Las Panteras de Argel

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LAS PANTERAS DE ARGEL

CAPÍTULO I. UNA FALÚA MISTERIOSA

Era una noche espléndida, una de esas noches dulces y serenas que con frecuencia pueden admirarse en las costas italianas, donde el firmamento tiene una transparencia que supera a la del cielo de las regiones tropicales, y que tanta admiración produce en los navegantes que recorren el Atlántico y el Océano Indico.

La luna se reflejaba vagamente, titilando sus reflejos plateados sobre la plácida superficie del mar Tirreno, y las estrellas más próximas al horizonte parecían dejar caer sobre el mar largos rayos de oro fundido. Una fresca brisa, impregnada de perfumes de los naranjos, todavía en flor, soplaba a intervalos por la costa de Cerdeña, cuyas ásperas montañas se dibujaban claramente sobre el cielo, proyectando la sombra gigantesca de sus cimas.

Una chalupa de forma esbelta y elegante, con la borda incrustada de ricos dorados y la proa adornada con un escudo también dorado, donde lucían una corona de Barón con tres manoplas de hierro y un león rampante, se deslizaba sobre las aguas bajo el poderoso impulso de doce remos manejados por vigorosos brazos. La embarcación se recataba a la sombra de la costa, como si deseara ocultarse de los barcos que pudieran venir del sur, en cuya dirección proyectaba la luna sus haces de rayos plateados.

Doce hombres, vigorosos todos, con el rostro bronceado, el pecho resguardado por corazas de acero, sobre las cuales se veía pintada en negro una cruz y la cabeza cubierta con cascos brillantes, bogaban afanosamente. Delante de ellos se veían picas, alabardas, mandobles, mazas de acero y también aquellos pesados mosquetes que hasta fin del siglo XVI hacían sudar a los más robustos combatientes que tenían que servirse de ellos.

A popa, sentado en un rico cojín de damasco semicubierto por un espléndido tapiz de terciopelo rojo rameado de oro, cuyos flecos rozaban las aguas, se encontraba un arrogante mancebo de veinte años apenas, que llevaba una coraza con incrustaciones de oro, cruzada por una faja de seda azul. Cubría su cabeza un yelmo sin visera y que resplandecía como si fuese de plata, coronado por tres plumas blancas de avestruz.

Calzaba botas altas acampanadas, de piel roja, con borlas plateadas, que apenas dejaban ver los calzones, de terciopelo carmesí. De su cintura pendía una larga espada, encerrada en una vaina bruñida y llena de arabescos, y un par de pistolas con larguísimos cañones. Era un joven hermoso, de facciones finas y aristocráticas, casi femeniles, ojos azules, labios rojos que hubiese envidiado una muchacha, y todavía sin sombra de vello. Largos cabellos de color rubio dorado asomaban bajo el yelmo y caían en ondas sobre la espalda. También su estatura era elegantísima; alto, erguido, fornido, tenía musculatura robusta.

Al lado suyo, y sentado sobre el primer banco, se encontraba un extraño individuo, redondo como una bola, quince años más viejo que el caballero, pero mucho más pequeño que él, con cara de luna llena iluminada por dos ojillos de color de acero; tenía larga barba erizada y bermeja y una nariz de color encendido, que descubría en sus reflejos un verdadero sacerdote de Baco.

Lo mismo que el resto de los tripulantes, llevaba una amplia coraza atravesada de alto a bajo por una enorme cruz, y sobre la cabeza una especie de morrión de acero adornado con un penacho de plumas. Su largo cinturón de cuero sostenía un verdadero arsenal: un espadón, dos puñales, dos pistolas y una maza de hierro de las que se usaban un siglo antes, y de un peso extraordinario. Si hubiera podido encontrar una culebrina, no habría vacilado en echársela al hombro.

La chalupa se había alejado de las costas de Cerdeña y se encaminaba hacia alta mar en dirección de una islita que se veía claramente por el suroeste, cuando el joven de la coraza dorada, desarbolando la bandera suspendida en el asta de proa, sobre la cual se vislumbraban los colores de los caballeros de Malta, dijo al hombre gordo:

—Dentro de media hora estaremos en San Pedro.

—¿Se habrán juntado ya esos perros de Mahoma, señor barón? —replicó el hombrecillo, dando un suspiro.

—¿Te inquietarías por eso tú, Cabeza de Hierro? —preguntó el joven, con tono un poco irónico y sonriendo ligeramente.

—¿Yo, señor barón? ¡Me los comería a todos de dos bocados! ¡Ya verán ellos la resistencia de los brazos de Cabeza de Hierro! ¡Yo no tengo miedo a los berberiscos!

—Te he oído suspirar…

—Es una antigua costumbre, señor barón. Pero ¿qué significa eso?

¿Tener miedo un catalán a los argelinos? Mi padre ha dado muerte a mil de ellos, por lo menos, y mi tío…

—¿A diez mil, acaso? —dijo el joven, riendo.

—Pocos menos habrán sido.

—¿Y el sobrino, Cabeza de Hierro?

—¡Matará otros tantos!

—Entonces, ¿por qué cuando el mes pasado abordamos a aquel corsario tunecino en aguas sicilianas te escondiste en la bodega y tu terrible maza estuvo inactiva? Sin embargo, la jornada de aquel día era de las buenas.

—¡No fue mía la culpa!

—¿De quién entonces?

—De una botella de vino de Chipre, que, por arte diabólica, sin duda, me privó del ejercicio de las piernas. ¡Alguna brujería de Mahoma!

—¿Una botella sola? ¡Di más bien medio barril de… miedo!

—¿Miedo yo? ¿Miedo un descendiente de la ilustre familia de los Barbosas? ¡Qué ha derramado su sangre en Tierra Santa y hasta en el Perú! ¿Vos ignoráis, señor barón, que fue un antecesor mío quien hizo prisionero al emperador de los incas, y que otro estuvo a punto de matar a Saladino? De sangre tan valerosa no puede salir un hombre tímido. ¡Ordenad a los argelinos que se apresuren a desembarcar en San Pedro y a asaltar el castillo de doña Ida, y veréis de lo que es capaz Cabeza de Hierro, el catalán!

Esta vez fue el barón quien suspiró, mientras una vaga inquietud se pintaba en su semblante.

—¡No lo quisiera en este momento, Cabeza de Hierro! —Dijo con cierta ansiedad—. Si mi galera estuviese dispuesta, también yo mostraría a los argelinos cómo saben combatir los caballeros de Malta; pero antes de veinticuatro horas no podrá reunirse con nosotros.

—¿Y creéis que la noticia sea cierta?

—Me la confirmó un pescador que salió de allí ayer noche.

—¿No sabe nada del castillo?

—Lo ignoro.

—¿A qué irían esos argelinos?

—A robar a la condesa y a demoler el castillo.

—¿Se han visto los buques corsarios? —preguntó Cabeza de Hierro.

—Aquel pescador sólo ha descubierto una falúa que vigilaba sospechosamente las aguas de San Pedro. Debe de ser la avanzada de alguna escuadrilla.

—Entonces, ¿qué podrá hacer contra ella la galera del señor barón? —interrogó el catalán, castañeteando los dientes.

—Nuestros hombres no están acostumbrados a contar los enemigos —replicó el barón con voz enérgica—. Caeremos encima de esos ladrones del mar, y ocurra después lo que Dios quiera.

—¡San Isidro nos proteja!

—¡Mejor lo harán nuestras espadas! ¡Silencio! ¡Mira! ¡Es el espía, que vuelve a aparecer! ¡Siniestro pájaro nocturno! ¡Acecha a la condesa de Santaflora con ojos rapaces!

El joven barón se había levantado, intensamente pálido, llevando involuntariamente la diestra al puño de la espada y la siniestra a la culata de las pistolas. En su rostro se leía en aquel momento una extrema ansiedad.

En el horizonte, al sur de la isla de San Pedro, una sutil chalupa, coronada por dos velas latinas y que debía de tener gran arboladura, se deslizaba rápidamente por el mar, dejando una larga estela argentada.

Un punto luminoso aparecía de cuando en cuando, a intervalos regulares, sobre la proa, apagándose después.

—Debe de ser la falúa observada por el pescador —dijo el barón—. Pero ¿con quién puede cambiar esas señales?

—¿Os referís a aquel punto brillante, señor barón? —respondió Cabeza de Hierro.

—Sí.

—¿No es una hoguera?

—Parece un espejo de metal que refleja los rayos de la luna.

—Acaso la tripulación de la falúa corresponda con alguna galera que se encuentre en alta mar.

—No; hace señales hacia la costa.

—¡Ah! ¡Mira! ¡Responden desde San Pedro!

Una hoguera se había encendido repentinamente sobre la playa. Ardió un momento, y después se apagó, mientras la falúa, cambiando con ligereza el velamen, se alejaba rápidamente hacia la isla de San Antonio, cuya masa se divisaba confusamente hacia el Sur.

—¿Qué os parece todo esto, señor? —preguntó el catalán, viendo que el barón permanecía silencioso.

—Pues me pregunto quién puede ser la persona que tiene interés en atraer a los corsarios berberiscos hacia la costa de San Pedro —respondió el caballero de Malta con voz sorda—. ¿No sabe acaso ese miserable que donde caen los berberiscos todo lo arruinan?

—Es imposible que sea algún renegado oculto en San Pedro. En estas islas son todos hombres honrados.

—¿Sabes qué bandera ha visto aquel pescador ondear sobre la falúa?

—No.

—La de Culquelubi.

—¿La del capitán general de las galeras argelinas, de ese tigre feroz? —Balbució el catalán—. ¡Ah, señor; siento que me corre un sudor frío por la piel, a pesar de la sangre generosa que corre por mis venas!

El joven barón no había escuchado siquiera la temerosa observación del descendiente de los Barbosas. Toda su atención se había reconcentrado en la falúa, la cual, en aquel momento, aparecía como un punto negro perdido en medio de un mar de plata.

—¿Adónde irá? —se preguntó—. ¿Acaso allá a lo lejos se esconden las galeras de Culquelubi? ¿Por qué no estarán aquí todos los valientes malteses que velan por la seguridad de las islas del Mediterráneo? Génova y Venecia gloriosas, ¿dónde están vuestros navíos? San Marcos y San Jorge, ¿habéis arriado vuestras banderas, que hicieron temblar un día a Constantinopla? ¡Yo solo contra todos! ¡Vencer o morir! ¡Pues sea! ¡Moriré si es preciso; pero los moros no desembarcarán bajo los muros que defienden a mi prometida!

Al hablar así, las dulces facciones del barón se habían iluminado con fulgores de cólera. Se comprendía que aquel joven, que parecía un niño vestido de guerrero, podía transformarse en un verdadero héroe en el momento oportuno.

—¡La proa hacia San Pedro! —había gritado con voz tonante—. ¡Y maldito sea el traidor que atrae a las islas a las panteras de Argel!

A pesar de sus bravatas, Cabeza de Hierro se había estremecido de terror. El ilustre descendiente de los Barbosas hubiera preferido encontrarse en la bodega de las galeras del caballero de Malta, delante de un barril de vino de Chipre, a estar en aquella chalupa, que corría hacia el peligro.

—¡Si tuviera algunas copas en el cuerpo —murmuraba—, pobres moros; qué carnicería iba a hacer con vosotros! Señor barón —preguntó de pronto—, ¿habrá mucha faena allá abajo?

—Nos jugaremos la piel —respondió el caballero.

—¿Es fuerte el castillo de la condesa de Santafiora?

—Si sus bastiones no son muy resistentes, lo serán nuestras espadas.

—La mía, aunque es de Toledo, no resiste a las balas de las culebrinas.

—Tu espada está templada en las aguas del Guadalquivir.

—Y las balas de los corsarios, en las del Mediterráneo.

—Pero no en las que bañan las aguas de Malta —respondió el barón.

—¡Pobre señora condesa! ¡En qué terribles combates va a verse envuelta!

—Es hija de guerreros que han derramado su sangre en Tierra Santa.

—¿Sabe que os encontráis en estas aguas?

—Mi aparición no la asombrará. Ya la he prevenido de mi retorno a estos lugares; si la tempestad no hubiera roto el timón, nuestra galera ya hubiese llegado a la isla. ¡Ah, mira; la falúa reaparece!

—¡Por San Jaime bendito! —Exclamó el catalán—. ¿Qué significan esas carreras misteriosas? ¡Acaso pretendan caer sobre nosotros!

—Llegaremos a San Pedro antes —respondió el barón—. Parece que tratan de dirigirse a Antíoco. ¡Ea, muchachos; remad con fuerza, si no queréis hacer demasiado pronto conocimiento con esos perros mahometanos! ¡Acordaos de que son las panteras de Argel!

Los doce remeros, que ya habían advertido la presencia de los moros, no tenían necesidad de las excitaciones del barón; harto conocían ellos la audacia y la ferocidad de los corsarios berberiscos. Tampoco ignoraban que sus falúas llevaban culebrinas de buen calibre, y no querían exponerse al tiro de aquellas piezas, que los moros manejaban con mucha habilidad.

Pero la isla de San Pedro estaba próxima, mientras que los corsarios argelinos se encontraban alejados de ella cuatro millas por lo menos. Había, pues, el tiempo necesario para desembarcar antes de su llegada.

No obstante, los remeros bogaban furiosamente, haciendo volar la chalupa sobre la superficie de las aguas. El sudor inundaba sus semblantes, pero no por eso amainaban en su faena.

El joven caballero, que llevaba la barra del timón, dirigía la chalupa hacia una pequeña ensenada formada dentro de un promontorio pedregoso. En la extremidad de aquel promontorio se erguía majestuosamente una torre redonda y almenada situada a la izquierda de una maciza construcción, que la sombra proyectada por algunos árboles no permitía aún distinguir con claridad.

Sobre la ribera de aquella ensenada era precisamente donde el barón y el catalán habían visto brillar aquella hoguera que parecía una señal convenida con la falúa berberisca.

—¿Ves algo, Cabeza de Hierro? —preguntó el barón.

—Una ventana iluminada, y nada más. La señora condesa vela, sin duda.

—Aun no son más que las diez.

—Entonces, es posible que la servidumbre esté despierta, señor barón. Esta brisa nocturna me ha abierto el apetito de tal modo, que sería capaz de comerme tres moros en cinco minutos.

—¿Quieres cobrar fuerzas para combatir?

El catalán exhaló un suspiro.

—¡He aquí una palabra que me quitará el apetito! —murmuró para sus adentros.

El barón se había incorporado, y sus ojos se fijaron con ansiedad en la ventana iluminada, la cual se destacaba claramente sobre la negra masa del castillo.

—¡Acaso me espera! —dijo.

—Un rápido rubor coloreó su semblante; pero después se puso densamente pálido, y sus ojos inquietos buscaban por todas partes la falúa, que había desaparecido. En aquel momento experimentó un vivo sentimiento de angustia.

—¡Si me la robasen! —murmuró—. ¡Si esos atrevidos piratas hubieran puesto sus ojos sobre mi prometida para hacer un regalo a su jefe o para vendérsela al bey de Argelia! ¡Acaso no ignoren que es la más hermosa criatura de las costas de Cerdeña!

—¡Señor barón! —dijo el catalán, levantándose rápidamente.

—¿Qué quieres?

—¡Vuelve la falúa!

—¿Vuelve sola?

—No veo ningún barco que la acompañe.

—Entonces llegará tarde. ¡Un último esfuerzo, muchachos!

La chalupa había entrado ya en la ensenada, que atravesó velozmente, y fue a embarrancar en la playa arenosa, la cual descendía suavemente hacia el mar.

—¡Atracadla a tierra, empuñad las armas y seguidme! —Ordenó el barón—. ¡Los berberiscos no pondrán el pie en las murallas!

CAPÍTULO II. ZULEIK

El castillo del conde de Santaflora, del cual sólo quedan hoy insignificantes ruinas cubiertas de maleza y de arena, era en 1630, época en que comienza nuestra verídica historia, una fortaleza todavía sólida, aunque no muy extensa, y defendida por una sola torre.

Construida para impedir las frecuentes incursiones de los piratas berberiscos, los cuales ya habían devastado más de una vez la isla de San Pedro, había sido dada en feudo al conde de Santafiora, caballero de Malta, perteneciente a una nobleza que se había distinguido mucho contra los sarracenos en Sicilia y en las aguas de Túnez y de Argel.

El conde Alberto, primer propietario del castillo, había prestado grandes servicios, protegiendo contra las correrías de aquellos piratas, no sólo a San Pedro, sino también a la vecina isla de Antíoco.

Su hijo Guillermo, apodado Brazo de Hierro, no se había mostrado menos valeroso que su padre, sosteniendo infinitos asaltos y defendiendo con vigor sobrehumano el castillo. Con sus galeras también había desafiado a los más renombrados corsarios tunecinos, llevando su audacia hasta el punto de bombardear los fuertes de Argel; audacia que pagó con la vida, porque, asaltado por las naves de Culquelubi, el más famoso capitán que entonces tenía el bey, después de un combate sangriento, murió, lleno de gloria, en unión de todos los caballeros de Malta que le acompañaban.

Única heredera del marino glorioso, la condesa Ida de Santafiora, hija de Guillermo, y que a la sazón sólo contaba seis años, permaneció al cuidado de una parienta, pues también su madre había sido muerta durante un asalto de los berberiscos.

La niña creció entre el estruendo de la artillería, porque los corsarios, hostigados por Culquelubi, el cual soñaba con el dominio de Cerdeña, habían tratado muchas veces de apoderarse de la isla y, sobre todo, del castillo.

Pero el valor de los caballeros de Malta, que siempre habían acudido en defensa de la muchacha, hicieron inútiles todas las tentativas de los corsarios africanos.

Entre aquellos valerosos señores llegados con sus galeras en auxilio de la joven condesa se encontraba el barón Carlos de Santelmo, un valiente caballero siciliano, creado caballero de Malta cuando apenas contaba veinte años. Las pruebas de valor que había dado en los últimos combates, su varonil hermosura y la nobleza de su sangre no tardaron en producir en el ánimo de la joven condesa una profunda impresión.

Ambos, huérfanos; ambos, hermosos; ambos, hijos de guerreros que habían derramado su sangre en defensa de las costas del Mediterráneo, bien pronto debían entenderse y compartir con igual intensidad una pasión inextinguible. La felicidad parecía llegar a su colmo, pues Carlos había armado ya su galera para ir a pedir la mano de la condesa, cuando, sorprendido por una tempestad, se vio obligado a buscar un refugio para su nave en el golfo de los Naranjos.

Y no era ésta la única desgracia. Como acabamos de ver, otra más grave le había sorprendido. Por noticias de un pescador supo con espanto que los corsarios berberiscos rondaban la desgraciada isla, para caer sobre ella en el momento menos pensado.

* * *

En el instante en que la chalupa del barón avistaba de lejos a San Pedro y descubría la falúa corsaria, la condesa de Santafiora estaba sobre la terraza del castillo, sentada en una amplia poltrona de terciopelo y con los pies apoyados en un cojín de seda carmesí.

Era una espléndida criatura de diecisiete años, de pequeña estatura y delgada como un junco. Un ligero tinte rosado, que hacía pensar en los fulgores del alba, coloreaba su semblante. Sus ojos eran de un color negro intensísimo, cuyo brillo ocultaban a medias largas pestañas.

A pocos pasos de ella, un joven de tez morena, con cabellos negros y rizados y facciones enérgicas, estaba reclinado sobre un tapiz, teniendo sobre las rodillas una cítara de mango larguísimo, una tiorba argelina.

Se adivinaba que era un africano o, mejor, un moro berberisco, un hijo de aquella terrible raza de conquistadores que habían llevado sus armas contra España, corriéndose hasta el corazón mismo de la propia Francia. Su turbante de seda, su alquicel y sus calzones eran del mejor gusto.

Entre las manos nerviosas y pequeñas sostenía el instrumento, al cual arrancaba de vez en vez notas dulcísimas. Luego interrumpía su tocata para mirar extasiado a la joven, la cual fijaba los ojos en el mar.

De cuando en cuando, los ojos del moro se encendían con fulgores rápidos y un relámpago salvaje iluminaba sus negras pupilas, mientras sus labios se contraían y mostraban una soberbia dentadura.

Entonces no miraba a la condesa; aquellos ojos negros, que relucían como carbones, se dirigían hacia el mar, deteniéndose sobre la falúa, que se alejaba después de las señales cambiadas, y una siniestra sonrisa, que parecía la mueca de una fiera en acecho que olfatea la sangre de su presa, se dibujaba sobre su hosco semblante.

La condesa de Santafiora no parecía preocuparse del moro. También ella miraba con cierta ansiedad la plateada superficie del mar Tirreno y a la falúa, que proseguía sus misteriosas maniobras.

—Zuleik —dijo de pronto, volviéndose hacia el moro—, ¿a quién crees que pertenezca ese pequeño velero que se muestra hace tres noches sobre nuestra playa y que al alba desaparece? Me intranquiliza su presencia.

—Es una mísera barquichuela —replicó el moro con ironía—. ¿Cómo puede inquietar a la señora? Serán pescadores de Antíoco.

—¿Y si fuesen piratas berberiscos?

—Tenéis cuatro culebrinas en las murallas del castillo y otra sobre la plataforma de la torre. ¿Cómo podría una nave tan pequeña osar acercarse a tiro de cañón?

—Estaría mucho más tranquila si el barón Carlos de Santelmo estuviese aquí con su galera.

Un relámpago más terrible y más salvaje que los anteriores brilló en los ojos del moro.

—¿Le espera la señora? —preguntó, haciendo un esfuerzo para que su voz pareciese tranquila.

—Sí; su galera ya debe de haber partido de Malta —respondió la condesa, mientras un leve rubor coloreaba sus mejillas—. Le acompañan bravos y valerosos guerreros.

—¡Qué exterminan a los de mi raza! —dijo el moro, con los dientes apretados por la ira.

—Los tuyos son los que nos hacen la guerra.

—¡Así lo quiere Mahoma!

—Pues Dios arma el brazo de nuestros guerreros para defenderlos.

El moro se encogió de hombros y volvió a tañer la tiorba.

—Mira allí la falúa —añadió la condesa, que se había levantado, apoyándose sobre la balaustrada de piedra de la terraza—. Vuelve a virar en redondo, como si tuviera el propósito de retornar a San Pedro.

—Repito que deben de ser pescadores de Antíoco, señora.

—Sin embargo, he visto brillar sobre el puente de la falúa el reflejo de una luz.

—No he visto nada.

—Es que entonces estabas en la playa.

—Cuando nuestros pescadores argelinos van de noche por alta mar encienden hogueras sobre la proa de su barca para atraer a los peces. Quizá hayáis confundido las hogueras con el reflejo de la luz.

—No; estoy cierta de no haberme engañado.

El moro sonrío y continuó tañendo la tiorba y arrancando sonidos de sus cuerdas; pero no sonidos dulces, sino ásperos y salvajes, que semejaban un toque de guerra. Parecía como si el músico quisiera imitar los terribles rugidos del simún o los aullidos feroces de los árabes cuando se entregan a sus juegos bélicos.

Parecía también que aquellos sonidos producían en el músico un efecto terrible. En su rostro se dibujaban contracciones feroces, y sus ojos despedían reflejos fosforescentes. Todo su cuerpo se estremecía, y sus labios se abrían, como si de su pecho fuera a salir el terrible grito de guerra que un día hiciera temblar a todos los guerreros de la Europa cristiana.

—¿Qué tocas? —preguntó la joven condesa.

—Una fantasía del desierto —respondió el moro, el cual continuó por algún tiempo aquella fuga de notas estridentes y salvajes.

Pero de pronto surgieron de la tiorba sonidos dulcísimos, melancólicos, como si el moro quisiera imitar el lejano murmullo de las ondas y los gemidos de la brisa cuando silva a través de las palmeras del desierto.

De improviso, sus dedos quedaron inmóviles sobre las cuerdas de la tiorba. El moro había inclinado la cabeza sobre su pecho; sus facciones, poco antes alteradas por el odio, habían recobrado su tranquilidad. Al verle se hubiera dicho que dormía.

—¿En qué piensas, Zuleik? —preguntó la condesa.

—¡Pensaba en mi libertad perdida! —respondió el moro, con voz entrecortada—. ¡Pensaba en mi Argelia, en las risueñas playas de mi país, en las palmeras que dan sombra a las mezquitas, en los corceles galopantes entre nubes de polvo, en los tranquilos aduares de nuestras llanuras! ¡Ah; cuántas noches vuelvo a ver en sueños el marmóreo palacio de mis abuelos, con sus esbeltos pórticos, donde transcurrieron felices y libres los hermosos años de mi juventud; el alminar que proyectaba en el amplio patio su enorme sombra, sobre el cual todas las mañanas y todas las noches el viejo Muecín lanzaba en el espacio su grito estridente! ¡Pensaba en la fuente de mármol repleta de agua purísima, en cuyo alrededor las mujeres de mi padre se reunían para cantar; en la dulce figura de mi hermana; en la elevada palmera bajo cuyas ramas jugaba yo alegremente o me dormía soñando con empresas guerreras y batallas gloriosas, con armas relucientes y bellos ojos de huríes; en las galeras vigilantes sobre las olas azules del Mediterráneo, desplegados al viento los verdes estandartes del Profeta! ¡Ah! ¡Qué cosas habría realizado yo un día si el maldito cristiano no me hubiera robado de mi país! ¡Dónde han ido a parar todos mis hermosos sueños de gloria y de conquista! ¡Maldito sea mi destino! Estas manos, que estaban destinadas para empuñar la maza y la cimitarra, para blandir la lanza, para exterminar a las gentes que no creen en el Profeta, ¿de qué me sirven ahora? ¡Para tocar la tiorba como si fuese una hembra! ¡Malhadado instrumento, vete!

Con rápido ademán arrojó la tiorba por encima de la balaustrada, estrellándola en los fosos del castillo.

—Zuleik —dijo la condesa, mirándole con inquietud—, me parece que olvidas que eres mi esclavo.

—¿Acaso al pobre esclavo le está prohibido pensar en su pasado y condolerse de la libertad perdida? —preguntó el moro, con amarga ironía.

—Yo te he prometido la libertad a cambio del rescate de algún esclavo cristiano. Tú sufres; pero más sufren los nuestros que padecen entre las manos del feroz Culquelubi. ¿De qué te lamentas con tanta amargura? Te he tratado siempre como a un hombre libre, mientras que los cristianos se ven torturados cruelmente por tus compatriotas.

—¡Me lamento de no ser libre!

¡Yo no había nacido para ser esclavo! ¡Yo llevo en las venas la sangre de los conquistadores de Granada!

—Y, sin embargo, no has tratado de huir en estos dos años que eres prisionero mío, y tampoco cuando estabas cerca del caballero de Malta que te hizo prisionero.

—El maltés ejercía demasiada vigilancia sobre mí para que hubiera podido sustraerme a ella.

—¿Y por qué no trataste de huir después? Las chalupas del castillo no están vigiladas, y siempre has tenido libertad para andar por la isla.

—¿Creéis que ha sido el miedo lo que me aconsejó no intentar la fuga? —Preguntó el moro—. Soy hijo de un marino, y el Mediterráneo nunca ha inspirado temor a Zuleik Ben-Abend.

Calló un momento, y después, pasándose la mano por la frente, replicó con voz dulce:

—¡Si aquella mujer que turba mis sueños no me hubiese encadenado a su voluntad, hace ya mucho tiempo que Zuleik Ben-Abend hubiera atravesado el Tirreno para entrar en Argel!

—¿Una mujer? —exclamó la condesa, mirándole con sorpresa.

—¡Sí; una mujer hermosa como una hurí del paraíso del Profeta, que constituirá mi felicidad o mi desgracia! ¡Por ella he sofocado los recuerdos de los míos; por ella he preferido permanecer aquí esclavo a ser un hombre libre en Argel; por ella no he pensado nunca en la fuga! ¡Esa mujer ha condenado mi alma, pues porque fuese mía maldeciría la religión de mis padres y renegaría del Profeta, que me hizo nacer musulmán!

—¡Tú, un moro! ¿Luego es cristiana esa mujer?

—¡Sí, para infortunio mío!

—¿Dónde vive?

—¡Aquí, en esta isla! ¡Yo respiro el aire que ella respira, y el mismo sol que ilumina sus ojos luce también para mí!

—¿La hija de algún pescador quizá?

El moro hizo un profundo gesto de desdén.

—En mi país mi padre era príncipe, y príncipe he nacido yo también —dijo Zuleik con orgullo—. Los califas de Córdoba y Granada han mezclado su sangre noble y guerrera con la de mis abuelos. En Argel tiene mi familia palacios y caballos, galeras sobre el Mediterráneo, esclavos negros y cristianos y hombres de armas. ¿Cómo hubiera yo podido haber puesto los ojos en la hija de un mísero pescador? Mañana pueden romperse mis cadenas, y entonces volveré a ser príncipe con más poder que antes.

—En tal caso, esa mujer no vive aquí —dijo la condesa—. En esta isla sólo hay familias pobres. Creo, mi pobre Zuleik, que tu cerebro delira. Anda; ve a llamar a mis doncellas, y retírate a descansar.

—¡Esta noche!… —rugió el moro con acento tan extraño, que la condesa no pudo menos de estremecerse.

—¿Qué quieres decir, Zuleik?

El moro se había mordido los labios, arrepentido de su imprudencia.

—¡Habla, Zuleik! —dijo con voz imperiosa la condesa.

—¡Tenéis razón! ¡Mi cerebro delira! ¡No sé lo que digo!

En aquel mismo instante, hacia la playa se oyó el sonido de una bocina, y poco después gritaba la escolta de la torre:

—¡A las armas!

La condesa se había levantado precipitadamente, presa de una visible emoción, y se inclinó sobre la balaustrada de la terraza.

—¿Quién puede desembarcar a estas horas? —preguntó—. ¡Mira: he allí la falúa atracada en la playa! ¡Acaso sean tus compatriotas, que intenten sorprendernos!

—¡Son cristianos! —murmuró el moro, en tanto que un relámpago de ira brillaba en sus ojos.

—¿Cómo lo sabes?

Una voz tonante resonó entonces:

—¡Echad el puente al barón de Santelmo!

—¡El! ¡Mi Carlos! —exclamó la condesa, apoyando las manos sobre el pecho, como si quisiera contener los latidos del corazón.

El moro tomó un aspecto feroz. Un ronco rugido salió de sus labios, a pesar suyo. Cerró los ojos por un momento, y sus manos se agitaron convulsivamente, como si buscasen la empuñadura de un arma.

Pero de pronto se serenó, fijándose en el mar. La falúa avanzaba silenciosamente hacia la isla, y allá sobre el horizonte se veían puntos blancos que iluminaban el resplandor de la luna.

Un relámpago de alegría encendió las pupilas del esclavo.

—¡He allí las panteras! —murmuró—. ¡Acechan el castillo, y tienen sed de sangre cristiana!

El puente había sido echado sobre el foso con ronco estrépito de cadenas, y el jefe de la guardia del castillo, seguido por cuatro escuderos provistos de antorchas, salió al encuentro del barón y de sus acompañantes, dándoles la bienvenida en nombre de la castellana.

—¿Cómo a esta hora, señor barón? —Preguntó el guardián—. Nadie os aguardaba.

—Me trae un mal viento, mi viejo Antonio —respondió el barón—; un viento que sopla de la parte de Argel.

—¿Qué decís, señor barón? —preguntó el veterano, palideciendo.

—Manda levantar el puente y dispón que se carguen las culebrinas. Despierta a toda la servidumbre y, si es posible, haz que llamen a todos los pescadores de la isla que sean capaces de llevar armas.

—Pero ¿qué pasa?

—Los berberiscos están ya a la vista. ¿Dónde se encuentra la condesa?

—Aguarda al señor barón en la sala azul.

—Señor Antonio —dijo el catalán—; no olvidéis que estamos hambrientos y que con las tripas flojas se lucha mal.

—Tendréis todo lo necesario, señor Barbosa —replicó el viejo soldado.

Entretanto, precedido por dos escuderos, el barón había atravesado el patio de honor, encaminándose hacia la gran escalera que conducía a las habitaciones superiores.

La condesa de Santafiora, presa de la más viva emoción, que daba mayor realce a su hermosura, vestida con una amplia bata de seda roja y con los cabellos recogidos en torno de un pequeño peine de plata en forma de corona, esperaba al joven en el salón azul, que se encontraba iluminado por pesados candelabros de plata.

Zuleik, con las facciones contraídas, estaba en pie detrás de ella en la parte menos iluminada del salón, y no separaba los ojos de la condesa. En aquel momento, el feroz moro parecía un tigre en acecho.

Cuando el barón entró con el yelmo dorado en la diestra y la otra mano apoyada fieramente en el puño de la espada, la condesa no pudo contener una exclamación de alegría.

—¿Vos, Carlos? —Exclamó, saliendo a su encuentro—. ¡Qué grata sorpresa! ¡No me engañaba el corazón!

—¿Por qué decís eso, Ida? —Preguntó el caballero, besando galantemente la mano de su prometida—. ¿Luego me esperabais?

—No esta noche, precisamente; hace ya muchos días que expiaba la aparición de vuestra galera. Nosotras, las mujeres, presentimos siempre la llegada de las personas amadas.

—Por desgracia, no vengo en compañía de mi barco. Una tempestad le arrancó el timón, y tuve que buscar refugio en el golfo. Si no hubiera ocurrido eso, habría llegado antes, y acaso los moros de Argelia no hubieran osado acercarse.

—¡Los moros! —exclamó la condesa.

—Se disponen a caer sobre la isla.

—¿Luego esa falúa que hace tres noches ronda silenciosa como un ave de mal agüero sería…?

—La vanguardia de alguna flota.

—¿Quién os lo ha dicho, Carlos?

—Lo he sabido por un pescador.

—Y habéis venido…

—A defenderos o a morir con mi prometida —dijo el barón.

—¿Es decir, que se preparan a asaltar el castillo?

—Eso presumo; pero nada temáis, Ida; traigo en mi compañía unos cuantos hombres, pocos en número, ciertamente; pero son los más bravos de mi tripulación, y darán mucho que hacer a los moros.

—Bajo vuestro mando…

—Soy hombre de guerra y caballero de Malta; las empresas bélicas son cosas naturales para mí. Pero siento que esos corsarios vengan a turbar estos instantes de felicidad. Anhelaba el momento de volver a veros; Ida; de pasar aquí algunos días dichosos, y he aquí que los piratas del Mediterráneo vienen a proyectar una triste sombra sobre mi alegría. Este castillo, que debía escuchar la música de las fiestas, va a oír entre los gritos de guerra y el fragor de las culebrinas los lamentos de los heridos y el estrépito de las armas.

—Pero venceremos, Carlos; vuestra espada victoriosa volverá a poner en fuga a las panteras de Argel.

—¿Cuántos hombres hay en el castillo?

—Una veintena, entre los cuales hay doce hombres de armas.

—¿De manera que con los míos llegamos a treinta y cuatro? —Dijo el barón—. Poca cosa es para hacer frente a los berberiscos, que son muchos en número y que cuentan con buena artillería.

—Señor —dijo en aquel momento el moro, avanzando—, ¿me permitís un consejo?

—¡Ah! ¿Eres tú, Zuleik? —Exclamó el barón—. Ni siquiera había advertido tu presencia. ¿Qué es lo que quieres decir?

—Que en la isla hay más de doscientos pescadores, hombres robustos todos ellos, que han batallado más o menos, y que podrían reforzar la guarnición del castillo.

El barón le miró con estupor.

—¿Y eres tú quien propone eso? ¿Tú, un moro, que debiera ver con júbilo la llegada de sus compatriotas para obtener la libertad?

—Ahora no la deseo —respondió Zuleik.

—Y, sin embargo, hace pocos momentos te lamentabas de tu cautiverio —dijo la condesa.

—Quisiera la libertad; pero no solo.

—¡Ah! ¿La desearías en compañía de la mujer a quien amas?

—El moro hizo un gesto afirmativo, y después continuó:

—Si el señor barón de Santelmo quisiera seguirme a la aldea, podríamos reunir en menos de media hora doscientos combatientes, y acaso más.

—Veamos antes si los corsarios han desembarcado —dijo el caballero.

Y los tres salieron a la terraza del castillo. Sobre los muros inferiores, los marineros de la galera y los hombres de armas se ocupaban en poner en batería dos largas culebrinas, las cuales debían defender la pequeña ensenada e impedir, o por lo menos retardar, el desembarco de los berberiscos.

El barón recorrió con rápida mirada la superficie del mar, y vio a la falúa bordear hacia la extremidad meridional de la isla, a unos trescientos metros de la costa. De pronto, palideció; acababa de descubrir en lontananza muchas velas que avanzaban desde el Sur y que se dirigían hacia la isla.

—¡Las galeras de los berberiscos! —exclamó.

—¿Vienen ya? —preguntó la condesa, acercándose instintivamente hacia el barón.

—¡Vedlas, Ida!

—¿Son muchas, Carlos?

—No puedo contarlas, porque navegan juntas y porque todavía están demasiado lejos. Pero, indudablemente, son muchas.

La joven miró al caballero; en sus ojos negros se leía un terror inmenso, una angustia inexplicable.

—¡Si nos aprisionasen! —dijo con voz temblorosa—. ¡Oh, Carlos mío!

—Las murallas y los bastiones del castillo son robustos —respondió el barón—. Como hemos vencido otras veces a esos ladrones de los mares, los venceremos ahora.

—Pero entonces luchaban los caballeros de Malta.

—El valor suplirá al número. Además, mi galera no está lejana, y mis gentes, al oír el estruendo de la artillería, vendrán en nuestro auxilio, porque debe de estar re-compuesto ya el timón. Zuleik, vamos a buscar a los pescadores y a advertir a sus familias que se embarquen sin perder momento. Todavía llegaremos a tiempo de salvarlos.

—¿Y si la gente de la falúa hubiese desembarcado ya? —preguntó la condesa.

—No bajarán a tierra antes de que lleguen las galeras —dijo Zuleik, mientras una pérfida sonrisa se dibujaba en sus labios—. Estoy a vuestras órdenes, señor barón.

—¿Está bien municionada la sala de armas? —preguntó el caballero.

—Hay en ella municiones para doscientos hombres.

—Pues vamos, Zuleik. Antes de que las galeras lleguen transcurrirá una hora, y ese tiempo nos bastará.

CAPÍTULO III. LA TRAICIÓN DEL MORO

Dos minutos después, el joven barón y el moro, montados en fogosos corceles, atravesaban el puente levadizo y se alejaban del castillo, siguiendo la playa de la isla.

Desde lo alto de la terraza, la condesa los había seguido con los ojos, no sin cierta inquietud, temiendo que cualquier pelotón de argelinos hubiera desembarcado sin ser visto y esperaran emboscados por aquellas inmediaciones.

Tampoco iba muy tranquilo el caballero, el cual, para prevenir el primer ataque, llevaba la espada desenvainada, con objeto de rechazar prontamente cualquier agresión.

También el moro, antes de salir del castillo, se había armado de espada y daga y ceñídose una coraza de acero no menos resistente y bruñida que la del barón.

Después de dar vuelta al bosquecillo y a las rocas que cubrían el flanco izquierdo del castillo, ambos jinetes se dirigían hacia la playa para lanzar una última mirada sobre la superficie de las aguas.

Las galeras se movían hacia la falúa, la cual señalaba su presencia haciendo centellear al fulgor de la luna un espejo de metal que había sido colocado a proa. Aún estaban, sin embargo, bastante lejanas, y avanzaban con lentitud, por ser entonces la brisa ligerísima.

—¡Tendremos tiempo! —dijo el barón.

—Cierto, y más del que necesitamos —respondió el moro.

Entonces se alejaron de la costa y se pusieron en camino en aquella dirección, uno al lado del otro, dirigiéndose hacia el Norte, sobre cuyas colinas estaba construida la aldea de pescadores.

Apenas tenían que recorrer una media legua escasa; de modo que siendo, así el barón como el moro, dos excelentes jinetes, podían llegar a la aldea en diez minutos.

—¡Al galope! —dijo el caballero, espoleando a su caballo.

Habían perdido de vista el castillo, y los dos jinetes se encontraban dentro de un espeso robledal, pues en aquella época árboles de esta especie cubrían la mayor parte de la isla.

Los dos caballos, por más que el suelo arenoso se prestaba mal a la carrera, devoraban el camino.

Ya habían recorrido la mitad de la distancia que separaba al castillo de la aldea, siguiendo siempre la ribera del mar, cuando el caballo del moro dio un salto, y se plantó delante del camino, bajo la poderosa rienda del jinete.

—¿Qué haces, Zuleik? —preguntó el barón.

—Una cosa sencillísima, señor barón —respondió el moro, mientras el caballero contenía también su propio caballo—. Os corto el camino.

En aquel mismo instante sacaba la espada, haciéndola brillar de modo amenazador a los rayos plateados de la luna.

—¡Me cortas el camino! —Exclamó el barón, apretando el puño de su espada, que, como hemos dicho, llevaba en la mano—. ¿Acaso te has vuelto loco?

—¡Uno de los dos —dijo el moro, con voz amenazadora— sobra en este mundo, porque la dama a quien amáis no puede pertenecer más que a un hombre solo, y ese hombre la tendrá, aun a costa de la vida!

—¿De qué dama hablas? —preguntó el barón, cuyo estupor aumentaba por momentos.

—¡De la mujer que atormenta mis noches; de la mujer que quema mi sangre; de la mujer que me llevará al infierno! ¡De la condesa de Santafiora, en una palabra!

—¡Y tú, miserable esclavo, osarías…!

—El miserable esclavo tiene en sus venas la sangre de los califas de Córdoba y de Granada, y era príncipe en su país. Mi nobleza supera a la vuestra, barón.

—¡Ah, perro! —Rugió el joven—. Entonces, ¿has sido tú quien hacía señales a la falúa?

—¡Sí; yo mismo!

—¿Tú eres el que has atraído a los berberiscos?

—¡Sí; también he sido yo! —repitió el moro.

—¡Voy a matarte! —gritó el barón, furibundo—. ¡Rival y traidor! ¡Pues bien, toma!

De un espolazo hizo dar un salto a su caballo, y cayó sobre Zuleik, a quien dirigió una estocada sobre la gola de la coraza, creyendo sorprender a su enemigo; pero tenía delante de sí un competidor temible.

El moro, fuerte y ágil y jinete admirable además, como lo son casi todos los hijos del desierto, había encabritado rápidamente su caballo, el cual recibió la estocada en el cuello.

Antes de que el barón pudiera ponerse a la defensiva, el moro, a su vez, le acometió con ímpetu desesperado, tratando de herir a su adversario bajo la axila; pero el golpe se empotró sobre el acero de la coraza.

—¡Déjame el paso libre! —rugió el barón.

—¡No! —replicó el moro.

—¡Las galeras se acercan!

—¡Nada tengo que temer de ellas!

—¡Déjame el paso franco en nombre de la condesa!

—¡Por ella es por quien busco vuestra muerte! —añadió Zuleik, con acento implacable.

Entonces el barón le acometió con espada y daga, decidido a acabar la lucha. Fiando en su propia audacia y en su destreza, contaba con desembarazarse pronto del moro. Aun no se había repuesto del estupor que le había producido aquella revelación inesperada, porque estaba a mil leguas de sospechar que aquel hombre, un esclavo, hubiera osado poner los ojos en su prometida.

Al verle cargar de frente, Zuleik cambió bruscamente de táctica, pues en lugar de sostener el ataque lanzó el caballo al galope, haciéndole describir giros rapidísimos en derredor del barón para buscar el modo de sorprenderle por la espalda.

Era el ataque favorito de los hijos del desierto, que sólo un berberisco podía intentar con resultado seguro. En aquella época, los moros de África constituían la mejor caballería del mundo.

El moro, no obstante tener el caballo herido, hacía describir curvas vertiginosas a su corcel, que giraba como un torbellino en torno del barón, el cual se defendía bravamente.

Sin embargo, aunque el siciliano era un diestro jinete, no podía competir con el moro. Á costa de esfuerzos sobrehumanos y con furiosos espolazos conseguía presentar al adversario siempre el frente. Pero ¿cuánto podía durar aquel vertiginoso ataque? Esto era lo que inquietaba al barón, que ya empezaba a desconcertarse con tales maniobras, enteramente desconocidas para él.

En vano, cuando Zuleik estrechaba el cerco, replicaba con estocadas furiosas; siempre tenía delante de sí la coraza o la hoja del adversario para pararlas.

—Zuleik —gritó—, ¿quieres acabar de una vez?

—¡Sí; acabaré cuando vuestro caballo quede impotente para moverse! —respondió el moro con risa de hiena.

—¿Qué pretendes hacer conmigo? ¿Entretenerme hasta que los berberiscos desembarquen?

—¡Quiero vuestra vida!

—¿Sí? ¡Pues toma!

En el momento en que el moro pasaba por delante le tiró una estocada bajo la cintura, allí donde la coraza no podía resguardarle; pero Zuleik, con habilidad y destreza dignas del más consumado esgrimidor, respondió con tal rapidez que su espada rajó de arriba abajo la manga de seda verde del jubón del caballero. El brazo del barón, un brazo blanco y torneado como el de una muchacha, se mostró al descubierto.

—¡Buen golpe! —dijo, riendo—. ¡Pero será el último!

Con una arrancada súbita obligó al caballo a plegarse casi en tierra; sacó los pies de los estribos y, dando un salto que hubiese envidiado un clown, botó de la silla.

—¡Tu maniobra ha concluido! —dijo.

Entonces fue Zuleik quien quedó completamente desconcertado, puesto que permaneciendo a caballo tenía pocas probabilidades de deshacerse del barón, el cual trataba de herir al corcel para hacer caer al jinete.

Resuelto el moro, sin embargo, a no soltar la presa, a su vez saltó de la silla, temiendo que su caballo cayera encima de él.

—¿Quieres dejarme el paso libre? —preguntó el barón, el cual pensaba con angustia que quizá en aquel momento los corsarios desembarcaban para asaltar el castillo.

—¡No! —replicó el moro.

Después, alzando la voz, gritó con voz de trueno:

—¡A mí, en nombre de Alá y de Mahoma!

—¡Ah, miserable! —Gritó el barón—. ¿Llamas a las gentes de la falúa?

—¡Dentro de poco estarán aquí y te arrancarán la vida! ¡Uno contra veinte no puede resistir!

No obstante su bravura, el caballero sintió que un sudor frío inundaba su cuerpo.

Y no era la muerte lo que le infundía espanto; era el pensamiento de que los berberiscos asaltasen el castillo sin que su presencia pudiera infundir valor a los defensores.

Se arrojó contra el moro con furia irresistible, apelando a todos los recursos de la esgrima para acabar con su adversario. Atacaba con furor, menudeando las estocadas, y procuraba herir al moro en la garganta, único punto vulnerable.

Pero el moro se defendía con presteza, saltando a diestro y siniestro como un tigre cercado de cazadores. Unas veces paraba con la espada, otras veces con el puñal, y al menor descuido de su contendiente asaltaba con ímpetu salvaje y con una habilidad muy rara entre los berberiscos, los cuales no tuvieron nunca una verdadera escuela de esgrima.

Las espadas, manejadas por brazos vigorosos, despedían chispas, y las corazas, golpeadas con violencia, resonaban con fragor metálico que podía oírse a distancia.

De pronto el moro, que se había visto obligado a retroceder, se agachó rápidamente, recogió, un puñado de arena y lo lanzó al rostro del caballero, con el propósito de cegarle.

Por fortuna, éste observó la estratagema y pudo resguardar los ojos. Exasperado por aquella nueva traición, cayó sobre el moro con tal ímpetu y le descargó tal mandoble sobre el yelmo que le derribó en tierra.

Ya iba a hundirle el puñal en la garganta, cuando diez o doce hombres surgieron de pronto sobre la playa aullando y gritando ferozmente.

—¡Los berberiscos! —exclamó el barón.

Indudablemente debían de ser los marineros de la falúa, atraídos hacia aquel sitio por los gritos de Zuleik.

Todos eran morenos y fornidos y llevaban en torno al yelmo un medio turbante multicolor, y bajo la coraza calzones amplísimos, rojos y azules.

Viéndose en peligro de ser cogido, el caballero se batió prontamente en retirada, saltando al través de la duna con la agilidad de un antílope.

Como su caballo no se había alejado, en pocos momentos el barón se encontró junto a él y se lanzó sobre su silla.

—¡A escape! —gritó, clavándole las espuelas, mientras los berberiscos disparaban contra él dos o tres pistoletazos.

El corcel, espantado por aquellas detonaciones, dio un salto enorme y se lanzó en dirección del castillo, dejando muy atrás a los argelinos, que en vano trataban de seguir su carrera.

El joven barón, milagrosamente salvado de la emboscada que le había preparado Zuleik, miraba con ansiedad hacia la ensenada y aguzaba el oído, pareciéndole escuchar el estampido de las culebrinas del castillo.

—¿Qué pensará de mi retraso la condesa? —se decía—. ¿Cómo haber adivinado a un rival en ese moro? ¿Quiere robarme mi prometida? ¡Yo lo impediré! ¡Acaso en este momento mi galera corra en socorro nuestro! ¡La lucha será terrible; pero confío en que echaremos al agua a esos malditos!

A este punto llegaban sus reflexiones, cuando en lontananza, hacia la costa septentrional de la isla, oyó inopinadamente clamores seguidos de descargas de mosquetería. Además se oían aullidos salvajes, gritos de mujer, chillidos de niños y un fragoroso resonar de armas.

Se volvió para mirar en aquella dirección. Una luz vivida y rosada se reflejaba más allá del bosque de encinas, proyectando su resplandor hacia el cielo.

—¡Los berberiscos han asaltado la aldea! —Murmuró con angustia—. ¡Pobres mujeres! ¡Pobres niños! ¡Y no puedo hacer nada para socorrerlos! ¡He aquí nuevos esclavos y esclavas que irán a poblar los presidios y los harenes de los moros de Argel! ¡Sin la traición de Zuleik, habrían podido refugiarse en las costas de Cerdeña o resguardarse en el castillo! ¡Ah! ¿Qué pasa todavía?

Una voz había gritado en mal italiano:

—¡Alto!

En vez de obedecer, el caballero se afirmó en los estribos, recogió las riendas y levantó la espada.

Un pelotón de hombres, una media docena, había salido por entre los árboles que ocultaban el castillo por el Norte.

Con una sola mirada, el barón adivinó con quién tenía que habérselas.

—Deben de ser compañeros de los que trataron de detenerme sobre la playa —murmuró—. ¡Pues bien; pasaré por encima de ellos!

Viendo que no se detenía, los argelinos habían avanzado para cerrarle el paso. Tres de ellos estaban armados con alabardas, y los otros tres con cimitarras.

Encontrándose emboscados sobre el único paso que conducía a la ensenada, el barón estaba obligado, si quería volver al castillo, a afrontar la presencia de aquellos hombres.

Por otra parte, tampoco podía retroceder, puesto que a su espalda se oían las voces de los que habían acudido a la señal de Zuleik, y hacia el Norte, los gritos de guerra y de muerte de los berberiscos que asaltaban la aldea.

No era posible vacilar.

De un espolazo hizo encabritarse al caballo, y de un disparo de pistola derribó a un hombre que ya le había puesto la alabarda al pecho.

Desembarazado de aquel adversario, que era el que estaba más próximo, el animoso joven cargó sobre el grupo, alzándose sobre los yelmos y sobre las armas de los que iban contra él.

La audacia de aquel joven, que parecía una muchacha vestida de guerrero, produjo tal efecto sobre los moros —grandes admiradores del verdadero valor—, que quedaron como atónitos y vacilantes.

Aquella breve tregua bastó al barón. De una estocada derribó a otro moro que se disponía a coger al caballo por las riendas, y pasó como un huracán por entre los moros, haciéndoles huir atropelladamente.

—¡Esto se llama tener fortuna! —gritó el valiente joven con voz triunfante.

Detrás del bosque estaba el castillo. Pasó por entre las encinas a la carrera, y se encontró en la explanada, frente al puente levadizo, en el momento, en que desde lo alto de la terraza se oía una voz de mujer gritar:

—¡Pronto, Carlos! ¡Ya vienen!

Un disparo de culebrina resonó en aquel instante sobre la plataforma de la torre.

La condesa estaba allí, y le tendía las manos con un gesto desesperado, señalándole la playa.

Infinidad de hombres surgían por todas partes, arrastrándose sobre la duna como si fueran serpientes.

—¡Apresuraos, Carlos! —gritó la condesa.

El puente levadizo acababa de bajarse con estrépito. El barón se preparaba para lanzarse en él, cuando tres disparos de mosquete resonaron uno detrás de otro. El caballo se encabritó bruscamente, lanzó un relincho de dolor y se desplomó de lado.

El caballero había tenido tiempo, sin embargo, de saltar de la silla, y, abriendo las piernas, cayó con el animal, aunque sin perder la espada.

Creyéndole perdido, la condesa lanzó un grito de angustia. Los corsarios, ávidos de su presa, corrían hacia la plataforma.

Pero el joven se puso en pie, se lanzó sobre el puente y le atravesó como un relámpago, mientras las bombardas de los bastiones arrojaban sobre los asaltantes una granizada de proyectiles.

Cabeza de Hierro, que se encontraba bajo el portalón para huir de las balas, salió al encuentro de su amo con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Ah, señor! —exclamó, mientras los hombres de armas alzaban precipitadamente el puente—. ¡Ya os creía muerto!

—¡Todavía no —respondió el caballero sonriendo—, por más que hayan menudeado las estocadas!

—¡Por San Jaime! —Exclamó el catalán, abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Acaso asaltaron al señor barón esos malditos paganos?

—Repetidas veces.

—¡Y yo, que he recibido de vuestro difunto padre el encargo de velar por vos, no estaba allí! ¡Mi maza los hubiera dispersado, aniquilado, pulverizado, volatilizado y…!

Sabe Dios las bravatas que habrían salido de los labios del catalán si el caballero no se hubiera apresurado a dejarle para ir en busca de la condesa, que le aguardaba, pálida de terror y de emoción.

—¡Cuánto he sufrido por vos! —le dijo, con voz conmovida.

—¡Bah; no hay motivo para ello! ¡Un caballo muerto, un poco de ruido y nada más!

—¡Esas balas hubieran podido mataros!

—Pero me han respetado; ya lo veis. No es de mi persona de quien debemos cuidarnos ahora. Decidme, Ida: ¿hay alguna salida secreta en el castillo?

—Sí; una galería subterránea que se abre bajo la torre.

—¿Y la conoce Zuleik? —preguntó el barón con ansiedad.

—¿Zuleik? ¿Dónde le habéis dejado? ¿No viene en vuestra compañía?

—Responded a mi pregunta, Ida; de vuestra respuesta puede depender nuestra seguridad.

—No; Zuleik no conoce esa galería.

El barón respiró con satisfacción.

—¿Por qué me habéis hecho esa pregunta?

—Porque Zuleik es el que nos ha traicionado. Él es quien ha hecho venir aquí a los berberiscos.

—¿Es posible? ¡El que me mostraba tanto afecto!

—¿Queréis una prueba de ello? Pues él acaba de llevarme a una emboscada con objeto de matarme.

—¿Y habéis dado muerte a ese infame?

—Ya le había derribado en tierra cuando cayeron sobre mí diez o doce canallas moros que llegaron en su auxilio. Apenas tuve tiempo para huir de ellos. Pero no hablemos ahora de eso. Vamos a los bastiones, Ida. Los berberiscos han desembarcado y acaban de incendiar la aldea.

—¡Pobres gentes!

—Puesto que Zuleik desconoce el paso secreto, estoy más tranquilo sobre nuestra suerte. Por de pronto, nos defenderemos como leones.

CAPÍTULO IV. EL ASALTO DE LOS BERBERISCOS

Como hemos visto, los berberiscos acababan de invadir la isla. Aprovechándose de las tinieblas de la noche y de la falta de vigilancia de los pescadores, que estaban muy lejos de sospechar el terrible peligro que los amenazaba, los piratas habían desembarcado delante de la aldea, entrando en ella a sangre y fuego y sin encontrar apenas resistencia.

Hombres, mujeres y niños, sorprendidos en el sueño, aterrorizados por los gritos feroces de los corsarios, y sobre todo por el resplandor de las llamas que comenzaban a devorar las casas, habían caído en mano de los vencedores como un rebaño de ganado, dejándose arrastrar hacia las galeras, que estaban ya atracadas en la costa para facilitar el desembarco.

¡Pobre montón de esclavos destinados a poblar los horribles presidios de Argel, de Túnez, de Trípoli, de Tánger, y los harenes de aquellos feroces piratas del Mediterráneo!

Aquella sorpresa, maravillosamente realizada, había sido dispuesta con el propósito de impedir que el castillo pudiera recibir el menor socorro por parte de los habitantes de la isla.

Saqueadas e incendiadas las habitaciones, los berberiscos, reorganizadas sus bandas, se habían desparramado por la isla, ansiosos de tomar por asalto aquella pequeña, pero sólida, fortaleza que tantas veces frustrara sus planes, y contra la cual alimentaban un odio profundo.

Mientras las cuatro galeras y la falúa que los había desembarcado se ponían prontamente a la vela para ir a echar el ancla en la pequeña ensenada y secundar con su artillería los esfuerzos de los compañeros, éstos, en número de trescientos, se habían acercado cautelosamente al castillo, llevando largas escalas para asaltar los bastiones.

Tan silenciosa había sido la marcha, que cuando el barón y los hombres de armas del castillo se percataron de su presencia se encontraban ya amontonados en el foso que por entonces estaba lleno de plantas acuáticas y casi en seco.

El jefe de la guarnición, el viejo Antonio, había sido el primero en dar la voz de alarma y en prevenir del peligro al barón y a la condesa. Por de pronto, las culebrinas eran inútiles, sino contra las galeras, que ya entraban en la ensenada disparando los primeros cañonazos, al menos contra los hombres que estaban agrupados en la base de la torre y de los bastiones.

—¡Ya están debajo de nosotros! —exclamó el barón, que no esperaba tener a los enemigos tan cerca—. Pero desde el foso a los bastiones el paso no es fácil, y antes de que suban a ellos tendrán que habérselas con el filo de nuestras espadas.

La condesa, que no desconocía los asuntos guerreros, durante la ausencia del barón había tomado las disposiciones necesarias para una enérgica defensa, de acuerdo con Antonio.

Todo estaba dispuesto para rechazar el asalto y para hacer frente a la artillería de las galeras.

Los mejores artilleros habían sido designados para el manejo de las piezas, dispuestas en parte sobre los bastiones. Los otros combatientes, incluidos los criados, se colocaron en la puerta, donde era más fácil el asalto.

Las mujeres estaban en la cocina, preparando enormes recipientes de agua, y de aceite hirviendo para rociar con ellos a los asaltantes.

Entre marineros, hombres de armas, escuderos y criados, eran cerca de cuarenta; número muy insignificante, sin duda, comparado con el de los berberiscos, pero bastante para oponer una resistencia desesperada detrás de los muros del castillo.

El barón, que no se había desalentado, al saber que los argelinos ocupaban el foso, ordenó que comenzase el fuego contra las galeras, que trataban de anclar cerca de la ribera, para sostener mejor a los asaltantes.

Las tres culebrinas y las dos bombardas del castillo habían abierto de improviso un fuego tremendo, enfilando la cubierta de las naves. Al mismo tiempo, otros defensores arrojaban sobre los fosos calderas de agua hirviendo.

La condesa animaba a las mujeres a llevar aquellos proyectiles sobre los bastiones, y ella misma se exponía sin temor a los tiros de las galeras, mientras que el barón, a la cabeza de los soldados, trataba por todos los medios de impedir el asalto.

Por ambas partes se había empeñado la batalla con furor extremo; los unos, decididos a tomar el castillo, y los otros, a defenderlo hasta el último momento, no ignorando qué triste suerte sería la suya en el caso de ser vencidos.

Mientras las culebrinas y las bombardas de los bastiones y las de las galeras cambiaban sin cesar balas y granizadas de metralla, los corsarios del foso rugían como leones y no permanecían inactivos.

Un grupo de los más audaces había asaltado el puente levadizo, tratando de despedazar las cadenas y romper las gruesas tablas a golpes de hacha, mientras otro grupo había llevado una larga escala, apoyándola sobre la terraza.

Al primer grupo no le ayudó la fortuna en su temeraria empresa, porque Antonio, que se encontraba sobre la plataforma de la torre, mandó volver contra el puente una bombarda cargada de metralla, cuyos proyectiles llenaron el foso de muertos y heridos.

En cambio, el otro grupo aprovechándose del humo de la artillería que la calma de la atmósfera mantenía sobre los bastiones, se había lanzado valerosamente al asalto, subiendo por la escala con un griterío ensordecedor. Aquellos hombres ascendían con velocidad vertiginosa, como si estuviesen dotados de la agilidad de los monos, llevando la cimitarra entre los dientes y animándose, unos a otros, con voces de triunfo. Parecían legiones de demonios salidos del infierno.

El barón, que conservaba toda su sangre fría y que desafiaba intrépidamente las balas de las galeras, había reunido en aquel bastión almenado, que era el más bajo de todos, la mayor parte de los hombres disponibles para la defensa.

Armado con hacha de abordaje, golpeaba con furia sobre los yelmos que aparecían en el borde del bastión, dando pruebas de un vigor y de una serenidad verdaderamente extraordinarios.

Cuando el hacha estuvo inservible, empuñó la espada, descargándola con furia sobre los asaltantes.

Sus gentes le ayudaban vigorosamente, derribando de vez en cuando alguna escala, la cual se precipitaba en el foso con todos los hombres que la montaban, entre gritos de furor y de muerte.

De este modo, el foso se llenaba de muertos y heridos, sin que por eso los asaltantes cejaran en su empresa. Nuevas gentes acudían de las galeras, las cuales desembarcaban en chalupas, y volvían de nuevo a escalar aquel bastión tan formidablemente defendido.

Derribada una escala, la reemplazaban otras tres o cuatro, que bien pronto se cubrían de berberiscos, los cuales se lanzaban al asalto con mayor ímpetu que nunca, arrojando sobre los defensores cohetes incendiarios repletos de resina para incendiar el castillo.

También habían conseguido los enemigos derribar el puente levadizo, sin cuidarse de las bajas que producía en ellos la mosquetería de las gentes del castillo.

Con la muerte en el alma, el barón veía aproximarse el instante en que sus hombres no podrían hacer frente a tantos enemigos, cada vez más furiosos y obstinados.

El jefe de la guarnición del castillo, el viejo Antonio, se le había acercado, diciéndole con voz afanosa:

—¡Señor barón, es imposible prolongar más la resistencia!

—¿Dónde está la condesa? —preguntó el caballero, que acababa de hundir el cráneo a un moro que apareció sobre el bastión.

—En la terraza superior.

—Ve y dile que se retire a la torre; allí lucharemos hasta el último momento.

—Está bien.

—¡Ten dispuestos cuatro hombres para que corten el puente, Cabeza de Hierro! —gritó.

El catalán, que poco antes se había resguardado detrás de una almena, no respondió.

—Acaso haya muerto —pensó el barón, cortando las manos a un negro que ya se había encaramado sobre el borde del bastión.

Entonces dirigió una mirada a su alrededor.

Cinco o seis de sus marineros y algunos hombres de armas yacían en torno a él, muertos por las balas de la artillería de la escuadra; pero no vio entre ellos al infortunado catalán.

—Habrá ido a reunirse con la condesa —murmuró—. Le veré más tarde.

Después abandonó rápidamente el bastión, gritando con todas sus fuerzas:

—¡Todo el mundo a la torre!

En aquel mismo instante, gritos de triunfo resonaban en la extremidad de las murallas; con un esfuerzo supremo, los argelinos habían conseguido poner el pie en ellas, y se arrojaban a la terraza como un torrente, llevando delante de sí hombres de armas y criados que huían a la desbandada.

En medio de todo aquel estrépito, en medio de aquellos cantos de victoria y gemidos de muerte, el barón oyó un grito:

—¡Carlos mío!

Alzó los ojos sobre la terraza. Las mujeres huían apresuradamente hacia el puente que unía al castillo por la torre, mientras algunos hombres de armas luchaban desesperadamente entre un grupo de berberiscos que ya habían llegado a aquel sitio y se esforzaban por cortar la retirada a los defensores.

—¡A mí! —rugió—. ¡Salvemos a la condesa!

Una escala conducía del bastión a la terraza; el barón la recorrió como un relámpago, sin mirar si era seguido o no por los soldados.

Con pocos golpes de hacha se abrió espacio, y se unió a los hombres de armas que defendían el puente y que estaban a punto de ser envueltos.

—¡Manteneos firmes! ¡Hay que dar tiempo a las mujeres para que puedan salvarse!

El puente que unía al castillo con la torre, la cual estaba aislada sobre la cima de una pequeña roca, era de madera y, por lo tanto, fácil de inutilizar, y hasta de defender, porque era también muy estrecho.

Apoyado por los hombres de armas y por los marineros que le habían seguido, el barón hizo frente a los argelinos, que ya estaban en la terraza y que surgían por todas partes.

Como un tigre se había lanzado sobre los enemigos, y estaba a punto de librarse de ellos, cuando se encontró delante de un guerrero que tenía la cabeza cubierta con un yelmo con visera que le ocultaba el rostro, y que le atacó con furor, blandiendo una espada de dos manos.

El joven caballero tuvo tiempo suficiente para recoger un escudo; paró con él la estocada del berberisco y le descargó un golpe de maza con tal violencia que el casco se hendió en dos pedazos.

El rostro del guerrero infiel apareció de pronto entre las hendiduras de la destrozada celada.

Al reconocerle, el barón lanzó un rugido de rabia.

—¡Ah! ¿Eres tú, Zuleik? —exclamó—. ¡Pues por Cristo que esta vez no te escaparás!

—¡Sí, Zuleik —replicó el esclavo con acento de odio—; Zuleik que viene a apoderarse de la mujer a quien ama!

—¡Pues muere, perro! —gritó el barón, atacándole con desesperada furia.

En torno de los dos campeones de aquella lucha sangrienta se habían replegado los combatientes, por más que la batalla continuaba enconada entre berberiscos y malteses.

El barón, cuyas fuerzas duplicaba la cólera, cayó sobre Zuleik como una tempestad, tratando de atravesar la coraza del moro. Éste, no menos resuelto a concluir con su rival, menudeaba sobre él las estocadas, sin resultado, porque siempre el escudo del barón paraba los golpes.

La pelea seguía por una y otra parte con igual encarnizamiento, pues ambos combatientes eran muy diestros en el manejo de las armas, cuando hacia la torre se oyó gritar al viejo Antonio:

—¡El puente va a desplomarse! ¡En retirada todo el mundo!

Los hombres de armas encargados de cortarle ya habían realizado casi toda su tarea, y sólo esperaban a que sus compañeros pasasen del otro lado para descargar sobre él los últimos hachazos.

Al ver el barón a toda su gente en retirada, y no obstante su deseo de acabar con el moro, tuvo necesidad de interrumpir el combate para no encontrarse solo contra todos.

Lanzó, sin embargo, sobre el esclavo el último golpe, que le abolló la coraza y le hizo vacilar, y luego, de dos saltos, atravesó el puente, bajo una granizada de balas.

Apenas cerrada la pequeña puerta que conducía a la torre, el puente cayó con horroroso estrépito, arrastrando en su caída a muchos argelinos que habían pretendido forzar el paso para penetrar en el último refugio que restaba a los defensores del castillo.

Por algunos instantes, en el fondo del foso resonaron lamentos, gritos de terror e imprecaciones de rabia; luego, una espesa nube de polvo envolvió a los muertos y a los moribundos.

Los asaltantes, aterrados por aquella catástrofe, se habían refugiado nuevamente en la terraza, mientras desde la plataforma de la torre caían sobre ellos trozos enteros de muralla que les aplastaban el cráneo, a pesar de los cascos.

El barón, inundado en sudor, con el yelmo hundido y el hacha en la mano, se había lanzado por la tortuosa escala y llegó a la plataforma.

En ella se había refugiado la condesa, en unión de los marineros de la galera, que cargaban precipitadamente la culebrina y la bombarda.

—Estamos perdidos, ¿no es cierto, Carlos? —preguntó la joven castellana con voz angustiada—. ¡Ya no nos queda otra esperanza queda muerte!

—¡Todavía no estamos en su poder! —Respondió el caballero—. ¡Si el castillo está perdido, la torre es nuestra, y, con la ayuda de Dios aun espero que podamos resistir hasta que llegue mi galera o recibamos otro socorro!

—¿Cómo?

—¡Sí; es imposible que este cañoneo no haya sido oído desde la costa! ¡No hay que desesperar; los infieles no entrarán fácilmente en esta torre!

—¡Cuán intrépido sois! —Dijo la condesa, mirándole con admiración—. ¡Ningún peligro os arredra!

—Todavía somos veinticuatro y las mujeres.

—¿Y Cabeza de Hierro?

—Está aquí.

—¿Vivo?

—Y sin una sola herida.

—Pon diez hombres al servicio de las piezas; los otros, en el primer piso de la torre, detrás de las almenas. ¿Tenemos arcabuces?

—Y municiones abundantes.

—Pues trataremos de resistir todo lo posible; por lo menos hasta que llegue mi galera.

—¿Qué podrá hacer contra las cuatro que traen los berberiscos?

—Espero que no llegará sola si los cañonazos se han oído en Cerdeña. Anda; coloca a nuestros hombres en los puntos de combate, y fiemos la suerte al filo de nuestras espadas.

CAPÍTULO V. LA MINA

La torre en la cual los sitiados trataban de oponer la última resistencia a las crueles panteras de Argel era una sólida construcción de forma cuadrada que se erguía sobre una roca situada en la parte norte del castillo.

En vez de hallarse unida al edificio principal, por un extraño capricho de su constructor o del castellano, estaba aislada a más de treinta metros de altura. Los tres pisos que componían el torreón estaban defendidos por amplios ventanales de estilo gótico, resguardados con barrotes de hierro. Probablemente, en otros tiempos habría servido de prisión.

El edificio, construido con paredes de un espesor enorme y coronado por una plataforma cubierta para poner a salvo a sus defensores de los tiros del exterior, ofrecía una resistencia a toda prueba.

¡Ni las tempestades en el mar, ni los combates en tierra!

El barón sonrió; pero de pronto su rostro se puso serio y por sus ojos pasó como una nube de tristeza.

—¡No hay aquí más que un solo hombre que me inspire miedo! —dijo.

—¿Quién?

—¡Zuleik!

—¿Habéis vuelto a verle?

—Sí; sobre el puente; allí hemos luchado por segunda vez.

—Pero ¿qué es lo que pretende de mí ese traidor? ¿Por qué me odia tanto?

—¡Odio! —Exclamó el barón—. ¡No es el odio; es el amor lo que le ha impulsado a asaltar el castillo!

—¿Y por quién?

—Por vos, Ida.

—¡Zuleik me ama! —Exclamó la condesa con terror—. ¿Era yo, pues, aquella mujer que le turbaba el sueño? ¡Carlos, ahora siento verdadero miedo! ¡Ese hombre lo intentará todo por impedir nuestra felicidad!

—¡Lo sé! —Repuso el barón—. ¡Por eso mismo debemos resistir hasta que vengan en nuestro socorro! ¡En otro caso, mi muerte es cierta y segura vuestra esclavitud!

—¡Oh!

—Pero la torre es sólida, y nosotros opondremos nuestras corazas y nuestras espadas a las cimitarras de los infieles.

En aquel momento llegó el jefe de la guarnición del castillo, seguido por unos cuantos hombres escapados de la matanza.

—Señor barón —dijo—, la puerta está defendida, y he preparado una mina en la base de la torre, porque presumo que preferiréis enterraros entre ruinas antes que caer en manos de esos miserables.

—Has obrado cuerdamente, Antonio —respondió el caballero, mirando a la condesa con angustia—. ¡Sí; antes la muerte que la esclavitud! ¿Cuántos hombres nos quedan?

Como era de rigor en aquellos tiempos, tan frecuentes en guerras, asaltos y sorpresas de todo género, la torre tenía subterráneos que conducían al bosque vecino, donde, en caso de asedio u obligada por el hambre, la guarnición podía intentar una salida para sorprender al enemigo por la espalda.

A pesar de ello, el barón, la condesa y sus acompañantes no podían considerarse seguros; los asaltantes eran demasiados y disponían, además, de la poderosa artillería de su escuadra.

Aun cuando el puente hubiera sido cortado y hubiesen sufrido grandes pérdidas, los berberiscos no estaban desanimados. Por el contrario, tenían la seguridad de la victoria final.

Las galeras, que se habían acercado a la playa todo lo que permitía su fondo, apuntaban sus piezas sobre la plataforma de la torre, y con tiros certeros habían comenzado a derribar los ventanales. Los malteses, en cambio, no podían responder con sus culebrinas a aquella incesante granizada de proyectiles.

Por precaución, el joven caballero había hecho descender a la condesa al piso bajo, donde los hombres de armas disparaban los arcabuces a través de las ventanas, tratando de rechazar a los argelinos, que estaban reunidos en la base de la torre y golpeaban con picos las paredes para abrirse paso.

De todas partes llovían los proyectiles sobre la pobre torre; desde la terraza del castillo, desde los bastiones, desde las ventanas, los berberiscos hacían fuego para entretener a los sitiados, con el objeto de que sus compañeros tuviesen tiempo para preparar las minas que debían derribar las murallas.

El barón acudía a todos los sitios, animando a los defensores con la esperanza de un próximo socorro. De vez en cuando se asomaba a la ventana y miraba al mar atentamente para ver si de las costas de Antíoco y de Cerdeña llegaba algún socorro; pero ninguna luz que indicase la presencia de los suyos se distinguía en el horizonte.

A pesar suyo, una profunda angustia se retrató en su semblante, y sus ojos se volvían a la condesa, que, arrodillada en un ángulo de la estancia, rezaba en voz baja. Sin embargo, el joven no dejaba transparentar su inquietud, y no se cansaba de gritar:

—¡Valor, amigos míos! ¡Los socorros no pueden tardar! ¡Si podemos resistir hasta el alba, los berberiscos serán vencidos!

El propio Cabeza de Hierro, que estaba pálido como la muerte, se esforzaba en imitar a su amo con bravatas que hubieran producido risa en otras circunstancias.

—¡No temáis, hijos de la Cruz! —gritaba—. ¡El barón de Santelmo está con vosotros, y mi maza está a vuestro lado también! ¡Dejad que vengan esos perros, y veréis cómo los recibo! ¿Quiénes son esos infieles? ¡Hijos del diablo, a quienes mandaremos al infierno! ¡Valor, valientes malteses! ¡La historia hablará de nosotros, pues exterminaremos a nuestros enemigos!

Por desgracia, el exterminio amenazaba a los defensores de la torre. A pesar de sus esfuerzos, los enemigos habían conseguido ya reunirse, y se oía el formidable ruido de sus picos resonando contra las murallas con vigor creciente.

La artillería de las galeras demolía los ventanales, haciendo llover sobre la plataforma tal lluvia de proyectiles, que los malteses se vieron obligados a abandonar el servicio de la culebrina y la bombarda, para buscar un refugio en la estancia interior. La mitad de ellos habían quedado muertos o gravemente heridos entre los fragmentos de las enormes balas de piedra lanzadas por los moros.

