Los Bandidos del Sahara

Emilio Salgari


Novela



Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado, y comenzó a hablar así, justamente mesurado: «¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo alto! Todo esto me han urdido mis enemigos malvados».

Anónimo

PRIMERA PARTE. EL DESIERTO DE FUEGO

CAPÍTULO I. LOS FANÁTICOS MARROQUÍES

Ramadán, la cuaresma de los musulmanes, que solamente dura treinta días, en vez de cuarenta como la nuestra, estaba a punto de concluir en Tafilete, ciudad perdida en los confines meridionales del Imperio marroquí, delante del inmenso mar de arenas del Sahara.

En espera del cañonazo que debía señalar el término del ayuno, después del cual comenzaba la orgía nocturna, la población se había desparramado por las calles y las plazas, admirando a los santones y a los fanáticos, que se destrozaban atrozmente el rostro y el pecho, y que se traspasaban las mejillas con largas agujas de acero, abrasándose también los brazos y las plantas de los pies.

Marruecos continúa siendo el país del fanatismo llevado al último extremo. Han progresado un poco Turquía y Egipto; Trípoli y Argelia también han perdido mucho de su salvaje celo religioso; pero Marruecos, de igual modo que la Arabia, cuna del Islam, se mantienen tal cual eran hace quinientos o mil años.

No se ve en estos países fiesta alguna religiosa que transcurra sin escenas repugnantes de sangre. Ya sea en el Maharem, que se celebra al principio del año, ya en el Ramadán o en el grande y pequeño Btiram, los afiliados a las diversas sectas religiosas, para ganar el Paraíso, se entregan a excesos que inspiran pavor a las gentes civilizadas.

Presa de una exaltación que se asemeja a la locura, los fanáticos corren las calles armados de puñales, de dagas y de cimitarras, y se destrozan horriblemente las carnes, arrojando su sangre en el rostro de sus admiradores, e invocando sin cesar a Mahoma.

No es raro el caso de que, después de una carrera furiosa, algunos de ellos se encaramen en las murallas y se arrojen en el vacío, estrellándose el cráneo sobre las piedras de los fonos.

También en Tafilete, de igual manera que en otras ciudades de Marruecos, había sus santones y sus fanáticos, que aguardaban el fin del Ramadán para dar pruebas de su celo religioso y ganar con ellas el famoso Paraíso de Mahoma.

Un ruido ensordecedor de tamboriles y de gritos salvajes anunció a los fanáticos.

Acababan de salir de la mezquita, y se preparaban a comenzar su carrera sangrienta al través de la calle.

Los pocos europeos que viven en la ciudad, traficando con las caravanas del desierto, huían por todas partes, mientras los míseros hebreos atrancaban las puertas, trémulos de espanto, vigilando sus cofres repletos de oro.

Unos y otros estaban en peligro, porque si el europeo es un infiel, el judío es un perro, y hasta menos que un perro, a quien cualquier fanático puede perseguir y asesinar impunemente.

A los primeros se los respeta más; los segundos, como no tienen cónsules que los protejan, si tropiezan con ellos, pueden considerarse perdidos, porque nadie habrá de amparar su vida. Los gritos y el estrépito iban aumentando; la multitud se estrechaba contra los muros de las casas para dejar el paso franco a los fanáticos.

En la extremidad de la calle, montado en un caballo blanco, apareció el Alukaden, jefe de los hamandukas, una secta religiosa que facilita buen número de víctimas en todas las fiestas.

Iba majestuosamente envuelto en un amplio kaik blanquísimo, y hacía ondear sobre su enorme turbante el estandarte verde del Profeta, con su luna de plata. En torno suyo gritaban y saltaban, como los derviches girantes de Turquía, una veintena de (tisanas, pertenecientes a la secta de los encantadores de serpientes.

Estaban casi desnudos, pues no llevaban otras prendas que un turbante en la cabeza y un pedazo de tela atado a la cintura.

Mientras algunos tocaban los tamboriles y sacaban de sus flautas notas agudas y estridentes, otros lanzaban grandes gritos invocando a su santo patrono Sidnaliser, el viejo ermitaño del desierto de Sans, mientras agitaban sobre su cabeza las lefas, serpientes muy peligrosas y cuya mordedura es mortal.

Pero los aisanas no las temen, y se consideran a salvo de su veneno porque son devotos del santón; de modo que juegan con los reptiles, los irritan, y hasta llegan a masticarlos con sus dientes como si fueran sencillas anguilas.

¿Y por qué no mueren? ¡Quién lo sabe! Es un misterio que nadie ha conseguido explicar. No obstante, basta una mordedura de aquellos reptiles para matar en el acto a un perro o a un carnero, y enviar al otro mundo, tras largos padecimientos, a cualquier ser humano que no pertenezca a la secta.

Pero aquí están los fanáticos y los santones. Son cerca de cincuenta, y todos están poseídos de un verdadero furor religioso.

Todos pertenecen a la secta de los tamandukaft, la más fanática de cuantas existen en Marruecos.

Apenas van vestidos. Tienen la mirada torva, las facciones alteradas, la espuma en la boca, y el cuerpo cubierto de heridas.

Rugen como bestias feroces, y saltan como si sus pies estuvieran en contacto con brasas ardientes. Van rodeados de infinitos admiradores, que los siguen en apretadas filas. Algunos de esos fanáticos se rajan el pecho con una espada corta adornada con cadenetas brillantes; otros, armados de agudas púas de acero, se traspasan las mejillas sin manifestar ningún dolor, o se horadan la lengua; y no faltan varios que devoran hojas erizadas de espinas de higueras chumbas.

De su garganta salen sin cesar gritos de:

—¡Alá! ¡Alá! (¡Dios! ¡Dios!).

Pero no son gritos; son rugidos que parecen surgir de las fauces de tigres o leones.

La sangre corre en abundancia de las heridas, inundando sus vestidos y su cuerpo, y algunas veces salpica a los espectadores, que parecen felices por recibir algunas gotas.

Acaban de emprender la carrera, adelantandose a su jefe, y van seguidos por los aisanas y sus secuaces. Es una carrera loca, furiosa, que acabará, sin duda, trágicamente, porque los pobres alucinados han llegado ya al último límite del fanatismo.

Su vida pertenece ya a Mahoma, y el Paraíso les aguarda.

¡Ay del infiel a quien encontrasen en este momento! Pero todos los hebreos y europeos han huido, aunque no faltan los perros, los carneros y los asnos.

Aquellos energúmenos se lanzan sobre estos pobres animales, y los muerden cruelmente, arrancándoles pedazos de carne, que engullen palpitante todavía.

Un desgraciado perro, que huyendo de la turba va a refugiarse en un ángulo de la calle, es devorado vivo; dos carneros siguen igual suerte, y luego los fanáticos emprenden una carrera desenfrenada hacia las murallas de la ciudad, rugiendo siempre como fieras e invocando a Alá.

Ya habían atravesado la plaza del Bazar, cuando vieron a un hombre cruzar la calle.

Un grito feroz saltó de sus labios.

—¡Muera el kafir!

El vestido negro que llevaba el desgraciado, color despreciado por los marroquíes, que sólo aman los colores blancos o brillantes, había revelado a aquellos exaltados que se encontraban delante de un infiel; peor aún, de un judío: es decir, de un ser odiado, a quien podían matar sin que la autoridad pudiese impedirlo.

El pobre hombre, que no había tenido tiempo de esconderse en su casa, al verse descubierto se había arrojado a un lado, amparándose bajo la bóveda de un portón.

Era un joven de veinticinco a veintiséis años, alto y de agradable figura; caso bastante raro entre los judíos de Marruecos, que suelen ser de una fealdad repugnante, mientras las mujeres conservan en toda su pureza el antiguo tipo semítico.

Aquel joven, al ver reunida en torno suyo toda la turba de fanáticos, había sacado del cinturón una pistola y un puñal, y colocándose resueltamente en actitud defensiva, gritó:

—¡Al que se acerque, le mato!

Semejante amenaza en labios de un judío era cosa tan inaudita, que los propios fanáticos se detuvieron.

El hebreo en Marruecos no puede defenderse: debe dejarse matar como un cordero por el primer musulmán que le encuentre en una fiesta religiosa.

Además de que los judíos han perdido el valor, saben que si se defienden han de ser condenados a muerte por las autoridades marroquíes.

No obstante, aquel joven parecía resuelto a realizar su amenaza; es decir, a morir matando.

La vacilación de los exaltados no duró muchos minutos.

—¡Muera el kafir! —repitieron.

La multitud se le acercaba, pronta a despedazarle, y animaba a los fanáticos gritando:

—¡Muera el judío! ¡Mahoma os lo agradecerá! ¡Muera!

El israelita, aun cuando se consideraba perdido, no bajaba el brazo armado con la pistola, y parecía dispuesto a hacer fuego sobre sus enemigos.

Sus ojos negros, llenos de fulgor, relampagueaban con siniestro brillo; pero su rostro blanquísimo había palidecido terriblemente.

—¡Atrás! —repitió con voz angustiada.

Los fanáticos, alentados por el populacho, habían empuñado las cimitarras y se preparaban a arrojarse sobre él, cuando otros dos hombres vestidos de blanco, como los europeos que residen en Marruecos y en los países cálidos, se abalanzaron sobre los exaltados, gritando:

—¡Alto!

Uno de ellos era un hombre de treinta años de edad, de regular estatura, moreno, con bigote negro y los ojos vivos. El otro, en cambio, que tendría unos seis años más, era un verdadero gigante, con un torso enorme y brazos hercúleos; un hombre, en suma, capaz de hacer frente a un pelotón de adversarios. Su color era moreno como el de un mestizo, y su cabellera negrísima, así como sus enormes mostachos, le daban un aspecto formidable. Vestía, como su compañero, un traje blanco; pero en lugar de la gorra de tela llevaba una especie de casco de paño negro ceñido con una cinta roja.

Al ver a aquellos dos hombres, los fanáticos se detuvieron por segunda vez: ya no se trataba sólo de destrozar a un perro judío.

Aquellos dos desconocidos eran dos europeos, quizás dos ingleses, dos franceses o dos italianos; dos hombres, en suma, que podían pedir ayuda al Gobernador, y hasta hacer que fuesen a Tánger un par de acorazados para imponer condiciones al propio emperador de Marruecos.

—¡Retiraos! —había gritado en tono amenazador uno de los fanáticos—. ¡El judío es nuestro!

El joven europeo, en vez de responder, sacó rápidamente del bolsillo un revólver y apuntó con él a los marroquíes.

—¡Rocco, prepárate! —dijo volviéndose hacia su compañero.

—¡Estoy pronto a aplastar a estos pillos! ¡Para ello bastan mis puños, marqués!

La multitud, que llegaba con el ímpetu de un torrente, rugía a voz en grito:

—¡Mueran los infieles!

—¡Sí; mueran! —vociferaban los alucinados.

Y al decir esto se precipitaron hacia adelante blandiendo las cimitarras, disponiéndose a hacer tajadas al hebreo.

—¡Atrás, canallas! —gritó con voz más amenazadora el compañero del gigante, colocándose delante del hebreo—. ¡Nadie habrá de tocar a este hombre!

—¡Mueran los perros de Europa! —rugieron al propio tiempo los fanáticos.

—¡Ah! ¿No queréis dejarle en paz? —replicó e europeo con ira—. ¡Pues bien; tomad!

Se oyó un tiro de revólver, y un marroquí, el primero de la turba, cayó con el cráneo destrozado.

En el mismo instante el coloso cayó en medio de la turba, y de dos puñetazos formidables derribó a otros dos hombres.

—¡Bravo, Rocco! —exclamó el joven de los bigotes negros—. ¡Tú superas a mi revólver!

—¡Todavía no he comenzado, señor marqués!

—¡Despacio, amigo mío! ¡No hay que apresurarse!

Ante tan inesperada resistencia, los moros se habían detenido y miraban con espanto a aquel coloso, que tan soberbio uso hacía de sus puños, y que parecía dispuesto a continuar la faena.

El hebreo aprovechó aquel instante de respiro para acercarse a los dos europeos.

—¡Señores —les dijo en un italiano fantástico—, gracias por vuestra ayuda; pero si en algo estimáis la vida, huid! ¡El asombro de la multitud durará poco!

—Nos iríamos con mucho gusto —respondió el compañero del coloso— si encontrásemos una casa. No tenemos habitación; ¿no es verdad, Rocco?

—No, señor marqués: todavía no hemos encontrado una.

—¡Venid conmigo, señores! —dijo el hebreo.

—¿Está lejos la vuestra?

—En el barrio judío.

—¡Vamos!

—¡Y pronto! —dijo Rocco—. ¡La multitud se arma y se prepara a darnos caza!

El coloso decía verdad: los marroquíes, pasado el primer momento de estupor, se preparaban nuevamente para volver al ataque.

Algunos hombres habían invadido las casas vecinas, y salieron de ellas armados de espingardas, cimitarras, yataganes y cuchillos.

—¡El negocio presenta mal cariz! —dijo el marqués—. ¡En retirada!

Precedidos por el hebreo, el cual corría como un gamo, se lanzaron hacia la plaza del mercado, siendo saludados por algunos tiros que, por fortuna suya, no hicieron blanco.

Los fanáticos y sus admiradores se arrojaron sabré sus pasos, gritando desaforadamente:

—¡Muera el kafir!

—¡Cortadle la cabeza!

—¡Venganza! ¡Venganza!

Pero si los marroquíes corrían, el marqués y sus acompañantes volaban.

Sin embargo, su posición se hacia de momento en momento más peligrosa; hasta el punto de que el propio marqués comenzaba a dudar que pudieran salvarse del furor de sus perseguidores.

El populacho engrosaba por instantes, pues de las callejuelas próximas salían nuevos perseguidores moros, árabes y negros armados.

La noticia de que dos extranjeros habían asesinado a tres aisanas debía haberse propagado con la rapidez del relámpago, pues la población entera de Tafilete corría con ánimo de hacer justicia.

—¡No creí que iba a desencadenar una borrasca tan tremenda! —dijo el marqués, sin cesar de correr—. ¡Si no llegan los soldados del Gobernador, mi misión va a concluir aquí!

Ya habían atravesado la plaza y estaban para desembocar en una calle lateral, cuando vieron que les cerraba el paso una banda de moros armados con cimitarras y algunas espingardas.

Aquella banda debía haber dado vuelta al mercado para cogerlos entre dos fuegos.

—¡Rocco —dijo el marqués deteniéndose—, vamos a ser presos!

—¡La calle está cortada, señores! —replicó el hebreo con angustia—. ¡Lo siento por ambos! ¡Vuestra generosa ayuda os ha perdido!

—¡Todavía no! —respondió el marqués—. ¡Aún tengo cinco balas, y Rocco tiene seis más!

—¡Señor marqués —dijo el coloso—, tratemos de resguardarnos en algún sitio!

—¿En dónde?

—Allí abajo veo un café.

—¡Nos sitiarán!

—¡Pues resistiremos hasta que llegue la guardia! El Gobernador no dejará que nos asesinen: somos europeos, y representamos dos naciones que pueden poner en un aprieto al Emperador.

—¡Pronto; no perdamos el tiempo! ¡Se preparan para fusilarnos!

Dos disparos resonaron en la plaza, y una bala atravesó el casco del coloso.

—¡Unas líneas más abajo y me dan el pasaporte para el otro mundo! —dijo este último riéndose.

En la extremidad de la plaza surgía aislado un pequeño edificio de forma cuadrada, coronado por una terraza, con las paredes blanquísimas y sin ventanas.

Delante de la puerta había una especie de jaulas de mimbres que servían de sillas a los consumidores de café.

Los tres fugitivos se lanzaron en aquella dirección, llegando a la puerta en el instante mismo en que el propietario, un viejo árabe, atraído por aquel vocerío, se preparaba a salir.

—¡Adentro! —le gritó el marqués en árabe—. ¡Y toma!

Le arrojó un puñado de monedas, le empujó contra el muro, y se precipitó en el interior del café, seguido por Rocco y el hebreo, mientras el populacho, cada vez más enfurecido, seguía rugiendo:

—¡Mueran los kafires!

CAPITULO II. TRES CONTRA MIL

El pequeño edificio, que los fugitivos habían ocupado sin tomarse el trabajo de pedir permiso al propietario, se componía de dos únicas habitaciones de pocos metros en cuadrado, llenas de bancos que servían de sillas, cántaros, garrafas y tazas de metal y de loza, la mayor parte desportilladas y rotas.

Los muebles consistían en un banco macizo y en una especie de angarilla que servía de lecho al dueño del café. También había un hornillo de hierro, sobre el cual hervía una olla de agua.

—Rocco —dijo el marqués después de haber arrojado una rápida mirada en torno suyo—, ¿se puede atrancar la puerta?

—Con el banco bastará —replicó el coloso—. Pesa mucho, y detendrá los proyectiles de esta gente, que no dispone de pólvora inglesa. ¡Ayudadme! —añadió.

El coloso levantó el banco, que estaba clavado sólidamente en el suelo, y luego, sin aparentar el menor esfuerzo, lo transportó hasta la puerta, que quedó atrancada hasta la mitad de su altura.

El judío se apresuró a colocar sobre el banco la angarilla, mientras que el marqués amontonaba rápidamente los sacos del café.

—¡Está hecho! —dijo Rocco.

—¡Y a tiempo! —replicó el marqués—. ¡Ya llegan esos endiablados fanáticos como una manada de lobos hambrientos! ¡Alto allá, bribones! ¡Por aquí no se pasa!

Rugidos terribles empezaban a oírse fuera de la casa: los fanáticos y sus partidarios, al ver la puerta atrancada, habían prorrumpido en gritos de rabia.

—¡Fusilémoslos! —gritó una voz.

—¡Despacio, amigo! —dijo el marqués, que no había perdido un átomo de sangre fría—. ¡No somos faisanes para dejarnos fusilar tranquilamente!

—¡También tenemos pólvora y balas! —añadió el coloso.

—¡Y también agua hirviendo! —agregó el joven—. ¡Basta subir a la terraza para bautizar con ella a estos paganos!

—¡De eso yo me encargo! —replicó el judío.

—Os aconsejo que no os presentéis todavía. ¿Parece que os odian mucho?

—Porque soy judío.

—¿Tenéis muchos enemigos en la ciudad? —preguntó el marqués.

—Ninguno, caballero, porque sólo hace dos días que me encuentro en Tafilete, y…

La conversación fue interrumpida por un disparo de fusil.

Un marroquí había avanzado cautelosamente hasta la puerta, manteniéndose escondido detrás de las paredes, y había descargado el arma a través de una hendidura abierta entre dos sacos. La bala pasó silbando por entre el marqués y el judío: un paso sólo que hubiesen dado, habría sido mortal para alguno de los dos.

Viendo huir al marroquí, Rocco empuñó rápidamente el revólver, que había dejado sobre el banco, e hizo fuego a quemarropa.

El hombre lanzó un grito; pero continuó su carrera hasta mezclarse entre el populacho, que se había detenido a unos cincuenta pasos delante de la casa.

—¿Erraste el tiro? —preguntó el marqués.

—No; le he tocado, señor —respondió Rocco—. ¡En Cerdeña no se apunta del todo mal!

—¡Y también en Córcega! —agregó el marqués riéndose.

—Hemos tenido una prueba de ello hace poco, cuando enviasteis a cenar con Mahoma a aquel energúmeno.

—¿Bromeáis? —exclamó el hebreo, atónito ante la sangre fría de sus salvadores.

—¿Qué queréis que hagamos? ¡Rocco y yo nos divertimos! —respondió el marqués.

—Pues no hay que confiar en que los marroquíes nos dejen tranquilos, señores.

—¡Bah! ¡Eso lo veremos!

—Se nos echarán encima y nos asesinarán.

—Tenéis miedo, ¿no es cierto?

—No, caballero; os lo juro. Lo sentiría por vosotros y por mi pobre hermana —dijo el joven dando un suspiro.

—¡Ah! ¿Tenéis una hermana? ¿Y dónde está?

—Con un judío amigo.

—¿En seguridad?

—Así lo espero.

—Entonces, no os inquietéis por ella.

—¡No puedo remediarlo!

—Volveréis a verla.

—¿Y este populacho furibundo?

—¡Se calmará!

—¡Nos quemará vivos, señores!

—¿Lo creéis así?

—¡Cierto!

—Pues yo no lo creo.

—¿En quién confiáis?

—En los soldados del Gobernador. ¡Vaya! ¡No se deja así como así asesinar a dos europeos!

—¡Sí; es verdad! Los señores podrán salvarse; pero yo, no… ¡Yo soy un judío, y el Gobernador no vacilará en entregarme al populacho!

—¿Sois súbdito marroquí?

—Soy de Tánger.

—¿Os conocen las autoridades de Tafilete?

—No, señor.

—Entonces, nosotros diremos que estáis bajo la protección de Francia y de Italia, y veremos si se atreven a tocaros. ¡Diantre! ¿Vuelven a comenzar? ¡Rocco, hay necesidad de intentar algo!

—¡Se intentará!

—¡Parece que el Gobernador está durmiendo el sueño de los justos! ¡No se ve llegar ni siquiera un jinete de la guardia!

—Pues mientras descansa, daremos cuenta de sus súbditos.

—¡Así se hará!

—Señor marqués —dijo Rocco—, cuatro o cinco de esos bribones están escondidos detrás del banco: les haremos una descarga a boca de jarro.

—Me parece que la olla del café está llena. ¿Por qué no ofrecernos a esos individuos un buen sorbo de moka?

—¡Una fuente, señor marqués!

—¡Los abrasaremos vivos!

—¡Peor para ellos!

Mientras el marqués y el judío se retiraban detrás de la pared para no recibir una descarga a quemarropa, el gigante se apoderó de una rodilla, levantó del hornillo la enorme olla, que contenía por lo menos diez kilos de moka más o menos auténtico, y subió por la escalera que conducía a la terraza. Se mantuvo encorvado tras el parapeto para no servir de blanco a los sitiadores, y luego vació bruscamente la olla, gritando:

—¡Cuidado con la cabeza! ¡Está calentito!

Detrás de la puerta estallaron rugidos terribles: cinco o seis hombres, corriendo y saltando como locos, atravesaron la plaza, aullando como bestias feroces.

—¿Está bueno? —exclamó el gigante—. ¡Debe de ser un moka de excelente calidad!

Veinte o treinta disparos salieron de las filas de los asaltantes; pero el italiano, que estaba atento a las maniobras de sus enemigos, tuvo tiempo de agacharse: antes que las balas pasaran silbando por encima de la terraza.

—Si no tienen pólvora inglesa, en cambio no tiran mal —dijo el italiano—. Lo mejor será bajar y llenar la olla de nuevo. ¡En este país gustan mucho del café, aunque esté muy caliente!

El coloso bajó la escalera, mientras la segunda granizada de balas se estrellaba en los muros de la terraza.

—¿Parece que ahora la emprenden contigo? —dijo el marqués—. ¡Cuida de tu piel, amigo Rocco!

—¡Están mal armados, marqués! —replicó el sardo—. Sus espingardas hacen más ruido que daño. ¿Y aquí, cómo va?

—Los enemigos han huido.

—¡Ya lo creo! ¡Después de mi obsequio, es natural que pusieran pies en polvorosa!

—Sin embargo, me parece que vuelven a la carga —dijo el hebreo.

—Y nosotros estamos dispuestos a recibirlos, señor…

—Ben Nartico —respondió el hebreo.

—Por el nombre, se diría que sois mitad árabe y mitad español.

—Es posible, señor…

—Marqués de Sartena.

—¿De Córcega acaso? —preguntó el hebreo.

—Sí, amigo Nartico; soy isleño, lo mismo que mi fiel Rocco, que es de Cerdeña.

—¿Y qué venís a hacer aquí en los confines del desierto, si no es indiscreto preguntarlo?

—Más tarde os lo diremos. Ved que vuelven los marroquíes. ¡Allí están! ¡Cuerpo de Baco! ¡Y llegan a paso de lobo!

—¡Alto allá!

—¡Aquí estamos nosotros!

Dos tiros de revólver siguieron a estas palabras. A los tiros de revólver sucedieron dos disparos de la pistola del judío.

—¡Bien tira el israelita! —murmuró Rocco viendo a uno de los asaltantes girar sobre sí mismo y caer en tierra—. ¡No creía que fuese tan ligero de manos!

A aquellos disparos siguió una descarga de fusilería.

Los marroquíes habían comenzado la lucha en serio; las balas silbaban al través de la puerta, estrellándose contra los muros, mientras con las culatas de las espingardas comenzaban a golpear la puerta.

Los asaltantes avanzaban en columna cerrada, animándose unos a otros con gritos feroces, y resueltos a apoderarse de los tres kafires que osaban hacer frente a un pueblo entero.

—¡Señor marqués —dijo el hebreo—, nuestra última hora se acerca!

—¡Todavía tengo tres balas! —respondió fríamente el caballero.

—¡Y yo, mi carga intacta! —añadió Rocco.

—¡La vida de ocho hombres!

—¿Y mis brazos, no entran en cuenta, marqués? ¡Pues algo valen!

—Entonces, aumentaremos el número.

—¡Pero sí hay lo menos mil en la plaza! —añadió el hebreo.

—Tenéis un puñal.

—Y me serviré de él; no lo dudéis, señor marqués.

—¡Diablo de ruido! ¡Cualquiera diría que toda la caballería del Gobernador carga sobre la plaza!

Entre los rugidos de la multitud se oían distintamente relinchos de caballo, estrépitos de herraduras y gritos de:

—¡Balak!… ¡Balak! (¡Paso!… ¡Paso!).

—¡Parece que al fin llegan los socorros! —dijo Rocco, el cual miraba al través de la angarilla—. ¡Veo a la multitud que se dispersa, y oigo el ruido de la caballería!

—¡Por lo visto, el bravo Gobernador ha salido de su sueño! —añadió el marqués.

—Llega un poco tarde; pero a tiempo todavía para salvar nuestro pellejo y el de sus administrados.

—¡Me imagino la escena que pasará!

—Con un buen bolsillo de oro se calmará pronto —dijo Ben Nartico—. Si me permitís, yo mismo se lo ofreceré en vuestro nombre.

—Favor que no rechazaré, porque en este momento no tengo ni un solo luis en el bolsillo. Más tarde os reembolsaré.

—¡Oh, señor marqués! —exclamó el hebreo—. ¡A mí me toca pagar el servicio inmenso que os debo!

—¡He aquí un judío bien distinto de los otros! —murmuró Rocco al oído del marqués—. ¡Debe de ser un excelente muchacho!

En tanto la caballería, después de haber despejado la plaza brutalmente, se había detenido delante del café.

Eran unos treinta jinetes, todos de elevada estatura y negros como un tizón, en su mayor parte etíopes, pues entre ellos suelen elegir los marroquíes sus soldados de mayor confianza. Vestían amplios caftanes azules, y llevaban gorros llamados de Fez. Iban calzados con anchas botas de cuero armadas de enormes espuelas.

Los caballos que montaban eran muy pequeños; pero, en cambio, parecían ligerísimos; adivinándose en ellos a esos veloces animales de carrera que resisten largas jornadas sin dar la menor muestra de cansancio.

El pelotón iba precedido por un hombre de aspecto majestuoso, con barba imponente. Llevaba un turbante blanco, capa azul recamada de oro, calzones amplios de color de rosa y altas botas de cuero amarillo.

—¡El Gobernador —exclamó el marqués, el cual había reconocido en el acto al soberbio caballero— se ha portado con valor!

—¡O quizá con demasiado miedo! —dijo Rocco—. ¡Apostaría que ha creído ver los acorazados franceses e italianos navegar en las aguas del desierto!

—¿Para bombardear a la ciudad? Pero, en suma, amigo Rocco, tendremos borrasca. ¡Ea, desatranca la puerta!

En tres minutos el coloso destruyó la barricada.

En aquel momento el Gobernador había llegado delante de la puerta; pero al ver salir por ella al marqués con el revólver en la mano, arrugó la frente y echó el caballo hacia atrás.

—¡Nada temáis, excelencia! —dijo riendo el corso—. ¡No pretendo atentar contra vuestra vida!

—Pero ¿qué imprudencia habéis cometido para amotinar contra vos toda la población? ¿Habéis olvidado que sois extranjero y cristiano? —dijo el Gobernador con acento severo.

—La culpa es de vuestros compatriotas, excelencia —respondió el marqués fingiendo encolerizarse—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso no se puede pasear por las calles de Tafilete? En Francia y en Italia no se niega esa libertad a ningún extranjero, sea moro o cristiano.

—¡Habéis dado muerte a varios súbditos del Sultán!

—¿Había de dejar que asesinaran a mis servidores?

—Me han dicho que sólo se trataba de un inmundo hebreo.

—Ese hombre está a mi servicio, excelencia.

—¿Tenéis un judío entre vuestros servidores? —preguntó atónito el Gobernador—. ¿Y por qué no me lo habíais dicho? Le hubiera hecho respetar.

—Creía que no había necesidad de decirlo.

—De ese modo habéis producido daños que pueden resultar incalculables. Mis compatriotas están furiosos y piden justicia. ¿Queréis un consejo? Despedid a ese judío, y dejad que lo ejecuten.

—Yo no tengo la costumbre de dejar a mis servidores en manos del populacho: le defenderé contra todo el mundo.

—¡Uno contra mil! ¡La lucha terminaría pronto!

—Pero Francia vengaría mi muerte, como Italia vengaría la de mi compañero.

Al oír estas palabras, el rostro del Gobernador se contrajo.

—¡Ah, no! ¡Da ningún modo! —dijo—. ¡No quiero complicaciones diplomáticas! Si no queréis despedir al hebreo, por lo menos apresurad vuestro viaje: no siempre podré responder de vuestra vida.

—Haced que me preparen la caravana y me iré en el acto.

—¡Tened cuidado; el gran desierto es peligroso, y alguien podría seguiros!

—¡Me defenderé!

—Por ahora, venid conmigo. Esta noche partiréis.

—¿Pensáis conducirme a vuestro palacio?

—Es el único sitio seguro para vos.

—Consiento en ello.

—Poneos en el centro de mi escolta con vuestros compañeros.

—¿Cómo si fuésemos arrestados?

—Dejad que dé a la multitud esta pequeña satisfacción: el ganancioso seréis vos.

—¡Sea! —dijo el marqués—. Rocco, Ben Nartico, venid conmigo y no dejéis las armas por si acaso.

—¿Y mi hermana? —preguntó el israelita.

—¡Ah, diablo! ¡Me había olvidado de que teníais una hermana! ¡Ya encontraremos el medio de avisaría! ¡Por ahora, daos por satisfecho can estar vivo!

CAPÍTULO III. EL GOBERNADOR DE TAFILETE

Mientras el Gobernador hablaba con el marqués, la muchedumbre había vuelto a reunirse en la plaza, excitada por los sectarios, los cuales invocaban sobre los kafires todas las maldiciones de Alá y de Mahoma.

Todas las razas y todas las sectas de Marruecos estaban representadas en aquella multitud.

Había moros con vestidos de gala, con enormes turbantes de distintos colores, con caftanes blancos, azules y rojos, o con kaiks de lana blanquísima adornados con flecos.

También se veían entre ellos los árabes, los cuales representan la segunda clase, con bormis de tela y capuchas de lana, armados con largos fusiles de mecha; asimismo se veían habitantes del desierto, flacos como arenques, nerviosos y ágiles, con piel morena y curtida por los rayos del Sol; y, por último, negros del interior, altos y musculosos, con los cabellos ensortijados y grandes ojos que parecían de porcelana.

Detrás de todos ellos iban los encantadores, los santones, derviches y beduinos, todos más o menos armados y dispuestos a asesinar a los kafires que habían tenido la audacia de interrumpir la ceremonia religiosa, y de hacer perder o, por lo menos, retardar la entrada de los fanáticos en el maravilloso paraíso del Profeta.

El infortunado judío era quien atraía especialmente las iras del populacho.

Si se hubiera dejado matar, todo habría concluido tranquilamente, porque de los moros caídos en la contienda con los europeos nadie hacía caso.

¡Vale tan poco la vida de un hombre en África! Quizá lo único que sentían era que sus compatriotas hubiesen caído en lucha con los infieles.

Al ver aparecer a los asaltantes, un rugido inmenso salió de todos los labios.

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Matadlos! ¡Venga su cabeza! —decían a gritos.

El Gobernador hizo que veinte jinetes pasaran delante de él, dándoles órdenes de prepararse a cargar.

Viendo a los caballos avanzar al trote en masa casi compacta, la multitud se abrió en dos filas para dejar el paso libre.

—Señores —dijo el Gobernador volviéndose hacia el marqués, que caminaba a su lado rápidamente—, os ruego que no cometáis la menor imprudencia si queréis salvar la vida.

—No temáis; permaneceremos tranquilos —replicó el marqués—. Así es que podéis anunciarles que les daréis nuestras cabezas mañana: será una buena noticia para ellos.

—¡Ah, señor marqués! —dijo Rocco conteniendo un acceso de risa mientras el Gobernador hacía una mueca de disgusto—. ¡No prometáis tanto!

—¡Bah! ¡Mañana estaremos en el desierto!

Los gritos y las amenazas del populacho eran ensordecedores. Moros, árabes y negros blandían con furia los yataganes y cimitarras y apuntaban los fusiles; pero cuando los soldados del Gobernador bajaron las lanzas, todos se apresuraron a abrir paso, dejando la calle libre.

No ignoraban que el representante del Emperador no era hombre capaz de dejarse intimidar, y que sus cabezas corrían el riesgo de encontrarse al día siguiente clavadas en las murallas.

En Marruecos la justicia es rápida y terrible.

Los jinetes, amenazando con dar una carga, atravesaron la plaza, rechazaron brutalmente al populacho, y bien pronto se encontraron en una vasta explanada sobre la cual se alzaba un soberbio castillo rodeado de jardines.

Después de atravesar un puente levadizo penetraron en un espacioso patio de forma cuadrada y circundado de un pórtico sostenido por columnas de mármol con arcadas agudas y admirablemente labradas.

Una fuente con un gran surtidor que lanzaba un enorme chorro de agua, mantenía en el patio una deliciosa frescura; debajo de las arcadas se veían espléndidos tapices de Rabat.

El marqués se aproximó entonces al Gobernador, el cual se había desmontado del caballo, y le deslizó en la mano una bolsa bien repleta, de propiedad del judío.

—Repartidla entre vuestros soldados, excelencia —le dijo.

—Así lo haré —respondió el marroquí, escondiéndola antes de que los jinetes hubiesen podido verla.

—Y gracias por vuestra intervención, excelencia.

—No he hecho más que cumplir con mi deber; pero el pueblo reclama justicia, y hay que otorgársela.

—¿Y cómo?

—Mañana mandaré colgar tres cabezas de los garfios de la puerta de Oriente.

—¿Las nuestras? ¡Ahí!

—¡Oh; no, señor marqués! —respondió el Gobernador—. Tengo rebeldes que han incurrido en la pena de muerte: escogeré tres de ellos y se los entregaré al verdugo.

—Nosotros somos blancos, excelencia.

—Teñiremos las cabezas de los rebeldes.

—¡Qué hombre más admirable! —murmuró Rocco, que había oído el diálogo—. ¡Hará carrera en Marruecos!

El Gobernador, después de confiar su caballo a un esclavo, condujo al marqués y a sus acompañantes hasta una inmensa sala, no sin haber lanzado antes una mirada de repugnancia al judío. Aquel hombre en su palacio le parecía una enormidad, y tenía miedo de que le contaminase con su presencia.

Como todas las habitaciones de los moros acomodados, tenía el pavimento de mosaico y cubierto de espléndidos tapices; muchos espejos y labores adornaban la sala, y a lo largo de las paredes corría un diván de seda roja.

En un ángulo de la estancia, sobre un pebetero artísticamente cincelado, se quemaba polvo de áloe, que esparcía un grato aroma en el ambiente. El Gobernador hizo que sirvieran a sus huéspedes pastas y madjum, un delicioso manjar compuesto de manteca, miel y especias. Tomado en pequeñas dosis, produce una deliciosa embriaguez; pero si se toma en abundancia, causa un letargo profundísimo.

—Permaneceréis aquí hasta que vuestra caravana esté dispuesta —dijo al marqués—. Ya he dado orden para que os proporcionen camellos y hombres.

—No ahorréis nada, excelencia; quiero animales robustos y hombres de confianza.

—¿Cuántas bestias necesitáis?

—Media docena de camellos y dos caballos.

—¿Os bastarán dos hombres?

—Sí, con tal que sean robustos.

—Lo serán. Además, agregaré a vuestra caravana un hombre que os será muy útil y que podrá protegeros en el desierto mejor que vuestras armas.

—¿Quién es ese hombre?

—Un moro que tiene la bendición de la sangre sobre las manos.

—No os comprendo, excelencia —dijo el marqués mirándole con estupor.

—El que posee esa bendición puede curar toda enfermedad, y nadie se atrevería a tocar a un hombre que poseía tal don.

—¿Y quién se lo ha concedido?

—Alá.

—¡Ahora comprendo! —dijo el marqués, conteniendo un acceso de risa.

—¡Y yo, ni una palabra! —murmuró Rocco.

El Gobernador se levantó, diciendo:

—Os haré servir la cena aquí, o en el patio, y si deseáis descansar hasta la hora de partir, mis divanes están a vuestra disposición.

—¡Gracias, excelencia! —replicó el marqués, acompañándole hasta la puerta. Después, volviéndose hacia Rocco, le preguntó:

—¿Están preparados los equipajes?

—Sí, señor; no hay más que cargarlos en los camellos.

—Señor —dijo en aquel momento el judío—, ¿adónde vais?

—Al desierto: ¿queréis acompañarnos? El aire de Tafilete puede ser peligroso para vos.

—También yo tenía preparada una pequeña caravana para recorrer el desierto.

—¿Vos? ¿Qué negocio tenéis en el desierto?

—Debo ir a Tombuctu.

—¿Ignoráis acaso que está prohibida en esa ciudad la residencia de europeos y judíos?

—Lo sé; pero tengo necesidad de ir a ella.

—¿Por qué motivo?

—Más tarde os lo diré, señor marqués. No es prudente hablar de ciertas cosas aquí, donde pueden existir espías.

—¿Espías?

—Los hay en todas partes. Cuando estemos en el aduar de mi amigo Hassan nada tendremos que temer.

—¿Quién es Hassan?

—Un judío como yo, que tiene sus tiendas en los confines del desierto.

—¿Lejos de aquí?

—A unas diez horas de marcha.

—¿Habéis recorrido ya el Sahara?

—Sí, señor marqués.

—Entonces, podréis sernos muy útil.

—Haré lo posible por demostraros la gratitud que os debo.

—Lo que hice no tiene nada de particular.

—¡Oh, señor marqués!

El corso estuvo un momento silencioso mirando al judío: parecía que quería decirle alguna cosa en confianza, pero se contuvo y murmuró:

—¡Más tarde!

—¿Qué queréis decir? —preguntó Ben Nartico.

—No hablemos aquí; me habéis enseñado a ser prudente. ¡Conque chitón! Aquí está la cena: viene a buena hora; ¿no es cierto, Rocco?

—¡Ya lo creo! —respondió el coloso—. ¡Aquellos gritos horribles me han abierto un apetito de lobo!

Cuatro negros vestidos de modo muy pintoresco habían entrado en la sala llevando una mesa magníficamente servida.

—¡El Gobernador hace los honores de la casa como un príncipe! —dijo el marqués olfateando con delicia los manjares—. Se la hará pagar cara, aumentando los gastos de la caravana; pero, en suma, hay que agradecerle la atención.

La comida, aunque todavía no había concluido el ayuno del Ramadán, era bastante buena. El alcuzcuz, es decir, el plato nacional, rompía la marcha; después venía un enorme trozo de cordero y algunos pescados muy apetitosos, que los comensales paladearon con delicia.

Faltaba el vino, por estar prohibido este licor por el Profeta; pero había cerveza. Claro que el marqués echaba de menos el Burdeos, y Rocco se acordaba del excelente campidano.

Después de cenar, y cuando estaban encendiendo las pipas, les avisaron que la caravana estaba dispuesta y que los aguardaba a un kilómetro de la ciudad, cerca de una mezquita derruida.

—¡Se diría que el Gobernador tiene prisa por enviarnos al desierto! —dijo el marqués.

—¡Menos mal! —repuso Rocco.

—Acaso teme que la multitud vuelva a amotinarse contra nosotros —añadió el judío.

—Y para no tener que preocuparse de nosotros, nos manda a habérnoslas con los bandidos del Sahara. Sin embargo, debemos estarle muy agradecidos.

—¡Y tanto!

—Amigo Nartico, ¿dónde encontraremos a vuestra hermana?

—He encargado a un criado del Gobernador que la acompañe hasta el aduar de mi amigo. A estas horas debe de estar ya fuera de Tafilete.

—¡Veo que no habéis perdido el tiempo!

—Ni yo el mío tampoco —dijo Rocco—. He mandado que tomen nuestros equipajes, y ya deben de estar sobre los camellos.

—Entonces, ya no resta más que ponernos en camino.

En el portal les aguardaban doce jinetes para escoltarlos hasta más allá de las murallas, a fin de que el populacho no les jugara alguna mala partida. El Gobernador fue a saludar al marqués.

—Os deseo un viaje feliz —les dijo—, y espero que informaréis al cónsul francés en Tánger de la buena acogida que os he dispensado.

—Sin duda, excelencia —respondió el corso—. Antes de entrar en el desierto enviaré un correo a la costa, y algunos regalos para vos que tengo en las maletas.

—La escolta se encargará de ellos —se apresuró a decir el Gobernador.

—El regalo estará más seguro —refunfuñó Rocco—. ¡Avaros y fanáticos; así son los marroquíes!

Montaron los caballos que el Gobernador había puesto a su disposición y se alejaron del palacio precedidos por la escolta, que, lanza en ristre y pronta a cargar, se preparaba a amparar a los viajeros contra las probables acometidas de los moros.

Por fortuna, el Gobernador había elegido un buen momento para desembarazarse de sus peligrosos huéspedes. El cañón anunció un cuarto de hora antes el fin del ayuno, y toda la población se encontraba delante de las viandas para festejar dignamente la clausura del Ramadán.

—No se ven por las calles más que perros hambrientos —dijo Rocco, que empuñaba un revólver—. Por lo visto, las gentes tienen fe ciega en las promesas del Gobernador.

—¡Hum! ¡Lo dudo! —respondió el marqués.

—También yo —añadió el judío.

—¡Ya se convencerán cuando vean nuestras cabezas en los ganchos de la puerta de Oriente! —dijo Rocco, riendo a carcajadas.

—¡Compadezco a los tres pobres diablos encargados de ocupar nuestro puesto!

—Un poco antes o un poco después, estaban ya destinados a irse al otro mundo.

—¡Y hasta creo que saldrán ganando!

—¿Y por qué, señor marqués?

—Porque las autoridades marroquíes tienen la costumbre de someter a los condenados a las torturas más espantosas; ¿no es verdad, amigo Nartico?

—Sí, es cierto: acostumbran arrojarlos en fosas rellenas de cal viva para que se quemen lentamente.

—¡Infames! —exclamó Rocco—, ¡no se puede inventar un tormento peor!

Mientras atravesaban las calles, en todos los patios interiores de las casas se oían gritos y cantos de alegría: en las terrazas brillaban ya luminarias de varios colores.

Aunque escuchaban el galopar de los caballos, ningún moro aparecía en el umbral de las puertas.

Todos ellos estaban ocupados en divertirse y solemnizar el fin del Ramadán, atracándose de manjares como hacemos nosotros en Navidad.

En menos de veinte minutos la escolta avanzó hasta las murallas, casi derruidas en absoluto, y después de dar la contraseña a los centinelas salieron al campo.

Apenas había salido la Luna, que derramaba sus rayos azules en un cielo purísimo, de una transparencia admirable, iluminando la inmensa llanura como si fuese de día.

También la campiña estaba desierta: no se veía ningún jinete por parte alguna. No se crea, sin embargo, que empezaba el desierto, pues acá y acullá se delineaban graciosamente grupos de higueras chumbas de dimensiones gigantescas y varias palmeras con hojas dispuestas en forma de abanico.

En algunos caseríos lejanos resonaban tiorbas y tamboriles, porque también los árabes del campo festejaban el fin del Ramadán.

La escolta seguía galopando por terrenos estériles y casi arenosos, cuando el jefe de los soldados se volvió hacia el marqués, e indicándole una pequeña mezquita, cuyo derruido alminar se dibujaba claramente sobre el azul del cielo, le dijo:

—Tu caravana está allí.

—Muy bien —dijo el marqués respirando tranquilamente—; ahora ya podemos considerarnos seguros.

Luego, inclinándose hacia Rocco, añadió:

—Si el coronel está aún vivo en el desierto, nosotros le encontraremos; ¿no es verdad?

—Sí, señor marqués.

—¿De qué coronel habláis? —preguntó el judío, que había escuchado estas palabras.

—Del coronel Flatters —respondió el marqués—, vamos en busca suya.

Después, sin aguardar respuesta, espoleó vivamente al caballo, galopando hacia la mezquita.

CAPITULO IV. LA CARAVANA

El marqués Gustavo de Sartena, como la mayor parte de los habitantes de Córcega, había nacido para la vida aventurera.

De temperamento inquieto y ardiente naturaleza, se había convencido pronto de que su isla natal era demasiado pequeña para él, y que, en cambio, el mundo era muy vasto y podía ofrecerle muchas distracciones.

Robusto, valeroso, casi temerario, y rico por añadidura, se había lanzado desde muy joven a través del ancho mundo, devorado por un deseo insaciable de aventuras más o menos peligrosas.

A los quince años ya había atravesado dos veces el Océano Atlántico, creyendo encontrar en él los héroes de Cooper y de Aymard; a los diez y ocho años visitó la India y China; a los veinticuatro era ya teniente de spahis, y combatía en los confines de Argelia contra las kabilas.

Ya estaba a punto de pedir el retiro para ir a Australia en busca de nuevas aventuras, cuando un acontecimiento imprevisto le hizo cambiar de propósito.

Una noticia que había conmovido al mundo científico y, sobre todo, al ejército francés, empezó a circular por todas partes.

La expedición del coronel Flatters, organizada en 1881 con el propósito de hacer los estudios preliminares del famoso ferrocarril transahariano, había sido asaltada y destruida por los bandidos del desierto.

El coronel, el capitán Masson, los ingenieros, el guía y la escolta, vendidos por los soldados argelinos, habían sido asesinados y aprisionados por los terribles tuaregs. Las primeras noticias fueron transmitidas por algunos argelinos de la escolta encontrados casi moribundos en el desierto, donde habían caído durante una marcha terrible perseguidos por los bandoleros.

En el primer momento se creyó que el coronel había muerto en la pelea; pero después empezaron a circular rumores insistentes anunciando que estaba en poder de los tuaregs, y que éstos le llevaban hacia Tombuctu, la reina de las Arenas.

¿Cuál de ambas versiones era la auténtica? Nadie lo sabía con certeza: sin embargo, la sospecha de que el coronel podía estar vivo y en poder de los bandidos había hecho palpitar de esperanza a muchos corazones, entre los cuales se encontraba el del marqués de Sartena.

Se le presentaba una magnífica ocasión para recorrer el desierto y averiguar la verdad. ¿Por qué no aprovecharla? En aquella empresa había gloria que obtener, aunque también mil peligros.

El desierto estaba cerrado a los europeos por la parte de Argelia, porque los tuaregs vigilaban sin descanso, dispuestos a asesinar a la primera caravana que osara penetrar en las ardientes arenas del Sahara. En cambio, por la parte de Marruecos la entrada estaba libre.

El marqués de Sartena tomó en seguida una resolución.

—Vamos a buscar al coronel —se dijo—; y si aún está vivo, le libertaré.

Y en el acto puso manos a la obra. Después de haber obtenido de su jefe una licencia de quince meses y varias recomendaciones del gobernador general de Argelia para las autoridades marroquíes, emprendió el viaje. Conociendo bien a los moros, se guardó mucho de indicar el verdadero objeto de su excursión. Para despistar a los árabes anunció que su expedición se limitaba a un simple reconocimiento en los oasis del desierto, y nada más.

A los pocos días desembarcaba en Tánger, acompañado solamente de Rocco, su fiel servidor, a quien consideraba como un amigo, y que le había seguido ya a través del Océano y del continente asiático. Después de obtener apoyo del embajador de Francia partió desde Tánger para Tafilete, la ciudad más meridional del Imperio.

Gracias a sus cartas de recomendación, el Gobernador, como hemos visto, le ayudó a formar la caravana, seguro de hacer un buen negocio y de aumentar su bolsa.

Lo demás queda dicho.

***

La caravana organizada por el gobernador de Tafilete se componía de siete camellos, verdaderas naves del desierto, dos caballos, un asno y tres hombres.

Uno de ellos, el de la bendición de la sangre, era un moro de elevada estatura, de color moreno, con los ojos negrísimos y relampagueantes. Los otros dos eran beduinos del desierto; pequeños, flacos y de una lealtad muy dudosa, porque no tienen escrúpulo en robar o asesinar a un hombre, aunque haya estado en su compañía mucho tiempo y les haya prestado verdaderos favores.

El moro de la bendición, después de haber cambiado algunas palabras con el jefe de la escolta, se acercó al marqués y le dijo:

Salem-alek (La paz sea contigo). Yo soy El Haggar.

—El que tiene orden del Gobernador para acompañarme; ¿no es cierto?

—Si.

—¿Conoces el desierto?

—Lo he atravesado muchas veces.

—Si me eres fiel, te recompensaré espléndidamente; si me engañas, te perseguiré de muerte.

—Mi cabeza responderá de mi lealtad: así se lo he jurado sobre el Corán al Gobernador.

—¿Conoces a tus compañeros?

—Han viajado conmigo muchas veces, y nunca me dieron motivos de queja.

—¿De modo que podemos confiar en su lealtad?

—Son beduinos, señor —respondió el moro.

—Quieres decir que no debemos fiar mucho de ellos; ¿no es eso?

El moro no respondió.

—¡Los vigilaremos! —respondió Ben Nartico, que había asistido al coloquio.

—¿Están todos mis equipajes cargados? —preguntó el marqués.

—Un oficial del Gobernador ha presenciado la carga.

—No, no falta ninguno —dijo Rocco, que había hecho una rápida inspección.

—Pues despidamos a la escolta.

Mandó abrir una caja, sacó un estuche con joyas y una bolsa repleta de monedas, y entregó ambos objetos al jefe de la escolta, diciéndole:

—El estuche es para el Gobernador, y la bolsa, para pagar los gastos de la caravana: contiene más de la suma fijada.

