Los Hijos del Aire

Emilio Salgari


Novela



Primera Parte. Los hijos del aire

I. La fiesta de las linternas

Pekín, la inmensa capital del más poblado imperio del mundo que, como Roma, se levanta como un desafío al tiempo, se sumergía poco a poco en las tinieblas.

Las enormes cúpulas azuladas por los reflejos dorados de los gigantescos templos budistas; los mil detalles de porcelana del templo del espíritu marino que comprende las tres encarnaciones del filósofo Lao Tsé; los blancos mármoles del templo del cielo; las verdes tejas del templo de la filosofía; la inmensa selva de agujas y de antenas que sostienen monstruosos dragones dorados; las puntas arqueadas del metal dorado de las torres, de los bastiones, de las murallas enormes de la ciudad prohibida, desaparecían entre la bruma del atardecer. Sin embargo, el fragor que repercutía por todas las esquinas de la monstruosa ciudad, aquel fragor sordo y prolongado producido por el movimiento de tres millones de habitantes, por el ruido de miríadas de carros, pequeños y grandes, y por el galope de caballos, aquella noche parecía no querer cesar, a pesar del proverbio chino que dice: «la noche está hecha para dormir».

Contrariamente a la costumbre de los flemáticos chinos, parecía aumentar de un modo ensordecedor.

En las torres, en las terrazas, en los patios, en los jardines, en las plazas, en las calles y callejuelas más lejanas, perdidos en los confines de la inmensa capital, resonaban el gong y los tam-tam, retumbaban los caracoles marinos con roncos sonidos, tronaban los petardos, estallaban las bombas, silbaban cohetes y chirriaban las ruedas, echando al aire infinidad de chispas.

Caía la noche, pero Pekín se enardecía cubriéndose de luz.

Por todas partes se encendían millones de linternas de todas formas y de todo tipo, de papel de cera de mil colores, de cuerno, de talco, de vidrio, de seda, de madreperla, grandes como habitaciones o pequeñas como una naranja, en hileras, en grupos, en columnas, en arcos, en galerías, provocando clamores de maravilla en el pueblo que se volcaba como un aluvión, sobre las diez mil calles de la ciudad. Brillaban las torres, las casas de los ricos, las chozas de los pobres, los muros macizos, las terrazas, los templos, los maravillosos jardines del emperador, los puentes, los pináculos, las barcas del viejo canal, mientras, en lo alto, se alzaban sin cesar cohetes de todos colores y los cometas, cubiertos de linternas, deambulaban por el aire obscuro rivalizando con las primeras estrellas. Los habitantes de Pekín saludan con esta orgía de luz la primera luna del año nuevo. Es la fiesta de las linternas a la que todo el mundo debe de tomar parte, desde el omnipotente emperador hasta el pobre coolie muerto de hambre que gastará su último sapeke (pequeñas monedas que valen menos de un céntimo) o que venderá su última chaqueta para encender delante de su ruinosa y miserable choza, su modesta linterna de papel de cera.

En medio de esta muchedumbre que se apretujaba en las calles para admirar las iluminaciones de las casas señoriales o para gozar del delicioso crepitar del P’ao Ku, que simula a la perfección el ardor de los bambúes verdes, o para extasiarse ante los grupos de árboles erigidos en las plazas, que arden derramando a su alrededor mil resplandores distintos, gracias a una goma especial que los recubre, dos hombres que no vestían los barrocos trajes chinos, se abrían paso con dificultad, a base de empujones y puñetazos, precedidos por un joven chino que llevaba una lámpara monumental de cristales de talco azul.

Ambos hombres vestían a la europea, con chaquetas y pantalones de grueso paño azul, altas botas de montar y gorras de piel como las que usan los rusos en Siberia meridional. Aparentemente iban desarmados pero por cierto abultamiento que se distinguía bajo sus chaquetas, se suponía que llevaban revólveres o al menos, pistolas.

El que iba detrás del joven chino era un hombre de unos treinta años, pálido y sonrosado como una muchacha, de ojos azules, bigote rubio, frente ancha y despejada y unas facciones regulares y muy hermosas.

En cambio, el otro, tenía aspecto de oso. La cara ancha y algo chata, nariz gruesa, mandíbulas muy salientes, ojos negros, barba y cabello larguísimos y de un rojo ardiente y una piel casi morena.

Mientras que su compañero tenía aspecto algo afeminado y estatura apenas superior a la mediana, el otro tenía un torso de bisonte, pecho de oso, unas extremidades macizas y las manos vellosas. Sus movimientos eran algo pesados y duros y contrastaban vivamente con la agilidad y decisión de su compañero.

—Bueno, Fedoro, ¿llegamos? —preguntó de repente el hombre recio, resoplando como una foca—. Estoy harto de los chinos y de sus linternas.

—¿No te entusiasma este espectáculo, Rokoff? —preguntó riendo el joven—. Esta noche Pekín ofrece un aspecto magnífico.

—Prefiero mis estepas del Don con su espesa vegetación; allí por lo menos se puede ver el sol y la luna, quemar el monte y encender pozos de petróleo sin que la muchedumbre te aplaste.

—Los cosacos sois todos iguales —contestó el joven—. La estepa y su río, sus amaneceres y sus ocasos. Nada más.

—Es cierto, Fedoro —contestó el hombre barbudo haciendo una mueca que quería ser una sonrisa—. Somos un poco salvajes.

—¿De manera que Pekín no te seduce?

—Hace tres horas que estamos aquí y no he visto más que linternas y fuegos artificiales, fuegos artificiales y linternas. ¡Ah! Y también cabezas peladas y coletas; coletas y cabezas peladas. ¿Es esto lo que tú llamas espectáculo, Fedoro? Estoy ya harto de ello, te lo aseguro.

—Cuando lleguemos a casa de Sing-Sing no dirás lo mismo.

—¿Habrá al menos algo que comer? —preguntó el cosaco, moviendo ferozmente las mandíbulas.

—¿Cómo no? A un hombre que llega para comprar quinientas toneladas de «té polvo de cañón», ¿quieres que no se le ofrezca comida? Incluso podremos asistir a uno de esos banquetes fenomenales que jamás pueden olvidarse, amigo mío.

—Te aseguro que voy a hacer honor a la comida, porque desde que salí de Taku hasta hoy no he conseguido calmar completamente mi hambre, a pesar de la enorme cantidad de terrinas de arroz, de extrañas pociones y de millares de tazas de té que he llegado a tragar. Si nos quedamos en China durante un mes más voy a adelgazar muchísimo.

—Dentro de diez días regresaremos a Taku y embarcaremos rumbo a Europa.

—Hacia Odesa, amigo mío. Si hubiese sabido que la China era así no hubiera abandonado mi escuadrón de caballería para acompañarte.

—Sí, hacia Odesa —contestó Fedoro.

—¡Hacia las estepas del Don! ¿No va a terminar nunca esta marcha? ¡Y el número de chinos no disminuye! Empiezo a perder la paciencia y, entonces, pobres las coletas que se encuentren al alcance de mis manos.

Fedoro interpeló al joven que llevaba la linterna, medio chafada por los continuos choques de la muchedumbre.

—De prisa señor, llegamos enseguida —contestó el muchacho en un pésimo inglés—. La casa de Sing-Sing está ya cerca.

—Hace media hora que este chaval nos repite la misma frase —dijo el irascible hijo de las estepas, acariciándose la hirsuta barba—. Creo que se está burlando de nosotros.

—Paciencia, Rokoff —dijo Fedoro—. En China no es conveniente tener prisa. Los hijos del Celeste Imperio no tienen una medida exacta del tiempo.

—¡Bah! ¡Y esta muchedumbre!

Las calles sucedían a las calles, flanqueadas por chozas o por templos, por espléndidas casas de techos puntiagudos y paredes cubiertas de porcelana o por claustros maravillosamente trabajados, por pabellones y jardines en donde llameaban linternas multicolores.

La multitud se precipitaba como un torrente sin fin, apretándose junto a las casas, irrumpiendo tumultuosamente en las plazas, empujándose, dándose empellones en medio de gritos, de chillidos, del fragor de trompas, de tam-tam, de gong, de mil extraños instrumentos musicales, mientras las bombas estallaban sin descanso en los balcones, en los miradores, en las terrazas, y las ruedas dejaban caer una lluvia de chispas sobre los anchos sombreros de los curiosos, sobre los caballos, sobre los asnos y sobre las sillas de mano que se entrecruzaban en todas direcciones. Fedoro, cansado, iba a pararse para tomar aliento cuando el muchacho, que había renunciado a seguir llevando su linterna, reducida a un estado deplorable, se volvió hacia él, diciéndole:

—Hemos llegado.

—¡Por fin! Ya no podía más.

—¿Se ve ya la maldita casa del señor San… San… Ting? ¡Huy! ¡Qué nombre! Jamás conseguiré aprenderlo, amigo Fedoro.

—Dice que hemos llegado…

—No es la primera vez que lo hace. ¿Vivirá en el infierno este negociante de té?

—Paciencia, Rokoff; descansaremos después.

—¿Descansaremos en casa del chino?

—Es amigo mío.

—¡Vaya un amigo! ¡Un huevo pelado!

—Pues es un hombre amabilísimo y muy agradable.

—Tal vez…

—Estará orgulloso de albergar a un teniente de caballería rusa. Hoy en día nuestro país goza aquí de muchas simpatías.

—Sin embargo nuestros compatriotas de Manchuria han cometido muchas barbaridades. Han ahogado a varios centenares de personas en las aguas del Amur.

—Estupideces, Rokoff.

—Tal vez lo sean para los chinos: son tan numerosos que diez mil más o menos no tiene importancia.

—De todas maneras no hables mal de los chinos cuando estemos en casa de Sing-Sing.

—Incluso estoy dispuesto a decir que son todos muy guapos —dijo el cosaco riendo—. Te prometo ser amable, Fe-doro.

—En este caso todo irá bien.

—Aquí estamos —exclamó en aquel instante el muchacho.

Fedoro y su compañero estaban ante una suntuosa mansión, adornada con columnas llenas de linternas, frontones de mármol, encajes de porcelana, techos y tejados con puntas arqueadas, coronados por una verdadera selva de mástiles que sostenían banderas, dragones y grupos de gigantescas lámparas.

Olas de luz variopinta se proyectaban sobre la muchedumbre abigarrada situada ante el palacio, en donde ardían ruedas de fuego, bambúes crepitantes y fuegos de bengala y estallaban cohetes y petardos.

—¡Bonita casa! —exclamó el cosaco.

—Principesca —dijo Fedoro—. Aunque no me sorprende, porque se dice que con el comercio de té, Sing-Sing ha acumulado millones.

El muchacho se había precipitado por la ancha escalera de mármol, sobre cuyo descansillo se agolpaban numerosos criados vestidos de manera lujosa, con anchas túnicas de nankin a flores y grandes cinturones de seda bordada con oro. Algunos segundos después, el gigantesco tam-tam, colgado encima de la puerta, retumbaba con un ruido ensordecedor, anunciando al dueño de la espléndida mansión una visita importante.

—¿Es por nosotros que hacen tanto ruido? —preguntó Rokoff.

—Sí —contestó Fedoro.

—Harían mejor ahorrándose esta música que perfora los tímpanos.

—¡Rokoff! Te estás volviendo muy protestón —dijo Fedoro bromeando.

Un chino, sin duda alguna un mayordomo, obeso como un hipopótamo, vestido de seda roja a flores blancas, que se tambaleaba grotescamente sobre sus zuecos cuadrados, de alta suela de fieltro, se adelantó hacia los dos europeos y se inclinó profundamente, cruzando las manos sobre su pecho, moviendo graciosamente los dedos y saludándolos con un cordial:

—Tsin… Tsin…

—He aquí un hombre que debe comer gruesas gallinas o por lo menos ocas —murmuró el cosaco—. Se debe de estar bien en esta casa.

—¿Sois vosotros los europeos que espera mi amo? —preguntó.

—Sí —contestó Fedoro, que entendía muy bien el idioma chino—. Yo soy Fedoro Siknikoff, representante y copropietario de la casa de exportación de té Siknikoff y Bekukeff, de Odesa.

—¿Y el otro? —preguntó el mayordomo, mirando al cosaco.

—Un amigo mío.

—Seguidme. He recibido órdenes respecto a vosotros.

Fedoro colocó un tael en la mano del muchacho, cantidad muy considerable en China donde un obrero que trabaja del amanecer hasta el anochecer no gana más que sesenta céntimos, y siguió al mayordomo hasta un soberbio vestíbulo que brillaba bajo la luz de innumerables linternas de seda que cubrían el techo.

Acto seguido, atravesaron varias galerías, cuyas paredes se encontraban cubiertas de tapices representando dragones que desprendían fuego por la boca, grullas y cigüeñas; pasaron entre biombos de seda de todos los colores, exquisitamente bordados y finalmente entraron en una habitación iluminada por una linterna gigantesca, con cristales de madreperla que desprendía una luz diáfana de efectos sorprendentes.

—Esperad aquí las órdenes de mi amo —dijo el mayordomo, inclinándose hasta el suelo.

Rokoff, que había ido de sorpresa en sorpresa, se paró debajo de la lámpara, dirigiendo a su alrededor una mirada atónita.

Aquella habitación, a pesar de estar amueblada con sencillez, puesto que los chinos no utilizan muebles pesados, tenía tanta gracia, que el mismo Fedoro, que había recorrido el Celeste Imperio durante muchos años, visitando todas las ciudades costeras, se quedó maravillado.

Se trataba de un cuadrilátero perfecto, con el suelo cubierto de baldosas de porcelana azul, que tenían dulces reflejos bajo la luz de la lámpara; las paredes estaban cubiertas del maravilloso papel de Tung que los europeos han intentado en vano imitar, con su adamascado que parecía bordado y con el techo a cuadros, tallados con infinita paciencia.

Las pequeñas ventanas estaban cubiertas por unas cortinas de seda transparente, que cubrían los cristales blancos.

En el centro había dos camas macizas, bajas, con mantas de seda bordada y finísimos almohadones de tela adamascada; en las esquinas, estaban situadas pequeñas mesas de laca, estantes de ébano, escupideras y jarras llenas de peonías de colores llameantes y sillas de bambú recubiertas con barnices que parecían láminas de cristal.

Sobre todos los muebles reposaban jarrones, estatuillas, bolas de marfil perforadas, dijes de todo tipo, de porcelana, de ébano, de hueso, de talco, de madreperla, de oro y plata, espejos de metal con relieves y perfumaderos.

—No hubiera creído nunca que los chinos ostentasen tanto fausto en sus casas —exclamó Rokoff, después de haber inspeccionado atentamente cuanto le rodeaba—. ¿Qué te parece todo esto, Fedoro?

—Me parece que vas a tener otras sorpresas —contestó el joven.

—¿Y el dueño de esta mansión?

—Espero que no tarde. Nosotros somos unos huéspedes que valemos mucho dinero y los chinos son gente que se interesa por el dinero, aunque…

Un golpe dado en la puerta le interrumpió la frase.

El mayordomo entró llevando dos gigantescas tarjetas de papel rojo, de más de un metro de largo y de una anchura casi igual, sobre las cuales se veían unas letras adornadas con monstruosos jeroglíficos y tres figuras que representaban a un muchacho, un mandarín y un anciano sentado cerca de una cigüeña, es decir, el emblema de la longevidad.

Las colocó sobre una mesa y salió sin haber pronunciado una sola palabra.

—¿Qué es esto? —preguntó intrigado el cosaco—. ¿Biombos?

—Tarjetas de visita —respondió Fedoro riendo.

—¡Eh! ¿Estás bromeando? ¡Tarjetas de visita! ¡Dios mío! ¿Qué billeteros llevan estos chinos?

—Expresan también un deseo. Mira: en las esquinas están representadas las tres principales aspiraciones de los chinos: un heredero, un empleo público y una larga vida.

—¡Un heredero!… Pero Fedoro, nosotros no estamos casados.

—Tal vez lo estemos un día.

—Y no soñamos con ostentar un cargo público, por lo menos yo.

—Por lo menos confiesas desear llegar a viejo…

—¡Ah, estos chinos…!

—¡Calla! ¡Vuelve el mayordomo!

—¿Con más tarjetas de visita? Vamos a fabricar soberbios biombos con ellas, amigo mío.

—No, esta vez con regalos. Tras los augurios, los regalos. Estamos en la primera luna del año nuevo.

—¡Bienvenidos!

El mayordomo, tras haber golpeado ligeramente la puerta, entró acompañado por dos criados que llevaban una cesta de mimbre, adornada con lazos y cintas doradas.

—Mi amo os ruega que aceptéis esto mientras llega a visitaros —dijo.

Rokoff levantó la tapa de seda que cubría la cesta y fue descubriendo sucesivamente recipientes que debían contener ungüentos preciosos, estatuillas de marfil, piezas de seda, recipientes de plata de distintas formas y finalmente una soberbia ánfora de oro, finamente tallada con incrustaciones de piedras preciosas.

—¡Fedoro! —exclamó el cosaco—. Es un regalo de soberano. ¡Es una maravilla y vale una fortuna!

—No nos está destinada, Rokoff —dijo Fedoro.

—¡Pero si nos la mandan como regalo!

—Puesto que se trata del objeto más precioso, no podemos aceptarlo.

El cosaco lo miró con un furor fácil de comprender.

—¿Se trata de una broma? —inquirió.

—Sing-Sing nos hace el honor de tratarnos como amigos y como tales no debemos abusar de su generosidad. ¿Qué le vamos a hacer, amigo mío?, estamos en China y debemos atenernos a las costumbres del país.

—¡Vaya generosidad! —gritó el cosaco con desdén.

—De comerciante y sobre todo de chino. Deja a un lado el ánfora.

—¡Un regalo tan bonito! Si fuera mío me compraría cien caballos… ¿Qué digo, cien? ¡Varios centenares! Oye, ¿no se come aquí?

—Primero debemos ver a Sing-Sing. No se hará esperar.

Aún no había terminado Fedoro de pronunciar aquellas palabras, cuando entró el mayordomo por tercera vez, anunciando a su amo.

Casi en seguida aparecía en la puerta de la fastuosa habitación un chino ventrudo y de corta estatura, cuyo multicolor atuendo resultaba más extraordinario al ser iluminado por la luz movediza de la fantástica y nacarada araña central.

Al avanzar hacia ellos, moviéndose con pasitos cortos sobre sus blandos zapatos, parecía un barco entrando majestuosamente en el puerto con todas las velas desplegadas.

En sus inexpresivos rasgos orientales podía notarse, a pesar de todo, un rictus de ansiedad y temor imposibles de disimular. Sing-Sing, el potentado de Pekín, el riquísimo comerciante de té, estaba indudablemente asustado.

II. Un banquete chino

Sing-Sing era el prototipo de chino, muy diferente del manchú que pertenece a la raza dominante.

Se trataba de un hombre bajo, muy obeso, prerrogativa ésta de los chinos ricos muy envidiada por el pueblo, de cara ancha y chata, pómulos muy pronunciados, barbilla corta y redonda, nariz achatada, ojos un poco rasgados y salidos, con la esclerótica amarillenta.

Como los ricos burgueses, vestía una ancha casaca de seda floreada, la kao-katz, que llega hasta las rodillas, abierta por el lado derecho del pecho y atada con un cinturón del que colgaba una bolsa; los pantalones también eran anchos y cortos, las medias de seda y los zapatos, recios y de alta suela de fieltro blanco.

Sobre la cabeza llevaba un gorro cónico, adornado con una cinta de cebellina y una borla roja.

Después de haberse puesto un par de gafas de cuarzo de dimensiones extraordinarias, el chino avanzó hacia Fedoro y le tendió la mano a la europea, pero sin estrechársela.

—Lo esperaba —dijo— y estoy muy contento de volverle a ver después de tanto tiempo y de tenerle a mi lado esta noche. Dicen que mis compatriotas tienen miedo de los hombres blancos y tal vez la llegada de ustedes pueda salvarme la vida.

—¿Qué me dice, Sing-Sing? —preguntó Fedoro sorprendido por estas inesperadas palabras.

—La verdad —contestó el chino, mientras una sombra velaba sus ojos.

—¿Quién puede amenazarle a usted, a quien ledo Pekín y las ciudades costeras conocen y estiman?

—¿Quién?

Sing-Sing se detuvo echando a su alrededor una mirada aterrorizada.

—El lugar no es seguro para las confidencias, señor Siknikoff —dijo, mientras con la mano se secaba algunas gotas de sudor frío—. Hoy es día de fiesta y la cena nos está esperando; más tarde nos dedicaremos a las confidencias. Dígame: ¿le daría miedo dormir en mi habitación?

—¿A mí? —exclamó el ruso.

Luego, indicando al cosaco, explicó:

—He aquí a un hombre capaz de dominar un toro con un puño y que se ríe del peligro. Es un amigo fiel, con músculos de acero y que ha realizado brillantes campañas en Turquía. Dígame qué peligro lo amenaza.

—Los amigos a los que he invitado esta noche nos esperan; la etiqueta me impide dejarlos solos, señor Siknikoff; Por lo tanto, vayamos a cenar. Tal vez sea este el último banquete para Sing-Sing. Por otra parte, hace años que mi ataúd yace bajo mi cama, y si debo morir todo estará a punto.

—¡Me asusta usted! ¿Quién puede amenazar su vida? ¿Quiénes son estos enemigos?

—Hombres poderosos, capaces de hacer temblar incluso al emperador. Pero basta ya, hablaremos de esto más tarde —dijo Sing-Sing—. Nos esperan y ya he anunciado vuestra visita a mis amigos.

Fedoro y el cosaco, aunque muy preocupados por aquellas confidencias inesperadas, siguieron al rico comerciante de té, atravesando largos pasillos, sobre cuyas ventanas brillaban infinidad de linternas de papel pergamino.

Sing-Sing abrió una puerta e introdujo al ruso y al cosaco en una vasta sala, iluminada por cuatro gigantescas linternas de cristales de madreperla transparente, ocupada en su casi totalidad por una mesa que se doblaba bajo el peso de las espléndidas porcelanas.

Dos docenas de chinos, personas muy distinguidas a juzgar por sus atuendos, estaban sentados a su alrededor, bebiendo vino blanco caliente en unas pequeñas tazas de porcelana azul fileteadas de oro. Había mandarines de segundo y tercer grado, reconocibles por sus gorros cónicos adornados con botones de coral o de zafiro con plumas de pavo real; había también literatos, comandantes militares que llevaban en el pecho la insignia de un tigre, hombres ricos con uñas muy largas para demostrar que no tenían necesidad de trabajar.

Sing-Sing presentó sus amigos al ruso y al cosaco, luego los hizo sentar a su lado: Fedoro a la izquierda en el lugar de honor y Rokoff a la derecha.

Casi inmediatamente se abrió el batiente de una puerta y Una gran cantidad de criados entraron silenciosamente, llevando enormes soperas, platos gigantescos, recipientes de todo tipo y salseras de todas formas, que colocaron encima de la mesa, ante los invitadas.

En Europa no se puede tener idea de la riqueza y la grandiosidad de los banquetes chinos, que deben superar incluso los de Lúculo. A pesar de que los chinos no sean grandes comedores, en estas comidas ofrecidas en las grandes ocasiones, gastan sumas astronómicas, ya que por lo menos se sirven unos treinta platos y cada uno de ellos debe presentar tres variantes.

En general una es caliente y las otras dos frías, aunque estas últimas no sirven sino para otorgar a los invitados un poco de descanso, ya que no se sirven muy seguidas. Los chinos no quieren más que la comida que acaba de salir del fuego y le hacen mucho honor.

Los alimentos más extraños, los más inverosímiles y los más repugnantes, que un europeo no osaría jamás mirar sin sentir náuseas, se suceden.

El primer plato es el arroz, que los comensales despachan con gran rapidez, ayudados por unos bastoncillos de marfil de varios centímetros de largo y anchos como una púa de puerco espín que se denominan Kwai-tsz, es decir «ágiles muchachos».

El segundo plato empieza con una sopa de pollo, condimentada con mucha pimienta, sal y vinagre, fuego siguen gusanos de tierra salados, langostas fritas en mantequilla, ranas, jamón, macarrones, huevos duros salados y conservados durante un año en cal, que los chinos encuentran deliciosos.

Vienen después, albóndigas de trébol, gambas picadas, aletas de tiburón, pastelitos de carne, lenguas de pato en salsa bechamel y ajo, azucarillos fritos en un aceite maloliente, holoturias en estofado, raíces de jengibre, capullos de bambú y no faltan nunca las ratas fritas, que son uno de los platos preferidos de los chinos.

El vino tinto está ausente en todas las comidas, a pesar de que la China es un país productor de uva. En cambio se beben jarabes de todo tipo, licores de ananás, de naranja y de otros frutos excelentes.

Los invitados, que habían sufrido un largo ayuno para poder hacer más honor a la comida de su anfitrión, asaltaron vigorosamente los primeros platos, a fin de mostrarse bien educados, e intentaban comer cuanto podían.

De todas maneras, Sing-Sing no dejaba de estimularlos. A cada nuevo plato se volvía hacia aquellos invitados que empezaban a disminuir de ritmo de ingestión, diciéndoles con una amable sonrisa:

—¡Amigos míos, no han comido ustedes nada! ¿Acaso no les satisface mi cocina?

—¡Oh, sí! —contestaban los interpelados—. Estamos muy hartos ya y su cocina es absolutamente deliciosa.

A lo cual replicaba el anfitrión:

—Ya sé que mi mesa sólo os ofrece platos tolerables, pero no tengo nada mejor. Animaros un poco y los dioses os bendecirán; no desdeñéis estos pésimos alimentos.

—Estos platos son dignos de los dioses y aunque estemos a punto de reventar, continuaremos haciendo honores a vuestra comida.

Todo esto no eran más que frases convencionales que se repetían en el mismo tono a cada plato y que debían poner en apuros a los pobres invitados, algunos de los cuales parecían a punto de estallar.

Los que no hacían casi los honores a la comida eran los dos europeos, pero ello no ofendía a Sing-Sing. Sobre todo el cosaco, que no estaba acostumbrado a ver en la mesa ni ratones, ni gusanos, ni langostas, a pesar de que su estómago fuese de una gran solidez, sintió revolvérsele los intestinos más de dos veces, y sólo había permanecido en la mesa para no ofender a su amigo, que no le quitaba la vista de encima.

Protestaba constantemente y hacía unas muecas que provocaban la risa de Fedoro. El pobre, sudaba más copiosamente que los invitados chinos, condenados a llenarse hasta los topes con el fin de no parecer mal educados.

Afortunadamente, entre plato y plato, había un intervalo bastante largo, durante el cual todos podían fumar libremente. Jóvenes criados estaban a punto para ofrecer las pipas, ya encendidas, antes de que se las pidiesen.

Sing-Sing daba el ejemplo. Pero cuando fumaba, Fedoro que lo contemplaba con frecuencia, lo veía sumirse en dolorosas meditaciones. En aquellos momentos parecía como si olvidase a sus invitados, dejaba de sonreír y permanecía silencioso durante varios minutos.

El chino fingía saborear el delicioso y perfumado tabaco que ardía lentamente en la pipa pero, en realidad, un montón de ideas siniestras lo atormentaban. Su frente se contraía y a través de sus ojos se adivinaba un relámpago de terror. Sin embargo, cuando abandonaba la pipa, volvía a hacer gala de su buen humor, sonreía a los invitados y los incitaba incesantemente a hacer los honores a su «modesta» cocina.

Después de haber servido quince platos, alguien levantó un gran telón que escondía un extremo de la sala y ante la mirada atónita del cosaco apareció un escenario, ricamente decorado con baldaquines de seda y raso, con gigantescos jarrones de porcelana llenos de flores y con panoplias de armas brillantes.

—¿Qué va a ocurrir ahora, Fedoro? —preguntó el cosaco—. ¿No bastaba con el banquete?

—Vamos a presenciar una representación teatral —contestó el interpelado—. Una comida sin comedia sería indigna de un chino rico, y nadie dudaría en acusarlo de tacaño.

—¿Ha terminado pues el banquete?

—Sólo hemos llegado a la mitad.

—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff asustado—. Aún les quedan ganas de comer. ¡Pero si están a punto de estallar! ¡A algunos se les salen incluso los ojos de las órbitas!

—Aun así, van a encontrar la manera de meter alguna otra cosa en sus estómagos.

—¿Qué obra representarán en este escenario?

—Algún drama terrible —respondió Fedoro—. Van a actuar actores muy buenos, porque un señor de la categoría de Sing-Sing no puede permitirse presentar a unos actores decadentes.

—¿Serán verdaderas celebridades?

—Sí, Rokoff.

—Pero yo no podré entenderlos, ya que sólo conozco su lengua superficialmente.

—Su mímica es muy explícita, así es que algo podrás comprender.

—¡Fíjate, vuelven a traer comida!

—No estamos más que en el dieciseisavo plato —dijo Fedoro—. Son todos platos dulces.

—¿Eso que flota en ese jarabe amarillento son almendras?

—Prefiero no decírtelo, si no te marcharías corriendo.

—¡Cuando no me he marchado ya…! Además, soy un cosaco y tengo el estómago resistente.

—No lo bastante para soportar este plato.

—Caramba, Fedoro, dime de qué está compuesto.

—Se trata de algo que va a provocar el éxtasis de los invitados. Los animalitos de color marrón que estás viendo…

—¿Animalitos?

—Larvas, si prefieres.

—¡Oh! ¿De qué tipo?… aunque creo que lo adivino —exclamó el cosaco horrorizado.

—Son larvas de gusano de seda, maceradas en jarabe.

—¡Basta, Fedoro! ¡Por las estepas… me voy!

—¡Por favor! No seas grosero.

—Esto es ya demasiado.

—Mira hacia otro lugar. Fíjate, ha aparecido el primer actor.

Entre una multitud de linternas pequeñísimas que se balanceaban de unos hilos, apareció un antiguo guerrero vestido con un riquísimo atuendo, carmesí y oro, muy armado y con un brillante yelmo que representaba una cabeza de león.

Se trataba de Hong-ko, el héroe de la caballería china, una especie de caballero errante de la Edad Media que se preparaba a vencer a emperadores y mandarines, masacrar espíritus malignos y sembrar la discordia en todas partes.

Le seguían otros guerreros y pajes, emperatrices y reinas, con atuendos pomposos y aclamando al formidable guerrero con profundo entusiasmo.

Los invitados apenas se habían dignado echar una mirada a los actores, los cuales habían empezado a declamar y a luchar entre sí con grandes espadas y lanzas. A pesar de estar hartos a reventar, volvieron a empezar a comer para hacer honores a las larvas de los gusanos de seda, uno de los más deliciosos platos de la horripilante cocina china.

—¿Entiendes algo? —preguntó Fedoro a Rokoff, que parecía absorto en las diversas fases de la comedia o del drama.

—Sí, entiendo que se pegan de una manera terrible —respondió el cosaco—. Me parece que ya deben haber muerto cinco o seis emperadores malvados y no sé cuántos espíritus malignos. El guerrero es un hombre muy peligroso. ¿Todavía hay más comida?

—Ya estamos terminando. Dentro de poco servirán el té.

—¿Qué comen ahora? ¿Serpientes fritas?

—No, creo que son mollejas de gorrión con ojos de carnero al ajillo.

—Cuando hayan terminado ya me avisarás —dijo el cosaco—. No me atrevo ni a mirar a la mesa.

Haces mal, porque ahora acaban de traer un plato que todos los europeos han declarado excelente.

—No me fío.

—Se trata de una sopa famosa.

—En cuya composición entran por lo menos colas de gato…

—No, Rokoff. Voy a darte su receta tal como la he encontrado en «El cocinero chino»:

»Toma todos los nidos de golondrinas y salanganas que encuentres, ya que de esta golosina nunca habrá demasiado para ofrecerla a tus amigos.

»Tras haber quitado las plumas y las demás partes inútiles, haz cocer los nidos en agua hasta que formen una masa gelatinosa.

»Échalo todo sobre huevos duros de pichón, añade unas lonjas de chorizo, que deben flotar en la sopa como pequeñas barquichuelas en el mar.

»Los invitados se entusiasmarán con este plato exquisito y harán grandes elogios al dueño de la casa y al cocinero».

—¿Han terminado ya con la sopa?

—La han devorado.

—¡Buen provecho!

—Has perdido una buena ocasión para probarla.

—Renuncio a ello con placer, Fedoro. Mira, ya han terminado con otro espíritu maligno. ¡Es interesante este drama! El escenario está lleno de muertos. ¡Supongo que no van a matarnos también a nosotros! De estos chinos puede esperarse cualquier cosa. Suerte que llevo mi revólver.

—Aquí llega el té.

—¡Al fin! A ver si con esto mejora el estado de mis intestinos que están muy revueltos.

Entraron algunos criados llevando bandejas de plata llenas de minúsculas tazas de color celeste, de teteras repletas de agua caliente y de jarras de porcelana rebosantes de té shang-kiang, es decir, muy perfumado porque contiene flores de naranjo, de mole, que es una especie de jazmín, hojas de rosa y de gardenia torrefactas.

Los chinos no acostumbran a mezclar leche en el té y lo toman casi siempre sin azúcar. A veces le echan un pellizco de azúcar rojo.

Estaba así finalizando el banquete, coincidiendo con el fin de la tragedia.

Tras reiterados intentos, los invitados habían conseguido levantarse. Sus ojos llameaban y sus vientres aparecían hinchados debido al exceso de comida. Algún hombre tuvo que ser llevado en brazos hasta la silla de manos.

Cuando Sing-Sing vio salir al último invitado, se volvió hacia los dos rusos y les dijo:

—Debéis haber sufrido un verdadero tormento, pero espero que vais a perdonarme por haber abusado de vuestra paciencia. Los europeos no aprecian nuestros banquetes, ya lo sé.

—Ya he asistido a otros muchos, de manera que no me importó asistir también al suyo —dijo Fedoro.

Sing-Sing permaneció silencioso durante algunos segundos; echó un vistazo en torno a la sala desierta y silenciosa y luego volvió a hablar:

—Y quién sabe si mañana este lugar no va a llenarse de gritos y lloros. ¡Extraño contraste, después de tanta alegría…!

—¿Por qué dice usted esto, Sing-Sing? —preguntó Fedoro. Explíquese de una vez: ¿Qué peligro le amenaza?

—¿Están armados? —inquirió el chino.

Sabe usted muy bien que un europeo no se atreve a recorrer las calles de Pekín por la noche sin tener por lo menos un revólver consigo.

Venid a mi habitación; allí, por lo menos, estaremos seguros de no ser oídos por nadie. Tened cuidado: podéis correr el mismo peligro que yo.

Fedoro miró a Rokoff.

—¿Tener miedo nosotros? —dijo este último—. Es algo que todavía no conocemos. Vamos, Fedoro, esta aventura inesperada me interesa mucho.

III. La sociedad de la «Campana de Plata»

Sing-Sing tomó una pequeña linterna, atravesó la sala, recorrió unos oscuros corredores y se detuvo ante una maciza puerta laminada en hierro y la abrió haciendo saltar un resorte secreto, escondido entre adornos de porcelana.

Los dos europeos se hallaron en una habitación muy espaciosa, con las paredes tapizadas de seda blanca bordada con oro, amueblada con sencillez pero elegantemente, con mesillas de laca y madreperla y con estantes de ébano embutido.

En el centro se hallaba la cama del rico chino. Era baja, maciza, de madera de rosa, con vistosas mantas de seda, colocada debajo de una linterna de cristales de talco que difundía una luz pálida y diáfana.

A su lado, sobre un ligero canterano fileteado de plata, yacían dos gruesos revólveres y una pequeña cimitarra desenvainada.

Sing-Sing cerró la puerta, echó un pellizco de polvo de sándalo en un recipiente de plata en el que ardían algunos pedazos de carbón oloroso, ofreció a los dos europeos unas sillas de bambú y, tras haber dado la vuelta a la habitación como para asegurarse de que no había nadie, dijo:

—Este es el lugar en donde, desde hace quince días, vivo en una angustia inenarrable, a pesar de que la muerte nunca ha atemorizado a ningún chino. He mandado colocar sólidas rejas en las ventanas, cambiar las tapicerías y revisar las paredes, para cerciorarme de que no existían puertas o pasadizos secretos; he cerrado mi habitación con una puerta que podría resistir incluso a un ataque de artillería; tengo armas al alcance de la mano. Pero ¿creéis que me siento seguro? Pues no, porque siento que, a pesar de tantas precauciones, los componentes de la hoe llegarán hasta mí y me herirán en el corazón.

—¡Los componentes de la hoe! —exclamó Fedoro palideciendo.

—De la «Campana de plata» —añadió Sing-Sing con un suspiro.

—¿Pertenece usted a alguna sociedad secreta?

Todos los chinos, a pesar de que el emperador haya dado órdenes rigurosas a este respecto y castigue sin piedad a los miembros de las sociedades secretas, están afiliados a una hoe. Para nosotros es una necesidad y una costumbre muy arraigada, y yo he hecho como los demás y como hicieron antes mis antepasados. Por desgracia, una noche, después de una orgía y de haber fumado varias pipas de opio, respondiendo a un vago impulso, dejé escapar secretos que concernían a la hoe a la que estoy inscrito. El gobierno imperial no se ha atrevido a castigarme a mí, pero mi cambio lo ha hecho de modo salvaje; a mi sociedad, torturando y condenando a las galeras a todos los miembros que lograron encontrar. Fui un miserable y ahora me tocará pagar mi descuido con la vida. ¡Maldito sea el opio que me hizo perder la razón!

—¿Es poderosa la sociedad de la «Campana de plata»? —preguntó Fedoro, muy preocupado por aquella confesión.

—Tiene miles y miles de miembros, dispersados por todo Pekín, incluso en la ciudad prohibida (la ciudad imperial).

—¿Se han enterado de que el traidor fue usted?

—Sí, por desgracia —contestó el chino.

—¿Y le han condenado? —inquirió Rokoff.

Hace quince días encontré bajo el cabezal de mi cama una carta con el sello de la sociedad, una campana con dos puñales entrecruzados. Me advertían que antes de quince días la mano de la hoe me habría castigado.

—¿Quién puso la carta allí? —preguntó Fedoro.

—I.o ignoro, pero estoy seguro de que fue uno de mis criados.

—¿Pertenece alguno de ellos a la «Campana de plata»?

—Es imposible saberlo. Los miembros no se conocen entre sí y sólo sus dirigentes tienen una lista de los socios.

—Por lo tanto no puede estar seguro de sus criados.

—Les tengo mucho miedo y desde que recibí la carta no he dejado entrar a ninguno aquí por miedo a ser traicionado.

—¿Ignoran el secreto de la puerta? —quiso saber Rokoff.

—Así lo espero —respondió Sing-Sing.

—¿Cuántos días han transcurrido desde entonces?

—Catorce.

—¿Así debe morir usted esta noche? —preguntó Fedoro.

—Sí.

—Es ya medianoche y aún está con vida, por lo tanto creo que la sociedad sólo quiso asustarlo.

Sing-Sing sacudió la cabeza con desaliento.

—Aún no ha amanecido —exclamó.

—Nosotros le ayudaremos —dijo Rokoff—. Veremos quién se atreve a entrar aquí.

—A pesar de esto, siento que la hora de mi muerte se acerca.

Rokoff y Fedoro, a pesar de su valor, sintieron escalofríos.

—¡Bah! —dijo después el primero—. Estoy seguro de que no sucederá nada. Acuéstese usted, señor Sing-Sing, y nosotros, Fedoro, sentémonos el uno cerca de la cama y el otro cerca de la puerta, con los revólveres en la mano.

Sing-Sing les tendió las manos, y dijo, conmovido:

—Gracias, y si mañana estoy aún vivo, no os arrepentiréis de esta prueba de amistad. Señor Fedoro, usted ha venido para comprar una gran cantidad de té.

—Así se lo dije por carta.

—Quinientas toneladas representan una fortuna y para mí será un placer ofrecérsela.

—¿Qué es lo que dice?

—Silencio.

—Fedoro —dijo Rokoff—, tú ponte cerca de la puerta y usted, señor, acuéstese.

El chino les hizo un gesto de adiós y se echó sobre la cama sin desnudarse, cubriéndose con la manta de seda azul.

Rokoff redujo la mecha del candil para que la luz se hiciese más tenue, extrajo el revólver para asegurarse de que estaba cargado, luego apoyó una silla contra la puerta y se sentó, encendiendo un cigarrillo.

Un profundo silencio reinaba en el amplio palacio del chino y llenaba también las calles. La fiesta de las linternas había terminado y la muchedumbre se había dispersado poco a poco, ya que los chinos, a diferencia de los europeos y de los americanos, no son noctámbulos.

Rokoff continuaba fumando, pero con el oído alerta. De vez en cuando se levantaba y miraba ya al chino, ya a Fedoro, para comprobar que ninguno de los dos se había dormido. A pesar de su probado valor en la sangrienta guerra ruso-turca, se sentía invadido por una extraña sensación parecida al miedo.

Le parecía oír misteriosos ruidos y ver, en las oscuras esquinas de la habitación, agitarse sombras misteriosas, armadas de puñales y de cimitarras desmesuradas.

A veces, en cambio, creía descubrir, entre la penumbra, dragones que volaban por la habitación, a punto de lanzarse sobre Sing-Sing para descuartizarle el pecho. Pero sólo tiran fantasías, originadas por el terror misterioso que lo Invadía, porque cuando se levantaba, las visiones desaparecían y el silencio volvía a ser absoluto.

Velaba desde hacía una hora, cambiando de vez en cuando alguna palabra en voz baja con Fedoro o con el chino, ruando de repente se sintió preso de un súbito cansancio y un deseo irresistible de cerrar los ojos. Se frotó el rostro o intentó levantarse. Con gran sorpresa descubrió que le era imposible moverse. Le temblaban las piernas, las fuerzas lo abandonaban y le parecía que la cama de Sing-Sing y los demás muebles giraban a su alrededor.

—¡Fedoro! —llamó haciendo un supremo esfuerzo—. ¡Sing-Sing!

Nadie contestó. Su amigo se había derrumbado sobre la silla como si estuviera dormido y el chino conservaba una perfecta inmovilidad. De pronto se sintió lleno de terror.

—¿Habrán muerto los dos? —se preguntó.

Casi en el mismo momento le pareció ver cómo un panel del muro se abría y que desde allí salían formas humanas armadas con puñales.

La visión sólo tuvo la duración de un relámpago, porque sintió que las fuerzas lo abandonaban y que sus párpados se cerraban irresistiblemente, como si se hubieran convertido en plomo.

A la mañana siguiente, cuando Rokoff se despertó, se encontró en la habitación que le había sido destinada por el mayordomo del rico chino el día antes.

En otra cama, Fedoro dormía profundamente, sin hacer ningún gesto que anunciase su próximo despertar.

El cosaco, sorprendido, echó una mirada a cuanto le rodeaba, sin creer lo que estaba viendo.

—¿Lo habré soñado? —se preguntó—. Las sociedades secretas…, las sombras misteriosas…, los terrores…, sí, debe tratarse de una pesadilla.

De repente, se lanzó sobre la cama de Fedoro dando un chillido.

En las habitaciones vecinas, en los pasillos, en los balcones, resonaban gritos llenos de terror:

—¡Lo han asesinado! ¡Oh! ¡Pobre amo! ¡Lo han matado!

—¡Despierta, Fedoro! —gritó.

El ruso se levantó bruscamente, frotándose los ojos. Al ver a Rokoff quieto delante de la cama, con el rostro descompuesto y los ojos en blanco, hizo un gesto lleno de estupor.

—¿Qué te ocurre?

Luego, antes de que su amigo hubiese tenido tiempo de contestar, gritó:

—¿Y Sing-Sing?

—Muerto. Lo han asesinado —dijo Rokoff haciendo un gesto de desesperación.

—¡Sing-Sing muerto! ¡Oh! ¿Pero dónde estamos nosotros…? Anoche no estábamos en esta habitación… ¡Rokoff! ¿Qué ha sucedido? ¿Quién nos ha traído aquí?

—No sé… no sé nada… es un misterio inexpugnable… ven, salgamos… lo han matado…

Los gritos, los lloros, los sollozos de la numerosa servidumbre del rico chino resonaban por todas partes.

Fedoro y Rokoff, a quienes los misteriosos enemigos que los habían transportado a aquella habitación, aprovechando el inexplicable sueño que les había invadido, habían acostado vestidos, se precipitaron hacia la puerta.

En el pasillo se encontraron con el mayordomo que sollozaba.

—¿Es cierto que tu señor ha muerto? —le preguntó Fedoro cogiéndolo por los brazos.

—¡Sí, señor…, asesinado…, asesinado!

—¿Y sus asesinos?

—Han desaparecido.

—¿Y no puedes decirme quién nos ha traído aquí cuando estábamos con tu dueño?

El mayordomo los miró con sorpresa.

—¿Ustedes con el señor? —exclamó.

—Estábamos en su habitación para vigilar que nada le ocurriera y nos hemos despertado aquí, en nuestras camas.

—¡Es imposible, lo habréis soñado!

—Vayamos a la habitación de Sing-Sing —dijo Rokoff—. Ya nos quedará tiempo para las explicaciones.

Precedidos por el mayordomo, que parecía atontado, entraron en el dormitorio del chino, custodiado por cuatro criados.

Sing-Sing yacía en la cama, con los ojos muy abiertos que expresaban un terror imposible de describir; los labios abiertos, cubiertos por una espuma sanguinolenta. Sus brazos colgaban a ambos lados de la cama.

Sobre la rica casaca, en el lugar del corazón, aparecía una mancha de sangre, que se extendía hasta las blancas sábanas.

—¡Muerto! —exclamó Rokoff, echándose atrás.

Fedoro se inclinó sobre el muerto, abrió la casaca, desabrochó la camisa y puso al descubierto su pecho.

En el lado izquierdo del pecho se veía una herida que parecía producida por un puñal triangular.

La puñalada, asestada con mano fuerte y segura, debió haber partido el corazón del pobre chino y la muerte debió haber sido fulminante.

—¡Los miserables han cumplido con su palabra! —exclamó—. Pero ¿por dónde han entrado? ¿No estabas tú apoyado contra la puerta, Rokoff?

—Sí —respondió el joven.

—¿No oíste cómo se abría?

—No, por lo menos mientras estuve despierto.

—¡Ah, sí! Me acuerdo que de repente me invadió un sueño irresistible. ¿También a ti?

—Sí, Fedoro, pero antes de dormirme vi abrirse un panel de la pared y entrar unos hombres.

—¿Y no disparaste?

—No tuve tiempo; un momento después caía profundamente dormido.

—Entonces es que nos han dado algún narcótico para reducirnos a la impotencia.

—¿Quién? Después del banquete no bebí nada —dijo Rokoff.

—¿Antes de dormirte no notaste nada extraño?

—Nada en absoluto.

—¿No sentiste ningún olor?

—No lo creo.

—Deben haber quemado alguna sustancia para hacernos dormir.

—¿Estás seguro?

—Casi —contestó Fedoro.

—Sin embargo antes no vi entrar a nadie.

—¿Por dónde se introdujeron estos hombres?

—Por allí —contestó Rokoff, señalando una esquina de la habitación—. Estaba a punto de dormirme, pero a pesar de ello vi que una puerta o algo parecido se abría.

Fedoro se encaminó hacia la pared y empezó a golpearla ron la culata de su revólver, pero el ruido que se oyó no fue el de una pared vacía.

—Es extraño —dijo—. Sin embargo tú los has visto entrar por aquí.

—Lo recuerdo muy bien.

Tampoco veo ninguna señal en la tapicería de la pared; poro esto no me sorprende mucho: estos chinos han inventado miles de trucos. ¿Dónde está el mayordomo?

—Aquí estoy, señor —respondió el chino, que se hallaba cerca de la cama, llorando silenciosamente.

—¿Son fieles los siervos de esta casa?

—Eso creo, señor.

—¿Pertenecen a alguna sociedad?

No puedo decírselo, porque esto es algo que nadie contaría ni siquiera sometido a tortura.

¿Quién ha sido el primero en darse cuenta del delito?

Yo —contestó el mayordomo—. Cada mañana hago sonar un timbre para despertar a mi señor. Hoy he hecho como de costumbre y, al no recibir respuesta ni oír ningún ruido, me he asustado y he pensado que podía haber ocurrido alguna desgracia. He mandado derribar la puerta y he encontrado a mi señor asesinado.

—¿Estaba bien cerrada? —preguntó Fedoro.

—Sí, por dentro.

—¿No se veía ninguna señal de haber sido forzada?

—Ninguna, señor.

—¿Sabías que nos habíamos encerrado aquí con tu señor?

—Lo ignoraba y además… ¿cómo explicar este misterio? Ustedes se han despertado en la habitación que yo mismo les había asignado, siguiendo las órdenes estrictas de mi señor.

—Te digo que estuvimos aquí. ¿Quién puede habernos llevado a esa habitación?

—¿Está usted seguro, señor? —preguntó el mayordomo con acento un tanto incrédulo.

—Sí, estábamos aquí.

—¡Pero la puerta estaba cerrada!

—Pues no hemos soñado. Tu amo tenía miedo de que lo asesinaran y nos rogó que le hiciésemos compañía.

—¿Y os habéis despertado en vuestra habitación? ¡Oh!

—Tú mismo nos has visto salir de ella.

—Es cierto —dijo el chino, cuya sorpresa no tenía límites.

Luego, como si de repente se le ocurriese algo, preguntó:

—¿Vieron ustedes a mi amo tocar el resorte secreto que abría la puerta?

—Estábamos a su lado cuando lo hizo funcionar —contestó Fedoro.

El rostro del mayordomo se ensombreció y sus ojos se fijaron en el ruso.

—¡Ah! —dijo después.

—¿Qué ocurre? —inquirió Fedoro con inquietud.

—Pienso que si conocíais el secreto del resorte, también podíais salir y regresar a vuestra habitación.

—¿Te atreves a sospechar de nosotros?

—Yo no tengo nada que decir en este asunto misterioso —dijo el chino con voz lenta—, ya se encargarán de ello los magistrados de la justicia. Aquí está la policía, arreglaros como podáis.

Un chino, ya entrado en años, tosco, con aire rudo, arrastrando una larga cola que le golpeaba los tobillos y llevando un par de gigantescas gafas que le cubrían buena parte del rostro, entró en la habitación, seguido de cuatro individuos de aspecto poco tranquilizador, armados con cimitarras.

Al ver a los dos europeos, que tras las palabras del mayordomo habían permanecido como anonadados en sus puestos, se dirigió nacía ellos, saludándolos con afectada córtenla.

—¿Quién es usted? —preguntó Fedoro que empezaba a inquietarse por el feo aspecto que tomaba la cosa.

—Un magistrado de la justicia —respondió el chino.

—¡Estupendo! Así por lo menos aclarará este misterio.

—Yo creo haberlo ya aclarado —respondió el magistrado, ron una sonrisa sardónica—. He interrogado a la servidumbre y he podido enterarme de muchas cosas que no os gustarán en absoluto.

—Le ruego que se explique —dijo Fedoro, palideciendo.

—Estoy enterado de que hay quien trata de hacer recaer sobre nosotros la sospecha de haber asesinado al pobre Sing-Sing pero ya nos encargaremos nosotros de demostrarle lo poco fundado de esta monstruosa acusación.

—¡Ojalá! Pero por desgracia hay ya demasiadas pruebas contra vosotros: incluso hemos encontrado el arma con que ha puesto fin a la vida de Sing-Sing.

—¿En dónde? —interrogó Fedoro.

—En vuestra habitación.

—¡Es imposible! ¡Miente usted! —gritó el ruso—. Rokoff, amigo mío, estos canallas intentan perdemos.

—¿A nosotros? —preguntó Rokoff, que no había entendido más que unas palabras, ya que conocía muy poco el idioma chino.

Dicen que han encontrado el cuchillo en nuestra habitación.

—Lo deben haber puesto los que nos han llevado allí. La cosa está clara.

—Para nosotros, sí, pero no para este magistrado, ni tampoco para la servidumbre.

—Ya se convencerán.

—¿Quieren seguirme? —preguntó el magistrado, dirigiéndose a Fedoro.

—¿A dónde? —preguntaron ellos.

—A vuestra habitación.

—¡Vamos! —dijo Fedoro, decidido.

En cuanto salieron, vieron a varios criados que los miraban ferozmente.

—¿Ha visto, Rokoff? —preguntó Fedoro—. Todos están convencidos de que hemos asesinado a Sing-Sing y todas las pruebas están en contra nuestro.

—Reclamaremos al Consulado —respondió Rokoff—. Estos chinos no se atreverán a arrestar impunemente a dos europeos.

—¿Y quién le avisará? No tenemos ningún amigo aquí.

—Hallaremos un modo de hacer saber a la Embajada rusa que nos han arrestado. ¡Canallas! ¡Echamos la culpa a nosotros!

—Más canallas han sido los componentes de la sociedad secreta al actuar de manera que recayeran las sospechas sobre nosotros.

Cuando llegaron a la habitación, el magistrado se dirigió hacia la cama que había ocupado Rokoff, levantó el colchón y extrajo un puñal de un pie de longitud, con la hoja en forma triangular y la empuñadura recubierta por una pequeña campana de plata.

El arma estaba ensangrentada hasta la guarda.

—¿Lo ven? —preguntó, mostrándola a los dos europeos atónitos—. Sing-Sing ha sido asesinado con esto y vosotros lo habéis escondido aquí después de haber cometido el delito. Hubierais podido ser más listos o por lo menos más prudentes.

—¿Y usted cree en ello? —preguntó Fedoro, con un escalofrío.

—La prueba es clara —dijo el chino con una sonrisa maligna.

—¿No ve usted que este tipo de puñal no se usa en Europa?

—Pueden haberlo comprado aquí o en otra ciudad.

—Es un puñal perteneciente a una sociedad secreta. Mire: hay una campanita de plata en la empuñadura.

—¿Y esto qué prueba? —preguntó el magistrado poniéndose tranquilamente las gafas.

—Que el asesino de Sing-Sing sólo puede haber sido un miembro de la sociedad de la «Campana de plata» a la que pertenecía nuestro amigo.

—¿Y ha escondido el arma en una de vuestras camas? ¡Vaya, vaya, no soy lo bastante tonto para creerlo!

—¡Óigame! —dijo Fedoro, con los dientes apretados por la cólera que lo invadía—. Le contaré cómo han ocurrido las cosas.

—Diga.

Fedoro le expuso claramente cuanto había sucedido después del banquete, lo que le había contado Sing-Sing: la angustiosa espera, el misterioso sueño, la aparición de las nombras humanas y, finalmente, su despertar en la habitación que les había sido asignada por el mayordomo.

El magistrado lo había escuchado pacientemente, con los manos cruzadas sobre su grueso vientre, meneando la cabeza de vez en cuando.

Cuando Fedoro hubo terminado, lo miró a los ojos y le dijo:

—Lo que me ha contado, a pesar de parecerme absolutamente extraordinario, puede ser cierto. Sin embargo, de momento los declaro arrestados, y si quieren un consejo les diré que intenten defenderse lo mejor posible, porque sus cabezas corren peligro.

—¡No se atreverán!

—¿Porqué no?

—Pediremos ayuda a la Embajada rusa.

—¡Ah! —hizo el chino, riendo—. Sí, a la Embajada, para que nos amenace con hacer intervenir la flota, una invasión armada… ¡Nada de eso! Conocemos demasiado bien a los europeos para dejar que se mezclen en nuestros asuntos. La justicia seguirá su curso sin la Embajada: os condenará un tribunal chino.

—Protestaremos.

—Háganlo.

—¡No nos dejaremos asesinar por vosotros! —chilló Fedoro, levantando amenazadoramente el puño.

—¡Cuidado! Mis hombres están armados y vuestros revólveres se hallan en nuestro poder.

—¡Maldición!

Rokoff, a pesar de no haber entendido más que el grito y el gesto de Fedoro, se había dado cuenta de que la situación se agravaba y se había echado encima del magistrado, dispuesto a cogerlo por el cuello y tirarlo por la puerta o por la ventana.

—Fedoro —dijo cruzando sus robustos brazos—. ¿Hay que pelear? Estoy dispuesto a convertir en puré todas estas cabezas peladas.

—No, Rokoff, no agravemos la situación —dijo el ruso, parándolo—. Además, no dudarán en servirse de sus armas.

—Voy a coger una cama y a echársela sobre la cabeza.

—Hay muchos criados en el pasillo.

—Pareces furioso. ¿Empiezan a ir mal las cosas?

—Nos han arrestado.

—¡Malvados! ¿Vamos a obedecer?

—¿De qué serviría rebelarse? Son más fuertes que nosotros y, de momento, no podemos hacer más que ceder.

—¿Nos llevarán a la cárcel?

—Sí, Rokoff.

—¿Y después?

—Trataremos de persuadir a los magistrados de nuestra inocencia. Dejémosles hacer y demos tiempo al tiempo.

—¿Qué hay? —preguntó el magistrado que había mandado acercar a sus nombres.

—Estamos dispuestos a seguirle, pero no olvide que somos europeos e inocentes, y que cualquier violencia contra nosotros recibirá el castigo merecido de nuestro país.

—Está bien. Entretanto, venid con nosotros. Ante la puerta de palacio hay sillas de mano.

—Vamos, Rokoff —dijo Fedoro.

—¡Oh! ¡Por las estepas del Don! Me siento capaz de romper la cabeza a estos bribones y desarmarlos a todos.

—No, amigo. Sería peor para nosotros.

—¡Vayamos pues a la cárcel!

Salieron de la habitación precedidos por el magistrado, que andaba orgulloso y con el pecho hinchado, seguidos por cuatro policías, cuyas cimitarras estaban desenvainadas para defenderse de cualquier tentativa de rebelión.

Al pie de la escalinata esperaban dos sillas de mano, vigiladas por otros cuatro policías y ocho robustos portadores.

Los dos europeos se subieron a los vehículos, que tenían bajados los cortinajes para sustraerlos de la curiosidad de la gente. Luego, los portadores partieron con paso rápido, escoltados por los policías.

Parecía que nadie se daba cuenta del arresto de ambos. Por otra parte, era tan frecuente en Pekín ver sillas de mano, que los transeúntes ni siquiera volvían la cabeza a su paso, a pesar de ir escoltados por policías.

Tras una hora de trayecto, los portadores se detuvieron. Rokoff y Fedoro, que comenzaban a perder la paciencia y a estar hartos de aquella cárcel, se hallaron bajo un pórtico muy espacioso, donde se veían grupos de agentes, de soldados y de guardias que charlaban fumando o masticando simientes de calabaza.

—¿Es ésta la cárcel? —preguntó Rokoff.

—Supongo —respondió Fedoro.

—¿Van a encerrarnos en un calabozo?

—Tal vez en una jaula.

—¡Por Dios! ¿Yo en una jaula? ¡No soy una gallina!

—¡Ya veremos!

—No te dejes llevar por la ira, Rokoff —dijo Fedoro—. Tal voz no se atrevan a tratarnos como delincuentes comunes por miedo a la Embajada.

Dos hombres semidesnudos, de rostro ceñudo, con el cabello enrollado alrededor de la cabeza y armados con grandes cuchillos que les colgaban de la cintura, se adelantaron y cogieron brutalmente a los dos europeos.

Rokoff, al sentirse posar una mano sobre su hombro, dio un salto atrás, gritando con voz amenazadora:

—¡No me toquéis u os parto la cabeza!

También Fedoro había rechazado violentamente a su carcelero, tomando una postura de boxeador.

—¡Somos europeos! —gritó—. ¡Abajo las manos!

Los dos carceleros se miraron sorprendidos de aquella resistencia inesperada, luego se precipitaron sobre los dos prisioneros para derribarlos.

Pero habían calculado mal sus fuerzas. Rokoff, con un movimiento fulminante, se había echado delante de Fedoro, luego, con dos puñetazos formidables que resonaron romo dos disparos de fusil, hizo dar tres o cuatro piruetas a ambos chinos, hasta que cayeron el uno sobre el otro con dos puntapiés magistrales.

Bajo todo el atrio resonaron unos gritos furiosos. Soldados, policías y carceleros se precipitaron como un solo hombre hacia los europeos, desenvainando las cimitarras, empuñando lanzas, cuchillos y revólveres.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Fedoro.

—Todavía no —respondió Rokoff, furioso—. Podemos matar a varios antes de caer.

Se agachó ágilmente, recogió a uno de los hombres caídos y lo alzó sobre su cabeza, disponiéndose a servirse de él como de un proyectil y lanzarlo sobre la muchedumbre.

Ante aquella demostración extraordinaria de fuerza, los chinos se habían detenido.

—¡Os mataré a todos, canallas! —chilló Rokoff—. ¡Atrás!

Al oír aquel estrépito, apareció la guardia de la cárcel, dirigida por un oficial. Eran doce soldados, armados con fusiles de retrocarga y, al parecer, difíciles de asustar.

A una orden del oficial, desenvainaron las bayonetas y las apuntaron hacia Rokoff.

—¡Atrás! —chilló el coloso.

El oficial cargó el revólver y apuntó, diciendo:

—Si oponen resistencia doy orden de disparar. Estas son las órdenes recibidas.

—Cuidado, Rokoff —dijo Fedoro—. Son soldados y obedecerán.

—Es mejor que nos fusilen a que nos metan en la cárcel.

—No, amigo mío, pronto obtendremos la libertad porque reconocerán nuestra inocencia. Seamos prudentes.

Rokoff, a pesar de los locos deseos que sentía de lanzar al carcelero sobre los soldados, comprendió el peligro que esto significaba y depositó al pobre diablo en el suelo, más muerto que vivo.

En el mismo instante apareció el magistrado que los había mandado arrestar.

—¿Una rebelión? —preguntó, frunciendo la frente—. ¿Queréis agravar vuestra situación o haceros matar?

—Diga a sus hombres que sean menos brutales —contestó Fedoro—. Aún no hemos sido condenados.

—Daré las órdenes oportunas para que se os respete, pero no opongáis resistencia. Seguidme.

—Obedezcamos, Rokoff.

Si tú me hubieras dejado hacer, habría matado a estos salvajes —respondió el cosaco—. ¡Había empezado tan bien!

—Pero habríamos terminado muy mal.

—Lo dudo.

—Sigamos al magistrado.

Escoltados por soldados que aún no habían envainado sus bayonetas, fueron introducidos en una gran habitación mi la que se veían suspendidas cuatro jaulas, cada una de las cuales contenía tres cabezas humanas que parecían haber sido decapitadas poco tiempo antes, y de cuyos cuellos goteaba aún la sangre.

Era un espectáculo horrible. Tenían los rasgos alterados por una angustiosa expresión de dolor, los ojos salidos de sus órbitas y la boca abierta, cubierta de una espuma sanguinolenta. Bajo cada una de las jaulas había colocado un cartel en el que podía leerse lo siguiente:

La justicia ha castigado el robo.

—¡Diablos! —exclamó Rokoff, apretando los puños—. ¿Es para asustarnos que nos han traído aquí?

—Son jaulas que van a ser expuestas en alguna plaza pública, para que sirvan de ejemplo a los ladrones —dijo Fedoro—. Mira hacia otro lugar.

—Sí, porque me hierve la sangre.

Cuando hubieron atravesado la habitación llegaron a otra, cuyas paredes estaban cubiertas de instrumentos de tortura.

Había numerosas kanguas, especie de mesas que servían para aprisionar el cuello del condenado y a veces también sus manos; cañas de distintos largos y gruesos, para golpear a los detenidos; ganchos de hierro para ensartar a los reos de muerte; peines de hierro para destrozarlos; mesas con cuerdas, destinadas a estirar hasta la rotura de los tendones, las manos y los pies de los pacientes.

—¡Canallas! —murmuró Rokoff—. Esto es peor que la Inquisición española. Estos chinos son más feroces que los antropófagos.

Iban a salir de la habitación cuando llegó a sus oídos un clamor que les heló la sangre.

Era un conjunto de chillidos agudos, de gemidos, sollozos apenas sofocados por unos rugidos que parecían provenir de fieras.

—¡Están matando a alguien! —gritó Rokoff, mirando amenazadoramente al magistrado y a los soldados.

—Se trata de torturas —respondió Fedoro.

—¿Vamos a dejar que continúen?

—Esto no nos concierne.

—No puedo tolerar…

—Debes resistir, Rokoff.

—Mientras no vea nada…, si no, me arrojaré sobre estos bribones y mataré a todos los que pueda.

El magistrado, que tal vez había adivinado las ideas belicosas del cosaco y que no deseaba verlo enfadado por miedo a ser blanco de su fuerza, dobló hacia la derecha y se adentró en un pasillo. Al fin se detuvo ante una puerta de hierro.

Delante había un carcelero que sostenía en la mano una llave enorme. A una indicación del magistrado, abrió y los europeos fueron empujados al interior. Rokoff iba a rebelarse, cuando la puerta se cerró a sus espaldas.

Se encontraban en una celda de tres metros de longitud y de apenas dos de anchura, cuya luz entraba por un agujero protegido por gruesos barrotes de hierro y que parecía dar sobre un patio. El único mueble era un cajón, lleno de hojas secas, que debía servir de cama.

—¡Vaya alojamiento! —exclamó Rokoff—. Ni siquiera una manta para protegernos del frío.

—¡Ni un taburete! —dijo Fedoro—. Son muy ahorradores estos chinos.

De repente se miraron con ansiedad.

Habían oído unos gemidos, sordos y desgarradores, que parecían provenir del patio.

—¿También torturan cerca de nosotros? —preguntó Rokoff.

Se acercó al agujero y miró al exterior. En seguida retrocedió, pálido como un cadáver.

—Mira, Fedoro —dijo con voz sofocada—. ¿Qué es lo que hacen esos miserables? Se me hiela la sangre de horror.

IV. Los horrores de las cárceles chinas

Fedoro, a pesar de sentir una sensación no menos terrorífica, pero empujado por una viva curiosidad, se había aproximado al agujero, que debido a encontrarse a un metro y medio del suelo, permitía ver el exterior con facilidad.

No daba realmente a un patio, sino a un cobertizo, cuyo suelo estaba formado por un entablado lleno de agujeros.

Cinco o seis seres humanos, que parecían agonizar, con los ojos desorbitados y pálidos como si toda la sangre hubiese salido de sus cuerpos, se retorcían desesperadamente, profiriendo lúgubres lamentos.

Sólo se veían sus troncos, porque tenían las piernas escondidas hasta los muslos en los agujeros de las tablas.

Unos esbirros semidesnudos se esforzaban en hacer tragar a sus víctimas un poco de arroz y algún trago de cham-chú, una especie de aguardiente extraído del mijo.

—¡Ah! Infames —exclamó Fedoro, estremeciéndose—. ¡Qué tortura tan espantosa!… ¡Matad a estos desgraciados en lugar de martirizarlos así!

—¿Qué es lo que hacen estos monstruos? —preguntó Rokoff, señalando a los verdugos.

Intentan prolongar la agonía de sus víctimas.

—¿Y cuál es el espantoso suplicio que sufren estos desgraciados? ¿Les estrujan las piernas?

—Peor aún, Rokoff. Había oído hablar de esta atroz tortura, sin poder creerlo.

—Cuéntamelo, Fedoro, soy un hombre de guerra.

—Bajo este suelo de madera hay una fosa…

—¿Y qué más?

Está llena de ratones, gusanos, insectos de todo tipo.

—Ya entiendo —exclamó Rokoff horrorizado—. Todos estos animales devoran lentamente las piernas de estos desgraciados.

—Sí, amigo mío.

—¡Canallas! No podían inventar un suplicio más atroz.

Y pensar que nosotros no podemos hacer nada… Si estuviera en libertad arremetería contra estos verdugos. Estos chinos tienen corazón de fiera. ¡Vámonos, Fedoro! ¡Estos lamentos me destrozan el alma!

—¿A dónde podemos ir? Me gustaría mucho poderme marchar; sin embargo, ya ves: la puerta está cerrada y es muy sólida.

—Te digo que no quiero permanecer más tiempo aquí, aunque tenga que destrozarme los huesos contra estas paredes.

El valiente cosaco se precipitó como una catapulta sobre la puerta, sin esperar ninguna respuesta de su amigo, hasta hacerla vacilar.

—¡La sacaremos de quicio! —gritó—. Y entonces, pobre del que quiera cerrarme el paso.

Estaba a punto de abalanzarse de nuevo sobre ella, cuando los dos batientes se abrieron violentamente, dando paso al magistrado, seguido de cuatro soldados armados con fusiles, que llevaban las bayonetas caladas.

Fedoro no tuvo apenas tiempo de ponerse delante de su amigo, quien, en un acceso de rabia, quería lanzarse sobre todos los intrusos en una lucha desesperada.

—No, Rokoff —dijo—. Estarían demasiado contentos si pudieran matarnos.

—¿Qué hacéis? —preguntó el magistrado—. ¿Otra rebelión? Estos europeos empiezan a ser demasiado molestos.

—Sáquenos de aquí —dijo Fedoro—. No somos chinos, para asistir a vuestras barbaries. En el cobertizo de aquí al lado atormentáis y matáis a gente.

—Sí, son rebeldes que han conspirado contra el imperio —respondió el juez—. Por otra parte, se trata de cosas que no os conciernen.

—No podemos resistir estas infamias.

El juez alzó la cabeza y dijo:

—Os esperan.

—¿Quién? ¿Algún miembro de la Embajada? —inquirió Fedoro en un momento de esperanza.

—No somos tan estúpidos como para avisar a vuestro embajador. Os espera el Tribunal para juzgaros. Tenemos prisa por vengar a Sing-Sing.

—Y por matarnos, ¿verdad? —preguntó Fedoro con desdén.

—Si sois culpables, sí.

—Tú sabes mejor que nosotros que no hemos cometido ese horrible delito.

—Esto lo dirá el Tribunal. Venid sin oponer resistencia porque los soldados han recibido la orden de disparar centra vosotros.

—Vamos —dijo Fedoro a Rokoff, tras haberle traducido cuanto había dicho el juez—. Veremos si el tribunal se atreva a condenar a unos europeos sin la intervención de la Embajada rusa.

Considerando inútil toda protesta y demasiado peligrosa una nueva oposición, siguieron al juez, atravesaron varios atrios casi oscuros en los que sólo se veían jaulas destinadas a los prisioneros más peligrosos y entraron en una sala, cuadrada y baja, amueblada con una sucia mesa sobre la cual se veía un tapete más sucio aún.

Dos jueces, pertenecientes sin duda alguna a la alta magistratura llevaban sobre sus gorros cónicos de fieltro el botón de coral con la hebilla de oro que es la insignia de los mandarines de segunda clase, estaban sentados junto a la mesa.

Se trataba de dos gruesos chinos, de rostro color limón, con grandes gafas de cuarzo, vestidos de seda con enormes llores amarillas, rojas y azules.

A su lado, un canciller delgado y demacrado estaba eligiendo un bastoncillo de tinta china y preparando los pinceles, ya que los chinos no conocen aún la pluma o, por lo menos, la consideran poco útil para su difícil caligrafía.

En una esquina podían verse dos individuos de aspecto siniestro que llevaban en la cintura unos enormes cuchillos que ponían la piel de gallina. Eran dos ejecutores de la justicia, dispuesto a hacer sufrir a los condenados, los más atroces tormentos, incluso el espantoso ling-chi o corte en diez mil pedazos, reservado a los traidores y a los más peligrosos delincuentes.

Al verlos, Fedoro se sintió recorrer por un escalofrío. Ambos mandarines susurraron algunas palabras mientras echaban una mala mirada a los europeos. Luego, el más anciano se volvió hacia Fedoro y le preguntó:

—¿Comprende usted la lengua china?

—Sí, pero mi compañero sólo habla ruso, por lo tanto exijo que venga un intérprete de la Embajada rusa.

—Traducirá usted. No queremos extranjeros aquí aparte de los culpables.

—Nosotros no somos súbditos chinos, así que ustedes no tienen derecho a juzgarnos sin la presencia de un representante de nuestro país.

—¿Para hacer intervenir al embajador y que se os lleve de nuestras manos? Conocemos muy bien estos trucos.

—¡Protesto!

—Más tarde tendrás tiempo para ello —dijo el mandarín—. Estáis acusados de haber asesinado a Sing-Sing, un fiel súbdito del Imperio.

—¿Quién lo afirma?

—La servidumbre de Sing-Sing ha declarado en contra vuestra.

—Son unos miserables, afiliados a la sociedad secreta «Campana de plata»; nos acusan a nosotros para salvar a los verdaderos asesinos.

—Ya veremos. ¿De dónde venís vosotros?

—Mi amigo Rokoff, oficial del ejército ruso y yo desembarcamos hace siete días en Taku para venir a comprar quinientas toneladas de té.

—¿Es usted comerciante de té?

—Sí, y mi casa se encuentra en Odesa.

—¿Ha venido otras veces a China?

—Vengo cada año.

—¿Conocía a Sing-Sing?

—Desde hace mucho tiempo y era amigo suyo. ¿Qué interés podía tener en asesinarlo?

—El odio que todos los europeos sienten por nosotros y…

—¡Miente usted!

—Y luego el de robarle, porque su caja fuerte se ha hallado vacía.

—¿Y dónde cree que hemos puesto el dinero?

—¿Quién me asegura que no habéis tenido cómplices? —preguntó el mandarín—. El mayordomo de Sing-Sing ha afirmado haber visto a personas sospechosas que se paseaban en tomo al palacio, incluso cuando se apagaron todas las linternas.

—¡Entonces es él el culpable! ¡Es él el ladrón! ¡Es él quién protege a los afiliados de la «Campana de plata»!

—El mayordomo era muy fiel a su amo; toda la servidumbre lo ha confirmado.

—¿Así pues está usted convencido de que Sing-Sing ha nido asesinado por nosotros?

El mandarín alzó los brazos y volvió a dejarlos caer con un gesto de desaliento, más simulado que real.

Fedoro se sintió invadido por el furor.

—¡No nos mataréis, canallas! —gritó golpeando con furia ni puño sobre la mesa—. Somos inocentes y además europeos.

—Si sois inocentes, probadlo —contestó el mandarín con c tilma.

Empiecen arrestando al mayordomo y obligándolo a confesar la verdad. A ustedes no les faltan los medios para sacarle todo lo que sabe y que se niega a decir.

—No tenemos ningún motivo para traerlo aquí ni para someterlo a la tortura. No fue en su habitación en donde se encontró el puñal que sirvió a los asesinos para matar a Sing-Sing.

—¡Son ustedes unos bandidos…!

—¡No! Sólo jueces.

—¡Unos canallas, que por odio a nuestra raza queréis suprimirnos, pero las embajadas europeas no os permitirán llevar a cabo semejante infamia!

El mandarín alzó los hombros e hizo un gesto.

Antes de que Fedoro y Rokoff pudiesen sospechar lo que significaba, se sintieron que diez manos vigorosas los cogían por los hombros y por los brazos y que los echaban al mielo.

Un grupo de carceleros, todos ellos de gigantesca estatura, entró en la sala, y a la señal del mandarín se precipitó sobre ambos europeos, cogiéndolos por sorpresa.

Ni Fedoro ni Rokoff habían tenido tiempo de oponer la más pequeña resistencia, tan fulminante había sido aquel asalto.

Mientras los jueces se retiraban a deliberar sobre la pena que había que infligir a los culpables, los carceleros y los verdugos, ayudados por los soldados, arrancaban los vestidos a los rusos, obligándolos a vestir una tosca casaca de amplias mangas llamada keu-ku y un par de pantalones muy anchos que forman un doble pliegue en el vientre y que suelen emplear los barqueros y los campesinos.

Les quitaron luego las botas y las sustituyeron por los hatz, una especie de gruesos zapatos, de punta cuadrada y algo levantada, de suela de fieltro blanco; después, con unos navajazos, les cortaron el pelo, no dejando cubierta más que la parte de la nuca.

Era una transformación completa: los dos europeos se habían convertido en dos chinos de la más baja categoría.

Cuando los verdugos hubieron terminado, levantaron violentamente a Fedoro y a Rokoff y los metieron a la fuerza dentro de una jaula de bambú, de una solidez a toda prueba y tan estrecha que casi no cabían en ella.

Cuando Rokoff se sintió libre, soltó un verdadero rugido. Se agarró a los barrotes y los sacudió con furor, mientras de sus labios surgían feroces chillidos.

—¡Bandidos! ¡Canallas! ¡Os arrancaré el corazón! ¡Somos europeos! ¡Abrid u os mato a todos!

Pero todos sus esfuerzos eran en vano. Los bambúes ni siquiera se doblaban, a pesar de que la fuerza del oficial era extraordinaria.

Fedoro, en cambio, atontado por el último golpe que había recibido, se había dejado caer al fondo de la jaula y echaba a su alrededor miradas aleladas.

Mientras, el carcelero había regresado llevando en las manos un cartel en el que se habían pintado unas letras rodeadas de jeroglíficos. Lo mostró a los prisioneros y lo colgó de la jaula.

Fedoro se volvió, horriblemente pálido y arremetió contra los barrotes como si quisiera arrancar de las manos del verdugo el cartel que anunciaba su pena:

—Condenados a muerte por asesinos.

Acto seguido, ocho hombres levantaron la jaula y entraron en una sala en la que se veían otras similares, cada una de las cuales, aún siendo más pequeñas, contenía también prisioneros. Los presos estaban tan encogidos en su interior que no podían hacer el más mínimo movimiento sin sufrir horribles lamentos.

—Fedoro —preguntó Rokoff—. ¿Es cierto que estamos perdidos?

—Si no interviene el embajador ruso, sí.

—¿Se atreverán a matarnos?

—Como si fuéramos chinos.

—¿Por qué nos han vestido así?

—Para que nadie sospeche que somos europeos.

—¿Cómo nos matarán?

—No lo sé… pero tengo tanto miedo que me siento enloquecer…

V. Los condenados

La Inquisición española tuvo, en los chinos, sus maestros. Este pueblo, que desde hace dos mil años no ha efectuado nunca un paso hacia la civilización, ha conservado hasta hoy sus suplicios.

Los actuales verdugos chinos martirizan a los desgraciados prisioneros del mismo modo como los torturaban hace veinte siglos.

Los magistrados chinos se decían: «Bribones los ha habido siempre y siempre los habrá. Entonces, ¿por qué cambiar de métodos?».

Sólo se ha abandonado una tortura: la terrible columna de fuego, inventada por el emperador Chean-Sin para agradar a la hermosa Fan-Ki, que deseaba ver contorsionarse sobre bronce ardiente, a los condenados a muerte. Se trataba de un instrumento espantoso, que consistía en una columna hueca de bronce, que se llenaba de carbón hasta volverse al rojo vivo. Exteriormente se la recubría con pez y resina, para que los condenados, a quienes se ataba con cadenas, de manera que abrazasen la columna, quedasen pegados a ella hasta ser consumidos por las llamas.

Para castigar a quienes han cometido pequeños delitos, se sirven del bastón. Cincuenta o cien garrotazos, suministrados con una rapidez tan prodigiosa, que el condenado corre el riesgo de morir sofocado, bastan para los pequeños castigos y a veces también para destrozar la espalda del desgraciado que los recibe y que no ha tenido la precaución de regalar algún tael a los verdugos.

Para los re incidentes existen las canguas, que son una especie de mesas de unos quince kilos, utilizadas para aprisionar el cuello y las manos de los prisioneros.

Aunque a primera vista parezca una pena muy tolerable, termina siendo extremadamente dolorosa, porque el pobre condenado no puede comer solo y a menudo corre el peligro de morir de hambre por descuido de los carceleros.

Pero esto no es todo. Después de un mes de permanecer en esta posición, los hombros se destrozan y se cubren de llagas, de manera que cuando la víctima ha cumplido su pena, ya no es más que un esqueleto.

Estas son las torturas más leves, que casi nunca matan. Existen también jaulas muy estrechas en donde el condenado se ve obligado a vivir replegado durante varios meses, golpeándose las carnes contra el bambú; también hay jaulas más vastas en las que se amontonan hasta quince condenados, a los que los carceleros dan raramente de comer y en donde reina la más repugnante suciedad.

Poseen los chinos, asimismo, jaulas llenas de clavos que portaran atrozmente piernas y manos de los delincuentes; cuchillos de múltiples dimensiones para destrozarles la piel y desgarrarla, sogas para estrangular, tenazas ardientes pura arrancar la piel; luego existe la pena del ling-chin, es decir del corte en diez mil pedazos.

La decapitación es una pena corriente, que se efectúa un público, bajo un cobertizo, mediante un largo sable. Es tal vez la pena más temida por los chinos, quienes no gustan de marcharse al otro mundo con la cabeza cortada.

¡Y qué cosa tan horrible son las cárceles! Los que trabajan en ellas no son carceleros, sino feroces verdugos, que clavan las manos de los prisioneros en la pared cuando no tienen cadenas, golpean sin piedad a los que están encerrados en las jaulas, para hacerlos callar cuando los desgraciados ya no pueden soportar su atroz sufrimiento, prefieren apoderarse de los víveres que el gobierno asigna a las administraciones de las cárceles, en lugar de darlos a los presos y cuando alguien muere, lo dejan podrir en su jaula, en espera de que los ratones se ocupen de su cuerpo, en lugar de efectuar ellos un trabajo desagradable…

Fedoro y Rokoff habían permanecido atontados frente a la atroz escena que se desarrollaba ante sus ojos.

En torno a todas aquellas jaulas, esbirros armados de bastones y de hierros al rojo vivo, golpeaban sin cesar a los desgraciados que estaban encerrados en ellas o quemaban sus miembros anquilosados, provocando unos chillidos escalofriantes.

Eran, al menos, una docena los que con sangre fría repugnante, se encarnizaban contra una treintena de prisioneros, inmovilizados tras los barrotes de bambú, de una delgadez espantosa, llenos de sangre y con las ropas hechas harapos y los ojos dilatados por el terror.

—¡Este es un lugar infernal! —exclamó finalmente Rokoff—. ¿Osarán torturamos también a nosotros de esta manera? ¿Tú qué crees, Fedoro?

—No…, no es posible —murmuró el comerciante de té, cuyo aspecto parecía el de un loco—. No…, una infamia así contra nosotros…

—¿Qué podemos hacer, Fedoro? ¿Vamos a dejar que estos canallas nos torturen y nos asesinen? ¡Somos inocentes!

—No sé qué contestarte, amigo mío.

—Lo que nos sucede es espantoso. ¡Debe de ser un sueño! —gritó Rokoff.

—Pero es la pura realidad, amigo.

—¿No intentaremos hacer nada?

—Sólo podemos resignamos.

—¡Esto sí que no! ¡Voy a destruir esta jaula y mataré a todo el mundo!

—No conseguirás romper los barrotes —dijo Fedoro.

—¿Eso crees? ¡Mira!

El cosaco, a quien el terror centuplicaba las fuerzas, agarró dos barrotes y los sacudió con tanta rabia que los hizo doblar y quebrar.

Un carcelero que estaba quemando los muslos de un desgraciado prisionero con una barra de hierro, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y se precipitó hacia los rusos, gritando amenazadoramente.

—¡Tócame si te atreves! —gritó Rokoff, tendiendo las manos por entre los barrotes.

A pesar de que el carcelero no había entendido las palabras del cosaco, al ver su ademán se detuvo en seco.

—¡Somos europeos! —gritó Fedoro—. ¡Tened cuidado porque las Embajadas se vengarán y os matarán a todos!

Esta amenaza, más aún que los gestos del ruso, hizo que el carcelero diera un paso atrás.

—¡Europeos! —exclamó.

Luego, pasado el primer instante de sorpresa e incluso de terror, volvió a levantar la antorcha ardiente y amenazó a los dos prisioneros con servirse de ella para calmarlos.

—¡Retira la antorcha! —exclamó Rokoff, sacudiendo los barrotes con una fuerza mayor aún—. ¡Abajo o te degüello como a un perro!

—No me das miedo —respondió el verdugo—. Ahora verás.

Estaba a punto de precipitarse sobre el cosaco, cuando la puerta se abrió dejando pasar al magistrado que había avistado a los dos europeos en casa de Sing-Sing. Cuando Ante vio que el carcelero se acercaba a la jaula, lo detuvo con un grito.

—¡No —dijo—, éstos no te pertenecen! ¡Vete!