Desembarazada la plataforma, los artilleros berberiscos comenzaban a disparar contra el balconaje del piso inferior, destrozando las barras de hierro que lo defendían. Más de una bala había entrado ya, atravesado la estancia y acribillado la pared opuesta.

El momento terrible de la capitulación o de la muerte de todos los defensores se aproximaba. El barón, muy pálido y ya desesperado de que su galera pudiese llegar a tiempo en socorro suyo, se había acercado a la joven condesa, que seguía orando, rodeada por sus doncellas.

—¡Nuestro fin se aproxima! —le dijo con voz triste—. ¡El Señor nos abandona! ¿Preferís la muerte a la esclavitud? ¡Vos decidiréis, adorada Ida! Si queréis, intentaremos el último esfuerzo, pues dentro de poco será demasiado tarde.

—¿Qué pretendéis hacer, Carlos? —preguntó la joven, con acento de terror.

—Intentar una salida por el subterráneo.

—¿No lo habrán descubierto ya?

—Lo ignoro; pero, si queréis, bajaremos al piso inferior. Sólo temo una cosa.

—¿Cuál, Carlos?

—Que pueda estallar alguna mina y nos haga volar a todos. Los argelinos deben de haber minado ya la base de la torre.

—¡Dios mío! —Exclamó Cabeza de Hierro, que escuchaba el coloquio—. ¿Una mina decís, señor barón? ¡Entonces somos, muertos!

—Debemos esperar de un momento a otro el estallido —dijo Antonio, que había abandonado por un momento la defensa del balconaje para cargar el arcabuz—. Acabo de ver a los berberiscos retirarse y descender apresuradamente detrás de la roca. No os aconsejaría que intentaseis la salida por el subterráneo; las bóvedas podrían desplomarse sobre nosotros.

—¡Luego todo ha concluido para nosotros! —dijo la condesa con abatimiento.

—¡Todavía no, Ida! —Dijo el barón, que no quería espantarla más—. Aunque estallase una mina, la torre no se desplomaría de pronto. Es demasiado sólida y habría necesidad de muchos quintales de pólvora para derribarla por completo.

—Pero podría abrir una brecha considerable —replicó Antonio—, y los berberiscos la utilizarían para llegar hasta nosotros.

—La escalera es angosta y fácil de defender —respondió el barón—. ¿Cuántos somos?

—Apenas quince hombres.

—¡Somos bastantes para oponer una larga resistencia! ¡Es imposible que de una parte o de otra no nos llegue algún socorro!

El viejo Antonio movió la cabeza con un gesto que no auguraba nada bueno, y después, haciendo seña al barón para que le siguiese hasta la escalera que conducía al piso inferior, le dijo a media voz:

—Dentro de media hora, o quizá antes, seremos presos o muertos. Los argelinos han puesto ya fuego a la mecha, y la mina no tardará en estallar. Habéis olvidado que yo había hecho preparar otra en el caso de que descubrieran el paso.

El barón sintió un escalofrío.

—¿De modo que volaremos todos? —preguntó con voz trémula—. Soy hombre de guerra, y no me espanta la muerte; pero Ida…, pero tu pobre ama…

—Más vale la muerte que la esclavitud en Argel, señor barón. Además, no creo que toda la torre se desplome; pero esas dos minas abrirán en ella una brecha enorme, y hasta harán saltar las escaleras, cortándonos la retirada.

A pesar de su valor, el barón sintió correr por todo su cuerpo un sudor frío.

—¡Si al menos pudiese matar a Zuleik antes —dijo con voz feroz—, moriría más tranquilo!

—Señor barón —dijo el viejo Antonio, como si hubiese adoptado una resolución desesperada—, acaso pasen todavía algunos minutos antes de que estalle la mina.

—¿Qué pretendes decir con eso?

—Que podríamos aprovecharlos para inutilizar la mina que yo he preparado, y que es la más peligrosa. Cerca de ella hay un tonel de agua. Voy a humedecer la pólvora. Si llego demasiado tarde, no será mía la culpa.

—Si tú desafías la muerte, yo voy a hacer lo mismo —dijo el joven con voz resuelta—. ¡Lo mismo da caer antes que después!

Recorrió la escala rápidamente. Se acercó a la condesa, que había caído de rodillas, cogió la cabeza de la joven entre sus manos y depositó en su frente un largo beso de despedida.

—¿Qué hacéis, Carlos? —preguntó ella con un sollozo.

—¡Voy a probar la suerte! —repuso el caballero con una especie de exaltación.

Después, sin decir una palabra más, empuñó un hacha y cortó la escalera, reuniéndose con Antonio, el cual bajaba precipitadamente.

—¡Volveos, señor —dijo el viejo—; dejad que afronte la muerte solo! ¡Yo soy viejo, y vos sois joven!

—¡No!

—¡Subid; la mina va a estallar de un momento a otro!

—¡No!

En la escalera, una voz estridente había gritado:

—¡Carlos!

Era la condesa, que empezaba a adivinar el temerario intento del joven siciliano.

El barón estuvo un momento vacilante; pero, enseguida, de cuatro saltos, bajó la escalera y llegó al piso inferior, un camaranchón oscuro lleno de barriles que en otro tiempo estuvieron llenos de pólvora.

En un ángulo se abría una puerta cubierta de planchas de hierro; era el paso secreto que conducía al subterráneo.

Atravesó resueltamente la puerta, empuñando el hacha, y entró en una galería bastante baja excavada en la roca y que descendía rápidamente por la base de la torre.

—Allí está la mina —dijo Antonio, que le había seguido—. ¡Pronto, señor!

El barón acababa de descubrir vagamente un enorme tonel lleno de agua situado dentro de una profunda excavación. Con dos hachazos lo desfondó, dejando que el líquido inundase la abertura en cuyo fondo se encontraba la mina dispuesta por el jefe de la guarnición del castillo.

—¡Huyamos! —gritó el viejo.

Ya estaban para entrar en la torre, cuando un relámpago brilló en la oscuridad cegándoles los ojos, al propio tiempo que se sintieron arrojados con una fuerza irresistible contra los muros del subterráneo, donde entrambos quedaron como muertos.

Al propio tiempo oyeron un estrépito espantoso, como si la tierra entera se hubiese desplomado de pronto. Después, gritos, fragor de armas, disparos, y luego, nada.

* * *

Cuando el barón volvió en sí, el más profundo silencio reinaba en torno suyo. Ya no se oían ni los disparos de las culebrinas, ni los clamores salvajes de los terribles corsarios de África, ni el fragor de las corazas y los yelmos golpeados por las espadas y las hachas de armas, ni los gemidos de los moribundos, ni las imprecaciones de los heridos.

Se encontraba en el subterráneo, donde la explosión de la mina le había estrellado contra los muros. A su lado estaba el viejo Antonio, inmóvil como un cadáver. El joven se sentía magullado y con la cabeza dolorida, como si hubiese recibido un terrible mazazo sobre el yelmo.

Durante un momento creyó haberse despertado en el reino de los muertos; tal era la confusión que existía en su cerebro. Pero de pronto volvió a recobrar la memoria con prodigiosa rapidez.

Entonces un grito de desesperación salió de su pecho:

—¡Ida; mi Ida! —gritó.

Por algunos momentos giró sobre sí mismo como un loco, agarrándose a los muros y sollozando como un niño.

—¡Muerta! ¡Robada quizá! —gritaba con voz descompuesta—. ¡Malditas sean las hienas de Argelia! ¡A mí, Antonio!

Se había inclinado sobre el viejo, el cual continuaba inmóvil, y trató de levantarle; pero de pronto le dejó con espanto y retrocedió horrorizado.

Del yelmo, casi destrozado, salía un chorro de sangre, que ya había formado en el suelo una enorme mancha roja.

—¡Muerto! —exclamó.

El pobre viejo, lanzado contra los muros del subterráneo, se había aplastado el cráneo contra las piedras.

—¡He aquí otra víctima que debo vengar! —dijo el barón con voz terrible—. ¡Ay de ti, Zuleik, el día que te encuentre!

Miró en torno suyo con abatimiento. Por el agujero de la puerta, que permanecía entornada, entraba un rayo de luz, el cual proyectaba un reflejo sobre el negro y húmedo pavimento del subterráneo.

El sol había salido ya.

El barón, tambaleándose como un beodo, se dirigió hacia la puerta, agarrándose a las paredes para no caer; tal era su debilidad. Por fin logró llegar a la estancia que formaba la base de la torre.

Una inmensa brecha se abría en un ángulo de ella, y un enorme montón de escombros cubría aquel lugar. Algunos cadáveres yacían entre las piedras, y al lado de ellos se veían armas despedazadas, alabardas, espadas, mazas y cimitarras.

Las paredes también estaban manchadas de sangre. En aquel sitio debía de haberse librado un combate terrible entre los asaltantes y los defensores de la torre.

El barón se detuvo, como si tuviese miedo de contemplar los rostros de aquellos cadáveres, todavía contraídos por el dolor y la cólera de la lucha.

Al fin miró hacia la escalera, que la terrible explosión no había destruido por completo. Sobre los peldaños yacían también varios cadáveres, y regueros de sangre descendían lentamente, formando charcas acá y acullá, las cuales exhalaban un olor acre y penetrante de matadero.

Allí estaban confundidos argelinos y malteses.

El último asalto dado por los berberiscos debió de haber sido tremendo, así como la defensa de los sitiados, a juzgar por el número de moros muertos en la base de la escalera.

—¡Todos muertos! —Murmuró el barón con un sollozo—. ¿Y mi Ida?

Con un esfuerzo supremo, y venciendo el horror que le inspiraban aquellos cadáveres, subió la escalera con el corazón palpitante de angustia y la desesperación en el alma, gritando con voz angustiada:

—¡Ida! ¡Ida! ¡Ida!

Ya había llegado al término de la escalera, cuando le pareció oír una voz humana. Se detuvo, creyéndose víctima de alguna alucinación de los sentidos, e imaginando que todavía quedaban enemigos en la torre, cogió a un cadáver la espada que aún tenía empuñada, y tiró de ella con violencia.

—¿Quién busca la muerte? —gritó.

La voz de antes, que parecía descender del piso alto, se oyó de nuevo, pero más clara y más distinta.

—¿Señor barón? ¿Dónde os encontráis? —gritaba la voz con tono lamentable.

Una exclamación de estupor salió de los labios del barón. Acababa de reconocer la voz.

—¡Cabeza de Hierro! —balbuceó—. ¡Pero no; es imposible! ¡Yo deliro!

Y dicho esto, avanzó sobre el piso superior.

También allí había muertos: hombres de armas, criados del castillo y berberiscos mezclados en una confusión espantosa y estrechados unos con otros, como si luchasen todavía.

En aquel momento vio descender por la escalera que conducía a la plataforma al pobre catalán. En aquel breve espacio de tiempo habla enflaquecido horriblemente.

Al ver al barón se arrojó precipitadamente a su encuentro, dejando caer la terrible maza de armas que llevaba en las manos.

—¡Señor, qué infortunio!

—¿Dónde está la condesa? —gritó el barón, agarrándole por un brazo y sacudiéndole con fuerza.

—¡Robada, señor!

—¡Robada!

—¡Sí, robada por Zuleik, por ese perro musulmán! ¡Ah, qué infortunio! —gimió el catalán.

—¿Robada por Zuleik?

El barón no pudo articular una palabra más: se había desplomado sobre los cadáveres, como si su alma estuviera aniquilada.

—¡Auxilio! —gritaba Cabeza de Hierro, aterrado ¡Auxilio! ¡Mi amo se muere!

El barón sollozaba como un niño, estrechándose la cabeza con las manos.

—¡Señor, señor! —Gemía el catalán, aflojándole la coraza—. ¡No os desesperéis! ¡Seguiremos a los raptores! ¡Me destroza el corazón veros llorar! ¡Todavía no hace más que dos horas que se han ido, y la galera está para llegar! ¡Acabó de descubrirla ahora doblando el cabo!

—¡La Sirena! —Exclamó el barón—. ¿Dices que mi Sirena está para llegar?

—Sí, señor; la he visto desde la plataforma.

El caballero se había puesto en pie como movido por un resorte, recobrando de nuevo todos sus bríos. La esperanza de poder seguir a los raptores de la condesa y de alcanzarlos antes de que llegasen a Argel para arrancarles su presa le había devuelto todo su valor. En aquel momento ni siquiera se acordaba de la enorme desproporción de fuerzas entre su tripulación y las de las naves berberiscas.

—¡Ven! —dijo al catalán.

Subió la escala y llegó hasta la plataforma de la torre. Allí también todo estaba en ruinas. Las almenas, destrozadas por las balas de las galeras, habían cubierto con sus ruinas el pavimento. Las dos piezas de artillería estaban asimismo hechas pedazos.

El sol, alto ya en el firmamento, iluminaba el Tirreno, la isla de Antíoco y las costas de Cerdeña, cuyas montañas se perfilaban claramente sobre el limpidísimo y luminoso horizonte.

Hacia la parte norte de San Pedro, una gran nave con alta proa centelleante de dorados, con inmensas velas latinas desplegadas al viento y el estandarte de los caballeros de Malta ondeando sobre la cima del palo mayor, avanzaba con la rapidez de una gaviota.

Sobre el amplísimo puente del buque brillaban a los rayos del sol de la mañana yelmos y corazas de acero, alabardas y picas.

—¡Sí; ya la veo! —Gritó el barón—. ¡Es la Sirena! ¡Mi Sirena! ¡Por qué no habrá llegado antes!

—¡Todavía será tiempo!

—¡Sí, dices bien! Daremos caza a los moriscos, los seguiremos hasta Argel, y les daremos la batalla. ¡Mira: ya no lloro, y me siento capaz de luchar contra todas las naves musulmanas! ¡Si los alcanzamos, los cazaremos, los echaremos a pique y me apoderaré de Zuleik, de ese traidor!

Hablaba con tal exaltación, que el catalán temió por un momento que hubiese perdido la razón.

—¡Pobre señor! —Murmuró, enjugándose una lágrima—. ¡No piensa siquiera que tenemos enfrente de nosotros cuatro galeras, sin contar la falúa! ¡El momento en que el último de los Barbosas va a dejar este mundo no anda lejos!

—Cabeza de Hierro —añadió el barón—, me has dicho que las galeras berberiscas han partido hace dos horas; ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¿Qué ruta seguían? —Iban hacia el Suroeste.

—¿Todas juntas?

—Sí; todas precedidas por la falúa.

—¿Asististe al último asalto?

—Cierto, señor; y os aseguro que mi maza ha causado tales estragos en el enemigo…

—¡Deja en paz a tu maza, que no tiene huellas de sangre! —dijo el joven con impaciencia.

—Porque la he limpiado en la cabeza de los moros. ¡Cómo suponer que un Barbosa…!

—¿Quién se apoderó primero de la condesa?

—Zuleik, señor. Todos los nuestros, después de un combate desesperado en el piso bajo, habían caído heridos o moribundos; el único incólume era yo.

—¿Emplearon violencia con ella?

—No, ninguna. La condesa estaba desmayada cuando se la llevaron.

—¿Y sus doncellas?

—Fueron arrebatadas al mismo tiempo que la señora.

—¿Y tú? ¿Cómo pudiste huir de la muerte mientras todos los otros caían en la lucha?

El ilustre descendiente de los Barbosas se rascó la oreja con cierto embarazo.

—¡Huiste cobardemente! —gritó el barón.

—¡Yo! ¡Un Barbosa! ¡Ah, no; de ninguna manera! Haciendo un terrible molinete con la maza, llegué hasta la escalera, pero cuando ya la condesa había caído en poder de los moros. Y aquí, en la plataforma, yo solo entre todos, opuse una resistencia tan desesperada que los moros no se atrevieron a forzar la puerta y me dejaron solo y desesperado entre todos estos muertos. ¡Creo haber derribado lo menos veinte enemigos!

—¿Tú? —Dijo el barón—. ¿Y dónde están todos esos cadáveres, que no los veo por ninguna parte?

—Los habrán retirado los moros —repuso Barbosa, enrojeciendo un poco.

—¡Los Barbosas son invulnerables! —dijo el barón con cierta ironía.

Dos cañonazos retumbaron en aquel momento en el mar.

La Sirena entraba en la bahía, saludando al castillo.

—¡Ven! —Dijo el barón—. ¡No quiero que mis gentes tengan tiempo para echar el ancla! Hay que dar caza en el acto a los corsarios, y ¡ay de ellos!

CAPÍTULO VI. LA PERSECUCIÓN

La Sirena, que el Gran Maestre de Malta había confiado al joven barón de Santelmo para que protegiera las costas sicilianas y sardas contra las rápidas invasiones de los piratas berberiscos, era una de las más grandes y de las más sólidas galeras que en aquella época surcaban las aguas del Mediterráneo.

En la actualidad haría seguramente una triste figura enfrente de los enormes acorazados de que hoy disponen las principales naciones del mundo; pero en el siglo XVI podía pasar por uno de los barcos más fuertes.

Como entonces se estilaba, la Sirena tenía la proa altísima y cargada de dorados, con un amplio castillo para hacer más fáciles los abordajes. La popa, más elevada aún, llevaba un alto mástil provisto de una enorme vela latina. En cambio, la toldilla era baja, con casco solidísimo para proteger a la tripulación contra el fuego de los arcabuces, y dividida en tres departamentos formados con cuerdas entrelazadas estrechamente, que podían servir para detener al enemigo en el caso de que consiguiera llegar a bordo, y hacerle más difícil la conquista del puente.

También los palos del trinquete y el palo mayor llevaban velas latinas.

En la cubierta no había artillería. Las culebrinas se encontraban todas colocadas en el entrepuente, y alargaban sus bocas fulminantes en dos hileras.

La tripulación de la galera, ignorando aún la terrible lucha sostenida en el castillo, se preparaba para echar el ancla, cuando el barón y Cabeza de Hierro se presentaron en la ribera.

—¡Enviadme una canoa —gritó el caballero— y manteneos a la vela!

Aun cuando pareciese muy extraño a la tripulación ver al capitán solo y no descubrir ninguna persona en la terraza del castillo, la orden fue obedecida con prontitud.

Por no encallar en los bajos, la nave había virado de babor, mientras la chalupa, tripulada por seis marineros, se dirigía velozmente hacia tierra para recoger al barón.

Con pocos golpes de remo atravesó la ensenada y atracó delante de los bastiones. Sólo en aquel momento descubrieron con asombro la inmensa brecha que se abría en la base de la torre y el miserable estado del puente levadizo, hecho pedazos por los berberiscos.

El segundo comandante, un hermoso tipo de marino, enérgico, moreno como un argelino y con una barba negra que le caía sobre la coraza, se había lanzado prontamente a tierra, y corrió hacia el barón con el rostro descompuesto.

—¿Qué ha sucedido aquí, señor de Santelmo? ¿Acaso llegamos tarde?

—¡Sí; con dos horas de retraso, caballero Le Tenant! —Respondió el barón con un gesto desesperado—. ¡Ahí tenéis la obra de los piratas berberiscos!

—¿Han asaltado el castillo?

—¡Y muerto a sus defensores!

—¿También a nuestros marineros? —preguntó Le Tenant, palideciendo.

—Nosotros dos somos los únicos supervivientes.

—¿Y la condesa de Santafiora?

—¡Robada, caballero Le Tenant! ¿Experimentáis vos algún temor?

—Nunca he tenido temor alguno.

—Pues entonces partamos enseguida y sigamos a esos berberiscos. Nos llevan dos horas de ventaja, y hay necesidad de caer sobre ellos antes que lleguen a Argel.

—Sí, señor de Santelmo —dijo el marino con voz resuelta—. Embarquémonos, y vamos en seguimiento de esos perros.

Entraron en la canoa y se pusieron en marcha, mientras la galera daba bordadas sobre la costa. Durante el trayecto, el barón informó rápidamente al caballero de las infinitas peripecias de aquella noche terrible, que tantas víctimas había costado.

—Señor de Santelmo —dijo el marino con voz conmovida—, volveréis a ver a vuestra prometida. Nuestra galera es veloz, y nuestros hombres os quieren como a un padre. Todos ellos darían su vida por vos. Antes de que los berberiscos entren en Argel les daremos alcance, y ¡vive Dios! que rescataremos a los prisioneros.

—¡Dios os oiga!

—¡Pagarán cara su audacia!

—¡No dudo del valor de nuestros hombres! —Dijo el barón con voz amarga—; lo único que me espanta es la pasión de Zuleik por la condesa de Santafiora. ¡Ese hombre, antes que entregármela, será capaz de matarla!

—¿No sabéis en qué nave la han embarcado?

—No, caballero Le Tenant. —¿Ni tú tampoco, Cabeza de Hierro?

—No me fue posible averiguarlo —respondió el catalán—. Los berberiscos se embarcaron con tal precipitación que no pude observar nada.

—¿Eran cuatro las galeras?

—Y una falúa.

—Muchas son, señor de Santelmo —dijo el caballero de Malta—. ¿No os parece que debíamos ir a pedir refuerzos a Cagliari?

—Perderíamos un tiempo precioso, sin tener la certeza de alcanzar auxilios. Prefiero intentar el golpe por mí solo. ¡Dios me ayudará!

—Como gustéis.

—Por otra parte, ya sabéis que las galeras maltesas cruzan sin cesar por el Tirreno y también a lo largo de las costas de África, y es posible que podamos encontrar alguna de ellas.

—O que encontremos a los fregatarios1. Porque si tienen barcos pequeños, poseen, en cambio, un corazón muy grande. Yo me entenderé con esa gente, porque soy hijo de un terrible fregatario catalán.

—Sí; ya conocemos las hazañas de tus abuelos, señor Cabeza de Hierro, y también las tuyas —dijo el caballero Le Tenant.

—Mi maza…

—¡Calla! —dijo el barón, casi brutalmente—. ¡Ahora no estamos en situación de oír tus bravatas!

En aquel momento se encontraban al lado de la galera. Toda la tripulación estaba sobre cubierta, pues ya habían observado que el castillo debía de haber sufrido un asalto formidable.

Apenas llegado sobre la toldilla, el joven capitán se colocó en medio de sus marineros, que le miraban con admiración, y les dijo con voz enérgica:

—¡Si hay alguno que tema perder la vida, puede desembarcar; yo le autorizo para ello!

Ninguno se movió.

—¡Vamos a combatir en lucha desesperada, donde es posible que dejemos la piel! —Añadió el barón después de algunos momentos de silencio—. ¡Seremos uno contra cinco; pero quien tenga fe en Dios y en el valor de la propia espada, que me siga!

Todos los marineros seguían escuchando.

—Se trata —continuó— de salvar mujeres de la esclavitud y librar de la muerte a hombres y niños, pues los berberiscos acaban de devastar esta isla. Nuestros enemigos están allí, delante de nosotros, y huyen hacia sus madrigueras de Argel.

Un rumor sordo se escuchaba en la tripulación.

—¡El que me ame que me siga! ¡La Orden de Malta ha construido esta galera para la protección de los débiles y para el exterminio de los infieles!

En aquel momento, un grito inmenso, ensordecedor, estalló en la nave.

—¡Guerra a los berberiscos! ¡Viva nuestro capitán!

Sólo Cabeza de Hierro había permanecido silencioso, lanzando un profundo suspiro.

—¡Pues que se desplieguen sobre los mástiles las gloriosas banderas de Malta y los colores de Sicilia! —Dijo el barón—. ¡Qué se preparen también las armas, y que la santa Cruz nos proteja!

Apenas pronunciadas estas palabras se dejó caer en los brazos de su lugarteniente; las fatigas y las angustias sufridas en aquella horrible noche de sangre y de estragos, y sobre todo el inmenso dolor que destrozaba su alma, le habían desvanecido.

—¡Oh, Ida mía! —murmuró con voz apagada.

Á una señal del caballero Le Tenant, cuatro hombres habían levantado suavemente al joven capitán, que no daba señales de vida, y le condujeron a la cámara de popa.

Cabeza de Hierro le había seguido tristemente, lanzando las más terribles imprecaciones contra los berberiscos y jurando vengar a su infortunado señor. Á pesar de sus fanfarronadas, era un pobre diablo y amaba extraordinariamente a su amo desde la niñez.

—¡Morirá de dolor! —Decía, apretando con rabia los dientes y los puños—. ¡Perros infieles! ¡Ya me las pagaréis todas juntas!

Mientras el cirujano de guardia cuidaba al barón, cuya crisis, por fortuna, no amenazaba prolongarse, los malteses se apercibían alegremente al combate.

Confiando en la velocidad de su galera, una de las más veleras del Mediterráneo, estaban seguros de alcanzar a la escuadra enemiga antes de pocas horas.

Hombres curtidos en las batallas y que desafiaban la muerte todos los días, dominados además por el fervor religioso, no eran capaces de preocuparse por la superioridad numérica de sus enemigos, especialmente cuando estos enemigos eran infieles.

Además, la desgracia de su capitán, por quien aquellos hombres sentían verdadera adoración, los había conmovido, tan profundamente, que todos juraban libertar a la condesa o morir en el empeño de salvarla.

Todos ellos se habían puesto con ardor a preparar la galera para el próximo combate, reforzando las defensas de la cubierta, preparando las armas, cargando las piedras y llevando a la toldilla infinidad de materias inflamables para arrojarlas sobre las naves enemigas.

Aún estaban a la vista de la costa de San Pedro, y ya se encontraba la Sirena dispuesta a empeñar la lucha, la cual, según todos los indicios, había de resultar sangrienta; una verdadera lucha de exterminio.

Mientras la tripulación y los hombres de armas escrutaban con ansiedad el horizonte con la esperanza de descubrir las velas enemigas, el barón, a quien la fiebre devoraba, había recobrado los sentidos.

Su primera pregunta fue para saber si habían sido descubiertas las galeras berberiscas y si su espada y su coraza estaban preparadas, como si tuviera el temor de que se empeñase el combate en ausencia suya.

—No, todavía no —respondió el caballero Le Tenant, que se encontraba a su lado—. Acaso para huir de una probable persecución hayan emprendido una falsa ruta, dirigiéndose hacia Túnez en vez de ir a Argel; pero, no lo dudéis, barón, pronto o tarde los alcanzaremos.

—¿Está todo dispuesto para el combate?

—Todo, señor, y nuestros hombres arden en deseos de luchar con los berberiscos.

El barón se alzó sobre el lecho, sentándose en él con un gesto desesperado.

—¡Decidme que todo esto es un sueño, que acabo de ser víctima de una horrible pesadilla!

—Ni que fuera tan valiente —dijo el barón—. Dos veces me hizo frente con su espada, sin que pudiera vencerle.

—Y, no obstante, sois uno de los más hábiles esgrimidores de la Orden de Malta. Si ese hombre es tan valiente y tan audaz nos dará mucho que hacer, señor barón, y no soltará con facilidad su presa, especialmente si está enamorado de la hermosa condesa de Santafiora.

—¡Se la arrancaré, aunque tuviera que seguirle hasta Argel y gastar toda mi fortuna para armar nuevas galeras!

—¡Y siempre me encontraréis a vuestro lado! —Dijo el lugarteniente—. Si no conseguimos libertar a la condesa antes de que las naves berberiscas entren en Argel, haremos un llamamiento a los caballeros de Malta, y pediremos auxilio a las Repúblicas de Génova y de Venecia para dar un golpe decisivo al poder de los berberiscos.

—Preferiría tropezar con las galeras enemigas antes de llegar a Argel; en otro caso, la condesa estaría perdida para mí —dijo el joven barón con triste acento.

En aquel mismo instante se oyó una voz gritar sobre cubierta:

—¡Velas a la vista!

Una exclamación de alegría siguió a aquella voz. El barón se había lanzado fuera del lecho, precipitándose sobre su espada como si el combate hubiese comenzado ya.

—¡Venid, venid, caballero Le Tenant! —gritó con alegría feroz—. ¡Ahora todo lo veo de color de sangre!

Ambos se habían lanzado fuera de la cámara y subían rápidamente la escalera que conducía sobre cubierta.

En el puente de la galera reinaba una viva agitación. Marineros y hombres de armas corrían hacia el castillo de proa, mientras los artilleros descendían a las baterías, gritando:

—¡Ojalá fuera así, señor barón! Por desgracia, no habéis soñado, y la prueba es que todos estamos dispuestos a abordar las naves de los raptores de la condesa de Santafiora.

—¡Robármela cuando estaba tan cerca de la felicidad! —Exclamó el joven con un sollozo de desesperación—. ¡Y todo fue preparado por Zuleik, por ese miserable esclavo! ¿Cómo pudo ocultar su pasión por tanto tiempo sin despertar la menor sospecha? ¡Un gesto, una palabra sola me hubiera bastado para adivinar su infame secreto!

—Ese Zuleik, ¿es aquel moro que tocaba la tiorba, y a quien vimos algunas veces en el castillo?

—Sí, Le Tenant.

—¿Y fue él quien indujo a los berberiscos para que cayesen sobre la isla?

—Todo lo hace suponer.

—¿Para llevarse a la condesa?

—Y para volver a su patria, para recobrar su alta posición; porque no es un moro miserable, como habíamos creído.

—¿Quién es, entonces?

—Un príncipe, un descendiente de los califas de Córdoba y Granada. Hay que dar crédito a sus palabras, porque los piratas argelinos no hubieran hecho un desembarco para librar a un simple esclavo.

—Y, no obstante, pasó varios años en el castillo.

—Cuatro —respondió el barón.

—¿Cómo permaneció siendo esclavo tanto tiempo?

—Probablemente no sabían sus deudos el lugar en que se encontraba.

—Entonces, debe de ser algún renegado el que llevó a Argel la noticia de que Zuleik estaba en el castillo de San Pedro.

—Es posible.

—¡Nunca hubiera creído que aquel tocador de tiorba fuese un hombre tan importante!

—¡A las culebrinas! ¡A las culebrinas!

Sobre la azul superficie del Tirreno, hacia el suroeste, se dibujaban claramente muchos puntos blancos.

—¡Son los berberiscos! —Gritó el barón—. ¡Allí veo la falúa, que navega a retaguardia!

—¿Estáis seguro de ello? ¿No será acaso alguna escuadrilla de veleros mercantes que navegan hacia España?

—¡No; no me engaño! ¡Son las cuatro galeras argelinas y la falúa! ¡Mirad: ya han advertido nuestra presencia y cambiado de ruta hacia el Sur, quizá para buscar un refugio en Túnez!

—Así parece.

—Si en tan corto espacio de tiempo hemos ganado tanto mar, eso significa que nuestra galera es mucho más rápida que las suyas y que dentro de una hora estaremos encima de esos perros. ¡Ah! ¡Ay de ti, Zuleik! ¡Tu vida será mía!

—¡Si es que los moros no nos quitan la nuestra! —Suspiró Cabeza de Hierro, que había oído las palabras de su amo—. ¡Uno contra cuatro, sin contar la falúa! ¡Hum! ¿Cómo acabará esta empresa? ¡Vamos a recobrar ánimo con un vaso de Chipre!

—Caballero Le Tenant —dijo el barón, colocando los hombres sobre el castillo de proa—, abordaremos a esa galera que va detrás y trataremos de echarla a pique.

—Sí, antes de que lleguen las otras en su auxilio. En cuanto a la falúa, la quitaremos de en medio con facilidad.

—Mandad que abran dos barriles de ron y dejad que beban nuestros hombres hasta saciarse. Cuando estén un poco alegres no repararán en que somos los más débiles, y se batirán con mayor brío.

—Está bien.

—¡Y ahora, a ellos!

—¡Señor barón! —dijo Cabeza de Hierro, deteniéndole en el momento en que subía al puente—, ¿queréis buscar una muerte segura? Ya sabéis que, antes de expirar, vuestro padre me encargó que velara siempre por vos.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó el joven, arrugando el entrecejo.

—Que las galeras argelinas nos echarán a pique y que todos acabaremos nuestra vida en los negros abismos del Mediterráneo.

—¡Tu maza nos protegerá! —Dijo el barón en tono de burla—. Por lo demás, no es éste el momento de escuchar consejos, sino de prepararse a vencer o morir.

—Para morir siempre hay tiempo, señor barón.

—¿Acaso tienes pavor, Cabeza de Hierro?

—¿Yo? ¿Pavor yo? —Exclamó el catalán—. ¡Sabéis que ese sentimiento fue desconocido siempre entre los Barbosas!

—¡Estás pálido como un difunto!

—Es la emoción de veros expuesto a los ataques de esos bárbaros.

—Pues no te preocupes de mí; ahora cuida de tu maza.

Le dejó y subió rápidamente al puente, mientras los hombres de armas ocupaban los puestos que les había asignado el caballero Le Tenant.

—¡Pobre amigo Barbosa! —Suspiró Cabeza de Hierra—. ¡Encomienda tu alma a Dios! ¡Esta vez no salvas la piel, aunque te escondas en la sentina! ¡Estos desgraciados han enloquecido! ¡Ea; otro vaso de Chipre! ¡El último!

La Sirena, se había puesto en actitud de dar caza a los enemigos, desplegando todas las velas posibles para apresurar la marcha. Viendo que las galeras argelinas, a pesar de su superioridad, trataban de deslizarse hacia Túnez para ponerse bajo la protección de sus fuertes, que en aquella época eran verdaderamente formidables, trataba de obligarlas a cambiar de ruta hacia occidente, donde con más facilidad podía elegir un buen momento para asaltarlas.

Los corsarios, sin embargo, fiando en sus propias fuerzas, habían continuado su marcha en dirección del Sur, navegando en dos filas y con la falúa a retaguardia.

También se veía que se preparaban al combate, porque sus altísimos castillos de proa se cubrían de hombres, en cuyos cascos y corazas se reflejaba la luz, mientras otros rodeaban las bombardas que llevaban sobre cubierta, con el objeto de que aquellas cortas y gruesas piezas tuvieran mayor eficacia.

No había duda de que los enemigos sabían que a espaldas suyas se encontraba la Sirena, con la cual ya muchas veces midieron sus fuerzas en las costas de Sicilia y en las aguas de Malta; y como conocían el valor y la audacia de los marinos cristianos, trataban de evitar un encuentro, más dañoso que útil para ellos, con tanto prisionero como llevaban a bordo.

Por eso forzaban la marcha, desplegando velas cuadradas sobre las latinas, aun cuando estuviesen convencidos de que no podían competir en velocidad con la Sirena, que en sólo tres horas y con viento débil les había alcanzado.

La persecución duraba ya más de una hora, con ventaja de la galera maltesa, que veía disminuir la distancia que la separaba de las naves enemigas, cuando los berberiscos cambiaron bruscamente de ruta con una maniobra que en el primer momento sorprendió a los perseguidores.

Mientras una de sus galeras continuaba su marcha hacia el Sur, las otras tres y la falúa habían amainado con rapidez parte de sus velas, virando bruscamente de babor.

—¿Qué pretenden hacer? —Preguntó el caballero Le Tenant, que se encontraba cerca del barón—. ¿Nos esperan para dar la batalla?

—¡Ah, canallas! —gritó el barón de Santelmo, palideciendo—. ¡Tratan de proteger la fuga de Zuleik!

—¿Acaso irá la condesa en la galera que huye?

—¡Sí, Le Tenant! —Respondió el barón—. Zuleik trata de sustraerse a nuestros tiros, y deja atrás a las tres galeras para que intenten detenernos. ¡Miradlas! ¡Se disponen en orden de combate con la falúa a retaguardia!

—No seremos nosotros los que vayamos a arrojarnos dentro del círculo que forman. Ya que la Sirena es más veloz, evitaremos el encuentro y daremos caza a la fugitiva.

El barón había cogido la bocina y, poniéndosela en la boca, gritó con voz de trueno:

—¡Pronto, por la borda!

CAPÍTULO VII. UN COMBATE HOMÉRICO

Habiendo comprendido las galeras berberiscas que la Sirena no tardaría en alcanzarlas y que les faltaría tiempo para ampararse en las costas de Túnez, provechándose del viento favorable que soplaba entonces de Oriente, se apercibían a cerrar el paso a los caballeros de Malta, con el propósito de proteger la fuga de Zuleik.

Con una rápida y habilísima maniobra, los berberiscos habían vuelto la proa al viento, y manteniéndose en una sola línea corrían para echarse encima de la galera maltesa, tratando de cogerla en medio para arrasarla con un fulminante ataque circular.

Pero si los berberiscos gozaban fama justificada de hábiles y valientes marinos, los malteses no les eran inferiores, ciertamente. Conociendo estos últimos las intenciones de sus adversarios, viraron prontamente a babor para evitar aquel peligroso cerco y para poder pasar fuera del arco formado por las galeras.

De una larga bordada hacia el Sur pasaron a ciento cincuenta metros de la nave que constituía la vanguardia, huyendo de los tiros de las culebrinas. Después emprendieron la carrera en la misma dirección, tratando de interponerse entre las naves de combate y la galera fugitiva, la única que el barón se preocupaba en abordar, por tener la certeza de que en ella se encontraban su prometida y Zuleik.

Por desgracia, al realizar aquella maniobra, la Sirena tuvo que perder una parte de la ventaja ganada, y las galeras berberiscas se aprovecharon prontamente de ello para cambiar el frente de batalla.

Pasar delante de ellas sin desafiar el fuego de babor era imposible, aunque los malteses se encontrasen todavía en buena posición, pues podían evitar el abordaje.

—Señor Le Tenant —dijo el barón, que con un solo golpe de vista se había hecho cargo de la situación—, si la artillería de los enemigos no nos destroza la arboladura, ¿embestiremos a la galera de Zuleik antes de que se les reúnan sus compañeros?

—Así es.

—Vamos a jugar una partida desesperada, y no vacilaré en intentarlo, cualquiera que sea el éxito que podamos obtener. Si los berberiscos llegasen a inmovilizamos no nos quedará otro remedio que morir valerosamente con las armas en la mano, después de haber sacrificado el mayor número posible de enemigos.

Dicho esto se pasó las manos por la frente, enjugándose algunas gotas de sudor.

—Caballero Le Tenant —continuó—, si muero y me sobrevivís, juradme que proseguiréis la empresa de libertad a mi prometida de las manos de los berberiscos. Pongo a vuestra disposición toda mi fortuna.

—Señor barón —respondió el maltés con voz conmovida—, juro sobre la cruz de Malta que si escapo de la muerte lo intentaré todo para salvar a la condesa de Santafiora, aunque debiera pedir auxilio a los fregatarios y reclamar socorros a las Repúblicas italianas.

—¡Gracias, amigo mío! ¡Ahora ya puedo desafiar la muerte con tranquilidad! —dijo el joven capitán.

Se irguió sobre el puente, blandiendo la espada y gritando:

—¡A estribor!

La galera había llegado a la altura de las naves berberiscas, las cuales trataban de echársele encima, intentando cortarle el paso antes de que pudiera lanzarse en pos de la galera de Zuleik, que ya llevaba unos dos mil pasos de delantera.

Las catorce culebrinas de estribor rompieron el fuego simultáneamente y con un estrépito ensordecedor sobre los barcos berberiscos, los cuales en aquel momento viraban de babor para presentar el flanco.

El efecto de aquella poderosa andanada fue desastroso para los adversarios, que, al menos por aquel momento, no se encontraban en situación de responder.

La falúa, que estaba a vanguardia, quedó de pronto arrasada como un pontón, perdiendo a un tiempo mástiles y velas, mientras las otras recibían en el casco tal número de proyectiles, que las hicieron inclinarse sobre la borda.

Un inmenso clamor de alegría había resonado en el puente de la Sirena. En aquella extraordinaria andanada, la tripulación creyó ver un augurio de victoria; pero a aquel clamor sucedió bien pronto un horrible griterío. Era que las naves argelinas, una vez terminada la maniobra, habían respondido a su vez con una nube de proyectiles a la andanada de la galera, llenando la cubierta de muertos y moribundos.

Si la andanada de la Sirena había sido certera, no lo fue menos la descarga de los berberiscos, que causó pérdidas crueles a los malteses agrupados en el castillo de proa.

No obstante, el intento perseguido por el barón se había obtenido, toda vez que la Sirena se había alejado de los barcos enemigos, interponiéndose entre la galera fugitiva y las otras tres, sin haber sufrido en la arboladura grandes daños que pudieran retardar su marcha.

—Si el diablo no hace alguna de las suyas —dijo el caballero Le Tenant—, abordaremos a la galera de Zuleik antes de que las otras puedan auxiliarla. Señor barón, comienzo a creer que Dios está con nosotros, y…

—¡Veremos si nos dan tiempo! —Respondió el capitán—. Haced que se reúnan en el castillo el mayor número posible de hombres de armas, ya que abordaremos por la proa, y haced que se tiendan en las tablas. Mirad: las galeras enemigas vuelven a la caza. Sin embargo, confío en abordar a la galera de Zuleik. Si conseguimos tomarla pronto, los otros barcos no podrán detenemos. Ordenad a los artilleros que sólo apunten al puente. ¡Tiemblo ante la idea de que alguna bala de cañón pueda herir a la condesa!

—Ya había previsto vuestra intención —respondió Le Tenant.

—¡Gracias, caballero! ¡Orza, timonel! ¡Pronto; preparad las escalas de abordaje!

En aquel instante, la Sirena volaba sobre la nave de Zuleik, la cual perdía camino, por ser menos veloz.

Las otras galeras se habían puesto en persecución de los malteses, disparando las bombardas de cubierta, aunque con poco resultado, porque la distancia aumentaba siempre.

Sobre la galera fugitiva se hacían apresuradamente los preparativos de combate. Hombres de armas y marineros se agrupaban en las bordas, prontos a rechazar el abordaje y a poner una larga resistencia hasta la llegada de las otras galeras.

A cuatrocientos metros, las dos bombardas de popa hicieron la primera descarga sobre la Sirena, apuntando hacia el puente para tratar de desarbolarla. Los proyectiles pasaron altos, y sólo pudieron agujerear las velas del palo trinquete.

—¡A su puesto los arcabuceros! —Gritó el comandante—. ¡Fuego a discreción!

Cincuenta hombres escogidos, armados de enormes arcabuces, se lanzaron sobre el castillo y abrieron un fuego vivísimo sobre la galera enemiga, que en vano trataba de sustraerse al abordaje, cambiando de ruta cada cinco minutos para ganar tiempo.

Los hombres de Zuleik, elegidos ciertamente entre los mejores, no tardaron en responder a aquellas descargas. Acurrucados detrás de las tablas, con la cimitarra entre los dientes para poder servirse de ella más pronto, miraban hacia el castillo de la Sirena, mientras sus dos bombardas resonaban a intervalos, lanzando entre las velas sus proyectiles de piedra.

Pero nada conseguía detener a la galera maltesa. Con una rápida bordada, favorecida por la brisa, que era entonces fresquísima, la Sirena hundió el bauprés entre los palos de mesana de la nave berberisca, destruyendo la vela latina, que cayó sobre el puente.

El barón y el caballero Le Tenant se habían lanzado ya del castillo con la espada en la mano y gritando:

—¡Al abordaje, malteses!

Las escalas fueron rápidamente lanzadas, y un choque violentísimo, que hizo estremecerse a las dos galeras desde la cala hasta el puente, fue seguido de gritos furiosos, que se lanzaban de todas partes.

—¡A ellos, malteses!

—¡Al agua los cristianos!

—¡Mueran los infieles!

Un torrente de hombres se precipitó desde el castillo de proa de la Sirena sobre la galera berberisca, entre el tronar de la artillería y el estrépito de los arcabuces. A la cabeza marchaban el joven barón y el caballero Le Tenant, con los ojos chispeantes de cólera.

Los berberiscos se lanzaron a la defensa como panteras sedientas de sangre, arrojándose entre los hombres de armas que invadían el barco y animándose unos a otros con gritos terribles.

El ataque de los malteses, excitados por el barón, fue tan vigoroso que los berberiscos se vieron envueltos por todos lados y hubieron de refugiarse en la toldilla.

—¡Adelante! —rugió el barón, que vio a las tres galeras enemigas reunirse para correr en auxilio de la de Zuleik—. ¡Adelante antes que lleguen los otros!

Dicho esto se lanzó con ímpetu irresistible contra las filas enemigas. Nada podía detenerle. El furor centuplicaba las fuerzas de aquel hombre, que avanzó hacia la primera barricada levantada delante del palo mayor, abriendo un surco sangriento entre los berberiscos, que parecieron sorprendidos por tanta audacia.

Hombres de armas y marineros le seguían, chocando impetuosamente con los adversarios.

En aquel momento, la lucha fue terrible. Los berberiscos no querían ceder el campo y oponían desesperada resistencia.

Las espadas, las hachas, las mazas de hierro y las cimitarras chocaban con ruido ensordecedor, agujereando las corazas y hendiendo los cascos. Bajo aquellos golpes tremendos, muchos encontraron la muerte.

Pero todo el esfuerzo de los malteses tuvo que detenerse delante de la barricada, que los berberiscos defendían con heroísmo sin ejemplo.

El barón, que ya había oído a sus espaldas los primeros cañonazos de las galeras, reunió en torno suyo a una veintena de hombres, y se arrojó contra el obstáculo, gritando con voz tonante:

—¡Un esfuerzo más, y es nuestra la galera!

Saltó sobre la barricada, y con estocadas furiosas a derecha e izquierda se abrió paso; pero de pronto un hombre enteramente cubierto de acero surgió enfrente de él, atacándole con el furor de un tigre.

—¡Zuleik! —Rugió el barón—. ¡Ah, perro! ¡Al fin te encuentro! ¡Devuélveme mi prometida!

—¡Ven a tomarla! —respondió el moro.

Una oleada de combatientes se arrojó en aquel instante entre ellos, envolviéndolos y separándolos. Los berberiscos, que defendían aún la barricada, abrumados por los marinos malteses, huían a la desesperada. Parecía que la victoria estaba ya asegurada y que la conquista de la galera no se haría esperar, cuando una descarga tremenda abrasó la cubierta, enfilándola de proa a popa.

Las tres galeras argelinas acababan de hacer fuego sin temor de matar al mismo tiempo amigos y enemigos, y se preparaban a abordar a la Sirena.

El barón había lanzado un grito desesperado, mientras los malteses, sorprendidos por aquella descarga inesperada que cubrió de muertos y heridos la cubierta, se replegaban en desorden para volver a su nave.

El caballero Le Tenant, desanimado, había dado la orden de retirarse para evitar que sus gentes se encontrasen entre dos fuegos.

—¡En retirada! —gritó.

Después se había lanzado sobre el barón, que todavía se esforzaba en acercarse a Zuleik, y que luchaba sostenido por cuatro marineros de la Sirena que no habían cedido el campo.

—¡Venid! —le dijo, agarrándole por un brazo—. ¡Todo está ya perdido!

—¡No! ¡Dejadme; dejad que me maten! —respondió el joven capitán, con acento desesperado.

—¡No; venid! ¡Muerto vos, todo concluiría para ella también!

Los hombres de armas y el caballero Le Tenant arrastraron al barón hacia la Sirena. Todos huían, perseguidos por los moros de Zuleik, que habían tomado la ofensiva.

En un instante abandonaron la galera enemiga.

—¡Cortad las amarras! —gritó Le Tenant, tratando de dominar el tumulto.

Apenas hubo entrado en la Sirena, el barón recobró su sangre fría. No se trataba ya de arrancar a la condesa de las manos de Zuleik, sino de salvar la nave y la tripulación, que estaba a punto de caer vencida por la enorme superioridad numérica de los berberiscos.

Con pocas órdenes, rápidas y terminantes, dispuso reforzar las velas para desprenderse de las cuatro galeras enemigas que ya le cercaban, y que se preparaban a su vez a abordarla. Después concentró sobre el castillo de proa todos los artilleros disponibles para contener a las gentes de Zuleik, que corrían al ataque, lanzando gritos salvajes.

Con dos descargas contuvo su ímpetu, impidiéndoles invadir el castillo; después, aprovechando aquel momento de tregua, hizo cortar las amarras y desembarazar el bauprés, todavía embrollado entre las cuerdas de la galera.

Una racha de viento muy oportuna separó las dos naves.

—¡A babor! —gritó el capitán, lanzándose sobre el puente, seguido por Le Tenant.

En tanto los gavieros desplegaban las velas latinas para tomar viento, los arcabuceros hacían fuego sobre la cubierta de las cuatro naves, y las culebrinas disparaban sobre los cascos con espantoso ruido.

Sin embargo, la posición de la Sirena era casi desesperada, toda vez que las galeras argelinas no querían dejar la presa, seguras de rendirla fácilmente.

Sus piezas, tres veces más numerosas que las de los malteses, respondieron a los fuegos de la Sirena con andanadas terribles; las balas hendían el casco y entraban en las baterías, haciendo estragos horribles en los artilleros y en los hombres encargados de tapar los agujeros abiertos por los proyectiles.

Una galera que tenía el viento más favorable que las demás trató de abordar a la Sirena, embistiéndola por la proa; pero ésta, con una hábil maniobra, se sustrajo al contacto del barco enemigo y eludió por milagro el cerco de las otras.

Pero si consiguió romper aquel estrecho cerco, no le fue posible ponerse al amparo de la artillería berberisca, que disparó contra ella mortíferas andanadas.

El espectáculo era horrible. Las balas de piedra de las bombardas caían con inmenso fragor sobre la cubierta y el castillo de proa, desfondando con su peso las tablas, mientras los proyectiles de las culebrinas acribillaban sus flancos.

El retumbar de todas aquellas piezas era tan fragoroso, que no podían oírse las voces de mando del barón y del caballero de Malta, los cuales se esforzaban por sacar a la nave de aquel círculo de fuego. Los gritos terribles y salvajes de los argelinos aumentaban el tumulto.

Furiosos por aquella obstinada resistencia y por el frustrado proyecto de abordaje, disparaban sobre la pobre galera nutridas descargas de arcabucería y lanzaban sobre ella materias inflamables, gritando furiosamente:

—¡Exterminadlos! ¡Mueran esos perros! ¡El Profeta lo manda!

Con el valor de la desesperación, los malteses trataban de rechazar el ataque por todos lados; pero la lucha era desigual. El puente, el castillo y las barricadas se cubrieron de muertos destrozados por las balas de las culebrinas.

También en las baterías el estrago era espantoso. Fusilados casi a quemarropa, los artilleros caían por docenas sobre las piezas, que poco a poco quedaban mudas por falta de hombres.

Ya no era la galera otra cosa que un pontón desarbolado. Agujereada por todas partes, sin mástiles y sin timón, se mantenía sobre el agua por un verdadero milagro.

—¡Rendíos! —aullaban los berberiscos.

El barón respondió con voz tonante:

—¡Los caballeros de Malta mueren, pero no se rinden!

En aquel instante, una exclamación de alegría salió del pecho de los supervivientes:

—¡Velas! ¡Velas en el horizonte! ¡Vienen en socorro nuestro!

Por la parte Norte, o sea por la parte de Cerdeña, algunos puntos blancos surcaban las aguas. No podían ser barcos enemigos, porque no venían de los puertos del Sur.

A la vista de aquellas velas, los valientes defensores de la Sirena, que ya estaban desalentados, recobraron ánimo y respondieron con mayor ímpetu a las descargas de los berberiscos.

También éstos habían visto aquellos puntos blancos que anunciaban la proximidad de otros buques: quizá galeras mandadas por el virrey de Cerdeña en auxilio de los caballeros de Malta. Una viva inquietud se apoderó de los corsarios, los cuales empezaron a temer verse envueltos entre dos fuegos.

La distancia era todavía demasiado grande para poder saber a qué clase de naves pertenecían aquellas velas. Pero, no obstante, los capitanes berberiscos pensaron, con razón, que no podían ser corsarios tunecinos o argelinos. También los desanimaba un poco la resistencia de los malteses.

El barón y el caballero Le Tenant se percataron de la inquietud que empezaba a dominar a los enemigos, y se aprovecharon de ella para reanimar el valor de sus gentes.

—¡Fuego! —gritaban—. ¡Aquí están las galeras amigas! ¡Adelante, malteses! ¡A las baterías todos!

Marineros y soldados se precipitaron en el entrepuente, donde sólo unos pocos artilleros continuaban manejando algunas piezas. El fuego, que había ido debilitándose, se reavivó de pronto con un crescendo espantoso, descargando andanada tras andanada sobre los barcos berberiscos.

Aquel cañoneo infernal acabó por decidir a los asaltantes a dejar la presa.

Aun cuando sus galeras estaban bastante maltratadas por aquella horrible lucha, orientaron precipitadamente las velas, y después de una última andanada, que destrozó por completo el casco de la Sirena, emprendieron la ruta huyendo hacia el Oeste, en dirección a Argel.

La galera maltesa continuaba solitaria, envuelta en el humo de las últimas descargas, abandonada a las olas, mientras un grito de desesperación salía del pecho del joven capitán, que se reconocía impotente para seguir a los enemigos, a quienes ya nadie podía detener.

CAPÍTULO VIII. LOS «FREGATARIOS»

En tanto que los supervivientes de aquella inverosímil pelea, reducidos a la tercera parte por las balas y las armas blancas de los berberiscos, socorrían a los heridos que llenaban el puente y las baterías, el caballero Le Tenant se había lanzado sobre el castillo y miraba con atención a las velas señaladas, que avanzaban en dirección a la galera.

Con una sola mirada se convenció de que aquellas velas no pertenecían a buques de combate enviados en su socorro por el virrey de Cerdeña, ni a las galeras maltesas procedentes de las costas de Toscana, sino que eran dos pequeños veleros incapaces de prestar a la Sirena gran ayuda, y menos capaces de perseguir a los corsarios, que en aquel instante empezaban a desaparecer entre las brumas del horizonte.

—Señor barón —dijo el joven capitán, que se había apresurado a seguirle con la esperanza de poder continuar la persecución de los corsarios con el auxilio de aquellos barcos—, creo que por ahora no podremos seguir a la condesa.

El barón suspiró profundamente y tuvo que apoyarse sobre la borda, como si las fuerzas le faltasen. En su rostro se leía una desesperación infinita.

—Señor barón —le dijo Le Tenant con voz conmovida—, sois un soldado y no debéis dejaros abatir. Si hoy la fortuna no ha coronado los esfuerzos de nuestros bravos marinos, dentro de pocos días puede devolvernos sus favores.

—¡Mejor hubiera sido que una bala me arrancara la vida!

—Y entonces, ¿quién intentaría la salvación de la condesa de Santafiora? Yo…

El barón le interrumpió bruscamente, preguntándole:

—¿Qué barcos creéis que son ésos?

—Goletas mercantes, señor. ¿Por qué esa pregunta?

—O quizá sean fregatarios. Si fuesen naves mercantes, al oír nuestros cañones se hubieran alejado en vez de acercarse a nosotros.

—¿Y si lo fuesen?

—Señor Le Tenant, nuestra galera se encuentra ahora en la imposibilidad de intentar cualquier esfuerzo, y habrá de costarnos trabajo llevarla hasta Cerdeña. De todas maneras, no podréis volver con ella al mar antes de dos meses, a menos que el gran maestre de la Orden os confíe el mando de otro buque. Si esos dos barcos que se acercan van tripulados por verdaderos fregatarios, os confío el mando de la Sirena, y os ruego que realicéis todo género de esfuerzos para conducir a Italia a nuestros marineros.

—¿Pensáis dejarnos? —dijo el maltés, atónito.

—Voy adonde el destino me lleve —dijo el barón—. No podré resignarme a esperar semanas y aun meses mientras mi prometida va a Argel como esclava.

—¿Y pretendéis ir a Argel solo?

—Me basta con un compañero; si todavía está vivo Cabeza de Hierro, él me acompañará. Voy a intentar todo género de esfuerzos para libertar a Ida. ¿Qué me importa ya la vida? Si me sorprenden y me matan, los caballeros de Malta me vengarán.

—¡No cometáis esa locura! Os conocen demasiadas personas en Argel; y, además, Zuleik vigilará constantemente sobre su presa.

—Estoy decidido a jugar el todo por el todo —respondió el barón con voz firme—. Ahora no soy necesario aquí, puesto que la Sirena no puede navegar. Ya harto haréis con llevarla hasta los puertos italianos.

—Pero…

—¡Ah, mirad; no me había engañado! Esos dos pequeños veleros son verdaderamente fregatarios en ruta para las costas africanas. Espero que mediante una buena recompensa no tendrán dificultad alguna en llevarme a bordo y en desembarcarme en Argel.

—Barón, pensad en los peligros a que os exponéis entrando en la propia guarida de Zuleik. Si ese condenado moro llega a sorprenderos, no habrá tormentos que deje de aplicaros. Conocéis mejor que yo la maldad de las panteras de Argel.

—¡Afrontaré todos los peligros sin temblar!

—Al menos, llevad con vos algunos hombres resueltos.

—Me basta con Cabeza de Hierro.

—¡Valiente refuerzo!

—No tengo necesidad de gente valerosa, porque no voy a Argel para combatir, sino para buscar con astucia los medios de libertar a la condesa. Haced seña a esas falúas para que se acerquen.

No hubo precisión de hacerlo, porque los dos pequeños veleros, viendo ondear sobre la cinta del palo mayor la bandera de los caballeros de Malta, se apresuraron a acercarse a la galera.

Eran dos esbeltos barquitos, largos, delgados, con el casco afiladísimo y las bordas bajas y con un velamen extraordinario, que debía de imprimir a aquellas navecillas aun con viento débil, una velocidad tal que ninguna galera podría alcanzarlas.

No desplazaban más de cuarenta toneladas; pero, a pesar de eso, ambas llevaban una tripulación numerosísima y tenían a popa dos pequeñas culebrinas.

Eran naves de fregatarios, naves construidas expresamente para las carreras velocísimas de aquellos barcos, que de vez en cuando prestaban servicios preciosos a los pobres esclavos cristianos, muchos de los cuales debían a tan audaces marineros la libertad.

Tripuladas por gente de valor y de sangre fría extraordinaria, aquellas falúas, aparejadas de goletas, osaban entrar en los puertos de Túnez, de Trípoli, de Argel y de Tánger en acecho del momento oportuno para recoger a los esclavos, que luego reconducían a su patria.

Disfrazados de moros, fingiéndose mercaderes tunecinos o argelinos, y habilísimos en el manejo de las armas, siempre prontos a huir a alta mar a la menor señal de peligro, organizaban en secreto la liberación de los esclavos.

No hay que decir que aquellos marinos corrían riesgos inmensos y que la muerte los amenazaba a cada instante, pues una vez caídos en manos de los berberiscos, no podían esperar de ellos otra cosa que la muerte.

Cuantos eran sorprendidos, otros tantos eran condenados a muerte. ¡Y qué muerte la suya!

Unos eran quemados vivos; otros, despedazados con hierros candentes; otros, empalados sin compasión, y otros, por último, sumergidos en cal viva antes de ser decapitados.

En pocas bordadas, las dos falúas se colocaron bajo la calera, abordándola por ambos lados. Luego, un hombre de formas hercúleas, bronceado como un moro, con larga barba negrísima y vestido de turco, subió por la escala que le habían echado desde la Sirena.

—¡Dura ha sido la batalla! —Dijo en pésimo italiano, poniendo el pie sobre el puente y al ver todos aquellos muertos, que aún no habían sido arrojados al agua—. ¡Se ve con claridad la obra de esos malditos perros infieles!

Viendo acercarse al barón, hizo un saludo llevándose la mano al fez.

—¿El capitán? —preguntó—. Os felicito con toda mi alma por vuestro valor. ¡Ojalá hubiera llegado a tiempo para ayudaros contra esas cuatro galeras!

—¿Sois un fregatario? —dijo el barón.

—Sí, capitán.

—¿De dónde venís?

—De Cagliari.

—¿Habéis tenido noticia del asalto de los berberiscos al castillo de San Pedro?

—Lo supe ayer por algunos pescadores de Antíoco. ¡No se puede negar que esos perros han procedido con audacia para llegar hasta allí!

—¿Se sabe también que han robado a la condesa de Santafiora?

—Sí, señor, y en Cagliari todos compadecen la desgracia de esa hermosa dama.

—¿Adónde vais ahora?

—Pues a intentar un golpe de mano a Argel, mientras mi compañero va a hacer lo propio en Túnez. Se trata de salvar a un caballero español, hijo de un embajador de este país. Se arriesgará la piel; pero la suma prometida es considerable, y si logro mi intento me retiraré a Normandía a cultivar manzanos.

—¿No sois italiano? —añadió el caballero Le Tenant.

—Soy un poco de todo —respondió el marino, sonriendo—. Para las gentes del Mediterráneo que me conocen de oídas soy simplemente un buen marinero y me llamo el Normando; para los infieles soy Ben Keded; para mis compatriotas, Juan Barthel.

—Decidme —preguntó el barón—: ¿os agradaría ganar cinco mil escudos?

El marino hizo un gesto de asombro.

—¡Por el rabo de Satanás! —Exclamó, abriendo los ojos—. ¡Cinco mil escudos! ¡Por semejante suma soy capaz de incendiar la Casbah de Argel y el palacio de ese canalla de Culquelubi, con el cual tengo una antigua cuenta que saldar!

—No os pido eso —respondió el barón con una sonrisa melancólica.

—¿Qué es lo que debo hacer, caballero?

—Pues conducirme en vuestro barco con un compañero mío y desembarcarme en Argel. Si queréis, podréis ayudarme en la empresa que voy a intentar.

—¿Queréis libertar a alguien?

—A la condesa de Santafiora.

—¡Me lo había figurado! —dijo el normando—. ¿Acaso habéis luchado contra las galeras argelinas para arrancarla de manos de los piratas?

—Precisamente.

—Pues, caballero, por la suma que me ofrecéis, yo pongo a vuestra disposición mi falúa y mis hombres y me comprometo a ayudaros en la empresa. Como todos los fregatarios, tengo en Argel conocidos que nos prestarán auxilio. Sólo deseo que confiéis en mí y que me hagáis la promesa de ser prudente. Comprenderéis que se trata de salvar la piel, y vos debéis de saber que las panteras de Argel tienen sed de sangre de cristianos.

—Haré todo lo que queráis. Señor Le Tenant, sacad de la caja los cinco mil escudos.

—Señor —respondió el normando, mirando al capitán con admiración—, por ahora mejor están a bordo de vuestra galera que en mi falúa; ya me los entregaréis cuando acabe nuestra empresa.

—Como gustéis.

—Concededme diez minutos para prepararos un camarote, señor de…

—El barón Carlos de Santelmo —dijo el maltés.

—¡Por el alma de Belcebú! —Exclamó el marino, mirando al capitán con admiración—. ¿Sois vos ese caudillo tan temido? ¡Tan joven y tan famoso ya! ¡He debido imaginar que sólo un hombre de vuestro temple podría luchar con las galeras berberiscas!

Luego, bajando por la escala, gritó:

—¡Hola! ¡Atracad! ¡Preparad mi camarote!

—¿Dónde está Cabeza de Hierro? —preguntó el barón.

—¿Qué vais a hacer con ese hombre? —dijo Le Tenant.

—Pues llevarle en mi compañía. A pesar del miedo que le inspiran los infieles, no me abandonaría nunca. Me tiene demasiado cariño.

Cabeza de Hierro no se encontraba en el puente, ni en el castillo de proa, ni sobre cubierta. Después de muchas pesquisas, fue descubierto acurrucado en la bodega, con la formidable maza a un lado y durmiendo como un lirón.

Cuando apareció sobre cubierta, con los ojos todavía enrojecidos por los efectos del vino de Chipre, no tardó en soltar sus acostumbradas bravatas.

—¡Ah, qué batalla, señor barón! ¡La historia la narrará en letras de oro! Perdonad que me haya dormido un par de minutos; pero estaba ya harto de matar piratas. ¡Qué estragos ha hecho en esos perros infieles mi maza! ¡A vida por golpe!

—Sí; tenéis un brazo terrible, maese Cabeza de Hierro —dijo el caballero Le Tenant, riéndose—. Sin el auxilio de vuestra formidable maza, los berberiscos se hubieran apoderado de la Sirena. ¡Cuántos cadáveres habéis anegado en vino de Chipre!

—¡En sangre! —dijo el catalán, fingiéndose indignado.

—Pues ahora que vais a Argel podéis repetir la matanza.

—¡Cómo! ¿Qué voy a ir a Argel? —exclamó, tartamudeando, el pobre descendiente de los Barbosas.

—Partimos a bordo de esta goleta.

—¿Para Argel?

—Sin duda.

—¿Y con qué objeto?

—Pues para libertar a la condesa.

El valiente Cabeza de Hierro estuvo a punto de caer sobre cubierta. Por fortuna suya, tenía a sus espaldas el palo mayor.

—¡Señor, eso no puede ser! —Dijo, después de un momento de pausa—. ¡Vuestro padre me ha encargado que vele por vos…, e ir a Argel es ir a buscar la muerte!

—Pues vendrás conmigo.

—¡Pensad que eso es una locura; pensad…!

—¿Acaso tendrás miedo?

—¡Yo! ¡Miedo un descendiente de los Barbosas! ¡Ah, señor barón; retirad esa injuria! ¡No tengo miedo a los berberiscos, ni siquiera a Culquelubi!

—Entonces, baja a la falúa.

El catalán hizo una mueca horrible; pero, sacando fuerzas de flaqueza y para disimular el miedo ante la tripulación, bajó por la escala, arrastrando la enorme maza, terror de los corsarios.

—Señor de Santelmo —dijo Le Tenant—, no cometáis la imprudencia de daros a conocer.

—Os lo prometo, caballero.

—¡Cuánto hubiera deseado acompañaros!

—No; es preciso que conduzcáis a esos valientes a sitio seguro.

—Decidme al menos dónde podré ir a esperaros.

—Si llegáis a tiempo y yo no sucumbo en la empresa, aguardadme en las Baleares, adonde me dirigiré con la condesa si consigo salvarla.

—Cruzaré por las costas de España, y si encuentro un momento favorable haré una expedición hasta Argel. Acaso el apoyo de la galera pueda seros útil.

—¡Adiós, señor Le Tenant; si sucumbo en la empresa, acordaos de que cuento con vos!

—Yo os juro, señor barón, que en ese caso intentaré la salvación de la condesa, y que para conseguirla pediré auxilios al propio gran maestre de la Orden.

Se abrazaron conmovidos, mientras los tripulantes se descubrían con respeto delante del capitán.

—¡Adiós, valientes! —dijo este último.

Y luego, para ocultar su emoción, bajó rápidamente la escala y saltó sobre la toldilla de la falúa, donde le esperaba el normando con cierta impaciencia.

—Apresurémonos, señor —dijo el fregatario—, si queréis desembarcar en Argel antes de que lleguen los corsarios.

Los doce hombres que formaban la tripulación, todos marineros de formas hercúleas y de aspecto marcial, recogidos en todos los puertos del Mediterráneo, se apresuraron a virar las velas.

Sobre el puente de la Sirena, los marineros, agrupados, agitaban sus gorras en señal de despedida.

—¡Hasta la vista, hijos míos! —gritó por última vez el barón.

—¡Qué el Señor os proteja! —exclamaron todos.

Con una rápida bordada, la falúa se reunió con la otra, que ya se había alejado impulsada por una fresca brisa, y ambas emprendieron la ruta hacia el Suroeste, con una velocidad extraordinaria, mientras la Sirena se dirigía lentamente en dirección de las costas italianas.

El barón, sentado sobre uno de los barriles que llenaban la cubierta, seguía a la galera con los ojos, mientras Cabeza de Hierro, apoyado en la banda, exhalaba sendos suspiros, mirando tristemente su maza.

A proa, el normando escrutaba atentamente el horizonte por la parte occidental, arrugando de vez en cuando la frente. Seguramente trataba de descubrir las galeras berberiscas.

—¡Ya habrán corrido mucho! —murmuró—. El viento es bueno, y si no han sufrido daño en el velamen, mañana estarán en Argel; pero también estaremos nosotros.

Se acercó al barón, el cual continuaba contemplando a la Sirena, que iba desapareciendo poco a poco.

—Señor —le dijo—, debéis de estar fatigado después de semejante batalla; id a descansar. Por el momento, ningún peligro nos amenaza, y las costas de África aún están lejos.

—Siento necesidad de reposo —dijo el barón—. Tengo el cuerpo rendido.

—Lo creo. Acaban de decirme en Cagliari que vos mandabais a los defensores del castillo de los condes de Santafiora. Dos batallas en veinticuatro horas rinden a un gigante.

El barón sonrió tristemente, sin contestar.

—¡Perros infieles! —continuó el normando—. ¡Atreverse a llegar hasta las aguas de Cerdeña! ¡Esos malvados se ríen hoy de la cristiandad! ¿Cuándo se decidirán los nuestros a darles el golpe de gracia?

—¿Qué ruta seguiréis? —le contestó el barón.

—Trataré de seguir a las galeras a cierta distancia —respondió el normando.

—¿Es veloz vuestro barco?

—Se desliza sobre las aguas como un delfín; no lo hay más ligero en el Mediterráneo.

—¿Os creen argelino?

—No, tunecino, señor, y hasta ahora nadie ha sospechado de mí en Argel. Paso por un honrado negociante en dátiles y en pescado salado. Confío en que entraremos sin dificultad en Argel. Pero sed prudente, señor barón, y, sobre todo, disfrazaos bien de moro, porque esos canallas tienen los ojos perspicaces.

—Lo sé.

—En mi último viaje, un amigo, un bravo marinero de Mallorca, que hablaba el morisco acaso mejor que yo y que vestía el jaub a maravilla, fue descubierto por un genízaro que antes había tenido relaciones con él, y le prendieron y quemaron vivo delante de la puerta de Bad-el-Ued2. Ya comprenderéis que no tengo ningún deseo de que os tuesten como a un capón.

—¿Creéis que sea posible salvar a la condesa?

—La cosa es difícil. A un hombre se le puede libertar con mayor facilidad, aun cuando se encuentre encadenado en un presidio; pero tratándose de una mujer las dificultades aumentan, porque habrá necesidad de penetrar en el harén de su amo, donde los eunucos velan noche y día. Sin embargo, yo he salvado a una condesa napolitana que había sido apresada a bordo de una nave siciliana y que se encontraba en el harén de Alí Manis, capitán general de las galeras del bey de Argel. Me costó fatigas y peligros sin cuento; pero, no obstante, logré conducirla a su patria. Espero que no tendré menos fortuna con la condesa sarda; pero antes de intentar el golpe es preciso que descubramos primero el harén adonde la conducen. Dejadme a mí el cuidado de dirigirlo todo.

—Os obedeceré ciegamente.

—Andad a descansar, señor barón. Vuestro escudero duerme ya como un lirón.

—Acepto el consejo —respondió el joven, levantándose.

—Encontraréis una litera demasiado estrecha.

—Soy hombre de mar. ¡Gracias!

—¡Pobre joven! —murmuró el normando, siguiéndole con la vista—. ¡Acaso acabe su vida entre los suplicios más atroces! ¡Bah! No desesperemos y seamos prudentes; la piel corre gran peligro, y es preciso salvarla, porque si no, ¡adiós las manzanas de Normandía y adiós la sidra!

CAPÍTULO IX. LA COSTA ARGELINA

Al llegar la noche, las dos goletas, que ya habían recorrido buen número de millas sin llegar a descubrir a las galeras argelinas, se separaban, siguiendo rutas distintas.

Mientras que la del normando volvía la proa hacia Argel, su compañera, que iba mandada por un fregatario napolitano, hacía ruta a Túnez, adonde se dirigía también con el propósito de intentar un golpe para tratar de arrancar de la esclavitud a algunos mercaderes de Salerno que habían caído en poder de Escipión de Cicala, un tiempo valiente capitán siciliano y después renegado y uno de los más audaces corsarios berberiscos.

El Solimán del normando, después de haber realizado una larga carrera con la esperanza de descubrir las velas argelinas, había vuelto resueltamente la proa al Sur, queriendo avistar las costas de África antes de poner la proa al Oeste, para que así se creyera que venía de los puertos tunecinos.

Estando el Mediterráneo tranquilo y siendo constante el viento Norte, la marcha del ligerísimo buque no encontraba obstáculos, y las millas se sucedían unas a otras sin que la tripulación se fatigara demasiado.

El normando, que no parecía sentir la necesidad de descansar, no abandonaba un solo instante la proa del buque. Sus ojos grises escrutaban incesantemente el horizonte, tratando de descubrir cualquier luz que denunciase la presencia de alguna galera.

Se encontraban en aguas peligrosas, frecuentadas por los corsarios argelinos, que podían desarbolar el barco de una sola andanada. Sin embargo, hasta aquel instante el mar se mantenía desierto. Solamente los delfines se deslizaban velocísimos por delante de la proa del Solimán, dejando tras sí surcos luminosos que brillaban entre las tintas oscuras del agua.

Muchas horas hacía que el normando exploraba el horizonte, mientras los hombres de guardia maniobraban en silencio en las escotillas para aumentar la velocidad de la goleta, cuando hacia el Sur, y a larga distancia, apareció un pequeño punto luminoso.

—Veremos qué es eso —murmuró el normando.

En aquel momento, una mano se apoyó en sus hombros.

—¡Ah! ¿Sois vos, señor barón? —dijo, volviéndose—. Podíais haber dormido tranquilamente hasta el alba.

—He dormido demasiado —respondió el caballero—. ¿Qué significa ese punto luminoso?

—Presumo que será el faro de Deidjeli.

—¿Estamos ya en las costas africanas?

—Nuestras falúas corren más que las galeras.

—¿Vais a virar a babor?

—No, señor barón.

—¿Queréis ir a esa aldea?

—Sí.

—No tenemos ningún interés en ello.

—Intereses, no; pero la aproximación a Deidjeli nos proporcionará un buen pasaporte —respondió el fregatario con una sonrisa misteriosa.

—No os comprendo.

—Ya sabéis que las naves cristianas no osan entrar en los puertos berberiscos.

—No es cosa nueva.

—Pues para evitar que sospechen que vengo de un puerto italiano, francés o español, voy a entrar en Deidjeli, para probar a las autoridades de Argel que tráfico con los berberiscos.

—¿Y qué vais a hacer en ese puerto?

—Cargar algunos cientos de esponjas. Es la época de la pesca, y además de proveerme de un buen certificado de mercader berberisco haré un excelente negocio.

—No se puede negar que sois astuto.

—Se trata de salvar la piel. Señor barón, llevo en mi litera muchos vestidos moriscos. Poneos uno y haced que vuestro escudero se disfrace con otro. Si os viesen vestido de ese modo despertaríais sospechas. Mirad: hasta podríais disfrazaros de mujer.

—Prefiero pasar por hombre —respondió el barón, sonriendo ante tan extraña idea.

—Pues apresuraos. Antes de dos horas apuntará el alba y entraremos en el puerto.

—¿Conocen al Solimán en él?

—Me he aproximado otras veces, y estoy seguro de que mi entrada no despertará sospecha alguna. No es en Deidjeli donde se corren peligros, sino en Argel.

—¿No habéis descubierto las luces de las galeras?

—No, señor; o han hecho ruta falsa para evitar sorpresas, o se han remontado hacia el Oeste antes de poner la proa a Argel. Conque, señor barón, id a cambiar de traje, y procurad que el disfraz sea completo.

Mientras el caballero bajaba al interior del barco, el normando había amainado algunas velas, porque no quería entrar en el puerto antes del alba. Sabía que había dos fuertes en la Punta del Caballo, y no quería exponerse a que le soltasen alguna descarga.

