Los Dramas de la Esclavitud

Emilio Salgari


Novela



CAPITULO I. LA BAHÍA DE LÓPEZ

—¡Ten cuidado, muchacho, y abre bien los ojos!

—Pero, ¿a qué venimos aquí, maestro Hurtado?

—¡Quién lo sabe, Vasco!

—¿Te ha dicho algo el capitán?

—Sí y no.

—No comprendo ese enigma, maestro.

—Ni te hace falta; y calla, que mientras hablamos como papagayos, no observamos el banco. ¿No oyes cerca la resaca?

—Un golpe de timón y salimos adelante, maestro. Está esto tan oscuro, que en la cala de la Guadiana, a medianoche, se ve mejor que aquí.

—Lo creo, Vasco. ¡Uf! ¡Qué olor a pólvora se siente aquí!

—¡Y a cuerda de verdugo, maestro mío!

—Tu, ríete. ¡Quién sabe si dentro de un cuarto de hora te encontrarás colgado de una verga y haciendo trenzados con las piernas!

—¿Lo cree usted así, Hurtado?

—¡Que si lo creo! ¡Mil diablos! ¿No sabes que el Kentucky ha sorprendido al brasileño?

—No, Hurtado. ¿Y los castigaron a todos?

—Como a ladrones. Los corsarios no bromean, y cuando apresan una nave negrera, castigan a la tripulación con verdadera crueldad.

—Pues ya sabemos que el capitán Cabral no nos hará más la competencia.

—No; le colgaron de una verga del Kentucky, así como a toda su tripulación. Se dice que nadie ha visto un fandango tan animado como el que aquellos negreros bailaron.

—¡Me da frío de oírte! ¡Veintisiete hombres bailando la danza de la muerte!

—¡Pues abre bien los ojos si no quieres bailarla tú también! ¡Por los cien mil cuernos del demonio! ¿Qué es lo que se ve allí?

El maestro se levantó violentamente, haciendo oscilar la chalupa, escupió el tabaco que masticaba y dirigió los ojos hacia el Sur, arrugando la frente.

—Es la punta de Fetiche —dijo Vasco.

—La veo.

—¿Y en ella nos espera Bango?

—Sí; le he avisado por medio de los negros costeros.

—¿Estará dispuesto el cargo?

—Así lo espero. Ese farsante de rey sabe muy bien que no se puede pasar una semana en esta costa… El cabo López es muy frecuentado por los negreros, y los cruceros lo saben muy bien.

—Pero yo no veo ninguna señal de peligro.

—Pues no tendría nada de particular que nos amenazara uno, y grande. Los espías de Bango han visto un buque enemigo, y por eso el capitán Alváez nos ha mandado como exploradores, en lugar de entrar en la bahía a velas desplegadas.

—¿Será tal vez el Kentucky?

—¡Quién sabe! Ingleses, franceses o americanos, todos los cruceros son iguales en su procedimiento de ahorcar a los negreros y devolver los negros a su país.

—¿Y así creen librarlos?

—Sí, Vasco —contestó el maestro, riendo—. No saben que el negro vendido como esclavo quedará siempre esclavo, aunque lo devuelvan a su país. Pero basta, muchachos; no hagáis ruido, que hay peligro. ¡Adelante, pero con prudencia!

—¿Vamos a llegar a la misma punta?

—Sí, muchacho. Allí debemos esperar la señal.

—He aquí la luna, que aparece en el horizonte.

—¡Mejor, Vasco! ¡Y ahora, adelante!

La chalupa, al impulso de diez remos hábilmente manejados, cortó rápidamente las aguas, dirigiéndose hacia un promontorio que avanzaba audazmente sobre el océano.

La chalupa, que con mil precauciones bajaba por el trozo de costa africana comprendida entre el Ogobai, el gran río últimamente descubierto, y el Nazareth, que forma uno de sus canales de descarga, acercándose a la amplia bahía formada por los cabos López y Fetiche, era una esbelta ballenera, toda pintada de negro para mejor confundirla con las sombras de la noche, estrecha y con la proa aguda y sutil como el cuerpo de un pez.

La tripulaban doce hombres armados con carabina y cuchillo, doce tipos de verdaderos marineros, de perfil enérgico y piel bronceada y curtida por el sol ecuatorial y los vientos del océano.

Diez de ellos manejaban los remos procurando no hacer ruido, con los ojos fijos en el horizonte, como si temieran un grave peligro. En su rostro se adivinaba una viva ansiedad y algo de vago temor. Al oír el fragor de las olas rompiéndose contra la costa, arrugaban la frente, como si temieran que de un momento a otro apareciese un enemigo.

Los otros dos, que estaban sentados a popa, parecía que participaban de la ansiedad y zozobra de sus compañeros. Uno de ellos, joven de unos veinticinco años, de piel tostada y ojos negros aterciopelados, como los tienen en general los portugueses y los españoles, llevaba la barra del timón; el otro, una especie de gigante, casi de dos metros de estatura, de músculos poderosos, pecho amplio, barba espesa y rizosa, cabellos largos y revueltos y mirada viva, casi feroz, observaba atentamente todos los puntos del horizonte, y señalaba a los remeros y al timonel la dirección que debían de seguir, empleando un acento autoritario que no admitía réplica.

Este gigante, que debía de poseer una fuerza prodigiosa y un puño capaz de romper una cabeza como si se tratara de un puchero de barro, era el contramaestre Hurtado; el otro, el que cuidaba del timón, era Vasco, un suboficial de marina.

—¿Se ve algo? —preguntó éste volviéndose hacia el gigante, que inspeccionaba cuidadosamente las rocas del cabo Fetiche.

—No —respondió el contramaestre después de algunos instantes—. Parece que la bahía está totalmente desierta.

—Entonces, por ahora no tenemos que temer a la cuerda.

—¡No hables de cuerda, Vasco! Dicen que trae suerte, pero yo creo lo contrarío.

—¡Alto! —se oyó murmurar a proa.

—¿Qué sucede? —exclamó Hurtado, levantándose.

—Que estamos sobre el banco.

—Pues echad el ancla, y al agua.

—¿No llegamos a la punta? —preguntó Vasco.

—No me fío; podríamos caer en una emboscada,

—¡Ya está, maestro! —dijo una voz a proa.

—¿Se echó el ancla?

—Y ha agarrado perfectamente.

—Pues al agua, muchachos, y cuidado con las piernas, o alguno volverá cojo a bordo. Ya sabéis que los «peces-perros» abundan en estos parajes, y no desdeñan la carne blanca cuando les falta la negra.

El gigante empuñó el cuchillo que llevaba a la cintura y se arrojó al agua, sumergiéndose hasta el pecho: sus compañeros, después de haber retirado los remos, hicieron lo mismo, y el pequeño grupo, en medio del más profundo silencio, caminó por el banco de arena, contra el cual se rompían las olas del Atlántico, y se dirigieron hacia el cabo Fetiche, cuyas negras rocas se recortaban sobre el agua, iluminadas por los pálidos rayos de la luna.

Después de andar unos cincuenta pasos, Hurtado se alzó cuanto pudo sobre un montón de rocas socavadas por la eterna acción de las mareas, y dirigió alrededor una ansiosa mirada.

—¿Nada? —le preguntó Vasco, que estaba a su lado.

—O soy completamente ciego, o el cabo está desierto —murmuró el gigante.

Se volvió hacia la izquierda y miró a lo largo de la costa.

A gran distancia descubrió un punto negro, apenas visible, que se destacaba sobre el agua.

—¡Perfectamente! —murmuró—. La Guadiana está allí, y verá la señal. ¡Adelante, muchachos, y mano a los fusiles!

El grupo de expedicionarios traspuso los últimos bancos que se alzaban gradualmente, y después de luchar contra la resaca, logró llegar a la cima.

Desde allí los marineros lanzaron una larga mirada a la vertiente opuesta. Una vasta bahía se abría entre el cabo Fetiche y el cabo López, que se alzaba más gigantesco y escarpado que el primero, hasta morir en el océano en un espantoso corte.

El espacio de agua comprendido entre los dos cabos estaba agitadísimo. Largas ondas, que iban engrosando cada vez más, rompíanse al fin, con espantosos mugidos, salpicando la multitud de bancos de arena que formaban una especie de barrera difícil de franquear.

La costa, que formaba un inmenso semicírculo irregular, aparecía cubierta de espesos bosques de mangles, entre los cuales se descubría un espacio libre que parecía invitar tranquilamente a pasar por él.

Hurtado recorrió la costa con una rápida mirada, y al fin descubrió una construcción que se levantaba a uno de los lados de aquella abertura. Mirando con más atención, descubrió un punto luminoso que parecía brillar en el interior de aquella especie de choza.

—¡El barracón! —exclamó frotándose alegremente las manos—. ¡Aquella luz me indica que los costeros de Bango velan y nos aguardan!

Después observó con extrema atención y con cierta inquietud el horizonte occidental.

—¿Ves tú algo, Vasco? —preguntó al oficial, que había mirado con el anteojo.

—Nada, maestro —respondió el joven.

—¿Estás seguro? Ya sabes que los cruceros navegan con los fanales apagados.

—No veo nada.

¡Demonio! —murmuró el contramaestre mesándose los cabellos—. ¿Dónde diablos se habrá escondido esa maldita embarcación?

—Tal vez se haya refugiado en cualquiera otra bahía. Ya sabéis que los cruceros no son muchos, y que deben de guardar más de seis mil cuatrocientos kilómetros de costa.

—Sé muy bien que no son más de sesenta, y que la costa africana tiene una extensión inmensa. Pero, en fin, hagamos señales, y así sabremos si debemos temer algún peligro.

—¡Una palabra, maestro! —exclamó un marinero.

—Habla, Balboa.

—¿Estará tal vez entre el Ogobai y el Nazareth?

—Los costeros de Bango lo hubieran visto.

—Es que ahora están por el Gabón.

—No importa. ¡Pronto, recoged leña, y hagamos la señal!

Los marineros se desparramaron por la costa, y haciendo acopio de leña, formaron tres montones separados quince pasos uno del otro.

Después de lanzar una nueva ojeada de desconfianza por Occidente, como si de aquel lado temiera el peligro, o sea, la aparición del crucero, Hurtado prendió fuego a los tres montones de leña.

Bien pronto levantáronse las llamas coronadas por un penacho de humo negro, tiñendo de rojos matices las rocas de la costa.

El contramaestre, que había sacado del bolsillo un antiguo reloj de colosales dimensiones, contó cinco minutos, y tomando un leño encendido lo agitó en sus manos.

Los marineros, en tanto, escondidos entre las rocas, no separaban los ojos de la choza que poco antes había descubierto Hurtado. Parecían todos impacientes, y de cuando en cuando miraban hacia atrás, como si temieran una sorpresa.

Al cabo de un rato se vio a varias sombras arrastrarse por las rocas, y después brillaron en la oscuridad rápidas luces que aparecían y desaparecían.

—¡Muy bien! —murmuró Hurtado—. ¿Los cosiéronos nos esperaban?

—¿Vendrán los pombeiros? —preguntó Vasco.

—De seguro; y si no vinieran, haría señales a la Guadiana. Todas las precauciones son pocas en estos tiempos, y sobre todo en estos sitios.

—¡Ya están ahí! —exclamaron los marineros.

Una barca se dirigía rápidamente hacia los puntos que ocupaban aquellos hombres, y no obstante ir movida sólo por dos remos, adelantaba terreno con extraordinaria velocidad. Maniobró muy hábilmente y sorteó sin peligro alguno los muchos bancos de arena que se ocultaban en la bahía de López, yendo a situarse al pie mismo del promontorio.

—¿Quién vive? —gritó el contramaestre, apuntando con la carabina.

—¡Pombeiros de Bango! —le respondieron desde la barca.

—¡Adelante!

Dos negros de alta estatura, llevando por todo traje sendos taparrabos de algodón a rayas, saltaron a las rocas y se acercaron a Hurtado, que seguía apuntando con su carabina.

—¡Ah! ¿Sois vosotros, niños míos? —les preguntó al verlos cerca—. Según eso, ¿se velaba en el barracón?

—Sí; los esperábamos, maestro Hurtado —contestó uno de los negros.

—¿Y cómo está Bango?

—Más gordo cada día.

—De lo cual me alegro —contestó irónicamente el maestro—. ¿Están ya dispuestos los esclavos?

—Sí; están escondidos en el bosque.

—Buena carga, ¿eh?

—Quinientos negros.

—¿Habéis visto algún crucero?

—Sí; hace tres días estuvo uno rondando por la bahía.

—¿Tenéis la seguridad de que no se ha escondido entre el Nazareth y el Ogobai?

—Nuestros espías vigilan las orillas de los dos ríos, y no los han visto.

—Tal vez se hayan alejado.

—Estamos ciertos de ello; pero si estimáis vuestro pellejo, no perdáis tiempo. Bango está inquieto y deseando dejar la costa.

—Y yo más que él —respondió Hurtado—. Conque corred y decid a vuestro rey que nos despache pronto. ¡Aquí huele a pólvora, y queremos irnos cuanto antes!

—Os advierto que Bango tiene mucha sed, y no dispone de una sola botella.

—Yo tengo para él muchas. ¡No quedará disgustado el muy bribón! ¡Ea, andad, que dentro de media hora estará aquí el Guadiana!

Los dos negros saltaron desde las rocas a su embarcación, cogieron los remos y se alejaron rápidamente.

Hurtado examinó con calma el horizonte por la parte occidental, utilizando un catalejo que llevaba en bandolera, y después de mover tres o cuatro veces la cabeza, como hombre que no está seguro de una cosa, dijo volviéndose hacia los marineros:

—¡Dadme el espejo!

Los marineros le entregaron el objeto pedido.

El contramaestre miró la luna, que casi estaba encima de él, y volvió hacia ella el espejo, haciendo que los rayos del astro nocturno se reflejaran en el cristal.

Después de algunos minutos, viose a gran distancia un rayo de luz, que poco a poco esparció en torno una miríada de puntos luminosos.

—¡Adelante, Guadiana! —murmuró Hurtado reprimiendo un suspiro—. ¡Creo que por esta vez la cuerda está lejos de mi cuello!

CAPITULO II. LOS CRUCEROS

El punto negro que poco antes habían visto Hurtado y Vasco, en medio del océano iluminado por la luna, se había puesto en movimiento.

Corría velozmente hacia la costa africana.

Sobre el azul intenso del océano distinguíanse perfectamente sus blancas velas, aunque la distancia era todavía enorme.

El contramaestre y los marineros, en pie en las más altas rocas del promontorio, no perdían de vista la ligera nave: parecían querer atraerla con el poder de su mirada.

—¡Más de prisa, más de prisa! —murmuraba el contramaestre, dirigiendo inquietas miradas hacia el Oeste—. ¡Temo que el enemigo no esté lejos!

Media hora después la Guadiana rozaba los primeros bancos de arena del promontorio. Con una rápida maniobra viró de babor y evitó diestramente los bancos, entrando al fin, a velas desplegadas, en la amplia bahía, con una seguridad maravillosa, sin tocar una sola vez en los arrecifes ni en la arena.

—¡Ah de la gente! —gritó una voz desde la nave.

—¿Al Nazareth? —preguntó Vasco.

—¡Al Nazareth! —respondió la misma voz.

—¡A los remos, muchachos! —dijo el contramaestre, que parecía contentísimo—. ¡Por esta vez, el crucero no nos coge!

Descendió de las rocas seguido por sus marineros, atravesaron los bancos, que la baja marea había dejado casi al descubierto, y se embarcaron en la ballenera.

—¡Bogando a todo remo! —mandó Vasco.

La rápida y ligera embarcación entró en la bahía, siguiendo el mismo camino que poco antes atravesara.

Vasco había tomado el timón, y el contramaestre se puso a proa para guiar mejor por aquel laberinto de escollos invisibles.

Estaban ya casi en medio de la bahía, cuando los marineros pararon bruscamente, lanzando una sorda imprecación.

—¿Qué sucede? —preguntó el contramaestre con sobresalto—. ¿Habéis quizá…?

La frase expiró en sus labios y su rostro se puso lívido.

—¡Una señal! —dijo con voz sorda.

A lo lejos, hacia el Oeste, donde el horizonte se confundía con el océano, una línea de luz azulada serpenteaba en el aire. A poco brotó de su extremo una lluvia de oro, y se oyó una detonación que alarmó a los tripulantes de la ballenera.

—¡Es una señal! —repitió Hurtado apretando los dientes y haciendo gestos de furor—. ¡Ah! ¡Bien decía yo que por aquí olía a pólvora!

—¡Y a cuerda! —añadió Vasco.

—¡Caramba, no! ¡La cuerda está todavía lejos, yo os lo aseguro! Esos bandidos no nos tienen todavía en sus manos, y la Guadiana se defenderá con el valor de una leona herida.

—¡Hum! —murmuró un marinero, sacando de la boca el trozo de tabaco que masticaba y guardándolo en el bolsillo—. ¡Temo que no voy a tener tiempo de paladear mi tabaco!

—¿Qué murmuras tú, pececillo de agua dulce? —le preguntó el contramaestre.

—¡Que no veo claro en este negocio, maestro Hurtado, y que esa nave que lanza cohetes no debe de estar sola!

—¿Qué quieres decir? —le preguntó el gigante con ansiedad.

—Quiero decir que esa nave está comunicándose con otra y nos prepara una sorpresa entre dos fuegos. ¡Allí; mire usted, maestro! ¿No se lo decía yo?

—¡Mil millones de demonios! —gritó Hurtado con furor.

Hacia el Sur, y a enorme distancia, se había levantado una sutil línea de fuego, que, después de describir una gran curva, lanzó un ramillete de luces tan vivo, que pudieron distinguirse a quince o veinte millas de distancia.

No había duda posible: en alta mar dos poderosas naves se hacían señales.

¿Eran señales de socorro, o tenían un significado más terrible para los negreros?

Si el mar hubiera estado revuelto, podía creerse que aquellas señales eran de socorro; pero como las aguas estaban tranquilas, los cohetes significaban, a juicio de los tripulantes de la ballenera, algo muy grave para ellos.

Adivinaban que se trataba de la Guadiana y que a todos los amenazaba un gran peligro.

Después de los primeros cohetes, ninguna otra señal apareció en el horizonte.

En vano los marineros lo sondearon con sus miradas, y en vano también el contramaestre lo registró con su anteojo.

—Ante todo —dijo Hurtado con voz sorda—, es preciso no perder tiempo y avisar en seguida al comandante. ¡Manos, pues, a los remos, y adelante a toda velocidad!

La ballenera se deslizó sobre las aguas como un delfín, y acercándose al barracón, ante el cual se veían varios negros armados de lanzas y viejos fusiles, gritó el contramaestre:

—¿Está Bango en el río?

—Sí —respondió el centinela.

—¿Habéis visto los cohetes?

—Sí.

—¡Pues alerta, si queréis beber buen ron!

—¡No hay cuidado!

La ballenera se separó de allí dirigiéndose hacia el Nazareth, uno de los afluentes principales del Ogobai, y en el cual ya había entrado la Guadiana.

Este río, uno de los más vastos de aquel territorio, forma un delta considerable y se divide en un número infinito de brazos, de los cuales los más notables son el Nazareth, el Mugía y el Fernando Vas, que por mucho tiempo fueron considerados como los ríos independientes.

Altísimas plantas ocultaban sus orillas, llenas de pequeños cauces, en los cuales existen monstruosos cocodrilos, ávidos siempre de presa. Entre estos canales se extiende un inmenso bosque de mangles, que se prolonga hasta una docena de millas por el territorio dependiente del rey Bango.

En aquella época ninguna factoría europea había querido afrontar las pestilentes emanaciones que se desprendían de aquellos canales, y de las cuales huían hasta los mismos negros. El paludismo gozaba allí de siniestra fama, y los indígenas no ignoraban que bajo aquellas altas hierbas los acechaba la muerte bajo la forma de fiebres fulminantes.

Al olfato de los tripulantes de la ballenera habían llegado ya los primeros síntomas de aquel aire mortal, producto de la putrefacción de aquellas aguas cenagosas; pero aquellos negreros, acostumbrados a todas las fatigas y a todos los climas, no eran hombres que se espantaran por tan poca cosa.

La ballenera, guiada por la robusta mano de Vasco, cruzó la barra y entró en el Nazareth, casi oculto bajo una muralla de ramaje. Entre los árboles se distinguían gigantescos mangles, que en aquellas regiones alcanzan una altura enorme; los áloes se inclinaban graciosamente sobre las aguas y también los «árboles de hierro», así llamados por la extremada dureza de su madera. Los bambúes se levantaban de entre multitud de arbustos acuáticos, verdadero origen de las fiebres mortales, y en medio de aquel laberinto de vegetales de todas especies y dimensiones se elevaban hasta las nubes seculares baobabs, cada uno de los cuales forma por sí solo un bosque por el número infinito de sus ramas.

En la enorme masa de verdura, los marineros, con profundo terror, oían acá y allá roncos aullidos, silbidos agudos, poderosos mugidos, gritos inarticulados, en fin, de la inacabable serie de bestias feroces que habitaban aquel bosque maldito.

—¡Esto es un verdadero parque zoológico! —decía bromeando el contramaestre—. ¡Cocodrilos, serpientes, hipopótamos, rinocerontes, tigres y leones se divierten aquí a su placer!

—¡Compadezco a los súbditos del granuja de Bango, que son los que deben de proveer de chuletas a estos señores de la selva!

La ballenera, que seguía con gran rapidez río arriba, hallóse después de algunos minutos ante una profunda ensenada, a cuya orilla veíanse varias cabañas, junto a las cuales se agitaba una multitud de negros.

La Guadiana había anclado ya en aquel lugar, y su tripulación se ocupaba en recoger las velas.

Con pocos golpes de remo logró abordar la ballenera a babor de la Guadiana, y el contramaestre subió por la escala con la agilidad de un mono, no obstante su edad y su corpulencia.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó haciéndose paso entre los marineros que había sobre cubierta, y que se ocupaban en sacar de la estiba gran cantidad de toneles, fusiles y armas blancas, que iban colocando junto a la amura.

—Allí está, a proa, maestro —dijo el timonel—. ¿Hay alguna novedad?

Hurtado se alejó rápidamente sin responder, dirigiéndose hacia un hombre que daba órdenes a un grupo de marineros reunidos en la proa.

Aquel hombre podría tener de treinta y cinco a treinta y seis años. Era de estatura elevada, formas vigorosas, aunque elegantes, piel de color aceitunado, y con ojos de un negro brillantísimo que envidiarían las mujeres. Una barba negra cortada a la americana le adornaba el rostro, notándose al primer golpe de vista que aquel individuo debía de estar dotado de un valor nada común y de una audacia a toda prueba.

El capitán Alváez, de origen brasileño, aunque su nave ostentaba la bandera portuguesa, pasaba por uno de los más audaces negreros que en aquellos tiempos surcaban el Atlántico.

No le asustaba ningún peligro. Con extraordinaria sangre fría, desafiaba las más tremendas tempestades, y sabía hacer frente a los cruceros escalonados en las costas africanas para impedir la trata de esclavos. Amante de toda aventura y siempre dispuesto a todo, nada le asustaba, y desafiaba impávido la muerte con una temeridad que rayaba en la locura.

En vano le perseguían los cruceros para capturarle y ahorcarle, como doce años antes habían ahorcado a su padre, sorprendido por dos navíos de guerra ingleses que iban dándole caza.

El capitán Alváez había hecho ya treinta viajes desde la costa de África al Brasil, siempre con cargamento de esclavos; y aunque ya había ganado muchos millones, no pensaba en retirarse.

Aquella vida llena de peligros y de grandes emociones ejercía en él una fascinación extraña, y no se decidía a dar el último adiós a aquel océano ni a vender su Guadiana, barco que amaba como si fuera carne de su carne.

Al ver en su presencia a Hurtado, trémulo y con la mirada inquieta, advirtió que algo grave debía de haber ocurrido cuando se asustaba aquel gigante, al que sabía era muy difícil de conmover.

—¿Me traes alguna mala noticia, Hurtado? —le preguntó acercándose.

—Sí, capitán, y muy grave —respondió el contramaestre.

—¿Supongo que no habrá fuego a bordo? —dijo Alváez sonriendo.

—¡Qué caramba! ¡Preferiría un incendio a lo que temo que va a suceder!

—¡Habla!

—Estamos a punto de ser bloqueados, capitán.

—¿Por quién? —preguntó Alváez arrugando la frente.

—Por los cruceros.

—¡Ah! ¿Están cerca?

—Sí, capitán.

—¿Cuántos son? —preguntó el negrero con voz perfectamente tranquila.

—Dos, si no me engaño.

—¿Estás seguro?

—He visto dos cohetes elevarse en el horizonte.

—¿Tratan de darme caza? ¿No le basta a esa gentuza la vida de mi padre? ¡Pues tengan en cuenta que la piel del hijo es muy dura, y que todavía no se ha tejido la cuerda con que han de ahorcarme!

Permaneció algunos instantes silencioso, y después añadió:

—¿Crees que entrará en la bahía?

—Hay en ella demasiados bancos, capitán, para que se aventuren entre los dos promontorios. En mi opinión, nos esperarán fuera.

—¡Pues ya tendrán que correr, Hurtado! ¡La Guadiana no tiene rival en velocidad!

—Es que son dos, capitán.

—Pues pasaremos entre los dos fuegos. ¡Y ay de ellos si se ponen ante mi proa! ¡Nuestro espolón es sólido y los atravesará!

—¿Qué debo hacer yo?

—Preparar los cañones y las armas. Es preciso que dentro de cuatro horas haya concluido todo, para salir aprovechando las tinieblas.

—Entonces, ¿debemos alejarnos de la bahía esta noche?

—Es preciso, Hurtado.

—Es que Bango…

—Procederá a toda prisa, o se quedará con sus esclavos. ¡Señor Kardec!

Un oficial que estaba cerca acudió en seguida.

Aquel hombre era el segundo comandante de la nave negrera. Tendría de treinta y cuatro a treinta y seis años; era de regular estatura, cuerpo macizo y cabeza cuadrada, que descansaba sobre un cuello corto y grueso como el de un toro. Un verdadero atleta.

A la primera ojeada se hacía antipático, y a bordo de la Guadiana gozaba de muy pocas amistades. A todos inspiraba un indeterminado y vago terror.

La palidez casi cadavérica de su rostro, picado por las viruelas; su mirada sombría y las duras líneas de su cara, que manifestaban una ferocidad mal disimulada, así como sus maneras brutales y rudas, hacían un efecto deplorable en la persona que por vez primera lo veía.

¿Quién era aquel hombre? Los marineros lo ignoraban y ni aun el mismo capitán hubiera podido decirlo.

Sabíase solamente que era bretón y que, no obstante sus bruscas maneras y sus defectos, era un marino dispuesto a todo y rígido observador de la disciplina de a bordo.

Tres años antes le encontraron en una chalupa perdida en medio del océano Atlántico, y en seguida fue admitido en la tripulación. Sus condiciones náuticas, los profundos conocimientos que tenía de los negros y de la trata, y su valor personal, le captaron el aprecio del capitán Alváez, que estimaba a los valientes, y que seis meses después le nombró su segundo.

Acerca de aquel bretón corrían entre los tripulantes mil sombrías historias: unos afirmaban que había sido cazador de esclavos, otros decían que fue pirata y que sobre su conciencia pesaba la muerte de muchos semejantes, no faltando quien asegurara que era un escapado de algún presidio. El hecho es que ninguno le apreciaba, pero todos le temían, y que hasta el propio capitán solía mirarle con cierta prevención.

—Señor Kardec —dijo Alváez saliéndole al encuentro—. Estamos a punto de ser bloqueados.

El bretón permaneció impasible.

—¿Me ha comprendido usted? —le preguntó el capitán.

—Perfectamente, señor —respondió el segundo con voz tranquila.

—Pues bien; como ni yo ni ninguno deseamos que nos ahorquen, embarcaréis en una ballenera y saldréis a acechar las naves enemigas a la desembocadura del río.

—¿Y después?

—Dentro de tres horas nosotros bajaremos por el Nazareth, y usted vendrá a decirme lo que haya visto.

—Está bien, señor —respondió el bretón.

—¡Y ahora —dijo Alváez, volviéndose hacia el contramaestre—, vamos al encuentro de ese tuno de Bango!

CAPITULO III. EL REY BANGO

En 1858, época en que se desarrollaban los sucesos de esta verídica historia, estaba el rey Bango en el apogeo de su poder. Bajo sus órdenes habían conquistado sus valientes tropas los países circunvecinos, y extendido los límites de su reino a setenta y dos kilómetros de la desembocadura del Ogobai, amenazando absorber a la numerosa tribu de los Baca-laos, que ocupan una gran extensión a las orillas de aquel río.

Este rey, borracho y feroz, ejercía la trata en gran escala, entendiéndose directamente con los negreros.

Avaro, como lo son en general casi todos los reyezuelos negros, mantenía gran parte de su pueblo sobre las armas para lanzarlo contra esta o la otra tribu del interior, a fin de no tener nunca desprovisto de esclavos el barracón que había mandado construir en la costa. A falta de esclavos, aquel miserable vendía a sus propios súbditos.

Su majestad negra no podía carecer de ron, aguardiente y otras bebidas espirituosas, que solamente podía obtener de los negreros; y cuando no tenía esclavos, convertía a sus súbditos en alcohol.

Este indeseable monarca tenía organizada una activa vigilancia sobre una gran parte de la costa, y gracias a ella avisaba con tiempo a los negreros del peligro que corrían si había cerca alguno de los cruceros ingleses, franceses y americanos que vigilaban constantemente la vasta bahía de López.

Sus pombeiros —nombre que se da a los negros encargados de conducir las caravanas de esclavos— estaban escalonados por toda la costa para avisarle de la llegada de los buques negreros.

En un gran barracón mantenía siempre ciento o ciento cincuenta esclavos, prontos a ser estibados en la sentina de los navíos negreros, y muchas veces tenía que conducirlos a toda prisa al interior para que los cruceros no los viesen al inspeccionar las costas.

En la orilla del Nazareth estaba este barracón suplementario, porque sólo los buques negreros se aventuraban por dicho río.

Apenas anclada la Guadiana, Bango salió de su cabaña real, y seguido por sus magos, sus grandes dignatarios, sus guerreros y sus trescientas mujeres, salió al encuentro del capitán Alváez, a quien conocía desde larga fecha, y al cual quería recibir dignamente por saber que trataba los negocios con más esplendidez que sus colegas.

Bango tenía en aquella época poco más de treinta años; pero la orgía desenfrenada y el abuso de los licores y el vino de palma le habían envejecido de tal modo, que por su aspecto parecía tener más de medio siglo.

Para recibir a Alváez púsose su traje más vistoso, con lo cual resultaba más ridículo que de ordinario. En su cabeza ostentaba un dorado casco de bombero, y sobre él la corona real, que era de similor cuajada de trozos de vidrios de colores. Sobre su desnudo cuerpo lucía un frac lleno de cordones dorados y de monumentales botones de cobre. Gran número de brazaletes y de collares de cuentas de vidrio completaban el atavío de aquel monarca de negros, el cual chasqueaba la lengua en el paladar, chupando gustosamente un trozo de jabón ordinario color de rosa perfumado con una esencia barata.

Alváez, el contramaestre y una docena de marineros armados, pues toda prudencia era poca con aquella gente, muy capaz, si hubiera podido, de apoderarse del buque, desembarcaron al pie del gran barracón, entre los gritos de alegría de la corte de Bango y las salvas que con sus viejos fusiles hicieron los soldados de la escolta del rey.

Bango adelantóse con mucha gravedad hasta llegar cerca del capitán, a quien estrechó la mano según la costumbre europea, y en seguida se apoderó de una botella de aguardiente de cuarenta grados que le alargaba el contramaestre, y la apuró de un tirón.

—¡Es del mejor! —dijo como hombre entendido—. ¡Sin este trago no hubiera podido hablar, capitán! ¿Cómo estás? ¿Y tu gente? ¿Me traes mucha bebida? Mi bodega está seca, y mis pobrecitas mujeres y yo nos morimos de sed. Hace tres lunas que te espero y que sueño con echar un trago de ron.

—¡Basta! —dijo rudamente Alváez—. ¡No he desembarcado para escuchar tus estupideces, Bango! Tengo contados los minutos, y si no salgo de aquí pronto, corro un grave peligro.

—¿Un peligro?

—Sí; dos cruceros me esperan para darme caza.

Bango dejó caer la botella de sus manos, y su piel, negra de ordinario como el carbón, se puso grisácea, lo cual quiere decir que palidecía.

—¡Entonces, yo también corro peligro! —gimió—. ¡Y mis gangas que no me han dicho nada! ¡Voy a arrojarlos al río para que se los coman los cocodrilos!

Histórico.

—Deja en paz a tu gente, y escúchame sin hacerme perder tiempo. ¿Cuántos esclavos tienes dispuestos?

—Quinientos veinte.

—Necesito seiscientos.

—Los completaré con ochenta súbditos míos.

—Tus súbditos son tan viciosos como tú y te los dejo. Es preciso que dentro de tres horas todo lo más, esos esclavos estén en mi buque.

—¡Imposible, capitán! En tres horas no puede ultimarse un negocio tan importante. Déjeme siquiera tiempo para beber a mi gusto.

—Si te urge desprenderte de esos esclavos, ya me los venderás sin grandes discusiones.