Mientras la escolta se alejaba al galope, el marqués se volvía hacia el judío.

—Vamos al aduar de vuestro amigo —le dijo—. Vuestra hermana habrá llegado ya.

—Vamos, señores. Allí reposaremos antes de internarnos en el desierto, y quizás tengamos alguna buena noticia para vos, señor marqués.

—¿Qué queréis decir?

—Hassan trafica con las gentes del desierto, y puede saber muchas cosas que vos y yo ignoramos.

Los dos beduinos, dando un grito gutural, hicieron levantarse a los camellos, y la caravana se puso lentamente en marcha a través de la silenciosa llanura, dirigiéndose hacia el Sur.

Los animales que el Gobernador había adquirido por cuenta del marqués pertenecían a la especie conocida con el nombre de djemel, o sea, de dos jorobas. Menos inteligentes e infinitamente menos rápidos que los maharis, que son los camellos más veloces en la carrera, resisten mejor que éstos las fatigas y la sed, y por eso son muy apreciados en el desierto.

En cambio, dígase lo que se haya dicho de ellos, son de una docilidad muy dudosa y bastante testarudos. Cuando se echan al suelo por estar demasiado cargados, ni caricias ni palos consiguen levantarlos.

Sin embargo, no se puede negar que prestan excelentes servicios, aunque pongan a prueba la paciencia de sus conductores.

Si no se les vigila, van cada uno de ellos por un lado, desviándose a diestra y siniestra. Si encuentran un árbol, chocan contra él para desembarazarse de los equipajes, que toleran, pero no aceptan de buen grado. Agreguen a esto los lectores los muchos insectos que pululan sobre su piel y el nauseabundo hedor que exhalan, y se convencerán de que se ha fantaseado un poco sobre estas naves del desierto, y sobre su docilidad, paciencia y dulzura.

No se puede negar, no obstante, que son admirables por su sobriedad, puesto que pueden resistir semanas enteras sin beber una gota de agua, a pesar de los terribles calores que reinan en los desiertos del Sahara.

Se alimentan con un poco de cebada o un poco de hierba amarga que las mismas cabras desdeñarían. Por eso un pasto fresco y abundante suele hacerles daño, corriendo el peligro de morir de indigestión.

—¿Qué os parecen estos animales? —preguntó el marqués al judío.

—Que han sido escogidos con cuidado, señor —respondió Ben Nartico—. El Gobernador no os ha engañado.

—¿Y qué pensáis de mis hombres?

—Me parece que del moro podéis fiaros, porque no es tan fanático ni tan traidor como los árabes del desierto. En cuanto a los dos beduinos, no confío en ellos. Habrá necesidad de vigilarlos. Son gentes que no tienen escrúpulo alguno en asesinar a los cristianos después de haber vivido en su compañía mucho tiempo. Tienen la ferocidad en la masa de la sangre. Algunas veces mutilan un cadáver para desahogar su odio sanguinario, gritando desaforadamente; ¡Allah Kebir!. No respetan a amigos ni a enemigos, y matan por matar, siempre en nombre de Dios. En suma: son feroces, malos y traidores. Tal es el retrato fiel de los beduinos del Sahara.

—¿Tenéis algo más que añadir? —preguntó Rocco.

—Me parece que ya he dicho bastante para poneros en guardia.

—Y aun más de lo suficiente para que los estrangule al primer síntoma de traición —dijo el colono—. El Gobernador general no pudo proporcionarnos peor gente.

—Y, sin embargo, son los únicos que conocen los caminos del desierto —añadió el judío.

—Tenemos buenos fusiles de repetición —dijo el marqués—. Si se portan mal, les alojaremos una onza de plomo en la cabeza. ¿No es verdad, Rocco?

—Yo me encargo de hacerlos entrar en razón a puñetazos —respondió el coloso.

Mientras charlaban la caravana marchaba lentamente hacia el Sur. A pesar de los gritos de los dos beduinos, los enormes animales no apretaban el paso; al contrario: trataban algunas veces de detenerse, no encontrando quizás muy agradable aquella marcha nocturna.

La campiña era cada vez más estéril; los matorrales de áloes y las higueras chumbas escaseaban más y más. No obstante, todavía se divisaba de cuando en cuando la alta copa de alguna palmera, y también se veía algún que otro terreno cultivado y circundado de cañas y de arbustos. En cambio, no se descubrían ni cabañas ni tiendas; solamente alguna ermita mostraba sus paredes blanquísimas. En estas capillas se entierra a los santones, los cuales no son, en realidad, más que verdaderos locos, aunque a los marroquíes les parezcan seres extraordinarios.

Ya comenzaba a amanecer, cuando en una hondonada rodeada de grupos de palmeras aparecieron algunas tiendas de colores oscuros dispuestas en dos filas.

—¡El aduar de Hassan! —dijo Ben Nartico, volviéndose hacia el marqués—. ¡Venid, señores; nos adelantaremos a la caravana!

El aullido prolongado de un perro interrumpió en aquel instante el profundo silencio que reinaba en la llanura.

—Ya nos han visto —dijo el judío—. Hassan nos aguardará a la entrada del aduar.

Espolearon a los caballos y se dirigieron al galope hacia las primeras tiendas. Un viejo de aspecto patriarcal, con larga y blanca barba, todavía robusto a pesar de la edad, y envuelto en un amplio alquicel, salió a su encuentro pronunciando la frase sacramental de:

—¡Salem Alek! (¡La paz sea con vosotros!).

—Mi antiguo amigo Hassan —dijo Ben Nartico besándole la mano—, te presento a mis buenos amigos.

—¡Bien venidos sean a mi aduar! —respondió el patriarca—. Todos mis bienes les pertenecen.

—¿Y mi hermana? —preguntó el judío.

—Ha llegado hace tres horas, y está descansando en la tienda.

—¡Gracias, amigo Hassan!

CAPÍTULO V. LA MATANZA DE LA EXPEDICIÓN FLATTERS

Los aduares marroquíes y argelinos se encuentran, por regla general, en los confines del desierto, y están constituidos exclusivamente por tiendas formadas de un tejido de palma y lana de cabras. Les sirven de sostén algunas estacas atadas con cuerdas.

Por lo común, tienen ocho o diez metros de extensión y dos de altura. Están divididas por paredes de junco, y las mujeres tienen en ellas un departamento reservado.

Sus muebles no pueden ser más sencillos: algún arcón, dos o tres tapices y una enorme piedra para triturar el trigo.

El fogón está a campo raso, para evitar que el humo penetre en las tiendas. Cerca del aduar hay casi siempre un aljibe, porque en aquellos lugares escasea el agua.

Los habitantes de los aduares son casi todos pastoras. Crían camellos, carneros y cabras, y no es raro ver centenares de animales pastando en derredor de las tiendas.

Por lo común son árabes, descendientes de aquellos formidables guerreros que, después de haber conquistado el África septentrional, invadieron a España y amenazaron a Francia, salvada del peligro de aquella irrupción por la valerosa espada de Carlos Martel.

Vueltos a África, estos árabes viven ahora tranquilamente en sus aduares, que sitúan lo más lejos posible de los gobiernos marroquíes, para huir de las vejaciones de las autoridades.

Pero aunque son pastores, se transforman cuando llega el caso en guerreros terribles, y sostienen sangrientas luchas contra las tropas del Emperador encargadas de exigirles el pago del garalme, o sea, de la contribución territorial.

Hassan, el amigo de Ben Nartico, no era verdaderamente árabe; pero había adoptado sus costumbres, como hacen todos los judíos que viven al sur de Marruecos.

Era pastor y traficante, muy conocido de todas las caravanas que atravesaban el desierto del Sahara, y podía prestar verdaderos servicios al marqués.

Al oír ladrar a los perros, los servidores de Hassan, todos esclavos sudaneses, se habían apresurado a salir al encuentro de los viajeros.

El viejo les dio algunas órdenes; después condujo al marqués y a su compañero bajo una espaciosa tienda cuyo pavimento estaba cubierto de tapices de Rabat, y les ofreció unas tazas de leche de cabra recién ordeñada.

—¡Cuánta paz reina en este lugar! —dijo el marqués—. ¡He aquí una existencia envidiable!

—No siempre, señor —replicó el viejo—. Aquí nos encontramos en los confines del desierto, y tras esta calma puede venir de un momento a otro el fragor de la lucha.

—¿Llegan hasta aquí los tuaregs?

—Si no vienen los tuaregs, suelen venir los scellaks, nuestros enemigos declarados.

—¿Conocéis vos a los tuaregs?

—He tenido relaciones con ellos. Cuando saquean alguna caravana, no es raro que se acerquen hasta este sitio para vender el fruto de sus rapiñas: armas, pólvora y vestidos.

—¡Ah! —exclamó el marqués mirando a Rocco, que entraba en aquel momento.

—¿Qué significa esa exclamación?

—¿Habéis oído hablar del coronel Flatters?

—¿El que mandaba la expedición de los franceses?

—Sí.

—Dicen que fue asesinado por los tuaregs.

—Eso se dice.

—Es una historia que todos conocen en el desierto.

—¿Sabéis con certeza lo que ha pasado?

—Con certeza, no; pero os mostraré algunos objetos que he comprado a los tuaregs, cuya procedencia es harto sospechosa. Acaso tengan alguna relación con la matanza de aquella expedición.

—¡Es imposible! —exclamó el marqués poniéndose en pie.

—¿Y por qué motivo?

—La caravana del coronel fue destruida en el desierto argelino, a mucha distancia de este lugar.

—¿Y eso qué importa? ¿Creéis que la distancia sea obstáculo para que un objeto hallado en el desierto argelino pueda llegar aquí? Para los tuaregs la distancia no existe.

—¿Cómo?

—Además, ¿acaso nosotros mismos no mandamos nuestras mercancías a Tombuctu, y más lejos todavía?

El marqués se disponía a responder, cuando en la entrada de la tienda apareció una mujer que vestía el airoso traje de los judíos.

Era una joven de diecisiete a dieciocho años, de extraordinaria belleza, alta y delgada, con los ojos negros y brillantes, y una soberbia cabellera del mismo color que formaba gracioso marco a su rostro alabastrino.

Llevaba un hermoso y rico traje que hacía resaltar sus hermosas formas. El corpiño era de seda roja recamado de oro, y la falda que ceñía sus torneadas piernas también estaba bordada con hilo dorado. De sus orejas, menudas y rosadas, colgaban ricos pendientes esmaltados de piedras preciosas, y un collar de perlas espléndidas rodeaba su garganta, de contorno irreprochable.

Sus cabellos estaban recogidos en trenzas por debajo de una riquísima sfifa, especie de diadema que usan las judías, y que está compuesta de esmeraldas y zafiros.

Al ver a aquella joven, el marqués no pudo contener una exclamación de asombro.

Aunque conocía la belleza de las mujeres hebreas del África meridional, belleza que contrasta extrañamente con la fealdad de los hombres, nunca había visto una hermosura semejante.

En aquella judía se confundía el esplendor oriental con la finura europea. La delicadeza de sus líneas era verdaderamente notable, aunque el corte de su cara no fuese precisamente griego ni romano.

Era menos puro que el primero, pero más gracioso que el segundo.

—Mi hermana Ester —dijo Ben Nartico presentándola al marqués, el cual parecía fascinado por el fulgor de aquellos hermosos ojos negros, que le contemplaban fijamente.

—¡No he visto mujer más hermosa ni en Argelia ni en Marruecos! —dijo el corso, saludando cortésmente a la joven.

—Aquí está el desayuno —dijo en aquel momento Hassan—. No puedo ofreceros más que lo que se produce en el desierto.

Cuatro esclavos habían tendido una bellísima estera de varios colores y colocado en ella algunos recipientes de porcelana.

—Señor marqués —dijo el viejo mientras todos se sentaban en torno de la estera—, los manjares no serán de vuestro gusto; pero hay que habituarse a la cocina del Sahara.

—Estoy acostumbrado a todo —dijo el marqués—. En la campaña contra las kabilas he comido con mucho apetito las cosas más estupendas.

Un negro entró en aquel instante con un cordero asado, cuyo olor prometía maravillas.

Hassan lo trinchó rápidamente y ofreció los mejores trozos a los convidados, diciendo:

—¡Alham dillak! (¡Alabado sea el Señor!).

Cuando todos se hubieron servido, hizo enviar el resto del cordero a los hombres de la caravana. A este primer plato sucedió el segundo, compuesto de dátiles secos y albaricoques mezclados con harina, manjar que los árabes estiman mucho, pero que no suele agradar a los europeos.

Por fortuna para ellos, Hassan lo reemplazó pronto con un guiso de pollo compuesto con cebollas y manteca, que pareció muy apetitoso a los invitados.

No había vino; pero, en cambio, el patriarca hizo llevar un odre de piel de cabra lleno de agua mezclada con leche de camella, que tenía un cierto sabor rancio. Hassan bebió el primer sorbo, diciendo:

Sora (Salud).

—¡Allah y seltnek! (¡Dios te salve!) —respondió Ben Nartico.

—Repetidlo también vos, señor marqués —dijo el viejo sonriendo—. Adquiriréis la costumbre de hacerlo, y eso os será útil.

—¿Por qué? —preguntó el marqués un poco sorprendido.

—¿Sabéis por qué os he ofrecido este almuerzo puramente beduino?

—No, en verdad.

—Para habituaros.

—¡Todavía no comprendo!

—Si queréis atravesar el desierto sin tropezar con muchos peligros, será necesario que os hagáis pasar por árabe: es un consejo que debéis aprovechar, si no queréis correr la misma suerte del coronel.

—¿Es decir…?

—Que debéis vestiros de árabe, rezar como un árabe y comer como un árabe. El europeo no puede alejarse mucho en el desierto.

—No había pensado en ello —replicó el marqués—. Aprovecharé el consejo y lo pondré en ejecución; pero yo no tengo vestidos árabes.

—No os preocupéis por eso: mis cajas están repletas de ellos. Ahora tomemos café, y luego os enseñaré lo que os he prometido.

En el desierto se toma quizás mejor café que en Constantinopla o en El Cairo, aunque lo preparen de un modo verdaderamente primitivo.

En vez de molerlo, lo aplastan entre dos piedras, y después lo echan en el agua, añadiéndole un poco de ámbar gris. El recipiente donde se cuece es una simple vasija de barro.

Hassan lo sirvió, sin embargo, en una vasija de porcelana que tal vez por casualidad había llegado al desierto entre otros objetos robados a las caravanas.

Cuando los huéspedes hubieron saboreado la deliciosa bebida, el anciano se levantó, abrió un viejo cofre y sacó de él un kepis, que entregó al marqués, el cual lo reconoció en el acto.

—¡Es de los cazadores de África! —dijo.

—En el forro hay escrito un nombre —dijo Has-san—. Mirad, leed.

—¡Masson! —gritó el marqués palideciendo—. ¡Masson! ¡El nombre del compañero del coronel Flatters!

—Era un capitán; ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Qué formaba parte de la expedición asesina* da de modo tan feroz por los tuaregs?

—¡Si! ¡Sí! —repitió el marqués, que estaba dominado por una gran emoción—. Decidme: ¿cómo se encuentra en vuestras manos? ¿Cómo este kepis, perdido en el Sahara central, ha podido venir a vuestro poder?

—Ya os lo he dicho: en el desierto no hay distancias para los tuaregs. Los ladrones que asaltan una caravana en Ahaggar suelen encontrarse quince o veinte días después en los confínes de Marruecos.

—¿De veras?

—Son movedizos, como las arenas que el simoun empuja. Gracias a sus camellos corredores, viajan con extraordinaria rapidez. Ahora os explicaréis cómo ha podido llegar a mis manos esta prenda.

—¡Si!

—Apenas hace quince días llegó a este aduar un argelino llamado Subbi, acompañado de cuatro tuaregs, para ofrecerme muchos objetos que, según dijo, habían sido hallados en el desierto.

—¿Qué objetos eran?

—Armas de fábrica francesa, vestidos y mercancías de distintas especies. En mi condición de negociante, lo compré todo a bajo precio, presumiendo que tales objetos procedían de alguna caravana robada.

—¿Y el kepis?

—En el kepis no puse atención alguna. Solamente hace algunos días, después de haber vendido las armas y los vestidos a una caravana que se dirigía hacia Mogador, recordé el nombre que estaba escrito en el forro. Este nombre fue una revelación para mi, porque había oído hablar del desdichado fin de la expedición Flatters.

—El hombre que acompañaba a los tuaregs, ¿era realmente un argelino?

—De eso no estoy seguro, señor marqués —respondió Hassan.

—Probablemente, sería uno de los soldados indígenas que vendieron al coronel.

—Es posible.

—¡Es necesario que yo encuentre a ese hombre! —exclamó el marqués.

—Decidme, señor —dijo Hassan mirando fijamente al corso—, ¿tratáis de internaros en el desierto para averiguar si el coronel ha muerto en realidad?

El marqués vaciló en contestar.

Ben Nartico añadió:

—Podéis hablar con entera libertad. Hassan guardará el secreto.

—Pues bien: sí —dijo el marqués—. No se tiene certeza de su muerte, y hasta se sospecha que los tuaregs se hayan apoderado de él para venderlo al sultán de Tombuctu.

—Vos me habéis dicho que deseabais encontrar al argelino.

—¿Sabéis dónde se halla? —preguntó el marqués.

—Sí; he sabido que forma parte de una caravana que ahora está aprovisionándose en Beramet y que debe atravesar el desierto hasta Kabra, junto al Níger. Así me lo ha referido un camellero hace dos días.

—¿Es una caravana numerosa?

—Lleva lo menos trescientos camellos.

—¿Y se encuentra todavía en Beramet? —preguntó con ansiedad el marqués.

—Hasta ayer noche no debía salir de allí; de manera que con una rápida marcha podréis alcanzarla dentro de pocos días.

—¡Ese hombre será mío! ¡Rocco, Ben Nartico, en marcha!

—¡Un momento, señor! —dijo Hassan—. ¿Vos y vuestros compañeros habláis el árabe?

—Un poco.

—¿Conocéis las oraciones de los mahometanos?

—Como un mollah (sacerdote encargado de interpretar el Corán).

—Pues vestíos de árabes. Ya os lo he dicho: un europeo no iría seguro por el desierto. Los tuaregs velan, y os asesinarían, sospechando que fuereis espía francés.

—Pues nos transformaremos en árabes.

—Yo estoy dispuesta —dijo Esther con voz armoniosa y tranquila.

—¿Y no tendréis miedo de afrontar los terribles peligros del desierto?

—No, señor —respondió la joven sonriendo.

—He aquí una muchacha que tiene más valor que un guerrero —murmuró Rocco—. ¡Bella y animosa! ¡Ojalá abra brecha en el corazón del marqués!

CAPÍTULO VI. HACIA EL DESIERTO

Una hora después la caravana del marqués y la de Ben Nartico se alejaban del aduar para internarse en el desierto, cuyas arenas, transportadas por el soplo furioso del simoun, comenzaban a aparecer sobre aquellas llanuras, aun no completamente estériles.

El convoy se componía de once camellos, cargados de víveres, de objetos de cambio y de odres de agua, y, además, de dos asnos y de cuatro caballos de raza árabe, animales hermosísimos y veloces como el viento.

El marqués, Rocco y Ben Nartico, vestidos de árabes, con blancos kaiks y caftanes de varios colores, precedían a la caravana en unión del moro. Todos iban armados con fusiles de repetición y revólveres, que tenían escondidos en las fundas de las sillas.

Detrás de ellos, y conducido por uno de los dos beduinos, avanzaba un gigantesco camello que llevaba sobre la joroba una especie de tienda de campaña.

Era el camello de Ester, la cual, cómodamente sentada dentro de la tienda en un bonito cojín de terciopelo, regalo de Hassan, hablaba de vez en cuando con sus acompañantes por entre las aberturas de la tela.

Tras este camello iban los demás en una larga fila, atados los unos a los otros y vigilados por el segundo beduino, que cabalgaba en uno de los asnos.

La inmensa llanura era cada vez más árida. Solamente a mucha distancia se descubría de cuando en cuando algún mísero aduar circundado por rebaños de carneros que pastaban las escasas hierbas de las hondonadas.

Sin embargo, aún no estaban en el desierto, que comenzaba a desplegar sus estériles mares de arena detrás del riachuelo de Igiden, que serpenteaba a lo lejos.

Mientras la caravana marchaba con rápido paso, gracias a los gritos incesantes de los beduinos, el marqués y Ben Nartico habían entablado una interesante conversación.

—Amigo mío —dijo el caballero al judío—, aún no me habéis indicado el objeto de vuestro viaje.

—En efecto.

—Para ir a Tombuctu en compañía de vuestra hermana, es forzoso que os mueva a ello una imperiosa necesidad, porque el desierto es peligroso para todo el mundo.

—Pues hago este viaje con el propósito de recoger una considerable herencia —respondió el judío—. No os lo he dicho antes porque ciertas cosas ño deben decirse en presencia de testigos.

—¡Una herencia en Tombuctu! —exclamó con asombro el marqués.

—Sí, señor marqués. Mi padre murió en esa ciudad después de haber hecho una fortuna considerable.

—Sé que Tombuctu es una ciudad donde no se permite vivir a los extranjeros, y menos a los judíos.

—Es cierto; pero mi padre se fingió ardiente secuaz de Mahoma, nadie conoció su verdadera condición de judío, y vivió tranquilamente en Tombuctu siete años. Hace dos meses un fiel criado suyo atravesó el desierto para venir a darme cuenta de la muerte del pobre viejo e invitarme a ir a Tombuctu para recoger mi herencia.

—¿En qué consiste?

—Se trata de muchos millares de monedas de oro y de alhajas, escondidas en un pozo de la casa donde vivió mi padre.

—¿Y dónde está ese criado?

—Me ha precedido en el viaje. Nos aguardará en el oasis del Eglif.

—Acaso pueda darnos noticias sobre la suerte del coronel Flatters.

—Es posible, porque Tasili debía de estar en Tombuctu en la época de la matanza de la expedición francesa; pero es fácil que antes tengamos otras noticias.

—¿Por quién?

—Por los judíos del desierto.

—¡Cómo! ¿Hay hebreos en el Sahara?

—Muchos —respondió Ben Nartico—. Los tuaregs los llaman dagtumas, y viven diseminados en muchos oasis.

—¿De dónde proceden?

—Parece que huyeron de Marruecos durante la invasión árabe por negarse a abrazar su culto.

—¿Y qué hacen en el desierto?

—Trafican con las caravanas.

—¿Y los tuaregs no los inquietan?

—No; pero los tratan como a una raza inferior. Mis pobres correligionarios se ven obligados a buscar un protector entre los tuaregs, a quienes pagan una suma anual.

—Parece que no son muy animosos.

—No han nacido para hacer la guerra. Sin embargo, sus protectores los obligan algunas veces a empuñar las armas, y hasta a ponerte en la vanguardia para recibir los primeros disparos.

—¡Esos bandidos son unos verdaderos canallas! —dijo Rocco.

—Ya tendréis ocasión de conocerlos.

—¡Los recibiremos como se merecen! —añadió el marqués—. ¡Por fortuna, no nos faltan armas ni municiones!

Hacia el mediodía la caravana se detuvo por primera vez cerca de un grupo de palmeras para que los camellos descansasen y los viajeros pudieran resguardarse de los rayos del sol.

Aquellos árboles estaban coronados por un inmenso penacho de treinta a cuarenta hojas y ramos de flores en forma de mazorcas, que debían producir más tarde una fruta azucarada muy parecida a los dátiles, si bien de calidad inferior.

Este género de palmeras nace hasta en los terrenos más áridos, y son muy útiles, porque, además del fruto, se comen también las hojas frescas, y la fécula contenida en el tronco puede reemplazar a la harina del sagú.

El marqués ayudó a Ester a bajar del camello.

Después ordenó que se extendiesen tapices a la sombra de los árboles, durando la parada hasta las cinco de la tarde.

Un profundo silencio reinaba sobre aquella llanura, abrasada por los rayos del sol, que caían a plomo.

Ni siquiera se oía el zumbido de un insecto ni el canto de una cigarra: solamente los escorpiones, que abundan en el desierto, huían a bandadas ante las pisadas de los viajeros, ocultándose entre la arena.

Dos horas antes de la puesta del sol, después de la comida, que había consistido en carne fiambre y unos cuantos higos secos, la caravana volvía a emprender la marcha para alcanzar un collado donde sabía el moro que existía una fuente.

La travesía de este último trozo de la llanura se realizó felizmente, a pesar del calor que abrasaba a los viajeros, los cuales acamparon al fin bajo un espeso bosque compuesto de palmeras, encinas y acacias.

—Es la última etapa —dijo El-Haggar, el guía moro—. Mañana estaremos en el desierto.

—Y caminaremos con rapidez —añadió el marqués—. Tenemos prisa de llegar a Beramet para incorporarnos a una caravana que debe atravesar el desierto al mismo tiempo que nosotros; así iremos más seguros.

—No podremos llegar hasta pasado mañana —replicó el moro—. Las marchas entre la arena son fatigosas para los camellos.

—Pues los obligaremos a andar deprisa; no van muy cargados.

—Lo intentaremos, señor.

—¿Y dónde está la fuente de que me has hablado? Será prudente proveernos de agua.

—Lo haremos mañana.

—¿Y por qué no ahora?

—Porque por la noche aquel sitio es muy frecuentado por animales feroces: los leones, las hienas y las panteras acuden en gran número.

—¡Bah! ¡No me inspiran miedo! Ya he hecho conocimiento con los leones de Argelia, y, además, no creo que abunden por estos lugares:

Como si las fieras quisieran darle un solemne mentís, en aquel mismo momento se oyeron en lontananza feroces rugidos que repercutían en el bosque.

—¡Demonio! —exclamó el marqués—. ¡Los moradores de la selva se anuncian ya! ¡Tus palabras, amigo El-Haggar, han sido confirmadas!

—Ya os lo había dicho —murmuró el moro sonriendo.

—¿Y no vendrán a importunarnos esos peligrosos vecinos?

—Encenderemos hogueras alrededor del campamento para ahuyentarlos.

Prepararon la cena mientras los dos beduinos y el moro encendían cuatro fogatas.

En lo más intrincado de la espesura se oía de vez en cuando, y cada vez con mayor ímpetu, la nota cavernosa y potente del león. Sin duda, había olfateado la presencia de los animales y de los hombres.

Acaso aguardaba las últimas horas de la noche para acercarse.

Cada vez que resonaba el rugido los pobres camellos se acercaban asustados unos a otros, y los propios caballos alzaban las orejas con inquietud.

—¡Ese caballero empieza a resultar aburrido! —dijo el marqués llenando la pipa—. ¡Si al menos se dignara acercarse a tiro de fusil, le saludaría de buen grado!

—No se atreve —dijo Rocco—. Habrá advertido que estamos bien armados.

—O sabrá que está con nosotros el hombre que tiene la bendición de la sangre en las manos —dijo Ben Nartico.

—Yo se las he mirado, y no he visto en ellas nada de particular —murmuró Rocco irónicamente.

En aquel momento los rugidos del león aumentaron con violencia.

—Señores —dijo Rocco—, ese animal pide de cenar.

—Así parece —añadió el marqués.

El-Haggar, que velaba cerca de las hogueras, se acercó con una larga espingarda en la mano.

—Señor marqués —dijo—, el león amenaza nuestro campo. Debe de ser un viejo que ya ha saboreado carne humana.

—¿Un animal peligroso?

—Indudablemente —añadió el moro, que parecía muy inquieto—. Cuando los leones han devorado a un hombre, afrontan cualquier peligro para sacrificar otros.

—Como los tigres de las praderas indias. ¿Le has visto?

—Todavía no; pero tengo la seguridad de que se acerca.

—Ven, Rocco —dijo el marqués cogiendo una carabina Martini—, si ese señor se impacienta, le calmaremos con una onza de plomo.

—¿Qué tratáis de hacer? —preguntó el moro con espanto.

—Voy en su busca —replicó el marqués con voz tranquila.

—¡No os separéis de las hogueras! ¡El león os asaltará!

—Y nosotros le asaltaremos a él; ¿no es verdad, Rocco?

—Y le mataremos.

—¡También voy yo! —dijo Ben Nartico—. ¡No soy mal tirador!

—¿Y por qué he de permanecer yo inactiva? —exclamó una voz armoniosa a espaldas de ellos.

Ester, que había salido de la tienda, estaba de pie a pocos pasos de los cazadores y apoyada marcialmente en una pequeña carabina americana.

—¿Vos? —exclamó el marqués contemplándola con admiración—. ¿Vos afrontar a un león?

—¿Y por qué no? —dijo la linda judía con voz tranquila—. Sé manejar un arma de fuego como un hombre; ¿no es verdad, Ben?

—Hasta tiene mejor puntería que yo —respondió Nartico.

—Es un animal muy peligroso —dijo el corso.

—Entre cuatro le afrontaremos mejor, señor marqués.

—Es una caza terrible, que impresiona a los más expertos cazadores.

—Pero no es nueva para mí. ¿Te acuerdas, Ben, de aquel león que nos asaltó a la orilla del Atlántico?

—Sí que me acuerdo; tú le remataste de un balazo, porque a mí me falló el tiro. Si quieres venir con nosotros, en marcha.

—¡Admirable valor en una mujer! —murmuró Rocco al oído del marqués.

—Marqués —dijo la joven—, el león se impacienta. ¡Oid cómo ruge!

—Pues bien, señorita; vamos a ofrecerle una cena de plomo.

—Y de pólvora —añadió Rocco.

CAPITULO VII. LA CAZA DEL REY DE LAS SELVAS

Después de haber recomendado la mayor vigilancia a los beduinos y al moro, el marqués y sus compañeros se alejaron del campamento, internándose en unos espesos matorrales, donde era fácil esconderse.

El león debía de haberse detenido a unos trescientos pasos de las hogueras. A la sazón ya no rugía, y quizás se acercaba arrastrándose para sorprender a sus enemigos.

El marqués, después de recorrer un corto trecho, se había detenido cerca de los límites del matorral, enfrente de un espacio descubierto.

—El león, pasará, seguramente, por aquí —dijo volviéndose a sus compañeros—, es el camino más breve para llegar a nuestro campo.

—Pues ocultémonos —añadió Ben Nartico—, porque si nos ve, dará un rodeo para caer sobre los animales por la parte opuesta.

—No hagamos fuego todos juntos —dijo el marqués—. Muchas veces una sola descarga no aterra a esas fieras.

—Es cierto.

—Dejaremos el honor del primer disparo a la señorita Ester, y vos haréis el segundo, amigo Ben.

—¡Gracias, marqués! —respondió la hermosa judía—. Trataré de no errar el tiro.

—¡Silencio! —dijo Nartico—. ¡Me parece que el león ha vuelto a emprender su marcha!

—¿Habéis oído algún rumor?

—Sí; he oído moverse las ramas, marqués.

—Entonces, es posible que sea el león, porque en estas selvas no debe de haber hombres, especialmente a tal hora.

—Pues tomemos posiciones —dijo Ester arrodillándose detrás de un tronco de encina.

—¡Admiro vuestra tranquilidad! —exclamó el marqués.

—¿Por qué?

—Porque me sorprende extraordinariamente ver a una mujer que no tiembla delante del rey de las selvas.

Ester se volvió hacia él, le miró con sus ojos negros, y se sonrió en silencio.

—¡Alerta! —dijo Rocco en aquel momento.

Una forma negra envuelta en la oscuridad avanzaba cautelosamente al través del espacio descubierto, deteniéndose cada dos o tres pasos.

—¿Acaso será el león? —preguntó Ester.

—Es imposible saberlo con seguridad —respondió el marqués, que estaba detrás de ella, pronto a acudir en defensa suya en el caso de un asalto imprevisto—. Con esta oscuridad, no se distingue nada.

—Es verdad.

—Esperemos que se acerque.

—Entretanto, apuntaré —dijo la joven.

—Y yo lo mismo, hermana —agregó Ben Nartico.

El animal se encontraba en aquel instante a un centenar de pasos, y no parecía tener gran prisa en avanzar; quizás había olfateado el peligro, y tomaba sus precauciones para atravesar la explanada.

—Me parece que no es un león —dijo Ben después de algunos minutos de silencio—, tiene demasiadas vacilaciones.

—Será una fiera prudente —replicó el marqués.

—¡Se ha parado! —dijo Rocco.

El animal se había ocultado detrás de un matorral.

—¡Ah, cobarde! —exclamó el marqués—. ¡No se atreve a avanzar!

—Pero ofrece un buen tiro —dijo Ester—. Le descubro muy bien, y puedo matarle.

—¿Queréis disparar?

—Sí, marqués.

—¡Rocco, preparémonos!

—También yo le veo —replicó el coloso.

La hermosa judía había apuntado la carabina apoyando el cañón en el tronco de una acacia para hacer blanco con mayor seguridad. Estaba muy tranquila, como si no se encontrase delante de una de las fieras más peligrosas del desierto: sus hermosos brazos no se agitaban con el más leve temblor.

—¡Bella y valerosa! —murmuró el marqués con admiración—. Si…

Una súbita detonación le cortó la frase: la fiera, que estaba agazapada entre las matas, se alzó de golpe girando sobre sí misma, y después cayó sin lanzar un rugido.

—¡Buen golpe! —exclamó el marqués—. ¡Señorita Ester, que sea enhorabuena!

—¡Es una cosa fácil, como habéis visto! —respondió la joven.

—Pero ¿qué animal hemos matado? —preguntó Ben Nartico—. ¿Es un león, o una pantera?

—Ahora lo sabremos —dijo el marqués.

—Ya iban a lanzarse fuera del bosque, cuando por la parte del campamento oyeron gritos de terror, seguidos de tres detonaciones.

—¿Quién asalta a nuestros hombres? —gritó el marqués deteniéndose.

Un rugido formidable resonó en la selva; uno de esos rugidos tan potentes, que no se olvidan nunca una vez oídos.

—¡El león! —exclamó el marqués aterrado.

—¡Al campamento, señores! —dijo Ben Nartico.

Y todos se lanzaron a la carrera. Apenas habían recorrido unos cincuenta pasos, cuando vieron una sombra saltar fuera de un matorral, pasar por encima de ellos con la rapidez de una flecha, y desaparecer en el acto en medio de los árboles.

El marqués y Rocco habían preparado los fusiles de repetición.

—¡Demasiado tarde! —dijo el primero.

—Era el león; ¿no es cierto? —preguntó Rocco.

—¡Si! —respondió Ben Nartico con voz alterada—. ¡Un león enorme, que casi estuvo a punto de derribarme!

—¡Atención, que puede repetir el salto!

Todos apuntaron las armas hacía los árboles entre los cuales se había ocultado la fiera, creyendo verla aparecer de nuevo.

—Acaso se haya alejado —dijo el marqués después de unos momentos de angustiosa espera—, no se oye nada.

—Repleguémonos al campamento —dijo Ben Nartico—, aquí no estamos seguros.

Volvieron a reanudar la marcha con las armas preparadas, y en pocos minutos llegaron a las hogueras.

El moro y los dos beduinos estaban todavía dominados por la mayor exaltación, y arrojaban por todas partes tizones encendidos.

—Señores —dijo El-Haggar con voz aterrada—, el león se ha aprovechado de vuestra ausencia para asaltarnos: acaba de arrojarse sobre uno de nuestros asnos, y de un zarpazo le ha despedazado la espina dorsal.

—¿Y no se lo ha llevado?

—No, porque le disparamos dos tiros.

—¿Y no le habéis dado?

—La acometida fue tan imprevista, que no hemos tenido tiempo para apuntarle.

—¿Hacia dónde ha huido?

—Hacia el centro de aquel grupo de árboles.

—¡Delante de vosotros! ¡Entonces, los leones son dos!

—¡Diantre! —exclamó Rocco—. ¡El negocio es serio!

—¿Y la fiera que ha caído en la explanada? —preguntó Ester—. ¿Será otro león también?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Rocco.

—¡Dar una buena lección al matador de nuestro asno! —dijo el marqués.

—¡Se me ocurre una idea! —exclamó Rocco.

—Pues venga.

—Todo el mundo sabe que los leones tienen la costumbre de volver al sitio donde han matado una presa.

—Sí; para devorarla antes que las hienas y los chacales se apoderen de ella.

—Pues llevemos al asno fuera del campo, y aguardemos a que vuelva el león. ¡Oh! ¡No tardará en aparecer; os lo aseguro!

—Pongamos en ejecución tu idea —dijo el marqués.

Llamó a los beduinos y al moro, y les dio la orden de arrastrar al asno a ciento cincuenta metros del campamento, cerca de un matorral.

Mientras aquéllos obedecían, el marqués, ayudado por Rocco y por Ben, amontonó una porción de ramas cerca de una de las hogueras, formando con ellas una especie de barricada.

—Nos ocultaremos aquí —dijo—, no viéndonos leones, en seguida volverán para llevarse la presa.

Hizo echarse a los dos beduinos y al moro cerca de los camellos, y después se escondió detrás de la barricada, acompañado de Ben Nartico y Rocco.

La selva estaba entonces silenciosa. Parecía que los dos leones, desanimadas por el mal éxito de su primer asalto, se habían alejado, porque ya no se les oía rugir.

Sin embargo, ni el marqués ni sus compañeros se dieron por convencidos.

—Es una astucia suya —había dicho el marqués: estoy seguro de que nos acechan. Mientras vuelven, retiraos a descansar, señorita Ester.

El marqués había cazado muchos leones, y conocía todas las estratagemas de tales fieras.

Aunque se haya escrito lo contrario, es indudable que el león del África septentrional es mucho mayor y más vigoroso que el del África meridional, y nunca renuncia a su presa.

Tiene una audacia increíble, y no teme al hombre. En esto se asemeja a los tigres de la India, que después de haber hecho la primera víctima humana afrontan resueltamente la presencia del cazador.

Generalmente, el león, que vive de animales sorprendidos en los bosques, huye casi siempre del hombre; pero si vence y devora a uno, entonces se vuelve extremadamente peligroso.

Se atreve a entrar de noche en los aduares para devorar a los beduinos y a los árabes desprevenidos, y ya no le atemorizan las hogueras encendidas.

Para demostrar cuánta es su audacia, bastará decir lo siguiente:

En Tsavo, en la Uganda inglesa, se estaba construyendo un ramal de ferrocarril.

Una noche desaparecieron dos trabajadores chinos: habían sido devorados por un león, el cual tuvo la audacia de penetrar por la noche en el campamento, defendido por trincheras y habitado por centenares de personas.

Pocos días después aquel animal, que se había aficionado a la carne humana, volvió al mismo campamento, y se llevó de él a un indio.

Al día siguiente se encontró la cabeza de aquel infeliz, única parte de su cuerpo que el león dejó intacta.

El inglés Patterson, uno de los directores del ferrocarril en construcción, espantado por el creciente número de las víctimas, preparó una emboscada; pero el león huyó de ella, y con una habilidad increíble entró en el campamento por la parte opuesta y se llevó otro trabajador.

Se redoblaron las hogueras y los centinelas; pero todo en vano.

El formidable cazador de hombres dos noches después saltó el foso, desgarró la tienda que servía de hospital, hirió mortalmente a dos enfermos, derribó a un enfermero, y se lo llevó al bosque para devorarle con toda tranquilidad.

Por último, y después de preparar varias emboscadas, el león fue muerto cuando ya había devorado en algunas semanas una veintena de trabajadores, entre negros, indios y coolies chinos.

Por tanto, el marqués podía estar seguro de la vuelta de los dos leones. En efecto; aun no había transcurrido una hora, cuando Rocco observó que una sombra se deslizaba cautelosamente detrás de las matas, tratando de acercarse al campamento.

—¡Ya vienen, señor marqués! —dijo.

—¡Me lo imaginaba! —respondió el corso—. ¿Vienen ambos?

—No he visto más que uno.

—¿Dónde estará el otro? ¡Estemos en guardia para que no se nos eche encima por otro lado! Dejad que yo solo haga fuego: vosotros reservad vuestros tiros para el otro.

—¡Aquí está, marqués; miradle! —exclamó Ben Nartico.

—¡Qué animal tan soberbio! ¡Nunca he visto otro semejante!

El león había salido del matorral, y se plantó delante de la primera hoguera, acotándose el lomo con la cola.

Era un animal verdaderamente espléndido.

Medía cerca de dos metros, y tenía una melena pobladísima y muy obscura, que le daba un aspecto imponente.

Sus ojos relampagueantes se habían fijado sobre el montón de ramas, como si hubiera adivinado que allí estaban ocultos sus enemigos.

No obstante, se mantenía erguido, con la cabeza alta y el cuerpo recogido, como si se preparase a empeñar la lucha.

El Marqués introdujo silenciosamente el cañón de su carabina Martini por entre dos ramas, y apuntó a aquel terrible enemigo.

Ya iba a disparar, cuando un rugido terrible, ensordecedor, seguido de los gritos de los beduinos, resonó a sus espaldas.

—¡El león! ¡El león! —decía asustado El-Haggar.

El marqués retiró el arma y se volvió.

El segundo león había caído de improviso en medio del campamento, saltando por encima de las hogueras.

Espantado quizás por los gritos de los beduinos, permaneció un momento inmóvil.

—¡Encargaos del otro, señor marqués! —gritó Rocco haciendo fuego al mismo tiempo que Ben Nartico.

A los dos disparos cayó la fiera; pero se levantó pronto. De un salto formidable derribó la tienda donde Ester descansaba, y se lanzó fuera del campamento. En aquel mismo instante la barricada cayó encima del marqués bajo el impulso de un choque formidable, y el segundo león saltaba a su vez dentro del campamento.

Viendo cerca a un camello, saltó sobre sus lomos rugiendo espantosamente, mientras Ben Nartico y Rocco se arrojaban delante de la tienda, entre cuyas pieles se debatía Ester tratando de salir de ella.

El marqués, que no había perdido la sangre fría, se había incorporado con la carabina en la mano.

—¡A mí! —gritó.

El león estaba a diez pasos y se esforzaba por derribar al camello, que hacía esfuerzos desesperados para desembarazarse de aquel extraño jinete.

—¡Cuidado! —gritó Ben, que volvió a cargar precipitadamente el arma, mientras Rocco ayudaba a Ester a salir de la tienda.

El marqués avanzaba intrépidamente hacia la fiera, apuntando su carabina al pecho del animal para herirle en el corazón.

También Ben Nartico preparaba su arma, y Rocco y Ester se disponían a ayudarle.

De pronto el león, después de desgarrar horriblemente la piel del pobre camello, se recogió sobre sí mismo.

El marqués se encontraba a seis pasos de la fiera.

—¡Va a lanzarse sobre vos! —gritó Rocco—. ¡Fuego, señor marqués!

Un tiro resonó en aquel instante, y el león se desplomó dando un rugido horroroso; pero en seguida volvió a levantarse.

Ya iba a precipitarse sobre el marqués cuando Ben Nartico, Ester y Rocco hicieron una descarga.

La fiera volvió a caer para no levantarse, se debatió algunos momentos y después quedó rígida.

—¡Por Baco! ¡Vaya una piel dura! —exclamó tranquilamente el marqués—. ¡Y, sin embargo, tengo la seguridad de que le he dado en el corazón!

CAPITULO VIII. LAS PRIMERAS ARENAS

El resto de la noche transcurrió tranquilamente, aun cuando el segundo león prorrumpió más de una vez en rugidos, que más parecían de dolor que de cólera.

Hacia las seis de la mañana, el convoy, con un asno y un camello menos, levantaba el campo para descender hacia el desierto.

El marqués había mandado desollar el león y regaló la soberbia piel a la hermosa judía, que agradeció mucho el obsequio.

—Todavía nos queda otra fiera —dijo Rocco—. La que ha matado la señorita Ester.

—Pues vamos en su busca —replico Ben.

—Cuando la caravana marche hacia el desierto, nos acercaremos a la explanada —añadió el marqués.

Montaron en sus caballos, y mientras Ester, sentada en la tienda portátil que llevaba el camello, seguía a los beduinos y al moro a través de las últimas colinas, ellos se dirigieron hacia el sitio donde se habían emboscado la noche antes.

No les fue difícil encontrar el rastro de la caza de Ester. El animal estaba muerto; pero, como habían supuesto, no se trataba de un león.

Era una hiena, fiera muy abundante en las cercanías del gran desierto, de color oscuro, cabeza grande, hocico puntiagudo y cuerpo alargado.

Estos inmundos animales, aunque armados de agudos colmillos y garras afiladas, no se atreven a afrontar la presencia del hombre: viven exclusivamente de carroñas, y hasta se asegura que desentierran los cadáveres para devorarlos.

—¡Buen disparo! —dijo el marqués, que la había observado atentamente—. ¡La bala le había atravesado el cráneo!

—¡Desollémosla! —añadió Rocco empuñando el cuchillo de monte.

—No vale la pena, Rocco: es una piel que no tiene valor alguno.

—¡Vamos, señores! —replicó Ben Nartico—. ¡No es prudente que permanezcamos alejados de la caravana!

—¿Parece que no os fiáis mucho de nuestros guías? —dijo el marqués.

—No dieron ayer noche muchas pruebas de valor.

—¡Ni siquiera el hombre que tiene la bendición de la sangre! —añadió en tono burlón Rocco.

—¡Oh! Los leones producen siempre cierto efecto, aun en los hombres más animosos —respondió el marqués—. Hay que esperar algunos días antes de juzgar a nuestro moro.

Volvieron a emprender el camino, y pocos minutos después se reunían a la caravana.

Los camellos avanzaban con mucha fatiga, por no estar habituados a los terrenos húmedos que entonces recorrían.

Como viven en los terrenos áridos y arenosos, a vegetación exuberante les produce cierto malestar.

Pero olfateaban ya las ardientes emanaciones del gran desierto, y aun cuando el camino fuese malo para ellos, hacían esfuerzos prodigiosos para llegar pronto a aquel océano de arena.

A las diez de la mañana la caravana hizo una breve parada cerca de un pequeño aduar formado por un par de tiendas y un pequeño seto de arbustos, donde pastaban unos cuantos carneros negros. Aquel aduar debía de ser el último.

Su propietario, un viejo árabe de barba blanca, que contrastaba con el largo kaik de lana oscura que envolvía su flaco cuerpo, recibió cortésmente a los extranjeros, repitiendo muchas veces:

—¡Salam alikum! (¡La paz sea con vosotros!).

Después un muchachillo sacó una ghirba llena de leche, y el viejo se la ofreció a El-Haggar, diciéndole:

—Tú eres el hombre que tiene la bendición de la sangre. Así, pues, bebe el primero, porque tengo necesidad de tu auxilio.

—¿Me has reconocido? —preguntó el moro.

—Sí —dijo el viejo.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Tengo un hijo enfermo.

—Le curaré —respondió el moro.

—¡Oh! —murmuró Rocco—. ¡He aquí a nuestro guía convertido en médico!

El viejo, que había entrado en la tienda, salió en seguida de ella llevando entre los brazos un chiquillo de cuatro o cinco años, cuya cabeza estaba cubierta de una costra repugnante.

—Mi hijo está muy enfermo —dijo—; pero tú le curarás, y Alá te bendecirá.

—Y me darás un carnero —añadió El-Haggar, que no concedía gratis su bendición. Después hizo sentar al niño delante de él, y sacando del bolsillo una piedra y un eslabón, empezó a percutirlos fuertemente, arrancando al pedernal una infinidad de chispas, al propio tiempo que recitaba el primer versículo del Corán y repetía de cuando en cuando:

—¡Bismillah! (¡En nombre de Dios!).

Luego levantó con mucha solemnidad al pequeñuelo, diciendo seriamente:

—¡Tú curarás presto! ¡Qué me traigan el carnero!

—¡Este hombre es un hábil embustero! —dijo el marqués a Ben Nartico.

—No, señor; lo hace de buena fe —respondió el judío.

—¿Y en qué consiste la bendición de la sangre?

—Es un don natural que sólo poseen aquellos cuyos brazos han cortado muchas cabezas.

—¿Y El-Haggar es de esos? —preguntó Rocco haciendo verdaderos esfuerzos para contener la risa.

—Debe de haber cortado muchas.

—¿Y creéis en la eficacia de su bendición?

—He visto curar a otros niños que tenían la misma enfermedad.

—¿De modo que sólo puede curar las enfermedades de la cabeza?

—Las únicas.

—¡Qué lástima! —exclamó Rocco en tono zumbón.

—Veo que dudáis del poder de su bendición. Sin embargo, yo he visto a los árabes realizar curas maravillosas; y, cosa más extraña aún, su influencia curativa alcanza hasta a las mismas plantas.

—¡Eso si que es curioso! —dijo Rocco soltando una carcajada.

—Yo mismo he podido convencerme de ello —respondió Ben Nartico con mucha seriedad.

—¿De qué modo?

—En mi jardín tenía varios albaricoqueros que no daban fruto y varios olivos que eran también estériles. Me aconsejaron que me dirigiera a uno de esos hombres que tienen el poder de curar las plantas, y, en efecto, así lo hice, con el mejor resultado.

—¿Y cómo se realizó el milagro? —preguntó atónito el marqués.

—Ahumando los árboles con tres cabezas de carnero quemadas debajo de ellos.

—¡Es increíble!

—Pues en la época de la floración todos los cultivadores emplean ese procedimiento.

—Y con los olivos, ¿qué se hace? —preguntó Rocco—. Me conviene saberlo, porque en mi isla hay muchos que permanecen improductivos.

—Pues se hace un agujero en ellos, se les introduce un pedacito de oro puro, y después se cierra la abertura con cáscaras de huevo y greda. Es un experimento que podéis hacer, y que aquí conocen todos.

—Pues hablaré de él a mis compatriotas si salgo con vida del desierto —dijo Rocco con tono de incredulidad.

Habiendo descansado lo suficiente, el marqués dió la orden de marcha, deseando acampar en el desierto aquella misma noche.

El terreno comenzaba a presentarse casi estéril, viéndose ya estratos de arena conducida por los vientos abrasadores del Sahara.

Los camellos habían apretado el paso, ansiosos por recorrer las llanuras. De pronto, al trasponer una loma, el marqués y sus compañeros vieron extenderse delante de sí una llanura ondulada cubierta de arena, que se perdía en los limites de un horizonte inflamado por los rayos del sol.

—¡El desierto! —exclamó Ben Nartico.

—¡Con su simoun! —dijo Rocco—. ¡Mirad aquella nube inmensa que avanza allá sobre la arena!

—Te engañas —replicó el marqués—; si el simoun soplara, se verían todas esas colinas de arena en movimiento.

—¿Pues qué significa esa nube? ¿Acaso en el desierto llueve? A mí me han dicho que aquí nunca cae ni una gota de agua.

—Es otro error, bravo Rocco.

