Los Dos Tigres

Emilio Salgari


Novela



Primera parte. Los estranguladores

1. «El Mariana».

En la mañana del día 20 de abril de 1857, el vigía del faro de Diamond-Harbour, advertía la presencia de un barco pequeño, que debía de haber entrado en la embocadura del río Hugly durante la noche sin reclamar los servicios de ningún piloto.

A juzgar por sus enormes velas, parecía un velero malayo; pero el casco no se parecía a los de los praos, pues no llevaba los balancines que usan éstos para apoyarse mejor en las aguas, cuando las ráfagas de viento son muy violentas, ni tampoco aquella especie de toldilla, propia de las embarcaciones de ese tipo y que los indígenas denominan con el nombre de attap.

Estaba construido con franjas de hierro y durísima madera, no tenía la popa baja, y su desplazamiento era tres veces mayor que el de los praos ordinarios, los cuales en muy pocas ocasiones llegan a las cincuenta toneladas.

Fuera lo que fuese, era un velero muy bonito, largo y estrecho, que, con un buen viento de popa, debía de bogar mucho mejor que todos los buques de vapor que por entonces poseía el Gobierno anglo-hindú. En suma, era un barco que recordaba, si exceptuamos su arboladura, a aquellos otros famosos que violaron el bloqueo en la guerra entre el Sur y el Norte de Estados Unidos.

Pero, probablemente, lo que asombró más al vigía del faro fue la tripulación de aquel velero, demasiado numerosa para un barco tan pequeño y tan extraño.

Estaban allí representadas las razas más belicosas que existían en toda Malasia. Había malayos de color moreno y torva mirada, bugueses, mascareños, dayakos, etc.; se veían muchos negros de Mindanao y algunos papúas, con la enorme cabellera recogida por un peine de grandes proporciones.

No obstante, ninguno de ellos llevaba el traje nacional; todos vestían el sarong, que es un lienzo de tela blanca que llega hasta las rodillas, y el kabaj, especie de chaqueta muy larga de varios colores, pero que no impide una completa libertad de movimientos.

De entre todos aquellos hombres, sólo dos, quizá los comandantes del barco, vestían un traje distinto y de una gran riqueza.

Uno de ellos era un hombre tipo oriental, soberbio, que estaba sentado en un cojín de seda roja, cerca de la rebola del timón, en el momento en que el barco pasaba por delante de Diamond-Harbour.

Era de estatura más bien alta, asombrosamente desarrollado, de hermoso rostro, a pesar del tono muy bronceado de su tez, y con una espesa cabellera rizada, negra como ala de cuervo, que le caía hasta los hombros. Sus ojos parecían animados por un fuego interior.

Vestía al estilo oriental: túnica de seda azul recamada en oro, con amplias mangas abrochadas con botones de rubíes; anchos pantalones y zapatos de piel amarilla, retorcidos por la punta. Llevaba en su cabeza un pequeño turbante de seda blanca, con un penacho sujeto por un diamante del tamaño de una nuez, de incalculable valor.

En cambio, su compañero, que se apoyaba sobre la borda, mientras plegaba nerviosamente una carta, era un europeo de elevada estatura, de facciones finas, aristocráticas, ojos azules y de mirada suave y un bigote negro que ya comenzaba a encanecer, aun cuando parecía más joven que el primero.

Vestía también con mucha elegancia, pero no a la usanza oriental; chaqueta de terciopelo color castaño, con botones de oro, ceñida a la cintura por una faja de seda roja, pantalones de brocatel y botas con polainas de piel clara, con hebillas de oro. Cubría su cabeza un amplio sombrero de paja de Manila, adornado con una cinta de color oscuro.

Cuando el velero iba a pasar por delante de la casilla blanca y del asta de señales, cerca de donde estaban los pilotos y los dos guardianes del faro, en espera de que reclamasen sus servicios, el europeo, que hasta entonces no se había dado cuenta de la proximidad del faro, se volvió hacia su compañero, que iba ensimismado en sus propios pensamientos.

—Sandokán —le preguntó—, estamos dentro del río y ésa es la estación de los pilotos. ¿No tomamos uno?

—¡No me gustan los curiosos a bordo de mi barco, Yáñez! —contestó el aludido, levantándose y dirigiendo una mirada distraída hacia la estación—. Ya sabremos entrar en Calcuta sin necesidad de pilotos.

—Sí —dijo Yáñez, después de reflexionar unos instantes—. Es mejor conservar el incógnito. Cualquier indiscreción puede poner sobre aviso a ese bribón de Suyodhana.

—¿Cuándo llegaremos a Calcuta? Tú debes saberlo, puesto que ya estuviste allí en otras ocasiones.

—Probablemente antes de la puesta de sol —contestó Yáñez—. Está subiendo la marea y la brisa sigue siendo favorable.

—Estoy impaciente por volver a ver a Tremal-Naik. ¡Pobre amigo! ¡Perder primero a su mujer y ahora a su hija!

—¡Se la arrebataremos a Suyodhana! ¡Ya veremos si el Tigre de la India es capaz de vencer al Tigre de Malasia!

—Sí —dijo Sandokán, a quien le relampaguearon los ojos, arrugando el entrecejo de un modo amenazador—. ¡Se la arrebataremos, aunque para ello haya que revolver la India entera y ahogar a esos perros de thugs en sus misteriosas cavernas! ¿Habrá llegado nuestro telegrama a manos de Tremal-Naik?

—Un telegrama llega siempre a su destino. No temas, Sandokán.

—Entonces nos esperará.

—De todos modos, creo que deberíamos advertirle que ya hemos entrado en el Hugly y que esta noche estaremos en Calcuta. Nos enviará a Kammamuri para que nos reciba, y evitarnos así la molestia de tener que buscar su casa.

—¿Hay alguna oficina telegráfica en las orillas del río?

—La de Diamond-Harbour.

—¿La estación de los pilotos que acabamos de pasar?

—Sí, Sandokán.

—Pues ya que todavía estamos a la vista, pongámonos al pairo; manda echar un bote al agua y envía a alguien. Aunque nos retrasemos media hora no importa gran cosa. Además, es posible que los thugs vigilen la casa de Tremal-Naik.

—Admiro tu prudencia, Sandokán.

—Entonces, amigo mío, escribe.

Yáñez arrancó una hoja de papel de un librito de notas, sacó un lápiz y escribió:


A bordo del Mariana.

Señor Tremal-Naik.

Calle Durumtolah.

Hemos entrado en el Hugly y llegaremos esta noche. Envía a Kammamuri a nuestro encuentro. Nuestro barco enarbola la bandera de Mompracem.

Yáñez de Gomara
 

—Ya está hecho —dijo, dando el papel a Sandokán para que lo leyera.

—Está bien —contestó éste—. Es mejor que firmes tú. Los ingleses todavía pueden acordarse de mí y de mis correrías.

Una canoa tripulada por cinco hombres esperaba al costado del velero, en tanto que éste se ponía al pairo, a una media milla de distancia de Diamond-Harbour.

Yáñez llamó al timonel de la canoa y le entregó el telegrama y una libra esterlina, diciéndole:

—Ni una palabra acerca de quiénes somos; habla en portugués. Y, por el momento, el capitán soy yo.

El timonel, que era un bello ejemplar de dayako, alto y robustísimo, descendió rápidamente a la lancha, que enseguida partió hacia la estación de los pilotos.

Media hora después estaba ya de regreso, anunciando que el despacho ya se había expedido a su destino.

—¿No te han hecho preguntas, los guardianes del faro? —preguntó Yáñez.

—Sí, capitán Yáñez, pero yo permanecí mudo como un pez.

—Muy bien.

Enseguida izaron la canoa con ayuda de los cables, y el Mariana reemprendió la marcha, siguiendo siempre por el centro del río.

Sandokán había vuelto a tumbarse en su cojín de seda, y Yáñez encendió un cigarro y fue a recostarse de nuevo en la borda, mirando distraídamente hacia las orillas del río.

Enormes bosques de caña de bambú de más de quince metros de altura se extendían a derecha e izquierda del imponente río, cubriendo las tierras bajas y fangosas llamadas los Sunderbunds del Ganges, refugio favorito de los tigres, rinocerontes, serpientes y cocodrilos.

Un gran número de pájaros acuáticos revoloteaban por las orillas, pero no se veía a ningún ser humano.

Airones gigantes, grandes cigüeñas negras, ibis oscuros y feísimos y colosales harghilaks, puestos en fila como si fueran soldados, se hacían mutuamente el tocado de la mañana, arreglándose las plumas con el pico unos a otros. En las alturas, nubes de patos bramines y de marangones, revoloteaban alegremente, precipitándose de vez en cuando en el agua al ver que algunas bandadas de mangos, deliciosos peces rojos del Ganges, cometían la imprudencia de subir a la superficie.

—¡Hermosos puestos de caza, pero tan mal país! —murmuró Yáñez, el cual iba mirando cada vez con más interés aquellas orillas—. Estos cañaverales no valen lo que los majestuosos bosques de Borneo, ni siquiera lo que los de Mompracem. Si aquí es donde habitan los thugs de Suyodhana, no los envidio. Cañas, espinos y pantanos; espinos, pantanos y cañas. Esto es todo lo que ofrece el delta del río sagrado de los hindúes. Nada ha cambiado desde que yo visité la India por última vez. Decididamente, los ingleses no se preocupan más que de exprimir a los pobres hindúes lo mejor que saben.

El Mariana proseguía siempre su avance con gran rapidez y, sin embargo, las orillas no tenían trazas de cambiar, especialmente la orilla derecha. En la otra comenzaban a verse de vez en cuando algunos grupos de míseras cabañas, cuyas paredes estaban hechas de fango secado al sol, y los techos de hojas; cocoteros medio pelados y algún que otro nim de enorme tronco y espesas ramas las resguardaban de los abrasadores rayos solares.

Observaba Yáñez aquellas miserables aldehuelas, defendidas por la parte que daba al río por fuertes estacadas, con objeto de proteger a sus habitantes de las acometidas de los cocodrilos, cuando se le acercó Sandokán, preguntándole:

—¿Son éstos los pantanos donde habitan los thugs?

—Sí, hermano mío —contestó Yáñez.

—Aquello que allí se ve, ¿será tal vez uno de sus puestos de observación? ¿No ves allá abajo, entre las cañas, una especie de torre que parece de madera?

—Eso es un refugio para náufragos —contestó Yáñez.

—¿Y quién lo ha hecho?

—El Gobierno anglo-hindú. El río, hermano mío, es más peligroso de lo que puedas suponer, por los muchos bancos de arena que la fuerza de la corriente cambia de sitio a cada momento; de aquí que los naufragios sean más frecuentes aquí que en alta mar. Y como las orillas están pobladas de animales feroces, ha habido necesidad de construir, de trecho en trecho, esas torres de refugio. Se sube a ellas por medio de escalas de mano.

—¿Y qué es lo que hay en esas torres?

—Víveres, que renuevan todos los meses unos vaporcitos destinados a ese servicio.

—¿Tan peligrosas son estas orillas? —preguntó Sandokán.

—Peligrosísimas, porque están infestadas de fieras y porque no pueden ofrecer recurso alguno al desgraciado que naufraga en ellas. ¿Qué te figuras? Tras esas plantas palúdicas estoy seguro de que hay muchos tigres que nos siguen con la mirada. Son más audaces que los que viven en nuestros bosques, pues son capaces de arrojarse al agua para atacar de improviso a los pequeños veleros, y tratar de arrastrar a algún pobre marinero.

—¿Y por qué no procuran acabar con esos animales?

Los oficiales del ejército inglés dan, con frecuencia, grandes batidas; pero las fieras son tan abundantes, que no logran que disminuyan de un modo ostensible.

—Se me ocurre algo, Yáñez —dijo Sandokán.

—¿El qué?

—Esta noche te lo diré, cuando hayamos visto a ese pobre Tremal-Naik.

En aquel momento, el prao pasaba por delante de la torre que le había llamado la atención a Sandokán, la cual se elevaba en las márgenes de un islote pantanoso, separada por un canalillo del gran cañaveral.

Se trataba de una sólida construcción hecha con pilotes y grandes bambúes, de unos seis metros de alto y de aspecto fuerte. La entrada se hallaba muy cerca de la techumbre y, como se ha dicho, se subía a ella por una escala de mano. Una inscripción grabada en cuatro idiomas: francés, inglés, alemán e hindú, recomendaba a los náufragos que economizasen los víveres, pues el barco que los renovaba iba tan sólo una vez al mes.

En aquel momento no había ningún náufrago. Únicamente dormitaban sobre el techo varias parejas de marabúes con la cabeza escondida bajo un ala, asomándoles por entre las plumas del pecho su enorme pico. Probablemente estaban digiriendo el cadáver de algún hindú, que quizá habría ido a embarrancar en aquellos parajes.

Hacia el mediodía, ambas orillas empezaron a verse un poco más pobladas, aun cuando los cañaverales se extendían de un modo considerable, con sus gigantescas hierbas de color amarillento. En aquellas enormes llanuras monótonas, tristísimas, se veían charcas, mitad de agua, mitad de lodo, cubiertas de una vegetación grisácea, en la cual se destacaban vivamente de vez en cuando los colores de algunas flores de loto.

Algún que otro habitante aparecía en las orillas, de las cuales emanaban las fiebres y el cólera.

Se dedicaban a recoger la sal que se produce en aquellos terrenos pantanosos, y los cuerpos de los infelices molangos parecían esqueletos vivientes. Atacados de fiebres intermitentes, temblaban, y, más que hombres, parecían niños enfermizos a causa de su baja estatura y de lo desmedrados que estaban.

A medida que el prao iba avanzando, sus tripulantes comprobaban que en el mismo río aumentaba la vida y la actividad. Los pájaros eran ya más raros; tan sólo los martines pescadores, subidos en las cañas, hacían oír su monótono canto.

En cambio, las barcas eran más numerosas, indicando la proximidad de la opulenta capital de Bengala. Bangos, murpunky, pinassas y grandes grabs de buen tonelaje, atravesaban o descendían el río, y algún que otro vapor navegaba con grandes precauciones.

Hacia las seis de la tarde, Yáñez y Sandokán, que iban en la proa, descubrieron entre una nube de humo los altos techos y las cúpulas de las pagodas de la ciudad negra la ciudad de Calcuta y los formidables baluartes del fuerte William.

En la orilla derecha, alineados detrás de graciosos jardincitos y sombreados por palmeras y cocoteros, comenzaban a verse elegantes palacetes y bungalows de arquitectura mixta y anglo-hindú.

Sandokán mandó desplegar en el palo mayor la roja bandera de Mompracem con la negra cabeza de un tigre en el centro. Hizo ademán que se retirase una buena parte de la tripulación, y ordenó cubrir los cañones de popa y de proa.

—¿No vendrá Kammamuri? —preguntaba a Yáñez, que seguía a su lado, con el eterno cigarro en la boca y mirando a los barcos que se cruzaban en todos sentidos.

El europeo extendió el brazo hacia la orilla derecha y exclamó:

—¡Allí viene el valiente y fiel criado de Tremal-Naik! Mira, Sandokán, aquella chalupa que trae en la popa la bandera de Mompracem.

Sandokán siguió con la vista la dirección señalada por su compañero, y vio un pequeño y elegantísimo fylt-sciarra de formas esbeltas, que lucía en la proa una dorada cabeza de elefante, tripulado por seis remeros y un timonel, y que ostentaba en la popa la bandera roja.

Avanzaba rápidamente por entre los grabs y las pinassas que llenaban el río en dirección al prao, el cual navegaba ahora al pairo.

—¿Lo ves? —le preguntó Yáñez con alegría.

—¡Todavía no se le ha debilitado la vista al Tigre de Malasia! —respondió Sandokán—. Es él quien viene al timón. ¡Manda echar una escala, mi querido amigo! Por fin sabremos cómo ha podido ese perro de Suyodhana robar a la hija del pobre Tremal-Naik.

En pocos minutos, la pequeña embarcación recorrió la distancia que le separaba del prao y lo abordó por babor.

Mientras los remeros retiraban los remos y amarraban la chalupa, el timonel subió por la escala con la agilidad propia de un mono y, saltando a la toldilla, exclamó con voz conmovida:

—¡Señor Sandokán! ¡Señor Yáñez! ¡Qué felicidad tan grande volver a verles a ustedes!

Aquel hombre, de unos treinta o treinta y dos años, era un bello ejemplar de hindú, más bien alto, de facciones armoniosas, finas y al mismo tiempo enérgicas, y más musculoso que los bengaleses, que, por lo general, son delgados.

Su rostro bronceado se destacaba vivamente sobre su traje blanco, y los pendientes que llevaba en las orejas le daban un aspecto entre gracioso y exótico.

Sandokán apartó la mano que le tendía el hindú, y le dio un abrazo, diciéndole:

—¡Aquí, sobre mi pecho, mi valiente maharato!

—¡Ah, señor! —exclamó el hindú, con voz ahogada por la emoción.

Yáñez, más tranquilo y no tan emotivo, le apretó fuertemente la mano y le dijo:

—Esto vale tanto como un abrazo.

—¿Y Tremal-Naik? —preguntó Sandokán.

—¡Señor! —dijo el maharato, con voz conmovida por los sollozos—. Tengo miedo de que mi patrón se vuelva loco. ¡Se han vengado, los malditos!

—Después nos lo contarás todo —dijo Yáñez—. ¿Dónde debemos anclar?

—Señor Yáñez, no mande usted echar el ancla delante de la explanada del fuerte —dijo el maharato—. Esos miserables thugs nos vigilan, y es preciso que ignoren la llegada de ustedes.

—Remontaremos el río hasta donde tú nos indiques.

—Pues, en tal caso, anclemos al otro lado del fuerte William, delante del strand. Mis remeros se encargarán de guiarles.

—Pero, ¿cuándo podremos ver a Tremal-Naik? —preguntó, impaciente, Sandokán.

—Después de la medianoche, que es cuando ya la ciudad está dormida. Tenemos que actuar con mucha prudencia.

—¿Puedo fiarme de tus hombres?

—Todos ellos son marinos muy hábiles.

—Hazles subir a bordo y entrégales la dirección del prao; luego, ven a mi camarote. ¡Quiero saberlo todo!

El maharato dio un silbido. Acudieron sus hombres y cambió con ellos algunas palabras. Hecho esto, siguió a Sandokán y a Yáñez al saloncito de popa.

2. El rapto de Damna

El prao, visto desde fuera, era ya de por sí una nave elegante; sin embargo, el camarote de popa era algo más que eso, era realmente lujoso. Se veía que su dueño no había escatimado gasto alguno, en lo que a su decoración y regio mobiliario se refería.

El saloncito en donde acababan de entrar Yáñez, Sandokán y Kammamuri, ocupaba la mayor parte del departamento de popa. Sus paredes estaban tapizadas de seda roja de China, adornada con floréenlas bordadas en oro. Pendían de los tabiques numerosas armas, artísticamente distribuidas, entre las que destacaban los kriss malayos de hoja ondulada y aguda punta, tal vez envenenada con el terrible jugo del upas, los campilanes y parangs dayakos de ancha y pesada hoja; pistolas y pistolones con los cañones llenos de arabescos y la culata de ébano incrustada de nácar; carabinas indias, de maravillosa labor nielada, etc. En fin, ni siquiera faltaban los viejos trabucos de ancha boca, que antiguamente usaban las belicosas tribus buguesa y de Mindanao.

A lo largo de las paredes del saloncito se veía una hilera de bajos divanes, tapizados de seda blanca floreada; en el centro había una mesa de ébano con fileteados de nácar, y del techo pendía una lámpara de Venecia con un globo de color rosa, ya encendida, y que esparcía en torno una luz muy suave.

Yáñez cogió de la mesa una botella y tres copas, las cuales llenó de un licor de color de topacio y, dirigiéndose al maharato, que se había sentado cerca de Sandokán, le dijo:

—Ahora puedes hablar sin temor a que nadie oiga lo que decimos. Los thugs no son peces, y por tanto no pueden surgir del fondo del mar.

—No son peces, pero tal vez sean demonios —respondió el maharato, suspirando.

—Bebe y explícate, mi valiente Kammamuri —dijo Sandokán—. El Tigre de Malasia ha dejado su retiro de Mompracem para venir a declarar la guerra al Tigre de la India; pero primero deseo conocer todos los pormenores del rapto.

—Señor, hace veinticuatro días que robaron a la pequeña Damna los emisarios de Suyodhana, y hace veinticuatro días también que mi patrón no cesa de llorarla. Si no hubiese recibido su telegrama, en el que le anunciaban que se dirigían hacia aquí, yo creo que a estas horas ya se habría vuelto loco.

—¿Temía que no vendríamos en su ayuda? —preguntó Yáñez.

—Sí; lo temió por un momento, suponiendo que ustedes estarían ocupados en alguna expedición.

—Hace tiempo que duermen los piratas de Malasia, y ahora no hay nada que hacer allí. Las cosas han cambiado mucho y aquellos días de Labuán y de Sarawak pertenecen a un pasado muy remoto.

—Cuenta, Kammamuri —dijo Sandokán—. ¿Cómo os raptaron a la niña?

—Fue una maniobra realmente diabólica, y que demuestra el infernal talento de Suyodhana.

»Desde que murió Ada, al dar a luz a Damna, mi desgraciado patrón puso en la niñita todo el afecto que sentía por su mujer, y la vigilaba estrechamente para evitar que los thugs pudieran intentar algo contra ella.

»Llegaron hasta nuestros oídos vagos rumores acerca de los propósitos de los sectarios de Kali, y redoblamos las precauciones. Se decía que los thugs, que andaban dispersos, huyendo de las persecuciones del capitán Macpherson, cuyos cipayos los castigan tan justa como severamente, habían vuelto a unirse en las enormes cavernas que existen bajo la isla de Raimangal, y que Suyodhana pensaba buscar otra virgen para la pagoda.

»Estos rumores causaron un gran desasosiego en el ánimo de mi patrón. Temía que aquellos miserables, que ya durante tantos años habían retenido prisionera a su mujer, adorándola como a la representante de la diosa Kali, intentaran de un momento a otro apoderarse de su hija. Sus temores habían de tener una confirmación terrible y dolorosa.

»Como conocíamos la audacia y la astucia de los thugs, adoptamos unas estrictas medidas de precaución para que jamás pudiesen llegar a la habitación de la niña. Mandamos poner gruesas rejas de hierro en las ventanas; forrar con planchas, también de hierro, las puertas e hicimos reconocer los muros, por si existiese algún pasadizo secreto, como los hay en casi todos los antiguos palacios hindúes.

»Además, yo dormía en el corredor que conducía a dicha habitación, teniendo a mi lado a un tigre domesticado y a «Punthy», un perro negro terriblemente feroz, al que ya conocen los thugs.

»De este modo pasaron seis meses de ansiedad en continua vigilancia, sin que los thugs dieran señales de vida.

»Una mañana, Tremal-Naik recibió un telegrama de Chandernagor, firmado por un amigo suyo, un pequeño rajá que había sido destronado por hallarse comprometido en la última insurrección. Este rajá se había refugiado en dicha colonia francesa.

—¿Qué decía ese telegrama? —preguntaron a un tiempo Yáñez y Sandokán, que no perdían palabra del relato.

—No contenía más que cuatro palabras:

Ven; me urge hablarte - Mucdar

»Mi patrón, a quien ligaba una gran amistad con el ex príncipe, por haber recibido muchos favores de él cuando regresamos a la India y creyéndole amenazado por las autoridades inglesas, no vaciló en ponerse en camino, recomendándome una gran vigilancia en derredor de la pequeña Damna.

»Durante el día no ocurrió nada de particular que pudiera infundirme sospechas de ningún género. Pero por la noche yo también recibí un telegrama de Chandernagor con la firma de mi patrón.

»Textualmente decía lo siguiente:

Ponte inmediatamente en camino con Damna, pues corre grave peligro por parte de nuestros enemigos.

»Muy asustado, me dirigí sin pérdida de tiempo a la estación llevando conmigo a la niña y a su nodriza.

»El telegrama lo había recibido a las seis y treinta y cuatro, y a las siete y veintiocho partía un tren para Chandernagor y Hunglly. Subí a un compartimiento que estaba vacío, y algunos instantes después, casi en el mismo momento de arrancar el tren, entraron dos bramines y se sentaron frente a mí.

»Eran dos personajes de largas barbas blancas, de imponente y grave aspecto, incapaces de infundir sospechas al más desconfiado. Durante una hora no sucedió nada extraordinario; pero apenas hubimos salido de la estación de Sirampur ocurrió algo, en apariencia normalísimo, pero que tendría graves consecuencias.

»La maleta de uno de aquellos viajeros se cayó al suelo y con el golpe se abrió, saliendo de su interior un globo de finísimo cristal, dentro del cual iban encerradas unas flores. Inmediatamente dicho globo se hizo pedazos, y las flores se esparcieron por el suelo del departamento.

»Pero los bramines no se cuidaron de recogerlas. En cambio, vi que ambos sacaban un pañuelo y se lo ponían ante la boca y la nariz, como si les molestase el aroma que despedían las flores.

—¡Ah! —exclamó Sandokán, profundamente interesado por lo que decía el maharato—. ¡Continúa, Kammamuri!

—¿Qué sucedió después? —dijo el hindú, cuya voz temblaba—. ¡Yo no lo sé! Recuerdo tan sólo que la cabeza se me iba haciendo cada vez más pesada… y después, nada.

»Cuando me desperté reinaba un profundo silencio a mi alrededor, y todo estaba a oscuras. El tren estaba parado y tan sólo se oía, a lo lejos, un agudo silbido.

»Me puse en pie; llamé a Damna y a la nodriza y nadie me respondió. Por un momento creí que había perdido la razón, o que estaba bajo la influencia de una tremenda pesadilla.

»Me precipité hacia la portezuela, pero estaba cerrada. Fuera de mí, rompí de un puñetazo los cristales, por lo cual me corté una mano, pero logré abrir la portezuela y me lancé al exterior.

»El tren estaba detenido en una vía muerta y por allí no había nadie: ni maquinista, ni fogonero, ni revisores. A lo lejos vi unas luces que parecían ser de una estación. Eché a correr en aquella dirección, gritando:

»—¡Damna! ¡Ketty! ¡Socorro! ¡Las han raptado! ¡Los thugs! ¡Los thugs!

»Me detuvieron algunos policías y empleados de la estación. Al principio me creyeron un loco por lo excitado que estaba, y necesité más de una hora para persuadirles de que estaba en mi juicio y para contarles lo que había sucedido.

»Aquello no era la estación de Chandernagor, sino la de Hughly, veinte millas más arriba. Nadie se había dado cuenta de que yo estaba aún en el tren cuando éste fue llevado a la vía muerta y, por lo tanto, permanecí en mi departamento hasta que me desperté.

»Los policías de la estación comenzaron inmediatamente a hacer pesquisas, pero a pesar de su minuciosa búsqueda no obtuvieron resultado alguno.

»Tan pronto como amaneció, salí para Chandernagor con objeto de informar a Tremal-Naik de la desaparición de Damna y de la nodriza. Pero aquél ya no estaba allí, y por su amigo supe que él no había puesto ningún telegrama a mi patrón. Ni siquiera el que yo recibí lo había expedido Tremal-Naik.

—¡Qué astutos son esos thugs! —exclamó Yáñez—. ¿Quién hubiera podido sospechar en una trama tan bien urdida?

—¡Prosigue, Kammamuri! —dijo Sandokán. El maharato se enjugó las lágrimas, y continuó con voz ahogada:

—No puedo describirles el dolor de mi patrón en cuanto se enteró de lo ocurrido. No se volvió loco de verdadero milagro.

»Mientras tanto, la policía continuaba haciendo indagaciones, junto con la francesa de Chandernagor para descubrir y castigar a los raptores de la niña y de su nodriza.

»Se averiguó que los dos telegramas los había expedido un hindú al que no habían visto hasta entonces los empleados de la oficina telegráfica de Chandernagor, y que hablaba el francés muy defectuosamente. Después se supo que los dos bramines que habían viajado en mi departamento descendieron en la estación de dicha ciudad, sosteniendo a una mujer que parecía hallarse gravemente enferma, y que uno de aquellos hombres llevaba en brazos a una niñita rubia.

»Al día siguiente encontraron muerta a la nodriza en medio de un bosque de plátanos con un pañuelo de seda negro fuertemente atado al cuello. ¡La habían estrangulado los thugs!

—¡Miserables! —exclamó Yáñez, apretando los puños.

—Todo eso no prueba que hayan sido los thugs de Suyodhana los que raptaron a Damna —dijo Sandokán—. Pueden muy bien haber sido unos vulgares bandidos, que…

—No, señor —le interrumpió el maharato—. Es seguro que fueron los thugs los que llevaron a cabo el rapto, ya que una semana después mi patrón encontró en sus habitaciones una flecha, que debió de haber sido arrojada desde la calle, cuya punta estaba formada por una pequeña serpiente con cabeza de mujer, que es el emblema de los sectarios de la monstruosa diosa Kali.

—¡Ah! —exclamó Sandokán, arrugando el entrecejo.

—Y no ha sido eso sólo —continuó Kammamuri—. Una mañana apareció en la puerta de nuestra casa una hoja de papel que tenía dibujado el emblema de los thugs, coronado por dos puñales puestos en forma de cruz y con una S en el centro.

—¡La firma de Suyodhana! —exclamó Yáñez.

—Sí, señor —replicó el maharato.

—Y la policía inglesa, ¿no ha descubierto nada?

—Prosiguió sus indagaciones durante algún tiempo; pero luego las abandonó. Según parece, no quiere mezclarse demasiado en los asuntos de los thugs.

—¿No hizo ninguna pesquisa en los Sunderbunds? —preguntó Sandokán.

—Se ha negado con el pretexto de que no disponía de hombres suficientes para organizar una expedición lo bastante numerosa para asegurarse el éxito.

—¿Es que no tiene soldados el Gobierno de Bengala? —inquirió Sandokán.

—En estos momentos, el Gobierno anglo-hindú tiene demasiadas preocupaciones para pensar en los thugs. Empieza a levantarse una nueva insurrección que amenaza acabar con las posesiones inglesas en la India.

—¡Ah! ¿Hay una insurrección? —preguntó Yáñez.

—Y que cada día se hace más temible, señor. En varios lugares se han levantado los regimientos de cipayos, sobre todo en Merut, Delhi, Luchnow y Cawnpore. Fusilaron a los oficiales, y después marcharon a ponerse a las órdenes de Tantia Topi y de la hermosa y valiente rhani.

—Está bien —dijo Sandokán, levantándose y dando una vuelta alrededor de la mesa, como poseído de una violenta agitación—. Ya que ni la policía ni el Gobierno de Bengala pueden vigilar a los thugs en estos momentos, los vigilaremos nosotros. ¿Verdad, Yáñez? Tenemos cincuenta hombres, cincuenta piratas escogidos entre los más valientes de Mompracem, que no temen ni a los thugs, ni a Kali; también poseemos armas de buen alcance, un barco que puede desafiar incluso a los cañones ingleses y muchísimo dinero para derrochar. Con todos estos elementos, se puede hacer frente al poder de los thugs y dar un golpe mortal a ese monstruo de Suyodhana. ¡El Tigre de la India contra el de Malasia! Nos servirá de distracción.

Bebió un vaso lleno de delicioso licor, se quedó un momento inmóvil con los ojos fijos en el fondo del vaso y después, girando bruscamente sobre los talones y mirando al maharato, le preguntó:

—¿Cree Tremal-Naik que los thugs habrán vuelto a sus misteriosos subterráneos de Raimangal?

—Está completamente convencido de ello —contestó Kammamuri.

—Entonces, ¿habrán llevado allí a la pequeña Damna?

—De seguro, señor Sandokán.

—¿Conoces tú Raimangal?

—Y los subterráneos también. Creo haber dicho a ustedes que fui prisionero de los thugs durante seis meses.

—Sí, ya lo recuerdo. Y esos subterráneos, ¿son muy grandes?

—Inmensos, señor; se extienden por debajo de toda la isla.

—¿Por debajo, dices? ¡Qué lugar más estupendo para ahogar dentro de ellos a esos canallas!

—¿Y la niña?

—Los ahogaremos después que la hayamos salvado, mi buen Kammamuri. ¿Por dónde se desciende a esos subterráneos?

—Por un agujero practicado en el tronco central de un enorme banian.

—Pues bien, iremos a visitar los Sunderbunds —dijo Sandokán—. Querido Suyodhana, pronto tendrás noticias de Tremal-Naik y del Tigre de Malasia.

En aquel instante se oyó un ruido de cadenas y un chapoteo en el agua, seguidos de voces de mando; poco después, el prao experimentaba una sacudida algo brusca.

—Han echado el ancla —dijo Yáñez, incorporándose—. Subamos, Sandokán.

Vaciaron de nuevo sus respectivos vasos y salieron a cubierta.

Hacía ya un par de horas que había caído la noche, envolviendo en sus sombras las pagodas de la ciudad negra y los campaniles, las cúpulas y los grandiosos palacios de la ciudad blanca; pero millares de faroles y de luces brillaban a lo largo de los muelles y del strand y en los magníficos squares, que tienen fama de ser los más hermosos del mundo.

En el río, que en aquel lugar tenía más de un kilómetro de anchura, se veían las luces reglamentarias de cientos de barcas de vapor y de vela, procedentes de todos los rincones del mundo.

El Mariana había anclado cerca de los últimos bastiones del fuerte William, cuya enorme mole se agigantaba en las tinieblas.

Sandokán, después de comprobar que las anclas habían agarrado en buen fondo, mandó bajar las velas, que casi rozaban un grab que se hallaba próximo, y enseguida ordenó que echasen al agua una ballenera.

—Ya es casi medianoche —dijo a Kammamuri—. ¿Podemos ir a casa de tu patrón?

—Sí, pero les aconsejo que se vistan ustedes con trajes menos elegantes y ricos que esos que llevan, para no llamar la atención de los espías de los thugs. Tanto mi patrón como yo, estamos convencidos de que los bandidos de Suyodhana nos vigilan por todas partes.

—Nos vestiremos de hindúes —contestó Sandokán.

—Sería todavía mejor que se vistiesen de sudras —dijo Kammamuri.

—¿Quiénes son los sudras?

—Los criados y siervos, señor.

—No me parece una mala idea. A bordo de mi barco no faltan trajes de todas clases, y tú puedes disfrazarnos, de modo que engañemos a cualquiera que nos vigile. Comencemos nuestra batalla. Y si el Tigre de la India utiliza todos los engaños y trapacerías de un zorro, el Tigre de Malasia no quedará atrás. ¡Ven, Yáñez!

3. Tremal-Naik

Media hora después descendía por el río la ballenera del Mariana, a bordo de la cual iban Sandokán, Yáñez, Kammamuri y seis malayos de la dotación que la tripulaban.

Los dos comandantes del prao se habían disfrazado de sudras hindúes. Se anudaron alrededor de la cintura y de las caderas un ancho lienzo, llamado dooté, y se cubrieron los hombros y la espalda con una especie de capa de tela gruesa, de color castaño; esta prenda tiene el nombre de dubgah.

Llevaban metidas en la faja un par de pistolas de largo cañón y el terrible puñal de hoja ondulada, el kriss malayo, cuyas heridas no se cicatrizan jamás por completo.

La ciudad se hallaba envuelta por las sombras, ya que a aquella hora se apagaban los faroles de los muelles y squares; tan sólo los faroles blancos, verdes y rojos de los barcos relucían en las negras aguas del río.

La ballenera bogó por entre las numerosas embarcaciones de todas clases que llenaban el río, y se dirigió hacia los bastiones meridionales del fuerte William, atracando ante la explanada, que en aquellos momentos se hallaba desierta y muy oscura.

—Ya estamos —dijo Kammamuri—. La calle Duromtolah se encuentra a pocos pasos de aquí.

—¿Vive en algún bungalow? —preguntó Yáñez.

—No; habita en un antiguo palacio hindú, que había sido habitado por el capitán Macpherson, y que heredó después de la muerte de Ada.

—Llévanos hasta él —dijo Sandokán. Saltaron a tierra y Sandokán, volviéndose hacia los malayos, les ordenó:

—Vosotros quedaos aquí esperándonos.

—Está bien, capitán —respondió el timonel que había guiado la ballenera.

Kammamuri se puso en marcha a través de la amplia explanada, seguido por Sandokán y Yáñez, los cuales llevaban la mano derecha bajo el dubgah, sosteniendo las culatas de las pistolas, dispuestos a repeler cualquier agresión, por rápida que fuese.

Pero la explanada estaba desierta, o al menos así lo parecía, ya que la oscuridad era tan intensa, que no se podía distinguir fácilmente a una persona.

A los pocos minutos entraron en la calle Duromtolah, deteniéndose ante un viejo palacio de arquitectura hindú y de planta cuadrada, coronado por una cupulita y varias terrazas.

Kammamuri metió la llave en la cerradura e iba a abrir la puerta, cuando Sandokán, que tenía la vista más fina que sus compañeros, observó que una sombra se deslizaba detrás de una de las columnas que sostenían un balcón, y que luego se alejaba rápidamente, desapareciendo en las tinieblas.

Por un momento tuvo la idea de lanzarse en persecución del fugitivo, pero se contuvo, temiendo caer en alguna emboscada.

—¿Habéis visto a ese hombre? —preguntó a Yáñez y a Kammamuri.

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo el portugués y el maharato.

—Un hombre que estaba escondido detrás de una de esas columnas. Tienes razón, Kammamuri, al sospechar que los thugs vigilan esta casa. Acabamos de comprobarlo en este momento. Pero, ¡poco importa! Ese espía no ha podido vernos la cara; esto está muy oscuro para que sea posible reconocemos.

Kammamuri abrió la puerta y volvió a cerrarla sin hacer ruido. Subieron por una escalera de mármol, alumbrada por una especie de linterna china, y el guía introdujo a sus dos acompañantes en un saloncito amueblado a la inglesa con gran sencillez, en el cual había varias sillas y una mesa de bambú, trabajado con mucho arte.

Del techo pendía un globo de cristal azul que esparcía una luz suave, haciendo brillar las losas rojas, amarillas y negras del pavimento.

Acababan de entrar cuando se abrió una puerta, y un hombre se precipitó en los brazos de Sandokán primero y de Yáñez después, mientras exclamaba:

—¡Amigos míos! ¡Mis valientes amigos! ¡Cuánto os agradezco que hayáis venido! Vosotros me devolveréis a Damna, ¿no es cierto?

El hombre que así se expresaba tenía un buen tipo de bengalés, y aparentaba unos treinta y cinco o treinta y seis años de edad; era alto, esbelto, sin ser delgado, de facciones finas y enérgicas, color un poco bronceado y ojos negros y brillantes.

Vestía a la moda de los nativos ricos y modernizados de la joven India, que ya han abandonado el dooté y el dubgah y lo han sustituido por el traje anglo-hindú, más sencillo, y cómodo, consistente en chaqueta entallada, blanca y con alamares de seda, faja recamada y muy ancha, pantalón ceñido, también blanco, y pequeño turbante recamado.

Sandokán y Yáñez correspondieron a los abrazos del hindú, y el primero le contestó, afectuosamente:

—Cálmate, Tremal-Naik. Si hemos dejado nuestra salvaje isla de Mompracem y nos hallamos aquí es porque venimos decididos a emprender la lucha contra Suyodhana y sus sanguinarios bandidos.

—¡Damna mía! —exclamó el hindú, lanzando un sollozo desgarrador y apretándose los ojos, como para impedir que le brotasen las lágrimas.

—¡La encontraremos! —dijo Sandokán—. Ya sabes de lo que fue capaz el Tigre de Malasia cuando eras prisionero de James Brooke, el rajá de Sarawak. Y de la misma manera que destroné a aquel hombre, que se llamaba a sí mismo el exterminador de los piratas y que le bastaba una sola palabra para hacer temblar a todos los sultanes y al propio rajá de Borneo, igualmente venceré a Suyodhana y le obligaré a que te devuelva a tu hija.

—¡Sí! —dijo Tremal-Naik—. Tan sólo tú y Yáñez podéis mediros con esos malditos sectarios, con esos sanguinarios adoradores de Kali, y vencerlos. ¡Ah! ¡Si tuviese que perder también a mi hija, después de haber perdido a mi Ada, la única mujer a quien he amado, creo que me moriría o me volvería loco! ¡Es demasiado! ¡Me parece que se me rompe el corazón!

—Tranquilízate, Tremal-Naik —dijo Yáñez, que estaba muy conmovido ante el profundo dolor del hindú—. Ahora no se trata de llorar, sino de actuar y de comenzar la lucha sin pérdida de tiempo. Pero dinos primero, mi pobre amigo, ¿tienes la convicción de que los thugs han vuelto a reunirse de nuevo en los subterráneos de Raimangal?

—Tengo la completa certeza —contestó el hindú.

—¿Y de que también esté allí Suyodhana?

—Dicen que también ha vuelto.

—Entonces, ¿habrán llevado a la niña a Raimangal? —preguntó Sandokán.

—De eso no tengo seguridad. Sin embargo, es probable que haya ocupado el puesto que le dieron a su madre, mi mujer Ada.

—¿Puede correr algún peligro?

—Ninguno: la virgen de la pagoda representa a la monstruosa Kali sobre la Tierra, y la adoran como a una divinidad auténtica.

—En ese caso, ¿no se atrevería nadie a hacerle daño?

—Ni siquiera el mismo Suyodhana —respondió Tremal-Naik.

—¿Y qué edad tiene tu hija Damna?

—Cuatro años.

—¡Qué cosa tan extraña! ¡Hacer una divinidad de una niña! —exclamó Yáñez.

—Es la hija de la virgen de la pagoda, que durante siete años representó a Kali en los subterráneos de Raimangal —dijo Tremal-Naik, ahogando un gemido.

—Hermano mío —dijo Yáñez, volviéndose hacia Sandokán—, tú me has hablado de un proyecto.

—Y ya lo he madurado —respondió el Tigre de Malasia—. Para ponerlo en práctica, tan sólo necesito saber si realmente los thugs se esconden en los subterráneos de Raimangal. Es preciso averiguarlo con certeza.

—¿Y cómo lo vamos a saber?

—Necesitamos apoderarnos de un thug y obligarle a que confiese. Supongo que en Calcuta los habrá.

—Y no pocos —dijo Tremal-Naik.

—Procuraremos sacar a alguno de su madriguera.

—¿Y después? —preguntó Yáñez.

—Si se hallan nuevamente reunidos en Raimangal, organizaremos una partida de caza por aquellos lugares, pues Kammamuri me ha dicho que abundan los tigres en esos pantanos. Iremos a matar algunos; primero, a los de cuatro patas, y después, a los de dos y sin cola. De esta manera nos introduciremos en Raimangal y tal vez descubramos algo que pueda sernos de gran utilidad. Tú seguirás siendo un buen cazador, ¿verdad, Tremal-Naik?

—Como hijo que soy de los Sunderbunds y de la jungla —respondió el hindú—. Pero, ¿por qué cazar a los tigres antes que a los hombres?

—Para despistar al amigo Suyodhana. Los cazadores no son policías ni cipayos; y si es cierto que esa jungla es tan rica en animales salvajes, nuestra presencia no alarmará a los thugs. ¿Qué dices tú, Yáñez?

—Que la imaginación del Tigre de Malasia todavía funciona admirablemente.

—Tenemos que luchar contra un zorro, y es preciso ser más zorros y astutos que él.

—¿Conoces esos pantanos, Tremal-Naik?

—Kammamuri y yo conocemos todos esos islotes y canales perfectamente.

—¿Hay bastante calado en los Sunderbunds?

—Sí, porque también existen varios brazos de mar. Tu prao puede encontrar allí magníficos refugios contra los vientos y las olas.

—Nómbrame uno de esos lugares.

—El de Raimatla, por ejemplo.

—¿Está muy lejos de la guarida de los thugs?

—A unas veinte millas.

—Perfectamente —dijo Sandokán—. Además de Kammamuri, ¿tienes algún otro criado fiel?

—Y dos también, si los necesitas. Sandokán metió una mano en el bolsillo interior de su vestido y sacó un gran fajo de billetes.

—Pues encarga a ese criado fiel que adquiera dos elefantes con sus respectivos conductores, sin reparar en el precio.

—Pero… yo… —balbució el hindú.

—Ya sabes que el Tigre de Malasia tiene diamantes para enterrar en ellos a todos los rajás y matharajás de la India —le interrumpió, sonriendo, Sandokán. Y añadió, con profunda tristeza—: Ni Yáñez ni yo tenemos hijos. ¿Qué vamos a hacer con las inmensas riquezas acumuladas en quince años de correrías? ¡El destino ha sido muy cruel conmigo al arrebatarme a Mariana!

Mientras pronunciaba estas palabras, el formidable pirata se había levantado, presa de una gran agitación. Un dolor indescriptible, agudísimo, alteraba las facciones del antiguo pirata del archipiélago malayo. Dio dos o tres vueltas por el saloncito con el ceño fruncido, los labios apretados y las manos apoyadas con fuerza sobre el pecho. Sus ojos, llameantes, miraban al vacío.

—¡Sandokán, hermano mío! —le dijo Yáñez, con un tono cálido en la voz, poniéndole la mano sobre el hombro.

El pirata se detuvo, y un ronco sollozo salió de entre sus labios.

—¡No podré olvidarla jamás! —gritó con voz ahogada y enjugándose casi con rabia dos lágrimas que le temblaban en las largas pestañas—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡He amado demasiado a la Perla de Labuán!

—¡Sandokán! —repitió Yáñez.

De pronto, el rostro del pirata, que hacía sólo un instante estaba tan alterado, había vuelto a adquirir su expresión habitual, tranquila y enérgica.

—Cuando tengamos la seguridad de que Suyodhana está allá abajo —dijo—, iremos a los Sunderbunds. ¿Puedes comprar mañana los elefantes?

—Eso creo —dijo Tremal-Naik.

—Nosotros estaremos aquí hasta que hayamos podido echar mano a algún thug, y luego ya se verá lo que hay que hacer. ¿Cuándo vendrás a bordo? En nuestro barco estarás más seguro que en tu palacio.

—Iré mañana por la noche, muy tarde, para que no me vean. Ya sé que los thugs vigilan mi palacio.

—Te esperamos. Ahora, Yáñez, volvámonos a bordo. Ya son las dos de la madrugada.

—¿Por qué no os quedáis a dormir aquí? —preguntó Tremal-Naik.

—Por no despertar sospechas —contestó Sandokán—. Si nos vieran salir de aquí mañana, podría seguirnos algún espía hasta el prao, y eso no me gustaría. En cambio, ahora, con la oscuridad que hay en la calle, aun cuando alguien nos vigile, no podrá hacerlo más que hasta el muelle, pues está esperándonos la ballenera, y nos será fácil engañarlo en la dirección. ¡Adiós, Tremal-Naik; mañana tendrás noticias nuestras!

—Entonces, marcharemos mañana por la noche.

—Es muy tarde. Mira si puedes encontrar los elefantes, y adopta todas las precauciones posibles para que no te sigan.

—¿Quieres que os acompañe Kammamuri?

—Ya nos las arreglaremos para despistar a los espías. Además, traemos buenas armas y el muelle está cerca.

De nuevo se abrazaron y enseguida Yáñez y Sandokán bajaron las escaleras con el maharato.

—Vayan ustedes prevenidos —dijo Kammamuri, mientras les abría la puerta.

—No temas —respondió Sandokán—. No somos hombres que se dejan sorprender.

Apenas estuvieron en la calle, los dos comandantes del prao sacaron las pistolas que llevaban en las fajas y las amartillaron.

—Abramos bien los ojos, Yáñez —dijo Sandokán.

—Ya los abro, hermanito; pero confieso que no veo más allá de mis propias narices. Me parece que estoy metido en una enorme cuba de alquitrán. ¡Qué noche tan buena para una emboscada!

Se detuvieron en mitad de la calle, aguzando el oído, y tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en torno de ellos, se dirigieron hacia la explanada del fuerte William.

Marcharon por el centro de la calle, manteniéndose apartados de las paredes de las casas, mirando uno hacia la izquierda y otro a la derecha.

Se detenían cada quince o veinte pasos para escuchar, porque estaban convencidos de que alguien debía seguirles, tal vez el hombre que Sandokán había entrevisto en el momento en que Kammamuri abría la puerta del palacio.

Sin embargo, llegaron felizmente al extremo de la calle, sin que les hubiese ocurrido el menor percance, y desembocaron en la explanada, donde ya la oscuridad era menos densa.

—Allá está el río —dijo Sandokán.

—Ya oigo su rumor —contestó Yáñez. Apretaron el paso; pero no habían recorrido la mitad de la explanada, cuando de pronto cayeron el uno sobre el otro.

—¡Ah, canallas! —gritó Sandokán—. ¡Han tendido un alambre!

En aquel mismo momento, varios hombres que estaban ocultos entre las altas hierbas que crecían cerca, se precipitaron sobre los dos piratas, mientras se oía el zumbido de algo que cortaba el aire.

—¡No te levantes, Sandokán! ¡Echan los lazos! —gritó Yáñez.

Resonaron dos pistoletazos, cada uno en una dirección diferente.

Sandokán había hecho fuego precipitadamente, en el momento en que sintió que le chocaba en un hombro una bala de hierro o de plomo. Uno de los asaltantes cayó lanzando un grito, que se apagó enseguida. Sus compañeros echaron a correr en todas direcciones y desaparecieron en las sombras.

Desde los bastiones del fuerte William, un centinela gritó:

—¿Quién anda por ahí? Después, nada.

Yáñez y Sandokán, temiendo que volvieran los asaltantes, no se movieron.

—Se han ido —dijo Yáñez finalmente, al no ver que volvieran a aparecer—. No son muy valientes esos thugs, querido Sandokán; eso, suponiendo que fueran realmente los estranguladores de Suyodhana. A los primeros disparos han echado a correr como conejos.

—La trampa estaba bien urdida —respondió Sandokán—. ¡Si tardamos en disparar las pistolas, nos estrangulan! Nos han hecho caer tendiendo un alambre.

—Veamos si está muerto ese bribón.

—No se mueve.

—Puede fingirse muerto.

Se levantaron, mirando en derredor y llevando un brazo en alto, por temor a sentirse atenazados en el cuello por algún lazo inesperado, y se dirigieron hacia el hombre que yacía tendido sobre la hierba. Tenía las piernas replegadas y las manos crispadas sobre la cabeza.

—Recibió el balazo en el cráneo —dijo Sandokán, al advertir la sangre que le cubría el rostro.

—¿Sería un thug?

—Kammamuri nos ha dicho que esas gentes llevan un tatuaje en el pecho.

—Llevémosle a la chalupa.

—¡Calla!

Se oyó un silbido a lo lejos, inmediatamente contestado con otro que procedía de la calle Durumtolah.

—¡Querido Yáñez —dijo Sandokán—, a la ballenera y sin perder un solo momento!

Saltaron por encima del alambre y se dirigieron a todo correr hacia el río, en tanto que resonaba un nuevo silbido entre las tinieblas.

La ballenera estaba donde la habían dejado, y la mitad de los hombres que la tripulaban habían echado pie a tierra en el muelle, con los fusiles dispuestos al menor ataque.

—Patrón —dijo el timonel al divisar a Sandokán—. ¿Han sido ustedes los que han disparado?

—Sí, Rangany.

—Se lo dije a mis hombres: que esos disparos eran de pistolas de Mompracem. Iba a acudir a ayudarles.

—No hacía falta —contestó Sandokán—. ¿Ha venido alguien a rondar por aquí?

—No, señor.

—¡A bordo, tigres! ¡Ya es muy tarde! Ordenó que encendieran el farol de proa, y la ballenera se alejó.

Casi al mismo tiempo, un pequeño gongo, que se hallaba escondido detrás de una pinassa anclada en el muelle y tripulada por dos hombres desnudos, que parecían gusanos, pues llevaban el cuerpo untado de aceite de coco, se destacaba silenciosamente de la orilla, bogando sin hacer el menor ruido, a cierta distancia de la ballenera del prao.

4. El «Manti».

Yáñez y Sandokán, después de haber dormido durante algunas horas, se hallaban a la mañana siguiente sorbiendo varias tazas del excelente té llamado pólvora de cañón y haciendo diversos comentarios sobre los incidentes de la noche anterior, cuando vieron entrar en el saloncito al contramaestre de la tripulación, que era un soberbio malayo, con el torso como el de un atleta y los músculos enormemente desarrollados.

—¿Qué quieres, Sambigliong? —le preguntó Sandokán, que se había levantado—. ¿Ha enviado Tremal-Naik algún mensajero?

—No, capitán. Allí hay un hindú que quiere subir a bordo.

—¿Quién es?

—Un manti, me ha dicho.

—¿Qué es un manti?

—Es una especie de mago, hechicero y adivino; algo de todo eso —dijo Yáñez, que sabía más o menos de lo que se trataba, por haber vivido durante algún tiempo en Goa, cuando era jovencito.

—¿Te ha dicho ese hombre qué es lo que quiere? —preguntó Sandokán.

—Dice que viene a hacer un sacrificio a Kali-Ghat para que los manes de la India te sean propicios, pues hoy es la fiesta de esa divinidad.

—¡Dile que se vaya con mil diablos!

—Tengo que advertirle, capitán, que le han recibido a bordo de los grabs que hay por aquí cerca, y que viene acompañado de un policía indígena, el cual me ha dicho que no rechacemos su visita si no queremos tener disgustos.

—Dejémosle subir, Sandokán —dijo Yáñez—. Hay que respetar las costumbres del país.

—¿Qué clase de hombre es? —preguntó el pirata.

—Un viejo de aspecto majestuoso.

—Manda echar la escala.

—Cuando, poco después, los dos piratas subieron a cubierta, ya el manti estaba a bordo; en cambio, el policía indígena se quedó en un pequeño gonga, en compañía de varios cabritillos, que no cesaban de balar de un modo lastimero.

Como había dicho Sambigliong, aquel hombre, mago y curandero a un tiempo, era un viejo de aspecto imponente, de tez bastante bronceada, facciones un poco angulosas, ojos muy negros y de viva mirada, y una larga barba blanca.

Sobre su frente llevaba pintadas unas rayas blancas, y en los brazos y el pecho, otras rayas que son el distintivo de los adoradores de Visnú. Se cubría el vientre y los muslos con un simple dooté.

—¿Qué quieres? —le preguntó, en inglés, Sandokán.

—Hacer el sacrificio de la cabra en honor de Kali-Ghat, puesto que hoy es el día de su festividad —contestó el manti, también en inglés.

—Nosotros no somos hindúes.

El viejo entrecerró los ojos e hizo un gesto de sorpresa.

—Entonces, ¿qué sois?

—No te preocupes por quiénes somos.

—¿Venís de muy lejos?

—Tal vez.

—Realizaré el sacrificio para que regreséis felizmente. Ninguna tripulación, aunque sea extranjera, se niega a la ceremonia de un manti, que puede lanzar maleficios sobre quienes lo rehúsen. Preguntádselo al policía que me acompaña.

—¡Bueno, termina! —dijo Sandokán. El viejo llevaba consigo un cabritillo completamente negro y una bolsa de piel, de la cual extrajo un recipiente que contenía una grasa semejante a la manteca y dos pedacitos de madera, uno plano por un lado con un agujero en medio, y el otro más delgado y en forma de cuña.

—Son de madera sagrada —dijo el manti, enseñándoselos a Sandokán y a Yáñez, que observaban con curiosidad los movimientos del viejo.

Metió la cuña en el agujero de la madera plana y, por medio de una pequeña correa, los hizo girar vertiginosamente.

—Va a encender fuego —dijo Sandokán.

—El fuego sagrado para el sacrificio —dijo, sonriendo, Yáñez—. ¡Cuántas supersticiones y creencias extrañas hay entre estos hindúes!

A los pocos instantes se hizo la llama en el agujero, y ambos trozos de madera comenzaron a arder.

El manti giró con lentitud sobre sí mismo e hizo cuatro genuflexiones hacia los cuatro puntos cardinales, mientras recitaba con voz solemne:

—Luces de la India, de Saurga y de Agui, que ilumináis la tierra y el cielo, alumbrad la sangre del holocausto que ofrezco a Kali-Ghat, y no la de los nombres que aquí veo.

Cruzó las dos maderitas sagradas, dejando que se carbonizasen; luego, las puso sobre una plancha de cobre, y vertió encima de ellas un poco de la manteca que llevaba en el recipiente.

Se reavivó la llama y el viejo cogió al cabritillo, sacó un cuchillo de la bolsa y de un solo tajo lo decapitó, haciendo que cayese la sangre sobre el fuego.

Cuando la sangre hubo dejado de caer y se apagó la llama, recogió las ensangrentadas cenizas, se hizo un signo con ellas en la barba y en la frente, y acercándose a Sandokán y a Yáñez, les marcó asimismo la frente, diciendo:

—Ahora ya podéis marchar a vuestro lejano país sin temor a las tempestades, porque están con vosotros los espíritus de Agui, y el poder de Kali-Ghat.

—¿Has concluido? —le preguntó Sandokán, alargándole algunas rupias.

—Sí, sahib —contestó el viejo, mirando fijamente a Sandokán, con unos ojos que despedían extraños fulgores—. ¿Cuándo os marcharéis?

—Esta es la segunda vez que me haces preguntas —replicó Sandokán—. ¿Por qué te interesa saberlo?

—Es una pregunta que hago siempre a todas las tripulaciones de los barcos. Adiós, sahib, y que Shiva una su poderosa protección a la de Agui y Kali-Ghat.

Después de coger su cabritillo, descendió a la gonga, donde continuaba esperándole el policía indígena, que fumaba tranquilamente un cigarrillo de palma, sentado en la proa.

La pequeña embarcación se apartó de la escalera; pero en lugar de bajar por el río, en donde había otros muchos buques, fue en dirección contraria, pasando bajo la popa del prao, Sandokán y Yáñez, que le seguían con la mirada, vieron con sorpresa que el manti, dejando un momento los remos, se volvía para mirar hacia el coronamiento de popa, en donde brillaba, con letras de oro, el nombre del barco; hecho esto, volvió a empuñar los remos y se alejó velozmente, desapareciendo entre la multitud de veleros que llenaban el río.

Sandokán y Yáñez se miraron mutuamente, como si una misma sospecha les hubiese cruzado por el cerebro.

—¿Qué opinas tú de ese viejo? —preguntó Sandokán.

—Creo que esa estúpida ceremonia ha sido un pretexto para subir a bordo y enterarse de quiénes somos —contestó el portugués, que parecía muy turbado.

—Yo pienso lo mismo.

—¿Nos habrán engañado, Sandokán?

—No puedo imaginar que los thugs sepan que somos amigos de Tremal-Naik y que hemos venido a ayudarle a recobrar a la pequeña Damna. ¡Serían demonios o hechiceros esos hombres, si pudieran saber tal cosa!

—No sé qué decirte —contestó Yáñez, pensativamente—. Esperemos a que venga Kammamuri.

—Me parece que estás inquieto, Yáñez.

—Tengo motivos. Si los thugs conocen ya nuestras intenciones y la razón de nuestro viaje, se me figura que van a darnos mucho que hacer esos terribles adversarios.

—Tal vez nos inquietamos sin necesidad —dijo Sandokán—. Ese manti puede ser un pobre diablo que busque el medio de ganar algunas rupias con sus sacrificios más o menos farsantes.

—No obstante, su interés en preguntarnos y la mirada que ha dirigido al nombre de nuestro barco me han llamado poderosamente la atención.

—Y el policía, ¿se habrá divertido también a nuestra costa?

—Eso creo. Me parece muy rara la presencia de un polizonte en la gonga de un charlatán.

Sandokán permaneció en silencie durante algunos instantes, paseando sobre la cubierta de la camareta y, enseguida, acercándose rápidamente al portugués, le cogió de un brazo y le dijo:

—Yáñez, tengo otra sospecha.

—¿Cuál?

—Que el policía fuese un thug disfrazado. El portugués miró a Sandokán con asombro.

—¿Eso crees? —preguntó.

—Y apostaría mi narguile contra dos cigarrillos tuyos a que ese hombre no era un policía de verdad.

—Sí, hermano mío; también a mí me parece que hemos sido engañados por personas más listas que nosotros. Querido Sandokán, el Tigre de la India ha dado pruebas, por lo menos hasta ahora, de que es más astuto que el malayo.

—Sí; es más civilizada la India y más salvaje la Malasia —dijo Sandokán, esforzándose por sonreír—. ¡Bah! ¡Pronto tomaremos nuestro desquite! Además, ese bribón de manti, suponiendo que fuese un espía de Suyodhana, no ha logrado hacer averiguación alguna; todavía ignora quiénes somos y a qué hemos venido.

Se detuvo bruscamente, y se acercó a la amura de estribor. Dirigía la mirada hacia una embarcación que se deslizaba entre los barcos anclados en medio del río.

—Me había parecido ver la chalupa con la cabeza de elefante en que ayer vino Kammamuri —dijo—. Ha desaparecido detrás de aquel grupo de pinassas y de grabs; pero no tardará en dejarse ver nuevamente.

—Ya debería de estar aquí —dijo Yáñez, sacando un magnífico cronómetro de oro—. Son las nueve.

Agarrándose a las escalillas del palo mayor, ambos se subieron a las bordas y, en efecto, vieron un fylt-sciarra parecido al que condujo al maharato la noche anterior hasta su barco.

Lo manejaban y conducían hábilmente a través de aquel laberinto de barcos cuatro remeros y un hombre que parecía, por su atuendo, un musulmán de la India del Norte.

—¿Se habrá disfrazado Kammamuri? —preguntó Sandokán—. Esa chalupa se dirige hacia nosotros.

Efectivamente, a los pocos minutos, la pequeña embarcación llegó hasta el costado de estribor del prao y se detuvo al pie de la escala.

El musulmán que lo guiaba cambió algunas palabras con los remeros y subió a bordo con gran agilidad. Se inclinó ante Yáñez y Sandokán, que le miraban con sorpresa.

—¿Es decir, que ustedes no me reconocen? —preguntó el recién llegado, soltando una carcajada—. ¡Pues me alegro mucho, porque así también podré engañar a esos perros de thugs!

—¡Te felicito, mi querido Kammamuri! —dijo Yáñez—. Si no hubieses hablado, te devuelvo inmediatamente a tu chalupa.

—Es un magnífico disfraz —dijo Sandokán—. Estás completamente desconocido, mi querido maharato.

El fiel servidor de Tremal-Naik se había disfrazado de tal modo que, en efecto, nadie le hubiera reconocido. En lugar del dooté y del dubgah, llevaba un purty, vestimenta que, a primera vista, se asemeja bastante a la que usan los turcos o los tártaros, pero se diferencia de éstas en que la chaqueta es más corta y se abre por el lado izquierdo en lugar de abrirse por el derecho; los pantalones también son algo más anchos y el turbante más pequeño y aplastado por delante.

Para mejor completar el disfraz, Kammamuri se había quitado las rayas que llevan en la frente los adoradores de Visnú, y se había puesto una hermosa barba negra, lo cual le proporcionaba un imponente aspecto.

—¡Admirable! —repetía Yáñez—. ¡Pareces un santón que vuelve de la Meca! ¡No te falta más que un poco de tela verde en el turbante!

—¿Creen ustedes que los thugs podrían reconocerme?

—Si no son diablos o adivinos, ninguno puede reconocer en ti al maharato de ayer.

—Todas las precauciones son pocas. Esta misma mañana he visto varias sombras sospechosas alrededor de la casa de mi patrón.

—Y te habrán seguido —dijo Sandokán.

—He tomado mis precauciones para despistarles, y creo haberlo conseguido. Salí de casa en un palanquín bien cerrado y ordené que me llevasen al strand, que siempre está lleno de gente; allí me bajé en una fonda. Me disfracé, y cuando salí de mi habitación, nadie me reconoció, ni siquiera los criados. En el muelle de la ciudad negra estaba el fylt-sciarra esperándome, muy alejado de la fonda, y fui hasta allí para embarcarme. Es imposible que me haya seguido nadie.

—¡Cuidado! Los thugs son muy zorros; nosotros hemos tenido ocasión de comprobarlo. Ya saben que somos amigos de tu patrón y nos vigilan.

El maharato, con el espanto reflejado en el rostro, se puso lívido.

—¡Imposible! —exclamó.

—Por lo pronto, anoche intentaron asesinamos, cuando salíamos del palacio de Tremal-Naik —dijo Sandokán.

—¡A ustedes!

—Pero, bueno, fue un ataque que les salió fallido. Intercambiamos dos balas, y una de ellas no se perdió. Sin embargo, no es esa emboscada lo que ahora nos preocupa. Es una visita que nos han hecho hace poco y que nos infunde vivas sospechas. Ha venido por aquí un hechicero o algo parecido a sacrificar una cabra.

—Un manti —aclaró Yáñez. Kammamuri se tomó todavía más pálido.

—¿Un manti ha dicho usted? —gritó.

—¿Acaso le conoces? —preguntó Sandokán, con inquietud.

El maharato enmudeció, mirándoles con los ojos dilatados por el terror.

—Vamos, habla —dijo Yáñez—. ¿Qué significa ese espanto con que nos miras? ¿Quién es ese hombre? ¿Le has visto tú también?

—¿Cómo era?

—Alto, viejo, con larga barba blanca y ojos muy negros y brillantes. Parecía que, en vez de pupilas, tenía dos carbones encendidos.

—¡Es él! ¡Es él!

—¡Explícate!

—¡Es el mismo que fue dos veces a casa de mi patrón para realizar la ceremonia del píasete, y a quien luego he visto dos veces paseando por nuestra calle, mirando siempre al palacio! ¡Sí; es alto, seco, tiene la barba blanca y los ojos que parecen llamas!

—¡Putscie! —exclamó Sandokán—. ¿Qué quiere decir eso? Explícate mejor, Kammamuri; ten en cuenta que no somos hindúes.

—Es una ceremonia que se realiza en las casas en cierta época del año, para tener propicia a la divinidad, y que consiste en rociar las habitaciones con orines y estiércol de vaca, echar flores y arroz dentro de un balde con agua y quemar mucha manteca en lámparas colocadas alrededor del recipiente.

—¿Y el manti ha realizado todas esas ceremonias en casa de tu patrón? —le preguntó Sandokán.

—Sí, señor; hace unos quince días —contestó Kammamuri—. Probablemente, es el mismo que ha venido aquí esta mañana. No me cabe duda de que es un espía de Suyodhana.

—Venía acompañado de un policía indígena.

—¡De un policía! —exclamó Kammamuri, haciendo un gesto de asombro—. ¿Desde cuándo la policía da escolta a los manti y a los bramines en sus funciones? ¡A ustedes los han engañado por partida doble!

Kammamuri esperaba una explosión de ira por parte del Tigre de Malasia; pero, por el contrario, el formidable pirata no perdió un átomo de su calma. Más bien parecía satisfecho y hasta contento.

—¡Perfectamente! —dijo—. ¡He aquí una burla de la cual obtendremos resultados inapreciables! ¿Reconocerías a ese hombre, mi bravo Kammamuri?

—Ahora y dentro de seis años.

—Y yo también. ¿Has traído los trajes que te había recomendado?

—Tengo cuatro cajas con trajes en el fylt-sciarra.

—¿Qué pretendes hacer, Sandokán? —preguntó Yáñez.

—El manti nos dirá si los thugs han vuelto a su antigua residencia, y si la pequeña Damna está oculta en los subterráneos de Raimangal —respondió el Tigre de Malasia—. Nos hacía falta un thug para hacerle hablar, y lo tenemos al alcance de la mano; ¡y por Alá que ha de cantar muy alto! Se trata únicamente de encontrarle, y confío en que lo lograré.

—Amigo mío, Calcuta es muy grande y muy populosa. Sería lo mismo que buscar una aguja en un pajar.

—Quizá sea menos difícil de lo que usted cree —dijo de pronto Kammamuri—. En la ciudad negra hay una pagoda dedicada a la diosa Kali, a la cual concurren los thugs, y en donde, desde hace tres días, se están celebrando fiestas en honor de Darma-Ragiae y de su esposa Drobidé. Nada me sorprendería encontrar allí a ese viejo.

—Sería una suerte —dijo Sandokán—. ¿Cuándo comienza la fiesta?

—Por la noche.

—¿Tienes que volver a casa de tu patrón?

—Le he dicho que no me esperase; además, él estará aquí antes de que amanezca. Ha decidido refugiarse en el prao para poder moverse sin que nadie le espíe.

—Quería proponérselo. Aquí estará más seguro que en su palacio; además, su presencia puede sernos necesaria —dijo Sandokán. Y añadió—: Ahora vamos a comer, y después nos disfrazaremos, para que el manti no pueda reconocernos.

Y después, recordando de pronto su encargo, preguntó:

—¿Y los elefantes?

—Ya han ido a adquirirlos varíes criados de casa. Dentro de pocos días podremos contar con ellos.

—Es preciso que no los vean los thugs; podrían sospechar que tenemos intención de ir a los junglares del Sur.

—Se les ha dado orden de que los condujeran a un bungalow que tiene mi patrón en las cercanías de Kgarí, la última aldea de los Sunderbunds.

—¡Vamos a comer, amigos; el día no ha sido perdido!

5. La fiesta de Darma-Ragiae

Estaba a punto de ponerse el sol tras las altas cúpulas de las pagodas de la ciudad negra, cuando la ballenera se separó del prao, remontando el río a impulsos de los ocho remeros malayos, que habían sido escogidos entre los más robustos de la tripulación.

Kammamuri, Sandokán y Yáñez, disfrazados de musulmanes kolkares, iban sentados a popa, y próximo a ellos se hallaba Sambigliong, el ayudante de campo del audaz pirata.

No llevaban arma alguna a la vista, pero, a juzgar por ciertos bultos de las casacas, se podía adivinar que iban bien provistos, tanto de armas de fuego como de armas blancas.

En su rápida marcha, la ballenera sorteó el strand de la ciudad blanca, la vía más hermosa y frecuentada de Calcuta, que se prolonga hasta la explanada del fuerte William, y está flanqueada por palacios y jardines dignos de una ciudad como Londres; después pasó ante los muelles, donde se sucedían los elegantes palacetes llamados bungalows, rodeados de graciosos jardincillos, y al cabo de una hora larga llegó frente a la ciudad negra.

Así como la ciudad inglesa no tiene nada que envidiar a las más bellas capitales europeas, la ciudad negra no es más que un hacinamiento inmenso de casas de madera y grandes cabañas, y de cuando en cuando algún que otro monumento digno de la grandiosa arquitectura india, que de un modo tan majestuoso se muestra en Delhi, Agra, Benarés y otras ciudades de importancia.

De los espléndidos palacios, palacetes y bungalows ingleses, de los comercios espléndidamente alumbrados, de las iglesias anglicanas y de los teatros de los sanares de la ciudad blanca, se pasa, sin transición, a las cabañas miserables, a las pagodas medio derruidas, a los bazares oscuros y malolientes y a las callejuelas tortuosas y llenas de fango.

En la ciudad antigua, todo es ruina, miseria y suciedad. Casucas de pedruscos y cabañas de adobe cocido de cualquier manera y con tablas clavadas sin orden ni concierto, se suceden en hileras desiguales; y así, durante algunos kilómetros, formando calles sin regía alguna, divididas a su vez por estrechos pasadizos, muy peligrosos de recorrer por las noches, a pesar de la constante vigilancia de los policías blancos e indígenas.

Eran las ocho cuando Kammamuri, Sandokán, Yánez y Sambigliong desembarcaron en el muelle de la ciudad negra. El río estaba poblado de barcas de pescadores y pinassas procedentes del alto Ganges.

Había bastante animación en aquel lugar, a pesar de lo avanzado de la hora.

De las pinassas saltaban a tierra numerosos hindúes, que acudían, procedentes de las aldeas y poblados cercanos, para asistir a la fiesta de Darma-Ragiae. Las ceremonias debían de haber comenzado ya, puesto que a lo lejos se oía un gran estrépito de tam-tam, tamboriles setars y mirdengs.

—Me parece que llegaremos a tiempo para ver la danza del fuego —dijo el maharato a Sandokán—. Esta noche se abrasarán muchos pies, porque esta fiesta es la última y la más importante.

Se unieron a la multitud que había desembarcado y que marchaba por las estrechas y fangosas callejuelas, apenas iluminadas con medias cáscaras de cocos colocadas en las ventanas. En aquellos cocos, llenos de aceite, ardía una torcida de algodón.

Al cabo de unos veinte minutos, dejándose arrastrar por la turba de devotos y curiosos, llegaron a una amplia plaza alumbrada por antorchas clavadas en astas de hierro, que remataban en una especie de canastillo, también de hierro, lleno de algodón impregnado de materias resinosas; un lado de la plaza lo constituía una pagoda vieja del antiguo estilo indio, que tenía la forma de una pirámide truncada y que estaba adornada con columnas, cabezas de elefante, monstruosas divinidades y animales fabulosos.

La plaza se hallaba rebosante de bramines, babúes, sudras, bateleros y gente del pueblo; pero en medio había un espacio vacío, rodeado por varios pelotones de cipayos. En aquel espacio había unas enormes hogueras, que despedían un extremado calor.

—¿Qué van a asar en esos braseros? —preguntó Sandokán, abriéndose paso con dificultad por entre aquella multitud de curiosos y de fanáticos.

—Asarán pies, señor —respondió Kammamuri.

—¿De elefante? He oído decir que las patas de elefante son un bocado exquisito.

—Pies humanos, capitán —dijo el maharato—. ¡Verá usted qué espectáculo! Ya que hay tiempo todavía, vamos hacia la pagoda, a ver si podemos llegar hasta allí.

Con gran trabajo, y abriéndose paso con los codos, alcanzaron finalmente la primera grada de la escalinata que conducía a la pagoda; pero ya allí se vieron detenidos por una muralla humana que no era posible romper.

Sin embargo, desde aquella elevación podían asistir a todas las ceremonias que se realizasen ante la estatua exterior del templo.

Porque todas las pagodas de la India tienen dos estatuas, que representan a la misma divinidad a la que se hallan dedicadas: una de ellas está colocada en el exterior, y el pueblo puede presentarle sus ofrendas; la otra está dentro del edificio, y para rendirle culto los devotos tienen que entregar las ofrendas a los sacerdotes, los únicos que pueden acercarse a ella.

A la estatua interior la lavan con leche de vaca o con aceite de coco perfumado, y la rodean de flores, cubriéndola con guirnaldas entretejidas ex profeso.

El pueblo tiene que contentarse con ver desde lejos al ídolo interior, y los devotos que logran hacerse con una hoja de las flores que adornaron la estatua, repartidas por los sacerdotes entre la multitud a la terminación de las fiestas, se dan por muy satisfechos.

En tomo a las estatuas de Darma-Ragiae y de Drobidé, su mujer, habían encendido multitud de antorchas. Al mismo tiempo, muchos tamborileros redoblaban con entusiasmo en sus respectivos tambores, los cuales ofrecían una pintoresca diversidad de tamaños: los gongs hacían oír sus agudísimos sones, lastimando los oídos de aquellos que no fueran nativos de la India; parejas de bayaderas bailaban, haciendo ondear graciosamente sus velos bordados de oro y plata.

Kammamuri y sus compañeros se detuvieron durante algunos minutos sobre la escalinata; miraban con atención a la multitud, esperando ver al viejo manti; pero, convencidos de la imposibilidad de poderle descubrir entre aquella muchedumbre, que formaba un verdadero mar de cabezas humanas, que se agitaba como las olas en un día de tormenta, retrocedieron al centro de la plaza.

