plantas con hojas en forma de abanico con su tronco cilíndrico, nudoso solamente en la base, coronadas en lo alto por una cimera compuesta por treinta o cuarenta hojas, plantas muy apreciadas por los antiguos egipcios, los cuales se nutrían de sus frutos, de sus jóvenes hojas e incluso de una sustancia harinosa contenida en su tronco. Debajo de aquel inmenso pasadizo de verdor, encerrados en verdaderas redes de plantas trepadoras, se erguían grupos de euforias, de las que se extrae un jugo corrosivo, que substituye en la actualidad el caucho y que es tan fuerte como para atravesar las telas y producir heridas en la carne muy dolorosas, y zarzas muy espesas que hacían el camino muy difícil. Ningún animal se presentaba ante el grupo, que proseguía su camino rapidísimamente. Solo entre el ramaje se levantaban unos pocos pájaros acuáticos, entre ellos halcones. Parecía que aquel islote se hallaba totalmente desierto oyéndose más que algún rumor en dirección no determinada. El encantamiento de la hechicera había surtido efecto, o por lo menos así lo pensaban los supersticiosos etíopes. Habían recorrido ya un largo trecho, abriéndose camino fatigosamente entre aquellas masas vegetales, cuando todos se detuvieron de pronto, lanzando un grito de estupor. Se habían encontrado inesperadamente ante un maravilloso templo, que se alzaba en medio de una explanada despejada de árboles.

—Este es el lugar donde descansan los cadáveres de los antiguos reyes nubios —dijo Nefer.

Aquel templo era de dimensiones enormes, medidas a las que por otra parte eran muy aficionados los arquitectos egipcios, que estaban habituados a hacerlo todo a lo grande; pirámides colosales, obeliscos colosales, colosales también los embalses, los diques, las estancias funerarias y los palacios. Era un dado monstruoso, pero con las fachadas en pendiente, sobre el otro dado de dimensiones no tan grandes con una pirámide truncada en su centro, formando todo ello un bloque de enormes dimensiones de piedra calcárea, procedente sin duda alguna de la doble cadena arábiga y líbica, aquella cadena montañosa que provee a Egipto de los materiales necesarios para levantar sus gigantescas pirámides. Numerosas inscripciones e incontables figuras cubrían las paredes, representando divinidades, reyes en traje de ceremonia, montados en sus carros de guerra, en escenas de caza y animales de toda especie. En medio, en un gran cuadro en forma gigante se hallaban las tres grandes divinidades adoradas por los egipcios: Osiris, sentado sobre una especie de trono, con un altísimo sombrero y la insustituible barba cuadrada bajo el mentón; Isis, una diosa con el cuerpo semidesnudo, sentada en un trono y mostrando en su cabeza un extraño trofeo, dotado de dos cuernos, y la vaca Hathor, entre cuyos cuernos lucía el sol rodeado por bastantes símbolos y que ponía su hocico sobre la cabeza de un hombre. A ambos lados de la puerta que facilitaba la entrada al templo, se erguían dos obeliscos macizos historiados al igual que las paredes y delante de ellos, en una doble hilera, formando una especie de avenida, se hallaban dos docenas de esfinges con las cabezas de reyes, pertenecientes, probablemente, a las primeras dinastías.

—¿Quién pudo haber construido este magnífico templo en este lugar? —se preguntó Mirinri, que no había visto ninguno antes—. ¿Tú sabes, Nefer?

—Entra, le dijo a su vez la muchacha, tomándolo por una mano y atrayéndolo casi con violencia hacia la puerta.

—Rodead al Hijo del Sol —dijo Ata, dirigiéndose a los etíopes.

—No es preciso —replicó efer—. No lo amenaza ningún peligro y yo respondo de su vida. ¡Seguidme todos!

La voz de la joven, que por lo general era dulce y triste casi, se había tornado de improviso imperiosa.

Mirinri, que no era supersticioso y que por otra parte no sentía ningún temor, hizo seña a los etíopes de que se apartaran y se dejó conducir al templo. La luz que entraba libremente por la ancha puerta, les permitió descubrir un número infinito de magníficas columnas, cuyos capiteles se perdían en lo alto, todos ellos cubiertas de extrañas pinturas en rojo, en negro y en azul, los tres colores favoritos de los egipcios. Algunos representaban a los reyes del primer imperio, sentados en sus tronos, que no eran otra cosa que sencillas sillas macizas muy bajas, luciendo en la mano las insignias de la autoridad real, representada por un bastón un poco curvo hacia su extremo y por una especie de garfio, otras eran guerreros en el momento de dar muerte a los prisioneros; otras eran divinidades representadas por figura humana con cabeza de buey, ibis, cocodrilos y gatos.

En medio de aquella inmensa sala aparecía una estatua gigante de un rey en el momento de amenazar a alguien, con una inmensa barba cuadrada pendida en su mentón y armado con una especie de hoz muy curvada, que fue el arma primera que usaron los guerreros y los reyes de la primera dinastía.

—¿A dónde me llevas, Nefer? —preguntó Mirinri, viendo que la muchacha no se detenía.

—A la mastaba, mi señor —respondió la hechicera, sin dejarle de la mano—. Es el sepulcro en el que debe hallarse el tesoro de los antiguos reyes nubios y allí nadie se atreverá a ir a buscarte.

Atravesaremos el templo en toda su longitud, seguidos por Ounis, Ata y los etíopes, hasta que llegaron ante una puerta de bronce que estaba entreabierta y sobre lo que se hallaba esculpido, dentro de un disco, un escarabajo, símbolo de los sucesivos renacimientos del sol y un hombre con la cabeza de carnero, representando al dios solar.

—La mastaba se halla delante de nosotros —añadió Nefer.

—¿Ya veremos ahí dentro? —Preguntó Ounis—. No tenemos ninguna luz con nosotros.

—Hay un orificio en lo alto que nos proporcionará la luz suficiente.

—Adelante pues.

En vez de obedecer, Nefer había dado un paso atrás como si hubiese sido presa de un enorme terror o se hallase algo perpleja.

—¿Has oído algo? —le preguntó Mirinri.

—No, mi señor —respondió la muchacha secándose con un movimiento nervioso de la mano unas gotas de frío sudor que le resbalaban por la frente.

—¿Tienes miedo de las momias que has hecho regresar a sus sarcófagos?

—Nefer no teme a los muertos porque obedecen a sus conjuros, tú lo sabes bien.

—¿Qué pasa, pues? —preguntaron al unísono Ounis y Ata.

Pareció como si la muchacha hiciese un supremo esfuerzo, luego con ambas manos empujó la puerta de bronce resueltamente, susurrando a Mirinri:

—No tienes nada que temer, Hijo del Sol.

Un soplo de aire húmedo se abatió sobre Nefer, haciéndole ajustar a su cuerpo las finas telas que la cubrían, pero aquel aire no se hallaba impregnado de aquel tufo desagradable que por lo general reina en los sepulcros, mas bien parecía hallarse saturado de un sutil y misterioso perfume.

Una escalera se hallaba detrás de la puerta, Nefer descendió por ella, reteniendo a Mirinri por una mano y se encontraron en una inmensa sala subterránea, excavada en la tierra e iluminada por una abertura circular por la que penetraba un haz de rayos solares. Era la mastaba.

Los egipcios, tanto de las primeras dinastías como de las últimas han tenido siempre un gran cuidado en preparase sus sepulcros. Los Faraones se hicieron sepultar dentro de las grandiosas pirámides, los personajes importantes y los ricos en mastabas o sea en inmensas salas subterráneas, debajo de pirámides por lo general truncadas, de base rectangular, cuyo tamaño y profundidad variaban según el gusto del constructor, mientras que su altura no superaba por lo general los siete u ocho metros. Las cuatro fachadas de estos vastos sepulcros, que encerraban generalmente un gran número de momias eran planas, sin ornamento alguno ni abertura a excepción de una puerta que se abría siempre hacia oriente, o sea hacia el punto por donde nacía el sol, el gran astro que encerraba el alma de Osiris. Aunque aquellos sepulcros estaban orientados con gran exactitud, a veces tenían las cuatro caras de la pirámide destacadas, con las vueltas hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales y su gran eje en la dirección norte sur. Era especialmente en torno a las grandes pirámides en las que dormían los reyes donde se construían las mastabas, más o menos grandes, según la riqueza de los difuntos, regularmente alineadas y separadas de las avenidas como los barrios de las grandes ciudades del antiguo Egipto. Las excavaciones realizadas por los egiptólogos durante el siglo pasado han puesto al descubierto un gran número de ellas y desde lo alto de la pirámide de Keops pueden adivinarse muchas otras todavía, por su forma geométrica que ha dado a la arena formas muy pronunciadas, pero es posible que se hallen muchas más escondidas bajo el antiguo solar. Tal vez duerman olvidadas bajo las arenas millares y millares de momias, enterradas por esa misma arena que ha ido invadiendo tanto territorio en Egipto, pero que probablemente nadie conseguirá sacar poniendo a aquellas al descubierto.

El interior de aquellas tumbas se dividía en tres partes: la capilla, el corredor llamado serdab y la cripta, o sea la verdadera tumba subterránea destinada a guardar la momia. De estos tres departamentos, solamente la capilla era accesible a los vivos y era la camarilla donde se reunían los parientes en determinados aniversarios para recitar las plegarias de los muertos y depositar las ofrendas y las provisiones destinadas a sostener el alma del difunto en el gran viaje al otro mundo. En cierto modo era la sala de recepción del denominado «doble», ser intermediario entre el cuerpo y el alma, en la que habitaba hasta que la momia no hubiese sido totalmente destruida por el tiempo. En aquella capilla había dos objetos importantísimos: una mesa llamada stela, fijada dentro del nicho con el nombre, el trabajo y la categoría del difunto y la mesa de ofrecimientos hecha de granito cuya superficie, excavada en compartimientos y acanalada, servía para recibir los alimentos destinados para la otra vida.

A veces a derecha e izquierda del sarcófago se alzaban dos minúsculos obeliscos con inscripciones que comentaban la biografía del difunto.

Nefer había descendido, tras una pequeña excitación, a la capilla, y por estar la puerta de bronce de la cripta abierta, había penetrado con cierta rapidez, mostrando con la mano a Mirinri una treintena de sarcófagos que se hallaban alineados a lo largo de las paredes, a la distancia de un metro y medio entre uno y otro.

—¿Es ahí dentro donde se hallan las momias de los reyes nubios? —preguntó el joven.

—Sí —respondió Nefer— y dentro de esos sarcófagos encontrarás los tesoros de los que te he halado.

—¿Estás segura de ello?

—Mi prometido, el que fue cegado, los vio.

—¿En qué consisten?

—En turquesas, rubíes, perlas y objetos preciosos de plata y oro. Mi señor, aquí puedes recoger las sumas fabulosas que te bastarán sobradamente para hacer la guerra a Pepi. Penetremos.

Mirinri seguido por Ounis, Ata y los etíopes, siguió adelante con cierto respeto, mirando con viva curiosidad los féretros que, al igual que los egipcios, reproducían cabezas muy negras con los ojos brillantes, que emitían resplandores extraños.

El grupo avanzaba en el inmenso subterráneo, en tanto que la muchacha iba delante lentamente hacia el corredor, o sea el serdab. De pronto un golpe sordo, que repercutió largamente en el subterráneo, hizo detenerse a Mirinri, Ounis y Ata, que habían llegado ya a la mitad de la mastaba.

—¡Nefer!

No respondió ninguna voz.

La puerta de bronce que separaba el serdab de la cripta había sido cerrada violentamente y la joven había desaparecido.

—¡Hemos sido traicionados! —exclamó Ata poniéndose delante del joven Faraón como si hubiese querido protegerlo de algún imprevisto peligro—. Lo sospechaba. ¿Ounis, por qué no me has dejado arrojarla al Nilo?

—¡Nefer, ha huido! —Exclamó Mirinri, que no quería creer todavía semejante traición—. ¡No! Es imposible. Se habrá escondido detrás de alguna de aquellas columnas.

—Se ha cerrado la puerta de bronce —dijo Ounis con profunda angustia— y nosotros estamos prisioneros dentro de este sepulcro donde tal vez moriremos de hambre y de sed.

—¡Nefer! —gritó Mirinri, apartando impetuosamente a Ata y abalanzándose hacia la puerta de bronce, que golpeó furiosamente con sus puños.

Tampoco esta vez respondió nadie a sus gritos.

—Salvemos al Hijo del Sol —gritó Ata—. ¡A mí, etíopes! ¡Defendámosle con nuestros pechos!

Los hercúleos remeros iban a rodear al joven Faraón, cuando un grito de terror y al mismo tiempo de asombro escapó de las gargantas de los presentes.

—¡Los muertos están resucitando!

SEGUNDA PARTE. EL SACERDOTE DE PATH

CAPÍTULO I. LA PRINCESA DE LA ISLA DE LAS SOMBRAS

Mirinri, Ata, Ounis y los etíopes, presa de una emoción difícil de describir, se habían apresurado a huir refugiándose en la escalera que conducía al serdab, cuya puerta de bronce cerrada por Nefer no permitía subir más que hasta el rellano. Un espectáculo terrorífico había tenido lugar en la inmensa cripta: las tapas de los sarcófagos, que debían encerrar a las momias de los antiguos reyes nubios, comenzaron a chirriar y poco a poco se iban levantando como si los difuntos fuesen a resucitar. ¿Eran las sombras de los muertos que Nefer había pretendido encerrar en sus tumbas y que volvían a salir, aquellas terribles sombras que asustaban a los ribereños del río?

Todos se habían pegado contra la puerta, mirando con los ojos aterrados las tapas de los ataúdes, que seguían alzándose, chirriando cada vez más fuerte siniestramente. Sólo Mirinri se había quedado en el primer peldaño mirándolos intrépidamente, como si quisiese desafiar aquellas terribles sombras. Ciertamente el ánimo del joven Faraón no temblaba, puesto que ni un solo músculo de su rostro se había movido como tampoco lo habían hecho los de Ounis. También el anciano sacerdote que lo había criado observaba una calma suprema y parecía más preocupado por observar a Mirinri que a los sarcófagos. De pronto, con inmensa sorpresa de los etíopes y de los egipcios, se oyeron salir de aquellos seculares sarcófagos unos sones dulcísimos, que se fundían entre sí con una armonía admirable.

Eran notas débiles de flautas, de los sab que incluso hoy día resultan tan difíciles de tocar, en especial los de bronce, aunque semejantes instrumentos resultasen raros en aquellas épocas; se oían también notas de las dobles flautas llamadas zargbocel, de ban-it, es decir de arpas semicirculares y de nadjakhi, una especie de liras, que tenían de seis a quince cuerdas, y muy corrientes entonces.

Los etíopes, asustados, ya que son más supersticiosos que los egipcios, habían vuelto atrás, no pensando ya en defender al Hijo del Sol.

Ni siquiera Ata se había quedado en defensa del joven, quien a su vez no parecía necesitar el auxilio de nadie.

De pronto, todas las tapas de los sepulcros se alzaron a la vez y una legión de hermosísimas jóvenes, apenas cubiertas por ligeros velos y adornadas por riquísimos collares, brazaletes y anillos, se alineó a lo largo de las paredes de la cripta.

Todas eran de extraordinaria belleza, vestidas con la suprema elegancia de las danzarinas y de las tañedoras de instrumentos de aquella época que iban a la cabeza de la moda, influyendo incluso en las hijas de los poderosos Faraones, y perfumadas de pies a cabeza. Cada una llevaba en su mano un instrumento musical: flautas, arpas, sistros, crótalos de bronce, que batían uno contra otro, triángulos, cítaras muy estilizadas con el mango muy largo y címbalos de metal llamados kimkim que producían penetrante sonido y que hacían resonar las bóvedas del inmenso sepulcro.

—¿Quiénes sois vosotras? —Gritó Mirinri bajando del último peldaño con el ímpetu de un joven león—. ¿Muchachas o espectros de los reyes nubios? El Hijo del Sol no tiembla ante vosotras.

Una cascada de risas argentinas fue la respuesta.

Las muchachas, sin dejar de hacer sonar sus instrumentos musicales, se encaminaron lentamente hacia el extremo opuesto de la cripta, donde se alzaba un gran escalón de aquella espléndida y apreciada piedra calcárea procedente de las montañas de la cadena libia.

Mirinri había hecho ademán de lanzarse a través de la mastaba y arrojarse contra las muchachas, pero Ounis y Ata se apresuraron a detenerlo.

—¡No! —Gritaron al unísono—. ¡Estamos soñando! ¡Son espectros! En todo esto hay algún maleficio de Nefer.

—¡Que yo voy a esfumar! —Respondió el joven héroe—. Yo, sin tener el poder de ella, los enviaré a todos a sus sarcófagos, donde es posible que durmieran desde hace siglos. ¡Yo no soy un mortal cualquiera! ¡Soy un Hijo del Sol!

Con una Brusca sacudida se liberó de los brazos de Ata y Ounis e iba a lanzarse contra las muchachas, que parecían mirarlo con malicia, cuando se abrió de golpe la puerta situada encima del gran escalón, con un inmenso ruido y apareció una mujer joven envuelta en velos bordados en oro con largos cabellos negros sueltos sobre su espalda semidesnuda, acompañada por cuatro muchachas que sostenían lámparas en sus manos.

Mirinri se detuvo de pronto soltando un grito:

—¡Nefer!

Era la hechicera en persona que aparecía sobre el rellano de la escalera entre las luces de las lámparas, más hermosa y seductora que nunca. Sus ojos, tan negros, estaban animados por una llama intensa, ardiente, y se fijaron inmediatamente en el joven Faraón.

—¡Tú, Nefer! —Repitió Mirinri—. ¿Nos has traicionado, miserable? Si lo que quieres es mi vida, tómala ya.

Una expresión de intenso dolor alteró el rostro de la hermosa joven.

—¿Quién te ha dicho que te he traicionado, mi señor, yo que sería feliz de poder dar mi sangre por ti? Te he salvado, mi dulce señor, de los hombres que te perseguían y que si te hubiesen alcanzado te habrían conducido prisionero a Menfis, destrozando para siempre tu hermoso sueño y destruyendo sin remedio todas tus futuras esperanzas de gloria y poder.

—¡Tú me has salvado! ¡Pero si soy tu prisionero!

—¿Qué es lo que dices? ¿Quieres volver a los bosques de la isla? Haré abrir todas las puertas de la mastaba y del templo, pero ¿adónde irás ahora que los guerreros de Pepi tan destruido tu barca y no tienes ni siquiera un arma para defenderte? ¿Lo quieres, Hijo del Sol? Una sola señal tuya y quedarás libre, junto con tus compañeros.

El joven Faraón se había quedado silencioso, mirando con creciente extrañeza a la muchacha, que seguía erguida sobre el rellano de la escalinata, envuelta en una ligera vestimenta azulada, abierta solamente por delante hasta el pecho y con brazos y piernas adornados con maravillosas joyas, que la luz de las lámparas hacían fulgir vivamente. Ata y Ounis no habían abierto la boca. Parecía que la sorpresa los hubiera hecho enmudecer.

—¿Qué es pues lo que quieres de mí? —preguntó Mirinri después de un largo silencio.

—Que hasta que se hayan ido tus enemigos quieras aceptar la hospitalidad que te ofrece la princesa de la isla de las sombras. Ven, mi señor, la mesa está dispuesta y tú y tus compañeros debéis estar hambrientos.

—¿Estoy soñando? —preguntó Mirinri, volviéndose hacia Alta y Ounis.

—No lo creo, aunque todo esto tenga la apariencia de un verdadero sueño —respondió Ata—. Esta muchacha es un ser totalmente extraordinario y más me parece una divinidad procedente del sol para protegerte que una criatura humana, mi señor.

—Así, pues, la historia del tesoro de los reyes nubios era una invención, ¿no es cierto, Nefer? —dijo Ounis.

—Calla, viejo Ounis —respondió Nefer—. Conténtate con estar todavía vivo y de ver a tu lado al Hijo del Sol, a quien dedicaste toda tu vida.

—Tienes que explicarnos muchas cosas.

—Te las explicaré más tarde, si quieres. Ahora pensemos en divertirnos.

Bajó del rellano, seguida siempre por las cuatro muchachas, tomó de la mano a Mirinri, quien no opuso resistencia alguna y subió de nuevo hacia la puerta, penetrando en un inmenso salón cuyo techo curvo se hallaba sustentado por dos docenas de espléndidas columnas repletas de pinturas. Por una abertura rectangular, que se abría en lo alto, descendía una luz vivísima, que se reflejaba intensamente sobre el pavimento de mármol, muy pulido. Entre las dos hileras de columnas habla una treintena de pequeñas mesas, de unos pocos palmos de altura; detrás de cada una de ellas, pieles de animales que debían servir probablemente como asientos o como alfombras y ante las mesas podían verse grandes ánforas de cerámica barnizada, con el cuello muy largo, que sostenían enormes macizos de flores de loto blancas, rojas y azules que exhalaban deliciosos perfumes.

Nefer condujo a Mirinri a una de aquellas mesas y lo hizo sentar sobre una magnífica piel de león, poniéndose ella a su lado. Ounis, Ata y los etíopes se acomodaron en torno a las demás, de dos en dos, mientras que las tañedoras se situaban entre las columnas, haciendo sonar sus instrumentos musicales, de modo que no impedían a los comensales hablar y entenderse.

—¡Tú eres una diosa, Nefer! —Exclamó Mirinri, que aspiraba ávidamente los perfumes deliciosos que impregnaban los ligeros vestidos de la joven—. Es imposible que seas una mortal.

—¿Por qué, mi señor? —preguntó la muchacha, sonriéndole y mirándolo con ojos lánguidos.

—Has hecho cosas tan maravillosas y has cambiado tantas veces tu ser, que ya no me aventuro a entender nada. Antes una pobre hechicera, después una Faraona, ¿y ahora?

—La princesa de la isla de las sombras.

—Y mañana tal vez la reina de Egipto.

—Bien lo quisiera, mi dulce señor, para compartir contigo el poder supremo. Desgraciadamente, este sueño —añadió la muchacha con una amarga sonrisa— no se realizará nunca.

—¿Por qué, Nefer? ¿Quién puede decirlo?

—Porque tú, mi señor, amas a otra y esa llama no se extinguirá nunca.

—¿Por qué quieres turbar mi espíritu, Nefer? En este momento no pensaba en la Faraona y sólo a ti veía.

—Tienes razón, mi dulce señor —respondió la joven.

Entre tanto, una docena de jovencitas que llevaban un corto faldón de tela bordada en oro ceñido a su cintura y que lucían en su cabeza piezas de tela plegada, cayendo en línea recta hasta las orejas, tocado característico de las esfinges, irrumpieron en la sala, llevando coronas de flores y ánforas de oro exquisitamente cinceladas y tazas de igual metal y plata.

Una de ellas, cuyo cuerpo era de escultural belleza, se aproximó a la mesita a la que estaban sentados Mirinri y Nefer, y les puso dos coronas de flores sobre la cabeza y otras dos en torno al cuello de ambos, según era costumbre; a continuación cogió un ánfora y llenó dos tazas de un vino perfumado del color del rubí.

—Bebe la luz de mis ojos —dijo Nefer, ofreciendo una taza a Mirinri—. Yo beberé la fuerza que emana de tu cuerpo, ¡oh, Hijo del Sol!

El joven sintió una breve excitación, luego la vació, seguido inmediatamente por la muchacha. También Ata y Ounis habían recibido coronas y vino, no siendo olvidados tampoco los etíopes.

La música llenaba el aire con vibraciones extrañas que invitaban a un dulce reposo, mezclándose el perfume penetrante y embriagador de las flores que las hermosas muchachas de cuando en cuando renovaban. La lira, el arpa, la cítara, el tamborcillo, la flauta doble y la sencilla unían sus perfectos acordes. En los banquetes de los antiguos egipcios la música ocupaba un lugar muy importante, al igual que ocurría en las ceremonias religiosas. Parece que en aquella lejana época hubiese ya alcanzado, en el inmenso valle del Nilo, un muy alto grado de perfección. Formaba parte de la educación, como ocurre en nuestros tiempos, y no era raro ver en los templos a las hijas de los Faraones hacer sonar el sistro, instrumento sacro de las ceremonias religiosas o el arpa. Había también verdaderas agrupaciones de muchachas músicos que participaban, especialmente recibiendo cierta retribución, en fiestas, banquetes y cenas, juntamente con las danzarinas, que según la costumbre de la época se mostraban en público también. Las jóvenes nubias, para divertir a los convidados, que no perdían tiempo en vaciar las ánforas de vino y cerveza, después de renovar las flores, comenzaron a trenzar sus danzas, que por lo común consistían en carreras desenfrenadas en torno a las columnas y en piruetas vertiginosas. Parecía que quisieran precipitarse contra las mesitas ocupadas por los convidados; luego, en el último instante, se detenían bruscamente alzando las manos y se enderezaban con largos movimientos. Si los etíopes se divertían, Mirinri y Nefer no parecían ocuparse ni de la música ni de las danzarinas, y mucho menos de Ounis y Ata, que conversaban animadamente.

—Nefer —había dicho Mirinri, cuando las danzarinas comenzaron sus danzas—. ¿Quiénes son ellas?

—Ya lo ves, Hijo del Sol —respondió la muchacha—. Son jóvenes que proceden del alto curso del río.

—¿Sabes por qué lo pregunto?

—No, no lo sé, mi señor.

—Porque Ounis me explicó hace mucho tiempo, que sobre el Nilo hay una isla habitada solamente por mujeres. ¿No será ésta?

—No lo sé —contestó Nefer.

Mirinri la miró con extrañeza.

—¿No la sabes?

—No.

—Me contó también que había una reina que mandaba en aquellas mujeres.

—Es posible.

—¿Y no serás tú esa reina?

—No lo creo.

—Sin embargo no he visto hasta ahora a ningún hombre aquí.

—No hace falta.

—¿Qué clase de mujer eres tú?

—¿Qué se yo?

—¿No lo sabes?

—No, Hijo del Sol —dijo Nefer que se había tornado pensativa—. Hay en mi vida un misterio que tú intentas desvelar; pero perderás el tiempo, porque ni yo misma podría rasgar ese denso velo que la envuelve. Bebe, mi señor; la vida es coma y la muerte puede caer sobre nosotros en cualquier momento y hacernos atravesar el río infernal que divide los campos divinos de Aaseron. Bebe. La embriaguez es la vida.

—¿Y esta vida puede perderse? Habla, Nefer. Empiezo a tener miedo de ti.

—Perderse, ¿por qué? —Replicó la muchacha—. Si alguno amenazase sabría defenderte como la leona defiende a su prole contra la ferocidad del macho hambriento y mucho más contra la Faraona que tú amas y que tal vez, al saber quién eres, te mataría.

—¿Quién eres tú pues? Ya te lo he preguntado varias veces, Nefer.

—Se lo he preguntado a Amnón y se ha quedado mudo; lo he preguntado a Tanen y no me ha contestado; se lo pido a Ma, que representa la verdad y nada me ha dicho; Ra, Horus, Ament, Hathor, Anoneke, Isis, Neith se han quedado igualmente mudos. Soy una Faraona y una hechicera al mismo tiempo; tengo sangre divina en las venas al igual que tú, porque llevo el tatuaje de los descendientes del Sol y soy al mismo tiempo una pobre muchacha, una danzarina, una tañedora de sistro y una adivina.

¿Soy yo el destino o un ser divino? Yo no lo sé, mi señor. Hoy soy la princesa de las sombras, pero mañana, ¿qué seré? En mi vida hay un sólo deseo que no puedo confesarte, aunque me arranques el corazón. Y además —prosiguió la muchacha tras un momento de silencio, con voz triste— es una locura que me va a resultar fatal. No, Nefer no verá a su dulce señor hacer temblar a los enemigos del gran Egipto, como su padre el invencible.

—¿Qué cosas dices? —preguntó Mirinri.

La muchacha pareció concentrarse unos momentos, después dijo con voz más triste aún:

—Ayer tarde mientras atravesaba el bosque, inmersa en mis pensamientos, tuve una visión.

—¿Qué ocurría?

—Vi una inmensa sala llena de gente: había allí sacerdotes, guerreros, altos dignatarios y un rey, uno de nuestros Faraones. Ya no estaba sobre su trono dorado; yacía sobre las frías piedras de la soberbia sala, como medio muerto, mientras que un anciano lo cubría de improperios, amenazándolo con el puño y una muchacha hermosa como un rayo de sol, le suplicaba, arrodillada a sus pies. En el trono dorado había un joven, hermoso, fuerte, valiente, que se parecía extrañamente a ti.

—¡A mí! —dijo Mirinri, sorprendido.

—Sí.

—Prosigue.

—Él miraba intensamente a la muchacha que suplicaba, sin dignarse mirar a otra, que a su vez lo miraba intensamente y que lloraba.

—¿Quiénes eran?

—No lo sé —dijo Nefer.

—¿Y aquel joven?

—No sé quién era.

—Yo, ¿tal vez…?

—No lo sé —repetía Nefer.

—Me has dicho que se me parecía a mí. Tú eres adivina y puedes prever cosas que yo ni siquiera de lejos podría concebir.

—Déjame terminar.

—Continúa —dijo Mirinri que era presa de viva excitación ¿Qué le sucedió a aquella muchacha que se hallaba arrodillada ante el anciano?

—Ya no la vi más.

—¿Quién era aquel viejo?

—Un rey sin duda porque llevaba en la cabeza el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte.

—¿Y el joven sentado en el trono?

—También lo llevaba.

—¿Y qué viste más?

—Una muchacha tendida sobre el suelo, expirando, mientras que las vueltas de la techumbre retumbaban debido a un inmenso griterío: «¡Viva el rey de Egipto!».

—Muerta —palideció Mirinri mientras decía esa palabra.

—Me parece que estaba agonizando.

—¿Tal vez la joven Faraona?

Nefer miró intensamente a Mirinri, después como hablando para sí, dijo:

—Piensa continuamente en ella.

—¿Tenía los ojos negros? —preguntó el Hijo del Sol sin darse cuenta de aquellas palabras.

—No lo recuerdo.

—¿De cabellos muy negros?

—Las visiones se esfuman fácilmente.

—Habla Nefer —gritó Mirinri con angustia.

—Creo que tenía los ojos fulgurantes por una llama ardiente.

—¿Cómo los tuyos?

—¿Los míos? No logran hacer arder el corazón de un Hijo del Sol —respondió la joven con una sonrisa triste—. Bebe, mi señor. Hoy eres mi huésped y el vino de la cálida Libia pone fuego en las venas y proporciona olvido.

—¡Sigue hablando!

—Mira, traen las viandas, mi señor, y tú no has comido desde hace doce horas. Divirtámonos y no pensemos en el futuro. Además, ¿quién es el que cree en los sueños y en las visiones? Yo no y tú todavía menos que eres un Hijo del Sol.

Las nubias habían interrumpido las danzas y una docena de muchachas cubiertas con ligerísima vestimenta a franjas en azul, blanco y rojo, tocadas con coronas de flores, habían aparecido llevando bandejas de plata colmadas de manjares que exhalaban un olor apetitoso, mientras que desde lo alto, por la abertura del techo, caían en todas direcciones pétalos de flor de loto.

Los egipcios, en sus banquetes, gustaban de mostrar un lujo verdaderamente extraordinario y no descuidaban el escenario. Ciertamente que no habían conseguido el fausto de los chinos, quienes no se achicaban ante cuarenta o cincuenta platos diversos, aunque abundaban también entre aquellos, sirviendo a los comensales un número respetable de platos de carne, de pájaros acuáticos condimentados con muchas salsas, peces, legumbres exquisitas y fruta, uva en especial, dátiles, higos y semillas de loto. Al igual que los orientales modernos, no utilizaban ni cuchillo, ni tenedor, comían corrientemente en un mismo plato, empleando los dedos, que luego limpiaban con servilletas adecuadas que les ofrecían los esclavos o esclavas. Sin embargo, para la sopa utilizaban unas cucharas bellísimas, comúnmente de oro o plata, con mangos exquisitamente trabajados, que representaban personas en acciones de levantar fatigosamente sus extremidades, cabezas de mujer, o grupos de muchachas luchando entre ellas.

Pero era sobre todo en el beber que se excedían. En sus festines la cerveza y el vino corrían a torrentes, a veces en exceso, puesto que las pinturas descubiertas en sus monumentos, nos muestran a hombres y mujeres presas de disturbios causados por los excesos de la gula o conducidos a casa en pleno estado de embriaguez, sobre palanquines. Un detalle, no obstante, que ha impresionado a los egiptólogos profundamente, es que ni siquiera en las orgías más desenfrenadas, los súbditos de los grandes Faraones olvidaban la idea de la muerte, que parece haber sido la eterna preocupación de aquellos antiquísimos habitantes del fértil valle del Nilo. En efecto en todas sus reuniones no faltaba casi nunca, en el colmo de su alegría, la aparición de un pequeño féretro con una figura de madera muy bien pintada, que representaba perfectamente a un cadáver, que se mostraba a todos los convidados más o menos embriagados, diciéndoles:

«Pon tus ojos en este hombre: tú serás como él después de la muerte; bebe pues y diviértete ahora que puedes».

Si un anfitrión se permitiese en nuestro tiempo semejante broma, ignoro el momento que pasaría y si las manos de sus huéspedes quedarían quietas; los egipcios, en cambio, no hacían ningún caso y aquel pequeño féretro no disminuía en absoluto su apetito, porque para ellos la muerte no tenía nada ni de terrible, ni de repulsivo. Les asustaba tan poco que se complacían en conservar en casa las momias de sus parientes durante bastantes meses, antes de hacerlos llevar ya definitivamente a las mastabas de la familia, y no era raro el caso que se reservase a alguna momia el puesto de honor en algún banquete, sin que la presencia de aquel lúgubre convidado, con las pupilas fijas y el rostro inexpresivo y cuidadosamente pintado que escondía la faz siniestra del personaje enfriase la alegría de sus vecinos vivos o les impidiese embriagarse.

El banquete que Nefer ofreciera a sus huéspedes era digno de una gran princesa faraónica. Tras unos manjares aparecían otros nuevos, en platos de metales preciosos, y la comida y los vinos eran exquisitos, tanto que a mitad del banquete todos los etíopes, que probablemente no se habían encontrado nunca con tal abundancia de comida, ya estaban más o menos ebrios. También Ata y Ounis, que comían en la misma mesa, situada cerca de la que compartían Mirinri y Nefer, parecían excitados y charlaban y reían ruidosamente. No cabe duda de que también el agudo perfume que exhalaban las flore s, que continuamente eran arrojadas desde lo alto, formando verdaderos montones entre las mesas, tenían un importante papel en aquella embriaguez, que parecía haberse apoderado de todos y a la que no escapaba ni siquiera el Hijo del Sol. Nefer por otra parte no paraba de escanciarle continuamente el dulce y delicioso vino de las montañas libias.

—Bebe, mi señor —le decía, cuando veía la copa vacía, fascinándole con el poder de sus ojos maravillosos, de mirada viva y ardiente—. La embriaguez es dulce y hace soñar y olvidar.

—Sí, bebo Nefer —respondía Mirinri que en aquellos momentos era presa de una viva alegría—. Bebo la luz de tus ojos.

Parecía haber olvidado a la Faraona y no ver ante él más que a Nefer. La música, entretanto, proseguía y las danzarinas no habían cesado de moverse ágilmente, haciendo girar con sumo arte sus ligeros vestidos y las largas faldas que pendían de su cintura. Borbotones de risa se confundían con los dulces gemidos de las ligeras mandolinas, el tintineo de los sistros y los sones de las flautas dobles y simples.

Nefer miraba fijamente los ojos de Mirinri, como la serpiente fascina al pájaro, sin que el joven fuese capaz de sustraerse a aquella ardiente mirada.