Al verlo, Fedoro se agarró también a los barrotes y le chilló:

—¡Canalla, ponnos en seguida en libertad! ¡Tú sabes que nos han condenado siendo inocentes y que los asesinos son Ion componentes de la «Campana de plata»!

—El momento de la liberación se acerca —respondió el magistrado—. Tened paciencia hasta mañana.

—¡En este caso, sacadnos de esta jaula!

—De momento, aún no puede ser.

—No podemos resistir ver estas escenas atroces.

—¿Os interesan estos bandidos? —preguntó el magistrado.

—No tenemos la costumbre de asistir a torturas como estas.

—Mandaré salir a los carceleros.

—Dad también de comer a estos miserables que mueren da hambre. Vuestra justicia os deshonra.

—Tendrán comida —respondió el magistrado—. Nuestros presos están algo olvidados, es cierto.

Con un gesto que no admitía réplica, hizo salir a todo el mundo; luego, dirigiéndose a los europeos, dijo:

—¿No vais a hacer nada para informar a vuestra Embalada hasta mañana por la mañana? Sólo os prometo dejaros tranquilos si estáis de acuerdo con esta condición.

—Os damos nuestra palabra —contestó Fedoro.

—Mandaré que os sirvan en seguida la comida.

—¡Pero si casi no podemos movernos!

—Os he dicho que de momento no puedo poneros en libertad porque la gracia del emperador todavía no os ha sido acordada. Tranquilizaros y tened confianza en la justicia china.

—¿Qué te ha dicho este miserable? —interrogó Rokoff cuando el magistrado hubo salido.

—Que mañana estaremos libres —respondió Fedoro radiante—. Han tenido miedo de que hiciésemos una denuncia a la Embajada. Sólo deben haber querido asustarnos, creyendo que terminaríamos por confesar un delito que no habíamos cometido.

—Te aseguro que no me marcharé de Pekín sin haber estrangulado a alguien. ¡Qué me pillen después si pueden!

—¿A quién?

—Al farsante del mayordomo.

—Prometo ayudarte. Él ha sido el único causante de nuestras desgracias. Debe de haber protegido a los miembros de la «Campana de plata», metido el puñal en nuestra habitación y saqueado la casa de su señor.

—Lo martirizaremos de manera que muera poco a poco.

De pronto entraron unos carceleros llevando cuencos con arroz, queso con judías, guisantes mezclados con harina, yeso y jugos de diferentes semillas, que saben a estuco pero que son muy apreciados en China. Llevaban también pien-hoa o raíces comestibles, cacahuetes y kau-ban, que son unas aceitunas saladas y secas.

Dejaron los platos en la jaula de los europeos y luego se retiraron precipitadamente por miedo a ser cogidos por las poderosas manos del oficial de los cosacos.

Mientras, otros hombres habían llevado unas terrinas llenas de una pasta negruzca, que exhalaba un olor nauseabundo, formada por misteriosos alimentos, a los desgraciados de las demás jaulas que estaban medio muertos de hambre.

Fedoro y Rokoff, que desde la noche anterior no habían probado bocado, vaciaron los platos a pesar de no poder casi moverse, pero dejando de lado los cacahuetes que, por ser demasiado rancios, sólo eran aceptables para los paladares chinos.

Cuando hubieron terminado de comer, el magistrado, que había regresado a su lado, se sentó cerca de la jaula y les ofreció muy amablemente algunas tazas de té y cigarros europeos; luego entabló con ellos una amena conversación.

Ya no era el agrio magistrado que los había tratado de asesinos e incluso amenazado con hacerlos fusilar. Era un verdadero chino de las castas elevadas, ceremonioso en extremo, amabilísimo, que discutía con competencia incluso de asuntos europeos. Permaneció con ellos hasta que se encendieron las linternas, luego se despidió deseándoles buenas noches y prometiéndoles que al día siguiente les sería devuelta la libertad.

—Fedoro, ¿entiendes algo de estos chinos? —preguntó Rokoff cuando estuvieron solos—. Yo no, te lo aseguro. Hace poco parecía que quisiera sometemos a tortura; ahora nos colma de atenciones.

—Pero sin dejamos en libertad —respondió el ruso, que parecía un tanto preocupado.

—Pareces dudar de la autenticidad de la promesa que nos ha hecho.

—No, pero quisiera estar lejos de aquí.

—Nos iremos mañana a toda prisa. Compraremos el té en Cantón o en Nankín o en cualquier otro lugar. De todas numeras no permaneceremos aquí ni una hora más de lo necesario.

—¿De lo necesario para qué?

—Para estrangular al mayordomo. ¡Por las estepas del Don! Aquel bribón no verá ponerse el sol mañana, palabra de Rokoff.

Fedoro no contestó y se acomodó lo mejor que pudo para dormir. El propósito no era disparatado, ya que los demás presos, después de haber tomado la sopa que les habían iludo, habían dejado de chillar.

Rokoff, al ver que su compañero cerraba los ojos, se echó todo lo que le permitía el espacio disponible e intentó imitarle, soñando que ya tenía el cuello del mayordomo entre sus manos. Al día siguiente, cuando abrieron los ojos, despertados por los gritos de hambre de los presos, a los que la sopa del día anterior no había saciado, Rokoff y Fedoro vieron su jaula rodeada por ocho robustos faquines.

Dos largas barras habían sido pasadas entre las cañas que formaban la parte superior de la pequeña prisión y estaban aseguradas con cuerdas.

—Al parecer se disponen a sacarnos de aquí —dijo Rokoff—. ¿Nos llevarán a la embajada dentro de esta jaula? ¡Habrían podido llevamos en una silla de mano! No me hubiera importado tener que pagar el alquiler.

Fedoro no respondió. Miró con viva inquietud a los mozos preguntándose dónde los llevarían.

Buscó con la mirada al magistrado, pero éste aún no había legado. En cambio estaban allí doce soldados, armados con fusiles y guiados por un oficial que sostenía una larguísima espada.

—Fedoro —insistió Rokoff—, ¿dónde nos llevan? Pregúntale a aquel comandante porqué no nos ponen en libertad tal como nos habían prometido ayer. Tampoco tú me pareces muy tranquilo.

—Es cierto, Rokoff; estoy preocupado por la ausencia del magistrado.

—Habrá fumado demasiado opio y llegará más tarde.

En aquel momento el oficial se acercó a los mozos diciendo:

—En marcha.

—¿A dónde vamos? —preguntó Fedoro, mientras levantaban la jaula.

El comandante del pelotón miró al ruso con estupor, arqueando las cejas. Tal vez estaba sorprendido de ser interpelado por un preso.

—Le he preguntado dónde nos lleva —replicó Fedoro—. Se nos había prometido devolvemos la libertad esta mañana.

—¡Ah! —hizo el oficial.

Luego, volviéndose bruscamente de espaldas, dijo:

—¡Vamos! Daros prisa.

Cuatro mozos colocaron las barras sobre los hombros y sacaron la jaula, seguidos por otros cuatro hombres que debían relevarlos más tarde y por el pelotón de soldados.

El oficial andaba delante, con la espada desenfundada.

—¿Comprendes algo? —preguntó Rokoff a su compañero.

—No puedo explicarme el motivo por el que han tomado tantas precauciones para dos hombres a los que han de dejar en libertad —repuso el ruso, cuya inquietud no hacía más que aumentar—. Veremos cómo termina esta aventura.

Un carro macizo, tirado por dos caballos y escoltado por doce jinetes manchúes, les esperaban fuera de la cárcel.

Cargaron la jaula, la aseguraron sólidamente y los caballos partieron al galope, escoltados por los jinetes.

Estos chinos van a destrozarnos —dijo Rokoff, que se agarraba fuertemente a los barrotes para resistir a los choques y al traqueteo que sufría el carro—. ¡Eh! ¡Cochero del demonio! ¡Disminuye un poco la velocidad! ¡No somos de goma! ¡Ya basta, estúpido!

Todas estas palabras eran en vano. Los caballos, pequeños, vivaces y sin embargo vigorosos, como todos los del Imperio, galopaban desenfrenadamente, imprimiendo al carro unas sacudidas muy considerables debido al mal estado de las carreteras, casi todas ellas hundidas y llenas de profundísimos socavones.

Escoltados por los manchúes, los prisioneros atravesaron los barrios menos poblados de la capital, que a una hora Un temprana estaban aún casi desiertos y salieron por la puerta de Shauomen, pasando bajo una maciza torre cuadrada.

—¿Dónde nos llevan, Fedoro? —preguntó Rokoff por milésima vez, al ver que el carro salía de la ciudad.

También a mí me gustaría saberlo.

—Por lo menos a la Embajada, seguro que no.

—Estamos dejando atrás la ciudad.

—¿En qué dirección nos dirigimos?

—Creo que hacia el Pei-Ho. ¡Ah, se me ocurre una idea!

—¿Cuál, Fedoro?

—Tal vez quieran embarcarnos en un junco para evitar que vayamos a protestar a la Embajada rusa.

—¿Nos echan del Imperio?

—Me parece que sí, Rokoff.

—No me sabe mal marcharme, en cambio me fastidia tener que hacerlo sin haber podido destrozar los huesos de aquel perro de mayordomo. Pero aún no hemos llegado al mar.

Mientras, el carro continuaba su marcha endiablada siguiendo los muros de la capital, muy sólidos a pesar de sus muchos siglos de existencia, de nueve metros de altura, un espesor de cinco, enlosadas de mármol, con bastiones, torres, fosos y profusión de artillería.

De vez en cuando pasaban por aldeas muy populosas, rodeadas de hortalizas, en las que despertaban la curiosidad de los transeúntes, pero quedaban rápidamente atrás, porque los caballos seguían al galope.

Cuando hubieron atravesado un puente de piedra el fangoso canal que llaman pomposamente «río» y que sólo sirve para alimentar los estanques y los pequeños lagos de los jardines del palacio imperial, el carro se dirigió hacia el nordeste.

—Me parece que nos llevan a Tong —dijo Fedoro.

—¿Qué es?

—Un pueblecito a orillas del Pei-Ho.

—Entonces debes de tener razón en lo que has dicho. Van a hacernos embarcar.

—Esta sigue siendo mi opinión, Rokoff.

—¡Pues que se den prisa! Tengo todos los miembros rotos y si esta carrera dura aún vanas horas, no podré dar un paso. ¿Siempre transportan así a sus presos, estos canallas?

—Sí, Rokoff.

—Resumiendo: tratan a sus prisioneros como pollos.

—Ni más ni menos —respondió Fedoro.

—¡Bonito sistema para romperles las piernas!

—Pero que tiene la ventaja de hacer imposible toda evasión.

—¡En qué estado deben llegar los condenados que mandan desde países lejanos…!

—¡Desde centenares de millas de distancia! —replicó Fedoro.

—¡Al infierno los chinos!

—Estoy viendo casas a lo lejos.

—¿Crees que es ya el pueblo?

—Sí, Rokoff; el Pei-Ho debe pasar detrás de él, porque veo plantas de gran tamaño. Nuestra detención toca a su fin.

Los caballos aceleraban el paso, atravesando la llanura un tanto árida que se extiende en torno a la inmensa capital.

Los manchúes se habían dividido en dos pelotones: uno iba delante del carro y el otro detrás.

Como si temieran alguna sorpresa, habían levantado las carabinas que hasta entonces habían mantenido en las fundas que colgaban de las sillas, y desenvainado las espadas.

A lo lejos se oía un fragor confuso que parecía aumentar a nula instante. Eran agudos chillidos, toques de tam-tam y zumbidos de conchas marinas.

Parecía como si una enorme muchedumbre rodeara el pueblo.

—¿Nos estarán esperando? —preguntó Rokoff.

—No sé —respondió Fedoro, palideciendo.

Se puso de rodillas y miró a lo lejos.

A la entrada del pueblo había una gran muchedumbre que se amontonaba en un llano arenoso, agitándose desordenadamente y gritando a pleno pulmón. Parecía como si sucediese algún acontecimiento extraordinario.

Cuando el carro llegó al margen de la llanura, la muchedumbre se separó de repente para dejarlo pasar, mientras de veinte mil gargantas salía el terrible grito que sonó en los oídos de los europeos como un himno fúnebre:

—¡Fan-kwei-weilo! ¡Weilo!

Fedoro lanzó un grito de horror.

En medio de aquel mar de cabezas peladas, había visto un tablado y encima de él, tieso como una estatua de bronce amarillo, un hombre de estatura gigantesca, que se apoyaba en una enorme espada.

¡Era un verdugo en espera de sus víctimas!

VI. Los hijos del aire

La venda había caído de los ojos de los dos europeos: la falsedad y la astucia de la raza mongol habían vencido de nuevo.

Las promesas y la amabilidad del magistrado, sólo habían tenido un objetivo: adormecer a los europeos en una falsa esperanza de libertad.

Condenados a muerte por los mandarines, para evitar que pudieran informar de una manera u otra a la Embajada, el miserable magistrado los había engañado, a fin de que la justicia pudiese seguir su curso sin sorpresas desagradables.

Para mayor precaución, los había sacado de la capital para impedir que pudiera intervenir algún europeo.

Si una ejecución de este tipo podía despertar sospechas en Pekín, en Tong, no hallaría obstáculo alguno.

El golpe, hábilmente preparado, había resultado plenamente satisfactorio y dentro de varios minutos, las cabezas del cosaco y del ruso iban a caer, igual que las de tantos otros vulgares delincuentes, bajo un golpe de espada y serían expuestas después, en alguna plaza pública.

Rokoff, comprendiendo que su existencia tocaba a su fin, fue presa de un acceso tal de furor, que podía temerse por la integridad de la jaula. El cosaco, que se sabía inocente, , no quería morir sin luchar ni sin vengarse.

Con un esfuerzo supremo consiguió romper un bambú de la jaula y, pasando el brazo por entre los barrotes, empezó a golpear las peladas cabezas que se apretujaban alrededor del carro.

Eran unos golpes tremendos, que hacían resonar los cráneos como si se tratase de un tam-tam y que arrancaban gritos de dolor a sus dueños. Por suerte, la escolta, ocupada en abrirse paso entre la gente, no tenía tiempo de impedirle aquella maniobra peligrosa.

—¡Perros asquerosos! —gritaba el cosaco, sacudiendo la jaula y hundiendo los bambúes en los ojos de los chinos más cercanos—. ¡Tomad! ¡Para ti, cabeza pelada! ¡Ya no necesitarás gafas! ¡Queréis asesinamos! ¡Por las estepas del Don! Aún no estamos muertos.

También Fedoro estaba furioso y empezó a actuar.

No tardó en conseguir agarrar un par de coletas y a golpear la cara de un gran mongol, tirándole encima un zapato.

Sin embargo, el carro seguía a toda velocidad hacia el tablado, chocando contra el gentío y derribando a los más cercanos al vehículo. El conductor, temiendo que los dos prisioneros no llegasen vivos hasta el tablado, ya que la exasperación del pueblo era muy grande, no dudaba en arrollar a hombres y niños.

Tampoco los jinetes manchúes tenían cuidado en no herir al público. Juraban como turcos, encabritaban los caballos y amenazaban con servirse de sus armas.

Con todo esto, necesitaron más de veinte minutos para que el carro pudiese llegar al tablado, el cual estaba resguardado por una doble hilera de soldados de infantería. En un abrir y cerrar de ojos, la jaula fue levantada y veinte brazos la alzaron hasta la plataforma, donde el verdugo, impasible como siempre, esperaba el momento de poderse servir de su espada.

Levantaron en seguida la cubierta y, a pesar de su furiosa resistencia, ambos europeos fueron sacados de la jaula entre los gritos de júbilo del gentío.

Mientras unos soldados mantenían quietos a Rokoff y Fedoro, cogiéndolos brutalmente por la garganta, otros les ataban las manos en la espalda y las piernas.

Sin embarco el cosaco había tenido tiempo de morder cruelmente el brazo de uno de los verdugos, arrancándole al mismo tiempo un pedazo de carne y de tela.

—¡Asesinos, miserables! —vociferaba—. ¡Somos inocentes! ¡Salvajes! ¡Rusia nos vengará!

Los empujaron en medio del tablado y después de haberlos obligado a arrodillarse, los dejaron solos con el verdugo, al cual estaba probando el filo de la cimitarra.

—Fedoro…, estamos listos —dijo Rokoff—. Dentro de pocos segundos nos volveremos a ver en el cielo. Demostremos a estos miserables que los europeos no tenemos miedo de morir.

—¡Adiós, Rokoff! —dijo el njso con voz conmovida—. Perdóname por haberte metido en esta aventura.

—Cállate…, no digas eso…, la culpa la tienen estos canallas… ¡Oye, verdugo! Cumple con tu deber y…

Su voz fue ahogada por un enorme aullido que esta vez ya no era de alegría. Parecía como si un terror inexpresable se hubiera apoderado de la muchedumbre que se amontonaba en tomo al palco.

El verdugo había bajado la cimitarra, espantado.

Todo el mundo miraba al cielo, agitando locamente los brazos, con los ojos llenos de terror, sin ser casi capaces de gritar. ¿Qué sucedía allá arriba, en el cielo?

Fedoro y Rokoff, sorprendidos por aquel inesperado silencio y por la actitud temerosa de la gente, levantaron también la cabeza.

De sus gargantas salió un grito.

Un pájaro de dimensiones gigantescas, de una forma muy extraña, que brillaba bajo los rayos del sol como si sus plumas estuviesen cubiertas de polvo de plata, descendía sobre el tablado a la velocidad del rayo.

¿Qué era? ¿Un águila de algún tipo ignorado o un monstruo venido de algún astro?

Al verlo agrandarse y precipitarse sobre la plaza, los chinos, locos de terror, habían emprendido el regreso hacia Tong, chillando de manera espantosa, empujándose, echándose al suelo y pisoteándose los unos a los otros.

También los soldados, tras un breve momento de duda, se habían escondido detrás de unos matorrales, dejando caer en su huida, los fusiles para poder correr más deprisa y el verdugo los seguía, saltando como un antílope.

—¡Fedoro!

—¡Rokoff!

—¡Es un monstruo!

—No…, no es posible.

—¡Un dragón!

—¡Veo a unos hombres…!

—¡Estamos salvados! ¡Es una máquina voladora…! ¡Un globo! ¿Oyes?

Una voz que bajaba del cielo, una voz enérgica, imperiosa, gritó, primero en francés y luego en inglés:

—No tengáis miedo…, venimos a salvaros…, romped las ataduras… ¡De prisa! ¡Échala!

Una escalera de seda cayó, se desenrolló rápidamente y tocó uno de los extremos del tablado.

Un hombre, vestido de franela blanca, bajó velozmente, precipitándose sobre los dos europeos, que habían permanecido inmóviles, como si la sorpresa los hubiera paralizado. Con unos navajazos les cortó las ligaduras y luego, alzándolos, dijo en francés:

—¡De prisa! ¡Subid! ¡Los chinos van a regresar!

Rokoff no tuvo ni siquiera tiempo de murmurar una palabra de agradecimiento.

Se precipitó hacia la escalera, cruzó un parapeto y cayó un los brazos de otro hombre. Oyó confusamente un silbido agudo que parecía el de una máquina a vapor, luego unos chillidos lejanos y por fin vio batir dos inmensas alas y el tablado, la plaza y la muchedumbre desaparecieron en la lejanía.

Cuando Rokoff volvió en sí, se encontró echado sobre un blando colchón, al lado de Fedoro, bajo un toldo que les protegía del sol.

Un profundo silencio reinaba a su alrededor. Los gritos del gentío y los disparos de fusil habían cesado. Sólo notaban unas ligeras sacudidas y una fuerte corriente de aire que les procuraban un dulce bienestar.

Durante un rato tuvo la sensación de haber sido decapitado realmente por el gigantesco verdugo, y de viajar en otro mundo. De ser cierto, la muerte no era tan desagrada ble como se creía. Se llevó la mano a la cabeza y con gran sorpresa constató que aún estaba en su sitio.

—¿Acaso me han fusilado? —se preguntó.

Se levantó de golpe mirándose los vestidos y no vio ninguna mancha de sangre. Tampoco Fedoro tenía manchada su casaca.

—¿Acaso he soñado? —se preguntó.

Un largo silbido, que parecía provenir de alguna máquina, lo hizo estremecer.

Ante él se perfilaba una sombra humana. La miró con miedo.

No era una sombra, sino un hombre, un hombre muy hermoso, de gran estatura y de ademanes elegantes, de piel bronceada, ojos muy negros y llenos de brillo, una barba también muy negra y sumamente cuidada.

Iba vestido de blanco, con una ancha banda roja que le ceñía la cintura y calzaba botas de piel negra.

El hombre también lo miraba sonriendo.

—¿Dónde estoy? —preguntó Rokoff.

—A bordo de mi «Gavilán» —respondió el desconocido en la misma lengua—. Está sorprendido, ¿verdad? No me extraña.

Luego, le preguntó extrañado:

—Usted no es chino y sin embargo va vestido como si lo fuera, ¿no es cierto?

En lugar de responder a esta pregunta, Rokoff inquirió:

—Dígame, señor: ¿estoy vivo o muerto?

—Me parece que está vivo —repuso el desconocido riendo—. Pero si hubiera llegado un segundo más tarde, no sé si su cabeza estaría aún sobre sus hombros.

El cosaco dio un grito, cuando recordó lo ocurrido.

Volvió a ver la plaza llena de gente vociferante, el tablado, el verdugo y el monstruo que bajaba a gran velocidad y que los raptaba entre los disparos de los soldados chinos. Tras algunos minutos de intensa meditación todas sus ideas se pusieron en orden.

Dio un paso adelante y cogió las manos del desconocido, diciéndole con voz conmovida:

—Me ha salvado…, gracias, señor…, le debo la vida…

—¡Bah! Otro en mi lugar hubiera hecho lo mismo. ¿Son ustedes rusos?

—Sí, señor. ¿Y usted?

El comandante del «Gavilán» lo miró sin contestar. Una profunda arruga se dibujó en su frente, mientras por sus ojos pasaba un relámpago de luz.

—Les había tomado por chinos —dijo después con voz queda y mesurada—. A pesar de todo, estoy contento de haber arrancado a dos europeos de la muerte, aunque ignore el motivo por el cual fueron condenados.

—¡Oh! ¡Señor! ¡También usted duda de nuestra inocencia! —exclamó Rokoff—. ¿Cree usted que un honorable oficial de los cosacos del Don, que ha ganado dos medallas por su valor en Plevna y que es uno de los más ricos comerciantes en té de la Rusia meridional han podido asesinar a un chino para robarle sus riquezas?

—No sé a qué delito se refiere —exclamó el desconocido, con un tono de voz menos duro—, y no dudo en absoluto de quienes sean ustedes dos caballeros.

—Somos dos víctimas del odio secular de los chinos por los hombres de raza blanca.

—No voy a poner en duda lo que me dice y, para probárselo, aquí tiene mi mano, señor…

—Dimitri Rokoff… del 12° Regimiento de los cosacos del Don.

Se estrecharon la mano y el comandante del «Gavilán» dijo:

—Venga, le voy a enseñar mi máquina.

—¿Y mi amigo?

—Déjelo descansar. La emoción de lo ocurrido ha debido Anonadarlo. ¿Él es el comerciante de té?

—Sí, señor…

—Llámeme simplemente «capitán».

—Capitán ruso, porque habla nuestro idioma como si hubiera nacido a orillas del Neva o del Volga.

Una sonrisa se dibujó en los finos labios del capitán.

—Hablo lo mismo el ruso que el francés, el italiano, el alemán, el inglés y el chino. Ya ve usted que mi nacionalidad es muy difícil de adivinar. ¿Pero, qué importa esto? Soy europeo como usted, y ello basta. Venga, Rokoff… ¿Sufre usted de vértigo?

—No, capitán.

—Mejor para usted: va a gozar de un espectáculo soberbio, porque en este momento estamos sobre Pekín. ¡Maquinista!

—Señor —respondió una voz.

—Disminuye un poco la marcha. Quiero gozar de este magnífico paisaje.

Estaban a punto de salir de aquella especie de cobertizo, cuando Rokoff oyó gritar a Fedoro:

—¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza!

El cosaco se precipitó hacia su amigo y reprimió a duras penas una carcajada.

—Aún la tienes en su sitio, Fedoro —exclamó—. Aquellos bribones no tuvieron tiempo de cortárnosla.

El ruso se había levantado y miraba sorprendido, ya a Fedoro, ya al comandante del «Gavilán».

—¡Rokoff! ¡Rokoff! —exclamó—. ¿Dónde estamos?

—Fuera del alcance de los chinos, amigo mío.

—¿Y este señor…? ¡Ah! ¡Ya recuerdo! ¡El pájaro monstruoso! ¡El rapto! ¡Nos ha salvado la vida!

—Yo sólo soy el capitán del «Gavilán» —repuso el comandante estrechándole la mano—. Señor, ya no tiene nada que temer, porque estamos lejos de Tong. Venga: le enseñaré mi maravillosa máquina voladora, o mejor, mi aeronave. ¡Maquinista! Prepáranos el desayuno.

VII. Una máquina maravillosa

«Mi maravillosa aeronave», había dicho el comandante. ¡Ah! Era maravillosa de verdad aquella máquina voladora, que había raptado a los dos europeos condenados a muerte, unte los ojos atónitos de los chinos. Rokoff y Fedoro, en cuanto hubieron salido de la tienda, se detuvieron, dando un grito de sorpresa y de admiración. ¡Qué espléndido artefacto había ideado aquel desconocido que se hacía llamar «capitán»! Era la solución al arduo problema de la navegación aérea, que turbaba la mente de los científicos desde hacía muchos años. Era un aparato de una perfección absoluta y sorprendente.

Al principio, Fedoro y Rokoff creyeron hallarse en un globo, dotado de algún tipo de motor, pero pronto se dieron cuenta de su error.

No era un aeróstato, era una verdadera máquina voladora, una especie de pájaro monstruoso, que surcaba los aires plácidamente con la facilidad y la seguridad de un cóndor de los Andes o de un águila.

No podía dársele verdaderamente el nombre de pájaro, a posar de que sus alas y su forma recordasen las de las aves. Consistía en un huso de unos diez metros de longitud, con una circunferencia de tres en la parte central, construida con metal plateado, seguramente aluminio, en el centro del cual se veía un motor que no debía funcionar ni con carbón, ni con petróleo, ni con ningún aceite ni sustancia mineral, porque no se veía humo ni se sentía ningún olor.

A cada lado, movidas por una máquina misteriosa, giraban unas enormes alas, parecidas a las de los murciélagos, de armadura de acero o aluminio, y membranas compuestas por una gruesa tela de seda u otro tejido parecido.

Debajo del huso, que servía de cubierta y de alojamiento, no extendían, a derecha e izquierda, tres planos horizontales, cada uno de ellos de unos diez metros, también con una armadura de hierro, recubiertos con tela. Cada uno distaba un metro de los inmediatos, estaban vacíos en el interior y debían servir de alerones y mantener el aparato en el aire.

Pero esto no era todo. En el extremo del huso, una hélice inmensa, que giraba vertiginosamente parecía que quisiese ayudar al movimiento de las alas, mientras que a popa se veían dos pequeñas alas que se utilizaban para dar la dirección deseada al aparato.

Fedoro y Rokoff permanecieron inmóviles, con la boca abierta, incapaces de expresar su admiración. El capitán, apoyado en la balaustrada que se hallaba a lo largo del huso metálico para impedir peligrosas caídas, los miraba sonriendo silenciosamente.

—¿Qué me dicen de este aparato aéreo? —preguntó finalmente al ruso y al cosaco.

—¡Es maravilloso!

—¡Sorprendente!

—¡Magnífico!

—Es una obra maestra —replicó el capitán—. He aquí, al fin, el problema de la navegación aérea resuelto.

—Pero…, señor… —dijo Fedoro.

—Sé lo que quiere preguntarme —dijo el capitán—. Más tarde les daré las explicaciones que desean, después del desayuno. Ahora, echen un vistazo a este soberbio panorama. Pekín se extiende ante nosotros y dentro de poco nos hallaremos sobre la ciudad imperial. Ahora volamos sobre el parque de los Mares del Sur. ¡Miren, señores, es algo realmente espléndido!

El «Gavilán», que avanzaba a velocidad moderada como era el deseo del comandante, volaba sobre el famoso Nanhaitze, uno de los más hermosos parques del mundo, que se extiende al sur de la capital china, de la cual lo separa una pequeña llanura pantanosa…

Es un inmenso jardín, tres veces mayor que Pekín, porque tiene una superficie de unos doscientos kilómetros cuadrados, con un extrarradio de sesenta y cinco, defendido por macizas murallas que se juntan con los baluartes erigidos en defensa de los alrededores de la capital.

Pueblos, cultivos, bosques, extrañas construcciones, campamentos de las colonias militares, desfilaban ante la mirada atónita de Rokoff y de Fedoro, mientras, más al norte, parecía como si la enorme masa de Pekín avanzase a gran velocidad, con sus torres, templos, murallas, millares y millares de cúpulas, sus tejados de porcelana azul, verde y amarillo de oro.

—¡Qué espectáculo! —exclamó Fedoro.

—¡Soberbio, magnífico! —repetía Rokoff, entusiasmado—. Ahora comprendo la pasión de los aeronautas. Son los únicos que pueden contemplar estas maravillas, porque nadie más dispone de esta movilidad. Mira la gran ciudad que parece precipitarse contra nosotros. ¿Quién ha admirado jamás Pekín a vista de pájaro?

—¡Y qué bien avanzamos, sin sacudidas, sin sobresaltos! Qué máquina tan perfecta, ¿verdad, Rokoff?

—Maravillosa, Fedoro.

—Nos acercamos a las primeras murallas.

—Esos de ahí abajo son los tejados amarillos de la ciudad Imperial.

—¡Admira este espectáculo, Rokoff!

—No tengo bastantes ojos para verlo todo. Quisiera tener una docena en lugar de dos.

El «Gavilán» atravesando el parque de los Mares del Sur, avanzaba sobre Pekín, manteniéndose a una altura de cuatrocientos metros.

La inmensa ciudad se abría bajo los ojos de los cuatro aeronautas.

La capital del más potente imperio del mundo, o al menos del más poblado, se encuentra sobre una amplia llanura, en parte arenosa, en parte fangosa, que ocupa una extensión inmensa, puesto que nuevos villorrios no cesan de agruparse en tomo a sus muros.

Como casi todas las ciudades mongoles, forma un cuadrado, más o menos perfecto, cuya superficie ha sido evaluada en seis mil hectáreas y se divide en dos ciudades muy distintas, cada una de las cuales lleva un nombre distinto: Nuich-Eng, es decir «ciudad de dentro de las murallas» o tártara, y Cheng-wai o de «fuera de las murallas».

Las dos están rodeadas de torres macizas, cuadradas, y de bastiones de unos quince o veinte metros de altura, pero que sin embargo no son capaces de resistir el ataque de la artillería moderna, a pesar de su aspecto robusto y sólido.

La ciudad que se halla al exterior de las murallas es la comercial, un caos de callejuelas oscuras y polvorientas, de casas de todo tipo y medida, de tiendas y barracas, en donde hormiguean millones de personas.

La ciudad tártara, en cambio, está destinada a la corte imperial y está mejor defendida, puesto que posee unas murallas más altas y macizas y las puertas son cuatro, dominadas por torreones de aspecto imponente.

Mientras que la Cheng-wai presenta signos evidentes de decadencia, la otra, en cambio, continúa siendo floreciente y maravillosa.

Sobre sus jardines encantados, en sus espléndidas galerías, en sus soberbios palacios, sobre sus tejados de porcelana amarilla, sobre sus cúpulas maravillosas, han pasado siglos y más siglos, pero parece como si no les hubieran afectado lo más mínimo, más bien, incluso, todo lo contrario.

El «Gavilán», tras haber sobrevolado la Cheng-wai, en donde se veía una enorme muchedumbre de chinos levantar la cabeza, sorprendidos por aquel inmenso pájaro que debían tomar por algún monstruoso dragón, se dirigía lentamente hacia la capital imperial, cuyos muros rojos resaltaban vivamente entre el verde de los jardines.

Sin embargo, antes de emprender el vuelo en dirección a los tejados amarillos, que brillaban bajo los rayos del sol, el «Gavilán» había llegado junto al templo del cielo, describiendo un giro, y permaneció sobre él durante algunos minutos.

Dicho templo, como el de la Agricultura, está defendido por una barrera de árboles, laureles y pinos y se levanta sobre una terraza de escaleras de mármol, dejando libres sus altos tejados y su glorieta de loza barnizada y de pilares azules, rojos, escarlatas y amarillos con hojas de oro.

—¡Admirable! ¡Soberbio! —exclamó Rokoff.

—¡Además es inmenso! —dijo Fedoro.

—Lo que surge de ahí abajo es aún más bello —dijo el capitán, que se había acercado a ellos.

—Es el templo de la Agricultura, ¿verdad, capitán?

—Sí, —respondió el aeronauta—. Mirad también el pequeño campo sagrado, a donde iban los Emperadores y Príncipes durante los trabajos de primavera, para guiar el arado de marfil y oro, invocando las bendiciones del cielo y de la tierra.

—¿Ya no se efectúa ahora esta ceremonia? —preguntó Rokoff.

—No, se abandonó tras la entrada de las tropas franco-inglesas en la capital, es decir, en 1860. ¡Mirad! El templo es soberbio, digno de este gran pueblo.

Con un rápido vuelo, el «Gavilán» había llegado hasta él, describiendo un gran círculo en tomo a la gigantesca construcción, que se erguía hacia el cielo con sus tres tejados sobrepuestos, cubiertos de tejas amarillas y azules.

Permaneció un instante casi inmóvil, para que los aeronautas pudieran contemplar mejor las escalinatas de mármol y los enmarañados pilares variopintos, cubiertos de esculturas; luego, se levantó unos doscientos metros y avanzó hacia la ciudad imperial, ahuyentando con su presencia a los guardias que vigilaban en los bastiones.

De las calles y plazas de la Cheng-wai se elevaba, de vez en cuando, un clamor ensordecedor mezclado con el estrépito de miles de gongs y de tam-tam, y se veía a la muchedumbre apresurarse hacia las murallas de la ciudad tártara.

—¿Temen acaso que vayamos a matar al emperador? —preguntó Rokoff.

—Volamos sobre la ciudad inviolable y tienen razón al inquietarse —repuso el capitán.

—¿Nos toman por un monstruo?

—Deben creer que el «Gavilán» es un dragón que ha bajado de la luna.

—¿No van a disparar? —interrogó Fedoro.

—No lo creo. Les tienen demasiado miedo a los dragones —dijo el capitán sonriendo—. Por otra parte, nos es fácil ponemos fuera de su alcance, ya que mi «Gavilán» puede alcanzar alturas increíbles, hasta donde no llegan ni siquiera los disparos de los cañones más potentes. Mientras se limiten a chillar y golpear sus tam-tam, dejémosles hacer. ¡Ahí están los palacios imperiales! ¿No les parecen magníficos?

La ciudad tártara o imperial está también dividida en dos ciudades muy distintas, de altísimas murallas, pintadas de rojo y defendidas por bastiones y torres.

En la primera viven los funcionarios y los soldados; en la segunda el emperador y los príncipes, chambelanes y otros personajes de la corte. Entre todos constituyen una población de una ciudad de tercer orden.

Tiene cuatro puertas que corresponden a los cuatro puntos cardinales y que nadie puede franquear sin un permiso especial. Se denomina ciudad amarilla, es decir santa.

Allí hay palacios grandiosos del más puro estilo chino, inmensas galerías sostenidas por columnas doradas, tejados en punta con tejas de porcelana, patios inmensos revestidos de mármol blanco y adornados con monstruosos dragones de bronce, jardines maravillosos, caminos sombreados, quioscos y pabellones que parecen de encaje, puentes, canales y pequeños lagos en donde navegan barquichuelas ricas en dorados.

En el centro surgen dos colinas, construidas por el hombre, desde cuyas cimas puede el emperador dominar la inmensa ciudad que lo rodea. La más alta, llamada Meician, o Montaña del Carbón, se asienta, según una leyenda popular, sobre colosales depósitos de carbón, acumulados en ocasión de un prolongado sitio.

También en torno a los palacios imperiales y sus jardines reina una gran confusión, suscitada por la inesperada aparición del monstruoso pájaro.

Guardias imperiales, armados con fusiles acuden desde todas partes gritando y haciendo sonar los cuernos de guerra y en las terrazas y en las galerías, se agrupan mujeres que manifiestan su espanto con gestos desesperados.

Quizá también el emperador se dignaría abandonar sus aposentos para ver aquel pájaro tan extraño, que se atrevía a volar sobre los tejados y los árboles de la ciudad inviolable.

—Capitán —exclamó de repente Rokoff, indicando un bastión en el que se habían agrupado varios soldados—. ¡Se disponen a disparar contra nosotros! Nos están apuntando con una pieza de artillería.

—Están a mil doscientos metros —respondió el aeronauta con voz tranquila—. No pueden alcanzamos, sin embargo tomemos nuestras precauciones. ¿Habéis contemplado ya la ciudad amarilla? Entonces podemos marchamos. ¡Eh, maquinista!

—¡Diga, señor!

—Subamos y aumentemos la velocidad.

—En seguida, capitán.

En aquel preciso instante se vio una nube de humo que salía de un bastión y en su centro una lengua de fuego. Acto seguido se oyó una detonación.

Un silbido agudo que aumentaba rápidamente de intensidad, llegó a los oídos de los aeronautas, pero no tardó en perderse en la lejanía.

—Demasiado bajo —dijo el capitán, sin perder ni una pizca de su calma—. Estaba seguro de que iban a fallar.

El «Gavilán» seguía subiendo al tiempo que batía sus alas, provocando una fuerte corriente de aire.

Subieron hasta seiscientos metros, describiendo una espiral, luego continuaron avanzando en línea recta con la rapidez de las golondrinas y pasaron sobre los bastiones del Indo opuesto, en dirección norte.

—¿A dónde vamos, señor? —preguntó Rokoff, viendo que el «Gavilán» se alejaba de la capital.

—De momento vamos a almorzar —respondió el capitán—. La llanura de Pekín no tiene nada interesante para que nos entretengamos más. Más tarde, habrá cosas que ver antes da ir hacia la gran muralla.

—¿Qué dirección piensa usted tomar? —insistió Rokoff.

—Continuaremos hacia el norte —respondió secamente el capitán—. Maquinista: ¿está a punto la comida?

—Sí, señor.

—Vengan —dijo el comandante dirigiéndose a Rokoff y lo adoro—. Supongo que tienen hambre.

—Como lobos que hubiesen ayunado una semana entera —contestó el cosaco—. En las cárceles chinas la comida no es abundante.

—Ya lo sé. A veces existe el peligro de morir de hambre —dijo el aeronauta—. Hacen muchas economías allí.

Cuando el maquinista hubo atado la ruedecilla del timón que servía para accionar los alerones de popa, se dispuso a poner la mesa situada detrás de la máquina, bajo un toldo.

El mantel era de Flandes con finísimos bordados, los platos y los cubiertos de aluminio, los vasos de cristal de Bohemia. Las fuentes contenían asado frío, costillas, fiambres, fruta, de manera que el buen gusto y el refinamiento iban unidos.

Algo había llamado inmediatamente la atención del ruso y del cosaco: las bebidas y la fruta estaban recubiertas de una fina capa brillante que parecía hielo.

—Prueben este cabrito asado —dijo el capitán—. A pesar de haber sido guisado en el Japón debe ser exquisito.

Rokoff y Fedoro se miraron mutuamente, estupefactos.

—También estas costillas preparadas en Haití deben ser excelentes.

—¿Está usted bromeando? —preguntó el cosaco, cuyo estupor no tenía límites.

—¿Qué les parece este pastel de carne que he hecho confeccionar en San Francisco de California? —prosiguió el comandante, que parecía divertirse mucho con la sorpresa de sus huéspedes—. Pero aún tengo algo mejor. Esta es una trucha preparada en Nueva York, en uno de los principales hoteles. La cocieron hace cuarenta y dos días, y sin embargo, respondo de su integridad. Pruébenla, señores. Si la hubieran pescado ayer no estaría más fresca.

Rokoff, a quien gustaba muchísimo el pescado, venció su repugnancia y probó la trucha que procedía de la lejana capital de los Estados Unidos.

—¿Qué le parece? —preguntó el comandante, con acento malicioso.

—Exquisita…, excelente…, pero la encuentro terriblemente fría…, como si hubiese sido pescada en algún río helado de Siberia y puesta a helar durante un mes. ¿Tiene una nevera a bordo de su «Gavilán»?

—Sí, se trata de una nevera que les helaría en menos de dos minutos —respondió el capitán.

—¿Dispone de una máquina que fabrique hielo?

—Tengo algo mejor, señor Rokoff. Tenga estos huevos. Intente romperlos.

—Están cubiertos de una capa de hielo.

—Eso es lo que a usted le parece, pero no es así. Rómpalos y cómalos.

El cosaco intentó abrirlos, pero fue en vano.

—Necesita un martillo —dijo el capitán—. El maquinista los ha dejado helar demasiado. En cambio, le aconsejo que pruebe esta piña americana.

—Parece un bloque de hielo.

—De esta manera sabrá mejor, porque habrá conservado todo su aroma. Y usted, señor Fedoro, ¿cómo encuentra este pastel de San Francisco?

—Nunca he probado otro mejor, pero se me hielan los dientes.

—Hubiera debido dejarlo un rato al sol. Había olvidado que no tienen costumbre de tomar la comida tan fría. Maquinista, trae una buena botella de Gin y de Whisky para calentarnos un poco.

El capitán, que desbordaba afabilidad, sirvió a sus huéspedes un excelente whisky y les ofreció cigarrillos y pipas.

—Y ahora —dijo— quiero satisfacer vuestra curiosidad, porque supongo que no nos separaremos pronto. Si les dejara aquí, los chinos no tardarían en encontraros.

—Pero ¿a dónde va usted? —preguntó Rokoff.

—¿Les gustaría regresar a Europa a bordo de mi «Gavilán»?

—¡A Europa! —exclamaron el ruso y el cosaco al unísono.

—Efectuaremos la travesía de Asia —repuso el capitán.

—¿Quién podría rechazar semejante proposición? —exclamó Rokoff con entusiasmo.

—¿No les da miedo seguirme?

—¡Oh, no, señor! El «Gavilán» nos inspira mucha confianza.

—Usted, en cambio, podría tener la impresión de haber salvado a unos malhechores —dijo Fedoro.

—He tenido tiempo de examinarlos a fondo y sé que usted es un importante comerciante de té ruso y su amigo un oficial de los cosacos. Nunca podrían ser unos bandidos.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Fedoro.

—Lo sé y basta —dijo el capitán—. Más tarde me contarán sus aventuras; de momento, ocupémonos de mi «Gavilán».

VIII. Los prodigios del aire líquido

El capitán se levantó, dio la vuelta a cubierta mirando la enorme llanura que se extendía bajo la máquina voladora, se detuvo un instante delante de los barómetros y termómetros que colgaban de la balaustrada, cambió algunas palabras con el maquinista en una lengua desconocida para nuestros amigos y por fin, encendió un cigarrillo mientras regresaba a la mesa.

—Díganme, señores —preguntó mirando con gran condescendencia a sus dos compañeros de viaje—, ¿están satisfechos de la conducta de mi «Gavilán»?

—Es una máquina perfecta, absolutamente sorprendente —dijo Rokoff con convicción.

—Es la solución a los problemas de la navegación aérea —añadió Fedoro.

—Sí, la verdadera solución —dijo el capitán—. Desde hace varios lustros, los científicos estudian, en vano, la manera de fabricar un globo dirigible que permita al hombre surcar el aire con total seguridad; sin que quede a merced de las corrientes aéreas; tan frecuentes y peligrosas. ¿Qué resultados han alcanzado hasta ahora? Ninguno, por lo menos de aplicación práctica. ¿Saben por qué? Porque han dejado a un lado la mecánica y se han obstinado en servirse del hidrógeno. Las innumerables catástrofes que han originado los lanzamientos de los globos, incluso los más perfeccionados, nos han convencido todavía más de que el gas no permite una gran seguridad. Los experimentos de Giffard y Renard, con sus globos dirigibles, han hecho mucho ruido, porque este último había conseguido dar un pequeño paseo y regresar al punto de partida, pero ello en un día de buen tiempo; ha levantado también gran entusiasmo el brasileño Santos Dumont; la gente tiene gran confianza en el globo del conde de Schio, un italiano. Pues bien: que traten todos ellos de efectuar una larga travesía, de desafiar los vientos impetuosos, de afrontar huracanes. Sus globos, a pesar de la fuerza de sus máquinas, de sus hélices, serán derribados, ni rastrados por las corrientes de aire y darán lugar a otras catástrofes.

—Yo también lo creo —dijo Rokoff.

—También yo me he obstinado durante mucho tiempo en luchar con globos dirigibles —prosiguió el capitán—. Mandé construir armazones simples y compuestos, mandé perfeccionar máquinas a petróleo y a gasolina, gastando en ello cantidades enormes de dinero, pero sin resultados prácticos. Sin embargo, hoy en día, tenemos motores potentes y ligeros, pero sólidos como el hierro; disponemos de miles de perfeccionamientos mecánicos y de fuerzas que aún ayer nos eran desconocidas y que si se hubieran conocido hace treinta años, habrían significado el triunfo total de Spencer y Kaufmann.

—¿Quiénes fueron estos señores? —quiso saber Fedoro, que escuchaba atentamente al capitán.

—Son el ejemplo que necesito para demostraros que la navegación aérea hubiera podido ser resuelta hace treinta años. En 1868, en la Exposición del clásico Palacio de Cristal de Londres, entre los globos más o menos dirigibles, fueron presentados dos aparatos voladores: uno de ellos inventado por Spencer y el otro por Kaufmann. Salvo algunas modificaciones que yo he introducido, se semejaban mucho a mi «Gavilán». Los probaron sobre unas cuerdas tensas de unos cuatrocientos metros y, tirados por poleas corredizas, dieron unos resultados sorprendentes. No creo que fueran perfectos, pero si Spencer y Kaufmann hubiesen continuado sus estudios, estoy seguro de que ahora los hombres volarían, haciendo la competencia a los pájaros. ¿Qué hice yo? Modifiqué sus máquinas, pero desechando sus motores a carbón, demasiado pesados y poco manejables. He sustituido el hierro por el aluminio, mucho más ligero e igualmente práctico; el carbón por una fuerza más poderosa, poco costosa y, aunque desconocida ayer, mañana pondrá en movimiento máquinas locomotoras, acorazados, telares, automóviles, etcétera, y resolverá todos los problemas dinámicos. Esta fuerza me la procura el aire líquido.

—¡El aire líquido! —exclamaron Rokoff y Fedoro.

—Cuando Tripler consiguió obtenerlo, no se figuraba haber descubierto una fuerza que podía revolucionar el mundo. Sólo mucho más tarde debía darse cuenta de la extraordinaria importancia de su descubrimiento. Piensen que el aire líquido tiene cien veces el poder de expansión del vapor y que empieza a producir su fuerza en el instante preciso en que se expone al aire externo. Para obtener el vapor es necesario que el agua alcance una temperatura de 212° Fahrenheit, es decir, que si el agua entra en las calderas a 50°, deben añadírsele otros 162° para que pueda dar una libra de presión. El aire líquido, en cambio, de veinte. Así pues, valiéndome de los estudios efectuados por Tripler y por otros científicos, sobre todo por Estergren, que ha aplicado el aire líquido a muchos aparatos maravillosos, he construido un motor de una solidez indiscutible, de una ligereza única, que me procura con holgura la fuerza necesaria para mover las alas de mi «Gavilán» y sus hélices. Se trata, como ven, de algo sencillísimo. Otra máquina, construida en los talleres de Estergren, me procura el aire necesario mediante un gasto ínfimo y en una cantidad tal, que no sé qué hacer de él, ya que en una sola hora me da el suficiente para una semana. Pero aún hay más. ¿Tengo demasiado calor? Pongo en marcha mi ventilador y obtengo en pocos minutos una temperatura siberiana. ¿Tengo víveres que conservar? Los pongo en las celdillas del armazón y los hielo. Por esto podéis probar truchas pescadas hace dos meses en San Lorenzo y pasteles comprados en San Francisco, o fruta adquirida en las islas del Océano Pacífico. Si quiero disparar el pequeño cañón que tengo detrás del aparato, el aire líquido me da la fuerza para utilizarlo sin necesidad de pólvora. Si deseo hacer saltar media ciudad, me basta con sumergir un pedazo de lana en mi aire líquido y cuando lo inflamo explota con una terrible violencia. Si las circunstancias lo exigen os daré la prueba de ello.

—¿Pero de dónde viene usted? ¿Quién es? —preguntó Rokoff, que lo miraba casi con terror.

—¿De dónde vengo? De momento del océano Pacífico. ¿Quién soy? El capitán del «Gavilán». Vengan: hay cosas interesantes que ver. Las tumbas de los Ming. ¡Otra maravilla que merece la pena de ser vista!

Aquel extraño personaje se había levantado precipitadamente, dirigiéndose hacia proa, en donde la gran hélice que servía de remolque y quizá también de dirección, giraba velozmente.

Rokoff y Fedoro, que no se habían repuesto aún de su sorpresa, permanecieron un momento sentados, mirándose ¡Mutuamente! luego, siguieron al capitán sin hablar.

El «Gavilán» se dirigía hacia una colina de fértil vegetación, en la que estaban diseminadas extrañas construcciones.

Más abajo, la llanura se asentaba paulatinamente, con cultivos de morera y algodón, cruzada por pequeños tórrenles que parecían cintas de plata, y cabañas, de barro seco y de paja.

De vez en cuando aparecían campesinos entre los surcos y, tras un momento de estupor, huían gritando como locos, tan pronto como veían el aparato volador.

—¿Saben cómo se llama aquella colina? —preguntó el capitán a sus huéspedes.

—No, señor —respondió Fedoro—. Nunca he salido de Pekín. Después de la destrucción de Taku, la toma de Tient-tsin y la entrada de las tropas europeas en la capital, el hombre blanco ya no se atreve a internarse en las provincias interiores de la China.

—Es cierto —dijo el capitán—. Los europeos y los americanos creían abrir para siempre las fronteras chinas con su expedición; en cambio sólo han conseguido cerrarlas más que antes. Los boxer continúan viviendo por todas partes y la tremenda lección no ha bastado para calmarlos.

—¿Y aquella colina? —preguntó Rokoff.

—Es la Chan-ling, es decir la de las trece fosas —contestó el capitán—. Allí están las famosas tumbas de la dinastía de los Ming.

—¿Vamos a verlas?

—Pasaremos por encima de ellas.

Se apoyó en la barandilla y continuó fumando, sin apartar la mirada de la colina que parecía precipitarse sobre el «Gavilán» a una velocidad extraordinaria.

Mientras, en los valles, a la sombra de grupos de pinos y de enebros, se empezaban a distinguir numerosas tumbas, pertenecientes probablemente a ricos personajes o a príncipes. Casi todas ellas tenían forma de tortugas gigantes que llevaban sobre su escudo, tablas de mármol llenas de inscripciones y a cuyos lados yacían leones y monstruos de bronce o de piedra grisácea.

El «Gavilán» aminoró su marcha y, tras haber subido trescientos metros más, para poder dominar todo el paisaje, volvió a descender hasta entrar en un pequeño valle que transcurría entre profundos barrancos. Se detuvo sobre un vasto espacio en el que se veían hermosísimas construcciones.

Se trataba del jardín sepulcral de los Ming, uno de los más espléndidos que pueden hallarse en los alrededores de Pekín.

Éste, se encontraba a unos cuarenta kilómetros de la capital, en un lugar solitario de la cordillera del Tien-Shan, entre grupos de pinos que forman hermosos valles sombreados y de fuertes robles.

Se penetra en su interior por una inmensa puerta de mármol blanco, que da acceso a un paseo adornado con estatuas que representan mandarines, sacerdotes y guerreros, elefantes, camellos, leones, caballos y animales monstruosos, algunos en pie, otros de rodillas, cuyas alturas superan a veces los cuatro metros.

Pueden admirarse bellísimos monumentos, entre los que sobresale el templo de los sacrificios, sustentado por sesenta columnas de laurel de trece metros de altura y de un perímetro de tres.

El «Gavilán» describió varias circunferencias sobre el parque y luego, desviándose bruscamente, reemprendió el camino hacia el noroeste, a través de las montañas de Tien-Shan.

¿A dónde iban? Rokoff y Fedoro hubieran deseado saberlo, pero no se atrevían a preguntarlo.

Por otra parte, el capitán no parecía dispuesto a satisfacer su curiosidad, puesto que los había dejado solos al dirigir sus pasos hacia popa, en donde se encontraba el maquinista.

Se sentó detrás de la rueda y tras haber cambiado algunas palabras con su compañero, se había puesto a observar el paisaje circundante, sin ocuparse más de sus huéspedes.

—¿Qué me dices de todo esto, Fedoro? —preguntó Rokoff—. A mi me da la impresión de que acabo de despertarme tras una pesadilla.

—También yo me pregunto si estoy vivo o muerto —repuso el ruso—. Hay momentos en que dudo de estar vivo. Si no acabara de ver Pekín con mis propios ojos, me creería en un nuevo mundo.

—De todos modos, esta aventura es extraña, Fedoro. Hallarse ante la muerte y despertarse en el aire, camino de Europa…, cuando lo contemos a nuestros amigos, no habrá siquiera uno que nos crea.

—Les mostraremos el «Gavilán».

—A condición de que nos lleve hasta Odesa. El capitán ha dicho que quiere ir a Europa, pero no dónde nos dejará —aclaró Rokoff.

—¿Quién crees que es ese hombre?

—No lo sé, pero me ha dicho que habla muchas lenguas.

—Es, sin duda alguna, muy cultivado.

—También muy original, Fedoro.

—Además no quiere decimos a dónde nos lleva.

—Atravesaremos Asia.

—Es un viaje maravilloso —dijo el ruso.

—Que no me molesta nada hacer —añadió Rokoff.

—No tardaremos en haberlo efectuado, porque este artefacto me parece dotado de una velocidad capaz de desafiar a cualquier pájaro.

—Volamos como las golondrinas, Fedoro. ¡Mira cómo desaparecen los campos, los bosques y los pueblos! Esta máquina voladora es una verdadera maravilla.

—Espero que no tendremos ningún accidente que nos aplaste contra la superficie de la tierra.

—No creo que esto sea posible —dijo Rokoff—. Este aparato aéreo es de una solidez increíble. A pesar del enorme esfuerzo realizado por las máquinas, no se nota la más mínima vibración del fuselaje. ¡Ligereza, potencia, solidez! Este tipo no podía conseguir nada mejor. Pero ¿adónde vamos? Me parece como si hubiésemos cambiado de rumbo otra vez.

—Nos dirigimos hacia la ciudad que me parece ver surgir a lo lejos —dijo Fedoro.

—¿Una ciudad?

—Tal vez sea Chang-pin, porque a nuestra izquierda creo descubrir un río muy caudaloso. Debe ser el Pei-Ho.

—En este caso volamos hacia el norte.

—Sí, y hacia la gran muralla, de esto estoy seguro.

—Pero Europa ya no queda al norte.

—Supongo que el «Gavilán» virará luego hacia el oeste.

—No, señores, no —dijo una voz detrás de ellos—. Por el momento no; más tarde, mucho más tarde.

El maquinista se había acercado a ellos, llevando entre los dientes una de aquellas pipas monumentales de porcelana, que suelen utilizar holandeses y alemanes.

El compañero del capitán era un guapo joven de veinticinco o veintiséis años, de mediana estatura, musculoso pero esbelto, de piel muy morena, ojos negrísimos almendrados y cabello ondulado y muy rubio, que llevaba muy largo.

Era muy difícil decir a qué raza pertenecía, porque parecía que los rasgos de los hombres del norte y del sur se hubiesen fundido en él. Tenía características de los semitas, de los griegos, de los romanos y de los anglosajones. ¿De qué país debía provenir? Lo único que no podía ponerse en duda era su pertenencia a la raza blanca, a pesar de su piel oscura.

—¿No viraremos hacia el oeste? —preguntó Rokoff tras haberlo observado con curiosidad.

—Por ahora, no —repitió el maquinista en un ruso defectuoso.

—Así pues, continuaremos nuestro viaje hacia el norte.

—Sí, señor.

—En este caso vamos hacia Siberia.

—Lo ignoro —contestó el joven, como si se hubiera arrepentido de haber hablado demasiado—. Es el capitán quien manda.

—Sin embargo, nos había dicho que nos llevaría a Europa —insistió Rokoff.

—Si lo ha dicho, mantendrá su palabra.

—¿Hace mucho tiempo que viajan? —preguntó Fedoro.

—Mucho y poco.

—¿Es decir…?

—No lo sé.

—¡Vaya una respuesta extraña! ¿No partió usted con el capitán?

—Tal vez.

—No lograremos saber nada de este individuo —dijo Rokoff en francés a Fedoro.

—No debo hablar, éstas son las órdenes que he recibido —declaró el maquinista en la misma lengua y sonriendo.

—¡Oh! ¡Habla también francés! —exclamó el cosaco, confuso.

—Y muchas otras lenguas, señor. Miren, esto es Chang-pin; la gran muralla ya no queda lejos.

—Asustaremos mucho a los chinos.

—¡Vaya! ¿Qué es aquel inmenso recinto lleno de animales? —interrogó Rokoff señalando una especie de parque que se extendía hacia el oeste.

—Una de las reservas del Emperador —respondió Fedoro—. Posee otras en la provincia de Pekín.

—Hay allí miles de caballos.

—Pertenecen todos al Emperador.

—¿Qué hace con ellos?

—No lo sé, porque no monta casi nunca. Sin embargo, puedo decirte que tiene a su disposición casi cien mil corceles, elegidos entre los mejores de su vasto imperio.

—Aunque viviera tanto como los antiguos patriarcas, no tendría tiempo suficiente para probarlos todos.

—Es verdad, Rokoff.

—También veo bueyes.

—Posee doce mil.

—Y ovejas.

—Hay quien dice que tiene doscientas cuarenta mil.

—Estos son bienes que envidio, Fedoro. ¿Y aquella masa enorme que se levanta cerca de los muros del parque? Parece una campana.

—Es una copia fiel de la de Pekín —dijo el capitán, que se había aproximado a ellos en silencio—. Sólo que ésta es de piedra, mientras que la de la capital es de finísimo bronce.

—Nunca he podido verla, pero si ésta es una copia, debe ser gigantesca.

—La mayor del mundo, ya que tiene una altura de cinco metros, un diámetro de cuatro y medio y un peso de sesenta mil kilos. Si la hermosa Ko-hi no se hubiese sacrificado, no sé si los chinos, a pesar de su indudable habilidad, hubieran conseguido fundirla.

—Ko-hi —repitió Rokoff, mirando al capitán—. ¿Quién era?

—Una de las más hermosas muchachas del imperio.

—¿Y qué tiene que ver con esta campana?

—Señor Fedoro —dijo el capitán, dirigiéndose al ruso—. ¿No conoce la historia de esta campana?

—No, señor.

El capitán apoyó su cuerpo contra la balaustrada, miró algunos instantes Chang-pin que aumentaba de tamaño a gran velocidad y luego, bruscamente, dijo:

—Se dice que el emperador Yung-ko había encargado al mandarín Kuang-yo que le fundiese una campana, cuya mole no tuviese igual en el mundo. La tarea era tan ardua, que dos veces seguidas el inmenso torrente de bronce fundido, fue echado dentro del molde sin que el resultado fuese satisfactorio. El emperador, resentido, le concedió una tercera oportunidad, pero amenazándole de muerte si la campana obtenida no era perfecta. El mandarín pidió consejo a un astrólogo, quien predijo que la fundición daría buen resultado, si junto al bronce se añadía la sangre de una doncella. Kuang-yo tenía una hija, joven y muy bella. Cuando ésta se enteró de la profecía del astrólogo, temiendo la ira del emperador contra su padre, decidió prestarse al terrible sacrificio. Y he aquí que, cuando el torrente de bronce salía como lava ardiente del horno de fundición, la hermosa joven se lanzó en su interior, gritando: «¡Por mi padre!». Un soldado se precipitó hacia ella para salvarla, poro el joven cuerpo se había sumergido ya en el metal, dejando entre las manos del hombre que había intentado matarla uno de sus zapatitos. El mandarín, que había asistido al sacrificio de su hija, enloqueció de dolor, pero la campana resultó perfecta, como había predicho el astrólogo. Se dice que el primer sonido que produjo la campana fue como un golpe de zapato. Era la desgraciada joven que reclamaba su pequeño shieh. ¡Vamos, maquinista! Aumentemos la altura, porque ya estamos llegando a Chang-pin y ya oigo los primeros disparos que nos son destinados.

IX. La Gran Muralla

Chang-pin, más que una ciudad, es un gran pueblo situado casi a la misma distancia de Pekín que de la gran muralla. Fue creada para defender la capital de las frecuentes invasiones de los feroces tártaros.

La población, al ver avanzar y agrandarse aquel pájaro monstruoso, que debía tomar por un fantástico dragón, dispuesto a devorar hombres, mujeres y niños y a vomitar fuego sobre las casas, había abandonado precipitadamente ca es y plazas, chillando de terror.

Sólo algún pelotón de soldados, manchúes, según se podía adivinar por sus vestidos azules con galones anaranjados, que pasan por ser los más valerosos guerreros del Imperio, habían permanecido en lo alto de un baluarte, y habían empezado a disparar con fuerza contra los aeronautas.

Cuando oyó silbar las balas, el capitán dio al maquinista la orden de ascender un poco más.

Dos hélices, dispuestas horizontalmente a los lados del armazón, que habían permanecido cubiertas por telas impermeables, habían sido puestas en movimiento, de manera que no tardaron en alcanzar una velocidad tan grande que era casi imposible distinguirlas.

El «Gavilán» ayudado también por las gigantescas alas que se agitaban frenéticamente, aumentó rápidamente su altura, llegando en pocos minutos a los mil quinientos metros.

De vez en cuando, se oía aún el silbido de alguna bala, prueba de que los manchúes se servían de armas perfeccionadas, pero ya no había que temer que diesen en el blanco, porque el aluminio del aparato era lo suficientemente resistente como para detenerlas.

—Quisiera darles una lección —dijo el capitán—. Si no fuera por miedo a matar personas inofensivas, mostraría a estos insolentes de qué armas dispongo.

—¿Va a lanzarles alguna bomba? —preguntó Rokoff.

El capitán no contestó. Miraba atentamente un baluarte que se encontraba al norte de la ciudad, defendido por una gran torre cuadrada, cubierta por un doble techo y que pamela medio derribada.

—No debe haber nadie en su interior, puesto que parece Inservible —dijo—. La destruiremos completamente. ¡Maquinista, detén la marcha!

—¿Tiene dinamita a bordo? —preguntó Fedoro.

—No la necesito. ¿No tengo el aire líquido a mi disposición? Es mejor que todos los demás sistemas inventados hasta ahora. Se lo demostraré.

El capitán desapareció en el interior del aparato, pasando por una pequeña obertura que se abría delante déla máquina y volvió a salir poco después llevando en la mano un tubo de hierro abierto por un lado, que se unía a un hilo atado a un carrete.

El «Gavilán», que ya se encontraba fuera de la línea de tiro, había atravesado toda la ciudad y descendía de prisa, sostenido únicamente por sus planos inclinados que actuaban de paracaídas.

Las alas y las hélices ni batían ni giraban.

El fuselaje bajaba hacia la vieja torre, con un movimiento ondulatorio, haciendo huir precipitadamente a los habitantes de las últimas casas y a los campesinos que trabajaban en los huertos.

Cuando llegó a unos cien metros del suelo, el capitán abandonó el tubo, de manera que el hilo del carrete se desembobinase.

—¡Tomemos altura, maquinista! —dijo, cuando vio que el cilindro de madera caía entre las tejas del techo superior—. No es prudente permanecer tan cerca.

El «Gavilán» se elevaba rápidamente, mientras el hilo continuaba desenrollándose. Alcanzó los quinientos metros, los seiscientos y los mil.

Cuando los soldados manchúes lo vieron descender, se precipitaron por las calles de la ciudad, disparando de vez en cuando.

—¡Cuidado! —gritó el capitán a Rokoff y Fedoro—. Disparo.

Casi en aquel preciso instante, una ensordecedora detonación retumbó debajo de ellos. Una llama desgarró el aire, lanzando en todas direcciones un sinfín de piedras y de escombros.

El «Gavilán», a pesar de hallarse a mil metros del lugar de la explosión, fue sacudido violentamente por la corriente de aire y empujado hacia adelante, echando al suelo a Fedoro y Rokoff, que no habían tenido tiempo de cogerse a la barandilla.

De la ciudad surgían gritos horribles, de angustia y de terror, procedentes de veinte o treinta mil gargantas.

—¿Dónde han ido a parar la torre y el baluarte? —preguntó el capitán con voz tranquila—. Mire, señor Rokoff y dígame si el aire líquido no es mejor que la dinamita.

El cosaco, a pesar del aturdimiento provocado por la explosión, se había curvado sobre la Barandilla. ¡Qué terrible espectáculo! La torre había desaparecido y en el lugar en donde antes se levantaba el baluarte, se veía un inmenso agujero, como si hubiesen estallado cien minas a la vez.

—¿Qué ha puesto en aquel tubo? —preguntó, mirando asombrado al capitán.

—Sólo un pedazo de lana, que había sumergido previamente en una mezcla de aire líquido y glicerina; nacía más.

—¡Qué explosión!

—¿Le sorprende?

—Entonces usted podría destruir en pocos minutos una ciudad entera.

—Creo que sí —respondió el capitán fríamente.

—¡Qué instrumento de guerra terrible es su «Gavilán»! ¡Sería espantoso que todas las naciones poseyesen algunos ejemplares!

—Llegará un día en que los tendrán; entonces ya no habrá más guerras, a menos que logren acorazar las ciudades amenazadas. ¡Maquinista, a toda velocidad! Iremos a dormir al otro lado de la gran muralla.

El «Gavilán» había reemprendido su vuelo normal y se dirigía hacia el norte, en donde se veían, a lo lejos, algunas cadenas montañosas, muy accidentadas.

El suelo iba elevándose progresivamente, amenizado por bosquecillo de azufaifos, que producen una especie de dátiles, de los que se extrae una hermosa tinta amarilla; por espléndidos laureles y largas hileras de árboles de sebo; hermosísimas plantas de hojas verde claro, salpicadas de ramilletes de bayas cubiertas de una sustancia grasa de la que se extrae una especie de cera muy blanca, que produce una llama brillante y que sustituye perfectamente la de las abejas.

De vez en cuando se veían también plantaciones de tabaco que encuentra en la China septentrional un terreno muy idóneo para su desarrollo, de algodón, que produce un hilo espléndido, usado en la fabricación del famoso Nan-king, y de índigo verde.

Graciosos pueblos, medio escondidos entre la vegetación, aparecían bruscamente y entonces los campesinos se atolondraban.

Los hombres chillaban, las mujeres lloraban, los muchachos huían desordenadamente y se escondían entre las plantas, pero no tardaban en tranquilizarse, porque el terrible monstruo alado desaparecía en una loca carrera contra las garzas que surgían de entre los arrozales, contra las agachadizas, las ocas salvajes y contra las bandadas de cuervos que no paraban de graznar.

A menudo, un disparo inofensivo, lanzado desde detrás de algún seto o de cerca de alguna cabaña, saludaba a los aeronautas.

A las seis de la tarde, el «Gavilán», que continuaba su veloz marcha, surcando el espacio a una velocidad de treinta millas por hora, se hallaba sobre la gran muralla china.

Esta obra gigantesca que, durante muchos siglos se consideró imaginaria, es una de las más colosales y maravillosas, porque se extiende ininterrumpidamente durante dos mil millas, a través de desiertos y estepas, montañas y ríos, como el Hoang-ho y recorriendo las más salvajes regiones de Mongolia y del Kukunoor.

El primer emperador que concibió la idea de esta obra monumental fue Tsing-chi-hoang-ti, el segundo de la dinastía de los Tsin.

Al ver sucederse las invasiones de los tártaros, los cuales atacaban y destruían cada año cuanto se hallaba en las fronteras del imperio, ordenó cerrar el paso en los lugares por donde entraban en la China los belicosos vecinos.

Los príncipes, que sufrían mucho de esas correrías, imitaron su ejemplo y la gran muralla surgió, discurriendo a través de regiones desérticas y encaramándose hasta montes casi inaccesibles.

Vista desde el territorio chino, esta gran muralla parece una construcción muy simple de barro, coronada por almenajes y torres; en cambio, si se la observa desde el lado externo, parece solidísima, enclavada sobre robustos basamentos de piedra que los siglos no han podido aún dañar.

En algunos lugares, considerados entonces como peligrosos, se levanta hasta una altura de veinte e incluso veinticinco pies, y es tan ancha que por ella pueden cabalgar seis caballos, uno al lado del otro; en otros, en cambio, es mucho más baja. A lo largo de todo su recorrido, está protegida por torres cuadradas y por fortalezas en las que, en tiempo de los tártaros, cabían hasta un millón de combatientes.

Hoy en día, sin embargo, que Mongolia está sometida al imperio, la muralla no ofrece ya la capacidad de antes. Muchos tramos se han dejado estropear y los puestos de guardia son muy escasos, excepto en la parte septentrional, destinada a defenderla ciudad de Pekín.

—No creía que estuviera aún en tan buen estado —dijo el capitán en el momento en que el «Gavilán» la cruzaba, a una altura de trescientos metros—. Se ve que los chinos eran maestros en el arte de la construcción.

—¡Qué torres tan sólidas! —dijo Rokoff, que observaba con gran curiosidad aquellos robustos baluartes.

—¡Y qué soldados fan miedosos! —añadió Fedoro—. Veo algunos guardias que huyen como si tuvieran alas en los pies, estos no se pueden comparar con los manchúes de Chang-pin.

Un grupo de montañas, no muy altas y de laderas frondosas, se extendía al otro lado de la gran muralla.

El capitán las señaló y dijo al maquinista:

—Iremos a descansar allí; podremos estar seguros de que nadie irá a molestamos.

—¿Aterrizaremos? —preguntó Fedoro maravillado.

—¿Por qué no? —repuso el capitán—. «La noche ha sido creada para dormir» dicen los chinos y cuando el sol se pone, todos los pájaros interrumpen su vuelo y buscan un refugio. Nosotros, que somos los hijos del «Gavilán», haremos lo mismo, señor. Por otra parte el lugar me parece desierto y los guardias de la muralla no se atreverán a venimos a buscar.

El «Gavilán», con ayuda de las dos hélices horizontales, se alzaba progresivamente, volando sobre tupidos bosques de pinos, de encinas y de laureles y sobre profundas simas en las que se precipitaban impetuosos torrentes.

Cuando hubo llegado a la primera cumbre, que parecía plana y cubierta por pequeños matorrales, difíciles de distinguir en la oscuridad, describió una gran circunferencia y comenzó a descender lentamente, manteniendo las alas levantadas y dejando funcionar únicamente las hélices horizontales.

Cinco minutos después, el aparato se posaba suavemente entre las plantas, sin ninguna sacudida.

—Díganme si con un aeróstato hubieran podido descender así —dijo el capitán.

—No, señor —admitieron al unísono Fedoro y Rokoff.

—Esto quiere decir que mi «Gavilán» es superior a todos los globos más o menos dirigibles y a todos los aparatos voladores inventados hasta ahora.

—Podemos admitirlo sin reservas —exclamó Rokoff, con entusiasmo.

—¿Vendrán conmigo? Me aburría solo.

—No lo abandonaremos, si es este su deseo.

—Maquinista, enciende una hoguera en medio de estos matorrales perfumados y prepáranos una buena comida. Aún nos quedan algunos cazos de caldo de cola de canguro que preparamos en Australia y que se convertirán en una sopa deliciosa.

—¡Sopa procedente de Australia! —exclamó Fedoro.

—A cuarenta grados bajo cero —respondió el capitán, riendo—. Será exquisita, se lo aseguro, a pesar de haber sido colocada en mi frigorífico hace veinticinco días. También tenemos pasteles, carne de carnero, buey, pudding y buen champán. ¡Ah! ¿Saben ustedes dónde nos acabamos de Dosar? En medio de una plantación de té. Señor Fedoro, usted debe de saberlo preparar. Haremos una buena provisión de él, ya que los chinos no nos dejan acercar a sus ciudades.

Media hora más tarde, los cuatro aeronautas, sentados cerca de un alegre fuego que hacía más soportable la baja temperatura ambiente, cenaban con buen apetito, haciendo honor a la sopa de cola de canguro, a un pastel de gambas preparado en alguna lejana ciudad de América o de Australia, a una pierna de cordero y a un racimo de plátanos muy bien conservados.

El capitán sirvió un excelente vino de California y luego una botella de champán, cuyo cristal estaba cubierto de hielo.

—Señor Rokoff —dijo el comandante, a quien el vino blanco había puesto de excelente humor—. ¿Es el aire de las montañas o mi comida lo que le abre el apetito?

—Ambas cosas —respondió el oficial, que había devorado cantidad increíble de comida y que, como todo cosaco, se sentía reconfortado en presencia de la botella de whisky ofrecida por el maquinista—. Tiene usted una despensa sensacional.

—Vamos a intentar vaciarla lo antes posible, para tener ocasión de volverla a llenar con algo mejor. Estamos entrando en una región rica en caza y mi maquinista es un excelente cocinero.

—¿Es usted también cazador?

—Pronto me verán en acción. En el desierto de Gobi abundan los yaks salvajes y hay también muchas liebres. Organizaremos hermosas cacerías.

—¿Vamos a atravesar el desierto?

—Esta es mi intención.

—¿Y después? —quiso saber Fedoro.

—Me tienta el Tíbet, con sus asombrosas montañas, con sus altiplanicies, sus lamas y su Buda viviente. Sin embargo, todo dependería de las circunstancias.

—¿Podemos saber de cuáles?

El capitán, en lugar de contestar, llenó despacio su pipa, la encendió y cambiando de tono, dijo:

—Señor Fedoro, usted que ha viajado mucho, ¿ha estado alguna vez en Kiakta?

—No, señor —contestó el ruso.

—Mejor —murmuró el capitán.

—¿Por qué dice eso?

—¡Ah! ¿Conoce usted la manera de preparar bien el té?

—Pero… —comenzó Fedoro, sorprendido por aquel cambio repentino de tema.

—Puesto que soy comerciante…

—¡Claro!

—¿Podremos recoger un poco en esta plantación?

—Lo dudo, capitán. Todavía hace demasiado frío.

—Me sabría mal no poder hacerlo porque mi provisión se está agotando y los chinos no quieren tratos con nosotros.

—Aquí hay en todas las casas —dijo Rokoff—. Sé que los chinos prefieren renunciar al arroz antes que al té.

—¿Qué es lo que quiere dar a entender?

—Que en la primera casa que encontremos podemos entrar a pillar —respondió Rokoff—. Nosotros lo hacemos así cuando los soldados no tienen lo que necesitan.

—Es verdad —dijo el capitán sonriendo—. Olvidaba que es usted cosaco. Señores, es tarde y nuestras cabinas poseen mullidas camas.

—¿Dormiremos a bordo? —preguntó Fedoro.

—¡Oh! Ustedes aún no han visto el interior de mi aeronave. ¡Maquinista, una lámpara!

—¿No le da miedo dormir sin centinelas?

—¿Quién quiere que se pasee por las montañas de noche?

Cogió la lámpara que el maquinista había encendido y condujo a sus huéspedes a bordo de la aeronave haciéndolos descender por un pequeño hueco situado delante de la máquina. El interior del inmenso fuselaje de metal estaba dispuesto con mucha habilidad y con un lujo evidente.

Había un hermoso salón de cuatro metros de longitud y tan largo como todo el aparato; dos cuartos de aseo, cuatro cabinas con mullidas camas y un despacho lleno de mapas y de instrumentos de todo tipo.

Los dos extremos estaban ocupados por los frigoríficos rebosantes de víveres muy variados y por las máquinas destinadas a la producción del aire líquido.

—Buenas noches. Mañana emprenderemos un largo vuelo sobre el desierto de Gobi e iremos a pescar truchas en los lagos de Caracorum.

X. Un hombre enterrado vivo

Cuando, tras una noche tranquila, salieron del artefacto, vieron que el capitán estaba examinando atentamente las plantas de té que cubrían la cima de la montaña y que se prolongaban también por las laderas hasta los lindes de los bosques.

Se trataba de una plantación espléndida, muy bien cuidada, compuesta por miles y miles de plantas que habían sido cubiertas con paja para protegerlas del frío nocturno. La búsqueda del capitán no dio ningún resultado, ya que las hojas todavía no habían brotado. Las ramas empezaban a tener pequeñas yemas, pero éstas no se desarrollarían hasta mucho más tarde.

Aquellas plantas eran de pequeño tamaño y parecían matas, de una altura de un metro o un metro y medio.

—¿Ha efectuado ya su recolección, señor? —preguntó Fedoro, riendo.

—Ni siquiera una hoja —respondió el capitán, haciendo un gesto de desolación.

—Ya le había dicho que era demasiado pronto.

—Sin embargo, me habían asegurado que también en esta estación se recolectaba.

—En las provincias meridionales, pero no aquí. En la China septentrional se inicia en abril, nunca antes; luego, en mayo, se efectúa la segunda cosecha, después en julio y, finalmente, en agosto, pero esa última de una calidad muy precaria.

—¿La que produce la mejor calidad es la primera?

—Sí, capitán, ya que las hojas son todavía pequeñas, llenas de una ligera pelusa, pero es también la menos abundante.

—¿Sufren alguna operación las hojas antes de ser vendidas al público? —preguntó Rokoff.

—Muchas —contestó Fedoro—. En cuanto se han cosechado se dejan al aire libre, expuestas varias horas al sol, dentro de canastas de bambú; luego, se colocan en recipientes de hierro y se tuestan ligeramente, mezclándolas y aplastándolas con fuerza, para que salga todo el jugo que contienen. Acto seguido se ponen en jarras, en las que permanecen durante algún tiempo, más tarde se someten a una nueva torrefacción a fuego lento, operación ésta que se repite otras veces. Luego, se efectúa una selección.

—¿Por qué? —preguntó el cosaco.

—Todas las hojas no son iguales, por esto se crean varios tipos de té, más o menos cotizados. El verde, que paradójicamente tiene un tono azulado es el mejor y se perfuma con flores de naranjo, con mo-li, que es una especie de jazmín, con rosas de tsing-moi y con kwei-hoa que se parecen a nuestras gardenias. Este té se llama Chang-hiang, y es el más apreciado. Hay otras especies: el té negro de Bohea, el pekoe, es decir de los cabellos blancos, porque sus hojas tienen una ligera pelusilla; el kiai-shan, el yang-lin-tung, el ma-chu y, finalmente, el tha-chia, o flor de perla.

—Yo he oído nombrar una clase que usted no ha mencionado —dijo el capitán.

—¿Se refiere al té «pólvora de cañón»?

—Sí, señor Fedoro.

—Que nombre tan extraño —dijo Rokoff—. ¿Se parece a la pólvora?

—Es uno de los mejores y su preparación es larga y difícil —dijo Fedoro—. Para obtenerlo es preciso empezar por secar el té negro, luego arrollarlo con manos y pies, después tostarlo en un plato expuesto a fuego vivo de carbón vegetal. Acto seguido se extiende sobre jofainas de bambú, se le quitan las impurezas, se encierra en pequeños sacos de tela y se los golpea durante varias horas. Cuando ha sido reducido a pequeñas partículas, se lo hace pasar por tamices de varios tamaños y se lo somete a una nueva torrefacción.

—De todos modos, nosotros no tendremos ocasión de beber ni una sola taza de té «pólvora de cañón» ni de té común —dijo el capitán—, ¡Bueno! Iremos a pedir a los nómadas del desierto.

Estaban a punto de regresar junto al «Gavilán», cuando en los lindares del bosque se oyeron unos cantos monótonos.

—¡Vaya! —exclamó el capitán, deteniéndose—. ¿Hay gente por aquí?

—Vamos a tener una buena ocasión para renovar nuestra provisión de té —dijo Rokoff.

—¿Cómo van a acogernos? Vosotros que aún vais vestidos de chinos, no tenéis nada que temer, pero yo…

—Vamos a ir a por nuestras armas y, en caso de peligro, regresaremos al «Gavilán» y reemprenderemos el vuelo.

—¡Maquinista, trae fusiles y prepara las máquinas! —dijo el capitán—. De todas maneras, no van a comernos.

Pero los cantos, cada vez más monótonos, continuaban hacia el bosque y se oía gritar a las mujeres, lamentándose.

El capitán y sus compañeros se armaron con los fusiles Mauser que les había dado el maquinista y atravesaron la plantación de té, avanzando con prudencia.

El odio contra los extranjeros no debía haberse aún extinguido, puesto que la toma de la capital por las tropas europeas y americanas y la toma por asalto de Tien-sin, eran aún muy recientes. Por esto era mejor no fiarse demasiado de los Hijos del Celeste Imperio, sobre todo en una región tan lejana de Pekín.

—Parece como si estuvieran llorando —dijo el capitán, deteniéndose cerca de los primeros pinos—. ¿Habrán fumado demasiado opio?

—Ya los veo —exclamó Rokoff, que se había adelantado a los demás—. No son más que una veintena de personas, la mayoría de ellas mujeres. Así pues no hay que temer ser atacados por ellos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Fedoro.

—No sé.

—Venid —ordenó el capitán.

Ante ellos se extendía una roca, que dominaba una colina cubierta de pinos y de gruesos robles.

El capitán y sus amigos se subieron a la peña y permanecieron escondidos entre los espesos matorrales de plantas salvajes.

En aquel mismo momento aparecía en el montículo una extraña procesión, que se dirigía precisamente hacia la roca, en la que se veía un agujero que parecía recién hecho.

Abrían la marcha dos chinos con aspecto de campesinos, cubiertos de gruesos vestidos de algodón y sobre cuyas espaldas se apoyaba una caja adornada con dorados y esculturas.

A pocos pasos los seguía un hombre de aspecto repulsivo, al que faltaba la nariz. Sus labios estaban contraídos en una mueca horrible y sus manos llenas de heridas y descarnadas. Vestía una casaca azul con bocamangas rojas y grandes flores amarillas, sus pies calzaban sandalias de alta suela de fieltro que parecían nuevas y en la cabeza llevaba una especie de casquete de seda roja adornada con borlas.

Detrás iban algunos hombres y varias mujeres que salmodiaban unos versículos.

—¡Pero si es un funeral! —exclamó Fedoro, estupefacto.

—Esto no me gusta nada —dijo Rokoff con una mueca.

—Creo que se equivoca usted, señor Fedoro —observó el capitán—. ¿No ve que el ataúd está vacío?

—El muerto lo sigue.

—¡Lo sigue! —exclamaron al unísono el capitán y el cosaco.

—Es el hombre al que le falta la nariz.

—¿No está bromeando? —preguntó el capitán del «Gavilán».

—Es un leproso, señor.

—Veo que está cubierto de heridas.

—Ahora lo van a enterrar.

—¡Vivo!

—Vivo, señor.

—¡Oh, no podré creerlo nunca!

—Usted no conoce las costumbres chinas.

—Sólo unas pocas…

—Le aseguro que el muerto es el leproso.

—¿Vamos a permitir que lo entierren vivo? —preguntó Rokoff empuñando el Mauser—. Vamos a matar a los que lo quieren suprimir.

—No harías más que retrasar el funeral, porque el leproso exigiría ser enterrado.

—¿Tú crees que él lo quiere?

—¿No ves cómo avanza tranquilo hacia la fosa? —preguntó Fedoro—. Por otro lado para él la muerte es algo muy deseado; aquí a los leprosos no los cura nadie. Los rehuyen como a perros rabiosos, se los abandona en una cabaña y se les deja morir en un aislamiento total. Este hombre debo de haber pedido que lo entierren con todos los honores, para poner término a su sufrimiento, y sus parientes van a satisfacer sus deseos, muy contentos de poderse desembarazar de un ser peligroso.

—¡Estos chinos son unos verdaderos canallas!