—Es que los esclavos han subido de precio: las conducciones son cada vez más peligrosas, y…

—¡Te conozco, viejo chacal! No comiences con tus antiguas historias, o largo velas y voy a proveerme de esclavos al Congo o a la Coanza, donde de seguro me los darán más baratos que tú.

—Sí; pero los cruceros te prenderían.

—Eso no te importa. Conque, ¿hacemos trato?

—Me pones tan corto plazo…

—¡Basta, Bango! Te he dicho que tratan de darme caza dos cruceros que me esperan fuera de la bahía.

El astuto negro, que sólo trataba de sacar el mejor partido de aquel negocio, viendo que Alváez estaba resuelto a marcharse sin los esclavos, decidió llevarle al pombo, lugar en que allí se ultimaban las contrataciones.

Seguido de los magos o gangas y de los principales dignatarios, condujo al capitán y a sus hombres al interior de un barracón, donde ya había hecho disponer un trono, consistente en un viejo sillón europeo colocado sobre una monstruosa cabeza de cocodrilo, emblema, del poder de su tribu.

El capitán distribuyó las botellas que a prevención llevaban sus marineros y que contenían aguardiente y ron de lo más fuerte que se fabricaba. Sin este primer reparto de bebida no había negocio posible, pues los negros no saben ultimar sus asuntos si no tienen una botella en la mano, vicio que aprovecha el negrero para engañarlos al final, sacando partido de su embriaguez.

Ordinariamente el negocio de una compra de esclavos requiere largas e interminables discusiones, que terminan siempre en una borrachera general, sin llegar a un acuerdo definitivo, Los negros, como Tos gitanos, gustan mucho de la charla en los negocios, y no les importa invertir doce o quince días en realizar una venta, sobre todo cuando esta venta es de esclavos, y los compradores, como es costumbre, tienen que pagar la bebida que durante la negociación se consuma.

Comienzan por pedir el doble o el triple del valor del esclavo o de la mercancía, y poco a poco van rebajando, a costa de abundantes libaciones, hasta que conocen que el comprador tiene ya agotada la paciencia, y sobre todo la natural provisión de ron.

Alváez, que ya sabemos que no estaba para perder el tiempo, quería ultimar cuanto antes su compra de esclavos, para escapar de los cruceros aprovechando las sombras de la noche.

—Escúchame, Bango —dijo al rey, que bebía con la avidez de un macaco—, y después beberás.

—Habla, capitán; pero te advierto que los esclavos están ahora muy caros.

—Ya me lo has dicho; pero eso no es verdad. Y aunque lo sea. En el Congo el ébano vivo está muy barato.

—Sí; pero el Congo está lejos.

—Mi nave es muy velera. Y basta de charla. ¿Cuántos esclavos tienes?

—Trescientos hombres, todos sanos y vigorosos. ¡La flor de los guerreros!

—¿Y mujeres?

—Ciento ochenta, todas jovencitas y saludables.

—¿El precio?

—Déjame pensarlo. ¡Vas tan de prisa como tu nave!

—Te he dicho que corro aquí peligro de ser cazado por los cruceros.

—¿Tratas de asustarme? —gruñó el rey temblando de miedo y mirando a su alrededor para convencerse de que no le había abandonado su escolta.

—¿Para qué? Yo sé que tú no puedes tener miedo, porque eres un rey poderoso.

—¡Es verdad! —dijo Bango pavoneándose—. ¡Yo no tengo miedo!

—¿El precio?

—Te advierto que los esclavos son…

—Déjate de alabanzas, compadre, o juro por tus fetiches que voy al Congo por los esclavos.

—¿Quieres dejarme sin aguardiente? ¡No, no, que me aborrecerán mis mujeres!

—Y tu vientre lo sentiría —añadió el contramaestre.

—¡Basta, con mil demonios! —exclamó Alváez, que ya iba perdiendo la paciencia—. ¡El precio o levo anclas, pero ahora mismo!

—¡No hay que encolerizarse, compadre!

—Es que conozco tu táctica. ¡El precio, te repito!

—Todavía he bebido muy poco.

—¿Acabarás?

—Está bien. ¿Tú quieres saber el precio? Te advierto que la mercancía ha encarecido. Los Bacalaos se defienden como demonios, y no se puede hacerlos prisioneros. En el último combate me mataron trescientos hombres, y me pusieron lo menos mil fuera de combate.

—¿Quieres acabar? —preguntó colérico Alváez, haciendo ademán de levantarse.

—Sí; pero es que te expongo los peligros que cuesta traer esclavos.

—¡Eso no me importa!

—¿Sabes que he perdido a mis generales más valientes sólo por apresar al gran jefe Niombo?

—¿Niombo? ¿Quién es ese hombre?

—El negro más terrible del África ecuatorial. Un hombre que posee una fuerza prodigiosa y que, si no lo capturo, destruye mi reino.

—¿Era también un rey?

—Sí; era un rey poderoso, y todos los caciques de la corte le estaban sometidos.

—¿Viene del interior?

—¡Quién sabe! Se dice que es hijo del rey de los Cacongos; y si esto no es verdad, por lo menos sangre real tiene en sus venas.

—¿Y cómo le has apresado?

—Los míos le sorprendieron descuidado; pero, así y todo, defendió tan bravamente su libertad, que luchó como un león, y me mató treinta guerreros peleando sólo con una maza como arma.

—¿Me lo cederás?

—Sí; pero, como gran jefe, vale como diez esclavos.

—Lo veremos.

—Pero…

—¿Qué más tienes que decirme?

—Que también quiero deshacerme de una esclava. Es una mulata superior.

—¡Hola! ¿También haces esclavas a las mestizas?

—Sí; aunque ésa es hermosa como el Sol, no quiero tenerla conmigo. Es una mujer pantera y ha estrangulado ya a tres mujeres de mi harén.

—¿Qué historia es la que me cuentas? ¿Cómo puede haber una mulata en este país de negros?

—Muy sencillo. El padre de esa muchacha, que era un gran rey como yo, tenía entre sus trescientas mujeres una de raza blanca, probablemente portuguesa.

—¡Me pones en curiosidad, Bango! Si quieres, te compro a Niombo y a la mulata.

—Y yo te los vendo con gusto; porque, dicho sea con franqueza, les tengo miedo.

—Este asunto lo trataremos aparte. Ahora dime el precio de tus negros. El tiempo pasa, y no quiero dejarme sorprender.

—Por cada adulto me darás cien pannos; las mujeres a setenta, y a cincuenta los niños. Ya ves que Bango no puede estar más razonable.

—¡Lo que tú eres, es un ladrón! —dijo el capitán levantándose, así como sus marineros.

—¿Adonde vas? —preguntó el monarca asustado.

—¡A levar anclas! ¡En otra parte encontraré vendedores más honrados que tú!

—¡Es que la carne negra vale mucho!

—¡Yo no la quiero para nada!

—¡Dame una botella de ron, y nos entenderemos!

—¡No quiero perder tiempo!

—Pero ¿quieres que te regale mis negros?

—No; por cada uno de ellos te doy ochenta pannos, sesenta por los mujeres y cuarenta por los chicos. ¡Ni un céntimo más!

—Aumenta una botella de ron por cabeza.

—¡Vaya por la botella!

—Y un pañuelo de algodón para cada una de mis trescientas mujeres.

—Y un barril de pólvora para mis guerreros.

—¡Y una cuerda para ahorcaros a todos! —tronó Alváez—. ¡No te daré nada sobre lo dicho!

—Es que…

—¡Basta, o me voy! Vamos a ver los esclavos. Dentro de dos horas quiero estar lejos de la bahía.

CAPITULO IV. LA TRATA

¡La trata! ¡He aquí una palabra que no puede tener un significado más triste, más inhumano, más espantoso; una palabra que sólo al pronunciarse causaba terror profundo en todo el continente africano; una palabra que suena a barbarie, a martirios horrendos, a incendios, a saqueos, a ríos de sangre, a destrucción y muerte!

Si los primeros colonos de América hubieran sospechado siquiera la cohorte de horrores que iba a llevar consigo la importación de esclavos africanos en sustitución de las débiles razas americanas, de seguro que no hubieran aceptado la carga que llevó en sus bodegas el primer navío negrero que Portugal envió al Brasil, y que, más tarde, españoles y franceses esparcieron por todas las bellas islas del golfo mejicano.

Fue una infamia, un crimen de lesa humanidad el considerar como degenerada a la raza negra, por el color de su piel, para parangonar poco a poco sus individuos a una especie de animales destinados a la ruda labor del campo, ni más ni menos que si se tratara de ganado mular.

La continua demanda de negros por parte de los plantadores americanos, que veían prosperar maravillosamente sus inmensas haciendas, gracias a los robustos brazos africanos, hizo nacer el llamado tráfico negrero o de ébano vivo, y con él la banda de cazadores de hombres, que tan terrible fama debía de alcanzar en el mundo.

Increíble parece que una idea monstruosa, nacida en una nación culta, por incomprensible aberración del momento, pudiera luego extenderse por otros países, que llegaron a hacer del feraz continente africano el teatro sombrío de sus escenas de exterminio y de sangre. Frondosos bosques, encanto de la vista, maravilla del espíritu y arrobo del pensamiento, que durante millares de años fueron sólo centros de vida para los seres de la Creación, vieron turbado su silencio augusto por el estrépito de las armas de fuego. Y los pobres negros fueron cazados como fieras, resonando en aquellos montes, valles y ríos, tranquilos durante siglos y siglos, feroces gritos de venganza y guerra, gemidos de moribundos, ayer de heridos, llantos de madres que veían arrebatados los hijos, mientras los padres y maridos sucumbían en defensa del hogar violado: y los que no tenían la dicha de morir iban allá, a tierras lejanas, a labrar en el campo bajo el látigo implacable de los que se decían hijos de la civilización y de la cultura…

Donde existía una tribu poderosa no quedaban al paso de los negreros más que brasas humeantes de chozajos incendiados y cadáveres de pobres vencidos, que las hienas, inseparables compañeros del negrero, se encargaban de convertir en limpios esqueletos.

No quedaba allí ni un solo ser vivo para contarlo; había pasado la devastadora tromba de la trata, y todo fue destruido.

En cuanto a los supervivientes, ¡desdichados!, mejor hubiera sido para ellos morir defendiendo sus hogares.

Helos allí encadenados, con una doble barra de madera al cuello que los une de dos en dos, en marcha hacia las costas, donde los aguardan los navíos negreros.

Hombres, mujeres, niños, todos marchan unidos, rodeados de guardianes que los arrean a latigazos, haciéndoles sangrientos verdugones en sus carnes.

Todo intento de fuga es imposible; toda sublevación es funesta para ellos, porque los cazadores de hombres no tendrán piedad de ninguno. Aquella larga cadena de desgraciados marcha durante semanas y meses a través de los bosques y de ríos, mal nutridos, sin descansar apenas y sufriendo sobre sus cráneos los abrasadores rayos de un sol de fuego.

¡Ay del que se detenga! Los látigos y aguijones martirizarán sus carnes, y hombres, mujeres y niños irán quedando en el camino como rastro terrible del paso de una de aquellas caravanas.

No importa que los pobres esclavos caigan a centenares. La carne negra abunda, y los que mueren son en seguida sustituidos por otros…

Los sufrimientos, el hambre, la sed, las interminables marchas, la sofocación que les produce el madero que rodea su cuello; nada importa nada, y si en la travesía mueren ciento, al punto tienen los negreros doble número de víctimas. ¡Pobres esclavos!

Los primeros que caen en el camino son los niños, los más débiles, y lejos de recibir un consuelo, un alivio en su caída por aquella vía de dolores, lo que reciben es un tremendo golpe en el cráneo, y allí quedan para pasto de las hienas, que muchas veces los devoran, palpitantes aún, ante los mismos ojos de sus madres, enloquecidas por la angustia.

Así van cayendo niños, hombres y mujeres; pero la columna no se detiene, sino que sigue y sigue siempre, dejándolos abandonados, sin fuerzas y con la horrorosa perspectiva de que los destrocen las fieras.

A veces sus conductores son tan monstruosamente despiadados, que al que cae le cortan las piernas a hachazos, para que no pueda llegar nuevamente a un lugar habitado.

Nada de tiros, pues en aquellos países un disparo de fusil cuesta más caro que un negro.

Los que pueden sobrevivir a tanto martirio hacen desesperados esfuerzos por no caer, por seguir adelante, y sufren pacientes los latigazos de sus verdugos, de la salvaje horda que los lleva a la costa del inmenso océano.

Eran más de mil los esclavos, y llegaron apenas seiscientos. Los demás allí quedaron en el camino, marcando con sus esqueletos emblanquecidos por el sol la vía de sangre y de lágrimas que los supervivientes recorrieron.

No todos los que llegan a las riberas del mar son embarcados; muchos de ellos acaban el viaje en completo estado de postración por las fatigas y privaciones, y como el reponerlos exigiría un tratamiento largo y costoso, prefieren sus verdugos matarlos y echarlos a las fieras.

Los más fuertes reciben en la costa una alimentación abundante, se les deja descansar, se les conceden algunas horas de libertad relativa, y así los reponen y robustecen para aumentar su precio.

¿Adonde los llevan? Aquellos desgraciados lo ignoran; pero todos han oído hablar del látigo con que los castigan, y algunos creen que van a servir de alimento a los hombres blancos. En esta angustiosa alternativa permanecen hasta que llega la nave negrera.

Embarcados, se los hacina en la bodega, y quinientas criaturas tienen que permanecer amontonadas en un barco de ciento setenta toneladas apenas.

El viaje en tan horribles condiciones dura dos meses, y a veces cuatro. Las enfermedades contagiosas no tardan en desarrollarse entre los pobres negros, y el cólera, la fiebre amarilla o el tifus los matan a centenares. Pero ¿qué importa? Aunque de mil esclavos lleguen trescientos al fin del viaje, bastan para hacer un gran negocio en América; principalmente en el Brasil y en las islas del golfo de Méjico se pagan muy caros los esclavos.

Ya están al fin desembarcados los últimos supervivientes de aquella hecatombe humana; pero sus dolores no han concluido todavía: en las plantaciones sólo los aguardan penas infinitas. Trabajan desde el alba hasta ponerse el sol: los débiles y los enfermos pagan con la muerte su escasez de fuerza; y los que intentan fugarse para librarse de aquella inacabable serie de martirios son cazados como bestias feroces y suelen morir bajo las dentelladas de los perros que les azuzan.

Sus tribulaciones y miserias no terminan ni con la muerte, pues sufren el dolor supremo de exhalar el último suspiro lejos de sus grandes bosques, de la tribu que los ha visto nacer, de sus hijos, de sus hermanos, de sus padres, a quienes nunca más verán, pues sus ojos se cierran para siempre en una tierra extranjera, que fue para ellos una madrastra cruel.

Los filósofos del siglo XVIII lanzaron el primer grito, la primera protesta contra tanta barbarie. Aquella voz no quedó perdida en el vacío, y las naciones se decidieron, al fin, a escucharla. Francia abolió la esclavitud en sus colonias; Inglaterra, en 1809 proclamó la libertad de sus negros, y la República americana del Norte elevó la jerarquía social del negro al mismo nivel que la del blanco. Pero no bastaba esto; era preciso destruir los navíos negreros, que continuaban transportando millares y millares de esclavos a las colonias españolas y portuguesas, en las cuales no se había abolido la esclavitud.

De esta humanitaria idea surgieron los cruceros, que se escalonaron a lo largo de la costa africana para capturar a los navíos negreros y ahorcar a sus tripulantes. ¡Vanos esfuerzos! Sesenta navíos no bastaban para vigilar un continente tan extenso, y la esclavitud continúa, la barbarie perdura, y lo mismo en el centro que en la costa de la negra África, despiadadas bandas de cazadores de hombres se multiplican cada día, y la sangre corre, corre sin cesar.

¿Cesará un día este torrente de vergüenza? En el mar la trata ha terminado. La proclamación de la libertad de los negros en el Brasil, último país donde subsistía la esclavitud, dio el golpe de muerte a los navíos negreros; pero la esclavitud dura todavía en África, y durará hasta que las naciones europeas hayan conquistado las naciones del centro.

Entonces la paz reinará en aquellas tribus, que serán felices a la sombra de sus selvas maravillosas y que olvidarán con el tiempo la sangre y las lágrimas derramadas por tantos millones de esclavos arrancados brutalmente de sus países nativos.

CAPITULO V. EL CARGAMENTO DE CARNE HUMANA

El barracón del rey Bango era una inmensa cabaña construida cerca del río, abierta por sus cuatro lados, pero rodeada de una fuerte empalizada imposible de escalarse y en la cual ejercían constante vigilancia gran número de guardias armados de fusiles y sables.

Los negros, confusamente amontonados en el barracón, aguardaban desde hacía varias semanas la llegada de la misteriosa nave que debía alejarlos para siempre de la costa africana. Acurrucados acá y allá, permanecían sombríos y taciturnos; los hijos abrazados a sus pobres madres, los hermanos a las hermanas y los maridos a sus mujeres, de las cuales debía separarlos en América la voluntad cruel de un comprador inhumano. Los más vigorosos e indómitos daban saltos tras la empalizada como fieras en sus jaulas, maldiciendo contra el Destino, que los había hecho esclavos. Casi todos ellos ostentaban indelebles cicatrices, delatoras de sus sufrimientos.

Al ver entrar al rey acompañado del negrero y su tropa, los esclavos se levantaron lanzando un murmullo de protesta, aunque sin atreverse a significarla con palabras.

Si aquellos quinientos desgraciados, exacerbados por las privaciones sufridas, hubieran podido coger un solo momento entre sus manos a aquel rey borracho y despreciable, a buen seguro que no hubiera podido consumar su venta al hombre blanco; sólo el miedo a aquellas mortíferas armas les impedía lanzarse como toros furiosos contra aquel miserable y su corte.

Aquellos saltos de bestias poderosas, aquellos gritos de furor impotentes, aquellas miradas torvas que lanzaban sombríos relámpagos, aquellos puños apretados y aquellos músculos ansiando distenderse, demostraban bien claro el odio que rebosaba de sus corazones.

—¡Demonio! —exclamó el contramaestre—. ¡Qué aire tan malsano se respira aquí, amigo Bango! ¿Y ésta es la hermosa colección de negros que has reclutado, estúpido borracho?

El capitán, cada vez más impaciente, dio una vuelta al barracón acompañado de varios negros provistos de látigos, deteniéndose de cuando en cuando para examinar a este o al otro esclavo. Después, visiblemente satisfecho, volvióse hacia el rey, que había permanecido a prudente distancia:

—Me conviene el cargamento —le dijo—. Pero ¿dónde está Niombo?

—Le tengo encerrado en una cabaña adecuada —respondió Bango—. Ese hombre me hubiera sublevado a toda esta gentuza.

—¿Y la mulata?

—Está con él.

—Quiero verlos.

—¿Me lo pagarás doble que los demás?

—Lo veremos.

—¡Sígueme!

Bango, siempre seguido de su escolta, llegó a la extremidad del inmenso recinto y entró en un departamento guardado por gran número de soldados.

El capitán, que le había seguido presa de una viva curiosidad, vio en el centro, sentado sobre una esterilla, a un negro de colosal estatura, uno de los más soberbios tipos africanos que hasta entonces había visto.

Era alto, casi de seis pies; tenía el pecho amplio, anchas espaldas, miembros musculosos y, cosa extraña en aquel gigante, sus extremidades eran elegantes y finas, pies y manos casi de mujer. A primera vista se comprendía que aquel magnífico campeón de la raza negra, además de una fuerza inmensa, debía de tener una agilidad prodigiosa.

Al ver entrar a aquellos hombres, alzó la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho, mostrando una hermosa fisonomía desprovista de las deformaciones características en los hombres de raza negra, y que van desapareciendo poco a poco hasta llegar al tipo árabe africano.

Su frente era ancha; su nariz, recta y fina; sus labios, un poco gruesos, de un rojo subido, y las líneas de su rostro enérgicas y bien dibujadas. Sus ojos eran bellísimos; negros, inteligentes y de un brillo singular.

Al ver a Bango, que se mantenía prudentemente cerca de la puerta, el gigante dio un salto de fiera, sacudiendo furiosamente la cadena que le sujetaba las muñecas y los tobillos; pero no dijo una sola palabra.

A sus pies, acurrucada sobre una estera, dormía una joven mulata cuyo cuerpo aparecía mal cubierto por una ligera muselina sujeta a la cintura con una cinta de seda color de rosa.

Al oír el ruido de las cadenas, se levantó bruscamente, fijando sus grandes ojos negros en el capitán y su escolta. Podía tener aquella joven dieciséis o diecisiete años, y sus líneas graciosas acusaban el cruzamiento europeo que había tenido. Sus formas opulentas y de esbeltez exquisita tenían toda la suavidad de la curva; su mirada era a la vez dulce y salvaje; su piel, mórbida y fina; sus cabellos, de un negro de ébano; sus labios bermejos dejaban ver unos dientes blancos y menudos como granos de arroz. El poderoso soplo de vida, juventud y energía que hacía vibrar a aquellas carnes produjo en el capitán de la nave negrera un efecto que jamás había experimentado y que no supo explicarse.

Quedó inmóvil, pasmado, mirando fijamente a la joven mulata, ante la cual las hermosas criollas de Cuba, la Martinica o Guadalupe, tan famosas por su atractiva hermosura, quedaban en segundo término.

—¿Y ésta es la esclava que quieres venderme? —preguntó a Bango, con una emoción tan intensa, que no pasó inadvertida al astuto rey.

—Esta. ¿La quieres?

—Sí; y te la compro por cien metros de algodón, dos fusiles y una docena de pañuelos.

—Aceptado. ¿Ya Niombo no lo compras?

El capitán no respondió; parecía absorto en una profunda idea, sin apartar los ojos de la mulata, que lo miraba a su vez con extraña obstinación, como si quisiera fascinarle.

—¿Y Niombo? —repitió Bango.

—Sí —respondió Alváez, como si obedeciera a una voluntad que no era la suya.

—Doscientos pannos.

—¡Sea!

—Ven a entregarme la mercancía.

Alváez siguió al rey, sin dejar la preocupación que le embargaba. Diríase que la vista de la joven esclava había causado en él una emoción profunda.

El contramaestre, que había recibido las órdenes necesarias, dispuso que la tripulación de la Guadiana comenzara a descargar las mercancías, consistentes en barriles de aguardiente, botellas de ron fuerte como el vitriolo, fusiles viejos, cuchillos, uniformes militares fuera de uso, cuentas de vidrio, objetos de buhonería, pañuelos y telas de algodón.

Estas telas son fabricadas ex profeso para el comercio con los pueblos africanos, bajo un modelo que viene exactamente copiado de siglo en siglo.

Son a rayas blancas y azules o a cuadritos de varios colores, y basta la más ligera diferencia en el ancho corriente o la más insignificante variación en el dibujo para que sean inexorablemente rechazadas por los negros.

El precio de los esclavos se paga siempre en pannos, medida equivalente a poco menos de una vara; pero para facilitar las contrataciones se ha establecido que ochenta pannos equivalgan a cien pesetas, y por este precio reciben ordinariamente un fusil viejo, un poco de pólvora, algunas botellas de ron, etc.

Bango, que a pesar de haber bebido dos botellas de ron conservaba toda su inteligencia, pasó a examinar las mercancías que desembarcaban los marineros de la Guadiana.

En tanto, el capitán hizo desembarcar veinte hombres armados y procedía rápidamente al embarco de los negros, que los guerreros de Bango conducían a la playa perfectamente atados, para impedir todo intento de fuga.

Aquellos desgraciados desfilaban entre los marineros temblorosos y taciturnos, dirigiendo angustiosas miradas a la majestuosa nave que los aguardaba a orillas del río. Una vez a bordo, los llevaban al entrepuente, donde los más robustos y peligrosos eran sujetos a fuertes argollas empotradas en las paredes.

A media noche, el cargamento estaba casi completo; sólo faltaban algunas mujeres, Niombo y la mulata. Los demás estaban ya colocados; los hombres a popa y las mujeres y los niños se acomodaron en la proa.

Los marineros miraban alegremente los últimos preparativos para la marcha. Mientras unos estibaban las mercancías y otros completaban la provisión de agua y embarcaban una considerable cantidad de aceite de ciáis, que sirve de alimento a los negros, y de ciertas nueces amargas, muy nutritivas y apreciadas por aquella gente, el contramaestre Hurtado mandaba largar velas y preparar las armas para reprimir cualquier ataque de los cruceros.

Bango, sentado en medio de sus riquezas, entre sus mujeres y dignatarios, había comenzado ya una infernal orgía, brindando a la salud de su gran amigo Alváez, el cual sólo respondió con monosílabos.

El capitán parecía bastante pensativo. Respondía distraídamente a las preguntas del monarca, que quería saber la época de su regreso para prepararte otro cargamento de negros; permanecía serio ante las gracias del bufón de la corte, que hacía desternillar de risa a los dignatarios, y apenas probaba el licor de su copa, no obstante las instancias del rey.

¿Pensaba tal vez en los dos cruceros que le aguardaban a la salida de la bahía para darle caza, o qué otra cosa más grave podía turbar su cerebro, ordinariamente tan sereno y tranquilo?

De pronto levantóse bruscamente, empujó a los negros que le rodeaban, y sus ojos se fijaron en los marineros que embarcaban los últimos esclavos.

Había descubierto entre ellos a la joven mulata y al gigantesco Niombo.

Durante algunos instantes permaneció indeciso. De pronto se dirigió rápidamente hacia la orilla, como si hubiera tomado una resolución instantánea, y volviéndose hacia Vasco, que mandaba la faena, le dijo:

—Déjame la mulata.

El oficial obedeció, desatándola de la cuerda que la unía a los otros esclavos.

El capitán la tomó casi con rabia por un brazo, y llevándola bajo un hermoso mangle que extendía sus ramas sobre las orillas del río, le dijo bruscamente:

—¿Quieres ser libre?

La esclava fijó en él sus grandes ojos negros, que brillaban como dos diamantes, y no contestó:

—¿Me has comprendido? —le preguntó Alváez con agitación.

—Sí —respondió ella.

—Pues entonces eres libre.

—Yo soy tu esclava y tú eres mi señor —dijo ella cruzando los brazos sobre el pecho.

—Es que te doy la libertad.

Una amarga sonrisa plegó los labios de la mulata.

—¡La libertad! —murmuró—. A mi país volvería siendo esclava, porque como esclava me han vendido.

—¡Es verdad! —dijo Alváez—. El esclavo vendido no recobra su libertad, pero el África es grande y puedes refugiarte en otra tribu.

—No; soy tu esclava —repitió la mulata con extraña energía, mientras sus grandes ojos se fijaban insistentemente en el negrero.

—¿Rehúsas?

—Tú eres mi señor.

—¿Pero tú sabes adonde te conduciré?

—¿Qué me importa?

—Es que yo voy muy lejos, muy lejos, más allá del inmenso océano, y no verás más a tu patria.

—¡La esclava no tiene patria!

Alváez la miró con profundo estupor. Aquella obstinación le sorprendía, aumentando la agitación de su ánimo.

—¡Vete, te digo! —exclamó casi con rabia.

—¿Por qué? —exclamó la mulata—. ¿No me has comprado tú?

—Pero ¿no comprendes que eres muy hermosa? —exclamó el negrero con sorda voz—. No te quiero en mi barco porque me das miedo.

—¡Yo! —exclamó ella, temblorosa.

—¡Tú! —replicó el negrero con mayor violencia—. Tengo miedo de tu fatal hermosura, y quiero ser libre. ¿Me entiendes, mujer?

—Pues entonces mátame; tú eres mi señor.

—¡Matarte!

—Si no quieres que yo sea tu esclava, mátame.

—¿Estás loca?

—No —respondió la mulata, fascinándole cada vez más con su mirada.

—Pero ¿no tienes parientes? ¿No tienes una madre, alguien que te una a tu país?

—No tengo a nadie. Mis parientes han sido muertos; mi cabaña, destruida. Estoy sola en el mundo.

—¿Quién era tu padre?

—Un gran jefe del alto Ogobai.

—¿Y tu madre?

—Una mujer blanca como tú.

—¿Y han muerto?

—Sí, en la guerra.

—¿Y tu tribu?

—Dispersa y esclava. No tengo a nadie. Me has comprado y quiero seguirte.

—Vente, pues; pero causarás mi desventura.

—Mátame; herida por ti, moriré feliz.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Sígueme —dijo bruscamente el negrero, cada vez más meditabundo e inquieto.

El cargamento estaba ya listo. La tripulación había izado ya los botes a las grúas de babor y estribor, y sólo se esperaba al capitán para levar anclas.

En tierra sólo se encontraba el contramaestre esperando al capitán para llevarle a bordo.

Alváez dirigió un último saludo al rey negro, que estaba ya asquerosamente borracho, así como toda su corte, y se embarcó en la ballenera, seguido de la mulata.

Bango y los suyos los despedían con roncos clamores.

—¿Ha vuelto el segundo? —preguntó Alváez apenas pisó el puente de la nave.

—No, señor —respondió un marinero.

—¡Pues arriba el ancla!

—¿Y esta esclava? —preguntó Vasco, preparándose a llevarla al entrepuente.

—No es esclava; es una mujer libre —respondió Alváez, mientras su frente se nublaba—. Condúcela a popa y que pongan a su disposición un camarote.

Levadas las anclas, la Guadiana comenzó a deslizarse sobre las aguas.

—¡Buen viaje! —gritó Bango, agitando la botella que tenía en la mano.

—¡Y buena digestión! —respondió el contramaestre.

Un instante después, la Guadiana, con todas las velas desplegadas y ayudada por una ligera brisa que soplaba del Este, surcaba con su quilla las aguas del Nazareth y se alejaba con su carga de esclavos.

CAPITULO VI. LA CAZA DE LOS NEGREROS

La Guadiana del capitán Alváez era una de las más veloces y de las más bellas embarcaciones que en aquel tiempo surcaban el océano, dedicadas al tráfico de carne humana, y era famosa entre los negreros, porque verdaderamente no había otra que la superase.

Construida tres años antes en los célebres astilleros de Glasgow, bajo diseños del propio capitán Alváez, era el mayor buque de los dedicados a la trata, llegando su porte a mil doscientas toneladas.

Su espacioso entrepuente podía contener hasta ochocientos negros cómodamente colocados y sin peligro de sufrir las enfermedades que por falta de higiene reinaban en otros navíos negreros.

El capitán Alváez, que no quería correr la infausta suerte de su padre, dio a su nave tal arboladura que pudiera escapar a la persecución de los más rápidos cruceros.

No sólo se había cuidado de la comodidad y velocidad, sino que procuró que el armamento del buque aventajara al de los navíos enemigos.

La tripulación, compuesta de cuarenta hombres escogidos en todos los puertos de América y Europa, era inteligentísima y de una valentía a toda prueba.

La disciplina se mantenía en ella con todo rigor, y las órdenes del capitán eran siempre obedecidas con sumisión ciega.

La Guadiana seguía descendiendo por el Nazareth, oculta bajo la sombra de los grandes árboles.

Había desplegado todas sus velas para aprovechar el viento que debía de soplar en la bahía, y su tripulación, después de cerrar el entrepuente con una verja de hierro para impedir la fuga de los esclavos, se había puesto en orden de batalla, con el fin de rechazar el probable ataque de los navíos enemigos.

Alváez, que en aquel momento parecía no preocuparse ya ni de los negros ni de la esclava, que había sido conducida a un camarote de popa, pasó a proa, llevando al lado al contramaestre y al médico de a bordo, hombre de unos cincuenta años, alto, delgado como un arenque y que había sido gran amigo del padre del negrero. Este doctor había aceptado su peligroso puesto en la Guadiana sólo por cariño al hijo del difunto, pues era un partidario convencido de la libertad de los negros y opinaba que la trata era una gran infamia.

Un silencio absoluto reinaba a bordo.

Los negros callaban, como si el miedo hubiera paralizado sus lenguas; los marineros, por su parte, tampoco decían palabra, y hasta Bango y sus súbditos habían cesado en sus gritos de despedida.

—¿Se ve algo? —preguntó Alváez.

—No, capitán —respondió el contramaestre.

—¿Habrá ocurrido alguna avería a la chalupa del señor Kardec?

—Habríamos oído al menos algún disparo de arma de fuego —dijo el contramaestre—. Sus hombres llevaban fusiles.

—¡Hum! —exclamó el doctor, moviendo la cabeza—. Temo, Alváez, que este viaje nos cueste la piel.

—¡Bah! Mi nave corre como el viento y hay en su santabárbara pólvora suficiente para hacer volar una ciudad.

—¿Y crees tú que los cruceros son tortugas y carecen de pólvora? Te aseguro que acabaremos mal y que he cometido una estupidez al embarcarme con esta compañía de bribones.

—¡Diablo! —exclamó el capitán, riendo—. ¿Llamas bribones a unos honrados traficantes?

—El calificativo es exacto, Alváez.

—Es demasiado duro, Esteban. Yo compro y vendo como cualquier otro negociante. ¿No he pagado mi cargamento? ¿No voy a venderlo ahora?

—Pero tu cargamento es de carne humana, de carne como la tuya.

—¡Perdón, don Esteban —dijo el contramaestre—, pero mi carne es blanca!