—¡Cómo! ¡Lo he leído en muchos libros!

—Pues bien; esos libros no dicen la verdad, porque también en el Sahara llueve. ¿No es cierto, Ben?

—Sí, señor marqués; entre Julio y Octubre suele caer algún aguacero; pero solamente en ciertas partes del desierto. En otros parajes pasan quince años sin que caiga una gota de agua.

—Y, sin embargo, aquélla es una nube, y muy oscura —insistió el coloso—. Un ciego podría verla.

—Dudo que sean vapores acuosos —dijo Ben Nartico, que observaba el horizonte atentamente.

—El pobre viejo a quien acabamos de dejar —dijo en aquel momento El-Haggar acercándose— será digno de compasión dentro de poco.

—¿Por qué? —preguntó el marqués.

—Porque dentro de dos o tres horas no le quedará una brizna de hierba para mantener a sus corderos, ni una sola hoja en los árboles; esa nube que vemos es una nube de langosta.

—¿De langosta?

—Que procede del desierto, donde depositan las crías durante la época de reproducción. Ahora vienen tan hambrientas, que caerán sobre Marruecos, talándolo todo.

—¿Y no hay manera de detener la invasión? —preguntó Rocco.

—¿Cómo?

—Encendiendo hogueras y mandando a su encuentro millares de campesinos.

—No servirían para nada —añadió el marqués—. Tú no puedes imaginar la cantidad enorme de insectos que caen sobre los campos. Verás cómo todas estas plantas son devastadas en pocos minutos, sin que quede una hoja intacta. Un huracán, una tromba, un ciclón, una granizada, no significan nada en comparación con una nube de langostas.

—También en Cerdeña suelen verse; pero se combaten, señor marqués.

—No siempre. En Europa se han visto muchas invasiones terribles, que han destruido las cosechas en provincias enteras. Algunas de ellas son memorables. En 1690, por ejemplo, la Lituania y Polonia fueron invadidas por tal plaga de langosta, que se perdió todo, y las casas se llenaron también de insectos, obligando a sus moradores a abandonarlas. Cuando regresaron, las despensas estaban vacías.

—Es un verdadero desastre —dijo Ben.

—En Francia, en 1613, una calamidad idéntica arruinó varios departamentos, especialmente a Marsella.

—¡Aquí está la vanguardia que llega! —exclamó Ben Nartico—. Antes de que caigan encima de nosotros internémonos en el desierto Donde no ven vegetación no bajan.

Los camellos avanzaron rápidamente entre la arena.

Las primeras columnas de langosta aparecían ya, manteniéndose a cincuenta o sesenta metros del suelo.

Iban tan agrupadas, que interceptábanlos rayos del sol, y causaban con las alas un rumor extraño que semejaba el ruido producido por un salto de agua.

—¡Qué enormidad! —exclamó Rocco mirando con estupor aquellos inmensos enjambres de insectos alados, que parecían no tener fin—, ¡y no poder destruir esta plaga!

—No nos detengamos, si hemos de llegar a tiempo para incorporarnos a la caravana de Beramet —replicó el marqués.

—¡Saludemos al desierto! —dijo Ben.

Pocos minutos después hombres y camellos atravesaban las ardientes arenas del Sahara, mientras los batallones de langostas continuaban volando en filas nutridas, produciendo una rápida corriente de agua y un estrépito incesante.

CAPÍTULO IX. EL DESIERTO DE SAHARA

Como todo el mundo sabe, el Sahara es el más vasto desierto del Globo, la mayor extensión de arena que existe en parte alguna.

Se extiende desde el 16o al 30o de latitud, y ocupa una extensión de 4500 kilómetros de largo y 1000 de ancho. Se puede calcular su superficie en 4400000 kilómetros cuadrados, aproximadamente.

En contra de lo que se ha creído y se ha dicho hasta ahora, el Sahara no es una inmensa llanura toda cubierta de arena y sin una gota de agua; una especie de mar de fuego extremadamente peligroso de atravesar, como se ha dado a entender.

Tampoco es una gigantesca cuenca de un mar hoy extinguido, o mejor, un pequeño océano, dada su enorme extensión.

En él hay llanuras, hay hondonadas y hay también rocas, y basta cadenas de montañas altísimas, sobre cuya cima el agua se congela, porque aquellas estribaciones, especialmente la del Haggar, alcanzan una altura de 2500 metros.

¿Qué más? El Sahara tiene también sus ríos, que no son perennes, esto es cierto; pero que en ciertas épocas del año corren con furia durante semanas enteras.

Tales son los onadis, que se pierden después en la arena, y que desembocan en lugares que permanecen en seco la mayor parte del año.

No obstante, como ya queda dicho, hay ciertos sitios donde sólo llueve una vez cada veinte años, y donde el calor llega a más de 50 grados. En cambio, en los oasis y durante la estación invernal, no es raro ver bajar la temperatura a siete grados, y lo propio sucede en las alturas de Tasili, de Egele, de Muydir y sobre los montes del Adrar, del Waran y del Tinge, que alcanza una elevación de 1330 metros sobre el nivel del mar.

Las dunas de arena no se extienden por todo el desierto, como se ha creído hasta hoy; ocupan solamente la región baja, que comprende el suroeste de Marruecos y el sur de la Tripolitania, corriéndose hasta cerca de la ribera izquierda del Nilo.

Este es el verdadero desierto caldeado, sin agua, sin vegetación, donde sólo crecen unas cuantas hierbas llamadas agtil y algunos arbustos.

Aquí es donde sopla el terrible viento llamado el simoun, que deseca y absorbe la humedad de las plantas, que hace evaporarse el agua contenida en los odres, y que levanta olas enormes de arena a tanta altura, que algunas veces entierran a caravanas enteras.

Sin embargo, en esta peligrosa región el agua no falta a cierta profundidad. Así, en estos últimos años los europeos han abierto con feliz resultado en el oasis boreal bastantes pozos artesianos que dan agua en mucha cantidad.

Los peligros mayores, más temibles que los de la arena y de los vientos, proceden de sus habitantes, de los tibbus y de los tuaregs, pueblos de origen árabe, que viven exclusivamente de la rapiña, asesinando y saqueando a las caravanas que atraviesan el desierto; gente intrépida y feroz, fanática y salvaje, que se jacta de asesinar cristianos.

Como los lectores pueden ver, se han forjado muchas leyendas sobre los tremendos peligros del desierto, y quizás Soleillet, el famoso explorador francés, no ha dejado de tener razón para declarar, aun cuando esto haya parecido una paradoja, que el camino mejor para ir de Argelia al Níger es el del desierto, y que si el Sahara es completamente estéril, consiste en que nadie lo ha cultivado.

La caravana del marqués de Sartena se había internado valerosamente en el desierto caminando en fila.

El moro, jinete en un asno, iba a la cabeza, en su calidad de guía, orientándose entre las arenas sin necesidad de brújula, porque a los habitantes del Sahara les basta para ello con el sol y la estrella polar. Detrás del moro marchaba el camello de Ester, seguido por el marqués, Rocco y Ben, y, por último, cerraban la marcha los demás animales, guiados por los beduinos.

El desierto se extendía hasta perderse de vista, confundiéndose con el llameante horizonte; pero no era una llanura plana, sino una continua ondulación de colinas arenosas dispuestas de mil modos, más o menos altas. Y aquí y allá se veían esparcidas algunas hierbas y hedysarum albagi, plantas que tienen profundas raíces y hojas cortas con púas, de que gustan mucho los camellos.

En lontananza se descubrían aún algunos grupos de palmeras.

—¡Qué tristeza —exclamó el marqués— y, sobre todo, qué silencio reina en este mar de arena!

—¡Y apenas hemos comenzado a recorrerlo! —añadió Rocco.

—¡Ya nos acostumbraremos!

—Y entonces no nos parecerá tan triste —dijo Ben—. Los hombres que guían las caravanas aman estos lugares. Cuando van a Marruecos, ansían el momento de volver a su Sahara.

—Y sin embargo, no deben de llevar una vida muy alegre —añadió el marqués.

—Es cierto —replicó el judío—. La vida del desierto está llena de fatigas y de privaciones. Todos los años un buen número de esos valientes exploradores dejan sus huesos calcinarse bajo el ardiente Sol del desierto.

—¿Y sopla muchas veces el simoun? —preguntó Rocco.

—Ya veréis sus efectos en los innumerables esqueletos que encontraremos —respondió Ben—. Se puede asegurar que los caminos que conducen al Niger están todos cubiertos de huesos de hombres y de animales: no es caso raro que una caravana entera desaparezca entre la arena para siempre.

—¡Demonio! —exclamó Rocco—. ¡El cuadro es poco agradable!

—Sin contar los que mueren de sed —añadió el marqués.

—En Marruecos se recuerda todavía con horror la caravana que en 1805 pereció toda por encontrar los pozos secos —dijo Ben.

—¿Era numerosa? —preguntó Rocco.

—Se componía de dos mil personas y de mil ochocientos animales entre camellos y asnos.

—¿Y perecieron todos?

—Todos los cadáveres fueron encontrados amontonados alrededor de los pozos secos.

—¡Qué hecatombe! —exclamó el marqués.

—Confío en que tendremos mejor suerte —dijo Rocco.

Mientras hablaban, la caravana marchaba lentamente serpenteando por entre las dunas.

El calor comenzaba a hacerse insoportable, y la luz reflejada en las arenas hería cruelmente los ojos, mientras un polvillo impalpable se levantaba bajo los cascos de los animales, produciendo a los viajeros frecuentes accesos de tos.

En algunos momentos parecía que de las hendiduras del terreno brotaban llamas, como si bajo aquella arena circulase la lava de un invisible volcán.

También aquel silencio profundo, no interrumpido por el grito de un ave ni por el chirrido de un insecto, producía un extraño efecto de desaliento y de tristeza en el ánimo de los dos europeos, no familiarizados aún con los terribles mares del desierto.

El marqués había intentado cantar una canción corsa; pero pronto se vio obligado a cerrar los labios, porque el polvillo impalpable que le entraba en la boca le secaba las fauces.

Además, su voz, perdiéndose en aquella llanura interminable de arena, en vez de alegrar el ánimo, lo entristecía, porque se apagaba bruscamente y sin eco, como si el calor la absorbiese con la humedad.

A mediodía, después de una penosa marcha de cuatro horas, la caravana se detuvo en un minúsculo oasis constituido por una docena de palmeras cargadas de dátiles y de un poco de césped formado de lichen esculentus.

El desierto puede considerarse como la patria de la palmera, porque crece en todos los oasis espontáneamente, sin exigir cultivo alguno y resistiendo con tenacidad a las sequías más continuadas.

Si el camello es necesario al habitante del desierto, la palma lo es aún más; y se comprende la veneración que el árabe tiene por esta planta, sin la cual no podría vivir.

De la palmera extraen los luarega lo más preciso para su vida.

Las hojas tiernas les sirven de ensalada, el dátil lo emplean de diferentes maneras, y mediante una incisión hecha en el tronco del árbol extraen de él un jugo refrescante que llaman leche de datilero, muy agradable al paladar. Por último, con las hojas secas construyen esteras, tapices, cestos, sombreros y cuerdas muy sólidas.

De los dátiles, que, como nadie ignora, contienen una gran cantidad de azúcar, de almidón y materias mucilaginosas, obtienen los tuaregs una harina que se conserva durante largo tiempo, y que constituye su principal alimento.

También extraen de ellos un jarabe exquisito, llamado miel de dátiles, que sirve para condimento del arroz. Dejando fermentar el fruto, sacan asimismo de él un licor muy agradable, que pueden convertir en vinagre y en alcohol por medio de la destilación.

Por último, la madera de estos maravillosos árboles produce un combustible que desarrolla un calor casi igual al de la hulla.

¿Se puede pedir más a una planta?

Mientras el marqués, ayudado por Ester y el moro, armaba las tiendas, pues quería prolongar la parada hasta la puesta del sol, y Rocco preparaba la comida, Ben y los dos camelleros entraban a saco en las palmeras, despojándolas de su exquisito fruto.

—¡La recolección ha sido abundante! —dijo Ben presentándose con una soberbia carga de racimos de dátiles—. ¡Se podría hacer excelente miel!

—¿Y quién se encargará de ello? —preguntó el marqués.

—Yo, señor marqués —respondió Ester, que estaba chupando con sus hermosos labios, rojos como el coral, un riquísimo dátil.

—Hecho por vos, me parecerá más gustoso —dijo galantemente el marqués—. Si lo permitís, yo os ayudaré.

—¡Aceptado! —replicó Ester riendo—. La fabricación no es fácil.

—Yo, entretanto, os traeré un vaso de leche de datilero —añadió Ben—. La planta morirá; pero quedan muchas.

—¿Y por qué? —preguntó el marqués.

—Pues porque se desangra por la incisión.

Y dicho esto hizo una cortadura en el tronco, tomó un odre, y empezó a recoger el líquido que brotaba por la herida de la planta.

Mientras se llenaba el odre, el marqués, Ester y Rocco fabricaban la miel; operación facilísima, que no requiere más que un poco de fuerza y una olla de barro con el fondo agujereado, en la cual se exprime la fruta hasta que suelta el jugo.

De este modo obtuvieron una buena cantidad de miel.

Terminada la comida, todos se tendieron bajo las tiendas para dormir la siesta, mientras los camellos rumiaban en medio de las arenas, insensibles, como la salamandra, a las mordeduras de aquel sol de fuego.

CAPÍTULO X. LAS PANTERAS DEL DESIERTO

Cuando la caravana volvió a ponerse en camino, el sol iba a ocultarse en un verdadero océano de fuego.

El astro, todavía resplandeciente de luz, declinaba rápidamente, tiñendo de color rojo de incendio la interminable playa de arena, mientras la luna surgía por el lado opuesto, también brillante como un disco de plata.

Los camellos, bien descansados, se pusieron en camino con paso más rápido que antes, no obstante el calor que se dejaba sentir aún entre aquellos cúmulos de arena que se perdían en el horizonte.

Una calma pesada, que hacía la respiración difícil, flotaba sobre el desierto e impedía respirar libremente a los hombres; pero la refracción de la arena, tan molesta para los ojos, había, en cambio, desaparecido con gran satisfacción del marqués y de Rocco, cuyos párpados estaban hinchados.

Poco a poco las sombras de la noche caían sobre el desierto: parecía que desde Oriente extendían un enorme velo, que avanzaba cada vez más. Por el contrario, en Occidente, el horizonte llameaba todavía, como si cráteres inmensos de volcanes invisibles arrojaran sobre el firmamento mares de lava.

Las puestas del sol en el desierto son verdaderamente maravillosas. No hay pluma que pueda describir la misteriosa melancolía de aquellos crepúsculos espléndidos; melancolía que aumenta con el silencio profundo que reina en aquellas interminables landas.

En el mar, en las montañas, en las llanuras, en las gargantas más abruptas y salvajes, se oye siempre algún rumor: o el grito de las aves, o el monótono cri cri del grillo, o el zumbido de algún insecto nocturno, o el murmullo de un río, o el lejano crepitar de una cascada, o el susurro de las hojas sacudidas por la brisa. Pero en el desierto, nada, absolutamente nada: ni un rumor, ni un grito, ni un sonido, porque la Naturaleza está muerta.

Solamente algunas veces por la noche el misterioso silencio llega a ser interrumpido por el aullar lamentable del jaguar, errante por entre las dunas en busca de una presa; pero este aullido, en vez de alegrar el ánimo, lo entristece.

El sol había ya desaparecido, y la luna se había elevado sobre el horizonte, ascendiendo con lentitud por un cielo de transparencia increíble. Sus blancos rayos se reflejaban vagamente sobre las arenas, y proyectaban de un modo desmesurado las sombras de los camellos y de los caballos.

—¡Se diría que éste es el reino de la muerte! —exclamó el marqués—. ¡Parece que vamos seguidos por una legión de espectros que se deslizan sobre la arena! Y, sin embargo, ¡cuánta poesía! —añadió—. ¡Nunca hubiera creído que las noches fuesen tan espléndidas en el desierto! Tienen tristeza, no se puede negar; pero, en cambio, ¡qué calma tan majestuosa reina en estas llanuras! ¿Qué te parece todo esto, bravo Rocco?

—Pues que voy sudando como si me encontrase en un horno —respondió el hércules, que no tenía un temperamento muy romántico—, y que pagaría a precio de oro una buena botella de cerveza helada.

—¡Vaya un sibarita!

—No me negaréis, señor marqués, que hace aquí un calor de infierno. ¡Cualquiera diría que bajo estas arenas corre ja lava de un volcán!

—El Sahara no tiene siquiera uno, bravo Rocco.

—Decidme, señor marqués: ¿el Sahara ha sido siempre lo que es hoy?

—Los antiguos le han visto siempre cubierto de arena.

—¿Y no es posible transformarlo?

—Ya se intenta hacer algo en ese sentido, y con éxito.

—¿Por quién?

—Los franceses de la Argelia meridional han comenzado ya a cultivar una parte del gran desierto, creando multitud de oasis donde las plantas crecen con profusión.

—¡Cómo! ¿Han llegado a cultivar estas arenas? —pregunto admirado Ben Nartico.

—Si; y no han de pasar muchos años sin que se demuestre que el Sahara no es una región árida e inhabitable, como hoy se afirma.

—¿De veras?

—Se ha creído hasta ahora que bajo estas arenas faltaría toda huella de humedad; pero ya se ha comprobado que el agua no falta. Pues bien; el general Desvaux, convencido de ello, ha querido hacer experimentos que han resultado sorprendentes. Suponiendo que el subsuelo del Sahara era como un inmenso lago subterráneo comprendido entre dos estratos impermeables, dió al ingeniero Jus el encargo de abrir un pozo artesiano. Terminada Ja perforación en Gedida en Junio de 1856, se confirmaron en absoluto las suposiciones del bravo general, porque se obtuvo un chorro abundantísimo, el cual podía facilitar 4000 litros de agua por minuto: la suficiente para regar el mayor oasis. Tras este pozo se abrirán otros, y seguirán abriéndose otros nuevos en lo sucesivo. De ese modo los oasis crecerán rápidamente, y acabarán por vencer al desierto. Ya en la actualidad se cultivan en Argelia muchos terrenos que se juzgaban improductivos en absoluto.

—¡Es maravilloso! —exclamó Ben Nartico.

—Es el principio de la transformación del desierto. Dentro de pocos siglos, una buena parte del Sahara será muy productiva, merced a la actividad y al genio de los europeos.

—He oído hablar también de un proyecto grandioso, que consistiría en transformar una parte del desierto en un enorme lago.

—Sí, Ben; y no me asombraría que ese proyecto llegara a realizarse. Fernando Lesseps, el famoso ingeniero del canal de Suez, no sólo había estudiado ya ese proyecto, sino que estaba convencido de su éxito. Se pretendía inundar 8000 kilómetros cuadrados del desierto, o sea toda la parte baja, mediante un canal de 160 kilómetros de largo abierto en Gabes. En diez años de tiempo y con 200 millones de gasto, se podría realizar tan colosal empresa.

—Pero se sumergerían también muchos oasis.

—Eso es indudable, amigo Ben; pero ¿qué ventajas no reportarían al comercio y las naciones mediterráneas, puestas de este modo en comunicación con el Sultán?

—¿Y se realizará?

—Eso, ¿quién puede decirlo? El Gobierno francés no se atreve a hacerlo por ahora; pero lo que se ha negado hoy se puede conceder mañana.

—Entonces, ¡adiós las caravanas! —dijo Rocco—, ¡adiós la poesía del desierto!

—Desaparecerían; pero ¿quién no estaría satisfecho de pasar el desierto en un magnifico vapor? —dijo el marqués riendo—. Yo renunciaría de buen grado a los camellos y a los dátiles, aun cuando sean excelentes. ¿Y vos, Ben?

El judío iba a responder, cuando en medio de las dunas de arena resonó un grito agudo, un grito terrible; el grito de una criatura humana que estuviera próxima a la muerte.

—¡Parece que piden auxilio! —dijo el marqués deteniendo su caballo y sacando del arzón la carabina.

Todos se incorporaron sobre las cabalgaduras para abarcar mejor el horizonte.

Las dunas estaban tan altas en aquel sitio que era imposible ver a lo lejos.

En aquel momento el grito resonó más perceptible. Aquella voz había gritado en árabe:

—¡Auxilio! ¡Auxilio!

—¡Allá abajo asesinan a algún hombre! —dijo el marqués, preparándose a lanzar su caballo en aquella dirección.

—¡Despacio, señor! —dijo Ben—. ¡No olvidéis que estamos en el desierto, y que el desierto es el reino de los tuaregs!

—¡Tenemos buenas armas!

El marqués espoleó a su caballo y se dirigió hacia el sitio de donde habían partido las voces.

Ben y Rocco le siguieron, mientras los dos beduinos y el moro rodeaban el camello de Ester empuñando sus fusiles.

Pasadas algunas dunas, el marqués se encontró en una hondonada. En el centro de ella estaba tendido en el suelo un hombre envuelto en un kaik oscuro y luchando desesperadamente contra un enorme animal que trataba de devorarle.

Viendo aparecer a los tres jinetes, la fiera había dado un rápido salto hacia atrás, abriendo desmesuradamente las fauces.

Era un animal casi del tamaño de un león, con el cuello corto, el cuerpo robusto, las patas gruesas, y la piel esmaltada de manchas grises y negruzcas.

—¡Es una pantera del desierto! —exclamó el marqués al ver a la fiera—. ¡Cuidado! ¡Es casi tan peligrosa como un león!

Saltó con rapidez a tierra para hacer fuego sobre la pantera con mayor seguridad, y gritó a sus compañeros:

—¡Auxiliad al hombre! ¡Yo me encargo del animal!

Comprendiendo el peligro, la fiera había retrocedido hasta un montón de rocas que emergían entre la arena. El marqués iba a echarse la carabina a la cara, cuando de pronto vió desaparecer a la pantera por una hendidura de las rocas.

—¡Se ha ocultado! —exclamó—. ¡Ya te descubriremos más tarde!

Y, seguro ya de tenerla en su poder, se unió con sus compañeros, que ya habían levantado al hombre acometido por la fiera.

Era un individuo de cerca de sesenta años, con la tez morena, una larga barba blanquísima, y el cuerpo extraordinariamente flaco.

No llevaba más arma que un nudoso bastón; sin embargo, debía de haberse defendido gallardamente, porque sólo se veían las huellas de un zarpazo en la mejilla izquierda.

—¡Alá os lo premie! —dijo cuando Rocco le hubo lavado la herida—. ¡Creí que había llegado mi última hora!

—¿Quién sois?

—Un pobre marabut, y me he perdido en el desierto al separarme de la caravana con la cual marchaba. Hace ya más de cinco días que camino al azar.

—¿Y pudisteis resistir tales fatigas?

—Muero de hambre, y apenas puedo sostenerme en pie.

—Os llevaré en mi caballo —dijo Ben—. ¿De dónde venís?

—Del Sahara central; del oasis de Argan y de Birel-Deheb.

Ben cambió con el marqués una mirada que quería significar:

—¡Este hombre puede sernos muy útil!

—Rocco —dijo el marqués—, conduce a ese hombre adonde está El-Haggar, y haz que acampen los caballos. Nosotros entre tanto trataremos de descubrir a la pantera.

—¡Dejadla! —respondió el coloso.

—No, Rocco; pienso utilizar su piel.

El hércules levantó en sus robustos bracos al viejo, le puso sobre la silla de su propio caballo, y se alejó entre las dunas.

—¿Qué queríais darme a entender, amigo Ben? —le preguntó el marqués cuando se encontraron solos.

—Que ese marabut puede darnos preciosos informes sobre el coronel Flatters.

—¿Podremos fiarnos de él? Los marabuts son fanáticos.

—No podrá haceros traición, porque debe de tener prisa por llegar a Marruecos. He visto que lleva la bolsa bien repleta. Le daremos un camello, y le enviaremos a Tafilete.

—Más tarde le interrogaremos: ahora busquemos a la pantera.

—¿Os gusta la caza?

—Más que la guerra.

—Pues vamos a descubrir al animal.

—No será empresa difícil.

—¿Suponéis que saldrá de su guarida?

—Quizás.

—Nosotros la obligaremos a hacerlo, señor marqués. Por aquí no faltan hierbas secas.

—¿Queréis ahumarla?

—Sí, en el caso de que no salga voluntariamente.

Ataron los caballos juntos, y se aproximaron al montón de rocas con el dedo en el gatillo de las carabinas. En el fondo de una hendidura vieron brillar dos puntos luminosos y oyeron un ronco gruñido.

—¡Nos espía! —dijo el marqués.

—¡Cuidado! ¡Si es una hembra y tiene cachorros, se defenderá desesperadamente!

—Tenemos balas en abundancia. ¡Ved; acaba de desaparecer! Acaso sea profunda la cueva.

—Haré fuego: estad vos preparado para darle el golpe de gracia.

—La espero —dijo con calma el marqués.

—Y yo también —añadió una voz a espaldas suyas.

—¿Eres tú, Rocco?

—¿Queríais que os dejara solo en el peligro?

—¡Atención! —dijo Ben.

Avanzó hasta la boca de la hendidura, y disparó el arma.

El tiro fue seguido de un rugido; pero la fiera no salió.

—¡Ahumémosla! —dijo Rocco—. Cuando no pueda resistir el humo, saldrá afuera.

Ben y Rocco llevaron varios brazados de hierba seca, y la arrojaron con las convenientes precauciones delante de la madriguera.

La pantera, como si hubiera adivinado sus intenciones, empezó a rugir espantosamente.

Rocco encendió un fósforo y marchó con loca temeridad a pegar fuego a la hoguera. Ya iba a retirarse, cuando la furiosa fiera, dando un salto repentino, atravesó por encima de la3 llamas con la rapidez del rayo.

La embestida había sido tan rápida, que el gigante no tuvo tiempo de esquivar el choque, y cayó pesadamente sobre la espalda.

—¡Huye! —gritó el marqués.

Pero ya era tarde para pensar en una retirada: la bestia se había arrojado sobre él con furia increíble, tratando de destrozarle con sus poderosas garras.

Por fortuna, el coloso estaba dotado de una fuerza hercúlea. Al verse perdido, y en la imposibilidad de evitar el ataque, había estrechado entre los brazos a la pantera con rabia tal, que le arrancó un grito de dolor.

Un oso gris no hubiera podido hacer más con un jaguar. Rocco no dejaba la presa, y sometía a dura prueba la fortaleza de sus costillas.

El marqués y Ben habían avanzado; pero no se atrevían a hacer fuego por miedo de matar al compañero con la misma bala que hiriese a la pantera. Una y otro formaban un solo grupo.

—¡Suéltala, Rocco! —gritaba el marqués.

Pero el coloso apretaba con mayor fuerza; sus poderosos brazos la estrechaban cada vez más haciendo crujir los huesos del animal.

—¡Déjadme hacer! —decía—. ¡La ahogaré!

La pantera, sintiéndose desfallecer, hacía esfuerzos prodigiosos por hurtar el cuerpo, y trataba de destrozar el cráneo de su enemigo.

Rugía ferozmente, y sus fauces se cubrían de espuma sanguinolenta.

De pronto dió un rugido más ronco y luego se estremeció, mientras los potentes brazos del coloso se estrechaban cada vez más sobre su cuerpo.

—¡Allá, va! —gritó el hércules, lanzándola a cuatro o cinco pasos de distancia—. ¡Señor marqués, podéis darle el golpe de gracia!

La advertencia llegó a tiempo, porque el feroz animal volvió a levantarse más amenazador que nunca.

En aquel momento dos balas le destrozaron el cráneo y la hicieron caer para no levantarse más.

—¡Por el alma de Satanás! —exclamó el marqués maravillado—. ¿Qué clase de brazos son los tuyos?

—¡Dos brazos robustos! —respondió el coloso.

—¡He aquí un hombre que vale por veinte! —dijo Ben—. ¡Si los tuaregs nos asaltan, no quisiera hallarme en su pellejo!

—¡Ni yo tampoco! —añadió el marqués.

CAPITULO XI. LAS CONFESIONES DEL MARABUT

Cuando volvieron al campamento, que estaba situado en la margen de aquella hondonada, encontraron al marabut sentado delante de una olla y comiendo con apetito de lobo.

El pobre diablo, que no había probado bocado en cinco días, devoraba con tal ansia, que se exponía a tener una indigestión. En el desierto debía de haber sufrido mucho, a juzgar por la extremada extenuación de su cuerpo.

Los marabuts pasan por ser los más fieles apóstoles del islamismo y gozan de tanta fama como los santones, pues pertenecen a una secta cuyo único propósito es propagar la fe del Profeta.

Se encuentran en todas partes: lo mismo en los límites del desierto que en Marruecos y en Argelia.

Son una especie de monjes: algunos de ellos buenos, austeros y compasivos; feroces e impostores otros.

Algunos tienen mujer; pero una sola, aun cuando las leyes musulmanas permiten muchas, si bien, por regla general, los marabuts viven solitarios, ocupando el tiempo en estudiar el Corán y en ayunos continuados. Los más ignorantes, en cambio, se entregan a las mayores extravagancias, como los derviches girantes de Turquía.

Los hay entre ellos que pasan por adivinos, se jactan de operar milagros, pronostican las victorias en tiempo de guerra y venden amuletos para librarse de las armas de los enemigos. También alardean de ser famosos curanderos, y sus recetas consisten casi siempre en un pedazo de papel sobre el cual escriben algunas frases del Corán. Lo más curioso del caso es que hacen tragar a los enfermos estas recetas.

Siguen siendo todavía personajes importantes y hasta peligrosos en las kabilas. Con pocas palabras suelen encender terribles rebeliones entre las tribus ignorantes y crear verdaderas conflictos al Sultán.

Nadie desconoce que las tribus de Marruecos se han sentido siempre animadas de verdadera hostilidad contra los encargados de recaudar las contribuciones en nombre del Sultán: los ministros de éste, para evitar los gastos de una campaña contra los rebeldes, recurren a los marabuts, los cuales aconsejan a los kabileños el pago de los tributos, sin perjuicio de reservarse una parte importante para ellos.

El marabut recogido por los europeos en el desierto acababa de hacer también un largo viaje con el propósito de buscar recursos en el centro mismo de los oasis de los tuaregs, bajo pretexto de que aquel dinero debía servir para destruir a los infieles.

Por desgracia suya, la caravana en cuya compañía viajaba había partido sin avisarle, y el infeliz, abandonado en el desierto, sin víveres y sin animales, se vió, como ya saben los lectores, a punto de encontrar su tumba entre las fauces de la pantera.

Una vez que hubo repuesto sus fuerzas, el marqués le interrogó bruscamente diciéndole:

—¿De modo que habéis presenciado la destrucción de la columna francesa del coronel Flatters?

Al oír aquellas palabras el santón miró al marqués con estupor.

—¿Qué decís? —preguntó finalmente, no sin cierta inquietud.

Después de decir esto se acercó a él, y le examinó con atención.

—¡Ah! —dijo—. Vos no sois un marroquí, sino un europeo vestido de árabe; ¿no es cierto?

—Es cierto —respondió el marqués.

—¿Francés quizás?

—Casi, porque soy argelino.

—¿Y qué hacéis en el desierto?

—Voy al Senegal, y atravieso el Sahara por asuntos comerciales.

—Sospechaba que ibais en busca de los tuaregs.

—¿Para qué, si todos los individuos de la expedición han sido muertos?

—¿Todos?

—¿Acaso sabéis vos alguna cosa? ¿Vive alguno de ellos?

El marabut no respondió. Sus miradas inquietas pasaban del marqués a Rocco, y de éste a los judíos.

—Escuchadme —dijo el primero—: Si me contáis lodo lo que sabéis de esa tragedia, os regalaré un camello para volver a Marruecos, y hasta un hermoso fusil para defenderos.

—¿No me lleváis en vuestra compañía?

—¿Con qué propósito? Nosotros vamos hacia el Sur.

—¿Hace mucho tiempo que faltáis de Argelia?

—Dos meses, próximamente.

—Entonces, ¿no sabéis que uno de los guías de la expedición ha sido detenido y envenenado?

—Nada sé; conque hablad.

El marabut volvió a vacilar durante algunos momentos, y luego dijo con voz temblorosa:

—¿Supongo que no me juzgaréis cómplice de los tuaregs?

—¡De ningún modo! Los marabuts son hombres santos.

—Y cuando haya hablado, ¿me dejaréis marchar?

—¡Os lo prometo!

—¡Este santón no debe de tener la conciencia muy tranquila! —murmuró Rocco al oído del marqués.

El marabut estuvo algunos instantes callado, como si recogiera sus recuerdos, y luego dijo:

—Yo me encontraba en el oasis del Rhat, que bien puede llamarse la ciudadela de los tuaregs, cuando ocurrió el asesinato de la expedición. Como habréis sabido, el coronel, además del capitán Masson y de varios ingenieros, llevaba una escolta de cazadores argelinos del regimiento número I, entre los cuales se encontraban dos hombres que debían traicionarle: Belkasemben-Ahmed que se ocultaba bajo el nombre de Bascir, y El-Abiod-ben-Alí.

—Lo sabía —dijo el marqués.

—Esos dos soldados no eran argelinos, como se había creído, sino originarios del país de los tuaregs. Al llegar la expedición al desierto, Bascir, de acuerdo con su compañero, urdió la venta de los expedicionarios para apoderarse de las armas, de los víveres y del dinero que llevaban. Con el pretexto de conducir al coronel a visitar una mina de oro, llevó a la columna a Ued-Dom, y luego desertó con El-Abiod para prevenir a los tuaregs. A la mañana siguiente 1200 bandidos del desierto cayeron sobre la expedición, cercándola por todos lados. El coronel, el capitán y un sargento cayeron vivos en las manos de sus adversarios; otros, guiados por un cabo, lograron abrirse paso a través de los bandidos y huyeron hacia el Norte; pero la mayor parte de ellos cayeron acuchillados por los tuaregs. Debo añadir que algunos días antes los tuaregs habían tratado ya de destruir la columna vendiendo a los expedicionarios dátiles envenenados, y a consecuencia de ello expiraron algunos soldados entre tormentos horribles. Volviendo a la emboscada, los supervivientes continuaron la retirada hacia el Norte.

—Conozco todos esos detalles terribles —interrumpió el marqués—. Esa retirada será legendaria, como el naufragio de la Medusa. Esos desgraciados morían de hambre y sed, y se asesinaban recíprocamente en furiosos accesos de verdadera locura, cayendo casi todos en la arena, que mordían con rabia en los últimos espasmos de la agonía.

—¡Qué horror! —dijo Ester.

—Pero proseguid —replicó el marqués, dirigiéndose al marabut—. ¿Qué ha sido del coronel y del capitán?

—Del coronel nada sé de positivo: he oído decir que le habían llevado a Tombuctu.

—¿Creéis que aún viva?

—Lo ignoro.

—Jurádmelo.

—¡Lo juro sobre el Corán!

—¿Y el capitán Masson?

—Vi su cabeza clavada en una pica, y también la del sargento.

—¡Infames! —gritó Rocco.

—Me habéis dicho que uno de los traidores ha sido arrestado.

—Sí; Bascir, el cual tuvo la audacia de ir a Argel, donde fue reconocido por uno de los pocos supervivientes.

—¿Y ha confesado?

—Todo; añadiendo además que el coronel Flatters había sido asesinado por negarse a escribir una carta pidiendo una columna de socorro.

—¿Habrá dicho ese miserable la verdad?

—Lo dudo, señor.

—¿Vive aún ese hombre?

—He sabido que fue envenenado el 8 de Agosto en la cárcel de Biskra por los amigos de los tuaregs.

—Y el compañero de Bascir, ese infame El-Abiod, ¿sabéis dónde se encuentra? —preguntó Nartico.

—Me han dicho que es camellero en una caravana que se dirige hacia Tombuctu.

—¡Ese es el hombre que buscamos y que ha sido señalado por el viejo Hassan! —dijo el judío al corso, hablando en lengua francesa.

—¡Le encontraremos! —exclamó el marqués.

Y dicho esto, mandó escoger uno de los mejores camellos.

—¡Es vuestro! —dijo al marabut—. ¡Conque buen viaje!

—¡Qué Dios vaya en vuestra compañía!

Se montó en la silla, anduvo unos pasos, y de pronto se volvió, diciendo al marqués:

—¡Tened cuidado! Los tuaregs están alerta para que ningún europeo se interne en el desierto. ¡Temen la venganza de los franceses!

—¡Gracias por el aviso!

—Señor, ¿qué es lo que dice ese santón? —preguntó Rocco mirando al marabut, que desaparecía por detrás de las dunas—. ¡Yo creo que no ha sido ajeno a la matanza!

—¡Esos santones son peligrosos! —añadió Ben Nartico.

—Debimos detenerle.

—No, porque le prometí auxiliarle en su viaje: solo cumplo mi palabra.

Media hora después la caravana volvía a emprender la marcha, dirigiéndose hacia el Sur.

CAPITULO XII. UNA VENGANZA EN EL DESIERTO

La marcha por aquel interminable mar sin agua, como llaman los árabes al desierto, era cada vez más fatigosa y monótona.

Las arenas se sucedían a las arenas sin ninguna variación, ora formando hondonadas que parecían no tener fin, ora largas hileras de dunas que daban a aquel mar el aspecto de olas solidificadas.

Sólo a largas distancias, alrededor de las rocas que emergían entre la arena como islotes perdidos, se encontraban algunas hierbas agostadas por los rayos de fuego de aquel sol terrible que todo lo abrasaba.

Era el verdadero desierto, sin un árbol que alegrara la vista, sin un pozo donde humedecer los labios, sin un ser viviente siquiera; porque si en el Sahara hay animales feroces, y hasta antílopes, gacelas y avestruces, sólo se encuentran en las cercanías de los oasis.

Era un verdadero océano de arena y fuego, impregnado de una atmósfera ardiente que secaba las carnes y que hacia humear la piel de los camellos como las solfataras. ¡Y cuántas luces y cuántas irradiaciones! En ciertos momentos los ojos no podían soportar aquellos reflejos brillantes, que producían dolores parecidos a las picaduras de mil agujas aplicadas sobre los párpados.

Al frente, el horizonte parecía cubierto de llamas; en lo alto brillaba un cielo deslumbrador que no se podía mirar un solo instante; en tierra los reflejos de las arenas, casi incandescentes por el calor del Sol, centelleaban con vivísimos resplandores.

No obstante, la caravana continuaba su camino, ansiosa por llegar a los pozos de Beramet para renovar las provisiones de agua, que comenzaba a escasear y para descubrir a El-Abiod.

Los expedicionarios habían renunciado al cabo de algunos días a las marchas diurnas: durante el día acampaban bajo las tiendas; pero, a pesar de eso, aquel sol terrible fatigaba mucho al marqués y a Rocco, que no estaban habituados a las altas temperaturas.

La caravana empezaba su jornada una hora antes de la puesta del sol, y la continuaba hasta el alba. Por fin, los expedicionarios pudieron saludar el alto alminar de Beramet en el momento en que el muecín, con el rostro vuelto hacia la Meca, lanzaba al espacio la oración matutina:

—¡Alah, Alah, russo, Alah…! (¡No hay más Dios que Dios, y Mahoma es su Profeta!).

La caravana se detuvo. Todos los hombres, y hasta la misma Ester, que también debía fingirse mahometana, se arrodillaron después de haber recitado algunas oraciones.

Hecho esto, hombres y camellos realizaron su entrada en el oasis, con la esperanza de encontrar cu él a la caravana.

Beramet no es más que una pequeña estación situada a pocas millas del río Igiden, que permanece seco durante años enteros, y que cuando lleva aguas las arroja en un pequeño lago salobre que se extiende hacia el Norte, casi en los límites de Marruecos.

El oasis de Beramet se compone de una pequeña mezquita y de tres o cuatro aduares, habitado cada uno de ellos por un grupo de familias y de escasas plantaciones de palmeras y acacias.

Sus moradores pertenecen casi todos a la raza de los amarguís, la más hermosa y la más fiera de Marruecos, enemiga declarada de los árabes, a los cuales hace sufrir los más duros tratamientos.

Son hombres robustos, cazadores intrépidos y andarines incansables, con una mezcla de salvajismo y de dulzura, y más hospitalarios que las otras tribus. Cuando son jóvenes viven de la caza y cultivan los campos; cuando llegan a viejos se hacen pastores y pasan el día entero tendidos en el suelo, en absoluta inmovilidad y desafiando al sol con la cabeza desnuda.

No tienen más que una pasión: la de las armas de fuego. El hijo recibe de su padre la espingarda, que a su vez recibió del abuelo.

Apenas entraron en los aduares, el marqués y su gente averiguaron pronto, con mucho disgusto suyo, que no había ea ellos ninguna caravana.

—¿Se ha ido ya? —preguntó el marqués.

—Hace cinco días —replicó El-Haggar.

—¿Hacia dónde?

—Hacia los pozos del Marabut.

—¡Qué el diablo se los lleve! —exclamó el marqués malhumorado.

—Los alcanzaremos —dijo Ben Nartico—, las grandes caravanas marchan muy despacio.

—¿Cuántos días tardaremos en llegar a esos pozos?

—Tres semanas, por lo menos —replicó El-Haggar.

—¡Brava caminata! —dijo Rocco.

—Señorita —añadió el marqués volviéndose hacia Ester—, tenéis necesidad de algún reposo.

—No —respondió la hermana de Ben—, en el camello no me fatigo, porque estoy acostumbrada al paso de estos animales.

—¡Y yo no puedo resistirlo!

—¡Cuestión de hábito, marqués!

—Entonces, ¿podremos marchar esta misma noche?

—¡Claro que sí!

—¡Gracias!

Levantaron las tiendas fuera de los aduares, y luego Ben, El-Haggar y los dos beduinos se acercaron a los pozos para abrevar los camellos y coger la provisión de agua.

Los pozos del Sahara todos son iguales: los de Beramet tenían agua en abundancia, aunque era un poco salobre.

A la noche, un poco después de la puesta del sol, la caravana, aumentada con dos maliaris, o sea camellos corredores, y bien provista de agua y de víveres, salía de Beramet y tomaba el camino del Sur. Allí el desierto parecía más árido aún. Ya no se veía ni una sola roca, ni una brizna de hierba, ni el más pequeño animal; arena, y nada más que arena por todas partes.

—Me parece que el desierto desciende considerablemente —dijo el marqués, que caminaba al lado de Ben.

—Acaso sea éste el fondo del antiguo mar —replicó el judío.

—¿De modo que también vos creéis que antiguamente el Sahara estaba cubierto de agua?

—Todos lo afirman, señor. Y, además, ¿cómo explicar tal abundancia de arena?

—Pues, no obstante, los hombres de ciencia lo dudan. La altura media del desierto es de cuatrocientos metros sobre el nivel del mar: luego hay que admitir que el agua no debía de subir a tanta altura, toda vez que habría de estar en comunicación con el Océano.

—Hay aquí hondonadas considerables, señor marqués.

—No lo niego; pero son pocas, relativamente.

—¿Qué explicación dan, pues, los hombres de ciencia?

—Afirman que el Sahara, lo mismo que los desiertos del Turquestán y de Gobi, no han sido producidos por la retirada de las aguas, sino a causa de levantamientos geológicos antiguos, y sobre los cuales la arena se ha formado por la acción disgregadora operada superficialmente actuando sobre las rocas el aire y la lluvia.

Puede ser —dijo Ben Nartico—. Los estratos pedregosos son abundantísimos en el Sahara. ¡Ah!

—¿Qué pasa? —preguntó el marqués.

—¿Veis aquella roca aislada delante de nosotros?

—Si.

—Es la roca de Afza la hermosa.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Es una historia que todo el mundo conoce en el desierto.

—Pero que yo ignoro.

—Recuerda una venganza terrible.

—Entonces, me la contaréis.

—Sí; cuando nos detengamos.

El Sahara seguía mostrando una soledad desoladora; la calma más absoluta reinaba en aquellas inmensas llanuras; si alguna brisa llegaba a largos intervalos, era tan cálida, que ahogaba la respiración.

Aquella primera marcha después de la partida de Beramet se prolongó hasta el alba, pues el marqués deseaba adelantar todo lo posible para alcanzar a la caravana.

Apenas salió el sol se levantaron todas las tiendas, y todos se refugiaron en ellas para reposar un poco y almorzar.

Como en otras ocasiones, Rocco y Ester prepararon los manjares, que fueron devorados con prontitud.

—Ahora que nos hemos detenido —dijo el Marqués a Ben—, venga la historia de la roca.

—Creía que la habíais olvidado —repuso riendo el judío.

—Os lo narraré yo, marqués —añadió Ester.

—Entonces la escucharé con mayor interés.

—¡Gracias!

—Afea debió de ser una mujer; ¿no es cierto?

—Y una de las más bellas del Sahara.

—¿Es una historia dramática?

—Mucho: se trata de una venganza que os dará idea de las costumbres de los habitantes del desierto.

—Pues ya escucho.

—¿Habéis visto aquella roca?

—La he visto.

»—Un día surgía cerca de ella un aduar circundado por bellísimas palmeras, porque entonces los pozos eran más abundantes. Ya sabéis que cuando el agua llega a faltar, el desierto recobra sus derechos y cambia hasta los más bellos oasis en áridas llanuras. El aduar de que se trata estaba habitado por un beduino que se llamaba Alojan: hombre audaz y cazador intrépido, a quien todos conocían en el Sahara. El beduino era feliz, porque, además de tener muchos camellos, poseía también la mujer más hermosa del desierto, Afza, una tuareg que había comprado a peso de oro en el mercado de Anadjem. Por desgracia, aquella felicidad no debía ser duradera. Un día Alojan, mientras perseguía a un antílope, llegó a una hondonada arenosa donde el terreno estaba cubierto de trozos de lanzas, de sables ensangrentados y de cadáveres horriblemente mutilados. Una batalla debía de haberse librado entre dos tribus enemigas de tuaregs. Temiendo ser sorprendido por el vencedor, Alojan estaba a punto de volverse a su aduar, cuando llegó a sus oídos un lamento. Lanzó una mirada a si alrededor, y no tardó en descubrir en tierra a u joven guerrero que todavía respiraba. Alojan era generoso. Recogió al herido, le cargó sobre su camello y le transportó a su aduar, donde le curó como a un hermano. Al cabo de cuatro meses aquel joven que se llamaba Farés, estaba completamente curado.

»—Ya no necesitas de mis cuidados —le dijo Alojan—. Si quieres volver a tu tribu, puedes hacerlo; pero si quieres permanecer en mi aduar, serás un hermano para mí, y mi mujer será tu hermana. Decide lo que has de hacer.

»—¡Oh, mi generoso bienhechor! —respondió el joven guerrero. Ya que lo dejas a mi elección, permaneceré contigo, y te serviré toda mi vida.

»Las palabras de Farés no eran sinceras. Lo que le inducía a permanecer en el aduar era el amor que comenzaba a sentir por la hermosa Afza; amor al que ella correspondía. Ya habían pasado dos meses, cuando Alojan, que ninguna sospecha tenía, encargó a Farés que escoltara a su madre, a su mujer y a dos niños hasta un oasis donde contaba establecer su aduar. La ocasión hace al ladrón, como dice el refrán. No sabiendo resistir a su pasión, Farés puso las tiendas sobre un camello, colocó en él a la madre con los dos chiquillos y los envió delante, diciendo que pronto se reuniría a ellos con Afza. Por la noche, cuando Alojan llegó al oasis, encontró a su madre llorando.

»—¿Dónde está Afza? —preguntó con voz terrible.

»—No he visto a tu mujer ni a Farés en todo el día.

»Entonces una terrible sospecha le asaltó. Ayudó a su madre a levantar las tiendas, tomó las armas, montó en el mahan y corrió por el desierto desesperadamente hasta que llegó cerca de la tribu de Farés. A la entrada del aduar tropezó con una vieja, a la cual pidió alojamiento. Ella le miró con estupor y le dijo:

»—¿Por qué no vas a la tribu? Hoy es en ella día de fiesta, y no se niega hospitalidad a ningún extranjero.

—¿Y por qué hacen fiesta?

»—Porque Farés El-Meido, a quien lloraban por muerto, ha vuelto a la tribu en compañía de una hermosa mujer y hoy se han celebrado sus bodas.

»Alojan disimuló la rabia tremenda que le devoraba y aguardó la noche. Cuando todos los habitantes dormían, se deslizó sin ruido dentro de la tienda de Farés, y antes de que éste hubiese abierto los ojos, con un tajo de cimitarra le separó la cabeza del tronco. Afza, despertada por un chorro de sangre tibia, se incorporó atónita. Entonces Alojan, le dijo:

»—¡Sígueme!

»—¡Huye —exclamó la mujer— antes de que los parientes de Farés te maten!

»—¡Silencio! —dijo Alojan—. ¡Levántate!

»Afza, que había visto el relámpago siniestro que brillaba en los ojos del engañado beduino, quiso gritar; pero Alojan le cerró la boca y puso a Afza sobre su camello. Sin embargo, un rumor de alarma se escuchó en el aduar. El padre de Farés y dos de sus hijos se habían lanzado sobre las huellas de Alojan. Este, al verse seguido de cerca, empuñó las armas y se defendió como un león. Al mismo tiempo Afza consiguió huir, y se unió a los perseguidores de su marido, que le atacaban furiosos. No obstante, el bravo Alojan mató a los dos hermanos de Farés y derribó al padre en tierra.

»—¡Yo no mato a los viejos! —dijo—. ¡Vuelve con los tuyos!

»Luego cogió otra vez a Afza y se dirigió con ella hacia su primer aduar. Cuando llegó cerca de la roca que habéis visto, hizo llamar por uno de sus criados al padre y a los hermanos de su mujer, que vivían poco distantes, y les contó lo sucedido.

»—¡Padre —dijo después de concluir su narración—, juzga a tu hija!

»El viejo se levantó sin decir palabra, desnudó la cimitarra, la levantó, y un segundo después la hermosa cabeza de Afza rodaba por el suelo. Cumplida la venganza, Alojan cegó el pozo llenándole de arena, y, montando luego en el camello, desapareció lentamente entre las dunas del desierto, sin que nadie volviera a tener noticias suyas. Las palmeras desaparecieron también del oasis; pero quedó en pie la roca para recordar la venganza del pobre cazador del desierto y a la infiel y hermosa Afza.

CAPÍTULO XIII. LOS HURACANES DEL SAHARA

Ya hacia más de diez días que la caravana caminaba dirigiéndose siempre hacia el Sur, cuando una mañana, después de una penosa marcha nocturna, el marqués y sus compañeros vieron aparecer en la tienda a El-Haggar con el rostro descompuesto.