Apenas comenzaba a amanecer cuando el fregatario mandó desplegar sobre el palo mayor la bandera tunecina y puso la proa hacia la Punta del Caballo, por debajo de la cual, situadas en una profunda ensenada, se descubrían las blancas casitas de los moros, con sus amplias terrazas sombreadas por pintorescas palmeras.

El barón y Cabeza de Hierro habían subido sobre cubierta; el primero llevaba puesto un traje de moro berberisco, con casaca azul, ancha faja y amplios calzones. El catalán, en cambio, había tenido que embozarse en un enorme alquicel para ocultar su panza.

—¡Muy bien, señor barón! —dijo el normando después de observarle durante un momento—. El traje morisco os sienta a maravilla. El de vuestro escudero puede despertar sospechas en los argelinos; pero, en fin, creerán que se trata de un caso de hidropesía.

—¡Pues ya verán ellos que pesa más mi maza que mi cuerpo!

—Dejad en paz a vuestra maza —replicó el normando— y permaneced tranquilo, si no queréis experimentar las delicias del sciamgat.

—¿Qué es eso? —preguntó el catalán.

—Un cierto suplicio que hace estremecerse a los propios moros que asisten al espectáculo.

—¡Misericordia! —Exclamó Cabeza de Hierro—. ¡Debe de ser tremendo!

—Tanto, que las inmersiones en cal viva y los empalamientos parecen a su lado cosa de broma.

—¿Y vamos a Argel?

—No; por ahora vamos a Deidjeli. Mañana por la noche iremos a esa ciudad.

El valiente Cabeza de Hierro, el descendiente de los exterminadores de los infieles, se puso lívido y miró al barón, el cual estaba observando muchos puntos negros que corrían en todas direcciones por la bahía.

—¡Señor barón —dijo—, nos hemos vuelto locos!

—¡Valor, Cabeza de Hierro; o, por lo menos, procura ocultar el miedo!

—No, no tengo miedo. Sólo digo…

—¡Silencio! —replicó su amo.

Después, volviéndose hacia el normando, que miraba al panzudo catalán riendo maliciosamente, le preguntó:

—¿Son chalupas todos esos puntos negros?

—Sí, señor barón; son barcas tripuladas por pescadores de esponjas. Ahora comienzan a trabajar, y veremos a los buzos en la faena.

—¿Son negros?

—No, señor; esclavos cristianos.

—Debe de ser un oficio fatigoso.

—Y peligrosísimo, porque de vez en cuando algún tiburón se encarga de abreviar los trabajos de los pescadores.

—¿Se recogen aquí muchas esponjas?

—Sí; y tan hermosas que pueden competir con las que se pescan en las costas de Grecia y en las de Siria. ¡Eh, timonel! —interrumpió el normando—. ¡Maniobra con prudencia; no quiero cortar las amarras de aquella draga!

El Solimán, con la mayor parte de sus velas amainadas, avanzaba por la bahía, siguiendo la pequeña península del Caballo, la cual defiende al puerto de los vientos de Levante.

En aquel sitio encontraron ya las primeras barcas. Eran grandes chalupas tripuladas por una docena de hombres entre remeros y buzos, e iban mandadas por un argelino armado de todas armas y provisto de un látigo que de vez en cuando caía sin misericordia sobre el cuerpo desnudo de los esclavos, arrancándoles gritos de dolor.

Algunas chalupas pescaban con draga, una especie de red de hierro que, después de arrastrarse por el fondo de la bahía, se izaba fatigosamente a bordo, llena de fragmentos calcáreos, de fango y de esponjas.

Otras pescaban con buzos. Estos habilísimos nadadores se sumergían a plomo, llevando entre las piernas una enorme piedra, y armados con un cuchillo cortaban las esponjas, que subían a bordo.

También en aquella época la pesca de las esponjas, que hoy es tan productiva, se ejercía en todas las costas del Mediterráneo. Entonces se creía que estos productos consistían en plantas marinas, cuando, como todo el mundo sabe en la actualidad, están formadas por colonias de animálculos, de igual modo que el coral.

Curiosísima es, sin duda alguna, la producción de estas esponjas, que tapizan el fondo del Mediterráneo, su lugar favorito, mientras en los otros mares, exceptuando el mar Rojo, se encuentran muy raras veces y en tan pequeña cantidad que no vale el trabajo de buscarlas.

Algunas se producen por gérmenes destacados de la esponja madre, los cuales, después de haber errado durante algún tiempo por la bahía a merced de las corrientes, se fijan en la base de un escollo, formando colonias que se desarrollan con prodigiosa rapidez.

Otras, en cambio, se, reproducen por gemas que asoman en la esponja madre, de igual manera que se forman en las plantas ramas y hojas.

También varían en la forma de su organización. Muchas se construyen dentro de un esqueleto y contienen cuerpos calcáreos y fragmentos silíceos llamados espiculi, los cuales forman el sostén de la gelatina viviente. Otras, por el contrario, y éstas son las de más valor, sin sostén de ningún género.

Es enorme la cantidad de esponjas que se pesca todos los años. Las mejores son las que se hallan en la parte del Mediterráneo meridional. Las más buscadas son las que se pescan en las costas de Siria, y que suelen ser llamadas esponjas de Venecia; luego, las del archipiélago helénico, que llegan a alcanzar sesenta y setenta centímetros. En la actualidad se pescan también en la América austral, especialmente en el estrecho de Magallanes, pero no son tan bellas como las que se producen en el Mediterráneo.

Antes de ser puestas a la venta, todas las esponjas deben sufrir variadas preparaciones, pues casi siempre están mezcladas con conchas de moluscos, y además contienen en su interior arenas y guijarros. Hay que someterlas a un tratamiento especial por medio de ácidos para limpiarlas de tales impurezas.

En aquella pequeña bahía, la pesca parecía abundante. Las dragas, y también los buzos, las sacaban a centenares; ¡pero cuántas fatigas debían de experimentar aquellos desgraciados de tal faena! Un sol de fuego les quemaba las espaldas, ya amoratadas por surcos del látigo. Algunos de ellos solían salir a la superficie con los ojos inyectados por la asfixia y casi a punto de expirar.

—¡Y esos desgraciados son compatriotas nuestros! —dijo Cabeza de Hierro, que miraba con compasión a aquellos pobres esclavos.

—Todos son cristianos —respondió el normando—; y éstos son los más afortunados, porque al menos tienen una cabaña para descansar por la noche.

—¿Y los llamáis afortunados?

—Lo son, si tenemos en cuenta los tormentos que sufren los esclavos que están encerrados en los presidios.

—¡Cuántas infamias! —Exclamó el barón—. ¡Y los Estados cristianos toleran estas cosas sin hacer un esfuerzo para acabar con los corsarios!

—Así es.

—¡Esperemos que no esté lejano el día de la expiación!

El normando hizo un gesto de duda y dio la orden de atracar.

En aquel tiempo, Deidjeli no era más que una simple aldehuela, frecuentada solamente por unas cuantas falúas de cabotaje que importaban tejidos tunecinos y exportaban esponjas.

Se componía de unos cuantos centenares de casuchas blancas, sin ventanas, con pórticos interiores y terrazas, donde los habitantes se refugiaban por las noches para respirar un poco de aire, y de dos o tres mezquitas coronadas por alminares, desde los cuales el muecín lanzaba al espacio sus oraciones.

No obstante, había bastante animación en la playa. Moros, berberiscos y beduinos de la región del Sahara, envueltos en amplios alquiceles y con enormes turbantes sobre la cabeza afeitada, discutían animadamente con los pescadores de esponjas.

El normando, cuya navecilla era conocida, desembarcó tranquilamente, acompañado por dos hombres, y se mezcló entre los grupos. Hizo su compra de esponjas, ofreció café a las personas de su conocimiento, recitó su plegaria sobre la vía pública e hizo sus abluciones como si fuese un ferviente mahometano, y a mediodía retornó a bordo, después de haber anunciado a todos su partida para Argel.

—Está hecho —dijo al barón, que le esperaba en la litera, no sin cierta ansiedad—. Acabo de proporcionarme los suficientes testimonios de mi desembarco en este puerto y de mi fe en el bribón de Mahoma.

—¿Cuándo salimos?

—Después de comer. Si me fuera posible, y para evitar sospechas, tratarla de entrar en Argel esta misma noche. Habrá neblina al ponerse el sol, y la oscuridad será profunda. Llegados al puerto y confundidos con tantos navíos como en él habrá. ¿Quién se cuidará de nosotros? ¿Qué decís, señor barón?

—Me someto a vuestras decisiones.

—Los berberiscos son muy desconfiados. Una sospecha germina pronto en su cerebro, aun cuando yo puedo siempre probar que estuve en Deidjeli, y una sospecha conduce al palo entre aquellas gentes.

—¡San Jaime nos proteja! —Balbuceó Cabeza de Hierro, palideciendo—. ¡En buenas aventuras estamos metidos!

Comieron en el puente, a la sombra de las velas, y hacia las dos de la tarde el Solimán levaba anclas, saliendo ligero como una gaviota de la pequeña bahía.

El viento soplaba siempre de Levante y cada vez con mayor fuerza, de modo que la falúa pudo hacer una marcha rapidísima sin necesidad de reforzar las velas.

Algunos pequeños veleros berberiscos costeaban la rada; pero, en cambio, en alta mar ninguna nave se veía, y eso que las galeras corsarias estaban siempre en acecho para sorprender a todas las naves de aquellas naciones que no habían hecho tratados vergonzosos con los jefes de Túnez, Trípoli, Argelia y Tánger.

Muchas bandadas de delfines y algunos peces espadas aparecían de vez en cuando a flor de agua, levantando remolinos de espuma.

Durante todo el día, el Solimán siguió la costa, sobre la cual aparecían aldeas y fortines; después, a la puesta del sol, se lanzó a alta mar para no ser visto por las galeras de guardia que durante la noche hacían crucero por delante de Argel para dar caza a los fregatarios o impedir las evasiones, bastante frecuentes, de los esclavos cristianos.

Como el normando había supuesto, apenas puesto el sol, una niebla espesísima se había esparcido por el horizonte, empujada por el viento de Levante; así es que la oscuridad era cada vez mayor.

—He aquí un tiempo precioso para ocultarnos en Argel sin que nos descubran —dijo el normando, mirando al cielo—. Que nadie encienda fuego con ningún pretexto, y yo respondo de todo. Dentro de cuatro horas entraremos en la rada.

Al oír esto, el barón se estremeció.

—¿Habrán llegado ya las galeras? —dijo con voz alterada.

—Indudablemente —respondió el normando—. Nos llevaban mucha ventaja.

—Entonces habrán hecho ya la repartición de esclavos.

—No lo hacen en el acto del desembarco; primero los llevan al presidio.

—¿Dónde encontrar a mi pobre Ida?

—¿Habláis de la condesa de Santafiora? —preguntó el normando.

—Sí.

—Veamos —dijo el fregatario después de algunos momentos de silencio—. Vuestro escudero me ha contado que la baronesa ha sido robada por un antiguo esclavo suyo.

—Es cierto.

—¿Cómo se llama?

—Zuleik Ben-Abend.

—Un príncipe moro, según me ha dicho Cabeza de Hierro. Pues, si es un personaje tan importante, la habrá conducido a su palacio; a menos que…

—¡Continuad! —dijo el barón.

—El bey recibe por su cuenta el diez por ciento de las presas de guerra, incluyendo en ellas los prisioneros. La condesa es hermosa, y sería fácil que los funcionarios del bey la hubiesen elegido para su señor.

—¿Cómo?

—Y en tal caso sería muy difícil sacarla de su harén.

—Zuleik no se la habrá cedido, porque la ama con locura.

—Nadie puede resistir a las órdenes de los agentes del bey, que tienen derecho de elegir entre los prisioneros.

—¡Me hacéis temblar!

—Yo no hago más que simples suposiciones, señor barón. Es posible que el príncipe moro, empleando su influencia la conserve en su poder. En ese caso no será difícil encontrar pronto su palacio. No hay, pues, que desesperar; lo único que os recomiendo es que no pronunciéis una sola palabra italiana en presencia de los argelinos. Y, sobre todo, ningún acto de imprudencia, suceda lo que quiera, si no queréis malograr vuestra empresa. ¡Ah! ¡He aquí las galeras de guardia! Pasaremos a su lado sin que lo adviertan. ¡Ahora lo veréis!

Llamó a sus agentes e hizo que amarraran las velas latinas, sustituyéndolas con dos pequeñas velas de tela negra que se confundían con las tinieblas, y mandó hacer otro tanto con las del bauprés.

Después de realizada aquella maniobra se puso en la barra del timón, pues no tenía confianza más que en sí mismo.

Cuatro puntos luminosos brillaban en el horizonte: eran las dos galeras de guardia, en crucero delante de la rada.

El normando examinó detenidamente su dirección, puso proa al viento y se lanzó adelante con su falúa, la cual, siendo baja de casco y llevando las velas negras, no podía ser descubierta.

Con tres amplias bordadas pasó silenciosamente a trescientos metros de las galeras, que cruzaban hacia el cabo Abalife, sin que las tripulaciones berberiscas le hubiesen descubierto; luego embocó la rada por entre un gran número de veleros anclados.

Se arrojó en medio de todas aquellas naves, galeras de guerra, goletas, galeones y galeras mercantes, y fue a echar el ancla entre dos chalupas.

Aquella difícil maniobra se había realizado con tal prontitud y con tal silencio, que nadie había reparado en ella.

—¡Henos aquí en el corazón de la plaza! —Dijo el bravo marino—. ¡Podemos dormir tranquilos, al menos por esta noche!

CAPÍTULO X. LAS «PANTERAS» DE ARGEL

En el siglo XVI, la plaza de Argel era la fortaleza más formidable, el centro del poder de los berberiscos y la que inspiraba mayor terror a todos los habitantes de los estados cristianos del Mediterráneo.

La moderna Argel, convertida casi en una ciudad europea, fuera de la mezquita y de la Casbah, recuerda bien poco la ciudad antigua. Fortalezas poderosas, al menos para la artillería usada en aquella época, la defendían por todos lados, haciendo casi imposible el asalto, y llenaban su rada flotas numerosas, tripuladas por los más intrépidos corsarios del Mediterráneo, ávidos de saqueo y, sobre todo, de sangre cristiana.

En aquel tiempo contaba con espléndidos edificios, que han desaparecido más tarde. Palacios grandiosos que rivalizaban con los de Córdoba y Granada; mezquitas soberbias que alzaban hasta el cielo sus esbeltos alminares; bazares opulentos, donde se encontraban todos los productos de Europa, de Oriente y de la India; millares de casas cubiertas de terrazas sombreadas por palmeras y presidios inmensos, destinados a los esclavos cristianos; verdaderos lugares de martirio, donde miles de prisioneros de guerra italianos, españoles, franceses y griegos languidecían años y años.

El de Ben Sei podía contener veinticinco mil prisioneros, pero no estaba en Argel. El de Pasisi era el más espacioso, y seguían el de Alí Mani, capitán general de las galeras; el de Hadi-Hasán, y, finalmente, el de Santa Catalina, llamado de este modo porque los templarios, mediante un crecido tributo, habían podido crear en él una capilla.

En cambio, Túnez sólo tenía nueve presidios. Dos de ellos llevaban el nombre de Jusaff Bey; otros, el de Mirat Bey, de Solimán, de Jansi y de Cicala, propiedad este último del renegado de que hemos hablado antes.

En Trípoli sólo había uno, pero enorme, capaz de contener cincuenta mil prisioneros; y los de Salé eran los más horribles, porque consistían en calabozos socavados a cuatro o cinco metros bajo la superficie del suelo y que sólo recibían el aire y la luz por una estrecha hendidura, delante de la cual velaba día y noche un centinela.

Pero el mercado principal de los esclavos era Argel, en cuyos presidios no había menos de veinticinco mil prisioneros y dos mil mujeres, robadas en su mayor parte en las costas de Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Toscana.

Así puede decirse que los otros estados berberiscos, como Trípoli, Marruecos y Túnez, dependían exclusivamente de Argel; y esto era natural, porque ninguno de aquellos estados, fundados sobre la violencia y sobre el desprecio del derecho de gentes, poseía flotas tan numerosas y tan potentes como las del bey, que si lo hubiera deseado habría podido disputar la primacía de los mares al propio sultán de Constantinopla.

Precisamente en la época en que ocurrían los acontecimientos narrados por nosotros, Argel había llegado a la cumbre de su poder, haciendo temblar a todas las otras naciones del Mediterráneo e infligiendo a Europa entera la humillante afrenta de ejercer una verdadera supremacía marítima y un derecho al saqueo que sólo era posible evitar pagando enormes tributos.

Sus poderosas flotas dominaban por completo el Mediterráneo, impidiendo el comercio, invadiendo repentinamente sus mal guardadas costas y cayendo, por último, sobre las ciudades y villas para conducir como esclavos a sus habitantes, los cuales sólo podían rescatarse mediante cierta cantidad, que no todos los prisioneros estaban en disposición de pagar.

Los que sufrían más con este estado de cosas eran los reyes de Cerdeña y de Nápoles, de Toscana, Génova, Venecia y el estado romano, los cuales no tenían tratados permanentes con el bey berberisco. En todas partes eran asaltados sus navíos con una audacia increíble, y hasta los estados de Europa no se hallaban a cubierto de estos golpes cuando sus reyes retardaban o mostraban resistencia a pagar los tributos.

Parece verdaderamente imposible que las potencias europeas no hubieran llegado a un acuerdo para reunir sus fuerzas y destruir con un golpe mortal a todos aquellos bandidos de los mares.

No obstante, aquella vergüenza no debía desaparecer hasta después de tres siglos, cuando Venecia, ya en el ocaso de su gloria, que había sostenido tantas luchas con los turcos, les dio el primer golpe, haciendo que Angelo Emo bombardeara a Trípoli.

Pocos lustros más tarde, el Piamonte daba el segundo, bombardeando también a Trípoli, desembarcando en la bahía y obligando a aquel bey a una paz duradera y a la supresión definitiva de los corsarios.

* * *

Con la conquista francesa de Argelia, los últimos piratas del Mediterráneo, después de haber causado tantos daños a las potencias europeas, desaparecían para siempre.

La voz del muecín de la vecina mezquita resonaba en los aires, invitando a los fieles a la plegaria matutina, cuando el normando penetró en la cámara del barón, diciéndole con tono alegre:

—Podemos desembarcar con entera seguridad. Nadie nos ha prestado atención; ni siquiera nuestros vecinos, los cuales creen que hemos cambiado de puesto para estar más próximos al muelle. Echaos encima una capa, ocultad en la cintura un par de pistolas y un puñal, y seguidme. Iremos a buscar a cierto sujeto que vive en Argel hace ya cuatro años y que pasa por un ferviente musulmán, cuando en realidad es un verdadero católico.

—¡Vamos!

—Tenéis el semblante muy abatido. Cualquiera diría que no habéis cerrado los ojos esta noche.

—Es cierto —respondió el barón.

—Comprendo la causa, señor. ¡Ella está aquí!

El barón inclinó la cabeza, suspirando.

—¡Y quién sabe cuándo la encontraremos! —dijo después.

—¡No hay que abatirse tan pronto! Aquí, nosotros, los fregatarios, tenemos más amigos de lo que la gente supone, y muy poderosos algunos de ellos. Entre ellos cuento con un jefe de los derviches, un sacerdote musulmán, a quien iremos a ver para evitar que se sospeche de nuestra fe. Es un mirab.

—¿Y Cabeza de Hierro?

—Vendrá con nosotros. No quiero dejarle aquí; es demasiado charlatán, y una palabra imprudente puede perdernos. Os aguardo sobre cubierta.

Cinco minutos después el barón y el catalán, embozados en amplios alquiceles de lana blanca, se reunían con el normando. El heroico Cabeza de Hierro parecía haber perdido todo su valor y abría los ojos desmesuradamente.

—Me parecéis un poco conmovido, señor Cabeza de Hierro —le dijo el normando, ofreciéndole una taza de café.

—Es cierto —contestó ingenuamente el catalán—. Debe de ser que el aire de Argel me produce una especie de irritación nerviosa.

—¿De modo que no es miedo?

—¿Miedo? ¿De quién?

—De los argelinos.

—¡Ya me veréis en el momento del peligro!

—Pues sed prudente, por ahora al menos.

—¡Ah; nada temáis! —Dijo el barón—. ¡Cabeza de Hierro estará más tranquilo que un conejo domesticado!

El normando hizo una seña a sus marineros. Era el momento de la oración matutina, y en los alminares y en la toldilla de todos los buques anclados en el puerto se oían los gritos de los almuédanos y de las tripulaciones invocando la protección de Mahoma.

El normando, a quien interesaba mostrarse como creyente convencido, se arrodilló sobre un tapiz, siendo imitado por todos los demás. Luego se volvió hacia Oriente y entonó la oración con voz poderosa, para que le oyesen de todas partes.

—¡No hay más Dios que Dios, y Mahoma es su Profeta! ¡Alabado sea! ¡El separa el grano de la espiga; la simiente, del dátil! ¡Él hace brotar de la vida la muerte, y la muerte de la vida! ¡El separa la aurora de las tinieblas, y consagra al reposo la noche! ¡Alá es grande!

Después se lavó las manos y los brazos hasta el codo, la cara hasta las orejas y los pies hasta los tobillos. Los demás imitaron más o menos exactamente todas estas operaciones.

—Ahora que hemos recitado nuestra plegaria y hecho nuestras abluciones como verdaderos musulmanes, podemos desembarcar —dijo el normando—. Nadie dudará ya de nuestra fe.

Se puso en la faja un par de pistolas y un yatagán, hizo arrojar una tabla sobre el muelle, y bajó por ella, seguido por el barón y Cabeza de Hierro, que se tambaleaba y hacía esfuerzos inauditos para mantenerse derecho.

Argel, la opulenta ciudad de los berberiscos, se extendía por enfrente del puerto, con sus cúpulas, con sus infinitos alminares, que se destacaban pintorescamente sobre el azul del cielo, con sus casas blanquísimas y sus palmeras, que ondulaban graciosamente a impulsos de la brisa matutina.

Todas las calles y callejuelas que conducían hasta la Casbah, la sólida e imponente fortaleza residencia del bey, asentada de una manera amenazadora en la cúspide de la ciudad, estaban ya cuajadas de gentes, asnos, caballos, camellos y dromedarios, que descendían hacia el puerto.

Era un río humano lo que desembocaba de todas aquellas avenidas, corriendo hacia el muelle, donde ya las tripulaciones de los buques desembarcaban verdaderas montañas de mercancías, prontas para ser transportadas al interior por el desierto y por las regiones ecuatoriales.

Todo el mundo musulmán estaba representado en aquella muchedumbre. Se veía pasar, envueltos en amplios alquiceles de lana de cabra, a los cabileños, los más terribles y belicosos hijos de Argelia, que doscientos años más tarde debían oponer tan obstinada resistencia a los franceses y adquirir tanto renombre; moros de aspecto majestoso, envueltos en sus ricos albornoces blancos; árabes de larga barba y de facciones acentuadas, con ojos negrísimos y centelleantes, que denotaban indómito valor; tuaregs del Sáhara, con sus trajes negros; felahs indolentes con la frente inclinada sobre el pecho; turcos resplandecientes de oro y plata, y, por último, negros de todas las razas, del interior, que reían alegremente, haciendo brillar dos hileras de blancos dientes.

De cuando en cuando, aquel río humano se desplazaba para dejar paso a las inmensas filas de camellos que se rendían bajo su carga, o a las interminables recuas de asnos, no menos cargados, a quienes los esclavos negros apaleaban sin compasión.

Aquel río volvía a seguir su cauce; pero de nuevo se detenía entre un griterío ensordecedor, acompañado de una tempestad de imprecaciones y lamentos de dolor. Eran filas de esclavos cristianos procedentes de los presidios, que llegaban al puerto encadenados, entre un fragor espantoso que hacía temblar al pobre Cabeza de Hierro.

El normando hizo atravesar a sus compañeros por en medio de aquella multitud, dirigiéndose hacia los barrios altos, donde no había tanto movimiento.

—No es prudente agitarse entre esta multitud —murmuró el normando al oído del barón—. Es posible tropezar con algún turco que le denuncie a uno como le ocurrió a aquel pobre amigo mío de Mallorca.

—¿Adónde me conducís?

—Ya os lo he dicho: a la mezquita. Hoy es miércoles, y los derviches danzan estúpidamente en honor de Mahoma. Mi amigo forma parte de esa cofradía, y de este modo pasa por una especie de santón. Nadie le tomará por un cristiano que ha salvado ya centenares de esclavos.

—¿Podemos esperar que nos preste ayuda?

—Es un hombre influyente, que tiene entrada en la Casbah y que goza de gran veneración.

—Pues no hay que escatimar el dinero.

—Con él no lo necesitamos. Es un ex templario que se sacrificó por los cristianos, sin pedir nada por sus servicios. Le basta con librar de manos de los berberiscos el mayor número de esclavos y volverlos a su patria. Un verdadero héroe; un hombre admirable, señor barón.

—¿Le encontraremos en la mezquita?

—De fijo.

—¿Y podremos hablar con él?

—Yo le haré señas de que tengo necesidad de hablarle.

—¿Y dónde podremos verle?

—En su ermita esta noche.

—¿Estará solo?

—Si viviese en un teké3, no podía recibir a nadie sin despertar sospechas. En cambio, en su ermita puede recibir a quien le convenga, porque allí no hay testigos.

En aquel momento entraban en una callejuela que conducía a la mezquita. Aunque era estrechísima, como lo eran entonces casi todas las vías de las ciudades berberiscas, también estaba llena de moros, de marroquíes, de tunecinos y de negros que se agrupaban delante de tiendas oscuras repletas de confituras secas, de tapices de seda de Rabat, de cachemires de Persia y de cueros y pieles procedentes de todos los países.

Después de dar muchos codazos, el normando había conseguido abrirse paso, cuando una oleada de gentes desembocó por una calle lateral, gritando furiosamente:

—¡Dal ah! ¡Dal hí! ¡He aquí al cristiano!

—¿Qué hacen? —preguntó el barón en voz baja, impresionado por la palidez que se había extendido por el rostro del normando.

—No lo sé —respondió éste, arrastrando a sus compañeros hacia los muros de una casa—; pero nada bueno, de seguro. Parece que han olfateado a algún cristiano, que quizá haya tratado de huir. ¡No quisiera encontrarme en la piel de ese desgraciado!

Viendo a corta distancia un arco semiderruido, pero sostenido aún por dos columnas, se acercó a él y ayudó a subir a sus amigos sobre las ruinas; empresa un poco ardua para Cabeza de Hierro, al cual era difícil izar.

La multitud continuaba reuniéndose en la callejuela y seguía gritando:

—¡Paso! ¡Paso! ¡Aquí está el cristiano!

Aquella muchedumbre parecía furiosa y exaltada. Moros, turcos, negros, cabileños y marroquíes gritaban como bestias feroces y rugían como hienas, agitando los brazos, armados de cimitarras y yataganes.

—Señor —dijo Cabeza de Hierro, que estaba más pálido que la muerte—, ¿va eso con nosotros?

—¡Calla! —le dijo el barón.

—Parece que se trata de algún suplicio —añadió el normando—. Debe de ser algún cristiano que ha intentado fugarse.

—¿Qué le harán?

—Castigarle con tormentos horribles. El año pasado un compatriota mío, Guillermo de Pornie, huido del presidio de Salé y capturado en el campo, fue azotado ferozmente; después le cortaron las orejas e hicieron que se las comiese.4

—¡Cuánta infamia!

—Hablad bajo, señor barón, porque podrían oíros. ¡Ah! ¡Por la muerte de Judas! ¡Vámonos, si podemos! ¡No podríais resistir tan atroz espectáculo!

—¿Qué decís?

—¿No oís los gritos de Sciamgat? ¡Sciamgat! ¡Cómo habrá de sufrir ese pobre mártir!

—¿Se trata de un suplicio espantoso?

—¡El más horrible de todos!

—¡Es imposible dejar este puesto! —Replicó el barón—. ¡Sería preciso saltar sobre las cabezas de la muchedumbre!

—Recomendad a vuestro escudero que no deje escapar ningún grito de reprobación. Nada podremos hacer en auxilio de ese infeliz. Si no queréis ver, cerrad los ojos.

—¿Has comprendido, Cabeza de Hierro? —Dijo el barón—. Si dejas escapar un solo grito, nos pierdes a todos.

—Seré mudo como un pez —murmuró el catalán—. ¡Si tuviera aquí mi maza!

El río humano se había detenido, estrellándose contra los muros e invadiendo hasta las tiendas, a pesar de las protestas de los mercaderes.

Algunos genízaros, armados con látigos, abrían paso entre el populacho a un camello, en el cual iba un hombre de tez blanca, medio envuelto entre denso humo y que lanzaba aullidos de dolor.

Era el cristiano condenado a sufrir el sciamgat, uno de los más horribles suplicios inventados por la fantasía diabólica de los jueces musulmanes.

Este tormento consistía en colocar sobre el lomo de un camello una vasija de arcilla repleta de materias inflamables. Sobre esta vasija obligaban a sentarse al condenado, que estaba fuertemente encadenado. Los verdugos le rociaban el cuerpo con resina. Apenas pronunciada la sentencia, se encendían las materias inflamables, y el camello, con su horrible carga, era conducido por las calles y las plazas entre los gritos de la canalla.

Los sufrimientos del condenado quemado a fuego lento eran tan atroces que le arrancaban rugidos de fiera, y duraban mucho tiempo, porque la muerte llegaba con lentitud.

Este espantoso suplicio permaneció en uso hasta fines del siglo XVII, y la última que lo sufrió fue una mujer llamada Gunidyah, que habla cometido innumerables asesinatos.

El cristiano a quien los berberiscos infligían tan tremendo castigo era un hombre vigoroso, el cual se debatía con furor desesperado, lanzando gritos espantosos, que salían de sus labios, contraídos por el dolor más tremendo.

El barón, pálido como la muerte, había cerrado los ojos, mientras sus manos acariciaban la culata de las pistolas. Si el normando no le hubiera sujetado con fuerza, probablemente habría cometido una locura.

—¡Monstruos! —murmuró—. ¡Y no poder caer sobre ese canalla!

El normando, erguido sobre la columna, con los labios contraídos por la ira, también acariciaba el puño de su yatagán, y parecía que realizaba enormes esfuerzos para no arrojarse en auxilio de aquel infeliz, cuyas carnes quemadas exhalaban un olor nauseabundo.

Viendo a un beduino subirse a su lado para ver mejor el fregatario alzó el pie para aplastarle la cabeza; pero el miedo de comprometer a sus amigos le contuvo. Así, pues, se volvió hacia el infiel, preguntándole:

—¿Quién es ese hombre que sufre el sciamgat?

—Un esclavo cristiano —replicó el beduino, que había conseguido sentarse en el capitel.

—¿Y qué ha hecho para que le condenen a tan bárbaro suplicio?

—Asesinar a su amo y huir.

—¿Y quién era su amo?

—Alí El-Tusí; un moro que no era muy compasivo con sus esclavos.

—¡Un perro peor que el cristiano! —dijo el normando imprudentemente.

El beduino le miró, arrugando la frente.

—Ese perro es un ferviente musulmán —dijo con voz áspera—. ¿Acaso tú no lo eres?

—El Profeta no tiene un creyente más fanático que yo —se apresuró a decir el fregatario, que quería reparar la torpeza cometida—; y todos lo saben, incluso el maraut y el jefe de los derviches girantes. Solamente digo que también los cristianos son hijos de Dios, y que no debía atormentárseles tanto.

—Son infieles y no merecen compasión —replicó el beduino, encogiéndose de hombros.

Dicho esto le volvió la espalda y concentró toda su atención en el horrible espectáculo. El normando, que estaba arrepentido de su imprudencia, advirtió que el beduino le miraba con el rabillo del ojo de vez en cuando.

Entonces se acercó al barón, diciéndole al oído:

—Vámonos, señor; acabo de cometer una verdadera bestialidad.

Y el normando, aprovechando el momento en que la muchedumbre se precipitaba detrás del camello, se deslizó por la otra parte del arco, seguido por el barón y Cabeza de Hierro.

Todos se apresuraron a entrar en una callejuela.

Al llegar a ella se volvió el fregatario, temiendo que el beduino les siguiese.

—¡Bah! —dijo—. Al vernos entrar en una mezquita se convencerá de que somos verdaderos creyentes.

Iba a atravesar con sus compañeros otras muchas calles, y por fin llegaron a una plaza, en medio de la cual se alzaba una vasta mezquita coronada por cuatro esbeltos alminares con cúpulas doradas.

—Entremos —dijo el barón—. ¿Y Cabeza de Hierro?

CAPÍTULO XI. LOS «DERVICHES» GIRANTES

Las mezquitas musulmanas, llamadas mescid (lugar de oración), se asemejan todas, salvo su extensión, y en la altura de sus alminares. Algunos de éstos, como, por ejemplo, el de la mezquita de Brussa, es de doscientos veinte pies de altura, y debía de producir vértigos al muecín encargado de llamar a los fieles a la oración tres veces al día.

Son estos edificios de forma cuadrada, con un vestíbulo donde se encuentra todo lo necesario para las abluciones, que forman parte muy importante del culto mahometano.

El interior está compuesto de una sola sala. Las paredes no tienen ninguna imagen; ni siquiera la de Mahoma, pues éste ha prohibido las representaciones de objetos animados o inanimados. Sólo se ven en ella arabescos y versículos del Corán, trazados estos últimos en grandes caracteres. Únicamente en un ángulo se ve un nicho, hacia el cual dirigen su adoración los fieles.

Cuando, después de haber dejado en el vestíbulo los zapatos el normando y sus compañeros, entraron en la sala, ésta se encontraba ya repleta de una multitud de devotos, esperando a los derviches girantes o danzantes. También estaban llenas las galerías superiores, circundadas por gradas doradas, que se reservaban para las mujeres.

En el nicho, un viejo derviche de larga barba salmodiaba con voz lenta y monótona versículos del Corán. Cerca de él, suspendidos en la pared, había muchos cuchillos de todas dimensiones, cimitarras, yataganes, largas hachas, garfios; en suma, un verdadero arsenal de tortura.

El barón se había acercado al normando.

—¿Para qué sirven esas armas? —le preguntó al oído—. ¿Para atormentar a los cristianos?

—No; tranquilizaos; serán los derviches los que se martirizarán.

—¿Y ese viejo?

—Es su jefe; el amigo de quien os he hablado: un gran mirab.

—¿Y él va a ayudarnos en nuestra empresa? —preguntó, atónito, el barón.

—Os parece un fanático musulmán, ¿no es cierto?

—Nadie diría que es un cristiano.

—Y al propio tiempo un maltés de pura sangre, uno de los vuestros. Aquí vienen los derviches, que hacen su entrada.

—¿No os dais a conocer al viejo?

—En el momento oportuno me encontrará al paso. Basta una señal para que comprenda que tengo necesidad de él.

Doce hombres con grandes barbas y largos cabellos sueltos, cubiertos con amplios ropones azules que les caían hasta las rodillas, y con los pies desnudos y sucios, habían entrado en la sala, y ocuparon el espacio que dejaban libre los fieles.

Eran los derviches girantes o danzantes, como se quiera decir, extraños individuos que alcanzan el paraíso de Mahoma a fuerza de danzas y de atormentarse el cuerpo de mil maneras, con un fanatismo inaudito y repugnante. Tales individuos son hombres muy respetados por todos los mahometanos y reputados como santos por el pueblo ignorante.

Constituyen corporaciones religiosas que parecen ser antiquísimas, ya que fueron organizadas por Dielalud-din-Mevlavna y por Ahmed Bonfai en el año 1270, y aun eran muy poderosas hace poco tiempo, pues poseían gran número de monasterios. El más importante de ellos era el de Constantinopla, que se levanta entre Pera y Gálata.

Los doce derviches, que ya parecían presa de la mayor excitación, producida quizá por alguna fuerte dosis de haschis, se colocaron en círculo, salmodiando versículos del Corán y dando algunos pasos hacia atrás y hacia adelante, con los ojos fijos en el mirab, que continuaba sus plegarias. Salmodiaban con voces extrañas, variando el tono de momento a momento, hasta llegar a transformarse en verdaderos clamores salvajes. Se veía que, antes de excitarse con la danza, aquellos hombres querían excitarse con la voz.

—¿Son locos? —preguntó Cabeza de Hierro, que no comprendía nada de tan extravagante ceremonia.

—¡Silencio! —dijo el normando, haciéndole un gesto amenazador—. ¿Queréis perdemos?

Por algunos minutos, los derviches continuaron cantando en voz cada vez más alta, invocando a Alá y a Dielalud-din, el fundador de la Orden; pero luego permanecieron inmóviles y silenciosos, con la boca abierta y los ojos dilatados, fijos en la cima de la cúpula.

Algunas notas ligeras y tímidas, que parecían salir de una flauta, se oyeron repentinamente en un ángulo oscuro de la mezquita, acompañadas poco después por los sonidos graves de un trombón.

Parecía como si aquella música, que se aceleraba poco a poco, hubiese puesto azogue en las piernas de los derviches. Todos, con uniformidad admirable, habían empezado a saltar, girando sobre sí mismos con una rapidez vertiginosa. Entonces volvieron a cantar, gritando a voz en cuello: ¡Alá, ila, Alá! Al verlos, cualquiera hubiese dicho que estaban acometidos de un verdadero frenesí de locura. Gemían, saltaban, aullaban y rugían como bestias feroces. El sudor goteaba de su rostro, y sólo se detenían de vez en cuando para besar la tierra y para lanzar un grito más agudo, girando en aquella danza frenética, que parecía no tener fin.

De pronto, uno de ellos, acometido de loco furor, se lanzó hacia el mirab, inclinándose delante de él; después empuñó una cimitarra, sacó la lengua y se la cercenó, lanzando un rugido de fiera.

Los otros, animados por el ejemplo, no quisieron mostrarse menos devotos, y corrieron a armarse de puñales, hachas, yataganes y garfios, hiriéndose la frente, los brazos y las piernas. Algunos llevaron su furor hasta el extremo de producirse con hierros candentes que maduras horribles. Corría la sangre, y un nauseabundo olor de carne quemada se esparció por la mezquita; pero aquellas furias giraban sin descanso; giraban hasta que uno después de otro, jadeantes y con los labios cubiertos de espuma, cayeron al suelo, sacudidos por las más tremendas convulsiones.

Los fieles gritaban entusiasmados por todas partes, alzando los brazos al cielo: ¡Melbons! ¡Melbons! (¡Milagro! ¡Milagro!).

El barón, acometido de náuseas, cogió al normando por el brazo, diciéndole:

—¡Vámonos, no puedo más!

—¡Sí; dejemos que mueran solos! —Añadió Cabeza de Hierro—. ¡No tengo deseo de asistir a su agonía!

—¿A qué agonía? —replicó el normando—. Mañana volverán a danzar en otra mezquita. Tienen la piel dura esos hombres.

—¡Vámonos! —insistió el barón.

—Aguardad un momento. El viejo mirab todavía no ha contestado a mi señal. Esperemos a que pase por delante de nosotros y nos vea.

Mientras los fieles llevaban fuera a los derviches, gritando siempre ¡melbons!, el viejo había salido de su hornacina, abriéndose paso entre la muchedumbre que llenaba la mezquita.

El normando se puso en primera fila, para verle mejor.

Cuando el mirab, que volvía la cabeza a derecha e izquierda, llegó a pocos pasos del fregatario, fijó en él sus ojillos grises, y un rápido gesto contrajo su rostro.

El normando hizo una seña llevándose la mano a la frente. El mirab contestó a ella acariciándose la barba, y luego desapareció por una puertecita que se abría en la extremidad de la mezquita.

El normando salió del templo acompañado por el barón y el catalán. En aquel momento, la plaza estaba casi desierta.

—El mirab ha contestado a mi seña —dijo el fregatario alegremente.

—¿Y cómo ese maltés ha podido llegar a ser un jefe de los derviches?

—Haciéndose antes pasar por un derviche mendicante llegado de la Meca —respondió el normando—. Primero había sido esclavo en Trípoli, de cuyo presidio se fugó al cabo de tres años de encierro. Conmovido por los tormentos infligidos a los pobres cristianos, en vez de tornar a su patria, se hizo conducir aquí, fingiéndose marabut; es decir, una especie de santón práctico en la lengua de los berberiscos y práctico también en las ceremonias religiosas del islamismo. No le fue difícil pasar por un ferviente musulmán, llegar a derviche y, por último, a mirab, título que ha alcanzado recientemente.

—¿Y de qué le ha servido tanto sacrificio?

—Pues para libertar a infinidad de cautivos.

—¡Es un hombre admirable! —Dijo el barón—. ¿Y nadie ha sospechado de él?

—No, señor. Es la prudencia misma.

—¿Podrá auxiliamos?

—De fijo. Él nos pondrá sobre las huellas de Zuleik y de la condesa, por lo tanto. Las puertas de la Casbah no están cerradas para ese hombre.

—¿A qué hora le veremos?

—A media noche.

Ya iban a dar vuelta a un ángulo de la plaza, cuando tropezaron con cuatro negros de estatura atlética, vestidos con trajes chillones y armados de alabardas que agitaban sin cesar, gritando con voz robusta:

—¡Bal-ak! (paso).

Detrás de ellos iban otros cuatro, los cuales llevaban sobre sus robustos hombros una rica litera resguardada con una enorme sombrilla de seda azul.

Muellemente recostada en cojines de seda iba una dama, que debía de ser hija de algún rico moro, a juzgar por la esplendidez de su traje, ceñido a la cintura por una faja de terciopelo azul, y por los brazaletes de oro que llevaba en las muñecas.

Viendo los negros que el normando y sus compañeros no se retiraban pronto, se lanzaron sobre ellos con las alabardas alzadas.

—¡Cuidado! —dijo el normando, que no era hombre capaz de dejarse intimidar por nadie—. ¡La derecha es nuestra!

—¡Largo! —gritó el esclavo que precedía a los demás, lanzándose sobre él.

El fregatario respondió con un puñetazo tan formidable, que el pecho del negro retumbó como un tambor.

Otro esclavo iba a caer encima de él, cuando el barón le cerró el paso. Agarrar al coloso y derribarlo en tierra, fue obra de un momento.

Al ver rodar al negro, la dama soltó una carcajada.

Pero los otros negros, avergonzados de verse detenidos por aquellos hombres, habían depositado en tierra la litera para correr en auxilio de sus compañeros. Ya iban a lanzarse sobre sus adversarios, cuando la dama los detuvo con un gesto imperioso.

Dejó caer lentamente el velo blanco que le cubría el rostro y miró con sus ojos negrísimos al barón, el cual se preparaba animosamente a sostener el choque.

La hermosura de aquella dama era deslumbradora. Permaneció durante algunos momentos contemplando al barón; después abrió los labios con una graciosa sonrisa, mostrando dos filas de dientes menudos y blancos como el marfil, y luego de indicar a sus gentes que siguiesen el camino, hizo al joven con la mano una ligera señal de despedida, al propio tiempo que el convoy desaparecía en dirección de la mezquita.

—¡Cuidado, señor barón! —dijo el normando—. ¡Estas moras son muy peligrosas!

—¿Qué queréis decir? —preguntó el joven.

—Que vuestra apostura ha impresionado a esa mora. Una mujer mora, árabe o turca, no comete nunca la imprudencia de bajar el velo, especialmente en medio de la calle.

—¿Quién será esa mujer?

—Una gran dama, a juzgar por sus riquezas. Nunca vi ojos más hermosos, ni rostro tan perfecto.

—¡Sólo faltaba ahora que esa mujer se enamorase del barón! —Gruñó Cabeza de Hierro—. ¡Hartos peligros corremos ya!

—¡Vamos! —Dijo el barón—. Argel es grande, y ciertos encuentros no se repiten.

—¡Quién sabe! —respondió el normando.

Volvieron a emprender el camino, subiendo hacia la Casbah, cuyos bastiones dominaban la ciudad, amenazándola con su formidable artillería.

—Es la hora de almorzar —dijo el normando—. Aquí cerca hay una miserable posada de un renegado, donde podremos beber buenos tragos de vino sin temor al Profeta y hablar con libertad, porque el renegado, aunque aparece como un ferviente musulmán, sigue siendo cristiano.

Atravesaron dos o tres callejuelas, y se detuvieron delante de una casa blanca, casi en ruinas, que por un milagro de equilibrio se sostenía en pie.

Ya estaban a punto de penetrar en el vestíbulo, cuando el normando se detuvo, haciendo un vivo gesto de sorpresa que revelaba gran emoción.

—¿Qué os pasa? —dijo el barón, viéndole arrugar la frente.

—¡O mucho me engaño, o es él! —replicó el normando después de un momento de silencio.

—¿Quién?

—¿Habéis observado a aquel beduino con quien cambié algunas palabras en el momento en que pasaba el infeliz condenado a sufrir el sciamgat?

—Sí —replicó el barón.

—Pues hablando con él no pude contener mi indignación por la crueldad de los berberiscos.

—Fue una imprudencia.

—Lo sé, señor barón. Pues bien; temo que ese hombre nos haya seguido para convencerse de si somos o no verdaderos musulmanes.

—¿Y dónde le habéis visto?

—Acaba de desaparecer entre aquellas ruinas. No estoy seguro de que sea él; pero tiene la misma estatura, el mismo turbante…

—¡Vamos a buscarle!

—Eso sería peor, porque le confirmaría en sus sospechas.

—¿Qué hacer entonces?

—En aquel instante se oyeron en todos los alminares de la ciudad las voces de los muecines.

—¡El mediodía! —dijo el normando—. ¡Mostremos a ese beduino, que debe espiarnos, que hacemos nuestras oraciones como los buenos islamitas!

Se arrojaron de rodillas en tierra y repitieron la ceremonia de la madrugada.

—Ahora podemos entrar más tranquilos —dijo el normando.

Y penetraron en la casucha del renegado.

CAPÍTULO XII. ATAQUE NOCTURNO

Era una miserable barraca con los muros casi derruidos, por más que en otros tiempos debió de ser muy vasta y hasta hermosa. Pero a la sazón todo estaba en ruinas o poco menos, y yacían amontonados en desorden columnas, capiteles y arcadas del más gracioso estilo árabe.

El renegado, hombre de tez morena y aspecto poco tranquilizador, había logrado hacer en aquellas ruinas una vivienda habitable, y hasta la había adornado con algunas plantas de áloe, que perfumaban el ambiente.

El normando y él, que se conocían de antiguo, se estrecharon la mano, sonriéndose y mirándose con un gesto que revelaba una perfecta inteligencia entre ambos.

—¿Vienes a intentar un nuevo golpe? —preguntó el renegado.

—Tengo una carga de esponjas que vender —respondió el normando, riendo.

—¿Y algún individuo que llevarte? —dijo el renegado—. Pues abre el ojo y ponte en guardia. Hace pocos días han quemado a un hombre vivo.

—¿Un fregatario? —preguntó el normando.

—Un siciliano, a quien sorprendieron en el bazar. Parece que trataba de salvar a un caballero aragonés preso en las Baleares por los corsarios.

—¡Qué el infierno cargue con todos esos perros rabiosos! —dijo el normando—. Pero trae algo de comer, y sobre todo de beber, y que no sea agua. Tú sabes que la religión mahometana prohíbe el uso de las bebidas fermentadas.

—Tanto, que todas las noches voy a dormir con las piernas torpes y la cabeza pesada —respondió el renegado—. Pero también bebe y se emborracha Culquelubi.

—¿Qué hace esa pantera?

—Pasar el tiempo en azotar a sus esclavos y en vaciar barriles de vino de España y de Italia.

—¡Si pudiesen matarle!

—En eso se piensa —dijo el renegado, haciendo un gesto de amenaza—. ¡La pantera morirá pronto!

Entró en una sala que estaba detrás del vestíbulo y volvió a salir llevando un cordero asado, aceitunas y pescados, sin contar un respetable frasco.

—Señor barón —dijo el normando—, comed y hablad con libertad en vuestra lengua. Estamos solos, y el tabernero no es hombre capaz de engañarnos. Si ha renegado de su fe para salvar la vida, en el fondo sigue siendo buen cristiano.

—¿No podrá darnos noticias de Zuleik?

—No es posible, pues no se atreve a bajar a la ciudad. Su condición de renegado no le libra del odio de los moros. El único que podrá averiguar algo es el mirab. Tened paciencia, y esperaremos a la noche.

—Ahora ya se puede tener paciencia —dijo Cabeza de Hierro, mirando con deleite el frasco del licor—. ¡Excelente vino, señor barón; no he bebido más rico jerez en Cataluña!

—¡Tened cuidado con él, amigo Cabeza de Hierro, porque podría damos un disgusto!

—¡Me da ánimo! —replicó el catalán.

Pasaron el día entero charlando, fumando y bebiendo y aguardando pacientemente a que pasaran las horas.

No obstante, el barón permanecía silencioso, a pesar de las bromas del catalán y del normando. El pensamiento de que la mujer amada podía encontrarse en el palacio de Zuleik le atormentaba atrozmente. Muchas veces, para ocultar su emoción, se levantaba y paseaba por el vestíbulo.

Hacia las once de la noche, el normando dio por fin la señal de marcha.

—Es el momento de ir a buscarle —dijo, levantándose—. Dentro de un cuarto de hora estaremos en la ermita del mirab.

—¿Está próxima?

—Detrás de la Casbah, cerca de una mezquita derruida.

Se despidieron del tabernero y se internaron por entre las ruinas, que se prolongaban a lo largo de los fosos de la Casbah.

El normando se detenía de vez en cuando para mirar si los seguían, pues todavía no estaba tranquilo.

Ya habían recorrido cerca de doscientos pasos, cuando el fregatario se detuvo de nuevo, llevándose las manos a la nariz.

—Por aquí debe de haber un ajusticiado —dijo—. ¡Vedle allí en la base de los bastiones!

El cadáver de aquel infeliz cristiano exhalaba un olor nauseabundo.

—¡Qué horror! —exclamó el barón, palideciendo—. ¡Razón tienen en llamar a estos monstruos las panteras de Argel!

—¡Vámonos! —Balbuceó Cabeza de Hierro—. ¡Con los muertos me falta valor!

Se alejaron presurosamente de aquel sitio, y se ocultaron en medio de un bosquecillo de palmeras que se prolongaba sobre el flanco de la colina.

Después de haber atravesado el bosquecillo, seguido por sus compañeros, entró el marino en una explanada que se extendía detrás de la Casbah, y en medio de la cual se veían las ruinas de una mezquita.

Un poco más lejos, cerca de una soberbia encina que extendía sus ramas en todas direcciones, proyectando densa sombra, se descubría un pequeño edificio cuadrado, coronado por una cúpula semiesférica.

—La ermita del mirab, o, mejor, del viejo templario —dijo el normando, señalándola al barón—. Ahí reposa un sonéli; es decir, un santo muy venerado por los berberiscos.

—¿Estará solo el viejo?

—Sí; y nos aguardará.

El normando se detuvo, mirando hacia atrás para ver si los habían seguido, y después se acercó a la ermita, lanzando un silbido.

Un momento después, la puertecilla se abrió, y el jefe de los derviches girantes apareció en el umbral, con una lamparilla de arcilla en la mano.

—¿Eres tú, Miguel? —preguntó.

—Sí, señor de Arin…

—¡Silencio! Yo soy para todos el mirab Abdel Hagí. ¿Quién viene contigo?

—Un noble y su escudero.

El viejo miró con atención al caballero y al catalán, y, satisfecho sin duda de aquel examen, se apartó de la puerta, diciendo:

—¡Entrad!

El interior de la ermita consistía en una sola cámara, pobremente amueblada con toscos divanes. El viejo, con un gesto majestuoso que daba a conocer el señor europeo, hizo señas al barón para que se sentase, y después le dijo:

—Vos no sois un prisionero cristiano; ¿no es cierto?

—Es el barón de Santelmo, caballero de Malta —dijo el normando.

—¿Un caballero de Malta tan joven? —exclamó el mirab con estupor.

—Y valeroso —replicó el normando—. Yo le vi luchar en su galera contra otras cuatro berberiscas.

—Yo también en mi juventud, y antes de caer prisionero de estos infames corsarios, de estas panteras argelinas, he combatido duramente contra los infieles en Candía; pero aquellos tiempos ya están lejanos. El templario ya no tiene su coraza, ni su espada, ni su galera, hundida en los abismos del Mediterráneo.

El mirab lanzó un suspiro. Después de algunos momentos de silencio, se volvió nuevamente hacia el barón, preguntándole:

—¿Y qué desea de mí el señor Santelmo? Si Miguel os ha conducido a Argel, supongo que tratareis de libertar a alguna persona querida de las garras de las panteras.

—Es cierto, señor…

—Llamadme abad, sencillamente. Desde que me he visto obligado a adoptar este disfraz debo ser considerado como un siervo de Mahoma.

—Sé cuánto hacéis en defensa de los cristianos.

—Por ellos me he convertido en mirab. Hablad, señor barón; todo lo que pueda hacer por vos estoy dispuesto a realizarlo.

En pocas palabras, el caballero de Santelmo le relató todos los sucesos que dejamos narrados.

—¿La condesa de Santafiora está aquí prisionera? Conocí a su padre.

—¿No habéis oído hablar de un tal Zuleik, que se titula descendiente de los califas de Córdoba y de Granada? —preguntó el normando.

—¿Zuleik, a secas?

—Ben-Abend —replicó el barón.

—Esa es una de las familias más conocidas de Argelia. Los Ben-Abend eran poderosísimos. Me será fácil averiguar dónde habita ese Zuleik, y hasta el lugar donde haya escondido a la condesa.

—¿Creéis que la prisionera esté cerca de él? —preguntó el barón con ansiedad.

—Los corsarios deben de haber llegado ayer noche; es imposible que se hayan repartido ya la presa.

—Zuleik puede haberse llevado a la condesa.

—No; no es posible. La primera elección de los esclavos corresponde al bey, y después a Culquelubi, el más cruel de los berberiscos. Nadie antes que ellos puede apropiarse presa alguna.

—¿Y si Zuleik hubiese encontrado el medio de ocultar a la condesa?

—No se habrá atrevido a hacerlo.

Aquí pronto se mata a un hombre, aunque pertenezca a las familias más poderosas.

—¿Dónde estarán los prisioneros?

—En el presidio de Pascia, que es el más vasto de todos. ¿Es hermosa la condesa?

—Muy hermosa —dijo el normando.

—Entonces no será vendida —dijo el mirab—. Pero habrá de ser muy difícil sacarla del harén del bey o del de Culquelubi. No obstante, alguna hemos libertado; ¿no es cierto, Miguel?

—Sí, señor.

—Mañana, a esta misma hora, volved, señor barón. Estoy seguro de poder daros noticias. Pero cuidad de ser prudente, y seguid los consejos de Miguel.

—Le obedeceré —respondió el caballero.

—Y haréis perfectamente —dijo el mirab.

Después, volviéndose hacia el normando, le preguntó:

—¿Y no traes más misión que ésa, Miguel?

—Sí —respondió el marino—; tengo encargo del embajador de España cerca de su Santidad, de intentar la liberación de un, sobrino suyo, el marqués de Álamo, a quien vos debéis de conocer.

—Llegas demasiado tarde. Ese pobre joven ha muerto hace pocos días, abrumado de fatigas. Los esclavos de Culquelubi no pueden resistir mucho.

—Entonces, ha concluido mi misión.

—Así podrás dedicarte por completo a la libertad de la condesa de Santafiora. Andad, hijos míos —añadió el viejo mirab—; es tarde y tengo necesidad de reposo.

Tomó la lámpara y los condujo hasta el umbral, estrechándoles la mano cariñosamente.

—Debe de ser un bravo —dijo Cabeza de Hierro cuando se encontraron en el campo—. Juega su vida por salvar la de los demás.

—Es cierto —respondió el normando.

—¿Adónde iremos ahora? —Preguntó el barón—. ¿A la falúa?

—No es prudente atravesar la ciudad de noche, pues podrían creernos cristianos fugados. Es preferible volver a casa del renegado.

Se envolvieron en sus alquiceles de lana, porque las noches son frescas en Argel cuando no sopla el viento Sur, y se dirigieron hacia el bosquecillo.

Caminaban, sin embargo, con prudencia y mirando en torno suyo. El normando, especialmente, se detenía de vez en cuando, como si quisiera recoger el menor rumor.

—Se diría que tenéis miedo de ser seguido —dijo el barón.

—¿Sabéis en qué pensaba ahora?

—No.

—En aquel beduino.

—¿Todavía?

—¡Qué queréis! Mi instinto me dice que debo estar en guardia y desconfiar de ese hombre. ¿Tenéis vuestro yatagán?

—Y también las pistolas, y una cota de malla bajo los vestidos —respondió el barón.

—Habéis hecho bien en ponérosla. Pero, si sucede algo, no disparéis; las armas de fuego hacen demasiado ruido.

Prosiguieron su camino, bajaron por la colina, y bien pronto se encontraron en el bosquecillo, que atravesaron sin haber hallado a nadie. Ya iban a penetrar entre las ruinas, cuando bajo una arcada de la muralla vieron aparecer repentinamente algunos hombres.

—¡Los beduinos! —había exclamado el normando, desenvainando rápidamente el yatagán—. ¡Señor barón, nos acechan, y estoy seguro de que los guía el que me encontré esta mañana!

—No son más que seis —dijo el barón—. Les haremos frente.

—¿No sería mejor apelar a la fortaleza de nuestras piernas? —dijo Cabeza de Hierro.

—¡Cobarde! —exclamó el joven.

—¡Cobarde yo! ¡Ahora veréis que el corazón de los Barbosas no ha temblado jamás ante ningún obstáculo!

En aquel momento, un hombre se destacaba del grupo, haciendo brillar la hoja de la cimitarra.

—¡Alto! —dijo.

—¡Por la muerte de Mahoma! —murmuró el normando, palideciendo—. ¡Es el beduino, señor barón! ¡En guardia!

Y a su vez avanzó hacia el espía, diciendo:

—¡Atrás! ¿A quién esperas, perro cristiano?

—¡Cristiano yo! ¡Soy hijo del desierto y un creyente verdadero!

—¿Pues a quién esperas?

—¡A ti!

—¿Qué quieres de mí?

—Conducirte a presencia del caid para convencerme de que no eres un falso cristiano. ¡Te sigo desde esta mañana!

—Entonces, me habrás visto entrar en la mezquita.

—¿Y eso qué prueba?

—Y entrar después en la ermita del mirab.

—Sí; te he visto. ¿Qué has ido a hacer en casa del mirab?

—Inscribir en la Orden al joven que viene en mi compañía.

—Ahora lo probarás delante del caíd.

—Estoy dispuesto a seguirte.

Se acercó al beduino, fingiendo que envainaba el yatagán; pero, cuando estuvo próximo, cayó sobre él como un tigre y le aplastó el cráneo con el pomo.

Los compañeros del beduino, gente valerosa, se lanzaron hacia adelante, gritando:

—¡A ellos! ¡Son cristianos!

El barón se lanzó en el acto sobre los enemigos. Con un tajo de yatagán cortó a cercén la mano al primero que intentó detenerle, arrancándole un atroz rugido de dolor, y después cayó sobre el segundo, empeñando con él un furioso combate cuerpo a cuerpo.

Entretanto, el normando, ya desembarazado del espía, hacía frente a otros dos, manteniéndoles a distancia, mientras Cabeza de Hierro, sacando fuerzas de flaqueza, se lanzaba sobre el último, a quien trataba de intimidar a fuerza de bravatas.

Pero los beduinos se defendían con coraje. Ya se habían cambiado entre los contendientes una infinidad de golpes sin graves consecuencias, cuando, de pronto, dos negros de estatura gigantesca, ricamente vestidos y armados con mazas, desembocaron por el bosque de palmas y cayeron sobre los beduinos por la espalda.

Pocos golpes bastaron para arrojarlos en tierra muertos o heridos.

El normando y sus compañeros, sorprendidos por aquel inesperado socorro, se habían agrupado prontamente, temiendo que aquellos dos hércules, después de haber acabado con los beduinos, la emprendiesen con ellos.

Pero los dos negros guardaban una actitud muy tranquila. Uno de ellos se acercó al barón y le dijo:

—Tomad; es para vos.

Y le dio un billete que exhalaba un fuerte olor de ámbar. Luego, sin decir una palabra más, los dos negros se alejaron con rapidez y desaparecieron por el bosquecillo.

—¿Qué significa esto? —Preguntó el barón, asombrado—. ¿Comprendéis vos algo, Miguel?

—Por ahora sólo comprendo una cosa —dijo el normando—: que estamos en salvo.

—Pero ¿por qué esos negros han venido en nuestro auxilio?

—Probablemente para probar sus mazas —dijo Cabeza de Hierro—. ¡Qué golpes, señor barón! ¡Esas mazas valen más que la mía!

—Veamos ese billete —dijo el normando—. Acaso explique el misterio.

—Es un billete perfumado.

—Señor barón, dejemos estos muertos y vamos a casa del renegado. Con esta oscuridad no se puede leer.

—Marchemos antes de que llegue la ronda, nocturna. ¿Dónde está Cabeza de Hierro?

El bravo catalán estaba registrando los bolsillos de los beduinos.

—No pierde el tiempo vuestro escudero —dijo el normando, riendo—. ¡Hola, señor de la maza! ¡En marcha, si no queréis que os prendan!

El ilustre descendiente de los Barbosas ya había terminado su tarea.

Los tres se encaminaron a casa del renegado, cuya puerta se abrió al primer silbido del normando.

CAPÍTULO XIII. MISTERIOSA DESAPARICIÓN DEL RENEGADO

Un momento después, el barón, el normando, Cabeza de Hierro y el renegado se encontraban reunidos en el vestíbulo, intentando descifrar el contenido del billete.

En aquel billete sólo había escrita una palabra, en caracteres árabes, con rasgos finos y sutiles que de notaban la mano de una mujer.

El normando, que conocía el árabe, hizo de pronto un gesto de estupor.

—No contiene más que un nombre —dijo.

—¿Cuál? —preguntó el barón.

—El de una mujer.

—¡Es imposible!

—Sí; es el nombre de una mujer. Amina.

—¡Amina! —exclamaron a una vez el barón y Cabeza de Hierro.

—Es cierto —añadió el renegado.

—¿Habéis conocido a alguna mujer de ese nombre? —preguntó el normando.

—No, nunca —dijo el barón.

—Recordad bien.

—Nunca he oído semejante nombre.

Los cuatro hombres se miraron uno a otro con extrañeza.

—¿Se habrán engañado esos dos negros?

—No lo admito —dijo el normando—. Antes de entregar el billete miraron atentamente al barón, y estoy casi seguro de que esos dos hombres nos seguían con el encargo de velar por nosotros. ¡Ah; ahora recuerdo! ¡Qué estúpido soy! ¡Debiera haberlos reconocido!

—¿A quiénes? —preguntó el barón.

—¡A esos dos negros!

—¿Luego son conocidos vuestros?

—¡Y vuestros también!

El barón le miró con asombro, sin comprender.

—No os entiendo —dijo.

—Los encontramos esta mañana al salir de la mezquita.

—¿Los esclavos de aquella dama?

—Los mismos.

—Entonces, ¿nos han seguido?

—Seguramente.

—¿Y por qué razón?

—Para velar por nosotros o, mejor dicho, por vos, y entregaros el billete —dijo el normando.

—¿Y vos creéis…?

—Yo digo, señor barón, que habéis impresionado profundamente a esa mujer. ¡Y no se puede negar que la señora Amina es bellísima!

—Pero ¿qué puede significar este billete?

—En verdad que no lo sé. Por lo visto, ahora se limita a deciros que se llama Amina. Luego veremos. Esa mujer puede ser peligrosa para vos.

—Procuremos borrar nuestras huellas.

—Lo intentaremos; pero por el momento ningún peligro nos amenaza. ¡Vámonos a dormir!

—Y, además, yo velaré —dijo el renegado.

Dicho esto, condujo a sus huéspedes a una estancia baja, donde había varios divanes que podían servir de lecho.

El renegado se sentó en medio del vestíbulo con un enorme frasco de vino de España que le recordaba el país perdido, y que apuró trago tras trago en una hora. De pronto, y con profundo terror, creyó ver dos sombras gigantescas, que se agitaban primero en la cima de la terraza, y que después se deslizaban por la columna del vestíbulo. Al principio creyó que era el vino quien le producía aquellas visiones; pero al ver acercarse las sombras trató de ponerse en pie.

En menos de un segundo, y antes de que le fuera posible lanzar un grito, se sintió sujeto por cuatro manos vigorosas, que le envolvieron la cabeza en un capuchón de gruesa tela.

En seguida le levantaron, y las dos sombras desaparecieron entre las tinieblas con la mayor rapidez.

A la mañana siguiente, después de haber dormido diez horas de un tirón, Cabeza de Hierro, que había soñado toda la noche con frascos de jerez, salió al vestíbulo en busca del renegado, no encontrándole por ninguna parte. Lo más extraño del caso era que la puerta estaba atrancada por dentro.

Con el sobresalto natural, el catalán se dirigió hacia la habitación donde estaban sus compañeros, gritando:

—¡Señor barón! ¡Arriba!

—¿Qué sucede? —preguntó el joven.

—¡Algo que no puedo explicarme! ¡Algo que me espanta!

—Pero, en suma, ¿qué es? —preguntó el normando.

—¡Qué el renegado ha desaparecido!

—Habrá ido a buscar provisiones.

—No, porque la puerta está atrancada por dentro.

—¡Tú has bebido! —dijo el barón con voz severa.

—¡Ni siquiera una gota!

—Pues vamos a ver —dijo el normando, que empezaba a sentir cierta inquietud.

—Precedidos por Cabeza de Hierro, visitaron todas las habitaciones, sin ningún resultado.

—Miguel —dijo el barón, un tanto preocupado—, ¿tenéis confianza en ese hombre?

—Completa, señor barón.

—¿Luego no es posible creer que haya ido a denunciarnos?

—¿El? ¡Nunca!

—Entonces, ¿cómo explicáis que haya desaparecido sin decir nada?

—No lo sé.

—¿Estáis inquieto?

—Mucho; y quisiera que nos marchásemos antes de que ocurra algo peor. Esa desaparición me intranquiliza.

—¿Habrá sido robado?

—Ahora se despierta en mí una sospecha. El español es muy aficionado al vino, y puede haber sido sorprendido estando borracho. De otro modo, habría dado la voz de alarma.

—Yo nada he oído.

—Ni yo tampoco —dijo Cabeza de Hierro.

—¡Veamos! —añadió el normando—. El renegado, si no me engaño, se había acurrucado sobre aquel montón de esteras.

—No hay señales de lucha.

—Pero ¿por dónde pueden haber entrado las personas que le han sorprendido?

—Por la terraza acaso —dijo el barón.

—Vamos a ver si encontramos algún rastro. ¡Ah!…

—¿Qué?

—¡Mirad! ¿No veis allí varios trozos de yeso recién desprendidos de los muros?

—Sí, es cierto.

—¡Subamos, señores!

Todos penetran en la terraza. Al llegar a ella, ya no tuvieron duda; por la parte de afuera se veía una cuerda sostenida en el muro por un fuerte gancho de hierro.

—Ya no hay duda del rapto —dijo el normando.

—Pero aun no conocemos el motivo.

—¡Señor barón —dijo el normando—, vamos pronto! El renegado saldrá del apuro como mejor pueda. Volveremos esta noche para ver si ha vuelto a su barraca. Iremos a almorzar a bordo de la falúa.

Y sin nuevas dilaciones se marcharon por la callejuela, que estaba desierta, y descendieron hasta la ciudad, que entonces comenzaba a animarse.

Moros, árabes, beduinos, y montañeses se amontonaban en las calles. De vez en cuando, grupos de soberbios jinetes pasaban al galope, hendiendo las filas de la multitud, sin preocuparse de mirar si atropellaban a alguno. Luego iban oleadas de negros casi enteramente desnudos, seguidos por sus amos, verdaderos tipos de ladrones del desierto, con largas barbas negras, turbantes inmensos y cimitarras y pistolas al cinto.

En último término se descubrían largas filas de esclavos cristianos, flacos, macilentos, que se dirigían hacia el puerto o a las afueras de la ciudad para cultivar las tierras de sus dueños bajo el implacable sol africano, que calcinaba sus huesos.

El normando y sus compañeros, abriéndose paso por entre toda aquella gente, se dirigieron hacia el muelle y no tardaron mucho tiempo en llegar a él.

Los marineros, sin preocuparse de su capitán, ya habían desembarcado y vendido buena parte del cargamento. Rodeados por unos cincuenta berberiscos discutían con ellos como verdaderos mercaderes, hablando el árabe y el levantino e invocando a cada paso el santo nombre de Mahoma.

—¡No pierden el tiempo nuestros hombres! —dijo el barón.

—Obrando así alejan toda sospecha. Todos estos mercaderes conocen a mi gente y podrían atestiguar que somos honrados comerciantes.

Subieron al Solimán, y almorzaron. Durante su ausencia nada había ocurrido en la falúa.

Enteramente tranquilizados por este lado, el normando y sus compañeros, después de haber cambiado de traje, ponerse capas de varios colores como usaban los rifeños y cubrirse la cabeza con enormes turbantes, desembarcaron nuevamente para acercarse al presidio de Pascia, con la esperanza de recoger alguna noticia sobre la infortunada condesa de Santafiora.

Todo el muelle estaba cuajado de traficantes, de esclavos negros y de esclavos cristianos encargados de la descarga de los navíos, procedentes en su mayor parte de saqueos realizados en España, Francia, Italia y Grecia, pues en aquella época los berberiscos no respetaban país alguno.

En el puerto, multitud de galeras de guerra estaban fondeadas en espera de alguna ocasión propicia para volver a emprender sus correrías por el Mediterráneo, y entre ellas se veían las cuatro que habían peleado contra la Sirena.

—¡Quisiera incendiarlas todas! —dijo el barón.

—¡Y yo hacerlas saltar con sus tripulantes! —replicó el normando.

Atravesaron la parte occidental del puerto, y hacia el centro de ella se detuvieron delante de un inmenso edificio cuadrado y coronado por inmensas terrazas.

—¡El presidio! —dijo el normando.

El barón se puso muy pálido, como si toda su sangre le hubiese refluido al corazón.

—¿Es aquí donde se encuentra? ¡Ah, Miguel; dadme un medio para que pueda entrar!

—¡Es imposible!

—¿Dónde estará encerrada?

—¡Quién puede saberlo! ¡Ah; mirad allí, en la playa! ¿No veis aquellos bultos tendidos al sol?

—Sí; ¿quiénes son?

—Cristianos, a los cuales muchas veces dejan morir de hambre porque no tienen vigor para trabajar.

—¡Cuánta infamia!

—¡Aun veréis otras peores! —dijo el normando.

Detuvo a un negro que pasaba cargado con un fardo.

—¿Quiénes son aquéllos? —le preguntó.

—Cristianos que llegaron ayer en las galeras de Ossum; los útiles han sido conducidos al presidio, y a los que son viejos o están enfermos los dejan morir de hambre.5

—Son los viejos de San Pedro —dijo el normando al barón—. ¡Canallas berberiscas!

—¿Y no auxiliaremos a esos desgraciados?

—No os acerquéis a ellos, si estimáis en algo la libertad. Esta noche mandaré que algunos de mis hombres les lleven víveres y dinero.

—¡Es horrible!

El normando hizo que el joven se alejase de aquel lugar, conduciéndole delante del presidio.

Por todos sus alrededores y delante de las puertas se veían soldados armados de arcabuces.

Un olor nauseabundo salía del interior, y de vez en cuando se oían gritos estridentes que partían de los patios.

—¡Creo que voy a desfallecer! —Dijo el caballero, limpiándose el sudor que le bañaba la frente—. ¡Y la condesa está aquí, dentro de este infierno! ¡Es horrible! ¡Horrible!

El normando le miraba profundamente conmovido.

—Señor barón —dijo de pronto—, he visto salir a un soldado a quien conozco, y que acaba de entrar en aquel café. Aguardadme cerca de aquella fuente, trataré de saber por ese hombre alguna noticia.

—¿No os comprometeréis?

—No; seré prudente.

Y se dirigió hacia una caseta donde se hallaban varios moros fumando y charlando.

El normando fue en línea recta hacia el soldado, que estaba en un ángulo de la barraca paladeando con beatitud una taza de café.

—¿Qué haces aquí solo, Mohamed? —le preguntó, sentándose cerca de él.

El soldado le miró atentamente.

—¡Ah! —exclamó de pronto. ¡El mercader de Fez!

—¿No te acordabas de mí, Mohamed?

—¿Cuándo has llegado? —preguntó el soldado.

—Esta mañana.

—¿Buen cargo?

—¡De todo hay!

—Hace ya tiempo que no se te veía por Argel.

—He estado en Tánger y en Túnez. ¿Qué hay de nuevo? Acabo de ver algunas galeras con averías.

¿Habéis zurrado a los cristianos?

—Pero no sin lucha. ¡Esos perros se baten bien!

—¿Habéis hecho buena presa?

—Unos centenares de esclavos.

—¿Dónde?

—En San Pedro.

—¿Están encerrados en el presidio de Pascia?

—Todos.

—¿Y son personas de distinción?

—La mayor parte son pescadores. No hay más que una mujer que valga la pena.

—¿Hermosa?

—Y además joven y noble. Será difícil que caiga en las manos de los mercaderes de esclavos y que la expongan en el balistán6.

—Si cae en manos de Culquelubi no se encontrará muy bien —respondió el normando, tratando de sonreír.

—No es blando el capitán general de las galeras.

—¡Compadezco a esa pobre joven!

—¡Bah! ¡Es una cristiana!

—¿Cuándo se hará la venta de los esclavos?

—Hoy vendrán los proveedores del harén del bey y los de Culquelubi. Ya sabes que tienen la preferencia.

El normando quería haber preguntado algo sobre Zuleik; pera no se atrevió, para no despertar las sospechas del soldado. Así, pues, bebió una taza de café, pagó las dos, y se fue sin hablar más.

No iba muy satisfecho del resultado de su coloquio.

—Ocultaré al barón el peligro de que su prometida vaya a parar a poder del bey o de Culquelubi. ¡No quiero afligir más a ese pobre joven! —murmuró, acercándose a la fuente.

El capitán de la Sirena, presa de una gran emoción, tenía fijos los ojos en los enormes muros del presidio.

—¿Qué habéis sabido? —preguntó con angustia al normando.

—Poca cosa; la condesa está ahí, y nada más. Es lo único que sabe el soldado.

—¿Y Zuleik?

—No sé nada de él; pero si la condesa se encuentra en el presidio, eso quiere decir que el moro no ha podido sustraerla a la vigilancia de los guardias del bey.

—Prefiero que esté en presidio a que se halle en palacio.

El normando movió la cabeza sin responder. El habría preferido que Zuleik se la hubiese llevado, puesto que sabía que podían recluirla en el inaccesible harén del bey.

Retornaron silenciosos hacia el puerto oriental, y sin decir una palabra subieron a la falúa, a fin de esperar la noche para ir a visitar al jefe de los derviches.