—Si te arrancaran la piel, ya verías cómo es igual que la del negro. ¡Cuidado que es audacia parangonar a un semejante con una caja de azúcar o un saco de café!… ¡Ya se encargarán los cruceros de serviros el café, traficantes de carne viva!

—¿Esos son tus augurios, Esteban? —exclamó Alváez, siempre riendo.

—Si no fueras hijo de mi pobre amigo, te auguraría de todo corazón una cuerda al cuello.

—Es que esa cuerda le alcanzaría también a usted —añadió el contramaestre.

—Tienes razón, Hurtado. Todas mis protestas de inocencia no bastarían a salvarme, y lo mismo los ingleses que los americanos me tratarían como al último de los marineros de la Guadiana.

—Para evitar eso, mi buque sabrá defenderse de los cruceros, y en caso preciso estoy decidido a servirme del espolón, que es todo de acero y fino como una aguja.

—¿Y no comprendes que esa maniobra te va a averiar la carga? Tan espantoso choque va a romper los miembros a muchos de los desgraciados esclavos.

—Tú los curarás más tarde y…

—¡La ballenera! —exclamó el contramaestre, interrumpiéndole con brusquedad.

—¿Dónde?

—Sale del río costeando la orilla.

En efecto; a trescientos o cuatrocientos pasos se veía avanzar una pequeña embarcación, que procuraba mantenerse oculta por los árboles.

Cuando estuvo cerca de la Guadiana, viró de bordo y el segundo ganó la escala, hallándose bien pronto en la nave frente al capitán.

—¿Y bien? —preguntó éste con ansiedad.

—Estamos bloqueados —contestó el segundo.

—¿Cuántos navíos?

—Dos, señor.

—¿Dónde nos esperan?

—El uno está en la bahía aguardando la salida de la Guadiana. El otro debe de andar bordeando por alta mar, porque lo he visto cambiar señales con su compañero.

—¡Ah! ¿Quieren cogernos entre dos fuegos? —exclamó Alváez con ironía—. ¿Ha visto usted la nave que nos espera cerca del promontorio?

—Sí, señor.

—¿Qué clase de buque es?

—Un bergantín de mil seiscientas o mil ochocientas toneladas.

—¡Lo venceremos!

—Eso creo.

—Lo haremos encallar en el banco de arena. ¡Hurtado!

—¿Qué hay, capitán?

—¿Conoces la bahía?

—Como la palma de mi mano.

—¿Sabes dónde está el gran banco?

—Perfectamente, capitán.

—¿Y dónde existe el paso?

—Sí, y lo encontraría con los ojos cerrados.

—Pues dirige hacia allá la nave, y cuando el buque adversario trate de abordarnos, lanzas la Guadiana hacia el banco y atraviesas por el paso libre. De este modo, el navío enemigo, engañado por nuestra maniobra, encallará irremisiblemente. Ya lo sabes; cualquier movimiento mal dado puede lanzarnos a todos a la muerte.

—Le tengo mucho cariño a mi pellejo, capitán.

—El crucero encallará si haces lo que he dicho.

—Sí, pero ¿y el otro? —preguntó el doctor.

—En el otro pensaremos después.

—Ten cuidado, Alváez, que yo conozco tres naves que corren tanto como la tuya.

—Yo también las conozco, Esteban; pero sé que están en la Costa de Oro.

—Es que el London puede estar por aquí.

—¡Cállate con mil negros! ¡Para ese caso dispongo de buenos cañones! ¡A tu puesto, Hurtado, y usted, señor Kardec, tome el mando de la escuadra de maniobras!

Toda la tripulación ocupaba su puesto de combate, pronta a responder al primer cañonazo del crucero; los artilleros ante los cañones, con la mecha encendida en la mano; los tiradores en las bordas, con las carabinas montadas, y la brigada de maniobra dispuesta a ejecutar las órdenes que se le dieran para la dirección del buque.

Aquellos hombres de todas nacionalidades y castas aparecían serenos y tranquilos ante el peligro, inmenso para ellos, de ser apresados por los cruceros.

El capitán, en tanto, acompañado del doctor, trataba de descubrir la nave adversaria.

—¿No. se la ve? —preguntó Alváez, que aguzaba la vista hacia el promontorio—. Esas altas plantas me impiden ver la arboladura, pero dentro de poco estaremos en la bahía.

—Por fortuna nuestra, se ha ocultado la luna.

—Así lograremos llegar al gran banco sin ser vistos.

—Preparémonos a recibir las balas.

—No tardarán, te lo aseguro.

—Compadezco a los pobres negros.

—No hay que temer por ese lado —añadió Alváez—; apuntarán alto para no herirlos. Son muy filántropos, y como saben que llevamos carga viva, dirigirán sus balas a la arboladura… ¡Ah!

—¿Qué hay?

—¡Ahí está!

—¿Dónde?

—Veo el extremo de sus palos por encima de las rocas del promontorio. Tiene la proa hacia la salida de la bahía. Quitémonos de aquí, Esteban; dentro de poco llegarán aquí las balas.

La Guadiana llegó a la desembocadura del Nazareth, traspasó la barra y entró con precaución en la bahía de López, llena, como se sabe, de escollos y de bancos.

La bahía estaba desierta. Bango y los suyos se habían retirado al interior por miedo a que les alcanzara alguna bala perdida.

No distaba ya la Guadiana más que cuatrocientos pasos del gran banco de arena, cuando un grito de alarma interrumpió el profundo silencio que reinaba en aquella extensión de agua.

—¡La nave! —había gritado una voz que parecía partir de la altura del promontorio.

Después se oyeron otras voces confusas, de entre las cuales sobresalía el agudo silbido del pito de mando del contramaestre.

—¡Aquí estamos! —dijo Alváez, colocándose en el puente de mando.

Después gritó con voz tonante:

—¡Todo el mundo a su puesto de combate!

La Guadiana, obedeciendo prontamente al timón y a la acción de las velas, viró de bordo, costeando el gran banco y haciendo creer a la nave enemiga que huía a lo largo de la costa africana.

Aquella astucia dio sus resultados, pues el crucero se lanzó a velas desplegadas hacia la Guadiana.

Era aquel un hermoso bergantín de gran velocidad, que, sin sospechar el peligro, corría vertiginosamente hacia el banco.

—¡Magnífico! —gritaba Alváez, frotándose las manos—. ¡No correrás mucho, querido!

Algunos minutos después brilló como un relámpago en el espacio, oyóse una detonación, y la extremidad de babor del peñol del trinquete, arrancada por una bala, cayó al agua.

—¡Ah! —exclamó Alváez—. ¿No creéis necesario intimarme la rendición con un disparo sin bala? ¡Tanto peor para vosotros! ¡Hola, cañonero de popa, responded al saludo!

CAPITULO VII. VARIOS CAÑONAZOS Y UN GOLPE DE ESPOLÓN

La caza de la nave negrera había comenzado. Cualquier otro capitán que se hubiera encontrado en la posición de Alváez, preso entre dos fuegos, hubiera sentido verdadero espanto, sabiendo la suerte que le esperaba de caer vivo en las manos de aquel formidable y terrible adversario. Pero el brasileño no era hombre que perdiera la cabeza por nada, y cuanto mayores eran los peligros que le amenazaban, mayores eran su audacia y su sangre fría.

Tenía una fe ilimitada en las condiciones náuticas de su buque, que podía competir con los más grandes cruceros destinados a la persecución de la trata.

Formó rápidamente su plan, que consistía en desembarazarse de uno de sus enemigos, a fin de impedir que pudieran unirse. Para lograr esto, trataba de inmovilizarlo sobreseí gran banco, haciéndole encallar de modo que no pudiera quedar a flote hasta el retorno de la alta marea. En seis horas Alváez tenía tiempo para librarse del otro buque y escapar por el Oeste.

Al grito que dio, los artilleros de popa dispararon los cañones, y una lluvia de fuego y metralla cayó sobre el crucero.

—¡Contentaos con eso por ahora! —dijo Alváez—. ¡Después os mandaré confites de mayor calibre!

Aquella doble descarga de hierro lanzada a doscientos metros de distancia del crucero no quedó perdida, pues se oyeron gritos de furor y se vio que ardían algunas velas del buque enemigo.

No se arredró éste, sin embargo, y maniobrando con gran habilidad, trató de impedir que la Guadiana ganara la salida de la bahía.

—¡Hay que apresurarse! —se dijo Alváez—. ¡El otro enemigo puede llegar! ¡Hurtado!

—¡Capitán!

—¡Atención!

—¿Estamos en el paso?

—A quince brazas.

—¡Pues a virar!

La Guadiana, sorteando perfectamente el banco, se lanzó por el paso.

—¡Fuego! —gritó Alváez.

La batería de estribor, que tenía ante sí al crucero, disparó sus cañones, haciendo lo mismo la fusilería.

El crucero, cogido en medio del huracán de hierro y plomo, experimentó serias averías. Ardía su velamen, veníase estruendosamente al suelo su arboladura, y trató de llegar hasta la Guadiana para intentar el abordaje.

De improviso se oyó un formidable estruendo, como si toda su carena se hubiera destrozado contra los arrecifes, y el crucero quedó varado, inclinándose por babor.

Un ¡hurra! de alegría estalló en el buque negrero, que se veía libre de uno de sus adversarios, pues el crucero enemigo, preso en la arena, no podía seguirle.

Al ver huir a la Guadiana, el crucero le hizo fuego; pero como estaba muy inclinado, sus proyectiles se perdieron en el vacío, y la nave negrera siguió su rápida marcha.

—Querido Alváez —dijo el doctor, que no abandonó un momento el puesto de mando, a pesar del peligro—, eres audaz como nadie y tienes una suerte envidiable.

—Lo creo, Esteban —respondió el brasileño con satisfacción—. Aquel buque se ha roto las costillas sin necesitar de mis cañones.

—Pero es que el otro nos espera.

—Trataremos de evitar su encuentro. La noche es oscura; el viento, favorable, y podremos burlarle.

—Difícil lo creo. ¿No ves las señales que está haciendo la nave encallada?

Una voz que venía del palo mayor interrumpió bruscamente el diálogo.

—¡Nave a tres millas a sotavento!

—¡Rayos y truenos! —exclamó el negrero.

—¿No te lo decía?

—¿Viene hacia nosotros? —preguntó el capitán al vigilante de la cofa.

—Sí.

—¿La ves?

—Perfectamente.

—¿Es de mucho porte?

—Tu bergantín.

—¡Ah! —exclamó sordamente Alváez—. ¡Señor Kardec!

El segundo, que estaba a proa mirando la nave con un catalejo, se acercó.

—¿Qué desea el capitán?

—Dé usted órdenes a la tripulación para que nadie abandone los puestos de combate. En cuanto a la brigada de maniobras, que lleve sobre el puente media docena de barriles de ron y una buena provisión de granadas.

—¡De ron! —dijo el doctor, admirado—. ¿Tratas de emborrachar a los tripulantes del crucero?

—De lo que trato es de incendiar su buque. Óigame usted atentamente, señor Kardec.

—Escucho.

—Dispondrá usted los barriles a lo largo de la amura de babor, y que estén de guardia junto a ellos seis hombres de los más decididos. Si los marinos del crucero entran al abordaje, hará usted vaciar el ron sobre su buque y prenderle fuego.

—Muy bien.

—¡Presto!

Después, volviéndose al contramaestre, que cuidaba del timón:

—¡Hurtado!…—gritó—. ¡Gobierna siempre a barlovento! ¡Vasco! .

—¡Capitán!

—¿Están bien estibados los esclavos?

—Como si fueran un solo bloque.

—Adviérteles que se sujeten bien a las argollas, porque va a sobrevenir un choque formidable.

—¿Va a funcionar el espolón?

—Es casi seguro.

—Está bien, capitán. Y si los esclavos no se sujetan bien, tanto peor para ellos.

Como se ve, el audaz negrero estaba decidido a abrirse paso a toda costa. Aquel hombre, que si hubiera sido almirante habría hecho la fortuna de la flota de su país, estaba resuelto a desembarazarse de su segundo enemigo, bien fuera pegándole fuego, bien dándole un espolonazo que lo echara a pique. Sin embargo, no se precipitaba para obrar; aunque era resuelto y valiente, era prudente también, y estimaba mejor para sus intereses la fuga que el procedimiento de violencia.

La distancia que separaba a los dos barcos era cada vez menor. Ya se veía perfectamente el crucero, que estaba a dos kilómetros de distancia. Era un barco de dos palos y de igual tonelaje que la Guadiana, juzgando a simple vista. Su intención parecía consistir en cortar la retirada por el Oeste al buque negrero.

Alváez, que le examinaba atentamente con un poderoso catalejo, lanzó una sorda exclamación:

—¡El! —dijo—. Lo esperaba. Si hubiera sido otro no me aguardaría ahí, sabiendo como sabe esa gente lo que vale mi nave.

—¿Qué hablas? —le preguntó el doctor.

—Es el London, Esteban.

—Entonces, el combate es inevitable, Alváez.

—Seguro.

—Si es el London, nos atacará pronto.

—¡Calla, por dos mil tiburones, que demasiado lo sé! ¡Ah! ¿Me han dispuesto una emboscada en regla? Pues se equivocan si sospechan que van a vencer a la Guadiana y a hacer con el hijo lo que hicieron con el padre. ¡Ahora verán si soy digno hijo de aquel desgraciado!

—¿Qué vas a hacer?

—Abrir una brecha con el espolón sin perder un minuto y a incendiarlo en seguida.

—¿Y no sería mejor desarbolarlo?

—¿Y si en vez de eso nos arranca el palo mayor o el trinquete? desengáñate, nuestra salvación está en la rapidez del ataque.

—¿Renuncias entonces al abordaje?

—Sí; tiene demasiados hombres para poderlo intentar. Trabajaremos con el espolón. ¡Señor Kardec!

El segundo, que hacía conducir sobre el puente los barriles de ron, acercóse.

—Esos preparativos son inútiles —le dijo.

—Mi capitán, yo creo que el abordaje…

—¿Quiere usted hacerse ahorcar? Que se reúnan los hombres a proa para reprimir el ataque, porque va a funcionar el espolón.

—¿Tanto le importan a usted los negros, señor Kardec? No hay que ser tan blando de corazón, y usted mucho menos, que lo tiene de hierro. ¡Cada uno a su puesto! ¡Hurtado, prepárate a embestir, y procura que nuestro intento no fracase!

El crucero estaba entonces a mil doscientos metros y corría hacia la nave negrera. Alváez, para engañarlo mejor sobre sus ocultas intenciones, lanzó la Guadiana hacia el Norte, como si tratara de eludir el abordaje; pero apenas su nave presentó el costado al enemigo, gritó:

—¡Fuego!

Todas las piezas de la Guadiana dispararon a una en formidable detonación, y a bordo del buque enemigo se oyó el sordo ruido del velamen, que se venía abajo. En seguida se oyeron gritos de furor y voces de mando, viéndose brillar dos fogonazos.

Dos balas silbaron por encima de la nave negrera, destrozando parte de la cofa de trinquete y desgarrando dos velas. Un hombre que estaba sobre la cofa cayó al puente, desfrozándose el cráneo.

—¡Orza, Hurtado! —gritó Alváez.

La Guadiana viró de bordo con la rapidez de un relámpago, marchando hacia el crucero. Corría con la velocidad de una flecha, y como el viento le era favorable, parecía rozar apenas el agua, presentando a la nave enemiga la aguda punta de su espolón de acero.

El crucero, que al principio creyó que el negrero trataba de huir, sorprendióse al verle ir hacia él a toda vela, aunque sin adivinar su proyecto. Creyendo que intentaba pasar ante él para escapar hacia el Sur, puso la proa al Oeste dispuesto al abordaje.

Era el momento que esperaba el negrero.

—¡Fuego! —gritó—. ¡Recto hacia el crucero, Hurtado!

La nave enemiga vomitó a su vez un huracán de metralla contra el negrero, y el fuego se generalizó por las dos partes, quedando los dos buques envueltos en densas nubes de humo.

Los fogonazos sucedían a los fogonazos, las detonaciones a las detonaciones. Las balas y la metralla producían en los dos buques enormes averías, destrozando la obra muerta, astillando los palos, quemando las velas y las cuerdas y sembrando la confusión y el espanto; pero aquel fuego duró pocos minutos.

La Guadiana, escondida hasta entonces en el humo, apareció de repente a poca distancia del crucero. Su espolón de acero brilló un instante al resplandor de los cañonazos, y en seguida lanzóse velozmente sobre un costado del buque enemigo, vomitando a la vez fuego y metralla por todos sus cañones.

Un inmenso grito de angustia salió del puente del crucero, que se había inclinado de estribor al irresistible impulso del negrero.

—¡Nos vamos a fondo!

Después una numerosa horda de hombres enloquecidos ocupó la proa de la Guadiana lanzando gritos feroces.

CAPITULO VIII. UNA HERIDA INEXPLICABLE

La temeraria maniobra del negrero había sido coronada por el éxito. El crucero, que intentaba el asalto, había sido herido de muerte antes que pudiese virar de bordo.

La Guadiana le había abierto con su espolón formidable una enorme brecha, por la cual se precipitaba el agua al interior del buque con el fragor de una catarata, amenazando lanzar al barco, en pocos minutos, a los negros abismos del océano.

La tripulación del London no perdió la serenidad, a pesar del inminente peligro que corría. Viendo la proa de la nave enemiga incrustada aún en la enorme herida, se dirigió furiosamente a la Guadiana para invadirla.

Oficiales, marineros y soldados de infantería de marina hicieron irrupción en la Guadiana y se precipitaron al abordaje, llenando el aire con sus feroces gritos.

Pero el capitán Alváez había previsto el peligro. En tanto que la brigada de maniobras disponía las velas para alejar a la Guadiana, él se lanzó a proa a la cabeza de sus tiradores y artilleros, para cerrar el paso al enemigo y obligarle a volver a la nave herida.

En aquel reducido espacio, en aquella punta extrema del negrero, trabóse una lucha furibunda, mientras en las gavias y en los penóles tronaban las carabinas y llovían las granadas.

Alváez, tan valiente soldado como hábil capitán, con una pistola en la mano izquierda y el hacha de abordaje en la derecha, animaba a sus hombres con voz tonante.

Las dos tripulaciones se encontraron en el castillo de proa.

Los negreros lanzáronse contra los primeros enemigos que les hacían frente, sin temor a las descargas cerradas que partían desde la cubierta del crucero.

La lucha fue tan corta como sangrienta, y al fin, los tripulantes del London retrocedieron a su buque, huida que fue saludada por los negreros lanzando gritos de muerte y de venganza satisfecha.

A poco, la voz estridente de Hurtado gritó:

—¡Todo el mundo al puente! ¡La nave está libre!

La Guadiana se separó del crucero, oyéndose el chirriar del espolón al salir de la brecha, y después de oscilar violentamente de babor a estribor, se vio libre en el mar, llevando a su bordo algunos tripulantes del crucero que no habían querido abandonar la proa.

Una nube de metralla lanzada por los cañones del London cayó sobre el castillo del negrero, hiriendo y matando a amigos y enemigos; una descarga de fusilería volvió a sembrar la muerte en el castillo.

El capitán Alváez, que se encontraba en medio de los combatientes, abrióse de pronto paso por entre los marineros; vacilante y pálido descendió del puente tambaleándose, y al pie mismo de la escalerilla cayó pesadamente al suelo, dejando escapar el hacha de abordaje, tinta en sangre.

El doctor, que no le perdía de vista, se lanzó hacia él gritando:

—¡Alváez!

El capitán no respondió.

Estaba desmayado y su rostro tenía la palidez de un cadáver.

El doctor no perdió el valor. En tanto que los cañones tronaban y la fusilería no cesaba de disparar en las dos naves, cogió a su amigo en los brazos, y atravesando rápidamente el puente, entre el fuego y las balas, lo trasladó al camarote, colocándolo en su lecho.

—¡Alváez! ¡Dios mío! ¿Estará quizá herido de muerte?

Sin cuidarse para nada de las balas que amenazaban entrar en el mismo camarote, desnudó rápidamente al capitán, que no daba señal de vida.

Inspeccionóle el pecho, hallando sólo dos ligeras heridas contusas, producidas sin duda por dos cuchilladas dadas de refilón.

—¡Esto no es grave! —decía Esteban, sorprendido—. ¿Dónde tendrá la otra herida?

Un hilo de sangre que le salía por debajo, y manchaba las sábanas del lecho, le hizo comprender que la herida la tenía en la espalda.

Volvió delicadamente al capitán y vio un pequeño y sangriento agujero abierto bajo el omóplato derecho.

—¡Una bala aquí! —exclamó—. ¡Qué cosa más rara! ¡Si yo le he visto luchar siempre dando frente al enemigo! ¿Quién podrá haberle herido aquí?

—¡Doctor! —exclamó en aquel momento una voz suplicante.

Esteban se volvió con las cejas fruncidas y vio en la puerta del camarote a la joven mulata, con la angustia pintada en el semblante, pálida como lo estaba el capitán y con los ojos húmedos.

—¡Ah! ¿Eres tú, Seghira? —dijo el doctor serenándose.

—¿Está herido? —preguntó en voz baja la esclava.

—Sí.

—¿De gravedad?

—Lo temo.

—¡Ah! ¡No quiero que muera! —exclamó ella con extraña energía.

El doctor la miró con viva sorpresa, tratando de leer en el fondo de su alma, y murmuró:

—Veremos y esperemos.

Se dedicó a hacer la primera cura sin perder tiempo. La sangre salía en gran cantidad de la herida y el capitán podía sucumbir por efecto de la hemorragia. Examinó atentamente el pequeño agujero como si tratase de adivinar la dirección que había traído la bala y la clase del proyectil. Después se puso a sondar la herida, sirviéndose para ello de sus instrumentos.

Operaba rápidamente y con mano segura, como hombre que sabe que no deben desaprovecharse los segundos.

—¡Aquí está! —murmuró al cabo de un rato, respirando libremente—. Temía que hubiera lesionado el pulmón, pero veo que se ha desviado hacia una costilla. Cojámosla; esta bala me interesa demasiado.

Tomó unas pinzas de plata, las lavó en una disolución de ácido fénico y las introdujo delicadamente en la herida. Buscó algunos instantes con precaución y después las retiró lentamente, procurando no desgarrar mucho el orificio de entrada, hasta que, al fin, logró extraerla.

Las dos puntas de las pinzas sujetaban un objeto redondo cubierto de sangre.

El doctor lo dejó caer en un vaso de agua y después bañó la herida y colocó el apósito con mano rápida.

Apenas había terminado la operación, el capitán comenzó a dar señales de vida. Lanzó un profundo suspiro, movió débilmente los miembros y después abrió lentamente los ojos, fijándolos en el doctor.

—¡Ah! ¿Eres tú, Esteban? —murmuró débilmente.

—Yo soy, amigo.

—Parece que yo he sido… herido… ¿Es verdad? —exclamó esforzándose por sonreír.

—Sí; te han plantado una bala en la espalda.

—¿En la espalda has dicho? ¡Imposible! Tú te has engañado.

—Acabo de extraer el proyectil.

—¿De la espalda?

—Sí; del lado derecho.

—Es que…

—Ahora calla, Alváez. Más tarde hablaremos de esto. Te conviene descansar.

—¿Y el crucero? ¡No oigo ya el cañón!

—No sé nada, pero me parece que la Guadiana huye velozmente.

—¿Hemos vencido?

Un ¡hurra! formidable estalló en aquel momento sobre el puente, en tanto que a lo lejos se oía como una sorda detonación seguida de gritos angustiosos.

El doctor se precipitó a la ventanilla del camarote y miró hacia el mar. A seiscientos pasos, el crucero sumergíase en un espantoso hervidero y de él se alejaban a toda prisa varias lanchas cargadas de tripulantes.

—¿Qué ves, Esteban? —preguntó Alváez.

—El crucero, que se hunde —respondió el doctor.

—¿Se han salvado… los hombres… que lo tripulaban?

—Sí; veo algunas chalupas cargadas de marineros y soldados.

—Mejor… yo… no… soy… feroz como… ellos.

Y cayó sobre la colchoneta lanzando un gemido. Al cabo de un rato incorporóse nuevamente y sus ojos asombrados se fijaron en la esclava, que se mantenía medio escondida, llorando silenciosamente, en un rincón del camarote.

—Seghira…, pobre niña —murmuró—. Me alegra mucho… verte cerca de mí.

—¡Señor! —dijo ella adelantándose, mientras en sus grandes ojos, velados por las lágrimas, brillaba un destello de alegría.

—Ven… aquí… cerca de mí… Tú sola lloras por mí… tú… y Esteban… Los demás…

No acabó; una amarga sonrisa se dibujó en sus labios, le abandonaron repentinamente las fuerzas y cayó desvanecido.

—¡Muerto! —exclamó Seghira, saltando como una leona herida—. ¡Muerto!

—No —dijo Esteban después de un rápido examen—. Ha querido hablar demasiado y las fuerzas le faltan.

—¿Le salvaréis, doctor?

—Lo espero, Seghira.

—¡Quiero que viva!

—¡Es extraño! ¿Qué te importa a ti que viva o muera? Los esclavos odian siempre a sus señores, y sobre todo a los negreros que los arrancan de su patria. ¿Por qué no aborreces tú al capitán?

—No lo sé… —murmuró la esclava—; pero yo no puedo odiarle.

—Estás pálida, Seghira. ¿Amas acaso a Alváez?

—Soy una esclava, doctor —respondió la mulata bajando la vista—. Los esclavos del África maldita no pueden amar, y yo… ¡amarle a él, a él, que manda en todos!

—Eres muy bella, Seghira.

—Pero soy una esclava, señor.

—¡Tal vez…! —dijo para sí el doctor—. Se han visto muchos casos. Otros negreros… ¿Por qué no?

Calló al oír pasos en el corredor. Volvióse y vio ante la puerta del camarote al segundo y al contramaestre.

Kardec estaba más pálido que de ordinario y en sus ojos se leía una viva inquietud, una agitación profunda. El contramaestre estaba convulso y en sus bronceadas mejillas veíanse dos lágrimas, tal vez las primeras que derramaba aquel oso marino.

—¿Ha muerto? —preguntó con voz fúnebre el segundo.

—No, señor Kardec —contestó el doctor, mirándole con atención particular.

—¿Es grave la herida?

—Grave sí, pero no mortal.

En los ojos del bretón brilló un relámpago y su faz antipática tuvo un ligero temblor nervioso.

—¿Lo salvará usted, doctor? —preguntó Hurtado con voz trémula.

—Lo espero, Hurtado.

—¡Ah, bandidos ingleses! —exclamó el contramaestre con ira—. ¡Tratar así a mi capitán! ¡Si lo llego a saber, no queda uno vivo!

—Hubiera sido una crueldad inútil, Hurtado —le replicó el doctor.

—¿Inútil? ¿Pues no han querido ellos matar a mi capitán?

—¿Quiénes son ellos?

—Los bandidos del London.

—Me parece que no están por allí los autores de la herida de tu capitán.

—¿Eh? —exclamó el contramaestre, abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Qué dice usted, doctor?

—Digo que tu capitán ha sido herido a traición y por la espalda, mientras hacía frente al enemigo.

—¡Imposible, señor! —exclamó el contramaestre—. Es cierto que nuestra tripulación se compone de bandidos, pero no creo que ninguno odie al capitán.

—Quizá haya alguno que esté interesado en que muera.

—¿Quién es? ¡Dígamelo usted, doctor, y ahora mismo lo arrojo al agua!

—No lo sé; pero pronto lo averiguaremos.

—¿De qué modo? —preguntó el segundo con un tono de voz tan extraño, que el doctor se quedó mirándole fijamente.

Estaba más lívido que un cadáver y en sus ojos se leía una ansiedad profunda. ¿Era un acceso de sorda rabia por no conocer al traidor que tan villanamente intentara asesinar al capitán, o era un terror profundo lo que conturbaba su ánimo? ¡Quién sabe! Aquel hombre era tan incomprensible, que cabía suponerlo todo de su conducta.

—¿Que de qué modo? —dijo al fin el doctor—. No lo sé todavía; pero quizá tenga una prueba en la bala que he extraído de la herida.

—¿La conserva usted? —preguntó el segundo con gran ansiedad.

—Sí, señor Kardec, en ese vaso.

—Ha hecho usted perfectamente.

—¿Hay algunos heridos que curar en el puente? El capitán por ahora no necesita de mis cuidados; se ha adormecido, y este reposo le sentará bien.

—Hay seis heridos, doctor —contestó Hurtado.

—¿Y muchos muertos?

—Diez.

—¿Y los negros?

—Hay siete muertos y tres heridos.

—Pues vamos a curar al que lo necesite, Hurtado. Tú, Seghira, velarás al capitán.

El doctor recogió sus instrumentos quirúrgicos y salió seguido de Hurtado. El bretón permaneció en el camarote, apoyado en la pared, con los labios contraídos, la frente nublada y la mirada obstinadamente fija en el vaso que contenía la bala. A los pocos momentos, sus ojos se separaron del vaso, fijándose en la esclava, que, inclinada sobre el lecho, espiaba ansiosamente los más ligeros movimientos del herido.

Una llama siniestra brilló en los ojos del segundo al fijarse en las elegantes curvas de aquella hija de la negra África, pareciendo como si quisiera devorar aquellas carnes suaves como el terciopelo si bien ligeramente bronceadas por el sol ecuatorial.

Después de algunos minutos de muda contemplación, dijo, como si hubiera tomado una resolución repentina:

—¿Qué haces aquí, Seghira?

La esclava fijó en el bretón sus ojos humedecidos por las lágrimas.

—Velo a mi señor —contestó.

—Tu puesto no es éste. Está entre los esclavos del entrepuente.

—Me han concedido la libertad —contestó ella con fiereza.

—¿Quién te ha dado la libertad?

—Mi señor.

—¡Ah! ¿El? —murmuró el bretón con ligera ironía.

Dudó un momento, y luego añadió con resolución:

—Ten cuidado, porque te robará el corazón.

—Es mi señor —respondió la esclava.

—Y después te venderá —continuó el bretón con acento acre.

—Está en su derecho.

—Y si otro hombre te dijese «ven y sé mía, y te daré la libertad completa», ¿qué responderías?

La esclava lo miró como si quisiera leer en el fondo de su corazón, y haciendo después un gesto de repulsión, dijo con un acento que no admitía réplica.

—El capitán Alváez es mi solo señor.

—¡Ah! —exclamó Kardec con voz sorda.

Y salió haciendo un gesto de amenaza.

CAPITULO IX. EL REY DE LOS BACALAOS

En la terrible lucha sostenida contra los dos cruceros que habían intentado capturar a la Guadiana, antes que abandonara las costas de África con su cargamento de esclavos, el buque negrero había tenido una fortuna extraordinaria.

No obstante el furioso abordaje, el continuado cañoneo, y sobre todo el efecto del terrible choque experimentado al dar el espolonazo, pronto reparó sus averías, quedando como antes del combate.

Su proa, que debía de ser de una solidez a toda prueba, salió casi incólume de la inmensa brecha abierta en el buque del enemigo, y bien pronto quedaron reparadas todas las averías, sustituyéndose el cordaje roto y las velas desgarradas con las que había de repuesto en el almacén.

Solamente la arboladura había sufrido más sensiblemente, y estos daños fueron los que no pudieron repararse por no haber a bordo carpinteros hábiles.

De la tripulación habían muerto diez hombres y otros seis fueron conducidos a la enfermería en gravísimo estado.

Una granada que cayó en el entrepuente mató a siete esclavos y otros cuatro sufrieron heridas de bala.

En tanto que el doctor se ocupaba en curar a todos estos desgraciados, que lanzaban gemidos de dolor, el contramaestre daba órdenes para la recomposición de los daños sufridos y disponía que los cadáveres fueran arrojados al mar, con gran contento de los delfines que seguían a la nave negrera.

Cuando el segundo apareció sobre el puente, la Guadiana navegaba hacia el Oeste con una rapidez de siete nudos por hora y empujada por los vientos alisios que soplan constantemente de Oriente a Occidente.

El océano estaba levemente agitado, y al Este se divisaban todavía las costas de África, esfumadas ya por la distancia, que crecía constantemente.

En aquella misma dirección, y perdidas como puntos negros en la inmensidad de las aguas, veíanse las chalupas del crucero, que trataban de alcanzar la bahía de López.

El bretón permaneció algunos instantes inmóvil, con los ojos fijos en aquellos puntos negros y abstraído en profundos pensamientos, temblorosos los labios y los brazos cruzados estrechamente sobre el pecho, como si quisiera sofocar la sorda cólera que rugía en su corazón. A poco, y como si bruscamente hubiera tomado una rápida resolución, se dirigió al entrepuente.

Los esclavos, tendidos en el suelo, dormían los unos junto a los otros, como lo permitía lo reducido del espacio. Los más vigorosos, que estaban encadenados a las argollas de las paredes, sostenían a los más débiles, los cuales descansaban apoyados en sus cuerpos.

Las madres, estibadas a popa, estrechaban fuertemente a sus hijos contra su pecho, como si temieran que durante el sueño vinieran a quitárselos.

Cuatro marineros con las carabinas al brazo y los látigos a la cintura velaban en los cuatro ángulos del entrepuente, prontos a reprimir la más pequeña tentativa de rebelión.

El segundo arrebató el látigo al primer centinela, y sin pronunciar palabra se puso a recorrer aquella inmensa sala, cargada ya de acres emanaciones, como si buscase a alguien entre aquella negra masa de cuerpos humanos.

