Los Exploradores del Meloria

Emilio Salgari


Novela



Nuestro primer deber es conservarnos, vivir.

MAQUIAVELO

CAPITULO I. PESCA EXTRAORDINARIA

Al atardecer de un día de agosto de 1868, una de esas barcas de pesca que los marineros de ambas orillas del Adriático llaman bragozzi, bogaba lentamente frente a la desembocadura del Brenta, a lo largo de la costa de Sottomarina, casi frente a la antigua pero aún resistente fortaleza de Brondolo.

Era una bonita barca de poco tonelaje, de forma bastante redondeada, con dos mástiles que aguantaban otras tantas velas teñidas de rojo, según uso de los pescadores de Crioggia y dálmatas, y un pequeño bauprés que sustentaba un foque del mismo color que las otras velas.

Acababan de lanzar a popa una de esas grandes redes sostenidas por grandes trozos de corcho que aparejan de un modo especial los chiogueses, y que tantas veces son retiradas a bordo repletas de pesca, por cuanto el Adriático, más abundante siempre en pesca que el Tirreno, es probablemente el rincón del Mediterráneo más poblado de habitantes acuáticos.

El mar, tranquilo, casi tan terso como un cristal, no podía presentarse más favorable para una buena pesca. La luna, que acababa de salir, hacíale centellear como si, mezclados con el agua, hubiese miriadas de hilillos de plata, luz tan agradable a doradas y salmonetes, que suben a la superficie para disfrutar de ella.

Terminada la redada con mucha lentitud, mientras una leve brisa se dejaba sentir apenas, habíase parado la embarcación frente a la punta septentrional del islote de Bacucco, junto a la desembocadura del antiguo curso del Brenta. Era el momento oportuno para recoger la red, que era de presumir estuviese llena de prisioneros.

Vicente, el patrón, que hasta entonces había permanecido junto al timón, hizo señal a los cinco marineros para que virasen a sotavento, y luego, amarrada la barra al frenel, comenzó a gritar:

—¡A popa, muchachos!… ¡La noche va a ser buena!…

El patrón, capitán y al propio tiempo armador del barco, era un hombre de cuarenta años, de musculosas formas, cuello de toro, capaz de habérselas con un atleta, extremadamente tostado por el sol y las sales marinas. Era el verdadero tipo del lobo de mar véneto, con modales bruscos pero sencillos, que sabía su obligación mejor que el pescador más aventajado de todo el Adriático y que jamás había temblado a bordo de su embarcación.

Había sido primeramente grumete, como todos los marineros venecianos; luego, marinero, y después, reunida cierta suma a fuerza de economías, habíala invertido en aquel bragozzo, prefiriendo pescar por su cuenta y riesgo a servir a otros amos.

Al oír su orden habíanse apresurado los cinco marineros a trasladarse a popa. Eran cinco jóvenes robustos y valientes como su patrón; cuatro de ellos, nacidos en las playas venecianas. El quinto era eslavo.

Veíase la red perfectamente. Las pequeñas boyas de corcho brincaban sobre las argénteas olas como una inmensa serpiente muellemente tendida.

Unas cuantas brazadas dadas con vigor, y la pesca se hallaría a bordo; besugos, merluzas, salmonetes, rayas y acaso también algún atún, que podría venderse con bastante ganancia en Chioggia o en Venecia.

—¡Arriba, muchachos! —exclamaba el patrón, remangándose y descubriendo sus musculosos brazos—. Parece que la red pesa…

Los cinco marineros, alineados sobre la borda de babor, habían comenzado a cobrar las primeras mallas, tirando con fuerza de la gómena en que se sujetan los corchos, mientras el patrón inclinado sobre la popa, miraba atentamente para juzgar por el brillo de las olas y la agitación del agua si la presa era abundante.

Habían ya cobrado los marineros diez brazas de red, cuando a uno de ellos se le escapó esta exclamación:

—¡Así me trague un tiburón!, me parece que la pesca, patrón, más que abundante va a ser lo contrario; lo que es esta noche…

—Creo que tienes razón, Miguel —dijo el pescador frunciendo el ceño—. ¡Parece imposible; que con una luna tan hermosa falta aquí la pesca!…

—¿Tendrá la culpa algún escualo, patrón?

—No hemos visto uno siquiera antes de la puesta del sol.

—Lo cierto es que la red está vacía —dijeron los otros marineros.

—¿Nada aún?

—Nada, patrón —dijo Miguel—. ¡Ni una sardina!…

—Es cosa extraña. No hace aún dos semanas que en este mismos lugar, y en un espacio de pocas horas, pescamos cuatro quintales de peces. ¿Os acordáis, muchachos?

—Ya lo creo —exclamó un jovencillo flaco como una sardina—. Gané doscientas setenta liras en una sola noche.

—¡Arriba, muchacho!

—¡Es inútil, patrón! No hemos cogido ni una dorada; pero… ¡oh…!

—¿Qué pasa?

La respuesta fue una salva de diversas exclamaciones.

—¡Por vida de…!

—¿Qué hemos pescado?

—¡Pesa como un demonio…!

—¡Por San Pedro de Nembo! ¿Qué es esto?

Habíanse detenido los cinco marineros y se miraban mutuamente a la cara. Habían dado a la red tres o cuatro violentas sacudidas, pero ésta había resistido con tenacidad sus esfuerzos, como si un peso enorme o cualquier otro obstáculo la retuviese en el fondo del mar.

—¡Ea, muchachos! —exclamó Vicente, el patrón—. ¡Arriba con ella!

—No cede, patrón —dijo Miguel.

—¿Habremos pescado atunes?

—No, no es posible —exclamaron los marineros a coro.

—¿No viene?

—No, patrón.

—¡Fuera…! ¡A ver yo…!

Inclinose el patrón sobre la borda, asió la gómena con ambas manos y dio un fuerte tirón, diciendo:

—¡Vamos…! ¡Arriba!

Secundáronle los marineros de un modo admirable, pero la red no cedió.

—¡Mil tiburones! —exclamó asombrado el patrón—. ¿La sujetará el diablo con los cuernos…? ¡Vamos…! ¡Coraje, muchachos…!

—Vamos a romper la red, patrón —dijo Miguel, indeciso.

—No la hemos de abandonar en el mar para siempre.

—Son mil doscientas liras, patrón.

—Como si fuesen cuatro mil. ¡Quiero la red a bordo! —respondió el lobo de mar—. Quiero ver lo que se ha enredado en las mallas. ¡No será una ballena, supongo…! ¡Animo, muchachos!…

Dieron un nuevo tirón, más potente aún que los anteriores; pero la red no cedió tampoco esta vez. Parecía como si un objeto la hiciera pesada en extremo.

—¡Mil demonios! —exclamó el lobo de mar, comenzando a perder la paciencia—. ¿Qué va a ser esto? Hemos de vencer este obstáculo, aunque haya que dejar media red en el fondo…

—No viene, patrón —dijo Miguel, meneando la cabeza.

El marinero eslavo levantó la mano haciendo ademán como de querer hablar.

Aquel dálmata era el más viejo, por cuya razón eran a veces tenidas en cuenta sus palabras por todos, incluso por Vicente, el patrón.

Puede decirse, sin exageración, que era un gigante.

Alto, fuerte como un granadero de Pomerania, rubio como la mayoría de sus compatriotas y con ojos azules que lanzaban rayos acerados y causaban una impresión bastante profunda.

Por demás grosero, violento, brutal, tolerado únicamente por su fuerza extraordinaria, condición muy apreciada por el patrón, que, ante todo, era un pescador.

—Lo adivino —dijo, mientras sus compañeros le miraban esperando que abriese la boca…

—¿Y qué es lo que adivinas, Simón Storvik? —preguntó el patrón con cierto aire burlón—. ¿Querrás acaso hacerme creer que la red se ha enganchado en los cuernos del diablo? Tú eres capaz de creerlo.

—No, patrón —respondió el eslavo.

—¿Qué vas a decir, entonces?

—Que la red se ha enganchado en la arboladura de algún buque náufrago.

El patrón movió la cabeza, cómo persona que no presta mucha fe a lo que oye, y luego dijo:

—Puede ser.

—Hay que echar mano del cabrestante, patrón —indicó Miguel.

—¡Y la haremos trizas…! ¡Mil doscientas liras!… ¡Mal hayan las naves que vienen a naufragar aquí precisamente…! ¡Ea, jóvenes, al cabrestante…! ¡Por lo menos, recuperaremos un buen trozo!

A una señal los cinco marineros pusieron las manivelas al cabrestante, pasaron la gómena alrededor del tambor y comenzaron a hacerle girar con fuerza.

—¡Animo, muchachos! —exclamó el patrón viendo que la red comenzaba a ponerse en tensión, mientras el pequeño velero retrocedía por la tracción del cabrestante.

Los cinco marineros redoblaron su esfuerzos sobre las manivelas.

De repente cedió la resistencia que hasta entonces oponía la red, y los cinco cayeron de bruces, unos sobre otros, mientras el tambor, a consecuencia del último impulso giraba vertiginosamente.

—¡Al fin! —exclamaron a coro.

—O se ha roto la red o hemos arrancado el obstáculo que la retenía —dijo Vicente—. ¡Ea, muchachos, arriba, mil truenos!…

Corrieron a popa todos ellos y agarraron la red con ambas manos.

—¿Viene? —preguntó el patrón.

—Pesa; pero el obstáculo ha sido vencido —respondió Miguel.

—¿Le habremos arrancado los cuernos al diablo? ¿Qué te parece, Simón Storvick? —dijo el patrón, mirando con malicia al eslavo.

—Ya lo veremos —respondió el gigante, encogiéndose de hombros.

La red no oponía ya resistencia y prestamente iba quedando a bordo; pero sentíase algo muy pesado que debía hallarse entre las últimas mallas.

Impacientes los cinco marineros por saber lo que era, trabajaban con ahínco febril. Hasta el patrón había puesto manos a la obra, ayudando eficazmente con sus poderosos músculos.

Mientras izaban la red a bordo, los seis hombres hacían suposiciones a cual más disparatadas.

—¿Habremos pescado algún áncora? —decía Miguel.

—Lo que hemos cogido es algún monstruo marino —decía Roberto, un joven moreno como un meridional, de negro bigotillo y ardientes ojos.

—¡Quiá! —dijo Simón Storvik—. Apostaría a que lo que hemos cogido en la red ha sido una carga de cadáveres.

—¡Al diablo con tus cadáveres!…

—¡Callad, cotorras! —gritó el patrón—. ¡Charláis más que una bandada de grullas!… ¡Ea, otro tirón y ya veremos lo que viene a bordo! ¡Mil truenos!… ¿Qué es eso?

Vicente, el patrón, estaba inclinado sobre la borda y miraba atentamente al agua. Bajo la popa, entre las mallas de la red, divisábase una masa negra, no bien definida aún, pero que no tenía apariencia de pez.

—¡Por San Pedro de Nembo! ¡Es una caja de muerto! —dijo Simón Storvik.

—¿Quieres dejar en paz a los muertos, gigante miedoso? —exclamó el patrón—. ¡Vamos, venga, arriba!

Mediante un último tirón, la red salió del agua, presentando ante los asombrados marineros una especie de cofre que sé había enganchado en las mallas.

De boca de los cinco marineros escapó esta exclamación:

—¡Un tesoro!

Vicente, el patrón, agarró la red con ambas manos y sacó aquella caja hasta colocarla sobre la borda, y, cogiéndola luego entre sus brazos, no obstante su gran peso, la llevó sobre cubierta, depositándola junto a la barra del timón.

Los seis estaban fijos en aquel objeto, tan extrañamente pescado, mirándolo con avidez, como abrigando la esperanza de que fuera un arca de caudales repleta de oro.

Era una caja de forma cuadrada, de medio metro de alta, de madera de encina tallada, con ganchos de hierro y reforzada con varias planchas de acero.

Al exterior no tenía inscripción alguna; en cambio, los ganchos, que, como hemos dicho, eran de hierro, hallábanse sumamente oxidados. Habíanles atacado las sales marinas, señal evidente de que se hallaban sumergidos en el mar hacia mucho tiempo, muchos años quizá.

—¿Cómo habrá venido a flote este cofre? —preguntábase el patrón—. No comprendo cómo la red ha podido cogerlo.

—Muy sencillo, patrón —dijo Miguel—. Fijaos en esas dos chapas que sobresalen un poco; en ellas se ha enganchado la red, y con ellas la caja.

—¿Y cómo me explicas la resistencia que oponía?

—Acaso se había encajado entre dos rocas o entre los restos de algún barco.

—Admitámoslo —dijo el patrón—. Ahora nos queda por saber lo que contiene.

—Oro, dé seguro —dijeron los marineros a coro.

—¡Ejem…! ¡Ya lo veremos, jóvenes!

Intentó abrirla sin romperla, pero pronto hubo de convencerse de que jamás lo conseguiría sin romper la cerradura.

—Venga un hacha —dijo.

Miguel fue en busca de una, que le entregó.

El vigoroso lobo de mar levantó la pesada arma, dejándola caer con gran ímpetu sobre una de las cerraduras.

Resistió, sin embargo, a pesar de la violencia del golpe.

—Es firme como una roca —dijo el patrón.

Tras seis golpes consecutivos, a cual más fuerte, la cerradura saltó hecha pedazos y cedió la tapa. Diez brazos la agarraron y la arrancaron, destrozando los goznes.

Los marineros miraron ansiosamente al interior, al mismo tiempo que un grito de estupor salió de todos los pechos.

Dentro de aquella caja había otra más pequeña de acero, de forma redondeada y de un espesor considerable al parecer. La humedad, penetrando poco a poco a través de las paredes de la primera, había oxidado el metal, pero sin corroerlo.

Vicente, el patrón, tomó, en sus manos aquel segundo cofre e hizo un significativo gesto.

—Adiós, tesoro —murmuró entre dientes—. Si el cofre estuviese lleno de oro pesaría el doble.

—¿Y entonces, patrón? —preguntaron los cinco marineros con ansiedad.

—Creo, muchachos, que desde este momento debéis renunciar a la esperanzan de haceros ricos —respondió el lobo de mar—. Aquí no hay ni siquiera una insignificante moneda de la antigua república.

—¿Pues qué contendrá? —preguntó el eslavo, apretando los dientes desilusionado.

—¿Qué sé yo? Algún documento, quizá.

—¿Creéis que se podrá abrir ese cofre?

—¡Hum…! Me parece tan sólido que ni un pico le harta mella. Hará falta una lima:

—Hay que abrirlo, patrón —dijo Simón Storvik.

—¿Abrirlo? Prueba.

—¿Pensáis acaso entregarla en la capitanía de Chioggia?

—Esa es mi intención.

—No haréis tal cosa —dijo amenazador el eslavo.

—¿Y por qué? ¿Tienes aún la esperanza de que aquí haya un tesoro?

—Háyalo o no, la caja nos pertenece y la abriremos.

—¿Lo quieres? Prueba a romperla, querido gigante —dijo el patrón en tono de burla.

Simón Storvik empuñó el hacha e hirió con ella el cofre en lugar en que se hallaban las cerraduras. Al golpe saltó de la gruesa cuchilla una ráfaga de chispas y se hendió en toda su longitud, sin haber logrado hacer mella en el metal de la caja.

—¡Por San Pedro de Nembo! —rugió el gigante, furibundo—. ¡Venga otra segur!

—Perderás el tiempo inútilmente —dijo el patrón— y destrozarás todas las hachas que hay a bordo.

—Hay que abrirla, cueste lo que cueste.

—La abriremos.

—Y en mi presencia.

Vicente, el patrón, se acercó al gigante, y sacudiéndole con violencia, le dijo con voz airada:

—Eslavo, ¿qué quieres decir?

—Que ese cofre puede contener un tesoro y yo quiero mi parte, patrón.

—¿Y tú me juzgarías capaz de cometer contigo un fraude? ¡Vamos, gigante, no te tengo miedo! ¿Entiendes, eslavo? —dijo el lobo de mar, sacudiéndole con furia.

Volviéndose luego hacia Miguel, que se había colocado, como sus compañeros, detrás del eslavo para lanzarse sobre él al menor conato de rebelión, díjoles:

—En mi caja hay más limas; ve tú a buscarlas, Roberto.

Desapareció el marinero por la escotilla de popa y momentos después volvía, llevando en la mano dos limas casi nuevas. Tomolas el patrón y las arrojó desdeñosamente a los pies del eslavo, diciéndole:

—Abre esa caja.

El gigante se quedó indeciso.

—Abre esa caja —repitió el lobo de mar con voz tonante—. ¡Aquí mando yo!

Y mientras el eslavo se inclinaba para recoger las limas, fue a sentarse junto a la caña del timón; cargó flemáticamente su vieja pipa, la encendió y se puso a fumarla, sin perder un solo movimiento del gigante.

CAPITULO II. UN DOCUMENTO MISTERIOSO

El eslavo, después de empuñar la más grande de las limas, había puesto manos a la obra con feroz encarnizamiento, haciéndola rechinar fuertemente contra el acero del cofrecillo. La esperanza de encontrar dentro el soñado tesoro duplicaba las fuerzas, ya hercúleas, de aquel hombre.

Las cerraduras de la caja, aunque algo corroídas por la humedad salitrosa, eran de excepcional fortaleza y oponían tenaz resistencia; pero bajo los incesantes esfuerzos de músculos tan potentes, no tardarían en ceder.

Los cuatro marineros venecianos, sentados en derredor, asistían al acto sin cambiar una sola palabra, dejando al compañero el cuidado de dar fin a tarea tan poco fácil. Por otra parte, lo mismo que a su patrón, fiaban poco en la existencia de tal tesoro, y por eso no se entusiasmaban.

Admitían, a lo sumo, la existencia de algún documento arrojado al mar tiempo atrás, quién sabe cómo y por qué.

Tras un cuarto de hora de tan tenaz faena quedó rota una de las cerraduras, segada por la lima.

El eslavo se enjugó el sudor que le inundaba la frente y después, sin mirar siquiera a ninguno, la emprendió con la otra, con creciente coraje. La segunda cerradura, más corroída por las sales marinas, cedió en menos tiempo.

Con rápido ademán arrancó el gigante la cubierta y echó una ojeada al interior del cofre, al mismo tiempo que dejaba escapar una ronca imprecación.

Vicente, el patrón, y los cuatro marineros habíanse apresurado a levantarse. Como habían previsto, el cofre no contenía ningún tesoro; pero en el fondo había un estuche de piel roja.

Lo cogió el patrón y lo abrió inmediatamente.

Un rollo de pergamino, sumamente amarillo por la acción del tiempo, y quizá también por la humedad, atado con un finísimo hilo dorado, había caído al suelo.

—¿Qué contendrá este documento? —preguntóse el lobo de mar.

—El tesoro de Simón —dijo Miguel echándose a reír.

—¡Vamos a verlo! —exclamaron todos.

El patrón rompió el hilo y extendió el pergamino.

Todos se hallaban apiñados a su alrededor, pero ninguno entendía palabra.

El documento contenía; en primer lugar, un buen número de renglones escritos en gruesos caracteres, algo borrados por la humedad que había logrado, probablemente, penetrar en la segunda caja; y un poco más abajo veíanse unas líneas que se inclinaban ligeramente en sus extremos; además, cuadritos y números. Al pie del documento veíase, escrito con toda claridad, un nombre.

Vicente y sus marineros examinaron con gran curiosidad el escrito y aquellas líneas que, sin duda, querían representar un dibujo, mirándose luego a la cara unos a otros, como interrogándose con la mirada.

—¿Comprendéis algo? —preguntó el lobo de mar.

—No hay quien lo entienda —respondió el eslavo—, porque ese documento está escrito en griego.

—¿Tú que sabes?

—He visto cartas escritas en esa lengua.

—El nombre, sin embargo, está escrito en la nuestra —dijo Miguel, que sabía leer algo.

—¿Y eso, para qué nos sirve? —preguntó el patrón.

—Para saber que ese documento ha sido escrito por un tal Luis Gottordi, capitán de la república genovesa.

—Ya, ya; pero lo que yo quisiera saber es lo que contienen esos renglones.

—¿Y ese dibujo? —dijo el eslavo.

—Diríase que representa un canal —respondió el patrón después de, examinarlo con mayor atención—. ¿Qué canal podrá ser…?

—Me parece que lo adivino —dijo el eslavo.

—Tú dirás.

—Apostaría mi paga de un mes entero contra una galleta a que en ese pergamino se hallan las indicaciones necesarias para buscar un tesoro.

—¡Al diablo con tus tesoros! —exclamó el lobo de mar.

—¿Qué queréis que indique entonces?

—Ahora no lo sé; pero lo sabremos pronto.

—¿Por medio de quién?

—Por el médico de Sottomarina.

—Tenéis razón, patrón —dijo Miguel—. El señor Bandi debe saber el griego.

—Y otras muchas cosas más, amigo mío —dijo el patrón—. Se dice que es un sabio de gran fama.

—Y aunque hagamos semejante cosa, no por eso disminuirán las esperanzas de Simón. El señor Bandi no querrá tomar parte en el descubrimiento de tan maravilloso tesoro.

—Calla tú, marinero de agua dulce —dijo el eslavo amoscado—. Vamos a ver a ese señor Bandi.

—¡Andando! —exclamó el patrón, poniendo mano al timón—. Llegaremos a Sottomarina al despuntar el alba.

Las dos velas, que habían sido medio arriadas, fueron izadas al viento; sujetaron las cuerdas, y el bragozzo se alejó de aquel lugar, ligeramente inclinado a babor, dejando tras de si una estela que parecía de plata.

Aunque al parecer poco ligero, aquel pequeño barco era un buen corredor que, con buen viento, y sobre todo en popa, podía andar cómodamente ocho y hasta diez nudos por hora.

Con tal velocidad podía llegar en menos de tres horas a Sottomarina.

Media hora después de haber dejado la punta septentrional de la isleta de Bacucco atravesaba ya la nueva desembocadura del Brenta, el cual vierte sus aguas en las proximidades del fuerte de Brendolo.

Vicente, el patrón, evitó los peligrosos bancos de arena que forma el río en su desembocadura y lanzó luego el bragozzo a lo largo de la costa de Sottomarina, playa baja, arenosa, casi desierta, que defiende contra los furores del Adriático la vía férrea que va a morir en Chioggia.

En todo el trozo de mar que se extiende desde el Brenta hasta el puerto de Chioggia no se divisaba en aquel momento barco alguno, ni siquiera de los de pesca. Tan sólo entre las dunas veíase brillar de vez en cuando alguna lucecilla que indicaba la presencia de algún pescador de mariscos.

A las tres de la madrugada, el bragozzo, impulsado siempre por una brisa favorable, pasaba por delante de la batería enclavada en la costa, y poco después anclaba frente al Lido de Sottomarina, a cincuenta pasos de la orilla.

El patrón llamó junto a sí a sus hombres mediante un silbido, y luego dijo:

—Procuremos ser prudentes.

—Era lo que yo quería deciros —dijo él eslavo.

—No sabemos lo que contiene ese documento… y, por lo tanto, hasta que no nos lo descifren, punto en boca.

—Silencio absoluto —dijo el eslavo, mirando amenazador a sus compañeros y enseñándoles los puños—. El que hable tendrá que habérselas conmigo.

—¡Acaba, charlatán, y déjame hablar! —gritó el lobo de mar.

—Pudiera ser que este documento, pescado de forma tan milagrosa, acaso al cabo de varios centenares de años, contenga preciosas indicaciones que pudieran ser de gran importancia aun para nosotros, por lo tanto, conservemos el secreto.

—Simón y yo desembarcaremos aquí e iremos a Sottomarina en busca del doctor Bandi. Vosotros izaréis velas de nuevo e iréis a anclar frente al fuerte San Felice.

Hoy mismo iremos a vuestro encuentro y os pondremos al corriente de todo. ¿Estamos de acuerdo?

—De acuerdo —respondieron los marineros.

—Echad al agua la chalupa —dijo finalmente el patrón.

El bote, que se hallaba a popa con la quilla al aire, fue llevado hasta la borda de babor, suspendido de dos largas vergas del palo mayor y del trinquete y deslizado suavemente hasta la superficie del agua.

Vicente, el patrón, cogió el pergamino, doblole y lo guardó en la faja roja que le servia de cinturón.

Inmediatamente después saltó a la chalupa, donde ya le esperaba el gigante.

—Levad anclas y esperadnos en San Felice —dijo levantando la cabeza para mirar a los cuatro marineros, que formaban un solo grupo a popa.

Poniéndose luego un dedo sobre los labios, añadió:

—Y sobre todo silencio.

—Si no calláis, os ahogo —añadió el eslavo, tomando los remos.

—Calla, bruto —dijo el lobo de mar, con enojo—. ¿Crees, acaso que tienes tú el mando? Basta de amenazas, o mis hombres terminarán por desollarte.

El eslavo se encogió de hombros y comenzó a remar vigorosamente, mientras las cuatro marineros levaban anclas para continuar su marcha hasta la entrada del puerto de Chioggia.

La pequeña embarcación, impulsada por aquellos dos remos que manejaban brazos tan formidables, llegó en menos de diez minutos al Lido de Sottomarina, embarrancando en la playa.

Despuntaba el alba. En Oriente, una pálida luz de rosáceos matices difundíase por el cielo suavemente, poniendo en fuga a las tinieblas y tiñendo las aguas del Adriático de un color de hierro con estrías de plata.

Allá a lo lejos, en el horizonte, hacía su aparición alguna vela y hasta alguna columna de humo que se elevaba derecha, formando en su parte más alta una a modo de sombrilla e indicando la presencia de un barco de vapor que seguía la ruta de Venecia…

En tierra, más allá de las dunas, dibujábanse vagamente los macizos muros de la batería levantada para defender la playa y más lejos aún, las primeras casas de Sottomarina alineadas a lo largo del canal.

Vicente y el eslavo, después de haber internado el bote en tierra para impedir que la marea alta lo arrastrase, encendieron sus pipas, echáronse al hombro el esparavel y luego se introdujeron por entre las dunas pasando por delante de la batería…

—A la salida del sol estaremos en casa del señor Bandi —dijo el patrón.

—De ese modo nadie se percatará de nuestra presencia —respondió Simón—. Semejante asunto requiere secreto.

—¿Sigues pensando en el tesoro?

—Sí, patrón.

Una sonrisa burlona se dibujó en los labios del pescador…

—¿No creéis en su existencia? —preguntó el eslavo, dándose cuenta de la sonrisa.

—No.

—Entonces, ¿por qué pensáis que la caja se hallase tan cuidadosamente cerrada? Si el documento no tuviese importancia no hubiese tomado tantas precauciones su poseedor. Yo sé muy bien que a unos pescadores griegos les ha sucedido cosa semejante.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí, patrón. Pescaron, no sé dónde, una caja que contenía no sé qué documento, que daba noticias de un tesoro escondido cerca de la antigua Zara.

»Un día les vieron llegar allí con un pequeño barco y echar el ancla. En vista de que nadan descargaban y embarcaban menos aún, algunos marineros sospecharon de ellos y decidieron espiarlos durante la noche, suponiendo fuesen contrabandistas.

»¡Y no malos contrabandistas…! Dos noches después se largaron los muy tunantes, tras una excursión terrestre y después de haber hecho un gran hoyo en un lugar determinado.

»Al reconocer el hoyo encontráronse varias monedas antiguas, que los griegos, con la prisa, no se habían preocupado en recoger.

»Luego se supo que habían partido llevándose vasijas colmadas de cequíes, que vendieron en Ragusa.

—Tu historia puede ser verdadera —dijo Vicente, el patrón.

—Veracísima, os lo aseguro.

—Si nuestro documento indicase el lugar donde se halla un tesoro, también iríamos a buscarlo, palabra de marinero.

—Lo peor es que el doctor querrá su parte —dijo el eslavo—. La cosa no me hace mucha gracia.

—¡Ah, avaricioso! Habría para todos, y por otra parte, el doctor es tan rico que no querría nada.

—Mi parte la exijo entera, ¡por mil millones de rayos! —exclamó el eslavo casi con ferocidad.

—La tendrás, avaro.

Así conversando habían atravesado las dunas y caminaban por un senderillo, que serpeaba entre unos desmedrados melonares.

Brillaba en aquel momento sobre el horizonte el primer rayo de sol, reflejándose en el agua quebrada en mil centellas de oro e iluminando las blancas casitas de Sottomarina.

Vicente echó ante sí una ojeada, yendo a detener su vista sobre una elegante casita de dos pisos y verdes persianas, que surgía en medio de un huerto.

De aquella parte oíanse algunos ladridos.

—Ya se ha levantado el doctor —dijo el lobo de mar—. Puede ser que vaya de caza.

—Entonces no sabremos nada hoy —dijo el eslavo, despechado—. La curiosidad del doctor ha de ser grande.

En aquel momento oyóse una voz sonora, que partía del otro lado de un seto y que decía:

—¿Dónde se va a estas horas, maese Vicente…? ¿Tan buena ha sido la pesca que volvéis tan pronto?

—¡El señor Bandi! —exclamaron al mismo tiempo el lobo de mar y el eslavo, descubriéndose.

Tras el seto del huerto acababa de aparecer un hombre, lo traspuso de un salto, ganando así el sendero por donde caminaban los dos pescadores, mientras dos grandes perros negros, de colgantes orejas, ladraban dando alegres saltos en derredor de Vicente, el patrón.

El señor Bandi era hombre de algo más de cuarenta años, un poco rechoncho, robustísimo, algo canoso, de bronceada piel a causa de las sales marinas, con ojos muy vivaces que brillaban tras sus lentes montadas en armadura de oro, y bigote completamente negro. Tipo simpático, a la vez enérgico y bondadoso.

Había sido capitán médico de la marina de guerra, y con tal motivo había viajado durante muchos años por todo el mundo; pero un buen día, sintiendo la nostalgia de su patria, habíase despedido del mar y de los barcos, retirándose a la hermosa finca que poseía en Sottomarina, convirtiéndose de pronto en el médico de todos los pescadores de la costa.

Riquísimo, por cuanto tenía vastas posesiones sobre las márgenes del Brenta y del Adige, jamás había cobrado un céntimo por sus servicios a aquellos pobres marineros, sino que, por el contrario, habíales ayudado muchas veces, granjeándose una extraordinaria popularidad entre aquellas buenas gentes.

Hablábase del señor Bandi en todas partes: en Chioggia, en Sottomarina y más lejos aún, en Palestrina y hasta Porto Secco, donde iba muy a menudo a cazar gaviotas y visitar a los pescadores, siendo al mismo tiempo médico habilísimo y buen cazador.

Al ver a los dos pescadores tendió a entrambos la mano, diciendo con jovialidad:

—Buenos días, mis lobeznos de mar. No es en las huertas donde se pescan los atunes.

—No buscamos atunes, doctor —dijo Vicente riendo—. Os buscamos a vos.

—¿Tenéis necesidad de mis servicios? ¿Alguna desgracia ocurrida a bordo de vuestro bragozzo? —preguntó el doctor, presuroso.

—No, señor Bandi —respondió el lobo de mar—. Gracias a Dios, todos mis hombres están buenos y sanos.

—¿Pues qué otro motivo os puede traer?

—Una cosa muy importante, señor —dijo Vicente, mirando a su alrededor como si temiera que le oyese, alguien.

—¡Oh…! ¡Oh!…

—Venimos a pediros que nos descifréis un documento que hemos pescado en el fondo del mar.

—¡Un documento! —exclamó el doctor, estupefacto, poniéndose serio—. ¿La historia, acaso, de algún terrible naufragio…?

—Lo ignoramos, señor, porque ninguno de nosotros conoce una sola palabra de la lengua griega.

—Seguidme, mis queridos lobos de mar —dijo bruscamente el doctor—. El asunto es demasiado importante para perder un minuto.

Volvió a saltar el seto y se dirigió presuroso a su casita, que no distaba más de dos tiros de fusil. Los pescadores le seguían, mientras los perros, poco satisfechos, por la imprevista vuelta de su dueño, daban ladridos de protesta.

Pocos momentos después atravesaban los tres hombres un espacioso corral tapiado, donde había multitud de pollos, patos y gansos gordísimos que hacían la boca agua al eslavo, y entraron en una habitación de la planta baja.

Era el estudio del doctor, un estudio bonito, amueblado de curiosa manera, pues veíanse en él muebles turcos, chinos y japoneses, modelos de barcos, armas de todas clases y bagatelas de todos los países, recuerdo todo ello de viajes.

Tomó el doctor tres copas, destapó una botella de ron añejo y las llenó hasta el borde, diciendo a los pescadores:

—Brindemos, tomad después asiento y hablad.

Una vez las copas vacías, sacó Vicente de la amplia faja roja con que iba ceñido el famoso pergamino, diciendo:

—Este es el documento, doctor. Lo pescamos hacia medianoche entre la punta septentrional de la isla Bacucco y la desembocadura del Brenta, a una profundidad de veintidós brazas.

—Estaba encerrado en dos cofres, uno de encina y otro de acero, los cuales nos costó bastante trabajo abrir.

El señor Bandi se apoderó con vivacidad del pergamino, extendiéndolo, y, acercándose a la ventana, echó sobre él una ojeada llena de curiosidad.

Los dos pescadores, de pie frente a él, mirábanle silenciosos, impacientes, espiando con ansiedad las contracciones de su semblante.

A medida que el doctor devoraba con avidez creciente los renglones del escrito, un estupor imposible de describir se dibujaba en sus facciones. Movía la cabeza, arrugaba la frente, dilataba las pupilas, y, de vez en cuando, se le escapaba una exclamación de asombro. Una vez terminada la lectura, clavó su mirada en los dos pescadores y exclamó:

—¡Qué dicha para Italia, si fuese verdad…!

—¿Se trata de un tesoro inmenso? —preguntó el eslavo, arrugando la frente al oír hablar de Italia.

El doctor hizo con la diestra un gesto que significaba:

—¡Más que tesoro!…

—Hablad, señor —insistió el eslavo—. ¿Se trata de muchos millones, no es verdad?

—¿Millones…? ¿De qué?

—De oro.

El doctor soltó una carcajada.

—No, no se trata de oro —dijo después—. Pero si existiera realmente esta galería subterránea, representaría para Italia tal fortuna, que no podría pagarse con centenares de millones.

—¡Una galería subterránea! —exclamaron los dos pescadores.

—Sentaos y escuchadme —dijo el doctor—. ¿Os habéis fijado en el dibujo que está en medio de esta hoja?

—Sí, doctor —respondió Vicente, el patrón.

—¿No habéis adivinado lo que representa?

—A mí… me ha parecido el trazado de un canal.

—En efecto, de un canal se trata; pero excavado por debajo de Italia, entre la Spezia y el valle del Brenta, precisamente.

—¿Y quién ha hecho la excavación? —preguntó el lobo de mar.

—Un capitán de la república genovesa.

—Explicaos, señor Bandi.

—Dejadme recapitular y os expondré, en suma, lo que contiene el documento. Encended vuestras pipas si queréis fumar, tomad otra copa, y escuchad.

CAPITULO III. UNA GALERÍA ENTRE EL TIRRENO Y EL ADRIÁTICO

—Refiere el documento —dijo el doctor—, que hacia el año 1300, o sea en la época en que mayores eran las rivalidades entre las repúblicas de Venecia y de Génova, unos buzos, al intentar poner a flote una nave genovesa hundida en las cercanías de Lerici, en la pequeña ensenada que forma la punta de Maralunga, descubrieron a seis metros de profundidad, una gran oquedad que tenía las apariencias de una verdadera galería.

Enterado de tal descubrimiento Luis Gottardi, capitán de la república genovesa, quiso saber de qué se trataba y, de acuerdo con otros cuatro compañeros, emprendió una exploración.

Dicho capitán refiere que, habiendo entrado en la galería, se encontró en una caverna marina de tales dimensiones que podría permitir el paso a una galera de gran tonelaje y que, a lo que parecía, no había sido hecha por mano de hombre.

Tal descubrimiento sirvió de inspiración a un grandioso proyecto digno de los romanos; esto es: abrir un canal subterráneo entre el mar Tirreno y el Adriático que facilitase a los genoveses no sólo la invasión de la república veneciana, sino también sorprender de un modo inesperado a la reina de aquel mar.

—¡Por cien mil atunes y otros tantos tiburones! —exclamó Vicente—. ¿Qué decís, doctor? ¿Aquel audaz pretendía sorprender a Venecia?

—Y lo hubiese conseguido, mi valiente lobo de mar, si circunstancias imprevistas no lo hubiesen impedido. Es seguro que Venecia no hubiera podido resistir a una flota que hubiese aparecido de improviso en sus aguas.

—Pero ¿por dónde?

—Por un canal subterráneo que comunicase con el Tirreno.

—¡Qué idea!

—Magnífica, Vicente.

—Pero primero habría que hacer el canal.

—Ha sido hecho.

—¡Eh! ¿Os chanceáis, doctor?

—Os digo que el capitán Gottardi lo mandó hacer y qué aún debe existir.

—¡Es asombroso, doctor!

—Escuchadme, Vicente. Dice el documento que el capitán Gottardi, que era riquísimo, una vez ideado tan grandioso proyecto, lo puso en ejecución, ayudado por quinientos esclavos africanos. Parece ser que en ocho años se llevó felizmente a cabo tan gran obra subterránea, construyendo un túnel, que iba a desembocar en las proximidades de Brondolo, capaz de dar paso a la galera de mayor tamaña existente. Nadie se dio cuenta de la realización de tal obra, y el capitán Gottardi tomó la precaución de hacer volver a África a los esclavos, internándolos en el desierto, y de hacer jurar a los pocos genoveses que le acompañaron que guardarían el secreto.

»Aquí se oscurece un poco el asunto.

»Hace constar aquel gran hombre que, al llegar al valle del Brema, en un lugar señalado con toda precisión en el plano del canal, fue preso por algunos marineros de la república de Venecia.

—¿Y qué pasó? —preguntó Vicente, al ver que el doctor se detenía.

—No se sabe; ahí termina el documento.

—¿No dice por qué fue arrojado el plano al Adriático?

—No.

—¿Quizá aquel capitán, temeroso de que los venecianos se lo arrebatasen, lo arrojó al mar intencionadamente?

—Es probable, Vicente —respondió el doctor—, tanto más cuanto que el descubrimiento de tal canal podía constituir un gravísimo peligro para la república genovesa.

—¿Y por qué, señor Bandi?

—Si los venecianos hubiesen conocido la existencia de la galería, la hubiesen aprovechado para trasladar en brevísimo tiempo su flota hasta las puertas de la república rival.

—Es verdad, señor Bandi. No había pensado en ello.

—¿Y no se menciona ningún tesoro? —preguntó Simón Storvik.

—Padeces una verdadera obsesión —dijo el patrón con enojo—. ¿Acaso crees que, para darte gusto, todas las galerías o todas las cavernas han de encerrar forzosamente riquezas? Abandona ya esa idea.

El doctor no hizo siquiera caso de la pregunta del eslavo. Habíase puesto en pie y paseaba agitado en cierto modo, pronunciando palabras en voz baja. Al poco tiempo continuó:

—¡Qué ventaja para Italia…! ¡Una flota que puede pasar en un pequeño espacio de tiempo del Adriático al Tirreno o viceversa…! ¡Génova, Spezia, Venecia casi unidas…! ¿Quién osaría amenazarlas?

Detúvose de repente frente al pescador, y después de mirarle fijamente durante unos instantes, le preguntó a quemarropa:

—Vicente, ¿te atreverías a seguirme hasta las entrañas de la tierra?

El lobo de mar, al oír semejantes palabras, se quedó mirando al doctor con una cara que parecía decir:

—¿Estáis loco?

—Respóndeme —dijo el señor Bandi.

—Pero…, señor… ¿Qué pensáis hacer?

—Descubrir el canal del capitán de la república genovesa.

—¿Y por qué exponeros a semejante peligro? Pensad, doctor, que se trata de sepultarse en las entrañas de la tierra, en medio de las más profundas tinieblas.

—Me cautiva la idea, Vicente. Para conseguir mi propósito estoy dispuesto a sacrificar mi posesión del Brenta, que vale un centenar de miles de liras.

—¡Perder una suma semejante, doctor…!

—¿Qué importa? ¿No queréis persuadiros de que haríamos un gran servicio a nuestra patria?

—Sí, lo comprendo, señor Bandi; ¡pero cien mil liras!…

—¡Caracoles!… ¡Es una cantidad respetable!

—Ea, decidido: ¿me acompañaréis? Os ofrezco diez mil liras al terminar el viaje y, además, una red nueva de pescar, que valdrá otras dos o tres mil.

—¿Y he de ir yo solo?

—No; con dos de vuestros hombres, a los cuales ofreceréis paga doble de la que ahora ganan y mil liras de regalo.

—¿Y mi bragozzo?

—¿Quién os impide alquilarle por un mes o dos?

—¿Pensáis llevar a cabo la exploración en tan poco tiempo?

—Y en menos también.

—Pues bien —dijo el patrón—, podéis contar conmigo desde este momento.

—¿Y con dos de vuestros marineros? —preguntó el doctor.

—Con todos, si así lo deseáis…

—No; dos son suficiente.

—¿Cuándo partiremos?

—Lo antes posible. ¿Dónde tenéis el bragozzo?

—Está anclado delante del fuerte de San Felice.

—Mañana por la tarde iré a vuestro encuentro, con todo lo necesario para intentar la empresa.

—¿Deseáis que ponga a vuestra disposición a mis marineros?

—Sí, los dos que nos han de acompañar.

—Antes de la noche estarán aquí, señor Bandi.

—Volved a bordo; sí os necesitase, os mandaría llamar.

Yo emplearé unas horas en ir a Venecia para proveerme de lo necesario para el viaje subterráneo.

—Hasta la vista, señor Bandi. Nosotros volvemos ahora mismo a bordo.

Estrechó la mano al doctor y salió seguido de Simón Storvik, el cual parecía que había quedado pensativo después de las últimas palabras del doctor. ¡Quién sabe! Quizá aquel deseado tesoro que de tal modo se esfumaba le habría puesto de mal humor.