—¡Señores —les dijo muy alarmado—, un peligro, y quizás un peligro tremendo, nos amenaza!

—¿Son los tuaregs? —preguntó el marqués amartillando su carabina.

—No; los tuaregs no nos amenazan: es el simoun, que se prepara a soplar. Dentro de pocas horas el desierto estará en plena tempestad, y hay necesidad de buscar un refugio si no queremos ser enterrados entre la arena.

Al oír aquellas palabras, el marqués, Ester y Ben Nartico se habían precipitado fuera de la tienda; pero, con gran asombro suyo, no vieron nada que anunciara la proximidad del terrible viento de fuego que todo lo deseca, que evapora el agua dentro de los odres, y que levanta enormes olas de arena que lo arrasan todo en pos de sí.

Una calma completa reinaba en todas partes, y hasta donde la vista alcanzaba, las arenas permanecían inmóviles: solamente por el aire se extendía una ligerísima gasa de vapor blancuzco; pero nada tenía de amenazador.

—¡No sopla ni un hálito de viento, y nos anuncias los estragos del simoun! —exclamó el marqués—. ¡Estás soñando, por lo visto!

—Yo lo veo —replicó el moro, cuyas miradas es fijaban con insistencia hacia el Sur.

—¿Dónde?

—¿No descubrís aquel punto negro, apenas visible, que se alza allá, sobre el horizonte?

—¿No es un montón de rocas?

—No, señor marqués: es una nube que avanza y anuncia el simoun. Preguntádselo a los beduinos, y confirmarán lo que os digo.

—¿Y qué es preciso hacer?

—¡Partir, partir a escape! A tres o cuatro millas más al Sur hay una porción de rocas que nos ofrecerán un buen refugio contra la arena.

—Pues vamos.

—Los camellos deben de estar fatigados.

—Al advertir el peligro sacarán fuerzas de flaqueza.

Las tiendas fueron alzadas, y en seguida las cargaron sobre los animales.

También las pobres bestias daban pruebas de una grandísima inquietud: los camellos sacudían nerviosamente la cabeza y lanzaban de vez en cuando resoplidos de terror.

En tanto, los vapores blanquecinos aumentaban: ya cubrían casi todo el cielo, y por el Sur comenzaba a soplar por intervalos alguna ráfaga abrasadora.

Los dos beduinos y el moro se habían puesto a cantar para animar a los camellos, cuya inquietud crecía por momentos. Sus resoplidos eran cada vez más agudos, y olfateaban el aire, ya muy cálido, aspirándole fragorosamente. En cambio, los caballos —cosa extraña— tenían el cuello muy turgente y se mordían con furor.

En los últimos confines del inmenso desierto las arenas empezaban a formar torbellinos.

—¡Este simoun debe de ser una cosa terrible! —dijo el marqués, el cual, a pesar de su valor empezaba a sentir una profunda agitación nerviosa—. ¡Se diría que mi corazón tiembla delante de un peligro desconocido!

—Igual terror sienten todas las caravanas.

—Si llegásemos al refugio que nos promete El-Haggar, todo acabará en uní lluvia de arena.

—¿Y luego, marqués?

—¿Qué queréis decir?

—¿Nos quedará agua suficiente para llegar al oasis del Marabut? Aquí está el mayor peligro.

—¿Acaso podrá absorberla el viento? —preguntó Rocco.

—¡Cuántas caravanas han sido privadas de ella por el simoun, y cuántas han muerto de sed!

—¿Supongo que no trataréis de asustarme?

—¡No es momento éste para bromear —respondió Ben Nartico—, sino de tomar una rápida resolución!

—¿Cuál? —dijo el marqués.

—Pues preceder a la caravana con dos maharis, porque temo que el simoun se nos eche encima antes de llegar al refugio.

—Iba a proponéroslo —replicó El-Haggar, que marchaba al lado suyo—. Los caballos están muy cansados y apenas pueden andar.

—Marqués —dijo Ben—, ¿sabéis montar en los maharis?

—Sí, porque los usamos en las campañas con las kilbilas.

—¿Queréis encargaros de mi hermana? Yo iré con Rocco.

—Con mucho gusto.

—Dejemos los caballos y montemos en los maharis. Son mucho más veloces y más resistentes. En menos de media hora estaremos en el refugio.

—¡Apresuraos, señor marqués! —exclamó en aquel momento el moro—. ¡Las arenas empiezan a formar remolinos!

La nube había cubierto el cielo, y del seno de ella salían fragores estridentes, como si miles de armones de artillería corrieran desenfrenados sobre puentes metálicos.

Un viento cálido, que secaba los labios, soplaba sobre el desierto con silbidos prolongados levantando inmensas ondas de arenas, las cuales corrían desenfrenadas entre las dunas: parecían impregnadas de fuego, y brillaban con resplandores de llamas.

El marqués había saltado sobre el mahari y tomó entre sus brazos a Ester, mientras Ben y Rocco montaban en el otro.

—No os cuidéis de nosotros —dijo El-Haggar—; si la arena nos impide llegar al refugio, nos quedaremos aquí. Ya nos veremos más tarde, cuando el simoun haya cesado. ¡Qué Alá y Mahoma os protejan!

Los dos maharis se habían lanzado a la carrera entre torbellinos de polvo.

Si los camellos son las naves del desierto, los maharis son los corceles, porque son más nobles, más ágiles y más afectos a sus dueños. Recorren sin detenerse cerca de sesenta millas, y algunas veces más.

El marqués, sólidamente atado a la silla, que era cóncava para impedir que el jinete fuese arrojado a tierra, estrechaba entre sus brazos a la hermosa judía, y trataba de proteger su rostro contra las arenas que se arremolinaban delante de ellos.

Ben y Rocco los seguían a pocos pasos, agarrados a los dos salientes de la silla, y manteniéndose encorvados para resguardar los ojos y la boca.

La caravana había desaparecido entre columnas de arena, y marchaba velozmente hacia el Norte.

El viento, ya desencadenado por completo, rugía entre las dunas, que sacudía y dispersaba en todas direcciones; parecía que el desierto acababa de transformarse en un océano tempestuoso. Verdaderas oleadas de arena envolvían a los fugitivos; olas de arena más peligrosas y más imponentes que las del mar.

El cielo parecía henchido de llamas, y la nube, que semejaba ser de fuego, irradiaba un calor imposible de resistir.

Los fugitivos se sentían calcinar vivos, como sise encontrasen en el cráter de un volcán en erupción.

Pero los maharis no cesaban de correr; desfilaban como trombas, con el cuello extendido y la cabeza rozando el suelo para no respirar aquella atmósfera abrasadora.

Subían y bajaban por las dunas sin detener el paso y bajo una lluvia furiosa de fragmentos de roca y de granos de arena que el viento levantaba en horribles torbellinos.

—¡Esconded la cabeza en mi kaik! —decía el Marqués a la hermosa joven cuando las arenas descendían hacia el suelo—. ¡Valor! ¡El refugio no está lejos!

—¡El viento nos arranca de la silla! —respondía Ester, agarrándose fuertemente al marqués para no ser arrastrada por el huracán.

—¡No temáis; me mantendré firme!

—¿Y la caravana?

—¡Ya no se la descubre!

—¿Y mi hermano?

El marqués se volvió, y se figuró ver entre las nubes de arena, que eran cada vez más densas, una sombra gigantesca galopar entre las dunas.

—¡Me parece que nos sigue! —dijo.

El dromedario corría como loco, lanzando de vez en cuando resoplidos sofocados.

¿Adónde marchaba? El marqués no lo sabía; pero tenía fe en el maravilloso instinto del admirable corredor.

Los torbellinos de arena se sucedían en tanto, cada vez más furiosos y frecuentes. El mahari de Ben había desaparecido.

Entretanto, el calor aumentaba. Era ya tan intenso, que en ciertos momentos el marqués sentía síntomas de asfixia; le parecía que al través de sus labios entraban corrientes de lava que le abrasaban los pulmones.

El vértigo empezaba a trastornarle la cabeza; los ojos, llenos de arena, se le cerraban a pesar suyo, y sentía en los oídos ruidos extraños y confusos. Sin embargo, resistía tenazmente, manteniéndose en la silla con el vigor de la desesperación.

Con ambos brazos sostenía el cuerpo de Ester, estrechándola contra su pecho. Los largos cabellos negros de la judía, empujados por el viento, azotaban su semblante.

De pronto el mahari detuvo bruscamente su carrera. El marqués levantó la cabeza, y entonces descubrió al través de las olas de arena una masa enorme que interceptaba el camino.

Recorridos unos diez o doce pasos más, el mahari se arrodilló, escondiendo la cabeza entre las patas.

El marqués saltó a tierra estrechando entre sus brazos a Ester, y después se lanzó hacia adelante en dirección de aquella masa oscura.

Aquellas oleadas de arena los embestían con furia extrema, cubriéndolos a entrambos, mientras que el viento rugía furiosamente.

Viendo abrirse ante sus ojos un espacio oscuro, el marqués entró en él con resolución.

Era una cueva que parecía haber servido de madriguera a algún animal del desierto, de forma irregular, con el suelo cubierto de arena fina, y que se abría en medio de un montón de rocas.

Cuando depositó en tierra a la joven judía, advirtió que Ester no daba señales de vida.

—¿Qué significa esto? —murmuró con angustia—. ¡Agua! ¡Agua! —gritó, como si pudieran oírle.

Entonces recordó que el mahari llevaba dos odres de agua, y sin pensar en las oleadas de arena que invadían el desierto, ni en el peligro de ser enterrado, se lanzó nuevamente al aire libre.

El mahari no debía de estar muy lejos.

Le descubrió arrodillado a cuarenta pasos, y ya casi cubierto por la arena.

Sin perder un instante se apoderó de los dos odres de agua y tornó hacia la cueva, cayendo y levantándose muchas veces.

El viento era entonces tan furioso, que le zarandeaba sin descanso.

Cuando llegó a la cueva la judía había vuelto en si.

—¡Marqués —exclamó al verle—, os juzgaba perdido!

—¡Tomad; aquí traigo agua!

La joven acercó sus secos labios a la abertura del odre y bebió a largos sorbos, teniendo sus ojos fijos en los del marqués.

—¡Gracias! —dijo con un acento dulcísimo.

El marqués sonrió, y luego a su vez acercó el odre a sus labios, y bebió por la misma abertura que Ester.

Cuando hubo saciado la sed se acordó de sus compañeros, diciendo:

—¿Y vuestro hermano? ¿Y Rocco?

—¿No los habéis visto? —preguntó Ester con inquietud.

—¿Queréis que vaya en su busca?

—¡Os expondríais a un serio peligro, marqués! ¿No oís cómo se debaten las arenas contra las rocas y cómo ruge el viento?

—Es verdad, Ester; pero no puedo permanecer inactivo mientras están fuera.

—Nada podréis intentar.

—¡Veamos!

El marqués se acercó hacia la abertura de la cueva, y comprendió en el acto que toda tentativa sería inútil.

El desierto estaba en completa tempestad y ofrecía un espectáculo terrible.

Las dunas se deshacían como si fueran de nieve, y el viento, cada vez más abrasador, cada vez más impetuoso, levantaba la arena en tal cantidad, que entenebrecía el cielo.

Las olas arenosas se arremolinaban en todas direcciones, alzándose y hundiéndose alternativamente en continuo movimiento.

En algunos instantes aquella oscuridad resplandecía con una luz viva y rojiza, como si el desierto estallase en llamas, y como si el cielo reflejara el incendio de la arena.

Empujados por el huracán, caían a cada instante de lo alto de aquel montón de rocas verdaderos aludes de guijarros que chocaban unos con otros estrepitosamente.

—¡Ah, marqués! —dijo Ester acercándose a él—. ¡Tengo miedo!

—Estamos bien resguardados —respondió éste—. Nosotros no corremos ningún peligro. En cambio…

Y no se atrevió a concluir la frase.

—En cambio, puede correrlo mi pobre hermano, ¿no es eso?

—¡Qué idea! ¡También habrá encontrado un refugio!

—¡Me parece que me falta aire para respirar!

La joven, que se sentía próxima a desfallecer, se retiró al fondo de la caverna, mientras el marqués se mantenía cerca de la abertura, con la esperanza de ver a sus compañeros.

También él luchaba, aunque en vano, contra el cansancio que le invadía a pesar suyo. Las piernas se negaban a sostenerle, y tuvo necesidad de recostarse sobre e suelo.

De pronto cerró los ojos. Los rugidos espantosos de la tempestad ya no llegaban más que de un modo vago a sus oídos, y se sentía dominado por una languidez deliciosa.

Todavía luchó algunos momentos; pero, al fin, vencido por el cansancio, se dejó caer, en tanto que las arenas, empujadas por el viento, continuaban acumulándose delante de la cueva, amenazando enterrarle vivo con la joven judía, que también dormitaba en el interior.

CAPÍTULO XIV. SEPULTADOS EN LA ARENA

Cuando, después de un sueño que quizás había durado muchas horas, el marqués abrió los ojos, una semioscuridad reinaba en torno suyo.

Sorprendido por aquel cambio de luz, y no pudiendo sospechar que ya hubiese caído la noche, se levantó bruscamente y miró con terror a todos lados.

Una angustia imposible de describir se apoderó de él al observar que la abertura de la cueva estaba completamente cegada por las arenas. La escasa luz que iluminaba el antro provenía de una hendidura, no más larga de seis pulgadas, abierta en la bóveda de la roca; de una grieta, en suma, que no podía dar paso a la persona más delgada.

—¡Encerrados! —exclamó con acento de terror.

Se acercó cuanto pudo a la hendidura y escuchó atentamente los rumores del exterior.

El simoun debía de seguir todavía, porque oía confusamente los zumbidos espantosos del huracán.

Entonces se aproximó a Ester. La hermosa judía dormía aún y tenía entreabiertos los labios, que dejaban asomar dos hileras de dientes blanquísimos.

Un ligero carmín se había difundido por su semblante, dando a la piel un esplendor insólito, como los reflejos producidos por un rayo de luz que pasara al través de un cristal rojo.

—¡Parece que sueña! —murmuró el marqués—. ¡Qué terrible despertar la aguarda! ¡La dejaré dormir mientras busco una salida!

Se alejó algunos pasos, dirigiéndose hacia el montón de arena; luego se volvió hacia la joven. Le había parecido oír un suspiro.

—¡Ester! —dijo.

La joven abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —murmuró.

—En el refugio.

—¿Y esta oscuridad?

—Las arenas han cerrado la abertura.

—¿Qué decís?

—La verdad, Ester: estamos sepultados vivos.

—¡Dios mío! ¿Y mi hermano?

—No sé nada de él; pero tranquilizaos: yo os aseguro que saldremos.

—¿Y por dónde?

—¡Ya veremos! Acaso el espesor de la arena no sea tan grande como he supuesto.

—¡Tengo miedo!

—¿Y de quién, Ester? ¿De mí quizás?

—¡Ah! ¡No! —exclamó vivamente la joven—. Pero ¿y si no pudiéramos salir y debiésemos morir aquí, en el desierto?

El marqués palideció.

Entre ambos prisioneros reinó un largo silencio. Ester miraba al marqués con angustia, esperando una respuesta, una palabra de esperanza.

—Estamos perdidos; ¿no es cierto? —dijo la joven al fin.

—¡No; no hay que perder el ánimo! Trataré de horadar la arena con la carabina.

—¿Se romperá?

—¡Intentémoslo!

Recogió el arma, sacó los cartuchos, y acercándose a la enorme masa que obstruía la entrada, metió en ella el cañón.

La arena, apenas agujereada, empezó a caer de todas partes.

—¡Está demasiado seca! —dijo el marqués—. Por esta parte no podremos salir.

—¿Por dónde, pues?

—No lo sé; pero no quiero que vos, tan joven y tan hermosa, encontréis la muerte en el desierto.

—¡Moriremos juntos! —dijo ella con voz apenas perceptible.

El marqués no contestó: sus miradas habían vuelto a fijarse obstinadamente en la hendidura por donde penetraba un hacecillo de luz.

—¡Allí! —dijo—. ¡Nuestra salvación está allí! ¡No, Ester; no moriréis! ¡Yo os salvaré!

Aquella grieta se encontraba en un ángulo de la caverna, a unos quince pies de altura, y si no permitía el paso de una persona, era fácil llegar a ella agarrándose a la punta de las rocas, especialmente para un hombre tan robusto como el marqués.

Llegar a la grieta no significaba la libertad; pero el marqués tenía un proyecto, peligroso quizás, pero de posible resultado.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Ester viendo al joven dirigirse hacia el ángulo de la cueva.

—¿Tenéis cartuchos?

—Si; lo menos dos docenas.

—Y yo, casi el doble. Dadme los vuestros para sacar la pólvora.

—¿Queréis hacer una mina?

—Precisamente.

—¿Cederá la roca?

—Lo veremos. Con dos libras de pólvora se puede provocar un estallido formidable.

—¿Y si no cede?

—¡Se cumplirá la voluntad de Dios!

Dicho esto se agarró a las paredes, y poniendo los pies en las hendiduras, empezó a trepar con la agilidad de un gato.

Ester seguía con ansiedad todas las maniobras del marqués, el cual, después de esfuerzos inauditos, logró subir hasta la hendidura y la examinó con atención.

—No hay más que diez o doce centímetros de roca. ¡Y aquí veo un agujero que parece hecho a propósito para recibir una buena carga de pólvora!

—¿Ruge el simoun todavía?

—Me parece que empieza a calmarse. ¡Preparemos la mina!

Se agarró fuertemente a la pared, y después de haber bajado un par de metros, se dejó caer sobre el piso arenoso de la cueva.

Entre los dos deshicieron los cartuchos, poniendo la pólvora en una bolsa de piel.

—Conservemos una docena de cartuchos intactos, por si acaso los necesitamos.

Después preparó el marqués una mecha con un pedazo de su kaik impregnado en pólvora mojada.

La temperatura que reinaba en el refugio era tal, que no tardó en secarse.

—Retiraos hacia la salida —dijo el marqués—, y enterraos en la arena, porque la explosión puede determinar la caída de muchas rocas.

—¿Y tendréis tiempo de hacer vos lo mismo?

—La mecha tardará lo menos cuarenta segundos en consumirse.

Se metió en el bolsillo la bolsa de la pólvora, y volvió a subir con la misma fortuna que antes. Vació la pólvora dentro del agujero, puso la mecha, y luego obturó el orificio con arena y guijarros.

—¿Estáis escondida? —preguntó.

—Si.

Encendió la mecha sirviéndose de un fósforo, y luego se dejó caer como antes, corriendo hacia donde estaba la judía, casi sepultada entre la arena.

El marqués hizo lo propio.

La mecha se quemaba con lentitud, lanzando un surtidor de chispas. De pronto iluminó la cueva un vivísimo resplandor, seguido de una detonación espantosa y de rumor de rocas desplomadas.

El marqués se lanzó en medio del humo para ver el efecto del barreno.

La mina había abierto en el ángulo de la bóveda un ancho espacio.

—¡Estamos en salvo! —gritó con júbilo el marqués—. ¿Veis? —dijo a Ester después de desembaragarla de la arena, que la cubría casi del todo—. ¡Saldremos y encontraremos a vuestro hermano!

—¡Sí; vos podéis salir; pero yo no!

—¡No había pensado en eso! —rugió el marqués—. ¡Si pudiera izaros hasta allí!

—¡Nos mataríamos entrambos!

—¿Qué hacer? ¿Dejaros sola? ¡No; eso nunca!

—Permaneceré aquí hasta que hayas encontrado a mi hermano: con su ayuda y con las cuerdas de los camellos, podré salir.

—¿Y si durante mi ausencia sobreviene algún peligro?

—¿Cuál? La caverna está abandonada; y, además, tengo la carabina. Partid; buscad a mi hermano, y luego tornad aquí.

—¡Ester!

—¡Marqués!

—¿No tendréis miedo?

—¡Ninguno!

—¿De veras?

—¡Ea; andad!

El marqués estrechó la mano de la joven con visible emoción y se lanzó hacia la hendidura con la carabina a la espalda.

Al llegar a ella, a fuerza de brazos se deslizó hacia el exterior, poniendo los pies en una especie de plataforma adosada a una roca gigantesca.

El desierto se extendía delante de él hasta perderse de vista; pero estaba completamente transformado por el simoun. Las largas filas de dunas habían desaparecido o cambiado de dimensiones.

Allí donde antes existían levantamientos se veían hendiduras; donde antes se extendía una llanura se levantaba una montaña de arena. En suma, era un verdadero caos.

—El desierto ha cambiado de aspecto —murmuró el marqués.

Miró en todas direcciones; pero en vano: ningún rastro se veía de sus compañeros.

Se inclinó sobre el borde de la plataforma, y miró hacia abajo. La pared pedregosa descendía dulcemente y ofrecía una salida fácil.

El marqués observaba todos estos detalles, cuando su atención fue atraída por una forma blancuzca cae se agitaba en la arena cerca de la entrada de la caverna.

—¡El mahari! —exclamó con voz alegre—. ¡El inteligente animal me ha olfateado!

Entonces volvió rápidamente hacia la abertura, y llamó a Ester.

—¿Habéis visto algo? —preguntó la judía.

—Supongo que nuestros compañeros estarán detrás de las dunas —dijo para no asustarla—. Montaré en el mahari, y regresaré pronto.

—¡Andad, marqués!

Este se deslizó por la parte pedregosa del peñasco, y se acercó al mahari.

El inteligente animal se arrodilló al verle para que pudiera montar con más facilidad.

—¡Adelante! —le dijo—. ¡Busca a los otros!

El mahari, como si hubiese comprendido estas palabras, olfateó el aire durante algunos instantes, y después se lanzó a la carrera por el desierto.

¿Adónde se dirigía? El marqués lo ignoraba; pero tenía confianza ciega en el animal.

La carrera se aceleraba cada vez más. El veloz animal subió sobre un cúmulo enorme de arena respirando estruendosamente.

Bajó en seguida, y casi enfrente de una duna lanzó un agudo grito.

Otros semejantes contestaron casi en el acto, y el marqués vio aparecer repentinamente entre las arenas algunas cabezas de camello.

Tras de los camellos aparecieron El-Haggar y los dos beduinos.

—¡Vos! —exclamó el primero—. ¡Solo! ¿Y los otros?

—Pero ¿no han vuelto Ben ni Rocco? —preguntó el marqués palideciendo densamente.

—¡No los hemos visto!

—¿Ni siquiera a su mahari?

—¡Tampoco! ¿Y la señorita Ester?

—Está en sitio seguro.

—¿Llegasteis a la caverna?

—Sí.

—Acaso estén en otra los dos desaparecidos.

—Pero ¿hay más de una?

—Hay varias.

—¿Próximas?

—No, señor.

—¿Las conoces?

—Me he refugiado muchas veces en ellas.

—Pues coge las cuerdas y sígueme. Primero atenderemos a Ester, y luego a los otros.

Un momento después, el uno en un mahari y el otro en el mejor caballo se dirigían hacia el enorme montón de rocas.

Cuando subieron a la plataforma y se inclinaron sobre la hendidura, encontraron a la valerosa judía sentada en medio de la caverna y con la carabina entre las rodillas.

Pronto fueron echadas dos sólidas cuerdas, y un momento después la joven se encontraba sobre la roca, juntamente con los dos odres, que eran demasiado preciosos para dejarlos en la cueva.

—¡Marqués —dijo la judía con mucha emoción— os debo la vida!

El marqués no respondió y sonrió dulcemente.

CAPÍTULO XV. UN MOMENTO TERRIBLE

Salvada Ester, todos se apresuraron a buscar a los desaparecidos. El-Haggar afirmaba que debían de haber encontrado un asilo. Pero ¿cuál? Esto era lo que importaba averiguar.

—Busquemos ante todo a su mahari —dijo el marqués—; si las arenas no le han sepultado por completo, le encontraremos pronto.

—La ausencia de ese animal es precisamente lo que me inquieta —replicó el moro—. Si estuviese vivo, todavía daría cuenta de si. Acabo de mirar en todas direcciones, y nada he visto.

—¿Dónde se encuentra el segundo refugio? —preguntó el marqués.

—A unos trescientos pasos de aquí.

—¡Busquémosle!

Empezaron |a recorrer las masas predregosas, mirando con atención la arena que el simoun había acumulado en cantidad enorme alrededor de ellas, con la esperanza de encontrar alguna huella de los desaparecidos.

Ya habían recorrido casi toda la distancia que los separaba de la segunda cueva, cuando un grito de estupor se escapó de los labios del moro.

—¡Allí; allí! —exclamó indicando una pequeña duna— veo al mahari ¡Está acurrucado entre la arenal!

Entonces El-Haggar prorrumpió en una exclamación gutural bien conocida de los camellos; pero el mahari no se movió.

—¡Está muerto! —dijo El-Haggar lanzándose precipitadamente hacia adelante.

En efecto; el pobre animal estaba muerto. Yacía tendido, llena la boca de espuma sanguinolenta y con el cuerpo horriblemente destrozado.

—¿Quién puede haberle matado? —exclamó el moro en el colmo del asombro.

—Habrá sido atacado por alguna fiera —replicó e marqués—. ¡Sí, no hay duda; se ven las huellas de las garras!

—¿Acaso le habrá asaltado algún león hambriento?

—O alguna pantera —añadió Ester—. Estas cavernas deben de servir de guarida a muchas fieras.

—Entonces, ¿qué habrá sido de los otros?

—¡Busquémoslos! —dijo Ester, que se había puesto densamente pálida.

—¿Dónde está la caverna?

—Delante de nosotros: detrás de aquel enorme montón de arena precisamente.

—Pues excavemos en el acto; aún llegaremos a tiempo de salvarlos.

El moro había llevado dos palas y un pico. Mientras Ester se ponía de centinela con su carabina, temiendo que la fiera que había matado al mahari pudiese atacarlos, el marqués y el moro removían con furor montañas de arena.

En pocos minutos la parte pedregosa de la bóveda quedó al descubierto.

Se disponían a continuar la faena cuando entrambos se detuvieron mirándose con ansiedad.

—¿Has oído? —preguntó el marqués al moro—. Sí.

—¡Rugidos! ¿No es cierto?

—¡Y voces humanas!

—¿No te engañas?

—No.

—Acaso el león, después de haber destrozado al mahari, se haya refugiado aquí dentro.

—Todos los animales se atemorizan ante el simoun y buscan una guarida.

—¡Exploremos! ¡Tengo ansia por aclarar este misterio!

—El león podría lanzarse de improviso sobre nosotros —dijo el moro empañando su fusil.

—¡Le mataremos! —añadió el marqués.

Y dicho esto, reanudó la tarea con más vigor que antes.

De improviso vieron abrirse un agujero delante de ellos.

En aquel propio instante cuatro antílopes salieron por él con la rapidez del huracán, y desaparecieron como un relámpago por detrás de las dunas.

—¡Truenos y rayos! —exclamó el marqués, sorprendido por aquella imprevista aparición.

A esta interjección siguió un grito que salía de la caverna.

—¡Cuidado con el león, señor marqués!

—¡Rocco! —replicó el marqués en el colmo de la alegría—. ¡Ester —añadió—, están aquí dentro!

La cosa parecía muy extraña ¿Cómo podían encontrarse vivos dentro de aquella caverna, si en ella estaban los leones?

—¡Es imposible! —había exclamado Ester.

—¡Estoy seguro de ello!

—¿Y Ben?

—¡Ahora le llamaremos!

—¡Ben! ¡Ben! —gritó con angustia la hermosa judía.

Una voz que parecía salir del fondo de la tierra respondió en el acto:

—¡Ester!

—¿Dónde estás?

—¡En la caverna!

—¿Solo?

Un espantoso concierto de rugidos impidió oír la respuesta.

—¡Atrás! —gritó el marqués—. ¡Preparad las armas!

Y al decir esto todos se precipitaron detrás de una duna.

Los rugidos continuaban cada vez más cavernosos.

—¡Parece que son muchos! —dijo el marqués.

—¡Una familia entera! —respondió El-Haggar; cuyos miembros temblaban de espanto.

—¡Alerta, marqués! —gritó Ester.

Un león acababa de asomar la cabeza por el agujero y se esforzaba en ensancharlo.

El marqués, el moro y la joven le apuntaron.

—¡Esperemos a que salga! —dijo el corso.

Al descubrir a aquellas personas armadas el león vaciló un momento; pero de pronto, con un salto tremendo, se precipitó sobre el montón de arena.

El moro y Ester hicieron fuego, aunque sin resultado.

De un segundo salto el león llegó a la cima de la duna, haciendo retemblar el desierto con sus feroces rugidos.

El marqués le apuntaba, en tanto que el moro y la judía volvían a cargar las armas, cuando otro animal se precipitó fuera de la caverna.

Era una soberbia leona, que de un salto se acercó a su compañero.

—¡Retiraos hacia la cueva! —gritó el marqués a la judía y al moro.

—¡Van a asaltarnos!

Los dos leones habían abandonado la duna, y ambos se pusieron en actitud de combate.

—¡Acercaos a mí —dijo el marqués a sus compañeros—, y preparad las armas! ¡Yo me encargo del macho! ¡Tirad vosotros a la hembra!

Sin embargo, a pesar de todo su valor, el marqués se sentía bañado de un sudor frío.

Estaba seguro de su puntería; pero dudaba mucho de la serenidad de El-Haggar.

—¡Ester —dijo—, apuntad con calma!

—Así lo haré.

—¡Si erráis el tiro, estamos perdidos!

En aquel momento, hacia la cima del montón de arena, se oyeron voces. Rocco y Ben Nartico habían aparecido; pero ambos inermes.

—¡Huid! —gritó el marqués.

Al oír las voces de sus prisioneros, los dos leones se habían detenido y los miraban como si estuvieran indecisos en la elección de sus víctimas. La ocasión era propicia para disparar. El marqués apuntó al león e hizo fuego.

La fiera lanzó un rugido espantoso; después dio una vuelta sobre sí misma y cayó en la duna.

Viendo caer a su compañero, la leona se lanzó sobre el marqués con la rapidez del rayo, le derribó en tierra, y le puso una garra sobre el pecho.

Ya se disponía a repetir el golpe, cuando El-Haggar y Ester dispararon sobre ella, hiriéndola mortalmente en el pecho y en la garganta.

—¡Gracias, Ester! —dijo el marqués después de levantarse del suelo—. ¡Os debo la vida!

—¡Y a El-Haggar también! —murmuró la joven pálida de emoción y bajando los ojos.

CAPITULO XVI. EL TORMENTO DE LA SED

Si el marqués y Ester acababan de pasar momentos terribles, no menos angustiosos habían sido los de Rocco y Ben, que, además de estar enterrados en Ja arena, corrieron el riesgo de ser devorados por los leones.

Separados ambos de sus compañeros, se confiaron como ellos a la sagacidad del mahari, que también los condujo a la caverna de que se ha hablado.

Aquel refugio era mucho más amplio que el que habían encontrado el marqués y Ester. A juzgar por la cantidad de huesos que se veían en el suelo, parecía que debió de haber servido de guarida a las fieras.

Apenas entraron dentro de la cueva, oyeron en el exterior los lamentos del mahari y los rugidos de los leones. Por un momento se consideraron perdidos, pues en la precipitación de la fuga se habían olvidado de recoger sus armas.

Por fortuna suya, las paredes de la caverna estaban surcadas por enormes grietas, y en un ángulo de ellas descubrieron una plataforma que se alzaba basta la bóveda, donde se encaramaron ambos.

Un momento después los leones y los antílopes entraron huyendo del simoun. Tan atemorizados estaban los primeros, que ni pensaron siquiera en asaltar a los hombres ni a los corredores del desierto.

Aquella situación angustiosa se prolongó para los fugitivos hasta la llegada del marqués.

Solamente después de estar en campo raso los leones se acordaron de su primitiva ferocidad.

—Os aseguro, marqués —dijo Ben—, que no he experimentado nunca momentos más horrorosos.

—Ni yo tampoco —añadió el hércules.

—¡Por fortuna, ya estamos libres de todo riesgo! —dijo el marqués alegremente.

—¡No de todos! —replicó el moro.

—¿Por qué? ¿Todavía nos amenaza algún peligro?

—¡Y el más grave!

—¿Qué queréis decir?

—Que el simoun ha evaporado casi toda el agua de los odres, y que dentro de pocos días tendremos que habérnoslas con la sed.

—¿Estás cierto?

—Si; acababa de verlos cuando llegasteis.

—Nosotros tenemos dos casi intactos.

—¡Pobre recurso en este desierto abrasador!

—¡Acabarás por espantarme!

—Os pinto la situación tal cual es.

—¿No hay pozos en las cercanías?

—Los de La Gedea, hacia el Oeste; pero se encuentran casi tan distantes como los del Marabut.

—Pues prefiero seguir hacia el Sur —dijo el marqués—. Economizaremos el gasto de agua todo lo posible.

—Entonces, partamos en el acto: una hora perdida puede ser fatal —replicó el moro.

Examinaron los odres, y todos pudieron convencerse de que El-Haggar no había exagerado el peligro.

Con tan tristes impresiones se pusieron en marcha.

Ester había vuelto a ocupar su puesto en el camello, y Ben, Rocco y el marqués los suyos en los caballos.

El desierto, aun en el sur de los peñascos, había sido espantosamente removido por el simoun, pues todos aquellos contornos eran un laberinto de dunas y surcos gigantescos que parecían abiertos por titanes.

—¡El simoun es un verdadero azote! —exclamó el marqués contemplando tristemente los terribles efectos del huracán.

—Más grave riesgo nos amenaza —dijo Ben.

—Reduciremos la ración de agua al último límite.

—El agua no bastará.

—Beberemos la sangre de nuestras bestias; pero seguiremos adelante: ¡nadie dejará de tener ánimo!

—¿Olvidáis que va una mujer en nuestra compañía?

—¡Ah, sí; vuestra hermana! Pero tiene una energía poco común, y, además, los últimos sorbos de agua serán para ella.

—Los beduinos no lo consentirían: en el desierto, la ración de agua es igual para todos.

—¡Pues si se oponen, yo los haré entrar en razón con dos puñetazos! —rugió Rocco, que escuchaba el diálogo.

—No creo que se atrevan a tanto.

Mientras cambiaban estas palabras la caravana continuaba avanzando bajo una verdadera lluvia de fuego.

Una vez calmado el simoun, el cielo había recobrado su pureza, y el sol lanzaba perpendicularmente sus rayos, abrasando las arenas.

Aquel calor de fuego, que daba a la atmósfera una elasticidad extraordinaria, unido a la calma que reinaba en aquella llanura sin límites y a la refracción de la luz en aquel océano deslumbrante, producían frecuentes ilusiones de óptica, las cuales hacían latir de esperanza el corazón de los dos europeos, todavía no acostumbrados a los engaños del desierto. Cuando menos esperaban surgían delante de sus ojos maravillosos bosques verdeantes, inmensos canales de agua transparente y fuentes con surtidores enormes. Pero ¡ay!, todo esto no era mas que una simple ilusión; el espejismo, que tantos embustes finge a los extranjeros.

Todo el mundo sabe que tales fenómenos son muy comunes en los desiertos, y más especialmente en el de Sahara. El espejismo es debido a la gran temperatura del suelo, a la desigual densidad de las capas de aire, y también a la refracción de los rayos luminosos.

No obstante, tan terribles desilusiones para personas ya acometidas por la sed producen en ellas accesos de verdadera locura.

Por la noche la caravana se vio obligada a detenerse en torno de una duna.

En presencia de todos abrió el marqués un recipiente de agua y dio a cada cual su ración que consistía en un vaso solamente.

Atando el odre, dijo luego con resolución:

—¡Advierto que a cualquiera que toque el odre sin mi permiso le mataré como a un perro!

La cena no pudo ser más triste ni más frugal.

Terminada la comida, todo el mundo se tendió sobre los tapices, tratando de engañar la sed con la pipa.

Una tranquilidad absoluta reinaba en el desierto Ningún rumor se oía, ningún hálito de viento soplaba en aquellos desiertos. Era la calma, la gran calma del Sahara, que infunde en los viajeros un sentimiento de bienestar acompañado de tristeza.

Se siente con fuerza extraordinaria el aislamiento, la inmensidad, el terror de lo desconocido.

En tanto, la luna se elevaba en el cielo con un resplandor centelleante en medio de miríadas de estrellas. Sus azules rayos se reflejaban vagamente en la arena, la cual tenía extraños fulgores: el astro parecía bogar en un lago enorme, sin límites.

El marqués miraba atónito tales maravillas al lado de Ester.

—¡Qué noche! —dijo—. ¿Dónde es posible ver otra semejante? ¡Es preciso venir al desierto para gozar tales encantos!

—También vos empezáis a amar este desierto; ¿no es verdad, marqués? —preguntó Ester.

—Sí; casi envidio la existencia de los bandoleros del Sahara.

Y, no obstante, la muerte nos amenaza. Acaso dentro de ocho días no estemos vivos.

—Nosotros, quizás; pero vos, no.

—¿Por qué decís eso?

—Porque reservaremos para vos los últimos sorbos de agua.

—¡No aceptaré semejante sacrificio!

—¿Y quién me impedirá daros mi parte? Rocco y yo hemos guardado unas gotas para vos.

—Mi ración ha sido suficiente —dijo la judía con voz dulce—, no quiero privaros de una sola gota.

—¡Aceptad, Ester!

La tentación era irresistible. La pobre judía, aunque tenía el supremo heroísmo de rehusar, sentía que la garganta se le abrasaba.

—¡No, marqués, no! —dijo.

Con rápido ademán, el marqués le acercó el frasco a los labios.

—¡Gracias! —dijo.

Y al decir esto se dejó caer en el tapiz, presa de una especie de estupor.

Después de haber dado una vuelta por el campamento, el marqués se tendió a pocos pasos de la joven.

A media noche, la caravana se puso en marcha.

Atravesaba entonces una parte del desierto muy frecuentada generalmente: era la vía de los mercaderes bereberes, y por todos lados se veían lúgubres huellas.

Largas filas de esqueletos flanqueaban el camino: esqueletos de camellos, de caballos, de asnos y de hombres que el simoun había desenterrado.

Aquella marcha fue de las más terribles, porque se prolongó hasta las once de la mañana.

Cuando se detuvieron, todos estaban muertos de sed.

—¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! —era el grito que salía de todas las bocas.

—¡Ese licor es la vida! —dijo el marqués—. ¡Hasta la noche no tomaremos una gota! ¡Yo debo responder de la existencia de todos!

Y al decir esto pensaba con angustia infinita en los terribles sufrimientos de Ester.

Hacia las cuatro, cuando el calor comenzaba a decrecer un poco, la caravana volvió a ponerse en camino.

El marqués, que comenzaba a desconfiar de los dos beduinos, se había puesto a la cabeza del convoy para vigilar el agua, encargando a Rocco que hiciera fuego sobre ellos si se acercaban a los camellos que la conducían.

—Si el miedo no los hubiera contenido, probablemente la caravana no tendría ya ni una gota de agua que llevarse a la boca.

—¡Estemos en guardia! —dijo Ben viendo a los dos beduinos lanzar miradas ansiosas a los dos camellos que conducían los odres—. ¡Esos fraguan algún complot; no me cabe duda!

—Haremos guardia por turno —replicó el marqués.

—¡Son capaces de huir con la provisión!

—¡No irían muy lejos!

El marqués se preparaba a dar la orden de descanso cuando su atención fue atraída por una bandada inmensa de aves de rapiña, la cual subía y bajaba en el espacio con un griterío ensordecedor.

—¿Qué hay allá abajo? —se preguntó deteniendo el caballo.

—Algún motivo muy extraordinario debe de haber juntado a esas aves en el desierto.

—Si vos veis las aves, yo siento un hedor horrendo —añadió Rocco olfateando el aire—. Se diría que detrás de aquellas dunas están pudriéndose infinidad de animales.

—¿Alguna fechoría de los ladrones del desierto? —dijo el marqués palideciendo.

—O alguna caravana muerta de sed —replicó Ben.

—Rocco, continúa al cuidado de la provisión de agua mientras Ben y yo vamos a ver lo que es eso —dijo el marqués.

Hizo detener a la caravana y se lanzó al galope en dirección del lugar donde descendían las ave3 de presa. Pasada la última duna, un horrible espectáculo se ofreció a sus ojos.

CAPÍTULO XVII. UNA HECATOMBE

Sobre una vasta llanura que se cerraba en forma de embudo, una numerosa caravana yacía sepultada entre la arena.

Hombres, camellos, caballos y asnos, mezclados en espantosa confusión con armas, cajas y barriles, reposaban juntos en el eterno sueño de la muerte.

Un silencio profundo, sólo interrumpido por el graznido de las aves de presa que revoloteaban sobre los cadáveres, reinaba en aquel inmenso cementerio. El sol de luego del desierto comenzaba a descomponer los cadáveres.

—¿Quién ha podido causar tales estragos? —exclamó el marqués con la voz convulsa por el terror.

—¡Los piratas del desierto, señor marqués! —replicó Ben estremeciéndose—. ¡Estos desgraciados han sido sorprendidos por los tuaregs, y destruidos hasta el último! ¡Ved: todo ha sido saqueado por los bandoleros!

—¿Pero cuándo?

—No hace muchas horas.

—¡Ah; qué horrible espectáculo! ¡Huyamos, Ben; huyamos!

—No, señor marqués: acaso la muerte de estos infortunados nos salvará la vida.

—¿Cómo?

—Aquí encontraremos agua: veo infinidad de odres entre la arena, y no todos estarán vacíos.

—¡No tendré valor para poner el pie en este cementerio!

—Mandaremos que vengan a hacerlo los beduinos.

Ya iban a espolear a los caballos cuando en medio de aquella escena de muerte oyeron un grito humano, un grito ronco y desgarrador.

—¡Agua!… ¡A…gua!…

El marqués y Ben se habían detenido.

—¡Un infeliz que vive todavía! —exclamó el marqués.

La propia voz volvió a oírse más desgarradora que antes.

—¡Agua!… ¡Agua!… ¡A…gua!…

—¡Busquemos a ese hombre! —dijo el marqués.

El hedor que exhalaba aquel montón de cadáveres era irresistible. Por todas partes había muertos cubiertos de heridas y con el cuerpo acribillado de lanzazos.

Muchos de ellos habían sido decapitados, pues todo el mundo sabe que tales bandidos tienen Ja costumbre de colgar las cabezas a la entrada de sus tiendas.

—¡Qué horrible carnicería! —exclamó el marqués—. ¡Esos tuaregs son peores que fieras!

—No hay idea de su ferocidad —añadió Ben.

—¡Agua!… ¡Agua!… —repitió de nuevo la voz con acento tan desesperado que infundía espanto.

En aquel momento habían llegado cerca de una duna, detrás de la cual estaban diez o doce marroquíes tendidos, que debían de haber luchado con desesperación, porque estaban mezclados con algunos tuaregs.

El marqués lanzó una mirada sobre tales horrores, mientras la voz repetía por cuarta vez:

—¡Agua!… ¡Agua!… ¡Agua!…

El marqués y Ben Nartico siguieron hacia adelante, y entonces tropezaron con un espectáculo horroroso.

Un ser vivo todavía, el único superviviente acaso de aquella hecatombe, estaba a un paso de ellos sepultado en la arena hasta el cuello. Delante de él, pero fuera del alcance de sus labios, había un cacharro con agua.

Aquel infeliz, a quien los tuaregs habían condenado al suplicio de Tántalo dejándole morir de sed con el agua delante de los ojos, tenía el rostro espantosamente contraído y las órbitas dilatadas.

Al ver aparecer a los viajeros, sus pupilas, que tenían extraños fulgores, se fijaron en ellos con suprema angustia.

—¡Agua! —gritó.

Aquello ya no era una voz humana, sino el rugido de una fiera.

—¡Desgraciado! —exclamó el marqués— ¿Qué monstruos pudieron imaginar un suplicio tan atroz?

Entrambos se armaron de las corvas cimitarras que habían visto al lado de los cadáveres, y empezaron a remover la arena. Después del último grito, parecía que el enterrado había consumido toda su energía: únicamente sus ojos se dirigieron tenazmente hacia el cacharro del agua.

De pronto, cuando el marqués y Ben casi le habían librado de la arena, el sepultado dio un salto imprevisto y se arrojó sobre el agua, que bebió de un solo trago.

El marqués quiso detenerle; pero era ya demasiado tarde. Al apurar el líquido, el desgraciado cayó al suelo como si le hubiese alcanzado una corriente eléctrica.

—¿Está muerto? —preguntó Ben.

—Acaso no.

El marqués se había inclinado sobre el pobre hombre.

—El corazón late aún —dijo—. Transportémosle al campamento, y tratemos de salvarle.

—¡Aquí habrá agua para todos! —añadió Ben.

El marqués contemplaba al sahariense mientras le llevaban hacia donde estaban los caballos.

Era un hombre de unos treinta años, con la piel bronceada y las facciones regulares.

—O mucho me engaño —dijo—, o este hombre debe de ser argelino.

Apenas llegaron al lugar donde estaban los caballos, cargaron en uno de ellos al moribundo y se apresuraron a regresar al campamento, donde refirieron a sus compañeros el terrible espectáculo que acababan de presenciar. Al propio tiempo les dieron la halagüeña noticia de que había agua en los odres de la caravana.

Levantada la tienda, el marqués, ayudado por Rocco y Ben, abrió los dientes del infeliz desenterrado, y vertió en sus secas fauces algunas golas de coñac. El cuerpo del desgraciado empezó a dar señales de vida.

—¡Este hombre debe de ser de hierro! —dijo el marqués—. Un reposo de algunas horas le aliviará por completo.

Mandó que de vez en cuando se le diese una cucharada de agua.

Al salir acompañado de Ester, vio a los dos beduinos y al moro, que iban cargados con odres repletos de agua.

—¡Bebed —les gritó El-Haggar—; allá abajo hay agua en abundancia!

—¿Has podido reconocer a alguno entre los muertos?

—A ninguno.

—¿Crees que los tuaregs se habrán alejado?

—Lo supongo. Deben de tener mucha prisa por poner en salvo su presa; pero también es posible que vuelvan a recoger lo que resta.

—Entonces, no debemos detenernos aquí.

—¿Y el hombre que habéis recogido?

—Le ataremos sobre un camello.

—Yo le cederé el mío para que pueda ir tendido.

—¿Queda allí más provisión de agua?

—Sí, señor.

—¡Pues vamos a recogerla! —dijo Rocco.

Mientras él, El-Haggar y los dos beduinos iban y volvían del campamento de la muerte, el marqués y Ben, después de abrevar a los animales.

CAPÍTULO XVIII. EL-MELAH

Al día siguiente, cuando el marqués salió de la tienda encontró al hombre que había salvado de la muerte sentado en la silla del camello, con los ojos fijos en la bandada de aves de rapiña, que continuaban acudiendo de todas partes al campo de batalla.

—¿Qué tal va? —le preguntó el marqués—. ¡Bien puedes vanagloriarte de tener la piel dura!

—¿Es a vos a quien debo la vida? —preguntó después de unos momentos de silencio.

—Sí; yo te he desenterrado.

—¡Gracias; no lo olvidaré!

Después le miró con más atención, y no sin cierta inquietud le dijo:

—¡Vos no sois árabe!

—¿En qué lo has conocido?

—Por el acento, que denota vuestro origen francés.

—¿Conoces mi lengua nativa?

—Estuve algunos años en Argel —respondió el joven después de un momento de vacilación.

—¿Eres argelino?

—No; de Tuat —replicó vivamente.

—¿Fueron los tuaregs los que destruyeron vuestra caravana?

—Sí, señor; cayeron sobre nosotros de improviso y nos acuchillaron sin piedad.

—¿Y por qué te respetaron a ti?

—No lo sé —replicó con embarazo—. En vez de matarme, me enterraron en la arena. Fue un feroz capricho de su jefe.

—¿De dónde procedía la caravana?

—De Tafilete.

—¿Y se dirigía hacia los pozos del Marabut?

—¿Quién os lo ha dicho? —dijo el sahariense mirándole con sorpresa.

—Y debía llegar a Tombuctu; ¿no es cierto?

—¡Cómo!

—Confiésalo.

—Es verdad.

—¡Era la caravana que yo buscaba! —exclamó el Marqués—. ¡El hombre a quien yo trataba de encontrar habrá muerto!

—¿Qué hombre?

—Un argelino.

—Iban muchos. ¿Cómo se llamaba?

—El-Abiod ¿Le conociste?

El interrogado no pudo contener un movimiento nervioso; pero el marqués no lo advirtió.

—¡El-Abiod!… —dijo por fin—. No he oído hablar de él. ¡Eramos tantos! ¡Estoy muy cansado, señor! ¡Me parece que las dunas giran en torno mió!

—Pues retírate a descansar, y procura recordar si has oído ese nombre.

—Lo procuraré; pero aunque lo recordase, ¿de qué os serviría? Ese hombre habrá muerto con los demás.

—Los tuaregs pueden haberle respetado; debía de contar con amigos entre los asaltantes. ¡Quién sabe! ¡Acaso habrá sido ese miserable quien preparó la sorpresa de la caravana! Y a propósito: ¿cómo te llamas?

—El-Melah, señor —dijo el sahariense con voz apenas perceptible.

Mientras éste se retiraba a la tienda, Rocco y Ben se reunieron con el marqués.

—¡Me parecéis muy preocupado! —le dijo el judío.

El marqués les contó lo que acababa de saber.

—¡El traidor ha muerto! —exclamó Rocco.

—En ese caso, nada podremos saber sobre el paradero del coronel —replicó Ben.

—No nos queda más que hacer una cosa —respondió el marqués—; continuar nuestro camino hacia Tombuctu, para ver si el coronel ha sido conducido a esa ciudad, como se asegura.

—¿Y vendrá en nuestra compañía ese joven? —preguntó Rocco.

—No vamos a dejarle en el desierto.

—Me permitiréis que diga una cosa.

—¿Cuál?

—Que no me gusta su mirada. ¡Le vigilaré!

—¿Cuándo partimos? —preguntó Ben.

—Esta misma noche.

—Antes de partir examinaremos los alrededores —dijo el marqués.

Y dicho esto recorrieron todos aquellos contornos, sin descubrir nada.

Cuando volvieron encontraron al sahariense sentado en el interior de la tienda y mirando con mucha obstinación a Ester. Tan absorto estaba en su contemplación, que ni siquiera vio acercarse al marqués.

Al oír aquella voz el sahariense, se estremeció como un hombre cogido de sorpresa.

En vez de responder, preguntó con entonación casi salvaje:

—¿Es hermana vuestra esa joven?

—No; es hermana de aquel hombre que desciende ahora del caballo.

—¡Es muy hermosa!

—No digo lo contrario.

