Los Horrores de la Siberia

Emilio Salgari


Novela



Ver una vez es mejor que oír cien veces.

Proverbio japonés.

CAPITULO I. LOS DESTERRADOS

Tobolsk es una de las más importantes y pintorescas ciudades del Obi. Situada cerca de la confluencia del Tobol y del Irtich, afluente del Obi, alzase orgullosa aún sobre la estepa, haciéndose distinguir desde larga distancia por sus altivas cúpulas pintadas de vivos colores, y por su imponente kremlin, rodeado de almenados muros.

Como todas las ciudades asiáticas, se divide en dos partes completamente diferentes: la ciudad alta, protegida por el kremlin, situado al pie de una roca que se levanta un centenar de metros sobre el río, y en la que se agrupan el palacio de los agentes gubernativos, con cuarteles y pabellones para la guarnición y la policía; las prisiones de los desterrados, la catedral y otra iglesia secundaria. La ciudad baja está compuesta de casas de mezquina apariencia, habitadas por la población indígena y tártara; de chozas con tejados, en los que relucen al sol las chillonas tintas de sus pinturas.

Aunque muy antigua, pues fue erigida a raíz de la conquista de la Siberia, su aspecto es absolutamente moderno, distinguiéndose en ella como único monumento de pasadas edades el obelisco levantado en honor de Iermak, valiente atamán de los cosacos del Don, que, al frente de seis mil guerreros, aseguró a la Rusia en la mitad del siglo XVI la posesión de aquellas regiones que se extienden desde los confines de Europa hasta el estrecho de Behring.

Su población, compuesta en una pequeña parte de rusos, dedicados al comercio de pieles, de tártaros y de samoyedos, consta de unas quince mil almas, pero tiende constantemente a disminuir.

De cuando en cuando aumenta en algunos millares el número de sus vecinos; pero tal aumento es de poca duración y nada agradable ni deseado por los habituales habitantes, porque se trata de desterrados.

En Tobolsk es donde los infelices condenados a durísimos trabajos en las minas de cobre o mercurio comienzan su terrible marcha a pie a través de las heladas estepas hasta llegar al sitio donde han de cumplir su pena. Y allí forman aquellas cadenas interminables de hombres, cuyo calvario por tan inhospitalaria región dura meses y a veces años. Puede decirse que Tobolsk es la ciudad donde los desterrados dan el último adiós a la vida antes de aventurarse por las estepas, que representan la desolación y la muerte.

Tobolsk es el centro del que parten los condenados a destierro, el punto donde reciben su última hoja de ruta, y desde el cual empiezan la tremenda marcha a través de la wladimirka (el camino de la Siberia).

El 27 de diciembre de 1880, un buque de vapor de los que sirven para el transporte de desterrados hendía valientemente las aguas del Irtich, acercándose a Tobolsk, cuyas cúpulas se distinguían confusamente entre la bruma.

Era un esbelto barco de grandes ruedas, tripulado por buen número de marineros y de cosacos; pero aquel día no llevaba a remolque ninguna de aquellas enormes barcazas, defendidas con planchas de acero galvanizado, y que son verdaderos calabozos flotantes, en los que se amontonan como fardos los condenados por la justicia rusa.

La presencia de los cosacos, alineados a lo largo de la amura y con las bayonetas armadas, como dispuestos a conjurar cualquier peligro, indicaba bien a las claras que, si no remolcaba el vapor pontones, llevaba, en cambio, a su bordo prisioneros que vigilar.

Efectivamente: sentados cerca del palo mayor, y sujetos con fuertes esposas, venían dos hombres, que de cuando en cuando cambiaban breves frases.

Uno de ellos era una especie de gigante, de seis pies de estatura, con anchas espaldas y pecho enormemente levantado: un verdadero tipo de granadero finlandés. Podría tener treinta y seis o treinta y ocho años, pero en su frente se veían ya precoces arrugas y su fisonomía denotaba las pesadumbres de un largo padecer.

Era rubio, como casi todos los hombres de raza eslava o eslavo tártara, con largos bigotes, frente espaciosa y ojos de un azul oscuro, que tenían unas veces la dulce expresión de un alma buena y que otras relucían con relámpagos de ira profunda.

Su compañero formaba con él un extraño contraste: de estatura mediana, con cabellos negros, ojos de igual color y la cara un poco alargada, como suelen verse entre los habitantes de la Rusia meridional.

No parecía muy inquieto por encontrarse entre aquellos imponentes cosacos, que no le perdían un momento de vista, ni se preocupaba mucho de la cadena que sujetaba sus manos.

Mucho más joven que su compañero, pues sólo tendría unos veinte años, miraba a sus guardianes con gesto amenazador y sostenía valientemente sus miradas.

Cuando apenas distaba el vapor una milla de Tobolsk, el más joven de los presos dijo, volviéndose al otro, que parecía muy preocupado:

—¿Es aquí, coronel, donde sabremos la suerte que nos está reservada?

—¡La suerte! —respondió el interpelado, bajando la cabeza—. Ya está decidido nuestro destino, Iván: la Siberia nos aguarda.

—Es que todavía no sabemos dónde nos enviarán.

—Ya nos lo dirán en Tobolsk.

—¿Iremos muy lejos?

—Sin duda. Los hijos de Polonia y los nihilistas inspiran mucho miedo al Gobierno, que cuidará de mandarnos a las minas más lejanas, para quitarnos toda esperanza de volver.

—¿Y dónde están esas minas?

—En Werhojansk o más lejos, en Nijnekolymsk, a siete mil kilómetros de Moscú.

—¿A siete mil kilómetros…? ¿Y tardaremos mucho en llegar?

—Dos años, lo menos.

—¿Y hay que viajar a pie?

—Sí.

—Entonces, tal vez podamos huir.

Una larga sonrisa frunció los labios del coronel al oír a Iván.

—¡Huir! —dijo en voz muy baja, para que no le oyeran los cosacos—. ¡No sabéis, Iván, lo que es la Siberia ni lo que son esas cadenas vivientes que marchan por la interminable wladimirka! ¡Cuando os hayan agarrotado las piernas con el infame hierro y el hambre, el frío y las marchas forzadas debiliten y extenúen vuestro cuerpo, entonces no pensaréis en huir…! ¡No, Iván, no conocéis la Siberia!

—¡Me estremecéis, coronel!

—¡Más os asustaréis luego, mi pobre compañero de desventuras!

—¿Viajaremos en compañía de otros?

—¡Quién sabe los centenares de infelices que nos esperan en las prisiones de Tobolsk!

—¿Todos desterrados políticos?

—Y ladrones y asesinos, que viajarán en nuestra compañía, comerán con nosotros y compartirán las duras tablas del camastro.

—¿Nosotros con ladrones? —exclamó Iván, palideciendo—. ¡No, imposible! ¡Nosotros no somos asesinos!

—¿Qué importa eso al Gobierno y a nuestro padre el zar? Ellos no establecen diferencia alguna entre los que luchamos por una idea y el ladrón que roba y mata. Al contrario, porque nos temen más nos tratan peor que a los asesinos.

—¡Oh, pero yo…! —dijo Iván, mirando ferozmente a los cosacos y amenazándoles con el puño.

Un oficial, que vio su actitud hostil, acercóse a Iván, diciéndole con desprecio:

—¡Estoy oyendo tus bravatas, y vas a probar el látigo! ¡A callar, canalla!

—¡Es que yo…! —respondió Iván, dirigiéndole una mirada aguda como la punta de un puñal.

—¡Qué te calles!

—¡Nadie puede impedir que hable!

—¡Te lo prohíbo yo, perro nihilista!

—¡El perro serás tú! —contestó Iván, furioso.

Ante aquel insulto, el oficial permaneció suspenso un instante, y en seguida, impasible, empuñó el látigo y se fue hacia Iván.

—¡Puedes pegarme a tu placer…! ¡Mis espaldas llevan ya las sangrientas señales de tu infame knut!

Esta respuesta irritó doblemente al cosaco, que dio un terrible latigazo a Iván; pero las bolas de plomo con que terminaban las correas del látigo no dieron en la espalda del prisionero.

El coronel, rápido como el relámpago, se colocó ante su compañero, recibiendo el latigazo.

—¿Es así como se respetan las órdenes de nuestro padre el zar? —dijo el gigante con voz tranquila, pero mirando ferozmente al oficial—. ¿Ignoráis, señor oficial, que están prohibidos los castigos corporales, y es preciso que os lo recuerde yo, un condenado, pero que no hace un mes era todavía vuestro superior…? ¡Ah…! ¡Pero lo sé bien…! ¡En el fondo de la Siberia los soldados de Rusia y los polizontes no se avergüenzan de empuñar el infame knut destrozando con él las carnes de los infelices que el Destino ha puesto en sus manos…! ¡Pero todavía, señor oficial, no estamos en las minas, en aquellos antros cerrados a las miradas humanas…! ¡Fuera ese látigo!

Una sonrisa burlona se dibujó en los labios del oficial, en tanto que sus hombres, por precaución, armaban sus fusiles.

El prisionero alzóse del asiento y, avanzando hacia el oficial, le gritó con un tono que demostraba su costumbre del mando:

—¡Fuera esa fusta he dicho…! ¡Tal vez algún día volváis a ver al coronel Wassiloff, y entonces sentiréis el peso de sus brazos!

El cosaco ya no reía y el brazo con que sostenía el látigo cayó lentamente.

—Es verdad —dijo, después de algunos momentos de silencio—. Nuestro padre el zar no quiere que se emplee contra los desterrados ni el látigo ni el knut.

Y volvió bruscamente la espalda a los prisioneros, yendo otra vez a apoyarse en la amura del barco, mientras el coronel se sentaba de nuevo junto a Iván, haciendo sonar lúgubremente sus cadenas.

—¡Gracias, coronel Wassiloff! —dijo conmovido el joven—. ¡Es la segunda vez que me libráis del látigo de esa canalla!

—Sed prudente —le contestó el coronel—. Aquí todavía puedo hacerme respetar algo por el grado y la posición que ocupaba; pero cuando forme parte de la cadena viviente seré un condenado perpetuo y me confundirán con toda clase de desgraciados. Evitad, pues, suscitar cuestiones ni enardecer a los cosacos. He ahí el kremlin —añadió variando de tono—. Dentro de una hora sabremos nuestra suerte, a menos que…

—¿Qué decís? —le interrogó Iván, viendo que el coronel se interrumpía bruscamente.

—Que debamos sufrir un nuevo interrogatorio.

—Lo resistiremos igual que el otro.

—¡Es mucho más terrible!

—Os comprendo. Tratarán por todos los medios de arrancarme los nombres.

—Sí, Iván.

—¡Pues no hablaré!

—Estamos en Siberia, Iván.

—¡Os digo que no hablaré!

—Lo dudo.

—¿Me creéis capaz de traicionar a mis compañeros?

—No; pero os arrancarán los nombres.

—Resistiré.

—La policía rusa no se detiene ante ninguna infamia. La Siberia no es Rusia, y lo que aquí pasa no se sabe ni en Moscú ni en San Petersburgo.

—¿Queréis asustarme, coronel?

—¿Por qué? Sólo deseo poneros en guardia, mi pobre compañero.

—Pero… ¿creéis?… —le preguntó Iván, mirándole con profunda inquietud.

—¡Qué el tormento os obligará a declarar!

—¡Resistiré los más crueles martirios, y no nombraré a ninguno! ¡Lo juro!

—Sois un joven valiente, y os admiro.

Después, como hablando consigo mismo, añadió el coronel:

—Me matarán, pero no sabrán los nombres de mis compañeros… ¡Pobre María Federowna! —murmuró con voz angustiada.

—¡Algún profundo dolor os destroza el alma, coronel! —dijo Iván, que lo miraba atentamente.

—¡Es verdad! —respondió, bajando tristemente la cabeza—. ¡Ah! Cuando pienso en ella —añadió—, se me destroza el alma y siento que me falta el valor… ¡Pobre hermana mía!…

—¡Tobolsk! —gritó en aquel instante el piloto.

El coronel se levantó, sacudiendo furiosamente la cadena que le oprimía las muñecas*

—¡Ahora! —dijo con fiereza—, ¡preparémonos para la lucha!

CAPITULO II. EL «ISPRAVNIK»

El vapor maniobró diestramente y bien pronto atracó junto al muelle.

Algunos cosacos de infantería, con el colbak de pieles calado hasta los ojos para defender las orejas del frío agudísimo que venía de la estepa, aguardaban en un lanchón, haciendo resonar en la madera las culatas de sus fusiles.

Avisados del arribo de los dos prisioneros, acudieron para prestar auxilio a los guardianes en caso de necesidad.

—Vamos —dijo el oficial de cosacos, volviéndose hacia el coronel e Iván—. El ispravnik (jefe de policía) os espera, y no es prudente, por vosotros mismos, ponerle de mal humor.

—Estamos a vuestra disposición —contestó el gigantesco coronel con voz tranquila.

Desembarcaron, y como era bastante temprano, aún estaban desiertas las calles que atravesó la comitiva de guardias, en cuyo centro iban los dos presos.

Sólo encontraron a algún que otro tártaro envuelto en su larga zamarra y con la cabeza cubierta con un gorro de piel de oso o de lobo, cuya silueta se esfumaba entre la niebla espesa y fría que envolvía a la ciudad.

La comitiva, a la que se unieron los cosacos que aguardaban la llegada de los prisioneros, cruzó la ciudad baja, yendo los guardias con los fusiles preparados a todo evento, aunque fueran a descargarlos contra el coronel y su compañero al primer intento de fuga.

Una vez en el kremlin, y después de cruzar la férrea puerta de la muralla, llegaron hasta el pabellón del jefe de la policía.

Cambiado el santo y seña con los centinelas que aguardaban la entrada, los prisioneros fueron conducidos a una celda de unos cuatro metros cuadrados, con su ventanuco defendido por gruesos barrotes de hierro, y en la que había, como único mobiliario, un banco de madera inclinado: el lecho de los presos.

La pesada puerta con planchas de hierro se cerró tras ellos, que quedaron en silencio, escuchándose sólo los acompasados pasos de un centinela que vigilaba fuera.

—Tengo una duda, coronel.

—¿Cuál?

—Que las torturas que sufren los desterrados sean más crueles aún de lo que se cree en Rusia.

—Más tarde lo sabréis, y desearéis la muerte como único recurso de salvación y libertad.

—¿Y cómo puede permitir el zar tales infamias?

—Él las ignora. Las voces de los desgraciados que padecen aquí no llegan hasta su palacio.

—¿Y ésta es nuestra habitación? —preguntó Iván—. Ni vidrios para defendernos del frío, ni cubiertas en la cama, ni nada. Verdaderamente, coronel, la administración siberiana es muy económica.

—Y gracias que ahora nos cobija un techo. Después, hasta de él careceremos.

—Así se desharán de los desterrados, a fuerza de pulmonías.

—¿Y qué les importa a ellos nuestra muerte? Mejor; así tienen uno menos a quien vigilar.

—¡Silencio, coronel!

—¿Qué pasa?

—Alguien se acerca.

—El ispravnik —murmuró el coronel lanzando un hondo suspiro—. ¿Podremos resistir las artes diabólicas de este hombre?

Algunos hombres se habían detenido ante la entrada, cosacos sin duda, porque se oyeron chocar pesadamente contra el suelo las culatas de los fusiles.

La puerta se abrió, y un oficial de cosacos gritó desde ella:

—¡Sergio Wassiloff!

—El coronel palideció ligeramente; pero, repuesto en seguida, estrechó la mano de su compañero de infortunio y se adelantó, diciendo:

—Yo soy. ¿Dónde vamos?

—A ver al ispravnik.

—Estoy pronto.

Dirigió una última mirada a su compañero, que parecía presa de una viva inquietud, y después siguió al oficial y a los cuatro soldados que le acompañaban.

Después de atravesar un largo corredor, penetraron en una vasta estancia, en uno de cuyos ángulos ardía una gran estufa que esparcía grato calor. Sentado ante una mesa, con tapete verde, veíase un hombre de cincuenta años aproximadamente, alto, robusto y cubierto con una amplia pelliza. Tenía la cara dura y repulsiva; la nariz afilada y los ojos azules, que lanzaban destellos imponentes.

Era el ispravnik, el hombre más poderoso entre las autoridades siberianas, después del gobernador general, y a quien bastaba una leve seña para lanzar a un infeliz al fondo más espantoso de las minas de las estepas.

Dirigió al coronel una mirada aguda, y después, con voz seca, comenzó el interrogatorio, arrellanándose en su amplia poltrona:

—¿Vuestro nombre?

—Ya lo sabéis —contestó el coronel con voz firme.

—No importa. Debo oírlo de vuestros labios.

—Sergio Wassiloff.

—¿Vuestro grado?

—Coronel del regimiento de Finlandia.

—¡Y cómo habéis honrado el cargo!

—¡Señor…! ¡Tenéis el derecho de interrogarme, pero no de dirigirme insultos!

—Ahora no sois nadie, sino un miserable desterrado.

—¡Basta, señor jefe de la policía siberiana!

—¡Bueno…! ¡Ya os domarán con el látigo!

—¡Mataré al que lo intente!

—Y los míos os matarán a vos.

—¡No temo la muerte! ¡La he desafiado muchas veces en Crimea, y aquí, en el pecho, llevo todavía las señales del plomo de los enemigos de Rusia!

—¡Acabemos! ¿Vuestra edad?

—Treinta y seis años.

—¿Dónde habéis nacido?

—En Varsovia.

—¡Ah! ¿Sois polaco? Ahora lo comprendo todo.

—¿Qué queréis decir?

—¡A mí no se me interroga! ¿Sois casado?

—No.

—¿Tenéis parientes?

El coronel no respondió. Una emoción tremenda hacía temblar a aquel hombre valeroso.

—¿No me habéis oído?

—Sí.

—Pues contestad.

—Nada: mi sola persona debe responder ante los magistrados del zar.

—Os engañáis. Tenemos que conocer a los parientes de los desterrados.

—No los tengo.

—¡Mentís! Tenéis una hermana.

—Ha desaparecido hace seis meses.

—Vos la habéis hecho desaparecer.

—Pues buscadla.

—La encontraremos, no lo dudéis.

—Pero ¿intentáis complicarla en este infame proceso? ¿Queréis traerla a Siberia…? ¡Ella aquí, entre forzados…! ¡Oh…! ¡Jamás!

—No se trata de complicarla. Decid dónde está, y con ello mejoraréis vuestra posición.

Ante tales palabras, el coronel sonrió amargamente y repuso:

—¡Mejorar mi condición!… Sé lo que vale esa frase, señor policía.

—¿Tratáis de injuriarme? —gritó impetuosamente el ispravnik.

—Haced lo que queráis —contestó el coronel—. Nada puede mejorar mi destino; ya lo sé.

Ante aquella audacia, el policía permaneció un instante silencioso. Era la primera vez que se veía ante un hombre que osaba sostener sus miradas, y en vez de aumentarse su furor, sintió que se le apagaba.

—Tenéis valor —dijo con voz lenta—. Lástima que vuestro delito prive al zar de un jefe tan bizarro.

Paseóse lentamente por la estancia durante algunos minutos, y después, parándose, se encaró con el coronel y le espeto:

—¡Sois nihilista!

—¿Quién lo dice?

—El jefe de la policía de Riga.

—Es cierto; me han detenido y procesado por esa acusación; pero no hay prueba alguna contra mí.

—Se ha encontrado en vuestra casa un manifiesto nihilista.

—No lo niego; pero ¿eso significa que yo pertenezca a tal sociedad?

—Para un soldado del zar, sí.