Al cabo de un rato se paró y su látigo cayó con sordo ruido sobre las espaldas de un indio gigantesco que dormía en un rincón.

—¡Arriba, Niombo! —exclamó el bretón con voz ronca.

El rey africano, despertado bruscamente por aquella^ brutal agresión, trató de ponerse en pie como un león herido, haciendo crujir las cadenas que lo sujetaban a la argolla empotrada en la pared.

Al ver al segundo, se quedó quieto, haciendo un esfuerzo prodigioso.

—¿Qué quieres de mí? —le dijo con una voz que parecía el rugido de una fiera.

—¿Por quién me tomas? ¿No sabes que en este momento soy tu amo? ¡Es inútil, maldito esclavo, que me mires con esos ojos!

El gigante no respondió, pero el relámpago de odio dio mayor brillo a sus ojos.

—Quiero hablarte —dijo el bretón—. ¿Conoces a Seghira? —Sí.

—¿De dónde viene?

—Del alto Ogobai.

—¿Quién era su padre?

—Un jefe de la tribu de los Pacuinos.

—¿Y su madre?

—Una portuguesa.

—¿Y cómo se pudo unir una mujer blanca a un rey negro? —Según supe, la apresó una banda de cazadores de hombres, que luego la vendió al jefe de los Pacuinos en un precio enorme.

—¿Están vivos sus padres?

—Los mataron los soldados del infame Bango.

—¿Y dispersaron la tribu?

—La dispersaron, la mataron o la hicieron esclava.

—¿No hay aquí ningún hombre de su tribu?

—No; los vendieron a todos a un negrero que llegó antes que vosotros.

—¿Tiene hermanos Seghira?

—No.

—¿Quién te ha dado todas esas noticias?

—Seghira.

—¿Eras quizá su confidente? —preguntó el segundo con ironía.

—Sí; yo la protegía contra las gentes de Bango.

—¡Eficaz protección la de un esclavo!

—¡Yo soy rey! —exclamó Niombo con fiereza—. Mi tribu es todavía poderosa, y Bango me temía, aunque estaba encadenado.

—¿Aceptas un pacto conmigo?

—Habla.

—¿Sabes que ella ama al capitán?

—¡Al capitán! —exclamó Niombo con acento de dolor. Después, reponiéndose, añadió:

—Seghira es libre y puede amar a quien quiera.

—¡Es que yo no deseo eso! —dijo el bretón con amenazador acento—. ¿Me comprendes? ¡No lo quiero!

El negro le miró en el colmo de la sorpresa. No acertaba a comprender aquellos gritos de rabia.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó.

—¡Quiero decir que esa mujer debe ser mía! —respondió el bretón.

—Antes me has dicho que ama al capitán.

—Y yo no quiero que le ame.

—¿Hay también odio entre los blancos?

—Más que entre los negros.

—Entonces tú odias al capitán.

—¡Eso no te importa, esclavo! —respondió brutalmente el segundo.

—¿Y qué quieres de mí…, del esclavo?

—Tú eres amigo de Seghira.

—Es verdad.

—Pues yo te concederé la libertad cuando hayamos atravesado el océano y te daré los medios de volver a tu patria si aceptas mi pacto.

—¿Cuál? —preguntó Niombo, en cuyos ojos brilló un rayo de esperanza.

—Que persuadas a Seghira para que sea mía.

—¿La amas entonces?

—Sí —respondió el bretón con rabia ciega—. Esa mujer ha encendido un fuego extraño en mis venas, su recuerdo me sigue por todas partes, me ha vuelto loco y es preciso que sea mía. ¿Me comprendes, Niombo?

—Te comprendo, pero el capitán…

—¡Ah! En cuanto a él, morirá pronto —dijo el bretón con voz sombría.

—¿Y tú quieres que yo te la entregue?

—Sí, Niombo, y tendrás la libertad. ¿Consientes?

—Rehúso.

—¿Rehúsas?

—Sí.

El bretón miró al negro, como si no hubiera comprendido bien.

—¿Rehúsas? —repitió con voz amenazadora—. ¡Tú, vil esclavo!

—Niombo es un rey, hijo de rey —dijo el negro con orgullo—. Yo desprecio la libertad que me ofreces a ese precio.

—¡Miserable! —gritó el bretón levantando el látigo.

El negro se alzó cuan alto era, distendiendo sus enormes músculos, y miró intrépidamente al bretón, diciéndole con voz llena de amenaza:

—¡Guárdate!

Kardec, que parecía loco por el furor ante aquella amenaza, alzó el látigo y lo sacudió rabiosamente, pero no logró tocar la piel de Niombo.

Este, con un rápido movimiento, se lo arrancó de las manos y lo partió en pedazos, que arrojó a la cara del bretón.

—¡Blanco —rugió Niombo—, guárdate!

—¡Ah, bandido! —gritó Kardec—. ¡A mí, marineros! ¡Azotad a este miserable!

Viendo Niombo que los cuatro marineros de guardia se lanzaban contra él, látigo en mano, tuvo un espantoso acceso de furor. Aquel gigante, que debía de poseer una fuerza hercúlea, consiguió con un esfuerzo sobrehumano romper la cadena y corrió a través del entrepuente, gritando:

—¡A mí, hermanos!

Aquel grito, que resonó como un trueno en la prisión de los esclavos, tuvo una pronta contestación.

Un inmenso mugido, fuerte como un huracán, salió del pecho de todos los negros, y a aquel clamor salvaje siguió un fragor de cadenas capaz de imponer miedo en el ánimo más esforzado.

Los quinientos negros se habían levantado como un solo hombre. No eran ya quinientos esclavos humildes, miedosos y encogidos ante el restallar de los látigos: eran quinientos leones ávidos de presa. Los hijos de las selvas africanas se levantaban iracundos, dispuestos a vengar de un solo golpe sus largos padecimientos, sus humillaciones, sus martirios.

Al ver a su rey libre atravesar el entrepuente, hombres, mujeres y niños se pusieron en pie dispuestos a todo, aunque fuera a hacerse exterminar.

Los cuatro marineros que habían acudido en socorro del bretón fueron en un momento cogidos, agarrotados y reducidos a la impotencia por cincuenta brazos, que los hicieron desaparecer tras una muralla de cuerpos humanos.

Ante aquellos rugidos de bestias feroces y ante el estruendoso trepidar de las cadenas, así como ante las voces de socorro de los marineros, la tripulación toda de la nave negrera, con el doctor y el contramaestre a la cabeza, entraron en el entrepuente armados de todas armas.

—¿Qué sucede aquí? —gritó Esteban, que estaba en pie, con un gesto a los marineros, que trataban de lanzarse sobre los esclavos.

—¡Que me defiendo! —estalló Niombo, que estaba en pie en medio de la estancia, teniendo en la mano una carabina quitada a un centinela.

—¡Tú, Niombo! —exclamó el doctor.

—Yo, señor —respondió el monarca africano.

—¿Y contra quién te defiendes?

—Contra éste, que viene a molestarme mientras duermo. ¡Soy esclavo vuestro, sí; pero aquí todavía soy rey!

Sólo entonces advirtió el doctor la presencia del segundo, que permanecía junto a la pared para eludir el asalto de los negros, los cuales hacían esfuerzos sobrehumanos para romper sus cadenas y agarrarlo.

—¿Qué ha hecho usted, señor Kardec? —le preguntó Esteban con acento acre—. ¿No le basta a usted ejercer la trata, sino que también necesita provocar a estos desgraciados a latigazos?

—¿Va usted a volverse compasivo con estos pieles negras, señor Esteban? —interrogó a su vez el bretón, que había recobrado su audacia.

—Sabe usted perfectamente que el capitán ha prohibido el látigo a bordo de su nave.

—¿Y pretende usted dar azucarillos a estos bandidos? Esta gentuza se negaba a responder a mis preguntas y trataba de castigarla.

—¡Señor Kardec! —exclamó el doctor—. ¡Todavía no es usted aquí el jefe!

—En este instante, señor Esteban, mando yo en la Guadiana.

—¡Ah, no, por el diablo! ¡Salga usted de aquí en seguida! El comandante vive todavía, a pesar de la bala que lo hirió a traición ¡El jefe es él, él solo!

Estas palabras produjeron una impresión profunda en el bretón, que, perdida su audacia, sólo pudo responder:

—Está bien, señor.

Rozando las paredes, abandonó el entrepuente y salió sobre cubierta, torvo, agitado, inquieto.

—Tranquiliza a estos hombres —dijo el doctor, volviéndose hacia Niombo.

A una señal del rey, todos los esclavos quedaron tranquilos.

—Vuelve a tu sitio, Niombo —añadió el doctor—. Nadie osará tocarte, y ya que has roto tu cadena de esclavitud, yo, en nombre del capitán, te declaro libre.

—Gracias, señor —respondió el gigante soltando el fusil, mientras los esclavos murmuraban con admiración:

—Es un gran tobib.

Después el doctor dijo, dirigiéndose a la tripulación:

—Que nadie toque a estos desgraciados. Es orden del capitán, a quien represento.

Salió sobre cubierta seguido del contramaestre y de la tripulación; pero apenas puso el pie en la tolda, lanzó un grito de asombro.

A popa, apoyado con una mano en los hombros de Seghira, pálido, semidesnudo y teniendo en la otra mano una pistola, se hallaba el capitán Alváez. A pesar de la dolorosa y grave herida, se mantenía derecho y sus ojos lanzaban relámpagos de cólera.

—¡Alváez! —exclamó el doctor, lanzándose hacia él—. ¡Qué imprudencia, desgraciado!

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el herido—. ¿Quién se atreve a provocar una rebelión en el entrepuente?

—Todo ha concluido ya, Alváez. Vuelve a tu camarote, porque te estás matando.

—He oído los gritos de los negros. ¿Quién los ha provocado? ¡Quiero saberlo!

—Nada. Ha sido un simple latigazo.

—¿Y quién se atreve a manejar el látigo en mi barco? —gritó con cólera.

—Kardec.

—¡El!

Viendo al bretón, que estaba apoyado en la amura de proa, sus ojos se fijaron en él agudos como hojas de puñales.

—¡Señor Kardec —le dijo con sorda rabia—, el capitán a bordo de la Guadiana soy yo! En el primer puerto a que lleguemos desembarcará usted.

Después, y como si toda su energía se hubiese agotado en aquel rapto de cólera, las fuerzas le abandonaron de pronto y cayó en los brazos del doctor y de Seghira.

CAPITULO X. LAS PRIMERAS SOSPECHAS

Apenas conducido a su camarote, el capitán Alváez perdió el conocimiento y parecía que estaba a punto de expirar. Su imprudencia al abandonar el lecho y el acceso de cólera que había sufrido le produjeron gran decaimiento, y la herida se le abrió nuevamente.

Frío sudor cubría su frente; su piel se había puesto lívida y terrosa, y sin el débil movimiento de la respiración que levantaba apenas su robusto pecho, hubiérase dicho que estaba muerto.

Esteban, inquieto y taciturno ante el estado del capitán, le practicó una nueva cura para evitar mayor pérdida de sangre, y preguntó a la esclava:

—¿Qué ha ocurrido?

—Algo importante.

—Habla, Seghira.

—Se despertó bruscamente y me preguntó dónde habíais puesto la bala extraída.

—¿Y después? —preguntó Esteban arrugando la frente.

—La sacó del vaso y la examinó con atención. En aquel momento vi alterarse su rostro de un modo tan horrible, que me dio miedo.

—¡Ah! Continúa, Seghira.

—Entonces precisamente fue cuando se oyeron los gritos de los negros. El capitán se arrojó del lecho, cogió una pistola y me rogó que le condujera al puente. Estaba muy excitado y sus miembros temblaban.

—¿Dónde está la bala?

—La volvió a echar en el vaso.

Esteban cogió el vaso, sacó la bala y la observó con profunda atención.

—Este calibre no me es desconocido —murmuró—. ¿Sabrá Alváez de qué pistola ha salido esta bala? ¡Veamos!

Tomó la pistola que poco antes llevaba el capitán, un arma de grueso calibre, y vio, no sin gran sorpresa, que el proyectil se adaptaba perfectamente. La arruga que surcaba la frente del doctor se hizo más profunda y una palidez mortal invadió su rostro.

—¡Hurtado! —gritó asomándose a la puerta del camarote.

El contramaestre, que se encontraba en el timón, acudió corriendo a la llamada de Esteban.

—¿Qué ocurre, doctor?

—Ven —dijo Esteban entrándolo en el camarote—. ¿Conoces esta bala?

—¡Por el diablo! Es una bala de nuestras pistolas.

—¿Y hay muchas armas de éstas a bordo?

—Una docena, señor Esteban.

—¿Quiénes son las personas que las llevan?

—El capitán y el segundo.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—¿Crees tú que algún tripulante del London llevara armas de este calibre?

—Lo dudo mucho. Nuestras pistolas son de fabricación brasileña y tienen un calibre especial.

—¿De modo que tú niegas que esta bala haya podido salir del London?

—Tanto como negarlo, no, señor; pero me parece muy difícil, porque los ingleses llevan armas fabricadas en su país.

—Y en el momento del abordaje, ¿quién de nosotros estaba armado de pistola?

—El capitán y el señor Kardec.

—Durante la lucha, ¿sabes dónde estaba el teniente?

El contramaestre se quedó pensativo algunos instantes y después añadió:

—Si no me engaño, me parece que se encontraba cerca de la amura, por estribor.

—¿Delante o detrás del capitán?

—Un poco detrás.

—¿Tenía en la mano una pistola?

—Sí, en la izquierda; pero… ¿Por qué me hace usted estas preguntas, doctor? Hace usted nacer en mí una sospecha terrible.

Esteban, en vez de responder, le preguntó a quemarropa:

—¿Tienes confianza en Kardec? ¿Lo crees un hombre honrado?

El contramaestre le miró algo sorprendido, y después contestó con voz grave:

—En los tres años que ha vivido a bordo le he conocido como un buen marino, audaz y valiente, pero…

—Continúa, Hurtado.

—He oído cosas muy extrañas con respecto a él. En San Pablo me dijeron que Kardec fue cazador de hombres y que ejerció la piratería en la Malasia.

—¡Ah! ¿Te han dicho eso?

—Sí, doctor, y una noche oí que decía a algunos de nuestros marineros que si la Guadiana fuera suya, volvería al archipiélago malayo y haría en pocos meses la fortuna de todos.

—Entonces, ese hombre es capaz de cualquier cosa —dijo el doctor—; hasta de asesinar a Alváez por apoderarse de su nave, y entonces…

—Sí —murmuró una voz ronca.

El doctor y el contramaestre se volvieron bruscamente y lanzaron un grito. El capitán, pálido todavía y apoyado con ambos brazos en la cama, los miraba con ojos extraviados.

—¡Alváez! —exclamó el doctor acercándose al lecho y socorriendo al herido.

—He oído —murmuró Alváez con un soplo de voz—. Sí…, aquel hombre… es capaz de todo… Esteban, esa bala… es de las nuestras. La conocería… entre mil…

—No aventuremos juicios, Alváez.

—Sí; es capaz de todo —repitió el herido con energía—. La bala… es de… su pistola… ¡Sí, Esteban…, sí!

—No podemos acusarle, Alváez. Nadie le ha visto hacer fuego contra ti, y tu herida puede haber sido hecha por una bala perdida.

—No, Esteban, no… Kardec me excitaba… a la piratería… en lugar de la… trata…, y procura… apoderarse de mi nave… ¡Vigila…, vigílale sin descanso!

Después cayó como extenuado, y mirando durante algunos instantes a Seghira, que le acariciaba amorosa, le sonrió dulcemente, y se quedó dormido.

—Este sueño le hará mucho bien —dijo el doctor—. Dejémosle tranquilo y vamos a visitar a los heridos, Hurtado. Tú, Seghira, vela, y que nadie, con ningún pretexto, se acerque a Su lecho.

—¿Qué teme usted, señor Esteban? —preguntó Hurtado.

—Que se respira aquí un aire poco saludable. Que huele a traición a bordo de la Guadiana.

Dejaron el camarote y salieron a cubierta. Sus miradas buscaran al bretón; estaba sentado a proa con un cigarrillo en los labios, pensativo y agitado.

—Vigílale, Hurtado —murmuró el doctor.

—No lo perderé de vista —respondió el contramaestre con voz amenazadora—. En cuanto se deslice, lo llevo a la barra.

La Guadiana, en tanto, enfilaba hacia el Oeste, con una velocidad de cuatro nudos por hora, porque los vientos ecuatoriales son bastante débiles. La corriente del cabo, que marcha por toda la costa africana, y que a aquella altura cambia del Noroeste al Oeste, ayudaba la marcha del buque negrero.

Esta gran corriente es la que forma el famoso Gulf-Stream. Tiene una velocidad de una milla geográfica por hora y crece a medida que va acercándose al golfo de Méjico, donde se divide en dos grandes ramificaciones; la primera, que se dirige hacia el golfo, es la principal; la segunda desciende hacia la costa brasileña y se pierde en la desembocadura del río de la Plata.

Sus aguas, más ligeras que las del océano, se distinguen perfectamente, y se las ve moverse hacia el Oeste.

El mar permanecía desierto, por ser aquella parte del Atlántico poco frecuentado por los buques.

Excepto los dos cruceros, ninguna otra nave había aparecido en el horizonte.

En aquel vasto espacio comprendido entre el Ecuador y el 20° paralelo no se encuentran sino algunas islas: Santa Elena, San Mateo, La Concepción y La Trinidad, todas ellas casi inhabitadas y muy poco productivas.

Por la noche aumentó el viento, acelerando la marcha de la Guadiana, que parecía tener prisa por abandonar aquellos peligrosos parajes, frecuentados por los cruceros que tienen estación en Santa Elena.

El oficial Vasco, que hubiera querido encontrarse va en el Brasil, desplegó nuevas velas para aumentar la velocidad, pues no ignoraba que los vientos frescos duran poco y que son reemplazados por calmas absolutas que duran semanas enteras.

En aquella primera noche, el capitán Alváez sufrió varios accesos de delirio. La fiebre se había presentado, a pesar de los cuidados del doctor.

En aquellos accesos sólo hablaba de balas, de traiciones y de pistolas, y el nombre de Kardec aparecía en sus labios contraídos con expresión de odio.

Sin duda había arraigado en su corazón la terrible sospecha de que el bretón había tratado de asesinarle para apoderarse del buque y ejercer de corsario en la Malasia.

Seghira y Esteban no lo dejaban un solo momento y velaron constantemente a la cabecera hasta la llegada del alba.

La aparición del astro del día parece que llevó un poco de calma al herido, porque durmió tranquilamente, y al despertar, su inteligencia estaba perfectamente despejada.

—Habéis pasado muy mala noche por mí, amigos míos —dijo cogiendo las manos del doctor y de Seghira—. He estado bastante malo, lo recuerdo; pero ahora me encuentro tranquilo y reposado.

—No pienses en nosotros, Alváez —dijo Esteban—. Lo urgente es que te restablezcas.

—¡Sí, sí! —exclamó Seghira.

—¡Qué buena eres! —dijo el capitán con dulce voz—. He hecho muy bien en traerte conmigo. ¿Dónde nos encontramos, Esteban?

—A doscientas millas de la costa de África.

—¿Es fresco el viento?

—Sí.

—Podremos evitar la calma y tocar pronto la costa del Brasil. Un poco de aire de la tierra natal me hará mucho bien, pero el Amazonas está todavía muy lejos, y quién sabe si antes de llegar hallaré la tumba.

—¡Bah! Tú eres muy fuerte.

—Es verdad, Esteban; pero tengo muy negros presentimientos. Si logro llegar vivo al Brasil, daré un eterno adiós al océano. No quiero ejercitar más este infame tráfico. Me retiraré a Bahía o a Río de Janeiro, adquiriré una gran posesión y me haré plantador.

—¿Y yo? —preguntó el doctor, sonriendo.

—Tú vendrás conmigo y…

Volvió la mirada hacia Seghira, cuyos ardientes ojos se fijaban en él con insistencia, como esperando una palabra, y le dijo con voz conmovida:

—Tú te vendrás también, ¿verdad? Te quiero bien, pobre víctima de la esclavitud, y deseo hacerte feliz.

—¡Ah, señor! —exclamó Seghira.

—Señor, no —dijo el negrero—. Para ti soy Alváez.

—Gracias, señor; mi vida es vuestra.

El negrero lanzó un suspiro, y luego preguntó:

—¿Los esclavos están tranquilos?

—Sí —contestó Esteban.

—¿Sabes, amigo mío, que pienso quedarme con todos? Les haré trabajar en mi plantación y seré para ellos un padre más bien que un amo.

—Te felicito, Alváez; haces muy bien en dejar este maldito negocio.

—Dices bien, Esteban. Ahora comprendo lo horrible de la trata. No; no quiero vender estos pobres negros a los feroces fazendeiros del Amazonas. Vámonos a Bahía; dile a Hurtado que cambie de ruta.

—Será preciso abandonar la corriente ecuatorial.

—¿Por qué, Esteban?

—Porque la corriente va hacia el cabo de San Roque y nosotros tendremos que ir más al Sur. Esto nos obligará a describir una gran curva, y el viaje será más largo.

—Falsa teoría, amigo doctor. No es siempre la línea recta la que hace ganar tiempo a las naves. Antes creía yo eso; pero después de los estudios de Humboldt, Dove, Buh, Kraemtz y especialmente del americano Maury, se ha probado lo contrario. No es a la longitud del camino a lo que las naves de vela deben atender, sino a los vientos reinantes en las regiones que recorran.

CAPITULO XI. LA CORRIENTE ECUATORIAL

El 24 de septiembre, cuatro días después de abandonar la Guadiana la bahía de López, el viento, que hasta entonces se había mantenido favorable, fue disminuyendo poco a poco, hasta que cesó por completo de soplar.

La nave negrera se encontraba en la zona llamada «de la calma» por los navegantes, y que se extiende hasta el Ecuador, entre las dos grandes corrientes de vientos alisios del Norte y del Sur; zona tanto más peligrosa cuanto que pasan semanas enteras sin que sople la más ligera brisa y con una temperatura elevadísima, tanto de día como de noche, lo cual da origen a epidemias, especialmente en los navíos que transportan gran número de personas, y, sobre todo, en los negreros.

En esta zona pierden casi todos esos navíos buena parte de su carga de ébano vivo, cosa que no ignoran los «peces-perros», que a millares siguen a estos buques, seguros de que han de darles abundante carne.

Esta zona, que constituye la verdadera desesperación de los navegantes, se llama también «de la lluvia», porque casi todos los días caen aguaceros violentísimos, con acompañamiento de furiosas descargas eléctricas, y que, cosa extraña, lejos de refrescar la atmósfera, producen sensibles elevaciones en la temperatura.

La extensión de esta zona es muy grande y no tiene forma regular: es una especie de V inmensa vuelta hacia el África. El vértice de este ángulo se apoya en las Guineas francesa y brasileña, un poco sobre el Ecuador, y las dos alas tocan, la una, en la costa africana del Senegal, y la otra atraviesa el Ecuador, desciende hacia el Sur en dirección a la Guinea inferior, y sin tocar la costa se pierde hacia el 7o de longitud del meridiano de París.

La Guadiana, que seguía la corriente ecuatorial, había de entrar precisamente en esta última punta de la zona y afrontar aquella ardorosa calma. Habiendo apenas comenzado la estación estival, el capitán estaba seguro de poder eludir aquellos sitios y de encontrar el alisio septentrional, el cual, lo mismo que el meridional, sopla constantemente sobre una zona de 28 o 30°.

La Guadiana se hallaba, como hemos dicho, a trescientas millas de la costa de África. Una calma absoluta reinaba sobre el mismo océano, que parecía de aceite.

Las velas pendían inertes a lo largo de los mástiles, y el calor, que antes era algo soportable, había subido bruscamente a 42° en el puente y a 46° en el entrepuente, que era un verdadero horno, en el que se abrasaban los desgraciados negros.

La tripulación se esparcía por la cubierta, guareciéndose del sol bajo las velas. Sólo se veía de cuando en cuando a los hombres que hacían el relevo de las guardias, no faltando algunos marineros libres de servicio que bajaban hasta lo profundo de la cala en busca de humedad y de frescura.

El segundo aprovechaba todas las horas que tenía libres para permanecer encerrado en su camarote, solo y sin hablar con nadie.

Desde la escena ocurrida con el capitán y con el negro Niombo aparecía de un humor intratable. No dirigía a nadie la palabra, evitaba encontrarse con el doctor, y sobre todo con el contramaestre; no se acercaba nunca a la cámara del capitán, y parecía haber abandonado sus proyectos hacia la joven esclava. No obstante, cuando la veía aparecer sobre cubierta, acompañada del doctor, para respirar el aire de la noche^ resplandecían en sus ojos sus torpes deseos y empalidecía su cara, picada de viruelas.

Cuando se encontraba con Niombo, que en su calidad de hombre libre aparecía de cuando en cuando sobre cubierta, la palidez del bretón se tornaba más cadavérica y sus ojos Reflejaban un odio mortal e implacable. Si él hubiera sido capitán de a bordo, aquel rey negro no viviría ya.

Durante siete días, la Guadiana permaneció inmóvil bajo aquella lluvia de fuego; pero el 2 de octubre la calma se interrumpió bruscamente, y después de un violento aguacero, acompañado de grandes descargas eléctricas, comenzó a soplar una ligera brisa del Nordeste.

Aquel cambio de tiempo llevó un poco de alivio a los pobres negros, que se sofocaban en el entrepuente, y aun al mismo capitán, que sufría bastante por el excesivo calor, obligado como estaba a permanecer recluido en su estrecho camarote.

Aquel día se mostró de buen humor por primera vez y estuvo más locuaz que de ordinario, aunque su herida, que se cicatrizaba muy lentamente, le hacía sufrir todavía mucho.

—Me siento más tranquilo, Esteban —dijo al doctor, que estaba sentado a su cabecera, así como la esclava, que no abandonaba un solo momento el camarote—. La inmovilidad me hacía sufrir y el calor me deprimía horriblemente.

—Te creo, Alváez —respondió el doctor—. La quietud no se ha hecho para los marinos de tu temple; por más que nuestra nave no permanecía inmóvil, porque la corriente le ayudaba algo.

—¿Pero es un río esta corriente? —preguntó Seghira.

—Tú lo has dicho; un verdadero río que corre a través del océano —dijo Esteban—. Un río que tiene por cauce y por lecho las aguas del Atlántico.

—Es un fenómeno extraño, doctor.

—No te diré que no, Seghira.

—¿Y hay muchos ríos de esa clase?

—Varios; pero de corriente tan violenta no hay más que dos: el que ahora recorremos, y que forma la gran corriente del Gulf-Stream, y otro que surca el océano Pacífico. Los demás se rompen o pierden después de un corto recorrido, porque su velocidad es muy limitada.

—¿Y crees tú, Esteban, que esta corriente ejerce alguna influencia en las perturbaciones atmosféricas? —preguntó el capitán.

—Indudablemente; como es cosa segura que influye en los climas de ciertas regiones.

—De modo que, según tú…

—Esas corrientes son distribuidoras de calórico. Sin el calor que esparce el Gulf-Stream, Inglaterra, por ejemplo, sería una tierra polar o poco menos. Las mismas costas de España y de Francia deben mucho de la bondad de su clima a las cálidas emanaciones de un derivado de la gran corriente que marcha en aquella dirección, lamiendo las costas de la Europa occidental.

—Y así debe de ser, sin duda, Esteban; porque Inglaterra se encuentra en el paralelo del Labrador, región que es hoy casi inhabitable por la crudeza de su clima.

—Si se pudiera desviar la gran corriente del golfo, gozaría Europa de muchos beneficios y en sus costas occidentales se disfrutaría de una primavera eterna.

—¿Y de qué modo?

—Bastaría con construir un sólido dique en la costa de África, con lo cual la corriente no volvería al centro del Atlántico.

—¿La corriente ecuatorial?

—No; el brazo del Gulf-Stream que se dirige hacia Europa. Tan grandioso proyecto ha sido ya estudiado por eminentes hombres de ciencia, y quizá llegue un tiempo en que se realice.

—Es que esa obra costaría cifras enormes.

—Menos de lo que se cree. Dicen que bastaría construir un dique de seis kilómetros hacia la última isla de Cabo Verde para obligar a la corriente a pasar por las costas de Europa, en vez de alejarse de ellas, como hacen ahora.

—Permítame que lo dude, Esteban.

—¿Y por qué, Alváez? ¿Qué es lo que produce en Europa los fríos inviernos y las lluvias catastróficas? Siempre la corriente del Gulf-Stream.

—Pero ¿cómo?

—Tú sabes muy bien que el brazo principal de la corriente, después de atravesar el banco de Terranova y la costa de Noruega, se pierde en el océano Ártico. En él sus aguas, todavía en movimiento, socavan las montañas de hielo; éste baja hacia el Sur en grandes bloques, que se van fundiendo al llegar a las costas inglesas y noruegas o al mar del Norte. Estas masas de hielo se apropian en gran parte del calor que encuentran en la atmósfera y en el agua, que por esta razón sufren enorme descenso en su temperatura. La condensación de los vapores de agua que de esto resulta es la causa principal de las lluvias que caen sobre Europa, en cantidad mayor o menor, según ha sido la masa de hielo que la corriente desprendió de los inmensos bancos polares.

—Te comprendo: bastaba impedir el desprendimiento de bloques para evitar la lluvia; pero correríamos el peligro de sufrir una sequía más desastrosa aún que las lluvias torrenciales y que el frío traído por los icebergs. Desengáñate, Esteban; tus sabios son unos locos.

—Yo los llamo bienhechores de la Humanidad. Los más grandes genios fueron siempre tachados de locos.

El 3 de octubre, la Guadiana, que navegaba con una velocidad media de cinco nudos por hora, siendo la brisa siempre débil, salió del Ecuador a los 20°, 15 de longitud Este del meridiano de la isla de Hierro y entraba en el hemisferio septentrional para aprovechar los alisios, que debían empujarla directamente hacia el Amazonas. En aquellos doce días había recorrido un trayecto relativamente corto, a causa de la calma; pero la tripulación estaba segura de arribar a la costa brasileña antes que el mes terminara, teniendo que recorrer una distancia de poco más de dos mil quinientas millas marinas.

El océano se mantenía tranquilo, aunque de cuando en cuando lo surcaron enormes olas que fluían en sentido de la corriente ecuatorial. Sus aguas conservaban una transparencia extraña y se distinguían perfectamente los peces a una profundidad de varios cientos de metros.

Esta extraña transparencia del agua no se advierte solamente en las regiones ecuatoriales y tropicales, sino que se observa también en las altas latitudes.

Hacia el mediodía cambió bruscamente el tiempo, lo cual obligó al joven Vasco, a quien el bretón había confiado la dirección de la nave, a arriar algunas velas, a fin de disminuir la superficie de la tela.

Negros nubarrones, heraldos de tempestad, alzábanse hacia el Sur y avanzaban como caballos desbocados, amenazando invadir toda la bóveda celeste, en tanto que la brisa aumentaba de minuto en minuto hasta tomar las proporciones de un verdadero huracán. Poco después, su velocidad era de veinte metros por segundo, rapidez que sólo alcanzan los vientos impetuosos.

El mar, hasta entonces tranquilo, se agitaba con violencia, haciendo cabecear horriblemente a la Guadiana y lanzando en el entrepuente a los negros unos contra otros.

Estos desgraciados, que no habían afrontado aún la cólera del océano, comenzaron a lanzar lamentos de terror al oír los mugidos de las olas, el crujir de las maderas del barco, los ensordecedores bramidos del viento y, sobre todo, aquel horrible vaivén que los aterraba, haciéndoles creer que iban a sumergirse para siempre.

Las madres, locas de miedo, estrechaban angustiosamente contra su pecho a sus hijos, que chillaban con desesperación, asustados por la tempestad.

El capitán sufría mucho también con aquellos bruscos balanceos que a cada momento amenazaba lanzarle del lecho, no obstante haber tenido el doctor la precaución de sujetar sólidamente las mantas.

Seghira y el doctor, que le acompañaban, trataban en vano de calmarle, pues, a pesar de sus heridas, quería que le transportaran al puente para dirigir él mismo las maniobras.

—Mi sitio no está aquí —decía con agitación—. La Guadiana necesita de mí para salvarse.

—Cálmate. El contramaestre Hurtado es un viejo lobo de mar que sabe su obligación. Déjales hacer a él y a Kardec, que, a pesar de todo, es un valiente marinero.

—¡Kardec! —decía el capitán con los dientes apretados—. No me fío ya de él para nada.

Toda la noche permaneció la Guadiana defendiéndose del temporal acá y allá como una débil paja y recibiendo en su tolda la enorme masa de agua que le lanzaban las olas al rebasar la obra muerta.

Los lamentos de los esclavos no cesaron un solo instante, a pesar de las amenazas de los centinelas y de las palabras tranquilizadoras de Niombo.

Hacia el alba se calmó un tanto la furia del viento y cesó la potentísima voz del huracán, permitiendo al capitán y a los negros agrupados en el entrepuente disfrutar un poco de sueño.