Vicente, el patrón, atravesó los huertos seguido siempre por el eslavo y, una vez en la playa, echó la chalupa al mar mediante un violento empujón, saltando dentro inmediatamente. Siguióle Simón Storvik, que, echando mano a los remos, comenzó a remar vigorosamente.

El sol estaba ya alto y el mar brillaba hasta los confines del horizonte, dañando la vista.

En lontananza columbrábanse algunas blancas velas que, cual cándidas mariposas, se deslizaban rápidas, impulsadas por la fresca brisa matutina.

En la playa, a su vez, muchachos bulliciosos, sucios y desbarrapados se revolcaban en las dunas mientras sus madres hurgaban en la arena buscando mariscos, tan abundantes en las costas del Adriático, o recogían conchas de las que orillaba la marea.

Algunas gaviotas de cándidas plumas revoloteaban por el aire.

Vicente, el patrón, sentado a popa, miraba distraído las olas que iban a morir sobre la orilla, mientras el eslavo que continuaba silencioso y cejijunto, impulsaba la barca hacia delante, manteniéndose siempre a unas cincuenta brazas de la costa.

Comenzaban ya a divisarse las escolleras que defienden la entrada del puerto de Chioggia y las macizas murallas del fuerte de San Felice, cuando el lobo de mar, volviéndose de repente hacia el eslavo, preguntóle:

—Parece que estás de mal humor, Simón Storvik. ¿Es que sigues pensando en el tesoro?

En vez de responder soltó el eslavo los remos, cruzó los brazos sobre el pecho y preguntó a su vez:

—¿Os fiais del doctor Bandi? Decídmelo con franqueza, patrón.

—¡Que si me fío!… —exclamó el lobo de mar mirando al eslavo con indignación—. ¿Qué es lo que quieres decir?

—Que nosotros no hemos leído el documento.

—¿Y qué?

—¿Quién nos asegura que no se habla en él de un tesoro?

—¿Adónde vas a parar?

—A que el tesoro puede existir y el señor Bandi puede tener la intención de apoderarse de él.

—¿Y qué es lo que te induce a pensar en cosa semejante?

—¡Por San Pedro de Nembo…! No se gastan cien mil liras por un simple capricho.

—¡Eslavo…! —dijo el lobo de mar—. ¿Y tú osas sospechar del doctor?

—No me fío de nadie.

—¿De mí tampoco?

—No dudo de vos; pero…

—Continúa.

—Es inútil que me explique.

—¡Por todos los tiburones del Adriático! Vendrás conmigo al subterráneo. No quiero que dudes de mí ni del doctor.

—No iré, patrón.

—¿Y por qué motivo?

—Porque no tengo ganas de exponerme a dejar la piel bajo tierra; sin embargo, os acompañaré hasta el valle del Brenta y os esperaré luego en Spezia para cerciorarme de si habéis hallado el tesoro o no.

—¡Gigante cobarde! —exclamó el lobo de mar rojo de ira—. En cuanto lleguemos a bordo te pagaré lo que te debo e inmediatamente abandonarás mi bragozzo, ¿me oyes? ¡No te lo repetiré!

—Poco a poco, patrón —dijo Simón Storvik riendo con ironía—. Os olvidáis, por lo visto, de que yo también me hallaba presente cuando se pescó el cofre. No quiero renunciar a mi parte.

—¡Puedes vender las cajas si quieres, canalla!

—Eso es poco, patrón.

—¿Qué quieres entonces?

—¿Yo? Nada… Si nada encontráis; pero también quiero ir al valle del Brenta o…

—¡Continúa!

—Proclamaré a los cuatro vientos la noticia del hallazgo.

Vicente, el patrón, púsose en pie, pálido de ira, al mismo tiempo que echaba mano a la faja, entre la cual llevaba su cuchillo.

Pero el gigante lo había previsto. Soltar un remo y blandirlo amenazador fue obra de un momento.

—¡Ojo, patrón! —dijo con voz ronca.

—¡Perro de eslavo…! —rugió el lobo de mar, sacando el arma e imprimiendo a la chalupa tal movimiento que casi la hizo zozobrar.

Simón Storvik estaba pálido como un muerto.

—¿Queréis matarme? —preguntó.

—Sí, sí no abandonáis inmediatamente esta chalupa.

—Tengo mi caja y mis ahorros a bordo de vuestro bragozzo.

—Y me crees capaz de robarte, ¿no es verdad, Simón Storvik? —preguntó el patrón con ironía.

El eslavo no respondió.

—¡Abajo ese remo! —rugió el lobo de mar.

—¿No me mataréis después? —preguntó Simón.

—¡Cobarde, mira…!

Con desdeñoso ademán, Vicente, el patrón, había arrojado su cuchillo al agua.

El eslavo bajó el remo; luego, dijo con voz sibilante:

—En cuanto lleguemos a bordo, me daréis la cuenta. Mejor es que me vaya porque, de lo contrario, acabaríamos mal.

El lobo de mar se encogió de hombros, sentándose a popa, en tanto que el eslavo volvía a empuñar los dos remos y, volviéndole la espalda, comenzaba a remar impulsando con rapidez hacia delante la chalupa.

Hallábanse a la sazón a media milla de las primeras escolleras del fuerte de San Felice. Al otro lado del muelle de la desembocadura del canal balanceábase el bragozzo, impulsado por las oleadas que se agolpaban con cierta violencia entre las dos puntas de Sottomarina y Palestrina.

La tripulación, habiendo visto ya la chalupa, saludaba a su patrón izando y amainando la bandera que ondeaba en lo más alto del palo mayor.

El eslavo redoblaba sus esfuerzos por vencer a las olas, que embistiendo contra la popa de la embarcación, traqueteábanla violentamente.

Una vez pasada la punta de Sottomarina, hallóse en bonanza, por lo que en breve tiempo pudo hallarse bajo la proa del bragozzo.

Los cuatro marineros que se hallaban a bordo echaron una gómena y una escala de cuerdas, por la cual trepó el patrón ágilmente, saltando sobre cubierta.

—¿Y qué, patrón? —preguntaron los marineros.

El lobo de mar en lugar de responder ordenó:

—Conducid al puente la caja de Simón Storvik.

—¡Patrón! —dijo el eslavo, poniéndose lívido.

El lobo de mar no se dignó siquiera mirarla. Volvióle la espalda y descendió a su pequeña cabina de popa.

Poco después volvía llevando en la mano unos cuantos billetes.

—Tu paga —dijo, alargándolos al eslavo—. ¡Y ahora… vete!

Los tomó Simón Storvik, los colocó en su ancha faja y descendió luego a la chalupa, donde le esperaban dos marineros con la caja.

Apenas llegaron a la escollera tomó sus objetos y se dirigió hacia las dunas, sin saludar siquiera a sus compañeros. Sin embargo, cuando llegó arriba, volvióse hacia el bragozzo, y extendiendo el puño hacia Vicente, el patrón, que estaba en pie, a popa, sobre el pequeño velero, rugió con voz ahogada por la ira:

¡Nos veremos…!

CAPITULO IV. LA CAVERNA DEL VALLE DE BRENTA

Cuatro días después de los sucesos que acabamos de narrar, una gran chalupa, tripulada por cuatro hombres y cargada de cajones, surcaba lentamente las tranquilas aguas del valle de Brenta, costeando el islote de Alghero.

Aquel valle es más bien un pantano, interrumpido por varios islotes y un gran número de bancos de fango, cubiertos cuando la marea está alta por las aguas salobres del mar.

No hay en él más que algún que otro caserío, separados a gran distancia, y en ellos son muy abundantes las fiebres durante el verano, motivo por el que huyen de allí los habitantes.

Es una laguna tristísima, sembrada de cañaverales donde anidan las aves acuáticas, cernícalos, ánades silvestres y becadas, frecuentada por los cazadores de la vecina Chioggia; pero invariablemente durante los meses de estío.

En la barca, que se deslizaba silenciosa por aquellas aguas muertas, iban el doctor Bandi, Vicente, el patrón; Miguel y otro de sus compañeros, el jovencito moreno.

Sentados los dos primeros sobre los cajones examinaban detenidamente el dibujo del capitán Gottardi, mientras los dos marineros remaban lentamente, impedidos por la excesiva carga que apenas les permitía mover los brazos.

—La embocadura del canal debe encontrarse allí —decía el doctor, señalando una pequeña ensenada—. Mirad, Vicente: el dibujo indica el lugar con toda exactitud.

—Es verdad —respondió el lobo de mar—. El trazado corresponde exactamente a la configuración de aquella orilla.

—Allí haremos nuestras primeras investigaciones.

—¿Creéis que daremos con la galería?

—No estoy seguro de ello, Vicente.

—Quisiera saber, por lo menos, cómo intentaremos la entrada.

—Ha de haber un paso. El documento indica uno.

—Pero…

—Habla, Vicente.

—El canal es navegable, ¿no es verdad?

—Así, al menos, lo dice el documento.

—¿Y cómo lo recorreremos?

—Con un barco.

—¿Nuestra chalupa?

—Pesaría mucho para transportarla.

—No tenemos otro, señor Bandi.

—Te engañas.

—Tengo curiosidad por saber dónde lo tenéis oculto.

—En uno de los cajones.

—¡Oh! ¡Qué cosa tan extraña!

—He pensado en todo, Vicente, y te aseguró que nada nos faltará…

—Decidme, doctor, ¿habrá en el canal aire suficiente para respirar?

—Si el capitán Gottardi ha podido mantener a sus obreros hasta llegar a orillas del Adriático, habrá sido porque encontró suficiente.

—Es verdad, ¡qué torpe soy, doctor!

—Yo no lo creo así, y…

Interrumpióse bruscamente, poniéndose en pie y señalando al lobo de mar una roca de enormes dimensiones, que se erguía junto a la orilla, al extremo de la ensenada.

—También esa roca figura en el dibujo.

—¿Y qué deducís? —preguntó Vicente.

—Se me ocurre una idea.

—¿Cuál?

—Que el canal no está sumergido, como suponíamos.

—¡Oh!…

—Mira, ¿no ves junto a la base de la roca una abertura?

—Sí, un agujero negro.

—También está señalado en el pergamino.

—¿Servirá de acceso al canal subterráneo?

—Me lo temo, Vicente.

—Nos ahorraría tiempo y trabajó, doctor.

—¡Ya lo creo!

—Ea, muchachos, daos prisa —dijo el lobo de mar, volviéndose hacia los marineros.

Apretaron los dos jóvenes, y un cuarto de hora más tarde llegaba la chalupa a la pequeña ensenada, embarrancando en un bajo fondo cubierto de cañaverales.

Una bandada de ánades silvestres, que se hallaban escondidos entre las plantas acuáticas, asustada por el inesperado choque, echó a volar, graznando, como si quisiesen protestar del susto.

Vicente y el doctor apresuráronse a saltar a tierra, dirigiéndose sin pérdida de tiempo hacia aquella roca aislada que surgía en terreno casi cenagoso.

Junto a la base de la roca habían descubierto una abertura, no muy grande, que parecía ser la entrada de alguna caverna.

—Venid —había dicho el doctor a Vicente—. Creo que estamos muy cerca del famoso canal del capitán Gottardi.

—También yo comienzo a creerlo —respondió el interpelado.

Ambos se introdujeron por la abertura. Encontráronse en una galería baja y ancha, tanto que permitía la marcha de dos en fondo. Las paredes eran desiguales, pero presentaban en varios lugares las señales del pico, señal evidente de que había sido abierta por la mano del hombre.

Detuviéronse para escuchar.

Allá, en el fondo de la galería, oíase un ruido sordo que parecía salir de un abismo, producido por una corriente de agua.

—¿El canal? —preguntó el pescador.

—Lo supongo —respondió el señor Bandi, después de escuchar durante un rato.

—¿Conducirá esta galería al canal?

—Así lo creo. Traed una antorcha y un pico.

El pescador no se hizo repetir la orden. Echó a correr, volviendo a los pocos momentos con lo pedido.

—Vamos —dijo el doctor, tomando la antorcha.

—Cuidado dónde ponéis los pies.

—No temáis, Vicente.

La galería descendía rápidamente, como si quisiera dirigirse a las entrañas de la tierra. Su altura y su anchura no disminuían, pero el suelo estaba lleno en algunos lugares de bloques y montones de tierra, desprendidos, acaso, de la bóveda que se veían obligados a remover para abrir paso.

Tras un camino de cincuenta pasos, durante el cual el fragor iba en aumento hasta hacerse ensordecedor, llegaron los exploradores a una espaciosa bóveda y de cuyas paredes manaba agua.

Al extremo opuesto oíase ruido de olas, que se estrellaban contra desconocidos obstáculos.

A los dos exploradores se les escapó un grito de alegría.

—¡El canal!

El doctor levantó en alto la antorcha para iluminar mejor el camino.

A veinte pasos de distancia veíase un hueco, por el cual se oía el fragor.

Allá se dirigieron presurosos, encontrándose en seguida sobre un río subterráneo que corría dos metros más abajo de sus pies con sordo ruido.

—¡La galería! —exclamó el señor Bandi.

—¿La veis?

—Hállase a nuestros pies.

—¿Es muy amplia?

—Me parece grandísima.

—¿Qué dirección tiene?

—De levante a poniente.

—¿Creéis que desembocará en el valle del Brenta?

—Más tarde lo sabremos.

—Permitidme ver, doctor.

Retiróse el señor Bandi para hacerle lugar, y, tomando la antorcha el lobo de mar, alargóla ante sí cuanto pudo, contemplando, escalofriado por el terror, aquel negro río que mugía bajo la bóveda de la cueva.

Aunque la luz de la antorcha no llegaba muy lejos, a causa de que la corriente de aire hacía oscilar incesantemente la llama, el pescador vio una gigantesca galería que se dirigía hacia levante, un túnel colosal, capaz de dar paso a un bajel de grandes dimensiones siempre que la profundidad del agua, a su vez, le permitiese navegar.

—Es increíble —dijo el pescador.

—Es maravilloso —respondió el doctor.

—¿Cuántos metros pensáis que habrá desde la bóveda hasta el nivel del agua?

—Lo menos doce.

—¿Podría, por lo tanto, pasar un acorazado sin arboladura?

—Si, Vicente.

—¿Tendrá mucha profundidad el agua?

—Lo supongo.

—Corre de levante a poniente, ¿no es cierto?

—Sí, Vicente.

—Entonces el agua procede del pantano.

—Así lo creo.

—Hay una cosa que me sorprende, doctor.

—¿Cuál?

—Que el aire sea respirable. Aquí debería faltar o poco menos.

—Quizá haya millares de ranuras abiertas con el exterior.

—De seguro; pero ¿quién sabe dónde?

—Señor Bandi, jamás me han gustado las tinieblas, pero estoy impaciente por navegar en este río tan negro.

—Mañana nos sepultaremos en las entrañas de la tierra.

Volvamos ahora y hagamos los preparativos.

—Nuestra chalupa no puede pasar por la galería de la roca. Habría que desarmarla para armarla después, trabajo no poco difícil, doctor.

—Os he dicho que no necesitamos la chalupa. He pensado en todo.

—Vayamos, pues, a descargar los cajones y ver nuestro batel.

Dejaron la cueva, volvieron por donde habían ido y pronto llegaron al exterior.

Durante su ausencia, los dos marineros habían desembarcado todos los cajones y los habían colocado de tal modo, que formaban un abrigo suficiente para poder pasar la noche, con una gran cubierta de tela impermeable.

El doctor y el patrón, después de informarles del éxito de la exploración, hicieron abrir una caja, sobre la cual velase pintada una embarcación. Apenas tendría dos metros de larga por uno de alta, y tan ligera, que un hombre, un muchacho, podía levantarla sin esfuerzo.

—Aquí está nuestra chalupa —dijo el señor Bandi.

Los tres pescadores miráronse, estupefactos.

—¡Una chalupa aquí dentro! —exclamó Vicente, el patrón.

—¿Debe de ser tan pequeña que apenas sostendrá una persona…, y no ha de ser muy pesada?

—Os engañáis —respondió el doctor—. Puede con cuatro hombres y todos nuestros cajones.

—No puedo creeros, doctor.

Sostenidas las tablas por tornillos fue cosa fácil abrirla.

Pronto aparecieron antes los asombrados pescadores varias maderas unidas por bisagras, que semejaban el esqueleto de un barco, con una cubierta de tela impermeable, al parecer.

—¿Es eso un batel? —preguntó el patrón.

—Desmontable, y tan ligero que un muchacho de quince años puede llevarlo donde quiera —respondió el doctor.

—¿Y dónde está el casco? No veo las piezas.

—Nada de cascos.

—¿Entonces…?

—¿No veis esa tela? Se adapta perfectamente a la armazón y a la quilla, y no dejé entrar ni una gota de agua.

—¡Es admirable! —exclamaron los tres pescadores.

—¿Y no habrá peligro? —observó, tras unos instantes, Vicente, el patrón.

—¿Y por qué ha de haberlo, amigo mío?

—Por causa de su extrema ligereza.

—Nuestras cajas bastarán para darle estabilidad…

—¿Qué habéis guardado en estos barriles, señor Bandi?

—Los víveres: carne salada, café, azúcar, bizcochos, frutas secas, hornillos de alcohol, utensilios de cocina, armas, unos cuantos cartuchos de dinamita, agua dulce…

—¿Agua también? —preguntó Vicente—. ¿Para qué? Hay un río en la galería.

—Aún no sabemos si esa agua se podrá beber.

—Es verdad, doctor. Soy más bruto que un hipopótamo.

—También me había provisto de un equipo para buzo, creyendo que el canal desembocaría en el pantano; lo llevaremos, porque nadie sabe lo que puede suceder.

—Preparemos algo para comer, y luego pondremos en orden el contenido de las cajas.

—¿Cuándo partiremos? —preguntaron los tres pescadores.

—Al despuntar el alba —respondió el doctor—. Por hoy descansaremos.

Sacó de una caja un hornillo de alcohol, y ayudado por sus acompañantes preparó en breve tiempo una buena comida, consistente en judías con bacalao y tocino, frutas secas, conservas y quesos de varias clases. Dos botellas de vino generoso completaban aquella comida, hecha al abrigo de unos cajones y a dos pasos de la playa.

Durante el día, dedicáronse los cuatro audaces exploradores a poner en orden los diversos objetos que contenían los cajones y ensayaron armar el bote plegable, facilísima operación que requirió muy poco tiempo.

Al llegar la noche, formaron con cajas, barriles y tela un cobertizo, y se tendieron debajo, con la tranquilidad de quien confía en no ser molestado, porque el valle del Brenta era lugar que nadie frecuentaba.

A la mañana siguiente, antes de salir el sol cuando las aves acuáticas dejaban sus escondrijos para lanzarse al pantano, hallábanse ya en pie los cuatro exploradores, dispuestos a dedicarse al transporte de cajas y toneles.

Acababan de tomar el café, cuando Miguel, que se había llegado a la chalupa para ver si habían dejado en ella algún objeto, vio con gran asombro que, a muy poca distancia, había sumergida en el agua otra barca que hasta entonces nadie había visto.

—¡Señor Bandi! —exclamó, volviendo precipitadamente al cobertizo.

—¿Qué sucede, muchacho? —contestó el doctor, poniéndose en pie.

—¿Habéis oído algún disparo durante la noche?

—Absolutamente ninguno —respondieron todos.

—Pues en esta playa han debido desembarcar cazadores.

El doctor y Vicente, el patrón, se miraron con cierta inquietud.

—¿Nos estropearán la empresa? —preguntó el primero—. Me disgustaría tener que aplazarla.

—¿Por qué supones que han desembarcado aquí cazadores? —preguntó el patrón.

—Sobre un banco de arena está embarrancada una barca, recostada sobre estribor. Allá se ve; no dista más de doscientos pasos.

—¡Una barca! —exclamaron el doctor y Vicente, precipitándose hacia la orilla.

—Ayer no estaba —dijo Miguel—. Estoy bien seguro.

—La hubiéramos visto —dijo Vicente—. ¡Mil truenos! ¿Qué es esto? ¿Nos espiará alguien?

—¿Quién puede haber tenido noticia de nuestra empresa?

—¿Quién? ¡Ah!… ¡Mil rayos!… ¡Hemos olvidado demasiado pronto a aquel perro de eslavo!

—¿Simón Storvik?

—Sí, doctor.

—¡Hum…! El eslavo se habrá embarcado en cualquier nave de Chioggia o de Venecia —dijo el señor Bandi—. ¿Qué interés puede tener él en esta expedición científica?

—La esperanza de hallar un tesoro.

—Vamos a ver la barca, señores —dijo Miguel—. Quizá podarnos averiguar algo.

—Y, sobre todo, veamos si hay huellas sobre el terreno pantanoso —añadió Roberto, el joven moreno de negro bigote.

Dejaron su improvisado campamento, y caminando por la costa llegaron muy pronto al lugar donde se hallaba la chalupa.

Era una vieja barca, de cinco o seis asientos; una de las que los venecianos llaman caicco, sin número ni nombre alguno, destruida en parte.

Advertíase, sin embargo, que hacía poco tiempo que había sido rota, pues en su interior veíanse aún astillas recientemente cortadas.

Nada se veía en ella que pudiera dar pie a una suposición si no eran aquellos pedazos de madera. Por último, los remos habían desaparecido.

Sobre el banco, que la bajamar había dejado al descubierto, notábanse huellas de pies, pero el agua las había casi borrado.

También sobre la orilla se veían huellas, pero, dado lo cenagoso del terreno, no servían para obtener una pista.

—¿Qué os parece, señor Bandi? —preguntó el patrón.

—No me explico la presencia de esa barca en este lugar —respondió el doctor, que no estaba menos preocupado que sus compañeros—. ¿Estáis seguros de no haberla visto ayer?

—Ayer no estaba —respondieron todos.

—¿Dónde estarán sus tripulantes?

—¿Y porqué la habrán destrozado? —añadió Vicente.

—¿Se han llevado los remos y los pedazos que faltan? —preguntó Roberto.

—Misterio —dijo Miguel.

—¿Qué pensáis hacer, doctor? —preguntó Vicente.

—No ocuparme más de la embarcación ni de sus tripulantes y seguir haciendo los preparativos para la partida —respondió—. Al fin y al cabo creo que este asunto no nos importa. Transportemos nuestros cajones a la cueva.

Vamos, doctor —dijo Vicente—. Estoy impaciente por navegar en las entrañas de la tierra.

Sin detenerse en más consideraciones, volvieron a su campamento y pusieron alegremente manos a la obra.

Transportaron en primer lugar todos los cajones a la galería y, a fin de no dejar señales de su estancia en aquel lugar, hundieron la barca sobre un banco de arena que se hallaba a cuatro metros de profundidad.

Hecho esto encendieron varias antorchas que colocaron a lo largo de la galería, y comenzaron el transporte de todos sus utensilios, los cuales amontonaron en la última caverna.

Todo estaba dispuesto para la partida antes del mediodía. No faltaba más que echar al agua el bote que ya estaba montado.

Antes de abandonar definitivamente la caverna, Vicente y el doctor obstruyeron la galería con grandes piedras, a fin de impedir que otras personas descubrieran la existencia del canal e intentaran explotarlo. Inmediatamente dieron la orden de botar la embarcación.

Miguel y Roberto, después de cerciorarse de que la armazón y las hebillas que mantenían en tensión la tela impermeable estaban seguras, hiciéronla descender hasta la superficie del agua, valiéndose de dos cuerdas, y descendieron ellos a su vez para recibir las cajas.

Apenas sintieron bambolearse la chalupa, a causa del ímpetu de aquella negra corriente que se precipitaba por el canal, golpeando sordamente las paredes y mugiendo bajo las oscuras bóvedas, no pudieron sustraerse a una viva impresión de terror.

—Cualquiera diría que íbamos a bajar a los infiernos —dijo Miguel con voz trémula—. Ya nos acostumbraremos; pero, por el momento, confieso que tengo miedo.

—El patrón y el señor Bandi nos acompañan —replicó Roberto—, y en ellos debemos confiar.

—No estoy tranquilo, sin embargo.

—No digo todo lo contrario; será cosa de pocos momentos.

—¿Ves tú algo?

—No veo más que el agua, que corre hacia Poniente.

—Mira a ver si es salada.

El joven mojó en ella una mano, llevándosela luego a los labios.

—Es agua de mar —dijo, haciendo un gesto.

—¡A ver! ¡Atención! —gritó en aquel momento Vicente, el patrón.

—Venga el cargamento —respondieron ambos pescadores.

—¿Flota bien el bote?

—Mejor que nuestra chalupa.

—Allá van los cajones y los toneles; colocadlos de modo que la embarcación quede bien equilibrada.

—Descuidad, patrón.

En pocos minutos embarcaron toda la carga del doctor, poniendo los barriles, como más pesados, a popa, y los cajones a proa. Luego colocaron los remos.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó el doctor.

—Sólo falta partir, señor —respondió Miguel.

El señor Bandi y el patrón aseguraron una cuerda en el saliente de una roca y descendieron.

—¿Tenéis miedo? —preguntó el doctor a los dos pescadores.

—Yo no, señor —respondieron a una Miguel y Roberto.

—¡Cortad el cabo y partamos!

CAPITULO V. LA GALERÍA SUBTERRÁNEA

A la orden dada por el doctor fue cortado el cabo, y el bote, después de girar unos momentos sobre sí mismo, se vio arrastrado por aquel río subterráneo, que corría de Levante a Poniente, produciendo un sombrío rumor bajo las bóvedas de la gigantesca galería.

El señor Bandi, de pie, a proa, con una antorcha en la mano, admiraba, estupefacto, aquella maravillosa obra, debida al genio del atrevido capitán de la República Genovesa, mientras sus compañeros, presa de creciente ansiedad, verdaderamente aterrorizados, mirábanse al rostro mutuamente, preguntándose si en verdad se hallaban sepultados en el interior de la tierra y cómo habrían tenido atrevimiento para tanto.

Aquellas densas nieblas, rotas a duras penas por la humeante antorcha del doctor, y aquel sordo mugido de la corriente subterránea, que el eco acrecentaba, no eran ciertamente para infundir valor a hombres que ya de suyo eran supersticiosos. Acababan de partir y ya se creían miles de millas alejados de la superficie de la tierra, perdidos en los pavorosos abismos del Globo.

Únicamente el doctor había conservado por completo su sangre fría. Sus miradas continuaban observando con creciente admiración, ora la bóveda, ora el río subterráneo, preguntándose por milésima vez cómo aquel capitán se habría decidido a llevar a cabo tan prodigiosa obra.

—¡Magnífico! ¡Soberbio! —exclamó de repente, rompiendo el pavoroso silencio que reinaba en la embarcación—. Jamás hubiese creído que el hombre pudiese realizar obra semejante, especialmente si se tiene en cuenta la época en que se realizó.

—Todo puede esperarse, pero jamás una obra como ésta, digna de romanos.

—Todo lo soberbia que gustéis, doctor; pero ¡por cien mil merluzas! No sé qué será; pero os aseguro que comienzo a sentir ciertos escalofríos que pudieran muy bien ser producidos por el miedo.

—¿Miedo vos, Vicente? —dijo el doctor, sonriendo.

—Os lo juro.

—Creía que el asombro tan sólo hubiese atado vuestra lengua. ¿No os parece maravillosa, increíble, esta obra?

—No digo lo contrario; pero este ruido, estas tinieblas, esta corriente que nos arrastra…

—Esa es la primera impresión, Vicente; pasará muy pronto.

—¿Y si no pasase, doctor? —preguntó el pescador en tono jocoso.

—¿Queréis, acaso, volver atrás?

—¡Eh! ¡No, doctor…!

—Pues adelante… Este viaje, además, no puede durar mucho tiempo. Si la velocidad de la corriente no disminuye pronto llegaremos a La Spezia. Querría, sin embargo, saber, antes de comenzar el viaje, dónde comienza este canal y de dónde viene esta agua.

—¿Queréis, por lo tanto, remontar la corriente?

—Sí; para saber en qué punto desemboca.

—Muchachos, a los remos —ordenó el patrón.

Los dos pescadores no se hicieron repetir la orden, colocándose inmediatamente uno a babor y otro a estribor, remando con precaución, a fin de no estropear los bordes de la ligera embarcación.

Antes de alejarse, rogó el doctor a Vicente que echase la sonda y midiese la anchura de la galería, a fin de asegurarse de si aquel paso podría servir para los grandes buques modernos.

La sonda dio una profundidad de doce pies, y la galería una anchura de veinticuatro metros.

—¡Qué importancia estratégica tan enorme podría tener este canal! —dijo el doctor cuya admiración iba en aumento—. ¡El Adriático y el Tirreno unidos por este río subterráneo! ¡Génova y Venecia a tan poca distancia una de la otra, y Spezia en la desembocadura! ¡Qué hombre tan admirable era el capitán!

—¿Tan importante os parece este canal? —preguntó Vicente, el patrón, que no entendía palabra de estrategia.

—¿Pero no os dais cuenta de su importancia en el caso de que estallase una guerra contra Italia? Su Armada podría, gracias a este canal, presentarse de improviso, en veinticuatro horas, en el Tirreno o en el Adriático para defender a Génova, Spezia, Venecia y Ancona, sin necesidad de dar la vuelta a la península, y, lo que es de más importancia aún, sin verse expuesta al riesgo de ser vista y bombardeada.

—¿Podrían pasar los acorazados modernos?

—¿Y por qué no? Bastaría con quitarles los palos, que resultan verdaderamente inútiles, y bajar las chimeneas. Hay agua suficiente para buques de guerra de gran calado, y la anchura del canal es tal, que puede permitir el paso a cualquier barco, por grande que sea.

—¿Qué motivo creéis que impulsaría al capitán Gottardi a emprender construcción tan gigantesca?

—No sería, de seguro, la mutua ayuda de Génova y Venecia, porque en aquel tiempo no existía aún el reino de Italia. Tengo para mí, como ya os he dicho, que debió moverle el deseo de poder sorprender a la república veneciana, acérrimo y peligroso adversario de la genovesa.

—¡Qué trabajo tan duro para los negros que trabajaban a las órdenes del capitán!

—Fue tremendo, sin duda alguna.

—¡Y durante ocho largos años! ¡Envidiable perseverancia!

—Ya veremos si todo es obra de la mano del hombre.

—¿Qué es lo que queréis decir, doctor?

—Que el capitán pudo haber encontrado alguna galería natural. ¡Oh!

—¿Qué os pasa, doctor?

—Parece que la corriente es ahora menos impetuosa, Vicente.

—Es verdad, señor —dijeron Miguel y Roberto.

—¿Cómo será esto? —preguntose el patrón.

—Se explica fácilmente —dijo el doctor—. El flujo y el reflujo deben de influir en ello.

—¿Esta galería, entonces, desemboca en el mar?

—Por lo menos, así lo supongo; adelante, muchachos, el Adriático no debe estar ya lejos y supongo adónde se dirige la galería y hasta el lugar donde termina.

—¿Dónde suponéis que termina?

—Cerca de Brondolo, si nuestras brújulas no mienten.

—Son exactísimas, doctor.

Empujado el bote por los vigorosos impulsos de los dos pescadores, avanzaba velozmente, y tanto más cuanto que la fuerza de la corriente seguía disminuyendo.

El aspecto de la galería seguía siendo el mismo; únicamente parecía que cambiaba la constitución de la roca.

Mientras en las cercanías de la cueva las paredes parecían formadas de una masa arenosa, guijarros y lava, ahora se componían de travertino, es decir, de tufo calcáreo, fácilmente desmoronable, no presentando mucha resistencia.

En la bóveda, bóveda desigual y de frecuentes desniveles, la humedad, disueltas las calizas, había formado un número infinito de estalactitas, que pendían como agujas gigantescas o como dientes de un inmenso peine.

Las había gruesas como tubos de un órgano, delgadas como canutillos, lisas, desiguales y algunas transparentes como si fuesen de vidrio. Algunas eran tan largas que tocaban la canoa; pero tan frágiles también, que se partían al menor golpe, haciendo un ruido sordo al caer.

Habían ya recorrido un par de millas, acercándose de una a otra pared, cuando en lontananza, entre las tenebrosas aguas, viéronse aparecer de repente unas líneas que parecían de fuego y un número infinito de puntos luminosos, que se agitaban en todas direcciones, apagándose unas veces, volviendo otras a encenderse.

Miguel y Roberto, sorprendidos y hasta asustados por tan extraño e inesperado espectáculo, habían dejado de remar.

—¿No veis, doctor? —exclamaron ambos, con voz un tanto temblorosa.

El señor Bandi, que en aquel momento se hallaba de espaldas, examinando la brújula que Vicente, el patrón, le mostraba, volvióse rápidamente y no pudo contener una exclamación.

—¡Precioso!

—¡Por mil merluzas! ¿Qué es aquello? —preguntó Vicente, palideciendo.

—Una cosa bien sencilla —respondió el doctor.

—¿Belcebú, acaso, que toma un baño en estas tenebrosas aguas?

—Belcebú no tiene aquí nada que hacer —contestó riéndose el doctor—. Es simplemente una bonita fosforescencia marina. ¡Mirad, Vicente! Es muy posible que jamás hayáis visto otra semejante en nuestro Adriático.

El espectáculo era maravilloso, en efecto. Parecía que aquella corriente, encerrada en las entrañas de la tierra, se hubiese de pronto convertido en un río de plata fundida, o de azufre líquido.

Aquellas aguas, poco antes negras, centelleaban bajo las bóvedas de la oscura galería. Ora brillaba la superficie como si estuviese cubierta por un paño tejido con hilos de plata, ora daba la impresión de que por debajo de ella se sucediesen oleadas de pez hirviendo o de betún, que subían del fondo del canal; otras veces, surtidores de fuego derramábanse en todas direcciones, como verdaderos relámpagos que, escapando del interior de la tierra, lanzasen por miles de hendiduras rociadas de laca encendida. En ocasiones, apagábase aquella iluminación en un punto para encenderse en otro, viéndose correr por entre las oscuras aguas torbellinos de centellas o de globos azules o color de rosa, que parecían verdaderas lámparas de luz eléctrica.

—¡Bellísimo, espléndido, soberbio! —repetía el doctor—. ¡Qué contraste con la oscuridad que nos rodea!

—¿Creéis que esa fosforescencia la producen miríadas de peces, como ocurre en el mar? —preguntó Vicente, que estaba dispuesto a ver en aquel fenómeno la cola de Belcebú, por lo menos.

—Cuando lleguemos junto a ella te convencerás.

—¿Y veremos peces?

—De seguro, Vicente.

—¡Hum!…

—¡Incrédulo! Ya verás cómo nos preparamos con ellos una buena cena. ¿Habéis traído alguna red?

—Tengo anzuelos y un arpón, —doctor.

—Es suficiente.

—¿Y qué peces creéis que haya aquí?

—Las mismas especies que en el Atlántico y en el Mediterráneo —contestó el doctor—. Mirad, allá lejos veo ciertas bolas lucientes que parecen peces lunas.

—Mala pesca, señor Bandi; prefiero las doradas.

—¡Pero no los vamos a dejar escapar!

—¡Oh, no! A falta de otra especie mejor, comeremos peces luna. Pero hay aquí algo que no comprendo.

—Explicaos.

—¿Por qué habrá ahora aquí tantos peces reunidos, en tanto que antes no los veíamos?

—Porque quizá esté cerrado el canal allá lejos, Vicente.

—¿De modo que no podremos pasar más adelante?

—Luego te lo diré con más seguridad. ¡Ea, muchachos, bogad más de prisa!

La canoa, impulsada vigorosamente, entró bien pronto en las aguas fosforescentes, haciendo salpicar ante su proa miríadas de puntos luminosos, que debían ser producidos por la aglomeración enorme de noctilucas; esos pequeñísimos organismos marítimos cuya naturaleza, animal o vegetal, aún no está definida con exactitud, y cuya forma es semejante a la de un melocotón protegido por un apéndice membranoso.

El agua en torno de ellos parecía un espejo de plata, como si en el fondo del canal hubiesen sido colocadas mil bombillas eléctricas. En medio de aquellos relámpagos vivientes nadaban los peces, proyectando a diestra y siniestra fulgores de luces diversas.

Abundaban, sobre todo, las medusas, la pelagie nottiluche, la berenice rosee y el cicloforo, bellos moluscos que parecen estar formados de clara de huevo o de sutilísimas madreperlas, que se asemejan a sombrillas abiertas de hermosos tonos color azulado, rojizo o verdoso.

Había centenares de ellas que se dejaban arrastrar muellemente por la corriente, copio hoyas luminosas abandonadas sobre la superficie de un río.

Tampoco faltaban las pennatulas, las lucernarias, deslumbrantes de delicados matices, y tantas otras clases de peces propios del Mediterráneo; ni tampoco los peces luna, ya indicados anteriormente por el doctor.

Algunos de estos grandes y redondos habitantes del mar fueron a dar vueltas en torno de la chalupa, agitando sus grandes aletas y mostrando sus extrañas bocas. Uno de ellos, mayor que los demás, osó elevar la cabeza fuera de la superficie del agua, como para observar mejor a Vicente, que estaba a proa, con su arpón alzado y dispuesto a arrojarlo.

—Parece que te está esperando, Vicente —dijo el doctor—. He ahí un buen golpe.

No había aún terminado la frase y ya el pez se veía atravesado, retorciéndose en la aguda punta del arpón del pescador.

Roberto y Miguel dejaron los remos para ayudar al afortunado y habilísimo Vicente.

El pez, aunque herido en diferentes partes de su cuerpo y derramando sangre en abundancia, hacía desesperados esfuerzos por escapar de los agudos dientes del arpón; pero Miguel y Roberto le agarraron en seguida por sus amplias aletas y lo tenían bien aprisionado, a pesar de las violentas sacudidas que hacía experimentar a la frágil embarcación.

Aquel habitante de la oscura galería era uno de los más grandes peces luna que aquellos pescadores habían visto en su vida; pesaba más de setenta kilos y era, por lo tanto, difícil, si no imposible, sacarlo a flote para embarcarle a bordo de la canoa, tan débil y de costados tan pocos sólidos que bien pudieran partirse.

En el Mediterráneo son muy abundantes los peces luna.

Sin duda son los más extravagantes nadadores de nuestros mares, pues carecen de escamas y de cola, estando en cambio provistos de un largo pico semejante al de ciertos pájaros, en particular al del verderón.

En realidad no carecen de cola, pero la tienen tan corta y rudimentaria que casi no se les ve, teniendo la parte posterior del cuerpo redonda en vez de ser de punta como la mayor parte de los otros habitantes de los mares.

Se parecen en su forma a un gran disco, esférico en su parte central y muy delgado en sus bordes, guarnecidos por dos grandes aletas dirigidas hacia su parte posterior y que parecen las palas de las hélices; la piel de ese disco, que es muy luciente, de color argentado, está erizada aquí y allá de puntas, tubérculos y callosidades.

Su boca es muy curiosa: los dientes, que se les ven muy bien, no cubiertos por labios, están formados por laminillas de una substancia blanca que parece marfil y uniéndose forman una especie de pico.

Su carne es poco apreciada, pues es muy grasienta e impregnada de un olor poco agradable; pero a pesar de ello la comen con bastante frecuencia los pescadores.

A los fuertes arponazos de Vicente el enorme pez cesó de estremecerse. Una gran mancha de sangre se prolongaba a través de las aguas fosforescentes, haciendo palidecer las luces que emanaban las noctículas y las medusas.

El patrón Vicente, ayudado por los dos pescadores, hacia esfuerzos prodigiosos para subir la pesca a bordo; pero no lo lograba a causa de la fragilidad de la canoa, que podía volcar con su peso, lo cual no era prudente en medio de aquel canal oscuro y sin lugar a propósito para atracar.

—Contentémonos con cortarle un buen trozo para hacernos la cena —sugirió el doctor—. No vale la pena perder tanto tiempo para coger un pez, al fin y al cabo, poco sabroso.

Los pescadores siguieron su consejo. Vicente enarboló un hacha y con ella cortó una gran tajada de la parte posterior del pez luna y la dejó en la chalupa, abandonando el resto para que sirviese de pasto a los demás peces del canal.

Pocos momentos después, Miguel y Roberto se aferraban de nuevo a los remos e impulsaban vigorosamente la canoa hacia delante.

La galería comenzaba a cambiar. Ya no era tan amplia como antes, ni tan regular en sus paredes. La bóveda se hacía con frecuencia sumamente baja y mostraba en muchos puntos salientes y grandes hendiduras, mientras ambas paredes iban estrechándose más cada vez.

Parecía como que la galería iba a terminar de un momento a otro. Seguramente, los hombres que habían acometido aquella empresa colosal, habían paralizado los trabajos por cualquier causa antes de abrir una desembocadura en las aguas del Adriático.

Todavía pudo avanzar la canoa durante media hora más, y después, casi de improviso, el túnel se estrechó de tal forma que era imposible pasar más allá. Pero aún no terminaba.

Una galería estrecha se prolongaba todavía, en dirección a Brondolo, según los cálculos del doctor; pero era tan estrecha que no permitía el paso de la canoa.

—Hay que volver —dijo el señor Bandi—. Ha terminado nuestra exploración hacia el Este.

—¿Por qué no habrán terminado del todo esta galería? —preguntó Vicente.

—Sólo el capitán Gottardi podría decirlo; pero como hace tantos siglos que ha muerto, es imposible preguntárselo —dijo el doctor riendo—. ¿Quién sabe? Quizá no haya querido terminarla y abrir su desembocadura en el mar por temor a que fuese descubierta por los venecianos y se apoderasen de ella.

—Pero ¿creéis que termine aquí este túnel por completo?

—Sospecho que pueda tener alguna comunicación con las aguas del Adriático. Pero será tan sumamente estrecha que no permita siquiera el paso de un buzo.

—¿Volvemos?

—Sí, Vicente. Ya hemos conseguido saber que el canal termina en el Adriático; ahora vamos a ver por qué parte del Mediterráneo termina. ¡Ea, ánimo, muchachos!… Este va a ser un estupendo viaje por debajo de la península.