CAPÍTULO XIV. LAS INDAGACIONES DEL «MIRAB»

Hasta bien entrada la noche permanecieron en la cubierta del Solimán.

El normando, que conocía la ciudad y que no gustaba de recorrer el mismo camino dos veces, tomó por las calles desiertas de las afueras, que entonces estaban compuestas en su mayor parte de casas derruidas y desiertas.

El camino era, sin duda, más largo; pero, en cambio, era más seguro.

Hacia las once, sin haber tenido ningún mal encuentro, el normando y sus compañeros llegaron a las inmediaciones de la casa del renegado, a quien querían visitar para saber si había vuelto.

Al llegar a ella dieron la vuelta en derredor, con el objeto de ver si la cuerda estaba puesta.

—¡No está! —dijo el normando, que precedía a sus compañeros.

—¡Pues haced la señal! —añadió el barón.

—Alguien debe de haber en el vestíbulo —dijo Cabeza de Hierro—, porque veo luz. Si no es el renegado, será el diablo. ¡No entremos, señor!

—¡Haced la señal! —Repitió el barón, sin tomarse el trabajo de contestar al catalán—. Si nadie responde entraremos igualmente.

El marino se llevó dos dedos a los labios y produjo un sonido suavemente modulado, que luego acompañó a una especie de ladrido.

No habían transcurrido diez segundos cuando la puerta se abrió, y apareció el renegado tambaleándose y con una lámpara en la mano.

—¿No me engaño? —Dijo con voz ronca—. ¿Eres tú, Miguel?

—Hemos bebido un poco, ¿eh? —replicó el normando, riendo.

—¡En algo se ha de pasar el rato! ¿Sabes que me han robado?

—Lo habíamos sospechado.

—¡Entrad!

Cerrada la puerta, y una vez en el vestíbulo, el marino le preguntó:

—¿Quién te ha robado?

—Dos negros de estatura gigantesca.

—¿Dos negros? —exclamaron el barón y el normando al mismo tiempo.

—¡Serían dos diablos! —dijo Cabeza de Hierro.

—¿Llevaban trajes de seda roja? —preguntó el normando.

—Sí.

El barón y el marino se miraron con estupor.

—¡Los dos negros que nos ayudaron a librarnos! —dijo el primero.

—Pero ¿por qué han robado a este hombre? —añadió el normando.

—Os lo explicaré enseguida —dijo el renegado—. Parece que hay alguien que se interesa por el señor barón.

—¿La dama del billete? —preguntó el joven.

—No lo sé. Después de haberme maniatado los dos negros me llevaron al bosquecillo de palmeras, donde había una litera, y arrojándome en ella, me llevaron.

—¿Por dónde? —preguntó el normando.

—No lo sé, porque me vendaron los ojos. Cuando me quitaron la venda, me encontré en una espléndida sala adornada con espejos de Venecia.

—¿Quién te esperaba allí?

—No vi más que a los dos negros; pero detrás de los tapices quizá estaría oculta alguna persona. Me sometieron a un largo interrogatorio.

—¿Qué deseaban saber? —preguntó el barón.

—Si erais argelino o extranjero, y dónde habitabais.

—¿Y qué les dijiste?

—Que no os había visto hasta anoche. Aunque renegado, soy incapaz de vender a un cristiano.

—¿Y luego? —preguntó el barón con ansiedad.

—Pues, convencidos de que no sabía nada más, me vendaron de nuevo y volvieron a traerme aquí.

—¿Dijisteis que yo era argelino?

—Turco.

—Miguel, ¿qué os parece todo esto?

—Que esa dama no va a dejaros en paz. ¡Tened cuidado! ¡Las mujeres moras son más peligrosas que los hombres!

—¿Podríamos intentar algo para huir de ella?

—Sería preciso que saliésemos de Argel.

¿Creéis que sea capaz de vendernos?

—Si os ama, no lo hará; pero estemos en guardia, por si acaso.

—Lo estaremos.

—Ya es media noche. Vamos a casa del mirab.

Después, volviéndose al renegado, le dijo:

—Si te preguntan de nuevo por nosotros, dices que venimos aquí porque, como gente de mar, nos gusta el vino. Si Culquelubi se emborracha todas las noches, a despecho del Corán, bien podemos nosotros echar un trago.

Al salir a la calle, el normando miró a todos lados con precaución, no observando ningún género de espionaje. Sin embargo, el marino sospechaba que la dama mora no dejaría de encargar a sus servidores que los siguiesen.

Poco después de media noche llegaban a la ermita del mirab. Éste los aguardaba bajo la encina que daba sombra a la pequeña habitación.

—Señor de Santelmo —dijo apenas hubo divisado el caballero—, no he perdido el tiempo. Sé quién es Zuleik Ben-Abend, y hasta puedo deciros dónde podéis encontrarle mañana.

—¡Ah, por fin! —Exclamó el siciliano—. ¡Esta vez no se me escapará!

—¿Queréis capturarle?

—¡Matarle!

—No olvidéis que Zuleik se encuentra en su país, y que vos sois extranjero.

—¡Repito que le mataré!

—Es un descendiente de los califas.

—¿Luego es un hombre peligrosísimo ese moro? —dijo el normando.

—Y un rival poderoso para el barón —añadió el viejo.

—¡No importa; le mataré!

—No dudo de vuestro valor —respondió el templario—; pero sería preciso que encontraseis la ocasión de hallaros a solas con Zuleik.

—¿Sabéis dónde vive?

—Sí; en un espléndido palacio, enfrente del presidio de Zidi Hassan.

—¡Por la condenación de Mahoma! —exclamó el normando—. ¿Es aquel palacio coronado por dos alminares con la cúpula dorada?

—El mismo —replicó el mirab.

—Pues habrá que trabajar si queremos sorprender dentro de él a ese moro.

—Podéis encontrarle en otra parte.

—¿Cuándo? —preguntó el barón con los ojos centelleantes.

—Acabo de saber que mañana temprano, para festejar su retorno, Zuleik da una cacería con alanos en las llanuras de Blidah.

—Miguel —dijo el barón—, ¿conocéis ese lugar?

—Sí.

—Entonces, iremos a él.

—¡Demonio! —exclamó el normando—. ¡Mucha prisa tenéis en desembarazaros de ese moro!

—Acaso podamos encontrarle solo.

—La llanura de Blidah está poblada de bosques, y es posible que durante la caza los jinetes se dividan. Pero debo advertiros que jugamos una carta peligrosa y que corremos el riesgo de morir empalados.

El mirab hizo una seña afirmativa.

—Sí —dijo después—; ese moro constituye para vos y para la condesa el mayor peligro.

—¿Habéis sabido algo de ella? —preguntó el barón.

—Sé que sigue en el presidio, porque todavía no se ha hecho la elección de esclavos por los agentes del bey y los de Culquelubi.

—¿Es decir, que corre el peligro de ir al harén de uno o de otro? —exclamó el barón con angustia infinita.

—Se habla mucho de la belleza de la condesa. En eso estriba su mayor peligro.

—¡Dios mío!

—Acaso sería mejor que fuese elegida por el bey, porque entonces no correría un peligro inmediato.

—¿Creéis que Zuleik pueda arrancarla de sus manos? —preguntó el normando.

—Es posible.

—Entonces —dijo el fregatario—, trataremos de sorprender al moro, señor barón.

—¡Tengo sed de su sangre!

—Pero prometedme que no haréis nada hasta que yo os lo indique.

—Os lo prometo.

—Zuleik os conoce, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pues es necesario que no os conozca.

—¿Cómo?

—En esta ermita tengo todo lo necesario para transformar a los fugitivos cristianos en moros, en árabes y hasta en negros. Miguel lo sabe.

—Todavía me acuerdo —dijo éste— de aquel polaco a quien hicisteis pasar por un tuareg.

—Necesitaréis caballos muy ligeros.

—De eso me encargo yo —dijo el normando.

—¿Quieres dinero?

—No lo necesito, mirab; lo tengo en abundancia.

—Entonces, vete; son ya las dos, y el alba despunta pronto en Argel.

—Antes de la salida del sol estaré de vuelta.

Mientras el valeroso marino entraba en la ciudad, el mirab abrió un nicho que encerraba mantos de lana blanca con amplias capuchas, botas marroquíes, arcabuces, cimitarras; un guardarropa, en suma.

El mirab sacó algunas de aquellas prendas, y luego dijo, mirando al barón y a Cabeza de Hierro.

—Os transformaremos en dos verdaderos beduinos.

Después abrió un frasco que estaba lleno de una especie de pomada oscura, y se la mostró al barón, diciéndole:

—Pintaos el rostro, los brazos y las manos, señores. Esta pomada os dará un color que nada tendrá que envidiar al de los hijos del desierto.

El barón y Cabeza de Hierro pusieron manos a la obra inmediatamente.

—Ahora nadie creerá que sois blancos —dijo el viejo.

—Pero los árabes no tienen los cabellos rubios —replicó Cabeza de Hierro.

—Si no los hay entre los habitantes del Sáhara, en cambio no faltan entre los del Rif. ¿Quién os impide pasar por rifeños?

—Es verdad.

—Señor barón, descansad algunas horas mientras vuelve Miguel —dijo el viejo.

Atracó la puerta, apagó la lámpara y se acostó. El barón y Cabeza de Hierro hicieron lo propio.

Tres horas después los despertaban sendos relinchos.

Como había prometido, el normando llegaba conduciendo tres caballos; tres magníficos animales de sangre árabe y perfectamente enjaezados. Todo el mundo conoce el vigor y la ligereza de estos hermosos caballos, que no tienen rival para la carrera.

—¡Hermosas bestias! —Dijo el mirab, después de mirar a los caballos—. ¡Correrán como el viento!

—Tomad este blanco —dijo el normando al barón—. Su dueño me ha dicho que es el mejor corredor de Argelia.

El mirab había vuelto a entrar en la ermita, y dijo al barón y a Cabeza de Hierro:

—Disfrazaos con estos trajes.

El caballero y el catalán se vistieron con amplios alquiceles, y después de ponerse en la cintura la cimitarra y la pistola tomaron los arcabuces y saltaron sobre la silla.

—¡Sois un árabe completo! —exclamó el normando, mirando al barón.

—Partid, o llegaréis tarde —dijo el mirab—. Proceded con prudencia, y esta noche os espero aquí. Tened cuidado, señor barón, de no exponeros demasiado y de sorprender a Zuleik solo.

—¡Tengo su vida en la punta de mi cimitarra! —respondió el joven.

—¡Vela por su vida, Miguel! —murmuró por lo bajo al viejo normando—. ¡Ese joven me da miedo!

—Sabré contenerle. No le dejaré hasta el momento oportuno.

Hicieron al mirab una señal de despedida y partieron al trote.

CAPÍTULO XV. LOS DOS RIVALES FRENTE A FRENE

Comenzaban ya a aparecer los primeros rayos del sol cuando los tres jinetes llegaron a la llanura de Blidah, que en aquel tiempo estaba poblada de bosques de encinas, de palmeras, de higueras de la India y de raros aduares dispersos y habitados por familias de pastores.

En aquellos terrenos abruptos era donde los ricos moros se entregaban a las carreras desenfrenadas de sus corceles para correr la pólvora, para adiestrarse en la guerra y en la caza con halcones, diversión reservada a los personajes de alta prosapia, a los caídes, a los capitanes de las galeras y a los príncipes por cuyas venas corría la sangre de los califas.

Como sucede hoy, la halconería ocupaba un puesto importantísimo entre los entretenimientos predilectos de los moros.

El poseer halcones o galgos para cazar era indicio de nobleza. Un individuo de las demás clases no podía emplear ni unos ni otros.

Todos los moros ricos tenían sus halconeros, que ocupaban en la caza un puesto predilecto. Pero, cosa extraña, un halcón, por diestro que fuere, no se conservaba de un año a otro. Terminadas las grandes cacerías, que se celebraban por el otoño, aquellas aves rapaces eran puestas en libertad, por más que algunas se pagaban a más alto precio que un buen caballo.

El sistema que empleaban los halconeros para cazarlas era muy curioso. Sabiendo dónde se encuentran, envolvían a un palomo en una sutilísima red de crines que no le impidiese el movimiento, y lo dejaban en libertad.

Los halcones no tardaban en caer sobre él: sus garras se prendían en las mallas de la redecilla, y de este modo eran aprisionados fácilmente.

Cuando el normando y sus compañeros llegaron a la llanura de Blidah ya había comenzado la cacería. En un vasto espacio cerrado por bosques de palmeras y de encimas, dos docenas de jinetes se habían reunido ya en torno de algunas tiendas levantadas por los esclavos durante la noche.

En medio de aquel brillante grupo de moros y de halconeros, el barón, que se había detenido en una pequeña altura sombreada por inmensas encinas, descubrió a Zuleik.

El antiguo esclavo de la condesa de Santafiora montaba un soberbio caballo negro, y tenía en la mano un enorme halcón, con la cabeza dentro de una caperuza. Cabalgaba delante de todos.

Al ver a su rival, una oleada de sangre coloreó las mejillas del joven, y sus manos, instintivamente, empuñaron el arcabuz.

El normando se acercó al barón con presteza.

—¿Qué hacéis? ¿No veis que son más de veinte? No es éste el momento de obrar.

—¡Sí, tenéis razón! —Respondió el joven—. ¡Iba a cometer una imprudencia!

—Tened calma; la ocasión no habrá de faltar. Cuando los batidores hayan descubierto alguna gacela o alguna liebre, los jinetes se verán obligados a dispersarse.

—Decís bien.

—Me parece que por ahora tratan de lanzar los halcones sobre las perdices. Detengámonos aquí y esperemos.

Bajaron de los caballos, que ataron al tronco de una encima, y se tendieron sobre la hierba. Desde aquella colina podían seguir sin fatiga todos los movimientos de Zuleik.

El moro guiaba a sus compañeros hacia una pequeña laguna que se extendía casi bajo la base de la colina, donde revoloteaban algunas becadas.

—Quieren probar la destreza de los halcones —dijo el normando, que ya había asistido a aquel género de cacerías—. Luego empezará la caza de las gacelas, y entonces llegará el momento oportuno para nosotros. Señor barón, no perdáis nunca de vista a Zuleik.

—No apartaré los ojos de él.

—¡En mal negocio estamos metidos! —Dijo Cabeza de Hierro—. ¡En este maldito país no hay posibilidad de gozar un momento tranquilo!

La cabalgata, siempre precedida por Zuleik, se había detenido en las márgenes de la pequeña laguna, disponiéndose en doble línea, con los halconeros al extremo.

El moro, después de haber observado la presencia de las aves en la laguna, quitó la caperuza al halcón que tenía en la mano. El animal, cegado por la luz, permaneció un momento quieto, batiendo las alas; pero a un silbido de su halconero, que se había colocado cerca de Zuleik, desplegó el vuelo, levantándose casi verticalmente sobre el grupo de los jinetes a cincuenta metros de altura.

Una becada, descubriéndole y presintiendo el peligro que le amenazaba, levantó el vuelo, tratando de salvarse en la orilla opuesta, donde se descubrían muchas encinas.

El halcón se lanzó a plomo sobre ella, persiguiéndola y acosándola sin descanso. Al verse en peligro, la presa trató de defenderse valientemente con su agudo pico.

Los caballeros excitaban al rapaz, que revoloteaba sin descanso para evitar los picotazos de su enemigo. En aquel momento, Zuleik lanzó un segundo halcón, el cual acudió en ayuda de su compañero, terminando aquella empeñada lucha con un terrible picotazo que destrozó el cráneo del pobre animal perseguido.

Apenas había terminado la lucha, cuando en el vecino bosque se oyeron grandes gritos:

—¡La gacela! ¡Pronto, los galgos!

Al oír estas voces, los jinetes desaparecieron con la velocidad de la flecha detrás del gracioso y tímido animal, que también corría como el rayo.

El normando se levantó en aquel instante.

—Señor barón —dijo—, dentro de poco todos esos jinetes se dispersarán en distintas direcciones, y no sería difícil encontrar al moro solo en medio del bosque. ¡Allá va; mirad! ¡Galopa ya con su halconero hacia aquellas palmeras detrás de una gacela, mientras los demás persiguen a otra!

—¡Sí! ya lo veo —dijo el barón.

—¡Venid; conozco estos lugares!

Saltaron sobre la silla y bajaron la colina por el lado opuesto.

Los gritos de los moros se perdían en lontananza; pero el normando había observado con atención el camino tomado por Zuleik, siguiendo el bosque hasta alcanzar una nueva colina más alta que la primera para poder observar todas las peripecias de la cacería.

Zuleik, siempre seguido por su halconero, galopaba a cuatrocientos pasos de la colina, tratando de cansar a la gacela fugitiva. Los otros jinetes corrían en diversas direcciones, y algunos de ellos habían desaparecido detrás de las matas.

—¡Le encontraremos solo! —dijo el normando—. ¡Esto sí que se llama tener fortuna!

—¡Para mí, Zuleik, y para vos el halconero! —Dijo el barón—. A Cabeza de Hierro le tendremos de reserva.

—Vigilaré a los otros —replicó el catalán—. Podemos ser sorprendidos por la espalda. ¿Qué señal debo hacer en ese caso?

—Descargar el arcabuz —respondió el normando—. ¡En marcha, señor barón!

—Volvieron a bajar la colina y se ocultaron entre las palmeras, desde donde oyeron el galopar de los caballos de Zuleik y del halconero.

—¡Preparaos, señor!

El joven tenía ya la cimitarra desnuda en la mano, y un relámpago de ira iluminada sus ojos.

—¿Queréis matarle?

—¡Sí!

—Mejor sería hacerle prisionero. Cuando estuviese en nuestras manos podríamos exigir por su rescate la libertad de la condesa.

—¿Lo creéis así?

—Tratad de desarmarle mientras yo me desembarazo del halconero.

—¡Preferiría matarle!

—Cuando la condesa esté libre. ¡Aquí llega la gacela!

El gracioso animal se lanzaba jadeante en la llanura, con los ojos desmesuradamente abiertos y la piel inundada de sudor. Al notar la presencia de aquellos dos jinetes, se detuvo. Aquel movimiento fue aprovechando por sus perseguidores para destrozarla.

En aquel mismo instante aparecieron Zuleik y su halconero con los caballos blancos de espuma.

Al descubrir al normando y a su compañero firmes delante de él y con la cimitarra en la mano, el moro detuvo su caballo.

—¿Quién sois y qué queréis? —preguntó, arrugando el entrecejo y poniendo la mano en el yatagán que llevaba a la cintura.

El barón se levantó la capucha y dijo:

—¿Me conoces, Zuleik Ben-Abend? ¿Qué es lo que quiero? ¡Tu vida o tu libertad!

El moro permaneció delante de él, mudo de asombro; a pesar del bruñido oscuro de la piel, había reconocido al barón.

—¡Vos! ¡Vos aquí! —exclamó, desnudando rápidamente el yatagán.

—¿No me esperabais?

Si el barón era valeroso, también por las venas del moro corría sangre guerrera.

—¡Ah! ¿Queréis mi vida? —dijo—. ¡A mí, halconero! ¡Acabemos pronto con estos cristianos!

Su compañero era un hombre robusto, digno de medir sus fuerzas con el normando.

Al oír aquella voz se lanzó sobre el barón; pero el normando se apresuró a colocarse enfrente, gritando:

—¡Es conmigo con quien tienes que habértelas!

—¡Huye, Malek! —Gritó Zuleik—, ¡y corre a avisar a los nuestros!

Pero era tarde para cumplir aquella orden. El normando se había lanzado sobre él, obligándole a aceptar el combate.

En tanto, Zuleik y el barón se habían acometido con rabia. Ambos eran diestros en el ejercicio de las armas, y descargaban uno sobre otro, golpes tremendos, haciendo que los caballos se encabritasen para esquivar los tajos.

El moro, más astuto y contando con la segura llegada de sus compañeros cuando notasen su ausencia, trataba de prolongar la lucha el mayor tiempo posible, y esquivaba con habilidad las acometidas de su adversario, obligando a su caballo a huir.

El barón, que no pensaba en los moros, le seguía incautamente, gritando:

—¿Tienes miedo, traidor?

Y redoblaba los ataques y los golpes, alejándose cada vez más del normando, el cual luchaba reciamente con el halconero, que se defendía con valentía.

Mientras tanto, Zuleik no cesaba de retroceder; y para ocultar mejor su intento, cargaba de vez en cuando, aunque retrocediendo enseguida.

—¡Aguarda! —Gritaba el barón, exasperado por aquella maniobra—. ¡Si es cierto que corre por tus venas sangre de los califas, atácame, cobarde! ¡Eres un vil y no un guerrero!

—¡Todavía no me has tocado!

—¡Porque huyes!

—¡En el momento oportuno te mataré!

—¡Eres un cobarde, digno de llevar en las manos una tiorba en vez de un yatagán!

Al oír aquel insulto espantoso, el moro lanzó un rugido de fiera, hizo avanzar a su caballo, y descargó sobre el caballero un tajo terrible.

Pero el barón lo paró con rapidez y contestó con una estocada que tiñó ligeramente de sangre la cota de malla de Zuleik.

—¡Tocado! —gritó.

En aquel instante llegaba el moro, retrocediendo siempre, a los límites del bosque, y con una rápida mirada pudo descubrir a un caballero que avanzaba a orillas de la laguna.

Entonces lanzó un grito terrible:

—¡Amigos, a mí!

En el mismo instante, el halconero caía al suelo con el cráneo destrozado por un terrible tajo de cimitarra, mientras en la cumbre de la colina resonaba el estrépito de un arcabuzazo disparado por Cabeza de Hierro.

El normando, que al desembarazarse de su enemigo había perdido de vista al barón, espoleó a su caballo para correr en su ayuda; pero apenas hubo recorrido cincuenta pasos, oyó en torno suyo gritos furiosos.

—¡Barón —gritó—, huid!

Ocho jinetes, entre moros y halconeros, habían aparecido de repente, cortándole el paso.

Aprovechándose de su sorpresa, recogió las bridas, plantó las espuelas en el vientre del caballo y partió al galope, pasando como un huracán por entre los jinetes. Así se lanzó en el bosque, gritando desesperadamente:

—¡Barón, barón!

Pero el joven tenía que habérselas en un momento con cuatro o cinco halconeros que habían acudido a las voces de Zuleik.

Con ímpetu irresistible cayó el normando sobre el grupo y acuchilló a diestro y siniestro; después, cogiendo por las bridas al caballo del barón, le gritó:

—¡Huid, señor! ¡Nos cargan también por la espalda!

Zuleik había reunido a los halconeros, gritándoles a su vez:

—¡A ellos! ¡Cien cequíes al que prenda al joven!

El normando y el barón estaban ya distantes, y galopaban en la llanura, dirigiéndose a la Blidah.

A espaldas suyas galopaban furiosamente moros y halconeros, sin dejar de gritar:

—¡A ellos! ¡Fuera los cristianos!

—¡Tratad de mantener los bríos de vuestro caballo! —dijo el normando—. ¡Detrás de nosotros viene una jauría de perros hidrófobos!

—¿Y Cabeza de Hierro?

—¡Qué el diablo cargue con él! ¡Nos dio la señal cuando ya estábamos cercados!

—¡Y Zuleik se me ha escapado!

—Os ha engañado con una habilidad satánica.

—¡Es cierto! —Replicó el capitán de la Sirena—. ¡Es la tercera vez que se libra de mi espada!

—Por fortuna, nuestros caballos todavía están en disposición de correr.

—¡Ah; si pudiera atravesarle el corazón! ¡Es necesario que muera!

—Especialmente ahora, que sabe que estáis en Argel, no dejará de echarnos encima a todos los esbirros de Culquelubi. Pero si conseguimos huir de nuestros perseguidores, tomaremos el desquite. ¡Cómo galopan esos condenados! ¡Tratan de cazarnos antes de entrar en la ciudad! ¡Hay que huir por el campo hasta que llegue la noche!

—¿Resistirán nuestros caballos?

—No son inferiores a los suyos, y los imitaremos en astucia. Conozco el país, y los haremos trotar. Procuraremos por el momento adelantar camino.

CAPÍTULO XVI. LA CASA DEL BARÓN

Capitaneados por Zuleik, los moros se habían puesto a la caza y trataban de obligar a los fugitivos a refugiarse en la ciudad para cogerlos entre dos fuegos.

Jinetes admirables todos ellos, devoraban el espacio con fantástica rapidez, excitando a los caballos sin cesar con la voz y con las espuelas y sin detenerse un solo instante delante de los obstáculos que presentaba el camino.

El espectáculo que ofrecía aquel grupo de caballeros con sus flotantes vestiduras centelleantes de oro y plata era verdaderamente espléndido.

Maniobraban con habilidad maravillosa, salvando con inaudita rapidez las riberas, las peñas y las malezas y hasta los troncos de árboles, sin vacilar, sin detenerse, como si sus caballos tuviesen alas.

Pero el normando, que los conocía, imitaba su astucia y su destreza. Seguro de contar con caballos no inferiores a los de sus enemigos, no economizaba espolazos ni voces, procurando especialmente conservar la distancia.

Después de haberse dirigido hacia Argel se había arrojado repentinamente en medio de un bosque de encinas, descendiendo por de pronto en dirección del Este para volver al Sur, donde ya no corría el peligro de ser cogido entre dos fuegos.

Aquella maniobra, realizada a la sombra de los árboles, tuvo éxito feliz.

Los perseguidores, creyendo que habían continuado su fuga en línea recta, proseguían la carrera en esta dirección, y no advirtieron el engaño hasta salir al llano. Pero no por eso se desanimaron; confiando en la resistencia de sus cabalgaduras, retornaron juntamente hacia el Sur, rodeando al bosque, y así pudieron descubrir al barón y al normando, que galopaban con el propósito de ganar las colinas que se extendían detrás de Medeah, apoyándose en el Keliff, el río más importante de Argelia.

—¡Nos han visto! —rugió el normando—. ¿Será difícil que nos libremos de esos perros?

—¿Y adónde me conducís? —preguntó el barón.

—Trato de llegar a las montañas. Hay que evitar los poblados.

—Veo unos alminares hacia la izquierda.

—Son los de la mezquita de Medeah. ¡Hay que huir de ese punto!

—¿Y hasta cuándo continuaremos esta carrera endiablada?

—Todo el tiempo que puedan resistirla nuestros caballos.

—¿Resistirán más que los suyos? —Por ahora no dan señales de fatiga.

—¿Y no volveremos a Argel?

—Trataremos de hacerlo por la noche.

—¿Y el pobre Cabeza de Hierro?

—Ya sabrá ponerse a salvo.

—Estoy seguro de que en ese caso galopa hacia Argel para prevenir al mirab.

—Nada puede hacer ahora por nosotros.

—¡Quién sabe!

—¡Demonio! ¡Espolead, señor barón; los moros nos ganan terreno!

En efecto; los moros, furiosos por el engaño, habían lanzado sus caballos al galope para evitar que el normando pudiera lograr su intento de internarse en las montañas.

La región que en aquel momento atravesaban los fugitivos era áspera y salvaje. En lontananza sólo se veían de vez en cuando varios grupos de tiendas que constituyen los aduares de aquel país, habitados por pastores o cabileños nómadas.

En cambio, abundaban por todas partes matas de áloes, de higueras chumbas, de palmeras y de acacias, diseminadas acá y allá en un terreno casi estéril quemado por los rayos del sol.

El normando y el barón continuaban su carrera loca hacia las colinas, cuyos llanos estaban cubiertos de bosquecitos de encinas, y donde confiaban borrar sus huellas.

Pero los pobres caballos comenzaban a dar evidentes muestras de su fatiga; poco a poco perdían su impetuosidad, y andaban jadeantes, estremeciéndose continuamente con un temblor incesante.

El rostro del marino empezaba a oscurecerse.

—Señor de Santelmo —dijo—, esta carrera ya no puede durar mucho.

Y al decir esto se volvió sobre la silla para mirar a sus enemigos, que formaban una larga línea en el horizonte, porque la mayor parte de ellos quedaban rezagados. Solamente cinco o seis, capitaneados por Zuleik, se mantenían agrupados, precediendo a los demás.

—Nos veremos obligados a hacerles frente —dijo el normando.

—¡Mejor!

—Por ahora tratemos de llegar a la cumbre de aquella colina; luego veremos lo que habrá de hacerse.

La subida fue penosa. Sin embargo, no interrumpieron su carrera.

Hacia el mediodía, y con esfuerzo desesperado, alcanzaron la altura, deteniéndose de común acuerdo. Los caballos estaban cubiertos de espuma e inundados de sudor.

—Es necesario un breve reposo —dijo el normando—. Señor barón, tratemos de detener por unos momentos a esos condenados moros.

—Zuleik y sus compañeros estaban cerca; pero se veía que sus caballos tampoco podían andar más.

El normando tomó del arzón su arcabuz, imitándole el barón.

—¡Apuntad a los caballos! —le dijo.

—Los seis moros se presentaban de frente y ofrecían un buen blanco.

Al ver que los apuntaban, encabritaron a los caballos.

La doble descarga fue seguida de un rugido de furor.

Dos caballos habían caído muertos, arrastrando en pos de sí a los jinetes que los montaban.

Los otros no se detuvieron; continuaron avanzando.

—¡Pronto, señor! —gritó el normando, saltando sobre los estribos—. ¡No hay tiempo para volver a cargar!

Y salieron a escape por la vertiente opuesta.

A la mitad de ella oyeron un vocerío ensordecedor. Eran los moros, los cuales, con un esfuerzo supremo, habían llegado a la cima, descendiendo como una bandada de cuervos.

El normando se puso pálido.

—¡Nuestros caballos no pueden más! —dijo el barón.

—¡Pues es forzoso que bajen!

—Se nos echarán encima.

—¡Espolead!

—¡Eso hago!

—¡Por Cristo!

—¡Eh!

—¡Por las barbas de Mahoma!

—¿Qué pasa?

—¡Nos cercan!

—¿Quién?

Un inmenso griterío resonó hacia otra parte de la colina; un griterío feroz, como de gentes salvajes.

Un grupo de jinetes con amplias capas blancas y turbantes apareció repentinamente por una garganta de la cumbre.

Todos iban armados con lanzas y yataganes.

—¡Los cabileños! —exclamó el normando.

—¿Otros enemigos?

—¡Y feroces! ¡Hay precisión de que nos separemos! Mientras yo trataré de hacerme seguir por las cabilas hacia el Este, vos intentaréis volveros hacia el Sur. Si no muero, nos veremos en Argel. ¡Adiós!

Y el bravo normando, sin aguardar respuesta, se lanzó paralelamente a la colina, tratando de llegar al bosque.

Las cabilas, prevenidas por sus gritos, se lanzaron en pos de él con rugidos espantosos.

El barón permaneció solo, ocultándose en la estrechura, mientras los moros lanzaban gritos de triunfo.

El joven atravesó toda la garganta y desembocó en una llanura.

A espolazos hizo saltar a su caballo tres o cuatro hondonadas, tratando de ocultarse entre la maleza; pero de pronto el pobre animal se detuvo y se dejó caer, lanzando un relincho de agonía.

El barón se puso en pie, teniendo la cimitarra en la mano derecha y una pistola en la izquierda.

—¡Adiós para siempre, Ida! —murmuró.

Dos moros se disponían a embestirle con el yatagán alzado.

El barón, rápido como el relámpago, evitó el golpe y disparó la pistola sobre uno de sus enemigos, precipitándolo de la silla del caballo.

El otro se arrojó sobre el joven, gritando:

—¡Ríndete, o te mato!

—¡Toma, perro infiel! —respondió el barón.

Pero el argelino evitó el golpe, y ágil como una pantera saltó sobre él, estrechándole en sus brazos. Ambos lucharon cuerpo a cuerpo unos momentos, y al fin cayeron en tierra.

En aquel momento llegaban Zuleik y sus compañeros.

Uno de ellos saltó a tierra y levantó el yatagán sobre la cabeza del barón. Un grito de Zuleik le contuvo.

—¡Qué nadie le toque! ¡Ese cristiano me pertenece!

Por fin pudieron sujetar al barón.

El desgraciado había lanzado un rugido de furor, gritando:

—¡Malditos infieles!

Después, volviéndose a Zuleik, le dijo:

—¡Toma mi vida, esclavo!

—Un descendiente de los califas mata en el combate, pero nada más.

—¿Generoso tú? —exclamó el barón con ironía.

—¿Por qué respetas a ese perro? —preguntó uno de los moros, dirigiéndose a Zuleik.

—Este hombre me pertenece y nadie tiene derecho sobre él. Luego, volviéndose hacia el caballero, le dijo:

—Señor de Santelmo, me daréis vuestra palabra de honor de no intentar huir, por lo menos hasta que lleguemos a Argel.

—Me haréis empalar; ¿no es eso?

—No he dicho semejante cosa.

—Tenéis mi palabra.

—Montad y seguidme.

Le dieron el caballo que había permanecido al moro muerto. Subían en silencio la colina. Ya no se veía a los cabileños ni al normando, ni se oía tampoco el griterío de aquellas gentes.

—¿Quién estaba con vos? —preguntó Zuleik.

—No puedo decíroslo.

—¿Un cristiano?

—¿Qué os importa?

—Podría tratar de salvarle.

—¿Para perderle más tarde?

—Como gustéis.

Bajaron la vertiente, y después de dar Zuleik algunas órdenes a sus gentes prosiguieron la marcha.

El prisionero se mantenía silencioso y miraba a todas partes para ver si descubría a Cabeza de Hierro; pero aún estaba mucho más inquieto por el normando, que para salvarle de las garras de sus perseguidores no había vacilado en atraer sobre sí a todos los cabileños.

Absorto en sus pensamientos, ni siquiera advirtió que se acercaban en dirección a Argel, cuyos alminares aparecían ya muy distintamente.

—¿Adónde me conducís? —Preguntó a Zuleik—. ¿Al palacio de Culquelubi quizá?

El moro hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Al presidio?

—A mi casa.

—¿Para hacerme empalar por vuestros esclavos?

—No soy verdugo.

—En suma, ¿qué pretendéis de mí?

—Os lo diré más tarde.

Continuaron su camino y descendieron hacia la parte central de la ciudad.

De pronto el barón se estremeció y apenas pudo contener un grito. Dos negros de estatura colosal acababan de incorporarse al grupo.

Eran los mismos que le habían prestado ayuda en su lucha con los beduinos.

—¿Velarán por mí? —se decía.

En aquel momento, Zuleik, después de atravesar una plaza espaciosa, se detenía delante de un palacio monumental del más puro estilo morisco, ante cuya puerta estaban de centinela cuatro negros armados de alabardas.

CAPÍTULO XVII. LOS MISTERIOS DEL PALACIO DE BEN-ABEND

La amplitud y la riqueza de aquel palacio daban una idea exacta del poder y del puesto elevadísimo que ocupaba el antiguo esclavo de la condesa de Santafiora.

Como todas las moradas moriscas, era de forma cuadrada, sin ventanas externas, y estaba circundado por espléndidas galerías de piedra blanca con columnatas ligeras y arcadas dentadas; tenía terrazas sombreadas por palmeras, y en los cuatro ángulos, alminares de cúpulas doradas.

Una amplia puerta morisca conducía al patio interior, todo pavimentado de mosaico verde y cubierto de ricos tapices de Rabat resplandecientes de oro y plata. En el centro, una hermosa fuente de tres surtidores mantenía una deliciosa frescura.

Negros vestidos con ricos trajes, esclavos blancos y guardias armados con yatagán paseaban bajo los pórticos, mientras en las terrazas resonaban tamboriles y tiorbas y rumores de voces argentinas.

Zuleik entregó su caballo a un escudero y después dijo al barón, que miraba, atónito, tantas maravillas:

—Bajad, caballero; estáis en mi casa.

El prisionero obedeció sin decir una palabra.

Zuleik despidió con un gesto a los servidores que habían formado su escolta, y entró en una sala baja que recibía la luz por algunas claraboyas resguardadas por cortinas de seda para atenuar los rayos del sol.

Alrededor de ella se veían ligeros muebles de ébano cubiertos de telas espléndidas. Grandes espejos de Venecia adornaban las paredes, alternando con hermosos tapices de Persia, de Marruecos y de Esmirna.

Después de haber cerrado la puerta, Zuleik se había detenido delante del barón, y le dijo a quemarropa:

—En vuestras manos está vuestra suerte; es decir, la vida o la muerte. Ahora elegid.

—Espero que os expliquéis —replicó el capitán, un poco sorprendido por aquel exordio.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí, en la roca del Islam?

—Vos lo sabéis sin necesidad de que yo os lo diga.

—¿Buscar a la mujer a quien amo?

—Vengo a buscar a mi prometida, a la dama que habéis robado después de cometer una infame traición —respondió el caballero.

—¿Con que tanto la amáis?

—¡Más que vos!

—¡No! —Dijo el moro con vehemencia salvaje—. ¡Ningún ser humano puede haber amado a esa mujer como yo la amo! Si las miradas de esa muchacha no me hubiesen fascinado, ¿creéis que habría permanecido tres largos años en la esclavitud, tocando la tiorba como un miserable juglar?

El barón permaneció silencioso.

—Diez veces las naves enviadas por mi padre, que anhelaba verme y que ha muerto de dolor por mi ausencia, se habrían apoderado secretamente del castillo para conducirme a mi palacio, y diez veces yo, Zuleik, ha renunciado a la libertad para permanecer esclavo cerca de esa mujer, que para mí lo representaba todo: patria, libertad, honores y vida.

El barón seguía silencioso.

—Otro hubiera huido; otro hubiese despedazado sin vacilar sus cadenas; yo permanecí esclavo, por el temor de no ver más a aquella muchacha, sin la cual la vida me parecía abominable.

—¡Y a esa mujer la habéis robado! —dijo, por fin, el caballero con voz ronca.

—Los cristianos me habían robado a mí —replicó Zuleik—. Por otra parte, vos hubierais hecho lo mismo al saber que la mujer amada iba a ser esposa de otro.

—¿Os dijeron que yo volvía al castillo?

—Me lo dijeron, y por eso precipité los acontecimientos. Todo estaba dispuesto por nuestra parte para sacarme de la esclavitud; ya hacía más de un mes que las galeras navegaban por alta mar en espera de mis órdenes y que yo cambiase señales con la falúa.

—¿Quién os había advertido que mi barco se encontraba en las costas de Cerdeña?

—Un pescador.

—¿Y llegasteis a creer que la condesa consentiría en ser vuestra esposa?

—La habría obligado a serlo.

—¿La mujer de un infiel?

—¿Y si yo hubiese renegado de la religión de mis padres? Por ella me sentía capaz de todo.

El barón le miró con espanto.

—¿Vos, un descendiente de los califas? —exclamó.

—¡Lo haría sin vacilar!

—Por fortuna, esa mujer no será nunca vuestra.

Un relámpago de ira brilló en los ojos del moro.

—¿Quién se atreverá a disputármela?

—¡Yo!

—¡Me parece que olvidáis que estamos en Argel! —Replicó Zuleik con ironía—. Y hasta parece que habéis olvidado también que sois un cristiano, y que ahora mismo podría arrojaros en manos de un verdugo, que no respetaría vuestra vida. ¿Dónde estaría entonces mi rival?

El barón experimentó un estremecimiento.

—¿Seríais capaz de hacer eso? —murmuró.

—Y más todavía —añadió Zuleik—. Cuando se encuentra un obstáculo que se opone a la felicidad, se le suprime.

—¿Qué queréis hacer de mí, puesto que ahora constituyo yo ese obstáculo?

—De vos depende salvar la vida o perderla.

—No os comprendo —dijo el barón.

—En vuestro país las mujeres no faltan. Sois joven y poderoso, y el porvenir es vuestro. ¿Por qué morir cuando la vida es hermosa? Si queréis, esta noche una falúa os llevará a Italia.

—¡Partir! —Exclamó el barón—. ¡Renunciar a Ida!

—¿Preferís morir? Pues una sola palabra dicha a Culquelubi basta para eso. Elegid, pues, señor de Santelmo.

Al pronunciar estas palabras, el rostro del moro había cambiado. En sus negros ojos brillaba un relámpago siniestro.

En la sala reinó por algunos instantes un profundo silencio, interrumpido solamente por el rumor del hilo de agua al quebrarse en su recipiente de alabastro.

El barón miraba a Zuleik con abatimiento, con los ojos dilatados, sin respirar.

—¡Partir! —repitió—. ¡Partir sin ella! ¡No; eso nunca! ¡Prefiero la muerte!

El moro no contestó; pero poco a poco el relámpago de ira que iluminaba sus ojos y la salvaje expresión de su rostro se desvanecían.

—¿No queréis partir? Pensad que es la vida lo que os ofrezco.

—¿Qué sería la vida para mí sin la mujer a quien amo?

Zuleik hizo un gesto de impaciencia.

—Por salvarla de la esclavitud que la amenazaba no he vacilado en abandonar mi galera para venir aquí, a país enemigo, pronto a desafiar la muerte y los más atroces tormentos. El sacrificio de mi vida estaba hecho. ¿La queréis? Pues bien; tomadla. Pero partir sin ella, ¡eso jamás! Cuando sepa que me habéis matado, os odiará más. ¡Esa será mi venganza!

—¿De modo que preferís morir?

—Asesinadme, si así os place; un Santelmo mira a la muerte sin palidecer.

—Os concedo un plazo de tres días para decidir. Quería salvaros, y vos os oponéis a ello. ¡Qué se cumpla vuestro destino!

—¡A ese precio, la vida me sería insoportable! —replicó el barón.

Zuleik abrió la puerta y llamó.

Aparecieron dos hombres de aspecto feroz, armados con cimitarras.

—Conduciréis a este hombre a la sala de la fuente azul. Dentro de tres días volveremos a vernos. La noche es buena consejera. Durante este tiempo mi falúa estará dispuesta para conduciros a Italia.

—Gracias —respondió el caballero—; pero el plazo es inútil. Mas, aunque yo muera, otros libertarán a la condesa de Santafiora.

—¿En quién confiáis? —preguntó Zuleik, haciendo señas a los dos guardias para que salieran.

—En amigos fieles que lo intentarán todo para libertad de la esclavitud a la condesa.

—¿Renegados o fregatarios?

—Lo sabréis cuando los tengáis frente a frente —respondió el barón.

Una viva curiosidad se pintaba en el rostro del moro.

—¿Acaso contáis con el hombre que os acompañaba?

—Y con otros más poderosos.

—¡Conoceré los nombres de vuestros cómplices!

—¿De qué modo?

—¡Los arrancaré de vuestros labios!

—¡Lo veremos!

—¡Dentro de tres días!

Los dos guardianes, que habían vuelto a entrar, cogieron por los brazos al caballero, que se dejó llevar sin oponer resistencia.

Al salir lanzó una mirada en torno suyo. Apoyados en la balaustrada de la fuente había visto dos negros que hablaban en voz baja.

Eran los mismos que le habían seguido con tanta obstinación después de su encuentro con la dama misteriosa. ¿Cómo se encontraban allí? El hecho le pareció muy extraño, y no acertaba a explicarse su presencia en aquel sitio. Al verle pasar le dirigieron una sonrisa.

Sus guardianes le hicieron subir por una escalera de mármol que conducía a los pisos superiores; después le llevaron a través de varios corredores iluminados por estrechas ventanas moriscas, hasta que le hicieron entrar en una vasta sala que recibía la luz por una sola claraboya situada en medio del techo.

También aquella sala era riquísima y elegante. En el centro, una pequeña fuente murmuraba, lanzando un surtidor, en un recipiente de porcelana azul.

Apenas introducido en la estancia, los dos guardias se habían retirado, dejándole solo.

El barón se dejó caer en un diván, con visibles muestras de cansancio.

Entonces, que no tenía delante a Zuleik, todas sus energías parecían haberle abandonado.

Mucho rato permaneció inmóvil, sumergido en sus dolorosos pensamientos, y acabó por recostarse en el diván.

La noche ya había caído, cuando una voz dulce, casi trémula, resonó en la sala y le sacó bruscamente de sus tristes meditaciones:

—¡Pobre joven!

Estas palabras, pronunciadas en lengua italiana y que parecían salir de labios de una mujer, habían llegado perceptiblemente a sus oídos.

Se había incorporado, mirando en torno suyo con el mayor estupor. ¿Quién había pronunciado aquella frase? Estaba seguro de no haberse engañado, porque ni siquiera había cerrado los ojos.

Un rayo de luna que entraba por la abertura de la bóveda iluminaba un ángulo de la estancia; pero todo lo demás estaba sumergido en la mayor oscuridad, que no le permitía distinguir las paredes de aquella suntuosa prisión.

Estuvo durante algunos momentos escuchando, y, por último, se convenció de que había sido víctima de alguna alucinación de los sentidos.

—¡Sí; me habré engañado! —dijo—. Y además, ¿quién podría compadecer a un cristiano?

Pero apenas había murmurado estas palabras, cuando un perfume delicioso, como de ámbar, se esparció por la sala.

El barón se puso en pie, presa de una viva emoción, porque aquel perfume le recordaba el billete llevado por los negros después de la muerte del beduino.

—¿Dónde estoy? —se preguntó—. ¿Será ésta la morada de aquella dama misteriosa que me hacía seguir por dos negros? ¡Pero no; estoy loco! ¡Este es el palacio de Zuleik!

Se había acercado a la fuente, que continuaba susurrando. A pesar suyo se sentía invadir por un supersticioso terror. Hasta le pasó por la cabeza la idea de que Zuleik había elegido aquel perfume para asfixiarle.

—¡Todo es posible con tales enemigos! —dijo.

Y no le faltaba razón para expresarse así, porque el perfume aumentaba, y se sentía dominado poco a poco por una somnolencia irresistible. Ya no era el ámbar sólo; alguna otra esencia debía de haberse unido a él, más penetrante, más intensa.

El barón sentía la cabeza más pesada a cada instante. No pudiendo mantenerse en pie, se acostó en el diván, que todavía vislumbraba en la penumbra.

—¡Me matarán! —pensó, estremeciéndose de angustia.

En vano trató de luchar contra aquel aniquilamiento de su ser. Le acometió un sopor irresistible, y, no obstante, sus ojos permanecían abiertos, fijos sobre el haz de luz de la luna, que descendía de la bóveda, haciendo centellear el mosaico del pavimento.

De pronto, en medio de aquel rayo azulado, vio aparecer una forma humana. Trató de levantarse, pero le fue imposible. Y, sin embargo, aún estaba despierto, porque veía y oía.

Aquella forma humana permaneció inmóvil durante un momento, irradiando en torno suyo un centelleo vivísimo, como si el blanco velo que la envolvía estuviese sembrado de perlas y de diamantes. Luego, aquella sombra se acercó al diván, se inclinó sobre el barón y murmuró a su oído:

—¡Pobre joven!

El barón trató de alzar los brazos para coger a aquella misteriosa criatura; pero sus fuerzas le abandonaron por completo, y sus párpados se cerraron pesadamente, como si fueran de plomo.

Dormía, mientras sólo el dulce murmullo del agua interrumpía el silencio que reinaba en la sala.

CAPÍTULO XVIII. UNA LUCHA DE TITANES

Un altercado que parecía haber surgido en la habitación próxima a la que le servía de prisión le despertó al día siguiente.

Se oían voces roncas de negros y berberiscos, entre frases pronunciadas por otra voz en italiano y en español, y gritos agudos mezcla dos con amenazas que parecían no tener fin.

—¡Adelante, perro cristiano!

—¡El perro lo serás tú, cara de mono!

—¡Sal de aquí, o te molemos a palos!

—¡Sois unos canallas, y yo soy un caballero! ¡Si tuviese aquí mi maza!

—¡Ea, largo!

—¡Quiero ver a mi amo!

—¡Ah! ¿Luego confiesas que eres cristiano?

—¡De ningún modo! ¡Soy partidario de Mahoma!

—¡Si no sabes una palabra de árabe!

El barón, aunque aturdido todavía por el efecto del perfume, se había acercado a la puerta, porque acababa de conocer aquella voz.

—¡Cabeza de Hierro! —dijo, palideciendo—. ¡Ese estúpido se ha dejado prender!

La puerta se abrió en aquel momento, y el infortunado catalán, de un empellón, había ido rodando como una bola.

—¡Granujas! —exclamó, furibundo, el pobre hombre.

—¡Cabeza de Hierro! —dijo el barón, poniéndose delante de él.

—¡Por San Jaime bendito! ¡Mi amo! —Exclamó el catalán, levantándose del suelo con una rapidez inverosímil en aquel volumen—. ¡Vos, señor barón!

—¿Invocando a los santos pretender pasar por un buen musulmán? —replicó el barón, que no pudo contener una sonrisa.

—¿Vos? ¿Sois vos? ¡Decidme que no sueño!

—¡Pues sería preferible que soñases! ¡Estamos en las manos de Zuleik!

—Ya lo sé. Él fue quien me reconoció. ¡Maldito moro!

—¿Y cómo te dejaste prender? ¡Te creía ya en salvo!

—¡Ay, señor barón: no tenemos suerte en esta condenada tierra! ¡Si tuviera mi maza!

—¿Y qué hiciste del arcabuz?

—¿Creéis que no me he defendido? No sé el número de halconeros que ya había derribado…

—¿Son los halconeros los que te han preso?

—Sí, señor barón. Al veros descubierto permanecí escondido en la cumbre de la colina, pensando que os sería más útil libre que prisionero.

—La prudencia nunca es demasiada —dijo irónicamente el barón.

—Os había visto retornar entre Zuleik y los moros; pero no me atreví a presentarme. Por otra parte, nada habría podido hacer solo.

—Lo creo.

—Hacia la noche, creyendo que todos se habían alejado, dejé el escondite para volver a Argel y advertir la desgracia a los marineros de la falúa, cuando cayeron inopinadamente sobre mí los halconeros de Zuleik, que también volvían hacia la ciudad, llevando un muerto.

—¡Y te prendieron!

—No sin una empeñada lucha. Me defendí como un león; todavía más: como un tigre.

—¡Deja las fieras a un lado!

—¿No creéis lo que digo? ¡Un Barbosa!…

—Acaba.

—Me descargaron sobre el cráneo un culatazo terrible. Si mi cabeza no fuese de hierro, a estas horas no viviría. En vano grité, que era un buen musulmán, un adorador de Mahoma; aquellos miserables no quisieron darme crédito, y me condujeron a este palacio, donde me presentaron a Zuleik.

—¿Te reconoció?

—En seguida, aunque quise dar a mi rostro una expresión feroz.

—¿Y del normando, has sabido algo?

—¿No está aquí? —exclamó Cabeza de Hierro.

—No; se escapó corriendo, llevando detrás un pelotón de cabileños.

—Entonces le habrán matado.

Eso es lo que ignoro.

—¿Y qué van a hacer de nosotros?

—No hay que desesperar; aquí hay alguien que nos protege.

—¿Quién es?

—No sé quién es; pero sospecho que pueda ser la dueña de aquellos dos negros. ¡Juraría haberla visto anoche!

—¿Dónde?

—¡Aquí!

—¡Oh!

—Estaba a punto de dormirme, aturdido por no sé qué perfume, cuando se me apareció en ese ángulo.

—¿Y qué os dijo?

—Se me acercó diciendo: «¡Pobre joven!».

—¿No lo habréis soñado, señor barón?

—No; tenía los ojos abiertos y sentí su aliento en mi rostro.

—¿Era hermosa?

—No lo sé, porque estaba envuelta en un velo blanco.

—Acaso fuese un fantasma.

—Te digo que era de carne y hueso.

—¿Y no la agarrasteis?

—No podía moverme.

—¿Y luego?

—Ya no recuerdo más.

—¿Estará esta habitación poblada de fantasmas? —dijo Cabeza de Hierro, lanzando en torno suyo una mirada de terror.

—¡Bah!

—¿Y de la condesa, no sabéis nada? ¿No os dijo algo Zuleik?

Al oír estas preguntas, una profunda tristeza se difundió por el rostro del barón.

—¡No me hables de ella! ¡Temo que esté perdida para mí!

—Pero ¿y el normando?

—¿Quién me garantiza que aun esté vivo?

—¿Y el jefe de los derviches?

—Nadie le habrá informado de nuestra captura.

—¿Dónde acabaremos, pues?

El barón no contestó; se había dejado caer de nuevo en el diván.

—¡Pobres de nosotros! —suspiró el buen catalán.

Y al ver que el barón permanecía silencioso, se sentó a su lado, forjando en su imaginación los más absurdos proyectos para salvar la piel.

Así transcurrió media hora, cuando les pareció oír en el patio del palacio ruido de caballos, gritos amenazadores y como rumor de lucha.

—Señor —exclamó Cabeza de Hierro— ¿qué es lo que sucede? ¡Cualquiera diría que combaten!

En aquel momento se oyeron disparos de arcabuz que hicieron temblar los vidrios de la bóveda.

—¿Quién puede asaltar la morada de Zuleik, de un príncipe? —dijo el barón.

—Acaso sea el normando, que viene a libertarnos a la cabeza de sus marineros.

—¡Es imposible! ¡Tomar un palacio por asalto en el centro de Argel! ¿Quién intentaría semejante locura?

De pronto palideció.

En el patio se oían gritos furiosos:

—¡El cristiano! ¡Queremos al cristiano! ¡Así lo manda Culquelubi!

—¡Alguien me ha delatado —exclamó el barón—, y vienen a arrestarnos!

—¿Quién? —dijo, temblando el catalán.

—¡Los soldados de Culquelubi!

—¿De la Pantera de Argel? ¡Misericordia! ¡Todo ha concluido para nosotros! ¡El delator es Zuleik!

—¡Calla! No; Zuleik no puede haber hecho eso, puesto que sus siervos oponen resistencia. Deben de haber sido los moros que le acompañaban.

El griterío y el estrépito se acercaban. De cuando en cuando se oía algún disparo de arcabuz.

El barón escuchaba, mientras el catalán repetía:

—¡Somos muertos! ¡Muertos somos!

Algunas personas subían por la escalera de caracol, gritando siempre:

—¡El cristiano!

El barón había arrojado en torno suyo una mirada buscando un arma para hacerse matar antes de caer vivo en las garras de la Pantera de Argel, cuya ferocidad era notoria en toda Europa.

—¡Nada! —exclamó—. ¡A mí, Cabeza de Hierro! ¡Atranquemos la puerta!

Apenas había dicho esto, cuando la puerta fue derribada bajo un choque irresistible, y un torrente de genízaros inundó la sala.

—¡Aquí está! —gritaron—. ¡Ah, y aún hay otro! ¡Doble presa!

Los genízaros se disponían a precipitarse sobre los prisioneros, cuando una voz imperiosa gritó:

—¡Deteneos! ¡No se viola el asilo de una descendiente de los califas!

Una mujer de extraordinaria belleza había entrado repentinamente en la sala por una puerta secreta, y se puso delante del barón. Cuatro negros de estatura colosal, armados con pesadas mazas de acero, la acompañaban, llevando además dos enormes mastines.

El barón no pudo contener un grito de estupor. En aquella mujer había reconocido a la dama que encontraron cerca de la mezquita.

Aquella mora, que era el tipo perfecto de las mujeres de su raza, no tenía más de veinte años. De estatura más bien elevada y de rostro encantador, vestía con elegancia el mismo traje árabe que llevaba el día en que el barón la vio por primera vez. Pero, como no llevaba velo ni turbante, podían verse sus ojos negrísimos, sombreados por largas pestañas, y su opulenta cabellera, recogida en gruesas trenzas y en parte realzada sobre la frente, donde estaba sostenida por dos peinetas de oro.

—¡Amina! ¡La visión de ayer noche! —murmuró el barón.

La joven dama había contenido a los genízaros con un gesto imperioso.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Es que ya no se respeta en Argel a las princesas moras? ¡Salid!

Entre los genízaros hubo un momento de vacilación. La belleza, la audacia de aquella mujer, y sobre todo la alta posición que ocupaba, habían causado un profundo efecto hasta en aquellos feroces soldados, acostumbrados a seguir ciegamente las órdenes del terrible capitán general de las galeras argelinas.

Pero aquella vacilación no debía durar mucho. El oficial que mandaba a los genízaros avanzó unos pasos, diciendo con voz resuelta.

—Yo debo obedecer las órdenes del general. Estos dos hombres son cristianos y hasta fregatarios, y debo conducirlos a su presencia.

—¡Mientes como un cabileño! —Dijo la dama—. ¡Estos hombres son musulmanes!

—¡Pues que lo prueben delante de Culquelubi!

—Y no es esto todo —continuó la princesa—. Estos hombres me pertenecen, y, cristianos o musulmanes, no saldrán del palacio del príncipe Ben-Abend. ¡Qué llamen a mi hermano!

—Ha partido esta mañana, señora —dijo un criado—, y no sabemos adónde ha ido.

—Pues, entonces, en su ausencia mando yo, y os ordeno que salgáis de mi palacio y que digáis a Culquelubi que una princesa de Ben-Abend no cede a sus caprichos. ¿Me habéis oído? ¡Idos, pies!

—Señora —respondió el oficial—, nadie ha osado resistir a las órdenes del general.

—¡Seré yo la primera!

—¿Queréis obligarme a emplear las armas? Vuestros criados han tratado ya de resistir, y algunos han pagado con la vida tal audacia.

—¡Amenazas a mí! —gritó la dama.

—Os digo que he recibido la orden, y que la cumpliré.

—¡Pues intentad prenderme!

—¡Genízaros, preparad las armas!

La princesa se puso pálida, más de indignación que de temor.

El barón, que hasta aquel momento había permanecido silencioso, admirando la audacia de aquella mujer, comprendiendo que iba a sobrevenir un combate espantoso, adelantó unos pasos y dijo:

—Señora, yo no entiendo el árabe; pero me parece que esos hombres me buscan.

Los ojos negrísimos de la mora se fijaron en el joven.

—Sí —dijo en italiano—; es a vos a quien buscan; pero yo no cederé a las órdenes de Culquelubi. Dos caballos y una escolta están dispuestos para haceros huir, y yo os protegeré.

—Soy cristiano, señora.

—Lo sé.

—Protegiéndome os comprometeríais.

—¡Yo! —dijo la dama, encogiéndose de hombros con la mayor indiferencia.

—Dejad que me prendan, señora. Veo que preparan las armas, y podría sucederos una desgracia.

—¡Ahora veréis cómo trato yo a esa canalla!

Y señalando al oficial la puerta, repitió con suprema energía:

—¡Sal de aquí, y esta noche presentaré yo misma mis quejas al bey!

—Cumplo órdenes de mi jefe. ¡Genízaros, apoderaos de los cristianos!

Los soldados se disponían a obedecer, cuando los cuatro negros se pusieron delante de la princesa, desatando al propio tiempo a los dos perros.

Los dos enormes canes se precipitaron sobre los genízaros, ladrando furiosamente. Parecían dos tigres sedientos de sangre.

El oficial, a quien uno de los perros había agarrado por la garganta, lanzaba gritos de dolor.

—¡A mí los negros! —Grito la princesa.

Los cuatro gigantes se precipitaron sobre los genízaros. Del primer empuje, cuatro soldados caían con el cráneo destrozado.

Viendo en el suelo una cimitarra, el barón se lanzó sobre ella para tomar parte en la lucha; pero la dama le detuvo, diciéndole:

—Dejad a mi gente, y aprovechad la ocasión para huir.

—¿Y vos?

—¡No temáis nada; Culquelubi no se atreverá conmigo!

Le cogió de la mano, y casi a la fuerza le empujó hacia la puerta secreta; mientras los cuatro gigantes y los mastines seguían haciendo estragos terribles entre los genízaros, ensangrentando los tapices y hasta las aguas de la fuentecita azul.

Cabeza de Hierro, que asistía aterrado al espectáculo de aquel horrible combate, viendo huir a su amo, se apresuró a seguirle, muy feliz por poder escapar.

La dama condujo al caballero a lo largo de un estrecho corredor que parecía abierto en las propias paredes del palacio, y le hizo descender por una escalerilla de caracol. Luego abrió una puerta.

Entonces se encontraron en un amplio jardín sombreado por hermosas palmeras.

Cuatro caballos árabes de formas espléndidas piafaban delante de la puerta, conducidos por dos negros que no cedían en musculatura a los que hacían frente a los genízaros.

—Seguidlos, mi gentil caballero —dijo la dama—; os conducirán a lugar seguro.

—¡Señora! …

—¡Silencio! ¡Partid!

Con un gesto imperioso les indicó los caballos. Los dos negros estaban ya sobre la silla, después de haber montado a Cabeza de Hierro, pues el pobre catalán parecía tener las piernas paralizadas.

—¡Gracias, señora! —dijo el barón.

La princesa le hizo con la mano una señal de despedida, y desapareció por el corredor, cerrando la puerta.

—¡Seguidnos! —dijeron los moros, espoleando.

Los cuatro jinetes partieron como el viento. En un instante atravesaron el jardín y salieron a una ancha vía festoneada de jardines.

—Señor —exclamó Cabeza de Hierro, que se mantenía agarrado desesperadamente sobre la silla—, ¿adónde vamos?

—No lo sé; confórmate con estar vivo todavía.

—¿Son asesinos estos negros?

—No, toda vez que auxilian nuestra fuga.

—¿Y por qué esa señora, sabiendo que somos cristianos, nos ha defendido en vez de dejarnos arrestados?

—No lo sé.

—¿Acaso esté enamorada de vos?

—Preferiría que no lo estuviese.

—Decid mejor que eso sería una fortuna, y una prueba de ello acabamos de tenerla ahora; sin esos negros, los genízaros nos hubieran preso.

El barón le lanzó una mirada colérica.

—¿Y la condesa? —dijo—. ¿Te has olvidado de ella, maese Cabeza de Hierro?

—¡Pobre señora! ¿Qué será de su vida?

—¡Calla! —Dijo el barón—. ¡No abras la herida que me ha destrozado el corazón!

El catalán bajó la cabeza sin chistar; pero en su interior bendecía la intervención de aquella dama mora que le había librado de una muerte segura.

Los cuatro caballos devoraban el camino en galope vertiginoso. Ya habían salido de la ciudad por la puerta de Oriente, y corrían por un sendero abierto entre malezas formadas por gigantescas chumberas y por enormes matas de áloes.

¿Adónde se dirigían los dos negros? Por un momento, el barón tuvo el pensamiento de que acaso le llevarían al mar para embarcarle a viva fuerza y conducirle a Italia o a Malta; pero bien pronto se convenció de lo contrario.

Después de correr algunas millas, los dos negros habían vuelto la espalda a la playa y se encaminaron hacia un bosque de palmeras, en medio de las cuales se erguía una torre que no era el alminar de una mezquita.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Seguid todavía unos cuantos pasos, caballero —respondió uno de los dos negros en detestable italiano—. Nosotros cumplimos las órdenes del ama.

Atravesaron el bosque sin contener la velocísima carrera de los corceles, y llegaron a la base de una pequeña colina, sobre la cual se alzaba una especie de castillo morisco con amplias terrazas, dilatadas galerías de mármol blanco circundadas de columnatas y una torre pentagonal defendida por recias almenas.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó el barón, conteniendo el caballo.

—El castillo de Sidi-Aman —respondió el negro.

—¿A quién pertenece?

—A nuestra dueña.

—¿Y nos lleváis a él?

—Esa orden tenemos, caballero.

—Hubiera deseado no salir de Argel.

—Obedeced, señor, si es que no preferís caer en las manos de Culquelubi, de las cuales no saldríais vivo después de lo que ha ocurrido.

—¡Vamos enseguida! —Replicó Cabeza de Hierro, que, habiendo oído hablar de Culquelubi, sintió correr por la médula de sus huesos un frío glacial—. ¡Mejor estaríamos entre las garras de una pantera!

Los caballos subieron al trote un sendero que serpenteaba por la colina, y se detuvieron delante del puente levadizo, el cual fue echado por la guardia del portón a un silbido de ambos negros.

—Estáis en sitio seguro —dijo el guía que hablaba el italiano, volviéndose hacia el barón—. Desafío a Culquelubi a que venga ahora a buscaros.

Entraron en la poterna, descendieron del caballo, haciendo una indicación al barón y a Cabeza de Hierro para que los imitasen, y después de conducirlos al piso superior por una amplia escalera de mármol los introdujeron en una sala, diciéndoles:

—¡Estáis en vuestra casa!

CAPÍTULO XIX. LA PRINCESA MORA

Como todos los salones de los palacios moriscos, también aquel donde habían entrado los viajeros era amplio, tenía pavimento de mosaico, divanes que le circundaban, una techumbre en forma de cúpula y estrechas ventanas resguardadas por cortinas de damasco rojo, adornado con estrías doradas del más delicado gusto.

En medio de la estancia estaba dispuesta una mesa con vajilla de plata cincelada, copas de lapislázuli de mil reflejos y frascos de cristal dorado al estilo morisco.

—Señor barón —dijo Cabeza de Hierro, que se había cuadrado delante de la mesa, mirando con ojos estremecidos, especialmente a los frascos—, ¿hemos entrado en algún palacio de Las mil y una noches? No falta en él más que el hada para ser completo. ¡Qué prodigioso es todo esto! ¡Huir de las garras de Culquelubi para caer delante de esta mesa! ¡Se diría que estoy soñando! ¡Oh, qué excelente señora! ¡Ha adivinado que estábamos sin comer hace veinticuatro horas!

—¿Es decir que te encuentras a las mil maravillas?

—¡Pardiez! ¡Muy descontentadizo sería para no estarlo, señor barón!

—¿Y si todo esto concluye mal?

—El mal por ahora no aparece; después veremos.

Dos muchachos habían entrado en aquel momento, cargados con bandejas de plata y seguidos de cuatro domésticos, que en otros recipientes llevaban enormes pedazos de cordero asado, pollos y peces nadando en ricas salsas.

—¡Cuándo el señor barón guste —dijo Cabeza de Hierro, que había recobrado el buen humor—, la mesa está servida!

El joven caballero, que desde el día anterior no había probado bocado, y que, como todos los de su edad, tenía buen apetito, no se hizo rogar.

Por otra parte, la comida era excelente, aun cuando las salsas despidieran un extraño perfume. Los cocineros del castillo habían realizado maravillas, especialmente en los pasteles y dulces, de que los moros y moras gustan mucho.

Contrariamente al uso de los berberiscos, a los cuales les está prohibido por el Corán el empleo del vino y de toda bebida fermentada, Cabeza de Hierro había encontrado en los frascos vinos exquisitos de Italia y de España, que el catalán no cesaba de elogiar y, sobre todo, de echarse al coleto.

Habían ya saboreado el café, cuando les fue presentada en una vasija de oro cierta pasta dulce, blanda, de color violeta, que exhalaba un penetrante perfume a nuez moscada y a clavo.

—¿Qué es esto? —preguntó Cabeza de Hierro al negro que les había llevado tan extraño manjar, y que era uno de sus compañeros de viaje.

—Madjum —respondió el negro, sonriendo.

—Sigo en la duda de antes. ¿Y vos, señor barón?

—Tampoco sé lo que es; pero me parece apetitoso.

—¿Y si estuviera envenenado?

—Lo propio habrían podido hacer con ese pollo que te has comido.

—¡Es cierto! ¡Soy un imbécil!

—Este dulce lo envía mi ama —dijo el negro—, y os ruega que lo aceptéis.

—¿Y quién es tu ama? —preguntó el barón.

—No lo sé, caballero.

—¡He aquí una respuesta que parece una burla! —Dijo Cabeza de Hierro, que continuaba trincando alegremente—. ¿Quieres decirnos quién es tu ama y por qué se in-teresa tanto por nosotros, que no somos musulmanes?

—No me permito indagar los secretos de la señora —respondió el negro.

—Pero me dirás al menos por qué anteanoche, cuando nos asaltaron los beduinos, acudisteis en defensa nuestra.

—Tampoco lo sé, señor barón.

—¿De modo que no podremos saber quién es esa dama? —preguntó Cabeza de Hierro.

—Es una princesa mora —respondió el negro.

—Señor barón, no sacaremos nada de este salvaje —dijo Cabeza de Hierro en catalán—. No obstante, tendría curiosidad por saber cómo se encontraba en casa de Zuleik esa princesa.

—Eso mismo me pregunto yo.

—Acaso sea parienta de ese maldecido moro.

—No lo creo.

—En fin, algún día lo sabremos.

—Así lo espero.

—¡Cuernos de Lucifer!

—¿Qué tienes?

—¡Se diría que mi cabeza da vueltas como una peonza! ¡Maldita pasta!

—A mí me acomete una torpeza invencible —respondió el barón, cuyos párpados se entornaban.

—Negro —rugió Cabeza de Hierro, mirándole de alto a bajo—, ¿con qué nos has envenenado?

El esclavo lo contempló sonriendo; después pronunció está sola palabra:

—¡Hachís!

—¡Hachís! —repitió el barón.

Cabeza de Hierro se había desplomado ya sobre el sillón, y roncaba sonoramente. El barón, cuyos ojos vagaban por el espacio, también estaba a punto de entregarse al sueño, mientras el negro le miraba sonriendo.

El madjum surtía sus efectos sobre ambos. Aquella pasta dulce, de que tan golosas se muestran todas las poblaciones del África septentrional, los había aletargado de golpe, haciéndoles caer de improviso en el mundo de los sueños, como sucede a los fumadores de opio del Celeste Imperio.

Aquel narcótico misterioso y legendario, que se compone, como todo el mundo sabe, de manteca, miel, nuez moscada, clavo y kif, con hojas de una especie de cáñamo, tiene un poder embriagador, al cual ningún ser humano resiste.

La sola palabra de hachís, estridente y melodiosa, provoca en los berberiscos y negros orientales visiones extrañas y desconocidas. No es el opio brutal y nauseabundo; pero, no obstante, produce, como él, sueños extraordinarios. Sin embargo, es más fino, más aristocrático, si vale emplear esta palabra.

Ante la fantasía avivada por el madjum desfilan la Arabia cándida y perfumada, los misterios del Asia menor, la sagrada y monstruosa India, con sus bayaderas centelleantes de oro y de diamantes de Golconda y Visapur, con sus desiertos inmensos, interrumpidos por bosques de palmeras regadas por fuentes murmuradoras; paisajes extraños y desconocidos donde alternan soles brillantes o tinieblas profundas, y donde, entre bocanadas de perfumes eróticos, aparecen y desaparecen las huríes del paraíso de Mahoma.

Narcótico poderoso que ni los edictos del rey ni de los sultanes pueden desterrar de los países orientales, los cuales todavía hoy se entregan con voluptuosidad a este veneno sutil, que acabará poco a poco por embrutecerlos y envilecerlos, colocándolos a la par de los fumadores de opio.

El barón, recostado a medias sobre el amplio sillón de brazos, estaba ya completamente dormido bajo la mirada del negro.

Mientras Cabeza de Hierro, inteligencia limitada y poco o nada imaginativa, sólo veía ante sus ojos frascos enormes llenos de vino de Alicante y de Jerez y pipas monumentales coronadas por colosales cabezas de turco, donde ardían esclavos cristianos, el joven caballero, dotado de una fantasía más cultivada, que podía competir con la de los orientales, y de un temperamento más exquisito, experimentaba emociones bien diversas.

Delante de sus ojos vidriados e inmóviles, que había conservado abiertos como si estuviera sumido en una especie de sueño cataléptico, veía desfilar en vertiginoso torbellino galeras con las velas de oro y los mástiles de plata, empujadas sobre mares de leche por un viento huracanado; palacios encantados con cúpulas centelleantes y blandamente asentados sobre lagos cubiertos de anchas hojas de loto; maravillosos jardines, donde en medio del césped y de rosas que exhalaban penetrantes perfumes, espléndidas huríes de sonrisa lasciva danzaban rápidamente, invitándole a imitarlas, mientras orquestas misteriosas y divinas acariciaban sus oídos con armonías nunca oídas.

Luego la escena cambiaba. A estas visiones sucedían mares recónditos cubiertos de galeras que combatían entre sí con inusitada furia, y le parecía escuchar el estampido del cañón y los lamentos de los heridos o el grito de la victoria; puestas doradas de sol; bosques de palmeras gigantes; llanuras dilatadas, donde los jinetes berberiscos se entregaban a maniobras extrañas, con los blancos alquiceles revoloteando sobre su espalda y la luciente cimitarra desnuda, y seguidos por un guerrero montado sobre un caballo más blanco que la nieve, que hendía al espacio con extraordinaria velocidad, y que se asemejaba a Zuleik. Luego, un caos de divanes orientales, de colgaduras, de espejos, en medio de los cuales, y entre el humo de los pebeteros jugueteaba una espléndida mora que le miraba sonriendo y le invitaba a seguirla. La dama mora, de un instante a otro, se transformaba en una doncella vestida de seda azul: la condesa de Santafiora, pálida, diáfana, llorosa, con largos cabellos negros esparcidos sobre los hombros, y que le tendía los brazos con un gesto de infinita desesperación.

Pero la dama mora reaparecía obstinadamente. La veía surgir de las ondas del mar, juguetear sobre la cima de las palmeras, volver sobre las explanadas y los estanques, sobre la proa de los navíos combatientes, sobre la arena de los desiertos, sobre las cúpulas doradas, entre los torbellinos del humo, en las rojas puestas de sol y en la noche iluminada por los rayos de la luna. Le miraba siempre con aquellos ojazos negros y profundos que parecían penetrarle hasta el fondo del alma; le hacía, además, que la siguiera por los lagos y los bosques; le invitaba a sumergirse con ella en el agua cristalina de los estanques, y sonreía, sonreía…

De pronto se sintió caer de una altura espantosa en una maravillosa sala que antes no había visto; una sala digna de los palacios encantados de Las mil y una noches.

Era de estilo morisco, amplísima, y reinaba en ella una penumbra deliciosa; esa penumbra que tanto agrada en los países quemados por el sol, donde el viento enfurecido del desierto seca las fauces con arena finísima que todo lo invade y todo lo domina.

La luz descendía en aquella sala por la cúpula de vidrios pintados de rojo, refractándose en mil colores sobre las paredes, adornadas con objetos de cerámica morisca, revestidas de blanco y azul, cuyos resplandores marmóreos daban una sensación de viva frescura sobre los maravillosos tapices, suaves y blandos, que cubrían el pavimento.

Todo estaba circundado por un diván ancho y bajo de seda carmesí, que parecía invitar al reposo al propio tiempo que despertaba la fantasía. En los ángulos de la sala, algunos grupos de palmas salían de tiestos de ónice de inmenso valor, y en otros sitios se vislumbraban armarios árabes, al través de cuyos estantes, de finísimas maderas primorosamente labradas, se distinguían joyeros de madreperlas, collares de oro, brazaletes de coral y vasos de lapislázuli, llenos quizá de los dulces perfumes de las célebres rosas de Bagdad.

En medio de la habitación, apoyada en un trípode de oro, sobre el cual quemaba sándalo, una mujer maravillosamente hermosa, toda cubierta de joyas, con los brazos desnudos y engalanados con pulseras de oro, le miraba con ojos cariñosos, murmurando dulcemente:

—¡Pobre joven!

El barón se puso en pie. El efecto del hachis había cesado, el éxtasis estaba concluido, y, sin embargo, ¡cosa extraña!, el sueño continuaba todavía.