CAPITULO XII. UNA COLISIÓN EN PLENO HURACÁN

No debía de tratarse más que de una simple tregua, porque todo indicaba que el huracán iba a tomar nuevas fuerzas para soplar con mayor violencia. El barómetro señalaba gran tempestad y la atmósfera estaba saturada de fluido eléctrico, mientras en el cielo no dejaban de aparecer masas enormes de negros vapores de agua del mar; y ésta, que antes tenía una transparencia admirable, se había tornado turbia y grisácea.

El ciclón, que se condensaba en las profundidades del espacio celeste, no había de tardar en presentarse.

—Temo que vamos a pasar un día horrible —dijo el doctor, mirando al mar y al cielo desde la claraboya del camarote del capitán.

—Sí, señor —contestó el contramaestre, que había bajado para saludar a Alváez; y dentro de poco, la Guadiana empezará otra vez el baile.

—¿Han sufrido mucho los negros? —preguntó el capitán—. Les he oído quejarse toda la noche.

—Los balanceos violentos han contusionado a algunos, pero fue poca cosa.

—¿Y Niombo?

—Ese negro es audaz y valiente, capitán. Estaba sereno como el más experto marino.

—¿Seguirá en libertad?

—Sí.

—¿Y qué dice de él Kardec?

—No lo mira con buenos ojos, capitán; pero respeta la voluntad de usted. ¡Si no fuera por eso…!

—No se atreverá a nada.

—¡Y que se atreva si quiere!

—No querrá. Sabe muy bien que aquí el capitán soy yo. Dile a Niombo que puede venir a mi camarote. Es el amigo de Seghira, y sé que la protegerá en los momentos difíciles.

—Me había pedido permiso para venir, capitán; mas yo esperaba órdenes. Debe de sentir un profundo afecto por Seghira, pues a cada momento me pregunta por ella y por el estado de vuestra salud.

—Yo sabré recompensarle.

—¿Qué piensa hacer de él? —preguntó Esteban.

—Enviarle a África y darle los, medios necesarios para volver a su tribu.

—Es un negro que merece ser rey. En las batallas debe de ser un verdadero león. La raza negra tiene muy buenos ejemplos, señor doctor.

—Toda ella goza de un vigor extraordinario.

—¿A pesar de lo enervante del clima?

—Quizá por eso es más robusta que la raza septentrional. Entiéndase que hablo de la raza a que pertenece Niombo, porque hay otras muchas menos vigorosas.

—Pero ¿los negros no pertenecen a una sola familia?

—A una misma familia, sí; pero esta familia se divide en muchos grupos, cada uno de los cuales presenta diversos caracteres. En primer lugar, está el grupo Bosquimano o Bosjemán, que representa la raza más antigua y más cercana al tipo originario. Viven todos estos negros en las regiones interiores de la colonia del Cabo de Buena Esperanza y se extiende hasta Zambeze. Su piel no es completamente negra, sino de color de cacao amarillento, y aunque sus cabellos son crespos, no forman enmarañadas sortijas. Su estatura es baja.

—Es verdad —dijo Alváez—. Los Bosquimanos están considerados como los primeros habitantes del suelo africano.

—En segunda línea están los Hotentotes, que ocupan el África meridional. Su piel es del color del cuero viejo y su estatura es superior a la de los Bosquimanos, llegando por lo general a un metro cincuenta centímetros. Mientras los primeros son nómadas y viven de la caza, éstos son pastores. El tercer grupo, que es el auténticamente negro, tiene las piernas un poco arqueadas, los pies planos, la nariz achatada, los labios muy gruesos y la cabellera corta y lanosa. Son los que mejor soportan las fatigas, y ocupan gran parte del continente africano, con especialidad las regiones centrales.

—¿Y los Cafres? —preguntó el contramaestre.

—Forman otro grupo, que es el tipo más hermoso. Este pueblo, que ocupa la costa oriental del África meridional, es altivo y belicoso. Su estatura es altísima, pues ordinariamente pasan de un metro setenta y un centímetros, y sus proporciones son bellas, así como gentiles y elegantes sus movimientos. Además, existe el grupo Nubiense, que vive en el África septentrional y constituye un pueblo de conquistadores. Como ves, Hurtado, los negros no forman una sola especie.

—Una cosa hay que no puedo comprender, doctor —dijo el contramaestre.

—¿Cuál?

—Quisiera saber de qué raza proviene la negra. Se dice que proviene de la blanca, de uno de los hijos de Noé, de Campero me parece que nuestra raza es bien distinta de la negra.

—Entras en una cuestión que todavía no está resuelta, Hurtado. Centenares y centenares de sabios han estudiado esto durante siglos y siglos, y todavía no se ha resuelto tan arduo problema.

—Así lo creo yo —dijo Alváez, que prestaba gran atención a esta conversación tan interesante.

—Hay dos teorías y ambas cuentan con gran número de partidarios. Los unos afirman que las diversas razas humanas descienden de un único tronco creado por una voluntad sobrenatural.

—De Adán y Eva —objetó el contramaestre.

—Eso es.

—¿Y cómo es que de dos blancos, como eran Adán y Eva, pudieron nacer los blancos, que son los europeos; los chinos, que son amarillos; los malasios, que son aceitunados, y los indios americanos, que son colorados?

—Según los defensores de esta teoría, estas diferencias de colores y de tipos han sobrevenido por cruzamientos, por la acción de los diversos climas, de la alimentación, de las costumbres, etc. En efecto; se ha podido comprobar que personas de una misma raza, transportadas a climas distintos, se van poco a poco transformando hasta diferenciarse notablemente del tipo primitivo.

—¿Eres tú partidario de esta teoría? —preguntó Alváez.

—No; yo soy de la teoría de Lamarck, la cual tiene un formidable defensor en el ilustre Darwin.

—¿Eh? —preguntó el contramaestre.

—Sí; según esa teoría, el hombre desciende nada menos que del mono.

—¡Vaya! Usted quiere burlarse de mí, doctor —exclamó el contramaestre, lanzando una estrepitosa carcajada.

—No, Hurtado; hablo seriamente.

—Es verdad —corroboró Alváez.

—Que los negros desciendan del demonio, pase; pero que mis antepasados hayan sido monos, eso no lo tolero, doctor.

—Con una ligera demostración te convencerás de ello. ¿Qué diferencia notas entre el esqueleto de un mono y el de un hombre?

—Poquísima, es verdad, señor Esteban.

—Y la cabeza de un gorila, ¿no te parece igual que la de un individuo de la raza humana? Examina el cráneo de un chimpancé y lo encontrarás idéntico al de los asiáticos y europeos. De aquí hay que deducir indefectiblemente que los hombres hemos tenido todos un ascendiente común, que muy bien pudo ser el mono del viejo continente.

—Pero es que los monos no tienen voz, señor Esteban.

—Lo sé, y añadiré que sus miembros se diferencian de los nuestros y su cerebro es algo más pequeño; pero eso consiste en que la nuestra es una raza de monos perfeccionados. Se ha observado que ciertas razas mejoran notablemente al cruzarse, y que el ambiente y las necesidades de la vida desarrollan facultades de que antes carecían.

—Pues ya que sé eso, en cuanto me encuentre por ahí un mono lo saludaré diciendo: «¡ Adiós, primo!».

—Procura que no sea un gorila y te conteste despedazándote.

En aquel instante, un trueno formidable estalló sobre el océano, haciendo temblar todo el buque.

—¡Oh! ¡La voz fuerte! —exclamó Hurtado—. Nos espera una noche terrible.

—¡A cubierta, Hurtado! —gritó el capitán—. ¡Y no poder yo acompañarte! ¡Maldita herida!

—Ten paciencia, Alváez. Dentro de veinte días estarás bueno.

—Veinte días son la eternidad, Esteban —dijo el capitán con un suspiro—. ¡Cada uno a su puesto! A mí me basta la compañía de Seghira.

El contramaestre y Esteban subieron al puente, donde ya se encontraban los marineros, dispuestos a afrontar la nueva borrasca, que amenazaba tomar proporciones formidables.

Las ondas marítimas habían tomado direcciones extrañas, pues en vez de venir de un mismo lado, se las veía avanzar de todos los puntos del horizonte en forma de muralla circular de una altura espantosa y coronadas de fosforescentes espumas. Aquel círculo inmenso de revueltas aguas iba estrechándose alrededor de la nave negrera, produciendo formidables y ensordecedores rugidos.

Todo indicaba que en aquella parte del océano reinaba un régimen ciclónico y que la nave ocupaba el centro de él.

Llegó la noche con la rapidez propia de las regiones ecuatoriales, noche oscurísima, negra como el abismo.

La Guadiana luchaba en vano contra el oleaje, que mugía a su alrededor.

El segundo, que a pesar de todo era un valiente marino, se disponía a defender el buque de la tempestad que amenazaba hundirlo.

Ordenó todas las maniobras necesarias para evitar en lo posible el peligro, pero sentía instintivamente que una gran desgracia amenazaba a la Guadiana.

En efecto, hacia la medianoche, las ráfagas de aire se hicieron violentísimas, y las nubes que cubrían el cielo fueron aumentando hasta envolver al buque en una densa masa de vapores.

Huía la Guadiana, aumentando su velocidad a cada momento con la del aire que silbaba al través de la arboladura, haciendo crujir los mástiles y amenazando desgarrar las velas.

De pronto, a través de aquella inmensa oscuridad, vieron brillar un punto luminoso.

—¡Atención! Hay cerca una nave —gritó el contramaestre desde proa.

—En efecto; un gran buque, probablemente un transatlántico, había surgido de las tinieblas y avanzaba hacia la Guadiana, amenazando con un choque.

—¡Ah de la nave! —gritó Hurtado.

Sin duda, los mugidos de las olas y el viento impidieron a su voz llegar hasta el barco, porque éste siguió inmutable su ruta.

—¡Señor Kardec! —gritó el contramaestre, pálido por la emoción—. ¡Nos van a pasar por ojo!

En efecto; el transatlántico no estaba ya más que a treinta metros de la nave negrera.

Entre la tripulación de la Guadiana se levantó un grito inmenso de espanto, del cual sobresalió la voz de Kardec, diciendo:

—¡Orza a sotavento! ¡Vira a estribor!

Los marineros se precipitaron por las escotillas, mientras el timonel viraba con toda rapidez.

La Guadiana, por su propio impulso y lanzada además por una ola poderosa, embistió contra el transatlántico con fuerza increíble, y su afilado espolón hundióse con fragor terrible en las entrañas del buque, hiriéndole de muerte.

CAPITULO XIII. EL NAUFRAGIO DE LA «GUADIANA»

Después del encuentro, ambos navíos fueron violentamente separados por las olas, que seguían batiendo con ímpetu irresistible. La Guadiana fue lanzada hacia el Sur, mientras el transatlántico era arrojado hacia el Norte. Los dos buques llevaban enormes averías; el negrero con la proa destrozada y el desconocido con una brecha espantosa en el costado que sufrió el choque.

A través de los mugidos del viento y de las olas oíanse los gritos desesperados de las tripulaciones.

La de la Guadiana, creyendo que la proa estaba abierta y que el agua invadía ya la estiba, se había precipitado locamente en las chalupas y botes sin acordarse ya del transatlántico, mientras los quinientos negros se revolvían como fieras en el entrepuente, aterrorizados por el choque.

El bretón, que ante aquella catástrofe parecía haber perdido su sangre fría y audacia habituales, no intentó siquiera oponerse a que los tripulantes se apoderaran de las chalupas; pero el doctor, Hurtado y Vasco hallábanse ya entre los marineros, tratando de calmarlos y de impedir su huida. La Guadiana no había empezado todavía a hundirse: seguía a merced de las olas y corría el peligro de ceder por estribor si no había quien se encargara del timón, que estaba abandonado. Urgía maniobrar en las velas, que el viento sacudía en todas direcciones, comprometiendo la estabilidad del buque, más bien que buscar en los botes una salvación imposible, pues aquellas ondas revueltas y aquel viento impetuoso las harían zozobrar apenas lanzadas al agua.

Pero ni los ruegos ni las amenazas, ni aun los argumentos de fuerza de Hércules Hurtado, hicieron efecto en la tripulación, enloquecida por el miedo y sorda a toda demanda de socorro, lo mismo de parte de los pobres esclavos, que conmovían a las piedras con sus enternecedoras súplicas, que de los tripulantes del transatlántico, a quienes el mar insaciable iba tragándose poco a poco.

De improviso, a popa, se oyó tronar una voz:

—¿Qué pasa aquí? ¡Cada uno a su puesto, u os hago ametrallar a todos!

Era el capitán Alváez. Sobresaltado ante aquel espantoso choque y el vivo clamoreo de los negros y de los marineros, comprendió al punto que había sobrevenido un grave desastre.

Sin atender a su propia herida ni al peligro que corría, afrontando en su estado de debilidad aquel huracán furioso, arrojóse del lecho y ordenó a Niombo, que lo velaba en unión de Seghira, que lo llevase a cubierta.

El negro no se hizo repetir la orden; lo tomó entre sus brazos robustos y, a pesar de las sacudidas del buque, llevóle al puente con igual facilidad que si se tratara de un niño.

A Alváez le bastó una sola mirada para comprender lo sucedido y lo que estaba a punto de ocurrir.

La tripulación, al oír la voz de su capitán, a quien creía casi moribundo, y sabiendo por experiencia que nunca amenazaba en vano, abandonó las chalupas, después de brevísimos instantes de vacilación. Para aquellos hombres, el negrero era más terrible que la borrasca y más tremendo que aquel inevitable naufragio.

—¿Qué sucede aquí? —repitió Alváez con tono amenazador.

Esteban se dirigió hacia él, seguido de Hurtado.

—Que hemos embestido a un transatlántico, Alváez —dijo el doctor.

—¿Y nos vamos al fondo?

—Todavía, no —respondió Hurtado.

—¡Y mis hombres se disponían a huir! ¡Viles! ¡Abandonar al desgraciado buque que habéis dejado ir a pique! ¿Dónde está Kardec?

—Aquí, señor —respondió el bretón, adelantándose, confuso y pálido como un muerto.

—¿Y qué es lo que hace usted? —le preguntó con violencia el capitán, que sentía un odio profundo contra aquel hombre—. ¿Se ha vuelto usted un cobarde ahora? Dé órdenes para virar de bordo y para que se proceda al salvamento de esos desgraciados náufragos.

—Es que…

—¡Basta, que lo mando yo! ¡A su puesto o le pego un tiro!

—¡Retírate, por Dios, Alváez! —le gritó Esteban—. ¡Te estás asesinando!

—¡No me importa!

En aquel momento una ola inmensa entró por la popa de la Guadiana y barrió la cubierta de extremo a extremo, aterrando a todo el mundo. Niombo, Seghira, Esteban, Alváez y los marineros fueron lanzados contra el suelo.

Cuando pasó la ola, se vio al capitán apoyado contra el palo mayor, descaecido y sin conocimiento.

—¡Pronto, al camarote, Niombo! —exclamó Esteban.

—¿Está muerto? —preguntó ansiosamente Seghira.

—No —contestó el doctor—. Pero temo que se le haya abierto la herida. ¡Seguidme!

En tanto que bajaban al capitán a su camarote, la tripulación se dirigió a sus puestos respectivos, maniobrando a fin de que la Guadiana se acercara al transatlántico, que hacía desesperadas señales de socorro.

A pesar de la violencia del viento y de las montañas de agua que por todas partes se levantaban, el negrero viró de bordo y se dirigió hacia la nave náufraga.

Herida mortalmente por el agudo espolón de la Guadiana, que le había abierto una brecha enorme, la pobre nave hundíase sin remedio, mientras las aguas invadían la bodega. En cubierta, la tripulación, enloquecida, corría de acá para allá lanzando gritos terribles y atropellándose unos a otros en la ceguera del pánico; rezos, maldiciones desesperadas, gritos de dolor, sollozos, frases inarticuladas, brotaban de los trémulos labios de aquellos desgraciados. Sin duda, el transatlántico debía de ir cargado de emigrantes, pues entre las voces de los náufragos sobresalían los gritos agudos de infinidad de mujeres y niños.

Junto a los botes se entablaban sangrientas luchas, pues todos pretendían ocuparlos. Los marineros se revolvían como fieras unos contra otros y los fuertes arrojaban al mar a los más débiles; las pobres mujeres, en su pelea por la salvación, dejaban caer a sus hijos de entre sus brazos y ellas mismas caían en seguida también al abismo, empujadas por la ferocidad de los hombres, entre los cuales manteníase a tiros y puñaladas el derecho a ocupar los botes.

Los negreros hacían desesperados esfuerzos por acercarse; pero el huracán, que aumentaba por instantes, retardaba el socorro que quería prestar.

Todavía se hallaba la Guadiana a bastante distancia del otro barco, cuando una ráfaga furiosa arrancó a éste las velas de gavia y de trinquete.

—¡Están perdidos! —gritó Hurtado mesándose los cabellos—. ¡Llegaremos demasiado tarde!

Impotente el negrero para afrontar la tempestad, comenzó a derivar hacia el Sur. Kardec dio órdenes para evitarlo, pero el buque no obedecía a las maniobras.

El transatlántico, casi lleno ya de agua, se hundía a ojos vistas entre las espumeantes oleadas, que parecían ansiosas de tragar aquella presa colosal. El agua invadió al fin la toldilla, envolviendo en un frío sudario de muerte a hombres, mujeres y niños. Dos chalupas cargadas de personas lograron alejarse; pero bien pronto el furor de una ola hizo presa en ellas, sumergiéndolas en aquel revuelto abismo.

Los gritos de aquella pobre gente, condenada a morir sin remedio, fueron tan inmensos en aquel postrer instante, que hasta los menos sensibles marineros de la Guadiana, de corazón de bronce todos ellos, sintieron al oírlos los escalofríos del terror, erizándoseles el cabello.

Sonó, por último, una detonación espantosa, motivada por la presión del agua en el interior del transatlántico, y éste se hundió con estrépito entre el fragoroso hervidero del mar, que al fin cubrió tanta desolación y tantas angustias con la blanca sábana de sus espumas. Todavía, sin embargo, oíase salir lúgubremente de entre las ondas el lamento de postrera desesperación de aquellos centenares de víctimas, a quienes el agua ahogó en sus gargantas un supremo grito de socorro.

—¡Todo ha concluido! —dijo con honda emoción, Hurtado—. ¡Estamos malditos!

—¡Procuremos todavía salvar a algunos! —gritó Vasco.

Y desde el negrero arrojaron al agua maderos y guindolas salvavidas; pero nadie pudo asirse a ellos. De los tripulantes y pasajeros del transatlántico ni uno solo logró salvarse; la sima gigantesca abierta en las aguas al hundirse la nave se los había tragado a todos.

En este momento se oyó en la Guadiana una voz terrible, angustiosa:

—¡Nos vamos a fondo! ¡La proa está inundada!

La tripulación entera, con Kardec a la cabeza, se precipitó al sitio indicado. Vasco, pálido y con los cabellos erizados, estaba allí mostrándoles varias grandes vías de agua abiertas en el punto de encaje del espolón,

—¡Estamos perdidos! —gritaron algunos hombres.

—¡Sálvese el que pueda!

—¡A las chalupas!

—¡Ay de quien se acerque a ellas! —exclamó Hurtado, cogiendo un hacha que encontró a mano—. ¡Señor Kardec! ¡Escuche!

—¿Qué quiere usted, Hurtado?

—Vamos a la estiba. Tal vez tenga compostura la avería.

—Me temo lo contrario —añadió el segundo con aire tétrico—. Para la Guadiana no hay salvación posible.

—Me permite usted que lo dude. ¡A mí, carpinteros! ¡Y vosotros avisad al doctor Esteban!

—¿Va usted a tapar la abertura con el doctor? —preguntó el bretón irónicamente.

—No, señor Kardec; pero él nos traerá las órdenes del capitán.

—¿Y yo qué soy aquí?

—No lo sé; pero si no quiere usted salvar la Guadiana, la salvaremos nosotros. ¡Vasco, prepárate a disparar contra esta gente si intenta abandonar el buque!

—¡Contramaestre Hurtado! —gritó el bretón, amenazando—. ¡Soy el segundo de a bordo!

—¡Muy bien, y si muere el capitán, podrá usted llevarme a la sentina; pero ahora Alváez está vivo y yo soy el contramaestre!

En seguida, sin esperar respuesta, lanzóse a la cámara de proa, llevando consigo un farol encendido y haciéndose seguir de dos carpinteros. Llegó a la estiba y se detuvo cerca del mástil de proa, oyendo al agua precipitarse en la cala con sordos mugidos.

—Me temo que la avería sea muy grave —dijo sintiendo que un frío sudor le bañaba la frente—. Este viaje va a sernos fatal.

Adelantó con mil precauciones y se encontró ante una ancha hendidura abierta a un lado del nacimiento del espolón y larga como de dos metros. Las aguas se precipitaban dentro del barco en masas enormes.

—¿Os parece grave la avería? —preguntó Hurtado a los carpinteros.

—Sí —contestaron éstos.

—¿No se podrá cerrar?

—¿Con esta tempestad?

—Hay que intentarlo, Balboa —añadió el contramaestre dirigiéndose al maestro—. Si no se obtura esa brecha, la Guadiana se irá a fondo, como el transatlántico.

—Es que el agua nos impide colocar una plancha.

—Pues, provisionalmente, tapadla de cualquier modo. Cuando se calme la tempestad se hará más sólida la compostura.

—No perdamos tiempo —bramó el carpintero—. Por su parte, prepare usted las bombas, contramaestre.

—Lo intentaré. Y ustedes, al trabajo, que es nuestra salvación.

Cuando salió sobre cubierta, halló a Esteban, que había sido advertido del peligro.

—¿Qué hay? —preguntó el doctor saliendo al encuentro del contramaestre.

—Es cosa grave, doctor.

—¿Corremos peligro de hundirnos?

—Por ahora, no; pero si la tempestad no cesa, no sé lo que va a suceder. ¿Y el capitán?

—Desvanecido, pero pronto volverá en sí.

—¿Se le ha abierto la herida?

—Sí, Hurtado. Y si sigue cometiendo imprudencias, morirá. ¿Dónde está Kardec?

—En el puente de mando.

—Está bien. Después veremos lo que se hace. Sobre todo, vela tú por el buque. Yo voy al lado de Alváez.

La borrasca, en tanto, continuaba con furor creciente. La noche era horrible; los relámpagos y truenos no cesaban.

El viento mugía en todos los tonos. Algunas veces era tan considerable la masa de agua que caía sobre cubierta, que parecía imposible que el buque no se sumergiera bajo su peso. Los gritos de los esclavos parecían ya rugidos de leones, que espantaban a los centinelas.

A las dos de la mañana, cuando los carpinteros habían conseguido obturar casi la vía de agua taponándola con maderas, cáñamo y botes de serrín, una ráfaga arrancó casi toda la arboladura, quedando la Guadiana desprovista de velamen. Los cañones, rotos los puntos de sujeción, rodaban de un lado para otro, produciendo un ensordecedor ruido, al cual dominó de pronto una voz poderosa gritando:

—¡La vía de agua se ha abierto otra vez! ¡Nos vamos a fondo!

CAPITULO XIV. LA BALSA

La Guadiana, la espléndida y rápida nave del capitán Alváez, estaba perdida; no era más que cuestión de horas. ¡Qué horrible catástrofe se preparaba en medio del océano, entre una tempestad inenarrable, en la cual iban a perecer los quinientos cincuenta hombres que la tripulaban, entre negros y blancos!

Ninguna maniobra, ningún esfuerzo humano, podía ya salvarla; era una nave condenada a desaparecer tan trágicamente como habían desaparecido el crucero y el transatlántico en los abismos del océano.

Su proa, que había echado a pique a dos buques en pocas horas, no había podido resistir, aunque había sido construida a toda prueba, a choques tan tremendos.

Al grito lanzado por el marinero anunciando la inminente pérdida del barco, Hurtado, Kardec, Vasco y los carpinteros se precipitaron en la estiba, mientras los artilleros corrían a la batería para sujetar los cañones, que amenazaban abrir nuevas brechas al barco en sus rudos choques contra la amura.

Bastó una sola mirada a Hurtado y al bretón para convencerse de que la situación era gravísima: el agua subía con alarmante rapidez.

—Señor Kardec —gimió Hurtado, con voz temblorosa por la emoción—, ¿qué se puede hacer?

—A mi vez le pregunto yo a usted lo mismo —respondió el bretón con acento seco.

—Usted es el segundo de a bordo señor.

Kardec levantó los hombros con indiferencia, y volviéndose hacia los carpinteros, les dijo:

—¿Creéis posible una nueva reparación?

—Nada puede hacerse, señor —respondieron.

—¿Ni ayudando las bombas?

—No bastarían; es mucha el agua que entra.

—Es preciso resistir hasta que cese el huracán. Mientras tanto, se construirá una balsa.

—¿Y los negros?

—¡Que se fastidien! —respondió brutalmente el bretón—. ¿Dónde voy a meter a seiscientos hombres? El mar se encargará de despenarlos.

—¡Pero las mujeres, los niños!

—No insista usted, Hurtado. Voy a hablar con el capitán.

Subieron todos a cubierta, en la cual reinaba gran confusión.

Los tripulantes corrían desordenadamente de un lado para otro, sordos a las intimaciones de Vasco.

Algunos se habían ya provisto de salvavidas, temiendo que la Guadiana se hundiera de un momento a otro; otros habían botado al mar la ballenera, que las furiosas olas habían hecho pedazos en seguida; los cañones seguían rodando por 1^ cubierta y haciendo saltar en pedazos toda la obra muerta del buque a sus violentos golpazos.

—¡A las bombas! —gritó Hurtado, lanzándose entre los marineros.

Kardec, después de haber tratado en vano de calmar a los tripulantes, se dirigió a popa.

A la puerta del camarote de Alváez se encontró al doctor.

—¿Qué sucede? —preguntó éste.

—Una gran desgracia, señor. ¡La Guadiana se hunde!

—¡Imposible! —replicó el doctor, poniéndose pálido.

—Se ha vuelto a abrir la brecha y hacemos mucha agua. Debo advertírselo al capitán.

—¡Se lo prohíbo! Su estado es muy grave y todavía no ha vuelto en sí.

—Pues es preciso que me escuche. El peligro es grave y necesito su consejo.

—¡No le hablará usted! Su estado es muy grave y esa noticia lo mataría.

—¡Repito que debe saberlo! —insistió el bretón enérgicamente—. Por otra parte —añadió con ironía—, no supongo tan sensible al capitán.

—¡Pues no le verá usted!

—Le repito a usted que la nave va a hundirse de un momento a otro.

—¡Pues cumpla usted con su deber, señor oficial, y no se ocupe en otra cosa!

—¡Ah! ¿Esa es su respuesta de usted? ¡Pues tanto peor para todos! —murmuró Kardec apretando los dientes.

Salió a cubierta con la frente nublada y contraídos los labios. Parecía haber tomado una resolución decisiva.

Viendo a los marineros que trabajaban furiosamente en las bombas, les gritó:

—¡Diez hombres aquí! ¡Hay que construir una balsa!

—Pero ¿cómo? —preguntó Hurtado—. El oleaje lo impedirá.

—Se construirá sobre cubierta. Después pensaremos en echarla al agua.

Los diez hombres se pusieron febrilmente al trabajo. Sabían que la Guadiana estaba perdida, y comprendieron que la única probabilidad de salvación la tenían en la balsa. Al golpe de sus hachas destruyeron todos los restos de la arboladura, la obra muerta, las cámaras, todo, pues como daban por perdido al barco, no les importaba destruirlo.

El agua había invadido ya el depósito de los penóles y de las velas de recambio y amenazaba inundar el almacén de víveres. Dentro de poco debían de aparecer en el entrepuente. ¿Qué iba a ser de aquellos quinientos veinte negros? Esta era la pregunta que se hacían con angustia los marineros, temiendo que en el último esfuerzo de sus angustias pudieran invadir el puente.

La balsa, construida con gruesos maderos, sujetos con cuerdas y tirantes de hierro, era incapaz para contener a tanta gente, y todos se preguntaban con escalofríos de espanto qué ocurriría allí si los negros lograban salir de su encierro.

Por fortuna, el huracán iba calmándose, lo cual permitió a los tripulantes, hacia las dos de la mañana, lanzar al agua el esqueleto de la balsa, sólidamente sujeto a la Guadiana con gruesos cables para evitar que las aguas lo arrastraran.

Entonces se hallaron los marineros en la imposibilidad de construir la plataforma por impedirlo el estado revuelto del mar.

—¿Qué se hace? —preguntó Hurtado volviéndose hacia Kardec con cierta amabilidad.

—Hay que trabajar en la balsa y todos debemos afrontar el peligro.

—Antes calmaremos el furor de las olas —dijo Esteban, que había subido sobre cubierta para ver si se hacían los preparativos de salvamento.

—¿Y cómo? —preguntaron el contramaestre y el bretón.

—Echando aceite en el mar.

—¡Es verdad!

En seguida fueron subidos a cubierta cuatro grandes barriles de aceite de palmera.

—Arrojadlos al agua poco a poco. Es mejor el resultado que vertiéndolos de una vez —dijo el doctor.

Los marineros a la voz del contramaestre, fueron vertiendo lentamente el aceite en el mar. Y entonces se vio un fenómeno extraño, inaudito: las aguas, que se elevaban como montañas, revolviéndose con mil mugidos, se calmaron casi instantáneamente.

—¡Ahora, al trabajo! —dijo el doctor, rompiendo la estupefacción de todos.

—¿Pero no volverán las olas a molestarnos? —preguntó receloso Hurtado.

—Mientras tengamos aceite que verter al mar, no hay miedo. ¡Y al trabajo, que si tardan en estar listas las balsas, nos vamos a fondo!

—Basta con una balsa —dijo Kardec.

—¿Y los negros?

—No hay tiempo para salvarlos. Ahí les queda la Guadiana.

—¡Es que no se los puede abandonar! —insistió el doctor.

—¡Pues construyales usted la balsa! —añadió Kardec—. ¡Al trabajo todo el mundo!

No era necesario excitar a los marineros. Unos en las bombas y otros en la balsa, todos trabajaban a porfía, no faltando varios de ellos que se ocuparan en subir a cubierta grandes cantidades de víveres y toneles de agua dulce.

Los carpinteros, para facilitar su obra en la balsa, ocuparon la única chalupa que a bordo quedaba y desde ella trabajaban.

Las tablas de la cámara sirvieron para la plataforma de la balsa, que fue además, rodeada de barriles vacíos para mantenerla más a flote. En su centro izaron un peñol, que debía de servir de palo para la vela, y a popa, un remo destinado a timón. Cuando estuvo concluida, transbordaron a ella el agua y los víveres, sujetándolos sólidamente.

—¡Ya está todo dispuesto para el embarque! —gritaron los carpinteros.

En seguida condujeron a la balsa velas, cuerdas, armas de todas clases, pólvora, etc. Todo confusamente amontonado.

—¡Ahora a hacer la segunda balsa! —dijo Hurtado—. Hay que pensar en los negros.

Un coro de protestas se levantó de todos lados ante esta orden.

—¡Que se ahoguen los negros!

—¡Que se los lleve el diablo!

—¡Que mueran los esclavos!

Hurtado se puso rojo de cólera.

—¡Miserables egoístas! —exclamó—. ¡Si no construís la segunda balsa, echo ésta a pique!

—¡Ca! —gritó un marinero americano—. Somos treinta y no queremos perecer.

—Además, el agua invade ya el entrepuente y no hay tiempo más que de huir —añadió otro marinero.

—¡Pues yo os repito que al primero que intente bajar a la balsa lo mato! —dijo el contramaestre apuntando con su pistola—. ¡Señor Kardec!

Nadie respondió. El segundo había desaparecido.

—¿Dónde está el segundo? —preguntó.

—¡Búsquelo usted! —respondieron los marineros—. ¡A la balsa! ¡A la balsa!

—¡A mí, Vasco! ¡A mí, portugueses!

Vasco y algunos hombres acudieron al lado del maestro para socorrerle; pero los otros, a quienes el miedo a la muerte enloquecía, siguieron gritando:

—¡A la balsa! ¡A la balsa!

Estaban ya para precipitarse contra el contramaestre y los negros, cuando en el entrepuente se oyó un clamor salvaje, un inmenso rugido.

—¡El agua invade el entrepuente! ¡Huyamos! —gritó una voz.

El contramaestre se puso pálido.

El doctor salió corriendo de la cámara de popa.

—¿Nos hundimos? —preguntó.

—¡Pronto, señores! ¡Traed al puente al capitán! —gritó Vasco saliéndole al encuentro.

En aquel momento un torrente de hombres invadió la cámara común y se esparció con ímpetu irresistible por toda la tolda, arrollando cuanto se le ponía delante.

Un inmenso grito de angustia resonó en la Guadiana.

—¡Los negros!

Después, entre los clamores salvajes de los esclavos, locos por el terror, entre los gritos de los que corrían empavorecidos y entre el fragor del huracán, una voz potente gritó estas palabras:

—¡Traidores! ¡Nos han perdido!

CAPITULO XV. UNA HECATOMBE HUMANA

Una escena horrible, monstruosa, se desarrolló entonces en el puente del barco, que empezaba a hundirse.

Los negros, que habían comprendido que la Guadiana se iba a pique y que la tripulación trataba de abandonarlos, tuvieron un ataque de locura furiosa y se precipitaron en el puente con tal ímpetu, que arrollaron a varios tripulantes, a Hurtado, a Vasco y al propio doctor.