CAPITULO VI. EN LAS ENTRAÑAS DE ITALIA

Favorecidos por la corriente que descendía hacia el Mediterráneo, los cuatro intrépidos exploradores llegaron pronto a la caverna donde habían embarcado, y después de hacer allí una breve parada emprendieron el viaje nuevamente, resueltos a efectuar hasta su término la travesía del maravilloso canal.

Al otro lado de la caverna se prolongaba el túnel en línea recta, con una ligera inclinación hacia el sudoeste. La amplitud de su bóveda era completamente regular, y las paredes perfectas; pero después de adelantar un buen trecho advirtieron los navegantes que había por muchos lados filtraciones que caían gota a gota y hasta en algunas partes convertidos en verdaderos chorros de agua.

Con toda seguridad, las rocas que formaban la bóveda eran de naturaleza muy porosa, pues dejaban pasar el agua de los valles de Zenare y Porzile, y quizá también del canal de Parzone, porque según los cálculos del doctor el túnel debía pasar bajo aquellos terrenos pantanosos y bajo las proximidades de aquella corriente artificial.

El efecto que producía aquella especie de lluvia era extraordinario, un poco emocionante, especialmente para aquellos tres pescadores. El rumor del agua se propagaba bajo la bóveda infinita con una monotonía desoladora, que irritaba los nervios.

Sin embargo, pronto cesaron aquellas filtraciones, indicio cierto de que el canal se prolongaba bajo la tierra firme.

—¿Dónde creéis que nos encontramos en este momento? —preguntó Vicente al doctor, que estaba mirando atentamente un mapa de la provincia de Adria.

—Debajo o muy cerca de Cavarzare —dijo el señor Bandi.

—¿Ya?

—La corriente nos lleva con buena velocidad, Vicente.

—¿Oís? Vuelven a comenzar otra vez las filtraciones.

—No me extraña.

—¿Por qué?

—Debemos estar ahora bajo el río Adige.

—¡Por mil merluzas! ¡Brrr!

—¿Qué te pasa, Vicente?

—Estaba pensando en el lecho de ese río.

—¿Qué quieres decir?

—Que si estas bóvedas las corroyese el agua del río y se nos vertiese encima…

—Pues moriríamos como topos sorprendidos en su madriguera por una lluvia torrencial.

—Hacéis doctor, que se ponga la piel de gallina.

—¡Oh!, no hay peligro por el momento, Vicente. Si estas bóvedas han resistido durante tantos siglos, no pienses en que hoy se nos hundan encima.

—Señor —dijo de pronto Miguel—. A nuestra derecha se ve una abertura.

El doctor se volvió vivamente, elevando la antorcha para ver mejor. Una gran abertura, capaz de dejar paso a una nave de regulares dimensiones, se abría en una de las paredes del canal.

Parecía que no había sido construida por la mano del hombre, pues sus bordes eran sumamente irregulares y dentellados. Probablemente conduciría a alguna, gran caverna natural.

—Vamos a explorarla —dijo el doctor—. Quizá encontremos un sitio donde observar y descansar con mayor comodidad.

La canoa viró a babor y penetró por aquella brecha del canal, muy lentamente, por temor a que cualquier roca escondida bajo el agua rasgase la tela que le servía de revestimiento. Atravesada aquella especie de puerta halláronse los navegantes en una caverna grandísima que no era posible descubrir su fin.

—¿Dónde estamos? —preguntaron los tres pescadores, llenos de inquietud.

—En un lago subterráneo —respondióles el doctor.

—Parece que es inmenso —exclamó Vicente.

—Lo vamos a explorar, amigos. Intentemos virar a estribor.

—¿Habrá peces también aquí?

—¿Por qué no, Vicente?

—Serán ciegos todos ellos, seguramente; con esta oscuridad, no les servirán de nada los ojos.

—Te engañas, Vicente. ¿Crees tú que los peces y los moluscos que viven en los abismos más profundos del Océano, allí donde no les llega la luz del sol, son ciegos? En un tiempo llegó a creerse eso, pero después de las campañas de Travailleur se han hecho curiosos descubrimientos a propósito de los peces que viven en las más profundas tinieblas bajo el agua. Se han pescado peces que estaban dotados de verdaderas lámparas, que podían encender y apagar según su voluntad.

—¡Oh, doctor!

—Si, Vicente. Esos peces, en vez de ojos tienen ciertas placas transparentes, recubiertas de una piel muy sutil llena de un liquido que se hace luminoso bajo la influencia del encéfalo.

—Entonces podríamos decir que están provistos de linternas sordas, que manejan a su capricho.

—Sí, Vicente.

—¡Tened cuidado! —gritó en aquel instante Roberto—. Mi remo ha tocado el fondo.

—Quizá estemos cerca de alguna orilla —dijo el doctor.

Alzó su antorcha y extendió el brazo hacia delante. A una distancia de treinta o cuarenta pasos distinguió confusamente escollos y alguna que otra roca que se alzaba algo más allá.

—Quizá podamos desembarcar —añadió—. Remad despacio, y tú, Vicente, echa la sonda.

El pescador se armó de un bichero y desde la proa lo fue sumergiendo de vez en cuando para sondar la profundidad del agua.

Algunos pequeños escollos, de puntas cortantes y afiladas, sé veían a derecha e izquierda, amenazando desgarrar el tejido impermeable de la canoa, y detrás algunos bancos de arena que se extendían a lo largo en el sentido de las orillas.

Maniobrando con infinitas precauciones, después de algunos minutos, los navegantes llegaron frente a una orilla baja y arenosa, flanqueada por altísimas rocas que se perdían de vista en la inmensa altura de la bóveda.

El agua del lago, ligeramente agitada, quizá por el flujo del mar que se hacía sensible en el canal, iba a morir sobre la arena con un murmullo monótono que repetía el eco de la bóveda.

El doctor descendió a tierra empuñando la antorcha y dirigió una mirada a su alrededor. Vicente le siguió inmediatamente, armado con su hacha. Parecía como si el buen pescador no se fiase mucho de aquella cueva, y que temiese el encuentro de cualquier duende o alguna otra cosa de peligro.

—¿No habrá aquí nadie, doctor? —dijo, parándose.

—¿Crees que haya por aquí algún tigre o león? —dijo el señor Bandi, riendo—. Acaso haya algún topo por ahí, en el fondo de esta caverna, que tenga alguna comunicación con la superficie de la tierra.

—De los topos no tengo miedo, ¡había tantos en mi barca!

—Pues deja tranquila el hacha, y mira: el lugar me parece muy a propósito para preparar la cena y dormir un poco.

—¡Hum…! ¿Y tendréis confianza suficiente para poder pegar los ojos?

—Claro, ¿pues qué temes?

—No lo sé; pero os aseguro que nosotros velaremos esta noche.

—Haced lo que queráis —respondió el doctor.

Ataron la canoa a la punta de un escollo, y Miguel y Roberto desembarcaron llevando consigo una lámpara de alcohol, galletas, una botella de vino, queso y el pedazo de pez luna que iban a cocer en una cazuela para después condimentarlo con aceite y zumo de limón.

Preparada la cena por Miguel, que se había nombrado por si mismo cocinero de la expedición, en menos de media hora fue devorado con un apetito envidiable, a pesar de que la carne del pez luna no fuese cosa exquisita.

Después de echar un parrafito y fumar, tendieron las mantas sobre la arena y se acostaron; los tres pescadores, habiendo desechado la idea de velar toda la noche, se tendieron también, sólo con la precaución de tener muy cerca de su lado los cuchillos y las hachas.

—¡Que descanséis! —dijo el patrón Vicente—. Espero que nadie venga a molestarnos en nuestro sueño.

—¡Sí, algún topo! —dijo el doctor Bandi, cerrando los ojos.

Poco después roncaban los cuatro, con ronquidos que hacían resonar los ecos de la galería.

El sueño de los tres pescadores no duró mucho tiempo, sin embargo. Con el temor dé que les sobreviniese algún peligro, abrían de vez en cuando los ojos y se dirigían inquietas miradas a su alrededor, particularmente en dirección de las altas rocas, que en medio de aquella oscuridad, apenas rota por la pálida luz de una lamparilla, tornaban las apariencias de gigantescos fantasmas.

Se les figuraba que veían bailotear los duendes en las oquedades tenebrosas de las rocas, o que sombras siniestras vagaban sobre las aguas del lago. Aquel profundo silencio, sólo turbado por el sonido del agua, y las tinieblas, que parecían cada vez más densas, infundían un extraño pavor en el ánimo de los pescadores.

A pesar de todo, vencidos por el cansancio y más calmados por la tranquilidad reinante, terminaron por adormecerse uno junto al otro, muy pegados, para ayudarse mutuamente en el caso de que algún peligro les amenazara.

El doctor, por su parte, tan tranquilo como si durmiese en su blanca casita de Sottomarina, no abrió los ojos un solo momento.

Los tres pescadores, una vez vencido el primer temor que les sobrecogió, hubiesen continuado durmiendo también de igual suerte, si un acontecimiento inesperado no les hubiera desvelado bruscamente de aquel dulce reposo.

Dormitaban ya por espacio de algunas horas, cuando, de pronto, un ruido imponente les despertó. Parecía algo así como si una ola gigantesca se hubiera introducido en la caverna revolviendo la tranquila superficie del lago.

—¡Alerta!, ¡eh!

El doctor y los dos pescadores que estaban más próximos a la playa intentaron levantarse, pero se sintieron atraídos por una oleada, que después de haber pasado sobre sus cuerpos fue a quebrarse con un tremendo bramido contra la base de las rocas.

Cuando el agua volvió a bajar hacia la orilla y pudieron ponerse en pie, les envolvía una oscuridad intensa.

—¿Dónde está la linterna? —preguntó el doctor.

—El agua se la ha llevado —dijo Vicente.

—Pero ¿qué es lo que ha sucedido? —preguntó Miguel.

—No sé explicároslo —dijo el doctor, sumamente embarazado—. Quizá haya sido producida esta oleada por alguna marea alta.

—O por algún gran desprendimiento —dijo Vicente.

—Pudiera ser.

—¿Caído, quizá, en el mismo canal?

—O en la extremidad de esta caverna —contestó el doctor—. Aún no conocemos la extensión que tiene este lago.

—Vamos a buscar otra lámpara a la canoa —dijo Vicente—, que esta oscuridad me pone la carne de gallina.

—¡Tened cuidado en no equivocaros!

—No tenemos que hacer sino bajar, doctor.

Vicente y Miguel se dirigieron a tientas hacia la orilla del lago y poco después llegaron al lugar donde debía hallarse la canoa. Encontrado el escollo al cual la habían amarrado, buscaron la cuerda.

De pronto un grito de terror salió de sus pechos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el señor Bandi, levantándose precipitadamente.

—¡Que… que… no está la canoa! —dijo Vicente, con voz ahogada.

—¿Que no está la canoa? —dijo el doctor, avanzando hacia ellos mientras un frío sudor le corría por la frente—. ¡Es imposible!

—¡Os digo que ha desaparecido! —dijo Vicente con angustia.

—¡Dios mío! —exclamó el doctor.

Después se lanzó como un loco hacia la orilla, chocando violentamente con los dos pescadores.

—¿Dónde está el escollo? —dijo.

—Aquí, señor —respondió Miguel.

—¿Y la cuerda?

—No está.

—¿Estáis seguros?

—Segurísimos —contestó Vicente.

—¡Quizá estéis engañados!

—No es posible.

—¡Una cerilla, en seguida, una cerilla!

Vicente, rabioso fumador, siempre las llevaba en abundancia. Se introdujo la mano en el bolsillo, y hallada la caja, encendió una.

La pequeña llama rompió la horrenda oscuridad que se enseñoreaba de la caverna, proyectando su luz sobre las aguas murmurantes.

Otro nuevo grito se escapó de la boca de los tres hombres.

—¡Desaparecida!

Los tres desgraciados se miraron uno a otro, aterrados.

Un breve silencio reinó entre ellos, mientras la luz de la cerilla iba extinguiéndose poco a poco.

Roberto, que había permanecido guarecido hasta entonces en las mantas, rompió el primero aquélla pausa angustiosa.

—La ola tiene que haber roto la cuerda —dijo.

—Estamos perdidos, ¿no es cierto, doctor? —dijo Vicente.

—Perdidos aún no; pero nuestra situación es muy grave, no os lo oculto —dijo el señor Bandi.

—¿Creéis que la canoa se haya sumergido por el empuje de la oleada?

—No; estoy seguro de ello.

—¿Por qué lo aseguráis?

—Porque en ese caso alguna de nuestras cajas o algún barril hubiera sido arrastrado por el agua a la playa.

—¿Entonces tenéis aun la esperanza de encontrarla?

—¡Quién sabe!

—¿Creéis que haya ido muy lejos la canoa?

—La ola no puede haberla impelido muy lejos —contestó el doctor—. Si a mano viene, mientras nosotros la damos por perdida, se halla a pocos pasos sin que la veamos.

—Pero entretanto estamos en la imposibilidad de verla.

—Eso es cierto, porque también la linterna ha sido llevada por el agua.

—Señor —dijo Miguel—, podíamos intentar algo.

—Explícate.

—Echarnos al agua para buscarla.

—¿Con esta oscuridad?

—Quizá logremos hallarla por casualidad.

—Probemos, amigos. Todo lo tenemos que intentar, porque sin la canoa no sé lo que seria de nosotros.

—Sería la muerte segura —dijo Vicente—. Ninguno de nosotros podría volver a la galería sin ella.

—Pues démonos prisa; cada instante que pasa puede disminuir la esperanza de encontrarla.

—Dejadme hacer a mi, doctor —dijo Miguel—. Vosotros quedaos aquí y encended una cerilla que me sirva de guía.

Los tres pescadores se desnudaron rápidamente y se sumergieron en seguida en las frías y tenebrosas aguas de la caverna, poniéndose a nadar con vigor sobrehumano.

¿Adónde iban? Era imposible saberlo. Iban al acaso; cruzándose uno con otro, chocándose a veces, alejándose otras tanto el uno del otro que no podían oír el chapoteo del agua que hacían sus compañeros.

El temor de perderse en aquella lóbrega caverna o de hallarse de improviso ante cualquier peligro, y el miedo al mismo tiempo, disminuía la eficacia de sus exploraciones, y después de dar treinta o cuarenta brazadas se reunían de nuevo.

Ni aun el mismo patrón Vicente lograba dominar aquel sentimiento de terror que les inspiraba la oscuridad. En vano trataba de recobrar su proverbial valor, diciéndose que aquellas aguas no eran diferentes a las otras que ya conocía, y que no había de encontrar ningún pez peligroso; poco a poco el miedo angustioso le paralizaba y retornaba a la playa, mirando tras de si como si algún monstruo le persiguiese.

El doctor, de pie sobre la orilla, encendía de vez en cuando una cerilla para que los nadadores se pudieran orientar en la oscuridad. En algunos momentos, creyendo que la canoa había sido hallada, preguntaba, pero siempre recibía la misma dolorosa respuesta: ¡Nada!

Durante una hora larga el patrón y los dos pescadores continuaron buscando, acercándose y alejándose en distintas direcciones, y por último, todos rendidos y desesperados, se reunieron con el doctor.

—¿Nada? —preguntó el señor Bandi.

—Nada —contestó el patrón.

El doctor dejó caer la cerilla que tenía entre los dedos, y la oscuridad volvió a tragarse a los cuatro desgraciados exploradores.

Durante algunos minutos reinó entre ellos un silencio abrumador.

Parecía como si la angustia hubiese paralizado sus lenguas.

Finalmente, el patrón se aventuró a hacer una pregunta.

—¿Qué será de nosotros, doctor?

El señor Bandi no le contestó. Replegado sobre si mismo, con las manos oprimiendo su cabeza y con los ojos abiertos, fijos en las tinieblas, parecía absorto en tristes pensamientos.

—Diga, doctor —repitió Vicente, después de algunos instantes—, ¿qué será de nosotros si no encontramos la canoa?

—No lo sé —contestó el señor Bandi, con voz apenas inteligible.

—Luego, ¿es cierto que estamos perdidos?

—¡Quién sabe!

—¿Tenéis alguna esperanza?

—Que otra oleada nos la traiga de nuevo.

—¿Creéis que se repita?

—Si ha sido producida por la marea, volverá a repetirse sobre estas orillas.

—¿Y si, por el contrario, el reflujo arrastrase la canoa hacia el canal?

—¡Calla, Vicente!

—Sería nuestra muerte, doctor.

El señor Bandi no contestó.

—Oídme, doctor —continuó Vicente al poco rato—. ¿No podríamos hacer nada para salir de esta desesperada situación? ¿Creéis que no nos sea posible llegar a la salida?

—¿En qué forma, Vicente? No tenemos ninguna cosa flotante para poder trasponer más de treinta millas. ¡Si fueras capaz de hacerlas a nado! No; esperemos otra oleada, y quién sabe si alguna nos traerá la canoa.

—¡Seis horas de espera, una mortal eternidad!

—Tendremos que pasarlas —respondió el señor Bandi—. El diálogo terminó aquí.

Los tres pescadores y el doctor se tendieron sobre la arena, en espera de la vuelta de la marea. ¡Qué pensamientos tan tristes durante aquellas horas interminables! ¿Qué sería de ellos si las aguas del reflujo no les devolvían su barco?

Además, ¿era admisible que la empujasen precisamente al lugar de la playa donde ellos se encontraban? ¿Podían esperar tanta fortuna? ¡Ah, si no hubiera sido por aquellas tinieblas! Además, la fatalidad de no poseer ni una simple lámpara, tan sólo unas cuantas cerillas que tenían que conservar hasta el último instante.

Las horas transcurrían lentamente, largas, como si fuesen dobles, sin que ningún acontecimiento rompiese aquella angustiosa espera. Un silencio profundo, absoluto, un verdadero silencio sepulcral reinaba en la inmensa caverna.

En la superficie de la tierra no se conoce el silencio absoluto: el vuelo de una mosca, el canto de un grillo, el silbido del viento, cualquier otro sonido se oye a cada instante; pero allá abajo, en la inmensa profundidad de aquella caverna perdida en las entrañas de la tierra, nada se podía oír una vez que la onda se hubo calmado.

¡Y además del silencio, aquella oscuridad! ¡Al menos, si algún rayo de luz, aunque hubiera sido el de una lámpara de aceite, hubiese iluminado aquellas aguas y aquellas rocas, negras como si fuesen de carbón!

Habían transcurrido unas dos horas, cuando el doctor oyó que alguno de sus compañeros hizo un movimiento; después vio que se levantaba bruscamente, haciendo crujir la arena bajo sus pies.

—¿Quién se ha movido? —preguntó.

—Soy yo, doctor —dijo Miguel—. ¿No habéis oído nada?

—No; no he oído nada —dijo el señor Bandi.

—¿Estabais durmiendo?

—No; estoy desvelado.

—Pues yo he oído muy claramente un rumor que viene de allá lejos.

—Habrá sido algún pez.

—No, doctor; me ha parecido el golpe de un remo.

—¿Un golpe de remo, aquí? ¿Estáis soñando?

—No, doctor, no soñaba; quizá no haya sido eso, pero es seguro que he oído un ruido allá lejos.

—¿No estaremos solos?

—Quizá sea que se haya desprendido alguna piedra —dijo Vicente.

—¡Ah!

—¿Qué hay, Miguel? —dijeron Vicente y el doctor.

—¿No veis nada a lo lejos?

—¿Dónde?

—Allá, mirad… ¡La fosforescencia!

El doctor, Roberto y Vicente se volvieron rápidamente.

Por la abertura de la caverna entraban ahora en ella como llamaradas de azufre encendido, que se difundían lentamente por entre las tenebrosas aguas.

Eran las falanges de las noctílucas que avanzaban hacia la gran caverna impulsadas por la marea. Aquellas miradas de pólipos entraban en ella en espesas filas, mezcladas con las espléndidas y multicolores medusas, centelleando como globos de luz eléctrica.

Aquella oleada de luz se extendía cada vez más, disipando las tinieblas.

Y el agua, poco antes tan oscura, brillaba ahora como si por encima y por debajo de ella surcasen serpientes de fuego.

Los tres pescadores y el doctor, de pie, contemplaban con estupor el maravilloso espectáculo, mil veces visto pero más espléndido a cada paso. Una lejana esperanza, que se iba agigantando cada vez más, animaba sus corazones.

Una barca perdida entre aquellas aguas luminosas tenía que hacerse visible.

¿Por qué no llegarían ellos a ver también su canoa?

—¡Abrid los ojos y mirad bien! —repetía el doctor.

De pronto un grito de alegría salió del pecho de Roberto.

—¡Allí, allí! —decía con voz alterada por la emoción—. ¡Allí está, allí!

La ola luminosa había invadido ya media caverna y continuaba extendiéndose. Por el canal seguían desembocando los batallones de noctilucas. En medio de aquel centelleo maravilloso, el pescador había descubierto la canoa.

Estaba a unos mil o mil doscientos metros de la ensenada en que se encontraban, a corta distancia de la escollera que se prolongaba en sentido paralelo a la playa.

La gran oleada no la había volcado milagrosamente, cuando un simple golpe hubiera sido suficiente para echarla a pique.

—Tenemos que recuperarla antes de que cese la fosforescencia —dijo el doctor.

Vicente y Miguel, los dos más hábiles nadadores, se desnudaron inmediatamente, no conservando más que sus fajas de lana roja para meter en ellas sus cuchillos.

—¡Ven! —dijo Vicente.

—Ya estoy —dijo Miguel.

—¿Podrás resistir?

—No temáis: no me asustarían, aunque fueran cuatro millas.

Ambos pescadores se sumergieron en las aguas luminosas, levantando una corona de espuma fosforescente.

El doctor y Roberto, erguidos junto a la orilla, les seguían con las miradas, presa de indecible ansiedad. ¡Ay de ellos si terminaba la claridad antes de que llegasen al sitio donde estaba la canoa! Existía el peligro de que aquellos dos valientes se perdiesen entre las sombras y no pudiesen encontrar la orilla de que habían partido.

Vicente y Miguel nadaban entre tanto vigorosamente, hendiendo con rapidez aquellas aguas luminosas. Sus ojos no se apartaban de la canoa, que sostenida por la marea avanzaba hacia los escollos, internándose cada vez más en el inmenso lago de la caverna.

Sus brazos vigorosos dispersaban las falanges de las noctilucas y huían las espléndidas hidromedusas, levantando nubes irisadas de espuma. Parecía que nadaban sobre un mar de bronce fundido o de mercurio. De sus mismos cuerpos parecían desprenderse rayos de luz, impregnados de sustancias fosforescentes.

Se habían alejado ya unos quinientos o seiscientos metros cuando oyeron unos gritos de terror que partían de la playa.

Ambos se detuvieron.

—¡Doctor! —gritó Vicente.

La voz del señor Bandi se oyó entre las tinieblas.

—¡Tened cuidado a vuestra espalda!

—¡Por cien mil merluzas! ¿Qué habrá visto el doctor? —se dijo Vicente, mirando recelosamente a su alrededor—. ¡Eh, Miguel!

El otro pescador, que iba diez pasos detrás de él, contestó en seguida:

—¿Qué queréis, patrón?

—¿No has visto nada?

—No, patrón; y me pregunto qué clase de peligro puede amenazarnos.

—El doctor ha debido de ver algo…

En aquel momento oyeron de nuevo la voz del doctor, que decía.

—¡Tened cuidado, que os persigue un tiburón!

—¡Caracoles! —gritó Vicente, palideciendo—. ¡Cuidado con las piernas, Miguel; ten preparado el cuchillo!

CAPITULO VII. EL ATAQUE DEL TIBURÓN

Los dos pescadores se detuvieron de repente, agitando sus piernas para poder mantenerse a flote, y sacaron en seguida de sus fajas sus cuchillos, armas sólidas, de afilada punta, capaces de abrir el vientre al más terrible monstruo del mar.

Sus ojos sondeaban las aguas fosforescentes, tratando de descubrir el peligroso enemigo que silenciosamente les perseguía. Si el doctor lo había visto, no debía hallarse muy lejos de ellos, pero por mucho que miraban no le veían por ningún lado.

Las aguas estaban en calma, tanto que ningún oleaje se formaba en su superficie. Únicamente las falanges de las noctilucas avanzaban a bandadas, siempre mezcladas con las luminosas sombrillas de las medusas.

Los dos nadadores, presa de viva ansiedad que aumentaba de minuto en minuto, después de un breve espacio de tiempo reanudaron su avance hacia el lugar en que se encontraba la canoa, que ya sólo distaba unos quinientos pasos.

—Hagamos por llegar a ella lo más pronto que podamos —dijo Vicente a Miguel—. Una lucha en estas aguas no me agrada mucho, y especialmente contra un tiburón.

Sin embargo, a cada, diez o doce brazadas se detenían mirando a sus espaldas y sumergiéndose entre las aguas por temor a ser sorprendidos. Su ansiedad iba en aumento; verdadera angustia comenzaba a sobrecogerles, por no saber el lugar por dónde había de venirles el peligro.

—Yo no puedo aguantar más esto —dijo de pronto Miguel—. Vamos a pararnos, patrón, y esperemos a que venga ese maldito pez. Prefiero tener con él un combate a seguir con esta ansiedad.

—Tienes razón, Miguel —dijo el lobo de mar—. Esperemos a que venga y empeñemos decididamente la lucha contra él.

Supongo que no será un gigante de su especie.

—¡Oh! ¿No habéis oído?

—Sí, una especie de bufido.

—El tiburón está jugueteando a pocos pasos de nosotros.

—Pero ¿cómo lo puede haber visto el doctor?

—Se habrá subido en aquella roca para vernos mejor —dijo Miguel—. Con esta claridad no hay que afinar mucho la vista para verlo. ¡Eh, otro bufido! Patrón, dentro de poco le tendremos encima.

—Estoy preparado para recibirlo.

—Ten cuidado… que tienen unos dientes…

—Pero felizmente la boca la tienen mal dispuesta para hacer presa.

—¿Y la cola?

—Ya nos guardaremos de ella. ¡Eh! ¡Me parece que llega!

—Saltad sobre mis hombros, patrón.

—¡Tente firme!

Vicente se apoyó sobre el robusto torso del pescador y, con un vigoroso impulso, pudo desde arriba lanzar una rápida ojeada.

A quince o veinte pasos vio salir del agua bruscamente una cabeza puntiaguda, algo roma, de un color blanquecino, y además por bajo de ella una boca semicircular armada formidablemente.

—Ya viene —dijo dejándose caer al agua.

En aquel momento se oyó una voz lejana.

—¡Vicente!

Era la voz del doctor.

—¡Háganos una señal, señor Bandi! —respondió el pescador.

—¿Le habéis visto?

—Sí, y estamos esperando a que se nos lance encima.

—No perdáis los ánimos.

—Tenemos valor suficiente. No temáis por nosotros, doctor.

Después, volviéndose hacia Miguel, dijo con calma:

—Mírale a la cola y dale el golpe mortal.

El tiburón había olfateado ya la presa y avanzaba hacia los pescadores prudentemente. Parecía como si quisiera primero conocer bien de cerca a sus adversarios.

No era uno de esos grandes tiburones que se ven frecuentemente en las aguas del océano Indico, verdaderos monstruos que miden a veces hasta ocho metros de longitud y cuya boca puede partir a un hombre por la mitad.

Apenas si tendría unos tres metros y medio, tamaño corriente entre los que habitan en el Mediterráneo; pero no era un adversario despreciable; a pesar de su tamaño era terrible.

Si no tienen iguales dimensiones a los del océano, tienen, en cambio, desmedida afición por la carne humana, y por poderla comer no vacilan en afrontar luchas sangrientas.

Su fuerza es extraordinaria y su valor raya en la locura.

Por pequeños que sean, no dudan en lanzarse contra el imprudente que osa bañarse en los sitios por ellos frecuentados, o contra el desgraciado marinero que, por un accidente cualquiera, cae de la nave al mar.

Los dos pescadores, que habían sido marineros, sabían esto perfectamente, y por eso se mantenían en guardia, prontos a rechazar el ataque.

El tiburón estaba ya muy cerca. Nadaba en torno a ellos, buscando las aguas luminosas, sin producir rumor. Agitaba sus anchas aletas tan imperceptiblemente que apenas parecían moverse y su cola estaba casi quieta. Parecía que pretendía sorprender a su presa.

Miguel y Vicente, a unos cinco pasos de distancia el uno del otro, con el cuchillo en la diestra, espiaban atentamente los movimientos del monstruo. Nadaban lentamente, prontos a retirarse para esquivar el primer ataque.

—¡Mira! —murmuró de repente el patrón.

El enorme pez se había detenido y miraba a Miguel con sus dos ojos azul oscuro, que centelleaban de un modo extraño entre la fosforescencia de las aguas. Aquella mirada estaba poseída de un terrible poder de fascinación.

De improviso el tiburón, con impulso enorme de su cola que levantó una gran oleada, se lanzó sobre Miguel, que era el que tenía más cercano.

Viendo que se le venía encima, el pescador se sumergió con rapidez; pero apenas vio que el enorme cuerpo de su enemigo pasaba por encima, rápido como el rayo asestó un golpe.

La hoja aguda y afilada se introdujo toda en el vientre del monstruo, produciéndole una horrible brecha, de la que salía un gran chorro de sangre que enrojeció las aguas luminosas.

Casi en el mismo instante Vicente, viendo a su adversario al alcance de su mano le asestó otras dos cuchilladas.

El tiburón, con el vientre desgarrado y el hocico destrozado, sacó medio cuerpo fuera del agua y después de sumergirse rápidamente, desapareciendo en los abismos de la gran caverna, tras una línea sangrienta.

Los dos pescadores salieron en seguida a flote.

—¿Estás herido? —preguntó Vicente a Miguel.

—Ni un arañazo siquiera, patrón —contestó el joven.

—Creo que ya tendrá bastante con eso el maldito tragahombres. ¡Señor Bandi!

—¡Vicente! —respondió una voz lejana.

—¡Ya tiene lo suyo el tiburón!

—¿Estáis sanos?

—Sí, doctor.

—¡Pues a la canoa ahora!

—En seguida, señor Bandi.

Los dos pescadores, seguros de no ser molestados, se pusieron a nadar vigorosamente ansiosos de llegar a la chalupa. Además se fiaban muy poco de aquellas aguas, porque del mismo modo que aquel tiburón había salido del túnel, otros podrían imitarle.

Cinco minutos después abordaban la, embarcación. Al parecer, nada había sufrido a consecuencia de la oleada; sólo las cajas y los barriles se habían movido de su sitio, colocándose hacia la proa.

Cuando hubieron desembarcado, el señor Bandi abrazó a los dos arriesgados mozos y dijo con voz conmovida:

—A vosotros os debemos nuestra salvación.

—¡Bah! El asunto no ha sido tan difícil de realizar —dijo Vicente.

—¿Y el asalto del tiburón? ¿Lo habéis olvidado?

—Eso no ha sido nada. Tres cuchilladas y todo se acabó.

Doctor, comamos algo, que este baño nos ha abierto un apetito mayor que el que tenía el tiburón.

Roberto, ayudado por Miguel, encendió una nueva lámpara de alcohol, y preparó en poco tiempo una excelente comida que fue rociada con una botella de vino de Conegliano, y supo a gloria a aquellos lobos de mar.

Calmada el hambre se embarcaron los cuatro exploradores, deseando abandonar aquella caverna que por poco no se convirtió en su tumba.

La travesía del lago se verificó sin incidentes y media hora más tarde la canoa navegaba por las aguas de la galería.

La marea subía de poniente a levante, arrastrando consigo miríadas de noctilucas y otros políperos fosforescentes, así que Miguel y Roberto se veían obligados a tomar otra vez los remos para vencer la corriente que se hacía sentir bastante fuerte.

Aquella fatigosa maniobra, sin embargo, no debía durar mucho tiempo, porque desde la oleada habían transcurrido ya seis horas casi, y sería cuestión de minutos.

En efecto, media hora más tarde, un sordo fragor que salía de la galería anunció a los exploradores el cambio de la marea. Aquel ronco mugido que centuplicaba el túnel tenía algo de pavoroso. Parecía como si cien elefantes galopasen por aquella galería barritando estrepitosamente.

Poco después una onda espumosa y llena de fosforescencia aparecía bruscamente en una de las revueltas de la galería y se precipitaba sobre la chalupa, haciéndola ladearse con gran violencia.

Las cajas y los barriles, por efecto de aquella sacudida, se corrieron de sus sitios, pasando por entre las piernas de los remeros, pero ningún daño sobrevino a bordo.

Pasada la onda, las aguas recobraron su calma habitual y la canoa pudo reanudar su marcha favorecida ya por la corriente.

Con el cambio de la marea, también cesó la fosforescencia. Miles de noctilucas, arrastradas por aquella muralla líquida, se dirigían ahora hacia el mar desapareciendo bajo las bóvedas del canal. Las tinieblas invadieron otra vez el agua.

—Se diría que se ha hecho otra vez de noche —dijo Vicente—. Ahora tendremos que esperar otras seis horas para que vuelva la luz. Por lo menos todos esos políperos nos alegran la vista.

Durante dos horas continuaron los exploradores avanzando, lentamente, examinando cuidadosamente las paredes para ver si había más cavernas o excavaciones.

La galería se mantenía siempre igual. Sus bóvedas eran regulares y sus paredes bien talladas y niveladas.

Únicamente había cambiado la naturaleza de la roca.

El tufo calcáreo había cambiado para dar lugar a una piedra negra que lanzaba extraños reflejos. Hubiérase dicho que él túnel estaba abierto al través de un yacimiento carbonífero.

Acaso fuese cierta la suposición, pues el aire estaba henchido de olor a gas. A veces llegaba al olfato de los navegantes un olor penetrante, como de emanaciones de betún o de petróleo.

—¿No sentís este olor, doctor? —dijo Vicente—. Cualquiera diría que hay por aquí un depósito de petróleo.

—Ya lo he notado —respondió el señor Bandi—, y os advierto que me causa cierta inquietud.

—¿Por qué, doctor?

—Ese olor nos indica que no estamos muy lejos de un yacimiento o un pozo de petróleo.

—¿De un pozo? ¿Será posible, señor Bandi, que haya también, pozos de petróleo en Italia…? Yo creía que sólo existían en los alrededores del mar Negro y en América.

—Los pozos de petróleo no faltan en nuestro país, Vicente, y si todos fuesen explotados seriamente, no tendríamos necesidad de proveernos del ruso o del americano.

—La provincia de Parma, por ejemplo, es riquísima en pozos, e igualmente la de Caserta. Hay, además, en los terrenos de Tocco, los Abruzos y en Sicilia.

—¿Y no recogen ese petróleo?

—Sí, pero mediante procedimientos primitivos, que harían reír a los rusos y a los americanos si los viesen. Una verdadera industria petrolífera no ha sido aún implantada entre nosotros; pero se dice que se está formando una poderosa Sociedad extranjera para explotar yacimientos.

—¿Y creéis que sean tan ricos en ese líquido que puedan competir con los americanos?

—No se extraerá nunca de ellos una cantidad tan inmensa como la que se produce en los Estados Unidos y en el Canadá; pero estoy convencido de que obtendríamos de ellos la cantidad suficiente para nuestro abastecimiento industrial.

—He oído referir que los propietarios de los pozos del otro lado del Atlántico sólo obtienen unos cuantos miles de litros al día.

—Millares de barriles, amigo mío, y también de millones.

Piensa en que hay allí más de cinco mil pozos, y que uno sólo, el de Euriskillen, ha dado en dos años la friolera de dieciséis millones de litros de petróleo casi puro y refinado.

—¿Es que el petróleo no sale puro de la tierra?

—Nunca. Alguna vez se le halla bastante limpio y es lo que ahora llamamos nafta; pero generalmente aparece con un color rosado y otras de color negro viscoso, como pez derretida, que es lo que llamamos betún. Se encuentra, en fin, también en estado sólido, conocido con el nombre de asfalto.

—Entonces, ¿hay que purificarlo siempre antes de introducirlo en el comercio?

—Casi siempre, Vicente —respondió el doctor.

—¿Y creéis que estamos cerca de uno de éstos?

—Yo os digo que estas aguas están impregnadas de él.

—¡Oh!

—Y os aconsejo que no arrojéis en ellas ninguna cerilla para que no se inflamen. Encendamos una linterna y vamos a verlo.

El señor Bandi tomó una lámpara de seguridad sistema Davis, de las que se emplean en las minas, no atreviéndose a usar la antorcha que ardía en la canoa, y la encendió; después se inclinó sobre la corriente y proyectó la luz sobre las aguas.

Pronto vieron en la superficie unas manchas negruzcas y viscosas que sobrenadaban en gran cantidad, girando y retorciéndose como serpientes. Un olor agudo y penetrante se elevaba de aquella mezcla de materias nauseabundas y glutinosas, irritando los pulmones y los olfatos de los cuatro navegantes.

El doctor se levantó de pronto, y de un soplo apagó la luz de la antorcha.

—¿Por qué la habéis apagado? —dijo Vicente.

—Un momento, quizá de retraso, podía habernos acarreado una desgracia —respondió el señor Bandi—. Este aire está saturado de gas inflamable, y una chispa puede inflamarlo.

—¿De dónde sale ese gas?

—De la fuente petrolífera.

—Pero yo no la veo aún.

—La veremos pronto, Vicente. El aire viene cada vez más recargado de gas.

—¿Y su lámpara no será peligrosa?

—No temas; está fabricada para evitar las explosiones y se puede llevar impunemente aun en las minas del gas más inflamable, o sea el grisú.

—Todavía podemos pasar un buen cuarto de hora sin que este gas se encienda o nos perjudique.

—¿Es decir…?

—Sin que experimentemos los síntomas del envenenamiento.

—¡Diablo!

—Ya se ha observado que los gases emanados por el petróleo ejercen sobre el organismo una acción tan extraña como la que ejerce otro gas llamado óxido de azoe.

Comienza a experimentarse una especie de embriaguez; después sobreviene de repente una especie de delirio, la vista se ofusca, y si no se saca en seguida a, la persona al aire libre, muere en pocos minutos.

—¿Tendremos nosotros que pasar por igual peligro?

—Espero que no, Vicente. De todas formas estad preparados para huir en seguida a fuerza de remos.

Mientras avanzaba la canoa, las emanaciones gaseosas se iban haciendo más penetrantes. Un olor acre y picante que invadía toda la galería se agarraba a la garganta, provocando grandes accesos de tos y causando picor en los ojos. Los tres pescadores y el doctor lloraban abundantemente, aunque no tenían ganas de ello.

—Decidme, señor Bandi, ¿durará esto mucho? —dijo Vicente al cabo de un cuarto de hora—. Os aseguro que no puedo resistirlo más.

El doctor no contestó. Encorvado sobre la proa examinaba los surcos negros de la superficie del agua, que iban en aumento formando grandes amasijos de materias bituminosas.

Parecía absorto en buscar la grieta de la cual salía el petróleo.

Vicente iba a repetir su pregunta cuando el doctor, agarrándole por un brazo, le dijo:

—¡Escucha!

El pescador prestó oído y oyó, hacia la pared derecha del canal, un gorgoteo sordo.

—¿Qué hay allí? —preguntó.

—Es la fuente —contestó el doctor.

—¿Y qué es lo que hace burbujear el agua?

—Son los gases.

—¡Eh, cuidado con encender la pipa! —dijo el pescador volviéndose a Miguel y Roberto—. Estamos navegando sobre pólvora.

—¡Sí, valiente polvorín! —añadió el doctor—. Estamos en medio de un gasómetro.

—¿Será este gas como el del alumbrado? —dijo el pescador, asombrado.

—Y del mejor, querido amigo.

—¿No podría recogerse?

—En China, desde hace varios siglos, hacen excavaciones en estos pozos para recoger este gas. También en Salsamaggiore se está recogiendo ahora, y sirve como combustible para cristalizar la sal, ahorrándose de esta forma la leña y el carbón.

El doctor se interrumpió de pronto, alzando rápidamente la cabeza. También los tres pescadores se retiraron de sus sitios y se abrazaron maquinalmente uno contra otro, como para protegerse a su vez contra un peligro desconocido.

A lo lejos se acababa de oír como una especie de zumbido, ronco y pavoroso.

—¿Qué ha sucedido, doctor? —dijo Vicente.

—Se diría que ha sido una explosión —contestó el señor Bandi.

—O que ha sido la sacudida de un terremoto —dijo Roberto.

—No lo creo.

—¿Por qué doctor? —dijo Vicente.

—Porque en ese caso las aguas del canal hubieran sufrido las consecuencias de la sacudida, y no se ha producido una sola ondulación en su superficie.

—Pues algo tiene que haber sucedido.

—Ya lo sé.

—¡Mirad! —dijo de pronto Miguel, que se encontraba en la proa.

Todos se volvieron rápidamente vislumbrando una especie de relámpago, que se extinguió instantáneamente.

—¿Habéis visto? —dijo Miguel.

—Sí —asintió el doctor, en un tono de voz en el que se adivinaba cierta inquietud.

—¿De qué puede haber surgido ese relámpago? —dijo Vicente.

—Quizá de alguna explosión de los gases petrolíferos.

—¿Por qué se habrán incendiado?

—No lo sé.

—¿Pueden inflamarse solos?

—No es posible.

—¿Entonces…?

—Vamos adelante —dijo el señor Bandi—. Quizá allí mismo tengamos la explicación de este misterio.

—¿No corremos el peligro de morir asfixiados?

—¡Adelante! —dijo el doctor, sin responder a aquella seria pregunta.

CAPITULO VIII. UN GRAN PELIGRO

La canoa, que había sido parada junto a la pared izquierda de la galería, fue dejada en libertad y comenzó a descender lentamente siguiendo el curso que le imprimía la corriente.

Roberto y Miguel cogieron los remos, dispuestos a pararla en el caso de que algún peligro amenazase a los que la tripulaban.

Vicente y el señor Bandi, sentados en la proa, interrogaban las profundas tinieblas que se hacían cada vez más densas bajo la interminable bóveda del túnel, y tenían atentos sus oídos a cualquier rumor que les pudiera dar alguna explicación sobre aquel extraño fenómeno.