—¡El sultán de Tombuctu la pagaría a buen precio!

—¿Eres tú quizás un proveedor de carne humana?

—¡Yo! —exclamó El-Melah—, ¡oh; no, señor!

—¿Por qué has dicho, entonces, que el Sultán pagaría cara a esa joven?

—Pensaba en estos momentos en los tuaregs, los cuales venden a ese monarca todas las mujeres de quienes se apoderan. Si supieran que aquí había una tan hermosa, vendrían a robarla. ¡Esa joven es un peligro para vuestra caravana!

—¡Sabríamos defenderla! ¡Nosotros no tenemos miedo a esos bandidos!

Pocos momentos después se servía la comida, durante la cual El-Melah permaneció silencioso y no dejó de mirar a Ester, la cual acabó por notarlo, no sin cierto temor, porque los ojos de aquel hombre tenían siniestros resplandores.

Terminada la comida, el marqués y sus compañeros encendieron las pipas, mientras El-Haggar y los beduinos vigilaban los alrededores.

Pero ninguna alarma turbó la paz del campamento.

A las siete de la tarde el marqués dio la orden de marcha, para alejarse lo más pronto posible del campo de la lucha.

—Haremos una larga marcha —dijo—, porque aun cuando el agua no falte, deseo llegar cuanto antes a los pozos del Marabut.

Ya habían recorrido un buen par de millas en dirección del Sur, cuando el marqués, que iba el último, al volverse para mirar a lo lejos creyó descubrir una forma blanca sobre la cima de un montecillo de arena, y desaparecer en el acto.

—¡Alto, Ben! —dijo—. ¡Me parece que nos siguen!

—¿Quién?

—Quizás los tuaregs. Acabo de ver una forma humana envuelta en una capa blanca, que se ha ocultado detrás de aquel montecillo.

—¿Y qué hacemos?

—Dejemos que la caravana prosiga su marcha, y vamos en busca de ese espía. Tenemos catorce cartuchos y buena puntería.

—¡Pues vamos! ¿Debo advertir a El-Haggar?

—¡Es inútil! Dejémosles continuar su camino.

Como la noche era clarísima, sería fácil descubrir a cualquiera que rondase por allí.

Ambos llegaron a cien pasos de la duna con las armas en la mano.

—Separémonos —dijo el marqués—. Vos daréis vuelta a la duna por la derecha, y yo por la izquierda: de ese modo cogeremos al espía entre dos fuegos.

—¡Alto, marqués! —exclamó Ben deteniendo su caballo.

—¿Habéis visto algo?

—Sí; un objeto brillar sobre la cima de la colina: acaso sea la punta de una lanza o el cañón de un fusil.

—¡Luego no me había engañado!

—No; los tuaregs deben de seguirnos.

—¡Canallas!

—Acerquémonos con prudencia, y demos vuelta a la duna sin separarnos.

Ya se disponían a hacerlo, cuando en la cima se percibieron tres o cuatro fogonazos seguidos de fuertes detonaciones. El caballo del marqués se encabritó, lanzando un relincho de dolor.

—¿Qué sucede? —gritó Ben.

—No es nada: una bala ha herido al caballo en una oreja. ¡Fuego sobre ellos, y adelante!

En aquel momento se vieron aparecer en la cima varios turbantes.

—¡Deteneos, marqués! —gritó Ben.

Doce maharis montados por otros tantos jinetes armados con lanzas y fusiles antiguos habían desembocado por detrás de la duna y se preparaban a cargar sobre los dos imprudentes.

—¡Una emboscada! —exclamó el marqués dejando el revólver e introduciendo un cartucho en la carabina.

Apuntó fríamente al jefe de la fila, e hizo fuego a la distancia de ciento cincuenta pasos.

El tuareg abrió los brazos, dejó caer el fusil y la lanza, y después se desplomó como herido por el rayo.

—¡A escape ahora! —gritó el marqués.

Los bandidos, admirados por aquel tiro tan preciso, se detuvieron un instante, que Ben y el marqués aprovecharon para ponerse fuera del alcance de sus viejos fusiles de chispa.

—¡Fusilémoslos con calma! —dijo el marqués deteniendo la carrera del caballo—. ¡Haremos morder el polvo a alguno más antes de reunimos con la caravana!

—¡Aquí llega Rocco en nuestro auxilio! —gritó Ben.

—¡Pues en retirada, y no ahorremos los cartuchos!

Después de un momento de vacilación los bandidos habían vuelto a emprender la carrera, rugiendo como bestias feroces y blandiendo con furia sus armas.

—¡Los haremos correr un largo trecho! En aquel instante otro tiro resonó en el desierto, y un nuevo tuareg mordía la arena.

Rocco había hecho fuego a más de trescientos pasos, anunciando con aquel soberbio blanco su presencia.

SEGUNDA PARTE. LOS BANDIDOS DEL SAHARA

CAPÍTULO I. LOS BANDIDOS DEL SAHARA

Dos razas igualmente feroces y ladronas se disputan el imperio del Sahara: los tibbus y los tuaregs.

Los primeros habitan la parte meridional y oriental del desierto y son un poco menos crueles que los segundos, aunque no por eso deja de ser peligrosos para las caravanas; suelen recurrir más a la astucia que a la violencia para robar.

Dotados de una agilidad extrema, se esconden durante días enteros entre la arena, esperando que algún camello se desbande para aligerarlo en el acto de su carga, o que los camelleros se duerman para saquearlos por completo.

Los tuaregs son los verdaderos piratas del desierto y pueden considerarse como los bandidos más audaces del mundo entero.

Belicosos y crueles hasta la exageración, están siempre en guerra contra todos, esparciendo el terror desde los confines del Sudan hasta las fronteras de Argelia y Marruecos.

Jinetes infatigables, recorren con sus maharis distancias inauditas, espiando siempre el paso de las caravanas.

Conociendo ya con quién tenían que habérselas, el marqués dijo, volviéndose hacia Ben y Rocco:

—Hasta que no quede ni uno, no cesarán de atacamos. Por fortuna, son pocos, y tenemos buenas armas.

Después de los primeros disparos los bandidos se habían vuelto más prudentes, y procuraban mantenerse fuera del alcance de las terribles armas que llevaban los viajeros.

—¿Vuelvo a comenzar el fuego? —preguntó Rocco.

—¡Aguarda! Procuremos desmontarlos. Los camellos presentan mejor blanco. ¡A vos os toca hacer fuego ahora, Ben!

El judío detuvo el caballo, y apuntó lentamente al mahari que iba a la cabeza del pelotón.

Apenas había resonado la detonación, cuando el animal cayó bruscamente sobre las rodillas, lanzando en tierra a su jinete.

—¡Soberbio blanco! —exclamó el marqués.

Viendo caer al camello, los bandidos lanzaron rugidos feroces.

—¡A ti te toca ahora, Rocco!

—¡Estoy pronto!

—¡Disparemos a la vez! ¡Tu al mahari de la derecha; yo, al de la izquierda! ¡Atención! ¡Fuego!

Los dos disparos produjeron una sola detonación. El camello de la derecha cayó de golpe: el que había herido el marqués continuó su carrera; pero a unos doce pasos se desplomó, haciendo dar a su jinete un verdadero salto mortal.

Los tuaregs redoblaron sus maldiciones.

—¡Cristianos malditos! —decían—. ¡Qué el sol del desierto calcine vuestros cuerpos y que los buitres os coman!

Uno de ellos, más alto que los otros y que montaba un mahari oscuro, se lanzó hacia adelante blandiendo su fusil y gritando:

—¡Juro por el Corán que tendré vuestra cabeza, malditos infieles!

—¡Y yo tu mahari por ahora! —respondió el marqués arrancando a Ben la carabina que ya estaba cargada—. ¡Toma, bandido!

Disparó apenas terminada la frase, y a su vez el cuarto mahari caía en tierra agitando convulsivamente las patas, mientras el jinete, desmontado juraba como un demonio.

Aquella maravillosa precisión de tiro acabó por producir en los valerosos bandidos una impresión extraordinaria.

Comprendiendo que la lucha era del todo imposible y que iban a perder todas sus cabalgaduras, los tuaregs hicieron una rápida retirada, emprendiendo la carrera hacia el Sur.

—¡Parece que han renunciado a su propósito! —dijo el marqués.

—¡No lo creáis, marqués! —replicó Ben—. Mientras quede uno solo en pie, no nos dejarán tranquilos. Volverán en cuanto hayan enterrado a su compañero.

—Acaso vayan en busca de auxilio —añadió Rocco.

—Pues dejémoslos correr, y acerquémonos a la caravana. Avanzaremos a marchas forzadas para llegar a los pozos del Marabut.

Dicho esto espolearon los caballos, y en pocos momentos alcanzaron a la caravana, que había continuado su marcha hacia el Sur.

En la retaguardia encontraron a Ester con la carabina en la mano, dispuesta a luchar contra los bandidos si fuera necesario.

Por el contrario, los dos beduinos y El-Melah estaban muertos de miedo.

—¿Volverán esos bandidos? —preguntó Ester—. Me enojaba permanecer aquí sin hacer nada mientras exponíais la vida.

—No os faltarán ocasiones para emplear vuestra carabina —dijo el marqués mirándola con asombro—. ¡Cuántos hombres envidiarían vuestro valor!

—Si vos lo decís, voy a tener que creerlo —replicó la judía riendo.

—Señor marqués —dijo acercándose El-Haggar—, es necesario partir sin perder tiempo. Esos tuaregs no tardarán en volver con otros compañeros, y son terribles en sus venganzas. No ha sido oportuno hostilizarlos.

—¿Querríais que me dejase matar como aquellos infelices que vimos ayer?

—No digo eso; pero se podía pactar con ellos. Probablemente, se hubieran dado por satisfechos con una tercer parte de las mercancías.

—¡Yo no tolero imposiciones de nadie! ¡El desierto pertenece a todos!

—¡Bien dicho, marqués! —añadió Ester.

La caravana, que había hecho un ligero descanso, volvió a ponerse en camino a través de aquellas eternas ondulaciones de arena, que parecían no tener fin.

El aspecto de aquella inmensa llanura no variaba: dunas, y siempre dunas por todas partes, entre las cuales se veía de vez en cuando el esqueleto de algún camello.

Ninguna palmera anunciaba la presencia de un pozo, así como tampoco se veía ninguna roca que rompiese la desoladora monotonía de aquel mar de arena.

El marqués y Ben se habían colocado a retaguardia para prevenir cualquier sorpresa, mientras Rocco y El-Haggar marchaban a vanguardia, llevando el fusil delante de la silla.

En cambio, El-Melah había recobrado su puesto al lado del camello montado por Ester.

El sahariense, poco charlatán, como la mayor parte de sus compatriotas, no había dicho a la joven una palabra; pero seguía mirándola continuamente.

Cada vez que la judía le miraba estaba segura de encontrar los ojos negros de El-Melah. En el brillo de aquellas pupilas había algo siniestro; pero la joven no podía quejarse de un hombre que mostraba hacia ella la mayor solicitud, que cogía de las bridas al camello cada Vez que el animal se metía entre las dunas, y le guiaba con prudencia para que no diera un mal paso.

Nunca, sin embargo, salía de sus labios una palabra, ni se dibujaba en su rostro una sonrisa.

Ester había concluido por creerle un poco loco.

—El terror que ha experimentado durante su larga agonía debe de haberle trastornado el cerebro —había pensado la joven—, ¡dejémosle que me mire!

Pero de pronto tuvo un movimiento de temor: el marqués se había acercado a ella, y entonces El-Melah le lanzó una terrible mirada relampagueante de odio.

Por la noche, concluida aquella larga marcha, la caravana acampó entre dos dunas.

—Poniendo dos centinelas en la cima de las dunas, podemos dormir tranquilamente —dijo el marqués.

—Por lo visto —dijo Ben— los tuaregs se han cansado de perseguimos.

—No lo creáis —replicó El-Haggar—, nos seguirán.

—¿Por qué lo dices?

—Porque los conozco muy bien; como que he sido testigo de la matanza de la expedición de la señora Tinné.

—¿Quién? ¿Tú? —preguntó el marqués atónito.

—Sí, y debí ser muerto entonces.

—¿Quién era esa señora Tinné? —preguntó Ester con curiosidad.

—Una de las más ricas y de las más hermosas jóvenes de Holanda —respondió el marqués.

—¿Y fue asesinada?

—En este desierto. Pero ahora cenemos: después os narraré esa matanza, que conmovió a Europa entera. El-Haggar nos contará pormenores nuevos.

—Si los tuaregs nos dejan tiempo —respondió el aludido, cuya mirada se dirigía hacia el Este.

—¿Se acercan? —preguntó el marqués levantándose vivamente.

—Aún no; pero si una bandada de avestruces, lo cual significa que vienen persiguiéndolos.

—Pues no veo motivo para alarmamos porque huya una bandada de avestruces. ¡Déjalos que huyan!

—Cuando esas aves corren, es que deben de venir perseguidas por los tuaregs.

—¿Estas seguro de ello?

—Lo supongo, señor marqués.

—Pues bien —dijo el marqués con voz tranquila—; por ahora preocupémonos de esos soberbios volátiles: luego pensaremos en los tuaregs.

—¡Voy con vos, marqués! —exclamó Ester.

—¡Y yo también! —dijo Ben.

—¡Y tu Rocco, prepara una buena fogata! ¡Ea, venid; esperaremos emboscados a esos volátiles!

Y el marqués, Ester y Ben se lanzaron en medio de las dunas, apostándose detrás de un montecito de arena, el cual se erguía aislado en medio de la hondonada.

Los avestruces avanzaban en fila, levantando una densa nube de polvo.

Eran una docena, todos hermosísimos y de talla gigantesca, con magníficas plumas rizadas. Los doce avestruces parecían dominados por una viva agitación, pues desfilaban como una tromba dirigiéndose hacia la hondonada, sin que advirtiesen en ella la presencia de los cazadores.

—Están verdaderamente asustados —dijo el marqués, que observaba a los volátiles con viva curiosidad.

—Sí —añadió Ben—; pero no son los tuaregs los que corren detrás de ellos, sino los caracales.

—¡Ah, sí! ¡En efecto; ya los veo! —exclamó el marqués—. ¡Pues voy a darles caza!

Los caracales, llamados también, aunque impropiamente, los linces del desierto, eran unos treinta, y corrían detrás de los avestruces.

Eran bellísimos, de poco más de medio metro de altos, con el cuerpo esbelto, larga cola y orejas anchas.

Estos animales viven con preferencia en el desierto, persiguiendo con audacia increíble a los avestruces y a las gacelas, y haciendo también grandes destrozos en el ganado de los aduares.

Los caracales maniobraban con una rapidez y una precisión asombrosas, tratando de cortar el paso a uno de los avestruces, que parecía el menos robusto.

Le mordían ferozmente las patas, y trataban de alcanzarle el pecho.

—¡Librémosle de los caracales! —dijo el marqués haciendo fuego sobre el más próximo.

El animal dio un agudo chillido y cayó de bruces sobre la arena.

En aquel mismo instante el avestruz, herido por una bala de Ester, caía también.

Al oír aquellos disparos los caracales se detuvieron, miraron las nubecillas de humo producidas por las carabinas, y, bajando la cola, partieron a escape hacia el lugar de donde habían venido.

Entretanto el avestruz, abandonado por sus compañeros, ya lejanos, volvió a levantarse, dio todavía algunos pasos, y cayó de nuevo.

El marqués llegó corriendo hasta el sitio donde había caído, le arrancó un puñado de plumas rizadas, y se lo ofreció a Ester, diciendo con galantería:

—¡A la hermosa cazadora!

—¡Gracias, marqués! —respondió la joven enrojeciendo de placer.

Ben se contentó con sonreír.

CAPÍTULO II. LA MASACRE DEL SAHARA

Una hora después todos los individuos de la caravana, sentados en un tapiz, paladeaban la deliciosa carne del ave gigantesca, primorosamente asada por Rocco.

—Marqués —dijo Ester en el momento en que El-Haggar servía el café—, ahora venga esa historia.

—¿Cuál?

—La de la matanza de la expedición de la señora Tinné.

—¡Ah, sí! ¡La había olvidado! Pues bien, amigos míos; se trata de una tragedia espantosa. Se puede asegurar que las arenas del Sahara están bañadas con sangre de europeos, pues pocos son los que han atravesado el desierto sin sufrir algún daño. La señora Tinné ha sido una de las primeras víctimas. Bella, rica y joven aún, fue acometida por la pasión de los viajes. Antes de internarse en este desierto, ya había viajado por el Nilo y explorado regiones desconocidas. En 1869, encontrándose en la regencia de Trípoli, organizaba una caravana con el propósito de atravesar el desierto y llegar hasta el lago Tschad. Había tomado a su servicio dos marineros holandeses fidelísimos, cinco mujeres, tres esclavos libertos el tunecino Mohamed el Kebir…

—¡Un traidor! —replicó El-Haggar interrumpiéndole.

—Cierto: y dos individuos que habían servido en el ejército argelino; ¿no es verdad?

—Sí, señor; y yo iba como guía.

—La señora Tinné se había proporcionado recomendaciones para los jefes de los tuaregs, a fin de no encontrar obstáculos por parte de aquellos audaces bandidos. También contaba con la protección de un jefe de la tribu de los gharbis. La valerosa dama llegó felizmente hasta el oasis de Gharbi; pero allí se vio abandonad# por dicho jefe y confiada a la protección de un marabut llamado Hag-Amed. Poco después se incorporaban a la caravana ocho tuaregs, que, según decían, habían recibido la orden de escoltarla. La Tinné, que no sospechaba una traición, aceptó la escolta, y reanudó la marcha con veintisiete árabes y otros tanto camellos; una fuerza imponente que hubiera podido infundir temor a los bandidos si todos aquellos hombres hubieran sido fieles. Al tercer día de viaje los tuaregs de la escolta, aún cuando habían recibido ricos regalos, comenzaron a mostrarse exigentes y a adoptar una actitud amenazadora. Ya se habían puesto de acuerdo con el tunecino para robarla. Animados por la complicidad de aquel miserable, pidieron a la viajera una crecida suma, amenazando, en caso de negársela, con abandonar a la caravana en el desierto. ¿No es así El-Haggar?

—Sí, señor —respondió este—; así es.

—El tunecino, alma vil y perversa, se había puesto de acuerdo con ellos. La Tinné, mujer resuelta y enérgica, se negó a aceptar semejante pretensión. No obstante, y temiendo cualquier sorpresa, hizo al jefe de los tuaregs un regalo de valor. Al día siguiente los camelleros, que acaso estaban de acuerdo con los bandidos, comenzaron a dar señales de insubordinación, negándose primero a partir, y destrozando después alguno odres. La Tinné sospechaba quizás algo, porque se supo que tenía el proyecto de volver a Murgest; pero el infame tunecino fue tan hábil que consiguió tranquilizarla para continuar la marcha hacia el Sur. El primero de agosto estaban ya en el valle del Aberdisciuk, lejos de los oasis habitados. Después de una noche tranquila, la Tinné había dado orden de levantar las tiendas y de cargar los camellos. Esta debía de ser la última orden suya, pues su muerte estaba ya acordada entre los tuaregs y el tunecino. Ya estaban para ponerse en marcha, cuando surgió una viva disputa entre dos camelleros por la carga de los equipajes. Uno de los dos marineros holandeses quiso interponerse entre ellos para pacificarlos, y un tuareg se lanzó entonces contra el desgraciado con la lanza enarbolada, gritándole:

—¿Quién eres tú para mezclarte en un cuestión entre musulmanes?

Y le descargó sobre la nuca un terrible golpe que le destrozó el cráneo. El compañero del holandés, Ari Jacobs, que se encontraba ya a caballo se lanzó hacia el asesino, tratando de agarrar el fusil que había puesto sobre la silla; pero antes que pudiera hacer uso de él caía a su vez atravesado de un lanzazo. A los gritos de las mujeres, la señora Tinné salió de la tienda, preguntando lo que sucedía. Los tuaregs y los camelleros se habían precipitado ya sobre las cajas para saquearlas, mientras los libertos huían cobardemente. Pronto comprendió la señora Tinné que su última hora estaba cercana; pero aún trató de imponerse a aquellos miserables. Un árabe, un tal Haman, de la tribu de los Busef, le descargó sobre la cabeza una terrible cuchillada con el yatagán, haciéndola caer al suelo desvanecida y ensangrentada. Pocas horas después la infeliz expiraba sin recibir socorro alguno, en tanto que sus riquezas pasaban a poder de los tuaregs. ¿No fue así, El-Haggar?

—Sí, señor.

—¿Y tú no la defendiste? —preguntó Ester con indignación.

—Yo había caído herido de un lanzazo. Cuando volví en mí, la señora Tinné estaba ya muerta.

—¿Y permaneció impune ese asesinato infame? —preguntó Ben.

—Fueron arrestados los criados solamente. Así es que el doctor Bary encontró más tarde al matador de la señora Tinné en el oasis de Ghaty le oyó jactarse de aquel delito.

—¿Y el tunecino?

—De ese miserable no se volvió a saber nada.

—Pues hicimos bien —dijo Rocco— en dar esa severa lección a los tuaregs. Acaso alguno de ellos haya tomado parte en la matanza de la expedición Flatters, y…

Rocco se había interrumpido bruscamente. Sus miradas se encontraron con las de El-Melah, que brillaban siniestramente.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó.

Todos se volvieron hacia el sahariense.

—¡No es nada! —replicó éste—. Al oír esas historias sangrientas, he experimentado una impresión horrible.

—Lo comprendo —añadió el marqués—. Has presenciado hace poco horrores semejantes.

—Es cierto, señor. Voy a reposar, si me lo permitís.

Y se retiró.

A las tres de la mañana, después de un descanso de seis horas, el marqués dio la orden de marcha. Durante la noche ninguna alarma había turbado su sueño.

A las cuatro la caravana se ponía de nuevo en marcha después de un ligero desayuno, descendiendo por una hondonada que en tiempo antiquísimo debía de haber constituido el fondo de un enorme lago salobre, a juzgar por la cantidad de sal que se veía entre las arenas.

Todas las señales demostraban que los pozos del Marabut no debían de hallarse lejos.

De vez en cuando se veían huir a lo lejos bandadas de avestruces. También solía mostrarse alguna que otra hiena manchada, que se escondía cautamente en busca de su presa. A mediodía El-Haggar señaló una línea de palmeras que se destacaba vivamente sobre el purísimo horizonte.

—¡El oasis! —gritó con alegría.

—Ben —dijo el marqués—, precedamos a la caravana; ¡tengo ansia de gozar de un poco de sombra y de beber un buen vaso de agua!

Espolearon a los caballos y los lanzaron al galope.

El efecto que producía aquel oasis en medio de las arenas era tan maravilloso, que el marqués se creía víctima de una ilusión de espejismo.

—Se diría que este oasis es una isla perdida en el desierto —dijo a Ben.

—Y poblada —respondió éste—; veo muchos camellos en medio de aquellas plantas.

—Será alguna caravana.

—O los tuaregs —replicó Ben.

Este no se había engañado. Muchos camellos y maharis, montados por hombres vestidos con amplios kaiks, se habían adelantado hacia los límites del oasis.

Pero no debían de ser los que los habían seguido, porque eran en número tres veces mayor y estaban armados de lanzas en su inmensa mayoría. También los hombres de la caravana habían advertido la presencia de aquellos extranjeros. En tanto, Rocco y El-Haggar corrían en ayuda del marqués y Ben.

—Señores —dijo el guía—, los tuaregs han ocupado los pozos y no nos permitirán beber sin pagar una tasa.

En aquel momento diez tuaregs, precedidos por un hombre de alta estatura que llevaba un turbante verde, un jefe, sin duda, avanzaban con las lanzas en la mano.

Cuando llegaron a unos cien pasos del marqués, el hombre del turbante verde saludó con un:

—¡Salam alikum! (¡La paz sea con vosotros!).

Y luego añadió:

—Los pozos están en nuestro poder, y nos pertenecen por ahora. ¿Qué buscáis aquí, hijos de Marruecos?

—Estamos sedientos, y deseamos beber —respondió El-Haggar—. El agua del desierto pertenece a todos, y los pozos han sido construidos por nuestros padres.

—Vuestros padres los han abandonado a los tuaregs, y nosotros los hemos ocupado. ¿Queréis beber? Sea; pero pagaréis el agua.

—¿Qué precio quieres?

—Vuestras armas y la mitad de vuestros camellos.

—¡Ladrón! —gritó el marqués, que ya no podía contener su furia—. ¡He aquí mi respuesta!

Con rápido ademán se había echado la carabina a la cara, apuntando al jefe.

Ya estaba a punto de salir el tiro, cuando El-Melah se precipitó hacia adelante gritando:

—¡Amr-el-Bekr!, ¿no me conoces ya? ¡Paz! ¡Paz!

CAPÍTULO III. UN COLOQUIO MISTERIOSO

Los tuaregs, que se preparaban ya a cargar sobre los viajeros, al oír aquellas palabras habían vuelto a alzar las lanzas, fijando sus miradas en El-Melah.

Un grito de sorpresa y hasta de júbilo salió al punto de los labios del jefe.

—¡Ah! ¡El argelino!

—¡Sí, soy yo, Amr! —replicó El-Melah—, y estos son amigos míos, que no desean más que vivir en paz con vosotros.

Atravesó el espacio que le separaba del jefe de los tuaregs, y acercándose a él, le dijo:

—¡Deja a esos hombres tranquilos! ¡Nada perderás con ello!

—¿Quiénes son?

—Franceses.

Un relámpago feroz brilló en los ojos del jefe.

—¿Compatriotas de los otros, de aquellos que hemos acuchillado al sur de Argelia?

—¡Silencio Amr!

—¿Adónde van?

—A Tombuctu.

—¿Por qué motivo?

—No lo sé. ¡Te advierto que son excelentes tiradores!

—¿Por qué te has unido a ellos?

—Me han salvado.

—¡Ah! ¿Y les tienes gratitud? —dijo el bandido en tono de burla.

—Por ahora, sí —respondió El-Melah.

—Ve a decirles que la paz reinará entre nosotros.

—¿Quieres encontrar un buen botín?

—¿Adónde?

—Ve hacia el Norte: a cuatro jornadas de aquí ha sido destruida una caravana, y todavía puedes encontrar armas y vestidos.

—¿Quién la ha asaltado?

—El canalla de Korcol.

—¿Por qué le llamas canalla? —preguntó el bandido.

—Porque después de haberle informado del paso de la caravana, trató de deshacerse de mí enterrándome en la arena: sin el auxilio de esos hombres, hubiera muerto de sed.

—¡Vaya un agradecimiento! ¿Dónde te encontraré?

—Te espero en Tombuctu.

—Os seguiré de lejos. ¡Cuidado con engañarme!

—¡La sangre de los franceses nos une! ¡Adiós, Amr-el-Bekr!

El-Melah retomó hacia sus salvadores, diciéndoles al llegar:

—La paz está concluida: los tuaregs nos dejarán tranquilos.

—¿Y cómo conoces tú a esos bandidos? —preguntó el marqués mirándole con desconfianza.

—Ese jefe me debe la vida; le libré de un león que iba a devorarle.

—Entonces, ¿por qué sus compatriotas te enterraron en la arena?

—No eran de la misma tribu.

—¿Piden algo por alejarse del oasis?

—Nada.

—Yo tampoco habría accedido a ninguna imposición.

—¡Vayamos a los pozos! —dijo Ben—. ¡Me estoy muriendo de sed!

Mientras se internaban en el oasis, los tuaregs, montados en sus maharis, salían por la parte opuesta con dirección al Este.

Eran unos cuarenta, con algunas mujeres que iban en camellos cargados con tiendas.

El oasis no tenía mucha extensión. El terreno, aunque arenoso, como estaba regado, ofrecía una vegetación abundante, compuesta de higueras chumbas, de seguí y de alfeh, hierbas duras y amargas que hasta los propios camellos rechazan.

Tampoco faltaban palmeras, ya cargadas de sabrosos racimos.

En el oasis no se veían animales peligrosos; pero, en cambio, abundaban los pájaros, que revoloteaban en la cima de las palmeras.

El marqués y sus compañeros, atravesando rápidamente aquel minúsculo paraíso, donde se respiraba una frescura deliciosa, llegaron a los pozos excavados casi en el centro del oasis, y que aún tenían agua fresca y abundante.

—¡Ah! —exclamaba Rocco bebiendo con ansia—. ¡No hay licor comparable al agua pura!

Calmada la sed, abrevaron a los camellos, maharis y caballos. Enseguida levantaron las tiendas, pues habían decidido detenerse un par de días en aquel pequeño edén.

Por desgracia, tal felicidad no debía durar mucho. Cuatro horas haría que reposaban cuando vieron a Rocco que volvía de la parte norte del oasis corriendo como un gamo.

—¡Arriba, y empuñad las armas! —gritó precipitándose hacia la tienda—. ¡Los bandidos se acercan!

—¿Quiénes? ¿Los que acaban de alejarse? —exclamó el marqués.

—No deben de ser ésos, porque vienen por el Noroeste.

—Acaso sean los que nos han perseguido antes —dijo El-Haggar muy alarmado.

—Quizás; pero ahora llegan en mayor número: lo menos son treinta.

—¡Pues entonces, huyamos! —se apresuró a decir El-Haggar.

—¿Y por dónde?

—¡Buscaremos un refugio en el oasis del Eglif! ¡Antes de veinticuatro horas podemos estar en él!

—Y allí encontraremos a mi fiel Tasili —añadió Ben—, que seguramente no estará solo.

—Haced la provisión de agua, y ordenad la caravana —dijo el marqués—. Nosotros vamos a detener todo lo posible la marcha de esos bandidos: me acompañarán Ben y Rocco.

—¿Y yo? —preguntó Ester.

—Vos iréis con El-Haggar, y tomaréis el mando de la caravana.

Montó en el caballo y salió a escape, seguido por sus dos compañeros.

Los bandidos avanzaban con precaución, escarmentados, sin duda, por el combate anterior.

—¡Se diría que tienen miedo! —exclamó Rocco.

—Dejemos que la caravana se adelante antes de disparar sobre ellos. Ahora se dividen en dos grupos.

—Querrán cogemos entre dos fuegos.

—Pues no les dejemos lugar para hacerlo. ¡Adelante! —dijo el marqués—, ¡cortemos el camino del primer grupo!

En efecto: los bandidos se habían dividido en dos pelotones. El primero se dirigía hacia el oasis para entretener a los tres viajeros, y el otro se encaminaba hacia el Este para sorprender, sin duda a la caravana.

—¡Rocco —exclamó el marqués, que había adivinado la maniobra—, ve a unirte con Ester, y no la abandones hasta nuestra llegada!

—¿Y vos?

—Cubriremos la retirada lo mejor que podamos.

—¡Contad conmigo!

El coloso lanzó su mahari en medio de las palmeras y desapareció entre los árboles.

—¡Y ahora nosotros, Ben! —añadió el marqués.

Se volvió y pudo ver que la caravana se había internado en el desierto, avanzando rápidamente hacia el Sur.

—¿Sobre quién disparamos? —preguntó Ben.

—Sobre el pelotón que trata de dar la vuelta al oasis.

—Estoy pronto a comenzar.

Espolearon los caballos y atravesaron el oasis de Occidente a Oriente en el momento en que el pelotón de los bandidos pasaba por delante de ellos a doscientos cincuenta metros.

Detuvieron los caballos, bajaron de la silla, y, apoyándose en el tronco de unas palmeras, hicieron fuego simultáneamente.

Un mahari y un tuareg cayeron, entre el griterío furioso de la banda.

A la primera descarga siguió otra, y después otra, derribando dos animales más y un jinete.

—¡Cinco blancos en seis tiros! ¡Admirable! —gritó el marqués.

Los bandidos, aterrados, se arrojaron en medio de las dunas y abandonaron sus cabalgaduras.

—¡Ya hemos detenido a éstos! —exclamó Ben.

—¡Pero no a los otros! —repuso el marqués.

El segundo pelotón, encontrando el camino libre, había avanzado velozmente y ocupó las márgenes del oasis.

Algunos disparos resonaron entonces.

—¡Diablo! —exclamó el marqués—. ¡Nos disparan!

En efecto; algunas balas pasaron silbando por encima de ellos.

Ben y el marqués saltaron sobre sus caballos y partieron al galope.

Al verlos huir, los bandidos empezaron a perseguirlos.

El marqués y Ben, atravesando de nuevo el oasis en toda su extensión, se lanzaron entre las dunas de arena.

La caravana había recorrido ya dos millas y continuaba adelante.

—¡Tratemos de mantenerlos a distancia! —dijo el marqués refrenando su caballo.

—Sí; todo lo que podamos.

—¡A ver si podemos desmontarlos!

Los bandidos se habían reunido de nuevo, y excitaban a sus maharis para perseguir a los fugitivos.

—¡A ellos! —rugió el marqués.

—¿A los hombres o a los animales?

—¡Prefiero a los animales! ¡El tuareg desmontado es como un gaucho argentino sin caballo!

Bastaron diez segundos a aquellos diestros tiradores para desmontar a tres hombres.

El marqués se disponía a reanudar el fuego cuando su caballo se encabritó bruscamente lanzando un relincho de dolor; luego cayó sobre las rodillas y arrojó de la silla al jinete.

—¡Marqués! —exclamó Ben espantado.

—¡No es nada! ¡Han herido solamente al caballo!

Arrojó una mirada furiosa sobre los tuaregs. El bandido que le había mandado aquella bala estaba erguido sobre el mahari, con el fusil humeante todavía.

—¡Me las pagarás! —gritó el corso; y echándose la escopeta a la cara, hizo fuego.

El jinete se desplomó en tierra.

—¡Subid a mi caballo, y reunámonos con la caravana! —exclamó Ben—. ¡Pronto; los tuaregs se acercan al galope!

El corso dio un salto y se agarro a Ben. Juntos partieron al galope, mientras los bandidos, furiosos al ver que de nuevo se les escapaba la presa, lanzaban a espaldas de los fugitivos blasfemias y amenazas terribles.

CAPÍTULO IV. EL ATAQUE DE LOS «TUAREGS»

Viendo volver a escape al marqués y a Ben en un solo caballo, Rocco y Ester corrieron en su auxilio, temiendo que el animal, rendido por el doble peso y por el cansancio, se dejase alcanzar por los tuaregs.

—¿Venís herido, marqués? —preguntó Ester con voz alterada.

—¡No; esos bribones son malos tiradores! ¡Tranquilizaos!

—Señor marqués —dijo El-Haggar acercándose—, ¿qué ordenáis que se haga?

—¡Continuar la retirada!

—Los tuaregs amenazan con echársenos encima. Si nos rodean la resistencia sería difícil.

—Pues detengámonos aquí, y hagámosles algunas descargas. Somos ocho y tenemos buenas armas.

—Haz que se arrodillen los animales detrás de aquella duna —añadió el marqués dirigiéndose a El-Haggar—, intentaremos detener a esa canalla.

Una montaña de arena semejante a una ola, formada, seguramente por el simoun, se extendía en una longitud de cien metros.

Constituía un excelente bastión contra los proyectiles.

Después de haber hecho tender a los camellos, el marqués hizo ocupar a todos la cresta de la duna, recomendándoles que no hicieran fuego hasta que él diese la orden.

Creyendo que la caravana había continuado su marcha, los bandidos avanzaban al galope, presentando un magnífico blanco.

Cuando se encontraron a cincuenta pasos, el marqués gritó:

—¡Fuego!

Cuatro maharis y tres hombres cayeron a derecha e izquierda, produciéndose en la columna una verdadera confusión.

Algunos tuaregs espantados, se desbandaron rugiendo y disparando las armas al azar.

Al ver un bandido que estaba desmontado a pocos pasos de él, Rocco se le echó encima empuñando la carabina por el cañón.

—¡Muere, perro! —gritó.

Pero el tuareg, ágil como un mono, esquivó el golpe y a su vez se lanzó sobre el coloso con el yatagán en alto.

—¡Cuidado, Rocco! —le advirtió el marqués.

—¡Nada temáis! —replicó el hércules.

El bandido, que era también un hombre robusto, descargó el golpe, diciendo:

—¡Toma, kafir!

El coloso le dejó acercarse, y luego, dando un salto repentino, se abrazó a su adversario, le levantó como una pluma, y le arrojó al suelo violentamente.

Al ver esta escena, y oír el ruido de otra descarga disparada por los enemigos, los otros emprendieron la retirada en desorden para ponerse a cubierto de las balas.

—¡Alto el fuego! —ordenó el marqués—, ¡si vuelven después de esta lección, les haremos cara!

—¡Apresurémonos a llegar al Eglif! —dijo El-Haggar.

Los tuaregs habían desaparecido: solamente a gran distancia se veían algunos, desmontados, esconderse detrás de las dunas.

Rocco y Ben se apoderaron de dos maharis que se habían acurrucado cerca de sus difuntos amos. Ambos animales fueron reunidos con los otros que componían el resto de la caravana, la cual se puso presurosamente en marcha.

La noche les sorprendió a veinte millas de Eglif, pues habían hecho toda la jornada sin detenerse más que dos momentos.

No considerándose todavía seguros, se detuvieron pocas horas, y volvieron a partir después de media noche, a pesar del cansancio de los camellos.

A las cuatro de la mañana la caravana, que iba precedida por El-Haggar y el marqués, montados sobre los dos maharis cogidos a los tuaregs, descubría algunos grupos de palmeras.

—¡Eglif! —dijo el guía.

—¿Ves elevarse humo entre aquellas plantas? —preguntó el marqués.

—No.

—Y, sin embargo, allá abajo debe de encontrarse Tasili, el criado de Ben.

—No descubro tienda alguna entre las palmeras.

—Acaso se haya cansado de esperar y partido hacia el Sur.

—Puede haber ido a Amul-Taf —dijo El-Haggar.

—¿Otro oasis?

—Sí; a dos jornadas de marcha, y mejor que éste.

En aquel momento Ben se acerco a ellos.

—Tengo una noticia desagradable que daros —dijo el marqués—, en el oasis no se ve ninguna tienda.

—Acaso Tasili acampe en otro sitio.

—Pues hagámosle una señal.

El marqués levantó la carabina y disparó al aire.

Esperaron algunos momentos; pero en vano: nadie apareció en el oasis.

—¿Habrá sido asesinado por los tuaregs? —preguntó Ben palideciendo.

—Vamos a ver —dijo El-Haggar—, si ha sido asaltado por los tuaregs, hallaremos las huellas.

En pocos minutos se encontraron en las márgenes del oasis.

Era mucho más pequeño que el del Marabut pues sólo se componía de algunas palmeras y un pozo que se encontraba en el centro rodeado por higueras chumbas.

Precisamente cerca de aquellas plantas encontraron los viajeros las huellas que buscaban.

En el suelo yacía una tienda desgarrada, odres destrozados, una lanza rota de los tuaregs, y el esqueleto de un asno.

—Los tuaregs han estado aquí y se han llevado a vuestro servidor —dijo El-Haggar al hebreo.

—¡Sí, no hay duda! ¡Esos malditos le han asaltado!

—¿Adónde le habrán conducido? —preguntó el marqués.

—Veo muchas huellas aquí: ¡sigámoslas!

Atravesaron el oasis, y en la arena del desierto vieron todavía muchísimas huellas de camellos que se dirigían hacia el Sur.

—Acaso le hayan conducido a Tombuctu —replicó El-Haggar—. Estas huellas, que el simoun no ha borrado, se prolongan hacia el Mediodía.

—¿Iba acompañado de una escolta ese Tasili? —preguntó el marqués.

—Sí; de tres saharienses de Talbelbalet —respondió Ben.

—¿Fieles?

—Así lo creo.

—¿Acostumbran los tuaregs a hacer prisioneros?

—Sí —dijo El-Haggar—; y los venden como esclavos en Tombuctu.

—Entonces, no hay que perder la esperanza de encontrar a Tasili. ¿Qué os parece, Ben?

El judío no respondió. Había subido sobre una duna y miraba fijamente hacia el Sur. ¿Qué miraba con tanto interés?

—¿Qué miráis, amigo Ben? —le preguntó el marqués.

—Me pareció haber visto un hombre deslizarse por entre las dunas y luego esconderse.

—¿Algún tuareg quizás?

—No; me pareció un negro medio desnudo.

—¡Pues vamos a descubrirle! —dijo el marqués montando de nuevo en el mahari.

Sus compañeros le imitaron, lanzándose todos entre las dunas. Aun no habían recorrido quinientos pasos, cuando pudieron ver un ser humano espantosamente flaco, con la piel negra y acartonada, malamente cubierta con un pedazo de estera, y que huía como un gamo a través de las arenas.

—¡Eh! ¡Detente, o hago fuego! —gritó el marqués en árabe—, ¡nada temas! ¡Nosotros no somos tuaregs!

Al oír aquellas palabras, el negro se detuvo en la cima de una duna, fijó en los viajeros sus ojos que parecían de porcelana, y alzó los descamados brazos como para implorar gracia.

—¿Quién eres? —le preguntó el marqués acercándose a él.

—¡No me matéis! —exclamó el desgraciado con voz temblorosa.

—Nosotros no hacemos ningún daño a las personas honradas. ¿Por qué has huido?

—Suponía que erais tuaregs.

—¿Estás solo?

—Solo; sí, señor: los otros has sido hechos prisioneros por los ladrones del desierto.

—Acaso sea uno de los acompañantes de Tasili —dijo Ben al marqués.

—¡Tasili! —replicó maravillado el negro—, ¿le conocéis?

—Hemos venido en su busca.

—¿Luego, entonces, sois las personas a quienes él aguardaba?

—¿Estabas tú con Tasili? —exclamó Ben.

—Sí, señor.

—¿Se han apoderado de él los tuaregs?

—Cierto; y se le llevaron hacia Tombuctu, en unión de dos compañeros míos, para venderlos como esclavos.

—¿Cuándo fuisteis sorprendidos?

—Hace tres semanas, hacia el anochecer. Los tuaregs, que eran unos veinte, se nos echaron encima cuando preparábamos la cena. Yo pude huir; pero Tasili y mis dos compañeros fueron atados, y se los llevaron en sus camellos. Habiéndome acercado por la noche con mucha cautela al campamento de los tuaregs, por unas palabras que oí pude deducir que iban a Tombuctu y que pensaban vender a los prisioneros en aquel mercado.

—¡Pobre Tasili! —exclamó Ben con dolor—, ¡pero no importa; nosotros le encontraremos!

—Sí, Ben —dijo el marqués—; y, además, es necesario que habléis con él. Volvamos al oasis para dar comida a este desgraciado, que parece un moribundo.

—Tres semanas hace ya que sólo vivo de dátiles, y hasta ese alimento se me ha concluido hace cuatro días.

Cuando retomaron al oasis la caravana estaba ya reunida, y los beduinos acababan de levantar las tiendas alrededor del pozo.

CAPÍTULO V. LOS «TUAREGS» DEL MARABUT

La caravana descansó dos días en el oasis del Eglif para reponerse de las largas fatigas soportadas en aquella penosa travesía y para completar las provisiones de agua, por ser muy escasos los pozos en la región meridional del Sahara.

El marqués y Ester tuvieron la fortuna de aumentar las provisiones sólidas, pues habían sorprendido a un avestruz y a un antílope en los contornos del oasis.

Al tercer día el marqués daba la orden de marcha, ansioso por atravesar la segunda mitad del desierto y llegar a Tombuctu, la opulenta Reina de las Arenas.

Una marcha de siete días los condujo sin incidentes a los pozos de Amul-Taf, donde encontraron algunas familias saharienses que se dedicaban a la cría de camellos corredores, oficio muy lucrativo. Estos ganaderos son legión en el Sahara meridional, y ocupan los oasis más importantes.

Todos ellos son ricos y poseen variedad de razas de maharis y también de ájemeles; pero dan la preferencia a los primeros, vendiéndolos a precios muy elevados en los mercados de Kabra, de Tombuctu y de El-Mabruk.

El marqués y sus compañeros se entretuvieron un día entre aquellos ganaderos hospitalarios, bien diferentes de los tuaregs, dejando en su compañía al negro recogido en el Eglif, que se negó a acompañarlos a Tombuctu a causa de su extremada debilidad.

Sucesivamente fueron llegando a los pequeños oasis de Trasase, de Grames, y después de una penosa marcha consiguieron entrar en Teneg-el-Hadsk, una de las últimas estaciones del desierto.

Pocas jornadas los separaban ya de la Reina de las Arenas.

La influencia del Níger, el gigantesco río del África occidental, empezaba a dejarse sentir. El aire ya no era tan seco ni tan cálido como en la ardiente arena del desierto, y comenzaban a aparecer en el horizonte céspedes verdes. Después empezaron a encontrar bandadas de pájaros, los cuales se apresuraban a huir velozmente hacia el Sur.

Acá y allá las huellas de las caravanas aumentaban, y se veían muchos esqueletos de camellos y de hombres caídos en la penosa travesía del desierto y casi a la vista de la espléndida ciudad, de la magnífica Reina de las Arenas.

En Teneg-el-Hadsk se juntaron a dos grandes caravanas procedentes de las orillas del Níger, una de las cuales se dirigía a Marruecos con cargamento de plumas y de abalorios, y la otra a Argelia con goma arábiga y polvo de oro de las minas del Congo.

La ocasión era propicia para obtener noticias acerca de la suerte del infortunado coronel Flatters, pues procediendo aquellas caravanas del Tombuctu, no podían ignorar si los franceses habían sido conducidos a esta ciudad y vendidos al Sultán.

Con verdadero asombro, el marqués experimentó una amarga decepción.

¡El coronel Flatters! Ninguno de ellos había oído hablar de él, ni ninguno sabía que los tuaregs le hubiesen conducido a Tombuctu.

—¿Qué te parece esto, Ben? —preguntó el marqués después de haber interrogado inútilmente a todos los jefes de las caravanas—. ¿Me habrán engañado acaso? ¿Habrá caído muerto en el desierto el desgraciado coronel?

—No hay que desesperar, señor marqués —replicó el hebreo—. Quizás estos hombres, enteramente ocupados en sus negocios, han dejado de interesarse sobre la suerte del pobre coronel: para ellos, este asunto no tiene interés alguno.

—Y, sin embargo, yo sé que el Gobierno de Argelia había prometido un premio al jefe de cualquier caravana que hubiese podido facilitar noticias sobre la expedición —dijo el marqués.

—Cuando lleguemos a Tombuctu podremos saber la verdad. Si es cierto que el coronel ha sido llevado al palacio del Sultán, alguien le habrá visto entrar en la ciudad con los tuaregs.

—¡Qué desilusión para nosotros si ha sido muerto en el desierto! —exclamó el corso con amargura.

—¿Sentiríais haber hecho este largo viaje inútilmente? —preguntó Ester, que escuchaba el coloquio.

—¡Oh, no! —dijo con viveza el corso mirándola a los ojos—. ¡No, Ester; os lo juro!

La joven comprendió el sentido de sus palabras y sonrió, mientras una llamarada iluminaba sus pupilas.

—¿Lo decís de veras, marqués? —preguntó la hermosa hebrea, en tanto que Ben se alejaba algunos pasos.

—¡Sí, Ester; porque si no hubiera emprendido este viaje, no habría tenido la suerte de conoceros! —replicó el marqués cogiéndole una mano y estrechándola con efusión entre las suyas.

—¡Oh; no, no es posible! —murmuró Ester bajando los ojos—. ¡Sería un sueño demasiado hermoso!

—Ester —dijo el corso con voz grave—, ¿y si ese sueño se realizara? ¿Si yo os amase con toda mi alma?

—¡Vos, marqués, amar a una judía, a una mujer a quién todo el mundo desprecia en Marruecos!

—Córcega es de Francia, y no de Marruecos, Ester. El Destino me ha arrojado en vuestro camino, he aprendido a apreciaros y a admiraros, y creo que ninguna otra mujer podría llegar a ser mejor que vos la única compañera de mi vida.

Después hubo un momento de pausa.

—Ester —dijo por fin el marqués—, ¿queréis aceptar mi mano?

—¡Yo la marquesa de Sartena!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando oyó cerca de sí una ronca imprecación.

Se volvió con rapidez, y vio tendido cerca de la tienda a El-Melah. El rostro del sahariense estaba terriblemente contraído.

—¿Qué es lo que tienes El-Melah? —preguntó.

—¿Y qué es lo que haces aquí? —añadió el marqués arrugando el ceño.

—¡Los tuaregs! —respondió el sahariense.

—¿Cuales tuaregs? —replicó el corso.

—¡Los que encontramos en los pozos del Marabut! ¡Ahora están entrando en el oasis!

—¿Acaso nos habrán seguido? —se preguntó con ira el marqués—. La presencia de esos bandidos no me agrada.

—¿Suponéis que se atrevan a asaltamos entre tanta gente? —dijo Ester.

—¡Oh, no! De seguro, porque los marroquíes y los argelinos se unirían a nosotros para rechazar el ataque. Aquí estamos como entre compatriotas.

—Quizás vayan también a Tombuctu. ¿Qué pensáis de eso, El-Melah?

El sahariense no contestó. Miraba a Ester de un modo extraño, mientras una astuta sonrisa se dibujaba en sus labios.

—¿No me has oído? —preguntó el marqués con impaciencia—. ¿Supones que esos tuaregs se dirigen también hacia Tombuctu?

—¡Ah, sí, lo supongo! —dijo el sahariense completamente abstraído.

—¿Habrán sospechado que somos infieles?

—Lo ignoro, señor.

—Sería peligroso para nosotros. Voy con Ben a cerciorarme de sus intenciones. Tú no abandonarás a Ester durante mi ausencia, y esperarás a la vuelta de los beduinos y de El-Haggar, que han ido en busca de provisiones.

El sahariense hizo un gesto de asentimiento y se tendió en el suelo a cuatro pasos de la joven judía, la cual se había sentado cerca de la tienda a la sombra de una palmera gigantesca. El rostro del joven todavía no se había serenado, ni sus negras pupilas se apartaban de la judía. De cuando en cuando un relámpago brillaba en aquellos ojos negrísimos, mientras sus cejas se fruncían cada vez más.

—Señora —dijo levantándose de pronto—, ¿qué es lo que el marqués va a buscar a Tombuctu?

Ester alzó la cabeza, que tenía apoyada en una mano, y miró con estupor al sahariense.

—¿Por qué me haces esa pregunta? —dijo.

—Os he seguido hasta ahora sin haber conocido claramente vuestros proyectos, y antes de entrar en la ciudad quisiera saber la intención que os guía. La Reina de las Arenas es peligrosa para los infieles: jugáis la vida en ello.

—Vamos en busca del coronel Flatters. Creía que ya lo sabías.