Eran como un centenar. Los otros se habían sublevado también y hacían esfuerzos inauditos para romper las paredes de su prisión, ayudándoles en esta tarea los compañeros más fuertes, hasta que, al fin, se vieron todos libres ante aquellos negreros que tanto les habían hecho sufrir, y tan sólo pensaron en la venganza.

Sin fijarse en que la Guadiana se hundía por momentos e iba a tragárselos a todos, a víctimas y a verdugos, se desparramaron por el barco, apoderándose de cuantas armas encontraban; una lucha tremenda se entabló entonces entre los negros y los marineros. Estos, paralizados por la sorpresa, reaccionaron bien pronto, y comprendiendo que si no reprimían el asalto eran hombres muertos, se replegaron hacia popa para impedir que la balsa cayera en poder de los negros.

En tanto que un grupo se defendía de los asaltantes, otros marineros sacaban de la armería carabinas, pistolas y hachas de abordaje, que repartían entre sus compañeros.

Los negros, como bestias feroces, lo devastaban todo y hacían muchas víctimas en la tripulación.

De una parte y de otra aquellos hombres, enlazados sus cuerpos en la desesperación de una lucha sin tregua, caían al agua en racimos, y la sangre de los negros, mezclada a la de los blancos, corría por el puente hasta desparramarse en el océano.

La tremenda hecatombe iba a ocurrir de un momento a otro.

Aquellos quinientos cincuenta hombres estaban suspendidos sobre un abismo que se abría ya para tragarlos a todos.

Opresores y oprimidos iban a tener la misma sepultura.

El agua subía, subía siempre. Había rebosado ya de la estiba, había hecho su aparición en el entrepuente y pronto inundaría la toldilla. Ya la Guadiana se mantenía penosamente a flote, como un borracho, y su cubierta estaba casi al nivel de la balsa.

Cada minuto que pasaba era mayor la inminencia de una sumersión total, de una catástrofe como la del crucero y la del transatlántico. La tripulación, con un supremo esfuerzo, había logrado lanzar a los esclavos a proa.

El doctor aprovechó aquel instante para acercarse a Vasco.

—¡Pronto, pronto! ¡Salvemos al capitán! —suplicó.

Corrieron a la cámara, ya inundada, y entraron en el camarote gritando:

—¡Alváez! ¡Niombo! ¡Seghira!

Nadie les respondió.

Esteban se acercó al lecho y lanzó un grito terrible.

Sobre la colchoneta, tinta en sangre, yacía el capitán Alváez, con un puñal clavado en el pecho, los ojos desmesuradamente abiertos y los puños contraídos.

En sus manos cerradas conservaba un trozo de paño arrancado sin duda de la chaqueta del asesino.

—¡Muerto! ¡Asesinado! —gritó Esteban—. ¡Ah, miserable!

Se precipitó sobre el cadáver de Alváez y le arrancó de las manos aquel acusador trozo de paño.

Era azul y parecía haber pertenecido a la casaca de un marino.

—Pero ¿quién lo ha asesinado? —se preguntó, mesándose los cabellos—. ¿Y Seghira y Niombo?

—Han huido de aquí, señor —dijo Vasco señalando los portaluces abiertos—. Pero los encontraremos y…

—¡Ah, no, Vasco! ¡No son ellos los asesinos!

En aquel instante se oyó a los marineros correr en tropel hacia la popa seguidos de los negros, que daban aullidos de triunfo.

—¡Pronto, huyamos! —gritó Vasco—. ¡Nuestros hombres están vencidos y el agua invade ya el camarote!

—¡Déjeme aquí con Alváez!

—¡No! ¡Es preciso vivir para vengarle!

Iban ya a abandonar el camarote, cuando oyeron gritar por el tragaluz:

—¡Aquí estoy, capitán!

—¡Niombo! —exclamaron el doctor y Vasco.

El gigantesco negro penetró en el camarote chorreando agua y llevando entre los dientes una navaja.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó.

—¡Míralo! —dijo Esteban.

El esclavo abarcó con la mirada el lecho mortuorio y después fijó sus ojos con expresión feroz en el doctor y en Vasco.

—¡Muerto! —exclamó—. ¡Lo habéis matado!

—¡No, Niombo, no! ¡Ha sido un miserable que debió entrar aquí furtivamente!

—¿Quién?

—Eso te pregunto; tú estabas aquí con Seghira. ¿Dónde está Seghira?

—La he llevado a la balsa. Me lo ordenó el capitán.

—¡Huyamos! —gritó Vasco—. ¡La nave se hunde!

—¡Por aquí! —dijo Niombo señalando el tragaluz—. ¡La balsa está cerca!

La Guadiana, anegada ya por completo, se hundía rápidamente.

El doctor, Vasco y Niombo se precipitaron al mar, mientras en la cubierta luchaban todavía los marineros y los negros.

Diez o doce hombres ocupaban ya la balsa. Entre ellos estaba el segundo, a quien durante la lucha no había visto nadie.

Los negreros, al ver que la balsa iba a escapárseles, trataron de invadirla; pero el bretón, cogiendo una carabina y haciendo señal a los otros hombres para que también se armaran, gritó:

—¡Fuego contra esos bandidos!

El doctor, Vasco y Niombo lograron subir a la balsa en el momento en que Kardec y otro marinero cortaban las cuerdas que la unían al buque náufrago.

Seghira, que estaba en un ángulo, se lanzó hacia Niombo preguntándole ansiosamente:

—¿Y el capitán?

—¡Muerto! —respondió Esteban.

—¡Muerto!

Y la infeliz mulata cayó sobre la balsa como herida por un rayo, mientras el débil refugio de aquellos náufragos se alejaba para siempre de la Guadiana.

Entonces sobrevino, una escena terrible. Los esclavos y los marineros se lanzaron al agua, y locos por el terror trataron de subir a la balsa, agarrándose a sus bordes con las fuerzas de la desesperación.

Los marineros que la ocupaban respondieron a tiros a las súplicas de aquellos desgraciados.

En vano Niombo trató de salvar a algunos de los suyos amenazando a los que disparaban. Las detonaciones ahogaban su voz. Ciego por la ira, iba a lanzanse contra los tripulantes para hacer en la balsa algún sitio a los suyos; pero Kardec, que le observaba, le apuntó al pecho con la carabina, diciéndole:

—¡Si te mueves, te mato!

La lucha iba a concluir. La balsa, empujada por el viento, estaba ya lejos de la Guadiana y huía velozmente hacia el Sudeste, quitando a los negros toda esperanza de alcanzarla.

Los más hábiles y fuertes nadadores se esforzaban por seguirla, pero la distancia que los separaba de ella aumentaba cada vez más. De pronto, estos desgraciados comenzaron a desaparecer, dando gritos de horror, y las aguas se tiñeron de sangre.

Esto dio la explicación de todo.

—¡Los tiburones! —gritaron los de la balsa.

—¡Sean bien venidos! —dijo Kardec con atroz sonrisa—. ¡De buen banquete disponen!

Retumbó entonces a le lejos una detonación espantosa y se vio a la Guadiana alzarse del agua casi hasta la quilla para caer en seguida en el abismo. Los esclavos levantaban los brazos en alto pidiendo al Dios de las misericordias una última esperanza de salvarse, y el buque se hundió, arrastrando consigo a aquellos centenares de desgraciados que la inhumanidad de un negrero arrancó de sus selvas maravillosas para que encontraran la más horrible de las muertes en el insaciable mar.

Todos los tripulantes de la balsa enmudecieron de terror ante aquella mortandad.

Kardec fue el primero en romper aquel silencio glacial.

—¡Buenas noches a todos! —dijo con voz irónica.

Esteban se levantó pálido de ira y le increpó:

—¿Sabe usted quién se ha hundido con la Guadiana!?

Ante aquella pregunta, el bretón se puso pálido.

—Lo ignoro —dijo bruscamente.

—¡El capitán!

—¡El capitán! —exclamaron los marineros—. ¿Pero no está aquí?

—No; a estas horas reposa en el fondo del Atlántico con un puñal en el corazón.

—¡Asesinado!

—Sí, amigos míos; asesinado por una mano cobarde —dijo el doctor.

—¿Por quién? —gritaron todos con indignación.

—Creo que por éstos —dijo el bretón señalando a Niombo, el cual estaba tendido junto a Seghira, que seguía desmayada.

Los tripulantes lanzaron un grito de furor.

—¡Ah, miserables esclavos!

—¡Linchémoslos!

—¡Quietos todos! —dijo el doctor—. ¡Kardec ha mentido!

—¡Yo! —exclamó el segundo, sobrecogido.

—¡Usted! —dijo el doctor.

—¿Y quién le autoriza a usted para desmentirme, señor Esteban?

—Déme una prueba de que el asesino es Niombo.

—No la tengo, pero…

—Pues yo tengo la prueba de que el asesino es uno de los nuestros.

—¡Mentís! —gritó el segundo.

—No —dijo Vasco—. La prueba existe, señor Kardec.

—¿Y en qué consiste?

—En un trozo de paño que el capitán arrancó de las ropas de su asesino, y que agarraba aún en sus crispadas manos cuando entramos en el camarote —dijo el doctor.

—¡Muéstremelo!

El doctor sacó de su pecho el trozo de paño.

Kardec, al verlo, no pudo contener un estremecimiento.

—Es, en efecto, un trozo de chaqueta de marinero —dijo el bretón con voz intranquila—, y un día servirá para descubrir al miserable asesino.

Después, y como si deseara cortar aquella escena, añadió:

—Ahora debemos ocuparnos en nuestra balsa, dejando en paz a los muertos. ¿Dónde está Hurtado?

Nadie respondió.

—¿Ha muerto? —preguntó Kardec.

—Desaparecido —respondieron los marineros.

—Otro de los buenos que se ha ahogado —dijo el segundo—. Vasco ocupará su lugar. ¡Pon la proa al Este! Trataremos de alcanzar la costa de África, que es la más cercana.

Después, y mientras la tripulación trataba de orientar la vela, el segundo se levantó para acercarse a Seghira; pero el doctor lo agarró fuertemente por un brazo.

—Señor Kardec —le susurró al oído—, ¿puede usted decirme por qué no traéis puesta vuestra casaca?

El bretón fijó en el doctor una mirada de odio feroz y respondió con voz sorda:

—Para estar más libre y, sobre todo, porque en el océano ecuatorial no son de temer los constipados. De todos modos, gracias por su interés, doctor.

CAPITULO XVI. ODIO Y AMOR

La Guadiana se había ido a pique a cerca de seiscientas millas de la Guinea inferior y a cuatrocientas de la Costa de Oro, distancia relativamente corta para una nave, pero inmensa para una balsa, que es la más lenta, y la menos manejable de las embarcaciones.

Cierto es que las balsas son infinitamente más seguras que las balleneras, las chalupas y las lanchas, porque resisten muy bien aun en los mares más gruesos y revueltos; pero por su forma, por su pesadez, y por su velamen, que siempre es imperfecto, y por su dirección difícil de dar, apenas si recorren cuarenta o cincuenta millas al día, y eso con viento muy favorable.

La situación, pues, de los náufragos de la Guadiana no era envidiable, y mucho menos hallándose como se hallaban en aquel océano batido por los vientos alisios, que empujan las naves hacia Occidente, y por la corriente ecuatorial.

Después de un ligero consejo, se hizo recuento de los hombres, y se vio que faltaban nueve, incluyendo al contramaestre.

Se hizo el inventario de los víveres, viéndose que en la confusión de los primeros momentos se habían embarcado muchos objetos inútiles, entre los cuales había siete barriles de aceite de palma, excelente para alimentar a los negros, pero incompatible con el estómago de los blancos. Disponían para alimentarse de siete cajas de galletas, de unos cuatrocientos kilogramos de peso; una de conservas, tres barriles de harina, dos de carne de cerdo salada y unos trescientos sesenta litros de agua dulce contenida en tres barriles. Además, disponían de un tonel de aguardiente. Los otros bultos contenían vestidos, armas, municiones y objetos de cambio inútiles en pleno océano.

Reduciendo las raciones al último término, se vio que podían durar dos semanas; pero ¿la provisión de agua alcanzaría el mismo tiempo? Esto es lo que se preguntaban con espanto los náufragos, que sabían muy bien que bajo aquellos tórridos calores la sed es constante.

Kardec hizo acumular todos los víveres alrededor del palo central y los mandó cubrir de lona para librarlos del sol y de las aguas. Además, amenazó con la muerte al que los tocara sin su orden.

El doctor consiguió hacer volver en sí a Seghira, que al darse cuenta de la situación preguntó en seguida:

—Le han matado, ¿verdad?

—Sí, Seghira; pero tranquilízate —dijo el doctor.

—Estoy tranquila; mire, mis ojos están secos. ¿Conoce usted al asesino?

—Tal vez, Seghira. Y ahora una sola pregunta.

—Hable, doctor.

—¿Por qué dejaste solo a Alváez?

—¿Yo? Fue él quien me hizo transportar a la balsa por Niombo. Yo no quería abandonarle.

—¿Crees a Niombo capaz de un asesinato?

—¡El! ¿Por qué motivo?

—Tal vez los celos…

—No; Niombo no odiaba a Alváez.

—Es verdad —dijo Esteban—; y sobre todo, ese trozo de paño me indica quién es el asesino.

—¿De quién habla usted, doctor? —preguntó Seghira, agarrándole por un brazo.

—De Kardec —murmuró Esteban.

—¡El!

—Sí; ¿pero tú no sospechas de él?

—Escúcheme, doctor —dijo ella con viva agitación—. Ese hombre me miraba con ojos de deseo.

—¡Ah! —exclamó el doctor.

—Sí; ese hombre me ha declarado su amor con sus miradas, y al notar mi desvío debió de meditar la muerte del capitán.

—Ahora lo comprendo todo.

—¿Cree usted que ha sido él?

—Sí; no tengo duda.

—¡Lo mataré! —dijo Seghira con odio.

—Guárdate de hacerlo, Seghira.

—¡Quiero vengar al capitán!

—¿Para que te maten sus hombres?

—¿Y qué me importa la vida? Yo le obligaré a confesar su delito.

—¿De qué modo?

—Más tarde lo sabrá.

—Quiero saberlo ahora, Seghira. Puedes cometer alguna imprudencia.

—Seré astuta como una serpiente, pero terrible como una leona. Por sus propios labios me confesará su delito. Sé que me ama, y ese amor le perderá.

—Te comprendo, Seghira; pero calla ahora. Kardec se acerca a nosotros.

—Pues empiezo a fingir; me encontrará amable y cariñosa.

Kardec, antes de acercase a Seghira, buscó a Niombo, y le ordenó:

—Te prohíbo que te acerques a Seghira; esa mujer no es para ti.

Iba Niombo a abalanzarse contra el bretón, cuando Seghira le detuvo, diciéndole:

—¡Déjame, Niombo; yo te lo mando!

El negro se retiró silencioso.

Seghira acercóse sonriente a Kardec y le dijo con dulce voz:

—Ruego a usted, señor Kardec, que deje tranquilo a ese pobre rey. Se lo agradeceré toda mi vida; se lo juro.

Al oír aquella voz, que tenía un acento acariciador y suplicante, Kardec miró a la joven esclava con asombro.

—¡Tú, Seghira!

—Sea generoso, señor Kardec —continuó la esclava, acercándose casi hasta tocarle y fascinándole con sus hermosos ojos—. Yo sé que usted no tiene mal corazón.

El bretón, admirado ante aquel cambio y apasionado cada vez más de la hermosura de la mulata, le contestó confuso:

—Lo dejaré tranquilo, si tú lo deseas.

—Gracias, Kardec —contestó ella, sin apartar los ojos de los del bretón y estrechando su mano.

El segundo retuvo ansioso entre las suyas la pequeña mano de la esclava, y acercándole los labios al oído le dijo con amor:

—¿Quieres ser aquí la dueña?

—¿Qué debo hacer? —preguntó ella apretando los dientes, mientras un relámpago de triunfo brillaba en sus ojos.

El bretón no respondió; se separó bruscamente de ella y gritó a Vasco, que estaba al timón:

—¡Atención, Vasco! ¡El viento va a cambiar!

Seghira no se movió de su sitio, pero en sus ojos se dibujaba una extraña sonrisa.

—¿Y qué? —le preguntó el doctor.

—Ese hombre es mío —respondió ella con voz sorda.

CAPITULO XVII. EN EL ECUADOR

Poco a poco se iba calmando el temporal que había causado la pérdida de la Guadiana. La balsa, después de haber sido llevada en todas direcciones por el empuje de las olas, quedó casi inmóvil, perdida en aquel inmenso océano, bajo una lluvia de rayos abrasadores, sofocantes.

Una ligera brisa se levantó de pronto con dirección a la costa de África.

—¿En qué piensa, doctor? —preguntó Vasco, que estaba apoyado en el remo que servía de timón.

—Pienso en la gravedad de nuestra situación y en los sucesos que han ocurrido.

—¿Cree usted que estemos en peligro?

—Sí, Vasco.

—La balsa es sólida.

—Pero el África está muy lejos.

—Tal vez encontremos alguna nave.

—¡Imposible! Este no es el derrotero de ninguna. Además, en breve caerá sobre nosotros la calma ecuatorial y nos inmovilizaremos.

—Es que tenemos víveres para dos semanas.

—¿Y qué son dos semanas? Dos meses podemos estar sin llegar a tierra.

—¡Dos meses! ¿Bromea usted, doctor?

—No, Vasco; y ahora recuerdo el caso de otros naufragios ocurridos en estos sitios, y cuyos supervivientes tardaron más de cuatro meses en llegar a tierra.

—No es nada tranquilizador lo que me dice usted, doctor. Hablemos, pues, de otra cosa.

—¿Del bretón? —preguntó Esteban, con odio.

—Sí. Sólo deseo castigarlo.

—Ya hay quien se encargará de ello.

—¿Quién?

—Seghira.

—¡Ella! ¡Pues si dice que le ama! Estos negros tienen un corazón muy extraño.

—Te aseguro que Seghira odia a ese hombre más que tú y más que yo mismo, pero debemos ayudarla para que lleve a buen término su venganza.

—Yo estoy dispuesto a todo: ¿qué debo hacer?

—Dirigir siempre la balsa hacia la Guinea.

—¿Por qué?

—Porque allí es donde Niombo y Seghira harán caer al asesino.

—No le comprendo, doctor.

—Más tarde lo comprenderás. Sobre todo, estáte alerta, porque sé que Kardec trata de llegar a la Costa de Oro. que es la más cercana.

—Pues yo, en lo que me sea posible, le dirigiré a la Guinea.

La balsa, en tanto, avanzaba con lentitud hacia Levante. De cuando en cuando, un golpe, de mar la levantaba de proa a popa, con gran peligro de la tripulación.

El océano seguía estando desierto. Los hombres de guardia no descubrían un solo punto blanco ni oscuro que indicara la presencia de una nave o de una vela. Solamente algunas tintoreras seguían a la balsa, mostrando sus múltiples filas de dientes, dispuestas a devorar cualquier presa que le cayera.

A mediodía, Kardec llamó a toda la tripulación, y por primera vez hizo el reparto de víveres, consistente en algunos bizcochos, un trozo de carne salada y poco menos de medio litro de agua, ración insuficiente para aquellos hombres robustos y siempre hambrientos; pero así era necesario si se quería prolongar la existencia de todos.

Kardec hubiera querido doblar la ración de agua a Seghira, pero no se atrevió a ello, temeroso de la rebelión que hubiera estallado entre la gente.

El doctor aconsejó que para disminuir la sed se comiera menos cantidad de carne salada y que se arrojara al mar el aguardiente, licor peligrosísimo con aquel calor, pero las dos proposiciones, y especialmente la última, fueron rechazadas de plano.

—A los peces no les gusta el aguardiente —respondieron algunos—. Es mejor que lo bebamos nosotros.

Durante el día no ocurrió nada de particular a bordo de la balsa.

La mayor parte de los marineros sestearon a la sombra de las lonas, y otros se ocuparon en reforzar la embarcación.

Kardec, que parecía ansioso de ver a Seghira, se aproximó a la pequeña tienda que la guarecía, y ante la cual estaba tendido Niombo, insensible como una salamandra a los ardientes rayos del sol ecuatorial.

A la vista del negro desistió de su idea, y procuró acercarse al doctor; pero éste fingía no verle, y también tuvo que desistir de su propósito.

A la puesta del sol se hizo otra nueva distribución de víveres, consistente en conservas alimenticias, galletas y una escasa cantidad de agua, que fue ávidamente bebida, y que resultó insuficiente para calmar el ardor que todos sentían en sus entrañas.

Al desaparecer el sol se alzó una ligera brisa que soplaba del Noroeste y que refrescó bastante la atmósfera.

La balsa, inmóvil todo el día, se puso en movimiento, alejándose de la Costa de Oro y acercándose a la Guinea, con gran placer de Vasco, que se orientaba con una pequeña brújula.

Los marineros aspiraban con delicia aquel asomo de frescura y fumaban el poco tabaco que habían podido salva»* del naufragio.

Seghira dejó la tienda que en el día le había servido de refugio y se sentó al lado del doctor, entretenido en examinar el astro nocturno. Kardec se sentó cerca de ellos en una caja vacía y fumaba en silencio; sus ojos no se separaban un momento de Seghira y aguzaba el oído para sorprender sus palabras, pero sin resultado alguno, pues la joven y el doctor permanecían silenciosos.

De pronto, Seghira se levantó, diciendo:

—¡Mire usted, doctor!

Esteban, sacado bruscamente de sus meditaciones, alzó la cabeza y miró en la dirección indicada.

Ante la proa de la balsa, entre las aguas, se veían correr extrañas líneas fosforescentes, como si del fondo del mar surgieran filamentos de fuego.

—¿Eso es fuego? —preguntó Seghira.

—No; es una fosforescencia. Un fenómeno que se admira sólo en los mares ecuatoriales.

—¿Y eso es peligroso? —exclamó Seghira.

—No —dijo una voz detrás de ella.

Seghira, al oírla, contrajo su semblante; pero en seguida se volvió, diciendo con dulce sonrisa:

—¿Estaba usted aquí, señor Kardec?

—Sí; he venido a observar este fenómeno, que es curiosísimo. ¿No es verdad, doctor?

—Sí —respondió Esteban, con voz seca.

—Este mar es hermosísimo —añadió Kardec—, y si tú quisieras, Seghira, yo te haría ver un mar infinitamente más bello que éste, y en el cual admirarías los más maravillosos fenómenos de la Naturaleza.

—¿Y dónde está ese mar? —preguntó la esclava.

—Lejos de aquí; junto a una región que se llama la India.

—Habla usted de la Malasia, ¿es verdad, señor Kardec? —dijo Esteban con punzante ironía—. Allí verías, querida Seghira, incomparables maravillas y admirarías a unos hombres terribles que se llaman piratas. ¿No es verdad, señor Kardec? ¡Qué lástima que la Guadiana no pueda ir allá! ¿No es cierto, señor Kardec?

El bretón no respondió. Se había puesto lívido, y ante sus ojos se extendió un velo de sangre. Había comprendido, al fin, todas las mordaces alusiones del doctor.

Se alejó bruscamente con el semblante alterado, apretando los puños y murmurando con rabia:

—¡Ese hombre está aquí de más! ¡Pero el hambre se enseñoreará de la balsa!

CAPITULO XVIII. UNA VELA EN EL HORIZONTE

Por la mañana, la calma ecuatorial volvió a inmovilizar la balsa, con gran desesperación de los tripulantes, temerosos de concluir con las provisiones mucho antes que en el horizonte aparecieran las lejanas costas de África. Para mayor desgracia, la temperatura, ya demasiado ardiente, aumentó todavía más, haciendo el aire casi irrespirable y tornando en rabiosa la sed de aquellos desgraciados, que la corta ración de agua no era bastante a calmar.

Un pequeño termómetro, que el doctor encontró en su bolsillo, y que había sido colgado del palo, marcó antes del mediodía, y a la sombra de la vela, ¡50° centígrados!

A pesar de que Kardec veía que la provisión de agua disminuía rápidamente, absorbida por el calor, no obstante bañar los barriles con gran frecuencia, tuvo que aumentar la ración de agua en evitación de una rebelión muy posible. Al distribuir los víveres, descubrió que durante la noche algunos habían burlado la vigilancia de los marineros y robado bizcochos y conservas.

Furioso ante tal descubrimiento, que de no ser castigado podía tener funestas consecuencias para todos, juró ante la tripulación que de descubrir a los ladrones los haría ahorcar en seguida sin formación de juicio, o los arrojaría al mar para que fueran pasto de los tiburones.

El día transcurrió entre las torturas de la sed; todos se quejaban de la escasez del agua repartida, pero Kardec se mostró inflexible, y para impedir graves insurrecciones, hizo arrojar al mar los fusiles, quedándose sólo con tres.

Aquel hombre, no obstante sus defectos, estaba dotado de una energía poco común y sabía imponerse a aquella gente brutal y sanguinaria.

Hacia la medianoche, un suceso inesperado reanimó por algunos momentos el abatido espíritu de los náufragos. El marinero que iba de vigía en lo alto del palo señaló hacia el Sur varios puntos luminosos que brillaban a flor de agua.

Todos creyeron que se trataba de los fanales de posición de una o más naves, y Kardec hizo cargar los fusiles para hacer señales de socorro; pero se comprobó en seguida, con un terror fácil de adivinar, que aquellos fuegos no eran otra cosa que los ojos de seis o siete tiburones que les seguían.

Muy poco tiempo después se vio a aquellos monstruosos peces nadar alrededor de la balsa, con sus inmensas bocas abiertas, en las cuales brillaba una siniestra fosforescencia.

Un coro de maldiciones cayó desde la balsa contra aquella terrible banda, que no anunciaba nada bueno.

—Mala señal —dijo el doctor a Seghira—. Su instinto los guía aquí, donde tienen segura una presa.

—¿Y asaltarán la balsa? —interrogó la esclava.

—No se atreverán, aunque están dotados de tal fuerza que pueden saltar dos metros sobre el agua.

—¿Son feroces?

—Formidables, Seghira. Guiados por un instinto maravilloso, siguen con pertinaz obstinación a las naves en peligro, a las chalupas cargadas de náufragos, a las balsas y aun a los barcos negreros, aguardando pacientemente que una tempestad, una epidemia o cualquier otro desastre les arroje al agua cuerpos humanos.

—¿Son, pues, aficionados a la carne humana?

—Mucho, Seghira. Viven ordinariamente de grandes moluscos, merluzas y otros peces de buen tamaño; pero sobre todo prefieren al hombre, cuyo cuerpo tragan de una sola dentellada, pues su boca tiene una circunferencia de más de un metro. Muestran, sin embargo, una preferencia bastante extraña: aprecian más la carne del hombre blanco que la del hombre de raza mogola, la del mogol que la del negro, y de éstos gustan más de los malayos que de los africanos. Les ocurre al revés que a los antropófagos, para quienes es preferida la carne de cualquier raza humana a la blanca, que desechan por demasiado amarga y salada. Se afirma también que los tiburones paladean con más deleite la carne del niño que la del adulto y la de la mujer que la del hombre.

—Pues me guardaré muy bien de caer en sus mandíbulas, doctor —dijo Seghira sonriendo—. Y la carne de ellos, ¿es comestible?

—Es pésima; pero a falta de otra puede servir, y si los víveres faltaran en la balsa, los marineros se encargarían de pescar alguno.

—Yo me encargaré de ello —dijo Vasco.

—Doctor, mire usted, ¿qué es aquello? —preguntó Seghira, señalando a cierta distancia una gran extensión de las aguas vivamente iluminadas.

—Es una emigración de moluscos. Ya tienen los tiburones su sopa.

Seghira y el doctor contemplaron aquella gran extensión iluminada que parecía de una belleza maravillosa. Podía creerse que aquellas luces fulgentes, sobrenadando en las espumas con todos los colores del iris, eran flores arrojadas a millones sobre las aguas.

—Parecen flores, doctor.

—Precisamente, y de ellas tienen el color y las formas; pero observándolas bien, se ve que esa especie de «animales-plantas» están formados por un simple saco transparente, provisto en su extremidad inferior para adherirse a las rocas del fondo del océano, y en la superior, de una corona de tentáculos, que, replegados o extendidos a voluntad, toman esas hermosas formas de flores vivientes.

—¿Y no se los puede coger?

—En el agua son brillantes y espléndidos; pero si se los coge, pierden instantáneamente en las manos sus tintas soberbias, producidas sólo por una exudación de su carne gelatinosa.

A las cuatro de la mañana, el sol emergió bruscamente del horizonte, borrando las tinieblas y poniendo fin a todas aquellas fosforescencias. Los náufragos se vieron precisados a guarecerse bajo las velas, porque la temperatura, poco antes de 37°, subió de repente a 46°.

El cielo se mantenía de una pureza admirable, no viéndose ni una nube que atenuara el calor horrible de los rayos del sol.

Al repartirse el agua, casi todos repugnaban el bebería, no obstante su sed abrasadora, porque estaba caliente como caldo.

Kardec pudo comprobar entonces que la tripulación por un lado y el calor por otro habían consumido en sólo tres días más de la provisión de que podía disponerse. ¿Qué iba a ocurrir si pasaban otros cuatro días sin encontrar ninguna nave? Por otra parte, era inútil pensar ya en la costa de África, demasiado lejana para alcanzarla en tan poco tiempo.

Presa de mortal angustia, se acercó al doctor, que contemplaba a los tiburones.

—Señor Esteban, nuestra situación es gravísima.

El doctor levantó los hombros, sin responder.

—¿Me ha comprendido usted?

—Sí; pero yo no puedo hacer nada —respondió Esteban con voz dura.

—Dentro de tres días no habrá agua, doctor.

—Pues yo no tengo los medios necesarios para renovarla.

—¡Si se intentara evaporar la del océano!

—No tenemos ningún instrumento a propósito.

—Entonces, moriremos —anunció Kardec—, a menos que…

—¿Qué quiere usted decir?

—No lo sé; pero… yo no quiero que Seghira muera.

El bretón había pronunciado aquellas palabras con una angustia indescriptible.

Aquel hombre brutal, feroz, despiadado, debía de amar intensamente a la esclava cuando demostraba tal emoción.

El doctor le miró fijamente, y le dijo con ironía:

—¡Por el diablo, señor Kardec, que es extraña en usted tanta ternura para una mujer que tiene sangre negra en las venas!

—¡La amo! —dijo el bretón con voz sorda.

—¿Le ha vencido a usted, pues?

—Sí —respondió el bretón casi con rabia.

—¡Extraño destino! —replicó el doctor con mayor ironía—. ¡Dejarse vencer usted, verdugo de negros, por una hija de negros, por una esclava!

—¡Señor Esteban!

—¡Qué diablos! —exclamó el doctor, riendo sardónicamente—. Tenemos nosotros que hablar de otras cosas, señor Kardec, mucho más graves que éstas; pero el hambre no reina todavía sobre la balsa.

—¿Qué queréis usted decir?

—Nada; hablaba conmigo mismo.

—¡No, por el demonio! ¡Hablaba usted conmigo!

—¿Amenazas a mí, señor Kardec?

En aquel momento se oyó gritar una voz:

—¡Una vela! ¡Una vela! ¡En pie, compañeros!

Ante aquel grito, que significaba la salvación de todos, la conclusión de sus sufrimientos y de sus angustias, los marineros dejaron la sombra de la vela y se lanzaron a popa, donde un marinero, en pie sobre un barril, miraba fijamente hacia el Oeste.

Kardec, el doctor y Seghira se habían acercado a aquel hombre, que, con la voz temblando de emoción, seguía gritando:

—¡Una vela! ¡Una vela!

—¿Dónde? —preguntaron treinta voces.

—¡Allá! ¡Mirad, camaradas! ¡Allí!

Todos fijaron ansiosamente los ojos en el horizonte occidental, donde el océano se confundía con el cielo.

Un inmenso grito de alegría salió de todos los pechos.

—¡Sí; es una vela!

—¡Es un bergantín!

—¡No; es una fragata!

—¡No; es una goleta!

—¡Hagámosle señas!

—¡Vasco, los fusiles! —gritó Kardec.

El joven oficial trajo en seguida las carabinas, que fueron cargadas al punto. Las tres detonaciones sonaron a la vez.

Los náufragos, presa de una ansiedad cruel, aguardaron algunos minutos la respuesta. Un silencio profundo, angustioso, reinaba entre aquellos hombres, que tenían fija la vista en el punto blanco que divisaban en el horizonte, como si quisieran atraerlo con la mirada.

Aquel buque, del cual sólo se divisaba la extremidad de una vela, tan lejano estaba, permanecía inmóvil, aunque en aquel momento soplaba una ligera brisa del Noroeste.

Pasaron dos minutos, largos como diez siglos para aquellos desgraciados, y en lo alto del palo estalló un grito de desesperación.

—¡Se aleja! —había exclamado un marinero.

—¡Al remo! ¡Al remo!

Una loca esperanza había invadido a la tripulación; loca, porque aquella pesada balsa no podía alcanzar en modo alguno al velero, aunque los náufragos se sirvieran de palos y de tablas como de remos para redoblar su marcha. Vasco, en tanto, seguía disparando las carabinas.

¡Vano esfuerzo! La lejana vela fue haciéndose cada vez más invisible, hasta que al cabo de media hora desapareció en el horizonte.

—¡Estamos perdidos! —exclamaron los marineros.

—¡Maldición! —exclamó Kardec.