Tras aquel estampido y el relámpago nada se había vuelto a ver ni oír. Pero el gas del petróleo seguía aún abundantemente y en las aguas se veían aún sobrenadar serpeando los surcos y filamentos bituminosos.

De vez en cuando se observaban anchas grietas sobre ambas paredes del canal, y dentro de ellas se oían sordos gorgoteos que anunciaban la presencia de nuevas fuentes de petróleo. A intervalos se escuchaban ligeras crepitaciones, producidas probablemente por las fugas de gas.

La canoa avanzaba con infinitas precauciones y habría recorrido ya un kilómetro cuando el doctor advirtió que la temperatura del túnel había aumentado considerablemente.

Consultó un termómetro, que tenía colgado en la popa, y vio que señalaba 35° con tendencia marcada a seguir ascendiendo.

Metió una mano en el agua, pero las aguas se conservaban frías.

—Hace calor, ¿verdad, doctor? —dijo Vicente.

—Bastante —contestó el señor Bandi—. Comienzo a sudar.

—¿Este calor habrá sido producido por aquella explosión de gas?

—No se hubiera mantenido mucho tiempo.

—¿Pasaremos entonces por las proximidades de algún volcán?

—El Vesubio está lejos —dijo riendo el doctor—. Creo, por el contrario, que el canal atraviesa en esta parte alguna región rica en aguas termales; además, no creáis que en los subterráneos y en las minas se mantenga siempre igual la temperatura en las mismas profundidades. La corteza del Globo tiene capas excesivamente cálidas y otras bastante frías.

—Yo creía que todas serían iguales en temperatura.

—No, Vicente. Se ha observado, por ejemplo, que en las minas de Almadén, en California, a unos ciento cincuenta metros de profundidad del suelo, hay sólo una temperatura de cincuenta grados, mientras que en otros lugares, sólo a cincuenta metros de la superficie, hay a una temperatura tan elevada, que apenas pueden trabajar los mineros sin sudar excesivamente. Del mismo modo, en las de Eureka, a cincuenta metros se tiene una temperatura superior a otras que tienen más de trescientos cincuenta.

—¿Hay alguna mina en la cual no puedan trabajar por exceso de calor?

—Hay algunas galerías que no pueden ser trabajadas por ello.

—¿Cuáles son las minas más calurosas?

—Las de «Corastok», en la Nevada, donde señala el termómetro cincuenta y ocho grados a la profundidad de seiscientos metros.

—Se deben asar esos pobres mineros.

—Para conseguir que puedan trabajar les arrojan mecánicamente grandes oleadas de aire frío.

—En caso contrario no podrían resistir tanto calor, claro es.

—¿Y a qué se debe ese gran desarrollo de calor?

—La mayor parte de las veces es debido a la presencia de manantiales de aguas calientes; pero influye mucho en ello la constitución geológica del terreno. Se ha observado que el calor aumenta en los terrenos carboníferos y térmicos; por el contrario, en las galerías situadas en los terrenos calcáreos la temperatura se mantiene fresca. En el túnel de Moncenisio y en las galerías de la mina de Chornocillose…

—Callad, doctor —dijo en aquel momento Miguel.

—¿Qué hay? —dijo Vicente.

—¡Escuchad!

El doctor y su interlocutor callaron y escucharon atentamente.

—Es agua que se despeña —dijo el doctor Bandi, después de algunos instantes de espera.

—¿Alguna catarata? —preguntó Vicente.

—Es probable, pero…

—Decid, doctor.

—Me parece que se despeña tras las paredes del canal.

—¿O dentro de la grieta aquella? —dijo Roberto, indicando una ancha abertura que se veía a babor.

—¿Otra caverna? —respondió el doctor.

—Vamos a explorarla.

El señor Bandi iba a responder, cuando la canoa dio un choque tan violento que los cuatro hombres se bambolearon, cayendo uno sobre otro.

—¡Demonio! ¡Hemos encallado! —respondió Vicente.

—¿No habrá sido mejor un golpe? —dijo Roberto inclinándose para ver desde la popa.

—¿Un golpe? ¿De qué? —dijo el doctor.

—He visto revolverse el agua, como si hubiese sido movida por un coletazo.

¿Dónde?

—Junto a la popa —contestó el joven pescador.

—¿Habrá intentado asaltarnos algún pez?

—No puede ser sino un tiburón —asintió Vicente.

—¿Todavía tendremos que habérnosla con uno de esos peces tragones? ¡Mal vecino es, amigos míos!

—Le mataremos —dijo Vicente con resolución.

—Coged los revólveres y preparaos a recibirlos con una descarga cerrada.

—Intentemos cogerlos con los arpones —dijeron los pescadores.

—¿Estáis locos? ¿No pensáis en lo frágil que es nuestra chalupa? Un solo arañazo con sus colas bastaría para desgarrarnos la tela.

—¡Por cien mil merluzas y demonios! —exclamó Vicente, exasperándose—. ¡Ea, coged los revólveres! Nuestro pellejo peligra.

En un instante abrieron una caja donde tenían guardadas las armas, y los cuatro exploradores empuñaron sus revólveres, colocándose a popa y proa de la canoa.

Encendieron otras dos lámparas para dar mayor claridad sobre aquellas tenebrosas aguas y observar mejor los movimientos del enemigo.

El peligro era mayor de lo que al principio creyeron. Si se trataba de un tiburón del tamaño del que habían matado en la caverna, la canoa podía ser echada fácilmente a fondo con un simple coletazo que le diera. El tejido no hubiera podido resistirlo, y quizá tampoco el costillaje.

Los tres pescadores y el doctor, reclinados sobre las bordas, espiaban ansiosamente las aguas para saber con qué clase de adversario tendrían que habérselas. Después de aquella sacudida, la canoa había recuperado su posición de equilibrio, y nada nuevo sucedió, pero algunas brazadas más lejos se veían claramente remolinos de agua.

—¿No veis nada? —dijo el doctor.

—No —contestaron Vicente y Miguel.

—¿Nos habremos equivocado?

—El choque o golpe nos lo han dado y todos lo hemos sentido, señores —dijo Miguel.

En el mismo momento, como para confirmar las palabras del pescador, fue levantada casi del todo la canoa por la parte de la popa y derribada hacia un costado.

Casi en el mismo instante asomaron sobre la superficie dos grandes cabezas, a cuatro o cinco pasos de distancia, y lanzando sendos bufidos tornaron a sumergirse.

—¡Los tiburones!… —gritaron Miguel y Vicente.

—Con otro golpe como éste nos hunden la barca —dijo el doctor, que sentía erizársele los cabellos—. Si no nos damos prisa en despacharlos, va a ser ésta nuestra última hora.

—¡Ahí están! —gritó Roberto—. ¡Atención!…

Las dos cabezas reaparecieron a pocas brazas de la canoa mostrando sus bocas armadas de dientes triangulares.

Eran dos tiburones quizá mayores que el que habían matado en la caverna. Los monstruos, percatados de la presencia de la canoa, y probablemente hambrientos, se preparaban a atacar a los desventurados exploradores.

—¡Fuego!… —gritó el doctor.

Un descarga acogió a los monstruosos peces.

Uno de ellos, herido mortalmente en el cerebro, se sumergió sin vida; pero el otro, solamente herido, comenzó a dar coletazos, elevando verdaderos torbellinos.

Enfurecido por el dolor, se retorcía como una serpiente, lanzando sordos bufidos y cerrando con rabia las mandíbulas formidables.

Saltaba a diestro y siniestro, como loco, amenazando dar un topetazo a la barca y hundirla.

Miguel y Roberto se habían agarrado a los remos mientras Vicente y el doctor gastaban los últimos disparos de sus revólveres intentando herir al pez, tan peligroso aunque sí agonizante.

La canoa, balanceándose incesantemente a causa de las oleadas que la impulsaban por todas partes y en peligro de ser lanzada contra las paredes del túnel, había logrado separarse algo del tiburón; pero, a pesar de todo, le alcanzó un coletazo que la tumbó de costado.

Fue un momento de angustia terrible para los cuatro tripulantes, pues creyeron que se iría a fondo a causa del golpetazo.

—¿Nos hundimos? —dijo el doctor, disparando su última cápsula.

—No, señor —respondió Miguel, que se había agachado para ver si el agua invadía el fondo de la barca—. Las cajas han aguantado el golpe y se ha salvado la tela; no sé si podremos resistir otro como ése.

—¡Y este maldito tiburón que no se decide a morir!

—¡Querrá que le demos un hachazo en el hocico! —dijo Vicente.

—No hay que dejarle que se acerque, no sea que nos hunda. ¡Forzad los remos, amigos!

Miguel y Roberto no necesitaban que les animasen.

Arrancaron con ímpetu y precipitadamente, deseando alejarse cuanto antes de aquel lugar tan peligroso para la canoa; pero el tiburón, al ver la maniobra y deseoso de tomar venganza de los que le habían herido, les seguía, agitando continuamente las aguas del canal.

Debió de haber recibido lo menos media docena de balazos, pero resistía tenazmente y no parecía que sus fuerzas hubiesen disminuido. Sábele además que estos peces poseen una vitalidad extraordinaria. Aunque se les saque fuera del agua después de haber sido heridos de gravedad con los arpones o con las hachas, son aún capaces de oponer una fiera resistencia y de hacer todavía verdaderos estragos en la cubierta de los barcos.

—Busquemos un sitio donde refugiarnos o nos echa a pique a todos juntamente con la barca —dijo el doctor.

—Me parece que veo una abertura a nuestra mano derecha —dijo Vicente.

—¿Alguna caverna?

—Seguramente, doctor.

—Hagamos por meternos dentro; quizá no nos siga hasta allí este maldito pez.

—¡Eh! ¡Cuidado no choquéis!

—No tengáis cuidado, patrón —dijeron Miguel y Roberto.

Mientras la canoa trataba de acercarse a la abertura, que parecía ser la entrada de alguna caverna, el doctor abrió nuevamente el fuego para asustar al tiburón.

Vicente, por su parte, dirigía repetidos arponazos contra él, con la esperanza de herirle mortalmente y lograr deshacerse de él. El tiburón se mantenía a diez o doce metros de la canoa, contentándose con levantar a coletazos grandes oleadas. Saltaba en ocasiones hasta a más de un metro sobre el agua, y después se sumergía con sordo fragor y volvía de nuevo a la superficie, retorciéndose desesperadamente.

Su formidable cola chocaba a veces contra las paredes de la galería, con tal violencia, que producía verdaderos estallidos.

Por fortuna la abertura descubierta estaba cerca. Miguel y Roberto esperaron a que se sumergiera el tiburón, y después impulsaron velozmente la canoa a través de aquella grieta, mientras el doctor alumbraba con la lámpara.

—¡Parad! —dijo Vicente—. Si el maldito tiburón oye el ruido de los remos nos va a seguir.

—Además, puede que haya escollos por aquí —añadió el doctor.

—Y quizá alguna otra cosa —dijo Roberto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el doctor.

—¿No oís nada?

El doctor aguzó el oído, pero el tiburón en aquel momento hacía ruido en la galería y nada pudo oír. Las olas levantadas por la cola del monstruo se quebraban contra las paredes y contra las hendiduras con un ruido ensordecedor, que el eco repetía considerablemente aumentado.

—Es imposible oír nada —dijo el doctor.

—Esperemos a que ese bribón se aleje —dijo Roberto—. Si no nos encuentra, acabará por largarse de una vez.

—¿Has visto algún fuego o algún escollo peligroso?

—Ni una cosa ni otra. He visto como explosiones débiles y algo así como un silbido.

—¡Caracoles! —dijo Vicente—. ¿Estará habitada esta caverna?

—¿Por quién? —preguntó el doctor, en tono burlón.

—No lo sé, señor Bandi.

—¿Por topos, acaso?

—¿No oís, señor? —dijo Roberto.

Entremezcladas con el ruido que producía el tiburón se habían oído algunas ligeras explosiones, seguidas de agudos silbidos. No venían del lado del canal, sino, al parecer, del extremo opuesto de la caverna.

—¿Qué dice a esto, doctor? —preguntó Vicente, que no se sentía muy tranquilo.

—Digo que ya nos explicaremos ese fenómeno —respondió el señor Bandi—. Me parece que el tiburón se ha alejado; vamos a encender nuestras linternas y veamos de dónde proceden esos ruidos.

—¿Habrá aquí dentro algún volcán?

—No veo ninguna llama, Vicente, y además se oirían tales estampidos que harían temblar las bóvedas del canal.

Miguel y Roberto encendieron una antorcha y una linterna e iluminaron el lugar en que se hallaban.

La canoa había penetrado en el interior de una caverna de dimensiones muchos menores que la anterior, pero erizada también de rocas y sembrada de escollos.

La bóveda era más baja, toda ella llena de soberbias estalactitas que formaban verdaderos festones y columnas bastante artísticas. Algunas llegaban casi al nivel del agua, pero eran tan frágiles que un simple golpe con la mano bastaba para romperlas.

Hacia levante formaba la pared un verdadero murallón como cortado a pico, y a poniente y septentrión había una especie de plaza llena de rocas, pero no difícil de abordar.

Precisamente de en medio de aquellas rocas era de donde, al parecer, salían los silbidos y las detonaciones que tanto habían sorprendido a Roberto y espantado a Miguel.

—Ya sé de qué se trata —dijo el doctor, después de haber escuchado atentamente.

—¿De qué, señor Bandi? —dijo Vicente con su habitual inquietud.

—Con toda seguridad hay aquí algunos respiraderos, especies de solfataras, semejantes a los que se ven en Toscana, junto a las salinas de Nirano, y en las de Sassuolo.

—¿Y qué son esos respiraderos?

—Volcanes pequeños.

—¡Caramba, doctor; por mil diablos! ¿Y quiere que vayamos a verlos?

—No son otra cosa que volcanillos de fango, completamente inofensivos. No hay peligro en acercarse a ellos.

—¿No despiden lava?

—No, Vicente. Se contentan con lanzar arcilla y un poco de gas. Alguna que otra vez arrojan también, un poco de agua hirviente mezclada con ácido bórico.

—Pues entonces vamos a verlo.

La canoa había llegado junto a la playa. Miguel la aseguró con una doble cuerda a una de los escollos, temiendo que el oleaje producido por el cambio de la marea la desamarrase por segunda vez, y después los cuatro exploradores se encaramaron por los escollos, llevando consigo linternas.

Los silbidos y las detonaciones continuaban, acompañados alguna que otra vez por un sordo bramido. Por la caverna se extendía penetrante olor a gas, que hacia estornudar con frecuencia a los cuatro hombres.

Atravesadas las primeras rocas, se hallaron de improviso ante un enorme amasijo de barro, aún semilíquido, el cual rodeaba a una especie de cono de cinco a seis metros de altura.

Del vértice de aquel cono era de donde salían los silbidos y los ruidos, y también a intervalos salían de él algunos chorros de una materia negruzca, en ebullición, acompañada de borbotones de agua humeante.

—¿Es éste el volcán? —dijo Vicente con asombro.

—Sí —respondió el doctor—. Pero ahora descubro otros más pequeños allá lejos.

—¿Y qué hay dentro de estos conos?

—Ya lo veis, fango hirviendo.

—¿No oís esas detonaciones que salen de entre aquellas grietas? —dijo Miguel.

—Son fugas de gas —dijo el doctor, bajando su linterna—. ¿No veis cómo estallan aquellas burbujas que salen con el fango?

—Sí —dijo Vicente.

—Arrimadles una cerilla encendida.

El pescador, tras breve vacilación, obedeció, y vio que aquellas burbullas se inflamaban en seguida, dando un estallido.

—¡Qué extraño es todo esto! —exclamó—. ¿Y no habrá ningún peligro de que este gas oculto bajo el fango se incendie y nos arroje por los aires?

—¡Oh! Ninguno.

—¿No pueden causar daño estos volcanes?

—Verás… algunas veces se han convertido en tan peligrosos como los grandes.

—¡Y parecen de juguete!

—Sí, Vicente. En Sassuolo, por ejemplo, un pueblo de la provincia de Módena, y que quizá le tengamos ahora precisamente sobre nuestras cabezas, hay un volcanillo, llamado comúnmente Salsa di Sassuolo, que no es mucho mayor que éste, y, sin embargo, ya ha tenido tremendas erupciones.

—¿Un volcancete tan chico?

—La historia recuerda erupciones gravísimas. Noventa años antes de Cristo, ese juguetillo, como vosotros le llamáis, arrojó por su cráter llamas y fango en cantidades extraordinarias y produjo algunos terremotos que costaron la vida a no pocos habitantes, destruyendo muchas casas. En 1801, arruinó por completo la población de Sassuolo, estando en ebullición y ardiendo durante varias semanas y lanzando por los aires bloques de piedra de varias toneladas, como si fuera el Etna o el Vesubio.

También en 1835 devastó los alrededores durante nueve semanas, vomitando millón y medio de metros cúbicos de fango.

—¡Caracoles! ¿Y ahora?

—Ahora duerme y se contenta con lanzar de vez en cuando algo de fango o gases. Algunos años, casi no cede señales de vida.

—¡Vámonos, doctor! —dijo Vicente, asustado.

—Sí, vayámonos antes de que este juguetito nos haga de pronto alguna mala partida —dijo Miguel.

—No hay peligro alguno.

—Aunque así sea, es preferible marcharse.

—Como queráis; pero antes hemos de comer aquí y dormir un rato. Nos hace falta algún descanso, pues hace ya la friolera de quince horas que no dormimos nada.

—Si nos garantizáis que el volcancito nos deja tranquilos, dormiremos aunque sean diez horas seguidas. Pero me parece que se estaría mejor entre las cajas de la canoa.

—Espero que sólo se contente con silbar como hasta ahora.

Habiendo hallado un lugar a propósito para acampar, prepararon la comida, y después de fumar una pipa los cuatro exploradores se envolvieron en sus mantas y se quedaron profundamente dormidos, a pesar de los continuos silbidos y detonaciones del volcán.

CAPITULO IX. UNA LUZ SOSPECHOSA

Después de haber dormido por espacio de unas diez horas, los cuatro exploradores se reembarcaron para continuar el viaje a lo largo del canal.

Apenas hubieron traspasado la abertura que les sirvió de entrada en la caverna, chocó la canoa contra un gran bulto que sobrenadaba en las aguas del canal. Era uno de los dos tiburones que habían intentado atacarles algunas horas antes.

El monstruo, en las convulsiones que le producía el dolor de las heridas, había topado con el hocico contra una hendidura de la pared con tal ímpetu que no pudo después desencajarse de ella. Allí le sorprendió la muerte.

Como los pescadores llevaban víveres más que suficientes para realizar su viaje, no se ocuparon en cogerlo para cortar de él algún trozo, pues además tenían prisa para salir cuanto antes del canal.

La marea estaba en su flujo, y, por tanto, Miguel y Roberto se vieron precisados a empujar los remos… La corriente era muy lenta y el peso de la canoa muy ligero; no tenían, por lo tanto, que hacer un esfuerzo excesivo para abrirse camino contra la corriente.

El túnel, al lado opuesto de la abertura, describía un recodo bastante acentuado, inclinándose ligeramente hacia el sur.

Probablemente, el capitán Gottardi y sus hombres se vieron obligados a dejar la línea recta seguida hasta entonces, por evitar algún obstáculo que les imponía la naturaleza del suelo.

En efecto, examinada la pared septentrional, comprobó el doctor que estaba formada por una especie de granito durísimo y difícil, ponlo tanto de excavar. Quizá por este motivo, para evitar la roca, aconsejó el capitán desviar la galería hacia el sur, donde el terreno estaba formado de tufo calcáreo, piedra muy fácil de taladrar.

Los navegantes habían avanzado ya cerca de dos kilómetros cuando hacia la pared meridional hallaron una extensa excavación, que no parecía obra de la Naturaleza, pues sus rocas estaban perfectamente talladas y alisadas. En aquella excavación podía guarecerse muy cómodamente una de las mayores embarcaciones de nuestros tiempos.

—¿De qué puede servir esta gran excavación? —preguntó Vicente al doctor.

—¿No comprendes su objeto?

—No, doctor.

—Sirve de apartadero para los barcos. Suponte que viene un barco en un sentido y otro en el contrario.

—Perfectamente, ya comprendo: uno de los barcos tendría que ceder su puesto al otro, pues lo estrecho del túnel no consiente el paso de los dos juntos.

—Justo, y en este sitio encontraría uno de ellos su punto de parada para dar paso al otro.

—¡Era un gran hombre ese capitán Gottardi!

—Un gran ingeniero, Vicente.

—¿Hallaremos más apartaderos de esta clase?

—Seguramente, y puede ser que hayamos pasado alguno sin advertirlo. No se comprende que sólo hubiera hecho uno para una distancia tan larga como a la que nos encontramos del Adriático.

—¿A tanta distancia estamos ya? ¿Por dónde iremos ahora?

—Si mis cálculos no me engañan, debemos estar bajo Módena.

—¿Cuál es la longitud total del canal?

—En línea recta no debe de tener más allá de ciento cincuenta o ciento sesenta kilómetros.

—Entonces, ¿dentro de pocos días habremos terminado nuestro viaje?

—Con toda seguridad, a no ser que nos ocurra alguna desgracia.

—¿Qué teméis, pues?

—No sé, pero de todo puede suceder en este mundo.

—Supongo que en estos cuantos días no ha de sobrevenir el fin del mundo, ni se hundirá la galería —dijo el pescador, riendo.

—¡Bah! La galería es muy sólida —dijo el doctor—. Después de resistir durante tantos siglos no va a hundirse ahora.

Un brusco movimiento hecho por Roberto interrumpió la conversación.

—¿Qué hay? —preguntó Vicente.

El joven había abandonado el remo, y encorvado sobre la proa parecía ocupado en mirar algo a través de las densas tinieblas que envolvían las infinitas arcadas del túnel.

—¡Habla!, ¡habla! —dijo el señor Bandi.

—¡Una luz! —exclamó Roberto.

—¿Será algo de fosforescencia?

—No, doctor, era una luz.

—Es imposible.

—La he visto brillar dos veces y apagarse luego.

—¿Muy lejos?

—A eso de un kilómetro.

—¿Será realmente una luz, doctor? —preguntó Vicente.

El señor Bandi movió con incredulidad la cabeza.

—Nadie puede haber bajado hasta aquí —dijo después.

—¿Y cómo se explica esta luz?

—Puede que haya allí lejos algún volcán; pero…

—¡Decid, doctor!

—Si hubiese sido un volcán se vería aún el fuego, y ahora no se ven más que sombras.

—Yo tampoco veo ya ningún punto luminoso.

—Vayamos más adelante.

Iba a recoger el remo Roberto, cuando gritó Miguel:

—¡Mirad! ¡Mirad, señor Bandi!

El doctor y el patrón miraron al frente y vieron brillar con gran claridad, entre las sombras, un pequeño punto luminoso de color rojizo, con apariencias de una estrella de sexta o séptima magnitud.

—¡Oh, sí! ¡Allá lejos brilla algo! —dijo Vicente.

—Parece un fanal —dijo el doctor.

—Un fanal de marina, de luz roja —añadió Miguel.

—¡Doctor! —exclamó Vicente cruzándose de brazos y mirándole fijamente.

—¿Qué hay, Vicente?

—¿Nos habrá precedido alguien?

—¿Quién iba a ser?

—¿No recordáis aquella barca medio rota que encontramos sobre el banco de arena en la entrada del canal?

—No la he olvidado, Vicente.

—Quizá sus tripulantes hayan intentado la exploración.

—¿Y quién creéis que les haya hablado de la existencia de este canal?

—¿Quién? ¿Quién? Pues un bribón que lo sabía.

—Dime, su nombre.

—¡El grandísimo perro de Simón!

—¿El eslavo?

—Nadie puede haber sido, sino él.

—No creo que haya tenido la osadía de emprender él solo una exploración de esta índole; y, además, ¿qué interés tenía para él el descubrimiento de este túnel?

—La esperanza de hallar en él algún tesoro fabuloso le habrá decidido.

—Lo dudo, Vicente… Por lo demás, no tardaremos mucho en poner todo esto en claro.

—Sí, doctor; ¡y como ese granuja haya vendido el secreto a otros, yo le aseguro que le hago pedazos!

—¡Adelante, Miguel! Hagamos por ganar tiempo.

Los dos pescadores tomaron de nuevo los remos, murmurando mil amenazas contra el indiscreto eslavo, dispuestos a acercarse al punto luminoso, costase lo que costase.

El doctor y Vicente, de pie sobre la proa, interrogaban ansiosamente las tinieblas, mas era en vano. La lucecilla roja no reapareció entre las interminables bóvedas del túnel.

Habían avanzado ya durante media hora, cuando de pronto observaron que la galería se ensanchaba hasta tal extremo que las bóvedas eran tan altas que no llegaban a verlas.

El doctor levantó la antorcha, con la esperanza de ver al menos las paredes; pero también éstas parecían haber desaparecido.

—Seguramente estamos ahora en alguna nueva caverna natural —dijo a Vicente que le interrogaba—. Ha debido de ser un feliz hallazgo que facilitó grandemente los trabajos del capitán Gottardi.

—¿Es un gran lago subterráneo?

—Y quizá inmenso, Vicente. ¡Escucha a lo lejos el sonido del agua que se rompe entre los escollos!

—Sí, doctor. ¿Qué haremos?

—Seguir cualquiera de las dos orillas.

—¿Y el fanal?

—No le veo ahora por ninguna parte.

—¿Habrán desaparecido esos bribones?

—Ya los encontraremos, Vicente; aunque te advierto que aun abrigo ciertas dudas.

—¿No creéis aún que eso fuera un fanal?

—Aun no. ¿Adónde queréis que nos dirijamos, al Norte o al Sur?

—Sigamos la costa del Sur. Pero… ¡oh! Mire allá lejos, doctor. ¿Se trata de simples fosforescencias, o de algún otro fenómeno?

—¿Dónde?

—¿No veis aquellos resplandores? Cualquiera diría que allá lejos hay grandes bloques de fósforo.

—Puede que sean grandes masas de hongos.

—¿Hongos luminosos?

—¿Qué? ¿Te asombras?

—Jamás los he visto.

—Pues en Italia también los hay, ¡y no pocos!

—¿Y cuáles son?

—Todos los hongos de los olivos, los que se llaman técnicamente agaricus olearius, son fosforescentes. Si se les expone durante algún tiempo al sol y después se colocan en un lugar oscuro, lanzan vivos resplandores, especialmente por su parte inferior. Esto se observa muy bien durante la noche. Hay otros, además, como los risomorte, por ejemplo, que son hongos que viven parásitos sobre los troncos de las plantas, en particular en los lugares húmedos y sombríos, los cuales despiden a veces luz igual a la de una lámpara de incandescencia.

—¿Se los podría emplear como lámparas?

—Una vez cortados, pierden en seguida su fosforescencia.

—Entonces, esa luz que vimos antes, ¿no sería producida por esos hongos?

Pudiera ser.

—Me alegraría de que así fuese.

—Y yo también.

Mientras conversaban de esta forma, la canoa había llegado a la orilla meridional de la inmensa caverna.

Su playa era soberbia. Parecía como si estuviese formada por bancos de yeso o de nieve blanquísima, pues las rocas y la arena que la formaban eran de una nítida blancura. Hubiérase dicho que aquella inmensa caverna había sido excavada en un bloque de mármol de Carrara.

—Cuantísima riqueza se podría extraer de aquí —dijo el doctor, contemplando con viva admiración aquellas espléndidas rocas que la luz de la antorcha hacía centellear como si fueran de alabastro—. Las célebres canteras de Carrara no son nada en comparación con los bloques enormes de piedra que podían sacarse de aquí.

—Y es un magnifico mármol —dijo Vicente—. Yo entiendo un poco de esto, pues muchas veces he hecho transportes de ellos en Spezia.

—Es mármol estatuario finísimo. No vale seguramente el metro cúbico menos de mil quinientas liras.

—De aquí se podrían extraer muchísimos millones.

—Sí, Vicente.

—¡Qué desgracia! ¡Tantas riquezas y no poderlas aprovechar!

—Algún día, cuando ya conozcan el canal, podrán penetrar aquí barcos y se llevarán estos mármoles.

—Y millares de trabajadores.

—Sí, Vicente; día llegará en que esta caverna inmensa sea trabajada.

—¿Acaso cuando se agoten las de Carrara?

—¡Qué! ¿Agotarse aquellas canteras? Piensa en que llevan trabajando en ellas desde el tiempo de los romanos y aun quedan montañas de mármol enormes por trabajar. Y la exportación sigue cada día en aumento.

—Deben extraerse un buen número de toneladas, doctor.

—Se calculan al año unas noventa mil por término medio.

—¡Montañas enteras! ¿Para obtener tal cantidad de bloques harán falta muchos operarios?

—Sólo en el pueblo de Carrara trabajan más de cuatro mil, sin contar los escultores, los canteros ni los que transportan los bloques de la cantera.

—Los propietarios deben de hacer ganancias fabulosas.

Mientras tanto la canoa, impulsada por los remos de Miguel y Roberto, continuaba bordeando la playa. A trechos veíanse grupos de escollos que surgían de las aguas como verdaderos Iceberg polares, pues blancos como las paredes y las rocas de la costa.

A veces se veían bellas ensenadas, puertos en miniatura, capaces apenas de contener media docena de canoas, y también grandes hendiduras muy profundas que parecían los lechos de antiguos riachuelos. De vez en cuando alguna cascada se despeñaba desde lo alto, saltando y quebrándose sobre los espléndidos mármoles con un rugido profundo, que los ecos repetían en la inmensidad vacía de la caverna.

Y no creáis que en aquellas playas faltasen en absoluto las plantas, las flores y las hojas. No eran en realidad plantas vivas, sino petrificadas o formadas por soberbias cristalizaciones.

En algunas grietas veíanse surgir como troncos petrificados de árboles, que daban la ilusión perfecta: eran bosquecillos que, si bien no podían competir con los célebres de la selva petrificada descubierta en el Arizona, en América, eran, sin embargo, más bellos y admirables.

Bajo las rocas se hallaban infinidad de cristalizaciones maravillosas. Musgos colgantes, líquenes finísimos, grupos de ramas, macizos de follaje, césped y xaras flores, que lanzaban a la luz de las antorchas brillantes resplandores como si fuesen de oro y centelleos de rubíes y topacios.

En tiempos pasados debió de ser esta caverna el fondo de algún volcán, porque esas cristalizaciones maravillosas sólo se observan de ordinario en el interior o en los cráteres de los volcanes.

A ratos, el color blanco de los mármoles cambiaba bruscamente. A las rocas blancas sucedían rocas calcáreas rosas, carmesíes, con vetas espléndidas, verdes o rojizas, y poco después volvía a imperar el tono blanco.

Al cabo de una hora llegó la canoa a una microscópica bahía, encerrada entre altísimos escollos que parecían compuestos a base de alabastro. Sobre la playa, entre dos rocas colosales, veíanse brillar los grupos de hongos que esparcían a su alrededor su luz de tinte indefinido.

—Vamos a verlos —dijo el doctor—. Mientras, descansarán un poco nuestros hombres.

—Si, y que vayan preparando la comida.

Iban a desembarcar cuando llegó a sus oídos un lejano estampido, que salió de la parte trasera de las rocas que había junto a la playa.

—¿Qué habrá sido eso? —exclamó Vicente, mirando con inquietud al doctor Bandi.

—No sé qué será —contestó el doctor, deteniéndose.

—Al pronto me ha parecido una explosión.

—Quizá haya sido producido por la sacudida de un terremoto.

—No lo creo así. La superficie de este lago está tranquila.

—¿No oís?

—Sí, otra detonación.

—Y ha sonado ahí, enfrente de nosotros.

—Pero no se divisa nada —dijo el doctor—. ¿Habrá por aquí alguna caverna?

—¿Socavada quizá detrás de las paredes que blanquean tras las rocas?

—Sí, Vicente.

—¡Qué hacemos, doctor!

—¡Por Baco…! Vamos a ver qué sucede por ahí.

—¿No nos expondremos a algún peligro?

—Los peligros siempre se pueden evitar: basta con ser prudentes.

—Entonces vamos todos; después comeremos.

—¿Está bien amarrada la canoa?

—La he sujetado con doble juego de anclas.

—Coged otras dos linternas y vamos a ver qué es lo que produce esas detonaciones.

Poco después los tres pescadores desembarcaron, dirigiéndose hacia el lugar de los hongos, que ocupaba una extensidad de unos cincuenta metros de longitud por veinte o treinta de anchura.

Eran de la familia de los rizomorfos, o sea, de esos hongos que se crían en los árboles secos y en las cuevas; pero de dimensiones bastante mayores. Algunos de ellos tenían treinta o cuarenta centímetros de circunferencia, con una altura de siete u ocho pulgadas.

Mientras el doctor y su compañero estaban observando, oyeron de nuevo las detonaciones. Esta vez parecían haber salido de una gran arcada que se veía dibujarse confusamente al otro lado de las rocas.

—Son verdaderas explosiones —dijo el doctor—. ¿Habrá algún volcán de esos pequeños por estos contornos? Me parece sentir olor de azufre o de materias bituminosas.

—Es cierto, señor —dijo Miguel.

—Busquemos un lugar para pasar entre las rocas.

—Tened cuidado, doctor —dijo Vicente.

—No temáis, amigo. Si hubiese algún peligro, ya retrocederíamos.

Trepando con no pocos peligros por una alta y escarpada roca, llegaron a una especie de garganta estrechísima, formada de fragmentos de mármol blanquísimo, que podrían tomarse por pilones de azúcar triturados por un mazo enorme, y flanqueada por dos paredes lisas, como cortadas a pico.

Parecía como si aquel paso hubiese constituido antiguamente el lecho de algún río o un impetuoso torrente.

El camino era escarpado y áspero, a causa de aquellos trozos de roca; pero el doctor y sus compañeros sortearon bien pronto todos los peligros y llegaron a una hondonada bastante profunda. Frente a ellos se erguía una pared gigantesca cuya parte superior se perdía entre las tinieblas.

Era completamente lisa, imposible de subir; pero mirando hacia la derecha, el doctor creyó descubrir una especie de arcada que podía indicar algún paso a la entrada de alguna otra caverna.

—¡Allá! —dijo.

Iba a dirigirse en aquella dirección, cuando vio una especie de relámpago rojizo surcar el aire por debajo de aquella arcada, seguido después de aquellas detonaciones que habían oído otras veces.

—¿Habéis visto, señor doctor? —preguntó Vicente.

—Sí —contestó el doctor.

—Allá lejos debe de estar el Infierno…

—O algo muy parecido —dijo el señor Bandi riendo—. ¿Tienes miedo a seguirme?

—Si vais vos, iré yo también.

—Y también nosotros —dijeron Roberto y Miguel.

—Ahora os voy a enseñar una erupción de lava; será un espectáculo que nunca lo olvidaréis y que muy pocos han podido contemplar.

—¿Y no nos achicharraremos?

—Nada temas, Vicente. ¡Venid, amigos!

CAPITULO X. UNA ERUPCIÓN DE LAVA

Pasadas las últimas rocas llegaron los cuatro exploradores delante de una inmensa galería que se internaba lo menos quinientos metros en las entrañas de la tierra.

Mejor aun que galería podría llamársele salón, pues tenía espaciosas bóvedas, paredes perfectamente lisas, formadas de mármol blanquísimo, y aquí y allá dispuestas con cierta simetría, algunas aberturas que pudieran tomarse por ventanas.

Una luz intensa, rojiza, salía del extremo opuesto, con intermitencias, haciendo rebrillar los mármoles y tiñéndolos a veces de reflejos rojizos de una belleza maravillosa.

Parecía como si a lo lejos ardiese un gran fuego, aunque por el momento no divisasen aún las llamas…

De aquella gran hendidura, pues tal al menos lo parecía, llegaban a intervalos sordos bramidos, seguidos de detonaciones y extraños silbidos, y por último, estallidos que hacían retemblar el suelo de la galería. Un gran número de bloques de piedra desprendidos de lo alto de las bóvedas cubrían el suelo y daban idea de la potencia de aquellas explosiones.

El doctor y sus compañeros se detuvieron, contemplando con estupor aquella obra maestra de la naturaleza.

—¡Qué hermoso! —exclamaba Vicente.

—¡Soberbio! —decía el señor Bandi.

—¡Una maravilla! —decían Miguel y Roberto.

—Pero ¿de dónde provienen estas luces? —dijo Vicente—. Cualquiera diría que alguien ha encendido un gigantesco farol, alguna lámpara colosal.

—Debe ser el reflejo de la lava —contestó el doctor.

—Y esas detonaciones, ¿de qué serán?

—Vamos a ver esa lava —dijo Miguel—; ya que hemos venido aquí, disfrutemos del espectáculo.

—Si, vayamos —dijo Roberto—. Yo también quiero verla.

Aunque los bramidos aumentasen a cada minuto en intensidad y el suelo de la soberbia galería experimentase de vez en cuando oscilaciones que podrían originar desprendimientos espantosos, los cuatro exploradores, vencidos por la curiosidad, se lanzaron al través de las piedras desprendidas para contemplar el espectáculo.

A medida que se acercaban a la hendidura, aumentaban los rugidos y crecía la potencia de la luz.

Rayos sangrientos lanzaban sus reflejos sobre las marmóreas paredes, seguidos de otros fulgores lívidos que parecían producidos por lámparas eléctricas o por chorros de bronce fundido.

Sordos rugidos se propagaban desde el suelo a las bóvedas, haciéndolas temblar, y a ellos se mezclaban violentas detonaciones y lejanos bramidos.

El doctor y sus tres compañeros atravesaron corriendo la galería, por miedo a que les cayese encima una de aquellas piedras, y pronto llegaron a la hendidura.

Lanzaron una exclamación de sorpresa ante el horrible espectáculo que se apareció a sus ojos.

Al otro lado de la hendidura se abría un inmenso abismo, de forma casi circular, con las paredes lisas, y en cuyo fondo se veía una especie de cavidad enorme, llena de una especie de pez hirviente o azufre derretido.

Se veía cómo aquellas materias burbujeaban hirviendo, lanzando llamaradas, produciendo aquellos rugidos, con explosiones secas potentes, desparramando nubes de centellas y humo negrísimo, impregnado de vapores de azufre que se agarraba a la garganta de nuestros exploradores, amenazando asfixiarlos.

De vez en cuando del fondo de aquella cavidad se abría como una garganta, y una gigantesca llamarada irrumpía con mil silbidos, elevándose casi hasta el nivel de la hendidura e iluminando siniestramente las paredes del abismo y las de la galería.

Aquellas erupciones de fuego eran inmediatamente seguidas de rugidos subterráneos y sacudidas tan violentas que temblaban las rocas como si fuesen a caerse de un momento a otro sobre aquella fosa infernal.

—¡Por cien mil demonios encendidos! ¿Qué hierve allá abajo? —exclamó Vicente, asustado.

—¡Esa es la casa donde vive el compadre Belcebú! —dijo Miguel, tapándose la nariz.

—Son lavas en ebullición —dijo el doctor.

—¿Es esto también un volcán?

—Algo parecido, Vicente.

—¿Arrojará también piedras?

—Es probable. ¿Oís esos rugidos espantosos?

—Y siento, además, que las piedras oscilan.

—¡Mil rayos! ¡Huyamos, doctor! Ya tenemos bastante con este espectáculo.

—Sí, vámonos, señor —dijeron Miguel y Roberto.

El señor Bandi hubiera deseado detenerse algún tiempo más para observar mejor aquel mar de fuego que rebullía espantosamente en el fondo del abismo; pero la prudencia aconsejaba una pronta retirada.

Las explosiones se sucedían con mayor frecuencia, lanzando a lo alto gigantescos penachos de humo y enormes lenguas de fuego, y bajo el suelo se comenzaban a sentir crecientes estallidos y ruidos alarmantes.

Había que temer alguna gran explosión y quizá también algún terremoto.

—Sí, vámonos —dijo, al mismo tiempo que un borbotón de lava ardiente se esparcía por los bordes del abismo—. Mejor será que nos retiremos a la canoa.

Atravesaron otra vez corriendo la galería. Los rugidos aumentaban y cada nueva explosión que se producía en el fondo de la siniestra fosa, grandes trozos de piedra se desprendían de la bóveda al suelo con horrible estrépito.

Habían recorrido ya la mitad del camino, cuando el suelo tembló con tal violencia que les hizo caer.

—¡Caracoles! ¡El terremoto! —gritó Vicente, poniéndose en seguida de pie.

—Busquemos dónde refugiarnos —gritó el doctor—. Las bóvedas se hunden.

Viendo a corta distancia uno de aquellos huecos que tenían la apariencia de ventanas de la galería penetró por él seguido de los tres pescadores.

Aquel refugio era una especie de hornacina socavada en el mármol, de forma perfectamente circular y capaz de contener unas doce personas.

Apenas se habían refugiado dentro cuando sobrevino la segunda sacudida, aún más violenta que la anterior, seguida de un estampido tal, que parecía como si el volcán hubiese estallado como una granada.

Los muros de la caverna se bambolearon espantosamente y una enorme masa de bloques de piedra cayó al suelo con un ruido ensordecedor.

—¡Por cien mil tiburones! —gritó Vicente, pálido como un cadáver—. ¡Nos va a sepultar vivos!

—¿Y si se derrumba toda la caverna?

—Si salimos, nos aplastan esos bloques.

—¡Doctor! —gritaron Miguel y Roberto, enloquecidos de espanto.

—¡Valor, amigos! Todo acabará muy pronto.

Las sacudidas y los estruendos continuaban, mientras las bóvedas, cada vez más agrietadas, se desplomaban cayendo sobre la caverna enormes bloques, que rebotaban y se desmenuzaban por lo violento del choque, haciendo retemblar el suelo.

Mientras tanto, en el lado opuesto de la galería, el volcán rugía horriblemente. Rayos siniestros iluminaban de vez en cuando las rocas y nubes de humo denso e irrespirable pasaban rozando el hueco donde se habían refugiado los pescadores y el doctor.