Veía la cúpula con vidrios de colores, los maravillosos tapices, los amplios divanes de seda, los armarios, el trípode sobre los cuales flotaba una neblina de humo oloroso, y la joven que le miraba siempre; no era ya el día, sino la noche, y la sala estaba iluminada por una gran lámpara de Venecia con luz rosada, suspendida encima de una mesa cubierta de bandejas de oro que centelleaban como soles, de ánforas, de dulces, de canastillas repletas de las más ricas frutas.

Se restregó fuertemente los ojos, dudando todavía si estaba despierto. Pues bien: no dormía ni soñaba.

El joven miró a su alrededor. No era aquél el sillón de damasco donde se hallaba antes.

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¡Cabeza de Hierro!

Una carcajada sonora había brotado de los labios de la joven, que estaba apoyada en el borde de una fuente de mármol.

El barón respondió con una exclamación de asombro; en aquella joven acababa de reconocer a la princesa mora que pocas horas antes le había salvado de los genízaros de Culquelubi.

—¿No es, pues, una ilusión? —exclamó, apoyando los brazos en el respaldo del sillón.

Sus ojos se fijaron involuntariamente en un gran espejo de Venecia que estaba enfrente de él, y que reflejaba la luz de la lámpara.

Y otra exclamación de asombro salió de su pecho. El tinte oscuro con que el viejo mirab había teñido su rostro ya no existía.

Pero aun no era esto todo. Sus vestidos, desgarrados por la lucha sostenida contra los moros, habían sido reemplazados por otros durante su sueño. Una soberbia casaca de seda negra bordada de oro, con botones de esmeralda, que dejaba ver la blanca camisa de seda que rodeaba su cuerpo; unos calzones de brocado con nudos de seda roja se ajustaban a sus piernas, y tenía los pies calzados con botas de cuero rojo, como usaban entonces los árabes ricos. Por último, una faja de terciopelo le rodeaba el pecho, cayendo por un lado formando artístico lazo.

—¿Os sorprende esto, señor barón? —dijo la dama, sonriendo alegremente.

—Todavía me pregunto, señora, si estoy bajo la influencia del hachis o si me han transportado a la mansión de las hadas.

—Estáis en mi castillo, señor barón —respondió la princesa—. Únicamente que durante el sueño habéis sido conducido a otra estancia. ¿Acaso os disgusta?

—No, señora; pero no veo a mi criado.

—No os inquietéis por él.

La princesa se acercó al trípode, reanimó la llama azul con una nueva dosis de perfume, y, aproximándose al barón, dejó caer en tierra el manto esplendoroso que la cubría.

Entonces se mostró en toda la belleza de su riquísimo traje moro, con el rico corsé de terciopelo bordado de plata, con sus amplios calzones anudados en el nacimiento del pie con broches de oro, con sus ricas babuchas azules maravillosamente recamadas y pequeñas como dos pétalos de lirio.

El caballero había permanecido como maravillado; pero, reponiéndose, retrocedió algunos pasos. La princesa, para quien no había pasado inadvertido aquel ademán, arrugó ligeramente la frente, aunque se serenó pronto.

—Señor barón —dijo con amable sonrisa—, espero que no os negaréis a cenar en mi compañía. Habéis dormido diez horas, y el sol se ha puesto ya.

—No puedo rehusar nada a la dama a quien debo la libertad y quizá la vida —respondió el caballero, inclinándose profundamente.

—¿Nada? ¡Bah! ¡Prometéis demasiado, señor de Santelmo! —replicó ella.

—¿Santelmo habéis dicho?

—¿No es ese vuestro nombre?

—¿Cómo sabéis que me llamo Santelmo?

—El cómo poco importa.

—¿Me permitís una pregunta?

—Cuantas gustéis; pero antes sentaos a la mesa y haced honor a la cena. ¿Qué os sucede, barón? Me parece que estáis turbado. ¿Será el efecto de estos perfumes a los que no se acostumbran los europeos?

—No, señora.

—No será, seguramente, el temor de encontraros en este castillo entre musulmanes. Un hombre que con una galera combate contra cuatro no puede tener miedo.

—¿Quién os ha dicho eso?

—¿Os asombra?

—Mucho.

—¡Bah! —replicó la princesa, sonriendo—. Sé eso y otras muchas cosas más. Extraña conducta la vuestra al salir de Italia para correr mil peligros en este país de fanáticos. ¡Italia! ¡Ah; cuánto la he amado yo, y con cuánto placer volvería a ella! Todavía me parece que veo como al través de una neblina azul sus opulentas ciudades contemplándose en las aguas del Mediterráneo y del Tirreno; sus volcanes relampagueantes de nubes de oro; sus islas verdeantes en derredor de Sicilia como ramos de flores abandonadas en las ondas por las manos de alguna hada; las mil columnas y las cúpulas de Venecia; su cielo azul, que no tiene rival en el mundo; sus auroras llenas de encanto y de poesía, y sus puestas de sol, llenas de infinita tristeza y de dulce melancolía. ¡Ah, Italia, Italia, cuánto te echo de menos!

Un profundo suspiro había levantado el seno de la hermosa dama.

—Pero ¿quién sois? —exclamó el barón.

—Una princesa mora; ya lo sabéis.

—¿Y habéis estado en Italia?

—Sí; en mi niñez, en compañía de mi padre, cuando mi hermano…

Se detuvo bruscamente y alargó al barón un plato de dulces. Luego llenó dos tazas de plata, admirablemente cinceladas, con un licor de color de ámbar, diciendo:

—¡A la salud de vuestra hermosa Italia, señor barón!

Mojó sus rosados labios en el rubio licor y, tras algunos instantes de silencio, añadió con cierta tristeza:

—Si mi padre no me hubiera sacrificado en plena juventud, cuando apenas había dejado de ser niña, a un hombre que no me amaba y que por su ferocidad era semejante a Culquelubi, hubiera deseado concluir mis días en una de vuestras bellas ciudades y no volver a ver más esta Argelia, donde, en vez del perfume del azahar, no se respira otra cosa que el aire impregnado de sangre y de barbarie.

—¿Qué le ha ocurrido al hombre a quien vuestro padre os dio por esposa?

—Murió en el mar en una de sus correrías contra las infortunadas playas italianas.

Dejó pasar algunos instantes de silencio, y después, mirando al barón, le dijo a quemarropa:

—¿Qué misión traéis a Argelia, señor barón?

—Os lo diré cuando hayáis respondido a una pregunta más.

—¡Ah; es cierto! ¿Queréis pedirme alguna cosa? ¡Comed, señor barón; hablaremos igualmente!

—¿Sois vos la dama que en una ocasión encontré cerca de la mezquita y que dejó caer el velo?

—Era yo.

—¿Por qué dejasteis caer el velo?

—Para veros mejor.

—¿Acaso me asemejo a alguno?

La princesa le miró fijamente, como si hubiese tratado de leer el pensamiento del barón.

—Sí —dijo por fin, ahogando un suspiro—. Era hermoso y valiente como vos; tenía los cabellos rubios como vos. ¡Dulce sueño desvanecido entre las nieblas de vuestro hermoso país! Había creído ver en vos…

—¿A quién?

—¿Por qué despertar una pasión ya apagada? ¡Ah! yo le vi caer a mis pies, todavía hermoso después de la muerte, con sus rubios cabellos salpicados de sangre.

—¿Quién era, señora?

—¿Qué os importa saberlo? —Dijo la princesa arrugando su hermosa frente—. Os asemejáis a él; era italiano como vos. ¡He aquí todo!

Se pasó la mano por los ojos, como si quisiera arrancar de ellos una dolorosa visión, y cuando la retiró, el caballero vio que estaban húmedos.

—Cuando os vi —continuó la princesa con voz lenta y triste— creí verle a él. En aquel momento en que estuvisteis a punto de precipitaron sobre mis esclavos teníais en los ojos el mismo relámpago de cólera. ¡Ojalá no os hubiera visto nunca! Y, no obstante, en aquel momento llegué a creer que podían resucitar los muertos.

Volvió a coger la taza y bebió con rapidez.

—Yo soy quien os hizo seguir —añadió poco después. Habíais despertado en mi corazón los pensamientos más extraños, que en vano procuraba vencer. Yo quisiera saber qué viento infernal os ha arrojado sobre estas playas. ¡Tened cuidado! ¡Argelia es peligrosa, como son peligrosas sus mujeres!

—¿No sabéis el motivo?

—No.

—Y, sin embargo, habitáis el palacio de Zuleik.

—¿Qué quiere decir eso? —Zuleik hubiera podido decíroslo.

—Zuleik Ben-Abend está demasiado triste estos días para preocuparse de mí. Todavía no me ha dicho el motivo por el cual os ha arrestado y conducido a su palacio. Ahora sólo piensa en la cristiana.

El barón se había puesto densamente pálido.

—¿La condesa de Santafiora? —preguntó con voz ahogada.

—Así creo que se llama. Una dama bellísima, según dicen, y que por eso mismo no será para Zuleik. Es posible que a estas horas se encuentre ya en el harén del bey.

El barón no pudo contener un rugido de desesperación.

La princesa se había levantado, dando un salto de pantera. Un relámpago súbito iluminó sus ojos, que en aquel momento perdieron su dulce expresión.

—¿Qué habéis venido a hacer en Argelia? —preguntó con voz irritada.

El barón, vuelto en sí por aquel imperioso cambio de voz, que sonaba áspera e imperiosa, fijó los ojos en la mora, en cuyo interior debía de haberse desencadenado la tempestad más violenta. Por un momento le asaltó la idea de engañarla; pero rechazó desde luego desdeñosamente este pensamiento.

—Señora —dijo con resolución—, he venido aquí con el propósito de salvar a una mujer; mejor dicho, a una niña a quien di mi corazón.

—¿Una niña? —Exclamó la princesa, palideciendo a su vez—. ¿Quién es?

—¿Qué os importa saberlo?

—¡Vos me lo diréis! —gritó la mora balbuciente y con llamas en los ojos.

—¡No lo diré nunca! —respondió el barón con voz resuelta—. ¡Leo en vuestros ojos una amenaza! Como caballero, acabo de deciros el motivo de mi viaje a Argel; pero no añadiré una palabra más.

—¿Y si yo os ordenase que me dijeseis el nombre de esa mujer?

—Me negaría.

—¿Y si os lo rogase?

—Todavía me vería en el caso de negarme.

—¿Y cuál es el motivo de semejante obstinación? —preguntó la dama, con los labios contraídos por la cólera.

—El temor de que esa mujer pudiese correr algún peligro.

—¡Tenéis razón! ¡Aquí las rivales… se matan!

—¿Rivales? —replicó el barón, atónito—. Yo soy cristiano, y vuestra religión os impide amarme.

—¿Lo creéis así?

—El Corán os lo prohíbe.

Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de la mora. Después se acercó al barón y, mirándole fijamente, le dijo.

—¡Todavía no conocéis a las mujeres de Argel! ¡Yo os juro que tendré la sangre de esa cristiana y que vos me diréis su nombre! ¡Ah! —dijo cambiando de tono—. ¿Has osado rechazar una súplica de Amina? ¡Cuidado, cristiano; Argelia te será fatal!

Dicho esto tomó un martillo de plata y golpeó con él un disco metálico que estaba en la pared, debajo del espejo de Venecia.

Aun no se había extinguido la vibración del metal, y ya dos negros hercúleos se encontraban en la sala.

—¡Apoderaos de ese esclavo cristiano! —Dijo la mora con voz terrible— ¡y llevadle a la torre en unión de su compañero!

—Señora —dijo el barón—, soy un caballero, no un esclavo.

—¡Obedeced! —rugió la dama, viendo vacilar a los negros.

Después, mirando al joven con ojos llenos de odio, añadió:

—¡Te acordarás de Amina!

En seguida, apoderándose de un vaso de cristal, lo estrelló con furia sobre los mosaicos, diciendo:

—¡Así haré con la cristiana cuando la tenga en mi poder! ¡Culquelubi la encontrará!

SEGUNDA PARTE. EL FILTRO DE LOS CALIFAS

CAPÍTULO I. LA VENGANZA DE AMINA

Cinco minutos después, el barón y Cabeza de Hierro, lejos ya de los esplendores de aquellas salas maravillosas, se encontraban nuevamente reunidos en un húmedo subterráneo, situado bajo la torre pentagonal. En lugar de las refulgentes lámparas venecianas, una lucecilla alumbraba apenas aquella especie de sentina, que debía de asemejarse mucho a las horribles mazmorras abiertas cinco o seis metros debajo del suelo donde agonizaban los esclavos cristianos del presidio de Trípoli, tan célebre en aquellos tiempos.

El mísero catalán había sido sorprendido mientras digería una copiosa cena, servida en el mismo lugar donde había tomado el haschis, y sin recibir explicación alguna fue brutalmente empujado hasta la cueva de la torre, donde se encontraba ya el caballero de Santelmo.

Aquel cambio de situación fue tan rápido que el pobre diablo creyó que acababan de administrarle una segunda dosis de narcótico. Antes de convencerse de que estaba despierto tuvo que pellizcarse varias veces.

—Señor barón —exclamó, mirando en torno suyo con ojos compungidos—, ¿por qué nos han traído aquí? ¿Dónde estamos? ¡Decidme que estoy ebrio o que aquel mal-decido brebaje me ha trastornado el cerebro! ¡No; no es posible que nos hayan traído a esta horrible prisión!

—No sueñas, ni estás borracho tampoco —respondió el barón—. Ambos estamos despiertos y todo lo que ves es realidad.

—¡Por San Jaime bendito! ¿El que se han vuelto locos esos negros para arrojarnos en esta ratonera? ¡Yo me quejaré a la señora, para que los mande azotar! ¡Si ella supiera lo que nos pasa!

—Por orden suya te encuentras aquí, infeliz Cabeza de Hierro.

—¿Acaso se ha arrepentido de habernos salvado?

—Empiezo a creerlo.

—¿Acaso la habéis visto?

—Sí; he cenado en su compañía.

—¡Me lo había imaginado, señor barón! ¡Muy mal debe de haber concluido esa cena!

—Tan mal que hasta tiemblo por la vida de la condesa de Santaflora.

—¡Rayos de Dios! —exclamó el, catalán, espantado—. ¡Nunca hubiera creído que esa hermosa dama fuese una verdadera pantera!

—Y más vengativa aún que el propio Zuleik, porque al menos ése tiene interés en protegerla, mientras la mora quiere su muerte.

—Señor barón —dijo Cabeza de Hierro—, ¿es que esa dama se ha enamorado de vos? En tal caso, bendecid a la suerte, que os coloca en el camino de una mujer tan rica y tan hermosa.

—¡Estúpido! —gritó el barón.

—¡Perdonad, señor! En este momento me había olvidado de que sois el prometido de la condesa.

¡Diantre! ¡Una mora enamorada debe de ser terrible! ¡Lástima que no haya puesto los ojos en mí!

A pesar de su tristeza, el joven no pudo contener una ligera sonrisa.

—Hubiera hecho un soberbio moro —continuó el catalán—. Rico, con esclavos, con palacios… ¡Pero la fortuna no ha sonreído nunca al pobre Cabeza de Hierro! Y, ha-blando de otra cosa, ¿qué va a ser de nosotros? ¿Acaso esa furia nos dejará morir de hambre en esta ratonera?

—Ignoro lo que hará de nosotros. Comienzo a perder toda esperanza de salvar a la condesa de Santaflora.

—¿Y el normando? ¿Os habéis olvidado de él?

—Habrá sido muerto.

—¿Y el mirab?

—¡Sí; el viejo templario! —dijo el barón como hablando para sí mismo—. ¡Si al menos pudiera robársela al bey!

—¿Al bey? ¿A Zuleik, querréis decir?

—¡No! parece que ha sido elegida para el harén del jefe del estado —respondió el caballero con voz sorda—. ¡Pobre Ida! ¡Cuán triste suerte te aguarda en este maldecido Argel!

—Decidme, señor; ¿habéis sabido quién es esa dama?

—Todavía lo ignoro; pero tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Que acaso sea parienta de Zuleik.

—¿Sabe que Zuleik ama a la condesa?

—Sí.

—¿Y que vos también la amáis?

—Me he guardado bien de decírselo. Sabe que he desembarcado aquí para sacar de la esclavitud a una joven cristiana, y nada más.

—Si sospechase que se trata de la condesa…

—Estoy seguro de que mandaría asesinarla o venderla como esclava a los traficantes del desierto. Ten en cuenta con lo que dices, Cabeza de Hierro; si se te escapa una palabra, nos perderías a todos.

—No hablaré aunque me hagan pedazos, y un Barbosa nunca falta a lo que promete.

—¿Ni siquiera en el tormento?

—¡En él os mostraría cómo sabe morir un Barbosa!

Un ruido sordo, que el suelo transmitía distintamente y que parecía producido por el galopar de muchos caballos, interrumpió la conversación.

—Se acerca un escuadrón de caballería —dijo Cabeza de Hierro, palideciendo—. ¡Acaso sean los genízaros de Culquelubi!

—Llegaría oportunamente, y esta vez la princesa no nos salvaría de su furor.

—¡Y no tener armas para defendemos!

—¿De qué nos servirían?

—¡Es cierto, señor! ¡Ah; esta maldita Argelia acabará por enviarme al infierno! ¡Ya me parece que atenacean mis carnes y me tuestan la piel como a aquel infeliz español que vimos sobre el camello! ¡Perros genízaros! ¡Estarán furiosos!

Cabeza de Hierro se engañaba. Un pelotón de jinetes, después de haber dado la consigna a la guardia del portón, había atravesado el puente levadizo y entrado en la poterna.

Debían de haber hecho una larga caminata, porque los caballos estaban cubiertos de espuma y los arneses llenos de polvo.

El que guiaba, y que debía de ser el jefe, a juzgar por la riqueza de su amplio alquicel y por los brillantes que guarnecían su turbante de seda roja, había puesto el pie en tierra sin esperar la llegada de los escuderos negros, que corrían con antorchas encendidas.

—¿Dónde está Amina? —preguntó con acento imperioso.

—En sus habitaciones —respondió uno de los negros.

—Haz que le avisen que Zuleik la espera en la sala de los espejos.

Hizo una señal a la escolta, compuesta de doce negros armados de espingardas y cimitarras para que echasen pie a tierra, y luego subió por la amplia escalera del castillo, penetrando donde poco antes habían cenado el barón y la princesa.

Al ver la mesa todavía provista de viandas y la gran lámpara encendida, Zuleik había arrugado el entrecejo.

—¿Quién habrá cenado con Amina? —se preguntó.

Permaneció un momento inmóvil, y después empezó a pasear por la sala, presa de una viva agitación. Tenía la mirada torva y las facciones alteradas. De cuando en cuando se detenía y, pasándose la mano por la frente, prorrumpía en roncas imprecaciones de rabia.

Una voz le interrumpió a sus espaldas:

—¿Qué deseas, Zuleik?

La princesa había entrado en la estancia sin hacer ruido, envuelta en un manto de seda rosa.

El moro la miró un instante con los párpados medio cerrados, y luego dijo:

—No me esperabas, ¿verdad, hermana?

—No. ¿Qué te sucede? ¿Has venido para reñirme por lo que he hecho hoy?

—¿Tú quieres comprometerte?

La princesa se encogió de hombros desdeñosamente.

—¿Con Culquelubi? —preguntó.

—Está furioso.

—¿Porque he maltratado a sus genízaros?

—¡Maltratar! ¡Han muerto ocho o diez en la refriega!

—¡Otros tantos canallas menos! ¡No se viola fácilmente el asilo de una princesa mora que desciende de los califas!

—¿Fue por enseñarles a respetar la casa de Ben-Abend, o por librar de sus garras al barón? —replicó Zuleik con ironía.

—Por una cosa y por otra.

—¿Y dónde está ahora el barón de Santelmo?

—Está aquí.

—¿En lugar seguro?

—Tan seguro —respondió Amina, mientras un relámpago surcaba sus negros ojos—, que acabo de mandar encerrarle con su criado en el subterráneo de la torre.

Zuleik la miró con asombro.

—Pero ¿no cenaste con él? Todavía veo aquí los dos cubiertos.

—Eso fue antes; pero ahora… ¡Ah! ¡Cómo ansío vengarme de él! ¡Cómo vas a reírte, Zuleik!

—No, porque el barón es un caballero, y, aunque enemigo, no le odio.

—¿No le odias? Pues, entonces, ¿por qué has tratado de arrestarle? ¿Por qué le persigues?

—Ya te lo he dicho: porque ha tratado en San Pedro de oponerse a mis deseos, y porque él es cristiano y yo musulmán.

—Entonces me dirás cómo el barón conoce a la cristiana a quien amas.

—Porque iba a San Pedro con frecuencia en su galera.

—¿Y qué es lo que ha venido a hacer aquí el barón?

—A salvar a una prisionera.

—¿Quién es?

—No lo sé.

—¡Pues yo lo sabré pronto, Zuleik! —exclamó la princesa, con acento reconcentrado.

El moro se acercó a ella y, poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:

—¡Tú le amas!

—¿Y si eso fuese cierto?

—Es un cristiano.

—Tú también amas a una cristiana.

—¡Es cierto! —dijo Zuleik con un suspiro.

—Es noble, y una princesa bien puede descender hasta él.

—¡Eso es un sueño, Amina! El barón no te amará nunca: estoy seguro de ello.

—¿Porque ama a una cristiana, ésa a quien viene a buscar aquí?

—Lo sospecho.

—¡Una princesa Ben-Abend no tolerará rivales! ¡En cuanto la tenga en mi poder, encargaré a Culquelubi que la haga desaparecer para siempre!

—¡Amina! —exclamó Zuleik, palideciendo—. ¡Por el nombre de Mahoma! ¡Tú no tocarás un solo cabello de esa dama!

La princesa le miró fijamente, con el entrecejo fruncido. El rostro de Zuleik era en aquel momento tan amenazador que daba miedo.

—Explícate, hermano. ¿Por qué te interesas por esa cristiana?

El moro advirtió que se había descubierto demasiado y podía crearse en su propia hermana un enemigo poderoso.

—Me interesa —dijo, cambiando de tono— por un juramento. Un día, esa muchacha me socorrió, salvándome de un peligro en la isla de San Pedro, y le prometí que la recompensaría. En la nave donde se encontraba prisionera con los habitantes de la isla juré solemnemente salvarla de las manos de mis compatriotas, y mantendré la promesa. Eso es todo.

—¿Quién es, pues, esa muchacha?

—La hija de un castellano.

—¿Bella?

—Bellísima.

—¿Y el barón la ama?

—Ardientemente.

—Haz que yo la vea.

—¡Nunca!

La princesa hizo un gesto de cólera.

—¡Zuleik! —gritó, con voz amenazadora.

—Leo en tus ojos una sentencia de muerte —dijo el moro—. Si te hiciera conocer a esa mujer, estoy seguro de que mañana no viviría.

Te he entregado al barón, que era prisionero mío; tú, en cambio, no te cuides más de esa cristiana.

En aquel momento expresaba su rostro un dolor intenso, una verdadera desesperación.

—¡Adiós, hermana! —dijo bruscamente.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo a Argel.

—¿Por qué no te quedas aquí? —dijo Amina con voz dulce.

—Tengo que hacer allí muchas cosas.

—¿Quieres volver a ver a la cristiana?

Zuleik no contestó.

—Eso está en tu mano. Una es clava se adquiere fácilmente cuando se poseen las riquezas de los Ben-Abend.

—¡No siempre! —replicó Zuleik con ímpetu.

—¿Te la disputa alguien?

—Sí.

—Pues mátale.

—¡Es demasiado poderoso!

—¿Quién puede competir con nuestra familia, que desciende de los califas?

—¿Quién? —Rugió Zuleik—. ¡Hay alguien que está más alto que nosotros, y sus viles agentes me la han robado!

—Y ese hombre, ¿quién es?

—¡No puedo decírtelo!

—¿Y qué piensas hacer para verla de nuevo?

—¡No lo sé! ¡Adiós!

—¿No tienes confianza con tu hermana? ¿Por qué no me lo dices todo, Zuleik?

—¡Porque no puedo!

Dicho esto salió, cerrando con estrépito la puerta.

Amina había permanecido inmóvil, apoyada en la mesa, con los ojos fijos en el suelo y la frente ceñuda, sumergida en pensamientos de venganza.

El galopar de los caballos que acompañaban a Zuleik la sacó de sus meditaciones.

Atravesó la sala y se acercó a la ventana.

Por el blanco y polvoriento camino que la luna iluminaba, Zuleik y sus gentes galopaban con furia.

—¿No has querido decirme quién es la cristiana a quien ama el barón? —dijo con voz tétrica—. ¡Pues bien; Culquelubi sabrá ese nombre por boca del barón de Santelmo! ¡Yo amaba a ese joven, y ahora le odio! ¡No se desdeña la pasión de una princesa mora! ¡Pronto sabrá cómo saben odiar las mujeres moras!

Se acercó a un veladorcito de ébano, en el cual había recado de escribir y algunas hojas de papel rosado. Tomó una, trazó en ella algunas líneas, y dejó luego caer el martillo sobre la plancha metálica.

Uno de los negros entró, diciendo:

—¿Qué manda la señora?

—Vais a ir inmediatamente con el caballo más veloz, para llevar este billete al capitán general de las galeras.

El negro hizo un gesto de estupor.

—Señora —dijo—, ¿creéis que lo recibirá?

—¿Y por qué no, Zamo?

—¿Después de lo ocurrido esta mañana?

—¿Y qué le importa a él la muerte de algunos de sus genízaros? Se habrá reído de la jugarreta que le he hecho, que, además, no es la primera.

—Obedezco, señora.

—Una advertencia todavía. No sigas el camino que lleve mi hermano. Quiero que ignore que necesito de Culquelubi. ¡Corre, Zamo; quiero que mañana los genízaros estén aquí!

El negro tomó el billete y salió.

—¡Ahora comienza mi venganza! —Dijo Amina—. ¡Ah, barón; te destrozaré el pecho, y no volverás a ver a la mujer que amas! ¡El desierto está detrás de Argel, y al desierto irá esa hermosa joven para ser esclava de algún reyezuelo negro! ¡Así se venga Amina Ben-Abend!

¡Cabeza de Hierro!

—¡Señor! —respondió el catalán, restregándose los ojos, todavía hinchados por el sueño.

—Han venido otros jinetes.

—¡Qué no sea posible dormir con tranquilidad en este castillo!

—Ya ha amanecido.

—¿Tan pronto? Creía haber dormido una hora nada más. ¡No se está mal en esta torre! ¿Quién ha llegado al castillo?

—No lo sé —respondió el barón con inquietud—. He oído el ruido de los cascos de los caballos sobre las piedras de la poterna.

—Será Zuleik, señor.

—Entonces, ¿quiénes eran los que llegaron anoche y volvieron a irse enseguida?

—Tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Que los genízaros de Culquelubi hayan descubierto nuestro escondite y vengan a buscarnos.

—Casi prefiero caer en manos de ese pirata a permanecer en las de la princesa. Ahora esa mujer me infunde más temor que Culquelubi.

—¡Hum! —Refunfuñó Cabeza de Hierro, moviendo la cabeza—. ¡Prefiero una pantera hembra a una pantera macho que tan triste celebridad tiene!

Se había incorporado para acercarse a la puerta de la prisión, y escuchaba con ansiedad. En la poterna se oía un rumor de gente que caminaba apresuradamente y el patear de los caballos.

—¡Ah, demonio! —masculló—. ¡Temo que esa gente venga en nuestra busca! ¡Infeliz Cabeza de Hierro, tu amada piel corre un gravísimo riesgo! ¿Por qué —murmuró— habrá enfurecido mi amo a esa mora? ¡En su lugar, yo hubiera procedido de muy distinta manera!

De pronto se estremeció; algunas personas bajaban por la escalera de la torre.

—¡Señor —dijo, volviendo el rostro hacia el barón—, vienen a prendemos!

El joven caballero había experimentado un estremecimiento repentino. No obstante, se incorporó, diciendo:

—¡Mostremos a esa mujer que los cristianos no tienen miedo!

—¡Entonces —dijo para sus adentros Cabeza de Hierro—, yo no debo de ser muy católico! ¡Si al menos tuviera mi maza para defenderme!

La puerta se abrió, y entraron dos negros gigantescos, seguidos por un oficial de genízaros y cuatro soldados armados hasta los dientes.

—¿Qué deseáis? —preguntó el barón avanzando.

—Debéis salir para Argel en el acto —dijo uno de los dos negros—. Seguidnos sin oponer resistencia, porque de otro modo emplearíamos la fuerza.

—¡Estoy pronto!

Subió la escalera, aparentando la mayor tranquilidad; pero Cabeza de Hierro tropezaba en todos los escalones por miedo a los genízaros.

Una veintena de soldados montados los esperaban en la poterna con los arcabuces preparados.

—¿A quién pertenecen estos hombres? —preguntó el barón.

—Al capitán general de las galeras —respondió el negro.

El barón sintió que su rostro se inundaba de sudor frío. Montó, sin embargo, en el caballo que debía conducirle, sin solicitar ayuda de nadie.

—Cristiano —dijo el oficial en deplorable italiano—, te advierto que si tratas de huir tengo orden de matarte.

El barón se encogió de hombros, sin responder.

Salieron de la poterna, atravesaron agrupados el puente levadizo y se hallaron en la plataforma exterior. El negro Zamo, que tenía por las riendas el caballo del barón, le indicó la terraza de mármol que se veía sobre las murallas del castillo, completamente iluminada por la luna.

En ella estaba Amina, envuelta en su capa rosada y apoyada con indolencia en un enorme jarrón de porcelana. Sus ojos tenían una expresión de odio tan intenso, que el barón no pudo contener un estremecimiento de terror.

—¡Me abandona en manos de Culquelubi! ¡Pero, al menos, que ignore siempre el nombre de su rival! —dijo para sí.

Se miraron entrambos unos momentos, y luego el negro, dirigiéndose hacia el oficial, dijo:

—¡Partid!

La escolta rodeó al caballero y se lanzó al galope por la polvorienta carretera que conducía a Argel.

El barón se volvió, y vio todavía por última vez a la feroz mora apoyada en el jarrón de porcelana.

Al amanecer, la escolta entraba en Argel, y se detenía delante de un enorme palacio guardado por un destacamento de soldados y marineros berberiscos.

Era el palacio de Culquelubi, de la Pantera de Argel, como solía llamársele.

CAPÍTULO II. EL TORMENTO

Culquelubi, capitán general de las galeras del bey de Argel, era el coco de los cristianos. Bastaba su nombre para hacer palidecer a los millares de esclavos recluidos en las prisiones de Pascia, de Ali-Mami, de Kolugis, de Zidi-Hassan y de Santa Catalina.

Su ferocidad era proverbial en Europa; como era proverbial el odio implacable que profesaba a todo cristiano, fuera cual fuese su nación y su sexo.

Representaba Culquelubi el fanatismo musulmán llevado hasta el último límite, más por sistema que por convicción, puesto que interiormente se reía de Mahoma y no observaba los preceptos del Corán, de los cuales prescindía emborrachándose diariamente con los mejores vinos de España y de Italia, fruto de sus rapiñas.

Salido de la nada y dotado de un valor extraordinario, había llegado pronto a los más elevados empleos de la milicia y acumulado enormes riquezas. Era un verdadero azote del Mediterráneo; no había en este mar costa que no hubiese saqueado, así como no había tampoco flota que no hubiera vencido.

En la época en que se desarrolla esta verídica historia se encontraba en el apogeo de su poder, y hasta hacía temblar al propio bey de Argel.

Los mejores palacios eran suyos; las más rápidas galeras, que conducía de victoria en victoria, eran suyas también; las más bellas esclavas y los esclavos más robustos eran asimismo de su propiedad.

¡Y cuántas horribles atrocidades realizaba contra los desgraciados que se encontraban en su palacio! ¡Cuántas lágrimas y cuánta sangre vertían aquellos infelices!

Una falta cualquiera, una palabra, eran suficientes para que la Pantera de Argel los martirizase con ferocidad inaudita. Ni edad, ni sexo, ni belleza encontraban gracia cerca de él. Se divertía en castigar a sus esclavos con sus propias manos, empleando un enorme garrote que les rompía los huesos; y para entretenerse cuando estaba ebrio hacía amarrar a las columnas de las galerías de palacio a los cristianos robados en las playas de Italia, de Provenza y de España, y se complacía en azotarlos hasta que saltara la sangre.

Imponía las penas más horribles a cualquiera que, exasperado por sus malos tratos, intentase huir de su palacio o del presidio. Los hacía enganchar en garfios de hierro, dejándolos morir lentamente, o los sumergía hasta la cintura en fosas rellenas de cal viva, o los hacía matar a bastonazos en el vientre y en las plantas de los pies.

Pero donde especialmente saciaba su odio era en los fregatarios.

¡Ay de ellos si caían entre sus manos! En primer término les arrancaba la piel, y sobre las carnes desnudas de aquellos desgraciados se divertía en hacer verter aceite hirviendo, para oírles aullar y mugir como bestias feroces.

* * *

Apenas descendió del caballo, el barón fue brutalmente atado con las manos en las espaldas, para que no pudiese oponer la menor resistencia. Luego, juntamente con Cabeza de Hierro, fue llevado a través de una serie de corredores llenos de guardias, que los miraban con aire de burla.

Por último, los introdujeron en una espaciosa galería sostenida por columnas dóricas, sobre las cuales se veían innumerables manchas de sangre.

Recostado en un diván de seda roja se encontraba un hombre como de cincuenta años de edad, con barba espesa, ojos azules y tétricos, que tenían reflejos propios de una bestia feroz, y la nariz encorvada en forma de pico de papagayo.

Aquel individuo estaba lujosamente vestido con un traje blanco de seda adornado con botones de esmeralda, y tenía en la mano una enorme pipa turca con boquilla de ámbar, que de vez en cuando se llevaba a los labios, arrojando al aire nubes de humo impregnadas de un penetrante perfume de esencia de rosa.

Detrás de él, erguidos cerca del diván, se encontraban dos negros medio desnudos, de formas atléticas, que tenían en las manos dos enormes cimitarras. Ambos se hallaban en perfecta inmovilidad y no apartaban los ojos de su amo, dispuestos a obedecer sus órdenes a la menor señal.

El barón había entrado solo en la galería. Cabeza de Hierro, aguardaba fuera.

—El capitán general de las galeras le espera —dijo el oficial que acompañaba al joven.

El pobre caballero sintió correr por todo su cuerpo un sudor frío al oír el nombre funesto de Culquelubi.

No obstante, avanzó erguido, con la frente alta y el paso firme, hasta el diván, mirando audazmente al terrible devastador del Mediterráneo, ante cuya presencia todo el mundo temblaba.

Culquelubi se incorporó para observar mejor al recién llegado. Debía de encontrarse en uno de sus raros momentos de buen humor, porque miró al joven sin arrugar la frente y sin que sus ojos se iluminaran con los terribles relámpagos de furor que tanto temían sus esclavos.

Le examinó durante unos momentos con atención y aspiró dos o tres bocanadas del humo perfumado de su pipa; después sacó del bolsillo de oro que pendía de su cintura un billete y lo leyó despacio.

—Apuesto mancebo —dijo a poco en italiano y con sonrisa un tanto irónica—, ¿quién eres?

—Un levantino —respondió el barón.

—¿Cristiano?

—Musulmán.

—¿Por qué me has contestado en italiano?

—Es el idioma que uso, porque tráfico por aquellas costas.

—¿A qué has venido a Argel?

—A vender un cargamento de esponjas adquiridas en Deidjeli.

—¿Dónde está el barco?

—Lo he enviado a Tánger a cargar tafilete y tapices de Rabat.

—¿Luego eres marino?

—Sí.

—¿Y musulmán?

—Creo en el Profeta.

—¿Sabes la causa de tu arresto?

—La ignoro.

—Te han acusado —dijo Culquelubi.

—¿De qué? —preguntó el barón, que estaba resuelto a mentir en todo para no envolver en el peligro a la condesa de Santaflora.

—De ser cristiano.

—El que ha dicho eso es un miserable —respondió el joven con suprema energía.

Culquelubi hizo una señal a uno de los dos negros.

El esclavo tomó de una pequeña mesa incrustada de oro un libro encuadernado en tafilete y lo abrió, poniéndolo delante del barón.

—Pon la diestra sobre esas páginas —dijo Culquelubi con siniestra sonrisa—, y repite conmigo estas palabras. Como debes de saber, este libro es el Corán: «En nombre de Aquel que es el solo y único Dios, puesto que no hay más Dios que él; en nombre de Mahoma, que es el único Profeta, puesto que no hay más Profeta que él, juro ser un verdadero creyente, y esto lo, afirmo bajo pena de condenación eterna».

El barón permaneció silencioso.

—¿Por qué no juras? —preguntó Culquelubi.

—Porque soy un caballero —respondió el pobre joven.

Culquelubi soltó una carcajada satánica.

—¡Basta ya de comedia! ¡Si no fueses el barón de Santelmo, ya te habría mostrado lo peligroso que es tratar de engañar a Culquelubi!

—¿Me conocéis? —exclamó el barón con estupor.

—Sabía quién eres; pero quise probarte. Tú no eres negociante de esponjas, sino un caballero de Malta que ha dado mucho que hacer a mis corsarios, y que hace pocos días estuviste a punto de echar a pique cuatro de mis galeras en aguas de Cerdeña. Ya ves que te conozco perfectamente. ¡Lástima que no seas musulmán! Porque si a tu edad eres tan valiente, ¿quién sabe lo que podrías hacer más adelante en nuestra compañía?

—Ya que sabéis quien soy, mandad que me den la muerte.

—¡Hay tiempo! —dijo Culquelubi con voz menos áspera—. Si quieres, todavía podrás salvar la vida y hasta obtener la libertad.

—¿Cómo?

—Confesando el nombre del fregatario que te ha conducido y el lugar donde se encuentra.

—¡Nunca! Un caballero, un Santelmo, no es traidor. ¡Antes que hacer eso prefiero la muerte!

—Eres de buena raza, y bajo un semblante femenil tienes un corazón de león; pero si renuncio a la idea de arrancarte el nombre del que te ha conducido aquí (que no puede ser otro que alguno de esos perros condenados que espero descubrir dentro de poco), debes decirme qué has venido a buscar en Argel.

—Asegurarme de si un amigo, hecho prisionero por vosotros, vive todavía.

—¿Y si se tratase de alguna amiga? —dijo Culquelubi, con sonrisa maliciosa.

El barón se estremeció y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación de sorpresa. Sin embargo, su palidez era tanta que no se ocultó a las escudriñadoras miradas de Culquelubi.

—He dado en el blanco, ¿no es cierto? —preguntó.

—No —respondió el barón con voz alterada por la angustia—. Se trata de un hombre, y, no de una mujer.

—Entonces me dirás quién es, y yo podré decirte si ha muerto o vive.

—No puedo decirlo.

—Pues me convenzo más de que se trata de una mujer.

—¡No es cierto!

—¿Todavía pretendes engañarnos? Perderás el tiempo inútilmente. Yo sé que se trata de una mujer; de una mujer a quien amas.

—¿La conocéis? —exclamó el barón con angustia.

—Ya ves que tú mismo te has vendido —añadió Culquelubi, siempre riendo—. Has descubierto el juego; pero aún no está ganada la partida.

—¿Qué queréis decir?

—Que deseo conocer el nombre de esa dama.

—¿Qué pretendéis hacer con ella?

—¿Yo? ¡Nada! Pero hay una persona que desea conocer su nombre.

—¿Una mujer?

—Eso lo ignoro.

—Hay una princesa mora que quiere saberlo, ¿no es cierto?

—¡Basta! ¡Delante de ti se encuentra el jefe de las galeras! —Dijo Culquelubi frunciendo el ceño y haciendo un gesto de impaciencia—. ¿Quieres decirme quién es esa cristiana y dónde se encuentra?

—Podéis matarme; pero no lo sabréis nunca.

—¡No siempre se muere pronto!

—Conozco el horror de vuestros suplicios.

—No de todos. Por última vez, ¿queréis decirme su nombre?

—¡No! —replicó el barón.

—¡Por la muerte de toda la cristiandad! ¡Mi paciencia se agota! —Aulló Culquelubi—. ¡No comprendo cómo he tenido calma para escuchar tanto tiempo!

Después, volviéndose hacia los dos negros, que habían permanecido impasibles como estatuas, les dijo:

—¡Manos a la obra!

Los dos negros alzaron una tienda situada enfrente del diván y que ocultaba una columna de mármol verde, de forma cuadrada, perfectamente lisa, con abrazaderas de hierro, y en cuya cima se veía un jarrón, del cual salía un pequeño tubo encorvado.

El barón miró aquel extraño instrumento de tortura, sin llegar a comprender su objeto, pues no veía sobre la columna mecanismo de ninguna especie, ni puntas de hierro, ni cuchillos para desgarrar las carnes.

A una señal de Culquelubi, los dos negros se apoderaron del barón y le condujeron hasta la columna, le apoyaron contra ella y le amarraron las piernas y los brazos con las abrazaderas de hierro para impedirle todo movimiento. Después le pasaron una correa por la frente, a fin de atarle la cabeza a la columna, y, por último, con una navaja de afeitar le rasuraron algunos cabellos, dejando descubierto en el centro del cráneo un redondel pequeño, del tamaño de una moneda de plata.

—¿Hablarás ahora? —le preguntó Culquelubi, que había vuelto a instalarse en el diván, saboreando una taza de café que acababa de depositar al lado suyo un criado negro.

—¡No! —respondió el barón, con acento firme.

—¿No sabes que la gota, cayendo continuamente, acaba por horadar la roca?

—No entiendo lo que queréis decir.

—Ahora lo sabrás —dijo, haciendo una seña con la mano.

De pronto, el barón sintió la impresión de una gota de agua que le caía en medio de la cabeza, sobre el punto privado de cabellos.

Palideció y cerró los ojos por un instante. Aquella gota fue para él una revelación. Empezaba a comprender el sentido de las palabras pronunciadas por el terrible corsario, y quizá por primera vez en su vida se sintió invadir por un terror pánico.

Por lo visto, aquel atormentador de cristianos quería horadarle el cráneo con una gota de agua. ¡Qué espantable suplicio había inventado el genio infernal de aquel bárbaro!

Miró a Culquelubi con ojos dilatados por el espanto. El corsario aparentaba no prestarle siquiera atención. Fumaba tranquilamente, siguiendo con la mirada las nubes de humo y bebiendo de vez en cuando un vaso de vino de España, a pesar de las prohibiciones del Profeta, mientras los dos negros, siempre inmóviles y silenciosos, habían recobrado su puesto cerca del diván, apoyándose en sus cimitarras.

En tanto, las gotas sucedían a las gotas, cayendo con pausada lentitud, siempre sobre el mismo punto, sin que el barón, a causa de la correa que le aprisionaba la frente contra la columna, pudiese hacer el menor movimiento.

Al principio, el infortunado joven había experimentado, en vez de un tormento, una cierta impresión de bienestar. Aquella agua fresquísima que le corría a lo largo de los cabellos, bañándole poco a poco el cuerpo y empapándole los vestidos, no era desagradable, especialmente en aquella galería, abrasada por los rayos del sol africano; pero después de un cuarto de hora comenzó a sentir una agitación nerviosa que aumentaba en intensidad, produciendo en sus oídos un zumbido extraño.

Aquella simple gota de agua le parecía que se hacía más pesada de minuto en minuto y que le azotaba el cráneo con mayor fuerza, como si el líquido se hubiera transformado en mercurio. A sus golpes repetidos, el cerebro se paralizaba, impidiéndole pensar. En sus células cerebrales reinaba una confusión extraña.

—Si este suplicio continúa, acabaré por volverme loco —murmuró—. Y, sin embargo, Culquelubi no me arrancará el nombre de mi Ida, porque semejante confesión constituiría su muerte. ¡Aquí veo el odio y los celos de Amina; el corazón me lo dice!

Miró a Culquelubi, que continuaba fumando tranquilamente. Los dos negros, siempre inmóviles, miraban el recipiente de la columna.

Un silencio profundo reinaba en la galería, silencio interrumpido únicamente por el monótono golpe de aquella maldita gota de agua que caía sin tregua.

Otro cuarto de hora transcurrió. La cabeza del desgraciado joven chorreaba por todas partes, y sus vestidos estaban completamente empapados de agua. Sobre el tapiz se había formado ya una mancha, que se extendía cada vez más.

Los dolores del atormentado eran ya tan intolerables, que el barón dudaba poder resistir a tan extraño suplicio. Le parecía que le golpeaban el cerebro con una maza. Las sienes le latían febrilmente, y los oídos le zumbaban con más fuerza que nunca. Empezaba a sentir escalofríos, y su cabeza daba vueltas.

Un gemido de dolor salió de sus labios.

Al oírlo, Culquelubi se levantó, mirando al barón irónicamente.

—Y bien, hermoso mancebo —dijo—; ¿qué te parece mi invención?

Creo que los más famosos inquisidores de España no habrían sido capaces de idear otra semejante.

¿Hablarás ahora?

—¡No! —respondió el barón con voz angustiada.

—Te advierto que no vas a poder resistir.

—¡Matadme!

—Tu vida no me pertenece.

—¡Maldito seas!

Culquelubi se encogió de hombros con indiferencia; volvió a tomar su pipa, la rellenó de tabaco y comenzó a fumar tranquilamente, diciendo:

—¡Esperaré; no tengo prisa!

El miserable estaba bien seguro de su triunfo. Aún no había transcurrido otro cuarto de hora más, cuando el barón fue acometido por un desvanecimiento que duró varios minutos.

El desgraciado, pálido como la muerte, con los ojos extraviados y casi fuera de las órbitas, se había desplomado, y habría caído al suelo a no ser por las abrazaderas de hierro que le mantenían como clavado a la columna.

Cuando volvió en sí deliraba como un loco. Palabras entrecortadas salían a borbotones de sus labios. Hablaba de galeras, de batallas, de Zuleik, de la vengativa princesa, de Cabeza de Hierro, de Malta, de la isla de San Pedro.

Culquelubi se había levantado de nuevo, y escuchaba con atención el delirio del joven, sin perder una sola palabra. En aquella actitud parecía una pantera en acecho espiando su presa, aunque en este caso la presa sólo debía ser una palabra.

De pronto, un nombre brotó de los labios del barón con un tono de voz desesperado:

—¡Ida! ¡Ida!

Culquelubi se estremeció de alegría.

—¡Acaso sea ese el nombre de la joven cristiana! —Dijo para sí—. Pero eso no bastará para satisfacer a Amina. ¡Es necesario saber algo más!

El barón, siempre presa del delirio, continuaba charlando como un insensato. En su cerebro conturbado, los pensamientos ya no guardaban orden alguno. Otro nombre pronunció poco después:

—¡Santaflora! ¡Ida de Santaflora!

Culquelubi experimentó un verdadero sobresalto. Aquel nombre no le era desconocido; le recordaba al audaz caballero de Malta que muchos años antes había osado acercarse a sus galeras hasta la bahía de Argel para bombardear la ciudad.

Una sonrisa satánica de triunfo se dibujó en sus labios.

—¡Ese es el nombre de la cristiana! —dijo—. Ahora ya sé todo lo que necesito. Buscaremos a esa esclava, y espero que habré de encontrarla entre los prisioneros de San Pedro; porque, si la memoria no me engaña, en esa isla es donde estaba edificado el castillo de Santaflora.

Todavía siguió escuchando. El infortunado joven, que en aquel momento parecía acometido de una locura furiosa, continuaba repitiendo el nombre de su prometida, confirmando cada vez más las sospechas de Culquelubi.

—¡Ida! —Exclamaba haciendo inauditos esfuerzos para romper las ligaduras que le tenían sujeto a la columna—. ¡Esos malditos te siguen! ¡Huye! ¡Huye! ¡El mirab…, el normando…, la falúa! ¡Amina te odia, te busca…, ansia tu muerte! ¡Huye! ¡Huye, amada mía!

Después le acometió un segundo desvanecimiento, más prolongado que el primero. En aquel momento, Culquelubi hizo una señal.

Los dos negros separaron las abrazaderas de hierro y recibieron en sus brazos el cuerpo inerte del barón, que apenas daba señales de vida.

—¿Qué hacemos con él? —preguntaron.

—¡He aquí un hermoso mancebo que podemos vender a buen precio! —dijo Culquelubi con una sonrisa de triunfo satánico—. Amina se divierte asesinando a mis genízaros. ¡También voy yo a permitirme otra diversión a costa suya! ¿Hay sitio en el presidio de Zidi-Hassan?

—Está lleno de esclavos, señor —contestó uno de los dos negros.

—¡Cualquier lugar es bueno para estos perros cristianos! Llevadle allá en compañía de su criado, y mandad en mi nombre que le curen. Decid también al comandante del presidio que esos dos hombres me pertenecen y que su cabeza responderá de su fuga.

Los dos negros levantaron el cuerpo del barón y lo llevaron fuera de la estancia con presteza.

El capitán general de las galeras se disponía a acostarse de nuevo en el diván, cuando por la parte opuesta de la habitación entró un oficial de su guardia, diciendo:

—Señor, una dama solicita permiso para entrar.

—¡Mándala al diablo! ¡Ahora tengo otra cosa que hacer!

—Es la princesa Ben-Abend, general.

¡Por la muerte de todos los cristianos! —Exclamó Culquelubi—. ¡A buena hora llega! Tendremos borrasca; pero la princesa me divierte mucho cuando rabia. ¡Dile que entre! Por fortuna —añadió—, cuando ella salga de aquí el cristiano estará en sitio seguro.

Apenas dichas estas palabras, Amina apareció en el umbral de la puerta. Bajó el velo que cubría su semblante, dejando descubiertos los ojos; pero Culquelubi, que la observaba atentamente, pudo notar que estaba palidísima.

—Acaso —pensó— se haya arrepentido de haberme confiado la misión de hacerle hablar.

—Culquelubi —preguntó la princesa con voz casi suplicante, colocándose delante de él—, ¿qué habéis hecho con el barón?

—Lo que me encargasteis que hiciera, Amina. Y a fe que no me explico que me hayáis dado el encargo de hacer cantar a ese cristiano, después de haber sacrificado la vida de mis soldados para defender la suya. Permitidme que os diga que abusáis un poco de vuestra elevada posición y un poco también de mi bondad.

—¿Qué os he hecho?

—Sacrificar la vida de mis soldados, repito.

—Vos sacrificáis la de muchos hombres —dijo Amina.

—Pero son cristianos, enemigos nuestros; infieles, en una palabra.

—Son hombres como vos —respondió la princesa—. En suma: ¿ha hablado? ¿Sí o no?

—¿Quién puede resistir a mis deseos?

—¿De modo…?

—Que la cristiana ha sido descubierta.

—¿Y quién es? —preguntó la mora, con los ojos centelleantes de rabia.

—La condesa de Santaflora.

Amina retrocedió dos pasos, diciendo:

—¡No! ¡Es imposible! ¡Ha mentido! ¡La condesa de Santaflora es la cristiana a quien ama mi hermano Zuleik! ¡Repito que es imposible!

—¡Ah! ¡Sería, en efecto, muy extraño! —Replicó Culquelubi—. ¿Conque Zuleik ama a una cristiana que es también amada por el barón?

—¡Os digo que no puede ser ésa!

—Más de veinte veces ha pronunciado su nombre el barón de Santelmo.

—¡Os ha engañado!

Culquelubi meneó la cabeza, diciendo:

—Es ella; estoy seguro; el barón deliraba, y en el delirio no se miente.

—¡Deliraba! —exclamó la princesa, mirándole dolorosamente—. ¿Qué habéis hecho con él? ¿Le habéis atormentado?

—¡Apenas! Unas cuantas gotas de agua; pero bien aplicadas; ¡eso sí!

—¡Qué le habrán enloquecido! —Gritó Amina—. Conozco vuestras artes diabólicas. ¡No he debido confiároslo!

—Si ese hombre no me hubiera sido confiado por la princesa Ben-Abend, a estas horas ya no se encontraría vivo —dijo fríamente Culquelubi—. Debierais darme las gracias por no haberle dado muerte.

—¡Sois implacable, Culquelubi! ¡Razón tienen en llamaros la más feroz pantera de Argel!

—En eso estriba mi fuerza —respondió el corsario con una sonrisa sardónica.

—¿Dónde está el barón?

—Está ya lejos.

—¿En qué sitio?

—Eso es lo que no puedo deciros.

—¡Quiero verle!

—¿Para salvarle?

—¡Eso no os importa!

—¡Alto, amiga mía! Olvidáis que es un cristiano, que yo soy un musulmán y que estoy, además, encargado de administrar justicia. Pude satisfacer un capricho vuestro, porque nada me iba en ello y porque siempre os he profesado una verdadera amistad; pero aquí termina todo. La condesa de Santaflora es vuestra, y yo os la dejo de buen grado, porque para mí no es más que una esclava. El barón es mi prisionero ahora, y permanecerá en mi poder.

—¡Cómo! —Rugió la princesa con furor—. ¿Os atreveréis…?

—¿A qué? ¿A conservar el prisionero? ¡Naturalmente! Los moros le habían denunciado como cristiano, y no había ordenado su prisión. Entonces le defendisteis vos, luego me lo restituisteis, y ahora lo conservo.

—¡Culquelubi, sois un infame!

—No; soy un defensor del islamismo y un implacable enemigo de los cristianos. Ni más ni menos.

—¡Dejadme verle, por lo menos!

—Seríais capaz de auxiliar su fuga.

—¡Le habéis asesinado!

—Juro sobre el Corán que está vivo y que dentro de algunos días acaso esté mejor que nosotros.

—¿Y esa cristiana?

—Ignoro dónde se halla; mas espero encontrarla pronto. ¿Qué pensáis hacer con ella?

—¡La mataré! —gritó Amina, con exaltación.

—¿Y vuestro hermano?

—¡No puede ser que la ame!

—Me han dicho que el conde de Santaflora había dejado una hija, y que ella fue dueña de vuestro hermano.

—¡Todo se conjura en contra mía! —exclamó la princesa con angustia.

Culquelubi se había levantado.

—Vos amáis al barón, ¿no es verdad?

—¡No sé si le odio o si le amo!

—¿Y una princesa mora, una descendiente de reyes musulmanes que lucharon siglos en España en defensa de nuestra fe, osaría…?

—¡También el sultán de Constantinopla, el jefe de los creyentes, ha amado a una cristiana!7 La mujer de Solimán, ¿no era, por ventura, una italiana? ¡Responded, Culquelubi!

El corsario, sorprendido, sin duda, por la pregunta, se limitó a encogerse de hombros.

—¡Por última vez, devolvedme al prisionero! —dijo Amina.

—¡Es imposible! —Respondió con acento inflexible Culquelubi—. ¡Se diría que me vuelvo protector de los infieles! El barón será un esclavo como los demás. Es todo lo que puedo hacer por vos, Amina.

—¡No sabéis aún de lo que soy capaz!

—¿Pretendéis matarme como a mis genízaros? —dijo en tono de burla Culquelubi.

—¡Ah! ¿Conque todos vais contra mí, incluso mi propio hermano? ¡Pues bien; Amina Ben-Abend os desafía!

Dicho esto se echó el velo sobre la cara y salió de la sala sin volver la cabeza, mientras Culquelubi retornaba a su diván, murmurando:

—¡Los descendientes de los califas de Córdoba y Granada degeneran! Sin embargo, hay que vivir alerta, porque Amina es capaz de inventar cualquier locura por vengarse.

CAPÍTULO III. LA PERSECUCIÓN DEL NORMANDO

Mientras el barón y Cabeza de Hierro, uno después del otro, eran capturados por los moros, el bravo normando, como hemos visto, se había lanzado delante de la banda de las cabidas con la esperanza de salvar a sus compañeros, y especialmente de librar con mayor probabilidad la propia piel, a la sazón tan peligrosamente comprometida.

El astuto fregatario no ignoraba que, de caer en poder de los moros, no emplearían con él contemplación alguna, y que no alcanzarían mejor suerte los valerosos marineros de la falúa.

Aunque su caballo estaba rendido por aquella larga carrera, con dos enérgicos espolazos le había obligado a emprender el galope, resuelto, como estaba, a aprovechar las pocas fuerzas que le quedaban al pobre cuadrúpedo.

Cuidándose, sobre todo, de perder de vista a los moros, se había ocultado en medio de un espeso bosque de encinas. Había formado su plan, y estaba seguro de librarse presto de sus perseguidores.

Mientras el caballo, haciendo un supremo esfuerzo, desfilaba por entre los troncos jadeante y casi sin aliento, el normando, sin cuidarse de la dirección que seguía, se irguió sobre los estribos para mirar atentamente por entre las ramas que se extendían sobre él horizontalmente.

Una vez desembarazado del mosquete, se anudó la capa al cuello para estar más libre. Sin embargo, había conservado las pistolas y el yatagán.

Los cabileños, cuyos caballos estaban rendidos de cansancio, se quedaron al otro lado del bosque.

—¡Ahora vais a ver lo que es bueno! —dijo el fregatario, alzándose de vez en cuando sobre la silla.

Cincuenta pasos delante de él, una gruesa rama de una encina colosal se extendía horizontalmente a cuatro metros del suelo.

El fregatario, que la había observado con atención, abandonó rápidamente los estribos, se arrodilló sobre la silla, manteniéndose en equilibrio, y cuando estuvo bajo la rama, alargó el brazo y se aferró a ella en el mismo instante en que daba al caballo un espolazo tremendo.

Con una destreza que habría envidiado el más ágil gimnasta se puso a horcajadas sobre la rama y se deslizó velozmente hasta el tronco. Llegado a él, ascendió hasta la copa, donde el follaje era más espeso, y se acurrucó entre las hojas.

El caballo, sintiéndose libre y más ligero, había continuado su carrera vertiginosa a través del bosque.

Todavía se escuchaba el galope precipitado del animal, cuando pasaron bajo la encina como un huracán los grupos de cabileños.

No sospechando la astucia del normando, seguían su desenfrenada carrera en pos del caballo fugitivo.

—¡He aquí lo que se llama una jugada de maestro! —dijo el fregatario, riendo silenciosamente—. Cuando alcancen a mi caballo y vean la silla vacía, creerán que me he roto los cascos contra un árbol, y no volverán a pensar en mí. Esperemos a que caiga la noche, y luego iremos a enterarnos de lo que ha sido del barón y de Cabeza de Hierro. ¡Si hubieran podido salvarse!

Estando cansadísimo, fue a sentarse en la bifurcación de una rama, y para mayor precaución se ató con la faja de lana para evitar una caída.

En lontananza se escuchaban todavía los gritos de los cabileños, que cada vez se alejaban más. Sin duda, el caballo galopaba aún por el centro del bosque.

Durante más de una hora el fregatario, estuvo apoyado entre las ramas, con el oído siempre alerta. En el bosque ya no se oía ningún rumor, y, sin embargo, no se atrevía a salir de su escondite.

No era el temor a los cabileños lo que le retenía en aquel sitio, sino a los moros y a los halconeros, que podían haber seguido sus huellas; y este temor le retenía tanto más, cuanto que estaba seguro de que su cualidad de fregatario le condenaba irremisiblemente a la muerte más horrenda.

Muchas veces, arrastrado por una impaciencia irresistible, había abandonado la rama salvadora, resuelto a bajar al bosque; pero el rumor de las hojas, producido quizá por alguna gacela, le impulsaba de nuevo a encaramarse en el árbol.

Tranquilizado al fin por el silencio que reinaba en la selva, y más aún por la oscuridad de la noche, que ya había cerrado completamente, se dejó deslizar a tierra.

Entonces cebó las pistolas, empuñó el yatagán y se atrevió a penetrar entre las plantas con el propósito de llegar a la colina, que no debía de estar muy lejos, según su presunción.

La noche era tan oscura que apenas se distinguían los troncos de los árboles a dos pasos de distancia.

El normando, que temía siempre caer en alguna emboscada preparada; contra él por los halconeros, avanzaba con extremada prudencia. Además, no sólo debía guardarse de los hombres, sino de las fibras, de los leones, que en aquel tiempo eran abundantísimos en las llanuras de Medeah, donde encontraban fácil y abundante presa en los aduares de las cabilas.

Más de una vez habían llegado a sus oídos crujidos de hojas secas y de ramas, que lo mismo podían ser producidos por gacelas inofensivas que por panteras o leones.

De pronto le pareció escuchar detrás de sí un rumor extraño que seguía sus pasos.

Se detuvo, apoyándose contra el tronco de un árbol, con la curiosidad de averiguar qué clase de animal se atrevía a darle caza.

—¡Veamos! —dijo—. ¡No me gusta ser seguido!

Se agazapó tras del árbol, teniendo el yatagán fuertemente apretado en una mano, y la otra apoyada en la culata de la pistola.

El extraño rumor cesó en aquel momento por completo. No obstante, se mantuvo inmóvil durante algunos minutos, procurando ver si distinguía algo bajo la sombra proyectada por la encina.

Un ligero crepitar de hojas secas le reveló que no se había engañado. Alguien le seguía, ya fuese un hombre o un animal.

Otro minuto transcurrió.

Entonces distinguió dos puntos fosforescentes que parecían acecharle.

—Si fuese un león, ya se habría anunciado con algún rugido —murmuró—. Por fuerza tiene que ser una pantera. ¡Después de los hombres las fieras! ¡He cometido una locura al desprenderme del mosquete! Pero ¡qué diablo!, ahora las recriminaciones son inútiles. Por otra parte, no estoy inerme, y si me acomete, tendrá que habérselas conmigo.

La fiera, pantera, león o lo que fuese, no parecía mostrar gran apresuramiento en lanzarse sobre el normando. Sin duda había advertido que el hombre estaba armado, y no osaba atacarle directamente, esperando ocasión más propicia para caer sobre él.

Así permanecieron ambos adversarios, uno frente al otro, largo rato. Por fin, el fregatario, impaciente, se decidió a moverse.

—Si no tiene coraje para embestirme es inútil que pierda el tiempo en esperarla —dijo—. Guardare las espaldas y procuraré llegar a la colina. Allá arriba estaré tranquilo.

Montó la pistola, por última vez miró a la fiera, que conservaba la más absoluta inmovilidad, y emprendió el camino, aunque sin dejar de volver la cabeza a cada instante.

Apenas había andado unos cuantos pasos, cuando dejó de ver los dos puntos fosforescentes.

—¿Habrá renunciado a seguirme, o habrá dado un rodeo para sorprenderme más adelante? —se preguntó, no sin cierta ansiedad.

Aunque el fregatario tenía una gran dosis de valor, no por eso dejó de inquietarle esta duda.

Decidido a apretar el paso para no dejarse preceder por la fiera, se lanzó a todo correr, procurando alejarse de los árboles, que cada vez abundaban menos.

De un solo aliento recorrió así doscientos pasos. Ya distinguía las márgenes de la selva, cuando sintió que se precipitaba sobre él una masa pesada que le derribó en tierra.

Por fortuna, tuvo tiempo de volverse y cayó, no de bruces, sino de espaldas. Entonces vio delante de sí un enorme animal que se le echaba encima. Rápido como el relámpago, le tiró una cuchillada de yatagán con toda la fuerza de su fornido brazo.

La fiera, herida, retrocedió. De un salto se había lanzado sobre una rama baja, y de otro salto se encontró en medio de las hojas, manifestando su dolor y su cólera con sordos bramidos.

El normando, salvado milagrosamente de una muerta cierta, se había levantado con prontitud y alzó el yatagán, creyendo que la fiera volvería al asalto.

Pero la pantera se limitó a sacudir la rama en que se había refugiado y a maullar como un gato furioso. Viéndola en aquella actitud, el normando volvió la espalda y huyó a todo correr, para ponerse en salvo en la colina, que empezaba a entrever entre el follaje de los últimos árboles.

En menos de cinco minutos llegó a la margen del bosque, encontrándose precisamente en el mismo sitio donde había ocurrido el encuentro entre el barón y los moros.

—¡Aquí fue donde nos separamos! —exclamó—. ¡Veamos si puedo hallar indicios de aquel caballero! ¡Qué veo!

Una masa blanca había atraído sus miradas. Aquella masa yacía sobre la hierba, y en torno suyo giraban siete u ocho animales semejantes a pequeños lobos, con las patas altas, la cola erguida y la piel rojiza, aullando lamentablemente.

—¡Si se reúnen aquí los chacales es que hay presa segura! —murmuró.

Y se lanzó hacia adelante, blandiendo el yatagán y gritando. Los nocturnos y siniestros animales huyeron en todas direcciones.

—¡Un caballo muerto! —exclamó el marinero, agachándose sobre la masa blanquecina—. ¿Acaso se habrá dejado coger el barón?

Se agachó un poco más y examinó atentamente el terreno. Entonces sus ojos tropezaron con una de esas pistolas de cañón con arabescos dorados que usan los moros. Un poco más lejos se veía una gran mancha de sangre.

—¡Aquí han dado muerte a un hombre! —dijo—. ¿Habrá sido el barón o algún moro? ¡Cuánto daría por saberlo!

Iba a continuar sus indagaciones con el objeto de ver si descubría alguna cosa que le permitiese adivinar lo que había ocurrido después de su retirada, cuando un disparo, seguido súbitamente por otro, resonó cerca de las márgenes del bosque.

En aquel momento se oyó un grito humano estridente y angustioso.

—¡A mí, Ibrahim! ¡Auxilio! —había gritado una voz.

—¡La pantera ha acometido á un hombre! —exclamó el normando.

Y sin pensar que podía encontrarse frente a frente de sus enemigos; no escuchando más que la generosidad y el propio valor, en vez de huir, el fregatario se lanzó en dirección del bosque.

El grito volvió a repetirse con mayor angustia:

—¡Auxilio, Ibrahim!

En dos saltos el normando llegó hasta los primeros árboles.

Una espantosa escena se ofreció entonces a sus ojos.

Un hombre, un moro de las cabilas probablemente, yacía en el suelo, y sobre él estaba una fiera: la misma que asaltó al normando pocos momentos antes.

El hombre se defendía desesperadamente, mientras la fiera se disponía a hundirle las garras en el cuello.

—¡Ah, canalla! —gritó el normando.

Y de un salto se lanzó sobre la fiera. Al advertir su presencia, la pantera se volvió con rapidez y se dispuso a embestir a su adversario.

El fregatario, rápido como el pensamiento, le descargó a boca de jarro la pistola sobre las abiertas fauces. Cegado por la sangre el feroz animal, y luchando con las convulsiones de la agonía, se arrojó de nuevo sobre el desgraciado que tenía bajo sus garras. Pero un segundo golpe de yatagán acabó con su vida en un minuto.

En aquel momento, otro hombre, armado con un enorme mosquete, se lanzó fuera de la espesura, gritando ansiosamente:

—¡Ahmed! ¡Ahmed!

—¡Llegas un poco tarde, amigo! —dijo el normando—. ¡El asunto ha concluido!

El recién llegado era un hermoso joven de elevada estatura, de facciones correctas y piel bronceada. Vestía un sencillo traje de tela gruesa, muy semejante a los que se usan todavía en algunas cabilas.

—¡Acabas de salvar a mi hermano! —dijo efusivamente—. ¡Te lo agradezco; mi gratitud será eterna!

—Veamos, ante todo, si he llegado a tiempo —replicó el fregatario, inclinándose sobre el herido.

El hombre que había sido atacado por la pantera procuraba incorporarse. Estaba cubierto de sangre, que brotaba en abundancia de dos profundas heridas que tenía en la espalda.

El terrible carnívoro le había clavado las garras en la carne; aunque, por fortuna, las heridas no ofrecían peligro de muerte.

El herido, que era también un joven muy robusto, no dejaba escapar ninguna queja. Al ponerse en pie alargó la mano a su salvador, diciéndole:

—¡Te debo la vida! ¡En cualquier momento que tengas necesidad de un amigo verdadero, acuérdate de Ahmed-Zin!

—¡He aquí dos amigos que un día podrán prestarme servicios preciosos! —pensó el normando.

Ibrahim se había quitado la faja que le ceñía el cuerpo y, empapándola en agua de un pozo que se encontraba en aquel sitio, lavó con mucho cuidado las heridas de Ahmed.

—¿Puedes andar? —Preguntó a su hermano—. Nuestro aduar no está lejos.

—Si no te disgusta, te ayudaré —dijo el normando, el cual buscaba un refugio para pasar la noche.

—Mi tienda es tuya, como tuyos son mis carneros y mis camellos —respondió Ibrahim—. Seremos muy dichosos teniendo como huésped un hombre tan valiente como tú.

—¿Dónde está tu aduar?

—Allá abajo, detrás de ese bosque.

El normando arrancó un pedazo de tela de su capa y vendó las heridas para contener la sangre, que manaba de ellas en abundancia. Después hizo que el pobre joven se apoyase en su brazo, y siguieron a Ibrahim, que los precedía con paso rápido.

En efecto, el aduar estaba muy cerca. Como todos los argelinos, se componía de dos tiendas de gruesa tela parda, de forma rectangular, rodeando un recinto formado por cañas secas y hojas de áloe.

En torno de las tiendas pastaban muchos carneros bajo la vigilancia de un enorme mastín y de un negro; un esclavo, seguramente.

El herido fue colocado sobre un lecho de pieles y de viejos tapices. Luego Ibrahim llevó al normando al exterior de la tienda, diciéndole:

—Eres mi huésped; manda.

—No pido más que una cena y una estera donde pueda acurrucarme un par de horas. Estoy hambriento y cansado.

—Tendrás todo lo que deseas —respondió el moro—. Espérame un momento.

Mientras preparaba la cena, ayudado por el negro, el normando se había dirigido hacia el vallado de cañas, y desde allí observaba con atención la colina, en cuya base se había separado del barón.

—Este moro debe de haber visto todo lo que ha ocurrido entre el barón y sus perseguidores. Es imposible que no sepa lo ocurrido esta mañana. Le interrogaré:

—Ya está servida la cena —dijo en aquel momento Ibrahim—. Entra en la tienda.

Sobre una estera, tapizada de hojas verdes, había dispuesto un cabritillo asado, tortas de harina cocidas al horno y magníficos racimos de dátiles.

El normando, después de beber un jarro de agua mezclada con leche de camella, la emprendió con el asado, las tortas y las frutas, con gran satisfacción, del pastor, que se mostraba satisfechísimo al verle hacer honor a la cena.

—¿Eres extranjero? —preguntó el moro después que el normando hubo saciado el hambre.

—Sí —respondió éste—. Soy de Túnez, y mi barca se encuentra ahora en Argel.

—¿De modo que te marcharás pronto?

—Dentro de cuatro o cinco horas, si puedes facilitarme un camello o un caballo.

—Todo lo que yo tengo es tuyo.

Escoge entre mis bestias la que más te agrade.

—¡Gracias! ¡Eres generoso!

—Tengo el deber de no negarte nada. Sin tu auxilio, la pantera habría devorado a mi hermano, pues lo que es mi ayuda hubiese llegado tarde.

—¿Volvíais del pastoreo?

—No; nos habíamos ocultado en el bosque para descubrir la fiera, que ha hecho verdaderos estragos en nuestro ganado. Tú nos has librado de ella.

—¡No hablemos más de eso!

—Y tú, ¿qué hacías en la selva?

—Me he extraviado siguiendo a una gacela que había herido esta mañana y que los halconeros perseguían.

—Entonces estabas con los moros que cazaban en la llanura —dijo el pastor.

—Sí; estaba con ellos.

—Debió de estallar una pendencia entre esas gentes —añadió Ibrahim—. ¿Estabas tú presente?

—¿Una pendencia? —exclamó el normando, fingiendo la mayor sorpresa.

—¿No lo sabes?

—No; porque, como acabo de decirte, me había separado de los compañeros para seguir a una gacela.

—Y hasta han matado a uno —prosiguió el cabileño—; a un moro.

—¿Y por quién fue muerto?

—Por un joven marroquí.

—¿Montaba su caballo blanco?

—Sí —respondió el cabileño—. Debía de ser un joven muy valiente y muy diestro en el manejo de las armas, porque antes de rendirse derribó a un jinete, y después el caballo de otro.

—¿Y le mataron? —preguntó el normando.

—No; porque poco después volví a verle en la silla, rodeado de los hombres que le habían seguido.

—¿Estás seguro de ello?

—¡Y tanto! ¡Cómo que estaba escondido detrás de una roca a menos de cincuenta pasos del sitio de la pelea!

El normando respiró con satisfacción.

—¡Le han aprisionado! —pensó—. ¡Entonces, aún no está todo perdido!

Y después, volviéndose hacia el cabileño, dijo en alta voz:

—¿Has observado a un moro ricamente vestido que montaba un soberbio caballo morcillo?

—Sí, y puedo decirte que él fue quien impidió a los otros que diesen muerte a aquel bravo joven. No debía de ser el único prisionero ese joven.

—¿Por qué?

—Porque poco antes vi en su compañía otro que huyó por el bosque.

—¿Y no le siguieron?

—Sí, muchos cabileños que estaban de paso, a los cuales quizá aquellos moros habían prometido un premio si llegaban a capturarle.

—¿Y le prendieron?

—No lo sé, porque no he visto volver al fugitivo ni a sus perseguidores.

—Pues mañana sabré el motivo que ha causado esa contienda. Dame un tapiz o una estera, prepárame un camello o un asno, si es que lo tienes, y déjame dormir hasta media noche.

—Se hará todo lo que deseas. Pero no olvides que espero volver a verte un día. Desde hoy te considero como un hermano.

—Muchas gracias —respondió el normando—. Es posible que todavía tenga necesidad de mi hermano Ibrahim.

El negro había preparado un lecho de pieles de cordero en la otra tienda, que estaba próxima a la ocupada por el herido.

El normando, que estaba rendido de fatiga, se arrojó sobre las pieles y se durmió a los pocos momentos, mientras el negro y el cabileño, sentados cerca del fuego, velaban por la seguridad del ganado.

A media noche, una mula, elegida entre las cuatro o cinco que poseía el cabileño, se encontraba enjaezada.

—¡Hermano, ya es hora! —dijo el pastor, sacudiendo suavemente al fregatario.

El normando se puso de pie.

—Hace buen tiempo —dijo— y llegaré a Argel sin tormenta.

—¿Te vas enseguida? —preguntó Ibrahim.

—Sí; me corre prisa llegar a la ciudad.

—Espero que volveremos a vernos. Acuérdate de que dejas aquí dos hermanos.

—¡Gracias; no lo olvidaré! Saluda al hermano Ahmed, a quien espero ver curado pronto.

—¡Qué Dios te guarde y el santo Profeta te proteja!

El normando abrazó al cabileño y montó en la mula, que trotaba como un caballo.

—¡Vamos a ver al mirab ante todo! —murmuró—. ¡El me aconsejará lo que debe hacerse!

Y jinete y mula se perdieron poco a poco en la llanura silenciosa.

CAPÍTULO IV. EN LA ERMITA DEL «MIRAB»

Seis horas después, es decir, un poco antes de que despuntase el alba, el normando llegaba felizmente detrás de la Casbah y se detenía delante de la morada del ex templario.

Viendo brillar a través de las rendijas de la puerta un hilo de luz, se apresuró a llamar, después de haber atado la mula al tronco de la encina que crecía al lado de la pequeña habitación.

La voz del viejo respondió en el acto.

—¿Quién me busca?

—¡El normando!

La puerta se abrió.