Una indescriptible emoción reinó por algunos instantes entre aquellos hombres, que parecían locos; gritaban, maldecían, se mesaban los cabellos, se acusaban unos a otros del naufragio de la Guadiana, se amenazaban, en fin, hasta que cayeron todos en una postración completa, mientras la balsa, abandonada a sí misma, navegaba lentamente a través del océano, escoltada por la formidable bandada de tiburones.

CAPITULO XIX. LA REBELIÓN

Una fresca brisa, que se levantó poco después de la puesta del sol, empujando aceleradamente la balsa hacia el Oeste, calmó poco a poco la desesperación y la tristeza que habían invadido a los náufragos.

Parecía inminente un cambio de tiempo y que se preparaba alguna borrasca, deseada por todos, porque vendría a refrescar la atmósfera, lo cual hubiera constituido una delicia para aquellos desgraciados, que así sentirían refrescado su cuerpo por torrentes de agua potable y bienhechora.

Un ligero velo de vapores empezó a extenderse por el cielo, atenuando la luz de las estrellas, y allá, hacia el horizonte meridional, se veían alzarse grandes manchas negras. La atmósfera se saturaba rápidamente de electricidad, y en la punta^ del palo había aparecido ya una llama azul, el «fuego de San Telmo», como lo llaman los marineros.

El mismo océano parecía prepararse a sacudir su sueño rizando su superficie.

La balsa, impulsada por aquella brisa, que aumentaba cada vez más, transformándose en verdadero viento, corría aceleradamente.

Los marineros, el doctor, Seghira y Niombo aspiraban ávidamente aquel aire fresco y vivificante, ya saturado de humedad.

Todos invocaban a la lluvia que se anunciaba en la atmósfera.

Hacia las diez, cuando la oscuridad era más profunda, un gran relámpago iluminó las nubes y se dejó oír un formidable trueno.

—¡La tempestad! —gritó Kardec—. ¡Sea bien venida! ¡Marineros, reforzad el palo, asegurad las cajas y los barriles y, sobre todo, cuidad de que algún golpe violento de las olas no os lance al mar! Los más hábiles, a preparar la vela mayor para recoger el agua de la lluvia. Dentro de poco tendremos una verdadera orgía de agua.

¡Ya era tiempo! Apenas si habían los tripulantes cumplido las órdenes de Kardec, el océano se embraveció, levantándose verdaderas montañas de agua, como si en el fondo del abismo hubiera algún horrible terremoto. A poco, y entre una interminable sucesión de truenos y relámpagos, comenzó a caer un diluvio de agua; pero ¡qué diluvio! era una auténtica tromba, era una catarata inmensa. Parecía que desde el cielo vertían sobre el océano salado otro océano de agua dulce.

Los tripulantes se dejaban inundar con verdadero deleite por aquella lluvia que empapaba sus vestidos y refrescaba sus carnes, tostadas por el sol ecuatorial.

¡Y qué embriaguez tan deliciosa al sentir la boca llena de aquella agua pura, fresca, que les esponjaba las fauces secas y que penetraba en un delicioso chorro por sus gargantas retostadas! Era aquello, como antes había dicho Kardec, una verdadera orgía de agua.

La catarata duró una media hora, lo cual fue bastante, pues, además de hallarse todos satisfechos, habían llenado del precioso líquido todos los barriles y vasijas de que se disponía en la balsa. Ya no había peligro de morir de sed.

Aunque la lluvia había cesado y el cielo aparecía ahora limpio, el viento seguía soplando con fuerza, y la balsa huía hacia el Sudeste con creciente velocidad, saltando penosamente los caballones que formaban las olas y cabeceando con violencia.

Los hombres, que se habían dedicado a asegurar los barriles de agua para evitar que el balanceo la vertiera, se tendieron en la plataforma después de la maniobra para mejor resistir las sacudidas. Niombo y el doctor sostenían a Seghira para librarla del peligro de aquellas bruscas ondulaciones.

Vasco y Kardec, que permanecían en el timón procurando mantener la balsa en la dirección del viento, se habían visto tres veces en peligro inminente de caer al agua.

A medianoche parecía que el viento huracanado llegaba a su máxima intensidad, y a la una, la fuerte sacudida de las olas lanzó al agua una caja que se apoyaba contra el palo mayor; fue una pérdida sensible, porque los cincuenta kilogramos de bizcocho que contenía cayeron en un momento en las voraces fauces de los tiburones. ¡Y era la última que quedaba a bordo!

Poco después, el barril de la carne salada fue rodando hacia proa. Un marinero se lanzó a sujetarlo, pero vino un golpe de mar y se llevó al barril y al hombre. Fue aquello un relámpago: una cabeza monstruosa salió de las aguas, una boca enorme se abrió, y los marineros, aterrados e impotentes, vieron desaparecer a su desgraciado compañero entre una cuádruple fila de dientes blancos y triangulares. Un círculo de sangre manchó por un instante las aguas, y después, nada. ¡El tiburón se había tragado la pieza!

Durante toda la noche siguió el huracán poniendo a dura prueba a los extenuados marineros; pero hacia el alba el viento cesó casi repentinamente, como si quisiera dejar el campo libre al sol, que se alzaba majestuoso en el horizonte.

Ya no había nada que temer. Dentro de poco el océano volvería a estar tan tranquilo como antes y durante largo tiempo, pues en aquellas regiones los huracanes son raros. La balsa, aunque construida precipitadamente, había resistido a maravilla los asaltos de las furiosas olas y hasta el palo permanecía erguido, no obstante las embestidas del aire. Pero ¡qué peligro amenazaba ahora a los náufragos! Si el agua abundaba, otro enemigo no menos terrible que la sed se preparaba a acometerlos:

¡el hambre! Los últimos golpes de mar, que rompieron las cajas, habían dispersado gran parte de los víveres, y Kardec dio a sus compañeros la triste noticia de que a bordo no quedaban más que algunas latas de conservas, varios bacalaos y veinte o treinta libras de bizcochos; en total, alimento para tres días, y eso reduciendo las raciones.

—¡Bah! —dijo un marinero—. Cuando no tengamos víveres, ahí están los tiburones. A mí, por ahora, me basta con el agua.

—Y, además —terció otro, con feroz cinismo—, en la balsa abunda la carne. La tripulación de la Medusa enseñó a todos los náufragos lo que se debe hacer cuando el hambre llama a la puerta.

—Y no contáis —añadió un tercero— con que aquí viene un piel negra que pesa un quintal. Su carne no debe de ser mala.

—Hay otra cosa mejor —añadió un cuarto—, la mulata, que será un plato exquisito.

—A ésa no consentirá el comandante que se la toque. Se dice que es su querida.

—¿Y qué importa? ¡De todos modos, carne no ha de faltarnos!

—¿Están ustedes preparando una sublevación? —preguntó Vasco, que se había acercado al grupo—. ¡Mal principio, indeseables!

—Se habla de hambre —contestó uno.

—Pues eso todavía es peor.

—Bueno, por ahora lo dejaremos; pero cuando falten los víveres, todos tomaremos parte en la extracción del botón.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Vasco, que como marine joven ignoraba ciertos horrores de la navegación.

—Que antes de morirnos de hambre sortearemos al que debe servirnos de alimento. Y ese sorteo se hace con botones.

—¡Antropófago!

—¡No, que será mejor morir de hambre!

—No, señor Vasco. Todos entraremos en el sorteo del botón negro.

—¿Y Seghira también? —preguntó Vasco, poniéndose pálido.

—Todos somos iguales —añadió un marinero llamado Ovando—, y ella afrontará el peligro de ser comida, como lo afrontaremos nosotros.

—¿Y no te da horror? ¡Una mujer!

—¡Bah! Es una piel negra —dijeron los marineros a coro.

—¡Pues encontrará quien la defienda!

—¿Será el comandante tal vez? —exclamó irónicamente Ovando.

—¡Yo, sí! —gritó una voz amenazadora.

Kardec, más lívido que de ordinario, con los ojos llameantes y empuñando en la diestra un cuchillo, había aparecido en medio del grupo. Al verle, los marineros retrocedieron; todavía les inspiraba miedo aquel hombre, que ejercía sobre los que le rodeaban una extraña fascinación, y que además de esto era el comandante.

—¡Sí, yo! —repitió, lanzando una mirada feroz sobre Ovando—. ¡En la balsa mando yo todavía, y si tú, indeseable, te atreves a levantar una mano contra Seghira, te hago ahorcar sin compasión!

—Lo veremos, señor Kardec —respondió el marinero—. ¡Cuando el hambre torture nuestros estómagos, no habrá comandante a bordo, y todos seremos iguales ante el fatal botón!

—¡Antes te haré ahorcar, miserable!

—¡No se atreverá usted!

—¿Es una amenaza?

—¡Tómela usted como quiera! ¡Yo le digo que aquí todos somos iguales!

—Es verdad —dijeron los marineros, envalentonados ante la audacia de su camarada.

—¡Ah! ¿Es una rebelión? —gritó Kardec—. ¡A mí, amigos!

Tres o cuatro marineros respondieron a la llamada; pero los otros, que poco a poco habían formado un círculo alrededor del grupo, no se movieron. Kardec se puso más pálido todavía; comprendió que su autoridad era desconocida, pero no se dio por vencido.

Era un hombre nacido para mandar y ser obedecido. Además, no ignoraba que el menor acto de debilidad podía ser fatal para la mujer que amaba. Lanzarse sobre Ovando con un salto de tigre, cogerlo por el cuello y arrojarlo al suelo, fue obra de un instante.

—¡Miserable! —le gritó casi en los oídos, alzando el cuchillo.

Un murmullo amenazador sonó entre los tripulantes; pero ninguno acudió en socorro del marinero, que se debatía en vano bajo los potentes puños del bretón.

Ya estaba para herirle, cuando el doctor, advertido por Vasco de lo que ocurría, salió rápidamente de la tienda de Seghira, seguido de Niombo, que llevaba en el puño una barra de hierro, arma terrible en sus manos.

—¡Quieto, señor Kardec! —dijo el doctor sujetándole la mano armada—. ¡Ya se ha derramado bastante sangre desde que salimos de África!

—¡Deje usted que lo mate! —gritó el bretón, furioso.

—Se perdería usted —le dijo Esteban al oído.

Kardec lo comprendió; la tripulación que le rodeaba tenía un aspecto amenazador y parecía resuelta a defender a su camarada.

Levantóse el bretón lentamente, y sin abandonar el arma, lanzó sobre los marineros una mirada de desafío y se alejó, dirigiéndose a proa.

—¡Vosotros, a vuestros puestos! —exclamó el doctor con tono que no admitía réplica, y luego, dirigiéndose a Ovando, que se levantaba pálido como un muerto, le dijo:

—Ya lo sabes: otra vez no me encontrarás para salvarte.

El marinero no contestó, pero sus ojos se fijaron en el segundo con una terrible amenaza.

—¡Vete! —le dijo Vasco empujándole hacia popa—. Tú quieres hacerte ahorcar demasiado pronto.

La tripulación se dispersó por la balsa, pero entre aquellos grupos se hablaba en voz baja, y no ciertamente en favor de Kardec.

Aquella gentuza, reclutada entre la chusma de diez países diferentes, comenzaba a sentir pesada la disciplina del bretón.

—Esto va mal para Kardec —dijo el doctor, a Vasco—. El segundo no durará mucho tiempo.

—Pues es necesario que siga mandándonos a todos. Si pierde su autoridad, va a ocurrir aquí algo muy grave cuando se acaben los víveres.

—¿Qué temes?

—Una insurrección para sacrificar a Niombo o a Seghira. El hambre no razona, y estos hombres parecen decididos a renovar los horrores de la Medusa.

—¡Infames!

—Vigile usted, doctor, y no abandone la tienda de esa mujer.

—Niombo no dejará acercarse a nadie, y ese gigante es capaz de contener a diez hombres.

—No bastará, porque Kardec sólo cuenta con cinco o seis adictos, los tripulantes franceses.

—Pero es que aquí estamos nosotros.

—Sí, señor Esteban, y además las armas de fuego están en mi poder.

Aquel principio de rebelión contra la autoridad de Kardec pareció apaciguarse por de pronto, pues a la hora de repartir los víveres ninguno osó protestar, aunque la ración había sido disminuida.

El bretón tuvo la prudencia de callar y de tratar a Ovando lo mismo que a los demás.

Durante aquel día, la balsa siguió navegando hacia el Este, empujada por un vientecillo fresco.

Por desgracia, al caer el sol cayó también el viento, y la embarcación quedó parada en el océano.

A medianoche, cuando desapareció la luna y la oscuridad era profunda, Niombo oyó hacia popa un grito sofocado, y poco después vio salir la cabeza de un tiburón y hundirse en seguida en el mar llevando una presa.

Al ver que el doctor y Vasco dormían a breve distancia, y al oír en la tienda la leve respiración de la mulata, no se cuidó entonces de averiguar lo que había ocurrido.

A la mañana siguiente se supo que un marinero había desaparecido de la balsa, y que aquel marinero era Ovando. ¿Había caído en el mar mientras dormía, o le habían asesinado?

Nadie lo supo, y muy pocos se ocuparon en esclarecer aquella desaparición misteriosa.

Otra cosa más grave era la que ocupaba los ánimos de todos: ¡el hambre!

Durante la noche, los últimos bizcochos y las últimas cajas de conservas habían desaparecido, y en la balsa no quedaba nada absolutamente para que comieran aquellos veintiséis hombres.

CAPITULO XX. TERRIBLE REVELACIÓN

El hambre había caído sobre la balsa. El agua abundaba porque casi todos los barriles estaban todavía llenos, pero nada quedaba a los náufragos para calmar el hambre devoradora que empezaban a sentir.

Al tener los tripulantes noticia de la desaparición de los últimos comestibles, acometióles un ímpetu de furor, y sólo se oyó en la balsa una voz terrible, implacable:

—¡Ahorquemos al ladrón!

Kardec, que parecía el más furioso de todos, llamó a consejo a la tripulación, y se decidió, a propuesta de Vasco, registrar a todo el mundo y ahorcar inmediatamente al que tuviera encima un solo bizcocho o un trozo de conserva. Se hizo el registro, y nada; se amplió a toda la balsa y aun a la reducida tienda de Seghira, y hubo el mismo resultado negativo. ¿Se habían comido en seguida los ladrones aquellos comestibles? Era preciso averiguarlo. Pero ¿cómo?

—La lucha es inútil —decía Vasco a Kardec, que parecía tan enfurecido como los demás—. Estaba escrito que los supervivientes de la Guadiana muriéramos de hambre.

El bretón se limitó a levantar los hombros.

—¿Y qué será de Seghira? ¡Pobre joven!

Al oír esto, una enigmática sonrisa apareció en los labios del segundo.

—Veremos —dijo con acento misterioso.

—¿Qué quiere usted decir, señor Kardec?

—Yo me entiendo.

—¿Es que tiene usted alguna esperanza?

—Quizá. Por otra parte, la carne de los tiburones no es tan mala, y desde anoche deben de haber engordado.

—No le comprendo a usted.

—Yo sí he comprendido —dijo una voz.

—¿Qué ha entendido usted, señor Esteban? —preguntó el bretón con ligera ironía al doctor, que se había acercado.

—Que los tiburones devoraron anoche una buena presa.

—¡Ah!

—Sí, señor Kardec. Ovando se había hecho peligroso.

Kardec, desentendiéndose de la indirecta, preguntó de pronto al doctor:

—¿No tiene usted hambre?

—¿Tiene usted quizá escondidas algunas provisiones? —preguntó el doctor, admirado.

—Es posible.

—Entonces, ¿es usted el que ha robado los víveres?

—¿Qué le importa a usted? —contestó Kardec rudamente.

—¿No teme usted que le ahorquen?

—¿Y qué conseguiría usted denunciándome?

—Vengar a alguno.

—Deje usted en paz a los muertos, doctor. Le propongo un pacto. ¿Tiene usted hambre?

—¿Yo solo? ¿Y los demás?

—No hay para todos.

—¿Y por qué me ofrece el alimento, sabiendo que no soy su amigo?

—Porque así defenderá usted a Seghira.

El doctor le miró con ansiedad imposible de describir.

—¿Qué peligro la amenaza?

—El más terrible de todos. Anoche decidieron los rebeldes matarla a ella la primera.

—¿Matarla? ¿Por qué?

—El hambre empieza a enloquecer a esa gente, y Seghira puede calmársela.

—¿Qué rebeldes son ésos, señor Kardec?

—Los compañeros de Ovando. Yo no puedo castigarlos, porque sólo me son fieles aquí cinco hombres, mis compatriotas.

—¡Infames! ¿Y por qué ha hecho usted desaparecer los víveres?

—¡No! Están escondidos en sitio seguro; servirán para alimentar a mis amigos, que me han jurado defender a Seghira.

¿Quiere usted también ser mi amigo? Usted tiene todavía mucha influencia sobre esos miserables rebeldes.

—Es que así me haré cómplice de un ladrón.

—¡Déjese usted de sutilezas! ¿Acepta o rehúsa?

—Acepto lo de la amistad, no por usted, sino por defender a Seghira.

—Me es igual.

—Una palabra todavía —añadió el doctor.

—¿Qué?

—Hay que contar con otro amigo.

—¿Cuál?

—Vasco.

—Tendrá su parte.

Se separaron. El bretón fue a popa, donde le esperaban los suyos, y el doctor fue a proa a la pequeña tienda que ocupaba Seghira.

La balsa seguía siempre hacia el Oeste, rodeada de tiburones. Los marineros no pensaban en pescarlos, pues sabían lo difícil que resulta su captura, sobre todo no disponiendo de carne para el cebo. De haber podido coger alguno, se habrían dado por bien satisfechos, pues suelen pesar de quinientos a seiscientos kilogramos.

A mediodía llamó Kardec a la tripulación para racionarla de agua, pero no respondió nadie. Sólo se oyó exclamar a algunos:

—¿Qué necesidad hay de distribuir el agua? El que tenga sed, que beba.

Kardec estimó prudente no responder a aquella amenaza; así es que, desfondando con rabia el barril, se limitó a decir:

—¡Perfectamente! Y cuando la provisión se acabe, beberás la del mar.

—O beberé sangre —contestó amenazador el marinero.

—¡Qué hombres! —dijo Seghira al doctor—. Son feroces como los cazadores de esclavos.

—O tal vez más. Cuando el hambre y la sed los enfurezcan, presenciaremos escenas horribles.

—¡La sed! Pero bebiendo agua del mar, ¿no se logra calmarla un poco?

—No, Seghira.

—¿Ni aliviarla?

—Al contrario —dijo Vasco—; hace la sed más rabiosa.

—¿Tanta sal contiene?

—Millones de toneladas —dijo el doctor—. Se calcula que en el océano habrá cinco millones seiscientos cincuenta y un mil cien metros cúbicos de sodio, y que…

El doctor se interrumpió para mirar con espanto a un tiburón que había llegado a seis metros de la balsa.

Seghira, que también miraba en aquella dirección, se vio sorprendida por una bandada de peces que volaban sobre el océano. Eran de trescientos a cuatrocientos, de veinticinco o treinta centímetros de largo, de un color azul plateado, y se servían para el vuelo de unas aletas tendinosas. Desaparecieron por el Oeste, y los pobres náufragos, extenuados de hambre, los vieron tristemente perderse en el fondo del cielo.

La noche, pesada, calurosa, ardiente, lo ennegreció todo, y la tripulación de la balsa procuró buscar en el sueño el olvido de sus sufrimientos.

Seghira, con la frente apoyada en las manos, los cabellos sueltos sobre la espalda y los pies sumergidos casi en el agua, parecía dormitar; pero de cuando en cuando levantaba la cabeza, y su mirada se fijaba en los tiburones.

Media hora hacía que se encontraba así, aspirando la brisa de la noche, cuando oyó hacia la derecha el apagado paso de alguien que se acercaba furtivamente.

Volvióse, creyendo que fuera el doctor o Niombo, y a los pálidos rayos de la luna vio ante sí al bretón. No pudo contener un estremecimiento de repulsión y de miedo; pero en seguida se reprimió y una sonrisa apareció en sus labios.

Kardec la contempló en silencio durante algunos momentos, y le dijo con voz emocionada:

—¿Qué haces aquí, Seghira?

—Nada; ver él mar.

—¿Y en qué piensas?

—En mi África, en mis bosques perfumados, en mi lejano país.

Kardec permaneció silencioso, en tanto que la joven lo miraba con sus ojos negros y serenos.

—¿Volverías a ver con gusto a tu país? —preguntóle Kardec al cabo de un rato.

—¡Oh, sí! —suspiró Seghira.

—¿Qué harías tú por el hombre que te llevara a tus frondosos bosques?

—¡Darle mi vida!

—¡Ah!

—¿Qué le pasa, señor Kardec?

—Pensaba en que ese hombre sería muy feliz.

—¡Oh; pero el hombre que podría haberme devuelto a mi África ha muerto…!

Kardec palideció de rabia al oírla.

—¿Y no puede hacer lo mismo otro hombre?

—¿Quién?

—¡Yo!

—¡Usted! —exclamó Seghira, mientras una sonrisa de triunfo le alegraba—. ¿Usted, señor Kardec? ¡Vaya, eso es una broma!

—No, Seghira —añadió el bretón con fuego—. ¡Yo te amo! ¡Yo te he amado desde el primer instante en que te vi!

—¡No, no!

—¡Sí, Seghira! ¡Te amo y he jurado que serás mía! ¡Mía…, porque por ti cometería yo toda clase de delitos!

—De modo que cuando el capitán Alváez vivía…

—Te amaba ya…, y por ti…

Se interrumpió bruscamente, mirando con temor a todos lados, y su frente se cubrió de sudor.

Seghira permaneció callada; pero las ventanas de su nariz se dilataron como la$ de la pantera que olfatea la presa, y una profunda arruga surcó su frente. Había adivinado lo que quería decir el bretón.

Ambos siguieron silenciosos durante algunos minutos, contemplándose el uno al otro a los pálidos rayos de la luna, mientras los tiburones bufaban alrededor de la balsa.

—¡Seghira! —exclamó, al fin, Kardec, enlazando con sus brazos la cintura de la joven.

—¡Hable! ¡Lo quiero! —dijo la esclava con tono de mando.

—¿Y qué…?

—¡Óyeme! Te amaba y…

—¡Hable usted!

—Cuando se encuentra un rival dichoso, ¿qué se hace?

—¡Se mata!

—¡Pues bien: por tu amor asesiné yo al capitán de la Guadiana!

Seghira dio un grito sofocado y se separó violentamente de Kardec, haciendo un gesto de horror, mientras un relámpago siniestro dilataba sus fulgurantes pupilas.

CAPITULO XXI. LOS HORRORES DEL HAMBRE

Al oír aquel grito, que delataba un profundo horror, y al ver aquel gesto de repugnancia, Kardec se puso en pie, pálido como un muerto, transfigurada la mirada, contraídas las manos. Dio dos pasos atrás, tambaleándose como si estuviera herido de muerte, y de su pecho salió un rugido de rabia y de dolor.

—¡Seghira! —bramó.

—Kardec —respondió la esclava, dulcificando su voz con un esfuerzo supremo—, ¿por qué te vas?

—¡Pero tú…! ¡Aquel grito…! ¡Oh! ¡Tú no me amarás nunca!

—¿Quién te lo ha dicho? ¡Oh, el alma es insondable! Yo amaba a Alváez; pero ahora… ¡Ha muerto y no me podrá hacer feliz!

—Pero, ¿me odias?

—¿Yo? ¿No eres tú un hombre fuerte? ¿No eres valeroso como el capitán Alváez? ¿Por qué no has de hacerme tú feliz en lugar del otro, que duerme el sueño eterno? ¿Lo mataste? ¡Oh! ¡En mi país, el rival mata y la mujer africana ama al vencedor!

—Pero tú…

—¿Yo? Yo tengo en mis venas sangre africana. Soy salvaje y amo al hombre valiente, al triunfador. ¡Ven, ven! ¡Yo te amo porque eres perverso, porque eres cruel, porque eres despiadado, porque sé que de todos los tripulantes de esta miserable balsa sólo tú me conducirás a mi patria y me harás feliz!

La voz de la esclava tenía un acento extraño, fascinante, y atraído por ella, Kardec iba acercándose, hasta que sus alientos se tocaron. Aquel hombre feroz, que parecía no tener corazón ni entrañas, cayó de rodillas ante Seghira vertiendo lágrimas.

—¡Te amo! —susurró en su oído.

—¡Y yo a ti! —respondió la esclava, escondiendo en lo más oculto de su alma el odio tremendo que por él sentía.

—¡Quiero que seas mía!

—¡Lo seré!

—¿Cuándo?

—Cuando me hayas conducido a África.

—¡Júralo!

—¡Lo juro! —dijo la esclava con voz apagada.

—¡Oh! ¡Un beso! ¡Un beso!

Seghira sintió nuevamente que la ola de odio invadía su ser, y por segunda vez retrocedió con repugnancia.

—¡Un beso, Seghira! —suspiró Kardec, ebrio de amor.

—Pues bien… ¡Tómalo!

Le echó al cuello los brazos como si quisiera ahogarle, veló con los párpados la siniestra llama de sus ojos, acalló la protesta de su alma indignada, y la purpúrea flor de su boca unióse a los labios marchitos y secos del bretón.

Kardec quiso retenerla junto a su pecho, pero ella se retiró violentamente, y le dijo, espantada:

—¡Déjame! ¡Déjame!

—¡Seghira!

—¡Calla! ¡Déjame! ¡Allá, en las costas floridas del África hermosa, seré tuya!

Y dando un salto como una leona furiosa entró en su tienda.

Kardec no se atrevió a seguirla, y se puso a pasear por la balsa sombrío y meditabundo, mientras la joven, con los cabellos revueltos por la brisa, los brazos contraídos en el pecho, los labios temblorosos y la frente oscurecida, lo miraba con odio mortal.

Un grito ronco, salvaje, brotó de su pecho, y haciendo un gesto de suprema amenaza, dijo:

—¡Ese hombre es mío! ¡El África te será fatal y sus bosques serán tu tumba, maldito!

Se dirigió en seguida a la caja vacía, que servía de albergue al rey negro.

—¡Niombo! —llamó.

El gigante se levantó en seguida.

—¿Has oído?

—Todo —respondió Niombo con sonrisa cruel.

—¿Lo matarás?

—¡Sí! ¡A él y a todos!

—¡A todos, no!

—No hablo de los amigos.

—¿Sigue siempre la balsa hacia el Este?

—Recta. La guía Vasco.

—¿Estamos muy lejos todavía?

—Sí; pero el viento nos ayuda.

—¿Llegaremos?

—Sí, y otra vez seré rey.

—Y yo seré tuya —dijo ella con un suspiro.

—Gracias, hija del Sol. Te haré feliz.

Seghira inclinó la cabeza sobre el pecho y se dirigió a su reducida tienda.

Allí vio, no sin sorpresa, dos cajas de conservas y algunos bizcochos. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.

—¡Kardec se ha vuelto hasta ladrón por mí!

Dio con el pie a los alimentos, se acostó sobre la vela que le servía de colchoneta, y se durmió a poco, murmurando dulcemente el nombre de Alváez.

Al día siguiente, la situación de los náufragos era horrible.

El hambre, ese terrible enemigo, mortificaba los estómagos de aquellos desgraciados.

Sus caras tenían una expresión bestial, y sus ojos, brillantes por la fiebre, se fijaban ansiosos en la tienda de Seghira.

La antropofagia se manifestaba con todo su horror en aquellos hombres, que durante la noche habían visto en sus pesadillas banquetes de carne humana.

Se oía a algunos maldecir de Kardec, a quien consideraban responsable de sus torturas; otros hablaban de sorteos, de botones negros… Los más débiles, tendidos en la balsa, daban muestras de delirio, y en sus febriles fantasías creían cambiar trozos de madera por suculenta carne.

Kardec comenzaba a estar inquieto, y temiendo a cada momento una rebelión, no descansaba vigilando.

Sentado a corta distancia de la tienda de Seghira, con las pistolas montadas y rodeándole sus cinco compatriotas, velaba, dispuesto a matar al primero que se acercara.

El doctor, Niombo y Vasco vigilaban también para defender a la mulata.

A mediodía, la tripulación, que estaba desguardada bajo la vela, manifestó una viva agitación. Se oía hablar acaloradamente y discutir con amenazas.

Kardec preparó las pistolas y Vasco dispuso su carabina.

—¿Qué van a hacer? —preguntó el bretón a Vasco.

—Algo muy grave. Les he oído nombrar a Seghira y a Niombo.

—¡Ah! ¿Y quieren devorarla?

—Lo temo.

—Sería preciso que me matasen a mí antes.

En aquel momento se adelantaron los marineros revoltosos, y uno de ellos, un inglés enorme y barbudo, dijo:

—¡Comandante!

—¿Qué quieres?

—Mis compañeros y yo tenemos hambre.

—Y yo.

—En la balsa hay un tripulante de más.

—¿Eres tú, acaso?

—Yo, todavía no.

—Y bien, ¿qué queréis?

—Que alguno muera. Tenemos hambre, y la carne abunda —añadió con feroz cinismo.

—Empieza por ofrecer la tuya a tus compañeros.

—¡Eh! ¡No quiero bromas, señor Kardec! ¡Antes que matar a los blancos, hay que echar mano de los negros!

—Vete a coger a Niombo si te atreves.

—Más tarde le llegará su turno. Ahora se trata de la esclava.

—¡Vete, miserable, o te mato! —gritó el bretón en el colmo de la ira.

—¡Le advierto que yo no me dejo asesinar como Ovando!

—¡A muerte la esclava! —gritaron los marineros.

—¡Tenemos hambre!

—¡Quietos, indeseables! —gritó el doctor, lanzándose en medio del grupo, seguido de Vasco—. ¿Queréis cometer otro asesinato? ¡Sois más feroces que los antropófagos de Nueva Zelanda!

—¡Cállate, que a ti también te llegará la vez!

—¡A ése sería mejor echarlo al mar! ¡Está muy delgado para nosotros!

—¡La esclava! ¡La esclava! —gritaron todos.

—¡Aquí, amigos! —gritó Kardec empuñando las pistolas.

Los cinco franceses, el doctor, Vasco y Niombo rodearon a Kardec, apoyándose contra la tienda en la cual estaba Seghira, mirando intrépidamente a los marineros y con un fusil en la mano para defenderse.

Los rebeldes, ante aquellos tres fusiles y dos pistolas, prontos a dispararse contra ellos, retrocedieron espantados.

—¡Adelante el que se atreva! —dijo Kardec.

—¡Muerte al capitán, camaradas!

—¡Sí, muerte! —vociferaron todos.

Como una manada de lobos hambrientos iban a lanzarse dando gritos de fiera contra Kardec, que ya se disponía a hacer fuego, cuando Niombo, dando un salto de león, cayó entre los rebeldes.

El atlético negro, cuya estatura superaba un pie a la de los demás, parecía una fiera escapada de las tenebrosas selvas africanas. Rugía como un león, echaba llamas por los ojos y en sus manos llevaba una barra de hierro.

—¡Quietos, u os mato a todos!

El inglés, que precedía a sus compañeros, le hizo un gesto de amenaza; pero la barra de hierro cayó con fuerza irresistible. El miserable, con él cráneo roto, cayó ensangrentado al mar.

Los tiburones dieron en seguida cuenta de él.

—¡Ahora, otro! —gritó el rey africano.

La tripulación, sobrecogida ante aquel acto de vigor sobrehumano, quedóse espantada, quieta. Nadie se sentía con ánimo de afrontar a aquel gigante, capaz de aplastarlos a todos.

—¡Venid por Seghira! —dijo Kardec.

Ninguno se movió.

—¡El sorteo! ¡El sorteo! —gritaron varios—. ¡Tenemos hambre, mucha hambre!

—Comeos unos a otros —dijo Kardec.

—¡No! —gritó un marinero—. ¡Aquí todos somos iguales!

—¿Qué quieres decir?

—Que todos debemos correr el mismo peligro.

—Es que nosotros no queremos vuestra carne.

—Está bien; pero ¡ay de vosotros si intentáis probarla!

—¡El botón negro! —gritaron todos con exaltación.

—Pero ¿sois antropófagos? —dijo el doctor.

—¡Calla tú, cuervo!

—¡El sorteo! ¡El sorteo! —exclamaron todos.

Un marinero abrió una de las cajas que contenían ropas y sacó un puñado de botones blancos y uno de ellos negro, iguales todos por la forma y el peso.

—¿Cuántos somos? —preguntó.

—Trece —respondió otro, después de haber contado a los compañeros.

—Dadme una bolsa.

—¡Vaya la mía!

El marinero cogió los botones, los contó uno a uno, mostrándolos a sus compañeros, que se habían colocado en círculo alrededor de él, y los metió en la bolsa.

—Enseña las manos —dijeron varios.

—No hay nada —contestó, levantándolas.

—¿Y quién afrontará el primero la suerte?

—Procederemos por orden alfabético —dijo un viejo marinero—. Cabral, a ti te toca.

El portugués que llevaba aquel nombre se adelantó. Estaba lívido, y un temblor general estremecía sus miembros.

Un silencio de muerte reinaba en la balsa.