—Busquemos un buen sitio cerca de las hogueras —había dicho Kammamuri a Sandokán—. Tengo la seguridad de que hemos de encontrar al manti en el cortejo de la diosa Kali. Si es un thug, como suponemos, tomará parte en la procesión.

—Pero, ¿no es ésta la fiesta de Darma-Ragiae? —preguntó Yáñez.

—Sí, señor; pero como la pagoda está dedicada a Kali, también sacarán en procesión la monstruosa estatua de esa deidad sangrienta.

Empujando a derecha e izquierda, los cuatro hombres lograron llegar hasta el centro de la plaza, la cual aparecía cubierta, en una gran parte, de tizones ardiendo, que unos cuantos hindúes se encargaban de reavivar, moviendo grandes abanicos de hojas de palma.

—Esas brasas esperan a los adoradores de Darma-Ragiae, ¿verdad? —preguntó Yáñez.

—Sí, señor. Y verá usted cómo esos fanáticos pasan corriendo por encima de ellas.

—Por lo visto, es un placer como otro cualquiera eso de abrasarse las plantas de los pies.

—En cambio, ganarán el kailasson.

—¿Qué es eso? —preguntó Sandokán.

—El paraíso, señor.

—¡Pues se lo regalo de muy buena gana a esas gentes! —contestó, sonriendo, el pirata—. ¡Prefiero conservar mis pies intactos!

Un ruido de mil diablos y una gran ondulación de la multitud advirtieron que en aquel instante salía la procesión de la pagoda, para conducir a los devotos a la prueba del fuego.

Se abrió un amplio pasillo entre la enorme masa de gente, y una nube de bailarinas entró por él, seguidas de los músicos y de grupos de hombres que portaban antorchas.

—Permanezcan todos cerca de mí —dijo Kammamuri—; y, sobre todo, no perdamos el sitio.

Aun cuando en un principio se habían visto envueltos por el movimiento de la multitud, finalmente lograron volver a colocarse en primera fila, casi en las lindes de las enormes hogueras.

La procesión descendió la escalinata y avanzó hacia el centro de la plaza, precedida siempre por las bayaderas y los músicos y seguida de una multitud de bramines que salmodiaban cantos en honor y gloria de Darma-Ragiae y de Drobidé.

A continuación, varias docenas de fieles llevaban las dos estatuas de la divinidad, una de piedra y otra de cobre dorado; ésta era conducida sobre una especie de palanquín. Por último iba la horrorosa estatua de la diosa Kali, la protectora de la pagoda, tallada en piedra azul y cubierta de flores.

La esposa del feroz Shiva, el dios exterminador, aparecía representada por una mujer negra, con cuatro brazos y sus correspondientes manos, una de las cuales blandía un puñal y otra sostenía una cabeza degollada.

Del cuello hasta los pies llevaba una especie de collar formado por cráneos humanos, y le ceñía las caderas un cinturón de manos cortadas; la diosa llevaba la lengua fuera, que los artistas hindúes habían pintado de vivo color rojo.

A los pies de la diosa iba tendido un gigante, y a los lados, dos figuras de muchachas esqueléticas, cubiertas tan sólo por sus cabellos, que les llegaban hasta las rodillas.

Una de aquellas mujeres parecía beber en un cráneo humano, y a sus pies esperaba un cuervo, con el pico abierto…, tal vez a que cayera alguna gota de sangre; la otra mordía ferozmente un brazo, también humano, y un zorro la miraba como reclamando su parte.

—¿Es ésa la diosa de los thugs? —preguntó Sandokán en voz baja.

—Sí, capitán —respondió Kammamuri.

—No podían inventar otra más espantosa.

—Es la diosa de la muerte y de la ruina.

—Ya lo veo; una diosa que da miedo.

—Abra bien los ojos, señor. Si está aquí el manti, no andará lejos de la estatua de Kali. Quizá sea uno de los que la conducen.

—Aquellos que rodean a la diosa, ¿son todos thugs de Suyodhana?

—Podrían serlo; y me lo confirma el hecho de que ésos llevan camisa, en tanto que, como usted ve, los demás hindúes están medio desnudos y sólo se cuidan de ocultar el pecho.

—¡Naturalmente; para que no se les vea el tatuaje!

—Sí, señor Sandokán. ¡Mírele usted! ¡Es él! ¡No me había equivocado!

El maharato agarró un brazo del pirata, mientras que con el otro extendido le indicaba a un viejo que marchaba delante de la estatua de la divinidad tocando un extraño instrumento, conocido con el nombre de bin.

Sandokán y Yáñez ahogaron un grito de sorpresa.

—¡Ese es el hombre que subió a bordo del prao! —exclamó el primero.

—Pues es el mismo que efectuó las ceremonias del putscie en casa de mi patrón —dijo Kammamuri.

—¡Sí; es el manti! —afirmó Yáñez.

—¿Le reconoces, Sambigliong?

—Sí, señor; ése es el que degolló al cabritillo —contestó el contramaestre del Mariana—. ¡No hay duda alguna!

—Amigos —dijo Sandokán—, ya que hemos tenido la suerte de encontrarle, no le dejemos escapar.

—Capitán, no le perderé de vista —dijo Sambigliong—. ¡Si es preciso, le seguiré incluso por encima de las brasas!

—¡Metámonos entre el cortejo!

A base de fuertes empujones, deshicieron las primeras filas de espectadores, y se mezclaron con los devotos de Kali, que iban rodeando la estatua.

El manti iba a sólo unos cuantos pasos delante de ellos; su elevada estatura le hacía destacarse sobre la multitud, por lo que resultaba más fácil seguirle con la vista.

La procesión dio la vuelta alrededor de las hogueras, entre un ruido ensordecedor de cánticos, batir de tambores, sonar de gongs y gritos de los fanáticos y luego se detuvo en masa ante la pagoda, formando como una especie de cuadrilátero.

Sandokán y sus acompañantes se aprovecharon de la confusión para ponerse detrás del manti, que ocupaba la primera fila al lado de la diosa Kali, la cual había sido depositada en tierra.

El jefe de los bramines, que dirigía la ceremonia, hizo una señal e inmediatamente las bayaderas suspendieron sus danzas y los músicos dejaron de tocar sus instrumentos.

Enseguida, unos cuarenta hombres semidesnudos, faquires en su mayor parte, empuñando grandes abanicos de hojas de palmera, se dirigieron hacia el fuego, continuamente avivado por cientos de hombres. Los tizones llameantes y las columnas de humo que se retorcían en el aire hacían irrespirable la atmósfera.

Aquellos fanáticos que se disponían a soportar la prueba del fuego para redimirse de sus pecados, no parecían emocionados ante la perspectiva de los dolores que iban a afrontar.

Se detuvieron un instante, invocando con gritos salvajes la protección de Darma-Ragiae y de su esposa, se pusieron ceniza caliente sobre la frente y enseguida se lanzaron con los pies desnudos sobre los carbones encendidos, en tanto que los tambores, tamboriles, gongs y otros instrumentos de aire reanudaban su infernal y desconcertada música, con objeto, tal vez, de amortiguar los gritos de dolor de aquellos desgraciados.

Algunos atravesaron corriendo la abrasadora capa de carbones encendidos; otros, en cambio, marchaban lentamente, sin manifestar dolor alguno; y, no obstante, tenían que sentir las horribles mordeduras del fuego, porque sus pies humeaban y por toda la atmósfera se extendía un nauseabundo olor a carne quemada.

—¡Esas gentes están locas! —exclamó Sandokán, sin poder contenerse.

Al oír esta exclamación, el manti, que se encontraba delante del pirata, se volvió rápidamente.

Detuvo durante escasos segundos su ardiente mirada sobre Sandokán y sus compañeros, y enseguida se volvió hacia otro lado, sin que su rostro hubiese experimentado la más mínima alteración, ni lanzado el más ligero grito.

¿Había reconocido a los dos comandantes del prao y a Kammamuri, a pesar de sus disfraces de musulmanes? ¿Se había vuelto por pura casualidad?

Sandokán notó aquella mirada, penetrante y aguda como un puñal, y apretó la mano de Yáñez, que estaba a su lado, murmurándole al oído en lengua malaya:

—¡Tengamos cuidado! ¡Temo que nos haya reconocido!

—No lo creo —respondió el portugués—. No estaría tan tranquilo y ya habría procurado alejarse.

—Ese viejo debe ser un tunante de primera magnitud. ¡Si trata de huir, le echo mano!

—¿Estás loco, hermano? Estamos en medio de una multitud de fanáticos, y los cipayos que hay aquí son muy pocos para protegernos en el caso de que nos ataquen. Seamos prudentes. No estamos en Malasia.

—De acuerdo; pero ya que le hemos encontrado, no le dejaré escapar.

—Le seguiremos, y ya verás cómo le echamos la zarpa; pero ten cuidado, querido, mucha prudencia, o echaremos a perder el asunto.

Mientras tanto, otro grupo de penitentes, animados por los gritos de entusiasmo de los espectadores y convencidos por los sacerdotes, que les prometían las alegrías y felicidades sin cuento del kalaisson, atravesaban las hogueras con heroica decisión.

Aquellos pobres hombres, llegaban al otro extremo medio asfixiados por el calor, y con los pies en un estado tal, que no podían sostenerse. A pesar de ello, se guardaban muy bien de manifestar los horribles dolores que les martirizaban: antes al contrario, se esforzaban en demostrar una gran satisfacción, y algunos de ellos, poseídos de una incomprensible exaltación, volvían a pasar sobre las ascuas y bailaban y daban saltos como fieras enfurecidas.

A Sandokán y a Yáñez, lo mismo que a sus compañeros, no les interesaban demasiado aquellas carreras de locos a través de las brasas. Toda su atención se hallaba concentrada en el manti, como si temiesen que se les fuera a escapar de un momento a otro.

Por su parte, el viejo no había vuelto a mirarlos; parecía hallarse muy entretenido, viendo a los grupos de penitentes que se sucedían en la terrible prueba.

Sin embargo, no debía de estar muy tranquilo, porque de cuando en cuando se enjugaba el sudor que le corría por la frente, y se agitaba, como si se hallase a disgusto entre aquella multitud que le apretujaba por todas partes.

Estaba a punto de terminarse la ceremonia, cuando Yáñez y Sandokán, que eran los que se hallaban más próximos a él, le vieron alzar el bin, y, aprovechando un momento en que los músicos hicieron una pausa, pulsó las cuerdas del instrumento, tocando tan sólo las de acero, y arrancando de ellas algunas notas estridentes y agudísimas, que podían oírse perfectamente desde todos los ángulos de la plaza, y que produjeron una cierta emoción entre los hombres que rodeaban a la estatua de la diosa Kali.

Sandokán dio con el codo a Yáñez.

—¿Qué significan esos sonidos? —le preguntó—. ¿Será una señal? Interroga a Kammamuri.

El maharato, a quien Yáñez transmitió la pregunta, no tuvo tiempo de abrir la boca, porque enseguida se oyeron resonar en dirección de la pagoda, y en medio del silencio de la multitud, que ahora estaba prosternada ante los dioses, tres notas vigorosas que parecían emitidas por una trompa.

Kammamuri lanzó un grito ahogado.

—¡El ramsinga de los thugs! ¡Toca a muerto! ¡Señor Yáñez, señor Sandokán, huyamos! ¡Estoy seguro de que toca por nosotros!

—Huir, ¿quién? —preguntó Sandokán, con una sonrisa—. ¿Nosotros? ¡Los tigres de Mompracem no vuelven la espalda jamás! ¿Quieren lucha? ¡Muy bien, la tendremos! ¿Verdad, Yáñez?

—¡Por Júpiter! —contestó el portugués, encendiendo tranquilamente un cigarrillo—. ¡Yo creo que no hemos venido tan sólo a las ceremonias religiosas!

—Capitán —dijo Sambigliong, metiendo la mano bajo sus vestiduras—, ¿quiere usted que mate a ese viejo?

—¡Calma, tigrecito! —repuso Sandokán—. ¡Lo necesito vivo, porque su cadáver no me sirve para nada!

—En cuanto usted me lo diga, me apodero de él y me lo llevo.

—Sí, pero no aquí. Ha concluido la fiesta; ahora, amigos, atención al viejo y tened las armas dispuestas… ¡Vamos a divertirnos un rato!

6. La bayadera

Terminada la ceremonia, los sacerdotes volvieron a conducir a la pagoda las estatuas de Kali y de Darma-Ragiae, seguidos de los músicos y de las bayaderas, así como de los que habían sufrido la prueba del fuego, mientras la muchedumbre iba desalojando la plaza, la cual se iba quedando poco a poco vacía.

El manti acompañó a la estatua de Kali hasta la escalinata, mientras tocaba el bin; pero en cuanto llegó al primer escalón, en vez de subir a la pagoda, giró de improviso y se metió entre un grupo de gente, quizá con la esperanza de sustraerse a las miradas de los cuatro fingidos musulmanes.

Cruzó rápidamente por entre el grupo y enseguida se adentró por una callejuela que parecía rodear la pagoda, y se alejó casi corriendo.

Pero la maniobra no había pasado desapercibida para Kammamuri ni para los tigres de Mompracem. Con la misma rapidez dieron la vuelta al grupo y llegaron a la embocadura de la calleja a tiempo de ver cómo se alejaba el manti, pegado a los muros de las casas.

—¡Sigámosle! —exclamó Sandokán—. ¡No se nos vaya a ir de entre las manos!

La calle era muy estrecha y estaba llena de fango; la oscuridad la hacía más negra todavía, pues los vecinos no se habían tomado la molestia de poner luces en los balcones.

Los tigres de Mompracem y Kammamuri apretaron el paso para no perder de vista al manti.

No tenían la intención de asaltarle enseguida, pues aún se hallaban muy cerca de la plaza. Podía gritar y quizá acudiría la gente; tal vez los propios sectarios portadores de la estatua de Kali, que probablemente aún no se habían alejado de la pagoda.

El manti apretaba el paso; pero también sus seguidores ganaban terreno rápidamente.

Cuando ya se hallaban a unos doscientos o trescientos pasos de la pagoda, de una calleja lateral salieron de improviso unas cuantas bayaderas con cimbales y largas fajas en las manos; iban escoltadas por dos muchachos que llevaban sendas antorchas.

En conjunto eran unas treinta, todas ellas jóvenes y hermosas, de ojos de fuego, con largos cabellos negros ondulados, que les caían sobre los hombros y espaldas; iban vestidas con transparentes velos y adornadas con collares y brazaletes de color.

Con una mano agitaban una especie de pandereta, y con la otra desplegaban rapidísimamente al aire las fajas de seda.

Aquellas muchachas, que parecían poseídas de una loca alegría, rodearon en un abrir y cerrar de ojos a los cuatro hombres, bailando y saltando como un torbellino en torno a ellos, agitando siempre en alto las fajas, como si quisieran impedir que viesen al manti.

Sandokán les gritó:

—¡Dejad paso, muchachas! ¡Tenemos prisa!

Las bayaderas contestaron con una ruidosa carcajada y, en vez de obedecer, se acercaron más a los tigres de Mompracem y a Kammamuri, envolviéndolos de tal forma, que les impedían dar un solo paso.

—¡Despejad! —tronó Sandokán, que empezaba a perder la paciencia y que ya no veía al manti a través de la nube de fajas que hacían revolotear las bailarinas.

—¡Romped el cerco o se nos escapa ese bribón! —gritó Yáñez—. ¡Estas muchachas intentan salvarle!

En el momento en que iban a lanzarse sobre las bayaderas, vieron que éstas se agachaban dejando caer las fajas, mientras que unos diez o doce hombres hacían voltear en el aire los lazos y los pañuelos de seda negra, con la bala de plomo de los thugs en las puntas.

Sandokán dio un grito de furor:

—¡Los thugs! ¡A ellos, por Alá!

Con la rapidez de un relámpago, echó mano a una cimitarra que llevaba al cinto, y empuñó una pistola de dos cañones.

Cortó tres o cuatro lazos que iban a caerle encima, y enseguida descargó a quemarropa los dos tiros contra los hombres que tenía delante, tumbando a dos de ellos al suelo.

Al mismo tiempo, Yáñez, Sambigliong y Kammamuri, repuestos ya de la sorpresa, empuñaron a su vez las cimitarras e hicieron otra descarga.

Los thugs no opusieron resistencia. Después de haber fracasado en su intento, se desbandaron ante aquel rápido tiroteo, huyendo a todo correr, así como las bayaderas, que no les iban a la zaga.

Sobre la callejuela quedaron cuatro muertos y una de las antorchas, que había tirado un muchacho de los que escoltaban a las bailarinas.

—¡Vaya! —exclamó Sandokán—. ¡Nos la han jugado una vez más! ¡Y entre tanto, el manti ha desaparecido!

—¡Una bonita emboscada, a fe mía! —dijo Yáñez, volviendo a colocar tranquilamente las armas en la faja—. ¡No creía que esas muchachas tan bellas estuviesen aliadas con esos bribones de estranguladores! ¡Las muy tunas hacían revolotear las fajas para que no pudiésemos ver a los thugs, que, mientras, se nos iban echando encima! ¡Vamos; la aventura es cómica!

—Y por poco termina de un modo trágico, mi querido Yáñez. A mí me han alcanzado dos veces en el cuello con las balas de plomo, y pensé que iban a estrangularme de un momento a otro. ¿Qué dices de esto, Kammamuri?

—Digo que el manti ha sabido escurrirse de nuestras manos.

—¡No es tonto ese viejo!

—¿Y si le siguiésemos? —dijo Sambigliong.

—Quizá no esté lejos.

—¡Quién sabe dónde se habrá escondido a estas horas! ¡Vamos, hemos perdido la partida, y no nos queda otro remedio que volver a nuestro prao! —dijo Sandokán.

—Sí, vámonos a dormir —añadió Yáñez.

—¡Oh! ¡Ya encontraremos a ese viejo zorro! —dijo el Tigre de Malasia, apretando los puños—. Nos hace falta ese hombre, y más ahora, que sabemos con toda seguridad que es un thug. ¡Yo le aseguro que no nos alejaremos de Calcuta hasta que le hayamos cocido!

—¡En marcha, Sandokán! No nos conviene permanecer aquí; los thugs podrían volver a la carga y tendernos otra celada.

Sandokán recogió del suelo la antorcha que había tirado en su huida uno de los muchachos, y que todavía se hallaba encendida. Dio un paso para marchar, pero se detuvo al oír un gemido.

—¡Aquí hay algún thug que rematar! —dijo, echando mano a la cimitarra.

—O que recoger, que será mejor —dijo Yáñez—. Un prisionero nos será de gran utilidad.

—¡Es cierto, amigo mío!

De nuevo volvió a oírse un gemido.

Procedía del ángulo de la calleja lateral, por donde habían aparecido las bayaderas.

Sandokán se volvió a Kammamuri y Sambigliong, diciéndoles:

—Quedaos aquí vigilando y cargad las pistolas. Seguido de Yáñez, se dirigió a la calleja y vio, caída en tierra y apoyada en la pared de una casa, a una bayadera que hacía vanos esfuerzos para levantarse.

Era una joven bellísima, de color ligeramente bronceado, facciones dulces y finas, grandes ojos muy negros y largos cabellos trenzados con flores de tela y cintas de seda azul.

Su cuerpo, fino y flexible como un junco y exquisitamente modelado, estaba cubierto por un magnífico traje de seda color de rosa con guarniciones de perlas, y terminaba en un par de pantalones que le ceñían los tobillos.

La pobre muchacha debía de estar herida de bala en el pecho, porque en el finísimo justillo de madera dorada que le ceñía el busto, se veía una mancha de sangre.

Al ver aparecer a los dos tigres de Mompracem, la joven se tapó la cara con una mano y murmuró:

—¡Perdón!

—¡Ah! ¡Qué hermosa muchacha! —exclamó Yáñez, impresionado por la gracia y la dulce expresión de aquel rostro—. ¡Esos thugs son muy afortunados; tienen unas bailarinas muy lindas!

—No tengas miedo —dijo Sandokán, inclinándose sobre la bayadera y acercando la antorcha para verla mejor—. ¡Nosotros no matamos mujeres! ¿En dónde estás herida?

—¡Aquí…, en el pecho…, sahib!… ¡Una bala!…

—Vamos a ver: nosotros también entendemos de heridas, y cuando es preciso sabemos curarlas, quizá mejor que vuestros curanderos.

En efecto, en el costado derecho tenía una herida de bala. Por fortuna, había pasado rozando una costilla, produciéndole un desgarramiento, más doloroso que grave.

—Niña mía —dijo Sandokán—, dentro de ocho días puedes estar curada. Lo único que hay que hacer es contener la sangre, que brota en abundancia.

Sacó de su bolsillo un finísimo pañuelo de hilo, y lo ató fuertemente alrededor del pecho de la bailarina. Luego la incorporó, diciendo:

—Por ahora basta con esto. ¿Adónde quieres que te llevemos? Nosotros no somos amigos de los thugs, y creo que ellos no vendrán a recogerte.

La joven no contestó. Sus bellos ojos miraban alternativamente a Sandokán y a Yáñez, tal vez asombrada de que aquellos dos hombres la curasen, cuando ella había procurado perderlos.

—¡Contesta! —dijo Sandokán—. Tú tendrás casa, familia, alguien que se interese por ti.

—¡Llévame contigo, sahib! —dijo por fin la bayadera con voz temblorosa—. ¡No me conduzcáis otra vez con los thugs! ¡Esos hombres me dan miedo!

—Sandokán —dijo Yáñez, que no había apartado la vista de la bailarina ni un solo momento—, esta muchacha puede sernos útil; quizá nos comunique algo interesante. ¡Llevémosla a bordo del Mariana!

—Tienes razón. ¡Sambigliong!

—¡Aquí estoy, mi capitán! —contestó el malayo, acudiendo inmediatamente.

—Coge a esta muchacha y síguenos. Ten cuidado, porque está herida en el pecho.

El malayo cogió entre sus poderosos brazos a la bailarina, haciéndole descansar la cabeza en su pecho.

—¡Vámonos! —dijo Sandokán, volviendo a coger la antorcha—. ¡Las pistolas en la mano y los ojos bien abiertos!

Cruzaron varias calles y callejones sin encontrar a nadie en su camino, y a eso de la una de la madrugada llegaron a la orilla del río.

A pocos pasos de distancia estaba la ballenera, guardada por los malayos.

Sandokán ordenó que la bailarina fuese colocada en la popa; luego puso la antorcha en la proa y dio la señal de partir.

Yáñez se había sentado en la última banca, frente a la joven, a la que contemplaba con gran atención, admirando involuntariamente la belleza de aquel rostro y la brillante y profunda luz de sus negrísimos ojos.

—¡Por Júpiter! —murmuró—. ¡No he visto jamás una muchacha tan hermosa! ¿Que habrá pasado para que se encontrase en poder de esos sanguinarios fanáticos?

Sandokán, como si hubiese adivinado los pensamientos de su amigo, se volvió hacia la muchacha, que iba sentada a su lado.

—¿Eres tú también una adoradora de Kali? —le preguntó.

La bayadera movió la cabeza, sonriendo tristemente.

—Entonces, ¿cómo es que estabas con esos bribones?

—Me compraron cuando quedó destruida mi familia —contestó la bailarina.

—¿Para hacer de ti una bayadera?

—Sí, porque hacen falta bailarinas en las ceremonias religiosas.

—¿En dónde vivías?

—En la pagoda, sahib.

—¿Y estabas a gusto?

—No; y ya han visto ustedes que he preferido seguirles antes que regresar a la pagoda. Allí se realizan atroces sacrificios para satisfacer la insaciable sed de sangre de la diosa.

—¿Para qué te enviaron a ti y a tus compañeras contra nosotros?

—Para impedirles que siguiesen al manti.

—¡Ah! ¿Conoces tú a ese mago? —preguntó Sandokán.

—Sí, sahib.

—Es un jefe de los thugs, ¿verdad? La muchacha le miró sin contestar. Sobre su lindo rostro se pintó una gran ansiedad.

—¡Habla! —ordenó Sandokán.

—Los thugs matan a quienes revelan sus secretos, sahib —contestó la muchacha, con voz temblorosa.

—Estás entre personas que sabrán defenderte contra todos los thugs de la India. Habla: quiero saber quién es ese hombre que se nos ha escapado, porque necesitamos cogerle.

—¿Ustedes son enemigos de los estranguladores?

—Hemos venido a la India para hacerles la guerra —dijo Sandokán— y castigarles por sus crímenes.

—Es verdad, ¡son terribles! —dijo la muchacha—. ¡No son más que unos asesinos!

—Dime, entonces, quién es ese manti.

—Es el alma condenada del jefe de los thugs.

—¡De Suyodhana! —exclamaron a un tiempo Yáñez y Sandokán.

—¿Le conocen ustedes?

—No, pero esperamos conocerle muy pronto —dijo Sandokán—. Yáñez, ese hombre nos es ahora más necesario que nunca, y no iremos a los Sunderbunds sin antes haberle hecho prisionero. Ese viejo hablará, yo te lo aseguro, aunque tuviera que aplicarle el tormento para que confiese.

La bayadera miraba al Tigre de Malasia con espanto, pero al propio tiempo con profunda admiración, y se preguntaba interiormente cómo se atrevería aquel hombre a desafiar el formidable poder de los sectarios de Kali.

—Sí —dijo Yáñez—, nos hace falta ese hombre Pero tú, muchacha, ¿no puedes decirnos dónde tienen los thugs su madriguera? Dicen por ahí que han vuelto a los subterráneos de Raimangal. ¿Es cierto eso?

—Lo ignoro, sahib blanco —respondió la bayadera—. He oído decir que había vuelto el Padre de las sagradas aguas del Ganges; pero no sé dónde pueda estar, si en las espesuras de los Sunderbunds o en otra parte.

—¿No has estado nunca en esos subterráneos? —preguntó Sandokán.

—Allí dentro he recibido mi educación de bayadera —contestó la joven—. Y después me destinaron a la pagoda de Kali y de Darma-Ragiae.

—¿Y no sabes dónde podríamos encontrar al manti? ¿Vive en la pagoda o en otra parte?

—En la pagoda no le he visto más que unas cuantas veces. ¡Ah! Ustedes pueden volver a verle pronto.

—¿En dónde? —preguntaron a la vez Yáñez y Sandokán.

—Dentro de tres días, y en las orillas del Ganges, se efectuará un oni-gomon, en el cual tomarán parte las bayaderas y las nuastachi de la pagoda de Kali, y de seguro que el manti no ha de faltar.

—¿Qué es eso de oni-gomon? —preguntó Sandokán.

—Es el acto de quemar a la viuda de Rangi-Nin sobre el cadáver de su marido, que era un jefe de los thugs.

—¿Viva?

—Viva, sahib.

—¿Y eso lo permite la policía anglo-india?

—Sí, porque nadie irá a decírselo.

—Yo creía que esos horribles sacrificios ya no se realizaban.

—Todavía se efectúan muchos, a pesar de la prohibición de los ingleses. En las orillas del Ganges queman a muchas viudas.

—¿Conoces el sitio donde se va a realizar ese abominable sacrificio?

—Está en el extremo de un espeso bosque, cerca de una pagoda vieja y semidormida que antiguamente estaba destinada a Kali.

—¿Y crees que el manti tomará parte en esa lúgubre ceremonia?

—Sí, sahib.

—Dentro de tres días ya podrás andar, y nos conducirás hasta ese sitio. Tenderemos una emboscada al manti, y veremos si esta vez también logra escaparse. Querido Yáñez, decididamente, tenemos la suerte de cara.

En aquellos instantes, la ballenera llegaba junto a la popa del Mariana.

—¡Abajo la escala! —gritó Sandokán a los hombres que permanecían de guardia.

Subió rápidamente, y cayó en los brazos de un hombre que le esperaba en lo alto.

—¡Tremal-Naik! —exclamo el formidable pirata estrechando a su amigo entre sus brazos.

—¡Te aguardaba lleno de ansiedad! —le respondió el hindú.

—¡Tengo buenas noticias que comunicarte, amigo mío! ¡No hemos perdido el tiempo! ¡Sígueme a mi camarote!

7. Un drama indio

Trasladaron a la joven bayadera a uno de los camarotes, y Yáñez y Sandokán se aprestaron a cuidarla con gran cuidado, haciendo todo lo posible para lograr su curación.

Tres días después, aunque no curada por completo, se hallaba cuando menos en disposición de conducir a sus protectores hasta la vieja pagoda en donde debía verificarse el oni-gomon.

La herida, como ya se ha dicho, no era de gravedad; la bala sólo rozó una costilla sin tocar ningún órgano importante.

Durante aquellos tres días, la joven se había mostrado contentísima de hallarse en tan cómodo y elegante camarote y entre sus nuevos protectores, de quienes se había hecho una entusiasta aliada, proporcionándoles cuantas noticias valiosas poseía y refiriéndoles curiosas particularidades de la sanguinaria secta de los thugs.

Sin embargo, nada había podido revelarles sobre la nueva virgen de la pagoda, la pequeña Damna, de la cual no había oído hablar hasta entonces. Además, mostraba un especial reconocimiento hacia el sahib blanco, como llamaba al flemático Yáñez, que se había convertido en su enfermero, y a quien le gustaba hablar con ella porque se expresaba en un inglés casi perfecto, revelando una educación esmerada y realmente rara entre bayaderas.

Este detalle le había llamado la atención a Tremal-Naik, que por su calidad de indio y, sobre todo, de bengalas, conocía mejor que nadie a las bailarinas de su país.

—Esta muchacha —había dicho a Yáñez y a Sandokán— debe de haber pertenecido a una casta elevada; lo indican la finura de sus facciones, su color casi blanco y el poco tamaño de sus manos y sus pies.

—Procuraré averiguarlo —respondió Yáñez—. Debe de haber en su vida alguna historia interesante.

Al mediodía, mientras Sandokán y Tremal-Naik escogían los hombres que debían tomar parte en la expedición, Yáñez descendió al camarote para visitar a la herida.

La muchacha no parecía experimentar ya dolor alguno. Se hallaba tendida en una cómoda y blanda poltrona, y parecía estar sumergida en un dulce sueño, a juzgar por la sonrisa de sus labios y la dulzura de su expresión.

Cuando se dio cuenta de la aparición del sahib blanco, se incorporó, apoyándose en el respaldo, y le dirigió una penetrante mirada.

—Me produce un gran placer verle, sahib blanco —dijo, con voz melodiosa—. A ti, más que al sahib bronceado, te debo la libertad y quizá también la vida.

—El sahib bronceado, como tú le llamas, es muy bueno —contestó Yáñez, sonriendo—; quizá mucho mejor que yo. La libertad y la vida nos las debes a los dos. ¿Cómo va esa herida, muchacha?

Sahib, desde que tus manos le han aplicado las medicinas, ya no me duele en absoluto.

—¿Sabes que todavía no nos has dicho cómo te llamas? —dijo Yáñez.

—¿Quieres saber mi nombre, sahib? —preguntó la bayadera—. Me llamo Surama.

—¿Eres de Bengala?

—No, sahib. Soy asamita, de Goalpara.

—¿No has dicho que tu familia había desaparecido?

La frente de la muchacha se nubló al oír estas palabras y a sus ojos asomó una profunda tristeza.

Permaneció unos instantes en silencio y después dijo, con voz sombría:

—¡Es cierto!

—¿La destruyeron los thugs?

—No.

—¿Los ingleses?

Surama movió la cabeza y contestó, con voz más triste aún:

—Mi padre era tío del rajá de Goalpara y señor de una tribu de guerreros.

—Pero eso no me explica quién ha sido el que ha acabado con tu familia.

—El rajá —contestó Surama—, en uno de sus momentos de locura.

Volvió a quedarse silenciosa, como esperando alguna otra pregunta del sahib blanco, y luego prosiguió:

—Cuando sucedió esto yo era una niña de ocho años, y, sin embargo, todavía recuerdo la terrible escena como si hubiera acontecido ayer. Mí padre, así como todos los demás parientes, se hizo sospechoso para su sobrino el rajá, a quien se le había metido en la cabeza que se habían conjurado contra él para quitarle la corona y repartirse las inmensas riquezas que poseía. Por ese motivo mi padre vivía lejos de la Corte, en sus abruptas montañas.

»Por entonces corría la voz de que el rajá, entregado a todos los vicios y en continua borrachera, cometía con frecuencia verdaderas atrocidades con sus criados y con sus propios parientes que vivían en la Corte.

»Recuerdo que mi padre me contó que aquel monstruo había asesinado a su primer ministro, por el simple hecho de haber intentado impedirle que degollase a un servidor que, sin darse cuenta, había dejado caer una gota de vino sobre su ropa.

—¡Vamos, que debía ser una especie de Nerón! —dijo Yáñez, que la escuchaba con mucho interés.

—Sucedió que hubo una gran escasez de víveres aquel año en el reino de Assam, y los bramines y los gurús, es decir, los sacerdotes de Shiva, inclinaron el ánimo del rajá para que se hiciera una solemne rogativa con objeto de aplacar la cólera divina.

«El príncipe accedió de buen grado, y quiso que asistieran todos los parientes que tenía diseminados por el reino. Mi padre estaba comprendido en el número de los invitados, y, no sospechando los horribles designios que maduraba el cerebro de aquel monstruo, me condujo a la capital, juntamente con mi madre y mis dos hermanos.

»Allí nos recibieron con los honores debidos a nuestro rango, y fuimos alojados en el palacio real.

»Se celebró la ceremonia religiosa, y el rajá ofreció a todos sus parientes un gran banquete, durante el cual él bebió sin medida.

»Aquel miserable trataba de excitarse antes de realizar la carnicería que venía madurando quién sabe desde cuándo.

»Como yo era demasiado pequeña, estaba dispensada de asistir al banquete, y me habían dejado ir a jugar con otras niñas en una de las terrazas del palacio.

»Hacia el anochecer, oí de improviso un tiro, al que siguió otro, y enseguida, un grito de terror y de angustia.

»Fui corriendo hacia una terraza, desde la cual se veía el patio de honor del palacio, y entonces presencié una escena horrible que aunque viviese mil años no podría olvidar.

La joven se interrumpió, como si de repente le hubiese fallado la voz, y se quedó mirando a Yáñez con los ojos dilatados por el terror.

Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo, y sollozos ahogados se escapaban de sus labios.

—¡Continúa, muchacha! —le dijo Yáñez, dulcemente.

—Han pasado cinco años —prosiguió Surama, al cabo de algunos momentos—, y, sin embargo, durante mis insomnios se me representa aquella escena aterradora como si la estuviese presenciando.

«El rajá estaba de pie sobre una pequeña terraza; tenía los ojos desorbitados y las facciones descompuestas; llevaba en las manos una carabina, todavía humeante, y estaba rodeado por sus ministros, que sin cesar le daban a beber no sé qué infernal bebida, mientras por el patio huían, llenos de terror, hombres y mujeres, lanzando horribles gritos: aquellas gentes eran los parientes del príncipe.

»El miserable había mandado cerrar las puertas del patio de honor, y los fusilaba casi a quemarropa, gritando como un loco:

»—¡Morid todos! ¡Quiero hacer desaparecer a estos ávidos monstruos que conspiran contra mí y se han conjurado para apoderarse de mis riquezas! ¡Dadme de beber! ¡Dadme de beber u os mando degollar!

»Los ministros, aterrados, seguían llenándole la copa, que él apuraba de un solo sorbo; enseguida volvía a disparar sobre aquel montón de desgraciados, que en vano le suplicaban que los perdonase.

»Los disparos se sucedían continuamente, pues aquel maníaco furioso había mandado que le llevasen a la terraza varias carabinas, que sus oficiales se apresuraban a cargar.

»Ahora caía un hombre con la cabeza deshecha; enseguida una mujer con el pecho atravesado; luego un jovencito o una jovencita, pues el rajá no perdonaba a nadie.

»Así vi caer, sucesivamente, a mi padre con la columna vertebral rota de un balazo; luego, a mi madre, herida en mitad de la frente; luego, a mis dos hermanos; después, a muchos otros más.

»Los parientes de aquel monstruo eran treinta y siete, y diez o doce minutos después yacían treinta y seis tendidos en el patio en medio de un mar de sangre.

»Solamente había escapado uno de los hermanos del príncipe, a pesar de que le había hecho fuego tres veces. Aquel desgraciado saltaba como un tigre, para impedir que el rajá pudiese alcanzarle, y gritaba desesperadamente:

»—¡Perdóname la vida y saldré de tu reinado! ¡Soy hijo de tu padre! ¡No tienes derecho a matarme!

»El rajá, sordo ante aquellos gritos, le disparó todavía dos tiros, sin lograr tocarle; pero después, presa tal vez de un momentáneo arrepentimiento, bajó la carabina que le había alargado uno de sus oficiales y gritó a su hermano:

»—¡Si es verdad que saldrás para siempre de mis Estados, te perdono la vida; pero con una condición!

»—¡Estoy dispuesto a aceptar todas las que quieras imponerme! —respondió el joven.

»—Yo tiraré al aire una rupia; si le das con la bala de esta carabina, te dejaré marchar a Bengala sin hacerte daño.

»—¡Acepto! —contestó el príncipe.

»El rajá le arrojó la carabina, que el hermano cogió al vuelo.

»—Te advierto —dijo el loco— que si no das a la moneda, sufrirás la misma suerte que esos otros.

»—¡Échala!

»El rajá tiró al aire una rupia. Se oyó un disparo: la bala no agujereó la moneda, pero sí el pecho del asesino.

»Sindhia, que así se llamaba el joven príncipe, en vez de apuntar a la rupia, había vuelto rápidamente el arma contra el loco, y le había matado con la rapidez del rayo, atravesándole el corazón.

»Los ministros y los oficiales se prosternaron ante el joven que había libertado al país de aquel monstruo, y le aclamaron rajá.

»Cuando se enteró de que yo también había escapado de la muerte, aquel hombre, que debía tener el alma tan perversa como su hermano, en vez de llevarse a los Estados y a las tribus de mi padre, hizo que me vendieran secretamente a los thugs, que recorrían el país en busca de bayaderas, y se apoderó de todos mis bienes.

»Me condujeron a los subterráneos de Raimangal, donde recibí la educación que dan a las bayaderas, y enseguida me destinaron a la pagoda de Kali y Darma-Ragiae.

»Esta es mi historia, sahib blanco. Sé que he nacido cerca de las gradas de un trono, y que ahora ya no soy más que una miserable bailarina.

—¡Qué drama tan espantoso! —dijo una voz.

Yáñez y Surama se volvieron. Sandokán y Tremal-Naik, que habían entrado silenciosamente en el camarote, hacía ya varios minutos que estaban escuchando a la joven.

—¡Pobre niña! —dijo Sandokán, acercándose—. No has nacido bajo buena estrella, pero nosotros pensaremos en tu porvenir. ¡El Tigre de Malasia no abandona a sus amigos!

—¡Sois muy buenos! —contestó Surama, cuya voz temblaba todavía.

—Ya no volverás a estar entre los thugs, y dejarás de ser bailarina. Desde ahora quedas bajo nuestra protección.

Después, cambiando bruscamente de tono, añadió:

—¿Tú sabes, muchacha, si los thugs tienen barcos? —preguntó.

—No lo sé, sahib —contestó la joven—. Cuando estaba en Raimangal he visto algunas chalupas navegando por los canales de los Sunderbunds; pero barcos grandes, no.

—¿Por qué haces ésa pregunta, Sandokán? —inquirió Yáñez.

—Acaban de anclar dos grabs cerca de nosotros.

—¿Y qué tiene eso de extraordinario?

—Esas dos naves tienen una tripulación excesivamente numerosa, lo cual me hace sospechar.

—Y a mí me sucede lo mismo —dijo Tremal-Naik—. Los pequeños cañones de bronce que tienen a popa no los he visto nunca a bordo de los grabs ni de los praos.

—No los perderemos de vista —contestó Yáñez—. Sin embargo, tal vez os equivoquéis. ¿Llevan carga esos barcos?

—No —dijo Sandokán.

—Suponiendo que sean de los thugs, no pueden intentar nada contra nosotros; por lo menos mientras estemos bajo el tiro de la artillería del fuerte William. De momento nos contentaremos con vigilarlos y prepararemos nuestra expedición Surama ya puede andar y guiarnos hasta esa pagoda vieja, ¿verdad, muchacha?

—Sí, sahib; yo os guiaré.

—¿Tenemos que remontar mucho el río? —preguntó Sandokán.

—La pagoda está a unas siete u ocho millas de los últimos arrabales de la ciudad negra.

—Ya son las seis; podemos ponernos en marcha para escoger el sitio, antes de que lleguen los thugs. Ya están preparadas las dos chalupas y debajo de los bancos van escondidos los fusiles.

—¡Pues andando!

Alargó a Surama un amplio manto de seda oscura, que por su parte posterior llevaba una capucha, y salieron todos a cubierta.

Las chalupas ya estaban en el agua y veinticuatro hombres escogidos entre los malayos y los dayakos ocupaban su lugar correspondiente en los bancos.

—¿Los ves? —preguntó Sandokán a Yáñez, indicándole los grabs, que habían anclado a pocos metros del prao, uno a babor y el otro a estribor.

El portugués les echó una mirada de reojo. Eran dos veleros sólidos, de tonelaje algo inferior al del Mariana, con la proa acabada en punta y con tres palos muy altos; tenían la popa bastante elevada y llevaban grandes velas latinas, que todavía no habían arriado sobre cubierta.

Los marineros, todos ellos hindúes, estaban ocupados en aquel momento en cobrar las cadenas para asegurar mejor el anclado, y eran muy numerosos para tripular unos veleros tan pequeños y tan fáciles de manejar.

—Puede que tengan algo de sospechoso esos barcos —dijo Yáñez—. Pero, por ahora, no debemos preocuparnos por ellos.

Bajaron a la chalupa mayor y se alejaron rápidamente, seguidos de la otra, que guiaban Tremal-Naik y Sambigliong.

Pasaron como flechas por entre las embarcaciones, y luego por delante de la ciudad blanca; después, por delante de la ciudad negra, y continuaron su carrera hacia el septentrión, siguiendo los serpenteos y recodos del río sagrado.

Dos horas más tarde, Surama indicaba a Yáñez y a Sandokán una especie de pirámide truncada que se erguía en la orilla derecha del río, en medio de un bosquecillo de cocoteros, el cual terminaba en una manigua de gigantescos bambúes.

El lugar donde se hallaban estaba completamente desierto, pues no se veían cabañas en las márgenes del río, ni tampoco embarcación alguna que navegase por los alrededores.

Tan sólo algunas docenas de marabúes paseaban por entre las plantas palúdicas, abriendo de cuando en cuando su monstruoso pico, de forma de embudo.

Después de haberse asegurado que no había nadie, los veinticuatro piratas y su jefe saltaron a tierra con las carabinas, que hasta entonces habían llevado ocultas.

—Esconded las chalupas por entre las plantas —dijo Sandokán— y que cuatro hombres permanezcan de guardia. Los demás, seguidme.

—Surama —dijo Yáñez—, ¿quieres que te lleven en brazos nuestros hombres?

—No, sahib blanco; puedo caminar —contestó la joven.

—¿A qué hora se verificará el oni-gomon?

—A eso de la medianoche.

—Les llevamos una hora de ventaja, lo cual es tiempo más que suficiente para preparar la emboscada al manti.

Se pusieron en camino, internándose en el bosquecillo, y al cabo de veinte minutos llegaban a una explanada en la cual se veía la vieja pagoda, ya casi completamente en ruinas, con excepción de la pirámide central.

—Escondámonos ahí dentro —dijo Sandokán, al divisar una puerta.

Iban a atravesarla, cuando, de pronto, divisaron por la manigua algunos puntos luminosos que parecían dirigirse precisamente hacia el arruinado edificio.

—¡Los thugs! —exclamó Surama.

—¡Metámonos adentro! —ordenó Sandokán, precipitándose en el interior—. ¡Un cuarto de hora de retraso, y quizá hubiéramos llegado demasiado tarde! Preparad las armas, y estad dispuestos para caer sobre el manti.

8. El Oni-Gomon

La bárbara costumbre de quemar a las viudas sobre los cadáveres de sus maridos ha desaparecido ya por completo entre los indostanos que han abrazado la religión musulmana; pero subsiste todavía entre las castas de los bramines y de los thugs, así como también entre las castas militares, a pesar de los constantes esfuerzos realizados por los ingleses para desarraigarla.

El Imperio indio es tan grande, que la policía anglo-hindú no siempre llega a tiempo de impedir la espeluznante escena, y muchas veces ignora el hecho porque los parientes del difunto toman toda clase de precauciones para engañar a las autoridades.

Actualmente, sin embargo, esa práctica salvaje es ya bastante infrecuente, sobre todo en Bengala; pero en las provincias septentrionales y en el alto Ganges, se celebran aún muchos oni-gomon.

Debemos añadir que en los primeros lustros del siglo pasado se habían multiplicado esos sacrificios en número tan considerable, a pesar de la rigurosa prohibición por parte dé las leyes del Gobierno, que en el año 1817 se realizaron, tan sólo en Bengala, setecientos espantosos holocaustos.

En la actualidad, para evitarlos, o por lo menos para disminuir su número, las leyes exigen que la viuda que desee inmolarse, comparezca ante los magistrados, los cuales no le conceden autorización para hacerlo si no es ante el convencimiento de su irrevocable decisión.

No obstante, la mayor parte de las viudas se niegan a dejarse quemar. Dejarse quemar, ésa es la verdadera expresión, pues los bramines las obligan a ello violentamente; y cuando las pobres mujeres tratan de huir, llenas de terror a la vista de las llamas, los parientes del difunto las empujan a viva fuerza hacia el fuego, o las atan previamente al cadáver del marido.

¡Cuántas desdichadas mujeres murieron de tan violenta manera durante el siglo XIX! Muy pocas lograron salvarse en el último instante, y esto lo conseguían a base de entregar su mano al parla, el cual, hallándola hermosa, la libraba de las llamas para casarse enseguida con ella; pero esto es muy poco frecuente, pues esos desgraciados no se deshonran tomando por mujer a una viuda, lo cual les convierte en despreciables ante todo el mundo.

La condición de las mujeres hindúes que pierden a su marido es de tal índole, que muchas de ellas prefieren morir.

Aun cuando hayan tenido hijos, son menos estimadas que las demás mujeres; y si resultan estériles, entonces el oprobio las cubre por completo.

La desventurada que se ha negado a morir sobre el cadáver de su marido se ve obligada a llevar luto durante toda su vida.

Además, se la obliga a cortarse el pelo a punta de tijera todos los meses; no puede llevar joyas ni vestir de color blanco; no puede perfumarse; se le prohíbe ponerse en la frente el distintivo de la clase a la que pertenezca, no pudiendo tampoco ni fumar ni asistir a las fiestas de familia.

Finalmente, se huye de ellas como de un apestado, pues los hindúes creen que el encontrarse con una viuda es señal de mal agüero.

A pesar de todo esto debe resignarse, pues aun cuando se vea tan despreciada, lo es menos, sin embargo, que la que vuelve a casarse: sobre ésta cae el desprecio más absoluto de todas las castas, excepto de los infelices parias.

El grupo que avanzaba a través de la manigua se componía de unas cuarenta personas, entre las cuales iba una joven a la que sostenían dos sacerdotes.

Precedían el cortejo cuatro tamborileros con sus correspondientes djugo, especie de tambor de forma cilíndrica, hecho de tierra cocida, cuyas dos caras están cubiertas por una piel que se afloja o se aprieta por medio de un cordel; a éstos seguían algunos mussalki, así llamados porque llevaban las antorchas; detrás iban unos cuantos hombres conduciendo a hombros un palanquín con el difunto, que iba ricamente ataviado, y, por último, la desgraciada viuda, a quien rodeaban los parientes más próximos, los cuales, a su vez, eran portadores de diversas vasijas que contenían el aceite perfumado que debía de verterse en la pira.

El viejo manti, salmodiando unas plegarias, iba precediendo a la viuda junto con los sacerdotes.

La viuda era una hermosa joven que todavía no había cumplido quince años; llevaba ya el cabello cortado, y carecía del cordón del cual pende una joya que las mujeres hindúes llevan al cuello como distintivo de su estado.

A duras penas podía sostenerse en pie; lloraba y gritaba desesperadamente, maldiciendo su mala fortuna, mientras que los sacerdotes que la sostenían procuraban animarla diciéndole que se mostrase serena, y prometiéndole que su nombre sería admirado en todo el mundo, y su sacrificio cantado y ensalzado por todos; le decían, además, que iba a gozar de una dicha indescriptible y que quizá llegara a ser esposa de algún dios, en recompensa a su virtud y abnegación.

La desdichada no oponía resistencia alguna y se dejaba conducir sin el menor gesto. Probablemente les habrían hecho beber boug en cantidad suficiente para debilitarla e impedirle cualquier intento de fuga.

Una vez hubo llegado el cortejo a la explanada que había ante la pagoda, varios hombres, armados con grandes cuchillos, cortaron rápidamente cierta cantidad de bambúes secos y gruesos, formando con ellos una pira en forma de catafalco, de medio metro de altura. Después lo rociaron con aceite de coco perfumado, y colocaron encima el cadáver del thug.

Los mussalki, provistos de sus antorchas, se colocaron en los cuatro ángulos de la pira, dispuestos a prenderle fuego; los tamborileros batían furiosamente sus instrumentos, y los parientes cantaban a gritos las alabanzas del difunto y la virtud de la viuda.

El manti se había acercado a la pira con una antorcha en la mano, en tanto que la desgraciada viuda se despedía de sus parientes con voz ahogada por los sollozos, dándoles el último adiós; aquéllos, con lágrimas en los ojos, se alegraban con toda su alma de la felicidad eterna que iba a conquistar la joven.

De improviso se elevó una llamarada, y propagándose rápidamente a toda la pira, envolvió al cadáver.

El manti había prendido fuego a los bambúes; éste era el momento del terrible sacrificio.

Los sacerdotes cogieron con fuerza a la viuda y la empujaron con feroz brutalidad hacia las llamas. Los tambores seguían redoblando, produciendo un ruido infernal, y los parientes gritaban a voz en cuello para aturdir a la víctima.

La desdichada joven se había dejado empujar sin oponer resistencia; pero cuando se vio ante aquella cortina ardiente, el instinto de conservación se despertó en ella con ímpetu.

Lanzó un horrible grito:

—¡No! ¡No! ¡Perdón! —gritaba.

Enseguida, con un vigor extraordinario que no podía suponerse en un cuerpo tan joven, dio una sacudida desesperada, derribando en tierra a uno de los sacerdotes y se echó hacia atrás, debatiéndose furiosamente para librarse del otro que la sujetaba.

Los parientes fueron corriendo a socorrer a los dos sacrificadores. El manti cogió un tizón llameante e iba a lanzarse sobre la pobre víctima para incendiarle las ropas, cuando de pronto una voz tenante clamó:

—¡Quietos u os fusilamos a todos como si fueseis perros!

En el umbral de la puerta de la pagoda y rodeado de sus piratas y amigos, los cuales llevaban las carabinas en actitud de disparar, había aparecido el Tigre de Malasia.

Los thugs lanzaron un grito de espanto, y, después del primer instante de sorpresa, comenzaron a huir a la desbandada, dejando en el suelo a la viuda.

—¡Echad mano al manti! —gritó Sandokán, lanzándose al centro de la explanada.

El viejo hechicero, que era el único que había reconocido al comandante del prao, fue el primero en darse a la fuga, ocultándose entre la espesura.

De unos cuantos saltos, Sandokán y Tremal-Naik le alcanzaron, en tanto que Yáñez mandaba a los piratas que hiciesen una descarga al aire para atemorizar a los parientes del muerto y a los que les acompañaban, los cuales corrían a través del bosque de cocoteros.

—¡Detente, viejo bribón! —gritó Tremal-Naik, poniendo el cañón de la carabina contra el pecho del manti, el cual pretendía echar mano al puñal que llevaba en la faja.

Sandokán le cogió por los hombros y le obligó a caer de rodillas.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? —gritó el manti, debatiéndose inútilmente ante la terrible presión de las manos del Tigre de Malasia—. ¡Vosotros no sois policías ni cipayos para poder detenerme!

—¿Que quiénes somos? Viejo brujo, ¿acaso te has vuelto ciego? —dijo Sandokán, dejando que se levantase—. ¿Es que no me reconoces?

—Nunca te he visto.

—¡Y, sin embargo, hace tres noches que intentaste que tus amigos me estrangularan junto a la pagoda de Kali, tan pronto como se terminó la fiesta! ¿Ya no te acuerdas?

—¡Mientes! —gritó con gran energía el brujo.

—Entonces, ¿no eres tú el que degolló un cabrito y encendió el fuego sagrado a bordo de mi prao? —preguntó con ironía, Sandokán.

—Yo no he degollado jamás una cabra. Me confundes con otra persona.

—¡Ven con nosotros, manti!

—¿Has dicho manti? Yo no lo he sido en mi vida.

—En la pagoda encontrarás a una persona que desmentirá tus palabras.

—Bueno, ¿qué es lo que queréis de mí? —volvió a gritar el viejo, apretando los dientes.

—¡Ante todo verte el pecho! —dijo Tremal-Naik, derribándole de improviso en tierra y poniéndole una rodilla en el vientre. ¡Sandokán manda que traigan una antorcha!

No fue necesario pedirla. Yáñez, después de simular que iba en persecución de los sacrificadores para que éstos huyeran rápidamente, volvió a donde estaba Sandokán, seguido de Sambigliong, el cual se había apoderado de una de las antorchas que, en su huida, habían arrojado los mussalki.

—¿Lo tenéis cogido? —gritó el portugués.

—¡Y no se escapará! —contestó Sandokán—. ¿Y la viuda?

—La hemos puesto a salvo, y parece que está muy contenta de verse todavía viva; está allá en la pagoda.

—Sambigliong, acerca la antorcha —dijo Tremal-Naik, rasgando de un tirón las vestiduras con las que se cubría el pecho el prisionero.

El manti profirió un grito de ira, intentando taparse; pero Sandokán le asió por los brazos, mientras le decía:

—Ante todo, deja que te veamos el pecho para cerciorarnos de si eres un verdadero thug.

—¿Lo ves? —preguntó Tremal-Naik. En el pecho del viejo había un tatuaje de color azul, representando una serpiente con cabeza de mujer y rodeada de signos misteriosos.

—Este es el emblema de los estranguladores —dijo Tremal-Naik—. Lo llevan todos los afiliados a esa secta de asesinos.

—Y bien —gritó el manti—, ¿qué os importa que yo sea un thug? Yo no he matado a nadie.

—Levántate y síguenos —dijo Sandokán. El viejo no se hizo repetir la orden. Parecía bastante abatido y preocupado; pero, sin embargo, lanzaba feroces miradas a los hombres que le rodeaban.

Le condujeron hacia la pira sobre la cual acababa de reducirse a cenizas el cadáver. Los marineros del prao se reunieron en torno, no sin haber dejado centinelas en los lugares estratégicos.

—Surama —dijo Yáñez, dirigiéndose hacia la joven bayadera, que había salido de la pagoda—, ¿conoces a este hombre?

—Sí —contestó la muchacha—; es el manti de los thugs, el lugarteniente del hijo de las sagradas aguas del Ganges.

—¡Miserable bailarina! —gritó el viejo, lanzando a la bayadera una mirada llena de odio—. ¡Haces traición a nuestra secta!

—Yo no he sido nunca devota de la diosa de la muerte y de la ruina —respondió Surama.

—Bueno; ahora que ya no puedes negar que eres el alma condenada de Suyodhana —dijo Tremal-Naik—, vas a decirme dónde se ocultan los thugs que antes habitaban en los subterráneos de Raimangal.

El manti miró al bengalés durante unos segundos, y después dijo:

—Si crees que voy a decirte dónde está escondida tu hija, te equivocas. Podrás matarme, pero no diré ni una sola palabra.

—¿Es ésa tu última resolución?

—Sí.

—Está bien; ya veremos si puedes resistir mucho. Al oír estas palabras, el manti palideció intensamente y su frente se cubrió de sudor.

—¿Qué es lo que piensas hacer conmigo? —preguntó con voz ahogada.

—¡Ahora lo sabrás!

Se volvió hacia Sandokán, y ambos intercambiaron en voz baja algunas palabras.

—¿Tú crees? —preguntó el Tigre de Malasia, haciendo un gesto de duda.

—¡Ya verás como no resiste mucho tiempo!

—¡Probaremos!

9. Las revelaciones del «Manti».

Sandokán hizo una seña y el malayo Sambigliong, que ya debía de haber recibido instrucciones, se dirigió a un gran tamarindo que se elevaba a unos cuarenta pasos de la pira funeraria, entre las piedras del derruido muro próximo a la arruinada pagoda.

Llevaba en la mano una larga cuerda, algo más gruesa Que las ordinarias de coger rizos, y en la cual había hecho un nudo de lazo.

La tiró con gran destreza a través de una de las ramas más gruesas, y dejó bajar el nudo corredizo hasta tocar el suelo.

Mientras tanto, algunos marineros ataron fuertemente los brazos del manti, pasándole por debajo de las axilas dos cordeles tan delgados como resistentes.

El viejo no ponía resistencia alguna; pero por la expresión de su rostro se comprendía que era presa de un terror indecible.

Gruesas gotas de sudor le caían por la rugosa frente, y un violento temblor le sacudía el cuerpo.

Probablemente ya había comprendido qué clase de suplicio le iban a aplicar.

En cuanto Tremal-Naik le vio bien atado, se le acercó diciéndole:

—¿Quieres hablar? ¿Sí o no? El viejo le lanzó una mirada feroz, y dijo con voz ahogada:

—¡No!… ¡No!…

—¡Mira que no vas a resistir, y que terminarás por decir lo que deseamos saber!

—¡Primero me dejaré matar!

—Entonces haremos que te cuelguen de la cuerda.

—¡Alguien vengará mi muerte!

—Los vengadores están demasiado lejos para que puedan cuidarse de ti en estos momentos.

—¡Pronto lo sabrá Suyodhana, y entonces probaréis las delicias del lazo!

—A nosotros nos tienen sin cuidado los thugs y nos reímos de Kali, de sus sectarios y de sus lazos. Por última vez, ¿quieres decir dónde se encuentra Suyodhana y dónde han escondido a mi hija?

—¡Ve a preguntárselo al padre de las sagradas aguas del Ganges! —respondió el manti con voz irónica.

—¡Está bien! ¡Vosotros, adelante! Los cuatro malayos empujaron al viejo hacia el árbol.

Sambigliong le pasó el lazo en derredor del cuerpo, un poco más abajo de las costillas, de modo que la cuerda le oprimiese el vientre y los intestinos, y enseguida gritó:

—¡Ya! ¡Iza!

Los malayos cogieron el otro extremo de la cuerda que pasaba por encima de la rama del árbol, y levantaron al manti aproximadamente unos dos metros.

El desgraciado lanzó un alarido de angustia. Bajo el peso de su propio cuerpo, el nudo se había apretado de tal modo, que casi le penetró en las carnes.

Todos se agruparon alrededor del árbol, incluso Yáñez y Sandokán, que asistían sin pestañear a aquel nuevo género de suplicio.

El portugués, como de costumbre, fumaba plácidamente.

—¡Empujadle! —ordenó fríamente Tremal-Naik a los cuatro malayos que habían atado al manti—. ¡Haced que se balancee sin preocuparos de sus gritos!

Los piratas se colocaron dos a cada lado del brujo y le dieron el primer empujón.

El manti apretó los dientes para no dejar escapar ningún grito, pero se le veía sufrir de un modo atroz con aquella presión, que se hacía dolorosísima a causa del balanceo.

Tenía los ojos desencajados y su respiración se hacía cada vez más penosa, como si los pulmones sufrieran una fuerte opresión y no pudiesen funcionar.

Al tercer empuje le penetró la cuerda en las carnes, y el desgraciado no pudo reprimir un alarido de dolor.

—¡Basta! —gritó con voz ronca—. ¡Basta, miserables!

—¿Hablarás? —preguntó Tremal-Naik, acercándose.

—¡Sí, sí; diré lo que queráis saber! ¡Pero manda que me quiten el lazo! ¡Me ahogo!

—Podrías arrepentirte, y me molestaría tener que volver a comenzar.

Mandó que dejasen de balancearle, y volvió a decir:

—¿Dónde está Suyodhana? Si no lo dices haré que cambien de sitio el nudo corredizo.

El manti todavía vaciló unos instantes, pero sólo fueron varios segundos. No se sentía con ánimos para resistir por más tiempo aquel espantoso suplicio, inventado por la diabólica fantasía de sus compatriotas.

—¡Te lo diré! —dijo por fin, haciendo una horrible mueca.

—Habla.

—¡En Raimangal!

—¿En los antiguos subterráneos?

—¡Sí, sí! ¡Basta! ¡Me matan!

—Todavía tienes que contestar a más preguntas —dijo el implacable bengalas—. ¿Dónde habéis ocultado a mi hija?

—¡La virgen también está en Raimangal!

—Júralo por tu divinidad.

—¡Lo juro por Kali! ¡Basta… no puedo más!…

—¡Bajadle! —ordenó Tremal-Naik.

—Ya no podía resistir más —dijo Yáñez, tirando el cigarrillo—. ¡Vaya tormentos que han inventado estos diablos!

Inmediatamente bajaron al manti, y le libertaron del nudo corredizo y de los cordeles. Alrededor del vientre tenía un profundo surco azulado, que sangraba por diversas partes.

Los malayos tuvieron que permitir que se sentara, porque ya no podía sostenerse en pie.

Respiraba entrecortadamente y tenía el rostro congestionado.

Tremal-Naik esperó durante algunos minutos a que tomase aliento, y después volvió a decir:

—Te advierto que permanecerás en nuestro poder hasta que tengamos la prueba de que no nos has mentido. Si has dicho la verdad, quedarás libre y te recompensaremos largamente; por el contrario, si nos has engañado, no respetaremos tu vida, y morirás en medio de espantosas torturas.

El manti le miró sin hacer el menor gesto, pero en sus ojos brillaba un odio terrible.

—¿Dónde está la entrada de los subterráneos? ¿Todavía cerca del baniam? —preguntó Tremal-Naik.

—Eso no puedo decírtelo, porque yo no he estado en Raimangal después de la dispersión de los sectarios —contestó el manti—; pero creo que ya no es ésa.

—¿Dices la verdad?

—¿No he jurado decirla por Kali?

—Y si no has vuelto a Raimangal, ¿cómo sabes que está allí mi hija?

—Porque me lo han dicho.

—¿Para qué me la habéis robado?

—Para que esa niña sea la virgen de la pagoda. Tú robaste la primera, y Suyodhana te cogió a tu hija, porque por sus venas corre la sangre de Ada Corishant.

—¿Cuántos hombres hay en Raimangal?

—Seguramente no habrá muchos.

—Todavía una palabra más —intervino Sandokán—. ¿Poseen barcos los thugs?

El viejo le miró durante algunos instantes, como procurando adivinar el motivo de la pregunta, y después dijo:

—Cuando yo estaba en Raimangal no tenían más que dos gongos. Sin embargo, no sé si Suyodhana habrá adquirido algún buque en estos últimos tiempos.

—Ese hombre jamás lo confesará todo —dijo Yáñez a Sandokán—. Pero ya sabemos bastante, y es mejor que nos vayamos antes de que los sacrificadores vuelvan con refuerzos. ¡Ah! ¿Qué hacemos de la viuda?

—La enviaremos a mi casa —dijo Tremal-Naik—. Estará mejor que entre los thugs.

—Entonces en marcha —dijo Yáñez—. ¿Habrán llegado ya los elefantes a Khari?

—No llegaron hasta ayer.

—Serán hermosos, ¿verdad?

—Unos ejemplares magníficos, habituados, sin duda alguna, a la caza de tigres. Se pagaron caros, pero merecen lo que se ha pagado por ellos.

—¡Pues vamos a cazar en los Sunderbunds! —dijo Yáñez—. ¡Veremos si valen más que los tigres malayos los tigres de Bengala!

Dos hombres cogieron al manti por debajo de los brazos, y a una señal de Sandokán la tropa abandonó la explanada, en donde aún continuaban calcinándose con las últimas brasas los huesos del thug.

Atravesaron el bosquecillo sin dificultad, y a eso de las dos de la madrugada los expedicionarios, a los cuales ahora se habían agregado el manti y la viuda, embarcaron en las chalupas.

Como la corriente les era favorable, el regreso lo realizaron en muy poco tiempo. Una hora después estaban todos a bordo del prao.

Encerraron al manti en uno de los camarotes, y para mayor precaución, le pusieron un centinela en la puerta.

—¿Cuándo marchamos? —preguntó Tremal-Naik a Sandokán.

—Cuando amanezca —dijo el pirata—. Ya he dado todas las órdenes necesarias para que todo esté dispuesto antes de que asome el día.

—¿Podremos estar en Khari mañana por la noche?

—Con toda seguridad —contestó Tremal-Naik.

—No hay más que diez o doce kilómetros desde la orilla del río a aquella aldea.

—¡Vamos, un simple paseo! ¡Buenas noches y hasta mañana!

Empezaban a desaparecer las estrellas, cuando ya la tripulación del prao estaba sobre cubierta, disponiéndose para la marcha.

Mientras izaban las grandes velas, Sambigliong, que dirigía la maniobra, observó con cierta inquietud que también los dos grabs que habían anclado el día anterior, se preparaban a dejar el fondeadero.

Las cubiertas de ambas naves se llenaron rápidamente de hombres, que desplegaban precipitadamente las velas latinas, los foques y todo el trapo, como si se temieran que de un momento a otro dejara de soplar la brisa, o que fuese a cambiar de dirección la corriente del río.

El malayo, que ya empezaba a recelar algo de aquellos misteriosos barcos, cuyas tripulaciones eran cuatro o cinco veces más numerosas de lo que suelen ser las de tales veleros, quedó muy perplejo ante aquella precipitada maniobra.

—¡Aquí hay gato encerrado! —murmuró—. ¿Tendrá razón el patrón al desconfiar de esos vecinos? ¡Este asunto no lo veo claro!

Iba a dirigirse hacia popa para descender al camarote con objeto de advertir a Sandokán, cuando éste apareció sobre cubierta.

—Patrón —le dijo—, esos dos grabs zarpan al mismo tiempo que nosotros.

—¡Ah! —se limitó a decir el pirata. Echó una tranquila mirada a los veleros que estaban levando anclas, y enseguida dijo:

—Seguramente te inquieta la precipitada marcha de esos dos barcos, ¿no es cierto, mi bravo Sambigliong?

—No me parece muy natural, patrón. Llegaron anteayer, no han cargado ni una sola bala de algodón y, de pronto, al ver que nos damos a la vela, se apresuran a imitarnos. Además, mire usted cuántos hombres hay a bordo; me parece que han aumentado.

—Entre todos doblan, por lo menos, el número de los nuestros; pero si creen que van a darnos algún disgusto, se equivocan. Si quieren seguirnos hasta los Sunderbunds, haremos funcionar a nuestra artillería, y ya veremos quién lleva la peor parte. ¡A la rebola, Sambigliong; y ten cuidado de no chocar con ningún barco!

Ya habían izado las enormes velas con dos manos de rizos para disminuir un poco la superficie de la lona, y en aquel momento surgían las anclas de proa y de popa a flor de agua.

El Mariana, empujado por la corriente del río y por la brisa, empezó a moverse.

Uno de los grabs se había puesto ya en marcha, deslizándose por entre los barcos que llenaban el río, mientras que el otro velero se disponía a seguirle.

Sandokán los observaba atentamente, sin dar señal alguna de inquietud; no era hombre que se preocupase porque aquellos barcos tuvieran una tripulación más numerosa que la suya propia y estuviesen armados con pequeños cañones.

Se había medido con otros adversarios mucho más fuertes y poderosos, y los había vencido.

Una mano que se posó sobre su hombro le hizo volver la cabeza.

Yáñez y Tremal-Naik, seguido de Kammamuri, habían subido a cubierta.

—¿Tendrás razón —preguntó Yáñez— o se tratará de una simple casualidad?

—Es una casualidad muy sospechosa —respondió Sandokán—. Estoy convencido de que nos siguen para ver si vamos a anclar en algún canal de los Sunderbunds.

—¡Qué! ¿Pretenderán atacarnos?

—No creo que lo hagan en el río; pero tal vez sí en el mar. Lo primero me molestaría, a pesar de la confianza que tengo en Sambigliong.

—Nosotros tenemos que desembarcar antes de que lleguemos a la boca del río —dijo Tremal-Naik—. Khan dista mucho del mar.

—¡Si antes pudiera desembarazarme de esos espías! —murmuró Sandokán—. Pasaremos la noche a bordo y no desembarcaremos hasta mañana por la mañana; así podremos darnos prefecta cuenta de las intenciones de esos dos veleros. Estoy decidido a pedirles explicaciones, si también esta noche anclan cerca de nosotros. Por ahora es mejor fingir que no nos preocupamos de ellos, y vámonos a tomar el té. ¡Ah! ¿Y la viuda?

—La dejaremos en mi bungalow de Khari —contestó Tremal-Naik—. Hará compañía a Surama.

—La bailarina puede sernos de utilidad en los Sunderbunds —dijo Yáñez—. Prefiero que venga con nosotros.

Sandokán lanzó una mirada al portugués, y éste se ruborizó como si fuese una muchacha.

—¡Oh, Yáñez! —exclamó, riendo—. ¿Se habrá quedado sin coraza tu corazón?

—¡Ya soy viejo! —respondió el portugués, algo turbado.

—Sin embargo, creo que los ojos de Surama te harán volver a la juventud.

—¡Cuidado! —dijo Tremal-Naik—. Las mujeres de la India son más peligrosas que las blancas. ¿Sabes con qué materiales están formadas según nuestras leyendas?

—Lo que sé es que, por lo general, son muy hermosas y que tienen ojos de fuego —contestó Yáñez.

—Existen ciertas historias muy antiguas que cuentan que cuando Twasthei hizo el mundo se quedó muy perplejo antes de crear a la mujer, y permaneció así durante largo tiempo antes de escoger los elementos necesarios para darle forma. Te advierto que hablo de la mujer india, y no de las demás razas.

—Continúa —dijo Sandokán.

—Cogió la redondez de la luna, la flexibilidad de la serpiente, la elegancia de las plantas trepadoras, las vibraciones de un tallo herbáceo, el color aterciopelado de las rosas y la ligereza de la hoja, la mirada del cabritillo y la loca alegría del rayo de sol, el llanto de la nube, la inconstancia del viento, la timidez de la liebre y la vanidad del pavo real, la dulzura de la miel y la dureza del brillante, la crueldad del tigre y la frialdad de la nieve, el parloteo de la garza y el arrullo de la tórtola.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¿Todavía tomó otros elementos más ese dios indio?

—¡Me parece que ya tenía materiales de sobra! —añadió Sandokán—. Querido Yáñez, no sé si habrás oído que las mujeres indias tienen también algo de la crueldad de los tigres.

—¡Nosotros somos los tigres de Mompracem! —respondió riendo el portugués—. ¿Por qué he de tener yo miedo de una muchacha que tenga un poco de tigre indio?

Soltó una alegre carcajada y, de repente, poniéndose serio, dijo:

—¡Esos vienen siguiéndonos continuamente, Sandokán!

—¿Los grabs? ¡Ya los veo! ¡Veremos si mañana todavía flotan!

—¿Qué es lo que quieres hacer?

—Esta noche lo sabrás —respondió Sandokán con acento amenazador—. Por ahora les dejaremos que nos sigan.

El prao había salido de entre la aglomeración de barcos y barcazas que poblaban el río, y marchaba con bastante rapidez río abajo.

Al caer la tarde y después de haber pasado por delante de la estación de Diamond-Harbour, el Mariana entró en un amplio canal situado entre la orilla y un islote poblado de cosques, que tenía unas cuantas millas de largo.

Aquel era el lugar escogido por Tremal-Naik para desembarcar, pues se encontraba frente al camino que conducía a Khari.

Apenas había sido echada el ancla, cuando hacia la extremidad norte del canal vieron aparecer de improviso los dos grabs.

—¡Ah! —dijo Sandokán, arrugando el entrecejo—. ¿Hasta aquí nos siguen? ¡Perfectamente! ¡Os daré lo que necesitáis! ¡Artilleros, descubrid los cañones, y los demás a sus puestos de combate! ¡Os ofrezco una batalla!

10. Una terrible batalla

Al escuchar la orden del Tigre de Malasia, los marineros, que ya se disponían a echar el ancla y a bajar las velas, interrumpieron bruscamente la maniobra y corrieron a sus puestos, gritando:

—¡A las armas!

Los formidables tigres de Mompracem, aquellos terribles salteadores de los mares de Malasia, que habían hecho temblar incluso al leopardo inglés y que acabaron con el poderío de James Brooke, el famoso rajá de Sarawak, se despertaron de pronto.

La sed de sangre y de exterminio, adormecida desde hacía algunos meses, se les despertó de improviso.

En menos tiempo del que se tarda en decirlo, aquellos cincuenta hombres se colocaron en sus puestos de combate, dispuestos al abordaje; los artilleros, tras de las amuras y sobre la toldilla de cámara, con las carabinas empuñadas, los kriss entre los dientes y los temibles parangs de ancha hoja al alcance de la mano.

Tremal-Naik y Yáñez se aproximaron rápidamente al Tigre de Malasia, que desde la popa vigilaba los movimientos de los grabs.

—¿Se disponen a atacarnos? —preguntó el bengalés.

—Piensan cogemos entre dos fuegos —respondió Sandokán.

—¡Bribones! ¡Se aprovechan de que este sitio se halla siempre desierto para caer sobre nosotros! Diamond Harbour está lejos, y en esta parte del río nunca hay barcos. ¡Por lo visto tienen prisa en suprimimos!

—¡Dejémosles que vengan! —dijo Yáñez con su calma habitual—. Cierto que sus tripulaciones son muy numerosas; pero los hindúes no valen lo que los tigres de Mompracem. Y no te ofendas por mis palabras, Tremal-Naik.

—Conozco el valor de mis compatriotas —contestó el bengalés— y sé que no puede competir con el de los malayos. ¿Qué esperamos, Sandokán?

—Que disparen los grabs primero —contestó el Tigre de Malasia—. Si estuviésemos en el mar, la cosa sería distinta; pero aquí, en el río, en aguas inglesas, no me atrevo. Luego podríamos tener algunas complicaciones con las autoridades, y quizá nos tratasen como a piratas.

—Pero los thugs, mientras, pueden ir tomando posiciones.

—El Mariana maniobra mejor que una chalupa, y en el momento preciso sabremos huir del fuego combinado. Dejémosles venir; estamos dispuestos a recibirlos.

—Y también a echarlos a pique —añadió Yáñez.

—Tienen cañones —dijo el bengalés.

Mirines de poco alcance. Sus proyectiles no harán gran daño al casco de nuestro buque —respondió despectivamente Sandokán—. Ya conocemos esa clase de artillería, ¿verdad, Yáñez?

—¡Son simples juguetes! —contestó el portugués—. ¡Ah! ¿Ves cómo avanzan? ¡Procuran cogernos en el centro!

—Manda echar un anclote a proa —dijo Sandokán— sin cadena; sólo con un cable, el cual cortaremos de un tajo. Procuraremos engañar a esos canallas.

Los dos grabs embocaban ya en el canal y avanzaban lentamente, con parte del velamen amainado bajo las cofas.

Uno de ellos iba casi rozando la playa del islote; el otro se dirigía hacia tierra firme. Por aquella maniobra se comprendía fácilmente que se proponían coger entre dos fuegos al prao, el cual se hallaba en aquel momento en el centro del canal.