—Yo no he dicho que pertenezca al nihilismo.

El jefe de la policía levantó los hombros como negando crédito al coronel, y luego murmuró:

—Os han condenado a perpetuidad.

—¿Y creéis que la Justicia no comete errores?

—¿La rusa?

—¡Oh! ¡Más que las otras! El miedo al nihilismo hace extremar los castigos.

—¿Qué sabéis vos? Además, existe el convencimiento de que formáis parte de esa horda de miserables asesinos.

—¿Asesinos?… ¡Mentís! —exclamó el coronel, rojo de indignación.

—¡Hola!… ¿Protestáis?

—Sí, porque llamáis asesinos a los que luchan por una idea noble, por la libertad de Rusia.

—Matando para ello al zar, si pudieseis, ¿no es eso?

—No, los hijos de la joven Rusia no matan. ¡Odian al zar, no como hombre, sino como déspota, y odian las injusticias y las infamias que la policía rusa comete en nombre del zar!…

El ispravnik, que hasta entonces había permanecido en calma, cambió de repente. Sus ojos echaban fuego, y su fisonomía se alteró hasta ponerse horrible.

—¡Miserable! —gritó con voz de trueno—. ¡Eres un traidor!… ¡Perteneces a esa secta sanguinaria y aborrecida!… ¡Los nombres, los nombres de tus cómplices, o si no…!

Sergio Wassiloff, que había permanecido tranquilo ante aquella explosión de cólera, se encogió de hombros y dijo con ironía:

—¡Continuad!

—¡Yo sabré arrancarte esos nombres!

—¡Intentadlo!

—¡Ah! ¿Me desafías?

—Sí, porque no tengo cómplices que denunciar.

—¡Ahora verás!… ¡Guardias! Introducid al otro preso.

Los cuatro cosacos y el oficial que estaban junto a la puerta, decididos a caer sobre el coronel si éste hubiera osado rebelarse, salieron, mientras el ispravnik se sentaba nuevamente en su poltrona, dándose nerviosos golpecitos en las piernas con una pequeña fusta.

Pocos instantes después volvieron los cosacos empujando ante ellos a Iván. El joven, que no se asustaba fácilmente, iba, sin embargo, pálido y tembloroso, recordando las palabras que poco antes le dirigió el coronel.

—¿Llegó mi vez? —preguntó, inclinándose ante el ispravnik.

—Sí, perro conspirador. Mira a este hombre. ¿Le conoces?

CAPITULO III. LOS ARENQUES

Ante aquel insulto, Iván levantó fieramente la cabeza, como si de repente hubiera desaparecido su temor.

—Creo que me habéis llamado perro —dijo, apretando los dientes y adelantando un paso.

—¿Qué te importa?… ¿Quién eres tú?

—¡Un hombre, señor!

—Que ahora vale menos que un perro —repuso el ispravnik con desprecio.

—Se conoce que sois polizonte ruso.

—¡Calla, granuja! Y ahora, contesta a mi pregunta: ¿Conoces a este hombre?

—No.

—¡Mientes!

—No le conozco.

—Lo veremos. ¿Cómo te llamas?

—Iván Sandorff.

—¿Ocupación?

—Estudiante de la Universidad de Odesa.

—¿Tienes familia?

—No.

—¿De qué vives?

—De mis rentas.

—¿Eres rico?

—Lo era. El Gobierno me lo ha confiscado todo.

—¿Tienes parientes?

—Sí.

—¿Ricos?

—Riquísimos.

—¿Sabes que estás acusado?

—Sí, y me han dicho que de nihilista.

—Y lo eres.

—Os engañáis.

—En tu casa se han encontrado documentos que te comprometen.

—Pertenecían a un compañero mío.

—¿Dónde está ese compañero?

—Logró fugarse una semana antes de mi arresto.

—¿Has estado en Riga?

—Varias veces.

—Y allí conociste al coronel Sergio Wassiloff.

—Le he visto por primera vez en el buque que nos ha conducido aquí.

—¡Mientes! Lo conocías ya.

—Como os parezca, si no me creéis.

—Sí, y los dos formabais parte de la banda nihilista.

—¡Si yo estudiaba en Odesa! ¿Iba a estar en todas partes?

—¿Te chanceas, canalla?

—¡Es tan ridícula vuestra suposición!…

—¡Basta, desterrado!… ¡Ya hablaréis!…

Y dirigiéndose a los cosacos, añadió:

—Conducid a estos hombres a su celda y que les sirvan la «comida ardiente», ¿me entendéis? ¡Andad!

Los cosacos, con su acostumbrada brutalidad, condujeron a los prisioneros no a la celda de antes, sino a otra más lóbrega, con una alta ventana fuera del alcance de los infelices.

Nada se veía en ella, excepto una cuba vacía y un canasto.

¡Cosa extraña! A pesar de que la ventana no tenía cristales ni en la celda se veía lumbre alguna, la temperatura era muy elevada.

—¡Qué lujo! —exclamó Iván—. Se han compadecido de nosotros y nos obsequian con calefacción.

El coronel no contestó y se dejó caer sobre la cama.

Al verle tan abatido, Iván se le aproximó, diciéndole al estrecharle fuertemente la mano:

—¡Valor, coronel! ¡Ya vendrán días mejores!

El coronel levantó tristemente la cabeza y correspondió al cariñoso apretón de manos de Iván.

—Sí —añadió éste—. No hay que dejarse abatir. Hay que demostrar a ese cruel polizonte que somos hombres de valor.

—El valor no me falta. Pero tengo una hermana…

—La veréis algún día.

—No conocéis las minas de Siberia, Iván.

—Pero podemos huir, como lo han hecho otros.

—¡Silencio! ¡Estos muros tienen oídos!

—¡Caramba! ¿No notáis que hace aquí un calor extraordinario?

—Sí, lo menos de treinta grados, cuando fuera la temperatura es de quince bajo cero.

—¿Y por dónde entra ese calor?

—¡Quién sabe!

—¿Será esto el principio de alguna tortura?

—Todo es posible.

—¡No, pues yo no me dejo cocer vivo!

—No llevarán las cosas tan adelante, Iván. Saben que tengo parientes poderosos en Moscú y San Petersburgo, que un día podrán informar al zar de su conducta.

—Pues el calor sigue en aumento, y yo apenas puedo ya soportarlo.

En efecto, parecía que llamas invisibles invadían la estancia, cuyo pavimento empezaba a quemar los pies de los prisioneros.

Bien pronto les acometió una ardiente sed, que aumentaba a la vista de aquella cuba vacía.

El estudiante, menos sufrido que el coronel, cogió la cuba y la arrojó contra el suelo. Al golpe se presentó un carcelero tan alto como el coronel.

—¿Qué queréis? —preguntó rudamente.

—Beber. Se os ha olvidado poner agua en la cuba, amigo.

—¡Amigo! —exclamó el carcelero, mirando a Iván con insolencia—. ¡Ningún prisionero debe darme ese título!

—¿Quieres que te llame Señoría?

—Sí; ése es el tratamiento que deben damos los presos.

—¿No os parece eso ridículo, coronel?

—¡Silencio! —interrumpió el carcelero—. ¡Aquí impera sólo el látigo!

—Pero ¿te has creído que eres alguien?

—¡Callad, Iván! —dijo el coronel.

—¡Qué el diablo te lleve, carcelerillo! Vaya, trae agua y que apaguen la estufa. Nos molesta.

—¡La estufa! —exclamó con ironía el carcelero—. El agua se os servirá después de la comida.

Y salió de la celda, volviendo a poco con un barrilillo lleno de arenques salados, dos panes negros de un kilogramo cada uno y una cuba de dos litros de agua de cabida.

—¿Es éste nuestro banquete? —preguntó Iván.

—Podéis despacharlo a placer; pero cuidad de economizar el agua —añadió con burla el carcelero.

—¿Por qué? ¿Escasea acaso el agua por aquí?

—Yo me entiendo —dijo el cosaco, marchándose y corriendo los cerrojos de la puerta.

—¡Cómo nos tratan, coronel!

—Somos desterrados.

—En fin, menos mal que los arenques abundan.

—Tal vez en ese barril se oculte algo contra nosotros.

—¡Bah! No hay que entristecerse. Comamos.

—Es que ese alimento salado nos producirá una sed rabiosa, y nos han traído muy poca agua.

—Ya procuraremos que nos sirvan otra ración.

Y el alegre estudiante, que tenía un hambre de lobo, se puso a devorar arenques, dando enormes bocados al pan. El coronel no pudo menos de imitarle.

Aquellos arenques terriblemente salados y aquel calor de horno les produjeron tal sed, que en pocos minutos despacharon la escasa provisión de agua.

—Durmamos, Iván. El sueño nos calmará un tanto.

Se arrojaron sobre el camastro, acomodándose lo mejor que pudieron en aquellas tablas desnudas, y bien pronto el silencio que allí reinaba y el calor les fueron adormeciendo, hasta quedar profundamente dormidos.

Poca duración debió de tener su sueño, pues cuando despertaron era todavía de día.

—¡Demonio! —dijo Iván—. ¡Esos condenados arenques!… ¡Y este calor!…

—Me temo —contestó el coronel— que lo del alimento ardiente sea un género de suplicio.

—¿Qué queréis decir? —interrogó el estudiante estremecido.

—Que nos esperan ratos espantosos.

—¡Ah, no! —gritó el estudiante—. ¡Esta canalla no ha de matarnos!

Y agarrando el barril de arenques, lo estrelló contra la puerta.

—¡Abrid! —gritó.

—¡Silencio, o hago fuego! —contestaron desde fuera.

—¡Qué el diablo os lleve! —dijo Iván—. ¡Abrid!

—¡Silencio os digo! ¡Es la consigna!

—¡Pero traed agua!

—¡El látigo es lo que llevaré!

—¡Me muero de sed!

—Pues come arenques y la calmarás.

—¿Te burlas?

—No. Cuando confeséis, se os dará de beber.

—¡Miserables!

—Se os aplica el suplicio del arenque. Ya hablaréis. Antes de veinticuatro horas el jefe lo sabrá todo.

Ni el coronel Sergio ni Iván respondieron. Ambos habían quedado como heridos por el rayo.

CAPITULO IV. EL TORMENTO DE LA SED

Por más que hace ya más de doce años que el zar abolió los castigos corporales a los desterrados a Siberia, siguen en aquella región imperando las torturas más horribles, y el knut, la disciplina de cuero endurecido, con bolas metálicas provistas de pinchos, es el que da la voz de mando en el interior de las minas, al caer con fuerza brutal en las espaldas de los condenados.

La policía siberiana, la más brutal y sanguinaria del mundo entero, recurre a tormentos, principalmente en las ciudades fronterizas a Europa, que no dejan señal en los infelices que los sufren, evitando así que las quejas puedan basarse en indelebles cicatrices y que lleguen a oídos del zar sus atroces procedimientos.

Una de las torturas que más frecuentemente emplean es la llamada del arenque; no hiere, no produce sangre, y, sin embargo, el desgraciado que la sufre tiene que confesar todo lo que sus verdugos quieran, para librarse del tormento de una sed rabiosa. Si no ceden, les enseñan botellas llenas de agua cristalina, frutas fresquísimas, todo cuando más les excite, y es raro el que no acaba por doblegarse.

El coronel había oído hablar vagamente de aquellas torturas; pero nunca llegó a creer en su existencia. Por eso, al oír al carcelero, quedó paralizado por el terror.

—¡Infames! —murmuró con voz ronca.

En seguida tuvo un acceso de furor, y sus brazos, aunque encadenados, redujeron a astillas las tablas del camastro y las lanzaron después sobre la puerta como formidables arietes.

—¡Abrid! —tronó enronquecido.

—¡Silencio, o disparo!

—¡Quiero ver al ispravnik! ¡Qué se me conduzca a su presencia! ¡Soy el coronel Wassiloff!

—¡Anda a buscarlo tú! —le contestaron burlándose.

—¡Abrid o derribo la puerta! ¡El zar ha prohibido en absoluto que se torture a los hombres!

—¡Basta! —dijo un cosaco, asomando por la mirilla el cañón del fusil—. ¡Silencio, u os mato!

—¡Pues bien, matadme!

Y se precipitó hacia la puerta; pero Iván logró detenerle, diciéndole al oído:

—¡Debéis vivir, señor!

—¡No temo a la muerte!

—¡Por vuestra hermana!

Ante aquella palabra, la cólera del coronel desapareció como la nieve a los rayos de un sol espléndido.

—¡Mi hermana! —dijo con doloroso acento.

Y sacudió con rabia sus dedos, humedecidos al llevárselos a los ojos.

—¡Gracias, Iván!

No dijo una palabra más, y se apoyó contra la pared, abatido y sombrío.

El cosaco, viéndole calmado, retiró el fusil y siguió su paseo.

Iván, en tanto, cada vez más mortificado por aquel calor horrible, sentía que la sed comenzaba a enloquecerle.

La lengua, seca como un trozo de cuero, no podía apenas articular palabra, y su garganta parecía despedir fuego. El coronel experimentaba iguales síntomas, y ambos desgraciados lanzaban gemidos roncos de sus pechos.

Iván, cada vez más decaído, intentaba refrescar su lengua pasándola con paroxismos de rabia por las paredes; pero éstas, caldeadas por aquel invisible fuego, aumentaban sus atroces martirios.

De cuando en cuando, el silencio de muerte que allí reinaba era interrumpido por las roncas voces del coronel, que decía:

—¡Agua! ¡Agua!

Pero sus lamentos no tenían contestación.

De pronto, se levantó sobre sus rodillas, y acercándose a Iván, le dijo:

—¿Quieres beber?… ¡Toma, esta agua es muy fresca!… ¡Bebe!

El desgraciado, presa del delirio, reía de un modo que daba horror.

—¡Agua, agua! —articuló Iván, incorporándose al oír al coronel. Y por un fenómeno nada extraño, dado el confuso estado mental en que se encontraba, soltó él también una estentórea risotada.

En aquel instante la puerta se abrió y un hombre portando una linterna irrumpió en la celda.

—¿Qué sucede?… ¿Qué escándalo es éste? ¡Centinela!

Un momento después el calabozo era invadido por cosacos y carceleros.

—¡Agua, agua!… ¡Infames! —repetían sin cesar los infelices prisioneros.

—Más tarde, si el jefe lo permite —contestó uno de los cosacos.

—Llevadme ante él —replicó Iván.

—¿Hablarás?

—No…, sí…, ¡hablaré!

—Sígueme.

—¿Adónde?… —preguntó Iván, despertando como de un espantoso sueño.

—A la presencia del ispravnik. Ven tú también.

—Sí…, sí… ¡Quiero estrangularlo!…

Los cosacos cogieron a los prisioneros por debajo de los brazos, sin que opusieran resistencia alguna, y casi arrastrando los llevaron a la sala donde habían sufrido el interrogatorio.

Pero aquella estancia estaba completamente transformada. Más bien que dependencia de una prisión, parecía un comedor espléndido.

Candelabros de plata iluminaban una lujosa mesa, en la que había suculentos y apetitosos manjares, vinos exquisitos y garrafones de agua transparente que brillaba con titilaciones de diamantes en las facetas de las botellas.

En torno de la mesa se veían cinco cómodos sillones, dos vacíos y los otros ocupados por el ispravnik y dos inspectores.

—¡Ah! —exclamó el jefe de la policía al ver entrar a los prisioneros—. Parece que la noche os ha dado un buen consejo, coronel.

Este no respondió. Sus ojos se habían fijado con obstinación feroz en los garrafones de agua. De pronto, y como acometido por un vértigo, lanzóse con fuerza irresistible hacia la mesa, dando un grito que nada tenía de humano, en tanto que Iván caía sobre sus rodillas, diciendo:

—¡Agua! ¡Agua!

Los cuatro cosacos que les habían conducido hasta allí los separaron de la mesa, amenazándoles con las bayonetas, para impedir que se acercaran nuevamente; pero el coronel, cogiendo uno de los fusiles, echó por tierra al soldado que lo sostenía.

El polizonte y los dos comisarios se levantaron pálidos por el terror, empuñando los revólveres que llevaban a la cintura.

—¡Wassiloff, abajo ese arma! —gritó el jefe de la policía al coronel, viéndole con el fusil del soldado en la mano.

—Pues dadme de beber.

—¡Abajo el arma! —replicó el ispravnik, apuntándole con el revólver.

—¡Matadme! —respondió Sergio.

Apenas había pronunciado estas palabras, le faltaron las fuerzas, cayendo pesadamente al suelo. Los cosacos iban a abalanzarse sobre él, pero el policía los contuvo con un gesto y dijo al coronel:

—Declarad quiénes son vuestros cómplices y cesarán vuestras torturas.

—¡Jamás! —balbució el coronel con suprema energía.

—Haréis un inmenso servicio al zar, nuestro padre.

—¡No!… ¡No… soy un vil!

—Si lo hacéis, os juro que imploraré vuestro perdón.

—¡No!

—Pero ¡desgraciado! ¿Y vuestra hermana? ¿Queréis perder la esperanza de verla un día?

Un rápido estremecimiento conmovió al coronel. ¡El perdón! ¡Volver a ver a su hermana!… ¡Abandonar aquel infierno de hielo y de tormentos que se llama Siberia! ¡Ver nuevamente la patria! ¡Qué milagro para aquel desgraciado! Pero todo esto elegía una traición, equivalía a la muerte para sus amigos… ¡Ah, no! El coronel Wassiloff no era un traidor.

Ante aquel pensamiento, una ola de sangre le subió a la cabeza, y su cara enrojeció de indignación.

—¡No!… ¡Jamás!… —gritó con un supremo esfuerzo—. ¡Podéis matarme! ¡No diré una palabra!

Después, y como si se hubiera agotado su energía en aquel último grito, cayó pesadamente de cabeza sobre la alfombra y lanzó un ronco gemido.

El ispravnik le contempló algunos minutos silenciosamente, y después murmuró:

—Todo es inútil; estos hombres no se acobardan. Los polacos se dejan matar, pero no hacen traición. ¿Y el otro? Veamos si confiesa.

Se acercó a Iván, que permanecía silencioso en el suelo, y le dijo:

—¿Puedes hablar?

El estudiante hizo un gesto negativo.

—Te daré a beber el agua pura de una de esas botellas, pero con una condición: que digas los nombres de tus cómplices.

El estudiante, sin dejar de mirar la botella de agua, movió enérgicamente la cabeza a las últimas palabras del policía, emitiendo un sonido confuso, que equivalía a un «no» terminante.

—¡Pues te dejaré morir!

El estudiante levantó los hombros con indiferencia.

—¡Pero habla, desgraciado!

—¡No! —dijo Iván.

El jefe de policía, lejos de encolerizarse ante tan terminante negativa, parecía satisfecho.

«El ruso vale tanto como el polaco —dijo para sí—. Ya se encargará la policía de San Petersburgo de descubrir a los cómplices de estos nihilistas. Yo he hecho cuanto he podido, y no puedo matarlos».

Después, volviéndose hacia un inspector, le dijo:

—Señor Brainin, ¿dónde se encuentra la columna de los forzados?

—El correo que llegó ayer me dijo que está junto a Camiscenk.

Pues llevad a estos hombres a su encierro, y que les den de comer y de beber. Mañana por la mañana saldrán en una silla de posta y alcanzarán a la columna en Omsk o en Cainsk.

—¿Y la cadena?

Ya se la pondrán allí. Que lleven una buena escolta, pues se trata de dos hombres peligrosos.