Kardec, los cinco franceses, el doctor, Vasco, Niombo y Seghira se mantenían ante la tienda, con las armas montadas y atacados de un profundo horror. Los otros, que estaban desafiando a la muerte, callaban, teniendo fijas las miradas en el portugués y los cuchillos en las manos, dispuestos a asesinarlo si extraía el botón fatal.

—¡Pesca! —le dijo el marinero que tenía la bolsa.

El desgraciado cerró los ojos, y su temblorosa mano derecha entró en la bolsa. Un frío sudor le inundaba la frente, y parecía que iba a caer desmayado.

—¡Acaba! —le dijeron.

Cabral levantó su mano contraída y la abrió; un grito de horror salió de todos los labios, y en seguida otro de triunfo.

—¡El botón negro!

Los marineros se arrojaron sobre aquel infeliz, que había caído al suelo como herido por el rayo. Ya los cuchillos flameaban en el aire para herirlo, cuando la balsa tuvo un movimiento violentísimo que los arrojó a todos al suelo.

En aquel mismo instante se oyó a Vasco gritar:

—¡Socorro, amigos! ¡Hemos cogido un tiburón!

CAPITULO XXII. UNA PRESA COLOSAL

Aunque la cosa parezca muy extraña, un formidable tiburón había sido cogido o estaba a punto de caer.

Los golpes violentos que daba a la balsa, los fuertes bufidos del animal y el agua que se alzaba por la popa indicaban que Vasco no había mentido. La tripulación, olvidándose en aquel momento de todo, y viendo la cabeza del escualo junto a la popa, se acercó a aquella parte, gritando:

—¡Cojámosle!

Nadie se acordaba ya de Cabral, que yacía en el suelo, medio sofocado por la angustia y sin comprender a qué milagro debía el encontrarse aún entre los vivos.

Todos se hallaban al borde de la balsa ocupados en pescar al tiburón, que se había dejado prender de un modo bien raro. A estribor de la balsa colgaba una ancla de un grueso cable, y tomándolo el animal por algún objeto comestible, se la había tragado tranquilamente. Como estaba, pues, preso el tiburón, los marineros, olvidando sus odios, se dedicaron a ejecutar las órdenes que Kardec les daba.

—¡Sujetad bien la cuerda! —dijo Kardec—. Si lo cogemos, hay carne para cuatro semanas.

—Lo mataremos a tiros apenas salga del agua.

—¡Ahí está! —gritaron varios marineros.

—Preparad las armas —gritó Kardec.

Agitóse el agua en un impetuoso remolino, y en seguida se vio aparecer al tiburón.

—¡Fuego! —mandó Kardec.

El doctor y Vasco descargaron las carabinas, y el animal se hundió herido en el agua, que se tiñó de rojo.

—¡Es nuestro! —dijeron los marineros.

Pero el animal defendía su vida valerosamente, y de un poderoso coletazo rompió el palo, haciendo caer la vela.

Desde la embarcación seguían tirándole, y aunque sus heridas se multiplicaban, no moría.

Es increíble la vitalidad que tienen estos monstruos; resisten las balas, los arponazos y los golpes de hacha, y cuando se encuentran fuera de su elemento natural, viven todavía semanas enteras.

Falto ya de sangre y cubierto de heridas, cesó de agitarse, y después de dar todavía una nueva coletada, quedó inmóvil sobre el agua.

Un ¡hurra! fragoroso saludó su muerte, y todos, Kardec y el doctor entre ellos, se lanzaron sobre aquel cuerpo gigantesco, arrancándole con sus hachas y cuchillos trozos de carne todavía palpitante y que devoraban en seguida, a pesar de su sabor nauseabundo y de su dureza coriácea.

Aquel tiburón era verdaderamente enorme, de los más grandes que habían visto alrededor de la balsa. Tenía más de once metros de largo, debía de pesar unos quinientos kilogramos, y la circunferencia de su boca excedía de un metro.

Saciada el hambre, la tripulación se dedicó a la tarea de poner aquella carne en condiciones para que les pudiera alimentar sin economía durante cuatro semanas. Niombo, con su fuerza de gigante, lo dividió por la mitad a hachazos, y de aquellos dos trozos fueron sacando los marineros tiras delgadas para secarlas al sol, operación muy fácil allí con aquel calor de 46 a 48 grados.

Fueron tendidas esas tiras en muchas cuerdas, dejándose cierta distancia entre unas y otras para facilitar la ventilación.

El corazón, el hígado y el cerebro fueron destinados para la cena, y Vasco los asó deliciosamente, sabiéndoles a gloria.

—Con estas provisiones —dijo el doctor a Seghira—, podremos llegar a la costa de África sin nuevos sufrimientos.

—¿Faltan muchos días?

—Si sigue esta brisa, una semana.

—Algunos no saldrán de allí.

—El bretón, lo comprendo; pero los demás…

—Son negreros, y nuestra raza no perdona. Además, Niombo tiene que vengarme. Intentaron quitarme la vida.

—¿De qué hablabais? —preguntó una voz a sus espaldas.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Kardec? —dijo el doctor, sobresaltado.

—Sí, señor Esteban; os he visto hablar y…

—¿Ha oído usted la conversación?

—No —respondió sinceramente Kardec.

Aquella tarde, los tripulantes comieron un asado de tiburón, que todos elogiaron mucho, siquiera fuese por el tiempo que llevaban comiendo sólo fiambres, o no comiendo nada. Kardec, para alegrar más a todo el mundo, hizo destapar el barril de aguardiente, conservado intacto hasta entonces, y distribuyó una taza por barba.

Aquel alimento y aquel poco de licor espirituoso reanimaron el valor y las esperanzas de todos.

Al tercer día después de la captura del tiburón hubo una falsa alarma. Habiendo visto hacia el Este una forma oscura que tenía la apariencia de una montaña, se esparció la voz de que la tierra estaba a la vista; pero después se comprobó que se trataba de una nube.

Aquella desilusión no desanimó a nadie.

Todos sentían la proximidad de la costa africana, y estaban seguros de no engañarse.

Niombo, más que todos, venteaba la tierra nativa. El olfato del hombre salvaje recogía mejor que los demás aquellas emanaciones de los grandes bosques africanos.

Subido a lo alto del palo, miraba con profunda atención el horizonte, sintiéndose emocionado hasta en lo profundo de su ser.

Al quinto día no se vio todavía la costa, pero el África debía de estar muy próxima, porque algún tripulante vio un pájaro costero volar hacia el Nordeste.

Al sexto día, después de una noche oscurísima, saludó Vasco a las primeras luces del alba gritando con loca alegría:

—¡Tierra! ¡Tierra! ¡Alabado sea Dios!

CAPITULO XXIII. LA COSTA DE ÁFRICA

La tripulación despertó al oír aquel grito, tantos y tantos días angustiosamente esperado, y que sonaba en sus oídos con rumores de vida, de amistad, de familia, de patria, y se precipitó confusamente hacia proa, donde Vasco, subido sobre un barril y con el brazo señalando al Este, seguía gritando:

—¡Tierra! ¡Tierra!

Allá, donde el horizonte se confundía con el océano, una línea sutil de un azul oscuro se extendía del Norte al Sur, y en las leves ondulaciones que esfumaba la lejanía marcaba los valles y las montañas.

—¡Sí! ¡Tierra! ¡Tierra!

Los tripulantes a quienes Cristóbal Colón condujo al descubrimiento del Nuevo Mundo no debieron de sentirse más conmovidos que los náufragos de la Guadiana al ver aquella tierra tan deseada.

Kardec, Vasco, portugueses, franceses, ingleses y americanos aparecían transformados por la alegría, como si los torvos semblantes, las miradas duras y los ayes de angustia hubieran quedado borrados para siempre tras las nieblas del océano.

Después de aquella primera emoción de alegría, una verdadera impaciencia, rayana en frenesí, se apoderó de todos: querían llegar cuanto antes a aquella costa, como si temieran verla desaparecer.

Haciendo remos de cuantos objetos a propósito hallaron a mano, empezaron a bracear con verdadero furor.

—¡Valor, muchachos! —gritaba Kardec, que se había apoderado de un remo, manejándolo como el último de los marineros.

—¡Fuerza, amigos! —repetía Vasco—. ¡Pronto estaremos en tierra!

La costa se delineaba cada vez más claramente: era baja, y, por lo mismo, no la habían descubierto la noche antes.

Parecía describir una curva bastante pronunciada, como si formase en su centro una vasta bahía abierta a los vientos del Oeste.

Se comenzaba ya a distinguir los árboles que la cubrían, y que Kardec aseguró, desde luego, que eran mangles.

¿En qué punto de la costa africana iban a desembarcar aquellos náufragos?

En la Guinea inferior seguramente, porque habían navegado siempre hacia el Oriente. Pero ¿en qué región?

Sólo Vasco, que había seguido atentamente la ruta de la balsa, tenía algunas probabilidades para saberlo; pero se guardaba bien de decirlo a los demás, y sólo el doctor, Seghira y Niombo debían de hallarse también en el secreto.

A mediodía, la playa distaba sólo algunos centenares de metros. Era una tierra deshabitada y cubierta de grandes árboles estrechamente unidos, entre los cuales se distinguían bananos silvestres, mangos de aspecto majestuoso y que llegaban a cincuenta pies de altura, y gigantescos baobabs, árboles verdaderamente colosales.

—¡Un último esfuerzo, muchachos! —gritó Kardec.

Un cuarto de hora después, la balsa se detenía sobre un banco de arena, a sólo diez brazas de la costa.

Kardec y Vasco, provistos de fusiles, desembarcaron seguidos del doctor, Niombo y Seghira y de toda la tripulación, que lanzaban gritos de triunfo.

Se encontraron al borde de una gran selva desierta y silenciosa, cuyos límites se perdían de vista.

—Acampemos aquí —dijo Kardec—. Más tarde trataremos de buscar caza y frutas, que no deben de faltar en este gran bosque.

—¿Podrá usted decirme donde nos encontramos, señor Kardec? —preguntó el doctor, que se había sentado cómodamente a la sombra de un árbol.

—No, señor; esta costa me es desconocida.

—¿Estaremos al Sur o al Norte del cabo López?

—No lo sabré decir; pero sea al Norte o al Sur, encontraremos algún establecimiento portugués. Alguien, sin embargo, podrá decirnos algo.

—¿Quién?

—Niombo.

El rey negro se había subido sobre una roca, y parecía examinar con atención la costa.

—¿Has descubierto algo? —le preguntó el bretón, mientras los tripulantes desembarcaban los objetos y víveres que contenía la balsa.

—Nada, señor —respondió el negro.

—¿No conoces esta playa?

—No.

—¿Ni tú, Seghira?

—No —contestó ella, cambiando una rápida mirada con Niombo.

—No importa —dijo Kardec—. De todos modos, he cumplido mi palabra.

—¿Qué queréis decir?

—Que te he conducido a África y que debes ser mía, Seghira.

—Y tú mío —contestó ella con extraño acento.

Kardec se le acercó, y tomándole ambas manos, le dijo:

—Te haré feliz.

—Y yo a ti —contestó ella con los dientes apretados.

—Haré todo lo que quieras, Seghira.

—Gracias, Kardec.

—Y te llevaré a tu país.

—¿Y vendrás tú también? —añadió ella, mirándole fijamente.

—Sí.

—¿Me lo prometes?

—Te lo juro.

—¿Y no tendrás miedo?

—¡Miedo! ¿Y de qué? —preguntó Kardec, sorprendido.

—Es verdad —dijo Seghira, como hablando consigo misma—. El hombre blanco no teme a los negros. ¿Estará muy lejano mi país, Kardec?

—No lo sé.

—Un solo hombre puede conducirnos a él.

—¿Y quién es ese hombre?

—Niombo.

—Pues nos conducirá.

—¿Te fías de él?

—Me teme y me obedecerá.

—Es verdad —dijo Seghira.

Niombo, que estaba a corta distancia, le hizo un rápido gesto.

—Vete a disponer el campamento, Kardec —dijo la mulata—. Yo voy a interrogar a Niombo.

El bretón se alejó.

Los tripulantes habían acabado de descargar la balsa.

Seghira, después de permanecer algunos instantes inmóvil, hizo señas al doctor.

—¿Tenemos novedad, Seghira? —dijo éste, acercándose.

—Sí —respondió la joven esclava en voz baja—. Niombo ha reconocido la costa.

—¿Y dónde estamos?

—Junto al Nazareth —respondió una voz.

Era Niombo, que se había acercado silenciosamente.

—¿Estás seguro de no engañarte? —le preguntó el doctor, emocionado.

—Segurísimo. A dos días, de marcha de aquí está mi reino.

—¿Y qué intentas hacer?

—Conducir a los hombres blancos a mi país.

—¿Y qué harás con nosotros?

—Vasco y usted son mis amigos, pero los otros me pertenecen —dijo el monarca con aire sombrío.

—¿Los matarás?

—Si Seghira me lo permitiera, ninguno de esos infames saldría vivo de mis manos; pero su castigo será todavía más tremendo.

—¿Qué quieres decir?

—Silencio, tobib; a su tiempo lo sabréis.

—Pero ¿esperas que Kardec te siga al interior?

—Me seguirá, y caerá en la emboscada que le preparo. Seguidme.

Niombo se dirigió hacia el campamento acompañado del doctor y de Seghira, y deteniéndose ante el bretón, le dijo:

—He reconocido esta costa.

—¿La conoces? —preguntó Kardec con alegría.

—Sí.

—¿Y dónde estamos?

—En la región que ustedes llaman Loango.

—Lo había sospechado.

Una sonrisa misteriosa apareció en los labios del rey negro.

—¿Queréis ver a los blancos?

—¿Sabes tú dónde se encuentran?

—Sí; a dos jornadas del interior.

—¿Cómo lo sabes?

—Recorrí esta región el año último.

—Entonces, tu reino está cercano.

—No; se halla muy al Sur, a veinte jornadas de camino.

—¿Y podrías llevarnos a esa factoría de blancos que dices?

—Si tus marineros están dispuestos, ahora mismo.

Kardec llamó a consulta a sus hombres y les comunicó las noticias de Niombo.

Por toda contestación dijeron esta sola palabra:

—¡Partamos!

A toda prisa hicieron los preparativos del viaje, decidiendo abandonar allí todo su equipaje, menos algunos víveres, y a las dos de la tarde, Kardec dio la señal de marcha.

Niombo se puso a la cabeza armado de un fusil; después marchaban Kardec, el doctor y Seghira, provistos de pistolas, siguiéndoles los marineros en fila india.

El camino era fácil, aunque el bosque se presentaba bastante espeso y sombrío.

La flora africana ofrecíase allí con toda la pompa de sus colores brillantes.

Un silencio profundo reinaba en aquella selva, que parecía ser hollada por primera vez por la planta de un ser humano.

Niombo, que abría siempre la marcha, procedía con infinitas precauciones, y antes de aventurarse entre el boscaje que interceptaba la luz del sol, examinaba con atención las ramas y la tierra, como si temiera a cada instante algún peligro.

—Se diría que no está seguro del camino —dijo Vasco, que se había unido al doctor.

—Estoy seguro de lo contrario —contestó éste—. Los negros se orientan en la selva sin necesidad de brújula.

—Temerá entonces algún peligro.

—Muchos esconden los bosques de África, y quizá por eso examina tanto el terreno.

En aquel momento, Niombo, que daba a cada instante mayores muestras de inquietud, volvióse, haciendo a todos señas de que se detuvieran.

Agachóse otra vez, escuchó atentamente y volviendo a levantarse dijo con espanto:

—¡Huyamos!

—¿Por qué? —preguntó Kardec.

—¡Las lascicuayas! —respondió Niombo.

—¿Qué fieras son?

—Hormigas —contestó el doctor—. ¡Pronto, huyamos, que nuestra vida peligra!

Kardec y los marineros prorrumpieron en una carcajada.

—Pero ¿estáis loco, señor Esteban? —exclamó el bretón.

—¡Huid, os digo!

—¿De las hormigas?

—¡El que permanezca aquí es hombre muerto! ¡Ven, Seghira!

La joven no se lo hizo repetir dos veces y echó a correr detrás de Niombo, que huía precipitadamente hacia el Sur, dando muestras de un vivo terror.

Kardec y los marineros, viéndose abandonados, comenzaron a temer un serio peligro y se lanzaron detrás de los otros, corriendo como caballos desbocados.

CAPITULO XXIV. LA DESAPARICIÓN DE NIOMBO

Parecerá una cosa extraña y hasta inverosímil que las hormigas pudieran causar tanto terror a unos hombres probados en toda clase de peligros; pero cualquiera persona algo conocedora de los bosques del África ecuatorial habría comprendido perfectamente la razón de la fuga de Niombo y sus compañeros.

No hay peligro mayor que encontrarse ante una emigración de hormigas lascicuayas. Se puede eludir la acometida de un rinoceronte furioso, puede uno defenderse de un león y aun librarse del asalto de una manada de búfalos, pero no hay salvación posible ante las hormigas de aquella especie, que están dotadas de tal voracidad, que en pocos minutos se comen al hombre más robusto que encuentren a su paso.

Habréis oído hablar de las termitas, de esa gruesa hormiga africana, que vive en sociedad, construyéndose grandes nidos en forma de conos, y que muerden ferozmente a las personas que sorprenden durmiendo; pero ni las termitas, ni las hormigas blancas, ni las de ninguna otra especie son tan terribles como las lascicuayas, espanto de los bosques y de las aldeas. Su longitud es de unos trece milímetros, tienen formidables pinzas, cuya misión es devorar constantemente, y vagan errantes por los grandes bosques del África ecuatorial, sin nidos y sin patria, buscando siempre la presa, que no ha de ser vegetal, pues son carnívoras.

Caminan siempre en línea recta a la sombra de los árboles y evitando las llanuras desnudas, pues, cosa extraña, le temen al sol. Cuando de bosque a bosque necesitan atravesar una llanura, socavan una larga galería y por ella pasan.

Se arrojan con furor contra los leopardos y los leones, y estos formidables animales, que no temen a los hombres, caen vencidos bajo las robustas tenazas de aquellos insectos.

Cuando encuentran un pueblo, lo invaden, circundándolo por todas partes, y los negros sólo se salvan apelando a la fuga y refugiándose en algún río.

Niombo, Seghira y el doctor, después de una carrera de un cuarto de hora, se detuvieron a la orilla de un río. Allí no tenían nada que temer, pues les bastaría con arrojarse al agua para librarse de las hormigas, las cuales huyen del agua tanto como del sol.

Poco después llegaron los otros, jadeantes y sudorosos.

Bien pronto aparecieron las primeras filas de hormigas. Al ver a aquel grupo de hombres y percibir el olor de la carne, se dirigieron a todo correr hacia el río; pero los náufragos se apresuraron a tirarse al agua.

Los voraces insectos, detenidos repentinamente en la orilla, cambiaron de dirección y siguieron su camino, guiados por sus jefes y capitanes, que, colocados en los flancos de las filas, aguijoneaban a los reacios.

El desfile de los insectos duró dos horas largas, pues aquella columna, compuesta de millares y millares de hormigas, ocupaba una extensión de más de un kilómetro.

Niombo aguardó todavía media hora más para estar seguro de que el peligro había pasado, y luego se puso en marcha, seguido de todos los náufragos.

Cuando se puso el sol, Kardec dio la señal de descanso, y todos se guarecieron bajo un baobab inmenso, bajo cuyas ramas podía ocultarse un regimiento.

Niombo, que no ignoraba lo peligroso que es acampar en pleno bosque, hizo encender una gran hoguera para alejar a las bestias feroces; cenaron y después se entregaron al sueño, haciendo la guardia Vasco, Niombo y dos marineros.

Llevaban ya media hora de sueño, cuando el silencio profundo de la noche fue interrumpido por un grito extraño, que no era ni el formidable barritar del elefante, ni el rugido del león o del leopardo.

Era un grito poderoso que debía de haber sido lanzado por un ser dotado de enorme fuerza pulmonar.

Al oírlo, Niombo se levantó de un salto, y apuntando con el fusil, dirigía miradas inquietas a las plantas.

—¿Qué es eso? —preguntó Vasco.

—Una cula-camba o un nesciego-nebuve —respondió el negro con un ligero estremecimiento en la voz.

—¿Un animal?

—De los más peligrosos —dijo el doctor, que se había levantado violentamente.

—Sí; es el terrible gorila del África ecuatorial.

—¿Un mono?

—Sí, Vasco; pero ¡qué mono! Alcanza muchas veces una altura de ocho pies, o sea de dos metros y sesenta y seis centímetros, y según dicen los que los han visto, es el más formidable animal de las selvas, y se parece muchísimo al hombre más que ningún otro.

—¿Vive en los bosques?

—Sí, y ataca a los hombres con una ferocidad inaudita. Se dice que al mismo león lo sofoca y estrangula entre sus poderosos brazos.

—Es tal su fuerza —dijo Niombo—, que no se le ha podido coger vivo, porque entre diez hombres no le pueden sujetar. Y me parece —añadió, volviéndose al doctor— que en este mismo baobab anida una pareja de esos animales.

Todos miraron hacia arriba, y a una señal del negro vieron entre las ramas una especie de sombra monstruosa que tenía algo de la forma humana.

—¡En guardia! —gritó el doctor—. Si ese gorila baja, nos asaltará.

Un nuevo grito más fuerte que el anterior se oyó en las ramas del árbol.

—¡Alerta! —gritó el doctor, corriendo hacia el campo—. ¡El gorila!

Al oír aquella voz, Kardec y los marineros dieron a correr tras el doctor.

—¿Qué sucede? —preguntó Kardec.

—¡Huyamos! —dijo el doctor—. ¡El gorila nos acomete!

—¡Todo el mundo detrás de mí! —dijo el bretón que no ignoraba con quién tenía que habérselas.

A los pocos instantes, el gorila descendió por el tronco del árbol y se dejó caer a pocos pasos de la hoguera, casi apagada ya.

Aquel cuadrumano imponía horror. Al ver a los marineros dispuestos a hacerle fuego, lanzó un grito semejante a un trueno y se dirigió hacia ellos con los brazos abiertos, como dispuesto a estrangularlos a todos.

Niombo, Vasco, el doctor y Kardec hicieron fuego, pero el monstruo no cayó. Dio un salto, llevándose las manos al pecho, y huyó a través del bosque, lanzando gemidos que parecían humanos.

Tranquilizados un tanto los náufragos, se trató de descansar nuevamente.

—¡Niombo! —dijo Kardec.

Nadie respondió.

—¡Niombo! —repitió.

—No le vemos —dijeron los marineros.

—¿Dónde está, pues?

—Aquí estaba hace poco —dijo Vasco.

—¿Habrá ido quizá detrás del gorila? —preguntó Kardec—. Ese maldito negro es muy capaz, de ello. ¿Quién le ha visto marchar?

—Nadie —respondieron los marineros.

—¿Ni tú tampoco, Seghira? —preguntó el doctor.

La joven no contestó, pero le hizo un rápido gesto.

—Hay que buscarle —dijo Kardec, que comenzaba a estar inquieto—. No puede estar lejos, y le necesitamos para salir de este bosque.

Algunos marineros, temerosos de la vuelta del gorila, se proveyeron de ramas encendidas y se pusieron a buscar en distintas direcciones, llamándole a voces.

El doctor se acercó a Seghira.

—¿Y bien? —le dijo.

—La hora del castigo se acerca —respondió ella.

—¿Niombo?

—Se fue.

—¿Adonde?

—A sus estados.

—¿Estamos, pues, cerca?

—A pocas horas de camino.

—¿Y nos asaltarán?

—Mañana sus gentes estarán aquí.

—Pero Kardec se pondrá en guardia.

Una sonrisa se marcó en los labios de la esclava.

—¿Quién resistirá a un ejército guiado por Niombo?

—Eso es una traición, Seghira.

—Me vengo.

—Pero yo…

—Vos vengáis al capitán Alváez, vuestro fiel amigo, vilmente asesinado por Kardec.

—Pero, ¿y los otros?

Seghira levantó los hombros y movió la cabeza, haciendo ondular sus cabellos.

—No me importan a mí. Pertenecen a Niombo.

—Me das miedo, Seghira. Eres implacable.

—Soy hija de la salvaje África.

—Pero ¿qué hará Niombo con los marineros? Quiero saberlo, Seghira.

—Lo ignoro.

—No puedo permitir que los maten. Kardec, asesino de mi mejor amigo, te pertenece; pero los otros son mis compañeros.

—Salvadlos si queréis —dijo ella con acento acre—. Todavía están libres; que huyan. ¿Creéis que así se salvarían? No, doctor. Niombo los alcanzará antes que lleguen al océano.

—¡Matarlos será una infamia!

—¿Y quién os ha dicho que Niombo los matará? Yo no lo quiero.

—Tú; pero Niombo…

—Hará lo que yo quiera. Tengo su palabra.

—¿Te ama?

—Sí —respondió ella, sofocando un suspiro.

—¿Y serás suya?

—El lo quiere.

—¿Y tú?

—Yo pago la venganza —respondió Seghira con acento salvaje.

—Niombo es un rey poderoso y valiente y te hará feliz.

Seghira no respondió; pero el doctor vio brillar en sus ojos dos lágrimas.

—¿Lloras?

—Amaba demasiado al muerto y no lo olvidaré nunca.

—¡Pobre Seghira!

—La herida sangrará siempre —contestó ella.

Después dio un salto de tigre y, dirigiendo a Kardec una mirada terrible, murmuró:

—Este hombre será mío dentro de poco y no saldrá vivo de los bosques de África.

CAPITULO XXV. LA VENGANZA DE LOS ESCLAVOS

El bretón estaba furioso. Cuantas pesquisas hicieron por encontrar a Niombo fueron inútiles. Ni detonaciones ni gritos tuvieron respuesta alguna. El rey negro había huido sin dejar rastro, llevándose el fusil que tenía en las manos cuando el asalto del gorila.

—El miserable temía que lo hicieran esclavo y nos ha abandonado vilmente —dijo Kardec al doctor.

—Lo creo —contestó éste, meditabundo.

—¿Volverá?

—Lo ignoro.

—¿Qué me aconseja usted que haga?

—No lo sé.

—¿Volvemos a la costa?

—Haga usted lo que le parezca.

—Esperemos al alba y mañana trataremos de dejar este maldito bosque. El negro debe de habernos engañado para huir más fácilmente.

—Es posible.

Kardec dio cuenta a sus compañeros de sus intenciones, dispuso una guardia de cuatro centinelas armados de fusiles y se sentó junto al fuego, imitándole los demás.

La noche pasó sin que ocurriera nada extraordinario.

A los primeros albores, Kardec, que deseaba abandonar aquella selva y que se mostraba bastante inquieto, hizo levantar el campamento. Después de aconsejarse con sus hombres, todos se pusieron en marcha para llegar cuanto antes a la playa. Durante todo el día los náufragos caminaron con rapidez, aunque no habían adelantado mucho terreno, por no ser conocedores de la selva. Cuando la oscuridad invadió el bosque, los náufragos se encontraron exhaustos, no habiendo consumido en todo el día más que algunas frutas y bebido agua pútrida y fangosa.

Establecióse el campamento junto a un grupo de bananos, disponiéndose la guardia de costumbre. Ya debía de estar el alba cercana, cuando se oyeron en la selva misteriosos rumores.

Los dos marinos que velaban junto al fuego se dirigieron, fusil en mano, hacia el sitio de donde procedía el ruido, pero retrocedieron vivamente, mudos de terror.

Centenares de hombres avanzaban silenciosamente rodeando el campamento. ¿De dónde salían? ¿Quiénes eran?

De improviso sonó en la selva un agudo silbido. Todos aquellos hombres se precipitaron en el campamento como una tromba, lanzando horribles clamores.

Los centinelas hicieron fuego, pero toda resistencia era imposible. El asalto fue tan rápido y brutal, que en un momento todos los marineros, Kardec, Vasco, el doctor y hasta Seghira se encontraron atados y reducidos a la impotencia.

—¡Miserable! —gritó Kardec, que se debatía furiosamente—. ¿Qué queréis? ¡Somos hombres blancos!

—¿Y yo soy tu esclavo? —respondió una voz robusta.

Un negro de estatura gigantesca, adornado de collares y brazaletes, con una corona de oro con tres plumas de águila en la cabeza, llevando en la mano izquierda una carabina y en la derecha un látigo de piel de hipopótamo, se le puso delante.

—¿Me reconoces? —preguntó.

—¡Niombo!

—¡Soy el rey de los Bacalaos!

—¡Traidor!

—Deja los insultos para las mujeres —respondió el negro con desprecio.

Después acercándose, restalló aquel terrible látigo y le dijo:

—¿Te acuerdas de aquel día en que en el entrepuente de la Guadiana, estando yo atado, me trataste como a un perro?

—¡Mátame! —dijo Kardec con voz enronquecida.

—No, porque no me perteneces. Niombo es más generoso que los blancos.

Y arrojó el látigo lejos de sí.

—¿Me das la vida? —preguntó el bretón con ansiedad.

—¡No! —respondió una voz.

Kardec, al oír aquella voz, se puso espantosamente lívido y sintió que se erizaban sus cabellos. Miró con profundo terror, con mirada de loco, a la persona que había pronunciado aquella palabra.

Seghira, libre de sus ligaduras, estaba ante él con los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Tú! ¡Seghira! ¡Tú!

—¡Sí, yo, Kardec, que quiero vengar al capitán Alváez! —dijo ella con feroz acento.

—¡Seghira! —repitió Kardec.

—¡Te odio! —dijo ella.

—¡No, no es posible; tú me amas!

—¡Te odio, asesino del capitán Alváez!

—¡Calla…, me das miedo! Yo te amo… ¡Seghira…, tú mientes…; yo no he matado a nadie!

—¡Tú has matado al capitán Alváez, y morirás!

—¡Yo no le he matado!

—¿Que no? —dijo Niombo, adelantándose—. Había previsto tu negativa y he hecho preparar la cambambú.

En toda el África central está muy en uso la prueba del juramento. Cuando un hombre es acusado de un delito y lo niega, para probar su inocencia o culpabilidad se le hace beber el cambambú, que es una infusión compuesta de vegetales, que produce vómitos de sangre. Un embudo sirve para que el acusado trague la infusión, que se le va haciendo tragar poco a poco, un rato después de haberle obligado a tragar cierta pasta.

Si el paciente bebe toda la infusión y devuelve la pasta en sus vómitos, es declarado inocente; si la retiene, es culpable, porque aquella piedra es venenosa y le hace morir.

Kardec, que no ignoraba lo que era el cambambú, se estremeció aterrorizado; pero Niombo, inexorable, practicó en él la prueba, y el cambambú hizo rápidamente su efecto. A poco de beber, las fuerzas del asesino le abandonaron, sus ojos se salieron de las órbitas, sus piernas se retorcieron en calambres violentos, su cuerpo se estremeció en un espasmo mortal y exhaló el último suspiro.

Seghira se le acercó, contemplando con alegría salvaje su cadáver, y se sentó ante él, murmurando:

—¡Estoy vengada! ¡Ya Alváez estará contento!

En seguida, Niombo, volviéndose a los de su tribu y señalando al doctor y a Vasco, dijo:

—Librad a estos hombres. Son mis amigos.

Y señalando luego a los marineros, añadió:

—Apoderaos de estos blancos y conducidlos ante mi aliado el rey de los Famas, a quien diréis que se los regalo como esclavos suyos y que los trate como tales. Les concedo la vida, pero trabajarán en los campos de África bajo el látigo de los negros. ¡Llevadlos!

—Niombo —dijo el doctor—, tú, que eres generoso, ¡perdón para esos desgraciados!

—No, tobib —respondió el negro—. Ellos llevan a los hijos de África a trabajar en sus tierras. Justo es ahora que los hombres blancos trabajen en la tierra de los negros. ¡Así me vengo yo!

—Y de nosotros, ¿qué harás?

—El tobib es mi amigo. Habla; ¿adonde quieres ir? Soy otra vez rey de la gran tribu de los Bacalaos, que no me había olvidado, y puedo hacer por ti lo que quieras, porque aquí todos me obedecen.

—¿Y si yo quisiera permanecer contigo? Curaré a tus hombres y podré serte útil.

—Gracias, tobib; te acepto —dijo Niombo.

Después le miró fijamente y dijo sonriendo:

—Tú esperas poder librar un día a tus compañeros de la esclavitud; lo leo en tus ojos. Si puedes hacerlo, Niombo no se opondrá.

—¡Gracias!

—Y tú, Vasco, ¿adonde quieres ir? Te daré tanto oro, que puedas vivir tranquilo en tu lejana tierra.

—No quiero oro. Quiero quedarme contigo.

—Eres mi amigo y te nombro comandante de mis guerreros; pero olvida a tus camaradas, que fueron infames contigo.

Y se alejó, murmurando:

—¡Hombres generosos!

Seghira permanecía sentada ante el cadáver de Kardec, sin apartar la vista de aquel rostro que la muerte había descompuesto horriblemente. Niombo se acercó a ella, la levantó dulcemente y le dijo:

—¿Estás vengada?

—Sí —respondió ella con voz sorda.

—Y ahora, ¿serás mía?

Lanzó Seghira un profundo suspiro, con el cual salieron dispersos todos sus recuerdos e ilusiones del pasado, y se abandonó en los brazos de Niombo, admirando con un principio de amor la fuerte belleza del generoso rey.

—¡Mía! —exclamó Niombo.

—Sí —dijo ella—. ¡Me has vengado y eres bueno! ¡Tuya soy!


Publicado el 24 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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