—Me parece que me quemas el corazón, Nefer —dijo de pronto Mirinri—. No sigas mirándome así, hay un fuego extraño en tu mirada que parece que quiera consumir algo que tengo fijo aquí dentro.

—¿Una visión?

—Sí, la eterna visión.

—¿La joven Faraona?

—¿Quién eres tú, que todo lo adivinas?

—Ya te he dicho que soy una hechicera.

—Es cierto, se me habla olvidado…

—¿Por qué no quieres que te mire?

—No lo sé…

—¿Temes que el fuego de mis ojos incendie y destruya la imagen de aquella muchacha?

Mirinri, en vez de responder, tomó la copa que Nefer había llenado de nuevo en aquel momento y la vació de un trago; después la mantuvo en la mano, mirando dentro de ella.

—¿Qué buscas? —Preguntó Nefer—. ¿Temes que haya mezclado algún filtro en el vino?

—No; me parecía haber visto en el fondo de este vaso dos ojos que no se pare cían a los tuyos y que me miraban fijamente.

—Ahógalos con más vino y ya no los verás —respondió Nefer, volviéndola a llenar de modo rápido—. Ves: han desaparecido ya.

La desdichada Nefer haría cuanto estuviera en su mano para retener a Mirinri junto a sí. Sabía del amor de éste, a primera vista, por la muchacha que libró de la muerte, y quería evadirse a su destino, que adivinaba lúgubre e infeliz.

CAPÍTULO II. EL GOLPE DE DAGA DE NEFER

Mirinri, siguiendo el consejo de la hechicera, había vaciado nuevamente la copa, sin preocuparse más de sí descubría en el fondo de la misma los dos ojos de la joven Faraona que le habían encendido en el corazón aquella llama que no acertaba a apagar. Vencido por la embriaguez, se había dejado caer sobre la espléndida piel de león, sujetándose con una mano la cabeza, y Nefer se puso a su lado, agitando ante su rostro un abanico de plumas de avestruz que le había dado una esclava. También Ounis y Ata habíanse dejado caer sobre las pieles que les servían de alfombra, y los etíopes, ya casi todos ellos ebrios, les habían imitado y escuchaban bostezando las historias que las danzarinas, que se habían sentado a sus mesas, les estaban narrando.

—Mi señor —dijo Nefer, con una pérfida sonrisa—. ¿No te parece que la vida es hermosa así?

—Sí, más hermosa que la del desierto —respondió Mirinri que se sentía cada vez más fascinado con la mirada ardiente de la joven—. Aquí he probado una felicidad que allí, entre, las arenas, no había siquiera soñado de lejos. Lo has logrado tú, Nefer, tú eres una diosa. Ahora ya no tengo ninguna duda.

—Si todos los días fuesen así, ¿te gustaría esta clase de vida?

—Sí, pero olvidas que tengo que conquistar un trono.

—¡Un trono! Me lo has dicho, ¿y no has pensado nunca que allí, en la orgullosa Menfis, podrían aguardarte terribles peligros?

—¿Y qué importa? Mirinri, como joven valiente sabrá desafiarlos, ¿acaso no soy un Hijo del Sol?

—¿Es el poder lo que tú quieres?

—Sí, Nefer.

—¿Te faltaría eso aquí? ¿Quieres ser rey de la isla de las sombras? Esta noche el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte brillará sobre tu frente y todos nosotros te adoraremos como a un dios. ¿Qué es lo que aquí te falta? El fasto de la corte de los Faraones no es superior al que aquí puedo ofrecerte. El sagrado río baña este pequeño reino y sus aguas no son diferentes de las que lamen las murallas de la orgullosa Menfis; tendrás todo lo que desees: fiestas, banquetes, danzas, música y muchachas para servirte. La isla de las sombras vale lo que Menfis y aquí no sentirás el agobiante peso del poder ni se turbará el placer de tu vida.

Mirinri movió la cabeza.

—Es que además —dijo después— hay algo más que un trono a conquistar.

Nefer se había erguido a medias, mostrando un gesto de ira que pronto reprimió.

—El trono y la Faraona —suspiró—. ¡Siempre ella! ¡Siempre ella!

Asió un ánfora de oro que una nubia había puesto en aquel momento sobre la mesa y llenó la taza de Mirinri, luego, ofreciéndosela, dijo:

—Bebe ahora, este vino ha sido hecho a orillas del mar Rojo y ni siquiera en Menfis se bebe. Te pondrá fuego en las venas y luego te adormecerás dulcemente.

Mirinri que estaba a punto de cerrar sus ojos, tuvo una vaga sonrisa.

—¿Hay algún filtro en mi copa? —preguntó.

—¿Por qué dices esto?

—Porque me parece que una gran niebla se extiende ante mis ojos y me la esconde.

—¿Quién?

Mirinri no respondió: sus ojos, ofuscados por el vino, miraban la copa.

—Bebe —insistió Nefer—. Es dulce como la miel y no lo beberás ni siquiera cuando tu alma inmortal navegue en la bóveda celeste donde brilla la diosa Nut. Pero no quiero que creas que Nefer ha diluido en este vino un filtro. Mírame.

Puso sus labios rojos sobre el borde de la copa de oro, mirando de reojo con sus pupilas de terciopelo, imperiosas y dulces el mismo tiempo, al joven Hijo del Sol, y bebió un sorbo.

—Ahora, tú. Bebe, como yo, la luz de mis ojos.

Mirinri aferró con su mano vacilante el recipiente y sorbió el exquisito vino, madurado bajo el ardiente sol de Arabia.

—Sí, bebo, hermosa muchacha —dijo sonriendo.

—¡Hermosa! —exclamó Nefer.

—Sí, hermosa —repitió Mirinri.

—No tanto como la Faraona.

—¡Qué importa, eres hermosa y basta!

—He aquí una palabra que yo pagaré con mi vida, Hijo del Sol.

Mirinri se abandonó sobre la piel de león, mientras que la mirada de Nefer, ardiente como un hierro al rojo vivo, lo miraba cada vez más intensamente.

—Soy hermosa, tú lo has dicho —repitió—. ¡Pero qué hermoso eres tú!

Parecía que Mirinri, no la hubiese oído siquiera. Sonreía de la manera propia de los ebrios.

—Duerme —dijo la hechicera que lo miraba—. Te contaré entre tanto alguna historia para que tu sueño transcurra más dulcemente. Mira: también mis doncellas adormecen a tus compañeros y a los etíopes. En el desierto donde has vivido durante tantos años, ¿no has oído nunca contar la historia de la hermosa princesa de las bellas mejillas de rosa?

Mirinri hizo con la cabeza un gesto negativo.

—También ella era —una Faraona, como la que salvaste antes que a mí, de las terribles fauces de un cocodrilo.

—¡Ah! —dijo Mirinri bostezando.

—¿Te aburro, mi señor?

—Estando a tu lado no es posible. Dame más bebida, Nefer.

—Sí, mi señor.

La muchacha llenó la copa, bañó en ella sus labios como la vez anterior y después se la dio a Mirinri que la tomó sonriendo.

—Prosigue, hermosa muchacha.

—¿Bella todavía?

—Tú vales lo que una Faraona: ¡cuánta luz descubro en tus ojos! Cuán negros son y también tus cabellos… qué perfume exhala tu cuerpo divino… no eres un ser mortal, tú… eres una divinidad… sigue… te escucho, bella Nefer… Me hablabas de la princesa de las mejillas de rosa… ¿Quién era?

—Una Faraona —dijo Nefer.

—¡Ah! Ya me lo habías dicho —respondió Mirinri, a quien se le cerraban los ojos involuntariamente—. Sigue.

—Era la más hermosa y la más seductora Faraona que el sol de Egipto había nunca iluminado y al no haber encontrado un joven que le hiciese sentir algo en su corazón se desposó con su propio hermano.

—¡Ah! —Dijo de nuevo Mirinri, despertándose ligeramente—. ¿Y después?

Su esposo no tuvo suerte y fue asesinado.

—¿Por quién?

—Por otro hermano.

—Como mi padre —dijo Mirinri, reanimándose, mientras un fulgor terrible ocupaba sus ojos.

—Calla y escucha. La hermosa princesa de las mejillas de rosa hizo edificar una inmensa sala subterránea y después, bajo el pretexto de inaugurarla, pero realmente con una intención bien diferente, invitó a un gran banquete y acogió en la sala a todos aquellos que habían tomado parte en el asesinato de su esposo y hermano. Durante la fiesta, la hermosa princesa hizo entrar las aguas del Nilo mediante un canal que tenía oculto a todos, y los ahogó.

—¿Y ella?

—Se arrojó a una sala llena de ceniza, para evitar el castigo y allí dentro perdió su vida.

—Eres lúgubre, Nefer —dijo Mirinri—. Yo habría hecho lo mismo, pero no me habría suicidado así tan tontamente.

—¿Quieres que te cuente otra historia?

—Sí, hasta que duerma. Tu voz parece música, unida al temblor de la citara y a las dulces notas del arpa y de la flauta. Parece que me acunen: habla, habla, hermosa Nefer.

—Hermosa. Es la tercera vez que me lo dices. ¿Te lo recordaré mañana?

Mirinri hizo un gesto vago y no contestó.

—El príncipe Sotni había visto un día pasar por las calles de Menfis a la hermosa Tbouboi, hija de un gran sacerdote y se sintió prendado de amor por ella.

—¿El sacerdote? —preguntó Mirinri.

—No, Sotni, un Faraón.

—Sigue.

—Aprovechándose de su poder, un día el príncipe fue a ver a la muchacha al saber de la ausencia del sacerdote…

Nefer se detuvo, Mirinri ya no la escuchaba. Dormía con una mano bajo su cabeza y una sonrisa en los labios.

La Faraona se levantó. También Ounis, Ata y los etíopes acurrucados sobre las pieles dormían. Hizo a las danzarinas y a las tañedoras una señal imperiosa, indicándoles la puerta de bronce de la mastaba y luego, cuando las vio desaparecer en el inmenso subterráneo, se inclinó rápidamente sobre el Hijo del Sol y puso sus labios sobre la frente de él.

Tras aquel contacto, un fuerte temblor la hizo estremecerse.

—No es la impresión que yo había soñado —dijo, dando un impensado paso hacia atrás—. Mi corazón no ha palpitado; se ha quedado mudo. ¿Por qué? Y sin embargo yo amo a este valeroso y fornido hijo de un gran rey. Se diría que ha sido el beso que una madre da a su hijo o el de una hermana a su hermano.

El ruido de una puerta que se abría la hizo ponerse precipitadamente en pie.

En el extremo de la amplia sala, entre las dos columnas había aparecido un hombre: el viejo sacerdote.

—¿Duermen? —preguntó.

—Todos —respondió Nefer mirándolo misteriosamente.

—¿Lo has vencido?

—No lo sé todavía.

—¿Es que no lo has fascinado?

—¿Qué sé yo?

—Lo quiere Pepi.

—El rey de Egipto podrá matar a sus súbditos, si así le place, pero jamás tendrá poder para mandar en los corazones —dijo Nefer con voz misteriosa.

—¿Así que no te ama?

—¡No!…

—¿Sigue pensando en la otra?

—Continuamente.

—Tal vez no lo has fascinado como yo esperaba.

—No me querrá nunca.

—¿Dónde está?

—Aquí, a mi lado. Está durmiendo.

—¿Nefer, tienes tú el brazo firme?

—¿Por qué me haces esa pregunta? —dijo la joven palideciendo.

Te lo diré más tarde. Déjame ver antes a él y al viejo.

La mastaba está dispuesta para recibirlos y yo conozco el arte del embalsamamiento.

—¿Qué quieres hacer, Her-Hor? —gritó Nefer aterrorizada—. ¿A quién quieres embalsamar?

—Calla —dijo el sacerdote con voz imperiosa—. Muéstramelos.

—¿Mirinri?…

—Y el que se hace llamar Ounis —dijo Her-Hor mientras una mirada de odio intenso aparecía en sus pupilas—. Me interesa más el viejo que el joven.

—¡Ounis! —exclamó la joven con estupor.

—Sí, llamémosle así —repuso Her-Hor con malicia—. Antes el joven, quiero ver si se parece a su padre.

Apartó bruscamente a un lado a Nefer, que parecía dispuesta a cortarle el paso y se aproximó a Mirinri que dormía profundamente, con los puños apretados, hermoso incluso en el sueño.

—Sí —dijo el sacerdote, observándolo atentamente—. Se parece a Teti: los mismos rasgos, el mismo mentón agudo, la misma frente ancha de hombre firme en sus decisiones e inteligente. ¡Lástima! Si un día este joven subiera al trono de los Faraones sería un gran rey, como lo fue su padre, y ningún enemigo del otro lado del istmo osaría amenazar la grandeza de Egipto. Hay en este joven cuerpo, inteligencia, la fuerza de un león, el valor indómito de los guerreros de quien desciende y su sangre ardiente. Pero dentro de poco, tú, que estabas destinado a reinar sobre millones de súbditos, no serás más que una momia.

—¡Ah, no Her-Hor! —gritó con horror Nefer.

El sacerdote se volvió hacia la muchacha con el rostro alterado por una cólera terrible.

—¿Qué es lo que tú quieres? —preguntó—. ¿Has sido capaz de fascinarlo? No, no lo has conseguido; si este joven no ha sido detenido por tu belleza, si no ha sido encadenado a tus brazos, reemprenderá el camino hacia el trono que le espera. ¿Qué ocurrirá entonces? El joven león convocará, a los antiguos amigos de su padre, que son aún numerosos, aunque Pepi haya dado muerte a muchos, para que no entorpecieran sus planes y la paz que hoy reina en Egipto se verá turbada tal vez por terribles guerras. Si mueren Ounis y el joven, Pepi no tendrá nada que temer.

—¿Y quieres matar al hijo del Sol? ¡Tú, un sacerdote! ¡Es un Faraón!

—Será una mano faraónica quien le de muerte —dijo Her-Hor fríamente.

—¿Quién? ¿Cuál?

—Calla ahora. ¿Dónde está el viejo?

—Date la vuelta: está detrás de ti.

El sacerdote dio la vuelta lentamente sobre sí mismo Y puso su mirada sobre Ounis, que dormía junto a Ata, sobre la piel de una hiena.

—¡Él! —exclamó mientras su mirada se alteraba y sus dientes rechinaban.

Un sordo rugido salió de su garganta, mientras que una llamarada le subía al rostro, como si toda su sangre le hubiese afluido al cerebro.

—¿Ya lo has visto? —preguntó Nefer.

El sacerdote no respondió. Miraba a Ounis con mirada siniestra.

—También tú dentro de poco serás una miserable momia —dijo luego, tras un largo silencio—. Y tu pasada grandeza acabará en la mastaba ignorada de este templo. Her-Hor estará vengado.

Se abrió el largo vestido de delicado lino que lo cubría y extrajo una afiladísima daga de bronce.

—¿Qué vas a hacer, Her-Hor? —preguntó Nefer poniéndose delante.

—Mátales: Tú eres una Faraona como Mirinri. Un buen golpe y todo habrá terminado y mañana volverás a gozar de los esplendores de la corte de Menfis y ocuparás de nuevo el puesto que por derecho de nacimiento te espera.

—¡Yo!

—Es Pepi quien lo quiere, el rey de Egipto, el que tiene el derecho de la vida y la muerte sobre todos sus súbditos.

—¡Yo matar a Mirinri! —repitió la muchacha retrocediendo.

—Y mañana la corte de Menfis te saludará como princesa divina.

—Dame la daga.

—Tómala, clávala directamente al corazón.

La muchacha tomó el arma, la miró durante un instante con alegría salvaje y luego, con movimiento rápido, la clavó hasta la empuñadura en el pecho del sacerdote, gritando:

—¡Muere, infame!

Her-Hor había abierto la boca como si fuera a gritar, pero cayó pesadamente sin pronunciar ningún gemido.

—¡Mirinri! ¡Ounis! ¡Ata! ¡Etíopes, en pie! —Comenzó a gritar Nefer, abalanzándose hacia el joven—. ¡Huid!

Ata, que tal vez había bebido menos que los otros, fue el primero en incorporarse. Al ver a Nefer inclinada sobre Mirinri y a aquel viejo echado sobre las brillantes piedras de pavimento, con la blanca vestidura tinta en sangre, se dirigió hacia los etíopes, sacudiéndolos furiosamente con mesita, gritando:

—¡Arriba, miserables! ¡Salvad al Hijo del Sol!

Los remeros, aunque se hallasen todavía ebrios, ante aquellos golpes que caían sin misericordia sobre sus cuerpos, se pusieron en pie rugiendo como leone s heridos.

Con aquellos gritos y aquel estrépito, que resonaba entre las columnas y los arcos de la inmensa sala, como si del fragor de una tormenta se tratase, también Mirinri y Ounis, arrancados bruscamente de su sueño, se incorporaron.

Al ver cerca de sí a Nefer, el joven Hijo del Sol la sujetó fuertemente por la muñeca, preguntándole con voz entrecortada:

—¿Qué pasa?… ¿Qué significa este alboroto?… ¿Nefer… alguna traición… los enemigos quizá?

—¡Huye, mi señor! —respondió la muchacha, que parecía presa de una viva exaltación.

—¿Los enemigos? ¡Un arma, Nefer… un arma!

—¡Aquí está… tómala!

La muchacha se inclinó rápidamente sobre el viejo sacerdote que había caído cerca de la mesita y con un valor que muy pocas mujeres habrían tenido, extrajo del pecho del miserable la daga, entregándosela a Mirinri aun chorreando sangre.

—¡Ten, mi señor, tómala! —le dijo.

—¡Sangre! —Gritó Mirinri—. ¿Quién ha matado a ese hombre?

—¡Yo!

—¿Tú?

—A los traidores se les mata.

—¿Qué es lo ha pasado aquí?

—Calla y huye, mi señor. ¡Ah, el ureo!

Se había inclinado nuevamente sobre el anciano cogiéndole el brazo derecho adornado con numerosos brazaletes de oro y le quitó uno, que tenía la forma de una culebra con la cabeza de buitre.

—Seguidme todos —gritó—. ¡Proteged al Hijo del Sol!

Los etíopes a falta de armas, se habían previsto de mesitas y de ánforas de oro, con las que contaban dominar a los enemigos si se hubiesen presentado e intentado apoderarse del futuro rey de Egipto. Nefer cogió a Mirinri por una mano y lo llevaba consigo. Abrió impetuosamente la puerta por la que había entrado hacía poco Her-Hor, atravesó casi corriendo la mastaba que en aquellos momentos estaba vacía, empujó una puertecilla que tal vez era de bronce y que no estaba cerrada y se encontró detrás del templo, en medio de espléndidas palmeras dum que cubrían todo el islote de las sombras.

—¡Seguidme todos! —gritó nuevamente, con voz imperiosa—. ¡A Menfis! ¡A Menfis! Se ha roto el encanto y Nefer ya no es la esclava de Her-Hor.

Ninguno se había quedado atrás: Mirinri, Ounis y Ata y los etíopes, la habían seguido maquinalmente sin entender bien de qué se trataba, por tener la mente demasiado espesa a causa de las abundantes libaciones. Solamente habían comprendido que un peligro los amenazaba y puesto que todos, a excepción del quisquilloso Ata, tenían una confianza completa en la muchacha, la siguieron sin preguntarse siquiera si es que todavía estaban allí los guerreros que tripulaban las cuatro barcas cuya misión era capturarlos o había nuevos enemigos. Nefer, que no abandonaba de Mirinri caminaba rápidamente, penetrando bajo las espléndidas arcadas de verdor, sin vacilar un solo instante. Realmente debía conocer al dedillo aquella isla, de la que era propietaria y princesa. Mirinri que tenía su cerebro ofuscado todavía, se dejaba llevar dócilmente, seguido por Ata y Ounis mientras que los etíopes en quienes se había despertado repentinamente el instinto salvaje saltaban a través de los matorrales, volteando amenazadora mente las mesitas y las ánforas.

Aquella carrera duró unos veinte minutos; luego el grupo se encontró de pronto ante una ensenada pequeña bañada por las crecidas aguas del Nilo, y en medio de aquella se balanceaba dulcemente una barca, dotada de un palo y con la proa y la popa muy altas.

—¡A tierra! —Gritó imperiosamente Nefer—. Tengo en mis manos el ureo de Pepi. Algunos hombres medio desnudos aparecieron sobre el puente. Al oír aquella orden aferraron enseguida la cuerda que unía barca y orilla, tirando vigorosamente de ella para acercarla.

—¿Quiénes son? —preguntó Mirinri a Nefer.

—Hombres que te conducirán a Menfis —respondió la muchacha.

—¿Amigos o enemigos? —inquirió Ata.

La muchacha mostró el brazalete que había arrebatado al sacerdote haciéndolo brillar en los últimos rayos del sol que se hundía lentamente detrás de la cadena libia.

—Mientras yo tenga esto en mis manos —dijo— nadie amenazará la vida del Hijo del Sol. Gracias a ello llegaremos a Menfis sin que nos estorben.

La barca había arribado a la orilla por la larga popa y un hombre viejo, que llevaba una enorme peluca en la cabeza y una delgada y larguísima barba de forma rectangular que le daba un aspecto ridículo, se había inclinado en la borda, exigiendo con voz tosca:

—Muéstrame la señal, muchacha.

—Aquí está —respondió Nefer, alzando el brazalete—. Es el ureo del rey.

—Bien, estamos a tus órdenes.

—Zarpa enseguida.

—¿Hacia dónde?

—A Menfis.

—¿Y Her-Hor?

—No os ocupéis de él, ahora.

Luego, volviéndose a Mirinri, que seguía medio ebrio, añadió:

—Sube, mi señor, y todos vosotros también. El Nilo está crecido y mañana veremos el esplendor de Menfis, la orgullosa.

CAPÍTULO III. MENFIS, LA ORGULLOSA

El viejo que mandaba la embarcación no había dudado en izar la vela y en retirar la soga que estaba atada alrededor de un enorme tronco de palmera dum.

La corriente era ya muy rápida, puesto que en veinticuatro horas el Nilo había aumentado extraordinariamente su caudal, ya de por sí enorme; por ello, la barca, incluso sin la ayuda de los remos y del viento, podía recorrer velozmente el camino y llegar muy pronto a Menfis. Nefer, apenas se embarcaron sus amigos, dándose cuenta que se hallaban en situación de comprender la causa de aquella improvisada fuga, hizo conducir a Mirinri, Ata y Ounis a los pequeños camarotes del castillo de popa y a los etíopes a la bodega, donde apenas reunidos se pusieron nuevamente a dormir sobre el suelo desnudo, olvidando por completo al Hijo del sol y el peligro que le había amenazado y del que ni siquiera se habían enterado. El viejo, que mandaba una tripulación de solo seis hombres, una vez terminada la maniobra, se acercó a Nefer que se había ido a proa mirando las olas que sucedían a otras olas, como si los grandes lagos ecuatoriales hiciesen afluir incesantemente sus inmensas e inagotables reservas al gran río.

—¿Quiénes son ésos que has hecho subir a bordo? —le preguntó.

—Amigos de Her-Hor —respondió Nefer, sin volverse siquiera.

—¿Por qué apenas llegados se han dormido?

—Estaban muy cansados.

—¿Y de dónde venían?

Nefer hizo brillar ante sus ojos el brazalete que representaba el símbolo de los Faraones.

—¿Lo ves, esclavo? —preguntó.

—Sí, debo obedecer.

—Basta, pues. La que te habla es una Faraona, ¿comprendes? Her-Hor no era más que un sacerdote, mientras que yo soy la estirpe divina.

El viejo se inclinó profundamente como ante una divinidad, tal era el poder de todos aquellos que pertenecían a la estirpe divina.

—¿Cuándo llegaremos a Menfis? —preguntó Nefer.

—Mañana por la tarde. La corriente del Nilo es fuerte y nos lleva velozmente.

—Al hundirse el sol deseo ver los obeliscos de Menfis.

—Así será.

—Vete. Ahora no soy la hija adoptiva de Her-Hor, como tú has creído tal vez: soy una Faraona ¡Obedece!

El viejo hizo un nuevo y más profundo saludo y se dirigió hacia popa, donde dos de sus hombres manejaban larguísimos remos, ya que era desconocido por los egipcios en aquellos lejanos tiempos, el uso precioso del timón.

La noche caía rápidamente y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo. Por encima de los grandes bosques que cubrían la cercana orilla, una vaga claridad anunciaba la inminente aparición del astro nocturno. Las aguas del río borbotaban entre los papiros que poco a poco iban cubriendo, mientras que las flores de loto, vivamente agitadas por el movimiento de las olas, exhalaban penetrantes perfumes, que una fresca brisa transportaba hasta el puente de la embarcación. Nefer se había dejado caer sobre un montón de cuerdas, cogiéndose la cabeza con ambas manos y sumergiéndose en profundos pensamientos. Ningún ruido, a excepción del murmullo de las aguas, rompía la calma que reinaba en la barca. Los seis hombres de la tripulación, apoyados en la barda, no decían nada, ocupados en mantener el bajel en medio del Nilo. El viejo, asido a un largo remo que servía de timón, contemplaba las estrellas. Ata, Ounis, Mirinri y los etíopes dormían, mientras que la luna subía lentamente en el cielo, haciendo brillar las aguas rumorosas del majestuoso río. La barca se movía rápidamente, elevándose pesadamente sobre las curvadas olas, con movimientos rítmicos. La subida del río la llevaba con creciente ímpetu hacia Menfis.

Pasó la noche. La luna desapareció, las estrellas se apagaron y la rosada aurora apareció, poniendo en fuga a las tinieblas, y tiñó las aguas con reflejos de oro. Nefer se había adormecido, estrechando entre sus manos el brazalete del símbolo del derecho de la vida y la muerte que le había dado el poder y el mando supremo.

Una voz la hizo despertarse:

—¿Nefer, dónde estamos?

Mirinri estaba junto a ella, con Ounis y Ata, que parecían muy confusos y un poco avergonzados por haberse dejado vencer por el vino traidor madurado bajo el calor de Arabia.

—Te esperaba, mi señor —respondió la joven levantándose y sonriendo dulcemente—. ¿Me preguntas dónde estamos? Lo ves, descendemos por el Nilo en una barca para llegar a Menfis.

—¡Vamos a Menfis! —Exclamó Mirinri mientras un destello de alegría aparecía en sus ojos—. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién te ha facilitado esta barca? ¿Y los enemigos que nos estaban aguardando?

—Sí, explícate, Nefer, muchacha maravillosa —dijo Ounis—. ¿Por qué no estamos en el templo de los antiguos reyes nubios? Tu vino era exquisito, pero demasiado traidor, y ha dejado en mi cabeza un espeso velo que en vano intento disipar. Recuerdo vagamente a un viejo tendido en el suelo de una inmensa sala, con el vestido manchado de sangre…

—Y de cuyo pecho extrajiste una daga —añadió Mirinri— si es que no he soñado.

—Y luego una carrera loca por los bosques —prosiguió Ata.

—¿Hemos estado soñando? —Preguntó Ounis—. Habla, Nefer.

—No; yo maté a aquel hombre, después os hice huir y por último os embarqué —respondió Nefer—. Aquel miserable quería la muerte del Hijo del Sol por mi propia mano.

—¡Tú, matarme, Nefer! —exclamó Mirinri.

—¿Ves cómo te he salvado, mi señor? Tu alma sigue estando dentro de tu cuerpo, mientras que la de Her-Hor a esta hora navega en la barca luminosa que Ra guía a través del ilimitado mar del cielo de Noun.

—¿Quién era aquel viejo? —preguntó Ounis.

—Un sacerdote que Pepi puso a mi lado, para que os impidiese que llegaseis a Menfis.

—Así pues, tú… —empezó Ounis, con estupor.

—Yo debía deteneros en la isla de las sombras y reteneros allí prisioneros para siempre —dijo la Faraona.

Ounis cogió a Nefer por una mano sacudiéndola violentamente.

—¿Aquel viejo sacerdote sabía que nosotros habíamos abandonado el desierto?

—Sí —respondió la muchacha—. Fue él quien os preparó la trampa de los bebedores; ha sido él quien lanzó sobre vosotros las aves incendiarias; quien ha inventado también la historia del tesoro de los reyes nubios, que nunca ha existido, y quien me obligó a conduciros a la isla de las sombras, de la que nunca teníais que haber salido vivos. Yo le he obedecido por temor a él y a Pepi, pero cuando quiso obligarme a hundir el puñal en vuestros pechos, me rebelé y le di muerte a él.

—¿Y a quién pertenece esta barca? —preguntó Mirinri.

—A él, o mejor dicho, a Pepi.

—¿Y estos hombres te obedecen?

—Antes de huir le he quitado al viejo sacerdote el brazalete en forma de ureo: la insignia del mando y del poder.

—¿Y vamos a Menfis? —exclamó Mirinri mientras su rostro se ruborizaba.

—Sí, mi señor: esa es tu meta y yo te conduzco más allá. ¿Me perdonarás ahora, mi señor?

—Te debo mi libertad y la vida, Nefer —replicó el Hijo del Sol—. Tú seguirás nuestro destino y tendrás en la corte un puesto digno de ti, si la suerte no nos es adversa. Tú serás mi hermana, porque también eres una Faraona al igual que yo y de estirpe divina.

—Hermana… —murmuró Nefer con voz triste—. ¡Ah! ¡La terrible visión!

Se escondió los ojos con las manos, como si intentase escapar de algo que hubiese aparecido de pronto ante ella, luego echando sus cabellos hacia atrás y esforzándose por mostrarse alegre, añadió:

—Gracias, mi señor: Nefer, cuando tú lo necesites dará su vida por ti, para que puedas realizar tu gran sueño.

—¿Tenéis alguna duda? Mi estrella sigue brillando en el cielo todas las noches; la estatua de Memnón ha hecho oír su voz y la flor de la resurrección ha cerrado sus corolas entre mis manos. ¿Qué puedo pretender más? Todo ello es señal de buen augurio, ¿no es cierto, Ounis?

El anciano no respondió. Parecía absorto en algún pensamiento.

—¿Me has oído, Ounis? —preguntó Mirinri.

—Her-Hor —dijo a su vez el anciano, como hablando para sí y pasando una y otra vez su mano por la frente, como para desvelar dormidos recuerdos—. ¡Her-Hor!

—¿Es que conocías a ese sacerdote? —preguntaron a la vez Nefer y Mirinri.

—Este nombre me parece haberlo oído antes de ahora —respondió Ounis—. Pero han transcurrido tantos años que es posible que me engañe.

Después, encogiéndose de hombros, añadió:

—Está muerto; no vale la pena que nos ocupemos de él. ¿Cuándo llegaremos, Nefer?

—Esta tarde avistaremos Menfis —dijo Ata, que desde hacía algunos instantes observaba atentamente ambas orillas—. Allí se perfila el templo de Saqqarak, con su pirámide escalonada. Vamos muy deprisa. Procura ahora, Hijo del Sol, no cometer imprudencias porque Pepi dispone de una policía muy bien organizada y Menfis es un hervidero de espías. Una sola palabra que se te escape y estaremos todos perdidos.

—¿Y cómo lograremos llegar sin infundir sospechas? —preguntó Mirinri.

—Déjame pensar, Hijo del Sol —intervino Nefer—. ¿Acaso no soy una hechicera? Predeciré a las gentes de Menfis la buenaventura y tú, mi señor, serás mi protector.

¿Quién va a sospechar que un Faraón recorre las calles de la ciudad como un vulgar histrión?

—¿Y estos hombres? —Preguntó Ounis—. ¿Nos traicionarán?

—Cuando estemos a la vista de Menfis los echaremos al Nilo —dijo Ata—. No son más que nos miserables esclavos para los que la muerte será una liberación.

—¿Y nos vamos a servir de ellos para ahogarlos después? —Dijo Mirinri con acento de reprobación—. Un día también estos hombres serán mis súbditos, si la suerte me es favorable, y no quiero empezar mi reinado con asesinatos. Soy yo quien comienza a mandar, ahora que el aire de Menfis, el aire del poder y de la grandeza sin límites llega a mis labios.

—Esa es buena sangre —dijo Ounis mirando con orgullo al joven Faraón—. Jamás habrá tenido Egipto un rey tan grande.

Después murmuró para sí, mientras que un destello terrible brillaba en sus ojos:

—¡Lo mataremos! Y vengaré mis dieciocho años de exilio.

Todos se quedaron silenciosos, mientras que la barca se deslizaba, ondeando fuertemente sobre las aguas del inmenso río.

Sus ojos se hallaban fijos hacia el norte, como si de un momento a otro esperasen ver sobre el luminoso horizonte las grandiosas pirámides que circundaban a la orgullosa Menfis, los templos inmensos, los gigantescos obeliscos y los profundos diques que en aquella lejana época, e incluso todavía hoy, después de más de cinco mil años, constituían la maravilla del mundo. Las dos márgenes comenzaban a estar habitadas. Acá y allá, sobre pequeñas alturas, que la crecida del río no podía alcanzar, se descubrían templos, fortalezas almenadas con paredes oblicuas, murallas enormes, dentro de las cuales, como encerradas entre cornisas maravillosamente esculpidas, se alzaban estatuas gigantescas, cubiertas tan sólo por un taparrabos en tres pliegues, con el central cayendo delante, la barba rectangular pendiente del mentón y estatuillas de divinidades a los lados. Las divinidades del antiguo Egipto sobrepasaban aquellos diques colosales, construidos para impedir que las aguas del Nilo se esparciesen por los fértiles campos, demasiado bajos, y arruinasen las cosechas. Ahora era una vaca de Hathor la que aparecía, gigantesca, con sus inmensos cuernos adornados con extraños emblemas, entre los que no faltaba nunca el astro solar; otras veces era Osiris, sentado olímpicamente sobre su trono, con los brazos cruzados sobre el vientre; o bien una reproducción de las colosales estatuas de Memnón y Ramsés, o de Mencke el fundador de la gran Menfis, el primer rey de la primera dinastía egipcia que reinó hace siete mil años o sea cuando no existían ni Roma ni Atenas, ni podía soñarlas siquiera cualquier ser humano.

Numerosas barcas subían o bajaban por la corriente gigante, algunas muy ligeras, hechas con simples papiros atados en haces, con una proa muy arqueada, como suelen usar todavía hoy los habitantes de la Alta Nubia, de donde aquella utilísima planta no ha desaparecido todavía; otras en cambio eran más grandes, construidas con tablas macizas y equipadas de largas velas cuadradas, cargadas por lo general con enormes bloques de piedra, destinadas a colosales construcciones, porque todos los reyes de Egipto tenían verdadera manía en dejar acá o allá una muestra inmarchitable de su poder, rivalizando en la grandiosidad de los monumentos, de los templos y de los obeliscos o de las pirámides, para que los recordase la posteridad. La barca tripulada por Mirinri y sus amigos descendía inadvertida por el río, puesto que creyéndola un sencillo velero procedente de las altas regiones de Egipto, nadie se preocupaba de ella, suponiéndola cargada de mercancías destinadas a Menfis. No obstante, para no despertar la atención o la curiosidad de los bateleros o de los ribereños, el Hijo del Sol se había puesto un sencillo delantal de piel y cubría su cabeza con un sombrero de piel curtida, en forma de medio yelmo y Ounis se había desembarazado de su larga vestimenta de sacerdote, para ceñirse una especie de kalasiris doble, terminado en punta por delante y había tocado su cabeza con una enorme peluca que lo hacía irreconocible por completo, en especial por la barba postiza de forma rectangular, aplicada bajo su mentón. Solo Nefer conservaba sus vestidos, pues en su calidad de hechicera, era preciso que se mostrase en público con cierto lujo.