CAPITULO V. LA ESTEPA DE LA BARABA

A la mañana siguiente, una taranta, tirada por tres caballos y escoltada por ocho cosacos, jinetes en briosas cabalgaduras, atravesaba la ciudad a todo correr y se dirigía hacia la inmensa estepa que blanqueaba en el horizonte. Las tarantas, muy usadas en Rusia y en Siberia, son unos cochecillos construidos con admirable sencillez, que permite guiarlos hasta por los bordes de las selvas, y que son facilísimos de arreglar si les ocurre alguna avería. Se componen de largas y flexibles traviesas de pino blanco, las cuales sostienen una caja muy ligera, recubierta de un toldo de pieles.

Cuatro ruedas sostienen el primitivo vehículo, que carece en absoluto de muelles, por lo que los desgraciados viajeros que los ocupan sufren toda clase de choques y de sacudidas, y acaban en pocas horas por sentirse rendidos, molidos y doloridos, como si les hubieran dado una atroz paliza.

El interior lo ocupaban un vigilante armado hasta los dientes y nuestros dos prisioneros tan fuertemente encadenados, que apenas podían mover los brazos y las piernas.

Ambos iban tranquilos, y distraían sus tristes pensamientos mirando el árido paisaje.

Veían pasar rápidamente las casas, que parecían huir de la taranta, a derecha y a izquierda, y de cuando en cuando el albo manto de nieve, no endurecida aún, que cubría la carretera, se manchaba con la negra silueta de algún viajero que casi enterraba sus piernas en el esponjoso y blanquísimo suelo.

Los tres pequeños y peludos caballos, excitados por el jemskik, que restallaba la corta y gruesa fusta, atravesaron con gran rapidez toda la parte oriental, y ganado el último puesto de guardia, se lanzaron a galope por la inmensa y nevada estepa que se abría ante ellos, perdiéndose hacia el Este.

La wladimirka, o sea la gran carretera siberiana, tan frecuentada por los pobres desterrados, corre desde Ekaterimburgo hasta la extremidad de aquel vasto Imperio, siguiendo la línea telegráfica que pasa por Kassinow, Iskin, Omsk, Elamsk, Kolywan, Tomsk, Krasnoiarsk, Nini-Ugingsk, Verkne, Nertschink, Albacine, Btagowstengsk, Radde, Orlomskaya, Alexandrowska y Nicolaws. Todo el camino se señala entre las hierbas de la estepa como una interminable cinta blanca, sirviendo de indicación a los jemskiks los palos colocados de distancia en distancia.

Grupos de pinos negros surgen acá y allá, a los lados de las cunetas llenas de nieve, aunque apenas había comenzado el invierno, se veían algunas pequeñas isbas, o sea una especie de cabañas construidas con troncos de árboles, y de cuyos agudos techos salía, rígida como una vara de metal, una columna de humo. También se veían algunos contados campesinos, ocupados en cortar leña de los grupos de cedros que crecían en los terrenos pantanosos, o en recoger la cosecha última, madurada entre aquellas primeras nieves.

Bien pronto árboles, cabañas y hombres comenzaron a desaparecer ante la taranta y su escolta, no divisándose más que la inmensa, la interminable y desolada estepa, cuya llanura monótona interrumpía de cuando en cuando algún que otro grupo de sauces, pinos y laureles, entre los que crecía una hierba alta y espesa, capaz de ocultar a un jinete con su caballo.

Muchas lagunas y pantanos aparecían a uno y otro lado de la carretera, cubiertos ya con una sólida capa de hielo, entre la cual revoloteaban, dando agudos gritos, bandadas de ánades, de ocas salvajes y de grandes pelícanos.

Los prisioneros y su escolta atravesaban en aquel momento la desolada y árida región que se llama la Baraba.

Es una especie de desierto, en el que sólo crecen gigantescas ortigas.

Todo aquel inmenso terreno es llano, sin la menor sinuosidad, y en todo él sólo hay un camino que lo cruce: la wladamirka.

—¡Qué desolación! —dijo Iván, que miraba con vivísimo interés aquella región cubierta de nieve—. ¡Se siente el corazón oprimido!

—¡Y cuántas riquezas podrían desarrollarse aquí si el Gobierno utilizara tan fértiles terrenos! Con lo que la Siberia produjera, habría para alimentar a cincuenta millones de habitantes.

—Se dice que la Siberia septentrional es espantosa, coronel, y hasta inhabitable.

—Espantosa, sí, porque en aquel clima sólo pueden crecer los pinos blancos y algunas que otras raquíticas plantas; pero inhabitable, no, Iván, os lo aseguro. Son muchas las tribus que viven en el Norte. Los samoyedos de aquella región ocupan sólo las costas, así como los ostiakos; los yakutos viven al lado del gran delta del Lena; los yonharkhirs, en el Kolima, y los koriakos y los cinkos, en la costa que llega al estrecho de Behring.

—Llevarán una existencia miserable.

—Al contrario, Iván. Aunque nada pueden obtener de la tierra, encuentran en el mar y en la caza su alimentación y hasta sus riquezas. Son pescadores muy hábiles, cazadores famosos, y en el pastoreo pocos pueblos les aventajan. Matan las gigantescas ballenas, las focas y las morsas y todos los animales de piel apreciada, y ya sabéis que entre éstas las hay que se pagan muy caras. Hay algunas que cuestan miles de rublos.

—¿Están cultivadas la Siberia central y la meridional?

—En muy pequeña parte, pues casi todos los habitantes sienten profundo horror por las faenas agrícolas. Sólo algunos rusos y tártaros cultivan el terreno hacia la región del Yenisei. Los demás sólo se ocupan del pastoreo, de la caza o de los trabajos en las minas.

—¿Es muy rica en minas la Siberia?

—Bastante, Iván. Las hay inagotables, como las de Nercinski, Zmeiogorsk, Darnaul, Kolgaven y Beresow, en el Lena, y las de Smeiow, en el Baikal. Abundan las de cobre, oro, plata y hierro, y no son escasas las que producen buenas esmeraldas. El Gobierno ruso obtiene de las minas de treinta y siete a cuarenta millones al año.

—¿Y en todas trabajan los desterrados?

—En la mayor parte.

—Y decidme, coronel, ¿son muchos los desterrados que hay aquí?

—Se calculan en trescientos mil. En mil ochocientos treinta y cinco había sólo noventa y nueve mil, entre ellos veinte mil mujeres; pero desde aquella época han aumentado espantosamente. Las insurrecciones polacas y el nihilismo han dado un contingente enorme.

—¿Hace muchos siglos que el Gobierno ruso está enviando caravanas de desterrados a trabajar en el fondo de las minas?

—Desde mil seiscientos noventa y siete, y el primer forzado que sufrió los horrores de la Siberia fue Samoiloff, de Ucrania, a quien desterraron a Tobolsk. La pena de destierro cayó entonces muy pronto en desuso, y no fue restablecida hasta mil setecientos noventa y nueve, aunque se aplicaba poco.

—Y ahora, sin duda, ¿espera el Gobierno ruso poblar la Siberia con los desterrados y los forzados?

—Ese es su sueño, pero no lo verá realizado nunca. Los duros trabajos de las minas, los sufrimientos por el clima, los malos tratos y las largas, eternas y penosas marchas producen enormes estragos entre los desterrados. Hace ya casi un siglo que Rusia manda sin cesar a Siberia numerosas caravanas, y la población permanece casi estacionaria, no superando los cuatro millones de almas.

—Una miseria para tan vastísima nación.

—Una verdadera miseria, Iván, cuando se piensa que esta región tiene una superficie de doce millones cuatrocientos seis mil novecientos cincuenta y cinco kilómetros cuadrados.

—Una tercera parte de Asia.

—Bien crecida.

Mientras así hablaban, tranquilos como si hicieran un viaje de placer o de instrucción, aunque fuera obligado, la taranta corría vertiginosamente por la estepa, recibiendo espesos copos de nieve, que brillaban a los pálidos rayos del sol como miríadas de diamantes.

Los tres caballos, excitados por el jemskik, no se detenían un instante. El de en medio, que sostenía la duga, haciendo tintinear constantemente la campanilla que colgaba debajo del arco, iba todo derecho, sujeto entre las varas, y los otros galopaban a su lado, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el conductor, como para saber si apretar el paso o detenerse.

La escolta no se separaba un solo instante de la taranta; aquellos cosacos, tan buenos jinetes como los gauchos de la Pampa argentina o los cowboys del Far-West, espoleaban sin piedad a sus pequeñas cabalgaduras, procurando que no resbalaran en la nieve endurecida o se hundiesen en la que aún estaba blanda. De cuando en cuando lanzaban salvajes gritos, como sus compatriotas de las estepas del Don, y se divertían en tirar por alto sus lanzas y sus fusiles y en cogerlos en seguida al vuelo. Á mediodía, después de una carrera de seis horas, la taranta se detuvo cerca de un bosquecillo de pinos en las inmediaciones de un estanque.

Era preciso dar un poco de reposo a los caballos, que no podían ser relevados más que en Vileulovsk, primera jornada entre Tobolsk y Omsk.

Los cosacos arrojaron a sus caballos algunas brazadas de gramíneas semigelatinosas cogidas en la estepa, y dieron a los prisioneros dos panes y algunos peces salados.

Después se arrojaron ellos sobre la nieve, como verdaderos osos blancos, y devoraron su rancho, abundantísimo y rociado con vino.

A las dos horas volvieron a emprender la marcha a través de la monótona estepa, y cruzando terrenos siempre iguales y desolados, divisaron al oscurecer las primeras casas de Vileulovsk.

CAPITULO VI. EL PEREGRINO

Vileulovsk es una mísera aldea que no tiene otra importancia que ser la primera parada de los forzados y desterrados que desde Tobolsk van a Omsk o a Tomsk, para proseguir después hacia Irkutsk.

Consta sólo de unas cincuenta casas, construidas de troncos de árboles, y de una vasta e inmunda cárcel para los forzados. Su población no pasa de ciento cincuenta habitantes, casi todos ellos tártaros, de ojos oblicuos como los chinos.

Esta raza, que ocupa una gran parte de la estepa meridional, es hospitalaria, laboriosa, leal, y se dedica principalmente a la ganadería.

La taranta atravesó el lugarejo a gran galope y se detuvo delante de la cárcel.

Los cosacos hicieron descender brutalmente a los prisioneros y los condujeron a una especie de cuadra o dormitorio con pequeñas ventanas guarnecidas de fuertes barrotes de hierro. El suelo estaba cubierto de un fango negro y pestilente, y a uno y otro lado se veían largas filas de camastros de tablas.

—Este es el dormitorio de los desterrados —dijo Sergio al estudiante.

—¡Esto! Yo diría mejor que es una pocilga.

—Hay que acostumbrarse, pobre amigo mío. Esto es un palacio. Esperad que nos reunamos a la cadena, y entonces veréis.

—¿Y adónde nos conducen?

—Me han dicho que la cadena viviente debía encontrarse ayer cerca de Tomsk, de modo que la alcanzaremos en Marünsk.

—Entonces nos queda mucho que galopar.

—Cinco o seis días. Y ahora tratemos de dormir, que el descanso nos es bien necesario.

Aunque el estudiante estuviera dispuesto a entregarse bien pronto al sueño, tardó bastante en quedarse dormido. El fango que cubría el suelo era tan pestilente, que casi lo asfixiaba. Además, en el camastro abundaban de tal modo los insectos, que tanto el estudiante como el coronel no podían descansar.

Cuando despuntó el alba sirvieron a los prisioneros un asqueroso plato de harina de maíz mal cocida con agua, y volvieron a subir a la taranta, a la que habían enganchado nuevos caballos.

La escolta estaba ya formada. El frío era intenso, aumentándolo un fuerte viento que helaba el rostro.

El cielo se mostraba con un azul purísimo, pues aquella región puede vanagloriarse de poseer el más limpio cielo del mundo, lo que la hace preferida por los astrónomos para sus observaciones.

La taranta, después de atravesar un puente de barcas, se lanzó por el camino de Camiscenk al galope tendido de los caballos, cuyos cascos resonaban en la endurecida nieve.

Algunos calmucos, que iban en busca de más benigno clima, aparecían de cuando en cuando por la extensión ilimitada de la estepa.

Estos pastores nómadas iban acompañados de sus mujeres, cubiertas las cabezas con altos sombreros, y las orejas adornadas de grandes pendientes de plata.

El frío era cada vez más intenso, haciendo sufrir mucho a los dos prisioneros, que no llevaban más abrigo que sus trajes ordinarios y que, además, no podían moverse por impedírselo las cadenas. El estudiante, en particular, acostumbrado al dulce clima de Odesa, iba casi helado.

—¡Infernal país! —decía—. ¡Vaya un frío el de Siberia!

—Esto todavía no es nada. Ya me lo diréis en enero —respondió el coronel.

—Voy a perder la nariz.

—No; para aquella época ya estaremos en las minas.

—¿Y qué temperatura habrá allí?

—La más fría del mundo.

—¿Más que en el Polo?

—Igual.

—Debe de ser irrespirable aquella atmósfera.

—No tanto; pero sus efectos son dolorosísimos, especialmente para los que no estamos acostumbrados a ella. A cuarenta y cinco grados bajo cero, la respiración se hace difícil: los ojos se cubren de lágrimas que se hielan en seguida, orlando los párpados de punzantes agujas; la respiración se cristaliza en los labios, y hasta los hombres más fuertes y robustos se ven acometidos de una torpeza y de una somnolencia continuas.

—¿Y qué hacen las personas de ese país cuando la temperatura llega a sesenta bajo cero?

—Tienen que permanecer en sus casas, porque si salen se les hielan la nariz, las orejas, los pies y las manos.

—Y ved, coronel, a los cosacos, qué alegres parecen con este frío.

—Ni ellos ni sus caballos lo sienten. Están acostumbrados.

A mediodía, y no obstante los trallazos del mayoral, la taranta estaba bien lejos del punto de relevo, por lo que los cosacos, después de la comida, hicieron un supremo esfuerzo, alentando a los caballos.

Vano intento; llegó la noche, y la nieve, que seguía cayendo, cegaba a hombres y bestias, arremolinada por un fuerte viento, tan frío que hería las carnes como finos puñales.

—¿Dónde pasaremos la noche? —exclamó Iván, que trataba de acercar su cuerpo al del coronel para sentir algún calor.

—No lo sé. La taranta no puede avanzar más.

—¿Pero qué hacéis? —preguntó el estudiante a los cosacos—. ¿Os parece que no tenemos frío?

—¡Calla, tú! —respondió el oficial—. ¿O es que imaginas que nosotros tenemos calor?

—¡Yo me hielo! —gritó Iván.

—¡Mejor! Un pillo menos.

—¡Ah, canalla!

—¡Una hoguera! —exclamó en aquel momento un cosaco.

En efecto, a la entrada de un bosque de pinos brillaba una luz.

¿Quiénes podían ser los hombres que acampaban al raso, con nieve y lobos hambrientos?

La taranta se dirigió hacia la hoguera y, ya cerca de ella, vieron a través de las llamas a un viejo de alta estatura, con larga barba blanca y vestido con una gruesa zamarra.

—¿Quién vive? —gritó el cabo de la escolta.

—¿Quién llega? —preguntó a su vez el viejo.

—Cosacos.

—Sean bien venidos alrededor de mi fuego. No os puedo ofrecer el pan y la sal, como los deberes de la hospitalidad imponen, porque Bogadoroff es un pobre peregrino.

—Que Dios sea contigo, santo hombre —contestó el cabo—. Siquiera esta noche no te comerán los lobos.

La taranta y los cosacos llegaron cerca de la hoguera, y el cabo desmontó, acercándose al peregrino.

—No serás un pillo, ¿verdad?

—¿Por qué esa pregunta? —contestó con calma el viejo.

—Porque andan por aquí muchos fugados de las minas.

—No soy de ésos. Ahí, junto al fuego, tengo la bolsa de las limosnas. Contiene dos mil seiscientos rublos para levantar una capilla en Ostrog.

Al oír el nombre de dicha ciudad, el coronel, que no había perdido una sílaba de la conversación, se estremeció de tal modo, que Iván, sorprendido, le preguntó el motivo.

Sergio le contestó con una seña imponiéndole silencio.

—¡Ah! —añadió el cabo de la escolta—. ¿Eres polaco?

—Sí.

—Pues has hecho un largo viaje. ¿Desde cuándo caminas?

—Desde hace dos años.

—¿Y hasta dónde has llegado?

—Hasta Irkutsk.

—¿Y vuelves ahora a Rusia?

—Sí; por el camino más corto. La suma que he recogido basta para erigir la capilla, y además, estoy muy viejo.

—¿Traes el pasaporte?

El viejo, en vez de responder, sacó un papel grasiento de uno de los bolsillos y se lo presentó al cosaco.

—Está bien —dijo éste, después de leerlo—. Eres un verdadero peregrino y aceptamos tu modesta hospitalidad.

CAPITULO VII. UNA CONFIDENCIA SECRETA

El viejo Bogadoroff era, en efecto, uno de esos peregrinos que emprenden extraordinarios y prolongados viajes que casi siempre duran años, sin más objeto que el de postular para dotar a su pueblo natal de un templo más o menos modesto.

Cuando en un punto cualquiera de Rusia se funda un pueblo nuevo, la colonia que en él se establece, y que está siempre compuesta de gentes devotas, elige el más robusto y ágil de sus hombres y le da el encargo de que salga a pedir limosna para reunir lo necesario para levantar la iglesia.

El peregrino sale, en efecto, con un bastón por toda arma de defensa. Y pasa un año, y, otro, y otro, atravesando montes, valles, ríos, estepas y pueblos, viviendo de la caridad y aumentando siempre el contenido del bolso donde deposita el dinero para la iglesia.

Al fin, un día, sus convecinos le ven aparecer, viejo y abrumado por las fatigas, pero portador de la suma necesaria para la erección del templo.

Uno de estos peregrinos era el viejo Bogadoroff, quien, no encontrando refugio alguno en aquellas cercanías, había decidido pasar allí la noche al amor de una hoguera que encendió.

Los cosacos ataron sus caballos a los troncos de los árboles y dividieron sus provisiones entre el peregrino y los prisioneros.

—¿Son desterrados? —preguntó Bogadoroff, al cabo de la escolta, señalando a Sergio e Iván.

—Y de los más peligrosos, porque son nihilistas. Uno de ellos creo que es paisano tuyo.

—¡Un polaco! —dijo el peregrino, lanzando un suspiro—. ¡Pobre Polonia!

—¿La compadeces? —preguntó el cabo, arrugando el entrecejo.

—No; me lamento de que salgan de ella tantos nihilistas —contestó el peregrino con tan fina ironía, que sólo el coronel la entendió.

Terminaron la cena en silencio, y después de arrojar a la hoguera gran cantidad de ramas resinosas, hicieron en la nieve nueve hoyos profundos, nueve lechos de cazadores siberianos, los mejores para quitar el frío.

Seis cosacos, el coronel, el peregrino y el mayoral se acostaron dentro; pero el estudiante prefirió quedarse junto al fuego y se recostó apoyando la espalda en el tronco de un pino, bajo la vigilancia de dos cosacos.

Bien pronto se quedó dormido, y no tardaron en imitarle sus guardianes, seguros de que nada tenían que temer. Los prisioneros estaban encadenados, y todo intento de fuga era imposible.

Hacía un cuarto de hora apenas que dormían, cuando de uno de los hoyos salió primero una cabeza y después el cuerpo entero de un hombre.

Aquel individuo, que velaba mientras todos dormían, permaneció algunos minutos inmóvil, y sin apartar la vista de los dormidos centinelas, comenzó a arrastrarse hasta llegar al hoyo ocupado por el peregrino.