—Aquí existe la costumbre de enterrar vivas a las personas engorrosas. Voy a contaros un hecho curioso: el emperador Yang-Yu hizo prisioneros a doscientos mil rebeldes y, para no llenar las cárceles con ellos, los hizo enterrar vivos. Como veis, esta costumbre aún sigue vigente.

—Pero éste no es un rebelde —dijo el capitán.

—Aún es más peligroso, porque puede contagiar a todo el pueblo —replicó Fedoro.

—Si, como usted dice, es cierto que este desgraciado está contento de marcharse al otro mundo, no vamos a interrumpir esta lúgubre ceremonia —dijo el capitán—. En cambio, si vemos que en el último momento opone alguna resistencia, no permaneceremos impasibles. De momento, dejémoslos que se arreglen solos.

Cuando los portadores llegaron a la fosa, dejaron el féretro en el suelo, mientras los parientes, los amigos y las mujeres, permanecían a cierta distancia, tal vez por miedo a contraería horrible enfermedad.

El leproso se paró junto al agujero, como para asegurarse de que era suficientemente profundo.

Luego, se volvió hacia el cortejo, saludó sonriendo, sacó un frasquito que llevaba colgando de la cintura, se lo llevó a la boca y lo vació sin que sus manos temblasen.

—Debe ser opio —dijo Fedoro.

Acto seguido, el leproso se echó en el rico féretro, cruzó las manos sobre el pecho e hizo un gesto con la cabeza, todo ello sin perder la tranquilidad.

Los portadores cerraron el ataúd, clavaron sus bordes y lo descendieron en el hoyo, echando después sobre él la tierra amontonada a los lados.

—Se va contento —dijo Rokoff, estupefacto—. Estos chinos parecen no temer a la muerte.

—Es verdad —repuso Fedoro—. Figúrate que se preparan el ataúd muchos años antes de morir y lo guardan debajo de la cama.

—¡Y nosotros que los hemos dejado hacer!

—Era algo que no nos concernía —dijo el capitán—. Por otra parte, al no intervenir, hemos abreviado el sufrimiento de aquel desgraciado, que tal vez duraba desde hacía años. Bajemos y cortemos el paso a estas personas. Si su pueblo no está lejos, iremos y compraremos té.

Dieron la vuelta al peñasco y cuando hubieron hallado un sendero, esperaron a que llegaran los participantes al entierro.

Al ver aparecer a aquellos tres hombres armados con fusiles, los chinos se reunieron rápidamente, cubriendo a sus mujeres, las cuales creyeron que se las tenían que haber con unos bandidos y se pusieron a chillar desesperadamente.

—Paz —dijo el capitán en buen chino—. No temáis nada del hombre blanco, porque es amigo de los chinos.

Un anciano que llevaba una coleta muy larga y bigotes que le llegaban a la mitad del pecho, dio un paso adelante moviendo las manos en forma de abanico y repitiendo: ¡isin!, ¡isin!, palabra que equivale a un cortés saludo.

—¿Quién es el hombre al que habéis enterrado? —preguntó el capitán.

—Un leproso, señor, que estaba harto de sufrir —respondió el anciano, echando una ojeada asustada a los tres extranjeros.

—¿No lo habéis obligado a hacerlo?

—No señor, lo juro por mi familia.

—¿Dónde está vuestro pueblo?

—Allá abajo, en el fondo del valle.

—¿Sois muchos?

—Toda la población está aquí.

—¿Podéis vendernos té?

—Sí, señor.

—Traedme todo el que podáis; sin embargo, os advierto que si nos hacéis esperar demasiado o si intentáis huir, mandaré un dragón enorme a que os siga y os devorará a todos.

—Conocemos demasiado el poderío de los hombres blancos para querer exponemos a correr el riesgo de hacerlos enfadar —replicó el anciano, sin dejar de temblar.

—Como no me fío de vosotros, me dejaréis algún rehén hasta que regreséis.

—Te dejare la hija del leproso.

—A condición de que no esté enferma.

—Tú mismo podrás juzgar, señor, que está más sana que yo. ¡Ven, Tsi!

Una niña de trece o catorce años, de rostro gracioso, en el que los rasgos chinos eran muy poco acentuados, excepto el color de la piel que era de un amarillo claro y de largos cabellos recogidos en una trenza, dio un paso adelante, balanceándose sobre sus zapatitos casi microscópicos.

Como su padre, el pobre leproso, vestía una casaca de seda azul y llevaba anchos pantalones que le llegaban hasta los tobillos. En la cabeza llevaba una estola llamada nin-hiai, que utilizaban las personas de clase social acomodada.

Miró con curiosidad al capitán y a sus dos compañeros, parpadeando con sus largas pestañas sedosas, luego se sentó en una piedra con actitud resignada y dijo brevemente al anciano:

—Te obedezco.

El grupito, después de haber saludado a los extranjeros, se alejó en dirección al fondo del despeñadero, sin que un solo músculo de aquel gracioso rostro sé hubiera movido lo más mínimo.

—El padre de esta muchacha debía ser un rico agricultor —dijo Fedoro, que la había observado atentamente—. Las campesinas no visten nunca de seda ni deforman sus pies.

—¡Tal vez era el jefe del pueblo! —sugirió el capitán.

—Seguramente.

—¡Qué piececillos tan graciosos! —dijo Rokoff—. Jamás he visto otros tan pequeños y no creía que los chinos consiguieran detener su desarrollo hasta un punto tal.

—Las personas de condición holgada, se siente obligadas a que sus hijas tengan pies minúsculos, porque ello aumenta el valor comercial de la mujer y tú sabes que las esposas se compran. Cuanto más pequeño es el zapato que se presenta al futuro marido, más cantidad de dinero debe pagar éste.

—¿No cuenta aquí la belleza?

—Viene en segunda posición.

—¡Extraño país!

—Supongo que al principio, esta costumbre debía tener una razón —dijo el capitán.

—Se dice que los chinos de la antigüedad eran muy celosos de sus mujeres y que recurrían a este bárbaro sistema para impedirles que huyeran. Lo cierto es que, con los pies tan deformes, no pueden caminar mucho.

—Deben sufrir mucho, al menos los primeros tiempos —dijo Rokoff.

—Esto es indudable —respondió Fedoro.

—¿Cómo hacen para detener el crecimiento? —preguntó el capitán.

—Para que la operación sea un éxito, según el ideal de los hombres, doblan los dedos bajo el pie, excepto el pulgar, que debe permanecer libre, luego se las arreglan para que el talón cambie de dirección y que se ponga vertical en lugar de horizontal. Para ello emplean vendajes de seda o de algodón de un metro y medio de largo y de un palmo de anchura. La operación comienza cuando la niña tiene seis o siete años y no finaliza hasta que todas las partes del cuerpo han terminado su crecimiento. Sin embargo, a veces recurren a métodos más bárbaros, golpeando la parte dorsal del pie con piedras hasta producir fracturas.

—¡Qué tortura! —exclamó Rokoff.

—Además, los vendajes van estrechándose cada vez más y a veces son incluso cosidos.

—Me gustaría ver estos pies.

—Nunca lo conseguirás. Las mujeres chinas no conceden este privilegio ni siquiera a sus maridos.

—¡Oh! ¡Qué hermoso país la China! —exclamó Rokoff, riendo—. ¡El país de las sorpresas increíbles!

—¡Ya regresan los hombres! —dijo el capitán—. La amenaza de mandarles el terrible dragón ha surtido efecto.

El anciano había aparecido, acompañado por los portadores del féretro, que ahora iban cargados con dos enormes cestas llenas de la aromática planta. El capitán dio a los tres hombres dos tael, precio muy superior al valor real del contenido de las cestas, otro a la niña y acto seguido se dirigió a la cumbre, con Fedoro y Rokoff.

—Vámonos —dijo.

Cuando llegaron al «Gavilán» la máquina estaba ya funcionando.

—¿Estamos listos? —inquirió el comandante.

—Sí, señor —respondió el maquinista.

Entraron en el aparato, las hélices horizontales se pusieron en movimiento, las alas comenzaron a batir ligeramente y el tren trasero despegó, en dirección a la ladera opuesta de la montaña. En el margen del bosque, los tres chinos y la muchacha, anonadados, lo miraron levantarse.

—Rumbo oeste —dijo el capitán al maquinista—. Iremos a cazar a las orillas del Hoang-ho.

XI. Cañonazos junto al Hoang-Ho

Cuando hubo atravesado la altiplanicie, el «Gavilán», que aceleraba su marcha hasta conseguir los cuarenta kilómetros por hora, se había lanzado sobre un inmenso valle, cerrado por dos cadenas de montañas cortadas casi a pico, y cubierto por una espesa niebla que el viento agitaba amenazadoramente.

Más que niebla, eran bancos de nubes de extraordinario espesor, formados por varios estratos muy blancos, llenos de lluvia.

En el valle, el agua debía de caer con mucha fuerza, ya que el estrépito se oía desde el aeroplano.

El «Gavilán», que se mantenía a una altura de setecientos metros, no tardó en hallarse en medio del banco, conduciendo a los aeronautas por entre las masas vaporosas.

No hay que creer que las nubes forman siempre masas compactas, como aparecen a los ojos de las personas que se hallan en tierra. A menudo forman verdaderos bancos, de considerable largada y anchura, separados por ligeros estratos de aire, más o menos vastos, que dejan caer la lluvia a los estratos inferiores, sin dejarla llegar al suelo.

Los hay, a tres mil quinientos metros, a mil quinientos e incluso, a doscientos de la superficie terrestre.

El «Gavilán», después de haberse deslizado por entre aquellos bancos, volvió a ver el sol al pasar sobre un nuevo grupo de montañas orientadas hacia el sudoeste.

Volvían a verse pueblecitos, rodeados de campos cultivados con esmero y arrozales que terminaban en pantanos. El «Gavilán» descendió hasta doscientos metros, de manera que los aeronautas descubrían a menudo a campesinos, quienes, como en los demás lugares, huían a toda velocidad o se escondían en la maleza en cuanto veían la presencia del gigantesco pajarraco; a veces, llegaban incluso a cubrirse con tierra y yerbas por miedo a ser devorados por aquel animal que tomaban por un terrible dragón.

Mientras, ante los ojos de los aeronautas desfilaban paisajes maravillosos, siempre distintos los unos de los otros.

Había unos prados fértiles en donde pastaban inmensos rebaños de ovejas; cadenas montañosas con las laderas cubiertas de bosques centenarios, interrumpidos por valles y despeñaderos en los que circulaban impetuosas comen tes de agua; grandiosas plantaciones, divididas cuidadosa mente en cuadrados, donde crecían moreras, plantas de algodón y de añil; riquísimas huertas que rodeaban graciosos pueblecillos; de vez en cuando, una torre emergía de un fortín perdido en las crestas de algún monte.

Al sur, a gran distancia, se distinguía aún la gran muralla que seguía las caprichosas curvas, subidas y bajadas de una cadena de montañas.

En cambio, al norte, casi escondida por la niebla, aparecía una llanura muy vasta, que brillaba vivamente bajo los rayos del sol: era la estepa o el desierto de Gobi o, aún mejor, el Sha-mo, como lo llaman los tártaros.

A mediodía, apareció hacia el oeste una cinta plateada, que cortaba todo el horizonte.

—El río Amarillo —dijo el capitán, tras haberlo observado atentamente con unos anteojos—. Estamos en las fronteras del antiguo imperio chino; al otro lado está Mongolia.

—¿Vamos allí? —preguntó Fedoro.

—Sí, seguiremos durante varios kilómetros el curso del río, antes de emprender el vuelo a través del desierto.

—¿Por qué quiere atravesarlo cuando el camino para ir a Europa es hacia el sudoeste? —preguntó Rokoff.

El capitán miró al cosaco fijamente, pero no respondió, dio media vuelta y fue a hablar con el maquinista que estaba junto al timón.

—¡Qué hombre tan extraño! —exclamó Rokoff—. ¿Crees que es posible que no quiera llevamos a Europa? ¿Entiendes tú algo, Fedoro?

—No, Rokoff.

—¿Qué se debe proponer al llevarnos a través del Gobi?

—No logro adivinarlo.

—Tal vez quiera llevarnos a Siberia.

—¿Por qué?

—Yo he pensado que este hombre podría ser… ¿Tú qué crees, Fedoro?

—No sé.

—Un agente secreto de la policía rusa, encargado de descubrir a los exiliados que huyen de las minas siberianas.

—En este caso, al aceptarnos a nosotros en el «Gavilán», correría un riesgo enorme —dijo el ruso, riendo—. Yo creo que debe ser un científico.

—¿De qué nacionalidad? Me gustaría saber por qué razón no nos lo dice —exclamó Rokoff.

—Tal vez un día lo haga. Por otra parte, no podemos lamentamos ni quejamos de su hospitalidad, así pues no importa que sea americano, ruso, inglés o italiano… ¡italiano! Tiene un acento tan dulce, que yo me inclinaría por esta hipótesis. ¿No te has dado cuenta, Rokoff?

—De hecho, creo que su pronunciación no tiene la dureza del inglés, ni del alemán, ni…

—Señores, el Hoang-ho —dijo el capitán, acercándose bruscamente a ellos—. ¿Qué les parecería una cacería en una isla o a orillas del río? Dicen que entre los cañizales abundan los faisanes dorados y plateados.

—Me gustaría mucho, capitán —dijo Rokoff en seguida.

—Tengo unos fusiles de caza muy buenos y los pongo a vuestra disposición. Cuando lleguemos a un lugar desierto, aterrizaremos.

El Hoang-ho o río amarillo, transcurría ante los ojos de los aeronautas, abriéndose paso entre dos orillas cubiertas de gigantescos pinos y numerosas cabañas. Este río, llamado amarillo porque sus aguas, que fluyen por un lecho de arcilla, toman este color, es uno de los más importantes de China. Su longitud es de casi cuatro mil kilómetros.

Nace en Mongolia, en las ásperas montañas del Kulkum, donde los indígenas lo llaman Haro-muren. Después de muchos serpenteos va a bañar las tierras de las provincias chinas de Kan-Suhe, Chen-Si y Sian-Si, penetra en las de Ho-Nam y Kiang-Su y desemboca en el Mar Amarillo, a doscientos veinte kilómetros del Yang-tse-Kiang, el otro gigantesco río de la China.

Es una corriente de agua muy rápida, muy larga, llena de fosas que hacen muy difícil navegar por él.

Las crecidas del río han originado muchos desastres, a pesar de los numerosos diques construidos desde los tiempos de los primeros emperadores chinos hasta nuestros días.

En el momento en que el «Gavilán» llegaba a él, los islotes se hallaban llenos de pescadores abordo de sus sha-ting, especie de barcas llanas y algunos juncos de formas rústicas, con inmensas velas formadas por juncos tejidos, surcaban las aguas.

Al ver aparecer aquel monstruo volador que avanzaba a una velocidad sorprendente y con un fuerte ruido, un espanto inenarrable se apoderó de los chinos.

Los juncos apresuraron su marcha hacia las orillas, mientras los pescadores, enloquecidos por el terror, abandonaban sus embarcaciones a merced de la corriente.

—¡Un dragón! ¡Un dragón! —chillaban todos.

Los habitantes de las orillas, al oír aquellos gritos, salían de sus cabañas, pero en cuanto descubrían el monstruo volante, volvían a entrar en ellas, chillando y haciendo gestos de desesperación.

Rokoff y Fedoro se divertían mucho con las muestras de terror de los chinos y también el capitán parecía gozar del espectáculo que le permitía presenciar su aparato volador, el cual seguía las caprichosas curvas del río desde una altura de cien metros.

De repente sin embargo, sus risas se transformaron inesperadamente en exclamaciones de sorpresa y de angustia.

El «Gavilán» acababa de superar una curva, cuando de repente, de la orilla derecha partió un cañonazo, desde el centro de un nutrido grupo de pinos, seguido inmediatamente por el rugido del grueso proyectil.

Un fortín, escondido hasta entonces por las plantas, se delineó de pronto en el extremo de un pequeño promontorio que dominaba el curso del río y unos soldados de artillería, que ocupaban un baluarte, habían disparado contra el monstruo, descargando el mayor de sus cañones.

La bala, de grueso calibre, había pasado a pocos metros del artefacto, para ir a perderse luego entre la maleza de la orilla opuesta. Si el disparo hubiera sido algo más bajo, la aeronave habría sido destruida.

—¡Arriba! ¡Arriba! —gritaba el capitán, precipitándose hacia el maquinista.

Rokoff y Fedoro habían tomado rápidamente dos fusiles que estaban suspendidos de la barandilla y los cargaron a toda velocidad.

En aquel instante, un segundo disparo retumbó en el extremo del baluarte, detrás de un terraplén.

Un momento después, el ala de babor, medio rota por el centro del armazón se doblaba bruscamente, desviando el fuselaje.

El capitán había proferido un grito de furor.

—¡Canallas! ¡Nos han estropeado el aparato!

Rokoff y Fedoro habían contestado con dos disparos de fusil que habían matado a uno de los soldados.

Los demás, al ver caer a su compañero, habían echado a correr hacia una casamata, abandonando el cañón.

Por suerte, también los manchúes que se encontraban en el extremo opuesto del baluarte habían seguido su ejemplo y se habían refugiado en el fortín.

—¡Señor! —gritó Fedoro—. ¿Nos caemos?

—¡No! —respondió el capitán que no había tardado en recuperar su sangre fría—. Los planos inclinados resisten y, de momento, no hay ningún peligro. Pronto arreglaremos esta avería.

El aparato se mantenía a la altura primitiva, pero había disminuido su velocidad y se había inclinado hacia el ala herida.

Las hélices horizontales y las de remolque funcionaban a una velocidad vertiginosa para sostener el aparato, pero las alas ya no se movían, para no dañar más la que había sido tocada.

—¿Podremos resistir? —preguntó Rokoff que temía ver precipitarse de un momento a otro el «Gavilán» en las profundas y enlodadas aguas del río.

—Sí —respondió el capitán enfrascado en la tarea de imprimir la mayor velocidad posible a las hélices.

—¿No aterrizamos? —quiso saber Fedoro—. La orilla derecha está muy cerca.

—No tengo ningún deseo de dejarme asesinar por los manchúes. Si nos viesen bajar vendrían hasta nosotros para atacamos. Es preciso que nos alejemos hasta encontrar alguna isla o algún lugar desierto.

—¿Y si caemos antes de llegar? —preguntó Rokoff, que no se sentía muy tranquilo.

—El viento que sopla detrás de nosotros nos arrastra y actúa de maravilla sobre los planos inclinados. Mirad: no descendemos ni un centímetro.

—¡Malditos chinos!…

—Nos han tomado por genios malignos.

—¿Y el ala?

—La arreglaremos —respondió el capitán—. Sólo se trata de realizar una buena soldadura y atar bien la parte rota. Yo tengo conmigo todo lo necesario para llevar a cabo la reparación. El maquinista se encargará de sanar nuestra pobre ala. ¿Se ve aún el fortín?

—No, señor, lo esconde un meandro del río —contestó Fedoro.

—Pues creo descubrir, a dos o tres millas, una isla ideal para nuestros propósitos. ¿Hay alguien en las orillas?

—No veo más que bosques de pinos y cañizales.

—Espero que consigamos aterrizar sin ser vistos.

El «Gavilán», sostenido por sus planos inclinados y remolcado por su hélice proal, avanzaba lentamente sobre el Hoang-ho, empujado también por el viento, por suerte muy favorable.

Sin embargo tenía cierta tendencia a inclinarse hacia el lado del ala herida, aunque el peligro de precipitarse en el vacío parecía totalmente abandonado.

La isla aumentaba de tamaño a simple vista. Era un hermoso pedazo de tierra de forma alargada, situado en medio del río, en un lugar en donde éste tenía una anchura de más de dos kilómetros. El islote estaba rodeado por espesos cañaverales y junto a sus orillas crecían numerosas plantas, sobre todo pinos, encinas y azufaifos.

Numerosos pájaros acuáticos, grullas, patos, gaviotas y cormoranes, revoloteaban entre las cañas, formando, con sus gritos roncos, un mido ensordecedor.

—¡Hermosa islita! —exclamó Rokoff tras observarla atentamente.

—Y no hay ningún habitante —dijo Fedoro.

—Tomaremos posesión de ella sin ningún altercado e izaremos la bandera del «Gavilán», si la tiene.

—Sí, tiene una, pero no debemos exhibirla, por lo menos por ahora —dijo el capitán que lo había oído—. ¡Eh! ¡Maquinista, disminuye la marcha y dejémonos caer suavemente! Bastarán los planos inclinados.

La isla, que tenía un diámetro de más de una milla, se prestaba magníficamente al aterrizaje del «Gavilán» ya que, aunque los bordes estaban cubiertos por una espesa vegetación, el interior, en cambio, estaba formado por zarzas y pequeños matorrales.

Cuando se detuvo el movimiento de las tres hélices, el aparato, que había llegado ya al extremo del islote, empezó a descender lentamente, sostenido por los planos inclinados, que actuaban como dos inmensos alerones.

Pasó por encima de los primeros árboles, rozando sus copas, y luego se posó justo en medio de aquel pedazo de tierra despejada entre los matorrales.

Las dos alas, con media vuelta del árbol motor, se habían extendido horizontalmente, de manera que permanecieran perfectamente escondidas a la mirada de los posibles navegantes que circulasen por el río.

—¿Qué les ha parecido este aterrizaje? —preguntó el capitán con voz alegre.

—No podía resultar mejor —respondió Rokoff—. Puede sentirse orgulloso de su aparato, señor. Sin embargo, debo confesar que yo estaba convencido de que íbamos a precipitarnos en medio del río.

—Esto hubiera sucedido de no estar provisto mi «Gavilán» de planos inclinados —explicó el capitán—. Vamos a ver la avería producida por aquel maldito cañonazo.

Desembarcaron saltando por entre la maleza, y examinaron el ala.

El proyectil había roto el soporte principal a media altura, llevándose un pedazo de unos treinta centímetros y agujereando la seda, de manera que las nervaduras superiores, al no estar ya sostenidas, se habían doblado.

Era una avería grave, pero no irreparable.

—¿Cuánto tiempo necesitarás para efectuar la reparación? —preguntó el capitán al maquinista.

—Al menos, doce horas —dijo el interpelado.

—¿Responderás de la soldadura?

—Quedará usted satisfecho. Poseemos una buena reserva de bastoncillos de aluminio y una fragua.

—¿Podemos ayudarte?

—Lo haré todo solo.

—Tráeme fusiles de caza.

Luego, dirigiéndose a Rokoff y Fedoro, dijo:

—Señores, vamos a hacer una batida entre los cañizales de nuestra posesión. Creo que les gustaría comer un poco de carne fresca. Los faisanes dorados y plateados no deben faltar entre estos matorrales.

—Me encantará dar un paseo —repuso Rokoff—. Además, me gustaría saber si los manchúes del fortín han permanecido en sus puestos.

—¿Teme que vengan a molestarnos? No creo que nos hayan visto aterrizar en este islote.

—No hemos recorrido muchas millas, capitán.

—Seis, aproximadamente.

—Estamos muy cerca suyo.

—Les aconsejaría que no vinieran aquí —dijo el capitán—. Tenemos un armamento muy eficaz. ¡Señores, a cazar!

XII. Los comedores de opio

Armados con escopetas de doble cañón de fabricación americana y cargados con numerosos cartuchos, los tres aeronautas atravesaron el descampado y Se internaron en la maleza que adornaba las orillas del islote.

Ante ellos se alzaban bandadas de pajarillos, que huían en todas direcciones: urracas, alondras, codornices; pero aquella no era la caza que buscaban. Por entre los árboles y los cañaverales habían visto revolotear a numerosas parejas de faisanes dorados de espléndido plumaje; agachadizas, patos, gallinas salvajes y shui-nu, que sólo se encuentran en los lugares en donde hay un río o algún pantano.

Antes de disparar, decidieron dar la vuelta a la isla, para asegurarse de que las orillas opuestas estaban desiertas, porque querían evitar llamar la atención de cualquier persona.

En aquel momento, el río aparecía desierto y en su superficie no había ningún junco ni ningún otro tipo de embarcación.

Tampoco en las orillas opuestas aparecía ninguna clase de vivienda.

Frondosos pinos majestuosos lanzaban sus copas a cuarenta y hasta a cincuenta metros de altura, formando una verdadera maraña verde. Sin embargo, cabía la posibilidad de que debajo de las plantas se escondiesen barracas chinas o tártaras.

Los tres aeronautas habían llevado a cabo casi toda la vuelta de la isla sin ningún problema, cuando el capitán se detuvo ante un grupo de plantas de follaje muy nutrido, cuyas ramas aparecían cubiertas de una sustancia blanca parecida a la harina.

—¿Qué es esto? —preguntó dirigiéndose a Fedoro—. Parece como si hubiera nevado.

—Los pe-lah han estado trabajando —contestó el ruso.

—¡Los pe-lah! Me quedo igual que antes.

—Se trata de insectos que producen cera.

—¿Abejas?

—No, señor, parecen gusanos.

—¿Y qué es esta sustancia blanca?

—Cera de primera calidad.

—Ignoraba que hubiera otros insectos, a parte de las abejas, que dieran cera —exclamó el capitán.

—Los pe-lah son muy frecuentes en China y toda la cera consumida se obtiene de estas plantas.

—Si la encontramos aquí, significa que este islote recibe de cuando en cuando la visita de algún habitante de las riberas.

—¿Por qué?

—Porque los pe-lah no se propagan sin la ayuda del hombre. Los chinos acostumbran a recoger sus nuevos dentro de cucuruchos de hojas de palmera, y cuando encuentran plantas de estas que parecen fresnos, los suspenden de sus ramas. Los insectos no tardan en desarrollarse y cubren troncos, ramas y hojas de una capa de cera muy pura.

—¿Cómo la recogen? —preguntó Rokoff—. No me parece nada fácil despegarla.

—Pues es una operación muy sencilla. Cortan las ramas y las sumergen en agua hirviente hasta que la sustancia se ha disuelto.

—¡Son inteligentes, estos chinos!

—¡Ah!… ¡Vean…! No me había equivocado… Los recolectores han venido ya y han dejado incluso una barca.

En medio de los cañizales, atada al tronco de una planta, se veía una barquichuela muy estrecha, con la punta levantada, usada comúnmente para el transporte del arroz.

Era muy vieja, con los bordes medio gastados por la constante fricción de los remos. Sin embargo aún podía llevar a cabo la travesía del río sin correr peligro de hundirse.

—Si han dejado la barca aquí, señal de que hay habitantes en las orillas del río —dijo el capitán—. Señores, lo siento mucho pero no puedo permitirles que cacen en este islote. Deseo que todo el mundo ignore que el terrible dragón descansa aquí.

—¡Vayamos a los bosques! —dijo Rokoff—. La corriente no es muy fuerte en este lugar. Así podremos explorar las cercanías y nos daremos cuenta de si nos amenaza algún peligro.

El capitán permaneció pensativo durante un momento, considerando si debía aceptar la propuesta o rechazaría, luego dijo:

—No son más que las diez, por lo tanto hay tiempo para prepararla comida. ¿Saben conducir una barca?

—El Don me era familiar —respondió el cosaco—, y muy poca gente sabía servirse de una barca mejor que yo.

—En marcha, pues.

—¿No se inquietará el maquinista por nuestra ausencia? —preguntó Fedoro.

—No os preocupéis por él —replicó el capitán—. Trabajará más tranquilo.

Llegaron a la pequeña embarcación, la cual poseía dos pares de remos; se subieron a ella y cortaron las amarras.

Rokoff la empujó río adentro y remando vigorosamente, se dirigió hacia la orilla derecha, que estaba cubierta de árboles gigantescos, en torno a los cuales revoloteaban bandadas de cuervos y de hermosísimos y gordos gen-gang, es decir, patos mandarines, muy apreciados por los chinos.

Como la corriente no era muy rápida, debido a la anchura del cauce y de su escasa inclinación, al cabo de un cuarto de hora nuestros tres aeronautas desembarcaban en el lindar del bosque de pinos y de encinas, en un lugar que parecía totalmente desierto.

—¿Ve algo? —preguntó el capitán a Rokoff, que se había precipitado bajo los árboles, impaciente por efectuar una buena cacería.

—¡No veo a nadie!

—¿Estamos en territorio tártaro? —preguntó Fedoro.

—Sí —respondió el capitán.

Al ver pasar una bandada de faisanes plateados, el cosaco disparó hábilmente dos veces e hizo caer a cuatro o cinco deliciosas aves.

Aún no había terminado de repercutir la detonación, cuando a poca distancia oyeron algunos golpes de tam-tam.

—¡Demonios! —exclamó el cosaco, recogiendo precipitadamente las aves—. ¿Habrá algún pueblo por aquí?

—Somos tres y bien armados y la isla está lejos —contestó el capitán—. Nadie podrá adivinar que hemos venido de allí.

El rumor de los tam-tam había cesado y bajo los pinos y las encinas reinaba el más profundo silencio.

—¿Regresamos? —preguntó Fedoro—. Estoy inquieto por su compañero.

—Está en lugar seguro y nosotros vigilamos —respondió el capitán—. Continuemos nuestra cacería y exploremos el litoral.

Como sea que todas las aves huyeron al oír la detonación, los tres aeronautas se escondieron debajo de las plantas y se dirigieron al lugar en donde había resonado el tam-tam.

Puesto que tenían buenos fusiles en las manos y abundantes municiones, no se preocuparon mucho de la presencia de los tártaros, hombres valerosos, pero muy mal armados, puesto que aún hoy usan arcos y flechas.

Las aves volvieron a aparecer, cada vez en mayor número, brindando una caza abundante. Herrerillos grises, grandes mirlos, codornices, tórtolas, cuervos de collar blanco, agachadizas y faisanes revoloteaban por entre los matorrales, ofreciéndose en importantes bandadas a los disparos de los cazadores.

También se paseaban de un lado a otro numerosas liebres, que los chinos no cazan, puesto que prefieren los perros y las ratas, según ellos, mucho más gustosos.

El capitán y sus compañeros habían comenzado a disparar sin descanso, derribando tantos pájaros y liebres, que empezaban a temer por la resistencia de la barquichuela bajo tanto peso.

Así, sin casi darse cuenta, transportados por el ardor de la caza, se habían internado en el bosque, cuando de pronto, se hallaron ante una vasta cabaña de paja y barro, de doble techo y rodeada por una terraza, cubierta con esteras.

Un hombre robusto, de baja estatura, con la cara casi llana y muy ancha color limón y vestido con una tela muy basta de algodón, había surgido de un cerco situado a poca distancia, en el que parecían hallarse reunidos numerosos perros. Al ver a los extranjeros, intentó entrar precipitadamente en la cabaña, pero el capitán le interceptó la retirada.

—No tenga miedo —le dijo—. Aunque seamos europeos, no tenemos ninguna intención de hacerle daño. Hemos venido a cazar, nada más.

El tártaro, fácilmente identificable por sus rasgos faciales, hizo un saludo silencioso moviendo las manos y mirando a los extranjeros a través de sus espesas pestañas.

—¿Puede cobijarnos durante algunas horas, mediante una buena paga? —preguntó el capitán—. Venimos cargados de caza, tenemos hambre y nuestra barca está lejos.

—Mi casa no es un hotel —respondió el tártaro, que parecía muy contrariado—. Además, tengo a unos amigos que están durmiendo.

—No vamos a molestarlos. Sólo le pedimos que nos deje encender el fuego y que nos guise estos faisanes y algún pato mandarín. ¿Es usted campesino?

—Un tártaro no se ocupa de los productos de la tierra —replicó el propietario, molesto—. Soy criador de perros.

—¡Vaya una industria! —exclamó Rokoff, cuando Fedoro le hubo traducido la respuesta del tártaro.

—Pues es muy provechosa —contestó éste.

—Bueno, ¿acepta? —preguntó el capitán, impaciente—. No debiera rechazar un tael.

Al oír hablar de dinero, el tártaro, materialista como todos sus compatriotas, esbozó una sonrisa e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¡Deme! —dijo después.

El capitán le echó a las manos dos faisanes y un pato.

—Sobre todo, dese prisa —le dijo—. Es mediodía y aún no hemos comido.

—Este individuo me intranquiliza —dijo Rokoff, siguiendo al tártaro con la mirada.

—Los habitantes de esta región son medio salvajes —admitió Fedoro—. Los chinos no han conseguido aún civilizarlos, ni siquiera después de tantos siglos de contacto.

—Hubiera preferido regresar al islote —dijo Rokoff.

—Yo no —dijo el capitán.

—¿Se puede saber por qué?

—¿Saben ustedes que pienso constantemente en los manchúes que nos dispararon los cañonazos? Temo una sorpresa de su parte, por esto, para vigilar sus movimientos e consentido cruzar el río.

—¿Dónde está el fortín?

—En esta orilla. De manera que, si quieren buscarnos, se verán obligados a pasar por aquí, o por nuestra derecha o por la izquierda. En tal caso, haremos marcha atrás rápidamente y regresaremos a la isla.

—¿Y si llegaran antes de que la reparación estuviese ter minada? —preguntó Fedoro.

—Alzaríamos el vuelo como pudiéramos e iríamos más lejos hasta encontrar un lugar más desierto.

—También podríamos luchar —dijo Rokoff, con energía—. Yo no temo ni a los manchúes ni a los chinos.

Unos ladridos ensordecedores interrumpieron su conversación.

—¡Tal vez los perros tártaros odian a los europeos! —exclamó Rokoff, riendo—. Oíd el ruido. La han tomado con nosotros.

—A menos que nuestro anfitrión o alguno de sus huéspedes haya comenzado a estrangularlos —dijo Fedoro.

—¡Vaya! —exclamó el cosaco—. ¿Se crían perros para matarlos?

—También para comerlos.

—¡Oh! ¿Los engordan igual como se hace en nuestro país con los cerdos?

—Sí, pero no sólo por su carne, sino también para obtener unas hermosísimas pieles —dijo Fedoro—. En esta región y en Manchuria hay miles y miles de familias que viven de esta curiosa industria. Los perros pertenecen a una hermosa raza, poseen una piel finísima, que calienta más que la de nuestras ovejas y que se emplea en la confección de pieles de valor. Para tener un buen abrigo, se necesitan unos ocho animales y se venden a dieciocho, a veces también a veinte liras.

—¡Dos liras por perro! Es muy poco, Fedoro.

—¿Olvidas la carne?

—¡Bah…!

—Se efectúa una importante exportación de jamones de perro, muy apreciados por los chinos y se venden bastante caros, sobre todo si están gordos. Ya ves que se trata de una industria muy productiva.

—Capitán —dijo Rokoff— no pida que nos sirvan ningún plato de la región. Ese tártaro sería capaz de traemos carne de perro.

—Prefiero nuestros faisanes y nuestro pato —replicó el capitán, riendo—. No me gustan ni los perros ni los ratones.

—¡Oh…! —exclamó de repente Rokoff—. ¿No ha dicho el tártaro que tenía amigos en su casa?

—Sí —respondió Fedoro.

—¿Estarán durmiendo? No oigo ningún mido y sólo veo a nuestro anfitrión que no hace más que pasar por delante de la puerta.

—Es cierto —dijo el comandante, sorprendido por esta afirmación.

—¡Vayamos a ver si nos ha mentido o si sus amigos han desaparecido bajo tierra!

Los tres cazadores se acercaron a la casa y miraron por la puerta.

El tártaro había desplumado las aves y las había puesto a asar, atravesándolas con una pequeña lanza.

Sin embargo, no había mentido al decir que tenía amigos en casa. En una esquina, la más oscura de la habitación, estaban echados sobre una estera cinco individuos, pálidos y desfigurados, con la piel del rostro arrugada, la mirada vacía y la nariz afilada.

Aquellos hombres yacían unos encima de otros y temblaban como si sufrieran una fuerte fiebre, mientras sus pechos se hinchaban con un extraño rumor, que tenía algo de lúgubre.

Uno parecía dormido y de sus labios, agitados por un ligero temblor, caía un hilillo de saliva amarillenta, que llegaba hasta la estera.

El capitán y sus compañeros se detuvieron en el umbral de la puerta, mirando horrorizados a aquellos hombres que parecían a punto de exhalar el último suspiro.

—¿Quiénes son? —preguntó el capitán—. ¿Moribundos?

El tártaro, que estaba haciendo girar el asador, se volvió, hizo un gesto de enojo y dijo con voz tranquila:

—Son amigos míos.

—¿Los has envenenado?

—No…, son comedores de opio. Dejadlos dormir; no van a molestaros.

—¿Lo han fumado?

—No, lo han comido. Podéis cercioraros de ello, porque en sus bolsitas aún deben quedarles alguna bola.

—¡Qué se los lleve el demonio! —exclamó Rokoff, saliendo de la habitación—. Estos miserables me hacen perder el hambre.

El capitán y Fedoro, no menos asqueados, lo habían seguido porque preferían comer al aire libre que con aquellos repugnantes individuos.

—Yo creía que el opio se fumaba, pero ignoraba que se comiera —dijo el capitán—. Esta gente se envenena lentamente.

—Los comedores de opio son muy numerosos en China, sobre todo en Mongolia —repuso Fedoro—, a pesar de las le yes severas decretadas por el emperador.

—¿Toman mucho?

—En general se contentan con una bolita de cinco o diez centigramos; cuando ya tienen la costumbre, doblan e in el uso triplican la dosis.

—¿Qué efecto les hace?

—Al principio, provoca una gran excitación física e intelectual que, a veces, les vuelve agresivos; luego, un bienestar general los sumerge en un profundo sueño, embellecido por sueños muy placenteros. Poco a poco se van embruteciendo y se vuelven repugnantes, esqueléticos y temblorosos, como si tuviesen fiebre. Además, terminan no pudiendo casi andar. Un comedor de opio se reconoce fácilmente, porque es presa de una especie de somnolencia que lo hace moverse cada vez menos.

—¿No pueden abandonar este vicio?

—Aún sería peor; caerían en una profunda apatía que terminaría por llevarlos a la muerte —respondió Fedoro.

—¿Y si se fuma? —preguntó el capitán.

—Los fenómenos son casi los mismos, aunque menos intensos. ¿Quiere probarlo? El tártaro debe tener pipas y opio; antes, debo advertirle que las primeras veces, el narcótico produce náuseas y vómitos y fuertes dolores de cabeza.

—No tengo ninguna intención de probarlo. He oído contar que se bebía también con el café.

—Sí, en Turquestán. Esta bebida tan excitante se llama koknar. La gente tiene tanta costumbre de tomarla, que no podría vivir sin ella. Se ha convertido en una verdadera necesidad para ellos, como para la mayoría de los europeos, el café o el tabaco. El hombre que quisiera renunciar a ella, no podría resistir durante mucho tiempo; se convertiría en un infeliz, falto de toda energía, apático e incapaz de realizar cualquier trabajo.

—Entonces, nada de opio —exclamó Rokoff—. Prefiero mil veces mi pipa cargada de buen tabaco.

En*aquel momento el tártaro salía de la cabaña, llevando en una fuente de barro los faisanes y el pato mandarín, acompañados de pien-hoa y de hing, diversas especies de plantas que crecen en los estanques y que sustituyen el pan, casi desconocido en Tartaria y en Mongolia.

Llevaba también una jarra llena de aguardiente, arroz y algunos jamones que, por su forma, debían de ser de perro, engordado con gusanos de seda, según la costumbre china.

—Puedes volverte a llevar los jamones, no nos gustan —dúo Fedoro.

El tártaro los miró sorprendido, dio media vuelta y regresó a su casucha murmurando.

Los tres aeronautas se sentaron debajo de una hermosa encina que, a pesar del frío, había conservado su follaje y atacaron con gran apetito el asado y las hortalizas, saboreando con deleite los dos faisanes.

—Esta es una comida que nos envidiaría mucha gente —dijo Rokoff, que comía por cuatro—. Capitán, sus pasteles de California y de Australia harían el ridículo al lado de estas deliciosas aves.

—Nadie podrá impedirle hacer provisión de estos animales —respondió el comandante—. Mongolia es rica en pájaros y en todo tipo de animales salvajes, además iremos a cazar todos los días. Ustedes no tienen prisa por regresar a Europa, ¿verdad?

—No, señor —respondió Fedoro—. Sin embargo, deseo avisar a mi casa de Odesa que durante algún tiempo no hagan referencia a mí y encargar a mi representante en Hong-Kong que compre el té que no he podido obtener del difunto Sing-Sing.

—Esto es muy fácil —repuso el capitán—. Se manda un telegrama.

—Pero, señor…, ¿olvida usted que aquí no hay oficinas de telégrafos y que estamos en Mongolia?

—Si no las hay aquí, no tardaremos en encontrar una que, en pocas horas, transmitirá su mensaje.

—¿Dónde la encontraremos?

—No se preocupe —dijo el capitán con una sonrisa misteriosa—. Prepare el telegrama y dentro de tres días llegará a su casa. ¡Oye, tártaro, tráenos más verdura! El señor Rokoff se la ha terminado.

—¡Estaba tan rica! —exclamó el cosaco, riendo.

—¿Me has oído? —gritó el capitán volviéndose hacia la casa.

Con gran sorpresa por su parte, el tártaro no dio señales de vida.

—¿Dónde habrá ido? —preguntó Fedoro, un poco inquieto.

El capitán avanzó hasta la puerta llamando al propietario en voz alta, sin éxito.

Entró en la cocina y sólo vio a los comedores de opio, que continuaban inmóviles, unos encima de otros.

—¿No está? —preguntó Rokoff, uniéndose a los otros dos.

—Ha desaparecido —respondió el capitán.

—¿Habrá huido?

—Señores, esta desaparición me inquieta —dijo el capitán—. Recojamos nuestra caza y regresemos. No estoy tranquilo.

—¿Qué es lo que teme? —preguntó Fedoro.

—No olviden que somos extranjeros y que el odio del chino y del tártaro por el hombre blanco, todavía permanece firme.

—¿Habrá ido a alguna aldea cercana a buscar refuerzos para que nos hagan prisioneros?

—Esto es lo que temo. Tomemos nuestras aves y corramos al río.

—¡Maldito país! —exclamó Rokoff—. No se puede ni siquiera almorzar sin tener problemas.

Estaban a punto de penetrar en el bosque, cuando Fedoro se detuvo detrás de un grupo de pinos enorme, gritando:

—¡Quietos!

—¿Qué ocurre? —preguntó Rokoff.

—Nos han cortado la retirada.

—¿Quiénes?

—Los manchúes. ¡Miradlos, están atravesando el bosque!

—¡Maldito tártaro! —gritó Rokoff—. Nos ha traicionado.

—¿Son los soldados del fortín?

—Seguramente —respondió Fedoro.

—Vayamos a la choza. Allí, por lo menos,'estaremos en lugar cubierto y podremos resistir más tiempo —dijo el capitán.

—¿Y el «Gavilán»? —preguntaron angustiados Fedoro y Rokoff.

—Mi maquinista no es un hombre que se deje sorprender fácilmente y las hélices pueden funcionar en un momento. Somos nosotros los que estamos en peligro. Por suerte poseemos buenos fusiles de caza y podremos derribar a los manchúes.

XIII. La traición del tártaro

La casa del tártaro, a pesar de tener las paredes de barro y el techo de paja, era un excelente refugio, suficiente para impedir la entrada de las balas, tanto en la habitación inferior como en la superior.

La galería que la rodeaba era sólida y la puerta maciza estaba formada por gruesas tablas de madera reforzada con barras de hierro. Por lo tanto, podía servir de fortín contra unos hombres que no debían poseer más que pésimos fusiles de avancarga, ya muy viejos.

El capitán, cuando se hubo asegurado con una mirada de la solidez de las paredes, que tenían un espesor de medio metro, hizo cerrar la puerta y puso unas barricadas con unas piedras que debían haber servido de asientos. Luego, subió a la habitación superior para poder ver mejor las maniobras de los manchúes. Ésta, como la inferior, sólo estaba amueblada con alfombras de bambú y una linterna de papel de cera, descolorida por el paso del tiempo. En un rincón se veía una de aquellas camas que emplean los campesinos chinos, hecha de ladrillos y con un espacio vacío debajo, para encender el fuego durante las noches frías, y unas cuantas mantas de grueso fieltro muy sucias.

En cambio, había muchos recipientes de barro, llenos de aguardiente de arroz y una colección de pipas para fumar opio.

Los tres aeronautas, convencidos de que se encontraban solos, se acercaron a la ventana que daba a la veranda y desde la cual se dominaba un gran trecho de bosque.

Los soldados manchúes estaban aún a unos tres o cuatrocientos metros y avanzaban lentamente, sin ninguna precaución, charlando y bromeando.

Eran unos doce, muy sucios, con las ropas desgarradas, sombreros de fieltro negro con el borde doblado y con borlas; llevaban chaquetas de algodón azules y altas botas de gruesa tela negra y suela blanca. En los hombros llevaban una capa de piel de oveja con el pelo hacia afuera y mosquetones largos, pesados, de mecha.

—¡Vaya unos guerreros maravillosos! —exclamó Rokoff, riendo—. No serán ellos quienes nos pongan fuera de combate.

—Ten cuidado —dijo Fedoro—. Son fuertes y valerosos.

—¿Nos habremos equivocado? —dijo el capitán—. No me parece que tengan ideas belicosas. ¿No veis cómo avanzan tranquilos, sin encender las mechas de sus fusiles?

—Es cierto —repuso Fedoro—. Tal vez vengan aquí para beber un poco de aguardiente. Ese tártaro debe de ser un tabernero.

—Sin embargo vienen hacia aquí y no podemos impedirles que entren —dijo Rokoff—. ¡Oh! Tengo una idea.

—¿Cuál? —preguntó el capitán.

—Podemos recibirlos y hacerles los honores de la casa.

—Pero es que al ver que somos extranjeros no van a dejarnos en libertad —dijo Fedoro—. Los europeos no deben cruzar la gran muralla porque corren grave peligro.

—¿Son los soldados que nos han disparado con el cañón?

—Claro, señor Rokoff —respondió el capitán—, por eso no me gustaría habérmelas con ellos.

—Ya nos las arreglaremos para salir de este atolladero.

—¿Cómo? Tal vez si sacáramos la escalera y dejáramos a los soldados dueños de la habitación inferior…

—Bajaremos estas jarras para que se emborrachen pronto —dijo Fedoro—. Ya que el tártaro está ausente, beberán tanto como querrán.

—Buena idea —dijo Rokoff—. Démonos prisa, los manchúes están a cien pasos.

Cogieron las tres vasijas mayores y las llevaron a la cocina, luego sacaron las piedras y entornaron la puerta, sin que los comedores de opio abrieran los ojos.

El capitán y sus compañeros subieron rápidamente a la habitación superior, retiraron la escalera y cerraron el agujero con una gruesa alfombra.

Apenas habían terminado todas estas operaciones, cuando los manchúes llegaron ante la puerta.

El soldado, que iba en primer lugar, la abrió con un fuerte puntapié, gritando con voz tempestuosa:

—Changhi, tráenos cham-chú; tenemos tanta sed que te vaciaremos todas tus jarras.

Al no recibir respuesta, penetró en la choza, seguido por los demás.

—Changhi ha desaparecido —dijo el manchú—, y ha dejado el cuidado de su casa a estos borrachos. ¡Bah! No van a protestar aunque asaltemos estas vasijas, que parecen haber sido colocadas ahí para nosotros. ¡Peor para Changhi; no encontrará ni una gota de su cham-chú!

Los manchúes, tan grandes bebedores como los cosacos y los irlandeses, se sentaron alrededor de las jarras y empezaron a beber a gollete sin ocuparse de los comedores de opio, los cuales, por otra parte, no habían interrumpido su sueño.

Los tres aeronautas, echados sobre el suelo, observaban a los bebedores a través de un boquete de la alfombra. De vez en cuando, se levantaban por tumo, para echar una mirada hacia el bosque, para ver si regresaba el tártaro.

—En cuanto estén borrachos nos marcharemos con cuidado —dijo el capitán—. Si el tártaro vuelve antes, va a estro-pesar nuestros planes, de manera que me gustaría que permaneciera alejado.

Los manchúes, al verse solos, bebían a grandes tragos. Las tazas se llenaban y vaciaban con una rapidez extraordinaria, sin lograr apagar la sed de aquellos robustos hombres.

Los primeros signos de la embriaguez no tardaron en hacerse notar. Reían, bromeaban, hablaban todos a la vez, se agitaban como locos y a veces discutían mutuamente.

De repente, uno de ellos se levantó y descolgó una pipa de la parea.

—¡Busquemos opio! —gritó—. Tenemos aún dos jarras de bebida y Changhi todavía no ha vuelto.

—Así se emborracharán antes —dijo Fedoro.

—¿Llega ya el tártaro? —preguntó el capitán a Rokoff, que se había acercado a la ventana.

—Todavía no.

—Si estos manchúes continúan bebiendo con esta avidez, dentro de un cuarto de hora seremos los dueños del lugar.

Los manchúes, ya casi ebrios, encontraron, en un hueco de la pared, una gruesa bola de opio, de la mejor clase, la llamada chandoo, muy apreciado por los chinos, y varias pipas para fumarlo. Éstas difieren un poco de las empleadas por los fumadores de tabaco.

'Se componen de un tubo cilíndrico, de unos cincuenta centímetros, abierto por un extremo y cerrado por el otro y de una cazoleta cónica situada a unos diez centímetros del extremo cerrado.

Como el opio es muy jugoso y está siempre impregnado de humedad, antes de echarlo en la pipa se lo coloca en una cucharilla y se lo calienta hasta que ha adquirido cierta consistencia.

Una vez realizada esta operación, se enciende acercándolo a un bastoncillo de incienso o simplemente a una llama.

Los manchúes, cuando hubieron preparado y encendido las pipas, volvieron a beber, con mayor ardor si cabe, alternando el opio con el aguardiente de arroz. Un humo denso no tardó en invadir la habitación, hasta subir a la habitación superior a través de la estera.

—Nos emborracharemos también nosotros —dijo Rokoff, levantándose.

—Creo que es el momento de irnos —dijo el capitán—. Los soldados no soltarán sus vasos mientras quede en ellos una gota de alcohol. ¿No hay nadie fuera?

—No —respondió Fedoro.

—¿Dónde habrá ido el tártaro? Esta ausencia tan prolongada me intranquiliza.

—Dejémoslo estar y vámonos —exclamó Rokoff.

Cogió la escalera y la sacó por el balcón.

—Pase usted, capitán.

—Allá voy —respondió el comandante, cogiendo el fusil.

Echó una rápida mirada a su alrededor y no viendo a nadie, descendió velozmente.

Apenas llegó al suelo y Rokoff y Fedoro estaban bajando por la escalera, cuando de detrás de unos matorrales salió un relámpago, seguido por una fuerte detonación y por el silbido característico de un disparo.

El capitán se volvió inmediatamente y apuntó con su fusil. Un hombre salió de entre las plantas y emprendió la huida, intentando protegerse detrás de los árboles.

—¡Canalla! —gritó el capitán—. Ya esperaba yo algo así.

Disparó dos veces y el hombre que huía cayó sin un grito, desapareciendo entre las plantas.

Rokoff y Fedoro, se habían echado al suelo de un salto, al mismo tiempo que preparaban sus armas.

—¡Huyamos! —gritó el cosaco—. ¡Los soldados!

—¿Dónde? —preguntaron Fedoro y el capitán.

—¡Allí están, avanzando entre los árboles!

De pronto se oyeron dos o tres disparos.

Unos soldados salían de detrás de las encinas, disparando.

Los tres empezaron a correr, piernas para qué os quiero, dirigiéndose hacia el Hoang-ho. Los manchúes se habían lanzado tras ellos y continuaban disparando, pero sin éxito, porque las balas daban contra los árboles.

Un cuarto de hora después, el capitán y sus compañeros llegaron a la orilla del río, a poca distancia de la barca.

Los manchúes, que se detenían a menudo para cargar sus mosquetones, habían quedado muy rezagados. Sin embargo se oían sus voces que se acercaban.

—De prisa, a la barca —dijo el capitán.

—¿Vamos al islote? —preguntó Rokoff, cogiendo los remos.

—No, iremos a la otra orilla. Sería peligroso mostrar a los manchúes que nos hemos instalado en este islote.

La barca, accionada con fuerza por el cosaco, cortó la corriente oblicuamente, dirigiéndose hacia la orilla izquierda, que distaba casi tres kilómetros.

Para protegerse de los disparos de los soldados, Rokoff se acercó al islote, con el fin de quedar cubierto por él.

El capitán y Fedoro se habían echado a popa, sin soltar los fusiles.

Los manchúes empezaron a hacerse visibles.

Chillaban como fieras y saltaban como cabras montesas. Cuando llegaron a la orilla, se escondieron detrás de los árboles y renovaron con más ardor sus disparos.

Eran unos veinte y a su derecha se hallaba el tártaro. El bribón había logrado salvarse de los disparos del capitán y por miedo a los disparos de los otros dos, se había echado al suelo, fingiéndose muerto.

—¡Canalla! —exclamó el comandante del «Gavilán» al descubrirlo—. ¡Lástima que nuestros fusiles de caza tengan tan poco alcance! Si tuviese un Mauser o uno de mis Winchester, no gritarías tanto.

El fuego de los manchúes continuaba sin descanso, pero las armas de los aeronautas ya no podían ser utilizadas debido a la distancia; tampoco las antiquísimas de los soldados conseguían llegar al blanco.

De vez en cuando, alguna bala llegaba a la barca, pero sin tener la fuerza necesaria para atravesar la madera.

Rokoff, que remaba con furia, alcanzó la punta meridional de la isla con poco esfuerzo, cambió de rumbo, desapareciendo del campo de mira de los manchúes y luego reemprendió el camino hacia la orilla opuesta.

El capitán y Fedoro, puestos en pie, miraban entre los árboles para ver si descubrían al maquinista. Aquellos disparos debían haberle asustado y hecho abandonar la reparación.

La barquichuela se había alejado unos cincuenta o sesenta metros del islote, cuando lo vieron entre los cañizales.

—¡Escóndete! —le gritó el capitán, mientras los manchúes volvían a disparar contra el islote—. Te esperamos ahí abajo. Date prisa.

El maquinista hizo una señal afirmativa con la cabeza, lo vieron correr entre la maleza y finalmente, desaparecer.

—¿Faltará mucho para que termine la reparación? —preguntó Fedoro.

—Si el maquinista no ha dejado de trabajar durante todo este rato, el «Gavilán» no tardará en poder levantar el vuelo —explicó el capitán.

—¿Y si los manchúes atraviesan el río?

—Huiremos y dejaremos que el maquinista se encargue de recogernos.

—¿Y si desembarcan en la isla?

—¿Por qué tendrían que hacerlo? Han visto muy bien que nos dirigíamos a la orilla opuesta, por lo tanto no se ocuparán más que de nosotros. No creo que nadie haya visto al «Gavilán» aterrizar en medio del río. Además, de momento, no tienen barcas.

—¿Ha sido el tártaro quien nos ha traicionado?

—No me cabe la menor duda —repuso el capitán—. Mientras comíamos ha ido al fortín a avisar a los soldados. Tal vez espere alguna recompensa.

—¡Bribón!

—Ha conseguido una —dijo Rokoff, riendo—. Tres jarras de cham-chú vacías, que los soldados seguro que no le pagarán.

—¡Ya llegamos! No veo ninguna cabaña.

La barca se había detenido junto a un banco de arena que se prolongaba hasta la orilla.

Los tres aeronautas la llevaron más adelante, en donde la corriente no pudiera arrebatársela, luego se dirigieron hacia el bosque, cuyos árboles se hundían en las aguas del río.

El lugar parecía desierto. No había más que pinos, encinas, azufaifas y bandadas de pájaros.

Rokoff se aventuró algunos metros por entre la maleza hasta el borde de un pantano lleno de cañas y desde donde la mirada podía alcanzar varías millas.

Mientras, los manchúes, tras haber desperdiciado muchas de sus municiones, al ver que no obtenían más resultado que el de asustar a los pájaros acuáticos, se habían dirigido hacia el norte, siguiendo las orillas del río, para poder vigilar mejor el movimiento de los extranjeros y quizá también con la esperanza de hallar alguna embarcación.

Pero en aquella dirección no se descubría ningún junco, ni siquiera una de aquellas barcas que sirven para el transporte de té o de arroz y que son muy frecuentes en el Hoang-ho.

—Se ve que no han renunciado a darnos caza —dijo el capitán, que los seguía con la mirada.

—Si encuentran alguna embarcación atravesarán el río.

—Capitán, ¿aceptaría usted un consejo? —preguntó Rokoff, al regresar de su exploración.

—Le escucho.

—Remontemos la corriente también nosotros.

—¿Con qué fin?

—Para alejar a los soldados del islote, atacar los juncos que bajen por el río e impedir que nuestros adversarios se apoderen de ellos.

—No me disgusta la idea. El «Gavilán» nos dará alcance igualmente y de esta manera alejaremos el peligro de nuestro maquinista y del aeroplano.

—Además, podremos continuar la cacería —añadió Fedoro.

Regresaron al banco y volvieron a subirse a la barca, para remontar la corriente y dejar atrás el islote.

Cuando los manchúes los vieron reaparecer, los saludaron con gritos salvajes, pero como sabían que sus disparos no tenían suficiente alcance, no gastaron municiones.

Los tres aeronautas fingieron no haberse dado cuenta de su presencia y continuaron tranquilamente su viaje, disparando de vez en cuando contra los patos mandarines y las demás aves que revoloteaban a su alrededor en gran número.

Habían recorrido ya tres o cuatro millas, deteniéndose con frecuencia para recoger los animales que mataban, cuando Fedoro, que se hallaba a proa, dio un grito de rabia:

—¡Estamos perdidos!

—¿Qué ocurre? —preguntaron Rokoff y el capitán al unísono.

—¡Un junco de guerra viene hacia nosotros!

—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff—. ¡Esta aventura va a terminar mal!

—El «Gavilán» aún está averiado… —exclamó Fedoro—. ¿Hacia dónde podemos huir?

El capitán no respondió. En lugar de mirar el junco, había vuelto su mirada hacia el islote, en donde veía aparecer y agitar encima de los árboles las alas de su aeroplano.

—Llegarán demasiado tarde —dijo al fin—. El «Gavilán» no tardará en llegar y nos cogerá bajo las narices de los manchúes y de la tripulación del junco. Señor Rokoff, demos media vuelta.

XIV. El desierto de Gobi

El velero señalado por Fedoro era una de aquellas macizas naves que los chinos denominan ts’tao ch’wan y que el gobierno imperial ha destinado a los ríos importantes, tras a reorganización de la flota, para vigilar a los piratas que pululan en todos los ríos del país.

Se trata de armazones monstruosos, que no ofrecen ninguna resistencia a los disparos de la artillería moderna y que resultan poco manejables, de formas barrocas y toscas. En realidad son unos pésimos veleros.

Al descubrir a los manchúes que les hacían frenéticas señales, el comandante de la nave, había modificado su rumbo para ir a recogerlos, creyendo seguramente que necesitaban su ayuda para algo.

Fedoro sabía que los juncos de guerra llevan cañones y numerosa tripulación, por lo que aconsejó a Rokoff que se protegiese detrás del islote a fin de no exponerse al fuego del velero.

—Llegaremos antes de que el junco haya embarcado a los manchúes —dijo el capitán—. Aún debe recorrer una milla y esto nos bastará.

—¿Pero podremos resistir nosotros si el «Gavilán» no está en condiciones de levantar el vuelo?

—He visto que las alas se movían, esto quiere decir que el maquinista ha terminado de soldarlas. Señor Rokoff, atraque en la isla. Veo que los manchúes hacen señales al junco.

—Ya llegamos, señor —respondió el cosaco que remaba con fuerza.

En aquel momento se oyó la voz del maquinista:

—¡Capitán! ¡Cuando quiera…!

—¿Has terminado?

—¡Sí, señor y el «Gavilán» está a punto de marcha!

La barca estaba a pocos pasos de la orilla y el junco aún no había llegado a donde esperaban los manchúes.

—¡Al suelo! —gritó el capitán.

Apenas habían puesto los pies en el suelo, cuando a lo lejos se oyeron fuertes ruidos que repercutían bajo las plantas que cubrían los bordes del río.

Un instante después, una bala chocaba contra la barca, partiéndola en dos.

—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff, dando un salto—. Si nos descuidamos, ese proyectil nos agujerea el estómago.

Se echaron bajo los árboles, mientras el junco disparaba una segunda ráfaga, que chocaba contra las encinas cercanas a la barquichuela y echaron a correr en dirección al «Gavilán».

El maquinista los había precedido.

—Cambia en seguida de rumbo y alcemos el vuelo —dijo el capitán.

—Al momento, señor —respondió el eficiente joven, poniendo en movimiento las alas y las hélices.

El junco había dejado de disparar para que pudieran subir los soldados. Era el momento oportuno para levantar el vuelo.

El «Gavilán» emprendió una veloz carrera, rozando el suelo, luego viró casi en redondo y empezó a elevarse, describiendo un inmenso semicírculo.

Cuando los soldados y los chinos del junco vieron elevarse al monstruo por encima de sus cabezas, quedaron como petrificados, sin poder servirse de sus armas. Aquel instante de excitación había bastado al «Gavilán» para alcanzar los quinientos y luego los setecientos metros.

Cuando la artillería del velero volvió a funcionar, el aparato estaba ya fuera de su alcance y de todo peligro.

—¡Al norte! —gritó el capitán al maquinista.

El aeroplano, que volaba a una velocidad de treinta millas por hora, cruzó el río, mientras los manchúes, furiosos por haber sido burlados, descargaban desordenadamente sus mosquetones, dirigiéndose hacia el septentrión.

—¡Perseguidnos ahora, si sois capaces! —dijo Rokoff—. Os esperamos en el desierto de Gobi para ofreceros una botella de Gin.

—No creía que esta aventura terminase tan bien para nosotros —exclamó Fedoro—. Si el «Gavilán» no hubiese estado a punto, no sé si a estas horas estaríamos con vida. Los cañones del junco nos hubieran destrozado en pocos minutos.

—Hay que reconocer que aquellos marinos no disparaban mal. El maquinista debe de haber realizado verdaderas proezas para reparar la avería en tan poco tiempo. ¿Ha que dado sólida el ala?

—No temáis —dijo el capitán, acercándose a los dos amigos—. Acabo de revisarla y os aseguro que aunque recibiese un nuevo disparo, no volvería a romperse.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Rokoff.

—Estamos a pocas millas del desierto y os he prometido haceros probar las truchas de los lagos de Caracorum.

—Vayamos a pescar las truchas, puesto que luego viraremos inmediatamente hacia el sudoeste.

—Llegado el momento, cambiaremos de ruta; de momento es imposible.

—¿Qué se lo impide, capitán?

—Algo que no les puedo comunicar y que, además, no les concierne. Les he prometido llevarlos a Europa o a la India y lo haré. Esto es lo único que debe de preocuparles. Maquinista, ¿puedes preparar la cena mientras yo tomo el timón?

—¿Dónde querrá llevarnos este hombre? —preguntó Rokoff a Fedoro, cuando estuvieron solos.

—Dejémosle hacer —respondió el ruso—. No tenemos derecho a inmiscuirnos en sus asuntos. De todos modos, un día conoceremos el motivo de esta carrera misteriosa a través del desierto. Poseemos la inteligencia necesaria para sacar nuestras propias conclusiones.

Se encontraban ya sobre el desierto. Tras una pequeña cadena montañosa que delimita al norte la cuenca del Hoang-ho, el «Gavilán» descendió hacia una árida llanura cubierta de arena, protegida por un grueso manto de nieve.

Era el principio del Sha-mo, es decir del Gobi, el desierto del Asia Central, que ocupa buena parte de Mongolia y que forma como una barrera entre la Siberia meridional y el imperio chino propiamente dicho.

No es realmente un desierto árido, como el africano, ni siquiera igual de soleado, sino que en invierno hace mucho frío debido a los vientos helados que soplan de la cercana Siberia y de las nieves que caen en abundancia en noviembre, diciembre y enero.

Aunque tiene trechos arenosos, tiene también estepas en donde la hierba crece muy alta, ríos como el Urangu, el Ou-kom y el Kerulén, además de pequeños lagos, siempre llenos.

Va desde la cadena de los Grandes Altai, que se extiende hacia el oeste, y la del Chingan que transcurre hacia el este y está poblado por numerosas tribus nómadas que se dedican a la cría de caballos, camellos y ovejas; pero, igual que los terribles tuareg del Sahara, se dedican también al robo, destrozando y saqueando las caravanas.

En el momento en que el «Gavilán» descendía sobre el desierto, no se distinguía ningún campamento, a pesar de hacerlo en un lugar que solía estar frecuentado por nómadas uratos, que forman una de las tribus más populosas del Sha-mo.

Sólo se veían numerosas liebres, las cuales, asustadas, huían en todas direcciones, escondiéndose entre los raros matorrales que crecían, desperdigados.

En lo alto, en cambio, revoloteaban grandes halcones y, tan asustados como los pequeños animales terrestres, se alejaban a toda prisa de aquel monstruo que volaba de modo extraño, batiendo febrilmente sus inmensas alas.

—¡Qué soledad! —dijo Rokoff a Fedoro—. Las estepas del Don y del Caspio son tristes, pero este desierto aún lo es más, vive Dios. ¡Si por lo menos se viesen campamentos!

—No tengas estos deseos, Rokoff —respondió Fedoro—. Si nos descubren, no dudarán en darnos caza y perseguirnos encarnizadamente.

—No resistirían durante mucho tiempo una carrera similar.

—No digo lo contrario, sin embargo prefiero que se mantengan a distancia. Están mejor armados que los tártaros, porque compran fusiles a los rusos de Kiathta y alguna bala pudiera darnos.

—¿Están aún lejos estos lagos de Caracorum?

—Si continuamos avanzando a esta velocidad, llegaremos antes de mañana por la noche.

—¿Tendrá el capitán alguna cita en ese lugar?

—¿Con las truchas?

—¡Bueno! ¡Veremos si se trata de truchas, amigo Fedoro! Esta vuelta hacia el norte me parece sospechosa.

—Hacia el noroeste —corrigió el comerciante en té, echando una ojeada sobre la brújula situada cerca de proa.

Mientras cambiaban sus impresiones, el «Gavilán» continuaba su marcha endiablada, luchando sin cansancio contra el helado viento que soplaba de la cercana Siberia. Se había elevado hasta cuatrocientos metros y de vez en cuando se desviaba, ya a la derecha, ya a la izquierda, como si el capitán buscase un lugar adecuado para descender.

Cuando, al fin, vieron delinearse al horizonte una peque ña cadena de montañas, se dirigieron hacia ella, a una velocidad de hasta cuarenta millas por hora. La región continuaba siendo desértica, pero de vez en cuando estaba interrumpida por zonas nevadas sobre las que se veían correr, a gran velocidad, numerosos perros viperinos, animales parecidos a las martas, de cuerpo alargado, cabeza corta y afilada, piernas muy cortas y pelo marrón con manchas oscuras. Iban seguramente en busca de algún lago, porque son excelentes pescadores.

Hacia las cinco, en el momento en que desaparecía el sol y las tinieblas empezaban a llenarlo todo, el «Gavilán» aterrizaba suavemente en una pequeña colina en la que crecían abedules, laureles y pequeños pinos.

—La cena está a punto —dijo el maquinista.

—Estamos dispuestos a devorarla —respondió el capitán.

—Espero que no venga nadie a molestarnos —dijo Rokoff.

—Aquí no estamos en el Hoang-ho y hasta ahora no hemos encontrado a nadie. Antes de emprender el descenso he observado atentamente los declives de la colina y no he descubierto ningún campamento.

—Señores, cuando quieran.

A pesar de que soplase un viento muy frío, cenaron en el puente, protegidos por una lona que el maquinista había tendido para que no se apagase la lámpara de acetileno.

—Considero inútil montar una guardia —dijo el capitán cuando hubieron terminado—. Cerraremos la puerta y dormiremos tranquilamente.

—¿No hay animales feroces, en el desierto de Gobi? —preguntó Rokoff.

—Sí, osos y leopardos de las nieves, pero el armazón de nuestro vehículo es demasiado duro para sus garras. Señores, vayamos a dormir.

Levantaron las alas del aparato para que ningún animal pudiera estropearlas, cerraron la puerta y se retiraron a sus cabinas, deseándose una buena noche.

Rokoff, que no estaba muy cansado, en lugar de cerrar los ojos y apagar la luz, se echó sobre la cama para fumar aún una pipa.

De vez en cuando prestaba atención al silbido del viento que, desde hacía un rato, había aumentado, barriendo las cumbres de las colinas y doblando los árboles y las enormes alas del «Gavilán».

Sin saber por qué, el buen cosaco no estaba tranquilo y pensaba con obstinación en los osos y en las panteras mencionadas por el capitán.

Estaba a punto de cerrar los ojos y caer dormido, cuando le pareció oír hacia el lado de pared contra el que se apoyaba la litera, unos ruidos muy extraños.

Parecía como si unas fuertes uñas rascasen el exterior del aparato.

—¿Será el viento que lanza piedras contra la pared metálica? —se preguntó—. ¿O tal vez alguien que trata de subir a cubierta?

Un poco inquieto, se incorporó en la cama, prestando atención a lo que oía. El viento ululaba muy fuerte e imprimía ligeras sacudidas al aparato y sin embargo oyó distintamente unos ruidos poco tranquilizadores.

—Algún animal trata de atacar la pared metálica —se dijo Rokoff—. El aluminio no va a ceder, pero ¿y si ese animal sube a cubierta y estropea las alas?

Encima de su cama colgaba un grueso revólver. Lo cogió, tomó la lámpara y entró en la cabina de Fedoro, que se encontraba al lado de la suya.

El ruso dormía profundamente, bien envuelto en su gruesa manta de lana.

—¡Despierta! —le dijo, sacudiéndolo vigorosamente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el ruso, al abrir los ojos.

—Alguien trata de subir a cubierta.

—¿Estás soñando?

—Todavía no he cerrado los ojos.

—¿Quién puede amenazarnos? Aquí no hay manchúes.

—Pero hay fieras.

—La puerta está cerrada y el metal es duro.

—¿Y si echan a perder las alas? ¿O si estropean las hélices o los instrumentos de vuelo?

—Tienes razón, Rokoff —dijo Fedoro descendiendo de la cama y poniéndose los pantalones—. ¿Has despertado al capitán?

—Nosotros dos nos bastamos.

—¿Has visto la fiera?

—No, sólo la he oído. Ven a mi cabina y toma tú también el revólver.

Fedoro se vistió y lo siguió rápidamente.

—¿Oyes? —preguntó Rokoff, acercándose a la pared.

—Sólo el aullido del viento.

—Escucha atentamente, Fedoro.

—¡Sí! ¡Alguien trata de atacar el metal!

—¿Y encima? ¿Has oído?

—Sí, hay algo que rueda sobre el puente.

—¿Serán los nómadas del desierto?

—Vayamos a verlo, Rokoff. Tenemos doce balas de grueso calibre.

—¡Salgamos!

—¿Sin avisar al capitán?

—¡Pero si no estamos seguros de que exista algún peligro real! Dejémoslo dormir.

—Vamos pues, Rokoff.

—Toma la lámpara que está detrás mío.

Subieron de puntillas los cuatro escalones que llevaban a la escotilla, el cosaco sacó la barra que la mantenía cerrada y salió, apuntando con el revólver.

Fedoro lo había seguido, pero una fuerte ráfaga de viento apagó la lámpara que sostenía en la mano izquierda.

—¡Oh! ¡Por las estepas…!

Rokoff no terminó la frase. Había dado un salto atrás, con tan mala fortuna que su compañero había caído al suelo.

En la oscuridad había visto mover una sombra cerca de la rueda del timón. ¿Era un hombre o una fiera?

El cosaco, que aún no se había acostumbrado a la oscuridad, no pudo vislumbrar en seguida con qué adversario se las tenía que ver. Sin embargo, apuntó su revólver contra la sombra y disparó tres veces seguidas.

La sombra dio un chillido ronco, luego, con un salto cruzó la barandilla y emprendió la huida.

—¿Le has dado? —preguntó Fedoro, que se había levantado con rapidez y que también se preparaba a disparar.

—Tal vez lo haya herido —replicó el cosaco mientras se dirigía hacia la barandilla.

La sombra se había incorporado velozmente y corría por entre la maleza, intentando alcanzar un nutrido grupo de abedules. En aquel momento aparecieron el capitán y el maquinista, ambos armados con carabinas.

—¿Qué hacen aquí, señores? —preguntaron—. ¿Contra quién han disparado?

—He disparado contra un animal que se paseaba sobre cubierta —respondió Rokoff.

—¿Lo ha visto bien?

—Vagamente.

—¿Un leopardo de las nieves?

—Me pareció más bien un oso, capitán —dijo Fedoro.

—¿Ha huido?

—Sí —dijo Rokoff.

—¿Por qué no nos habéis avisado? Podían ser más de uno y asaltaros.

—Podíamos disparar hasta doce veces.

—Señores míos, admiro su valor y estoy muy satisfecho de tener junto a mí a unos hombres sin miedo. ¿Ha estropeado algo ese animal?

—No lo creo.

—¿Cómo os habéis dado cuenta de que había alguien a bordo?

—Todavía estaba despierto y he oído que alguien trataba de trepar —explicó Rokoff.

—Los osos son bastante frecuentes en esta región y son muy peligrosos. Éste debía ser un melanoleco, un plantígrado que sólo puede hallarse en el Tíbet y en Mongolia.

Mañana intentaremos volverlo a encontrar. Acostémonos otra vez; supongo que después de haber tenido esta acogida no se les ocurrirá volver a venir de paseo a la cubierta de nuestro «Gavilán».

XV. Los leopardos del Sha-Mo

A pesar de las palabras tranquilizadoras del capitán, Rokoff tardó mucho en poder dormir, puesto que a cada momento le parecía oír las uñas del oso contra la pared externa del aparato.

Sólo después de medianoche, cuando el viento comenzaba a hacerse más débil, se decidió a apagar la luz y consiguió conciliar el sueño.

Pasó toda la noche soñando en manadas de osos que habían acampado en torno al aeroplano, para impedir la salida a los aeronautas.

Cuando los primeros rayos de sol penetraron en la cabina, el capitán despertó al ruso y al cosaco, gritando:

—¡En pie, señores! Espero poderles ofrecer un pedazo de oso para desayunar.

Se armaron con tres carabinas Express, armas que no alcanzan más allá de los cuatrocientos metros, pero que son preferibles a los fusiles de caza porque sus balas, vacías en su interior, además de alcanzar una gran Velocidad, producen unas heridas terribles debido a su gran expansión.

Cuando tuvieron una cada uno, abrieron la escotilla y tras haber prestado atención a todos los ruidos exteriores, subieron a cubierta, echando una mirada circundante.

El oso no debía haber regresado. Los instrumentos, brújulas, barómetros y termómetros suspendidos a la balustrada, estaban en su lugar y se veía claramente que el animal no los había aplastado al subir por la pared.

Sólo una caja parecía haber sido volcada, seguramente en la precipitada huida del animal.

—No se na atrevido a regresar al aparato —dijo el capitán—. ¿Lo habrán herido?

Se dirigió hacia proa y, sobre cubierta, descubrió unas gotas de sangre.

—Le ha dado —dijo, dirigiéndose a Rokoff—. Tal vez esté ya muerto. Vamos a buscarlo.

Descendieron del armazón y se aventuraron entre la maleza que llenaba la cumbre de la colina.

Avanzaban con cautela, puesto que no tenían la certeza de que el animal hubiera estado solo. Rokoff sospechaba incluso lo contrario, ya que había oído que rascaban al mismo tiempo las paredes y cubierta.

A cincuenta metros, del aeroplano se alzaba un espeso grupo de abedules, rodeado de matas de avellanos salvajes. Los tres aeronautas supusieron que el animal se había refugiado en aquel lugar y se dirigieron hacia allí, apuntando sus carabinas con el fin de evitar cualquier sorpresa.

Habían recorrido ya la mitad del camino cuando, de repente, oyeron gritar al maquinista:

—¡Socorro, capitán, socorro!

—¡Demonios! —exclamó Rokoff, girando en redondo—. ¿Quién asalta a nuestro compañero?

El maquinista, de un brinco había saltado del aparato y corría a toda velocidad hacia los cazadores, con los ojos fuera de las órbitas y con los rasgos alterados por el miedo.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el capitán mientras iba a su encuentro.

—¡Allí! ¡Allí!… en el aeroplano… ¡un animal! —respondió el muchacho, con voz apenas audible—. ¡Iba a echárseme encima…!

—¿Un animal en nuestro «Gavilán»? —exclamó el capitán—. ¿Has estado soñando?

—¡No, señor, lo he visto… salía de debajo de la tienda que cubre las cajas de popa!

—¿Un oso? —preguntó Rokoff.

—No, no era un oso… parecía un tigre.

—¡Imposible! —exclamó el capitán.

—Pues yo le digo que sí es posible —dijo Fedoro—. No es raro encontrarlos en Manchuria.

—Esto se pone serio —respondió el capitán—. Preferiría tenerme que enfrentar a una pareja de osos. ¿Lo has visto huir?

—No sé si ha permanecido en cubierta o si ha saltado tras los matorrales —respondió el maquinista—. En cuanto lo he visto aparecer he brincado a tierra.

—Señores —dijo el capitán, volviéndose hacia el ruso y el cosaco—. Creo que son ustedes unos excelentes tiradores.

—Es cierto —respondió Fedoro.

—No falléis vuestros disparos; los tigres no tienen miedo y se echan valientemente sobre los cazadores.

—Tuve ocasión de conocerlos en la India —dijo Fedoro.

—Yo los conoceré ahora —añadió Rokoff.

—¿Dónde se escondía? —preguntó el capitán al maquinista.

—En popa, señor.

—Atacaremos desde proa.

Andando encorvados para que el sanguinario animal no los viera, se dirigieron lentamente hacia el aeroplano, seguidos a breve distancia por el maquinista, armado con una rama de pino que había encontrado en el suelo.

El tigre (suponiendo que lo hubiese), no daba señales de vida. O bien había huido aprovechando el terror del maquinista, o permanecía escondido detrás de las cajas y de la máquina, para atacar luego de improviso.

—No parece muy atrevido —dijo Rokoff—. Tal vez se haya dado cuenta de que tenemos intención de matarlo. No consigo verlo.

—Debe estar escondido —repuso el capitán.

—¡Malvado! Vamos a vernos obligados a agarrarlo por la cola.

—Se lo dejaré hacer a usted solo, señor Rokoff.

—Si se obstina en mantenerse escondido, tendremos que irlo a buscar.

Habían llegado a la popa del aparato, pero el tigre no aparecía por ninguna parte.

El capitán dio la vuelta por estribor para ver si el animal se hallaba agazapado detrás de la máquina.

—Nada —dijo— debe de haber huido.

—Lástima —respondió Fedoro—. Me hubiera gustado verlo saltar de cubierta.

—¡Otra vez será! —dijo el capitán—. Subamos.

—¿Y el oso? —preguntó el cosaco, que quería habérselas con algún animal.

—Pasaremos por encima de los matorrales y, si lo vemos, aterrizaremos. Maquinista, tomemos el vuelo.

—No necesito más que dos minutos, señores.

Montaron al aparato y se cercioraron de que el animal no estaba. Bajo la tienda encontraron algunos pelos, que no pertenecían a un oso.

—El muy pillo, ha estado escondido ahí debajo —dijo Rokoff—. Contaba con desayunar un buen bistec nuestro.

Depositaron los fusiles en proa, apoyándolos contra la barandilla y se reunieron en popa para saborear una buena taza de té, que el capitán había preparado con la ayuda de un infiernillo de alcohol.

Mientras, el «Gavilán» se elevaba suavemente, describiendo una especie de espiral, hasta colocar los trescientos metros.

—Despacio —dijo el capitán al maquinista—. Miremos a ver si encontramos el oso. Me sabría mal no cumplir con mi promesa.

—¿Cuál, señor? —preguntó Rokoff.

—La de ofreceros una buena tajada de carne de oso para desayunar. Sin embargo abriré bien los ojos. La vegetación no es muy tupida y, si es cierto que el oso ha sido herido, no puede haber ido muy lejos.

El «Gavilán» cuando hubo alcanzado la altura deseada, empezó a volar sobre los pinos y arces y el capitán y Rokoff vieron al maquinista abandonar el aparato.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó, sorprendido, el capitán.

—Señor… —balbuceó el joven, pálido como un muerto—. ¡El tigre está a bordo…!

—Te estás volviendo loco, hijo mío —dijo Rokoff—. Tienes alucinaciones.

—He oído un grito ronco… allí, al lado de la escotilla…

—¡Demonios! —exclamó el capitán, palideciendo—. ¿Es posible?

Estaba a punto de dirigirse a proa para apoderarse de las carabinas, cuando vio surgir de la escotilla una cabeza que lo hizo retroceder precipitadamente.

Un animal se había aferrado al borde del agujero e intentaba llegar a cubierta. Era un animal magnífico que se parecía un poco al tigre, de fuerte complexión, patas cortas, cabeza alargada de hocico muy saliente y de pelo gris con reflejos amarillos y lleno de manchas negras de forma circular.

Se trataba, sin duda, de un animal peligroso. Sus dimensiones eran las de un tigre corriente.

Parecía muy sorprendido y quizá también asustado al notar el movimiento del aeroplano. Sus grandes ojos de pupilas amarillentas, manifestaban un vivo terror y sus pelos estaban de punta.

—¡Un irbis! —exclamó el capitán—. ¡Un leopardo de las nieves! ¡Cuidado! Es tan peligroso como un tigre.

—¡Por las estepas del Don!… —gritó Rokoff—. ¡Los fusiles están en proa…!

—¡No os mováis! —ordenó el capitán—. El irbis podría echarse encima nuestro.

El cosaco, en lugar de obedecer, dio dos pasos al frente y se apoderó de una especie de arpón, que servía al maquinista para tensar la tela de las alas.

—De algo servirá —dijo, acudiendo de nuevo junto a los compañeros—. La punta es muy afilada y agujereará la piel de la fiera.

—Si pudiéramos aterrizar, el irbis estaría muy contento de marcharse —dijo Fedoro—. Mé parece que está más asustado que nosotros.

—Habría que acercarse a la máquina —respondió el capitán—. ¿Quién se atreve a hacerlo?

—¿Queréis que pruebe yo? —preguntó Rokoff.

—No, es una empresa demasiado arriesgada —replicó el capitán.

—¿Prefiere viajar teniéndolo como compañero? Yo no me atrevería a cerrar los ojos.

—¿Cómo podríamos aterrizar? —preguntó Fedoro—. ¿No hay ningún medio, capitán?

—Ninguno, a menos que disminuyamos la velocidad de las alas —repuso el comandante—. ¡Oh! Parece como si quisiera saltar a tierra.

—¡Una caída de cuatrocientos metros! —exclamó Rokoff.

El irbis, tras haber permanecido algunos instantes inmóvil cerca de la escotilla, había dado un paso atrás, sin separar los ojos de los cuatro aeronautas.

No parecía muy contento de aquel viaje emprendido involuntariamente.

Protestaba sordamente, se le erizaban los pelos y agitaba nerviosamente su larga cola. De vez en cuando, un escalofrío recorría todo su cuerpo y agitaba la cabeza de derecha a izquierda como si tratase de descubrir algún árbol para encaramarse.

Había comenzado a echarse atrás lentamente, moviendo primero una pata, luego otra, pero sin abandonar su posición de asalto.

Cuando vio que Rokoff daba un paso adelante con el arpón al frente, detuvo su marcha de retirada y se arqueó, como hacen los felinos cuando se disponen a atacar.

Abrió si magnífica boca, mostrando dos hileras de dientes blancos y afilados, y emitió un ronco rugido que terminó en una exhalación.

—¡No, Rokoff! —gritó Fedoro—. Se dispone a asaltarnos.

—¡Deténgase! —ordenó el capitán, el cual se había apoderado de una gran caja para precipitarla sobre el animal en el caso de que éste se lanzase sobre el cosaco—. ¡Déjelo retroceder!

—¡Terminemos de una vez! —dijo el cosaco—. Somos cuatro.