Sin duda alguna la lava iba subiendo rápidamente por el abismo, y era de temer que se derramase por la galería como un torrente de fuego.

El doctor, con riesgo de que le cayese sobre la cabeza algún pedrusco, después de haber recomendado a sus amigos que no se movieran, se arrastró hasta el borde del hueco para ver cómo estaban las cosas por la parte del volcán.

De la abertura del abismo se desbordaban llamas y enormes humaredas; hasta entonces no había caído sobre la galería ningún chorro de lava. Sin embargo, a juzgar por los relámpagos que se reflejaban en las rocas, podía conjeturarse que las materias en fusión no debían estar muy lejos.

—Nuestra situación se agrava —dijo, volviendo en seguida hacia los tres pescadores—. Corremos el peligro de ser envueltos por un río de lava y fuego.

—¿Han subido ya las lavas hasta el borde de la abertura? —dijo lleno de confusión el pobre Vicente.

—Creo que aun no han llegado hasta ese límite, pero no tardarán mucho en rebasarle.

—Si se derrama por esta galería no vamos a poder salir ya más, doctor, y nos achicharraremos vivos.

—Quizá pudiéramos evitar ese peligro. El suelo de la caverna está cubierto de bloques de piedra que obligarán a la lava a dividirse.

—Quisiera encontrarme en la canoa.

—Yo también, Vicente.

—¿Y si intentáramos salir?

—¿Quieres morir aplastado? ¿No ves esta lluvia de piedra?

—¿Y si la lava llega a penetrar hasta este mismo refugio?

—Está algunos metros más alta que el nivel del suelo.

—¿Y si aumentase el río de lava?

—Ese peligro no existe, porque estando la galería en pendiente, la lava se verterá sobre el lago.

—¿Y nuestra canoa?

—¡Bah! Está lejos de la garganta que hemos seguido para llegar hasta aquí.

—Os digo, sin embargo…

La frase fue cortada por un estallido colosal, espantoso, seguido de un derrumbamiento terrible de las bóvedas. Por un instantes parecía como si toda la bóveda se destrozase y los escombros llegaran a sepultar el cráter del volcán terriblemente conmovidas, no cedían. Sólo desde lo alto se desgajaban bloques y más bloques en cantidad prodigiosa.

Terminado el estallido se vio de pronto invadida la caverna por un relámpago deslumbrador.

—¡La lava! —gritó Vicente.

—¡Sí, y se precipita a través de la galería! —gritó Miguel, que se encontraba más al borde del hueco.

El doctor, impulsado por su osada curiosidad, se precipitó hacia afuera.

¡Qué espectáculo se extendía ante sus ojos!

De la boca del abismo salía, como de un torrente desbordado, una avenida de líquido inflamado como bronce fundido, que lanzaba grandes resplandores.

Eran las lavas del volcán que invadían la galería. El torrente engrosaba, mientras que sobre él quedaban en suspenso grandes masas de humo negruzco de un olor penetrante a betún y azufre.

Encontrando interrumpido el camino por obstáculos que no podían rebasar, aquellas materias viscosas que tanto peligro llevaban consigo se detenían de vez en cuando y se encrespaban con oleadas, como el mar en plena tempestad se enfurecían despidiendo llamaradas de fuego, centelleando azufre fundido, y después se desbordaban resbalando, corriendo de bloque en bloque, de roca en roca, dividiéndose y formando mil torrentes y canales en una gran extensión de la galería.

¡Era un espectáculo horrible, pero digno de admiración, soberbio!

Últimamente los tres pescadores, olvidándose de las precauciones anteriores, se habían puesto de bruces sobre un hueco y contemplaban con miedo y admiración aquella riada brillante; que se extendía por entre los desprendimientos de las bóvedas, amenazando invadir toda la galería.

—¡Nunca he visto nada semejante! —exclamó Vicente—. Este fuego le hace a uno estremecerse de pavor; pero ¡qué bello es!

—¿No te arrepentirás nunca de haber hecho esta exploración?

—¡Oh, no, doctor!

—¿Qué haremos para salir de aquí? —preguntó Miguel—. Dentro de poco tiempo nos quedará cortada la retirada.

—Esta erupción no puede durar mucho —dijo el señor Bandi—; el volcán terminará por calmarse.

—¿Y si la erupción durase varios días?

—Saltando de bloque en bloque, creo que podríamos llegar fácilmente a la boca de la galería. Esperemos a que acaben las sacudidas y después nos iremos.

—Pero…, ¡doctor!

—¿Qué te pasa, Vicente?

—¡Es extraño! La lava está ya muy cerca, y sin embargo, no siento calor alguno… Se diría que este río de fuego carece de calor.

—Sí; pero si probases a meter un dedo esa lava que te parece fría, te quedarías sin él en un segundo.

—¡Tanto quema!

—¡Como si fuera bronce fundido!

—¿Y por qué no irradia calor?

—A causa de que se cubre en seguida de una ligera película vítrea que es muy mala conductora del calor. Su superficie se solidifica muy pronto, y si este río no estuviese alimentado de continuo por el calor interno, lo verías solidificarse en seguida como cristalizado, aunque no por completo, porque por debajo de esa costra solidificada continúan corriendo las materias en fusión.

—¿De qué materias está compuesta esta lava? Parece pez mezclada con azufre.

—No hay en ella ni uno ni otro elemento. Se ha creído que sería una sustancia mineral fundida como el hierro; pero en realidad no es sino una pasta de cristales, tan pequeños que casi no pueden distinguirse, y algunas otras materias.

—¿No arrojan los volcanes grandes cantidades de ella?

—Sí, cantidades fabulosas. Basta saber que nuestro Vesubio, en una sola erupción, vomitó tal cantidad que cubrió más de quince millones de metros cúbicos.

—¡Tanta lava como sería suficiente para construir una ciudad o destruirla! Me han dicho que también arrojan enormes cantidades de ceniza.

—En la erupción de 1831, el Vesubio despidió por su cráter tanta ceniza que cubrió los tejados de todos los pueblos de los alrededores con una capa que variaba entre tres y seis metros de espesor.

—¡Caracoles! ¡Una verdadera fortuna para las lavanderas!

—Pero no para los pobres aldeanos.

—Os creo, doctor.

—Durante aquella erupción vomitó piedras de dimensiones extraordinarias. Se encontró una tan grande que no pudieron moverla veinte bueyes.

—Esa hacía falta que le cayese a Simón Storvick en la cabeza.

—Doctor —dijo en aquel momento Miguel—, la lava va subiendo.

—Tenemos que marcharnos —dijo Vicente.

—Las bóvedas siguen agrietándose, querido amigo. ¿No oyes que los bloques siguen cayendo en el extremo de la galería?

—¿Cómo acabará todo esto? Comienzo a tener inquietud, doctor.

—Confío en que el volcán se tranquilice pronto: Aquella esperanza era muy problemática, pues en vez de calmarse parecía que aquel abismo hirviente adquiría mayor incremento.

Tremendas explosiones se sucedían casi sin interrupción ocasionando nuevos y más peligrosos desprendimientos, en tanto que el suelo experimentaba de vez en cuando espantosas sacudidas.

La lava continuaba en aumento. Nuevas oleadas se aglomeraban, subiendo por la abertura, y se derramaban furiosamente por la galería, superponiéndose inmediatamente a las capas ya frías. El peligro estaba en que continuase así por mucho tiempo e irrumpiese también hasta la altura del refugio de los cuatro exploradores.

El doctor comenzaba a inquietarse. Era necesario abandonar aquel hueco y procurar llegar a la entrada del túnel; pero ¿en qué forma? La lava había cubierto ya casi todos los bloques que bien o mal podían haberles servido de puente, y las bóvedas seguían desplomándose a consecuencia de las sacudidas.

Los cuatro desgraciados, acurrucados en el fondo de la pequeña caverna, miraban con ojos aterrorizados la marea de lava que subía con espantosa e implacable lentitud.

—¡Doctor! —dijo de pronto Vicente—. Si no nos vamos de aquí, dentro de media hora cubrirá este hueco también la lava.

El señor Bandi no respondió. Se había asomado y observaba atentamente las paredes superiores de la galería, que las violentas sacudidas habían ya destrozado en parte.

—Decidios, doctor —añadió Vicente—. El peligro nos sigue amenazando.

—Ya he encontrado algo —contestó el señor Bandi.

—¿Qué?

—Quizá podamos escapar de la lava.

—¿De qué modo?

—La pared que tenemos encima de nosotros está agrietada por muchos lados y no creo sea difícil escalarla.

—¿Y adónde llegaremos?

—Por ahora nos limitaremos a subir más alto; después ya veremos el medio de llegar hasta la canoa.

—¿Y las piedras que siguen cayendo?

—Haremos por evitarlas como podamos. Todo lo tenemos que intentar antes que dejarnos asar vivos.

—Estamos dispuesto a seguiros —dijeron los pescadores.

—¡Pues andando! ¡Valor y sangre fría!

Aprovecharon un instante de calma del volcán y se lanzaron fuera.

El espectáculo era maravilloso a la vez que terrible.

Toda la gran caverna estaba llena de fuego; la lava se desbordaba tumultuosamente entre las ruinas de la bóveda, rebasando los bloques y formando un horrible oleaje, mientras de la abertura del abismo nuevas cantidades de materias incandescentes se precipitaban sobre ella, con terrible velocidad, entre torbellinos de humo y de chispas.

Una claridad intensa, con reflejos sangrientos, se proyectaba en las rocas, tiñéndolas de rojo, iluminando de un modo infernal las semidormidas arcadas de la espléndida galería.

El doctor, después de haber bordeado un resalto de la cueva y de haber trepado por algunos de los bloques que la lava ya rodeaba por completo, se detuvo ante una gran grieta que subía hacia las altas bóvedas formando zigzag. La pared, que poco antes era lisa y de un solo bloque, había sido despedazada y agrietada por una de aquellas poderosas sacudidas y quedaba alabeada.

Un gran número de piedras se habían ido deslizando por aquella grieta y habían formado en el suelo un gran montón en forma de pirámide, que resultaba bastante accesible.

—¡Seguidme! —dijo el doctor, subiendo sobre aquellas piedras para alcanzar más fácilmente la grieta.

—¡Dejadme paso, doctor! —dijo Vicente—. Yo, tengo el pie más firme. ¡Miguel, tú a retaguardia!

Ayudándose uno a otro, agarrándose a los salientes de las rocas, encajando los pies entre las grietas y arrastrándose o bien saltando, iban los cuatro valerosos exploradores ganando camino entre los torbellinos de humo que llenaban las bóvedas de la galería y las rocas que caían de todas partes con estrépito ensordecedor.

La primera hendidura fue fácilmente salvada. Seguía otra casi en sentido vertical y llena de piedras que habían caído en ella de lo alto.

El doctor y sus compañeros se tomaron un breve momento de descanso y reanudaron animosamente la peligrosa ascensión.

Las piedras rodaban a veces bajo sus pies, amenazando arrastrarlos consigo en su loca carrera y sepultarlos en las ardientes lavas que se estrellaban en oleadas contra las paredes; algunas otras, poco firmes, resbalaban al poner en ellas las manos e iban a caer al torrente de fuego, levantando grandes salpicaduras de materias en fusión. De lo alto de las bóvedas seguían desgajándose fragmentos de roca cada vez que los temblores las hacían oscilar o las rompían; pero los cuatro valientes no se amedrentaban.

El mismo temor les servía de acicate: la muerte les amenazaba arriba y abajo y no podían vacilar ni detenerse.

Después de grandísimos esfuerzos llegaron al borde de una especie de cornisa. Al lado de allá se extendían otras rocas, otras hendiduras, quizá también de otras cavernas.

Habían evitado el peligro de ser alcanzados por la lava; pero no el de ser aplastados por los desprendimientos de rocas de la bóveda.

—Hay que buscar un refugio —dijo el doctor—. No podemos permanecer aquí entre esta lluvia de bloques.

—Tanto menos, cuanto que esta cornisa puede también desgajarse de un momento a otro —dijo Vicente—. Me parece que no tiene mucha solidez.

—¡Allí veo una abertura! —gritó Miguel.

—¿Será alguna caverna? —preguntó Vicente.

—¡Vamos a verlo! —contestó el doctor.

Saltando por entre las rocas medio desprendidas, y ayudándose recíprocamente para no caer en las profundas grietas abiertas en las paredes, llegaron pronto a una estrecha abertura que parecía internarse mucho hacia las entrañas de la tierra.

El doctor, que no había abandonado ni un momento su linterna, se introdujo allí rápidamente y se encontró en una gran excavación de la bóveda, tan baja que no permitía a un hombre estar de pie.

En el fondo de la excavación, el señor Bandi creyó distinguir una estrecha galería; pero por el momento no hizo caso alguno de ella. Le bastaba con haber hallado aquel refugio contra la granizada de bloques que seguían cayendo.

—¿Estaremos aquí seguros? —dijo Vicente.

Iba a contestar el doctor cuando una tremenda sacudida, seguida de una detonación espantosa, como el estampido de mil cañones, le dejó sobrecogido. Las paredes se bambolearon de arriba abajo, como si hubiesen sido levantadas por un titán, se abrieron después con un crujido horrendo, quebrándose unas contra otras.

—¡El terremoto! —gritó el señor Bandi.

—¡Sálvese el que pueda! —gritó a su vez Vicente, intentando salir al descubierto.

—¡Quietos todos! —dijo Miguel—. La caverna no ha cedido.

—Pero las lavas suben.

Vicente había salido ya del refugio, pero volvió a entrar.

—¡Estamos perdidos! —gritó con voz desesperada—. ¡Mirad!

CAPITULO XI. EL TORRENTE DE FUEGO

La tremenda sacudida no logró demoler por completo la galería; pero si las enormes paredes de mármol pudieron resistir aquel formidable cataclismo y mantenerse más o menos derechas, la parte que correspondía al lugar de la entrada se desplomó al mismo tiempo que las bóvedas.

Aquella enorme masa de materiales, acumulándose, había obstruido por completo el camino que conducía al lago, formando un dique insuperable a la lava.

El torrente de lava, medio atajado por aquel horrible derrumbamiento, comenzaba a refluir en dirección al abismo, alzándose gradualmente hacia las bóvedas. Como estaba el cráter del volcán bastante más alto que el plano de la caverna, era de temer que la lava pudiese llegar al mismo rincón donde se habían refugiado los exploradores antes de verterse sobre el abismo.

El doctor, de una ojeada, comprendió la gravedad de la situación.

—Sí, ¡estamos perdidos! —había contestado a Vicente—. Si no hallamos un camino de salida, las corrientes de lava llegarán pronto hasta aquí y nos abrasarán vivos.

—¿Y no podríamos llegar a la desembocadura de la galería? —dijo Miguel.

—Imposible; está completamente obturada.

—Puede que haya alguna otra boca.

—Pero la cornisa se ha desplomado.

—Además, no tendríamos tiempo suficiente para llegar hasta allí —observó Vicente.

—Pues es preciso dejar este lugar lo antes posible —dijo el señor Bandi—. Puede también faltarnos el aire.

—¿Cómo vamos a salir y por dónde pasaremos?

—Busquemos, Vicente.

—Yo creo, doctor, que ha llegado nuestra última hora.

—No hay que desesperar jamás y… ¡Ah! ¡Acaso!

En aquel momento recordó aquella especie de galería que había visto en el fondo de la pequeña caverna que le servía de refugio…

—Venid, amigos —dijo.

—¿Habéis encontrado alguna salida? —preguntó Vicente.

—Aún no lo sé; ya veremos.

Se dirigió hacia el fondo de la cueva y se encontró ante un estrecho túnel que se internaba en la tierra y que ascendía con una pendiente rápida. Era imposible saber si tenía alguna comunicación con la gran caverna del lago o si era un simple callejón sin salida. Había, pues, que explorarlo.

—¿Un paso? —dijo Vicente.

—Lo supongo —respondió el doctor.

—¿Tendrá salida?

—En seguida lo sabremos.

—Me parece muy angosto.

—Pero será suficiente para que pasen nuestros cuerpos.

—¿No se oye nada?

—Callaos y escuchemos.

Los tres se inclinaron al suelo y acercaron los oídos a tierra; pero los rugidos del volcán y las explosiones no permitían recoger ningún rumor.

El doctor, sin embargo, creyó percibir una corriente de aire que llegaba del fondo del túnel.

—Voy a cerciorarme —murmuró.

Encendió una cerilla y la elevó todo lo que pudo. Pronto vio que la pequeña llama ondulaba vivamente y se encorvaba en dirección a la galería.

No pudo contener un grito de alegría.

—¡Este túnel tiene salida! —exclamó.

—¿Cómo lo sabéis? —dijeron los tres pescadores.

—¿No veis que la llama se queda inclinada? Es que hay una corriente de aire que viene del otro extremo de este pasaje.

—¿Luego entonces este túnel tiene comunicación con la caverna grande?

—Así lo creo, Vicente.

—¿Pero podremos pasar?

—Si es necesario nos abriremos camino, aunque sea arañando las rocas con las manos. Nuestra salvación está en el interior de este túnel.

—¡Pues vamos! —dijo Vicente resueltamente.

—¿Sigue subiendo la lava? —dijo el doctor a Roberto, que se había asomado a la abertura que daba a la galería.

—Sí, señor —dijo el joven—. La caverna parece un mar de fuego.

—¡Seguidme, amigos, y confiemos en Dios!

Vicente, que era el más robusto, se introdujo el primero en el túnel, llevando una linterna, y tras él se metieron el doctor, Roberto y Miguel; este último provisto de la otra linterna.

Aquel pasadizo tenía la forma de un embudo y parecía haber sido formado por alguna corriente de lava. Como ya es sabido, esta sustancia ardiente se cubre en seguida de una costra, en tanto que bajo ella continúa fluyendo el líquido como aprisionado en un tubo.

El torrente de fuego, habiéndose agotado por cualquier causa, prosiguió su curso, dejando completamente vacío el conducto formado por aquella costra.

Quizá, además de ése, existían otros pasadizos semejantes; pero no era cosa de ponerse a buscarlos. A los cuatro exploradores les bastaba con haber descubierto aquel que estaban recorriendo.

Mientras avanzaban arrastrándose como serpientes, pues aquel conducto era sumamente estrecho, las explosiones y los derrumbamientos continuaban en la galería grande, signo evidente de que el volcán no daba muestras de calmarse.

De vez en cuando, el terremoto mostraba deseos de tomar parte en aquella fiesta de Plutón, y entonces sobrevenían frecuentes sacudidas, con gran miedo de los pescadores, que temían que cediesen las paredes porosas de aquel conducto y les dejasen encerrados como topos.

Esto les hacía apresurarse, ansiosos por llegar al suspirado lago, tanto más cuanto que el hambre y la sed les apretaban, pues no habían probado bocado desde hacía diez horas.

Habían avanzado ya una distancia de cerca de trescientos metros, cuando se detuvo Vicente.

¡Por cien mil merluzas! —dijo con rabia—. Temo que no podamos continuar más adelante.

—¿Se sigue estrechando el conducto?

—Sí, doctor; ya estoy todo desollado y tengo hechos trizas los vestidos.

—Y me parece que también se va apagando tu lámpara.

—Sólo nos faltaba esa desgracia —murmuró el doctor—. ¿Cómo nos vamos a orientar en la oscuridad?

—¿Tenéis cerillas? —dijo Vicente.

—Yo tengo una caja.

—De algo servirá.

El doctor no contestó; pero se enjugó unas gotas de sudor frío.

—¿Continuamos adelante? —dijo Miguel—. Aquí se asfixia uno.

—Intentémoslo.

Los desgraciados exploradores reanudaron la fatigosa marcha haciendo esfuerzos sobrehumanos para meterse por aquellas estrechuras.

Aquel tubo —pues casi podía llamársele así— describía grandes curvas y tendía a hacerse más estrecho cada vez.

Las paredes desiguales y erizadas de picos, afortunadamente frágiles, hacían más difícil el paso, obligando a Vicente a realizar frecuentes paradas para desembarazar el conducto de aquellos obstáculos.

Andando de rodillas, estirándose a rastras como si fuesen de goma, resoplando y fatigados, los cuatro exploradores consiguieron adelantar otros cincuenta metros.

Estaban todos desollados, y sus ropas, a fuerza de tantos roces y esfuerzos, habían quedado en un estado lamentable.

Afortunadamente, pasada aquella última estrechura, se encontraron de improviso ante una celdilla de forma redondeada y paredes lisas.

Parecía una gran ampolla de jabón o de vidrio negro.

—¿Dónde estamos? —dijo Vicente, conteniendo el aliento—. Cualquiera diría que estoy metido en una enorme damajuana.

—¿No ves ninguna salida? —dijo el doctor—. No es posible que haya tenido aquí su fuente la corriente de lava…

—Veo allá otro conducto —contestó el pescador—. ¡Oh! ¿Qué rumor es ese? Parece que estamos muy cerca de alguna cascada o de algún impetuoso torrente.

—¡Escuchemos! —dijo el señor Bandi.

Los cuatro prestaren atención, conteniendo el aliento. A lo lejos se oía un sordo fragor, que parecía producido por una caída de agua. El doctor se asomó a la entrada del segundo conducto y se percató de que el fragor provenía de aquella parte.

—La caverna no debe estar muy lejos —dijo—. Si este segundo conducto nos consiente el paso, dentro de un cuarto de hora podremos llegar al lugar donde tenemos la canoa.

—¿Cómo deducís eso? —preguntó Vicente.

—¿No te acuerdas de la catarata que se precipitaba en el lago?

—Sí —contestaron los tres pescadores.

—Pues ese fragor que oímos debe ser producido por ella.

—¿Será cierto? —exclamó Vicente—. Daría un año de mi vida por encontrarme ya embarcado en la canoa.

—¡Pues vayamos allá!

—¡Por vida de…!

En aquel momento, la lámpara, después de lanzar una viva llamarada, se apagó y todo quedó a oscuras en aquella enorme burbuja de lava.

—No importa —dijo el doctor—. Ya sabemos que tenemos ese conducto ante nosotros.

—Y además tenemos aún cerillas —dijo Miguel.

—¡Adelante, amigos!

Los cuatro exploradores se metieron animosamente en el conducto, acelerando la marcha. Vicente, que iba a la cabeza, antes de dar un paso tanteaba prudentemente el suelo, temiendo precipitarse en alguna hendidura, o peor aún, en algún abismo.

De vez en cuando se detenía para escuchar, y con gran alegría y comprobaba que el ruido de la cascada se hacía cada vez más intenso.

—Sí; estamos en buen camino —murmuraba—. El lago no debe de estar lejano.

Después de un cuarto de hora se percató de que el conducto se ensanchaba bruscamente. Extendió ambos brazos en cruz y no tocó las paredes.

—¡Encended una cerilla, doctor! —dijo—. Aquí estamos ante una caverna o ante un abismo.

—¿Se tratará de alguna otra ampolla formada por la lava?

—No lo creo, doctor, pues… siento una fuerte corriente aire que me azota la cara.

—¿Habremos llegado entonces al lago? El mugido de la catarata se hace ya ensordecedor.

—Alúmbrenos un poco, doctor.

El señor Bandi encendió una cerilla. Su luz era demasiado débil para darse cuenta con ella, de una ojeada, del lugar donde se encontraban; pero les pareció distinguir a pocos metros de distancia una pared.

—Estamos en otra caverna —dijo.

Una fuerte corriente de aire le apagó el fósforo.

—¿De dónde vendrá este viento? —les dijo—. Aquí tiene que haber alguna abertura.

—Yo creo haber visto una grieta —dijo Roberto.

—Vamos a verlo.

Encendió el segundo fósforo, y, resguardándole con ambas manos, marchó en la dirección indicada por el pescador. La corriente de aire venía precisamente de aquel lado, y era tan fuerte, que a duras penas conseguía el doctor mantener encendida la cerilla.

Recorrieron unos quince pasos y se hallaron ante una abertura irregular que daba a un abismo imposible de medir a simple vista; pero mirando con más detenimiento, descubrió una especie de escarpa, formada por lavas acumuladas, que no parecía difícil de subir.

—¿Dónde estaremos? —les preguntó.

—¿Dónde? ¿No oís? —dijo Vicente.

—¿Qué?

—¡El romper de las olas contra los escollos!

—Pues entonces, ¿dónde nos encontramos?

—Junto al lago, doctor. Un marinero no puede engañarse nunca al oír el rumor de la resaca, aunque sea a varias millas de distancia.

—Entonces estamos en salvo y…

Se interrumpió de pronto, lanzando un grito de sorpresa.

—¿Qué le sucede, señor? —dijeron los pescadores acercándose a él.

—¡Mirad… allí…, sobre las aguas del lago!

—¡Por un millón de merluzas! —exclamó Vicente, extendiendo los puños—. ¡Una luz!

—¡Un fanal de marina!… —exclamaron Roberto y Miguel con voz ronca.

Un punto luminoso de luz roja se reflejaba sobre las oscuras aguas del lago, a gran distancia, moviéndose lentamente. No era posible que fuese un fuego producido por alguna erupción de gases, pues en ese caso no hubiera tenido ese color.

No; con toda seguridad aquella luz provenía de un fanal de cristales rojos, y más probablemente debía de ser el fanal de posición de una nave.

—¡Mil rayos! —exclamó Vicente—. Aquí debe de haber hombres que anden surcando este canal cuando nosotros le creíamos desconocido para todo el mundo. ¿Quiénes serán esos hombres que viven en estas tinieblas solitarias? ¿Qué decís a eso, doctor?

—Que nuestro secreto ha sido divulgado.

—¿Eso creéis?

—O que otro nos ha seguido, o precedido.

—¡Pues no debe ser otra persona que ese demonio —de eslavo!

—Es muy probable, Vicente.

—¡Vamos a acercarnos a él, doctor! Si llega a la desembocadura antes que nosotros, nos privará del descubrimiento.

—Ya le alcanzaremos, Vicente. ¿A qué distancia te parece que está esa luz?

—A unas dos millas de aquí —respondieron los tres pescadores.

—Este lago debe tener una extensión inmensa. Fue una verdadera fortuna para el capitán Gottardi encontrarlo en su camino. Ahora, bajemos y busquemos la canoa.

—¿Será posible la bajada? Con esta oscuridad, corremos el peligro de rompernos la cabeza. ¿Tenéis cerillas aún?

—Una media caja.

—Pues encienda una. Roberto y yo intentaremos bajar delante.

Después de haber examinado atentamente la escarpa formada por las acumulaciones de lava, los dos pescadores se metieron prudentemente en aquel tenebroso abismo, agarrándose con las manos a los bordes y salientes y apoyando los pies en las grietas y hendiduras.

El doctor, encorvado sobre la abertura… encendía una tras otra las cerillas, procurando alumbrar a los dos valientes.

La bajada era mucho más fácil de lo que al principio supusieron. La lava, precipitándose desde la abertura, se había ido amontonando, formando como un cono adosado a la pared, con sus caras onduladas en escalones, que al enfriarse quedaron en aquella extraña forma. Pero con frecuencia hallaban los pescadores pendientes muy verticales cubiertas de lava, llamadas a cordel, porque en realidad semejan enormes maromas arrolladas.

El doctor y Miguel seguían con profunda atención el descenso de sus amigos, temiendo verlos despeñarse de un momento a otro y caer sobre el tenebroso abismo que se extendía al final de aquella primera escarpa.

El doctor, no pudiendo reprimir su ansiedad, preguntaba de cuando en cuando: ¿Hay peligro?

—No —contestaba invariablemente Vicente.

Al llegar a una profundidad de unos treinta metros se detuvieron los dos pescadores. La luz no llegaba hasta ellos y no se atrevían a continuar la difícil bajada por temor a encontrarse de improviso en el borde de algún precipicio y caer en el.

—Es necesario que bajéis —dijo Vicente—. Aquí no se ve nada.

—Ahora vamos —contestó el doctor.

—Bajad junto a mi lado, doctor —dijo Miguel—. Un marinero tiene siempre el pie firme; y nunca pierde el equilibrio.

Salieron de la abertura y comenzaron el descenso, saltando una tras otra aquellas ondas de lava solidificada.

Los dos pescadores se habían detenido junto a una estrecha garganta, probablemente formada de lava, que descendía con una pendiente muy rápida entre dos altos murallones de mármol blanco.

Vicente iba a meterse en él, cuando al mirar en derredor de sí y fijar sus ojos en el lago descubrió, a una distancia de trescientos metros, un resplandor muy vivo que ya le era conocido.

—¡Los hongos! —exclamó con voz alegre.

—¿Se ven ya? —preguntó el doctor.

—Yo también los veo —dijo Miguel.

—Entonces estarnos muy próximos a la canoa.

—En cinco minutos estaremos allí, doctor.

—¿Y el punto luminoso?

—Ha desaparecido, señor —contestó Roberto, que había saltado sobre una roca.

—¡Así se haya ahogado! —exclamó Vicente.

—Acaso se hayan detenido en alguna bahía defendida por alguna escollera.

—O habrán llegado a la desembocadura del túnel.

—No importa; ya los alcanzaremos.

—Debíamos ponernos a bogar como los galeotes de la República veneciana —dijo Miguel.

—¡Adelante, bajemos!

Se metieron en la estrecha garganta, y apoyándose unos en otros llegaron en cinco minutos al lugar donde estaban los hongos luminosos. La canoa debía estar a pocos pasos.

Se lanzaron corriendo hacia la pequeña bahía, y poco después encontraron el barco, aún amarrado al escollo.

¡Por fin! ¡Gracias a Dios! —dijo Vicente, entrando en la canoa—. Ya creía que no iba a volverla a ver más. ¡Ay, doctor, bien podemos decir que hemos sido afortunados!

—Déjate de fortunas y enciende un poco de fuego, pues te advierto que me muero de hambre.

—¡Eh, cocineros! ¡A trabajar!

—¡En seguida, patrón! —contestaron Roberto y Miguel.

—Llevaos también una buena botella —dijo el doctor—, que bien nos la hemos ganado.

—Voy yo también allá —dijo el patrón—. ¡Vaya un banquete que nos vamos a dar para festejar nuestro regreso!

—¡Oh!

—¿Qué hay de nuevo, Roberto?

—¡Otra vez el fanal!

—¡Que se vaya al diablo el fanal! Ahora no nos podemos ocupar de él; ¡ea!, ¡a preparar las cacerolas!

CAPITULO XII. LOS FURORES DEL VOLCÁN

Una hora después, el doctor y los tres pescadores, sentados cómodamente en la finísima arena de la pequeña bahía, comían con un apetito formidable los manjares confeccionados por el arte culinario del patrón Vicente.

En realidad, la variedad de los platos no era mucha; pero aquellos bravos lobos de mar supieron hacer verdaderos milagros con los víveres que tenían a bordo de la barca, y el doctor hizo honor a la sopa de guisantes, al bacalao frito con cebolletas, al pernil con habas, al atún en aceite y al queso salado.

Tampoco faltó el dulce en los postres, consistente en cierta fritada que preparó Vicente, quizá de su propia invención, pero bueno o malo, fue consumido todo por la alegre compañía, rociándolo con una buena botella de Valpolicella añejo.

Cuando terminaron aquella comida, casi digna de Lúculo, según los pescadores, y encendidas sus pipas en tanto que hacían el café oyeron a lo lejos una detonación tan formidable que hizo temblar el terreno en que se hallaban sentados.

Las aguas del lago, sacudidas bruscamente, se levantaron en grandes oleadas que le recorrían a lo ancho e iban a romperse con gran estruendo sobre los escollos que defendían la pequeña bahía.

El doctor y los tres pescadores se levantaron precipitadamente, temiendo por la canoa. Afortunadamente, ésta, como estaba resguardada por dos grandes escolleras, no sufrió desperfecto alguno y únicamente se corrió hacia la playa arenosa y retrocedió todo lo que le consentían las amarras.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Vicente al doctor—. ¿Habrá estallado el volcán?

—Ha sido un temblor de tierra —respondió el señor Bandi.

—¿Se vendrá también abajo esta caverna?

—¡Oh! Lo mismo que han podido resistir las bóvedas esta enorme sacudida, creo que resistirán a las que vengan.

—¿Se repetirán?

—Probablemente, sí; pero de ordinario siempre la primera sacudida es la más peligrosa.

—Me parece que aun tiembla el terreno —dijo Miguel.

—Y las ondas del lago siguen formándose a lo ancho —agregó Roberto—. ¿No oís esos bramidos lejanos?

—Vamos a sacar a tierra la canoa —dijo el doctor—. Puede, ser estrellada contra la playa.

—¡Ea, vivos! —dijo Vicente, dirigiéndose a la playa.

Los tres pescadores sacaron en seguida a tierra la canoa, descargándola antes de algunas cajas y barriles, y después la arrastraron, hasta colocarla sobre la arena de la playa, detrás de unas rocas.

Apenas la hubieron colocado en lugar seguro, sobrevino otra nueva oleada que fue a estrellarse furiosamente contra los escollos, rebasando la línea de la orilla en más de seis o siete metros.

—Ha sido otra sacudida —dijo el doctor.

—Comienzo a sentir verdadero pánico —dijo Vicente—. Vergüenza me da confesarlo.

—Un terremoto asusta al más valiente, querido amigo.

—¿De dónde provienen esos poderosos rugidos? —dijo Miguel—. Me han contado que proceden del encuentro de vientos subterráneos, pero yo no le he dado crédito.

—No lo creas —dijo el señor Bandi—; esas son burdas patrañas de la fantasía popular.

—Son producidos por los volcanes —dijo Vicente.

—Es cierto; pero no siempre —añadió el doctor—. Hay varias clases de terremotos, y cada uno de ellos tiene causas diversas. Comúnmente son producidos por vapores densos y otros gases, sometidos a una elevada temperatura. Al llegar a determinado grado de calor estallan como si fuesen calderas de vapor, empujando el suelo y tratando de buscar salida, haciendo en él inmensas grietas y aberturas.

Hay otros terremotos producidos por desprendimientos de grandes masas rocosas dentro de las cavidades subterráneas; pero éstos son menos peligrosos por ser menos violentos, y en general se circunscriben a una sola localidad.

—¿Es cierto que esos terremotos han arruinado poblaciones enteras y han matado a millares de personas?

—Sí; regiones enteras y millares de habitantes, Vicente.

Nuestra querida Italia, que es tierra volcánica, ha sufrido tremendos desastres a causa de esos terremotos.

—En la parte sur, especialmente. ¿No es así? —dijo Vicente.

—Sí. Sicilia y Calabria han sido puestas a prueba por sus volcanes. La provincia de Nápoles perdió de una sola vez treinta mil personas, durante el terremoto de 1456, que convirtió en ruinas gran número de poblaciones. En 1693 perdió Sicilia noventa y tres mil, y muchos miles también la Calabria en 1753.

—¡Deben de ser sacudidas enormes!…

—Hasta el punto de que revuelven por completo los terrenos. En la llanura de Calabria por ejemplo, se abrieron tal cantidad de grietas y ocurrieron tantos desprendimientos, que era imposible reconocerla. Figuraos que se formaron doscientos quince lagos que antes no existían, más o menos pequeños, y que se abrieron barrancos y precipicios que alcanzaron hasta dieciséis kilómetros de longitud.

En Mesina se desprendió una montaña entera durante el terremoto de 1783, y cayendo al mar, formó una oleada tan espantosa, que ahogó a más de mil doscientas personas que se encontraban cerca de las playas.

—¡Un verdadero desastre! ¡Tuvo que ser una ola enorme!

—Los terremotos también arrojan contra las playas olas grandísimas.

—¿Y duran mucho tiempo esas sacudidas? —dijo Roberto.

—Generalmente, pocos segundos; pero se han registrado sacudidas de mucha mayor duración. La de Calabria se dice que duró dos minutos. ¡Caramba, otra sacudida!

Una tercera oleada acababa de estrellarse contra los escollos, mientras de las entrañas de la tierra seguían saliendo prolongados rugidos, que parecían extenderse de Levante a Poniente.

El doctor y los tres pescadores, bastante inquietos y temiendo que también aquellas bóvedas se derrumbasen, se levantaron para estar dispuestos a huir. Pero parecía que las macizas arcadas de mármol estaban hechas a prueba de terremotos, porque hasta entonces ni una sola piedra se había desprendido sobre las aguas del lago.

Durante algunos minutos el suelo continuó oscilando a intervalos de treinta a cincuenta segundos, removiendo continuamente la superficie del lago, y de repente se oyó en dirección de la galería una explosión tan tremenda, que parecía como si toda la bóveda se hubiera desplomado sobre la gran caverna.

El doctor y sus amigos se volvieron rápidamente hacia ese lado. Un grito de sorpresa y de terror se escapo de sus labios.

Un chorro de fuego, o mejor, de lava, salía ahora de una gran abertura que se había formado en una de las paredes y se vertía cerca del lago como si fuera bronce fundido.

El espectáculo era soberbio, pero escalofriante. Aquel torrente de fuego, serpenteando entre las rocas, corría rápidamente en dirección al lago. Se le veía desaparecer entre las piedras y las gargantas y volvía a aparecer por otro lado, corriendo, saltando, precipitándose para esconderse y reaparecer de nuevo, más hermoso, más terrible, más amenazador.

—¡Las paredes de la galería han cedido! —exclamó el doctor.

—¿Y se verterá toda la lava?

—Eso temo, amigos. Además, es muy probable que la corriente de lava tienda a acercarse a la garganta que hemos recorrido ahora para llegar aquí.

—¿Así, pues, corremos peligro si nos quedamos aquí? —dijo Vicente.

—Sería una imprudencia que pagaríamos muy cara…

—¿Nos marchamos entonces?

—Sí; ¡y en seguida!

—¡Al agua la canoa! —gritó Vicente.

Miguel y Roberto se apresuraron a obedecer las órdenes y comenzaron a embarcar las cajas y los barriles que habían quitado.

Iban ya a coger los remos cuando vieron aparecer el chorro de lava ardiendo por la boca de la garganta que conducía a la pequeña bahía en que se encontraban. Las lavas, hallando aquel paso, se precipitaron por él con furia indescriptible, encrespándose horriblemente y proyectando sobre las rocas vecinas resplandores siniestros.

El plantel de hongos luminosos fue devorado en un instante, y después el monstruo de fuego, serpenteando sobre la parte llana de la playa, avanzó amenazador contra el lago.

—Huyamos —gritó el doctor.

Los cuatro hombres saltaron como relámpagos sobre la canoa y la empujaron a toda marcha hasta el lado opuesto, atravesando la línea de las escolleras.

Se habían alejado cincuenta o sesenta brazas, cuando cayeron las lavas como un catarata sobre el lago.

Una tremenda lucha comenzó a trabarse entre los dos elementos en medio de ensordecedores silbidos. Las primeras oleadas de lava fueron fácilmente vencidas, sofocadas; pero seguían otras, que se extendían rebullendo, silbando, saltando y chocando hasta sobrepasar la pequeña bahía y penetrar en medio del lago.

La gran caverna parecía hervir como una caldera sometida a alta presión. El agua y la lava no cedían. Densas humaredas de vapor blanquecino se elevaban sobre el río de fuego, en tanto que en el fondo del lago se iba extendiendo una masa negra, como pez fundida, mezclada con azufre derretido.

Los tres pescadores se habían puesto pálidos de terror.

Sólo el señor Bandi no parecía muy preocupado.

—¡Señor! —preguntó de pronto Miguel—. ¿Estaremos condenados a morir aquí achicharrados?

—No tengáis miedo; acabarán triunfando las aguas.

—La lava avanza más cada vez.

—Es muy poco.

—Pero a mí me extraña que no logre apagarla tanta agua.

—Eso requiere su tiempo. También en las grandes erupciones del Vesubio penetran las lavas en el mar doscientos o trescientos metros; pero al fin quedan vencidas y se apagan. El río de fuego se debilita ya y va disminuyendo en velocidad.

—Sí —dijo Vicente—, el río de fuego ha sido vencido por el lago; pero de todas maneras ya estoy muy harto de esta caverna y quisiera encontrarme bien lejos de aquí.

—Pues nada nos detiene ya —dijo el doctor—. Tratemos de llegar al túnel lo antes posible.

—Y de enterarnos de quiénes son los hombres que nos preceden.

—Tienes razón, Vicente. La lava y los peligros nos habían hecho olvidarlos.

—¿Creéis que hayan llegado ya al canal?

—Lo supongo. Si estuvieran aún en cualquier punto de esta caverna, veríamos su fanal.

—¿Tendrá una extensión muy grande este lago?

—Es imposible saberlo, Vicente, hasta que encontremos el paso al segundo túnel de desembocadura.

—¿Sabéis remar, doctor?

—Como un perfecto barquero, amigo mío.

—Pues ayudemos a Miguel y Roberto; con una carrera un poco sostenida podremos alcanzar a esos misteriosos exploradores.

—¡Vamos a ello! Mis músculos aún están fuertes y robustos.

Pocos instantes después redoblaba la canoa su marcha bordeando la línea de la playa, pues no les era posible ir en línea recta, porque desconocían dónde estaba la entrada del segundo túnel.

Las sacudidas del terremoto habían cesado afortunadamente y las aguas del lago recobraron su tranquilidad, aunque de vez en cuando los rugidos subterráneos anunciaban que las entrañas de la tierra no estaban aún en completa calma.

El río de lava también continuaba vertiendo a través de las rocas su chorro de fuego; pero estaba ya tan lejos que parecía a simple vista una fina cinta de oro.

Durante cuatro largas horas continuaron bogando nuestros exploradores, no tomándose sino breves instantes de reposo, sorteando numerosos escollos y varios cabos y puntas que se internaban hacia el centro del lago; pero no encontraron nada.

Ya comenzaban a inquietarse, temiendo no dar con la desembocadura de la galería del capitán Gottardi, cuando sus ojos fueron vivamente sorprendidos por una luz brillante que se veía centellear por una galería que parecía bastante baja en relación con la altura gigantesca de la bóveda de la caverna.

—¿Otro volcán? —dijo Vicente.

—¿O algún otro río de lava? —exclamaron Roberto y Miguel.

El doctor Bandi, en vez de contestar, había abierto una cajita, y, sacando de ella un anteojo de larga vista, lo enfiló en dirección de aquella luz.