—¡Bogadoroff! —murmuró aquel hombre.

El peregrino, que debía de tener el sueño ligero, alzó la cabeza y dijo al ver a quien le despertaba:

—¡Uno de los desterrados!

—¡Silencio! Soy un compatriota, un polaco como tú, un hombre que un día combatió por la libertad de nuestra patria; el coronel Sergio Wassiloff.

—¡Wassiloff! ¡Sí; yo he oído ese nombre!…

—¡Baja la voz…! Los cosacos pueden despertar…

—Es verdad… ¡Habladme!… ¿Qué queréis de mí?… ¿Dónde he oído yo vuestro nombre?

—En Ostrog. Allí tengo una hermana más joven que yo.

—¿De cabellos castaños?

—Sí.

—¿Con ojos espléndidos?

—Sí.

—¿Alta y de talle esbelto?

»Sí…, sí.

—Se llama María Federowna, y la sirve Dimitri, un viejo soldado…

—Sí…, Bogadoroff…, sí… —murmuró el coronel con voz conmovida.

»¿Qué queréis de mí?… ¡Hablad!

—Quiero que retornes allá lo más pronto que puedas y que le digas que su hermano ha sido desterrado y condenado a trabajar a perpetuidad en las minas de Vercholensk.

—¿No lo sabe todavía?

—No; porque nadie sabe dónde está mi hermana. ¡Cumple lo que te he dicho, por nuestra patria!

—Os lo juro, coronel, a menos que me maten los lobos.

—Procura vivir y torna en seguida a nuestra patria.

—Caminaré mientras me quede un átomo de vida.

—Andando invertirás un año. Viaja en tobota hasta Fiumen, y allí tomas el tren hasta Moscú. Toma eso, vale mil rublos.

El coronel le entregó un anillo con un grueso brillante, que había podido sustraer a la rapacidad de sus carceleros.

—¿Y qué deberá hacer vuestra hermana?

—Ella lo decidirá. Aunque muy joven, es valiente y enérgica; una verdadera mujer polaca. Y ahora, gracias, Bogadoroff. Cuento con tu juramento.

—¡Por la Virgen santa, protectora de Polonia!

—¡Gracias!

Se retiró el coronel, arrastrándose por la nieve, y entró en su lecho sin que los guardianes hubieran despertado.

A la mañana siguiente, los cosacos montaron en sus caballos, y la taranta, con los dos prisioneros, se puso en marcha. El peregrino había partido algunas horas antes con dirección a Iscim.

La nieve había cesado de caer, y los caballos podían marchar más cómodamente.

A las diez de la mañana, después de un último esfuerzo, la escolta y el coche llegaron a Cemiscenk, donde se detuvieron pocas horas.

Los cosacos tenían impaciencia por alcanzar a la cadena de forzados para entregar los prisioneros y volver a Tobolsk.

Por la noche pernoctaron en Tincalinsk, y al día siguiente llegaron a Omsk.

CAPITULO VIII. DE OMSK A TOMSK

Omsk, la capital oficial de la Siberia occidental, está situada a orillas del Irtish, impetuoso río que nace en los montes Altai y desemboca en el Obi, después de un curso de 6900 verstas.

Como casi todas las ciudades siberianas. Omsk se divide en dos partes: una, reservada a los funcionarios y a las autoridades, y en la que se hallan las cárceles y el palacio del Gobierno, y la otra, al pueblo siberiano, que pertenece casi en totalidad a la horda de los khirghises.

Está rodeada de murallas de tierra, suficientes para contener cualquier asalto de las turbulentas gentes de la estepa, y está defendida en su parte alta por una ciudadela bien provista de municiones.

La población asciende a cerca de doce mil almas; pero no es estable y sufre notables aumentos o disminuciones.

En Omsk no se sometió a los prisioneros a nuevo interrogatorio, sino que se los recluyó en la cárcel por veinticuatro horas y después salieron para Cainsk con la misma escolta.

El último correo había traído la noticia de que la cadena de forzados marchaba hacia Kolywan, para dirigirse después a Tomsk.

Aquella noche descansaron los viajeros, después de sólo media jornada de viaje, en un albergue inmundo, donde sólo molestias experimentaron, y a la mañana siguiente continuaron su ruta con un frío verdaderamente siberiano. El termómetro debía de señalar treinta y cuatro o treinta y seis grados bajo cero.

Una niebla pesada manteníase sobre la estepa, y un furioso viento del Norte levantaba remolinos de nieve que impedían al conductor de la taranta ver los postes indicadores del camino.

A través de las opacas masas de niebla escucharon los aullidos feroces de los lobos. Estos fieros animales, al oír el campanilleo de los caballos, acudían hambrientos, siguiendo al coche a respetable distancia.

A las nueve de la mañana, y cuando era más rápida la marcha, una masa oscura se presentó ante la taranta como si tratara de impedirle el paso.

El conductor, no sabiendo lo que era aquello, trató de refrenar los caballos, pero ya era tarde. Los tres animales fueron a chocar contra aquel obstáculo y cayeron los unos sobre los otros relinchando de dolor.

Iván, Sergio y el cochero fueron lanzados a derecha e izquierda, quedando tendidos en medio de la nieve, mientras se oía gritar con acento amenazador:

—¡Alto! ¡Todo el mundo a tierra!

Varios jinetes, con pistolas y armas blancas al cinto, y empuñando largos fusiles, aparecieron entre la niebla.

—¡Ladrones! —gritó el conductor, que se había levantado en seguida.

Los cosacos, que en un principio atribuyeron a la casualidad aquel percance, vieron bien pronto que se trataba del asalto de una banda de fugados, y como un huracán se dirigieron hacia los bandidos, que dispararon varios tiros contra los cosacos.

Uno de éstos rodó por la nieve, arrastrado por su caballo, que recibió un balazo en el pecho.

Los ladrones, por su parte, viendo que la diligencia venía bien escoltada, desaparecieron bien pronto entre la niebla, conocedores como son del valor de los cosacos.

—¡Han huido los cobardes! —dijo Iván, viendo regresar a los cosacos—. ¡Qué lástima! ¡Algo más de audacia por parte de esa gente y nos hubiéramos visto libres!

—Más vale que haya sucedido así —contestó el coronel—. Esa es muy mala gente. Viven del pillaje, y no tienen más patria que la estepa. Pero, reparad, Iván, creo que los caballos del coche se han roto las patas.

—Eso creo, coronel. Uno ha podido levantarse, pero los otros dos han vuelto a caer.

—Vamos a tener que pasar otra noche a la intemperie, y con los bandidos por aquí no es nada agradable.

El coronel tenía razón. Dos caballos se habían roto las patas delanteras al chocar con el tronco de un árbol atravesado en el camino.

Pero los cosacos no son hombres que se detienen por nada. Engancharon al coche dos de sus caballos, dieron muerte a las bestias inutilizadas, según el uso siberiano, abriéndoles el pecho con el yatagán, y sacándoles el corazón, y después hicieron la señal de marcha.

Los cosacos que habían quedado sin caballos montaron con otros compañeros y la comitiva partió al galope, yendo la tropa con las armas dispuestas, pues la experiencia en aquellos terrenos enseña que los bandidos no abandonan fácilmente una presa.

Al comenzar la noche hizo alto la taranta en la parada de reglamento, que estaba defendida por media compañía de cosacos. La escolta intentó seguir el camino, después de algunas horas de descanso; pero desistió de tal idea ante el temor de que los bandidos estuviesen emboscados.

Aquella obligada detención les hacía perder la esperanza de encontrar la columna en Kolywan y aun quizá en Tomsk.

Al día siguiente, con una marcha forzada, llegaron a Cainsk, y dos días después entraban en Kolywan, pueblo asentado a orillas del Obi, uno de los más grandes ríos que surcan la Siberia occidental.

Los dos prisioneros y la escolta pasaron allí la noche, y al día siguiente atravesaron el río por un puente de barcas, siguiendo hacia Tomsk, a cuya ciudad llegaron al oscurecer.

Tomsk es una importante ciudad de la Siberia, que cuenta más de quince mil almas, por más que su aspecto no ofrezca particularidad alguna, como no sea la primitivo y simple de su estilo arquitectónico.

Allí supieron con disgusto los cosacos de la escolta que la cadena de forzados había partido el día antes para Marünsk, deteniéndose muy pocas horas en Tomsk.

Las fuerzas que la conducían hacia el lejano Baikal habían recibido orden de caminar a marchas forzadas, a fin de que no la sorprendieran en el camino los grandes fríos. Antes de llegar a la capital de la Siberia oriental debían caminar todavía mucho, más de dos meses, recorriendo mil quinientos verstas a pie, y la nieve anunciaba ya las proximidades de un invierno rigurosísimo.

En Tomsk se ocuparon poco de los prisioneros, que pasaron doce horas encerrados en la antigua cárcel. El coronel había intentado hablar con el gobernador o con un agente de la policía para que les facilitaran trajes de mayor abrigo; pero su demanda fue desatendida. Nadie se ocupaba de aquel infeliz que, después de haber tenido tan alto grado en el ejército ruso, venía a ser solamente un desterrado, un simple número, un nadie.

Todas aquellas contrariedades, lejos de rendirle, aumentaban la energía de Sergio.

—¡Bah!… Ya huiremos —decía a Iván, mientras éste insultaba a las autoridades siberianas—. No; no permaneceremos mucho tiempo en las minas siberianas, os lo aseguro.

—¿Tenéis ahora esperanza? Antes os veía menos confiado.

—Sí; la tengo.

—¿Contáis con alguien?

—Con el peregrino —murmuró el coronel al oído de Iván.

—¡Ah!

—Bajad la voz, Iván.

—De modo que…

—Sí; le he encargado que informe a mi hermana del lugar de nuestro destino. Mientras vosotros dormíais, yo hablé con él.

—¿Y creéis que vuestra hermana…?

—Todo lo espero de ella. Es una polaca enérgica y lo intentará todo por salvarnos. Además, sabrá buscar personas fieles y valientes que la ayuden en su empresa.

—Confiemos en Dios, coronel. Por mi parte, estoy seguro de que vuestra hermana nos dará la libertad.

CAPITULO IX. UN COMPAÑERO DE ARMAS

Aún no se habían extinguido las sombras de la noche, cuando los cosacos, impacientes por encontrar la cadena de forzados, que parecía huir ante ellos, despertaron a los prisioneros, obligándoles a subir en el coche, que inmediatamente emprendió la marcha.

El frío había disminuido algo y la niebla no era muy densa.

Bien pronto se halló la taranta sobre la wladimirka o carretera, y entonces la marcha fue precipitada por los gritos de los cosacos y los fustazos del mayoral.

Diez horas llevaban de galope, siempre con rapidez creciente, y dando sólo a los caballos breves descansos, cuando se oyeron a lo lejos gritos humanos, relinchos de caballos y chirriar de carretas, como si una inmensa multitud, una caravana enorme, marchara por la carretera.

—Ya se oye la retaguardia —gritó el cabo de cosacos—. Tal vez vayan en ella camaradas conocidos míos.

—¿Ya está ahí la cadena viviente? —preguntó Iván, sin poder contener un estremecimiento.

—Sí —respondió el coronel, lanzando un suspiro—. Preparaos a ver escenas horribles, Iván.

—No sé si es la emoción, pero siento el corazón angustiado.

—Lo creo. Ahora va a comenzar nuestro martirio.

—¿Y nos unirán a la cadena?

—Sí; mañana mismo.

—¡Ah!… ¡No! ¡Me rebelaré!

—¿A qué exponeros a mayores martirios? Nadie puede resistir a los conductores. Ahora, una pregunta, Iván.

—¿Cuál?

—¿Os han dejado los carceleros algunos rublos?

—Me han robado hasta la última moneda.

—Afortunadamente —añadió el coronel—, he podido salvar mi bolsa. No se atrevieron a registrar al coronel Wassiloff. Es poco lo que tengo, pero nos bastará.

Con gran trabajo pudo sacar del bolsillo cuatro rublos y se los entregó a Iván, que los escondió en seguida, diciendo:

—¡Gracias, coronel! ¿Qué debo hacer con este dinero?

—Deslizarlo en manos del forjador que ha de soldaros la cadena.

—¿Por qué? ¿Para qué no la suelde bien?

—No esperéis tanto; pero, al menos, no la estrechará demasiado al tobillo y dejará un espacio suficiente para introducir algún trapo. Así os evitaréis una erosión peligrosa, que con el tiempo produce llagas incurables y dolorosísimas con los grandes fríos. Ya sabéis, mi pobre Iván, que en una temperatura de veinticinco o treinta grados bajo cero, el hierro, puesto en contacto con la carne, la quema como si estuviera candente.

—Gracias, coronel —dijo Iván, muy conmovido.

Después, escondiendo en el fondo del corazón sus temores, dijo con resolución:

—¡Bah! Si se han escapado otros, ¿por qué no hemos de conseguirlo nosotros?

Oíanse cada vez más cercanos los gritos y el rodar de los carros: pero la niebla impedía aún ver la caravana.

A poco comenzaron a distinguirse largas filas de gente que ocupaban toda la carretera.

~¡Eh! —gritó el mayoral de la taranta—. ¡A un lado!

—¿Quién vive? —preguntaron varias voces.

—Cosacos, con prisioneros —respondió con potente voz el cabo de la escolta.

—¡Adelante!

—¿Dónde está el capitán Baunje?

—En Marünsk.

—¡Todavía otra tirada! ¡El demonio cargue con esta canalla de forzados!… ¡Sigue, mayoral!

El conductor de la taranta avanzó por entre aquellas interminables filas de seres humanos, cuidando de mantenerse casi en el borde del camino para no atropellar a nadie.

La retaguardia de la cadena, formada de una Compañía de cosacos, encargada de poner orden entre las mujeres y los niños que habían querido seguir al destierro a sus maridos o padres, cuidaba de que ninguno de aquellos infelices se rezagara, pues esto suponía la muerte para aquellos desgraciados que por amor seguían al deudo querido en su horrible caminar por las estepas.

Ante la retaguardia se distinguían entre los jirones de brumas, como monstruosas serpientes que movieran sus anillos por el blanco camino, las filas de carretas con los bagajes de los desterrados, provisiones de boca, etc., etc., y de esas carretas tiraban caballejos de pelo largo y de un vigor enorme.

Junto a ellas, y más bien arrastrándose que andando, iban grupos de mujeres escuálidas, cadavéricas, cubiertas de harapos y jirones, con los pies amoratados ó llenos de llagas y muchas de ellas llevando en brazos a los hijos, niños o adolescentes, que apenas podían dar un paso con sus piececitos ensangrentados. Los cosacos, con la brutalidad característica de los hijos del Don, arreaban como si fueran bestias a aquellos desgraciados, cuya única culpa consistía en el sagrado amor al jefe de la familia.

Después, y en medio del espantoso fragor que producían sus cadenas, marchaban los condenados, y jamás pudo aplicarse mejor este calificativo que dirigiéndolo a aquellos pobres, encorvados sobre el suelo, míseros y medio desnudos en aquel clima horriblemente frío, malísimamente alimentados y con tal aspecto de consunción y abatimiento, que el corazón más duro, no siendo de cosaco, se conmovía profundamente al verlos. A su lado, grupos de cosacos los arreaban, como si se tratara de bestias feroces, a latigazos y gritos.

El coronel y el estudiante, pálidos, temblorosos, miraban aquel espantable desfilar de desterrados.

—¡Y nosotros hemos de formar parte de esa turba! —exclamó el estudiante—. ¡Ah, qué cara cuesta en Rusia la menor idea de libertad!

El coronel no dijo nada. Estaba muy preocupado y de sus ojos se escapaban fugaces relámpagos.

Al llegar la taranta a Marünsk, los dos prisioneros fueron entregados al capitán que conducía la cadena, así como el documento en que constaba el lugar donde debían cumplir su condena.

El capitán era un hombre alto, grueso y de aspecto duro; pero sus grandes ojos azules eran dulces y de mirar simpático.

Al tener frente a sí a los dos prisioneros, los contempló un momento en silencio y después leyó la documentación de ambos.

Un ligero movimiento nervioso alteró su rostro y una arruga se marcó en su frente. Con un gesto despidió a los cosacos, diciéndoles:

—Está bien.

Después se puso a pasear por la estancia con la cabeza inclinada sobre el pecho y estrujando nerviosamente los documentos. Parecía presa de una viva inquietud.

El coronel y el estudiante no se movían. En pie junto a la puerta, sin afectación, pero sin humillarse, aguardaban a que el jefe supremo de la cadena se dignara hablarles o enviarlos a su prisión.

—¿Y bien, señor? —dijo, impaciente, Sergio.

El capitán le indicó la silla en que él mismo se sentaba antes y, con un tono ligeramente alterado, dijo:

—Sentaos, coronel.

—Ya no soy coronel, señor; soy un simple desterrado.

—¿Qué importa? —respondió el capitán—. Para mí, y aquí, entre nosotros, sois el coronel Sergio Wassiloff.

Después, acercándose a él rápidamente y llevándole hasta la ventana, le dijo:

—¡Desgraciado! ¿No bastaba la sangre de tantos patriotas, derramada aquí, en esta tierra maldita?… ¡Ah!… ¡Faltaba la vuestra!…

—Pero ¿quién sois? —exclamó Sergio, en el colmo de la sorpresa.

—¡Un polaco como vos; un soldado que, como vos, ha peleado en Plewna! ¡No os he olvidado, coronel, y me parece veros aún, valiente como un león, a la cabeza de vuestro regimiento! ¡Allí ganasteis el grado de coronel y yo el de capitán, y allí, sin saberlo, me salvasteis la vida!

—¡Yo!…

—Sí, coronel Sergio Wassiloff. ¿No os acordáis ya de aquel alférez que cayó junto a vos sin soltar la bandera? ¿No os acordáis de que al acercaros a él os hirió una bala enemiga? ¡Aquella bala iba dirigida contra mí!…

—Sí, recuerdo vagamente —dijo Sergio—. Pero vos, ¿qué hacéis aquí? ¡Vos, un polaco, convertido en carcelero de vuestros compatriotas!…

—¡Carcelero!… ¡No, coronel! —contestó el capitán con orgullo—. Aquí estoy, no para atormentar, sino para reprimir las infamias de los cosacos. ¡He dejado casa, familia, todo, por socorrer a estos infelices castigados por la justicia rusa, no siempre con razón; por ayudarles y consolarles en esta terrible marcha a través de la Siberia!…

—Eso puede comprometeros, capitán.

—No, coronel, y si preguntáis por mí a los cosacos, os dirán que soy el jefe más brutal e irascible de la Siberia —añadió, sonriendo el capitán—. Y, sin embargo, ¡cuántos infelices me deben la vida y…!

—Continuad —le dijo Sergio.

—Y la libertad —le dijo el capitán al oído.

El coronel le alargó una mano, que el capitán estrechó vivamente.

—Sois un hombre valiente y honrado —le dijo Sergio, conmovido—. Veo con satisfacción que los polacos no olvidan a sus infortunados compatriotas.

—Coronel —exclamó, de pronto, el capitán—. ¡Mandad! ¿Qué puedo hacer por vos?

Solamente concedernos a mí y a este compañero en política e infortunios trajes de abrigo para resistir los fríos.

—Los tendréis; mas…

—Hablad, capitán.

—Será preciso que os impongan la divisa de los forzados. De esto no podéis libraros.

—Lo sé, como tampoco podéis evitar que nos metan en la cadena de los condenados a perpetuidad.