—Pero tres estamos sin armas —puntualizó Fedoro—. ¿Quieres que nos destroce?

—Deje que se aleje de la máquina —repuso el capitán—. Luego aterrizaremos.

El irbis permaneció inmóvil durante un segundo, sin dejar de quejarse, luego, se puso debajo y se encaramó a la barandilla, agarrándose a los hierros y mirando hacia abajo. Durante un instante, los aeronautas creyeron que iba a lanzarse al vacío; pero su alegría fue de breve duración.

La fiera, asustada sin duda por el abismo que se abría delante de ella, se había dejado caer de nuevo a cubierta. Temblaba de miedo y lanzaba a su alrededor miradas aterradas, pero en las que no dejaba de pasar un relámpago de ferocidad.

Volvió a retroceder hacia proa, sin dejar de seguir con los ojos a los aeronautas, quienes no osaban moverse aún, y se escondió tras una caja, sin cesar de manifestar su rabia con frecuentes rugidos y violentas sacudidas de su cola.

—¡La máquina está libre! —dijo Rokoff—. Aprovechémoslo.

—¡Déjenme a mí! —respondió el capitán—. No se muevan.

—¿No va a asaltarle?

—Tal vez.

—En este caso, señor, le pido permiso para afrontar yo el peligro. Usted es el capitán y debe ser el último en ex poner su vida.

—¡Pero yo reclamo también el honor de dar mi vida para salvarles! —dijo Fedoro.

—Ni el uno ni el otro —replicó el capitán—. Además, vosotros no sabéis manejar la máquina.

Al ver que el ruso y el cosaco abrían la boca para replicar, añadió con voz enérgica:

—¡Basta, señores! Me sabe mal tenerles que recordar que soy yo el capitán y que, por eso mismo, me deben obediencia.

Luego, con un valor y una audacia admirables, avanzó hacia la máquina, desafiando a la fiera con la mirada.

El irbis no se había movido; pero sus largas uñas se habían hundido profundamente en la madera de la caja.

El capitán movió la palanca y retrocedió tranquilamente, sin apartar sus ojos del animal.

—¡Ya está! —dijo con voz perfectamente tranquila—. Dentro de cinco minutos habremos llegado a tierra.

El «Gavilán» comenzaba a descender. El movimiento de sus hélices se había detenido y las alas ya no batían sino ligeramente.

—¿Dónde caeremos? —preguntó Rokoff.

El capitán se inclinó sobre la barandilla.

La colina había quedado atrás y el aparato bajaba sobre el desierto que, en aquel lugar, estaba cubierto por una fina capa de nieve, endurecida por el frío viento del norte.

—Todo va bien —dijo—. Dispóngase a coger las carabinas, en cuanto el animal abandone el aparato.

El «Gavilán», sostenido únicamente por los planos inclinados, continuaba descendiendo suavemente.

El irbis, cada vez más asustado por las fluctuaciones que sufría el aparato, continuaba protestando y dando señales de inquietud. Se levantaba sobre las patas traseras, olfateando ruidosamente el aire y giraba la cabeza en todos sentidos.

De repente se notó una sacudida: el «Gavilán» había llegado al suelo.

—¡Atención! —gritó el capitán.

El leopardo había saltado la balaustrada de un brinco y se había precipitado en la nieve.

Permaneció un momento inmóvil, quizá sorprendido de hallarse en tierra, luego dio tres o cuatro saltos y se encaminó hacia un pequeño grupo de abedules enanos.

El capitán, Rokoff y Fedoro habían cogido las carabinas.

—¡Fuego…!

Tres disparos retumbaron por el aire, formando casi una sola detonación.

El leopardo, que se encontraba a unos cien pasos del aeroplano, dio un brinco al mismo tiempo que lanzaba un prolongado aullido, giró dos veces sobre sí mismo y cayó sobre la nieve sin dejar de agitar furiosamente sus patas.

Casi en el mismo instante se oyeron unos ruidos salvajes seguidos de unos disparos.

—¡Diantre! —exclamó Rokoff—. ¿Qué ocurre ahora?

—¡Los mongoles! —gritó el capitán—. De prisa, alcemos el vuelo.

—¿Y el leopardo?

—Se lo dejaremos a esos bandidos; nos falta tiempo para recogerlo. De prisa, avanzan al galope y disparan.

Un instante más tarde, el «Gavilán» se alzaba majestuosamente, saludado por una salva de disparos.

XVI. La persecución de los mongoles

Una cuadrilla de jinetes había surgido de improviso de los bosques de abedules y se había lanzado, en una carrera desenfrenada, en persecución del «Gavilán» gritando a pleno pulmón y descargando alocadamente sus fusiles.

Eran unos cuarenta o cuarenta y cinco, de baja estatura pero vigorosos, cubiertos en su mayoría, con pieles de oveja con el pelo hacia el exterior y de armiños, altas botas de fieltro negro parecidas a las de los manchúes, y la cabeza cubierta por gorros de pelo de perro o de civeta.

Su aspecto era poco agradable, con sus rostros anchos y planos, color melón, ojos oblicuos y salientes, largas barbas rizadas y cabellos atados en forma de cola, adornados con lazos medio deshechos.

Iban todos armados con fusiles muy antiguos, unos de mecha y los otros de piedra, con carabinas, cimitarras de larguísimo filo y cuchillos parecidos a los jatagan de los afghanes. Montaban caballos muy delgados, de cabeza alargada, patas finas y nerviosas que corrían como el vierto agitando sus largas colas.

En medio de ellos, brincaban y ladraban unos perros de raza tibetana, de espalda robusta, labios colgantes, hocico fruncido, de aspecto más feroz aún debido a dos profundos pliegues y colas peludas. Se trata de unos animales terribles, que se utilizan para guardar rebaños y que no temen afrontar a los osos de las estepas, a los que vencen muy a menudo.

—¿Quiénes son éstos? —preguntó Rokoff, que había introducido un nuevo cartucho en la carabina—. ¿Bandoleros?

—Nómadas mongoles —respondió el capitán, que los observaba atentamente—. Si no son realmente unos bandidos, son igualmente temibles y no quisiera hallarme entre sus manos.

—¿Quieren perseguirnos?

—Esperan apoderarse del «Gavilán».

—Al parecer, no lo han tomado por un monstruoso dragón como los chinos. Son menos supersticiosos y más valientes.

—Además, nos han visto —añadió Fedoro—. Habrán pensado que un dragón no se deja montar por cuatro hombres y habrán descubierto que se trataba de un maravilloso artefacto volador.

—Van a derrengar inútilmente a sus caballos —dijo Rokoff—. No pueden luchar contra nosotros, ¿verdad capitán?

—Esperémoslo —respondió el comandante, en un extraño tono que no dejó de sorprender vivamente al ruso y al cosaco.

—¿Por qué dice «esperémoslo» señor? —preguntó Rokoff, mirándolo.

—Temo que tengamos que rechazarlos con las armas.

—¡Pero si vamos a una velocidad superior a las treinta millas por hora!

—A condición de que esto continúe…

—¡Ah! ¿Ha sufrido algún desperfecto la máquina?

—No, pero el ala averiada por el disparo de los manchúes no resistirá mucho tiempo —respondió el capitán, con la mirada fija en lo alto—. Temo que el viento que ha soplado de manera tan violenta la noche anterior haya dañado la soldadura, que fue hecha demasiado aprisa.

—¡Por las estepas del Don!

—Veo que oscila cada vez más y no me atrevo a forzar la velocidad. Temo incluso que nos veamos forzados a disminuirla. Miren, señores.

Rokoff y Fedoro, muy inquietos por aquellas palabras pesimistas, alzaron la mirada.

El ala, debilitada por el fuerte viento siberiano y soldada a toda prisa por el maquinista debido a la inesperada llegada del junco, sufría unas violentas oscilaciones que estaban a punto de hacerla doblar.

—¿Qué opinas tú, maquinista? —preguntó el capitán.

—Que no tardará en romperse de nuevo —respondió el interpelado—. Por miedo a que los manchúes se nos vinieran encima, no pude completar el trabajo, así que faltan las ligaduras. Ha sido culpa mía, pero el tiempo apremiaba y había que huir del peligro.

—Hiciste lo que pudiste, muchacho —respondió el capitán. La culpa es de los manchúes.

—Más bien de aquel canalla de tártaro, al que hubiera ahorcado con mucho placer —dijo Rokoff.

—Disminuye la marcha.

—Sí, señor —respondió el maquinista.

—¿Y los mongoles? —preguntó Rokoff.

—Dejemos que corran detrás nuestro, por ahora. A lo lejos veo unas colinas y si logramos cruzarlas, los dejaremos atrás —dijo el capitán—. Sin embargo, preparémonos para utilizar los fusiles. Dispongo de carabinas de largo alcance, bonísimos Remington que no fallan un blanco a mil quinientos metros y fusiles americanos de dieciséis para ametrallar a caballos y jinetes a doscientos pasos.

—Posee un verdadero arsenal, señor…

—Ya veis que nos es necesario. Dejad las carabinas Express que tienen un alcance demasiado limitado y que se prestan mejor para afrontar las fieras que para luchar contra hombres y tomemos los Remington.

Mientras el maquinista, que había dejado el timón en manos del capitán, iba a coger las armas, los mongoles continuaban la persecución, sin dejar de espolear sus caballos.

Tras el arranque del «Gavilán», habían permanecido muy rezagados, pero en cuanto el aeroplano empezó a disminuir de velocidad para no estropear aún más el ala, habían empezado a ganar terreno.

§in embargo, se hallaban aún a dos o trescientos metros, es decir demasiado lejos para que las balas de sus mosquetones pudieran alcanzar el «Gavilán». A pesar de ello, e vez en cuando, tal vez para darse ánimos o tal vez para atemorizar a los aeronautas, disparaban, pero de modo inofensivo, ya que aquellas viejas armas sólo tenían un alcance muy limitado, a pesar de las gruesas cargas de pólvora.

—Parece que están totalmente decididos a cogernos —dijo Rokoff a Fedoro.

—Continuarán persiguiéndonos hasta que sus caballos no puedan más.

—¿Son malos los mongoles?

—Quizá no, a veces incluso son hospitalarios, pero no hay que fiarse de ellos.

—Creo que les interesa más el «Gavilán» que nosotros.

—Deben querer apoderarse de él.

—¿Va a resistir el ala?

—Lo dudo, Rokoff. Cada vez oscila más y temo verla caer de un momento a otro.

—Y precipitamos nosotros tras ella.

—Están las hélices.

—No bastarán para sostenemos.

—Al menos retrasarán nuestra caída y la aminorarán.

—¡Si antes pudiéramos llegar a las colinas que ocupan todo el horizonte septentrional…!

—¿Crees que lo lograremos?

—No me parecen muy altas —respondió Fedoro, que las observaba atentamente.

—¿A qué altura estamos?

—A unos cuatrocientos metros.

—¡Si pudiéramos subir más arriba!

—El capitán no se atreve a forzar demasiado las alas.

—¡Oh!

—¿Qué te ocurre, Rokoff?

—Los mongoles aceleran la marcha y vuelven a disparar.

—Todavía están demasiado lejos para que las balas lleguen hasta nosotros.

—En cambio nosotros podemos disparar nuestros fusiles —dijo el capitán que los había alcanzado, llevando tres espléndidos Remington—. ¿Quieren comprobarlo? El blanco sólo está a mil metros y se distingue muy bien. ¡Usted, señor Rokoff! Los cosacos tienen fama de ser buenos tiradores.

—Trataré de no desmentir esa creencia, capitán. Apuntaré al jefe de fila, aquél que monta el caballo pardo. ¿El hombre o el animal?

—Antes el caballo; por otra parte, a pie, el mongol es como el gaucho de la pampa argentina: no cuenta, ya que es un pésimo caminante.

—Vamos a ver —dijo Rokoff.

Se apoyó en la barandilla de popa, se afianzó bien sobre las piernas y bajó el fusil, mirando con gran atención.

El arma permaneció un momento quieta, tendida en posición casi horizontal, luego se oyó un disparo.

El caballo pardo se encabritó, se alzó sobre sus patas traseras y, sacudiendo la cabeza alocadamente, cayó al suelo, tirando al jinete, antes de que éste tuviera tiempo de sacar los pies de los estribos. Los tres caballos que lo seguían inmediatamente chocaron contra él. Los caballos cayeron al suelo y los jinetes salieron despedidos por los aires.

—Muy bien, señor Rokoff —dijo el capitán—. Apostaría cualquier cosa a que su disparo dio en la frente del animal. Le admiro.

—Disparo como un cosaco de las estepas —respondió Rokoff, riendo.

Los mongoles, sorprendidos y asustados por aquel golpe maestro, se habían detenido en torno a los caídos. Pero su parada fue breve. En cuanto vieron que sus compañeros se levantaban, volvieron a partir al galope, disparando y vociferando.

—¡Vaya! ¡No les ha bastado! —exclamó el capitán—. ¿Quieren que los matemos? ¡Muy bien!

Estaba a punto de apuntar con su fusil, cuando en el aire se oyó un ruido siniestro, luego el aparato dio una sacudida, doblándose hacia un lado.

—¡Maldición! —gritó el capitán—. ¡Se ha roto el ala! ¡Maquinista, las hélices, antes de que empecemos a descender!

El aeroplano aún no había iniciado su descenso, a pesar de que el movimiento de las alas había cesado. El vientecillo que soplaba ligeramente dando en los planos inclinados lo sostenía y conservaba su altura de cuatrocientos metros.

—Van a alcanzamos, ¿no es cierto capitán? —preguntó Rokoff.

—¿Los mongoles?

—Sí.

—Están ganando terreno.

—Y el viento es cada vez menos fuerte —añadió Fedoro.

—Señores, es cuestión de no economizar municiones, por lo menos hasta que hayamos logrado superar aquellas colinas.

—Rokoff —dijo Fedoro—. Yo me encargo del jinete de la derecha; el de la izquierda es para ti.

—Yo me encargo del siguiente —añadió el capitán—. Vamos a ver si conseguimos detenerlos.

Apuntaron apoyándose en la barandilla, luego dispararon con pocos segundos de diferencia.

Esta vez no cayeron todos los caballos. Dos de ellos continuaron su carrera sin sus jinetes, quienes yacían sobre la nieve, sin dar señales de vida.

El tercero, en cambio, cayó como fulminado, haciendo dar a su montura una voltereta.

Los mongoles, al ver aquella matanza, se habían detenido otra vez, chillando desaforadamente y descargando sus mosquetones, cuyas balas no llegaban al «Gavilán».

El miedo empezó a ser presa en ellos. Transcurrieron varios minutos antes de que se decidieran a continuar la persecución.

Ahora qué conocían el inmenso alcance de las armas de los aeronautas, no avanzaban ya con el brío de antes y disminuían a menudo la velocidad de sus caballos.

—Nuestros disparos han producido un buen resultado —dijo el capitán.

—Ha sido una verdadera ducha fría, que ha calmado sus entusiasmos bélicos —respondió Rokoff—. ¿Quiere usted continuar, capitán?

—Es inútil sacrificar otras vidas humanas. Son pobres salvajes, dignos de compasión. Mientras continúen desde lejos y no disparen, dejémoslos galopar. Por otra parte, dentro de media hora los perderemos de vista; las colinas ya no estén lejos.

—¿Podrán cruzarlas? —quiso saber Fedoro.

—Ño creo. Las he observado hace un momento con los anteojos y me he dado cuenta de que son absolutamente impracticables para los caballos. Son verdaderos montones de rocas colosales, cortadas a pico, sin pasos viables —respondió el capitán—. Antes de que los mongoles les hayan dado la vuelta, transcurrirán muchas horas y habremos ganado tanto tiempo, que ya no habrá miedo de que nos cojan.

—De todas maneras, creo que es mejor que tengamos los fusiles dispuestos —dijo Rokoff, manipulando el gatillo de su fusil—. Vamos a encargarnos otra vez de los caballos.

Pero los mongoles continuaban a una distancia considerable, aunque sin abandonar la persecución. ¿Qué esperaban? ¿Qué él «Gavilán» se decidiera a descender o que cayera, víctima del cansancio?

Sin embargo el aeroplano no descendía, ni siquiera un metro. Sostenido por sus planos inclinados y por las hélices horizontales, y remolcado por la de proa, continuaba su marcha, a pesar de que el viento no se decidía a aumentar.

Su velocidad, de treinta millas por hora había descendido a sólo diez y, si los mongoles hubiesen querido, hubieran conseguido darle con sus disparos. A las diez, las colinas se hallaban a quinientos metros. Formaban una inmensa doble cordillera, que se extendía de este a oeste durante varias decenas de millas.

Más que colinas, eran rocas colosales y muy áridas. Ni en sus laderas ni en la cumbre se veía la menor planta y eran tan empinadas, que no permitían ni el ascenso a una mona.

Como su altura no era superior a los trescientos metros, el «Gavilán» que mantenía sus cuatrocientos metros, podía cruzarlas sin dificultad.

Los mongoles, al darse cuenta de que la presa tan deseada estaba a punto de escapárseles, espolearon enérgicamente sus caballos e intensificaron sus gritos. Cargaron sus armas y volvieron a disparar, por más que sus disparos carecieran de efectividad, debido al corto alcance de sus armas. Se agitaban furiosos sobre sus monturas, desenvainaban sus cimitarras, dando golpes a diestro y siniestro e insultaban a los aeronautas, quienes se contentaban con sonreír ante aquella manifestación de rabia impotente.

—¡Ya nos cogeréis otra vez! —les gritó Rokoff, amenazándolos con su fusil—. ¡De momento, no tenemos tiempo para dedicaros!

Como respuesta, obtuvo una descarga violentísima, pero el «Gavilán» volaba majestuosamente sobre la primera cadena de rocas, a través de un inmenso abismo.

Los mongoles se detuvieron delante de aquellos obstáculos infranqueables, sin cesar sus disparos y luego reemprendieron su desenfrenada carrera hacia el oeste.

—¿Intentan circundarla colina? —preguntó Rokoff.

—Parece que sea esa su intención —respondió el capitán—. Pero, por lo menos, tendrán que recorrer unas cuarenta millas hasta llegar al declive de la montaña y otras tantas, pura damos alcance.

—Sus caballos no van a poder recorrer ciento cincuenta kilómetros de un solo trecho —dijo Fedoro—. Están ya agotados.

—¡Lástima! —dijo Rokoff—. Esta persecución tan emocionante me apasiona.

—¿Y si hubiéramos caído? —preguntó el capitán—. Los mongoles no nos hubieran salvado el pellejo, se lo aseguro, porque son muy vengativos.

Su «Gavilán» está demasiado bien hecho, para desfallecer.

—La máquina podía tener una avería. Mejor que esto haya terminado de este modo, señor Rokoff.

—¿Hacia dónde nos encaminamos ahora? —preguntó Fedoro.

—A echar nuestras redes en los lagos del Caracorum —respondió el capitán, con una extraña sonrisa.

—¿Tanto le gustan las truchas de aquellos lagos, señor? —preguntó Rokoff.

—Dicen que son excelentes.

—¿Las ha probado ya?

—No, me lo ha dicho un amigo.

—Ya le daremos nuestra opinión —concluyó Rokoff, a penar de no creer que fuera esa la verdadera finalidad de aquel itinerario.

El «Gavilán» había sobrevolado también la segunda cadena de montañas y descendía hacia el desierto, virando ligeramente hacia el oeste.

El Sha-mo, más allá de aquellas colinas, perdía gran parte de su aridez. Si bien la capa de nieve que recubría las llanuras era más gruesa, también se veía vegetación formada por grupos de abedules y de pinos, agrupados en bosquecillos poblados por halcones, perdices de las nieves, liebres y armiños. Aquella región estaba habitada por los Chal-kas, tribu de nómadas hospitalarios, que se dedican a la cría de ganado y que viven bajo vastas tiendas de fieltro que van cambiando de sitio, según sus necesidades.

Cuando nuestros amigos llegaron a ese lugar, no había ningún campamento a la vista. Sin duda alguna, el frío los había empujado hacia el este para buscar pastos más abundantes en las laderas de los Grandes Chingan o en las orillas del Kerulene de la Chalka.

Poco después de mediodía el «Gavilán», que había encontrado una corriente de aire favorable procedente del sudeste, se hallaba a poca distancia de un pequeño lago, cuyas orillas estaban cubiertas por una abundante vegetación, compuesta de abetos gigantes, abedules, alerces, laureles, matorrales, rosas salvajes, manzanos salvajes y avellanos.

—Podemos bajar —dijo el capitán, haciendo una señal al maquinista—. Nuestras truchas nos esperan.

—¿Nos detendremos durante mucho tiempo? —preguntó Rokoff.

—Hasta que el maquinista haya reparado el ala de manera segura. ¿Tiene prisa por regresar a Europa?

—Ninguna, señor.

—¡Oh! ¡El telegrama!

—¿Cuál, capitán?

—Aquél que el señor Fedoro desea mandar. ¿Quiere remitirlo ahora?

El ruso miró al capitán, que tenía una sonrisa en los labios.

—¿Hay alguna oficina de telégrafos? —preguntó Fedoro.

—Aquí no, pero hay una no muy lejos.

—¡Pero si estamos en el corazón del Gobi…!

—¿Y esto qué quiere decir? Hágame caso: redacte el telegrama para su familia. ¡Ah!, señor Rokoff, usted no tiene miedo de los osos, ¿verdad? Le advierto que aquí no son raros. Yo le haré probar truchas, usted puede invitarme a un buen plato de plantígrado. ¿Le parece?

—Haré lo posible para satisfacerle, capitán —respondió el cosaco.

—Ya hemos tocado tierra: comamos y luego yo me encargaré de las redes y ustedes de los fusiles. Este será un día hermoso.

Luego se dirigió hacia el lago, mientras Fedoro y Rokoff, cada vez más sorprendidos, se miraban mutuamente, preguntándose:

—¿Quién entiende a este hombre?

XVII. Las truchas del Caracorum

En cuanto hubieron terminado de comer, Fedoro y Rokoff tomaron los fusiles para ir a cazar un oso, mientras el capitán iba a echar las redes para coger las famosas truchas. En cambio, el maquinista, seguro de no ser estorbado, se había puesto a trabajar para arreglar la famosa ala, que los había puesto en tan grave peligro dos veces consecutivas. El día era espléndido, a pesar del viento que soplaba constantemente de la vecina Siberia, que anquilosaba las manos y amorataba los labios.

El sol, bastante tibio, hacía brillar vivamente las aguas del lago, que tomaban los más variados colores con reflejos plateados y purpúreos.

El ruso y el cosaco se habían escondido en seguida en el bosque, asustando a numerosas bandadas de perdices de nieve y de gallos salvajes, a los que se habían guardado bien de recibir a disparos de fusil, por miedo a hacer huir a la caza mayor que podía hallarse entre los espesos matorrales de avellanos y abedules enanos.

Avanzaban muy despacio, girando en torno a los colosales troncos de los abetos y de los pinos, con mil precauciones y deteniéndose a menudo para escuchar.

—¿Crees que encontraremos algún oso? —preguntó Rokoff, cuando habían recorrido ya una milla sin haber encontrado ni siquiera una liebre—. Me da la impresión de que este lugar está desierto.

—Esta noche comeremos truchas; en cuanto al jamón, tengo mis dudas al respecto. Es cierto que los plantígrados son frecuentes en estas regiones, pero aún así, no será fácil encontrarlos al alcance del fusil —respondió Fedoro.

—Me disgustaría no poder satisfacer el deseo de nuestro extraño comandante. ¿Sabes que debe ser un original de primera categoría?

—Empiezo a creerlo. No sé; ese hombre debe de ser muy excéntrico.

—En este caso, seguramente es inglés.

—No lo creo, porque no tiene este tipo de acento.

—¿Por qué quiere conservar el incógnito?

—No sé qué decirte, Rokoff.

—Tal vez esté loco…

—¿Tu crees?

—¡Tiene muchas rarezas!

—No digo lo contrario.

—El otro día la había tomado con el té y como viste, para procurárselo, estuvo a punto de comprometer nuestra seguridad. Esta vez, le toca el turno a las truchas.

—Es cierto, Rokoff.

—Es un hombre muy misterioso, Fedoro.

—A pesar de todo, no podemos quejarnos de él.

—¡Al contrario!

—Pues dejémoslo hacer; tal vez un día logremos conocerlo mejor y comprender sus excentricidades.

—Quizá también podamos saber de dónde viene y a qué raza pertenece.

—¡Su procedencia y la del maquinista!

—¡Vaya! Charlamos como cotorras y olvidamos los osos.

—¿Has visto alguno?

—Sólo veo pinos y abetos, abedules y más pinos. ¿Y si nos dirigiéramos hacia el lago? A falta de osos, podríamos cazar ocas y patos.

—Vayamos a probar fortuna. Por lo menos no regresaremos al campo con las manos vacías —respondió Fedoro.

Dejaron la vegetación y se dirigieron hacia el lago, que debía estar muy cerca, porque se oía el rumor de las olas, agitadas por el viento siberiano.

Tras atravesar algunos bosquecillos, llegaron a la orilla de una profunda ensenada, sobre cuyas aguas volaban gigantescas aves de blancas plumas que chillaban constantemente.

—¿Son pelícanos? —preguntó Rokoff, dispuesto a disparar.

—No. Son unos soberbios cisnes —replicó Fedoro.

—No son peores que un jamón de oso.

—Por supuesto.

—Dejémoslos posarse en el agua; parece que lo desean.

—Son muy pesados, por esto no pueden volar durante mucho rato. Escondámonos detrás de estos matorrales, porque son muy desconfiados. ¡Mira! Ya descienden.

Los cisnes se dejaban caer, con las alas abiertas que les servían de paracaídas.

Muy pronto hubo quince o veinte, sobre el agua.

Rokoff había apuntado su Remington, cuando sintió que lo agarraban por un hombro.

—¡Detente! ¡No dispares! —había susurrado Fedoro precipitadamente.

—¿Por qué? —preguntó el cosaco sorprendido.

—Alguien nos está espiando.

—¿Quién?

—No sé, pero he visto una sombra que se escondía en aquel bosquecillo de abedules.

—¿Un mongol?

—No lo he podido ver bien.

—¿No será el oso que deseamos?

—No te muevas; esperemos.

El ruso y el cosaco, un poco inquietos por miedo a tenérselas que haber con alguna pandilla de mongoles, a pesar de que estaban convencidos de haber dejado muy atrás a sus perseguidores, se escondieron entre la maleza, sin ocuparse más de los cisnes.

Alguien, hombre o animal, permanecía escondido detrás de los abedules.

—¡Quizá sea otro leopardo de las nieves! —exclamó Rokoff, que no podía permanecer quieto.

—Preferiría que fuese un oso —dijo Fedoro—. Por lo menos es comestible.

—Antes de que huya, vayamos a buscarlo.

—Eso quería proponerte yo.

—Vamos, Fedoro.

Salieron de los matorrales y se dirigieron hacia los abedules, que continuaban agitándose.

Parecía como si el hombre o el animal intentase abrirse paso.

—Pasa por la derecha, yo iré por la izquierda —susurró Rokoff.

Estaban a punto de separarse, cuando los abedules se separaron y apareció un animal, que se detuvo en seguida, olfateando el aire.

Debía tratarse de un oso, a pesar de sus pequeñas dimensiones: apenas un metro de largada.

Tenía un hocico muy corto y la cabeza ancha, patas cortas de pies macizos y redondos y el pelo muy fuerte, blancuzco en el dorso y negro en la cabeza y el cuello.

Como ambos cazadores estaban agazapados detrás de un declive del suelo, no podía haberlos descubierto aún, pero el viento que soplaba del lago, debía llevar hasta él sus emanaciones. De hecho no parecía muy tranquilo. Se erguía a menudo sobre sus patas traseras para llevar su mirada a lo lejos, agitaba su hocico, aspiraba el aire. De vez en cuando, daba un relincho parecido al de un mulo.

—¿Qué es? —preguntó Rokoff a Fedoro, quien sólo había visto los gigantescos osos negros de los Urales y los pardos de las estepas.

—Un melanoleco —respondió el ruso.

—¡Explícate!

—Uno de los osos más pequeños.

—¿Quieres que lo agarre por el pescuezo y se lo lleve vivo al capitán?

—¿Estás loco, Rokoff?

—No es mayor que una oveja.

—A mí no me gustaría tenérmelas que ver con sus uñas.

—¿Es peligroso?

—Si lo asaltan, es tan peligroso como los demás osos.

—¿Serán buenos sus jamones?

—¿Serán buenos sus jamones?

—Como los de los cerdos.

—Entonces, al ataque, amigo mío.

Rokoff había cogido el fusil y se había precipitado decidido contra el melanoleco.

Éste, al descubrir al cazador, se levantó bruscamente sobre sus patas traseras, lanzando hacia delante las delanteras, con las uñas fuera.

Rokoff disparó a diez pasos del animal.

El melanoleco, a pesar de haber sido herido cerca del corazón, se precipitó con furia hacia el cazador, intentando agarrarlo con sus poderosas patas para ahogarlo.

Fedoro, que se encontraba a pocos pasos de su amigo, no tardó en disparar.

La bala atravesó el maxilar derecho del animal y penetró en el cerebro.

—¡Muerto! —gritó Rokoff, al verlo caer.

—¡Fulminado! —respondió Fedoro, satisfecho de su disparo.

El pobre melanoleco no había tenido casi tiempo de apoyarse sobre el costado, debido a la precisión del disparo.

—Aquí tenemos los jamones para el capitán —dijo Rokoff—. No creí que tuviéramos tanta suerte.

—Ese hombre debe ser un brujo —dijo Fedoro—. Nos aseguro que encontraríamos un oso y no hemos tardado nada mi hallarlo.

—¡Tal vez haya venido ya aquí a cazar este tipo de animales! ¿Qué crees tú?

—No sé qué contestarte, amigo Rokoff. Sólo puedo decir que este hombre cada día me parece más extraordinario. Antes parecía que no hubiera estado nunca en China; ahora, en cambio, conoce el desierto al dedillo, sabe que en los lagos de Caracorum hay unas truchas exquisitas y osos en sus alrededores, como si hubiera vivido aquí durante largo tiempo. No me extrañaría que mañana nos dijera que por estos parajes ha preparado pasteles de carne de cisne, o que ha fumado en pipa en compañía de los Chalkas. ¡No logro entenderlo!

—Pues yo aún lo entiendo menos que tú, Fedoro —respondió Rokoff.

—Apuesto lo que quieras a que, cuando crucemos el Tíbet, encontrará amigos entre los Lamas.

—Es posible que haya dado la vuelta al mundo a bordo de su «Gavilán».

—No me sorprendería que así fuera, Rokoff.

—Olvidemos al capitán y ocupémonos de nuestro oso.

—Llevémoslo entero al campamento. No pesa mucho: tal vez unos cien kilos.

—¿Vamos a construir unas parihuelas?

—Sí, Rokoff, así nos cansaremos menos.

Cortaron algunas ramas de pino y de abedul, las trenzaron lo mejor que pudieron, las ataron y cargaron al melanoleco, para dirigirse hacia el campamento, costeando el lago, para no perderse en los bosquecillos, cada vez más poblados.

Cuando llegaron, sólo encontraron al maquinista, atareado arreglando el ala averiada.

—¿Y el capitán? —preguntaron.

—Por allí regresa.

En efecto, el capitán avanzaba hacia el campamento, cargado con una cesta que parecía muy pesada y con un montón de redes.

—Ya ven que no me había equivocado —dijo, cuando vio el oso que Rokoff estaba desollando—. Pero yo también he cumplido con mi promesa y traigo unas truchas soberbias que comeremos mañana.

—¿Por qué no esta noche? —preguntó Fedoro.

—Porque mañana quiero ofreceros una comida realmente exquisita.

—¿Celebraremos algo?

—Tal vez —respondió el capitán con su acostumbrada sonrisa enigmática—. No les sepa mal este retraso: he matado un hermoso cisne que ya se está cociendo en el horno, ¿verdad, maquinista?

—Ya debe de estar listo, señor.

—Entonces, pon la mesa, mientras yo lo desentierro.

—¿Lo ha enterrado? —preguntó Rokoff.

Yo hago cocer la caza al estilo africano —respondió el capitán—. ¿No han probado nunca una pata de elefante o un pedazo de trompa guisados por los negros?

—Nunca, capitán.

—Pues yo sí.

—¿Entonces, ha estado ya en África? —preguntó Fedoro.

—Sí.

—¿Con el «Gavilán»?

El capitán, en lugar de contestar, dio la vuelta al aparato, cogió una pequeña azada y mostró al cosaco y al ruso un fuego que ardía sobre un montón de tierra.

—Aquí está mi horno —dijo—. El cisne debe estar ya cocido.

Limpió el terreno de tizones y brasas, cavó un pequeño hoyo en la tierra y puso al descubierto una masa envuelta en anchas hojas marchitas, que desprendía un perfume tan apetitoso que al cosaco se le hacía la boca agua.

Sacó las hojas y descubrió un gran cisne, que colocó en una fuente de plata que había llevado el maquinista.

—Vamos a probarlo —dijo—. Debe de ser exquisito.

Habían puesto la mesa cerca del aeroplano, al lado de un alegre fuego de madera de pino, con el lujo acostumbrado. El asalto que dieron a la comida los cuatro aeronautas fue tal, que media hora más tarde no quedaba más que un tercio de la comida.

—Capitán —dijo Rokoff, que había comido por cuatro—, es usted un cocinero admirable.

—Ya veremos qué me dirán mañana de mis truchas —replicó el capitán con ironía.

Pasaron buena parte de la velada en torno al fuego, fumando y degustado ginebra y whisky; luego, hacia las diez, se retiraron a sus cabinas.

En cambio, el maquinista había continuado su trabajo a pesar de las molestias que le causaba el helado viento que soplaba de las cercanas cumbres de los Kentei.

Al día siguiente, la reparación estaba terminada. El ala había sido reforzada de manera que no pudiera romperse ya, ni siquiera frente al más fuerte viento.

—Resistirá igual, si no más, que la otra —dijo el capitán, que había observado atentamente el trabajo llevado a cabo por el maquinista.

Luego, sin añadir nada más, se dispuso a preparar la comida que debía asombrar a sus huéspedes.

Éstos, cuando supieron que no iban a reemprender el viaje hasta la tarde, marcharon hacia las orillas del lago a cazar ocas, patos y cisnes, que buscaban su alimento en las pequeñas calas.

Cuando regresaron, tan cargados que casi no podían enderezarse, el capitán estaba sacando de uno de sus hornos las patas del melanoleco, mientras el maquinista se encargaba de cinco o seis sartenes en las que se estaban friendo patos, verduras y pescado. Esta vez, la mesa había sido puesta en cubierta, una vez sacada la tienda que había servido al maquinista para guarecerse del frío durante la reparación nocturna.

—¿Comeremos en el aire? —preguntó Rokoff.

—¡Oh! ¿Oyen?

—¿De qué se trata?

—Unos gritos.

—¡Por las estepas del Don! ¿Otra vez los mongoles?

A los lejos, hacia el este, se veían nubes de polvo en el llano arenoso del Sha-mo y se oían fuertes gritos.

—Sí, los mongoles —dijo el capitán—. Por suerte, llegan demasiado tarde.

Mandó llevar a bordo la comida y las sartenes, lo que quedaba del oso y la caza del ruso y del cosaco y dijo:

—Emprendamos el vuelo.

La máquina estaba ya en marcha. Las hélices horizontales comenzaron a funcionar, elevando el aparato, luego las dos inmensas alas se pusieron en movimiento.

El «Gavilán» se alzaba veloz, oblicuamente, cortando el aire ruidosamente.

Los mongoles llegaban en una carrera desenfrenada, gritando y disparando, pero era demasiado tarde. La presa tan deseada había emprendido, una vez más, el vuelo.

—¡Buen viaje! —gritó irónicamente el capitán, saludándoles con su gorra, mientras el «Gavilán» se alejaba velozmente hacia el norte—. Tened cuidado en no estropear vuestros caballos.

Luego, volviéndose hacia Fedoro y Rokoff, añadió:

—A la mesa, señores y hagan los honores a mi almuerzo.

El capitán, que debía ser un buen comedor y además muy refinado, había preparado una comida realmente deliciosa: sopa de pato con legumbres, lengua de oso, muslo al homo, truchas en salsa blanca y fritas en mantequilla, ananás de Tahiti, plátanos de Nueva Caledonia y dulces y pasteles de todo tipo.

Cuando sus huéspedes hubieron terminado, les ofreció cigarros de Manila y un extraño licor de color ambarino, diciendo:

—¿Qué me dicen de mis truchas?

—Exquisitas, capitán —respondió Rokoff, que estaba aún entusiasmado con aquella comida—. Las que se pescan por aquí no pueden compararse, ni en sabor ni en tamaño, con las que se encuentran en los ríos y lagos de mi país.

—Ya se lo había dicho —exclamó el comandante, sonriendo—. ¿Y este licor? ¿Lo han probado?

—Es delicioso. ¿Lo ha preparado usted?

—Sí, me dio la receta un monje del monte Athos.

—¡Caramba! Parece como si conociera todos los lugares de la tierra. ¿Ha atravesado el Asia Menor con su «Gavilán»?

—Me parece que sí —respondió el capitán, con una sonrisa misteriosa en los labios—. Pueden tomar más, no les hará ningún daño.

Contemplaba a sus huéspedes sin dejar de sonreír, pero sin acercar a sus labios el vaso, que permanecía lleno.

Ni Fedoro ni Rokoff se habían fijado en aquel detalle. El licor era excelente y, como auténticos rusos que eran, lo bebieron en gran cantidad para digerir mejor aquel banquete.

Sobre todo Rokoff, sediento como todos los cosacos, tragaba un vaso tras otro, sin cesar de alabar el aroma de aquel líquido.

—Si los monjes del monte Athos lo beben, creo que no deben de estar muy tristes —decía, bromeando—. Si me nombrasen cantinero suyo, no dejaría un solo tonel lleno. Debe contener esencias de los famosos y antiquísimos cedros del Líbano. ¡Exquisito! ¡Delicioso! Capitán, otro vasito, por favor, ¡a su salud!

—Otro para mí, también. Lo beberé por el éxito de nuestro viaje —decía Fedoro, en plena euforia.

—Todos los que quieran —respondía el capitán—. Poseo varias botellas y, además, con la receta, puedo hacer tanto como quiera.

—El monje que lo inventó tenía más talento que Noé —añadía Rokoff, cuyos ojos brillaban como los de un borracho—. Si lo conociera, le besaría la barba. Estoy seguro de que contiene algunas gotas de agua del Jordán.

—No, del mar Muerto —respondía Fedoro, con el rostro encendido.

—¡Qué va! Sabría a alquitrán este maravilloso elixir. ¡Debe prolongar mucho la vida!

—¡Seguro, Rokoff, porque todos los monjes del monte Athos se vuelven viejísimos! Me lo contó un amigo mío.

—¿Viejísimos? Ni hablar, Fedoro. Lo que ocurre es que no mueren nunca.

—Está bueno este licor, ¿verdad, Rokoff?

—Capitán, ¿otro vasito?

—¡Una botella!

—¡Diez botellas, Fedoro! El capitán tiene la receta.

El comandante del «Gavilán» no había cesado de reír. Había mandado traer otra botella y parecía divertirse muchísimo con los discursos de sus huéspedes y se hinchaba de satisfacción al oír los elogios a aquel licor maravilloso.

Rokoff y Fedoro habían tragado ávidamente el décimo o duodécimo vaso, cuando uno tras otro, cayeron sobre sus sillas, muy pálidos. A una señal del capitán, el maquinista se acercó a ellos.

Cogió la botella, aún medio llena y el vaso que su señor no había tocado y los echó por la borda.

—Llevémoslos a sus cabinas —dijo el comandante.

—¿No se despertarán, señor?

—El narcótico es muy fuerte.

—¿Qué dirán después?

—¿No soy yo quien manda aquí? No tengo por qué rendir cuentas a nadie de mis actos. Ayúdame.

Cogieron primero a Rokoff y lo entraron en el aparato, colocándolo en su cama, luego hicieron lo mismo con Fedoro. Ni el uno ni el otro habían hecho un gesto durante su traslado. Parecían muertos.

—A toda velocidad —dijo el capitán, cuando volvieron a salir—. No debemos estar a más de ciento sesenta millas y nos esperan.

—¿Y el telegrama del ruso? —preguntó el maquinista.

—Yo mismo iré a mandarlo. Los caballos no faltan en esta región y entraré en la ciudad sin que nadie se dé cuenta. Aumenta la velocidad todo lo que puedas. Dentro de cuatro o cinco horas habremos llegado.

XVIII. Los misterios del capitán

¿Cuánto durmieron Fedoro y Rokoff? Jamás lo supieron y ni siquiera intentaron saberlo porque, cuando se despertaron, les esperaba una sorpresa mucho mayor, totalmente inesperada.

Cuando volvieron a aparecer en cubierta, aún algo atontados y con un fuerte dolor de cabeza, debido al electo del narcótico que les había suministrado el capitán y al mucho alcohol que habían bebido, el «Gavilán» no continuaba su ruta hacia el norte, sino hacia el sudoeste.

Pero eso no era todo. La tripulación del aeroplano había aumentado en una persona.

Aquel desconocido era un hombre de más de sesenta años, de hombros encorvados, cara muy tostada por el sol y rostro demacrado, una larga barba canosa y desordenada que le llegaba hasta la mitad del pecho.

Sus ojos eran grisáceos y permanecían medio cerrados, como si no pudieran soportar la luz intensa del sol y su cara presentaba una cicatriz de forma alargada, que parecía haber sido causada por un sable o un hacha.

Era aún fuerte, con extremidades vigorosas, ancho pecho y espalda hercúlea; en resumidas cuentas, era un hombre comparable a Rokoff en fuerza y energía.

Fedoro y el cosaco, al verlo, se detuvieron, mirándose sorprendidos y pidiendo una explicación con la mirada al capitán del «Gavilán», que estaba ofreciendo un cigarro de Manila a aquel desconocido.

—¡Otro hombre! —había exclamado el ruso.

—¿De dónde lo habrá sacado? ¡Debajo nuestro continúa habiendo el desierto!

El comandante, al darse cuenta de la presencia de ambos hombres, avanzaba hacia ellos con una sonrisa en los labios, diciendo con una ligera ironía:

—Señor Rokoff, ¿qué le parece el licor de los monjes del monte Athos?

—¡Por las estepas del Don! —exclamó el oficial, a quien no se le había escapado el acento de mofa del capitán—. Me ha hecho dormir como una marmota. Si hace el mismo efecto a los monjes, no les debe de quedar mucho tiempo para rezar.

—¿Me perdonan ustedes?

—¿De qué? —preguntaron al unísono Fedoro y Rokoff.

—De haberles hecho beber demasiado.

—¡Señor! —exclamó Rokoff—. Espero que nos dejará probar otra vez su licor.

—Por supuesto, pero esta vez sin narcóticos.

—¿Contenía un somnífero?

—Sí, señor Rokoff. Han dormido ustedes treinta y seis horas.

—¡Caramba! Ahora comprendo el por qué de mi apetito.

—Todavía nos quedan truchas y tenemos otro jamón de oso.

—Será un placer comer en compañía de este señor… —dijo el cosaco, acercándose al desconocido.

—¡Oh! Olvidaba hacer las presentaciones —dijo el capitán—. Un amigo mío y, sobre todo, un valiente.

—¿Dónde lo ha encontrado? —preguntó Fedoro.

—Lamento no podérselo decir —respondió el capitán—. De lo contrario no les habría administrado el somnífero.

—Si se trata de un secreto, no insistiremos —dijo Rokoff.

—Por supuesto, no tenemos ningún derecho a ello —añadió Fedoro.

—No les causará ninguna molestia —prosiguió el capitán—. Cuando hayamos cruzado el desierto nos dejará, porque no le interesa regresar a Europa.

El desconocido, respondiendo a una señal del comandante, había dado un paso hacia delante.

—El señor Rokoff, teniente de los cosacos…, un hombre honrado…

El desconocido hizo un ademán de sorpresa, pero tras un momento de duda, tendió la mano al cosaco, mirándolo atentamente y amigando imperceptiblemente la frente.

—Tanto gusto —dijo, en mal ruso.

Después estrechó la mano a Fedoro, con una pequeña inclinación. Acto seguido, se dirigió a popa sin pronunciar ninguna palabra más y se sentó al lado del maquinista.

—¿Saben dónde vamos? —preguntó el capitán, que parecía deseoso de cambiar de tema de conversación.

—Me parece que el «Gavilán» ha cambiado de rumbo —dijo Fedoro.

—Sí, volamos en dirección sudoeste a una velocidad de cuarenta millas. Estoy deseoso de ver las altiplanicies del Tíbet. Dicen que son maravillosas.

—¿Vendrá también ese señor? —preguntó Rokoff.

—Iremos a visitar el país de los Lamas —continuó el capitán fingiendo no haber oído la pregunta—, una región que son pocos los europeos que han tenido ocasión de visitar. Hará mucho frío a aquella altura, que además es un lugar barrido constantemente por vientos muy fríos que agrietan la piel y hielan las manos y la nariz como en el Polo Norte…

—¿Debe recoger a alguien más ahí arriba? —preguntó Rokoff.

—¡Oh! También visitaremos la gran cordillera del Himalaya, la más soberbia de las que se pueden admirar en el mundo. ¿Usted no la ha visto nunca, señor Fedoro?

—No, nunca —respondió el ruso.

—Luego…

—Señor —dijo Rokoff—, ¿iremos también a la India…?

—¡Vaya! Olvidaba que tienen hambre. ¡Treinta y seis horas en ayunas! ¡Maquinista, prepáranos la comida! Suerte que hice una buena pesca en el Caracorum y que puedo guardar las truchas en fresco. No habrán perdido nada de su exquisitez a treinta grados bajo cero. ¿No cree, señor Rokoff?

—Estoy convencido de ello —respondió el cosaco complaciente, a pesar de estar deseoso de poder cambiar impresiones con Fedoro sobre el misterioso personaje llegado al «Gavilán» casi por arte de magia.

Pero el capitán, como si hubiese adivinado su deseo, no los dejó solos en todo el día, hablando constantemente de sus viajes, de las regiones que se proponía atravesar, de las tribus que pueblan el desierto, de los Lamas del Tíbet, de las guerras que enfrentaban a los ingleses y a las tribus montañesas de la India, haciendo perder la paciencia al cosaco, que tenía ya muy poca.

Durante aquellas explicaciones, el desconocido permanecía retirado, sentado cerca del timón.

Había comido con buen apetito, sin pronunciar una palabra o limitándose a contestar con simples gestos al cosaco y al ruso y haciéndoles comprender que conocía mal su idioma; luego había encendido una vieja pipa de porcelana, parecida a la que usan los alemanes y holandeses y ya no se había movido de su sitio. Sólo hacia las diez de la noche tuvieron ambos amigos ocasión de hablar en una de sus cabinas.

El «Gavilán» se había detenido en la cumbre de un peñasco, casi al final del desierto, a poca distancia de la ruta de caravanas que va de Sa-ciu, ciudad china, a Uromei, pueblo mongol importante, pasando por Artsi y Pigian.

El capitán, tras haberse cerciorado de que nada podía amenazarlos gracias a la escarpadura del peñasco, había abandonado la cubierta para retirarse a su cabina en compañía del extranjero, pero no había bajado aún dos escalones, cuando regresó junto a Fedoro y le dijo:

—¡Oh!, había olvidado decirle algo muy importante para usted.

—¿De qué se trata, capitán? —preguntó el ruso, un poco sorprendido.

—Su telegrama ha sido ya enviado y en su casa de Odesa deben de estar ya enterados de que regresa a Europa a través de Asia.

—¡Ha mandado mi telegrama! —exclamó Fedoro—. ¿Desde qué oficinas?

—Desde unas a las que he conseguido llegar —contestó el capitán, que parecía divertirse con la sorpresa de su huésped.

—¡Pero si estamos en el desierto!

—Éste debe de ser el mismísimo demonio —pensaba, mientras, Rokoff, mirándolo desconfiadamente.

—¡El desierto! —dijo el capitán—. Aquí, debajo de nosotros está el Sha-mo; más lejos hay ciudades, desde las cuales uno puede ponerse en comunicación con Europa en pocas horas. ¿Les molesta?

—Al contrario, señor. ¿Y qué es lo que ha telegrafiado a mi casa?

—Que, debido a circunstancias inesperadas, usted no había podido realizar sus compras y que el emperador de la China lo manda a Europa a través de Asia, so pena de hacerlo decapitar.

—¿Les decía que viajaba en un aparato volador?

—Esto lo dirá usted cuando llegue a Odesa.

—¿Desde dónde mandó el telegrama?

—¿Qué más da?

—Capitán, le doy las gracias por su amabilidad.

—¡Bah! Me ha resultado muy fácil. No he perdido más que dos minutos. Aquí les dejo el recibo. Buenas noches, señores. Mañana espero poder mostrarles la Mongolia meridional.

Acto seguido el capitán descendió a su cabina, en donde lo esperaba ya el desconocido. Rokoff y Fedoro los imitaron, presurosos de encontrarse a solas para poder hablar libremente.

—¡Al fin! —exclamó Rokoff, cuando estuvieron en su cabina, que era la más alejada de la ocupada por el capitán—. Podremos hablar sin testigos. ¿Qué te na parecido ese hombre? ¿De dónde viene? Es un misterio que me gustaría mucho aclarar.

—Me temo que será siempre un misterio para nosotros —repuso Fedoro.

—¿Quién te parece que es? ¿Un habitante del desierto?

—¡Ni hablar! Es un nombre de raza blanca como nosotros, amigo mío. Tiene todas las características de los caucásicos y ninguna de los mongoles. Se me ocurre una cosa.

—¿Cuál?

—Que tal vez sea ruso.

—¡Oh!

—Sí, Rokoff. Por las pocas palabras que ha pronunciado en nuestro idioma, aunque muy defectuosas, me ha parecido descubrir un acento que sólo poseemos los rusos; además, esa barba, esos ojos azules, ese rostro algo ancho, de pómulos salientes, característicos de la raza eslavo-tártara… no, no hay equivocación posible. Ese hombre debe ser un compatriota nuestro.

—¿Por qué no lo dice? ¿Qué puede temer de nosotros?

—He notado otra cosa, Rokoff.

—¿Cuál?

—Que cuando el capitán te ha presentado como oficial de los cosacos, sus ojos se han ensombrecido.

—¿Por qué debe odiar a los cosacos? —preguntó Rokoff, sorprendido.

—Lo mismo ocurre con los exiliados que nuestro padre, el Zar, manda a que se consuman en las minas de la inhóspita Siberia —dijo Fedoro—. Ya sabes que los cosacos son los más feroces verdugos de esos desgraciados.

—De manera que tú sospechas…

—Que se ha escapado de las minas de Algasithal o de otras aún peores.

—¿Crees que lo hemos encontrado por casualidad?

—No, debía de existir algún acuerdo entre ambos hombres; si no, no me explico el porqué de este itinerario del «Gavilán», cuando hubiéramos debido dirigirnos hacia el sudoeste para llegar a la Europa meridional, como nos había prometido.

—Entonces habremos ido a recogerlo a alguna ciudad de la frontera siberiana…

—¡Oh, qué estúpido!

—¿Qué te ocurre, Fedoro?

—¡El recibo del telegrama!

Rebuscó en sus bolsillos y cuando lo hubo encontrado, lo desdobló rápidamente, mirándolo con atención.

—Maimacín —dijo—. Lo ha mandado desde las oficinas de telégrafos de esa ciudad, que es la última de Mongolia y que se encuentra justo en el límite de Siberia, frente a la ciudad rusa de Kiachta. Aquí tenemos la clave del misterio.

—¿Tú crees que el «Gavilán» ha llegado hasta Siberia en tan poco tiempo?

—Hemos dormido durante treinta y seis horas —dijo Fedoro—. A la velocidad máxima del «Gavilán», la cosa no me parece extraordinaria.

—¡Vaya con el licor! —exclamó Rokoff, riendo—. ¡Nos la ha gastado buena!

—Más que el licor ha sido el narcótico que el capitán había puesto dentro —aclaró Fedoro.

—Este hombre debe ser un amigo del comandante.

—Claro.

—Debe de haber huido de Kiachta y se habrá refugiado en Maimacín.

—Sí, Rokoff, debe de haber sucedido así.

—¿Cómo lo debe de haber sabido el capitán?

—Creo que esto no lo sabremos nunca.

—¡Y las famosas truchas del Caracorum…!

—No fueron más que una excusa para continuar hacia el norte, sin levantar sospechas.

—Hubiera podido decírnoslo tranquilamente. Yo no hubiera tenido nada que objetar, ni siquiera en mi calidad de oficial cosaco.

—Yo tampoco, Rokoff.

—¡Vaya un tipo este capitán!

—Es un hombre incomprensible.

—Pero amable, a pesar de ser algo extravagante.

—Es un buen compañero. Buenas noches, amigo; me voy a mi cabina.

Y se separaron, contentos de haber aclarado, si no por entero al menos parcialmente, aquel misterio. Al día siguiente, después del desayuno, el «Gavilán» abandonaba aquel grupo de rocas y seguía a través del desierto.

En realidad, no se le podía dar el nombre de desierto, porque la arena desaparecía progresivamente para dejar paso a zonas cubiertas por pinos, abedules y hierbas muy altas entre las cuales se paseaban muchas liebres.

Hacia el oeste, en cambio, se dibujaba la gran cadena de los Tian-Chan, una de las más considerables del Asia Central, que separa la Zungaria de la cuenca del farim, donde nacen numerosos ríos.

Cerca de las estribaciones de la cadena se empezaban a distinguir campamentos de mongoles y alguna que otra caravana de camellos a lo largo de la ruta que va de Pigion a Chami.

—Descendemos hacia la Mongolia meridional —dijo el capitán, que se había unido a Fedoro y Rokoff mientras estaban en proa, observando el imponente panorama que se abría ante sus ojos—. Dentro de tres días estaremos en las altiplanicies del Tíbet.

—Avanzamos a una velocidad extraordinaria —dijo Rokoff.

—¡Oh, no! Miren cómo vuelan esas águilas que parecen tener intención de venir a hacemos una visita.

—¡Águilas! —exclamó Rokoff.

—¿No las ve? Vienen de los Tian-Chan —dijo el capitán.

—¿No van a estropear nuestras alas?

—Van a intentarlo. Son unas aves muy valientes.

—Supongo que nos defenderemos…

—Ya he dado orden al maquinista de que traiga a cubierta unos buenos fusiles de caza. Hay que desconfiar de esas aves rapaces.

—¡Tal vez tomen nuestro aeroplano por un pajarraco!

—Es probable, señor Rokoff. La han tomado con nosotros.

Una bandada de aves, de alas gigantescas, descendía a una velocidad vertiginosa las últimas elevaciones del Tan-Chan, en dirección al «Gavilán».

Eran diez o doce, de dimensiones poco corrientes, ya que las águilas mongoles son mucho mayores que las que viven en las montañas de Europa. Aunque no igualan al majestuoso cóndor de los Andes americanos, que son los mayores de esa familia, alcanzan un tamaño extraordinario.

Las águilas avanzaban en doble fila, emitiendo unos chillidos muy fuertes, con las plumas alborotadas y los largos y fuertes picos abiertos, dispuestos a desgarrarlo todo.

Volaban a una velocidad tal, que en menos de un cuarto de hora habían llegado ya junto al «Gavilán» agitando vivamente sus inmensas alas.

—Están furiosas —dijo Rokoff, cogiendo el fusil de caza de fabricación americana de dos cañones que le tendía el maquinista.

—Cuidado con las alas de nuestro «Gavilán» —dijo el capitán.

—Cuidado también con los planos inclinados —añadió Fedoro—. Pueden desgarrar la seda.

El desconocido también se había armado de un fusil, sin moverse de popa. Como el día anterior, no había pronunciado ni una sola palabra y se había mantenido apartado del ruso y del cosaco, como si hubiera tenido miedo de que le hiciesen preguntas.

Las águilas, tras permanecer algún tiempo a una distancia considerable, a más altura que el «Gavilán», habían empezado a descender, describiendo grandes círculos.

—¡Canallas! —exclamó Rokoff—. ¡La han tomado con nosotros porque les disputamos su hegemonía en el aire! ¡Os calmaremos con un poco de plomo, que no sólo os estropeará las plumas, sino también la piel!

El capitán, al ver a una de ellas que se disponía a lanzarse sobre el «Gavilán», disparó desde una distancia de sesenta pasos.

Las balas le rompieron las patas y el ala derecha. El ave se sostuvo un instante en el aire, batiendo furiosamente el ala sana y luego comenzó a descender hacia el desierto, describiendo bruscas curvas.

—¡Una menos! —dijo Rokoff—. ¡La segunda para mí!

Se oyeron tres disparos de fusil, seguidos de otros tantos. Fedoro y el desconocido habían disparado también, casi al mismo tiempo.

Dos águilas se desplomaron, muertas, y otra las siguió, haciendo desesperados esfuerzos para recobrar la estabilidad.

Las demás, asustadas por ese recibimiento poco alentador, alzaron el vuelo precipitadamente, pero sin decidirse a abandonar completamente el aeroplano.

—Son obstinadas —dijo Rokoff—. Aún no están satisfechas.

—Volverán a intentar otro ataque —respondió el capitán—. No es la primera vez que estas aves asaltan mi «Gavilán». Al cruzar las montañas Rocosas me persiguieron durante más de siete horas y me desgarraron toda la seda del ala derecha, con lo que me causaron muchas molestias. De no ser por las hélices, mis aventuras hubieran terminado en América.

—Son muy valientes —dijo Fedoro.

—Mi maquinista tiene aún la señal de un picotazo que le dañó el cuero cabelludo. De haber sido menos fuerte, el águila se lo hubiera llevado.

—Entonces, ¿es verdad que las águilas se atreven a raptar incluso a personas? —preguntó Rokoff.

—Personas adultas, no, pero sí niños —contestó el capitán—. Estas aves poseen una fuerza muscular increíble, realmente prodigiosa. No tienen ninguna dificultad en capturar cameros y rebecos que llevan hasta sus nidos para devorarlos con mayor comodidad.

—¿También se apoderan de muchachos?

—En Escocia, por ejemplo, donde las águilas son muy numerosas, cada año capturan a alguno y lo mismo ocurre aquí, en el desierto. Las madres mongoles les tienen tanto miedo que no se atreven a dejar nunca solos a los niños y, un cuanto ven un águila, los toman entre sus brazos.

—¡Mire, señor: ya vuelven! —exclamó el maquinista.

—¡Otra vez! ¿Están cargadas vuestras armas? —preguntó el capitán.

—Sí —contestaron el ruso y el cosaco.

—Apuntad las alas.

Las águilas se habían reunido en grupo y volvían a descender. Esta vez parecían tener por objetivo los planos inclinados, cuya seda, que lucía bajo los rayos del sol, debía llamar poderosamente su atención.

Se lanzaban en picado, con las alas abiertas y las garras tensas, sin dejar de chillar.

—¡Ya pueden disparar! —gritó el capitán.

Los cinco aeronautas —también el maquinista se había armado con un fusil, abandonando un momento el timón—, hicieron dos descargas consecutivas.

Fue una verdadera matanza. De las nueve, cinco cayeron muertas, dando vueltas en el aire, mientras las demás huían rápidamente hacia las altas cumbres de los Tian-Chan.

—¡Qué hazaña! —exclamó Rokoff—. Capitán, ¿vamos a bajar en busca de sus cuerpos?

—¿Para qué?

—Para comérnoslos.

—Estarían más duros que la carne de mulas viejas —respondió el comandante—. ¡Comer carne de unos animales que tienen unos dos siglos de edad! Prefiero mis pasteles de canguro.

—¡Se trata de caza, señor!

—Pero no vale ni una pipa de buen tabaco. Por otra parte, si le gusta la caza, no tardaremos en encontrar y muy abundante. El Tíbet es rico en ovejas silvestres y yaks salvajes, mejores todavía que los búfalos y que los bisontes.

—¿Los cazaremos desde aquí?

—¿Por qué no? Correremos menos peligro, señor Rokoff. Los yaks domesticados equivalen a nuestros bueyes; en estado salvaje son muy peligrosos y no dudan en atacar a los cazadores a cornadas.

En aquel instante se oyeron unos gritos muy agudos que provenían de debajo del aparato.

El capitán, Fedoro y Rokoff se habían precipitado velozmente hacia la balaustrada, con los fusiles en mano.

—¡Una caravana! —exclamó el capitán—. ¿De dónde viene para que no la hayamos visto antes?

—De aquel bosque de abedules y de alerces —dijo Rokoff—. Pero… ¡bueno! ¡Parece como si nos estuvieran adorando! Están todos de rodillas y levantan las manos hacia nosotros con ademán de súplica.

—Son calmucos —dijo el capitán—. No son salteadores, así que no tenemos nada que temer. ¿Quieren que vayamos a hacerles una visita? Veo que están levantando sus tiendas y hay un sacerdote entre ellos.

—No me parece mala idea —respondió Rokoff.

—Además no son más de una docena —dijo Fedoro—. Sin embargo tomemos nuestras armas.

—¡Maquinista! Bajemos —ordenó el capitán.

XIX. Las aspiraciones de un Calmuco

Mientras, los calmucos habían permanecido de rodillas, en una especie de adoración, con las manos tendidas hacia el «Gavilán», al que, seguramente, tomaban por la luna o por algún otro astro del firmamento.

Eran trece, con cinco camellos muy peludos y tres caballos, tan delgados, que se les podían contar las costillas. Delante, puesto de rodillas sobre un tapete deshilachado, había un sacerdote, un mandiki, es decir un monje, tan obeso que parecía una masa de grasa cubierta de piel, con un rostro tan rollizo que parecía una luna llena y sus dos ojuelos permanecían casi escondidos entre aquel montón de grasa. Vestía una sucia túnica de fieltro amarillo, atada a la cintura con un rosario de cuentas de hueso y llevaba la cabeza descubierta, mostrando una sola mata de pelo en medio del cráneo, formando un plumero grasiento. Los demás tenían aspecto de bandidos, con los rasgos angulosos, piel amarillenta, cara plana y muy ancha, ojos oblicuos y barbas descuidadas. Llevaban unas casacas de tela basta, de mangas anchas, pantalones muy amplios, fajas llenas de carabinas de chispa y cuchillos y por el suelo se veían varios tipos de trabucos, cuyos cañones terminaban en forma de embudo.

—¡Vaya fachas! —exclamó Rokoff, que los observaba—. ¿Está usted seguro, capitán, de que no son de temer? Los calmucos tienen fama de ser tan hospitalarios como los árabes.

—Ahora veremos de qué manera nos acogen.

El «Gavilán», que en el momento en que el capitán había dado la orden de bajar, se encontraba a sólo trescientos metros de altura, tardó menos de un minuto en tocar el suelo, a menos de cincuenta pasos del campamento.

Rokoff, Fedoro y el comandante, tras haber cogido los fusiles abandonaron el aeroplano y se dirigieron hacia el grupo de nómadas.

El monje se levantó, dando gritos de alegría.

—No tendáis miedo —dijo el capitán en chino.

—¡Pero si sois hombres! —exclamó el calmuco, en el mismo idioma.

—¿Qué creías que éramos?

—Hijos del sol y de la luna.

—Si queréis continuar creyéndonos eso, nosotros no tenemos ningún inconveniente.

—¿Y aquel animal? —preguntó el monje, señalando con un gesto al «Gavilán».

—Él sí que es un hijo de la luna.

—¿Cómo es que se encuentra en vuestro poder?

—Los hombres blancos son amigos de la luna y pueden montarse sobre sus hijos.

—¿Pero no se os come?

—No lo necesita. Ese pájaro no come, se alimenta de aire.

—¿A nosotros tampoco nos hará daño?

—A nadie.

—Señor —dijo el monje—, ustedes que son hombres tan poderosos, ¿se dignarán aceptar la hospitalidad de un pobre mandiki?

—Precisamente venimos para esto —dijo el capitán.

—De esta manera conquistaré mucha fama y quizá logre realizar mi sueño de llegar a ser ghetzull e incluso tal vez hellung.

—Es muy ambicioso este monje —dijo Fedoro a Rokoff.

—¿Por qué? —preguntó éste, que no había entendido nada.

—Este monje es un mandiki, es decir uno de los más bajos de la casta y al parecer quiere alcanzar uno de los grados más elevados, el de ghetzull o, mejor aún, el de hellung.

—Sus problemas no le han impedido engordar.

—Todos los sacerdotes calmucos son igual de gruesos.

—Deben llevar una vida muy tranquila.

—Son los más indolentes de todos y unos comedores formidables. Viven a expensas de los pastores y sólo piensan en comer, beber y dormir.

—¡Vaya pillos!

—Son muy astutos.

—¿Dónde iba ese sacerdote?

—Por lo que he oído, se dirige a Turfan para asistir a la fiesta de las lámparas.

—¿Se trata de una ceremonia religiosa?

—Es una de las más importantes y de las más curiosas.

—¿Crees que al capitán le gustará presenciarla?

—No me sorprendería que así fuera.

Mientras los dos amigos charlaban, el séquito del monje había instalado las tiendas, formadas por palos muy finos, cuyos extremos superiores se doblan en forma de arco, hasta formar una especie de cúpula, que se cubre con una gruesa tela de fieltro.

En el centro se coloca una gran piedra, colgada de una cuerda con el fin de dar mayor estabilidad a la tienda y hacerla capaz de resistir a los vientos que a menudo soplan con mucha violencia en las mesetas del Asia central y en el desierto de Sha-mo. El monje había invitado al capitán y a sus amigos a su tienda, que era la mayor y más bella y les había ofrecido koumis, que es una mezcla compuesta de leche de camello agria y agua, y medio cordero, asado algunas horas antes.

El capitán, por su parte, había ordenado al maquinista que llevase algunas botellas de whisky y pasteles, comprados quién sabe cuántos meses antes en América o en Australia, pero que el frío intenso de la nevera había conservado a la perfección. El monje, no sólo había atacado con voracidad los pasteles, sino que también se había servido de las botellas, dando cuenta de todo ello a una velocidad poco corriente. A la segunda botella estaba ya tan conmovido que su cara aparecía mojada por gruesas lágrimas.

En seguida se puso a contar sus aventuras. Desde hacía siete años, a pesar de su buena voluntad y de su ambición, había permanecido con el simple rango de mandiki, cuando en realidad no hacía más que soñar en convertirse un día en un popularísimo Lama, es decir, en el jefe de su secta religiosa. Y sin embargo, había tomado parte en todas las fiestas religiosas, había comido y bebido hasta la saciedad para conseguir un aspecto satisfactorio, arruinando a media docena de tribus de pastores, de las que había llegado a devorar hasta el último cordero.

Ahora ya sólo esperaba que ocurriera un acontecimiento extraordinario que le diera la posibilidad de convertirse un ghetzull ya que en hellung era casi imposible.

—Sólo vosotros podéis ayudarme —dijo finalmente, cuando hubo vaciado la botella.

—¿De qué manera? —preguntó el capitán, que no paraba de reír oyendo las desventuras del grueso calmuco.

—Haciéndome bajar del cielo.

—Note entiendo.

—Llevadme con vosotros, en vuestro animal y acompañadme hasta Turfan. Cuando la gente me vea descender de las nubes, me harán tan popular, que nadie dudará en hacerme subir de rango. Un hombre que vuela, ¿no es acaso un hombre relacionado con la luna? ¡Figuraos qué éxito!

—¡Oh, bribón! —exclamó Rokoff, a quien Fedoro había traducido las palabras del calmuco—. ¡Es muy listo! Si estuviera en su lugar, capitán, satisfacería sus deseos. Sería una aventura muy cómica.

—¿Quieren que vayamos a presenciar la fiesta de las lámparas? —preguntó el capitán, que no conseguía contener su risa.

—¡Claro que sí! —dijo Fedoro—. Estando bajo la protección de un monje, no correremos ningún peligro.

—¿Y el séquito? —preguntó Rokoff.

—Irá a Turfan por su cuenta —respondió el capitán.

Comunicaron el proyecto al monje, el cual se echó a llorar de alegría.

—Mi carrera está asegurada —gritaba, soplando como una foca—. Conseguiré ser ghetzull, quizás incluso hellung o tal vez Lama. ¡Mis buenos amigos de la luna! ¡Cuál será mi agradecimiento! Pediré la ayuda de todos los pastores de Turfan para que llenen vuestro animal de ovejas y terneras.

—Compadezco a esos pobres diablos —dijo Rokoff—. Espero que, en lugar de ovejas y terneras, no nos regalen balazos o bastonazos.

—Los monjes calmucos son muy poderosos y nadie se atrevería a rebelarse contra ellos.

—¡Vayamos pues a Turfan!

El mandiki, tras muchos esfuerzos, había conseguido ponerse en pie. Sin embargo, se sostenía tan mal sobre sus piernas, que el whisky aún había vuelto más pesadas, que Fedoro y Rokoff se vieron obligados a ayudarlo para que no perdiera su dignidad de monje budista.

Cuando los hombres de la escolta se enteraron de su propósito de ir a Turfan montado en aquel animal, no pudieron evitar manifestar su admiración por el valor de su sacerdote. Demostraron alguna inquietud cuando lo vieron dirigirse hacia el pajarraco en compañía de los extranjeros, pero se tranquilizaron cuando les hubieron prometido que los esperarían en Turfan.

Necesitaron también la ayuda del capitán y del maquinista para hacer embarcar aquella enorme masa, que no debía pesar menos de un quintal y medio.

—¿No ha cambiado de opinión? —le preguntó el capitán antes de dar la orden de alzar el vuelo.

—No —murmuró con voz apenas audible el monje, y se dejó caer sobre un colchón, cerrando los ojos.

—El aire fresco no tardará en hacerle pasar la borrachera —dijo Rokoff—. ¡Qué bebedor! Tengo curiosidad por ver cómo termina esta divertida aventura.

El «Gavilán» había tomado impulso y se alzaba casi verticalmente, agitando con fuerza sus alas.

Los calmucos, al ver desaparecer a su jefe, tuvieron un momento de desfallecimiento.

—¡No! ¡No! —gritaron, con voz temblorosa—. ¡No os lo llevéis!

Pero el «Gavilán» estaba ya lejos, volando a una velocidad de cuarenta millas por hora por encima de las últimas estribaciones del Tan-Chang.

—¿Tardaremos mucho en llegar a Turfan? —preguntó Rokoff al capitán, que estaba observando el mapa de Mongolia.

—Estaremos allí dentro de dos horas —respondió el comandante.

—¿Es una gran ciudad?

—¡No! Un villorrio perdido en la ruta de caravanas que atraviesa el Sha-mo occidental.

El «Gavilán» se había elevado mucho para poder cruzar la cadena, cuyas cumbres rocosas alcanzaban alturas de ochocientos e incluso mil metros. Era un grupo de rocas yermas, sin rastro de vegetación, con grietas muy profundas que descubrían pequeños valles agrestes, en cuyo fondo se veían fluir torrentes impetuosos. En la parte baja no faltaba vegetación, pero no había ningún signo de vida humana.

Entre los peñascos brincaban ovejas silvestres, que corrían a una velocidad increíble; en las cumbres, en cambio, se distinguía de vez en cuando, algún águila, pero, en lugar de seguir al «Gavilán», huían pavorosamente hacia otros picos más bajos.

El aeroplano encontró un valle profundo que parecía cortar en dos la cadena y bajó hasta cuatrocientos metros, tocando casi con la parte inferior del armazón las puntas de los abetos y de los pinos.

El capitán había ordenado al maquinista que descendiera, con la esperanza de poder disparar contra las ovejas salvajes, pero los ágiles animales no dejaron que se acercaran a ellos.

En cuanto descubrían la sombra del «Gavilán», se apresuraban a esconderse en los bosques, de manera que toda persecución resultaba imposible.

Hacia las tres de la tarde, es decir dos horas después de haber abandonado el campamento de los calmucos, el aeroplano llegaba al Sha-mo meridional, cerca de la ruta de caravanas de Chami y de Urumei. Casi inmediatamente apareció entre dos colinas un grupo de construcciones de madera y de tiendas.

—Es Turfan —dijo el capitán.

—Hay que despertar al monje —dijo Rokoff.

—Sobre todo porque es el encargado de vigilar por nuestra seguridad —añadió Fedoro.

—¿Conseguirá abrir los ojos? —preguntó el cosaco—. Aún debe de estar ebrio.

—Le daremos un poco de amoníaco en un vaso de agua —dijo el capitán—. Si desembarca en este estado, los calmucos serían capaces de tomarla con nosotros.

El maquinista, que había cedido el timón al desconocido, el cual continuaba manteniéndose a un lado, sin hablar, llevó un vaso y obligó al monje a beberlo. El pobre tipo se lo tragó haciendo muecas y estornudando sonoramente varias veces.

—Esto no es kounis —declaró—. ¡Malos siervos! ¿Qué habéis dado a vuestro sacerdote?

Era indudable que creía estar aún bajo la tienda. Cuando vio las grandes alas del «Gavilán» que se agitaban sobre su cabeza y se dio cuenta de su error, se llevó las manos a la cabeza.

—¿Dónde estoy? —preguntó, con acento desmayado.

—Sobre Turfan —respondió el capitán, riendo—. Si quiere convertirse en ghetzull o en hellung… ¡jamba!

—¡Turfan! —exclamó el calmuco, que no conseguía fijar sus ideas.

De repente lanzó un grito:

—¡Los hijos de la luna!

—Parece como si se le empezara a pasar la borrachera —dijo Rokoff.

—Creo que está asustado —añadió Fedoro—. Ya no tiene suficiente alcohol en el cuerpo para que le dé valor.

—Le daremos más whisky.

El monje ayudado por el capitán, se había levantado, agarrándose a la barandilla. Apenas había echado una ojeada al abismo que se abría bajo sus pies, cuando retrocedió vivamente, agitando los brazos como un loco.

—¡Tengo miedo! —exclamó—. ¡No me echéis por la borda! ¡Soy un pobre mandiki!

—¿Qué dice? —preguntó el capitán—. Quería ir a Turfan con los hijos de la luna y hemos accedido a sus deseos.

—¿No vamos a matamos? —preguntó el monje, cuya frente estaba cubierta de gruesas gotas de sudor frío.

—Todos llegaremos en perfecto estado, se lo prometo.

—¿No se nos comerá este animal?

—No le gustan los hombres y menos aún los de su raza.

Algo más tranquilo, el mandiki se apoyó en la barandilla, pero en seguida volvió a retroceder, cubriéndose los ojos con las manos.

—¡Nos caemos! —gimió.

—¡Animo! —dijo el capitán—, no olvide que, del éxito de nuestro descenso depende su promoción. Mire, los habitantes lo aclaman.

Una numerosa muchedumbre se amontonaba en la plaza del pueblo, dando gritos de sorpresa y de terror. Algunas mujeres y muchachas huían, mientras, de las tiendas, salían hombres armados con fusiles y trabucos.

—¡Muéstrese! —dijo el capitán al monje—. Si disparan no bajaremos y se verá obligado a permanecer con nosotros.

—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —balbuceaba el mandiki.

—¡Si no obedece lo tiro por la borda!

Al oír aquellas palabras, el calmuco palideció y estuvo a punto de dejarse caer al suelo, pero cuando vio avanzar al capitán, se llenó de valor y se asomó a la barandilla, gritando algunas palabras.

Los gritos cesaron en seguida. Los calmucos habían dejado caer sus armas, haciendo gestos de sorpresa.

—¡Su mandiki bajaba del cielo, transportado por un monstruoso pájaro!

El hecho debía parecer muy maravilloso a aquellos pobres nómadas, que no habían oído hablar ni de aeróstatos ni de aeroplanos. Su sorpresa era tal, que parecían como petrificados.

Mientras, el «Gavilán» continuaba su descenso, describiendo amplios círculos; luego, sus alas permanecieron quietas, formando un paracaídas y terminó cayendo justo en medio de la plaza. El gentío, al verlo aterrizar, se había retirado precipitadamente para no ser aplastado, mientras el monje, que había recobrado todo su valor, permanecía en proa con aire de triunfo, dando bendiciones a diestro y siniestro e invocando a Buda.

De todas partes salían gritos de admiración. Todo el mundo alababa al monje que había sabido domesticar a aquel enorme monstruo y volverlo dócil y obediente. Sin embargo, nadie se atrevía a acercarse a aquel pajarraco y algunos incluso habían vuelto a tomar sus fusiles, temiendo un ataque inesperado. El mandiki, con un gesto majestuoso, impuso silencio y gritó con un vozarrón muy potente:

—¡Bajad las armas, hijos míos! Este animal no hará daño a nadie, porque yo lo he domesticado y recibid con todos los honores a los hombres que me acompañan, porque son hijos de Buda.

—¡Pillo! —exclamó Rokoff—. Antes nos creía hijos de la luna; ahora nos hemos convertido, nada menos que en hijos de su dios. ¡Cómo se aprovecha de la ignorancia de estos pobres calmucos!

El mandiki, gracias a la ayuda del cosaco y de Fedoro, había conseguido saltar la barandilla y se había encaminado, con paso majestuoso, hacia la muchedumbre que se le reliaba encima para tener el honor de besarle la ropa.

Los calmucos parecían presa de un verdadero delirio. No lardaron en levantar al monje, a pesar de su peso y llevar lo en triunfo por toda la plaza.

¿Nos deja? —preguntó Rokoff—. No me sorprendería que se fuera sin acordarse más de nosotros ni de mandarnos los marineros que nos ha prometido.

Pero el cosaco juzgaba mal al mandiki, porque éste, en cuanto se hubo calmado un poco el entusiasmo del gentío, mandó que lo dejasen en el suelo y se acercó al «Gavilán» diciendo:

—Señores, les ruego que se dignen aceptar la hospitalidad que les brinda la princesa de Turfan. En su tienda están preparando la comida para los hijos de Buda.

—¿Nadie va a tocar el pájaro durante nuestra ausencia? —preguntó el capitán.

—¡No tema! Estos estúpidos le tienen tanto miedo que no se atreverán siquiera a acercársele. ¡Ellos no son sacerdotes!

—Vale más que dejemos aquí al maquinista y al otro viajero —aclaró el capitán—. Nosotros, señores Rokoff y Fedoro, tomemos unos revólveres. Nunca se sabe qué puede ocurrir.

Escondieron las armas dentro de sus anchas fajas y si unieron al monje, escoltados por dos o trescientos calmucos, los cuales permanecían sin embargo a alguna distancia.

—¿Será joven o vieja esta princesa? —preguntó Rokoff al capitán.

Si es joven y bonita, le doy permiso para hacerle la corte —respondió el comandante, riendo—. No permanecerá Insensible a los encantos de un hijo de Buda.

—¡Pero no me comprenderá!

—¡Es cierto! Olvidaba que no hablaba usted chino.

—Dígame, capitán, ¿son las mujeres las que mandan aquí?

—Debe de ser la viuda de algún jefe.

—Entonces será vieja.

—No la juzgue antes de verla.

Al final de la plaza se levantaba una kibitka enorme, de forma ovalada, cubierta por una gruesa tela de fieltro impermeable, con una abertura en la cumbre para dejar entrar la luz y permitir la salida del humo, ya que los calmucos, igual que sus vecinos los mongoles, no conocen las chimeneas.

El mandiki levantó una esquina de la tienda y los hizo entrar, rogándoles que esperasen un momento, porque la princesa estaba vistiéndose en una tienda contigua.

El interior estaba instalado con un lujo tal, que hasta el capitán quedó sorprendido. En un rincón había una cama descomunal, cubierta de seda azul a flores rojas y amarillas, con un baldaquín y cortinajes blancos y rosas.

En frente había un sofá con una rica alfombra, seguramente persa y, a un lado, un cofre chino, de laca de colores brillantes, sobre el cual descansaban unas copas llenas de arroz y de trigo, cascabeles de varios tamaños y dos muñecas vestidas de seda, parecidas a las vendidas en China. En el centro había una estatuilla de Buda, cubierta por una muselina bordada con oro.

Luego, desparramados por la tienda, aparecían numerosos cojines de seda, dispuestos sobre pequeñas alfombrillas, destinados a los visitantes.

—¡Qué lujo! —exclamó Rokoff, que no podía permanecer callado un momento—. La princesa debe de ser hermosa y atractiva para poseer un cobijo tan rico. Me sabe mal tener que permanecer callado delante de ella.

—Sin embargo, usted que es cosaco, debería conocer alguna palabra calmuca —dijo el capitán—. Esta raza nómada se ha desparramado hasta Europa y algunas de sus tribus se encuentran hasta en el Cáucaso y en Astrakán.

—¿Han invadido medio Asia?

—¡Por lo menos! Es una raza de conquistadores, que hace algunos siglos tuvo épocas de gloria y que, bajo el mandato del famoso Gengis-Kahn, llegó victoriosa hasta Rusia. ¿Sabe que hay quien pretende que los Hunos, que invadieron incluso Italia en tiempos de Atila, fueron los antepasados de estas gentes que ahora ve aquí tan miserables?

—Ya lo había oído decir. Ahora sólo son capaces de dedicarse al pastoreo.

—Esto es debido a que se han dispersado y subdividido demasiado.

—Aquí está la princesa —dijo Fedoro.

Los tres aeronautas se habían levantado, mirando con curiosidad hacia la entrada de la tienda, que el enorme monje había levantado.

—¡Oh! ¡Qué horrible vieja! —exclamó Rokoff—. ¡Es una bruja!

La princesa había avanzado, haciendo un saludo respetuoso con las manos.

Era una mujer pequeña, delgadísima, con la piel de la cara grisácea, arrugada y apergaminada, cuyos ojillos negros eran aún vivaces y poseían una movilidad asombrosa. ¿Qué edad debía tener? ¿Ochenta años? ¿Cien? Rokoff le hubiera dado incluso más.

Como todas las calmucas ricas vestía una túnica que le llegaba hasta los pies, con un escote que permitía ver una blusa de seda blanca.

Sobre la cabeza llevaba una especie de sombrero, cuya harte superior era cuadrada y la inferior presentaba una ligera inclinación hacia arriba. Sus cabellos, recogidos en trenzas, eran aún muy negros y abundantes.

Sus huesudos dedos estaban llenos de anillos de oro y de plata y su cuello rodeado de collares formados de monedas chinas y cuentas de oro. A pesar de la abundancia de joyas, del color azul de la túnica y de las ricas babuchas de piel roja con bordados de plata, la princesa era de una fealdad repugnante.

El monje, que era la viva imagen de la felicidad, presentó a la anciana los hijos vivientes de Buda, llamándolos amigos y protectores suyos. Luego, los hizo sentar en los almohadones, mientras él se instalaba en el sofá en compañía de la princesa.

Casi inmediatamente entraron varios criados llevando cuatro cabritos asados, jarras llenas de koumis y hogazas de trigo y de arroz.

—Demos un ejemplo de la capacidad de los estómagos de los pequeños Budas —dijo Rokoff.

El mandiki, en su calidad de monje, había servido a los huéspedes unos trozos enormes de carne en platos de plata y los había invitado a hacer los honores a la modesta cocina de la princesa Khurull-Kyma-Chamik.

—¡Parece como si hubiera estornudado! —exclamó Rokoff.

—No, ha pronunciado el nombre de la princesa —respondió Fedoro.

—¡Vaya nombrecito! Compadezco a su esposo, si esposo ha habido, porque debía de verse obligado a estornudar cincuenta veces al día para llamar a su esposa.

Todos habían atacado la comida con gran apetito. La princesa, a pesar de faltarle la mayor parte de los dientes, se esforzaba en seguir el ritmo de los huéspedes, masticando como podía y bebiendo mucho kounis.

Durante aquella laboriosa operación, levantaba a menudo la vista y miraba disimuladamente a los tres hombres, pero deteniéndose particularmente en Rokoff cuyas formas hercúleas y rojiza barba parecían haberle causado una gran impresión. A veces se inclinaba hacia el monje y murmuraba algunas palabras, señalando al cosaco.

El capitán, al descubrir aquellas maniobras, dio un codazo a Rokoff y le dijo:

—¡Cuidado! La princesa ha fijado su atención en usted. Me temo que se ha encaprichado con usted.