Las horas pasaban lentamente y la barca seguía avanzando. Una viva agitación se había apoderado de pronto de Mirinri, como si la proximidad de Menfis produjese en él una profunda y extraña impresión. ¿Era la esperanza de volver a ver a la joven Faraona que había salvado de las fauces terribles del cocodrilo y que lo había enamorado o bien la impaciencia por arrebatar el poder a Pepi y gritar ante todo el pueblo: «¡Yo soy el hijo del gran Teti! ¡Entregad el trono al Hijo del Sol!»?

¿Era la sangre del joven enamorado la que bullía, o la del guerrero, ávida de gloria, de poder o de grandeza? Tal vez fueran ambas cosas.

Nefer, que no lo perdía de vista un solo instante, aprovechando el momento en que Ata y Ounis se acercaron a popa para hablar con el capitán de la barca, se aproximó al joven, que desde lo alto de la proa parecía interrogar ansiosamente el horizonte.

—¿Qué estás buscando, mi señor? —le dijo con voz dulce.

—Menfis —repuso rudamente el joven Hijo del Sol—. ¿Por qué no comparece ante mis ojos? Se diría que huye ante mí.

—¿Estás impaciente por verla?

—Si tú quisieses profundamente a un hombre y no se le permitiera estar junto a él, ¿no lo buscarías ávidamente, intensamente, con tus ojos?

—¿Tú buscas a Menfis o a la muchacha que amas?

—Ahora estoy buscando a la soberbia capital del Bajo Egipto, que mi padre salvó de la barbarie asiática —respondió el joven.

—¿Y después?

—¿Qué es lo que quieres decir, Nefer?

—La Faraona, ¿no es cierto?

—En ella pensaré después, si tengo tiempo.

—¿Es que la sed de poder apaga el amor?

—¿Quién lo sabe?

—No, Mirinri; no, Hijo del Sol.

El joven bajó la cabeza sin responder, mientras que en su frente aparecía una nube de inquietud.

—¿Estás intranquilo? —preguntó Nefer, después de un breve silencio.

—Tal vez sea el aire de Menfis que ya empiezo a respirar —respondió el joven Faraón—. Un aire saturado de poder y de grandeza que un día, cuando aún era niño, llenó mis pulmones. No sé, pero hay algo en mí, alguna cosa extraña, que en el desierto no había sentido nunca. Allí, entre la arena que el oleaje sagrado del Nilo bañaba murmurando, bajo las grandes palmeras que susurraban cuando el viento cálido sacudía sus empenachadas hojas y la fresca brisa de la noche removía, mi corazón no tenía sobresaltos y mi fantasía no soñaba ni en gloria, ni en honores, ni en grandezas. El alba o las puestas de sol eran iguales para mí, pero ahora hay una inquietud incomprensible en mí. Quisiera rugir como un joven león, que dispone ya de todas sus garras y que se siente seguro de sus fuerzas para devorar…

—¿Qué? —le preguntó Nefer, con cierta ironía.

—No lo sé, el Egipto entero o la corte real, donde nací y de donde me arrojaron para dejarme tiempo de que me crecieran los dientes.

—Es en esa corte que tú quisieras destruir donde vive la muchacha que tú salvaste de las mandíbulas de un cocodrilo.

—¡Calla, Nefer! —gritó Mirinri, con ira.

—Mientras que la que salvaste más tarde, también de las fauces de un cocodrilo, está a tu lado y no sobre los estrados de aquel trono —prosiguió Nefer imperturbable.

Tampoco respondió Mirinri esta vez. Su mirada se había fijado sobre unos puntos brillantes, que vagaban sobre el majestuoso río sobrenadando en algunas matas rojas que destacaban sobremanera en la blancuzca agua que corría entre ambas orillas.

—¿Qué es lo que brilla allí? —preguntó arrugando la frente.

Ata y Ounis, advertidos por los etíopes, se habían acercado ya corriendo a proa y el rostro del anciano sacerdote se había tornado de improviso muy pálido, mientras que una llama feroz, terrible, había encendido sus ojos.

—¡Es él! —Exclamó con inequívoco acento de odio—. ¡Sólo él puede tener las barcas doradas y las velas flameantes!

Mirinri que lo había oído se giró prontamente y mostraba una expresión feroz, que nunca había demostrado anteriormente, durante los años transcurridos en el desierto, al lado de aquel hombre.

—¿Quién es él? —preguntó.

Ounis mostró un momento de embarazo, luego dijo:

—El hombre que un día tú, hijo del gran Teti, deberás hacer morir, tal vez.

—¿Pepi? —gritó el joven.

—Sí, no puede ser más que él, que remonta el río para saber si la crecida será regular. Solo un Faraón puede mostrar tanto lujo. Sé prudente, mira y calla. Un día tú tendrás otro tanto si sigues mis consejos y si tienes la paciencia de esperar.

—¡Ah! —respondió sencillamente Mirinri, mientras que su mirada asumía una expresión no menos intensa que el odio del anciano.

Miró a su alrededor, y descubrió apoyado en la borda un arco con un carcaj lleno de flechas. Se aproximó lentamente a aquel instrumento de muerte y se detuvo junto a él, murmurando entre dientes:

—El joven león no conoce la paciencia cuando tiene hambre.

Los puntos brillantes iban aumentando a simple vista, ya que la barca se movía a gran velocidad, debido a la crecida. La corriente se hacía cada vez más impetuosa a medida que se acercaba al inmenso delta donde desembocaban las infinitas bocas de los numerosos canales que conducían las aguas desde el sagrado río hasta el mar. Muy pronto se hallaron a la vista.

Eran seis grandes barcas, todas ellas doradas, con proas muy altas en las que aparecían esfinges pintadas de verde, con largas barbas que se rizaban ligeramente hacia la punta y en cuyo centro tenían toldos de lino blanco a listas, sostenidas por delgadas columnas acanaladas, recubiertas de láminas de plata. Grandes abanicos, algunos de ellos semicirculares, de plumas de variados colores, ligados entre sí por una delgada lámina de oro, sobre la que se erguía el ureo labrado, y otros en forma rectangular, así como una especie de quitasoles de lino blanco, a largas franjas, multicolores, cosidos con oro, se levantaban en la primera barca, que cuarenta esclavos suntuosamente vestidos movían a gran velocidad mediante larguísimos remos decorados con piedras preciosas. En el centro, donde se alzaban los abanicos de largo mango y los parasoles, tumbado sobre una especie de sofá dorado, con amplios cojines, se hallaba un hombre de edad muy avanzada, que lucía en su cabeza un alto sombrero cónico, blanco y rojo, adornado con el ureo y largas y anchas cintas colgantes sobre el pecho, un pequeño manto sobre su espalda y una especie de saya pequeña que terminaba por delante con un amplio triángulo a franjas blancas, rojas, verdes y azules. Mirinri fijó su mirada en aquel hombre que lucía las insignias del poder supremo y el símbolo del poder sobre la vida y la muerte.

—¿Es el rey o un grande del reino? —preguntó a Ounis impetuosamente, que parecía quisiera devorarlo con la mirada.

—Es Pepi —respondió el anciano con voz entrecortada.

—¿El usurpador?

—¡Sí!

La barca real pasaba en aquel momento a sólo cincuenta pasos de la tripulada por Ounis.

Mirinri, con un gesto rápido había empuñado el arco apoyado detrás de la borda y cogió con igual rapidez una flecha.

—¡El león caza su presa! —exclamó tendiendo la cuerda y situando el dardo.

Ata que estaba junto a él con un rápido movimiento le había quitado el arco, arrojándolo enseguida al agua.

—¿Qué haces, mi señor? —exclamó—. ¿Quieres que nos maten a todos y perder el trono?

Ounis no había hecho ningún movimiento por detener al Hijo del Sol. Sólo dos palabras salieron de sus labios.

—Demasiado pronto.

Por fortuna nadie se había dado cuenta de la acción del joven, tal fue la rapidez con que Ata le arrebató el arco y la flecha. Además, el soberbio Faraón no se había siquiera dignado mirar a aquella barca que tan mezquina figura tenía ante sus doradas galeras, y mucho menos los grandes dignatarios, generales, sacerdotes y gobernadores de provincias que lo seguían.

Mirinri se quedó inmóvil, lanzando sobre su tío, el rey, una mirada ardiente, con el brazo tenso como en un desafío, hasta que toda aquella soberbia flotilla pasó, desapareciendo tras un islote.

—¡Ladrón! —Gritó finalmente, mostrando un gesto de rabia—. Te he visto y no olvidaré nunca tu rostro, que volveré a ver cuando mi daga te atraviese el corazón.

—Sin embargo, ese hombre tiene en sus venas tu misma sangre —dijo Ounis con voz lenta.

—Yo solo tengo sangre del gran Teti —respondió Mirinri—. La que corre por el cuerpo de aquel hombre es sangre de traidores, no de guerreros.

Un grito de Nefer lo interrumpió bruscamente.

—¡Menfis!

El joven se lanzó impetuosamente hacia proa. Sobre el purísimo horizonte, que el sol, cercana ya su puesta, teñía de un rojo intenso, la orgullosa Menfis se perfilaba con sus colosales monumentos, sus dorados obeliscos, sus templos maravillosos y sus palacios inmensos.

CAPÍTULO IV. EL BARRIO DE LOS EXTRANJEROS

Menfis, que fue la capital de las primeras dinastías faraónicas, mientras que Tebas la grande lo fue de las últimas, se alzaba en la margen izquierda del Nilo. Fundada por Menes, uno de los más grandes reyes egipcios, tras imponentes trabajos para detener las aguas del Nilo e impedir que invadieran la ciudad durante las crecidas, alcanzó rápidamente un gran esplendor, hasta el punto de convertirse en una maravilla para el mundo antiguo. Los egipcios, se ha dicho ya, fueron grandes constructores, que tenían a gala construir sus obras de un tamaño inmenso y con una solidez que desafiara a los siglos. En Menfis predominaba más que en otros sitios la grandiosidad, alzando templos colosales, que sostenían un número infinito de columnas, obeliscos monstruosos, palacios reales maravillosos y pirámides. La ciudad ocupaba un área inmensa, porque servía de asilo a centenares de millares de habitantes, extendiendo sus últimas casas hasta cerca de las arenas del desierto libio, sobre aquellas arenas traidoras que, según la siniestra profecía de Jeremías, tanto debían contribuir a su destrucción. Tebas fue maravillosa pero no pudo nunca competir con el esplendor de Menfis, que fue la más populosa ciudad del mundo antiguo, así como la más rica en monumentos y la más fortificada. ¿Cómo llegó a desaparecer a lo largo de tantos siglos aquella ciudad grandiosa, sin dejar apenas huellas de su existencia? Parece imposible, pero de todos aquellos monumentos colosales sólo han quedado hoy para demostrar el sitio donde se emplazó un día, algunas pirámides que resistieron juntamente con otros el ataque del tiempo, un pedazo de una estatua colosal que representa a Ramsés II y una necrópolis, la más antigua del mundo, de unos siete mil años aproximadamente y que a su vez es la mayor, de una extensión de más de sesenta kilómetros. Todo lo demás desapareció como si la terrible sacudida de un terremoto lo hubiese destruido; y lo que es más, incluso las ruinas de aquellos colosales monumentos han desaparecido. Allí donde un día se levantaba orgullosa la gran capital de los más poderosos y fastuosos Faraones, ahora no se perciben más que colinas de arena. Nada ha quedado de tanto poderío y la misma tierra, nutridora un tiempo de tantas generaciones desaparecidas, parece que esté agotada, ya que solo en los meses de marzo y abril, cuando las inundaciones le han prestado alguna vitalidad a sus venas desangradas, se cubre a duras penas de una magra vegetación, que los vientos cálidos se aprestan poco después a desecar.

La barca de Mirinri, o mejor de Nefer, arrastrada por la corriente que aumenta cada vez más, al abrirse más allá de la ciudad las innumerables bocas del delta, se aproximaba rápidamente hacia aquella imponente línea de grandiosos monumentos y de soberbios palacios, que se extendía durante millas y millas a lo largo de la margen izquierda del majestuoso río. El joven Hijo del Sol, siempre erguido sobre la proa, miraba a la orgullosa ciudad sin hacer movimiento alguno, ni pronunciar una palabra: parecía estar fascinado por la grandeza y el esplendor de la capital del más antiguo reino del mundo, dentro de cuyos muros almenados y formidables había abierto los ojos a la luz, pero que después de tantos años ya no recordaba. Sus facciones habían adquirido un aspecto casi salvaje y su boca semiabierta, aspiraba a pleno pulmón el aire de la inmensa ciudad que una fresca brisa empujaba, por encima del Nilo, hacia el norte. ¿Aspiraba el lejano perfume de la joven Faraona o el poder del reino, que su padre había salvado de las bárbaras invasiones de los asiáticos?

Muy pronto la barca se encontró ante los gigantescos diques, formados por colosales bloques de piedra, que en tiempos remotos oponían una barrera infranqueable a las crecidas periódicas del Nilo y que eran puerto de barcas de todas dimensiones, con las altas proas hacia los muelles, que estaban ocupados todavía por hileras de esclavos, aunque la noche estuviese al caer.

Ata, que había vivido casi siempre en Menfis, dio orden al comandante de la barca de tomar tierra en el extremo del último dique, que defendía los últimos suburbios, donde eran muy escasos los navíos, no atreviéndose a desembarcar a sus amigos en medio de la ciudad. La policía del rey podía haber estado alertada por cualquier traidor de su llegada y capturarlos enseguida. La situación era distinta en los suburbios alejados y en caso desesperado podían oponer una feroz resistencia, gracias a los treinta etíopes, y escapar a través de los canales del delta, antes de que pudiesen llegar los guardias del rey.

—Mientras voy a advertir a los antiguos partidarios de Teti —dijo Ata, en cuanto la barca fue amarrada sólidamente a la orilla— id a vivir en el ta-anch (barrio de los extranjeros) donde os resultará más fácil pasar desapercibidos y aguardad allí mi regreso. Os resultará sencillo encontrar alguna casita y haceros pasar por pobres marinos asirios, caldeos o griegos.

—Y yo comenzaré mi oficio de adivina —dijo Nefer.

—Esa es una buena idea —dijo Ounis—. Mirinri se hará pasar por tu hermano, así cualquier sospecha sobre su verdadera personalidad será mejor disimulada.

—¿Deberé hacer de artista? —preguntó Mirinri.

—No es preciso, mi señor —respondió Nefer—. Tú te encargarás tan solo de recoger el dinero. Serás a la vez mi cajero y mi protector.

—Si ello es necesario para ganarme el trono, no tengo nada que replicar —respondió Mirinri riendo—. También yo debo imponerme sacrificios.

—¿Estáis preparados para desembarcar? —preguntó Nefer.

—Lo estamos todos —respondió Ounis.

La muchacha se acercó al comandante de la nave, que parecía aguardar sus órdenes y después de mostrarle la joya arrebatada a Her-Hor, le dijo:

—La nave es tuya porque yo te la doy, a condición de que partas inmediatamente y desciendas hasta el mar. Allí podrás comerciar con fenicios, con griegos y con sirios. Vete con cuidado porque si pronuncias una sola palabra con cualquiera sobre lo que has visto, la venganza de Pepi sabrá alcanzarte.

—Obedezco —respondió simplemente el jefe de los marinos.

—Bajemos —dijo Nefer.

Al ser la noche ya avanzada el muelle estaba desierto, gracias a lo cual desembarcaron sin ser vistos. Apenas pusieron pie en tierra la embarcación reemprendió su camino, desapareciendo prontamente en uno de los numerosos canales del delta que conducían al mar.

—¿Por qué les has mandado que se fueran enseguida? —preguntó Mirinri a la muchacha.

—Alguno tal vez viera tu acto, cuando Pepi pasaba junto a nosotros y alguna palabra, una sospecha, podría perdernos. Hay traidores por todas partes.

—Admiro tu prudencia.

—Y nunca será suficiente —añadió Ounis.

Luego, volviéndose hacia Ata, le dijo:

—¿Nuestro número no atraerá la atención de los habitantes del barrio?

—Mis etíopes ya han recibido arden de dispersarse y de aguardarme en las cercanías de la pirámide de Daschour. Allí reuniré a todos los partidarios de Teti.

—¿Y nosotros?

—Aquí encontraremos una casa. Hay un viejo amigo mío, un sirio a quien yo he ayudado muchas veces y nos cederá su casa. Seguidme y no habléis.

Mientras los etíopes se dispersaban, tomando distintas direcciones, el egipcio penetró en una callejuela flanqueada por casitas de forma cuadrada, con las paredes ligeramente inclinadas y sin ventanas.

No eran todas del mismo estilo, por estar poblado el barrio, destinado a los extranjeros, por asiáticos pertenecientes a diversas razas e incluso por comerciantes de la Baja Europa, en especial de los alrededores del mar Negro, a quienes el gobierno egipcio dejaba la libertad de elegir la clase de construcciones que les convinieran.

El pequeño grupo que antes de abandonar la barca se habla pertrechado de armas, por saber Ata que en aquel barrio, que servía de asilo a los extranjeros se hallaba habitado por bandas de ladrones, después de haber recorrido sin impedimento alguno varias callejuelas se detuvo finalmente ante una casita de aspecto modesto, con el techo de paja.

Ata entró solo, por estar la puerta abierta y más tarde salió acompañado de un hombre, quien después de haber hecho un mutuo saludo con una mano, se alejó.

—La casa es vuestra —dijo Ata entonces—. Su propietario no vendrá a molestaros: consideraos como legitimas propietarios. Sobre todo prudencia y obedeced a Nefer.

—¿Cuándo volverás? —preguntó Ounis que se mostraba preocupado.

—Tan pronto como haya preparado el terreno para el gran golpe. El tesoro ya debe estar reunido y podré asalariar un ejército que haga temblar al Faraón.

—No regatees los talentos, recuérdalo, Ata.

—Habrá también los míos y los de los viejos amigos de Teti —respondió el egipcio.

Saludó a los tres, y luego se alejó con paso rápido, por la calle desierta.

—Entremos en mi palacio —dijo Mirinri bromeando—. Ciertamente no era esto lo que esperaba en Menfis.

—Eres impaciente —dijo Ounis, con acento de reproche.

—No me quejo. La que habitaba en el desierto era mucho peor y sin embargo allí era más feliz.

Entraron, tomando una lamparita de barro que estaba colgada en el dintel de la puerta y ante todo exploraron minuciosamente la casita. Había solamente dos estancias, de forma rectangular, con las paredes y el suelo a base de una especie de cemento de varios tonos, amueblado sobriamente, por estar los muebles de lujo destinados a los grandes señores del reino. Los lechos consistían en jergones de lino, llenos de hojas secas, el ajuar de la cocina en vasos de terracota, pero no faltaba una mesa llena de vasos y vasitos conteniendo ungüentos misteriosos y perfumes, puesto que a los egipcios les gustaba hacer diariamente una toilette cuidadosa, aunque no pertenecieran a las clases muy elevadas.

—Tú, Nefer, te acostarás en la segunda habitación —dijo Ounis—. A nosotros nos bastará la primera, ¿no es cierto Mirinri?

—Estamos ya habituados a dormir en las arenas del desierto —contestó el Hijo del Sol—. Dormiremos pues sobre la desnuda tierra de Menfis.

—¿Qué sientes, al encontrarte aquí, mi señor? —preguntó Nefer.

No sabría decírtelo —respondió el joven—. Me parece que soy otro hombre. Será el aire de esta inmensa ciudad o la ansiedad de emprender la lucha; será la sed de poder y de grandeza o cualquier otra cosa; lo cierto es que me siento mejor aquí que a bordo de la barca que Ata conducía por el Nilo. Por último siento que soy algo en el mundo; que ya no soy un desconocido.

—Te encuentras ya en el peligro supremo —dijo Ounis que lo miraba atentamente.

—Sí —respondió Mirinri— dispuesto a desafiar a todo y a todos.

—¿A vengar a tu padre y a conquistar el trono?

—Sí —repitió el joven con inmensa alegría—. Cuando los viejos partidarios de mi padre hayan reunido a sus amigos, yo me pondré a la cabeza de ellos e iré a exigir cuentas al usurpador del gran Teti, y le quitaré de la frente el símbolo del poder sobre la vida y la muerte, que a mí solo corresponde.

—Pero sé prudente, como te ha dicho Ata. Pepi debe haber organizado un servicio de espionaje para sorprenderte y quizá a estas horas no te esté buscando en esta inmensa ciudad, ya que espero que haya perdido nuestras huellas tras nuestra huida de la isla de las sombras.

—¿Voy a estar escondido en esta casa hasta que vuelva Ata?

—No, sería una imprudencia —respondió Ounis—. Un hombre que se gana la vida no infunde sospechas; uno que vive sin poder demostrar que tiene recursos, puede alarmar a la policía de Pepi. Sigue a Nefer, una adivina puede muy bien tener un hermano.

—¡Haré lo que me aconseje! —respondió Mirinri, sonriendo—. ¡Dos Faraones que se ganan la vida como artistas!

—Es tarde —dijo el anciano—. Para ti la cama, Nefer; nosotros nos contentaremos con las estoras que hay en la habitación contigua.

—Hasta mañana, mi señor —dijo la muchacha—. Aprenderemos a ganarnos la vida, aunque seamos Hijos del Sol.

Apagaron la lámpara y se acurrucaron: Nefer sobre el lecho y Ounis y Mirinri sobre una alfombra basta, formada por fibras vegetales, que ocupaba parte de la segunda estancia.

CAPÍTULO V. LAS PROFECÍAS DE NEFER

Al día siguiente Nefer y Mirinri recorrieron las calles de barrio de los extranjeros, acompañados por el viejo Ounis, que se había procurado un tabl, es decir una especie de tambor de terracota en forma de gran cilindro, cerrado por una piel en un extremo, que sacudía vigorosamente con una mano, a fin de atraer la atención de los viandantes.

Las adivinas, que en aquellos tiempos eran además vendedoras de recetas milagrosas, eran tenidas en mucha estima por los antiguos egipcios, quienes creían ciegamente en las profecías de aquellas astutas mujeres y en la eficacia de sus misteriosos polvos.

Nefer, que por voluntad de Her-Hor ya habla ejercido aquella lucrativa profesión en las aldeas del Alto Nilo, mientras esperaba a Mirinri no encontró dificultad alguna en reemprenderla y se habla instalado sin más en la primera plaza del barrio, atrayendo pronto en torno a sí una multitud de curiosos, captados tal vez más por su belleza y por la riqueza de sus joyas.

—Sentada sobre una banqueta, que Mirinri le había llevado y acompañada por el sordo batir del tabl que Ounis hacía sonar como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, lanzó con su armoniosa vez en torno a los concurrentes su reclamo.

—Procedo de la escuela de medicina de Heliópolis, donde los ancianos del gran templo me han enseñado sus remedios. He estudiado en la escuela de Sais, donde la Gran Madre divina me ha dado sus recetas. Poseo los encantamientos compuestos por Osiris en persona y mi guía es el dios Thoth, inventor de la palabra y de la escritura. Los encantamientos son buenos para los remedios y los remedios son buenos para los encantamientos.

Una vieja egipcia avanzó de pronto y tras una breve duda, le dijo:

—Dame una receta para mi hija que no puede alimentar a su pequeño, todavía lactante.

—Que tome tortugas del Nilo y las haga freír en aceite; tendrá leche en abundancia-dijo Nefer.

Otra mujer se adelantó.

—Quiero saber si el hijo que me va a nacer tendrá larga vida o se morirá pronto.

—Si cuando abra los ojos dice ni, vivirá muchos años, pero si dice mba su vida se apagará pronto —respondió Nefer.

Un viejo se le acercó a su vez, diciendo:

—En mi jardín hay una serpiente que cada tarde sale de su escondrijo y me devora los pollos. Enséñame un medio para que ya no salga de su agujero.

—Pon delante de su cueva un pagre (especie de pescado del Nilo) que esté bien seco y la serpiente ya no podrá salir más.

—Enséñame también a tener a distancia los ratones que devoran mis granos.

—Unta las paredes de tu granero con aceite de gato y ya no los verás aparecer más; o bien quema estiércol seco de gacela, recoge las cenizas, ponlas en agua y riega el pavimento.

Luego hizo su aparición una jovencita.

—Enséñame el modo de hacer blancos mis dientes y perfumar mi casa para que esté más contento mi novio.

—Toma polvos de carbón de acacia y tus dientes se tornarán más blancos que el marfil de los hipopótamos. Si quieres perfumar tus habitaciones, mezcla incienso, mimosa, resina de trementina, corteza de quinamono, lentejas, cálamo aromático de Siria, conviértelo en polvo muy fino y ponlo en un brasero. Tu prometido no podrá lamentarse de la exquisitez de tu perfume.

—¿Y tú? —preguntó luego Nefer a un soldado que tenía una venda que le cubría parte del rostro.

—Pronuncia un encantamiento, valiente muchacha —repuso el guerrero— para que proteja mi ojo derecho que una flecha sirio me ha herido.

Nefer se levantó, extendió sus brazas, trazó en el aire unos signos misteriosos, luego dijo:

—Un ruido se alzó hacia la medianoche en el cielo y apenas cayó la noche, aquel rumor se propagó hasta el septentrión. El agua cayó sobre la tierra en grandes columnas y los marineros de la Barca Solar de Ra batieron sus remos para bañarse también la cabeza. Yo ofrezco tu cabeza a aquella lluvia benéfica, a fin de que caiga también sobre tu ojo herido e invoco al dios del dolor y la muerte de la muerte para que te lo cure. Aplica ahora miel sobre tu ojo y sanarás, porque Thoth así lo ha enseñado.

Otro guerrero muy joven y macilento, ocupó pronto el sitio del anterior.

—Muchacha —le dijo— pronuncia también un encantamiento para mí, para que me libre de la tenia que me agota.

—Te curaré enseguida —dijo Nefer, siempre seria—. ¡Oh hiena malvada, oh hiena hembra! ¡Oh destructor! ¡Oh destructora! ¡Oíd mis palabras: que cese la marcha destructora de la serpiente dentro del estómago de este joven! Es un dios malvado el que ha creado ese monstruo, un dios enemigo: que expulse el mal que ha hecho a este hombre o invocaré el torrente de fuego para que destruya a uno y a otro. ¡Vete! Dentro de poco ya no sufrirás más.

También el joven guerrero se marchó, más que convencido de que dentro de poco sanaría, puesto que los antiguos egipcios tenían más fe en las invocaciones que en la eficacia de las medicinas. Aquella primera jornada transcurrió en continuas invocaciones unas más extrañas que otras y despechando recetas, no menos extraordinarias, acudiendo continuamente hombres y mujeres en torno a la muchacha hermosa y no fue hasta muy tarde que lograron retirarse a su casa los dos Hijos del Sol y el anciano Ounis, bien provistos de dinero y satisfechos por no haber despertado la más ligera sospecha de quienes eran. ¿Quién habría podido suponer que el hijo del gran Teti, para escapar de la búsqueda de la policía de Pepi hubiese accedido a ser una especie de histrión?

—¿Estás contento, mi señor? —preguntó Nefer a Mirinri que contaba riendo el dinero ganado.

—Eres una muchacha que vales el oro que pesas —respondió el joven—. Si un día llego a ser rey te nombraré gran adivina del reino. Lástima que yo no estuviera entre el público.

—¿Por qué?

—Te habría pedido que me predijeras el destino.

—Te lo predije ya cuando descendíamos por el Nilo.

—¿Que yo llegaré a ser rey?

—Sí.

—No es bastante.

Nefer tuvo un sobresalto y frunció ligeramente la frente, mientras que un suspiro moría en sus labios.

—Te he entendido —dijo con voz pausada, dejándose caer sobre una silla y apoyando su cabeza sobre el borde de la mesa cercana—. He leído tu pensamiento.

—¿No eres una adivina?

—Es cierto.

—Así pues venga tu profecía.

—La verás.

—¿En Menfis?

—Aquí, en esta ciudad.

Esta vez fue el joven quien tuvo un sobresalto, mientras que su rostro enrojecía, como el de una joven que se encamina a su primera cita de amor.

Nefer se cubrió los ojos con ambas manos, tapándoselos fuertemente.

—La veo —prosiguió tras algunos instantes de silencio, como hablando para sí—. Esta echada en una litera brillante de oro que sostienen ocho esclavos nubios y ante ella avanza majestuoso un toro negro que tiene los cuernos dorados. Tintinean los sistros sagrados, se alzan en el cielo las notas deliciosas de las arpas y de las cítaras y retumban los tambores… las danzarinas trenzan danzas en torno a su litera real y miran el oreo que relumbra entre los negros cabellos de la hermosa Faraona. Veo carros guerreros montados por soldados… veo arqueros y guardias… oigo el rumor de los aplausos que la multitud tributa a la hija del más poderoso rey del África. ¡Ah! ¡Qué grito! ¡Qué grito!

Nefer bajó sus manos y se puso en pie, mirando con terror a Mirinri que estaba derecho ante ella, escuchándola atentamente.

—¿Qué ocurre, Nefer? —preguntó el joven extrañado por aquella repentina situación.

—He oído un grito.

—¿Y qué?

—Ese grito era tuyo, mi señor. Sí, lo he oído perfectamente.

—¿Qué más? Sigue.

—No veo nada más ante mis ojos. Toda la visión ha desaparecido en medio de una espesa niebla.

—¿Y el grito te ha asustado?

—Sí.

—¿Pero por qué?

—No lo sé… sin embargo al oírlo mi corazón se ha contraído como si una mano de hierro lo hubiese apretado y apretado.

Ounis que hasta aquel momento había permanecido en la estancia contigua, ocupado en preparar una especie de pasta a base de dátiles secos y semillas de loto, se acercó a la puerta y miró a Nefer con una especie de terror. Debía de haber oído sus palabras, porque su rostro, tranquilo ordinariamente, aparecía en aquel momento extraordinariamente alterado.

—Nefer, —dijo con voz ronca— ¿eres tú verdaderamente una adivina? ¿Crees poder leerán futuro? Dímelo, muchacha.

—Así lo espero —respondió Nefer, que había vuelto a sentarse, apoyando nuevamente la cabeza sobre el borde de la mesa.

—¿De quién era aquel grito?

—De Mirinri.

—¿No te habrás engañado?

—No.

—¿Estás bien segura?

—Conozco demasiado bien la voz de mi señor.

—He oído cuanto has contado a Mirinri —prosiguió Ounis, con una cierta ansiedad, detalle que no había escapado al Hijo del Sol—. Cubre tus ojos e intenta ver lo que sucedió después.

Nefer obedeció y estuvo durante algunos minutos en silencio. Ounis la observaba atentamente con angustia, intentando sorprender en su rostro una contracción, un movimiento cualquiera pero los músculos de la muchacha siguieron imperturbables.

—¿Así pues? —preguntó el anciano.

—Niebla… siempre niebla.

—¿No consigues descubrir nada a través de ese espeso velo?

—Sí, aguarda… columnas doradas… un trono brillante de luz… luego un hombre… tiene el símbolo del derecho de la vida y la muerte sobre su peluca… y las insignias del poder en su mano…

—¿Cómo es? ¿Joven o viejo?

—Aguarda…

—Míralo atentamente.

—¡Es él!

—¿Quién?

—El Faraón que hemos visto en la barca dorada… el hombre contra el que Mirinri levantó el arco.

—¡Pepi! —gritó Ounis.

—Sí… es él… ahora lo veo perfectamente.

—¿Qué es lo que hace?

—Tened calma… veo la niebla que ronda en torno suyo… ahora se me aparece con el rostro descompuesto por una cólera tremenda… ahora tembloroso y pálido… desaparece ahora… ¡Ah! Hay otras personas alrededor suyo… otro anciano… tiene en sus manos un hierro curvo… uno de esos que emplean los preparadores de momias para extraer por las narices el cerebro de los difuntos… después veo como le cuelga de la cintura una de aquellas piedras cortantes de Etiopía de las que se sirven para abrir el costado y extraer los intestinos…

—¿Qué quiere embalsamar? —gritó Ounis, con terror.

—No lo sé.

—Fíjate, fíjate; arroja esa niebla con tus ojos penetrantes. Te lo suplico, Nefer.

—Ya no veo nada… ¡ah!, sí, una sala más maravillosa que la anterior… gente, soldados, sacerdotes… el Faraón… que abre el naos, el relicario del dios… ¡Ah! ¡Es él!

—¿Quién?

—Her-Hor.

—¿El sacerdote que mataste?

—Sí.

—¿Está vivo?

—Vivo —respondió Nefer, mientras un temblor se apoderaba de su cuerpo—. Es un hombre fatal… llegará hasta la última hora… y será fatal para mí… para mí… para mí…

—¿Qué dices, Nefer? —preguntaron a la vez Ounis y Mirinri.

La muchacha no respondió. Se había abandonado sobre la mesa como si un profundo sueño la hubiese sorprendido inesperadamente.

—Duerme —dijo Mirinri.

—Calla —respondió Ounis—. Mueve los labios: tal vez hable estando dormida.

La muchacha que se había adormecido parecía hacer esfuerzos supremos para mover su lengua y sus labios.

—Ra mueve el día —dijo de pronto con voz débil—. Osiris la noche. El alba es el nacimiento. El crepúsculo la muerte, pero cada día que despunta el viajero renace a una nueva vida desde el seno de Nout y sube gloriosamente al cielo, donde navega sobre una barca ligera, combatiendo victoriosamente el mal y las tinieblas que escapan ante él. Al atardecer triunfa la noche. El sol ya no es el poderoso Ra, el deslumbrante, por eso se convierte en Osiris, el dios que vigila entre las tinieblas de la noche y la muerte. Su barca celeste navega por los tétricos canales de la noche, donde los demonios intentan cogerla y tras la medianoche surge del abismo tenebroso y su camino se torna más rápido y más alto y por la mañana retorna fulgurante de luz y victorioso. Así es la vida y así es la muerte. ¿Por qué Nefer ha de tener miedo?

—¡Sueña! —Exclamó Mirinri—. ¡Qué extraña muchacha!

Ounis que estaba inclinado hacia la joven para no perder ni una sola palabra, se alzó, y poniendo sus manos sobre el joven Faraón, le dijo:

—¡Cuidado, Mirinri! Esta muchacha ha visto un peligro. Debes estar en guardia.

—¿Tú crees en las visiones de Nefer?

—Sí, —respondió Ounis.

—¿Así pues, crees en el destino?

—Sí —repitió Ounis.

—Pues yo no creo más que en mi estrella, que sale brillante en el cielo; en el sonido que produjo al alba la estatua de Memnon y en la flor de la resurrección que cierra sus corolas entre mis manos —respondió Mirinri—. Profetizaban que yo sería un día rey y seré rey, porque nadie interrumpirá mi destino.

CAPÍTULO VI. EL GRAN SACERDOTE DE PTAH

Durante bastantes días Nefer, Mirinri y Ounis se dejaron ver ora en una, ora en otra plaza del barcia de los extranjeros, ella pronunciando encantamientos y facilitando recetas, el otro haciendo el oficio de cajero y el tercero haciendo sonar sin compasión el tambor de terracota, con una constancia envidiable. Comenzaban ya a impacientarse y a temer que Ata no hubiese conseguido realizar sus planes, cuando al atardecer del decimoquinto día desde que se encontraban en Menfis, oyeron golpear la puerta por tres veces. Ounis y Mirinri que temían continuamente alguna sorpresa por parte de los espías de Pepi, cogiendo sus dagas se lanzaron a la primera estancia, interrumpiendo bruscamente su cena, dispuestos a enfrentarse contra cualquier peligro. Al oír resonar otros tres golpes más violentos que los anteriores, Mirinri que no era demasiado paciente y estaba dispuesto siempre a afrontar cualquier peligro, preguntó con vez amenazadora.

—¿Quién es el inoportuno que viene a estorbarnos?