—Es verdad, coronel —dijo doloridamente el capitán—. La Rusia y la Siberia están llenas de espías, y el gobernador no tardaría en conocer mi tolerancia. Por vuestro bien y el mío, es preciso que compartáis con vuestros compañeros esa existencia de horrores. Mas… sí…, tal vez en Irkutsk pueda hacer por vosotros lo que he hecho por otros.

—Gracias, capitán.

En aquel momento se oyó el estruendo de la caravana que se acercaba a la ciudad.

—¡Ya están ahí! —dijo el capitán.

Y abriendo la puerta, gritó:

—¡Astoff!

Un soldado con imponente barba se presentó a la puerta.

—Llevad a estos hombres a la prisión —le dijo, dando a su voz una dureza que hasta entonces no había tenido—. Son dos condenados de los más peligrosos y debéis hacerlos vigilar estrechamente. Que les pongan vestidos muy pesados, con pieles, para que no puedan moverse, y que mañana les coloquen la cadena al pie. ¡Andad, y cuidado con ellos! ¡Son órdenes de nuestro padre el zar!

Cambió con el coronel una última mirada de inteligencia y se sentó junto a la estufa, mientras el soldado se llevaba a los dos prisioneros.

CAPITULO X. LA CADENA VIVIENTE

La cadena viviente, y muy bien puede llamarse así a la caravana de prisioneros que el Gobierno ruso envía todos los años a morir en Siberia, entraba lentamente en la ciudad, bajo la espesa nieve que caía.

Se componía de unos quinientos hombres, parte de ellos kaiorjngie, o sea condenados por delitos comunes, ladrones, incendiarios o asesinos, y parte posselentys, o condenados políticos, nihilistas o rebeldes de la última insurrección polaca. Como escolta, marchaban entre ellos cuatro Compañías de cosacos y multitud de polizontes, todos ellos dispuestos a reprimir a tiros o a latigazos el menor asomo de insubordinación entre los forzados.

A la cabeza, en cuatro largas filas, iban los criminales, con caftán gris, polainas semiabiertas, descubiertos, y gruesa cadena agarrada al tobillo por una fuerte argolla y sujeta con una cuerda a la cintura. Iban extenuados, ateridos de frío, con los ojos hundidos y chupadas las mejillas por las privaciones y el dolor. En la frente destacábanse entre la verdosa palidez del cutis el infamante estigma con que los grabaran con un hierro candente: una «v», una «o» y una «r», que significaban «vor», ladrón.

Aquellos miserables de torvo mirar, que rugían como fieras, que sacudían rabiosos sus helados hierros, marchaban entre el lúgubre tintineo que producían las cadenas, bajo una lluvia de imprecaciones y de trallazos, sin fuerzas ni aun para la protesta, con los brazos atados sobre el vientre, y sujetos, además, a otra cadena que los unía a todos, formando lo que se llama la cadena viviente.

Una Compañía de soldados caminaba detrás de ellos, animando a latigazos a los rezagados, que caían sobre la nieve agarrotados por el frío.

Luego iban, no mejor vestidos ni menos cadavéricos ni extenuados, los condenados políticos. Eran doscientos, procedentes de todas las provincias de Rusia, encadenados lo mismo que los asesinos, y cuyo distintivo consistía en un trozo de paño amarillo cosido a la espalda del caftán. Los había jóvenes y viejos, casi todos de la mejor y más inteligente burguesía rusa o pertenecientes al Ejército y la Marina. Aquella agrupación de desterrados debía morir en las minas de la remota Transbaikalia.

Otro pelotón de soldados caminaba detrás de los condenados políticos, y por último, la retaguardia, compuesta, como hemos dicho, de carros con provisiones y bagajes, y de turbas de mujeres, esposas y hermanas de aquellos desgraciados, que llevaban asimismo consigo a sus hijos. También iba en la retaguardia algún que otro miembro de la alta nobleza rusa, al cual los privilegios de su rango permitían ir en carreta hasta el punto de su destino.

¡Era terrible aquel hacinamiento de mujeres, que no habían cometido delito alguno y que eran tratadas brutalmente por polizontes y cosacos! Aquellas infortunadas se arrastraban por las interminables estepas, oyendo siempre el lúgubre rechinar de la cadena que arrastraba el padre, el hermano o el marido. De vez en vez, y entre los angustiados gritos de sus compañeras, una madre veía arrancar brutalmente de sus brazos al pobre hijo que había muerto de hambre y de frío, y que los cosacos le quitaban, tirando el cadáver a la nieve para que sirviera de pasto a los lobos, postrera retaguardia de la cadena, pues esos animales hambrientos siguen desde cierta distancia a tan espantosas caravanas, para comerse sus despojos, consistentes en seres humanos que van dejando la vida en aquel calvario de desolaciones y angustias.

Un último y más numeroso grupo de cosacos cerraba la marcha.

¿De dónde procedía aquella inmensa caravana, que había atravesado ya casi media Siberia? ¿Cuántos días, cuántas semanas, cuántos meses llevaba de camino? ¿Cuántos dolores, cuántas lágrimas, cuánta sangre habían derramado en aquel caminar incesante?

Imposible imaginar las torturas, las crueldades, los martirios que sufren los desterrados a Siberia. Ni aun aquellas espantosas caravanas de esclavos negros que allá en África produjeron un grito de horror que repercutió en toda la Europa civilizada sufrían tanto como sufren los desterrados siberianos, pues el negrero, al fin y al cabo, estaba interesado en conservar la vida de su «mercancía», mientras en Siberia los cosacos ven con satisfacción íntima la muerte de los desterrados, pues así tienen menos gente que vigilar.

Sus sufrimientos no comienzan en Rusia, no, sino junto a la frontera, al lado de allá de los montes Urales, procediendo así cosacos y vigilantes para que en las grandes ciudades del Imperio se ignoren las torturas de los deportados. En Tiumen, donde se reconcentraban los presidiarios y los desterrados, es donde comienzan para ellos los horrores de la deportación.

Se empieza por amontonarlos en las prisiones, verdaderos cubiles sin luz ni ventilación, donde no pueden moverse, pues si caben apenas cien individuos en cada una de aquellas pocilgas, meten trescientos o cuatrocientos infelices.

En la prisión central, construida para quinientos detenidos cuando más, el corresponsal del Century Magazine, Jorge Kennan, contó un día hasta ¡mil setecientos cuarenta y uno!… Para dormir, aquellos desgraciados tenían que echarse los unos sobre los otros, formando tres tandas de cuerpos humanos…

Los más fuertes servían de colchón a los más débiles, y daba horror ver a aquellas criaturas sumergidas en el fango negro y pestilente que cubría el pavimento.

En la prisión de Tomsk es en ocasiones tal la aglomeración de prisioneros, que el aire se enrarece, y los miasmas que lo saturan hacen imposible la permanencia allí de las personas no acostumbradas.

Después de aquella primera reconcentración, los desterrados y los presidiarios son divididos en caravanas para su transporte hasta Tobolsk.

No se crea que el Gobierno ruso tenga dispuestos buques para conducirlos, no; eso sería mucha comodidad. Los encierran en grandes armatostes de madera y hierro galvanizado, en gigantescas jaulas, que son verdaderos focos de infección, y las hacen remolcar por barcos de vapor. En dichas jaulas, llamadas barges en el país, se economiza también el espacio, y en las que apenas caben cuatrocientos, encierran novecientos o mil. ¡Qué torturas en aquel viaje y cuántos, cuántos mueren en el trayecto!

El calor sofocante, la aglomeración de tantos cuerpos humanos y las pestilentes emanaciones de los excrementos, pues las jaulas no se limpian nunca, no tardan en producir fiebres infecciosas, tifus y, lo que es muchísimo peor, cólera, que diezma a los desterrados.

Más allá de Tobolsk o de Tomsk concluyen los ferrocarriles y comienza la eterna marcha a pie a través de la inmensa Siberia, sufriendo los rayos de un sol que abrasa y las picaduras de mil insectos ávidos de sangre, o los horrores del frío siberiano.

Y no queremos hablar de las prisiones en que los encierran, pues el lector dudaría de que fueran ciertos tantos horrores. Y esa peregrinación a través de la Siberia dura años, porque la distancia que tiene que recorrer la caravana es enorme: tres mil kilómetros los que van a Khara y cuatro mil seiscientos ochenta los destinados a Irkutsk. Los desterrados a Nigne tienen que andar a pie y encadenados ¡siete mil kilómetros!

¡Y cuántos horrores en aquella interminable marcha! ¡Enfermedades, sed, hambre, frío, latigazos, todo género de sufrimientos y calamidades!…

Los labriegos, excitados por los funcionarios y los soldados, abandonan sus campestres faenas y acuden al paso de aquellos infelices para injuriarlos, arrojarles paletadas de fango, escupirles y darles golpes, sin respetar a las mujeres ni a los niños.

En los pueblos cierran las casas y tapan los pozos para que los desterrados no puedan apagar su sed, y se les niega un trozo de pan duro, que ante su propia vista prefieren arrojar al fango.

En esos mismos pueblos es donde los cosacos y conductores de las caravanas fusilan a los que, en un arranque de desesperación, se rebelan contra las iniquidades de que son objeto; y los labriegos presencian alegres las ejecuciones, ¡amargando con burlas e insultos los últimos momentos de aquellos mártires!

Las crueldades que cometen los cosacos, los polizontes y los jefes que conducen a través de la Siberia a aquella cadena vívente, son increíbles. En Rusia se recuerda todavía con profundo horror el nombre de uno de aquellos conductores de presidiarios y de desterrados, el feroz Murawieff.

Este hombre, a quien un historiador ruso llamó el «azote de los desterrados», disponía de polizontes tan sanguinarios, que mermaban espantosamente el número de los desgraciados que componían la cadena humana. Se cuenta que uno de sus satélites, llamado Dimitrüeff, llevaba consigo un médico para que le advirtiera a tiempo el momento en que un condenado iba a morir bajo los golpes del knut.

Es cierto que sobre Murawieff y sus satélites cayó el desprecio de todos los rusos, y que cuando la condesa Bludoff, cuyo corazón debía de ser de hierro, propuso regalar por suscripción una espada de honor a aquel feroz Murawieff, el príncipe Saburoff le contestó:

—Yo no doy un céntimo para honrar a ese antropófago.

Y otro príncipe contestó a la misma condesa, cuando le pidió que contribuyera a la suscripción:

—Si fuera para ofrecerle una horca de oro, daría todo mi dinero.

¿Creéis que, a pesar de esto, el Gobierno moscovita hizo una sola observación a tan feroz verdugo? ¡Nada de eso! Suprimía con su crueldad muchas bocas inútiles y muchas personas peligrosas.

* * *

La cadena viviente, formada en la plaza del pueblo antes de entrar en la prisión, entonó la canción de la limosna, la milo-serranaya, como se la llama.

Es una canción monótona, triste, que tiene por objeto conmover a los aldeanos, los cuales corresponden dando una modesta limosna a los prisioneros.

«Tened piedad de nosotros —dicen éstos—; compadeceos de los forzados que viajan sin pan y sin abrigo. ¡Por amor de Cristo, compadeceos! ¡Estamos separados de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros hermanos! ¡Somos prisioneros!… ¡Piedad, piedad de nosotros!».

Y los pobres aldeanos vacían sus menguadas bolsas, y las mujeres dan a los presos pan, carne, trajes usados, cuanto tienen y cuanto pueden.

Terminada la colecta, los cosacos arrean brutalmente a los presos, y todos entran en los inmundos dormitorios.

CAPITULO XI. EN LA PRISION

La tappa, o prisión siberiana, consiste en una asquerosa cárcel, sin ventilación ni aseo alguno, y que, por lo general, resulta insuficiente para el número de forzados que encierran en ella.

Están construidas con troncos de árboles y constan de un cuerpo principal destinado a la tropa y donde se halla establecida la cocina. Detrás hay una especie de cuadra con ventanucos defendidos por barrotes de hierro, y un lecho común de tablas. Allí se aglomeran los condenados en tal forma, que llegan a reunirse doscientos o trescientos en un local cubicado para sesenta personas.

El coronel e Iván, provistos de ropa de bastante abrigo y con el caftán de los desterrados, fueron conducidos ante la puerta del dormitorio.

—Llama al vigilante —dijo el cosaco que los conducía, dirigiéndose a un centinela.

Apenas se abrió la puerta, una oleada de aire caliente y fétido dio en la cara al coronel y su compañero.

—¿Cuántos hombres hay aquí? —preguntó el cosaco.

—Trescientos —contestó el centinela.

—¿Y no hay sitio para más?

—Sobran ciento cincuenta.

—No importa. Dos más o menos no ocupan lugar.

Y el coronel y el estudiante fueron introducidos en el encierro.

Apenas habían entrado, cayeron, como acometidos de asfixia fulminante, sobre un montón de hombres tendidos en el fango del suelo. Descansaban unos sobre otros, como sardinas en banasta, y el calor que despedían sus cuerpos, el olor nauseabundo de sus carnes, sucias y sudorosas, hacía irrespirable aquella atmósfera.

Por algunos minutos el coronel y el estudiante permanecieron sin hacer movimiento alguno, pero después sus pulmones fueron soportando aquellos miasmas.

—¿Dónde nos han metido? —preguntó Iván.

—¡Valor! —contestó una voz—. No estáis aún acostumbrados al aire de las prisiones, pobres hombres, y ha de pasar algún tiempo hasta que os habituéis.

Quien así les hablaba era el starosta o jefe de la prisión, uno de los más viejos desterrados.

—¡Animo! —añadió—. Un sorbo de vodka os hará provecho.

—Pero ¡aquí es imposible vivir! —dijo Sergio.

—Y, sin embargo, se vive —respondió el starosta, sonriendo.

—¿Y dónde nos acostamos? —preguntó Iván—. Aquí no hay ningún espacio libre.

—¡Callad, Iván! —le dijo Sergio.

—¡Si es que voy a asfixiarme!

—¡Calma! —le respondió el starosta.

—¿Quién sois vos? —le preguntó el coronel.

—Un profesor de la Universidad de Moscú, en otro tiempo; ahora, un desterrado a Transbaikalia.

—¿Un nihilista, tal vez? —exclamó Iván.

—¡Silencio! —dijo el starosta—. Aquí no se debe hablar de nihilismo.

Después, indicando un trozo de cama desocupada, su propio lecho, les dijo:

—Acostaos aquí. Una noche se pasa pronto.

—¡Imposible!… ¡Me asfixio! —repitió Iván.

—Nada de rebeliones, que aquí os serían muy peligrosas —dijo el viejo desterrado—. ¡Cuántos hay aquí que, como vos, no creyeron acostumbrarse a esta atmósfera!

—¡Qué no paso por encima de estos cuerpos aquí tendidos! —gritó el estudiante.

—Iván —le dijo el coronel—, os vais a hacer matar.

—¡Mejor!… ¡Ya estoy medio loco!

En aquel instante se abrió la puerta y el cosaco de guardia gritó:

—¡Silencio, canalla!

—¡El canalla serás tú, salvaje del Don! —le contestó el estudiante, que, en efecto, parecía loco.

El cosaco, ante aquella audacia a que no estaba acostumbrado, se quedó un momento suspenso, pero al instante recobró su brutal insolencia.

—¡Ah, infame! —gruñó con rabia—. ¿Te atreves a insultarme? ¡Toma!

Y pretendió darle un fuerte culatazo con el fusil; pero el estudiante, rápido como un rayo, le cogió por la garganta, tratando de estrangularle.

El cosaco, medio asfixiado, dejó caer en tierra el fusil, y al ruido acudió el jefe de la guardia, que se paseaba indolente por el corredor.

Viendo al soldado en manos del preso, desnudó la espada y se dirigió hacia éste; pero el coronel le cerró el paso, diciéndole:

—¡Dejadme a mí!

—¡Largo, canalla! —gritó el jefe.

—¿A mí canalla? —exclamó Sergio, palideciendo—. ¡Toma!

Y con sus robustos brazos cogió al cabo por en medio del cuerpo, lo levantó como una pluma y lo arrojó violentamente contra la pared.

La alarma cundió en seguida. Los soldados de guardia acudieron bien pronto armados de fusiles, y al ver al cabo por tierra y al otro compañero sujeto por el estudiante, calaron las bayonetas, yéndose hacia el grupo en actitud amenazadora.

Iban ya a atravesar a los dos prisioneros, cuando una voz tonante, que no admitía réplica, gritó:

—¡Abajo las armas! ¡Quieto todo el mundo!

El capitán Baunje, a medio vestir y con el revólver en la mano, se había presentado en el dormitorio.

—¿Qué sucede aquí? —dijo, arrugando la frente.

—¡Qué estos canallas se rebelan! —gritó el cabo.

—¡Calla tú! —le objetó el capitán—. Quien debe responder es el starosta.

—Alta Señoría —dijo éste—, la cuadra estaba llena. Estos dos prisioneros han entrado, y no teniendo sitio, protestaron.

—Y el centinela les amenazaría, ¿no es eso?

—Sí; iba a darles un culatazo.

—¡Cabo! —dijo el capitán—. Habéis faltado a vuestro deber. ¡Cuando el dormitorio está lleno, los presos que no caben deben llevarse a las celdas o a la enfermería!

—Las celdas están también llenas, mi capitán.

—Pues ¡a la enfermería!

—Está ocupada.

—¿Por quién? —gritó el capitán.

—Por los soldados.

—¡Se les arroja de ella! ¿Con qué derecho ocupan las camas destinadas a los enfermos? ¡Ya, ya daré parte al gobernador de Irkustk! En tanto, quedáis privados del sueldo un mes, y vos, señor cabo, por todo el tiempo que dure el viaje… ¡Mil bombas! ¡Abusos, no!… ¡Ea! ¡Fuera!

Después, el capitán se fijó en el coronel y el estudiante, y, como si su cólera aumentara, les dijo:

—¡En cuanto a vosotros, merecéis cincuenta latigazos! Nadie se rebela contra las órdenes de nuestro padre el zar ni contra la justicia rusa. Dad gracias a Dios de que me habéis hecho descubrir un indigno abuso, que si no… Ahora id a descansar a la enfermería, y mañana, veinticuatro horas de ayuno.

Dicho esto, marchóse, mientras los prisioneros eran conducidos a la enfermería, desalojada a toda prisa por los soldados.

Por la mañana, cuando se despertaron, el coronel e Iván hallaron en los bolsillos de su caftán una buena provisión de bizcochos, de carne en conserva y dos botecillos de auténtico caviar.

Una mano ignorada les había obsequiado con aquellos manjares para que pudieran soportar mejor las privaciones que deben sufrir los condenados.

Media hora después, un herrero soldaba la cadena en sus tobillos; pero, gracias a cierto talismán, dejó un buen espacio libre, a fin de que colocaran la venda que los defendiera del contacto del hierro.

—¡Bah! —dijo Iván—. ¡Esta cadena caerá pronto, según creo!

—¡Alguien se encargará de librarnos de ella!

—¡Vuestra hermana!

—O el capitán Baunje… ¡Silencio! ¡La cadena viviente empieza a formar!

CAPITULO XII. A TRAVES DE LA SIBERIA

En las primeras horas de la mañana, los prisioneros fueron conducidos al patio de la prisión para darles el desayuno.

Su aseo fue bien ligero: agua helada de los charcos para friccionarse los pies y los brazos y arreglo de los vendajes que llevaban en los pies para defenderlos del frío.

Se les repartió el desayuno, consistente en un pan negro por cabeza y una escudilla de cebada mal cocida, y en seguida se formó la cadena, colocándose los criminales a la cabeza, los reos políticos en el centro y las mujeres, los niños y los carros detrás, poniéndose en seguida en marcha sobre la nieve.