—¡Te esperaba! —Dijo mirab, haciéndole entrar y cerrando la puerta—. Traes malas noticias; ¿no es cierto, Miguel?

—¿Luego sabéis…?

—Ayer he visto entrar en la ciudad a Zuleik, que conducía prisionero al barón de Santelmo, escoltado por algunos moros.

—Entonces es inútil que os cuente…

—Al contrario, debes contármelo todo —dijo el mirab.

El normando no se lo hizo decir dos veces. El viejo le escuchó atentamente sin interrumpirle; después, cuando el fregatario hubo terminado la reseña de aquella desgraciada expedición, dijo:

—¡Lo había previsto!

—Hemos estado desgraciados, señor, y nada más. Ahora quisiera saber lo que hará Zuleik con el barón. ¿Le denunciará a Culquelubi?

—Lo dudo.

—¿Por qué?

—Porque hay una persona que le protege y a quien todo Argel respeta.

—¿Aquella dama mora?

—Sí, y hoy he sabido quién es —dijo el mirab, sonriendo—. Tú sabes que tengo muchas relaciones y hasta una especie de policía secreta que me ayuda en las evasiones de los pobres cristianos.

—Eso no es nuevo para mí.

—¿Sabes quién es aquella dama?

—No acierto a adivinarlo.

—La princesa Amina Ben-Abend, la joven viuda de Sidi-Alí-Mamí, el famoso navegante del Mediterráneo; la hermana de Zuleik; en suma.

—¡Voto a mil bombardas! —exclamó el normando—. ¡Qué extraña combinación! ¡La hermana de Zuleik protectora del barón! ¡Entonces está a salvo, a menos que el hermano consiga arrancárselo a viva fuerza! ¡No se atreverá a ponerse enfrente de Amina! ¡La energía de esa mujer es indomable! ¿Estará quizá enamorada del barón?

—Es posible —respondió el mirab.

—¿Y si el barón, que ama a la condesa, no corresponde a su cariño?

—En eso está el peligro. Amina no le perdonaría nunca semejante afrenta, y se vengaría de una manera implacable.

—Y probablemente haría también víctima de su odio a la misma condesa.

—Pero ella está segura dentro de las murallas de la Casbah.

—¿Qué decís?

—Lo que oyes. La condesa de Santaflora ha sido elegida por los agentes del bey, y conducida a la Casbah como esclava.

—¡Entonces está perdida, lo mismo para el barón que para Zuleik!

—En efecto; no será fácil libertarla de aquel lugar. No obstante, prefiero verla esclava del bey a que se encuentre en poder de Zuleik. Yo tengo entrada franca en la corte, en mi calidad de jefe de los derviches, y no me será difícil verla, y aun hablarla, pues hasta que entre en el harén no puede ser recluida en absoluto, y en el harén no puede entrar en algunos meses.

—¿Y por qué no antes?

—Porque, ante todo, tiene que aprender la lengua árabe, tocar la tiorba y cantar; es decir, transformarse en una verdadera musulmana, y estas cosas no se aprenden en quince días.

—Nunca he necesitado más tiempo para salvar a un cristiano y preparar su fuga del presidio.

—La Casbah no es un presidio, y —tendremos que vencer dificultades enormes para robar a la condesa. Pero ya llega el alba, y debo ir a la mezquita. ¿Quieres aguardarme aquí? Espero traerte noticias del barón.

—Desearía ver a mis gentes.

—Tu falúa sigue en el puerto y nadie se cuida de ella. Yo haré que tus marineros conozcan tu regreso. No es prudente, después de lo ocurrido, que te aventures por las calles de Argel, y mucho menos habiéndote visto Zuleik y sus moros. Aquí tienes una buena cama, víveres, tabaco y alguna botella de buen vino. Como ves, hay más de lo necesario para no aburrirse.

—No puedo pedir más —respondió el normando—. Dormiré algunas horas, porque aún tengo necesidad de descanso. ¿Cuándo volveréis?

—Después del mediodía.

Dicho esto, el mirab se echó sobre los hombros el abrigo, tomó el bastón y salió a la calle.

Una vez cerrada la puerta, el normando se echó en la cama y reanudó el sueño que había interrumpido la noche anterior.

Cuando abrió los ojos ya era más de mediodía y, sin embargo, el mirab no se había presentado aún. Pero no le inquietó aquella tardanza, pues sabía que el viejo gozaba de mucha consideración entre los berberiscos a causa de su condición de jefe de una de las Órdenes religiosas más respetadas.

Se preparó la comida, a la cual hizo mucho honor, acompañando los manjares con un par de botellas que el viejo templario tenía escondidas en la tumba donde después de su muerte debía ser enterrado el santo musulmán.

Transcurrió el día entero sin que el viejo apareciese.

—¿Qué le habrá pasado al mirab? —se preguntaba el normando.

Salió muchas veces a la puerta, esperando verle volver; pero en vano. Un poco inquieto ya, se preparaba a desatar la mula, decidido a seguir hasta la casa del renegado, cuando le vio regresar. No obstante su edad avanzada, el ex templario marchaba deprisa.

—No me esperabas ya, ¿verdad, Miguel? —dijo el viejo, entrando y dejándose caer sobre el diván.

—En efecto; estaba muy inquieto por vuestra tardanza.

—Tengo muchas cosas que contarte.

—¿Buenas?

—El mirab bebió un trago de vino que el normando le escanciaba, y después replicó con cierto mal humor:

—No son muy buenas, en efecto. La hermana de Zuleik ha comprometido gravemente al barón.

—¿Comprometido?

—De tal modo que dudo que pueda librarse de las iras de ese monstruo de Culquelubi.

—¿Qué decís?

—Traicionado no sé por quién, pero probablemente por los moros o halconeros que acompañaban a Zuleik en su partida de caza, ha sido denunciado al capitán general.

—¿Y ha sido arrestado? —preguntó el normando, palideciendo.

—Todavía no. La princesa dispuso que sus gentes recibieron a los genízaros de Culquelubi a mazazos, poniéndolos en fuga y arrancando al caballero de su poder, después de matar a algunos de ellos.

—¿Y adónde le han llevado?

—Eso se ignora; pero Culquelubi dará con él, y entonces se vengará, a pesar de la princesa.

—Si llegan a prenderle, yo también me veré envuelto en la catástrofe. Le pondrán en el tormento para saber quién ha sido la persona que lo ha conducido a Argel.

—Ese caballero se dejará matar antes de descubrir tu nombre —respondió el mirab.

—¿Y creéis que el otro resistirá?

—¿Cuál otro?

—Su criado.

—¿Cabeza de Hierro?

—Sí.

—No había pensado en él.

—¿Sabéis si también está preso?

—Lo está, Miguel.

—Pues entonces mi muerte es cosa segura —dijo el normando, palideciendo—. ¡Ese bravucón nos denunciará a todos por salvar la piel!

—Todavía no se encuentra entre las garras de los genízaros de Culquelubi —dijo el mirab—. ¿Quién sabe dónde le habrá escondido la princesa? Pero, en fin, pronto sabremos todo lo que sucede en el palacio del capitán general. Un esclavo cristiano nos informará de todo.

—¿Y no tenéis ninguna noticia de la condesa?

—No me ha sido posible entrar en la Casbah, porque el bey tenía que recibir hoy a una embajada francesa. Mañana trataré de verla.

—¿Y mis gentes?

—Ya saben que has vuelto y que no corres peligro alguno. Cenemos, y después a dormir. No soy un chico, y los años cada vez me pesan más.

La cena no fue muy alegre. Ambos estaban preocupados; su pensamiento volvía siempre a Culquelubi, pues temían, con razón, que aquel monstruo realizara una de sus frecuentes venganzas.

A la mañana siguiente, sus temores se redoblaron. Un cristiano disfrazado de árabe les había llevado las gravísimas noticias que ya conocen los lectores de esta verídica historia. La captura del barón en el castillo de la primera mora, su interrogatorio y las confesiones arrancadas por el delirio del tormento, y, por último, su conducción, en compañía de Cabeza de Hierro, al presidio de Zidi-Hasan.

—¡La catástrofe no puede ser más completa! —dijo el normando cuando se encontró a solas con el mirab—. Comienzo a desconfiar del buen éxito de nuestra empresa, señor, y siento que el más profundo desaliento se apodera de mí.

—Haces mal —respondió el ex templario.

—¿Qué decís?

—El presidio de Zidi-Hasan no es la Casbah, y aunque Culquelubi haya conseguido apoderarse del barón, cosa que yo no creía, no dudo de conseguir su huida. No será el primero a quien haya libertado.

—Los genízaros velarán sobre él. Me sorprende que el capitán de las galeras, tan feroz siempre con los cristianos, no haya mandado empalar a ese pobre joven.

—También a mí me admira —dijo el mirab—. Los cristianos sorprendidos en Argel nunca encontraron gracia cerca de esa pantera, y ha mandado matarlos con los suplicios más atroces.

—Así es.

—Debe de andar en ello la mano de la princesa. De fijo, Culquelubi no se ha atrevido a inmolar a un hombre protegido por la hermana de Zuleik.

—¿Es posible que la princesa logre sacarle del presidio?

—Eso mismo estaba pensando en este momento, y quizá…

—¿Qué?

—Quizá me atreva a intentar un golpe de audacia.

—¿Cuál?

—Ir a ver a Amina.

—¡Os comprometeríais! ¡Un jefe de los derviches entremeterse en la liberación de un cristiano! ¡Pensadlo bien, señor!

—Está pensado.

—¿Qué vais a hacer?

—Ir a verla —respondió el viejo, con acento resuelto—. Esa generosidad de Culquelubi me infunde miedo.

—¿Por qué?

—Porque temo que haya respetado la vida del barón y la del catalán con la esperanza de poder arrancarles otras confesiones que podrían envolver mi ruina, la tuya y hasta la de tus gentes. Sé que Culquelubi ha jurado la destrucción de los fregatarios, que todos los años roban un buen número de esclavos, y estoy convencido de que hará todo lo imaginable para descubrir a los que han conducido al barón a Argel.

—¿Eso teméis?

—Eso temo. Si ayer no pudo obtener esa confesión, la obtendrá otro día. ¡Oh! Conozco la astucia y la ferocidad de ese hombre, y si no nos apresuramos a arrancar los prisioneros de sus manos, ninguno de nosotros puede estar seguro de ver el alba o el anochecer de mañana.

—¡Me aterrorizáis, señor!

—Ya ves que debemos obrar. Si consigo recabar el auxilio de la princesa, Culquelubi acabará por perder la partida. Los Ben-Abend son poderosos.

—¿Y Zuleik?

—De ése hemos de guardamos, pues tenemos interés en que no sepa nada, toda vez que no habría de ayudarnos a salvar a un rival.

—Cierto.

—¡No perdamos tiempo!

—¿Estáis decidido?

—Más que nunca.

—¡Pensadlo bien!

—Todo está reflexionado.

—¿Podré seros útil?

—Tú rondarás por las cercanías del presidio. ¡Quién sabe! Acaso puedas recoger alguna noticia acerca del barón.

—Lo haré.

—Evita, sin embargo, las calles frecuentadas y cambia de traje; los disfraces no faltan en Argel.

—¿Queréis utilizar mi mula?

—Sí —respondió el mirab—. Esta noche nos volveremos a ver aquí o en casa del renegado.

El normando le ayudó a montar sobre la cabalgadura.

Después, el viejo se puso en camino con dirección a la ciudad. Hacía ya mucho tiempo que conocía el palacio de Amina, uno de los más espléndidos de la ciudad de Argel.

Para pasar inadvertido, el viejo mirab cruzó por las calles más extraviadas, y a eso de las diez de la mañana se detenía delante del palacio de los Ben-Abend, siendo saludado por la guardia.

Su condición de jefe de los derviches le abría todas las puertas.

Descendiendo de la mula, el viejo se dirigió a uno de los criados y le dijo:

—Advertid a la señora que deseo verla.

Pocos momentos después, el mayordomo apareció en la entrada de palacio y acompañó al mirab hasta la puerta de una cámara lujosísima, adornada con tapices y divanes del mejor gusto. Sobre un pebetero dorado ardían suavemente los más delicados perfumes, esparciendo por toda la habitación aquel olor delicioso de que tanto gustan las poblaciones del África septentrional.

Amina, espléndidamente vestida, se encontraba ya recostada en uno de los divanes de aquella habitación.

Al ver entrar al mirab se había incorporado ligeramente, levantando el velo de muselina hasta la altura de los ojos.

—Salan Alikun8, Amina Ben-Abend —dijo el viejo, inclinándose.

—Y contigo, santo varón —respondió la princesa—. ¿A qué debo el honor de la visita del jefe de los derviches? Si se trata de edificar alguna nueva mezquita o cualquier ermita, la bolsa de los Ben-Abend está abierta y puedes disponer de ella libremente, mirab.

—Mi venida no se relaciona con nuestra religión, princesa. Se trata de la salvación de un hombre que quizá interese a Amina Ben-Abend.

La mora no pudo contener un gesto de asombro.

—No te comprendo, santo varón —dijo después de un momento de silencio.

—Entonces, ¿a qué obedece vuestro asombro? Tengo la seguridad de que conocéis el nombre de la persona de quien os hablo.

La princesa le miró fijamente, sin decir una sola palabra.

—Vengo a hablaros del barón de Santelmo, de ese infortunado joven a quien habéis salvado de las garras de los genízaros de Culquelubi.

Presa del mayor asombro, Amina se levantó bruscamente y miró al viejo con un estupor imposible de describir. Una oleada de sangre había teñido su semblante color de púrpura.

—¿Tú? —exclamó—. ¿Tú, un mirab, un fanático musulmán, se interesa por un cristiano, por un infiel? ¿Es eso lo que dices?

—Sí, princesa —respondió el viejo con voz pausada—. Yo, jefe de una de las corporaciones religiosas más potentes, he dispensado mi protección al caballero de Santelmo. ¿Eso os asombra?

—¿Y no hay motivo para ello? Hasta hoy he oído a los ulemas y a los derviches tronar contra los infieles y predicar el exterminio de los cristianos.

—Los otros, sí; yo, no —dijo el ex templario—. Para mí, el cristiano es un hombre como el musulmán. Ambos han sido creados por Dios.

—¡Es un santo varón! —exclamó como hablando para sí la princesa. Luego, mirándole fijamente, dijo:

—¿Has conocido al barón?

—A él, no; pero sí a su padre.

—¿A su padre? ¿Cuándo?

—Hace ya muchos años. Entonces no era yo ni viejo ni mirab.

—¿Y por qué te interesas ahora por el hijo?

—Deseo pagar una deuda de gratitud a su padre, que me salvó la vida un día, y ahora trato yo de salvar la de su hijo. Por eso acudo a vos, princesa.

—¿A mí?

—Sabed que ese pobre joven está en las manos de Culquelubi.

—Lo sé —murmuró Amina con voz trémula.

—Es preciso libertarle, y no dudo que vos, princesa, me ayudaréis a ello.

—Entonces, ¿ignoras que fui yo misma quien lo entregó a Culquelubi?

—¿Vos? —exclamó el mirab con tono de censura.

—¡Sí, yo! Yo, que dominada por el demonio de los celos, cometí una indignidad. ¡Qué loca fui! ¡Culquelubi no le libertará nunca!

—¿Celosa de quién?

—¡De la condesa de Santaflora, de una cristiana!

—¿De su prometida?

—¿Prometida has dicho?

—Sí.

—¡Ah! —Replicó Amina con doloroso acento—. ¡En tal caso debo considerarle perdido para mí!

Al decir esto se puso en pie y empezó a recorrer la habitación agitadamente. Después, volviéndose hacia el mirab, exclamó con tono conmovido:

—¡Los celos me impulsaron a cometer una locura! Comenzaba a amar a ese joven, que me recordaba a otro a quien adoré apasionadamente en mi juventud, cuando recorrí Italia en compañía de mi padre, buscando a Zuleik, robado por un corsario maltés. Reconozco que he cometido una infamia; ¡pero yo te juro sobre el Corán, mirab, que arrancaré esta pasión de mi pecho, y que he de poner todas mis fuerzas y mis riquezas a tu disposición para rescatar al barón de Santelmo!

—Sabía de antemano que la princesa Ben-Abend me ayudaría.

Dos lágrimas rodaron por las mejillas de la joven.

—¡Sí; he realizado una locura —dijo con voz triste—, cuyas consecuencias me fue imposible medir! ¡Una descendiente de los califas no puede llegar a ser la esposa de un caballero cristiano! Eso habría traído el deshonor sobre mi casa, y todos los mahometanos me habrían maldecido. ¡El odio religioso no disculparía la pasión de Amina!

Se volvió a sentar silenciosamente, sin cuidarse siquiera de ocultar sus lágrimas, y luego, con la mayor amargura, continuó:

—¡Y, sin embargo, yo amaba a ese joven de ojos azules y de cabellos rubios! ¡Le amaba por su valor antes de que le hubiese conocido! ¡Cuándo mi hermano me hablaba de él, de su valentía y gentileza, de su audacia en el terrible combate de San Pedro, sentía por ese hombre una admiración profunda y en el ánimo una viva turbación, pues una voz misteriosa me decía que el destino le pondría delante de mí! ¡Ese joven me recordaba un idilio comenzado en Italia con otro caballero, idilio terminado trágicamente aquí, en esta nefasta Argel, cueva de panteras sedientas de sangre! ¡Oh, días felices de mi juventud, transcurridos bajo el hermoso cielo de Italia, cuántas veces os recuerdo! ¡Todavía habría podido sentir idénticas emociones si el barón de Santelmo no hubiera conocido a esa cristiana! ¡Tú no sabes, mirab, qué sueños de venganza turbaron mi mente cuando llegué a saber que el cariño del barón me lo disputaba otra! ¡Si ayer hubiese descubierto a esa mujer, la habría inmolado con mis propias manos! ¡Pero basta ya! ¡La locura ha pasado, y la calina volverá poco a poco a mi corazón! ¡Sí; Amina no renegará de la fe de sus padres! Y ahora, dime, mirab: ¿qué puedo hacer por el barón? ¡Habla, antes de que pueda arrepentirme!

—Debemos salvarle, libertándole del presidio.

—¿Y no será eso una empresa superior a nuestras fuerzas? Culquelubi habrá ordenado que lo vigilen constantemente. Sin embargo, no desespero de alcanzar su libertad.

—¿Qué pensáis hacer?

—Tengo esclavos de una fidelidad a toda prueba y oro en abundancia. Con tales elementos, yo creo que se puede hacer una tentativa.

—¿Cuál?

—Comprar a los guardianes del presidio y sacar de él al barón. Déjame a mí el cuidado de preparar todo lo necesario para ello.

—Yo puedo poner a vuestra disposición doce marineros conducidos por un fregatario que no tienen miedo a los genízaros de Culquelubi.

—¿Es el mismo que ha conducido al barón? —preguntó Amina.

—¿Le conocéis quizá?

—Mis esclavos me habían informado de que el caballero llegó a bordo de una falúa mandada por un fregatario.

—Me asombra que vos, como musulmán, no hayáis denunciado a ese marinero.

—Yo no odio a los cristianos, y deploro su suerte. Dirás a esos hombres que estén preparados para ayudar a mis negros.

—¿Cuándo obraremos?

—Lo más pronto que sea posible, porque temo que Culquelubi tenga algún siniestro proyecto contra el barón. Hoy mismo sabré en qué calabozo están encerrados los prisioneros, y mañana por la noche intentaremos dar el golpe.

—¿Y luego?

—¿Qué más quieres?

—¿Y la cristiana?

Un relámpago de ira brilló en el rostro de la mora.

—¡La cristiana! —dijo—. ¡No!

¡Nunca, nunca tomaré parte en su libertad! ¡En esa mujer pensarás tú, mirab!

—¡Sea! —replicó el viejo, levantándose—. Hasta mañana, princesa, y contad con los marineros del fregatario.

CAPÍTULO V. EL PRESIDIO DE ZIDI-HASAN

El presidio de Zidi-Hasan era uno de los más terribles de los seis que había en Argelia, y también el que gozaba de la más triste celebridad, no teniendo que envidiar nada a las horribles prisiones de Salé, tan temidas por los esclavos cristianos.

Mientras en los otros presidios había espaciosos patios y vastas terrazas en los cuales los esclavos podían pasear libremente, y celdas sobre tierra, en Zidi-Hasan faltaba una cosa y otra. Los calabozos eran todos subterráneos, húmedos, tenebrosos, y pululaban en ellos verdaderos enjambres de escorpiones. Aquellas mazmorras recibían solamente un poco de aire a través de postigos pequeñísimos, defendidos por enormes barrotes de hierro, tan espesos que apenas permitían pasar la luz.

Y como si esto no bastara para evitar la evasión de los prisioneros, la mayor parte de ellos estaban encadenados y con centinelas de vista noche y día.

Nada más terrible que la existencia que llevaban en aquellos calabozos los esclavos cristianos. Su lecho consistía en un montón de paja húmeda, y su alimento en un pedazo de pan moreno. Por la menor infracción, por el más pequeño acto de rebeldía, eran azotados sin misericordia. Una tentativa de evasión se castigaba con la muerte más espantosa: unas veces el reo era atravesado por hierros enrojecidos; otras era arrojado en fosas llenas de cal viva, y otras, descuartizados sin piedad.

Tal era el presidio de Zidi-Hasan, el más espantoso de todos, y cuyo solo nombre hacía temblar de horror a los treinta y seis mil esclavos de ambos sexos que en aquella época se encontraban en Argel.

El barón, presa todavía del delirio que le produjo el tormento ordenado por Culquelubi, había sido encerrado por orden de éste, y en compañía de Cabeza de Hierro, en uno de aquellos horribles calabozos subterráneos, abiertos en la proximidad del mar, bajo una de las cuatro torres que defienden el presidio por la parte del golfo.

Por un capricho inexplicable, que no debía atribuirse a generosidad, el capitán general había dado órdenes de no encadenarlos, pero dispuso que se doblasen los centinelas delante del postigo que iluminaba la mazmorra y de la puerta que cerraba el calabozo.

Apenas entró en él, el barón había caído en un profundo letargo, que era de buen augurio. La exaltación producida por aquellas malditas gotas de agua había ya cesado, sin causar en el cerebro una gran perturbación, a juzgar por el aspecto del preso.

Aquel sueño tan repentino, que casi parecía un síncope, había, no obstante, asustado mucho a Cabeza de Hierro, cuyo cerebro no se encontraba en mejor situación que el de su amo.

—¡Va a morir entre mis manos! —Se decía el desventurado catalán—. ¡Pobre de él, y pobre de mí también! ¡Van a cortarnos en pedazos, a despedazarnos entre potros, o nos arrojarán a alguna fosa llena de cal! ¡No; no saldremos vivos de las uñas de estos antropófagos, hijos del demonio!

Al decir esto se había acercado al barón, el cual yacía inerte sobre la húmeda estera. Entonces le contempló con los ojos doloridos y dilatados por el espanto.

En aquel momento, algunas palabras confusas salían de los labios del joven.

El caballero soñaba y hablaba en voz alta. Su cerebro, perturbado aún por aquel horrible tormento, evocaba recuerdos lejanos.

—¡Ahora la veo! —murmuraba—. ¡Allí está! ¡En la terraza! ¡Mira hacia el mar y saluda a mi galera! ¡He aquí la playa de San Pedro! ¡Pronto volveré a verla! ¿Qué es lo que hace Zuleik? ¿Por qué mira él también al mar? ¡Piensa en traicionarnos! ¡Me parece que busca una espada! ¡Me acecha como una pantera hambrienta! ¡Ese hombre me será fatal! ¡Guárdate de él, Ida! ¡Es astuto como la sierpe de la tierra africana!

—¡Pobre señor! —Volvió a decir Cabeza de Hierro, con voz lastimera—. ¡Sueña con su prometida, a quien no volverá a ver! ¡El día que volvamos a ver el sol será el último para nosotros! ¡Qué bien estábamos en aquel maravilloso palacio de la princesa mora! ¡Ah, infortunado Cabeza de Hierro! ¡Aquí acabarás tu honrada carrera, y la maza de armas de tus abuelos no volverá a Cataluña!

Y al decir esto se acurrucó cerca del barón, el cual en aquel momento parecía dormir tranquilamente. El silencio que reinaba en el calabozo sólo era interrumpido por el andar acompasado de los vigilantes genízaros.

De cuando en cuando, sin embargo, algún grito que parecía salir de debajo de la tierra resonaba lúgubremente, acompañado de un siniestro rechinar de cadenas.

A pesar de su angustia, el catalán estaba ya a punto de dormirse, cuando sintió rechinar los goznes de la puerta.

Un guardián de aspecto áspero, y que llevaba en la mano un enorme látigo, entró en el calabozo, acompañado de dos genízaros con las cimitarras desenvainadas.

—¿Quién de ambos es el criado? —preguntó en pésimo italiano, encarándose con Cabeza de Hierro.

—¡Yo soy! —balbuceó el catalán, palideciendo.

—Pues, bien; sígueme, perro cristiano.

—¡Permitidme que vele por mi amo!

—¡De eso se encargarán los escorpiones! Y, además, me parece que ahora no te necesita, porque duerme.

—¿Qué desean de mí?

—Creo que tratan de escaldarte las plantas de los pies —respondió el guardián con un guiño de burla.

—¡Yo no he hecho mal a nadie!

—Eres un perro cristiano, y eso basta. Conque, ¡andando, vientre redondo, si no quieres que te haga bailar con el látigo como a un mico!

—¡Tened compasión de mi pobre amo!

—¡Nadie se lo comerá, porque los centinelas no son leones ni leopardos!

—¡Infortunado de mí! —gimió Cabeza de Hierro.

Un puntapié vigoroso le hizo levantarse del suelo precipitadamente.

—¡Condenados mahometanos! —Dijo para sus adentros—. ¡Si tuviese aquí la maza de hierro, yo os haría respetar al último descendiente de los Barbosas!

—¡Adelante, poltrón! —Gritó el carcelero—. ¡Estás temblando como una gacela!

—¡Yo! ¡Cabeza de Hierro!

—¡Cabeza de palo, andando!

Los dos genízaros, a una señal del carcelero, le habían cogido por los brazos, sacándole a empellones fuera del calabozo. El mísero catalán, un poco reacio y un mucho aterrado, fue llevado a una sala subterránea bajo el patio del presidio.

En poco estuvo que Cabeza de Hierro no cayese al suelo al ver en torno suyo garfios de acero, cuchillos puntiagudos, calderas gigantescas que debían de servir para el suplicio llamado de sciamgat, y para colmo de horror cuatro cabezas clavadas en garfios, que todavía goteaban sangre.

—¿Es esto un matadero? —preguntó, balbuciendo y castañeteando los dientes con terror.

—¡Sí, de los cristianos! —dijo el guardián con sonrisa atroz—. ¿Qué es esto? ¿Te sientes malo? ¡Estás lívido como la muerte! ¡Ea, voy a colorearte las mejillas con la sangre de tus compatriotas!

Y al decir esto señalaba las cabezas recién cortadas.

El catalán perdió en aquel momento toda su timidez. La ofensa del musulmán hizo hervir en sus venas toda la noble sangre de los Barbosas.

Con un soberbio gesto de indignación se irguió de pronto, y mirando cara a cara al miserable, le gritó:

—¡Toma, cobarde!

Y su pesada mano cayó sobre el rostro del vil carcelero, haciéndole girar dos o tres veces sobre sí mismo como una peonza.

Los genízaros que se encontraban en la sala, en vez de caer sobre el catalán, viendo al carcelero desplomarse sobre el pavimento, prorrumpieron en una carcajada general.

—¡Demonio con el panzudo! —había gritado uno.

—¡Eh, Daud! contesta a esa palmada, —respondió otro.

El carcelero, cuyo rostro estaba manchado con la sangre que le salía por la boca, se levantó del suelo blasfemando.

Iba a arrojarse sobre Cabeza de Hierro cuando entró en el subterráneo un viejo de aspecto majestuoso, con una larga barba gris, con inmenso turbante sobre la cabeza y el cuerpo envuelto en un amplio alquicel.

—¡El caid! —exclamaron los genízaros.

El guardián se detuvo.

—¿Os golpeáis aquí? —dijo el viejo, arrugando la frente.

—¡Es este perro cristiano el que se atreve a rebelarse, señor! —respondió el carcelero.

—Y tú, que maltratas a los prisioneros, sin haber recibido orden para ello. ¡Vete a los calabozos!

Luego, acercándose a Cabeza de Hierro, que se mantenía en actitud de desafío, le miró atentamente.

—¿Eres italiano? —le preguntó.

—Español, señor, o mejor dicho, catalán.

—Te interrogaré en tu idioma, que conozco perfectamente. Eres escudero de un barón, ¿no es cierto?

—Del señor de Santelmo.

—Yo soy el caid de Culquelubi.

—Y yo Cabeza de Hierro, último descendiente de la familia de los Barbosas.

El caid sonrió, y luego dijo con cierta ironía:

—Si eres noble serás valeroso.

—¡Nunca conocí el miedo, señor!

—El capitán general de las galeras desea saber de ti quién es el que ha conducido a Argel al barón de Santelmo.

Cabeza de Hierro experimentó un escalofrío; pero tuvo el valor de permanecer callado.

—¿Me has entendido?

—No soy sordo.

—Pues respóndeme —dijo el caid—. Y ten cuidado que no se te trabe la lengua, porque aquí hay muchos instrumentos que hacen hablar de corrido a los mudos más obstinados.

—¡Ya los veo! —respondió el desgraciado catalán, echando una mirada de angustia sobre todos aquellos utensilios de tortura.

—Entonces, habla.

—El que nos ha conducido a Argel es un tunecino traficante de esponjas.

—¿Es verdaderamente un tunecino?

—Así lo aseguraba él —respondió resueltamente el prisionero, que rápidamente había fraguado su plan y que estaba decidido a no denunciar al normando.

—¿O es un fregatario cristiano?

—¡El un cristiano! ¡Ni pensarlo siquiera! ¡Todo el día estaba invocando a Mahoma!

—¿Dónde se encuentra ese hombre?

—En viaje para Marruecos, pues no creo que haya desembarcado aún.

—¿Qué señas tiene?

—Bajo, rechoncho como yo, con barba áspera, y color muy bronceado.

—¿No me engañas?

—He navegado tres días con él y recuerdo perfectamente sus facciones —dijo el catalán.

—¿Dónde le encontrasteis?

—En Túnez.

—¿Así es que, después del combate sostenido con nuestras galeras, entrasteis en Túnez y el bey os dejó entrar tranquilamente en el puerto con vuestro barco casi destruido? ¡Oh! ¡Valiente historia!

Luego, volviéndose hacia los genízaros, dijo:

—¡Apoderaos de ese hombre! Cabeza de Hierro se había puesto densamente pálido.

—Yo he dicho…

—¡Una porción de embustes!

—Y juro…

—¿Por quién?

—¡Por Dios o por Mahoma, si os parece mejor!

—¡Jurarás más tarde!

A una señal del caid, cuatro genízaros le derribaron al suelo y le sujetaron fuertemente de pies y manos. Otro, armado con un vergajo muy flexible, le quitó las botas y las medias.

—¡Manos a la obra! —Dijo el caid—. Pero no aprietes mucho, porque este hombre no resistirá y confesará pronto.

El genízaro que oficiaba de verdugo no se hizo repetir la orden. Sacudió la planta de los pies con tal ímpetu, que el pobre hombre aullaba de dolor.

Al quinto golpe, el caid hizo una señal.

—¿Confesarás? —preguntó, acercándose al catalán.

—¡Sí, sí! ¡Todo lo que queráis!

—Está bien; pero seguirás atado, y así volveremos a comenzar. ¡Ya sabía yo que no habrías de soportar muchos golpes! Pues bien; ¿cómo se llamaba aquel fregatario?

—Cantalub, me parece.

—¿Luego no era un tunecino?

—No; era un francés.

—¿Era de estatura elevada, con la barba negra y los ojos de color de acero?

—¡Sí; negro, alto y con una nariz como el pico de una cotorra!

—¡Era él! —exclamó el caid con acento de triunfo.

—¡El mismo; corre a buscarle! —murmuró para sus adentros el catalán.

—¿Dónde se encuentra en la actualidad?

—Ya os he dicho que se ha ido a Marruecos.

—¿A qué ciudad?

—A Tánger.

—No; tú debes de engañarte.

—En tal caso habrá sido él quien me ha engañado a mí, porque me dijo que iba a esa ciudad para salvar a un prisionero provenzal.

—¿Tiene una falúa pintada de verde?

—Sí, señor; pintada de verde.

—Que se llama la Medscid.

—Así me parece que se llama —respondió Cabeza de Hierro, muy satisfecho de poder evitar nuevos vergajazos.

—Culquelubi no se engañaba en sus sospechas —dijo el caid—. ¡Qué olfato tiene el general!

—¡Más que un perro de caza! —volvió a decir para sus adentros el catalán.

—Está bien —dijo el caid después de permanecer silencioso durante unos momentos—. Haremos que busquen a la Medscid en los puertos de Marruecos, y cuando el fregatario esté en nuestro poder te lo pondremos delante. ¡Veremos si entonces se atreve a afirmar todavía que es un buen musulmán!

Cabeza de Hierro volvió a experimentar otro escalofrío.

—Si nos hubieras engañado —dijo el caid, te haremos pedazos en el tahrigs, y reduciremos tu cuerpo a una papilla sanguinolenta.

—¿Y si he dicho la verdad?

—El capitán general te otorgará un premio.

A una señal suya, los genízaros desataron al prisionero y le pusieron en pie.

—Volved a llevarle al calabozo —dijo.

—¡Gracias, señor! —exclamó el catalán, andando sobre la punta de los pies, porque tenía la planta hinchada por los vergajazos.

Los genízaros le sacaron del subterráneo y le condujeron a su prisión, cerrando detrás de ellos la puerta de hierro.

Al oír aquel estrépito, el barón había abierto los ojos.

—¿Eres tú, Cabeza de Hierro? —preguntó con voz débil.

—¡Sí; soy yo, señor! ¡Soy yo, que acabo de escapar por milagro de la muerte! ¿Cómo os encontráis ahora? Hace poco tiempo delirabais.

—Tengo la cabeza pesada, y me parece que un martillo me golpea el cráneo sin cesar. ¡Es la impresión de aquella maldita gota de agua! ¿Dónde estamos?

—¡En el peor de todos los lugares del mundo: en el presidio de Zidi-Hasan! ¡Estamos sepultados bajo tierra!

—¡Ahora sí que creo que todo ha concluido para nosotros, pobre Cabeza de Hierro! —dijo el barón con un doloroso suspiro.

—Todavía no, señor. Hasta que descubran al misterioso fregatario, nada tenemos que temer. Después ya sé lo que harán de nosotros.

—¡El normando! —exclamó el barón con espanto.

—¡Oh, no! Se trata de otro; de otro a quien ni vos ni yo conocemos. Yo he confirmado todo lo que dijeron, para salvar las plantas de los pies, que por poco quedan en la sala del tormento reducidas a papilla.

—No entiendo lo que dices.

—¡Ah, sí; es cierto, señor; vos no sabéis nada!

En pocas palabras informó al barón del interrogatorio que acababa de sufrir en la sala del tormento.

—Para huir de un peligro —dijo su amo— te has echado encima otro mayor. Si llegan a prender a ese hombre…

—Acaso no lo consigan, señor.

—¿Estás seguro de que no se trata del normando?

—Segurísimo.

—¡Más vale así!

—Y a propósito del normando, ¿se habrá olvidado de nosotros?

—No lo creo.

—¿Suponéis que procurará ayudarnos?

—Lo supongo.

—Pero no podrá hacer nada por nosotros. ¿Quién sería capaz de entrar en este calabozo, vigilado siempre por los genízaros?

—No estaremos siempre en él.

—¿Qué decís?

—Yo sé que, por la noche, a gran parte de los prisioneros y de los esclavos los conducen a bordo de las galeras para mayor seguridad.

—¿Y suponéis que harán otro tanto con nosotros?

—Es posible.

—¿Y cuál será nuestra suerte?

—Nos venderán como esclavos.

—¡Prefiero la esclavitud a la muerte! De la esclavitud se huye, de la muerte, no. Y después de huir, acaso podamos salvar a la señora condesa.

El barón sonrió tristemente.

—¡Está perdida para mí! —Dijo con voz sorda—. ¡Quién sabe lo que habrá sido de ella! ¡Ah! ¡Mi cabeza! ¡Mi pobre cabeza!

—Volved a acostaros, señor. El reposo, os hará bien.

El barón se había dejado caer sobre el montón de paja, apretándose el cráneo con las manos.

—¿Cómo acabará todo esto? —murmuró el catalán, suspirando profundamente.

Nadie turbó durante aquel día el reposo de la prisión. Solamente hacia la noche entró un guardián y arrojó un pedazo de pan de centeno, la comida destinada a los esclavos cristianos.

Contrariamente a las previsiones del barón, aquella noche permanecieron en el calabozo, en vez de ser conducidos a las galeras; pero siempre oyeron detrás de la puerta las pisadas del centinela.

A la mañana siguiente, una sorpresa inesperada despertó en su corazón un asomo de esperanza. Como hemos dicho, la mísera ración de los prisioneros consistía en un pedazo de pan. Cabeza de Hierro, que sentía todos los tormentos del hambre, cogió la hogaza y empezó a partirla a bocados.

De pronto, sus dientes tropezaron en un objeto duro. Se apresuró a examinarlo y vio, con gran sorpresa suya, que era un pequeño alfiletero de metal, y que debía de contener alguna cosa dentro, porque no era verosímil que tan extraño objeto hubiera caído casualmente en la masa del pan.

—¡Señor, señor! —Había gritado el catalán, dirigiéndose al barón, que todavía permanecía acostado, y mostrándole el hallazgo—. ¿Qué significa esto que acabo de encontrar en la hogaza?

El caballero se apoderó vivamente del objeto y lo examinó con atención.

—¿Qué decís, señor? —preguntó Cabeza de Hierro, cuyo estupor aumentaba.

—Que ha debido de ser colocado en el pan por alguien. ¡Veamos! ¡Acaso haya algo dentro!

El barón lo abrió, y vio que contenía un fragmento de papel perfumado con ámbar.

—¡Veo en esto la mano de la princesa! —Dijo, arrugando la frente—. ¡Reconozco su perfume favorito!

—¿De veras?

—Quizá se haya arrepentido de habernos entregado a Culquelubi y ahora trata de salvarme. ¡Preferiría que no se acordase de mí!

—Leedlo, señor.

El barón sacó con precaución el pedazo de papel, y al fijar los ojos en lo escrito se estremeció.

—¡El mirab! —exclamó.

—¿El ex templario?

—¡Sí!

—¡No es posible, señor!

—¡Lee!

No había en el papel más que estas pocas palabras:

«Hasta la noche.

El mirab».

—¡Por San Jaime! —Exclamó el catalán—. ¿Cómo habrá podido ese hombre enviarnos este billete? ¿Tendrá amigos en el presidio?

—¿La mora?

—¿Él o Amina?

—El billete está perfumado con ámbar, y debe de haber salido de las manos de la hermana de Zuleik.

—¡Por mí, aunque venga de las manos del mismo diablo! A mí me basta con que nos saquen de aquí, y eso parece dar a entender el billete. «¡Hasta la noche!». Esa noche es la de hoy; no hay duda. Señor barón, ¿será esto un ardid de Culquelubi a fin de encontrar un pretexto para enviarnos al otro mundo?

—¿Cómo quieres que él haya podido conocer nuestra relación con el jefe de los derviches? No; aquí no interviene para nada el capitán general de las galeras.

—Entonces, ¿estará el mirab de acuerdo con el normando?

—Y probablemente con la princesa.

—¿De modo que después de baberos puesto en las manos de Culquelubi, ahora quiere sacaras de ellas? ¡El demonio que entienda el corazón de estas moras! Pero, en fin, más vale caer en las uñas de aquella princesa que en las del feroz capitán general de las galeras. Por lo menos, si el golpe no fracasa, ya no tendré que temer el careo con el famoso fregatario de la falúa verde. Señor barón, comamos ahora este pedazo de pan para cobrar fuerzas, y esperemos los acontecimientos de esta noche.

CAPÍTULO VI. EL ASESINATO DE CULQUELUBI

Durante todo el día ningún nuevo acontecimiento había confortado la esperanza de los dos prisioneros. A la caída de la tarde les entraron la cena; pero en el nuevo pedazo de pan no se hallaba oculto ningún billete, y la cara feroz del carcelero tampoco indicaba señal alguna de liberación.

Ya comenzaban a desesperar, cuando después de la puesta del sol vieron abrirse la puerta y entrar cuatro genízaros armados con arcabuces y yataganes, conducidos por otro guardián desconocido para ambos.

—¡Preparaos a partir! —dijo a los dos prisioneros un poco en español y otro poco en italiano.

—¿Adónde queréis conducirnos? —preguntó el barón, mirándole atentamente.

—¡Obedeced, perros cristianos! —replicó rudamente el carcelero.

Cabeza de Hierro y el barón habían cambiado una mirada inquieta.

—Señor —dijo el catalán en voz baja—, ¿habrán sospechado estos canallas que tratan de libertarnos?

—Ya veremos —respondió el barón—. Por ahora obedezcamos.

—¡El corazón me salta en el pecho, señor!

Viendo al carcelero alzar el látigo que tenía en la mano, Cabeza de Hierro se puso en pie y, seguido de su amo, se colocó en medio de los genízaros, los cuales comenzaban ya a mirarlos con ojos coléricos.

En pocos momentos fueron conducidos hasta el patio del presidio, que comunicaba con la ribera del mar.

Delante de la torre, sobre cuya base habían pasado dos días, una chalupa servida por doce marineros armados hasta los dientes los aguardaba al mando de un oficial.

—¡Entrad! —dijo el guardián, empujándolos—. Y vosotros, encadenadlos sólidamente, y acordaos de que debéis responder con la vida de la fuga de estos cristianos.

Cuatro marineros se habían apoderado del barón y de Cabeza de Hierro, encadenándolos al banco del centro.

Hecho esto, y a una orden del oficial, la chalupa empezó a bogar, pasando por entre las infinitas naves que llenaban la bahía.

Cabeza de Hierro, espantado por aquel viaje inexplicable, miraba al barón, el cual se esforzaba en aparecer tranquilo, por más que estuviese también dominado por la más viva ansiedad.

—Señor —dijo a media voz en dialecto catalán, que el barón comprendía perfectamente—, ¿qué me decís de esta partida a una hora tan avanzada? ¿Se habrá percatado ese maldito caid de los propósitos del mirab?

—No sé qué decirte. Yo habría preferido que nos hubiesen dejado en el calabozo, por más que me parecía difícil que nuestros amigos pudieran sacarnos de aquel subterráneo.

—¿Y no podía ser que estos marineros y este oficial estuviesen de acuerdo con el mirab y con la princesa?

—En tal caso, el oficial nos habría dicho alguna palabra tranquilizadora; pero, por el contrario, parece que nos mira con ojos poco benévolos.

—¿Adónde nos conducirán?

—Tengo una sospecha.

—¿Cuál, señor?

—Que nos conduzcan, para mayor seguridad, a bordo de alguna galera. ¿No ves que la chalupa se dirige hacia aquellos dos enormes faroles que brillan allá abajo, cerca del faro?

—¿Son de algún buque de guerra?

—Sí.

—Entonces, han debido de enterarse de que trabajaban para hacernos salir del presidio. Alguien nos habrá traicionado.

—Pues, en este caso, no quisiera encontrarme en la piel del mirab —dijo el barón—. Por fortuna, hasta ahora no hay prueba de lo que proyectaban nuestros amigos. ¿Has roto el billete, o lo tienes en el bolsillo?

—Lo he dejado dentro de la hogaza.

—¡Bien hecho!

—Pero aún no estoy tranquilo, y a cada momento me parece que van a atravesarme con aquellos horribles ganchos de acero.

—No hay motivo para espantarse, al menos por ahora. Si Culquelubi no ha ordenado nuestra muerte la primera vez, confío en que tampoco lo haga hoy. ¿No ves? ¡Bien decía yo que nos conducían a bordo de alguna nave! Ahí tienes la galera.

—Sí; es cierto.

—La chalupa se dirige hacia ella.

Acaso el capitán general no se fiaba de los guardianes del presidio.

—¡Pues ahora nadie podrá libertarnos! —gimió el catalán.

—Así es. Una galera es más difícil de escalar que un presidio.

—¡Decididamente, no tenemos suerte, señor barón!

El caballero no contestó; pero hizo con la cabeza una señal afirmativa. También él comenzaba a perder toda esperanza, viéndose ya condenado a concluir sus días como esclavo de algún feroz berberisco o de algún árabe.

La chalupa, impulsada vigorosamente por doce remeros, había salido ya de aquella confusión de navíos y se dirigía con rapidez hacia la parte oriental de la bahía, donde se veían erguirse en la oscuridad los palos de algunas galeras. En menos de diez minutos atravesó la rada y se acercó a bordo de la más grande de aquellas naves. A un grito lanzado por el oficial, los marineros de la galera habían dejado caer la escala y llevado a estribor dos enormes faroles.

El barón y Cabeza de Hierro fueron desatados y los obligaron a subir.

Apenas pusieron el pie sobre cubierta, cuatro marineros se apoderaron de ellos, volvieron a atarlos, y luego los condujeron a la parte de popa que estaba iluminada.

—No nos mandan a la sentina —dijo Cabeza de Hierro.

Poco menos que a empellones les hicieron entrar en una vasta cámara amueblada espléndidamente a estilo morisco con ricos divanes. En uno de ellos estaba sentado un hombre que fumaba con tranquilidad.

Al verle, el barón y el catalán no pudieron ocultar un movimiento de terror: el hombre que fumaba tranquilamente era nada menos que el terrible corsario del Mediterráneo, el feroz Culquelubi.

—¡Celebro volver a verte, barón! —dijo el pirata con acento un poco irónico. Por lo visto, aunque cristiano, tienes la piel dura.

El barón le miró fijamente, sin responder.

—Joven —prosiguió Culquelubi después de haber aspirado otra bocanada de humo—, me apremiaba verte para decirte que hemos echado mano al fregatario que te ha conducido a Argel.

El señor de Santelmo hizo un esfuerzo supremo para ocultar la angustia que sentía. ¿De qué fregatario hablaba el pirata? ¿Del normando, o de aquel otro de la falúa verde?

—Ya sé que tu escudero lo ha confesado todo —añadió Culquelubi después de una breve pausa—. Hace ya mucho tiempo que yo tenía sospechas de ese hombre, que se hacía pasar por un mercader de esponjas y por un buen musulmán. Pero esta vez acabará sus correrías ante la boca de un cañón. Días ha que los buenos argelinos se lamentan de no ver volar un hombre por los aires, y quiero darles ese gusto.

Una sonrisa feroz había contraído los labios de la Pantera de Argel.

Dicho esto, miró a Cabeza de Hierro con aquellos ojillos grises que despedían reflejos metálicos y que hacían temblar a los más valientes.

—Y tú, panzudo, ¿conoces bien a ese fregatario?

—¡Acaso no sea él! —balbució el catalán, que sentía un gran temblor de piernas.

—Tú has dicho al caid que tenía una falúa pintada de verde.

—¡Puede haber muchas del mismo color!

—Yo no hablo de la barca, sino del hombre —dijo Culquelubi.

—Podíais haberos engañado, señor —respondió Cabeza de Hierro, a quien aterrorizaba la idea de contribuir a la muerte de un inocente.

—Pero tú no te engañarás, ni tu amo tampoco. El fregatario ha sido arrestado hoy cuando se disponía a salir para Túnez; y aunque jurase que era musulmán y que no conocía a ninguno de vosotros, le hemos encerrado en el presidio de Koluglis. Mañana le conduciremos aquí, y veremos si tenéis el valor de negar que es el mismo que os ha conducido a Argel.

—¿Y si no fuese él? —preguntó el barón.

—Tanto peor para ti entonces, porque ocuparías su puesto.

—Yo no quiero la muerte de un inocente.

—En tal caso, pagarás por él.

—¡Eso es una infamia! —exclamó el barón.

—Llámalo como quieras —dijo el corsario encogiéndose de hombros con indiferencia.

Y al decir esto dio una palmada. Dos hombres, dos esclavos cristianos, macilentos y con el rostro cubierto de cicatrices, habían entrado tímidamente, con los ojos fijos sobre el garrote que se encontraba cerca del diván, cuyo peso conocían seguramente.

—Decid a uno de mis oficiales que vaya al presidio de Koluglis con la orden de que mañana esté aquí el fregatario arrestado hoy, y que mande colocar un cañón delante de la mezquita de Yussuf. Deseo que los honrados argelinos se diviertan. Y ahora conducid a estos dos hombres a la sentina; ponedles grillos y esposas, y no los dejéis un momento solos.

Los dos esclavos se inclinaron con humildad. Después se apoderaron del barón y de Cabeza de Hierro, y los sacaron a empujones de la habitación.

—¡Nuestra muerte es segura! —gimió Cabeza de Hierro, que parecía atónito de terror.

Después de bajar por el entrepuente los llevaron a una bodega, iluminada por una antorcha que apenas permitía ver los objetos.

En seguida los dos esclavos se sentaron cerca de ellos, y tiraron al suelo los grillos y las esposas que llevaban en las manos.

Un poco sorprendido, el barón preguntó:

—¿No nos atáis?

—¡No es necesario! —respondió uno de los dos con acento maltés.

—¿Y si Culquelubi baja a la sentina?

—¡Adonde bajará dentro de poco será al infierno!

Cambió con su compañero una mirada de inteligencia, y luego, acercándose al barón, le dijo:

—Vos sois un fregatario, ¿no es cierto?

—No; soy capitán de una galera maltesa.

—¿Y vuestro compañero?

—Es cristiano también. ¿Y vos?

—Renegado por necesidad; mejor dicho, por salvar la vida.

—¿Qué queríais decir hace poco al hablar de Culquelubi?

El renegado tuvo un momento de vacilación e interrogó a su compañero con los ojos. Habiendo recibido una señal afirmativa, dijo con voz apenas perceptible:

—Dentro de poco estallará en esta galera el grito de rebelión, y asesinaremos a Culquelubi.

—¿Eh? —exclamó el barón, atónito.

—¡Lo dicho!

—¿Y osaréis…?

—Somos más de veinte entre renegados franceses, italianos, flamencos y españoles, y estamos decididos a acabar con ese miserable verdugo de cristianos. Esta misma noche, suceda lo que suceda, concluiremos con él. Vos, que sois cristiano y que corréis peligro de no ver la puesta del sol de mañana, uníos a nosotros. Un capitán de galera puede ser útil para guiarnos en alta mar.

Cabeza de Hierro escuchaba este diálogo con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro.

—¿Habéis pensado en la dificultad de semejante empresa y en los atroces tormentos que os aguardan en el caso de que fracase vuestro plan? —preguntó el barón.

—Nadie nos descubrirá —repuso el renegado con voz firme—. Además, es mejor morir con las armas en la mano que bajo el látigo de un miserable corsario.

—¡Una pregunta!

—¡Hablad!

—¿Quién os ha sugerido esa tentativa? ¿Un fregatario que se llama Miguel el normando?

—No le conozco.

—¿El mirab acaso?

—Nunca he visto en esta galera a ningún mirab.

—¿No os han prometido ayuda?

—Nadie, señor.

—¡Es extraño!

—¿Por qué decís eso?

—Porque amigos fieles me habían advertido secretamente que esta misma noche iban a intentar un golpe de mano para salvarme a mí y a mi compañero.

—¿Sabían esos amigos que iban a conduciros a la galera de Culquelubi?

—Lo ignoro.

—Digo esto porque he observado hace poco, mientras el general os interrogaba, una gran chalupa rondar en las aguas de la nave. Me pareció que hacía maniobras misteriosas.

—¿Y va tripulada por muchos hombres?

—Por muchos; al menos así me pareció.

—Entonces, son mis amigos —dijo el barón—. ¿Se habrán enterado de vuestra empresa?

—No lo sé, aunque dudo que mis compañeros hayan confiado a nadie nuestro secreto.

—¿Estaba ya fijado para esta noche el asesinato de Culquelubi?

—Sí; para hoy, diez de enero —dijo el renegado—. Esta es la fecha acordada en una reunión nocturna que hemos celebrado la semana pasada.

—Y si…

—¡Callad, señor, y arrojaos cerca de las cadenas! Oigo venir a la ronda para cerciorarse, sin duda, de que estamos en nuestros puestos.

El barón y Cabeza de Hierro se arrojaron al suelo apresuradamente.

Una linterna había aparecido en la extremidad de la sentina, hacia proa. La llevaba un marinero, que empuñaba en la otra mano un yatagán desnudo y que iba seguido por cuatro genízaros, también armados.

Aquel grupo avanzó hasta el lugar donde se encontraban los prisioneros. Lanzaron una mirada a los renegados, y viéndolos en pie vigilando a los presos se despidieron de ellos con estas palabras de burla: «¡Buenas noches, hijos de perra!».

Cuando el renegado los vio desaparecer hizo un gesto de amenaza.

—¡Los hijos de perra van a morderos dentro de unos instantes! ¡A estas horas Culquelubi ya debe de estar borracho, y los conjurados sólo aguardan este momento!

—Pero ¿no habéis pensado en una cosa? —dijo de pronto el barón.

—¿En cuál, señor?

—En que estando desarmados no podréis hacer frente a la tripulación.

—En una cámara de Culquelubi hay más que suficiente para armar a todos, y también para vos, señor… ¿Cómo os llamáis?

—El barón de Santelmo.

Al oír el nombre del barón, el renegado hizo un gesto de sorpresa.

—¿Sois vos el capitán siciliano, barón de Santelmo y caballero de Malta? —preguntó.

—Sí.

—¿El que asaltó las galeras de Ben-Abend y de Jusal cuando volvían del saqueo de San Pedro?

—El mismo.

—He oído hablar mucho de vos, señor.

Entonces el renegado interrumpió el diálogo bruscamente y se puso en pie. También su compañero se había levantado precipitadamente, y ambos escuchaban con ansiedad.

Por el puente se oían pasos precipitados y rumor de voces.

—¡Arriba, señor barón! ¡Ya han dado el golpe!

—¡Cómo! ¿Habrán matado ya a Culquelubi? —preguntó el barón, un poco conmovido.

—¡Estoy seguro de ello! ¡Presto; preparémonos para hacer frente a los berberiscos!

El barón se levantó, y viendo a poca distancia de él varias manivelas, agarró una, haciendo señal a los otros de que le imitasen.

—¿Huimos, señor? —preguntó Cabeza de Hierro, temiendo la venganza de los moros.

—¡Lo primero que se te ocurre es salvar la piel!

En aquel momento apareció en la sentina un hombre con un puñal que goteaba sangre todavía.

—¡Arriba todos! —dijo con voz imperiosa—. ¡Culquelubi ha sido asesinado! ¡Sálvese el que pueda!

—¡Culquelubi, muerto! —exclamó Cabeza de Hierro, poniéndose pálido.

—¡Calla —dijo el barón—, y ven con nosotros!

Todos se habían lanzado por la escalera, precedidos por el hombre del puñal. Todos iban pálidos y presa de la mayor emoción.

Ya estaban en el entrepuente, cuando sobre cubierta estalló de improviso un clamor espantoso.

—¡Acaban de asesinar al general! ¡A las armas! ¡Los renegados huyen!

Después se oyeron algunos disparos de arcabuz, seguidos de gritos e imprecaciones, y el choque de las cimitarras y yataganes resonó por todas partes.

En el puente de la galera la lucha había comenzado ya; una lucha desesperada, terrible, sin cuartel, entre veinte renegados de una parte, decididos a abrirse paso a costa de la vida, y la tripulación del terrible corsario.

El golpe, preparado por los renegados con muchos meses de anticipación, se había realizado con el mayor éxito.9

Aprovechando los conjurados la poca vigilancia ejercida por las gentes encargadas de la guardia, habían sorprendido a su feroz verdugo, asesinándole en su propio lecho.

Por desgracia, en el momento en que los esclavos se apoderaban de las armas que se encontraban en la cámara contigua a la del general, habían sido sorprendidos por un contramaestre, y éste, sospechando lo ocurrido, dio la voz de alarma.

La tripulación de la galera, cuatro o cinco veces más numerosa, al grito de «¡Han asesinado al general!», se había lanzado sobre cubierta, empuñando las primeras armas que los tripulantes encontraron a mano, arrojándose sobre los renegados, que estaban ya botando al agua la chalupa, precedentemente provista de remos.

Una lucha horrible se había empeñado entre los conjurados y los marinos de la galera; lucha librada entre las más espesas tinieblas, porque el primer pensamiento de los renegados fue destrozar las grandes linternas del buque, para que las tripulaciones de los barcos próximos no pudiesen hacer fuego.

Cuando el barón y sus acompañantes aparecieron sobre la cubierta del buque, ya había empezado a correr la sangre.

Berberiscos y renegados luchaban como tigres, a pistoletazos, a estocadas, a hachazos; pero la peor parte la llevaban los primeros, los cuales, acometidos con ímpetu irresistible, habían sido rechazados, a pesar de la inmensa superioridad de su número.

El barón y sus compañeros se habían lanzado a la pelea, atacando a la tripulación por la espalda. A golpes terribles de manivela se abrieron paso por en medio de los moros, gritando a voz en cuello para no ser heridos por los renegados, que combatían furiosamente:

—¡Paso a los cristianos!

El barón iba delante de todos. Habiendo arrojado la manivela, arrancó de las manos a un moribundo una terrible espada de dos filos, y se abrió paso a estocadas. El mismo Cabeza de Hierro, viendo que no había otro medio de salvación que la lucha, atacaba con denuedo, gritando a cada golpe que descargaba:

—¡Éste, por los vergajazos! ¡Éste, por vuestra infamia! ¡Y éste, porque sois unos infieles!

Los marineros, privados de su jefe y desmoralizados por su muerte y por el valor extraordinario que desplegaban los renegados, empezaron a retroceder por todos lados. No obstante, otro grave peligro amenazaba a los conjurados.

De las galeras próximas empezaron a salir disparos de arcabuz tirados al azar, y se oyó a los oficiales dar la orden de botar al agua las chalupas y correr en auxilio de la nave capitana, mientras por la ribera se veían correr pelotones de genízaros, atraídos, sin duda, por el estrépito de aquellos disparos.

—¡Al agua! —gritó el barón.

La chalupa de la capitana estaba ya en el agua y se bamboleaba cerca de la escala de cuerda.

Los renegados, con una carga desesperada, irresistible, feroz, hicieron retroceder a los tripulantes. Luego se precipitaron por la borda, cayendo unos encima de otros.

El barón, que había conservado toda su admirable sangre fría, fue el primero en ganar la chalupa.

—¡Pronto! —rugió—. ¡Vamos a ser cogidos entre dos fuegos! ¡A los remos! ¡He aquí la ronda del puerto, que corre hacia nosotros!

Los conjurados, que, por fortuna suya, no habían abandonado las armas, se agarraron a los bordes de la chalupa, y ayudándose mutuamente saltaron a ella. En tanto, de las galeras próximas a la capitana partían descargas cerradas de arcabuz, que hacían más ruido que daño, gracias a la profunda oscuridad que reinaba en la bahía.

—¡Arranca! —tronó el barón, que con ayuda de un renegado había logrado izar a Cabeza de Hierro.

La chalupa empezó a bogar con la velocidad de una flecha. Los veinte renegados, aun cuando heridos en su mayor parte, se habían acomodado en los bancos y remaban con furia hacia la salida de la rada, resueltos a ganar la alta mar.

Sin embargo, el peligro distaba mucho de haber cesado.

La noticia del asesinato de Culquelubi se había esparcido ya por todas las galeras próximas, y las tripulaciones de ellas, sedientas de venganza, echaban al agua las chalupas para dar caza a los fugitivos, mientras los oficiales hacían con cohetes señales a las naves que estaban de crucero fuera del puerto para impedir la entrada de los audaces fregatarios y detener a los fugitivos.

—Señor barón —dijo acercándose a él el renegado que le había libertado—, quizá es demasiado tarde para ganar la costa.

—¡Quizá!

—He allí las naves de la crucera que se preparan a echársenos encima.

—¡Ya las veo! —Replicó el caballero—. ¡Hemos perdido demasiado tiempo!

—Pues, entonces, ¿qué debemos hacer?

—Volvernos hacia el muelle, salvarnos por las calles de la ciudad. Intentaremos ganar el campo.

—¡Estamos dispuestos a obedeceros!

—¡Pues viremos!

La chalupa giró sobre sí misma y emprendió la carrera hacia la ciudad, pasando a lo largo de las galeras, en cuyos flancos se veían destacarse embarcaciones cargadas de enemigos.

—Señor barón —dijo Cabeza de Hierro—, yo creo que hemos realizado un pésimo negocio al unirnos a estos hombres. ¡Dentro de poco seremos detenidos!

—¡Antes sabremos morir con valor! ¡Más vale caer con la espada en la mano que acabar la vida delante de un cañón! ¡Valor, amigos míos! —añadió—. ¡Bajad la cabeza! ¡Van a hacernos fuego desde las chalupas; pero no temáis! ¡Dios nos protegerá!

CAPÍTULO VII. A UÑA DE CABALLO

Las tripulaciones de las galeras y la ronda del puerto corrían de todas partes para cortar el camino a los fugitivos antes de que pudieran tomar tierra y ponerse en salvo en las tortuosas calles de la ciudad.

Esquifes, canoas y chalupas surcaban presurosamente la rada entre gritos de venganza y disparos de arcabuz. Vivos o muertos, querían apoderarse de aquellos hombres que habían tenido la audacia de dar muerte al más terrible defensor de Mahoma y al más intrépido corsario del Mediterráneo.

Los perseguidores eran trescientos o cuatrocientos hombres, decididos a todo para apoderarse de aquel grupo de cristianos.

De las naves salían de vez en cuando gritos espantosos.

—¡Asesinad a esos perros!

—¡Al palo los cristianos!

—¡Venguemos al general!

—¡Alerta, que no se nos escapen!

Las descargas sucedían a las descargas. Hacían fuego desde las embarcaciones, desde las galeras y hasta de las terrazas del presidio de Ali-Manis, que era el más próximo a la bahía, mientras hacia los muelles se velan correr grupos de genízaros provistos de antorchas.

El barón se dio cuenta en un momento de toda la gravedad del caso. No era posible pensar en sustraerse a las consecuencias de aquella terrible caza sin empeñar una lucha suprema con muy pocas probabilidades de victoria.

Pero, como hombre animoso, se preparaba para afrontar resueltamente el peligro.

—¡Prefiero concluir así! —murmuró.

Tuvo un último pensamiento para Ida; pero venció pronto aquel instante de vacilación, gritando con voz enérgica:

—¡Preparémonos a morir matando, cristianos! ¡Acordaos de que el que caiga en las manos de los berberiscos sufrirá más que el que sucumba en la pelea!

La playa sólo se encontraba ya a veinte pasos de la chalupa, que había corrido con la velocidad del rayo. Pelotones de genízaros, aullando como lobos, se acercaban al desembarcadero.

—¡A las armas todos! —rugió el barón.

La chalupa se había precipitado sobre la playa con tal violencia, que arrojó a los renegados unos encima de otros.

Casi en el propio momento se acercaba a ellos otra barca cargada de argelinos, entre los cuales se veían algunos negros.

El barón, que la había descubierto a tiempo, reunió en un instante a sus compañeros y se lanzó hacia la parte opuesta, tratando de ganar una senda que desembocaba en la playa.

Ya iban a alcanzarla, cuando un pelotón de genízaros que estaba escondido, bajo un oscuro portalón se arrojó contra los fugitivos, gritando:

—¡Rendíos, perros!

—¡Toma, cobarde! —gritó el barón descargando una terrible estocada sobre el cráneo del jefe.

Sintiendo detrás de ellos las tripulaciones de las chalupas, los renegados, que se consideraban perdidos y que no querían caer vivos en manos de sus perseguidores, hicieron frente a los genízaros, tratando de romper sus filas.

Pero tenían delante de sí hombres feroces y encanecidos en las batallas.

La lucha entre ambas partes fue breve y terrible.

Los renegados, ya rendidos por la contienda anterior, habían tratado en vano de romper el cerco de hierro que los oprimía, y se vieron obligados a replegarse, a pesar de los esfuerzos del barón.

Sin embargo, animados por el joven, volvieron a la carga y acuchillaron desesperadamente a los genízaros, que respondían con pistoletazos y estocadas.

El barón, secundado por Cabeza de Hierro, que, por lo menos esta vez, luchaba con bizarría, consiguió abrir brecha en aquella muralla humana y alejarse algunos pasos. Por desgracia, se vio otra vez envuelto por una nueva falange de genízaros que llegaron por una calle lateral atraídos por los gritos de sus compañeros.

Además, los primeros marineros habían caído ya sobre la retaguardia de los renegados, fusilándolos a quemarropa, y muchos de ellos quedaban acribillados a balazos.

En aquel instante el barón intentó un esfuerzo supremo para abrirse paso o morir al menos entre los suyos.

—¡A mí, Cabeza de Hierro! —gritó.

Como era un formidable esgrimidor, no le costó gran trabajo deshacerse de los primeros genízaros que trataron de cogerle vivo. Con una granizada de tajos desesperados, y ayudado por el catalán, que había conseguido apoderarse de una maza de hierro, su arma favorita, volvió a caer en lo más recio de la pelea, dejando detrás de sí un rastro sangriento.

Ante la audacia y el valor de aquel joven, los genízaros, atónitos y espantados, se retiraron precipitadamente. Ya el barón estaba a punto de reunirse con los renegados, cuando se encontró enfrente de algunos negros de estatura gigantesca, los cuales se precipitaron sobre él con tal ímpetu, que lo derribaron en tierra juntamente con el catalán.

Antes de que hubiera podido levantarse, se sintió cogido por dos brazos vigorosos y levantado en alto, mientras una voz le decía al oído:

—¡Dejaos llevar!

Los negros, que iban seguidos de un pelotón de argelinos, rompieron de un solo golpe las filas de los genízaros y se lanzaron a todo correr a lo largo de la calle, mientras sus compañeros protegían la fuga con una descarga de pistoletazos.

El barón no opuso resistencia alguna. Había comprendido vagamente que pretendían sustraerle a la vigilancia de los genízaros, y se dejaba llevar por el negro que lo conducía en brazos.

Detrás de él otro sudanés gigantesco llevaba a Cabeza de Hierro, que bufaba como una foca, mientras todos los demás, incluyendo a los argelinos, continuaban disparando las pistolas para aterrorizar a sus perseguidores.

Aquella carrera veloz a través de las oscuras y tortuosas callejuelas de la ciudad duró algunos minutos. Luego los dos negros se detuvieron delante de un grupo de caballos que estaban ocultos en un viejo portalón.

—Montad y tomad mis pistolas —dijo el negro al barón—. Si amáis vuestra vida, espolead fuerte y seguidme sin perder tiempo.

Un hombre había conducido delante de él un magnífico caballo negro enjaezado espléndidamente.

Sin pedir explicaciones, el caballero subió a la silla, tomó las dos pistolas, que ocultó en la cintura, y recogió las bridas.

Cabeza de Hierro ya había montado en otro caballo.

En la callejuela próxima se oían gritos furiosos, chocar de armas y disparos de arcabuz. Los dos negros también estaban montados en sendos caballos y miraban con ansiedad hacia la extremidad de la calle, mientras tres hombres conducían fuera del portalón otros animales, verdaderos corceles del desierto, que debían correr como el viento.

De pronto el pelotón de los argelinos, precedido por cuatro negros hercúleos, se precipitó en la calle, corriendo desesperadamente, mientras a espaldas suyas resonaban gritos furibundos.

—¡Detenedlos!

—¡Han robado a los asesinos de Culquelubi!

—¡A las armas!

—¡Presto! —dijeron los dos negros al barón.

Los argelinos se les acercaron en aquel momento. En un abrir y cerrar de ojos montaron los otros caballos y partieron inclinados sobre la silla y lanzándose en pos del barón, el cual llevaba a su izquierda a Cabeza de Hierro, que se hallaba colocado entre los dos negros.

El pelotón atravesó varias calles con la rapidez de una tromba, atropellando a cuantas personas encontraban por delante. Al llegar a una de las puertas que conducían al campo, los dos negros gritaron:

—¡Servicio del bey!

—¿Y la contraseña?

—¡Mahoma y Solimán!

Los dos centinelas se separaron de la puerta precipitadamente, presentando las armas.

El destacamento siguió por algunos minutos la vía de circunvalación externa; después, y casi a la altura de la Casbah, se lanzó a través de los campos de azafrán, sin detener un solo instante aquella endiablada carrera.

El barón, aturdido todavía por el inopinado rapto que le había salvado la vida cuando ya se consideraba en poder de los genízaros, no se cuidó de un argelino que estaba a su lado y que le miraba fijamente. Parecía excesivamente joven, casi un niño, y cuando el turbante se le levantaba por efecto de las sacudidas del impetuoso caballo en que iba montado, se veía ondear sobre sus hombros una larga cabellera negra.

El primero que se fijó en él fue Cabeza de Hierro.

Señor barón —dijo—, ¿quién puede ser ese joven que cabalga a vuestro lado?

El caballero se había vuelto vivamente, pero el joven jinete lo advirtió y se detuvo, reuniéndose a la escolta.

—Será algún paje —dijo—. Por otra parte, pronto sabremos quiénes son estos hombres que se nos han incorporado, y adónde nos conducen. Esta carrera furiosa no puede durar mucho tiempo.

—Todo esto tiene algo de milagroso, señor. ¿Por qué estos hombres, que parecen argelinos, en vez de caer sobre nosotros, han atacado a los genízaros? ¿Comprendéis algo de esto?

—Algo comprendo. Estos negros de estatura gigantesca me recuerdan a los esclavos de la princesa Amina, la hermana de Zuleik.

—El mismo pensamiento me había asaltado a mí, señor Barón. Aquí anda la mano de la princesa. Pero desearía saber cómo estos hombres se encontraban reunidos con los genízaros que nos perseguían.

—Es un misterio que por ahora no puedo explicarme, Cabeza de Hierro. ¡Lástima que no hayan podido conducir con nosotros a esos pobres renegados, cuya suerte será bien triste si no se dejan matar antes que rendirse!

—¿Se habrán apoderado de alguno de ellos?

—¡Mucho me lo temo! —respondió el barón dando un suspiro.

—Yo también, señor barón —dijo una voz detrás de él—. Y si hubiésemos llegado algunos momentos después, igual suerte os habría cabido a vos.

El joven barón y Cabeza de Hierro no pudieron contener un grito.

—¡El normando!

—¡Sí, el mismo! —Dijo el fregatario colocándose al lado del caballero—. No habríais pensado que era yo también de la partida; ¿es verdad, señor de Santelmo?

—¿Vos? —exclamó el barón, que todavía dudaba.

—Sí, Miguel el normando, y detrás de nosotros galopan mis gentes.

—¿Esos argelinos?

—Son los marinos de mi barco.

—¡Se diría que soy presa de un sueño!

—Estáis bien despierto —dijo el normando riendo.

—Entonces, vos me explicaréis.

—A su tiempo, señor barón. Pero por ahora no nos cuidaremos más que de ganar camino. Es necesario interponer entre Argel y nosotros el mayor espacio posible para que se pierda nuestro rastro.

—¿Nos seguirán?

—A estas horas la voz de alarma habrá recorrido toda la ciudad, y se sabrá en todas partes que hemos salido de ella; de manera que toda la caballería argelina se ocupará en buscarnos. Pero tenemos una ventaja notable, y es que nuestros caballos son mejores que los suyos. He aquí un terreno a propósito para borrar nuestras huellas.

El pelotón estaba a la sazón en la base de un grupo de colinas arenosas, a las cuales seguía una vasta landa que se prolongaba hacia el este.

El normando detuvo la carrera de su corcel y pasó a retaguardia. Al llegar allí cambió algunas palabras con el joven argelino. Después volvió a reunirse con el barón, gritando:

—¡Al bosque de Top Han!

Los argelinos y los cuatro negros de escolta se inclinaron hacia la izquierda, mientras los dos negros que servían de guías pasaban al trote las colinas arenosas, donde las herraduras de los caballos no podían dejar huella alguna.

El normando los había seguido con el barón y Cabeza de Hierro.

Un cuarto de hora galoparon en silencio. Luego descendieron por la vertiente opuesta, dirigiéndose hacia un bosque que parecía tener una extensión enorme.

—¡Alto! —dijo el normando cuando estuvieron bajo los árboles—. Dejemos descansar un poco a estos bravos caballos. Todavía tenemos mucho camino que recorrer antes de llegar al aduar.

—¿A qué aduar? —preguntó el barón.

—¡Ah! ¡Vos no sabéis que he encontrado excelentes amigos en la llanura de Medeah! Estaréis perfectamente allá abajo, señor barón, y podéis descansar con entera seguridad hasta que se haya calmado el furor de los argelinos.

Bajó a tierra y quitó el freno al caballo para que pudiera respirar más libremente. Los dos moros le habían imitado ya, dirigiéndose hacia los límites del bosque, para vigilar la llanura y las colinas.

—¿Quiénes son esos dos negros? —preguntó el barón.

—¿No habéis adivinado a quién pertenecen? —replicó el normando.

—¿Acaso a la princesa Amina?

—Sí, señor barón. Son hombres de corazón que valen cada uno por diez soldados. La princesa sabe elegir a sus siervos.

—¿Y ese joven argelino con quien habéis hablado hace un momento?

El normando miró al barón sonriendo.

—Es un joven a quien debéis vuestra libertad, más que al mirab y a mí. Sin él, no habríamos podido reunirnos para salvaros, ni habríamos sabido tampoco que anoche debíais ser conducido a bordo de la galera de Culquelubi.

—Pero, en suma, ¿quién es?

—Nada más puedo decir ahora. He prometido no hablar de eso hoy. Y, a propósito de preguntas: ¿habéis recibido un billete en el presidio?

—Sí. Me lo envió el mirab; ¿no es cierto?

—En efecto; así es, señor barón. Gracias a la influencia de aquel joven, todo lo teníamos dispuesto para sacaros de aquel presidio. Guardias y centinelas habíanse comprado a peso de oro, y todo marchaba a las mil maravillas, cuando fuimos informados de que habían dado la orden de trasladaros a la galera de Culquelubi. Por fortuna, un renegado que estaba a mi servicio, y a quien intenté libertar varias veces, me reveló un secreto.

—¿El de la conjura?

—Sí; ayer mañana me dijeron que aquella misma noche moriría el infeliz corsario.

—¿Y qué hicisteis?

—Pues aprovechar el tiempo. Imaginándome lo que había de ocurrir, hice embarcar a mis marineros y a los negros de la princesa en una buena chalupa, y me puse en acecho cerca de la galera, con la esperanza de poder sacaros de ella en medio de la confusión que produciría el asesinato de Culquelubi.

—¿Luego me habéis visto huir con los renegados?

—Oí vuestra voz, y seguí a la chalupa que os conducía, fingiendo perseguiros. La estratagema tuvo tan feliz resultado, que nadie sospechó de nosotros; pero huíais con tal rapidez, que me fue imposible alcanzaros antes de que desembarcaseis.