En la toldilla de ambas embarcaciones reinaba cierta agitación. En la proa y en la popa de los respectivos barcos se veía ir y venir a los marineros, muy ocupados, como si estuvieran levantando barricadas para defenderse mejor de la artillería enemiga; otros conducían objetos que parecían muy pesados, a juzgar por el número de hombres que había en derredor.

Sandokán, muy tranquilo, como si todo aquello no le importara, vigilaba con mirada atenta los movimientos de los dos barcos, en tanto que Yáñez inspeccionaba las culebrinas y mandaba que preparasen los útiles del abordaje para que todo estuviese dispuesto para abordar al adversario en caso de necesidad.

Apenas oscureció y comenzó a asomar la luna por entre las copas de los árboles que bordeaban las orillas, los grabs, dando unas bordadas, se acercaron hasta unos trescientos pasos del prao, cada uno por un lado, de modo que le cogían en medio.

Casi inmediatamente se oyó una voz que provenía del grab más próximo, que gritaba en inglés:

—¡Rendíos; de lo contrario, os echaremos a pique! Sandokán, que ya tenía en la mano el megáfono, se lo llevó a la boca rápidamente y dijo:

—¿Quiénes sois para hacemos semejante intimación?

—¡Barcos del Gobierno de Bengala! —contestó la primera voz.

—¡Entonces haced el favor de enseñarnos vuestra documentación! —respondió Sandokán con ironía.

—¿No queréis obedecer?

—Por ahora, no.

—¿Me obligaréis a hacer fuego?

—¡Hazlo si quieres!

Al oír esta respuesta, se oyeron gritos enfurecidos procedentes de las cubiertas de ambas naves.

—¡Kali!… ¡Kali!…

Sandokán dejó el megáfono y desenvainó la cimitarra.

—¡Vamos, tigres de Mompracem! —gritó Sandokán—. ¡Cortad la cuerda y abordemos!

Al grito de los thugs replicó la tripulación del Mariana con un grito de guerra más salvaje y más terrible que el de los hindúes.

La cuerda del anclote fue cortada de un solo tajo y el prao volvió a encontrarse libre, dirigiéndose resueltamente contra el grab, que se encontraba junto a la orilla del islote.

De improviso resonó un cañonazo, cuyo estampido retumbó largamente bajo los árboles de la playa de la orilla opuesta.

El grab había abierto el fuego con su pequeño cañón de proa, creyendo, sin duda, sus artilleros, que hendirían con facilidad los costados del prao; pero éste tenía el casco recubierto con planchas metálicas, que resultaban más que suficientes para hacer inútiles aquellas balas tan pequeñas.

—¡Ahora vosotros, tigrecitos! —gritó Sandokán, que se había puesto al timón para guiar el velero.

A esta orden siguió una descarga de carabina. Los piratas, que hasta entonces habían permanecido ocultos tras las amuras, se pusieron en pie y abrieron un fuego violentísimo sobre la cubierta del grab, mientras los artilleros hacían girar con rapidez sobre sus pernos las culebrinas grandes para barrer la cubierta del barco enemigo.

El combate había empezado con gran empuje por ambas partes, y ya habían caído algunos hombres en el grab y en el Mariana; pero muchos más en el primero.

Los piratas, que ya estaban muy acostumbrados a la guerra, disparaban siempre sobre seguro, mientras que los thugs hacían fuego a boleo.

Sandokán, que permanecía impasible ante aquella granizada de balas que golpeaban los costados de su pequeña pero fortísima nave, que agujereaban las velas e imposibilitaban la maniobra, animaba incesantemente a sus hombres.

—¡Apuntad bajo, tigres de Mompracem! ¡Demostremos también a esos hombres cómo se baten los hijos de la salvaje Malasia!

Sin embargo, no había necesidad de animar a aquellos temibles merodeadores de los mares, crecidos entre el humo de la artillería y curtidos en cientos de combates.

Saltaban como tigres, subiéndose en las amuras y trepando por las escalillas para poder apuntar mejor al enemigo, sin inquietarse por los disparos del grab, mientras los artilleros, bajo el mando de Yáñez y por medio de tiros de gran precisión, hacían pedazos la arboladura y el aparejo del velero bengalés.

Apenas se había empeñado la lucha cuando se aproximó al Mariana por detrás el segundo grab, descargándole encima sus cuatro mirines.

—¡Orza a la banda! —gritó Yáñez.

Sandokán procuró virar con un golpe de barra, mientras Tremal-Naik y Kammamuri corrían a babor con un grupo de tiradores para hacer frente al nuevo adversario.

Por medio de una rápida maniobra, el Mariana se lanzó fuera de línea, huyendo del fuego cruzado de ambos barcos; enseguida se puso de través e hizo frente a los dos grabs, disparándoles con las carabinas y los cañones.

La pequeña nave se defendía maravillosamente y escupía hierro y plomo en cantidad más que suficiente para los dos enemigos.

Yáñez, que manejaba una de las culebrinas, había derribado con sus disparos el palo trinquete del primer grab, haciéndolo caer sobre cubierta, y luego hizo una descarga sobre los hombres que intentaban lanzarlo al agua y cortar el cordaje, lanzándoles una andanada de metralla que causó verdaderos estragos entre los thugs.

Sin embargo, la situación del Mariana era bastante crítica, porque los dos veleros bengaleses, aunque estaban ya muy maltratados, se le acercaban por ambos lados para abordarle.

Sandokán procuraba huir del cerco por medio de hábiles maniobras. Por desgracia, el canal tenía poca anchura, y el viento era demasiado débil para intentar dar unas bordadas.

Tremal-Naik se le acercó para aconsejarle acerca de lo que debía hacer.

El animoso bengalés había realizado verdaderos milagros, causando al segundo grab considerables pérdidas, pero no pudo conseguir detenerle en su marcha.

—¡Se nos echan encima y dentro de poco entrarán al abordaje! —dijo a Sandokán, mientras cargaba de nuevo la carabina.

—¡Estaremos dispuestos para recibirlos! —contestó el Tigre de Malasia.

—¡Son cuatro veces más numerosos que nosotros!

—¡Ya verás cómo se baten mis hombres! ¡Sambigliong! ¡A mí!

El malayo, que hacía fuego desde lo alto de la escalilla de babor, se colocó de un salto a su lado.

—¡Toma la rebola! —le dijo Sandokán.

—¿Sobre cuál de los dos, patrón?

—¡Sobre el de babor! ¡Abordaremos nosotros primero!

Enseguida se lanzó a través de la cubierta, gritando con poderosa voz:

—¡Preparaos para el abordaje! ¡A mí, tigres de Mompracem!

Sambigliong, que había colocado a cinco hombres debajo del castillo para la maniobra de la vela de popa, mandó soltar escota para recoger más viento y luego enfiló el prao contra el grab que estaba frente al islote y que era el que estaba más maltrecho, en tanto que Yáñez dirigía el fuego de todas las culebrinas contra el otro barco con objeto de detenerle.

—¡Afuera los parabodas! —gritó Sandokán—. ¡Preparaos para lanzar los grapines!

Mientras algunos hombres echaban por fuera de las bordas las bolas de cuerda trenzada para atenuar el encontronazo y otros cogían los grapines colocados a lo largo de las bandas para lanzarlos a la maniobra enemiga, Sambigliong abordó al grab por babor, metiendo el bauprés por entre el cordaje y las escotillas del palo mayor.

Los thugs, que tripulaban el velero, sorprendidos por un ataque tan audaz, cuando creían que, por el contrario, iban a ser ellos los que abordasen, no pensaron siquiera en evitar el encontronazo, maniobra que, por otra parte, les hubiera resultado difícil de realizar con un solo palo y con el cordaje destrozado.

Cuanto intentaron rehuir el encontronazo, era ya demasiado tarde.

Los tigres de Mompracem, con la agilidad de los monos, llovían por todas partes, lanzándose desde las escotillas, del cordaje y de los penoles y saltando sobre el bauprés.

Sandokán y Tremal-Naik, empuñando la cimitarra con la mano derecha y una pistola con la izquierda, fueron los primeros en lanzarse sobre la cubierta del barco enemigo, mientras Yáñez descargaba andanada tras andanada encima de la otra nave, impidiéndole, de este modo, acudir en ayuda de su compañera.

La invasión de los tigres había sido tan rápida como el rayo, y se apoderaron de la cubierta casi sin hacer uso de las armas.

Los thugs, a pesar de ser mucho más numerosos, se habían dispersado por la toldilla sin casi oponer resistencia; pero al oír los gritos de sus jefes, volvieron enseguida a dar la cara, y después de haberse reunido detrás del palo trinquete, que yacía atravesado sobre la cubierta, cargaron a su vez contra los torwar, aullando como fieras.

Habían renunciado a los lazos, los cuales no podían utilizarse en un combate cuerpo a cuerpo.

El encuentro fue terrible; pero los pesados parangs de los tigres de Mompracem no tardaron en aventajar a las pequeñas y ligeras cimitarras bengalesas.

Empujados por todos lados iban a lanzarse al agua para alcanzar a nado el islote y ponerse a salvo, cuando en el Mariana resonaron los gritos de:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Con una orden breve e instintiva, Sandokán detuvo el empuje de sus hombres.

—¡Al Mariana!

Saltó sobre la amura del grab y de un solo brinco se puso en la toldilla del prao, en tanto que Tremal-Naik con unos cuantos hombres cubría la retirada y rechazaba con eficacia un ataque de los sectarios de la sanguinaria diosa.

Por la escotilla grande del Mariana salía un denso humo, que envolvía las velas y la arboladura.

Tal vez un pedazo de mecha o algún trozo de cuerda encendida por los tiros de las culebrinas, debía de haber caído en la estiba y prendido fuego al depósito de las piezas de recambio de la maniobra.

Sandokán, desentendiéndose de los incesantes disparos del segundo grab, mandó preparar la bomba, y enseguida gritó a Sambigliong, que no había abandonado la rebola:

—¡Al largo! ¡Boga hacia la salida del canal! ¡Todo el mundo a bordo!

En aquel instante, Tremal-Naik y Kammamuri, junto con los hombres que habían cubierto la retirada, saltaban sobre cubierta.

Se cortaron los grapines de abordaje, se orientaron las velas, y el Mariana se separó del grab más próximo, pasando por delante de la proa del otro velero.

Se imponía la retirada, pues los tigres de Mompracem no podían hacer frente a los buques adversarios teniendo fuego a bordo, ya que éste podía alcanzar a la pólvora de la santabárbara.

Con los daños sufridos por el Mariana en el abordaje y demás maniobras habían sido relativamente escasos, pues los tiros de los mirines no habían sido bien dirigidos, podía alejarse sin temor de que le alcanzasen; sobre todo, teniendo en cuenta de que el grab abordado, al haber sido privado del trinquete, casi no podía virar y darle caza.

De un solo golpe de vista, Sandokán se había hecho cargo de la situación, y ordenó a Sambigliong:

—¡Al Diamond-Harbour!

Pensaba y con razón, que allí tendría por lo menos el socorro de los pilotos de la estación, en el caso de un peligro extremo, y que los thugs se guardarían muy bien de seguirle hasta aquel lugar.

El comandante del segundo grab mandó desplegar las velas rápidamente como si hubiese comprendido las intenciones de Sandokán, preparándose para darle caza y acometerle de nuevo antes de que el Mariana pudiera salir del canal.

Había adivinado que la presa se le escapaba.

Volvió a reanudarse el fuego de los mirines, que había sido suspendido durante algunos momentos para no alcanzar al otro velero, que se encontraba en la línea de tiro, y se repitieron las descargas de fusilería, entre los gritos ensordecedores de los thugs.

Cuando Sandokán vio el encarnizamiento del enemigo, a pesar de que casi lo había vencido, lanzó un grito de furor.

—¡Ah! —dijo—. ¿Todavía quieres perseguirme? ¡Esperad un momento! ¡Tremal-Naik!

El bengalés, que se hallaba ocupado en organizar un servicio de cubas, sin preocuparse de las balas que caían como granizo sobre la cubierta, al oír el llamamiento del Tigre de Malasia acudió inmediatamente.

—¿Qué quieres?

—Tú y Kammamuri encargaos de dominar el incendio. Sacad al puente a Surama y a la viuda, porque están encerradas en el camarote. Te doy veinte hombres. Los demás se quedan conmigo.

Después de pronunciar estas palabras se lanzó hacia la popa, adonde había mandado a Yáñez que llevaran las piezas de artillería de proa para contestar al fuego de los mirines.

—¡Hazme sitio, Yáñez! —le dijo—. ¡Desmontaremos esa nave!

—¡No será muy trabajoso ni muy difícil! —contestó el portugués, con su calma habitual—. ¡Aquí hay una batería que va a escaldar los lomos de los thugs! ¡Balas y clavos al mismo tiempo! ¡Los lanzaremos con el hierro!

—Tú encárgate de las culebrinas de babor; yo me ocuparé de las de estribor —dijo Sandokán—. Vosotros cubrid la batería con el fuego de vuestras culebrinas.

Se inclinó sobre una de las culebrinas y miró con atención a la cubierta del velero enemigo, el cual proseguía avanzando como si tuviese la intención de abordar al Mariana.

En la cubierta del prao resonaron dos cañonazos: el portugués y el Tigre de Malasia habían hecho fuego simultáneamente.

El palo del trinquete del barco enemigo, tocado en su parte baja, cerca de la cofa, osciló un momento, y luego cayó con gran estrépito a través de la borda de babor, la cual, a causa del fuerte golpe, se rompió en varios pedazos, llenando la toldilla de astillas y de cordaje y cubriendo así los dos cañoncitos del castillo de proa.

—¡Ahora, metralla! —gritó Sandokán—. ¡Barramos la cubierta!

Otros dos cañonazos siguieron a los primeros. Terribles bramidos, y no de victoria, sino de dolor, se elevaron entre los thugs.

En el grab había cesado el fuego, pero no así a bordo del Mariana.

Sandokán y Yáñez, que eran dos magníficos artilleros, disparaban sin descanso, ora contra el casco, ora enviando una verdadera lluvia de clavos sobre la cubierta, enfilándola de popa a proa. Alternaban las balas con la metralla, y tan rápidamente, que a la tripulación adversaria le era imposible sustraerse al ataque que inmovilizaba la nave.

La maniobra caía destrozadla; las amuras saltaban en pedazos, y las maderas de líos costados se abrían. Cinco minutos después, el palo mayor corría la misma suerte que el trinquete, cayendo también sobre babor, tronchado casi por la base y desequilibrando al buque de tal modo, que quedaba el puente completamente a la vista, y hacia éste dirigían sus disparos los piratas.

La destrucción del grab estaba en su apogeo. Ya no era más que un informe montón de ruinas, sin palos ni velas, lleno de maderas rotas y de muertos. Sin embargo, el Mariana no aminoraba el empuje de su ataque.

Las balas y las descargas de metralla se sucedían, y las carabinas de los tigres diezmaban la tripulación, la cual buscaba, en vano, uní refugio detrás de las amuras que aún quedaban en pie y de los mástiles derribados.

El otro velero hacía grandes esfuerzos para socorrer a su compañero; pero, privado del trinquete como estaba, avanzaba con gran lentitud, y sus cañonazos carecían de eficacia, pues los proyectiles apenas llegaban al lugar hacia el que iban dirigidos.

—¡Vamos! —dijo Sandokán—. ¡Otra andanada, Yáñez, y habremos terminado! ¡Tira con bala y a flor de agua!

En un brevísimo espacio de tiempo, cuatro disparos abrieron otros tantos agujeros en el casco del grab.

El pobre barco, que todavía, se mantenía a flote por un verdadero milagro, se ladeó bruscamente sobre babor, que era donde estaba acumulado el peso de los mástiles y por donde entraba el agua a través de las grietas producidas en el casco, y enseguida se volcó, quedando la quilla al aire.

Los tripulantes se habían lanzado al agua en el último momento, y nadaban desesperadamente. Algunos se dirigían hacia el islote, y otros hacia el segundo velero, el cual se había quedado inmóvil sobre un banco de arena.

—¿Les disparamos? —preguntó Yáñez.

—¡Déjalos que vayan a que los ahorquen en otro sitio! —respondió Sandokán—. ¡Creo que ya tienen bastante! Sambigliong, vuelve a remontar el canal.

Después de pronunciar estas palabras se dirigió hacia la escotilla, en donde un buen número de marineros trabajaban febrilmente para sofocar el fuego, en medio de un espeso humo que continuaba saliendo.

—¿Cómo va eso? —preguntó Sandokán con ansiedad.

—Ya no hay peligro alguno —respondió Tremal-Naik, al oír esta pregunta—. Ya hemos dominado el incendio, y los hombres que hay en la bodega están desocupando el depósito de las velas y del cordaje de recambio.

—He temido por mi Mariana.

—¿Adónde vamos ahora?

—Volveremos a ganar el río y subiremos hasta más allá del islote. Es preferible que no nos presentemos tal como estamos en Diamond-Harbour.

—Los pilotos deben de haber oído el cañoneo.

—Si no son sordos.

—¡Qué paliza les hemos dado a los thugs!

—Durante un rato ya no nos incomodarán.

—¿Y el otro grab?

—Estoy viéndole y no se mueve. Creo que ha embarrancado; además, está tan maltrecho, que no podrá seguirnos hacia el mar —contestó Sandokán—. Desembarcaremos sin que nos molesten, y después enviaremos el prao a Raimatla, sin que nos vayan siguiendo espías de ninguna clase. ¡Les hemos dado una buena! ¡No ha ido mal el negocio!

—¿Podremos ir a Khari de igual forma, aunque desembarquemos más hacia el Sur?

—Sí, a través de los junglares.

—No nos asustaremos por recorrer diez o doce millas a través de los bambúes, aun cuado allí haya tigres.

Y luego, dirigiéndose hacia Sambigliong, añadió:

—¡Sambigliong, sigue remontando, y vira de bordo en el extremo del islote! ¡Volveremos al Hougly!

11. En los junglares

A pesar de que la tripulación era mucho menos numerosa que la de los grabs, aunque sí más preparada y valiente que los bengalíes, el Mariana había salido del encuentro con poco perjuicio, como había dicho el Tigre de Malasia.

Y aunque el cañoneo de los mirines había sido furibundo, no había sufrido daño alguno de importancia que le obligase a ir a un astillero; todas las averías eran fáciles de reparar, pues se reducían a cuerdas rotas, a unos cuantos agujeros en las velas y un peñol astillado.

El blindaje del casco, aunque de poco espesor, había sido suficiente para rechazar las balas de a libra de los cañones de bronce y de cobre.

No obstante, habían resultado muertos siete hombres bajo el fuego de las carabinas, y otros diez habían sido llevados a la enfermería heridos de más o menos gravedad. Pérdidas pequeñas, comparadas con las sufridas por las tripulaciones de las naves enemigas, considerablemente diezmadas por el fuego de las culebrinas, hábilmente dirigidas por Yáñez y sus artilleros.

La victoria había sido completa. El grab que había puesto la quilla al aire terminó por hundirse del todo. El otro quedó reducido a un estado tal, que no le era posible intentar nada; además, había embarrancado.

Los sectarios de la sanguinaria diosa no debían de estar muy satisfechos del éxito de la primera batalla sostenida con los terribles tigres de Mompracem, a quienes pensaban derrotar fácilmente antes de que saliesen del Hougly.

El Mariana, guiado por Sambigliong, un timonel que tenía muy pocos rivales, llegó en unas cuantas bordadas a la extremidad septentrional del islote, y volvió a entrar en el río en el preciso momento en que el segundo grab desaparecía bajo las aguas del canal.

El incendio fue extinguido por completo, y ningún peligro amenazaba ya al prao, el cual podía ahora descender tranquilamente por el río sin temor de que le siguieran.

No obstante, creyendo que tal vez los thugs se hubiesen refugiado en el islote y que podían efectuarles una descarga de carabinas cuando pasasen ante ellos, Sandokán mandó dirigir el Mariana hacia la orilla opuesta.

En aquel lugar, el río Hougly tiene unos dos kilómetros de anchura, y por lo tanto no había peligro de que las balas de los sectarios llegasen hasta el prao.

—¿Dónde vamos a desembarcar? —preguntó Yáñez a Sandokán, que estaba escrutando las orillas.

—Bajaremos por el río una docena de millas —contestó el Tigre de Malasia—. No quiero que los thugs nos vean desembarcar.

—¿Se halla muy lejos el burgo?

—A pocos kilómetros, según me ha dicho Tremal-Naik. Pero nos veremos obligados a atravesar la manigua.

—No será tan complicado como atravesar nuestros bosques vírgenes de Borneo.

—Pero abundan los tigres entre esos gigantescos cañaverales.

—¡Bah! ¡Hace ya mucho tiempo que conocemos a esos señores! Además, ¿no venimos a los Sunderbunds para vérnoslas con ellos?

—Es verdad, Yáñez —contestó sonriendo Sandokán.

—¿Crees que los thugs habrán adivinado nuestros proyectos?

—Tal vez en parte. Sin embargo, no es posible que se hayan imaginado que venimos a desembarcar aquí.

—Probablemente sospecharían que queríamos asaltar su refugio por la parte del Mangal.

—¿Intentarán el desquite?

—Es posible, Yáñez; pero llegarán demasiado tarde. Ya he dado instrucciones a Sambigliong para que no se deje sorprender dentro de los Sunderbunds. Ocultará el prao en el canal Raimatla, desmontará la arboladura y cubrirá el casco con cañas y hierbas, con objeto de que los thugs no se den cuenta de la presencia de nuestros hombres.

—¿Y cómo vamos a ponernos en comunicación con ellos? Podríamos necesitar su ayuda.

—Kammamuri se encargará de venir a buscarnos entre los junglares de los Sunderbunds.

—¿Se queda con Sambigliong?

—Sí; por lo menos hasta que el prao haya llegado a Raimatla. Conoce muy bien aquellos lugares y buscará un buen sitio para esconder nuestro barco. Los thugs han demostrado ser muy listos, y nosotros tenemos que ser más listos todavía. Espero que llegue el día en que pueda ahogarlos a todos dentro de sus subterráneos.

—Recomienda a Sambigliong que no deje de vigilar al manti. Si ese hombre consigue escapar, ya no podremos sorprenderlos.

—¡No temas, Yáñez! —dijo Sandokán—. Habrá siempre un hombre de guardia, día y noche, en su camarote.

—¿Tomamos tierra? —preguntó en aquel momento una voz detrás de ellos—. Ya hemos rebasado la isla y no nos conviene alejamos demasiado del camino que conduce a Khari. Los junglares son muy peligrosos.

—Ya estamos preparados para saltar —contestó Sandokán—. Manda que dispongan una chalupa y vamos a acampar en tierra.

—Tenemos un magnífico refugio para pasar la noche —dijo Tremal-Naik—. Estamos frente a una torre de náufragos. Ahí dentro estaremos muy bien.

—¿Cuántos hombres vamos a llevar con nosotros? —preguntó Yáñez.

—Bastará con los seis que hemos escogido —contestó Sandokán—. Un número mayor podría despertar sospechas en los thugs de Raimangal.

—¿Y Surama?

—Nos seguirá, puede sernos muy útil. El Mariana se puso al pairo a unos doscientos pasos de la orilla.

La chalupa ya había sido echada al agua. Sandokán dio sus últimas instrucciones a Kammamuri y a Sambigliong, recomendándoles sobre todo la mayor prudencia, y enseguida descendió a la chalupa, donde ya se encontraban los seis hombres escogidos que debían acompañarle, junto con Surama y la viuda, a la cual pensaban dejar bajo la custodia de Tremal-Naik.

En dos minutos atravesaron el río y desembarcaron en las márgenes de las inmensas maniguas, a poca distancia de la torre de refugio, cuya escala portátil estaba apoyada en la pared.

Era una torre parecida a la que habían visto Yáñez y Sandokán en la embocadura del río. Estaba construida con madera, de una docena de metros de altura, y con las advertencias que ya hemos indicado, escritas en cuatro idiomas con pintura negra.

Sandokán apoyó la escala sobre una ventana y subió el primero, siguiéndole Surama y la viuda.

No había más que una habitación, en la cual apenas cabrían una docena de personas. Se veían varias hamacas colgadas de las traviesas del techo, y una especie de tosca alacena, en la cual había cierta cantidad de bizcochos, carne salada y varios recipientes de barro.

Seguramente que los náufragos no engordarían demasiado con semejantes provisiones; pero, cuando menos, todo aquel que tuviese la desgracia de ir a para a orillas tan peligrosas y desiertas, no corría el riesgo de morir de hambre en algún tiempo.

En cuanto estuvieron todos dentro, Tremal-Naik mandó retirar la escala, para que los tigres que rondasen por los contornos no se aprovecharan de ella y se encaramasen hasta el refugio.

Las dos mujeres y los jefes se tumbaron en las hamacas; los seis malayos se echaron en el suelo, poniendo las armas al alcance de la mano, a pesar de que no había trazas de peligro inmediato.

Transcurrió la noche tranquilamente, no turbando el profundo silencio de aquellos parajes más que algún que otro aullido de los chacales hambrientos.

Cuando despertaron, el Mariana ya no era visible. A aquella hora debía de haber llegado a la boca del Hougly y estaría costeando las Cabezas de Araca, que se extienden ante los pantanosos terrenos de los Sunderbunds y que sirven de barrera a las grandes oleadas del golfo de Bengala.

Una sola barca, cubierta con un toldillo, remontaba el río muy cerca de la orilla, tripulada por cuatro remeros medio desnudos.

En cambio, en los junglares no se veía un ser humano; sólo revoloteaban muchos pájaros acuáticos, entre ellos infinidad de patos bramines, algún tara y varios colosales nim.

—Esto no es más que el comienzo del delta del Ganges —dijo Tremal-Naik—. Más tarde veréis otras cosas que os darán una idea más exacta de este inmenso pantano, que se extiende entre los dos principales brazos del río sagrado.

—No comprendo por qué los thugs han fijado su residencia en un lugar tan feo. Aquí deben imperar las fiebres todo el año.

—Y el cólera también, que con frecuencia hace enormes estragos entre los molangos. Pero aquí se encuentran más seguros, porque nadie se atrevería a intentar una expedición a través de estos pantanos, que despiden emanaciones mortales.

—Las cuales no nos arredrarán —respondió Sandokán—. Las fiebres ya nos conocen, porque estamos acostumbrados a ellas.

—¿Y contra quién se dirigen los thugs de Suyodhana, si estas tierras están casi despobladas? Kali no debe tener muchos sacrificios humanos —dijo Yáñez.

—Algún molango a quien sorprenda lejos de su aldea —contestó Tremal-Naik— paga por todos.

»Además —prosiguió el hindú—, aunque no encuentran muchas víctimas a quienes estrangular en los Sunderbunds, no creáis que le faltan sacrificios a Kali: los thugs tienen emisarios en todas las provincias septentrionales de la India. Allí donde hay una peregrinación, acuden los sectarios de la diosa, y un buen número de peregrinos no regresa a sus casas. En Raimangal he conocido un thugs que cazaba a lazo a los que se dirigían a las grandes funciones religiosas de Benares, y que ya había estrangulado a setecientas diecisiete personas, y cuando le prendieron, aquel miserable no manifestó más que un pesar; el de no haber podido seguir estrangulando hasta llegar a la cifra de mil personas.

—¡Sería una fiera en forma de hombre! —exclamó Yánez.

—No es posible imaginar los estragos que hasta hace pocos años cometían esos bribones. Basta decir que esos temibles asesinos despoblaron algunas regiones de la India central —dijo Tremal-Naik.

—Pero, ¿qué placer encuentran matando a tanta gente?

—¿Qué placer? Es preciso oír a un thug para hacerse una idea. En una ocasión tuve la oportunidad de interrogar a uno de esos monstruos sobre el particular, y me contestó que era algo así como el placer que se experimenta en la caza, pero aumentado con el incentivo de que se traía de seres humanos con quienes hay que luchar para lo cual, no sólo se requiere tener valor, sino también astucia, prudencia y diplomacia. Esta es la contestación que obtuve de aquel infame, que ya había ofrecido a su divinidad algunos centenares de víctimas. Para los thugs, el asesinato es ley; por lo tanto, matar les produce una alegría sin límites, porque cumplen un deber; asistir a la agonía de una persona a quien han herido, es para ellos una inefable delicia.

—En definitiva, que matar a una criatura inofensiva es un arte —dijo Yáñez—. ¡Creo que no es posible hacer una apología más perfecta del crimen!

—¿Son muy numerosos los sectarios de Kali? —preguntó Sandokán.

—Se calcula que habrá unos cien mil repartidos la mayor parte por los junglares de Sunderbunds, en el Ande y la cuenca del Nerbudda.

—¿Y todos ellos obedecen a Suyodhana?

—Es el jefe supremo reconocido por todos —respondió Tremal-Naik.

—Afortunadamente, los otros están lejos —dijo Yáñez—. Si se reuniesen todos en los Sunderbunds, no nos quedaría más remedio que regresar al Mariana y volvernos a Mompracem.

—En Raimangal no debe de haber muchos, ni creo tampoco que Suyodhana llamase a los de otras regiones, aunque se viera seriamente amenazado. El Gobierno de Bengala los vigila estrechamente, y cuando puede echarles mano, no respeta a ninguno.

—No obstante, no ha realizado grandes esfuerzos para arrojar a los de aquí de sus cavernas de Raimangal —dijo Sandokán.

—Ahora está demasiado ocupado. Ya os he dicho que en la India septentrional acaba de estallar una formidable insurrección, y que hace varios días algunos regimientos de cipayos fusilaron en Merut y en Cawnpore a los oficiales que los mandaba. Tal vez cuando hayan conseguido sofocar la revuelta, se dediquen a perseguir a los thugs de los Sunderbunds.

—Espero que para entonces ya no existan —dijo Sandokán—. No hemos venido hasta aquí para dejárnoslos escapar de entre las manos, ¿verdad, Yáñez?

—¡Enseguida lo veremos! —contestó el portugués—. Marchemos, Sandokán; no me gusta permanecer en este palomar, y además tengo ganas de ver a nuestros elefantes.

Surama y la viuda, que habían encontrado una pequeña provisión de té en el armario de los víveres, prepararon unas cuantas tazas de la aromática hierba.

Las bebieron, y después de colocar de nuevo la escala en su sitio, descendieron a tierra entre las altas plantas que rodeaban la torre.

Delante iban tres hombres armados de parangs, con objeto de ir abriendo paso a través del inextricable laberinto de bambúes y plantas parásitas. La marcha empezó bajo los rayos de un sol muy ardiente. Quien no haya visto las maniguas de los Sunderbunds, no puede formarse una idea de su aspecto desolador.

Un desierto privado del más pequeño arbusto, es menos triste que aquellas llanuras fangosas cubiertas de una vegetación, realmente muy espesa, pero que no tiene nada de alegre ni de pintoresco. Las plantas tienen un color indefinido; como el de algo sin vida de la que sólo emanan gérmenes infectos, mortales.

Todas las plantas son allí muy elevadas, y se desarrollan con prodigiosa rapidez, porque el terreno es muy fértil; pero, como hemos dicho, están enfermas y tienen un no sé qué de infinitamente triste, que impresiona al que se atreve a meterse en aquel caos vegetal.

El terrible cólera morbo que casi todos los años hace estragos en algunos pueblos del mundo, tiene allí su asiento. La lucha entre el agua que constantemente invade tales lugares y el calor solar que la absorbe rápidamente, es una batalla secular que desarrolla gérmenes de infección y miasmas mortales, que nacen favorecidos por aquella vegetación de extraordinaria riqueza. De esta forma se desarrolla el terrible mal asiático.

Los microbios se propagan con asombrosa rapidez bajo tales plantas, y no esperan sino a los peregrinos indios para extenderse por Asia, por África y por Europa.

Tal es la atmósfera que respiran los desgraciados molangos en sus míseras aldeas, ahogados entre aquellas cañas inmensas; no obstante, son muy pocos los que mueren del cólera; en cambio, el europeo que no esté aclimatado, sucumbe en pocas horas.

Es el aliado de los thugs y vale más que todas las fortalezas y todas las barreras para tener siempre alejadas a las tropas del Gobierno de Bengala.

Pero no es tan sólo el cólera el que se encuentra a gusto en aquellos pantanos: también se hallan a su placer las serpientes y los tigres, los rinocerontes y los cocodrilos, que se propagan de un modo sorprendente.

Sí; los Sunderbunds son tristes, pero son el paraíso de los cazadores, ya que se encuentran allí los animales más terribles de la India. Sin embargo, viven seguros, a pesar de que los oficiales ingleses, que son cazadores empedernidos, no se atreven a internarse por aquel mar de vegetación, porque no ignoran que la más breve estancia en los pantanos puede serles fatal.

El europeo no puede hacer frente a los miasmas de los Sunderbunds; bajo la sombra de los cálamos y de las cañas, le acecha la muerte.

Si logra escapar de la garra de los tigres, de la venenosa mordedura de la serpiente de anteojos o de cascabel, de la del minuto o de los dientes de los cocodrilos, cae infaliblemente bajo los microbios del cólera.

El pequeño pero valiente grupo, marchaba guiado por Tremal-Naik, lentamente aunque sin detenerse, por entre el intrincado junglar, abriéndose paso a golpes de parang y de kampilang, pues no habían encontrado la menor traza de sendero desde que salieran de la torre de refugio.

Los malayos, acostumbrados al rudo manejo de los parangs y dotados de una resistencia y un vigor extraordinarios, cortaban sin descanso insensibles a los ardores del sol.

Mientras ellos derribaban a fuerza de golpes las enormes cañas, que parecía como si quisiesen ahogarlos, y las tumbaban a derecha e izquierda para dejar paso a las dos mujeres y a sus jefes, éstos vigilaban atentamente la espesura, pues no hubiera sido extraño que, de improviso, apareciera algún tigre.

En los pocos pasos que con tanta dificultad habían recorrido, ya habían percibido por dos veces el olor característico que despiden esas peligrosas fieras, pero no se había dejado ver ninguna, tal vez asustada por el número de personas y por el brillo de los cañones de las carabinas, pues esos sanguinarios carnívoros ha aprendido a temer las armas de fuego.

Si aquel grupo hubiera estado formado por desgraciados molangos armados de cuchillos o con alguna lanza, quizá no habrían vacilado en acometerlos para llevarse alguno.

Cada vez se hacía más espesa la vegetación, poniendo a prueba la paciencia y la habilidad de los malayos, aun cuando ya habían tenido sobradas ocasiones de saber lo que eran las maniguas.

Se sucedían sin interrupción las cañas, altísimas y apretadas, y solamente se interrumpía el cañaveral para dejar paso a enormes masas de cálamos, plantas parásitas de una resistencia increíble, y a charcos de agua amarillenta y corrompida, que obligaban a los caminantes a dar enormes rodeos.

Por entre aquella espesura hacía un calor sofocante, por lo cual todos sudaban a chorro, y muy especialmente Yáñez, que por su condición de europeo, resistía menos que los demás los ardientes rayos del sol.

—¡Prefiero nuestros bosques vírgenes de Borneo! —decía el pobre portugués, que parecía estar sumergido en un baño de vapor, a juzgar por lo mojadas que estaban sus ropas—. ¡Tengo la impresión de hallarme dentro de un homo! ¿Va a durar mucho esto? ¡Ya empiezo a estar harto de los junglares bengaleses!

—No tardaremos menos de diez o doce horas —respondió Tremal-Naik, que parecía encontrarse en su ambiente entre aquellas vegetaciones y aquellos pantanos.

—Pues llegaré a tu bungalow en un estado lamentable. ¡Vaya sitio que han escogido los thugs! ¡Que el demonio se los lleve! ¿No podían haber buscado otro escondrijo mejor?

—Eso no es posible, mi querido Yáñez; porque aquí se encuentran completamente seguros. Fieras y cólera, pantanos y fiebres que hacen desaparecer a un hombre en pocas horas, ¿qué mejores guardianes? ¡Han sido muy listos al establecerse aquí!

—¿Y tendremos que andar vagando por estos junglares durante semanas enteras? ¡Bonita perspectiva!

—Los elefantes son muy altos, y en cuanto subas a uno de ellos verás como no te falta aire para respirar. ¡Ah…!

—¿Qué pasa? —preguntó Yáñez, echando mano a la carabina que llevaba al hombro.

Los malayos que iban delante se detuvieron; estaban agachados y escuchaban con gran atención.

Ante ellos se abría una especie de sendero, lo suficientemente ancho como para dejar paso a tres o cuatro personas de frente; y parecía recién abierto, porque las cañas caídas a ambos lados tenían todavía las hojas verdes.

Sandokán, que iba escoltando a la viuda y a Surama, se acercó al grupo.

—¿Es un camino? —preguntó.

—Acaba de abrirlo ahora mismo algún animal muy grande, que debe marchar delante de nosotros —respondió uno de los malayos—. Ha debido de pasar por aquí hace muy pocos minutos.

Tremal-Naik se inclinó sobre la tierra, en la cual se veían unas grandes pisadas.

—Es un rinoceronte el que nos precede —dijo—. Ha oído los golpes de los parangs y ha huido. Debía de estar en un momento de buen humor, pues de lo contrario nos hubiera acometido furiosamente.

—¿Hacia dónde se dirigirá ahora? —preguntó Sandokán.

—Hacia el Noroeste —contestó uno de los malayos, que llevaba una brújula de bolsillo.

—Es precisamente nuestra misma dirección —dijo Tremal-Naik—. Ya que va abriéndonos el camino, sigámosle; nos ahorrará trabajo. No obstante, llevad las carabinas preparadas, pues pudiera volver hacia atrás y echarse encima de nosotros.

—Y nosotros le recibiríamos con todos los honores —replicó Sandokán—. Las mujeres que vayan detrás, y nosotros en cabeza. ¡Daremos comienzo a nuestra partida de caza!

12. La acometida del rinoceronte

El peligrosísimo paquidermo había abandonado su lugar de reposo donde se habría detenido, probablemente, para resguardarse de los rayos del sol, los cuales son capaces, en pocos minutos, de levantar ampollas en la piel.

Advirtiendo la proximidad de seres humanos, por el ruido que hacían los parangs al cortar las cañas, se había alejado sin hacer ruido antes de que llegase a donde él estaba.

Como muy bien había dicho Tremal-Naik, el enorme animal debía de hallarse aquel momento de muy buen humor para que, a pesar de que aquella bestia encarna y representa todo cuanto la fuerza material pueda tener de más violento, brutal e irreflexivo, hubiese dejado el paso libre.

Conocedor de su propia fuerza, realmente prodigiosa, de su extremada agilidad y del arma que posee, con la cual es capaz de herir sin la menor dificultad incluso a un elefante, casi nunca esquiva la lucha. Ataca a hombres y animales con furor ciego, y nada puede resistir su terrible acometida, en cuanto se ha lanzado al ataque. Además, su durísima piel le protege contra las balas y su única parte vulnerable es el cerebro; pero es preciso herirle en uno de los ojos, lo cual no es demasiado fácil.

A pesar de todo esto y sin temor a que volviera sobre sus pasos para saber quiénes eran los que le habían sacado de su reposo, Sandokán se había lanzado resueltamente por el sendero, seguido muy de cerca por Yáñez y Tremal-Naik.

Aquella abertura, hecha a través del inmenso junglar por el cuerpo del rinoceronte, y que se prolongaba siempre hacia el Nordeste, es decir, en dirección a Khari, ahorraba a los malayos un durísimo trabajo y les hacía ganar tiempo.

Los tres hombres que iban delante caminaban con precaución, con el dedo puesto en el gatillo de las respectivas carabinas, y deteniéndose de vez en cuando para escuchar.

No se oía rumor alguno, señal evidente de que la fiera les llevaba ya mucha delantera y de que continuaba alejándose.

—¡Es muy amable! —dijo Yáñez—. Hace de batidor y deja respirar a nuestros hombres. Debería continuar hasta la puerta de tu bungalow, amigo Tremal-Naik.

—¿Y que entre también en las caballerizas? —contestó riendo el bengalí.

—El caso es que sigue avanzando en buena dirección.

—Veremos hasta cuándo —intervino Sandokán—. Temo que acabe por terminársele la paciencia al verse seguido, y que se revuelva para atacarnos.

—Si cambia de humor vendrá a echársenos encima.

Continuaron caminando, seguidos a unos cincuenta pasos por los malayos que escoltaban a Surama y a la viuda, hasta que al cabo de unos setecientos u ochocientos metros vieron que los bambúes comenzaban a ser menos espesos, oyéndose un gran ruido, que parecía producido por una gran bandada de aves acuáticas que se chapuzaran en algún estanque.

—Me parece que vamos a desembocar en un descampado —dijo Sandokán—. ¡Me vendría muy bien una bocanada de aire!

—¡Despacio! —dijo Tremal-Naik—. ¡Atención al rinoceronte!

—Todavía no se oye nada.

—Puede haberse detenido. Yáñez, haz una señal a los malayos de la escolta. Los kampilangs y los parangs son armas muy buenas para cortar los tendones de esas fieras.

Apenas el portugués había advertido a los tres hombres para que se le acercasen, cuando de improviso se encontraron en un descampado, en medio del cual se ensanchaba un estanque de agua amarillenta lleno de cañas y de hojas de loto.

En la orilla opuesta se veían unas ruinas; trozos de columnas, arcadas, pedazos de muros derruidos, restos todos, probablemente, de alguna antiquísima pagoda.

Sandokán dirigió una rápida mirada en derredor del estanque y retrocedió inmediatamente, escondiéndose entre los bambúes.

—¡Allí está ese animal! —dijo—. ¡Me parece que está esperándonos para acometernos!

—¡Veamos primero cómo es ese animalito! —dijo Yáñez.

Se echó al suelo y se deslizó por entre las cañas, hasta llegar a las lindes del junglar.

Allá estaba el coloso, parado en la orilla del estanque, con las patas medio hundidas en el fango y la cabeza baja, presentando horizontalmente su terrible cuerno.

Era uno de los mayores ejemplares de su especie, porque medía cerca de cuatro metros de largo y parecía tan grueso como un hipopótamo.

Metido dentro de su gruesísima piel como dentro de una armadura, impenetrable para las balas que entonces se usaban, y con la feísima cabeza, corta y casi triangular, hundida entre los deformes y hundidos omóplatos, parecía esperar la aparición de los cazadores para poner en actividad su agudo cuerno, el cual tenía cerca de un metro de longitud.

—¡Está muy feo en esa actitud! —dijo Yáñez a Tremal-Naik, que se le había acercado—. ¿Cuánto apostamos a que no quiere dejamos libre el paso?

—No se irá fácilmente —contestó el bengalí—. Esos animales son muy testarudos.

—Podemos dispararle desde aquí. Con seis balas puede tumbársele.

—¡Hum! ¡Lo dudo!

—Pues Sandokán y yo hemos matado a más de uno en los bosques de Borneo. Aunque es verdad que aquéllos no eran tan enormes.

—Cuando está parado es difícil herirle mortalmente.

—¿Por qué?

—Porque, parado, los pliegues de su gruesa piel están apretados unos sobre otros e impiden que las balas penetren profundamente. En cambio, cuando está en marcha, los pliegues se separan y dejan al descubierto los tejidos más blandos; entonces hay más probabilidades de tocarles en la carne viva.

—Pues dejémosle que le maten en otra parte y procuremos dar la vuelta al estanque.

—Eso es lo que quería proponeros. Por lo menos, veamos si podemos llegar hasta las ruinas de esa pagoda. Detrás de las columnas y de las paredes estaremos resguardados de los ataques de ese gran animal, y tiraremos sobre él cómodamente.

—Pero para ello es preciso que no se dé cuenta de nuestra maniobra.

—Mientras no nos vea no se moverá; ya lo verás —contestó Tremal-Naik.

Volvieron a donde estaba Sandokán, el cual, a su vez, consultaba a sus malayos acerca de lo que debía hacerse, porque no quería exponer a las dos mujeres a una acometida del rinoceronte.

Todos aprobaron la proposición de Tremal-Naik, pues como aquella parte de la orilla estaba llena de pedruscos, cascotes y enormes bloques de piedra, la fiera no podría moverse con facilidad, ni desplegar su habilidad y su violencia.

Después de que se hubieron convencido de que el animal no cambiaría de posición, se metieron por entre las cañas, procurando apartarlas sin hacer ruido, y rodearon el estanque.

No distaban de las ruinas más que cien pasos, cuando oyeron un sonido tan agudo como una nota de trompa, seguido de un galope pesado que hacía retemblar la tierra.

El paquidermo se lanzaba hacia el junglar, suponiendo que allí se escondían sus enemigos.

Yáñez cogió a Surama por la espalda, gritando:

—¡A la carrera! ¡Nos ataca por la espalda!

El rinoceronte, al oír aquellas palabras, gritadas con tan poca oportunidad, en lugar de precipitarse sobre el sendero que él mismo había abierto, dio una vuelta brusca y saltó hacia donde veía oscilar los bambúes.

Parecía un tren lanzado a toda máquina a través del junglar.

Delante de la fiera caían las enormes cañas, rotas como si fuesen simples tallos, y con el cuerno arrancaba las intrincadas masas de cálamos.

Las dos mujeres y los piratas habían echado a correr desesperadamente.

En pocos segundos llegaron hasta las ruinas, poniéndose a salvo detrás de las columnas y de los enormes bloques de granito.

En aquel momento desembocaba el rinoceronte por entre las cañas y avanzaba con la cabeza casi rozando el suelo y con el cuerno tendido horizontalmente.

Yáñez y Sandokán, que se habían refugiado sobre un pequeño muro que en su tiempo debería haber formado parte del recinto exterior de la pagoda, al verle delante hicieron fuego casi simultáneamente, y poco menos que a quemarropa.

El coloso, herido en algún pliegue, se encabritó como un caballo que recibe un espolazo, y enseguida volvió a la carga contra el muro, el cual ya resquebrajado por los siglos, no pudo resistir aquel poderoso encontronazo.

Los pedruscos se desmoronaron de golpe, y los dos piratas cayeron rodando por el suelo.

Tremal-Naik, que estaba sobre un enorme bloque de piedra con Surama y la viuda, lanzó un grito de terror, creyéndolos perdidos; un terrible mugido respondió a aquel grito.

El rinoceronte había caído al suelo agitando las macizas zarpas traseras, de cuyos tendones cortados salían ríos de sangre.

—¡Ya es nuestro! —gritó una voz.

Casi al mismo tiempo, uno de los malayos, empuñando el parang ensangrentado, saltaba entre las ruinas del muro, acudiendo en ayuda del Tigre de Malasia y del portugués.

Cuando aquel hombre valeroso vio el peligro que corrían sus jefes, acometió por detrás al rinoceronte, y con la pesada arma le cortó de un golpe los tendones de las patas traseras, produciéndole unas heridas de las que había de sucumbir muy pronto.

En efecto: el animal cayó, lanzando un espantoso bramido, pero pronto volvió a levantarse. No obstante, aquel momento había sido suficiente para que Sandokán, Yáñez y el malayo, se pusieran a salvo sobre una piedra colosal.

Mientras tanto, sus compañeros habían hecho fuego.

La gran fiera, herida en varias partes y con las patas medio rotas, dio dos o tres vueltas sobre sí misma, como si estuviese loca, mientras berreaba ensordecedoramente, y enseguida se lanzó al estanque de un salto, dejando tras de sí dos regueros de sangre.

Buscaba, en la frescura de las aguas, un alivio a sus heridas.

Se estuvo agitando durante varios minutos, mientras se elevaban del estanque verdaderas oleadas rojizas; después, intentó volver hacia la orilla, pero le fallaron sus fuerzas.

Se le vio levantarse por última vez sobre las mutiladas patas, y caer de nuevo entre un grupo de cañas, lanzando un ronco bramido.

Aún sacudieron los espasmos de la agonía aquel enorme cuerpo, hasta que quedó rígido y se fue hundiendo poco a poco en el fango del estanque.

—¡Ha exhalado el último suspiro! —dijo Yáñez—. ¡Bah! ¡Pobre animal! Estas fieras son más temibles que los tigres —añadió luego, mirando la enorme mole del rinoceronte, que iba desapareciendo poco a poco bajo las aguas—. ¡Derribó la muralla como si fuese de cartón! ¡Sin esos dos tajos, no sé cómo nos hubiésemos arreglado!

—Tu malayo le dio el corte llamado del elefante, ¿verdad? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí —contestó Sandokán—. En nuestro país se mata a los paquidermos cortándoles los tendones de las patas traseras. Es un sistema muy seguro, y menos peligroso que otro cualquiera.

—¡Será una lástima perder el cuerno!

—¿Quieres poseerlo? El cuerpo del animal ya no se hunde más, y la cabeza está fuera del agua.

—¡Es un soberbio trofeo de caza!

—Nuestros hombres se encargarán de ir a cortarlo. Acampemos aquí un par de horas y comamos. Hace demasiado calor para volver a emprender la marcha.

Cerca de la semiderruida pagoda había unos cuantos tamarindos que ofrecían una sombra muy agradable, y hacia allí se dirigieron para comer.

Los malayos sacaron los víveres de los morrales; consistían en bizcochos, carne en conserva y plátanos, cogidos en la orilla del río cuando salieron de la torre de los náufragos.

El lugar era bastante pintoresco, y la atmósfera menos sofocante que en el junglar, a pesar de que el sol lanzaba sobre el estanque una verdadera lluvia de fuego, que producía una evaporación muy intensa.

En el cercano cañaveral reinaba un profundo silencio. Hasta los pájaros acuáticos, eternos charlatanes, estaban en silencio y parecían amodorrados por aquel intenso calor.

Tan sólo un enorme arhgilak, casi tan grande como un hombre, paseaba por la orilla del agua, agitando de vez en cuando sus blancas alas ribeteadas de negro y luciendo su cabeza calva y roñosa, en la cual se veían sus dos ojillos redondos y rojos y su descomunal pico de forma de embudo.

Una vez hubieran comido, Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik se dirigieron hacia la pagoda, mirando con gran curiosidad las columnas y los muros, en donde se percibían aún varios trozos de inscripciones en lengua sánscrita y fragmentos de estatuas que representaban elefantes, tortugas y animales fantásticos.

—¿Habrá pertenecido a los thugs esta pagoda? —preguntó Yáñez, al ver en lo alto de una columna una figura que, más o menos, se parecía a la de la diosa Kali.

—No —contestó Tremal-Naik—. Ha debido de estar dedicada a Visnú: en todas las columnas está esculpida la figura de un enano.

—¿Ese dios era enano?

—Se hizo enano en su quinta encarnación, con objeto de castigar el orgullo del gigante Bely, que había vencido y arrojado a los dioses de Sargón, o sea del Paraíso.

—Vuestro Visnú es un dios famosísimo.

—El más venerado después de Brahma.

—¿Y cómo se las compuso para vencer a un gigante? —preguntó riendo Sandokán.

—Por medio de la astucia. Visnú se había propuesto expurgar el mundo de los seres malvados y orgullosos que atormentaban la Humanidad. Después de haber vencido a otros muchos, pensó también en domar el orgullo de Bely, que disponía del Cielo y de la Tierra a su antojo, y se presentó ante él bajo el aspecto de un bramin enano.

»En aquel momento, el gigante estaba haciendo un sacrificio. Visnú se dirigió a él y le pidió tres pasos de terreno, pues quería construirse una cabaña.

»Bely, señor del mundo entero, se burló de la aparente imbecilidad del enano, y le contestó que no debía limitarse a pedirle algo tan insignificante. Sin embargo, Visnú insistió en su petición, diciendo que a un ser tan pequeño como él, le bastaban los tres pasos de superficie.

»El gigante dijo que se los concedería, y para confirmárselo, le vertió agua en las manos. Pero he aquí que de repente Visnú empieza a crecer hasta adquirir una estatura tan grande, que con su cuerpo llenó el Universo entero; con un solo paso recorrió la Tierra, y con otro el Cielo, y para poder dar el tercero intimó al gigante para que cumpliera la promesa que le había hecho de darle el espacio de los tres pasos que le había pedido.

»El gigante reconoció enseguida a Visnú y le ofreció su propia cabeza; pero satisfecho el dios con aquel acto de sumisión, le envió a gobernar el Pandolou, permitiéndole que pudiese venir a la Tierra todos los años en el día del plenilunio de noviembre.

—¡Quién sabe las heroicidades que habrá realizado en sus demás encarnaciones! —dijo Yáñez.

—En esos antiquísimos tiempos, los dioses de la India eran dioses valientes. Claro que también podían transmutarse a su antojo, ya en enanos, ya en gigantes.

—Y también en animales —añadió Tremal-Naik—. Según nuestros libros sagrados, la primera encarnación de Visnú fue en pez para salvar del diluvio al rey de Sattiaviradem y a su mujer.

—¡Ah! ¿También vosotros recordáis el diluvio?

—Las letras sagradas indias nos hablan de él. En la segunda encarnación se transformó en tortuga, para sacar a flote del mar la montaña Mondraguiri, con objeto de extraer de ella el amurdon, o sea el licor de la inmortalidad; en la tercera se hizo jabalí, para abrir el vientre al gigante Ereniasciageen, que se divertía en destrozar el mundo; en la cuarta se transformó en un ser que era medio hombre y medio león, para derribar al gigante Erecniano y beber su sangre; en las demás encarnaciones, hasta la novena, fue siempre hombre.

—¿Es decir, que ese dios se ha transformado nueve veces? —dijo Sandokán.

—Y en la décima encamación, que realizará al terminar la época actual, aparecerá bajo la forma de un caballo, con un sable en una pata y un escudo en la otra.

—¿Y qué es lo que va a venir a hacer? —preguntó Yáñez.

—Nuestros sacerdotes dicen que descenderá a la Tierra para matar a todos los malvados. Entonces se oscurecerán el sol y la luna, temblará el Universo, caerán las estrellas y la gran serpiente que duerme en el mar de leche vomitará tanto fuego, que abrasará todo el globo terráqueo, juntamente con las criaturas que lo habitan.

—Para entonces espero que no viviremos ninguno de nosotros —dijo Yáñez.

—¿Tú crees en la venida de ese caballo terrible? —preguntó Sandokán al bengalí con acento de broma.

Tremal-Naik sonrió sin contestar a la pregunta, y se dirigió hacia el estanque, en donde los malayos estaban ya partiendo el hocico del rinoceronte para extraerle el cuerno.

Por fin, a fuerza de golpes de parangs lograron cortarlo.

Aquel cuerno medía un metro veinte centímetros, y terminaba en una punta casi aguda, debido al continuo roce a que los rinocerontes someten su formidable defensa; pues no sólo se sirven de él como arma defensiva, sino que también lo emplean para socavar la tierra y poner al descubierto determinadas raíces a las cuales son muy aficionados, y que constituyen su principal alimento.

Los cuernos del rinoceronte no están formados por una sustancia ósea como los de los renos, ciervos, etcétera, sino por fibras adheridas unas a otras, o mejor, por pelos aglutinados de materia córnea, susceptible, sin embargo, de recibir un hermoso pulimento, siendo tan resistentes, que desafían al marfil.

A las cuatro de la tarde, cuando el calor había aflojado un poco, el grupo se alejó del estanque y volvió lucha contra los bambúes y los cálamos.

No obstante, ésta no duró mucho, porque, una o dos horas más tarde, llegaban por fin al sendero que va de Khari a las orillas del Ganges.

A partir de entonces avanzaron rápidamente, y al ponerse el sol, Tremal-Naik llegaba con sus compañeros a la entrada del recinto de su bungalow.

13. El devorador de hombres

Khari es uno de los pocos burgos que subsisten todavía en los junglares de los Sunderbunds, resistiendo tenazmente a las acometidas del cólera y de las fiebres malignas, así como la de los tigres y panteras, solamente por la riqueza y prodigiosa fertilidad de sus arrozales, que producen el benafuh en gran cantidad, una especie de arroz muy fina, de grano muy largo y blanco, que al cocerse exhala un delicioso perfume.

Khari no es más que un poblado de cabañas, cuyas paredes están hechas de limo secado al sol, y cuyos techos están formados de hojas de cocotero.

En todo el poblado no existen más de tres o cuatro bungalows de apariencia pobre, que nunca están habitados por sus propietarios por temor a las fieras.

El de Tremal-Naik tampoco tenía la bonita apariencia de los bungalows de Calcuta. Era una vivienda antigua de una sola planta, con el tejado acabado en punta y un barandal alrededor. Lo había hecho construir el capitán Corishant durante la cruda guerra que hizo a los thugs de Suyodhana, con objeto de estar más cerca de los Sunderbunds.

Dentro del recinto, dos enormes elefantes cuidados por sus respectivos cornacs, comían sus correspondientes raciones de la noche, interrumpiendo de vez en cuando la ingerencia de las grandes cantidades de vegetales para lanzar unos berridos que hacían temblar los muros de la vivienda.

Eran de diversa especie, pues en la India hay dos razas de elefantes muy distintas entre sí; los que pertenecen a la comareah tienen el cuerpo muy macizo, las patas cortas y la trompa larga, y poseen una fuerza muscular extraordinaria. En cambio, los llamados merghee son más altos, más esbeltos, de trompa menos gruesa, patas menos macizas y su paso es más rápido. Aun cuando inferiores a los primeros en robustez y fuerza, son más apreciados por su velocidad.

—¡Qué magníficos animales! —exclamaron Yáñez y Sandokán deteniéndose en el patio, en tanto que los paquidermos, obedeciendo a una voz de sus conductores, saludaban a los recién llegados levantando la trompa y sosteniéndola en alto.

—¡Hermosísimos y fuertes! —dijo Tremal-Naik, que los miraba con ojos de entendido—. ¡Darán quehacer a los tigres de los Sunderbunds!

—¿Marcharemos mañana sobre esos animales? —preguntó Yáñez.

—Sí, si no hay inconvenientes —respondió el bengalí—. Ya debe estar todo dispuesto para comenzar la cacería.

—¿Podremos ir todos en el houdag?

—Nosotros, con Surama, iremos en uno; los malayos en el otro. «Darma» y «Punty» irán a pie.

—¡«Darma»! —exclamaron Sandokán y Yáñez—. ¿Está aquí tu tigre?

En vez de responder, Tremal-Naik emitió un largo silbido.

Un hermoso tigre real saltó con la ligereza de un gato desde el barandal al patio, y fue corriendo a frotarse el hocico en las piernas del bengalí.

Yáñez y Sandokán, a pesar de que ya habían oído hablar en varias ocasiones de la docilidad de aquella fiera, retrocedieron instintivamente, y los malayos se pusieron a salvo detrás de los elefantes, desenvainando sus parangs y kampilangs.

Al mismo tiempo, un perro completamente negro y tan alto como una pantera, que llevaba un collar erizado de agudas puntas, salió corriendo de debajo de un cobertizo, y empezó a dar saltos alrededor de su amo, ladrando alegremente.

—¡Aquí están mis amigos del junglar negro! —dijo Tremal-Naik, acariciando a uno y a otro— y serán también vuestros amigos. No temas, Sandokán, ni tú, Yáñez. Saluda a los héroes de Mompracem, «Darma». ¡Son tigres también!

La fiera miró a su amo, que le señalaba a Yáñez y a Sandokán; y luego se acercó a los dos piratas, meneando suavemente la cola. Dio dos o tres vueltas en torno a ellos olfateándolos repetidas veces, y se dejó acariciar manifestando su satisfacción con un prolongado runruneo.

—¡Es soberbio! —dijo Sandokán—. ¡No recuerdo haber visto ninguno tan hermoso ni tan grande!

—Y además es muy cariñoso —respondió Tremal-Naik—. Es como si fuera el propio «Punty».

—Tienes dos guardianes que probablemente no dejarán acercarse a los thugs.

—Ya los conocen y saben lo que valen. En los subterráneos de Raimangal ya han experimentado las garras de uno y los dientes de acero del otro.

—¿Y se quieren los dos? —preguntó Yáñez.

—Mucho; siempre duermen juntos —contestó Tremal-Naik—. ¡Vamos, vamos a cenar! ¡Mis criados han preparado la mesa!

Los introdujo en un saloncito de la planta baja, modestamente amueblado con sillas de bambú y varias aspas de acojú, sobre las cuales estaba tensa una tela ligera que hacía girar un muchacho para sostener de continuo la renovación del aire.

Tremal-Naik, que desde hacía tiempo había adoptado las costumbres inglesas, mandó disponer carne, legumbres, cerveza y frutas.

Comieron en poco rato, y enseguida cada uno se fue a su habitación a descansar, dando las órdenes oportunas a los cornacs para que todo estuviera dispuesto para salir a las cuatro de la mañana.

«Punty» fue el que dio el toque de diana con sus ladridos ensordecedores.

Después de beber varias tazas de té, Sandokán y Yáñez bajaron al patio llevando sus carabinas. Tremal-Naik ya estaba allí con la joven bailarina que debía de acompañarles y junto con los seis malayos.

Los elefantes llevaban ya puestas las albardas, y no esperaban más que la señal de sus respectivos conductores para ponerse en marcha.

—¡Vamos a cazar! —dijo alegremente Sandokán, trepando por la escala de cuerda y colocándose en el houdah—. ¡Antes de que se haga de noche espero tener ya la piel de alguna fiera!

—Quizá antes —dijo Tremal-Naik, que ya había subido también seguido de Yáñez y de Surama—. Un hombre de la aldea se ha ofrecido a guiamos a un lugar donde, desde hace tres semanas se esconde un admikanevalla.

—¿Qué es eso?

—Un tigre que prefiere la carne humana a la de los otros animales. Ya ha sorprendido y devorado a dos mujeres de la aldea, y el otro día quiso acometer a un muchacho que, por fortuna, pudo escapar con sólo unos rasguños. Él es quien nos guía.

—¿Entonces tenemos que habérnoslas con un tigre astuto? —preguntó Yáñez.

—Y que no se dejará cazar fácilmente —respondió Tremal-Naik—. Los admikanevallas son, por lo general, tigres viejos y, como ya no tienen la agilidad necesaria para cazar a los listísimos nilgó, ni para hacer frente a los búfalos de los junglares, se dirigen contra las mujeres y los niños. Pondrá en juego su astucia e intentará todas sus artimañas para evitar la lucha, sabiendo que no ha de ganar nada. «Punty» lo encontrará.

—Y «Darma», ¿cómo se porta con sus semejantes?

—Se limita a mirarlos; pero nunca le he visto tomar parte en la lucha. No le agrada la compañía de los tigres libres, y creo que los considera como si pertenecieran a una raza distinta.

—Ahí está el guía delante de los elefantes. Un pobre molango, casi tan negro como un africano, pequeño y además muy feo, que temblaba a impulsos de la fiebre y que cubría parte de su cuerpo con un simple tanguts, apareció junto a la puerta armado de una pica.

—Sube, y ponte delante de nosotros —le dijo Tremal-Naik.

El hindú, con la agilidad de una ardilla, trepó por la escala de cuerda y se acurrucó sobre el enorme dorso del elefante.

Los cornacs que iban montados a horcajadas y con las piernas escondidas detrás de las enormes orejas de los paquidermos, empuñaron unas picas cortas que tenían la punta aguzada y curva, y dieron un grito.

Ambos animales contestaron a la voz de mando con un berrido ensordecedor y se pusieron en marcha, precedidos por «Punty» y seguidos por «Darma», al cual no parecía agradarle demasiado la compañía de los dos elefantes.

Atravesaron la todavía desierta aldea, y al cabo de un cuarto de hora los paquidermos llegaron a las márgenes del junglar, metiéndose por entre las gigantescas cañas y las altísimas hierbas.

Iban a buen paso y nunca dudaban acerca de la dirección que debían tomar. Bastaba una ligera presión de los pies de los cornacs y un simple silbido para que torcieran a derecha o izquierda.

No obstante, avanzaban con cierta precaución, rompiendo con la trompa las cañas altas y tanteando el piso húmedo y fangoso, en el cual podría haber algún hoyo en el que se hundiesen y del cual no podrían salir.

El junglar se extendía más allá de lo que abarcaba la mirada. Como todos, era monótono y triste; tan sólo de vez en cuando, en medio de aquella desesperante llanura amarillenta, destacaban, como una nota alegre, algún que otro grupo de arbustos como los tarags o los majestuosos cocoteros de amplias ramas, cuyas hojas tienen un color verde brillante, o los llamados baniam, sostenidos a menudo por varios centenares de troncos.

Reinaba un profundo silencio en aquel mar de vegetación, pues todavía dormían los llamados trampolinistas, unas aves zancudas que anidan a millares en aquellas tierras húmedas.

No se oía otra cosa que el ligero chasquido de las copas de los bambúes y el ronco y gigantesco respirar de los dos elefantes.

Aún no había salido el sol y vagaba por la atmósfera una niebla pesada y amarillenta cargada de miasmas infectas que exhalaban miles de plantas putrefactas; niebla peligrosa, pues en ella se ocultan los microbios del cólera y de la fiebre, eternos huéspedes de las maniguas del Ganges.

El calor, que muy pronto debía hacerse sentir de un modo intenso, no tardaría en absorber aquellos vapores para volver a dejarlos caer después de anochecido.

—¡Vaya una niebla, capaz de poner del peor humor al hombre más alegre! —dijo Yáñez, que echaba tanto humo como una lancha de vapor, y que de vez en cuando se mojaba los labios con un sorbo de coñac—. ¡Debe de producir efecto incluso en los tigres!

—Es posible —respondió Tremal-Naik—, porque los que viven en los Sunderbunds tienen fama de ser más feroces que los otros.

—¿Hacen grandes estragos entre los pobres molangos?

—Todos los años caen muchos de esos desgraciados en las garras de los señores bagh, como les llaman aquí. Se calcula que mueren unos cuatro mil nativos entre los dientes de esos carnívoros, y las tres cuartas partes perecen en los Sunderbunds.

—¿Todos los años?

—Sí, Yáñez; todos los años.

—Por lo visto, los molangos se dejan devorar pacíficamente.

—¿Y qué quieres que hagan?

—¡Que los destruyan!

—Para hacer frente a esas fieras se necesita valor, y los molangos no tienen suficiente.

—¿No se atreven a cazarlos?

—Prefieren abandonar sus aldeas cada vez que un devorador de hombres se hace demasiado goloso.

—¿No saben hacer trampas?

—Suelen hacer profundos agujeros en los sitios que frecuentan esas fieras, cubriéndolos con bambúes muy finos, que disimulan bajo una ligera capa de hierbajos; pero es muy raro que caigan en la trampa. Son demasiado listos y tan ágiles que, aunque caigan en el hoyo, el ochenta por ciento vuelven a salir de él. Sin embargo, utilizan otro sistema que les da mejor resultado: curvan un arbolillo joven, fuerte y flexible, formando con él un arco y le atan por la copa a una estaca clavada en el suelo. A la cuerda unen el cebo, que casi siempre es un cabritillo o un cochinillo, dispuesto de modo que el tigre no pueda tocarle sin meter primero la cabeza o una garra dentro de un nudo corredizo.

—Que se aprieta al recobrar el árbol su posición normal, ¿no es eso?

—Eso es y el tigre queda prisionero.

—¡Prefiero matarlos con mi carabina!

—También los oficiales ingleses son de tu misma opinión.

—¿Vienen por aquí a cazarlos alguna vez? —preguntó Sandokán.

—De vez en cuando realizan batidas con muy buenos resultados; porque hay que confesar que los oficiales ingleses son cazadores valientes y decididos. Aún recuerdo la cacería organizada por el capitán Lenox, en la cual tomé parte. Se realizó con muchos elefantes, un centenar de perros y un verdadero ejército de ojeadores, llamados scikari. Por cierto que salvé la piel de milagro.

—¿Te acometió algún tigre?

—Y por culpa de mi portador de armas, que huyó con mi fusil de recambio en el preciso momerito en que más falta me hacía, pues me encontré de improviso frente a dos tigres.

—Cuéntanos cómo te las arreglaste —dijo Sandokán, a quien parecía interesarle el suceso.

—La expedición se había organizado en gran escala para dar una gran batida a los tigres, que venían haciendo grandes estragos desde hacía meses entre los habitantes de los Sunderbunds. Impulsados por el hambre o por cualquier otro motivo, abandonaron las islas pantanosas y pestilentes del golfo de Bengala, realizando audaces correrías incluso dentro de las aldeas de los molangos, en donde aparecían en pleno día. Tan sólo en dos semanas devoraron a más de sesenta molangos, sorprendiendo en el camino de Sonapore a cuatro cipayos con su sargento y matando a dos pilotos de Diamond-Harbour, juntamente con sus mujeres. En fin, llevaron su audacia hasta acercarse a Port-Canning y Raimangal.

—Vamos, eso era que estaban cansados de los Sunderbunds y que querían cambiar de panorama —dijo Yáñez.

—Las primeras batidas dieron buenos resultados —prosiguió Tremal-Naik—. Durante el día, los oficiales ingleses los echaban de sus madrigueras, montados en los elefantes; por la noche los esperaban cerca de las fuentes, escondidos en los pozos y les disparaban a su sabor.

»Tan sólo en tres días cayeron catorce tigres bajo las balas de los cazadores y tres bajo las patas de los elefantes.

»Una tarde, poco antes de la puesta del sol, llegaron al campamento dos pobres molangos para advertirnos que habían visto a un tigre merodeando por los alrededores de una pagoda derruida.

»Todos los oficiales, incluso el capitán Lenox, se habían marchado ya para emboscarse en las excavaciones que previamente habían mandado hacer.

»En el campamento no había quedado nadie más que yo, retenido por un ataque de fiebre, y algunos scikari.

»Aun cuando yo no tuviese muy firmes los brazos, ya que los estremecimientos y convulsiones no me dejaban en paz, decidí acercarme a la pagoda llevando conmigo a mi porta-armas, que era un joven scikari, en el cual hasta entonces había tenido gran confianza, pues me había dado pruebas de valor y sangre fría.

»Llegué al lugar indicado una hora después de la puesta del sol y me oculté entre un grupo de nundis, a poca distancia de una pequeña charca, en cuyas orillas había podido descubrir numerosas pisadas de animales.

»Estaba seguro de que más pronto o más tarde aparecería el tigre, porque les gusta esconderse cerca de los abrevaderos para sorprender a los antílopes y otros animales que van a beber a estas charcas.

»Cuando ya llevaba unas dos horas en mi puesto y ya empezaba a perder la paciencia, vi que avanzaba recelosamente y con muchas precauciones un nilgó, especie de ciervo que tiene dos cuernos como de un pie de largo, muy derechos y agudos.

»La presa bien valía un disparo y, olvidando al tigre, le hice fuego.

»El animal cayó; pero antes de que hubiese podido alcanzarle, volvió a levantarse y huyó hacia el junglar. Cojeaba mucho por lo cual, convencido de que le había herido de gravedad, me lancé tras él al propio tiempo que cargaba de nuevo mi carabina.

»Mi portador de armas, que llevaba mi gran rifle de recambio, iba siguiéndome.

»Iba a rebasar un grupo de cálamos cuando de pronto oí por entre las grandes hierbas unos aullidos que me obligaron a detenerme instantáneamente, dudando entre seguir adelante o retroceder.

»Casi al mismo tiempo mi portador de armas me gritó:

»—¡Cuidado, sahib! ¡El bâg está ahí detrás!

»—Bueno —le contesté—. Ponte cerca de mí y tendremos la carne del nilgó y la piel del tigre.

»Me metí entre los cálamos empuñando la carabina, y a los pocos pasos me encontré, ¡frente a tres tigres!

—¡Me produces frío! —dijo Yáñez—. ¡Aquél debió de ser un momento terrible!

—Aquellas malditas fieras habían rematado al pobre nilgó y se lo estaban comiendo.

»Al verme se replegaron para lanzarse sobre mí.

»Sin pensar en el tremendo peligro a que me exponía, hice fuego sobre el que estaba más próximo, partiéndole la espina dorsal, y enseguida me eché hacia atrás rápidamente, con objeto de evitar la acometida de los otros dos.

»—¡Mi rifle! —grité al scikari, tendiendo la mano sin volverme.

»Nadie me contestó.

»El porta-armas no se encontraba detrás de mí como de costumbre. Asustado por la imprevista aparición de los tres tigres, Había huido, llevándose el rifle de recambio, con el cual yo contaba, sin que aquel bribón pensara que me dejaba indefenso frente a aquellas fieras.

»No creo necesario decir lo que sentí en aquellos instantes: un sudor frío me invadió la frente, y me pareció que pasaba ante mis ojos el espectro de la muerte.

—¿Y los dos tigres? —preguntaron con ansiedad Yáñez, Sandokán y la bayadera.

—Estaban a una distancia de veinte pasos, mirándome con las pupilas dilatadas y sin atreverse a moverse.

»Pasó como cosa de un minuto, tan largo como un siglo, y de repente tuve una inspiración que me salvó la vida. Apunté resueltamente la carabina descargada e hice saltar el gatillo.

»No lo creeréis; pero lo cierto es que ambas fieras al oír aquel pequeño ruido se echaron hacia atrás, y dando un enorme salto, desaparecieron entre los bambúes del junglar.

—¡Eso se llama tener suerte —dijo Sandokán— y poseer también una buena dosis de sangre fría!

—Sí —respondió Tremal-Naik—, pero al día siguiente estaba en cama con cuarenta grados de fiebre.

—Pero con la piel intacta —dijo Yáñez—. Y la propia vida bien vale una fiebre, ¿no crees?

—Estoy completamente convencido de ello.

Mientras escuchaban el relato de aquella emocionante cacería, los dos elefantes habían continuado su camino por el junglar, abriéndose paso entre los bambúes de quince y hasta dieciocho metros, y por entre los duros cálamos, no menos altos.

Los pájaros habían despertado ya, sin que, al parecer, les preocupara gran cosa la presencia de los enormes paquidermos y de los hombres que los montaban.

Bandadas de cuervos, de subbis, de cigüeñas de largo pico, de pavos reales cuyas magníficas plumas brillaban bajo los rayos del sol de un modo deslumbrador, y de blanquísimas plumas brillaban bajo los rayos del sol de un modo deslumbrador, y de blanquísimas tórtolas, tendían el vuelo, saliendo casi de entre las patas de los elefantes, revoloteaban algunos instantes sobre los houdah, y enseguida volvían a bajar para esconderse entre la vegetación.

También de vez en cuando salía volando algún gigantesco arhilah, desplegando sus inmensas alas, mostrando su horrible cabeza de pájaro decrépito, protestando con fuertes gritos porque le habían turbado su sueño y acabando, finalmente, por descender a tierra y plantarse sobre sus larguísimas patas.

Poco a poco el suelo se iba haciendo cada vez más pantanoso, lo cual dificultaba la marcha de los paquidermos.

El agua rezumaba por todas partes, pues las tierras que componen el delta del Ganges están formadas tan sólo por bancos de limo apenas desecado. Pero precisamente dichos lugares eran los habitados por los tigres que, al revés de los gatos, son muy aficionados a los lugares húmedos y próximos a los ríos.

En efecto; cuando los elefantes llevaban ya media hora por entre aquellos pantanos, dijo el molango:

Sahib, éste es el sitio que frecuenta el tigre. ¡Vayan con atención; no debe estar muy lejos!

—¡Amigos, montemos las carabinas y preparemos las picas! —dijo Tremal-Naik—. «Punty» ya está sobre la pista de ese viejo bribón, ¿le oís?

El perro había lanzado un ladrido muy prolongado, señal de que olfateaba al devorador de seres humanos.

14. El primer tigre

Los elefantes, a una voz de sus respectivos cornacs, disminuyeron la marcha.