—Soy yo, Ata. Silencio, mi señor.

Mirinri había abierto y el egipcio penetró rápidamente, cerrando la puerta tras de sí.

—Temía no encontraros ya —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Ounis.

—Corre la voz de que Mirinri ha conseguido poner pie en Menfis.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Me lo ha contado un amigo mío que tiene relación con la corte y ha añadido que Pepi ya no duerme tranquilo y que ha estacionado su guardia por toda la ciudad.

—¿Lo sabe el pueblo? —preguntó Mirinri que no parecía impresionado en absoluto.

—Es posible.

—¿Y sabe que Mirinri es hijo del gran Teti?

—Los amigos de tu padre, mi señor, han esparcido la voz hace ya años y años, de que el hijo del vencedor de los caldeos no desapareció misteriosamente como su padre. ¿Es cierto, Ounis?

El anciano aprobó con un gesto de su cabeza.

—¡Ah! El pueblo ya sabe que estoy todavía vivo y que un día iré a pedir justa cuenta al usurpador del trono que me ha robado.

—Sí, mi señor.

—¿Y me espera?

—Tal vez.

—¡Tal vez! —exclamó Mirinri, arrugando la frente.

—Pepi es poderoso: es rey de Egipto.

—¡Un ladrón! —prorrumpió Mirinri violentamente—. Veremos si el día que, sobre un carro de batalla, recorra las calles de la orgullosa Menfis, proclamándome rey de la estirpe faraónica y evocando las glorias de mi padre, el pueblo se quedará insensible. ¡Yo soy el Hijo directo del Sol! ¡Sólo yo desciendo de Ra y de Osiris!

—Este es el hijo de Teti —dijo Ounis con una sonrisa de orgullo—. Es la sangre del guerrero la que habla. Sí, tú un día serás un gran rey. En el desierto tu corazón dormitaba, el aire de Menfis te ha despertado. Ata, ¿qué cosas nos cuentas?

—Noticias importantes, Ounis —respondió el egipcio—. Los viejos amigos de Teti han reclutado a sus partidarios y yo he asalariado a tres mil esclavos etíopes, a los que he prometido la libertad si el hijo de Teti consigue arrebatar el trono al usurpador. He repartido el oro que te pertenecía y que amigos devotos han traído a Menfis y fructificará.

—¿Estáis dispuestos?

—Decididos todos a morir por el triunfo del joven Hijo del Sol —dijo Ata—. Mañana al atardecer nos reuniremos en la inmensa pirámide de Daschour y aguardaremos para lanzar el golpe supremo. Será una ola gigantesca de hierro y fuego que se abalanzará sobre Menfis y expulsará al usurpador.

—¡Y yo estaré a la cabeza de esa ola! —Exclamó Mirinri—. ¿Quién me detendrá?

—Tal vez el destino —dijo Nefer.

—También a él lo venceré —dijo el joven.

—Tengo miedo del toro negro de los cuernos dorados: lo soñé ayer noche.

—¿Quién es? —preguntó Mirinri.

—El dios Apis.

—En el desierto donde he vivido no lo he visto nunca.

—Representa al Nilo fecundador.

—Y yo represento la fuerza y el poder. ¿Qué vale más, Nefer, tu toro negro de los cuernos dorados o el Hijo del Sol?

—Detrás del toro encontrarás dos ojos que te serán fatales.

—¿Cuáles?

—Los conoces sin que yo te lo diga.

—¡Ah! —Dijo Mirinri—. Siempre soñando, muchacha.

—¿Cuándo partiremos?

—Mañana —contestó Ounis.

—Mañana nos iremos. Quiero ver el palacio que un día será mío. Se dice que se levanta sobre una colina, entre jardines encantados. Allí dentro será donde coja al usurpador y allí le arrebataré el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte, que él me ha robado.

—Cuando atraveséis la ciudad no os hagáis notar, ni por vuestra excesiva prisa, ni por vuestra curiosidad y sobre todo no habléis, ni os llaméis por el nombre —dijo Ata—. La guardia del rey va en vuestra caza, os lo repito.

—No temas, Ata —respondió, Ounis—. Yo me encargaré de frenar la impaciencia de Mirinri.

—Hasta mañana al atardecer; inmediatamente después del crepúsculo nos encontraremos todos —dijo el egipcio—. Regreso a la ciudad, el camino es largo y la noche cerrada.

Mirinri y Ounis lo acompañaron hasta la puerta, Ata miró primero a derecha e izquierda y no observando nada extraño, se alejó con paso rápido.

Había ya salido del barrio de los extranjeros e iba a avanzar por la magnífica avenida que costeaba los colosales diques erigidos a lo largo del Nilo para preservar a la ciudad de las crecidas, cuando se topó con un hombre que surgió de improviso de un amasijo de piedras enormes, que deberían servir probablemente para alguna construcción de tipo colosalista.

—Que Osiris vele por ti —le dijo el desconocido.

—Que Ra te sea propicio más allá de la medianoche —contestó Ata, prosiguiendo su camino.

Al oír aquella voz el desconocido tuvo un sobresalto.

Fingió alejarse y luego cuando vio a Ata desaparecer bajo la espesa sombra que proyectaban las palmeras que costeaban los diques, regresó inmediatamente al amasijo de piedras, lanzando un ligero silbido. Dos hombres, jóvenes y fuertes, que llevaban en la cabeza plumas de avestruz clavadas oblicuamente en sus pelucas, distintivo de los guardias del rey, y en los costados kalasiris de grueso lino en tres puntas, y sandalias de paja en los pies, se levantaron de pronto, sosteniendo en sus manos dos dagas cortas, con la hoja muy ancha y dos arcos.

—Lo he encontrado —dijo el que había emitido el silbido.

—¿Era precisamente él? —preguntó uno de los dos.

—Sí.

—¿No te habrás engañado, gran sacerdote?

—Cuando Her-Hor ha visto un rostro una sola vez, no la olvida nunca. Era el hombre que acompañaba a Ounis y a Mirinri en persona.

—¿Qué habrá venido a hacer aquí?

—No lo sé, Maneros. ¡Ah si esta noche no lo hubiéramos perdido de vista entre la muchedumbre que llenaba la plaza, a esta hora Mirinri tal vez estaría en nuestras manos, porque estoy seguro que si Ata está aquí, lo está también el hijo de Teti! Paciencia, lo encontraremos antes que intente algún golpe desesperado contra el rey y entonces Nefer pagará aquel golpe de daga que por poco me manda a navegar en la barca luminosa de Ra.

—¿Qué debemos hacer? —Preguntó el llamado Maneros—. ¿Detenerlo y matarlo?

—Seguirlo descubrir su escondrijo y vigilarlo atentamente. Estoy seguro que está reuniendo a los viejos amigos de Teti. Daremos un gran golpe y muchas manos serán cortadas en Menfis, dentro de poco —dijo el viejo sacerdote con voz ahogada—. Sólo vivo para la venganza y me vengaré de los dos; más aún, de los tres.

—¿Tú no vienes, gran sacerdote?

—Yo os seguiré en el carro —respondió Her-Hor—. Estoy demasiado débil todavía y esta terrible herida no ha cicatrizado por completo. Partid o lo volveremos a perder de vista.

Los dos soldados que, como hemos dicho, eran jóvenes y ágiles, se lanzaron a una carrera desenfrenada por la calle, manteniéndose bajo la sombra que proyectaban las hileras de dátiles y de palmeras en abanico, para no ser vistos por Ata. El viejo sacerdote atravesó el dique y llegó hasta un pequeño carro que estaba escondido detrás de un grupo de árboles, guardado por un esclavo nubio, de atlética figura. Los carros egipcios eran más bien largos comparados con los nuestros, aunque fuesen arrastrados también por bueyes, más pequeños que los nuestros y ágiles como el cebú, empleados todavía en algunas poblaciones de la India. Eran vehículos ligeros semejantes a las bigas romanas; con sólo dos ruedas pintadas ordinariamente de color verde, muy altas por delante y abiertas a su vez por detrás, y podían servir para dos personas, las cuales debían ir de pie. Sin embargo, en vez de ser arrastradas por bueyes lo eran por caballos, pues aquellos servían por lo general a los soldados, puesto que los antiguos egipcios no hicieron nunca uso de una verdadera caballería y no tuvieron nunca idea, lo que resulta extraño, de servirse de los caballos como cabalga dura. Tuvieron que transcurrir millares y millares de años antes de que estos hombres, que habían sido los adelantados de la civilización, y muy inteligentes, pudiesen comprender que el caballo podía ser adaptado y dejarse montar. Her-Hor, que a duras penas podía sostenerse en pie ordenó que lo subiera al carro y luego los dos bueyes, azuzados por el esclavo, tomaron un paso bastante rápido, un pequeño galope que debía permitir al sacerdote alcanzar a los dos guardias del rey, antes de que Ata volviera a desaparecer entre las intrincadísimas calles de la gran ciudad. La calle que flanqueaba el río se hallaba desierta, porque los egipcios tenían la costumbre de retirarse pronto a sus casas, gracias a lo cual el carro podía avanzar rápidamente, sin verse obligado a desviarse o detenerse. El esclavo, que iba a pie, azuzaba constantemente a los bueyes, obligándolos a mantener su galope. Pronto Her-Hor se encontró en el centro de la gran ciudad. El carro había dejado la inmensa avenida y trotaba entre dos hileras de casas de forma maciza, interrumpidas de cuando en cuando por templos maravillosos, que elevaban sus columnas a una altura extraordinaria. El carro recorría el barrio de Ambú, el de mayor categoría de Menfis, abundante en monumentos grandiosos y donde habitaba la gente adinerada de la capital egipcia.

—¿Dónde? —preguntó de pronto el esclavo, volviéndose a Her-Hor.

—Al templo de Ptah —respondió el viejo—. ¿Ves los dos guardias?

—No, gran sacerdote.

—Aguardaré en el templo a que vuelvan.

El carro reemprendió su marcha, luego se detuvo en una amplia plaza, en cuyo centro se alzaba un edificio colosal, ante cuya puerta sostenida por dos altísimas columnas había una esfinge con la cabeza del rey Menes, el fundador de aquella obra grandiosa que todos los extranjeros admiraban sorprendidos. Era el templo Ptah, el mayor y más célebre que tuvo Menfis. Apenas se hubo detenido el carro cuando de improviso aparecieron dos hombres atravesando la plaza a la carrera. El nubio sacó de su cinturón una especie de hacha, pero las plumas de avestruz que ondeaban en la cabeza de los dos corredores hicieron que se detuviera enseguida.

—Son los guardias del rey —dijo al sacerdote.

En efecto eran los dos soldados que Her-Hor hiciera seguir los pasos de Ata.

—¿Lo habéis encontrado, Maneros? —preguntó Her-Hor cuando los dos guardias se hallaron cerca.

—Sí, —respondió el soldado que sudaba como si hubiera salido del agua.

—¿Dónde ha ido?

—Tú lo habías adivinado, gran sacerdote. Los viejos partidarios de Teti se preparan para derrocar al rey.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el viejo interesadamente.

—He descubierto el lugar donde se reúnen.

—Sigue.

—Han forzado la entrada de la gran pirámide de Daschour y allí dentro se reúnen los rebeldes.

—¡En la pirámide! —exclamó Her-Hor.

—Sí, gran sacerdote.

—¡Han violado el sepulcro! ¡El castigo será terrible! ¿Son muchos?

—Así me lo parece y deben estar bien armados, porque hemos visto entrar en la pirámide a bastantes hombres cargados con armas. ¿Qué tenemos que hacer, gran sacerdote?

Her-Hor permaneció silencioso algunos instantes, luego dijo:

—¿Es mañana el día que se conducirá al dios Apis a abrevarse en el Nilo, no es verdad?

—Sí, gran sacerdote, —respondió Maneros.

—La ceremonia resultará más espléndida y grata a nuestras divinidades, si en la comitiva figuran varios carros llenos de manos amputadas. Haremos una gran ofrenda a las divinidades del Nilo y nos quedarán reconocidas. La barca de Osiris va a remontarse en el cielo: los rebeldes deben dormir. Es el momento idóneo para sorprenderlos en sus cuevas y hacerlos inútiles para siempre. Pepi se desembarazara así de los últimos partidarios de su hermano y el pueblo en esta ocasión nada podrá objetar.

—Aguardo tus órdenes, gran sacerdote —dijo Maneros.

—Manda a tu compañero al palacio real, para que informe a Pepi de cuanto sucede. Recogerá a toda la guardia real y yo la guiaré sin dilación a la pirámide. Conviene que todo esté acabado antes de que aparezca el alba.

Se quitó un anillo del dedo y lo dio al compañero de Maneros.

—Con esto se te abrirán todas las puertas de palacio y el rey te recibirá enseguida. Vete y no pierdas tiempo.

El soldado partió veloz como una flecha, dirigiéndose hacia la pequeña colina sobre la que se alzaba majestuoso el impresionante palacio de los Faraones.

—A la pirámide —dijo después Her-Hor, dirigiéndose al nubio que aguardaba sus órdenes junto a los bueyes.

—¿Y yo? —preguntó Maneros.

—Me escoltarás ¿Conoces todos los pasadizos de la pirámide?

—Sí Her-Hor —respondió Maneros—. Fui yo quien cerró la última piedra, después de ser sepultada la princesa.

—¿Así pues guiar los guardias del rey, por los corredores de la mastaba?

—Conozco todas las serdab que conducen a la cripta central donde descansan, dentro de su sarcófago de basalto azul, los restos de la graciosa y suave Rodope.

—¿Cómo podremos sorprenderlos?

—Bajando desde las galerías superiores.

—Bien, vayamos. Pepi me estaré reconocido y tú tendrás mejor graduación, si conseguimos nuestro intento. Nunca ha corrido el trono de los Faraones un peligro tan grande y está en nuestras manos el salvarlo.

—Yo estoy dispuesto a morir por el rey.

—A la pirámide —dijo al nubio.

El carro se puso en marcha, a través de las desiertas calles de la inmensa ciudad, encaminándose hacia el sur, allí donde se elevaba la gigantesca necrópolis de Menfis, que ocupaba casi todo el extremo del delta con una extensión de muchas leguas, moviéndose hacia el altiplano formado por las últimas ondulaciones de la cadena libia y donde eran sepultados desde hacía millares de años los cadáveres. El carro, abandonando las últimas casas de la ciudad, se encontró en campo abierto. Entre las tinieblas se alzaban gigantescas pirámides y de entre ellas una, de desmesurada mole, elevaba su cima por encima de las palmeras. El nublo detuvo su carro mirando al sacerdote.

—¿Qué ves? —preguntó Her-Hor.

—Hay soldados —repuso el esclavo.

—No tengas miedo: no nos van a detener.

Algunos hombres que llevaban en la cabeza yelmos de cuero y cuyo pecho estaba defendido por una especie de coraza formada por fibras de papiro estrechamente entrelazadas, se pusieron delante con los arcos tendidos a punto de lanzar sus flechas.

Maneros se puso inmediatamente delante de los bueyes, diciendo:

—Dejad paso a Her-Hor, el gran sacerdote del templo de Ptah: órdenes del rey.

Los guerreros bajaron sus arcos y se pusieron de rodillas, abatiendo su frente hasta el suelo y el carro prosiguió, deteniéndose frente a la gran pirámide, donde reposaban los restos de la hermosa Rodope.

CAPÍTULO VII. EL ASALTO A LA PIRÁMIDE DE RODOPE

En la época que Menfis alcanzó su máximo esplendor se alzaban numerosas pirámides en sus alrededores, no menos gigantescas que las que subsisten hoy día y que constituyen en la actualidad motivo de admiración para los viajeros porque el primer cuidado del fundador de cada dinastía era la de prepararse un sepulcro, que sirviera de amparo a su alma y a la de sus descendientes. La construcción de la pirámide comenzaba inmediatamente después de su coronación, evidentemente con no demasiada alegría por parte de sus súbditos, quienes se veían obligados a trabajar fatigosamente años y años, sin percibir estipendio alguno, puesto que los reyes se limitaban a alimentar a aquellos obreros desgraciados con nabos y legumbres, que pese a ello comportaba siempre un enorme gasto puesto que se trataba de dar de comer a millares y millares de bocas, durante bastantes lustros, sin interrupción. Se sabe, por ejemplo, que la construcción de la pirámide de Cheops, que es la mayor de las que subsisten, costó la bagatela de mil seiscientos talentos más o menos, sólo en legumbres… Mientras el rey vivía no se interrumpía la obra, con lo que la pirámide seguía engrandeciéndose al añadirse sin cesar piedras enormes a su alrededor; debido a ello se hacían mayores, más y más, a medida que se prolongaba la vida del soberano. La de Cheops, por ejemplo, es la más colosal porque el rey que la hizo construir vivió cincuenta y seis años tras su subida al trono. Es una maravilla en su género; mide doscientos veintisiete metros de lado y tiene una altura de ciento treinta y siete, pero se cree que fue mucho mayor y más alta y que su cima fue destruida en parte juntamente con un buen trozo de su revestimiento exterior. Sea lo que fuere, causa una profunda impresión en el viajero debido a su masa enorme y a la grandiosidad de sus líneas y semejante efecto producen sus hermanas menores que se hallan a sus lados, las llamadas de Chefren y Mycerinos, a pesar de que sean bastante más pequeñas. Sin embargo fuera de la maravillosa impresión producida por su tamaño, las pirámides egipcias no tienen nada que pueda interesar al artista, puesto que son masas enormes totalmente lisas, sin ninguna escultura. Los egipcios no tenían intención ciertamente de hacer obras de arte, sino sólo de preparar al rey un refugio seguro, indestructible que pudiese desafiar a los siglos y donde la momia real pudiese descansar sin ser estorbada hasta el fin del mundo. En efecto las pirámides no son otra cosa que sepulcros particulares, semejantes a las mastabas, que se hacían construir los ricos egipcios, comenzadas y continuadas hasta su término según proporciones dignas de sus huéspedes. Como las mastabas, esconden dentro de sus colosales flancos serdab, o sea tortuosos pasadizos, y en su centro se halla la cripta, el lugar destinado a recibir el cuerpo del rey. Esa cripta que se encuentra precisamente en el corazón de la pirámide, no era otra cosa que una pequeña celda tenebrosa, cubierta por una pequeña cubeta de granito rosado, destinada a impedir la caída de la enorme masa de piedras que debía ejercer una presión enorme. Para subsanar el peligro de un hundimiento, los arquitectos egipcios tenían la precaución de construir por encima de la cripta cinco cámaras de descarga, sobrepuestas una a otra, la más alta de las cuales se encontraba apoyada sobre una especie de techa formado por dos bloques inclinados que repartían y aguantaban la presión ejercida por aquella inmensa hilera de piedras. Cámaras sin duda maravillosas, construidas con una solidez a toda prueba, que no cedieron ni un solo centímetro durante millares y millares de siglos y que constituyen el lado verdaderamente extraordinario de la construcción de las pirámides.

En estas obras es donde se revela más brillante el genio de los arquitectos egipcios de hace seis mil o siete mil años, en cuanto al esfuerzo sobrehumano allí exigido, sin conocimientos científicos tan adelantados y carente probablemente de maquinaria, no podría ser repetido por nuestros actuales ingenieros, a pesar de los poderosos medios con que contarían a su disposición.

Lo que causa mayor admiración es el hecho de que las pirámides más antiguas, construidas durante las primeras dinastías, sean las que mejor han resistido al tiempo. Parece que los arquitectos de hace siete mil años poco más o menos fueran menores que los que vivieron bajo las últimas dinastías. En efecto, las primeras están todavía allí, majestuosas en las márgenes del desierto, irguiendo orgullosamente sus vértices, desafiando a los siglos con su formidable impasibilidad, conservando todavía en sus flancos monstruosos las momias de los reyes que las construyeron, como un reto a la eternidad. Son los monumentos más antiguos del mundo y probablemente serán también los últimos en desaparecer.

Cuando nuestro globo se vaya enfriando y gire vacío y despoblado; cuando la última familia humana haya desaparecido y el tiempo haya reducido a polvo las obras modernas, tal vez la pirámide que guarda la momia de Cheops subsista todavía durante algún tiempo, última muestra de la destrucción de un mundo, y tal vez incluso, en el fondo de algún sepulcro incontaminado, una momia prosiga su sueño secular, teniendo a su alrededor los objetos más caros que compartieron su existencia, mientras que nosotros, los modernos, no seremos más que polvo. Puede darse también que aquella momia, después de ser la de uno de los primeros hombres que hiciera surgir el amanecer de la civilización nuestra, sea quizá también el último que, sobre la tierra desierta y muerta, proclame que el ser humano ha vivido en nuestro globo. La pirámide de Rodope, en cuyo interior se habían refugiado los partidarios de Teti, no tenía las dimensiones de la de Cheops, aunque estuviese incluida entre las mayores de la inmensa necrópolis de Menfis y en aquel tiempo se hallaba todavía intacta, no habiendo servido todavía sus materiales en la construcción de Tebas. Al igual que las demás, tenía inmensas cámaras vacías, corredores y en el centro la cripta, donde dormía ya desde hacía siglos el cuerpo de la hermosa reina, dentro de un maravilloso sarcófago de basalto azul, cerrado por una gran masa de granito, duro como para desafiar a la piqueta, ya que los egipcios tenían un cuidado extremo por hacer inviolables los sepulcros de sus reyes y de sus reinas.

Her-Hor después de haberse hecho bajar por el esclavo nubio, avanzó lentamente hacia la pirámide, apoyándose en el brazo de Maneros, observando atentamente el colosal monumento cuyo vértice se perdía entre las tinieblas.

—¿Dónde se encuentra la piedra de clausura? —preguntó a Maneros.

—Encima del vigésimo-séptimo escalón —dijo el guardia.

—¿Crees que hayan entrado por allí?

—Es imposible, gran sacerdote. Para cerrar la serdab, después que fue sepultado aquí el último vástago de la dinastía anterior, se necesitó una lápida tan enorme y de piedra tan compacta que ningún ser humano podría haber dañado, ni movido. Los rebeldes no deben haber podido entrar por ese lado en la pirámide.

—Entonces, ¿es que hay otro paso?

—Sí, por encima del escalón cuarenta, tanto a levante como a poniente existen dos galerías que van a parar a una de las cinco estancias de descarga. Vayamos a ver si las lápidas que las cierran han sido movidas.

—¿Cuántos soldados quieres?

—Los pasadizos son estrechos hasta la cámara —dijo Maneros—. Me bastarían dos docenas, por ahora: otros cincuenta que se queden fuera sobre el escalón, dispuestos a acudir a la primera llamada. El resto que rodeen la pirámide, puesto que puede haber otro paso desconocido para mí. Tú sabes, gran sacerdote, cómo están construidas nuestras pirámides y cuán difícil resulta caminar a través de las serdab.

Her-Hor se dirigió al esclavo nubio que estaba junto a él, en espera de sus órdenes y le susurró algunas palabras.

Poco después dos grupos de arqueros, provistos de antorchas y cargados con gruesos haces de leña verde, llegaban ante la pirámide, mientras que algunos otros, mucho más numerosos, avanzaban en silencio desplegándose en torno al gigantesco monumento.

—Obedeced a este hombre —dijo el sacerdote a los arqueros, señalándoles a Maneros—. Sólo él conoce la entrada.

—Adelante —dijo el guardia del rey, desnudando su larga espada.

Se pusieron a subir los peldaños de la pirámide hasta que llegaron al cuadragésimo, seguidos por los demás, que habían ya encendido las antorchas. Como ya habla previsto, la piedra que cerraba una de las dos galerías que se abrían una delante y la otra detrás de la pirámide, orientadas exactamente de levante a poniente y que daban entrada a las cámaras de descarga, había sido movida.

—Han entrado por aquí —dijo Maneros, volviéndose hacia los arqueros—. Ahora lo difícil será descubrirlos; ¿estarán en las cámaras, en los poros o en la cripta?

Realmente la empresa no era fácil, porque los constructores de las pirámides excavaban en el interior de aquellas masas enormes de piedra un extraordinario número de galerías y de pozos para hacer perder la pista a los futuros violadores y originar un error sobre el verdadero emplazamiento de la momia y lo consiguieron porque, cuando la invasión árabe de Egipto, perdieron inútilmente el tiempo los musulmanes al intentar descubrirlo, aunque el califa Amron hiciera excavar bastantes corredores dentro de aquellos gigantescos sepulcros. Habla pasadizos que no tenían ninguna salida; pozos que no servían para otra cosa que para despistar la búsqueda de los violadores; galerías que subían y bajaban con grandes ángulos y que conducían siempre al mismo sitio de partida; habitaciones subterráneas excavadas a muchos metros por debajo del nivel de la pirámide y escalinatas que no conducían a ninguna parte. En suma un verdadero laberinto que no dejaba ninguna esperanza a los violadores de conseguir la famosa cripta donde reposaba imperturbable la momia real.

Maneros, ayudado por los arqueros, movió la enorme lápida de granito rosado que sirviera para cerrar el pasadizo, cogió una antorcha y penetró resueltamente en la serdab que descendía hacia el centro de la pirámide. Los demás lo siguieron con las dagas desenvainadas, ya que no podían utilizar los arcos, por lo menos de momento. Una sandalia de paja, abandonada en medio de la galería y que conservaba todavía cierta humedad, los persuadió de que se hallaban sobre la buena pista. Los rebeldes debían haber pasado por allí y alguno se habla desembarazado de aquella especie de suela, cuyas cintas por alguna razón se habían roto. La serdab continuaba descendiendo, pero no demasiado rápidamente. Era un corredor bastante alto, de modo que un hombre podía pasar de pie y tenía metro y medio de ancho; probablemente debía conducir al pozo central, desde donde el sarcófago de la hermosa reina había sido hecho resbalar hasta el interior de la misteriosa cripta, perdida quién sabe dónde entre aquel montón de piedras, que Nitokris había hecho acumular para que su belleza pudiese reposar tranquila a través de los siglos.

El grupo, que se había pertrechado de antorchas, avanzó con precaución, deteniéndose de cuando en cuando para escuchar, hasta que se encontró ante una especie de pozo bastante ancho, dotado de una escalinata que descendía en forma de espiral y que presumiblemente terminaría en una de las cinco cámaras de descarga, tal vez la superior.

—Silencio —dijo Maneros, dirigiéndose a los demás.

Se inclinó en la boca del pozo, cuyo fondo no era visible y escuchó atentamente.

Un débil rumor, que parecía producido por el susurro de algún gigantesco animal llegó a sus oídos.

—Los rebeldes están debajo de nosotros —dijo en voz baja—. Han ocupado las cámaras de descarga y duermen tranquilos, seguros de no ser estorbados. Con toda probabilidad no imaginan que van a ser sorprendidos.

Se volvió hacia los arqueros:

—Encended un haz de leña, arrojadlo al pozo y que vaya uno a ver si el humo sale por detrás de la pirámide. Supongo que también la otra galería ha sido forzada para asegurarse una salida rápida.

Un arquero prendió fuego a un haz y lo dejó caer en el pozo, mientras que otro se alejaba corriendo.

—Preparad los arcos —siguió Maneros—. Si aparecen los rebeldes no escatiméis las flechas.

Durante unos instantes, una espesa columna de humo se elevó del pozo, en cuyo fondo ardía el haz, lanzando en torno a sí altas lenguas de fuego que tenían un refulgir de sangre. No cabe duda de que alguna materia muy inflamable debía estar mezclada entre la leña que formaba el haz, a juzgar por la violencia de las llamas y de la intensa luz que proyectaba sobre las paredes. Aquella nubecilla tuvo sin embargo muy corta duración. Bajó rápidamente de intensidad, luego desapareció por completo como si hubiese desaparecido.

—Invade las cámaras de descarga —dijo Maneros con feroz sonrisa—. Se ve que los rebeldes han forzado también la serdab que desemboca hacia poniente, en la pirámide.

Un griterío inmenso, que parecía escapar de centenares de centenares de gargantas, tronó en medio de la pirámide, seguido por un tumulto terrible.

—¡Fuego! ¡Fuego!

Aquellas voces resonaban por arriba y por abajo, propagándose a través de las misteriosas galerías que subían y bajaban en el interior de los flancos del colosal monumento.

—¡Allí, haces! —ordenó Maneros.

Una veintena de haces fueron arrojados al pozo, levantando tales llamaradas que obligaron a los arqueros a retroceder rápidamente.

—Ya está cerrado el pasaje —dijo Maneros. Ahora podemos ir a esperar a los rebeldes a la salida de la segunda galería. Es imposible que puedan resistir, tanto más cuanto no es posible que puedan bajar hasta la cripta de Rodope, que está cerrada por una lápida de piedra imposible de mover.

El grupo, con la seguridad de que ninguno de los rebeldes habría podido pasar a través del fuego que avanzaba como un pequeño volcán dentro del pozo, alargando sus lenguas hasta el margen superior, reemprendió apresuradamente el camino de regreso, a fin de escapar de las nubes de humo que invadían ya la serdab.

Junto a la abertura, Maneros comprobó que la pirámide había sido rodeada por completo por las tropas reales, que formaban un inmenso rectángulo, con líneas bastante espesas.

—Están perdidos —dijo—. Mi ascenso está asegurado.

—Los tenemos a todos —les dijo—. El rey estará satisfecho de nuestra escaramuza.

—¿Estás seguro que están ahí adentro? —preguntó el gran sacerdote.

—Hemos oído sus gritos. Sube al carro y ven a presenciar su rendición.

El nubio cogió a Her-Hor y lo subió al vehículo; a continuación guió los bueyes hacia la parte opuesta de la pirámide, donde Maneros suponía existía el segundo pasadizo, atravesando las líneas de los arqueros que ya tendían sus arcos. El guardia no se habla engañado. Por encima del cuadragésimo escalón de la fachada posterior del inmenso sepulcro, surgía un hilo de humo perfectamente visible, mientras que en el cielo aparecían los primeros resplandores de la aurora.

—¿Lo ves? —preguntó Her-Hor, indicándoselo.

—Sí —respondió el sacerdote—. Haz venir aquí a los escribas, los verdugos y los carros. Dentro de media hora Pepi podrá contemplar las manos de los viejos partidarios de su hermano.

Cuatro jóvenes, casi completamente desnudos, ya que no llevaban más que una corta falda en torno a sus cinturas, sosteniendo unos rollos de papiro y pluma se adelantaron sentándose junto a Her-Hor. Eran cuatro escribas, personajes muy importantes y bastante apreciados en la corte de los Faraones, porque estaban encargados de registrar todos los hechos importantes que ocurrieran, de escribir la necrología de los grandes señores y de las publicaciones literarias, porque en aquella lejana época tampoco faltaban los escritores. Sacaron los rollos que llevaban en su cintura y los extendieron, disponiéndose a escribir. Eran los famosos papiros, que servían de papel a los antiguos egipcios; cortados en estrechas tiras de diez a doce pies de largo, encolados en capas y dispuestos en ángulo recto mediante una combinación a base de goma arábiga. Detrás de ellos aparecieron enseguida dos esclavos nubios, de atlética figura, que tenían en sus manos dagas de bronce muy afiladas, con la hoja muy ancha y bastante pesada en su parte superior: eran los verdugos reales. Her-Hor tenía su mirada fija en la nubecilla de humo que salía a bocanadas por encima del escalón número cuarenta. Una alegría siniestra animaba su rostro apergaminado.

De pronto lanzó un grito:

—¡Tended los arcos!

Un hombre había aparecido a través del humo saltando, con un enorme impulso, sobre el escalón. Había salido de la galería de poniente y se detuvo de pronto con un gesto de rabia, mientras los arqueros que rodeaban la pirámide alzaron sus arcos dispuestos a asaetearlo.

Her-Hor, ayudado por el nubio, se puso en pie gritando:

—Ríndete o te hago matar. La justicia del rey te ha cogido, pero Pepi es clemente incluso para con los rebeldes que atacan su podar. ¡Baja!

Tras aquel primer hombre aparecieron muchos otros, desparramándose hacia los peldaños superiores, que en breve estuvieron todos ocupados.

Los rebeldes, sorprendidos por el humo que había invadido por completo las amplias estancias de descarga y también las serdab, e impotentes para desafiar el fuego que ardía en el pozo, para escapar a la asfixia habían huido por la abertura de poniente, reagrupándose en los peldaños de la gigantesca pirámide. Puesto que habían quedado inmóviles, como pegados a la pared, Her-Hor repitió:

—Rendíos o los guardias del rey se lanzarán al asalto de la pirámide.

Un grito hendió el espacio:

—Ataquemos: es mejor la muerte con las armas en la mano.

Fue Ata quien gritó.

Rápidamente aquellos siete u ochocientos hombres que habían salido de las entrañas del inmenso sepulcro se desparramaron por los escalones como un alud impresionante. Se hallaban armados de dagas, de hachas de hoja ancha y de largos puñales. Los guardias del rey, tres o cuatro veces superiores en número y protegidos con grandes escudos, se agruparon rápidamente en el lado de poniente de la pirámide, apretando sus filas y lanzando nubes de dardos. Algunos rebeldes, atravesados por las flechas, se estremecían de cuando en cuando en los peldaños y caían rodando como cuerpos inertes, dando vueltas por los lados de la pirámide; otros, guiados por Ata, que parecía un león hambriento, continuaban su furioso descenso, gritando ferozmente y agitando locamente las dagas y las hachas de guerra. Aquella carrera duró apenas medio minuto. Los dardos de los guardias del rey no consiguieron detener aquella avalancha humana, que llegó prontamente a la base de la pirámide lanzándose contra los súbditos del usurpador con ímpetu desesperado. Los partidarios de Teti eran casi todos viejos, pero expertos en el manejo de las armas, por haber participado en la larga y terrible campaña emprendida contra las tropas de los caldeos, por lo que podían constituir un evidente peligro para la guardia real, pese a que ésta fuera más numerosa. El choque fue terrible. Ata, que guiaba a los viejos amigos de Teti, con un ímpetu irresistible se lanzó a través de la primera fila intentando abrirse paso a viva fuerza. Desgraciadamente nuevas tropas, que hasta entonces habían permanecido ocultas en medio de las palmeras, acudieron en ayuda de aquellas que habían rodeado la pirámide, reforzando sus líneas. Eran millares de guerreros que calan sobre los rebeldes, montando carros de batalla tirados por briosos caballos que se lanzaban en medio de las filas ya desorganizadas de los combatientes. Fue cosa de unos minutos. El número habla vencido al valor desesperado de los partidarios de Teti. La derrota era completa.

Her-Hor que había presenciado impasible la batalla, estando encorvado en su carro, cuando vio desarmados a los rebeldes y apresados por las tropas reales, dijo:

—Que avance el jefe de estos miserables.

Ata que tenía brazos y kalasiris ensangrentados, por haberse batido ferozmente, dio unos pasos adelante lanzando sobre el sacerdote una mirada llena de desprecio.

—Soy yo el jefe —le dijo—. ¿Quieres mi vida? Quítamela, alguien ya me vengará y antes de lo que tú crees. El reino de Pepi, el usurpador va a caer para siempre.

Her-Hor fijó sus ojos en el valeroso egipcio, exclamando:

—Yo te conozco.

—Es posible —respondió Ata.

—Te he visto en la isla de las sombras.

—¡Ah! ¿Estabas allí tú también?

—¿Dónde está Nefer? —gritó el viejo rechinando los dientes.

—Búscala.

—¿Y Ounis?

—¿Quién sabe?

—¿Y Mirinri?

—¿Qué sé yo?

—Estaban contigo.

—Los he perdido por el camino —dijo Ata, hablando con acento de burla—. Si quieres encontrarlos búscalos a lo largo del Nilo. Pero te advierto, que el río es largo y que sus fuentes están escondidas en el reino de Ra y Osiris.

—¡Te burlas de mí! —gritó Her-Hor.