El frío era tan intenso y seco, que amorataba las carnes, y la nieve, cayendo en revueltos remolinos, casi cegaba a los prisioneros y sus conductores.

Aquella inmensa llanura blanca, iluminada de cuando en cuando por el sol, que aparecía brevemente entre los desgarrones del vapor acuoso, tenía un aspecto tristísimo, y los reflejos de la nieve herían dolorosamente la vista.

El coronel y el estudiante, encadenados el uno junto al otro, caminaban sin hablar en las últimas filas de los desterrados, con la cabeza hundida en el cuello del caftán.

Aunque acostumbrados a la idea de formar parte, más tarde o más temprano, de aquella turba de desgraciados, los dos iban cabizbajos, sufriendo las sacudidas de la cadena en las piernas y el estómago, lo que les producía atroces dolores.

Tal vez el fogoso estudiante, dispuesto siempre a la rebelión, hubiera protestado con violencia, de no saber que el capitán velaba por él y por su compañero. Sin esa certeza se hubiera hecho matar antes que continuar semanas y semanas marchando encadenado.

Pero el capitán Baunje, que parecía adivinar sus tristes pensamientos, estaba allí para consolarlos. Pasaba y repasaba junto a ellos en su taranta, tirada por tres vigorosos caballos, y los animaba con la mirada.

En tanto continuaba la marcha por la interminable wladimirka, viéndose ya las primeras estribaciones de los montes Sajan, una de las más imponentes cordilleras del Asia.

Las cimas de estos gigantescos montes, que sirven de frontera entre la China y la Siberia, aparecen cubiertas de nieves perpetuas creciendo en sus declives bosques de pinos.

A mediodía, después de una marcha de doce verstas bajo una nevada incesante, el jefe que la columna dispuso un descanso de una hora en vista de que ni los animales ni los forzados podían resistir más.

Pasado este tiempo, la columna se puso nuevamente en marcha, llegando bien entrada la noche a la cárcel donde debían descansar.

Había en ella sitio para ciento cincuenta personas a lo más, y como los prisioneros triplicaban este número, muchos de ellos tuvieron que dormir en el corral, en lechos de cazadores siberianos, que, según hemos dicho, consisten en zanjas cavadas en la nieve.

Sergio e Iván durmieron relativamente cómodos en el corredor, junto a la estancia del capitán, que quería, según dijo a los soldados, tener cerca de sí a aquellos prisioneros tan peligrosos. También a la siguiente mañana encontraron en sus bolsillos bizcochos, carne y hasta tabletas de chocolate.

La mañana del dieciséis de enero atravesaron el río Yenissei, ya completamente helado.

Es éste uno de los ríos más grandes que surcan la Siberia, dividiéndola en dos partes: oriental y occidental.

Nace en Mongolia, cerca de Possogol; penetra en Siberia entre Altai y los montes Sajan; atraviesa toda esa inmensa región de Sur a Norte, bañando sucesivamente a Miaustingsk, Nuevo Selovsk, Krasnoiarsk, Fenisseik, Usti-Pisteogi y otras ciudades menos importantes, y desemboca en el océano Ártico, frente a la isla de Siribiakoff, después de recorrer mil trescientas cuarenta y cuatro millas.

Numerosos y grandes afluentes desaguan en este río, pero casi todos por su margen derecha. Notables por su extensión y por la abundancia de sus aguas son el Tunguska Inferior y el Tunguska de allende los montes, el cual procede del lago Baikal bajo el nombre de Angara, y se junta con el Irkut cerca de Irkutsk aumentando su caudal.

Pasado el río, la enorme caravana, escoltada por medio escuadrón de caballería del regimiento de Yenisseisk, que relevó a dos Compañías de cosacos, siguió hacia Cansk, capital de la región que lleva su nombre, y que tiene una población de cincuenta mil almas.

Recorría entonces el gobierno de Yenisseisk inmensa extensión, como ocho veces España, que comienza en los confines de China y llega al océano Ártico, entre los gobiernos de Tomsk y Tobolsk, al Occidente, y los de Irkutsk y de Iakutsk al Oriente.

Antes de 1836, todo aquel vasto territorio era casi desconocido y se hallaba cubierto de inmensas selvas primitivas, de estepas herbosas y de pantanos y marismas, en los cuales se hundían los pies hasta las rodillas, y poblado por muy pocas tribus de tártaros kachinos, de manchuros, de garagassos y de buriatos.

El descubrimiento de importantes minas de oro y de arenas auríferas, especialmente en los ríos Birussa y Usolka, hizo acudir bien pronto a muchos colonos, que lograron mejorar aquella región, haciendo importantes obras de desecación en los pantanos. Todavía, sin embargo, es la población escasa, casi nula, comparada con la extensión del territorio, pues solamente consta de doscientos mil habitantes.

Caminando siempre a través de pantanos helados o de selvas de pinos, y subiendo fatigosamente empinadas colinas azotadas por vientos impetuosos y muy fríos, pues provienen de las heladas alturas del Sajan, la cadena viviente iba acercándose con lentitud al gobierno de Irkutsk.

Allí el terreno cambiaba rápidamente de aspecto, y hasta la temperatura era menos áspera. Comenzaban a aparecer los terrenos cultivados, y de cuando en cuando se veían grupos de chozas y pueblecillos.

El veinticuatro, la columna, que redoblaba su marcha, animada por aquel clima más benigno, llegó a Catuisk, donde pernoctó; el veintisiete hizo lo propio en Catulisk, y, por último, hacia el mediodía del primero de febrero, la cadena viviente contemplaba con angustia desde una altura las cúpulas doradas de la capital de la Siberia oriental, que brillaban a los rayos del sol.

CAPITULO XIII. LA MINA DE ALGARITHAL

Hace apenas cincuenta años, Irkutsk era solamente una aldea, y hoy, merced al cuidado y actividad del Gobierno ruso, es la ciudad más hermosa y más grande de la Siberia.

Situada a cinco mil doscientas verstas de Moscú, ofrece un aspecto en extremo pintoresco, pues tiene mucho de bizantina, algo de europea y bastante de china.

Su población asciende a más de cincuenta mil almas, y es una mezcolanza de rusos, siberianos, chinos, etc.

Los forzados de la cadena viviente miraban con tristes ojos a la opulenta ciudad; en ella terminaba su penosa marcha, pero en ella iban a ser sepultados vivos en los pozos de las minas.

—Ya estamos aquí —dijo Iván volviéndose hacia el coronel—. Dentro de veinticuatro horas comenzaremos nuestros trabajos.

—Lo mismo que los esclavos —añadió el coronel con triste sonrisa.

—Gracias a que procuraremos apelar a la fuga. ¿Creéis que el peregrino haya llegado ya a su patria?

—Me parece que sí; a menos que…

—¿Qué? —preguntó el estudiante con ansiedad.

—Que haya muerto.

—¿Y por qué ese temor?

—¡Quién lo sabe! Los lobos pueden habérselo comido o haberlo asesinado los tártaros.

—Pero, suponiendo que nada le haya ocurrido, llegando sano y salvo, ¿cuándo creéis que estarán aquí los hombres que envíe vuestra hermana?

—Dentro de tres meses, por lo menos, si no los prenden antes.

—¡Dios mío, qué pesimista!

—¿Qué queréis? Prefiero no forjarme ilusiones.

—Además, el capitán nos ha prometido hacer algo por nosotros.

—Sí, algo espero de él. Puede que logre retenernos en Irkutsk, si él se queda aquí.

—¿Cómo?

—Me han dicho que es probable que lo manden a otro punto.

—¡Otra esperanza perdida!

—No hay que desesperar, Iván.

Entraba entonces la columna en la capital siberiana por entre una doble fila de curiosos.

Ya en poblado, los cosacos se guardaban muy bien de maltratar a los forzados, temiendo los insultos que les hubiera dirigido la multitud.

La caravana atravesó la larga calle de la Bolkaia y fue recluida en una vasta prisión, donde por primera vez pudieron todos descansar a gusto sin empujarse los unos a los otros.

Hecho el recuento de la gente, se comprobó que la columna había perdido en el viaje ciento treinta hombres, entre forzados y desterrados; ochenta mujeres y ciento setenta niños, muertos de cansancio, de frío, o de hambre.

Al día siguiente, antes del alba, el capitán Baunje, con el pretexto de pasar revista a sus prisioneros, se introdujo en la celda ocupada por Iván y el coronel.

Había tenido la precaución de encerrarlos solos para poder hablarles sin temor a espías.

—Vengo a despedirme —les dijo con voz triste, al mismo tiempo que estrechaba las manos a ambos.

—¿Os marcháis? —le preguntaron los prisioneros, estremeciéndose.

—Sí, amigos míos; me envían a Yenisseisk. He tenido la suerte, o la desgracia de conducir la columna en tan buen estado, que me mandan para conducir otra cadena. ¿Qué será de vosotros?

—Estamos dispuestos a soportar toda clase de torturas. ¡Además, vos volveréis!

—Sí, dentro de dos meses. Entonces pondré en práctica el plan que tengo para libertaros. No cometáis imprudencias mientras yo esté ausente; soportadlo todo. No tenéis protectores y pudiera costaros la vida cualquier violencia. He hablado de vos, coronel, al gobernador, a ver si lograba mejorar vuestra posición. Os acusan de nihilista, y los funcionarios rusos no perdonan a los de esta secta.

—Sabremos resistir, capitán —dijo Iván.

—Como siempre, ¿no es eso? —le replicó amistosamente el coronel.

—No, yo me reprimiré.

—Adiós, amigos —dijo el capitán—. Esperad mi vuelta, y entonces me dedicaré enteramente a vosotros.

—Una palabra —exclamó el coronel.

—Hablad.

—¿Nos llevarán a las minas de Verchotensk?

—No, os han destinado a la de Algarithal, para vigilaros mejor. Saldréis dentro de media hora. Adiós.

Estrechó por última vez sus manos y salió profundamente conmovido.

Media hora después, como les había dicho, Sergio y el estudiante, en compañía de otros dos prisioneros, fueron conducidos a una taranta, partiendo en seguida para la mina de Algarithal, escoltados por cuatro cosacos.

Los compañeros de trabajo eran dos criminales marcados en la frente con el infamante hierro. Después de una larga carrera, llegaron a una especie de explanada rodeada de inmensas rocas cortadas a pico. Allí los prisioneros vieron, no sin pavor, a los forzados que se agitaban trabajando vigorosamente bajo el látigo de feroces vigilantes.

—Ya hemos llegado a nuestro infierno —dijo suspirando el coronel.

—¿Resistiremos? —preguntó el estudiante.

—Es necesario obedecer, Iván. Estos guardianes no tendrán escrúpulo en herirnos a latigazos…

La taranta se detuvo ante la fábrica, de aspecto sombrío. Los forzados entraban y salían en un gran patio lleno de cestas, de las que se derramaba una tierra grisácea, que los guardianes examinaban con escrupulosa atención.

—Es tierra aurífera —dijo el coronel, respondiendo a un ademán de Iván.

—¿Rica?

—Eso dicen.

—¿Y nosotros deberemos también transportarla?

—Si no nos envían al fondo de la mina.

—¡Bajad! —ordenó en aquel instante el cabo de los cosacos.

Los cuatro prisioneros obedecieron en seguida. El cabo agarró al coronel y al estudiante por la cadena y los condujo a un vasto local rodeado de estantes con grandes libros.

—Nuevos forzados, Excelencia.

Un inspector de policía, que se hallaba sentado cerca de una estufa, miró detenidamente a los dos prisioneros y luego examinó sus respectivas cédulas de identidad.

—¡Ah! ¡Nihilistas! —dijo—. ¡Caracoles! ¡Un coronel! La secta invade al ejército. Afortunadamente, en Siberia hay sitio para todos. Despojadlos —dijo al polizonte.

Este los desnudó de cintura arriba.

El inspector escribió en su libro, y dijo:

—Vos, Sergio Wassiloff, en adelante llevaréis el número ochocientos cuarenta y cuatro, y tú, estudiante nihilista, el ochocientos cuarenta y cinco. Y ahora, Bargoff, entregad estos renegados al guardián Litineff, que sabe cómo debe tratarse a los nihilistas. ¿Entendéis?

—Sí, Excelencia —respondió el policía.

—¡Marchad!

—Una palabra —dijo Sergio.

—Los prisioneros no hacen preguntas —contestó con rudeza el inspector.

—Soy el coro…

—¡Silencio! Sois solamente el número ochocientos cuarenta y cuatro.

—¡Ah!… ¡Maldición! —exclamó el coronel.

—¡Silencio!

—¡No! —gritó el coronel, con voz tan llena, que hizo temblar los vidrios de la ventana.

—¡Silencio, repito!

—¿Queréis que me coma la lengua? —dijo irónicamente Sergio.

¡Si no la tenéis muda, yo os haré callar a latigazos!… ¡Fuera de aquí!

El policía echó el caftán sobre los hombros de los prisioneros y los sacó fuera.

—¡Canalla! —murmuraba el estudiante.

—Aquí reina el knut, joven, y callad, si no queréis probarlo.

—¡Callad Iván! —le dijo el coronel—. ¿Dónde está la mina?

—Allá —dijo el polizonte, señalando una agrupación de chozas.

—¿Es profunda?

—Dentro de poco lo sabréis —contestó el interpelado con sonrisa siniestra.

A poco se vieron al borde de un enorme precipicio, en el fondo del cual se abría una negra boca en forma de pozo.

—Esa es la mina —dijo el policía—. Bajemos.

CAPITULO XIV. EL INFIERNO DE LA SIBERIA

Estaban al borde del pozo, negro abismo que se abría en la superficie de la tierra y del cual subía un polvo pesado que casi velaba la luz de las lámparas colocadas de trecho en trecho, más que para alumbrar, para hacer resaltar con todo su horror la oscuridad espantosa de aquella sima.

—Esto es un infierno —murmuró Iván.

—Sí, el infierno de los forzados —dijo el coronel.

—Bajad —exclamó el policía.

Y comenzaron a descender por entre aquellas negruzcas paredes, atenuándose cada vez más la luz.

De cuando en cuando oían un fragor lejano, que iba acercándose a medida que descendían. Se escuchaban los golpes de los picos al chocar con las rocas y el rodar de las carretillas sobre los metálicos rieles. Todos estos ruidos, multiplicados por la sonoridad de la mina, se comunicaban de galería en galería, uniéndose a los gritos de los mineros, al chocar de sus cadenas y a las imprecaciones de los que recibían los golpes del knut.

A los quinientos metros de profundidad, los prisioneros, ensordecidos por aquel fragor y casi sofocados por el polvo y las emanaciones venenosas del estaño, se detuvieron.

Habían llegado.

Al confuso resplandor de algunas lámparas, los dos compañeros vieron una serie de galerías negras que iban a perderse en las entrañas de la tierra y por las cuales pasaban y repasaban filas de forzados, sonando las cadenas y llevando a cuestas grandes cestos llenos de mineral. Los guardianes, armados de látigos, avivaban a trallazos el trabajo de aquellos desgraciados.

El coronel y el estudiante quedaron mudos de horror ante aquel espectáculo.

—¡A trabajar! —gritó un vigilante acercándose a ellos con la fusta levantada.

—¿Aquí? —preguntó el coronel.

—¡Ah! ¿Sois los nuevos? Tomad esos picos y seguidme sin rechistar.

Los prisioneros cogieron los picos y siguieron al vigilante hasta el fondo de una galería en la que trabajaban varios forzados de la clase de ladrones, asesinos o cosa peor.

La bóveda era tan baja, que el coronel no podía ponerse derecho; pero no protestó, y en unión de Iván púsose a trabajar.

El guardián los vigilaba desde un lado.

—¿Y ha de ser ésta nuestra vida? —preguntaba el estudiante al coronel, hablándole en inglés, cuyo idioma dominaban los dos—. De fijo que no duramos dos meses.

—Lo creo —respondió el coronel—, aunque todo es cuestión de costumbre.

—Esta mina debe de ser de las más profundas.

—No, en Inglaterra las hay más hondas.

—¡Qué horror!

—Paciencia, Iván. Ya llegará el día de la libertad.

—Y muy pronto —dijo junto a ellos una voz en el más puro inglés—. Os lo aseguro yo, coronel.

Iván y Sergio se volvieron sorprendidos y asustados al oír aquella voz. Junto a ellos vieron a un hombre de enmarañadas barbas que se ocupaba en romper con el pico una piedra.

—¿Quién sois? —le preguntó Sergio, con voz amenazadora—. ¿Tal vez un espía?

—Un forzado como vosotros —respondió aquel hombre, sin dejar el trabajo para no llamar la atención del vigilante.

—¿Y escuchabais nuestra conversación?

—Involuntariamente, mi coronel.

—¡Coronel! ¿Qué sabéis vos?

—He oído a vuestro compañero daros ese título.

—Y vos, ¿quién sois?

—En otro tiempo, el ingeniero Alexis Storn, finlandés; ahora, el número mil ochocientos cuarenta y uno —respondió el forzado con amargura.

—¿Nihilista?

—Sí.

—¿Y decís qué…?

—Que por la galería abandonada podríamos evadimos una noche.

—¿Y si yo fuese un espía?

—¿Vos…? ¡Imposible! Tenéis un aspecto demasiado noble.

—Gracias, ingeniero. No serán, ciertamente, vuestros delatores ni el coronel Sergio Wassiloff ni el estudiante Iván Sandorff. ¡Os lo aseguro!

—Y yo espero que os aprovechéis de mi descubrimiento, utilizando para escaparos una salida secreta.

—¿Conoce alguien más vuestro secreto?

—Sí, tres deportados políticos y un criminal o galeote.

—¿No hará traición el galeote?

—No, porque tiene en Rusia mujer e hijos, a quienes adora, y anhela la libertad más que nosotros. Es Un desgraciado que mató en riña a dos hombres que le insultaron.

—¿Y dónde están esos compañeros?

—¿Qué número tenéis vos, mi coronel?

—El ochocientos cuarenta y cuatro, y mi compañero, el ochocientos cuarenta y cinco.

—Tenéis suerte, coronel. Somos todos compañeros de dormitorio.

—Para huir será preciso que alguien lime nuestras cadenas.

—Sí, y ya tengo limas a propósito. Adiós; tengo que transportar este mineral.

El ingeniero cargó con su pesada espuerta y se alejó con pasos vacilantes.

—¡Ah, coronel! ¡Ahora respiro!

—¡Silencio, Iván; al trabajo! —respondió el coronel.

Seis horas después, sudorosos, fatigados, jadeantes, eran conducidos a una celda subterránea cavada en la roca, y sin más muebles que una cama de tablas.

En ella dormían también el ingeniero, los tres condenados políticos y el galeote.

CAPITULO XV. LA EVASION

Habían transcurrido dos largos e interminables meses sin que en la mina ocurriera nada de particular.

El capitán no había dado noticias suyas, por hallarse todavía en la estepa. De la hermana del coronel y del peregrino, tampoco sabían nada, y el ingeniero, por su parte, no había vuelto a hablar de la evasión.

El coronel, dotado de un vigor sobrehumano, no había perdido ni un átomo de su fuerza hercúlea, a pesar de que en sesenta días sólo dos veces pudo ver la luz del sol.

Iván, en cambio, se desmejoraba por días, había perdido su buen humor y parecía devorado por la fiebre.

Un suceso imprevisto, una amenaza de colisión entre forzados y guardianes, hizo que el ingeniero volviera a hablarles un día de sus proyectos de evasión.

—Esta noche es la marcha —les dijo, en medio del trabajo.