También ellos se debían de haber dado cuenta de la vecindad de la peligrosa fiera, porque de improviso se habían vuelto todavía más cautos; especialmente el comareah, que iba delante montado por Sandokán y sus compañeros.

Como era menos alto que el otro, corría el riesgo de que el bâg le sorprendiera antes de que pudiera verle; por eso, apenas apartaba las cañas, recogía enseguida la trompa, arrollándola entre sus enormes colmillos.

A pesar de que los elefantes tienen la piel muy gruesa, son de una extremada sensibilidad. Especialmente la trompa es delicadísima; por lo tanto, es de suponer el cuidado que muestran en no exponerla a los zarpazos de los temibles felinos.

Sandokán y sus compañeros, puesto en pie y empuñando la carabina, procuraban descubrir al bâg, sin conseguirlo. La vegetación era en aquel lugar tan espesa, que no resultaba fácil ver lo que había ante ellos.

Sin embargo, debía de hacer poco tiempo que había pasado por allí, pues todavía se olía el característico hedor que dejan tras de sí esos animales.

Seguramente, los ladridos de «Punty» le habían obligado a alejarse.

—¿En dónde se habrá metido? —preguntó Sandokán, que seguía aferrando el gatillo de su carabina—. ¿Es que no va a dejarse ver?

—Habrá comprendido que no va a ganar nada haciéndonos frente y el muy astuto procurará irse hacia su madriguera.

—Entonces, ¿se nos escapará?

—Si «Punty» ha dado con su rastro, no le dejará escapar.

—¿Y «Darma»? —preguntó Yáñez—. No le veo.

—No temas; nos sigue a distancia. No le gustan los elefantes. Son dos razas enemigas desde siempre.

—¡Silencio! —dijo Sandokán—. ¡«Punty» lo ha descubierto!

De un grupo de bambúes espinosos salían furiosos ladridos.

—¿Estará luchando con el tigre? —gritó Yáñez.

—Mi perro es muy valiente, pero no se expondría a un peligro evidente —respondió Tremal-Naik—. Ya que, a pesar de su fuerza y de su tamaño, no puede competir con las garras de acero del bâg.

En aquel instante, el molango, que estaba en pie detrás del houdah y asido al borde de la caja, dijo a Tremal-Naik:

—¡Sahib, ahí viene!

—¿Le has visto?

—Sí; está escondido allí abajo, detrás de los cálamos. ¿No ves cómo se mueven las hierbas? El bâg se desliza con precaución, y procura despistar a tu perro en su persecución.

—¡Cornac! —gritó el bengalés—, lanza hacía adelante al elefante; nosotros estamos ya preparados para hacer fuego.

El conductor silbó y el comareah alargó el paso, dirigiéndose hacia las grandes hierbas en medio de las cuales resonaban, a intervalos, los ladridos de «Punty». El merghee que llevaba a los malayos los seguía.

El olor que despedía la fiera ya no se percibía. Sin embargo, el comareah, avezado a aquella caza peligrosa, parecía que olfateaba la proximidad del feroz enemigo.

El paquidermo empezaba a inquietarse; soplaba ruidosamente, movía su enorme cabeza, y de vez en cuando le sacudía un violento estremecimiento que hacía tambalearse al houdah.

A pesar de su enorme fuerza y del vigor excepcional de su trompa, que de un solo tirón arranca de raíz un árbol grueso, está comprobado que los elefantes tienen verdadero miedo a los tigres; tanto, que algunas veces se niegan a seguir avanzando y permanecen sordos a las palabras y a los halagos de sus cariñosos cornacs.

El comareah que transportaba a los tres jefes era un animal valiente que ya estaba muy bregado en esas lides, como aseguraba el conductor, habiendo triturado bajo sus patas a muchos tigres y estrellado a otros contra los árboles; a pesar de ello, como hemos dicho, en aquellos momentos experimentaba cierta excitación.

También su compañero, que le seguía a breve distancia, titubeaba de vez en cuando, y algunas veces era preciso que su conductor le aplicase un buen pinchazo para que se decidiera a continuar el camino.

El molango, que había pasado delante y se apoyaba en el cornac, gritó de pronto:

—¡Atención!

Enseguida dos bultos amarillentos estriados de negro, saltaron por encima de las altas hierbas a una distancia de menos de cincuenta pasos, volviendo a desaparecer en el acto. Eran dos enormes tigres que, antes de decidirse a sostener la lucha o batirse en retirada, habían dado un salto para darse cuenta de la fuerza de sus enemigos.

—¡Son dos! —exclamó Tremal-Naik—. ¡El devorador de hombres ha encontrado un compañero! Tened sangre fría, y no hagáis fuego si no es sobre seguro. ¡Me parece que se decidirán a acometernos!

—Así resultará más interesante la caza —contestó Sandokán.

Yáñez miró a Surama; la joven bayadera se había puesto muy pálida. Pero, sin embargo, conservaba una calma admirable.

—¿Tienes miedo? —le preguntó.

—Al lado del sahib blanco, no —contestó la muchacha.

—No temas; estamos curtidos en estas grandes cacerías y conocemos a los tigres.

Las dos fieras habían vuelto a esconderse entre las cañas y los cálamos y parecía que, al menos por el momento, habían tomado el partido de alejarse, porque los ladridos de «Punty» se oían ahora muy lejanos.

—Haz avanzar al elefante —dijo Tremal-Naik al cornac.

El comareah había recobrado ánimos, porque enseguida apretó el paso. A pesar de ello, no acababa de sentirse seguro, a juzgar por sus temblores y por los berridos que lanzaba de vez en cuando.

Tremal-Naik y sus compañeros, inclinados sobre los bordes de la caja del houdah y con los fusiles preparados, escrutaban atentamente las altas hierbas, tratando de descubrir a las fieras, que no se mostraban por parte alguna.

De pronto, los ladridos de «Punty» resonaron a la derecha, a pocos pasos del elefante.

El molango dio un grito:

—¡Atentos, sahibs! ¡Los bags van a saltar! ¡Han dado la vuelta alrededor de nosotros!

En aquel mismo instante, el comareah se detuvo, arrollando rápidamente la trompa, que escondió entre los largos colmillos. Se plantó sólidamente sobre sus robustas patas, echando el cuerpo un poco hacia atrás, y lanzó un formidable grito que parecía un aviso para los cazadores.

Transcurrieron algunos segundos, y de pronto vieron que los cálamos se abrían violentamente, como a impulso de un irresistible empuje, y un tigre, dando un espléndido salto, se lanzó sobre el elefante, cayéndole en la frente y tratando de desgarrar el vientre del cornac con un poderoso zarpazo. Pero éste se había echado hacia atrás rápidamente.

Sandokán, que era el que estaba más cerca, con la rapidez de un relámpago le descargó a boca de jarro la carabina, logrando partir una pata de la fiera.

A pesar de la herida, el terrible animal no cayó a tierra. Dando una voltereta, pudo esquivar los disparos de Yáñez y de Tremal-Naik; se recogió sobre sí mismo, y de un enorme salto, pasó sobre la cabeza de los cazadores, sin tocarlos, y fue a caer detrás del elefante, lanzando un prolongado aullido.

Los malayos que montaban sobre el segundo elefante, viéndole caer entre la hierba, hicieron fuego sobre él, aun a riesgo de herir las patas traseras del comareah; pero ya el bâg había desaparecido por entre los bambúes.

Durante algunos instantes vieron moverse las cañas; después, nada.

—¡Ha huido! —dijo Sandokán, cargando precipitadamente la carabina.

—¡Y yo digo que se prepara para atacarnos de nuevo! —dijo Tremal-Naik—. ¡Estoy seguro de que se nos acerca arrastrándose!

—¡Qué impulso tiene esa fiera! —exclamó Yáñez—. ¡Por un momento creí que nos iba a caer encima; ya me parecía sentir sus garras clavadas en el cerebro!

—¡Procuraremos no fallar! —dijo Tremal-Naik.

—Desde el lomo de un elefante no se tira muy bien —respondió Sandokán. No sé cómo pude herirle, con las sacudidas que daba el paquidermo.

—Tenía el baile de San Vito —dijo Yáñez—. Aunque lo cierto es que yo tampoco estaba completamente tranquilo. Se puede ser valiente y tener una buena dosis de sangre fría; pero delante de esos animalitos, la tranquilidad desaparece.

—Se trata de no dejar el pellejo entre sus garras —respondió Sandokán.

—¡Cuidado, sahib! —gritó el molango—. ¡El comareah presiente al tigre!

Efectivamente, el elefante volvía a dar señales de viva inquietud; bufaba y temblaba de nuevo.

De pronto, giró sobre sí mismo con notable rapidez, volviendo a plantarse sólidamente, con la cabeza baja y la trompa muy arrollada entre los colmillos.

Todavía no habían transcurrido diez segundos, cuando Sandokán y sus compañeros volvieron a ver al tigre. Se deslizaba por entre las cañas, procurando acercarse por sorpresa al elefante, con la esperanza de caer de improviso sobre los cazadores.

—¿Lo ves? —preguntó Tremal-Naik a Sandokán.

—Sí.

—¿Y tú también, Yáñez?

—Estoy apuntándole —contestó el portugués. En aquel instante resonaron en el houdah del segundo elefante varios tiros.

Los molangos habían hecho fuego, pero en otra dirección.

—¡El otro tigre está acometiendo al marghee! —gritó Tremal-Naik—. No perdamos de vista al nuestro; dejad que ellos se las arreglen como puedan.

—¡Aquí está!

El tigre apareció en un espacio reducido y casi despejado de cañas. Se detuvo un momento azotándose los costados con la cola, y enseguida dio un rápido salto, y volvió a caer entre las cañas, para reaparecer luego a pocos pasos del comareah.

El cornac dio una voz:

—¡Anda, hijo mío!

El elefante avanzó con la cabeza baja y los colmillos en disposición de clavarlos en el cuerpo de la fiera; pero ésta, dando otro brinco de costado, se sustrajo al peligro e intentó un salto análogo al de la vez anterior, que poco faltó para que hubiera sido fatal para el cornac.

Lanzó un ligero aullido gutural, estridente, y cayó como un rayo sobre la frente del paquidermo; pero al estar medio imposibilitado por la pata que la bala de Sandokán le había roto, cayó enseguida a tierra.

Con una velocidad vertiginosa, el comareah le pisó la cola con una de sus patas, y enseguida, hundiéndole en el pecho uno de sus colmillos, le levantó.

El felino lanzaba terribles aullidos y se agitaba desesperadamente, tratando de herir la cabeza del paquidermo. Sandokán y Yáñez le apuntaron con sus carabinas, aun cuando tenían muchas probabilidades de fallar el tiro, debido a las sacudidas que experimentaba el houdah.

El cornac, que les vio apuntar, les recomendó que bajasen las armas, y añadió:

—¡Dejen ustedes al comareah!

El elefante desarrolló la formidable trompa y volvió a arrollarla en torno al cuerpo del tigre, sujetándole por las patas e imposibilitándole de tal modo que no pudiera hacer uso de las temibles garras.

Le hincó el colmillo y, con una fuerza irresistible, le destrozó las costillas; luego le lanzó por los aires, haciéndole voltear un momento, y enseguida le arrojó con tal violencia sobre el suelo, que la fiera quedó completamente inmóvil.

Antes de que ésta tuviera tiempo de volver en sí, el comareah le había puesto una de sus poderosas patas sobre el cuerpo. Se oyó un crac, y después, un tremendo aullido que resonó como una trompa de guerra. Con aquel grito, el elefante anunciaba su victoria.

—¡Valiente elefante! —gritó Sandokán—. ¡A eso se le llama un buen golpe!

—¡Bajemos! —dijo Yáñez.

—¡Que nadie se mueva! —ordenó Tremal-Naik—. ¡Ahí viene el otro! ¡Atención!

En efecto; el segundo tigre, que había logrado escapar de los tiros de los malayos, saltaba a través de las cañas con pasmosa agilidad, dando saltos de cinco y seis metros.

—Corría en socorro del compañero, mejor dicho, de la compañera, porque, a juzgar por su corpulencia, debía de ser un macho. Afortunadamente, para los cazadores, llegaba tarde.

Al ver al comareah ocupado en pisotear y reducir a papilla a la hembra, el tigre se lanzó encima de él, acometiéndole por el costado derecho.

Se agarró a la gualdrapa, y apareció amenazador bajo el houdah, a muy poca distancia del pobre molango.

—¡Fuego! —gritó precipitadamente Tremal-Naik.

Tres tiros partieron casi al mismo tiempo, seguidos de un cuarto disparo efectuado por Surama.

El bâg se dejó caer, llenando de sangre la gualdrapa del comareah.

Le vieron escurrirse por entre las hierbas y enseguida recogerse y alargarse, cual si procurara ocultar a sus enemigos las heridas recibidas.

Sandokán y Tremal-Naik, que habían vuelto a cargar rápidamente las carabinas, le hicieron fuego otra vez, agujereándole la magnífica piel.

El tigre contestó con un terrible rugido, se levantó penosamente y retrocedió, enseñando los dientes y gruñendo como un mastín; pero las fuerzas le fallaron y a los pocos pasos cayó de nuevo.

—¡Tú, Yáñez —dijo Tremal-Naik—, remátale! ¡Ahora se presenta bien!

El felino estaba a unos treinta metros de distancia, con el hocico vuelto hacía el elefante y el pecho descubierto.

El portugués le apuntó unos instantes, mientras el cornac conseguía mantener quieto al elefante, e hizo fuego.

El bâg se levantó un momento, abrió las fauces y enseguida rodó como fulminado. La bala le había roto una costilla, atravesándole luego el corazón.

—¡Un tiro de gran cazador! —gritó Tremal-Naik—. ¡Cornac, echa la escala y vamos a recoger esa soberbia piel!

Como medida de precaución volvieron a cargar las carabinas, pues podía darse el caso de que hubiera otro tigre por allí cerca, y luego descendieron, dirigiéndose hacia los cálamos.

El primer tigre había quedado reducido a una masa informe de carne y de huesos triturados por las pesadas patas del comareah. La piel, rota por varios sitios, ya no servía para nada.

El segundo no tenía más que tres agujeros. Además de la herida que le había producido la muerte, recibió un balazo en el dorso y otro en el costado derecho.

Era un ejemplar de los más hermosos que los cazadores habían visto en su vida.

—¡Un verdadero tigre real! —dijo Tremal-Naik—. ¡Seguramente que no los tenéis iguales en vuestros bosques de Borneo!

—No —contestó Sandokán—. Los de las islas malayas no son tan hermosos; y además de que aquéllos son más pequeños, tienen menos corpulencia. ¿Verdad, Yáñez?

—Cierto —contestó el portugués, que examinaba la herida que él le había producido—. Sin embargo, no son menos valientes ni menos feroces que éstos.

—Este es un verdadero cuto bâg brursah, como los llaman nuestros poetas —dijo Tremal-Naik.

—¿Qué quiere decir…?

—Un señor tigre.

—¡Por Baco! ¡Cuánto respeto!

—Sugerido por el miedo —dijo Tremal-Naik, riendo.

—Podemos acampar aquí —dijo Sandokán, después de haber echado una mirada en derredor.

—Allí hay un espacio descubierto, donde podremos estar bien. Por hoy debemos darnos por satisfechos del éxito de nuestra cacería; después será mejor que vayamos avanzando sin prisas hacia los Sunderbunds, haciendo que nos preceda la voz de que somos unos apasionados cazadores, con objeto de no alarmar a los thugs.

—Mañana, todos los habitantes de los burgos del junglar sabrán que hemos venido a matar tigres —dijo Tremal-Naik—. El molango que ha venido con nosotros, les relatará maravillas.

—¿Le mandaremos que se vuelva a su aldea?

—Ya no le necesitamos; además, es mejor que no haya testigos. Puede escapársenos alguna palabra, y los thugs, probablemente, tendrán espías en los burgos para que no los sorprenda alguna expedición de soldados.

Los malayos montaron dos grandes tiendas de lona blanca y descargaron las cajas que contenían los víveres y la batería de cocina.

Los cornacs, por su parte, se ocupaban en preparar la comida de los elefantes, que consistía en una enorme cantidad de hoja de ficus indica y de hierbas palustres, largas como hojas de sables, en un cestillo de maíz de unos diez kilos de peso, y de una media libra de ghi, o sea manteca clarificada y mezclada con oirá cantidad análoga de azúcar.

Cuando estuvo hecha la comida y colocados los centinelas en las lindes del junglar, los cazadores se tendieron bajo las tiendas, en tanto que el sol lanzaba torrentes de fuego sobre aquel océano de vegetación, absorbiendo rápidamente el agua de las charcas y de los estanques que se habían formado durante la noche.

15. En los Sunderbunds

Los elefantes volvieron a ponerse en marcha a eso de las cinco, y se dirigieron hacia el Sur, es decir, hacia los Sunderbunds, para entrar en los terrenos deshabitados.

Las tierras que entonces atravesaban, aun cuando a grandes distancias, todavía estaban pobladas de aldeas de pobres molangos.

De cuando en cuando, por encima de las cañas de bambú y de los cálamos, se podían ver algunos que otros grupos de casucas de limo, defendidas por elevadas cercas que las protegían de los ataques de las fieras, así como a sus habitantes y al ganado.

Alrededor de estas cabañas había algún que otro pedazo de tierra cultivada, casi siempre de arroz, y algunos plátanos, cocoteros y mangos, árboles todos que producen frutas excelentes y muy apreciadas por los nativos.

Pero apenas rebasados aquellos burgos, la jungla volvía a recobrar su aspecto salvaje, y volvían a aparecer los estanques, cada vez en, mayor número y rebosantes de plantas en descomposición y de las que producen las fiebres palúdicas.

Millares de pájaros llamados trampolinistas levantaban el vuelo cuando veían aparecer junto a las orillas a los elefantes, y los cazadores aprovechaban la ocasión para dispararles algún tiro que nunca dejaba de dar en el blanco.

Había verdaderas nubes de gigantescas cigüeñas negras; patos con plumas de color púrpura y reflejos azulados, y marangones, los cuales ni siquiera en su huida abandonaban a los peces que cazaban en los estanques, ordinariamente manghis, pequeños, rojos, muy estimados por los bengalíes a causa de la finura de su carne.

También huían por entre las cañas hermosísimos animales salvajes, y escapaban con tal agilidad, que eran muy pocos los que caían bajo los disparos de los cazadores.

Había graciosos akis, parecidos a los gamos corrientes, con el pelaje de color amarillento y manchado de pequeños puntos blancos; elegantes nilgós de cuernos, que desaparecían con la rapidez de una flecha; manadas de perros salvajes de pelo oscuro, y grandes chacales, fieras muy peligrosas cuando tienen hambre.

También se veían algunos teitas, que son pequeñas y bellísimas panteras, fáciles de domesticar, a pesar de sus instintos sanguinarios; aparecían un momento en las lindes de la espesura y enseguida volvían a sus madrigueras.

—¡Este es el verdadero paraíso de los cazadores! —exclamaba entusiasmado Sandokán, viendo cómo huían todos aquellos animales—. ¡Qué lástima que tengamos que ocuparnos de los thugs, en vez de podernos dedicar a la caza de tigres, búfalos y rinocerontes!

—Esta noche no pienso dormir —decía, a su vez, Yáñez—. Iré a cazar al acecho. He oído decir que también es una caza emocionante. ¿Es cierto, Tremal-Naik?

—Y también más peligrosa —respondió el bengalí.

—Llevaremos con nosotros a «Darma» y le lanzaremos sobre los akis y los nilgós. Supongo que le habrás acostumbrado a cazar.

—Vale tanto como la teita mejor amaestrada, mi querido Sandokán.

—¿Te refieres a esas panteras pequeñas que hemos visto huir?

—Sí.

—¿Las adiestran para la caza?

—¡Ya lo creo! Y son cazadoras muy hábiles —respondió Tremal-Naik—. Sin embargo, «Darma» es más arriesgada, pues no vacila en atacar a los búfalos.

—A propósito, ¿dónde se ha metido? —preguntó Yáñez—. Siempre que montamos en los elefantes se pierde de vista.

—No temas —contestó Tremal-Naik—; viene siguiéndonos, y reaparecerá a la hora de cenar, si no es que ha cazado algo por su cuenta.

—Veo ante nosotros un riachuelo —dijo en aquellos momentos Sandokán—. Acamparemos en la orilla izquierda. La caza es abundante en las orillas de los ríos.

Un pequeño curso de agua de unos diez metros de anchura fangoso y de aguas amarillentas, cortaba el camino, discurriendo por entre dos orillas llenas de plantas palúdicas, sobre cuyas ramas se sostenían inmóviles muchos marabúes, ávidos devoradores de cadáveres y carroñas.

—¡Atención, cornac! —dijo Tremal-Naik—. ¡Ahí debe de haber muchos cocodrilos de todas clases!

—¡Mi elefante no les teme! —respondió el conductor.

Los dos paquidermos se habían detenido en la orilla y tanteaban el terreno con gran precaución, olfateando cuidadosamente el agua antes de penetrar en ella.

No parecía complacerles la tranquilidad del río.

—Estoy seguro de no equivocarme —dijo Tremal-Naik, levantándose—. Los elefantes han olfateado algún saurio y temen sus mordeduras, que siempre son muy dolorosas.

El comareah, a la cuenta más decidido que su compañero, se resolvió por fin a meterse en el agua, que era bastante profunda, pues le llegaba hasta los costados.

Apenas había recorrido tres o cuatro metros cuando se detuvo de golpe, imprimiendo una sacudida tan brusca al houndah, que por poco los cazadores van a parar al río.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sandokán, empuñando la carabina.

Después de aquel sobresalto, el comareah lanzó un terrible berrido, y sumergió rápidamente la trompa, retrocediendo a toda prisa.

—¡Le ha cogido! —gritó el cornac.

—¿Qué es lo que ha cogido? —preguntaron a un tiempo Yáñez y Sandokán.

—¡Al animal que acaba de morderle! Ya había levantado la trompa. Aferraba a un monstruoso reptil, muy parecido a un cocodrilo, provisto de formidables mandíbulas llenas de dientes agudos y amarillentos.

El monstruo, arrancado de su líquido elemento, se debatía furiosamente, tratando de herir al elefante con su robusta cola, que, como el lomo, estaba cubierta de láminas óseas; pero el paquidermo se guardaba muy bien de que le alcanzase.

Le sostenía en alto y parecía experimentar un malicioso placer en hacer crujir el grueso caparazón del animal.

—¡Acabará por ahogarle! —dijo Yáñez.

—¡Ni mucho menos! Ya verás cómo le hace pagar la mordedura. Estos paquidermos son valientes e inteligentísimos, pero también extremadamente vengativos.

—Entonces, le machacará con las patas.

—¡Ni siquiera eso!

—Veremos, pues, qué clase de muerte destina a ese pobre saurio; porque supongo que no le perdonará.

—Te reirás —dijo Tremal-Naik—. No quisiera encontrarme en el puesto del cocodrilo.

El comareah, sin preocuparse por los denodados esfuerzos que estaba realizando el apresado saurio, y llevándole siempre muy alto para evitar los coletazos, retrocedió hasta la orilla, la subió a toda prisa y se dirigió hacia un gran tamarindo que crecía aislado en medio de los bambúes, extendiendo sus intrincadas ramas en todas direcciones.

Miró durante unos instantes al árbol, y después de haber encontrado lo que le convenía, colocó al reptil entre dos bifurcaciones de las ramas, metiéndole a viva fuerza en aquella horquilla, de modo que no pudiera moverse.

Después de hacer esto, lanzó un potente y largo berrido, que debía de ser de satisfacción, y se volvió con toda tranquilidad hacia el río, bufando y moviendo la trompa, al mismo tiempo que brillaba en sus ojillos negros una maligna alegría.

—¿Habéis visto? —preguntó Tremal-Naik a sus compañeros.

—Sí —dijo Yáñez—; pero no acabo de comprender su intención.

—Ha condenado al reptil a un horrible suplicio.

—¿A qué suplicio? ¡Ah! ¡Ya comprendo! —exclamó el portugués, soltando una carcajada—. ¡Le ha condenado a morir lentamente de sed y de hambre en la copa del árbol!

—Y, además, achicharrado por el sol.

—¡Vaya un elefante vengativo!

—Ese suplicio se lo aplican también a los cocodrilos y a los caimanes cuando logran coger alguno.

—Nadie creería que estos colosos, que tienen un carácter tan dulce, casi melancólico, fuesen capaces de tanta maldad.

—Son tan malos y vengativos como sensibles a las amabilidades que se tienen con ellos. Voy a decirte un ejemplo. Un cornac tenía la costumbre de romper los cocos en la cabeza de su propio elefante. La operación no debía de ser muy del agrado del paquidermo, a pesar de que no le producía gran molestia.

»Sucedió que un día, pasando por entre unos cocoteros, el cornac cogió algunos para romperlos, como de costumbre, en el cráneo del animal.

»Este dejó pasar el primero y el segundo golpe; luego, cogió, a su vez, un coco y probó de romperlo…

—¿En la cabeza del conductor? —preguntó Sandokán.

—Precisamente —respondió Tremal-Naik—. Puedes figurarte en qué estado quedaría la cabeza de aquel pobre diablo. ¡Se la rompió al primer golpe!

—¡Ah! ¡Qué elefante más tuno! —exclamó Yáñez, riendo.

—Y he conocido otro que una vez dio una tremenda lección a un sastre de Calcuta.

»Cada vez que aquel paquidermo iba al río a abrevar, llevado, como es natural, por su conductor, tenía la costumbre de introducir la trompa por las ventanas de las casas, cuyos habitantes no dejaban nunca de obsequiarle con alguna fruta o algún dulce.

»En cambio, el sastre, cuantas veces veía aparecer aquella trompa, se divertía en pincharle con la aguja que tenía en la mano.

»Durante algún tiempo el paquidermo toleró la broma, hasta que un día perdió la paciencia.

»Cuando estuvo en el río, absorbió la mayor cantidad de agua y de fango que pudo, y al pasar por delante de la casa del sastre, descargó por la ventana todo el líquido, tumbando al pobre hombre y estropeándole por completo las telas y los trajes que tenía en la mano.

—¡Qué bribón! —exclamó Yáñez, que reía de buena gana—. ¡No dudo que desde aquel día, el pobre sastre no volvería a tocar al elefante!

Sahibs —dijo en aquel momento el cornac, volviéndose hacia Tremal-Naik—, ¿quieren ustedes acampar aquí? Tendremos sombra y buen pasto para los elefantes.

Efectivamente, la orilla opuesta se prestaba mejor que la otra para acampar, porque no se hallaba obstruida por los cálamos ni por los bambúes espinosos, bajo los cuales se ocultan generalmente las peligrosas serpientes, que abundan de un modo extraordinario en los junglares de los Sunderbunds.

Debía hacer poco que un incendio había destruido la maleza, porque el suelo estaba cubierto de un limo grisáceo, desecado por los abrasadores rayos del sol; pero el fuego había respetado los árboles grandes, que se agrupaban en varios sitios, y a cuya sombra podía estarse muy a gusto.

—Tenemos el río a un lado y la jungla a otro —dijo Tremal-Naik—. El lugar me parece bueno para detenernos y cazar. Detente aquí, cornac.

Bajaron de los elefantes, llevando consigo las armas, y se colocaron al amparo de los árboles.

Los malayos se dispersaron buscando un sitio a propósito para levantar las tiendas, y los elefantes se dedicaron inmediatamente a saquear las hojas de las plantas próximas, y sacudiendo con fuerza los troncos de los arbustos, lo cual las hacía caer como una verdadera lluvia.

—¡Por Baco! —exclamó Yáñez, que al pasar por debajo de aquellos árboles recibió una auténtica ducha—. ¿Qué es lo que tienen esos árboles entre las ramas? ¿Depósitos de agua?

—¿No los conoces? —preguntó Tremal-Naik.

—Me parece que he visto otros parecidos en nuestro viaje, pero ignoro para qué sirven y cómo se llaman.

—Estos árboles son muy apreciados, sobre todo en las regiones que sufren sequías. Se llaman nim, o mejor, árboles de la lluvia. Esta especie tan singular, que está bastante diseminada por toda la India, y en algunas regiones existe en gran abundancia, tiene la facultad de absorber la humedad de la atmósfera de modo tan poderoso, que cada hoja contiene en el cartucho que forman un buen vaso de agua. Sacude con fuerza el tronco y verás qué nueva ducha recibes.

—¿Y el agua es buena?

—No es muy buena que digamos, porque las hojas que la contienen le dan un sabor desagradable, y a no ser que se tenga mucha sed, se vacila antes de tragarla. Los labriegos se sirven de ella para regar sus campos, pues un solo árbol acumula más de dos grandes barriles.

—Nosotros, en nuestras islas, también tenemos plañías parecidas —dijo Sandokán—. Pero las de allí carecen de tronco y se llaman nepentes; sus hojas tienen forma de copa o cucurucho y contienen casi tanta agua como la de estos árboles. ¿Verdad, Yáñez?

—¡Y la de veces que hemos bebido aquella agua con los insectos que contenían! Sobre todo, cuando nos perseguían los ingleses a través de los bosques de Labuán.

Un ladrido y un rugido le interrumpieron. «Punty» y «Darma», que habían atravesado el río detrás de los elefantes, se lanzaron entre los grupos de árboles, dando muestras de gran agitación.

—¿Qué les pasa a tus animales? —preguntó Sandokán, un poco sorprendido por aquella agitación.

—No lo sé —respondió Tremal-Naik—. Quizá vayan olfateando a alguna serpiente pitón que hace poco pasara por aquí.

—¿O algún hombre? —preguntó Yáñez.

—Ya estamos muy alejados de las últimas aldeas, y ningún molango se atrevería a venir hasta aquí. Temen demasiado a los tigres.

—¡Bah! ¡Dejémosles que busquen y cenemos! Después iremos a hacer el agujero para cazar al acecho. Allá abajo veo un buen bosquecillo de pipales, que está bastante lejos del campamento y que une la manigua espinosa con el río. Por allí, seguramente, pasarán los anímales que vayan a beber.

Comieron rápidamente, y después de recomendar a los malayos y a los cornacs que establecieran una guardia muy rigurosa, se armaron con una zapa y una pala y se dirigieron hacia el bosque, seguidos de «Darma».

A «Punty» le dejaron en el campamento para que no espantase la caza con sus ladridos.

Al poco rato ya habían perdido de vista las tiendas y los elefantes y se hallaban ocultos por las primeras cañas del junglar, que se hacían cada vez más espesas al otro lado de los terrenos secos, cuando observaron que «Darma» daba nuevas señales de agitación.

Se detenía olfateando el aire, se azotaba nerviosamente los costados con la cola, enderezaba las orejas como si escuchase algún lejano rumor y gruñía roncamente.

—Pero, ¿qué es lo que le sucede a «Darma» esta noche? —preguntó Yáñez.

—Eso me pregunto yo también. No acierto a explicarme su agitación —contestó Tremal-Naik.

—Sin embargo, nosotros no hemos oído nada ni visto a nadie —dijo Sandokán.

—Pues, a pesar de ello, yo comienzo a preocuparme —repuso Tremal-Naik.

—¿A quién podemos temer? Aquí está «Darma»; nosotros somos tres y vamos bien armados. No somos asustadizos y, además, a una milla de distancia están los malayos y los cornacs.

—Tienes razón, Sandokán.

—¿Sospechas que ande merodeando por aquí alguna banda de thugs?

—Estamos muy lejos del Raimangal, y no creo que tan pronto se hallen ya informados de que hay extraños en el lugar.

—Sigamos adelante —dijo Yáñez—. Nadie vendrá a molestarnos en el agujero.

Se internaron por entre los pipales, donde ya se estaban extendiendo las sombras del anochecer, pues el sol se había ocultado, y buscaron un terreno descubierto.

Encontraron un descampado bastante amplio, y en poco más de una hora cavaron una zanja de un metro de profundidad por tres de largo, que disimularon con varios bambúes dispuestos de modo que les permitiera salir del escondrijo sin necesidad de apartarlos, y se metieron dentro junto con «Darma».

—Encendamos unos cigarrillos y armémonos de paciencia —dijo Tremal-Naik—. Los animales aún tardarán en venir; pero tengo la seguridad de que han de pasar por aquí, pues prefieren los sitios descubiertos, porque en ellos no pueden emboscarse los tigres ni las panteras. Me parece que mañana tendremos comida en abundancia.

El bosquecillo empezaba a quedarse silencioso. Los pájaros se habían ocultado ya, y tan sólo de cuando en cuando se oían los gritos discordes de una bandada de nukos que se habían establecido en un enorme pipal, para dedicarse a sus ejercicios de gimnasia verdaderamente endiablados, pues esos monos son los más ágiles que se conocen; tanto, que algunas veces parece que vuelan, pues efectúan saltos de diez y doce metros para ir de rama en rama.

A veces también se oía el lamentable aullido de un bijhana, especie de lobo más pequeño que el corriente, cuyo pelaje es rojizo oscuro o grisáceo y blanco bajo el vientre. Posee una gran audacia, pues acomete a las personas que van solas cuando cuenta con la ayuda de algún otro compañero.

Los tres cazadores, tendidos en el fondo del hoyo sobre una buena capa de hojas, para evitar la humedad, fumaban en silencio, escuchando atentamente los más ligeros rumores.

«Darma», acurrucado junto a ellos, estaba ahora tranquilo, emitiendo un runruneo de buen augurio.

Transcurrieron de este modo algunas horas, hasta que, de repente, el tigre se levantó, enderezando las orejas y mirando hacia las lindes de la espesura.

—Ha oído a algún animal que se acerca —dijo Tremal-Naik, levantándose también sin hacer ruido y cogiendo la carabina.

Yáñez y Sandokán le imitaron.

En el descampado no se veía nada, pero sé oía como un ligero crujir de ramas hacia la parte más espesa del bosquecillo, como si alguien procurara abrirse paso por entre la maleza que se extendía en derredor de los troncos de los árboles.

—¿Qué animal será? —preguntó Sandokán a Yáñez, mirando a Tremal-Naik.

—Oigo el crujir de las ramas cuando se rompen, por lo cual me figuro que debe tratarse de un animal grande —respondió el bengalí—. Un nilgó o un axis no harían tanto ruido.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, cuando apareció una gran sombra en las márgenes de una espesura de musenda y de mináis.

Se trataba de un búfalo de enormes proporciones, casi tan grande como un bisonte americano, con la cabeza más corta y ancha que los búfalos comunes, con dos largos cuernos vueltos hacia atrás y muy pegados a la base; en fin, un animal muy fuerte y hasta cierto punto peligroso, capaz de hacer frente incluso a un tigre.

Ya porque hubiera olfateado la presencia de los cazadores o de «Darma», sea porque quisiera explorar el terreno, el caso es que se detuvo, emitiendo un pequeño mugido.

—¡Hermoso ejemplar! —murmuró Yáñez, en voz baja.

—No se le puede tumbar ni con uno ni con dos tiros —dijo Tremal-Naik—. Nuestros búfalos son realmente terribles y no temen en absoluto a los cazadores. Pero «Darma» tiene buenas garras.

El tigre, que ya había apoyado las patas delanteras en el borde del foso, lanzó una mirada al poderoso animal y luego fijó sus ojos en su amo.

—¡Sí; anda, ve, valiente! —le animó Tremal-Naik, acariciándole y señalándole al animal.

La fiera, que era tan astuta como inteligente, comprendió lo que le decían e inmediatamente se deslizó sin hacer ruido por entre los bambúes, y fue escurriéndose, no directamente hacia el búfalo, sino en dirección hacia unas malezas, entre las cuales desapareció con la ligereza propia de los gatos.

—¿No le ataca de frente? —preguntó Yáñez.

—«Darma» no es tan tonto —respondió Tremal-Naik—. Ya sabe lo peligrosos que son los cuernos de los búfalos. Caerá a traición sobre él de un solo salto, como hacen todos los animales de su especie.

—Y nosotros estaremos preparados para ayudarle —dijo Sandokán, montando cuidadosamente la carabina.

El búfalo, que seguía olfateando el aire, dio de improviso un respingo y enseguida giró sobre sí mismo, volviendo la mirada hacia la maleza que acababa de atravesar, y luego bajó la cabeza, presentando los cuernos.

¿Se habría dado cuenta ya de la vecindad del tigre, o le había alarmado el crujido de alguna hoja, o de alguna rama, al quebrarse?

Permaneció un rato escuchando de este modo, como recogido en sí mismo; por lo menos durante medio minuto, no se movió.

Luego empezó a dar muestras de inquietud; se azotaba los costados con la cola, y lanzaba de cuando en cuando sordos mugidos.

De pronto se vio algo que atravesaba velozmente el espacio y que caía, dando un enorme salto, sobre la grupa del animal.

«Darma» había llevado a cabo su ataque característico, y clavaba ferozmente las garras, ahondándolas en las palpitantes carnes.

A pesar de su extraordinario vigor, el búfalo casi se había doblado bajo el inesperado golpe; pero, levantándose enseguida, lleno de rabia, dio una poderosa sacudida, tratando de desembarazarse de su inoportuno adversario.

Pero nuevamente volvió a caer, lanzando un mugido de dolor que repitió el eco bajo las bóvedas formadas por las hojas de los árboles, y quedó inmóvil.

Los terribles dientes del tigre le habían despedazado la columna vertebral y roto la yugular.

Tremal-Naik, Yáñez y Sandokán se lanzaron fuera del hoyo y se dirigían directamente hacia el grupo formado por ambos animales, cuando oyeron un disparo a poca distancia, y una voz, en inglés, que gritaba:

—¡Socorro, que me ahogan!

16. Los «Thugs».

El grito había resonado por la parte del río y Sandokán, al oírlo, se lanzó con la velocidad del rayo en aquella dirección, seguido de cerca por Yáñez y Tremal-Naik.

Por la mente de los tres cazadores cruzaba una misma sospecha: la de que los estranguladores de Raimangal habían sorprendido a alguno de sus hombres, los cuales hablaban muy bien en inglés, y que estaban ahogándole.

La velocidad que desplegó el formidable pirata en su carrera era tal, que podía competir con la de los tigres; por lo tanto, en sólo pocos segundos atravesó los últimos grupos de pipales, dejando a sus compañeros atrás, a una distancia de unos centenares de metros.

Cerca de la orilla del río vio a cinco hombres medio desnudos, que tiraban de una cuerda y arrastraban por encima de la hierba a un bulto que se debatía, y que Sandokán no pudo distinguir enseguida porque los cálamos eran bastante elevados.

Pero como había oído el grito de «¡socorro, que me ahogan!», lo más probable sería que aquello que arrastraban era la persona que lo había lanzado.

Sin dudar un solo instante, el valiente pirata dio un último salto y se lanzó hacia aquellos hombres, gritando con voz amenazadora:

—¡Quietos, bribones, u os disparo un tiro como a perros rabiosos!

Al ver que aquel desconocido se les echaba encima, los cinco hindúes dejaron precipitadamente la cuerda y sacaron de las fajas que les ceñían las cinturas unos largos cuchillos muy parecidos a puñales, pero de hoja un poco curvada.

Sin dar una sola voz y mediante un movimiento muy rápido, se colocaron en semicírculo, como si quisieran encerrar dentro a Sandokán, y uno de ellos sacó un pañuelo negro de más de un metro de longitud, que desenvolvió con la velocidad de un rayo. El pañuelo, que parecía tener una piedra pequeña o una bala en una de sus puntas, volteó en el aire.

Sandokán, que, como sabemos, no era hombre que se dejara cercar, dio un salto para sustraerse a aquella maniobra, apuntó la carabina e hizo fuego sobre el hindú, gritando:

—¡A mí, Yáñez!

El thug, herido en pleno pecho, cayó de bruces sin lanzar un solo quejido.

Los otros cuatro, sin asustarse ante aquel certero disparo, iban a arrojarse resueltamente sobre Sandokán, cuando detrás de ellos resonó un espantoso bramido que los detuvo en el acto.

Era el tigre, que corría en ayuda del amigo de su amo, acercándose con unos saltos de diez metros de longitud.

De entre la espesura salió la voz de Tremal-Naik, que gritaba:

—¡Cógelo, «Darma»!

Cuando los thugs vieron a la terrible fiera, giraron sobre sus talones y se precipitaron por el canal, que en aquel lugar estaba obstruido por plantas acuáticas, y desaparecieron ante los ojos de Sandokán.

«Darma» se dirigió a toda velocidad hacia la orilla, pero ya era demasiado tarde para poder apresar a uno de aquellos miserables, a los cuales el miedo debía de haberles puesto alas en los talones.

—¡Otra vez será, mi bravo «Darma»! —dijo Sandokán—. ¡No faltarán ocasiones! Ahora, esos bribones ya habrán ganado la orilla opuesta.

En aquel momento llegaban Yáñez y Tremal-Naik.

—¿Se han escapado? —preguntaron ambos.

—No los veo —respondió Sandokán, que descendió hasta la orilla con el tigre, y que en vano procuraba descubrirlos entre las espesas cañas y las anchas hojas de loto—. La oscuridad es demasiado densa para poder discernir cosa alguna entre esta vegetación. La rápida aparición de «Darma» ha bastado para hacerlos huir como liebres y que renunciasen a vengar a su compañero.

—¿Eran thugs? —preguntó Tremal-Naik.

—Eso supongo, porque uno de ellos intentó echarme al cuello el pañuelo de seda.

—Pero, ¿le has matado?

—Está allá abajo, en medio de las hierbas. Cayó sin tener tiempo para dar un grito.

—Vamos a verlo; me interesa saber si, en efecto, eran thugs o bandidos.

Volvieron a subir por la orilla y se acercaron al cadáver, el cual yacía tendido entre las hierbas con los brazos y las piernas estirados y la cara contra el suelo.

Le levantaron y le miraron el pecho.

—¡La serpiente con la cabeza de Kali! —exclamó Tremal-Naik—. ¡No me había equivocado!

—¡Eso es un buen tiro, Sandokán! —dijo Yáñez—. La bala le ha atravesado el pecho de parte a parte, rompiéndole la columna vertebral y, probablemente, tocándole el corazón.

—No estaba más que a cinco pasos —contestó el Tigre de Malasia.

De pronto se dio un golpe en la frente y exclamó:

—¿Y el hombre que ha gritado? ¡Esos bribones arrastraban un bulto sobre la hierba!

Miraron en derredor y vieron a unos cuantos metros a un hombre vestido con un traje de franela blanca, sentado entre los cálamos y mirándoles con ojos dilatados por el terror.

Era un joven de unos veinticinco años aproximadamente, con espesa cabellera negra y un bigotillo del mismo color, de facciones muy hermosas y regulares y tez ligeramente tostada. Del cuello le pendía un delgado cordel, sin duda uno de los lazos de seda de los cuales se servían los thugs a falta de pañuelo negro.

El joven les miraba silenciosamente como si no se atreviera a interrogarles, temiendo quizá que aquellos hombres fueran otros nuevos enemigos.

Sandokán se dirigió hacia él y le dijo:

—No tema usted nada, señor; somos amigos, y estamos dispuestos a protegerle contra los miserables que han intentado estrangularle.

El desconocido se levantó lentamente y dio algunos pasos, diciendo en un inglés correcto, pero en cuya pronunciación se notaba un acento extranjero:

—Perdónenme si no les he dado las gracias todavía; ignoraba si eran ustedes mis salvadores o unos nuevos enemigos.

—¿Quién es usted?

—Un teniente del quinto regimiento de caballería de Bengala.

—No le creía a usted inglés.

—Y tiene usted razón; soy francés de nacimiento, pero estoy al servicio de Inglaterra.

—¿Qué hacía usted aquí solo en el junglar? —preguntó Yáñez.

—¡Un europeo! —exclamó el teniente, mirándole con cierta curiosidad.

—Portugués, señor.

—¿Solo? —dijo el joven, después de haber hecho una ligera inclinación—. No; no estoy solo. Llevo a dos hombres en mi compañía o, por lo menos, hasta hace algunas horas estaban en mi campamento.

—¿Teme usted que los hayan estrangulado? —preguntó Sandokán.

—No sé nada; sin embargo, dudo mucho que esos reptiles que han querido estrangularme les hayan respetado.

—Los compañeros de usted, ¿son molangos?

—No, son dos cipayos.

—¿Quién ha disparado el tiro que nos hizo venir corriendo?

—Yo, señor…

—Por ahora llámeme usted capitán nada más, si es que no le desagrada, señor…

—Remy de Lussac —dijo el joven—. Hice fuego sobre aquellos cinco sinvergüenzas, que se me echaron encima mientras yo estaba acostado en la maleza, espiando los movimientos de un axis, a quien quería matar para la comida de mañana.

—¿Y le ha fallado a usted el tiro?

—Por desgracia, y a pesar de creerme un buen cazador.

—¿Eso significa que ha venido usted aquí para cazar?

—Sí, capitán —respondió Lussac—. Tengo una licencia de tres meses y desde hace dos semanas recorro los junglares tirando a todos los animales que encuentro.

De improviso, dio un salto atrás, gritando:

—¡Dispare!

«Darma» remontaba la orilla y se acercaba a su amo.

—¡Es amigo nuestro; no se asuste usted, señor teniente! —dijo Tremal-Naik—. Él ha sido el que hizo huir a los estranguladores que iban a echarse encima de nuestro capitán.

—¡Es un animal prodigioso!

—Que obedece mejor que un perro.

—Señor De Lussac —dijo Sandokán—, ¿dónde está el campamento de usted?

—A un kilómetro de aquí, en la orilla del canal.

—¿Quiere usted que le acompañemos? Por esta noche hemos terminado nuestra cacería.

—¿También ustedes son cazadores?

—Por ahora ténganos como tales. Vamos a ver si los thugs han respetado la vida de los hombres que le acompañaban.

El francés buscó durante algún tiempo entre la hierba, hasta que encontró su carabina, que era una preciosa arma de dos cañones bruñidos, de fabricación inglesa.

—Estoy a las órdenes de ustedes —dijo. Sandokán hizo seña a Tremal-Naik para que se pusiera al lado del teniente, diciendo:

—Yáñez y yo iremos a retaguardia con «Darma». Vayan ustedes un poco separados de la orilla, porque los thugs, además de los lazos, pueden tener fusiles. Sin embargo, parecía que los thugs debían ya andar lejos, porque «Darma» no daba señal alguna de inquietud.

—¿Qué piensas de esta aventura? —preguntó Sandokán a Yáñez—. ¿Crees que ese oficial nos será un estorbo, o de utilidad para nuestros proyectos? Si ese hombre se ha atrevido a meterse en los junglares casi solo, debe de tener valor, y los hombres valientes nunca están de más en las expediciones arriesgadas. ¿Crees que debemos proponerle que se una a nosotros?

—Y aceptará —respondió Yáñez—. Vamos a luchar contra hombres que el Gobierno de Bengala se alegraría de ver aniquilados.

—¿Le ponemos al corriente de nuestros propósitos?

—A mí me parece que no hay ningún inconveniente. Pienso que se alegrará de ayudarnos; es un hombre de guerra, como nosotros, y un joven vigoroso, además, que de seguro no nos estorbará cuando tengamos que acometer a Suyodhana. Además, en su calidad de oficial, podría proporcionamos algún buen apoyo de parte de su Gobierno.

—Pues entonces, tú te encargas de ponerle al corriente de nuestros asuntos, si se decide a unirse a nosotros. Bien considerado, no me molesta tener a nuestro lado a un representante del ejército anglo-hindú. Nunca se sabe lo que puede suceder. ¡Ah! ¡Tengo una sospecha!

—¿Cuál, Sandokán?

—Que esos thugs, en lugar de vigilar al francés, vinieran siguiéndonos a nosotros.

—También yo he pensado lo mismo. Afortunadamente, somos muchos, y pronto encontraremos al Mariana en el canal de Raimatla.

—A estas horas ya debe de estar allí —dijo Sandokán.

En aquel preciso instante, oyeron gritar al oficial.

—¿Qué le sucede a usted, señor De Lussac? —le preguntó Yáñez, acercándosele.

—Que en mi campamento no arden las hogueras que recomendé a mis cipayos que tuvieran siempre encendidas.

—Eso presagia una desgracia, señor.

—¿Dónde está su campamento? —preguntó Sandokán.

—Allí abajo, junto a aquel nim grande que se yergue solo junto al río.

—¡Mal indicio si no arden las hogueras! —murmuró Sandokán, arrugando el entrecejo.

Se quedó inmóvil durante unos instantes, con la mirada fija en el árbol, y enseguida dijo resueltamente:

—¡Adelante! ¡«Darma» que vaya a la cabeza! A una señal de Tremal-Naik, el tigre se puso delante del grupo, pero apenas había recorrido unos cincuenta pasos, cuando se detuvo, mirando al bengalés.

—¡Ha olfateado algo! —dijo Tremal-Naik—. ¡Pongámonos en guardia!

Continuaron avanzando cautelosamente, con el índice sobre los gatillos de las carabinas, hasta que llegaron a cien pasos del árbol, bajo el cual se distinguían confusamente dos pequeñas tiendas de campaña.

El señor De Lussac se puso a gritar:

—¡Remkar!

Nadie respondió a esta llamada; pero de improviso resonaron entre las tinieblas grandes aullidos, viéndose, a través de las sombras, diversas figuras que huían dando saltos en todas direcciones, hasta dispersarse.

—Son chacales que huyen —dijo Tremal-Naik—. Señor De Lussac, sus hombres están muertos, y quizá a estas horas, incluso medio devorados.

—¡Sí! —dijo el francés, con voz hondamente conmovida—. ¡Los sectarios de la sangrienta diosa los han asesinado!

Se lanzaron hacia allí a toda velocidad, y enseguida llegaron junto a las tiendas.

Ante sus ojos se ofreció un horrible espectáculo.

Dos hombres casi devorados por completo yacían uno cerca del otro, y algunos tizones humeaban todavía.

La cabeza de uno de ellos había desaparecido, y la del otro se hallaba de tal modo roída, que resultaba imposible reconocerle.

—¡Pobres hombres! —exclamó el francés, conmovidísimo—. ¡Y no poder vengarlos!

—¿Qué sabe usted? —dijo Sandokán, poniéndole una mano sobre un hombro—. Usted ignora todavía quiénes somos nosotros y por qué razones nos encontramos aquí.

El francés se volvió con rapidez, mirando con estupor al Tigre de Malasia.

—De eso hablaremos después —dijo Sandokán, adelantándose a la pregunta del oficial—. Ahora es mejor que enterremos los restos de esos desgraciados.

—Pero, señor…

—¡Más tarde, señor De Lussac! —dijo Yáñez—. Veo que no le desagradaría a usted poder vengar la muerte de esos hombres.

—¡Oh, puede usted estar seguro!

—Pues le proporcionaremos la ocasión. ¿Tiene usted algo que llevar consigo?

—Los thugs han saqueado las tiendas —dijo Tremal-Naik, que ya las había inspeccionado—. Además de asesinos, ladrones. ¡Esto es lo que son los adoradores de Kali!

Abrieron una fosa, utilizando los cuchillos, y enterraron aquellos míseros restos para librarlos de los dientes de los chacales; encima acumularon piedras.

Una vez terminada tan fúnebre operación, Sandokán se volvió hacia el teniente, que parecía muy triste.

—Señor De Lussac —le dijo—, ¿qué es lo que va usted a hacer ahora? ¿Volverse a Calcuta o vengar a sus hombres? Nosotros hemos venido aquí, no para cazar tigres y rinocerontes, sino para llevar a cabo una completa y justa venganza y recobrar lo que nos han quitado: nuestros enemigos son los thugs.

El francés permaneció unos instantes silencioso, mirando con asombro a aquellos tres hombres.

—Decídase usted —dijo Sandokán—. Si prefiere dejar el junglar, pongo a su disposición uno de nuestros elefantes para que le conduzca a Diamond-Harbour o a Khari.

—Pero, señores, ¿qué es lo que han venido ustedes a hacer aquí? —preguntó el francés.

—Yo y mi amigo Yáñez de Gomera, un noble portugués, hemos abandonado nuestra isla, que está allá en medio del mar de Malasia, para cumplir una misión que libertará a este desgraciado país de una secta infame y que devolverá su familia a este hindú, uno de los más fuertes y más valientes hijos de que puede envanecerse Bengala, y que es pariente allegado de otro de los hombres más valerosos, uno de los más intrépidos oficiales del ejército anglo-hindú: el capitán Corishant.

—¡Corishant! ¡El exterminador de los thugs! —exclamó el francés.

—Sí, señor De Lussac —dijo Tremal-Naik, avanzando en dirección a él—. Yo he estado casado con su hija.

—¡Corishant! —repitió el joven—. ¡El que hace algunos años asesinaron en los Sunderbunds los sectarios de Kali!

—¿Le ha conocido usted?

—Era mi capitán.

—Pues nosotros le vengaremos.

—Señores, todavía ignoro quiénes son ustedes, pero desde este momento pueden contar conmigo. Como ya les he dicho, tengo una licencia extraordinaria de tres meses, y estos noventa días se los dedico a ustedes. Dispongan de mí como quieran.

—Señor De Lussac —dijo Yáñez—, ¿quiere usted venir a nuestro campamento? Allí no le estrangularán los thugs, se lo aseguro.

—Estoy a sus órdenes, señor Yáñez de Gomera.

—¡Vámonos! —dijo Sandokán—. Nuestros hombres pueden inquietarse por tan larga espera.

Los cuatro hombres formaron un grupo detrás del tigre y se pusieron en camino, volviendo a seguir de nuevo las lindes del bosque. Dos horas después llegaron al campamento.

Los malayos y los cornacs todavía se hallaban despiertos, fumando y charlando en torno de las hogueras.

—¿Ninguna novedad? —preguntó Sandokán.

—Ninguna, capitán —contestó uno de los tigres.

—¿No habéis notado nada extraordinario? ¿Por ejemplo, hombres que hayan estado rondando por las cercanías del campamento?

—Los hubiera oído el perro.

—Señor Le Lussac —dijo Sandokán, volviéndose hacia el francés, que contemplaba admirado los enormes elefantes, que roncaban beatíficamente a poca distancia de las hogueras—. Si no tiene usted inconveniente, compartirá usted la tienda con Yáñez. Es, como usted, un europeo.

—¡Gracias por su hospitalidad, capitán!

—Es muy tarde; vamos a dormir. ¡Hasta mañana, señor De Lussac!

Hizo una seña a Yáñez y entró en su tienda, mientras los malayos reavivaban el fuego y se repartían las guardias.

—Señor De Lussac —dijo Yáñez, sonriendo—, mi tienda nos espera. Si el sueño no le tienta, hablaremos un poco.

—Prefiero algunas explicaciones a dormir —contestó el teniente.

—Me lo supongo —dijo Yáñez, ofreciéndole un cigarrillo.

Se sentaron delante de la tienda, frente a una de las hogueras. Yáñez fumaba sin hablar, pero, por la contracción de su rostro, se comprendía que estaba ordenando sus pensamientos y sus antiguos recuerdos.

De pronto, tiró el cigarrillo y dijo:

—Es una historia un poco larga, que quizá encuentre usted interesante, y que le explicará el motivo por el cual nos encontramos aquí, y también el porqué hemos declarado una guerra mortal a los sectarios de Kali, estando decididos a vencer o morir en la contienda.

»Hace ya algunos años, un hindú que se ganaba la vida cazando valerosamente serpientes y tigres encontró a una joven blanca de cabellos rubios.

»Tuvieron ocasión de verse durante muchos días, hasta que el corazón del hindú se inflamó de amor por aquella jovencita misteriosa, que todas las tardes, a la hora del crepúsculo, se le aparecía.

»Aquella flor perdida en los junglares pantanosos era, desgraciadamente, la virgen de los thugs, representante sobre la tierra de la monstruosa Kali. Entonces vivía en los amplios subterráneos de Raimangal, donde se ocultaban los sectarios para escapar de la persecución del Gobierno de Bengala.

»El gran sacerdote de esos bribones la hizo raptar de Calcuta. Era hija de uno de los más valientes oficiales del ejército anglo-hindú: del capitán Corishant.

—A quien he conocido personalmente —dijo el francés, que escuchaba el relato vivamente interesado—. Era célebre por su implacable odio hacia los estranguladores.

—El hindú, que es el que ha visto usted en nuestra compañía, y que había de llegar a ser el yerno del infortunado capitán, después de increíbles aventuras consiguió penetrar en los subterráneos de los thugs para rescatar a la muchacha de quien estaba enamorado. El audaz intento no llegó a realizarse y el desgraciado cayó en manos de los estranguladores. No obstante, le perdonaron la vida; y no sólo eso, sino que le hicieron la promesa de darle la mano de la muchacha si mataba al capitán Corishant; la cabeza del valeroso oficial debía de ser el regalo de boda.

—¡Ah, miserables! —exclamó el francés—. ¿Y el hindú ignoraba que el capitán era el padre de su novia?

—Sí; porque entonces, el capitán Corishant se hacía llamar Macpherson.

—¿Y le mató?

—No —dijo Yáñez—. Una afortunada circunstancia le hizo saber a tiempo que el capitán era el padre de la virgen de la pagoda.

—¿Y qué fue lo que sucedió entonces? —preguntó el francés, lleno de ansiedad.

—Por aquellos días organizó el Gobierno de Bengala una expedición contra los thugs, y se dio el mando al capitán Corishant. En dicha expedición llegaron hasta los subterráneos, invadiéndolos y aniquilando a una buena parte de los que los habitaban; pero el jefe de todos ellos, Suyodhana, logró huir con muchos sectarios.

»A su vez fueron sorprendidos los cipayos del capitán en los espesos junglares de los Sunderbunds, y perecieron todos, entre ellos su jefe, y el hindú y la joven cayeron de nuevo en poder de los thugs.

—Recuerdo ese hecho, que produjo una enorme conmoción en todo Calcuta —comentó el francés—. Continúe usted, señor Yáñez de Gomera.

—La muchacha se volvió loca, y a su novio, atontado por un filtro que le dieron los sectarios de Kali, le acusaron de ser cómplice de ellos, y fue condenado a deportación perpetua en la isla de Norfolk.

—¡Qué historia me cuenta usted, señor Yáñez!

—Una historia absolutamente real, señor De Lussac —respondió el portugués—. Sucedió que, por una extraordinaria casualidad, el barco que le conducía a Australia tuvo que aproar en Sarawak, donde por entonces reinaba James Brooke.

—¿El exterminador de los piratas?

—Sí, señor De Lussac, y nuestro implacable enemigo.

—¿Enemigo de ustedes? ¿Por qué motivo?

—Por… —dijo, sonriendo, Yáñez— cuestiones de supremacía; quizá por otras causas que por ahora no quiero explicar a usted, señor De Lussac. Son asuntos que nos atañen de un modo exclusivo a mí y a mi amigo Sandokán, que es ex rajá de uno de los Estados de Borneo. Pero dejemos eso, que por el momento no puede interesarle y me haría perder el hilo de mi historia.

—Respeto sus secretos, señor Yáñez.

—Casi por la misma época —siguió diciendo el portugués— naufragó un buque en las playas de una isla que se llama Mompracem. A bordo iban la hija del capitán Corishant y un fidelísimo criado del novio.

»A pesar de que la muchacha seguía loca, el criado había logrado hacerla huir y se embarcaron, con objeto de reunirse con el novio de la joven.

»Una tempestad hizo que el barco se estrellara contra las escolleras de Mompracem, y el criado y la hija del capitán cayeron en nuestras manos.

—¡Cayeron! —exclamó el francés, haciendo un gesto de asombro.

—Es una forma de decir que les dimos hospitalidad —dijo Yáñez, sonriendo—. Nos interesó aquella dramática historia, y Sandokán y yo decidimos libertar al pobre hindú, víctima del odio implacable de los thugs.

»La empresa no era fácil, pues el pobre hombre había quedado prisionero de James Brooke, rajá de Sarawak, el más poderoso y temido de los sultanes de Borneo.

»Sin embargo, con nuestros barcos y nuestros hombres, no tan sólo logramos arrancarle al hindú, sino también expulsarle para siempre de Borneo y hacerle perder el trono.

—¡Ustedes! Pero, entonces, ¿quiénes son ustedes, que declaran la guerra a un Estado puesto bajo la protección de la poderosa Inglaterra?

—Somos dos hombres con resolución, con muchos barcos, muchos soldados, muchas riquezas… y con otras muchas cosas más —dijo Yáñez—. Déjeme proseguir sin interrumpirme, o no se acabará nunca la historia del hindú.

—¡Sí, sí; continúe usted, señor Yáñez!

—La hija del capitán se curó, gracias a cierto experimento ideado por mi amigo Sandokán, y los novios volvieron a ponerse en camino hacia la India dos meses más tarde, y finalmente se casaron.

»La pobre hija del capitán Corishant no debía de haber nacido con buena estrella, pues dos años más tarde murió, al dar a luz una niña que se llama Damna.

»Después de esto transcurrieron cuatro años; un día, la niña también desapareció, como había desaparecido su madre, robada por los thugs.

»La hija de la virgen de la pagoda fue a ocupar el puesto de su madre.

»¿Quiere usted saber por qué estamos aquí nosotros? Pues hemos venido para rescatar a la hija de nuestro amigo de manos de los estranguladores y para destruir esa secta infame, que es la vergüenza de la India, y que todos los años le cuesta la vida a miles de personas.

»Esta es nuestra misión, señor De Lussac. ¿Quiere usted unir sus esfuerzos a los nuestros? Hoy combatimos por la Humanidad.

—Pero, ¿quiénes son ustedes, que desde la lejana Malasia vienen hasta aquí a desafiar el poder de los thugs, que ha resistido y todavía resiste a los golpes del Gobierno anglo-hindú?

—¿Quiénes somos? —dijo Yáñez, levantándose—. ¡Hombres que han hecho temblar a todos los sultanes de Borneo, que despojaron de su poder a James Brooke, el exterminador de los piratas, y que han hecho palidecer al leopardo inglés! ¡Nosotros somos los piratas de Mompracem!

Segunda parte. Los dos rivales

17. Señales misteriosas

En cuanto el señor De Lussac se hubo quedado plácidamente dormido, Yáñez salió de la tienda sin hacer ruido y fue a la de Sandokán, en la cual todavía se veía luz.

El formidable jefe de los piratas de Mompracem estaba todavía despierto, fumando tranquilamente en compañía de Tremal-Naik, en tanto que Surama, la hermosa bailarina, preparaba varias tazas de té.

El valiente pirata no se veía acosado por el sueño, ya que estaba muy habituado a las largas vigilias pasadas en alta mar. También el bengalí, aun cuando hacía mucho rato que había pasado ya la medianoche, tenía la mirada limpia del hombre que ha descansado lo suficiente.

—¿Ha terminado el coloquio con el francés? —preguntó Sandokán, volviéndose hacia Yáñez.

—Ha sido un poco largo —dijo el portugués—, porque he tenido que darle muchas explicaciones que eran absolutamente precisas.

—¿Acepta?

—Sí; será de los nuestros.

—¿Ya sabe quiénes somos?

—No he creído oportuno ocultarle nada; es decir, a mí me parece que debía de obrar así, querido Sandokán, porque nuestras campañas se hicieron notar en toda la India. Los antiguos piratas de Mompracem son ahora unos héroes, después de la tremenda lección que le dimos a James Brooke, y aquí somos más conocidos de lo que tú crees.

—¿Y a pesar de eso, el teniente ha aceptado?

—No hemos venido a saquear la India —contestó Yáñez, riendo—, sino para librarla de una secta monstruosa que diezma la población. Ahora prestamos un servicio demasiado valioso a nuestra antigua enemiga Inglaterra, para que sus oficiales dejen de interesarse en ello. ¡Quién sabe, mi querido Sandokán, si cualquier día terminarán siendo rajás o marajás, los antiguos jefes de los tigres de Mompracem!

—Preferiré siempre mi isla y mis tigrecitos —contestó Sandokán—. Allí seré siempre más libre y más poderoso, que siendo rajá bajo la mirada recelosa de los ingleses. Pero dejemos eso, y preocupémonos ahora de los thugs. Cuando has llegado estaba hablando precisamente de eso, con Tremal-Naik y Surama.

»Después de lo sucedido esta noche, me parece que ha llegado el momento de dejar tranquilos a los tigres auténticos, para lanzarnos inmediatamente encima de esas otras fieras.

»Es probable que los thugs hayan adivinado, o por lo menos sospechen nuestras intenciones. Nos vigilan: sobre eso no tengo la menor duda. Era a nosotros a quienes estaban vigilando y no al oficial.

—Eso mismo creo yo —añadió Tremal-Naik.

—¿Nos habrá traicionado alguien? —preguntó Yáñez.

—¿Quién? —exclamó Sandokán.

—Los thugs tienen espías en todas partes, y cuentan con una organización de espionaje realmente admirable —dijo Tremal-Naik—. Han debido de comunicar nuestra marcha a los que están en los junglares. ¿Verdad, Surama, que tienen espías diseminados por todos los lugares, y que están encargados de vigilar por la seguridad de Suyodhana, que para ellos representa una especie de divinidad, algo así como una nueva encarnación de Kali?

—Sí, sahib —respondió la joven—. Tienen una policía llamada negra, compuesta de hombres cuya astucia y habilidad son verdaderamente endiabladas.

—¿Sabéis lo que debemos hacer? —preguntó Suyodhana.

—Habla —dijo Yáñez.

—Dirigirnos a Raimangal a marchas forzadas, procurando que los espías que nos siguen queden atrás, y ponernos enseguida en comunicación con el prao. Debemos atacar a los thugs antes de que tengan tiempo de organizar la resistencia, o de huir llevándose consigo a la pequeña Damna.

—¡Sí, sí! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Serían capaces de trasladarla a otro lugar, si se dan cuenta de que están amenazados!

—Pues a las cuatro, en marcha —dijo Sandokán—. Aprovechemos estas tres horas para dormir un poco.

Yáñez acompañó a Surama a la tienda que tenía destinada, y después se dirigió a la suya, en el interior de la cual, el francés dormía profundamente.

—¡Qué bien duerme el señor De Lussac! —exclamó riendo—. ¡La juventud reclama sus derechos!

Se tendió sobre la misma manta y cerró los ojos.

A las cuatro resonaba el cuerno del primer cornac, tocando a despertarse.

Los elefantes estaban ya dispuestos, y los seis malayos rodeaban al merghee.

—Salimos temprano —dijo el señor De Lussac, dirigiéndose hacia Yáñez que en aquel momento entraba con dos tazas de té—. ¿Han descubierto ustedes las huellas de algún tigre?

—No; pero vamos a buscar a otros un poco más lejos, en los Sunderbunds, y le aseguro que no serán menos peligrosos.

—¿Los thugs?

—Beba usted, señor De Lussac, y montemos en el comareah. Iremos juntos en el houdah, y allí podremos seguir charlando. Tenemos que comunicarle algo más acerca de nuestros proyectos.

Un cuarto de hora más tarde, los dos elefantes se alejaban del lugar que les había servido de campamento y emprendían la marcha hacia el Sur. Los cornacs habían recibido la orden de hacerlos caminar con la mayor rapidez posible, para que fueran alejándose de los thugs.

A pesar de que los hindúes, en su mayoría muy delgados y ágiles, tienen fama de ser buenos andarines, no era posible que pudiesen competir con el paso de los elefantes ni con su resistencia.

Sin embargo, Sandokán y sus compañeros estaban equivocados, si creían poder dejar atrás a aquellos bribones, ya que probablemente iban siguiéndolos desde su salida de Khari.

Efectivamente; apenas los elefantes habían recorrido media milla, cuando en medio de las elevadísimas cañas que cubrían aquellas tierras pantanosas, se oyó el agudo sonido producido por una de esas largas trompas de cobre que los hindúes llaman ramsinga.

Tremal-Naik se estremeció, y su rostro, de color bronceado, se tomó de pronto ligeramente gris.

—¡El maldito instrumento de los thugs! —exclamó—. ¡Los espías han avisado nuestro paso!

—¿A quién? —preguntó Sandokán, con voz completamente tranquila.

—A otros espías que deben de estar diseminados por la manigua. ¿Oyes?

Hacia el Sur, pero a una gran distancia, se oyó otro sonido, que llegó hasta los cazadores muy débilmente, como emitido por una trompetilla de niños.

—Los muy bandidos se comunican por medio de las trompas —dijo Yáñez, arrugando el entrecejo—. Nos anunciarán por todas partes hasta que lleguemos a los Sunderbunds. La cosa es grave. ¿Qué le parece a usted esto, señor De Lussac?

—Creo que estos condenados sectarios son más astutos que las serpientes —contestó el aludido— y que nosotros debemos imitarlos.

—¿Cómo? —preguntó Sandokán.

—Engañándolos acerca de nuestra verdadera dirección.

—¿De qué modo?

—Por ahora, desviándonos, volviendo a emprender la marcha durante la noche.

—¿Resistirán los elefantes?

—Podemos hacerles descansar al mediodía.

—Me parece una buena idea la que usted ha tenido —dijo Sandokán—. Por la noche no nos verán más que los animales de cuatro patas, y los thugs supongo que no serán tigres. ¿Qué te parece, Tremal-Naik?

—Que estoy completamente de acuerdo con lo que aconseja el señor De Lussac —respondió el bengalí—. Es preciso que lleguemos a los Sunderbunds sin que los thugs lo adviertan.

—Bien —dijo Sandokán—; seguiremos marchando hasta el mediodía y luego acamparemos para emprender el camino esta noche a primera hora. No hay luna, y nadie podrá vernos.

Ordenó al cornac que cambiase de dirección, torciendo hacia Oriente, y encendiendo un cigarrillo que le alargaba Yáñez, se puso a fumar con su calma habitual, sin que la más ligera sombra de preocupación oscureciera su rostro.

Los dos elefantes proseguían su endiablada carrera, imprimiendo a los houdah sacudidas bastante bruscas.

No les detenía ningún obstáculo; partían los más gruesos bambúes como si fueran ligerísimas briznas y pisoteaban la maleza y los montones de cálamos sin detenerse un momento.

El junglar no variaba. Cañas y siempre cañas, ligadas unas a otras por plantas parásitas; pantanos y más pantanos cubiertos de hojas de loto, sobre las cuales reposaban plácidamente, sin asustarse ante la presencia de los elefantes, cigüeñas, airones e ibis negros.

La carrera de los paquidermos continuó hasta las once. Entonces llegaron a un espacio descubierto, donde se veían algunos restos de cabañas, y Sandokán dio orden de hacer alto.

—Aquí no nos sorprenderá nadie. Si alguien se acerca, enseguida le veremos; además, tenemos a «Punty» y a «Darma».

—Los cuales tardarán en alcanzarnos algunas horas —dijo Tremal-Naik—. Deben de haberse quedado muy atrás; pero el perro no dejará al tigre, y le guiará hasta nosotros.

—Me tenían un poco inquieto, porque no los veía —dijo Yáñez.

—No temas por ellos. Vendrán.

Apenas les quitaron de encima el houdah, los elefantes se tumbaron en el suelo. Los pobres animales respiraban fatigosamente, sudaban de un modo prodigioso y estaban cansadísimos.

Los dos cornacs se dedicaron enseguida a cuidarlos, obligándoles a ponerse a la sombra de un bar, cuya corteza les gusta mucho, y después les frotaron la cabeza, las orejas y las patas con grasa, para que no se les hiciesen ampollas.

Mientras tanto, los malayos alzaban las tiendas a toda prisa, pues el calor era tan intenso, que no era posible resistirlo estando al descubierto.

El aire se hacía cada vez más irrespirable; sobre la manigua caía una verdadera lluvia de fuego.

—¡Cualquiera diría que va a desencadenarse una tempestad o un huracán! —dijo Yáñez, que se había apresurado a meterse bajo una de las tiendas—. Estando fuera se corre el peligro de coger una insolación. Tú, Tremal-Naik, que has crecido entre estas cañas, puedes predecir algo sobre el tiempo.

—Que va a soplar el hot-winds, y que haremos muy bien en tomar nuestras precauciones. Porque se corre el peligro de morir asfixiados.

—¿Hot-winds? ¿Qué viento es ése?

—El simún de la India.

—¡Vamos, un viento muy caliente!

—A veces, más temible que el que sopla en el Sahara —dijo el señor De Lussac, que entraba en aquel momento en la tienda—. Lo he sufrido dos veces estando de guarnición en Lucknow, y sé algo de la violencia de estos vientos. Allí son mucho más terribles y más abrasadores, porque llegan del Poniente, pasando primero por los arenales de fuego de Marusthan, de Persia y de Beluchistán.

»Una vez se me murieron asfixiados catorce cipayos, porque el hot-winds los sorprendió en campo abierto, sin que tuvieran lugar alguno donde poder resguardarse.

—A mí me parece que más bien va a ser un ciclón que aire caliente —dijo Yáñez, señalando las nubes que se levantaban por el Noroeste y que avanzaban hacia los junglares con increíble rapidez.

—Siempre sucede así —contestó el teniente—; primero, el huracán; después, el viento cálido.

—Aseguremos las tiendas —dijo Tremal-Naik—, y pongámoslas detrás de los elefantes, cuya mole puede servirnos de barrera.

Bajo la dirección de los dos cornacs y de Tremal-Naik, los malayos se pusieron a la obra, plantando alrededor de las tiendas gran número de estacas y pasando por encima de las lonas varias cuerdas.

Las alzaron entre un muro viejo, resto de la antigua aldea, y los elefantes, a los cuales obligaron a acostarse uno cerca del otro.

Mientras tanto, con la ayuda de Yáñez, Sur ama preparaba la comida. Las nubes ya cubrían el cielo, extendiéndose sobre el junglar en dirección del golfo de Bengala.

Empezaba a sentirse de vez en cuando un viento muy ardiente que venía a ráfagas y que secaba rápidamente la vegetación y los charcos. Las nubes se condensaban cada vez más, haciéndose en extremo amenazadoras.

Los paquidermos daban muestras de una gran agitación. Barritaban con frecuencia, sacudían las orejas y absorbían el aire ruidosamente, como sí no les bastara para henchir sus enormes pulmones.

—Comamos deprisa —dijo el oficial, que estaba en el borde la tienda escrutando el cielo, en compañía de Sandokán—. El ciclón avanza con una rapidez espantosa.

—¿Resistirán las tiendas? —preguntó el Tigre de Malasia.

—Si los elefantes no se mueven, quizá.

—¿Seguirán tranquilos?

—Eso es lo que no sabemos. He visto algunos poseídos de tal pánico, que huían como locos, sin hacer el menor caso de los gritos que les daban sus guardianes. Ya verá usted qué estragos hace el viento en estos bambúes.

En aquel momento se oyó un ladrido en lontananza.

—Es «Punty» que vuelve —dijo Tremal-Naik, precipitándose fuera de la tienda—. El perro llega a tiempo al refugio.

—¿Vendrá seguido de «Darma»? —preguntó Sandokán.

—Mírelo usted; por allá viene dando enormes saltos —dijo el señor De Lussac—. ¡Qué animal tan inteligente!

—Ya está el ciclón sobre nosotros —dijo uno de los cornacs.

Un relámpago deslumbrador había rasgado los densos nubarrones, en tanto que una ráfaga de viento, de una extraordinaria impetuosidad, barría el junglar, doblando los gigantescos bambúes hasta hacerlos tocar la tierra, y retorcía las ramas de los taras y de los pipales.

18. El ciclón

Generalmente, los huracanes que se desencadenan en la gran península indostánica, tienen una breve duración; pero, su violencia es tan extrema, que los europeos no podemos ni siquiera imaginarlos.