—¿Quieres mi vida? Quítamela, ya te lo he dicho. Ounis y Mirinri me vengarán.

—¡Ounis! —Rugió el gran sacerdote, con un inequívoco acento de odio—. Lo quiero en mis manos, ¿me comprendes? ¡Más a él que a Mirinri!

—¿Por qué?

—Porque él es un enemigo más terrible. Sólo yo sé quién se esconde bajo ese nombre.

—Ve a cogerlo, pues.

—¿Dónde los has dejado?

—Ya te lo he dicho, viejo: en el Nilo.

—¿O tal vez están aquí?

—Sólo ellos pueden decírtelo. Ve a preguntarles.

—¿No temes la cólera del rey?

—Yo sólo he conocido a un gran rey: el gran Teti y nada tengo que temer de él, porque era amigo mío.

—¡Pasa, pues! —gritó Her-Hor furioso.

—¡Ah! Los verdugos del rey —dijo Ata—. Ya sé la suerte que me espera. ¡Aquí están mis manos!

Avanzó tranquilamente en medio de las hileras de soldados y ofreció sus brazas al primer verdugo, que le aguardaba con la daga en alto:

—Corta —dijo—. El alma del viejo guerrero no morirá por esto.

Por dos veces brilló la hoja y las dos manos del desgraciado cayeron al suelo, sin que se oyera ni un lamento.

—Dáselas al usurpador —dijo el valiente egipcio, salpicando con su sangre el rostro del gran sacerdote—. Ounis y Mirinri un día te harán pagar cara esta mutilación.

Un ayudante del verdugo lo había agarrado enseguida, sumergiendo rápidamente sus sanguinolentos muñones en un recipiente de aceite caliente, a fin de restañar la hemorragia.

—Adelante con los otros —dijo Her-Hor.

Seiscientos partidarios de Teti desolaron ante su carro y mil doscientas manos cayeron cortadas.

Media hora después sesenta carros de batalla abandonaban los alrededores de la pirámide, transportando a la corte aquellos sanguinarios trofeos.

CAPÍTULO VIII. EL DIOS APIS

Al día siguiente de la visita de Ata, Ounis, Mirinri y la muchacha, cogiendo cada uno un instrumento musical para fingirse músicos ambulantes, dejaban la casita hacia el mediodía, para dirigirse a la cita. Puesto que tenían que atravesar la gran ciudad, que se extendía muchas leguas a lo largo de las orillas del Nilo, Se pusieron en camino con tiempo suficiente, contando con llegar a las proximidades de la pirámide no mucho antes del anochecer. Salidos del barrio de los extranjeros, se habían metido en calles tortuosas que conducían al centro de la ciudad, flanqueadas al principio por miserables casuchas, formadas por cuatro paredes de tierra batida, con una o dos habitaciones destinadas a guardar las provisiones y un pequeño patio que albergaba el lecho y la cocina, ya que los pobres solían dormir a cielo abierto; más tarde aparecieron palacios de aspecto severo y líneas muy sencillas. Los antiguos arquitectos egipcios no empleaban demasiada fantasía en las construcciones de los palacios, ni se preocupaban por darles una robusta solidez, como lo demuestra el hecho de que ni una sala de aquellas estancias, destinadas a los ricos y a los grandes del reino ha podido subsistir hasta nuestros días. Lo que los egipcios querían eternizar eran los templos y los sepulcros; los primeros porque constituían casi fórmulas mágicas o acciones de perpetua adoración, gracias a las cuales propiciaban al dios; las segundas porque protegían a las momias y a las imágenes de los muertos, que eran el refugio de las almas sobre la tierra y porque su mudo huésped no podía perecer mientras subsistieran sus restos inviolados en las profundidades del sepulcro. Si bien no daban validez a sus palacios, sí les conferían una elegancia, con hermosísimos peristilos formados por delicadas columnas de madera que se elevaban hasta la techumbre; decoraban los techos con dibujos complicados, incrustaban en las paredes de los salones malaquita y lapislázuli y adornaban a esos mismos palacios con terrazas y patios de pomposos mosaicos, sombreados por inmensos tenderetes y refrigerados con surtidores arrulladores. Mirinri, que nunca había visto nada igual en el desierto donde se había criado, miraba con creciente admiración el esplendor y la grandiosidad de los templos, la altura de los obeliscos brillantes por sus dorados, las inacabables hileras de los palacios, y la amplitud de las plazas donde se erguían colosales esfinges cuyas cabezas recordaban a los gloriosos reyes de las primeras dinastías.

—¿Qué es lo que piensas de tu capital? —le preguntó Ounis, que no parecía admirarse por nada, como si Menfis le fuese familiar.

—Mi capital —respondió Mirinri—. No lo es todavía.

—Mañana tú serás rey y el usurpador ya no se sentará en el trono que te ha robado. Cuando los partidarios de tu padre irrumpan como una avalancha irresistible, a través de la ciudad proclamando rey al hijo de Teti el Grande, el pueblo hará enseguida causa común con ellos. Este pueblo no puede haber olvidado a aquel que salvó a Egipto de las invasiones caldeas.

—Yo estoy dispuesto a guiar a los viejos amigos de mi padre —dijo Mirinri—. Ni siquiera me detendrá la muerte. ¿Está lejos la pirámide todavía?

—He bailado la danza fúnebre en torno a ella muchas veces. La bella Rodope amaba la música y la danza, y anualmente las muchachas más hermosas de Menfis van a alegrar a su momia.

—¡Rodope! ¿Quién era Rodope? —Preguntó Mirinri—. ¿Una reina tal vez?

—Una pobre a la que Mekenri alzó a los honores del trono y que el pueblo adoró como una divinidad, por sus mejillas color de rosa, que estaba destinada a subir muy alto.

—¿Por qué? —preguntó Mirinri.

—Se cuenta que cierto día en que la muchacha estaba bañándose en el río, un águila se lanzó sobre una de sus sandalias que había puesto sobre la orilla del Nilo y la llevó hacia Menfis, dejándola caer a los pies del rey, que estaba sentado al aire libre. Sorprendido y maravillado por lo increíble del hecho y por la pequeñez de aquella sandalia, dio orden de que buscasen a su propietaria por todo el reino, imaginando que solo podía pertenecer a alguna bellísima muchacha. La encontraron: era Nitagrit. El rey se prendó enseguida de ella y la desposó, poniéndole el nombre más armonioso de Rodope y…

El lejano redoble de tambores interrumpió bruscamente a Nefer, seguido por una vivísima animación por parte de la gente que abarrotaba la calle. Hombres y mujeres habían apretado el paso, poniéndose incluso algunos a correr velozmente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mirinri a Nefer y a Ounis.

—Alguna ceremonia religiosa —respondió la primera.

—Es posible —dijo el anciano—. Me parece que no nos encontramos lejos del templo de la esfinge.

—No te engañas —corroboró Nefer—. Esta es la amplia plaza sobre la que se levanta el antiguo templo del que se envanece el reino.

—Vayamos a ver —dijo Mirinri—. Conviene que conozca las ceremonias religiosas de mi pueblo.

Apretaron el paso mientras el ruido de los tambores se hacía cada vez más sonoro, acompañado por el penetrante sonido de las trompetas, de los cuernos y de las flautas. La multitud apresuraba su carrera, aunque en su mayoría fueran mujeres, puesto que los hombres ordinariamente se quedaban en casa haciendo las tareas domésticas. Muy pronto Mirinri, Ounis y Nefer se encontraron sobre una inmensa plaza, ya repleta de gente, en cuyo centro se levantaba un inmenso templo. Era el famoso de la esfinge, uno de los más célebres de Menfis y también el único que ha escapado en parte a la formidable invasión de las arenas del desierto libio, que hizo desaparecer casi todo rastro de la inmensa metrópoli egipcia. Aquel era el monumento más antiguo del mundo, y por la sencillez de su arquitectura constituía el vínculo de unión entre las construcciones megalíticas y la arquitectura propiamente dicha.

Por una inscripción que data del reinado de Cheops, encontrada en su fachada hace algunos años por el egiptólogo Mariette, que lo desenterró de las arenas que lo cubrían, parece que había estado en tiempo más antiguo sepultado por oleadas de arena que el viento arrastraba a través del Nilo. Se atribuía, al igual que la gigantesca esfinge hallada en su interior, a los Schesou-Hor, o sea a los ascendientes de los Faraones, pueblo misteriosamente desaparecido y que sin embargo fundó la primera civilización en el valle del río gigante. Ese templo ocupaba un área enorme y podía encerrar entre sus muros, formados por gruesos bloques de piedra calcárea, a millares y millares de personas, quienes podían pasear libremente entre las innúmeras columnas cuadradas, formadas por masas enormes de granito y de alabastro superpuesto, sosteniendo la plataforma horizontal y la techumbre de las salas. En el momento en que Mirinri y sus compañeros llegaban a la plaza, un gran número de músicos, de ambos sexos, salía de la inmensa puerta, haciendo retumbar las trompetas de bronce, las flautas dobles y sencillas, las arpas, las liras, y agitando furiosamente los sistros sagrados, los sekhem y los sesbesk de bronce y porcelana. Nefer se había puesto muy pálida.

—¡Acompañan al dios Apis para que abreve en el Nilo! —exclamó refugiándose en Mirinri.

—En un toro, ¿no es cierto? —preguntó el joven.

—Sí.

—Veámoslo.

—Tengo miedo.

—¿De qué, Nefer?

—Mi profecía.

Mirinri se encogió de hombros.

—Sueñas con demasiada frecuencia —respondió con una sonrisa.

—¿Y si fuese…?

—¿Qué?

Nefer no siguió; miraba a Mirinri con suprema ansiedad, pero ya el joven Hijo del Sol había puesto su atención en el cortejo que salía del templo. Tras los músicos, que avanzaban entre un ruido ensordecedor, habían penetrado en la plaza, formando largas hileras, nubes de danzarinas vestidas lujosamente, con brazos y piernas adornados con riquísimas joyas. Eran las sacerdotisas del templo encargadas de hacer más atrayentes las ceremonias religiosas, ya que los egipcios gustaban de despilfarrar en sus templos un lujo enorme. Bastantes centenares de tañedoras y danzarinas habían desfilado entre la muchedumbre que abarrotaba la inmensa plaza, cuando salió de la puerta del templo, escoltado por dos escuadrones de guardias reales y por numerosos sacerdotes un hermosísimo toro completamente negro que llevaba sobre su cuerpo extravagantes jeroglíficos con los cuernos dorados. Era el famoso dios Apis, a quien estaba dedicado el templo de la Esfinge y al que todo Egipto adoraba como una emanación de Osiris y de Ptah. Por lo general era un animal joven escogido con gran cuidado por los sacerdotes, porque debía tener en su dorso determinados signos especiales, para dar a conocer a su origen divino: o sea el pelo negro, con una señal blanca en su frente en forma de triángulo, una mancha oscura a lo largo de su columna vertebral que debía representar a un águila, otra bajo la lengua que debía figurar un escarabajo y los pelos de la cola dobles. Estos signos particulares del cuerpo del toro eran cuidadosamente destacados por los sacerdotes, quienes se contentaban sin embargo con una leve predisposición de los mechones de pelo para indicar las figuras necesarias, pe ro tan a la ligera como las estrellas del cielo dibujan una osa, la lira, el centauro y cosas parecidas. La veneración que sentían los egipcios por aquel afortunado animal era igual a la que tienen en la actualidad los siameses por su elefante blanco y cuando el toro moría, se consideraba luto para todo Egipto. Pero no se le dejaba pasar de los veinticinco años y, aunque su muerte pudiese parecer dolorosa, los sacerdotes no dudaban en ahogarlo en una fuente que estaba consagrada a Osiris. Entonces se le equiparaba al dios del tétrico valle y su momia adoptaba el nombre de Osiris-Apis; luego su cuerpo, cuidadosamente embalsamado y aromatizado, era sepultado con grandes honores en un sepulcro al lado de sus predecesores.

La multitud de pronto se echó a tierra, golpeando su frente sobre las piedras de la plaza, mientras que el toro que parecía aturdido por el ruido ensordecedor que producían todos aquellos instrumentos musicales, mugía sordamente intentando emprender la huida. Lo seguían veinte carros de batalla, montados cada uno por dos personas; un auriga y un gran dignatario, que permanecía erguido, apoyándose en una larga lanza. Aquellos carros constituían la caballería egipcia, porque, según ya se ha dicho, los guerreros faraónicos no habían aprendido el arte de la equitación. Se componían de un gran canasto, que llevaba a ambos lados un astillero para armas y carcaj con centenares de flechas dispuesto todo ello sobre un eje para dos ruedas, adornado al igual que el carro con láminas de metal pintado con brillantes colores. Cada uno era arrastrado por dos vigorosos caballos, enjaezados con almohadillas de variados colores y llevando en la cabeza grandes cimeras de plumas. El efecto que producían esos carros, lanzados a la carrera desenfrenada a través de los campos de batalla, era muy pintoresco. También los reyes combatían desde lo alto de aquellos carros, guiando siempre la carga en el momento supremo de la lucha.

Apenas habían desfilado ante la muchedumbre, cuando ésta, que tras el paso del toro se había puesto en pie, volvió a arrojarse precipitadamente al suelo. En el umbral del templo apareció un espléndido palanquín, todo él brillante de oro, sostenido por cuatro esclavos etíopes de elevada estatura, semidesnudos y con brazos y piernas adornados con brazaletes de precioso metal. Muellemente recostada sobre un largo cojín de lino azul, festoneado de esmeraldas y rubíes y semicubierta por un inmenso abanico de plumas de avestruz de mango muy largo que una joven etíope movía, se hallaba una hermosísima muchacha, que lucía largos collares de piedras preciosas en su cuello y anchos brazaletes de oro en sus muñecas; sobre la cabeza llevaba una extraña diadema formada por laminillas de oro y delante un gavilán, el símbolo de derecho sobre la vida y la muerte.

Tenía la piel blanquísima, los ojos hermosísimos, con la pupila de terciopelo, con una expresión imperiosa y dulce al mismo tiempo: los labios rojos como el coral y los cabellos de azabache, recogidos en un sinnúmero de tirabuzones que escapaban de la diadema de oro, esparciéndose por su espalda.

Apenas había puesto Mirinri los ojos sobre la muchacha, cuando un grito insostenible se le escapó de los labios:

—¡Mi Faraona!

Luego, antes de que Ounis hubiese podido pensar ni en detenerlo con una fuerza terrible echó por tierra a las personas que estaban delante suyo, así como la doble fila de arqueros, y se arrodilló ante la litera gritando con los brazos abiertos:

—¿Me reconoces? ¡Yo estreché entre mis brazos tu divino cuerpo!

La multitud y la misma guardia que seguía el cortejo, atónitos por aquella acción, permanecieron quietos y mudos, durante unos instantes: tampoco la joven Faraona, que al oír aquel grito se había alzado, mirando con profunda sorpresa al joven, pronunció palabra alguna.

De pronto, pueblo y guardias se lanzaron tumultuosamente sobre el atrevido con las dagas, las hachas de guerra y las mazas con intención de abatirlo.

Una orden imperiosa de la joven Faraona los detuvo:

—¡Quietos!

Mirinri no se había movido. Permanecía de rodillas ante el palanquín dorado, con los brazos extendidos, como en adoración, y los ojos fijos en la hermosísima hija del todo poderoso rey.

—¿Me reconoces? —repitió.

La Faraona hizo con su cabeza un ligero gesto afirmativo, mientras que sus mejillas enrojecían. Las armas habían bajado pero los arqueros formaron en torno a Mirinri y en torno a Nefer, que había avanzado valientemente hacia adelante, un doble círculo para impedirles escapar; parecía que solo aguardaban una señal para despedazarlos.

—Seguidme al palacio real —dijo por último la Faraona—. Nitokri reconoce en ti al valiente que un día me salvó de las fauces de un cocodrilo a orillas del Alto Nilo.

Mirinri lanzó un grito de alegría, al que hizo eco otro de dolor; el gemido de Nefer. El cortejo reemprendió su marcha, Mirinri pasó detrás del magnífico palanquín junto con Nefer, custodiado de muy cerca por una docena de guardias reales que lo miraban con poco agrado, en tanto que Ounis, lamentándose, se alejaba. Junto a un inmensa avenida el cortejo se dividió; el del buey Apis prosiguió hacia el Nilo, mientras que el de la joven Faraona, compuesto exclusivamente por algunos dignatarios montados en sus carros de batalla y por la guardia real, remontaba la calle hacia la parte oriental de la ciudad. Nitokri, la hermosísima hija de Pepi, volvió a acomodarse en el mismo cojín, mientras que la esclava etíope que caminaba junto a la litera, seguía refrescándola con el riquísimo abanico de las largas y coloreadas plumas, fijas en una gran placa de oro en forma semicircular. Parecía que ya no se ocupaba de Mirinri, pero en realidad, de cuando en cuando volvía lentamente la cabeza hacia atrás, alzaba dulcemente sus hermosos párpados y sus pupilas profundas y aterciopeladas se posaban, con la rapidez del rayo, sobre su salvador admirando tal vez la perfección de sus rasgos y su talla elegante y vigorosa al mismo tiempo y lo mismo con la hermosa Nefer que la seguía silenciosa con los ojos húmedos. Ciertamente sabía quién era el joven que la salvó de una muerte segura; tampoco ignoraba que por sus venas corría la misma sangre; que eran ambos de ascendencia divina y ambos Hijos del Sol.

El cortejo tras recorrer una amplia avenida sombreada por una doble hilera de espléndidas palmeras con enormes hojas, avanzó por un paseo de suave pendiente, flanqueado por soberbios jardines, en donde se alzaban gigantescos sicomoros que proporcionaban un delicioso frescor.

Después de cinco minutos, la litera y el cortejo llegaron ante la soberbia mansión de los poderosos Faraones.

Mirinri se había quedado quieto contemplando el imponente palacio en el que había nacido y donde reinara su padre, cuando se sintió improvisadamente tendido en el suelo. Siete u ocho guardias se habían arrojado sobre él y, tras echarlo a tierra, lo ataron y amordazaron antes de que pudiera oponer cualquier resistencia.

La Faraona y Nefer dijeron a la vez:

—¡No lo matéis! Es un Hijo del Sol.

Una voz que hizo estremecer a Nefer, se alzó de entre los guardias:

—Todavía no: más tarde.

—¡Her-Hor! —gritó la muchacha.

Miró a Mirinri, que no daba señales de vida, como si sobre la mordaza hubiesen puesto algún narcótico, luego se desplomó sin sentido entre los brazos de un guardián.

CAPÍTULO IX. EN LOS SUBTERRÁNEOS DEL PALACIO REAL

Cuando Mirinri pudo reabrir sus ojos, en lugar del soberbio palacio de los Faraones egipcios, se encontró sumido en profundas tinieblas.

La espléndida visión había desaparecido juntamente con la dorada litera de la muchacha a la que había salvado, con el sol resplandeciente de la inmensa avenida y las luces que lo habían deslumbrado.

Por un momento se creyó ciego. ¿Por qué sus enemigos no podían haber aprovechado su imprevisto desvanecimiento para vaciarle los ojos con una bola al rojo vivo? Ounis le había explicado, más de una vez, castigos semejantes. No habría sido pues nada extraordinario que lo hicieran.

Aquel terrible pensamiento que le sobresaltó, pasó pronto, porque no sentía ningún dolor y sus párpados se levantaban y bajaban sin dificultad alguna.

«Quizá sea noche profunda» se dijo finalmente. «¿Pero dónde estoy? ¿En un sepulcro o en un subterráneo del palacio real? ¿Y Nefer? ¿Y Ounis? ¿Qué les habrá pasado? ¡Ah! ¡La siniestra profecía de la muchacha me lo había predicho! ¡Y era verdad!».

Se puso de rodillas, extendiendo sus manos. No tocó nada, sólo densas tinieblas le rodeaban.

«¿Dónde estoy?» se preguntó por segunda vez. «Tal vez me hayan sepultado vivo en cualquier mastaba o en la pirámide de Rodope. ¡Que mi juventud y mis sueños de gloria y de poder deban terminar así tan miserablemente! ¡Ah, no! ¡Es imposible! ¡Yo no quiero morir, yo soy el hijo del gran Teti!».

Su voz, poderosa como una tromba de guerra, retumbó poderosa en la oscuridad.

—¡A mí! ¡A mí! ¡Salvad al hijo de Teti! ¡Libertadme, miserables! ¡Yo soy el rey de Egipto!

Un sordo gemido fue la respuesta a aquella invocación desesperada:

—¡Mi señor!…

Mirinri permaneció silencioso unos instantes, creyendo engañarse, después prorrumpió en un alarido:

—¡Nefer!

—¡Sí, mi señor!

—¿Dónde estás, pobre muchacha?

—Ando entre tinieblas, buscándote.

—Deja que mis manos te toquen.

—Sí, mi señor… no veo, pero te oigo… estoy aquí… estoy cerca.

Mirinri alargando los brazos consiguió alcanzar a la muchacha.

—Cerca de ti —dijo con voz alterada—, la muerte me parece más dulce… y yo te he arrastrado a la ruina, yo que me he servido de ti, buena y dulce Nefer.

—Bastan estas palabras, que nunca había oído en tus labios divinos para compensarme —dijo la muchacha poniendo sus manos sobre el rostro de Mirinri—. ¿Qué me importa la muerte? Estamos habituados desde la infancia a dar el último paso en la vida y miramos sin temblar la resplandeciente barca de Ra.

—¡Morir! —Gritó Mirinri, presa de un terrible acceso de ira—. ¡Nosotros, tan jóvenes, decir adiós al Nilo y a las tierras que baña; a la luz y al mundo; sepultar aquí, dentro de estas tinieblas, la venganza y perder el reino que por derecho de nacimiento me corresponde! No, no quiero morir, antes de sentarme, aunque sólo sea por un instante, en el trono de los poderosos Faraones.

—Y ver a aquella que te ha perdido, ¿no es cierto, señor?

—¡Calla, Nefer! ¿Sabes tú dónde estamos?

—En los subterráneos del palacio real, supongo.

—¿Es de día o de noche? No veo ni un ápice de luz por ningún sitio.

—El sol ya se ha puesto hace horas —respondió Nefer—. Cuando yo he recuperado mis sentidos había todavía un poco de luz, pero no duró lo suficiente para darme cuenta de que estabas aquí.

—¿Te habías desmayado o te dieron a beber algo misterioso?

—Nadie me dio nada.

—¿Y cómo es que yo, apenas me pusieron aquella mordaza ya ni vi, ni oí nada?

—Seguramente aquella mordaza debía estar impregnada con algún narcótico.

—Nefer —prosiguió Mirinri, después de estar unos momentos silenciosos—. ¿Es grande este subterráneo?

—Me parece inmenso.

—¿Has visto bajar a alguien después de que te trajeron aquí?

—Me encontré solo cuando abrí los ojos.

—¿Nos han condenado a morir aquí de hambre y sed?

Nefer siguió muda, acurrucándose sobre sí misma. Por el tintineo de sus brazaletes, el joven Faraón comprendió que temblaba fuertemente.

—Contéstame, Nefer —dijo Mirinri con angustia.

—No te lo puedo decir, mi señor, pero tengo miedo de aquel hombre que es casi tan poderoso como el rey.

—¿De quién?

—No ha muerto: aquel viejo maldito debe tener el alma bien fija en su esquelético cuerpo; sin embargo di el golpe de daga con mano bien segura.

—El sacerdote del templo de las sombras, ¿aquel que dijiste que había muerto?

—Sí. Está vivo. En el momento en que te detenían oí su voz.

—Debes estar equivocada: cuando se es viejo es difícil sanar de una puñalada. En el alboroto habrás confundido aquella voz con otra.

—Quisiera que así fuese, mi señor. También a mí me parece imposible que esté vivo.

—Es Pepi quien yo temo —dijo el joven Faraón—. No dudará en eliminarme antes que perder el trono.

—¿Y Ounis? ¿Y Ata? ¿Los has olvidado? La voz de tu detención correrá por la ciudad llegará a sus oídos.

—La angustia que me atormenta en este triste momento me ha hecho olvidarme de aquellos amigos leales hasta la muerte. ¿Qué harán ahora que han reunido a los viejos partidarios de mi padre? ¿Intentarán un ataque desesperado contra el palacio real o sublevarán al pueblo en mi nombre? ¡Ah, cuántas inquietudes siento en estas horas! ¡Caer, cuando ya casi no me era necesario más que alargar una mano para arrebatar a aquel miserable el símbolo del poder supremo! ¿Es que han mentido los pronósticos?

—No desesperes, mi señor, y aguarda a que llegue el alba. No sabes todavía lo que va a decidir Pepi. Junto a él tienes posiblemente una poderosa protectora.

Mirinri no respondió y se acurrucó en una gruesa estera, que había encontrado junto a él. Nefer lo imitó. Las horas transcurrían lentas y angustiosas para los dos desgraciados jóvenes. Ningún ruido llegaba hasta ellos, a excepción del monótono vibrar de algunas gotas de agua que caían sobre el marmóreo pavimento del inmenso subterráneo. Parecía que los centenares y centenares de personas que habitaban en el maravilloso palacio se hubiesen alejado, ya que no se oía ni siquiera los gritos que se intercambia la guardia entre sí o las patrullas nocturnas, y que otras veces había oído Nefer.

La noche finalmente pasó y una pálida luz, anunciando la pronta aparición del astro diurno, se difundió poco a poco por el subterráneo. Mirinri se levantó de golpe, mirando en torno suyo con extrema ansiedad. Se encontraba en un subterráneo enorme, con paredes, techo arqueado y suelo de mármol blanco y pulido. Por dos pequeñas ventanas, protegidas por enormes barrotes de bronce, abiertas cerca de los arcos, entraba una luz muy escasa, tan débil que no lograba iluminar todos los ángulos de aquella inmensa prisión.

—¿Esto es un subterráneo del palacio real? —preguntó Mirinri a Nefer, que se había levantado.

—Estoy segura —respondió la joven—. Recuerdo haber visitado de niña, jugando con los hijos de muchos príncipes, varias salas subterráneas del palacio, que recordaban ésta.

—Temía que nos hubiesen encerrado en alguna mastaba de la necrópolis o en el interior de alguna pirámide.

—¡Calla!

—¿Qué has oído?

—La voz del relevo de guardia.

—Nefer, busquemos una salida —dijo de pronto Mirinri—. Aquí hay una puerta de bronce.

—Que resistirá a todas tus fuerzas.

—Quizá de aquí salgan guardias que responden a mis llamadas. ¡Probemos!

Se aproximó a la puerta, que parecía de un grosor extraordinario y la golpeó con el puño varias veces. A la quinta vez oyó ruido de cerraduras, como si las cadenas y los pasadores fueran quitados y un viejo soldado que carecía de mano izquierda, pero que en la derecha empuñaba una especie de hoz con la hoja muy larga, una de aquellas terribles armas que de un solo tajo separan la cabeza del cuerpo, apareció diciendo:

—¿Qué es lo que quieres, joven?

—Ante todo saber dónde me encuentro.

—En los subterráneos del palacio re al —respondió el viejo soldado, con una cierta deferencia que no escapó a Mirinri.

—¿Qué cosa quieren hacer conmigo y con esta joven Faraona?

El soldado hizo un movimiento de estupor y miró detenidamente a Nefer, que se acercó silenciosamente a Mirinri.

—¿Esta, una Faraona, has dicho?

—¿Lo dudas? Mira pues.

Levantó el collar de colorines que la joven llevaba sobre la ligerísima camisa abierta por delante y puso su espalda al descubierto.

—¡El ureo! —exclamó el soldado al ver el tatuaje.

—¿Estas convencido ahora de que es una Faraona?

—Sí, porque nadie se atrevería a llevarlo si no fuese de estirpe real —respondió el soldado.

—Tú eres viejo —siguió hablando Mirinri—, y por ello debes haber tomado parte en muchas batallas, tal vez incluso en aquella que derrotó y expulsó para siempre a las hordas de los caldeos.

—En aquella batalla perdí mi mano izquierda, tronchada por un golpe de hacha —respondió el soldado—. Era Teti el Grande quien nos guiaba a la victoria.

—Así, pues, ¿tú lo conociste?

—Sí.

—Mírame a la cara; ¡yo soy el hijo de Teti!

El viejo guerrero sofocó a duras penas un grito:

—¡Tú! ¡El hijo del gran rey! ¡Sí, te pareces en todo! Sus mismos ojos llenos de fuego, los mismos rasgos, los mismos cabellos… el hoyo en el mentón…

—Dejó un hijo que después desapareció —dijo Mirinri.

—Lo sé, se dijo que había muerto.

—Mintieron: amigos leales de mi padre me raptaron, por temor a que Pepi me hiciera desaparecer.

—Ya he oído esa historia, señor, susurrada no sólo entre el pueblo sino también entre el ejército.

Entonces, postrándose de rodillas ante el joven, le dijo con voz profundamente conmovida:

—¿Señor, qué puedo hacer por el hijo del gran rey a quien todo Egipto debe su salvación y su prosperidad? Si mi vida puede servirte de algo, quédate con ella.

—Tú puedes serme más útil vivo que muerto —respondió Mirinri.

—¿Qué debo hacer?

—¿Sabes decirme ante todo con qué fin Pepi nos ha hecho encerrar aquí dentro?

—Lo ignoro, mi señor. Os trajeron aquí ayer tarde, un poco antes del crepúsculo, encargándome que os vigilara atentamente y os diera muerte en el caso de que intentarais huir.

—¿Estás solo?

—Hay una patrulla de guardia en lo alto de la escalera, detrás de la segunda puerta de bronce.

—¿Insobornables?

—Señor, son soldados jóvenes que no han conocido nunca al gran vencedor de los caldeos.

—Señor, has olvidado que en el palacio tal vez tienes una protectora —dijo Nefer, dirigiéndose a Mirinri—. ¿Y si este soldado pudiese advertirla secretamente?

—¿Quién es? —preguntó el soldado.

—La hija del rey —respondió Nefer—. Probablemente ella ignora a dónde nos han traído los guardias que nos detuvieron.

—Yo puedo hacer que se lo digan, porque tengo una sobrina en el palacio —repuso el guerrero.

—¿Puedes salir del subterráneo? —preguntó Mirinri.

—Yo soy quien manda la patrulla de guardia que vigila detrás de la segunda puerta de bronce. Puedo entrar por lo tanto en el palacio real. Dejaos encerrar, no llaméis, permaneced tranquilos y juro por Ra hacer llegar vuestras noticias a la hija de Pepi.

—¿Podemos confiar en ti? —preguntó el joven Hijo del Sol.

El viejo le entregó el arma que tenía en su mano, diciéndole:

—¿Quieres matarme e intentar la fuga? Aquí me tienes a tus pies, hijo del vencedor de los caldeos.

—Te creo: la prueba que me has dado me basta.

—Retiraos ahora, dejad que cierre la puerta y aguardad noticias mías.

Mirinri y Nefer se retiraron y el viejo veterano de Teti puso de nuevo en su sitio cadenas y cerrojos.

Los dos jóvenes quedaron uno frente al otro, mirándose con inquietud.

—Nefer —dijo Mirinri—, tú que todo lo adivinas, ¿qué predices al hijo de Teti?

La joven Faraona cubrióse los ojos con las manos, permaneciendo recogida durante algunos minutos.

—Siempre la misma visión —respondió después.

—¿Cuál?

—Un hombre joven que aterroriza a un rey poderoso, que le arranca de las manos el símbolo del poder supremo, un griterío inmenso que lo saluda como rey… y luego…

—Sigue.

—Una muchacha que cae, en medio de una sala inmensa, frente al trono de los Faraones, moribunda.

—¿Quién es esa muchacha?

—No le puedo ver el rostro. Hay como una niebla delante de ella, que nunca consigo atravesar.

—¿La hija de Pepi? —preguntó Mirinri con angustia.

—No lo sé.

—¡Mírala bien!

—¡Es imposible! No puedo verla.

—¡Siempre la misma respuesta! —Gritó Mirinri con rabia—. ¿No puedes conocerla?

—No, la niebla se interpone obstinadamente entre mí y aquella muchacha.

—¿Es joven?

—Así creo.

—¿Morena?

—Me parece que sí.

—¿De sangre divina?

—Sí, porque en su espalda veo tatuado el ureo.

—¿La hija de Pepi, pues?

Nefer en vez de contestar, se descubrió los ojos y Mirinri vio que dos gruesas lágrimas descendían por las hermosísimas mejillas de la joven.

—¡Lloras! —exclamó—. ¿Por qué?

—No te preocupes, señor —respondió Nefer—. Cuando intento descifrar el futuro con tanta intensidad con frecuencia descubro mis ojos bañados en lágrimas.

—¿Debo creerte? —preguntó Mirinri, impresionado por la profunda tristeza que la muchacha mostraba en su rostro.

—¿Y por qué no? Tú sabes que soy una adivina y de ello te he dado numerosas pruebas hasta ahora.

—Es cierto, Nefer —respondió lacónicamente Mirinri.

Volvieron lentamente hacia la estera y se acurrucaron uno junto al otro. Mirinri aparecía vivamente preocupado y Nefer, pensativa. En el interior de la inmensa sala la luz seguía difundiéndose, al elevarse el sol cada vez más, pero seguía siendo una luz difuminada, casi cadavérica, que se reflejaba tristemente sobre las baldosas de piedra que cubrían el pavimento, el techo y las paredes. El ruidoso movimiento de la cerradura y las cadenas les animó. ¿Sería el viejo guerrero de Teti el Grande, que regresaba, o algún otro?

—Si tuviese por lo menos un arma —murmuró Mirinri.

La puerta de bronce se abrió y apareció el veterano de Teti, acompañado por cuatro guardias que llevaban canastos de hoja de palma probablemente con víveres.

—Comed —dijo el viejo cambiando con Mirinri una mirada muy significativa y señalando la última cesta de la derecha.

Después, sin añadir nada más, salió acompañado de sus hombres, cerrando tras de sí la pesada puerta de bronce.

—¿Has visto, Nefer, ese gesto? —le preguntó Mirinri, cuando estuvieron solos.

—Sí, mi señor.

—Además de las provisiones, debe haber algo más importante allí dentro —dijo el joven.

Levantó el trozo de lino que cubría la cesta señalada por el veterano de Teti y extrajo galletas de maíz, pescado asado y unos panecillos, sin encontrar lo que esperaba.

—Nada —dijo mirando a Nefer—. ¿Se burlaba el viejo de nosotros?

—Levanta el pedazo de lino que cubre el fondo de la cesta —dijo la joven.

Mirinri obedeció y recogió inmediatamente un pedacito de papiro, en el que una minúscula pluma había trazado unos caracteres con tinta azul.

—¿Se encuentra en el fondo de este canasto por azar o lo han puesto para nosotros? Se acercó a una de las ventanas, ya que la luz era muy escasa, especialmente en el centro de la inmensa sala y consiguió, no sin cierto esfuerzo, a causa de la pequeñez extrema de los signos, descifrar lo que había escrito.

«Nitokri vela por vosotros. No temáis nada».

Mirinri dejó escapar un grito de alegría.

—¡No me abandona!

Nefer inclinó la cabeza sobre su pecho sin pronunciar palabra alguna. Incluso su rostro, en vez de manifestar alguna alegría, se volvió más triste que de costumbre.

Tal vez hubiera estado más contenta de perecer juntamente al joven Hijo del Sol, que deber la vida y la libertad a la poderosa rival.

—Nefer —dijo Mirinri, sorprendido por no verla feliz—. ¿Has comprendido lo que nos han escrito?

—Sí, mi señor.

—Sí Nitokri nos protege, conseguirá salvarnos de las manos de su padre.

—Yo también lo creo así.

—Comamos. Nefer. Ahora que nuestra angustia ha terminado, podemos pensar en nuestros cuerpos.