Una sonrisa de burla se dibujó en los labios de El-Melah.

—No merecía la pena de llegar hasta aquí para buscar a un hombre que quizás esté muerto.

—¿Sabes tú algo? —le dijo Ester.

El sahariense movió la cabeza, y después añadió como hablando entre sí:

—¡Dejémosle buscar!

—¿A quién?

—A los franceses.

—No te comprendo, El-Melah.

—Señora, ¿es cierto que el marqués está enamorado de vos?

—Es cierto.

—¿Y vos? —preguntó El-Melah, fijando en el rostro de la judía una mirada aguda como un puñal.

—Eso no te interesa —respondió Ester, cuyo estupor aumentaba.

—Desearía saber si le dejaríais por otro hombre que os ama con mayor vehemencia.

—¡Basta! —dijo la joven levantándose—, ¡el sol del desierto te ha trastornado el cerebro!

—¡Sí; eso debe de ser! —replicó el sahariense con un acento extraño—. ¡El sol del desierto debe haber destruido el cerebro de El-Melah!

Y al decir esto se levantó y dio un par de vueltas en tomo a la tienda. Luego volvió a tenderse, y se cogió la cabeza entre las manos.

—¡Este pobre joven está loco! —dijo Ester.

En aquel momento el marqués volvía con Rocco, El-Haggar y Ben. Los cuatro parecían muy intranquilos.

—¿Qué pasa? —preguntó Ester saliendo a su encuentro.

—Los tuaregs que han pasado por aquí son los mismos que encontramos en los pozos del Marabut —respondió Ben—, van a Tombuctu.

—¿Y a nosotros qué nos importa? En la ciudad hay sitio para todos.

—Pero nosotros quisiéramos conocer por qué razón han vuelto hacia el Sur, cuando parecían ir hacia el Norte —dijo el marqués—. Deben de habernos seguido a larga distancia.

—¿Se han detenido ahora?

—No, Ester; han continuado en dirección a la ciudad —replico Ben.

—¿Y supones que tengan algún siniestro proyecto contra nosotros?

—Todo puede temerse de semejantes gentes —repuso El-Haggar—, si han sospechado que no sois musulmanes, pueden haceros arrestar por la guardia del Sultán, y hasta daros muerte.

—Y, sin embargo, no podemos permanecer más tiempo aquí. Yo no volveré sino cuando tenga la seguridad de que el coronel ha muerto, o se encuentra prisionero del Sultán.

—Y yo hasta que tenga en mi poder la herencia de mi padre —dijo Ben.

—Y encontrado a Tasili —añadió Rocco—. Sin ese hombre no podréis reconquistar el tesoro.

—Escuchadme —dijo en aquel instante El-Haggar—, a mí, como musulmán, no me está prohibida la entrada en la ciudad, y no puede amenazarme en ella el menor peligro. ¿Queréis que yo siga a los tuaregs para tratar de descubrir sus intenciones y para buscar a Tasili? Dentro de tres o cuatro días estaré de vuelta, y entonces resolveréis lo que ha de hacerse.

—¿Y tratarás de saber si el coronel está aún vivo?

—Procuraré averiguarlo: tengo muchos conocimientos en Tombuctu.

—Yo también me iré —dijo El-Melah levantándose.

—¿Quieres partir con El-Haggar? —preguntó el marqués—, tú, que conoces a los tuaregs, puedes saber mejor que nadie lo que van a hacer en Tombuctu.

—Entonces, me marcho —respondió el sahariense con rapidez.

—Os concedemos una semana de tiempo: si al cabo de ella no regresáis, iremos nosotros a la ciudad —dijo el marqués.

—Estamos de acuerdo —respondió El-Haggar.

Los preparativos de viaje fueron rápidos. Montaron en dos maharis, armaron con fusiles y yataganes, y pusieron en la silla algunas provisiones.

—Antes de que el sol se ponga entraremos en la ciudad —dijo El-Haggar—. Tened paciencia, no abandonéis este oasis. En caso de peligro, El-Melah y yo retomaremos y os refugiaréis en el desierto.

—¡Qué Dios vaya en tu compañía! —respondieron el marqués y Ben.

Soltaron la cuerda a los dos maharis, atravesaron el oasis y, por último, se dirigieron hacia el Sur.

Mientras se alejaban, El-Melah volvía la cabeza, lanzando sobre Ester aquella mirada aguda que empezaba a causar cierto malestar a la judía. Cuando los jinetes desaparecieron en medio de las dunas la joven empezó a tranquilizarse.

—¡Qué hombre tan extraño es ese joven! —murmuró—. ¿Estará loco verdaderamente?

Entretanto el marqués y sus compañeros estaban ocupados en preparar el campamento para instalarse en él del mejor modo posible.

Levantaron las dos tiendas y las aseguraron con fuertes cuerdas; después, con ramas y hojas construyeron una zeriba, destinada a encerrar los camellas y los otros animales, precaución indispensable, dada la gente que ocupaba el oasis, y aguardaba el momento oportuno para ponerse en marcha hacia el Norte.

—Ahora armémonos de paciencia y esperemos —dijo el marqués cuando el campamento estuvo dispuesto—. Estoy seguro de que El-Haggar retomará, y quizás venga acompañado de Tasili.

—Esperemos —repuso Ben—. En todo caso, si no vuelve yo estoy dispuesto a ir a Tombuctu.

—Y yo también —respondió el marqués—, ¿y tú, Rocco?

—¡Por Baco! —dijo el coloso—, ¡si lo deseáis, iré a coger por el cuello al Sultán, y le tendremos como rehén hasta que hayamos encontrado al coronel y a Tasili!

CAPÍTULO VI. LA REINA DE LAS ARENAS

Mientras el marqués y sus dos compañeros preparaban el campamento, El-Haggar y El-Melah galopaban hacia el Sur para atravesar el último límite del desierto que los separaba de la ciudad.

Aquel sitio no se podía llamar verdadero desierto, porque, aun cuando el suelo estuviese todavía cubierto de dunas arenosas, algún grupo de palmeras se veía de trecho en trecho, y hasta varios aduares mostraban sus tiendas en las lejanías. Pequeñas caravanas cargadas especialmente de sal, artículo muy buscado en Tombuctu, desfilaban por entre las dunas, algunas en dirección de la ciudad, y otras hacia las aldeas del Níger.

El-Haggar y El-Melah marchaban sin hablar, con los ojos fijos hacia el Sur para tratar de descubrir a los tuaregs, que habían salido del oasis una hora antes que ellos, y que no se veían por ninguna parte.

—Parece que tienen mucha prisa por llegar a la ciudad —dijo El-Haggar al cabo de algún tiempo—. Esa premura me parece muy sospechosa.

El-Melah seguía taciturno.

—¿Qué dices de esto? Tú conoces a esas gentes, y hasta eres amigo del jefe.

—¡Amigo no! —dijo el sahariense casi con desprecio.

—Pero, en fin, los conoces, y puedes saber qué clase de hombres son.

—Lo ignoro.

—No serán menos ladrones que los otros.

—Nunca los he visto robar.

—¿Ni asesinar tampoco? —preguntó el guía con acento irónico.

—Tampoco.

—¿Cuánto tiempo estuviste preso en su tribu?

—Algunos días —respondió El-Melah con impaciencia.

—Entonces, se comprende: en pocos días nadie habrá caído en sus manos. A ti te dijeron que iban hacia el Norte cuando se alejaron de los pozos del Marabut; ¿no es cierto?

—Me parece que dijeron eso.

—¿Y por qué han cambiado de opinión? Es lo que quisiera saber.

—No estoy dentro del cerebro de Amr-el-Bekr.

—¿Así se llama el jefe?

—Sí.

—¡No lo olvidaré!

El-Melah se encogió de hombros sin contestar.

Prosiguieron su camino durante una hora más, sin que los maharis refrenaran su carrera. Después El-Melah, que empezaba a dar señales de inquietud, preguntó a su compañero:

—¿Son todos kafires esos hombres blancos?

—Lo supongo —respondió el guía.

—¿Y se atreven a ir a Tombuctu?

—Ya sabes que no son cobardes.

—Sí, ya lo he visto.

Estuvo callado otros dos o tres minutos, y luego preguntó con voz casi amenazadora:

—El francés ama a la judía; ¿no es cierto?

—Así parece —respondió El-Haggar—. ¿Lo sientes?

—¿Por qué?

—Porque me lo has preguntado de tal modo…

—¡Esa judía es la mujer más hermosa que he visto en mi vida! —continuó El-Melah como hablando para sí—. El Sultán la pagaría a buen precio si alguien se la ofreciese como esclava.

—Pero no es esclava —dijo El-Haggar mirándole con desconfianza.

—Lo sé.

—Pues entonces…

El-Melah miró a su vez al guía como si quisiera leer en el fondo de su pensamiento, y después dijo sonriendo siniestramente:

—Quiero decir que Tombuctu podría ser peligrosa para la judía: es demasiado bella.

—Pues velaremos por su seguridad.

El sahariense hizo con la cabeza una señal afirmativa y espoleó al mahari.

Hacia la puesta del sol, después de una caminata de ocho horas, El-Haggar y su compañero vieron surgir sobre el enrojecido horizonte una línea de imponentes alminares que se destacaban vivamente sobre el azul purísimo del cielo del desierto.

Cualquiera hubiese podido presumir que se trataba de un fenómeno de espejismo, no pudiendo creer que hubiera una ciudad en medio de aquella llanura de arena; pero El-Haggar y su compañero no se dejaron engañar.

Tombuctu, la reina de la arenas del Sahara, la ciudad misteriosa cuya existencia había sido puesta en duda durante tantos siglos en Europa, estaba delante de ellos, a menos de cuatro millas.

—¡Ya llegamos! —dijo El-Haggar—. Una última galopada, y entraremos.

Aunque perdida más allá del desierto, hay en ella lindísimas arcadas muy semejantes a las de Granada, y el espléndido palacio del Sultán es una verdadera maravilla. Todavía sigue siendo un depósito comercial de gran importancia, que recibe la visita de las caravanas de Marruecos, de Argelia, de Túnez y de Trípoli que llevan sus mercancías a los Estados del África central.

A pesar de ocupar en la actualidad una extensión inmensa, no cuenta más que con veinte mil habitantes. Sus siete mezquitas, sus antiguas torres y sus fuertes murallas permanecen en pie, atestiguando el antiguo esplendor de la ciudad.

Excusado es decir que en esta ciudad imperaba hasta hace pocos años el fanatismo más feroz. Ningún infiel podía entrar en ella, bajo pena de muerte, y ningún europeo podía residir dentro de sus muros.

El-Haggar y El-Melah, después de haber atravesado los enormes cúmulos de ruinas que forman verdaderas colinas en tomo de la ciudad, entraron a través de las derruidas murallas. Comenzaba a anochecer, y en el aire se extinguían los últimos gritos del muecín, que desde lo alto de los alminares y con el rostro vuelto hacía Oriente lanzaba la oración de la noche:

—¡No hay más Dios que Dios!…

Después de un breve interrogatorio por parte de la guardia del Sultán encargada de vigilar y de impedir la entrada en la ciudad a cualquier infiel, se dirigieron hacia un caravanserail, especie de vasto cobertizo destinado a los conductores de las caravanas, y donde podían encontrar un pésimo albergue mediante una moneda de cobre.

—Mañana nos dedicaremos a nuestros asuntos —dijo El-Haggar descendiendo del mahari.

Ya se disponían a preparar la cena, cuando vieron entrar a algunos tuaregs que debían de haber llegado entonces a Tombuctu.

Al verlos El-Haggar no pudo por menos de arrugar el entrecejo, pues había reconocido entre ellos al jefe que encontraron en los pozos del Marabut.

—Deben de habernos seguido —dijo.

—No te cuides de ellos —respondió el sahariense—; probablemente ni siquiera piensan en nosotros.

—Estaría más satisfecho si no los hubiese visto.

Amr-el-Bekr parecía no haber puesto la menor atención en los dos viajeros. Se retiró aun ángulo apartado del cobertizo, acompañado por los cuatro hombres que le seguían, y después de haber descargado a los maharis, todos se tendieron en el suelo y fingieron dormir.

El-Haggar y El-Melah prepararon la cena, dieron de comer a los animales, luego se echaron en dos lechos, y trataron de imitar a los tuaregs. El guía, que estaba rendido del viaje, no tardó en roncar ruidosamente.

El-Melah, en cambio, velaba. De vez en cuando se incorporaba para cerciorarse de que su compañero dormía, y luego, cuando el momento le pareció favorable, dejó el lecho sin hacer ruido, y se deslizó hacia el sitio ocupado por los tuaregs.

Todavía no había llegado a él, cuando vio levantarse a un hombre.

—¿Eres tú, Amr? —preguntó El-Melah.

—Sí, soy yo —respondió el jefe de los tuaregs—. Te aguardaba. ¿Dónde están los infieles?

—Se quedaron en el oasis.

—¿Sospechan algo?

—No; por lo menos hasta ahora.

—¿Tienes algo que decirme?

—¿Sabes por qué el hombre blanco que te ha amenazado ha llegado hasta aquí?

—No.

—Para buscar al coronel Flatters.

Una ronca blasfemia salió de los labios del bandido.

—¿Sabe que hemos sido nosotros? —preguntó.

—¡Silencio, Amr! —dijo El-Melah poniéndole la mano sobre la boca.

—¡Ese hombre es peligroso para nosotros!

—Puede llegar a serlo, porque es francés.

—¿Un francés? —exclamó el tuareg apretando los dientes con rabia—, ¡si lo hubiera sabido antes le habría matado en el desierto!

—Y habrías perdido el premio que concede el Sultán al que le entregue un kafir.

—¿Y tú vienes…?

—Sí, Amr; vengo a ofrecerte su captura. Para ti, los hombres, y la mujer para mí.

—¡Ah! ¿Va una mujer con ellos?

—¡Y hermosa como una hurí del paraíso de Mahoma!

—¿Qué pretendes hacer de ella?

—Robársela al francés para venderla al Sultán.

—¡Eres listo para ser argelino, El-Abiod!

—¡Calla! Aquí me llamo El-Melah.

—¿Has cambiado de nombre?

—Y hasta de piel. Si los franceses supieran que a mí se debe la matanza de la expedición, no estaría ya en este mundo.

—¿Cuándo vendrá el francés?

—Dentro de una semana; yo me encargó de conducirle.

—Te aguardaré —respondió el tuareg—. ¿Cuántos son los kafires?

—Dos europeos y un judío.

—El Sultán pagará a buen precio los dos primeros, porque tiene necesidad de esclavos de piel blanca. En cuanto al judío, le hará quemar como a una bestia dañina.

—¿No le dirás que es hermano de la joven? —dijo El-Melah.

—Me contentaré con embolsarme el precio de la venta.

—La mujer será mía.

—Te la dejo.

—No hay necesidad de que venga presa con los hombres; el Sultán sería capaz de llevársela sin pagármela.

—Ya buscaremos el medio de no prenderla con ellos.

—Ahora dime una cosa.

—Habla.

—¿Han llegado aquí tus compatriotas con tres hombres detenidos en el oasis del Eglif, entre los cuales hay un viejo?

—Me parece haber oído hablar de eso.

—El viejo me es necesario para inducir a los kafires a venir aquí. Si ha sido vendido, cómpralo o róbaselo a su dueño.

—Antes de que pase el día de mañana estará aquí; te lo prometo. Conozco a todos mis compatriotas, y no me será difícil descubrir el paradero del viejo.

—¿Dónde volveré a verte?

—En el mercado de esclavos.

—¡Buena suerte! —dijo El-Melah.

Y dicho esto se deslizó a lo largo de las paredes, volviendo a ocupar su lecho. El-Haggar no había cesado de roncar.

Cuando a la madrugada se despertaron, los tuaregs habían desaparecido.

—¿Se han ido? —preguntó El-Haggar respirando con tranquilidad—. ¡Me alegro; no me agradaba su compañía!

—No te preocupes más de ellos; pensemos en nuestros asuntos.

—Dividámonos la faena; yo me encargaré de averiguar lo que la ha sucedido al coronel.

—Y yo buscaré a ese Tasili que tanto preocupa al judío.

—¿Conoces la ciudad?

—Como si fuera Argel.

—Volveremos a vemos a mediodía para almorzar en este mismo sitio.

—Sí; ¡y ojalá seamos afortunados en nuestras indagaciones!

El-Melah aguardó a que el guía se hubiese alejado, y después, montado en su mahari, se perdió entre la multitud que llenaba los contornos del cobertizo.

En aquellos días Tombuctu había triplicado el número de sus pobladores, a causa de las infinitas caravanas que habían llegado del desierto y de las aldeas del Níger.

Todas las calles estaban llenas de camellos, de dromedarios, de caballos y de asnos cargados con toda suerte de mercancías, conducidos por mercaderes marroquíes, argelinos, tripolitanos, negros de las riberas del Níger, tuaregs del desierto y arrogantes bambaras que, envueltos en amplios kaiks y en inmensos turbantes, parecían verdaderos sultanes en medio de aquella gente.

En todas partes se vendía, entre gritos ensordecedores y un estrépito espantoso, al cual había que añadir el paso continuo de los animales. Los kisuris, 1os espléndidos soldados del Sultán, se veían verdaderamente apurados para mantener el orden.

Después de haber pasado mil fatigas para abrirse paso entre aquella multitud tumultuosa que se dejaba atropellar sin moverse, El-Melah se dirigió hacia el mercado de los esclavos, el cual se extendía en una vasta plaza resguardada por enormes cobertizos.

Sus amigos los tuaregs no habían llegado aún; pero la plaza estaba ocupada por una multitud no menos compacta que la de las calles.

Negros de todas las razas, bambaras, ribereños del Níger, kartanis Jellanis, hombres viejos y en la flor de su edad, muchachos de ambos sexos, todos desnudos, se acurrucaban bajo los cobertizos, avergonzados de su miserable situación.

Los traficantes los palpaban, los observaban, los hacían correr como si fuesen caballos, para juzgar exactamente sus cualidades. La mayor parte de sus dueños eran tuaregs, los terribles bandoleros que asolan a sangre y fuego los contornos de Tombuctu para proporcionarse esclavos.

El-Melah atravesó todos los cobertizos en busca de su amigo; pero en vano.

Ató al mahari a la sombra de una palmera, se sentó al lado suyo, encendió la pipa, y se decidió a esperar pacientemente.

No había recorrido aún el sol la mitad de su carrera, cuando vio llegar a Amr seguido por un viejo de sesenta años, de elevada estatura, y todavía robusto a pesar de su edad. Le arrastraba en pos de sí con una cuerda atada a las muñecas y llenándole de insultos.

—¡Anda, perro, hijo de Satanás! —gritaba el bandolero—. ¡Acabo de comprarte, y me perteneces, viejo imbécil!

Al ver a El-Melah se le acercó diciéndole:

—¿Es éste el hombre que buscabas?

—No lo sé —replicó el sahariense—; pero ahora lo sabremos.

Examinó atentamente al viejo, y luego le dijo:

—Eres el esclavo de Ben Nartico; el hermano de Ester; ¿no es cierto?

Al oír estos nombres el esclavo se estremeció y miró al joven con estupor.

—¿No eres Tasili? —continuó el sahariense.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el viejo con voz temblorosa.

—¡Es él! —dijo el tuareg—. Me han dicho que este hombre se llama Tasili, y que fue capturado en el oasis del Eglif.

—Es cierto —afirmó el tal Tasili.

El-Melah le desató diciéndole:

—Estás en libertad, y estoy pronto a conducirte al lado de tus amos.

—¿De veras? —exclamó el viejo, dominado por la mayor emoción.

—Sí —replicó El-Melah.

—¿Y cuando podré verlos?

—Mañana.

Hizo una seña de despedida a Amr, diciéndole en dialecto del Sahara:

—En el mercado, dentro de dos días.

—Te aguardo —respondió el tuareg desplegando una sonrisa de complicidad.

El-Melah y Tasili atravesaron las calles conduciendo por la brida al mahari, y llegaron al cobertizo en el momento en que entraba también El-Haggar.

—¿Es éste el viejo? —le preguntó el guía.

—Sí: ya ves que no he perdido el tiempo. Y tú, ¿qué has sabido del coronel?

—Nada, hasta ahora.

—Pues bien; yo he encontrado a Tasili, y, además he sabido que el coronel Flatters se encuentra entre los esclavos del Sultán.

—¡Eres un hombre maravilloso! —exclamó El-Haggar.

—Y aún no es eso todo —prosiguió El-Melah—. También he sabido que los tuaregs que nos seguían han continuado su viaje hacia Serajanco, más allá del Níger, donde se encuentra su aduar.

—Entonces nuestra misión ha concluido.

—Podemos volver en busca del señor marqués. ¿Tienes dinero?

—El amo me ha dado polvo de oro.

—Pues vamos a comprar un mahari para este viejo, y partiremos en seguida. Antes de la puesta del sol estaremos en el oasis.

CAPÍTULO VII. LA CASA DEL VIEJO NARTICO

Siete horas después, con gran asombro del marqués y de Rocco y con viva alegría de Ben y de Ester, El-Haggar y sus dos compañeros, después de una carrera veloz, llegaban al oasis de Teneg-el-Hadsk.

El viejo Tasili, que al ver a sus amos lloraba de alegría, fue muy festejado por ellos. El marqués, presa de la mayor emoción por las noticias recibidas, interrogó largamente al traidor sobre la suerte del coronel.

El-Melah, que ya había preparado una historia, contó que el coronel había sido conducido a Tombuctu por una cuadrilla de bandoleros, la misma que había asaltado y destruido a la expedición, y que le vendieron como esclavo al Sultán.

La persona que se lo había dicho —manifestaba él— presenció la venta del desdichado francés en la plaza del mercado, y hasta precisaba la suma: cuatro libras de polvo de oro y diez colmillos de elefante; suma verdaderamente enorme en una ciudad en que los esclavos se venden al precio de cuatro libras de sal.

—¡Nosotros le libertaremos —dijo el marqués—, aunque tuviéramos para ello que pegar fuego a Tombuctu o hacer prisionero al Sultán!

—¡De eso me encargo yo! —añadió Rocco, que nada consideraba como imposible.

—¡No hay que cometer imprudencias! —repuso El-Melah—. El Sultán tiene muchos kisuris bien armados.

—¡Los derrotaremos!

—No, señores: dejaos guiar por mí, y veréis libre al coronel sin cometer violencias.

—¿Cómo?

—Tengo un amigo que trata a los ministros del Sultán, y mediante cierta cantidad encontrará el modo de hacer que huya el francés.

—¡Eres un hombre precioso!

—Pago una deuda de gratitud, señor marqués —dijo el miserable.

—Y tú, Tasili —preguntó Ester—, ¿no has oído hablar de un coronel francés vendido como esclavo?

—No —respondió el viejo—; pero no tiene nada de extraño, porque el fellar que me había comprado a los tuaregs no me dejaba salir de casa ni hablar con nadie.

—¿Y que hacías allí?

—Moler trigo todo el día.

—¡Pobre Tasili! ¿Te han maltratado?

—De palabra y de obra —respondió el viejo esforzándose por sonreír.

—¡Si llego a conocer a ese hombre, le romperé la crisma! —dijo Rocco indignado—. ¡Tratar de ese modo a un pobre viejo!

—Amigos —añadió el marqués—, festejemos este dichoso día con nuestras últimas botellas. Vos, Ben, habéis recobrado a Tasili, y yo ya conozco el paradero del coronel Flatters. ¡Rocco, encárgate de la cocina!

—¡Haré verdaderos milagros, señor marqués! —replicó el coloso, muy alegre ante la perspectiva de una buena cena adicionada con botellas.

Mientras el bravo Rocco, ayudado por Ester, hacía todos los preparativos necesarios, el marqués y Ben condujeron a Tasili bajo la tienda para hablar con él sin testigos.

—¿Has podido ver de nuevo la casa habitada por mi padre? —le preguntó Ben.

—Sí: un día, aprovechando la ausencia de mi amo, pude ir a visitarla.

—¿Está aún deshabitada?

—Sí, porque antes de salir de Tombuctu para comunicaros la muerte de vuestro padre, la dejé casi en ruinas.

—¿El tesoro seguirá escondido?

—Indudablemente: lo he encerrado en una caja de hierro en el fondo del pozo del jardín y a muchos metros de profundidad, y después lo he cubierto de arena.

—¿Es considerable? —preguntó el marqués.

Tasili guardó silencio; miró con desconfianza al marqués, y luego a Ben.

—Puedes hablar con entera libertad —dijo éste— no tengo secretos para el señor marqués.

—Vuestro padre ha acumulado quinientas libras en polvo de oro, y muchas piedras preciosas.

—¡Se hace fortuna pronto en Tombuctu! —dijo el corso riendo.

—Empleó cerca de veinte años en reunir esa riqueza —replicó Tasili.

—Pues admiro vuestra fidelidad; otro, en lugar vuestro, se hubiera apoderado del tesoro y hubiera huido con él.

—Tasili es un modelo de fidelidad —dijo Ben.

El viejo sonrió sin responder.

—¿Cuándo partimos, señor marqués? —preguntó el judío.

—Esta noche. ¡Estoy impaciente por llegar a Tombuctu y ver al coronel! ¡Lástima que esté solo! ¡Es extraño que los tuaregs le hayan conservado la vida!

—Porque los demás habrán muerto en la refriega.

—¡Ah! ¡Si pudiera descubrir también a los asesinos de los expedicionarios!

—Podéis daros por satisfecho con salvar al coronel.

En aquel momento la voz de Rocco interrumpió la conversación.

—¡La comida está en la mesa! ¡No falta en ella ni siquiera el Burdeos!

El coloso y Ester habían hecho verdaderas maravillas culinarias: arroz con leche, cordero asado, una avutarda en salsa verde, dátiles frescos, frutas secas y naranjas de Marsala.

—¡Diablo! —exclamó el marqués—. ¡Cuánto lujo! ¡Es una comida digna de Lúculo!

—¡Qué comería con mucho gusto si estuviera vivo! —añadió Rocco—. ¡Pero, afortunadamente no vendrá a disputárnosla!

Las primeras horas de la noche las pasaron los viajeros de una manera verdaderamente deliciosa.

A las once todos los camellos estaban dispuestos para el viaje.

El marqués y Ben se colocaron a vanguardia montando en dos maharis, media hora después la caravana se alejaba del oasis para internarse de nuevo en el desierto.

A las doce de la mañana del día siguiente los alminares de la ciudad y las cúpulas de las mezquitas, doradas por el Sol, se dibujaban con claridad en el horizonte arenoso.

—No hay que hablar ahora más que árabe —dijo Ben al marqués—, si se os escapa alguna palabra francesa o italiana, estamos perdidos.

—No temáis, hablaré el árabe como un verdadero argelino, y diré mis oraciones como el más fanático musulmán.

Después de atravesar las murallas en buen orden, la caravana hizo su entrada en Tombuctu por la puerta del Norte. Los kisuris, armados con largos fusiles de chispa y yataganes que les daban un aspecto muy marcial, después de haber interrogado a los viajeros sobre su procedencia y da haber comprobado que los camellos iban cargados de mercancías, les dejaron proseguir su camino, creyéndolos mercaderes marroquíes.

No hay que decir que los dos europeos y los dos judíos experimentaron al entrar en la ciudad una viva emoción. La menor sospecha sobre su verdadero origen podía perderlos definitivamente.

—¿Adónde vamos? —preguntó el marqués a El-Haggar cuando atravesaron la puerta.

—Aquí hay alojamientos para las caravanas —dijo éste.

—Iremos a acampar en el jardín de mi antiguo amo —añadió Tasili—. La casa está en ruinas, cierto es, pero algunas piezas son habitables todavía.

—¡Sí; vamos a casa de mi padre —añadió Ben—; tengo ganas de verla!

—Y, además, allí está el tesoro —dijo en voz baja Tasili.

Atravesaron varias calles abriéndose paso con mucha dificultad por entre la multitud, y guiados por el viejo se dirigieron hacia la parte sur de la ciudad, la cual era poco frecuentada, y hasta estaba casi derruida a consecuencia del asalto de los tidianos, que tuvo lugar en el año de 1885.

Por todas partes se veían ruinas, cabañas desiertas con los techos hundidos y jardines incultos.

Al cabo de un rato el viejo judío se detuvo delante de una casa de forma cuadrada, coronada por tres cúpulas y construida con ladrillos.

Parte del techo se había hundido, y las paredes mostraban enormes grietas. Detrás de la casa se extendía un jardín inculto lleno de maleza y sombreado por un grupo de palmeras. El jardín estaba rodeado de una tapia todavía en buen estado de solidez.

—¿Es ésta la casa de mi padre? —preguntó Ben con bastante emoción.

—Esta es —respondió Tasili.

—¿Y eres tú el que la ha puesto en este estado?

—Sí; para impedir que la habitasen durante mi ausencia.

—¡Hiciste bien, Tasili!

Instalaron los camellos en el jardín, que era bastante amplio, y luego el marqués, Ester, Ben y Tasili visitaron las habitaciones.

Como todas las casas de Tombuctu pertenecientes a personas acomodadas, la morada del padre de los hermanos tenía un patio interior y una fuente en el centro de él.

Las estancias, en número de cuatro, todavía podían ser habitadas, aun cuando las hubiesen invadido verdaderas legiones de arañas y de escorpiones.

—Podemos alojamos aquí. Por otra parte, nuestra estancia no será larga.

—Desenterrado el tesoro y libertado el coronel, nos iremos en el acto —dijo el marqués—, ¡vamos a ver el pozo!

—Hay que evitar que los beduinos y sus compañeros conozcan nuestro secreto —dijo el prudente servidor—; serían capaces de cometer todos los crímenes por apoderarse del tesoro.

—Desenterremos el tesoro de noche y cuando esas gentes estén fuera de la casa.

El pozo donde Tasili había enterrado las riquezas del difunto judío se encontraba en el centro del jardín, entre cuatro magníficas palmeras, y sólo medía dos metros de circunferencia. Las arenas le cegaban de tal modo, que sobresalían varios pies sobre el nivel del suelo.

—¿Hay que cavar mucho? —preguntó el marqués.

—Cerca de diez metros —respondió el viejo servidor.

—Pues el trabajo será rudo.

—¡Cierto que la fatiga será espléndidamente recompensada! ¿En cuanto estimáis el valor de las riquezas encerradas dentro de la caja?

—En veinte millones de francos, señor.

—Amigo Ben, la herencia valía la pena de atravesar el desierto; pero hay que buscar otro camino para volver a Marruecos.

—En eso mismo pensaba yo —respondió el judío—. Sería exponerse a demasiados peligros con semejante riqueza.

—¿Queréis que os dé un consejo?

—Hablad.

—Descenderemos por el Niger hasta Akasa. No faltan barcas en el río; compraremos una, y nos iremos en ella.

—Y vendréis con nosotros; ¿no es cierto, marqués? —preguntó Ben mirándole fijamente y sonriendo con malicia.

—Sí —respondió el marqués que había comprendido la intención—, con vos y con vuestra hermana.

—Estas riquezas no me pertenecen a mí solo —replicó Ben—, yo tendré mi parte; vos, la de mi hermana. ¿Os parece bien, marqués?

—No hablemos más de eso por ahora.

Ben estrecho con emoción la mano que el marqués la había tendido.

—Que este proyecto se realice —dijo—, y seré el más feliz de los hombres, y mi hermana, la más dichosa de las mujeres.

—¡La amo con toda mi alma! ¡Es el Destino quien me la ha hecho encontrar!

—¡Pues que el destino se cumpla! —agregó Ben con voz solemne.

CAPÍTULO VIII. HID-EL-KEBIR

Mientras el marqués y sus compañeros acariciaban tales proyectos, El-Melah había salido de la morada del judío y se dirigió apresuradamente hacia el mercado de los esclavos, donde estaba seguro de encontrar al jefe de los tuaregs.

Ansiaba poner en práctica sus siniestros planes todo lo antes posible para no despertar sospechas en los europeos.

Traicionarlos era cosa fácil: bastaba para ello con prevenir al comandante de los kisuris, el cual los habría arrestado enseguida. Pero no quería que prendiesen a Ester, pues tenía otros proyectos respecto a la judía. Luego había necesidad de inducir a los europeos y a Ben a salir de la casa para arrestarlos en otro sitio.

—¡Amr me aconsejará! —se decía el miserable—. También él tiene interés en que el francés desaparezca. Si éste supiera que soy yo el verdadero autor de la matanza de la expedición, no se haría esperar mi castigo. ¡Por fortuna, ahora está a merced de los kisuris del Sultán!

Monologando en esta forma llegó a la plaza del mercado, que en aquel momento estaba muy poco concurrida, por haber concluido la venta.

Amr-el-Bekr, como había prometido, le aguardaba recostado bajo un cobertizo, con el cibuc en la boca y una taza de café delante.

Algunos de sus hombres estaban sentados un poco más lejos fumando y charlando.

Viendo al joven, el bandolero se levantó rápidamente.

—¿Ya de regreso? —preguntó.

—Sí; hemos llegado todos.

Los ojos del bandido relampaguearon con fulgor siniestro.

—¿Debo ir a denunciarlos? —preguntó con impaciencia.

—¡Despacio, amigo mío! No quiero que prendan a la mujer; ya te lo he dicho.

—¡Lo había olvidado! —dijo el tuareg—. Entonces, habrá necesidad de que nos apoderemos de ella antes de que lleguen los kisuris.

—¡Es imposible!

—¿Pues qué haremos? ¡Ah! ¡Se me ocurre una idea estupenda!

Al decir esto cogió al sahariense del brazo y le condujo a lo largo del mercado hablándole en voz baja.

—¿Y tienes un hombre dispuesto para eso? —preguntó El-Melah—. Sí es uno de los tuyos, podrían reconocerle.

—Sé donde encontrarle.

—¿Será después de la ceremonia?

—Sí.

—¿Y el golpe?

—Detrás del último pabellón del palacio del Sultán. Me pondré de acuerdo con el comandante de los kisuris para dejarlos entrar.

—Y en lugar del coronel…

—Encontrarán a la guardia —añadió el bandido con una sonrisa cruel—. Allí estaré yo también con mi gente.

—Y yo entretanto me llevaré a la mujer.

—¿Cuántos hombres necesitas?

—Con cuatro me bastará.

Se estrecharon la mano y se separaron.

Media hora después El-Melah se presentaba al marqués.

—Señor —le dijo—, no he perdido el tiempo.

—¿Qué noticias traes?

—Pues mientras vos permanecíais en la casá, yo he hecho averiguaciones acerca del coronel. ¿No habéis notado mi ausencia?

—No.

—Mañana, durante la ceremonia del Hid-el-Kebir, veréis al coronel, y hasta podréis libertarle.

—¿De veras?

—Acabo de combinarlo todo con un amigo mío, el cual enviará a un personaje importante de Tombuctu para conduciros al palacio del Sultán. Vos aprovecharéis la ausencia de los kisuris para introduciros y dar el golpe sin gran peligro. Esta noche advertirán al coronel lo que se trama.

—¡Eres un hombre admirable, El-Melah! —exclamó el marqués loco de alegría.

—El hombre que nos auxilia es de toda confianza.

—¿Y dices que la guardia estará ausente?

—Acompañará al Sultán durante la ceremonia.

—¿Y es mañana el primer día del Hid-el-Kebir?

—Sí; y aquí se celebra con igual pompa que en Fez y en Magazán. Pero quiero daros un consejo.

—¿Cuál?

—Que no llevéis en vuestra compañía a la hermana del señor Ben —añadió el canalla—, la presencia de una mujer podría ser peligrosa.

—No tenía intención de exponerla a semejantes riesgos: la dejaremos aquí con Tasili y los beduinos.

—Tasili puede seros útil —dijo El-Melah, a quien preocupaba su presencia.

—No; es viejo —respondió el marqués—. Y, además, no me fío de los beduinos.

—Haced lo que gustéis, señor marqués —replicó El-Melah ocultando su disgusto.

Al día siguiente, después de almorzar, Ben, el marqués, Rocco, El-Haggar y El-Melah salieron de la casa para ir al lugar de la cita.

No sin gran trabajo lograron persuadir a Ester de que debía quedarse en casa, porque la valerosa judía deseaba tomar parte en la peligrosa empresa que se intentaba para encontrarse al lado de su hermano y del marqués en caso de peligro.

Unicamente a ruego de este último accedió a ello.

El-Melah se puso a la cabeza del grupo para guiarlos al mercado, donde les aguardaba el propio jefe de los tuaregs.

Pero el miserable no estaba tranquilo. Aunque familiarizado con todos los crímenes, no dejaba de experimentar cierta angustia al llevar a una muerte segura a sus salvadores. Por eso evitaba las miradas del marqués y sólo respondía a sus preguntas con monosílabos.

Las calles de Tombuctu estaban atestadas de gente: fellanis, árabes, tuaregs y negros se precipitaban hacia la amplia plaza de la gran mezquita para asistir al paso del Sultán y de su corte.

Todas aquellas gentes llevaban trajes de gala: alquiceles blancos, enormes turbantes de lana de color de rosa y túnicas escarlata recamadas de oro se distinguían por todas partes, uniendo sus vivos colores a los reflejos de las armas que llevaban a la cintura los engalanados musulmanes, los cuales se precipitaban unos sobre otros lanzando gritos e imprecaciones poco en consonancia con la festividad del día.

Al llegar el grupo cerca de la plaza del mercado, un hombre ricamente vestido con un kaik blanquísimo se presentó delante de El-Melah, diciéndole:

—¡Tú debes de ser la persona que busco! ¿Te llamas El-Melah?

—Ese es mi nombre —respondió el sahariense.

—Tu amigo me encarga que te presté Auxilio.

El-Melah echó una rápida mirada hacia tos cobertizos y pudo ver claramente a Amr-el-Bekr semioculto detrás de una columna.

—¿Quieres venir? —preguntó el cómplice del bandido.

—¡Una palabra antes! —dijo el marqués—, ¡descúbrete el rostro!

El árabe, porque tal parecía, se bajó la capa que le ocultaba el semblante, y entonces pudo ver el marqués a un hombre muy joven todavía, con dos ojos negrísimos que brillaban como carbones encendidos.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Un hombre de Tombuctu que tiene relaciones en la corte del Sultán.

—¿Conoces a los esclavos que están en su palacio?

—Los conozco.

—¿Has visto entre ellos a un hombre blanco?

—Una sola vez.

—¿Sabes quién es ese hombre?

—Un coronel francés, según me han dicho.

—¿Y crees que podré verle?

—Y hasta libertarle si quieres, porque nos aprovecharemos de la ausencia del Sultán.

—Si lo logramos, te daré mil escudos.

—¡Acepto! —respondió el árabe.

—¿Cuándo podré ver al coronel?

—Aguardaremos a que el Sultán y su guardia se encuentren en la mezquita. Entretanto, podemos asistir a la ceremonia.

—¡Sea! —respondió el marqués.

Después de haber cambiado una mirada con El-Melah, el árabe se puso a la cabeza del grupo y tomó una callejuela lateral que estaba casi desierta.

Después de haber recorrido varias calles, desembocaron en una espaciosa plaza, en cuya extremidad se erguía una mezquita de vastas dimensiones, ceñida por una muralla altísima y coronada por cuatro alminares muy elegantes.

Una enorme multitud había ocupado todo el espacio disponible, no dejando abierto más que un estrecho camino destinado al paso de la comitiva del Sultán. Muchísimos kisuris armados con lanzas contenían a los curiosos, rechazándolos con la mayor brutalidad.

En aquel mismo instante, entre un estrépito ensordecedor de noggares, especie de tamboriles muy sonoros, avanzaba el cortejo del Sultán.

Iba precedido por una tropa de soldados negros bellísimos, escogidos entre los más valerosos de las tribus del Níger, todos de elevada estatura y de formas hercúleas, vestidos con kaiks blanquísimos y turbantes inmensos.

Cabalgaban en espléndidos corceles de sangre árabe, llevaba en arzón fusiles de chispa, y a la cintura, brillantes yataganes de hoja curva.

Detrás de ellos iba el Sultán montado en un magnífico caballo blanco, ricamente enjaezado al estilo turco con gualdrapas recamadas de oro. Delante del corcel, y a los lados, marchaban varios pajes con enormes sombrillas para resguardar al soberano de los rayos del sol.

Por último, seguían otros soldados, capitanes, ulemas y mulahs, especie de sacerdotes, y marabuts en gran número.

Apenas el cortejo hubo entrado en la mezquita, apareció en la cima de la espaciosa galería un imán, seguido de un camero bastante gordo y de un negro medio desnudo y de estatura gigantesca.

—¿Qué van a hacer? —preguntó el marqués.

—¿No habéis asistido nunca a la ceremonia del Hid-el-Kebir? —interrogó Ben.

—No.

—¿De modo que ignoráis lo que significa?

—Absolutamente.

—Es la fiesta de la buena carne.

—¿Y por qué se llama de ese modo?

—Porque hoy en todas las casas musulmanas se mata un camero y se come su carne en abundancia. Es una fiesta que se prolonga ocho días, durante los cuales los bravos sectarios del Profeta no hacen otra cosa que atracarse de cordero y embriagarse con kief.

—Sin embargo, tendrá todo eso algún significado religioso.

—Sí, pero tan confuso, que los propios ulemas no podrían daros de él una explicación clara. Parece, no obstante, que con el Hid-el-Kebir se quiere recordar el sacrificio de Abraham y de Isaac. Ved lo que ahora sucede: van a degollar el camero destinado a figurar en la mesa del Sultán.

El imán había degollado al pobre animal mediante una terrible cuchillada, y le había arrojado en los hombros del hercúleo negro.

De pronto resonó entre la multitud un grito furioso, y una tempestad de piedras cayó sobre el negro el cual corría a escape, sin abandonar el animal.

—¿Por qué le tratan de ese modo? —preguntó el marqués atónito.

—Para hacerle correr —respondió Ben—. De la resistencia de sus piernas puede depender la ruina de la sultanía.

—¿Qué decís?

—La verdad, marqués. El negro debe llevar el camero al palacio del Sultán, y llegar a él antes de que las carnes se hayan enfriado.

—¿Y si llega demasiado tarde?

—Sería de mal augurio para el Sultán, y para los habitantes de Tombuctu. Para no morir lapidado, el negro llegará a tiempo. ¡Vamos marqués, no aguardemos a que el Sultán vuelva a su palacio!

El árabe ya había dado la señal de ponerse en marcha.

El grupo se abrió paso a fuerza de puños, y se ocultó en una callejuela lateral que estaba casi desierta.

Apenas había dado una docena de pasos, cuando Rocco, que marchaba el último, advirtió que faltaba El-Melah.

—Señor —dijo aproximándose al marqués—, el sahariense se ha perdido entre la multitud.

—Estaba detrás de mí hace pocos momentos —replicó el marqués.

—También le he visto yo —agregó Ben.

—Ya le encontraremos en las inmediaciones del Palacio —dijo el marqués—. El-Melah conoce Tombuctu y no se extraviará.

Y sin inquietarse por la ausencia de aquel miserable, prosiguieron su camino. Volvieron a pasar por la plaza del mercado, que estaba ocupada por algunos tuaregs, y después de atravesar algunas calles más llegaron delante de la Casbah, o sea el palacio del Sultán.

Solamente en la entrada principal del palacio se veían dos kisuris de centinelas; todas las otras estaban cerradas y sin guardia alguna.

—¿Dónde se encuentra el coronel? —preguntó el marqués con ansiedad.

El árabe le indicó uno de los dos pabellones que se hallaban coronados por un alminar, en él cual estaba apoyado un marabut, quizás para gozar desde allí del panorama que ofrecía la ciudad.

—Allá —dijo.

—Pero la puerta está cerrada —replicó Ben.

—Y la ventana abierta.

—¿Entramos por ella?

—Sí.

—¿Estará el coronel sólo?

—Sí, porque se le ha advertido de vuestra llegada.

—Pues vamos —exclamó el marqués lanzándose hacia adelante.

La plaza que se extendía a espaldas de la Casbah estaba desierta, de manera que no corrían peligro de ser descubiertos.

Atravesaron velozmente la distancia que los separaba de palacio, preparando los revólveres y los puñales.

El marqués iba ya a agarrarse a la balustrada, cuando se volvió diciendo:

—¿Y El-Melah?

—No se le ve por parte alguna —respondió Ben.

—Se habrá quedado en la mezquita. ¡Bah! ¡Nos pasaremos sin su ayuda!

El marqués, ayudado por Rocco, cabalgó pronto sobre la balustrada, empuño el revolver y se lanzó en la estancia.

Como estaba echada la persiana, en el primer momento apenas pudo distinguir nada; pero después que sus ojos se familiarizaron con aquella semioscuridad, vio que se encontraba en una suntuosa habitación con pavimento de mosaico.

En aquel momento entraron también Rocco y Ben.

—¿Dónde está el coronel? —preguntó el judío.

—¡Aquí estoy! —respondió una voz en lengua francesa.

Un hombre de elevada estatura, envuelto en un amplio kaik que le cubría por completo, y con la cabeza rodeada por un turbante que casi le ocultaba el rostro, había aparecido sobre le umbral de una puerta interior.

El marqués iba ya a lanzarse en sus brazos, cuando por la parte de afuera se oyó gritar a El-Haggar:

—¡Traición! ¡Los kisuris!

Luego resonó un pistoletazo, seguido de un lamento de dolor.

Al mismo tiempo el fingido coronel se desembarazó del kaik, y empuñando un largo yatagán se precipitó sobre el marqués, gritando:

—¡Rendíos!

Los dos isleños y el judío permanecieron atónitos ante aquel inesperado ataque y sin pensar en huir.

Por otra parte, la fuga era ya imposible: en el exterior se oían los gritos feroces de los kisuris del Sultán.

Rocco, acometido por un furioso acceso de rabia se había abalanzado sobre el supuesto coronel, gritando:

—¡Toma, canalla!

Le descargó en pleno pecho dos balas que le hicieron caer moribundo, y luego empujó al marqués y a Ben hacia una puertecilla que se abría en un ángulo del salón.

—¡Huyamos por aquí! —dijo.

En el mismo instante algunos soldados armados con pistolas y yataganes entraban en la sala rugiendo de furor.

Los fugitivos cerraron la puerta, y viendo enfrente una escalerilla, se lanzaron por ella y subieron los peldaños de cuatro en cuatro.

Aquella escalera, pequeña y tortuosa, conducía a la cumbre del alminar que se elevaba sobre* uno de los pabellones dominando la Casbah.

Era una especie de torre muy estrecha, y que, como casi todas las de la mezquita, terminaba en una cúpula, desde donde el muecín del Sultán lanzaba al espacio las oraciones cotidianas.

En el centro de la torre tropezaron con el marabut a quien ya habían visto desde la plaza.

Al ver penetrar tres hombres armados de revólveres y de puñales, el santón cayó de rodillas con el rostro descompuesto, exclamando:

—¡Perdón! ¡Soy un siervo de Alá! ¡No me asesinéis!

—¡Por el rabo de Barrabás! —exclamó el marqués—. ¡He aquí un huésped molesto!

—¡Pues le agarro por las piernas, y le arrojo a la plaza! —dijo Rocco.

—¡No hagáis eso! —añadió Ben—, es un marabut, un santón venerado, y su muerte iría seguida de la nuestra.

—Tienes razón, Ben —replicó el marqués—. Le tendremos como rehén.

—¿Pues qué hago?

—Atarle bien y dejarle en paz.

El coloso le ató con una larga faja, sin que el desgraciado, muerto de miedo, hiciera la menor protesta.

El marqués y ben entretanto se habían asomado al parapeto de la cúpula. Más de cincuenta kisuris armados circundaban el pabellón rugiendo furiosamente.

Bajo la ventana yacía un hombre con la cabeza destrozada: era el árabe que había guiado a los fugitivos.

—¡Señor! —dijo Rocco—. ¡Ya vienen!

—¿Los soldados?

—¡Sí! ¡Acaban de descerrajar la puerta!

—¡Y los de la plaza se aperciben para fusilamos! —añadió Ben—, ¡nos han visto ya!

Rocco cogió al marabut en sus brazos e hizo ademán de arrojarlo a la plaza.

El desgraciado gemía de espanto; pero el hércules le levantó por encima del parapeto, mientras el marqués gritaba con vos tonante a los soldados:

—¡Si hacéis fuego, le dejaremos caer!

—¡Sobre vuestras cabezas! —añadió Rocco—. ¡Os juro que ni el propio Mahoma le salvará!

CAPÍTULO IX. TRAICIÓN Y SANGRE

Mientras el marqués y sus compañeros seguían al árabe, El-Melah, aprovechándose de la confusión que reinaba en la plaza de la mezquita a la llegada del Sultán, se ocultó entre la multitud sin que nadie lo advirtiese.

Encontrándose libre de la presencié de los europeos, el traidor se dirigió hacia la plaza del mercado, donde, como le había prometido Amr, encontraría cuatro tuaregs para ayudarle en su infame empresa. Amr-el-Bekr estaba todavía en ella con el cibuc en la boca, y a pocos pasos de él se hallaban cuatro tuaregs armados con lanzas.

—¿Los has dejado? —preguntó el jefe.

—Sí.

—¿No han advertido tu fuga?

—No; estaban entretenidos viendo la llegada del Sultán.

—En la Casbah todo está dispuesto para arrestar al marqués y a sus compañeros.

—¿Es leal el árabe que me has mandado? Porque el marqués podría sobornarle: ya sabes que es rico.

—Muley-el-Hassan es demasiado fanático para dejarse corromper por un kafir. Nada temas, El-Melah.

—Esos hombres se defenderán terriblemente.

—Los soldados del Sultán darán buena cuenta de ellos.

—¡Y, sin embargo, el marqués me ha salvado la vida!

Amr se encogió de hombros despreciativamente.

—¡Es un kafir! Mahoma te perdonará. Conque pronto: lleva a mis hombres y pon mano a la obra. Yo voy a la Casbah por el premio que me han ofrecido.

Dicho esto hizo señas a los cuatro tuaregs, e indicándoles a El-Melah, les dijo:

—Le ayudaréis y le defenderéis: es amigo mío.

Y se alejó envolviéndose majestuosamente en su kaik.

El-Melah hizo una señal a los tuaregs, y alejándose de la plaza se dirigió con ellos hacia los barrios del sur de la ciudad. Caminaba rápidamente, con la cabeza baja y el aspecto pensativo. De cuando en cuando se detenía bruscamente y lanzaba miradas oblicuas en derredor suyo, como si tuviera miedo de tropezar con el marqués.

Un cuarto de hora después llegaba a la morada del viejo judío.

La puerta del jardín estaba abierta, y cerca del pozo los dos beduinos y el viejo servidor se hallaban ocupados en preparar la comida. El-Melah ordenó a los tuaregs que se detuvieran.