En muy pocos minutos se devastan regiones enteras, derribando incluso ciudades. La fuerza del viento es enorme, y tan sólo los edificios muy sólidos y los grandes árboles, como los pipales e higueras de las pagodas, son capaces de resistirla.

Como muestra de lo que son estos violentos ciclones, baste recordar el que pasó por Bengala en 1866, que mató a veinte mil personas en Calcuta y a cien mil en las llanuras que rodean el Hugly.

Las personas que fueron sorprendidas por el ciclón cuando transitaban por las calles de la ciudad, eran levantadas como si fuesen plumas, e iban a estrellarse contra las paredes de las casas; los palanquines volaban por los aires con las personas que llevaban dentro, y las cabañas de la ciudad negra, arrancadas de cuajo, corrían por el campo.

Lo peor fue cuando el ciclón, cambiando de rumbo, rechazó las aguas del Hugly, que se extendieron sobre la ciudad, arrastrando consigo a doscientos cuarenta barcos que había anclados a lo largo del río, y que se estrellaron unos contra otros.

Las aguas desbordadas, empujadas por el viento, arrasaron los barrios pobres de la capital, transportando muy lejos sus ruinas y derribando pórticos, palacios, columnas y puentes; de tal modo, que la opulenta ciudad quedó reducida a un montón de escombros.

Y eso no fue todo. Por lo general, después del ciclón soplan vientos muy cálidos, que los indostanos llaman hot-winds, y que no son menos temibles que el propio ciclón.

Su calor es tan excesivo, que los europeos no acostumbrados a ellos no pueden salir de sus casas, porque corren el peligro de morir asfixiados inmediatamente.

Los propios indígenas se ven obligados, a las primeras ráfagas del simún, a adoptar grandes precauciones para que sus viviendas no se conviertan en auténticos hornos.

Tienen que tapar todas las aberturas, ventanas y puertas, con espesas capas de paja, que llaman tatti, y las mojan continuamente para que cuando el viento pase a través de aquellas húmedas barreras, pierda parte de la intensidad de su calor y no haga irrespirable la atmósfera.

Por otra parte, también hacen funcionar los punkas, que son unos grandes ventiladores como ruedas, a los que también se les llama thermantidoli, y con los que se mantienen las habitaciones un poco más frescas.

No obstante, y a pesar de todas estas medidas, mucha gente muere asfixiada, sobre todo en las regiones de la India occidental, pues allí todavía esos vientos son más calientes, ya que llegan directamente de los desiertos.

El ciclón que ahora empezaba a desencadenarse, tenía todas las trazas de no ser menos terrible que los otros, y preocupaba grandemente a Tremal-Naik y a los guías, que ya conocían la fuerza de semejantes fenómenos.

En cambio, Sandokán y Yáñez no manifestaban la menor inquietud. Aunque no conocían los ciclones indostánicos, habían experimentado otros no menos formidables que se desatan en los mares de Malasia, a los que habían desafiado no pocas veces.

Aun cuando las primeras ráfagas de viento empezaban a sacudir ya con gran violencia las tiendas, el portugués, que esta vez se había convertido en cocinero, disponía la comida ayudado por Surama.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Tomemos un bocado para que pesemos más y no se nos pueda llevar el viento fácilmente! Tendremos un poco de música, con el indispensable acompañamiento de truenos; pero, ¡bah!, ya tenemos los oídos acostumbrados y…

Un terrible estampido, sólo comparable con la voladura de un polvorín, resonó por todo el junglar, seguido de ruidos ensordecedores que repercutían en el espacio con inusitada intensidad.

—¡Menuda orquesta! —exclamó el señor De Lussac, tendiéndose cerca del tapiz, sobre el cual humeaban las viandas, dispuestas sobre una vajilla de plata—. ¡No sé si Júpiter y Eolo nos dejarán terminar la comida!

—Cualquiera diría que el cielo va a hacerse pedazos sobre nuestra cabeza, con todos los mundos conocidos y desconocidos que contiene —dijo Yáñez—. ¡Vaya golpes de bombo! Despacio, señores músicos o, de lo contrario, vais a dejarnos sordos.

Los estampidos continuaban incrementando su intensidad, y parecía que millares de furgones cargados con láminas metálicas, corrían a gran velocidad sobre puentes de hierro.

Gruesos goterones caían con un rumor inquietante sobre las plantas que cubrían la inmensa llanura, en tanto que relámpagos deslumbradores rasgaban las negrísimas nubes.

De pronto empezaron a oírse a lo lejos unos agudos silbidos, que se hacían por momentos más intensos, y que pronto se convertirían en auténticos rugidos.

Tremal-Naik se levantó.

—¡Ya llegan las ráfagas! —exclamó—. ¡Apoyémonos contra las lonas, porque si no la tienda desaparece!

Una tromba de aire sopló sobre el junglar, arrancando de cuajo los bambúes y todo cuanto encontraba a su paso.

Atravesó el campamento haciendo revolotear a gran altura gruesas ramas, cañas y maleza, y derribando las paredes de barro de la antigua aldea, que todavía permanecían en pie; pero la tienda resguardada tras los enormes elefantes, resistió al embite.

—¿Volverá de nuevo? —preguntó Yáñez.

—Detrás de esta ráfaga vienen las compañeras —contestó Tremal-Naik—. No esperes que esto se acabe tan pronto. Apenas ha comenzado.

Sandokán y el francés, a pesar de que la lluvia caía a torrentes, salieron fuera para ver si la tienda de los malayos también había resistido.

Pero no había sido así, ya que éstos corrían como locos por entre los bambúes derribados, persiguiendo la lona, que el viento transportaba a través del junglar, como un pájaro fantástico de colosales dimensiones.

En torno al campamento, todo estaba derribado y hecho pedazos. Tan sólo un gran pipal de enorme tronco, había resistido la furia del ciclón, aunque le había desgajado una buena parte de sus ramas.

Volaban en todas direcciones trozos de arbustos y gigantescas hojas arrancadas a las palmeras espinosas y huían revueltos y combatidos por el viento, arghilaks, ocas, cigüeñas y folagos.

Los cuadrúpedos saltaban por la llanura, presa de un terror loco. Se veían desfilar, en un galope desenfrenado a los bisontes, axis, ciervos y gamos.

Cuatro o cinco nilgós, que parecían sentirse más seguros estando cerca de los hombres, se habían acurrucado detrás del muro que se alzaba en las proximidades del campamento, y allí permanecían amontonados unos sobre otros, con la cabeza escondida entre las patas.

—¡Ahí debían estarse hasta que cesara el huracán, para proporcionarnos las chuletas de mañana! —dijo Sandokán, señalándoselos al francés.

—Apenas deje de soplar el viento echarán a correr como rayos —contestó el teniente—. Dejémoslos que se vayan; ya encontraremos otros. Ahí se acerca otra tromba que, por su manera de anunciarse, me parece que ha de ser más violenta que la primera. ¡Señor Sandokán, entremos en la tienda!

Se oían espantosos silbidos y se veía a las palmeras y los taras que había respetado la ráfaga anterior, caer derribados o desgajados, como si los segasen con un hacha y de un solo golpe.

Al propio tiempo, como si Júpiter tuviese celos del poder de Eolo, redobló sus truenos y sus relámpagos.

El estruendo era tan grande, que los hombres guarecidos en el interior de la tienda no podían entenderse.

Los elefantes, asustados por aquel fragor y por los rugidos del viento, empezaron a agitarse. No hacían caso de las voces que les daban sus cornacs, que se habían tendido fuera de la tienda para calmarlos.

La ráfaga de aire, que avanzaba con extraordinaria velocidad, iba a caer sobre el campamento.

De improviso, el comareah se levantó lanzando un formidable barrito.

Permaneció un instante erguido, con la trompa horizontal, aspirando el viento, y enseguida, poseído de un terror loco, se lanzó a través del junglar, sin hacer caso de los gritos de su cornac.

Sandokán y sus compañeros habían salido corriendo de la tienda para prestar auxilio a los dos guardianes, pero la tromba les cayó encima con todo su ímpetu y se sintieron levantar primero y después arrastrar entre una nube de plantas que rodaban por todas partes.

La tienda, arrancada de cuajo, volaba detrás de ellos.

Durante cinco minutos, Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el francés fueron rodando entre los bambúes arrancados, hasta que se detuvieron junto al tronco de un pipal que, para su suerte, había resistido el tremendo empuje del ciclón.

Cuando hubo pasado aquella ráfaga y le sucedió una breve calma, se levantaron magullados y con la ropa hecha jirones, pero sin sufrir, afortunadamente, contusiones de mayor importancia.

El comareah había desaparecido, junto con su guardián, que se había lanzado tras de él; el otro elefante, el merghée, yacía aún en medio del campamento, con la cabeza escondida entre las patas, pero en una postura que no parecía natural.

—¿Y Surama? —exclamó de pronto Yáñez, cuando se disponían a volver al campamento, donde esperaban encontrar todavía un refugio.

—¡Escapemos, señores! —dijo el teniente—. ¡No vayan a cogernos las nuevas ráfagas en este lugar! ¡Detrás del elefante estaremos más seguros!

—¿Y el otro?

—No te preocupes, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. En cuanto haya pasado el ciclón, le veremos volver con su cornac.

—Y espero que también vuelvan nuestros hombres —añadió Sandokán—. ¿En dónde se habrán refugiado que no veo a ninguno?

—Apresurémonos, señores —apremió el teniente. Iban a lanzarse a la carrera, cuando entre los silbidos del viento oyeron una voz que gritaba:

—¡Socorro, sahib!

Yáñez dio un respingo.

—¡Surama!

—¿Quién la amenaza? —bramó Tremal-Naik.

—¿Dónde está «Darma»? ¡«Punty», «Punty»! Ni el perro ni el tigre acudieron. Quizá la tromba les habría arrastrado y se habían refugiado en alguna parte.

—¡Adelante! —gritó Sandokán.

Se lanzaron todos hacia el campamento, pues el grito de Surama se había oído en aquella dirección.

No se podía ver bien lo que allí sucedía, ya que las espesísimas nubes habían oscurecido el sol casi completamente, y la vegetación arrancada de la tierra, revoloteaba sin cesar de arriba abajo, empujada, arrollada y dispersa por las ráfagas del viento.

Tan sólo se distinguía la enorme masa del merghee, entre los derruidos muros de la antigua aldea.

Sandokán y sus compañeros corrían como si tuvieran alas en los pies. Habían dejado los fusiles en el houdah, y empuñaron los cuchillos de caza, armas peligrosas en las manos de aquellos hombres, sobre todo en las de los dos piratas, acostumbrados al manejo de los kriss malayos.

En menos de cinco minutos llegaron al campamento. La segunda ráfaga de aire había dispersado todos los bagajes, los morrales de las provisiones, las cajas de las municiones, las tiendas de recambio e incluso el houdah, que yacía en tierra.

Allí no había nadie: ni Surama, ni el cornac, ni «Darma», ni «Punty». Únicamente el elefante parecía dormitar o estar próximo a morir, porque exhalaba un ronquido fatigoso.

—¿Dónde estará esa muchacha? —se preguntó Yáñez, mirando en todas direcciones—. No la veo, y sin embargo, ella era quien gritó.

—¿La habrá sepultado el viento entre esa masa de cañas y hojas? —dijo Sandokán.

El portugués gritó por tres veces con todas sus fuerzas:

—¡Surama! ¡Surama! ¡Surama!

Los roncos barritos del elefante fue la única respuesta.

—¿Qué le pasa al merghee? —preguntó de pronto el francés—. Parece como si se estuviera muriendo. ¿No oyen ustedes qué sibilante es su respiración?

—Es cierto —contestó Tremal-Naik—. Tal vez le haya herido algún tronco de árbol arrastrado por la maldita tromba. Pero yo no he visto volar ninguno.

—¡Vamos a ver! —dijo Sandokán—. ¡Me parece que aquí ha sucedido algo extraordinario!

Mientras el portugués rrecorría los alrededores del campamento, removiendo los montones de cañas que el viento había acumulado en enormes cantidades, y llamaba a la pobre muchacha, los otros se acercaron al elefante.

Casi todos a un tiempo lanzaron un grito de furor.

Efectivamente, el merghee estaba expirando, y no porque le hubiese herido el tronco de ningún árbol lanzado por el ciclón, sino porque había sido acometido por una mano criminal.

El pobre animal había recibido en las patas posteriores dos heridas horribles que le seccionaban los tendones, y de ellas manaba tanta sangre, que se había empapado un gran trozo del suelo.

—¡Le han asesinado! —gritó Tremal-Naik—. ¡Este es el golpe que dan los cazadores de marfil!

—¿Quién le ha asesinado? —preguntó el Tigre de Malasia con voz terrible.

—¿Quién? ¡Los thugs! ¡Estoy seguro de ello!

—El elefante va a morir —añadió el señor De Lussac—. Esto está perdido: no le quedan más que unos minutos de vida.

El Tigre de Malasia lanzó un verdadero rugido.

—¿Es decir, que esos miserables se han aprovechado del ciclón para caer como chacales sobre nuestro campamento?

—Aquí tienes la prueba —contestó Tremal-Naik.

—¿Y cómo ellos han podido eludir la tromba, mientras que nosotros hemos sido arrastrados, lo mismo que si fuésemos simples briznas de paja?

Tremal-Naik iba a responder, cuando le interrumpió una exclamación del señor De Lussac. Este se había precipitado hacia un pequeño muro de limo seco, el único que había resistido el huracán, y les enseñaba una piel de nilgó, gritando:

—¡Malditos reptiles! ¡Y nosotros que los hemos creído animales auténticos! ¡Ah! ¡Esto es demasiado!

Sandokán y Tremal-Naik se apresuraron a reunirse con el oficial.

Cerca de éste, adosadas contra el muro, se veían otras dos o tres pieles más.

—Capitán Sandokán —dijo el francés—, ¿se acuerda usted de aquellos cuatro o cinco nilgós que se refugiaban detrás de este muro?

—¿Eran thugs disfrazados de ciervos? —dijo el Tigre de Malasia.

—Sí, señor. ¿Recuerda usted cómo avanzaban, deslizándose sobre el vientre y con las patas escondidas entre las hierbas?

—Sí, señor De Lussac.

—Pues esos bandidos nos la han jugado con una audacia increíble.

—Y han aprovechado el momento en que el ciclón nos empujó fuera del campamento, para mutilar al elefante.

—Y raptar a Surama —añadió Tremal-Naik—. La muchacha debió de quedar cogida entre las cuerdas de la tienda.

—¡Yáñez! —gritó Sandokán—. ¡Es inútil que busques a Surama! ¡A estas horas debe estar ya bien lejos! ¡Pero no te desesperes; daremos caza a los raptores!

El portugués, que en el fondo de su alma, y aunque no quisiera manifestarlo, sentía un gran afecto por la desgraciada hija del pequeño rajá Asamey, perdió la calma y gritó por primera vez en su vida:

—¡Voy a matarlos a todos! ¡Que se guarden de tocar un solo cabello de esa pobre niña! ¡Ahora odio a esos monstruos más que nunca!

—Aunque nos hayan matado al merghee, todavía nos queda el comareah —dijo Sandokán—. Alcanzaremos a esos bandidos, y no les daremos tregua ni un solo instante.

—¡Mírelo usted allí! Vuelve con su cornac y los malayos —dijo el señor De Lussac—. Parece que ya se ha calmado.

El paquidermo se acercaba corriendo, llevando a la grupa al cornac y a los hombres de escolta de Sandokán, que después de perseguir durante un buen rato la lona que el aire se había llevado muy lejos, lograron apoderarse de ella.

Sin embargo, todavía faltaban el cornac del moribundo merghee, Surama, «Darma» y «Punty».

Que los thugs hubiesen matado al primero y arrebatado a la joven, era cosa plausible, pero que hubieran hecho frente al terrible tigre y al enorme perro y hubieran, además, logrado vencerlos, era ya algo más difícil de creer.

—¿Qué imaginas que haya sucedido a tus animales? —preguntó Sandokán a Tremal-Naik.

—Tengo el convencimiento de que han de volver pronto, a no ser que hayan seguido a los thugs. Ya sabes lo inteligente que es «Punty», y el odio que siente por los sectarios de Kali, desde que estuvo prisionero en los subterráneos de Raimangal. Y «Darma» comparte sus rencores.

—¿Crees que el tigre habrá seguido al perro?

—Estoy seguro. Se han criado juntos, y muchas veces, cuando yo cazaba en los Sunderbunds, les he visto socorrerse mutuamente, y también…

Un agudísimo bramido, que parecía una nota arrancada de una colosal tromba de bronce, le cortó la frase.

El pobre merghee, en un desesperado esfuerzo, se había levantado sobre las patas delanteras, poniendo la trompa en sentido horizontal.

—¡Va a morir! —dijo el señor De Lussac con voz conmovida—. ¡Villanos! ¡Hacer daño a un animal tan hermoso y tan valiente!

El elefante respiraba afanosamente, y fuertes convulsiones sacudían su cuerpo.

Cuando Sandokán y sus amigos se acercaban a él, el paquidermo se desplomó pesadamente, cayendo sobre un costado, y vomitando por la trompa un gran chorro de sangre y baba.

Al mismo tiempo se oyó una voz lamentable que gritaba:

—¡Ha muerto! ¡Malditos sean esos perros! Era el cornac del merghee, que aparecía entre los montones de cañas y de maleza arrancadas por el huracán, y a quien seguían «Darma» y «Punty».

19. La desaparición de la bayadera

El cornac regresaba en un deplorable estado. Todo indicaba que debía de haber corrido mucho.

Iba cubierto de lodo de los pies a la cabeza. Las ropas estaban hechas jirones por muchos sitios; había perdido el turbante y la faja, y las piernas le sangraban hasta por encima de las rodillas.

No obstante, aún conservaba en la mano el aguijón con el que guiaba al merghee, y que era un arma más que suficiente para abrir el cráneo a una persona.

Cuando le vieron aparecer, todos salieron a su encuentro precipitadamente, aturdiéndole con preguntas. El pobre hombre, que respiraba con dificultad, no respondía más que por medio de gestos llenos de desesperación, señalando al elefante y al junglar.

—Bebe un sorbo —dijo Sandokán, que todavía llevaba colgado a un costado su frasco lleno de licor—. Cobra aliento, y cuéntalo todo sin perder tiempo. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Quién ha matado al merghee?

El cornac bebió algunos sorbos con avidez, y enseguida, con voz ahogada aún por la emoción y por la larga carrera, dijo:

—Los thugs… estaban allí…, escondidos detrás de ese muro, cubiertos con pieles de nilgó… ¡Miserables!… Esperaban el momento… para caer encima… de nosotros.

—¡Despacio! —dijo Sandokán—. ¡Explícate mejor! Por mucho que huyan, nosotros les alcalizaremos con el comareah: tenemos tiempo.

—La ráfaga que nos embistió a todos, me empujó a unos doscientos o trescientos pasos de mi elefante…, arrojándome en medio de una mata de mináis, que aminoró el golpe de mi caída.

»Apenas me había puesto en pie y cuando iba a correr en ayuda de ustedes, oí en el campamento gritos de mujer pidiendo socorro.

Suponiendo que la muchacha se hallaba en peligro y al no verles a ustedes, me dirigí corriendo hacia aquella parte.

»Antes de que hubiese podido llegar, vi a cinco animales, cinco nilgós que salían de detrás de ese muro de barro, que tiraban las pieles… y aparecían unos hombres desnudos, que llevaban a la cintura el lazo de los estranguladores.

»Dos de ellos, armados con anchos sables, se lanzaron sobre mi elefante, y con sólo dos tajos le cortaron los tendones de las patas traseras; los otros se fueron a los houdah, entre los cuales se había refugiado Surama, a quien el cuerpo del merghee había protegido hasta entonces contra el viento.

»Cogerla, atarla con dos lazos y llevársela, fue todo cosa de un abrir y cerrar de ojos.

»La desgraciada no tuvo tiempo más que para gritar:

»—¡Socorro, sahib!

—Hemos oído ese grito —dijo Yáñez—. ¿Y después?

—Después me lancé detrás de los fugitivos, llamando como un desesperado al perro y al tigre, a los cuales había visto rodar entre las cañas y las ramas por cerca del campamento y caer juntos.

»El perro fue el primero que acudió a mi llamada; pero ya los thugs, que corrían como antílopes, habían desaparecido.

»Sin embargo, continué persiguiéndolos, precedido por el perro y seguido poco después por el tigre.

»Pero todo fue en vano. La tierra, empapada de agua, impedía que «Punty» pudiese olfatear las pisadas de los thugs.

—¿Qué dirección han tomado? —preguntó Sandokán.

—Huían hacía el Sur.

—¿Crees tú, Tremal-Naik, que hayan podido reconocer en Surama a una de las bayaderas?

—Sin duda alguna —contestó el bengalés—. De no haber sido así, no habrían vacilado en estrangularla, para ofrecer una víctima a su monstruosa divinidad.

—Entonces, entre esos thugs debía de haber alguno que la conociera.

—Yo creo que esos hombres vienen siguiéndonos desde la noche en que asistimos a la fiesta del fuego.

—Sin embargo, hemos tomado todas las precauciones posibles para que no nos espiasen.

—Sospecho una cosa —dijo Yáñez.

—¿Qué?

—Que algunos hombres que formaban parte de la tripulación de los grabs hayan tomado tierra al mismo tiempo que lo hicimos nosotros, y que desde entonces no nos han perdido de vista. De lo contrario, ¿cómo se explica esta continua persecución?

—Creo que tienes razón —dijo Sandokán.

Se quedó unos instantes silencioso, y después añadió:

—Parece que el ciclón tiende a calmarse, ya que las ráfagas disminuyen rápidamente. Organicemos la persecución de los raptores. Cornac, ¿podrá llevarnos a todos tu elefante?

—No, señor; es imposible.

—¿Quieres un consejo, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik.

—Di.

—Dividamos nuestras fuerzas. Nosotros daremos caza a esos bandidos con el comareah, y tus malayos nos esperarán en las orillas del canal de Raimatla.

—¿Y quién va a guiarlos?

—El cornac del merghee, que conoce los Sunderbunds tan bien como yo.

—Es cierto, sahib.

—Les confiaremos también a «Punty» y a «Darma», que no podrán seguirnos.

—Sí —dijo Sandokán—. Nosotros somos suficientes para hacer frente a los raptores. Además, me interesa comunicarme con los hombres del Mariana. Apresurémonos para que los thugs no nos tomen demasiada delantera.

—Una palabra todavía, amigo mío. El canal de Raimatla es largo, y nosotros necesitamos que tus hombres nos encuentren enseguida para no perder un tiempo que puede sernos precioso. Cornac, ¿has oído hablar de la antiquísima torre de Barrekporre?

—Sí, sahib —repuso el conductor de elefantes—, una vez tuve que permanecer en ella durante tres días, para no caer en las garras de los tigres.

—Pues allí te esperaremos nosotros. Se encuentra casi frente al extremo septentrional de Raimatla, en la orilla más alejada del junglar.

—Conduciré hasta allí a tus hombres. En cuatro o cinco horas llegaremos. Manda que ponga el houdah al, comareah.

Los dos cornacs, ayudados por los malayos, albardaron al elefante, que estaba docilísimo, asegurando la caja con cadenas y anchas cinchas de una solidez a toda prueba, y enseguida cargaron los bagajes y las cajas de las municiones.

Yáñez, Sandokán, Tremal-Naik y el francés se asentaron en el houdah, y el comarcan, a un silbido de su conductor, partió al trote, dirigiéndose hacia el Sur, es decir, en la misma dirección que habían tomado los raptores de Surama.

El ciclón se había calmado, después de aquellas ráfagas tan poderosas que devastaron la manigua.

La masa de vapores comenzaba a romperse por varios puntos, huyendo hacia el golfo de Bengala. Iba desapareciendo la oscuridad, y a través de los jirones de las nubes, descendían de nuevo los rayos del sol, produciendo unos sorprendentes efectos de color.

El junglar se había convertido en un caos, con montones de vegetación dispersos por todas partes. Había verdaderas montañas de bambúes de varios metros de altura, que el elefante tenía que sortear; troncos derribados, enormes montones de hojas y un gran número de animales muertos, especialmente cuervos, axis y nilgós.

Además la tierra se había empapado con la lluvia, hasta el extremo de haberse convertido el junglar en un inmenso pantano, en el cual el elefante se hundía a veces hasta el vientre, imprimiendo al houdah tan bruscas sacudidas, que los cazadores se veían precisados a agarrarse fuertemente a las cuerdas, para no ser despedidos al suelo.

Pero no se hallaba traza alguna de los raptores de Surama, a pesar de que el elefante avanzaba con una velocidad superior al galope de un caballo.

En vano Sandokán, Yáñez y sus compañeros miraban hacia todas partes: los thugs no se veían. No hubiera sido difícil descubrirlos, pues los bambúes estaban derribados y los cálamos yacían en el suelo.

—¿Nos habremos equivocado acerca de la dirección que han seguido esos hombres? —preguntó Yáñez, después de una hora de continuo galope—. En esta hora hemos recorrido lo menos diez millas.

—¿Los habremos dejado atrás? —dijo Tremal-Naik.

—De ser así, les hubiésemos visto. El junglar está ahora descubierto, y desde esta altura se puede ver a un hombre con facilidad.

—Y mejor todavía un elefante —replicó el bengalés.

—¿Qué quieres decir con eso, Tremal-Naik?

—Quiero decir que es más fácil que los thugs hayan visto primero al comareah que nosotros a ellos.

—¿Y qué conclusión sacas de eso? —preguntó Sandokán.

—Que muy bien pueden haberse escondido, para dejarnos pasar.

—Y por aquí los escondrijos no faltan —dijo el teniente—. Basta con ocultarse bajo uno de esos montones de cañas y hojas para hacerse invisible.

—Veamos —dijo Sandokán, volviéndose hacia Tremal-Naik—. ¿Adónde crees que conducirán a esa muchacha?

—De seguro que a Raimangal.

—Raimangal es una isla, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué es lo que la separa del junglar?

—Un río: el Mangal.

—En tal caso, para ir a Raimangal, ¿en dónde crees que se embarcarán?

—En cualquier rada de la laguna, que es muy amplia.

—Así, pues, si nosotros estuviésemos de crucero por los alrededores de la isla…

—Podríamos sorprenderlos llegando primero, si logramos tener una chalupa a nuestra disposición. Los thugs tendrán buenas piernas; pero tanto como para que puedan competir con un elefante puesto al galope, no lo creo.

—Ni yo tampoco.

—Entonces, acabo —dijo Sandokán, que parecía seguir el hilo de una idea fija—. Haremos que el elefante corra cuanto pueda, de modo que lleguemos a los lindes de los Sunderbunds con mucha ventaja sobre los raptores de Surama. En cuanto nos hayamos puesto al habla con mi prao, armaremos la ballenera e iremos a cruzar por las costas de Raimangal.

—Y los cogeremos antes de que desembarquen en su isla —dijo el señor De Lussac.

—¡Y los mataremos como a perros! —añadió Yáñez.

—¡Entonces, adelante, y siempre al galope! —dijo Sandokán—. ¡Eh, cornac! ¡Cincuenta rupias de propina sí puedes llevarnos hasta los lindes de los Sunderbunds antes de medianoche! ¿Crees que puede ser posible, Tremal-Naik?

—Sí, si el elefante no aminora el paso —respondió el bengalí—. Estamos muy lejos todavía; no obstante, podemos llegar. El comarcan tiene las patas largas, y vence a un buen caballo en la carrera. ¡Adelante, cornac; adelante siempre, y a escape!

—Sí, sahib —contestó el conductor—. Únicamente necesito que pongan a mi disposición algunos kilogramos de azúcar, y verá cómo el comarcan no deja de trotar.

El elefante seguía galopando de un modo admirable, sin necesidad de que su conductor se viera precisado a aguijonearle, y a pesar de que el terreno se prestaba poco para un corredor tan pesado, puesto que seguía siendo pantanoso.

En menos de dos horas atravesó el espacio que el ciclón había devastado y llegó al junglar meridional, que no ofrecía el menor aspecto de haber sufrido daños a causa del viento.

Los gigantescos bambúes habían vuelto a aparecer, así como los cálamos y la espesísima maleza formada de mináis y otras altas hierbas, grupos de pipales, palmeras tara y latanios, que crecían en las orillas de los estanques.

Al cabo de una hora, el elefante, que no había cesado de trotar, se metía por en medio de una gran plantación de bambúes espinosos y de bambúes tulda de extraordinaria altura.

—¡Abramos los ojos! —dijo Tremal-Naik—. Este es un lugar muya propósito para las emboscadas, y cualquiera podría matamos con facilidad al elefante, con sólo un tajo de tarwar, inferido en las patas posteriores.

Pero nada ocurrió ni amenazó al elefante ningún peligro.

Cuando ya estaba próxima la puesta del sol, Sandokán dio la orden de hacer alto, para que el valiente animal descansara un poco, pues comenzaba a dar señales de cansancio, y aprovecharían, además, para preparar la cena.

Por otra parte, todos tenían necesidad de un poco de tregua, pues las incesantes y bruscas sacudidas del houdah les habían dejado los huesos molidos.

El cornac, que deseaba ganar las cincuenta rupias que le prometiera Sandokán, recolectó gran cantidad de hojas de bar, de ramas de pipal y de hierba typla, la cual es muy apreciada por los elefantes, y le dobló la ración de ghi y de azúcar, para que el paquidermo conservara sus energías.

A las nueve, el comareah, ya bien alimentado y confortado con una botella de ghi, que bebió de un solo tirón como si fuese agua, volvió a emprender el trote, haciendo trizas las grandes masas de vegetación que se oponían a su paso.

Ya comenzaba a dejarse sentir la influencia del aire marino. Una brisa bastante fresca, impregnada de salitre, procedente del Sur, indicaba la proximidad de las inmensas lagunas que se extienden entre las costas del continente y la multitud de islas e islotes que forman los Sunderbunds.

—Dentro de un par de horas, o quizá antes, llegaremos a las orillas del mar —dijo Tremal-Naik.

—¡Pero no hemos pensado en una cosa! —exclamó, de pronto, Yáñez—. Si el prao cruza por el canal de Raimatla, ¿cómo vamos a llegar hasta él, sin tener ninguna chalupa?

—¿No hay ninguna aldea de pescadores en las orillas? —preguntó Sandokán.

—Las hubo —contestó Tremal-Naik—, pero los thugs han destruido las cabañas y matado a sus habitantes, No queda más que la pequeña estación de Port-Canning, y ésta está demasiado lejos; yendo en su búsqueda, perderíamos un tiempo precioso.

—Pues construiremos una balsa —dijo Sandokán—. Los bambúes son a propósito para eso.

—¿Y el elefante? —preguntó Yáñez.

—El cornac se encargará de conducirlo al lugar en donde hemos citado a los malayos —respondió Tremal-Naik—. Se puede… ¡Oh!

Un aullido muy agudo rompió de pronto el silencio que reinaba en la manigua.

—¿Un chacal? —preguntó Sandokán.

—¡Bien imitado! —respondió Tremal-Naik, levantándose de un salto.

—¡Cómo! ¿No crees que haya sido un chacal auténtico?

—¿Qué piensas tú, cornac, de ese aullido? —preguntó Tremal-Naik, volviéndose hacia el conductor del comareah.

—Que alguien ha procurado imitar a esa fiera —respondió el aludido, con inquietud.

—¿Distingues algo?

—No, sahib.

—¿Habrán venido siguiéndonos? —preguntó el francés.

—¡Cállense ustedes! —ordenó Tremal-Naik. En medio de los espesos bambúes resonó una nota metálica, seguida de algunas modulaciones.

—¡Todavía el ramsinga! —exclamó el bengalí.

—Y el que lo toca no debe de estar lejos; máximo, a unos trescientos pasos —dijo Yáñez, cogiendo la carabina y montándola rápidamente—. ¡Ya había dicho yo que éste es un lugar magnífico para las emboscadas!

—Pero esos hombres, ¿son diablos o espíritus? —exclamó Sandokán.

—O pájaros —dijo el señor De Lussac—. Deben de tener alas para poder seguirnos continuamente.

—¡Escuchen ustedes! —exclamó Tremal-Naik.

—¡Contestan!

A lo lejos se oyó otra nota dé ramsinga. Sonó por tres veces en tonos distintos, y enseguida volvió a reinar el silencio.

Los cuatro hombres, poseídos de una agitación vivísima, se levantaron empuñando las carabinas, y escrutaron con gran atención las altas cañas del junglar.

Pero en aquel sitio estaban espesas, y la oscuridad de la noche era tan densa, que no se podía distinguir un hombre oculto entre ellas.

—¿Nos tenderán una emboscada? —preguntó Sandokán, rompiendo el silencio—. ¿Y si detuviésemos el elefante y diésemos una batida? ¿Qué te parece, Yáñez?

El portugués no tuvo tiempo de contestar, porque de entre los bambúes salieron cuatro o cinco fogonazos, seguidos de otras tantas detonaciones, el comareah se detuvo de pronto, imprimiendo al houdah tal sacudida, que poco faltó para que no salieran despedidos todos sus ocupantes; luego hizo un rápido cuarteo, emitiendo un formidable barrito.

—¡Han tocado al elefante! —gritó el cornac. Sandokán y sus compañeros hicieron fuego en la dirección de donde partieron los fogonazos.

Les pareció oír un lamento, pero no tuvieron tiempo de confirmar su sospecha, porque el elefante se había lanzado a la carrera desesperadamente, llenando el junglar con sus espantosos barrites.

—¡Sahib! —gritó el cornac, que tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¡El elefante está herido! ¡Oiga usted cómo se queja!

—Déjalo que corra hasta que caiga muerto —contestó fríamente Sandokán.

—¡Es una fortuna la que va usted a perder, sahib!

El Tigre de Malasia se encogió de hombros sin replicar.

El paquidermo, que debía de haber recibido más de un balazo, rabioso por el dolor que le producían, devoraba el camino con la velocidad de un caballo árabe, destrozando cuanto encontraba a su paso.

Barritaba sin cesar, e imprimía al houdah tan enormes sacudidas, que los cuatro hombres tenían que agarrarse fuertemente a los bordes y a las cuerdas para no salir despedidos.

Aquella endiablada carrera duró veinte minutos; al cabo de ellos, el comareah se detuvo.

Se hallaba en la orilla de la laguna. A juzgar por el temblor que sacudía todo su cuerpo, iba a morir. Sus barrites eran cada vez más débiles; pero había cumplido su misión.

Los cazadores habían llegado al borde del junglar, y los Sunderbunds pantanosos se extendían ante ellos, al otro lado de la laguna.

El cornac gritó:

—¡Bájense ustedes! ¡El comareah va a caer!

Los hombres echaron rápidamente la escala de cuerda, y descendieron a toda prisa con las armas, en tanto que el cornac se deslizaba por el costado derecho del elefante.

Apenas se habían alejado unos cuantos pasos, cuando el pobre comareah cayó pesadamente, con la cabeza tendida hacia adelante y rompiéndose ambos colmillos.

Quedó muerto en el acto.

—¡Otras cincuenta mil pesetas perdidas! —dijo Yáñez—. ¡Bah! ¡No es el dinero lo que nos hace falta; y, además, los thugs pagarán también por esta muerte!

20. La torre de Barrekporre

El elefante había caído muerto a unos veinte pasos de la orilla, en un lugar tan fangoso y blando, que al cabo de unos cuantos minutos la mitad del cuerpo del enorme paquidermo había desaparecido.

Por todas partes chorreaba agua, como si aquel último trozo del junglar fuese una esponja.

Estaba lleno de espesísimas plantas acuáticas prodigiosamente desarrolladas, y un enorme grupo de palutarias, que exhalaban miasmas deletéreas, bordeaba aquella especie de playa, avanzando muy adentro de la laguna.

Todo estaba invadido por un tufo irrespirable, que obligaba a Yáñez y al francés a taparse las narices, y que parecía producido por carroñas en putrefacción, arrojadas al agua. Aquel olor nauseabundo es peligrosísimo, pues desarrolla inmediatamente las fiebres y el cólera.

—¡Bonito lugar! —exclamó Yáñez, que se había ido hacia las palutarias, en tanto que Sandokán, el cornac y Tremal-Naik vaciaban el houdah, antes de que se lo tragase el fango—. ¿Ha visto usted algún sitio más espléndido que éste, señor De Lussac?

—Estos son nuestros Sunderbunds, señor Yáñez —contestó el aludido.

—Pero aquí no podemos ni siquiera acampar. El terreno cede bajo nuestros pies, y no creo que haya un palmo de él que ofrezca resistencia. Y este horrible olor, ¿de qué proviene?

—Mire usted hacia delante, señor Yáñez. ¿No ve usted esos marabús que dormitan en la superficie del agua y que van derivando lentamente?

—Sí; y me pregunto cómo esos pajarracos tan feos, esos devoradores de carnes muertas y putrefactas, se sostienen a flote, derechos sobre las zancas.

—¿Sabe usted sobre qué se apoyan?

—Quizá sobre algunos flotadores invisibles de hojas de loto.

—No, señor Yáñez. Cada marabú va sostenido por el cadáver de un hindú, más o menos entero, y que poco a poco pasará a su vientre.

»Los bengalíes que no tienen medios de fortuna para pagarse los gastos de la encarnación cuando mueren, hacen que los tiren al Ganges, el río sagrado, cuyas aguas deben conducirlos al paraíso de Brahma, de Shiva o de Visnú; y poco a poco, si durante el trayecto no los devoran los cocodrilos o los caimanes, van pasando de canal en canal, hasta que terminan aquí su viaje. En esta laguna hay verdaderos cementerios flotantes.

—Ya lo noto, por este delicioso perfume que me revuelve el estómago. ¡Los señores thugs podían haber escogido un sitio mejor!

—Aquí están más seguros.

—¿Habéis visto algo? —preguntó Sandokán, que había terminado de vaciar el houdah.

—Sí; pájaros que duermen sobre cadáveres, y cadáveres que se pasean sobre las aguas. ¡Un soberbio espectáculo para enterradores! —contestó Yáñez, haciendo un esfuerzo para sonreír.

—Espero que podremos marcharnos pronto.

—No veo ninguna barca, Sandokán.

—Ya te he dicho que construiremos una balsa. Quizá esté el Mariana más cerca de lo que nos figuramos, porque éstas son las orillas del canal de Ralmatia, ¿verdad, Tremal-Naik?

—Y también está cerca la torre de Barrekporre —respondió el bengalí—. ¿No la veis allá, detrás de aquel grupo de taras?

—¿Es habitable? —preguntó Yáñez.

—Todavía debe de hallarse en buen estado.

—Pues vamos a refugiarnos allá, amigo Tremal-Naik. Aquí no podemos acampar.

—Y, además, sería peligroso que lo hiciésemos, teniendo el elefante tan cerca.

—No veo por qué había de incomodamos ese pobre paquidermo.

—El no; pero sí los que vendrán dentro de muy poco a devorarlo. Ya verás cómo no tardan en aparecer tigres, panteras, lobos y chacales para disputárselo; y esas fieras, teniendo hambre, podrían acometernos.

—¡Ya podrían emprenderla con los thugs que nos han tendido esta emboscada! —dijo el francés—. ¡Esos canallas tiraban bien!

—Efectivamente; las heridas que ha recibido el comareah son una prueba de ello —dijo Sandokán—. Le perforaron la piel en tres sitios y en dirección de los pulmones.

Un gran rumor de agudos aullidos y ladridos roncos resonó entre las inmensas cañas, a cierta distancia de la playa.

—Los bighama han olido ya al elefante y acuden deprisa —dijo Tremal-Naik—. ¡Amigos míos, vayámonos y dejemos que se despachen a gusto!

Apenas habían tenido tiempo de dar los primeros pasos para alejarse, cuando de entre unas espesas matas de mussende salieron algunos balidos.

—¡Vaya! —exclamó Yáñez, sorprendido—. ¿También hay aquí ovejas?

—No son ovejas; son los teitas, que siempre preceden a los perros salvajes, y a los cuales disputan valientemente la presa.

—¿Qué clase de animales son? —preguntó Sandokán.

—Son unos leopardos preciosos, que tienen un valor y una audacia admirables, muy sanguinarios y que, sin embargo, se domestican con facilidad, resultando unos cazadores insuperables. Mira, ahí va uno: ¿lo ves? No nos tiene miedo, pero tampoco nos acometerá.

Un esbelto animal, muy fino, de patas un poco largas, aproximadamente con una largura de metro y medio por unos pies de alto, y con el pelaje largo y tieso, había ido a parar, dando un salto a través de la maleza, a una distancia de unos veinte pasos de los cinco hombres. Se quedó parado, fijando en los cazadores sus ojos verdes y fosforescentes.

—Parece un leopardo pequeño, y tiene también cierta semejanza a la pantera —dijo Sandokán.

—Poseen el valor del uno y la flexibilidad y el empuje de la otra —replicó Tremal-Naik—. Es todavía más ligero que los tigres, y alcanza en la carrera a los antílopes más veloces; pero no resiste más allá de quinientos pasos.

—¿Y se domestican?

—Sin dificultad; y cazan con gran placer para su dueño, con tal que se les dé la sangre de las presas que capturan.

—Pues me parece que ese bonito animal tendrá ahora sangre para beber en abundancia —dijo Yáñez—. En el cuerpo del elefante debe de haber unos cuantos barriles. ¡Amigo mío, que aproveche!

En cuatro saltos, el teita había caído ya sobre el elefante.

Los dos europeos, los dos hindúes y Sandokán, al oír cómo resonaban por distintos lugares, y cada vez más amenazadores, los aullidos de los bighamas, apresuraron el paso, costeando la laguna por donde las plantas no estaban bastante espesas como para que pudiera emboscarse algún tigre sin que ellos lo distinguieran.

La torre indicada por el bengalí, con su terminación en forma de pirámide, se veía por encima de las inmensas hojas de los taras y de las palmeras espinosas.

Atravesaron con grandes precauciones el grupo de palmeras y tarauis que formaban un pequeño bosque, y por último llegaron a una pequeña explanada, cubierta tan sólo de cálamos retorcidos sobre sí mismos, como si fueran serpientes enroscadas. En medio del desamparo se elevaba la torre con sus cuatro pisos.

Era un edificio cuadrangular, decorado con cabezas de elefante y con estatuas que representaban cateris, es decir, gigantes de los tiempos antiguos. Los muros estaban agrietados, e incluso derrumbados por varios sitios.

Sería difícil averiguar cuál había sido el destino de aquella torre, construida en medio de pantanos que tan sólo habitaban animales feroces. Las conjeturas más verosímiles hacen suponer que dicha construcción tuvo un carácter militar; quizá fuera un puesto avanzado para la defensa contra las correrías de los piratas arracaneses.

La escalera que conducía al interior se había hundido con parte de la muralla que daba sobre la laguna; pero habían colocado otra escala de madera que llegaba hasta el segundo piso.

Probablemente, el primero ya no existía.

—Ya se ve que suelen venir gentes a refugiarse aquí —dijo Tremal-Naik—. Esta escalera portátil lo indica.

Comenzaba ya el francés a ascender por ella, cuando de un grupo de cálamos saltó una sombra, yendo a caer en medio de una espesísima mata de mináis.

—¡Cuidado! —gritó el cornac, que fue el primero que se apercibió de lo sucedido.

—¡Arriba! ¡Deprisa!

—¿Qué era? —preguntó Sandokán, en tanto que Tremal-Naik y Yáñez seguían precipitadamente al francés, que ya estaba en lo alto de la escala.

—No lo sé, sahib; un animal…

—¡Sube; apresúrate!

El cornac no se hizo repetir la orden, y se lanzó a su vez por la escala, que rechinaba bajo el peso de aquellos cuatro hombres.

Sandokán, empuñando la carabina, se había vuelto rápidamente de cara a la explanada. Vio vagamente que aquella sombra que había atravesado el espacio había ido a caer entre los mindi, pero no sabía si era algún teita, u otro animal todavía más peligroso.

Como las ramas de las plantas permanecían inmóviles, se agarró a la escala y comenzó a subir rápidamente.

No había llegado todavía a la mitad de su altura, cuando sintió un golpe que por poco le hace caer al suelo.

Por debajo de él, alguien se había lanzado contra la escala, experimentando ésta tal sacudida, que los peldaños crujieron como si fueran a quebrarse.

Al mismo tiempo, el señor De Lussac, que ya estaba en la plataforma que rodeaba la torre, gritaba:

—¡Pronto, Sandokán! ¡Van a cogerle!

El Tigre de Malasia, en vez de seguir subiendo, se había vuelto, bien asido con una mano a la escala y empuñando la carabina por el cañón con la otra.

Un animal grande, que parecía un gato gigantesco, con la cabeza gruesa y redonda, saliente el hocico y cubierto el cuerpo con un pelaje amarillo rojizo, con manchas negras en forma de media luna, había saltado sobre la escala, debajo del pirata, y se esforzaba en alcanzarle, agarrándose a los peldaños.

Sandokán, sin lanzar la más ligera exclamación, levantó la carabina con rapidez, cuya culata estaba guarnecida con una gruesa cantonera de bronce, y descargó un formidable culatazo en el cráneo de la fiera, que resonó como una campana.

El animal lanzó un sordo rugido y dio la vuelta alrededor de la escala, procurando sostenerse todavía con sus poderosas garras; pero al fin se dejó caer al suelo.

Sandokán aprovechó el momento para reunirse con sus compañeros antes de que el animal renovase el asalto.

El francés, que había montado su carabina, iba a dispar en aquel momento; pero Tremal-Naik le detuvo, diciéndole:

—No, señor De Lussac; no señalemos nuestra presencia aquí. Un disparo ahora nos descubriría. No olvide que tenemos a los thugs casi pisándonos los talones.

—¡Buen golpe, hermanito! —dijo Yáñez, ayudando a Sandokán a subir a la plataforma—. Debes de haberle abierto el cráneo, porque veo a esa fiera que se mueve con dificultad por entre los cálamos. ¿Sabes qué era?

—No he tenido tiempo de verle bien.

—Una pantera, querido. Si te encuentra dos pies más abajo, se te echa encima.

—¡Y vaya si era grande! —dijo Tremal-Naik—. ¡Jamás he visto una semejante! Si en vez de ser de bambú la escala, es de otra madera, hubiéramos ido todos rodando, porque no habría podido resistir el golpe ni el peso.

—Las panteras tienen la costumbre de acometer de esa forma, y los encargados de renovar los víveres de las torres de refugio lo saben —dijo el francés—. Un día pude salvar a dos de esos empleados en el momento en que iban a desgarrarlos unas panteras que los asaltaron en la misma escala.

—Debemos retirar la nuestra, aunque no sea más que por precaución —dijo Yáñez—. Las panteras trepan con gran habilidad, y la que Sandokán ha magullado podría intentar vengarse del tremendo mazazo que ha recibido.

—Y si es posible, entremos —dijo Tremal-Naik. Podía entrarse al interior de la torre por medio de una ventana. El bengalí se subió en el alféizar, pero volvió a descender enseguida a la plataforma.

—Se han hundido todos los pisos —dijo—. La torre está tan vacía como una chimenea. Pasaremos la noche aquí; así estaremos más frescos.

—Y al mismo tiempo podremos vigilar los alrededores —dijo Sandokán—. ¿Adónde ha ido a refugiarse la pantera, que no la veo?

—Puede ser que se haya marchado, o quizá se haya escondido entre los cálamos, para acometemos cuando bajemos —respondió Yáñez.

—No me sorprendería —dijo De Lussac—. Aun cuando son más pequeñas y menos fuertes que los tigres, son más valientes, y acometen siempre, aunque no tengan hambre. Es capaz de asediamos como las que acometieron a los proveedores de la torre de Sjawrak.

—¿Los que usted salvó? —preguntó Sandokán.

—Sí, capitán.

—Cuéntenos esa aventura, señor De Lussac —dijo Yáñez, sacando, de uno de los muchos bolsillos de su traje, un paquete de cigarros y ofreciendo uno a cada acompañante—. Creo que ninguno de nosotros tendrá ganas de dormir.

—No seré yo quien se atreva a cerrar los ojos —dijo Tremal-Naik—. Aquí estamos al descubierto, y los thugs que nos han tendido la emboscada tienen fusiles y no tiran mal.

—Sí; cuente usted, señor De Lussac —dijo Sandokán—. Así pasará el tiempo mejor y más deprisa.

—El hecho sucedió hace unos cuatro meses. Yo tenía grandes deseos de cazar entre los cañaverales de los junglares que bordean el Hugly; y como era amigo del teniente de marina encargado de aprovisionar y renovar los víveres de las torres de refugio, y había obtenido un permiso para poder embarcar en cualquiera de las chalupas de vapor que hacían ese servicio, me embarqué.

ȃramos ocho a bordo: un timonel, un contramaestre, tres marineros, un maquinista, un fogonero y yo.

»Ya habíamos visitado varias torres, renovando los víveres, cuando una tarde, poco antes del anochecer, llegamos ante la torre de Sjawrak, que se halla a unos cien metros del río, pues el terreno es demasiado fangoso en la orilla.

»Habíamos visto revolotear muchas ocas por encima de los cañaverales y huir a varios antílopes; me uní a los dos marineros encargados de conducir las provisiones, y emprendimos la marcha hacia la torre.

»Yo cogí una escopeta de caza, y para mayor precaución, llevaba también un buen revólver de grueso calibre, pues me habían advertido que podría encontrarme con algún tigre o alguna pantera.

»Nos metimos por el camino que conducía a la torre, sendero abierto a golpes de hacha entre bambúes y palutarias, cuando oímos que gritaba el timonel desde la chalupa:

»—¡Cuidado con las panteras! ¡Poneos a salvo en la torre!

»Al mismo tiempo vi que la chalupa se alejaba precipitadamente de la orilla, para ponerse fuera del alcance de los asaltos de aquellos feroces animales.

»Apenas había oído aquella advertencia, cuando sentí detrás de mí un ruido de ramas que se quebraban.

»—¡Tirad los víveres y escapad! —grité a los dos marineros que me precedían.

»No se hicieron repetir la orden. Dejaron caer las respectivas cargas, y echaron a correr hacia la torre, que ya estaba muy cerca.

»Yo me lancé detrás de ellos, pero no había llegado todavía al pie de la escala, cuando vi a mis espaldas dos enormes panteras dando saltos de cuatro y cinco metros, para alcanzarme antes de que pudiera ponerme a salvo en la plataforma de la torre.

»Mi fusil iba cargado con perdigones; pero, sin embargo, no vacilé en utilizarlo, y descargué los dos tiros contra ambas fieras.

»Naturalmente, no pensaba que pudiera matarlas ni mucho menos; pero vi que las panteras se detenían.

»Aproveché aquel instante para subir velozmente la escala. Pero a pesar de la rapidez de mi ascensión, el macho me alcanzó, pues de un solo salto cayó en la mitad de la escala, seguido de la hembra.

»El golpe fue tan violento, que por un instante creí que los bambúes se partían. Afortunadamente, no me desmoralicé. Comprendiendo que mi pellejo corría un gravísimo peligro, pasé el brazo izquierdo por uno de los travesaños para no ser arrastrado hasta el suelo, levanté el revólver e hice fuego por tres veces consecutivas casi a boca de jarro. El macho, herido en el hocico, cayó, arrastrando a la hembra, a la cual le había atravesado el cuello de un balazo.

»Apenas cayeron al suelo aquellas terribles fieras, volvieron de nuevo a la carga, y se lanzaron otra vez sobre la escala.

»Yo no había perdido el tiempo; de cuatro saltos me puse a salvo sobre la plataforma, donde los marineros, incapacitados para defenderse, puesto que no llevaban arma alguna, gritaban como desesperados.

»Las fieras hacían esfuerzos enormes para llegar hasta nosotros, aferrándose a los travesaños con sus poderosas garras.

»—¡Tirad la escala! —grité a los marineros.

»Aunando nuestras fuerzas, la volcamos juntamente con las dos fieras, sin pensar en que al hacer aquello, nos quedábamos imposibilitados para bajar y volver a bordo.

—¿Y les cercaron a ustedes? —dijo Tremal-Naik.

—Durante toda la noche estuvieron acechándonos —respondió el teniente—; aquellos malditos animales, a pesar de hallarse heridos, no dejaron de rondar la torre, con la esperanza de que nos decidiésemos a bajar.

»A la mañana del día siguiente, el patrón, prevenido por nuestras voces de que las panteras seguían allí abajo, mandó acercar la chalupa a la orilla y disparó varias veces el pequeño cañoncito de que iba armada la embarcación.

»A la segunda descarga, cayeron las dos fieras, y el patrón y sus hombres pudieron desembarcar, levantar la escala y libertarnos.

—¡Son peores que los tigres! —dijo Sandokán.

—Más audaces, señor —contestó el francés.

—¡Oh! —exclamó Yáñez en aquel momento, levantándose precipitadamente—. ¡Miren hacia allí! ¡Una luz!

Todos dirigieron la mirada en la dirección que había indicado el portugués, y vieron, en efecto, un punto luminoso de luz roja que parecía avanzar hacia la torre.

Procedía de Oriente y describía ángulos, como si la nave que alumbraba fuese dando pequeñas bordadas.

—¿Será el prao? —preguntó Tremal-Naik.

—O la ballenera —dijo a su vez Yáñez.

—A mí me parece que no es ni el prao ni la ballenera —dijo Sandokán, después de haberse fijado atentamente en aquel punto luminoso, que se distinguía con gran claridad sobre la oscura superficie de las aguas—. Tremal-Naik, ¿suelen entrar veleros en esta laguna?

—Alguna que otra barca de pescadores —respondió el bengalí—. Aunque también podrían ser náufragos. El ciclón que arrasó el junglar habrá alborotado el golfo de Bengala.

—Me alegraría mucho de que esa chalupa aproase aquí. No tendríamos necesidad de construir una balsa para ir a nuestro prao.

—Esa embarcación debe de tener velas. ¿No ves, Yáñez, cómo está bordeando?

—Y también veo que se dirige hacia este lugar —contestó el portugués—. Si pasa por delante de la torre, llamaremos su atención con algunos disparos.

—Eso es lo que vamos a hacer enseguida —dijo Sandokán—. Cuando los oigan, vendrán.

Levantó la carabina e hizo fuego.

La detonación repercutió por encima de las tenebrosas aguas, perdiéndose en la lejanía.

No habría transcurrido ni medio minuto, cuando se vio que el punto luminoso cambiaba de dirección y se dirigía en línea recta hacia la torre.

—A la salida del sol ya estará aquí ese barco —dijo Sandokán—. Mirad: ya empieza a clarear. Podemos preparamos a dejar la torre y a embarcamos.

—¿Y si esos hombres no quisieran tomarnos a bordo? —preguntó el francés.

—¡O plomo u oro! —contestó Sandokán, fríamente—. ¡Veremos si dudan! Cornac, baja la escala: vienen de proa.

21. La traición de los «thugs».

Cuando empezaron a despuntar los primeros rayos del sol, la embarcación aproaba delante de la torre.

Sandokán no se había equivocado: no se trataba de una chalupa ni de un barco de gran porte; era una pinassa, es decir, una barca grande de bordas altas, con dos mástiles pequeños y dos velas cuadradas. Además, tenía cubierta.

Estos veleros son muy usados en la India para la navegación por los grandes ríos de la península; sin embargo, pueden navegar también por el mar, lo mismo que los grabs, pues tienen quilla y están bien arbolados.

La pinassa que arribó en las cercanías de la torre desplazaba unas sesenta toneladas, y la tripulaban ocho hindúes, todos jóvenes y robustos, vestidos de blanco como los cipayos, y estaban mandados por un piloto viejo de larga barba blanca, que en aquel momento se hacía cargo del timón.

Cuando vieron a los cinco hombres, entre los cuales había dos blancos, el viejo se quitó cortésmente el turbante, y enseguida descendió a tierra, diciendo en buen inglés:

—¡Buenos días, sahib! ¿Necesitan ustedes nuestra ayuda? Hemos oído un disparo y hemos acudido creyendo que alguien estaba en peligro.

—¿Cómo es que estás aquí, viejo? —preguntó Tremal-Naik—. Estos no son lugares para traficar ni para venir a buscar carga.

—Nosotros somos pescadores —respondió el piloto—. En estas lagunas abunda el pescado y venimos a pescar todas las semanas.

—¿Y de dónde venís?

—De Diamond-Harbour.

—¿Quieres ganar cien rupias? —preguntó Sandokán. El hindú levantó los ojos hacia el Tigre de Malasia, y le miró fijamente y con cierta curiosidad durante varios instantes.

—¿Quiere usted bromear, sahib? —preguntó, luego—. Cien rupias es una bonita suma: no la ganamos aunque estemos pescando toda una semana.

—Lo único que nosotros necesitamos es disponer de la pinassa durante veinticuatro horas; terminadas éstas, las rupias pasarán a tu bolsillo.

—Es usted tan generoso como un nabab, sahib —dijo el piloto.

—¿Acepta?

—En mi caso nadie rehusaría una oferta semejante.

—¿Has dicho que vienes de Diamond-Harbour? —preguntó de nuevo Tremal-Naik.

—Sí, sahib.

—¿Has entrado en la laguna por el canal de Raimatla?

—No; he entrado por el de Yamere.

—Entonces, no habrás visto un buque pequeño cruzar por estas aguas.

—Me parece… Sí; ayer he creído distinguir una chalupa larga y muy fina costeando la costa septentrional de Raimatla —respondió el viejo.

—Seguramente que era nuestra ballenera, que andaba explorando —dijo Sandokán—. Antes de que llegue la noche habremos encontrado el prao, y estaremos todos reunidos. Señores, embarquémonos. Mañana vendrá nuestra chalupa a recoger la escolta.

Puso en manos del piloto la mitad del precio estipulado, y enseguida subieron todos a bordo, saludados cortésmente por los hindúes que componían la tripulación.

Sandokán y Tremal-Naik se sentaron a popa bajo la lona que los pescadores tendieron para resguardarlos del sol, y Yáñez, el francés y el cornac descendieron bajo cubierta para dormir un poco en el pequeño camarote de la pinassa, que el piloto puso a su disposición.

La pinassa, que parecía un buen velero, se apartó de la orilla y se dirigió aguas adentro, hacia unas islas que medio se entreveían a través de la bruma que se elevaba de la laguna.

Una espantosa pestilencia salía de las aguas, puesto que allí acababan de descomponerse y disolverse muchísimos cadáveres arrastrados por las corrientes de los canales de los Sunderbunds, o empujados por el flujo y el reflujo.

Por doquier se veían cabezas descamadas, dorsos con la carne hecha tiras, y piernas y brazos moviéndose en la estela que dejaba tras de sí la pinassa.

Sobre muchos de aquellos cadáveres iban muy erguidos, guardando el equilibrio con sus largas zancas, marabús y boszagries, que de vez en cuando daban un picotazo, arrancaban un pedazo de carne ya podrida y se la tragaban con gran rapidez.

—He aquí un cementerio flotante —dijo Tremal-Naik.

—Que produce verdaderas náuseas —respondió Sandokán—. El Gobierno de Bengala haría muy bien en mandar enterrar todos esos restos bajo tres metros de tierra. Ahorraría las epidemias de cólera que anualmente reaparecen en la capital.

—Los hindúes que quieren alcanzar el Paraíso deben ir a él por el Ganges.

—¿Es que el río desemboca allí? —preguntó Sandokán, riendo.

—Lo ignoro —contestó Tremal-Naik—; sin embargo, me parece que no. Veo que termina en el golfo de Bengala, y allí confunde sus aguas con las del mar.

—¿Y todos irán al Paraíso?

—¡Esos, no! Las aguas del Ganges, por muy sagradas que sean, no purgarán jamás el alma de uno que haya matado, por ejemplo, una vaca.

—¿Está eso muy penado en vuestra religión?

—Tan gravemente penado, que el que lo hace va al Infierno, en donde le devorarán sin cesar unas serpientes, y padecerá los horrores del hambre y de la sed, y luego, al cabo de largo tiempo, irá a pasar millares de años transformado en el cuerpo de un jumento.

—¡Vuestro infierno debe de ser un lugar espantoso! —dijo Sandokán.

—Según nuestros libros sagrados, allí reina constantemente la noche, y no se oyen más que gemidos y gritos espantosos; y los tormentos que allí se experimentan son más terribles que los dolores producidos por el hierro y por el fuego.

»Hay suplicios para toda clase de pecados, para cada uno de los sentidos y para cada miembro en particular.

»Fuego, hierro, serpientes, insectos venenosos, animales feroces, aves de presa, venenos, picaduras y mordeduras; todo se emplea para martirizar.

»Según nuestros Vedas, algunos están condenados a llevar un cordel atravesado por la nariz, y por medio de ese cordel se les hace correr sin descanso sobre afiladísimas hachas; a otros se les pasa por el ojo de una aguja; a otros se les condena a estar oprimidos fuertemente entre dos peñascos planos; a otros les roen sin cesar los ojos feroces buitres, y los hay, también, que se ven obligados a nadar en grandes estanques de pez líquida.

—Y esas penas espantosas, ¿duran siempre?

—No; al terminar cada suga, es decir, cada época, que comprende millares de años, los condenados vuelven a la Tierra, unos bajo la forma de un animal, otros de un insecto o un pájaro, hasta que, una vez purificados, vuelven a su primitivo estado de hombres. Estas son las delicias de nuestro Naraca, donde impera Yama, el dios de la muerte y de las tinieblas.

—También tendréis un paraíso.

—Más de uno —respondió Tremal-Naik—. El suarga del dios Sudra, adonde van todas las almas virtuosas; el veiconta, o paraíso de Visnú; el kailassa, que pertenece a Shiva; el sattialoca, que es el de Brahma, y que está reservado tan sólo a los bramines, a los cuales nosotros tenemos como hombres de una raza superior, y que…

Un disparo de escopeta disparado a muy poca distancia, seguido del inconfundible silbido de la bala, que pasó por entre las orejas de los dos amigos, les hizo dar un salto y ponerse en pie.

Uno de los ocho marineros que se encontraban a proa acababa de hacer fuego contra ellos, y todavía estaba medio escondido detrás de una caja, casi envuelto en una nube de humo y empuñando el arma.

Sandokán y Tremal-Naik quedaron tan sorprendidos, que de momento permanecieron inmóviles, creyendo de buena fe que aquel tiro se había escapado casualmente, pues no creyeron, ni aun les pasó por la mente, que se tratase de una traición.

Un grito del piloto les advirtió que estaban amenazados de un terrible peligro, y que la bala había sido lanzada a propósito contra ellos.

Aquel bandido abandonó precipitadamente el timón que hasta entonces había llevado, lanzándose a través de la toldilla, mientras gritaba:

—¡A ellos, muchachos! ¡Somos nueve! ¡Afuera los cuchillos y los lazos!

Sandokán lanzó un verdadero rugido.

Echó una mirada en derredor, buscando la carabina, que había dejado apoyada contra la amura; pero había desaparecido, juntamente con las de sus compañeros.

Con la rapidez del rayo, levantó la barra del timón y se lanzó hacia proa, en donde los tripulantes se habían colocado alrededor del hombre que había disparado, y gritó, con voz tenante:

—¡Traición! ¡Yáñez! ¡Lussac! ¡A la cubierta! Tremal-Naik le había seguido, armado con un hacha que encontró clavada en un barril entre un rollo de cuerdas.

Los hindúes echaron mano a sus cuchillos y desplegaron los lazos que hasta entonces habían tenido escondidos bajo las amplias chaquetas de tela.

—¡A ellos, muchachos! —repitió el piloto, que empuñaba una de esas cimitarras cortas que usan los maratti, y que llaman tarwar—. ¡A por el padre de la virgencita! ¡Al enemigo de Suyodhana!

—¡Ah, viejo perro! —gritó Tremal-Naik—. ¡Me has conocido! ¡Morirás!

Los ocho marineros se lanzaron sobre los dos amigos, con la ferocidad de los tigres. Como ya hemos dicho, eran mozos robustos, probablemente escogidos cuidadosamente, y muy distintos de los bengalíes, que por regla general son muy delgados.

Tres de ellos se abalanzaron sobre Sandokán; los otros, con el piloto, rodearon a Tremal-Naik.

Por medio de un hábil movimiento, el Tigre de Malasia intentó cubrir a su amigo, que era quien corría mayor peligro; pero los thugs se dieron cuenta a tiempo de la intención, y le cerraron el paso.

—¡Protégete en la popa, Tremal-Naik! —gritó el pirata—. ¡Y aguanta un momento! ¡Yáñez, Lussac, Cornac, a mí!

Los tres marineros se le habían echado encima. Con un salto de pantera, salió del cerco, levantó la barra del timón, y luego la dejó caer con inusitada violencia sobre el más cercano, que intentaba abrirle el vientre.

El thug, herido en el cráneo, cayó al suelo como si fuese un buey herido por la maza del carnicero, y los sesos salpicaron la amura.

Al mismo tiempo cayó un lazo sobre el pirata, sujetándole el brazo derecho.

—¡Preso! —le gritó el estrangulador—. ¡Tikar, tírale al suelo!

—¡Bueno! ¡Toma! —contestó Sandokán. Dejó caer nuevamente la barra, pero esta vez al suelo, se inclinó, y con la cabeza fue a dar en medio del pecho de su adversario, lanzándole sin sentido al otro lado de la pinassa; enseguida, girando sobre sí mismo con la furia de un toro, se precipitó sobre el tercero, que iba a clavarle por la espalda, y le cogió fuertemente por los brazos para impedirle que hiciera uso del cuchillo.

Pero aquel hombre era más fuerte de lo que podía suponer Sandokán, y al propio tiempo valiente. Agarró a su vez al jefe de los piratas, y trató de echarle una mano al cuello.

Una ola sacudió bruscamente la pinassa, imprimiéndole un movimiento de balanceo, y los dos cayeron rodando.

Mientras tanto, Tremal-Naik, acometido por los otros cinco marineros y el piloto, se defendía de un modo desesperado, asestando furiosos hachazos y retrocediendo hacia la popa.

Había logrado evitar dos lazos, y se había salvado de un tajo de tarwar que le asestó el piloto; pero no podía resistir mucho tiempo el ataque de aquellos seis enemigos, que procuraban cercarle y le acometían por todas partes.

En el preciso instante en que uno de los thugs levantaba el cuchillo para clavárselo en un costado, pues había logrado cogerle por detrás, aparecieron en la toldilla Yáñez, De Lussac y el conductor de elefantes.

Despertados por los gritos de Sandokán, y alarmados por la palabra «traición», se tiraron rápidamente de las hamacas, buscando sus carabinas.

Pero del mismo modo que desaparecieron las de Tremal-Naik y de Sandokán, habían desaparecido las suyas, pues no se encontraban donde las dejaron.

De Lussac y el cornac llevaban sus cuchillos de caza, armas sólidas y de hoja larga, y Yáñez llevaba en la faja una de esas formidables navajas españolas que abiertas parecen una espada.

El portugués la abrió de un golpe seco, y se lanzó por la escala, gritando:

—¡Arriba, amigos! ¡Aquí se degüellan!

Cuando los thugs, que procuraban hacer caer a Tremal-Naik, vieron aparecer sobre cubierta a los dos hombres blancos y al cornac, se dividieron en el acto, escogiendo cada uno a su adversario.

El piloto y un marinero quedaron haciendo frente a Tremal-Naik, que había terminado por apoyarse contra la borda de babor; otros dos hombres se lanzaron sobre el francés, y los otros tres se abalanzaron sobre Yáñez y el cornac.

—¡Ah, canallas! —gritó el portugués, saltando hacia la lona de popa y arrancándola de un tirón para rodearse con ella el brazo izquierdo—. ¿Es así como aquí se traiciona? ¡A mí vosotros dos y tú con uno, cornac, y agujeréale la piel!

La lucha entre aquellos catorce hombres se hizo todavía más encarnizada, en tanto que la pinassa, cuyo mando había sido abandonado, se balanceaba al impulso de las olas que la creciente marea producía a través de la laguna.

Los thugs habían tirado los lazos, que resultaban impracticables en una lucha cuerpo a cuerpo, y manejaban los cuchillos saltando como felinos; los dos blancos, Tremal-Naik y el cornac se defendían valerosamente y no se dejaban acorralar.

Por otra parte, Sandokán, siempre agarrado a su adversario, rodaba con él por la cubierta, procurando asestarle el golpe definitivo. Ya había logrado ponerle debajo y agarrarle por el cuello, y lo apretaba con todas sus fuerzas, obligándole a sacar un palmo de lengua. No obstante, el hindú resistía con una tenacidad prodigiosa, y como tenía los brazos y el cuello impregnados de aceite de coco, lograba esquivar el apretón de cuando en cuando.

Pero apenas intentaba incorporarse sobre las rodillas, el pirata, que, como ya sabemos, tenía una fuerza hercúlea, volvía a tumbarle a puñetazos.

De pronto, y cuando ya había vuelto a agarrarle de nuevo, sintió debajo de sí la barra del timón, que una brusca sacudida de la pinassa había hecho rodar hasta él.

Se puso en pie de un salto, dejando libre a su adversario. Coger la barra, levantarla y descargar con ella un tremendo golpe en la cabeza del hindú, fue cosa de un instante.

El thug no lanzó ni un solo grito. Cayó, como herido por un rayo.

—¡Y van dos! —gritó Sandokán—. ¡Aguantad firmes, amigos! ¡Voy en vuestra ayuda!

Iba a lanzarse hacia la popa, cuando se sintió cogido por detrás.

El marinero, que había quedado como petrificado por aquel terrible golpe recibido en la cabeza, aun cuando tenía rotas las costillas, había logrado incorporarse de nuevo al cabo de unos minutos, procurando prestar auxilio a su compañero.

Desgraciadamente para él, llegó demasiado tarde, y por sí solo no podía luchar, ni mucho menos, con el terrible Tigre de Malasia.

—¡Cómo! —exclamó el pirata—. ¿Todavía estás vivo? ¡Pues irás a hacer compañía a los peces!

Le levantó sobre sus robustos brazos y le tiró a la laguna, sin que el desgraciado, que vomitaba sangre a chorros, hubiera podido oponer la menor resistencia.

En aquel instante se oyó un grito de dolor, seguido de una blasfemia lanzada por Yáñez.

El cornac, que luchaba con uno de los thugs a pocos pasos de distancia del portugués, cayó con el pecho atravesado por una tremenda cuchillada.

Un aullido de triunfo saludó la caída del pobre conductor de elefantes.

—¡Adelante! ¡Kali nos protege!

Pero casi en el acto, ese grito de alegría se cambió por otro lleno de espanto.

Mientras el cornac rodaba muerto sobre la cubierta, con las manos puestas sobre su horrible herida, de la cual salía un verdadero torrente de sangre, un hombre caía a unos cuatro pasos más allá, con la cabeza abierta por un formidable hachazo.

Era el viejo, el piloto.

Tremal-Naik, aprovechándose de un paso en falso que había dado su adversario, debido a un brusco balanceo de la embarcación, le había descargado el furibundo golpe.

El viejo abrió los brazos, dejó escapar el tarwar, y dando dos o tres pasos, cayó luego sobre la toldilla, en tanto que por la herida salía la sangre junto con la masa encefálica.

Pero el bengalí no se veía todavía libre, porque tenía delante a otro hombre que aún podía darle mucho trabajo; sin embargo, el hacha era un arma más poderosa que el cuchillo que manejaba el thug.

Con una sola mirada, Sandokán se hizo cargo del estado de la lucha, comprendiendo enseguida que quien mayor peligro corría en aquel momento era Yáñez, que estaba haciendo frente a tres hombres.

El teniente también se veía acometido por dos, que se le echaban encima como auténticos perros rabiosos, pero, sin embargo, no parecía que corriese un peligro inminente.

El valiente joven manejaba de un modo admirable el cuchillo, y unas veces con ataques rápidos como la centella y otras con retiradas imprevistas, mantenía siempre a raya a sus adversarios.

—A Yáñez, primero —se dijo Sandokán. En tres saltos se situó a espaldas de los bribones, gritando:

—¡Os mato!

Dos de ellos se volvieron y se lanzaron sobre él, bramando al propio tiempo:

—¡A ti es a quien vamos a matar!

Sandokán hizo girar vertiginosamente la pesada barra, y como un relámpago, descargó un tremendo golpe sobre el más cercano, derribándole y hundiéndole varias costillas.

El otro que se había vuelto hacia él, espantado por lo sucedido a su compañero, se giró de espaldas y se dirigió hacia la proa; pero la terrible maza le detuvo a medio camino, golpeándole de un modo brutal entre los hombros.

Cayó de rodillas; pero, sin embargo, todavía tuvo fuerzas suficientes para incorporarse de nuevo, saltar la borda y arrojarse de cabeza en la laguna.

Sandokán iba a lanzarse ahora sobre el marinero que luchaba con Yáñez, cuando le vio encogerse de improviso sobre sí mismo, y enseguida rodar desplomado con los brazos extendidos sobre la cubierta.

La navaja del valiente portugués le había atravesado el corazón.

Cuando los dos thugs que acometían al señor De Lussac vieron que la partida ya estaba perdida para ellos, huyeron hacia la proa y se tiraron al agua, desapareciendo rápidamente entre las hojas de loto y las cañas que crecían en un banco cubierto, el cual comunicaba con un islote próximo.

Ya no quedaba a bordo más que el adversario de Tremal-Naik, el más robusto y el más valiente de la banda; luchaba ferozmente, eludiendo con una agilidad propia de los monos los hachazos que le dirigía su bravo enemigo.

Sandokán empuñó de nuevo la barra, para acabar también con aquel tunante, cuando Yáñez le dijo precipitadamente:

—¡Espera! ¡No le mates; le haremos hablar!

El señor De Lussac, Yáñez y Sandokán se le echaron encima como verdaderas centellas, y después de derribarle en tierra, le ataron fuertemente con el mismo lazo que poco antes había tirado en la cubierta.

22. Sirdar

El prisionero, tal vez el único que habría escapado con vida de aquel horrible combate, ya que a los tres hombres que se habían echado a la laguna no se les había visto volver a subir a la superficie, era un hermoso joven, de formas casi hercúleas, facciones finas que parecían indicar que era descendiente de las castas más elevadas, a pesar de que el color de su piel era casi tan oscuro como el de los molangos.

Al darse cuenta de que le estaban atando había dicho a Tremal-Naik, que todavía le amenazaba con el hacha llena de sangre del piloto:

—¡Máteme a mí también! ¡Yo no tengo miedo a la muerte! ¡Hemos perdido, y es justo que yo reciba mi parte!

Después, y a pesar de haber intentado en vano romper las ligaduras que le rodeaban los brazos y las piernas, se había tendido sobre la cubierta, sin volver a decir nada ni manifestar temor alguno por la suerte que podía esperarle.

—Señor De Lussac —dijo Sandokán—, siéntese cerca de ese hombre y vigílele bien, no fuera que intentase huir. Si fuera así, mátele de una puñalada. Nosotros vamos a limpiar la cubierta de todos estos cadáveres.

—¿Respira todavía el cornac?

—En este mismo instante acaba de morir —dijo Yáñez—. ¡Pobre hombre! ¡Se le ha quedado clavado en el pecho el cuchillo de su adversario!

—¡Pero le he vengado! —exclamó Sandokán—. ¡Miserables! ¡Habían meditado perfectamente la traición, y si aún vivimos, ya podemos decir que es porque Dios lo ha querido así!

—Y nos robaron las carabinas para dejamos indefensos.

—¿Cómo sabrían que estábamos aquí?

—Eso nos lo aclarará el prisionero. ¡Limpiemos la cubierta, Sandokán!