El joven Hijo del Sol, que parecía no acordarse de la profunda tristeza de la pobre Nefer, vació los cestos, que estaban bien provistos de exquisitos manjares y se puso a dar trabajo a sus dientes con el apetito de sus dieciocho años. De pronto se interrumpió. Fuera se oyeron unos gritos, que cada vez se hacían más penetrantes, acompañados de un ruido estruendoso, como si carros de batalla abandonasen el palacio real.

—¿A lo mejor los conjurados asaltan el palacio? —pensó Mirinri.

—No cabe duda de que algo extraordinario ocurre —dijo Nefer, que escuchaba atentamente.

—¿O que llega Ounis con Ata? ¡Ah! ¡Si fuese cierto!

—Calla, mi señor.

Los gritos se alejaban, haciéndose cada vez más débiles, mientras que el ruido de los carros aumentaba. Parecía que fueran centenares y centenares los que salían de la planta baja del inmenso palacio. Mirinri, presa de una creciente ansiedad, escuchaba atentamente. El ruido que se alejaba no le parecía de buen augurio. Los conjurados, si es que lo eran, debían estar huyendo ante la carga de los carros. Miró a Nefer, pálido, agitado.

—¿Qué dices tú de esto, muchacha? —le preguntó con ansiedad.

—No sé qué decirte.

—¿Habrá tenido lugar un combate?

—Es posible…, alguien viene.

El ruido de los cerrojos y las cadenas se volvió a oír; luego la puerta se abrió violentamente, y de nuevo apareció el veterano de Teti, solo y sin armas. Mirinri corrió a su encuentro.

—¿Es cierto que Nitokri nos protege? —gritó.

—Sí, mi señor. Y dentro de poco estará aquí.

—¿Para salvarnos?

—Así lo espero.

—¿Y su padre?

—Puede esperarse una gran desavenencia entre ella y su padre; al menos, así me lo dijeron.

—¿Y ese ruido de carros y los gritos? ¿Qué significaban?

—Un capricho del rey. Ha hecho representar una verdadera batalla entre la guardia para divertirse y comprobar la calidad de los caballos. Basta, mi señor. Tengo una orden que cumplir.

—¿Cuál?

—Hacer salir a esta muchacha y conducirla a una casa perteneciente al rey, donde encontrará siervos y esclavas.

—¿Por qué? —preguntó Nefer que tenía los ojos llorosos.

—No lo sé, mi señora —respondió el veterano. Esta orden me fue comunicada por un oficial de palacio y debo obedecerla, bajo pena de muerte.

Mirinri se tornó pensativo y miraba a Nefer con profunda piedad. Había comprendido cuán doloroso resultaba a la muchacha dejarlo en manos de Nitokri.

—Nefer —dijo de pronto con voz suave—. Tú, estando libre, me puedes ser de mayor utilidad que permaneciendo aquí.

—¿De qué manera, señor? —dijo la joven sollozando.

—Ocupándote de advertir a Ounis.

—¿Dónde lo encontraré?

—En la pirámide de la bella Rodope.

—La cita era ayer noche.

—Es posible que se encuentre allí todavía, con Ata. Este hombre te acompañará.

—Sí, mi señor —respondió el veterano—. La tomo bajo mi protección.

—Vete, Nefer —dijo Mirinri—. Espero que nos veamos muy pronto.

—Adiós; no te olvide s demasiado pronto de mí.

CAPÍTULO X. LA BURLA DEL USURPADOR

El palacio real de los Faraones se alzaba fuera de la ciudad, en lo alto de una pequeña colina, la única que había en Menfis y que ocupaba un área inmensa, al estar toda ella rodeada de jardines magníficos que despertaban la admiración de los extranjeros. Era un gigantesco paralelogramo de techo plano, que tenía encima inmensas terrazas enlozadas de alabastro y cubiertas por enormes recipientes que contenían plantas olorosas, con cuatro puertas protegidas por bastiones sobre las que los arqueros montaban guardia por la noche. Visto de lejos tenía la apariencia de una enorme masa de piedra blanquísima, al estar construido con mármol blanco, aunque no tuviera más que una solidez ficticia, según se comprobó, puesto que no resistió la acción del tiempo, como las pirámides, y desapareció entre las arenas, derruido probablemente, sin dejar rastro alguno, pese a la afanosa búsqueda de los modernos egiptólogos. Se cuenta, no obstante, que disponía de salas inmensas, de maravillosa belleza, con las paredes y los techos incrustados de lapislázuli, los suelos de malaquita y las altas columnas cubiertas de láminas de oro e ilustradas con diseños de varios colores en su base y su capitel. Los cuatro esclavos nubios, al llegar al peristilo que custodiaban dos docenas de arqueros, depusieron en las brillantes losas el palanquín y descendió la hija de Pepi, ligera como un pájaro, penetrando en una amplia sala con el suelo de mosaico, las paredes de alabastro y el techo dorado, sostenido por cuatro columnas de jaspe. Una luz muy dulce, atenuada por cortinajes de colores que cubrían las ventanas, la iluminaba discretamente.

Nitokri la atravesó en toda su extensión y se detuvo delante de una puerta de bronce, ancha en su base y estrecha en lo alto, ante la que montaba guardia un guerrero, que sostenía en su mano un hacha muy pulida.

—¿Dónde está mi padre? —dijo la muchacha.

—En sus estancias.

—Que venga aquí enseguida.

—No le gusta que le molesten cuando trabaja, ya lo sabes, Hija del Sol.

—Es preciso que lo vea —dijo Nitokri, con voz imperiosa.

El guardia abrió la puerta de bronce y desapareció. Pocos instantes después, Pepi entraba en la amplia sala. No llevaba encima el riquísimo traje, del gran triángulo dorado, como cuando Mirinri y Ounis le vieron sobre el Nilo; lucía un sencillo kalasiris de tela verde anudado a los costados, con la punta central amarilla y adornada con flecos, una estrecha túnica azul sin bordados y en la cabeza dos pelucas y un pequeño ureo de oro que le caía sobre la frente.

Sin embargo los brazos y piernas desnudos estaban adornados con anchos brazaletes, finamente cincelados y llevaba al cuello una hilera de gruesas perlas rosáceas.

—¿Qué quieres Nitokri? —preguntó, mirando con profunda admiración a la jovencita.

—Lo he encontrado.

—¿A quién?

—Al que me salvó del cocodrilo.

—¡Al hijo de Teti! —exclamó el rey palideciendo.

—Sí, Mirinri. Es así como se llama, ¿no es cierto? ¿Es él el joven que han arrestado?

Pepi no respondió: parecía fulminado.

—Está aquí —prosiguió Nitokri.

Pareció que un áspid hubiera mordido al Faraón en medio del pecho, porque dio unos pasos atrás con un gesto de pánico.

—¡Aquí! ¡En Menfis! —exclamó—. ¿De qué han servido, mis espías, mis guardias, mis naves a los que hice vigilar por todo el Nilo para detenerle? ¿Sólo para cortar unos pocos centenares de manos que podían molestarme un poco? ¿Es que ningún arquero tenía una flecha para matarlo?

—¡Matarlo, has dicho! —Gritó Nitokri, mirándolo con terror—. Matarlo, ¿a él, que es hijo de tu hermano, de un gran rey, que es Hijo del Sol, que es, al igual que nosotros, de origen divino? ¡A él que ha salvado a tu hija, sin saber que yo fuese su prima! ¿Qué es lo que dices, padre?

—¿Y qué, quieres que yo deponga mi ureo que brilla en mi frente y lo ponga en la suya? ¿En qué te convertirías tú?

—Sería una Faraona y tal vez más todavía —replicó la muchacha.

—¿Qué es lo que intentas decir? —gritó Pepi.

—Que me ama.

—¡Que un hierro al rojo vivo me prive de mis ojos, que Apap el dios del mal me envuelva en sus espiras y me destroce la columna vertebral; que el fénix roa mi corazón! —Maldijo el rey, lanzando sobre Nitokri una terrible mirada—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que deje estallar una sangrienta guerra que nos deponga a ti y a mí juntos?

—Es el hijo de aquel que durante veinte años reinó sobre todo Egipto y que lo salvó de la invasión de los caldeos —respondió la joven.

—Teti está muerto y además olvidado —dijo Pepi con un gesto de desprecio.

—¡Muerto! ¿Has olvidado lo que ha hecho Her-Hor, el gran sacerdote del templo de Ptah?

—Ha soñado, o ha creído ver en aquel viejo a mi hermano.

—Pero te turbaste de la misma manera que te he visto ahora palidecer. ¿Y si Her-Hor no se hubiese engañado, como tú supones? Piénsalo, padre.

—No cederé el trono ni a él ni a su hijo; además, es imposible. El cadáver de mi hermano duerme ahora el sueño eterno en la pirámide que él mismo se hizo construir en los confines del gran desierto. Tuvo los honores que le correspondían, ¿de qué podría lamentarse? No volverá a la vida porque su alma anda errante ya desde hace años en la brillante barca de Ra. Los sacerdotes me lo han confirmado.

—¿Qué debo decir, pues, a Mirinri?

—¿A él? Basta con que dé yo una señal a los guardias que lo han arrestado y mañana irá a reposar como cualquier ciudadano de Menfis en la inmensa necrópolis.

—¡Su muerte! —gritó Nitokri, irguiéndose soberbiamente ante él—. ¿Mancharte con la sangre de ese joven, que es tu sobrino?

Un relámpago siniestro brilló en los ojos de Pepi.

—¿Qué querrías? —preguntó con acento irónico—. ¿Qué lo acogiese como el futuro rey de Egipto?

—Tiene derecho a ello.

—¿Lo amas?

—Sí, padre, lo amo.

—Sea; pero ¿qué quieres hacer con aquella muchacha que capturaron con él?

—¿Cómo has sabido que Mirinri no estaba solo?

—Me lo dijo Her-Hor.

—El gran sacerdote de Ptah.

—Sí, fue más listo que tú.

—¿Tú sabes, padre, quién puede ser esa muchacha?

El rey hizo un gesto de enojo, después tras cierta agitación dijo:

—Lo sé.

—¿Es tal vez una amante de Mirinri? —preguntó Nitokri como quitándole importancia, pero enrojeciendo.

—No.

—Dime quién es.

—La llaman Nefer.

—No tengo bastante con eso.

El rey sufrió una nueva excitación; después respondió, encogiéndose de hombros:

—Cuando era niña jugabais juntas en el mismo palacio.

—¡Entonces es Sahur!

—Sí, la princesa misteriosa. Pero no quiero que entre en mi palacio con Mirinri. Esa muchacha me inquieta demasiado. Daré órdenes para que la conduzcan a una de nuestras casas de la ciudad y que sea tratada con la consideración que se debe a una princesa. Ahora vete: tengo importantes asuntos de estado que despachar.

—Tengo tu promesa, padre.

—Mañana recibiré a tu salvador, el hijo de Teti, si realmente lo es.

—Me aseguraré —respondió Nitokri—. Da las órdenes en mi presencia, así estaré más segura.

El rey se dirigió hacia el guerrero que estaba firme, como una estatua de bronce, ante la puerta, diciéndole:

—Mañana a mediodía harás sonar las trompetas de guerra convocando a la fanfarria real y reunirás a todos los grandes del reino, para que participen en un banquete que voy a ofrecer a un nuevo Hijo del Sol.

—¿Te basta? —preguntó dirigiéndose a Nitokri.

—Sí, padre —respondió la hermosísima Faraona.

—Vete.

Mientras la muchacha salía, Pepi la siguió con la mirada y una malvada sonrisa acudió a sus labios.

—Te arrepentirás —murmuró.

Al día siguiente, una hora antes del mediodía, cuando ya Nefer había abandonado el subterráneo, Nitokri, precedida por dos trompeteros y escoltada por ocho guardias, entraba en la celda del joven Hijo del Sol.

Mirinri, que tras la partida de la pobre Nefer se dejara caer en la estera, presa de un profundo desconsuelo, al ver aparecer inesperadamente a la hermosísima Faraona, se puso en pie lanzando un penetrante grito, luego dobló una rodilla en tierra, diciendo con voz conmovida:

—Mirinri, hijo de Teti el Grande saluda a su prima. Si yo te debo el estar todavía vivo, tú me debes también tu preciosa vida.

Nitokri enarcó sus largas y delicadas cejas, luego alzando un brazo hizo un gesto para que salieran la escolta y los trompeteros.

Cuando oyó que el ruido de pasos había desaparecido, volviéndose a Mirinri, que tenía su rodilla todavía en tierra y que la miraba con ojos ardientes, le dijo:

—Tú aseguras que cierto día me salvaste la vida en el Alto Nilo.

—Sí, Nitokri —respondió el joven levantándose—. Estreché entre mis brazos tu divino cuerpo, aunque el mío también lo sea.

—¿Cuándo?

—¿Es que no me reconoces? ¿Dudas por lo tanto de mí?

—Mi padre quiere una prueba.

—Muy bien, te la daré enseguida. Cuando te salvé, perdiste entre las hierbas de la orilla un ureo que adornaba tu cabeza y que encontré después de varias semanas.

—Es cierto —respondió la Faraona, mientras un vivo rubor se apoderaba de sus mejillas y sus dulcísimos ojos relampagueaban—. Ahora estoy segura de que me salvaste tú. Además, aunque haya pasado mucho tiempo, siempre he conservado en mi memoria el rostro de aquel joven que luchó y mató al cocodrilo.

—¿Así es que pensaste en mí muchas veces? —gritó Mirinri.

—Más de lo que puede creerse —respondió Nitokri bajando la cabeza—. La sangre de los Hijos del Sol se presintió.

—¡Yo soy hijo de Teti! ¿Lo sabes?

Nitokri, en vez de responder, cogió de una mano a Mirinri, diciéndole, con cierta emoción:

—Ven: tu puesto está en el palacio real. Tú eres un Faraón.

Mientras salían del subterráneo, en la grandiosa planta baja del palacio real se habían reunido el rey y sus ministros, entre el penetrante sonido de las trompetas de bronce y el redoble sonoro de los tambores.

De pronto, al oír la fanfarria real, una treintena de altos dignatarios, en su mayoría ancianos, ministros generales y grandes sacerdotes, a juzgar por sus vestidos y por la riqueza de sus collares, brazaletes y diademas, entraron en la sala acompañados de escuderos y de chambelanes de la corte, inclinándose humildemente ante el monarca.

—El gran Osiris ha restituido a Egipto a uno de sus divinos hijos —dijo el rey—. Vayamos a recibirle y acojámosle con el acatamiento que por nacimiento se le debe.

—¿Quién es? —preguntaron al unísono los grandes dignatarios.

—Lo sabréis más tarde. ¡Ah! Mis insignias reales.

Un chambelán se alejó corriendo y regresó poco después con una especie de látigo con el mango de oro, no más larga que un pie, con tres cordoncillos de cáñamo entretejidos de oro con hilos y un bastón con el mango muy curvo.

—Así comprenderá que sólo yo soy el rey de Egipto —murmuró Pepi con una sonrisa sarcástica.

Hizo una seña a los altos dignatarios del reino para que lo siguieran y se encaminó con paso majestuoso hacia el peristilo, en medio del cual se hallaba en aquellos momentos Mirinri al lado de la bella Nitokri.

—¡El rey! —exclamaron los soldados de la escolta, inclinándose hasta el suelo.

Una mano se posó en las espaldas de Mirinri, mientras que una voz le decía con tono amenazador:

—¡Inclínate! ¡Con la frente en el suelo! ¡Es el rey!

—Un hijo del Sol no se echa en el suelo como un miserable mortal —respondió fieramente Mirinri—. ¡Cuidado con esa mano! No eres digno de tocar mis carnes divinas.

Después, tras haber apartado violentamente al arquero que intentaba inclinarlo, se encaminó hacia Pepi que se había detenido y mirándolo atentamente le dijo:

—¿Eres tú el rey?

—Sí —respondió Pepi.

—Y yo soy el hijo de un rey: ¡te saludo!

—Yo sé quién eres —dijo Pepi— pero tú, en presencia de estos hombres que me siguen, no lo dirás por ahora. Sin embargo, como puedes ver, te recibo con los honores que corresponden a tu categoría. Ven: sé mi huésped en el palacio que un día habitó uno de los más grandes monarcas del reino.

Mirinri, admirado de aquella acogida bien distinta de la que esperaba y que echaba por tierra todos los recelos recibidos de Ounis y del suspicaz Ata, quedó en silencio, creyendo que había entendido mal.

—Eres mi huésped en casa de tus antepasados —repitió Pepi, que tal vez había leído sus pensamientos.

—Y yo te estoy muy reconocido —respondió Mirinri, que devoraba con su mirada ardiente a la hermosa Nitokri que se había situado detrás de su padre.

—Entra, pues, joven Hijo del Sol —dijo Pepi.

Mirinri paso a través de la guardia, que no osaba levantar su frente del suelo, tomó entre sus manos los dedos que la joven Faraona le ofreciera animándolo con una adorable sonrisa y pisó las baldosas de la sala, a la vez que emitía un profundo suspiro de satisfacción. No pensaba con toda probabilidad en aquellos momentos en el fiel Ounis, ni en la desgraciada Nefer.

—Estás en tu casa —dijo Pepi, dirigiéndose hacia Mirinri que admiraba atónito la amplitud y la riqueza de aquella sala.

Luego, dirigiéndose a algunos escuderos, prosiguió:

—Ocupaos de este príncipe faraónico. Lo aguardo en la sala del trono.

—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Mirinri a Nitokri.

—Sí, mi príncipe —respondió la muchacha—. También estaré yo.

Mirinri fue conducido a una sala de baños, toda ella también de mármol blanco y en la que reinaba un delicioso frescor, confiándose a los cuidados de jóvenes esclavos asirios.

Una media hora después salía escoltado por escuderos y chambelanes, bañado, perfumado, embellecido y vestido como un príncipe. Le habían puesto sobre una peluca el capuchón real, de tela blanca, con un pespunte de tejido rojo por detrás, adornado con largas cintas que le descendían hasta el pecho y bordado por delante con el ureo de oro; sobre las espaldas lucía una especie de capa corta de lino blanquísimo, cogido por delante con un riquísimo broche de rubíes y esmeraldas de un valor inestimable; en la cintura una kalasiris tejida de lentejuelas de metal, con un gran triángulo formado por una placa de oro, suspendido en la cintura y esmaltado con tintas multicolores. En los pies calzaba unas sandalias de papiro atadas con delicadas correas doradas.

Una docena de guardias reales, armados con hachas, con largas plumas de avestruz fijadas en los dos lados de las pelucas, lo aguardaban en el salón para rendirle los honores debidos a un príncipe de origen divino y para proporcionarle escolta.

—El rey te espera, Hijo del Sol —dijo el jefe del pelotón—. Los convidados se hallan ya en sus puestos.

Salieron de la sala, atravesaron una grandiosa galería, cuyos amplios ventanales se hallaban protegidos por espléndidas cortinas de finísimo tejido de franjas multicolores, bordadas con elegancia y penetraron en un segundo salón, dos veces más amplio que el primero y cuyo techo estaba sustentado por una doble fila de columnas de mármol rojo de la cadena libia. Mirinri se detuvo en el umbral, admirado por la grandiosidad de aquella inmensa sala. Las paredes eran de mármol verde con magnificas vetas, el pavimento de mosaicos de oro y el techo maravillosamente decorado. Cuatro inmensos surtidores, sostenidos por otros tantos enanos de piedra roja, colocados en los cuatro ángulos de la sala, lanzaban hacia lo alto gruesos chorros de agua perfumada, mientras que unas macetas enormes, de cuello muy ancho, de lapislázuli, sostenían colosales macizos de flores de loto y rosas que esparcían a su alrededor deliciosos olores. Treinta mesitas, dispuestas en doble fila, ocupaban el centro de la sala, cubiertas de lino de variados colores y repletas con bandejas de oro y de plata, de copas de todas las formas y tamaños maravillosamente cinceladas y de pequeñas ánforas que sostenían hojas de palma. Delante de cada mesa había tumbado sobre una alfombra, apoyándose en un cojín de forma redonda, un alto dignatario en espera de la comida, mientras que detrás jóvenes y hermosísimas esclavas agitaban abanicos de plumas de avestruz para refrescarlos. En una mesa un poco mayor, baja en relación con las otras y colocada en un extremo de la doble fila, se encontraban Pepi y Nitokri, recostados sobre pieles de pantera. Ocho grandes abanicos de larguísimos mangos estaban colocados dentro de altas ánforas de oro y en torno a ellos ocho esclavas, de pie cerca de las dos primeras columnas, rociaban de cuando en cuando al monarca y a la joven con agua perfumada.

—Ven, príncipe —dijo Pepi, al ver que Mirinri no se aproximaba—. Tu puesto está junto a mí.

El joven Faraón, después de una breve excitación, atravesó las dos hileras de mesas, saludado por profunda inclinación por los grandes del reino, que se pusieron en pie inmediatamente, y se sentó delante del rey, también sobre una piel de pantera. Sus ardientes ojos, que parecía hubieran cobrado mayor negrura y profundidad de lo acostumbrado, aunque se fijaron en los de Pepi, se posaron también en los aterciopelados y dulcísimos de la muchacha.

—Esta es la vida que soñaba entre las arenas del desierto —dijo—. Es mi destino que se está cumpliendo.

Pepi tuvo un ligero sobresalto, después una sonrisa sarcástica le moldeó los labios.

—¿Has vivido muchos años en el desierto?

—Sí —respondió Mirinri.

—¿Y soñabas con la grandeza y el fasto de Menfis?

El joven Faraón estuvo un momento pensativo, luego dijo:

—No, yo pensaba continuamente, más que en la fastuosidad de la corte faraónica, en los ojos de la muchacha que había salvado de la muerte y que entre mis brazos había sentido tal vez su primer estremecimiento.

Nitokri lo miró sonriendo.

—Tampoco yo te había olvidado —dijo—. En mis noches de insomnio te veía con frecuencia y una voz secreta me decía que un día te encontraría y que mi cuerpo no había sido estrechado por un hombre del pueblo. Nuestra sangre había latido al unísono: era sangre de dioses.

La frente de Pepi se frunció.

—Me contarás más tarde por qué has vivido tantos años lejos de los esplendores de Menfis —dijo.

Luego, dijo, volviéndose a las esclavas, que parecían aguardar alguna orden:

—¡Escanciad!

Dos jóvenes llevaron ánforas de oro y llenaron las copas que estaban sobre la mesa.

—Por ti, mi valeroso, que me has arrancado de la muerte y que has conservado para mi padre a su hija —dijo la Faraona ofreciendo la copa a Mirinri.

—Por ti, en quien he soñado durante tantos meses —dijo Mirinri ofreciéndole la suya.

Pepi había dejado la suya delante, sin alzarla. Es más, su frente se había arrugado más; lanzó sobre los dos jóvenes una mirada intensa llena de ira. En aquel momento un grupo de muchachas, magníficamente vestidas, hizo irrupción en la sala. Eran danzarinas y tañedoras a las que precedía un joven con una soberbia rosa.

Se detuvo ante la mesa, mirando a la joven Faraona y a Mirinri, y luego pulsando dulcemente la cítara y las arpas dijo:

—Osiris, Hijo del Sol, hastiado de los encantos y de los besos de Hator, la Venus egipcia, un día abandonó el astro diurno y descendió en un vuelo inmenso a nuestra tierra, en busca de nuevas aventuras. Él encarnaba al amor. «Quiero una mujer» —dijo a la tirana de su corazón— «que se olvide del orgullo, de la divinidad, de todo, para amarme y que me ame a mí solo durante las doce horas del día y las doce horas de la noche».

—Emprendió el vuelo a través de los espacios celestes y cayó a orillas de nuestro Nilo. Aquí en las finas y aterciopeladas arenas de nuestro sagrado río, en medio de los papiros y de las flores del fragante perfume de los lotos, que penetran en los pulmones como una caricia, vio tendida sobre una piel de pantera a una criatura que dormía. Sus carnes parecían de bronce, porque era una hija del Alto Nilo, nacida allí donde Ra hace descender del cielo a través de nuestras fecundas tierras, el gran hilo de plata que da vida y grandeza a nuestro Egipto. Sus carnes eran de bronce y apretujaban la arena, moldeándola con su cuerpo, pero aquel bronce palpitaba de vida y respiraba sonriendo, como si siguiera las vicisitudes de un sueño delicioso.

«¡Oh, qué hermosa eres!», exclamó Osiris, fascinado por la belleza de aquella joven etíope.

«¡Oh, cuán hermoso eres!», respondió la muchacha, despertándose.

—Hathor, el astro maligno del cielo, que intentaba destruir a aquel que encarnaba al amor, vio desde lo alto las arenas aterciopeladas de nuestro Nilo, los papiros y las flores de loto entre las cuales reposaba dulcemente la hermosa joven y el agua de plata. Un grito de bestia herida resonó en el cielo.

«Dame, oh Ra», dijo, «uno de tus rayos que queman cuanto tocan».

—Aquel rayo atravesó el espacio e hirió a los dos jóvenes.

Sus carnes se quemaron de golpe, pero no pudo destruir los labios que se habían unido en un beso supremo. De aquel beso nació esta rosa y las puntas del rayo solar se convirtieron en espinas. Para ti, hija del gran Faraón… Es el beso de la muchacha broncínea y del Hijo del Sol.

Nitokri cogió la flor y en vez de ponérsela entre los cabellos se la entregó a Mirinri, diciéndole con una agradable sonrisa:

—De la misma manera que los labios de Osiris besaron a los de la doncella bronceada, que se unan un día los del salvador y los de la muchacha salvada. Para ti: guárdala en recuerdo mío.

Pepi lanzó sobre la muchacha una nueva mirada de enojo, pero no dijo ni una sola palabra.

—Dad paso a las rosas —dijo Nitokri.

Mientras las tañedoras sentadas en torno a las columnas entonaban una marcha deliciosa y las esclavas y esclavos servían a los convidados ánforas de vino blanco y negro, cerveza y dulces pasteles y guisados, desde lo alto de la sala, a través de orificios casi invisibles, descendían dulcemente, silenciosos y perfumados, miríadas de pétalos de rosas y de loto, que se depositaban en torno a los convidados.

Nitokri, a la que tal vez el vino delicioso de las colinas libias había animado, charlaba con Mirinri dando muestras de su espíritu y de su gracia; Pepi, por su parte, miraba profundamente por debajo de sus cejas al joven, y una sonrisa cínica, cruel, aparecía de cuando en cuando en sus labios. No debía ser sincera la hospitalidad que ofrecía al hijo del gran Teti.

Cuando el banquete, ciertamente opulento, porque a los egipcios del mismo modo que los romanos, les gustaba dar muestras de ostentación con muchos platos y exquisitas bebidas, terminó, el rey se levantó con gesto majestuoso e hizo una señal a los convidados, ya casi todos ebrios, para que se retiraran. Sostenidos por los esclavos y esclavas, los grandes dignatarios se pusieron en pie, encaminándose hacia las estancias vecinas a través de las numerosas puertas que daban salida hacia las vastas galerías y a los jardines.

—Tú también —dijo a Nitokri, que se había quedado acurrucada junto a Mirinri—. Lo que debo decir a este príncipe debemos saberlo sólo él y yo.

—¡Padre! —dijo Nitokri con angustia.

—Es un Hijo del Sol —cortó Pepi—. ¡Vete!

La muchacha tomó la rosa que estaba ante Mirinri y la besó.

—Te amo —dijo Osiris cuando bajó del cielo, a la muchacha bronceada y también aquel era Hijo del Sol.

—«Te amo», respondió el joven. «¡Cuán hermosa eres!». Era su frase —respondió Mirinri—. Y también ella era de origen divino como tú.

Pepi sonrió sarcásticamente; luego hizo un gesto imperioso a la muchacha.

—¡Vete! —dijo—. ¡Yo soy el rey!

Nitokri dejó la rosa y se fue lentamente, volviéndose hacia atrás para mirar al joven Faraón que le sonreía. Cuando la puerta de bronce se cerró tras ella, las facciones del rey cobraron un aspecto muy distinto.

—¿Eres tú —preguntó— quien te crees hijo del gran Teti y por eso mi sobrino?

—Sí. Yo soy el hijo de aquel que salvó a Egipto de la invasión de los caldeos.

—¿Tienes pruebas?

—Todos me lo han dicho.

—Te creo; ya has probado el fasto y la grandeza de los Faraones, ¿eso te basta?

—En el desierto donde viví no había visto nada semejante.

—Así es que ya has probado las alegrías del poder.

—Eso creo.

—¿Qué es lo que querrías ahora?

—El trono —respondió Mirinri audazmente—. Sabes que me pertenece.

—¿Por qué?

—Soy hijo de Teti y tú me has quitado el poder.

—Para reinar hay que tener súbditos leales y partidarios. ¿Tú los tienes?

—Tengo a los amigos de mi padre.

—¿Dónde están?

—Sólo lo sé y no puedo decírtelo por ahora.

—¿Quieres verlos? —preguntó Pepi irónicamente.

—¿A quiénes? —gritó Mirinri.

—A los partidarios de tu padre, esos que debían ayudarte a arrebatarme el trono.

—¿Qué es lo que dices?

En vez de responder, Pepi se levantó sosteniendo en la mano el látigo con las correas doradas, que era el símbolo del poder y lo hizo restallar. Un viejo entró al punto por una de las numerosas puertas de la enorme sala y se inclinó ante el rey.

—¿Tú eres el embalsamador oficial de la corte, no es cierto? —le preguntó Pepi.

—Sí, rey —respondió el anciano.

—Abre aquel balcón.

Luego volviéndose hacia Mirinri, que parecía presa de una profunda agitación le dijo:

—Mira a los amigos de tu padre; están todos allí, en el patio rojo.

Y como Mirinri parecía no comprenderle, añadió:

—Anda, acércate a aquel balcón: tal vez te saludarán como rey de Egipto… si es que les queda todavía voz bastante.

—¿Qué es lo que dices? —gritó entonces Mirinri, que parecía despertar de un largo sueño e intuir el peligro.

—Mira a tus partidarios —repitió Pepi con una triste sonrisa—. Están allí.

El joven se lanzó hacia la ancha ventana que el anciano había abierto y un grito de horror salió de su garganta. En un ancho patio había sentados quinientos o seiscientos hombres, privados todos de sus manos y con los muñones vendados, manchados de sangre todavía. Delante de todos, en medio de dos enormes montones de manos, Mirinri vio a Ata.

—¡Miserable! —exclamó el joven Faraón, retrocediendo.

—¿De qué podrán servirte ahora tus partidarios, si no pueden empuñar un arma? —dijo Pepi con voz burlona—. Bastarían solamente diez de mis arqueros para ponerles fuera de combate.

Es posible que Mirinri ni siquiera lo oyera. Miraba con los ojos dilatados por el terror a aquellos desgraciados, con los que tanto había contado para derrocar al usurpador y reconquistar el trono que por derecho le correspondía.

—Todo se hunde a mi alrededor —dijo por último con voz ahogada—. Mi gran sueño ha concluido.

Luego, dirigiéndose impetuosamente hacia el rey, preguntó:

—¿Y qué intentas hacer conmigo? Recuerda que soy un Hijo del Sol y que mi padre fue uno de los más grandes monarcas que gobernaron Egipto.

—Oigamos primero al embalsamador —contestó Pepi con una sonrisa—. Veremos cómo va a tratar a tu cuerpo.

CAPÍTULO XI. LA NECRÓPOLIS DE MENFIS

Mirinri, cuyo cerebro, tras la visión del horrendo espectáculo, parecía haberse ofuscado, se quedó inmóvil, mirando con una insensibilidad imposible de describir ora a Pepi ora al embalsamador oficial de la corte. Seguro que no había comprendido el plan del rey. Este, que lo contemplaba sonriendo maliciosamente, como si intentase captar el efecto que habían producido sus palabras en el ánimo del joven, al ver que permanecía inmóvil, como fulminado, repitió:

—Oigamos antes que es lo que nos va a decir el embalsamador.

—¡El embalsamador! —exclamó finalmente Mirinri, como si en aquel momento se despertase—. ¿Qué tiene que ver ese hombre con mi destino?

—¿Con qué destino? —preguntó Pepi siempre irónico.

—Con el mío.

—¿Y qué es lo que te decía tu destino? Será curioso saberlo.

—Que reconquistaré el trono de mi padre.

—¿Quién te lo predijo? —gritó Pepi, que no pudo menos de sobresaltarse.

—El cielo, la tierra y una hechicera —respondió Mirinri.

—¡Ah! ¡Tonterías!

—No; cuando salí de la menor edad, un cometa apareció en el cielo; cuando una mañana antes del alba, apoyé mis oídos en la estatua de Memnon, la piedra crepitó y sonó repetidamente; cuando tuve así entre mis manos la flor de la resurrección, que estaba encerrada en la pirámide construida por mi padre, abrió sus pétalos; cuando encontré a una muchacha que predecía el porvenir, me dijo que un día sería repuesto en el trono de mis antepasados, y aquella muchacha era ¡Nefer!

—¡Nefer! —gritó Pepi aterrorizado—. ¡El cielo, Memnon, la flor y aquella joven! Ahora no era Mirinri quien parecía fulminado, era el poderoso rey de Egipto quien parecía atónito y quien miraba con profunda consternación al joven.

—¡Nefer! —repitió—. ¡El cometa, la flor, Memnon!

Luego, dirigiéndose hacia el embalsamador, le dijo casi con ira:

—¿Has oído?

—Sí, rey.

—¿Tú eres hábil, verdad?

—Así lo creo.

—¿Cómo embalsamarías a un gran príncipe? No lo he sabido exactamente. Explícamelo y ten cuidado, porque se trata de un hombre de estirpe divina.

—¿Es el embalsamamiento grande, el rico, el que tú quieres, rey?

—El más caro, para que la momia pueda resistir siglos y siglos, mejor si fuese hasta el fin del mundo.

—Han transcurrido veinte siglos y los que han sido embalsamados según nuestro sistema no presentan hasta ahora ningún deterioro; por consiguiente, es seguro, oh rey, que la operación que yo haga resulte perfecta.

Mirinri, apoyado en una columna de la inmensa sala, escuchaba, pero sin entenderlo todo.

—Sigue y explícate mejor —pidió Pepi.

—Ante todo con un hierro curvado extraemos pedazo a pedazo el cerebro del cadáver que nos es confiado y destruimos los residuos por medio de drogas que solo nosotros conocemos y sabemos emplear.

—Prosigue —dijo Pepi.

—Extraído el cerebro, que es el primero en corromperse y que puede comprometer el éxito del embalsamamiento, hacemos una incisión en el costado con una de aquellas piedras cortantes que venden los etíopes, porque no se encuentran en los demás países y a través de aquella cavidad sacamos los intestinos, que inmediatamente lavamos con vino de palma y sumergimos en aromas.

—El oficio no es demasiado agradable —dijo el rey, que no apartaba su mirada de Mirinri.

—A continuación rellenamos el vientre con mirra pura triturada, canela y otros aromas, eliminando por completo el incienso, porque podría ser perjudicial al proceso.

—¡Ah! —dijo Pepi.

—Cosida la incisión, cubrimos el cadáver con sal y diversas sales alcalinas y así lo dejamos durante setenta días, después de lo cual lo lavamos, lo envolvemos totalmente en vendas cubiertas de goma arábiga y el trabajo está terminado. Tratado así, el cuerpo podrá desafiar impunemente el tiempo.

—Entonces tú te encargarás de embalsamar con tu maravilloso método…

—¿A quién? —preguntó el viejo, atónito.

—A ese joven, cuando se muera —dijo Pepi, señalando con el dedo índice de la mano derecha hacia Mirinri—. Así no podrá quejarse de mi generosidad.