—¿Qué es? —preguntaron los pescadores.

—Allá lejos se encuentra la desembocadura del canal —contestó el señor Bandi.

—¿Y ese resplandor?

—Procede de una gran llama que sale de las paredes del túnel.

—¿Entonces; tendremos cerrado el paso?

—Creo que no.

—¿De qué suponéis que es esa llama?

—Quizá de alguna erupción de gas o de cualquier boca de un pozo de petróleo.

—¿Y pueden inflamarse por sí mismos?

—Algo difícil es.

—Entonces tiene que haber sido encendido por alguien, quizá por los hombres que nos han precedido.

—O por el capitán Gottardi.

—¡Eh! ¿Os burláis, doctor?

—¡Nada de eso, Vicente!

—¿Cómo se puede admitir que arda un fuego durante varios siglos?

—¿Te asombra? Pues en Italia tenemos no pocas fuentes de fuego que arden desde tiempo inmemorial, del tiempo de los romanos y quizá antes. ¡Seguramente os resistís a creerlo!

—En Barigarza, por ejemplo, en Módena, existe una muy célebre que arde desde hace muchos siglos, ya conocida de los romanos, cuyos sacerdotes la utilizaban para hacer creer que allí dentro estaban las fraguas del dios Vulcano.

—¡Qué Pícaros!

—Otra existe en Pietramala, en Bolonia; otra en Velleja, y otra, por último, no muy lejos de Porreta.

—¿Y no se las utiliza para nada?

—Hasta la fecha, no. En cierta ocasión fueron recogidos en una tubería dichos gases y durante cierto tiempo se vio en Porreta un fanal de luz muy intensa; pero después, no se sabe por qué motivo, lo destruyeron.

—¿Y pueden servir de algo estos gases?

—Ya lo creo. Son muy ricos en hidrógeno y en carburo.

Si se les encerrase en depósitos apropiados, se podría proveer de alumbrado a cualquier población pequeña sin gastar un solo céntimo. En otros países, en América, por ejemplo, donde hay no pocas de estas fuentes y pozos, tienen montadas muchas industrias a base de estos gases pero en nuestro país, al parecer, se desconoce la economía.

—¡Doctor! —exclamó en aquel momento Miguel, abandonando el remo.

—¿Qué hay? —dijo el señor Bandi.

—¿No veis unas sombras humanas que pasan y vuelven a pasar delante de aquella fogarata?

—¡Por un millón de merluzas! —dijo Vicente, poniéndose rápidamente de pie—. ¿Son sombras humanas?

El doctor cogió su telescopio y miró hacia la dirección indicada.

—¡Sí, allí hay, ladrones! —exclamó.

—¿Cuántos? —preguntaron los pescadores.

—Dos.

—¿No podéis distinguir sus facciones?

—Es imposible, porque nos vuelven las espaldas y están muy lejos.

—¿Será uno de ellos el perro de Simón? ¡Mirad bien, doctor! —dijo Vicente.

—Ya no los veo.

—¿Se habrán marchado?

—Puede ser que estén tras algún ángulo rocoso que no ilumine la llama.

—Tenemos que intentar cogerlos por sorpresa, doctor.

—Así lo haremos; apagad las linternas.

—¿Para qué, doctor?

—Son muy visibles en medio de esta oscuridad, y si esos hombres las ven, huirán.

Vicente las apagó de dos fuertes soplos.

—¡Adelante! —ordenó, agarrándose al remo—. Ahora sabremos con quiénes tenemos que vernos las caras.

CAPITULO XIII. EL MANANTIAL DE FUEGO

Al impulso poderoso de los cuatro remos la canoa se acercaba rápidamente a la embocadura de la galería, no quedándoles ya ninguna duda de que era aquél el túnel del capitán Gottardi.

A la luz de la gran llama que se extendía en forma de abanico, disipando las tinieblas en un espacio vastísimo, pudieron distinguir el doctor y sus compañeros, con bastante claridad, las primeras bóvedas del canal. La gran caverna no sólo se estrechaba por aquel lado, sino que rebajaba sus bóvedas. Ya podía ver las dos orillas del lago cuando la llama se avivaba por mayor afluencia del gas.

En cambio, los dos hombres que poco antes habían visto moviéndose ante la llama habían desaparecido. El doctor había escudriñado atentamente con su anteojo, pero con éxito negativo.

¿Estarían escondidos en los alrededores o habrían continuado precipitadamente la marcha, temiendo que los alcanzasen?

Probablemente habían descubierto las linternas de la canoa antes de que al doctor se le ocurriera apagarlas e intentaban evitar el encuentro.

¿Por qué razón? Eso es lo que se preguntaba el doctor.

—Si fuesen exploradores, como nosotros, se habrían apresurado a venir a nuestro encuentro, para continuar el viaje en nuestra compañía —dijo el señor Bandi a Vicente.

—Entonces, nadie puede ser sino ese perro de Simón —repuso el pescador.

—El solo no, pues viene con él otro hombre.

—Habrá encontrado algún otro compañero, al que ha debido prometer enormes riquezas y tesoros.

—Yo también comienzo a creer que sea el eslavo. Sólo él conocía la existencia de este canal.

—¿Y qué motivos puede tener para huir de nosotros?

—Quizá el temor de que vayamos a quitarles el tesoro… —dijo Miguel.

—O también puede ser que tema nuestra cólera —insinuó Vicente.

—O acaso lo uno y lo otro —dijo el doctor—. Estemos en guardia, porque mucho me temo que esos hombres nos jueguen alguna mala partida.

—Hay que temer cualquier traición, doctor —dijo Vicente—. ¡Eh, Miguel! ¡Mucho cuidado al avanzar, mucha prudencia!

La canoa había llegado en aquel momento a unos doscientos metros del canal. Aquella luz no estaba situada en el interior del canal, como se habían figurado, sino a un extremo del lago.

Salía de un montón de enormes rocas en forma de cono, a modo de un volcán pequeñito.

Era un verdadero surtidor de fuego, cuya llama salía con fuerza enorme, zumbando y produciendo detonaciones.

A su alrededor se notaba un olor muy pronunciado a hidrógeno, y las llamas se encendían a veces en el aire, apagándose en seguida.

Los cuatro exploradores detuvieron la canoa tras el saliente de una gran roca que proyectaba extensa sombra sobre las aguas, y desde allí espiaron ansiosamente los alrededores, con la esperanza de sorprender a aquellos dos individuos.

—No se ve absolutamente a nadie —dijo Vicente al cabo de un rato—. ¿Se habrán alejado de aquí?

—No creo que se hayan marchado. Pienso, por el contrario, que nos espían.

—¿Y su barco?

—No sé; lo habrán escondido en alguna ensenada.

—Desembarquemos y vamos a registrar estos alrededores.

—Sí, pero no olvidemos nuestros revólveres, pues ésa es gente de cuidado; sólo por el mero hecho de esconderse.

—Que se quede uno para custodiar nuestra canoa.

—Yo me quedo —dijo Miguel—. Al primero que intente acercarse le descerrajo un tiro.

El doctor, Vicente y Roberto, después de haberse armado, desembarcaron y escuchando atentamente se subieron sobre las rocas para dirigirse despacio hacia la fuente de fuego.

La playa quedaba profusamente iluminada por la gran llama que salía del volcán, en forma que cualquier cosa que hubiera en ella se veía perfectamente; pero las rocas, que eran altísimas y numerosas, proyectaban tras ellos grandes sombras que hubieran podido esconder aunque fuese a un elefante.

Los tres exploradores, en vez de dirigirse directamente hacia la fuente de fuego, dieron la vuelta, visitando los lugares que quedaban en sombra, las grietas, los rincones, los montones de rocas, todos los sitios que podían haber servido de escondite.

Pero sus investigaciones no dieron resultado. No vieron huella ninguna de aquellos hombres que vislumbraron ante la llama.

—Deben de haberse marchado —dijo el doctor, deteniéndose—. Si se hubieran quedado aquí, los habríamos encontrado.

—Esos canallas se han dado cuenta de nuestra presencia —dijo Vicente.

—Y se habrán dado prisa para penetrar en el canal.

—¿Qué hacemos, doctor? ¿Los perseguimos?

—Sí; pero antes vamos a ver este manantial de fuego.

—¿Qué esperáis encontrar?

—Alguna huella que puedan haber dejado por ahí.

—Tenéis razón, doctor.

Seguros ya de no ser sorprendidos por los misteriosos individuos, salieron de la sombra y atravesando la playa llegaron al pie del pequeño volcán.

Este continuaba aún en erupción, lanzando una hermosa llamarada de tres o cuatro metros de luz blanquecina, que se abría en forma de abanico. Una detonación incesante acompañaba a la erupción.

Las arenas que circundaban aquel montón de rocas parecían estar también saturadas de gas, porque a la simple presión de los pies se oían pequeñas explosiones que esparcían a su alrededor agudo olor a hidrógeno.

El doctor encendió una cerilla y la acercó al suelo.

Inmediatamente serpentearon entre las arenas pequeñas llamitas formando zigzags caprichosos.

—Hay un verdadero gasómetro aquí debajo —dijo—. Sería una verdadera fortuna si se le pudiera utilizar.

—¿No estaremos en peligro de que una explosión nos eche por los aires, media asados? —dijo Vicente.

—No tengas miedo —contestó el docto—. Estoy pensando, en cambio, que vamos ahora a aprovechar esas llamas.

—¿Para qué?

—Para hacernos la comida, Vicente; pues antes de seguir la persecución de esos hombres comeremos aquí.

—Para tomar fuerzas, ¿eh? —dijo Roberto.

—Demos antes la vuelta a este volcán —dijo Vicente—. Me parece imposible que no hallemos ninguna huella… Habían ya dado casi la vuelta completa, cuando Roberto se abalanzó sobre una roca, inclinándose hacia el suelo.

—¿Qué has visto? —dijo Vicente, empuñando su revólver—. ¿Hay alguien escondido dentro?

—No; aquí deben haber acampado y se tienen que haber olvidado algo —dijo Roberto.

—¿Algún pollo asado? Con gusto me lo comería.

—Una faja —dijo Roberto, enseñando una de lana roja, algo estropeada.

Vicente la cogió para examinarla detenidamente, por si tenía alguna indicación del nombre del dueño o alguna inicial.

—Nada —dijo con desprecio—. Es una faja de marinero.

Miró detrás de las rocas y vio esparcidas por el suelo migajas de pan, una corteza de queso y una espina de pescado. Sin duda alguna aquellos desconocidos se habían detenido allí para comer.

—¿Qué le parece todo esto, doctor? —dijo.

—Que no sabemos con ello más que antes.

—Esperad, señor Bandi; veo que allí el terreno es húmedo y arenoso.

—¿Y qué?

—Que puede haber huellas de su paso. Esos hombres han debido atravesar por ahí la playa para embarcarse.

Se dirigieron hacia el sitio indicado e hicieron alto junto a un regato que se perdía bajo un banco de arena.

—No me había engañado —dijo Vicente con aire de triunfo—. ¡He ahí las huellas!

—Sí; pero…, ¡por Baco! Son las huellas de tres pies distintos —exclamó el doctor—. Así, pues, esos desconocidos no iban solos.

—Son pies desnudos —observó Roberto.

—Y dos de ellos son tan grandes que me hacen pensar en los pies descomunales del sinvergüenza de Simón —dijo Roberto—. ¿Adónde habrán huido esos marineros?

—Habrán entrado en el canal —contestó el doctor.

—Tengo ganas de saber si tienen una chalupa tan ligera o más que la nuestra —dijo Roberto.

—¡Bah!, de todas maneras les alcanzaremos —dijo Vicente—. ¡Comamos un bocado, y después, a cazarlos!

Volvieron a la canoa y, aprovechando un pequeño escape del gas que ardía en la base del volcán, pusieron a cocer la comida. Esta fue pronto despachada y después se embarcaron los cuatro exploradores decididos a perseguir a aquellos misteriosos individuos que tantas precauciones tomaban para no dejarse seguir.

Una vez dentro del túnel, fijaron sus miradas en las bóvedas tenebrosas, con la esperanza de poder descubrir a lo lejos algún punto luminoso, pero en vano. La gran galería era negra como si fuese una mina de carbón.

—¡Por cien mil merluzas! —exclamó Vicente, con ira—. ¿Dónde se habrán escondido esos bribones?

—¿Se habrán detenido en algún sitio? —dijo Miguel—. Es imposible que naveguen por aquí sin luces.

—¿Y quién te dice que no tienen alguna linterna encendida? —dijo el doctor.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Vicente.

—Que pueden llevar cubierta la parte posterior de la lámpara para impedirnos que podamos verla.

—¡Por mil tiburones! ¡No había pensado en ello!… ¡Ah, qué bribones!…

—¿Y no podemos hacer nosotros nada para engañarles? —dijo Miguel.

—Absolutamente nada, pues tenemos necesidad de ver lo que tenemos delante para no chocar contra cualquier obstáculo imprevisto.

—Entonces nos verán ellos, doctor.

—Ya lo sé; pero no podemos obrar de otro modo.

—No importa —dijo Vicente—. ¡A los remos y adelante con todas las fuerzas! ¡Vivos!… ¡Todos somos robustos, y, además, somos cuatro!…

La canoa, bajo el impulso vigoroso de los cuatro remos, avanzaba rápidamente atravesando las lóbregas arcadas del canal.

Como resultaba difícil no hacerse visible a los perseguidos, el doctor había encendido una antorcha, que colocó en la proa, para poder observar mejor la segunda parte del canal.

Sus dimensiones eran iguales al primer trozo que desembocaba en la laguna Véneta. Las bóvedas y las paredes estaban mejor labradas quizá a causa de la mejor calidad de la roca, especie de piedra caliza grisácea y casi porosa, muy fácil, por lo tanto, de perforar.

La profundidad del agua estaba también en relación con la altura de la bóveda. Parecía como si aquel valiente ingeniero que la ideó hubiese pensado en las futuras dimensiones de las naves modernas.

Los grandes acorazados podían recorrer aquel túnel sin ninguna dificultad, bastaba con recoger las arboladuras que ya son de bastante poca utilidad.

—¡Qué obra más maravillosa! —exclamaba de vez en cuando el doctor, sin cesar por eso de remar—. ¡Y pensar que ninguno de nuestros grandes ingenieros modernos haya pensado jamás en las grandísimas ventajas que reportaría para Italia un canal de esta índole!

—¡Es verdad! —decía Vicente—. Pero hay algo que me sorprende.

—¿Qué?

—¿Por qué prefirió el capitán Gottardi hacer subterráneo el canal en vez de abrirlo al aire libre? Me parece que la empresa hubiera sido más sencilla.

—Quizá te engañes, Vicente.

—¿Por qué?

—Porque, ante todo, lo que el capitán Gottardi pretendía era sorprender a la reina del Adriático, lo que no habría podido hacer abriendo el canal a la vista de todo el mundo.

—Eso es cierto, en efecto.

—Además, ¿crees que no hubiera encontrado grandes obstáculos? ¿Cuántos hombres y cuantísimo dinero hubiera costado cortar los Apeninos? Desde Spezia a Sassuolo el terreno es casi todo montuoso.

—Convengo en ello, doctor.

—Además, un canal subterráneo tiene la grandísima ventaja de no poder ser destruido, so pena de afrontar grandes dificultades.

—¿En tanto que si lo hubieran cavado sobre el suelo, con pocos torpedos hubieran cerrado pronto el paso de las naves?

—Precisamente, amigo mío. El enemigo que lograse coger en su poder un punto cualquiera del canal, tendría en sus manos toda la navegación por él, y podría inutilizarlo con sólo colocar unas cuantas minas.

—¡Ah, doctor! Nos hemos olvidado de una cosa —dijo Miguel, que había estado escuchando atentamente su conversación.

—¿De qué?

—Del nombre que hemos de darle a este canal, que aún no lo tiene.

—¡Caramba, pues tienes razón, Miguel! —dijo Vicente—. ¡Hay que bautizarle!

—Le daremos un nombre que recuerde alguna victoria naval de la escuadra genovesa —dijo el doctor.

—¿Cuál?

—Este: canal de la Meloria.

—¡Vaya por la Meloria! —dijeron los tres pescadores.

—¿Cuándo va a ser el bautismo?

—En la primera parada, Vicente —dijo el doctor riendo, adivinando cuál era el pensamiento del patrón—. Aún nos quedan dos botellas de Volpolicella añejo y una buena ración de cecina de Verona.

De pronto se le vio inclinarse rápidamente en la proa, coger la antorcha y sumergirla en el agua, haciéndose en torno de ellos la oscuridad más profunda.

—¡Apaga el tabaco de tu pipa! —gritó a Roberto—. ¡Pronto! ¡Métela en el agua!

—¿Qué sucede, doctor? —preguntaron los pescadores.

—¡El grisú!…

—¡El grisú! ¿Cómo es eso? —dijo Vicente.

—¿No habéis observado que la llama de la antorcha se ensanchaba y adquiría un tono azulado?

—Sí.

—Pues eso indicaba la presencia de ese gas inflamable.

Si nos hubiéramos retrasado un instante más, hubiésemos producido un horroroso incendio que hubiera hecho volar la galería.

—¡Por un millón de merluzas!

En aquel instante se oyó a lo lejos una tremenda detonación, y después, bajo las tenebrosas bóvedas, se vio aparecer un huracán de fuego que pronto desapareció en la dirección del mar Tirreno.

—¡Mil rayos! ¿Qué ha sucedido? —dijo Vicente palideciendo.

—Ha estallado el grisú —contestó el doctor.

—¿Quién lo habrá inflamado?

—Seguramente esos hombres que nos preceden.

—¿Habrán muerto?

—Es probable.

—Corramos allá, doctor.

—Un momento: dadme una linterna de seguridad. Siento que nos rodea el gas. ¡Que nadie encienda una cerilla o estamos perdidos!

CAPITULO XIV. LA VÍCTIMA DEL GRISÚ

La lámpara de seguridad, inventada por el célebre químico inglés Davy hará unos ochenta años, permite desafiar impunemente el gas inflamable llamado grisú o mofeta, que se encuentra muchas veces esparcido por el interior de las minas de hulla.

Tiene la apariencia de una lámpara corriente, pero su llama está protegida por una espesa redecilla metálica, la cual impide que el fuego de la lámpara se propague al exterior inflamando el gas que le rodea; y todo por una ley física muy fácil de explicar.

El grisú, penetrando a través de la redecilla, se enciende pronto, aunque sin provocar explosión por ser una cantidad mínima; pero el metal, que es un buenísimo conductor del calor, absorbiendo inmediatamente el calor impide que éste se propague al exterior.

Antes de ser inventada esta lámpara, ocurrían terribles explosiones de grisú en las minas de carbón, sepultando a veces a centenares de operarios; pero hoy ya se ha evitado ese peligro. Y si bien por desgracia aun en nuestros días hay que deplorar alguna de estas catástrofes, débese más bien a la imprudencia de los mineros, que osan encender sus pipas a pesar del inmenso peligro y de las severísimas órdenes de los ingenieros.

Encendida la lámpara con especiales operaciones, el doctor y sus compañeros miraron si las bóvedas habían sufrido algún desperfecto con la explosión; pero vieron que no habían cedido por ningún sitio. Únicamente en las paredes de la parte sur se habían abierto algunas grietas, pero de escasa importancia para la construcción.

—Ha sido una verdadera suerte que las llamas se hayan dirigido hacia el oeste —dijo el doctor—. Si se hubiesen precipitado hacia nosotros, seguramente nos hubieran abrasado y quizás muerto.

—¿Habrá alguna mina de hulla por estos contornos? —dijo Vicente.

—Seguramente —respondió el doctor—. El grisú procede del carbón, ordinariamente, aunque no falta en las salinas y en los pozos de petróleo.

—¿Habrán sido los que nos preceden quienes le han prendido fuego?

—Por sí solo no se enciende nunca.

—¿Y cómo se habrá ido depositando aquí el grisú?

—¡Quién sabe! Acaso en cualquier mina puede haber ocurrido algún desprendimiento, y el gas que estaría depositado entre las capas carboníferas ha salido y se habrá acumulado en estas galerías.

—¿Entonces esas minas tendrán alguna comunicación con el túnel?

—Si, Vicente; tenemos que fijarnos ahora y ver si a derecha e izquierda encontramos alguna abertura o caverna.

—No se nos pasará, doctor —dijeron los pescadores.

La canoa, en tanto, avanzaba rápidamente, pues aunque iban hablando, los cuatro exploradores remaban con gran vigor por sus deseos de llegar al lugar de la explosión.

El grisú parecía que iba en aumento a medida que se aproximaba al lugar de la catástrofe. La llama de la lámpara se ensanchaba y se coloreaba de azul con gran frecuencia, signo evidente de la presencia del peligroso gas.

Con toda seguridad aquella explosión debió producir algún desprendimiento más en los depósitos carboníferos, y el grisú había vuelto a acumularse en la galería. ¡Ay de ellos si hubieran encendido algún pequeño fuego! Otra explosión se hubiera producido aún más terrible que la anterior.

La canoa había avanzado más de un kilómetro cuando de pronto chocó contra un obstáculo que cedió en seguida, sin embargo, sin resistir el empuje de los remos.

—¡Ahí, delante de la proa, hay algo! —dijo Miguel, dejando el remo y poniéndose de pie.

—¿Habremos chocado contra algún pedazo de madera? —dijo Vicente.

Extendió la lámpara y se inclinó hacia la proa. En seguida vio un objeto que flotaba a babor de la canoa.

—¡Ayudadme! —dijo.

—¡Tened cuidado de no volcar la canoa! —advirtió el doctor.

—No temáis —dijo Miguel.

Vicente y Roberto se tendieron sobre la borda y agarraron el objeto que se encontraba casi enteramente sumergido.

—Es un barril —dijo Vicente.

—Y debe de estar lleno —agregó Roberto.

—¿Podéis levantarlo a bordo?

—No es muy grande; quizá no sea difícil. ¡Ten cuidado, Roberto! No hagáis fuerza sobre la borda, que va a ceder.

Agarráronlo fuertemente y con un poderoso esfuerzo lo alzaron sobre el agua y lo metieron en la canoa.

El doctor, provisto de su linterna, lo examinó curiosamente.

Era un barril corriente, de los que llaman los marineros barrica, sin modificación de ninguna clase. Únicamente en una de sus bases tenía marcadas a fuego estas iniciales: B. N.

—Nada —dijo el doctor—. Creí encontrar algún nombre, al menos el del fabricante o el del exportador.

—Veamos qué es lo que contiene —dijo Vicente, cogiendo un hacha y dando un vigoroso golpe en una de las tablas de la base.

—Está lleno de carne salada —añadió al ver el contenido.

—¿Bien conservada?

—Sí, doctor.

—Entonces, este barril era de los hombres que iban delante de nosotros. Si hubiera estado mucho tiempo flotando en el agua, se habría estropeado la carne.

—La madera no está aún muy empapada —observó Miguel—. No debe hacer una hora que lo han echado al agua.

—Esto me da algunas sospechas —dijo Vicente.

—¿Cuáles?

—Que la explosión ha debido echar a pique la canoa de los hombres a quienes perseguimos.

—Es probable.

—¿Entonces, se habrán ahogado?

—Mucho lo temo, Vicente. Las paredes del canal son muy lisas para poder agarrarse a ellas. Yo no sé quiénes son esos hombres, pero pienso que no debemos dejarlos perecer.

Quién sabe si alguno está nadando todavía.

—Vamos a llamarlos; si hay aún vivo alguno nos contestará.

—Tanto más cuanto que en este túnel resuena mucho la voz y se propaga a una distancia extraordinaria.

Vicente dio tres grandes voces:

—¡Ohé!, ¡eh!, ¡eh!

Estuvieron escuchando algún tiempo; pero la voz se perdía bajo las infinitas bóvedas de la galería sin obtener ninguna respuesta.

Repitieron los gritos diferentes veces, pero con idéntico resultado.

—Deben haber muerto —dijo Miguel, sintiendo un escalofrío.

—Así lo creo yo también —dijo el doctor—. La terrible llama de la explosión, los habrá asfixiado de pronto o quizá los haya carbonizado.

—Busquemos por lo menos sus cadáveres —dijo Vicente, con voz algo conmovida—. Esos pobres diablos no nos han hecho mal ninguno.

—Si; busquémoslos —dijo el doctor—. ¡A los remos!… ¡A los remos!

La canoa avanzaba rápidamente, cortando con sordo fragor las negras aguas del canal.

Vicente miraba de vez en cuando la proa, para ver si encontraban, según iban avanzando, algún barril, caja o resto del naufragio, y a ratos lanzaba nuevos gritos que seguían sin contestación.

Nada se veía ni se oía. Parecía que los desgraciados navegantes que les precedieron habían sido muertos por la explosión del grisú.

De pronto, en la vuelta de la galería, descubrieron los exploradores en la pared meridional una gran abertura, de la cual salían nubes de humo negro impregnadas de ese olor penetrante que despiden los carbones fósiles en combustión.

—¡Alto! —mandó Vicente.

—¿Una abertura? —dijo el doctor.

—Una caverna, según parece —respondió el pescador.

—¿Estará ahí dentro la mina?

—Así lo sospecho, señor Bandi. Pero ¡despacio!…, ¡que sale de ella humo!

—Y a través del humo veo resplandores rojos —dijo Miguel, saltando sobre el banco de proa—. Algo así como si allí adentro hubiese fuego.

—Vamos a verlo —dijo el doctor—. Me parece que la abertura es bastante grande para dejar paso a la canoa.

—¿Correremos el peligro de volar por los aires? —dijo Vicente.

—Si hubiese dentro grisú ya habría estallado a estas horas.

—¿Y no nos sofocará el humo?

—Si la respiración se nos hace difícil, retrocederemos —dijo el doctor—. Adelante, amigos; quizá estén agonizando los desgraciados que han provocado la explosión del grisú.

—¡Vamos a salvarles! —exclamaron los tres pescadores, con noble desinterés.

Traspasada felizmente la abertura, penetró la canoa en una caverna, que al parecer tenía notables dimensiones, porque allí el humo circulaba libremente sin hacerse denso.

En el fondo de ella se distinguía una luz rojiza. Parecía como si arroyos de lava corriesen por entre las rocas, negras como la pez.

De vez en cuando saltaban chispas, que llevadas por alguna corriente de aire, surcaban el espacio e iban a caer en el centro del lago como minúsculas estrellas.

—¿Qué arde allí? —preguntó Vicente.

—Masas de hulla —respondió el doctor—. La mina se ha incendiado.

—¿Por efecto de la explosión?

—Seguramente.

—¿De modo que esos hombres habrán buscado un refugio en esta caverna?

—Así lo creo.

—Tenemos que desembarcar para buscar sus cadáveres.

—Veo a la izquierda una playa.

—Acerquémonos a ella, doctor.

Aunque el humo y las chispas llenaban por completo la caverna, los cuatro exploradores impulsaron la canoa hacia una playa bastante baja, formada por masas negras, que al reflejo del incendio tomban la brillantez de la plata. Debían de ser bloques de carbón fósil, o por lo menos así pensaba el doctor.

Hicieron encallar la canoa en la arena, y Vicente y el señor Bandi saltaron a tierra con dos lámparas de seguridad.

A pocos pasos de la orilla se elevaba una pared gigantesca, negra, con reflejos argentados y rayas blanquecinas, dispuestas en zonas horizontales. Eran extractos de carbón fósil deparados por aquella especie de roca que los mineros ingleses llaman trape, pero que no es otra cosa sino lava más o menos endurecida.

—Observando mejor aquella pared, vio el doctor que el carbón estaba mezclado además con masas metálicas, que en seguida reconoció por hierro.

—He aquí una mina que puede competir con las más ricas de Inglaterra —dijo—. ¡Carbón y hierro! ¿Qué más se puede desear?

—Es una mina compuesta —dijo Vicente—. Yo creía que las minas de carbón no podían contener ninguna otra cosa más.

—Y lo cree la mayor parte de la gente, siendo así que, por lo contrario, los depósitos carboníferos son ricos en metal, especialmente en Inglaterra. Se puede decir que se saca mayor producto del hierro que del carbón. Mirad en tanto vosotros por todos los alrededores a ver si podéis encontrar a los desgraciados que han provocado esta explosión.

—Aquí hay luz suficiente para descubrir un campamento, y yo tengo buena vista; pero no veo nada, doctor.

—El carbón se ha desplomado, y pudiera ser que entre aquellos montones hubiese algún cadáver.

—Pues vamos a buscarlo, doctor.

Poco antes, la explosión del grisú había hecho agrietarse una parte de las bóvedas, acumulando en algunas partes grandes montones, de carbón y de trapp. En el extremo de la caverna se había formado además una gran grieta, y allí se había encendido el carbón en una extensión de unos treinta metros, formando un surco de fuego que ardía lentamente con continuo crepitar, esparciendo por el aire una nube de humo negro, denso, impregnado de un acre olor a gas, a azufre y betún.

El doctor y Vicente, explorados los amontonamientos de carbón sin haber hallado ningún cadáver, se dirigieron hacia la hendidura y se detuvieron a pocos pasos del lugar del incendio, tratando de explorar la parte opuesta sólo con la mirada, pues les era imposible atravesar aquella zona de fuego.

—¿No descubres nada, Vicente? —dijo el doctor.

—No, señor —respondió el marinero—; no veo más que masas de carbón.

—¿Habrán logrado salvarse esos hombres?

—¿O los habrá arrojado la explosión a este lago?

—Quisiera asegurarme de ello.

—Démosle la vuelta, doctor. Los ahogados suben a, la superficie al cabo de cierto tiempo.

—Sondearemos el fondo.

—Dígame, doctor, ¿no se apagará este incendio?

—Es capaz de durar siglos enteros.

—¿Hasta que se termine todo el carbón de la mina?

—Sí, Vicente. En Francia y en Inglaterra hay minas que arden desde tiempo inmemorial.

—¿Hoy también? ¿Y por qué no las apagan?

—Lo han intentado; pero sin lograrlo.

—Bastaría con extraer de ellas todo el aire.

—Ya lo saben eso los franceses y los ingleses; pero no han sido capaces de sofocar esos incendios:

—¿De modo que dentro de cien o doscientos años estará aún encendida esta mina?

—Y aún más tiempo, quizá. Este es un gran depósito carbonífero, y ¡quién sabe la extensión que puede tener!

—Se podrían sacar muchos millones de este carbón.

—Y en buen número, Vicente. Es de excelente calidad, grueso, duro, muy apreciado para la fabricación del gas y del cok.

—¡Cuánta riqueza perdida! —murmuró con melancolía el pescador.

—Perdida, no, Vicente. ¿Quién impedirá que sea trabajada esta mina desde la superficie? Ya llegará el día en que estas minas sean descubiertas, pues me parece que estas capas deben llegar hasta la superficie del terreno.

—Sería una verdadera fortuna para nuestro país, que tanta escasez padece de carbón.

—¿Y quién te dice que no hay minas en Italia? En los tiempos antiguos la Liguria abastecía de carbón a Grecia, y en muchas de nuestras regiones se han hallado grandes filones, pero nadie se ha tomado el trabajo de explotarlos.

Petróleo y carbón no faltan en nuestro país, y si los italianos quisiesen podríamos tener tanto como en Rusia, América e Inglaterra, si en vez de guardar nuestro dinero en los Bancos lo empleáramos en explotaciones mineras; ese es nuestro mal.

—Es verdad, doctor. Dígame: ¿a cuánto ascenderá actualmente te la producción de nuestras minas?

—Como término medio se sacan unos trescientos millones de toneladas al año, y esta cifra va en aumento.

—¿Y no llegará un día en que se agoten esas reinas?

—Sí, llegará; pero será un tiempo muy lejano. Aún hay inmensas regiones ricas en carbón que no han sido trabajadas por el pico del minero: en China, en América del Sur y en el África central y meridional. ¡Y quién sabe, además, lo que para esa lejana fecha habrá inventado el genio humano! Dentro de doscientos o trescientos años no habrá necesidad quizá de usar carbón, pues bastará acaso usar del calor solar para poner en movimiento las máquinas de todo el mundo.

—Volvamos a la canoa, Vicente. Exploremos el lago y la orilla opuesta.

Iban ya a abandonar aquella grieta de la que partían las llamas, cuando oyeron a Miguel, que gritaba con acento aterrorizado:

—¡Patrón!… ¡Doctor!… ¡Venid!

—Vayamos allá. ¿Qué pasa?

—¡Hay un cadáver que flota en medio del lago!

—¡Un cadáver! —exclamaron el señor Bandi y el marinero, lanzándose hacia la playa.

—Ahora lo hemos descubierto —dijo Roberto.

—Arrastrarlo hasta la orilla —dijo Vicente.

Cuando llegaron a la pequeña ensenada que servía de refugio a la canoa, Miguel y Roberto habían sacado el cadáver y le habían tendido sobre la arena.

Los cuatro se inclinaron sobre aquel infeliz y le observaban atentamente.

El cadáver era de un jovencillo robusto, de unos veinte años, alto y de robustos miembros. Tenía el cabello rubio, quemado en partes; la piel de la cara la tenía levantada por el fuego, y sus carnes estaban ennegrecidas como si hubiesen sido envueltas por las llamas.

Sus ropas, de paño grueso, de color azul turquí, estaban chamuscadas y rotas; y la roja faja que le ceñía la cintura se había despedazado.

—¿Quién será este desgraciado? —dijo Vicente, con voz conmovida.

—Registradle los bolsillos —dijo el doctor.

Miguel obedeció con cierta repugnancia y encontró un cuchillo de maniobras, como el que emplean los gavieros; además, una pipa y una bolsa de tabaco casi vacía.

—¿No tiene ninguna carta?

—Ninguna, doctor —dijo Miguel.

—¡Que no podamos saber quiénes eran los que iban delante de nosotros! —dijo el doctor con cólera.

—¿Cuánto tiempo hará que ha muerto este hombre? —preguntó Vicente.

—Dos o tres horas, nada más…

—Entonces es una víctima de la explosión.

—No hay lugar a dudas. Ved sino su cuerpo lleno de quemaduras.

—¿Será un italiano?

—Dudo que lo sea, Vicente.

—¿Por qué?

—Por sus facciones y el color de sus cabellos. Más me parece un eslavo que un italiano.

—Entonces nadie sino Simón puede haberlo traído consigo.

—Eso sospecho también yo.

—¿Se habrá salvado ese bribón?

—¿Quién lo puede saber?

—Tenemos que buscar aún más, doctor.

—Exploraremos todo el lago.

—¿Habéis sondeado el fondo? —preguntó Vicente a los pescadores.

—Sí —contestó Miguel—; no mide más que cinco pies de profundidad.

—Embarquémonos.

—¿Qué hacemos de este cadáver? —preguntó Roberto.

—No tenemos picos para cavar una fosa en el carbón —dijo el doctor—. Lo mejor será que lo dejemos donde está.

Saltaron a la canoa, encendieron otra lámpara de seguridad, que colocaron a popa, y se retiraron sondeando de vez en cuando las aguas. Aquella exploración no dio al principio ningún resultado; pero el dirigirse hacia la abertura que daba al canal, vieron flotar algo a pocos pasos de una roca carbonífera.

—¡Otro cadáver! —exclamó Vicente, agarrando un bichero.

No se había equivocado. Era otro cadáver; un hombre como de cincuenta años, vestido de paño azul; sus cabellos, rizados, casi habían desaparecido por el fuego, y sus carnes habían quedado también abrasadas, en un estado lamentable.

—No es Simón —dijo Vicente, soltando el cadáver—. ¿Nos habremos equivocado?

—Aquellos hombres eran tres —dijo Roberto—. Hay que hacer por encontrar el último para tener la seguridad de que sea o no el eslavo.

Continuaron registrando, dando diferentes vueltas en torno de la mina, y convencidos por fin de que el tercer individuo pudo escapar de la catástrofe, volvieron al canal.

Apenas hubieron pasado la entrada, oyeron a Miguel, que gritaba:

—¡El farol rojo, otra vez!

CAPITULO XV. LA VENGANZA DEL ESLAVO

El pescador no se había engañado.

En lontananza, bajo las bóvedas tenebrosas de la inmensa galería, se veía centellear aún el punto luminoso de luz rojiza que habían visto ya antes en la gran caverna.

¿A qué distancia se hallaba de ellos? Era imposible saberlo con precisión; pero según el cálculo de los pescadores, tan habituados a medir por millas aun durante las noches más oscuras, no debía distar más de una legua.

Aquel punto luminoso indicaba claramente que no habían perecido en la catástrofe todos los hombres que estaban delante de ellos en el canal subterráneo cuando ocurrió la explosión.

¿Cuántos eran los que quedaban vivos? ¿Uno solo o varios? Las huellas encontradas junto a la fuente de fuego eran de tres personas, pero pudiera ser que alguno no hubiese desembarcado.

—¡Por un millón de merluzas! —exclamó Vicente—. Somos cuatro y tenemos una buena canoa; podremos alcanzar pronto a esos misteriosos personajes. No creo que sean aún tantos que puedan competir con nosotros.

—Ni yo tampoco lo creo —dijo el doctor, que miraba con su anteojo al punto luminoso para ver si brillaba sobre una canoa o sobre una balsa.

—Si damos firme a los remos les alcanzaremos pronto.

—¿Os parece que van muy de prisa?

—A mí me parece que están inmóviles.

—Una legua no es una distancia muy larga; en tres cuartos de hora podemos recorrerla.

—Es preciso que apaguemos nuestras luces; si se dan cuenta de que les seguimos, harán esfuerzos sobrehumanos y se meterán en cualquier caverna.

—¿Y si chocamos? —dijo el doctor—. Nuestra canoa es muy frágil y podría hundirse.

—No hemos encontrado ningún obstáculo en todo el camino. Además, el fanal rojo podrá servirnos de faro.

—¿Me respondéis de la dirección?

—Sí, doctor.

—Pues entonces apagad los faroles.

Apagaron las lámparas de seguridad, que habían sido colocadas en la proa, y las retiraron.

—¡Adelante! —mandó el patrón.

La canoa reanudó la persecución de los misteriosos exploradores. El punto luminoso brillaba siempre entre las tinieblas y parecía que estaba inmóvil. Su luz rojiza se replejaba ondulante sobre las aguas del canal… trazando como una línea de fuego.

De vez en cuando desaparecía por un instante, pero luego reaparecía brillando sobre las infinitas bóvedas del túnel. Aquellas desapariciones debían ser ocasionadas seguramente por las personas que iban en ella, al moverse de un lugar a otro, se interponían entre el fanal y los ojos de sus perseguidores.

Los tres pescadores y el doctor hacían esfuerzos sobrehumanos para ganar camino. Esforzaban sus músculos y apoyaban las puntas de los pies en el fondo de la canoa para remar con más ímpetu y caer cuanto antes sobre los fugitivos.

Tenían derecho a saber quiénes eran los que les habían robado el secreto, pues era inadmisible que hubiesen hallado otro documento del capitán Gottardi. Y aun en este mismo no había razón para que huyesen, pues lo natural y lógico era que se unieran a ellos para llevar a cabo más fácilmente la empresa de exploración.

Poco a poco iba disminuyendo la distancia que había entre perseguidos y perseguidores. Sin embargo, parecía que los primeros habían advertido que se les daba caza, pues la lámpara ya no estaba inmóvil como antes. De vez en cuando se la veía oscilar, como si a la barca o balsa en que estuviese le imprimieran un movimiento rápido de balanceo, y además se veía alargarse y disminuir el reflejo del farol Sobre las aguas.

Seguramente habían oído los golpes de remos transmitidos por la galería… pues en ésta los sonidos se propagaban con una sonoridad extraordinaria.

—Quieren huir —dijo Vicente, que se había vuelto para medir aproximadamente la distancia a que se hallaban de los misteriosos exploradores.

—Ya están bastante próximos —dijo el doctor.

—Pero siguen avanzando —dijo Miguel—. Por lo demás, no deben de distar más de quinientos o seiscientos metros de nosotros.

—Entonces podemos parlamentar con ellos —dijo el doctor.

—Probadlo —replicó Vicente—. Nosotros, mientras tanto, intentaremos acercarnos más a ellos.

El señor Bandi se levantó, y poniendo en la boca las manos a modo de bocina, gritó.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Quiénes sois? ¡Parad y esperadnos! ¡No temáis nada de nosotros!

En vez de contestar, la lámpara fue apagada a bordo de la embarcación.

—¡Somos amigos! —gritó el doctor.

Tampoco obtuvo respuesta.

—¿Qué se creerán esos bribones? —preguntó Vicente, que comenzaba a perder la paciencia—. No comprendo por qué se obstinan en callar. ¡Voto a bríos! Tenemos que entendérnoslas con ese sinvergüenza de Simón; ya estoy convencido de ello.

—¿Creerá que vamos a matarle? —dijo el doctor.

Después, levantando la voz, gritó repetidas veces:

—¡Simón! ¡Simón!

Todo fue en balde. Nadie contestó, ni volvió a encenderse la lámpara.

—¡Quiero verme frente a frente con ese mandria para retorcerle el cuello! —dijo Vicente—. ¡Apretad, muchachos!

—Encendamos antes nuestras linternas —dijo el doctor—. Con esta oscuridad, y sin que nos sirva de faro la luz de ellos, podríamos chocar en cualquier escollo o contra las paredes del canal.

Mientras los tres pescadores seguían remando con verdadera rabia, el doctor encendió las dos linternas de seguridad, colgando una a popa y otra a proa, y después empuñó otra vez los remos para ayudar a sus compañeros.

La canoa de los fugitivos parecía haber desaparecido.

¿Se habría detenido en alguna parte, o se habría refugiado en alguna caverna? Era imposible saberlo.

Los pescadores y el doctor habían ganado otros trescientos metros, cuando de pronto resonaron dos disparos que atronaron la galería.

Una de las balas hizo saltar pedazos del remo de Roberto; la otra pasó silbando sobre la cabeza del doctor.

Aquella descarga había partido de un sitio muy cercano, como si los agresores estuviesen a unos cincuenta metros de la canoa.