—¡Por las estepas del Don! No lo diga ni en broma.

—¿De veras no le gustaría convertirse en príncipe de Turfan?

—¡Con esa vieja…!

—¡Tampoco es tan fea! —exclamó el capitán, conteniendo a duras penas la risa.

—¡Qué se la lleve el demonio!

—Además, debe de ser muy rica.

—No siga o me voy corriendo.

—No eche a perder nuestras buenas relaciones con estos calmucos. Serían capaces de destrozar el «Gavilán».

—Nos marcharemos después de comer.

—Debemos presenciar la fiesta de las lámparas. La población ya esta haciendo los preparativos.

—¿Quién se lo ha dicho?

—El mandiki.

—Hubiera preferido marcharme.

—Luego, cuando hayamos recibido las ovejas que nos han prometido.

Mientras charlaban, la princesa continuaba mirando con disimulo al cosaco y hablando en voz baja al monje, el cual, demasiado ocupado en tragar la mayor cantidad de alimento posible, se limitaba a responder con ademanes de cabeza.

En cuanto hubieron terminado de comer se oyeron redobles de tambores y estrépito de gongs. El monje se había levantado, diciendo:

—La fiesta va a empezar. Rogamos a los hijos de Buda que nos honren con su presencia.

Todos salieron de la tienda, precedidos por la princesa. Era ya de noche, pero en las calles del pueblo brillaban infinidad de luces que avanzaban en dirección a la plaza en un movimiento serpenteante.

Frente al domicilio de la princesa, los criados habían dispuesto una especie de altar, un dender, formado con ramas de abeto entretejidas, colocadas sobre unos postes de madera cubiertos de hierba.

En ambos lados ardían dos pequeñas hogueras y, en medio de los ramos, se alzaba una estatua de Buda de barro secado al sol y adornada con pedazos de papel dorado y collares de monedas chinas.

La fiesta de las sullas, es decir de las lámparas, es una de las más importantes y de las más originales que celebran los calmucos y se asemeja a la de las linternas de los chinos.

Al caer la noche toda la población de la tribu forma una tropa, provista de lámparas llenas de grasa, cuyas mechas están formadas por los tallos de una planta bien seca, envueltos en un poco de algodón y su número debe ser el mismo que los años de la persona que lleva la lámpara. Acompañados por una música endemoniada, deben dar tres vueltas al altar, bailando y procurando no caer, a pesar de los agujeros y obstáculos que se han colocado previamente en el itinerario que deben de seguir.

Una costumbre muy curiosa consiste en que, un niño nacido el día antes de la sulla sea considerado ese día como teniendo ya un año de edad.

Mientras la princesa esperaba la llegada de la tribu que avanzaba entre un ruido ensordecedor, el monje se había acercado al capitán y mantenía con él una misteriosa conversación, acompañada de misteriosos gestos.

—¿Qué debe de estar contando el mandiki? —se preguntaba el cosaco, quien, aun sin conocer la respuesta, estaba un poco inquieto—. Parece ser muy interesante, porque veo que el capitán se ríe a carcajadas.

—¿Has visto, Rokoff? —preguntó Fedoro.

—¿Qué?

—La princesa se está acercando a ti y no aparta su mirada de la tuya.

—¡Vieja loca…!

—Señor Rokoff —dijo el capitán que se había acercado a los dos amigos—. El mandiki me ha dado un encargo para usted. Permítame que lo felicite. ¡Caramba! ¡Cómo van a envidiarlo los súbditos de Khurull-Kyma-Chamik!

—¿Un encargo para mí? —preguntó el cosaco, que sentía cómo su frente se perlaba de sudor frío.

—¡Cuatro mil ovejas, trescientos camellos, siete tiendas y no sé cuántos cofres llenos de piezas de seda y de joyas y un título! Es una fortuna considerable.

—¿Qué es esto de las ovejas, camellos…?

El capitán, con rostro serio dijo, inclinándose cómicamente:

—Tengo el honor de saludar al príncipe de Turfan.

—¡Príncipe, yo! —gritó Rokoff, que parecía a punto de estallar.

—Se me ha rogado que pida vuestra mano para la hermosísima, riquísima y poderosísima princesa Khurull-Kyma-Chamik, que se ha dignado elegiros como su quinto esposo.

—¡Rayos y truenos!

—¡Vaya suerte la tuya! —gritó Fedoro, rompiendo a reír—. ¡Tú que te quejas de haberme acompañado a la China!

Segunda Parte. Una maquina maravillosa

I. La Princesa de Turfan

Si Fedoro y el capitán no hubieran estado a punto para alcanzarlo, el cosaco habría emprendido la huida hacia el «Gavilán», dejando plantada a la vieja princesa con sus ovejas, sus joyas y su monje.

¡Convertirse en el esposo de aquella centenaria! ¡Jamás! Era una píldora demasiado gruesa para poderla tragar, aunque se la doraran con un título principesco.

—¡Voy a retorcer el pescuezo al bribón que ha tenido la desfachatez de proponerme semejante unión! —chilló Rokoff, mirando furiosamente al monje—. Está loco. ¡Loco de remate!

—No se sulfure, señor Rokoff —dijo el capitán, sin soltarlo—. El mandiki ha creído que le proponía un excelente negocio. Además, un hijo de Buda que contrae matrimonio con una princesa calmuca: ¿no se da cuenta del prestigio que daría a la tribu? ¿Y cuánta fama adquiriría el monje que habría hecho posible esta unión? Sus sueños se convertirían en realidad, porque nadie le negaría el grado de hellung.

—¡Qué se lo lleve el demonio!

—No eres un buen amigo —dijo Fedoro—. Harías felices a la princesa y al monje.

—¡Basta ya, o derribo a la princesa de un puñetazo!

—Nos causaría serias molestias —dijo el capitán—. ¿Y si la princesa se obstinara en casarse con usted?

—Propóngale a su maquinista.

—Me es indispensable. ¡Fíjese en cómo le mira la princesa!

—Te está sonriendo —añadió Fedoro.

—¡Qué reviente! —gritó Rokoff.

Por suerte, ni el monje ni la princesa comprendían el ruso. Por otra parte, los tam-tam y los tambores hacían tanto ruido que los gritos de indignación del cosaco quedaban ahogados.

La procesión llegaba ante los europeos, precedida por los músicos. Los calmucos saltaban y brincaban con las lámparas en las manos, intentando no caer en los hoyos cavados alrededor de la plaza.

El cortejo dio tres vueltas en torno al altar, se inclinó delante de la princesa, del monje y de los hijos de Buda y se disolvió bruscamente.

Todo el mundo corría hacia las casas o las tiendas, donde las mujeres habían preparado la cena que iba a prolongarse hasta las primeras horas de la mañana.

También de la tienda de la princesa salía luz y en su interior se movían numerosos siervos, llevando enormes platos llenos de pilao, de carnes asadas, buñuelos, pasteles y grandes pedazos de carne de caballo en estofado, que constituye el plato fuerte de los calmucos, aunque su religión les prohíbe alimentarse de cualquier tipo de carne animal.

—Supongo que no se trata del banquete de boda —exclamó Rokoff, al ver que el monje les hacía una señal para que se acercaran a la tienda donde les esperaba la princesa—. ¡No pienso caer en una trampa!

El capitán se le acercó, pero su semblante ya no tenía el aspecto sonriente de antes, incluso aparecía bastante preocupado.

—Señor Rokoff —dijo con voz grave—, creo que las cosas empiezan a estropearse y temo que hayamos cometido una verdadera estupidez al enredarnos en esta aventura, que hubiéramos podido evitar fácilmente. El mandiki empieza a hacerse peligroso.

—¿Insiste en hacerme casar con esa vieja?

—Con más fuerza que antes. Además, nos amenaza con apoderarse de nuestro «Gavilán» si usted no acepta.

—¿Quiere que lo mate con mis propias manos?

—Sé que sería usted muy capaz de hacedlo, pero tiene a toda la población de Turfan tras él y son unos trescientos o cuatrocientos nómadas, todos ellos armados. Si nos estropean las alas o los planos inclinados, ya no podremos huir.

—Ya comprenderá usted que yo no tengo ningún deseo de convertirme en príncipe ele Turfan, y menos aun, en marido de aquella vieja bruja.

—No le pido tanto —dijo el capitán—. No estoy tan loco como para aconsejarle que acepte.

—¿Qué quiere entonces de mí?

—Que vigile al monje y a la princesa y que siga su juego, al menos hasta después de la cena. ¡Si pudiéramos emborracharlos!

—¿No le queda todavía un poco de aquel famoso licor de los monjes del monte Athos?

—¡Claro que sí! —exclamó el capitán—. Ocúpese de la princesa mientras voy en busca de las botellas.

El mandiki, que no los perdía de vista porque sospechaba que estaban tramando algo, al ver que el futuro príncipe de Turfan no sólo se acercaba a la anciana, sino que también le hacía una eran sonrisa, no se preocupó por enterarse de adónde se dirigía el capitán. Le bastaba con que Rokoff estuviera allí, de manera que no interrumpió la conversación que había iniciado con Fedoro sobre la cantidad de cabritos, e camellos y de riquezas que poseía la anciana.

Cuando entraron en la tienda, encontraron a cuatro jefes de la tribu, hombres gigantescos cuyos cinturones estaban repletos de carabinas y varios tipos de cortas cimitarras, parecidas a las tarwar de los montañeses del Himalaya, de aspecto poco tranquilizador.

La princesa estaba instalada en el pequeño sofá, mientras los siervos llenaban el tapete que cubría el suelo de la tienda, de punta a punta, de platos repletos de comida.

Cuando vio aparecer a Rokoff, lo miró sonriendo y le hizo una graciosa reverencia.

El cosaco, que no quería desencadenar una tempestad, sobre todo en presencia de aquellos cuatro individuos, respondió con otra sonrisa e incluso le mandó un beso con la punta de los dedos. Fue un verdadero milagro que Fedoro no soltase una carcajada. Tomó precipitadamente una taza de koumis y se la llevó a los labios, para disimular su risa.

Estaban a punto de atacar la cena, cuando entró el capitán, llevando una cesta llena de botellas de ginebra, whisky, brandy y del famoso licor del monte Athos, que Fedoro y Rokoff habían probado aquella memorable noche.

Colocó una delante de cada comensal, pero reservó algunas para el final.

A pesar de haber almorzado pocas horas antes, el mandiki se habla puesto a devorar todo lo que se le ponía por delante, como una fiera que ha ayunado durante una semana, imitado por los cuatro jefes y por la princesa, quien, entre bocado y bocado, dirigía audaces miradas a Rokoff. Éste se las devolvía, aun cuando en su fuero interno estuviese mandándola a juntarse en el otro mundo con sus cinco maridos.

El mandiki, que había alabado la calidad de las botellas de los hijos de Buda, había atacado la suya con tanta avidez, que pocos minutos más tarde estaba completamente vacía. También la princesa había empezado a hacerse careo de la suya con tanta diligencia, que no cabía la menor duda de que iba a emborracharse rápidamente, sin necesidad del licor del monte Athos.

Sus ojillos negros se animaban cada vez más, su nariz, encorvada como el pico de un loro, se iba poniendo colorada y de su boca salían raudales de palabras, dirigidas casi siempre a Rokoff, quien, como es de suponer, no entendía nada, puesto que no conocía el idioma de los calmucos.

Sin embargo, como suponía que sus palabras eran gentilezas, respondía con las más amables sonrisas y con innumerables reverencias.

Mientras, el capitán vigilaba los efectos causados por el whisky en los cuatro jefes, que eran los más peligrosos de la reunión debido a sus muchas armas. Desolado, vio que resistían muy bien aquella prueba. Descorchó dos botellas de ginebra y dos de brandy, con gran alegría por parte del mandiki que bebía como una esponja.

Aquel viejísimo licor de primera calidad fue el golpe de gracia páralos cuatro duros.

—Empiezan a sentir los efectos del alcohol —murmuró el capitán al oído de Fedoro.

—Se están durmiendo —respondió éste—. De todas maneras, ¡qué grandes bebedores son estos salvajes!

—Mire si hay alguien afuera.

—Me figuro que deben de estar los criados.

—También les he regalado algunas botellas para que se emborrachasen.

Fedoro se levantó con la excusa de salir a respirar un poco de aire fresco y volvió a entrar casi inmediatamente.

—Los criados están roncando cerca del fuego.

—¿Y los demás?

—Están en sus casas y en sus tiendas.

—Démosles pues el licor del monte Athos.

Destapó cuatro botellas, llenó las copas de plata y las ofreció a los calmucos, diciendo al mandiki:

—Este licor lo ofrece mi amigo de la barba roía y es el mejor que se bebe en la luna y en el paraíso de Buda.

El monje, balanceándose, tomó una copa y la tendió a la princesa, traduciéndole lo mejor que pudo las palabras del capitán. Acto seguido vació la suya de un solo trago.

—Esto es un néctar de inmortalidad —balbució—. Lo bebían los guerreros de Gengis Khan para volverse más valientes.

—Espera un momento y verás cómo te vuelves tú —murmuró Rokoff—. Tendrás suerte si logras despertar mañana.

Los jefes, al ver que la princesa bebía con deleite, la imitaron, a pesar de que ya no se tenían sentados, porque no poseían la resistencia del mandiki.

Apenas vaciaron las copas, cuando empezaron a desplomarse, uno tras otro, sobre las fuentes llenas de pasteles de carne.

La princesa dio un suspiro y después de haber mirado por última vez al cosaco, se echó sobre el sofá, encima del mandiki, quien parecía no saber ya dónde se encontraba.

Rokoff, Fedoro y el capitán se habían levantado, revólver en mano.

—¡Huyamos! —dijo el cosaco—. Mi querida esposa, no volverás a verme jamás. Te dejo las ovejas, los carneros, los camellos y el siglo que llevas a cuestas.

Estaban a punto de salir de la tienda, cuando vieron que el monje se levantaba y daba algunos pasos titubeando.

—¡Hu…, huyen… arriba…, me… oí… ís…!, ¡criados…! —chilló, haciendo esfuerzos desesperados para atravesar la tienda.

—¿Has terminado ya? —gritó Rokoff, furioso—. ¡Toma!

Su puño cayó como una maza sobre el rostro hinchado del manaiki.

El calmuco cayó en medio de los platos y de las salsas, con las piernas levantadas, haciendo temblar el suelo.

Los tres aeronautas, alarmados por aquel incidente, salieron de la tienda, pasando por encima de los criados borrachos y se precipitaron hacia el lugar en donde habían dejado al «Gavilán».

Alguien debía haberlos oído porque, de repente, se oyó el sonido de un gong, seguido de muchos otros.

—¡De prisa! —gritó el capitán, emprendiendo una loca carrera—. ¡Nos persiguen!

Unos hombres salían de las tiendas que aún estaban iluminadas. Al ver huir a los tres amigos, se dispusieron a seguirlos, chillando a pleno pulmón.

El «Gavilán» se hallaba muy cerca y la máquina estaba a punto de funcionar, porque el maquinista hacía adivinado lo ocurrido.

Los tres hombres cruzaron la barandilla de un salto, mientras el desconocido, armado de un Winchester de repetición, disparaba contra los calmucos que acudían de todas partes, gritando amenazadoramente.

—¡Arriba! —ordenó el capitán, sin dejar de servirse de su revólver.

El «Gavilán» agitó sus inmensas alas y se precipitó hacia los calmucos para tomar impulso, luego empezó a elevarse, entre los disparos.

—¡Ahí se quedan chasqueados! —exclamó Rokoff, mientras el aeroplano escapaba a una velocidad de cuarenta millas por hora—. Espero que ese bribón de monje, después de esta aventura, no será ni siquiera mandiki. ¡Quería aumentar de rango a expensas mías y a costa de mi matrimonio! ¡Cásate tú con esa vieja bruja! Formaríais una pareja única en el mundo.

Turfan desaparecía rápidamente, sólo se veían algunos puntos luminosos que se iban haciendo invisibles.

—¿Dónde vamos ahora, capitán? —preguntó Fedoro.

—Hacia el lago Bagratsch-kul —respondió el comandante.

—¿A pescar más truchas?

—Ya no necesitamos más. Lo atravesaremos por su extremo oriental, luego iremos al Sha-mo meridional hasta alcanzar las fronteras del Tíbet. Empiezo a estar harto de Mongolia.

—Yo también —dijo Rokoff—. Espero que no encontraremos a ninguna otra princesa que se enamore de mi barba roja.

—No nos acercaremos a los tibetanos, porque aún son más peligrosos que los calmucos, ya que no les gusta ver extranjeros en sus territorios. Si quieren ir a descansar, pueden hacerlo; yo velaré junto al maquinista.

—¿No vamos a pararnos en ningún sitio? —preguntó Fedoro.

—Mañana, cuando hayamos llegado al desierto.

—Entonces, vamos a hacerles compañía —dijo Rokoff.

El «Gavilán» volaba a la velocidad de un pájaro, bordeando la marisma que se extiende al sur de Turfan, en dirección a la pequeña cadena de los Chacche-tag.

A medianoche, los aeronautas se encontraban sobre Tok-sún, pequeña fortaleza mongol, ocupada por un presidio chino destinado a frenar las tribus nómadas del desierto que se dedican al pillaje en gran escala de las caravanas de los zíngaros.

El alba los sorprendió cerca del lago Bagratsch-kul y sus aguas saladas brillaban como el bronce, bajo los nacientes rayos del sol.

Se trata de un hermoso lago, de forma muy alargada, formado por el Chaidagol y que tiene en sus alrededores ciudades muy importantes y populosas, frecuentadas por las caravanas. Este río, igual que otros muchos del Tíbet, es venerado por el pueblo y en él se echan las cenizas de los difuntos, porque creen que de esta manera llegan antes al paraíso de Buda.

El «Gavilán» siguió durante algunas millas las orillas orientales, luego continuó su viaje hacia la pequeña cordillera de los Kuruk-tag, entrando poco después de mediodía en el Sha-mo occidental, mucho más arenoso, más yermo y más peligroso que el oriental, a causa de los fuertes vientos que soplan desde las cercanas cumbres del Tíbet.

Sin embargo, no es tan árido como el Sahara, porque tiene lagos de extensión considerable, como el Lob-nor que se halla a una altura de 790 metros sobre el nivel del mar y el Tustik-dum y también un río de curso importante que lo atraviesa de sur a norte: el Daija.

Había arena por todas partes. Los vientos del Tíbet la levantaban en cortinas y olas y, a veces, en inmensas columnas en forma de remolinos que a menudo alcanzaban al «Gavilán», a pesar de que éste se mantuviese a una altura de cuatrocientos metros.

—¡Qué desagradable es este desierto! —dijo Rokoff, mirándolo con cierta curiosidad.

—No es muy alegre —respondió el capitán, que estaba a su lado, trazando pequeñas cruces rojas en un mapa—. En tres días lograremos cruzarlo y emprenderemos el vuelo sobre las inmensas altiplanicies del Tíbet.

—Me parece que no hace calor aquí.

—Nos hallamos a mil doscientos metros sobre el nivel del mar.

—Dígame, capitán, ¿es cierto que en las orillas de los ríos que cruzan el Sha-mo se encuentra mucho oro?

—Toda el Asia central, y la China en especial, tiene riquísimas minas, tal vez incluso en mayor cantidad que América y Australia.

—¿Nadie las explota?

—¿Olvida usted que Mongolia pertenece al Imperio Chino?

—¿Qué quiere decir con esto? —inquirió Rokoff.

—Que el gobierno central prohíbe severamente a sus súbditos trabajar en las minas de oro, de plata y de mercurio.

—¿Por qué motivo?

—Para que los campesinos no abandonen la tierra y para evitar desórdenes. Toda persona sorprendida buscando oro, es decapitada, tanto aquí como en la China.

—¡Oh! ¡Qué estúpidos! Sin embargo, la China no es muy rica en monedas de oro ni de plata.

—Ya lo sé. Por otra parte, también el emperador obtendría muchísimas ventajas si levantase esta absurda prohibición. Ello no impide que en Mongolia haya quien trabaje en algunas minas muy escondidas. Los mineros se reúnen en grupos muy numerosos y bien armados, para plantar cara a las tropas que el gobierno no deja de mandarles para que los decapiten. Incluso se puede decir que la mayor parte de los conflictos internos ocurren precisamente por culpa de la explotación de estas minas. Los mineros suelen ser bandidos, bien armados, que no se conforman con hurgar en la tierra, sino que también saquean las regiones cercanas a las minas para procurarse gratuitamente Tos víveres necesarios.

—Lo mismo que los primeros mineros californianos y australianos —dijo Rokoff—. También ellos, antes de la proclamación de la famosa ley de Lynch, robaban cuanto podían.

—Peor aún —dijo el capitán—. No hace muchos años, en esta región precisamente, un chino encontró una mina muy rica, guiándose por una capacidad extraordinaria para encontrar yacimientos auríferos que se apoya, al parecer, en la conformación de las montañas y en las plantas que crecen en ellas. La noticia no tardó en ser conocida, y a los pocos días llegaban a la mina unos doce mil bandidos, decididos a trabajar. Pero, mientras la mitad de estos hombres se dedicaban a pasar por un crisol los cristales de cuarzo que contenían una cantidad increíble de oro, la otra mitad devastaba los alrededores, saqueando medio reino de Uniot, que por aquel entonces era tributario de la China. Durante os años continuaron los trabajos y la cantidad de metal extraído fue tan grande, que en la China el oro perdió hasta la mitad de su valor.

—¡Qué mina! —exclamó Rokoff—. Debieron volverse todos muy ricos.

—No, todos terminaron mal —explicó el capitán—, debido a sus continuos saqueos y a los desórdenes que originaban. La cantidad de salteadores había aumentado de tal manera, que el rey de Uniot no se atrevía a atacarlos, a pesar de las peticiones de sus súbditos y de la China. Pero un día los bandidos cometieron la imprudencia de detener a la reina mientras se dirigía a rezar sobre la tumba de sus antepasados, y de robarle todas las joyas que llevaba puestas.

—Se ve que no les bastaba el oro que extraían —dijo Rokoff.

—Este hecho causó su ruina, porque el rey, indignado, se alzó contra ellos ayudado por las tropas de caballería tártaras e hizo una verdadera matanza. Algunos de los bandidos consiguieron huir y esconderse en el interior de la mina, pero los tártaros cerraron todas las salidas y la llenaron de humo. Los gritos y los lamentos de los desgraciados se oyeron durante algunos días y luego, poco a poco, fueron debilitándose hasta que volvió a reinar el silencio.

—No disfrutaron del oro.

—Ni los que se lo arrebataron. Fueron horriblemente mutilados y sólo les dejaron el sentido de la vista para que pudieran darse cuenta del despojo en que se había convertido su cuerpo. ¡Vaya, Rokoff, vaya donde quiera! A mí no se me ha perdido nada en las minas chinas. Mi vida vale más que todas sus riquezas.

II. La caza de «Yaks»

A cada milla recorrida por el «Gavilán» el desierto cambiaba de aspecto. La monotonía desoladora de aquella arena centelleante, que brillaba debido a la sal que contenía, quedaba rota por alguna que otra elevación, por enormes grupos de rocas, generalmente negras, o por algún pequeño oasis, en donde se veían brincar numerosos cameros salvajes, unos grandes ciervos llamados mara, y corzos de formas sutiles y elegantes, muy apreciados por los cazadores porque poseen una especie de bolsa que contiene un líquido muy oloroso, parecido al de los civetos africanos.

Pero aquellos oasis eran pequeños, y el «Gavilán» los atravesaba en pocos minutos para volverse a adentrar en el desierto.

Luego, cuando su inmensa sombra se proyectaba sobre la escasa vegetación, todos los anímales emprendían la huida. Antílopes, ciervos, corzos se precipitaban en todas direcciones en una carrera alocada, seguidos a veces por enormes buitres de cuello pelado y repugnante y por harpías, especie de águilas muy rapaces, que hacen verdaderos estragos en los niños habitantes del Sha-mo.

Al anochecer, cuando el «Gavilán» que no se había detenido ni un solo instante, había cruzado al menos una tercera parte del desierto, el capitán mostró a Fedoro y Rokoff una cordillera de altísimas rocas, sobre las que se veía trepar unos animales muy peludos, que se parecían vagamente a los bueyes…

—¿Sabe qué son? —preguntó.

—¿Búfalos?

—No, yaks salvajes.

—Nos prometió que podríamos cazarlos.

—Eso haremos mañana por la mañana —respondió el capitán—. Necesitamos renovar nuestras vituallas, antes de afrontar las montañas del Tíbet, que son de una gran aridez, y también tenemos que conseguir pieles muy calientes y grasa. Allí arriba hará mucho frío.

—¿No van a huir, mientras, los yaks?

—Se detienen en los lugares en donde hallan pasto y, como en el desierto no abunda la vegetación, no se marcharán de ahí.

—¿En dónde piensa detenerse para pasarla noche?

—En la arena, para ponernos al abrigo del viento. ¿No oyen cómo sopla?

—Es muy frío, capitán. En esta ocasión sería más útil una máquina a vapor que el aire líquido.

Cuando llegaron casi en frente de aquel enorme peñasco, el capitán dio la orden de descenso.

El «Gavilán» se acercaba despacio a la arena, en una profunda depresión de terreno rodeada de rocas, que parecía haber sido el lecho de un río, debido a los minerales que allí se veían.

A pesar de estar resguardados, el viento soplaba con fuerza y era muy frío, va que procedía de la cercana cordillera nevada de los Allyn-tag, que marcan el límite entre el desierto y el Tíbet.

Los cinco aeronautas, después de haberse cerciorado de que no había nadie en aquellos parajes, cenaron de prisa y se encerraron en sus cabinas, colocando doble número de mantas en sus literas.

Aún no había despuntado el alba y el capitán, Fedoro y Rokoff estaban ya levantados, deseosos de dar caza a los yaks que habían visto pasar el día anterior.

Como sabían que se trataba de animales peligrosos, con unos cuernos formidables y de una fuerza igual a la de los búfalos, se habían armado de carabinas de grueso calibre y de grandes cuchillos de caza, unos bowie-knife americanos, de filo muy sólido.

El día se anunciaba espléndido, a pesar de que el frío hubiera aumentado notablemente. Un airecillo seco, que cortaba la piel y dañaba los labios, continuaba soplando de los Allyn-tag, levantando la arena del desierto en espesas cortinas.

—Una buena marcha nos hará entrar en calor —dijo Rokoff, llenándose los bolsillos de galletas y de carne en conserva.

—Los yaks nos harán correr —dijo el capitán—. Son animales muy desconfiados, que no dejan que nadie se les acerque. Tened cuidado en no cometer imprudencias y en no disparar si no estáis seguros de poder dar en el blanco, porque cuando están heridos, son aún más peligrosos.

La cadena de rocas distaba sólo un cuarto de milla. Estaba formada por grupos de rocas muy empinadas, cubiertas de escasa vegetación, compuesta en su mayor parte por gramináceas y líquenes y divididas en pequeños valles que subían, tortuosos, hacia las cumbres.

El capitán descubrió un barranco, que parecía menos abrupto que los demás, flanqueado por grupos de abedules enanos, de manera que llevó a sus compañeros por aquel camino que debía poderles conducir hasta las pequeñas mesetas superiores.

—¿Estarán ahí arriba los yaks? —preguntó Fedoro.

—En general les gusta vivir en las alturas —respondió el capitán—. En cambio, nuestros búfalos prefieren el llano, sobre todo los terrenos pantanosos.

—¿Pueden domesticarse?

—No del todo; los tibetanos se sirven de ellos para transportar las tiendas y las vituallas, pero continúan siendo siempre un poco salvajes.

—Por aquí no veo ninguno —observó Rokoff, que estaba impaciente por medirse con aquellos importantes animales.

—Ya los encontraremos, no se inquiete —respondió el capitán—. Acabo de descubrir sus huellas y argol seco.

—¿Qué es el argol?

—Estiércol seco de yaks, que los tibetanos recogen regularmente.

—¿Qué hacen con él?

—Lo emplean para hacer fuego, ya que carecen de leña.

—¡Qué perfumada les debe resultar la comida! —exclamó Rokoff.

—No son tan delicados.

—Así que en estas montañas no hay ni siquiera hierba.

—No hay más que piedras.

—Entonces, ¿no pueden criar ganado?

—Sí, pequeños caballos.

—¿Y qué les dan de comer, si no pueden recoger heno?

—¿Ha oído usted decir a alguien que en Islandia hubiesen prados?

—No, señor. Me han dicho que en esa gran isla del Atlántico septentrional no hay más que volcanes y montañas de lava y de basalto.

—Sin embargo, no hay un solo islandés que no posea, al menos, media docena de caballos. Porque, aún en aquellos terrenos volcánicos, se dan pequeños prados, aunque no bastan para nutrir a tantos animales.

—¿De qué viven entonces?

—De cabezas de merluza o de deshechos de pescado.

—¡Oh! ¡Esta sí que es buena!

—También los caballos tibetanos se han acostumbrado a alimentarse de carne y, por si fuera poco, de carne cruda.

—¿No se extingue la raza?

—Al igual que los islandeses, los caballos tibetanos se han ido volviendo pequeñísimos.

—¡Silencio! —dijo Fedoro—. Estoy oyendo unos mugidos.

Habían llegado casi al final del despeñadero, que en aquel lugar era tan estrecho que casi imposibilitaba el paso de los tres hombres.

De aquel exiguo paso provenían unos mugidos prolongados, acompañados de ruido de cascos.

—Nos acercamos a los yaks —dijo el capitán, cargando la carabina—. Echémonos sobre esas rocas y avancemos en silencio.

—¿No oye ese ruido? —preguntó Rokoff—. Parece como si esos animales estuvieran luchando entre sí.

—Mejor; así podremos sorprenderlos más fácilmente.

Cruzaron, no sin grandes dificultades, un enorme peñasco que cerraba una parte de la garganta, se echaron al suelo y empezaron a arrastrarse uno detrás del otro, procurando mantenerse a sotavento.

En cuanto hubieron llegado al final del desfiladero, se detuvieron, acomodándose tras un saliente de la roca.

Ante ellos se extendía una pequeña meseta, de algunos centenares de pasos de extensión, limitada a un lado por un abismo de cuyo fondo surgían unos profundos mugidos, producidos por algún impetuoso torrente o por alguna cascada.

En aquel reducido espacio se veía una manada de gruesos rumiantes de aspecto salvaje, de pelo largo y cabeza provista de largos cuernos, que permanecía echada, mientras dos de los más grandes ejemplares luchaban furiosamente, golpeándose sus sólidas cabezas y arrancándose gruesas matas de pelo.

Aquellos dos campeones poseían casi la estatura de los búfalos y debían poseer una gran fuerza.

Con la cabeza baja, los ojos inyectados en sangre, las colas levantadas y las bocas cubiertas de espuma sanguinolenta, se detenían un momento y luego volvían a precipitarse el uno sobre el otro, con la fuerza de dos catapultas, intentando hundirse el pecho a cornadas.

Tanto el uno como el otro, perdían sangre por un sinfín de heridas, pero continuaban su encarnizada lucha, decididos a matarse.

Mientras, sus compañeros rumiaban apaciblemente, sin inquietarse por aquel duelo que debía de terminar con la muerte de uno de los adversarios, si no con la de ambos.

—Disparad contra las hembras —susurró el capitán al oído de Fedoro y de Rokoff—. Los machos tienen una carne demasiado dura.

—Yo he elegido ya la mía —dijo el cosaco.

—Yo también —añadió el ruso.

—¡Fuego!

Los tres disparos de carabina partieron al mismo tiempo. Una hembra, herida tal vez en el corazón, cayó fulminada; las demás, se levantaron rápidamente, huyendo al galope.

Los dos machos, al oír las detonaciones, centuplicadas por el eco de las rocas, se habían detenido, mirando a su alrededor.

Cuando vieron salir humo de detrás del peñasco, olvidaron por un momento su rencor y se precipitaron hacia aquel lugar, con la cabeza baja y mostrando amenazadoramente sus cuernos.

—¡Huid! —gritó el capitán, mientras se asía a una raíz que pendía de una hendedura.

Rokoff logró saltar sobre un peñasco cercano y lo escaló precipitadamente, pero Fedoro no pudo ponerse a salvo.

Al faltarte tiempo para cargar el fusil y ver que los dos animales se le echaban encima, saltó a un lado para evitar ser embestido. Luego emprendió una loca carrera en dirección a la meseta, sin pensar que a doscientos pasos había un abismo.

Con la cabeza baja y las bocas cubiertas de espuma sanguinolenta, se arrojaban el uno sobre el otro, con la fuerza e dos carneros.

—¡No, por aquel lado no! —gritó el capitán, que se había dado cuenta del peligro—. ¡Súbase a una roca!

Un yak se había detenido al pie de la roca que había escalado el cosaco e intentaba subirse a ella; el otro se había lanzado en persecución del ruso, mugiendo y haciendo saltarlas piedras con sus pezuñas.

El animal, como si su instinto le hubiera dicho que Fedoro no podía huir por el lado del precipicio, había girado sobre sí mismo y lo había obligado a replegarse hacia el abismo.

El desgraciado cazador se había dado cuenta de que lo acechaba la muerte. Intentó volver sobre sus pasos, hacia el desfiladero, pero era demasiado tarde.

El yak se le acercaba cada vez más.

—¡Fedoro! —gritó Rokoff, mientras cargaba apresuradamente su carabina—. ¡Échate al suelo!

El capitán, que no había conseguido alcanzar la cumbre de la roca, se encontraba en la imposibilidad de prestar ayuda a Fedoro.

Él mismo se hallaba en peligro, obligado a permanecer cogido a la raíz, debajo de la cual el segundo yak brincaba como un endemoniado, rozándole las suelas de las botas con sus cuernos.

Fedoro, desfallecido, se había detenido al borde del precipicio. Se trataba de un abismo de veinte metros y de unos cien de anchura, cuyas paredes estaban cortadas a pico y en cuyo fondo fluía un torrente de rápida corriente.

—Estoy perdido —murmuró.

El yak se disponía a cargar, con la cabeza baja, decidido a precipitarlo en el barranco.

La distancia entre ambos era sólo de pocos metros, cuando se oyó la detonación de la carabina de Rokoff.

El animal, herido en algún órgano vital, se encabritó, se alzó sobre sus patas traseras, dio dos vueltas sobre sí mismo y se desplomó sobre un costado.

—¡Huye, Fedoro! —gritó Rokoff.

No hacía falta repetírselo dos veces.

El ruso, que había escapado milagrosamente de aquel terrible salto que debía reducido a una masa sanguinolenta, echó a correr hacia el desfiladero al tiempo que cargaba su carabina.

—Salvemos a los demás —se decía.

El segundo yak, al darse cuenta de la presencia del nuevo adversario, se había dejado caer de la roca, pero tenía que enfrentarse a dos fusiles. Tampoco Rokoff había perdido el tiempo tras su afortunado tiro.

El animal había emprendido la carrera, cuando los dos amigos dispararon con pocos segundos de diferencia.

Sin embargo, el yak continuó corriendo, aunque ya no contra Fedoro. Se dirigía hacia el lugar por donde poco antes había huido la manada.

—¡Cuidado! —gritó el capitán, que había logrado abandonar la raíz—. Oigo los mugidos de los demás yaks. ¡De prisa, busquemos un refugio!

—¡Aquí! ¡Aquí! —dijo Rokoff.

Fedoro y el capitán iban a dirigirse hacia la peña, cuando vieron aparecer al animal que había recibido poco antes los dos disparos.

Pero no iba solo. Guiaba la manada, a la que se habían unido varios machos, que hasta entonces habían permanecido escondidos tras las rocas, ocupados en luchar entre sí.

Los veinte o treinta animales pasaron como un huracán a través del desfiladero y descendieron el barranco con el fragor de un alud.

—¡Por todos los esturiones del Volga! —exclamó Rokoff, que había conseguido izar al capitán y a Fedoro sobre la roca—. Si nos hubiera sorprendido a su paso nos hubiesen reducido a partículas. ¿Van a bajar hasta el desierto?

—¿Y el «Gavilán»? —preguntó Fedoro, palideciendo.

—He dicho al maquinista que mantuviera la máquina en funcionamiento —respondió el capitán—. Además, no creo que los yaks abandonen estos peñascos.

—¿Volveremos a encontrarlos? —preguntó Fedoro.

—No me sorprendería; por esto, si encontramos otro paso, será mejor tomarlo. No me gustaría tener que volverme a enfrentar con esa manada.

—¿Y el animal que hemos matado?

—Encontraremos otros mejores.

—Señor Rokoff, a usted no le tiemblan las manos. Los mejores cazadores del Far-West le envidiarían su disparo.

—¿Le he dado en el corazón?

—Sí, señor Rokoff.

—Había que salvar a Fedoro de una muerte cierta.

—¡Y qué muerte! —exclamó el ruso, echando una mirada llena de terror al abismo—. ¡Qué salto! ¡De más de veinte metros y con un torrente en el fondo! Me entran escalofríos con sólo pensarlo.

—Debe usted su vida a ese disparo tan certero —dijo el capitán.

—Pues yo no hubiera dudado en saltar —dijo Rokoff, mirando el torrente—. El agua me parece muy profunda y creo que sólo me hubiera dado un baño.

—Vosotros, los cosacos, todo lo encontráis posible —replicó Fedoro, riendo—. Sé que no dudáis en saltar desde un baluarte con vuestros caballos y sin romperos la cabeza.

—Aún hacemos cosas peores —dijo Rokoff.

—¡Ayudadme! —dijo el capitán.

Había sacado su cuchillo y había empezado a descuartizar el yak con una sorprendente habilidad.

—Usted ha matado ya animales de estos —afirmó Rokoff.

—No, sólo bisontes.

—Maneja el cuchillo mejor que un vaquero —dijo Fedoro.

—Ellos han sido quienes me han enseñado —respondió el capitán.

—¡Ah! ¿Ha estado en el Oeste americano?

El capitán, en lugar de responder, abrió la boca del animal con maestría y le cortó la lengua, diciendo:

—Éste sí que es un bocado de rey.

La colocó junto al musgo que crecía cerca de allí y empezó a descuartizar el cuerpo del yak separando cada costilla de la columna vertebral, mientras Rokoff y Fedoro se apoderaban del corazón y del hígado.

Habían descuartizado ya al animal, cuando oyeron un fragor ensordecedor procedente del despeñadero.

—¡Coged las carabinas! —gritó el capitán, guardando rápidamente su cuchillo—. Los yaks regresan.

—¡Otra vez! —exclamó Fedoro—. Si nos encuentran aquí, nos destrozarán.

—Vayamos a las rocas —dijo Fedoro.

Iban a cruzar la pequeña meseta para refugiarse, cuando vieron llegar a la manada en una carrera desenfrenada.

Los vengativos animales, tras haber recorrido todo el desfiladero, habían dado media vuelta sin que los cazadores se hubieran dado cuenta y ahora intentaban atacarlos en aquel exiguo lugar que parecía no dejarles ninguna escapatoria.

El capitán y sus dos compañeros, aterrados por aquel nuevo ataque, se habían juntado cerca del abismo, ya que no habían tenido tiempo de llegar a las rocas.

—¡Estamos perdidos! —exclamó el capitán.

Cuando los yaks los vieron, se pararon, con las cabezas bajas, mostrando sus largos cuernos. Parecía como si dudasen en atacarlos, debido quizás a las tres carabinas que les apuntaban.

—No disparéis —dijo el capitán, precipitadamente—. Procuremos no irritarlos.

—Y si nos asaltan, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Fedoro, tembloroso—. No saldremos de ésta con vida.

—Nos precipitarán al abismo —dijo Rokoff—. Intentad saltar al torrente, si no os aplastaréis contra las rocas.

Los yaks no se movían, como si adivinasen la terrible angustia que sufrían los desgraciados cazadores.

Los machos se habían colocado en primera fila, para proteger a las hembras.

El capitán y sus compañeros, muy pálidos, continuaban apuntando con las carabinas, a pesar de que no tuvieran muchas esperanzas de poder detener a la manada con sólo tres disparos.

Aquella tremenda situación duró dos o tres minutos, que a los cazadores les parecieron eternos, luego, los yaks se colocaron en semicírculo, acometiendo desesperadamente.

—¡Fuego! —gritó el capitán.

Dispararon a la vez. Un animal cayó al suelo, pero los demás continuaron su embestida, todavía con más furia.

—¡Saltad! —gritó Rokoff.

Con un valor cercano a la locura, saltó en el vacío, para servir de ejemplo. Cerró los ojos y dio dos o tres vueltas sobre sí mismo.

Le pareció que le faltaba la respiración, sintió una especie de asfixia, luego le invadió una sensación de frío atroz y oyó un ruido ensordecedor que le pareció que iba a hacerle estallarla cabeza.

Había caído en medio del torrente, hundiéndose en un agua tan helada que creyó morir aterido de frío.

Por fortuna y como había previsto, el agua era muy profunda, de manera que, en lugar de aplastarse contra las rocas que debían cubrir el lecho, salió a flote, aturdido, pero ileso.

Apenas había abierto los ojos, cuando vio a Fedoro y al capitán que caían a unos diez metros del agua, seguidos por un yak que no había podido pararse a tiempo.

Los tres se sumergieron en el agua, levantando enormes olas.

—¡Capitán! ¡Fedoro! —gritó, nadando vigorosamente para que no se lo llevara la corriente, muy impetuosa.

La primera en aparecer a flote fue la cabeza del capitán, luego emergió también Fedoro, quien agitaba desesperadamente los brazos.

—¡Tal vez no sepa nadar! —se dijo el cosaco.

Luchando contra la corriente, llegó a su lado en el momento preciso en que iba a hundirse de nuevo.

—¡Valor, amigo! —le gritó.

Sosteniéndolo por un brazo, lo arrastró hacia la orilla, en la que ya estaba encaramándose el capitán.

—¡Ayúdeme, señor! —chilló.

—¡Allá voy! —respondió el comandante.

Tomó la raja roja que llevaba atada a la cintura y se la lanzó, sin soltarla por el otro extremo. Rokoff la acarró al vuelo y se dejó llevar hacia las rocas, sosteniendo a su amigo.

—¿Está herido? —preguntó el capitán al ver a Fedoro muy pálido.

—No, no…, es el frío y la emoción —respondió el ruso— además, no sé nadar… Gracias, Rokoff. Sin tu ayuda, la corriente se me hubiese llevado. ¡Qué salto! Estoy temblando como si tuviera fiebre.

—¿Y aquel maldito yak? —preguntó Rokoff—. He tenido miedo de que se os cayera encima y os aplastara.

—Se ha puesto a salvo en la otra orilla —respondió el capitán—. Sin embargo, me parece que se ha roto una pata o alguna costilla.

Efectivamente, el animal no parecía en muy buen estado. Había conseguido llegar a la orilla, pero luego había caído sobre un costado, mugiendo lamentablemente y echando sangre por la boca.

—¡Muere, maldito animal! —gritó Rokoff.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Fedoro—. Me parece tener un bloque de hielo en el lugar del corazón. ¡Qué helada estaba el agua!

—Busquemos una salida y regresemos al «Gavilán» —propuso el capitán—. Por hoy ya está bien de caza.

—¡Salir! —exclamó Rokoff—. ¿Lo conseguiremos? Mire, señor, y dígame cómo lograremos volver ahí arriba.

III. Prisioneros en el precipicio

El cosaco, que era el que mejor vista tenía, se había dado cuenta en seguida de que sus desventuras aún no habían terminado, a pesar del éxito de aquel peligrosísimo salto, que hubiera podido significar la muerte para los tres.

Aquel abismo, igual que la pequeña meseta, no tenía más que una salida: la abierta por el torrente y aun ésta era absolutamente impracticable.

Era una gran cuenca, de paredes completamente lisas, cortadas a pico, de cien metros de anchura y de otros tantos de longitud, limitada por una fisura que penetraba en un segundo barranco, todavía más profundo.

A un lado, el torrente caía desde un peñasco tan alto como la meseta y por el otro se precipitaba en forma de cascada, volcándose con un fragor inmenso en el barranco inferior.

Los tres cazadores, a pesar de haber escapado a los cuernos de la manada, mediante aquel atrevido salto, no habían mejorado su situación y ahora se encontraban presos entre unas paredes que no les permitían la salida.

—¿Qué le parece esto? —preguntó Rokoff al capitán.

—Creo que nos hemos salido del fuego para caer en las brasas —respondió éste—. A pesar de todo, estoy más contento de estar aquí que en la meseta, con los yaks delante nuestro, porque no sería capaz de volver a efectuar este salto. Sin la loca temeridad de usted, me hubiera dejado derribar por esos fieros animales.

—Hubiera hecho mal de no seguir mi ejemplo —respondió Rokoff, riendo—. A estas alturas no sería más que una masa de carne y sangre, cuando, de esta manera, ha conseguido salvarla piel.

—Se necesitaba ser cosaco para decidirme, señor Rokoff.

—Tampoco yo hubiera saltado sin ti —dijo Fedoro—. ¡Qué hombres los de las estepas!

—Dejémonos de saltos y de estepas y pensemos en la manera de salir de este atolladero —dijo Rokoff.

—¿Y si pensáramos en secarnos un poco? —preguntó Fe-doro, que tiritaba—. Veo que hay hojas secas por aquí.

—Me parece que es una buena idea —dijo el capitán—. No podremos soportar mucho tiempo estas ropas mojadas que nos hielan las carnes. Vamos a pillar una pulmonía, sobre todo con este aire que nos azota el cuerpo.

—¿Con qué vamos a encender el fuego? —preguntó Rokoff.

—Tengo un eslabón y yesca en una caja impermeable —respondió el capitán—. Ayúdeme, señor Rokoff.

A lo largo de las rocas, entre las fisuras de las paredes, se veían hierbas secas y líquenes. Los tres cazadores recogieron gran cantidad de ellos y los encendieron. Luego, se sentaron en torno al fuego, se desnudaron y expusieron al fuego las ropas que ya empezaban a estar cubiertas de minúsculos cristales de hielo.

—¿Y el yak? —preguntó de pronto Rokoff, quien exponía su fuerte y velloso pecho al fuego.

—Ha muerto —respondió el capitán, mirando hacia la orilla opuesta.

—Lástima que no haya caído por este lado.

—¿Para comerlo?

—Al menos su lengua.

—Vaya a cortársela si no le da miedo el agua.

—No me atrevería a volver a afrontar la corriente. ¡Por las estepas del Don…! Está tan fría como si cayera de un glaciar.

—Sin embargo me temo que uno de nosotros deberá volverse a sumergir en ella. En la caída, nuestros bolsillos se han vaciado y no poseemos ni una misera galleta.

—Tampoco tenemos las carabinas —añadió Fedoro—. Se hallan en el fondo del torrente.

—¿Contra quién quiere disparar? —preguntó el capitán.

—¿Contra quién? ¿No ve a los yaks que nos miran desde ahí arriba?

—¡Qué obstinados! —gritó Rokoff—. Si tuviera mi fusil haría caer alguno.

—Como ven, no nos queda más que efectuar otro salto en el torrente si queremos comer. Para un cosaco, no es nada —dijo el capitán en tono de mofa—. ¿No es cierto, señor Rokoff?

—¡Por todos los diablos del infierno…! ¿De veras quiere que tome otro baño?

—Entonces renunciemos a la comida y a la libertad y esperemos que nuestros compañeros nos encuentren.

—¡A nuestra libertad! —exclamó el cosaco.

—Sí, se me ha ocurrido una idea.

—¿Cuál?

—Intentar descender por la catarata.

—¿Para llegar a otro precipicio?

—Sí, Rokoff.

—¿Y si el otro también está cerrado?

—Hay una garganta, así que supongo que debe de dar a algún barranco.

—¿Cómo haremos para bajar? No tenemos cuerdas.

—Pero disponemos de nuestras fajas de lana —dijo Fedoro.

—No son lo bastante largas —respondió el cosaco—. La cascada tiene un salto de veinticinco o treinta metros.

—El yak puede procurarnos las cuerdas —dijo el capitán.

—¿Cortando a tiras su piel?

—Sí, Rokoff.

—Estoy decidido.

—¿Decidido a qué?

—A volver a cruzar el torrente. Deme sus instrumentos para encender un fuego en la otra orilla y poder así calentarme y secarme.

—Quédese aquí; iré yo.

—No, capitán. Los cosacos tenemos la piel más curtida que los hombres de las demás razas.

Empaquetó sus ropas que estaban casi secas y se encaminó hacia el agua con decisión, anudándose la faja en la cintura, para guardar en ella el cuchillo.

El capitán se había levantado para detenerlo, pero el cosaco se había precipitado ya en las heladas aguas.

—¡Qué hombre! —exclamó el capitán—. Es fuerte como un toro y más resistente que nadie.

Rokoff estaba ya a flote y nadaba precipitadamente.

En aquel lugar, el torrente tenía una anchura de seis o siete metros y sus aguas fluían muy rápidamente, golpeando con un ronco rumor las rocas de las orillas. Sin embargo, el cosaco, acostumbrado a cruzar los anchos ríos de su país, nadaba con energía, cortando la corriente en diagonal.

—¿Está fría el agua, señor Rokoff? —preguntó el capitán.

—La encuentro menos helada que antes, sin embargo me parece que se me hiela hasta el corazón.

—Empiece por encender el fuego. Veo que en la otra orilla hay muchos líquenes y hierbas secas.

El cosaco, a pesar de haber sido arrastrado varias veces por la corriente, consiguió al fin llegar a la otra orilla, agarrándose a un saliente de la roca.

En cuanto hubo salido del agua empezó a recoger hierba e hizo un fuego. Luego, se puso a dar saltos a su alrededor para entrar en calor y desentumecerse.

Colocó sus ropas sobre unos abedules enanos para que se secaran de nuevo.

—¿Está realmente muerto, el yak? —preguntó el capitán, que había regresado junto a su hoguera.

—Me parece que aún respira —gritó Rokoff—. Voy a darlo el golpe de gracia antes de que se le ocurra levantarse y darse otro baño.

Se quitó del cinturón el cuchillo y se lo clavó en el cuello, haciendo surgir un abundante chorro de sangre, luego volvió apresuradamente al lado del fuego y reanudó sus saltos.

Media hora después, vestido ya con sus ropas, secas y calientes, empezó a trabajar.

Cortó primero la lengua, que echó a sus compañeros, luego comenzó a desollar aquella masa de carne, empresa nada fácil para él, pero que consiguió terminar con éxito, gracias a los consejos del capitán.

Cortó una costilla, la atravesó con una rama y la puso a asar, porque de momento no le apetecía volverse a meter en el agua para comer con el capitán y Fedoro.

Mientras el enorme pedazo de carne se guisaba, cortó la piel en tiras, que ataba las unas a las otras antes de que se secaran, hasta obtener una cuerda de unos treinta metros, medida suficiente para intentar el descenso de la cascada.

—¡Señor Rokoff! —llamó el capitán—. ¿Quiere un pedazo de lengua?

—Prefiero mi bistec —respondió el cosaco, que estaba sacándolo ya del fuego.

—Aliméntese bien, porque tendrá que volver a cruzar el río.

—Me gustaría poder evitar tomar un nuevo baño, aunque ya me estoy acostumbrando —respondió Rokoff con la boca llena—. Es delicioso este yak, capitán. Es una lástima tener que abandonar toda esta carne.

—Tenemos el otro animal ahí arriba.

—Vaya a buscarlo.

—No deseo dejarlo para las águilas.

—¿Quiere usted regresar a la meseta?

—Nos veremos obligados a hacerlo para renovar nuestras provisiones. Volveremos con el maquinista y con mi amigo y llevaremos una bomba de aire líquido para atacar a los yaks, suponiendo que volvamos a encontrarlos.

—Tengo una idea, capitán.

—Diga, señor Rokoff.

—¿Dónde cree que desemboca este torrente, río, o lo que sea?

—Sin duda alguna, en algún lago. No debemos estar lejos del Tustik-Dung ni del Lob-nor.

—¿Y si echásemos este animal al agua?

—¿Cree que podríamos recogerlo abajo?

—Sí, capitán.

—Su idea no me parece mala. Lo que ocurre es que solo no logrará mover esa mole, a pesar de su enorme fuerza.

—Cruzad el torrente y venid a ayudarme.

—¡Vaya! ¡Rokoff! —exclamó Fedoro—. Tú estás tratando de encontrar la manera de no tener que volver a meterte en el agua. Yo, sin embargo, estoy dispuesto a seguir tus ideas.

—¡Si no sabes nadar!

—Pero tú tienes la cuerda.

—Su amigo y yo la mantendremos tensa —dijo el capitán—. Yo, por mi parte, no la necesitaré.

—No —dijo el cosaco, con decisión—. Es imposible exponer a Fedoro a tamaño peligro; por otra parte, podemos precipitar el yak en el torrente. La cuerda es muy sólida y no se romperá. Ahora veréis.

Ató las dos patas anteriores del animal, examinó todos los nudos para cerciorarse de que eran seguros, luego lanzó el otro extremo de la cuerda a sus compañeros, diciendo:

—Tirad mientras yo empujo. Ya veréis cómo lo conseguiremos.

El cosaco debía poseer una fuerza más que hercúlea porque, empujando, ora de un lado ora del otro, consiguió mover la enorme masa que, con la ayuda de los frecuentes tirones del capitán y de Fedoro, terminó rodando hasta el agua.

Como permanecía atado a la cuerda, el agua lo empujó hasta la orilla opuesta, en donde el capitán lo esperaba para cortar algún pedazo de carne antes de abandonar el animal u la corriente.

Mientras, Rokoff había vuelto a desnudarse para emprender la tercera travesía, que llevó a cabo con tanto éxito como las anteriores.

El hecho de haber terminado de comer algunos minutos antes, no había causado ninguna molestia en aquel hombre que parecía acorazado.

Mientras, el yak era arrastrado por la corriente. Lo vieron girar sobre sí mismo cerca de la cascada, luego desapareció en el vacío.

—¡Buen viaje! —dijo Rokoff, añadiendo leña al fuego.

—Mientras se seca, Fedoro y yo iremos a ver de qué lado podemos bajar —dijo el capitán—. Son ya las dos y no sabe míos cuánto camino nos queda por andar antes de llegar al «Gavilán». Nuestros compañeros deben estar empezando a inquietarse por nuestra ausencia prolongada.

Siguieron la orilla del torrente, llevando consigo la cuerda y se detuvieron en el extremo del barranco.

Las aguas continuaban su labor, quién sabe desde hacía cuántos años, y habían abierto un paso dentro de la pared rocosa, precipitándose en un barranco más bajo, con un ruido ensordecedor, que el eco repercutía y aumentaba.

Ambas paredes eran casi lisas, pero dejaban a los dos lados del torrente, el espacio suficiente para permitir el paso de un hombre.

—Podremos bajar —dijo el capitán—. Vamos a tomar una ducha helada, pero ¿qué más da? Luego nos calentaremos de nuevo.

—¿Dónde vamos a atar la cuerda? —preguntó Rokoff.

—En aquella roca, que parece haber sido colocada ahí para nuestro uso exclusivo.

—¿No iremos a caer en una nueva trampa?

—En el barranco hay una garganta —respondió el capitán, que se había asomado al borde de la cascada—. Sólo nos cabe esperar que no esté cerrada.

A unos pasos más atrás había un escollo puntiagudo, en forma de obelisco. El capitán ató la cuerda, luego lanzó el otro extremo paralelamente a la cascada.

—Nos bastará —dijo—. Reclamo el honor de ser el primero en bajar.

Antes de que Fedoro hubiera podido protestar, el intrépido comandante se había agarrado a la cuerda y se había dejado resbalar lentamente.

Pronto se encontró envuelto en una nube de espuma y de agua pulverizada. De vez en cuando le llegaban salpicaduras que casi le privaban de toda visibilidad y lo ahogaban; el ruido de la cascada le ensordecía, pero, a pesar de todo, resistía tenazmente, manteniéndose bien asido a la cuerda.

Fedoro lo seguía con la mirada, tembloroso. Si uno de los nudos se soltara, la caída sería espantosa. El capitán no hubiera podido salvarse porque el fondo de la catarata estaba lleno de rocas, puntiagudas como agujas.

De repente lo vio desaparecer tras un saliente de la pared, luego oyó confusamente su voz.

—Debe de haber llegado al fondo —dijo Fedoro a Rokoff, que se había desvestido a toda prisa.

—Ahora tú —dijo el cosaco—. Yo bajaré en último lugar para mantenerte bien tensa la cuerda. Ten cuidado en no soltarte antes de tiempo y en no caerte al agua; nadie podría salvarte y la corriente te aplastaría contra las rocas. Si sufres de vértigo, cierra los ojos.

—Sí, Rokoff —respondió el ruso.

Agarró la cuerda con todas sus fuerzas y se dejó resbalar muy despacio para no desollarse las palmas de las manos. Aquel descenso era realmente muy difícil, con aquella cas cada que caía a pocos pasos, entre toda aquella espuma que le impedía ver la roca, aquel ruido ensordecedor, los chorros de agua que lo aterían, fríos como si fueran de hielo.

Dos o tres veces, desmayado, medio ahogado, estuvo a punto de perder su energía y dejarse caer, porque no tenía fuerzas para resistir aquella prueba.

De pronto sintió dos fuertes brazos que lo asían y lo empujaban hacia la pared.

—¡Aquí, ponga los pies aquí! —le gritó una voz al oído—. Ha terminado el descenso.

Era el capitán que lo esperaba en una pequeña plataforma, a pocos metros del final de la cascada.

—¡Agárrese a estas raíces! —dijo el capitán del «Gavilán»—. No es muy agradable este descenso, ¿verdad, señor Fedoro?

—Estaba a punto de soltarme —respondió el ruso, asiéndose, con la energía que infunde la desesperación, a algunas raíces que surgían de un saliente de la pared.

—Se hubiera estrellado contra las rocas. ¿Y Rokoff?

—Está a punto de bajar.

—Esperémoslo e iremos a explorar aquella garganta.

El cosaco no se hizo esperar mucho. Aquel fenómeno de hombre no había tenido vértigo ni se había sentido desfallecer un momento. Sin embargo no parecía muy contento.

—¡Por las estepas del Don! —exclamó, en cuanto hubo puesto los pies en la plataforma—. Casi hubiera preferido dar otro salto en el abismo. ¡Al infierno los yaks y las cascadas! ¿Podemos salir de aquí, al menos?

—Ahora lo sabremos —respondió el capitán.

Saltaron a otra plataforma que se encontraba a un metro de donde estaban, y descendieron al barranco, que era mucho más ancho que el primero, y también lo atravesaba el torrente de punta a punta. Éste se precipitaba con otro salto en una cuenca muy profunda, que desembocaba en un estrecho valle.

—¿Ven el yak por alguna parte? —preguntó Rokoff.

—No —respondió el capitán—. La corriente se lo debe de haber llevado.

—¿En qué estado llegará abajo con todas estas cascadas? Lo encontraremos hecho pedazos.

—Tenemos el otro en la meseta —repuso el capitán—. ¡Aquí está la garganta!

Cuando hubieron atravesado el barranco llegaron junto a un estrecho paso, abierto entre dos rocas enormes que se levantaban hasta la pequeña meseta. Eran tan lisas que todo intento de escalarlas hubiese resultado inútil.

El capitán y sus compañeros se adentraron en la garganta, que describía varias curvas y tras diez minutos de marcha, llegaron a un pequeño valle muy empinado que descendía hasta el desierto.

—¡Hurra! —gritó Rokoff—. ¡Ahí abajo está el «Gavilán»! ¡Estamos salvados!

En efecto, sobre la arena se distinguía el aeroplano, con sus enormes alas extendidas. Una pequeña mancha negra deambulaba a su alrededor.

—Es uno de nuestros compañeros que vigila —dijo el capitán—. Bajemos ya, amigos.

—¿Y el torrente? —preguntó Fedoro.

—Oigo su rumor a nuestra derecha.

—¿Vamos a regresar a su vera?

—Sí, señor Fedoro; tengo prisa por encontrar el yak.

Empezaron a descender por el valle, deteniéndose de vez en cuando, por miedo a enfrentarse de nuevo con aquellos formidables animales, encuentro que hubiera podido tener graves consecuencias, ya que no les quedaba ninguna carabina.

A las seis de la tarde llegaban a la arena del desierto. Iban a encaminarse hacia el «Gavilán», cuando Rokoff señaló una bandada de grandes pájaros que revoloteaban detrás de un grupo de rocas.

—Capitán —dijo—. ¿No son buitres, esos pájaros?

—Sí —respondió el interpelado, tras haberlos observado durante algunos segundos—. Debe de haber algún cadáver para que los haya en tan gran número.

—¿No será el de nuestro yak?

—En eso estaba yo pensando. Tal vez el torrente pase por detrás de aquellas rocas.

—¿Vamos a abandonarlo a esos pajarracos?

—No, lo hemos cazado nosotros y somos nosotros quienes nos lo quedaremos. Señor Fedoro, vaya hasta el «Gavilán» y diga al maquinista que venga hasta nosotros. No tendrá que recorrer más de una milla.

Mientras el ruso se alejaba, el capitán y el cosaco dieron la vuelta a aquel peñasco, que formaba el último contrafuerte de la pequeña cordillera.

El torrente se había convertido en un ancho río y fluía en dirección hacia el este. ¿Era un afluente del Daija que iba a alimentar el lago de Tuslik-dung o el aún mayor Lob-nor?

Sus aguas habían empezado a fertilizar las áridas tierras del desierto.

A orillas del río se veían numerosos abedules enanos y nutridos matorrales.

—¡Ahí están los buitres! —dijo Rokoff—. Están saqueando nuestra caza. Se están llevando pedazos de carne sanguino-lienta. ¡Bribones!

Apresuraron el paso y llegaron a la orilla. No se habían equivocado.

El yak se había encallado en un banco de arena y unos cuarenta buitres, de cuello pelado y roñoso, plumas oscuras y alborotadas, estaban dando cuenta de él, encarnizadamente. Fueron necesarias muchas pedradas antes de que se decidieran a abandonar la enorme presa, que ya habían atacado en varias partes, abriendo unos agujeros considerables.

Sin embargo, quedaba aún carne suficiente para alimentar durante un mes a los cinco aeronautas.

En sus continuas caídas, el animal había quedado reducido a una masa informe. Las patas y las costillas estaban rotas y la carne presentaba profundas heridas.

—Estará más tierna —dijo Rokoff.

El «Gavilán» llegaba, volando a pocos metros del suelo. Se posó a cincuenta pasos de la orilla y el maquinista y el hombre silencioso se apearon de él, armados con hachas.

Dos o tres horas más tarde, el yak, reducido a pedazos, se congelaba dentro de la nevera del «Gavilán».

IV. En las mesetas del Tíbet

Treinta y seis horas después, el «Gavilán» entraba en el Tíbet por un paso del Tokusdeban-geb, tras haber dejado atrás el Sha-mo meridional y haber atravesado la imponente cordillera de los Allyn-tag.

El Tíbet es un país misterioso, conocido desde hace muchos siglos y sin embargo, cerrado aún hoy a los europeos. Son muy pocos los que han podido entrar en él para estudiar la religión de los Lamas y de los Budas vivientes, desafiando a menudo la muerte.

Esta inmensa región, que ocupa el centro de Asia, encerrada entre imponentes montañas casi sin paso y desiertas mesetas en donde los hombres apenas pueden vivir, limita al norte con Mongolia, al sur con la enorme cadena del Himalaya, al este con la China y con Birmania y al oeste con el Pamir y con el Turquestán.

Está compuesta por una serie de mesetas que permanecen la mayor parte del año cubiertas de nieve, barridas por vientos helados que agrietan la piel de sus habitantes, y de una aridez espantosa por un sinfín de montañas que se elevan hasta alturas enormes y que alimentan, con sus glaciares, los mayores ríos de la India, de Birmania y del Sha-mo, por infinidad de barrancos, de desfiladeros, de abismos, de crestas y de antiguos volcanes.

Sólo en su vertiente meridional posee valles y mesetas que gozan de un poco de fertilidad y un clima menos áspero, de manera que permite el cultivo de algunos cereales y la cría de ovejas y camellos.

La septentrional y la central, en cambio, son un verdadero desierto, más árido que el Sahara o que el Sha-mo.

Sin embargo, no falta agua, incluso todo lo contrario. Hay un sinfín de ríos, que transcurren entre desfiladeros abruptos y entre rocas escarpadas y sus lagos son generalmente célebres porque junto a ellos se hallan los más famosos monasterios de los Lamas, que cada año atraen a millares y millares de peregrinos de la India, de la China, de Mongolia, de Birmania y del Sha-mo, quienes emprenden viajes que asustarían a los más audaces exploradores europeos.

El Tíbet es la cuna del budismo, religión tan antigua como la de Brahma, de Siva y Visnú, que cuenta con millones de adeptos, esparcidos por toda Asia. Allí pueden verse aún Budas vivientes, encarnaciones de dios, que aún no ha muerto.

Entre aquellas misteriosas montañas viven el Gran Lama, inmortal y el Dalai Lama, su pontífice; allí, en los monasterios del Tengri-Nor, el Lago Sagrado, se guardan las más antiguas reliquias de la religión; es allí también donde se encuentran, a cada paso, vestigios del gran personaje, quien, tras huir de Ceilán, se refugió en aquellas altiplanicies inaccesibles, para predicar a los pueblos la nueva religión.

También de allí surge el Kalas de los indios, el enorme pico que tiene forma de una pagoda derribada, la casa del Mahabeo o Gran Dios, el primero y más orgulloso de los Olimpos; la montaña sagrada que ha sido la primera en ver resplandecer la luz cegadora de la divinidad y que según la leyenda posee cuatro caras: una de oro, la segunda de plata, la tercera de rubíes y la cuarta de lapislázuli, en donde se construyó el primer templo budista, dos siglos antes de la era cristiana.

Montaña divina, por cuyas laderas bajan los sagrados ríos de la India: el Ganges, el Indo, el Tsangbo y el Satlegi y de cuyas cuevas han salido los cuatro animales más famosos y más venerados: el elefante, la vaca, el león y el caballo, símbolos de los cuatro ríos sagrados.

El cosaco, el ruso y el capitán, al ver extenderse ante ellos aquella misteriosa región y aquellas mesetas que parecían no tener fin, se sintieron muy emocionados.

—No sé si es debido al aire frío o a la tristeza de este desierto, pero me siento trastornado —dijo Rokoff—. ¿Será por el encarecimiento del aire?

—Es posible —contestó el capitán—. Estamos ya a cuatro mil metros sobre el nivel del mar y continuamos elevándonos. No me extrañaría que más adelante tuvieran náuseas.

—¡Qué país tan horrible! No se ven más que montañas, nieve y hielo: barrancos, despeñaderos y abismos que parecen no tener fondo. Buda no debía encontrarse muy a gusto en estos lugares y debía echar de menos la temperatura de su fértil Ceilán.

—¿Dónde están los habitantes? No se ve ni una tienda, ni una cabaña.

—Aún tardaremos en verlas, señor Rokoff. ¿Quién podría vivir en este horrible desierto? Sólo en verano hay cuadrillas de ladrones que se reúnen en los desfiladeros en espera de los peregrinos mongoles que van a visitar los monasterios del lago Tengri-Nor, para echar en sus aguas sagradas las cenizas de sus familiares.

—¡Porque así llegan antes al Nirvana! —dijo Fedoro.

—Esta es su creencia —respondió el capitán.

—Los hindúes las echan en el Ganges y los tibetanos en el Tengri-Nor.

—Sí, señor Fedoro. Por otra parte, aquí, la religión de Brahma y de Buda se funden, ya que los hindúes también emprenden largas peregrinaciones para venir al Tíbet, porque aquí está su monte sagrado, el Meru de sus antepasados.

—¿Qué es aquel enorme pico que se divisa allí, blanco y con las laderas cubiertas de glaciares? —preguntó Rokoff, señalando una inmensa montaña que sobresalía en el horizonte.

—El Kremli, un bloque de seis mil metros de altura que sirve de sepultura celestial —respondió el capitán.

—¿Llevan ahí arriba a los muertos?

—No, sólo a los personajes más importantes, que se consideran merecedores de una sepultura celestial en lugar de terrestre. Primero pulverizan los huesos, hasta convertirlos en píldoras que se dan de comer a las águilas.

—Los tibetanos deben creer que estas águilas llevan las píldoras al cielo.

—Sí, señor Rokoff.

—¿En qué consiste entonces la sepultura terrestre? —preguntó Fedoro.

—Es un tanto diferente y menos honorífica, ya que tiene como féretro el vientre de perros y lobos. El muerto, tras haber estado suspendido durante ocho días en una esquina de su casa, encerrado en un saco de piel, es cortado a trozos y llevado a la cumbre de una montaña para que sirva de comida a los perros.

—¿Y si se lo comen los buitres? —preguntó Rokoff, riendo.

—Mejor, porque, a pesar de los lamas, irá antes al cielo.

—¡Qué cosas tan extrañas! —dijo Fedoro.

—De locos —añadió Rokoff—. Capitán, ¿iremos también a visitar la capital del Tíbet?

—Pasaremos por encima de ella, sin detenemos. A los tibetanos no les gustan los extranjeros y, si nos hiciesen prisioneros, serían capaces de hacemos morir de mala manera, en el fondo de algún subterráneo lleno de escorpiones.

—¿Qué dice? —preguntó Fedoro.

—Es de esta manera que hacen morir a sus prisioneros, cuando no deciden descuartizarlos y darlos de comer a los salvajes de U.

—Intentaremos no dejamos apresar.

—Sólo aterrizaremos en los lugares absolutamente desiertos. Aquí no corremos ningún peligro, porque estas mesetas están totalmente despobladas, pero al sur, en la región de los lagos, en los profundos valles del Tschans-tschu, deberemos ser muy prudentes. Los lamas no bromean y no toleran la presencia de europeos en su país. Aquí tenemos la gran altiplanicie.

—El frío aún va en aumento —dijo Fedoro.

—Y cada vez apretará más —añadió el capitán—. Pongámonos nuestra ropa de invierno y calentemos el aparato. El aire líquido es bueno en los países cálidos, pero no aquí.

El «Gavilán» que continuaba subiendo, había alcanzado una altura de cinco mil metros sobre el nivel del mar, para poder llegar al borde de la inmensa meseta, pero todavía iba a tener que volar más alto, porque al sur se dibujaban unas cordilleras montañosas mucho más elevadas, que formaban una barrera gigantesca.

El panorama que se ofrecía a la mirada de los aeronautas era de una belleza selvática impresionante.

Parecía como si de repente, hubieran caído en las desérticas llanuras de Groenlandia o en las horribles montañas de Islandia.

Un caos de llanuras se levantaba en forma escalonada, separadas por abismos, precipicios, desfiladeros o colosales picos que parecían llegar al cielo.

Todo era blanco debido a la nieve, de un blanco inmaculado, que hería cruelmente los ojos, que no podían soportar aquel fuerte resplandor.

De trecho en trecho, glaciares gigantescos brillaban como diamantes, desparramando lentamente sus ríos de hielo en los profundos barrancos, en donde se iban deshaciendo poco a poco, alimentando torrentes que más tarde se convertirían en ríos muy caudalosos y que terminarían su curso en la India, en Mongolia, en el Turquestán y en los fértiles valles del Imperio chino.

Un viento muy frío, que hacía vibrar las alas del «Gavilán» y que soplaba y rugía entre los planos inclinados, se hacía sentir a menudo, imprimiendo al aeroplano bruscas sacudidas. Era tan seco, que la piel de los aeronautas se agrietaba y los labios se cortaban.

Cuando las ráfagas se volvían más impetuosas, levantaban capas de nieve y las hacían volar en torbellinos de infinitas formas, hasta originar a veces, verdaderas trombas de nieve que llegaban hasta el «Gavilán», haciéndolo girar sobre sí mismo, a pesar de las alas que se agitaban con fuerza.

Luego, de pronto, el silbido cesaba, la nieve volvía a caer, el silencio reinaba otra vez en la inmensa altiplanicie, un silencio que producía una extraña impresión en el ánimo de los aeronautas, como si fuera el augurio de próximas catástrofes.

De repente se propagaban sordos ruidos, que aumentaban rápidamente en intensidad. Eran avalanchas que se desprendían de las cumbres de las montañas, que rodaban de escalón en escalón hasta precipitarse, con estruendo, en los profundos precipicios que se abrían por todas partes.

—¡Qué país tan horrible! —exclamó Rokoff, quien, después de haberse cubierto con las pieles que les había dado el capitán, se había vuelto a instalar en proa—. No creo que exista otro similar. ¿Cuánto durará aún?

—Al menos tres días —respondió el capitán—. El «Gavilán» vuela a su máxima velocidad, pero la distancia que hay que atravesar es enorme y este viento dificulta nuestra carrera.

—¿No va a terminar causando algún desperfecto en las alas?

—De ser así, las arreglaríamos —respondió el capitán.

—¡Qué espanto si tuviéramos que detenernos en medio de estas mesetas!

—Es muy resistente, de manera que no creo que vaya a estropearse, señor Rokoff. Efectuaremos con éxito la travesía del Tíbet y nos posaremos en la India.

—¿En la India? —exclamaron al unisono Fedoro y Rokoff—. ¿No iremos más hacia oriente?

—No, señores —respondió el capitán, mientras fruncía el ceño—. Debido a circunstancias imprevistas, estoy obligado a faltar a mi promesa. Nuestro objetivo será Bengala, en donde no les será difícil encontrar alguna nave que se dirija hacia Europa. Dentro de unos veinte días estarán en Odesa.

—¿Ha hablado con alguien durante el viaje? —preguntó Fedoro.

—No, porque no tengo amigos en Asia central. Mi presencia es necesaria en otros países a los cuales ustedes no pueden seguirme, aunque yo lo sienta mucho, porque en el tiempo que llevamos juntos he aprendido a apreciarlos como a verdaderos amigos.

—Su resolución me sorprende, capitán.

—No depende de mí, sino del hombre que han encontrado en el «Gavilán», tras la pesca de las famosas truchas del Caracorum. A él no le es posible ir a Europa.

—¿Por qué razón?

—Les ruego que no me pidan explicaciones a este respecto. ¡Oh! ¡Miren cómo brilla la cordillera de los Tschong-kum-kul! ¡Es maravillosa! Detrás de ella está el lago, que no tardaremos en ver. ¡Volemos más alto, maquinista, si no iremos a chocar contra aquellos picos!

Como hacía siempre que no quería responder a una pregunta, el capitán había cambiado bruscamente de tema, aprovechando la aparición de aquellas montañas que parecían surgir de improviso sobre la meseta.

Fedoro y Rokoff consideraron inoportuno insistir, por lo que centraron su atención en el imponente panorama que se extendía ante su mirada, asombrada.

La altiplanicie cambiaba rápidamente y se convertía en escalones, cada vez mayores, que terminaban en los Tschong-kum-kul. No había ya ni despeñaderos, ni barrancos, ni precipicios, pero el terreno era muy tortuoso, como si hubiera sufrido los efectos de un fuerte terremoto.

Se veían enormes rocas, derribadas y hendidas, peñascos desparramados, cráteres de antiguos volcanes apagados, valles cubiertos de glaciares, verdaderos mares de luz que herían los ojos de tal manera, que no se podían mirar durante más de un minuto.

Al sur, la cordillera aumentaba aún de tamaño. Era un caos de montañas y de picos, cubiertos de nieve, que se erguían majestuosamente hacia el cielo como si quisieran atravesarlo surcados de vez en cuando por hendeduras de dimensiones extraordinarias.

El «Gavilán» había empezado a subir otra vez, empujado por las hélices horizontales, que funcionaban vertiginosamente mientras las dos grandes alas se agitaban con golpes secos.

La respiración empezaba a ser difícil, incluso para el capitán que debía estar acostumbrado a las grandes alturas.

Les daba vueltas la cabeza, sentían náuseas, les zumbaban los oídos y estaban muy cansados.

Se trataba del «mal de altura», producido por el enrarecimiento del aire, bien conocido por los alpinistas y sobre todo por los habitantes de la cordillera de los Andes, que lo llaman el puna.

—Capitán —dijo Rokoff—, ¿qué sucede? Me parece estar ebrio.

—Pues a mí me parece que me estoy ahogando —dijo Fedoro—, siento latir mi corazón precipitadamente y tengo la impresión de que una cinta de hierro me ciñe la cabeza.

—Estamos a siete mil quinientos metros, señores —respondió el capitán tras haber mirado los altímetros suspendidos a la barandilla—. A esta altura el aire es casi irrespirable, pero sus náuseas pasarán en seguida, en cuanto hayamos cruzado aquella cordillera e iniciemos el descenso.

—¿También los animales sufren por la altura?

—Más aún que los hombres, señor Rokoff, por esto no ven ni camellos, ni yaks ni ovejas por aquí. Se hinchan, pierden las fuerzas, su respiración se hace cada vez más difícil y a menudo caen al suelo, como fulminados.

—¿Vamos a subir más?

—No, no sería prudente; podríamos presentar signos de asfixia, o tener hemorragias nasales.

—¿Ha superado alguna vez esta altura? —preguntó Fedoro.

—He llegado hasta los diez mil metros, gracias a botellas de oxígeno, pero ni siquiera de ese modo volvería a intentarlo. Quise intentar superar la capa de aire que envuelve la Tierra.

—¿Para llegar a la Luna? —preguntó Rokoff, riendo.

—No, para ver el Sol de color violeta.

—¡Violeta…! ¿Qué dice, señor?

—¿Ustedes también creen que el Sol es amarillo, como lo vemos ahora?

—Yo no lo he visto nunca de otro color, señor.

—Tampoco yo, sin embargo no es amarillo y si no existiese una masa de aire en torno al globo terrestre, todo se volvería de color violeta.

—¡Qué curioso!

—Puede extrañarles, pero tras los últimos estudios y las últimas observaciones llevadas a cabo por científicos americanos y europeos, no cabe la menor duda, señor Rokoff, a pesar de que el hecho pueda parecerle inverosímil. Si se desgarrase nuestra atmósfera, que es una capa engañosa, se verían cosas espectaculares, de las que antes nadie había tenido noticia. Quite el aire y se dará cuenta de que el cielo no es azul como lo ve ahora, sino negro como el fondo de un cubo de alquitrán, y en lo alto de este abismo tenebroso, vería llamear un gran astro, del más hermoso color violeta, que no sería otro que nuestro Sol.

—¿El cielo, negro?

—Sí, señor Rokoff.

—Debido a la refracción de nuestra atmósfera, que está saturada de luz, de vapores, de partículas errantes y de polvo. Langley, el secretario del Instituto Smithsoniano de Estados Unidos, y Su, el famoso astrónomo del observatorio de Washington, lo han probado claramente.

—¿Porqué nos parecen amarillos los rayos del Sol?

—Porque, además de rayos violetas, tiene también otros amarillos y como éstos son más largos, nos llegan antes. Cuando llegan los violeta, los primeros ya han saturado nuestra atmósfera.

—¿Entonces quizá también los demás astros, que vemos amarillos, tienen distintos colores?

—Sí, señor Rokoff. La estrella Escorpión, por ejemplo, es de un rojo llameante, mientras que su vecina es de color verde pálido. Sirio es violeta oscuro; Beta, de la constelación del Cisne, es también violeta, mientras que su compañera es de un gris pálido.

—Debe ser enorme nuestro Sol para desprender tanto calor.

—Un millón doscientas cincuenta mil veces mayor que la Tierra, señor Rokoff.

—¡Qué ridículo parece nuestro globo, a su lado!

—Igual de ridículo resultaría el Sol si se lo comparara a Acturus, el rey de los soles, que difunde cinco mil veces más luz y calor que el astro rey.

—Sin embargo, nuestro Sol debe producir una cantidad enorme de calor —dijo Fedoro.

—Tanto, que si lo acumulásemos, en un segundo podría llevar a ebullición quinientos millones de kilómetros cúbicos de hielo.

—¡Misericordia! —exclamó Rokoff—. Siento como si me cociera a pesar de este aire helado que me destroza la piel de la cara.

—En este caso, nuestro globo sólo debe recibir una pequeñísima parte del calor irradiado por el Sol —dijo Fedoro.

—Una cantidad infinitesimal —aclaró el capitán—. Si no, la Tierra habría sido quemada por el Sol hace millones de años y ahora estaría convertida en un pedazo de carbón.

—Capitán, ¿no existe el peligro de que el calor que nos manda el Sol pueda aumentar?

—Si creemos a los científicos, el calor del Sol aún no ha alcanzado su valor máximo, sino que continuará aumentando durante siete u ocho mil años, luego vendrá un período de estabilidad, seguido de otro de decadencia, porque el astro terminará consumiéndose.

—¿Qué le sucederá a la humanidad cuando empiece a enfriarse? —preguntó Rokoff.

—Si no ha sido quemada antes de llegar a esa fase, a los habitantes de nuestro globo les esperan tristes días. La Tierra, al estar falta de calor, se volverá árida; los polos se cubrirán de hielo e invadirán poco a poco América, Australia. Los pueblos se verán obligados a reunirse cerca del ecuador, hasta que, también en esas regiones, suene la hora final.

—Capitán, sus palabras me hacen estremecer —dijo Rokoff—. Me parece que me encuentro encerrado en un bloque de hielo. Me dan escalofríos al pensar en esos días.

—Guarde sus estremecimientos para otras ocasiones —dijo el capitán, riendo—. Dentro de diez, veinte o cien mil siglos, ya no estaremos aquí, puede estar seguro. Por lo tanto, deje que tiemblen nuestros descendientes. Señores, estamos superando la cordillera. Tengan cuidado con las náuseas.

V. El huracán de nieve

El «Gavilán», con un último esfuerzo, había llegado a los primeros picos de los Tschong-kum-kul, entrando en seguida en un inmenso valle, flanqueado por dos imponentes glaciares, para sustraer a los aeronautas del enrarecimiento del aire, que empezaba a producir sus efectos peligrosos con una intensidad tal, que incluso el capitán y el maquinista daban muestras de flaqueza.

En el fondo de aquel abismo, de una extensión de más de mil metros, se veía un río, seguramente un afluente del Kum-kul-daija, que se precipitaba, con inmensos saltos, a través de rocas y escollos, formando una serie de cascadas majestuosas, cuyo fragor, centuplicado por el eco de la montaña, llegaba hasta los oídos de los aeronautas.

¡Qué paisaje tan agreste! Era una escena que no podía contemplarse en ningún otro lugar del mundo.

El «Gavilán» que avanzaba a la velocidad de treinta kilómetros por hora, bajaba hacia el abismo, volaba sobre los glaciares, desde cuyas márgenes se precipitaban a veces enormes masas de agua; luego, volvía a subir para apartarse de alguna nueva cumbre que le impedía el paso, zigzagueando por entre los precipicios.

Sin embargo era muy laborioso mantener el timón.

De vez en cuando, de las gargantas de las montañas soplaban ráfagas de viento tan fuertes que lo hacían desviar, ora a la derecha, ora a la izquierda, hasta doblar incluso los planos horizontales.

A veces, el viento lo arrastraba bruscamente, inclinándolo sobre un costado, luego sobre el otro, con gran terror de Rokoff y de Fedoro, que temían verlo precipitarse en aquel espantoso barranco.

Con un golpe de volante oportuno, el «Gavilán» volvía a su posición inicial; sin embargo, también el capitán había palidecido varias veces, creyendo que iba a ocurrir una catástrofe.

A las seis de la tarde abandonaban aquel valle y descendían hacia las mesetas cercanas. Habían superado ya la cordillera, y los últimos rayos del sol habían hecho brillar, al este, el lago, encajonado entre gigantescas montañas.

Era preciso efectuar una parada porque, no sólo estaban todos cansados, sino también helados.

El capitán se puso a inspeccionar el terreno, para buscar un lugar idóneo, al reparo de los vientos y de las avalanchas.

—¡Allí! —dijo de repente, señalando una especie de cuenca, rodeada por un anfiteatro de murallas graníticas—. Parece hecho expresamente para nosotros.

El «Gavilán» empezaba a descender, luchando trabajosamente contra el viento, que continuaba embistiéndolo.

Superó las rocas y aterrizó suavemente sobre la capa de nieve que cubría el fondo de aquella depresión de terreno.