—¿Y las cadenas? —le preguntó Sergio.

—Se limarán. ¡Silencio!

Aquella noche se acostaron como todas y fingieron dormir; pero dos horas después, cuando calcularon que todos descansaban en la mina, el ingeniero se deslizó de la cama y escuchó atento con el oído pegado a la puerta.

—Bajad en silencio de la cama —dijo a sus compañeros.

Estos, sujetando las cadenas para no hacer el menor ruido, descendieron del lecho.

El ingeniero sacó del interior de su camisa dos limas de acero inglés y le entregó una a Iván, diciéndole:

—Primero el coronel. Tengo necesidad de sus hercúleas fuerzas.

Y mientras Iván limaba la argolla de la cadena del coronel, limó la suya el ingeniero, y después se dirigió de puntillas hacia la puerta.

—¿Falta mucho? —preguntó en voz baja.

—Tres cadenas —contestó Sergio, libre ya de la suya, y que limaba con furor las de sus otros compañeros.

—Pues ya está abierta la puerta. Daos prisa.

Las tres argollas cedieron bien pronto; todos estaban ya libres y dispuestos a defenderse, a morir antes que dejarse prender.

—Seguidme —dijo el ingeniero.

—¿Y con qué nos defenderemos?

—Con picos —dijo el coronel—. ¡Adelante!

Descalzos y sin hacer ruido, salieron de la celda, lanzándose por la oscura galería; el ingeniero iba delante, como más conocedor del terreno, y detrás el coronel, para guardar las espaldas.

Al final de la galería brillaba una lámpara, y ante ella, apoyado en el fusil, velaba un cosaco.

Casi arrastrándose, y procurando estar siempre fuera del radio iluminado, pasaron cerca del cosaco sin que éste les oyera.

Unos ciento cincuenta pasos más allá, el ingeniero se detuvo, diciendo en voz baja:

—¡Quietos!

En el fondo de la galería se había oído un rumor sordo. ¿Lo produjo un guardia? Era preciso saberlo.

—Tal vez haya sido la caída de una piedra —dijo el ingeniero, después de un rato de silencio.

—¡Pues adelante! —exclamó el coronel.

—¡Por la derecha, agachaos! —dijo el ingeniero.

—¿Dónde estamos?

—A la entrada de una galería abandonada.

—¿Y el pozo de salida?

—Al final.

—¡Andando!

—¡No; un momento! —dijo el ingeniero.

—¿Qué sucede?

—Los picos, coronel. Podremos necesitarlos para abrirnos paso.

—¡A buscarlos!

Minutos después todos estaban armados de picos y avanzaban por la galería.

CAPITULO XVI. EL POZO ABANDONADO

Como había dicho el ingeniero, aquella segunda galería, que formaba parte de la antigua mina, abandonada hacía ya muchos años, era bastante baja de bóveda y los fugados no podían estar en pie.

En un tiempo debía de haber sido practicable, no sólo para los hombres, sino para los carros. Después debieron de ocurrir grandes derrumbamientos, que en determinados sitios la obstruyeron casi por completo.

Arrastrándose como serpientes, o caminando con gran trabajo, avanzaron lo más rápidamente posible, sin cuidarse mucho de evitar el hacer ruido, pues sabían que allí era difícil que los escucharan. Además, mil sordos rumores apagaban el ruido de sus voces y sus pasos.

Junto a las paredes de piedra se oían correr impetuosos torrentes subterráneos, que, despeñándose en cataratas invisibles, iban a caer en las entrañas de la tierra. Aún sobre la bóveda se oían los mugidos del agua corriendo por las oquedades de las rocas.

Llevaban ya un rato de camino por la galería, y un aire fresco vino a darles en el rostro.

—Ya estamos cerca del pozo —dijo el ingeniero.

La galería ascendía en rápida pendiente acercándose a la superficie del suelo, pero cada vez estaba más oscura. Derrumbamientos procedentes de la bóveda, a causa de las incesantes filtraciones, y charcos algo profundos dificultaban bastante el paso, obligando a los fugitivos a detenerse a cada momento para salvar estos obstáculos.

Bien pronto se hallaron en una especie de caverna circular, alumbrada débilmente por una luz pálida que venía de lo alto.

—¡El pozo! —exclamó el ingeniero, respirando con satisfacción.

—¿Dónde? —preguntaron todos.

—Mirad hacia arriba.

Todos miraron hacia lo alto. A veinticinco pies sobre sus cabezas se abría un agujero circular, a través del cual veíase perfectamente un cielo estrellado, en el que brillaba la luna.

—¡La libertad! ¡La libertad! —exclamaron todos, aspirando la corriente de aire puro que descendía por el pozo.

—Ahora se trata de salir —dijo el ingeniero.

—¿Dónde desemboca este pozo? —preguntó el coronel.

—Si mis cálculos son exactos, junto a los pabellones de los empleados.

—¿Habrá centinelas?

—No lo creo, coronel. He oído referir que este pozo fue cegado para evitar evasiones.

—¿Y cómo lo habéis descubierto?

—Por casualidad. Un día descubrí la entrada de la galería medio obturada por escombros. Aprovechando las horas del descanso, he ido descombrando, y al fin llegué hasta aquí. Por esto hemos tenido que esperar dos meses antes de escaparnos.

—Pero yo no veo escalas para subir —dijo Iván.

—No las necesitamos —respondió el ingeniero.

—Es que la boca del pozo está muy alta —replicó el coronel.

—La alcanzaremos. Hay unos doce metros de altura, y nosotros, unos sobre otros, alcanzaremos trece.

—Os comprendo; se trata de formar una columna humana.

—De la que vos seréis la base, coronel. Sois fuerte como un Hércules y nos aguantaréis a todos.

—Y los últimos, ¿cómo saldrán?

—Con una cuerda que traigo a la cintura.

—¡Pues manos a la obra!

El ingeniero desenrolló la cuerda y, entregándosela al galeote, le dijo:

—Tú eres el más pequeño de todos y el más ágil. Formarás la cima de la columna, y cuando estés fuera, atas un extremo de la cuerda a cualquier árbol y arrojas el otro por la boca del pozo.

—Contad conmigo; ataré la cuerda aunque me maten.

—Una última recomendación —dijo el ingeniero—. Apenas estemos fuera, que cada uno vaya por un lado. No conviene dejar una sola huella sobre la nieve. Después nos reuniremos todos a orillas del Baikal, en la extremidad del nuevo camino que conduce a Chaia. Allí abundan los bosques y nos será fácil ocultarnos hasta ganar la frontera de China. ¡Ahora, a la evasión, que el alba no debe de tardar ni tres horas!

Era necesario apresurarse para no ser sorprendidos en los alrededores de la mina a las primeras luces de la mañana. Para entonces era indispensable que se encontraran en medio de las montañas, entre las selvas de abetos y de pinos.

Sergio levantó sus poderosos hombros y apoyó las espaldas en la roca; el ingeniero se alzó hasta colocar los pies en los hombros del coronel; después subió Iván; luego los políticos y, por último, el galeote, con una agilidad de mono, escaló aquella columna humana.

—¿Estáis fuera? —preguntaron Sergio y el ingeniero.

—Voy allá. Teneos firmes.

El pozo era más alto de lo que calcularon, y faltaba un metro para llegar a la boca; pero el galeote, que, como había dicho, estaba dispuesto a todo, encogió el cuerpo, apoyando fuertemente los pies en los hombros del compañero que estaba debajo, y, dando un salto de tigre, se lanzó hacia arriba, arrostrando el peligro de romperse el cráneo en el fondo del pozo si sus manos no conseguían aferrarse al borde.

Pero no; aquel hombre parecía de caucho, y bien pronto estuvo fuera del pozo, a cuya boca se asomó, diciendo:

—Ya estoy aquí.

—¡Firmes todos! Coronel, ¿podréis resistir pocos minutos más?

—Aunque sea media hora —respondió el gigante.

—Pues mantengamos la columna. Así los primeros saldrán más fácilmente y nos ayudarán a los últimos.

El galeote lanzó una mirada por las cercanías del pozo y vio que el ingeniero no se había engañado.

Desembocaba cerca de las habitaciones de los empleados.

Ató un extremo de la cuerda a un poste fortísimo que en otro tiempo debió de servir para la rueda hidráulica, y arrojó el otro por la boca del pozo de tal modo que vino a caer en las manos del preso político que formaba el fin de la columna y que subió prontamente. Después lo hicieron con igual fortuna el segundo y el tercer político.

—Ahora os toca a vos —dijo el ingeniero al estudiante.

Al ir Iván a agarrar la cuerda, sonó fuera un disparo, seguido del grito:

—¡A las armas!

¿Qué había ocurrido? ¿Había sorprendido la fuga cualquier centinela?

—¡Huid! —gritó desde la boca del pozo el galeote a sus compañeros.

El estudiante y el ingeniero bajaron a tierra, lanzando una imprecación.

Un segundo disparo resonó fuera, al que contestaron otros más lejanos. Después se oyeron las voces de las rondas, que venían en dirección a la boca del pozo. La caza de los fugados comenzaba.

—¡Dios quiera que al menos se salven ellos! —dijo el coronel.

—Nosotros, en retirada —exclamó el ingeniero—. Y procuremos ganar nuestra celda.

Iban ya a lanzarse por la galería, cuando oyeron gritar por la boca del pozo:

—¡Dad orden de que las guardias se aposten a la entrada de la galería abandonada! Por ahí deben de haber escapado.

—¡Estamos perdidos! —dijo con abatimiento el ingeniero.

—¡Defendámonos! —replicó el coronel.

—Nos haremos matar inútilmente, coronel.

—Y si nos prenden, nos matarán también —objetó Iván.

—No. Nos darán veinticinco azotes con el knut, pena terrible, pero no mortal.

—Prefiero hacerme matar antes que me destrocen las espaldas —dijo Sergio.

—¡Ah! —gritó una voz desde lo alto—. En el fondo del pozo hay varios de esos canallas. Estos pagarán por todos.

Sergio gritó con ronco acento:

—¡El será el primero a quien mate, si se atreve a bajar!

—¡Hola! —siguió diciendo desde arriba el inspector—. Dejaos prender, o juro que en vez de la pena del knut os hago desollar vivos.

—¡Ven a prendernos! —le gritó el coronel, furibundo.

—¡Cuernos de Satanás! ¡El coronel Sergio Wassiloff! ¡Me alegro que estés entre esos canallas!

—¡Aún no estoy preso!

—¡Te juro que van a probar tus espaldas las caricias de un knut de mi invención!

—¡Baja, cobarde! —tronó el coronel—. ¡Mátame!

—¡No! ¡Quiero desollarte vivo! ¡Pillo!

—¿Pillo a mí? ¡Ah! Esto es demasiado, ¡infame polizonte!

Con un salto de pantera se agarró a la cuerda, que aún pendía, y en breves segundos llegó a la boca del pozo, antes que el inspector, sorprendido de tal audacia, se hubiera dado cuenta de ello.

Al ver aparecer de improviso a aquel gigante, con el rostro espantosamente contraído por el furor y los ojos lanzando chispas, los soldados que habían seguido al inspector prepararon las armas.

Eran diez o doce, todos valientes; pero frente a aquel hombre, que sabían que un día ocupó un elevado puesto en el ejército, no osaron disparar.

“—¡Aquí me tienes, polizoncillo cobarde…!

Y se lanzó contra el inspector, dispuesto a estrangularle; pero los soldados le salieron al paso.

Los dos primeros rodaron por el suelo, de dos puñetazos del coronel; después cogió a otro por la cintura y lo levantó en alto para estrellarle; pero, desgraciadamente, resbaló en la nieve y cayó.

Antes que hubiera tenido tiempo para nada, los otros soldados y varios más que habían acudido lo agarrotaron con fuertes ligaduras.

Cuando el inspector le vio inerme y atado, se adelantó hacia él, diciéndole con burla:

—¿No te dije que te haría desollar vivo, coronel Wassiloff? De aquí a tres días tendré el honor de haceros dar veinticinco azotes.

El coronel dirigió al inspector una mirada de desprecio, diciendo:

—¡Vil!

—¡Llevadle a la prisión! —mandó el inspector.

—¡Un momento, animal! —dijo una voz.

Todos se volvieron: el estudiante y el ingeniero habían salido del pozo y venían a hacerse arrestar para compartir la suerte del coronel.

—¡Valerosos amigos! —exclamó éste.

—¡Los héroes por fuerza! —dijo burlonamente el inspector—. ¡Bien venidos, canallas! ¡Cómo va a trabajar el knut!

—¡Verdugo…! ¡Encadenadnos!

Minutos después los tres desgraciados prisioneros eran encerrados en un calabozo de los grandes almacenes de la mina, en espera de su sentencia.

A la mañana siguiente, al ir el coronel a partir el pan para su desayuno, encontró, hábilmente escondido entre la miga, un papel plegado en muchos dobleces. En él aparecían escritas en inglés estas palabras:

«María Federowna está aquí y vela por vosotros. —V. B.»

CAPITULO XVII. UNA NOCHE ENTRE LOS LOBOS

La noche era oscurísima. Una furiosa nevada caía sobre la estepa a doscientas cincuenta verstas de Irkutsk, y un viento huracanado soplaba con violencia, revolviendo los copos en espesos remolinos.

Una elegante troika, el coche más bello y cómodo que se usa en el país, corría como el viento por la carretera, arrastrada por caballos tan vigorosos, que parecían tener en las venas fuego en vez de sangre.

El conductor, cubierto con una magnífica pelliza de pieles de oso blanco, y defendidas del frío las manos por fuertes guantes, excitaba a los caballos con la voz y con la fusta.

En el coche iban sentados dos viajeros: uno de ellos era un hombre de cerca de cincuenta años, con larga barba; el otro, una mujer, a juzgar por el traje de grueso paño bordeado de pieles que le cubría de la cabeza a los pies.

La troika volaba siempre, compitiendo con el viento, cada vez más huracanado. Los caballos, de pronto, levantaron las orejas como presintiendo un peligro.

—¡Ya están ahí! —dijo temblando el conductor.

—¡No tengas miedo! —dijo la dama, con un timbre de voz argentino.

—¡Serán muchos, señora!

—No los temo.

—¿Oís?

Un rumor prolongado, lúgubre, amenazador, como de lejanos aullidos, se escuchó en medio de los rugidos del viento. Los tres caballos se encabritaron, relinchando de miedo.

—¡Arrea! —dijo el hombre que viajaba con la dama—. Si la troika se para, vamos a ser despedazados por los lobos.

—¿Estamos muy lejos de Catuisk, Dimitri? —preguntó ella.

—Lo menos veinticinco verstas, señora.

—Es mucha la distancia. En fin, nos defenderemos.

—¡Siempre tan valiente, señora! ¡Vuestro hermano puede enorgullecerse!

—¡Pobre hermano mío! —suspiró la dama.

—¡Los lobos! —articuló apenas el medroso conductor—. ¡Arre, palomas!

A la blanquecina luz que producía el terreno, cubierto de nieve, vieron los viajeros moverse en todas direcciones sombras negras, que seguían al coche sin perder terreno, no obstante la velocidad de la troika.

—Tienen hambre —dijo el viajero a quien hemos oído llamar Dimitri.

—Prepara las armas —contestó ella, con voz siempre tranquila.

—¡No, por San Pablo —replicó el conductor—, o precipitaremos la acometida!

—¿Quieres que te devoren? Si tienes miedo, trae las riendas y yo guiaré.

—No, señora; pero no es preciso irritarlos. ¿Queréis oír un buen consejo? Encendamos los faroles, y la luz los alejará, al menos por algún tiempo.

—Obedece, Dimitri. Después prepara las armas.

—Es una imprudencia, señora. Bien sabéis que debemos evitar el ser vistos.

—¿Y a quién podemos encontrar con la noche que hace? Encended: los lobos se acercan.

Dimitri se quitó la pelliza, sacudiéndola para librarla de la nieve que la cubría, y en seguida encendió los dos faroles que la troika tenía.

Dos fuertes rayos de luz se proyectaron en la nieve.

—Muy bien —dijo la joven—. Ahora prepara las armas: les daremos de comer.

Dimitri sacó de un cajón dos soberbios «Remingtons» de grueso calibre y dos paquetes de cartuchos.

—¿Disponemos de…? —preguntó la dama, mirando los paquetes.

—Quinientos cartuchos.

—Yo no falló un tiro, ni tú tampoco, ¿verdad, Dimitri?

—No, señora. Los rusos me han servido de blanco en muchísimas ocasiones, y sé tirar bien.

—¡Los lobos! —repitió el conductor—. ¡Arre, palomas!

Los feroces carnívoros, dando alaridos, estaban ya cerca de la troika, y su presencia bastaba para estremecer al hombre mejor templado.

De unos cuantos saltos lograron alcanzar la troika, describiendo un amplio semicírculo alrededor de la misma, pero manteniéndose siempre fuera de la luz que proyectaban los faroles del coche.

Eran lo menos cien, y entre ellos los había de estatura tan alta como perros de Terranova.

No se decidían a acometer, porque la luz de los faroles les contenía. Sin embargo, cada vez se acercaban más, y de un momento a otro iban a intentar el asalto.

La joven, echando atrás el capuchón, que casi le cubría el rostro, se levantó y con el «Remington» en la mano miraba la manada de lobos sin estremecerse siquiera.

—Cochero —dijo al cabo de algunos momentos—, levántate y pasa delante. Ven aquí, con nosotros.

El cochero no se hizo repetir la orden, y desde la trasera del carruaje, donde se elevaba el pescante, pasó a la caja de viajeros, sin soltar las riendas.

Los caballos, que veían a los lobos cercanos, redoblaron su carrera, enloquecidos por el miedo y lanzando sordos relinchos.

Al cabo de un rato, un lobo de alta talla y más osado que los otros cruzó el cerco luminoso y de un salto se lanzó sobre uno de los caballos; pero en el aire mismo le alcanzó el proyectil que había disparado la dama. El lobo herido aulló de dolor, y sus compañeros, como para desmentir el refrán de que los lobos no se muerden, se arrojaron sobre el herido, destrozándole en un momento y devorando sus miembros palpitantes. Los que no llegaron a tiempo para el festín acometieron a los otros, y bien pronto la pelea de lobos fue general, acompañada de ensordecedores aullidos.

—Dimitri —dijo entonces:

—¡Ahora es la ocasión! ¡Fuego contra el grupo!

La joven y él dispararon, sonando en seguida otros disparos, y otros dos, hasta doce.

Las balas no se habían perdido; aullidos de dolor sonaron bien pronto, y en seguida los lobos ilesos se arrojaron sobre los muertos y heridos.

La troika aprovechó aquellos instantes y se alejó volando.

Pero la tregua duró muy poco. Los lobos volvieron a la carga con mucho más insistencia que antes.

—¡Conductor, atiende tú a los caballos, que nosotros nos encargaremos de los lobos! —dijo la dama, empezando otra vez a hacer fuego contra los lobos, al par que Dimitri.

Los disparos se sucedían sin cesar, y las fieras caían una tras otra, mientras la troika se alejaba cada vez más.

Sin embargo, aquel fuego no debía cesar hasta el alba, pues los lobos no abandonan la presa hasta que la luz del día les obliga a ello.

Se paraban un momento para devorar a los que caían, pero en seguida seguían corriendo tras el coche.

De pronto, resbaló y cayó uno de los caballos.

El cochero iba a cortar las correas para dejarlo allí y seguir el camino con los otros dos; mas Dimitri, rápido, arrancó un farol y lo arrojó en medio de la manada de lobos, que retrocedieron asustados al ver aquella luz.