Ayudados por Tremal-Naik, tiraron al agua los cadáveres de los thugs. El del cornac, lo depositaron en el camarote de popa, y le cubrieron con una lona para darle honrosa sepultura y librarle de los dientes de los caimanes.

Después procedieron al baldeo de la toldilla, para limpiar la sangre que manchaba las tablas. Luego orientaron las velas, pues el viento soplaba ahora del Noroeste y volvieron a poner en su sitio la barra del timón.

Enseguida arrastraron al prisionero a popa, pues era necesario dirigir la embarcación.

El thug no opuso resistencia; sin embargo, en sus ojos se leía cierta preocupación, que aumentó al verse rodeado por sus enemigos.

—Querido muchacho —le dijo Sandokán, sin andarse con preámbulos—, ¿qué prefieres: vivir o morir entre los más atroces tormentos? Tú has de decidir. Te advierto que no somos amigos de bromas, como ya habrás podido comprobar.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el joven.

—Sabes muchas cosas que nosotros ignoramos, y que es preciso que nos cuentes.

—Los thugs no podemos hacer traición a los secretos de nuestra secta.

—¿Conoces la youma? —le preguntó de repente Tremal-Naik.

El thug se estremeció, y un relámpago de terror pasó por sus negros ojos.

—Yo conozco el secreto para componer esa bebida, que suelta la lengua y hace hablar al mudo más obstinado. Hojas de youma; un poco de jugo de limón y un granito de opio; como ves, tengo la receta, y llevo conmigo todo lo preciso para componer en el acto ese brebaje. Por lo tanto, es inútil que te obstines en permanecer callado. Si no hablas, te la haremos beber.

Yáñez y Sandokán miraban con cierta sorpresa a Tremal-Naik, pues no sabían que misteriosa bebida era aquella de la que hablaba.

En cambio, el señor De Lussac aprobaba las palabras del bengalí, con una sonrisa muy significativa.

—Decídete —dijo Tremal-Naik—; no podemos perder tiempo.

En vez de contestar, el thug miró durante algunos momentos al bengalí, y enseguida preguntó:

—¿Eres tú el padre de la niña? Tú eres el atrevido cazador de serpientes y de tigres del junglar negro, que robó hace mucho tiempo a la virgen de la pagoda de Oriente.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Tremal-Naik.

—El piloto de la pinassa.

—¿Y por quién lo sabía él?

El joven no respondió. Había vuelto a bajar los ojos, y en su rostro se leía en aquel momento una extraña alteración, que no parecía producida por el miedo. En su ánimo y en su cerebro estaba liberándose un terrible combate.

—¿Qué es lo que te ha dicho ese miserable traidor? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Es que todos vosotros sois unos canallas?

—¡Canallas! —exclamó de improviso el joven, al mismo tiempo que, a pesar de las ligaduras que le oprimían, se incorporó de un salto sobre las rodillas—. ¡Sí, canallas! ¡Esa es la palabra! ¡Son cobardes! ¡Son asesinos! ¡Y yo siento verdadero horror por estar afiliado a esa odiosa secta!

Y apretando los dientes, agregó, con voz ahogada:

—¡Maldito sea mi destino, que ha hecho de mí, del hijo de un bramin, un cómplice de sus delitos! ¡Kali o Durga, con cualquiera de los dos nombres que te invoquen, yo te maldigo, diosa sanguinaria, diosa del horror y de la destrucción! ¡Eres una falsa divinidad!

Tremal-Naik, Sandokán y los dos europeos, estupefactos ante la explosión de odio que relampagueaba en los ojos del joven, habían quedado silenciosos.

Comprendieron que en aquel hombre, a quien habían creído hasta aquel momento uno de los más fanáticos y resueltos secuaces de la monstruosa divinidad, se había operado en pocos segundos un cambio radical. Al cabo de irnos instantes, Tremal-Naik le preguntó:

—Entonces, ¿no eres un thug?

—Llevo en el pecho el infamante estigma de esos viles sectarios —dijo el joven, amargamente—; pero mi alma ha permanecido bramina.

—¿Representas ahora alguna comedia? —preguntó el señor De Lussac.

—¡Que no pueda entrar en el Sattia Loca, y que después de muerto se convierta mi cuerpo en el insecto más repugnante si mintiese! —replicó el joven.

—¿Y cómo es que te hallabas entre esos sinvergüenzas sin haber adjurado de Brahma? —preguntó Tremal-Naik.

El joven guardó silencio durante unos instantes, y después, bajando de nuevo los ojos, contestó:

—Señor, yo soy hijo de un hombre que pertenecía a las altas castas, de un bramin rico y poderoso, descendiente de estirpe de rajá; pero no he sido digno de la posición que ocupaba mi padre. El vicio me extravió y el fuego devoró mis riquezas; de escalón en escalón fui a parar en el lodo, y me convertí en un miserable paria. Y un día, un viejo que hacía los oficios de manti

—¿Has dicho que un manti? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Déjale terminar! —dijo Sandokán.

—… Me encontró en compañía de unos titiriteros —prosiguió el joven—, con quienes me había juntado para no morirme de hambre.

»Maravillado por mi fuerza poco común y por mi agilidad, me propuso que abrazase la religión de la diosa Kali.

»Después supe que los thugs andaban alistando hombres escogidos para organizar una especie de policía secreta, con objeto de vigilar y prevenir los movimientos de las autoridades de Bengala, que les habían amenazado con destruirlos.

»Yo me hallaba ya en la más completa abyección, y la miseria me cercaba por todas partes; acepté por la vida, y el hijo del bramin se convirtió en un miserable thug.

»Lo que haya hecho después, no creo que les importe a ustedes saberlo; pero odio a esos hombres que me han obligado a matar y a ofrecer a la horrible diosa la sangre de numerosas víctimas.

»Sé que vais a llevar la guerra a su misma madriguera. ¿Queréis mi ayuda? ¡Sirdar pone a vuestra disposición su fuerza y su valor!

—¿Cómo sabes tú que nos dirigimos a Raimangal? —preguntó Tremal-Naik.

—Me lo ha dicho el piloto.

—¿Quién era ese piloto?

—El que mandaba uno de los grabs que acometieron a vuestro buque.

—¿Había venido siguiéndonos?

—Sí, junto con otros doce thugs que formaban parte de la tripulación; yo era uno de ellos. Sospechábamos que tú, sahib, te dirigías a Khar porque nos habían dicho que tus criados compraron dos elefantes.

»Todos los pasos que habéis dado, todos los hemos espiado. Así pudimos enteramos de tus relaciones con los que tripulaban ese buque pequeño que se batió con los nuestros; así supimos que habías seguido al manti hasta que lograsteis prenderlo. Creed que experimenté una gran alegría cuando supe que aquel viejo condenado estaba en vuestro poder, pues él fue quien me hizo abrazar la religión de Kali.

»Te hemos seguido a través del junglar; hemos asistido, escondidos entre las cañas, a tus cacerías; te hemos robado la bayadera, pues teníamos miedo de que os dijera dónde estaba el refugio…

—¡Surama! —exclamó Yáñez.

—Sí, así se llama esa muchacha —dijo Sirdar—. Era hija de un jefe montañés del Assam.

—Y ahora, ¿dónde está?

—En Raimangal, seguramente —respondió el joven—. Tenían miedo de que os guiase a los misteriosos subterráneos de la isla.

—¡Prosigue! —dijo Sandokán.

—Después os tendimos la última emboscada para matar al segundo elefante —siguió diciendo Sirdar—. Estábamos preparados para mataros antes de que hubieseis podido poner el pie en Raimangal.

—¿Y la pinassa? —preguntó Tremal-Naik.

—La envió Suyodhana, a quien se le había advertido de vuestras intenciones, por medio de varios correos. Supimos que os habíais refugiado en la torre de Barrekporre, y vinimos a ofreceros nuestros servicios, aun sin que vosotros nos hubieseis avisado con los disparos.

—¡La organización de esos bandidos es maravillosa! —exclamó Yáñez.

—Tienen una policía secreta digna de elogio, con objeto de hacer inútiles todas las tentativas que organice el Gobierno de Bengala para destruirlos —dijo Sirdar—. Siempre están temiendo un golpe por parte de las autoridades de Calcuta, y por ese motivo los junglares y los Sunderbunds están llenos de espías de los thugs. Si algún grupo sospechoso entra por los junglares, enseguida lo advierten las notas agudas de los ramsingas, que se van repitiendo hasta las orillas del Mangal. Como veis, es imposible sorprenderlos.

—¿Crees tú, entonces, que no se les puede acometer en su isla? —preguntó Sandokán.

—Quizá; pero es preciso hacerlo con extrema prudencia.

—¿Conoces tú esos subterráneos?

—He estado en ellos varios meses —contestó Sirdar.

—¿Cuándo estuviste por última vez?

—Hace cuatro semanas.

—¡En ese caso, habrás visto a mi hija! —gritó Tremal-Naik, con una emoción indescriptible.

—Sí; una noche la vi en la pagoda, mientras la enseñaban a verter la sangre de un pobre molango, inmolado pocas horas antes, en el recipiente donde nada el mango sagrado.

—¡Miserables! —exclamó Tremal-Naik—. ¡También obligaban a su madre a que derramara sangre humana ante Kali! ¡Cobardes!

Un sollozo estalló en la garganta del pobre padre.

—¡Cálmate! —dijo Sandokán, afectuosamente—. ¡Se la quitaremos! ¿Para qué hemos venido desde nuestra lejana isla de Mompracem? ¡Uno de los tigres debe morir, y será el de la India el que caiga en este combate!

Cogió la navaja de Yáñez y cortó las ligaduras del prisionero, al propio tiempo que le decía:

—Te perdonamos la vida y te damos la libertad, a cambio de que nos guíes a Raimangal y a esos subterráneos misteriosos.

—Sirdar cumplirá su palabra, porque mi odio hacia esos asesinos es tan grande como el vuestro. ¡Que Yama, dios de la muerte y de los infiernos, me condene para toda la eternidad, si hago traición a mi promesa! ¡Reniego de Kali, y vuelvo a ser bramin!

—¡Yáñez, al timón! —dijo Sandokán—. ¡Se levanta el viento, y el Mariana no debe de estar lejos! ¡Coja la escota, señor De Lussac! Bogaremos como un steamer.

Empezó a soplar una fresca brisa que hinchó las velas de la embarcación y dispersó la niebla producida por la abundante evaporación del agua.

Sandokán se había apresurado a poner la proa hacia el Sur, en donde se abrió un ancho canal, que según le había dicho Tremal-Naik era el de Raimatla. Estaba formado por dos islas muy bajas y de amplias dimensiones, cubiertas de gigantescas cañas.

Hacia el Este se extendían otros islotes, también cubiertos por una espesísima vegetación, formada, en su mayor parte, por bambúes espinosos y algunos grupos de cocoteros.

Millares de pájaros acuáticos revoloteaban sobre aquellas tierras pantanosas, y los devoradores de carroñas, los marabús, los mozzagries y los arghilaks, se contaban a cientos. Allí debían de tener abundante comida, a juzgar por el olor nauseabundo que se desprendía de aquellos lugares.

Lo más probable es que las orillas estuvieran llenas de cadáveres, empujados hasta ellas por la marea y las olas.

La pinassa, que era una velera muy buena, bogaba admirablemente, obedeciendo a la menor presión del timón. En menos de una hora llegó a la punta septentrional de la isla, la cual seguía alargándose hacia Oriente, y empezó a seguir la orilla, sosteniéndose, sin embargo, a una cierta distancia para no verse acometida de improviso por los tigres que por allí abundaban.

Esas fieras poseen una audacia tan grande, que en muchas ocasiones, y de un solo salto, caen sobre el puente de las chalupas o de los veleros pequeños que cometen la imprudencia de ir demasiado próximos a la orilla, y se apoderan de algún tripulante ante los ojos de sus compañeros, aterrados e impotentes para rechazar el inesperado asalto.

—¡Tened cuidado! —dijo Sandokán, que había sustituido a Yáñez en el timón—. Si Sambigliong o Kammamuri se han atenido a mis instrucciones, deben de haber escondido el prao en algún canal pequeño de por aquí, y desmontado luego la arboladura; por lo tanto, puede ocultarse incluso a nuestras miradas.

—Indicaremos nuestra presencia con algún tiro —dijo Tremal-Naik—. He encontrado una de las carabinas.

—Seguro que es la que empleó el thug contra nosotros.

—Debe de ser esa misma.

—Sí —dijo Sirdar, que iba sentado en la amura de popa.

—¿Y las otras? —inquirió Sandokán.

—El viejo piloto ordenó arrojarlas a la laguna, para que no pudierais serviros de ellas.

—¡Viejo estúpido! —exclamó Yáñez—. ¡Pudo haberlas utilizado él mismo contra nosotros!

—No estaba cargada más que una, sahib, y nosotros no llevábamos a bordo pólvora ni balas —respondió el joven.

—¡Es cierto! —afirmó Sandokán—. Las otras las habíamos descargado en la torre para llamar la atención de la pinassa. ¡Pues ha sido una verdadera suerte, porque, de lo contrario, nos hubieran fusilado con nuestras propias armas!

—Esa era la intención del piloto —dijo Sirdar—. Pensando en eso fue que os robaron las carabinas.

—Capitán Sandokán —dijo en aquel momento el señor De Lussac, que se había encaramado en la entena de la vela de proa para dominar con la vista un espacio más amplio—, veo un punto negro surcando el canal.

Rápidamente, el Tigre de Malasia dejó el timón en manos de Sirdar, y se dirigió hacia la proa, seguido de Yáñez.

—¿Hacia el Sur, señor De Lussac? —preguntó.

—Sí, capitán, y parece dirigirse hacia Raimatla. Sandokán, que tenía una vista extraordinariamente aguda, miró en la dirección indicada, y, efectivamente, vio, no sólo un punto, sino una sutil línea negra que atravesaba el canal a una distancia aproximada de siete u ocho millas.

—Es una chalupa —dijo.

—No puede ser otra que la ballenera del Mariana —intervino Tremal-Naik—. Nadie se atrevería a meterse por entre los canales de los Sunderbunds, a no ser que le hubiera arrojado hasta allí alguna tempestad; y a mí me parece que en el golfo de Bengala no debe de haber ninguna en estos momentos.

—Se dirige hacia la isla —dijo Yáñez, que tenía la vista tan aguda como el Tigre—, y se me figura que distingo allá abajo una pequeña ensenada. Tal vez el prao se haya refugiado en aquel lugar.

—¡Orza a la banda! —gritó Sandokán a Sirdar—. ¡Cíñete a la costa!

La pinassa, que marchaba velozmente, pues la brisa era cada vez más fuerte, se dirigió hacia Raimatla, en tanto que la chalupa desaparecía de la ensenada que había señalado el portugués.

La pequeña embarcación llegaba, tres cuartos de hora más tarde, a la embocadura de una especie de canal que parecía internarse en la isla un centenar de metros aproximadamente, y que estaba obstruido en muchas partes por unos pequeñísimos islotes cubiertos de elevadísimos bambúes y rodeados de plantas palutarias.

Sandokán, que había vuelto a empuñar el timón, metió atrevidamente la pinassa en aquel brazo de agua. Tremal-Naik y Sirdar se pusieron inmediatamente a efectuar sondajes.

—¡Haz un disparo! —dijo el Tigre de Malasia a Yáñez. El portugués, iba a obedecer la orden, cuando salió de improviso de un canalillo lateral una chalupa, tripulada por doce hombres armados de carabinas y de parangs, que se dirigía velozmente hacia la pinassa.

—¡La ballenera del prao! —gritó Yáñez—. ¡En, amigos! ¡Abajo las carabinas!

La orden llegó con toda oportunidad, porque la tripulación de la chalupa había ya abandonado los remos para empuñar las armas de fuego, con la intención de enviarles, sin previo aviso, una tremenda granizada de balas.

A las palabras del portugués, respondió un grito de alegría:

—¡El señor Yáñez!

Fue lanzado por Kammamuri, el fiel servidor de Tremal-Naik, que parecía haber asumido el mando de la expedición.

—¡Acércate! —gritó el portugués, mientras los malayos y los dayakos saludaban a sus capitanes con gritos de júbilo.

Con unos cuantos golpes de remo, la chalupa abordó la pinassa por babor, al mismo tiempo que Sirdar y el señor De Lussac echaban el anclote de popa.

De un solo salto, Kammamuri se puso a caballo en la amura, cayendo sobre cubierta.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡Ya empezábamos a temer que les hubiese ocurrido alguna desgracia! ¡Bonita pinassa!

—¿Qué noticias hay, mi valiente Kammamuri? —preguntó enseguida Tremal-Naik.

—Pocas y poco agradables, patrón —respondió el maharato.

—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó Sandokán, arrugando el entrecejo.

—Que se ha escapado el manti.

—¡Se ha escapado el manti! —exclamaron a un mismo tiempo Sandokán y Tremal-Naik, con sorpresa.

—Hace tres días que ha desaparecido, patrón.

—¿Acaso no se le vigilaba? —gritó el Tigre de Malasia.

—Se le vigilaba de un modo estrechísimo, señor Sandokán, le doy mi palabra. Le habíamos puesto dos centinelas en el camarote por miedo a que lograse hacer lo que hizo.

—Y, sin embargo, se escapó —dijo Yáñez.

—¡Ese hombre debe de ser un hechicero, o un demonio; qué sé yo! El hecho es que ahora no se halla a bordo.

—¡Explícate! —dijo Tremal-Naik.

—Como ya saben ustedes, estaba recluido en el camarote contiguo al que ocupaba el señor Yáñez, que no tenía más que un ventanillo tan pequeño, que era imposible que por él pudiera pasar, no digo ya un hombre, ni un gato siquiera. Hoy hace tres días bajé al amanecer a efectuar una visita de inspección, y encontré el camarote desierto, y a los dos guardianes tan profundamente dormidos, que nos costó gran trabajo despertarlos.

—¡Los haré fusilar! —exclamó Sandokán, lleno de ira.

—Créame, señor Sandokán, que no ha sido culpa suya el dormirse —dijo el maharato—. Nos contaron que por la tarde, a eso del anochecer, el manti empezó a mirarlos de un modo que les producía cierto malestar inexplicable. Les parecía que de los ojos del viejo salían chispas. Al cabo de cierto tiempo, les dijo: «¡Dormid; os lo mando!». Y se durmieron tan profundamente, que cuando bajé, creí que estaban muertos.

—Los ha hipnotizado —dijo el señor De Lussac—. Entre los indostanos hay hipnotizadores famosos, y a la cuenta, ese manti debe de ser uno de ellos.

—¿Y cómo pudo escaparse? —preguntó Yáñez.

—El muy bandido habrá esperado a que se hiciese de noche por completo para subir a cubierta y dejarse caer en la orilla. Además, el Mariana tenía una plancha a modo de pasarela, que comunicaba con tierra firme.

—¡Pues la fuga de ese hombre puede dar al traste con nuestros proyectos! —dijo Sandokán.

—Se habrá ido corriendo en busca de Suyodhana, y le habrá advertido del peligro que corre.

—Si es que no le ha devorado algún tigre, o despedazado alguna serpiente —dijo Tremal-Naik—. Además, Raimatla está separada de Raimangal por canales muy anchos e islotes peligrosísimos. ¿El manti se llevó algún arma cuando huyó?

—El parang de uno de sus centinelas —respondió Kammamuri.

—No te preocupes por la evasión de ese viejo, amigo Sandokán —dijo Tremal-Naik—. Hay noventa y nueve probabilidades contra mía de que le hayan devorado las fieras antes de poder llegar a Raimangal. Como no sea realmente un diablo o haya encontrado a alguien que le ayude, dejará la piel entre los pantanos y los bambúes espinosos. Vamos ahora a tu Mariana a organizar la expedición y a concluir de planear lo que hemos de hacer.

23. La isla de Raimangal

Al día siguiente, la pinassa salía de la caleta que servía de refugio al Mariana, para ir a sorprender a los thugs en sus propias madrigueras y rescatar de sus manos a la pequeña Damna.

Aunque era muy poco probable que el manti hubiera logrado atravesar los amplios canales de los Sunderbunds, infestados de voracísimos saurios, y recorrer de parte a parte las islas en las que pululan tigres, panteras, tremendas boas y venenosas serpientes de cascabel, la fuga de aquel hombre había decidido a Sandokán a apresurar la expedición.

Todo el armamento se había embarcado en la pinassa: gran cantidad de fusiles y armas de todas clases, municiones y dos culebrinas, como reserva. En el prao quedaron tan sólo los seis hombres y el cornac que había ido a buscar a la torre de Barrekporre la ballenera. El Mariana, por otra parte, no corría peligro alguno por parte de los thugs, escondido como estaba en el fondo de aquella caleta prácticamente ignorada.

El velero iba tan cargado, que daba la impresión de que iba a hundirse de un momento a otro. En vez de descender hasta el mar y costear las cabezas de arena que sirven de barrera contra la irrupción de las olas del golfo de Bengala, lo que hubiera evitado mucho camino, se dirigió hacia el Septentrión, para dar la vuelta por la laguna interior.

De este modo, permaneciendo por entre las islas, había menos peligro de que el velero pudiera ser descubierto; éste era el motivo de que los tres jefes de la expedición hubiesen preferido ir por la laguna en vez de hacerlo por el mar abierto.

El plan había sido cuidadosamente estudiado, y se le había confiado a Sirdar la parte principal de su ejecución. Desde luego, estuvieron todos de acuerdo en que había que proceder con la mayor precaución y apelar a la astucia, con objeto, ante todo, de rescatar a la niña, y dejando en segundo término el golpe definitivo, que, si llegaba a realizarse, destruiría completamente aquella secta de hombres sanguinarios, y aniquilaría por completo, al Tigre de la India.

A pesar de que la pinassa iba muy cargada, favorecía su marcha el hecho de que obedeciera siempre fácilmente al timón, así como un viento bastante fresco que, desde la mañana, soplaba del Sur.

Cuando hacía cuatro horas que habían salido de la caleta, es decir, un poco antes del mediodía, el pequeño velero llegaba a la punta septentrional de Raimatla, y entraba a toda vela en la gran laguna interior que se extiende desde las orillas de los junglares del Ganges hasta las islas que forman los Sunderbunds.

—Si el viento no deja de sernos favorable —dijo Tremal-Naik a Sandokán, que miraba con curiosidad aquellas tierras bajas materialmente cubiertas de árboles de la fiebre—, antes de medianoche estaremos en el cementerio flotante del Mangal.

—¿Estás seguro de que encontraremos un buen sitio para esconder la pinassa?

—Conozco el Mangal palmo a palmo, pues en sus orillas vivía yo cuando era cazador de tigres y de serpientes del junglar negro. Quizá ya no exista la cabaña que me sirvió de refugio durante largos años. Me gustaría volver a verla, porque en sus alrededores fue donde encontré por primera vez a la que había de ser mi esposa.

—¿Ada?

—Sí —dijo Tremal-Naik, exhalando un profundo suspiro, mientras que una vivísima emoción alteraba su rostro—. Era una hermosa tarde de verano, y el sol, flotando en un océano de fuego, se escondía poco a poco tras las gigantescas cañas. Entonces ella se me apareció como una diosa entre una mata de musenda. ¡Ah, visión dulcísima y querida!

—¿Y cómo permitían los thugs que la virgen de la pagoda se pasease por el junglar?

—¿A quién iban a temer? Ella no podía huir. Sabían que no se atrevería a atravesar el enorme junglar, e ignoraban, o por lo menos eso supongo, mi presencia en aquellos lugares.

—¿Y se te aparecía todas las tardes?

—Todas, a la hora de la puesta del sol. Nos mirábamos sin decirnos palabra. Yo la creía una divinidad, y no osaba preguntar nada; al fin, una tarde no apareció; y aquella misma noche, los thugs asesinaron a un criado mío al que yo había enviado a la orilla del Mangal para tender una trampa a un tigre.

—¿Y fuiste a buscarla a la pagoda?

—Sí; allí la vi verter sangre humana ante la monstruosa estatua de Kali, y la vi llorar y maldecir a los miserables que la habían raptado.

—¿Fue entonces cuando los thugs te sorprendieron y Suyodhana, su gran jefe, te clavó su puñal en el pecho?

—Sí, Sandokán —dijo Tremal-Naik—. Si en aquel momento no le hubiera temblado la mano, no estaría yo aquí contándote esta terrible historia. Nadie hubiera hablado jamás del cazador de serpientes del junglar negro. Pero antes maté a muchos de aquellos miserables, y cuando caí en sus manos fue después de una lucha desesperada.

—Habías descendido a la pagoda por una cuerda que sostenía una lámpara, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Existirá todavía?

—Sirdar me ha dicho que sí.

—Perfectamente; entonces también ahora descenderemos por ese mismo sitio —dijo Sandokán—. Si Damna está allí, la recuperaremos.

—Primero habremos de esperar a que Sirdar nos lo advierta.

—¿Tienes confianza en él?

—Absoluta —respondió Tremal-Naik—. Odia a los thugs tanto o más que nosotros.

—Si no nos hace traición, será un aliado muy valioso. Le he ofrecido una fortuna si logra hacer que recuperemos a la pequeña.

—Estoy seguro de que mantendrá su promesa y de que nos pondrá también en las manos a la bayadera.

—¿Habrán llevado a Surama a los subterráneos?

—Eso supongo.

—¡La salvaremos! Pero tenemos, que proceder con cautela, pues Suyodhana puede escurrírsenos. Damna, para ti; Surama, para Yáñez, y para mí, la piel del Tigre de la India —dijo Sandokán, esbozando una cruel sonrisa—. ¡La tendré, o no vuelvo a Mompracem!

—Rima —dijo en aquel momento Sirdar, acercándose y señalándoles una isla que se dibujaba a proa de la pinassa—. Es la primera de las cuatro islas que ocultan la de Raimangal por Occidente. Sahib, remontemos hacia el Norte; nuestra ruta es aquélla.

—Debemos huir de Port-Canning —dijo Tremal-Naik—. Puede haber algún espía de Suyodhana en esa estación.

—Pasaremos por el canal interior —respondió Sirdar—. Nadie podrá vernos.

—Ponte al timón.

—Sí, sahib, será lo mejor; conduciré la pinassa.

El pequeño velero viraba de bordo pocos momentos después, doblando la punta septentrional de Rima y embocando un nuevo canal, también bastante ancho, y en cuyas aguas se veían flotar abundantes restos humanos, los cuales emanaban un hedor tan asfixiante, que obligaba a taparse las narices incluso a «Darma» y a «Punty», que iban en la cubierta tumbados el uno al lado del otro.

A las seis ya habían rebasado el canal y la pinassa se metía por entre una serie de bancos, bajos fondos e islotes que formaban la parte baja del Mangal.

Se aproximaban al cementerio flotante indicado anteriormente por Tremal-Naik.

Miles de cadáveres procedentes del Ganges, ya que el Mangal es una arteria de aquel inmenso río, flotaban sobre las negruzcas aguas, y sobre cada uno de dichos cadáveres iba una o dos parejas de marabúes.

Cabezas, fémures, brazos y torsos se entrechocaban, danzando macabramente en las oleadas que producía la pinassa.

Poco a poco se extendían las tierras. Raimangal se unía al junglar del continente.

Sandokán mandó recoger las dos grandes velas, y hacía que sondeasen el río a cada momento, por miedo a que el pequeño barco embarrancase. Tremal-Naik iba al lado del timonel para indicarle el camino.

El velero siguió subiendo el río durante unos veinte minutos más y luego, aconsejado por Tremal-Naik, Sandokán ordenó que se acercase la embarcación a la orilla izquierda y que se introdujera en una caleta sombreada por grandes árboles, de tan espeso follaje, que apenas dejaban paso a la luz.

—Nos detendremos aquí —dijo el bengalí—. Como veis, será fácil esconder la pinassa entre esta vegetación, después de haberle quitado los mástiles. Además, el junglar, que está a dos pasos de aquí, es espesísimo. Es imposible que nadie nos descubra.

—¿Está muy lejos la pagoda de los thugs?

—A menos de una milla de distancia.

—¿Es algún junglar?

—No; a la orilla de un estanque.

—¡Sirdar!

El joven se acercó apresuradamente.

—Ha llegado el momento de poner manos a la obra.

—Estoy dispuesto, sahib.

—Hemos oído tu juramento; ¡no lo olvides!

—Sirdar podrá ser un hombre despreciable por muchas razones, pero jamás faltará a su promesa.

—¿Qué plan te has trazado?

—Ir a ver a Suyodhana y decirle que la pinassa ha caído en manos de un grupo de gentes que nos atacaron y que mataron a toda la tripulación, de la cual solamente yo he podido salvarme.

—¿Te creerá?

—¿Por qué no? Además de que es verdad, siempre ha tenido confianza en mí.

—¿Y después?

—Me informaré de si la niña está todavía en los subterráneos, y os avisaré la noche en que ella vaya a hacer el ofrecimiento de la sangre ante la estatua de la diosa. Debéis estar preparados para entrar en la pagoda; pero tened mucho cuidado y procurad que no puedan veros.

—¿Cómo vas a advertirnos?

—Si Surama ha llegado ya, os la enviaré.

—¿La conoces?

—Sí, sahib.

—¿Y si todavía no la hubiesen llevado a Raimangal?

—Entonces, vendré yo mismo, sahib.

—¿A qué hora suelen hacer el ofrecimiento de la sangre?

—A medianoche.

—Es verdad —dijo Tremal-Naik.

—¿Cómo nos las podríamos arreglar para entrar en la pagoda sin ser vistos? —preguntó Sandokán.

—Escalando la cúpula, y descendiendo por la cuerda que sostiene la lámpara grande —dijo Tremal-Naik—, si es que existe todavía esa cuerda.

—Sí, sahib; pero, de todos modos, es preciso mucha cautela y que no entréis demasiadas personas en la pagoda —dijo el joven—. La mayor parte de vosotros puede quedar oculta en el junglar; advierto a ustedes que no acudan hasta que oigan sonar el ramsinga.

—¿Y quién ha de tocarlo?

—Yo, señor, puesto que también estaré en la pagoda cuando os lancéis sobre Suyodhana.

—¿Es él quien tiene que llevar a la niña al ofertorio de la sangre? —preguntó Yáñez, que se había acercado.

—Sí, sahib; siempre presencia el acto del ofrecimiento.

—Vete ya —dijo Sandokán—. Acuérdate de que si logras poner en nuestras manos a Damna y a Surama, tienes hecha tu fortuna; pero si nos haces traición, no nos alejaremos de los Sunderbunds sin llevarnos tu cabeza.

—Cumpliré el juramento que os he hecho —dijo Sirdar, con voz solemne—. ¡Yo no soy thug; soy un bramin!

Cogió la carabina que le entregó Kammamuri, hizo un saludo de despedida y saltó ágilmente a la orilla, desapareciendo enseguida en las tinieblas.

—¿Será capaz de devolverme a mi hija? —preguntó ansiosamente Tremal-Naik—. ¿Qué piensas tú, Sandokán?

—Ese joven, no sólo me parece audaz, sino también leal, y creo que llevará a cabo su peligrosa misión sin vacilar ni un solo momento. Armémonos de paciencia y preparemos nuestro campamento.

La tripulación ya se hallaba ocupada en esconder la pinassa, quitando las entenas, la arboladura y toda la maniobra.

Sacaron a tierra las armas; parte de las municiones, las cajas con los víveres y las tiendas. Luego empujaron el barco hacia las palutarias, entre las cuales habían abierto a golpe de parang un gran claro para meterlo en él.

Hecho esto, cubrieron la toldilla con montones de cañas y de ramas, hasta que hubo quedado oculto por completo.

Mientras tanto, Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, junto con un pelotón de dayakos, entraron por la espesura hasta llegar a las lindes del junglar, que comenzaba inmediatamente después de los árboles que sombreaban la orilla, y establecieron un puesto avanzado; por su parte, Sambigliong y Kammamuri disponían otro puesto a la orilla de la costa occidental, con objeto de vigilar a los que pudieran llegar por el lado de las islas de los Sunderbunds.

Sin embargo, el principal motivo de haber establecido este último puesto era impedir la llegada del manti, en el supuesto de que el viejo hubiera logrado atravesar en alguna embarcación la laguna y todos los canales.

A las dos de la madrugada, y colocados a cierta distancia varios centinelas para evitar una sorpresa, los jefes y una buena parte de la tripulación se durmieron, a pesar de los lúgubres aullidos de los chacales.

Nada turbó el sueño en el campamento.

Al día siguiente, después del mediodía, Tremal-Naik, Yáñez y Sandokán, a quienes devoraba la impaciencia, hicieron una exploración por el junglar, llevándose consigo a «Darma» y a «Punty» para que les acompañasen. Llegaron hasta un lugar desde donde se divisaba la pagoda de los terribles secuaces de Kali, sin haber encontrado por el camino a un alma viviente.

Esperaron hasta la noche, con la esperanza de que aparecerían Sirdar o Surama; pero ninguno de los dos se presentó, y en cuanto al manti, tampoco se le había visto por parte alguna.

En cambio, durante la noche, oyeron varias veces el ramsinga. ¿Qué significado tenían aquellas notas impregnadas de una gran melancolía y que tocaban una especie de sonata invernal? ¿Eran señales emitidas por los que vigilaban el continente, o anunciaban alguna ceremonia religiosa?

Al oír aquellos sones, Sandokán y sus gentes salieron precipitadamente de las tiendas, creyendo que era el aviso de la llegada de Sirdar; pero no fue así. Esta nueva desilusión los puso más inquietos de lo que ya estaban.

De este modo transcurrió también el segundo día, sin que acaeciese nada de particular.

Sandokán y Tremal-Naik, que ya habían llegado al colmo de su impaciencia, decidieron llevar a cabo por la noche otra exploración e incluso introducirse en la pagoda, cuando a eso del anochecer, vieron llegar corriendo a uno de los centinelas que montaban su guardia en medio de la espesura.

—Capitán —dijo el malayo—, se acerca alguien. He visto que se mueven los bambúes, como si hubiera una persona que intentara abrirse paso.

—¿Será Sirdar? —se preguntaron, al mismo tiempo, Sandokán y Tremal-Naik.

—No he podido verle.

—Guíanos —dijo Yáñez.

Cogieron las carabinas y los kriss, y juntamente con el señor De Lussac, se pusieron en camino siguiendo al malayo. «Darma» los acompañaba también.

Apenas se habían introducido unos cuantos pasos en el junglar, cuando se apercibieron de que se movían las puntas de unos elevadísimos bambúes.

Efectivamente, alguien hacía esfuerzos para abrirse camino.

—¡Rodeémosle! —dijo Sandokán a sus compañeros, en voz baja.

Iban a obedecer la orden, cuando una voz armoniosa, de todos bien conocida, les dijo:

—¡Buenas tardes, sahib! ¡Sirdar me envía!…

24. La pagoda de los «thugs».

La hermosa bailarina Surama había aparecido de improviso en las lindes de un grupo de bambúes, empuñando un tarwar, del cual se había servido para abrirse paso por entre las espesas plantas que cubrían el suelo pantanoso de la isla.

Vestía nuevamente el espléndido y pintoresco traje de las bailarinas religiosas, con la ligera coraza de madera dorada y el juboncito de seda azul bordado de plata y perlitas o aljófar de Ceylán.

Todos, incluso «Darma», se precipitaron a su encuentro, y éste último demostraba su contento frotando el hocico en el jubón de la joven.

—¡Hermosa mía! —exclamó Yáñez, que estaba vivamente conmovido—. ¡Te creía perdida!

—Ya ve usted, sahib, que vivo todavía. Sin embargo, he tenido mis dudas de si me habían robado nuevamente para inmolarme en honor de la divinidad.

—¿Quién te envía? —preguntó Tremal-Naik.

—Ya os he dicho que Sirdar. Me ha encargado que os advierta que hoy a medianoche se hará la ofrenda de sangre ante la estatua de la diosa Kali.

—¿Y quién ha de verterla? —preguntó, con angustia, el bengalí.

—La virgencita de la pagoda.

—¡Miserables! ¿Has visto tú a mi hija?

—Nadie puede verla, excepto los sacerdotes y Suyodhana.

—¿Te ha dicho Sirdar algo más?

—Que éste será el último sacrificio de sangre que se hará, porque los thugs se disponen a dispersarse de nuevo, para ir en ayuda de los insurrectos de Delhi y de Luchnow.

—¿Ha estallado la insurrección? —preguntó el señor De Lussac.

—Y de un modo terrible, señor —contestó Surama—. He oído decir que los regimientos de cipayos fusilan a sus oficiales, que en Cawnpore y en Luchnow han asesinado a todas las familias inglesas, y que la rhani de Barrekporre ha enarbolado el estandarte de la revolución. El norte de la India está ardiendo.

—¿Y Suyodhana se prepara para acudir en ayuda de los insurrectos? —preguntaron Sandokán y Tremal-Naik.

—Sí; pero también abandona estos lugares porque no se siente seguro aquí. Ya sabe que el padre de la pequeña amenaza a Raimangal.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Yáñez.

—Los espías que os han venido siguiendo a través del junglar.

—¿Saben ya que estamos aquí? —preguntó Sandokán.

—Los thugs lo ignoran, porque han perdido vuestra pista desde que dejasteis la torre de Barrekporre y os embarcasteis en la pinassa. Sirdar me lo ha explicado todo.

—¿Por qué no ha venido él? —preguntó Tremal-Naik.

—Por no perder de vista a Suyodhana, temiendo que desaparezca de un momento a otro.

—¿Te quedarás aquí? —preguntó Yáñez.

—No, sahib blanco —contestó Surama—. Sirdar me espera, y yo creo que para vosotros es mejor que permanezca con los thugs hasta que se marchen.

—¡Si antes no les ahogamos a todos en sus cavernas! —dijo Sandokán—. ¿Tienes algo más que decirnos?

—Que en el caso de que Suyodhana huya, Sirdar le acompañará. ¡Adiós, sahib blanco: volveremos a vernos pronto! —dijo la muchacha, estrechando la mano de Yáñez.

—Voy a darte un consejo —dijo Sandokán—. En cuanto oigas el primer disparo, retírate a la pagoda.

—Sí, sahib.

—¿No comunican los subterráneos con el tronco del baniam sagrado? —preguntó Tremal-Naik.

—No; esa galería la han cerrado. No tenéis otro remedio que lanzaros por la galería que comunica con la pagoda. Buenas noches, sahib; os profetizo que exterminaréis a esos miserables, y que volveréis a tener en vuestro poder a la niñita.

Les dirigió a todos una sonrisa y, alejándose velozmente, desapareció entre los bambúes.

—Son las nueve —dijo Sandokán, así que se quedaron solos—. Vamos a hacer nuestros preparativos.

—¿Llevamos a toda la gente? —preguntó De Lussac.

—Seríamos demasiados —contestó Sandokán.

—¿Qué nos aconsejas que hagamos, Tremal-Naik, tú que conoces la pagoda?

—Que el grueso de la gente permanezca escondido entre las espesuras que rodean el estanque —respondió el bengalí—. Nosotros descenderemos a la pagoda e iniciaremos el combate. En cuanto Damna se halle a salvo, si queréis, forzaremos los subterráneos y remataremos a Suyodhana.

—¡No volveré a Mompracem sin llevarme la piel del Tigre de la India! —dijo Sandokán—. ¡Lo he jurado!

Volvieron al campamento y enviaron a varios hombres al canal occidental para que retirasen a los centinelas, pues querían reunir todas las fuerzas disponibles para dar el golpe decisivo a los bandidos de Suyodhana.

A eso de las once, Sandokán, Yáñez, De Lussac y Tremal-Naik, acompañados por cuatro malayos escogidos entre los más vigorosos, se alejaron del campamento precedidos por el tigre «Darma».

Todos iban armados con carabinas, pistolas y parangs, y llevaban cuerdas para facilitar la escalada a la cúpula de la pagoda.

El grupo más numeroso, compuesto por treinta hombres entre malayos y dayakos, bajo las órdenes de Sambigliong, debía seguirles un cuarto de hora después.

Los marineros del prao iban también pertrechados con carabinas, parangs, unas cuantas bombas para hacer saltar la puerta de la pagoda, y llevaban, además, unas cuantas antorchas y linternas.

Tremal-Naik y Kammamuri que conocían la isla palmo a palmo, guiaban al primer grupo y avanzaban con grandes precauciones, pues temían una sorpresa por parte de los thugs.

En realidad, no tendría nada de extraño que, sospechando algo o teniendo noticia por algún espía del arribo de aquellas gentes, cuyas intenciones conocían ya los habitantes de los subterráneos, les hubiesen preparado alguna emboscada entre los altos y espesísimos cañaverales que cubrían la isla.

Sus temores no parecían, por el momento, justificados, porque «Punty», el leal y valiente perro, no daba señales de inquietud.

El junglar parecía hallarse desierto y tan sólo de cuando en cuando el aullido de los chacales o de algún hambriento bighama rompía el silencio circundante.

En el extremo opuesto, en medio de una explanada que ocupaba a medias un colosal baniano formado por un número enorme de troncos, se levantaba la pagoda de los thugs.

Era un gran edificio con una cúpula enorme, y en los muros había, talladas, cabezas de elefantes y de divinidades, unidas las unas a las otras por diversas cornisas, por las cuales podía escalarse la cúpula con relativa facilidad.

Ni en las orillas ni en la explanada se veía un ser viviente. Las ventanas de la pagoda estaban a oscuras; la ofrenda de la sangre no había comenzado.

—¡Hemos llegado a tiempo! —dijo Tremal-Naik, que estaba excitadísimo.

—Me parece muy raro que los thugs no hayan establecido una vigilancia en derredor de la pagoda, sabiendo que nosotros andábamos por los alrededores de las lagunas —dijo Sandokán, que desconfiaba por instinto.

—Este silencio no me gusta nada —añadió Yáñez—. ¿Qué opinas, Tremal-Naik?

—Tampoco yo estoy tranquilo —respondió el bengalí.

—Tampoco el tigre lo está —dijo en aquel momento el francés—. ¡Mírenlo ustedes!

En efecto, «Darma», que hasta entonces había ido precediendo al grupo sin dar muestras de inquietud, se había detenido en una ancha faja de elevados bambúes que se prolongaba en dirección de la pagoda, y que era necesario atravesar, pues la orilla opuesta del estanque era infranqueable a causa de lo blando del piso.

El animal levantaba las orejas como procurando percibir algún rumor lejano, movía la cola de un modo nervioso, azotándose con ella ambos costados, y olfateaba gruñendo.

—Sí —dijo Tremal-Naik—. «Darma» ha olfateado algún enemigo. Ahí dentro debe de estar escondido algún thug.

—Suceda lo que sea, no hagáis uso de las armas de fuego —dijo Sandokán—. Dejadme ir a sorprender a ese hombre.

—¡No, Sandokán! —respondió el bengalí—. Viniendo «Darma» conmigo, no tengo cuidado alguno; porque él será quien sorprenda al estrangulador un zarpazo bien dirigido, y todo queda resuelto en el acto.

—Pueden ser dos.

—Vosotros me seguiréis a corta distancia. Se aproximó al tigre, que continuaba dando señales de excitación, le pasó la mano por el lomo, y mirándole fijamente, le dijo:

—¡Sígueme, «Darma»!

Y volviéndose luego hacia Sandokán y sus compañeros, añadió:

—¡Echaos a tierra y avanzad deslizándoos!

Se puso el fusil en bandolera, empuñó el parang y se metió sin hacer ruido por entre los bambúes, marchando inclinado y apartando las cañas con mucho tiento.

«Darma» le seguía a tres o cuatro pasos de distancia.

Entre las matas no se oía el menor ruido; pero, a pesar de ello, Tremal-Naik conocía por instinto que allí había alguien en acecho.

Llevaba ya recorridos unos cincuenta pasos, cuando se encontró de improviso ante una senda que parecía conducir a la pagoda.

Se levantó para ver si había algún indicio sospechoso, y de pronto sintió que junto a él crujían las cañas. En el acto, una cuerda le golpeó la espalda, al propio tiempo que le apretaban la garganta con una fuerza irresistible.

Levantó el parang para cortar el lazo; pero una poderosa sacudida le derribó.

—¡Le he sorprendido! —dijo una voz muy cerca. Inmediatamente salió de entre las cañas un hombre desnudo, y se lanzó sobre Tremal-Naik empuñando un largo puñal.

Al mismo tiempo, una sombra pasó por encima de los bambúes, como a impulsos de un enorme salto.

El thug, derribado de golpe, lanzó un grito ahogado, seguido como de un crujido de huesos.

«Darma» había caído encima del estrangulador, lacerándole la cabeza con sus agudos dientes y desgarrándole el pecho de un modo horroroso con sus afiladas garras.

Sandokán, que ya se hallaba a unos diez pasos de distancia, corría blandiendo el parang. Pero cuando llegó junto a Tremal-Naik, éste ya estaba de pie y se había desembarazado del lazo, mientras el thug dejaba de existir.

—¿Te había cogido? —preguntó Sandokán.

—Sí; pero no tuvo tiempo de estrangularme ni de apuñalarme —respondió Tremal-Naik, frotándose el cuello—. Tenía unos buenos puños, y si no hubiera sido por la rápida acometida de «Darma», no sé si hubieras llegado a tiempo.

En aquel momento llegaron Yáñez, De Lussac y los malayos.

—¡No hagáis ruido! —dijo Tremal-Naik—. ¡Puede haber más thugs emboscados! ¡Déjale ya, «Darma»!

El tigre bebía con avidez la sangre que brotaba de las espantosas heridas que había producido al estrangulador.

—¡Déjale! —repitió Tremal-Naik, agarrándole por el cuello.

El tigre obedeció con un gruñido.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Cómo ha puesto a ese pobre diablo! ¡Le ha destrozado la cara!

—¡Calla! —dijo Sandokán.

Se pusieron a escuchar. No se oía otro rumor que el producido por los penachos de las cañas, agitadas por el ligero vientecillo nocturno.

—¡Adelante! —dijo Tremal-Naik.

Volvieron a emprender la marcha en medio del más profundo silencio, y cinco minutos después desembocaban junto a la pagoda.

Una vez allí, hicieron alto unos momentos, miraron con gran atención hacia las sombras que proyectaban las enormes cabezas de los elefantes, las estatuas y los amplios cornisones, y enseguida se colocaron bajo una enorme escultura empotrada en la pared, y que representaba a Supranier, uno de los cuatro hijos de Shiva.

Tremal-Naik, que era muy ágil, se agarró a las piernas del coloso, alcanzó el pecho, se le subió a un brazo y se montó a horcajadas sobre la cabeza. Ató una cuerda y echó el otro cabo a sus compañeros, diciéndoles:

—¡Deprisa! ¡Desde aquí ya es más fácil escuchar!

Encima del coloso había una trompa de elefante. Tremal-Naik se cogió a ella, ascendió hasta la cabeza del pétreo paquidermo, y, por último, pudo alcanzar con facilidad la primera cornisa.

Sandokán y sus compañeros le seguían de cerca. Incluso el francés, a pesar de que no podía competir en agilidad con aquellos hombres, no se había distanciado de ellos.

Encima de la cornisa había más estatuas. Todas representaban semidioses, bienaventurados del paraíso y diversas encarnaciones de Visnú en forma de tortuga, serpiente, nilgó, león, caballo alado, etc.

Los ocho audaces aventureros pasaron de la una a la otra hasta llegar a lo alto de la cúpula, y se detuvieron ante un agujero circular que atravesaba una gruesa barra de hierro, y en cuyo extremo había una enorme bola de metal dorado.

—¡Hace seis años que bajé por aquí mismo para ver cómo la madre de mi pobrecita Damna ofrecía la sangre de una víctima ante la estatua de Kali! —dijo Tremal-Naik con voz ahogada.

—¡Y para que Suyodhana te diera de puñaladas! —dijo Sandokán.

—¡Sí; es verdad! —dijo el bengalí con aire sombrío.

—¡Vamos a ver si ahora también son capaces de darnos de puñaladas a todos!

Se había puesto de rodillas y miraba atentamente en dirección del junglar, hacia donde se dirigía el tigre en aquel momento, pues, como puede suponerse, no los había seguido.

—¡Ya están ahí nuestros hombres! —dijo—. ¡Allí viene «Punty» corriendo al encuentro de «Darma»!

—Al primer disparo que oigan acudirán todos.

—¿Tendrán tiempo de escalar la cúpula? —preguntó Yáñez.

—Kammamuri sabe dónde está la puerta de la pagoda —dijo Tremal-Naik—. La volarán con pólvora.

—¡Continuemos! —dijo Sandokán.

Tremal-Naik cogió una cuerda gruesa y reluciente como si fuera de seda, que parecía hecha de fibras vegetales, la cual pendía bajo el asta de hierro.

La sacudió con suavidad, y por la negra abertura pudo oírse un ligero tintineo metálico.

—Es la lámpara —dijo.

—¡Déjame el sitio! —dijo Sandokán—. ¡Quiero ser el primero en bajar!

—Bajo la lámpara está la estatua; su cabeza es lo suficientemente grande para que puedas poner los pies sin miedo a caer.

—¡Está bien!

Sandokán se sujetó las pistolas y el parang en la faja, se puso en bandolera la carabina, se agarró a la cuerda y comenzó a descender lentamente, sin sacudidas, para no hacer tintinear la lámpara.

El interior de la pagoda estaba a oscuras y reinaba en ella un silencio absoluto.

Sandokán, completamente tranquilo, se dejó escurrir más deprisa, hasta que sintió que tropezaba con los brazos de la lámpara.

Soltó la cuerda, se cogió a una traviesa de metal de los brazos y se descolgó, balanceándose en el espacio.

Sus pies chocaron casi inmediatamente con un cuerpo duro y áspero.

«¡Debe de ser la cabeza de la diosa! —pensó—. ¡No perdamos el equilibrio!».

Cuando se sintió sólidamente apoyado, soltó la lámpara y volvió a deslizarse por el cuerpo de la diosa, que debía de ser de enormes proporciones, hasta que puso pie en tierra.

Miró en derredor, pero la oscuridad era tal, que no consiguió distinguir absolutamente nada; tan sólo al dirigir la vista a lo alto, por donde se veía un pedacito de cielo tachonado de estrellas, descubrió una sombra que descendía a través del agujero.

—¡Será Tremal-Naik! —murmuró. Efectivamente, era el bengalí el que descendía, el cual llegó hasta su lado en pocos segundos.

—¿Has oído algo? —preguntó el recién llegado.

—Nada —contestó Sandokán—. Es como para pensar que los thugs ya han huido.

Tremal-Naik sintió que un repentino sudor frío le bañaba la frente.

—¡No! —dijo—. Es imposible que nos hayan traicionado.

—Sin embargo, ya es medianoche, y yo creo… Un enorme estruendo que parecía venir de debajo de la tierra, le cortó la frase.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Es el hauk, el gran tambor de las ceremonias religiosas —contestó Tremal-Naik—. ¡Los thugs no han huido, sino que están reuniéndose! ¡Deprisa, amigos, bajad enseguida!

Yáñez ya estaba sobre la cabeza de la divinidad y los demás, al oír aquel redoble, se apresuraron a descender uno tras otro, a riesgo de romper la cuerda.

Cuando volvió a resonar el hauk por segunda vez, ya los ocho hombres se hallaban reunidos.

—Allí debe de haber una especie de capilla —dijo Tremal-Naik—. ¡Escondámonos en su interior!

Bajo tierra seguían resonando extraños ruidos. Se oían gritos lejanos, redobles de tambores, notas de trompetas y tintineo de grandes campanillas.

Parecía que había estallado el desconcierto entre los habitantes de aquellos enormes subterráneos.

Tremal-Naik, Sandokán y sus compañeros se refugiaron en la capilla, y apenas lo habían hecho cuando se abrió con estrépito una puerta y penetró por ella una banda de hombres desnudos por completo, untados de aceite de coco y lanzando unos gritos furibundos.

Eran cuarenta o cincuenta. Llevaban antorchas y empuñaban lazos, pañuelos de seda negra con la bala de plomo en una punta, puñales y tarwars.

Un viejo tan delgado como un fakir y con larga barba blanca se había abierto paso con violencia a través de aquella turba.

—¡Miradlos: allí están los profanadores de la pagoda! —gritó—. ¡Matadlos!

Tremal-Naik y Sandokán lanzaron dos gritos de ira y de asombro al propio tiempo:

—¡El manti!

25. En el refugio de los «thugs».

¿De qué modo aquel hombre, que había huido casi inerme a través de las islas de los Sunderbunds, cubiertas de fango, había logrado librarse del veneno de las serpientes de cascabel, de los anillos de las pitones, de los dientes afilados de los saurios y de las garras de las panteras y de los tigres, y había conseguido llegar a la madriguera de los sectarios de Kali?

¿Y por qué, en lugar de aparecer Suyodhana con la pequeña Damna para llevar a cabo el ofrecimiento de la sangre, se encontraba él frente a aquella turba de fanáticos? ¿Acaso Sirdar les había traicionado, o les habían visto cuando escalaban la pagoda?

Ni Sandokán ni los demás tuvieron tiempo de explicarse lo que ocurría. Los thugs les acometían por todas partes con los lazos, los pañuelos de seda, los tarwars y los puñales, aullando de una manera insoportable.

—¡Mueran los que han profanado la pagoda! ¡Kali! ¡Kali!

Sandokán se había lanzado fuera de la capilla, apuntando con la carabina hacia el manti, que iba precediendo a los estranguladores con el kampilang que cogió a uno de los dos centinelas del prao.

—¡Viejo! ¡La primera bala para ti! —exclamó el formidable pirata.

Resonó un tiro, que bajo la cúpula produjo el estampido de un petardo.

El manti dejó caer el kampilang y se llevó una mano al pecho.

Estuvo un momento inmóvil, lanzando sobre Sandokán una mirada llena de rabia y de odio, y enseguida cayó pesadamente al suelo, casi a los pies de la estatua colosal que se alzaba en el centro de la pagoda, gritando con voz ahogada:

—¡Vengadme! ¡Matad! ¡Exterminad! ¡Lo ordena Kali!

Los estranguladores, cuando vieron caer al viejo, se detuvieron unos instantes, los suficientes para dar tiempo a Tremal-Naik, Yáñez, el francés y los cuatro malayos para agruparse alrededor del Tigre de Malasia, que dejó la carabina para empuñar el kampilang.

La vacilación de los sectarios de la sanguinaria diosa no duró más que unos cuantos segundos. Sintiéndose fuertes por la superioridad del número, volvieron enseguida a la carga, realizando un rapidísimo movimiento envolvente y haciendo voltear los lazos y los pañuelos de seda.

Sandokán, que había advertido a tiempo el peligro que corrían si se dejaban rodear, se lanzó hacia la pared más próxima, en tanto que sus compañeros, con una descarga cerrada, tumbaban a cuatro o cinco hombres, abriéndose paso de este modo.

—¡Mano a los parangs! —gritó Sandokán, adosándose al muro—. ¡Cuidado con los lazos!

Yáñez, Tremal-Naik y sus compañeros, aprovechándose del hueco abierto por aquella descarga mortífera, se le reunieron en el acto, repartiendo tajos en todas direcciones, para cortar los lazos que les caían encima silbando como serpientes.

El movimiento realizado por el Tigre de Malasia y las pérdidas sufridas, enfriaron un poco el empuje de los estranguladores, que seguramente habían creído que iban a vencer enseguida a aquel insignificante grupo de enemigos.

El manti, que todavía se debatía en medio de un charco de sangre, les reanimó diciendo:

—¡Matadlos! ¡Deshacedlos! ¡El paraíso de Kali para el que muera…, para el que…!

La muerte le cortó la palabra: pero todos habían oído la promesa.

¡El paraíso de Kali aguardaba a los que muriesen! No era preciso más para infundir nuevos ánimos a aquellos fanáticos.

Volvieron a lanzarse hacia sus enemigos, vociferando de un modo espantoso; pero, a pesar de su empuje, tuvieron que replegarse inmediatamente ante el fuego de aquellos hombres.

De esta nueva descarga resultaron diez o doce thugs muertos o heridos. Sandokán y sus compañeros habían echado mano a las pistolas, descargándolas a quemarropa.

Los caídos formaron una barrera ante ellos. Solamente un lazo cayó sobre el señor De Lussac, rodeándole un brazo y el cuello; pero Yáñez lo cortó en el acto con el parang.

El efecto producido por aquella segunda descarga, más mortífera que la anterior, llenó de pánico a los estranguladores; tanto más, cuanto que ya no vivía el manti para animarlos.

Sandokán, al ver que se replegaban en confuso desorden, no les dio tiempo para que se rehicieran e intentaran un nuevo ataque.

—¡Carguemos! —gritó—. ¡Vamos contra esos bandidos!

El formidable pirata de los mares malayos se lanzó hacia sus enemigos con el ímpetu de la fiera cuyo nombre llevaba, descargando terribles tajos con el pesado parang, que manejaba como si se tratase de una simple pluma.

Sus valientes compañeros le siguieron en la acometida, en tanto que los malayos, gritando como salvajes y saltando como antílopes, acuchillaban sin piedad a cuantos alcanzaban con sus kampilangs.

Los thugs, al verse impotentes para rechazar aquella carga furiosa, se lanzaron hacia la estatua, agrupándose a su alrededor, y una vez allí, abandonando sus pañuelos y lazos, inútiles en una lucha como aquélla, empuñaron los tarwars y los cuchillos, comenzando resueltamente la batalla, como si esperasen algo de la protección de la monstruosa diosa.

Sandokán, lleno de ira al encontrar una resistencia que ya creía quebrantada, los acometió con formidable ímpetu, intentando desorganizar sus filas.

La lucha se hizo terrible. Los golpes de los parangs y de los kampilangs, armas que tenían una gran supremacía contra los cortos tarwars y los cuchillos, caían como espesa granizada, cortando lazos y cabezas, atravesando pechos y torsos; pero a pesar de esto no lograban romper las filas de los estranguladores, que oponían una resistencia verdaderamente heroica.

Por tres veces, el Tigre de Malasia condujo en vano a la carga a sus hombres. A pesar de los estragos que hacían los tremendos sables bomeses, habían tenido que retroceder.

Iba a intentar otro nuevo asalto, cuando de improviso se oyó en la lejanía el redoble del gran tambor de las ceremonias religiosas, seguido de algunas descargas de fusilería que resonaban fuera de la pagoda.

Sandokán lanzó un grito.

—¡Animo, amigos! ¡Ya vienen nuestros hombres para ayudarnos! ¡A la carga contra estos bandidos!

No hubo, sin embargo, necesidad de intentar la carga, porque apenas los estranguladores oyeron el redoble del hauk, se lanzaron a la carrera como locos en dirección a la puerta por la cual habían entrado en la pagoda, y que probablemente comunicaba con las misteriosas galerías del templo subterráneo.

Cuando Sandokán vio que iniciaban la huida, sin pensarlo un solo instante, se lanzó detrás de ellos, gritando:

—¡Adelante! ¡Sigámosles hasta sus madrigueras!

Los thugs, en su huida, habían tirado varias antorchas; Yáñez y Tremal-Naik cogieron dos de ellas y siguieron corriendo detrás de Sandokán.

Los estranguladores, reunidos ya en la puerta, se precipitaron en la galería, empujándose unos a otros, pues todos deseaban ser los primeros en ponerse a salvo.

Cuando Sandokán y sus compañeros atravesaron el umbral, ya sus adversarios, que corrían como liebres, les llevaban una gran ventaja.

Como conocían los subterráneos, apagaron las antorchas para que no pudiesen disparar sobre ellos. El corredor, por tanto, quedó sumido en las tinieblas; pero se les oía escapar como locos, pues sus pisadas resonaban fuertemente bajo las bóvedas.

Tremal-Naik, que temía una emboscada, intentó detener al Tigre de Malasia, diciéndole:

—Esperemos a que lleguen tus, hombres, Sandokán.

—¡Nosotros nos bastamos! —respondió el pirata—. ¡Nos detendremos más adelante!

Cogió la antorcha que llevaba Yáñez, y siguió corriendo audazmente por el tenebroso pasadizo, sin inquietarse por el continuo redoble del hauk, que tal vez estuviera llamando a todos los habitantes de los subterráneos.

Otro motivo le empujaba para abalanzarse sobre los thugs: el temor de que Suyodhana huyese con la niña; este temor le hacía apresurarse, sin tener en cuenta los peligros a que se exponía.

Todos marchaban a la carrera, voceando para hacer creer que eran muy numerosos y sembrar el terror entre los fugitivos. Golpeaban los muros con las armas y gritaban con todas sus fuerzas como si efectivamente fueran cien hombres.

La galería descendía rápidamente en dirección de los subterráneos.

Se trataba de una galería irregular, socavada en alguna veta rocosa, de dos metros escasos de ancho y de otros tantos de alto, interrumpida a trechos por pequeños escalones escurridizos; la humedad rezumaba por todas partes, y de la bóveda caían grandes goterones, como si por encima pasase algún río o hubiera algún estanque.

Los estranguladores continuaban corriendo sin molestarse en oponer resistencia alguna, cosa que les hubiera resultado muy fácil intentar en un pasadizo tan estrecho.

Los piratas de Mompracem; Tremal-Naik y el francés los seguían de cerca, vociferando y disparando algunos pistoletazos.

Iban decididos a llegar hasta la pagoda subterránea y esperar allí a sus hombres, a quienes ya suponían dentro del gran templo, pues oían un lejano rumor de descargas de fusilería.

Cuando habían recorrido ya unos cuatrocientos o quinientos pasos en persecución de los sectarios, de improviso se hallaron ante una puerta que los thugs quizá no habían tenido tiempo de cerrar. Era una puerta de bronce de enorme espesor, y que daba paso a una caverna que describía una amplia circunferencia.

—¡Detengámonos! —dijo Tremal-Naik.

—¡No! —respondió Sandokán, que veía vagamente a los últimos fugitivos lanzarse a escape por una segunda puerta.

—No oigo venir a tus hombres.

—¡Ya llegarán! Viene con ellos Kammamuri, y él los guiará. ¡Sigamos adelante antes de que Suyodhana huya con Damna!

—¡Sí; adelante! —gritaron Yáñez y De Lussac. Se precipitaron en la caverna, dirigiéndose hacia la segunda puerta por la cual habían huido los thugs; pero enseguida oyeron dos golpazos tan formidables como si hubieran estallado un par de minas o de petardos.

Sandokán se detuvo, lanzando una exclamación de furor:

—¡Han cerrado las dos puertas; la de delante y la de detrás!

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, sintiendo que un estremecimiento le recorría de la cabeza a los pies, enfriando de pronto sus entusiasmos—. Hemos caído en una trampa.

Todos se detuvieron, mirándose unos a otros con ansiedad.

Ni siquiera se oían los tiros de los tigrecitos de Mompracem, ni el sonoro redoble del hauk, ni los gritos de los fugitivos.

—¡Nos han encerrado aquí! —dijo por fin Sandokán—. Esto significa que detrás de nosotros había más enemigos. ¡He cometido una imprudencia, arrastrándoos en persecución de esos bandidos y desoyendo tus consejos, amigo Tremal-Naik! Pero yo pensaba llegar hasta la pagoda y arrebatar la niña a Suyodhana antes de que pudiera huir.

—¡Todavía no nos han cogido los thugs, capitán! —dijo De Lussac, que empuñaba el parang, ensangrentado hasta la empuñadura—. Los hombres de usted tienen bombas y pueden hacer volar estas puertas.

—No se les oye —dijo Yáñez—. ¿Habrán sido rechazados por el número de los estranguladores?

—Eso no lo creeré jamás —respondió el Tigre de Malasia—. Ya sabes que nuestros tigrecitos, una vez lanzados al ataque, no se detienen ni ante los cañones ni ante la metralla. Tengo la seguridad de que han invadido la pagoda y de que están forzando la puerta de la galería.

—Sin embargo, no estoy tranquilo —dijo Tremal-Naik, que hasta entonces había permanecido silencioso— y temo que Suyodhana se aproveche de nuestra situación para huir con mi hija.

—¿Hay alguna otra salida? —preguntó Sandokán.

—La que conducía al baniam sagrado.

—Sirdar nos ha dicho que estaba cerrada —observó Yáñez.

—Pueden haber vuelto a abrirla —respondió Tremal-Naik—. A Suyodhana no le faltan hombres de brazos robustos.

—¿Kammamuri conocía la existencia de ese pasadizo? —preguntó Sandokán.

—Sí.

—Pues no tendrá nada de extraño que haya enviado a vigilar esa salida a alguno de mis hombres.

—Señores —dijo De Lussac, que había recorrido la caverna—, tratemos de salir de aquí.

—¡Es cierto! —dijo Sandokán—. ¡Estamos perdiendo el tiempo en una charla inútil! ¿Ha examinado usted las puertas, señor De Lussac?

—Las dos —respondió el francés—; y me parece que no debemos pensar en salir si no tenemos un buen petardo. Son de bronce y de un espesor enorme. ¡Esos canallas huían para atraernos a esa emboscada y han logrado su intento!

—¿No ha visto usted ningún otro pasadizo?

—No, señor Sandokán.

—Pero, ¿qué hacen nuestras gentes? —preguntó Yáñez, que comenzaba a perder la flema—. Ya debían de haber llegado.

—¡Daría la mitad de mis riquezas por saber qué les ha sucedido! —dijo Sandokán—. ¡Este silencio me tiene muy inquieto!

—Y a mí también —dijo Tremal-Naik—. Sandokán, no perdamos más tiempo y busquemos el modo de poder salir de aquí antes de que los thugs nos jueguen alguna mala pasada.

—¡Que se atrevan a entrar! ¡Tenemos pólvora y balas en abundancia!

—¿Sabes, amigo mío, que una vez en una de esas cavernas, donde nos habíamos refugiado Kammamuri y yo después de haber robado a la madre de Damna, por poco no nos asan vivos? Podrían repetir aquel suplicio espantoso para obligarnos a rendimos.

—Espero que mis hombres no les dejarán hacer eso.

—¡Calla! —dijo Yáñez en aquel momento, mientras escuchaba a través de la puerta de la galería que conducía a la pagoda—. ¡Oigo descargas lejanas!

—¿Hacia dónde?

—Provienen de la pagoda; por lo menos eso me parece.

Se precipitaron todos hacia la maciza puerta, y pegaron los oídos al metal.

—¡Sí; son descargas! —dijo Sandokán—. ¡Mis hombres continúan batiéndose! ¡Amigos, procuremos reunirnos con ellos!

—Es imposible derribar esa puerta —dijo De Lussac.

—¡Hagámosla saltar! —contestó Yáñez—. Yo tengo cerca de una libra de pólvora en mi saquito, y vosotros deberéis tener, poco más o menos, la misma cantidad. ¡Hagamos una buena mina!

—¿Para que saltemos nosotros también? —dijo Tremal-Naik.

—La caverna es bastante amplia —dijo Sandokán—. ¿No le parece, señor De Lussac?

—No creo que haya peligro —contestó el francés—. Bastará con que nos echemos boca abajo en el otro extremo. Pero les aconsejo que hagan un petardo de un par de libras de pólvora no más. Será suficiente para desencajar la puerta.

—¡Vamos; manos a la obra! —dijo Yáñez—. ¡Socavemos el suelo para colocarla!

—Mientras tanto, yo prepararé la bomba —dijo el francés—. Utilizaremos mi cinturón, que es de piel, y, además, muy largo y muy resistente.

Los malayos empuñaron los parangs, y ya se disponían a hacer un agujero debajo de la puerta, cuando se oyeron una serie de detonaciones acompañadas de espantosas voces.

—¿Qué es lo que sucede? —gritó Yáñez.

—¡Serán los nuestros, que habrán hecho saltar la puerta de la galería! —respondió Sandokán—. ¡Por la pagoda deben de estar batiéndose de un modo furioso!

Apenas el pirata había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Tremal-Naik lanzó un grito de furor, al que siguió el ruido de una catarata que parecía precipitarse desde lo alto.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Sandokán.

—¡Que los thugs piensan ahogamos! —respondió con espanto Tremal-Naik—. ¡Mirad!

Por el extremo opuesto de la caverna y por una hendidura abierta en un ángulo de la bóveda, caía un torrente de agua.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Yáñez. Sandokán enmudeció; pero en sus ojos, quizá por primera vez, se leía una gran ansiedad, al propio tiempo que se le nublaba el rostro.

—Si dentro de cinco minutos no están aquí sus hombres, para nosotros ha llegado la última hora —dijo De Lussac—. ¡Esos canallas nos echan encima una verdadera tromba de agua! ¿Qué dice usted de esto, señor Yáñez?

—Que ya no podemos preparar la bomba —contestó el portugués.

Luego sacó un cigarro del bolsillo, lo encendió, y se puso a fumar tranquilamente, impasible, como si se encontrara sobre la cubierta del prao.

—¿Qué podríamos intentar, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Vamos a dejarnos ahogar?

Tampoco entonces contestó el pirata. Apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, contraídos los labios y el entrecejo arrugado de un modo borrascoso, miraba el agua, que ya invadía todo el piso de la caverna y que iba ascendiendo con un sordo chapoteo.

—Señores —dijo Yáñez—, preparémonos para nadar. Sin embargo, aún espero que los thugs me dejarán terminar el cigarrillo y que…

Una espantosa detonación que hizo retemblar la puerta de bronce, le cortó el discurso. En aquel instante el agua les llegaba a la cintura.

26. El ataque de los piratas

Una vez muerto el estrangulador que había procurado sorprender a Tremal-Naik y mientras éste escalaba audazmente la cúpula de la pagoda, el grueso de la banda, guiado por Kammamuri y Sambigliong se detenía en medio del junglar, a quinientos o seiscientos metros del estanque y esperaba para lanzarse al ataque.

Nadie, ni siquiera «Punty» que los precedía, había encontrado motivo alguno de sospecha durante el trayecto que habían recorrido desde el mangal hasta el lugar en que se detuvieron.

Kammamuri, que conocía los alrededores de la pagoda mejor incluso que Tremal-Naik, colocó los hombres frente a la entrada del edificio, el cual se veía admirablemente, si bien un poco lejos, a causa de la escalinata y de las enormes columnas que servían de soporte a las monstruosas estatuas que representaban a Kali bailando sobre el cadáver de un gigante.

El regreso de «Darma» le anunció que su patrón ya debía de haber escalado la cúpula de la pagoda.

Entonces dio orden a la tropa para que avanzase hasta las lindes del junglar, con objeto de estar más próximos y preparados para acudir en ayuda de él y de sus atrevidos acompañantes.

—Faltan muy pocos minutos para la medianoche —le dijo Sambigliong, que se había puesto a su lado—. No tardaremos en oír la señal.

—¿Están a mano los petardos?

—Sí; y tenemos doce —respondió el contramaestre del Mariana.

—¿Saben tus hombres utilizarlos?

—Todos ellos están familiarizados con las bombas. Cuando abordábamos los barcos ingleses, hacíamos gran uso de ellas. Por ese lado no tengas cuidado; la puerta saltará, aunque sea de hierro. ¿Crees que los thugs opondrán resistencia?

—Seguramente que no se dejarán arrebatar a la pequeña Damna sin entablar combate —respondió Kammamuri—. Los estranguladores son valientes y afrontan la muerte sin temerla.

—¿Y serán muchos?

—Cuando yo estuve prisionero en los subterráneos había unos doscientos o trescientos.

—Contramaestre —dijo en aquel instante uno de los malayos—, en las ventanas de la pagoda hay luz.

Kammamuri y Sambigliong se pusieron en pie de un salto.

—Los thugs deben de haber encendido ya la lámpara grande —dijo el maharato—. Estarán preparándose para la ceremonia de la ofrenda de la sangre.

«¿Y qué es lo que estará haciendo el Tigre de Malasia?», se preguntó Sambigliong.

—¡Listos! —ordenó Kammamuri. Los treinta piratas se levantaron y montaron las carabinas.

Un espantoso clamor se elevaba del interior de la pagoda; de pronto se oyó un tiro de fusil, seguido por una descarga.

—¡Asaltan al capitán! —gritó Sambigliong—. ¡Arriba, tigrecillos de Mompracem!

—¡Adelante! —mandó a su vez Kammamuri. La banda se lanzó velozmente a través de las últimas cañas, en tanto que en la pagoda se sucedían las detonaciones y el griterío aumentaba.

Los piratas recorrieron la distancia que les separaba de la pagoda en menos de cinco minutos; pero al llegar ante la puerta, el combate parecía haber cesado, porque ya no se oían disparos y los gritos se alejaban, debilitándose rápidamente.

—¡Los petardos! ¡Pronto! —gritó Kammamuri, después de haber golpeado en vano la puerta de bronce de la pagoda.

Los malayos se lanzaron gradas arriba, colocando junto a la puerta dos bombas que ya tenían la mecha encendida; pero de improviso salieron unas tremendas voces de las matas cercanas.

Dos grupos de hombres armados con lazos y tarwars se arrojaron repentinamente sobre los piratas, que se hallaban reunidos en la parte baja de las escaleras.

Eran lo menos doscientos estranguladores, desnudos, untados con aceite de coco por todo el cuerpo, para poder escurrirse de entre las manos de sus adversarios.

Aun cuando sorprendidos por aquel imprevisto e inesperado ataque, los malayos y los dayakos no perdieron la serenidad.

Con la rapidez del rayo se dispusieron en dos frentes, y acogieron a los enemigos más cercanos con una terrible descarga de fusilería, derribando a unos treinta thugs entre muertos y heridos.

—¡Apretad las filas! —gritaba Sambigliong.

A pesar de aquellas dos descargas, los estranguladores no se detuvieron. Aullando cual bestias feroces, se arrojaron como locos sobre los piratas, creyendo que iban a deshacerlos y a dispersarlos. Ignoraban que tenían enfrente a los más formidables guerreros del archipiélago malayo, familiarizados con el humo de la artillería y aguerridos en más de cien abordajes.

Los tigres de Mompracem dejaron las carabinas, y empuñando sus pesados sables, armas temibles en sus manos, cortaron los lazos que silbaban en todas direcciones.

Por su parte, «Punty» y el tigre destrozaban con garras y dientes a los enemigos sobre quienes caían.

Unidos espalda contra espalda, los heroicos hombres del mar recibieron sin pestañear el formidable empuje, descargando multitud de tajos.

Se empeñó entonces una lucha tremenda, pero que apenas duró unos cuantos minutos, porque los malayos, a una orden de Sambigliong, cargaron a su vez con tal empuje a los asaltantes, que limpiaron de enemigos la explanada.

Como había dicho Sandokán a De Lussac, una vez lanzados a la carga, sus hombres ya no se detenían.

Cuando vieron que los thugs se replegaban en confuso desorden, cayeron sobre aquellas turbas, matando a cuantos alcanzaban, en tanto que los dayakos de Kammamuri, volviendo a empuñar las carabinas, sostenían un fuego incesante para apoyar el ataque de sus camaradas.

En el mismo instante en que los estranguladores volvían la espalda, estallaron los dos petardos, produciendo un doble estampido ensordecedor y desencajando y derribando la puerta.

Uno de los grupos de thugs, que se replegaba hacía las escaleras, procurando reorganizarse para la resistencia, al oír desgajarse las hojas de la puerta, subió las gradas a escape e invadió la pagoda.

—¡Dejad a esos! —gritó Kammamuri—. ¡Al templo! ¡Al templo! ¡Allí está el Tigre de Malasia! ¡Sambigliong, ponte a retaguardia y defiéndenos!