En primer lugar inspeccionaron las alas y las hélices, para ver si habían sufrido algún desperfecto, luego entraron todos en el aparato, en donde habían encendido una estufa de carbón.

Afuera, tras ocultarse el sol, el frío era muy intenso, el viento fortísimo y sobre las mesetas se formaban torbellinos de nieve.

Cerraron la escotilla, cenaron rápidamente y se metieron debajo de las mantas, contentos de encontrarse en un ambiente templado, después de toda aquella nieve y de las fuertes ráfagas de viento.

Pasaron una noche tranquila. ¿Quién hubiera podido importunarlos en aquellos desiertos de nieve inhabitables?

A las ocho de la mañana el «Gavilán» reemprendía su viaje hacia el sudeste, rumbo a la cordillera de los Crevaux y las mesetas del Kuku-Nor.

El tiempo era pésimo. Nevaba abundantemente y el viento barría el desierto con furia, haciendo crujir las armaduras de acero de ambas alas.

—Habrá ventisca —dijo el capitán, con cierta inquietud.

—¿No habría sido mejor quedarnos en el lugar donde nos habíamos detenido? —preguntó Rokoff.

—El viento hubiera dañado nuestras alas, golpeándolas contra el suelo. Prefiero afrontar la tempestad. Nos mantendremos cerca del suelo, ya que no tendremos que superar grandes altitudes, por lo menos hasta los Crevaux, a los que no llegaremos hasta esta noche. ¿Saben que seguimos un camino que ya ha llevado a cabo un europeo?

—¿Quién? —preguntó Fedoro.

—Dovanolt, en 1889-90.

—¡Capitán! —exclamó Rokoff—. Veo casas en aquel valle.

—Dovanolt también encontró algunas en este lugar.

—¡Qué vida deben llevar estos desgraciados!

—Como los esquimales, si no peor. Sólo abandonan sus chozas en verano, para dedicarse a la caza o para conducir sus ovejas y sus camellos a los pastos.

—¿Qué plantas pueden crecer en estas desoladas altiplanicies?

—Unas míseras gramíneas y algunos brotes de una hierba corta y leñosa, que no debe ser buena ni siquiera para unos animales tan fáciles de satisfacer como los de aquí.

—Y aquella construcción que veo allí, en el fondo de aquel horrible barranco, ¿qué es? —preguntó Fedoro.

—Un monasterio budista —respondió el capitán.

—¿Construido en medio de este desierto?

—Este es un desierto santo, amigo mío, como también non santos los alrededores del Tengri-Nor y de Chassa. Todo el Tíbet es un territorio venerado, porque todo parece maravilloso a los ojos de los peregrinos. La más pequeña grieta, para los fanáticos, ha sido abierta por dios; cualquier montaña debe tener un origen divino; incluso las piedras son cosas santas que se llevan consigo como reliquia de una de las trescientas sesenta montañas que se elevan en esta región.

—¿Qué hacen los monjes en estos lugares salvajes?

—Recogen los despojos de los peregrinos muertos debido a los sufrimientos y fatigas, al hambre o al ataque de los bandidos, para quemarlos y mandar las cenizas a los monjas del Tengri-Nor, con el fin de que éstos las echen en el agua más sagrada de la Tierra.

—¿Nos acogerían mal si descendiéramos a los monasterios? —preguntó Rokoff.

—En nuestra condición de extranjeros no budistas, nos expondríamos a tener problemas —respondió el capitán—. Por esto, vale más que continuemos nuestro viaje y nos mantengamos alejados de ellos.

Pero el viaje amenazaba en convertirse en muy difícil y muy peligroso.

La ventisca aumentaba en violencia y los vientos, desencadenados, soplaban con fuerza irresistible, amenazando con hacer zozobrar el «Gavilán».

Una espesa niebla se extendía, poco a poco, sobre la meseta, cubriendo las hendeduras, los barrancos, los abismos y escondiendo las montañas.

La nieve caía en gran cantidad, formando torbellinos borrascosos y levantándose luego en cortinas tan espesas, que ni el capitán ni Rokoff lograban distinguir al maquinista ni al silencioso pasajero que se hallaban a popa.

El «Gavilán» a pesar de que sus alas y sus hélices funcionaban a plena potencia, describía bruscos cambios de rumbo y se inclinaba, ya a la derecha ya a la izquierda, imitando el vuelo irregular de los murciélagos.

A veces, el viento conseguía hacerse con él, lanzándolo hacia algún precipicio, pero cuando la ráfaga se calmaba, el aparato volvía a recobrar su estabilidad y continuaba su camino a través de las mesetas.

Sin embargo, todo el mundo estaba inquieto, incluso el capitán, que temía verse obligado a aterrizar en medio de aquellos torbellinos de nieve. Además, existía otro peligro muy grave: el de encontrarse de improviso ante algún pico que la niebla, cada vez más espesa, les impidiera ver.

—¿Cómo finalizará este viaje? —preguntó Rokoff al capitán—. ¿Vamos a poder finalizarlo sin sufrir ninguna avería grave? No olvide que un ala se rompió junto al Hoang-ho.

—Ya lo sé —respondió el capitán, frunciendo el ceño—. ¿Dónde podríamos aterrizar? No se distingue el suelo y podemos caer en algún abismo.

—¿No podemos elevarnos más?

—En las altas regiones, el viento será aún más fuerte. Miren los fenómenos que sufren las nubes a causa de las ráfagas.

—¿Sabe dónde nos encontramos?

—Sé que nos dirigimos hacia los Crevaux.

—¿Están todavía muy lejos?

—Creo que sí.

—¿No nos aplastaremos contra sus picos?

—No son muy altos, señor Rokoff; sólo hay uno que me inquieta, el Ruysbruk, porque ignoro sus dimensiones.

—Esperemos que el viento no nos empuje en aquella dirección. ¿Dónde se encuentra esa montaña?

—Al oeste.

—El viento continúa soplando del este, señor —dijo el cosaco—. ¡Eso de no poder ver nada!… La niebla lo cubre todo y no cesa de aumentar.

—El ala averiada cruje —dijo el capitán, cuyas preocupaciones iban en aumento—. Terminaremos viéndola doblarse.

—¿Vamos a caernos?

—Están los planos horizontales, señor Rokoff y nos sostendrán muy bien. No tengo miedo de un aterrizaje forzoso, ni siquiera con este viento.

La situación del «Gavilán» se agravaba cada vez más. Las ráfagas, cada vez más violentas, lo desviaban de su ruta, arrastrándolo a pesar del fuerte batir de las alas y parecía como si el timón no sirviera ya para nada.

El aparato caía, volvía a levantarse, volteaba en medio de los torbellinos, volvía a descender; no llevaba ya ninguna dirección.

Mientras, la niebla continuaba su ascenso, envolviéndolo, y la nieve, desparramada por el viento, golpeaba a los hombres, impidiéndoles casi mantener los ojos abiertos.

De repente, el «Gavilán» se dio la vuelta y quedó sobre un costado. Rokoff soltó un grito:

—¡El ala se ha roto! ¡Nos caemos!

Era cierto. El ala, estropeada por la bala de los chinos y reparada por el maquinista, había vuelto a romperse por la mitad y se había doblado en dos. El capitán, temiendo que cayera sobre el fuselaje, había palidecido, aunque no tardó en reconquistar su sangre fría.

—¡Detengan la máquina! —gritó.

—¿Vamos a estrellarnos? —preguntaron Rokoff y Fedoro al unísono.

—No, no hay ningún peligro —respondió el capitán—. Dejémonos llevar por el viento.

—¿Dónde caeremos? —preguntó Rokoff.

—No lo sé, ya veremos.

El «Gavilán» descendía, pero lentamente, sostenido por los planos horizontales y por las hélices, que continuaban funcionando.

El viento lo empujaba hacia poniente, haciéndole describir curvas en forma de zigzag que atemorizaban al ruso y al cosaco, quienes temían verse aplastados contra algún pico.

El capitán, inclinado sobre la barandilla de proa, intentaba descubrir el suelo, que la niebla y la nieve en forma de torbellino le escondían.

¿Dónde caería el «Gavilán»? ¿Sobre la meseta, sobre la cumbre de algún peñasco o en el fondo de algún abismo?

—¿Ve algo? —preguntó Rokoff, que permanecía en un costado, para que el aparato no se desequilibrase.

—No, pero el suelo no debe de estar lejos.

—El viento nos arrastra y amenaza con hacernos volcar. Aterrizaremos brutalmente.

—Agárrense fuertemente; corremos el riesgo de efectuar una vuelta de campana.

—¡Maldita niebla!

—¡Maquinista!

—Diga, señor.

—Pare las hélices.

—¡Capitán! —exclamó de repente Fedoro—. El viento ha cesado súbitamente.

—Ya me he dado cuenta.

—¿Dónde estamos?

—Supongo que caemos en un abismo. ¿No oyen este estruendo originado por alguna cascada cercana?

—Sí, yo también lo oigo —dijo Rokoff.

—A mí me ha parecido distinguir una enorme muralla en un claro de niebla —dijo Fedoro.

—Debemos caer en algún abismo —respondió el capitán—. En caso contrario, el viento continuaría soplando. Prepárense a saltar al suelo en cuanto aterricemos.

El «Gavilán» continuaba su descenso, lentamente, sin sacudidas. El viento ya no rugía en torno suyo, incluso reinaba cierta calma.

Normalmente debía haber llegado ya al borde de la meseta barrida por la ventisca; sin embargo, la niebla no permitía a los intrépidos aeronautas ver dónde caían.

El estruendo de la cascada continuaba oyéndose hacia la derecha, cada vez más intenso. Sin duda alguna había una enorme caída de agua, procedente de algún glaciar, que saltaba a un precipicio.

El capitán intentaba adivinar dónde caían, pero no conseguía descubrir las paredes del valle que la niebla se obstinaba en mantener escondidas.

Casi había transcurrido ya media hora desde la rotura del ala, cuando el aparato sufrió una sacudida y se dobló sobre el flanco derecho.

—¡Capitán! —gritó Rokoff—. Estamos en el suelo.

El comandante había salido para descubrir el obstáculo contra el que había chocado y vio, confusamente, una punta que se doblaba bajo el peso del aparato.

—Es la cima de un abeto o de un pino —dijo—. Parece como si hubiera un bosque debajo de nosotros.

—¿Podremos bajar?

En lugar de contestar, el capitán se precipitó hacia la máquina, para poner en marcha las hélices anteriores. Intentaba hacer avanzar el «Gavilán», por miedo a que cayera dentro del bosque, lo cual hubiera podido originar alguna catástrofe, o por lo menos graves daños.

El aeroplano, al no encontrar espacio suficiente, podía volcar y caer entre los árboles, rompiendo los planos inclinados y desgarrando las alas.

Pero al capitán le resultaba difícil de creer que a sus pies se hallase un verdadero bosque, ya que las mesetas del Tíbet septentrional carecen casi por completo de árboles.

Por fortuna, remolcado por su hélice, el «Gavilán» iba desplazándose, hasta caer lejos del obstáculo que había rozado el extremo inferior del fuselaje.

El capitán, que no había abandonado su puesto en la proa, no lograba descubrir nada más, porque la niebla era muy espesa, más incluso que en la meseta.

De repente el aeroplano volvió a tocar algo. Se sintió un choque, seguido poco después de crujidos de planchas de madera o de ramas, acompañado de agudos chillidos.

—¡Mil millones de truenos! —exclamó Rokoff—. ¿Estamos aplastando a gente?

—Me parece que hemos caído en una casa —dijo el capitán.

Entre la niebla se oían gritos de terror, mientras el aparato continuaba inclinándose hacia popa, bloqueado por un obstáculo que no le permitía mantenerse en posición horizontal.

De pronto, el obstáculo se derrumbó con mil crujidos.

La casa debía de haberse aplastado, porque el «Gavilán» recobró el equilibrio, inmóvil.

—¡Las armas! ¡Las armas! —gritó el capitán.

A través de la niebla había descubierto unas sombras humanas que se agitaban.

El maquinista y su silencioso compañero habían subido a cubierta algunos Snidery Remington.

El capitán había saltado al suelo junto con Fedoro y Rokoff, gritando en lengua mongol:

—¡Paz, paz! ¡No tengáis miedo! ¡Somos amigos!

Unos hombres cubiertos con pieles que les daban aspecto de oso, se habían acercado.

—¿Quiénes sois? —preguntó una voz fuerte.

—Amigos —respondió el capitán.

—¿De dónde habéis caído? Habéis destruido mi cabaña.

—Estamos dispuestos a daros una indemnización por los daños que os hemos causado.

—¿Sois mongoles?

—Somos europeos, pero no os vamos a hacer ningún daño.

—¿Qué quiere decir europeos?

—Hombres de raza blanca —respondió el capitán—. ¿Quién manda aquí? Llevadnos ante vuestro jefe.

Quince o veinte hombres se habían reunido en tomo del «Gavilán» intentando distinguir qué era aquella masa enorme que había caído del cielo, destrozándolas cabañas.

Un hombre muy grueso, que llevaba una gorra de piel y una casaca de fieltro, se acercó al capitán, diciendo:

—Si buscáis al jefe del pueblo, soy yo. ¿Qué queréis? ¿De dónde habéis llegado, sin pedirme permiso y poniendo en peligro a mis súbditos? Habéis estado a punto de aplastar a una familia entera.

—El huracán nos ha hecho caer aquí. Si el viento no nos hubiese arrastrado, no habríamos bajado.

—¿Qué es aquel animal? ¿Es un animal?

—Es nuestra casa.

—¿El viento os la ha derribado? ¿No os habéis matado? ¿Sois hombres o demonios?

—Ya le he dicho que somos hombres blancos.

—Venid a mi choza, quiero ver si os parecéis a los que pasaron por aquí hace muchos años.

—Le aconsejo que mande a todos sus hombres que se aparten de nuestra casa. Podría estallar y matarlos a todos.

—¡Entonces, vuestra casa es un animal malvado! —exclamó el tibetano, retrocediendo vivamente.

—No la toquéis y no os hará ningún daño. Si nos brindáis hospitalidad, os haremos regalos.

—¿A qué europeos se ha referido? —preguntó Rokoff, cuando el comandante les hubo traducido las respuestas del tibetano.

—A los de la expedición Bonvalot —respondió el capitán—. Este salvaje conoció probablemente al príncipe Enrique de Orleáns, hijo del duque de Chartres y primo del pretendiente al trono de Francia. Puesto que está de acuerdo en ofrecernos su hospitalidad, vayamos en seguida a su cabaña. Aquí hace un frío horrible y no se ve nada.

—¿Qué van a hacer el maquinista y su amigo? —preguntó Fedoro.

—Permanecerán de vigilancia en el «Gavilán».

—¿No corren peligro?

—Les he dicho que instalen la pequeña ametralladora, así estarán seguros. Por otra parte, no me parece que estos hombres tengan intenciones belicosas. Vayamos a casa del Jefe.

Los tibetanos, después de haber deambulado un poco en torno al «Gavilán», tratando de adivinar su identidad, habían ido retirándose.

Sólo había permanecido allí el jefe, esperando a sus huéspedes.

—Le seguimos —dijo el capitán, cuando el maquinista le hubo dado algunos víveres, botellas y otros pequeños objetos que pensaba regalar al montañés.

Se cogieron de la mano para no perderse y siguieron al jefe. Entre la niebla se distinguían confusas manchas oscuras, que debían ser tiendas o cabañas, envueltas en una densa humareda que la niebla no dejaba divisar.

Poco después, el tibetano abrió una puerta y los introdujo en su casa, formada por una sola habitación, llena de pieles, estufas de cobre, pedazos de yak casi helados y montones de viejos tapices de fieltro que debían servir de cama. ' En el centro, sobre cuatro piedras, ardía un fuego de argol, que producía un abundante humo. Una abertura efectuada en el techo permitía la salida de éste, aunque quedaba tanto en el interior, que los aeronautas creyeron que iban a morir asfixiados.

—¡Al infierno los palacios tibetanos! —exclamó Rokoff, tosiendo estrepitosamente—. ¡Este es un cubil de zorros!

—No tardaremos en acostumbrarnos al humo —replicó el capitán.

Mientras, el jefe se había quitado su abrigo, formado por una piel de yak entera que llevaba con el pelo al exterior, y su gorro de piel de oso, que le escondía medio rostro.

Era un típico ejemplar del montañés tibetano, de baja estatura, ojos pequeños un poco oblicuos, como los de la raza mongol, con rostro afeitado pero con una cabellera larga y abundante, recogida en trenzas que caían sobre su frente estrecha y sobre sus hombros.

Tenía los pómulos mucho más prominentes que los chinos, una nariz gruesa, la boca ancha, de la que salían unos dientes largos y agudos, como los de las fieras, tan mal colocados que se le veían por entre los labios. Su piel estaba recubierta de una gruesa capa de suciedad. Aquel hombre, seguramente no se había lavado nunca desde el día en que vino al mundo.

Antes de acercarse a los aeronautas hizo una extraña reverencia, levantó los pulgares de las manos hasta la frente y sacó de entre los labios una lengua de casi quince centímetros, que dejó colgando durante unos segundos.

—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff, mirándolo con estupor y con repugnancia—. ¿Se estará ahogando?

—Nos saluda —explicó el capitán.

—¡Vaya lengua! ¿De dónde la saca?

—Todos los tibetanos la tienen igual de larga.

—Es monstruosa. ¡Y repugnante! Parece la de un oso hormiguero.

—Si nos quedamos aquí podrá ver otras mucho mayores.

El tibetano, tras aquel saludo había invitado a sus huéspedes a sentarse en tomo al fuego, cerca del cual se encontraban algunos tapetes de fieltro.

Todos los montañeses de aquellos desolados lugares suelen expresarse con gestos, como si les costara mucho trabajo hablar. Quizá se deba a la monstruosa dimensión de la lengua o a la pésima colocación de sus dientes. Sea cual fuere la razón, el hecho es que no hablan casi nunca. Se expresan y se comprenden muy bien con movimientos de la boca y de la lengua, agitando los labios en varios sentidos y ayudándose de los pulgares de ambas manos para expresar mejor sus deseos.

Cuando quieren saludar, en lugar de dar los buenos días, se limitan a sacar la lengua cuanto pueden.

El jefe fue a buscar un cuchillo y cortó algunos pedazos enormes de carne de un yak que colgaba del techo, los colocó delante de sus huéspedes y les invitó a comer.

—¡Mil millones de truenos! —exclamó Rokoff—. Este mono nos toma por fieras, para darnos carne cruda.

—No tienen la costumbre de cocinarla —dijo el capitán—. Esta gente vive del modo más primitivo que imaginar se pueda y sólo se alimentan de harina de cebada y de carne cruda. ¡Figuraos que no conocen ni siquiera el té!

—Yo no pienso probar esta comida de caníbales —dijo Fedoro.

—Hemos traído nuestras propias provisiones y verán cómo el jefe no se hará de rogar para probarlas.

Habían llevado carne en conserva, un pudding helado, galletas, azúcar para el té y dos botellas de ginebra.

Lo colocó todo en tomo al fuego e invitó al tibetano a tomar parte en la comida.

El nombre, cuando vio que sus invitados dejaban intacta la carne cruda se quedó un poco sorprendido, pero no dudó en aceptar lo que el capitán le ofrecía. Atacó con avidez el pedazo de pudding y las galletas, mirando sorprendido los trozos de azúcar.

—Ya conozco estos pedazos de piedra —dijo—. Los hombres blancos que vinieron hace muchos años, me los dejaron probar.

—¡Vaya! Los llama pedazos de piedra —exclamó Rokoff, tras haber oído la traducción—. Empieza con el azúcar, luego podrás seguir con la ginebra.

Cuando hubieron terminado la comida, el jefe, al que la bebida había vuelto muy locuaz, explicó al capitán que habían caído en un profundo valle, encerrado entre montañas cortadas a pico, cuya única salida llevaba a Ruysbruck, el más alto e importante pico de los Crevaux, y que su pueblo estaba compuesto por sesenta familias de pastores.

Sin embargo, no cesaba de hacer preguntas referentes a cómo habían conseguido caer de una altura tan considerable sin romperse la cabeza y qué era aquella enorme masa que se había precipitado sóbrela cabaña.

La explicación fue laboriosa y sin éxito, porque aquel tibetano no había oído hablar ni de globos ni de máquinas voladoras y menos aún de hombres que viajaban por las nubes.

—Si lo que me cuentas es cierto —concluyó el tibetano—, debes ser uno de los hombres más poderosos de la Tierra. Pero hasta que no te vea volar como las águilas, no voy a creerte, porque sólo Buda podría conseguir hacer semejante cosa.

También quiso ver los fusiles de los aeronautas, aunque no lograba comprender cómo podían disparar si no tenían una mecha.

Las miradas de codicia que dirigía a aquellas armas eran tales, que impresionaron al capitán.

—Terminará pidiéndonoslos —dijo a Rokoff y a Fedoro.

—De todos modos, no se los daremos. ¡Qué se conformen con sus mosquetones de mecha!

Un par de horas más tarde abandonaron la cabaña, porque no les gustaba la idea de dormir junto al jefe.

La niebla aún no había desaparecido y la nieve caía abundantemente en todo el valle.

El maquinista y el desconocido habían plantado una tienda de tela impermeable para reparar la cubierta del fuselaje, sin separarse de una pequeña ametralladora de siete cañones, arma suficiente para mantener en raya a los tibetanos en el caso de que hubieran intentado saquear o destrozar el «Gavilán».

—¿Ha venido alguien a molestaros durante nuestra ausencia? —preguntó el capitán.

—Hemos visto varias sombras que se agitaban entre la niebla, pero al oír mis gritos de alarma se han escondido rápidamente —respondió el maquinista.

—Se diría que no está usted tranquilo —observó Fedoro, un tanto sorprendido.

—A los tibetanos no les gustan los extranjeros —repuso el capitán—. Además, en estos lugares sólo viven ladrones, puesto que no hay pastos. ¿Saben qué es también lo que me inquieta?

—Diga, señor.

—La ausencia de mujeres. ¿Han visto ustedes a alguna?

—Yo no. Por esto no creo que las tiendas y las chozas estén habitadas por familias.

—Sólo por hombres.

—¿Cree que van a originarnos problemas? —preguntó Rokoff.

—No me sorprendería. Durante los períodos de buen tiempo, en la época de las peregrinaciones, todos los caminos que cruzan las mesetas están llenos de bandidos. ¿Quién me asegura que éstos no lo son? Tengamos cuidado, amigos, y no nos dejemos sorprender.

—Mal asunto, con el «Gavilán» inmovilizado.

—Ayudaremos al maquinista a arreglar el ala. Las piezas de recambio ya están a punto.

—¿Va a resultar larga la reparación?

—No vamos a terminar antes de mañana al mediodía —dijo el maquinista—. El viento ha roto más de la mitad de las varillas.

—¡Manos a la obra! —dijo el capitán—. Mientras, uno de nosotros vigilará, paseando alrededor del aparato, para que los tibetanos no nos estropeen los planos horizontales. Si rasgasen la seda, podríamos damos por vencidos y la idea de un viaje a pie a través del Tíbet, sobre todo en una época del año tan fría, no me causaría ninguna ilusión.

—Yo me encargo de la primera ronda —dijo Rokoff.

Se echó sobre los hombros un amplio gabán de tela impermeable, se caló su gorra de pelo parecida a las que llevan los tártaros de la estepa y, armado del Snider, saltó al suelo, desapareciendo entre la niebla.

VI. El asalto de los montañeses

El huracán, que hacía tantas horas que se encarnizaba con las inmensas altiplanicies, no tenía aspecto de querer cesar.

Hacia las cumbres de las enormes paredes que formaban el valle, se oía rugir el viento y de vez en cuando se percibían también extraños rumores, causados seguramente por la caída de enormes avalanchas.

La nieve, empujada por las ráfagas de aire, caía en abundancia sobre el valle, mientras la niebla pasaba, una y otra vez, en cortinas cada vez más espesas, interceptando completamente la luz.

—Parece como si fuera de noche y sin embargo no deben ser más de las tres o las cuatro de la tarde —dijo Rokoff, que había dado ya una vuelta en torno al «Gavilán»—. ¿Cómo pueden vivir en este horrible lugar, los tibetanos? ¡Vaya país! Abramos bien los ojos, nunca se sabe qué puede suceder. Si el capitán no está tranquilo, debe tener motivos.

Como no había visto a nadie cerca del aeroplano, amplió su vuelta, acercándose a las cabañas de los tibetanos, que estaban dispuestas en dos filas.

Tampoco allí se veía nada sospechoso. Todas las casas estaban herméticamente cerradas y Rokoff veía salir el humo que, en lugar de elevarse, se mantenía cerca del suelo como si la niebla lo comprimiese.

—Ya no se ocupan de nosotros —dijo—. Prefieren calentarse cerca del fuego y quemar argol. Buena señal, al menos por ahora.

En cubierta, el fuego del hornillo brillaba, dando una pequeña claridad a la bruma, y se oía el martilleo constante de las herramientas.

Sus compañeros habían comenzado a trabajar para reparar aquella maldita ala, que había puesto en peligro a los aeronautas por enésima vez.

Cuando hubo efectuado su tercera vuelta, Rokoff se sentó sobre un montón de nieve, se envolvió en su gabán y se cubrió los ojos con su gorra, manteniendo el fusil entre las rodillas.

De vez en cuándo, se levantaba, intentando atravesar con la mirada la niebla que se espesaba con obstinación desoladora. En el valle todo era silencio. Sólo se oían los martillazos del maquinista.

En lo alto, en cambio, el viento continuaba rugiendo y el estrépito de los aludes continuaba siendo audible.

—¡Si alguno cayese aquí y aplastase el «Gavilán»…! —murmuró el cosaco—. Todo es posible en este maldito país.

Estaba a punto de levantarse, cuando le pareció ver una sombra que se arrastraba por el suelo. Venía del lado del aeroplano y se dirigía hacia las viviendas de los tibetanos.

Avanzaba de tal manera, que lo mismo podía creerse que era un animal que un hombre.

—Debe de ser algún perro —se dijo Rokoff—. Me han dicho que estos pastores poseen unos canes de dimensiones gigantescas.

Gritó «quién vive» y al no obtener respuesta, volvió a sentarse, más convencido que nunca de que aquella sombra no podía ser un hombre.

Sin embargo, un cuarto de hora después, descubrió otra. También ésta procedía del aeroplano y se deslizaba silenciosamente en dirección a las cabañas.

—¿Se trata de perros que van a husmear alrededor del «Gavilán»? —se preguntó Rokoff, un tanto inquieto—. ¡Vaya! ¡Ahí va otro!

Dejó su puesto y dio algunos pasos, pero las sombras habían tenido tiempo de desaparecer en la niebla.

Deseoso de aclarar aquel misterio, dio otra vuelta en torno al aparato y vio otras sombras que se alejaban velozmente.

—Esto no es normal —dijo.

Se acercó al «Gavilán» sobre cuya cubierta trabajaban el capitán, Fedoro y los otros dos hombres, martilleando gruesas láminas de acero.

—Señor —dijo—, ¿ha venido alguien aquí?

—¡Ah! ¿Es usted, señor Rokoff? —preguntó el capitán, acercándose a la barandilla—. ¿Cómo va su guardia?

—Me parece que no muy bien.

—¿Por qué dice esto?

—¿No ha visto rondar por aquí unos perros?

—¿Perros? —preguntó el capitán, sorprendido.

—He visto huir unos animales.

—Debían ser lobos.

—Se dirigían hacia las chozas de los tibetanos.

—¿Está seguro de que se trata de animales?

—Esto es lo que me ha parecido, capitán.

—Nosotros no hemos visto nada, señor Rokoff.

—¿Falta algo aquí?

—Nadie ha subido al aeroplano: con la luz del fuego, lo hubiéramos visto.

—Es extraño.

—Intente sorprender a alguno.

—Eso haré; vuelvo a mi puesto.

Rokoff volvió a dar por quinta vez la vuelta al aparato, sin notar nada de extraordinario.

Estaba a punto de regresar al montón de nieve que le había servido de asiento, cuando vio una sombra que huía ante él.

—Esta vez no te escaparás —dijo, levantando el fusil—. Seas hombre o animal, te pillaré.

Se lanzó precipitadamente detrás de aquella sombra que intentaba esconderse en la niebla. Apenas había recorrido quince o veinte pasos, cuando tropezó con algo que se le enredó entre las piernas, como una red o un trapo.

—¡Por las estepas…! —exclamó mientras caía en la nieve.

Volvió a levantarse en seguida, pero la sombra había aprovechado para huir en la niebla.

Se inclinó para hacerse con el obstáculo que lo había hecho caer y que debía haberle sido lanzado a propósito por el fugitivo y dio un grito de rabia.

—¡Canalla!

Se trataba de un largo pedazo de tela, que reconoció inmediatamente. Era un trozo de seda de los planos horizontales.

—¡Nos están destrozando el «Gavilán»! —gritó, lanzándose hacia el aeroplano—. ¡Nos han robado la seda de los planos! ¡A las armas!

El capitán había saltado a tierra, seguido por el maquinista, que llevaba una linterna.

—¡La seda de los planos! —gritó, indignado.

—He encontrado un pedazo. Las sombras huidizas eran hombres y no animales.

—¡Me la pagarán cara!

Tomó la lámpara y se dirigió velozmente hacia los planos de babor.

—¡Canallas! —gritó—. ¡Estamos perdidos!

Los tibetanos, aprovechando la espesa niebla, habían arrancado toda la seda del tercer plano, es decir, del que se posaba en el suelo y que debía oponer la mayor resistencia.

La pérdida era grave porque el capitán no tenía suficiente seda para sustituir la robada. ¡Pero eso no era todo! También los planos de estribor habían sido privados de buena parte de la tela.

—¿No vamos a poder levantar el vuelo? —preguntó Rokoff.

—No me atrevería —respondió el capitán—. Es preciso volver a encontrar la seda y lo conseguiremos, aunque para ello tenga que fusilar a todos estos ladrones —respondió el capitán, extremadamente furioso—. ¿Es de esta manera que el jefe quiere cobrarse su hospitalidad? Tendrá que habérselas conmigo. ¡Señor Fedoro! ¡Nuestras carabinas!

—¿Qué quiere nacer, capitán? —preguntó Rokoff.

—Presentarme ante el jefe y obligarle a que me devuelva la tela.

—No es muy buena táctica, señor, porque nos veremos obligados a dividir nuestras fuerzas y además, ¿quién nos asegura que los tibetanos no han aprovechado la niebla para prepararnos alguna emboscada? Ahora ya saben que hemos descubierto el robo.

—¿Teme un ataque?

—Sobre todo contra el «Gavilán» —respondió Rokoff—. Si no tuviéramos que defender nuestro aeroplano, yo sería el primero en aconsejarle que actuara con decisión; pero no me parece prudente abandonarlo entre las manos de sólo dos hombres.

—Poseen una ametralladora.

—Ya lo sé, sin embargo piense que los disparos de los mosquetones a mecha pueden dañar gravemente la otra ala.

—Es cierto —dijo el capitán—. Podrían estropearnos las alas y destruir también los planos, entonces sí que el «Gavilán» ya no serviría para nada. Sin embargo, yo no puedo perder la seda, porque me es imprescindible para poder alzar el vuelo. Nos han robado al menos cien metros, cuando yo no poseo más que cuarenta, puesto que en Australia sufrí otra avería muy grave y utilicé la que tenía de repuesto.

—Antes de afrontar a los tibetanos, esperemos que se disipe la niebla. Emprender una lucha en esta oscuridad contra un enemigo que puede ser cincuenta veces más numeroso que nosotros, sería una verdadera locura, señor. Nos veríamos obligados a disparar a ciegas y no obtendríamos ningún resultado —dijo Rokoff.

—Comparto plenamente tu opinión —dijo Fedoro, que había llegado junto a ellos con los fusiles—. En este momento, el aeroplano representa para nosotros una pequeña fortaleza, en la que podremos resistir largo tiempo.

—Sí, tienen ustedes razón —respondió el capitán, que volvía a recuperar su sangre fría—. Pero si los ladrones regresan, atacaremos. Señor Rokoff, usted vigile el plano de babor y yo el de estribor. Usted, señor Fedoro, vaya a ayudar al maquinista. Es preciso que mañana el ala esté arreglada para poder partir. Confío en poder levantarnos hasta el borde de este valle, incluso con los planos medio reventados, pero sólo lo intentaremos en caso de mucha emergencia.

Regresaron al aparato. Fedoro se unió al maquinista y al desconocido, el cual trabajaba tan activamente como su compañero, demostrando mucha habilidad, mientras Rokoff y el capitán se situaban a babor y estribor.

Como la niebla se había disipado un poco, les era posible, vigilar los planos que salían de ambos lados del aparato.

En el pequeño pueblo, todo el mundo parecía dormir, poro ni el comandante ni el cosaco se dejaban engañar por aquel silencio, que podía esconder alguna sorpresa.

Ya no se veía ninguna sombra entre la niebla y sin embargo, ambos centinelas vigilaban atentamente. A veces, incluso descendían del aeroplano y se dirigían a los extremos de los planos horizontales.

Había anochecido y la oscuridad aumentaba, haciendo más difícil aún la vigilancia.

Mientras, el huracán continuaba haciendo estragos en la meseta. El viento no cesaba de rugir en las alturas, lanzando nubes de nieve al valle, las cuales se acumulaban, formando masas enormes.

Debía ser medianoche, cuando Rokoff distinguió algunas sombras que se desplazaban cautelosamente entre los montones de nieve, intentando acercarse al «Gavilán».

—¡Capitán! —gritó—. Se acercan.

—¿Los tibetanos?

—Sí, los veo arrastrarse hacia nosotros.

—Salúdelos con un disparo de su fusil.

—Voy a hacer algo mejor, señor; voy a poner en marcha la ametralladora. Así se darán cuenta cíe que poseemos armas terribles.

El cosaco se acercó al artefacto que había sido colocado en proa.

Las sombras aumentaban de cantidad, rápidamente. Intentaban acercarse a los planos para robar el resto de la seda, a menos que quisieran asaltar el «Gavilán» y derrotar a los aeronautas aprovechando su superioridad numérica.

El cosaco, que había manejado otras ametralladoras en la sangrienta guerra ruso-turca, puso en acción el terrible instrumento de destrucción, desencadenando un huracán de plomo.

Gritos terribles siguieron inmediatamente a aquella salva de disparos; luego, se vieron las sombras echarse al suelo y desaparecer en dirección al pueblo.

—Me parece que me he cargado a más de uno —dijo Rokoff—. Esperemos que ahora nos dejen en paz.

Había dejado de disparar y había saltado del aeroplano junto al capitán y Fedoro para comprobar si los tibetanos se habían alejado realmente.

A unos veinte o treinta pasos vieron brillar unas chispas entre las tinieblas.

—¡Mire, capitán! —gritó Rokoff—. Las mechas están ardiendo.

Se habían dejado caer al suelo los tres, escondiéndose tras un montículo de nieve.

En aquel momento se oyeron cuatro o cinco disparos y cerca de sus cabezas silbaron unas balas.

—Se mantenían al acecho —dijo Rokoff—. Ni siquiera la ametralladora ha bastado para calmarlos.

Repleguémonos hacia el aparato —dijo el capitán—. Aquí Borremos peligro de ser fusilados o de que nos rodeen.

Como vieron brillar otros puntos luminosos, se echaron tul medio de los montículos de nieve, saludados por una secunda descarga, que, como la primera, no dio ningún resultado.

Aquellos mosquetones no debían disparar muy bien, pero, aunque fuera por casualidad, algún disparo podía llegar a su objetivo y obligar al maquinista a suspender la reparación.

—La cosa empieza a ponerse seria —dijo Rokoff—. Hemos raído entre verdaderos bandidos.

—¿Qué me aconseja hacer? —preguntó el capitán, que sentía aumentar su inquietud.

—Ahuyentar a estos bribones.

—Somos poco numerosos.

—Ustedes retírense a bordo y disparen con la ametralladora y con las carabinas.

—¿Y usted?

—Yo iré a incendiar el pueblo.

—¡Hágalo saltar con una bomba de aire líquido!

—¡Vaya! No me acordaba de que disponía de medios tan potentes. Denme una y ya me encargaré yo de hacer saltar Ion tugurios de estos bandidos.

—Distráigalos durante cinco minutos y yo me encargaré del resto.

—¿Y si le descubren?

—¿Con esta oscuridad? Además, pienso defenderme. Déme un par de revólveres.

—Dese prisa, señor Rokoff. Veo avanzar a los tibetanos y irmo por mis planos horizontales. Pueden destruirlos en mi par de minutos.

Volvieron a subir precipitadamente a bordo. El cosaco tomó los revólveres y la bomba que el capitán había recogido, y descendieron por el lado opuesto.

Los tibetanos habían vuelto a disparar y la ametralladora respondía vigorosamente, asistida por los Sniders del maquinista, de Fedoro y del desconocido, que ni siquiera en aquellas penosas circunstancias había pronunciado una sola palabra que hubiera podido revelar su nacionalidad.

Rokoff suspendió en la cintura el tubo de hierro, que con tenía el aire líquido, y empuñando los revólveres se echó al suelo, arrastrándose a lo largo del plano de estribor.

Por suerte para él, los tibetanos, en lugar de rodear el «Gavilán» habían emprendido el ataque de un solo punto, el plano de estribor.

Por el otro lado no se velan ni nombras que avanzasen ni mechas de los viejos mosquetones encendidas. A pesar de ello, el cosaco avanzaba con cautela, porque temía encontrarse frente a un pelotón enemigo.

—Creo que las chozas están dispuestas en dos filas —se dijo— de manera que van a saltar todas a la vez.

De repente se le ocurrió una idea.

—¿Y la seda de los planos? ¿No quedará destruida? Me figuro que los ladrones la habrán escondido en sus cabañas. ¡Bueno! Ya encontraremos la manera de sustituirla. De momento, pensemos en salvar el pellejo.

Al otro lado, los disparos continuaban, aumentando de intensidad. Los tibetanos no cedían terreno, ni siquiera ante las poderosas descargas de la ametralladora, cuyos disparos barrían el territorio en todas direcciones, puesto que os cañones estaban dispuestos en forma de abanico.

Rokoff, al llegar al extremo del llano, se echó otra vez al suelo para no ser herido por los proyectiles de los tibetanos, que pasaban por encima del «Gavilán» y echó a correr con decisión, tanteando en la oscuridad.

Sabía aproximadamente dónde se encontraban las cabañas. No debían de estar a más de cuatrocientos metros del aeroplano.

Había echado a correr, sin dejar de oír los gritos de los tibetanos, que parecían darle ánimos para el asalto decisivo.

De repente, chocó contra un obstáculo. Era una pared de madera o de obra.

—Una choza —dijo—, ¡Si por lo menos fuera la del jefe!

Dio la vuelta a su alrededor hasta encontrar una obertura y penetró en su interior. Sobre algunas piedras ardían unos restos de argol, desprendiendo una tenue luz.

Rokoff colocó el tubo de hierro en una esquina y huyó a toda velocidad, para no saltar por los aires junto con el poblado.

Los disparos de fusil se habían intensificado. Cerca del aeroplano, tanto los aeronautas como los tibetanos, luchaban ferozmente, estos últimos más decididos que nunca a apoderarse del «Gavilán» y de su tripulación.

El cosaco estaba a punto de llegar al plano de babor, cuando vio surgir ante él algunas sombras.

—¡Largo! —gritó.

Al ver que acudían otros hombres, levantó ambos revólveres y abrió fuego, logrando hacer caer a alguno de ellos, luego, aprovechando el terror de los supervivientes, se precipitó hacia el aparato, gritando:

—¡Aguantad firme! ¡El pueblo va a saltar!

Produjo la chispa eléctrica sirviéndose del hilo que llevaba en la mano. Una detonación espantosa repercutió en el valle, seguida de gritos de terror y de un ruido estruendoso.

La sacudida fue tan fuerte, que desplazó ligeramente el aeroplano y echó al suelo a los aeronautas.

Durante algunos minutos continuó oyéndose el griterío ensordecedor que se fue alejando hacia la salida del valle, luego se hizo una luz intensa que horadó la niebla.

—¡El pueblo se ha incendiado! —gritó Rokoff, quien había vuelto a levantarse.

El capitán se lanzó hacia el cosaco, ayudándolo a ponerse en pie.

—Gracias —le dijo éste—. Estábamos a punto de ser arrollados.

—¿No ha sufrido ningún daño el «Gavilán»? —preguntó Rokoff.

—Nada grave —gritó el capitán, que se había acercado a las alas.

—¿Y los tibetanos? —preguntó Fedoro.

—Han huido —respondió el capitán.

—Creo que no volverán más —añadió Rokoff.

Mientras, las llamas aumentaban de tamaño, destruyendo lo poco que la explosión habla dejado en pie. Por todas partes se levantaban lenguas de fuego que iluminaban el valle como si fuera de día.

Una multitud de chispas, que el viento arrastraba en al tos torbellinos hasta las cumbres cercanas, surcaban las tinieblas como un sinfín de estrellas.

—¡Capitán! —gritó de repente Rokoff—. ¿Y si tratáramos de salvar algo? En aquellas cabañas está nuestra seda.

—En esto estaba yo pensando —respondió el capitán—. Además, las tiendas de fieltro quizá también podrían servir para nuestros planos horizontales. Señor Fedoro, venga con nosotros y vosotros, vigilad el «Gavilán».

Los tres hombres se lanzaron hacia el poblado, que ardía como un puñado de leña seca.

La violencia de la explosión había derribado una tercera parte de las chozas y algunas tiendas. Sin embargo, las de más también estaban perdidas, porque las llamas las habían envuelto y devoraban las fijaciones con increíble rapidez.

Hubiera sido una verdadera locura internarse entre las llamas para buscarla seda robada.

El capitán y sus dos compañeros se apoderaron de tres grandes tiendas de grueso fieltro que hacían caído al suelo, y las llevaron hasta el «Gavilán». La tela era más que suficiente para cubrir los planos y podía sustituir la seda que se habían llevado los tibetanos.

—Dejemos que el fuego termine de consumir las cabañas y ocupémonos del ala —dijo el capitán—. Quisiera marcharme antes del alba.

—¿Cree que los bandidos van a regresar? —preguntó Rokoff.

—Si tienen otros compañeros en estos valles, no me sor prendería verlos reaparecer, para vengarse de su derrota y castigarnos por haber incendiado sus casas. Si el frío no le molesta demasiado, vaya a explorar nuestros alrededores, para que no vuelvan a sorprendernos.

—Un cosaco no siente siquiera la nieve. Cuente conmigo, señor.

Mientras Rokoff se adentraba en el valle, hacia el lado por donde, habían huido los tibetanos, el maquinista y sus compañeros reemprendían el trabajo con energía.

El maquinista había preparado ya las piezas que debían sustituir a las rotas por el huracán y ya no faltaba sino efectuar las soldaduras, operación que exigía bastante tiempo para que la avería no se repitiese una vez más.

A las cuatro de la madrugada, gracias a un supremo esfuerzo, el ala había sido reparada con una serie de robustas soldaduras, reforzadas con anillos de acero.

Sólo faltaba cubrir los planos inclinados en los lugares en donde faltaba la seda, cosa muy fácil de realizar porque sólo se trataba de cortar el fieltro de las tiendas y clavarlo.

Rokoff aún no había regresado de su expedición. Aquel valiente debía haber ido muy lejos para evitar una nueva sorpresa.

—Démonos prisa —dijo el capitán—. Dentro de una hora podremos alzar el vuelo. Mientras, hagamos funcionar la máquina.

Apenas habían cortado el fieltro y hecho correr el aire líquido a través de los tubos de la máquina, cuando de repente oyeron la voz de Rokoff que gritaba:

—¡A las armas!

Luego, se oyó un disparo, seguido casi en seguida por otro y por un fragor ensordecedor, hecho de mugidos y de relinchos.

—¿Qué desgracia se nos está acercando? —se preguntó el capitán.

A lo lejos se oían gritos y detonaciones y de vez en cuando se veían unos hilillos de humo que surcaban la niebla.

La voz de Rokoff, llena de un inexpresable terror, había sonado más cerca:

—¡A las armas! ¡Preparad la ametralladora! ¡Llega el enemigo!

Poco después surgía de la niebla, corriendo enloquecido.

El clamor se había vuelto ensordecedor. Mugidos, relinchos, gritos humanos y disparos se mezclaban indistintamente.

—¡Señor Rokoff! —gritó el capitán, colocándose detrás de la ametralladora de un brinco, mientras el maquinista llevaba a cubierta un montón de Winchester, Snider, Mauser, Remington y varios revólveres—. ¿Qué sucede?

—No sé —contestó el cosaco, escalando velozmente la pared del aeroplano—. Una manada de animales está a punto de caer sobre nosotros. Me parece que son yaks.

—¿Y los tibetanos?

—Empujan a los animales a través del valle, asustándolos con disparos de fusil y con ramas encendidas.

—¡Mil truenos! Si estos animales se nos vienen encima, van a romper nuestros planos. ¡Fuego! ¡Necesito fuego!

—Las chozas están a punto de apagarse, además quedan detrás nuestro —dijo Rokoff.

—¡Sí! ¡Podemos salvarnos! Podemos hacer doscientos o trescientos metros aun sin los planos… Maquinista, ¿está bajo presión la máquina?

—Sí, señor.

—Ponlo todo en movimiento…, las alas…, las hélices… ¡Señor Rokoff, venga!

El capitán se había precipitado hacia la escotilla, seguido por el cosaco. Un momento después volvían a subir llevando cada uno de ellos dos barriles de una capacidad de cincuenta litros.

—¡En marcha! —gritó el capitán—. ¡No os ocupéis de nosotros! ¡Esperadnos detrás del poblado!

El alud viviente estaba a punto de echarse encima del «Gavilán». Era una enorme manada de yaks, probablemente domesticados, que galopaba a través del valle a un ritmo desenfrenado, con fuertes mugidos.

Detrás, galopaban en tromba numerosos tibetanos, montados en pequeños caballos. Para asustar a los rumiantes, agitaban ramas de pinos encendidas y disparaban con los mosquetones.

El capitán y Rokoff se echaron en medio de las chozas, casi completamente apagadas, destaparon los barriles y dejaron salir el líquido sobre los rescoldos.

Era brandy de primera calidad.

Las llamas, que estaban a punto de extinguirse, se reavivaron inmediatamente. Una cortina de fuego de varios metros de altura, que mandaba reflejos siniestros, se extendió en una superficie de más de cien metros.

En aquel momento, el «Gavilán» se levantó, justo a tiempo para evitar el choque de todos aquellos animales, enloquecidos por el terror.

Empujado también por el viento que soplaba a su favor, el aeroplano pasó sobre la cortina de fuego y volvió a bajar a unos cuatrocientos pasos de las últimas chozas.

Los yaks, al ver aquel inmenso fuego que parecía querer devastar todo el valle, se detuvieron de golpe, a pesar de los fritos y de los disparos de los pastores.

Permanecieron un momento perplejos, luego, dando media vuelta, se precipitaron con la cabeza baja contra sus amos, volviendo la espalda a las llamas.

Entonces siguió un momento de terrible confusión.

Los caballos tibetanos, golpeados por los cuernos de los furiosos rumiantes, caían unos sobre otros, dando coces en todas direcciones; luego, los supervivientes huyeron alocadamente, envueltos en un clamor inmenso.

—Creo que se han merecido esta derrota —dijo Rokoff—. Si vuelven, será que tienen el diablo en el cuerpo o que Buda les protege.

VII. Una cacería en vuelo

Aquella derrota inesperada debía haber quitado a los tibetanos toda esperanza de vengarse de los hombres blancos.

La acometida irresistible, inesperada de los yaks, que hubiera debido llevarse por delante al «Gavilán» o al menos reducirlo a un estado tan lamentable que no pudiese reemprender el viaje, había sido realmente desastrosa para los que la habían organizado.

Más de treinta caballos habían quedado en el suelo, mutilados de una manera atroz, y vanos tibetanos yacían también en el suelo, sin vida, con las piernas rotas y los vientres abiertos.

—Una verdadera matanza —dijo el capitán durante la vuelta de inspección que estaba llevando a cabo en compañía de Rokoff—. Si no hubiéramos detenido a esos furiosos animales, nuestro viaje habría terminado para siempre.

—Sí, sin su idea habríamos estado perdidos. Lo siento sólo por su brandy —dijo Rokoff.

—No podemos lamentarnos, porque nos ha salvado la vida.

—Vámonos, capitán. Ya estoy harto de este valle y de las mesetas del Tíbet.

—Los planos horizontales ya están arreglados porque, antes de que llegasen los yaks hemos tenido tiempo de poner a salvo el fieltro. Viajaremos a la mayor velocidad posible y no nos detendremos más que junto al lago Mont-calm. Si no ocurre ningún incidente, dentro de tres días habremos dejado atrás las altiplanicies y descenderemos hacia regiones más civilizadas.

—Me gustaría estar ya en la India.

—Ya llegaremos, señor Rokoff, esté tranquilo. Sin embargo espero que no renuncie a ver Lasa, la capital del Tíbet, la sede del Buda viviente y del Gran Lama, una de las ciudades más célebres del mundo y que poquísimos europeos han podido ver.

—Ya que éste es su deseo, iremos a Lasa.

Como no veían aparecer a ningún tibetano, cortaron la lengua de un yak que debía haber muerto durante la embestida y regresaron al «Gavilán».

El maquinista había terminado de clavar el fieltro sobre los planos horizontales, con la ayuda de Fedoro y del desconocido.

—¿Está todo listo? —preguntó el capitán.

—Sí, señor —respondió el maquinista.

—Entonces podemos levantar el vuelo.

Todos subieron al aparato.

En aquel momento el sol, que había logrado atravesar la niebla, proyectó un haz de luz sobre el valle, iluminándolo de un extremo al otro.

Más que un valle, era un desfiladero de tres o cuatro millas de extensión y cinco o seiscientos pasos de anchura, de paredes cortadas a pico y de una altura de quinientos pies.

Un solo árbol, un pino enorme, se alzaba en el centro. Era sobre su copa que había caído el «Gavilán», a punto de volcar.

Por el otro lado, en cambio, una inmensa cascada saltaba en el abismo, con un estrépito ensordecedor, precipitándose dentro de una profunda cuenca.

El «Gavilán» puso en marcha sus alas y sus hélices y se alzó majestuosamente, en dirección a la meseta.

Había alcanzado ya los doscientos metros, cuando, tras unas rocas, se oyeron resonar disparos de fusil.

Eran los tibetanos que intentaban, una vez más, derribar a los extranjeros.

Se habían escondido tras algunas hendeduras de la pared y, al ver huir a sus enemigos, los habían saludado con una descarga.

Los aeronautas ni siquiera se dignaron responder. Por otra parte, el «Gavilán» continuaba elevándose, cada vez más de prisa, haciendo cada vez mayor la distancia que los separaba.

Superaron el borde del desfiladero y prosiguieron su viaje a través de las mesetas nevadas, a una velocidad de treinta y cinco millas por hora.

El huracán se había calmado y la niebla se había disipado completamente, gracias al fuerte viento del norte.

¡Pero qué aspecto presentaba la meseta tras aquella tormenta! La nieve, barrida por las ráfagas, se había acumulado de mil maneras distintas, formando aquí un bastión, allí un montículo, más lejos una serie de avalanchas procedentes de los Crevaux o del Ruysbruck, cuya mole imponente se distinguía hacia el sur, en el extremo occidental de la cordillera y de las masas de hielo, caídas de los glaciares, tan numerosos en aquel lugar.

—¡Pobres de nosotros, si en lugar de descender al valle nos hubiéramos detenido aquí! —dijo el capitán—. Nuestro «Gavilán» se hubiera aplastado en seguida contra los Crevaux, que yo creía más lejos.

—De hecho, ha sido también una suerte que se rompiera el ala —dijo Fedoro—. Si no, hubiéramos chocado contra las montañas que no podíamos ver a causa de la niebla.

—Sí, ha sido una desgracia y una suerte al mismo tiempo.

—¿No volverá ya a romperse el ala?

—No creo, porque está muy bien soldada, mejor que la otra vez.

—Y los planos, ¿funcionan tan bien como antes?

—Son más pesados, pero el «Gavilán» tiene una gran fuerza de ascensión y no se resiente de ello. ¡Atención, amigos! Cruzamos los Crevaux.

—¡Los Crevaux! —exclamó Rokoff—. ¿Un nombre francés en medio del Tíbet?

—Fue Bonvalet quien se lo dio —respondió el capitán—. Aquella expedición bautizó también varios lagos con nombres franceses.

El «Gavilán» se elevaba batiendo con fuerza sus alas, para superar la cadena, que aparecía imponente, con un sinfín de picos altísimos, cubiertos de nieve y de hielo.

Se dirigía entre el extremo occidental de los Crevaux y el Ruysbruck, donde se veía una enorme garganta que debía servir de paso a los peregrinos procedentes de Mongolia.

¡Qué región tan horrible aquella! Abismos, valles salvajes, crestas que parecían llegar al cielo, picos agudos, nieve y glaciares. Ni un árbol, ni una planta, ni siquiera el menor liquen. Una verdadera región polar, quizás aún peor, porque en las islas del océano Ártico y en las del Antártico, durante el breve verano nace un poco de vegetación.

Tampoco había animales, ni aves, ni siquiera águilas.

—Esta tierra podría llamarse «la tierra de la desolación» —dijo Rokoff.

—En esta estación, sí —respondió el capitán—. En cambio, en verano hay pastores que trepan hasta aquí con sus manadas de yaks y de ovejas.

—¿Qué pastan?

—Las escasas hierbas que brotan tímidamente entre las hendeduras.

—Esta región jamás podrá tener una población estable.

—¿Quién sabe, señor Rokoff? A mí no me extrañaría que, dentro de dos o trescientos años estos desiertos estuviesen poblados. No olviden que los habitantes de nuestro globo aumentan cada año de manera prodigiosa y que la Tierra, en cambio, no varía de extensión.

—¡Pero todavía quedan muchos lugares deshabitados! —exclamó el cosaco.

—Menos de los que cree, señor Rokoff. Piense en América del Norte, por ejemplo. Hace cincuenta años, sus inmensas praderas sólo estaban habitadas por unos cientos de miles de indios; hoy, todos aquellos territorios han sido invadidos por la raza blanca que no es menos prolífica que la mongol, y ya casi no quedan espacios libres.

—No puedo negarlo.

—Mire lo que ocurre en África. Hace cien años había inmensas zonas habitadas por tribus de negros; ahora, gran parte del continente ha sido invadido, y dentro de otros cincuenta años ya no quedarán tierras disponibles.

—¿Cuántos somos los que habitamos el globo?

—Hoy día el mundo cuenta con mil quinientos millones de habitantes, cuando las tierras habitables sólo miden cuarenta y seis millones de millas cuadradas. Si pensamos que las tierras fértiles no pueden alimentar más que a doscientos siete habitantes por milla cuadrada, verán que casi no queda posibilidad de vida para nuestros nietos. No olviden que en estos cuarenta y seis millones de tierra, hay catorce e estepas y cuatro de desiertos.

—Entonces, ¿usted cree que dentro de doscientos o trescientos años, la Tierra ya no será capaz de alimentar a toda su población?

—Mucho antes, señor Rokoff. Según cálculos realizados por eminentes científicos, parece evidente que el momento fatal llegará un poco después del año dos mil. Tal vez haya en ello un poco de exageración, porgue hay ciertos países actuales que están muy poblados y a los que no falta el alimento. La China, por ejemplo, tiene doscientos noventa y cinco habitantes por milla cuadrada y el Japón doscientos sesenta y cuatro y sin embargo ni los chinos ni los japoneses mueren de hambre.

—Aunque de vez en cuando en la China hay épocas de penuria desastrosas —dijo Fedoro.

—Es cierto. También la India pierde cada año varios cientos de miles de habitantes, porque tiene una población demasiado numerosa. Las personas que han muerto de hambre en ese país son incontables.

—Los científicos encontrarán un medio para doblarla producción del suelo.

—Cierto, pero con ello sólo conseguirán retrasar el momento fatal.

—De manera que, si el Sol no hace arder la Tierra, la humanidad morirá de hambre.

—A menos que vuelva a la antropofagia.

—Prefiero vivir ahora y comer costillas de buey, en lugar de desayunar un bistec de hombre. Menos mal que nosotros ya no existiremos entonces.

El paso de los Crevaux había sido superado fácilmente y el «Gavilán» volvía a iniciar su descenso hacia la meseta, en dirección al lago Mont-calm, que es uno de los más altos, puesto que se halla a cinco mil metros sobre el nivel del mar.

El país continuaba sin cambiar. Había el mismo desierto de hielo y de nieve, con hendiduras, abismos, inmensos barrancos que se sucedían con monotonía.

A las ocho de la tarde el «Gavilán» aterrizaba junto a las orillas septentrionales del Mont-calm, el cual estaba cubierto de un estrato de hielo.

El frío era considerable y un viento seco e insistente soplaba del norte, haciendo sufrir mucho a los aeronautas, que sentían escoceduras en la piel y helárseles los dedos.

Se encerraron en el armazón, donde algunas horas antes habían encendido la estufa y tras haber cenado, se acostaron.

Al día siguiente, el «Gavilán» reemprendería su viaje a una velocidad aún mayor. También el capitán empezaba a estar harto de aquel desierto de hielo y suspiraba pensando en el momento en que podría bajar a la región de los lagos, para encontrar una temperatura más templada y renovar sus provisiones de comida. Allí, al menos, podían estar seguros de encontrar abundante caza, porque los valles del Tíbet meridional son muy ricos en asnos salvajes, yak, ovejas silvestres y cabras monteses.

Eran precisos otros dos días de viaje hasta llegar al borde meridional de aquella eterna altiplanicie y aterrizar en los ricos valles del Or, llenos de lagos y de pueblos muy populosos.

La meseta continuaba allí, extendiéndose hasta las orillas del Tengri-Nor.

Sólo en las cercanías de aquel Lago Sagrado se puede considerar que se deja atrás la altiplanicie.

Pronto empezaron a ver bosques de pinos y de abetos, de encinas gigantes y de arces, y también campos de cultivo, algunos camellos, yaks domésticos y rebaños de ovejas Kuardados por pastores, quienes acogían al «Gavilán» con mucho valor, disparando para matar aquel animal que debían creer un águila monstruosa.

Como sólo tenían armas muy deficientes, a mecha, los disparos no llegaban hasta los aeronautas, quienes, por precaución, se mantenían a una altura de cuatrocientos metros.

Cuando el «Gavilán» volaba sobre algún pueblo, un profundo terror se apoderaba de sus habitantes.

Todos huían, gritando, los camellos se echaban al suelo escondiendo la cabeza entre las patas anteriores, los yaks mugían, las ovejas se dispersaban entre los peñascos y os perros ladraban con furor.

Aquella confusión no duraba más que algunos minutos; el aeroplano se alejaba rápidamente, sin haber devorado a nadie.

Al atardecer del tercer día, tras haber atravesado la región de los pequeños lagos del Bilui-Dyka y los montes No-bokon-Ubaski, la máquina voladora aterrizaba a orillas del Huka-Nor, una vasta cuenca deshabitada que se halla al norte del Tengri.

El capitán, que había visto huir numerosas bandadas de animales, que le habían parecido asnos, aterrizó en aquel lugar, con la esperanza de poder matar alguno.

Sin embargo, Rokoff, al oír hablar de asnos, no pudo retener una mueca de disgusto.

—¿Le parece una caza apreciable, digna de desperdiciar una bala de fusil? —había preguntado al capitán.

—¡Claro! —había contestado éste, casi escandalizado—. ¿Va a despreciar un plato exquisito?

—¿De veras es comestible?

—El onagro, pues también se llama así, es una caza muy selecta, apreciadísima, superior al yak y a la oveja. ¿No conoce usted la historia de la hermosa ahijada de Semengam, uno de los más célebres reyes de Persia?

—No, capitán. ¿Iba loca por los asnos, esa distinguida señora?

—Cuentan las antiguas crónicas persas, que aquella mu chacha estaba locamente enamorada de Rustán, uno de los más valientes caballeros del Irán, porque entre sus maravillosas gestas se encontraba la de devorar nada menos que un asno entero.

—¡Qué estómago debía de tener el guerrero persa! Yo no lo envidio.

—Porgue no ha probado la carne de onagro. Mañana podrá hablar con conocimiento de causa, si es que conseguimos cazar uno.

—¿Cómo lo cazaremos?

—Desde el «Gavilán», si no perderemos el tiempo, porque son muy veloces.

—Como sé que es usted un buen entendedor de comida, voy a probar la carne de asno —dijo Rokoff—. Supongo que no será peor que la de caballo, y tanto en la guerra ruso turca como en la expedición de Samarcanda, devoramos más de un corcel.

El capitán no se había equivocado al descender en aquel lugar. El «Gavilán» acababa de levantar el vuelo, siguiendo las orillas del lago, cuando a una milla y media escasa, vio ron una inmensa tropa de aquellos animales que galopaban por la meseta.

Eran unos trescientos y avanzaban en varias filas, precedidos por los jefes; los machos marchaban delante y las hembras detrás.

Corrían velozmente, haciendo retumbar el suelo, rebuznando sonoramente, luego se detenían un momento, casi todos a la vez, para dar media vuelta, y volvían a emprender el galope como un huracán.

Pacían un poco y luego, presos de un nuevo capricho, reemprendían su desenfrenada carrera.

Eran animales tan gruesos como los europeos, con las orejas menos largas, el pelaje pardo, atravesado en el dorso por una larga línea negra que se cruzaba en el lomo con otras dos grisáceas.

Estos animales son, aún hoy en día, muy numerosos y se encuentran con frecuencia en las mesetas del Asia central, en las llanuras persas y también en la India septentrional.

Viajan en manadas inmensas, emigrando a desiertos y estepas. No temen los tigres, a los que afrontan con un valor extraordinario, golpeándolos con los cascos y, si ello no basta, mordiéndolos ferozmente.

La manada descubierta por los aeronautas parecía querer huir, con sus continuados cambios de dirección, de algún peligro que la amenazaba.

El capitán, que la observaba con unos anteojos, no tardó en adivinar qué enemigos la perseguían.

—Se defienden de los lobos —le dijo a Rokoff, que lo había interrogado.

—¿Son numerosos?

—Un centenar.

—¡Van a hacer una matanza entre los asnos!

—Los lobos son los que van a resultar más mal parados. Intentan forzar las filas de asnos para atacar a los más pequeños, pero no van a conseguirlo. Vamos a asistir a una hermosa batalla. ¡Eh, maquinista! Disminuye la marcha y mantengámonos a buena altura para no asustarlos.

Los asnos, tras haber efectuado varias carreras, se habían detenido en medio de una vasta llanura, donde habían podido desplegar sus batallones. Con un conjunto admirable, habían formado una gran circunferencia: los machos permanecían en la parte exterior, las hembras y los asnos jóvenes en el interior.

Los lobos, más de un centenar y muy hambrientos a juzgar por su espantosa delgadez, corrían a su alrededor, aullando ferozmente, mientras buscaban un punto débil para romper la formación.

Sin embargo, cada vez que se acercaban al círculo, los machos daban media vuelta y con las patas posteriores lanzaban coces con una rapidez sorprendente.

Más de un lobo, golpeado, saltaba por los aires y, cuando caía, tres o cuatro asnos se precipitaban encima suyo, mordiéndolo ferozmente, hasta que exhalaba el último suspiro. Todavía no satisfechos, seguían golpeándolo con furia, reduciéndolo a una masa informe de carne triturada.

Los asnos hembras, y sus pequeños, asustados por los gritos de los carnívoros, se apretujaban unos sobre otros, rebuznando aparatosamente, como para dar ánimos a los machos.

Pero no hacía falta, porque aquellos valientes animales mantenían las filas apretadas, golpeando sin descanso a los asaltantes.

—¡Qué bien se defienden! —exclamó Rokoff—. No creía que pudieran hacer frente a un ataque parecido.

—Espere —dijo el capitán—. Luego van a ser ellos los que ataquen y yo no quisiera encontrarme en el lugar de los lobos.

Al fin, los asnos, al ver que sus adversarios continuaban la agresión, habían perdido la paciencia y se preparaban a atacar a su vez. Sólo se movió la primera fila. La segunda, con una prudencia increíble, permanecía quieta para impedir que los lobos irrumpieran a través del círculo.

Aquellos cincuenta o sesenta animales, los más robustos y valientes, partieron al galope, derribando las filas de sus voraces adversarios.

Se encabritaban, aferrando a sus enemigos con las poderosas mandíbulas y los sacudían con furia, arrancándoles pedazos de piel y de carne. Algún asno era asaltado por tres o cuatro lobos a la vez, que lo mordían en el cuello y en las orejas, caía al suelo, pero sus compañeros no tardaban en acudir a socorrerlo.

La batalla duró un cuarto de hora y, tal como había vaticinado el capitán, terminó con la derrota absoluta de los carnívoros los cuales, al perder toda esperanza de hacer un festín, se vieron obligados a alejarse rápidamente dejando un buen número de muertos y de moribundos.

En aquel momento, el «Gavilán» empezó a descender.

Los asnos vieron proyectarse en el suelo la sombra gigantesca y se detuvieron, sorprendidos; luego, cuando descubrieron aquel monstruo que descendía, enloquecidos por el miedo, partieron a toda velocidad en dirección al lago, saludados por tres disparos de fusil.

Una hembra, herida mortalmente, cayó enseguida, pero los demás continuaron su endiablada carrera y desaparecieron al poco rato entre las peñas.

—Señor Rokoff —dijo el capitán, saltando al suelo—. Tendré el honor de ofrecerle unos filetes tan exquisitos, que van a hacerle pedir excusas por las palabras de desprecio que ha dedicado a estos animales.

—Todavía no he dado mi parecer —respondió el cosaco, riendo.

—No dudo que va a ser favorable.

Dos o tres horas después, el cosaco confesaba cándidamente que la carne de los asnos salvajes era mejor aún que la de los yaks y que la de los bueyes europeos, y que el sha persa tenía razón al considerarla un plato digno de un rey.

VIII. El lago sagrado de los budistas

Al mediodía, el «Gavilán» se hallaba cerca del Tengri-Nor, el Lago Sagrado de los tibetanos, tras una parada de un par de horas en la orilla meridional del Buka-Nor, para renovar la provisión de agua dulce. Este lago, que es el mayor de la región y que los tibetanos llaman Nam-tso, se halla entre el final de la inmensa meseta y la cordillera del Nin-Tschenthangla, encerrado entre picos de nieves perpetuas, en forma de semicírculo.

A sus orillas se levantan los más célebres monasterios budistas, entre los que destaca el de Dorkia, por ser el más famoso, y todo lo que lo rodea es considerado como sagrado.

Se ha creído, erróneamente, que la evaporación del Tengri bastaba para compensar el agua que le aportaban sus torrentes; hoy se sabe que posee algunos torrentes y ríos subterráneos que facilitan la salida del agua y que le permiten así conservar su caudal.

Los torrentes que lo rodean son esencialmente de tipo volcánico, poseen fuentes de agua caliente y, hacia el norte tienen un lago bastante grande, llamado Bultso, del que los peregrinos y los habitantes de la región extraen enormes cantidades de bórax, que antes era trabajado sólo en Venecia tras haber sido importado de la India. En esta región hay también gran número de geisers, que se elevan a varias decenas de metros y que nada tienen que envidiar a los más conocidos de Islandia y de Nueva Zelanda.

Buena parte de la meseta de Tant-la, que es una de las más elevadas, puesto que alcanza alturas de más de cinco mil metros, los posee en gran cantidad y, ésta, es quizá una de las razones principales por las que los budistas creen que aquel territorio es sagrado, ya que ven en aquellos fenómenos una manifestación sorprendente del poder de su dios.

—Es un lago espléndido —dijo Rokoff, que lo observaba con los anteojos—. ¡Son inmensas las montañas que lo rodean!

—Todas ellas son montañas sagradas —respondió el capitán—. Aquí todo es divino.

—¿También las piedras?

—También.

—¿Y los abismos?

—Todavía más que las piedras, porque los tibetanos creen que han sido abiertos para permitir la subida al cielo a algún lama muerto en éxtasis durante la oración.

—¿Dónde se encuentra el famoso convento?

—Si el tiempo nos lo permite, no tardaremos en verlo.

—¿El tiempo?

—No me extrañaría que se desencadenase otro huracán, señor Fedoro.

—¡Espero que no nos vuelva a romper el ala!

—En las Tant-la el viento sopla con mucha furia, más quizá que en las mesetas septentrionales. Veo formarse una nube negra en el centro del lago y creo que está saturada de electricidad.

—¿No será mejor que aterricemos antes de que estalle la tormenta? —preguntó Fedoro.

—Estamos en una región habitada por fanáticos y podríamos ser víctimas de una acogida peor aún que la del valle. Aquí no toleran la presencia del hombre blanco.

—¿Ni siquiera los monjes?

—Los lamas son los primeros en considerar a los europeos como unos espías y unos herejes. Trataremos de cruzar el lago antes de que nos sorprenda el vendaval. Las orillas meridionales están menos habitadas.

—Yo no veo ningún pueblo, tampoco por aquí —dijo Rokoff.

—Se equivoca —respondió el capitán—. Ahí abajo está Thuigo, medio escondido entre las rocas. Dentro de media hora nos encontraremos sobre sus cabañas.

—¿Vamos a volar por encima de ellas?

—¿Qué podemos temer? Nos mantendremos a una altura tal que las balas no puedan alcanzamos.

Las cabañas del pueblo aumentaban rápidamente de tamaño.

Aparecían en el borde de la meseta, la cual caía a pico sobre el lago desde una altura considerable.

La población parecía haber descubierto ya al monstruo que se acercaba al Lago Sagrado. Se veían numerosos jinetes que galopaban en todas direcciones, armados de fusiles.

Los tibetanos son todos buenos cazadores, tanto los más pobres como los más ricos, por esto todo el pueblo se disponía a afrontar valerosamente aquel águila majestuosa.

—Mal recibo —dijo Rokoff—. Estas gentes también toman al «Gavilán» por un monstruo; yo creía que nos tomarían por hijos de la Luna o del Sol o, al menos, por hijos de Buda.

—Dejémosles hacer —respondió el capitán—. Sus mosque-tones de mecha no nos causarán ningún daño; además estamos a cuatrocientos metros del suelo.

Más de doscientos jinetes, que montaban pequeños caballos raquíticos, galopaban en torno al «Gavilán», agitando las armas y chillando.

Cuando estuvieron justo debajo de ellos, en cambio, con gran sorpresa por parte de Rokoff, todos los tibetanos, en lugar de disparar, se echaron a tierra y, de rodillas, empezaron a golpear su frente contra el suelo, dando gritos.

—¿No estarán muertos de miedo? —preguntó Rokoff.

—No lo creo, porque los tibetanos suelen ser valientes —respondió el capitán.

—¿Por qué han renunciado a luchar contra nosotros?

—Si usted fuera un salvaje, o algo por el estilo, ¿no se sorprendería de ver a unos hombres montados en un águila?

—Es muy probable, capitán.

—Estos tibetanos nos han visto y nos deben de haber tomado por alguna divinidad o algo parecido. Como son tan supersticiosos, no me extrañaría.

—¡Tal vez nos crean hijos de Buda!

—Es probable, señor Rokoff.

—¿Y si intentáramos aterrizar? No me disgustaría representar el papel de una divinidad, al menos durante doce oras.

—Prefiero no hacer la competencia a su Buda viviente e irme hacia el lago. Podrían tomamos realmente por hijos de su dios y llevarnos a Lasa, con los mayores honores, pero no por eso dejaríamos de ser prisioneros suyos. No, señor Rokoff, no quiero correr este riesgo.

El «Gavilán» había dejado atrás a los jinetes y se acercaba al pueblo. Los habitantes habían salido de sus cabañas, apelotonándose en las calles y también ellos, al ver surcar majestuosamente los aires al aeroplano, se habían puesto de rodillas, escondiendo la cara entre las manos y haciendo señales del más profundo respeto.

Pero la aparición fue tan rápida, que no duró más de un minuto. El «Gavilán» se había adentrado sobre las azules aguas del Lago Sagrado a una velocidad muy grande y se dirigía hacia el sur.

El capitán ni siquiera había prestado atención a las demostraciones de respeto de la población. En cambio, miraba los negros nubarrones con inquietud. Éstos amenazaban con cubrir la totalidad de la bóveda celeste.

El lago empezaba a cambiar de color, presintiendo ya la tormenta. El azul se había ido transformando en negro.

Al sur, de las inmensas cordilleras del Himalaya, empezaban a soplar las primeras ráfagas de viento, heladas y muy fuertes, dificultando la marcha del aeroplano, que sufría bruscas sacudidas.

De vez en cuando, las nubes se abrían para dejar paso a un relámpago. Los truenos retumbaban sordamente, propagándose entre las tenebrosas masas gaseosas.

El aire también estaba tan saturado de electricidad que Fedoro, Rokoff y sus compañeros se sentían extremadamente nerviosos.

—¿Está usted inquieto? —preguntó Rokoff al capitán.

—No estoy nada tranquilo, es cierto —respondió éste—. Temo que un meteoro de fuego se nos venga encima.

—Sin embargo, estamos aún en invierno y a una altura considerable.

—A cuatro mil seiscientos treinta metros, puesto que ésta es la elevación del Tengri-Nor.

—¿Hay mucha electricidad en el aire?

—Es la extremada sequedad la que la produce y la acumula. ¡Mire qué relámpagos! Lastiman los ojos.

—¿No podríamos dar media vuelta?

—No, señor Rokoff. El lago está rodeado de montañas y tengo miedo de que el huracán nos aplaste contra alguna cumbre. Prefiero luchar sobre este lago, que al menos está libre de todo obstáculo.

—¿Y si se rompiesen las alas y nos cayéramos? —preguntó Fedoro.

—Mi aeroplano puede navegar como un barco —respondió el capitán—. No sería la primera vez que probase el agua. Sólo temo a una cosa: las descargas eléctricas, ¡bueno! La suerte que nos ha acompañado hasta ahora no va a abandonamos. Adelante y confiemos en nuestra buena estrella.

Las aguas del lago, después de haber cambiado de color, empezaban a rugir bajo el «Gavilán». Las olas eran cada vez más altas, como si el fondo se levantara, empujado por fuerzas desconocidas. De vez en cuando, columnas de agua surgían de la superficie, para volver a caer poco después en medio de un mido ensordecedor.

La nube negra, cuyos bordes despedían reflejos sulfúreos, bajaba rápidamente, amenazando envolver la máquina voladora. En su seno, los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, seguidos de unos truenos que el eco de las enormes montañas devolvía centuplicado.

Sin aquellos destellos de luz, se hubiera podido creer que había anochecido. Cuando los relámpagos cesaban, una profunda oscuridad envolvía las aguas y las montañas.

La electricidad también aumentaba. En la punta de las alas, en los extremos de los planos inclinados, incluso sobre las hélices, aparecían unas pequeñas llamas; era el fuego de San Elmo que hacía su aparición.

Mientras, las ráfagas de viento se sucedían, cada vez más impetuosas, con mil silbidos, mil rugidos. Parecía que todos los vientos de la cordillera del Himalaya se hubieran desencadenado. Las ráfagas llegaban del este, del sur y del oeste, provocando trombas de aire de una violencia tal, que absorbían al «Gavilán», haciéndole dar vueltas y más vueltas.

—Capitán —dijo Rokoff, que se sentía impresionado, quizá por primera vez—. ¿Cómo va a terminar esta aventura? Veo que la nube desciende a una velocidad vertiginosa.

—Nos la estamos jugando —respondió el capitán—. No creía que esta tormenta llegara a tener tal violencia.

—¿Dónde estamos?

—Supongo que en medio del lago.

—¿Conseguiremos llegar a la orilla opuesta antes de que el viento nos rompa las alas o que las encienda un rayo?

—¿Quién puede saberlo? Como ve, estoy empleando el «Gavilán» a su máxima potencia, pero los vientos lo hacen desviar. Temo verme obligado a descender y dejarme llevar por el viento.

—¿Para regresar a la costa septentrional?

El capitán no tuvo tiempo de contestar. Una tromba de aire, formada por vientos que parecían encontrarse justo en medio del lago, se había apoderado del «Gavilán» haciéndolo girar sobre sí mismo con una rapidez espantosa.

Las alas, impotentes para luchar contra aquella fuerza, se torcían y crujían lúgubremente, como si tuvieran que romperse de un momento a otro. Incluso las robustas paredes del fuselaje gemían.

El aeroplano, sin cesar de dar vueltas, era empujado hacia arriba, en dirección al centro del torbellino, donde se veían disgregarse las nubes, formando como un inmenso cono invertido.

Durante algunos instantes se vio aparecer una especie de disco rojo que parecía incandescente al final de aquel tubo, luego, una oscuridad total envolvió al «Gavilán» y a los aeronautas.

¿Dónde se encontraban? ¿Habían sido absorbidos por la inmensa nube negra o por el contrario, los había repelido?

De repente, a la oscuridad le siguió una luz intensa, cegadora, acompañada de unos truenos formidables que parecían explosiones de minas o de polvorines.

A los lados de los aeronautas corrían líneas de fuego, que hacían brillar el fuselaje, como si éste fuera incandescente.

Eran fulgores que pasaban a pocos metros y que desaparecían en seguida entre las masas de vapor que el viento removía borrascosamente. Un olor parecido al azufre se esparcía alrededor de los aeronautas, impidiéndoles casi la respiración.

Todo ardía. Millares de chispas corrían a lo largo de las alas, de los planos inclinados, de las hélices, de cubierta, incluso de la ropa de los hombres.

—¡Capitán! —gritó el cosaco, tratando de dominar con su vozarrón aquel estruendo—. ¿Qué está sucediendo?

—Estamos en el corazón de la tormenta —respondió el comandante, con voz sofocada.

De repente, todas aquellas chispas se apagaron, los truenos cesaron bruscamente, los rugidos del viento se calmaron.

El «Gavilán» había cesado de girar y descendía lentamente hacia el lago, envuelto en una niebla que impedía toda visibilidad.

—¡Señor, estamos cayendo! —dijo Fedoro, yendo hacia el capitán.

—He detenido las alas y las hélices —respondió éste.

—El lago está debajo nuestro. ¿No oye el rugido de las olas?

—Detendremos el descenso en el momento apropiado. Por ahora tratemos de salir de estas nubes o nos va a fulminar algún rayo. No se asuste, señor Fedoro, y usted tampoco, señor Rokoff. Creo que el momento peor ya ha pasado.

—¿Qué significa esta calma? —preguntó el cosaco.

—Que descendemos al centro de la tromba. El viento vuelve a intensificarse; intentemos romper los remolinos. ¡Maquinista! A toda velocidad.

Los rugidos del viento volvían a dejarse oír y el «Gavilán» reemprendía sus giros en torno a sí mismo.

Las alas no tardaron en ponerse en movimiento; batían vigorosamente y el aparato, horadando con un impulso irresistible la columna de aire, huyó del abrazo de la horrible tromba.

Pero incluso fuera del corazón de la tormenta, el huracán soplaba con una furia increíble. Tras algunos minutos, el «Gavilán» volvía a ser arrastrado hacia el norte, sin que pudiese oponer la menor resistencia a las ráfagas. Corría, enloquecido, arrastrado, zarandeado en todos los sentidos, subiendo y bajando, hasta surcar las olas del lago.

Las alas vibraban, los planos se curvaban, los lados del fuselaje temblaban. Algunas veces parecía a punto de dar una voltereta y de precipitarse en las aguas agitadas.

¿Cuánto duró aquello? ¿Veinte minutos o una hora?

Nadie hubiera sido capaz de decirlo.

Unos gritos sacaron a Rokoff de su ensimismamiento.

Miró hacia abajo. A un lado del lago se levantaba un promontorio y en una roca descubrió, a la luz de los relámpagos, un vasto edificio de tejados inclinados. En una especie de terraza, algunos seres humanos se agitaban, alzando los brazos hacia el «Gavilán», que el huracán arrastraba con una fuerza vertiginosa.

—¡Señor! —gritó—. ¡Una casa…, un convento…, una fortaleza…, no sé… Allí…, mi…!

No pudo terminar. Un relámpago cegador había envuelto el aeroplano, mientras una línea de fuego se desplomaba sobre cubierta.

Intentó agarrarse a la barandilla, pero antes de tocarla se sintió despedir al vacío, mientras un ruido enorme lo lie naba todo.

¿Habían estallado los depósitos de aire líquido? No pudo saberlo. Oyó vagamente una zambullida seguida de un grito, luego se sintió hundir, cubierto por las olas.

Cuando, todavía ensordecido por aquella inesperada caída y cegado por la luz que había estado a punto de quemarle los ojos, volvió a la superficie, el «Gavilán» había desaparecido.

—¡Por las estepas del Don! —exclamó—. ¿Ha estallado o se lo ha llevado el huracán?

Una ola lo embistió con fuerza y le llenó la boca de agua, amarga y salada. Por un momento perdió todas sus faculta des mentales.

—Debo pensar en salvarme —dijo—. Luego trataré de saber qué fe ha sucedido al «Gavilán». ¿Dónde he caído? ¿Está lejos la orilla? Me parece que voy a tener que luchar mucho para salir con vida de este lago.

Las olas seguían a las olas, haciéndolo subir, cubriéndolo por completo y zarandeándolo en todos los sentidos. La tempestad reinaba también en el lago y no era fácil librarse de sus asaltos.

Pero Rokoff era un excelente nadador. Se dejó llevar por las olas y consiguió quitarse su larga casaca que le impedía moverse libremente.

Volvía a estar a flote, cuando sintió el roce de algún cuerpo zarandeado por las olas. Creyendo que era algún árbol o un objeto caído del «Gavilán» extendió los brazos y se asió a un cuerpo humano que parecía sin vida.

—¡Mil demonios! —gritó, estremeciéndose—. ¿Es alguien del «Gavilán»?

Con un supremo esfuerzo levantó la cabeza del ahogado, intentando descubrir su personalidad. En aquel preciso instante, un vivo relámpago iluminó la superficie del lago.

Rokoff profirió un grito de desesperación.

—¡Fedoro! ¿Estará muerto? ¡Dios mío! ¡No es posible!

A pesar de continuar nadando con suprema energía para que las olas que le llegaban de todas partes no lo hundieran, agarró con el brazo izquierdo el pecho de su amigo, intentando mantenerle la cabeza fuera del agua.

En aquel momento le pareció que aquel cuerpo que momentos antes había creído muerto, se había estremecido.

—¡No…, no está muerto! —gritó—. ¡Hay que salvarlo!

Pero la empresa era muy ardua, porque no sabía dónde se encontraba, si bien recordaba haber visto un promontorio y una vasta construcción antes de la caída. Además, el temporal no se calmaba y debía sostener a flote a su amigo.

—Si no puedo salvarlo, por lo menos moriremos juntos —pensó el valiente cosaco—. ¡Si estuviera aquí el capitán para ayudarme! Tal vez esté todavía vivo.

Nadaba con furia, haciendo esfuerzos prodigiosos para no ser hundido por las olas y buscando desesperadamente la orilla con la mirada.

El rugido de las olas y el silbido agudo del viento lo aturdían, pero él continuaba luchando, con la energía que infunde la desesperación. No, no quería morir. Hacía diez minutos que nadaba, cuando, mezclados con el ruido del viento y del agua, le pareció oír unos gritos humanos.

Alzó la mirada y distinguió confusamente sobre una roca, la misma construcción que había visto poco antes de ser precipitado en el lago.

—La costa está cerca —pensó—. Intentaré llegar a ella, teniendo mucho cuidado en que las olas no me estrellen contra las rocas.

Se dejó llevar por el oleaje, nadando sólo con los pies, por miedo a que la fuerza del agua le arrebatase a Fe doro.

De repente se dio cuenta de que había entrado en un lugar casi tranquilo. Ya no había olas ni corriente.

Se trataba de alguna pequeña bahía, defendida por uno o varios promontorios o por alguna escollera; esto, en todo caso, fue lo que supuso el cosaco.

De todos modos, el agua estaba quieta y si la tierra estaba cerca, su acceso no debía ser ni difícil ni peligroso.