—Me esperaréis aquí escondidos detrás de la tapia, y no entraréis hasta que oigáis un silbido.

El-Melah vaciló un momento, y después entró rápidamente en el jardín.

—¡Tasili! ¡Tasili! —dijo.

Al oír aquella voz el viejo se dirigió al encuentro de El-Melah.

—¿Y mi amo? —exclamó.

—Bien. El coronel ha sido puesto en libertad.

—¿Dónde están?

—Escondidos en casa de un amigo mío.

—Voy a avisar a la señorita Ester.

—¡Despacio! —replicó El-Melah deteniéndole—. Tu amo necesita de ti y de los dos beduinos.

—Los beduinos pueden irse; pero yo no abandonaré esta casa mientras mi ama permanezca en ella.

—Yo me quedaré en su compañía.

—Es imposible: el amo me ha encargado que no la deje sola.

Un relámpago de ira iluminó los negros ojos del sahariense. Después comprendiendo que no podría vencer la obstinación del viejo, aparentó ceder.

—Pues bien —dijo—; estaremos los dos de guardia. Que los beduinos se vayan.

—¿Adónde?

—A la plaza del mercado de los esclavos. Allí encontrarán al señor Rocco, que tiene el encargo de conducirlos a casa de mi amigo.

—¿Los amenaza algún peligro?

—Por ahora, no; pero desean tener toda su gente reunida para poder resistir un ataque cualquiera.

Convencido por las falsas palabras del traidor, Tasili se volvió hacia los dos beduinos, que habían escuchado el coloquio.

—¿Conocéis la ciudad? —les preguntó.

—Sí —respondieron.

—Pues ya lo habéis oído; el señor Rocco os aguarda en la plaza del mercado. Conque tomad las armas, y en marcha.

Los dos hijos del desierto salieron apresuradamente.

—¿Dónde está la señorita Ester? —preguntó El-Melah cuando los perdió de vista.

—En su estancia.

—Pues condúceme a ella; tengo necesidad de hablar con la señorita de parte del marqués.

—Sígueme.

El viejo judío atravesó el jardín y entró en el patio acompañado por El-Melah, que le miraba con ojos torvos.

De pronto, con la rapidez de un tigre, se desembarazó del kaik, se lanzó sobre él y le oprimió el cuello fuertemente para que no gritase.

El ataque había sido tan impetuoso, que ambos cayeron sobre las piedras del patio.

Por más que Tasili había sido atacado de una manera imprevista, se volvió rápidamente para rechazar la agresión: por desgracia, y aunque era un viejo robusto, tenía que luchar con un joven ágil como un mono y dotado de una musculatura poderosa.

Apenas logró incorporarse, cuando volvió a caer: chocando su cabeza contra el suelo, brotó la sangre de su frente hasta cubrirle los ojos.

—¡Ríndete! —dijo El-Melah con voz ronca y haciendo brillar delante de sus ojos la punta de un puñal—. ¡Si das un grito, te mato!

—¡Mátame; pero respeta a mi ama!

—¡Es demasiado hermosa para matarla! —dijo El-Melah con una sonrisa horrible—. ¡El Sultán la pagará a peso de oro!

—¡Miserable! —rugió el viejo tratando de arrancarle el puñal con un esfuerzo supremo.

El sahariense alzó el arma, y la hundió en el pecho del infeliz, el cual cayó desplomado sobre las piedras como si le hubiese abandonado la vida.

El asesino lanzó sobre su víctima una mirada extraviada, y luego se dirigió hacia el interior de la casa, levando todavía en la mano el puñal humeante de sangre.

En aquel momento se abrió una puerta, y en ella apareció Ester. Llevaba destrenzados los cabellos, porque aún estaba haciendo su tocado. Al ver al joven solo, y con el rostro descompuesto, los ojos llameantes y armado de un puñal, comprendió en el acto el peligro que la amenazaba.

—¿Qué sucede? —dijo Ester con angustia, retrocediendo hacia su habitación—, ¿y mi hermano?

El-Melah permaneció mudo, fijando en el rostro de la judía una mirada ardiente. Entonces se percató de que llevaba todavía el arma en la mano, y la arrojó lejos de sí.

—¿Qué deseas, El-Melah? —preguntó Ester con ímpetu.

—Vuestro hermano me envía para que os acompañe —dijo por último el miserable.

—¿Adónde?

—Adonde él se encuentra.

—¿Y donde está?

—Escondido en un lugar seguro.

—¡Mientes!

—¿Por qué?

—¡Porque lo conozco en tu cara! ¿Dónde está Tasili? ¿Dónde están los beduinos?

—¡Han partido! ¡Estamos solos! —repuso El-Melah avanzando un paso.

—¡Sola! —exclamó Ester—. ¿Qué ha sucedido? ¿Han salvado al coronel? ¡Habla, en nombre de Dios!

—Pero ¿habéis creído semejante patraña? ¿Sabéis dónde se encuentra ahora la cabeza del francés? Pues en la tienda del jefe de los tuaregs, Amr-el-Bekr; aquel que encontramos en los pozos del Marabut.

—¡Me engañas!

—No; y os diré además que el que traicionó a la expedición francesa fue uno de los guías que la conducían, que primero se llamó El-Abiod, luego Subbi, y ahora El-Melah. ¡Sí, soy yo! —dijo con voz terrible.

Al oír aquella inesperada confesión, Ester no pudo contener un grito de espanto.

—¡Entonces, habrás traicionado también a mi hermano y al marqués! —exclamó Ester sollozando.

—¡Yo, no; ha sido el jefe de los tuaregs, el excelente Amr-el-Bekr!

—¡Sal de aquí, miserable! ¡Tasili, a mí!

—Tasili no puede responder, porque ha muerto.

—¿Le has asesinado? —gritó Ester retrocediendo hasta la pared.

—¡Así parece!

La judía miró a todas partes buscando un arma para castigar al infame, y al ver en tierra el puñal arrojado por El-Melah, se lanzó sobre él exhalando un rugido de triunfo.

Pero El-Abiod con un salto rapidísimo se abalanzó sobre ella, tratando de arrastrarla hacia la puerta.

—¡Socorro! —gritó la joven defendiéndose desesperadamente.

—¡Nadie te oirá! ¡Ven; eres una presa destinada al Sultán! —dijo abrazándola estrechamente.

—¡Socorro! —repitió Ester mordiéndole en el cuello.

—¡Por la muerte de Mahoma! —rugió El-Abiod—, ¡a mi los tuaregs!

En aquel mismo instante un hombre se arrojó precipitadamente sobre el traidor, Una hoja de acero brilló en el aire, e inmediatamente se hundió entre los hombros del sahariense.

—¡Toma el premio de tu traición! —gritó una voz.

El-Melah abrió los brazos, dio tres o cuatro vueltas por la habitación, y cayó de bruces sobre el pavimento, arrojando por la boca un chorro de sangre negra.

CAPÍTULO X. LA PUÑALADA DE EL-HAGGAR

Como ya pueden suponer los lectores, El-Haggar había escapado milagrosamente de la astuta traición del árabe.

Mientras el marqués, Rocco y Ben, impacientes por salvar al coronel, habían penetrado en el pabellón, el árabe se había detenido bajo la ventana, aguardando a que subiese el guía.

—Sube —le dijo—; yo seré el último.

—No —replicó El-Haggar—; yo permaneceré aquí de centinela. Sube tú.

En vez de obedecer, el árabe dio un Silbido, y en el mismo momento por las callejuelas inmediatas a la plaza aparecieron los kisuris.

Al ver que el árabe trataba de echar mano al yatagán, El-Haggar le disparó a quemarropa, desapareciendo en el acto por las callejuelas del lado opuesto de la plaza.

Cierto de ser seguido, en lugar de proseguir su carrera saltó el muro de un huertecillo y se ocultó entre las plantas.

Un minuto después los soldados corrían en aquella dirección.

Apenas habían pasado sus perseguidores, el guía abandonó su escondite y se lanzó por la otra callejuela, en dirección a los barrios del sur de la ciudad.

Habiendo prometido al marqués avisar a Ester para darle cuenta del éxito de la expedición, El-Haggar corrió a cumplir su encargo.

—¡Será un golpe terrible para ella! —iba murmurando—. ¿Quién puede habernos engañado?

De pronto una sospecha le asaltó.

—¡El-Melah —dijo—; no puede haber sido otro!

Entonces apretó más el paso, y en pocos minutos llegó al jardín del viejo judío.

Antes de entrar en él miró en tomo suyo, descubriendo detrás de la tapia un turbante que desapareció al momento.

—¡Hay gentes escondidas allí! —se dijo.

Estuvo un momento vacilante, y después, empuñando las armas, atravesó la puerta.

En el jardín no había nadie.

—¿Dónde estarán los beduinos y Tasili? —se preguntó.

De pronto oyó voces que salían del patio.

Se lanzó en aquella dirección, y a los pocos momentos retrocedió con horror.

Tasili estaba tendido en el pavimento en medio de un charco de sangre.

—¡Le han asesinado! —exclamó; y ya iba a inclinarse sobre el viejo, cuando oyó gritar a Ester:

—¡Socorro!

En ciertos momentos El-Haggar era valeroso. Aun cuando ignoraba el número de enemigos con quien tendría que habérselas, corrió sin vacilar en defensa de la judía.

Atravesó dos estancias, y al llegar a la tercera pudo ver a El-Melah, que trataba de arrastrar a la joven. Sin perder momento empuñó el yatagán y se arrojó sobre el miserable, hundiéndole el arma entre los hombros. La muerte del traidor fue casi instantánea.

El verle caer, Ester se precipitó hacia El-Haggar.

—¡Gracias a Dios que llegué a tiempo! —dijo éste.

—¿Y el marqués? ¿Y mi hermano? —gritó Ester con voz angustiada.

—Temo que no puedan salvarse —respondió tristemente El-Haggar.

—¡Dios mío! —exclamó la joven ocultando el rostro entre las manos.

Después de un momento de pausa la judía se acercó al guía.

—¡Cuéntamelo todo! —le dijo.

Este en pocas palabras refirió a la joven lo ocurrido.

—El-Haggar —dijo la joven con suprema energía—, vamos a la Casbah. ¿Dónde está Tasili?

—Tendido sin vida en el portal.

—¡Muerto! —exclamó Ester con profundo dolor.

—Iremos a cercioramos de ello, si no os falta el valor.

—¡Lo tendré!

—Armaos, señora, porque he visto hombres escondidos tras las tapias del jardín.

Ester entró en la estancia, se anudó rápidamente los cabellos, se echó un kaik sobre los hombros tomó las armas y se acercó al guía, que ya había salido al patio.

—¡Pobre Tasili mío! —exclamó la joven inclinándose sobre el viejo.

—¡Está muerto, señora! —dijo El-Haggar—, ¡el traidor le ha herido en el corazón!

—¡Ah, infame!

Levantó dulcemente la cabeza del pobre viejo mirándole con los ojos llenos de lágrimas, y luego la dejó caer con tristeza.

—¡Duerme en paz, mi fiel Tasili! ¡Tendrás una digna sepultura!

—¡Venid, señora! —exclamó El-Haggar.

Y ambos se dirigieron hacia la puerta del jardín.

—¡Tened cuidado, señora! —dijo armando un fusil—. ¡Ya os he dicho que hay gentes emboscadas!

Al salir fuera del jardín vieron a los dos beduinos, que regresaban apresuradamente.

Al ver a la judía aceleraron el paso.

—No hay nadie en el mercado —dijo uno de ellos.

—¿Quién os ha mandado ir al mercado?

—El-Melah.

—¡Ya comprendo! —exclamó El-Haggar—. ¡El miserable quería quedarse solo para asesinar a Tasili! ¿Tenéis miedo? —añadió dirigiéndose a los dos hijos del desierto.

—¿De quién?

—De los hombres que nos acechan detrás de las tapias.

Los dos beduinos se miraron uno al otro.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó el primero.

—Seguimos —dijo Ester.

Espoleó entonces a su caballo, empuñó la carabina americana, y se dirigió resueltamente hacia las tapias.

Al ver llegar a Ester y sus acompañantes armados, los cuatro tuaregs abandonaron su escondite.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó El-Haggar con voz amenazadora.

—Esperamos a un hombre —dijo uno de ellos.

—¿El-Melah acaso?

—Bueno. El-Melah o El-Abiod; como os plazca.

—No tiene necesidad de vosotros —dijo Ester.

Los tuaregs se interrogaron con la mirada.

—¡Idos! —añadió El-Haggar.

—¿Adónde?

—El-Melah a partido para Kabra.

Los tuaregs cambiaron algunas palabras en voz baja, y después se marcharon sin replicar.

—Vosotros —dijo El-Haggar a los dos beduinos cuando se hubieron alejado los bandidos— quedaréis de guardia en el jardín hasta nuestro regreso. Y ahora señora —continuó el guía—, bajaos la capucha para que no adviertan que sois una mujer, y seguidme.

—¿Vamos a la Casbah? —preguntó Ester con voz trémula.

—Sin perder tiempo.

—¿Y los salvaremos?

El guía no respondió.

Espolearon los caballos, y se dirigieron al galope hacia el palacio del Sultán.

Sólo distaban ya de la Casbah unos doscientos pasos, cuando oyeron el estampido del cañón.

—¡El cañón! —exclamó El-Haggar—. ¡Mal augurio!

—¿Por qué dices eso? —preguntó Ester poniéndose densamente pálida.

—Porque el marqués y sus compañeros deben de haberse refugiado en el alminar.

—¿Y tu crees…?

—Que están derribándolo a cañonazos.

—¡Dios mío!

—¡Valor, señora!

En dos minutos llegaron ambos delante del palacio.

La lucha había concluido; no se descubrían más que algunos curiosos delante de la ventana del pabellón, observando una extensa mancha de sangre. En cambio, los soldados del Sultán habían desaparecido. El-Haggar miró al alminar y vio que un ángulo de la base estaba derruido, probablemente por alguna bala de cañón.

—Señora —dijo con voz temblorosa—, deben de estar presos.

Ester vaciló sobre la silla y estuvo a punto de caer.

—¡Animo, señora! ¡Si tienen alguna sospecha de nosotros, nos prenderán también!

—¡Sí; tenéis razón! ¡Tendré ánimo! Infórmate de lo que ha ocurrido.

Viendo a un viejo de barba blanca que atravesaba la plaza, el guía se acercó a él.

—¿Ha ocurrido algo grave? —le preguntó—. He oído cañonazos.

El interpelado se detuvo y le miró con atención. Era un viejo de sesenta años, con muchas arrugas y la nariz encorvada. No parecía que fuese sahariense o marroquí, ni árabe siquiera.

—¡Ah! ¿No sabéis nada? Pues han apresado a dos extranjeros y a un judío.

La última palabra la pronunció con tristeza.

—¿También a un judío? —repitió automáticamente El-Haggar.

—¡Sí! —dijo el viejo suspirando.

—¿Pues qué han hecho esos extranjeros?

—Yo no lo sé. Acaban de decirme que se habían refugiado en el alminar, amenazando con arrojar a la plaza al marabut.

—Pero ¿han realizado su amenaza?

—No, porque los kisuris han bombardeado el alminar, obligándolos a rendirse.

—¿Luego están detenidos?

—Todos; incluso ese desgraciado israelita.

—¿Por lo visto, os interesáis por el joven judío? —preguntó El-Haggar.

En vez de responder, el viejo le miró nuevamente y luego le volvió la espalda para irse.

—¡No tan presto! —dijo El-Haggar deteniéndole por un brazo—, ¡os he descubierto!

—¿Qué decís?

—Compadecéis a ese joven porque vos también sois judío.

—¡Yo!

—¡Silencio! Podríais perderos, y también a esa joven que va en aquel caballo. Es hermana del joven judío.

—¡Tratáis de engañarme!

—No; no soy ningún espía del Sultán. Aquella es la hija de Nartico, un judío que hizo su fortuna en Tombuctu.

—¡Nartico! —balbuceo el viejo—. ¿Quién sois?

—Un fiel servidor de los hombres que han sido apresados por los soldados del Sultán.

—¿Y aquella es la hija de Nartico?

—¡Os lo juro por el Corán!

Un fuerte temblor agitaba los miembros del supuesto hebreo. Estuvo algunos momentos sin hablar hasta que por fin balbució:

—¡Pronto, a mi casa! ¡La hija de Nartico aquí! ¡Su hijo prisionero! ¡Es preciso salvarle!

—¡Id delante! —dijo El-Haggar—. ¡Nosotros os seguiremos!

Se acerco a Ester, y le refirió todo lo que ocurría.

—Ese hebreo debe de haber sido amigo de mi padre —dijo la joven—. ¡Sigámosle!

Y ambos se acercaron al viejo, el cual se había dirigido hacia una callejuela estrecha habitada por gente pobre. De cuando en cuando se detenía a cierta distancia para no inspirar sospechas.

De este modo atravesó unas cuantas callejuelas más, hasta que se detuvo delante de una casita de un solo piso coronada por una terraza adornada con flores.

Abrió la puerta y, volviéndose hacia Ester, dijo:

—Entrad en la casa de Samuel Haley, viejo amigo de vuestro padre. Todo lo que poseo está a vuestra disposición.

CAPÍTULO XI. EL VIEJO SAMUEL

La casa del viejo no era tan mezquina como aparentaba su exterior.

Tenía un elegante patio con una linda fuentecilla en el centro, y unas cuantas palmeras le resguardaban de los rayos del sol.

Había en ella multitud de habitaciones y estaban adornadas con cierta elegancia: por todas partes se veían tapices; lujo bastante insólito en una ciudad como Tombuctu, perdida en la extremidad del Sahara.

El viejo judío ayudó a la joven a bajar del caballo, mientras dos esclavos llevaban bandejas colmadas de frutas y de dulces.

—¿Es a la hija de mi buen amigo Nartico a quien tengo el honor de dar albergue? —preguntó el judío.

—Sí; soy Ester Nartico, hija del negociante de Tombuctu muerto hace ocho meses en los brazos de Tasili.

—Y en los míos —añadió el viejo.

—¿Asististeis a la muerte de mi padre?

—Le he cerrado los ojos. Pero ¿cómo estáis aquí?

Ester le contó en pocas palabras todos los pormenores del viaje, hasta la traición del El-Melah y el arresto de Ben y sus compañeros.

El viejo judío la escuchó en silencio, y después dijo:

—¿Luego se ignoraba que el coronel Flatters había sido asesinado en el desierto por los tuaregs, y que para atraer una nueva expedición en su auxilio se hizo correr la voz de que estaba preso en Tombuctu?

—El marqués dio crédito a esos rumores.

—¿Y no sospechaba nada de El-Melah?

—No.

—¡Habéis hecho bien en dar muerte a ese miserable!

—¿Creéis que haya alguna esperanza de libertar al marqués y a sus compañeros del poder del Sultán? —preguntó El-Haggar—. Vos no debéis de ignorar que los extranjeros no musulmanes sorprendidos en Tombuctu son condenados a muerte.

—No hace tres meses que he visto quemar a un pobre judío que había venido con una caravana argelina.

—¡Es horrible! —exclamó Ester—. ¡Saffed a mi hermano, señor! ¡Yo soy rica!

—Con el oro todo puede hacerse, y todo lo intentaré para salvarle.

—¡Oh; gracias, señor! —exclamó Ester—. ¡Dios me ha puesto en vuestro camino!

—Vos permaneceréis aquí. Y o voy a salir; pero antes de una hora estaré de vuelta, y acaso traiga buenas noticias.

—¿Adónde vais?

—A ver a un árabe muy influyente.

—¿No os traicionará?

—No; nada temáis. Le salvé la vida en el Níger, y pagará su deuda de gratitud. ¡Hasta muy pronto!

—Señora —dijo el guía cuando se encontraron solos— este encuentro ha sido providencial.

—Cierto. ¿Crees que los salvará?

—Tengo fe en ese viejo.

—¡Si Ben y el marqués muriesen, yo no los sobreviva!

Mientras hablaban de sus temores y de sus esperanzas, dos negros les habían llevado el café.

Hacia el mediodía llego el viejo judío acompañado por un árabe de pequeña estatura vestido de blanco y con una faja verde alrededor de la cintura, distintivo que sólo pueden llevar los que han realizado el viaje a la Meca.

Era quizás más viejo que Samuel, a juzgar por las arrugas que surcaban su rostro; pero todavía andaba con paso ligero, lleno de majestad y de gracia.

—Aquí esta el amigo de que os he hablado —dijo el judío a Ester—, todo lo sabe, y está dispuesto a ayudamos.

El árabe saludó, y después dijo a la joven judía.

—No os ocultaré que la cosa es grave, porque antes de rendirse los prisioneros han luchado contra los soldados del Sultán. ¡Han sido sentenciados a muerte!

—¡Ah, señor! —dijo Ester sollozando—, ¡salvadlos! ¡Salvadlos!

—Soy el jefe del barrio árabe, y tengo amigos que no vacilarían en seguirme a todas partes, y hasta en rebelarse contra el Sultán; pero no podrían luchar contra los kisuris. Más hay aquí bandoleros que por un puñado de oro no vacilarán en combatir contra ellos.

—Pero ¿qué proyecto tenéis? —preguntó El-Haggar.

—Libertar a los prisioneros por la fuerza.

—¿Asaltando la Casbah?

—No, porque está muy bien guardada. Nosotros procuraremos llevamos a los prisioneros antes de que lleguen al patíbulo, aprovechándonos del tumulto que producirán mis gentes.

—¿Lo lograremos?

—Con tres o cuatrocientas personas resueltas podemos vencer fácilmente a la escolta del Sultán. Doscientas puedo facilitarlas yo.

—¿Y las otras? —dijo Ester.

—Las reclutaremos entre los tuaregs: por dinero, son capaces de todo.

—¡Yo ofrezco veinte mil escudos! —dijo Ester.

—Por ganar semejante suma, los tuaregs serían capaces de pegar fuego a la Casbah.

—¿Quién se encargará de reclutarlos? —preguntó Ester.

—De eso me encargo yo: conozco a muchos jefes de los tuaregs. Señora —añadió volviéndose hacia Ester—, ¿habéis venido con alguna caravana?

—No; con una pequeña escolta y una docena de camellos.

—¿Tenéis maharis rapidísimos? Porque, una vez en libertad, los prisioneros deben partir sin perder un minuto de Tombuctu y dirigirse hacia el Níger. Yo mandaré a uno de mis hombres a Kabra para que adquiera una buena chalupa.

—Pues yo me encargo de encontrar los maharis —dijo Samuel.

—Volveremos a vemos esta misma noche —añadió el árabe levantándose—. Espero que he de traer buenas noticias.

—¿Para cuándo preparan la ejecución? —preguntó Ester, cuya voz temblaba extraordinariamente al pronunciar esta última palabra.

—Para mañana temprano, en la plaza del mercado. Pero nosotros estaremos allí para impedirla: nada temáis, señora.

Ester aguardo a que el árabe se hubiera ido, y luego, volviéndose hacia Samuel, le informó del tesoro sepultado en el pozo del jardín, tesoro que había precisión de desenterrar antes de emprender la fuga.

—Esta noche iremos a buscarlo —dijo el viejo—. ¿Tenéis confianza en vuestro servidor?

—Absoluta.

—Pues él se encargará de llevarlo a Kabra en un camello. No tembléis, Ester: yo os prometo que mañana estrecharéis entre los brazos a vuestro hermano. Ese árabe es hombre de palabra, y cumplirá lo que ha ofrecido.

CAPÍTULO XII. LOS PRISIONEROS

Como queda indicado, el marqués y sus compañeros, después de una breve lucha, tuvieron que capitular ante la enorme superioridad de sus adversarios.

Bombardeados por la artillería de los kisuris y tiroteados desde la plaza, se vieron obligados a ceder después de disparar algunos tiros de revólver.

La amenaza de precipitar al marabut desde lo alto del alminar no había producido efecto alguno: antes al contrario, en vez de contener a los enemigos, había redoblado su furia, viéndose, por tanto obligados a rendirse.

Fuertemente atados, fueron pronto conducidos delante del primer visir, que los sometió a un largo interrogatorio antes de dictar condena.

Aun cuando estaban seguros de su triste fin, los prisioneros se presentaron ante el ministro con la cabeza erguida y con altivo ademán.

El visir, que era un viejo de barba blanca, los acogió con una gentileza que contrastaba mucho con su rostro feroz.

—¿De donde venís? —les dijo.

—Yo soy hijo de una poderosa nación que ha extendido sus conquistas hasta el desierto —respondió fieramente el marqués—, ¿conoces a Francia?

—¿Y tú? —preguntó el visir a Rocco.

—Mi patria se encuentra más allá del mar, y sus islas vigilan sobre África. ¿Conoces a Italia?

—He oído hablar de ella.

—Pues bien; si tocas uno solo de mis cabellos, los barcos de mi país subirán por el Níger y reducirán la ciudad a un montón de ruinas.

Una sonrisa sardónica se dibujó en los labios del visir.

—El desierto es muy extenso y el Níger muy largo —dijo—, además, Francia e Italia están muy lejanas. ¿Y tú quién eres? ¿También tienes patria?

—Sí; Marruecos —respondió Ben—, y ese país no está lejos.

—Pero no se inquietará por un judío —replicó el ministro con otra sonrisa irónica.

—¡Por Cristo! —exclamó el marqués en lengua francesa—. ¡Este hombre es un viejo zorro y un diplomático de mérito! ¡Felicitaré por ello al Sultán!

—¡Si os dan tiempo! —dijo Ben con un suspiro.

—¿Tanta prisa tendrán por mandamos al otro mundo?

—¡Mucho lo temo!

—¿Y qué habéis venido a hacer aquí, infieles, en una ciudad inviolable para los extranjeros? —preguntó el visir—, ¿no sabéis que en Tombuctu los kafires son sentenciados a muerte?

—Lo ignorábamos —dijo el corso.

—Pues debisteis informaros de nuestras costumbres. Pero, en suma, ¿a qué habéis venido?

—A buscar a un coronel francés.

—¡Ah, si; eso me han dicho! Pero yo creo que venís a espiar las fuerzas del Sultán para apoderaros de la ciudad con el auxilio de las tropas francesas.

—¿Quién te lo ha dicho?

—¿Qué vino a hacer aquí hace ya tres meses una chalupa de vapor tripulada por oficiales franceses, y que se detuvo cerca de veinticuatro horas casi a la vista de la ciudad?

—No sé de qué franceses hablas —dijo el marqués—, pues vengo del desierto, y no puedo saber lo que sucede en el Níger.

—Y yo digo que estás de acuerdo con ellos, y que esa historia del coronel la acabas de inventar para ocultar tus intenciones.

—Te repito que no traía otro propósito —replicó el marqués.

El visir se levantó en aquel momento y dio una palmada.

Un negro, casi enteramente desnudo, de formas atléticas, y que tenía en la mano una cimitarra brillantísima, entró en la sala, inclinándose hasta el suelo.

—¡Apodérate de esos hombres! —le dijo el visir—. ¡Tu cabeza responde de la suya!

—Está bien, señor.

Se acercó a Rocco y le empujo hacia adelante con gran violencia.

—¡Condenación y muerte! —rugió el hércules furioso.

—¡Andando, kafir! —dijo el negro dándole un segundo empellón.

Con un esfuerzo irresistible, el coloso rompió las cuerdas que le sujetaban las muñecas y alzó el puño, dejándolo caer con ímpetu terrible sobre la cabeza del negro.

El africano permaneció un momento inmóvil, y después se dejó caer a plomo como un árbol derribado por el huracán, soltando la cimitarra.

El visir lanzó un grito y se dirigió huyendo hacia la puerta.

Rocco, empuñando el arma, se había lanzado en dirección al marqués con el propósito de cortarle las ligaduras, cuando cuatro kisuris, armados con lanzas, penetraron en la habitación.

—¡Detened a ese hombre! —gritó el visir.

—¡Aguarda, Rocco! —rugió el marqués, intentando, aunque en vano, romper las cuerdas.

Los soldados se precipitaron sobre el coloso, gritando:

—¡Ríndete!

—¡Ahí va mi respuesta! —replicó Rocco.

Y se lanzó hacia adelante con la cimitarra en alto, haciendo con ella un terrible molinete para parar los golpes, y cortando las astas de las lanzas como si fuesen de paja.

—¿Queréis que ahora os haga pedazos? —añadió riendo el isleño—. ¡La hoja corta como una navaja de afeitar!

—¡Bravo, Rocco! —exclamó el marqués.

Atónitos ante aquel vigor sobrehumanos los soldados se echaron hacia atrás.

—¡Vámonos, señores! —dijo Rocco—. ¡Conquistaremos la Casbah!

Por desgracia, aquellos gritos sirvieron para dar la voz de alarma, y los soldados que ocupaban las habitaciones inmediatas entraron en gran número.

Rocco, que apenas había tenido tiempo de cortar las ligaduras de sus compañeros, vio entrar en la sala aquella horda salvaje.

El marqués y Ben recogieron prontamente las hojas de las lanzas y se pusieron al lado del coloso, que seguía manejando la cimitarra con un vigor extraordinario.

Los soldados se habían detenido; pero uno de ellos, más decidido que los otros, se arrojó sobre Rocco.

Este le agarró con la mano izquierda, le levantó como si fuera un chiquillo y le arrojó sobre los asaltantes.

Ante aquella prueba de fuerza tan insólita, los soldados se detuvieron un momento; pero, animados por el visir, rodearon a Rocco, apuntándole con los fusiles.

—¡Basta, Rocco! —dijo el marqués, arrojando el hierro de la lanza—. ¡Estos canallas son más fuertes que nosotros! ¡Entrega tu cimitarra!

El hércules arrojó el arma contra la pared.

Al verle desarmado, los soldados le rodearon.

—¡Pronto; sacadlos fuera de aquí! —rugió el visir, pálido de miedo.

Los kisuris rodearon a los prisioneros y los condujeron, a través de varias galerías, hasta una puerta maciza que daba sobre los jardines del palacio.

—Es nuestra cárcel —dijo el marqués—; veámosla.

Era una sala abovedada, con enormes muros de piedra y un solo tragaluz, defendido por gruesos barrotes de hierro.

—¡He aquí una habitación a prueba de evasiones! —añadió el marqués.

—¡Quién sabe! —dijo Rocco—. ¡Si yo pudiese arrancar una piedra!

—Es inútil. No nos queda otro remedio que resignarnos o aguardar un milagro.

—¿De quién? —preguntó Ben.

—Vuestra hermana y El-Haggar no habrán de abandonamos.

—¿Y que pueden hacer ellos contra los soldados del Sultán?

—Pero estos condenados musulmanes ¿tienen el propósito de ejecutamos?

—¡Quién lo duda, Rocco! —replicó el marqués.

—¡Pues yo no me dejo matar como un cordero!

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé; pero antes de dejarme matar haré un destrozo terrible de enemigos.

—Eso no salvará tu pellejo.

—Pues vuelvo a mi idea.

—¿Huir?

—Sí, señor marqués.

—¡Imposible!

—Arrancaré las barras de hierro. Son gruesas y me servirán para romper las costillas a los kisuris.

—No es fácil.

—¡Ahora veremos!

El isleño se acercó al tragaluz, se agarró a una barra y probó a arrancarla.

—No se mueve —dijo—. ¡Doblémosla!

Y dicho esto, volvió a agarrarse a la barra. Los músculos de sus brazos se hincharon como si fueran a rajarse bajo la piel, mientras las venas de su cuello aumentaban prodigiosamente de volumen.

Pero la barra resistía, hasta que de pronto, con gran estupor del marqués y de Ben, el hierro se plegó, y luego salió bruscamente de su agujero.

—¡Aquí está! —exclamó el hércules triunfante y limpiándose el sudor—. ¡Ahora la otra! —añadió.

La segunda resistió menos que la primera. Entonces asomó la cabeza por la abertura; pero la retiró precipitadamente.

—¿Hay algún centinela? —preguntó en voz baja el marqués.

—Si; un kisuri.

—¿Estamos a mucha altura del suelo?

—A unos tres metros.

—¿Adónde da esta ventana?

—A un jardín.

—¡Si huyésemos!

—¿Y el centinela? —dijo Ben.

—Yo me encargo de él: ¡le destrozaré el cráneo con la barra!

—¿Y podremos escapar del jardín?

—¡Lo escalaremos! —respondió Rocco.

—¡Diablo de hombre! ¡Todo lo encuentra fácil! —murmuró el judío.

—Pues mientras ensanchamos la abertura, poneos cerca de la puerta, Ben, y advertimos si alguno llega. Entre los dos moveremos la piedra.

Después de cinco o seis golpes, la piedra se deslizó en las manos del coloso.

Detrás de ella no había más que ladrillos y argamasa.

—¿Qué os parece, señor? —dijo Rocco muy alegre.

—Que dentro de una hora estaremos libres. Estos ladrillos no ofrecen resistencia.

—¡Pues continuemos manos a la obra!

—¡Despacio, Rocco; no haga el diablo que el centinela se percate de lo que estamos haciendo!

—Produciremos poco ruido.

Se pusieron nuevamente a trabajar, levantando los ladrillos poco a poco. La abertura se ensanchaba paulatinamente; pero, a pesar de ello, ya había anochecido cuando terminaron su tarea.

—¡Es el momento de escapar! —dijo Rocco.

—¿Puedes tú pasar? Porque eres el más grueso de los tres.

—¡Pasaré!

—Mira si el kisuri ha dejado su puesto.

Rocco se levantó sobre la punta de los pies y sacó la cabeza con precaución.

—Está debajo, y parece que se ha dormido. ¡No se mueve!

—¿Qué armas tiene?

—Una lanza y pistolas al cinto. ¡Ah!

—¿Qué?

—Que en vez de aplastarle con un golpe de barra le agarraré por el cuello y le pondré en lugar nuestro.

—¿Serías capaz de semejante proeza?

—¡Mirad!

El coloso pasó el cuerpo a través del tragaluz,^alargó la diestra, cogió por el cuello al centinela, apretándole sin piedad para que no pudiera gritar, y después le alzó como si fuera un muñeco y lo hizo atravesar por el agujero, depositándole a los pies del marqués.

—¡Qué brazo! —exclamó el señor de Sartena.

El kisuri, atónito y medio estrangulado, no había podido oponer resistencia. El marqués arriscó varias piezas de su kaik, hizo con ellas una mordaza, ayudado por Ben, y la aplicó sobre la boca del desgraciado guerrero.

—¡Ahora, las manos y las piernas! —dijo Rocco.

El soldado miraba a sus raptores con ojos asombrados.

—¡Cuidado con tratar de huir! —le dijo el marqués con acento amenazador—, ¿me has comprendido?

Le quitó las dos pistolas que llevaba al cinto, y añadió, dirigiéndose a sus compañeros:

—¡Vámonos!

Rocco, que estaba armado con una barra de hierro, atravesó la claraboya y se dejó caer en el jardín.

—¿Ves algo? —le pregunto el marqués.

—¡Nada!

Un momento después los prisioneros se encontraban reunidos bajo los muros de la prisión.

CAPÍTULO XIII. LA GALERÍA DE LA «CASBAH»

Los jardines de la Casbah eran mucho menos extensos de lo que los prisioneros suponían.

Siendo muy árido el terreno sobre el cual está fundada Tombuctu, el espacio dedicado a las flores y a los árboles era escaso, dominando entre ellos las palmeras.

Después de haberse asegurado de que no había centinelas, los tres fugitivos se ocultaron prontamente entre los árboles para adoptar una resolución.

El jardín estaba cercado por tres lados con edificios de estilo morisco. En cambio, por el cuarto había una muralla altísima.

—Me parece que al abandonar nuestra cárcel no hemos ganado mucho —dijo el marqués—. Esa muralla dará a alguna calle; pero ¿quién es capaz de escalarla?

—Señor —añadió Rocco—, allí veo una galería que está muy baja: quizás encontremos una salida.

—Puede haber en ella centinelas —dijo Ben.

—¡Los mataremos! ¡De todas maneras, nuestra vida va jugada!

Se dirigieron cautamente hacia la construcción más próxima, un bellísimo pabellón rodeado por una balaustrada fácil de escalar.

Sin perder momento pusieron manos a la obra. La subida no fue difícil, y sin ningún contratiempo entraron en el pabellón.

—¡Qué obscuridad! —dijo Rocco al poner el pie dentro de la sala.

—¡Mejor para nosotros! —replicó el marqués—. ¡Así no nos verán!

Apenas habían andado cinco o seis metros, cuando Rocco, que marchaba delante de todos, se detuvo bruscamente, diciendo:

—¡Quietos!

Había oído abrir una puerta.

Los tres fugitivos empuñaron las armas.

Alguien andaba por la galería, porque se oía el rumor de un paso ligero aproximarse; pero la obscuridad eran tan densa, que no podían descubrir nada.

Una sombra blanca pasó a pocos pasos de ellos, desapareciendo por la parte opuesta de la galería y dejando en el ambiente un agradable perfume.

—Debe de ser una mujer —dijo el marqués—. ¿Nos encontraremos acaso en el harén del Sultán?

—¡No sentiría tropezar con las favoritas de ese déspota! —añadió Rocco.

—Pero pedirían auxilio y alarmarían a toda la Casbah.

—Volvamos al jardín y busquemos otra salida —dijo Ben.

—Soy de la misma opinión —replicó el marqués—. No deseo tener que habérmelas con las mujeres del Sultán.

Rocco levantó una persiana para observar si había guardias en el jardín. Un rayo plateado de luz se proyectó entonces sobre los tres fugitivos.

Casi en el propio momento resonó un agudo grito de mujer.

—¡Socorro! ¡Ladrones! —decía la voz.

—¡Muerte y condenación! —gritó Rocco—, ¡nos han descubierto!

—¡Saltemos! —ordenó el marqués.

Y los tres se dejaron caer en el jardín, corriendo hacia la muralla.

Pero la alarma era ya completa. En las terrazas, en los pabellones, en todas partes se oían voces de mujeres y de hombres. Un minuto después sonaban tiros de fusil.

Los fugitivos atravesaron el jardín a escape siguiendo la muralla, con la esperanza de encontrar algún medio para salvar el obstáculo.

—¡Aquí! —exclamó de pronto el marqués—. ¡Mirad una puerta!

—¡Forcémosla! —dijo Rocco.

—¡Pronto!

El marqués apoyó el cañón de una pistola en la cerradura y disparó. El pestillo cedió; pero la puerta permaneció cerrada.

Algunos soldados aparecieron en aquel instante; pero el coloso empuñó la barra haciéndoles frente.

En tanto, el marqués y Ben, a empellones, forzaron la puerta.

—¡Rocco —gritó el primero—, estamos salvados!

Y seguro de ser seguido por el coloso, se lanzó a la calle arrastrando a Ben.

Se encontraron en la plaza que se abría detrás de la Casbah.

Entonces se volvió el marqués, notando la ausencia de Rocco.

—¿Y Rocco? —preguntó a Ben con angustia.

—Los soldados le han dado caza.

—¡Ah! ¡Pues volvamos en su auxilio!

—¡Es inútil; libres, podremos salvarle; de otro modo, nos perderíamos todos!

—¡Se ha sacrificado por nosotros!

—¡Huid! ¡Se acercan los soldados!

En efecto, éstos ya desembocaban en la plaza.

El marqués se precipitó en pos de Ben, el cual corría como un gamo.

Atravesada la plaza, se ocultaron en un laberinto de callejuelas que conducían a los barrios del sur de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —preguntó el marqués sin detenerse.

—A casa de mi padre.

—¿Conocéis el camino?

—Procuraré dar con él.

Y siguieron corriendo precipitadamente.

Aquella huida, que se había prolongado durante muchos minutos, empezaba a fatigarlos.

No oyendo ya ningún rumor, se detuvieron para tomar aliento.

—¡Nada hay que temer! —exclamó el judío—. ¡Estamos a salvo!

—¡Nosotros, sí; pero Rocco…! ¡Van a vengar en él nuestra fuga!

—No le ejecutarán hasta mañana, y en diez horas se pueden hacer muchas cosas.

—¡Os digo que Rocco está irremisiblemente perdido!

—Ahora vamos a ver a mi hermana; después pensaremos lo que hemos de hacer. No debemos de encontramos lejos de la casa de mi padre.

—¡Y el traidor estará aún con vida!

—¿De quién habláis?

—De El-Melah. ¡Él es quien nos ha preparado la emboscada!

—¡Deteneos: ya hemos llegado!

—¿Dónde?

—A mi casa. ¡Ah, mirad! ¡Hay luz en el jardín!

—¿Estarán desenterrando el tesoro?

—Acaso.

—¡Ben, dadme una pistola!

—¿Para qué?

—Se me ocurre la idea de que El-Melah puede haberse apoderado de vuestro secreto.

Empuñó el arma y se acercó al cancel del jardín. A la luz de una antorcha, dos hombres estaban sacando del pozo un cofre enorme.

—¡Veo a El-Haggar! —dijo el marqués con alegría.

—¡También está mi hermana! —añadió Ben en el propio tono.

Y con un impulso irresistible empujó la puerta y se lanzó en el jardín gritando:

—¡Ester!

Al oír aquella voz la joven judía palideció espantosamente, y después abrió los brazos, exclamando:

—¡Hermano!

Luego se volvió hacia el marqués, y añadió con los ojos inundados de lágrimas:

—¡Marqués! ¡Gracias, Dios mío!

CAPÍTULO XIV. UNA TERRIBLE BATALLA

Pocos minutos después, Ben, Ester y el marqués sentados alrededor de la mesa, se contaban sus extraordinarias aventuras en aquellas veinticuatro horas. Los fugitivos experimentaron un gran dolor al saber la muerte del infortunado Tasili, infamantemente asesinado por El-Melah; pero se consolaron al conocer el trágico fin del miserable argelino.

—Pensemos ahora en salvar a Rocco —dijo el marqués—. Ben y yo nos colocaremos a la cabeza de los tuaregs, y no perdonaremos ni a uno solo de los soldados del Sultán.

—¿Cuántos hombres hay dispuestos? —preguntó Ben.

—Cerca de trescientos.

—¿El jefe de los árabes responde de ellos?

—Sí, hermano.

—¿Está todo dispuesto para la fuga?

—Una chalupa nos espera en Kabra. El viejo Samuel, el amigo de nuestro padre, ha pensado en todo.

—En primer lugar, hay que poner a salvo vuestro tesoro —dijo el marqués.

—Los dos beduinos y El-Haggar partirán dentro de poco para Kabra.

—Pues vamos a ver el tesoro —dijo Éfen—, el cofre es demasiado pesado para un solo camello.

La caja había sido transportada a la habitación contigua. Era de una resistencia excepcional, y estaba reforzada con placas de acero.

—Nos veremos obligados a hacer saltar la cerradura —manifestó Ben.

Hizo llevar una barra, introdujo uno de sus extremos entre los barrotes que defendían la caja, y después de reiterados esfuerzos se abrió.

Reflejos metálicos y fulgores de joyas se destacaron del centro del cofre, que estaba lleno de oro, diamantes, esmeraldas y rubíes.

—¡Aquí hay una enorme fortuna! —exclamó el marqués.

Vaciaron el contenido del cofre, y todos aquellos objetos preciosos fueron colocados en diversas cajas cubiertas de estera.

Los dos beduinos y El-Haggar ya habían preparado los camellos para el viaje.

—Cuando llegues a Kabra —dijo Ester al guía—, cargarás las cajas en la chalupa y nos aguardarás.

—Está bien, señora.

—Y ahora —dijo Ester volviéndose hacia Ben— descansemos un poco.

—¿Cuándo vendrá el amigo de vuestro padre? —preguntó el corso.

—Al amanecer; y también el jefe de los árabes.

—¡Pobre Rocco! —murmuró el marqués.

—¡Le salvaremos! —dijo Ester—. El jefe árabe dispone de muchos elementos.

A las cinco, antes de que despuntara el alba, el viejo Samuel y el árabe llegaban a la casa del difunto judío, acompañados por cuatro tuaregs perfectamente armados.

—Señora —dijo el árabe después de haber saludado al francés y a Ben—, os traigo a cuatro jefes de los tuaregs para que juren sobre el Corán cumplir lo que han prometido.

—Está bien; el Profeta maldice a los que faltan a su juramento —replicó Ester.

—Señora —dijo uno de los jefes hablando en nombre de todos—, tú nos darás lo prometido, y nosotros juramos sobre el Corán cumplir lo ofrecido. ¡Qué las fieras del desierto devoren nuestro cuerpo, que nuestros huesos permanezcan insepultos entre la arena si no cumplimos la promesa!

Sus compañeros repitieron estas palabras extendiendo la mano hacia el Corán.

Terminado el juramento, el jefe árabe tenía los ojos fijos en el marqués y en Ben, los cuales asistieron a la ceremonia sin decir una sola palabra.

—¿Quiénes son estos dos señores? —preguntó el árabe a Ester.

—Dos de los prisioneros que se trataba de salvar.

—¿Se han fugado?

—Sí.

—Entonces, ¿no queda más que uno?

—Nada más.

—La empresa será más fácil.

—O más difícil: los soldados redoblarán sus precauciones.

—Somos trescientos, y todos resueltos.

—¿Cuándo conducirán el prisionero al suplicio?

—A las diez, en la plaza del mercado.

—¿Dónde están las gentes?

—Ya han ocupado la plaza y rodean el tablado.

Detrás de ellos hay gran número de negras, a quienes he prometido mil escudos para que nos auxilien.

—La suma la tendrá en depósito Samuel, veinte mil escudos para los tuaregs, mil para los negros y diez mil para ti.

—¡Pagáis como una sultana!

—¡Vamos! —dijo Ester.

—¡Una palabra! —replicó el marqués deteniendo al árabe—. ¿Corremos peligro nosotros de ser reconocidos por los kisuris del sultán? Dos hombres que tienen la piel blanca contrastan mucho con la gente de color.

—¡Admiro vuestra prudencia! —dijo el árabe—. Quedaos aquí.

—¡Yo! —exclamó el marqués.

—¡Yo tampoco quiero permanecer inactivo! —añadió Ben.

—Señores —dijo entonces el viejo Samuel—, venid a mi casa: os daré nuevos vestidos y os teñiré el rostro.

—¡Apresuraos! —replicó el árabe—, ¡es preciso que estemos en la plaza del mercado antes de que la invada la multitud!

Pocos instantes después llegaban a la casa del judío, donde se verificaba la transformación de los dos fugitivos. También Ester se había puesto sobre la cabeza un turbante que la tapaba el rostro, envolviéndose en un amplio kaik para ocultar su condición de mujer.

Las calles comenzaban ya a llenarse de gente, ávida de presenciar el suplicio de un kafir.

Cuando nuestros personajes llegaron a la plaza del mercado, ya había en ella más de mil personas.

En el centro se veía una especie de tablado de varios metros de alto, vigilado por algunos soldados armados con lanzas y yataganes.

Muchos tuaregs rodeaban el patíbulo, rechazando brutalmente a la multitud para que no interrumpiera sus filas. Para no infundir sospechas, gritaban sin descanso:

—¡Muera el kafir! ¡Qué le traigan pronto! ¡Muera el enemigo del Profeta!

—¡Qué bribones! —exclamó el marqués al oído de Ester.

—Venid —dijo el jefe árabe—; nos pondremos delante.

Al verlos, las apretadas filas de los tuaregs se abrieron para dejarles paso.

En aquel momento los jefes de los ladrones del Sahara se acercaron al árabe.

—¿Estáis prontos? —le dijo éste.

—¿Y la suma convenida?

—En casa de Samuel.

—¿No me engañará el judío?

—Yo respondo de él.

—Entonces, los soldados tendrán que habérselas con nosotros.

En aquel momento resonó un cañonazo.

—El prisionero ha salido de palacio —dijo el árabe a Ester.

En lontananza se oía el redoble de los tambores. El fúnebre cortejo se aproximaba, rechazando al populacho que obstruía las calles. De vez en cuando se oían gritos feroces.

—¡Muera el kafir!

—¡Qué le quemen vivo!

—¡A la hoguera el asesino!

Por último, el cortejo desembocó en la plaza. Se componía de veinte soldados armados con enormes yataganes y fusiles viejos. Delante de ellos marchaban cuatro negros que redoblaban furiosamente solare tambores destemplados.

En medio de aquel destacamento iba Rocco con los brazos atados a la espalda. El coloso parecía muy tranquilo y miraba a todas partes, esperando ver al marqués y a sus compañeros. No había duda que el prisionero contaba con algún socorro inesperado.

—¿Estáis dispuestos? —preguntó el árabe al jefe de los tuaregs.

—Sí —respondió.

—¡Pues a vuestros puestos! ¡Cuándo yo descargue al aire mi pistola, embestid a la escolta!

Después se volvió hacia el marqués, diciéndole:

—Apenas hayamos abierto paso, huid: nosotros protegeremos vuestra retirada.

El marqués empuñó el yatagán con la mano derecha, y con la izquierda, una pistola.

Para engañar mejor a los soldados, los tuaregs comenzaron a gritar desaforadamente:

—¡Muera el kafir! ¡Queremos su cabeza!

La escolta acababa de llegar a pocos pasos del patíbulo. De pronto una voz tronante cubrió los rugidos de la multitud, diciendo.

—¡Rocco!

Era la voz del marqués.

Al oír el grito el coloso alzó la cabeza y lanzó una mirada sobre la muchedumbre. En el mismo instante resonó el estampido de un pistoletazo seguido de un rápido ataque de los tuaregs, que se lanzaron como un huracán sobre los soldados.

Estos se volvieron, y una espantosa descarga resonó en la plaza.

Aquella resistencia desconcertó por un momento a los bandidos; pero los árabes acudieron por todas partes, haciendo un nutrido fuego de pistola y esparciendo el terror entre la multitud.

El marqués y Ben, en primera fila, después de disparar sus pistolas cargaron con los yataganes.

Comprendiendo Rocco que se trataba de salvarle, con un esfuerzo supremo rompió sus ligaduras y agarrando a un soldado, le lanzó a diez pasos de distancia.

El extraordinario vigor de aquel hércules infundió un momento de terror a los soldados de la escolta.

—¡Adelante! —gritó el marqués aprovechándose del repentino estupor de los soldados, y de un tajo de yatagán hendió la cabeza al jefe de la escolta.

—¡Ven, Rocco! —gritó.

El gigante se apoderó de un fusil, lo agarró por el cañón, y con unos cuantos culatazos se abrió paso.

—¡Abrid calle! —exclamó el marqués dirigiéndose al árabe.

Las filas de los tuaregs se separaron como por encanto. El marqués, Ben, Rocco y Ester, precedidos por el jefe, atravesaron la plaza a escape y huyeron, mientras la batalla continuaba con más encarnizamiento que antes. Sin detenerse ni un solo momento cruzaron cuatro o cinco calles, dirigiéndose hacia las murallas situadas el sur de la ciudad.