—Pero llegasteis a tiempo de salvarme. ¡Gracias! ¡Os debo no sólo la libertad, sino la vida!

—A mí no —respondió el normando—. Sin el apoyo de la princesa, nada habría podido yo hacer, ni el mirab tampoco.

—¿Deberé, pues, gratitud a esa mujer? —preguntó el barón con los dientes apretados por la ira.

—Quizá más que gratitud.

—¿Luego no sabéis que fue Amina quien me entregó a Culquelubi?

—Lo sé todo.

—¿Quién os lo ha dicho?

—El mirab.

—¿Y cómo lo supo él?

—Os contaré todo eso durante el viaje. ¡En marcha, señores! ¡Vamos a buscar a mis amigos!

—¿Qué amigos?

—Los que me ayudaron a huir de los cabileños. Os contaré también esa aventura, señor barón.

—Y de ella…, ¿nada? —preguntó con voz trémula.

—¿De la condesa de Santaflora?

—¡Sí! —dijo el barón mirándole con angustia.

—Tranquilizaos; por ahora no corre ningún peligro. Se encuentra en lugar seguro.

—¿En presidio?

—No.

—Entonces, ¿dónde? ¡Decídmelo, Miguel! ¿No veis que estoy muriendo de angustia?

El normando vacilaba.

—¡Hablad; os lo ruego!

—En la Casbah.

Al oír esto, el barón hizo un gesto de desesperación.

—¿En el palacio del bey? —exclamó.

—Está en él más segura que en cualquiera otra parte. Antes de que pueda entrar en el harén la habremos robado. Hay allí quien vela por ella y organiza su fuga.

—¿Me lo juráis?

—Sobre la cruz de Cristo.

—¿Es esclava?

—Es algo mejor que eso: es una beslemé10, y se encontrará mil veces mejor en la Casbah que en los calabozos de presidio.

—¿Y Zuleik no podrá hacer nada?

—Por alta que sea su posición social, no osará apoderarse de una joven que ahora pertenece al bey. Con el representante del Profeta no se atreve nadie. ¡Basta de plática: a caballo, señor barón! El aduar está todavía lejos y acaso la caballería nos busca ya en la llanura.

—¡Sí, sí, vamos a escape! —Dijo Cabeza de Hierro, con mucho sobresalto—. ¡Si esos perros vuelven a atraparnos, correremos igual suerte que los regenerados! ¡Ya que hemos huido del poder de los genízaros, procuremos conservar la libertad!

Montaron de nuevo y partieron al galope. Esta vez el normando se había puesto a la cabeza, y los dos negros a retaguardia.

Pronto se internaron en el bosque, que estaba despoblado, y poco después de una hora llegaron a una llanura festoneada de corrientes de agua y limitada al sur por otras colinas arenosas que al barón no le fueron desconocidas.

—¿No son estas colinas las que atravesamos aquel día que vigilábamos a Zuleik? —preguntó al normando.

—Sí, señor barón; y aquel alminar que se ve allá abajo, a nuestra derecha, es el de la mezquita de Blidah.

—Y el aduar de vuestros amigos, ¿dónde se encuentra?

—Dentro de cinco o seis horas llegaremos a él. Todavía no descubro el de Medeah.

—Y vuestros marineros, ¿adónde han ido?

—Nada temáis por ellos. Encontrarán caballos de refresco hasta llegar a los castillos de la princesa, y no se dejarán alcanzar por la caballería argelina. Más tarde, cuando el peligro haya cesado, retornarán a Argel con otros trajes, y nadie se preocupará de su presencia en la ciudad.

—¿Irá con ellos el joven argelino?

—No; se reunirá con nosotros en el aduar, si es que no llega antes. Lleva el caballo más ligero de Argelia.

—¿Luego permanecerá con nosotros?

—No lo sé —respondió el normando.

—Pero ¿por qué se interesa tanto por mi suerte?

—El mismo os lo dirá.

—¿Es algún moro rico?

—Riquísimo, y además muy noble. ¡Pero espolead de firme, señor barón! ¡Tengo prisa por llegar a la cumbre de esas colinas para asegurarme de que no tenemos enemigos a la espalda!

Atravesaron el límite de la llanura, y al trote largo ascendieron hasta la cumbre de la colina.

El normando detuvo la marcha del caballo y sacó del bolsillo un anteojo de mar.

Desde aquella altura se distinguía una vasta extensión de terreno y hasta la Casbah, que como queda dicho, se alzaba en la parte más elevada de Argel.

El normando miró con el anteojo en diversas direcciones, y luego, satisfecho de aquel examen, volvió a cerrarlo.

—No se descubre nada sospechoso —dijo, volviéndose hacia el barón—. Presumo que la caballería argelina espera el alba para darnos caza, y como el sol no despuntará antes de dos horas, tenemos tiempo para ganar varias leguas. Además, ¿quién va a pensar en buscarnos un aduar?

Se volvió y dirigió la mirada hacia el mar, donde se distinguía vagamente una línea blanquecina.

—Allí está el Kelif. Iremos en dirección de este río, y luego volveremos hacia el este. Es preciso borrar por completo nuestras huellas.

—¡Mataremos a los caballos! —hizo observar Cabeza de Hierro.

—¡Ya nos darán otros para volver a Argel!

Descendieron de la altura a trote lento y volvieron a ganar la llanura, continuando su carrera hacia el suroeste.

Aun cuando los caballos habían recorrido ya unas treinta millas, resistían maravillosamente y no daban ningún indicio de cansancio. Eran verdaderos corceles de carrera, capaces de galopar doce horas seguidas.

Al amanecer, el minúsculo destacamento pasaba a la vista de Medeah, y dos horas después se detenía en las riberas pantanosas del Kelif, el río más notable de Argelia.

Allí descansaron un cuarto de hora. Luego, por cuarta vez, volvieron a emprender la carrera, no hacia el sur, sino hacia el noroeste, pasando a través de colinas pobladas de árboles, sobre las cuales no se veía ninguna aldea.

Hasta las diez galoparon de este modo. A esta hora atravesaron una llanura inmensa, interrumpida de vez en cuando por hierbas bajas y matas de cañas.

El normando mostró en el horizonte algunas pequeñas alturas.

—¿Las conocéis? —preguntó el barón.

—No —respondió éste.

—Pues las bajamos con los moros a los talones, y allí fue donde Zuleik os prendió.

—¿Luego estamos lejos de Argel?

—A unas quince leguas. ¡Ea, una última trotada, y después reposaremos delante de un cordero asado! Mis amigos deben de estar ya informados de nuestra llegada, y nos aguardarán.

—¿Por quién los avisasteis?

—Por uno de los nuestros.

En un postrer esfuerzo, también la llanura fue atravesada. Los caballos, blancos de espuma e inundados de sudor, comenzaban a dar muestras de cansancio, cuando al atravesar un grupo de árboles se encontraron los fugitivos repentinamente delante de dos tiendas rodeadas por una pequeña empalizada. Enfrente de ellas, un numeroso rebaño de carneros y algunos camellos pastaban las escasas hierbas que crecían en aquel suelo casi arenoso.

Un cabileño, envuelto en un capote de lana oscura, estaba fuera del recinto, apoyado en una enorme espingarda.

Al ver al normando se echó atrás la capucha, diciendo:

—¡Bienvenido sea mi hermano al aduar de Ibrahim! ¡Me alegro de que hayas cumplido tu promesa y vengas aquí con tus amigos!

—¿Cómo está Ahmed? —preguntó el normando saltando a tierra.

—A punto de curarse. Ven; mi tienda, mi ganado y mis armas son tuyas y de tus compañeros.

CAPÍTULO VIII. LOS FURORES DE ZULEIK

Con un silbido, el cabileño había llamado a su esclavo, el cual se apresuró a poner en libertad a los caballos, conduciéndolos bajo un pequeño cobertizo construido con cañas secas. Después de haber saludado con el tradicional salem alek a los viajeros, el cabileño los invitó a que le siguiesen dentro de la tienda más espaciosa, cuyos extremos estaban abiertos para que el aire circulase con libertad.

Sobre una hermosa estera blanca se veían dos cabritillos asados que todavía humeaban, algunas tortas de maíz cocidas al horno; varios recipientes de arcilla con dátiles en dulce y ciruelas y albaricoques en conserva. Suspendido de una cuerda se refrescaba un odre lleno de leche de camella mezclada con agua, única bebida de los habitantes de los aduares argelinos y de los marroquíes.

—¡He aquí una colación que llega a tiempo! —dijo Cabeza de Hierro aspirando el apetitoso aroma que exhalaban los cabritillos, cuya piel luciente y tostada exhalaba un aroma que producía en su paladar un cosquilleo encantador.

El cabileño invitó a sus huéspedes a sentarse cerca de los manjares. Sacó su cuchillo y trinchó con él los cabritillos, teniendo la delicadeza de ofrecer los mejores trozos a los hombres blancos. Mientras comía no apartaba la vista del normando, atónito de no verle casi negro, como cuando le había encontrado durante la caza de la feroz pantera.

Cuando hubieron concluido de tomar café, un café excelente perfumado con ámbar, el cabileño se levantó, haciendo señas al normando de que le siguiese fuera de la tienda.

—Tu compañero ha llegado —le dijo cuando estuvieron al raso—. Se encuentra en la tienda de Ahmed.

—¡Ya sospechaba que llegaría antes que nosotros! ¡Gracias por haberle hospedado en el aduar!

—¡Tus amigos lo son también míos!

—Y ese joven te recompensará con esplendidez.

—No hablemos de eso; ya te he dicho que puedes disponer de todo.

—¿Sabes quién es ese joven?

—No tengo el derecho de preguntártelo.

—Pues te lo diré, Ibrahim. Es uno de los más poderosos señores de Argel.

—¿Un hombre?

—¡Silencio por ahora! Y aquel otro joven que vino conmigo es uno de los más valientes guerreros de su país.

—No es argelino, ¿verdad? —preguntó Ibrahim sonriendo.

—No. Y seré franco contigo: tampoco lo soy yo.

—¡Ya lo había comprendido al verte ahora menos moreno que un beduino! No obstante, seas lo que seas, no te faltará mi reconocimiento. Aunque fueses un infiel, seguiría siendo tu amigo.

—¡Gracias, Ibrahim! Ahora dejemos solos a los dos jóvenes. Deben decirse cosas que ni tú ni yo ni los otros podemos escuchar.

—Iremos a hacer compañía a mi hermano, que desea saludarte.

—Advierte al joven que puede entrar en la tienda.

Mientras el cabileño obedecía, el normando se acercó a Cabeza de Hierro y a los dos negros y les hizo señas imperiosas invitándolos a salir.

El barón, que estaba absorto en sus pensamientos, no se había fijado en el gesto del normando.

—Vamos a visitar al otro amigo mío —dijo el normando a Cabeza de Hierro—. Dejad que el barón descanse un poco: debe de estar rendido.

—¡Y yo no lo estoy menos! —repuso el catalán.

—Pues nadie os impedirá dormir en la otra tienda.

Apenas habían salido, cuando por la parte opuesta y sin hacer ruido entraba el joven argelino, que se detuvo delante del barón. Llevaba el capuchón echado sobre la frente de tal modo que apenas se distinguían sus facciones.

El barón de Santelmo, siempre absorto en sus pensamientos, ni siquiera había advertido la entrada del joven.

Por algunos momentos el argelino permaneció inmóvil en medio de la estancia; pero de pronto se alzó la capucha y dejó caer al suelo el manto que le envolvía.

Al leve rumor que produjo la tela al caer, el barón se volvió y no pudo por menos de lanzar un grito al reconocer en aquel joven a la princesa.

—¿Vos? —exclamó poniéndose en pie.

Fijó en la mora una mirada en la cual se leía un profundo rencor. Amina permaneció silenciosa, con los brazos cruzados sobre el jubón azul recamado de oro que modelaba graciosamente sus espléndidas formas de mujer berberisca.

El destello rencoroso que brillaba en los ojos del barón se extinguió poco a poco, porque el joven sabía ya que su libertad la debía en gran parte a aquella mujer.

—¿Os sorprende volver a verme? —preguntó Amina cuando el brillo de odio se apagó en las pupilas del joven.

—Sí —respondió con voz un poco seca el caballero—; creía no volver a veros.

—¿Lo sentís?

El barón de Santelmo vaciló un poco antes de responder; pero al fin dijo:

—No, aun cuando me hayáis arrojado en las garras de Culquelubi para que hiciese de mí un esclavo miserable.

—Pero he vuelto a arrancaros de ellas.

—No digo lo contrario, señora.

—¡Qué queréis! —dijo la princesa pasándose la mano por la frente—. Los celos me hicieron mala, y obré bajo el impulso de una pasión que las mujeres moras sentimos más intensamente y con más violencia que las mujeres de Europa. Perdonadme, pues, aquel momento de arrebato. Había jurado vengarme de vos y matar a la joven cristiana; pero ahora otro sentimiento ha entrado en mi corazón. Conque no hablemos más: considerad todo eso como una locura, y vuelvo a repetir que me perdonéis.

—Mi perdón os lo había otorgado de antemano —respondió el barón, conmovido por la infinita tristeza que oscurecía el rostro encantador de Amina—. Si esa joven no hubiese dispuesto hace ya mucho tiempo de mi corazón, creedlo, Amina os habría amado ardientemente, a pesar de ser yo cristiano y musulmana vos.

—¡Ah, gracias! —Exclamó la princesa con los ojos humedecidos de lágrimas—. ¡Y cómo os hubiera correspondido yo! ¡Pero la felicidad no se ha hecho para mí! ¡Un triste sino pesa sobre mí desde la infancia!

Se enjugó casi con rabia dos lágrimas que descendían por sus mejillas, y luego prosiguió con voz amarga:

—¡El segundo sueño ha concluido! Amad a la joven cristiana que primero cautivó vuestro corazón, hacedla feliz, y contad conmigo para realizar vuestra unión; pero prometedme al menos que cuando estéis bajo el hermoso cielo de Italia, cuando vuestras almas estén unidas, pensaréis alguna vez en la pobre Amina, en la triste princesa africana.

Dio dos o tres vueltas por la tienda con la cabeza inclinada sobre el pecho, y después, parándose delante del barón, que permanecía silencioso, le dijo con brusquedad:

—¿Sabéis dónde se encuentra la cristiana?

—Acaban de decírmelo.

—¿Y qué pensáis hacer?

—No lo sé todavía; pero os juro que no saldré de Argel sin esa mujer, o moriré en la empresa.

—¿Tanto la amáis? —preguntó Amina con voz sorda.

—¿Qué sería mi vida sin ella?

—¡Sí! —dijo como hablando entre sí la princesa—. ¡Las flores no pueden vivir sin el sol y las gotas de agua!

Hizo un gesto como para alejar un tormentoso pensamiento, y después continuó:

—Hurtar una mujer a un bajá puede ser fácil; arrancársela a un general, difícil, pero no imposible; robársela al bey, escalar sin ser observado las altas murallas de la Casbah, vigiladas noche y día por sus genízaros, será una empresa que pondrá a prueba toda vuestra audacia. Y luego olvidáis que tenéis un enemigo poderoso, dominado, como vos, por una pasión ciega, y que vela sin descanso.

—¿Vuestro hermano?

—Sí; Zuleik —respondió la princesa.

—¿Creéis que yo pueda un día volver a contemplar a la mujer que amo? ¡Decídmelo, Amina; decídmelo con toda sinceridad!

—¡Quizá!

—¿Es esclava del bey?

—¿Esclava? Hoy lo es, hoy es una beslemé; pero ¿quién os asegura que mañana no pueda llegar a ser una favorita del representante del Profeta?

—¡Oh!

—Todo es posible, y entonces la cristiana estaría perdida para vos.

—¡Me vengaría! —gritó el barón.

—¿De qué modo?

—¡Matando al bey!

—¿Os atreveríais a tanto? —preguntó.

—¡No vacilaría!

—Sería demasiada audacia.

—¡Nada me intimida!

—No —dijo Amina después de un momento de pausa—. No haréis eso; no os lo permitiría yo. No olvidéis que represento aquí nuestra religión, y que yo soy musulmana.

—¡Nunca me resignaré a perder a esa mujer, por quien he expuesto la vida tantas veces!

Entre ambos reinó un momento de silencio. Amina, apoyada en un palo de la tienda, parecía que buscaba alguna idea.

De pronto se incorporó, diciendo:

—Volveremos a vernos dentro de algunos días. Vos permaneceréis aquí y nada intentaréis hasta mi regreso. El aire de Argel es demasiado peligroso para vos en estos momentos; ahora ya debe de saberse que estáis complicado en el asesinato de Culquelubi, y harán todo lo posible por descubriros.

—Y yo, en cambio, temo por vos, Amina.

—¿Por mí?

—¡Si supiesen que habéis contribuido a arrancarme del poder de los genízaros!

—¿Y quién osaría mover un dedo contra la descendiente de los califas de Córdoba y Granada? ¡Ni el propio bey se atrevería a ello!

—¿De veras?

—No hay más que un hombre que, para apresurar vuestra muerte, se decidirá a intentarlo; pero ese hombre sabe de lo que soy capaz.

—¿Zuleik?

—Sí; mi hermano. Sin embargo, no creáis por eso que se atreva contra mí. Es impetuoso y colérico, pero no malo. Aun cuando sepa lo que acabo de hacer, no hablará.

—¿Qué hace ahora vuestro hermano?

—Lo ignoro. Muchos días hace ya que no le veo. Pero supongo que tratará de poner en acción toda su influencia para conseguir que el bey le devuelva esa cristiana.

El barón palideció.

—Pero tranquilizaos: nada podrá obtener. Una mujer que entra en la Casbah no sale de ella sino muerta.

—¿Y si encontrase la manera de robársela?

—Ya os he dicho que eso es imposible.

—Entonces no me resta la esperanza de poder verla algún día.

—¡Quién sabe! —Dijo Amina—. Aguardad mi regreso. Debo conocer lo que pasa en Argel en estos momentos. Os dejo a mis dos negros, que velarán por vos, aun cuando nadie puede sospechar que hayáis sido conducido a este aduar.

El barón se había acercado a la joven, y cogiéndole una mano le dijo con voz dulce:

—¡Me conmueve la grandeza de vuestro sacrificio, señora! En mi propio país ninguna mujer se habría mostrado tan generosa como Amina Ben-Abend. Cuando vuelva a Italia, si el Destino no lo impide, me acordaré siempre de vos y diré a todo el mundo que si Argel tiene panteras, alberga también mujeres que llevan su abnegación hasta la sublimidad.

—¡Dios os guarde! —se limitó a responder la princesa, llevándose, la mano al corazón.

Miró al joven por espacio de algunos momentos con ojos conmovidos; después, apretándole bruscamente la mano, salió con precipitación, diciendo con voz sofocada:

—¡Adiós, barón; no puedo entretenerme más!

Fuera de la tienda aguardaba su caballo, que uno de los negros sujetaba de las riendas.

Montó de un salto, hizo con la mano una última señal de despedida, y lanzó el corcel al galope en dirección de la colina.

El barón, en pie cerca de la tienda, la miraba tristemente, murmurando:

—¡Pobre mujer, cuánto debe de sufrir!

Al llegar la princesa a la cima de la colina detuvo el caballo y lanzó una postrimera mirada sobre el aduar; luego desapareció, descendiendo al galope por la pendiente opuesta.

Espoleaba con rabia, haciendo dar al caballo saltos inmensos, que habrían arrojado de la silla a cualquier jinete. Parecía que trataba de calmar su desesperación en aquella carrera furiosa.

De cuando en cuando un sollozo brotaba de su pecho y algunas lágrimas descendían por sus mejillas.

Atravesó la llanura y después el bosque con una carrera desenfrenada, pasando como un meteoro por delante de Medeah, sin conceder al pobre animal un solo momento de reposo.

Cuando la princesa llegó a dar vista a Argel, ya anochecía: había recorrido cerca de treinta millas de un tirón.

No contuvo aquella carrera loca sino cuando estuvo cerca de la Casbah, y ya era tiempo, porque el caballo empezaba a dar grandes muestras de cansancio.

Entró en la ciudad por la puerta de Oriente y se dirigió a trote lento hacia su palacio, adonde llegó al fin con su caballo casi moribundo.

—¡Pobre Kasmín! —dijo, mirándole con ojos compasivos—. ¡Has devuelto la tranquilidad a tu ama; pero tú pierdes la vida!

Los criados del palacio acudieron presurosos, sorprendidos de ver a la princesa en aquel traje, cubierto de polvo y con el caballo moribundo.

—Señora —dijo el mayordomo acercándose—, vuestro hermano os busca desde esta mañana. Está muy inquieto.

Amina se estremeció y permaneció algunos momentos silenciosa; después, haciendo un esfuerzo sobre sí misma, preguntó:

—¿Dónde está?

—En el salón verde.

Sacudió el polvo que cubría su traje, y con paso firme subió los escalones de mármol, precedida por algunos criados que llevaban antorchas encendidas.

Cuando entró en el salón, Zuleik estaba acabando de cenar. Al verla se levantó de pronto, rechazando con movimiento airado el plato de plata que tenía delante y desviando impetuosamente la silla.

—¿De dónde vienes? —le preguntó con voz severa—. ¡Y en ese traje! ¿Mi hermana se olvida de que es una Ben-Abend?

—Vuelvo del castillo de Iosk-Issid —respondió Amina con voz tranquila.

—¡Vestida de argelino!

—He cazado todo el día y los vestidos de mujer dificultan los movimientos. Además, nadie me ha visto.

—¿Y dónde has cazado?

—En el bosque del castillo.

—Pues bien, A m i n a; mientes —dijo Zuleik con violencia—. He enviado criados a todos nuestros castillos, y ninguno te ha encontrado en ellos.

—Eso quiere decir que no he estado en ninguna de nuestras tierras.

—¿Sabes lo que se dice en Argel?

—¡No me cuido de ello!

—Que ayer, cuando los genízaros seguían a los asesinos de Culquelubi, un pelotón de hombres capitaneado por un joven argelino ha robado a dos de esos cristianos.

—¡Ah!

—Y que uno de ellos es el barón de Santelmo.

—Lo ignoraba.

—¿Tú? —Exclamó Zuleik—. El vestido que llevas puesto te compromete.

—¿Qué quieres decir?

—Que ese pelotón iba guiado por ti.

—¿Quién lo afirma?

—Nadie hasta ahora. Sólo yo he tenido la sospecha al verte venir vestida de ese modo.

—¿Y aunque así fuese? —preguntó Amina mirándole con fijeza y cruzando los brazos con un gesto de desafío.

—Si eso llegara a ser conocido por las gentes, el deshonor caería sobre nuestra casa. ¡Una Ben-Abend protectora de los asesinos de Culquelubi!

La princesa se encogió de hombros.

—¡Qué busquen a ese argelino! —dijo.

—¿Dónde has pasado estas veinticuatro horas?

—No tienes el derecho de saberlo; yo no me mezclo en tus asuntos.

—Has auxiliado la fuga del barón; lo leo en tus ojos.

—¡Es posible!

—¡Ese hombre es mi rival! —Gritó Zuleik apretando los dientes con rabia—. ¡Pero si esperas sustraerle a las pesquisas del visir y del cadí, te engañas, Amina! Muchos de los renegados han caído vivos en las manos de los genízaros, y por ellos se sabrá el lugar donde se encuentra escondido. El tormento les desatará la lengua.

—¡Ferocidad inútil, porque esos desgraciados nada saben!

—¡Lo veremos! —Respondió Zuleik—. ¡Veremos si el barón logra ocultarse por mucho tiempo! Todos los asesinos del general han sido condenados a muerte, y tampoco él habrá de escapar.

—¿Y si el barón no hubiese tomado parte en el delito?

—Formaba parte de la conjura.

—No es cierto; yo sé que la ignoraba.

—¡Nada importa! Ha huido con los renegados y eso basta para condenarle.

—¡Buscadle, pues!

—Ya están sobre sus huellas. Amina palideció.

—¡Quieres asustarme! —dijo—. Se sabe que ha salido de la ciudad.

—¡Argelia es grande!

—Le encontrarán; yo me encargo de recorrer todos nuestros castillos, y lo descubriré.

—No me opongo.

Zuleik arrojó sobre su hermana una mirada de ira.

—¡Una musulmana que tiene en las venas sangre de los Califas protege a un cristiano! —dijo con profundo desprecio.

—Protejo a un hombre desgraciado y valeroso.

—¡A quien amas!

—¡A quien no amo!

—¡Mientes!

Un relámpago de cólera brilló en los ojos de la princesa.

—¡Basta! —dijo—. ¡No tienes el derecho de insultarme!

—¡Quiero que dejes de auxiliar a ese barón, a quien odio con toda mi alma! ¡Te juro que tendré su sangre, porque he de entregarle en manos del visir!

—Tu padre hubiera sido más generoso.

—¡Yo no lo seré!

—La generosidad era tradicional en nuestra familia. Acuérdate de que nuestro abuelo Ahmed-Ben-Abend salvó a los cristianos de Granada y acuchilló con su propia mano a los generales que acababan de ordenar a las tropas el exterminio de la población; acuérdate también de que otro abuelo nuestro, el batallador Omar, bajo las murallas de Córdoba, arrancaba de las manos de sus guerreros al jefe de las tropas españolas y le entregaba sano y salvo a su rey, desafiando la ira de todos los moros. Y también aquel jefe era un cristiano.

—¡Yo no soy Ahmed ni Omar!

—Y que nuestro padre, indignado por las infamias que cometía Culquelubi contra los esclavos cristianos, hizo repatriar a muchos de ellos, poniéndolos en abierta rebelión hasta contra el propio bey.

—Esa generosidad no la siento, ni siquiera la comprendo —respondió Zuleik—. Yo no veo en el barón más que un rival que debe desaparecer, y haré lo posible para que caiga en poder del visir.

—¡Lo veremos!

—¿Tú le proteges y le escondes? ¡Sea; pronto hemos de ver quién es más fuerte y más astuto!

—¡Te desafío a que le encuentres!

—¡Lo encontraré, no lo dudes! —Respondió Zuleik, cuyo furor, lejos de calmarse, iba aumentando—. ¡Adiós! ¡Presto tendrás noticias de Zuleik!

Dicho esto salió, cerrando violentamente la puerta detrás de sí. Estaba bajando la escalera con la cara fosca y los labios contraídos, cuando vio subir por allí, seguido por el mayordomo, a un viejo derviche. Se detuvo, retirándose a un lado para dejar el paso libre, y después hizo una seña al mayordomo.

—¿Quién es ese hombre? —le preguntó.

—El mirab de los derviches —dijo el interrogado.

—¿Qué viene a hacer aquí?

—Lo ignoro, señor. Ha preguntado por la señora princesa, a quien ya ha visto en otra ocasión. Probablemente vendrá a invocar su caridad para elegir alguna nueva mezquita.

—¿A esta hora? —murmuró Zuleik.

De pronto le asaltó la sospecha de que aquel hombre, a pesar de ser uno de los sacerdotes más reputados, podría estar mezclado en el asunto relativo a la fuga del barón. Entonces arrastró en pos de sí al mayordomo hasta una galería lateral, y apretándole un brazo con violencia, le dijo:

—Hay en la sala verde una puerta secreta, que tú debes de conocer.

—Sí, señor.

—Desde esta puerta se puede oír todo lo que hablen mi hermana y el mirab.

—Así lo creo.

—Pues bien; me referirás ese coloquio, que me importa conocer punto por punto. En tus manos se encuentra ahora tu libertad o tu muerte. Di cuál prefieres.

El mayordomo le miró espantado.

—¿Qué queréis decir, señor? —preguntó balbuciente.

—Que si consigues saber todo lo que el mirab hablará con mi hermana, mañana serás libre y rico; y que si me engañas, te haré matar a palos.

—Vos sois mi amo, mandad.

—Pues bien; después de oír la conversación harás seguir al mirab cuando salga de aquí. Quiero saber dónde vive.

—Mandaré que vayan tras él dos esclavos de confianza, señor.

—¡Ahora vete!

Zuleik bajó las escaleras, montó en un caballo blanco que un negro tenía de las bridas, y salió del palacio diciendo:

—¡Me parece que ganaré la partida! ¡En el presidio sabré alguna cosa más!

CAPÍTULO IX. EL FILTRO DE LOS CALIFAS

Como Zuleik había dicho a Amina, una docena de renegados, aun cuando heridos en su mayor parte, fueron cogidos vivos por los genízaros que los perseguían.

Cercados por los destacamentos que se movían en sentido contrario en aquella callejuela estrecha, los desgraciados, después de una lucha desesperada, habían sido desarmados y atados con fuertes ligaduras.

Eran, como queda dicho, una docena aproximadamente, entre italianos, españoles, flamencos y franceses, todos cubiertos de sangre y de heridas. Los otros, más afortunados que ellos, habían caído muertos en la pelea después de haber causado muchas bajas a sus perseguidores.

Fue preciso toda la autoridad de los jefes y la promesa de que se haría con los presos un castigo tremendo para impedir que los genízaros se hicieran justicia por su mano.

Los prisioneros, bajo una fuerte escolta para sustraerlos a un posible ataque de la población, que al primer anuncio de la muerte del general se había lanzado a la calle pidiendo venganza, habían sido llevados precipitadamente al presidio del Pascia, que entonces se consideraba como el más seguro.

Antes de que hubieran podido reponerse de sus heridas, aquellos infelices fueron sometidos al tormento más espantoso para arrancar de sus labios el nombre de sus cómplices salvados por la banda de argelinos, que la autoridad sospechaba que fuesen cristianos.

Algunos de ellos fueron enganchados desnudos en garfios de hierro, otros enterrados hasta la cintura dentro de fosos rellenos de cal, y otros, todavía más infortunados, habían sido desollados, vertiendo sobre sus heridas cera hirviendo.

Entre los espasmos de aquella atroz agonía, el nombre del barón de Santelmo había salido de sus labios; mas ninguno pudo dar noticia alguna de su paradero ni decir nada acerca de aquella banda de argelinos que contribuyó a su fuga.

Cuando Zuleik llegó al presidio, los torturados, que hacía más de veinte horas que estaban colgados de los garfios, se encontraban a punto de expirar sin añadir nada a la confesión ya hecha.

El cadí, que había asistido a su martirio esperando sorprender alguna palabra que le pusiera sobre las huellas de sus cómplices, acogió con alegría la llegada de Zuleik, satisfecho de poder hablar con un descendiente de los califas.

—¿Habéis sabido algo de nuevo? —preguntó Zuleik entrando en la sala del tormento.

—¡Nada! —Respondió el cadí—. ¡Estos malditos cristianos mueren sin confesar, no obstante todas las torturas!

—Nada confiesan, porque no saben más de lo que han dicho. Pero yo estoy sobre el rastro de los fugitivos.

—¿Vos, señor?

—Y estoy seguro de encontrar el sitio donde se oculta el barón de Santelmo.

—¿Sabéis que el bey ha prometido mil cequíes a quien lo detenga?

Zuleik se encogió de hombros con desdén.

—¡No es el premio el que me alienta! —dijo—. ¡A los Ben-Abend nos sobra el oro!

—Lo sé, señor. ¿Y no tenéis alguna sospecha de quiénes puedan ser esos argelinos? A mí me han dicho que iban negros con ellos.

—Nada sé respecto de eso. Además, a mí sólo me interesa el barón. ¿Ha vuelto la caballería?

—Sí señor, y sin haber descubierto la menor huella de los fugitivos —dijo el cadí. El cristiano y sus cómplices no deben de estar ocultos en las cercanías de Argel.

—Eso mismo creo yo.

—¿Dónde buscarlos ahora?

—¿Estáis seguro de que no ha salido del puerto ninguna nave?

—Segurísimo. Las galeras han estado de crucero toda la noche y todo el día delante de la rada, y el bey ha prohibido a todos los barcos levar anclas, bajo pena de muerte de sus tripulantes.

—Entonces es en el campo donde debemos buscarlos. Poned a mi disposición cincuenta jinetes escogidos entre los más resueltos. Es posible que esta misma noche tenga necesidad de ellos.

—Estarán dispuestos, señor. El bey, con tal de apoderarse de todos los asesinos del general, nada negará. Es necesario hacer un castigo ejemplar, o esos cristianos, a quienes el Profeta condene, volverán a comenzar de nuevo sus asesinatos. Entretanto, y para aterrorizarlos, haré empalar en el muelle a cinco prisioneros.

—No olvidéis el auxilio que me habéis prometido.

Salió del presidio poco satisfecho de aquel coloquio, pero con el pensamiento fijo en el mirab. Sentía instintivamente que aquel hombre debía de saber algo acerca de la fuga del barón.

Cuando, entrada la noche, llegó al castillo, encontró al mayordomo, que le esperaba en el pórtico.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó.

—He sabido mucho más de lo que esperaba, señor —respondió el mayordomo—. Mi libertad está asegurada.

—¿Les has oído algo?

—No he perdido una sola palabra.

—¿De quién hablaron?

—Del cristiano que ha asesinado a Culquelubi.

—¿Mi hermana y el mirab?

—Sí, señor.

—¿Pudiste oír dónde se encuentra?

—Han hablado de un aduar y de Medeah.

—¿De qué aduar? —preguntó Zuleik, con los ojos centelleantes.

—Lo ignoro, señor; pero supongo que debe encontrarse en el territorio de Medeah.

—Ahora no tengo duda.

—¿Cómo, pues, un mirab, jefe de los derviches, ha protegido la fuga de un cristiano? —Se preguntaba Zuleik—. ¡Eso me parece inexplicable! ¿Hiciste que siguieran al mirab?

—Ya sabemos dónde vive.

—¿Dónde?

—En una pequeña ermita que se encuentra dentro de la Casbah.

—¿Vive solo?

—Solo.

—¡Que el infierno me abrase si no logro que declare el lugar donde se esconde ese condenado cristiano! —exclamó Zuleik con los dientes apretados—. ¡Ah, hermana mía, la partida final la ganaré yo! Llama a cuatro esclavos de los más fuertes y de los más resueltos. Y ahora silencio con todo el mundo. ¡Ay de ti si pronuncias el nombre de mi hermana!

Cinco minutos después, Zuleik salía del palacio, seguido por cuatro negros armados de arcabuces y yataganes y cabalgando en espléndidos caballos árabes. Para no hacerse notar y para asegurarse de que no le seguirían, se dirigió hacia los bastiones interiores, por ser aquel camino el menos concurrido, y marchó a trote rápido hacia la Casbah.

Era casi media noche cuando, guiado por uno de los cuatro negros que habían seguido al mirab por orden del mayordomo, llegó delante de la ermita.

El viejo debía de estar despierto aún, porque algunos rayos de luz atravesaban la puerta del santuario.

Ataron los caballos al tronco de una higuera, y luego Zuleik golpeó la puerta con la culata de una pistola, diciendo con voz imperiosa:

—¡Abre, mirab!

—¿A quién? —respondieron desde dentro.

—¡De orden del cadí Ben-Hamman!

La puerta se abrió repentinamente, y el ex templario apareció en ella llevando una lámpara en la mano. Al ver a Zuleik, a quien ya conocía, no pudo reprimir un gesto de terror.

—¿Qué desea de mí Zuleik Ben-Abend? —preguntó esforzándose en aparecer tranquilo.

—¡Ah! ¿Me conoces? —Exclamó el moro, un poco sorprendido—. ¡Mejor! ¡Así nos entenderemos pronto!

Entró bruscamente, y clavando en el viejo una mirada aguda como la punta de una espada, le preguntó a quemarropa:

—¿Conoces al barón de Santelmo, mirab?

—¿Quién es? ¿Algún cristiano quizá? —preguntó el ex templario sin bajar los ojos.

—¡Ah! ¿No lo sabes?

—Un mirab no puede tener relación alguna con los cristianos ni con los renegados.

—Cierto; un verdadero mirab no puede proteger a los cristianos —dijo Zuleik—; pero tú has usurpado ese título, o eres enemigo del Islam.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Que has protegido la fuga del asesino de Culquelubi.

—¡Yo! —Exclamó el viejo fingiendo el mayor asombro—. ¿Quién me acusa de ello?

—¡Yo: Zuleik Ben-Abend, descendiente de los califas!

—¡Señor, estáis engañado!

—¿Pues qué fuiste a hacer en mi palacio hace cuatro horas?

—Pedir a vuestra hermana auxilios para la construcción de una ermita.

—¿Y nada más?

—No.

—¿Podrías jurar sobre el Corán que no has hablado del barón de Santelmo?

El mirab permaneció mudo.

—Si eres un verdadero musulmán y no has protegido al cristiano de acuerdo con mi hermana, debes jurar.

—¿Y si me negase a hacerlo?

—En tal caso, deberás decirme dónde ha ocultado mi hermana al barón.

—Preguntádselo a ella, no a mí.

—Tú lo sabes tanto como ella, mirab, y como enemigo de los cristianos, debes confesármelo.

—Nada puedo decir, porque nada sé.

—¡Mientes, mirab; uno de mis criados ha oído todo lo que habéis hablado Amina y tú! ¡Niega ahora, si te atreves, que has hablado del barón Santelmo!

—No, no lo negaré —respondió el viejo—; pero vos no me arrancaréis una sílaba sobre todo lo que se refiera al barón de Santelmo.

—¿Y tú, mirab, proteges a un cristiano?

—Protejo a un hombre.

—¡Un perro, un infiel! —gritó Zuleik.

—Llamadle como queráis; pero no hablaré —respondió el ex templario con voz firme—. Podéis matarme; podéis martirizarme; pero de mi boca nada sabréis.

—¿Lo crees?

—He prometido a vuestra hermana guardar el secreto y lo guardaré.

—¡Te conduciré ante el cadí, que te hará torturar hasta que lo digas todo! —rugió el moro.

—Y comprometeréis a vuestra hermana y el honor de vuestra casa.

Zuleik se mordió los labios. Las palabras del mirab no tenían réplica. Pero el viejo aún no había ganado la partida al pronunciar aquella amenaza.

—Obraré por mi cuenta —había dicho Zuleik.

—¿Pretendéis matarme?

—Nadie me lo impediría.

—Soy un mirab, un hombre santo, y mi muerte no quedaría sin venganza. Ni el propio descendiente de los califas puede poner sus manos sobre el jefe de una comunidad que el mismo bey respeta.

—¡Ahora te probaré lo contrario! —dijo Zuleik, que estaba decidido a todo—. ¿Quieres confesar?

—¡No! —respondió el viejo con increíble entereza.

A una señal de Zuleik, los cuatro negros cayeron sobre el viejo, derribándole brutalmente contra el tapiz.

—¡El frasco! —dijo Zuleik.

Uno de los negros sacó del bolsillo una botella de cristal dorado llena de un líquido rojizo, y que apenas abierta esparció por la ermita un olor especial a kif, el ingrediente principal del hachich. El esclavo apretó con fuerza la nariz del mirab, obligándole a abrir la boca para no morir asfixiado, y de un golpe le vertió el contenido del frasco en la garganta.

—¡He aquí el remedio que empleaban mis antepasados para arrancar a los prisioneros los secretos de guerra! —Dijo Zuleik—. ¡Veremos si resistes tú a su influjo, viejo testarudo!

Apenas había ingerido aquel líquido, el mirab quedó rígido, como si la muerte le hubiese herido de pronto. Solamente sus ojos permanecieron abiertos durante algunos instantes, y después se cerraron.

—¿Habrá muerto, señor? —preguntó uno de los negros.

—Duerme —dijo Zuleik—. Dentro de poco soñará, y hasta hablará. Retiraos al fondo de la ermita, y que nadie venga a interrumpirme.

Después se sentó en la piedra que servía de tumba al santo a quien estaba dedicada la pequeña construcción, y aguardó tranquilamente a que el misterioso filtro produjera todo su efecto.

Efectivamente, el mirab dormía; pero no con un sueño tranquilo.

Parecía que turbaban su cerebro visiones extrañas, porque de vez en cuando alzaba las manos y hacía gestos, como si quisiese alejar sombras de su lado.

De pronto sus labios se abrieron y pronunció palabras sueltas y sin ilación. Hablaba de guerreros, de galeras, de torturas, de Culquelubi. Pero poco a poco sus discursos empezaron a ser más lúcidos, más claros. Se diría que un pensamiento único se había apoderado de su cerebro, pues ya no hablaba más que del peligro que amenazaba al barón.

Zuleik, encorvado sobre él, escuchaba atentamente. Parecía un tigre en acecho.

—¡Velad…, velad! —Decía el mirab—. ¡Le buscan…, quieren prenderle! ¡Abre los ojos, Miguel…, vigila sin descanso! ¡Si os cogen, estáis todos perdidos! ¡El aduar está lejano, pero no es seguro! ¡Medeah se encuentra demasiado cerca! ¡Cuidado con la colina! ¡Zuleik la conoce…, y podría volver al sitio, donde ya prendió otra vez al barón! ¡Me han dicho que desde la cima de ella se descubre el aduar! ¡Vela, Miguel, vela!

Zuleik se levantó, lanzando un grito:

—¡El barón es mío! ¡El aduar…, la colina donde le detuve! ¡Yo encontraré ese aduar!

Y se precipitó fuera de la ermita, sin preocuparse del mirab, que continuaba hablando.

—¡A caballo! —gritó a los negros.

—¿Y ese hombre, señor? —preguntó uno de ellos.

—¡Déjale que duerma! —Respondió el moro—. ¡Ya no tengo necesidad de él! ¡Espolead hasta llegar al presidio de Pascia! ¡Ah, hermana mía; has perdido la partida!

Saltó en la silla y partió a uña de caballo, seguido por los cuatro esclavos.

En el momento en que pasaban cerca de la Casbah, tres personas, que debían de haber permanecido agachadas entre las ruinas del antiguo palacio, se habían incorporado.

—¿Es él? —preguntó una voz de mujer.

—¡Sí! —Había respondido una voz de hombre—. Como acabáis de ver, no me he engañado, señora.

—¡Corramos! ¡Acaso le haya martirizado o muerto!

Se dirigieron corriendo hacia la ermita, cuya puerta había permanecido entornada. Las personas de que acabamos de hablar eran Amina y dos esclavos negros.

Al ver al mirab tendido e inmóvil sobre el tapiz, Amina dejó escapar un grito, creyéndole muerto; pero uno de los dos negros, que se había inclinado sobre el cuerpo, dijo:

—Está vivo, señora, y se diría que duerme profundamente.

—¿No tiene ninguna huella de violencia?

—Ninguna.

—¡Es imposible que mi hermano se haya conformado con darle algún narcótico, y que…!

De pronto se interrumpió y se dio una palmada en la frente. Al percibir el olor característico del kif, lo había adivinado todo.

—¡Ah, miserable Zuleik! —exclamó—. ¡Acaba de darle el licor de los califas! ¡Le ha hecho hablar, y le habrá arrancado el secreto!

Se puso densamente pálida y miraba al pobre viejo con ojos dilatados por el terror.

—De pronto se repuso, como si hubiera tomado una resolución rápida.

—Hady —dijo, volviéndose hacia uno de los negros—, ¿has elegido bien los caballos?

—Son los mejores de la cuadra, señora.

—Confío a tus cuidados al mirab. Le llevaréis a mi castillo Thomat, y tendréis con él todo género de atenciones. Cuando se haya despertado se lo contaréis todo.

—Está bien, señora.

—Y tú, Milah, sígueme sin dilación al aduar. La salvación del barón depende de la velocidad de nuestras cabalgaduras.

—Iremos volando.

—¡Qué feliz inspiración tuve al seguir a mi hermano! —Murmuró la princesa—. ¡El corazón me anunciaba lo que ha pasado! Por fortuna aún tengo tiempo para destruir sus designios. ¡Llegaré al aduar antes que él!

Milah había conducido a los caballos, que estaban ocultos detrás de una mata de áloes gigantescos. La princesa saltó en la silla y descendió la suave colina al galope, seguida por el negro, mientras Hady, tomando entre los brazos al mirab, se dirigía hacia la ciudad, conduciendo el caballo por las riendas.

CAPÍTULO X. LA CASCADA DEL KELIFF

Cuando la princesa y su fiel esclavo llegaron a la vista de aduar, comenzaba a amanecer. Casi de un tirón habían atravesado la distancia que separa aquel sitio de Argel, aguijoneados por el temor de llegar demasiado tarde.

Tenían la seguridad de que a espaldas suyas marchaba Zuleik con un buen golpe de jinetes, y aun cuando no hubieran observado nada en las vastas llanuras de Blidah ni en las de Medeah, sentían por instinto que el peligro no estaba muy lejano.

Zuleik, ardiendo en deseos de vengarse, no debía de haber perdido el tiempo para sorprender al barón antes de que éste hubiera podido ponerse otra vez en salvo. Cuando la princesa llegó a la colina, el cabileño y su esclavo conducían fuera del recinto del aduar sus camellos y sus corderos para llevarlos al pasto, ayudados por los dos negros que habían quedado en la tienda con el encargo de velar por el barón.

También el normando, que como buen marinero se levantaba con el sol, fumaba tranquilamente su pipa delante de una de las dos tiendas.

Al ver a aquellos dos jinetes bajar a galope la colina, un cierto temor se había manifestado entre los habitantes del aduar, que por espacio de cuarenta y ocho horas vivían en continua ansiedad. No habiendo podido reconocer aún a los viajeros, a causa de la semioscuridad que todavía reinaba, todos se replegaron precipitadamente detrás de la empalizada, abandonando las bestias y corriendo a las armas. El primero en empuñar un arcabuz fue el normando, y creyendo de buena fe que aquellos dos caballeros eran la vanguardia de algún destacamento de genízaros, había dado orden de ensillar los caballos y despertar al barón y a Cabeza de Hierro.

Un grito de Hady los tranquilizó pronto.

—¡La princesa! —Había exclamado el marino, dejando el arcabuz y corriendo a su encuentro—. ¿Qué significa este imprevisto regreso? ¡De seguro que no trae buenas noticias!

El barón, que acababa de despertarse, había salido con el normando. Tampoco él estaba muy tranquilo al ver a la mora.

—¿Qué nuevas traéis? —preguntó, ayudándola a bajar del caballo.

—¡Malas, barón! —Respondió la princesa—. ¡Si estimáis en algo la vida, partid sin dilación, porque dentro de poco estarán aquí los soldados del bey!

—¿Nos han vendido? —preguntaron a un tiempo el barón y el normando.

—Mi hermano ha descubierto vuestro refugio, y acaso no esté distante de este lugar. ¡No hay que perder un momento!

El cabileño se había acercado al normando.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Los argelinos nos siguen, y tenemos que huir. También tú debes hacer lo mismo, si no quieres ser preso por ellos, o acaso muerto.

—¿Hay precisión de esconderse?

—Es necesario.

—Sé adónde debo conduciros.

—Pero ¿y tu hermano y tu ganado?

—A mi hermano le llevaré yo. Las bestias las encontraré cuando vuelva.

—Nada perderéis —dijo Amina—. Yo os indemnizaré largamente.

—Lo importante es marchar —añadió el normando.

—No pido más que dos minutos para preparar un camello para Ahmed. Mi hermano no está curado todavía, y no quiero dejarle aquí.

—¡Apresúrate!

Los tres negros habían enjaezado los caballos, mientras el esclavo de los cabileños conducía dos camellos de los más corredores.

En tanto que Ibrahim y el normando se cuidaban del herido, la princesa, en pocas palabras, refirió al barón de qué modo Zuleik había descubierto el lugar de su asilo.

—¿Y presumís que vuestro hermano está ya sobre nuestras huellas?

—No tengo duda de ello. Vendrá acompañado de bastantes fuerzas, porque ahora ya sabe que habéis tomado parte en el alzamiento de los renegados.

—¿Qué ha sido de ellos? —preguntó el barón con voz conmovida.

—Han muerto entre los tormentos más espantosos, y vos correríais igual suerte si llegasen a prenderos.

—¡Tiemblo por vos, Amina! —Dijo el joven—. Por proteger mi vida exponéis la vuestra. ¡Si os prendiesen con nosotros!

—¿Quién osaría tocar un cabello siquiera de la descendiente de los califas? Vuestra vida es la que está en peligro, no la mía. ¡Conque en marcha!

Todos habían montado ya en sus cabalgaduras. Ahmed, cuyas heridas empezaban a cicatrizarse, había sido acomodado en el mejor camello.

Dada la señal, el convoy se puso velozmente en marcha hacia la floresta vecina, escoltado por los tres negros de la princesa, los cuales se habían puesto a retaguardia para proteger la retirada.

Apenas habían entrado bajo los árboles, cuando en lontananza se oyó el estrépito de muchos caballos, los cuales galopaban ya por el terreno pedregoso de la colina.

—¡Ya vienen! —dijo la princesa, estrechando fuertemente el brazo del barón, que estaba a su lado.

El normando se acercó a Ibrahim.

—¿Adónde nos llevas?

—A las riberas del Keliff.

—¿Hay allí sitio seguro?

—Sí, y se encuentra debajo de una cascada.

—¿La conoce tu negro?

—Él es quien ha descubierto ese lugar un día que fue seguido por algunos bandidos del desierto.

—Cuida de mis amigos; yo te alcanzaré más tarde con tu esclavo.

Deseo vigilar las maniobras del enemigo.

—¡No te dejes coger!

—¡Nada temas, Ibrahim!

Hizo señas al barón y a la princesa de que siguiesen al cabileño, y se volvió hacia las márgenes del bosque, acompañado del negro, el cual, como su amo, montaba un camello.

Viendo el normando unas matas espesísimas, se ocultó detrás de ellas.

Bajó de la silla y cubrió la cabeza del caballo con la gualdrapa de lana azul, a fin de que no hiciese el menor movimiento, y se deslizó entre las plantas, seguido por su compañero.

Desde aquel sitio podía observar al enemigo sin correr peligro de ser descubierto. El aduar no estaba más que a quinientos o seiscientos pasos, y la colina casi enfrente.

No habían transcurrido aún diez minutos cuando oyó sobre la cumbre de la altura grandes voces:

—¡El aduar! ¡El aduar!

Zuleik iba delante de todos y se lanzó corriendo por el declive de la colina. Detrás de él bajaron en desorden unos cincuenta genízaros bien montados y formidablemente armados.

Era indudable que habían galopado muchas horas, porque estaban cubiertos de polvo, y sus caballos llenos de espuma.

La banda se dividió en dos columnas para impedir que los habitantes del aduar pudieran escaparse.

—¡Si la princesa no llega a tiempo —dijo el normando para sí—, estábamos perdidos! ¿Quién habría podido resistir a tantos soldados?

Zuleik saltó por encima de la empalizada y cayó sobre la tienda más próxima, gritando:

—¡Rendíos!

Naturalmente, nadie contestó. El moro, inquieto por aquel silencio, bajó del caballo y se precipitó dentro de la tienda, mientras los genízaros invadían la otra.

Los gritos de furor de los invasores advirtieron al normando que había llegado el momento de marcharse. Los genízaros tornaban precipitadamente a montar en sus caballos para registrar los contornos.

—¡Vámonos! —Dijo al negro—. ¡Ya sabemos que no es posible resistir a todos esos genízaros!

Montaron el uno en su caballo y el otro en su camello y se lanzaron a través de la selva, en tanto que los argelinos se dispersaban por la llanura buscando el rastro de los fugitivos.

Por el momento, al menos, el normando no tenía miedo alguno de ser alcanzado, pues su caballo llevaba ventaja a los de los argelinos, que habían galopado muchas horas.

El barón y sus compañeros atravesaron la selva en toda su extensión y luego se inclinaron hacia el Sur, pasando a través de una doble línea de colinas pedregosas. Franqueadas éstas, se encontraron en una llanura ondulada y semiarenosa, desde donde se descubrían las márgenes del Keliff. Entonces contuvieron un poco la carrera para dejar algún reposo al caballo de la princesa y del negro que la había acompañado al aduar. Un cuarto de hora después se incorporó a ellos el normando.

—¿Nos siguen? —preguntaron a un tiempo Amina y el barón.

—Todavía no —respondió el normando—; pero no tardarán en descubrir nuestras huellas.

—¿Cuántos son?

—Lo menos cincuenta.

—¿Capitaneados por mi hermano? —preguntó la princesa.

—Sí, señora.

—¡Cuán rencoroso es Zuleik! —Dijo la princesa—. ¡No olvida ni perdona!

—¡Y todo por mí! —añadió el barón.

—¡No; por la cristiana! —respondió Amina.

Y al decir esto soltó las riendas del caballo, obligándole a emprender la carrera, probablemente para terminar aquel coloquio, que debía de ser muy penoso para ella.

A las diez de la mañana, el convoy se ocultaba bajo los árboles que festoneaban el río. Ibrahim y su negro cambiaron algunas palabras; luego se pusieron a la cabeza del grupo, dirigiéndose siempre hacia el Sur.

En lontananza comenzaba a oírse un rumor sonoro que parecía producido por una masa de agua precipitándose desde muy alto.

—Es la cascada —dijo el cabileño al normando, que quería conocer la causa de aquel estrépito—. Dentro de un cuarto de hora habremos encontrado un refugio seguro.

La travesía del bosque se efectuó sin dificultad, y unos minutos después los jinetes se detenían en la ribera del Keliff.

En aquel sitio el río se precipitaba con extremada violencia desde una roca de cincuenta pies de altura, lanzando al aire torbellinos de agua pulverizada, en medio de la cual se veía un espléndido arco iris.

—¿Dónde está el refugio? —preguntó el normando al cabileño.

—Bajo la cascada.

—¿Detrás de la columna de agua?

—Sí.

—Y ¿cómo bajaremos?

—Traigo conmigo una sólida cuerda que nos permitirá llegar a la base de la roca. Debajo de ella hay una especie de antro, donde podremos ocultarnos sin correr peligro alguno.

—Y ¿crees que los genízaros no vendrán aquí?

—Y aun cuando vengan…

—¿Y los caballos?

—Los mataremos y los arrojaremos al río. ¡Ven a ver, hermano!

Cogió al normando de la mano y le llevó al borde de la cascada.

En aquel lugar la ribera del río estaba cortada a pico; pero un metro más abajo se descubría la cornisa, suficiente ancha para permitir el paso de un hombre, y que se adelantaba bajo el inmenso chorro de agua, el cual, en su descenso, caía a lo largo de las paredes pedregosas.

—¿Ves aquella margen? —dijo el cabileño.

—Sí —respondió el normando.

—Siguiéndola llegaremos al refugio.

—¡Demonio! —Exclamó el marino—. ¡Tomaremos una ducha que nos empapará hasta la médula de los huesos, dado caso de que no suframos un vértigo!

—¡Más vale bañarse que morir! —dijo el cabileño.

—No lo decía por mí, sino por la princesa. ¿Podrá resistir el empuje del agua y la atracción del abismo?

—La ayudaremos. Además, no bajaremos más que en caso de peligro y en el último momento.

Se volvieron hacia donde estaban sus compañeros, los cuales se habían sentado sobre la hierba, a la sombra de una gigantesca higuera, y se preparaban para almorzar.

No sabiendo cuánto podía durar aquella fuga, Cabeza de Hierro, como hombre prudente, antes de partir del aduar había metido en su saco provisiones de pan, dátiles, queso y hasta medio cabrito asado que había sobrado de la cena del día anterior.

Antes de almorzar habían tomado precauciones para no ser sorprendidos, enviando dos negros a los linderos del bosque para vigilar la llanura.

La princesa, que parecía de buen humor y se reía con el barón, satisfecha, sin duda, por haber burlado a Zuleik, no hizo ascos a la despensa de Cabeza de Hierro.

—Aprovechémonos, puesto que tenemos tiempo —dijo.

Terminado el almuerzo, se sentaron en círculo y discutieron sobre su situación. Todos se preguntaban con cierta ansiedad cómo terminaría aquella aventura y cuándo podrían volver a Argel para intentar el último golpe, o sea la libertad de la condesa de Santaflora.

Discutiendo estaban tan arduo problema cuando vieron venir a los dos negros que se encontraban en acecho.

Al mirar su rostro descompuesto, comprendieron pronto que las noticias no eran buenas.

—¿Vienen? —preguntaron, levantándose.

—Sí, señores —respondió uno de los negros—. Un gran pelotón de caballo ha atravesado la garganta de las colinas y trotan en la llanura.

—¡Han hallado nuestras huellas! —Dijo el barón, mirando a la princesa con inquietud—. ¡No hay duda; vendrán aquí!

El cabileño se levantó con el yatagán en la mano.

—Conducid los caballos y los camellos al borde de la catarata. ¡Es preciso que desaparezcan!

—¡Qué lástima matar unos caballos de tanto valor! —exclamó el normando con tristeza.

—¡Es necesario, hermano!

—¡Sacrificadlos, pues! —Dijo Amina—. ¡En mis cuadras hay otros de repuesto!

Los negros obedecieron prontamente.

Arrastraron a los pobres animales hasta el borde de la cascada, y con pocos tajos de yatagán los sacrificaron, haciéndolos caer en la enorme corriente de agua.

—¡He aquí un capital que se echa al río! —dijo Cabeza de Hierro, que asistía a la matanza.

Una vez desaparecidos los animales, el cabileño se había lanzado a la comisa y ató una recia cuerda de pelo de camello a la punta de una roca.

—Yo bajo primero —dijo—; la señora irá después.

—¡Un momento! —replicó el normando—. ¿Quién desatará la cuerda? Si la dejamos atada a la roca y pendiente en el abismo, los genízaros adivinarán que hemos buscado refugio bajo la cascada.

—Mi negro, que descenderá el último, se encargará de ello —respondió el cabileño—. Es ágil como una mona y ha bajado otras veces por sí solo.

Se agarró a la cuerda y se dejó deslizar hasta la cornisa, que conducía bajo el salto de agua.

La princesa, el barón y luego los demás hicieron lo propio, golpeándose contra las paredes y mirando con terror al abismo que se abría bajo sus pies.

Al caer la enorme masa de agua producía una corriente de aire violentísima, que amenazaba despedazar a aquel grupo humano. Una lluvia espesa caía de todas partes, inundando a los fugitivos, los cuales en ciertos momentos se encontraban envueltos en una verdadera nube de espuma que les impedía ver la cornisa.

El retumbar producido por la gigantesca columna al romperse en el fondo del abismo era tan espantoso, que todos sentían el cerebro atronado.

—¡El que sufra el vértigo que cierre los ojos! —había gritado el normando.

El cabileño cogió la cuerda, que su esclavo había desatado antes de dejarse deslizar a lo largo de la pendiente de la roca. Anudó una extremidad de ella a una raíz que asomaba en una quebradura, tomó el otro extremo y se ocultó resueltamente bajo la columna de agua, desapareciendo entre un torbellino de espumas.

Pasaron algunos instantes de angustiosa espera. Sin embargo, el cabileño debía de haber alcanzado felizmente el refugio, porque la cuerda se había puesto tensa bruscamente.

—¡Comprendido! —dijo el normando—. ¡Esto ofrece un sólido punto de apoyo!

Después, acercando los labios al oído de la princesa, gritó:

—¡Agarraos a la cuerda, señora! ¡Yo os precedo!

La mora hizo con la cabeza una señal de asentimiento, y ambos, fuertemente cogidos a la cuerda, se pusieron en marcha, siguiendo lentamente y con infinitas precauciones la cornisa.

Bien pronto se encontraron bajo el salto de agua, que al caer desde la altura formaba una maravillosa arcada, comprendiendo un vasto espacio dentro de sí.

El momento era terrible. El mismo normando tuvo que cerrar los ojos para no sentir la atracción del abismo, dentro del cual las aguas mugían con un ruido espantoso.

Chorros de espuma, que la corriente de agua producida por la cascada arrojaba por todos lados, caían sobre los audaces fugitivos, cegándolos por completo. Luces extrañas, que tenían todos los reflejos del arcoíris, y que a cada momento variaban de color, se reflejaban detrás de la catarata, que el sol hacía centellear como una inmensa campana del más puro cristal.

Jadeantes, empapados de agua, con el cerebro atronado y el corazón suspenso, los fugitivos se detuvieron un momento para cobrar aliento, manteniéndose desesperadamente agarrados a la cuerda. La vorágine ejercía sobre ellos una atracción irresistible, y algunas veces se sentían acometidos por un loco deseo de lanzarse en el abismo, dejándose caer entre aquellos nimbos de espuma que mugían bajo sus pies.

Un grito que salió de dentro de la cascada les sacó de aquella peligrosa situación.

—¡Pronto! ¡Acercaos!

Aquel grito había sido lanzado por Ibrahim.

—¡Adelante! —gritó a su vez el barón, sosteniendo con una mano a Amina.

Mirando donde ponían los pies, para no resbalar en la cornisa, y manteniéndose siempre arrimados a la pared y bien agarrados a la cuerda, se deslizaron hacia adelante. Entre las ondas del agua pulverizada se descubría vagamente al cabileño, el cual agitaba los brazos haciéndoles señas de que apresuraran el paso.

Habían llegado al centro de la cascada. El cabileño agarró al normando, que iba el primero, y lo atrajo hacia sí, gritándole al oído:

—¡Los genízaros!

Y luego le empujó hacia una cavidad de la roca.

Era un verdadero antro, producido quizá por algún hundimiento, de forma irregular y capaz de albergar a unas diez personas. El agua se filtraba por todas partes; pero, siendo la roca muy pendiente, se deslizaba con prontitud.

Delante de él la catarata se desplomaba, dejando entre su curva y la pared pedregosa un espacio de muchos pies, una bóveda que se prolongaba de una a otra ribera y donde el aire se agitaba con violencia.

El estrépito en aquel punto era tan espantoso que las rocas temblaban y los fugitivos no podían entenderse sino a gritos.

Apenas se hubieron acomodado todos dentro de aquella cavidad, el cabileño cogió por una mano al barón y le condujo hacia la salida, señalándole la orilla opuesta. A través de la columna de agua, cuya transparencia era tal que permitía descubrir las dos orillas del río, el joven caballero distinguió muchos jinetes, los cuales galopaban en varias direcciones, como si buscasen algún rastro.

—¡Sí, los genízaros! —murmuró el barón, y también el normando, que se le había reunido y los espiaba atentamente.

Los jinetes, una veintena, si no más, habían saltado a tierra y miraban al suelo por todas partes. Debían de haber visto las huellas de los caballos y de los camellos impresas en el terreno húmedo, y se mostraban sorprendidos de que cesasen de pronto, porque no podían admitir la idea de que los fugitivos hubiesen atravesado el río, que aun por debajo de la cascada corría velozmente, formando torbellinos peligrosísimos y absolutamente insuperables.

—¡Qué buena ocasión para cazarlos —dijo el normando— sin correr peligro alguno de ser descubiertos detrás de esta cortina de agua, y toda vez que no podrían oír las detonaciones entre el ruido ensordecedor de la cascada! ¡Lástima que nuestros arcabuces estén llenos de agua!

Durante más de una hora los genízaros continuaron sus pesquisas vagando por la ribera, hasta que al fin, desesperados de no encontrar las huellas, decidieron alejarse siguiendo la corriente del río.

Un poco más tarde, otro pelotón llegaba cerca de la catarata, y volvieron a emprender nuevas pesquisas con el mismo éxito negativo. Luego se reunieron en un grupo y discutieron un poco, hasta que también adoptaron la resolución de marcharse en la misma dirección que llevaba el destacamento anterior.

Los fugitivos, aunque tuvieran la seguridad de no ser ya importunados, todavía no se atrevían a abandonar su refugio.

Querían esperar la puesta del sol antes de ganar la ribera opuesta.

Un poco antes de que el sol desapareciese tras el horizonte, el esclavo de Ibrahim, sirviéndose de las raíces y de los salientes de las peñas, subió a la ribera para explorar los contornos. Al verle regresar hacia la catarata con paso tranquilo, el normando y el cabileño dieron la orden de marcha.

La travesía de la cornisa se realizó con menos dificultad que antes, pues ya estaban todos habituados al abismo. La cuerda fue lanzada por el negro, que estaba sobre la cima de la roca, y uno a uno salieron por fin de aquel báratro, refugiándose en el vecino bosque.

CAPÍTULO XI. LA TRANSFORMACIÓN DE UN GUERRERO

Ayudado por los negros, el cabileño se puso presto a la obra, a fin de improvisar una cabaña de ramas para la princesa, la cual se caía de sueño, en tanto que el normando y el barón encendían un buen fuego para enjugarse los vestidos, que estaban empapados de agua.

Se dividieron fraternalmente los restos del almuerzo, y luego todos se acurrucaron en el césped, bajo la vigilancia de uno de los negros.

Nada turbó su sueño, que fue tranquilo; solamente hacia el alba una banda de chacales se entretuvo en ofrecer a los durmientes un diabólico concierto, que fue pronto interrumpido por un disparo de arcabuz.

A las cinco, todos estaban en pie, formando círculo alrededor del fuego, porque las mañanas son frescas en Argelia, especialmente en el interior y cerca de los grandes ríos.

Se trataba de adoptar una resolución acerca de lo que debía hacerse, pues faltaban los víveres y el país estaba desierto.

—Lo que hay que buscar en primer término —dijo el normando— son cabalgaduras. Caballos o camellos, poco importa, con tal que se encuentren.

—En eso pienso yo —había respondido el cabileño.

—Creo que no irás a buscarlas al aduar.

—No cometeré esa locura —respondió el cabileño—. Tus enemigos habrán dejado soldados allí para detenernos a nuestro regreso.

—Cierto —dijo el barón.

—Iré a buscarlas en una tribu amiga que posee buenos camellos, y hasta caballos de la mejor raza.

—¿Está lejana esa tribu? —preguntó Amina.

—A unas diez millas. Acampa en las llanuras de Bogar.

—¿Podrás llegar en cuatro horas? —dijo el normando.

—No pido tantas. Mis piernas y las de mi negro son buenas.

Amina sacó de la faja una bolsa de seda asaz repleta.

—Aquí hay cincuenta cequíes —dijo, alargándosela al cabileño—. No escatimes nada para que los caballos sean buenos y resistentes sobre todo.

—Yo mismo los elegiré.

—Y no te olvides de traernos víveres —dijo el normando.

—¿Adónde iremos después? —Preguntó el barón, mirando a Amina—. ¿A Argel?

—¿Osaríais volver? —exclamó la princesa.

—Allí está…

—¡Sí, es cierto! —Murmuró la mora con un suspiro—. Pero volver a Argel es buscar la muerte.

—¡Hace ya más de dos semanas que la desafío todos los días!

—Pero entonces se ignoraba que erais un cristiano, mientras que ahora todo el mundo sabe que sois el barón de Santelmo.

—¿Queréis condenarme a permanecer en este desierto en la más completa inacción?

—¿Y yo, y el mirab, y mis gentes? ¿Acaso no servimos de nada? —preguntó el normando—. Pues todos os hemos prometido trabajar por la liberación de la condesa de Santaflora.

—¡Gracias; lo sé! —Respondió el barón—. No obstante, no podré resignarme a permanecer aquí inactivo. ¡Suceda lo que suceda, volveré a Argel!

—Y a las pocas horas seréis preso —añadió el normando—. ¿Qué decís vos, señora?

Amina, que había estado silenciosa durante unos momentos, dijo con tono resuelto:

—Nosotros conduciremos al barón a Argel, y desafío a que nadie pueda reconocerle.

—¿Cómo? —exclamó el normando, mirándola con estupor.

—Y hasta podríamos introducirle en la Casbah, en el propio harén del bey. Pero antes nos veremos obligados a ir a uno de mis castillos para hacer la transformación, siempre que el barón consienta en ello.

—Estoy decidido a todo, con tal de entrar en Argel —dijo el caballero.

—¿Encontraréis el medio de hacerle entrar en la Casbah? —exclamó el normando.

—Sí.

—¡Es imposible! Si fueseis capaz de realizar ese milagro, la salvación de la condesa de Santaflora seria cosa de juego.

—Pues ese milagro se realizará.

—¡Explicaos, señora! —dijo el caballero.

—Si os transformasen en una muchacha, ¿qué es lo que diríais? —preguntó Amina.

—¡Por los cuernos de Satanás! —exclamó el normando, sorprendido por aquella idea—. Y ¿por qué no? Sois joven, imberbe y hasta hermoso como una circasiana. Vestido con un traje de mujer nadie adivinaría la verdad.

El barón permanecía mudo. En cambio, Cabeza de Hierro reía a carcajadas, pensando en la figura que haría aquel joven y valeroso guerrero vestido de mujer.

—¡Ea, señor barón —dijo el normando—, fuera escrúpulos! ¿Os parece inverosímil la idea, o es que sentís cambiar de sexo? Pensad que se trata de la condesa de Santaflora. Por ella, por su libertad, todo debe intentarse.

—¡Sí, tenéis razón! —Dijo el caballero—. Si yo entrara en la Casbah, pronto sacaría a la condesa de manos de los genízaros, de los eunucos y de los guardias del bey.

Pero ¿podré adoptar las maneras femeninas? ¿No se verá el engaño?

—De eso me encargo yo —dijo Amina—. Yo os juro que entraréis tranquilamente en Argel.

—Pero ¿qué figura voy a hacer?

—¡Estupenda, señor barón! —dijo el normando.

—¡El barón de Santelmo, disfrazado de mujer! —Exclamó Cabeza de Hierro—. ¡Cómo se reirán en Malta si lo supiesen! ¡Ja, ja, ja!

—Se trata de salvar la vida y no hay que tomarlo a broma, señor Barbosa —dijo el normando.

El ilustre descendiente de los cruzados cerró los labios.

—¡Pensadlo bien, señor barón! ¿Estáis decidido? —preguntó Amina.

—Haré lo que queráis.

—Pues iremos a mi castillo de Top-Hané, que se encuentra a media hora de Blidah, y allí se efectuará vuestra transformación. En el castillo hay todo lo necesario, y hasta literas para llevaros a Argel como a una dama.

A mediodía, el cabileño estaba de regreso con el negro, conduciendo diez hermosos caballos de largas crines y formas esbeltas.

Después de comer presurosamente, todos montaron en los caballos, incluso Ahmed, que había empeorado con aquella fatigosa marcha.

—Tú vendrás con nosotros —dijo Amina a Ibrahim—, y no tendrás que arrepentirte por la pérdida de tu aduar. Tengo tierras y castillos para indemnizarte de ella.

—Eres generosa, princesa —respondió el cabileño—, y yo, siervo tuyo desde ahora.

—¡Al trote! —gritó Amina alegremente—. ¡Si tropezamos coro los genízaros, los haremos correr hasta que revienten sus caballos!

Atravesaron el bosque sin tropiezo desagradable alguno, y después la llanura. La princesa, que debía conocer al dedillo la Argelia central, se había puesto a la cabeza del convoy y lo guiaba sin vacilaciones de ningún género.

A las tres de la tarde pasaban al oriente de Medeah, internándose entre las montañas pedregosas que separan esta ciudadela de Milianah, sin detener su vertiginosa carrera. Por otra parte, el país en aquella época estaba poco habitado; no había en él más que unas cuantas aldeas y algunos aduares.

Antes de las ocho de la noche, y con los caballos todavía en buen estado, a pesar de aquella larguísima carrera, el convoy se detenía delante de un castillo situado en la ribera de un hermoso lago y defendido por dos torrecillas y algunos bastiones.

Era el castillo de Top-Hané, propiedad de la familia de los Ben-Abend.

Dándose a conocer a los criados, la princesa hizo introducir en el castillo a sus amigos. Su primer cuidado fue pedir noticias de Zuleik, temiendo que éste hubiera mandado gentes a sus posesiones; pero, por fortuna, nadie se había presentado en Top-Hané. Sin embargo, no era prudente detenerse en el castillo mucho tiempo, porque Zuleik, después de su viaje infructuoso en busca del barón, podía hacer una incursión por aquellos lugares.

Por este temor decidieron todos no pasar allí más que la noche y partir para Argel al día siguiente. A pesar de esta decisión, y para mayor seguridad, se pusieron centinelas en el bosque con la orden de avisar al menor asomo de peligro.

La noche pasó sin alarma de ningún género. Probablemente, Zuleik había continuado la persecución de los fugitivos a lo largo de las riberas del Keliff, suponiendo que habrían tratado de ganar la bahía de Arzeu o de Orán para embarcarse y volver a Argel por mar.

A la mañana siguiente, Amina ayudada por algunas esclavas, procedía a la transformación del caballero de Santelmo. Había hecho abrir los enormes cofres de familia, que, además de ricos y espléndidos trajes, contenían también inestimables joyas acumuladas en España por sus abuelos, conquistadores de Córdoba y Granada. Vestidos de seda recamados de oro y de perlas, corpiños riquísimos con botones de esmeraldas y de rubíes, mantos de todos géneros, turbantes multicolores, etc.

En la actualidad, la princesa había cambiado de idea. Para alejar toda sospecha, quería transformar al barón en una dama marroquí procedente de Fez, en lugar de disfrazarle de esclava.

—Viéndoos entrar en Argel acompañado por mí —había dicho al caballero—, podrían sospechar las autoridades, y especialmente Zuleik.

—Es verdad, señora —respondió el normando, que asistía a la toilette del barón—. Vuestro hermano es muy astuto. Dejad que yo conduzca al barón con una pequeña escolta de hombres disfrazados de marroquíes. Vuestra compañía podría ser más peligrosa que útil, porque estoy seguro de que os vigilarán.

—Entonces, ¿no me aconsejaréis que conduzca al barón a mi palacio?

—¡Oh, no; de ningún modo!

—En tal caso, ¿dónde iré a alojarme? —preguntó el barón.

—Contamos con el renegado de Argel, un hombre de confianza que volverá a veros con mucho gusto. Os esconderéis en su casa hasta que hayamos encontrado la manera de que entréis en la Casbah.

—De eso me encargo yo —dijo la princesa—. No me será difícil, apoyada por un buen regalo, decidir al jefe de los eunucos a que os admita en el harén. Nada puede rehusarse a una Ben-Abend. He aquí los vestidos, que os sentarán a maravilla.

El barón comenzó a disfrazarse sin la menor vacilación, aun cuando experimentaba cierto disgusto al ponerse aquellos arreos femeninos. Además, se trataba, no sólo de salvar su vida, sino de libertar a la condesa de las manos del bey.

Empezó por ponerse un riquísimo corpiño de seda de color rosa festoneado de oro, que le sentaba muy bien; se endosó los calzones marroquíes de seda blanca y se envolvió en un riquísimo caftan con mangas perdidas, adornado también con ribetes de oro.

Para acabar el disfraz, la princesa le trenzó los largos cabellos rubios, formando con ellos dos gruesas trenzas, que adornó con agujas de oro y brillantes. Por último, le tiñó las uñas con henné, volviéndolas doradas y relucientes, y trazó por debajo de los ojos dos líneas con un poco de antimonio para que resaltasen mejor.

—¡Maravilloso! —exclamaba el normando—. ¡He aquí una muchacha que trastornará los cerebros!

—Señor —decía Cabeza de Hierro—, yo no os reconozco, y me sentiré orgulloso de acompañar a tal mujer.

El barón no podía menos de reír con tales exclamaciones.

—El efecto es completo —decía la princesa—. ¡Mirad!

Y al decir esto le llevó ante un espejo de Venecia.

El propio barón se miraba estupefacto en el cristal, porque él mismo no se reconocía.

—¿Qué tal? —le preguntó la princesa, riendo.

—¡Prodigioso, en efecto! —Confesó el joven—. Si esta idea se os hubiese ocurrido antes, acaso a la hora presente se habría cumplido mi misión.