—Esto sí que es tener suerte —dijo Rokoff—. Si…

No pudo seguir. Sus pies habían tocado un fondo duro, probablemente rocoso, lleno de picos cortantes. Se incorporó y vio que el agua le llegaba sólo hasta el pecho.

—¡Estamos salvados! —exclamó.

A cincuenta o sesenta pasos se extendía un pequeño pedazo de costa, una especie de punta bastante baja, que podía superarse fácilmente. Más lejos, en cambio, se alzaba una roca inmensa, sobre la cual Rokoff había descubierto, a la luz de los relámpagos, la maciza construcción que le había parecido un monasterio o una fortaleza.

Las olas no llegaban hasta donde se hallaba el cosaco, debido a la presencia de una maciza mole rocosa. Chocaba con gran estruendo contra este obstáculo que no podían derribar, provocando sólo ligeras ondulaciones del agua en aquella especie de bahía o cala.

Manteniendo a Fedoro incorporado, Rokoff atravesó velozmente el último trecho que lo separaba de la playa y se detuvo bajo la gran roca que caía a pico.

—Si hubiera algún lugar donde guarecerse —murmuró, echando una rápida mirada a su alrededor.

Pero la oscuridad era tan absoluta que no se podía distinguir nada a más de diez pasos, ya que la noche había caído nacía rato y el viento todavía no había conseguido despejar la inmensa nube negra.

—Buscaré más tarde —pensó—. Ahora debo ocuparme de Fedoro.

Colocó a su amigo sobre la arena, le quitó la casaca y el chaleco y puso su mano sobre el pecho del ruso esperando unos breves instantes.

—El corazón late —dijo con un suspiro de alivio—. ¡Qué suerte el haberlo encontrado en seguida! Si las olas me hubieran empujado algo más lejos, todo habría terminado para el pobre Fedoro.

Le abrió la boca, tomó su lengua y empezó a darle tirones, lentos y ritmados, para reactivar el funcionamiento de los pulmones. Con la otra mano le levantaba ora un brazo, ora el otro.

La lluvia caía a mares y el viento barría con furia la playa, pero Rokoff no le prestaba atención y continuaba llevando a cabo aquellos ejercicios con delicadeza.

De pronto, de los labios del ruso salió un profundo suspiro.

—La respiración se está normalizando —dijo Rokoff—, todo va bien.

Le soltó la lengua y se puso a frotarle vigorosamente el pecho con un pedazo de lana que había arrancado al forro de su chaqueta.

Fedoro empezaba a volver en sí. De vez en cuando sacaba chorros de agua. Por fin, sus ojos se abrieron.

—¿Dónde… estoy? —preguntó, con voz muy tenue—. Rokoff…, capitán…

—Estoy aquí, a tu lado —respondió el cosaco, cubriéndole el pecho.

—Amigo… Rokoff… ¿qué ha sucedido?

—Una catástrofe, un accidente, tampoco yo lo sé. El viento nos ha despedido al lago a ambos, tal vez debido a un rayo. Te he encontrado por casualidad, en el momento en que ibas a hacer compañía a los peces.

—¡Sí!…, ya recuerdo… aquella luz…, aquel rumor…, luego las olas… ¿Me has salvado?

—Te he traído hasta aquí.

—¿Y el capitán?

—No sé nada de él.

—¿Qué le ha ocurrido al «Gavilán»?

—Ha desaparecido, quizá ha caído al lago, tal vez lo haya hecho saltar un rayo o haya explotado el depósito de aire líquido.

—¡No…, no! —exclamó Fedoro—. No, ha caído.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Rokoff, sorprendido.

—Cuando las olas me han devuelto a flote, lo he visto… Sí…, lo recuerdo…, el viento lo arrastraba hacia el norte…, rápidamente…

—¿No ha estallado?

—No, Rokoff.

—¡Qué mal me hubiera sabido que ese maravilloso aeroplano hubiera sido aniquilado y que el capitán hubiese muerto! ¿Estás seguro de haberlo visto desaparecer, Fedoro?

—Sí, Rokoff, el viento lo empujaba.

—¿No ardía?

—No.

—¿Entonces sus depósitos no han saltado?

—Fue el rayo que cayó sobre cubierta lo que nos precipitó en el lago.

—¡Oh! ¡Qué alivio! —exclamó el cosaco—. En este caso, cuando cese la tormenta lo veremos regresar.

—Pero ¿dónde estamos?

—Cerca de un monasterio o de una fortaleza.

—No dejemos que nos descubran, Rokoff —dijo el ruso—. Permanezcamos escondidos hasta el regreso del «Gavilán». El capitán volverá a recogernos, estoy seguro.

—Tampoco a mí me cabe la menor duda. Sin embarco, necesitaremos buscar un escondite; el monasterio se halla en la cumbre de esta roca y mañana podrían descubrirnos. Me parece que esta pared está llena de grietas.

—¡Estás sin casaca! —exclamó Fedoro—. Ponte la mía.

—He tenido que abandonarla en el agua para conseguir salvarnos, pero no te preocupes por mí. Estoy muy curtido y el frío me deja indiferente. No te muevas y espera a que vuelva.

El cosaco se alejó, siguiendo la roca, que aparecía llena de hendiduras en la base. Como los relámpagos habían cesado, estaba obligado a andar a tientas, ayudándose con las manos.

La borrasca, en lugar de amainar, arreciaba con todavía más fuerza. Unas olas gigantescas cubrían el lago, aplastándose furiosamente contra la costa, originando un ruido muy fuerte. De las cumbres nevadas de los montes caían trombas heladas de una violencia tal, que a veces el cosaco sentía que le faltaba la respiración.

—El «Gavilán» no podrá regresar mientras dure el huracán —pensaba Rokoff, sin cesar de inspeccionar—. El viento todavía sopla del sur, y quién sabe adónde lo habrá llevado.

De pronto se detuvo, profiriendo una exclamación. Entre las tinieblas había distinguido unos puntos luminosos amarillos, verdes, rojos y azules que se movían siguiendo la pared. Parecían linternas chinas, o algo similar.

—¿Nos habrán visto los monjes y ahora vienen a por nosotros? —se preguntó—, ¡Tal vez nos hayan visto caer al lago! Me parece recordar haber distinguido unos hombres, un momento antes de que el rayo envolviera al «Gavilán». Gritaban y agitaban los brazos hacia nosotros. ¿Qué podemos hacer? ¿Esperarlos o huir? ¿Huir? ¿Dónde, si esta pared está cortada a pico?

Permaneció unos momentos dubitativo, sin saber qué solución tomar, luego, optó por regresar junto a Fedoro, para advertirle del peligro que los amenazaba.

—Él conoce a los tibetanos mejor que yo —pensó.

Los puntos luminosos continuaban avanzando, siguiendo ora la pared rocosa, ora la playa. Parecía como si los hombres que llevaban las linternas buscasen algo, porque de vez en cuando se detenían y las bajaban, para luego volver se a poner en marcha.

—Fedoro —dijo Rokoff cuando estuvo de nuevo al lado de su amigo—. Estamos a punto de ser descubiertos y no con sigo encontrar ningún escondite.

—Yo también he visto estos puntos luminosos —respondió el ruso.

—Supongo que estos hombres nos buscan a nosotros.

—No me cabe la menor duda. Nos han visto caer del «Gavilán».

—¿Quiénes serán?

—Me figuro que monjes. Me has dicho que habías visto una gran construcción…

—Sí, Fedoro, pero también podría tratarse de una fortaleza.

—Junto a este lago no existe ninguna; sólo hay monasterios.

—¿Son malvados los monjes de este país?

—No creo, pero hubiese preferido que no nos descubrieran.

—¡Bah! Si son monjes no deben darnos miedo —dijo Rokoff, mostrando sus puños—. Me siento con fuerza para afrontar a cincuenta.

—¿No hay ningún modo de huir?

—Volverse a meter en el lago.

—No lo pensemos siquiera; la tormenta sigue aumentando y las olas empiezan a llegar hasta aquí. Ya veremos qué acogida nos dispensan estos budistas. Si se muestran hostiles, tendremos que luchar.

—Mis brazos están dispuestos a repartir unos cuantos puñetazos que les van a hacer ver las estrellas y el sol.

Fedoro se había levantado. Los monjes estaban a unos cincuenta pasos de ellos y continuaban explorando la playa. Eran unos seis, por lo tanto no había nada que temer en compañía de un hombre como Rokoff.

—Vayamos a su encuentro —dijo Fedoro, con decisión—. Si permanecemos aquí igual van a encontramos.

—Voy contigo —dijo el cosaco, arremangándose las mangas de la camisa.

Habían recorrido la mitad del camino, cuando vieron que las linternas se detenían, proyectando la luz hacia delante. Unas exclamaciones de sorpresa salieron de los hombres que las llevaban.

—Nos han visto —dijo Fedoro.

—¿Quiénes son? —preguntó Rokoff.

—Monjes que visten túnicas de grueso fieltro y un manto blanco.

—Parecen fantasmas, sobre todo en medio de esta oscuridad.

Fedoro dio un paso hacia ellos y dijo en chino:

—Paz…, paz…

Los seis monjes permanecieron inmóviles durante unos segundos, con la más viva sorpresa reflejada en sus rostros amarillentos, luego, dejaron las linternas en el suelo y se arrodillaron ante los dos náufragos con señales del más evidente respeto, al mismo tiempo que pronunciaban palabras que, ni el ruso ni el cosaco, conseguían comprender.

—¡Vaya! ¿Qué te parece esto, Fedoro? —dijo Rokoff.

—Estos hombres nos están adorando.

—¿Nos toman por hijos de la luna o de la tormenta?

—Seguramente por hijos del gran Buda, amigo mío. Nos deben de haber visto caer del «Gavilán».

—¡Por las estepas del Don! Espero que seamos capaces de aprovechar su ignorancia para hacer que nos brinden una buena cena y una mullida cama. Confío en que no sean tan tontos como para creer que los hijos de Buda viven sólo del aire. ¡Levantaros, reverendos, ya está bien de adoraciones: tenemos hambre y frío!

Como los monjes no parecían tener intención de levantar la frente del suelo, cogió a uno de ellos y lo levantó como si fuera un muñeco, Hasta ponerlo de pie. Los demás se levantaron rápidamente y sacaron la lengua cuanto pudio ron, moviéndola en todas direcciones.

—Ya lo hemos entendido, muy bien, nos estáis saludando —dijo Rokoff—. Pero basta ya, llevadnos con vosotros.

Los monjes se miraron mutuamente, preguntándose seguramente qué quería el cosaco; luego, uno de ellos, que llevaba un grueso collar formado de piedras transparentes, hizo unos signos en dirección a la cumbre de la roca.

—¿Nos invitan a subir ahí arriba? —preguntó Rokoff.

—Me parece que sí —respondió Fedoro.

—¿No puedes lograr que te entiendan?

—No hablan el chino. Espero que en el monasterio haya alguien que lo conozca, ya que los tibetanos son tributario de China. Sí, Rokoff, nos invitan a que los sigamos.

—¡Vayamos pues! —dijo el cosaco—. Se me hiela la sangro y estoy deseando acercarme a un fuego.

Tres monjes se colocaron delante, iluminando la playa con sus lámparas y quitando las piedras que podían nacer caer a los dos aeronautas; los demás les seguían.

—Muy amables —dijo Rokoff—. Me parece que esta aventura va a terminar mejor de lo que creía, ¡Ojalá vuelva pronto el «Gavilán»…! ¡Quién sabe lo que puede ocurrir en este país a los hijos de Buda!

Siguieron la pared durante tres o cuatrocientos pasos, luego subieron por una estrecha escalinata y llegaron al plano superior en el que se veía una enorme construcción con techos arqueados y dos torres de estilo chino.

—¿Crees que hemos caído cerca del monasterio de Dorkia? —preguntó Fedoro.

—¿Se trata de uno de los más hermosos? —inquirió Rokoff.

—Es el más célebre de los del Tengri-Nor. Cada año lo visitan miles y miles de peregrinos, incluso el Dalai Lama.

—En este caso deben de ser muy ricos estos monjes.

—Muchísimo, Rokoff.

—Entonces vamos a encontrar buena comida.

IX. Los budistas del Tengri-Nor

Los monjes subieron por una magnífica escalinata que daba a una amplia terraza, en la cual se veían varios mástiles que sostenían banderas y enormes placas de metal, seguramente gongs destinados a servir de campanas y condujeron a los dos europeos a través de un largo corredor que parecía dar la vuelta al edificio y que estaba iluminado, a cada diez o doce pasos, por una linterna de talco, parecida a las empleadas por los chinos.

De vez en cuando, a las pequeñas puertas que se hallaban a ambos lados del pasadizo, se asomaban cabezas humanas, quienes, a una señal del monje que llevaba el collar de cuentas transparentes, volvían a desaparecer inmediatamente. Pero, tan pronto como el grupo había pasado de largo, volvían a aparecer, con un ruido de fondo hecho de murmullos.

Rokoff, Fedoro y su escolta recorrieron unos quinientos pasos, subiendo de vez en cuando por unas escaleras, luego llegaron ante una puerta, de cuya jamba colgaba un tam-tam.

El monje del collar descolgó una pequeña maza de madera y golpeó tres veces seguidas el instrumento, haciendo vibrar el bronce, cuyo sonido se propagó por el inmenso pasadizo y fue repetido por el eco.

—¿A dónde nos llevan? —preguntó Rokoff a Fedoro.

—Me figuro que ante el jefe de la comunidad —respondió el ruso.

—¿Es un personaje importante?

—Casi tanto como el Lama de Lasa, si es cierto que éste es el célebre monasterio de Dorkia.

—¿Cómo va a acogemos?

—Como a hijos de Buda. ¿Te extraña que tomen por seres sobrenaturales a unos hombres que vuelan entre las nubes sobre un águila gigantesca?

—¿Vamos a hacemos pasar por seres sagrados?

—¿Porqué no?

—¿Y si la aventura termina mal?

—Intentaremos arreglamos lo mejor que podamos. Déjame hacer a mí, Rokoff.

La puerta se había abierto y ambos europeos habían sido introducidos en una vasta sala, iluminada por varias linternas, de paredes tapizadas con hermosísimas sedas pinta das y suelo cubierto de tapetes de grueso fieltro negro que atenuaban el mido.

En el centro se encontraba una gigantesca estatua de Buda, de barro cubierto de pedazos de papel de plata.

El dios estaba sentado, con las piernas dobladas en la posición del Loto, las manos sobre el vientre y su cuello estaba rodeado de infinitos collares de oro y de perlas de cristal. En la cabeza llevaba una especie de casquete, del que colgaba una larga cola de caballo blanca.

Rokoff y Fedoro no habían tenido casi tiempo de echar una mirada a su alrededor, cuando, de un sillón medio escondido por un toldo, salió un monje, de estatura superior a la de los demás, muy anciano, de cara amigada, apergaminada, y con una barba blanca.

Vestía una amplia túnica de fieltro, de mangas muy anchas sujeta por un broche de oro y una especie de manteleta blanca que le caía en pliegues hasta debajo de la cintura.

Cuando los seis monjes lo vieron entrar, se echaron al suelo, y empezaron a golpear la frente sobre el pavimento, luego, el del collar se levantó y mantuvo una breve conversación con el anciano.

—¡Debe ser el jefe del convento! —murmuró Rokoff, mirándolo con curiosidad.

—Por el respeto que le demuestran los monjes, creo que tienes razón —respondió Fedoro.

—¿Debemos arrodillarnos también nosotros? Yo no tengo ganas.

—No, en tanto que hijos de Buda, somos superiores a él, así que va a tener que hacernos los honores.

El anciano Lama miró durante algunos segundos a ambos europeos, luego dio un paso hacia ellos y, tal como había pronosticado Fedoro, se arrodilló, golpeando tres veces su frente contra el suelo.

El ruso se inclinó hacia él y lo ayudó a levantarse, diciéndole en chino:

—Salud para el jefe de los budistas del Lago Sagrado de Tengri-Nor.

El Lama hizo salir a los monjes con un ademán, cogió por una mano a los dos europeos y los condujo hasta un pequeño diván, haciéndoles un gesto para que se sentasen, luego, también en idioma chino, dijo:

—Saludos y honores a los hijos del cielo, a los cuales, el gran Buda ha dado el poder de surcar los espacios como las águilas y de desafiarlas tormentas.

A estas palabras siguió un silencio bastante largo y embarazoso. Luego, el Lama prosiguió, dándose valor:

—¿Ha sido el gran Buda quien os ha dicho que bajarais a visitar a los fieles del Tengri-Nor?

—Sí —respondió en seguida Fedoro, con imperturbable calma—. El poderoso dios nos rogó que viniéramos a visitar los conventos del Lago Sagrado.

—¿Por qué habéis bajado al agua en lugar de tomar tierra delante de nuestro monasterio?

—Porque el espíritu del mal desencadenó contra nosotros los elementos, para impedirnos así cumplir nuestra misión.

—Nosotros os vimos anoche, luchando contra la tormenta, envueltos en una luz intensa y cegadora. Buda iluminaba vuestro gran pájaro para que no os perdierais entre las tinieblas.

—Es cierto —dijo Fedoro— pero el genio del mal parecía más fuerte que nosotros en aquel momento y quién sabe dónde nos hubiera llevado si no nos hubiésemos dejado caer a las olas del lago.

—¡Pero no estabais solos!

—No, íbamos con otros tres compañeros.

—¿Dónde han ido ellos?

—A visitar los monasterios del norte.

—¿Vais a ir a Lasa?

—Debemos visitar al Dalai Lama —respondió Fedoro—. Tenemos un encargo para él.

—¿De parte del gran Buda?

—Sí.

—¿Se queja de sus fieles?

—Al contrario, pero le gustaría que las peregrinaciones fuesen más numerosas y más frecuentes.

—La culpa no es nuestra, sino de los bandidos que infestan los pasos de las mesetas.

—Buda se encargará de exterminarlos —dijo Fedoro—. Está ya cansado de los innumerables actos de salvajismo que llevan a cabo esos miserables y hemos recibido la orden de hacer que nuestro terrible pájaro los devore, allí donde los encontremos.

—Debe de ser un monstruo terrible —dijo el Lama, palideciendo de miedo.

—Devora a cien hombres malos al día y, con unos cuantos aletazos, es capaz de destrozar pueblos enteros. Hace cuatro días destruyó una guarida de bandidos, quemándola completamente.

—¿Tiene fuego en el vientre? —preguntó el Lama, sorprendido.

—Vomita unas llamas que nadie puede apagar.

—¡Cuánto poder os ha dado el Buda! ¿Dónde reside ahora nuestro dios?

—Está rezando en la cumbre del Tant-la.

—¿Cuándo volverá a mostrarse a sus fíeles?

—Antes de volver a ser hombre, debe de pasar por otras muchas reencarnaciones —respondió Fedoro, imperturbable—. Tal vez dentro de mil años se digne mostrarse sobre las aguas del Tengri-Nor, montado en un pájaro parecido al nuestro, pero cien veces mayor. Entonces, ¡ay de los malos y de los impíos! Serán destruidos por el fuego de su monstruo y condenados por toda la eternidad.

—Basta, Fedoro —dijo Rokoff, quien no comprendía nada de lo que decían—. Pregunta si tienen comida que ofrecernos y fuego para secarnos. Este monasterio es más frío que un glaciar.

—Estamos hablando de Buda.

—Poco me importa a mí su dios de color de barro.

—Ten paciencia.

El Lama los dejó hablar; luego inquirió:

—¿No habla el idioma chino su compañero?

—No —respondió Fedoro—. Él sólo conoce el idioma que se habla en las montañas de la luna, donde se encuentran los lamas de Mongolia que han ganado el nirvana.

—¿Desea algo?

—Se queja de que tiene hambre y frío, porque aún está mojado.

—Podía haberlo dicho antes. Todo lo que se encuentra en mi monasterio está a disposición de los hijos predilectos del gran Buda.

Se acercó a un pequeño tam-tam e hizo vibrar dos veces el disco metálico. El monje del collar entró y se inclinó hasta el suelo. Cambiaron algunas palabras él y el anciano y éste se volvió hacia los europeos diciéndoles:

—Síganle y tendrán cena, fuego y camas. Yo, mientras, aprovecharé vuestro descanso para avisar de vuestra llegada al lama del monasterio de Dorkia.

—Por lo visto, éste no es el de Dorkia —pensó Fedoro—. ¡Esperemos que no nos inviten a que vayamos allí! Me disgustaría mucho que el capitán, al venir, no nos encontrase ya aquí.

Se inclinaron ante la estatua de Buda y siguieron al monje, que había descolgado una linterna de la pared. Al exterior les esperaban cinco monjes más, provistos también de lámparas.

Volvieron a recorrer una parte del corredor, luego subieron una escalera de caracol que debía conducir a los pisos superiores y entraron en una habitación mayor que la de antes, tapizada de la misma manera y provista de una chimenea donde brillaba un alegre fuego.

En el centro había una mesa, muy baja y a su alrededor cómodos sofás.

Los seis monjes invitaron con gestos a los europeos a que se sentasen, luego salieron para volver a entrar, poco después, llevando jarras y fuentes de plata, finamente cinceladas y cafeteras de cuello muy largo y muy artísticas.

—¿Hay algo que comer, ahí dentro? —preguntó Rokoff.

—Claro —respondió Fedoro.

—¡Si estos monjes nos dejasen solos…! No me gusta que se queden ahí mirando cómo comen los hijos de la luna.

—Les pediré que se marchen, aunque no entiendan una palabra de lo que les digo.

—Hazlos salir de un empujón, así lo entenderán mejor.

—¡Oh! ¡Los hijos de Buda maltratando a sus adoradores…!

Los monjes continuaban llevando jarras, fuentes, recipientes, tazas, cafeteras, hasta llenar por completo la mesa. Fedoro los dejó hacer, luego, con un ademán muy expresivo, les señaló la puerta.

Lo entendieron en seguida, porque los monjes, tras una nueva inclinación, se marcharon, no sin manifestar oferta sorpresa que no escapó al ruso.

—Seguramente han recibido la orden de servirnos —dijo a Rokoff, el cual, para que no los molestaran, había colocado un sofá detrás de la puerta.

—Nos las arreglaremos sin ellos —respondió el cosaco—. Esos rostros demacrados me hubieran hecho pasar el apetito. ¿Sabes que son muy feos estos tibetanos, sobre todo cuando sacan esas lenguas de ahorcados? Ahora que estamos solos, sequémonos un poco. Me parece como si tuviera pedazos de hielo debajo de la camisa.

Estaba a punto de desnudarse, cuando Fedoro le mostró unas túnicas de fieltro muy pesado, que parecían nuevas y que se calentaban cerca de la hoguera.

—Las deben haber dejado allí para nosotros —dijo—. Sácate todas tus ropas y ponte éstas. Te sentirás mejor.

—¿Y tú?

—Yo voy a hacer lo mismo. ¡Vaya! Hay también camisas de seda y medias. Estos monjes han pensado en todo. Veo que los zapatos son parecidos a los chinos.

—Entonces, quítate las botas que lo están llenando todo de agua.

—Es el hielo que se funde. Pero… ¡por las estepas del Don! ¿Qué aspecto vamos a tener con estas vestiduras?

—Espléndido, Rokoff —dijo Fedoro, riendo—. Tú, con tu estatura y tu gran barba rojiza, estarás majestuoso. Por otra parte, unos hijos de Buda vestidos a la europea no de ben de inspirar mucha confianza a los habitantes de estas regiones.

—¡Claro! Somos hijos de Buda.

—La verdad es que todavía no estoy seguro de la posición que ocupamos, pero es sin duda alguna muy elevada, por el respeto que nos demuestran estos monjes.

—Vamos a hacemos budistas —dijo Rokoff—. Al fin y al cabo, tan buena es una religión como otra.

Se calentó junto a la hoguera de la pequeña chimenea, se puso una hermosa camisa de gruesa seda de color crudo, as medias y los zapatos y se metió dentro de una túnica bien caliente, dando un suspiro de satisfacción.

—¿Qué te parezco? —le preguntó a Fedoro, mientras éste se cambiaba también.

—Vas a hacer morir de envidia a todos los lamas del monasterio —dijo el ruso—. ¡Qué aspecto tan imponente! Eres un magnífico superior, palabra de honor.

—¡Oye! ¡Tengo una idea!

—Dime, Rokoff.

—¿Y si pidiese un monasterio? A un hijo, o secretario, o enviado de Buda no pueden negárselo.

—Ya pensaremos en eso después de cenar.

—¡Mu rayos! Olvidaba que tengo el vientre vacío. Esperemos que en estos recipientes haya algún pedazo de yak o un jamón de oso. He oído decir que los monjes comen bien.

—¿Carne? No vas a encontrar, amigo mío.

—¡Vaya! ¿Viven sólo de hierbas cocidas, los tibetanos? En este caso renuncio a convertirme en superior de un monasterio.

—¿Cómo quieres que un budista se atreva a comer un animal? ¿Te comerías tú el alma de tu padre, de tu hermano o de algún buen amigo? Aquí reina la creencia de la metempsicosis.

—No te entiendo, Fedoro —dijo Rokoff.

—¿Ignoras acaso que los budistas creen que el alma de un difunto se encarna en seguida en el cuerpo de un animal? Si matas un buey, un caballo, un oso, un perro, un gato, incluso un gusano, puedes matar a tu padre, encarnado en un animal cualquiera.

—De modo que aquí dejan vivir en paz a los animales.

—Hasta que se mueren de viejos o debido a algún accidente. Sólo en este caso, los budistas osan comer carne animal, y aún no todos.

—¡Al diablo los budistas y sus estúpidas supersticiones! Dios mío, ¿qué vamos a comer nosotros?

—Veamos, Rokoff; siento unos olorcillos muy apetitosos.

—Echemos una ojeada y hagamos una selección.

Levantaron las tapaderas, acercaron la nariz a los quince o veinte recipientes de plata y el cosaco tuvo que rendirse a la evidencia: no había rastro de carne.

En cambio, abundaban las salsas de todos los colores, centeno hervido en leche, verduras de varios tipos, condimentadas con unos potingues negruzcos. En una gran fuente de plata descubrieron un magnífico pescado que nadaba en una sustancia transparente y gelatinosa.

—¿No contendrá el alma de ningún budista, este habitante de las aguas? —preguntó Rokoff.

—Tal vez hayan hecho una excepción para nosotros —respondió Fedoro.

—Vamos a demostrarles que los hijos de Buda no desprecian el pescado. ¿De qué debe estar compuesta esta salsa?

—No tengo la menor idea. Pruébala, amigo Rokoff.

—No es mala, al menos para mí.

—Entonces comamos, antes de que se enfríe.

El pescado tardó muy poco en desaparecer, aunque pesaba por lo menos cuatro kilos, luego, poco a poco fueron desapareciendo también las hogazas, el centeno con leche y, para terminar, las salsas.

Ocho o diez tazas de un té exquisito pusieron fin a aquella cena que había resultado menos mala de lo que habían su puesto ambos europeos.

—Lástima de no tener conmigo la pipa y la petaca —dijo Rokoff.

—Aquí no se puede fumar —respondió Fedoro.

—Entonces, hubieran podido traernos un poco de vino.

—En este lugar no lo conocen; en cambio beben mucho aguardiente de cebada, tibio; no entiendo por qué no nos han traído. ¡Bah! Cuando venga el capitán vaciaremos una botella.

—¡Quién sabe cuándo volverá, Fedoro! El viento debe de haberlo llevado muy lejos.

—Esto suponiendo que no se hayan roto las alas, amigo Rokoff.

—Sería mejor, así no hubiera ido muy lejos. Me dolería mucho que le hubiera sucedido alguna desgracia a aquel valiente aeronauta.

—Yo estoy convencido de que ha podido alcanzar las playas septentrionales y llegar a tierra con facilidad —replicó Fedoro—. Con una máquina tan perfecta, se puede desafiar sin peligro cualquier huracán. No, estoy totalmente tranquilo y creo que en cuanto cese este viento furioso, lo veremos regresar en nuestra busca.

—¿Habrá visto dónde caíamos?

—Puesto que nosotros lo hemos visto, el monasterio no se le habrá escapado. Rokoff, durmamos tranquilos y esperemos a mañana. Este calorcillo invita a cerrar los ojos.

—Voy a seguir tu consejo —respondió el cosaco.

Se echaron sobre los sofás, cubriéndose con unas pesadas mantas de fieltro y cerraron los ojos, mientras los últimos tizones crepitaban en la chimenea.

Su sueño fue muy corto. Un golpe de tam-tam que hizo retumbar la sala, los obligó a ponerse en pie de un brinco.

—¿Es ya de día? —preguntó Rokoff, frotándose los ojos.

—No, la llama de la chimenea todavía no se ha apagado —observó Fedoro.

—¿Qué deben querer de nosotros? ¿Nos han llamado?

—Nos piden que abramos.

—Quizá haya llegado el capitán.

—¿No oyes el rugido del viento?

—¡Entonces, voy a mandarlos…!

—No, no nos enfademos con estos monjes, Rokoff; hay que ser prudentes.

El cosaco retiró el diván y abrió la puerta.

Los seis monjes que les hablan encontrado en la playa entraron y se postraron ante los dos europeos, luego les hicieron un ademán para que los siguieran.

—Empiezan a fastidiarme, tantas reverencias —dijo Rokoff—. Harían mejor dejándonos dormir hasta mañana. ¿Qué quieren ahora?

—Lo ignoro igual que tú —respondió Fedoro—. Si nos piden que los sigamos será porque habrá surgido algo que nos concierne.

—¿Crees que nos llevan ante aquella momia viviente?

—No tardaremos en saberlo, Rokoff.

Siguieron a los monjes que los esperaban en el pasillo y fueron conducidos a la sala donde se encontraba la estatua de Buda. El anciano Lama los esperaba, rezando ante el dios.

—Sólo nos faltaría que nos hiciesen arrodillar ante este pedazo de barro —dijo Rokoff, de pésimo humor—. Estos monjes, en lugar de dormir, son capaces de pasar las noches rezando.

Cuando el Lama los vio entrar se levantó, luego, tras una inclinación, dijo a Fedoro.

—Prepárense a salir.

—¿Salir? —exclamó el ruso, sorprendido—. ¿Hacia dónde?

—Al monasterio de Dorkia.

—¿Para qué?

—El Bogdo Lama de aquel convento desea veros.

Fedoro frunció el ceño, fingiéndose indignado.

—Nosotros no somos los siervos del lama de Dorkia —dijo con voz áspera—. ¿Por qué no viene él aquí?

—Yo no puedo hacer otra cosa más que obedecer —respondió el monje—. Es mi superior, manda sobre toda la región y si yo rehusase obedecerlo, sería capaz de mandar a sus guerreros y hacernos prisioneros a todos.

—Nosotros debemos esperar a nuestro terrible pájaro y a nuestros compañeros.

—Si vienen, les diré que os habéis ido al monasterio de Dorkia —respondió el Lama.

—¿Nos lo promete?

—Os doy mi palabra.

—¿Cómo vamos a ir al convento?

—El Bogdo Lama ha mandado caballos y numerosa escolta.

—¿Quién le ha avisado de que estábamos aquí?

—La noticia de que los hijos del cielo recorrían la región montados en un águila prodigiosa se ha extendido por to das las playas del lago y ha llegado hasta los oídos del Bogdo Lama de Dorkia, el cual ha mandado mensajeros y escolta a todos los conventos, para que buscasen a los sagrados hombres. Id, la escolta os espera.

Fedoro tradujo a Rokoff el contenido de aquella conversación, ocultándole sus sospechas.

—¿Y si rehusáramos ir? —preguntó el cosaco.

—He creído entender que el Lama de Dorkia es muy poderoso y podría recurrir a la fuerza. ¿Podríamos resistir a todos sus guerreros, que son quizá más de mil?

—Así que no nos queda más que obedecer.

—Desgraciadamente, así es, Rokoff.

—¡Demonios! Me parece que esta aventura se está enredando; no veo nada claro. ¿Y si al Lama de Dorkia se le ocurriera hacernos prisioneros?

—¿O hacer de nosotros unos Budas vivientes? —añadió Fedoro.

—Nos defenderemos a puñetazos.

—¿Qué deciden? —preguntó el Lama, con cierta ansiedad.

—Estamos dispuestos a seguir a la escolta —dijo el ruso—. Sin embargo, nos hubiera gustado detenemos aquí algunos días.

—Yo hubiera estado orgulloso de hospedaros en mi monasterio —respondió el monje, con un suspiro—. Con vuestra presencia, habría hecho venir a miles y miles de peregrinos.

Acompañó a los europeos hasta la puerta del convento, en cuya escalinata se encontraban numerosos monjes, llevando linternas, luego besó el borde de sus túnicas, diciendo:

—Espero volveros a ver pronto: que el gran Buda, vuestro padre, vele por vosotros.

—Le prometemos volver —respondió Fedoro—. No olvide decir a nuestros hermanos, si vienen, que nos hemos ido a Dorkia.

—Serán mis huéspedes.

La escolta mandada por el poderoso Lama, estaba compuesta de cincuenta hombres de aspecto sospechoso, con amplias ropas de grueso fieltro, armados con largos mosquetones a mecha y anchas cimitarras. Iban montados en pequeños caballos, de grupas peludas y patas delgadas como las de los ciervos, animales muy resistentes que no debían temer ni los ásperos senderos de aquellas horribles montañas, ni el frío intenso de las mesetas.

Dos caballos blancos más robustos, con un manto blanco, una gualdrapa roja que les llegaba hasta la mitad de las patas y las crines adornadas con cintas, esperaban a los hijos de Buda.

El comandante de la escolta, un montañés de aspecto imponente, con una barba que le llegaba casi hasta los ojos y que vestía un pintoresco vestido, avanzó hacia Fedoro y Rokoff y tras haberse arrodillado tres veces ante ellos, dijo en idioma chino:

—Recibid los saludos del poderoso Bogdo Lama de Dorkia, el cual se sentirá muy honroso de brindaros su hospitalidad.

Luego, los condujo junto a los caballos y los invitó a montar.

Mientras, los jinetes, habían encendido pequeñas linternas chinas y las habían colgado de sus mosquetones.

—Decididamente, estamos convirtiéndonos en personajes celestiales —dijo Rokoff, mientras se sentaba en la ancha, pero dura silla de su montura.

La escolta se había puesto en marcha: diez hombres cabalgaban delante de los europeos; los demás, detrás, en dos filas.

La noche era horrible, porque el huracán continuaba soplando con furia. Un viento fortísimo y tan frío que hacía temblar incluso a los caballos, a pesar de su recia piel, soplaba de las montañas circundantes. A lo lejos se oía el estrépito de la avalancha que descendía por los glaciares.

El lago, que rozaba el sendero recorrido por la escolta, presentaba un aspecto terrible. Montañas de agua se volcaban sobre la playa con un ruido espantoso, subiendo y bajando, formando columnas líquidas y lanzando cortinas de espuma sobre los jinetes.

Encima, la inmensa nube negra, a merced de los vientos que soplaban en todas direcciones, giraba vertiginosamente. Los relámpagos habían cesado. De vez en cuando, un trueno dejaba oír su potente voz.

—¡Hermosa noche para hacer un viajecito! —dijo Rokoff, que levantaba a cada instante el cuello de su túnica—. Me parece como si este viento me arrancase, pedazo a pedazo, a carne de mi rostro.

—No me extrañaría que te ocurriera de verdad —dijo Fedoro—. A veces, los vientos alcanzan tal violencia y son tan secos, que arrancan incluso la carne de los brazos. El capitán Gilí, del cuerpo de los ingenieros reales ingleses, al visitar estas regiones, sufrió terribles heridas causadas por el viento.

—El Bogdo Lama hubiera podido esperar hasta mañana, en lugar de exponernos de noche a este viaje. ¿Tenía miedo de que nos escapásemos?

—Yo le atribuyo otra razón.

—¿Cuál?

—El temor a que el lama que nos ha dado hospitalidad nos escondiese, diciendo después que habíamos regresado al cielo.

—¿No tendrán estos monjes la intención de hacernos prisioneros?

—Eso mismo temo yo, amigo Rokoff. Estarán orgullosos de poseer dos hijos de Buda, vivos. Aunque tienen otros, pero esos no han bajado del cielo, ni se les ha visto nunca montados en un pájaro.

—¿Vamos a dejarnos secuestrar fácilmente?

—De momento nos conviene adaptarnos a las circunstancias y poner al mal tiempo buena cara.

—Yo voy a rebelarme y haré una matanza de monjes de Dorkia —dijo Rokoff.

—¡Un hijo de Buda que mata a los adoradores del padre! Todo habría terminado para nosotros y nuestra santidad, que de momento nos protege, se esfumaría. No hagamos bromas con los tibetanos, Rokoff. Si sospechasen que somos europeos, quién sabe cuántos horribles tormentos nos harían sufrir. No, mantengámonos tranquilos, finjamos ser realmente hijos del cielo y esperemos a que regrese el capitán.

—¿Qué podrá hacer él si los lamas nos tienen presos?

—Dispone de medios poderosos. Ya has visto lo que puede conseguir con el aire líquido.

—¿Y si ha muerto?

Fedoro no se atrevió a contestar.

El pelotón continuaba siguiendo el borde del lago, galopando rápidamente.

El camino era muy malo, lleno de hoyos, de pedazos de avalanchas, y subía flanqueando espantosos precipicios, en el fondo de los cuales rugían las olas del Tengri-Nor.

Sin embargo, los caballos no se detenían un solo instante y superaban con asombrosa facilidad todos aquellos obstáculos. No interrumpían su carrera ni siquiera cuando el sendero se hacía tan estrecho que apenas permitía el paso de un solo caballo.

En algunos lugares, el viento soplaba con tanta fuerza, que Fedoro y Rokoff temían verse arrancados de su silla y precipitados al fondo de aquellos pavorosos abismos.

¡Qué magníficos eran aquellos jinetes tibetanos! Soldados en sus sillas, parecía como si formasen un todo con sus monturas y no tenían nunca un gesto de vacilación, ni siquiera cuando debían descender a profundas simas o saltar hendiduras escalofriantes.

Aquel endiablado trayecto entre abismos y precipicios, entre el rugido de las aguas por un lado y el del viento por otro, duró tres largas horas.

Las tinieblas empezaban a disiparse, cuando el jefe de la escolta dio un grito estridente.

Los caballos se detuvieron un momento, cubiertos de sudor y de espuma, luego se pusieron el uno detrás del otro y penetraron en un puente tendido sobre un profundo barranco.

Al llegar al otro lado, ante los ojos de Fedoro y Rokoff apareció un enorme edificio que se alzaba majestuosamente sobre una plataforma que descendía hacia el Tengri-Nor.

—Dorkia —dijo el jefe de la escolta, acercándose a los europeos—. El Bogdo Lama os espera.

X. El Monasterio de Dorkia

Como ya hemos dicho, el monasterio de Dorkia es uno de los más célebres de cuantos se levantan en los promontorios del Lago Sagrado, porque es la sede de un Bogdo Lama, es decir, de una especie de pontífice que lleva el título de Perla de los sabios, casi tan poderoso como el que reside en el monasterio de Tascilumpo y que se llama Dalai Lama.

Ambos pontífices son los guardianes de la religión y son venerados por su inteligencia y por su sabiduría, pero sólo poseen un poder limitado, ya que el derecho a gobernar recae en el Gran Lama, cuyo nombre significa Perla de los vencedores o rey.

El Dalai Lama de Tascilumpo es indudablemente más venerado y mucho más potente que el Bogdo Lama de Dorkia; sin embargo, éste goza también de mucha fama, sobre todo porque la región en la que se encuentra está junto al Lago Sagrado.

El monasterio que se ofrecía ante la mirada de Fedoro y del cosaco era digno de su fama. Se trataba de un conjunto de construcciones, en cuyo centro se alzaba un templo, cubierto por una cúpula monumental, cubierta de láminas de oro y sostenida por un número incalculable de columnas, también doradas.

Alrededor de los edificios se extendían grandes terrazas, protegidas por barandillas de piedra, llenas de monjes que esperaban impacientemente la llegada de los dos hijos del cielo. Eran unos centenares, con largas túnicas de fieltro blanco y negro, que el viento sacudía, produciendo un espectáculo muy singular.

Los tam-tam colgados en diversos lugares del monasterio, sonaban enérgicamente bajo los golpes precipitados de los pequeños martillos y desencadenaban el eco de las inmensas montañas de detrás del lago, cuyas puntas estaban cubiertas de nieve y sus laderas llenas de glaciares.

El jefe de la escolta se detuvo ante una amplia escalinata que daba a un vasto edificio de estilo chino, con dobles tejados que terminaban, en las esquinas, en puntas arqueadas, adornadas con campanillas que el viento zarandeaba con un tintineo estridente.

Fedoro y Rokoff, asombrados por la magnificencia de aquel monasterio, decidieron apearse del caballo y subir la escalinata, pasando entre dos filas de monjes que se inclinaban hasta el suelo.

Delante de la puerta del edificio, rodeado de otros monjes, un hombre de larga barba negra, que le llegaba hasta la mitad del pecho, cubierto de una amplia túnica roja y que llevaba gruesos collares de oro, parecía esperarlos para darles la bienvenida.

—¿Es el jefe del monasterio? —preguntó Rokoff, desconcertado por aquel recibimiento que superaba todas sus previsiones.

—Es la Perla de los sabios, el Bogdo Lama —respondió Fedoro.

—¿Cómo va a acogernos? Siento algo parecido al miedo. ¿No va a adivinar que somos europeos?

—Calla, Rokoff; me haces poner la carne de gallina.

—No pierdas los ánimos y haz comulgar con ruedas de molino a esta Perla de los sabios. Si supiera hablar correctamente el chino, improvisaría un discurso que se echaría a llorar…

—¡Silencio!

Habían llegado a la cumbre de la escalinata.

—Haz lo mismo que yo —dijo Fedoro, rápidamente.

El Bogdo Lama y los dos europeos se miraron en silencio mientras los monjes caían al suelo, tocando las piedras con la frente y sacando cuanto podían sus lenguas. Luego, el gran sacerdote dio algunos pasos y se inclinó profundamente.

Fedoro consideró oportuno responder con otra reverencia, menos deferente, debido a su condición de hijo de Buda. Rokoff siguió su ejemplo. Luego, el Lama tomó de la mano a ambos europeos y los introdujo en el templo hasta detenerse ante una gigantesca estatua del dios, parecida a la que habían visto en el otro monasterio y pronunció unas palabras que ni Fedoro ni Rokoff entendieron.

Acto seguido los condujo a través de una galería cuyas paredes estaban cubiertas de mamparas bordadas con seda y oro, de una finura y una belleza maravillosas y entró en una sala inmensa iluminada por una especie de claraboya de talco y rodeada de divanes de seda azul y blanca, borda dos con oro.

También las paredes estaban cubiertas de tapices de manufactura china y el suelo de alfombras de Cachemira de mil colores.

Los monjes se habían detenido junto a la puerta, proseguían sus reverencias y salmodiaban, a media voz, sus pie ganas.

Fedoro y Rokoff, a pesar de sus esfuerzos sobrehumanos para permanecer tranquilos, se sentían temblar de los pies a la cabeza y se preguntaban cómo se habrían comportado delante de toda aquella gente de haber sido realmente unos seres superiores, hijos de la gran divinidad.

Se miraban mutuamente, con ojos asustados, maldición de el huracán que los había precipitado al Lago Sagrado en lugar de hacerlo en una charca ignorada.

El Bogdo Lama dejó que los monjes desfilasen delante de la puerta y, cuando se hubieron marchado, invitó a los europeos a que se sentaran en un diván; luego pronunció unas palabras que Fedoro no logró entender.

Al no recibir respuesta, el Lama exteriorizó un gesto de sorpresa. El sabio debía de extrañarse mucho de que los hijos de Buda no hablasen el idioma tibetano.

Por suerte, Fedoro que no había perdido completamente su sangre fría, comprendió que necesitaba justificarse y dijo:

—La Peda de los sabios ha hablado en un idioma que nosotros no podemos entender. No debe de sorprenderse, porque el espíritu divino que reina en el nirvana nos ha dado el encargo de visitar los monasterios budistas de Mongolia y no los del Tíbet. Hemos sido cuatro los que hemos bajado del cielo, y los que debían venir a esta región aún no han llegado.

—¿Por qué habéis venido aquí? —preguntó el Bogdo Lama, también en chino.

—Queríamos venir a ver el Lago Sagrado y bañamos en sus aguas, antes de regresar a Mongolia.

—¿Es cierto que habéis bajado del cielo montados en un inmenso pájaro?

—Sí —respondió Fedoro—. Una gran águila, que era el primer guardián del nirvana, un pájaro terrible, encargado de defendernos de las insidias y de las ofensas de los que no creen en Buda y que son enemigos de nuestra religión.

—¡Cuánto me gustaría también a mí ver ese pájaro! —exclamó la Perla de los sabios—. Me han contado maravillas acerca del poder de ese monstruo alado; me han dicho que volaba en medio de la tormenta, dejando detrás de sí una cinta de fuego. Sólo el gran Buda podía crear un pájaro parecido. ¿Va a venir aquí?

—Eso esperamos.

—¿Lo conducirá el ser divino encargado de permanecer entre nosotros?

—Vendrá nuestro hermano.

—¿Es tan poderoso como vosotros?

—Todos somos iguales.

—¿También es blanco?

—Sí.

—¿Por qué el gran Buda, que era de piel bronceada igual que los indios, ha creado hijos de piel blanca?

—En el nirvana todos son blancos, porque la luz intensa que reina ahí arriba decolora muy pronto a los hombres de piel oscura.

—¡Buda es grande! —exclamó el Lama golpeándose el pecho con ambas manos—. ¿Está contento de nosotros?

—Si no lo estuviera no nos habría mandado a la Tierra a visitar a sus fieles —respondió Fedoro—. Sin embargo, él querría que su religión se extendiera más y que se difundiese por todo el mundo.

—Ya somos muchos.

—No basta.

—Tenemos monasterios en la India, en China, en el Siam, en Birmania e incluso en el Turquestán.

—Él quiere más.

—Vamos a construir otros y mandaremos a nuestros monjes a otras regiones para conseguir nuevos adictos.

—Esto es lo que desea de vosotros el gran Iluminado.

—¿Habéis terminado? —preguntó Rokoff, que empezaba a perder la paciencia—. Me gustaría poder volverme a acostar; manda a la cama a este barbudo y hazle comprender que ya nos ha fastidiado bastante con su Buda.

—¡Su compañero habla otro idioma! —exclamó el Lama—. ¿Él no va a ir a Mongolia?

—No —respondió rápidamente Fedoro—. Él va a visitar a las tribus de los calmucos y de los kirghises, los cuales todavía no practican rigurosamente la religión budista; por esto no habla chino.

—¿Dónde irá su hermano?

—A Siberia.

—¡No he oído nombrar nunca este país, pero el mundo es tan vasto! Además, nosotros nunca salimos del Tíbet.

Permaneció un momento silencioso, mirando a los dos compañeros con aspecto algo apurado. Parecía como si quisiese hacer una pregunta, pero sin atreverse.

—Fedoro —dijo Rokoff a media voz—, ten cuidado. Me parece que este monje está tramando algo peligroso. Vigila y no nos delates.

—Ya me he dado cuenta —respondió el ruso.

El Lama, tras haber sacudido varias veces la cabeza y haberse acariciado la larga barba, dijo con cierta timidez:

—Quisiera pedir un favor a los hijos del gran Iluminado.

—Habla —respondió Fedoro, a pesar de que presintiese un grave peligro.

—La noticia de vuestra llegada debe de haberse difundido entre todos los habitantes y los monasterios del Tengri-Nor y mañana los peregrinos acudirán en masa para ver a los enviados de nuestro dios.

—No hay ninguna dificultad en que nos mostremos a los fieles —respondió Fedoro, creyendo que todo se limitaba a esta petición.

—Nuestro monasterio organizará una gran ceremonia religiosa para agradecer al Iluminado el haberse dignado a mandamos aquí a sus hijos.

—¡Diablos! ¿Dónde quiere ir a parar? —se preguntaba Fedoro.

—Quisiera pedirle que diera una conferencia sobre los deberes de los buenos budistas, para despertar mayor fervor en los peregrinos. Será un acontecimiento para nuestro monasterio, el cual va a adquirir una celebridad mayor aún que la de Tascilumpo.

Fedoro se sintió inundado de sudor frío.

—¿Has entendido algo? —preguntó a Rokoff.

—Nada —respondió éste.

—Me pide que haga un discurso.

—¿No te sientes capaz de ello?

—Sólo conozco la religión budista de un modo muy superficial. ¿Qué podría decir? No puedo contar estupideces, porque es mejor no bromear con la Perla de los sabios.

—¿Cómo piensas salir adelante? Si rechazas, quién sabe lo que va a ocurrir. De momento, consiente para ganar tiempo, luego ya veremos.

—¿El hijo del gran Iluminado acepta? —preguntó el Lama.

—Sí —respondió Fedoro, a disgusto.

—¡Qué honor para nuestro monasterio! —exclamó el Lama. Luego suspiró profundamente, mirando a Fedoro.

—Se dispone a hacerte otra jugarreta —dijo Rokoff—. Prepara tu defensa, Fedoro.

—¡Si pudieras prepararla tú, por una vez!

—Yo no hablo el idioma chino; sólo el calmuco y el kirghiso —respondió el cosaco, riendo disimuladamente.

—¡Si usted quisiera…! —dijo finalmente el Lama con otro suspiro, más prolongado aún que el primero—. ¡Qué honor para nuestro monasterio…! Ningún peregrino volvería a ir al de Tascilumpo, ni siquiera al de Lasa.

—Con todo este preámbulo, vamos a ver qué es lo que va a caérsenos encima —murmuró el pobre ruso, cuyas inquietudes no hacían sino aumentar. Se armó de valor y dijo:

—Hable, explíquese mejor.

—Permanezcan siempre conmigo —dijo el Lama—. Haremos de vosotros dos Budas vivientes, dos verdaderas reencarnaciones del dios.

—Es imposible —dijo Fedoro, asustado.

—¿Por qué?

—Nos esperan en Mongolia y en Siberia.

—Los mongoles y los siberianos podrán pasarse sin ustedes —respondió el Lama, con una cierta dureza, que des concertó al ruso—. La verdadera religión budista está aquí y no entre los salvajes, y aquí es donde se la practica más escrupulosamente.

—¿Y si nuestro padre no nos lo permitiese?

—Buda es grande y ama a sus adoradores. ¿Podría de engañarlos? Nosotros vamos a multiplicar nuestros rezos y sacrificios y estará contento.

—Lo que usted nos pide no será nunca posible —respondió Fedoro, con voz decidida—. Nosotros debemos cumplir nuestra misión.

—¿Y si los montañeses se opusieran a vuestra partida? —preguntó el Lama—. ¿Cómo podría yo impedirlo? No poseo bastante autoridad.

—¡Usted! ¡Un Bogdo Lama! —exclamó Fedoro—. ¿Un pontífice de la religión a quien todos los fieles deben obediencia?

—Son muy numerosos y cuando desean algo es muy difícil oponerse a ello. Pensad que yo no tengo ninguna fuer za que oponer a la suya.

—¡Amenazadlos con excomulgarlos y con desencadenar toda la ira de Buda!

Una sonrisa un tanto burlona arqueó los labios del Bogdo Lama.

—Verem9s —dijo después—. Espero que las cosas no lleguen tan lejos. Pero le repito que estarían muy contentos de tener a dos Budas vivientes a orillas del Lago Sagrado.

Se había levantado.

—Supongo que están cansados —dijo.

—Mucho —respondió Fedoro, que no deseaba sino poner fin a aquel diálogo que se hacía más embarazoso a cada momento.

—Los seres celestiales serán mis huéspedes y nada les faltará mientras permanezcan en mi monasterio. Desde este momento van a ser tratados con los honores de los Budas vivientes.

—El gran Iluminado estará agradecido a sus fíeles adoradores del Tengri-Nor por la acogida brindada a sus hijos.

El Bogdo Lama se acercó a una mesilla y sacudió una campana de plata.

Cuatro monjes, que debían haber permanecido al otro lado de la puerta en espera de sus órdenes, entraron. El Lama les dirigió algunas palabras, luego se inclinó ante los europeos, indicándoles que siguieran a los religiosos.

—¿Estamos al fin libres? —preguntó Rokoff—. Si esto hubiese durado un poco más, hubiera perdido la paciencia y agarrado a aquel monje por la barba.

—Hubieras comprometido gravemente nuestra posición de Budas vivientes —respondió Fedoro mientras se secaba el sudor que le bañaba la frente.

—¿Budas vivientes? ¿Qué dices, Fedoro?

—De momento, cállate.

Devolvieron el saludo al pontífice de Dorkia y salieron, precedidos por cuatro monjes, quienes no cesaban de volverse hacia los europeos, inclinándose hasta el suelo y murmurando incomprensibles plegarias.

—¡Qué ceremoniosos son estos individuos! —refunfuñó el cosaco—. Empiezo a estar harto de ellos.

Recorrieron varios pasillos recubiertos de maravillosas tapicerías, subieron varias escalinatas y finalmente, fueron introducidos en una inmensa sala, cuyas paredes estaban cubiertas de seda amarilla con inscripciones tibetanas y amueblada con divanes de la misma tela. El techo estaba formado por una cúpula compuesta de placas de talco que dejaban pasar una luz tamizada y suave.

Al fondo se veían dos puertas que parecían dar a otras tantas habitaciones. La temperatura reinante era muy agradable, a pesar del tamaño del recinto.

—Vuestro apartamento —dijo uno de los monjes, en idioma chino—. Os daremos todo lo que nos pidáis; bastará con que hagáis sonar el gong suspendido en la puerta.

—¡Hermosa cárcel! —dijo Fedoro, dirigiéndose a Rokoff, cuando los monjes hubieron salido.

—¡Una cárcel! —exclamó el cosaco—. ¿Estos hombres se atreven a encerrar a unos enviados de Buda?

—No van a limitarse a hacer eso, amigo mío.

—¿Qué quieres decir?

—Que estamos a punto de convertirnos en Budas vivientes.

—¿Y esto qué significa?

—¿No has oído nunca hablar de ellos?

—Jamás, Fedoro. Me explicarás esto después de haber comido. El aire del lago me ha abierto un apetito voraz. No sé dónde ha ido a parar la cena que nos ha ofrecido el otro monje.

—¿Bromeas?

—¿Quieres que me eche a llorar?

—Rokoff, esto se está poniendo muy feo.

—¿Por la única razón de que quieren convertirnos en Bu das vivientes? Si de esta manera tienen que estar contentos, déjales hacer, amigo mío. Mientras no nos maten o nos me tan en una cava llena de escorpiones, no hay motivo para asustarse.

—¿Tú sabes qué son los Budas…?

—Personas que comen y beben, como los demás mortales, digo yo.

—Esto cuando no los estrangulan.

—¿Eh? ¿Qué dices? ¿Quieres quitarme el apetito?

—En absoluto. Además, ¿cómo me las arreglaré para pronunciar mi sermón ante los fieles? ¡Yo, que conozco tan poco la religión budista! Será una catástrofe completa.

—Dime, Fedoro, ¿crees que aquel monje barbudo ha creído todo lo que tú le has contado?

—Tengo mis dudas al respecto. No debe ser tan tonto la Perla de los sabios.

—¿Por qué no nos ha despedido por impostores?

—No habría salido ganando nada, mientras que, presentándonos como hijos del cielo podrá atraer a miles y miles de peregrinos a su monasterio.

—¿Y los habitantes?

—Son tan idiotas que se tragan todas las historias que les cuentan sus lamas.

—¿Cómo vas a arreglártelas con el sermón?

—No lo sé, Rokoff.

—Para empezar: ¿quién era este señor Buda?

—Un sabio, un iluminado, nacido en Ceilán, que creó una nueva religión, no sé si por convicción o para destronar la triada hindú de Brahma, Siva y Visnú.

—¿Un buen hombre?

—Ciertamente, porque predicó la piedad hacia el prójimo y hacia los animales.

—Entonces podrás decir que el paraíso de Buda está lleno de asnos, de caballos, de insectos, de ballenas… un verdadero parque zoológico.

—¡Oh, Rokoff!

—No te preocupes. Comamos un poco y verás cómo con el vientre lleno las ideas acudirán a tu mente con tanta abundancia, que te será imposible callarte. Si yo hablase el idioma chino lograría embaucar hasta a Perla de los sabios. Incluso haría salir el Don y los cosacos de las estepas en mi sermón. Vamos a prepararlo entre los dos y…

—Y vas a conseguir que nos maten a palos.

—Nosotros contestaremos a patadas.

Rokoff se levantó y sacudió con furia el gong, gritando:

—¡La comida para los hijos de Buda y por hoy ya nos habéis fastidiado bastante! Estamos ocupados rezando al Iluminado.

XI. Los budas vivientes

Los tibetanos, igual que los demás budistas esparcidos por la India, el Imperio chino, Mongolia y el Turquestán, creen ciegamente en la transmigración de las almas, es decir, en la metempsicosis.

Para ellos, la muerte no tiene nada de espantoso, puesto que no es sino un cambio de forma de vida. El hombre bueno volverá pronto a la Tierra bajo la forma de otro ser humano, más o menos parecido, con sus mismos defectos y las mismas cualidades; el hombre malo reaparecerá, en cambio, bajo la forma de un animal: un buey, un oso, un insecto, un gusano, una mosca o un escarabajo, según sus faltas. Este es el motivo principal por el cual un verdadero budista no se atreverá nunca a matar a un animal, por miedo a terminar con la vida de algún pariente o amigo.

De esta extraña creencia han derivado los llamados Bu das vivientes, personajes ilustres pero que, a menudo, ter minan sus vidas de modo violento, debido a los celos de los grandes Lamas.

El Tíbet es la tierra de estos Budas que mueren y resucitan con una facilidad asombrosa.

Dos pontífices, muy poderosos, se reparten el poder religioso de aquel misterioso país, encerrado entre las más altas montañas y las mesetas más gigantescas del mundo: el Gran Lama y el Dalai Lama.

El primero, que se denomina, como ya hemos dicho, la Peda de los vencedores, es el protector del Tíbet y el guardián de la religión; el segundo no es más que un pontífice de segunda categoría, pero goza de la veneración de todos, por su sabiduría.

Entre estos dos existe otro, el regente, que detenta los poderes políticos y civiles, asistido por cuatro ministros. Es un personaje muy peligroso, porque es el encargado de hacer desaparecer a los otros dos cuando ocasionan molestias o deben ser cambiados por pontífices más jóvenes.

El Dalai Lama y el Gran Lama representan, para los tibetanos, dos verdaderas encarnaciones de Buda. En realidad, no son sino dos divinidades, dos verdaderos Budas vivientes. El regente y los monjes los consideran sólo como hombres comunes, destinados, antes o después, a desaparecer.

En el Tíbet, los lamas suelen tener una vida bastante larga; en Mongolia y en las regiones cercanas, en las que también existen Budas vivientes, casi nunca llegan a los veinte años. Al parecer, a los gobernantes no les gusta un Buda entrado en años, quizá por miedo a que abuse de su posición y origine problemas graves.

Cuando uno de ellos muere, ya sea de muerte natural o de muerte violenta, los monjes se apresuran a buscar a uno que pueda sustituirlo, empresa muy ardua, porque el Buda que na desaparecido, no ha dicho antes de su muerte a qué muchacho pensaba traspasar su alma.

Después de algún tiempo, sin embargo, de un modo u otro, el muchacho en cuestión es descubierto y llevado en triunfo a Lasa o a algún otro célebre monasterio de la región, en donde ocupa el lugar del desaparecido.

Según los tibetanos, nadie duda de que se trate del alma del muerto, resucitado por virtud divina. Dicen que se manifiesta en seguida poseedor de una inteligencia extraordinaria, reconoce los objetos que en su otra vida habían sido sus preferidos, estima a las personas que antes le habían sido fieles, ¡incluso se dice que recuerda perfectamente anécdotas de su vida anterior!

No cabe la menor duda de que, para cubrir bien el engaño, los monjes buscan a un muchacho inteligente, que pueda representar dignamente su papel y lo instruyen convenientemente para que, a los cinco años de edad, pueda pasar con éxito un examen público destinado a probar su identidad, examen que se lleva a cabo entre pomposas ceremonias, en el monasterio de Terpaling o en el de Tascilumpo, en presencia de las más altas autoridades, de las tropas de Lasa, y de un embajador del Emperador de la China.

Se le interroga acerca de ciertas circunstancias de su vida pasada; debe reconocer todos los objetos pertenecientes al difunto Lama, pedir los libros, ropas y objetos de los que se había servido en su vida anterior.

Un diplomático inglés, sir Tumer, que pudo asistir a una de estas ceremonias, quedó tan maravillado por la exactitud de las respuestas dadas por el joven Buda, que estuvo a punto de creer seriamente tener ante sí al difunto Lama resucitado en un cuerpo de niño.

Sin embargo, la vida de estos Budas no es muy alegre. Confinados en los más célebres monasterios, de los que les está prohibido salir, pasan su vida entre plegarias, tazas de té y vasitos de aguardiente caliente.

Un día, cuando menos lo esperan, tras una orden del regente de Lasa o de Mongolia, un favorito entra a escondidas, pasa una cinta de seda en torno al cuello del Buda y éste no tarda en irse a reunir con el padre del paraíso.

Por supuesto, no es nada grave, porque saben que volverán a ocupar el cargo de antes, sólo que con un cuerpo un poco más joven.

Nadie llora; al contrario, el acontecimiento ofrece un pretexto para dar grandes fiestas. Se consulta a los adivinos, se estudia la dirección del arco iris, se observan las estrellas y se llevan a cabo muchos rezos para saber dónde se podrá encontrar al Buda reencarnado; luego se organizan caravanas para irlo a buscar.

Cuando han dado con él, se lo llevan al Tíbet o a Mongolia, se dan nuevas fiestas, acuden otra vez los embajadores de la China y el Buda ocupa, tranquilo, su lugar… ¡en espera de volver a realizar un nuevo viaje al otro mundo!

Rokoff, al oír todas aquellas explicaciones que Fedoro le daba sobre los Budas vivientes, había perdido gran parte de su apetito y ya no se atrevía a asaltar los deliciosos paste les que los monjes les habían llevado, en tan gran cantidad, que hubieran podido servir de alimento a veinte personas.

Sin embargo, había vaciado un vaso entero de aguardiente tibio, para infundirse un poco de valor.

Ahora, también el cosaco sentía escalofríos, a pesar de la agradable temperatura que reinaba en aquella sala. El trágico fin de aquellos pobres Budas vivientes, le había he lado la sangre.

—¿De veras es cierto cuanto me has contado? —preguntó a Fedoro—. ¿No habrás querido simplemente cortarme la digestión?

—Por desgracia es muy cierto, pobre Rokoff —contestó el ruso—. Todos estos detalles concernientes a los Dalai Lama del Tíbet y a los Kutuska de Mongolia, que son también Budas vivientes, me los dio un funcionario chino que había formado parte de la embajada mandada a Lasa por su emperador para tomar parte en un examen público.

—¡Pero nosotros no somos unos niños, Fedoro!

—¿Qué importa eso? ¿Acaso no hemos descendido del cielo? ¿Acaso los habitantes de este lago sagrado no nos han visto surcar los aires sobre un pájaro monstruoso? Estas son pruebas demasiado evidentes, de nuestro origen divino. Los pequeños Budas vivientes, a pesar de toda su sabiduría y poder, no han sido capaces jamás de hacer algo semejante. ¿Quién se atrevería ahora a negar que somos hijos del gran Iluminado?

—¿Y si tú hicieras comprender a aquel barbudo Bogdo Lama que el poder de Buda no tiene nada que ver en esto?

—¿Si le dijeras que el pájaro no es sino una máquina inventada por nosotros, y que nos hemos caído en este lago por pura desgracia y no por deseo nuestro? Me parece que esto le quitaría para siempre la idea de hacer de nosotros unos Budas vivientes.

—No nos creería.

—Dile que somos europeos.

—Lo negaría; además ¿tú no crees que ya lo sospecha? ¡Debe de ser muy listo este sabio!

—¿Por qué no nos expulsa de aquí?

—Porque haciendo ver que nos cree de origen divino tiene mucho que ganar.

—No te entiendo —dijo Rokoff, perplejo.

—Todos los jefes de los monasterios tienen envidia unos de otros. La casualidad ha querido que cayéramos en manos del de Dorkia, que debe ser enemigo del de Tascilumpo y del Bogdo Lama de Terpaling, quienes se creen Budas vivientes. ¿Cómo quieres que éste no aproveche las circunstancias extraordinarias y el entusiasmo religioso que se ha apoderado de la población del Lago Sagrado para tener también él unos Budas que comen y hablan? Nosotros somos seres sagrados, superiores a los demás, verdaderos hijos del cielo y con nuestra presencia haremos acudir aquí a todos los peregrinos que antes se dirigían a los demás monasterios. Para estos monjes, representamos mucho dinero. Deja que se extienda la noticia de que han caído dos hombres de las nubes, que estos hombres son hijos del Iluminado y todos acudirán aquí a adorarnos y Tascilumpo y Terpaling no tendrán más que una importancia secundaria y podrán cerrar sus puertas. Estos monjes no son estúpidos.

—¿Y nosotros vamos a apoyar sus intereses?

—De momento sí, mi querido Rokoff.

—¿Vamos a convertimos en Budas vivientes?

—No podemos hacer otra cosa.

—¿Y después dejaremos que nos estrangulen tranquilamente?

—No van a tener prisa, a menos que intervenga el Gran Lama o, lo que sería peor, su regente.

—¡Por las estepas del Don! ¡En buen avispero nos hemos metido! Fedoro, amigo, marchémonos de prisa.

—Eso quisiera yo, Rokoff, pero no veo el modo de hacerlo. Aquí hay varios centenares de monjes y están apoyados por la población, además supongo que nos vigilan. ¿Qué armas tenemos para defendernos? Ni siquiera un miserable cuchillo.

Rokoff dio un puñetazo tan fuerte sobre la mesa, que tiró al suelo todas las jarras que la cubrían.

Al oír aquel estrépito, la puerta se había abierto bruscamente y cuatro monjes, que debían haber recibido la orden de vigilarlos, entraron en la habitación.

—¡Iros al infierno! —gritó Rokoff con voz estentórea y gesto amenazador.

Los monjes comprendieron mejor el ademán que las palabras, se inclinaron profundamente y salieron.

—¿Has visto cómo nos vigilan? —preguntó Fedoro.

—Puedo derribarlos con cuatro puñetazos —respondió el cosaco.

—¿Qué ganarías con ello?

—Dime, Fedoro: ¿en qué basas tus esperanzas?

—En el capitán.

—¿Todavía?

—No nos abandonará.

—Puede creemos ahogados o muertos por un rayo.

—En este caso, vendrá en busca de nuestros cadáveres.

—¿Y si ha muerto? ¿No piensas en esta posibilidad?

—Estoy convencido de que todavía vive.

—Supongamos que no fuera así. ¿Qué solución nos quedaría?

—Sólo la huida.

—¿Qué podemos hacer mientras tanto?

—Preparar el sermón.

—Yo prefiero acostarme; jamás me he interesado por el budismo. ¿Qué vas a decir?

—Aún no lo sé; voy a pensar en ello.

—Inspírate con un poco de aguardiente.

—¡Es un consejo de cosaco! —dijo Fedoro, riendo.

—Entonces bebe agua. Yo me voy a dormir, pero antes exploraré un poco nuestros aposentos y si encuentro un agujero, me marcho en seguida.

El cosaco vació otro vasito y se dirigió hacia una de las dos puertas que se abrían en un extremo de la sala.

Se halló en un pasadizo muy alto que recibía un poco de luz de unos pequeños agujeros redondos abiertos en la bóveda y cubiertos de talco o de alguna materia transparente, pero demasiado altos para poder llegar hasta ellos y demasiado estrechos para permitir el paso de un hombre.

—¡Los muy pillos! —exclamó—. Lo han previsto todo para impedir que nos escapemos ¡Qué se los lleve el demonio al infierno de Buda, si es que hay uno!

Al final del cocedor se encontró en otra sala, tapizada de seda roja a florea amarillas, rodeada de hermosísimos divanes bordados en oro, mesitas lacadas de fabricación china y, en el centro, una cama maciza, muy grande, con incrustaciones de madreperla y recubierta de seda.

—Supongo que debe ser el dormitorio —dijo Rokoff—. ¡Qué ricos deben de ser estos monjes para hacer tanto alarde de lujo…!

Aquella habitación también recibía su luz de una claraboya de talco. En las paredes, en cambio, no había ni una sola ventana.

—¡Si pudiera llegar ahí arriba! —murmuró el cosaco, midiendo con la mirada la altura de la bóveda—. ¡Seis metros! ¿Cómo podría llegar?

Cruzó otra puerta y entró en un cuarto de baño, de seda azul, con otras mesas lacadas cubiertas de frascos, de tarros, de recipientes de plata, que seguramente contenían perfumes y pomadas.

Unos bastoncillos olorosos, dispuestos sobre unos candelabros de oro finamente cincelados, ardían desprendiendo un penetrante perfume. Tampoco allí había ninguna ventana, porque la luz descendía de un agujero circular del techo.

—Estamos presos —dijo Rokoff, de muy mal humor por el cariz que tomaban los acontecimientos—. Además, aunque consiguiéramos romper la claraboya y escapar por allí, ¿a dónde iríamos? El monasterio está muy alto y yo no tengo el menor deseo de romperme ni la cabeza ni las piernas. Antes de acostarme voy a ver si Fedoro ha encontrado un sistema para escapar. Dicen que los meridionales tienen mucha imaginación.

Volvió a seguir el camino emprendido, entró en el salón y encontró al ruso profundamente dormido en su sillón.

—Según parece, ni el amigo Buda, ni el aguardiente lo han inspirado —murmuró Rokoff, con la sonrisa en los labios—. ¿Qué discurso va a hacer mañana? Se me ponen los pelos de punta sólo con pensarlo. Puesto que duerme, voy a imitarlo; que esperen los monjes.

Se dirigió a la habitación donde había visto la cama y se envolvió en las mantas de seda, sin pensar más ni en los Budas vivientes ni en el Bogdo Lama de larga barba.

Aquel sueño debió de ser muy largo, porque cuando despertó, en la habitación reinaba una profunda oscuridad. Había transcurrido todo el día y había vuelto a caer la noche.

—¿Qué van a decir los monjes? —pensó, bostezando como un oso—. ¿Qué sus camas son muy blandas o que los hijos del cielo duermen como marmotas? ¿Y Fedoro?

Se levantó y prestó atención a los ruidos. El viento continuaba rugiendo en tomo a las torres y sobre los techos arqueados del monasterio; en el interior, en cambio, reinaba el silencio más absoluto.

—La tormenta todavía no se ha calmado —murmuró—. ¡Es capaz de durar meses! ¡Lo peor es que con este viento el capitán no va a poder regresar!

Se encaminó hacia el cuarto de baño, cogió un bastoncillo perfumado que todavía ardía y fue al salón.

Toda la vajilla había desaparecido y Fedoro y su sillón, con ella.

—¿Se lo habrán llevado? —se preguntó.

Recordando de repente la otra puerta que había en el fondo de la sala, tomó una silla, que en sus manos se convertía en un arma peligrosa y penetró por un pasadizo igual que el que conducía a su dormitorio, cubierto de mamparas. Lo cruzó con precaución y llegó a una habitación idéntica a la suya.

Fedoro no había sido raptado. Dormía tranquilamente sobre una blanda y riquísima cama, cubierto con una manta de seda azul.

—¡Despierta! —dijo Rokoff, sacudiéndolo vigorosamente—. Has dormido doce horas, sino veinte o veinticuatro. Es demasiado para un Buda viviente.

El ruso abrió los ojos y se los frotó con fuerza.

—¡Ah! Eres tú, Rokoff —exclamó—. Gracias.

—¿Por qué?

—Por haberme traído a la cama.

—¿Yo? ¡Si he dormido como un lirón!

—¿Quién me ha metido en este lecho? Es la primera vez que veo esta habitación.

—¡Habrán sido los monjes! ¿Y el sermón que debes pronunciar mañana?

—¿El sermón? ¡Ah, sí! Ya recuerdo… me he dormido mientras pensaba en él.

—¿Te ha inspirado la almohada?

—No sé, Rokoff, pero tengo tantas ideas en la cabeza… ¿Sabes que he soñado que veía a Buda?

—¡Fedoro…! ¿Se habrá escondido de verdad el Iluminado en nuestras almas? Yo también lo he soñado.

—¿Era un hermoso hindú de estatura gigantesca?

—No, el mío era más feo que un calmuco —dijo Rokoff.

—¿De piel morena?

—¡Qué va! Era verde como un lagarto y tenía cuernos.

—Ese debe ser el demonio de los budistas —dijo Fedoro.

—El diablo o Buda, para nosotros igual da. Yo no entiendo de esas cosas y además…

Un ruido ensordecedor, que hizo temblar el monasterio, le interrumpió la frase.

Se oían los tam-tam y los gongs, campanas, cornetas y, a lo lejos, disparos de fusil.

—¡Por las estepas del Don! —exclamó Rokoff, poniéndose en pie de un salto—. ¿Qué sucede? ¿Asaltan el monasterio?

Miró hacia la claraboya y vio que empezaba a clarear.

—El alba —exclamó—. ¿Cuánto hemos dormido?

Estaba a punto de salir de la habitación, cuando oyó sonar el Gong que colgaba de la puerta del salón.

—Son los monjes que piden permiso para entrar —dijo Fedoro, saltando de la cama.

—¡Quizá haya sucedido algo grave! —dijo Rokoff—. Amigo, dispongámonos a luchar contra los monjes si quieren impedirnos que emprendamos el vuelo. ¿No crees que puede ser el capitán con su «Gavilán»?

—¿Y si fuesen los peregrinos que vienen a oírme? —preguntó Fedoro, palideciendo.

—En ese caso vas a pronunciar un sermón.

—No lo he preparado y además, ¿qué puedo decirles? Jamás he estudiado la religión budista. No, nunca tendré valor para pronunciar un discurso.

—Inventa cualquier cosa.

—¿Para perdernos los dos?

—¡Oh! ¡Qué idea! —exclamó Rokoff.

—Suéltala, pronto.

—¿Y si hablara yo en lugar de ti?

—¡Pero si nadie te entiende!

—Los espíritus celestiales deben de hablar un idioma especial. Déjame a mí, Fedoro. Si nadie consigue entenderme peor para ellos. Por lo menos, podré decir todas las estupideces que se me ocurran, sin que nadie se sienta ofendido.

—¿Y yo?

—Simularás estar enfermo.

—¿No cometeremos una equivocación?

—Es la única manera de salir de este aprieto —dijo Rokoff—. Gritaré como un loco y los dejaré a todos con la boca abierta.

Sin esperar la respuesta de Fedoro, el cosaco, convencido de la excelencia de su extraordinario proyecto, salió de la habitación, corriendo hacia la sala donde lo esperaban los cuatro monjes, sacudiendo el gong una y otra vez.

—¿Qué queréis? —preguntó.

Los cuatro monjes, que no entendían una palabra de ruso, se miraron mutuamente con sorpresa, luego, con una mímica muy expresiva, le hicieron comprender que querían ver a su compañero.

—Seguidme —dijo Rokoff, que adivinó sus deseos.

Cuando entraron en el dormitorio, encontraron a Fedoro tapado hasta el cuello y lanzando unos interminables suspiros.

—Señor —dijo uno de los monjes, inclinándose hasta tocar el suelo—. Todos los habitantes del lago vienen hacia aquí en peregrinación para oír su sermón. Son miles y miles y vienen a fin de ver a los Budas vivientes.

—¡Ay de mí! —gimió el ruso—. Estoy muy enfermo y deberé renunciar al inigualable placer de mostrarme ante mis futuros adoradores. El cielo todavía no me ha hecho llegar la medicina que he pedido. Pero, para no privar a los peregrinos de su noble deseo, mi hermano va a sustituirme.

—Nadie comprenderá su idioma, señor —dijo el monje.

—Él habla el idioma del nirvana, pero aunque no lo entiendan, sus palabras entrarán en el corazón de los peregrinos. Id a decírselo al gran Bogdo Lama.

Al oír aquellas palabras, una profunda consternación se había reflejado en el rostro de los monjes. Sin embargo, saludaron respetuosamente y salieron, haciendo un ademán al cosaco para que los siguiera.

—¡Ten cuidado, Rokoff! —dijo Fedoro.

—No tengas miedo —respondió el ex oficial—. Los sorprenderé a todos, aunque no entiendan nada.

Cinco minutos después, el cosaco se encontraba en presencia del Bogdo Lama, a quien los monjes habían puesto al corriente de la enfermedad que padecía Fedoro.

El anciano pareció también muy consternado. Era cierto que Rokoff y Fedoro eran hermanos, que había descendido el cielo como él, que tenía un aspecto más imponente aún y una magnífica barba roja que iba a despertar la admiración de los peregrinos, que hablaba la verdadera lengua del paraíso de Buda, pero nadie podría comprender sus palabras. ¡Si al menos hubiera algún monje capaz de traducir el discurso…!

Esa idea empezó a obsesionar al Bogdo Lama. ¿Era posible que ningún ser terrestre fuese capaz de comprender a aquel majestuoso hijo del gran Iluminado? ¿De veras hablaba un idioma completamente desconocido? Rokoff, que creía adivinar el proceso mental de la Perla de los sabios, empezaba a dar muestras de inquietud. Su instinto le decía que aquella cabeza pelada debía estar madurando alguna idea peligrosa.

No se había equivocado. Mientras los gong los tam-tam y las campanas de los tejados repiqueteaban sin descanso y a lo lejos los disparos de los montañeses se iban acercando progresivamente, vio con gran sorpresa que la sala se llenaba de monjes.

Todos desfilaban delante suyo, dirigiéndole alguna palabra e inclinándose. Habían pasado tres o cuatrocientos, cuando, con gran sorpresa por su parte, oyó a uno que lo saludó en ruso.

—¡Hablas el idioma del nirvana! —exclamó, involuntariamente.

—No sé si es este el idioma que se usa en el paraíso del Iluminado —respondió el monje—. A mí me lo enseñó un tártaro y estoy muy contento de conocerlo, porque me permite hablar con un hijo del cielo.

El Bogdo Lama, que asistía al desfile junto a Rokoff, al oír aquella conversación dio un grito de alegría. En cambio, el cosaco estaba muy preocupado y maldecía con todas sus fuerzas a aquel anciano monje que venía a malograr sus proyectos.

—Si éste me entiende, ¿qué voy a decir ahora sobre Buda? —se preguntaba con terror—. Van a ponerlo a mi lado para que traduzca a la muchedumbre todas mis sandeces. ¡Al diablo Buda, el Lama y aquel tártaro imbécil que enseñó ruso a este monje! Si pudiera encontrar una manera de no hablar… ¡Podría decir que me he vuelto mudo!

Pero era demasiado tarde para retirarse o para tratar de buscar excusas destinadas a renunciar al famoso sermón. Los fieles empezaban a llegar en masa al monasterio, impacientes por ver a los hijos de Buda que se habían dignado descender en las aguas del Tengri-Nor, y por oír su divina palabra.

—Venga —dijo el monje que hablaba ruso, tomándolo por una mano con gesto firme—. El templo está lleno.

Rokoff sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—Antes, dadme de beber —dijo, secándose unas gotas de sudor que perlaban su frente a pesar del frío intenso que reinaba en aquel lugar.

—Tendrá todo lo que desee.

—Mucho aguardiente, para inspirarme mejor y darme ánimos —murmuró el desgraciado cosaco.

Siguió al monje a través de varios atrios, junto a media docena de monjes, encargados probablemente de vigilarlo e impedir cualquier tentativa de fuga. Por fin llegaron a una habitación en donde había una mesa puesta.

Con mano nerviosa aferró un frasco de plata lleno de aguardiente tibio y, sin preocuparse por la presencia de los monjes, lo vació hasta la mitad de un solo trago. Quizás era una grave imprudencia, porque se trataba de un licor fortísimo, el cham-chú chino, extraído de arroz fermentado, que debía producir una borrachera casi inmediata, pero Rokoff lo necesitaba de veras, para afrontar aquella terrible prueba.

Aquella bebida fenomenal le hizo un efecto excelente. El cosaco, que estaba medio atontado, se sintió de repente invadido por una energía extraordinaria.

—Vamos —dijo con resolución.

El monje, que debía servirle de intérprete, le hizo recorrer otro pasillo, luego abrió una puerta y Rokoff, sorprendido, se encontró en una especie de tribuna cubierta de un rico baldaquín de seda amarilla, a flecos plateados, frente a un mar de cabezas. Estaba en el templo del monasterio, una inmensa sala sostenida por sesenta columnas de madera, pintadas de rojo y con adornos de oro, capaz de dar cabida a dos o tres mil personas.

En el centro, bajo una claraboya, un Buda de proporciones gigantescas estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un bloque de piedra, arrancado probablemente de una de las más santas montañas del Tíbet, o quizá de la famosa Tisa, la gran montaña de los Hano-dis-ri, el Mera de los antiguos hindúes. A su alrededor, centenares y centenares de peregrinos, procedentes de todos los rincones del lago, se apiñaban en un silencio respetuoso, para escuchar las palabras del hijo de Buda. Eran todos montañeses, de aspecto poco tranquilizador, cuyos cinturones contenían numerosas armas, fanáticos muy peligrosos, capaces de hacer pasar un mal rato al pobre cosaco si éste los engañaba, y a pesar de hallarse en un templo.

Al verlo aparecer en la tribuna, los peregrinos se habían puesto de rodillas, golpeando la frente contra las losas del suelo y musitando una plegaria. Nadie se atrevía a mirarlo.

Rokoff, aturdido por la abundante bebida que le hacía zumbar los oídos y girar la cabeza, había quedado como alelado delante de aquel gentío en adoración, con la boca abierta y los ojos dilatados por el terror.

—Debo confesar que tengo miedo —murmuró—. ¿Qué va a suceder? Siento que me abandonan las fuerzas y se me paraliza la lengua.

Volvió la cabeza para mirar si la puerta estaba abierta. De haberlo estado, no habría dudado un momento en huir, precipitando la catástrofe.

—¡Bandidos! —exclamó—. Me han encerrado en la tribuna. Valor Rokoff: hay que salvar tu vida y la de Fedoro.

Levantó la mirada y, frente a su palco, cerca de la estatua de Buda, vio al Bogdo Lama, sentado en un sofá, rodeado de numerosos monjes y, a su lado, el monje que debía servir de intérprete.

El barbudo pontífice no quitaba la vista del cosaco y empezaba a dar muestras de impaciencia, maravillándose quizá de que al hijo de Buda le costase tanto hablar. Dos veces seguidas había levantado el brazo, para indicarle que podía empezar su sermón. También los peregrinos comenzaban a levantar la cabeza y a mirar hacia el palco.

Rokoff, comprendiendo que ya no podía retrasar más el momento de iniciar su sermón, so pena de comprometer gravemente su posición de hombre celestial, reunió todas sus fuerzas y su fantasía y tosió ruidosamente tres o cuatro veces para llamar la atención de los fieles. Sin embargo, por extraño que parezca, aquel charlatán empedernido, no lograba encontrar la manera de dar comienzo a su discurso. Además, sentía que su cabeza ardía cada vez más debido a la bebida. Por fin se decidió.

—¡Buda…! ¡El gran Buda! —gritó con voz estentórea, agitando su puño con gran violencia—. ¡Era el gran Iluminado…! Un adiós… El más poderoso de la tierra, de las nubes, del sol y de la luna…

Se había interrumpido, mientras el monje traducía a los fieles, silenciosos y concentrados, sus palabras. Tras aquella introducción, sin duda alguna de gran efecto, a pesar de su falta de sentido, el cosaco no se sintió en condiciones de seguir.

¿Qué decir? No tenía ni idea y en su cabeza empezaba a reinar tal confusión, que no podía concebir una idea coherente. Debía ser por culpa de aquel maldito cham-chú.

Sin embargo, aquella tregua no podía durar horas. Las miradas del Bogdo Lama expresaban con la mayor elocuencia que había llegado el momento de reanudar el sermón, y Rokoff, que veía en los rostros de los peregrinos la sorpresa por el prolongado silencio, se vio obligado a proseguir.