Después de decir esto, se lanzó por las escaleras seguido por los dayakos, mientras que los malayos del contramaestre del Mariana terminaban de dispersar a los thugs que intentaron volver a reunirse en las orillas del estanque, obligándolos a ponerse a salvo en el junglar y en un árbol enorme que por sí solo constituía un bosque, pues era un colosal baniano con cientos de troncos.

Cuando los thugs, que se habían refugiado en la pagoda, comprendieron que sus adversarios pretendían invadir los subterráneos, hicieron frente a la acometida de los dayakos, cargando sobre ellos con los tarwars.

Los intrépidos piratas habían ya llevado a cabo cuatro asaltos guiados por Kammamuri, y otras tantas veces habían vuelto a descender corriendo las escaleras, dejando algún que otro herido.

Afortunadamente, los malayos acudieron rápidamente en su socorro.

Con dos descargas de fusilería limpiaron la meseta de la escalinata, y enseguida malayos y dayakos se lanzaron como una tromba en la pagoda. Los thugs ya no los esperaron.

Desanimados por las enormes pérdidas sufridas y considerándose impotentes para medir sus ligeros tarwars con los pesados sables de los tigres de Mompracem, se desparramaron huyendo como antílopes en dirección de la galería que conducía a los subterráneos y cerrando de golpe la puerta de bronce, no menos fuerte que la de la pagoda.

—¿Y mi patrón? —gritó Kammamuri, al no ver a nadie en el templo—. ¿Y el Tigre de Malasia y el señor Yáñez?

—¿Habrán salido por alguna otra parte? —dijo Sambigliong.

—¿Y si los han hecho prisioneros? —dijo el maharato—. También ellos llegaron hasta aquí, porque les hemos oído disparar. ¡Mira los muertos que hay alrededor de la estatua de Kali! ¡Estoy seguro de que los han matado ellos!

Una gran ansiedad se apoderó de todos.

—Sambigliong —dijo Kammamuri al cabo de algunos instantes de angustioso silencio—, hagamos saltar la puerta e invadamos los subterráneos.

—¿Crees que dentro de ellos está el Tigre de Malasia? —preguntó Sambigliong.

—Aquí no hay nadie y nosotros no los hemos visto salir; por fuerza tienen que haber entrado por la galería. ¡Apresurémonos; quizá se hallen en peligro!

—¡Colocad los petardos! —ordenó Sambigliong—. ¡Cargad las carabinas y encended las antorchas!

Los malayos, que eran portadores de las bombas, se dispusieron a obedecer en el instante en que se abría una puertecilla disimulada detrás de una estatua de la octava encarnación de Visnú, y una muchacha se lanzó corriendo por la pagoda con una antorcha en las manos y gritando:

—¡El sahib blanco y sus amigos se ahogan! ¡Salvadlos!

—¡Surama! —exclamaron Kammamuri y Sambigliong, dirigiéndose hacia la joven.

—¡Salvadlos! —repitió, llorando, la bayadera.

—¿En dónde están? —preguntó Kammamuri.

—¡En una de las cavernas de la galería! Los thugs han cortado el tubo que los provee de agua y la han inundado para ahogar al sahib blanco, al Tigre y a todos.

—¿Sabrás guiamos?

—Sí; conozco la galería.

—¡Abajo la puerta! —gritó Sambigliong. Encendieron dos petardos y los colocaron en el suelo; luego retrocedieron precipitadamente hasta la escalinata de la pagoda.

Segundos después y a causa del estallido de la bomba, la puerta cayó a tierra.

—Surama, ponte detrás de nosotros —dijo Kammamuri, cogiéndole la antorcha—. ¡Deprisa, tigres de Mompracem!

Se lanzaron rápidamente por la tenebrosa galería, empujándose unos a otros, pues todos querían ser los primeros en llegar en socorro del Tigre de Malasia; pero a unos cien pasos tuvieron que detenerse. Otra puerta les cerraba el camino.

—Todavía hay otra más adelante —dijo Surama—; precisamente la que cierra la caverna donde están prisioneros.

—Por fortuna todavía tenemos más de media docena de bombas —respondió el contramaestre del Mariana.

Encendieron la mecha y retrocedieron.

La explosión fue tan formidable, que todos los piratas cayeron los unos sobre los otros por el empuje del aire; pero la puerta cedió inmediatamente.

—¡Adelante! —ordenó Kammamuri.

Volvieron a emprender la carrera bajo aquellas oscuras bóvedas, hasta que llegaron ante la tercera puerta.

Del otro lado se oía un rumor extraño; era el de la catarata, que caía desde una altura considerable.

—¡Están ahí dentro! —dijo Surama.

—¡Capitán! ¡Señor Yáñez! —gritó Kammamuri con poderosa voz—. ¿Me oyen ustedes?

A pesar del ruido del agua, oyó distintamente la voz de Sandokán, que gritaba con todas sus fuerzas:

—¿Sois nuestros hombres?

—¡Sí, señor Sandokán!

—¡Apresuraos a echar la puerta abajo; el agua nos llega al cuello!

—¡Aléjense todos; vamos a colocar un petardo!

—¡Da fuego enseguida! —respondió Sandokán. Colocaron la bomba detrás de la puerta; enseguida los piratas se alejaron más de doscientos pasos en el corredor, metiéndose en una bifurcación de la galería. La detonación no se hizo esperar mucho.

—¡Pronto, las armas! —gritó Sambigliong, lanzándose el primero hacia la puerta.

Todos le siguieron. No habían recorrido más que unos cincuenta metros, cuando un torrente de agua se escapaba a lo largo de la galería, produciendo un fragor parecido al de un trueno lejano, los empujó, haciéndoles retroceder.

Era una verdadera oleada, que cesó casi de pronto, huyendo por la galería lateral, que tenía una pendiente muy pronunciada.

Un instante después vieron brillar dos antorchas en dirección de la caverna, y enseguida oyeron la voz de Sandokán.

—¡No hagáis fuego! ¡Somos nosotros!

Un grito de alegría, que se escapó de treinta gargantas a un mismo tiempo, saludó la aparición del Tigre de Malasia y de sus compañeros.

—¡Salvados! ¡Salvados! ¡Viva el capitán! En el corredor había aún mucha agua; pero, de todos modos, ahora apenas les llegaba a los muslos.

Sandokán y Yáñez, al ver a Surama, no pudieron reprimir una exclamación de asombro.

—¡Tú aquí, muchacha!

—¡A esta valiente bayadera deben ustedes la vida, señores! —dijo Kammamuri—. ¡Ella ha sido la que nos advirtió que estaban ustedes encerrados en esta caverna y a punto de ahogarse!

—¿Quién te lo dijo, Surama? —preguntó Yáñez.

—Lo supe por los mismos thugs que estaban encargados de cortar el conducto del agua. Os atrajeron a este antro con el deliberado propósito de ahogaros —respondió la muchacha.

—¿Y qué es lo que ha sucedido a Sirdar? —preguntó Sandokán—. ¿Nos ha traicionado?

—No, sahib —dijo Surama—. Va detrás de Suyodhana.

—¿Qué quieres decir con eso, muchacha? —gritó Tremal-Naik, con voz alterada.

—Que el jefe de los thugs salió huyendo una hora antes de que vosotros llegaseis; y, para escapar sin peligro, mandó abrir de nuevo la antigua galería del baniam sagrado.

—¿Y mi hija?

—Se la ha llevado consigo.

El pobre padre lanzó un grito desgarrador y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Ha huido! ¡Ha huido!

—Pero le sigue Sirdar —dijo Surama.

—¿Y adonde se ha ido? —preguntaron a un tiempo Sandokán, Yáñez y De Lussac.

—A Delhi para ponerse bajo la protección de los insurrectos. Sirdar me ha dado esta carta para vosotros, unos momentos antes de que partiera.

Sandokán cogió la misiva que la joven había sacado de su corsé.

—¡Una antorcha! —pidió el Tigre—. ¡Veinte hombres a las desembocaduras de las galerías, y que hagan fuego sobre el primero que se acerque!

Tremal-Naik se enjugaba las lágrimas; De Lussac, Yáñez y Kammamuri rodearon al capitán llenos de ansiedad.

Sandokán leyó:


Suyodhana ha huido por la antigua galería, después de la imprevista desaparición del manti. No ignora nada y os teme; pero sus hombres están preparados a resistir y decididos a morir todos, si es preciso, con tal de deshaceros.

Huimos hacia Port-Canning para ir a Calcuta, en donde nos embarcaremos para Patna; desde allí iremos a reunirnos con las tropas insurrectas que se encuentran en Delhi.

Suceda lo que sea, no le perderé de vista y velaré por Damna.

En el correo de Calcuta encontraréis noticias mías.

Sirdar
 

Después de la lectura de esta carta hubo un pequeño silencio, interrumpido solamente por los sordos sollozos de Tremal-Naik.

Todos habían dirigido la mirada al Tigre de Malasia, cuyo rostro tenía un aspecto terrible. E instintivamente comprendieron, que aquel hombre indomable estaba meditando una espantosa venganza.

De improviso se acercó a Tremal-Naik, y poniéndole una mano en un hombro, le dijo:

—Te he dicho que no abandonaremos estos lugares sin haber recobrado a la niña y sin que nos llevemos la piel del Tigre de la India. Ya sabes que Yáñez y yo somos hombres que sostenemos nuestras promesas. Una vez más se nos ha escapado Suyodhana; pero le encontraremos en Delhi, tal vez más pronto de lo que imaginas.

—¿Vamos a seguirle hasta allá, en estos momentos en que toda la India septentrional está ardiendo? —dijo Tremal-Naik.

—¿Y eso qué importa? ¿Es que nosotros no somos hombres de armas? Señor De Lussac, ¿podría usted obtener del gobernador de Bengala, en compensación por el servicio que prestamos a los ingleses, un salvoconducto que nos permita atravesar la alta India sin que nos molesten las tropas que se hallan en operaciones?

—Espero obtenerlo, capitán; es más, estoy seguro, tratándose, como se trata, de un hombre por cuya cabeza se han prometido diez mil libras esterlinas.

—¡Prenderle! ¡No, señor; matarle! —dijo Sandokán fríamente.

—Como usted quiera.

Sandokán permaneció unos instantes en silencio, y enseguida dijo:

—Tremal-Naik, tú me has dicho que pasa un río por encima de estos subterráneos.

—Sí, el Mangal.

—Y que en una caverna existe una puerta de hierro que comunica con el río, y que allí se encuentra una gran tubería.

—Sí, la he visto varias veces durante la época de mi cautiverio —respondió Kammamuri—. Por esa tubería se reparte el agua a todos los subterráneos para ser utilizada por los que lo habitan.

—¿Sabrías conducirnos a esa caverna?

—Sí —dijeron los dos hindúes.

—¿Está muy lejos?

—Tenemos que recorrer cuatro galerías muy largas y atravesar la pagoda subterránea.

—Llévanos hasta ese lugar —dijo Sandokán, sonriendo cruelmente—. ¿Cuántos petardos os quedan todavía?

—Seis —contestó Kammamuri.

—¿Hay algún otro pasadizo que nos evite volar la puerta de la caverna?

—A doscientos pasos de aquí se bifurca la galería —dijo Kammamuri—. Por ahí deben de haber escapado los thugs que se habían refugiado en la pagoda.

—¡Tigres de Mompracem! —gritó Sandokán—. ¡Ahora vamos a dar la última batalla a los tigres de Raimangal! Ponte a la cabeza, Kammamuri, y coloca la antorcha en la boca del cañón de la carabina. ¡Va a llegar la última hora de los estranguladores de la India!

27. Una hecatombe

Poco después aquel grupo de hombres embocaba la galería lateral que, según había dicho Kammamuri, conducía a la pagoda subterránea y a las principales cavernas que servían de habitación y refugio a los secuaces de Suyodhana.

En todos los pechos alentaba el enorme deseo de acabar de una vez para siempre con aquella infame secta, que tantas víctimas había costado, para poder ofrecer a su monstruosa divinidad, sangre humana.

Ni siquiera De Lussac hizo la menor observación de protesta contra el cruel, pero merecido castigo que Sandokán se proponía aplicar a aquella secta de asesinos.

Los thugs no habían dado señal alguna de vida desde que los piratas invadieron la pagoda y la galería; el hauk había cesado de redoblar; pero Sandokán y sus compañeros no se hacían ilusiones respecto a que ya no opusieran resistencia; por el contrario, estaban seguros de que la encontrarían y avanzaban con grandes precauciones para no caer en un lazo; iban inclinados, con objeto de no servir de blanco a una descarga hecha de improviso.

Kammamuri, el más experimentado de todos por haber estado varias veces prisionero en aquellos antros, los precedía, llevando la antorcha puesta en la boca del fusil, con objeto de engañar a los adversarios en la dirección de los tiros. A su lado iban el tigre y «Punty».

Inmediatamente detrás iban Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez, con ocho malayos escogidos entre los mejores tiradores, y después les seguía el grueso de la tropa, a las órdenes del señor De Lussac y de Sambigliong. Surama marchaba en el centro del último grupo. El agua, que continuaba cayendo, y que escapaba por la galería lateral, apagaba los pasos de los invasores.

Descendía gorgoteando por entre las piernas de los piratas, cada vez con mayor rapidez, puesto que la pendiente del pasadizo era cada vez más grande.

—¿Habrán huido los thugs? —preguntó de pronto Yáñez—. Ya hemos andado ciento cincuenta pasos, y todavía no se ha presentado ninguno.

—Nos esperarán en cualquier caverna —dijo Tremal-Naik, que le precedía, marchando detrás de Kammamuri.

—Pues yo preferiría una lucha enconada a este silencio —dijo Sandokán—. ¡Temo una emboscada!

—¿Qué emboscada?

—Que procuren ahogarnos en otra caverna, ya que no lo han logrado en la primera.

—No hemos visto ninguna otra puerta, y podemos retirarnos a la primera señal de inundación.

—Yo sospecho que van a concentrar la defensa en la pagoda subterránea —respondió Tremal-Naik.

—Pues no podrán impedirnos que penetremos en ella, aunque sean diez veces más numerosos. ¡Quiero ahogarlos a todos y destruir para siempre esta cueva de bandidos!

—¡Alto! —exclamó Kammamuri en aquel instante. Habían llegado a un recodo de la galería, y Kammamuri se detuvo, pues había visto en el fondo de ella agitarse con rapidez varios puntos luminosos. «Punty» lanzó un sonoro ladrido y el tigre un maullido sordo.

—Esos animales han olfateado un peligro —dijo Tremal-Naik.

—¡Inclinaos todos a tierra y levantad las antorchas cuanto podáis! —ordenó Sandokán.

Todos se detuvieron y obedecieron la orden. El agua, que por allí descendía rápidamente, indicando una pendiente muy pronunciada, pasaba entre ellos.

Los puntos luminosos seguían moviéndose, ya hacia un lado, ya hacía otro, ora agrupándose, ora separándose.

—¿Qué harán? —se preguntó Sandokán—. ¿Son señales o qué?

«Punty» lanzó un segundo ladrido. ¿Se trataba de una advertencia?

—¡Alguien se acerca! —dijo Kammamuri. Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando resonó en la galería una violenta descarga, y a la luz de los fogonazos vieron varios hombres adosados a los muros.

Pero habían apuntado demasiado alto, hacia donde brillaban las antorchas, no sospechando que iban puestas en las carabinas.

—¡Fuego y a la carga! —gritó Sandokán, poniéndose rápidamente en pie—. ¡De reserva las armas del grueso de las fuerzas!

La vanguardia, que como ya hemos dicho, se componía de tiradores escogidos, al oír la orden hizo fuego sobre los thugs que habían visto agrupados junto a las paredes, y enseguida se lanzó a la carrera dando gritos salvajes y con los parangs empuñados, en tanto que el tigre y «Punty» caían sobre los más cercanos, desgarrando y mordiendo ferozmente a cuantos encontraban a su alcance.

El efecto de aquella descarga debió de ser terrible, porque los piratas tropezaban continuamente en su avance con cuerpos tendidos en el suelo.

Sandokán, al oír que los thugs huían y comprobando que la antorcha de Kammamuri no era suficiente para poderlos distinguir, no quiso detener a sus hombres, que ya formaban un solo grupo, deseosos todos de tomar parte en la lucha.

La galería continuaba siempre descendiendo y se ensanchaba poco a poco. Las luces que hasta entonces habían visto brillar al otro extremo, desaparecieron; pero los piratas sabían el terreno que pisaban, pues no se apagaron las antorchas de las carabinas, a pesar de la corriente de aire establecida por ambas descargas.

Aquella carrera desenfrenada a través de las misteriosas galerías de los estranguladores, duró dos o tres minutos; al cabo de los cuales, Sandokán y Kammamuri, que iban delante, lanzaron una voz:

—¡Alto!

Ante ellos se había oído un golpazo metálico, como si una puerta de hierro o de bronce se hubiese cerrado con violencia, y «Punty» empezó a ladrar furiosamente. Los piratas, después de haberse repuesto del encontronazo que se dieron al no poder refrenar en el acto la velocidad que llevaban, apuntaron las carabinas.

—¿Qué es lo que sucede? —preguntó Yáñez, acercándose a Sandokán.

—Creo que los thugs nos han cortado el camino —contestó el Tigre—. Ahí debe de haber una puerta.

—La asaltaremos con un buen petardo —dijo De Lussac.

—Anda a ver qué es, Kammamuri —dijo Tremal-Naik.

—La antorcha siempre en alto —aconsejó Sandokán—; y vosotros inclinaos todo lo que podáis.

El maharato iba a obedecer la orden de su patrón, cuando resonaron varios disparos, pero no delante, sino detrás de los piratas.

—¡Nos cogen entre dos fuegos! —dijo Sandokán—. ¡Sambigliong, toma diez hombres y cubre la retaguardia!

—¡Voy, capitán! —contestó el contramaestre. Los disparos se sucedían por ambas partes; pero los thugs, siempre engañados por la altura de las antorchas, no hacían blanco, y las balas se estrellaban en la bóveda de la galería.

Sambigliong y sus hombres, en cambio, guiados por los fogonazos de los enemigos, se deslizaron en silencio hacia los tiradores y cayeron encima de ellos, acometiéndolos furiosamente con los parangs.

Mientras aquel pelotón se empeñaba en una lucha feroz, Kammamuri, Sandokán y Tremal-Naik se acercaron en un abrir y cerrar de ojos a la puerta que les impedía el avance, con objeto de hacerla saltar por medio de un petardo; pero, con gran asombro por su parte, la encontraron solamente entornada.

—¡Han vuelto a abrirla! —dijo Tremal-Naik. Iba a empujarla, pero Sandokán le detuvo.

—Probablemente ahí detrás hay una trampa —dijo. Los maullidos del tigre y los temerosos resoplidos del perro confirmaban su sospecha.

—¿Esperarán a que la abramos para dispararnos a quemarropa? —preguntó en voz baja Tremal-Naik.

—Estoy seguro de ello.

—¡Pero no podemos detenernos aquí!

—Mande usted avanzar en silencio a nuestros hombres, señor De Lussac, y dígales que estén preparados para hacer fuego. Kammamuri, dame el petardo.

Cogió la bomba y sopló en la mecha, con objeto de que ardiese más aprisa, a riesgo de que le estallasen en las manos; después abrió suavemente la puerta, y la lanzó gritando:

—¡Atrás todo el mundo!

La bomba estalló, resonando de un modo espantoso bajo las bóvedas. A la detonación siguieron unos gritos desesperados. La puerta, arrancada de cuajo, cayó al suelo con gran estrépito.

—¡Adelante! —gritó Sandokán, a quien había derribado la violenta conmoción del aire.

Ante ellos huían como antílopes una porción de hombres, mientras que en el suelo y horriblemente destrozados, varios thugs se debatían en las últimas convulsiones de la muerte.

Los piratas se encontraron en una amplia sala subterránea iluminada por varias antorchas metidas en los intersticios de las paredes, adornadas con algunas estatuas enormes que representaban probablemente genios hindúes.

Dispararon algunos tiros sobre los fugitivos para impedirles que se reorganizasen, y enseguida se lanzaron a la carrera.

Sambigliong, que había logrado rechazar a los acometedores, se reunió con ellos llevando en brazos a Sarama, que se había quedado atrás y podía volver a caer en manos de los thugs.

Ya no encontraron resistencia alguna en las galerías que iban recorriendo ni en las cavernas. Impotentes los estranguladores para hacer frente a aquellos terribles enemigos, a quienes no detenía obstáculo alguno, escapaban por donde podían: unos refugiándose en las galerías laterales y otros dirigiéndose hacia la pagoda subterránea; alguno pretendía ganar la salida al exterior por la galería del baniam, que había vuelto a abrir Suyodhana.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban malayos y dayakos, entusiasmados con aquella carga, que todo lo barría.

Pero de pronto, cuando menos lo esperaban, los acometieron cientos de estranguladores.

—¡Intentan defender la pagoda subterránea que está detrás de ellos! —bramó Kammamuri.

Aquella era la última lucha que empeñaban los thugs, Sandokán dispuso rápidamente sus hombres formando un cuadro, evolución que pudieron efectuar por hallarse en una sala bastante amplia, y que parecía la antesala de la pagoda. Dicha estancia comunicaba con diversas galerías.

Por éstas desembocaban corriendo hombres casi desnudos, que agitaban lazos, hachas, grandes cuchillos, tarwars, carabinas y pistolones.

Aullaban de un modo espantoso invocando a su diosa; pero aquellos gritos no producían efecto alguno en los malayos ni en los dayakos, que ya estaban acostumbrados a los tremendos alaridos de guerra de sus salvajes compatriotas.

—¡Fuego! ¡Fuego sin piedad! —gritó Sandokán, que estaba en primera fila con Yáñez y Tremal-Naik—. ¡Cuidado conque se os apaguen las antorchas!

Una nutrida descarga efectuada casi a quemarropa, envió rodando por tierra a los que primero llegaron ante el cuadro; a aquella descarga siguió otra e inmediatamente se desencadenó el combate con arma blanca.

Aun cuando eran cinco o seis veces inferiores en número, los tigrecitos de Mompracem resistían tenazmente a los furibundos ataques de los fanáticos, sin descomponer las filas.

Algunos de los suyos también eran derribados por los disparos de carabina y pistola de los sectarios; pero, a pesar de ello seguían haciendo frente al enemigo de un modo tan firme, que maravillaba a De Lussac, el cual había temido que se desorganizasen ante los primeros asaltos.

El suelo se cubría de muertos y de malheridos; sin embargo, los thugs, aunque eran rechazados sin cesar, volvían a la carga con admirable obstinación, procurando deshacer hasta sus cavernas. Aquello no podía durar mucho. La tenacidad y el valor más que extraordinario de los tigres de Mompracem, acabó por desorganizar a las indisciplinadas bandas de Suyodhana, que cargaban a ciegas.

Sandokán aprovechó un momento de vacilación entre las filas enemigas para darles el último golpe.

A su vez lanzó a los hombres al asalto, divididos en cuatro grupos.

El empuje de los piratas fue tan considerable, que las columnas de los thugs quedaron cortadas, y deshechos los que las componían a golpes de parangs y de kampilangs.

La derrota fue completa.

Los fanáticos no resistieron más, y se agolparon en la galería que conducía a la pagoda subterránea, adonde los siguieron los piratas, que no estaban dispuestos a perdonar a ninguno, acuchillando sin misericordia a cuantos alcanzaban.

Los estranguladores intentaron en vano cerrar la puerta de bronce del templo. Los tigres de Mompracem no les dieron tiempo y penetraron casi a la vez en el enorme subterráneo, en el centro del cual y bajo una gran lámpara encendida, había una estatua que representaba a la siniestra diosa; delante de ella se veía un recipiente en donde nadaban unos peces rojos, probablemente mangos del Ganges.

Los piratas, guiados por Kammamuri y Tremal-Naik, atravesaron el templo a todo correr, disparando sobre los thugs, que huían lanzando gritos desesperados, y penetraron en otra caverna menos grande que la pagoda y en la cual se notaba una extraordinaria humedad.

De la bóveda caían grandes goterones, y a lo largo de los muros se deslizaban unos finos canalillos de agua que iban a reunirse en un profundo estanque.

Kammamuri señaló con el dedo a Sandokán una escalinata, en cuyo rellano se veía una puerta de hierro macizo con varios tubos que se distribuían en distintas direcciones.

—¿Da sobre el río?

—Sí —contestó el maharato.

—¡Dadme dos petardos!

—¿Qué es lo que quiere usted hacer? —preguntó De Lussac.

—Inundar los subterráneos. ¡De ese modo terminará el reinado del Tigre de la India!

—¡Los ahogará usted a todos!

—¡Tanto peor para ellos! —repuso fríamente Sandokán—. ¡He jurado destruirlos y cumpliré mi palabra! ¡Disponeos a escapar!

Tomó dos petardos con la mecha encendida que Yáñez ya le alargaba, y los colocó bajo la puerta; hecho esto, descendió tan deprisa como pudo, gritando:

—¡En retirada!

Cuando ya estaba en la puerta de la pagoda, se detuvo un instante para mirar los dos pequeños puntos luminosos que chispeaban en el último peldaño de la escalera. Quería asegurarse de que la humedad no había apagado las mechas.

Transcurrieron algunos segundos; enseguida un relámpago rasgó las tinieblas, seguido de dos formidables detonaciones, que repercutieron sordamente a lo largo de las profundas galerías. Casi en el mismo instante, se oyó un mugido ensordecedor.

Una colosal cascada de agua, más bien una catarata, se volcaba en la caverna, esparciéndose con vertiginosa rapidez por todas partes.

—¡En retirada! —repitió Sandokán, lanzándose en la pagoda—. ¡El agua invadirá los subterráneos!

Todos huían como desesperados, alumbrados por la vacilante luz de las antorchas, en tanto que a sus espaldas seguía oyéndose el siniestro rumor de las aguas del Mangal, que se precipitaba por las galerías del subterráneo.

Como centellas atravesaron la pagoda. De pronto resonaron a lo lejos los gritos desesperados de los thugs, a quienes el agua sorprendía metidos en sus tenebrosos refugios.

Los invasores se metieron por las galerías, escapando a todo comer.

Sambigliong, cuya fuerza muscular era realmente extraordinaria, llevaba en brazos a Surama, para que el agua no la alcanzase.

Iban a atravesar la última galería, cuando sintieron un enorme crujido, como si se hubiesen derrumbado las bóvedas de los subterráneos, y una ola colosal les alcanzó cubriéndoles de espuma.

Pero la pagoda alta, en la cual sostuvieron el primer encuentro, no corría peligro de sumergirse y estaba a unos cuantos pasos.

—¡Ahogaos todos! —gritó Sandokán, mientras atravesaba la última puerta—. ¡El refugio de los thugs ya no lo habitarán más que los cocodrilos y los peces del Mangal!

Cuando se hallaron al aire libre y en zona segura, vieron a varios hombres que salían de entre el baniam y huían como liebres en dirección de las lagunas de la isla.

Algunos estranguladores debían de haber podido alcanzar la salida abierta por Suyodhana y, de este modo, salvarse; pero eran tan pocos, que Sandokán no quiso hostigarlos.

—¡Los tigres y las serpientes se encargarán de dar cuenta de ellos! —murmuró.

Enseguida, volviéndose hacia Tremal-Naik le dijo, dándole una palmada en el hombro:

—¡Ahora a Calcuta, y después a Delhi! ¿Cuál es el camino más corto?

—Port-Canning —contestó el bengalés.

—¡Pues andando! ¡O consigo la piel de Suyodhana o dejo de ser el Tigre de Malasia!

28. En persecución de Suyodhana

Apenas el sol había empezado a iluminar las puntas de los bambúes en los Sunderbunds cuando la pinassa, que llevaba a bordo a los supervivientes de la expedición reducidos ahora a veinticinco hombres, arribaba a Port-Canning, pequeña estación fluvial inglesa situada a unas veinte millas de la costa occidental de Raimangal y unida a Calcuta por una buena carretera que atraviesa parte del delta del Ganges.

Aquél era el camino más corto para ir a la capital de Bengala, pues por la vía marítima hubieran tenido que remontar todas las lagunas occidentales de los Sunderbunds hasta subir al Hugly, además de dar un rodeo por la isla de Baratela.

Lo primero que hicieron Sandokán y el señor De Lussac fue informarse del estado de la insurrección.

Las noticias eran muy alarmantes. Todos los regimientos indostanos sublevados en Cawnpore, Lucknow y Merut habían matado a sus oficiales y a los europeos que había en dichas ciudades, y la Rhani-Yhansie enarboló el estandarte de la revuelta, después de haber mandado fusilar a la reducida guarnición inglesa.

El Bundelkund ardía en plena revolución, y Delhi, la ciudad santa, había caído en poder de los insurrectos, que se proponían resistir dentro de ella.

Había vuelto a ocupar el trono uno de los últimos descendientes del Gran Mogol, y la consternación reinaba entre las tropas inglesas, que por el momento se hallaban impotentes para hacer frente a tan imprevista sublevación, que tenía todas las trazas de extenderse por toda la India septentrional.

—¡No importa! —dijo Sandokán, cuando el teniente hubo terminado de darle estas graves noticias, las cuales le habían sido comunicadas a éste por el comandante de la escasa guarnición de Port-Canning—. ¡Da lo mismo; iremos a Delhi!

—¿Todos? —preguntó Yáñez.

—Todos, no. Un grupo demasiado numeroso podría encontrar mayores dificultades —contestó Sandokán—, aun teniendo un salvoconducto del Gobierno de Bengala. ¿No le parece a usted, señor De Lussac?

—Tiene usted razón, capitán —dijo el teniente.

—Iremos solamente nosotros cuatro con una escolta de seis hombres, y enviaremos el resto al prao con Sambigliong, Kammamuri y Surama. Ahora la muchacha no puede prestarnos ningún servicio.

—Pero el señor Yáñez será un peligro para ustedes —dijo el teniente.

—¿Por qué? —preguntó el portugués.

—Porque es usted de raza blanca, y le será difícil penetrar en Delhi. Los insurrectos no respetan a ningún europeo.

—No tema usted, señor De Lussac; me disfrazaré de hindú.

—¿Y usted puede venir con nosotros? —preguntó Sandokán.

—Creo que podré acompañarlos por lo menos hasta las avanzadas. El general Bernard, según acaban de comunicarme, está concentrando tropas en Amballah, y los ingleses han tendido un cordón entre Gwalior, Bartpur y Pattiallah. Mi regimiento forma parte de ese cordón. Tengo la seguridad de que, a mi regreso a Calcuta encontraré la orden de incorporarme a mi compañía lo más pronto posible, y que no han de negarme que os acompañe.

—¡Entonces, marchemos! —terminó diciendo Sandokán.

Kammamuri había alquilado seis mail-carts, vehículos muy ligeros que constan de dos asientos, uno delante para el conductor y otro detrás capaz para dos personas. Van arrastrados por tres caballos, que se renuevan de bungalow en bungalow.

Este es el correo empleado en la India, en los lugares en donde no hay vía férrea.

Sandokán dio las oportunas instrucciones a Sambigliong, encargándole que condujese el prao y la pinassa hasta Calcuta, donde debía esperarlos. Hecho esto, dio la señal de marcha. A las nueve de la mañana salieron de Port-Canning los seis carruajes, lanzándose a todo correr por la carretera abierta entre los enormes junglares del Ganges.

Los cocheros, a quienes Sandokán había prometido una buena propina, azuzaban constantemente a los caballos, que corrían como el viento, levantando enormes nubes de polvo.

A las dos de la tarde llegaban los viajeros a Sonapore, que es una estación situada casi en la mitad del camino entre Port-Canning y la capital de Bengala.

Los caballos iban medio reventados por aquella carrera desenfrenada efectuada bajo los rayos de un sol abrasador.

Sandokán y sus compañeros se detuvieron aproximadamente media hora para tomar un bocado, y enseguida volvieron a reanudar el camino con caballos de refresco suministrados por el servicio postal.

—¡Doble propina si llegamos a Calcuta antes de que se cierre el correo! —dijo Sandokán al subir en su mail-cart.

No era preciso más para excitar a los conductores, los cuales manejaron concienzudamente las fustas de mango corto y larguísima correa, que dominan con una habilidad maravillosa.

Los seis carruajes salieron como rayos, saltando de un modo horrible en los baches de la carretera, endurecidos por el fuego abrasador del sol.

A las cinco ya se perfilaban los primeros edificios de la opulenta capital de Bengala, y a las seis los mail-carts penetraban en los suburbios, poniendo en fuga a los peatones que salían escapados para que no les atropellasen.

Cuando sólo faltaban diez minutos para que cerraran la ventanilla de la distribución de cartas, llegaban ante el palacio de Correos de la capital bengalesa.

Sandokán y el señor De Lussac, que tenía muchos amigos entre los empleados superiores, entraron, volviendo a salir poco después con una carta dirigida al comandante del Mariana. En un ángulo se leía la firma de Sirdar.

La abrieron y la leyeron ávidamente.

El bramin les comunicaba que Suyodhana había llegado a Calcuta por la mañana, que había fletado un rápido fylt-sciarra tripulado por remeros especialmente escogidos, y que se disponía a remontar el Hugly para entrar en el Ganges, tocar en Patna y tomar el ferrocarril de Delhi.

Añadía que con ellos iban la niña y cuatro de los jefes más notables de los thugs, y que encontrarían nuevamente noticias suyas en el correo de Monghyr.

—Lleva doce o trece horas de ventaja sobre nosotros —dijo Sandokán al terminar la lectura de la carta—. ¿Usted cree, señor De Lussac, que podremos alcanzarle antes de que llegue a Patna?

—Quizá tomando el ferrocarril que va a Hoogly-Ranighausck-Madhepur; pero al llegar a Patna nos veremos obligados a tomar la línea de Monghyr para retirar la carta del correo.

—¿Es decir, que tenemos que retroceder?

—Y perder, por lo menos, seis horas; además, usted no se acuerda que yo tengo que ir a ver al gobernador de Bengala para que me proporcione el salvoconducto, y ahora es demasiado tarde para que me reciban.

—En ese caso hay que perder veinticuatro horas —dijo Sandokán, haciendo un gesto de disgusto.

—Es necesario, capitán.

—¿Cuándo podremos estar en Patna?

—Pasado mañana por la tarde.

—¡Llegará primero ese perro de Suyodhana!

—Eso depende de la resistencia de los remeros que lleve —contestó el teniente.

—¿Y si fletásemos una chalupa muy rápida?

—Perderían ustedes más tiempo y tendrían menos probabilidades de ganar las veinticuatro horas que tenemos que perder. Vénganse a mi casa, señores, y descansemos hasta mañana. A las nueve iré a ver al gobernador, y antes de mediodía ya nos habremos puesto en camino.

Comprendiendo que era inútil hacer más objeciones, Sandokán y sus gentes aceptaron de buena gana la hospitalidad que se les brindaba, y se hicieron conducir al Strand, donde estaba situado el palacete en que vivía el francés.

Durante toda la velada estuvieron haciendo planes, tratando de hallar un medio para alcanzar al enemigo antes de que pudiera unirse a los rebeldes.

A la mañana siguiente, un poco antes de las once, el teniente, que había salido muy temprano, entraba de nuevo en su palacete con alegre semblante.

Había tenido un largo coloquio con el gobernador acerca de la afortunada expedición de Sandokán contra los thugs, y había conseguido un salvoconducto por el cual se concedía a sus valientes amigos el libre paso a través de las columnas inglesas en operaciones en el Oudhe y en el territorio de Delhi, que eran los centros de la insurrección, y además, una carta recomendándoles al general Bernard y un permiso para el propio teniente, a fin de que pudiera acompañarles hasta el gran cordón militar establecido entre Gwalior, Bartpur y Pattiallah.

Inmediatamente hicieron todos los preparativos para la marcha, y a la una de la tarde aquel pelotón de hombres salía de Calcuta, tomando la línea de Hougly-Ranigach-Bar-Patna en un comodísimo vagón de la North-India-Railway.

Las compañías de ferrocarriles de la India no han escatimado nada para que los viajeros puedan encontrar en todas partes las mayores comodidades, y sus líneas no tienen nada que envidiar a las mejores de los Estados Unidos del Norte. Cada vagón no lleva más que dos compartimientos, que son amplísimos, y en cada uno de ellos las banquetas o asientos tienen los respaldos de tal modo que, levantados y sujetos por correas, sirven de camas muy semejantes a las de los steamers.

En ambos lados de los compartimientos están los gabinetes para vestirse y asearse.

Además, en todas las estaciones sube al vagón un empleado para preguntar a los viajeros qué comida prefieren, y ese mismo empleado lo telegrafía a la estación donde se detiene el tren para que puedan comer.

El convoy se componía de una máquina poderosísima y de muy pocos vagones. Con gran satisfacción de Sandokán corría a toda velocidad devorando kilómetros, y el pirata veía que a cada minuto que pasaba se acortaba enormemente la distancia que los separaba de Patna.

Cómodamente sentados, los audaces adversarios del Tigre de la India fumaban y charlaban para pasar mejor el tiempo. Por otra parte, se encontraban muy a gusto, pues el calor no los molestaba apenas, gracias a que los vagones de esos ferrocarriles van rodeados de cortinas de vetiver, continuamente empapadas de agua por medio de instalaciones adecuadas, lo que hace que existe siempre una frescura relativa en el interior, evitándose los casos de insolación y de apoplejía fulminante, tan comunes en aquellos climas.

A las tres ya habían pasado por Hougly y por Raniganch al mediar la noche; el tren corría hacia la alta Bengala, acercándose a toda velocidad al majestuoso Ganges.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, Sandokán y sus amigos entraron en Patna, una de las ciudades más importantes de Bengala del Norte, y cuyos bastiones baña el río sagrado.

Su primera intención fue ir directamente al edificio de Correos, por si había alguna otra carta de Sirdar; pero allí no había ninguna.

—Vámonos a Monghyr —dijo el Tigre de Malasia—. Ya se ve que Suyodhana no se ha detenido aquí, y que ha proseguido su viaje precipitadamente.

Estaba a punto de salir un tren para aquella ciudad. Lo tomaron a toda prisa, y pocos minutos después marchaban, costeando el Ganges durante un largo trayecto. Tres horas más tarde estaban ante el edificio postal de Monghyr.

Sirdar había cumplido su promesa. La carta estaba escrita la noche anterior, y les notificaba que Suyodhana había despedido el barco, y que tomaron el tren que iba a Patna por la línea Chupra-Corahlpur-Delhi.

—¡Otra vez se nos ha escapado ese bribón! —exclamó Sandokán con ira—. ¡No tenemos más remedio que ir a Delhi!

—¿Podremos entrar en esa ciudad? —preguntó Tremal-Naik al teniente.

—Todavía no han comenzado las operaciones de verano —contestó el teniente—. Yo creo que pueden ustedes entrar sin inconvenientes en unión de los insurrectos que huyen de Cawnpore y Lucknow. Pero les ruego que se disfracen de hindúes y que se provean de armas: no se sabe lo que puede suceder.

—Volvamos a Patna y enseguida, rápidamente hacia Delhi —dijo Sandokán—. ¡Allí es donde el Tigre de Malasia matará al Tigre de la India!

—¿Y dónde podremos encontrar a Sirdar? —preguntó Yáñez.

—Ya he pensado en eso —contestó Sandokán—; porque en una postdata me advierte que todas las noches, entre nueve y diez, nos esperará detrás del bastión llamado Cascemir.

—¿Sabremos encontrar ese bastión?

—Es el más grande y sólido de la ciudad —dijo De Lussac—. Cualquiera os lo indicará.

—¡Pongámonos en marcha! —dijo Sandokán. Aquella misma noche arribaron nuevamente a Patna. Como hasta el otro día por la mañana no habían trenes, se fueron a una fonda, y aprovecharon su estancia allí para transformarse en ricos mahometanos y proveerse de buenas carabinas y de unos largos puñales semejantes a los yataganes.

En la estación se encontraron con que tenían que cambiar de itinerario, pues les dijeron que los trenes no pasaban de Gorahlpur a causa de las correrías de los rebeldes.

La línea que quedaba libre era la de Benares-Cawnpore. Los insurrectos habían evacuado esta última población para reconcentrarse en Delhi. Sin vacilar, escogieron dicha línea, aun cuando es más larga que la otra, y a las diez de la mañana partían a toda velocidad para la alta India, tocando sucesivamente en Benares, Allabad y Faterpur.

Al otro día por la noche llegaban a la estación de Cawnpore. En el edificio se veían claramente los desperfectos causados por los cipayos sublevados.

La ciudad estaba repleta de tropas que habían llegado desde las principales poblaciones de Bengala y del Bundelkund, y se disponían a marchar sobre Delhi, donde la insurrección adquiría tremendas proporciones.

Gracias al salvoconducto y sobre todo a la carta del gobernador de Bengala, pudieron obtener permiso de las autoridades militares para ir en un tren que llegaba hasta Koil, que era la línea de observación de la vanguardia inglesa, formada por dos compañías de artillería.

Hasta el otro día, a primeras horas de la tarde, no llegaron al punto de destino.

—Nuestro viaje en ferrocarril ha terminado —dijo el teniente al saltar del tren—. Más adelante la línea está cortada; pero los caballos abundan, y en diez horas pueden ustedes estar en Delhi.

—¿Es aquí donde tiene usted que dejarnos, señor De Lussac? —preguntó Sandokán.

—Aquí está una de las compañías de mi regimiento; pero les acompañaré hasta cerca de la ciudad para facilitarles el paso.

—¿Es cierto que ya está sitiada?

—Se la puede considerar como tal, aun cuando los rebeldes hagan a menudo salidas y sostengan pequeños combates. Voy a proporcionar a ustedes los caballos y a enseñar la carta y el salvoconducto al comandante en jefe de las tropas.

No habían transcurrido dos horas cuando ya Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y el francés, con una pequeña escolta saliendo de la estación de Koil, galopaban hacia la ciudad santa.

29. La insurrección de la india

La insurrección de 1857 fue tan breve como sangrienta. El conquistador hubo de palidecer ante aquella explosión formidable, totalmente imprevista.

El primer chispazo estalló algunos meses antes con el golpe filibustero de Barrampore, que las autoridades militares reprimieron con rapidez y crueldad. Hacía tiempo que el descontento minaba las tropas de cipayos acantonadas en Merut, Cawnpore y Lucknow. Una de las múltiples causas de aquel malestar eran las arbitrariedades que se cometían en los nombramientos de oficiales y suboficiales, que recaían siempre en gentes de castas inferiores; por su parte, los emisarios de Nana Sahib, el bastardo de Bitor, esparcieron la voz de que los ingleses daban a los soldados hindúes cartuchos untados con grasa de vaca, y con grasa de cerdo a los mahometanos, lo cual suponía una atroz profanación, tanto para los primeros como para los segundos.

El día 11 de mayo y cuando los ingleses menos lo esperaban, el tercer regimiento de caballería india, acantonado en Merut, fue el primero en dar la señal de la revuelta, fusilando a todos sus oficiales europeos.

Asustadas las autoridades militares, encarcelaron a los rebeldes; pero en la noche del día 12, dos regimientos de cipayos cogieron las armas y obligaron a sus jefes a libertar a los detenidos y a otros mil doscientos insurrectos.

Aquella debilidad les fue fatal, porque aquella misma noche, cipayos y soldados de caballería se arrojaron como fieras a los cuarteles en que vivían los europeos, y mataron sin piedad a las esposas e hijos de los oficiales.

Simultáneamente, las guarniciones de Lucknow y de Cawnpore pasaban también por las armas a, sus superiores, asesinando a cuantas gentes de raza blanca había en ambas ciudades, en tanto que la rhani de Jhansie, princesa tan bella como valiente, levantaba el estandarte de la rebelión y mandaba degollar a los que guarnecían aquel sitio.

Las autoridades militares, al ser sorprendidas por tan tremendo golpe, no supieron qué determinar, impotentes como se hallaban para hacer frente al huracán que se les echaba encima. Se limitaron a tender una línea de tropas entre Gwalior, Bartpur y Pattiallah, con la esperanza de hacer retroceder a los insurrectos, que se concentraron bajo las órdenes de Tantia-Topi, uno de los más hábiles y audaces condottieri hindúes, el que posteriormente había de dejar asombrados a los propios ingleses con su retirada a través del Bundelkund.

Los anglosajones no lograron el objeto que se habían propuesto con la línea de tropas, porque los insurrectos, después de haber matado a todos los europeos, avanzaron sobre Delhi, arrastrando consigo al regimiento 34 de cipayos, que, como los demás, se había deshecho de sus jefes a balazos.

Los europeos que lograron escapar de las matanzas de Merut y de Allighur, se habían refugiado en la ciudad del Ganges. El teniente Willenghby, comprendiendo que iban a ser sacrificados, los acogió en la torre de Stentoredo, donde organizó una resistencia desesperada.

Al verse acometidos por todas partes, aquel valiente, con una sangre fría admirable, prendió fuego a los polvorines e hizo volar a mil quinientos sitiadores, y aprovechando la confusión producida, logró poner a salvo a las mujeres, los niños y los ancianos, enviando parte de ellos a Carnol y parte a Amballih y a Merut, ciudad ésta que los insurgentes ya habían abandonado.

Fue entonces cuando el regimiento de Allighur proclamó en Delhi un rey, escogido entre los descendientes de la vieja dinastía del Gran Mogol. Dicha proclamación fue festejada con el asesinato de cincuenta europeos y de sus hijos, que se habían hecho fuertes en el palacio real.

Se entablaron diversos combates entre insurrectos y leales con suerte diferente.

Los ingleses, insatisfechos de la lentitud con que procedía el general Arison, confiaron el mando al general Bernard, que poco a poco fue envolviendo a Delhi, donde los insurgentes se fortificaban a toda prisa, comprendiendo que iban a ser sitiados.

Ya en los primeros días de junio, la ciudad podía considerarse cercada. Sin embargo, los ingleses no obtuvieron de ello ninguna ventaja por faltarles los medios de combate, y además de visitar con frecuencia los ataques y violentas salidas de los insurrectos, sufrían lo indecible con el espantoso calor y lo mortífero del clima.

Pero, a pesar de todo ello, la hora fatal se aproximaba para los insurgentes, ya que Delhi estaba condenada a caer en un mar de sangre.

Como ya hemos dicho, Sandokán y sus compañeros se dirigían hacia Delhi, de donde todavía distaban unas cuantas horas.

El señor De Lussac, que vestía el magnífico uniforme de los oficiales bengalíes y que era portador de un salvoconducto del comandante general de Koil, facilitaba el camino a sus amigos. Bastaba con su presencia para evitarles los interrogatorios, los cuales les hubieran hecho perder mucho tiempo.

El país hormigueaba de soldados de todas las armas.

El material de sitio, tan largamente esperado, había llegado ya, y marchaba directamente hacia el Norte para batir los bastiones de la ciudad, que hasta entonces habían resistido tenazmente a las acometidas de la infantería y de los zapadores minadores. Por todas partes se veían las huellas de la insurrección.

Aldeas quemadas, pueblos destruidos, las cosechas arrasadas, los campos desolados, cadáveres que viciaban la atmósfera y que atraían a bandadas de marabúes, bozzagries, arghilaks, nibbis y otras aves de este género.

Cuatro horas después de su salida de Koil, nuestros expedicionarios llegaban a la vista de las torres y de los bastiones de la capital del Gran Mogol.

Grandes contingentes de soldados ingleses recorrían la campiña. Por la mañana se había sostenido un furioso combate, en el cual les había tocado las de perder a los asediantes; montones de cadáveres flanqueaban el camino principal.

La línea de sitio quedó rota en varios puntos, y los rebeldes saqueaban las campiñas vecinas para apoderarse del ganado que todavía existía por aquellos contornos. Por este motivo no resultaba difícil para hombres que parecían nativos y que podían pasar por rebeldes llegados de Merut o de cualquier otra parte, penetrar en la ciudad del Ganges.

—Señor De Lussac —dijo Sandokán, al ver que el teniente se apeaba después de haber atravesado las últimas avanzadas—, ¿cuándo podremos encontrarle?

—Eso depende de la resistencia que opongan los insurrectos —contestó el francés—. Yo he de ponerme a la cabeza de mi escuadrón.

—¿Cree usted que todo esto puede durar mucho?

—Los ingleses pondrán mañana en batería las piezas de sitio, y ya verá usted como los bastiones de Delhi no resisten mucho.

—¿Y cómo voy a arreglarme para comunicarle a usted noticias nuestras?

—Esta mañana he pensado en eso —dijo el francés—. Es necesario que yo sepa dónde se alojarán ustedes para protegerlos. En cuanto los ingleses entren en Delhi se cometerán atrocidades, porque están exasperados y han jurado vengar a sus mujeres e hijos asesinados en Cawnpore, Lucknow y demás lugares. ¡Tengo una idea!

—Diga usted.

—Todas las noches, desde el bastión Cascemir, tiren ustedes al otro lado del foso algún objeto de bastante volumen, dentro del cual pueda ir una carta; por ejemplo, un turbante blanco si es posible.

—Perfectamente —dijo Sandokán.

—¿No serán suficientes para protegernos la carta y el salvoconducto del gobernador? —preguntó Yáñez.

—No digo que no; sin embargo, no es posible adivinar lo que pueda suceder en el furor del asalto, y es mucho mejor que esté yo allí por si acaso. Ya está anocheciendo y éste es el momento más favorable para ustedes. ¡Adiós, mis valientes amigos! Les deseo que encuentren a la pequeña y que den el último golpe a los adoradores de Kali.

Se abrazaron no sin emoción, y mientras el francés regresaba al campamento, Sandokán y sus hombres se dirigieron atrevidamente hacia la ciudad.

Muchos soldados de caballería recorrían aquellos contornos, saqueando los burgos que habían desalojado los ingleses por la mañana. Al ver avanzar a aquel grupo armado, un pelotón de saqueadores mandado por un subadhar se adelantó, ordenando que se detuvieran. Tremal-Naik, que se había puesto a la cabeza, obedeció en el acto.

—¿Adónde vais? —preguntó el subadhar.

—A Delhi —contestó el bengalés—, a defender la bandera de la libertad de la India.

—¿Y de dónde venís?

—De Merut.

—¿Cómo habéis podido atravesar las líneas inglesas?

—Aprovechándonos de la derrota que les causasteis esta mañana para rodear su campamento.

—¿Es verdad que han recibido cañones?

—Un parque completo de sitio, que pondrán en batería esta noche.

—¡Perros malditos! —gritó el subadhar, apretando los dientes—. ¡Quieren tomarnos la ciudad! ¡Ya veremos si lo logran! ¡Estamos resueltos a morir antes de rendirnos! Conocemos demasiado bien su civilización; toda ella se resume en una sola palabra: destruir.

—Es cierto —dijo Sandokán—. Le ruego que nos deje entrar en la ciudad. Tenemos prisa por combatir y, además, estamos cansadísimos y hambrientos.

—Nadie puede atravesar la puerta de Turcomán sin sufrir antes un interrogatorio del comandante jefe de las tropas que operan fuera de las fortificaciones. Yo no dudo que seáis insurrectos, hermanos; pero tengo que obedecer las órdenes que he recibido.

—¿Y quién es el comandante? —preguntó Tremal-Naik.

—Abu-Assam, un musulmán que ha abrazado nuestra causa y que ha dado pruebas de su fidelidad y de su valor.

—¿En dónde está?

—En el burgo más avanzado.

—Pero a estas horas estará durmiendo —dijo Sandokán—, y a mí me desagradaría pasar la noche fuera de Delhi.

—Os proporcionaré en el acto un alojamiento. ¡Seguidme! El tiempo es demasiado precioso para nosotros.

El subadhar hizo señas a sus hombres para que rodeasen a los piratas y montaran los fusiles; luego se puso en marcha a un trote corto.

—¡No había previsto yo esto! —murmuró Tremal-Naik, volviéndose hacía Sandokán, que se había quedado pensativo—. ¿Saldremos bien de ésta?

—Me siento acometido por un deseo irresistible de cargar a fondo contra esos saqueadores y dispersarlos. No resistirían a un ataque violento, a pesar de que son cuatro veces más numerosos que nosotros.

—¿Y después? ¿Crees que podríamos entrar tranquilamente en la ciudad santa? ¿No ves allá otros grupos de saqueadores recorriendo la campiña? Al oír los primeros tiros se nos echarían todos encima.

—Por eso me he contenido hasta ahora —respondió Sandokán.

—Pero al fin y al cabo, ¿qué tenemos que temer de un interrogatorio?

—¡Qué quieres, amigo Tremal-Naik; hoy me siento más desconfiado que nunca! En ese burgo puede haber thugs, y si los hay pueden reconocerte.

El bengalés se estremeció.

—¡Sería una aventura bien desagradable! —contestó—. ¡Bah! ¡Quizá exageremos nuestros temores!

A eso de las diez llegaron a una aldehuela medio destruida, formada por dos docenas de cabañas casi derrumbadas.

Por varios lugares ardían hogueras, que hacían brillar los gruesos haces de fusiles colocados en pabellón; muchos hombres de aspecto poco tranquilizador con enormes turbantes y las fajas llenas de pistolones, yataganes y tarwars, andaban por entre una multitud de caballos.

—¿Vive aquí el jefe? —preguntó Sandokán al subadhar.

—Sí —respondió el aludido.

Mandó hacer sitio a su escolta y se detuvo ante una cabaña llena de insurgentes que estaban tumbados sobre montones de hojas secas.

—¡Dejad esos sitios! —dijo en un tono tan imperioso, que no admitía réplica.

Cuando los soldados hubieron salido, rogó a Sandokán y a sus compañeros que pasaran, disculpándose por no poder ofrecerles otra cosa mejor, pero prometiéndoles enviar algo para que cenasen. Dejó a la escolta haciendo guardia en la cabaña y se alejó a pie, arrastrando ruidosamente su enorme cimitarra.

—¡Nos han ofrecido un hermoso palacio! —dijo Yáñez, que no había perdido ni un ápice de su eterno buen humor.

—¿Bromeas, hermano? —dijo Sandokán.

—¡Hombre, yo creo que no es cosa de ponerse a llorar porque no nos hayan destinado un alojamiento mejor! Tenemos hojas que harán las veces de cama, y que nos bastarán para echar un buen sueño tan pronto como cenemos, si es que hay cena; porque preveo que no entraremos en Delhi antes de mañana.

—¡Sí entramos! —respondió Sandokán, que parecía atormentado por algún presentimiento.

Yáñez iba a replicarle, cuando entró un soldado que todavía llevaba el uniforme de los cipayos y tenía en las manos una antorcha y un canasto.

Apenas entró en la cabaña, lanzó un grito de sorpresa y de alegría:

—¡El señor Tremal-Naik!

—¡Bedar! —exclamó el bengalí, aproximándose a él—. ¿Qué haces tú aquí? ¡Un cipayo que se ha batido a las órdenes del capitán Macpherson, hallarse ahora entre los rebeldes!

El insurgente hizo un gesto indefinido y dijo:

—Ya no vive el patrón; y, además, yo he roto definitivamente con los ingleses. Mis camaradas desertaron, y lo les he seguido. Y usted, señor, ¿para qué ha venido hasta aquí? ¿Ha abrazado nuestra causa?

—Sí y no —respondió el bengalí.

—Esa es una respuesta poco clara, señor —dijo, riendo, el cipayo—. Pero sea cual fuere el motivo que le trae, tengo una gran alegría en volver a verle, y la tendré aún mayor si puedo serle de utilidad.

—Ya te explicaré después la razón de que me encuentre ante la ciudad santa.

—¡Ah!

—¿Qué pasa?

—Que deben de andar los thugs en el asunto.

—Por ahora, calla. ¿Qué nos has traído, Bedar?

—La cena, señor; un poco ligera a decir verdad; pero en campaña no abundan los víveres. Un poco de antílope asado, alguna fruta y una botella de vino de palma.

—Para nosotros, basta —contestó Tremal-Naik—. Baja el cesto y, si estás libre, cena aquí también.

—Señor, es un honor que no rehúso —contestó el cipayo.

Abrió el cesto y sacó la cena, que, en efecto, no era muy abundante. No obstante, resultó suficiente. Sandokán y Yáñez, que no habían despegado los labios y que estaban muy contentos con aquel encuentro, comieron con apetito, así como Tremal-Naik y los hombres de la escolta.

—Os presento a uno de los valientes cipayos del difunto capitán Macpherson, uno de los que tomaron parte en las primeras expediciones contra los thugs de Suyodhana.

—Entonces, ¿has presenciado la muerte del valiente capitán? —preguntó Sandokán.

—Sí, señor —respondió el cipayo con voz conmovida—. ¡Murió en mis brazos!

—¿Conoces a Suyodhana? —inquirió Sandokán.

—Le he visto como estoy viéndole a usted en este momento, pues cuando disparó sobre mi pobre capitán no estaba a más de diez pasos de distancia de mí.

—¿Y cómo te has librado de la muerte? Porque me han contado que los thugs de Suyodhana mataron a todos los hombres que iban con el capitán.

—Por una afortunada coincidencia, sahib —contestó el cipayo—. Me habían dado un sablazo en la cabeza con un tarwar mientras procuraba socorrer al capitán, a quien metieron dos balas en el pecho.

»Fue tan grande el dolor que experimenté, que caí desvanecido entre las altas hierbas del junglar. Cuando me reanimé había en torno un profundo silencio que se extendía por toda la llanura de los Sunderbunds.

»Me encontré entre montones de cadáveres. Los thugs no respetaron ni perdonaron a ninguno de los cipayos que acompañaban al capitán.

»Todos mis compañeros habían sucumbido, aunque realmente habían vendido muy cara su vida, pues esparcidos por allí había más de doscientos cadáveres de estranguladores.

»Mi herida no era de gravedad. Contuve la sangre, y después de haber buscado en vano el cadáver de mi capitán, huí hacia el río esperando que encontraría el cañonero que nos había conducido hasta los Sunderbunds.

»Pero tan sólo hallé los restos del buque y algunos cadáveres flotando sobre las aguas. Suyodhana, después que hubo matado a todos los cipayos, asaltó el barco y lo voló, poniendo fuego a la santabárbara.

—También supimos eso; ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Sandokán.

El bengalí, que tenía un aire muy triste, afirmó con un movimiento de cabeza.

—Prosigue —dijo Yáñez al cipayo—. ¿No había ninguno de los vuestros en el Mangal?

—Ninguno, señor, porque la tripulación del cañonero fue a prestarnos ayuda tan pronto como sonaron los primeros disparos.

—¿Eran muchos aquellos bandidos? —preguntó Sandokán.

—Quince o veinte veces más que nosotros —respondió el cipayo—. Durante dos semanas anduve vagando por los junglares, alimentándome con frutas salvajes, y corriendo a cada paso el peligro de verme desgarrado por los tigres o despedazado por los cocodrilos hasta que, pasando de isla en isla, por último me recogió una barca de pescadores bengalíes.

—¿Has vuelto a ver a Suyodhana? —preguntó Tremal-Naik, después de unos instantes de silencio.

—No, señor.

—Pues nosotros sabemos por noticias fidedignas que se halla en Delhi.

El cipayo dio un salto.

—¡Aquí! —exclamó—. Yo sé que los thugs se han unido a nosotros y que han venido en grupos numerosos desde Bengala, del Bundelkund y también de Orissa; pero no he oído hablar de que hubiese llegado su jefe.

—Nosotros hemos venido persiguiéndole —dijo Tremal-Naik.

—¿Quiere usted arreglar con él la cuenta pendiente? Si es así, pueden ustedes contar conmigo por completo, señor Tremal-Naik —dijo Bedar—; yo también deseo vengar a mi capitán, a quien quería como si fuese mi padre, a pesar de que yo soy hindú y él era inglés, y a todos mis compañeros, tan miserablemente asesinados en los Sunderbunds.

—¡Sí! —dijo el bengalí con voz terrible—. ¡He venido hasta aquí para matarle y para arrancarle a mi hija, que me ha robado hace algunos meses!

—¿Le ha robado a usted la niña?

—Ya te contaré eso más adelante. Ahora me interesa saber si podremos entrar en Delhi, es decir, si nos dará permiso Abu-Assam.

—No lo dudo, señores, porque no hay motivo para que crean que ustedes son espías de los ingleses. Además de que eso no puede asegurarlo nadie. ¿Han visto ustedes al general?

—Todavía no; sólo sabemos que el subadhar que nos ha traído hasta aquí le ha avisado de nuestra llegada.

—¿Hace mucho que están ustedes aquí?

—Una hora.

—¿Y todavía no ha mandado llamarlos?

—No.

—¡Es extraño! —dijo el cipayo—. Déjenme ustedes que vaya yo a ver al subadhar, que debe de ser el mismo que me ha encargado que les trajese la cena.

Aún no se había levantado para salir, cuando vio aparecer al subadhar acompañado de dos hombres que llevaban la cara cubierta con unos tafetanes que les colgaban del turbante.

—Iba a ir a buscarte —dijo el cipayo—. Estos hombres comienzan a impacientarse, y me han dicho que tienen prisa por entrar en Delhi.

—Vengo a advertirles que esperen un cuarto de hora más, porque en este momento el general se halla muy ocupado. Tú te encargarás de llevarlos hasta él.

—Está bien, subadhar —contestó el cipayo. Dicho esto, el oficial se alejó, haciendo una seña a los que le acompañaban para que le siguieran.

—¿Quiénes son esos dos hindúes que llevan esos turbantes tan extraños? —preguntó Sandokán—. ¿Son ayudantes suyos?

—No lo sé —contestó Bedar, un poco preocupado—. Me han parecido dos seikkis.

—¿Y por qué llevan el rostro cubierto?

—Habrán hecho algún voto.

—¿Hay muchos seikkis en el campamento? —preguntó Tremal-Naik.

—Muchos, no. La mayor parte de ellos se han unido a los ingleses, olvidándose de que son hindúes, como nosotros.

—¿Tenéis esperanza de poder hacer frente a los ingleses?

—¡Hum! —dijo el cipayo, volviendo la cabeza—. Si se hubieran levantado todos los hindúes, a estas horas no habría ni un inglés en el Indostán; pero han tenido miedo, nos han dejado solos y nosotros pagaremos por todos. ¡Porque estoy seguro de que esos malditos europeos no van a darnos cuartel! ¡En fin, sea! ¡Les demostraremos cómo saben morir los indostanos!

En cuanto hubo transcurrido un cuarto de hora, Bedar se levantó diciendo:

—¡Síganme ustedes, señores! ¡A Abu-Assam no le gusta esperar!

Salieron de la cabaña seguidos por un pelotón de caballería que hasta entonces había permanecido oculto detrás de otra choza, y se dirigieron hacia la plazoleta central, en donde Abu-Assam tenía establecido su cuartel general.

Todos los cobertizos, lo mismo que las calles, estaban llenos de insurrectos que velaban. Alrededor de grandes hogueras charlaban, teniendo las armas al alcance de la mano y dispuestos a montar a caballo al primer toque de alarma.

Se veían cipayos que todavía llevaban su pintoresco uniforme, restos de los regimientos de Merut, de Cawnpore, de Allighur y de Lucknow; brundelkanes de Tantia-Topi y de la rhani; barbudos seikkis con enormes turbantes, pesadas cimitarras y fusiles de larguísimo cañón; críssanos y maharatos de admirable aspecto, que semejaban estatuas de bronce. Parecía que esperaban algún ataque del enemigo, porque todos tenían los caballos embridados y con la silla puesta.

El pelotón que guiaba Bedar, siempre escoltado por los soldados de caballería, llegó muy pronto a una amplia plaza llena de insurrectos e iluminada por grandes hogueras de leña, que lanzaban sus llamas a gran altura.

Se detuvieron ante una construcción de mampostería, cuyas paredes estaban agujereadas por balas de cañón y granadas, y que debía de haber sido un elegante bungalow, tal vez propiedad de algún rico inglés residente en Delhi.

—Aquí vive el general —dijo Bedar.

Dio el santo y seña a los centinelas que había en la puerta e introdujo a los supuestos insurrectos en la primera habitación, donde encontraron al subadhar charlando con varios hombres de elevada estatura, montañeses de Bundelkund, que iban armados hasta los dientes.

—Dejen ustedes las pistolas y los sables —dijo, volviéndose a Sandokán y a los demás.

Los dos piratas, Tremal-Naik y los malayos, obedecieron.

—Ahora síganme ustedes —prosiguió el subadhar—; el general les espera.

Los introdujo en otra habitación muy amplia, en la cual había algunos muebles medio derrengados y sillas de bambú cojas y manchadas de sangre, como si hubieran sido testigos de una lucha encarnizada sostenida allí dentro. Cuatro seikkis montañeses de hercúleas formas, custodiaban la puerta con las cimitarras desenvainadas. Delante de una mesa estaba un hombre viejo, con la barba casi blanca, la nariz corba como el pico de un loro y los ojos muy negros y brillantes como ascuas.

Vestía al uso de los musulmanes de la India septentrional, los cuales han conservado el traje tártaro turcomano y en sus mangas, que eran de seda verde, relucían unos galones de oro.

Cuando entraron Sandokán y sus acompañantes, levantó la cabeza, entornó los párpados como si la luz de la lámpara que estaba colgada del techo le molestase, los miró en silencio durante algunos instantes y enseguida dijo con voz nasal:

—¿Sois vosotros los que pedís permiso para entrar en Delhi?

—Sí —contestó Tremal-Naik.

—¿Para combatir y morir por la libertad de la India?

—Contra nuestros seculares opresores.

—¿De dónde venís?

—De Bengala.

—¿Y cómo habéis podido atravesar las líneas enemigas sin que os hayan detenido? —preguntó el viejo general.

—Amparándonos en la oscuridad de la noche; ayer nos escondimos en una cabaña derruida y allí estuvimos hasta que vimos al subadhar.

El viejo permaneció algunos momentos silencioso mirando a Sandokán y a los malayos, cuyo color debía de haberle llamado la atención.

Enseguida volvió a decir:

—¿Tú eres bengalí?

—Sí —contestó Tremal-Naik sin vacilar.

—Pero tus compañeros no me parecen indostanos; tienen un color que no he visto en ninguno de nuestro país.

—Es verdad, general. Este hombre —dijo, indicando a Sandokán— es un príncipe malayo, enemigo acérrimo de los ingleses, a quienes ha derrotado y vencido de un modo sangriento varias veces en las costas de Borneo; los otros son soldados suyos.

—¡Ah! —exclamó el general—. ¿Y por qué ha venido aquí?

—Ha venido a buscarme a Calcuta, pues he sido su huésped hace algunos años, porque supo por mí que se preparaba una insurrección. Viene a ofrecer su poderoso brazo y su sangre.

—¿Es cierto? —preguntó Abu-Assam, volviéndose hacía el Tigre.

—Sí; mi amigo ha dicho la verdad —contestó el pirata—. He sido durante largos años el enemigo más temible que han tenido los ingleses en las playas de Borneo. Los he derrotado en Labuán varias veces, y he destronado a James Brook, el poderoso rajá de Sarawak.

—¡James Brooke! —exclamó el general, pasándose una mano por la frente, como para despertar algún recuerdo lejano—. ¡Sí; debe de ser aquel teniente de la compañía de la India que yo conocí en mi juventud, y de quien me dijeron que se había hecho rajá de una gran isla malaya! Era un inglés, y, por lo tanto, un enemigo tuyo. Y ese otro que tiene las facciones regulares como las de un europeo, ¿de dónde viene? —dijo, señalando a Yáñez.

—Es un amigo del príncipe.

—¿Y odia también a los ingleses?

—Sí.

—¿Solamente a los ingleses? —preguntó el general, levantándose y cambiando bruscamente de tono.

—¿Qué quiere usted decir con eso, general? —preguntó con inquietud Tremal-Naik.

En lugar de contestar a esa pregunta, el viejo espetó:

—¡Está bien! Dentro de dos o tres horas iréis a Delhi con el subadhar para que no os tomen por enemigos y os fusilen. Seguid a la escolta que os ha traído; pero dejad aquí las armas, porque no se os devolverán sino cuando estéis dentro de la ciudad.

—¿Adónde va a conducirnos la escolta?

—Al depósito de enganches —contestó el general, haciéndoles seña con la mano para que saliesen.

Tremal-Naik y sus compañeros obedecieron y, ya fuera, encontraron nuevamente a la escolta y al subadhar.

—Síganme ustedes, señores —dijo éste, rodeándolos con sus hombres—. ¡Todo va bien!

Bedar se acercó a Tremal-Naik, susurrándole al oído:

—¡No se confíen! ¡Esto va mal para ustedes; pero nos veremos pronto!

La escolta se puso en marcha. No habían dado muchos pasos, cuando dos hombres con el rostro casi tapado por los enormes turbantes que llevaban y que eran los mismos que habían acompañado al subadhar en su visita a la cabaña, entraron en la habitación del general.

—¿Son ésos? —preguntó el viejo al verlos entrar.

—Sí; los hemos reconocido perfectamente —contestó uno de ellos—. Esos son los que han invadido la pagoda de Kali, los que han inundado los subterráneos y los que han matado a los nuestros. Son aliados de los ingleses.

—¡Hijos míos, la acusación es grave! —dijo el viejo.

—Si han venido hasta aquí, es porque no les trae otro objeto que el de sorprender a nuestro jefe y matarlo.

—Entonces, ¿qué es lo que queréis?

—Que los trates como a traidores, o, de lo contrario, todos los thugs que hay en Delhi y que están dispuestos a morir por la libertad de la India, dejarán mañana la bandera de la insurrección.

—Los hombres son demasiado preciosos en estos momentos para que nos quedemos sin ellos —dijo el viejo, después de un momento de reflexión—. Hay muy poca gente para defender una ciudad tan grande. Tenéis mi palabra. ¡Marchaos!

30. Los traidores

En lugar de dirigirse hacia la cabaña donde Sandokán y sus compañeros habían dejado los caballos, el pelotón tomó otro camino que iba por entre los bungalows medio destruidos por el fuego, y cuyos jardines estaban devastados.

Tremal-Naik, puesto en guardia por la advertencia del cipayo, marchaba muy inquieto, temiendo alguna sorpresa, y procuró interrogar al subadhar; pero el oficial, que se había vuelto de improviso muy adusto, se limitó a hacerle seña para que continuase andando.

—Tremal-Naik —dijo Yáñez—, me parece que la cosa no va como una seda. ¿Qué es lo que ha sucedido?

—Yo tampoco lo sé —contestó el bengalí—; pero me parece que no tienen muchos deseos de que entremos en Delhi.

—¿Nos tomarán por espías de los ingleses? —preguntó Sandokán.

—Esa sospecha nos pondría en una situación muy grave —respondió Tremal-Naik—. Tanto en uno como en otro bando fusilan a los espías; los ingleses no perdonan a ninguno.

—Pero a nosotros no pueden acusamos de nada —dijo Yáñez.

—¡Tengo una sospecha! —dijo de pronto Sandokán.

—¿Qué sospecha? —le preguntaron a un tiempo Tremal-Naik y el portugués.

—Que nos haya visto alguien hablando con el señor De Lussac.

—¡Pobres de nosotros, si eso fuera cierto! —dijo el bengalí—. ¡No sé cómo escaparíamos!

—Además, no tenemos armas —dijo Sandokán.

—Y aunque las tuviésemos, no nos servirían de nada. Aquí hay por lo menos mil insurrectos, y la mayor parte de ellos son soldados.

—¡Es verdad, Tremal-Naik! —dijo Yáñez—. ¡Bah! ¡Puede ser que todo acabe bien!

—¿Adónde nos han traído? —preguntó Sandokán. La escolta se había detenido ante una construcción que debía de haber sido, en sus tiempos, una torre pentagonal. La parte superior estaba derrumbada, y sus restos los habían acumulado a corta distancia.

—¿Será éste el depósito de enganche? —preguntó Yáñez.

El subadhar cambió algunas palabras con los dos centinelas que había en la puerta, y a continuación dijo a Tremal-Naik y a sus compañeros:

—¡Entren ustedes! El oficial de enganches les dará el salvoconducto para entrar en la ciudad santa.

—¿Y cuándo podremos marchar? —preguntó Sandokán.

—Dentro de unas horas —dijo el oficial—. ¡Síganme ustedes, señores!

Encendió una antorcha, hizo abrir la maciza puerta, que parecía de bronce, y subió por una estrecha escalera, cuyas gradas estaban cubiertas por una capa de limo viscoso, formado allí por la humedad.

—¿Es aquí donde tiene las oficinas el oficial de enganche? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí; en el piso superior —respondió el subadhar.

—Más parece una prisión que una oficina.

—No tenemos habitaciones disponibles. ¡Adelante, señores; tengo prisa!

Llegaron al primer piso; empujó una puerta, de bronce también como la anterior, y se apartó para dejar paso a Tremal-Naik, Sandokán, Yáñez y los malayos; pero apenas estuvieron dentro, la cerró con estrépito, dejándolos sumidos en la más profunda oscuridad.

Sandokán lanzó un grito de furor.

—¡Canalla! ¡Nos ha traicionado!

Transcurrieron algunos minutos de silencio. Incluso Yáñez, que nunca mostraba su sorpresa, estaba como aturdido.

—¡Me parece que nos ha encerrado! —dijo, al fin, con su calma habitual—. ¡No esperaba esta sorpresa tan poco agradable, ya que no habíamos hecho daño alguno a los insurrectos! ¿Qué te parece, amigo Tremal-Naik?

—Que ese bribón de general nos ha engañado hábilmente —contestó el bengalí.

—Tremal-Naik —dijo de pronto Sandokán—. ¿Qué apostamos a que en todo este asunto anda metido Suyodhana?

—Es imposible que estuviera aquí precisamente en el momento de nuestra llegada.

—Sin embargo, tengo esa sospecha —contestó Sandokán.

—¿Nos habrá reconocido algún thug, y le habrá dicho al general que somos espías? —dijo Yáñez.

—Podría haber sido eso. Como os digo, tengo la certeza de que aquí anda la mano de los estranguladores —repitió Sandokán.

—Ante todo, veamos dónde estamos y si podemos jugársela a tus compatriotas —dijo Yáñez—. Somos siete, y podemos intentar cualquier cosa.

—¿Tienes fósforos o yesca?

—Y una torcida de alquitrán, que puede alumbramos durante algunos minutos —contestó el portugués—. Además, nuestros malayos también tendrán alguna cosa.

—¡Enciende! —dijo Sandokán.

Yáñez hizo saltar algunas chispas, encendió la yesca y dio fuego a la cuerdecilla. Sandokán la levantó y examinó la estancia. Era un salón grande, desprovisto de muebles, con cuatro ventanas de forma alargada defendidas por gruesas barras de hierro, las cuales no eran muy fáciles de mover.

—¡Es una verdadera prisión! —dijo, después de haber recorrido la sala.

—¡Y han escogido bien el lugar! —contestó Yáñez—. Estos muros deben de tener varios metros de espesor, y por entre los barrotes no hay manera de escapar. Tengo curiosidad por saber cómo va a terminar esta aventura. ¿Estarán tus compatriotas discutiendo lo que van a hacer con nosotros, y pensarán seriamente en fusilarnos? ¡A fe mía que no sería una cosa muy agradable!

—Esperemos a que venga alguien —dijo Sandokán—. No nos tendrán mucho tiempo sin noticias y sin comer.

—¡Ah! ¡Nos hemos olvidado del cipayo del capitán Macpherson! —dijo de pronto Tremal-Naik—. Ese valiente se interesará por nosotros y nos hará saber algo; ¡estoy seguro de ello!

—¡Es cierto! —contestó Yáñez—. Yo, por mi parte, le había olvidado completamente.

—Bien poco será lo que pueda hacer —dijo Sandokán—. No tiene autoridad.

—Pero tendrá amigos —dijo Tremal-Naik—. Yo confío en él.