El doctor y los pescadores se pusieron en pie empuñando sus revólveres, dispuestos a repeler duramente la agresión.

—¡Canallas! ¡Rendíos! —gritó Vicente.

Nadie respondía; los agresores, aprovechando la oscuridad, tal vez se habían alejado.

El doctor descolgó una linterna, y elevándola sobre la altura de su cabeza proyectó su luz por los alrededores; pero nada descubrió.

—¡Contestad, o hago fuego contra vosotros! —gritaba Vicente, con voz amenazadora.

Como no obtuvo contestación, descargó una tras otra todas las cápsulas de su revólver, disparando al aire. Las balas no debieron herir a nadie, pues no se oyó un solo grito de dolor resonar entre las tinieblas.

—¿Habrán huido? —preguntó el doctor.

—¡Aunque tengamos que bajar hasta las entrañas de la tierra os atraparemos! —gritó Vicente, con ira.

—No cometas locuras. Ya sabemos que esa gente no retrocede ante un asesinato, y hemos de procurar no dejarnos matar como locos.

—Tanto más cuanto que nuestra canoa es débil y nos la pueden estropear —agregó Miguel—. El tejido no resiste a las balas.

—Ni siquiera a una cuchillada —dijo el doctor.

—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó Vicente.

—Avanzar prudentemente. Que cojan los remos Miguel y Roberto, y nosotros iremos preparados para repeler cualquier agresión.

—¡Maldita oscuridad! —exclamó Vicente.

—¡Adelante! —mandó el doctor.

La canoa reanudó su carrera, manteniéndose cerca de la pared de la izquierda, en la cual había numerosas excavaciones, como nichos y hornacinas, en las cuales podrían refugiarse en caso de peligro.

Mientras los dos pescadores remaban, el patrón y el doctor Bandi, colocados a proa, escrutaban ansiosamente las tinieblas con intención de descubrir a sus adversarios.

Habían bajado las linternas casi hasta la línea de flotación, con objeto de engañar la puntería del enemigo.

En todo el túnel no se oía un solo rumor. Con seguridad los fugitivos habían hallado algún lugar donde ocultarse, por no poder competir en velocidad con la canoa de los cuatro exploradores.

Aquel silencio causaba honda inquietud al doctor y a Vicente.

El peligro oculto que nos amenaza continuamente, sin que le podamos hacer frente a la luz del día, es seguramente el más terrible. Por, muy valeroso que sea un hombre, difícilmente consigue contener sus nervios y su aprensión.

El temor a lo desconocido es el más tremendo de los miedos.

Ya habían ganado otros doscientos metros, Cuando al mirar a su alrededor descubrió el doctor una profunda excavación que se abría sobre la pared de la izquierda.

—¿Estarán escondidos ahí dentro? —dijo.

—¿Queréis que entremos? —preguntó Vicente.

—Temo que no hayan seguido más adelante.

—Entremos en esa caverna, doctor. Si esos hombres no se hubieran refugiado en algún sitio, ya los habríamos alcanzado a estas horas.

—Eso me parece también a mí.

Iba a dar orden a los pescadores de virar a babor, cuando le pareció oír una especie de bufido.

—¡Atención, Vicente! —dijo.

—¿Qué habéis visto?

—Me parece haber oído el bufido o la respiración de una persona.

—¿Dónde?

Vicente elevó la lámpara, dirigiendo una rápida ojeada a su alrededor. En aquel momento le pareció ver salir del agua un brazo desnudo que se acercaba a la canoa.

—¡Doctor! —gritó.

Le respondió un grito de rabia y de desesperación.

—¿Qué pasa? —dijeron Miguel y Roberto, soltando los remos.

—¡Que nos hundimos! —gritó el doctor—. Los miserables nos han acuchillado la tela de la canoa.

—¡Mil rayos! —gritó Vicente, saltando hacia delante.

La canoa comenzaba a inclinarse sobre babor.

—¡Estamos perdidos, señor Bandi! —dijo Vicente, con voz enronquecida—. Han rasgado la tela de arriba abajo.

—No perdamos tiempo.

—¿Qué hacemos? —preguntaron los pescadores, que entre las tinieblas parecían haber perdido su calma habitual.

—Hagamos por conservar unidas las cajas y los barriles y refugiémonos cuanto antes en las cavernas. Cuidad de que no se apaguen las linternas.

La canoa se iba llenando de agua y se hundía rápidamente; inclinándose cada vez más sobre el costado herido.

—¡Atención a las cajas! —dijo el doctor.

—Ya tengo las cuerdas —dijo Roberto.

—¿Y las linternas?

—También las tenemos.

—¡Pues venga lo que venga!

En aquel momento la canoa se hundió bajo sus pies, desapareciendo bajo las tenebrosas aguas del túnel. En su lugar quedaron a flote las cajas y los barriles, que chocaban ruidosamente.

Como las cajas habían sido construidas a prueba de humedad y estaban cerradas herméticamente, no había el peligro de que se hundieran; lo mismo sucedía con los barriles. Con unos y otros se podría formar después una balsa, con la cual habían de llegar hasta la desembocadura final del túnel, que, según los cálculos del doctor, no debía estar muy lejos.

Prestándose ánimos y ayuda pudieron llegar felizmente a la entrada de la caverna, atravesando aquella parte del canal.

Poco antes de determinarse a entrar en ella se detuvieron presa de viva ansiedad.

—Sería conveniente apagar las linternas —dijo Vicente—. Si esos bribones nos ven serán capaces de asesinarnos.

—No hagáis tal cosa —exclamó el doctor—. ¿Cómo íbamos a volverlas a encender? Ya hemos gastado todos los fósforos, y la luz representa ahora para nosotros la salvación.

—Engañémosles, al menos.

—¿Cómo?

—Poniendo las linternas sobre las cajas.

—Es igual ¡hacedlo!

—¿Qué hacemos ahora, doctor? —preguntó Vicente, en voz baja.

—¿No se ve nada?

—Se diría que la caverna está completamente desierta.

—No hay que fiarse. Busquemos por ahora alguna playa o lugar donde poner en seguro nuestras cajas y barriles. De ellos depende nuestra salvación.

—¿Pensáis construir una balsa?

—Sí; creo que nos será fácil hacerla.

—¡Callad! —interrumpió de pronto Miguel.

Los cuatro contuvieron el aliento, prestando toda la atención de que eran capaces sus oídos.

Hacia la parte opuesta de la caverna, o al menos así les parecía, por desconocer su amplitud, se oía el rumor del agua como si alguien la removiese.

—¿Oís, doctor?

—Sí —contestó el señor Bandi.

—De todos modos apresurémonos para buscar la, playa —dijo el doctor.

Adelantando en ella un distancia de quince o veinte pasos, tocaron sus pies en un fondo pedregoso, cubierto de grandes guijarros.

—La playa está cerca, —dijo Vicente.

—¿Tenemos todas las cajas? —preguntó el doctor.

—Todas —contestaron Roberto y Miguel—. No falta, ni un barril.

—¡Hagamos el último esfuerzo, amigos!

Formados a modo de cadena, impulsaban hacia delante aquellos objetos hasta que rozaron con una playa erizada de pequeñas escolleras de puntas negras, que parecían de carbón.

Se disponían ya a hacer rodar los barriles, cuando a cierta distancia vieron brillar rápidamente una llama que se apagó en seguida. Aun cuando aquel resplandor tuvo la escasa duración de un segundo, pudieron distinguir a muy corta distancia una figura humana, de estatura casi gigantesca.

—¡Por cien millones de merluzas! —murmuró Vicente—. ¿Es eso un hombre o un fantasma?

—Un hombre de carne y hueso —dijo el doctor.

—¿Uno de los fugitivos?

—Seguramente.

—¿Uno de esos bandidos que han disparado contra nosotros y nos han echado a pique la canoa?

—Sí, Vicente.

—¡Ah, demonio! ¡Espero que le mataremos!

—Alguien se ha metido en el agua —susurró Vicente.

—¿Será una canoa que venga hacia acá? —dijo, a su vez, el doctor.

—Abrid la caja de las armas. ¡Pronto!

Miguel y Roberto se apresuraron a obedecer, y entregaron a Vicente y el doctor los dos revólveres de reserva, que ya estaban cargados.

—¡Hagamos buena puntería, doctor! —dijo el lobo de mar.

—Ya veremos, Vicente; pero te aseguro que me desagradaría tener que matar a alguno.

—¡Silencio!

—¿Se acercan?

—Me parece que sí.

—Tenemos antorchas en una de las cajas; encended alguna. Su luz nos bastará para iluminar la salida de la caverna.

—¡Apresuraos! —dijo Vicente a Miguel y a Roberto.

La caja fue abierta inmediatamente, y como estaba herméticamente cerrada todo fue hallado seco en ella.

Llevaron las dos antorchas y pronto su luz quedó proyectada mediante dos reflectores de níquel en dirección de la salida de la caverna.

—Nada —dijo Vicente que estaba parapetado detrás de uno de los escollos más avanzados.

Roberto, que era el que sostenía las dos antorchas, proyectó su luz en otra dirección. Esta vez, entre la penumbra, fue vista una masa oscura e informe que se deslizaba lentamente hacia la salida de la caverna.

No pudiendo alcanzar hasta allí la luz, resultaba imposible adivinar qué era; pero de todas maneras, aquello no tenía la apariencia de una embarcación. Parecía más bien una balsa o algo semejante.

—¡Esos bribones intentan huir! —gritó Vicente, saltando hacia ellos empuñando sus revólveres.

Una figura humana, de aspecto gigantesco, surgió de improviso sobre la superficie de las aguas, de pie sobre aquel flotador, y extendiendo la mano hacia los exploradores, gritó.

—¡Perros! ¡No cogeréis mi tesoro! ¡Os mataré a todos!

Después se precipitó en el lago, levantando grandes oleadas y desapareciendo ante las atónitas miradas de los cuatro compañeros.

—¡Demonio! ¡Era el eslavo! —exclamó Vicente.

—¡Os mataré a todos! El tesoro es mío. ¡Ay del que le toque!

—¡Estás loco!

—¡El tesoro me pertenece! —gritó por última vez Simón.

—¿Qué hacemos, doctor?

—Intimémosle a que se rinda.

—¿En qué forma?

—Quitándole su embarcación. Ahora veo que la tiene en medio del lago.

—¿Qué os parece?

—Es una balsa, doctor.

—¿Se habrán atrevido esos hombres a venir aquí con unas cuantas tablas solamente?

—¡Pues han tenido un magnífico atrevimiento, doctor!

—Admirable, Vicente.

—¡Al agua, Miguel! —dijo el patrón—. ¡Tráete la balsa hacia acá!

Con pocas brazadas llegó a ella y se montó encima.

—Ya que hemos encontrado esta balsa, embarquémonos y salgamos de esta caverna…

En aquel instante se oyó una explosión de risa que resonó entre las tinieblas, y después una voz lejana gritó con acento amenazador:

—¡El tesoro le va a costar la vida al patrón Vicente! ¡Ah, ah! Le será fatal, porque el oro será todo para mí.

CAPITULO XVI. LA PERSECUCIÓN

El doctor y sus compañeros se volvieron rápidamente, para tratar de descubrir el lugar donde se encontraba el eslavo; pero éste, después de haber pronunciado aquellas palabras de amenaza, había vuelto a desaparecer. Además, la luz de las antorchas y de las lámparas no eran suficientes para alumbrar hasta el fondo de la caverna.

—Tenemos que tomar alguna determinación —dijo Miguel—. No podemos abandonarle aquí; ha sido compañero nuestro y, además, ¡qué caramba!, es un hombre.

—Pues hagamos por cogerle y reducirle a la impotencia para que no nos perjudique —sugirió Roberto—. Somos cuatro hombres fuertes y robustos.

—Pero no hemos encontrado el fusil en la balsa.

—¿Temes que lo tenga él aún?

—¡Claro, doctor!

—Algo grave sería la cosa.

—Tanto más cuanto que puede guiarse por la luz de nuestras lámparas, y acercársenos sin que le veamos ni nos dé lugar a defendernos.

—Nos defenderemos como podamos, Vicente.

—¿No podríamos aprovechar una ocasión para sorprenderle?

—Habría que dejar aquí las linternas, porque de otra forma nos descubriría.

—Nosotros os acompañaremos —dijeron las tres pescadores.

—Pues vamos allá. Coged una cuerda y no os olvidéis de las armas. Con los locos no hay que andarse con bromas.

Avanzando lentamente, con toda suerte de precauciones y después de haber atravesado numerosos barrancos que quizá sirvieron en otros tiempos de lecho a algún torrente, al cabo de media hora llegaron a la extremidad opuesta del lago.

Sin embargo, la caverna no terminaba allí; al contrario, parecía internarse aún más en las entrañas de la tierra.

Al otro lado de la playa se veían confusamente rocas aglomeradas, otras cavernas, nuevas bóvedas oscuras y huecos llenos de sombras que parecían nuevas galerías.

El doctor observó que aquellas rocas despedían reflejos ligeramente argentados.

—Otro depósito carbonífero —dijo—. Afortunadamente tenemos las lámparas de seguridad.

—¿Otra mina? —dijo Vicente.

—Sí, y quizá mucho más extensa que la otra. Oigo el agua que se despeña a lo lejos.

—Es verdad, doctor; parece como si un torrente se deslizase a algunas millas de nosotros.

—Temo que Simón nos va a hacer correr de lo lindo.

—¿Dónde se habrá escondido?

—Si la mina es tan extensa, acaso esté bastante lejos de nosotros.

—Se habrá marchado a buscar su tesoro a orillas de este torrente. ¡Roberto, súbete sobre esa roca y mira si ve se algo en aquellas bóvedas que hay allá lejos!

—¡El fanal rojo! —exclamó cuando llegó a lo alto.

—¿El de Simón? —preguntaron el doctor y Vicente.

—Sí; es el mismo que hemos visto sobre las aguas de la gran caverna.

—¿Está muy lejos?

—Mucho, doctor.

—¿Se está quieto?

—No, veo que se mueve.

—¿Entonces es que Simón huye?

—Así lo creo.

—¿Le seguimos?

—Sí, Vicente.

—¿Pero adónde irá ese loco de atar y hasta dónde llegará esta caverna?

—No sé, pero supongo que tendrá fin.

—Pues entonces, ¡adelante!

Escalaron las rocas que se erguían casi cortadas a pico sobre las aguas del lago y se encontraron sobre una especie de planicie qué subía ligeramente, cubierta de grandes masas de carbón fósil.

—Se aleja de nosotros —dijo Vicente—. ¿Irá en busca del tesoro?

—No seguirá así mucho tiempo; su linterna no puede lucir durante muchos días.

—¿No habrá traído provisión de aceite para alimentarla?

—¡Hum! No creo que un loco tenga tanto sentido común.

Aligeremos amigos, que esta galería puede tener algún recodo y entonces no podremos guiarnos por el farol.

Habían recorrido ya unos quinientos metros, subiendo y bajando, cuando de pronto vieron desaparecer la lámpara del loco.

—¿Qué hacemos, doctor? —dijo Vicente deteniéndose.

—Esperemos aquí hasta que aparezca de nuevo.

—¿Retrocederá después?

—Cuando se le apague la linterna volverá hacia nosotros.

Vicente se levantó de repente, exclamando:

—¡Un hundimiento!

—Vamos a verlo —dijo el doctor.

—¿Lo habrá provocado el eslavo? —dijo Miguel.

—No hemos vuelto a ver su linterna.

—Sí, es cierto; pero puede haber bajado por detrás del torrente para acercarse hasta nosotros ocultamente.

—Dejemos aquí las lámparas para engañarle y hagamos por acercarnos a esa hendidura.

—Mejor será que se queden aquí Miguel y Roberto —aconsejó Vicente—. Las lámparas son nuestra salvación.

—Bueno —respondió el doctor—. Vayamos nosotros dos de exploración y que se queden ellos aquí.

Los ruidos proseguían, pero no cercanos. Parecía como si el suelo se hundiese en el torrente a unos seiscientos pasos del lugar donde habían acampado.

Habían llegado a la orilla de un torrente, una orilla casi cortada a pico, que no se podía bajar sin gran peligro.

El señor Bandi y el pescador miraron hacia lo alto del curso del torrente, pero no vieron brillar la luz roja del eslavo.

—Nada —dijo Vicente—, y sin embargo, continúan los ruidos.

—Quizá describa curvas este torrente —dijo el doctor—. Sería preciso que subiésemos hasta el lugar donde se producen los desprendimientos.

—Vamos a verlo, Vicente.

Encendió una cerilla y prendió con ella fuego a un puñado de cáñamo embreado que dejó caer dentro del cauce del torrente.

¡Aquello no era un torrente! Era un verdadero río de doce o quince metros de anchura, que bajaba precipitadamente alzando sus aguas en furiosas ondas.

—No nos queda más recurso que bordear la orilla —dijo el doctor.

—Vamos primero a coger la linterna.

Apenas dijo estas palabras sobrevino una explosión atronadora, procedente de la parte alta de la corriente del río.

La tierra tembló espantosamente, como si hubiera ocurrido un terremoto, mientras de lo alto se derrumbaban rocas enormes que bajaban rodando hasta caer en el río, haciendo saltar por el aire colosales salpicaduras.

El doctor y Vicente fueron derribados uno sobre otro, y por un verdadero milagro no cayeron de cabeza al río.

Repuestos inmediatamente del sobresalto, tuvieron el sentimiento de encontrarse sumidos en las tinieblas, pues las dos lámparas que ardían en el campamento fueron apagadas por la explosión.

—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido? —gritó Vicente.

—Parece que ha estallado la mina —contestó el doctor.

Después gritaron llenos de angustia:

—¡Roberto!…

—¡Miguel!

—¡Doctor!… ¡Patrón!… —respondieron los dos pescadores.

—¿Estáis heridos?

—No; ¿y vosotros?

—¡Tampoco, gracias a Dios! —exclamó el señor Bandi.

—¿Dónde están las lámparas? —gritó Vicente.

—Se han apagado.

—¡Encendedlas en seguida! No nos atrevemos a movernos porque tenemos detrás el río.

—¡Esperad un poco que las busquemos! —dijo Miguel—. La explosión las ha lanzado no sabemos dónde.

Mientras los dos pescadores buscaban las lámparas a tientas entre los montones de carbón, se entabló un diálogo entre el doctor y Vicente.

—¿De qué habrá sido esta explosión? ¿Del grisú, quizá?

—No, Vicente; en ese caso nos hubiéramos visto envueltos por un torrente de fuego.

—¿Entonces ha debido de ser una mina?

—Lo sospecho, puede haber sido una mina de pólvora.

—Quizá el eslavo haya hecho volar algo con dinamita.

—No estoy seguro.

—Valiente granuja. ¿Y con qué objeto? ¿Para hundir la caverna y sepultarnos?

—O por cualquier otro motivo.

—¿Qué queréis decir, doctor?

—El río ya no corre detrás de nosotros.

—Sin embargo, oigo aún el ruido del agua.

—Sí; pero más lejos.

—¿Qué teméis?

—No lo sé, pero no estoy tranquilo.

¿Oyes?

—¿Agua que se precipita?

—Sí.

—¿Se habrá formado alguna cascada?

—Algo tiene que haber pasado en la corriente del río; quizá los desprendimientos que ha causado la explosión han obstruido el cauce.

—¿Correremos el peligro de ser anegados?

—¡Miguel!… ¡Roberto!

—¡Doctor!

—¡Las lámparas en seguida!

—¡Ya las hemos encontrado!

—¡Pues encendedlas!

Un estruendo ensordecedor hacía repetir mil ecos en la caverna. Parecía como si una enorme masa de agua se fuese precipitando en el interior de la mina con tremendo ímpetu, arrastrando consigo bloques de carbón en loca carrera.

El doctor y Vicente se lanzaron adelante. Las dos lámparas habían sido encendidas, pero, brillaban muy lejos la una de la otra.

—¿Qué, doctor, se ha desbordado el torrente? —se oyó gritar a Miguel.

—¡Busquemos una roca alta! —gritó Vicente.

—¡Ya veo una! —respondió Miguel.

El doctor y Vicente se reunieron al fin con Miguel, el cual se había detenido al pie de una enorme roca que se alzaba solitaria en medio de la gran caverna.

—¿Y Roberto? —se preguntaron.

El joven, quizá perdida la orientación, debía haberse extraviado en dirección de la galería.

—¡Roberto! —gritaron los tres a un tiempo.

—¡Voy! —respondió el joven.

—¡Pronto!

En aquel momento una gran oleada, negra como el carbón de la mina, se precipitó con ímpetu irresistible al través de la caverna, estrellándose furiosamente contra las paredes y las rocas y sobre aquélla en que se habían encaramado al doctor, Miguel y Vicente. Después pasó, rugiendo atronadoramente.

—¡Roberto! —gritaron los pescadores con desgarrado acento.

Sus voces se perdían entre el estruendo formado por las aguas.

Miraron hacia la galería, esperando descubrir la lámpara del joven pescador, pero nada vieron.

¡El desgraciado!, arrastrado por las aguas, había desaparecido.

CAPITULO XVII. LA INUNDACIÓN

La explosión provocada por el loco había ocasionado aquella enorme catástrofe.

Aquella inundación inesperada fue tan rápida que impidió al desgraciado Roberto reunirse a sus compañeros.

Sus llamadas no obtenían respuesta. Los rugidos que producían las aguas en el interior de la galería eran de tal índole que ahogaban todos los esfuerzos de sus voces.

—¡Doctor! —dijo Vicente con lágrimas en los ojos—. Hay que buscar a Roberto a toda costa. Si hemos hecho tanto por salvar a ese maldito eslavo, más debemos hacer aún por nuestro pobre compañero.

—No veo su linterna por ninguna parte.

—Entonces habrá muerto.

—No desesperemos. Pudiera ser que se haya apagado su lámpara con el agua, pero que él esté vivo refugiado sobre alguna roca, o quizá haya sido arrastrado hasta el lago.

—¿Y nosotros?

—Confiemos en Dios, Vicente.

—No tenemos más que una lámpara, doctor.

—Ya lo sé.

—Y no nos durará mucho tiempo.

—Ya veremos.

—¿Qué haremos cuando nos falte la luz?

El doctor no contestó. Se había sentado en un resalto de la roca, con la cabeza apoyada en las palmas de las manos, y miraba con espanto las aguas que seguían elevándose rugiendo sordamente.

Habían transcurrido algunos minutos cuando sintió que una mano se apoyaba sobre su hombro.

Alzó la cabeza, y a la débil luz de la linterna vio a Vicente que le miraba. La cara del lobo de mar, reflejaba la más intensa emoción.

—¿Qué quieres, Vicente?

—O mucho me engaño o Roberto está aún vivo —dijo el pescador con voz trémula.

—¿Qué te hace suponer?

—He visto allá lejos, en dirección de la galería, brillar una luz.

—¿No has visto nada, Miguel? —preguntó el señor Bandi.

—No, señor; estaba mirando en otra dirección.

—Estemos todos atentos —dijo Vicente.

Pasaron algunos minutos de angustiosa expectativa y después advirtieron un rápido fulgor, perfectamente visible, en la dirección indicada. No era la llama de una lámpara, porque, de ser así, brillaría más; pero podía comparársela a la de una cerilla encendida.

Aquella luz duró pocos segundos; después volvió a reinar la oscuridad.

—¿Habéis visto? —dijo Vicente.

—Sí —respondió el doctor—. Me ha parecido, además, ver una cara humana.

—¿Será Roberto, que nos esté haciendo señales?

—Lo supongo. ¿Sabéis si tenía cerillas?

—Sí; metidas en una fosforera.

—Descargar nuestros revólveres. ¿Estarán secas las cápsulas?

—Creo que sí.

—Pues vamos a contestarle.

Vicente sacó el revólver que llevaba a la cintura e hizo tres disparos al aire, con intervalos de algunos segundos entre uno y otro.

Poco después del tercer disparo se vio hacia la galería un brillante resplandor, seguido de una detonación, que llegó muy claramente a oídos del doctor y sus compañeros, a pesar del rugido de las aguas.

—¡Es Roberto! —exclamaron los tres.

Tras aquel primer disparo siguieron otros tres.

—¿Le dejaste a él el revólver, Miguel? —preguntó Vicente a éste.

—Sí.

—¿Qué haremos para reunirnos con él? ¡Buscad un medio, doctor!

En aquel instante se oyeron otros dos nuevos disparos.

¿Qué significaban?

Con toda seguridad querían llamar la atención del doctor y sus compañeros; pero ¿con qué objeto?

—¿Qué hacer? —se preguntó, perplejo, el doctor—. ¿Pide respuesta, o qué?

—¿Disparo otros tres tiros?

—Uno, y después veremos.

El lobo de mar obedeció; pero aquella vez no le contestaron.

—¡Otro! —dijo el doctor—. Roberto debe tener aún otro cartucho.

La segunda detonación resonó provocando los ecos de las bóvedas de la caverna, pero no obtuvo mejor resultado; Roberto no respondía.

—¿Qué decís; doctor? —preguntó Vicente, intrigado por aquel silencio.

—Que comienzo a creer que si Roberto no responde es porque se ha arrojado al agua.

—¿Y nada hacia nosotros?

—Eso supongo. Cuidad de que no se apague la lámpara.

—Pensemos ahora en Roberto —dijo el doctor suspirando—. Después… ¡Quién sabe! ¡Tengamos confianza en Dios! ¡Silencio, escuchemos!

Transcurrieron algunos minutos de ansiedad inenarrable, después de los cuales, Vicente, no pudiendo contenerse, gritó tres veces:

—¡Roberto! ¡Roberto! ¡Roberto!

Pocos momentos después, una voz aún lejana, que parecía salir de las aguas, respondió:

—¡Ya voy!

—¡Es él! —gritaron Vicente y Miguel.

—¡Bravo muchacho! —exclamó el doctor—. Ya creí que no le volvería a ver más.

—Y yo tampoco esperaba volverle a ver.

Vicente no pudo terminar la frase. A lo lejos, de entre las espesas sombras, se oyó sonar un grito que parecía todo menos humano, algo así como el aullido de una fiera, o el de un negro en la agonía.

—¿Qué sucede? —dijo Miguel palideciendo.

—¿Será que Roberto no puede vencer la fuerza de la corriente? —preguntó alarmado el señor Bandi.

—¡Oh, no; no es su voz! —gritó Vicente.

Casi en el mismo instante se oyó muy claramente a Roberto que gritaba:

—¡Auxilio!

—¡Roberto! —gritó Vicente, preparándose para lanzarse al agua.

—¡Auxilio, que me sigue Simón!

—¡Mil diablos! —gritó Vicente—. ¡Ahora me las pagará ese perro!

—¡Ya voy! ¡Tente firme! —gritaba el valiente lobo de mar—. Ese perro de Simón me las pagará ahora todas juntas.

—¿Eres tú, Roberto? —preguntó.

Antes de que obtuviese respuesta sintió que dos manos se apoyaban vigorosamente sobre su cintura y le sumergían violentamente bajo el agua.

Vicente comprendió que se trataba del loco. Se dejó sumergir sin oponer ninguna resistencia y después, de un fuerte golpe con los talones y dos brazadas, salió a flote dos pasos más adelante.

Simón, advirtiendo que se le escapaba su adversario, lanzó un grito de furia y se puso a nadar a su alrededor, hendiendo el agua impetuosamente.

—¡Ya te tengo, patrón! ¡Ahora te voy a matar para que no me robes mi tesoro!

Después, sus nervudos brazos se enroscaron al cuello de Vicente.

—¡Déjame o te mato! —le gritó éste.

—¡No quiero!

—¡Ten cuidado, Simón!

—¡Piensa en que vas a morir, patrón! —rugía el loco.

—¡Pues muramos los dos! ¡Toma, canalla!

Simón no soltaba el cuello de su expatrón, oprimiéndole con creciente rabia y gritando de vez en cuando:

—¡Vas a morir, Vicente!

El marino, medio sofocado, después de varias tentativas para soltarse, logró con un impulso de ambas piernas elevarse a flote y arrastrando a su adversario, y empuñó su cuchillo.

—¡Déjame, Simón! —exclamó medio ahogado.

—Vas a morir —repetía el loco.

—¡Te mato!

Levantó el cuchillo y le hundió por completo en el pecho del eslavo.

Este al principio pareció no darse cuenta de haber recibido el golpe, pues no soltó el cuello de su adversario.

Al contrario, estrechó aún más su abrazo y oprimiéndole al mismo tiempo con las piernas le hundió consigo bajo el agua. Vicente, sin oponer resistencia, se dejó sumergir. De pronto el abrazo de su enemigo se debilitó y se sintió libre.

Pronto salió a la superficie. En el momento en que sacaba la cabeza del agua oyó junto a sí un sordo borboteo, como producido por un cuerpo que se removía y después algo así como una respiración fatigosa.

—¿Todavía eres tú, Simón? —gritó.

Nadie respondió. El loco volvió a desaparecer en los abismos de la mina.

—¡Vicente! ¡Vicente! —gritaban el doctor y Miguel—. ¡Por Dios! ¿Qué te sucede?

—¡Ya se acabó todo! —exclamó Vicente, nadando con rapidez hacia la roca como si tuviese miedo de ver reaparecer al loco.

—¿Y Simón?

—¡Muerto!

—¿Le has matado? —preguntó el señor Bandi.

—¡No he tenido más remedio que hacerlo!

—¡Ven en seguida!

—¿Y Roberto?

—¡Ya está aquí!

—¡Por cien millones de merluzas! —exclamó, dejándose caer en el suelo—. ¡Vaya cuarto de hora! ¡Creí que no volvería a veros más, doctor!

—¿Cómo podríamos conseguir llegar hasta el canal? —dijo el doctor, después.

—Tendríamos que nadar hasta la desembocadura de la galería —dijo Vicente.

—¿Y luego?

—Se le buscaría.

—¿Y si se nos apaga la lámpara antes de encontrarlo?

Un estremecimiento sacudió los cuerpos de los cuatro desgraciados.

Vicente rompió aquel penoso silenció.

—Señor Bandi —dijo con acento resuelto—; intentemos hacerlo. Si nos quedamos aquí nuestra situación no mejorará por eso.

—¿Vos sois, además, un excelente nadador?

—Cuatro o cinco millas no me espantan.

—No hay ni siquiera cuatro, señor —interrumpió Roberto—. Entre la galería y esta roca no debe haber más de seiscientos o setecientos metros.

—¿Estáis decididos todos?

—Todos —respondieron los pescadores.

—Veamos primero el aceite que queda en la lámpara. De unas cuantos gotas solamente puede ser que dependa nuestra salvación.

Miró el depósito.

—Tenemos sólo para veinte minutos —dijo, mientras unas gotas de sudor frío le corrían por la frente—. ¡Ea, en seguida, amigos; cada instante que pasa es una probabilidad menos que tenemos de salvarnos!

—¿Quién se encarga de llevar la lámpara?

—Yo, doctor —dijo Vicente—. No me causa molestia andar con un brazo solamente.

—Pues a ti confiamos nuestra salvación.

—No temáis; no la dejaré aunque me corten las piernas.

—¡Vaya! ¡Pronto, al agua!

CAPITULO XVIII. MOMENTO TERRIBLE

Los cuatro exploradores descendieron de la roca ayudándose mutuamente, y luego se dejaron caer al agua, poniéndose a nadar con la mayor velocidad posible.

Los cuatro exploradores se suponían ya a breve distancia del paso cuando Vicente chocó con una masa blancuzca que parecía nadar entre dos aguas.

Casi al mismo tiempo salió de sus labios un grito de horror.

La cabeza de Simón, del pobre loco, había resurgido ante él.

Aquel rostro terriblemente contraído se le apareció muy claramente iluminado por la luz de la lámpara.

—¡Mil demonios! —gritó echándose bruscamente a un lado—. ¡Todavía este hombre! ¡Ni aun muerto quiere dejarnos tranquilos!

—¡Démonos prisa! —gritó el doctor con voz ahogada.

Vicente reanudó la marcha nadando desesperadamente.

De vez en cuando volvía atrás la cabeza, mirando las aguas con ojos aterrados, pensando que el cadáver del lobo le seguía aún.

Afortunadamente para él cinco minutos después llegaban ante la galería. Su instinto no le había engañado, y sin ninguna señal que le sirviera de guía halló la suspirada meta.

La entrada de la galería estaba obstruida en gran parte por montones de carbón que el primer ímpetu de las aguas había acumulado, pero ya las mismas aguas habían logrado abrirse paso por distintos sitios y se las oía remover algunos de aquellos obstáculos.

—Creo que vamos a poder pasar —dijo Vicente, lanzando la lámpara todo lo más que pudo.

—Parece que junto a la bóveda ha quedado un poco de espacio libre —dijo el doctor.

—¡Es verdad, doctor! ¡Duro a los brazos y a las piernas!

—Esperad que vaya yo el primero, patrón —dijo Roberto—, y dadme la lámpara después.

El joven se agarró al montón de rocas y carbones, y al notar que no cedían a su peso comenzó a ascender.

—¿Se puede? —preguntó el doctor.

—No hay peligro —respondió el joven—. ¡Dadme la lámpara, patrón!

—¡Pronto! —dijo Vicente mirando con ansiedad la lámpara, cuya luz palidecía cada, vez más—. Dentro de pocos minutos nos quedaremos a oscuras.

Primero el doctor, y luego sus compañeros, se lanzaron todos al río, dejándose arrastrar por la corriente.

En menos de diez segundos fue atravesada la galería.

—¡La caverna! —gritó Vicente sin abandonar la lámpara.

—¡Estamos a salvo! —gritaron Miguel y Roberto.

—Dejémonos arrastrar por las aguas del lago —dijo el doctor.

De pronto llegó a sus oídos un ruido ensordecedor y la corriente se hizo vertiginosa.

¿Qué había sucedido? ¿Se habían abierto las aguas un nuevo paso, precipitándose en el lago?

—¡Doctor! —gritaban los tres pescadores, espantados por aquellos crecientes rugidos.

—Dejaos llevar por la corriente —decía el señor Bandi.

—¿Habrá allí delante alguna catarata? —preguntó Vicente.

—Eso creo.

—¡Nos vamos a reventar, doctor!

—No puede ser muy alta, y, además, el lago es muy profundo.

La cascada estaba próxima. ¿Era muy alta? ¿Era baja? ¿Había rocas en su fondo?

—¡Cuidado! ¡Atención!… —gritó el doctor por última vez.

Ya estaban envueltos por las masas de espuma.

Ensordecidos por el fragor, rodando impulsados por aquel empuje violento, los cuatro desgraciados daban vueltas sobre sí mismos, como pelotas, imposibilitados de mantenerse a flote.

* * *

Cuando después de algunos segundos de angustiosa inmersión subió a flote Vicente, ya no empuñaba la lámpara.

Aunque estaba medio asfixiado, pensó en seguida en sus compañeros y, tomando todo el aliento que pudo, gritó:

—¡Doctor!… ¡Miguel!… ¡Roberto!…

—¿Quién contesta? —gritó con voz fuerte, alejándose cada vez más de la cascada y entrando en el centro del lago.

—¡Yo soy, Miguel! —contestó la voz después de algunos instantes.

—¿Dónde estás?

—No lo sé; no veo nada.

—¿Y el señor Bandi? —preguntó Vicente con ansiedad.

—No sé por dónde estará.

—¡Mil diablos! ¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? ¡Doctor!… ¡Doctor!

Una voz lejana contestó:

—¿Dónde está el doctor?

—¿Eres tú, Roberto?

—Sí, patrón.

—¿Has llegado a la orilla?

—Así lo creo, pues estoy sobre una roca.

—¿Y el doctor?

—No sé nada…

Vicente lanzó un grito de desesperación.

—¡Doctor! ¡En nombre de Dios, contestad!

Sólo el rugir de la cascada contestaba a sus palabras.

—¿Habrá muerto? —dijo el pescador, sollozando—. ¡Roberto!… ¡Miguel! ¡Hay que buscarle!

¡Pero cómo buscarle si estaban completamente a oscuras!

—¡Una luz! ¡Un rayo de luz! —suplicaba Vicente con voz dolorida.

—¡Esperad, patrón! —dijo Roberto—. Aún tengo algunas cerillas… ¡Veamos!

Poco después una pequeña llama difundía su claridad por entre las tinieblas. El joven se percató de que estaba junto a la orilla, y sin decir nada a sus amigos se lanzó entre las rocas carboníferas, guiándose con aquella lucecilla.

—¿Dónde vas? ¡Detente! —gritaba Vicente—. ¡Espera!

—¡Las cajas! —gritó el joven.

Encendió rápidamente otra cerilla, removió las cajas y los barriles sacó una de las antorchas que apagaron cuando se pusieron a perseguir al eslavo y la encendió.

Miguel y Vicente, guiados por aquella luz, llegaron fácilmente a tierra. Ambos se lanzaron hacia el joven abrazándole y apagándole casi la antorcha.

—¡Vamos a buscarle! —dijo Vicente, conteniendo apenas las lágrimas—. Tú, Miguel, échate al agua, en tanto que yo exploro la playa.

—Y yo ¿qué hago? —dijo Roberto.

—Enciende otra antorcha y ve explorando la salida de la caverna.

De vez en cuando se preguntaban mutuamente:

—¿Nada?…

—¡Nada! —contestaban contristados.

Llevaban ya cerca de un cuarto de hora registrando por todas partes y sin saber adonde dirigirse, cuando a Vicente le pareció distinguir una masa oscura metida entre dos escollos.

—¡El doctor!… ¡El doctor! —gritó.

Se precipitó sobre el cuerpo que parecía inanimado y le contempló con una angustia indecible.

—¡Venid, amigos! —gritó.

Mientras Miguel y Roberto nadaban precipitadamente hacia la playa, cogió delicadamente al doctor y le llevó a un lugar más alto; después le despojó de sus vestidos para ver si había recibido alguna herida.

Tenía numerosas contusiones en todo el cuerpo, pero todas sin importancia, que no era posible que hubiesen causado la muerte a un hombre tan robusto.

Apoyó el oído sobre su corazón para ver si latía aún.

—¡Vive!… ¡Vive! —gritó.

—¿Está vivo? —preguntaron Miguel y Roberto que se acercaban corriendo.

—Sí, amigos —dijo Vicente, que había recobrado la alegría—. ¿Tenemos aún alguna botella de licor?

—Sí; quedaban dos de ron —dijo Roberto.

—Pues tráete una y unas vendas de lana.

CAPITULO XIX. TERRIBLES MOMENTOS

No había vuelto Roberto aún cuando el doctor abrió los ojos. Viendo inclinados sobre sí a Miguel y Vicente, sonrió a entrambos y haciendo un esfuerzo les tendió las manos, murmurando con voz apagada:

—¡Gracias…, valientes amigos!

—¡Ah, doctor! —exclamó Vicente, que reía y lloraba al mismo tiempo—. Ya temía no poder encontrarle. ¡Dios mío! ¡Qué angustioso cuarto de hora! ¿Cómo estáis?

El señor Bandi murmuró:

—Me siento muy débil, amigo.

Después, al ver que no estaba Roberto, preguntó por él.

—Ahora viene —le contestaron.

—¿Estamos salvados todos?

—Todos, doctor.

—Cuéntenos cómo le ha sucedido eso.

—Yo mismo no lo sé. Me sentí precipitar contra las rocas que, según parece, hay en el fondo de la cascada; después me sentí volteado por las ondas, después… nada.

—Con toda seguridad, Vicente. ¿Habéis encontrado las cajas?

—Sí; estaban todas —dijo Roberto.

—¿Tenemos también la balsa del eslavo?

—Sí; está encallada en la orilla.

—Ha sido una verdadera fortuna para nosotros. Temía que la marea alta se lo hubiera llevado todo.

—También pensaba yo eso, doctor —dijo Vicente—. ¿Queréis venir al campamento? Yo creo que una buena comida os pondrá el cuerpo en condiciones.

La comida fue devorada en pocos minutos y rociada con la última botella de Valpolicella.

—Podemos beberla toda de una vez —dijo el doctor—… Me figuro que ésta tiene que ser una de nuestras últimas comidas.

—¿Por qué, doctor?

—Porque no debemos estar ya muy lejos de Spezia. No hace mucho calculaba lo que habíamos recorrido ya, y si no me equivoco, creo que sólo nos faltan unas quince o dieciséis millas.

—Supongamos que sean treinta —dijo Vicente—; ¿qué son para nosotros? Mañana quizá veamos ya el mar. Pero quisiera saber en qué lugar desembarcaremos.

—En el golfo de Spezia.

—¿En el mismo golfo? —dijo con asombro Vicente.

—Junto a la punta de Maralunga; así, al menos, lo señala el plano del capitán Gottardi.

—Tengo curiosidad por llegar al extremo.

—Y yo no menos que tú, Vicente. Ahora durmamos un poco y después intentaremos construir una balsa de mayores dimensiones que la que poseemos.

Se tendieron uno junto a otro entre las cajas y los barriles dispuestos en círculo, y dándose las buenas noches, se durmieron en seguida.

Despertaron al cabo de diez horas, y alegremente se dedicaron al trabajo de reformar y dar mayor amplitud y seguridad a la balsa.

Pocas horas después los cuatro exploradores abandonaban la mina, internándose en el canal.

Durante tres horas continuaron el descenso; pero al fin se encontraron inmovilizados. La marea iba a cambiar; tendrían, pues, que comenzar a utilizar los remos.

Reanudaron la marcha con ayuda de los remos.

Navegaba ya un cuarto de hora avanzando con mucha lentitud a causa de la corriente contraria, cuando Vicente, que se encontraba a proa, lanzó una exclamación de asombro.

—¿Qué te pasa, Vicente? —preguntó el doctor.

—Un barco —exclamó el marino.

—¿Un barco? ¡Tú sueñas, Vicente!

—¡No, demonio; no sueño!

—Pero ¿dónde está?

—Mirad allí, dentro de aquella excavación.

El doctor se volvió vivamente, y a la luz de las dos antorchas que habían colocado en el centro de la balsa descubrió, en una especie de caverna, una enorme masa flotando sobre las aguas del canal.