—Buda… era Buda… un hombre… qué digo, un dios… más brillante que el sol y más dulce que la luna…

Un gesto de impaciencia del Bogdo Lama le hizo comprender que había llegado el momento de dejar en paz al sol y a la luna, que no tenían ninguna relación con Buda, y de decir cosas más concretas. Desgraciadamente, las ideas del cosaco se embrollaban cada vez más y sus piernas empezaban a flaquear.

¿Qué dijo entonces? Ni siquiera él lo supo. Presa de una súbita rabia oratoria de borracho, el cosaco se había puesto a predicar alocadamente, gritando con todas sus fuerzas y dando fuertes puñetazos sobre el palco.

Hablaba de santos, de religiones, confundiendo a Cristo con Buda, sacando a relucir a Brahma, Siva y Visnú, el diablo, las estrellas, las nubes, las máquinas voladoras, los chinos, los tibetanos e incluso los asnos que poblaban el nirvana del Iluminado y los demás animales que los verdaderos creyentes debían respetar y amar en lugar de comérselos.

El monje, sofocado por aquel torrente de palabras, se había olvidado de seguir varias veces, de manera que buena parte§ de aquellas estupideces se quedaron sin traducir. Miraba asustado a Rokoff, preguntándose si entendía lo que decía o si el hijo de Buda se había vuelto repentinamente loco. ¿Qué tenían que ver con el gran Iluminado los asnos, los dioses hindúes, las máquinas voladoras, etc.?

Los peregrinos también estaban estupefactos al oír aquel sermón deshilvanado que el monje había ido traduciendo a trozos. El Bogdo Lama, en cambio, estaba furioso y miraba ferozmente al cosaco, quien continuaba hablando como un verdadero loco, dando puñetazos a derecha e izquierda, amenazando con derribar la tribuna y tratando de hundir la puerta. ¡No, no era un hijo del cielo…! Era un energúmeno, un ignorante, un bufón que estaba armando un escándalo horrible.

Finalmente, no pudiéndose aguantar más, el Lama se levantó con el puño alzado y gritó con voz silbante:

—¡Mentiroso!

Rokoff, que estaba completamente ebrio, y que en aquel momento hablaba de las estepas del Don y de la guerra ruso-turca, tuvo un atisbo de lucidez. Comprendió que estaba en peligro.

Los peregrinos se habían puesto en pie y gritaban también:

—¡Mentiroso! ¡No eres un budista!

Era una catástrofe completa.

Rokoff intuyó que estaba a punto de suceder algo grave.

El alboroto era ensordecedor y la confusión estaba en su apogeo. Todos lo amenazaban y en las manos de los más fanáticos, brillaban los filos de las armas.

Con un empujón irresistible, el desgraciado predicador hundió la puerta, derribó a los monjes que se encontraban detrás de ella, y, pasando por encima de sus cuerpos, desapareció a través de los corredores, en una carrera desenfrenada, mientras en el templo la furia se desataba.

Un momento después, sin saber cómo, Rokoff irrumpía en el apartamento de Fedoro.

Éste, al verlo entrar jadeando, con el rostro congestionado, la túnica recogida sobre las caderas y la mirada perdida, se puso en pie, diciendo:

—¡Rokoff…! ¿qué ha sucedido?

—No sé…, un desastre completo…, me quieren apresar…, huyamos.

XII. Un suplicio espantoso

Mientras Fedoro y Rokoff caían al lago debido a la descarga eléctrica que se había precipitado sobre la proa del aparato y se salvaban milagrosamente cerca del escollo en el que descansaba el monasterio, el «Gavilán», incapaz de resistir al formidable empuje del huracán, era arrastrado hacia el norte, en una carrera vertiginosa.

El capitán había sido derribado por el rayo, sin sufrir más que un débil desfallecimiento, y cuando se incorporó y descubrió que sus dos amigos ya no estaban allí, dio orden de detener la máquina, esperando caer sobre el lago y poderlos recoger, pero los planos inclinados estaban sostenidos por las fuertes ráfagas y habían hecho conservar al aeroplano su altura inicial.

Durante varios minutos, el «Gavilán» había dado vueltas sobre sí mismo, alzándose, bajando, ya inmerso en una oscuridad absoluta, ya en un mar de luz, luego, había sido presa de una nueva corriente que los había empujado hacia el norte a una velocidad de sesenta o setenta millas por hora y que ni las alas ni las hélices habían logrado frenar.

Durante tres angustiosas horas, la máquina voladora había continuado su trayecto, manteniéndose siempre a una altura considerable. Pasó por encima de montañas y abismos, hasta que, cuando el viento cesó, pudo descender a orillas de otro lago que ya no debía ser el Tengri-Nor. Sin embargo, su estado era desastroso. Las alas habían resistido muy bien, pero las hélices habían desaparecido, una parte de la tela que cubría los planos inclinados estaba rota, y el rayo que había caído sobre el fuselaje había dañado algunas láminas de metal y destruido parte del timón. No eran daños irreparables, porque el capitán tenía otras hélices, un timón de repuesto y buen número de planchas, pero las reparaciones necesitarían algún tiempo.

En cuanto llegaron al suelo, el primer pensamiento del capitán fue para Fedoro y Rokoff. ¿Qué les habría sucedido? ¿Habrían caído al lago, muertos por el rayo o habrían conseguido salvarse y llegar a aquel monasterio que había visto cuando el cosaco se lo indicó? Esas eran las preguntas que se hacía el capitán, lleno de angustia.

—¿No los habéis visto subir a flote? —preguntó en seguida a sus compañeros.

—Yo he visto a uno —contestó el maquinista.

—¿A quién?

—Al señor Rokoff.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado?

—No, capitán. El señor Rokoff estaba vivo y durante algunos segundos lo he visto nadar hacia la playa.

—¿Hacia el monasterio?

—Sí, señor.

—¿Y Fedoro?

—Me ha sido imposible descubrirlo.

—¿Y tú? —preguntó el capitán, dirigiéndose al desconocido.

—El rayo me ha cegado, así que he permanecido junto a la barandilla sin poder ver nada.

—¿Se habrán salvado?

El desconocido meneó la cabeza, sin contestar.

—¿Qué harías tú? —preguntó el capitán.

—En tu lugar, regresaría al lago.

—¿Para buscarlos en torno al monasterio?

El desconocido hizo una señal de asentimiento.

—Eso es lo que haré —respondió el capitán—. No me alejaré del Tengri-Nor antes de tener la certeza de que están vivos o de que han perecido entre las olas. Maquinista: ¿cuántas horas vas a tardar en reparar el aeroplano?

—Por lo menos seis, señor.

—Nosotros montaremos las hélices y dispondremos la tela de los planos inclinados.

Se pusieron en seguida a trabajar, febrilmente, deseosos de regresar al Tengri-Nor para encontrar al ruso y al cosaco.

Sin embargo, el capitán no estaba muy tranquilo en cuanto a lo ocurrido a sus compañeros. No le cabía la menor duda de que el cosaco, fuerte y buen nadador, habría conseguido llegar a tierra para poder pedir hospitalidad en el monasterio; en cambio, Fedoro, que no sabía nadar y que no tenía la fuerza excepcional de su compañero, le inquietaba. A pesar de todo, no desesperaba de poderlos encontrar a ambos, sanos y salvos.

—¡Quién sabe! —murmuraba sin dejar de trabajar—. Tal vez Rokoff lo haya visto caer y haya podido acudir en su auxilio. Sé dónde está aquel monasterio y pienso ir a pedirles noticias a los que lo habitan. Si los han matado, dejaré caer bombas de aire líquido mientras quede una piedra encima de otra.

Siete horas después, el «Gavilán» estaba listo. El maquinista había cambiado las láminas que se habían fundido y el capitán y su misterioso y taciturno compañero, habían reparado los daños sufridos por los planos, habían colocado un nuevo timón e instalado nuevas hélices, pero el viento no sólo no había disminuido, sino que incluso había aumentado. Era imposible volver a afrontar aquellas ráfagas que amenazaban con torcer las alas y producir nuevas y quizá más serias averías.

El capitán, a regañadientes, tuvo que contentarse con esperar que se calmase el vendaval.

Durante cuarenta horas el huracán sopló con una furia increíble, zarandeando el aeroplano hasta hacerlo arrastrar por el suelo; luego, poco a poco, empezó a disminuir de violencia y la fuerte corriente de aire helado se disipó, dirigiéndose a otros lugares.

Había llegado el momento de alzar el vuelo y volver al Tengri-Nor.

El huracán los había dejado a cien millas del Lago Sagrado, cerca del Duka-Nor, un lago de considerable extensión que se halla en medio de la meseta de Nagtshucha, distancia que el «Gavilán» podía superar en tres horas, incluso suponiendo que el viento no fuese muy favorable.

El aeroplano, que ahora funcionaba perfectamente, se levantó sin dificultad, alcanzó los quinientos metros de altura para poder superar las cordilleras rocosas que se extendían en todas direcciones, formando un caos de picos, y emprendió el viaje hacia el sur, en dirección a Iadoro Gorupa.

Dos horas más tarde volaba sobre el pequeño lago de Bul-tscho o del Bórax y una hora después pasaba, a la velocidad del rayo, por encima del pueblo de Jador, sin que los habitantes descubrieran su presencia.

El Tengri-Nor estaba sólo a medio kilómetro.

El capitán, que recordaba vagamente el lugar en donde se hallaba el monasterio, dirigió el «Gavilán» hacia la orilla occidental, siguiendo la línea del agua.

Algunos míseros pueblos aparecían como incrustados en las midas de las nevadas montañas y en los senderos que conducían al interior de la región se veían a unos jinetes tibetanos que guiaban a algunos rebaños de yaks domésticos, cargados con mercancías. Sobre el lago, en cambio, no había ninguna barca, tal vez debido al oleaje que todavía era muy fuerte.

El «Gavilán» había recorrido unas treinta millas, cuando el capitán, que se había colocado a proa, descubrió, sólidamente construido sobre una roca, un macizo edificio que se parecía mucho al que le había indicado Rokoff pocos momentos antes de ser despedido al agua.

Delante, en la explanada que se prolongaba hacia el lago, unos monjes habían descubierto ya al «Gavilán». Se habían echado al suelo y, puestos de rodillas, levantaban las manos hacia los aeronautas, lanzando fuertes gritos.

Del monasterio acudían otros monjes y todos se dejaban caer al suelo, mientras en las terrazas los gong y tam-tam sonaban frenéticamente.

—Señor —dijo el maquinista al capitán—. Ese es el convento; recuerdo haber visto esas torres chinas.

—También a mí me parece que se trata del mismo —respondió el comandante—. ¿Puede descender el «Gavilán» asta aquella plataforma?

—Sí, señor.

Las alas habían dejado de funcionar y la hélice de proa giraba en sentido contrario para frenar al aeroplano. Sostenido únicamente por los planos, empezó a descender lentamente hasta detenerse exactamente ante el monasterio.

Un viejo lama, vestido con una túnica amarilla, salía en aquel momento acompañado por otros dos monjes.

Al ver al capitán que descendía del aparato, se le acercó y le dijo:

—¡Por fin! ¡Hace dos días que les esperaba!

Al oír aquellas palabras pronunciadas en idioma chino, el capitán no pudo evitar un ademán de sorpresa.

—¿Me esperaba? —dijo—. ¿Quién le ha dicho que iba a venir?

—Los dos hijos de Buda que cayeron al lago y a los que yo di hospedaje en mi monasterio. ¿Usted es su hermano, verdad?

—Sí… ¿estaban los dos vivos? —preguntó el capitán con alegría.

—Los encontré aquí, junto a esta roca.

—¡Lléveme en seguida junto a ellos!

—¡Ay de mí! —gimió el Lama—. Ya no están en mi monasterio. El Bogdo Lama de Dorkia se los ha llevado y yo no he tenido valor para resistir a sus órdenes. ¡Pero yo también voy a tener a un hijo de Buda, porque usted los sustituirá! ¡Hasta tendré a tres y no voy a cederlos aunque tenga que atrincherar mi monasterio!

—Sí, nosotros permaneceremos aquí —dijo el capitán, que había comprendido que sus amigos se habían hecho pasar por seres adivinos—. Antes, sin embargo, debo ponerme en contacto con mis hermanos para comunicarles las órdenes del dios que reina en el nirvana.

—¿Quieren ir al monasterio de Dorkia?

—Es indispensable.

—El Bogdo Lama va a haceros prisioneros a vosotros también y no os soltará.

—¿Están presos mis hermanos?

—Sí, hay centenares de monjes que los vigilan.

El capitán frunció el ceño.

—¿Es poderoso el Bogdo Lama de Dorkia? —preguntó.

—Manda en toda la región y, si quiere, puede reunir a varios miles de montañeses.

—¿Cree usted que dejaría en libertad a mis compañeros si yo fuera a pedírselo?

—No, porque ahora toda la región sabe que dos hijos del Iluminado han bajado del cielo, y si el Bogdo Lama los soltara perdería gran parte de su prestigio. Estoy seguro de que va a convertirlos en dos Budas vivientes.

—Eso ya lo veremos —dijo el capitán, que se había hecho cargo del problema—. Cuando haya liberado a mis hermanos, regresaré.

—¿Quiere marcharse?

—Tengo que obedecer a mi padre.

—Yo se lo impediré —dijo el Lama con voz decidida—. He perdido a los demás, así que me quedaré con vosotros, porque no quiero ser menos que el Bogdo Lama.

—¡Inténtelo! —respondió únicamente el capitán, saltando por la barandilla y haciendo una señal al maquinista.

El Lama se había vuelto hacia sus monjes, gritando:

—¡Detened a los hijos de Buda!

Pero nadie se movió. Un terror supersticioso los tenía clavados al suelo mientras miraban al «Gavilán» agitar sus alas, que para ellos debía ser algún águila terrible.

—¡Qué Buda os maldiga! —gritó el Lama, furioso—. ¡Vosotros no sois hijos suyos, sois unos extranjeros!

El capitán no se había tomado siquiera la molestia de contestar. ¿Qué más le daba que aquel monje se hubiera dado cuenta de que era un hombre de raza blanca, y que no tenía nada que ver con Buda? A él le bastaba con saber dónde se encontraban sus compañeros.

El «Gavilán» se encontraba a cuatrocientos metros de altura y volaba a gran velocidad sobre el lago, dirigiéndose hacia el sur.

Sin embargo, el capitán no estaba completamente satisfecho por las noticias que le habían dado. ¿Cómo iba a arrancar a sus amigos de las manos del poderoso Bogdo Lama que los tenía prisioneros en su monasterio? De momento, aún no lograba hallar una respuesta a aquella pregunta.

Sabía dónde se hallaba el convento, porque su mapa lo indicaba, pero eso no bastaba. Había que encontrar la manera de poner en libertad a los dos Budas vivientes, vigilados por centenares de monjes y quizá también bajo la mirada de miles de peregrinos, seguramente armados, ya que los tibetanos no tienen costumbre de separarse de sus mosquetones ni de sus cuchillos, ni siquiera para ir al templo.

Era indudable que poseía medios potentes, como sus tremendas bombas de aire líquido, capaces de derribar una fortaleza, pero no podía servirse de ellas sin saber dónde se encontraban Fedoro y Rokoff, so pena de hacerlos saltar junto con los monjes.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el desconocido, cuando el «Gavilán» hubo perdido de vista el monasterio.

—Eso estaba preguntándome —contestó el capitán.

—¿Vas a bombardear el convento?

—Correría el peligro de matarlos también a ellos.

—¡Tal vez esos monjes huyan al ver al «Gavilán»!

—Lo dudo.

—Asústalos con alguna bomba.

—Esta es la idea que se me había ocurrido. Vayamos a preparar alguna; luego veremos qué se puede hacer.

El capitán, que no quería que los ribereños lo descubrieran, porgue prefería llegar por sorpresa junto al monasterio a fin de causar una mayor impresión, había dado al maquinista la orden de mantenerse prudentemente alejado de las orillas.

El «Gavilán» avanzaba muy veloz a pesar de que el viento no había cesado totalmente. En aquellas regiones es muy raro que desaparezca del todo, debido a las inmensas montañas y al número infinito de desfiladeros que se encuentran en todas direcciones.

Era casi mediodía cuando el capitán, que se había instalado a proa para inspeccionar el territorio con unos anteojos, descubrió al final de una pequeña península, un importante grupo de construcciones, cubierto por algunas cúpulas que el sol hacía brillar como si fuesen de oro.

—Es Dorkia —dijo al desconocido—. Me han dicho que ese monasterio es el único que tiene cúpulas doradas, así que no podemos equivocarnos.

—¿Están a punto las bombas?

—He preparado cinco.

—Bastarán para destruir Dorkia y los pueblos cercanos.

—Maquinista, tomemos mayor altura, para estar fuera del alcance de las armas de fuego.

—¿Temes que nos reciban mal? —preguntó el desconocido.

—No puedo evitarlo, estoy inquieto.

—Pero si tus amigos se han hecho pasar por hijos del cielo o de Buda, los monjes les habrán recibido muy bien.

—¿Y si se hubieran dado cuenta de que son dos impostores? ¿Has visto cómo el Lama del otro convento no se ha engañado respecto a nosotros?

—¿Suelen matar a los extranjeros aquí?

—Sí, por los medios más salvajes que imaginar se pueda, a menos que gocen de altas protecciones —respondió el capitán—. Trae los fusiles a cubierta y estemos dispuestos a todo.

Volvió a tomar los anteojos y los enfocó sobre el monasterio, que sólo se hallaba a seis o siete millas de distancia. De repente hizo un gesto de sorpresa.

—El Lama me ha hablado de los peregrinos que habían acudido de toda la región y no veo a nadie, ni en la península ni en las terrazas. El monasterio parece desierto. ¿Qué habrá sucedido?

—¿No pueden haberse llevado a tus amigos? —preguntó el desconocido, que había regresado a cubierta con los fusiles.

—¿Dónde?

—Si el Lama de Lasa se ha enterado de que estaban aquí, puede haber reclamado su presencia.

—De ser así, están perdidos —dijo—. ¿Quién se atrevería a irlos a arrebatar a tan gran pontífice? Lasa tiene miles y miles de habitantes, posee tropas chinas y baluartes armados de artillería. Pero no, es imposible que en tan poco tiempo hayan podido llevarlos a aquella ciudad, a través de caminos casi impracticables. Vamos a sorprenderlos por el camino y lucharemos contra la escolta. Antes tenemos que aseguramos de que se los han llevado.

Volvió a mirar, con mayor atención todavía.

—Realmente, no se ve un alma, ni en la península ni en las orillas cercanas —dijo—. El monasterio está desierto. Maquinista, aumenta la velocidad tanto como puedas.

El «Gavilán» aceleró. Superó la distancia que le separaba del monasterio a la velocidad del rayo y empezó a dar vueltas sobre los tejados y las cúpulas, describiendo un amplio círculo en tomo a aquel grupo de construcciones.

Cosa extraña, por todas partes reinaba el más absoluto silencio y no se veía a nadie ni en las terrazas, ni en los balcones de las torres, ni en la plaza.

—¿Habrán huido todos? —se preguntó el capitán, cuya desconfianza aumentaba cada vez más—. Es imposible que un monasterio tan famoso, habitado por centenares de monjes, haya sido abandonado de repente.

—¿No pueden estar rezando en aquel templo gigantesco? —preguntó el desconocido.

—¿Y los peregrinos?

—Habrán regresado a sus pueblos.

—No lo creo, pero no tardaremos en saberlo.

El capitán hizo aterrizar al «Gavilán» en la gran plaza, destapó la ametralladora y descargó todos los cañones. Las detonaciones repercutieron ruidosamente por todas partes, pero no apareció nadie.

—Si hubiera alguien, habrían salido —dijo el capitán.

—¿Cómo te explicas esta fuga? —preguntó el desconocido—. ¿Crees que nos han visto llegar y que, temiendo que quisiéramos raptar a los prisioneros se han refugiado en algún lugar?

—Los habría visto con mis anteojos.

—He descubierto un pueblo algo más lejos.

—Yo también.

—Vayamos a preguntar a aquellos habitantes adónde han ido los monjes.

—Sí, debemos aclarar esta misteriosa desaparición de tanta gente —respondió el capitán.

A una señal suya, el maquinista puso en funcionamiento la máquina y el «Gavilán», tras haber descrito otro círculo en torno al monasterio desierto, se dirigió hacia una roca enorme, sobre la que surgía un pequeño grupo de cabañas de piedra y de barro seco.

En diez minutos, el aeroplano llegó al pueblo, pero éste también parecía deshabitado. No se veía ningún signo de vida ni en tomo a las cabañas ni en los pequeños campos de cultivo, trabajados con enormes esfuerzos.

—¡Esto es inexplicable! —exclamó el capitán, en el momento en que el «Gavilán» tocaba el suelo—. ¿Habrá estallado una guerra o habrán sido unas cuadrillas de ladrones las que habrán devastado todo el territorio?

—¡Señor…! ¡allí, un hombre que huye! —exclamó en aquel momento el maquinista.

El capitán, con un gesto rapidísimo, se había adueñado de un fusil y se había lanzado entre las chozas, en persecución del desconocido; Un hombre vestido de pieles intentaba esconderse entre unos abedules que crecían detrás del pueblo.

El capitán lo alcanzó en un par de saltos y lo agarró por el cuello.

El montañés, un anciano que cojeaba, no se había atrevido a oponer la menor resistencia, se había dejado caer de rodillas, tendiendo las manos con ademán de súplica y balbuceando unas palabras incomprensibles.

—¿Conoces el idioma chino? —preguntó el capitán con voz amenazadora.

—Sí, señor, lo comprendo —respondió el cojo—. No dejéis que vuestro pájaro se me coma; soy un anciano que no ha hecho nunca daño a nadie.

—Si quieres seguir con vida, respóndeme.

—Diga —murmuró el anciano, con voz temblorosa.

—¿Por qué han huido de Dorkia los monjes?

—No han huido, señor.

—¿Dónde han ido?

El anciano señaló una alta montaña que se elevaba hacia el sudoeste.

—Ahí arriba —dijo.

—¿Qué han ido a hacer?

—No sé…, había dos hombres blancos, como vosotros, que decían ser hijos de Buda.

—¿Qué más?

—Ignoro lo sucedido…, sólo sé que después de haber sido adorados, los han condenado…

—¿A muerte? —preguntó el capitán, palideciendo.

—A ser devorados vivos por las águilas.

—¿En qué lugar?

—En la cumbre de aquella montaña.

—¿Cuándo los han llevado ahí arriba?

—Esta mañana.

—¿Los monjes?

—Sí, y también miles de peregrinos —respondió el tibetano.

—¡Ah! ¡Canallas! ¡Me las pagarán! —gritó el capitán—. ¿Habrán llegado ya a la cumbre?

—No sé…, el camino es largo…

—¡Júrame que me has dicho la verdad!

—Por el gran Buda.

—Vayámonos sin perder un instante —dijo el capitán—. Tal vez lleguemos a tiempo de salvarlos.

Se precipitó hacia el «Gavilán», seguido por el desconocido.

Un momento después, el aparato alzaba el vuelo en dirección a la montaña indicada por el tibetano, la cual surgía entre un grupo de montañas más pequeñas. Sus laderas estaban cubiertas de nieve; sólo había vegetación en la parte baja, grupos de pinos y de abetos.

El «Gavilán» se elevaba rápidamente, agitando poderosamente sus alas para alcanzar aquella altura considerable. Las hélices horizontales giraban vertiginosamente y llenaban el aparato de un sonoro murmullo.

El aire se volvía cada vez más enrarecido, haciendo la respiración de los aeronautas muy difícil. Había que alcanzar casi los ocho mil metros de altura, puesto que el lago se hallaba ya a cuatro mil seiscientos treinta sobre el nivel del mar. Sólo los tibetanos, acostumbrados a aquella atmósfera, podían resistirla sin dificultad.

Incluso el capitán empezaba a sentir que le zumbaban los oídos y la cabeza le daba vueltas, como si estuviese ebrio. El desconocido se había dejado caer sobre un cajón y mantenía la cabeza entre las manos, respirando trabajosamente.

Al llegar a los siete mil metros, el «Gavilán» se encaminó hacia la enorme montaña, provocando una fortísima corriente de aire. A aquella altura, el frío era tan intenso que las barandillas de metal se habían cubierto, casi instantáneamente, de gotas de hielo y el aliento de los aeronautas se convertía inmediatamente en nevisca en cuanto salía de sus labios.

El capitán, tras haberse envuelto en mantas de lana muy gruesas, se había situado a proa con los anteojos enfocaos en las laderas de la montaña.

A pesar de que la distancia fuese todavía muy grande, le pareció haber visto dos puntos oscuros en la cumbre, entre a blanca capa de nieve.

—¿Serán Fedoro y Rokoff? —se preguntó—. ¿Y si llegamos demasiado tarde? ¡Maquinista, aumenta la velocidad, aunque haya que hacer estallar la máquina!

Los dos puntos negros se hacían cada vez mayores. Parecían dos seres humanos atados a un palo o a una cruz, de la que pendían también unos trapos zarandeados por el viento.

Unos puntitos más pequeños, difíciles de distinguir, revoloteaban por encima de ellos, unas veces subiendo, otras bajando. ¿Qué eran? El capitán supuso que se trataba de águilas, dispuestas a echarse sobre las presas que les ofrecía el miserable Bogdo Lama de Dorkia.

—¡Los fusiles de caza! —gritó—. ¡Preparad los fusiles de caza y elevémonos aún más…! ¡Rokoff y Fedoro están ahí!

El desconocido, saliendo de su entumecimiento, se había levantado con un supremo esfuerzo, tambaleándose como un borracho.

—¿Por qué los fusiles? —preguntó—. ¿Y las bombas?

—¡Las águilas! ¡Las águilas! ¡Están a punto de atacarlos! —gritó el capitán—. ¡Mirad! ¡Oh, miserables!

El «Gavilán» había llegado al pico, pero estaba aún demasiado bajo para llegar a la cumbre. Interrumpió bruscamente su marcha horizontal y empezó a elevarse, inclinándose hacia popa, para tener más impulso.

En la cumbre del pico, justo en la cúspide, Fedoro y Rokoff se debatían desesperadamente y gritaban con la esperanza de asustar a aquellas águilas que revoloteaban a su alrededor, dispuestas a destrozarlos con sus robustos picos y con sus garras.

Los dos desgraciados, vestidos aún con las túnicas de los monjes, estaban atados a una especie de cruz, uno al lado del otro, debajo de una bandera de fieltro blanco, sobre la cual estaban pintadas unas palabras. Quince o veinte águilas daban vueltas a su alrededor profiriendo agudos chillidos y rozándolos con sus poderosas alas para aturdirlos antes cíe empezar a destrozarlos.

Ambos se debatían desesperadamente, intentando hacer caer la cruz, pero los habían atado tan sólidamente, que no conseguían liberar ni las manos ni los pies. Un águila, más atrevida que las demás, se había posado ya sobre la cruz, pronta a hundir el cráneo del cosaco, que tenía muy cerca, cuando apareció el «Gavilán» el cual había superado la cumbre de la montaña.

De pronto, resonaron dos disparos simultáneos y el voraz animal se precipitó al suelo, herido.

Dos gritos escaparon del pecho de ambos desgraciados, que ya habían perdido todas las esperanzas de salvación, os gritos de suprema alegría.

—¡El «Gavilán»! ¡El capitán!

Luego, siguieron una serie de detonaciones: era la ametralladora que rechazaba a las demás águilas, rompiéndoles las alas o matándolas instantáneamente.

El «Gavilán» se había detenido en la cumbre de la montaña y el capitán y el desconocido, a pesar de su aturdimiento, habían saltado a tierra.

—¡Rokoff, Fedoro! —gritó el comandante, mientras el maquinista continuaba manejando la ametralladora para hacer huir a las aves que habían sobrevivido a los primeros disparos y que no se decidían a abandonar sus presas.

—¡Por las estepas del Don! —gritó Rokoff—. ¡Pónganos en libertad, señor! ¡Los canallas! ¡Los miserables! ¡Vayamos a exterminarlos a todos! ¡Hurra por el «Gavilán»!

El capitán, que llevaba un cuchillo, se subió a la cruz y desató a los dos amigos.

Fedoro, siderado, alelado, medio asfixiado, se había dejado caer en manos del desconocido, murmurando con voz apenas audible:

—¡Gracias…!

Tenía la nariz y las orejas llenas de sangre debido al enrarecimiento del aire. Lo llevaron a bordo del «Gavilán», porque no se tenía en pie.

Rokoff, en cambio, apenas se sintió en libertad, echó a correr hacia el extremo opuesto de la meseta, con los puños cerrados y los ojos brillantes de rabia.

—¡Señor Rokoff! —gritó el capitán—. ¿A dónde va? ¿Se ha vuelto loco?

El cosaco parecía no oírlo y su aspecto no denotaba el malestar que sentían sus amigos.

Cuando llegó al margen, dio un grito salvaje:

—¡Ahí están! ¡Perro maldito, te voy a matar!

El capitán había llegado hasta él.

—Venga… el «Gavilán» nos espera…, es peligroso detenerse a estas alturas…, el enrarecimiento…

—¡Mire! —gritó Rokoff, furioso—. Están descendiendo.

—¿Quiénes?

—Los budistas… los monjes… los asesinos…

El capitán miró hacia abajo. Seis o setecientos metros más abajo, una larga hilera de personas, compuesta por monjes y montañeses, descendía por la ladera de la montaña, deteniéndose de vez en cuando para mirar hacia la cima. Eran al menos tres o cuatro mil personas y buena parte de ellas iban armadas con mosquetones o con lanzas.

—Esos son los que querían convertir nuestros huesos en comida para los perros —dijo Rokoff.

—Déjelos estar —dijo Rokoff.

—Prométame que vamos a pasar sobre ellos.

—Sí, pero fuera del alcance de sus fusiles.

—Vayamos al «Gavilán».

Echaron a correr y llegaron al aeroplano, en donde el maquinista estaba haciendo beber un vaso de ginebra a Fedoro, para ayudarlo a reponerse de tantas emociones e intentar hacerlo entrar en calor.

—¡Partamos! —dijo el capitán—. No es prudente detenerse tanto rato a estas alturas.

Todos estaban a bordo.

El «Gavilán» atravesó la pequeña meseta y descendió por la vertiente opuesta, dirigiéndose hacia donde estaban os peregrinos y los monjes.

Éstos no habían tardado en darse cuenta de la presencia de aquel monstruoso pájaro que bajaba de las cimas de la gran montaña con la rapidez del rayo, como si quisiera aplastarlos.

Inmensos gritos de terror salieron de los pechos de aquellos centenares de personas, repercutiendo en el valle, luego, siguió un profundo silencio. Parecía como si todos, monjes y peregrinos, se hubieran quedado petrificados del susto. Algunos se dejaron caer en el suelo y escondían sus rostros entre las capas de sus vestiduras.

Rokoff se había inclinado sobre la barandilla para que lo viesen mejor y agitaba los brazos como si profiriera maldiciones contra sus verdugos. De repente se abalanzó hacia la máquina, agarró una caja de zinc llena de agua y la lanzó en medio del gentío, gritando:

—¡Tomad! Este es el saludo de los Budas vivientes.

No pudo saber a cuántas personas hirió o mató, porque el «Gavilán» estaba ya lejos, volando en dirección al Tengri-Nor.

XIII. Los gigantes del Himalaya

Media hora después de aquel milagroso rescate, los aeronautas, sentados ante una suculenta comida, contaban sus aventuras que tan cerca habían estado de tener un fin trágico para el ruso y el cosaco, a causa de aquel desgraciado sermón o de aquella media botella de cham-chú que se le había subido a la cabeza al predicador.

Como hemos visto, el sermón había terminado mal y Rokoff había tenido que escapar precipitadamente, para no morir dilapidado o, lo que hubiera sido peor, fusilado por los peregrinos. El miedo había nublado el cerebro del cosaco, quien comprendió al fin, el grave peligro que corría.

Su primera idea fue la de abandonar en seguida el monasterio con Fedoro, pero no habían tenido tiempo, porque los monjes habían invadido los aposentos de los hijos de Buda, haciendo imposible toda evasión.

Los dos desgraciados, tras una lucha desesperada, fueron inmovilizados, atados y condenados a ser devorados por las águilas. Luego, los habían conducido a la montaña, en donde hubieran muerto de no haber acudido en su ayuda el «Gavilán».

El capitán escuchaba aquellas cómicas aventuras riendo a más no poder. Ni siquiera el mudo personaje había podido evitar sonreír.

—¡Pobre señor Rokoff! —exclamó el comandante.

—Todo ha sido culpa de aquel sermón.

—Un poco también del cham-chú que había bebido para darme valor.

—¡Quién sabe lo que habrá contado acerca del pobre Buda…!

—Creo que lo comparé a un gran demonio con veinte o treinta cuernos. ¡Si hubiesen visto las muecas que hacía el viejo Bogdo Lama y las miradas furibundas que me lanzaba!

—No me cabe la menor duda. Ha sido una verdadera suerte que esos budistas hayan pensado en hacerles devorar por las águilas. Hubieran podido meterlos en una cueva oscura llena de escorpiones o hacerlos devorar por los salvajes de U.

—En ese caso, todo habría terminado ya para nosotros —dijo Fedoro.

—Ya lo creo, porque yo no habría podido salvarles o hubiese llegado demasiado tarde —respondió el capitán.

—Al menos hubiese vengado nuestra muerte —dijo Rokoff.

—Tenía preparadas bombas de aire líquido para hacer saltar el monasterio.

—De haberlo sabido antes, las hubiera echado sobre los peregrinos —dijo Rokoff—. ¿Por qué no me ha avisado?

—Debe de haber aplastado a bastantes con aquella pesada caja. Ya han sufrido el castigo merecido.

—¡Si al menos le hubiese dado a aquel monje barbudo! ¡Capitán, estoy harto del Tíbet; marchémonos lo antes posible!

—Vamos hacia el sur a una velocidad de cuarenta millas por hora. Mirad, el Tengri-Nor ha desaparecido y nos encontramos cerca del Nigkorta.

—¿No vamos a ir a Lasa? —preguntó Fedoro.

—No, tengo prisa en cruzar la cordillera del Himalaya y aterrizar en la India.

—¿Atravesando el Nepal?

—Es posible —repuso el capitán.

—¿Dónde nos posaremos?

—Lo ignoro todavía. Todo depende de ciertas circunstancias.

—¿No iremos a Calcuta? —insistió Fedoro.

—No deseo que nadie me vea allí.

El capitán, que no sentía gran afición por responder a las preguntas referentes a sus futuros proyectos, se había levantado de la mesa, había encendido un cigarrillo y se había dirigido a proa, diciendo:

—Mirad el Nigkorta: es estupendo.

La enorme montaña, una de las más altas del Tíbet, se elevaba hacia el este, iniciando un inmenso conjunto de picos que recibe el nombre de cordillera del Nin-thang-la.

Igual que las demás, estaba cubierta de nieve, de la base a las cimas y tenía el aspecto de un pan de azúcar. En sus laderas, inmensos glaciares brillaban bajo los rayos del sol, vomitando sin descanso hielo a los valles inferiores, que debían terminar alimentando los ríos que se forman en aquellos parajes.

El «Gavilán», obligado a mantenerse a una altura de tres mil metros, sufría mucho, debido a las fuertes corrientes de aire que se entrecruzaban y que cambiaban de dirección a cada instante. Sin embargo conseguía mantener una media de cuarenta millas por hora.

Al atardecer pasaba sobre Gang-Ischaka, un pueblo de cierta importancia, donde alarmó a la población que en aquel momento se encontraba en la calle para ordenar los yaks domésticos; luego, se posó en la cima de una montaña situada treinta millas más al sur, en un lugar que parecía desierto.

Al día siguiente, al romper el alba, el capitán, que parecía tener mucha prisa en atravesar el Tíbet, daba la señal de partida.

Empezaron a aparecer las llanuras. La región montañosa iba desapareciendo poco a poco para volver a aparecer al otro lado del Brahmaputra, con la gigantesca cordillera del Himalaya.

A las dos de la tarde, el capitán señalaba a Fedoro y Rokoff un río muy ancho que fluía de oeste a este, con muchos meandros.

Era el Brahmaputra, uno de los más célebres ríos de Asia, porque sus aguas, igual que las del Ganges, son consideradas sagradas.

Este gran río, nace en el Tíbet occidental, en la vertiente septentrional del Himalaya. Se abre camino a través de un número infinito de montañas que llenan el país de los lamas; luego, por una inmensa curva, entra en la India por el valle del As san, recogiendo su curso las aguas de más de cincuenta ríos, todos ellos navegables, y desemboca en el mar, tras dos mil quinientos setenta kilómetros de recorrido.

Es más largo que el Ganges y su caudal es mucho mayor, pero los hindúes lo consideran menos sagrado, a pesar de que su nombre quiera decir el hijo de Brahma.

En el momento en que el «Gavilán» lo cruzaba, numerosas barquichuelas surcaban sus aguas, cargadas de mercancías. Los barqueros, al descubrir aquel monstruo que agitaba sus inmensas alas, se asustaban y presos de un miedo irreprimible, se echaban al agua gritando como si se hubiesen vuelto locos.

—Nosotros llevamos el terror a todas partes —dijo Rokoff—. Veremos si los hindúes huyen también.

—Si nos ven… —dijo el capitán.

—¿Viajaremos de noche?

—No me gusta que los ingleses me vean.

—¿No quiere tener relación con los pueblos civilizados? —preguntó Rokoff, sorprendido.

—De momento, no.

—Sin embargo ha cruzado América.

—¿Y quién me ha visto? —preguntó el capitán—. ¿Han oído ustedes alguna vez a alguien decir que había visto una máquina voladora sobre New York o Nueva Orleáns o San Francisco de California?

—Nunca, señor.

—Sin embargo yo he estado en todas esas ciudades.

—¿Por qué no quiere que los pueblos civilizados admiren su «Gavilán»?

—Se trata de un secreto, que de momento no puedo decirles. ¡Oh! ¿Qué son esos puntos blancos? Miren qué extraña es esta nube que estamos atravesando.

El «Gavilán» volaba entonces sobre las montañas del Giang-tse, las cuales se levantan en forma de inmensos escalones y sus cumbres alcanzan los tres mil novecientos metros.

La gigantesca cordillera del Himalaya no estaba lejos, a pesar de que todavía no era posible distinguirla.

El lugar todavía estaba poblado. De vez en cuando se veían pueblos y pequeñas ciudades así como también numerosas caravanas de camellos y de yaks, que subían con dificultad por los empinados valles de los montes.

Al anochecer, el «Gavilán» descendía sobre las orillas del Tsono, un lago perdido cerca de las fronteras del Tíbet, encerrado entre montañas muy altas. El frío era aún más considerable, debido a la proximidad de los inmensos glaciares del Himalaya y sobre todo del gigantesco Dorkia, y obligaba a los aeronautas a ponerse de nuevo la ropa de invierno y encender otra vez la estufa.

—¿Cruzaremos la gran cordillera mañana? —preguntó Rokoff al capitán, antes de retirarse a su cabina.

—Al mediodía pasaremos cerca del Dorkia —respondió el comandante.

—¿No vamos a ver el Everest?

—Lo distinguiremos a lo lejos, porque, debido a su altura, se le ve desde una distancia increíble.

—¿De manera que no iremos hacia el oeste?

—No, iremos a la India a través del Bután. Buenas noches, señor Rokoff, hasta mañana.

Eran apenas las cuatro de la madrugada cuando el «Gavilán» volvía a emprender el vuelo, para atravesar la gran cordillera que debía conducirlo a la India. Los primeros contrafuertes empezaban a hacerse visibles, en forma de mesetas, que se elevaban rápidamente, obligando a los aeronautas a levantar el vuelo cada vez más alto, para no chocar contra aquellos enormes obstáculos.

La vegetación desaparecía rápidamente. Ya no había bosques de pinos, ni de abetos, ni prados verdes ni pueblos. Empezaba un desierto de nieve y de hielo.

Fue hacia mediodía, cuando las brumas que cubrían el horizonte se disiparon, y apareció el Himalaya, cubierto de nieve y de hielo, ante los ojos maravillados de los aeronautas. Los monstruosos colosos, entre los que sobresalía el Dorkia, cuya cumbre se e eleva hasta más de siete mil metros cerraban todo el horizonte meridional, amontonados confusamente unos sobre otros y llenos de valles gigantescos, a través de los cuales se veían serpentear ríos impetuosos. Al oeste, a eran distancia, brillaba el enorme Gaurinkar, más conocido bajo el nombre de Everest, el monte sagrado de los hindúes, el pico más alto del globo, el rey de las montañas porque las supera a todas las demás con su altura de ocho mil ochocientos sesenta metros.

La cordillera del Himalaya, que es la más vasta de nuestro planeta y que, en sánscrito, significa «lugar nevado», porque siempre está cubierta de nieve, incluso durante el verano, se extiende desde Bengala a Cachemira, a lo largo de un millón noventa y seis mil kilómetros cuadrados; está limitada al este por el Brahmaputra y al oeste por el Indo, los dos mayores ríos de la península indostánica.

Hace cien años, era muy poco conocida por los europeos, debido a la hostilidad de los montañeses y sobre todo de las tribus de Gorka, las cuales negaban obstinadamente el paso a los exploradores ingleses, como si temiesen que los pies de los hombres blancos les llevasen la mala suerte.

En 1809 y luego en 1815, los oficiales ingleses, aprovechando la guerra que los enfrentaba a las tribus montañesas del Bopal, consiguieron adentrarse en aquellos inmensos valles y medir, una a una, las alturas de aquellas montañas, con unos instrumentos tan poco exactos, que sus resultados no pudieron ser tenidos en cuenta.

Kirpatrik y Fraser, dos oficiales, fueron los primeros en intentar la ascensión a aquellos picos, seguidos poco tiempo después por el capitán Webb y Colebrosk. El coronel Waugh subió luego al Everest, después lo hizo Humbold al Fawahir, Gerard al Chip-Pie, en los confines de Tartaria, luego Hodgson y el teniente Herbet visitaron la cordillera central, descubriendo en 1812 el verdadero nacimiento del Ganges, el río sagrado de los hindúes, situado a unos cuatro mil cuatrocientos ochenta metros de altura, cerca del Valnaro Fuga. Hoy en día, toda la cadena es conocida y todos los montes han sido explorados y medidos escrupulosamente.

Este enorme conjunto de montañas presenta once pasos, pero situados a unas alturas que van de los cinco mil a los siete mil metros, veintisiete picos culminantes que se elevan de seis mil quinientos a siete mil seiscientos setenta metros y un número infinito de glaciares situados a alturas extraordinarias, casi tan considerables como el Chimborazo, el gigante de la América meridional.

Los hindúes siente una gran veneración por la cadena del Himalaya, a la que atribuyen un origen sagrado y desde hace miles de años, millones de peregrinos se dirigen a visitar los templos diseminados por sus cumbres. Según la tradición, entre aquellos montes existe un lago sagrado, en donde vive la diosa Yamuna, que nadie puede ver porque quedaría petrificado antes de llegar a él.

—¿Qué les parecen estas montañas? —preguntó el capitán, mientras el «Gavilán», que había alcanzado una altura de cinco mil quinientos metros, entraba en un valle que se abría en la vertiente oriental del Dorkia.

—Dan miedo —dijo Rokoff.

—Es un paisaje maravilloso, único en el mundo —respondió Fedoro—. ¿Qué son nuestros Urales si se los compara con esta cordillera? Unas simples colinas, ni siquiera eso: unos montículos de tierra.

—También los Alpes harían el ridículo, a pesar de que se los considera una de las maravillas de Europa —dijo el capitán—. Estos colosos los vencen a todos.

—¿Hay animales por aquí? —preguntó Rokoff.

—Algún oso. Cuando lleguemos a la falda boscosa, que tiene una extensión considerable, no podrán quejarse de falta de caza. Encontraremos chacales, tigres, elefantes, rinocerontes y más osos todavía.

—Confío en que no nos marcharemos de la India sin haber cazado, por lo menos, un tigre —dijo Rokoff.

—Más tarde les llevaré a un lugar en donde encontrarán tantos como quieran —respondió el capitán—. Será seguramente allí donde nos separaremos.

—¿Para siempre? —preguntaron al unísono Rokoff y Fedoro.

—¿Quién puede saberlo? —respondió el capitán—. Puede ser que un día volvamos a vernos. ¿Qué les parecería si yo fuese a verles a Odesa o a las estepas del Don? En cuanto haya cumplido con unas obligaciones que no puedo precisarles, estaré libre y, entonces… Miren ahí, aquella fortaleza encaramada en aquella roca. Es Pharo, la última del Tíbet; allí abajo está el Tabilung, un hermoso monte que separa esta región del pequeño estado de Sikkim. Señores, estamos a punto de penetrar en la India: el Bután está a dos pasos.

El «Gavilán» había salido de aquel inmenso valle abierto entre la cordillera, y volaba sobre un caos de picos y mesetas nevadas, manteniéndose a una altura que iba de cinco a seis mil metros. Avanzaba con dificultad debido a los vientos que soplaban en aquellos desolados parajes, entre espantosos despeñaderos que se abrían en todas direcciones, verdaderos abismos excavados por los ríos de hielo que descendían de los enormes glaciares de la cadena y por las aguas que se precipitaban por todas partes, en gigantescas cascadas. A las cuatro de la tarde dejaban atrás la pequeña fortaleza, sin que sus habitantes se hubiesen dado cuenta de la presencia del monstruo volador y media hora después, los aeronautas cruzaban la frontera tibetana y entraban en el Bután.

La India se abría ante ellos con sus ríos gigantes, sus bosques, sus inmensas junglas y las populosas ciudades.

XIV. A través del Bután

El Bután, que los intrépidos aeronautas se disponían a atravesar antes de llegar a las llanuras de Bengala, bañadas por las sagradas aguas del Ganges, es un estado independiente, encerrado entre montañas y puede considerarse como un apéndice del Tíbet.

De hecho, los habitantes se parecen a sus vecinos, a pesar de ser un poco más vigorosos y más belicosos; tienen un gobierno parecido, dividido entre el debrajah, que es el gobernador civil, y el dharme rajah o jefe espiritual que, como los Budas vivientes, es la reencarnación del Dharme precedente. Su religión es también el budismo.

En lugar de proseguir su vuelo hacia el sur, donde las montañas continúan siendo muy altas, el «Gavilán» se había dirigido hacia el este, como si el capitán hubiese tenido intención de entrar en la provincia de Assam, en lugar de descender hasta Bengala.

Rokoff, que se hacía dado cuenta de aquel cambio de rumbo, se lo observó al capitán, el cual, en aquel momento estaba estudiando un mapa de la India.

—Bengala es ahora demasiado inglés —contestó el comandante—. Además, deseo ver la capital de este estado y luego bajar a lo largo del Brahmaputra.

—¿Volveremos a encontrar el río que ya hemos atravesado en el Tíbet?

—Sí, señor Rokoff.

—¿Y luego?

—Mire a esos montañeses que se disponen a hacernos un mal recibimiento —dijo el capitán sin contestar a la pregunta—. Permanezcamos a bastante altura; aquí poseen fusiles de largo alcance y de una precisión que sorprendería a los mejores armeros.

—¿Tampoco aquí les gustan los hombres blancos?

—No les gustan demasiado, a pesar de que en la capital de este Estado viva un representante consular inglés, para protección de los europeos. Hoy en día se sublevan de vez en cuando y atacan a los colonos anglohindúes, sin preocuparse por las continuas amenazas del gobernador de Bengala. Tenga los anteojos; ¿los ve allí arriba?

Dos o tres docenas de hombres procedentes de un valle, se habían reunido en una pequeña plataforma y miraban con sorpresa al «Gavilán», teniendo en la mano unas largas carabinas. Más valientes que los chinos, mongoles y tibetanos, en lugar de huir se disponían a disparar contra aquel enorme pájaro, que debían tomar por algún águila monstruosa.

Eran todos de gran estatura, vigorosos, de piel casi blanca, cabello negro y corto, en general barbudos y muy sucios. Vestían abrigos de piel de oveja, con el pelo hacia el exterior y en los pies llevaban botas que les llegaban hasta los muslos.

Cuando les pareció que el «Gavilán» estaba a tiro, se echaron al suelo, escondiéndose detrás de las rocas y lo saludaron con una nutrida descarga.

—Me ha parecido*oír el silbido de alguna bala —dijo Fedoro.

—No me sorprende —respondió el capitán—, sin embargo nos encontramos a mil trescientos metros. Esos no son los mosquetones a mecha de los tibetanos, son buenas carabinas de precisión. Vigilemos a esta gente y esta noche vamos a reanudar las guardias. El desierto termina aquí y en estos territorios no estamos seguros, tanto por culpa de las fieras como de los hombres.

—¿Dónde nos detendremos? —preguntó Rokoff.

—En las fronteras de Assam. Añora que ya no hay comentes de aire tan fuertes, podemos volar a una velocidad de cuarenta millas por hora, quizás incluso más. Dentro de poco estaremos sobre la capital del Bután.

El «Gavilán» aumentaba su velocidad y se mantenía siempre a una altura de mil doscientos o mil trescientos metros para evitar los picos que se erguían por todas partes.

El país continuaba estando poco poblado. Sólo se veían algunos pueblos, la mayoría de ellos mal construidos, con piedras y troncos de árboles, algunos campos cultivados a sus alrededores. En cambio, abundaban los bueyes, las ovejas y los caballos, que pastaban en las mesetas llenas de vegetación.

Media hora antes de la puesta de sol, el «Gavilán», como había previsto el capitán, pasaba con una velocidad enorme sobre Tassesudon, la capital del estado, infundiendo un vivo terror a los habitantes, quienes, al ver aquel monstruoso pájaro, se precipitaban por las calles, gritando y golpeando con furia los gong, sin duda alguna para asustarlo y obligarlo a emprender la huida.

Tassesudon es la residencia del debrajah y es considerada como la principal fortaleza del Bután, porque tiene unas paredes macizas de una altura de más de treinta pies y sólidos baluartes.

En el centro se elevaba el palacio real, una construcción enorme, con forma de paralelogramo, ocho pisos y un techo en punta adornado con mástiles y banderas, en cuyo vértice se encontraba una estatua de Mahamonnie, una de las divinidades adoradas por los habitantes del Bután. Sus casas, en cambio, surgían más lejos, dispuestas sin orden ni concierto, en general de madera y un solo piso.

Los aeronautas tuvieron apenas tiempo de echar una ojeada a la ciudad. El «Gavilán», empujado por un fuerte viento que soplaba de las altas cumbres del Himalaya, aceleraba $u vuelo, que se efectuaba ahora a una velocidad vertiginosa. Cuando el capitán vio delinearse hacia el sur una cordillera cubierta de una espesa vegetación, lanzó el aeroplano hacia aquella dirección, ya que no se atrevía a descender en los alrededores de la ciudad.

Hasta las diez de la noche no llegaron a aquellas montañas. En cuanto hubieron descubierto un claro entre los árboles, el «Gavilán» descendió lentamente sobre una pequeña meseta rodeada de nims, unos árboles de tronco colosal y espeso follaje, de pipáis y de enormes palmitos tara.

Estaba a punto de aterrizar en un espeso y alto estrato de kalam, hierbas duras que alcanzan alturas considerables, cuando el capitán, que estaba observando los alrededores, indicó a Rokoff unas sombras que se dirigían hacia el bosque.

—¿Animales? —preguntó el cosaco.

—De esos que le gustan tanto asados —respondió el capitán—. ¿Se acuerda de los lagos de Caracorum?

—¿También hay osos aquí?

—Pertenecen a otra familia, pero son también exquisitos, señor Rokoff. Aquel que cazaron en el Caracorum era melanoleco, estos que huyen, en cambio, son labiados, mayores y más peligrosos.

—¿Vamos a dejar que se marchen?

—¿Tiene sueño, señor Rokoff?

—No, capitán.

—¿Le gustaría una cacería nocturna? Tenemos pocos víveres y antes de salir de la India deberé renovar mis provisiones, porgue no deseo acercarme a ninguna ciudad. De momento podemos dedicarnos a los osos. Más adelante iremos a cazar a la jungla, en donde abundan los búfalos, los tigres y los rinocerontes. Los pocos días que nos quedan para pasar juntos, los dedicaremos a la caza. ¿Le gusta la idea, señor Rokoff?

—Quisiera que estos días se prolongaran indefinidamente, para no separamos nunca.

—¡Qué le vamos a hacer, señor Rokoff! Tengo que marcharme lejos, muy lejos.

—¿Dónde?

El capitán indicó el norte con el brazo.

—Allí arriba —dijo.

—¿Regresará al Tíbet?

—Más lejos aún.

—¿A Mongolia?

—No lo sé, veremos —respondió el capitán—. Si la persona que nos acompaña no me hubiese comunicado ciertas cosas, en lugar de descender hacia la India les habría llevado por lo menos hasta el Cáucaso, haciéndoles cruzar el Turquestán y Persia… ¡Quién sabe!, quizás un día podamos encontramos en algún lugar del globo y hacer otro viaje maravilloso…, esperémoslo… Vayamos a cenar y luego trataremos de sorprender a algún oso.

—¿Los hay en gran cantidad?

—Tanto en Bután como en Nepal se encuentran con frecuencia. No regresaremos con las manos vacías, se lo aseguro, y tal vez consigamos matar a algún black-bok.

—¿Qué animales son esos?

—Unos chivos negros, que poseen unas costillitas excelentes.

Como la cena estaba ya a punto, comieron de prisa y aconsejaron a sus compañeros que vigilaran bien, dividiendo sus guardias en cuartos. Luego, se armaron de carabinas express, tomaron numerosas municiones y una botella de brandy para combatir el frío que era muy intenso y abandonaron el aparato para dirigirse hacia el bosque.

La noche era clara, porque la luna había aparecido y no había ninguna nube que oscureciese el cielo; por tanto, habían buenas posibilidades de sorprender a los osos, que tienen la costumbre de esconderse durante las noches oscuras y húmedas.

El capitán y Rokoff atravesaron velozmente las altas hierbas que crecían alrededor del aeroplano, ocupando toda la meseta, y llegaron al lindar del bosque, en donde se detuvieron a escuchar.

Un profundo silencio reinaba bajo el tupido boscaje. Sólo a lo lejos se oía algún raro grito de perros salvajes, aullido más agudo y prolongado que el de los chacales.

—Busquemos un lugar para escondemos —dijo el capitán—. Dentro de poco este silencio será roto por las fieras.

—Allí veo un árbol cuyo tronco está rodeado de espesos matorrales —dijo Rokoff, indicando un majestuoso nim que surgía, aislado, en el centro de un minúsculo claro.

Se dirigieron hacia aquel lugar, abriéndose camino con los cuchillos y cuando hubieron dejado libre un pequeño espacio, extendieron en el suelo las mantas que llevaban.

—El sitio es bueno —dijo el capitán, tras haber cargado la carabina—. ¿Oye ese borboteo?

—Sí —respondió Rokoff.

—Indica la proximidad de un manantial o de un torrente. Los animales no tardarán en venir a abrevarse.

—¿Los osos negros?

—Quizá también los osos. ¡Caramba! ¿Tanto le gustan los jamones de ese animal?

—Los encuentro excelentes.

—No digo lo contrario, señor Rokoff.

Encendieron las pipas, se echaron sobre las mantas, pusieron las carabinas al alcance de la mano y esperaron a que los animales del bosque salieran de sus guaridas.

El silencio que antes era casi absoluto, se veía turbado ahora con más frecuencia. Algunos rumores, muy vagos, se propagaban bajo las sombras de los palmitos y de los demás árboles; unas veces era un aullido que parecía proceder de un lobo, otras un maullido ronco, de algún gato salvaje y otras aún, un silbido agudo. Estaban allí desde hacía un cuarto de hora, cuando el cosaco sintió que una rama caía sobre él.

—¿Quién me ataca? —preguntó.

—Será alguna rama muerta, rota por el viento —dijo el capitán.

—Pues no está seca, señor —respondió el cosaco, que la había recogido—. Es verde y parece como si la acabasen de romper.

—Si aquí hubieran monas, diría que una se había refugiado en aquel árbol, pero no las hay. Encontraremos algunas, más abajo, en las llanuras del Assam y de Bengala.

Poco convencido de que aquella rama se hubiese roto sola, Rokoff se levantó y empezó a inspeccionar el follaje del nim, sin conseguir distinguir nada sospechoso.

—La caza no está ahí arriba —dijo el capitán, que también se había levantado—. ¿No oye crujir las hojas? Alguien se acerca.

Un aullido prolongado, mezcla de ladrido y de alarido, quebró el silencio, sonando a poca distancia de los cazadores, entre la masa de matorrales que debían cubrir las orillas de un pequeño torrente.

—¿Quiénes son estos músicos desafinados? —pregunté Rokoff.

—No dispare —dijo el capitán, deteniéndole el brazo y bajando el arma—. No valen nada y además no nos conviene asustar a la caza importante.

—Parece que la hayan tomado con nosotros.

—Nos han husmeado.

—¿Qué son? ¿Chacales?

—No, bighanas, es decir, lobos hindúes, algo más pequeños que los siberianos y que los rusos, pero muy valientes.

—¿No vendrán a molestarnos?

—No creo. Somos dos y no se atreverán a venir. Sin embargo, me gustaría mucho poder matarlos. Estos bribones van a alejar la caza mayor.

—Hagamos una descarga.

—No, señor Rokoff, esperemos y…

En aquel preciso instante había caído otra rama del árbol y le había dado en la cabeza.

—¡Demonios! —exclamó—. Antes usted, ahora yo.

—Ya le he dicho, capitán que ahí arriba hay alguien que se divierte echándonos ramitas. Mire: ésta también es verde y la acaban de arrancar, porque está húmeda de savia.

—¿Quién puede haberse refugiado ahí arriba?

—¿Algún tigre?

—No, no trepan a los árboles, señor Rokoff y además aquí no los hay, porque estamos demasiado altos.

—Esos lobos parecen acercarse en actitud amenazadora. ¿No vamos a encontrarnos entre dos fuegos?

—Señor Rokoff, no me extrañaría que en el árbol se escondiese alguno de esos jamones que tanto le gustan.

—¿Algún oso?

—Los labiados y los pandas se suben a los árboles, como los gatos.

—¿Son peligrosos?

—Los primeros, sí. Cuando se los ataca, se defienden y a veces arrancan los ojos a los cazadores.

—A mí no me interesa perder los míos. ¿Y si abandonásemos estos matorrales?

—Si usted tiene interés en no perder sus ojos, yo no tengo ningún deseo de que los bighanas me desgarren las piernas. A juzgar por sus aullidos, deben ser muy numerosos. Veo brillar sus ojos por todas partes.

—Entonces, se trata de animales peligrosos.

—Más que los osos, en este momento. Nos han rodeado y no me parece que tengan intención de dejamos, antes de haber probado al menos un pedacito de nuestras piernas.

—¿Intentamos rechazarlos? —preguntó Rokoff.

—¿Y el oso?

—No lo veo bajar.

—Una descarga a la derecha y otra a la izquierda.

Los cazadores se abrieron paso entre los matorrales, para hacerse cargo de su situación. Ninguno de los dos pudo evitar hacer un ademán de descontento. Los bighanas habían ido rodeándolos y se habían reunido en tal cantidad, que se podía temer un asalto. Los había por todas partes y avanzaban lenta e incesantemente, apretando sus filas.

Como el capitán había dicho, los lobos hindúes, cuando se encuentran en buen número son valientes, tanto como los grandes lobos siberianos.

Se parecen a sus congéneres del norte, pero son más pequeños, ya que no miden más de sesenta centímetros de altura y unos ochenta o noventa de largo. Su pelo es rojizo o grisáceo y las partes inferiores de un blanco sucio.

Ordinariamente viven en pequeños grupos de siete u ocho individuos; a menudo se reúnen en grandes manadas y entonces se convierten en el terror de los pastores de los pueblos de montaña. Inteligentes, veloces, valientes, se precipitan sobre las ovejas y los bueyes, sin asustarles los gritos de los pastores. Se atreven incluso a penetrar a pleno día en los pueblos, para raptar a los niños, bajo los ojos de los padres. El capitán, que los conocía, al verlos en tan gran número, empezó a inquietarse.

—No creí que en tan poco tiempo pudiesen juntarse tantos —dijo a Rokoff—. El peligro mayor radica delante nuestro y no detrás.

—Busquemos un refugio —dijo el cosaco.

—¿Dónde?

—Subámonos al nim.

—Tendremos que habérnoslas con el oso.

—Todavía no sabemos de manera cierta que allí hay un animal.

—Esto es cierto —dijo el capitán.

—De los dos males, escojamos el menor.

—Intentemos primero matar a algunos de estos audaces animales.

—Estoy a punto, capitán.

Las dos carabinas retumbaron casi al unísono, con un ruido tan fuerte que, durante algunos segundos, cubrió los aullidos de los bignanas.

Los gruesos proyectiles derribaron dos filas de animales. Los demás, se echaron atrás, saltando a través de los matorrales y se detuvieron cincuenta pasos más atrás. En seguida volvieron a iniciar sus desafinados y ensordecedores lamentos.

—No nos dejarán —dijo el capitán—. ¿Ve al animal bajar del nim?

—No —respondió Rokoff—. En cambio acabo de recibir otra rama encima de la nariz y esta vez más gruesa que las demás.

—Salvemos las piernas; los bighanas vuelven a estrechar las filas y me parece que se preparan a atacar. Cargue su fusil.

—Lo tengo a punto.

—Encarámese mientras yo disparo de nuevo.

El cosaco se puso su express en bandolera, se agarró al tronco y ayudándose con las plantas trepadoras que lo envolvían, empezó a trepar, con la mirada fija en lo alto por miedo a ver que el animal se le echaba encima.

El capitán había hecho una nueva descarga y se había reunido con él rápidamente. Los lobos, furiosos al ver huir a sus presas, se habían arrojado contra el árbol, aullando ferozmente y dando saltos con la esperanza de alcanzarlos.

Eran cuatro o cinco docenas, cantidad más que suficiente para colocar en mala situación a dos hombres, aunque estuviesen muy bien armados.

Rokoff y el capitán, ya en lugar seguro, continuaban subiendo con precaución, mirando siempre hacia lo alto. Un animal, al que todavía no podían distinguir debido al espesor del follaje, se movía entre las ramas, agitándolas con violencia y haciendo caer varias.

Habían trepado ya unos diez metros, cuando Rokoff, que estaba a pocos pasos de la primera bifurcación del tronco, se detuvo, diciendo:

—El animal que está ahí arriba me parece muy grande.

—¿Qué le parece que es?

—Un enorme mono.

—Este no es país de gorilas, señor Rokoff —respondió el capitán—. Estoy convencido de que se trata de un oso.

—Si se nos viene encima nos echará al suelo y los bighanas nos destrozarán, si no nos rompemos antes la cabeza.

—¿No puede disparar?

—Es imposible, capitán, ya no hay plantas trepadoras a las que cogerse y es un verdadero milagro que podamos sostenemos a este tronco tan liso.

—¿Qué hace el animal?

—Sacude las ramas y gruñe como un cerdo.

—¿Puede usted llegar a la bifurcación?

—Voy a intentarlo, pero… ¿y si ese animal baja?

—No lo ataque; más vale que vuelva a bajar. Si tan grande es, debe ser un labiado y no un panda.

—¡Bonita situación! —murmuró Rokoff—. Debajo, los perros que no esperan más que mordemos las piernas y arriba, cuatro patas armadas de garras. Estamos entre la espada y la pared.

—¡Bueno, señor Rokoff! ¡Decídase! Ya no me quedan fuerzas para sostenerme —dijo el capitán.

—Puesto que no hay otra salida, afrontemos al enemigo que puede procuramos riquísimos jamones.

El cosaco se aseguró la carabina para que no le resbalase del hombro, se colocó el cuchillo de caza entre los dientes y reemprendió la ascensión, que se hacía cada vez más difícil, porque no había ramas donde agarrarse y el tronco era tan grueso que no podía abrazarlo enteramente.

Debajo, los lobos continuaban aullando y saltando, como si se hubiesen vuelto locos; encima, el oso, suponiendo que se tratara de ese animal, continuaba sacudiendo furiosamente las ramas, amenazando a cada momento con dejarse caer a lo largo del tronco y arrastrar a ambos cazadores. Rokoff, muy cansado de permanecer en aquella posición, consiguió llegar a la bifurcación de las ramas con un supremo esfuerzo.

Estaba a punto de ponerse a horcajadas y ayudar al capitán, cuando vio que el animal se le venía encima, dejándose caer de la rama transversal a la que se había mantenido agarrado hasta entonces. Como el capitán había supuesto, se trataba realmente de un oso de la especie de los labiados, llamados adamsad por los hindúes, muy frecuentes en las cordilleras del Himalaya y en los bosques del Nepal. A pesar de pertenecer a la raza de los demás plantígrados, tienen un aspecto y costumbres diferentes.

Su cuerpo es más macizo y más corto, las patas muy bajas, armadas de fuertes garras curvas; el hocico es muy saliente y termina en una punta achatada; el pelo es larguísimo, negro en el dorso, gris en la cabeza, con alguna mancha amarilla y una larga crin que les da un aspecto muy extraño. A primera vista, parecen jorobados.

Hábiles trepadores, puede decirse que viven más en los árboles que en tierra, ya que se nutren casi exclusivamente de fruta. Les gustan también las altas peñas y si los persiguen no dudan en precipitarse en los abismos, con la cabe za escondida entre las patas, lo que les permite salir del paso sin demasiado daño.

El animal que estaba a punto de caer sobre el cosaco, era gordo y pesado, un enemigo peligroso, que podía derribar a ambos hombres. Al verlo avanzar, Rokoff tomó la carabina, mientras gritaba al capitán:

—¡Agárrese a mis pies! ¡Resistiré mejor!

El oso descendió rápidamente por la rama, puso las patas posteriores en la bifurcación y se levantó tanteando con las anteriores, armadas de poderosas garras.

—¡Fuego! ¡Dispare! —gritó el capitán.

Rokoff había apuntado la carabina, disparando precipitadamente casi sin pensarlo. No tuvo tiempo de constatar los efectos de su disparo, porque se sintió agarrar por dos patas y sacudir de un lado a otro, mientras sentía un aliento cálido sobre su rostro.

Creía ya verse precipitado al vacío y tener las carnes desgarradas, cuando una segunda detonación resonó en el aire. Había sido disparada desde tan cerca, que durante un momento creyó que la pólvora lo había vuelto ciego.

El capitán, comprendiendo que Rokoff iba a caer entre las garras del animal y que su disparo no debía haber dado en el blanco, había disparado su carabina mientras se sostenía con una sola mano. El labiado había dado un grito de dolor, luego había soltado al cosaco y encaramándose otra vez a las ramas, se había refugiado en la parte alta del árbol.

—¡Le hemos dado! —gritó Rokoff, tendiendo una mano al capitán quien había dejado caer la carabina debido a la fuerza de la descarga, que había estado a punto de tirarlo del árbol.

—Pero todavía está vivo —respondió el comandante—. ¿Le ha dado usted?

—Eso creo.

—Yo sólo lo he herido.

—Quizá gravemente. Mire, está perdiendo sangre.

—¡Si al menos muriese desangrado! —exclamó el capitán, poniéndose a horcajadas en la rama—. ¿Sabe que le he creído a usted muerto?

—Ha estado a punto de echarme al suelo.

—¿Le ha clavado las garras en la espalda?

—No, no ha tenido tiempo; sólo me ha estropeado la casaca.

—¡Se me ha caído la carabina!

—Todavía nos queda una —dijo Rokoff—. Yo no la he soltado y va a servirnos para dar muerte a ese maldito oso.

—Va usted a perder los jamones.

—¿Por qué, capitán?

—Los bighanas se lo comerían.

—¿Durará todavía mucho este asedio?

—Hasta el alba, si nuestros compañeros no vienen en nuestra ayuda —dijo el capitán—. Esos lobos no regresarán a sus guaridas antes de que salga el sol. ¡Tal vez vengan Fe-doro y los demás! Hemos hecho cinco disparos y deben de haberlos oído.

—Supondrán que estamos haciendo una buena caza y no se moverán, señor Rokoff.

—Disparemos contra los lobos.

—Tenemos una carabina demasiado grande para obtener buenos resultados —respondió el capitán—. Estas armas van bien contra los tigres y los rinocerontes.

—¡No creí que esta caza terminase tan mal!

—¡Vaya! ¿Todavía se lamenta usted? Hace sólo dos horas que estamos aquí y ya hemos matado a siete u ocho lobos y herido a un oso.

—Y estamos asediados —dijo Rokoff.

—Es posible, pero estamos en un lugar seguro. El labiadra no tiene intenciones de volver a bajar a atacarnos y los osos no pueden subir. ¿Qué más quiere usted, señor cosaco? ¿Todavía se atreve a lamentarse?

—Es usted muy optimista, capitán. Estoy viendo agitarse al oso y lo oigo gruñir.

—Se queja de las heridas.

—¿Y si volviese a bajar?

—Entonces perdería usted su cena, porque se vería obligado a disparar y abandonarlo a los lobos —dijo el capitán.

—Preferiría que se quedase ahí arriba —respondió Rokoff.

—Creo que a él tampoco le gustaría exponerse a los asaltos de los lobos. De no estar herido, no tendría miedo de afrontarlos, mientras que ahora, quién sabe en qué estado se encuentra. Quizá sus garras no estén en condiciones de luchar.

—¿Sigue cayendo sangre?

—Encima mío —respondió Rokoff—, debo parecer un carnicero.

—Señor Rokoff.

—¿Capitán?

—¿Se aburre?

—Un poco.

—Entonces dispare contra los lobos. Todavía nos quedan ciento noventa y cinco cartuchos y sólo hay cinco o seis docenas de bighanas. Si quiere divertirse, hágalo; yo, mientras, vigilaré al oso. Le concedo un lobo cada cinco disparos.

—Voy a tratar de matar dos con cinco tiros —dijo Rokoff, acomodándose en las ramas, para tirar con mayor comodidad.

Los lobos continuaban estando debajo del árbol, saltando, mordiendo la corteza y desgarrándola con sus dientes afilados y robustos y aullando con tanto ruido, que hacían retumbar el bosque. De vez en cuando, alguno de ellos se alejaba del grupo y continuaba gritando, en un tono más agudo.

—Llaman a sus compañeros —dijo el capitán.

—¡Tal vez esperen roer el árbol hasta hacerlo caer! —exclamó el cosaco.

—No tema; necesitarían semanas enteras para derribar semejante árbol. Señor Rokoff, esperan sus saludos.

El cosaco cogió la carabina, apuntó al centro del grupo y disparó, haciendo caer a dos animales al mismo tiempo.

—¡Tengo nueve balas de ventaja! —dijo, riendo.

—¡Siga! —respondió el capitán—. ¡Oh! El amigo de ahí arriba empieza a inquietarse.

El labiado, al oír aquel disparo y ver el humo que salía de entre el follaje, había vuelto a agitarse, haciendo caer algunas ramas.

—¡Espero que no se nos caiga encima! —dijo Rokoff, mirando hacia lo alto.

—No es tan estúpido como para intentar una caída, aunque tengan la costumbre de precipitarse desde alturas considerables cuando se sienten en peligro. Si los lobos no estuviesen debajo de nosotros, tal vez intentase el salto.

—¿Sin hacerse daño?

—Parece ser que sus huesos son muy duros pero de una elasticidad increíble. Señor Rokoff, los lobos siguen esperando.

—¡Allá voy!

El cosaco había vuelto a disparar, con calma, mirando atentamente, como si estuviese tomando parte en un concurso de tiro al blanco, y los lobos iban cayendo uno a uno y, a veces, dos a dos. Era realmente un buen tirador; raramente fallaba el animal que había elegido.

Al cabo de cinco minutos, once lobos yacían alrededor del árbol, muertos por los gruesos proyectiles de la carabina express.

—Todavía quedan cinco docenas —dijo el capitán.

—Y están viniendo otras dos o tres —dijo Rokoff, desanimado.

Los que se habían marchado a llamar a sus compañeros, volvían acompañados de nuevos refuerzos.

—Este bosque parece estar lleno de bighanas.

—Es cierto, capitán. ¿Y el oso?

—Se ha calmado, ya no le oigo moverse.

—¿No se habrá muerto?

—Se hubiese caído.

—Voy a saludar a los recién llegados —dijo Rokoff.

Volvió a disparar, apuntando al centro del grupo, sin fallar nunca el blanco. Pero los lobos continuaban sin quererse retirar, a pesar de ver aumentar el número de muertos. Sin embargo, habían comprendido que permaneciendo tan juntos ofrecían un blanco demasiado fácil y se habían dispersado entre los matorrales, pero sin alejarse demasiado del árbol.

—El tiro al blanco empieza a ir mal —dijo Rokoff, después de haber desperdiciado dos o tres balas—. Nos quedaremos sin cartuchos antes de haberlos matado a todos.

—Ya me he dado cuenta —dijo el capitán.

—¿Debo continuar?

—Sí, señor Rokoff. Nuestros compañeros, al oír estos disparos tan seguidos, se darán cuenta de que corremos algún peligro y vendrán en nuestra ayuda. No estamos a más de un kilómetro del «Gavilán» y las detonaciones deben llegar con claridad al aeroplano. ¡Oh! ¿Oye?

En aquel momento se había oído un disparo procedente de la meseta.

—Es un Snider —dijo el capitán—. Conteste, señor Rokoff.

El cosaco descargó la carabina, derribando a otro lobo. Un instante después, otro disparo se dejaba oír en dirección del «Gavilán».

—Siga disparando sin interrupción —dijo el capitán—. Nuestros compañeros han comprendido que necesitamos ayuda.

—¿No van a asaltarlos los lobos? —preguntó Rokoff.

—Estamos nosotros aquí y cinco nombres bien armados pueden resistir el ataque de estos lobos.

Rokoff volvió a disparar sin ahorrar cartuchos…, ahora sabía que los demás man a llegar y no le preocupaba quedarse sin casi municiones. Los lobos debían haberse dado cuenta de que se acercaban otros hombres, porque algunos de ellos se habían separado del grupo principal y se habían marchado, aullando, en dirección a la pequeña meseta.

—Los han husmeado —dijo el capitán—. Preparémonos para apoyar a nuestros compañeros.

De repente, entre los árboles, se vieron brillar unos relámpagos seguidos de detonaciones.

—Los Winchesters —dijo el capitán—. Buenas armas a repetición que harán bailar a los bighanas.

Los lobos que asediaban el árbol, al oír aquellos disparos, se habían marchado rápidamente, aullando sin descanso.

—¡Bajemos! —gritó el capitán.

Se dejaron resbalar a lo largo del tronco y no tardaron en llegar al suelo. El capitán recogió su carabina, la cargó rápidamente y se lanzó fuera de los matorrales, gritando:

—¡Señor Fedoro! Tenga cuidado en no matamos. Vamos en su ayuda.

Cuando vieron que los lobos se reunían en tomo a un matorral, en el que debían esconderse el ruso, el maquinista y el desconocido, empezaron a disparar sin misericordia.

Los bighanas, cogidos entre dos fuegos, no tardaron mucho en capitular. Tras haber intentado nacer frente a ambos peligros, emprendieron la huida velozmente a través de los campos, perseguidos por algún disparo de Fedoro, el maquinista y su compañero.

Rokoff iba a seguirlos, pero le detuvo la voz del capitán, gritando:

—¡El oso! ¡Está bajando!

El cosaco se detuvo en seco y volvió a cargar la carabina.

El labiado, aprovechando el descenso de los dos hombres, había abandonado las ramas altas del nim y se dejaba resbalar a lo largo del tronco, con la esperanza de pasar desapercibido y desaparecer entre la espesa vegetación.

Pero no contaba con la perspicacia del capitán, el cual, ni siquiera en su lucha contra los bighanas se había olvidado de la existencia del suculento animal.

Cuando vio que los cazadores regresaban, el oso escondió la cabeza entre las patas y se dejó caer desde una altura de ocho a diez metros.

Aterrizó en medio de los matorrales, a los que aplastó con su enorme peso y, sin haber sufrido gran daño, se levantó y se precipitó sobre el capitán que estaba muy cerca suyo, tratando de hundirle las garras en la cara.

—¡Cuidado! —gritó Rokoff, que llegaba corriendo.

El capitán dio un salto atrás para evitar el choque, apuntó la carabina y disparó casi a quemarropa.

A pesar de estar herido de muerte, el animal no había caído, incluso se había puesto en pie sobre sus patas posteriores y había dado un salto adelante. El ataque fue tan inesperado, que el capitán, que creía haberlo matado inmediatamente, no pudo reaccionar y cayó al suelo, tendido. Por suerte, Rokoff estaba a su lado.

Se oyó un segundo disparo. El labiado se bamboleó, agitando desordenadamente las patas, luego se desplomó, dando un grito que terminó en un sofocado silbido.

—Me parece que esta vez hemos terminado realmente con él —dijo Rokoff—. Tres balas express y casi no ha tenido bastante… ¡Qué resistentes son estos animales!

Fedoro y sus compañeros regresaban, puesto que los lobos se habían marchado.

—¡Un oso! —exclamó el ruso.

—¡Ya verás qué jamones tan deliciosos! —exclamó Rokoff.

—Más ciento cincuenta kilos de una carne excelente —añadió el capitán—. Dejemos a los lobos y llevemos ese animal al «Gavilán». Ya ve, señor Rokoff, que la cacería no podía dar mejor resultado.

XV. El último adiós

Hacia el mediodía siguiente, tras haber cortado a trozos el labiado y haberlo puesto a helar en la nevera, el «Gavilán» dejaba la pequeña meseta y reemprendía el viaje hacia las fronteras del Bután para descender a los llanos boscosos del Assam.

Esta región, que es una de las posesiones inglesas en la India y cuya superficie es de ciento veintiséis mil novecientos sesenta y cinco kilómetros cuadrados, con una población de más de cinco millones de habitantes, es la más oriental del inmenso imperio y limita con la alta Birmania.

En comparación con el vecino Bengala, tan rico en ciudades importantes y poco poblado, es aún medio salvaje. Su población está formada por birmanos y kaltanos y por algunos hindúes; se dedican en general a la agricultura y a las armas, descuidando el comercio. Sin embargo, poseen también algunos pueblos importantes y ciudades notables por la belleza de sus palacios.

El «Gavilán» cruzaba la frontera hacia las dos de la tarde, y entraba en Assam por el paso de Rangeah, para encontrar, alguna hora después, el Brahmaputra, el gigantesco río que Tos aeronautas habían cruzado ya en el Tíbet y cuyo curso debían seguir durante algún tiempo.

En aquel lugar, el país aparecía casi desierto, puesto que en el Assam occidental hay muy pocos pueblos y una sola ciudad importante: Goalpara.

Al anochecer, habían dejado ya atrás Assam, y el «Gavilán», entraba en Bengala pasando por encima del pueblecito de Afgeav. Pero, en vez de dirigirse directamente hacia el sur, él capitán había dado orden de torcer hacia el este, como si desease llegar a los montes de Tipperah, que separan el Bengala oriental de Birmania.

—¿Por qué cambiamos de ruta? —preguntó Rokoff, sorprendido.

—Hay una ciudad que quiero evitar, porque está habitada por demasiados ingleses; Canilab —respondió el capitán.

—Es ya de noche.

—Podrían descubrirnos igualmente, porque la luna no tardará en salir.

—¿Dónde vamos?

—Pronto lo sabrá.

—¿A aquellos montes que se levantan allá abajo?

—El Arracán no es mi meta, por ahora.

—Entonces vamos hacia el mar.

—Sí, señor Rokoff.

El «Gavilán» continuaba volando rápidamente, consiguiendo a veces una velocidad de sesenta millas por hora, velocidad que no había alcanzado nunca durante la travesía del Asia central. Parecía como si el capitán tuviese mucha prisa en llegar a las aguas del golfo.

Debía tener algún motivo para ello, porque parecía inquieto, nervioso, y de vez en cuando dirigía alguna palabra al desconocido en un idioma que, ni Fedoro ni Rokoff, lograban comprender.

A medianoche, el «Gavilán» pasaba, con la rapidez del rayo, sobre Balloah, una de las últimas ciudades de aquella región y, cuando hubo cruzado la ancha desembocadura del Migna, que en aquel lugar parecía un brazo de mar, descendió hacia el sur, en donde se veía extender una vasta isla, flanqueada a oriente y occidente por otras menores.

—Schalibaspav —dijo el capitán, señalándola a sus amigos—. Un desierto, poblado sólo por serpientes.

Aquella isla, que es una de las más importantes de las que se hallan frente al golfo de Bengala, aparecía desierta. No se veían más que plantas, y sobre todo, gigantescas cañas y marismas.

El «Gavilán» la atravesó en menos de un cuarto de hora, de norte a sur, y se detuvo en un extremo que se encontraba entre las olas del golfo de Bengala.

—Bajemos —ordenó el capitán, mostrando la playa.

El aeroplano describió una inmensa curva y descendió lentamente, sostenido sólo por los planos horizontales, hasta aterrizar sobre la arena que cubría la costa.

El capitán había saltado a tierra después de echar una mirada a su alrededor, mientras el maquinista desembarcaba mantas y carabinas.

—¡Venid! —dijo a Fedoro y Rokoff—. Nosotros nos detenemos aquí.

—¡Nosotros! —exclamó Fedoro—. ¿Y los demás?

—Tienen que ir a otro lugar.

—¿Con el «Gavilán»?

—Sí, con el «Gavilán» —respondió el capitán—. Su ausencia no será prolongada y además debo saber…

Se interrumpió bruscamente, como si estuviese arrepentido de haber hablado demasiado, luego cambió de tema, diciendo secamente al maquinista que estaba a su lado, esperando órdenes:

—Puedes ir.

El desconocido dio un paso al frente. Estrechó en silencio la mano que le tendía el capitán, luego se acercó a Fedoro y Rokoff, diciendo en buen idioma ruso:

—Espero poder volverlos a ver algún día, señores.

Antes de que el cosaco y el ruso hubieran tenido tiempo de reaccionar, el desconocido había vuelto a subir al «Gavilán», seguido por el maquinista.

El aeroplano tomó impulso y alzó el vuelo, alejándose velozmente hacia el noroeste. El capitán, tieso, con los brazos cruzados sobre el pecho, lo miraba alejarse.

Cuando desapareció entre las tinieblas, se volvió hacia el ruso y el cosaco, diciendo:

—Esperemos a que regrese el maquinista.

—Una palabra, señor —dijo Fedoro.

—Diga.

—Ese hombre es ruso, ¿verdad? Ruso como yo, porque nadie, por bien que conozca el idioma, puede hablarlo con ese acento.

El capitán lo miró en silencio, luego dijo:

—Es posible que lo sea, señor Fedoro. ¿Le sabría mal?

—Al contrario, capitán.

—No me pregunte nada más acerca de ese hombre; para ustedes debe ser un desconocido. Por otra parte, nunca volverán a verlo.

Todavía no habían transcurrido veinticuatro horas, cuando Rokoff y Fedoro, vieron, con gran sorpresa, que el «Gavilán» se acercaba.

Casi al mismo tiempo aparecía una barca a poca distancia del lugar donde habían improvisado su campamento, una de aquellas barcas llamadas ponlar, que poseen un mástil. En su interior iban cuatro hindúes.

—Señores —dijo el capitán—. Ha llegado el momento de la separación. Aquí está la barca que he encargado para ustedes, a fin de que los lleve a Calcuta. Los hombres que la conducen son de confianza.

El «Gavilán» se había inmovilizado sobre la arena, pero en su interior sólo viajaba el maquinista.

El capitán permanecía silencioso, mirando a Rokoff y Fedoro. Parecía vivamente conmovido.

—Regresen a Europa —dijo luego, tendiéndoles la mano—. Debemos separarnos.

—¿No volveremos a vernos nunca más, señor? —preguntó Rokoff con profunda tristeza.

—¡Sí… un día… se lo prometo… márchense!

Luego, sin esperar más ni añadir ninguna otra palabra, corrió hacia el «Gavilán», el cual se alzó rápidamente, describiendo una inmensa espiral.


Publicado el 3 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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