—Bueno; procuremos pasar la noche lo mejor posible —dijo Yáñez, tirando la yesca, que se había consumido por completo—. Hasta mañana no se dejará ver nadie.

Como allí no había ni siquiera paja, los siete hombres se tumbaron en el suelo y procuraron dormir. Estaban tan cansados, que a pesar de sus preocupaciones, no tardaron en roncar. Cuando despertaron, ya el sol comenzaba a deslizarse a través de las barras de hierro de las ventanas.

—¡Arriba! —ordenó Sandokán—. ¡A pesar de no haber tenido cama, se ha dormido bastante bien, a lo que parece!

—¿No hay nada de nuevo? —preguntó Yáñez, bostezando.

—Hasta el momento presente no ha ocurrido nada —contestó el Tigre—. La sala, o mejor dicho, la prisión, sigue tan vacía como anoche. Nos tratan lo mismo que si fuésemos parias. ¡Tienen poco de galantes, estos insurrectos! Vamos a ver hacia dónde dan las ventanas. Se acercó a una de ellas y miró al exterior.

Daban a una muralla medio derruida del recinto, y se veían montones de piedras, en medio de las cuales crecía un enorme tamarindo que proyectaba una sombra espesísima. Al otro lado de la muralla no había edificio de ningún género; en cambio, allí mismo empezaba un bosque de borás y palmeras de grandes hojas. Iba a retirarse; pero en aquel instante le llamó la atención una rama de tamarindo que se movía violentamente.

—¿Habrá monos ahí debajo? —pensó.

Miró con más detenimiento, pareciéndole imposible que los pequeños cuadrumanos pudieran imprimir sacudidas tan fuertes a una rama tan gruesa, y atisbo por entre las hojas algo blanco y rojo que se movía.

—¡Allí hay un hombre! —dijo—. ¿Nos vigilará? ¡Ah! ¡Tremal-Naik!

El bengalí, que estaba charlando con Yáñez, acudió enseguida a la llamada de Sandokán.

—Tenías razón en decir que el cipayo no nos había abandonado —le dijo—. ¿Le ves escondido entre las ramas de aquel tamarindo, haciéndonos unas señas que no comprendo? Parece que nos quiere decir algo.

—¡Por Brahma y Shiva! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Es él mismo! No se atreve a acercarse, y eso significa que se nos vigila estrechamente o que teme comprometerse.

—¿Comprendes las señas que te hace?

—Parece que quiere decir que tengamos paciencia.

—Realmente, nunca he tenido mucha; pero, a pesar de eso, hubiera preferido otra cosa mejor —contestó Sandokán.

—Procura hacerle comprender si le es posible proporcionarnos armas.

—Ya es tarde. Bedar se ha escondido; seguramente que alguien se acerca.

Miraron hacía la muralla, y vieron que la escalaban dos insurrectos y que luego saltaban por entre las ruinas.

—¡Me parece que he visto aquellos dos enormes turbantes de ayer! —dijo Sandokán.

—Sí; los de ayer noche —dijo Tremal-Naik—. Los turbantes de los hombres que acompañaban al subadhar, y que llevaban la cara oculta.

Los dos hindúes miraron hacia las ventanas, observaron atentamente los muros de la torre, y enseguida volvieron a saltar la muralla, desapareciendo por la otra parte.

—Han venido a cerciorarse de que no hemos arrancado los barrotes o hundido las paredes —dijo Sandokán—. ¡Mal indicio!

En aquel momento oyeron chirriar los cerrojos, y la pesada puerta de bronce giró sobre sus mohosos goznes, apareciendo el subadhar en compañía de cuatro seikkis armados con carabinas, y otros dos que llevaban unas cestas.

—¿Cómo han pasado ustedes la noche, señores? —preguntó, con una sonrisa algo sardónica, que no se le escapó a Sandokán.

—Muy bien —contestó éste—; pero debo decirle que, entre nosotros, a los prisioneros se les trata con menos cortesía, aunque con mayores comodidades. Si no se les puede dar una cama, se les proporciona hojas secas. ¿Es que aquí la guerra ha talado todos los árboles?

—Tiene usted mil razones para quejarse, señor —contestó el subadhar—. Yo creía que no les dejarían a ustedes aquí toda la noche y que les fusilarían antes del amanecer.

—¡Fusilarnos! —exclamaron a un tiempo Yáñez y Sandokán.

—Eso creía —dijo, embarazosamente, el hindú, casi arrepentido de haber dejado escapar aquella palabra.

—¿Y con qué derecho se fusila a extranjeros que nunca han tenido nada que ver con vosotros? —dijo Sandokán—. ¿Qué es lo que os hemos hecho?

—Yo no puedo contestarles, señores —respondió el hindú—. El general Abu-Assam es el que manda aquí. Sin embargo, creo que ha habido personas que han hecho presión sobre el comandante en jefe para que os mande fusilar lo más pronto posible.

—¿Y quiénes son esas personas? —preguntó Tremal-Naik, adelantándose.

—No sé quiénes son.

—Pues yo te lo voy a decir: son miserables thugs, esos sectarios infames que deshonran la India, y a quienes vosotros, cometiendo una torpeza, habéis acogido bajo vuestra bandera.

El subadhar permaneció silencioso; se comprendía fácilmente que no se atrevía a negar lo que acababan de decirle.

—¿Y vosotros sois cómplices y solidarios de esos asesinos? Si nosotros les hemos acometido en su propia madriguera, en los pantanos de Raimangal, ha sido porque han robado a mi hija; y hemos matado a todos los que hemos podido, seguros de que hacíamos un grande e inestimable servicio a la India. ¡Y vosotros, como recompensa, queréis fusilarnos! ¡Ve a decir a tu general que no es un soldado que combate por la libertad de su país, sino un asesino!

El subadhar arrugó el entrecejo e hizo un gesto de impaciencia.

—¡Basta! —dijo—. Yo no tengo que ver con todo eso; mi deber es obedecer y nada más.

Se volvió hacia sus hombres, les dijo que depositaran los canastos en el suelo y luego salió con su escolta sin añadir una sola palabra más, y cerró la puerta con estrépito.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, en cuanto hubo salido—. ¡Ese diablo de hombre me ha estropeado el almuerzo! ¡Pudo haberlo dicho más tarde! ¡Vaya; veo que ese hindú no está muy bien educado!

—¡Se habla de fusilarnos! —exclamó Tremal-Naik.

—No es cosa que dé mucho gusto, ¿verdad, mi buen amigo? —dijo el portugués, que había vuelto a recobrar su buen humor—. ¿No opinas tú lo mismo, Sandokán?

—¡Pues, señor, esos canallas de thugs son más fuertes y poderosos de lo que yo suponía! —dijo el Tigre.

—¡Y nosotros que creíamos que los habíamos ahogado a todos!

—Y en lugar de eso, nos lo encontramos entre los pies, amigo Yáñez —respondió Sandokán.

—Si no encontramos el medio de escapar de aquí más que deprisa, no sé cómo terminará esta aventura, que yo no había previsto.

—Sí, busquemos el modo de poder irnos —dijo Yáñez—; pero después de almorzar. Con el estómago lleno, me parece que las ideas deben de surgir más fácilmente.

—¡Qué hombre tan admirable! —exclamó Tremal-Naik—. ¡No le desconcierta nada!

—Hay que tomar las cosas filosóficamente —contestó, riendo, el portugués—. ¿Nos han fusilado ya? No. ¿Entonces…?

—¡Es mi válvula reguladora! —dijo Sandokán—. ¡Cuántas veces he salvado la vida gracias a su flema!

—¡Al diablo con la conversación! —exclamó Yáñez—. ¡Veamos qué es lo que nos han traído esos bribones de insurrectos! ¡Por Júpiter! ¡Se me ha ocurrido una cosa que me va a estropear otro poco el apetito!

—¿Qué sospechas? —le preguntaron sus amigos.

—¡Que tal vez esos víveres estén envenenados!

—¡Qué idea! —exclamó Sandokán—. Si hubieran querido suprimirnos, nadie les hubiera impedido fusilarnos.

—Puede que tengas razón —contestó Yáñez. Destapó las dos cestas, y encontró pequeñas hogazas, antílope asado, arroz guisado con pescado, un frasco de vino de palma y cigarrillos de tabaco rojo envueltos en hojas de palma.

—¡Vamos; no son muy avaros! —dijo.

Y olvidando sus temores, hincó resueltamente el diente a uno de los panecillos; pero, de pronto, se echó la mano a la boca, lanzando un grito:

—¡Canallas! ¡Han metido piedras dentro, y por poco me rompo un diente!

—¡Piedras! —exclamó Sandokán.

—¡Sí, ahí dentro hay una cosa dura!

—¡Veamos!

Cogió el panecillo, lo partió en dos pedazos y, con gran sorpresa, vio entre la miga una bolita de metal.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué es esto?

Yáñez se apoderó del objeto, mirándolo con gran curiosidad.

—¡Aquí dentro hay algo! —dijo.

—Eso supongo yo también —respondió Sandokán.

—¿Lo habrá puesto Bedar? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Veamos si podemos abrirla! —dijo Yáñez. Trató de romperla por el centro y vio que la cosa no era difícil. La abrió y sacó una pelotita de papel.

—¡Muy bien! —dijo.

Lo desenvolvió con grandes precauciones, temiendo estropearlo, y entonces vio algunos caracteres escritos con tinta azul.

—Esto está en indio —dijo—. Toma tú, Tremal-Naik; léelo, pues tú conoces la lengua mucho mejor que nosotros.

—Aquí no hay más que cuatro palabras —respondió el bengalí.

—Léelas.

—«Esperad a esta noche».

—¿Nada más? —preguntó Sandokán.

—Nada más.

—¿Ni firma?

—Ni firma, Sandokán.

—¿Quién puede habernos enviado ese papel?

—Tan sólo una persona: Bedar.

—¡Esperad a esta noche! —repitió Yáñez—. ¿Va a venir a serrar los barrotes de hierro de las ventanas?

—Supongo que algo hará —respondió Sandokán—. ¡Hemos tenido una verdadera suerte al encontrarle! ¡Si nos ayuda, le recompensaremos como merece!

—¡Si es que no nos fusilan antes de la puesta del sol! —dijo Yáñez.

—Generalmente, las ejecuciones se verifican al amanecer —dijo Tremal-Naik.

—¿Y cómo es que han suspendido la nuestra?

—Yáñez, no creo que piensen fusilarnos, por lo menos sin escuchar nuestra defensa —dijo Sandokán.

—Son rebeldes, y no se tomarán el trabajo de hacernos interrogatorios, querido Sandokán. ¿Qué es lo que quieres esperar de gentes que hasta hace muy pocos días han venido degollando ferozmente a cuantos ingleses han podido coger, sin perdonar ni a las mujeres ni a los niños? ¿Qué somos nosotros para ellos? Tal vez espías, gentes a quienes se mata como a perros hidrófobos, y a quienes ni los ejércitos de las naciones más civilizadas perdonan. ¡Bah! Ya que estamos todavía vivos, aprovechemos el tiempo y terminemos mi reserva de cigarrillos.

Y el intrépido portugués, sin preocuparse de nada más, encendió su vigésimo o trigésimo cigarrillo y saboreó el delicioso aroma del tabaco de Manila. Nadie entró en la prisión; tan sólo vieron reaparecer por el mismo lugar a los dos hindúes de los grandes turbantes, los cuales realizaron la misma inspección que por la mañana.

Cuando el sol estaba a punto de ponerse, el subadhar penetró de nuevo en la estancia, seguido de su escolta y de otros dos hindúes que llevaban la cena.

—¿Han cambiado de idea, o se han persuadido al fin de que no somos espías al servicio de los ingleses? —le preguntó Sandokán, apenas le vio entrar.

—Todo lo contrario —contestó el oficial.

—Entonces, ¿nos fusilarán mañana al amanecer? —preguntó Yáñez, con voz perfectamente tranquila.

—No lo sé; sin embargo…

—¡Continúa! ¡Nosotros no somos hombres que nos impresionemos fácilmente!

El subadhar miró a los prisioneros con ojos llenos de asombro. Aquel aire impasible en hombres que iban a morir le asombró.

—¿Creen ustedes que lo que yo pretendo es asustarlos? —inquirió.

—¡Nada de eso! —contestó Yáñez.

—¿Son ustedes de hierro, entonces?

—No somos mujerzuelas; nada más.

—Si yo fuese el general, se lo juro a ustedes, respetaría su vida —dijo el subadhar—. Es triste tener que matar a hombres tan valientes.

—Dígame usted —dijo Sandokán—; ¿nos fusilarán sin juzgarnos?

—Eso parece.

—¿Qué pruebas tiene el general para no creer que somos gentes honradas que hemos venido hasta aquí para luchar a vuestro lado?

—Creo que alguien le ha presentado pruebas.

—¿De que somos espías?

—Lo ignoro, señores. Descansen ustedes lo mejor que puedan y coman, porque la cena es abundante y variada. Hay también un pastel que les envía un cipayo al que ustedes conocen.

—¿Bedar? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, señor; Bedar.

—Déle usted las gracias de nuestra parte —dijo Yáñez—. Y dígale que le haremos los honores.

El subadhar ordenó a su escolta que se retirase y él les acompañó, un poco contristado, al ver que a hombres tan intrépidos como aquéllos, se les iba a asesinar sin juzgarlos e incluso sin escucharles siquiera.

—¡Bedar nos envía un pastel! —exclamó Yáñez, cuando el subadhar hubo cerrado la puerta—. Contendrá alguna cosa que pueda sernos útil.

Sandokán abrió con mucho cuidado la cesta, que era más alta que ancha, y sacó un soberbio pastel en forma de torre, con una magnífica corteza de color amarillo tostado y rodeado de blancas ananas, las cuales formaban un artístico adorno.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, aspirando con visible satisfacción el delicioso aroma que exhalaba—. ¡No creía que los hindúes fueran tan hábiles pasteleros, ni que aquí nos encontrásemos con semejante obra maestra!

—Debe de haber sido comprado en la ciudad.

—¡Ese Bedar es un hombre muy amable!

—Y quizá más listo que amable —dijo Sandokán, cogiendo un tenedor de estaño y disponiéndose a levantar la corteza de encima, que formaba como la plataforma de aquella torre—. Es tan grande, que no creo que no traiga algo escondido en su interior.

Apartó cuidadosamente las ananas y levantó la corteza. No pudo reprimir un grito de sorpresa y alegría.

—¡Me lo había figurado! —exclamó.

Aquella enorme torre estaba por dentro completamente vacía; es decir, vacía no, porque en el fondo Sandokán vio algunos objetos que se apresuró a extraer.

Había un buen rollo de cuerda de seda, delgada como un bramante, pero de una consistencia más que suficiente como para sostener a un hombre sin temor a que se rompiera; había, además, cuatro limas pequeñas y tres cuchillos.

Lo último que extrajo de allí fue un pedazo de papel, en el cual había varias palabras escritas.

—Lee —dijo, pasándoselo a Tremal-Naik.

—Sí; es de Bedar —confirmó el bengalí—. ¡Ah! Es un hombre valiente y bueno.

—¿Qué dice? —preguntaron, con impaciencia, Yáñez y Sandokán.

—Que a medianoche nos deslicemos hasta el recinto que hay detrás de la muralla, donde él nos esperará, y que nos tiene preparado un elefante para favorecer la huida.

—¿Cómo se las habrá arreglado para encontrar un elefante? —preguntó Yáñez.

—Lo habrá alquilado en Delhi —contestó Tremal-Naik—; es algo muy sencillo cuando se tienen algunos centenares de rupias, suma modesta que puede poseer cualquier cipayo.

—Y que se la multiplicaremos, si logra salvarnos —dijo Sandokán—. Por fortuna, el general no mandó que nos registrasen.

—¿Tienes todavía encima muchos diamantes? —preguntó Yáñez—. Porque ya sabes que yo aún tengo mi reserva.

—¡Deja en paz tu reserva! —contestó Sandokán—. Pueden darme cuarenta mil rupias sin pensárselo demasiado por la mitad de lo que llevo en mi bolsillito. ¡Basta de conversación! Ya se ha puesto el sol, y lo que tenemos que hacer nos llevará mucho tiempo.

—Las limas de este país valen tanto como las inglesas —dijo Yáñez—. Y los barrotes de hierro, aun cuando son muy gruesos, pueden ceder antes de un par de horas.

Se aproximaron a una ventana, y miraron con mucha cautela hacia las ruinas y montones de escombros que por allí había, por si se hallaba escondido algún centinela.

—¡Nada! ¡Aquí no hay nadie! —dijo Sandokán—. ¡No sospechan de nosotros!

—Primero hagamos desaparecer la cena, y luego nos ponemos enseguida al trabajo —dijo Yáñez—. Sobre todo, debemos hacer los honores al magnífico pastel de nuestro querido Bedar. ¡A la mesa, amigos, que después ya daremos buena cuenta de esos barrotes de hierro!

31. Persiguiendo a los Tigres de Mompracem

Un cuarto de hora más tarde, y después de haberse asegurado que nadie los vigilaba por el lado de la vieja muralla del recinto, los malayos se aprestaron con verdadero ahínco a limar los barrotes de una de las ventanas.

Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik hablaban y canturreaban con fuertes voces, para evitar que, desde fuera, se oyese el chirrido estridente que producía el hierro; lo cual, por otra parte, resultaba completamente superfluo, ya que por allí no había nadie.

Desde luego había centinelas a la entrada de la torre; pero era imposible que pudiese llegar hasta allí el ligero sonido que producían aquellos instrumentos tan pequeños.

Bedar rondaba, probablemente, por allí cerca. Ya se había oído, por tres veces, un agudo silbido que parecía provenir del tamarindo.

Tal vez el valiente cipayo había vuelto a esconderse, como lo hizo por la mañana, entre el espeso follaje de aquel árbol, con objeto de vigilar por si venía alguien.

A las once, dos barrotes habían sido ya arrancados y tan sólo quedaba por limar uno, para que el espacio recién abierto resultase suficiente.

Sandokán, Yáñez y el bengalí sustituyeron entonces a los cansados malayos, para apresurar el trabajo. Todavía faltaba un rato para la medianoche, cuando ya la última barra quedó fuera de su sitio, arrancada por un poderoso tirón que le diera Sandokán.

—¡Ya está el camino libre! —dijo el Tigre de Malasia, respirando a pleno pulmón el aire fresco dé la noche—. ¡Ya no falta más que atar bien la cuerda y echarla del otro lado!

—Y armarnos con estas barras, ya que pueden sernos de mucha utilidad en el caso de que nos acometan —añadió Yáñez—. Con un golpe dado con esto, puede matarse a un hombre.

—No pensaba dejarlas aquí —respondió Sandokán. Cogió el rollo de cuerda, lo desenvolvió, echó fuera un cabo, ató el otro a la cuarta barra, y después de haberse asegurado de su solidez, dijo:

—¡Solicito el honor de ser el primero en bajar! Se metió en la faja uno de los tres cuchillos, pasó a través de la ventana y se asió a la cuerdecilla, mientras decía a sus compañeros:

—Vosotros proteged la retirada, por si acaso.

—¡Nadie entrará hasta que hayáis bajado todos! —contestó Yáñez, apoderándose de una de las traviesas y colocándose detrás de la puerta.

—Yo te haré compañía —añadió Tremal-Naik.

—¡Por Júpiter!

—¿Qué te sucede?

—¡Me parece que alguien sube la escalera!

—¡Apoyaos contra la puerta, e impedidle la entrada!

—¡Es demasiado tarde!

Un rayo de luz se deslizaba por la ranura inferior, y de pronto se oyó la voz del subadhar.

—¡Preparémonos a caer sobre él y a matarle! —dijo Sandokán, cogiendo también una barra de hierro—. ¡Malayos, conmigo!

Los cuatro marineros se habían lanzado hacia su capitán, como si hubieran sido movidos por un mismo resorte, dispuestos a empeñar una lucha a vida o muerte.

—¡Sandokán! —dijo Yáñez, que jamás perdía su presencia de ánimo—. ¡Déjame hacer a mí! Acostaos todos y fingid que dormís. ¡Yo me encargo de enviar al cuerno a ese pelmazo! Una lucha ahora, lo estropearía todo.

—¡Bueno, sea! —contestó Sandokán—. Pero estaremos preparados, por si el subadhar recela algo.

Apenas tuvieron tiempo de acostarse a lo largo de una de las paredes, ocultando los barrotes y los cuchillos bajo sus propios cuerpos, cuando apareció el subadhar con una linterna encendida en una mano, y acompañado de varios soldados que llevaban la bayoneta calada. Yáñez se incorporó vivamente, fingiendo mal humor, y dijo:

—Pero, ¿es que no nos vais a dejar dormir, ni siquiera la última noche que nos queda con vida? ¿Es decir, que éste es un país maldito? ¿Qué es lo que quiere usted ahora, subadhar? ¿Repetirnos una vez más que mañana por la mañana nos fusilarán? ¡La noticia es ya bastante vieja, y molesta, por añadidura!

El oficial escuchó todo aquel torrente de palabras, con el asombro que puede suponerse.

—Perdóneme usted —dijo, al cabo—; yo no les había dicho eso con seguridad; era una suposición mía.

—¿Y qué quiere decir usted con eso? —preguntó Yáñez, arrugando el entrecejo.

—Que el general me ha encargado que viniera a confirmárselo a ustedes y a preguntarles si deseaban alguna cosa.

—¡Dígale usted a ese cargante que tenemos necesidad de dormir! ¿Oye usted? Mis compañeros, que no se han despertado aún con esta visita, ya están roncando.

—Adviértales usted…

—Sí, que mañana nos fusilan. ¡Y váyase usted ya con mil diablos!

Dicho esto, Yáñez se tendió, bostezando y blasfemando. El subadhar se quedó perplejo durante unos instantes, y al ver que ninguno de aquellos hombres le hacía el más mínimo caso, les dio las buenas noches y se marchó, cerrando la puerta con cuidado.

—¡Que te coja el cólera! —dijo Yáñez, volviendo a levantarse—. ¡Ese bribón se ha creído que nos va a fusilar!

—Tu prudencia y tu sangre fría valen mil veces más que mi impetuosidad —le dijo Sandokán—. Yo le hubiese acometido con el barrote, y quizá os hubiese perdido, en lugar de salvaros.

—¡Soy tu válvula reguladora! —contestó, riendo, el portugués—. ¡Apresurémonos, amigos, o, de lo contrario, Bedar va a impacientarse!

Sandokán se encaramó a la ventana, se cogió a la cuerda y se dejó escurrir hasta tocar tierra sin producir el menor nudo. Empuñando el barrote, miró en derredor y no vio a nadie. Luego, con un ligero silbido, advirtió a sus compañeros de que no les amenazaba ningún peligro, y poco después descendía Yáñez, seguido inmediatamente por Tremal-Naik.

Después, los malayos bajaron uno tras otro.

—¿Dónde estará Bedar? —preguntó Sandokán. Apenas había hecho esta pregunta, cuando vio una sombra humana que aparecía en el recinto.

—¿Quién eres? —preguntó en voz baja Tremal-Naik.

—¡Yo, Bedar!

—¿Hay alguien?

—No, pero apresúrense ustedes; no tardarán en llegar los dos thugs.

Los fugitivos saltaron rápidamente el muro del recinto y siguieron al cipayo, que alargaba el paso cada vez más.

—¿Adónde nos llevas? —le preguntó Tremal-Naik.

—Al bosque, señores —contestó el cipayo—. Allí está el elefante.

—¿Cómo te las has arreglado para proporcionarte también este animal?

—Se lo he alquilado a un amigo mío de Delhi. Apenas hace tres horas que ha llegado.

—¿Y a dónde vas a conducirnos después?

—Daremos un gran rodeo para hacerles perder la pista, y después ya procurarán ustedes entrar en la ciudad, cosa que les resultará fácil. Hasta ahora, como el sitio no es riguroso, la vigilancia tampoco lo es.

—Hace un momento has hablado de los thugs. ¡Explícate!

—Los thugs son esos dos hindúes que llevaban la cara tapada. Les han reconocido a ustedes y han exigido al general que los fusilara, amenazando, en caso contrario, conque todos los sectarios de Kali abandonarían la causa de los insurrectos.

—¡Claro! ¿Aba accedió?

—Los thugs son todavía poderosos, y en Delhi hay un buen número de ellos. ¡Apresúrense, señores; pudieran seguirnos!

—¿Quién? —preguntó Sandokán.

—Esos dos hombres. Sé que os vigilan de un modo rigurosísimo, y cada dos o tres horas van a examinar la torre.

—¡Pues galopemos! —dijo Yáñez—. ¡Ahora que ya estoy libre, no me gustaría volver a caer en las manos de ese viejo bribón, por más general que sea!

Llegaron al bosque. Bedar se orientó rápidamente, y enseguida se metió bajo los harás y las palmeras, siguiendo un sendero apenas perceptible entre las altas hierbas que crecían en derredor de los troncos de los árboles. Se había puesto muy nervioso, y volvía frecuentemente la cabeza hacia atrás, como si temiera que les siguiesen los dos thugs.

Así caminaron por espacio de un cuarto de hora, hasta llegar a un pequeño claro, en medio del cual se movía una masa enorme.

—¡Aquí está el elefante! —dijo Bedar. Un hombre que se encontraba delante del paquidermo, le salió al encuentro, diciéndole:

—Hace poco han venido dos hombres a preguntarme a quién esperaba.

—¿Y qué les has dicho? —le preguntó el cipayo, con ímpetu.

—Que esperaba a un señor de Delhi que había venido a ver a Abu-Assam.

—¡Bien dicho; tendrás otra rupia más de propina! —dijo Bedar—. ¿Y se alejaron después?

—Sí, patrón.

—¿Tenían unos turbantes muy grandes?

—Y la cara cubierta.

—¡Esos malditos thugs! —dijo Bedar, volviéndose hacia los fugitivos—. Señores, deprisa; súbanse al houdah.

—¿Nos acompañarás tú? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, para facilitarles la entrada en la ciudad —contestó el valiente cipayo—. Yo me siento detrás del cornac.

Tremal-Naik y los tigres de Mompracem se metieron a toda prisa en la caja, que era ancha y cómoda, y con verdadero placer vieron que había una docena de carabinas apoyadas contra los bordes.

—¡Por lo menos, podremos defendemos! —dijo Sandokán, cogiendo una y montándola.

—Y bajo nuestros pies hay municiones —dijo Yáñez, que se había inclinado—. ¡Bravo! ¡Bedar ha pensado en todo!

En aquel momento, decía el cornac:

—¡Adelante, «Djuba»! Y trota bien, si quieres doble ración de azúcar.

El elefante, que, por lo visto, se llamaba «Djuba», movió la trompa de derecha a izquierda, aspiró ruidosamente el aire, y partió a gran velocidad, haciendo retemblar el suelo bajo su enorme mole.

Pero apenas había recorrido veinte pasos, cuando de entre unas matas salieron dos fogonazos, seguidos de otras tantas detonaciones y de los gritos de:

—¡Para! ¡Para!

A Sandokán, una bala le pasó silbando a pocos centímetros de la cabeza.

—¡Ah! ¡Canallas! —exclamó el pirata, exasperado—. ¡Fuego, amigos!

A la orden siguió una descarga; pero no se escuchó grito alguno de dolor. Probablemente, los bribones que habían hecho fuego, sospechando que tal vez los fugitivos llevarían carabinas, se habrían dejado caer en tierra para evitar los tiros.

—¡No te detengas, cornac! —gritó Bedar.

—¡No, patrón! —contestó el conductor, dando un fuerte arponazo en el testuz del elefante.

En las tinieblas se escuchó una voz aguda:

—¡Bedar ha sido quien les ha proporcionado los medios de huir! ¡Pronto te echaremos mano!

El elefante galopaba. Con su ancho pecho derribaba incluso los árboles pequeños, pasando como un huracán a través de la espesura.

—¡Ni un caballo puede alcanzarnos! —dijo Yáñez, que se agarraba con fuerza al borde de la caja para no salir despedido—. ¡Si no afloja el elefante, dentro de una hora estaremos muy lejos!

—¿Organizarán los thugs la persecución? —preguntó Tremal-Naik, dirigiéndose a Bedar.

—Es probable —respondió el cipayo—. Pero a estas horas les llevamos una ventaja notable; además, el elefante es un corredor muy resistente.

—¿Hay elefantes en el campamento?

—Sí, varios.

—Entonces, con ellos procurarán darnos caza —dijo Sandokán.

—Naturalmente, porque con caballos no podrían alcanzarnos —contestó el cipayo—. Por ese motivo es por el que he comprado un centenar de balas con punta de cobre.

—¿Para derribar a los elefantes? —preguntó Sandokán.

—Sí, sahib.

—¡Las utilizaremos, si es preciso!

El bosque comenzó a aclararse, facilitando la carrera del paquidermo. El animal debía de poseer una resistencia extraordinaria, porque no había aminorado la velocidad, a pesar de llevar corriendo más de una hora. Ya, por último, dando un gran avance, desembocó en una vasta llanura, interrumpida únicamente por grandes haces de bambúes de diez o quince metros de altura.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sandokán a Bedar.

—Al norte de Delhi —contestó el cipayo—. Hemos rebasado el campamento establecido en derredor de la ciudad, como garantía contra una sorpresa.

—Y ahora, ¿adónde vamos?

—Nos meteremos por entre los junglares que bordean el Giumna. Allí esperaremos a que nuestros perseguidores se cansen de buscarnos.

—Hubiera preferido haber entrado enseguida en la ciudad —dijo Sandokán a Tremal-Naik—. Me interesa volver a ver a Sirdar.

—Es más prudente que retardemos nuestra entrada —contestó el bengalí—. Como los dos thugs no nos han podido alcanzar, harán minuciosas pesquisas en Delhi, y si nos cogen otra vez, no sé yo quién podría salvarnos.

—Es cierto —dijo Yáñez—. ¡No siempre se encuentra un Bedar!

—Pero no por eso dejaremos de entrar —repuso Sandokán.

—Ni yo pienso en otra cosa —dijo el portugués—. Y si ha llegado ese perro de Suyodhana, le haremos pasar un mal cuarto de hora.

—Algo más que eso, Yáñez —añadió Sandokán—. ¡El Tigre de Malasia no piensa en dar cuartel al de la India!

—¡El Giumna! —exclamó en aquel instante Bedar. Cortaba la llanura un río bastante ancho, y el elefante se detuvo tan de repente, que por poco salen disparados los fugitivos del houdah.

—¿Lo atravesamos? —preguntó Yáñez.

—Sí, sahib —respondió el cipayo—. El junglar comienza en la otra orilla.

—¡Entonces, adelante, si es que hay por ahí algún vado!

—¡El elefante lo encontrará!

«Djuba» alargó la trompa y separó las ramas de los árboles; metió el apéndice en el río y estuvo así durante unos segundos, como buscando algo en el fondo del agua. Quería asegurarse de si estaba compuesto de fango blando o de arena.

Después de un examen que le pareció satisfactorio, entró resueltamente en el agua, bufando y soplando.

—¡Qué valientes y qué prudentes al mismo tiempo son estos animales! —dijo Yáñez—. ¡No me cansaré de alabarlos!

El cauce se iba haciendo cada vez más profundo, y la corriente impetuosa; pero nada podía conmover a aquella enorme masa, tan sólida como una roca.

Seguía avanzando y dominando con su ancho pecho los remolinos, obediente como un perrillo a las indicaciones de su conductor.

Iba ya a alcanzar la orilla opuesta, cuando los fugitivos oyeron detrás de sí barritos y gritos, y enseguida resonaron varios tiros de fusil que retumbaron en el silencio de la noche. Sandokán y Tremal-Naik lanzaron una exclamación:

—¡Nos van a dar alcance!

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Esos deben de ser diablos, cuando han podido alcanzarnos tan pronto! Sin embargo, nuestro valiente elefante ha corrido como un prao con el viento de popa.

—¿Cómo es que ya están aquí? —se preguntó Sandokán—. Y no cabe duda de que son nuestros perseguidores, porque acaban de saludarnos con disparos.

—Sí, son ellos, sahib —respondió Bedar—. Montan tres elefantes, seguramente los mejores de cuantos hay en el campamento.

—Han encontrado nuestro rastro muy deprisa —dijo Tremal-Naik.

—No era difícil de encontrar —respondió Bedar—. El sendero que abre un elefante en el bosque no se cierra tan pronto.

—¿Estamos ya, cornac?

—Sí.

«Djuba» atravesó sin novedad el río y subía la orilla, que se hallaba obstruida por espesísimos grupos de bambúes, alternados con taras y tamarindos.

Los tres elefantes que montaban los rebeldes se detuvieron en la orilla opuesta, como si buscasen otro vado más fácil.

—¡Tomemos posiciones! —exclamó Sandokán—. ¡Les daremos la batalla en el río! Bedar, detén al elefante y manda que lo escondan en cualquier espesura adonde no le alcancen las balas.

El cipayo dio algunas órdenes al cornac, en tanto que Tremal-Naik y los tigres de Mompracem se apoderaban de las carabinas y de los saquitos con las municiones. El elefante fue escondido entre una espesísima mata de bambúes; enseguida se detuvo y el cornac puso la escala.

—¡Abajo, aprisa! —dijo Sandokán—. ¡Hemos de impedirles que atraviesen el río o, de lo contrario, se nos vendrán encima lo menos treinta hombres!

Descendieron rápidamente, y después de recomendarle al cornac que no se alejase, volvieron hacia el río y se emboscaron entre las altas hierbas.

El cipayo se les había unido; así, pues, eran bastantes para disputar con encarnizamiento el paso del río.

—¿Serán muchos? —preguntó Yáñez a Bedar.

—Cada elefante traerá diez o doce —contestó el interpelado.

—¿Vendrá también caballería? —preguntó Sandokán.

—Quizá venga; pero llegará ya tarde.

—Pero, ¿por qué vacilan y no hacen que los elefantes entren en el agua?

—Esperarán a que amanezca —contestó Bedar—. Ya saben que estamos aquí y tienen la certeza de poder alcanzarnos.

—¡Así tiraremos mejor! —dijo Sandokán—. Saca las balas revestidas de cobre. Para empezar, pondremos a los elefantes fuera de combate.

Se echaron entre las hierbas, detrás de la primera fila de árboles, para resguardarse mejor de los disparos de los adversarios, y aguardaron el ataque, seguros de que no habían de desalojarlos con facilidad. Yáñez había encendido un cigarrillo y fumaba tranquilamente, mirando hacia la orilla opuesta. Por su parte, los hindúes que, por lo visto, ya habían comprobado que los fugitivos se habían detenido, no demostraban tener mucha prisa en atacarlos.

A las cuatro, las estrellas empezaban a palidecer y se difundía ya una ligera luz.

—Bedar —dijo Sandokán, volviéndose hacia el cipayo—, eran tres los elefantes, ¿verdad?

—Sí, sahib.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado?

—Seguro; eran tres.

—Entonces, ¿a dónde se ha ido uno de ellos, que ahora no veo más que dos?

—Tienes razón, ahora no se ven más que dos —dijo Yáñez—. Lo habrán enviado en busca de refuerzos.

—O le tendrán de reserva, escondido entre los árboles —dijo Tremal-Naik.

—Eso me inquieta —respondió Sandokán—. Hubiera preferido que ese elefante estuviera también ahí enfrente.

—¡Atención! —dijo el cipayo—. ¡Avanzan para forzar el paso!

Los dos elefantes, que eran dos animales colosales, descendían en este momento hacia la orilla, excitados por los gritos de sus cornacs. En los houdahs iban diez hombres, y detrás, acurrucados, otros cuatro. Eran, por lo tanto, treinta hombres; número muy respetable, pero no temible para los tigres de Mompracem, acostumbrados a luchar siempre con enemigos mucho más numerosos que ellos.

Después de una ligera vacilación, los dos paquidermos se metieron en el agua del río, tanteando con grandes precauciones el fondo, mientras que los hindúes cogían las carabinas.

—¡Dispara tú el primer tiro, Sandokán! —dijo Yáñez.

El Tigre de Malasia apoyó la carabina en una raíz, y apuntó durante unos momentos al primer elefante.

Enseguida se oyó una detonación, y casi inmediatamente, un formidable barrito.

El paquidermo, de improviso, había dado un salto, levantando violentamente la trompa. La bala debía de haberle tocado en algún punto sensible.

Al oír aquel disparo, los hombres que lo montaban contestaron con un fuego nutrido.

—¡Venga, hagamos también nosotros una descarga cerrada! —dijo Yáñez—. ¡Fuego, tigrecitos de Mompracem!

Los piratas se levantaron en silencio, se colocaron detrás de los árboles que les resguardaban, y descargaron sus carabinas sobre el houdah. Les interesaba más poner a los hombres fuera de combate que al propio elefante.

Tres hombres cayeron en el interior de la caja, muertos o heridos; pero los otros no cesaban de hacer fuego, y el cornac continuaba aguijoneando al elefante, que comenzaba a titubear.

Sandokán había vuelto a cargar la carabina; apuntó al segundo, que había quedado al descubierto, y le hizo dar un barrito terrible.

—¡También he tocado a ése! —dijo—. ¡Continuemos hasta que se caigan!

A pesar del fuego continuado de los tigres de Mompracem, los hindúes resistían tenazmente, disparando entre los árboles, aunque sin lograr su objetivo, ya que los piratas se cuidaban mucho de no quedar al descubierto. Descargaban las carabinas y se dejaban caer entre las altas hierbas haciéndose invisibles, hasta que, una vez cargadas de nuevo las armas, las utilizaban con toda precisión y seguridad.

A pesar de que estaba perdiendo mucha sangre, el primer elefante logró llegar a la mitad del río, cuando, de pronto, una bala de Yáñez le hirió en el cuello, penetrándole, sin duda, muy adentro, porque el pobre paquidermo, ya debilitado, comenzó a retroceder, lanzando ensordecedores lamentos.

—¡Buen tiro, Yáñez! —exclamó Sandokán—. Le has puesto fuera de combate y caerá muy pronto.

—¡Dale el golpe de gracia! —dijo el portugués.

—¡Estoy apuntándole!

Sandokán se descubrió un momento, e hizo fuego a unos ochenta metros de distancia.

El elefante lanzó un barrito todavía más fuerte, se enderezó sobre las patas traseras y enseguida se desplomó sobre un costado, levantando una verdadera ola espumeante, y arrojando al agua a los hombres que transportaba.

—¡Ese ha concluido! —gritó Yáñez, con satisfacción—. ¡Vamos con el otro, Sandokán!

En tanto que los hindúes nadaban, tratando de ponerse a salvo, después de haber abandonado las carabinas, el paquidermo, haciendo un esfuerzo desesperado para no ahogarse, casi se incorporó; pero inmediatamente volvió a caer y desapareció para siempre. El otro animal, al ver caer a su compañero, retrocedió barritando y sacudiendo la enorme cabeza, a causa de los aguijonazos que le infería el cornac.

—¡Fuego, Yáñez! —gritó Sandokán—. ¡Tumbémosle pronto!

Los dos piratas descargaron simultáneamente las carabinas, apuntando a los omóplatos del coloso, cerca de las coyunturas.

Fue un golpe maestro. El paquidermo volvió grupas, huyendo hacia la orilla, saludado por otra descarga; pero al intentar subirla, le faltaron las fuerzas y se desplomó pesadamente, proyectando a larga distancia a los hindúes que iban en el houdah.

Un grito de victoria se elevó en la orilla opuesta. Los tigres de Mompracem saltaron al descubierto y disparaban contra los insurrectos que pretendían llegar nadando a tierra para reunirse con sus compañeros.

—¡Basta! —dijo Yáñez—. ¡Ya tienen bastante y no creo que vuelvan a inquietarnos!

Iban a lanzarse a la carrera en dirección del bosque, cuando oyeron gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Bedar lanzó un grito de rabia.

—¡Nuestro cornac!

32. Hacia Delhi

Al oír aquellos gritos, Sandokán, Yáñez y sus compañeros se habían detenido. Precipitadamente, cargaron de nuevo las carabinas y se lanzaron por detrás de los árboles.

Apenas se habían resguardado, cuando vieron llegar corriendo como un desesperado al cornac. El pobre hombre parecía invadido por un enorme terror, y de cuando en cuando miraba hacia atrás, como sí temiera verse alcanzado por alguien.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Quién te amenaza? —le preguntó Bedar, dirigiéndose hacia él.

—¡Allá! ¡Allá! —contestó el cornac, con voz ahogada.

—¡Bueno! ¡Explícate!

—¡Un elefante montado por varios hombres!

—¡Ese debe, ser el que faltaba! —dijo Sandokán, que se había reunido con ellos—. Habrá ido a atravesar el río por otro lugar más alejado, para cogernos por la espalda.

—¿Y en dónde se han detenido?

—Cerca del mío.

—¿Te han visto huir?

—Sí, sahib; y me han gritado que me detuviera, amenazándome con hacer fuego sobre mí. ¡Se llevarán a «Djuba», señor, y yo quedaré arruinado!

—Llevo en el bolsillo lo suficiente como para pagarte varios elefantes —respondió Sandokán—. Además, nosotros impediremos a esos bribones que te lo roben. ¡Amigos míos, seguidme, y marchemos siempre escondidos entre la maleza! ¡Vamos a ver si podemos sorprenderlos!

—Y si podemos matar a su elefante, ya no podrán seguirnos —añadió Yáñez.

—¡Adelante! —ordenó el Tigre de Malasia. Se metieron por entre la espesura, y llegaron hasta los grandes grupos de árboles y de bambúes, sin que se dejasen ver los hindúes del tercer elefante.

—¿En dónde se habrán detenido? —se preguntó Sandokán, un poco receloso.

—¿Nos tenderán algún lazo? —preguntó Yáñez.

—¡Cornac! —dijo Tremal-Naik—, ¿estamos cerca del lugar donde has dejado a «Djuba»?

—Sí, sahib.

—Déjenme ustedes que me asome yo un poco para ver —dijo Bedar—. Espérenme aquí.

—¡Si los ves, retrocede enseguida! —le dijo Sandokán.

El cipayo miró si llevaba cargada la carabina, y luego se tiró al suelo y se alejó así por entre la maleza, como si fuera una serpiente.

—¡Dispuestos para hacer fuego! —dijo Sandokán a sus hombres—. Presiento que esos bribones están más cerca de nosotros de lo que suponemos.

No había transcurrido medio minuto, cuando resonó un tiro de fusil a muy poca distancia.

Enseguida se escuchó un grito de angustia.

—¡Canallas! —gritó Sandokán, saltando afuera—. ¡Han herido a Bedar! ¡Adelante, tigres de Mompracem! ¡Venguémosle!

En aquel momento, las ramas de los arbustos más próximos crujieron como si alguien intentara abrirse paso, y apareció el cipayo con los ojos dilatados y muy pálido. Dejó la carabina y se oprimió el pecho con ambas manos.

—¡Bedar! —exclamó Sandokán, corriendo a su encuentro.

El hindú se echó en sus brazos, diciendo con voz apagada:

—¡Estoy… muerto!… ¡Allá…, emboscados… sobre el elefante…, sobre…!

Una bocanada de sangre le cortó la palabra. Volvió los ojos hacia Tremal-Naik como para saludarle por última vez, se escurrió de entre los brazos de Sandokán y cayó sobre la hierba.

—¡A matar a esos canallas! —bramó el Tigre de Malasia—. ¡A la carga!

Los seis piratas, Tremal-Naik y el cornac se lanzaron como un huracán a través de las matas, sin tomar precaución alguna, e inmediatamente hicieron una descarga. Se habían encontrado de repente ante el tercer elefante, que estaba inmóvil bajo un tamarindo de grandes proporciones, y cuyo follaje le hacía casi invisible.

Sandokán y Yáñez hicieron fuego sobre el paquidermo; los demás hombres apuntaron sobre la caja, en donde iban ocho hombres, entre los cuales se encontraban los dos thugs de los turbantes grandes.

Sorprendidos a su vez, y con tres hombres fuera de combate, los insurrectos perdieron la serenidad; tanto más cuanto que el elefante, gravemente herido, comenzaba a enfurecerse, amenazando con lanzarlos a todos fuera del houdah.

Dispararon las carabinas sin apuntar, y enseguida saltaron a tierra con peligro de partirse la cabeza, y escaparon como liebres a través de la maleza.

Sandokán, que había vuelto a cargar rápidamente la carabina, les gritó:

—¡No, bribones! ¡No se huye!

Uno de los thugs se quedó dentro de la caja, muerto de un balazo; pero el otro se había lanzado detrás de los insurrectos, gritándoles para que se detuvieran e hicieran frente a los fugitivos.

Sandokán le tomó por blanco, y antes de que hubiera tenido tiempo de internarse entre los bambúes, le partió la espina dorsal y le hizo caer muerto.

Los piratas, mientras tanto, al ver que el elefante, que estaba muy irritado por las heridas recibidas, se dirigía hacia ellos, le acogieron con un fuego nutrido, acribillándole a balazos, único medio para hacerle caer.

—¡Me parece que el combate ha terminado! —dijo Yáñez—. ¡Qué lástima que no esté vivo ese valiente de Bedar!

—Le enterraremos, y partiremos sin más tardanza —dijo Sandokán—. ¡Pobre hombre! ¡Nuestra libertad le ha costado la vida!

Con triste semblante, volvieron a donde yacía el cipayo y, sirviéndose de los cuchillos, cavaron una fosa, en la cual le depositaron.

—¡Descansa en paz! —dijo Tremal-Naik, que era el que estaba más conmovido—. ¡Jamás te olvidaremos!

—¡Marchemos ya sin más demora! —dijo Sandokán—. No todos nuestros adversarios han muerto, y pudieran volver con más gente. Cornac, ¿crees que podremos entrar ahora en Delhi?

—Sí; porque allí me conocen y, además, me han visto salir con el elefante. Verán ustedes cómo los centinelas nos dejan paso libre en cuanto les diga que Abu-Assam me dio orden de conducirles a ustedes.

—¿Podremos llegar antes de la noche?

—Sí, sahib.

—¡Entonces, en marcha!

Fueron en busca del elefante, que estaba muy ocupado en sacudir unos árboles cargados de fruta; montaron en el houdah, y se pusieron en camino. «Djuba» se lanzó de nuevo al galope, apretando cada vez más el paso.

Al mediodía ya habían atravesado el bosque. Se detuvieron cerca de un estanque para comer, y a eso de las dos de la tarde reanudaron la caminata bordeando enormes plantaciones de índigo y de algodón, en su mayor parte devastadas.

En aquellos mismos lugares debían haber tenido efecto, probablemente, encuentros entre las avanzadas inglesas y los insurgentes, a juzgar por el número de marabúes que revoloteaban por encima de los surcos, en los cuales habría no pocos cadáveres. Al ponerse el sol vislumbraron las murallas de Delhi.

—¡Silencio! —dijo el cornac—. Si nos detienen, déjenme hablar a mí solo. No creo que nos pongan dificultades en la entrada.

Efectivamente, a las nueve de la noche entraba por la puerta de Turcomán, la única que se había dejado abierta, sin que los centinelas hicieran la menor objeción.

Delhi es la ciudad más venerada entre los musulmanes indostánicos, porque en su recinto se halla la Santa Jaumah Margid, la más grande mezquita y la más rica de cuantas subsisten en la India. Es una de las más populosas y más bellas ciudades indias, ya que tiene alrededor de los doscientos mil habitantes, ciento ochenta y ocho templos, trescientas iglesias anglicanas y gran profusión de enormes palacios de admirable arquitectura. Sobresale, entre todos ellos, el antiguo palacio de los emperadores del Gran Mogol, en el cual se admira el espléndido Nosbat-Khana, esto es, el pabellón imperial, en cuyo extremo norte se abre el Devan-Au, nombre que se le da a la sala de las audiencias solemnes. Sus muros están decorados con mosaicos de gran valor, sostenidos por elegantes columnas, y el baldaquino es de mármol.

En aquel pabellón es donde se encuentra la famosa sala del trono, Divani-Khas, formada por un quiosco de mármol, muy sencillo por fuera pero riquísimo por dentro, cuyos magníficos arabescos están trazados con piedras preciosas incrustadas en los mármoles. Las guirnaldas de la ornamentación son de lapislázuli, ónice, sardónice y otras piedras no menos ricas. El lujo de los baños, el de la mezquita de Muti-Masghid, o templo de las perlas, los jardines imperiales, han sido cantados por los poetas mogoles en sonoros versos. Los constructores de tantas maravillas no exageraron al grabar sobre la puerta principal del palacio la inscripción que reza así: «¡Si hay algún paraíso en la tierra, está aquí!».

Cuando los fugitivos entraron en la ciudad, reinaba en los bastiones una extraordinaria animación. Gran número de soldados se ocupaban en levantar trincheras y terraplenes y en poner en batería, alumbrándose con antorchas, cañones de todos los calibres.

Ya se había esparcido la noticia de que los ingleses habían recibido el parque de sitio, y los rebeldes se preparaban valientemente para la defensa. Tremal-Naik y sus compañeros mandaron al cornac que los llevase hasta el fuerte Cascemir, en donde se albergaron en el bungalow de un notable que vivía en aquellas cercanías. Ningún vecino rehusaba acoger a los rebeldes, que eran señores absolutos de la ciudad. Estaban tan cansados, que tan pronto como terminaron de cenar, se retiraron a su habitación a dormir.

—Mañana nos dedicaremos a buscar a Sirdar —dijo Sandokán, dejándose caer en la cama—. Quizá sólo se atreva a rondar por estos alrededores durante la noche.

Estaba amaneciendo cuando se despertaron, y los cañones resonaban en todos los fuertes de Delhi.

La noche anterior, los ingleses habían abierto gran número de trincheras, en las cuales colocaron las piezas de sitio, y bombardeaban con empuje las murallas.

Delhi era una fortaleza respetable. Los emperadores mogoles habían gastado sumas fabulosas para hacerla inexpugnable.

Tenía una muralla almenada de doce kilómetros de longitud, construida con enormes bloques y defendida por muchas fortalezas y macizas torres.

Además, había otro muro de ocho metros de alto, que iba desde el bastión o fuerte Willesley hasta el de Gar de Selimo y se apoyaba en el río Giumna, cuyas aguas bañaban la ciudad.

Todos los muros del recinto estaban a su vez defendidos por fosos de cinco metros de hondo por dieciséis de ancho, y por sólidos bastiones; pero, a pesar de su solidez, no podrían resistir mucho tiempo a los proyectiles de las grandes piezas de sitio del enemigo.

Cuando Sandokán y su escolta bajaron a la calle, comenzaban a caer sobre la ciudad las primeras bombas, provocando en varios sitios incendios que los defensores se apresuraban a apagar, pero que causaban, sin embargo, grandes perjuicios y daños en los ricos comercios de la Sciandini-Sciawa, la más bella y más espléndida avenida de Delhi, llamada también «calle de los orífices», por estar habitada casi exclusivamente por mercaderes de joyas.

En todas las calles remaba una gran agitación. Insurrectos y ciudadanos corrían hacia las murallas, los bastiones, los fuertes y las torres, en la creencia de que el asalto era inminente.

Las descargas de fusilería resonaban sin cesar, compitiendo con la artillería inglesa en el ruido, que era realmente ensordecedor.

—¡He aquí un espectáculo que no esperaba —dijo Sandokán—, aun cuando para nosotros no es nuevo!

Se habían dirigido hacia el bastión de Cascemir, desde cuyos reductos los rebeldes hacían fuego con dos cañones, ayudados por un grupo de soldados de un regimiento de cazadores.

En vano buscaron a Sirdar. No apareció.

—Esperemos a la noche —dijo Tremal-Naik.

—¿Y si Suyodhana no hubiese podido entrar en la ciudad? —preguntó Yáñez—. Si no llegó ayer, ya no creo que le sea posible penetrar en Delhi, ahora que está cercada de un modo tan riguroso.

—¡No me quitéis esa esperanza! —dijo Tremal-Naik—. Si fuera así, todo habría concluido, y perdería a Damna para siempre.

—La encontraremos de todos modos —dijo Sandokán—. ¡Ya está dicho! Nosotros no saldremos de la India hasta que hayamos recobrado a la pequeña y matado a ese canalla. Sirdar está con él, y se las arreglará de modo que tengamos noticias suyas. Ahora volvámonos a casa, y esperemos. El corazón me dice que Suyodhana está aquí; veréis cómo no me equivoco.

—¿No tomamos parte en la defensa? —preguntó Yáñez—. ¡Yo comienzo a aburrirme!

—Ahora que los ingleses no son nuestros enemigos, es mejor que permanezcamos neutrales.

Los cañones y los fusiles continuaron durante el día resonando cada vez más fuerte.

Los rebeldes, animados por la presencia de Mahomed Bahadar, el nuevo emperador, que era un descendiente legítimo del Gran Mogol, se batían de un modo admirable, con extraordinario valor, ayudados eficazmente por los habitantes de la ciudad, que prometieron enterrarse bajo sus ruinas, antes que rendirse.

Por la noche, en cuanto el fuego hubo cesado, Sandokán mandó tirar desde lo alto del bastión de Cascemir, de acuerdo con lo concertado con el señor De Lussac, un gran turbante blanco en cuyo interior había una carta en la que decía que habían encontrado hospitalidad en casa de un notable y dándole las señas de la misma; hecho esto, se sentaron todos en la escarpa interior de la fortaleza, con la esperanza de ver llegar al bramin.

Pero también esta vez sufrieron una desilusión, ya que Sirdar no dio señales de vida.

—Puede ser que mañana seamos más afortunados —dijo Tremal-Naik—. ¡Es imposible que ese muchacho se haya arrepentido de sus propósitos! Quizá alguna causa imprevista le haya impedido venir aquí. Además, no hay que olvidar que tal vez esté bajo la vigilancia del propio Suyodhana.

Pero tampoco fueron más afortunados en la siguiente noche. ¿Qué le habría sucedido a aquel joven tan valiente y decidido? ¿Le habrían sorprendido escribiendo alguna carta comprometedora y los sectarios le habrían asesinado, o, efectivamente, Suyodhana no habría llegado a tiempo para refugiarse en Delhi?

Mientras tanto, proseguía el asedio cada vez más estrechamente, y se producían enormes pérdidas por ambos bandos.

El día del asalto general se acercaba.

Ya el 11 de septiembre cayó el fuerte de los Moros, vigorosamente atacado por el contingente de tropas del Sumno. Cascemir, batido en brecha y a doscientos pasos de distancia por una batería de morteros, quedó reducido a un montón de ruinas; el día 12, los ingleses comenzaron a bombardear el fuerte de Cascemir, con ocho grandes cañones de dieciocho y doce morteros pequeños, que fueron colocados ante el foso.

Los insurgentes se defendían ferozmente, organizando un extraordinario fuego de fusilería, que causaba pérdidas considerables a los sitiadores y matándoles a un capitán de artillería, sir Fagan.

Finalmente, el día 13 cayó el bastión de Cascemir, reducido a escombros, en medio de una nube de balas; poco después caían los fortines más próximos y volaba el polvorín de la trinchera, al mismo tiempo que el enemigo intentaba un furioso ataque contra el suburbio de Kiscengange, asalto que fue rechazado con éxito por parte de los rebeldes sitiados, a quienes protegían varias piezas de artillería.

Pero las columnas de soldados ingleses, nuevamente reforzadas, se preparaban para el gran asalto.

El general Archibaldo Wilsson, sucesor de Bernard, dio la terrible orden de matar y de saquear, no respetando más que a las mujeres.

Era la última noche de defensa, cuando Sandokán y sus amigos se acercaron, como siempre, a las ruinas del bastión de Cascemir, en espera del bramin, aun cuando ya habían perdido casi totalmente la esperanza de volver a verle.

Hacía ya varias horas que permanecían en aquel lugar, cuando de entre uno de los fosos laterales surgió una sombra que se dirigía hacia ellos, diciendo:

—¡Buenas noches, sahib!

33. Las matanzas de Delhi

Al reconocer en aquel hombre al tan esperado bramin, a quien creían no volver a ver nunca más, todos lanzaron un grito de júbilo.

—¿Y Suyodhana?

—Está aquí, señores —repuso Sirdar.

—¿Con mi hija? —preguntó Tremal-Naik.

—¡Sí, con tu hija, sahib!

—¡Pronto; vámonos a casa! —exclamó Sandokán—. Este no es un lugar muy a propósito para hablar.

Atravesaron la explanada casi corriendo, por detrás de las ruinas del bastión, cruzando por entre los muertos y los cañones que casi cubrían el suelo, y poco después se hallaban ya reunidos en la habitación que les señaló el propietario del bungalow.

—Ahora ya puedes hablar con entera libertad, sin temor a que te oiga nadie —dijo Sandokán—. ¿Cuándo habéis entrado en la ciudad?

—Ayer, ya muy avanzada la noche; tanto es así, que no me fue posible acudir a la cita que os di —contestó Sirdar—. Hemos atravesado el río bajo el fuego de los ingleses, y hemos llegado sanos y salvos por un verdadero milagro.

—¿Por qué no habéis podido entrar antes? —preguntó Yáñez.

—Porque los insurgentes habían cortado la línea férrea y nos vimos precisados a alquilar dos elefantes que nos condujeron hasta Herut.

—¿Y cómo Suyodhana ha venido a encerrarse en una trampa? —preguntó Sandokán—. Porque es seguro que la ciudad va a caer de un momento a otro en manos de los ingleses.

—Estábamos entre dos fuegos —respondió Sirdar— y ya era demasiado tarde para emprender la retirada. Teníamos enemigos delante y detrás y no nos quedaba más alternativa que la de que nos prendiesen o refugiarnos en Delhi. Además, Suyodhana no pensaba que la ciudad pudiera encontrarse tan pronto en unas condiciones tan desastrosas.

—Y ahora, ¿en dónde está? —preguntó Sandokán.

—En una casa de la calle Sciandini-Sciwok, cerca del Ayuntamiento.

—¿Qué número?

—Veinticuatro.

—¿Para qué preguntas el número —dijo Tremal-Naik—, si Sirdar va a llevamos hasta allí?

—Vas a saberlo inmediatamente. El Tigre de Malasia se volvió hacia los malayos de la escolta, que presenciaban la conversación.

—Suceda lo que sea —les dijo—, vosotros no saldréis de esta casa hasta que llegue el teniente De Lussac. A estas horas es probable que ya sepa que nos albergamos en este bungalow. Si no hemos regresado después del asalto que probablemente llevarán a cabo mañana los ingleses, y el señor De Lussac se presentara, decidle que le esperamos en esa casa de la calle de Sciandini-Sciwok. Tened cuidado, porque de esto puede depender vuestra vida y la nuestra. Ahora, Sirdar, condúcenos hasta donde se encuentra Suyodhana. ¿Crees que le hallaremos solo?

—Los jefes de los thugs que le acompañaban están combatiendo en los bastiones.

—¡En marcha! ¿Está con él la niña?

—Hace una hora, todavía estaba, señor.

—¿Podrás introducirnos en la casa sin que nos vean?

—Tengo la llave del palacete.

—¿Hay vecinos?

—Ninguno, porque el propietario lo ha desalojado.

—¡Yáñez, Tremal-Naik, no perdamos tiempo! Ya es medianoche, y temo que los ingleses intenten mañana el asalto general. No tenemos un momento que perder.

Se puso un gran puñal en el cinto, se echó al hombro una carabina, y salió, haciendo seña a los malayos para que se acostaran.

En los fuertes y murallas seguía el estruendo de la artillería de los insurrectos; alguna bomba lanzada por los ingleses, caía de cuando en cuando al otro lado de los bastiones.

Los valientes defensores de la ciudad hacían un último esfuerzo para romper las líneas de los enemigos, que habían llegado casi debajo de los muros.

La noche era oscurísima; de las altas mesetas del septentrión soplaba un viento tormentoso y muy cálido.

Sandokán y sus compañeros marchaban pegados a las casas, procurando evitar que les alcanzase alguna granada. Iban deprisa; la ciudad parecía desierta.

Sin embargo, en todos los pisos se veía luz. Los atribulados habitantes escondían precipitadamente sus riquezas para sustraerlas al inminente saqueo, y levantaban barricadas para oponer más larga resistencia.

Por algunas partes se veían grupos de combatientes que pasaban corriendo, llevando consigo alguna pieza de artillería, para emplazarla en los puntos más débiles y más expuestos.

Mientras, a lo lejos, seguían tronando sordamente los cañones de los ingleses, anunciando una horrible matanza y la destrucción del efímero imperio mongólico.

Eran aproximadamente las cuatro de la mañana, cuando Sirdar se detuvo ante un elegante palacete que tenía la techumbre en forma de punta, como la de los bungalows de dos pisos, y de arquitectura indo-árabe.

Todas las ventanas, menos una, estaban a oscuras.

—Ahí duerme Suyodhana —dijo Sirdar, volviéndose hacia Sandokán—, y ahí también está la niña.

—¿Cómo podremos entrar sin que nos vea? ¿Crees que estará aún levantado?

—He visto dibujarse una sombra a través de los cristales, y me parece que es él —respondió el bramin—. El balcón está sostenido por postes de madera y me parece que no ha de ser difícil escalarlo, aun cuando yo tengo la llave, como les he dicho.

—Prefiero escalar —contestó Sandokán.

Hizo seña a Yáñez y a Tremal-Naik para que se acercasen, y enseguida les dijo:

—Pase lo que pase, vosotros permaneceréis como simples espectadores. O mata el Tigre de la India al de Malasia, o éste mata al de la India. ¡No temáis; no he de ser yo el que sucumba en esta lucha! ¡Arriba, Sirdar!

—¡Ten cuidado, Sandokán! —dijo Tremal-Naik—. ¡Sé lo peligroso que es ese hombre! Déjame que yo le acometa, aun cuando no ignoro que eres cien veces más diestro y más valiente que yo.

—Tú tienes una hija, y yo no tengo ninguna —respondió Sandokán—. Y detrás de mí está Yáñez. ¡Él me vengará!

Sirdar se había agarrado a una de las columnas que sostenían la barandilla, y subió sin hacer ruido, metiéndose tras las cortinas de fibras de coco que cubrían la balaustrada. Sandokán y sus dos compañeros le imitaron, y poco después, estaban ya los cuatro hombres juntos.

Al ir a entrar en una de las habitaciones, Tremal-Naik tropezó con un jarrón y lo tiró.

—¡Maldito sea! —murmuró el bengalí. De improviso, apareció una sombra detrás de los vidrios. Se detuvo mirando a la terraza, y enseguida abrió la puerta de cristales.

Casi inmediatamente, un hombre le cogió tan fuertemente por las muñecas, que le hizo soltar la pistola que empuñaba. Era Sandokán, que acometía al Tigre de la India.

De un fuerte empujón lanzó a Suyodhana dentro de la estancia, que estaba iluminada por una lámpara, y le dijo:

—¡Si das un grito, mueres!

El jefe de los thugs quedó tan sorprendido por aquella imprevista acometida, que ni siquiera pensó en oponer resistencia.

Pero en cuanto vio aparecer detrás de Sandokán a Tremal-Naik, Yáñez y después Sirdar, lanzó un aullido de furor.

—¡El padre de la virgencita de la pagoda! —exclamó apretando los dientes—. ¿Qué quieres? ¿Cómo es que te encuentras aquí?

—¡Vengo a llevarme a mi hija, miserable! —bramó Tremal-Naik—. ¿En dónde está?

El terrible jefe de los estranguladores permaneció silencioso.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada relampagueante y las facciones descompuestas, miraba a sus enemigos con odio, especialmente a Sirdar.

Era aquél un adversario digno del Tigre de Malasia: alto, todo él músculos y nervios, de hombros robustos, fino el rostro, al cual proporcionaba cierta dureza una larga barba ya canosa, y con los ojos negros inyectados en sangre.

Permaneció inmóvil durante algunos instantes, lanzando sobre sus adversarios una mirada feroz, y enseguida dijo, con voz dura:

—¿Sois vosotros los que habéis declarado la guerra?

—¡Sí, nosotros, que hemos destruido e inundado los subterráneos de Raimangal, y ahogado a los que vivían en ellos! —dijo Sandokán.

—¿Quién eres y qué pretendes? —preguntó Suyodhana.

—Soy aquel cuyo nombre ha hecho temblar a todos los pueblos de las islas malayas, y que ha venido expresamente a la India, para destruir tu infame secta.

—¿Y crees tú…?

—Que me llevaré tu piel y a la niña que le has raptado a Tremal-Naik.

—Te crees demasiado fuerte. Es verdad que sois cuatro…

—No, uno; porque el Tigre de Malasia hará el honor al de la India de pelear solo con él —dijo Sandokán.

Una sonrisa de incredulidad asomó a los labios de Suyodhana.

—En cuanto te haya matado me acometerán los otros —contestó el jefe de los estranguladores—; pero el padre de las sagradas aguas del Ganges sabrá defender contra todos vosotros a la que ya encarna sobre la tierra a la potente Kali.

—¡Miserable! —bramó Tremal-Naik, haciendo un movimiento para arrojarse sobre él.

Sandokán le contuvo con un gesto imperioso. El jefe de los estranguladores, rápido como el rayo, se aprovechó del momento en que Sandokán se había vuelto hacia su amigo, para recoger del suelo la pistola que se le había caído.

Sin pronunciar una sola palabra, apuntó al Tigre de Malasia e hizo fuego sobre él a tres pasos de distancia, pero la rapidez con que apuntó le hizo fallar el blanco.

—¡Ah! ¿Además, traidor? —gritó el pirata, dejando la carabina y desenvainando el largo puñal que llevaba en la faja—. ¡Podría asesinarte, pero prefiero luchar!

Suyodhana dio un salto de tigre y se colocó delante de la puerta que daba paso a la habitación, en la cual debía dormir la pequeña Damna, gritando:

—¡Será preciso que paséis sobre mi cuerpo! En su mano derecha brillaba una especie de tarwar de hoja ligeramente curva, y casi tan larga como la del puñal de Sandokán.

—¡Que nadie interrumpa la lucha de los dos Tigres! —dijo el pirata—. ¡Vamos, Suyodhana!

—¡Primero, tú; después, Sirdar! —contestó el jefe de los thugs con voz sombría—. ¡Ese traidor no se librará del castigo!

Los dos adversarios se pusieron en guardia, recogidos sobre sí mismos como las fieras cuyos nombres llevaban, dispuestos a saltar, y con el brazo izquierdo replegado sobre el pecho de modo que cubriese el corazón. Los dos levantaron los puñales a la altura del rostro.

Durante unos segundos reinó en la estancia un profundo silencio.

Yáñez, apoyado en un enorme jarrón de porcelana, fumaba flemáticamente su eterno cigarrillo, sin manifestar la menor inquietud; Sirdar, acurrucado en un ángulo, empuñaba un tarwar, dispuesto a tomar parte en la lucha; Tremal-Naik, visiblemente conmovido, no dejaba de aprisionar el gatillo de su carabina, con la intención de no dejar escapar al thug, a pesar de la promesa que había hecho a Sandokán de no intervenir.

Los dos adversarios se miraron un instante, y enseguida, el Tigre de Malasia, viendo que su contrario no daba señal alguna de acometer, se lanzó sobre él, procurando herirle en el cuello.

Suyodhana, dando un enorme salto, esquivó la acometida, paró la cuchillada con la punta de su puñal y se bajó rápidamente, quedando debajo de Sandokán para darle una puñalada en el vientre; pero al hacer la flexión, resbaló sobre las losas del pavimento y cayó sobre una rodilla.

Antes de que hubiera podido incorporarse y volver a ponerse en guardia, el puñal del Tigre de Malasia le entró en el pecho hasta las guardas, atravesándole el corazón.

El thug estuvo un momento erguido, mirando a su adversario con ojos llenos de ira y odio, e inmediatamente se derrumbó, en tanto que de la boca le salía un chorro de sangre.

El Tigre de la India había muerto. Al verle caer, Tremal-Naik y Yáñez se lanzaron en la habitación inmediata, donde en una riquísima camita, incrustada de nácar y cubierta por finas telas de seda, dormía una niñita de cabellos rubios.

Tremal-Naik la levantó en un abrir y cerrar de ojos, y la estrechó frenéticamente entre sus brazos.

—¡Damna! ¡Pequeñita mía!

—¡Babo! —exclamó la chiquitina, fijando en el bengalí sus grandes ojos azules.

En aquel mismo instante, un formidable estampido sacudió la casa hasta los cimientos.

A continuación se oyó un inmenso clamor, y las descargas de fusilería y de artillería arreciaron de un modo espantoso.

—¡Los ingleses! —gritó Sandokán, que salió corriendo hacia el balcón.

—¡Han volado los últimos bastiones!

Efectivamente; eran los ingleses que, convertidos en saqueadores y vencedores, irrumpieron en la ciudad, matando a los habitantes que huían y dando una triste impresión de lo que es la civilización europea. Habían tomado sus medidas para un asalto general desde el primer día de sitio, ocupando las líneas de defensa de la trinchera de agua, la de los bastiones de los Moros y la de la puerta de Cascemir. La víspera estaban ya en posiciones, y al alborear se arrojaron sobre la ciudad, después de una terrible lucha sostenida ante la puerta de Cabul, donde los invasores perdieron quinientos hombres, entre ellos ocho oficiales, siendo herido el general Nickaleson.

Por todas partes se escuchaban espantosos alaridos, así como tremendas descargas. Se combatía desesperadamente y las mujeres y los niños huían en masa hacia el puente de barcas, para librarse de la gran matanza.

—¡Huyamos nosotros también! —dijo Sandokán, que veía avanzar al galope a varios escuadrones, que acuchillaban sin piedad a los fugitivos, hombres, mujeres y niños, los derribaban con los caballos y los pisoteaban—. Si nos cogieran aquí, pudiera suceder que, a pesar de la carta del gobernador y del salvoconducto, nos degollasen de todos modos. ¡Vamos a ver si es posible llegar hasta nuestro bungalow! Envuelve a Damna en un cobertor y vámonos.

Cogieron las carabinas y bajaron corriendo las escaleras. Detrás del palacete se extendía un amplio patio que limitaba con dos jardines.

—¡Saltemos los muros y escondámonos entre las plantas! —dijo Sandokán—. Dejemos que pase la caballería.

Iban a saltar, cuando de pronto se hundió la puerta y una oleada de fugitivos, mujeres y niños en su mayor parte, se precipitó dentro, lanzando gritos desesperados.

—¡Ya no tenemos tiempo! —exclamó Sandokán, echando mano a la carabina—. Este sí que es un aprieto de difícil salida.

Siete u ocho soldados de caballería, con los sables ensangrentados hasta la empuñadura, penetraron también aullando.

—¡Mata! ¡Mata!

Sandokán, dando un enorme salto, se puso delante de los fugitivos, que se habían amontonado en un ángulo del patio, llorando y gritando, y apuntó la carabina hacia los soldados, que se disponían a acuchillar a aquellos desgraciados.

—¡Quietos, bribones! —exclamó—. ¡Deshonráis al ejército inglés! ¡Quietos u os fusilamos como a fieras!

Tremal-Naik confió la pequeñita a Sirdar, y junto con Yáñez, se colocó al lado de Sandokán, empuñando ambos los fusiles.

—¡Pronto, barred a esos miserables! —gritó el sargento que mandaba el pelotón.

—¡Cuidado! —dijo Sandokán—. ¡Tenemos un salvoconducto del gobernador de Bengala, y si no obedeces, nos defenderemos!

—¡A ellos! ¡Cargad! —ordenó el sargento, sin hacer caso.

Iban a lanzar los caballos, cuando un oficial, seguido de una docena de soldados de caballería, entre los cuales iban algunos de color, entró en el patio gritando:

—¡Quietos todos!

Era el teniente De Lussac, que llegaba a escape con los malayos que habían quedado en el bungalow.

Saltó a tierra, dio un apretón de manos a Sandokán y a sus amigos, y, volviéndose hacia el sargento, le dijo:

—¡Vete! Estos hombres han prestado a tu país un servicio tan valioso, que no hay nada con qué pagarles. ¡Vete, y acuérdate que es de viles y de cobardes asesinar mujeres!

Y mientras el sargento salía con el pelotón precipitadamente, mandó a sus hombres que cerraran la puerta, y dijo:

—Esperemos a que termine la batalla, amigos míos. Yo estaré aquí para protegerles.

—¡Hubiera preferido marcharme! —dijo Sandokán—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.

—Mañana, si han terminado las matanzas, nos iremos. ¡Pobre Delhi! ¡Cuánta sangre! ¡Aquí enterrará su honor el ejército inglés!

Conclusión

Las horrendas matanzas de Delhi duraron tres días, y arrancaron un grito de indignación, no solamente a las naciones europeas, sino también a la propia Inglaterra.

Como los hindúes sabían la suerte que les esperaba, les disputaban el terreno palmo a palmo, batiéndose de un modo desesperado en las calles, en las casas, en los patios, dentro y fuera de los recintos de las fortificaciones e incluso en las orillas del Giumna.

Todavía estaban en su poder el Palacio Real, el fuerte Selinghur y varios edificios, y desde ellos opusieron una resistencia digna de pasar a la Historia.

El día 17 por la noche, los ingleses abrieron una brecha en uno de los muros del bien guarnecido patio de los almacenes del Palacio, y de este modo lograron penetrar en él. La residencia imperial estaba defendida por ciento veinte cañones. Allí cayeron, bajo la espada de los asaltantes, todos los defensores del Palacio, incluso los hijos del emperador, que murieron con las armas en la mano.

Días después, la batería de Kissengange, que constaba de setenta y cinco cañones, y que era la última defensa de los insurrectos, quedó destruida bajo el formidable fuego de las grandes piezas de artillería inglesa, y los que allí luchaban, sufrieron la misma suerte que los del Palacio Imperial.

Aquel mismo día cayó el Municipio, y ciento cincuenta hindúes, entre los cuales había varios miembros de la familia imperial, que se habían rendido bajo palabra de que se les perdonaría la vida, morían fusilados y ahorcados ante el edificio.

El día 20, ya Delhi estaba por completo en manos de los ingleses. Las horrorosas y sangrientas escenas que se sucedieron fueron dignas de los salvajes de la Polinesia, pero no de gente civilizada, y mucho menos de europeos.

Las tropas, ebrias de sangre, mataron a miles y miles de hindúes, sin respetar el sexo ni la edad. Además, para colmo, la ciudad sufrió un espantoso saqueo.

Todos los valientes defensores de la independencia de la India cayeron, después de haber dado muerte con sus propias manos, y para que no cayeran en las de los vencedores, a sus mujeres e hijos.

El día 24, Sandokán y sus compañeros, con el permiso que les otorgó el general Wilsson, salieron de la desgraciada ciudad, en la cual comenzaban ya a pudrirse los miles de cadáveres que llenaban las calles, plazas y viviendas. Los ingleses quedaban todavía en ella ahorcando y fusilando.

De Lussac, asqueado por tanta barbarie, pidió y obtuvo licencia para acompañar a Calcuta a sus amigos.

La insurrección estaba vencida. Tan sólo el heroico Tantia-Topi, con la bellísima y fiera rhani de Yanshie y un puñado de valientes, sostenía aún la bandera de la libertad en los espesos junglares y los inmensos bosques de Bundelkund.

Quince días después, Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Damna, después de haber recompensado con largueza a Sirdar, y de haber abrazado con emoción al valiente francés, que de modo tan valioso los ayudara en la terrible empresa, se embarcaron en el Mariana y zarparon para la lejana isla de Mompracem.

Surama, que conquistó por completo el corazón del flemático Yáñez, el tigre y «Punty» formaban también parte del pasaje.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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