El joven Faraón se movió de pronto, apartándose de la columna contra la que se había apoyado hasta entonces.

—¡A mí! —gritó.

—Sí —respondió Pepi—. Cuando tú hayas muerto en el interior de la gran necrópolis de Menfis, este hombre se encargará de embalsamarte como a un gran Faraón, como a tu padre.

—¡Mi padre! ¡Malvado! ¡Yo he arrojado a los chacales una momia que no era la suya! ¡Ah! ¡Tengo que matarte!

Con un salto imprevisto, el joven se abalanzó al igual que un león lo hace sobre su presa, contra el rey, echándolo en tierra de un golpe. Iba a estrangularlo cuando, debido a un grito muy fuerte del embalsamador, se abrieron de golpe las doce puertas que daban paso a la inmensa sala y penetraron furiosamente cincuenta guardias reales, armados con hachas de guerra y con dagas, gritando:

—¡Salvemos al rey!

Mirinri, al oír aquel griterío y comprendiendo que un grave peligro lo amenazaba, dejó a Pepi.

—¡Ah! ¡Me querías matar! ¡Así me acoge el hijo miserable del gran Teti!

Se precipitó hacia la mesa más cercana, asió una pesada ánfora de bronce medio llena de vino todavía, y luego apoyóse contra una de las columnas, aguardando valientemente el ataque.

Parecía un joven león rugiente, dispuesto a morder y a herir a zarpazos.

—¡Cogedlo vivo! —gritó Pepi, con voz ahogada.

El primer guardia que llegó junto a Mirinri e intentó asirlo por la cintura, cayó fulminado con la cabeza hendida.

El ánfora cayó sobre él como una maza, derribándolo y causándole la muerte instantánea. Un segundo soldado, un tercero y un cuarto intentaron hacerle caer, pero Mirinri, que parecía una fiera salvaje y cuya fuerza era hercúlea, fue tendiéndoles en el suelo ante la columna uno tras otro. El ánfora manejada formidablemente por el hijo del desierto iba a causar un estrago terrible entre los asaltantes, cuando éstos, que habían dejado caer las hachas y las dagas, lo asaltaron a la vez con ímpetu irresistible. Superado por el número, el joven resistió durante unos instantes aquella masa humana, pero vencido por el esfuerzo cayó de rodillas. ¡Cayó preso! Dos largas estacas le fueron puestas a la espalda y diez manos lo ataron fuertemente, impidiéndole cualquier movimiento.

—¿Debo matarlo? —preguntó el jefe de la guardia, alzando su hacha sobre Mirinri y mirando a Pepi, que se había puesto en pie.

—Ninguno de vosotros es digno de derramar la sangre faraónica —respondió el rey.

—Entonces, ¿qué debemos hacer?

Pepi permaneció silencioso unos momentos; después dijo:

—Metedlo en un palanquín totalmente cubierto y encerradlo en la gran necrópolis, con una de aquellas sólidas piedras que colocamos a la entrada de nuestras pirámides. De ahora en adelante mis súbditos se construirán otro subterráneo si quieren hacerse sepultar. Terreno no falta en Egipto para excavar mastabas.

—¡Miserable! —aulló Mirinri, haciendo un esfuerzo supremo para liberarse de las ligaduras que lo sujetaban.

—Cuando la muerte lo sorprenda —sorprendió Pepi, fríamente— nuestro embalsamador oficial se encargará de preparar su cuerpo como si fuera el de un rey o el del hijo de un rey. ¡Obedeced!

—¡Alguien me vengará! —gritó Mirinri.

—¿Quién? —preguntó Pepi irónicamente.

—Ounis, que está libre todavía.

Al oír aquel nombre un pánico terrible se apoderó del rostro del poderoso monarca y un temblor sacudió sus miembros. Parecía presa de vivísima emoción, de profunda angustia.

—¿Está también él en Menfis? —balbuceó.

—Sí y será él quien me vengue y hunda su daga en tu corazón.

—Sabré evitarlo —dijo Pepi, como hablando para sí.

Cuatro arqueros trajeron entonces un palanquín cubierto por una cortina negra.

—¡Deprisa! ¡Lleváoslo deprisa! ¡Quitadlo de mi vista! —gritó el rey, que parecía enloquecido.

Mirinri fue levantado en vilo, metido en el palanquín, y los ocho guardias que se habían colocado junto a las varas salieron casi corriendo.

—Marchaos todos —dijo Pepi mostrando las puertas de bronce.

Cuando estuvo solo se dejó caer pesadamente ante la mesilla donde Mirinri había comido en su compañía, cubriéndole casi las hojas de rosas que había sobre la piel de pantera.

—Soy un miserable —dijo, pasándose una mano por la frente bañada en un sudor frío—. Y sin embargo la paz de Egipto lo exige.

Cogió un ánfora medio llena de vino y llenó una copa que vació de un trago.

—Olvidémonos —dijo después.

—¿Qué? —preguntó una voz detrás suyo.

Pepi se volvió de golpe, asiendo una de las dagas dejadas caer por sus guardias. Her-Hor, el gran sacerdote del templo de Ptah, había entrado silenciosamente en la inmensa sala y estaba ante él.

—¿Qué rey? —repitió Her-Hor.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Pepi.

—Ponerte en guardia —respondió el sacerdote.

—¿Contra quién? Ya se lo han llevado a la necrópolis y dentro de unos minutos la lápida de piedra cerrará para siempre el pasadizo.

—Mirinri, tu sobrino no está solo en Menfis.

—Sí, hay también aquel que se hace llamar Ounis, ¿no es cierto? —inquirió Pepi con amargura, disimulando un suspiro.

—Quizá ese sea más peligroso que Mirinri —respondió el sacerdote—. Además hay otra persona a la que tu hija ha concedido esta mañana imprudentemente la libertad.

—¿Sahur?

—O mejor Nefer, ya que le pusimos ese nombre.

—¡Bah, una muchacha!

—Tan peligrosa como Ounis, por no decir que más.

—¿Qué me aconsejas hacer?

—Destruirlos a todos.

—¡A todos! —Exclamó Pepi con repulsión—. ¿También a Sahur?

—La tranquilidad del reino lo exige; además yo odio a Nefer.

—¿Todavía?

—No he olvidado el golpe de daga que me propinó en la isla de las sombras.

—¿Tú sabes dónde se encuentra Ounis?

—He lanzado tras sus huellas a los más hábiles agentes de tu policía. Se dice que se encontraba juntamente con Mirinri en el momento en que conducían al buey Apis a abrevarse en el Nilo.

—¿Qué esperan a detenerlo?

—Están ya sobre sus pasos.

—¿Qué voy a hacer luego con él?

—Será muerto —respondió Her-Hor.

—¡Una nueva infamia!

—La tranquilidad del Estado lo exige, rey.

—¡Pero a él, también a él!

—El pueblo cree que ha muerto desde hace años.

—Temo que semejante delito me cueste el reino, Her-Hor. El sacerdote se encogió de hombros.

—El ureo está demasiado seguro sobre tu frente, rey —dijo después.

—¿Cuál será la mano audaz que se atreverá a quitártelo?

—Y sin embargo —respondió Pepi, tras un breve silencio—, tengo vagos presentimientos. No me siento tranquilo como antes y esta última noche no he dormido como otras veces.

—Los gritos de Mirinri hambriento, agitándose como bestia feroz en las tenebrosas galerías de la mastaba no turbarán demasiado tiempo tus sueños, rey —dijo Her-Hor—. Cinco, seis, tal vez siete días, o quizá pueda resistir más porque me parece muy robusto; pero después todo habrá terminado y ya no volverás a oír su voz y volverá a ti el sosiego.

—¡En sus venas corre mi misma sangre! —gritó Pepi.

—No es tu hijo —respondió fríamente el sacerdote.

—Es hijo de mi hermano.

—Ya, casi un extraño.

—¿Quién te ha creado a ti? ¿El genio del mal?

—La diosa de la venganza.

—No existe semejante divinidad en nuestra religión.

—Existirá un día.

—Eres más terrible que yo.

—Intento llevar a cabo un sueño.

—¿Cuál?

—Hendir el corazón de aquel que hizo de mí, gran sacerdote del templo de las esfinges, casi un miserable.

—¿Vengarte de Teti?

—Sí, de tu hermano —dijo Her-Hor, con acento feroz—. ¿Si no hubiese encontrado en ti un protector, qué sería yo ahora? Un miserable hambriento peor quizá que uno de esos desgraciados que para comer gastan sus fuerzas en la erección de nuestras colosales pirámides.

—Pero tú dilapidaste las riquezas del templo.

—Lo dijeron mis enemigos —dijo Her-Hor furibundo—. Y tu hermano los creyó a ellos y no a mí.

Después de hacer un gesto de rabia, prosiguió:

—Yo no he venido aquí para discutir sobre mi persona, sino a salvar a tu reino y a tu pueblo, rey.

—¿Qué me aconsejas que haga? —preguntó Pepi con voz tenebrosa.

—Matar sin piedad —respondió Her-Hor— si te lo exige la tranquilidad de tu reino.

—Dudo en alzar la mano sobre él.

—Un rey no debe dudar nunca.

—Todavía no está preso.

—Esta noche estará en nuestras manos. Ya te he dicho que los guardias están sobre sus pasos.

—Que no lo vea yo. No podría resistir su mirada penetrante: sería una acusación que pesaría demasiado para mi corazón.

—Un golpe de daga de un soldado fiel y ¿qué se sabrá de él?

—Hablarán sus partidarios.

—Que empuñen las armas, ahora que no tienen manos —respondió Her-Hor irónicamente—. Si después…

El ruido de una de las puertas de bronce que se abría impetuosamente lo interrumpió de golpe. Nitokri, la hermosa princesa, penetró apresuradamente en la inmensa y magnífica sala, con el rostro alterado, los ojos llame antes y los vestidos desarreglados. Tendió, con un gesto imperioso sus desnudos brazos, adornados con espléndidos brazaletes de oro hacia el gran sacerdote, diciéndole con voz autoritaria:

—¡Sal, genio maligno!

—¡Nitokri! —gritó Pepi asustado por la ira que demostraba el rostro de la muchacha.

—¡Vete! —repitió la joven Faraona, sin mirar a su padre e indicando con gesto enérgico a Her-Hor las puertas de bronce.

—Olvidas, señora, quién soy yo —dijo el sacerdote, frunciendo el ceño.

—El gran sacerdote del templo de Ptah, ya lo sé —respondió Nitokri con voz que retumbó siniestramente en la sala—. ¿Te basta? ¿Y tú sabes quién soy yo? Una Faraona que un día reinará sobre Egipto y que con una sola señal castigará a todos los que la fastidien. ¡Vete, ahora!

—Todavía no eres reina, muchacha.

—¡Cuando la voz de una Faraona truena aquí dentro, en el palacio real, del primero al último súbdito deben obedecer! —gritó Nitokri, irguiéndose ante Her-Hor—. ¡Vete!

—Cuando me lo mande tu padre, ya que es él solo quien reina en estos momentos y quien puede ordenármelo —respondió el viejo sacerdote, que se había puesto lívido. Luego dirigiéndose hacia Pepi le preguntó:

—¿Debo obedecer a tu hija?

El rey pareció no haber comprendido nada. Se hallaba apoyado contra una columna y miraba atónito, como aniquilado, a su hija.

—¿Debo obedecer? —volvió a preguntar Her-Hor.

Pepi hizo con la cabeza un gesto afirmativo.

—Bien —dijo Her-Hor con ironía—. No te olvides Pepi que tú eres el rey y que tu reino se encuentra al borde de un abismo, pero que todos los sacerdotes están contigo para la salvación, la tranquilidad y la grandeza de estas tierras, que el gran Osiris bendice y que Ra fecunda.

Lanzó sobre Nitokri una mirada que semejaba desafío, luego atravesó lentamente la sala, sin apresuramiento y salió por la misma puerta de bronce por la que había entrado la muchacha. La princesa aguardó a que se cerraran las hojas de las puertas, y luego dirigiéndose impetuosamente hacia Pepi, le preguntó con voz agitada:

—¿Qué es lo que has hecho, padre, con Mirinri, el joven a quien debo la vida? ¡Dímelo! ¡Quiero saberlo!

—Ha escapado —respondió el rey.

—¿Dónde?

—No lo sé. Tal vez no quería ser recompensado por mí.

—¡Mientes! —Gritó la joven con el ímpetu feroz de una joven leona que se revuelve hacia el cazador que la ha herido—. Ha sido detenido por la guardia y se lo han llevado afuera.

—Pero no…

—¿Quién ha muerto a aquellos hombres que yacen con el cráneo hendido, en torno a aquella columna? —preguntó Nitokri indicando a los guardias que nadie había pensado todavía en sacar de allí—. El brazo poderoso de aquel que mató al cocodrilo que iba a devorarme en las frescas aguas del Alto Nilo, donde mi cuerpo divino se estaba bañando.

—Esos eran traidores, aliados de aquellos rebeldes que mis fieles soldados sorprendieron en la pirámide de Rodope.

—¡Estás mintiendo! —Repitió la princesa con mayor furia—. Esos desgraciados han sido ajusticiados por Mirinri.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Pepi.

—Lo he sabido yo. ¿Dónde? ¿Dónde lo has llevado? Sé que hace muy poco una litera cubierta con un gran toldo negro ha salido de este palacio escoltada por un escuadrón de tus arqueros. ¿Quién iba dentro?

El rey permaneció durante unos instantes mudo; luego, haciendo un supremo esfuerzo, dijo:

—¿Acaso no sigo siendo rey de Egipto? ¿Mandas tú o yo? Si alguien me estorba, me libro de él. Ante todo pienso en la tranquilidad del reino.

—¿Lo has hecho matar? —gritó Nitokri, lanzándose contra Pepi y golpeándolo violentamente.

—¿A quién?

—A Mirinri.

—No… ¿Qué es lo que temes? —dijo Pepi con aire embarazado.

—¡Que me lo mates!

—Me lo…

—¡Mates! —gritó Nitokri mientras dos lágrimas le bañaban el hermoso rostro.

—¿Lo amas, tal vez? —preguntó asustado Pepi.

—Sí, lo amo —respondió la muchacha.

Pepi se pasó por dos o tres veces la mano por la frente, luego dijo, como si hablara para sí, mientras un escalofrío sacudía su cuerpo:

—Él sí… tal vez… ¿pero el otro? Se derrumbaría todo y ¿yo qué sería?

—¡Padre! —Gritó Nitokri—. Yo lo amo.

Pepi se apoyó en una columna y se cubrió con ambas manos el rostro, repitiendo con voz sollozante:

—Es el fin… todo se hunde en torno a mí… Es el castigo… Luego, irguiéndose con un esfuerzo supremo dijo:

—Él… no… nunca… Her-Hor lo capturará… el pueblo lo ha olvidado… murió contra los caldeos… desaparecerá nuevamente…

—¿Qué estás diciendo, padre? —preguntó Nitokri, que lo miraba con angustia.

—Manda a uno de mis capitanes a la necrópolis donde he hecho encerrar vivo a Mirinri —dijo Pepi—. La piedra fatal no habrá sido colocada todavía… y si lo fuese haz derrumbar los muros… que viva y sé feliz ya que lo quieres y te salvó la vida… y reinad… pero después de mí…, el pueblo egipcio me quedará reconocido… es un Hijo del Sol.

—¿Has dicho en la necrópolis, padre?

—Sí, vete, ordénalo… te lo doy…

—¡Mirinri es mío! ¡Oh, la suprema felicidad!

—¡Calla! Tal vez sea la ruina de Egipto. ¡Vete!

Nitokri salió, casi corriendo. Apenas había desaparecido cuando Her-Hor entró de nuevo en la sala. Una luz maligna iluminaba sus ojos. Pepi llenó una copa y la vació sin mirarlo.

—Rey, has cedido, ¿no es cierto? —le preguntó el gran sacerdote.

—Lo ama —respondió secamente Pepi, dejando la copa vacía— y Nitokri es mi hija, carne de mi carne.

—Y él está detenido.

—¿Quién? —preguntó Pepi agitándose.

—Ounis.

—¡Él!

—¿Lo salvarás?

—Mañana sueltan a mi león favorito, en el gran embalse del Nilo… Veremos si el vencedor de los caldeos sabrá vencer también al terrible hijo de las arenas libias… al hijo lo salvo, pero a él no… ¡Además el pueblo lo ha olvidado!

CAPÍTULO XII. LA CAPTURA DE OUNIS

Ounis, según se ha dicho, tras la captura de Mirinri escapó maldiciendo, confundido entre la multitud que llenaba la inmensa plaza. Daba la impresión de que aquel hombre, que parecía vigoroso como un roble a pesar de su avanzada edad, hubiese envejecido diez años en pocos minutos. Había tomado una calle, luego otra y por último una tercera, casi corriendo, hasta que se detuvo en la magnífica avenida que bordeaba el Nilo, dejándose caer abatido, pálido, deshecho, sobre una de aquellas enormes piedras que servían para la construcción de colosales diques, que hoy, después de cinco o seis mil años, muestran todavía sus ruinas.

Un profundo lamento mostraba el dolor del pobre anciano.

—¡Preso! —murmuró—. Ese amor fatal lo ha perdido, cuando la luz se alzaba para él radiante, proyectada por Ra y por Osiris. ¿De qué han servido tantos años de exilio en las arenas ardientes del desierto y tantos sacrificios? ¡Yo, que habría podido brillar como el astro que irradia esta tierra que el Nilo fecunda y que los dioses protegen! ¡Yo, que con un gesto habría podido hacer temblar los pueblos a ambos lados del mar Rojo! ¡Todo se ha perdido! ¡Hay una gran desgracia a mí alrededor! ¡Hubiera sido mejor que hubiese muerto allí, donde luché y vencí, bajo la enorme avalancha de caldeos a los que mi daga puso en fuga y mi carro de batalla había pisoteado! ¿Qué soy yo ahora? La sombra de un poderoso que ya no tendrá ni siquiera los honores del embalsamamiento, ni una pirámide como tumba… ni una momia… me quedan sin embargo para mi cuerpo las aguas de este río, que descienden del cielo. Ra me acogerá en su barca resplandeciente…

Se levantó de repente, fijando sus ojos en las crecidas aguas del río que mugían sordamente, rumoreando contra los colosales diques.

—¿Desaparecer del mundo, sin haberme vengado de Pepi? —dijo de pronto, retrocediendo—. ¿Qué iba a ganar yo? ¿Un viejo guerrero eliminándose ante el peligro? No, todo no puede acabar así. ¿Y… Ata? ¿Y mis amigos, los viejos partidarios de Teti el Grande? ¿Es que no me esperan en la pirámide de Rodope? ¡Ata!, mi mente se había trastocado, al hacerme olvidar a aquellos valerosos que no esperan otra cosa que mi señal para entrar a hierro y fuego en Menfis. Sí, lo arrasaremos todo, y pasaremos como un huracán devastador a través de Egipto, si Pepi quiere luchar contra nosotros. Mi grito de guerra, ese grito que un día hizo huir tropas escogidas, víctimas de sangre y destrucción, hará crujir las cien columnas del palacio real y mi mano arrancará el ureo que brilla sobre la frente del usurpador. Menfis la orgullosa se rendirá o caerá destruida con sus templos y sus monumentos. Si matan a Mirinri, yo haré pasar a cuchillo los trescientos mil habitantes de la ciudad y no dejaré una sola piedra que pueda recordar la existencia de esta metrópolis que es la maravilla del mundo. Vayamos: ¡Yo no soy ya Ounis, vuelvo a ser el que fui un día!

Dejó el parapeto y se puso a seguir el Nilo, encaminándose hacia la parte septentrional de la ciudad, donde se alzaba imponente, entre un atardecer de color de fuego, la pirámide en cuyo interior dormía la momia de la hermosa Rodope, en su sarcófago de mármol azul. La inmensa avenida, a la que daba sombra una doble hilera de palmeras, estaba casi desierta, ya que la población había ido en masa hacia el curso inferior del río, donde los sacerdotes habían conducido con gran pompa, al buey sagrado para que abrevase. Ounis caminaba rápidamente, pero hasta el atardecer no llegó al lugar donde debía reunirse con los conjurados.

—Es aquí donde descansar Rodope —murmuró el anciano.

La pirámide se alzaba majestuosamente ante él, a menos de trescientos pasos, toda ella rojiza bajo los últimos rayos del sol de aquel día. En su alrededor no se veía a nadie. Solo dos chacales de pelaje oscuro dormitaban uno junto al otro, bajo la sombra que proyectaban las hojas de la palmera.

—«¿Dónde estará Ata? —se preguntaba Ounis. Yo no sé dónde está la entrada que conduce a la serdab. Solo hay silencio aquí. Me causa impresión esta calma. Aquí debería palpitar el corazón del futuro reino y en vez de ello me parece que sea dentro del mío donde esté ocurriendo algo. ¡Ah! ¡Genio maligno! ¡Aquí hay sangre!».

Ounis se inclinó hacia el suelo y con el dedo removía la arena que los vientos cálidos del cercano desierto líbico habían depositado en torno a la gigantesca pirámide.

—¡Sangre! —repitió con voz profunda—. ¡La arena aquí es roja!

Luego alzó su mirada hacia la pirámide.

—¡Flechas! —exclamó luego, dando una mirada de desánimo a su alrededor. Han sido cogidos.

Se quedó silencioso: era un silencio trágico.

Tuvo un imprevisto desvanecimiento y cayó al suelo como fulminado, quedando inerte. Una voz bien conocida por él lo hizo volver en sí después de muchísimas horas. La noche había desaparecido y el sol en cambio aparecido, tal vez desde hacía mucho tiempo, porque se hallaba casi a mitad de su camino.

—¡Nefer! —exclamó Ounis.

—Sí, soy yo, mi señor —respondió la joven—. ¿Qué te ha sucedido? Te hemos encontrado sin sentido.

Ounis se pasó varias veces la mano por la frente, para poner en orden sus ideas todavía revueltas.

—No lo sé —dijo después—. Me pareció como si hubieran descargado un golpe en mi cabeza y perdí el conocimiento… ¡Es de día! ¿Cuánto tiempo llevo sin sentido?…

Después mirando a Nefer con cierta sorpresa, dijo:

—¿Cómo te encuentras tú aquí? ¿Quién es ese viejo soldado que te acompaña? ¿No estaban con Mirinri?

—Sí, mi señor.

—¡Mirinri! —Gritó Ounis—. ¿Dónde se encuentra?

En manos de Pepi.

—¡Ah! ¡Desgraciado! ¡Está perdido!

—Sí, perdido —sollozó Nefer—. Para ti y para mí.

Ounis se levantó de golpe, como si hubiese recuperado de pronto todas sus fuerzas.

—Cuéntame lo que ha ocurrido —dijo con voz adusta.

Nefer en pocas palabras le informó del arresto y la prisión en los subterráneos del palacio real, de su liberación y de las promesas de Nitokri de proteger a Mirinri. Una amarga sonrisa contrajo los labios del pobre anciano.

—¡Nitokri! Es la hija del usurpador y no es ella quien manda. Todo ha terminado, muchacha: Mirinri no saldrá vivo de aquel subterráneo. Conozco bien a Pepi.

Permaneció algunos momentos silencioso, después preguntó:

—¿Estabas segura de encontrarme aquí?

—Tenía alguna esperanza —repuso Nefer—. Así que, apenas estuvo libre, me hice conducir por este soldado, puesto para mi protección.

—Ahora ya no tienes necesidad de él: despídelo.

—Vete, amigo y aguárdame en la casa que el rey ha puesto a mi disposición —dijo la joven al veterano—. Nos veremos pronto.

El viejo guerrero se inclinó profundamente sin decir palabra y se alejó con paso lento.

—Nefer —dijo Ounis cuando estuvieron solos— los viejos amigos de Teti han sido hechos prisioneros. La pirámide ha sido asaltada y tal vez a esta hora ya no haya ninguno vivo.

—¿Así es que estamos malditos?

—Sí —repuso Ounis—. El trono al que aspiraba Mirinri se ha perdido y la venganza escapa de mis manos cuando creía tenerla bien segura en mi puño… y a ti mi pobre muchacha, ¿qué te espera?

—La muerte —dijo Nefer con un sordo sollozo.

—Caminemos, pues, hacia la muerte —dijo Ounis—. Allí, en las arenas del desierto, en las que se halla todavía impresa la huella de aquel que debía destruirlo todo, encontraremos un poco de tranquilidad. Ven, muchacha, remontaremos el Nilo y en la gran pirámide donde él vivió y pasó su primera juventud y bajo los bosques de palmeras en los que soñó y durmió encontraremos la calma que el aire infecto de la orgullosa Menfis ha destruido. Regreso a aquella tierra de exilio, yo que habría podido reinar aquí y más poderoso y más fuerte que Pepi.

—¿Quién eres tú? ¡Dímelo, siquiera por una sola vez! —gritó Nefer.

—El león del desierto libio —respondió Ounis—. ¿Dónde nací yo? ¿Que llegué a ser antes? Solo yo lo sé. Ven, muchacha, vayamos a respirar el aire que vivificó los pulmones de Mirinri, vayamos a oír el suave murmullo de las aguas que él escuchaba durante horas y horas bajo la fresca sombra de los dum. Vayamos a ver de nuevo los lugares donde él vivió. ¡Ha muerto! ¡Maldita Menfis! ¡Cómo te destruiría! ¡Osiris ya no irradia al cielo con sus rayos! ¡Ha abandonado al Hijo del Sol! ¡Que su barca se hunda bajo las llamas de Ra! ¡Sean malditos todos los dioses de Egipto! Que la sombra tenebrosa de la noche eterna los elimine a todos. ¡Ven, Nefer! ¡Ven al desierto! ¡Tú serás mi hija!

Cogió de la mano a la muchacha, que seguía sollozando continuamente, y se encaminó hacia el Nilo. Iban a acercarse a una barca que se encontraba anclada junto a los diques, cuando cuatro guardias reales que estaban escondidos detrás del parapeto, se le arrojaron improvisadamente a su lado con las dagas en alto, derribándolo. El viejo, con un movimiento fulminante, cogió por la muñeca al hombre que estaba más cercano a él, arrebatándole el arma.

—¡Largo, miserables! —atronó, con voz formidable—. Cientos de caldeos no me asustaron y cayeron todos bajo mi brazo. ¡A ti, el primero!

Con gran agilidad maravillosa que cualquier joven le habría envidiado, se puso en pie gritando:

—¡Retírate, Nefer!

La daga, un arma sólida y afilada, se balanceó un momento en el aire y desapareció por completo dentro del cuerpo del guardia.

Los otros tres se abalanzaron sobre el viejo gritando:

—¡Ríndete!

—Así se rinde el que venció a los caldeos —respondió Ounis.

Tres veces brilló la hoja ya ensangrentada y los tres hombres cayeron, uno sobre otro, contorsionándose entre espasmos de muerte. Ounis iba a emprender la huida cuando una patrulla de guardia, apareciendo por una calle lateral, lo rodeó. Eran cuarenta o cincuenta hombres vigorosos, armados de hachas de guerra.

Ounis arrojó la daga ensangrentada, diciendo con ironía:

—Yo no mato a mi pueblo. ¿Quién me busca?

—El rey —dijo un viejo arquero, adelantándose.

—¡Ah! —dijo Ounis.

Luego dirigiéndose a Nefer, añadió.

—Ni siquiera el desierto nos quiere. Es la catástrofe completa. ¡Es el fin!

A continuación, mirando irónicamente a la guardia, preguntó desdeñosamente:

—¿Ante quién me lleváis?

—Ante el rey —respondió la guardia.

—¿Así es que me seguíais?

—Sí —respondió el viejo arquero que mandaba la patrulla.

—¿Y qué harás con esta muchacha?

—No tengo órdenes respecto a ella: ¿quién se va a preocupar de una vagabunda?

Un grito de bestia feroz salió del pecho del viejo Ounis.

—¡Miserable! —Gritó, liberándose con un movimiento violento de los guardias que lo sujetaban por las muñecas—. ¡Esa una vagabunda! ¡Es una Hija del Sol sobre la que te guardarás de poner tu vil mano!

La mano del anciano cayó sobre el rostro del arquero como un terrible latigazo, haciéndole dar dos vueltas sobre sí mismo.

—Inclínate ante esta muchacha que tiene en su cuerpo divino el tatuaje del ureo. ¡Enseguida, o te mano! ¡Si Pepi no te degüella, ya habrá quien t castigue por no obedecer! ¡Enseguida! ¡Tú no sabes quién te lo está mandando!

Hubo entre los soldados un momento de estupor difícil de describir. Aquel anciano que había dado muerte a cuatro hombres y que mandaba con la autoridad de un rey, los había impresionado a todos.

—¿Es tu hija? —preguntó el jefe de los arqueros con voz alterada.

—Ahora no importa eso —dijo Ounis—. Es una Faraona y eso te basta. ¡Mira, vil esclavo de un rey ladrón!

Con un gesto rápido arrancó a la muchacha la ligera túnica que le cubría el hombro y puso al descubierto en su espalda el símbolo del derecho sobre la vida y la muerte.

—¿Lo veis? —dijo—. ¡Es una Faraona! ¡Inclínate, tú, que la has ofendido, porque es de origen divino!

El arquero cayó de rodillas, mientras que los otros habían hecho más amplio el círculo.

—Y ahora —dijo Ounis— conducidme ante Pepi. Deseo verlo.

—¿Y yo? —preguntó Nefer.

—Sígueme —respondió el anciano—. Allí en el palacio de las cien columnas vamos a dar la última batalla. Tal vez no se haya perdido todavía y cuando le eche en cara su infamia, es posible que renazca el ave fénix y que al igual que un famélico cocodrilo, logre clavar mis dientes en su alma. Ven, Nefer, ven, muchacha. El ala dorada y roja del ave fénix nos protegerá.

Los arqueros se habían situado en torno a ellos y el jefe había soltado el cíngulo que ceñía su kalasiris para atarle las manos a Ounis.

—No es preciso —dijo el anciano—. Ya no tengo daga para mataros a todos. ¡Adelante! El palacio real y yo nos conocemos.

Ounis, sombrío, pensativo, caminaba entre los guardias y Nefer lo seguía con la cabeza inclinada sobre el pecho, como una sombra que vagara. Salieron a la avenida que conducía al palacio real, sin que ninguno, ni él, ni ella, ni nadie de la escolta hubiese pronunciado palabra. Pero cuando llegaron al peristilo de mármol hubiérase dicho que Ounis despertaba de un largo sueño. Miró como aturdido las inmensas puertas, las altas terrazas fortificadas, las columnas refulgentes de oro que se erguían majestuosamente a través de la inmensa sala, donde había sido recibido Mirinri, y aspiró profundamente el aire.

—Hace dieciocho años —dijo, deteniéndose bruscamente—. Y vuelvo a sentirlo, ¡pero ya no es mío!

Se volvió hacia la guardia, como si quisiera lanzarse contra ella o como si quisiera gritarles algo a la cara, pero, se detuvo y dijo:

—¿Dónde está el rey?

—Lo verás mañana —respondió el jefe de los arqueros.

—¿Y su hija Nitokri, dónde está? —preguntó Nefer, con ímpetu.

—¿Es que no soy yo también una Faraona? —Preguntó la muchacha—. ¿No has visto el tatuaje y no lo ha demostrado mi hombro hace poco a los arqueros? ¡Vete a decirle que una Hija del Sol quiere verla enseguida! ¿Me has entendido?

—Es la hija del rey —observó humildemente el jefe de los arqueros.

—¿Y yo quién soy, si el ureo está marcado en mi cuerpo?

—Nefer —dijo Ounis—. ¿Qué es lo que quieres hacer?

—En las cien columnas daremos la batalla, aunque sea la última —dijo la muchacha sollozando—. ¡Voy a mi destino! Adiós, señor, espero verte pronto.

Ounis meneó triste su cabeza y siguió a los arqueros que habían abierto una puerta por la que daba la impresión que se descendía a los subterráneos. El jefe, entretanto, habíase alejado subiendo por una escalinata de mármol, que partía de un inmenso tenderete entretejido con cortinajes de oro y largas cintas de variados colores, brillantes todos ellos. Nefer, al quedarse sola en la inmensa sala, se apoyó en una taza de lapislázuli que servía en determinadas ocasiones de surtidor, escondiendo el rostro entre sus manos.

Unos pasos muy ligeros, acompañados por el roce de un vestido, arrancaron a Nefer de su desesperación. Nitokri, la hija de Pepi, estaba ante ella. Las dos jóvenes se miraron largo tiempo, sin hablar, luego fue Nitokri, quien dijo:

—¿Eres tú la que llaman princesa de la isla de las sombras?

—Yo soy Nefer.

—O Sahur mejor —ese era el nombre que tenías cuando te sacaron de aquí.

—No lo recuerdo —respondió Nefer—. Era una niña todavía.

—¿Qué es lo que quieres, muchacha?

—Sabes lo que le ha pasado a Mirinri, el hijo del gran Teti —respondió Nefer, estallando en sollozos—. Tú, que eres todopoderosa, protégelo, señora, de las iras de tu padre… Yo, que lo amo intensamente, lo dejo en tus manos para que le salves la vida.

—¿Mirinri… lo amas? ¿Y él a ti? —gritó Nitokri.

Nefer denegó tristemente con la cabeza.

—El solo soñaba y veía a la muchacha que salvó a orillas del Alto Nilo. Nefer había nacido bajo el rayo funesto de Ra: el rayo azul que lleva la desgracia a todos aquellos a quienes toca.

Nitokri se había quedado silenciosa. Una profunda compasión podía apreciarse en sus hermosísimos ojos.

—Pobre Sahur —dijo después suspirando—. Aunque hayas nacido en los peldaños de un trono igual que yo, a ti te han vedado la felicidad.

De pronto se agitó.

—¿Corre Mirinri algún peligro? —gritó.

—Sí, tal vez en estos momentos haya sufrido la suerte horrible de los partidarios de su padre. He visto su sangre en las arenas que rodean la pirámide de Rodope.

—¡Mirinri amenazado! ¡Muerto tal vez! ¡Escúchame muchacha! ¡Ay de mi padre, si se ha atrevido a alzar su mano sobre él! ¡Sería demasiado! Hermana, unamos nuestras fuerzas contra los malvados consejeros de Pepi: ¡Seamos dos Faraonas!

CAPÍTULO XIII. EL TRIUNFO DE TETI

Algo más allá de Menfis, al oeste del Nilo, en el lugar donde la cadena libia comienza a alargarse, formando un pintoresco oasis que se llama todavía Faygoum, se abría aquel famoso dique hecho construir por Amenemhat III, que durante siglos y siglos causo la maravilla de los asirios, de los caldeos y de los navegantes griegos y cuya finalidad era recibir las aguas sobrantes del río y regular la irrigación en las tierras colindantes.

Era una obra maravillosa, un embalse inmenso que tenía diques de cincuenta metros de espesor y una longitud de varias decenas de kilómetros, como puede comprobarse por los restos que todavía subsisten, después de millares y millares de años que fueron erigidos. Era a orillas del famoso lago de Moeris, como se llamó por los griegos que lo visitaron más tarde, donde se levantaba el Laberinto, el mayor palacio del mundo, con más de tres mil cámaras, y la fachada de mármol blanco, que se reflejaba en las aguas, como el de Paros y en medio las dos colosales estatuas de Amenemhat III y su esposa. En aquel maravilloso dique, veinticuatro horas después de la captura del desgraciado Ounis, se habían reunido más de cien mil personas, lanzándose sobre los gigantescos diques que forman como un inmenso anfiteatro.