—¿Creéis que puedan reconoceros ahora?

—¡No; es imposible!

—Podéis entrar en Argel sin temor de ser descubierto —dijo el normando—. Los dos cabileños, su negro y yo, vestidos de marroquíes, os daremos escolta.

—¿Y yo? —preguntó Cabeza de Hierro.

—Volveréis con la princesa, y os reuniréis con nosotros en casa del renegado —respondió el normando—. Podrían reconoceros y todo se echaría a perder.

—¡Qué lástima! —Exclamó el catalán—. ¡Hubiera estado orgulloso de formar en el acompañamiento de tan linda dama!

Los dos cabileños, el negro y el normando se disfrazaron en pocos momentos de marroquíes con inmensos turbantes blancos y capas turcas. Los primeros se habían colocado ya a los lados de la litera, en tanto que el marino se ponía en la faja un verdadero arsenal de armas, como acostumbraban llevar aquellos fieros y belicosos montañeses.

—Señora —dijo el normando a la princesa en el momento de partir—, obrad con prudencia y guardaos de vuestro hermano, el cual no dejará de espiaros. Vuestros negros conocen ya la casa del renegado. Servíos de ellos si estáis segura de su fidelidad.

Amina se acercó al barón, el cual había subido ya a la litera. Parecía algo conmovida.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —le preguntó.

—Cuando vos queráis, Amina. Aun cuando debiera costarme la vida, iría a vuestro palacio a la menor indicación que me hicieseis.

—¡No! —Dijo ella, moviendo la cabeza—. No vayáis, porque os matarían. Un nuevo encuentro entre nosotros podría sernos fatal. Pero antes de que salgáis de Argel, si triunfáis en vuestra empresa, como espero, nos encontraremos por última vez.

Se interrumpió; su voz parecía que ahogaba un sollozo en la garganta.

—¡Dios es grande! —dijo después con acento resignado—. ¡No lo ha querido!

Luego, apartando bruscamente la mano que el barón estrechaba entre las suyas, entró presurosa en su palacio.

A una seña del normando, la litera se puso en camino, precedida por los dos cabileños y el negro.

El barón se había sentado en los ricos cojines de seda, bastante conmovido también por aquel coloquio.

Un sol tórrido, que anunciaba una jornada de fuego, vertía sus rayos ardientes sobre la blanca y polvorienta carretera que serpenteaba entre campos de azafrán y de mijo sin un palmo de sombra.

En lontananza se veía algún grupo de tiendas, algún aduar. En cambio, en los campos no había ni un argelino ni un esclavo.

La litera, que avanzaba lentamente, y las gentes que la rodeaban se detuvieron al mediodía bajo un grupo de higueras, para conceder un poco de descanso a los animales y para almorzar.

A las cuatro próximamente dieron vista a Argel, que se destacaba con claridad entre el azul diáfano del cielo.

—¡Valor! —dijo el normando, que cabalgaba al lado de la litera—. No pronunciéis una sola palabra, y dejadme a mí el cuidado de parlamentar con los guardias en las puertas.

Descendieron por la colina y marcharon hacia la ciudad, siguiendo una amplia carretera sombreada por soberbias palmeras y que conducía a la puerta de Occidente.

El negro había abierto una gigantesca sombrilla de seda roja.

Como había previsto el normando, la puerta estaba vigilada por un fuerte destacamento de soldados mandados por un oficial. Todo árabe, esclavo o moro que entraba o salía era interrogado.

Vigilaban atentamente con la esperanza de sorprender al barón.

El normando cambió una mirada con éste y se colocó a la cabeza del grupo, adoptando un aspecto desdeñoso, como convenía al mayordomo de una gran dama marroquí.

Al descubrir la litera, y especialmente la sombrilla de seda, el oficial se había retirado seguido de cuatro soldados, haciendo seña al normando para que se detuviera.

Este, en lugar de obedecer, había gritado con imperio:

—¡Dejad paso libre a la hija del gobernador de Udja, la princesa Ain Faiba el Garbi!

—Perdonad; pero tengo orden de vigilar a toda persona que entre en Argel —respondió el oficial cortésmente, aunque con firmeza.

—¿También a la princesa? ¡Me quejaré al sultán de Marruecos por el modo como se recibe en Argel a sus súbditos!

—Tengo orden…

—Pues decid a la princesa que se alce el velo si os atrevéis.

—Me bastará con ver si es realmente una dama.

—¡Miradla, pues!

El oficial se acercó a la portezuela y lanzó una mirada al barón, el cual había bajado el velo sobre la frente.

—Pasad —dijo, haciendo señas a los soldados para que se retirasen.

—¡La salud sea con vosotros!

La litera entró en la ciudad, precedida siempre por el normando y flanqueada por los dos cabileños y el negro.

—¡Gracias a Dios! —murmuró el normando, respirando libremente—. ¡Aguardad ahora a que entre el barón de Santelmo!

Para no despertar sospechas descendieron hasta el puerto, donde era fácil hacer perder sus huellas entre la multitud de marineros, soldados y mercaderes que lo llenan a todas horas.

Entonces se ofreció a sus ojos un espectáculo atroz, que los hizo estremecerse. Eran cinco esclavos blancos empalados, que todavía se agitaban en los últimos espasmos de la agonía. Para aumentar sus torturas, los verdugos los habían untado con miel para que las moscas y las avispas aumentaran sus tormentos.

Un cartel colocado a sus pies tenía escritas en árabe las siguientes palabras:

«Empalados por asesinos del capitán general de las galeras».

¡Canallas! —balbució el normando, que se había puesto lívido—. ¡Bien hacen en llamaros las panteras de Argel, malditos musulmanes!

Hizo apretar el paso a las mulas de la litera, ansioso de perder de vista aquel atroz espectáculo, que le producía un hondo malestar.

Llegados a la plaza del batestán, o mercado de los esclavos, se encaminaron hacia la parte alta de la ciudad en dirección de la Casbah, en cuyas cercanías, como sabemos, se encontraba la habitación semidestruída del renegado.

Llegaron a ella al ponerse el sol. Antes de entrar, el normando exploró los alrededores para asegurarse de que nadie los había seguido, y luego entró en el vestíbulo, hallando la puerta abierta.

El renegado, como de costumbre, estaba en adoración delante de un enorme frasco. Así se consolaba de los desprecios de los esclavos cristianos por haber renegado de su fe, y del aislamiento en que le dejaban los musulmanes tratándole como a un ser inmundo.

Al ver entrar aquel grupo de marroquíes y aquella rica litera, el pobre diablo experimentó tal sobresalto, que en vez de ir a recibirlos se levantó para huir a la barraca. Una voz del normando le detuvo.

—¿Es así como recibes a los amigos?

—¡Miguel! —exclamó el español, acercándose con paso vacilante, dudando todavía de no haberse engañado.

—Deja el frasco y ayúdanos. Tenemos hambre, sed, sueño y una princesa marroquí que alojar en tu barraca. Cierra la puerta ante todo, y atráncala bien.

—Pero ¿eres tú?

—Sí; en forma de marroquí.

—Sabes que el mirab…

—No se le ha encontrado en su ermita lo sé. ¡Anda, despacha!

El renegado, que entre el vino bebido y el estupor parecía que se había vuelto imbécil, acabó por obedecer.

Cuando retornó con una lámpara encendida, por poco no la deja caer al ver enfrente de sí a una joven ricamente vestida, sentada tranquilamente sobre un montón de tapices.

—¡Una dama en mi casa! —exclamó abriendo los ojos desmesuradamente.

—¡Silencio, no grites tan fuerte! —Le dijo Miguel—. Es una dama a quien has recibido otras veces, y que ha bebido contigo aquel viejo vino de Alicante.

—¿Qué dices?

—¿No me reconoces, pues? —preguntó el caballero, quitándose la capa y el turbante que le cubría la cabeza.

—¡Esa voz! ¡Es la propia voz del barón de Santelmo!

—¡El mismo!

—Pero ¿qué significa esto? ¡Ah, señor barón! Si supieseis…

—También sabemos eso —dijo el normando—. Con que, en vez de charlar como un papagayo, danos de comer. Trae lo mejor que tengas. Después hablaremos de todo. Por ahora, toma esos diez cequíes para reforzar la cantina, que ya debe de estar casi vacía.

A la vista del oro, el renegado corrió por las provisiones, y llevó además dos excelentes botellas de jerez.

—¡Cenemos! —dijo el normando.

CAPÍTULO XII. LA MISIÓN DEL RENEGADO

Cuando hubieron calmado el apetito y saciado la sed, el normando fue en persona a asegurarse de que nadie andaba por las cercanías de la casa, cosa que era fácil saber, pues la terraza dominaba todas las callejuelas próximas, y la barraca del renegado estaba aislada entre las ruinas de las casas vecinas. Para estar más seguro de no ser sorprendido, puso al negro de centinela en el exterior, con la orden de avisar al menor peligro.

Cuando hubo tomado todas estas precauciones volvió al vestíbulo, donde ya el barón había contado al renegado las peripecias de aquellos días.

—Dime —preguntó el normando sentándose—. ¿Ha venido alguien a preguntar por nosotros?

—Nadie, ni cristiano ni musulmán.

—¿Luego tu casa es segura?

—Nadie vendrá a molestarme. Huyen de mí como de la lepra.

—Mejor —dijo el normando—, porque así podremos estar a tu lado hasta que terminemos nuestros negocios.

—La proximidad a la Casbah hace a tu casa preciosa para nosotros en estos momentos.

—Está a tu disposición. ¿Y el mirab, a quien no he encontrado en su ermita?

—No te preocupes por él. El viejo está en seguridad.

—Su desaparición ha sido muy comentada en Argel, y hasta llegó a decirse que había sido asesinado por los cristianos.

—Los derviches seguirán echando de menos a su jefe. Ya no volverá cerca de ellos, porque yo le aconsejaré que salga de Argel. ¿Conoces tú el palacio de los Ben-Abend?

—Es conocido de todos.

—Si vieras a los dos negros que te han robado, ¿serías capaz de reconocerlos?

—Los recuerdo muy bien.

—Pues mañana irás por las cercanías del palacio y harás lo posible por verlos, porque ahora no te harán ningún mal.

—¿Y qué he de decirles si los encuentro?

—Les presentarás este anillo —dijo el fregatario, sacándose del dedo la sortija de oro con una esmeralda—. Me lo ha dado la princesa, y servirá para que te reconozcan como amigo nuestro. Esperarás la respuesta, y la traerás sin tardanza.

—Ignoraba eso —dijo el barón.

—Es una sabia precaución que la princesa ha aprobado. Nosotros somos personas demasiado sospechosas para mostrarnos en las cercanías del palacio, aunque lo hiciésemos disfrazados de marroquíes. Zuleik estará alerta y vigilará. En cambio, este hombre no es conocido y podrá servirnos sin correr peligro.

—¡Sois astuto de veras!

—Como todos mis compatriotas —replicó el normando sonriendo.

—¿Crees que la princesa realizará su propósito?

—¿De introducirnos en el harén? Sin duda, señor barón. Tiene amistades poderosas, y no le será difícil conseguir que os introduzcan entre las doncellas de la Casbah, donde haréis una espléndida figura.

—¿Y cómo haremos para libertar a la condesa?

—Preparemos el plan. Nosotros estaremos dispuestos a prestaros ayuda, y apenas dado el golpe partiremos de Argel. Por otra parte, la vigilancia en la Casbah no es rigurosa, de manera que por la noche y con una recia cuerda no os será difícil bajar por las murallas con la condesa.

—Por la torre de Poniente —añadió el renegado—. Hace dos años que habito esta casa, y nunca vi centinelas en las almenas. Inspira demasiado pavor a todos aquel lugar.

—¿Por qué? —preguntó el normando.

—Se dice que desde el asesinato de la hermosa Naida, la favorita del anterior bey, nadie ha osado poner el pie en aquella torre, donde el espectro de la odalisca se aparece todas las noches.

—Yo no tengo miedo a los aparecidos —dijo el barón—, y no será, ciertamente, el espíritu de esa odalisca quien me impedirá fugarme con la condesa.

El renegado les ofreció su mejor estancia, donde se encontraban algunos viejos divanes que podían servir de lecho. En cuanto a él, prefirió acostarse en el vestíbulo, en compañía de los dos cabileños y el negro.

Cuando el barón y el fregatario se despertaron, el renegado había ya partido para rondar el palacio de los Ben-Abend.

—Es un buen diablo y, sobre todo, servicial —dijo el normando—. Si quiere le conduciremos a Italia.

—¿Conseguirá ver a los negros de la princesa? —preguntó el barón.

—Sí, y hasta tengo la seguridad de que traerá buenas noticias.

—¿Estará ya en Argel la princesa?

—Indudablemente.

—¿Y Cabeza de Hierro?

—Le habrá traído en su compañía disfrazado de eunuco o de negro.

—Sentiría partir sin él.

—¡No perderíais gran cosa!

—Es fiel, y fue criado de mi padre.

—Pero no vale mucho en el peligro, a pesar de su famosa maza de hierro.

La espera fue larga. Hasta la noche no volvieron a ver al renegado, que se presentó todo cubierto de polvo y jadeante, como si hubiese recorrido cinco leguas de un tirón.

—¡Grandes novedades! —Dijo apenas hubo entrado en el vestíbulo—. ¡No he perdido el día, os lo aseguro!

—Bebe para tomar aliento —dijo el normando dándole un jarro de vino—. Así hablarás mejor.

El renegado vació el jarro de un solo trago.

—¿Viste a los dos negros?

—En seguida.

—¿Te reconocieron?

—Y hasta me esperaban.

—¿Les mostraste el anillo?

—Me lo pidieron ellos, y me han dado un billete.

—¿Un billete? —Exclamó el barón—. ¡Veamos!

El perfume de ámbar que exhalaba advirtió presto al barón que era de Amina.

No contenía más que estas palabras:

«A media noche, en la ermita del mirab».

—¿Irá la princesa?

—No es posible que pueda cometer tal error —dijo el normando—. Acaso encontraremos a algún esclavo suyo.

—¿Y si Zuleik hiciese vigilar a los siervos de su hermana?

—La princesa habrá adoptado todo género de precauciones para evitar ese peligro. Además, iremos todos bien armados y con los caballos dispuestos para emprender la huida.

—Primero mandaremos a algunos para espiar los contornos.

—Iré yo, señor barón —dijo el renegado—. Conozco el lugar palmo a palmo.

—Pues lleva armas, pero no de fuego; un pistoletazo alarmaría a los centinelas de la Casbah.

—Bastará con el yatagán.

Cenó apresuradamente, y salió después de haberse colocado el yatagán en la faja.

Entretanto, el barón se había despojado de los vestidos de mujer, para estar más libre en sus movimientos.

A las once y media también ellos salían de la casa.

Los dos cabileños y el negro conducirían los caballos por las bridas, así como las mulas de la litera, en cuyas sillas llevaban los arcabuces y las pistolas.

Recorrieron en silencio los bastiones de la Casbah, ocultándose en la sombra que proyectaban las murallas, y se detuvieron un momento delante de la torre de Poniente, cuya altura midieron con la vista.

—¡Doce metros por lo menos! —dijo el normando—. Con una cuerda buena de seda se puede descender sin peligro. Mañana mandaré comprar una y yo mismo haré los nudos. Podéis esconderla fácilmente en vuestro cofre.

—¿Cuál, si no lo tengo? —preguntó el barón.

—Oslo compraremos, señor. Una beslemé que se respeta debe llevar su cofre bien repleto.

—¿Ves algún centinela por aquí?

—No, señor barón; y hasta acabo de observar una cosa.

—¿Qué cosa?

—Que dejándonos deslizar por la fachada de Levante, que se encuentra a la sombra, difícilmente podréis ser descubierto por la escolta que se halla sobre la terraza del bastión.

Continuaron el camino, y al final del bosquecillo de palmeras tropezaron con el renegado, que estaba sentado sobre un montón de piedras.

—¿Ha venido el mensajero de la princesa? —le preguntó el normando.

—La ermita está todavía desierta.

—¿Y has visto por estos contornos algo sospechoso?

—Nada.

El normando hizo ocultar en el bosque los caballos, diciendo a los dos cabileños:

—Dejadlos aquí al cuidado del negro, y vosotros observad y avisadme si alguno llega.

La ermita estaba a pocos pasos. Atravesaron la explanada, no sin cierta emoción y con las manos en la empuñadura de los yataganes.

Ya iban a entrar en la ermita cuando vieron aparecer por detrás de una higuera un hombre embozado en largo manto oscuro que avanzaba fatigosamente apoyándose en un bastón.

—¡Qué me ahorquen si éste no es el mirab! —exclamó el normando.

—¿El ex templario?

—¡El mismo!

—¡Buenas noches, amigos míos! —Dijo el viejo—. No creíais, sin duda, que la persona esperada fuese yo. ¿Cómo va, señor barón?

—En efecto, no os esperaba, mirab —respondió el joven, saliéndole al encuentro—. Todavía os creía escondido en el castillo de la princesa.

—He salido de él por orden suya. Aquí es más útil mi presencia que en el castillo de Ben-Zul.

Dicho esto entró en la ermita, encendió la lámpara y después, volviéndose hacia el barón, le dijo a quemarropa:

—Mañana seréis una beslemé de la Casbah.

—¿Mañana? —exclamó el joven.

—La princesa no ha perdido el tiempo. Estoy encargado de presentaros al jefe de los eunucos, el cual ya ha recibido la orden de admitiros al servicio de la segunda kadina11 del bey.

—¿Y podré ver a la condesa de Santaflora? —exclamó el barón con sobresalto.

—No os será difícil, siendo, como es, la beslemé de la primera kadina.

—¿Y si llegasen a advertir que soy un hombre?

—En ese caso, os condenarían a muerte. Jugáis una partida terrible, señor barón.

—Lo sé, y estoy decidido a todo.

—¿Y cómo ha podido obtener esa gracia la princesa? —preguntó el normando.

—Con el concurso de una amiga suya que está emparentada con la primera mujer del bey —dijo el mirab.

—¿Y os han confiado el encargo de presentarme al jefe de los eunucos? —dijo el barón.

—Vos sabéis que, en mi calidad de jefe de los derviches, las puertas de la Casbah no se me cierran nunca. Sólo las del harén me están cerradas, como a todo el mundo.

—¿No se habrá enterado de nada Zuleik?

—No.

—¿Estabais en la ermita esta mañana?

—Sí, y he visto rondar por aquí dos negros.

—¿Esclavos de Zuleik?

—Lo supongo. ¡Tened cuidado con él! Ese hombre ha jurado apoderarse del barón. ¡Ah, me olvidaba de una noticia importante!

—¿Cuál? —preguntó el caballero.

—La princesa me ha advertido que acaso Zuleik intente algo por su parte para sacar de la Casbah a la condesa de Santaflora.

—Llegará demasiado tarde —dijo el normando—. Señor barón, pongámonos de acuerdo para que podamos ayudaros en cuanto descendáis de las murallas de la Casbah con la condesa. Aquí aguardaremos todos, incluso mis marineros. ¿Cuándo intentaréis el rapto?

—Lo más pronto posible.

—Me haréis una señal para prevenirme.

—Según me han dicho, en la torre de Poniente ninguno vela.

—Es verdad —dijo el mirab.

—Pues haré la señal desde la cima de la torre.

—¿De qué modo?

—Encendiendo una luz.

—Pues no la perderemos un momento de vista —dijo el normando—. Tornemos a nuestra barraca, y mañana bajaré a la ciudad a comprar todo lo necesario. ¡Haremos de vos una beslemé soberbia!

CAPÍTULO XIII. EN EL HARÉN DEL BEY

Aunque decidido a jugar la última partida con valor desesperado, y por más que estuviese dotado de una audacia a toda prueba, no sin profunda emoción vio el caballero de Santelmo llegar en la tarde del día siguiente una litera conducida por dos negros de la Casbah dirigidos por el mirab.

El renegado, que había sido en otro tiempo siervo de una gran dama berberisca, y para quien los secretos del tocador no eran desconocidos, hizo prodigios para transformar al joven caballero en una bellísima muchacha digna de ser acogida tras los muros de la Casbah.

Le había trenzado con arte admirable los cabellos, adornándolos con perlas y haciendo resaltar el color de sus mejillas con un poco de carmín. Después le vistió con un espléndido traje berberisco del mejor gusto, ceñido con una faja amplia de seda de colores variados.

Un riquísimo pañuelo dispuesto en forma circular alrededor de la cabeza y un tupido velo de gasa blanca sobre la cara completaban el adorno, el cual no podía ser más elegante ni más seductor.

La transformación era tan completa, que el propio mirab se quedó estupefacto cuando vio delante de sí al valeroso caballero convertido en una verdadera circasiana.

—¡Admirable! —había exclamado al verle—. ¡Haréis furor en la Casbah!

—¿Creéis que nadie puede reconocerme? —preguntó el barón con un ligero temblor en el acento.

—No; tranquilizaos, caballero; nadie podrá dudar ante esta transformación.

—¿Y la voz?

—No hablaréis con nadie. He dicho al jefe de los eunucos que la nueva beslemé es muda: no lo echéis en olvido.

—Me guardaré de decir una sola palabra. Pero decidme: ¿podré ver esta misma noche a la condesa?

—Quizá, en los jardines del harén; pero sed prudente: el peligro os acecha por todas partes en la Casbah.

—La audacia no me falta y, sin embargo, siento un temor infinito, mirab. Temo por la condesa más que por mí.

—Os creo, barón.

—¡Si pudiese huir con ella antes del alba!

—Estaremos prontos a acudir a vuestra señal. La goleta de Miguel tiene ya las velas dispuestas para salir a alta mar.

—Y mis marineros, excepto dos, estarán aquí dentro de poco —dijo el normando.

—¡Vamos, barón, y sobre todo, valor! —Dijo el mirab—. ¡No hay que hacer esperar al jefe de los eunucos!

El barón estrechó la mano de sus compañeros. Estaba un poco impresionado, pues, no obstante sus esfuerzos, apenas podía contener la emoción.

Salieron al vestíbulo, donde los dos negros de la Casbah esperaban a la nueva beslemé. El barón subió a la litera y se dejó caer sobre los cojines de seda azul.

—¡Se diría que el valor me falta! —murmuró—. ¿Por ventura tendré miedo?

Los negros alzaron la rica litera y luego salieron a la calle precedidos del mirab, el cual personalmente debía entregar al jefe de los eunucos la nueva doncella, como ya queda dicho.

El normando y el renegado, aunque un tanto inquietos, acompañaron al barón hasta la puerta.

—¡Se necesita verdadera audacia para arriesgarse en semejante aventura! —Dijo el fregatario—. Yo no tendría ánimos para poner los pies en la Casbah.

—Nadie descubrirá el engaño —había respondido el renegado—. Además, el barón permanecerá poco tiempo detrás de los muros de la fortaleza.

—¿Has puesto la escala de seda en el cofre?

—Y también armas.

—Entonces todo irá bien.

Los dos esclavos del bey, dos negros robustos, siempre precedidos por el mirab, se encaminaron hacia la fortaleza, residencia del califa, y se detuvieron, no delante de la puerta monumental, sino delante de una puertecita de hierro, para no exponer a la beslemé a las miradas indiscretas de los soldados de la guardia.

Apenas ninguno de ellos reparó en que los dos negros habían entrado en una sala con pavimento de mosaico y las ventanas cubiertas de vidrios de color, que mitigaban la luz fulgurante del sol africano.

Un hombre con la tez casi negra y de aspecto imponente se encontraba de pie en medio de la sala.

—¡Salud, Sidi Maharren! —dijo el mirab, inclinándose profundamente—. Aquí está la doncella.

El jefe de los eunucos, personaje importantísimo en la corte musulmana, aun cuando todos sean de origen negro y de condición ínfima, se dignó responder al saludo con un ligero movimiento de la mano.

Los dos negros habían depositado en el suelo la litera, y el barón descendió de ella. En aquel momento disponía de toda su sangre fría y de todo su valor.

Al bajar hizo un gracioso saludo al jefe de los eunucos, y luego dejó caer lentamente el velo que le cubría el rostro.

El eunuco no pudo contener un gesto que denotaba viva sorpresa.

—¡Es hermosa! —Dijo al mirab—. ¡Pocas veces he visto en mi larga carrera un rostro más agradable! ¿De dónde viene? ¿Quién ha recogido esta flor tan rara?

—Es una circasiana —respondió el ex templario—, y ha sido adquirida por un capitán maltés en Turquía.

—¿En qué suma?

—Mil cequíes. La princesa Koden la ha adquirido en ese precio para ofrecérsela al bey.

—¡Esta muchacha vale el doble! —dijo el eunuco.

—¿Qué puesto le has destinado?

—Estará al servicio de la segunda kadina de mi señor. Ahora ya puedes retirarte.

—Cuento con tu protección.

—Será beslemé antes de quince días, y sabe Dios hasta dónde puede llegar. ¡Lástima grande que sea muda!

—Y de nacimiento.

—Haremos de ella una tocadora de cítara. Se dice que las circasianas la tocan Admirablemente.

Hizo al mirab una señal de despedida; después mandó a los negros coger el cofre que contenía los vestidos de la doncella, y abrió una puerta oculta por un pesado tapiz de brocado.

El barón, con el velo echado, le había seguido, fingiendo cierta timidez.

Pasaron a través de varias galerías con las paredes cubiertas de ricas colgaduras e impregnadas en un penetrante perfume de áloe. Luego descendieron unas gradas de mármol blanco que conducían al jardín del harén.

Bajo las sombras de las palmeras, sobre las márgenes de estanques de agua transparente, en los cuales se deslizaban blancos cisnes, recostadas indolentemente sobre ricos tapices, reían y jugueteaban una infinidad de muchachas de rostro encantador y brazos redondos y torneados, con graciosos tocados llenos de perlas y trajes espléndidos.

En medio de los bosquecillos que dividían los jardines se oía el resonar de tiorbas y guzlas, y voces alegres y argentinas cantaban en todos los idiomas; voces de esclavas cristianas, sin duda robadas por aquellos terribles corsarios en las costas de Francia, Italia, España y Grecia.

El jefe de los eunucos se había acercado a una joven dama que estaba recostada a la sombra de una palmera y rodeada de doncellas hermosísimas. Con un gesto alejó a las muchachas, y después de haberse inclinado tres veces delante de la dama, cambió con ella algunas palabras en voz baja.

—Acaso sea la kadina —murmuró para sus adentros el barón.

En aquel instante el jefe de los eunucos se le acercó y quitó el velo.

La hermosa dama miró, por algunos momentos al barón con viva curiosidad, y después hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Saluda a tu ama —dijo entonces el eunuco al barón—. Desecha la timidez, acércate a las demás doncellas, y procura divertirte.

Cuatro o cinco jóvenes se acercaron al barón en aquel momento, riéndose de su embarazo. Luego le cogieron de la mano y condujeron bajo un tamarindo, donde una vieja negra estaba narrando un asunto histórico a un grupo de muchachas y esclavas blancas y negras.

Le ofrecieron dulces y café, y trataron por todos los medios posibles de expresarle su amistad, asediándole a preguntas.

El barón, como es natural, se guardaba muy bien de responder a ellas. Por otra parte, tampoco dominaba el idioma que las doncellas hablaban.

—¡Es muda! —exclamó por último, una linda muchacha.

El joven hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

—Pero podrás igualmente divertirte —dijo otra—. Te enseñaremos a danzar y a tañer la tiorba.

Después le hicieron sentarse a su lado y le dijeron que escuchase las historias maravillosas que narraba la vieja, que parecían interesar extraordinariamente al auditorio.

El barón, fingiendo prestar atención a tales consejos, observaba a las jóvenes que paseaban en gran número por los jardines.

Buscaba ansiosamente con los ojos a la condesa, que quizá podría encontrarse entre ellas. En aquel instante casi maldecía la idea del mirab de hacerle pasar por muda, pues eso le impedía preguntar a sus nuevas amigas por la joven cristiana.

Poco a poco, aprovechándose de la atención que prestaban las muchachas a la vieja, había ido alejándose de ellas. De este modo pudo llegar a un grupo de rosales, y viendo un tapiz cerca de ellos, se dejó caer en él, fingiendo estar descansando.

Por instinto adivinaba que la condesa no debía de andar muy lejos. Su propio corazón se lo decía.

De pronto se estremeció, y tuvo que morderse los labios hasta hacerse sangre para no soltar un grito.

En la extremidad de un sendero formado por enormes árboles había descubierto una figura de mujer envuelta en un caftán blanco recamado de oro.

El barón, sin preocuparse de que podría ser visto por alguna esclava, se levantó de un salto en una actitud verdaderamente masculina. Por fortuna, aquel sendero, un poco apartado, estaba solitario. Detrás de los enormes troncos no se oían sonidos de tiorba, ni cantos, ni, carcajadas.

El barón se lanzó hacia aquel sitio, y la mujer del caftán, al verle llegar corriendo, se detuvo, apoyándose en el tronco de un magnolio.

—¡Ida! —Exclamó el barón con voz sofocada por la angustia—. ¡Dios nos protege!

Al oír aquella voz, la condesa dejó escapar un grito y se puso más pálida que la muerte. Aun cuando le fuera imposible comprender que bajo los vestidos de una joven se ocultara el barón, el hecho es que había reconocido su voz.

—¡Ida! —repitió el barón.

—¿Vos? ¡Carlos! ¡No, no! ¡Es imposible! ¡Yo sueño! ¡Ah! ¡Pero esa voz…! ¿Quién sois?

El barón, en lugar de responder, la había conducido hasta el centro de un grupo de cactus, cuyas enormes hojas los ocultaban por completo.

La condesa, atónita por la sorpresa, se dejó llevar maquinalmente.

—Mírame —dijo el barón estrechando entre sus brazos a su prometida—. ¡Mírame! ¿Ya no me conoces?

—¡Carlos! Pero ¿es verdad? ¡No; deliro, Carlos! —Murmuró la joven llorando y riendo al mismo tiempo—. ¿Vos? ¿Tú?

—¡Silencio, Ida! Pueden oírnos, y aquí para todo el mundo debo ser una mujer.

La condesa, muda, absorta, le miraba como trastornada. Cada vez palidecía más, como si estuviese próxima a morir. Un acceso de llanto la salvó probablemente de una crisis que había sido muy peligrosa en aquel momento y en aquel lugar.

—¡Calla. Ida! —Murmuró el barón—. Corremos en estos instantes mil peligros, y la muerte puede desplomarse sobre nosotros de un momento a otro.

—¿Tú? ¿Mi Carlos? ¡Y yo que te creía muerto! Zuleik me lo había dicho.

—¡El miserable! Si Dios nos ayuda, esta noche misma saldremos de la Casbah, y mañana estaremos lejos de Argel.

—¡Pobre amigo mío! ¡Eso es imposible! ¡Tú no conoces la Casbah!

—Huiremos: yo te lo prometo, Ida.

—¡Cuántas cosas quisiera preguntarte! ¿Tú aquí? Pero ¿cómo? ¡Si aún creo que estoy soñando!

—Los minutos son cortos para explicarme: puedo ser descubierto de un momento a otro, reconocido como un hombre, y entonces…

—¡Oh; no digas eso! ¡No; no quiero separarme de ti, aunque sufra mil muertes!

—Dios está con nosotros, y triunfaremos. Dime: ¿conoces la torre de Poniente?

—Sí, ¿por qué me haces esa pregunta, Carlos?

—Porque por ella huiremos.

—¿Cuándo?

—Esta noche: aun no sé por dónde se va a ella; pero encontraré el camino.

—Te guiaré yo. Gozo aquí de cierta protección y, como beslemé, puedo ir a todas partes. Yo sabré el lugar adonde te conduzcan, y te buscaré.

—¿Será posible llegar a la torre de Poniente sin que nos descubran?

—Sí; por la galería de cristales azules. ¡Ah! Me olvidaba del eunuco de guardia.

—¿Cuál?

—El que vigila por la noche esa galería.

—Tengo armas en mi cofre, y en el momento decisivo mi mano no temblará —dijo el barón.

—Después hay que descender de la torre.

—Descenderemos. Todo lo tengo previsto.

—Separémonos, Carlos. Podemos ser espiados. Aquí las murallas y las plantas tienen oídos.

—¿Podrás ir a la estancia que me destinen?

—Estaré allí antes de que suene el toque de queda. ¡Dios mío! ¡Haberle visto cuando le creía muerto! ¡Ah, Carlos mío!

—¡Silencio, Ida! —murmuró el barón.

Un grupo de jóvenes acompañadas de algunas negras que tocaban la tiorba y que cantaban canciones salvajes avanzaba por el sendero. El barón se había ocultado tras un grupo de árboles, mientras la condesa, envolviéndose en su velo, se unía a las alegres beslemés.

—Si no nos descubren, todo irá perfectamente, y mañana estaremos en el mar, libres de Zuleik —murmuró el barón—. ¡Zuleik! ¿Por qué este nombre hace latir mi corazón en el momento supremo?

Se detuvo un instante, sorprendido de aquel repentino temor; después, ocultándose entre los árboles, se deslizó hasta el tamarindo bajo cuya sombra sus nuevas amigas estaban aún escuchando a la vieja.

Ninguna parecía haber notado su ausencia, que sólo había durado algunos minutos.

La condesa le había seguido a distancia y se sentó cerca de él, al lado de algunas beslemés que se divertían en hacer correr a los cisnes ofreciéndoles golosinas.

Entretanto, las esclavas, seguidas de varios eunucos, habían comenzado a preparar la cena, compuesta de riquísimos manjares servidos en bandejas de plata y de dulces exquisitos.

Medio tendidas sobre los tapices, a las últimas luces del crepúsculo, kadinas, odaliscas, favoritas y beslemés desmenuzaban con sus agudos dientes las pastillas de madjum, que esparcían un suave perfume.

Todas reían, charlaban o jugaban, felices por poder desterrar el aburrimiento que ni el lujo oriental ni los placeres de la corte podían vencer algunas veces.

Poco a poco, y con infinita prudencia, el barón se había acercado a la condesa, que se encontraba en el círculo formado en torno de la primera kadina, la mujer más poderosa y más temida del harén, porque solamente la gran validé o madre del bey podía competir con ella en influencia.

Ida, aun cuando apareciera visiblemente nerviosa, para alejar toda sospecha, trataba de mostrarse más alegre que de costumbre. Pero de vez en cuando, repentinamente, se quedaba inmóvil y con los ojos fijos en el barón.

Se hubiera dicho que a medida que la noche avanzaba la invadía un loco temor. No obstante, con un esfuerzo supremo conseguía rechazar tales zozobras y recobrar su fingido buen humor.

Tampoco el barón estaba tranquilo. El, que no había temblado delante de la muerte, sentía que el corazón golpeaba en su pecho, contando ansiosamente los minutos de aquella velada interminable.

La noche era tibia e invitaba a gozar de la sombra de las palmeras y tamarindos.

El barón, que se consumía de impaciencia, se había inclinado al oído de la condesa, susurrando:

—¡Ven, Ida!

Acababa de adoptar una resolución desesperada. ¿Por qué no aprovechar aquel momento para efectuar la fuga? Veía infinidad de muchachas alejarse por los senderos desiertos y ocultarse en los bosques silenciosos. Bien podía hacer otro tanto la condesa.

La condesa le había seguido a corta distancia fingiendo coger rosas.

Así caminaban una al lado del otro como dos amigas, y se dirigieron hacia una escalera marmórea que conducía a las habitaciones del harén.

—¡Huyamos! —Le había susurrado de nuevo el barón—. Nadie se cuida de nosotros, al menos por el momento, y cuando los eunucos nos busquen estaremos ya en el foso.

—¿Lo quieres, Carlos? —preguntó la condesa, cuya voz ya no temblaba.

—Es el momento de irse. Aguardando hasta más tarde, tengo miedo de que esta fuga acabe en una catástrofe. Me parece que nos amenaza una desgracia.

—Lo mismo temo yo.

—¿Has podido averiguar dónde se encuentra la estancia que me han destinado?

—Sí, la última puerta de la derecha de la sala de los Gigantes.

—¿Y sabrás conducirme a ella?

—Ya te he dicho que conozco todo el harén.

—Necesito abrir el cofre para coger la cuerda y las armas.

—Pues ven, Carlos —dijo la condesa con voz resuelta.

Estaban ya en la cima de la escalera. Ida empujó la puerta, y se encontraron en una galería iluminada por dos lámparas de bronce dorado y cubierta por un tapiz que amortiguaba por completo el rumor de sus pasos.

No había en ella nadie, ni eunucos, ni esclavas. No habiendo sido dada la orden de retirada, todos debían de estar en el jardín.

La condesa atravesó rápidamente la galería seguida por el barón, y entró en una espaciosa sala, cuyas paredes estaban cubiertas de armas de una riqueza fabulosa, dispuestas en grupos artísticos.

—¿Dónde estamos? —preguntó el barón.

—En la sala de armas del bey.

—¡He aquí una magnífica ocasión para proveerse de un buen puñal! —dijo el barón.

Cogió dos de una panoplia y dio uno de ellos a la joven para que lo escondiese bajo la faja.

Después pasaron a través de otras muchas galerías, todas adornadas con la mayor riqueza oriental, y por último entraron en otra sala con pavimento de mosaico, y donde a lo largo de las paredes varias estatuas sostenían otra galería que la circundaba.

—La sala de los Gigantes —dijo la condesa.

Allí había muchas puertas numeradas, ocultas por pesados tapices.

La condesa titubeó un instante, y luego, levantó uno de aquellos tapices.

—¡Este es! —dijo.

Abrió la puerta y entró en una pequeña estancia con las paredes cubiertas de seda azul y rodeada de divanes de damasco. En medio de la habitación, y al lado de un pebetero de metal dorado, se veía un pequeño lecho bajo, con las colgaduras de seda de color de rosa.

—Esta es tu estancia —dijo.

El barón, de un salto, se había acercado al cofre, que estaba oculto entre dos divanes. Lo, abrió con rapidez, sacó la escala de seda, ocultó en la cintura un par de pistolas y un yatagán, y tomó una lamparita que el normando había colocado en el cofre para que pudiera hacer la señal.

—¡Ahora, Ida, huyamos! —dijo.

Un rumor lejano que cada vez se oía con más claridad detuvo al barón.

—¿Qué es eso? —preguntó con voz alterada.

Se acercó rápidamente a la ventana y levantó las cortinas de seda verde, que un ligero viento agitaba.

Aquella ventana daba a los jardines. En medio de las plantas se veían centellear puntos luminosos que poco a poco se reunían, mientras bajo los oscuros senderos se oían tañidos de tiorba.

—Son las kadinas, que vuelven con su séquito. Dentro de pocos minutos estarán aquí los eunucos, que, no viéndonos en el grupo, vendrán a buscarnos.

—¡A la torre, Ida! —Dijo el barón—. Y ¡ay de quien intente cerrarme el paso!

—¿Y el eunuco que está en la galería azul?

—¡Le mataré! —Dijo fríamente el joven—. Ven.

Las voces de las odaliscas, de las beslemés y de las esclavas que acompañaban a las cuatro kadinas del bey se acercaban rápidamente. Acaso en aquel momento había sido ya notada su ausencia, y quizá los eunucos las buscaban en los jardines.

No había un instante que perder.

Salieron velozmente de la estancia, volvieron a atravesar la sala y entraron en la última galería, que conducía a una vasta terraza de mármol blanco adornada con plantas y rosales.

—¡Mira la torre! —dijo la condesa deteniéndose—. ¡Se levanta delante de nosotros!

—No está más que a cincuenta pasos —respondió el barón—. En diez segundos estaremos en ella.

—Antes tenemos que salir del circuito que separa el harén del Casbah, y allí está el mayor peligro, porque pasan constantemente rondas nocturnas de genízaros.

—¿No podremos evitarlos? —preguntó el barón muy inquieto.

—Hay algunas plantas, y la noche no es de luna.

Ya habían llegado a la galería de los vidrios azules. Aunque no hubiera en ella ninguna lámpara encendida y la oscuridad fuese profunda, el barón descubrió de pronto en la extremidad opuesta una forma humana que estaba erguida delante de la puerta. La condesa se había detenido, apretando con fuerza el brazo del caballero.

—¿Lo ves? —exclamó con voz apenas perceptible.

—Sí.

—Es el eunuco que vigila delante de la puerta de hierro que conduce a los jardines reservados para los genízaros.

—¿Tendrá la llave?

—¡Sin duda! —¡Le mataré!

—Si pudieses derribarle y atarle solamente…

—Es necesario que muera, porque podría ser libertado por otro, y entonces descubrirse nuestra fuga. ¡Espérame!

—¡Carlos!

—¡Calla! ¡Ese hombre es mío!

El eunuco estaba casi apoyado en el próximo terrado para respirar un poco de aire fresco. Un punto luminoso que de vez en cuando brillaba más intensamente indicaba que estaba fumando.

El barón, con la mano derecha apoyada en el mango del puñal, avanzó resuelto y silencioso, deslizándose a lo largo de las paredes para permanecer en la sombra.

Presa de una angustia infinita, la condesa, acurrucada en un ángulo de la sala, seguía con el corazón en suspenso la atrevida maniobra del valiente capitán.

De pronto le vio dar un salto y caer sobre el eunuco; oyó vagamente un sordo gemido, y luego un golpe como el de un cuerpo pesado que cae al suelo.

—¡Dios mío! —murmuró pasándose la mano por la frente, bañada en sudor frío.

El barón se acercó a ella, muy pálido.

—¡El camino está libre —le dijo— y la llave la tengo yo! ¡Dios me perdonará este asesinato!

Cogió la mano de la condesa y la arrastró rápidamente hacia la puerta, colocándose de modo que no pudiera ver al eunuco.

—¿Muerto? —preguntó ella temblando.

—Así lo creo.

Introdujo la llave en la cerradura y abrió. Una bocanada de aire fresco, impregnado del penetrante perfume de los naranjos y de las rosas, los reanimó.

Bajaron una estrecha grada y se encontraron delante de una alta muralla almenada: el circuito que separaba al harén del bey de la fortaleza.

—¿Cómo saldremos? —Preguntó el barón—. ¿Hay aquí algún pasadizo?

—Sí, Carlos; a nuestra derecha hay otra puerta que se abre con la misma llave.

—¡Valor, Ida! ¡Ahora jugamos la última carta!

Siguieron la muralla por algunos instantes, mirando hacia atrás ante el temor de ser espiados, y llegaron a la puerta, que también era de hierro y tan pesada, que el barón, después de haber hecho girar la llave, tuvo que apoyarse en ella con todas sus fuerzas para abrirla.

Por la parte de allá de aquella puerta se extendía un pequeño parque de palmeras.

Sorprendidos de su audacia y de su fortuna, se detuvieron un momento y escucharon con ansiedad. Ningún rumor se oía por el lado del harén, ni por la parte del edificio habitado por la guarnición encargada de defender la fortaleza.

—Aún no han notado nuestra desaparición —dijo el caballero.

—En estos momentos estará el jefe de los eunucos pasando revista a las odaliscas y a las beslemés.

—Entonces puede estallar la alarma.

—Eso es lo que temo, Carlos.

—¡Pues a la torre!

Ya habían atravesado la mitad del camino que conducía a ella y comenzaban a descubrir la estrecha escalera que ascendía a los bastiones, cuando oyeron el chirrido de la verja del parque, y poco después pasos rítmicos.

—¡La ronda nocturna! —balbuceó la condesa.

El barón la ocultó en un grupo de plantas y se colocó a su lado, conteniendo la respiración.

Cinco hombres armados con arcabuces avanzaban a lo largo de la muralla de la fortaleza, y se detuvieron delante de la puerta.

Por fortuna, el caballero, para retardar en todo lo posible una probable persecución, había tenido el cuidado de cerrarla.

Esperaron a que la ronda se alejase, y después a todo correr llegaron a la escalera que conducía a los bastiones y a la torre.

Pero otro nuevo peligro los amenazaba, y era el de ser descubiertos por los centinelas que estaban en las almenas de las murallas.

Entonces experimentaron una última emoción.

—¡Si nos hiciesen fuego! —Exclamó el barón con angustia—. ¡Quítate el velo, Ida! Es demasiado blanco y ofrece un buen punto de mira.

Encorvados sobre la escalera subieron lentamente los peldaños y alcanzaron la cima de los bastiones, desapareciendo en la torre sin que ninguno de los centinelas hubiese dado la voz de alarma.

Al llegar a ella respiraron libremente. El mayor peligro había pasado.

—¡Dios me protege! —Dijo el barón—. ¡Salgamos y demos la señal!

Una escalera de caracol un poco derruida conducía a la plataforma. A tientas y agarrados de la mano subieron hasta lo alto, después de haber tenido la feliz idea de cerrar la puerta y de atrancarla con una fuerte barra de hierro.

Aunque entonces fuesen descubiertos, podían por lo menos retardar la persecución. Desde la plataforma descendieron fácilmente hasta el bastión próximo, que se encontraba doce metros por debajo de ellos, y cuyo centinela se mantenía todo lo más apartado posible del ángulo de la torre, por temor al fantasma de la odalisca asesinada.

El barón tomó la linterna, que sólo tenía un cristal; la encendió con precaución y la colocó entre dos almenas de manera que no pudiese verla el genízaro.

La terraza del renegado, que se encontraba a menos de quinientos metros de aquel sitio, era perfectamente visible, y, por lo tanto, se podía distinguir claramente desde ella el punto luminoso.

—¿Deben responder? —preguntó la condesa.

—Sí. Están de guardia. Esperan la señal… ¡Ah, mira! ¿Ves, Ida? ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los caballos!

Un punto rojizo había brillado en la terraza.

El barón desenvolvió la escala de seda, delgada, pero muy sólida y con nudos a poca distancia unos de otros. Luego sujetó un extremo a una almena y arrojó el otro en el vacío.

—¿Tendrás valor para descender? —preguntó a la condesa.

—¡Sí! —respondió ésta con voz firme.

—Dame tu faja de seda.

Ató con ella las muñecas de la joven, y luego introdujo la cabeza en sus brazos.

—¡Abrázame con fuerza, Ida! —dijo.

La levantó como si fuese una pluma, subió sobre el parapeto y se agarró a la escala.

—¡Cierra los ojos! —le dijo.

Y comenzó a descender, mientras la joven se mantenía sujeta a su cuello.

En aquel preciso instante, más allá del foso, al pie de la torre; se oyó una voz gritar:

—¿Quién vive? ¡A las armas, genízaros!

CAPÍTULO XIV. LA FUGA

Apenas caía la noche, el normando se había puesto de centinela espiando la señal que debía aparecer en la torre. Estaba inquieto, nervioso, y no acertaba a permanecer parado un solo instante.

Aun cuando tuviera confianza en el buen éxito de aquel atrevido proyecto tan hábilmente preparado, y estuviese convencido de que nadie podría descubrir el disfraz del barón, se sentía, no obstante, agitado por mil temores que en vano trataba de apartar de su imaginación.

Excusado, es decir que todo lo había preparado para hacer una pronta retirada una vez dado el golpe. Además de los caballos dispuestos para ellos había comprado otros para los marineros, para el renegado y para el mirab, que deseaba aprovechar aquella ocasión para abandonar una ciudad tan peligrosa. Pero también él en los últimos momentos, de igual modo que el barón, presentía que alguna catástrofe los amenazaba.

Claro está que atribuía la causa de tales temores al estado de su ánimo, a la angustia de aquella larga espera, y procuraba desecharlos para impresionar bien a sus gentes, que se habían agrupado en la terraza en unión del mirab y del renegado, en tanto que los dos cabileños y su negro vigilaban los caballos.

Pero los esfuerzos que hacía para tranquilizarse eran inútiles, las horas pasaban, y en vez de calmarse, sentía aumentar su angustia. Sin embargo, un profundo silencio reinaba en los bastiones de la Casbah, y ningún ser humano se había mostrado durante aquella noche en las cercanías de las casas dormidas ni en el sendero que serpenteaba por la colina.

Ya debían de ser las once, cuando llegó a sus oídos el rumor del galopar de algunos caballos; rumor que a cada momento se hacía más perceptible. De un salto se acercó al mirab, que estaba tranquilamente sentado y con los ojos fijos en la torre, cuya negra masa se delineaba en el horizonte entre miríadas de brillantes estrellas.

—Mirab —dijo con voz alterada—, ¿oís?

—Sí —respondió el viejo.

—¿Quién puede subir a esta hora por la colina?

—Pueden ser los correos que el nuevo capitán general envía al bey.

—¡Estoy inquieto, mirab!

—¿Qué es lo que temes, Miguel?

—No lo sé; pero me parece que algún peligro nos amenaza.

—¿Cuál?

—Lo ignoro.

—¿Crees que pueda ser descubierto el barón?

—No sé.

—No hay peligro: el jefe de los eunucos no ha advertido nada.

—¡Callad! ¡Me parece que los caballos no siguen ya el sendero que conduce a la Casbah!

El mirab se había levantado precipitadamente.

—Sí —dijo—; se dirigen hacia esta casa.

El normando se lanzó al parapeto para ver mejor. Dos jinetes habían aparecido entonces por la extremidad de la calle, y avanzaron al galope, dirigiéndose hacia la casa del renegado.

—¡Preparad las armas! —gritó el normando a sus gentes.

Los dos jinetes estaban ya delante de la puerta. Al llegar a ella detuvieron sus caballos, que iban cubiertos de espuma, y enseguida saltaron a tierra.

—¡Abrid! —gritó una voz.

—¡Por el vientre de Mahoma! —dijo el normando—. ¡La princesa! Esta visita me parece de mal agüero.

Y al decir esto se precipitó por la escalera seguido por el viejo y por el renegado. Abrió la puerta y mandó entrar a los dos jinetes.

Eran Amina y Cabeza de Hierro.

—¿Está todavía en la Casbah el barón? —preguntó la mora con ansiedad.

—Sí, señora —respondió el normando mirándola con inquietud.

—Mi hermano ha sabido que el barón está en Argel, y hasta temo que haya descubierto este refugio.

—¿Qué decís, señora? —replicaron el mirab y el normando con acento de terror.

—¡La verdad!

—¿Quién puede habernos vendido?

—Uno de mis negros, a quien Zuleik ha martirizado cruelmente para arrancarle su confesión.

—¡Estamos perdidos!

—Mi hermano estará ya en marcha con los genízaros del gobernador para venir a arrestaros. ¡Acaso no contáis más que con algunos minutos para huir!

Aguardamos la señal del barón, y hasta debemos responder a ella. ¿Sabe vuestro hermano que el barón está en la Casbah?

—Lo sospecha.

—¡Por todos los diablos del infierno! —rugió el fregatario mordiéndose los puños con rabia.

En aquel mismo instante se oyó a los marineros gritar:

—¡La señal! ¡La señal!

—¡Al fin! —exclamó el normando dando un salto—. ¡Preparad los caballos!

Subió rápidamente la escalera y se lanzó a la terraza. Un pequeño punto luminoso centelleaba entre las almenas de la torre.

—¡Sí, sí; la señal! —dijo—. ¡Respondamos!

Encendió dos faroles colocados en el parapeto, y enseguida bajó a todo correr, gritando a sus gentes:

—¡Seguidme!

Los dos cabileños y el negro acercaron los caballos. La princesa, que vestía su traje de argelino, montó en el suyo, ayudada por Cabeza de Hierro.

—¡Ya vienen! —Exclamó la mora escuchando con ansiedad—. ¿Oís?

Un lejano rumor producido por el galopar de muchos caballos se oía por el lado de la colina.

—¡Pronto! ¡A galope! —gritó el fregatario.

—¡Cuándo lleguen encontrarán la casa vacía!

—¿Está dispuesto vuestro buque? —preguntó la princesa.

—¡Y con las velas preparadas!

—¿Tiene mucho andar?

—¡Más que una galera!

—¿Podréis salir del puerto a pesar de las galeras que cruzan por la rada?

—¡Las burlaré!

La princesa suspiró.

—¡Mañana estaré sola! —dijo tristemente.

Los jinetes se lanzaron al galope por el sendero que rodeaba a la Casbah, no atreviéndose a acercarse a los bastiones para no alarmar a los centinelas.

Confiaron los caballos a los cabileños prepararon las armas y se dirigieron hacia la torre, que se encontraba enfrente de ellos.

A pesar de la oscuridad de la noche, el normando había distinguido un bulto negro que descendía de la parte más elevada de la plataforma.

—¡Ya bajan! —exclamó—. ¡Ah, valiente joven!

Estaban cerca del foso cuando vieron dos sombras surgir entre las tinieblas y oyeron una vez poderosa gritar.

—¿Quién vive? ¡A las armas genízaros!

El normando se detuvo lanzando una imprecación. La escolta que velaba en los bastiones había exclamado al oír aquel grito:

—¡Á las armas!

—¡Caigamos sobre ellos! —susurró el fregatario.

Dando un salto de tigre cayó sobre los dos hombres con el yatagán en la mano, seguido por cuatro marineros.

La lucha fue breve. Los dos centinelas, sorprendidos por aquel imprevisto ataque, apenas pudieron oponer resistencia a sus adversarios.

Ambos cayeron con la cabeza destrozada y sin haber podido hacer uso de los arcabuces: tan rápida había sido la embestida.

Los otros tres marineros se habían lanzado ya en el foso para sostener la escala, mientras la princesa, el renegado y el mirab, que parecía haber recobrado los bríos de su juventud, apuntaban a las almenas.

El barón, llevando a su prometida a la espalda, descendía rápidamente porque la escala estaba tensa. Pero en la cima de los bastiones se oían gritos, pasos precipitados, y se veían muchas sombras inclinarse sobre las almenas para distinguir lo que sucedía en el foso.

—¡Pronto! ¡Pronto! —decía el normando, que se había dejado deslizar al foso.

De pronto resonó un tiro de arcabuz, y luego otro. Los centinelas empezaban a hacer fuego.

Al oír aquellos disparos, el barón se dejó caer, teniendo bien sujeta a la condesa.

Aquel salto de tres o cuatro metros sobre un terreno blando y cubierto de hierba no podía producir consecuencias graves.

—¡Venga la señora! —dijo el normando desatando rápidamente la faja de seda.

Estrechó a la condesa entre sus poderosos brazos y se arrastró por la escarpa, en tanto que los marineros ayudaban al barón, que se encontraba embarazado por sus vestidos.

Llegados a la explanada, todos echaron a correr hacia el bosque, mientras los centinelas continuaban haciendo fuego sin resultado.

Los fugitivos sólo se detuvieron cuando se hallaron entre las espesas sombras de las palmeras. Únicamente en aquel instante el barón pudo advertir la presencia de la princesa, la cual se había retirado unos pasos y apoyaba una mano sobre la silla de su caballo.

—¡Vos! —murmuró.

—Os dije que volvería a veros —respondió Amina haciendo un esfuerzo supremo para ocultar su emoción—. Me considero feliz al veros en compañía de vuestra prometida.

El barón, que había permanecido silencioso durante algunos minutos, se acercó a la condesa y, cogiéndola de la mano, la llevó hacia el sitio donde se encontraba Amina, diciendo:

—Á esta señora debo yo la vida y tú la libertad.

—¡Una mujer! —exclamó la condesa.

—La hermana de Zuleik, la princesa Amina Ben-Abend.

La mora y la joven se habían acercado una a otra maquinalmente. Tuvieron un momento de vacilación, y por fin se abrazaron.

—¿Perdonaréis a mi hermano? —preguntó la princesa.

—Ya le había perdonado —respondió Ida.

La princesa se había separado, haciendo un gesto brusco. En aquel momento tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Partid! —dijo—. ¡Sed felices, y acordaos alguna vez de Amina Ben-Abend!

—¿No nos veremos más? —dijo el barón, verdaderamente conmovido.

—¡El África es la tierra que me ha visto nacer! —respondió Amina con un sollozo.

—Luego repitió muchas veces:

—¡Dios es grande!

El normando, que se había acercado hasta el límite del bosque, volvió corriendo.

—¡A caballo! —exclamó—. ¡Nos persiguen!

Levantó a la condesa y la puso sobre el mejor caballo.

—¡Partid, y que Dios os proteja! —dijo Amina.

Estrechó la mano del barón, de la condesa y del mirab, y después tomó a apoyarse en su caballo, haciendo una última señal de despedida.

En aquel momento se oía indistintamente el galopar de muchos caballos en el sendero que conducía a la barraca del renegado: eran los genízaros de Zuleik, que corrían atraídos por los disparos de los centinelas de la Casbah.

—¡Adiós, señora! —Gritó por última vez el barón—. ¡No os olvidaremos nunca!

Un coro de rugidos formidables sofocó su voz. Un grupo de jinetes corría por el sendero, vociferando espantosamente.

—¡Espolead! —gritó el normando—. ¡Á retaguardia los marineros!

Todos lanzaron los caballos al galope. Entonces el barón miró por vez postrera al bosque, donde todavía estaba Amina acompañada de los cabileños.

—¡Pobre mujer! —murmuró.

Y sofocando un suspiro agarró las bridas del caballo de Ida para que no se quedase atrás.

Los fugitivos pasaron como un huracán al lado de la ermita del mirab, desfilando a lo largo de la Casbah para evitar los tiros de los centinelas, y bajaron por la pendiente opuesta para penetrar en la ciudad.

Pero también por aquella parte llegaba un grupo de jinetes. Era menos numeroso que el otro; sin embargo, podían detenerlos hasta recibir el auxilio de los demás.

—¡Señor barón! —gritó el normando—. ¡Carguémosles! ¡Tomad mi yatagán!

—¡No lo necesito; también yo estoy armado!

—¡Pues al centro la señora con el mirab! ¡Tres hombres a la retaguardia para cubrir la retirada! ¡A la carga!

Los doce caballos cayeron encima de los berberiscos como una tormenta. Sorprendidos por aquel imprevisto ataque, y no sabiendo si tenían que habérselas con amigos o con enemigos, los argelinos se detuvieron.

—¡Paso! ¡Servicio del bey! —gritó el normando con voz tonante.

Cargaban con el yatagán en la diestra, la pistola en la siniestra y las bridas entre los dientes.

De un golpe desbandaron la columna adversaria, acuchillando y disparando las pistolas al propio tiempo, y continuaron su vertiginosa carrera hacia la ciudad, no sin dejar tendidos en el suelo a varios soldados argelinos.

Detrás de los fugitivos se oían gritos furiosos:

—¡Á ellos!

—¡Mueran los cristianos!

Algunos tiros de arcabuz resonaron a su espalda, y en los bastiones de la Casbah dispararon en aquel momento el cañón de alarma.

—¡Cuernos de Barrabás! —gritó el normando—. ¡Dentro de poco tendremos detrás de nosotros a toda la caballería berberisca!

En lontananza, hacia la cumbre de la colina, se oía el galopar furioso de un gran número de caballos.

—Indudablemente tenemos a Zuleik a nuestra espalda —dijo el normando—. ¡Ese hombre nos perseguirá aun en el mar!

—¿Podremos llegar a la rada antes de que las galeras adviertan nuestra fuga?

—Así lo espero, señor barón. ¡Espolea, amigos! ¡Dentro de cinco minutos estaremos a bordo de la falúa!

Los caballos, espoleados sin piedad, devoraban el camino con un estrépito infernal, atrayendo a las ventanas no pocos curiosos, alarmados ya por el cañonazo de la Casbah, que anunciaba algún grave acontecimiento.

En las calles vecinas se oían rumores de pasos y gritos de alarma.

Una ronda nocturna que encontraron al paso fue deshecha antes de que pudiera darles el alto. Nada podía resistir a aquel grupo de jinetes que cargaba con el brío de la desesperación.

Los genízaros que aparecían, en vez de tratar de detener a los fugitivos, huían de sus cuchilladas a todo correr, asustados también por los gritos de los compañeros de Zuleik, que iban en pos de ellos y no a mucha distancia ciertamente.

Cinco minutos después el normando y sus compañeros desembocaban en el muelle. La falúa, con las velas preparadas, estaba allí a pocos pasos presta a zarpar.

—¡A tierra! —gritó el fregatario, oyendo detrás de sí el galope precipitado de sus perseguidores—. ¡Apenas tendremos tiempo de embarcarnos!

Sin perder un momento saltaron al suelo. El barón había tomado en sus brazos a la condesa, y se precipitó con ella sobre la toldilla de la falúa, la cual tenía la popa apoyada en el muelle.

Por las callejuelas próximas al puerto aparecían en aquel instante los primeros caballos de sus perseguidores.

—¡A bordo! —rugió el normando.

Todos se precipitaron en la falúa y cortaron la cuerda que la unía a tierra; los otros seis marineros que habían quedado a bordo ya habían orientado las velas.

Por fortuna, el viento era favorable, porque soplaba de tierra. El Solimán, ayudado por algunos golpes de remo, se deslizaba velozmente entre las naves mercantes que llenaban la rada, y que al menos por algún tiempo le ponían a cubierto de los tiros que podrían ser disparados desde la ribera.

Los jinetes enemigos estaban ya en el puerto, y al ver a lo lejos las galeras empezaron a gritar desesperadamente:

—¡A las armas! ¡Huyen los cristianos!

Luego una voz más potente que todas las otras se dejó oír.

—¡Perro cristiano! ¡No te escaparás!

—¡Zuleik! —había exclamado el normando estremeciéndose—. ¡Me lo figuraba!

—¡Pronto, las chalupas, las chalupas! —gritaron mientras tanto los genízaros.

El barón, que había conducido a la condesa a la litera de popa casi desvanecida, volvía a salir en aquel momento. Ya no llevaba los vestidos de antes y ceñía su cuerpo la coraza de combate.

—¿Nos siguen también por agua? —preguntó el barón, viendo que el normando cargaba una de las dos pequeñas culebrinas de que iba armada la falúa.

—Sí, señor —replicó el fregatario—. ¡Y ay de nosotros si no salimos de la rada antes de que la alarma se haya propagado hasta las galeras que cruzan por la embocadura! ¡Es Zuleik quien nos sigue! ¡Si pudiera ametrallarlo!

—¡No lo haréis, Miguel! —Respondió el barón—. No hay que olvidar que es el hermano de la mujer que acaba de salvarnos.

—¡Vaya una generosidad inoportuna! ¡Ah, canallas!

Un fogonazo había iluminado la terraza del presidio de Alí-Mamí, que era el más próximo. Un segundo después resonaba el estampido del cañón.

Era la señal convenida para que las galeras cerrasen el puerto e impidieran la salida a todos los barcos.

Una sorda imprecación salió de los labios contraídos del fregatario, el cual saltó a la borda mirando con ansiedad en dirección de la boca del puerto.

—Acaso lleguemos a tiempo —murmuró—. ¡En este momento aún están lejos, y el viento es fresco!

Se volvió hacía sus hombres, que, presa de la mayor ansiedad, aguardaban sus órdenes.

—¡Qué nadie haga fuego! —dijo. ¡Si señalamos nuestra ruta nos echarán a pique a cañonazos!

Después miró hacia la ribera. Algunas chalupas llenas de soldados se deslizaban con velocidad por entre las naves ancladas, disparando de vez en cuando algún tiro de arcabuz.

—¡Venga el timón! —dijo—. ¡Izad una vela cuadrada sobre la latina del palo mayor! ¡Los haremos correr!

El Solimán, que tenía el viento favorable, huía velocísimamente, dirigiéndose hacia la punta oriental, en cuya dirección, al menos en aquel momento, no se descubría el menor farol que indicase la presencia de los galeones. Con dos bordadas atravesó la rada y se acercó a la costa, para confundirse más fácilmente con las rocas y con las plantas que abundaban en aquel lugar, proyectando sobre el agua una sombra intensa.

En aquel instante también desde las terrazas de los otros presidios disparaban cañonazos para advertir a los galeones, que en aquel momento aparecían hacia la punta occidental.

Las dos naves habían ya contestado, y bogaban en dirección a la rada aprovechando el viento.

—¿Nos habrán descubierto? —preguntó el barón con voz alterada.

—¡Todavía no! —replicó el normando, que observaba atentamente las maniobras del enemigo.

—Pero ¿y después?

—Nos darán caza, de seguro. ¡Mirad aquellas cuatro chalupas que se dirigen hacia los galeones! ¡En alguna de ellas va Zuleik!

—Pero vuestra falúa es más ligera.

—También los galeones tienen mucho andar. No son tan pesados como las galeras de alto bordo.

—¿Qué rumbo llevaremos?

—Por ahora hacia las Baleares. Son las más próximas y encontraremos en ellas un buen refugio. Aquí está el cabo. Nos veremos obligados a descubrirnos. ¡Arrojaos bajo el puente! ¡Nos van a acribillar!

De las cuatro chalupas, que ya habían atravesado la rada, salían sin descanso estos gritos:

—¡Detenedlos! ¡Haced fuego! ¡Alerta en los galeones!

Las dos naves encargadas de la vigilancia del puerto hacían esfuerzos prodigiosos para ganar tiempo, aun cuando se veían imposibilitadas para luchar contra la falúa, que tenía el viento de popa, y además era dudoso que pudieran verla, porque el normando se acercaba siempre a la costa. Por desgracia, la peninsulita que cierra la rada hacia Oriente iba a desaparecer, y el Solimán no podía ocultarse.

—¡Todavía están a quinientas brazas! —Exclamó el fregatario—. Acaso podamos pasar sin grandes daños ¡A babor!

Tres de las cuatro chalupas seguían a la falúa. La cuarta se había separado de ellas, abordando al primer galeón.

—¡Es Zuleik quien se embarca! —Murmuró el fregatario—. ¡Él dirigirá la persecución!

En aquel momento, el Solimán, con una sublime bordada, rebasaba la punta de Malifa y se lanzaba resueltamente en el Mediterráneo.

En lontananza se oyó gritar:

—¡Fuego!

Cuatro cañonazos resonaron en el puente de los galeones, seguidos de una nutrida descarga de arcabuces.

Una bala derribó la punta del palo mayor, haciendo caer la vela cuadrada; fue el único proyectil que llegó a su destino, porque los demás se perdieron en el agua.

—¡Mala puntería! —gritó alegremente el normando—. ¡Señor barón, si ahora no nos han echado a pique, estamos en salvo!

Pero se engañaba: los dos galeones, en vez de detenerse, habían virado rápidamente de babor para darles caza, mientras las tres chalupas, juzgando ya inútil continuar su carrera, se paraban cerca del cabo Malifa.

El normando advirtió bien pronto que tenía que habérselas con dos rápidos veleros. Los berberiscos, que eran excelentes marinos entonces, habían cubierto de velas las entenas y maniobraban hábilmente para coger en medio a la falúa.

El rostro del fregatario se había vuelto sombrío.

—Señor barón —dijo con voz un poco alterada—, van a darnos mucho que hacer. Navegan como delfines y maniobran con mucha habilidad.

—¿Nos alcanzarán?

—No lo creo, mientras dure la brisa.

—Amainará al salir el sol.

—¿Vendrán a abordamos?

—Lo intentarán.

—¿Podremos resistir?

—Tienen cuatro veces más gente que nosotros y culebrinas de buen calibre.

—Me asombra que no empleen la artillera.

—Si no estuviese en los galeones Zuleik, ya nos habrían echado a pique.

El barón le miró sin comprender.

—¡Claro! ¡Quiere coger viva a la condesa!

—¡Antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver! —exclamó el barón con un gesto de furor.

—¡Y sobre el mío! —dijo una voz al lado suyo.

Era la condesa, que había salido de la litera, deseando conocer la situación de las cosas.

—Zuleik está allí; ¿no es cierto? —preguntó indicando los galeones.

—Sí, Ida.

—¡No caeré viva en sus manos!

—Aún estamos libres y bien armados; ¿no es verdad, Miguel?

—Sí —respondió el normando—. Todavía…

Un cañonazo disparado desde el galeón más próximo le impidió continuar; pero no oyeron el sonido ronco del proyectil.

—Disparan con pólvora —dijo el normando—. Nos intiman la rendición. ¡Pues bien; ahora verán! ¡A las culebrinas, muchachos! ¡Y vos, señora, a la litera!

Apenas el barón la había conducido al interior del buque, cuando el palo trinquete, destrozado por una bala lanzada desde el primer galeón, caía sobre el puente, llenándolo de cabos y de velas.

Al propio tiempo una granizada de balas de arcabuz se estrellaba en el casco de la falúa.

Al oír aquel estrépito, el barón había saltado sobre cubierta.

—¡Estamos perdidos! —exclamó—. ¿Queréis el abordaje? ¡Pues bien; venid a buscar a mi prometida! ¡A mí, valientes! ¡Por la Cruz de Malta y por el honor de la cristiandad!

Los dos galeones habían echado al agua varias chalupas cargadas de soldados, que vociferaban como energúmenos dirigiéndose sobre la falúa.

El normando, que al golpe de la vela había caído sobre cubierta, se levantó gritando:

—¡Fuego a esos perros!

Dos tiros de culebrina siguieron a aquella orden; uno dirigido a la galera más próxima, y el otro, a las chalupas.

Una de éstas, alcanzada de lleno por los proyectiles, estaba casi destrozada.

Pero había otras siete repletas de enemigos que apresuraban su carrera, protegiéndose con repetidas descargas.

—¡Si suben a bordo no hay salvación! —murmuró tristemente Cabeza de Hierro.

Pero el barón y el normando no habían perdido su sangre fría. Valientemente ayudados por los marineros, disparaban sin tregua, tratando de detener a las chalupas. También el ex templario, a pesar de su edad, se batía como un león al lado del renegado, apuntando con una precisión admirable y gritando a cada tiro:

—¡Manteneos firmes, muchachos!

Pero aquellas descargas no bastaban para contener a las chalupas, que avanzaban siempre.

Una de ellas abordó a la falúa bajo la proa, y su tripulación se arrojó sobre cubierta con rugidos formidables.

El barón y el normando se lanzaron en aquella dirección para detener a los asaltantes.

Un grito salió de sus labios al ver a un hombre que guiaba a los infieles.

—¡Zuleik! —exclamó.

El moro replicó con una carcajada feroz:

—¡Sí, yo soy! ¡Llegó a tiempo para matarte y para robar a tu prometida!

El señor de Santelmo, que empuñaba un hacha de abordaje, se arrojó sobre él, dando un verdadero rugido.

De un salto evitó la cimitarra de su rival, y después le golpeó con tal fuerza sobre la coraza, que le dejó tendido sin conocimiento en la cubierta del buque.

Ya iba a repetir, cuando muchos cañonazos resonaron a espaldas de la falúa, seguidos de gritos estentóreos:

¡Malta! ¡Malta!

El barón levantó la cabeza.

Las chalupas se detuvieron, y los berberiscos que habían subido al abordaje embarcaron precipitadamente, gritando:

—¡Los cristianos! ¡Sálvese el que pueda!

Una gran nave, como si saliese de las profundidades del Mediterráneo, había aparecido inesperadamente y cañoneaba con furia a los galeones, los cuales se preparaban ya a virar de babor para huir hacia Argel.

—¡A nosotros, malteses! —gritaban los marineros de la falúa, que ya habían descubierto la nave.

El normando, que acababa de echar a hachazos a los últimos berberiscos, también había gritado con voz tonante:

—¡A nosotros, cristianos!

La galera que con tanta oportunidad llegaba en auxilio suyo, aunque continuaba cañoneando a los galeones y a las chalupas, se acercaba a la falúa para protegerla mejor contra la artillería enemiga, que todavía continuaba disparando.

—¿Quiénes sois? —gritó una voz desde el castillo de proa.

—¡Cristianos! —replicó el barón.

—¡Acercaos!

Una embarcación cargada de hombres cubiertos de hierro y con la espada en mano se había dirigido hacia la falúa.

El jefe que la mandaba saltó a bordo de ella; pero al encontrarse con el barón dejó caer la espada, lanzando una exclamación de alegría:

—¡Santelmo!

—¡Le Tenant!

Los dos hombres se abrazaron estrechamente.

—¡Dios me ha guiado! —Dijo el maltés—. ¡No creía llegar en tan buen momento!

—¿Cómo os encontráis aquí, Le Tenant?

—Os había prometido que vendría hasta las aguas de Argel para ayudaros en vuestra empresa. Como veis, he cumplido mi palabra. Hace ya tres noches que cruzo a la vista de la costa buscando un medio para ir a la ciudad, a fin de tener noticias vuestras. ¿Y la condesa?

—Está aquí; acabo de salvarla.

—Entonces huyamos sin perder tiempo, barón. Los galeones van precipitadamente hacia Argel para pedir socorros, y no tengo ningún deseo de habérmelas con todas las galeras berberiscas. Llevaremos a remolque la falúa e iremos a Malta sin detenernos.

—¡Un momento, capitán! —dijo el normando—. Aquí hay un hombre que debe ser ejecutado.

—¿Quién?

—Zuleik, el traidor.

El moro, a quien el barón había ya olvidado, empezaba ya a volver en sí. Al oír las palabras del normando se puso en pie.

—¡Pues bien; ya que la he perdido, matadme! —dijo—. ¡La vida sin ella no la quiero! ¡Zuleik Ben-Abend nunca ha temido a la muerte!

—Miguel, ¿tenéis una chalupa a bordo? —preguntó el barón.

—Sí, señor.

—Botadla al agua.

La pequeña chalupa fue lanzada en un minuto.

—Zuleik Ben-Abend —dijo entonces el barón indicándosela—, sois libre y podéis volver al palacio de vuestros abuelos.

El moro, estupefacto ante aquella extraordinaria generosidad, permaneció inmóvil en su puesto.

—Andad —dijo el barón—, y decid a vuestra hermana que el barón de Santelmo y la condesa de Santaflora recordarán siempre con gratitud a Amina Ben-Abend.

Zuleik bajó la cabeza, atravesó lentamente la galera y descendió a la chalupa sin pronunciar una palabra. Tomó los remos y bogó hacia el puerto, volviendo la espalda a la falúa.

—¡He ahí un bribón afortunado! —dijo el normando—. Yo, en lugar vuestro, le hubiese colgado del palo mayor de la galera.

—Se lo había prometido, a la princesa y he cumplido mi palabra. He perdonado, y nada más.

CONCLUSIÓN

Pocos momentos después la galera se hacía a la vela, remolcando la falúa del normando, presurosa por ponerse a salvo de una posible persecución por parte de las escuadras argelinas, demasiado poderosas para poder afrontarlas con alguna probabilidad de éxito.

La travesía del Mediterráneo se realizó felizmente, sin malos encuentros, por más que los berberiscos tunecinos y los de Trípoli recorriesen con frecuencia aquellas aguas, siempre en acecho de las naves cristianas para saquearlas y reducir a la esclavitud a sus tripulaciones.

Cinco días más tarde la galera entraba en la bahía de Malta entre el tronar de la artillería, con la bandera de Santelmo sobre la punta del palo mayor.

Una semana después, el valeroso caballero y la condesa se unían en matrimonio, y partieron enseguida para Sicilia, donde pensaban establecerse en una casa solariega, habiendo ya renunciado a reedificar el castillo de San Pedro, reducido a un montón de ruinas.

El mirab y el renegado, en unión de Cabeza de Hierro, los acompañaron. En cuanto al normando, espléndidamente recompensado por el barón, apenas reparada su falúa, volvió a emprender de nuevo sus peligrosas correrías por las costas africanas en espera de ocasiones propicias para arrancar a las panteras de Argel otros esclavos.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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