A lo lejos se oían aún los gritos de los combatientes.

—¡Aquí están los maharis! —dijo el árabe—. ¡Pronto; huid sin perder un minuto!

—¿Y vos? —preguntó el marqués.

—Voy a unirme con mis gentes. ¡Qué Alá os guarde!

—¡Pues montemos! —exclamó el marqués.

—En menos de una hora estaremos en Kabra —añadió Ben.

—¿Estamos todos? —dijo Ester.

—¡Todos!

—¡Pronto, señores! —replicó uno de los esclavos que habían conducido a los maharis—. ¡Por allá veo una nube de polvo!

—¿Serán acaso los soldados? —preguntó el marqués palideciendo.

—Los maharis corren más que los caballos, y llegaréis a Kabra antes que los soldados. ¡A escape!

Los cuatro dromedarios se lanzaron a la carrera en dirección del Níger, cuyas aguas, heridas por los rayos perpendiculares del sol, centelleaban en el horizonte.

CAPÍTULO XV. A KABRA

Los cuatro maharis, excitados continuamente por sus jinetes, devoraban el camino.

Parecía que los inteligentes animales habían comprendido que la salvación de los fugitivos dependía de ellos y avanzaban rapidísimamente entre nubes de polvo.

El marqués, que iba el último, se volvía de vez en cuando para ver si los jinetes que los seguían desde Tombuctu adelantaban camino.

Sus perseguidores eran una veintena, por lo menos, y llevaban excelentes caballos.

—¿Conque nos siguen? —preguntó Ben.

—¡Esos bribones quieren damos caza!

—En cuanto embarquemos, atravesaremos el río y nos pondremos a salvo en Koromet.

—¿Se oye todavía el ruido de la fusilería?

—Ya no.

—Entonces, los tuaregs habrán huido para no tener que habérselas con toda la guarnición de Tombuctu.

—¡Ah! —exclamó el marqués—, ¡un cañonazo! ¿Qué significa eso?

—Alguna señal quizás —replico Ben—, ¡ah! ¡Otro cañonazo!

—¡Veamos! —dijo el marqués.

Se incorporó sobre la silla y miró hacia la ciudad.

Los soldados continuaban galopando, aunque sin ganar terreno a los fugitivos.

—Temo que esos cañonazos sean una señal para las autoridades de Kabra —dijo el marqués.

—¡Pues adelante, y preparemos las armas!

Kabra, que es el puerto natural de Tombuctu, se hallaba ya a cosa de un kilómetro.

Cerca de sus inmediaciones se observaba una gran animación: grupos de negros armados con lanzas aparecían y desaparecían alternativamente.

—Amigos —dijo el marqués—, carguemos a la desesperada sobre esos negros, y pasemos al galope por encima de sus cuerpos.

Los maharis en que montaban atravesaron el último trozo de llanura y llegaron cerca de los negros, que estaban armados con fusiles de chispa.

El jefe del pelotón, un negro musculoso, avanzó al encuentro de los fugitivos, gritando:

—¡Alto! ¡Por aquí no se pasa!

—¡Atrás! —rugió el marqués.

—¡Sin una orden del Sultán, no se pasa!

—¡Amigos, a la carga!

Los cuatro maharis cayeron en medio del pelotón, atropellando a los negros.

—¡Adelante! —gritó el marqués, amenazando a los enemigos con la carabina y lanzándose a todo correr en dirección al río.

Un segundo pelotón, no mejor armado que el primero, trató de detener a los fugitivos.

—¡Atrás! —rugió el marqués, apuntándolos con la carabina.

Rocco, en tanto, lanzaba su mahari en medio de aquella horda, abriéndose paso a culatazos.

—¡Aquí llega El-Haggar! —exclamó Ester con alegría.

El guía desembocaba por una callejuela perseguido por varios negros.

—¡Señor! —gritó al ver al marqués—. ¡Pronto, acudid; tratan de saquear la chalupa!

—¡Compañeros, salvemos el tesoro! —exclamó el marqués.

En pocos instantes los fugitivos, precedidos por El-Haggar, que corría como un antílope, recorrieron la calle que conducía a la ribera del canal.

Una turba de negros se preparaba para saquear la chalupa, que estaba anclada en el muelle, atropellando a los marineros, que pretendían rechazarlos.

Al ver surgir a aquellos cuatro jinetes precedidos por el guía, los ladrones tuvieron un momento de vacilación y retrocedieron precipitadamente.

—¡A tierra! —gritó el marqués.

Y saltaron a la barca, mientras los dos marineros preparaban los remos.

En aquel momento llegaban los beduinos.

—¿Dónde están los camellos? —les preguntó el marqués.

—En casa de un amigo —respondió uno de ellos.

—Pues son vuestros.

—¡Señor! —exclamaron a dúo los beduinos, no pudiendo creer en semejante fortuna.

—Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que llevéis a un viejo llamado Samuel los cuatro maharis.

—Así lo haremos.

—¡Remad, amigos!

La chalupa se alejó de la ribera y desfiló rápidamente a lo largo del canal, mientras los negros, viendo huir la presa, corrían por todas partes lanzando alaridos de rabia.

—¡Alto —gritaban—, o hacemos fuego!

Por única respuesta, el marqués se echó la carabina a la cara.

—¡Así contesto yo a la orden de vuestro Sultán! —les dijo.

CAPITULO XVI. LA PERSECUCIÓN

Empujada por los cuatro remos, la chalupa descendía rápidamente por el canal, acercándose a la ribera opuesta para mantenerse fuera del alcance de los fusiles de chispa de los enemigos.

Era una sólida barca, construida con recios tablones que las balas de los negros no podían atravesar, y de unos siete metros de largo. La proa estaba adornada con una cabeza de hipopótamo.

El marqués resguardó a Ester entre los tablones para librarla de las balas, y después se colocó a proa, teniendo una caja de cartuchos delante de sí. Ben iba a popa.

Los negros no habían hecho fuego aún; pero, envalentonados con el refuerzo de los kisuris, que llegaban en aquel momento, empezaron a disparar desde la orilla.

—¡Dejad los remos y echaos en el fondo de la barca! —gritó el marqués, que había oído silbar algunos proyectiles—, la corriente la arrastrará de todos modos.

—Podríamos tomar tierra en la ribera opuesta —dijo Ben.

—¡No hay que fiarse! —advirtió El-Haggar—, en la parte opuesta hay también habitantes, que no tardarán en acudir al ruido de los disparos.

—Pues probemos a hacer entrar en razón a esos condenados. ¡Cuidado con la cabeza, amigos!

Las balas comenzaron a silbar, y se oía el plomo chocar contra las tablas.

El marqués, Ben y Rocco, aprovechándose de un momento de respiro, apuntaron sus carabinas contra los soldados, derribando a dos de ellos.

Espantados por la precisión de aquellos tiros, los negros se apresuraron a esconderse; pero los kisuris, más animosos, se resguardaron detrás de los árboles y continuaron el fuego.

Sus balas apenas alcanzaban a la chalupa, porque la corriente la arrastraba con gran velocidad.

—Dentro de pocos minutos podréis tomas los remos —dijo el marqués a El-Haggar y a Rocco.

—No lo creáis, señor —replicó el primero—. Los soldados no nos dejarán tranquilos, y nos seguirán hasta la desembocadura del canal. ¿No oís redoble de tambores?

—Sí; los oigo perfectamente.

—Pues son los de Koromet; de manera que tendremos a los kisuris de una parte y a los habitantes de Koromet de otra.

—Es decir, que estaremos entre dos fuegos.

—¡Claro!

—¿Y qué vamos a hacer?

—Pues esconder la chalupa entre los cañaverales y aguardar la noche.

—¿Antes de pasar por Koromet?

—Si, señor.

—¿Encontraremos un lugar desierto?

—Así lo afirman los remeros.

—¡Pues vamos!

La chalupa marchaba entonces rozando una ribera desierta, pero hermosísima. Se veían por todas partes árboles magníficos, de aspecto imponente: cedros, ébanos, caobas, plátanos, algodoneros y sicomoros de espeso follaje.

Por más que el lugar pareciera desierto, el marqués, Ben y Ester estaban en guardia y vigilaban con atención las márgenes de la floresta, temiendo una sorpresa a cada instante. En lontananza seguía oyéndose el redoblar de los tambores.

Después de haber recorrido unas tres millas, la chalupa se encontró casi inopinadamente delante de un río inmenso y de corriente rápida, que se dirigía hacia el Este.

—¿Es el Niger? —preguntó el marqués.

—Si, señor —respondió El-Haggar—. El canal de Kabra ha terminado.

—¿Pues no decías que los soldados nos aguardarían aquí?

—Eso creía.

—¿Habrán renunciado a perseguimos?

—Más tarde lo veremos.

—¿Luego tú no lo crees?

—Tengo mis dudas.

—¿Adónde vamos?

—Hacia la ribera izquierda; en la derecha está Koromet.

—¿No estamos todavía demasiado próximos a Kabra?

—Ya os he dicho que nos esconderemos.

—¡Pues adelante! —manifestó el marqués.

Aun cuando antes de Kabra divide su corriente en dos brazos, el Niger llevaba un gran caudal de agua, y su anchura en aquel lugar excedía los dos kilómetros.

Ninguna barca atravesaba el río en aquel momento, ni tampoco se descubría aldea alguna en las riberas.

En cambió, había abundancia de aves acuáticas, especialmente en el centro de los cañaverales, que crecían muy espesos a las orillas de los islotes.

Bandadas inmensas de pelícanos, de grullas y de ibis revoloteaban por todas partes, mientras en los islotes verdes paseaban gravemente los balaenicepsres, extravagantes pajarracos de un metro de altura, muy parecidos al marabú de la India, con largas patas y la gruesa cabeza adornada con un pico monstruoso.

Los dos marineros negros observaron atentamente la ribera izquierda del río, escucharon también durante algunos momentos, y no oyendo ruido alguno, bogaron hacia aquella parte, cortando la corriente con energía.

Unos minutos después atracaban la chalupa dentro de una pequeña ensenada circundada por árboles gigantescos.

—¡Qué frescura hay en este sitio! —dijo Rocco.

—¿Oís algo? —preguntó el marqués.

—No —respondieron todos.

—¡Pues no me fío de esta calma! ¡Vamos a registrar los alrededores!

—¡Vamos! —replicó Ben.

—¡Demonio! —exclamó en aquel instante Rocco—, ¿y los víveres? ¡No los veo por ninguna parte!

—¡Nos lo han robado los negros! —dijo con ira El-Haggar.

—No hay que inquietarse por ello —advirtió el marqués—, las riberas del Níger tienen caza abundante.

—¡Hace veinticuatro horas que no como! —añadió el coloso.

—Un hombre que debía morir en el patíbulo no tenía necesidad de alimentos —respondió el marqués riendo.

—¡Pero aún estoy vivo!

—Pues venid a ganaros la comida —dijo Ben.

—¿Y yo? —preguntó Ester.

—Vos nos aguardaréis aquí —respondió el marqués, mirándola con ternura.

El coloso, Ben y el marqués tomaron las carabinas y saltaron entre las plantas, haciendo huir a un verdadero enjambre de papagayos.

La selva comenzaba allí; una verdadera selva africana en todo el esplendor de su exuberante vegetación. Todas las riquezas de la flora tropical parecían haberse dado cita en aquella ensenada.

Por todas partes huían nubes espesas de aves de diversos colores: papagayos verdes, tordos azules y nerops con el plumaje de color verde esmeralda.

En las copas de los árboles abundaban los monos, que saltaban de una rama a otra con destreza y agilidad increíbles y gritando sin cesar.

—No será difícil proporcionamos una buena comida —dijo Rocco, el cual acababa de derribar una espléndida avutarda.

—No cacemos por ahora. Asegurémonos primero de que el bosque está desierto.

Y se internaron lentamente bajo aquellos árboles, cada vez más espesos y que hacían la marcha muy difícil.

Millares de plantas parásitas se enroscaban en los troncos y caían formando festones, serpenteando por el suelo como enormes reptiles.

De pronto, y con gran asombro de los exploradores, oyeron el estruendo de una descarga en dirección del río, seguida de un griterío ensordecedor.

Casi al propio tiempo se oyó la voz del El-Haggar.

—¡Auxilio! ¡Qué roban a la señorita Ester!

Pálido como la muerte, el marqués se lanzó, seguido de sus compañeros, a través de la selva.

Los tiros habían cesado; pero seguía oyéndose en lontananza la voz angustiosa de El-Haggar, que gritaba siempre:

—¡Auxilio! ¡Socorro!

En diez segundos el marqués llegó cerca de la chalupa. No estaban en ella más que los dos remeros, atados a los bancos y temblando todavía de espanto.

Un rugido de desesperación salió de los labios del marqués.

—¡Ester! ¡Ester! —gritaba.

—¡Por aquí, señor! —decía El-Haggar—. ¡Ya huyen!

A estas palabras siguió el ruido de un tiro, probablemente disparado por él.

—¡Allá voy! ¡Mantente firme!

Los tres amigos salieron corriendo hacia el lugar donde había sonado el disparo, y no tardaron en tropezar con El-Haggar, presa de un verdadero acceso de desesperación.

—¡Los miserables!… ¡La han robado!

El marqués, que estaba fuera de sí, agarró violentamente al guía por un brazo.

—¿Quién? ¡Habla!

—¡Los negros!

—¿Estás seguro de que no eran los kisuris? —preguntó Ben, que lloraba como un chiquillo.

—No. Nos atacaron de improviso, y se apoderaron de la señorita. Quise defenderla; hice fuego, y maté a uno.

—¡Sigámoslos —añadió Rocco—; no deben de estar muy lejos!

—¡Un momento! —dijo el marqués, que, a pesar de su emoción, acababa de recobrar su sangre fría—. Que El-Haggar vuelva a la chalupa y vigile a los dos remeros. Va en ella vuestro tesoro, Ben, y no debemos dejarlo en poder suyo.

—¡Vuelvo ahora mismo! —exclamó el guía.

—¡Y nosotros —añadió el marqués— en marcha! ¡Y ay de los raptores!

CAPÍTULO XVII. LA CAZA DE LOS RAPTORES

Un momento después el caballero y sus dos acompañantes se lanzaban a través del espeso bosque, resueltos a afrontar todos los peligros por salvar a la joven.

Los raptores de la judía no podían llevarles mucha ventaja.

El marqués se puso al frente de sus dos compañeros y avanzó con gran trabajo a través de la selva, escuchando con ansiedad por todos lados. De pronto se detuvo, diciendo:

—¡Acabo de oír un silbido a corta distancia!

—¡También yo! —añadió Rocco.

—Pero ¿serán los raptores, o serán otros? —preguntó Ben con angustia.

—Confío en que serán los negros. ¡Avancemos con prudencia para sorprenderlos!

Después de haber escuchado nuevamente por ver si oían algún otro rumor, los tres se pusieron en camino con infinitas precauciones, moviendo con mucho cuidado las ramas, y arrojándose al suelo de vez en cuando para pasar a través de las lianas, que se cruzaban por todas partes.

Un susurro levísimo, que parecía producido por el roce de hojas secas, los detuvo nuevamente.

—¡Alguien marcha delante de nosotros! —dijo el marqués al oído de Ben.

—No dista más de diez pasos —respondió el judío.

—Si pudiésemos sorprenderle antes de que le fuera posible lanzar un grito…

—Dejadme a mi esa tarea —dijo Rocco—; con un puñetazo le echo al otro mundo.

—No; nos conviene cogerle vivo para saber adonde han conducido a Ester.

—Pues le acogotaré a medias —respondió el coloso—. Si grito, corred en mi auxilio.

Rocco se desembarazó de la carabina, hizo señas a sus compañeros de que no se moviesen, y desapareció entre la maleza sin producir ningún rumor.

El roce de las ramas seguía oyéndose a intervalos.

El negro, que quizás era uno de los raptores que se había quedado atrás para proteger la retirada, seguro de no tener nada que temer, avanzaba sin tomar precauciones.

Rocco, que se deslizaba lentamente entre los árboles, ganaba rápidamente camino.

El rumor era cada vez más perceptible; pero de pronto cesó bruscamente.

—¿Habrá advertido que le sigo? —se preguntó Rocco—. ¡De todos modos, no te me escaparás!

Y se deslizó hacia una explanada donde la vegetación era menos densa.

Con viva sorpresa suya, el coloso no pudo descubrir nada.

Se levantó sobre la punta de los pies para observar mejor, cuando sintió sobre sí la caída de una masa muy pesada y que dos manos poderosas le estrechaban el cuello.

Otro hombre cualquiera hubiera caído al suelo; pero Rocco se mantuvo firme.

Con un empuje rápido se volvió, agarró al negro por el cuello y se lo apretó con tanta violencia, que estuvo a punto de ahogarle; le arrojó al suelo, le ató las manos a la espalda con la faja que llevaba y le puso un pañuelo en la boca; luego se lo echó al hombro y retomó hacia el sitio donde se hallaba el marqués.

—Aquí está —dijo arrojando al suelo su fardo—. ¡La empresa no ha sido difícil!

El prisionero hacía esfuerzos desesperados para romper sus ligaduras; pero al ver que el marqués le apuntaba con su carabina, se mantuvo tranquilo.

—¿Hablas árabe? —le preguntó este.

El negro hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Entonces, te advierto que al primer grito que lances te mando al infierno. ¿Me has comprendido? ¡Quítale la mordaza, Rocco!

El coloso se apresuró a obedecer.

El prisionero respiró largamente, y después miró a los tres hombres con terror.

—¿Estás solo en la selva? —le preguntó al marqués.

El negro no respondió.

—¡Habla! —le dijo el marqués, apoyando el dedo en el gatillo de la carabina—. ¿Estás solo?

—Si —respondió el negro.

—¿Adónde han ido tus compañeros?

—¿Cuáles?

—Los que han robado a la mujer.

—¡Ya están lejos!

—¿Mucho?

—Si; porque corrían como gamos.

—¿Por qué han robado a esa mujer?

—Por miedo a los soldados y para ganar el premio prometido por el sultán de Tombuctu.

—¿Dónde están los kisuris ahora?

—No lo sé. Llegaron esta mañana a nuestra aldea para anunciamos vuestra llegada, amenazando con acuchillamos a todos si no acudíamos a vuestra captura.

—¿Dónde se encuentra tu aldea?

—A dos millas de este lugar.

—¿Y es allí adónde han llevado a la mujer?

—Si.

—¿Para entregársela a los kisuris?

—Seguramente.

—¿Quieres salvar la vida?

—Decidme lo que he de hacer.

—Pues servimos de guía hasta tu aldea; pero ten presente que si tratas de engañamos te fusilaré. ¡Conque en marcha!

El negro comprendió que toda resistencia era inútil, y se levantó diciendo:

—¡Seguidme!

—¿Podremos fiamos de este hombre? —preguntó Ben al marqués.

—Si es cierto lo que dice, los negros de esa aldea se han visto obligados a proceder contra nosotros para salvar su cabeza.

—¿Nos entregarán a Ester?

—Si no lo hacen de buen grado, la arrancaremos de su poder a balazos. Los negros siempre han temido a los hombres de raza blanca.

El negro caminaba con bastante rapidez, aunque no dejaba de mostrar ciertas señales de vacilación. El marqués, que lo había notado, se acercó a él.

—¿Qué tienes? —le preguntó—. Tú no estás tranquilo: ¿acaso pretendes llevamos a alguna emboscada?

—¡No, señor!

—Entonces, ¿a quién temes?

—A los kisuris.

—¿Tanto miedo te infunden?

—El que desobedece al sultán de Tombuctu es hombre muerto.

—¿Crees que los kisuris hayan vuelto a la aldea?

—Lo ignoro.

—¿Adónde se dirigieron esta mañana?

—Hacia Levante. Iba a advertir de vuestra llegada a los jefes de otras aldeas y a encargarles que preparasen sus barcas para impediros pasar el río.

—Por lo visto, todavía tendremos que librar nuevas luchas —dijo Ben.

—Ahora no nos preocuparemos más que de la liberación de Ester.

En aquel momento se encontraban, los límites de la selva. Delante de ellos se extendía una llanura pantanosa, interrumpida de vez en cuando por enormes cañaverales.

—¡Tened mucho cuidado! —dijo el negro.

—¿Por qué?

—Porque tenemos que atravesar estos terrenos pantanosos, y para ello no hay más que un sendero muy estrecho.

—¿Son peligrosos los pantanos?

—El que cae en ellos no vuelve más a la superficie.

—Entonces ve delante.

El negro experimentó una nueva vacilación y, por fin, cumplió la orden.

—¡Cuidado con caer! —dijo el marqués—. Hay arenas movedizas a izquierda y derecha. ¡Vigila al negro, Rocco!

—Ya lo hago, señor.

El prisionero dio unos cuantos pasos, y después se volvió hacia Rocco, diciéndole:

—Si no me desatáis la manos es imposible que pueda avanzar.

—Haz lo que te dice Rocco; no puede escaparse.

El hércules cortó el nudo.

Y el negro entonces caminó con mayor rapidez.

De este modo recorrieron una distancia de medio kilómetro, encontrándose a ambos lados del sendero dos amplias lagunas llenas de cañas muy espesas y de hierbas acuáticas.

—¡Cuidado con el sitio donde ponéis el pie! —gritó el negro.

Mientras el marqués y sus compañeros fijaban la vista en el suelo, el negro dio un salto y se zambulló en la laguna.

Rocco lanzó una blasfemia terrible.

El marqués montó la carabina y aguardó a que el negro surgiera sobre la superficie de las aguas.

Pero pasaron quince, veinte y treinta segundos sin que el negro subiese a flote. ¿Se había hundido en el fango o se había escondido entre los espesos cañaverales?

—¡Acaso se haya ahogado! —exclamó al marqués.

—No lo creáis, señor —dijo Rocco—, estoy seguro de que ese canalla nos está escuchando.

—De todos modos es inútil permanecer aquí.

—¿Debemos retomar? —preguntó Ben.

El marqués iba a responder, cuando en lontananza se oyó un grito acompañado de algunos disparos de fusil.

—Me parece que allá abajo hay una aldea. ¿Estará en ella Ester? ¿Qué os parece, Ben?

—Que prefiero marchar hacia adelante.

—También yo opino lo mismo —añadió Rocco.

En aquel momento los gritos habían cesado; pero se veían hogueras que chisporroteaban.

—¡Adelante! —exclamó el marqués con un tono resuelto—, ¡el corazón me dice que Ester esta allí!

Echaron una última mirada hacia los cañaverales para ver si observaban algún rastro del negro, aunque inútilmente.

El sendero seguía casi en línea recta; pero de vez en cuando era tan estrecho, que los tres hombres se veían precisados a marchar en fila para no caer.

En las lagunas que se extendían a ambos lados se oían ruidos extraños, y Rocco, que marchaba el primero, pudo ver las enormes quijadas de los cocodrilos ocultos en los cañaverales acechando la presa.

Un cuarto de hora después el sendero se ensanchaba considerablemente, y, por fin, los exploradores se encontraron en terreno sólido.

Las hogueras estaban ya muy próximas, y a sus reflejos se veían dibujarse algunas cúpulas muy agudas, que debían de ser los techos de las cabañas.

—¡La aldea! —dijo el marqués.

—¿Debemos aguardar el alba para entrar en ella? —preguntó Rocco.

—Mañana podría ser ya demasiado tarde. Los kisuris no deben de estar muy lejos.

—¿Estará muy poblada? —preguntó Ben—. Hay que tener en cuenta, señor marqués, que no somos más que tres.

—Nos acercaremos con precaución, y no la asaltaremos hasta estar ciertos de la victoria.

—¡Silencio! —dijo en aquel momento Rocco.

—¿Qué hay de nuevo?

Rocco había dado un salto hacia la laguna.

—¿Adónde vas? —preguntó el marqués.

—¡Aquí está el granuja! ¡A mí, señores!

Una sombra había salido de entre los cañaverales y huía desesperadamente en dirección de la aldea.

—¡Nuestro negro! —exclamó Ben.

—¡Atrápale, Rocco!

La sombra escapaba con velocidad vertiginosa, saltando a derecha e izquierda para esquivar los tiros. Resuelto a impedir que el fugitivo llegase a la aldea, Rocco se echó la carabina a la cara.

—¡No hagas fuego! —gritó el marqués.

Pero ya era demasiado tarde: un estampido había roto el silencio que reinaba en aquellos parajes, y el negro, después de unos cuantos pasos vacilantes, había caído herido por el rayo.

—¡Ya ha pagado su cuenta! —dijo el rencoroso Rocco—, ¡ahora no volverá a engañar a nadie!

CAPÍTULO XVIII. LA LIBERACIÓN DE ESTER

Al ruido de la detonación, cuyo eco se había propagado claramente hasta la aldea, siguió un breve instante de silencio. Después se oyeron gritos agudos en lontananza, mientras las hogueras se apagaban bruscamente.

El marqués y sus dos compañeros escuchaban inmóviles y miraban con ansiedad, creyendo ver acercarse a los habitantes de la aldea, los cuales deberían de haberse alarmado con la descarga.

—¡He cometido una locura! —dijo Rocco.

—Menos grande de lo que tú te crees —respondió el marqués—. Si ese negro hubiese llegado a la aldea, acaso no pudiéramos salvar a Ester.

—¿Y si vienen los negros?

—Nos ocultaremos. Anda, ve a ver si está realmente muerto ese hombre.

El coloso se dirigió hacia el sitio donde le había visto caer y buscó el cadáver por todos lados.

—¡Por Baco! —exclamó—, ¡no le encuentro, señor marqués! ¿Será este hombre el mismísimo demonio?

—¡Pero si yo le he visto caer!

—¡Pues repito que no encuentro el cadáver!

—Busquémosle —dijo el marqués—. Acaso no estuviera más que herido y habrá podido arrastrarse algunos pasos.

En vano exploraron todas las cercanías; en ninguna parte encontraron nada: ni siquiera rastro de sangre.

—Pues corramos a la aldea antes de que llegue ese bergante —dijo el marqués—. Si avisa a sus moradores, seremos sorprendidos por ellos. ¡Adelante amigos! ¡Confiemos en nuestra buena estrella y en nuestra audacia!

Y echaron a correr por la llanura tenebrosa. Las hogueras habían vuelto a ser encendidas de nuevo.

Ya hacía dos minutos que corrían, cuando Rocco tropezó con una masa que estaba tendida en el suelo y cayó de bruces.

—¡Por los cuernos de Belcebú! —grito levantándose y retrocediendo.

—¿Qué sucede? —preguntó el marqués.

—¡No lo sé! ¡Quizá una fiera! ¡Cuidado!

Una masa oscura estaba tendida en la hierba sin moverse.

El coloso, con la carabina preparada, avanzó con precaución hasta dos pasos de aquella masa, y después de inclinarse sobre ella lanzó un grito de triunfo.

—¡Ah; por fin! —exclamó.

—Pero ¿qué es? —preguntaron a un tiempo el marqués y Ben.

—¡Él!

—¿Quién?

—¡El negro! ¡Y está bien muerto; os lo aseguro!

En efecto; era el propio negro, que, aunque herido por la bala de Rocco, había tenido aliento necesario para deslizarse entre la maleza.

—Pues ahora que estamos desembarazados de tan peligroso individuo, podremos acercamos con mayor seguridad a la aldea —añadió Ben—; pero os advierto que todavía nos resta una gran dificultad que vencer.

—¿Cuál?

—He oído decir que todas las aldeas de esta ciudad están rodeadas por empalizadas muy altas.

—Saltaremos por encima de ellas o abriremos una brecha. Hemos huido de las prisiones del Sultán; de modo que una simple empalizada no nos detendrá mucho —replicó Rocco.

—¡Pues andando! —dijo el marqués—. Abrid los ojos y mirad en tomo vuestro. Los habitantes de la aldea acaso hayan colocado centinelas en la empalizada.

Resguardados por unos enormes grupos de bananeros, los dos isleños y el judío encamináronse hacia la aldea, que entonces se distinguía con precisión merced al resplandor de las hogueras.

Consistía en un centenar de cabañas ceñidas por una empalizada de tres a cuatro metros de elevación.

Parecía que sus habitantes estaban de fiesta: se oía resonar flautas acompañadas de gritos roncos y discordantes.

Los exploradores, siempre ocultándose, habían llegado sin ser vistos hasta el borde del foso que se abría delante de la empalizada.

Como habían previsto, aquella rústica muralla estaba llena de ramas espinosas, que si podían constituir un obstáculo para los negros, no sucedía lo propio con los extranjeros, calzados con botas recias.

—¡Despacio! —dijo el marqués—. ¡Veamos si hay algún centinela!

—No veo ninguno.

—Pues bajemos con precaución.

Agarrados de la mano descendieron al foso, y en pocos momentos estuvieron al otro lado.

Reunidos en el borde opuesto, se apoyaron contra la empalizada, formada con troncos de árboles y almenada por algunos sitios para permitir el paso a las flechas.

El marqués se acercó a una de aquellas aberturas.

En medio de la plaza ardía una enorme hoguera, y en tomo a ella bailaban como locos un centenar de personas, hombres, mujeres y niños, aullando como condenados.

Otros muchos estaban sentados en el suelo y subían el contenido de sendas calabazas hasta emborracharse.

De pronto una sorda exclamación salió de los labios del marqués.

—¿Qué tenéis? —preguntó Ben con ansiedad.

—¡Ester!

—¿Ester? ¿Dónde está?

—¡Vedla allí! —dijo con voz conmovida el marqués cediéndole su puesto.

La hermosa judía estaba sentada en el centro de los bailarines; parecía muy tranquila y miraba con interés la danza.

—¡Ah, si, allí está! —sollozó Ben.

—¡Alegrémonos por haberla encontrado!

—¿Veis algún soldado? —preguntó Rocco.

—No veo más que negros medio desnudos.

—¡Se me ocurre una idea! —exclamó Rocco.

—Di.

—Incendiemos la aldea. Estas cabañas deben arder como la yesca, y nos aprovecharemos del espanto de estos salvajes para lanzamos sobre la señorita Ester y llevárnosla.

El marqués desciñó su larga faja de lana y la unió a la que llevaba el judío, el cual había adivinado su plan.

—Apóyate en la empalizada, Rocco —dijo.

—Subid, pues, señor. Mis hombros son sólidos.

El marqués se encaramó sobre el coloso, y alcanzó la cima de la empalizada.

—¿Estáis ya? —preguntó el hércules.

—¡Si, Rocco!

—¡Ahora vos, Ben!

Mientras éste subía, el marqués ataba la faja a un palo de la empalizada.

Por fin subió Rocco izándose por la faja, y luego se arrojaron los tres a la otra parte de la muralla, cayendo en un pozo lleno de espinas que no habían podido ver.

Por milagro no salió de sus labios un grito de dolor, pues las espinas los habían punzado dolorosamente.

—¡Malditos negros! —murmuró Rocco.

—¡No hagamos ruido! —añadió el marqués.

Luego pudieron alcanzar el borde opuesto del foso.

Entonces se encontraban detrás de una fila de cabañas que se extendían a todo lo ancho de la plaza.

—Entremos en cualquiera de ellas y prendámosle fuego —susurró el marqués.

Empujaron una puertecilla, y entraron en una recinto donde encontraron algunos caballos de pequeña talla.

Una idea brilló en la mente del marqués.

—Hay lo menos quince; para nosotros bastan cuatro. ¡Rocco!

—¡Señor!

—Recoge algunos haces de cañas y átalos a la cola de estos caballos. Deja cuatro para nosotros.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Ben.

—Dar una broma pesada a los negros. Ayudad a Rocco mientras yo entro en otra cabaña y la incendio.

—¿Y nosotros?

—Poned fuego a las cañas y dejad correr a los caballos.

—¡Comprendido!

—¡Apresurémonos!

A la derecha de aquel recinto se levantaba una gran cabaña circular, cuya puerta conducía a una especie de patio.

Viendo un montón de paja, el marqués cogió un brazado de ella y entró en la habitación, donde reinaba una gran oscuridad.

Puso la paja en un rincón y encendió un fósforo; pero lo apagó de pronto, mientras una voz de mujer gritaba desaforadamente:

—¡Awah! ¡Awah! ¡Hou!

El marqués agarró a la mujer porta garganta.

Por fortuna, el ruido de la danza y los gritos de los bailarines habían sofocado aquellas voces; pero Rocco y Ben las habían oído, y creyendo que podía peligrar el marqués, se lanzaron en su auxilio.

—¡Pronto, Rocco! ¡Ata y amordaza a esta mujer!

La orden fue cumplida en el acto.

—¡Llévala fuera! ¡Si la dejamos aquí, arderá con su cabaña! ¿Están dispuestos los caballos?

—Todos llevan un buen haz de cañas en la cola.

—¡Enciéndelos y pon a los animales en libertad!

En aquel momento se oyeron en lontananza dos descargas de fusilería.

—¡Demonio! —exclamó el marqués palideciendo—. ¡Quizá sean los kisuris! ¡Pronto, amigos!

El marqués encendió un segundo fósforo y puso fuego a la paja, arrojándola sobre todas las esteras que había en la cabaña.

Entre tanto, Rocco y Ben habían puesto también fuego a los haces de cañas.

Las pobres bestias, locas de dolor, rompieron las cuerdas y se lanzaron al galope.

Los audaces incendiarios montaron en los otros caballos y se dirigieron en pos de los primeros.

Al oír aquel estrépito, los bailarines rompieron filas apresuradamente, mientras por todas partes se oían los gritos de:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Pero el terror de aquellas gentes subió de punto cuando el marqués y sus acompañantes dispararon los fusiles.

—¡Largo! —gritaba con voz de trueno el primero, abriéndose paso entre los fugitivos y lanzándose hacia donde se hallaba Ester.

En aquel instante apareció Rocco llevando otro caballo.

—¡Ester —gritó el marqués—, montad!

—¡Marqués! —exclamó Ester—. ¡Ah!…

Pero éste no la dejó concluir; la levantó en sus brazos como si fuese una pluma y la montó en el caballo, gritando:

—¡En retirada!

Las cabañas ardían por todas partes.

Los cuatro jinetes pasaron a través de aquel homo y desaparecieron en dirección de las lagunas, dejando tras sí un concierto de clamores y alaridos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rocco—, ¡será imposible pasar el pantano!

—¡Le rodearemos! ¡Pronto! ¡A escape!

En pocos minutos llegaron a la ribera de la primera laguna guiados por los caballos, que debían de conocer el camino, puesto que ellos mismos dieron vuelta a este sitio peligroso, dirigiéndose al bosque.

—Tratemos de orientamos —dijo el marqués.

—El río está delante de nosotros; pronto encontraremos la chalupa.

—¿Y los kisuris? —preguntó Ben.

—No se oye nada —repuso el marqués.

Ocultos por el bosque, y siguiendo la orilla de un riachuelo, se encontraron bien pronto en la pequeña ensenada. La chalupa esta allí, bajo la vigilancia de El-Haggar.

—Ester —dijo el marqués—, refugiaos en la embarcación mientras nosotros hacemos un reconocimiento antes de ponemos en marcha.

Descendieron de los caballos, dejando que los animales se marchasen libremente. Después hicieron un reconocimiento muy satisfactorio.

—Nada hay que temer —dijo el marques—; conque volvamos a la barca.

—¿Hay algún peligro? —preguntó Ester al verlos llegar.

—¡Ninguno, tranquilizaos! La selva está despoblada.

—¿Estáis seguro? —Preguntó El-Haggar.

—¿Acaso has oído tú algo?

—Aquí no; pero hacia el río, en dirección de Koromet, me pareció oír redobles de tambores.

—Pues desde ese pueblo no pueden habernos visto.

—Pueden haber reconocido el río, porque tienen excelentes chalupas.

—Me parece que estamos bien escondidos.

—¡Aquí está el almuerzo! —exclamó en aquel momento Rocco, que llevaba una magnífica avutarda ya desplumada.

Encendieron una hoguera bajo un sicomoro para que sus enormes ramas ocultaran el humo, y el soberbio volátil fue puesto sobre las ascuas. Media hora después todos daban el asalto a la deliciosa vianda, mientras hacia la orilla opuesta del río se oía el redoble de los tambores.

CAPÍTULO XIX. EL ÚLTIMO COMBATE

La noche transcurrió sin que ningún otro acontecimiento turbara la tranquilidad de los viajeros.

Durante el día los dos remeros habían visto algunas chalupas destacarse de Koromet y atravesar el río; pero ninguna se acercó a la ribera derecha.

También por el canal de Kabra habían salido varias embarcaciones, las cuales se dirigieron a Koromet, donde desembarcaron negros con armas.

En cambio, nada se sabía de los kisuris. ¿Habían retomado a Tombuctu, o habían continuado su carrera a través de los bosques de la ribera izquierda? Nadie habría podido decirlo.

Una humedad pesada se alzaba del río, transformándose en niebla; humedad muy peligrosa, especialmente para los europeos, porque está saturada de miasmas palúdicos.

El marqués y Ben, que habían ido a hacer un reconocimiento por la orilla del río, volvieron con la buena nueva de que el Niger estaba libre.

—¡Ya veremos! —dijo El-Haggar.

—¡Eres un ave de mal agüero! ¿Qué es lo que temes todavía?

—Que los negros hayan escondido sus barcas entre las cañas. Los conozco mucho, y juzgo imposible que hayan renunciado a prendemos.

—¡De todos modos, en marcha! —replicó el marqués.

Ya se disponían los marineros a remar, cuando en medio de los árboles que circundaban la ensenada se oyó como el aullido de un chacal.

—¿Un chacal? —preguntó el marqués.

—¡Está bien imitado el aullido!

—¿Qué quiere decir?

—Que no es ningún animal. Los negros deben de estar emboscados en la orilla.

—Pues razón de más para tomar el portante. ¡En marcha!

Empujada por los cuatro remos, la chalupa atravesó con velocidad la ensenada.

Ya se encontraba cerca del río, cuando se oyeron algunos silbidos agudos, en tanto que sobre los árboles seguía resonando el aullido del chacal.

—¡Son flechas! —dijo El-Haggar—. ¡Bajad la cabeza!

En vez de agacharse, el marqués se había erguido con la carabina en la mano, tratando de descubrir a los misteriosos enemigos.

Viendo aparecer una sombra humana entre las cañas de la ribera, apuntó rápidamente y disparó.

Se oyó un grito; después, un fuerte chapoteo. El hombre había caído al agua y trataba de nadar a pocos pasos de la chalupa.

Con un poderoso golpe de remo, Rocco le sumergió, y probablemente para siempre, porque ningún rumor volvió a oírse.

No obstante, la situación de los fugitivos seguía siendo peligrosa. De vez en cuando algunas flechas pasaban silbando sobre la chalupa, que había entrado en el estrecho paso que servía de comunicación con el río.

—Ben —dijo el marqués, que había vuelto a cargar el arma—, vigilad vos la orilla derecha mientras yo defiendo la izquierda.

—¿Y yo? —preguntó Ester.

—Por ahora, permaneced acurrucada entre los equipajes: nosotros dos nos bastamos.

Rocco, el guía y los dos marineros bogaban con furor para dejar atrás el estrecho.

Por tercera vez volvió a oírse el aullido del chacal.

En aquel momento un golpe seco sobre la borda hizo saltar al marqués hacia atrás. Una pequeña lanza de las que usan los negros para arrojarlas con la mano se había clavado en el borde de la chalupa a pocos centímetros de Rocco, al mismo tiempo que serpenteaban llamas en el bosque.

—¡Incendian la selva! —exclamó el marqués—, ¡Rocco, a las armas!

Una turba de negros, provistos de ramas resinosas, se había precipitado sobre los matorrales para incendiarlos, y luego se habían arrojado a la orilla de la pequeña bahía, aullando como una legión de condenados.

Muchos de aquellos negros, armados con lanzas, se habían arrojado al agua para acercarse a la chalupa.

—¡Ben —exclamó el marqués—, cuidémonos nosotros de los nadadores, y vosotros haced fuego hacia la ribera!

La selva ardía ya por todos lados, iluminando la ensenada con una luz intensa.

—¡Remad con fuerza! —decía el marqués a los bateleros.

Unos cuantos tiros afortunados contuvieron el ímpetu de los nadadores.

—¡Aprovechemos la ocasión! —dijo el marqués—, ¡Rocco y El-Haggar, a los remos!

Pero el peligro no había cesado. Atraídos por el redoble de los tambores y por la luz intensa del bosque, multitud de chalupas se habían destacado desde Koromet con gente armada.

—¡Esas chalupas corren a cerramos el paso! —gritó Ben con verdadero terror.

—¡Amigos —exclamó el marqués—, forzad los remos y démosles la batalla! ¡Viva Francia!

—¡Viva Italia! —rugió Rocco con voz tonante.

Después de atravesar el río, las chalupas precedentes de Koromet habían formado una línea que se extendía de una orilla a otra para impedir el paso.

El incendio del bosque permitía distinguir a los tripulantes, que eran nada menos que un Centenar de negros armados.

—¡Amigos —volvió a exclamar el marqués—, no perdamos un tiro! ¡De ello depende nuestra Ovación! Cuando estemos cerca de las chalupas, tú, Rocco, y tú, El-Haggar, dejad los remos y empuñad las armas. ¡Ah, maldición! ¡Los kisuris!

—¿Dónde están? —rugió Rocco.

—Marqués —dijo en aquel momento Ester—, vos y Ben atended a los negros; yo abriré el fuego contra los soldados. Mi carabina tiene un alcance extraordinario.

—¡Entonces, fuego sobre toda la línea! —ordenó el marqués.

Y él y Ben abrieron en el acto un fuego acelerado, mientras Ester, agazapada entre los equipajes, disparaba contra las dos barcas tripuladas por los soldados.

En tanto los dos bateleros, Rocco y El-Haggar, remaban con furor, resueltos a romper la línea de combate y a pasar por encima de los negros.

El fuego de Ben y de la joven judía era cada vez más certero, y las bajas de los enemigos menudeaban. Estos, no obstante, apretaban la línea y descargaban sus fusiles de chispa, aunque con poco resultado: ni las balas ni las flechas llegaban aún hasta la chalupa.

—¡Levantemos una barricada con los equipajes! —ordenó el marqués.

Los cofres y las cajas fueron atados con cuerdas y colocados en forma de parapeto en la proa. También a babor y a estribor se levantaron defensas para evitar los tiros transversales.

Los negros, advirtiendo pronto aquellas defensas, que hacían inútiles sus flechas, rompieron la línea de combate para asaltar la chalupa por ambos lados; pero las primeras barcas que avanzaron con semejante propósito se vieron obligadas a retroceder con las tripulaciones diezmadas.

—¡Valor amigos! ¡El paso está franco! —gritó el marqués.

Se volvió, y miró hacia las chalupas donde iban los soldados, las cuales se encontraban en aquel momento a unos cuatrocientos metros, y maniobraban con el intento de abordar la chalupa por la popa.

—¡Tres descargas sobre ellos! ¡Son los más peligrosos! —gritó el marqués.

Nueve tiros resonaron. Cuatro soldados de la primera chalupa y uno de la segunda cayeron.

—¡Ya están calmados! —rugió el marqués—. ¡Adelante ahora! ¡Rocco y El-Haggar, dejad los remos y empuñad el fusil!

—¡Un momento, señor marqués! —dijo el coloso.

Una chalupa se había puesto de través en la ruta seguida por los fugitivos. Estaba tripulada por ocho negros.

—¡Animo! —gritó Rocco—, ¡al abordaje!

Y remando con vigor sobrehumano, la embistieron furiosamente y la echaron a pique, mientras Ester, el marqués y Ben disparaban a los negros a quemarropa.

—¡Hurra! ¡Adelante! —gritaron todos.

Y la embarcación pasó por entre los asaltantes con la velocidad del rayo, superando la línea enemiga; pero los negros, animados por los kisuris, se reorganizaron y siguieron a los fugitivos con rabia.

El combate en aquel momento llegó a ser terrible: las armas de los fugitivos se habían calentado de tal modo, que se veían obligados a mojarlas en el fío para no abrasarse los dedos.

Las balas y las flechas chocaban contratas cajas de los equipajes levantando astillas, y el ruido de los disparos atronaba los oídos.

Por milagro los fugitivos no habían recibido herida alguna.

Iluminado por el incendio de la selva, el río parecía de fuego, y los negros, rugiendo de rabia, acudían por todas partes, dando mayor horror al cuadro.

El marqués y Ben cambiaron una mirada llena de angustia: comprendían que la lucha iba a terminar y que no tardarían en caer en manos de los negros y de los soldados.

—¡Todo ha concluido! —murmuró el marqués.

—¡Si! —dijo Ben con un gesto desesperado.

—¿Nos dejaremos coger?

—¡No!

—¡Cuándo los negros nos asalten, defenderemos la chalupa! ¡Hay un hacha bajo los bancos!

—¡Así lo haremos!

Y volviendo a hacer fuego, derribaron a los negros más próximos.

Pero el terrible cerco se estrechaba cada vez más: los negros se encontraban ya a pocos pasos de los fugitivos, gritando desaforadamente:

—¡Mueran los kafires! ¡Detenedlos!

De pronto un silbido agudo, ensordecedor, estremeció las capas de aire y cubrió el estrépito de la fusilería, al cual siguieron en el acto descargas regulares, estridentes, como producidas por una ametralladora.

Los negros se detuvieron espantados, mientras muchos de ellos caían en la piragua como heridos por el rayo.

Con el riesgo de recibir una bala en el cráneo, el marqués se asomó por la popa y lanzó un grito de alegría.

—¡Estamos salvados! —dijo.

Una gran barca de vapor hendía rápidamente las brillantes aguas del río. A proa brillaban los relámpagos de los disparos. ¿Quiénes eran aquellos salvadores que llegaban tan oportunamente? Nadie se preocupó de averiguarlo por el momento.

—Viendo avanzar la barca a todo vapor, el marqués y todos los demás redoblaron el fuego, diezmando cruelmente a los negros.

Un hombre de elevada estatura, con larga barba rubia y la cabeza cubierta con una gorra de viaje, estaba en la cubierta de la barca de vapor gritando:

—¡Vorwaertz! ¡Pasaremos por encima de los negros!

—¡Alemanes! —exclamó el marqués, arrugando el entrecejo—, ¡bah! ¡No importa! ¡En África todos lo europeos somos hermanos!

La barca de vapor había refrenado la marcha; pero sus ametralladoras continuaban barriendo el río.

Con pocos esfuerzos los dos remeros abordaron a la barca por babor, mientras desde ésta les arrojaban una cuerda.

—¡Pronto, arriba! —gritó el hombre rubio.

Al propio tiempo una docena de marineros subían sobre cubierta y hacían descargas mortíferas contra los negros. El marqués cogió a Ester y se la entregó al hombre rubio, que la depositó en la toldilla.

—Señora —le dijo al mismo tiempo—, estáis entre amigos.

El marqués, Ben, Rocco, el guía y los dos remeros subieron también precipitadamente, llevando los cofres de la chalupa.

—¡Gracias! —dijo el marqués volviéndose hacia el comandante de la barca y saludándole militarmente.

El alemán le estrechó la mano, y luego dijo a los tripulantes:

—¡A todo vapor! ¡Ametrallad sin compasión a esa canalla!

Todavía trataron los negros y los soldados de resistir, lanzándose temerariamente al abordaje y gritando como energúmenos.

—¡Ah, bandidos! —rugió el comandante—, ¿os atrevéis a resistir? ¡Pues ahora veréis!

Y al decir esto dio la voz de:

—¡Fuego!

Y en medio de las nubes de humo levantadas por las descargas, la barca de vapor avanzó por entre las piraguas enemigas, echando dos de ellas a pique y pasando por el centro de las demás, en tanto que los negros rugían desesperadamente. La derrota de los súbditos del Sultán era completa en aquellos momentos. El río estaba lleno de cuerpos humanos que la corriente arrastraba vertiginosamente, mientras la barca de vapor huía a toda máquina, dejando tras sí las piraguas, sobre cuyas cubiertas los negros desfogaban su rabia impotente con atroces amenazas. El marqués dejó la carabina y se acercó al comandante, que miraba tranquilamente con un anteojo los últimos esfuerzos de los negros por continuar aquella inútil persecución.

—¡Señor —le dijo—, os debemos la vida!

—Celebro haber llegado tan a punto —replicó el comandante—. ¿Sois franceses?

—El señor marqués de Sartena, que ha atravesado el desierto en busca del coronel Flatters —dijo Ben, adelantándose para hacer la presentación.

—Guillermo Von Orthen —respondió el alemán, inclinándose y tendiendo la mano al marqués—. ¿Habéis encontrado al infortunado coronel?

—¡Ha muerto, señor Von Orthen!

—Estaba seguro de ello.

—Pero ¿cómo os encontráis aquí?

—Porque supe que el teniente Carón había llegado hasta aquí con su cañonera, y estoy encargado por mi Gobierno de investigar hasta qué punto es navegable el Niger.

—¿Y vais a continuar la navegación?

—No; mi cañonera está a vuestra disposición. Vuelvo hacia la costa.

—Y nosotros os seguiremos, porque nuestra misión ha terminado.

CONCLUSIÓN

Quince días después la barca de vapor llegaba sin novedad a las bocas del Niger y del viejo Calabar, y penetraba en el mar, deteniéndose en Akasa, una linda aunque insalubre ciudad de las posesiones inglesas

El marqués y sus compañeros, después de haber obsequiado con espléndidos regalos a los marineros alemanes, a quienes debían la vida, y después de haber dado las gracias a su comandante, se embarcaron en un vapor inglés que se dirigía a la libre colonia de Liberia.

Todos tenían verdaderas ansias de llegar a Marruecos: especialmente el marqués, que, como queda dicho, estaba perdidamente enamorado de Ester.

El 25 de febrero de 1880 desembarcaban en Monrovia, la capital de la República de Liberia, tomando en seguida un vapor de la Woermann, Compañía que hace el servicio entre Liberia, Islas Canarias, Mogador y Tánger.

Doce días más tarde el marqués de Sartena, en la casa de Ben Nartico, contraría matrimonio con la valerosa judía que había empezado a conocer al atravesar el Sahara, y a quien había amado con locura antes de finalizar aquel viaje, tan fecundo en aventuras y peligros extraordinarios.

El joven marqués no por ello ha renunciado a sus charreteras. Todavía es en la actualidad uno de los más brillantes oficiales de la guarnición de Córcega, y Rocco y El-Haggar, el fiel guía, están a su servicio. No hay que decir siquiera que la hermosa Ester es la más feliz esposa y la más admirada de las mujeres de la isla.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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