Por la mañana mil heraldos habían hecho sonar sus trompetas por las calles de la soberbia metrópoli, anunciando un espectáculo emocionante e invitando a sus habitantes a reunirse en el dique, que las aguas del Nilo no habían invadido todavía, ya que el río no había alcanzado su máximo nivel; millares y millares de personas se habían reunido en los diques, aunque ignorasen todavía de que cosa se trataba. Sin embargo la noticia de que también el rey, seguido de su brillante corte, tomaría parte, bastaba para arrastrar al festejo a los habitantes de Menfis con todas sus familias. La hora del espectáculo se había fijado tres horas antes de la puesta del sol, aunque cuando el sol comenzaba a declinar rápidamente y el aire a refrescar, se habían cubierto de espectadores todos los diques que se extendían frente al maravilloso palacio del Laberinto y a las dos gigantescas estatuas de Amenemhat y su consorte, que se erguían soberbiamente en espera a que el oleaje del sagrado Nilo, bajando del cielo, bañasen sus pies extendiéndose en torno a ellos con suave murmullo, como un gran monstruo sojuzgado por sus poderosos vencedores. Pepi se hallaba a la hora fijada seguido por toda su corte, compuesta por grandes dignatarios, chambelanes, sacerdotes, arqueros, guardias reales, músicos y danzarines, que hacían sonar ruidosamente sus variados instrumentos musicales y un gran número de jóvenes esclavos, que movían enormes abanicos resplandecientes de oro y adornados con magnificas plumas de avestruz con diferentes símbolos religiosos de metal precioso. Ante la blanca fachada del Laberinto se había levantado para él y sus dignatarios un estrado grandioso de colores brillantes, cubierto por un enorme toldo de finísimo lino con grandes franjas multicolores y que había ocupado prontamente, sentándose sobre una especie de trono muy elevado, desde donde podía dominar todo el embalse y los gigantescos diques.

El pueblo había notado pronto, con cierto estupor que Nitokri no lo había acompañado. Desconocía que en aquel mismo momento la joven Faraona, acompañada por Nefer y por un grupo de esclavos y de guardias se encaminaba hacia la necrópolis para despedazar la durísima piedra de la serdab principal, donde había sido encerrado Mirinri. Un profundo silencio reinaba allí, roto únicamente por el monótono rumor de las aguas que se escurrían a lo largo del dique, impaciente por precipitarse en el inmenso embalse y fecundar las tierras bendecidas por el sol. Daba la impresión de que aquellos millares de personas contenían la respiración. Una larga llamada de trompas, seguida inmediatamente por los primeros sones de la fanfarria real, advirtió a la multitud que el espectáculo anunciado iba a comenzar. Unos cuantos guardias, salidos del palacio del Laberinto, habían avanzado hasta el dique de poniente subiendo la escalinata que conducía al fondo del embalse. Escoltaban a un anciano de aspecto majestuoso, con miembros todavía robustos, cubierto solo por un corto kalasiris ceñido a la cintura. Tenía un escudo semioval, semejante al que usaban los guerreros de la época e iba armado con una daga de bronce de hoja muy ancha y pesada; era Ounis. El anciano, aunque ignorase todavía contra quien había dispuesto el usurpador que se enfrentase andaba tranquilo, con la cabeza erguida, empuñando la daga fuertemente, despertando la admiración de los espectadores que se habían levantado para verlo mejor. Cuando llegaron entre las dos gigantescas estatuas los guardias se retiraron corriendo y dejándolo solo.

Casi en el mismo instante de una de aquellas galerías subterráneas que servían de canal para las aguas del Nilo, se vio avanzar, saliendo con un salto inmenso un majestuoso león libio de poderosa estampa con una larga crin casi negra. Un inmenso grito, semejante al rumor siniestro de una enorme marea o al rumo de un maremoto, se alzó de entre los millares de espectadores. ¿Se rebelan contra la ferocidad de su rey, que exponía a un anciano, probablemente un guerrero, para enfrentarlo de ese modo con un ligero escudo y su valiente acción o bien saludaban al león? Ounis, inmóvil, con la daga enhiesta y el cuerpo agachado hacia delante para ofrecer menor superficie a las terribles garras del carnívoro, aguardaba valientemente el ataque, con una extraña sonrisa en los labios.

La fiera, que probablemente estaba en ayunas desde hacía días, al oír el griterío de la multitud se detuvo, pero viendo a la presa ante ella, aguijoneada por el hambre intento un segundo salto, cayendo a cinco o seis pasos de Ounis. De pronto, cuando iba a emprender el último ataque, se detuvo mirando al cielo y lanzo un profundo rugido que resonó como un trueno por los gigantescos diques. Los espectadores, impresionados, se pusieron nuevamente en pie, mirando también hacia lo alto. Un terror repentino parecía haberse apoderado de todos: hombres y bestias. ¿Qué extraño fenómeno ocurría? El aire se tornó rápidamente oscuro, los diques cambiaron de aspecto, el palacio del Laberinto, totalmente blanco como el alabastro al principio, había tomado un cariz grisáceo, el cielo en el horizonte tomaba un tono verduzco, los rayos del sol se esfumaron: la naturaleza toda parecía que iba a desaparecer. Los pájaros y los ibis, que al principio daban vueltas en gran número por encima del embalse, se dejaban caer al suelo, como si unas flechas invisibles los abatieran; En lontananza los bueyes, que abrevaban en el Nilo, mugían siniestramente, los perros ladraban lúgubremente y los rostros de los espectadores asumieron un todo cadavérico.

Parecía que algún siniestro acontecimiento iba a sucederle a Egipto. De los cuatro puntos cardinales, densas tinieblas aparecieron, invadiendo el cielo a una velocidad fantástica, mientras que el sol desaparecía dentro de una inmensa mancha negra. Un terror inenarrable apoderado de los espectadores. Incluso Pepi se puso en pie, observando al astro diurno al que dominaban las tinieblas. Luego un gran grito se mezcló a los mugidos de los bueyes y a los aullidos de los perros.

—¡Ra huye!

El rugido del león actuó como un eco. El formidable carnívoro parecía que no se acordase ya de la presa humana que tenía ante él. Se había acurrucado, encogiéndose en sí mismo, como si hubiese perdido su instintiva ferocidad. Ounis, sin embargo, no le había olvidado. Hombre de elevada cultura, comprendió enseguida que aquel fenómeno no era otro que un eclipse total de sol y aquellas tinieblas que caían sobre la tierra no lo asustaron en absoluto. Ra, el disco solar, venía en aquel momento culminante en su ayuda y se aprovechó de ello. De un salto se echó sobre el león, su daga se movió en el aire y se hundió toda ella en el pecho de la fiera.

El rugido formidable que salió de las fauces doloridas de la fiera, arrebató bruscamente al público de su terror. Dirigió sus ojos hacia el fondo del embalse y en la penumbra pudo distinguir al anciano con un pie sobre la fiera ya agonizando y la daga sangrienta en su mano.

—¡Pueblo! —gritó entonces Ounis, con voz sonora—. Ra se ha oscurecido para no asistir al asesinato de uno de sus hijos. ¿Es que no reconocéis pues a Teti, el vencedor de los caldeos, aquel Teti al que un día llamasteis «Grande» y que mi hermano, aquel hombre que se sienta en el palco real y que empalidece ante mi mirada, os hizo creer que había muerto? Pueblo, vuestro rey está vivo y ha vuelto a esta orgullosa Menfis, donde un día reinó. ¡Lo veis en la señal con que Ra ha mostrado mi origen divino! ¡En la muerte de este león veis el valor del antiguo guerrero que derrotó las hordas asiáticas! Y ahora miradme bien; y si me reconocéis, ¡venid conmigo a arrebatar de la frente de mi hermano, ese que me quitó el poder, el símbolo del poder sobre la vida y la muerte, para dárselo a mi hijo que durante dieciocho años he escondido y criado en el desierto!

Un profundo silencio reinó durante algunos instantes entre los cien mil espectadores. La oscuridad que se había extendido, el valor del anciano guerrero que había dado muerte al león, la acusación terrible que había lanzado contra el usurpador, la inquietud que se manifestó de pronto en el palacio real, el recuerdo del gran rey que había salvado a Egipto y que mil voces quedamente habían afirmado que estaba vivo, produjeron un efecto imposible de describir en aquella multitud.

Luego, de pronto, comenzaron a alzarse voces aisladas:

—¡Sí, ese es Teti! ¡Ayer hizo cortar Pepi las manos a sus partidarios! ¡Viva el vencedor de los caldeos! ¡Pueblo, sigámosle!

Parecía que un rugido, emitido por millones de fieras, hiciese retumbar los inmensos diques del embalse. El pueblo se precipitaba a oleadas terribles, bajando por las escalinatas, mientras que Pepi con su corte abandonaba precipitadamente el palco real, huyendo hacia Menfis.

En aquel momento reaparecía radiante el sol y las tinieblas se disipaban.

—¡Es Ra que vuelve! —Tronó Teti—. ¡Él ilumina el camino! ¡Venid, pueblo! ¡Vuestro rey os llama!

—¡Al palacio real! —Gritaron millares de voces—. ¡Viva Teti!

El anciano que sostenía todavía el escudo y empuñaba la daga ensangrentada, saltó por encima del león y se dirigió hacia el Laberinto. Los cien mil espectadores, guiados por algunos partidarios del viejo rey, lo seguían en compacta masa, entre un griterío ensordecedor. Teti subió la escalinata y ya, en la cima, con su poderosa voz dominó el griterío y alzando la daga, gritó:

—¡Al palacio real! ¡Menfis tendrá hoy otro rey!

—¡Viva Teti! —respondió la multitud, que parecía presa de un verdadero delirio. Cuando la inmensa columna penetró en Menfis, la ciudad bullía. El rumor de que había aparecido Teti, de cuya muerte muchos habían dudado, se divulgó con la rapidez del rayo y los habitantes acudían armados a las calles, dispuestos a dejarse matar en defensa del salvador de Egipto.

El grito de: «¡Viva Teti el Grande!» sonaba en todos los barrios de la metrópoli, desde las márgenes del Nilo a los lindes del desierto y nuevos grupos se añadían a los ya formados, llegados del gigantesco embalse. Una especie de guardia real se había formado, protegiendo a Teti que avanzaba a la cabeza del pueblo, en lugar preferente. Cuando las tropas llegaron ante el palacio real, encontraron las puertas abiertas de par en par. Guardias, arqueros, dignatarios y favoritos habían huido cobardemente.

Teti se detuvo un momento a contemplar aquella grandiosa construcción donde había reinado como gran monarca, luego entró en el ancho peristilo y subió la escalinata de mármol, penetrando valientemente en la inmensa sala del trono que nadie defendía. Por las veinticuatro puertas de bronce, que no estaban cerradas, había ido entrando el pueblo con terrible clamor.

Al fondo de la sala, acurrucado sobre el resplandeciente trono de oro, cubierto con las vestiduras regias y estrechando en sus manos las insignias del poder, lívido, aterrorizado, se hallaba Pepi, el usurpador.

El pueblo se detuvo y enmudeció. Los símbolos del supremo poder, que el rey sostenía en sus manos y sobre todo el ureo que le brillaba en la frente así como la majestuosidad del trono se impusieron una vez más a aquellos esclavos del poderío faraónico. Teti, afortunadamente, no se asustó, se fue directamente hacia su hermano, que lo miraba con temor, subió los peldaños del trono y, luego con un movimiento rápido, le arrancó el ureo que llevaba en la frente y lo echó al suelo con desprecio, gritando:

—¡Ya no eres rey!

Después tiró el escudo, lo asió por el brazo y lo arrastró en medio de la sala, sin que el otro opusiese resistencia y lo derribó sobre las brillantes losas del pavimento. Alzó sobre él la daga, diciendo:

—¡Este arma ha dado muerte a un león —dijo— y ahora nos librará de un usurpador, de un ladrón!

CAPÍTULO XIV. LA VENGANZA DE HER-HOR

Mientras en la ancha laguna del Nilo, Pepi jugaba la última carta contra su hermano para intentar salvar el trono que ya se le escapaba, un escuadrón de arqueros salía del palacio real escoltando una litera totalmente cubierta por cortinajes de variado color y sostenida por cuatro gigantescos esclavos nubios. En ella iban Nitokri y Nefer. Conseguida de Pepi la gracia de Mirinri, se encaminaban hacia la necrópolis para liberar al desgraciado, encerrado vivo en el inmenso cementerio subterráneo, que ocupaba casi la quinta parte de la opulenta ciudad. Nitokri parecía contenta; Nefer en cambio, que sabía que había perdido ya para siempre al hombre que había amado intensamente, pese a no ser correspondida, estaba triste y hacia esfuerzos enormes para detener las lágrimas que temblaban en sus pestañas.

—Hermana —decía Nitokri— las terribles pruebas que Mirinri ha sufrido, tocan ya a su fin. A partir de ahora ya no correrá ningún peligro porque yo velare por él y mi padre no se atreverá a hacerle nada. Será el orgullo de la corte y cuando mi padre, que ya es viejo, muera, el pueblo le aclamara como rey de Egipto.

—¿Va a aceptar el aguardar tanto tiempo? —Preguntó Nefer—. Ha dejado el desierto y ha descendido por el Nilo para sentarse en el trono de tu padre.

—Mi padre no puede abdicar así, de un golpe. Tal vez más tarde pero no ahora.

—Te repito, Nitokri, ¿aceptará?

—No insistirá por mí; me quiere demasiado.

—¡Ah! Es cierto —murmuró Nefer, sofocando un sollozo—. Tú has sido su eterna visión, en el desierto, en el Nilo y aquí.

—¿Hablaba siempre de mí? —inquirió Nitokri, mientras en sus bellísimos ojos se encendía una llama.

—¡Siempre!… ¡Siempre!…

—Tampoco yo había olvidado a aquel valeroso joven, que para salvar mi vida, expuso fríamente la suya con el coraje de un león. Había algo dentro de mí que me decía que él no debía ser un hombre corriente. Nuestra sangre, de origen divino, debía hacerlo.

«Pero no tenía en cuenta la mía» murmuró para sí Nefer.

La hija de Pepi levantó un faldón del tenderete y miró fuera.

Habían abandonado ya la ciudad y los nubios apresuraban el paso, dirigiéndose hacia las ultimas ondulaciones de la cadena libia, donde se alzaba un número infinito de pirámides más o menos altas, que ocupaban una enorme extensión de terreno. Era la inmensa necrópolis de Menfis, el mayor cementerio del mundo, donde ricos y pobres, unos dentro de mastabas y otros a lo largo de subterráneos infinitos que serpenteaban hasta el extremo del delta del Nilo, dormían ya siglos y siglos, ininterrumpidamente. Nefer, advirtiendo en medio de aquel caos de pirámides una muralla alta formada por bloques de basalto gris, había sentido un fuerte sobresalto.

—¿Es allí, dentro de aquella muralla donde él se encuentra, verdad? —había preguntado.

—Sí —respondió la hija de Pepi.

—¿Estará vivo todavía?

—Solo son unas pocas horas las que ha estado encerrado dentro.

—¿Y si, en un momento de desconsuelo, se hubiese dado muerte?

—¡Calla, Nefer! —Exclamó Nitokri con inquietud—. Además, ¿cómo se mataría? No hay armas allí dentro.

—Démonos prisa.

—Sí, ¡a la carrera! —gritó Nitokri a los nubios.

Los esclavos se pusieron a correr, obligando a los arqueros a hacer lo mismo. La litera avanzaba ahora entre aquella multitud de pirámides y montículos de piedra, que en parte cubrían las arenas del vecino desierto, aquellas terribles arenas que más tarde iban a cubrirlo todo. Ningún ser humano se encontraba entre aquellas tumbas, porque los egipcios, exceptuando las grandes fiestas, se mantenían alejados de las necrópolis, como si tuvieran temor de turbar el reposo de sus muertos. La comitiva se detuvo ante la alta muralla de basalto que se alzaba en forma de pirámide e indicaba la entrada de la necrópolis subterránea. Los nubios pusieron en tierra la litera y Nitokri y Nefer descendieron.

—¿Dónde está la piedra? —preguntó la hija de Pepi que mostraba ser presa de una vivísima emoción.

—¡Hela aquí! —respondió un arquero, mostrando con la mano un bloque de mármol más oscuro—. Es la quinta.

—Que actúen los obreros.

Seis hombres, que estaban vestidos de soldados y llevaban barras de bronce y una especie de pesadísimos martillos en forma de cuña, dieron unos pasos adelante.

—No perdáis tiempo —les dijo Nitokri—. Y vosotros —prosiguió dirigiéndose a los arqueros— preparad las antorchas.

La piedra, una enorme pieza de dos metros cúbicos por lo menos, escogidas entre las más duras de la cadena líbica, fue golpeada prontamente con enorme vigor, pero no resultaba fácil romper su juntura. Tres horas de titánicos esfuerzos transcurrieron antes de que la argamasa que las unía a las otras cediese y la pieza comenzase a moverse. Durante aquel tiempo Nitokri había hecho detener el trabajo varias veces para apoyar su oído a la piedra, con la esperanza de oír un grito o cualquier otro indicio de Mirinri, pero sin ningún resultado. El desgraciado joven se habría extraviado en las tenebrosas galerías de la serdab, intentando encontrar en algún sitio una abertura o tal vez en un acceso de desesperación habría estrellado su cráneo contra las paredes.

Una vivísima ansiedad se había apoderado de todos. La piedra había sido ya separada de las otras y comenzaba a moverse bajo las estacas de bronce; ningún grito se oía todavía, pero la luz entraba y podría distinguirse incluso desde lejos. Nitokri miraba a Nefer, que parecía muerta, como si toda su sangre le hubiese huido de sus venas.

—¿También tienes miedo, hermana? —le preguntó.

—Sí, lo tengo.

—¿De qué se haya matado?

—O de que se haya perdido.

—Lo buscaremos: los serdab no tiene ninguna salida.

—¿Y si hubiese ocurrido algún desmoronamiento?

Nitokri miró a los arqueros que ayudaban a sacar la losa a los obreros.

—Vosotros acompañasteis a Mirinri, aquel joven que mi padre hizo encerrar, ¿verdad?

—Sí —respondió el je fe de la tropa.

—¿Se hallaba la necrópolis bien conservada?

—Ayer recorrí todas las galerías y no vi ningún derrumbamiento.

—¿Se rebelaba el joven cuando lo encerrasteis aquí dentro?

—No.

—¿Se hallaba abatido?

—¡Oh, sí!

—Encended las antorchas.

—Ya están dispuestas.

—Entremos: ven, Nefer.

Subieron los cuatro peldaños inferiores y penetraron en la necrópolis, precedidas por cuatro arqueros que llevaban teas hechas con una materia resinosa que, al arder proyectaban en su torno una luz vivísima, casi blanca. Más allá de la abertura había una escalera que conducía debajo de tierra, formada por peldaños de piedra muy altos y anchos, que llevaban a una inmensa galería arqueada, flanqueada por un número infinito de animales embalsamados, dispuestos ordenadamente en doble fila. Había gatos, ibis, cocodrilos, terneros y toda clase de bestias, que según se ha dicho, si no eran adorados, eran por lo menos muy respetados por los viejos egipcios. Nitokri y Nefer, precedidas por la escolta, penetraron en la galería que se hallaba impregnada por un olor poco agradable, producido por millones y millones de momias que, pese al embalsamiento, se iban corrompiendo lentamente, tratándose de gente pobre que no podía permitirse el lujo de dar a sus cuerpos un tratamiento igual al de los ricos y al rey. Después de recorrer dos o trescientos pasos, Nitokri se volvió a la escolta y dijo:

—Gritad fuertemente y que repercuta en las profundidades de los serdab. El joven que encerrasteis debe haberse extraviado.

Los arqueros se reunieron en círculo e hicieron retumbar las profundas e infinitas galerías, que a lo largo de leguas se sucedían bajo la última llanura del delta, con un sonoro:

—¡Wohé!…

Cuando cesó el eco, perdiéndose en lontananza, se pusieron todos a escuchar. Transcurrieron varios instantes de angustiosa espera; después un grito muy débil, que venía quién sabe de dónde se dejó oír.

—¡Es él! —dijeron al unísono Nitokri y Nefer, impresionadas.

—Sí, la que ha contestado es una voz humana —dijo el jefe de los arqueros.

—¡Busquémoslo! ¡Busquémoslo! —gritó la princesa.

Se habían detenido en su marcha, desfilando entre aquellas inmensas e interminable hileras de animales embalsamados y entre paredes de granito que mostraban pequeñas lapidas con el nombre grabado de los muertos sepultados o encima o debajo de la galería. De cuando en cuando aparecían ramificaciones. Eran otros serdab tenebrosos que se dirigían en otras direcciones. La escolta gritaba, a pleno pulmón, un nuevo y potente grito y al no recibir respuesta, proseguía a través de la galería principal. Mirinri debía hallarse muy alejado de la entrada de la necrópolis, tal vez sin saberlo, a causa de la profunda oscuridad que reinaba allí dentro.

—Tal vez esté muerto —decía insistentemente Nefer.

—¡Si ha contestado!

—¿Y si hubiese sido el eco, Nitokri?

—No, señora —respondía el jefe de los arqueros—. Aquella era una voz humana, muy diferente del eco.

—¡Siempre adelante! Nosotros… —Se detuvo bruscamente, mandando—: ¡Quietos todos! ¡Que nadie se mueva!

A lo lejos había oído algo así como un rumor de pasos. Alguien andaba sobre las piedras que enlosaban la galería.

—Ha visto la luz de nuestras antorchas y viene hacia aquí —dijo finalmente el jefe.

—¿Estás seguro? —preguntó Nitokri.

—Sí, princesa.

—Prueba.

—¡Wohé! —gritó el arquero.

Una voz, muy lejana pero clara, respondió de pronto:

—¿Quién es el valiente que viene a buscar al hijo de Teti?

—¡Mirinri! —gritaron a la vez Nitokri y Nefer.

Siguió un breve silencio, como si el joven, detenido por el asombro fácil de comprender en aquel momento, se hubiese detenido; luego las piedras volvieron a resonar precipitadamente, bajo unas pisadas apresuradas.

—Dejad aquí dos antorchas e id a esperarnos a la salida de la necrópolis —dijo Nitokri a la escolta—. Ahora ya no correremos ningún peligro.

Apenas los arqueros habían desaparecido tras un recodo de la galería, cuando Mirinri, que se había lanzado a una carrera desenfrenada tan pronto como hubo visto la luz de las teas, llegó ante las dos muchachas.

—¡Tú, Nitokri, y tú, Nefer! —exclamó—. ¿Estoy soñando o es mi alma que ha abandonado ya mi cuerpo?

—No, Mirinri, somos nosotras —dijo Nitokri, cogiéndolo por una mano. Nosotras que hemos venido a esta horrible necrópolis para salvarte.

—¿Y a morir, conmigo? ¿Es posible que Pepi me haya concedido la vida, después de hacerme encerrar aquí? Nitokri, Nefer, hablad.

—Estás a salvo y libre —dijo la hija de Pepi—. El palacio real está esperando a su príncipe y al futuro rey.

—¡Yo un rey! —Gritó Mirinri—. No, es imposible, esto es un sueño.

—No, mi señor —dijo Nefer.

—¡Yo libre y rey!…

—Futuro rey —corrigió Nitokri.

—Qué me importa, con tal que salga de aquí y no me separe más de ti.

Nefer se había vuelto hacia otra parte, apoyándose con sus manos en la pared. Mirinri se dio cuenta y comprendió el efecto que debían haber producido sus palabras en el ánimo de la pobre muchacha.

—Me amaba —susurró a Nitokri.

La Faraona se acercó a la muchacha y cogiéndola dulcemente por una mano, dijo:

—Ven, hermana: el palacio real nos acogerá a todos.

Se pusieron en camino: Mirinri y Nitokri iban preocupados; Nefer estaba triste. Ya comenzaban a entrever la luz que penetraba por la abertura hecha en la gran muralla, cuando Mirinri se detuvo, mirando a Nefer.

—¿Y Ounis? —preguntó.

—También está preso —respondió la muchacha.

—¡Ounis! —Exclamo Nitokri—. ¿Quién es? Yo he oído ese nombre.

—Es el hombre que me condujo al desierto, que me cuido durante la infancia, que fue para mí un padre más que un amigo —dijo Mirinri—. ¿Es cierto que se encuentra en manos de tu padre?

—No lo sé.

—Yo sí —dijo Nefer—. Estaba presente cuando lo arrestaron.

—¿Y qué han hecho con él? —gritó Mirinri, con voz amenazadora—. Si han tocado un pelo de la cabeza de aquel hombre yo, Nitokri romperé la tregua que ahora reina entre mí y tu padre.

—No hables así, Mirinri —respondió Nitokri—. Si hay que salvar a otro, lo salvaremos y no entraremos en el palacio real antes de obtener su gracia. Hermana, ahora te toca a ti.

—¿Qué debo hacer? —preguntó la joven extrañada.

—Precederme en el palacio real e ir a anunciarle a mi padre mi voluntad si es que quiere volver a ver a su hija. O la gracia del hombre que ha salvado y guiado a Mirinri o renunciar para siempre a mí. Estoy decidida a ligar mi destino a vosotros dos y dispuesta a arrojar el ureo que llevo en la frente.

Mirinri miro a Nefer con inquietud.

—Sí, mi señor —dijo la joven—. Iré.

—¿Y Ata? ¿Y los otros?

—Todos están presos.

Mirinri tuvo un momento de enojo, pero pronto se calmó.

—Nitokri —dijo— unamos nuestras fuerzas. Tu padre será para mi sagrado: pero ay de él si mis amigos caen bajo su venganza.

—Mi padre cederá ante nosotros tres, que somos Hijos del Sol —respondió la joven Faraona.

—Salgamos de aquí: el aire es pestilente y debemos respirar otro ambiente. Alcanzaron sin tardanza la salida de la necrópolis, donde aguardaban seis esclavos y seis arqueros.

—Sube al palanquín, Nefer —dijo Nitokri— y precédenos hacia el palacio real. Tú sabes lo que debe hacer mi padre si quiere volver a verme y seguir teniendo una hija. El sol se está poniendo, no me pongo los vestidos reales y así nadie nos prestará atención. ¡Vete, Nefer, y arranca de mi padre la gracia de Ounis y de sus amigos!

La muchacha subió al palanquín, hizo bajar las cortinas y los esclavos partieron a la carrera seguidos por doce arqueros.

En pocos minutos llegaron a las primeras casas de la ciudad, sin haber encontrado a ningún ser viviente. Parecía que todos sus habitantes hubiesen abandonado Menfis. Se encontraban congregados en el inmenso dique del Nilo, asistiendo a la lucha entre el viejo Ounis y el león libio.

Después de una media hora larga, llego Nefer al palacio real y subió la escalinata, dispuesta a presentarse ante Pepi. Iba ya a penetrar en las estancias del todopoderoso Faraón, cuando vio como le cortaba el paso un viejo sacerdote, salido de una puerta lateral.

Nefer se detuvo de golpe, lanzando un grito de terror:

—¡Her-Hor!

—Sí, el gran sacerdote del templo de Ptah, que no ha dejado sus huesos en la isla de las sombras —respondió el anciano con un tono irónico.

La asió bruscamente por un brazo y la arrastró a la fuerza a una enorme estancia que se encontraba detrás de la sala del trono.

—¿Que has venido a hacer aquí? —preguntó Her-Hor, cerrando la puerta por la que se entraba a un inmenso salón brillante de oro.

—A buscar al rey —respondió Nefer, que había recuperado su sangre fría.

—¡Pepi! Tiene muchas cosas que hacer en este momento. ¿Quién te ha mandado?

—Nitokri.

—Así es que ya habéis sacado a Mirinri de su sepulcro.

—Sí.

—Y se encuentra con la hija de Pepi en este momento.

—Exacto.

Her-Hor sonrió de un modo feroz.

—Lo ha salvado —dijo.

—Lo hemos encontrado vivo todavía.

—¿Y vienen hacia aquí?

—Este es el sitio de Mirinri.

—Sí, lo sé. Pepi ha cedido totalmente ante Nitokri y lo ha perdonado, pero ¿sabes en qué condiciones?

—Lo ignoro, y no me interesa.

—Te engañas, Nefer —dijo Her-Hor—. ¿Cuándo Mirinri esté aquí, qué le ocurrirá a la princesa de la isla de las sombras? ¿Qué hará de ti, que eres también la Hija del Sol? ¿En qué escalón del trono vas a sentarte tú?

Nefer lo miró con turbación.

—No había pensado en eso —dijo después con voz sofocada—. Sí, ¿qué será de mí después?

Her-Hor hizo oír una breve sonrisa.

—La princesa de la isla de las sombras ha alzado su mano sobre un gran sacerdote —prosiguió— y he aquí que los dioses me vengan. Mirinri será un día rey; Nitokri será reina ¿y tú, qué lo has amado?

—Calla, Her-Hor —gritó Nefer— no me destroces el corazón.

El sacerdote, sin conmoverse por la desesperación que se leía en el rostro de la pobre muchacha, siguió implacable:

—Y tú desde el último peldaño del trono; tú que has amado intensamente al futuro rey del reino faraónico, al hijo de aquel Tetis al que los imbéciles llamaban «Grande» asistirás…

—Calla, Her-Hor —repitió Nefer sollozando.

—Asistirás a las bodas del afortunado joven con la hija de Pepi.

—Me estas matando.

—¿Es que tú no has intentado matarme? —Preguntó el sacerdote con voz dura—. Yo he sufrido, ahora sufre tú.

—¡No me queda otra solución que morir! —dijo la desgraciada.

Her-Hor levantó una cortina que escondía una especie de armario y mostró a la muchacha una pequeña panoplia, en la que había dagas, puñales y varias armas en forma de pequeñas hoces.

—No tienes más que elegir —dijo fríamente.

Nefer iba a decidirse cuando se oyó a lo lejos un ruido ensordecedor que se acercaba rápidamente. Parecía que millares de personas se acercaban al palacio real dispuestos a invadirlo.

Her-Hor había detenido a Nefer, prestando atención.

—¿Qué es lo que ocurre en la ciudad? —se preguntó con inquietud.

Arrastró a la muchacha hacia un amplio ventanal y alzando la abigarrada cortina, miró hacia la inmensa avenida que conducía al palacio real.

Una enorme multitud avanzaba chillando amenazadoramente. Eran las tropas que Teti guiaba para echar al usurpador del trono.

—¿Una rebelión o una insurrección? —se preguntó Her-Hor, con gran inquietud.

De pronto soltó un grito de terror. Pepi rodeado por unos pocos soldados, había aparecido en el camino. Sus esclavos corrían a la desbandada, amenazando con volcar el palanquín de un momento a otro. Guardias, sacerdotes, músicos, danzarinas, portadores de los emblemas reales, ya no estaban con él. El magnífico cortejo se había deshecho.

—¡El rey huye! —gritó Her-Hor.

Después una ronca imprecación se le escapó. Llegaron a sus oídos los gritos de una multitud aclamando a Teti.

—Todo ha terminado —murmuró—. No me queda más que la venganza. ¡Ounis ha sido reconocido por el pueblo y matará a Pepi!

Se había detenido ante la ventana, teniendo siempre asida por una mano a Nefer, que parecía no comprender en absoluto lo que iba a suceder. Las tropas del pueblo entretanto llegaban gritando y aclamando a Teti. Her-Hor lo vio entrar en el palacio real, mientras que el cuerpo de guardia, los servidores, los esclavos y las mujeres huían desordenadamente a través de los inmensos jardines.

—Ven —dijo con voz imperiosa a Nefer— pero antes toma esto porque nuestra última hora va a sonar y así tendrás la prueba de que Mirinri está perdido para siempre para ti.

Cogió un puñal y la arrastró hacia la puerta que conducía a la sala del trono. Precisamente en aquel momento Teti, después de haber despojado a su hermano del ureo, tenía aterrorizado al usurpador, levantando la daga sobre él, dispuesto a darle muerte.

Iba el terrible anciano a realizar el fratricidio sin que el pueblo que llenaba la sala hubiese hecho movimiento alguno para salvar al depuesto rey, a quien habían adorado y tenido como un dios momentos antes, cuando la muchedumbre se apartó de pronto.

—¡Padre! ¿Qué es lo que haces?

—¡Salvad al rey! ¡No lo matéis! ¡Concededle la gracia!

Apareció Mirinri, seguido de Nitokri, llorando, pálida como una aparición.

Teti alzó su cabeza y luego bajó la daga.

—¡Padre! —Repitió Mirinri, yendo a su encuentro—. ¡Ah! ¡Mi corazón no me había engañado! ¡Padre! ¡Viva Teti!

—¿Qué es lo que quieres, hijo? —preguntó el viejo monarca, mientras una alegría inmensa le irradiaba por el rostro.

—Es el padre de Nitokri, la muchacha que salvé —respondió Mirinri.

—¿La amas?

—Sí, padre. La quiero.

Teti arrojó la daga lejos de sí.

—Concedo la vida a este hombre —dijo luego—. Osiris lo quiere y tú también. ¡Sea!

Her-Hor al oír aquellas palabras, hizo resonar por la estancia su risa estridente.

—¿Crees ahora, Nefer, que Mirinri puede quererte?

—No… Todo ha terminado —respondió la desgraciada. ¡Venga la muerte!

Alzó el arma que tenía en su mano. Miró un instante la reluciente hoja, y se la hundió completamente en el pecho, en dirección al corazón.

Her-Hor la alzó en sus brazos. La sostuvo sin hacer caso de la sangre que le manchaba el vestido y penetró en la inmensa sala, gritando:

—¡He aquí mi venganza!

Por segunda vez se abrieron las hileras de gente, para que el sacerdote avanzara sin estorbos hasta llegar ante el trono.

—¡Her-Hor! —exclamaron Teti y Mirinri.

—¡Esta es tu hija! —Gritó el sacerdote, con voz penetrante, depositando ante Teti a la muchacha—. Esta muerta y ha muerto de amor. Ya estoy vengado. Tú me arrojaste del templo, donde ejercía las funciones de gran sacerdote, pero ahora vengo a amargarte tu victoria.

—¡Nefer! —exclamaron al unísono Mirinri y Teti, con horror.

—No, Sahur, tu hija, a la que hice seguir los pasos de tu hijo, para que lo amase. Y como veis lo he conseguido. Se ha matado al oír a Mirinri confesar su amor por Nitokri.

Un grito de rabia salvaje escapó del pecho de Teti.

—¡Arrestad a ese miserable!

Mirinri, antes que nadie, se había arrojado sobre el gran sacerdote asiéndolo por la garganta.

—¿Debo matarlo? —preguntó.

—No; que se hagan los funerales debidos a mi hija, que lleven su cuerpo a la gran pirámide que he hecho construir a orillas del desierto y que se encierre allí vivo a este hombre. Abdico en favor de mi hijo: él es digno de su padre.

—¿Y tú? —preguntó Mirinri.

—Regreso al desierto, donde viví durante dieciocho años, y vuelvo allí para oír los gritos de hambre de este hombre que ha causado la muerte de mi hija. Te oiré, Her-Hor, a través de la piedra que te encerrará para siempre, hasta tu último grito.

Cogió el ureo que había quitado a Pepi y lo puso en la frente de Mirinri, quien se había arrodillado junto al cadáver de Nefer, sollozando con gran pena y dolor.

—Pueblo —gritó—. ¡He aquí mi última voluntad! Que se haga gracia a mi hermano y se le destierre al Alto Nilo; es el padre de la muchacha que ama mi hijo. Y tú, Mirinri, no te olvides de Ata: aunque le hayan cortado las manos, puede ser un buen ministro. Ahora, adiós; voy a escuchar los terribles gritos de Her-Hor ante el sarcófago de mi hija.

Alzó en sus brazos el cadáver de Nefer, que iba perdiendo sangre y se encaminó hacia una de las veinticuatro puertas de bronce, mientras que en la sala tronaba un grito inmenso:

—¡Viva Mirinri, rey de Egipto!


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
Leído 209 veces.