—Parece un pontón —dijo—. Vamos a atracar en él.

Con unas cuantas remadas impulsaron la balsa hacia aquella amplia caverna y dieron la vuelta a la embarcación.

Se trataba de una vieja galera, sin arboladura, de proa y popa muy altas ya aún perfectamente conservada, a pesar de tener varios siglos de existencia.

Como al pasar por el costado de estribor vieron una escala de cuerda, el doctor y Vicente subieron por ella poniendo el pie en la toldilla.

Aquel antiguo barco, llevado hasta allí probablemente por el capitán Gottardi, medía cerca de cuarenta metros de eslora por nueve de manga y era de aspecto sólido y macizo, de madera de encina. Aún se veían en él los agujeros donde debían haber estado los palos de la arboladura.

Esparcidos sobre el puente se veían picos, mazas, azadones, azadillas, botas, sacos vacíos, recipientes de hierro, que sirvieron seguramente para contener la pólvora de los barrenos; además, armas enmohecidas, maderos, escudos, espadas y algunas viejas armaduras de acero.

—Doctor, ¿podríamos utilizar algunos de estos maderos para construirnos una balsa mayor y más segura?

Llamaron a Miguel y Roberto, y uniendo sus esfuerzos echaron, al agua algunas vigas y barriles vacíos, añadiéndolos a la balsa.

Habría transcurrido un cuarto de hora de navegación, cuando los oídos de Vicente fueron impresionados por un sordo estruendo que procedía de la parte del canal que dejaban tras sí.

—¿Qué será eso? —preguntó con ansiedad—. Cualquiera diría que en el subsuelo ha ocurrido cualquier hundimiento o alguna formidable explosión.

—¿Alguna sacudida sísmica? —dijo el doctor.

—¿Habrá estallado el volcán?

—¿Quién sabe qué habrá sido?

—¡Caramba! ¡Otro zambombazo!

—Yo también lo he oído, Vicente.

—Esto ya me va inquietando, doctor.

—Yo tampoco estoy tranquilo.

En aquel momento se oyó otro estruendo en las capas subterráneas, aún más fuerte que los anteriores, seguido de una explosión lejana.

Algunos trozos de roca, desprendiéndose de las bóvedas del canal, cayeron en el agua levantando pequeños oleajes.

Los cuatro exploradores se miraron con espanto.

—Volvámonos otra vez atrás, sin pérdida de tiempo —dijo el doctor.

—¿Y adónde iremos?

—A buscar refugio en el barco viejo. Temo que sobrevenga algún temblor de tierra.

—¿Y estaremos seguros allí? —preguntó Miguel.

—¡Tonto! ¿Acaso no tenemos la bodega? Aunque sólo sea el puente ya nos defiende contra los bloques que nos puedan caer encima —dijo Vicente.

—¡Vamos, amigos! —dijo el doctor—. No perdamos tiempo.

Ya comenzaban a vislumbrar la enorme mole de la galera cuando un trueno más formidable que los anteriores sacudió de un modo terrible las paredes del canal, agrietándolas por varios lugares. Una oleada espumosa, producida por los escombros, embistió a la balsa dejándola medio deshecha y hundiendo en el agua a Miguel y a Roberto.

—¡Por cien millones de merluzas! —gritó Vicente, sujetando al doctor que estuvo a punto de seguir la misma suerte que sus compañeros—. ¿Nos vamos a ahogar todos?

Cogió un remo y lo alargó hacia el agua, gritando a sus compañeros.

—¡Agarraos!

—No hace falta —dijeron los dos pescadores—. Seguiremos nadando hasta llegar al barco.

Miguel encontró una cuerda que pendía del castillo de proa y se asió a ella, gritando a su compañero:

—¡Ven aquí, Roberto! ¡Subamos enseguida!

Después, reuniendo sus fuerzas, se puso a gatear con sorprendente agilidad. En menos de tres segundos se había encaramado sobre la borda.

—¡Eh, Miguel, echa una cuerda! —gritaba Vicente, al mismo tiempo que cogía algunas botellas y los víveres.

—¡Ahora va, patrón!

En el puente de la nave no faltaban felizmente las cuerdas. Con unas cuantas cuchilladas cortó una y la largó diestramente a su patrón, que la recogió en el aire.

—¡Dadme una lámpara! —respondió el señor Bandi.

Iba a obedecer Vicente cuando otra oleada, mucho más grande que la primera, se precipitó sobre la balsa. Apenas tuvo tiempo de agarrarse al doctor que ya tenía sujeta la cuerda. La balsa se escapó de entre sus pies y desapareció por las tenebrosas aguas de la galería.

—¡Estamos perdidos! —gritó.

—¡Doctor! ¡Patrón! —gritaron Miguel y Roberto con angustia—. ¿Dónde estáis?

—¡Estamos colgados de la cuerda! —dijo el señor Bandi—. ¡Tenedla bien sujeta!

—¿Y la balsa?

—Ha desaparecido —contestó Vicente.

—No importa —agregó el señor Bandi—. Más tarde pensaremos en buscarla.

¡Estamos sin lámpara, doctor!

—No nos faltará leña. ¡Ea, de prisa, Vicente, sube!

—Subid vos primero.

Vicente no tardó en reunírsele.

—¡A la bodega! —exclamó el doctor.

—Esperad, señor Bandi —dijo Vicente—. ¿Oís?

Unos rugidos espantosos se oían salir del canal. Parecía como si una inmensa oleada fuese avanzando por él, destrozando cuanto hallaba a su paso.

—¿Qué será eso? —dijeron Roberto y Miguel palideciendo.

—Es una ola que sube —dijo Vicente—. No me equivoco.

—¿Se habrá desplomado la bóveda de la galería? —dijo Miguel.

—¡Tengo miedo, doctor! —dijo Roberto.

—No te abandonaremos. ¡Animo, amigos! —exclamó el doctor.

Un instante después un torbellino de agua se precipitaba con mil mugidos ensordecedores sobre la vieja galera.

Esta, levantada con violencia del banco de arena en que reposaba desde hacía tantos siglos, osciló espantosamente, irguiéndose de proa como un caballo que se encabrita aguijado por el jinete, y después cayó sobre las aguas con, estruendosa caída.

—¿Nos hundimos? —gritó Miguel.

—Si; por poco nos hundimos —dijo Vicente—. ¡Doctor, encendamos fuego, si no, estamos perdidos!

—¡Buscad cuerdas alquitranadas! —respondió el señor Bandi.

El doctor encendió un fósforo y les prendió fuego.

Entonces vieron que la galera había chocado contra la pared izquierda. Parte del castillo y algunos de los aparejos superiores habían quedado destrozados; pero no corrían, por el momento, ningún peligro de hundirse.

—¿Habremos salvado el pellejo? —preguntó Vicente—. ¿Qué habrá sucedido?

—Alguna fuerte sacudida ocasionada por un terremoto —dijo el señor Bandi.

—¿Y esas olas tan tremendas han sido producidas por la sacudida?

—Y aun temo que alguna cosa peor.

—¿Qué queréis decir?

—Que se haya hundido la galería.

—¿Cómo deducís eso?

—Porque una sacudida, por muy fuerte que sea, no es capaz de promover una oleada tan grande que atraviese en esta forma todo el canal.

—¿Qué decís, pues?

—Que tiene que haber sido producida por un enorme derribo de escombros.

—¡Demonio! ¿Y de dónde venía?

—De la salida del canal.

—¿Entonces hemos quedado aprisionados?

—Aun no lo sé, pero estoy muy inquieto, Vicente.

—Tendremos que explorar esa parte de la galería.

—Esperemos un poco, a ver si se repiten las sacudidas, y después iremos.

—Parece que el agua comienza a tranquilizarse —dijo Vicente—. Dentro de media hora ya estará en calma por completo.

—Puede sobrevenir aún otra sacudida, Vicente.

—No oigo ningún ruido.

—No hay que fiarse. Vamos a registrar entretanto la bodega de la galera.

—¿Qué esperáis encontrar?

—Alguna lámpara, o antorchas. Es casi imposible que no haya alguna.

—Vamos allá, doctor. Aquí tenemos cuerdas embreadas que nos servirán por el momento.

—Que se queden mientras aquí Miguel y Roberto, cuidando del fuego; pero cuidad de no provocar algún incendio.

—Id sin cuidado, doctor —dijeron los dos pescadores.

El señor Bandi y Vicente bajaron a la sentina del buque para comenzar su registro. La cosa no era tan fácil, pues había gran cantidad de materiales amontonados que era preciso remover y muchas cubas, unas llenas de cemento y otras vacías o llenas de cal.

Las cabinas estaban todas atestadas de diferentes materiales, azadas, palas, cajones rotos y barricas reventadas.

Miraron por los techos esperando encontrar colgada alguna lámpara, pero inútilmente; una parte del techo se había desplomado y acaso las luces que usaron se habían roto o se las habrían llevado los trabajadores del canal al terminar las obras.

—¡Por cien millones de merluzas!… —decía Vicente—. ¡Es increíble!… ¿Cómo trabajarían sin luz estos hombres?

¡Bah!… Podremos pasarnos sin ella, doctor.

—¿En qué forma?

—¿No sentís olor a alquitrán?

—Si.

—Pues debe ser de alguno de esos barriles que están tras aquellos sacos.

—¿Y qué piensas hacer?

—¡Por Baco!… Meter dentro del alquitrán trozos de cuerda y después encenderlas. En vez de lámparas, tendremos soles pequeñitos.

Removió de su lugar los sacos y en seguida extendió las manos alargando dos cubos metálicos llenos de alquitrán.

—Aquí hay dos lámparas magníficas —dijo—. Estos quince o dieciséis kilos de alquitrán nos proporcionarán una hermosa luz.

—Aquí hay más cubos, Vicente.

—No hacen falta, doctor. Con éstos nos bastará para llegar al golfo de Spezia.

Salieron del departamento de popa llevando consigo los dos inestimables cubos y se reunieron con sus compañeros.

Apenas llegaron a cubierta se les acercó Miguel, diciéndoles presa de la mayor emoción:

—¡Señor Bandi, he observado una cosa sumamente extraña!

—¿Qué?

—Que la nave se va elevando hacia la bóveda.

—¿Tendrá menos peso ahora? —dijo Vicente—. Nosotros no hemos tirado nada al agua.

—Sin embargo, mirad, patrón —dijo Roberto—. La galera toca ahora casi en la bóveda, en tanto que antes la punta del castillo distaba del techo lo menos tres metros.

—Veamos —dijo el doctor.

Cogió la soga alquitranada y se inclinó sobre la borda para observar el agua y el lado de estribor de la galera.

—Ya ha sucedido lo que me temía —dijo después con emoción.

—¿Qué decís? —le preguntó Vicente mirándole fijamente.

—Que la nave no se levanta a causa de la pérdida de peso.

—Eso creo yo.

—Se eleva porque sube el agua en el canal.

—¡Dios mío! ¿Qué decís?

—Que dentro de poco las bordas de la galera tocarán el techo de la galería.

—¿Cómo os explicáis este aumento excesivo de agua?

—De un solo modo.

—O sea que…

—Que algún desprendimiento de tierras, producido por la última sacudida, nos ha obturado la salida del canal.

—¿Entonces quedaremos aprisionados?

—Así lo temo, queridos amigos.

—Aquí tenemos picos, palas y azadones en abundancia, y con paciencia llegaríamos a abrirnos paso.

—¡Con paciencia…! ¿Y no habéis pensado en algún otro peligro que nos amenaza más de cerca?

—¿En cuál, Vicente?

—En la sed. No tenemos más que cinco botellas de agua.

—Y muy pocos víveres —agregó Miguel—. Sólo nos quedarán para cuatro o cinco días, y eso poniéndonos a ración.

—Construiremos ahora mismo una balsa y con ella intentaremos ver si existe algún paso. En caso contrario lo abriremos.

Una vez construida vaciaron algunas de las cubas para darle más flotabilidad y la botaron al agua.

Bastó un par de horas para que todo estuviese terminado.

Durante todo aquel tiempo el agua del canal había seguido subiendo, elevando la galera hasta tal extremo que sus partes más altas tocaban la bóveda de la galería.

—Vámonos —dijo el doctor cuando todo estuvo dispuesto—. Estoy impaciente por llegar al lugar del hundimiento.

Las sacudidas del terremoto habían dañado no poco las paredes y las bóvedas de la galería. Grandes grietas se velan por doquier y muchas de sus rocas se mantenían apenas en equilibrio, anunciando caer.

—El canal comienza a hacerse intransitable a causa de los escombros —advirtió Vicente—. Va a ser difícil que logremos atravesarle.

—A la izquierda parece que tenemos agua suficiente —dijo Miguel.

—¡Y más adelante la galería está cerrada! —gritó Roberto.

—¿El hundimiento? —preguntó el doctor.

—¡Silencio! Oigo un murmullo de agua allá lejos —dijo Vicente.

—¿Oís?

Todos escucharon. A unos cincuenta pasos de distancia se oía mugir el agua y un ruido como si después se precipitara cayendo por un paso estrecho.

Hacia el lado izquierdo encontraron un sitio por donde pasar e impulsaron hacia él la balsa, rodeando el escollo que habían formado los escombros. Recorrieron otros cincuenta o sesenta pasos más y hallaron otro enorme montón de piedras y rocas que obstruían por completo la galería.

—Ya no podemos pasar más adelante —dijo Roberto, que iba a proa.

—Vamos a verlo —dijo el doctor—; quizá encontremos algún paso.

—Para nosotros sí; pero no para la balsa.

—La desharemos y después la construiremos de nuevo: Desgraciadamente no tenemos nuestra canoa, sino esta balsa. Alumbradme un poco.

Roberto tomó la antorcha de alquitrán y arrimó su llama para iluminar el lugar del hundimiento.

CAPITULO XX. EL HUNDIMIENTO

Las potentes sacudidas del terremoto habían producido en aquella parte un verdadero desastre.

Acaso en uno de sus lados, por debajo de la corriente, había quedado algún paso libre, pues se oía el rebullir del agua al lado de la pared; pero debía ser tan estrecho que no permitiría el paso de los explotadores.

—¿Será muy extenso el hundimiento? —preguntó Miguel.

—Eso no lo podemos saber —respondió el doctor.

—Una pregunta, señor Bandi —dijo Roberto.

—Hablad con toda libertad.

—¿Podremos cavarnos una galería?

—¿Y por qué no?

—¿No se nos vendría encima toda esta tierra movediza?

—Es posible, pero no nos queda otro recurso; cavaremos con prudencia y no seguiremos los trabajos hasta que estemos seguros del resultado.

—¿Qué será mejor, empezar a trabajar por arriba o por abajo?

—Hacia la bóveda, Vicente.

—¿Y la balsa, que haremos de ella?

—La desharemos para volver a armarla cuando pasemos al otro lado. Será un trabajo un poco pesado; pero no debemos retroceder ahora ante nada.

—Además se trata de salvar el pellejo —añadió Miguel—, y cuando la existencia está en juego no se miran los sacrificios.

—Doctor —dijo Vicente—, démonos prisa para que no nos asedien después el hambre y la sed.

—Comenzaremos por aquí.

—¿Nos llevará al otro lado de la galería?

—Eso espero. Ea, pues, manos a la obra; agarrad los picos y ¡duro!

Durante otras ocho horas siguieron socavando en la roca. A la novena, cuando ya habían cavado otros cinco metros más, encontraron de improviso una capa de tierra mezclada con guijarros de grandes dimensiones.

El doctor y Roberto retiraban la tierra con las palas y la sacaban fuera de la galería, echándola en el canal.

Al principio todo parecía marchar a pedir de boca; pero cuando Miguel y Vicente habían adelantado un par de metros, la bóveda de su galería empezó a hundirse.

Apenas tuvieron el tiempo necesario para salir, cuando una gran cantidad de tierra se desplomó sobre aquel trozo de galería que les había, costado un par de horas de trabajo.

—Os digo que no conseguiremos nada, doctor. El terreno este no tiene consistencia para un trabajo de esta índole —dijo Vicente.

—También en las minas se les hunden las bóvedas y, sin embargo, los mineros no se arredran por eso.

—¿Qué hacemos entonces?

—Apuntalar las bóvedas, entibarlas.

—¿Con qué?

—¿Acaso no tenemos los tablones de la balsa?

—Pero ¿y luego?

—¿Qué quieres decir?

—Que después nos hará falta la balsa para navegar.

—Iremos quitando los tablones, empezando por detrás.

Tenemos bastante madera, Vicente. ¡Ea, amigos! ¡Seguid trabajando!

Pasadas tres horas habían abierto tres metros más de galería sin que cayese del techo ni un puñado de tierra.

El cansancio obligó a nuestros exploradores a abandonar la tarea. Hacía más de veinte horas que no cerraban los ojos para dormir y ya no se podían tener de pie.

En un espacio plano de la galería se recostaron y en seguida se quedaron dormidos.

¿Cuánto les duró aquel sueño? Ellos mismos no lo sabían.

Comieron algunos bocados de pan y atún en conserva y volvieron a la segunda galería, con la esperanza de poderla terminar y llegar al canal.

Iban a comenzar a picar, cuando un estruendo enorme se propagó a través de las capas del terreno.

Los cuatro exploradores se miraron uno a otro con terror.

—¿Otra vez el terremoto? —dijeron con voz angustiada.

—¡No, amigos míos; son cañonazos! —dijo el doctor.

—¡Cañonazos! —exclamaron con asombro los pescadores.

—Sí —confirmó el doctor.

—¡Entonces estamos muy cerca del golfo! —dijo Vicente.

—Estoy impaciente por salir de aquí.

—No tengo yo menos deseos que tú.

—¿Empezamos otra vez?

—Sí, pero vayamos despacio. ¿Cuántos metros hemos cavado?

—Seis, doctor.

—Ya hemos avanzado mucho.

—¿Y cuánto nos faltará aún? —preguntó Vicente.

—Podemos sondear el terreno. ¿No tenemos un palo largo entre los tablones de la balsa?

—Sí, doctor.

—Traedlo.

Roberto salió de la galería abierta en la roca y volvió cargado con un palo penol de cinco metros de largo.

—Sacadle punta —dijo el doctor.

Vicente aguzó a hachazos una de sus puntas, y poco después los cuatro exploradores, uniendo sus esfuerzos, lo fueron clavando horizontalmente en la tierra, golpeando en el otro extremo para introducirlo lo más posible.

Aquel primer sondeo no dio ningún resultado, pues hallaron una resistencia invencible, debida quizá al tropiezo con alguna roca.

Repitieron la operación en un lugar más alto, pero siempre con el mismo resultado negativo.

—Vamos a tener que hacer una tercera galería —dijo el doctor, quedándose pensativo—. Este hundimiento ha sido muy considerable en extensión y temo que tardemos mucho en atravesarlo.

Se engolfaron en su trabajo con encarnizamiento.

Miguel y Vicente cavaban y el doctor y Roberto transportaban la tierra fuera de la galería y estibaban las bóvedas para que no se hundieran.

Aquel trabajo duró dos horas; después los exploradores se encontraron ante una masa rocosa, que parecía ser de dimensiones extraordinarias.

—¡Esto es lo que yo temía! —dijo el doctor.

Durante otras cuatro horas acometieron aquella roca, adelantando en ellas otros dos metros. Después, lanzaron un grito de estupor.

—¿Qué os pasa? —dijo el doctor, corriendo hacia ellos—. ¿Se hunde la galería?

—No, señor —dijo Vicente—. La pared de roca ha cedido y vemos ante nosotros el vacío.

—¿Habremos atravesado ya todo el espacio hundido?

—¡Hum! Lo dudo, doctor —contestó Vicente—. Aun no se oye el rumor del agua.

—Dale la antorcha —ordenó el doctor.

Roberto cogió la maroma alquitranada y la acercó a los trabajadores.

La pared rocosa había quedado atravesada a los poderosos golpes de los pescadores, mostrando ante su vista una cavidad que parecía muy extensa.

—¿Qué hay? —preguntó Vicente, lleno de viva impaciencia.

—Existe una galería —dijo el doctor.

—¿Y adónde nos llevará?

—Si no la exploramos antes, será imposible saberlo. Creo que debe tener alguna comunicación con el canal.

—Vamos a recorrerla, doctor —dijeron Miguel y Roberto.

—Encended una cuerda embreada y seguidme. Vamos a ver adónde llega.

No se trataba en realidad de una galería. Era un simple pasadizo, formado por inmensas rocas que habían caído unas sobre otras en forma que se tocaban sólo por su parte superior.

El doctor y Vicente, que marchaban a la cabeza, se percataron en seguida de que aquel pasaje, en vez de subir hasta la bóveda, iba bajando como si fuese a internarse bajo las aguas del canal.

—¡Diablo! —exclamó Vicente—. ¿Adónde iremos a parar?

—¿Podrías decirme qué dirección lleva esta galería? —dijo el doctor, deteniéndose.

—Va de levante a poniente, señor.

—¿Entonces sigue la dirección del túnel?

—Sí, doctor. Mas ¿a qué viene esa pregunta?

—Un momento. ¿Cuántos metros habremos recorrido ya?

—Lo menos sesenta.

—Y aun no hemos llegado al final.

—¿Qué sacáis en consecuencia, doctor?

—Que si no hubiésemos encontrado estas cuevas, hubiéramos tenido que cavar lo menos ciento y pico de metros de galería.

—Antes nos hubiéramos muerto de hambre y sed.

—Aun no estamos seguros de haber escapado del peligro.

—¿Queréis asustarme, doctor?

—¿Para qué? Digo esto porque aún no sabemos dónde terminará este pasadizo.

—¡Por todos los santos!… ¿No oís cómo suena el agua delante de nosotros? Son las pequeñas oleadas producidas por el reflujo que se rompen aquí dentro.

—Sí, lo oigo, Vicente; ¿pero terminará este paso debajo del agua?

—No hay que retroceder, doctor —dijo Vicente resueltamente—. ¡Adelante!…

Después de recorrer otros quince metros, Vicente, que iba delante de todos, se detuvo bruscamente.

A la luz de la cuerda alquitranada vio brillar un charco de agua.

—¡Ya estamos!

—¿Dónde? —preguntó el doctor.

—La galería termina en el agua, teníais razón, señor Bandi.

—Veamos.

El doctor se adelantó y comprobó que, en efecto, aquel pasadizo finalizaba precisamente en las aguas del túnel.

Se inclinó, y metiendo la mano en el agua la llevó después a sus labios.

—Agua salada —dijo.

—¿No será posible pasar? —preguntó Vicente.

—Eso no lo podemos saber aún —contestó el doctor—. ¡Roberto, vete a buscar el palo penol!

—¿Queréis medir la profundidad?

—Sí, Vicente.

Poco después volvía Roberto cargado con el penol. El doctor lo introdujo en el agua y con gran satisfacción comprobó que no había ningún obstáculo.

—¿Y cómo haremos para salir de aquí? —dijo Vicente.

—No hay más que un medio.

—Tirarnos a nadar por debajo del agua, ¿no es verdad?

—Eso es, Vicente.

—Pues allá voy.

Sin decir una palabra más el pescador se despojó rápidamente de sus ropas, y tendiendo la mano al doctor, le dijo:

—Volveré en seguida.

—¿Quieres hacer la prueba?

—No hay más remedio —dijo el pescador—. Si perdemos un solo día nos morimos aquí de hambre.

—¿Y si la galería estuviese cerrada?

—Entonces buscaremos otros medio para salir de esta prisión. —¡Piensa en lo que vas a hacer, Vicente!

—¡Bah…! Soy un hábil nadador.

—Pues vete y vuelve pronto.

Vicente se sumergió rápidamente después de haber aspirado una gran cantidad de aire.

Pasaron diez, quince segundos sin que el bravo pescador volviese a aparecer. Ya comenzaban a temer sus compañeros por su suerte cuando sintieron removerse el agua.

—¡Vicente…! —gritó el señor Bandi.

—¡Aquí estoy, doctor!… —exclamó después de haber respirado largamente.

—¿Qué nos dices? —le preguntaron emocionados.

—Tenemos el paso libre —dijo el pescador.

—¿Comienza ahí el canal?

—Sí, doctor.

—¿Es muy larga aún esta galería? Unos quince metros…

—¿Has visto algún rayo de luz?

—No, doctor.

—Entonces aun no hemos llegado a la desembocadura del canal, y eso me inquieta, Vicente.

—¿Por qué, doctor?

—Porque nos hará falta otra vez la balsa.

—La reconstruiremos al otro lado del paso.

—Tendremos que hacer muchos viajes bajo el agua para ello. —Miguel y yo somos muy buenos buceadores, y Roberto también hará aquí sus primeros ensayos. No perdamos tiempo, doctor; dentro de un cuarto de hora podremos viajar ya libremente por el canal.

—Estoy dispuesto a ayudaros…

—Antes de comenzar a trabajar, dinos si hay al otro lado un lugar donde podamos armar la balsa.

—Si —contestó Vicente—. Hay una especie de escollo formado por una de estas rocas.

—¿Quién pasa el primero?

—Yo, doctor —dijo Miguel—. Yo también quiero ver el pasadizo.

—Nosotros te seguiremos.

Tras él se fueron arrojando los demás, cargados con las tablas. Medio minuto después se hallaban todo reunidos en una especie de escollo formado por una de aquellas rocas.

—Aquí podremos armar nuestra balsa —dijo el doctor—. Tenemos espacio suficiente.

—Y también para acampar —dijo Vicente.

—Y para dormir un poco —agregó Roberto—. Yo estoy que no puedo ya con mi alma.

—Nadie nos impedirá que durmamos algo —dijo el doctor.

—¿Y si mientras dormimos sucede otro hundimiento? —insinuó Miguel con espanto.

—Si no se han hundido antes estas rocas, creo que resistirán otra nueva sacudida —dijo el doctor—. Generalmente, cuando sobreviene una sacudida muy fuerte, no se repite otra sino pasado mucho tiempo. Los vapores subterráneos se han abierto ya camino en las entrañas de la tierra y espero que no tendrán necesidad, por ahora, de un nuevo desahogo.

Comieron con verdadero apetito algunas galletas con carne salada y un poco de agua. Luego se tendieron uno junto a otro con intención de dormir un poco.

Miguel, que había quedado más impresionado que los demás, preguntaba de vez en cuando a Roberto, que estaba a su lado:

—¿Tiembla el suelo?

—Creo que no.

—Pues yo juraría que había oído crujidos misteriosos.

—No, no; estate tranquilo.

Pasados cinco o diez minutos volvían a repetirse las mismas preguntas con idénticas respuestas. Ni aun el mismo doctor había logrado dormirse.

Había transcurrido ya una hora cuando Miguel se puso de pronto de pie, gritando:

—¡Huid!… ¡A la balsa!

No se había engañado. Otro estruendo, menos intenso que el que oyeron el día anterior, resonó bajo la tenebrosa galería y algunos fragmentos de roca cayeron al agua produciendo un rumor semejante al de la lluvia.

Todos se levantaron, en tanto que el doctor encendía con mucho cuidado un pedazo de cuerda alquitranada que por casualidad providencial no estaba demasiado humedecida.

—¡A la balsa!… —exclamó apenas hubo encendido la luz.

Los tres marinos se embarcaron de un solo salto, y apenas habían cogido algunos pedazos de tabla de los que se tenían que servir como de remo, cuando sonó otro segundo estruendo mucho más fuerte que el primero.

Las dos rocas, que estaban colocadas de un modo bastante inestable, se desprendieron de pronto haciendo desaparecer el espacio que les había servido de galería, en tanto que de las bóvedas del canal comenzaron a desgajarse enormes piedras.

Una de ellas cayó sobre la balsa, partiéndola por la mitad, y después una oleada gigantesca recorrió el canal separando las dos partes de la balsa.

Cuando hubo pasado, el doctor y Vicente estaban solos.

¡El otro trozo había desaparecido con Roberto y Miguel!

CAPITULO XXI. EL ULTIMO TRECHO

Pasado el primer momento de estupor, mejor dicho, de espanto, el doctor y Vicente se abrazaron con fuerza por temor de que una nueva oleada les separase.

La segunda sacudida del terremoto produjo gravísimos destrozos en la galería. Un gran trozo de la bóveda se había desprendido, arrastrando consigo todo el revestimiento hecho por los constructores del canal, llenando gran parte de éste con sus escombros, que originaron la segunda, oleada que estuvo a punto de acabar con la vida de los exploradores.

A causa de aquella obstrucción se había formado una rápida corriente, y en el pasaje donde tuviera lugar el primer hundimiento se abrió una catarata que caía estruendosamente sobre las aguas del fanal.

—¿Lo veis, doctor? —preguntó Vicente, apenas repuesto de su sobrecogimiento.

—No —contestó el señor Bandi, con voz velada por el espanto—. ¡Han desaparecido!

—¿Los habrá matado el hundimiento?

—No creo, pues he oído un grito poco después de producirse éste.

—¿No os habréis engañado?

—Nos llamaban por nuestros nombres.

—¡Pero si no se les ve!

—Supongo que los habrá arrastrado consigo la corriente.

—¿Y por qué nuestro pedazo de balsa no ha sido dominado también por la corriente?

—Porque ha quedado detenido ante un grupo de rocas desprendidas de ahí arriba.

—¡Vamos a buscarlos, doctor!

—Eso haremos, amigo. Pero no tenemos que desesperar antes de tiempo. Aún deben de estar vivos.

—¡Llamémosles!

—Pruébalo tú, Vicente.

El pescador, llevándose las manos a la cara y poniéndolas en forma de bocina, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Miguel!… ¡Roberto!…

Nadie respondía a la desesperada llamada. ¿Qué les habría sucedido a aquellos desgraciados?

—Vamos a buscarles —dijo—. Quizá los haya arrastrado la corriente hacia alguna cueva lateral. Me parece que el plano del capitán Gottardi señalaba una junto a la salida del canal.

—¡Vamos a buscarlos sin pérdida de tiempo!

—Eso iba a proponerte ahora mismo.

La balsa se había encajado por la fuerza de la oleada en un montón de rocas y escombros caídos de la bóveda, sumergiéndose por su parte posterior.

Había quedado reducida a tan pequeño tamaño, que apenas servía para que cupieran aquellos dos hombres; pero aun les podía sostener.

Vicente y el doctor la volvieron a colocar en el agua y después se confiaron a la corriente, que seguía sumamente violenta a causa de la cascada que se precipitaba a través de la abertura con el fragor del trueno.

Habían recorrido ya unos quinientos metros, cuando al pasar por delante de un enorme montón de escombros, amontonados junto a la pared, creyeron oír una voz lejana.

—¡Alguien nos ha llamado! —exclamó el doctor con el corazón oprimido por la emoción—. ¡Sí, no me he engañado; es una voz humana!

Vicente empujó la balsa hacia aquellas ruinas y después se pusieron ambos a escuchar.

Una voz, que por lo débil parecía salida del fondo de la tierra, gritaba:

—¡Doctor!…

—¡Son ellos! —exclamó Vicente, con grito de suprema alegría—. ¡Doctor, nos están llamando!

—¿Pero dónde están?

—Quizá delante de nosotros.

—Contestemos.

—Avancemos un poco más, doctor; quizá nos oigan mejor.

—¡Doctor! —exclamó, deteniendo de pronto la balsa contra la orilla—. ¿Dónde están? ¡Ahora apenas se oye su voz y eso que hemos adelantado mucho!

—Eso mismo he notado yo.

—¿Entonces es que no están por ese lado?

—Volvámonos atrás.

—¿Podremos navegar contra la corriente?

—Nos iremos agarrando a las junturas de las piedras de las paredes.

—¿Oísteis qué débil sonaba la voz de Miguel?

—Sí.

—¿Y también la de Roberto?

—Sí.

—Apenas se podían oír y, sin embargo, debían gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

—Vete empujando, Vicente; yo te ayudaré del mejor modo que pueda.

Muy poco a poco, pues la corriente era bastante rápida… iba subiendo la balsa, acercándose al montón de rocas adosado a la pared de la derecha.

Vicente empujaba con rabia, apuntalando el penol en el fondo del canal o en las rocas que había esparcidas por las aguas.

Los gritos de Roberto y de Miguel habían dejado de oírse; pero el doctor tenía la seguridad de haberse acercado al lugar donde se encontraban refugiados.

Cuando llegaron ante las rocas, que formaban una pirámide inmensa apoyada contra la pared, Vicente, que no podía contenerse más, lanzó un grito:

—¡Miguel!…

Una voz bastante clara, que parecía provenir de la parte de atrás de aquel montón, contestó en seguida:

—¡Doctor! ¡Vicente!

—¡Es Roberto! —dijo el marino.

—Sí, es él —confirmó el señor Bandi.

—¿Dónde estáis? —gritó Vicente.

—¡No lo sabemos! La corriente nos ha metido en una galería o en un pequeño lago subterráneo y no sabemos encontrar la salida.

—¿Os ha cogido otro hundimiento? —dijo el doctor.

—Sí, señor Bandi.

—¿Estáis aún en la balsa?

—Sí.

—Aquí estoy con Roberto, señor —contestó el marino.

—¿No tenéis ningún fósforo?

—Ninguno, y por eso no sabemos adónde dirigirnos.

—Avanzad guiándoos por nuestra voz; ¿podréis?

—Vamos a intentarlo, señor.

—Aquí os esperamos.

—Continuad hablando.

—¡No, mejor será que me ponga a cantar! —dijo Vicente.

Y se puso a cantar una antigua barcarola que hacía retemblar las bóvedas de la galería, según los ánimos que ponía en ello, hasta que al fin oyó a Miguel que le decía:

—Basta ya, patrón; ya estamos cerca, pero no podemos avanzar más.

—Nos separa el hundimiento —dijo el doctor—. La corriente de la oleada ha debido empujarlos a una caverna lateral señalada en el plano del capitán Gottardi.

—¿Qué haremos para librarlos? —preguntó Vicente.

—¡Miguel! —gritó el señor Bandi—. ¿No ves nada de luz a través de este obstáculo que os separa de nosotros?

—Ninguno, doctor —contestó el pescador.

—La cosa es un poco grave; ya nos habíamos alegrado prematuramente.

—¿Qué, será muy grande el espesor de este hundimiento? —dijo Vicente.

—Así lo temo, amigo mío.

—¡Si tuviéramos un poco de pólvora!

—Aunque la tuviésemos no me atrevería a emplearla —dijo el doctor—. La bóveda está muy quebrantada por el terremoto y podría desplomarse sobre nosotros, hundiéndonos.

—Sin embargo, no podemos permanecer aquí con los brazos cruzados.

—No, Vicente. Iremos demoliendo poco a poco este montón de ruinas; pero será necesario que nos ayuden ellos por el otro lado.

—¿Cuánto tiempo emplearemos?

—Acaso un día o dos…

—Y no tenemos víveres, y tampoco nuestros compañeros los tienen.

—He visto «dátiles de mar» incrustados en las paredes del canal y los recogeremos.

—¡Valiente recurso, señor, especialmente para hombres que tienen que estar trabajando corporalmente sin descanso!

—Intentemos pescar algo. ¿Debes de tener aún ahí tu red pequeña, no?

—Me sirve de cinturón.

—Pues vamos a usarla y, ¿quién sabe?, estando junto a la embocadura del canal pudiera ser que cogiésemos algo.

—¿Y nuestros amigos, qué van a comer?

—Buscaremos algún medio para aprovisionarlos. ¡Eh, Miguel!

—¡Señor!

—Poneos a trabajar y tened cuidado de no provocar un hundimiento.

—Trabajaremos con cuidado, señor Bandi.

—Va a ser una empresa de gigantes ésta, doctor. Aquí hay varios centenares de toneladas y no tenemos más que ocho brazos.

—Cuatro puedes decir, pues nuestros compañeros, como están sin luz, poco podrán hacer.

—¿Nos durará la cuerda embreada hasta que terminemos el trabajo?

—No tendremos, creo, más que para un cuarto de hora.

—¿Y luego?

—Haremos lo que podamos. ¡Ea, no perdamos el tiempo!

—Doctor —dijo Vicente con angustia—, la luz se nos acaba.

¿No tenéis nada que podamos encender?

—No tengo más que cerillas.

—Esas durarán únicamente algunos minutos.

—Es muy poco.

—¡Ah! Ya tengo una idea salvadora. Prender fuego a la balsa, doctor. Las tablas están embreadas y, aunque mojadas, arderán bien.

—¿Y después?

—Nuestros compañeros tienen el otro trozo.

—Pero no sé si bastará para sostenernos a todos.

—¿No creéis que la desembocadura del canal debe estar cerca?

—Lo supongo.

—Pues nos agarraremos a las tablas y nadaremos con ellas. Con un pequeño sostén podremos estar nadando lo menos doce horas.

—¿Y si la abertura estuviese lejos?

—No sigáis, doctor; no destruyáis esta última esperanza.

—Bueno, pues empleemos la balsa —dijo el doctor con acento resuelto—. Sin luz no podríamos trabajar y tal vez causaríamos algún hundimiento.

Vicente bajó del montón de escombros, cortó las cuerdas y retiró las tablas del agua, escurriéndolas antes.

Como estaban bien cubiertas de alquitrán, debían arder bastante bien, a pesar de haber estado mucho tiempo sumergidas en el agua.

Las cortó en pedazos y los fue colocando sobre una piedra plana. Con el trozo de cuerda alquitranada que quedaba les prendió fuego.

El doctor miró hacia qué lado se dirigía el humo.

—Hacia Levante —murmuró—. Buena señal.

—¿Por qué decís eso, señor Bandi? —preguntó Vicente.

—Porque eso indica que una corriente de aire viene del Poniente.

—¿Aire marino?

—Sí, Vicente.

—Entonces no estamos muy lejos de la desembocadura del canal. —Eso creo.

—¡Ah!, esa esperanza me ensancha el corazón. ¡Que arda la balsa! La de Miguel nos servirá.

Se pusieron a trabajar con entusiasmo, haciendo rodar las rocas del canal; pero quitaban unas y quedaban otras bajo ellas, tan pesadas que les hacían sudar.

Las voces de Miguel y Roberto se hacían, sin embargo, cada vez más claras. Eran un buen indicio, pues eso era señal de que el espesor del hundimiento iba disminuyendo.

Llevaban ya más de cuatro horas trabajando, cuando oyeron a Miguel que gritaba:

—¡Veo un rayo de luz que se refleja sobre la bóveda!

—Sí, sí —confirmó Roberto—. ¡Señor Bandi, ya vemos su luz!

—¡Y yo veo un agujero de más de dos palmos de ancho! —dijo Vicente.

—Ensanchémoslo en seguida —dijo el doctor.

Dos rocas fueron arrancadas inmediatamente y echadas lejos; después otras dos. De pronto apareció perforada la pared del canal por un agujero irregular, que debía de ser el término del pasadizo.

Vicente cogió un tizón encendido y lo asomó a través de la abertura, diciendo:

—¿Lo veis?

—¡Sí, sí! —gritaron alegremente Roberto y Miguel—. ¡Estamos salvados!

—Si Dios nos ha protegido hasta el presente, no nos abandonará —dijo el señor Bandi—. ¡Ea, muchachos, no desesperar!

Ya tendrían adelantada cerca de una milla, cuando Miguel lanzó un grito imposible de traducirse.

—¡Doctor, doctor!…

—¿Qué ocurre?… —preguntaron el señor Bandi y Vicente, con ansiedad, temiendo que algún nuevo peligro les amenazara.

—¿No veis nada? ¡Mirad, allá!…

—¡Por cien millones de merluzas!… —exclamó el lobo de mar—. ¡Estamos junto a la desembocadura; de la galería!…

¡Mirad ahí, delante de nosotros! ¡Veo una ligera claridad!…

Pronto apareció la desembocadura del canal. Se les apareció como un arco tan bajo que apenas entraba la luz.

Quizá durante la pleamar estaría cubierto por completo.

¿Pero cómo se les aparecía tan pequeña en relación con la magnitud y anchura del canal? La explicación la tuvieron en seguida.

Las bóvedas, a unos doscientos metros de la desembocadura, comenzaban a presentarse semiderruidas, y altas rocas sobresalían de la corriente. ¿Había ocurrido algún pequeño hundimiento del suelo, o bien el capitán Gottardi las había hecho volar mediante minas, después de haber metido la galera, para impedir la entrada a los demás o para hacer difícil la exploración? ¿Quién podría averiguarlo?

A medida que avanzaban los exploradores hallaban mayores obstáculos a su paso. Las rocas que se habían desprendido, hacían casi imposible la navegación.

A cincuenta metros de la desembocadura la balsa quedó destruida; las rocas y los escollos eran tan numerosos que impedían el paso.

Los cuatro exploradores, tras un breve consejo, decidieron abandonar aquellas tablas para llegar a nado con más desembarazo a la salida.

—Doctor —preguntó Vicente—, ¿dónde suponéis que desembocaremos?

—En el golfo de Spezia —contestó el señor Bandi—. ¡Sigamos avanzando, amigos míos; ya no corremos ningún peligro!

Abandonaron las tablas, y nadando y sorteando las numerosas rocas llegaron a la salida de la galería. Como estaba alta la marea, la última arcada estaba tan baja que no permitía la entrada casi ni a una canoa.

Esto explicaba cómo aquel maravilloso canal había podido huir de las miradas de las gentes durante tantos siglos. Quizá alguien lo habría visto en aquel último trecho; pero lo tomarían como un antro submarino al ver tanta roca derruida y abandonarían la idea de la exploración.

El doctor y sus compañeros llegaron a la orilla, que no estaba lejana, y treparon velozmente sobre los escollos para mirar desde allí el espléndido paisaje que los rodeaba.

A su derecha, como nidos entre rocas, aparecían Lerice y San Terenzo; a la izquierda se prolongaba, internándose en el mar azulado, la punta Maralunga.

El doctor extendió los brazos y fue abrazando uno por uno a los valerosos compañeros que le habían seguido en el peligroso viaje a través de las entrañas de la tierra italiana, y les dijo con voz conmovida:

—¡Ahora, amigos queridos y valientes, vayamos a anunciar a Italia entera nuestro maravilloso descubrimiento!


Publicado el 24 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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