Aquel instante bastó para salvarlos a todos. El caballo se pudo poner en pie, y la troika partió como un rayo, por más que los animales comenzaban a dar muestras de cansancio.

—¿Estamos a mucha distancia de Catuisk? —preguntó la joven, sin cesar de disparar.

—Ocho o diez verstas lo más —dijo el conductor.

—¿Y crees que resistirán los caballos?

El conductor permaneció indeciso, como no atreviéndose a contestar.

—¡Habla! —replicó la dama, cuya voz parecía alterarse por primera vez.

—¡No lo sé, señora!

—¿No hay habitaciones por estos alrededores?

—No; el campo está desierto.

—Dimitri —dijo la joven, después de algunos instantes de silencio—. ¡Hay que resistir a toda costa! ¡Quiero ver a mi hermano! ¿Entiendes? ¡Lo quiero!

—Disponemos todavía de cuatrocientos cartuchos.

—Es que los lobos nos rodean ya por todas partes.

—Un solo recurso nos queda, señora —repuso Dimitri.

—¿Cuál? ¡Explícate! El cañón del fusil quema ya mi mano, a pesar de los guantes.

—Sacrificar uno de los caballos.

—Explícate.

—Los lobos nos dejarán tranquilos mientras lo devoran.

—Sí; pero con un caballo menos, la troika no correrá tanto.

—Todo se debe intentar señora.

—¡Sea!

—Siento que perdamos un caballo que vale mil doscientos rublos, pero…

—¡Conductor! —gritó la joven—. ¡Rompe las correas del caballo más cansado y déjale!

El cochero, convencido de que debía obedecer sin réplica, iba a cortar las correas cuando vio que, los lobos saltaban ya sobre los caballos.

—¡Señora! —gritó.

—¡Fuego, Dimitri! —respondió la dama—. Los lobos nos acometen.

De improviso, una voz tonante salió de la oscuridad del campo, gritando:

—¡Fuego contra los lobos!

Cuatro disparos sonaron y en seguida se oyeron otros cuatro.

La joven, al oír aquellas detonaciones, hizo un gesto de cólera.

—¡Los cosacos! —dijo con mal reprimida rabia.

—Sí; soldados, sin duda —contestó Dimitri.

—¡Prefiero los lobos! ¡Cochero, arrea y huyamos de esos hombres!

CAPITULO XVIII. EL MARISCAL DE COSACOS

Los lobos, ante aquellas incesantes descargas, dudaron un momento, como si no se decidieran a perder una presa a la que seguían desde hacia una hora; pero, al fin, convencidos que los de la troika no cederían ante el refuerzo que les llegaba, optaron por una retirada prudente y se refugiaron en los tenebrosos bosques que cubrían los dos lados de la wladimirka.

Algunos hombres, viendo libre a la troika, se dirigieron hacia ella, pero el conductor, dando un latigazo a los caballos, emprendió la fuga.

—¡Alto! —dijo una voz imperiosa.

—¡Adelante! —ordenó, por el contrario, la dama.

Pero aquellos hombres, aun arrostrando el peligro de ser atropellados, se lanzaron en pos del coche, decididos a disparar contra los caballos.

—¡Alto —repitió la voz de antes—, o mando hacer fuego!

El cochero perdió el valor ante aquella amenaza y paró en seco.

Sabía muy bien que los soldados rusos no gustan de bromas, sobre todo cuando se hallan en Siberia, y que al menor pretexto hacen uso de sus armas contra cualquiera que sea el que trate de resistirlos.

La dama se levantó irritada, diciendo a los hombres que rodeaban el coche:

—¿Quiénes sois para detener a viajeros pacíficos que van a sus asuntos?

—Soldados —contestó la misma voz.

Y en seguida un hombre, el mariscal de los cosacos, grueso y con grandes barbas, se acercó al coche.

—¿Dónde vais? —preguntó a los viajeros.

—Por Siberia, ya lo veis —contestó la dama.

—¿Y a qué?

—Eso no os importa.

—Tal vez mucho. ¿Quién sois?

—Una joven.

—¿Vuestro nombre?

—Mary Vaupreaux.

—¿Sois francesa?

—Sí, señor.

—Mostradme los pasaportes.

—No los tengo.

—¡Ah! ¿No los tenéis? —exclamó, admirado, el cosaco—. ¿Y cómo se cambian entonces los caballos en las paradas?

—Viajo con caballos míos.

—¿Y no traéis documento alguno que acredite vuestra nacionalidad?

—Ninguno.

—Esto es grave, señora, y yo, a pesar de mi buena voluntad, no puedo permitiros continuar vuestro camino.

—¡Cómo! ¿Me arrestáis? —preguntó la dama, colérica.

—Me veo obligado a ello, señora —dijo el cosaco—. Soy militar y debo ser esclavo del deber y de las leyes.

—¿Y dónde vas a conducirme?

—A Irkutsk.

—¿Y cuánto tardaremos en llegar?

—Seis días, por lo menos.

—No puedo esperar tanto. Necesito estar allí antes.

—Pues os veréis precisada a seguirme.

—Y protestaré ante el embajador de Francia en San Petersburgo de este arresto tan ilegal.

—Hacedlo. Mi Gobierno os dará toda clase de excusas; pero yo debo obedecer las órdenes que se me han dado.

—¿Y qué órdenes son ésas? —preguntó la dama, con ironía.

—Las de detener a todo el que viaje sin pasaporte.

—¿Dónde me vais a conducir ahora?

—A la cárcel, señora, y mañana nos pondremos en camino.

—¿Está muy lejos esa cárcel?

—Aquí cerca.

Y en seguida, volviéndose a sus soldados, les dijo:

—Conducid a esta señora y a sus acompañantes a la cárcel más cercana.

Los cosacos, en fila a uno y otro lado de la troika, hicieron que el carruaje siguiera hasta una cercana construcción de madera y piedras, ante la cual velaba un centinela.

Allí obligaron a descender a los viajeros, introduciéndolos en una estancia bastante pobre, calentada por una enorme estufa.

—Aquí esperaréis al mariscal —dijeron, poniéndose de guardia a la puerta.

La señora se dejó caer en una silla, lanzando un profundo y prolongado suspiro.

Parecía que todo su valor la había abandonado.

—¡Maldición de lobos y cosacos! —dijo Dimitri, apretando los dientes—. ¿Y qué haremos ahora, señora?

La joven no respondió. Parecía absorta en profundos pensamientos.

—¿Y bien, señora? —preguntó Dimitri, después de algunos instantes.

—Probaré —dijo ella, mirándole fijamente.

—¿El qué?

—Veremos. Me parece que este mariscal no debe de ser de los malos. En fin, esperemos que…

No pudo concluir la frase: el mariscal entró, echando a la viajera una mirada de mal humor.

Hizo señas a dos cosacos de que se apoderaran de Dimitri y el cochero, diciendo:

—Conducidlos al cuerpo de guardia y dejadme solo.

—Ahora os ruego que me escuchéis.

—Sí, pero aquí hace demasiado calor —contestó ella, echándose atrás la capucha y dejando al descubierto el rostro, que hasta entonces tuvo oculto entre los pliegues del capuchón.

Apenas la vio, el cosaco lanzó un grito de admiración y de sorpresa.

Aquella joven era la más hermosa criatura que él había visto en todo el inmenso Imperio moscovita. Era alta, esbelta, proporcionada, y su cabeza alzábase espléndida sobre un cuello admirablemente delineado. Su tez blanca con tonalidad nacarada, tenía la finura del terciopelo; su cara, un poco prolongada, como de raza eslava, formaba un perfecto óvalo, del que se destacaban su boca, como una flor de púrpura, y sus ojos, brillantes y húmedos, que tenían resplandores extraños, fascinadores, atrayentes.

Al bajarse el capuchón, fuese por coquetería o inadvertidamente, aquella hermosa joven, que a lo más tendría diecisiete años, había esparcido alrededor de su rostro la espléndida ola de sus cabellos, que le formaron como un nimbo de dorada luz.

—Y ahora —dijo, sentándose graciosamente y mirando al cosaco—, hablemos.

El mariscal, lejos de obedecerla, continuaba mudo, contemplándola con ojos maravillados.

Aquel hombre era el verdadero tipo del soldado cosaco. Grande, robusto y de nariz un poco arremangada, sus ojos tenían cierta expresión de candidez salvaje.

—Y bien, ¿no habláis? —le interrogó nuevamente la dama—. ¿Os habéis quedado mudo de repente?… ¡Luego dicen en Francia que los cosacos son galantes!

El mariscal, al oír aquella frase un tanto burlona, alzó vivamente la cabeza, pero no pudo pronunciar una sola palabra. No tenía más que ojos para recrearlos en la belleza de aquella mujer.

Por fin, pudo decir:

—Pensaba en la situación en que os encontráis.

—¿Tanto os preocupa? —le preguntó ella, con una sonrisa.

—¡Por todos los lobos de la estepa!… ¡Se me figura, señora, que os reís de mí!… ¡Cuidado, cuidado, que no se bromea con un oso del Don!

—No bromeo, mariscal, y mucho menos en mi situación actual de prisionera vuestra.

—¡Cómo no traéis pasaporte!…

—Sí; por eso se detiene a una extranjera que no se mete con nadie y que viaja por diversión.

El cosaco no pudo menos de reírse.

—¿Llamáis al vuestro un viaje por diversión? —dijo—. Nadie, ni el hombre más valiente, se atrevería a hacerlo. Vos debéis tener algún motivo para este peligroso viaje, y eso es lo que quiero saber.

—Pues viajo solamente por conocer los usos y costumbres de las tribus nómadas.

—¿Y qué os pueden interesar esos salvajes?

—Pertenezco a la Sociedad Geográfica de París.

—No comprendo más que una cosa.

—¿Cuál?

—Que os estáis burlando de mí, señora. Veremos si hacéis la mismo ante el gobernador general de la Siberia oriental.

—¡No, no me burlo de vos ni de nadie! Pero no puedo consentir el atropello de que soy víctima… ¡Vamos a Irkutsk, mariscal! ¡Allí probaré que debe respetarse a los súbditos extranjeros! ¡Vamos! ¡Mis caballos ya deben de estar descansados! El embajador francés vengará la ofensa que se me infiere. ¡Partamos en seguida, mariscal!

Ante aquel tropel de amenazas, el mariscal quedó mudo de asombro y miró asustado a la joven. ¡El gobernador! ¡El embajador de Francia! ¡Una reparación!… La cosa era grave, y temió haberse excedido un tanto. ¿Qué sería de él si sus superiores consideraban ilegal aquel arresto?

Sin embargo, aquella dama no llevaba pasaporte y bien podía ser pariente de algún peligroso desterrado.

El pobre mariscal no sabía qué hacer: se llevaba las manos a la barba, las pasaba por su frente sudorosa: no sabía, en fin, qué partido tomar.

—Pero ¿no nos vamos? —exclamó la joven, colérica—. ¡Espero que no me obligaréis a permanecer todo el invierno en este chozajo!

—Es que… —balbució el mariscal—. Yo, bien quisiera; pero… ese pasaporte. ¿Por qué no lo lleváis?

—Porque lo consideré inútil, viajando con caballos míos.

—¿Y no os lo reclamaron en Tomsk?

—No he pasado por Tomsk.

—Bueno; pero en Semipatas, Omsk, Ekaterimburgo…

—Tampoco he pasado por ahí.

—Entonces, ¿por qué vía habéis entrado en Siberia?

—Por los Urales. Si hubiera seguido el camino imperial, no habría podido practicar estudios en sus famosos montes ni visitar sus minas de oro.

—¡Ah! ¿Habéis visto las minas? —interrogó el cosaco, en cuyos ojos brilló un relámpago de codicia—. ¿Traéis oro en vuestra valija? Lo más sospechoso. Una persona que no teme a las autoridades, viaja por más frecuentados caminos.

—¡Estúpido! —murmuró la joven entre dientes, y después añadió, mirando colérica al cosaco—: ¡Terminemos! ¡A Irkutsk ahora mismo!

—¡Ahora, imposible!

—¿Y qué voy a hacer entretanto?

—Si lo deseáis, me permito invitaron a cenar. La despensa está poco provista, pero no faltan pan ni algunos peces.

—Llevo algo mejor en la troika —dijo ella—, y si me honráis aceptarlo, dividiré con vos mi cena.

—¿Lleváis en vuestra troika alguna botella de vodka?

—Sí; y vinos españoles y ginebra.

Los ojos del mariscal relumbraron. Como todos sus compatriotas, era un bebedor insaciable.

—¡Ron! ¡Ginebra! Me lo habéis ofrecido, ¿verdad?

—Sí, y a vuestros soldados. Llamad a mi servidor.

El mariscal abrió la puerta, gritando:

—¡Qué venga el criado de la señora! ¡Vais a beber ginebra a su salud!

—Y habrá cuanto deseéis —añadió la dama, que dijo a su criado apenas se presentó—: Sírvenos la cena, Dimitri, y, sobre todo, que haya muchas botellas, muchas.

—Está bien, señora —contestó el polaco, después de cambiar con su ama una mirada de inteligencia.

Poco después entraba nuevamente, seguido del cochero y llevando ambos grandes paquetes de fiambres y muchas botellas de bebidas diferentes.

En una pequeña mesa que colocaron junto a la estufa extendieron un blanquísimo mantel adamascado, poniendo dos cubiertos, uno frente al otro.

Todo el servicio era de plata y cristal de Bohemia, y los manjares de los más delicados, no faltando, como plato nacional, el nutritivo caviar.

Otra mesa próxima sirvió para colocar las botellas. Las había de jerez, champaña, madera, burdeos, ron, ginebra y otras exquisitas bebidas. El mariscal y los soldados se relamían de gusto ante aquellas botellas, condenados como estaban a carecer de toda bebida espirituosa en la estepa.

La joven se sentó a la mesa, señalando graciosamente al mariscal el cubierto destinado para él.

Antes, y con disimulo, indicó a Dimitri que él se encargara de obsequiar a los soldados.

El polaco ofreció en seguida a éstos algunos manjares y destapó dos botellas de ginebra, mientras el mariscal desgolletaba de un golpe una de ron, diciendo:

—Perdonad, señora, pero este método es el más rápido.

Llenó la copa de la dama, y después la suya, vaciándola de un trago.

—¡Por todos los lobos del Don! —exclamó, haciendo sonar la lengua en el paladar—. ¡Sólo el zar, nuestro padre, puede beber un licor semejante!

Y la segunda copa fue vaciada también de otro trago.

Caldeado un poco su estómago y excitado el apetito, el mariscal la emprendió con los manjares, y sus fauces, insaciables como las de un cocodrilo, tragaron enorme cantidad de alimentos.

CAPITULO XIX. LA ORGÍA DE LOS COSACOS

Mientras el mariscal hacía honor a la mesa con creciente apetito, comiendo y bebiendo como un verdadero glotón, los cosacos, sentados junto a la estufa, consumían botellas y botellas de ginebra, cada vez más contentos y agradecidos a Dimitri, su amable anfitrión.

La joven miraba de vez en vez al grupo de soldados, como para convencerse del efecto que hacía en ellos la bebida, y redoblaba sus agasajos al mariscal, que era un bebedor de gran fuerza, pero que comenzaba a dar señales de embriaguez. Después de despachar la segunda botella, la emprendió con la tercera, y no cesaba de empinar el codo, brindando unas veces por los hermosos ojos de la dama y otras por el padre zar.

Sus ojos comenzaron a enrojecer bajo los pesados parpadeos, y su cara de oso viejo se puso del color de la escarlata. Sacó una gran pipa y bien pronto su boca pareció la chimenea de una locomotora, cuidándose cada minuto de regalarla con enormes tragos.

Los cosacos, por su parte, estaban próximos a rodar por debajo de la mesa. Ya habían consumido cuatro botellas de ginebra, que instantáneamente, y a una señal que hizo Dimitri al cochero, fueron reemplazadas por otras cuatro, esta vez de whisky.

Aunque casi borracho ya, el mariscal reclamaba para sí otra botella de whisky, que al punto le fue servida.

—Me hacéis pasar una velada deliciosa, señora; no la olvidaré en mi vida, palabra de honor —decía bufando como una foca—. ¡Os juro que no he encontrado otra dama más amable!… ¡Oh! ¡Las francesas! ¡Viva Francia! ¡Vivan las francesas!

Después de beberse media botella de whisky, añadió con mayor entusiasmo:

—¡Excelente! ¡El gran padre no lo bebe tan exquisito!

—Lo creo —contestó la joven riendo—. Es regalo de un príncipe que conocí en San Petersburgo.

—¡Un príncipe!… ¿Habéis estado en San Petersburgo?

—Sí, mariscal.

—¿Y no os habéis hecho entregar el pasaporte? ¡Malo, malo! Digo, no; me alegro, porque si lo hubierais traído me quedo sin esta cena…

—Pero yo, en cambio, hubiera seguido mi viaje.

—¿Y quién os lo impide? Cuando lleguemos a Irkutsk lo seguiréis.

—Perderé muchos días.

—Y los ganaréis haciendo correr más a los caballos.

—¡Otra copa, mariscal!

—¡Sois divina! ¿Quién os resiste? ¡Mil truenos!…

Estaba ya completamente borracho y, en vez de tomar la copa, agarró la botella y la vació en su garganta, cayendo en seguida sobre la silla, con la mirada turbia y rechinando los dientes.

—¿Qué os pasa, mariscal?

—No… sé… Vuestro… vino… ¡Oh! Mis piernas…

—Pues descansad. Esto está muy agradable.

—Sí… los lobos… ¡Oh! ¡Más… vino!… ¡Más vino!…

—Dormid un instante y se os pasará, mariscal.

—¡Ah!… ¡Mis hombres!… ¡Dormir!… ¡Canalla!…

Hizo un esfuerzo supremo y su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa; pero a poco levantóla torpemente y, viendo a sus hombres por tierra, comprendió confusamente el juego de que era víctima.

Su cerebro, nublado por la embriaguez, tuvo un momento de lucidez, y gritó roncamente:

—¡A las armas! ¡Qué se fugan!

La dama se había puesto violentamente en pie, con un revólver en la mano que llevaba escondido en el bolsillo.

—¡No te muevas, o te mato! —dijo fríamente al mariscal, poniéndole el cañón del revólver en la frente.

Aquél trataba de levantarse con grandes esfuerzos, para acometer a la dama; pero Dimitri se interpuso.

El servidor no era joven, pero conservaba sus fuerzas y tenía brazos de gimnasta y pecho de gorila.

Sin pronunciar palabra, alzó el puño crispado y lo dejó caer con toda su fuerza en la cabeza del mariscal. Este cayó a tierra como herido por un rayo.

—¡Dimitri! —exclamó la viajera.

—No temáis, María Federowna —dijo el polaco—. Dentro de veinticuatro horas, este oso estará en pie.

—¡Huyamos, Dimitri!

—En seguida. Ya debe de estar dispuesta la troika.

—¿Habrá todavía lobos?

—Lo temo, y sería mejor que esperáramos al alba. Estos hombres no despertarán en mucho tiempo.

En aquel instante entró el cochero. Era un joven de veinticinco años, robusto, con ojos azules, cabellos rubios y piel diáfana.

—Señora, es imposible partir.

—¿Los lobos, tal vez?

—Sí; han cercado la prisión.

—¿Y no podríamos forzar su línea de algún modo?

—Son lo menos doscientos.

—Sin embargo, es preciso salir. Estos hombres pueden despertar.

—No es ése el mayor peligro.

—¿Cuál, entonces?

—Ayer, antes de salir de Nisne, me dijeron que esperaban a una columna de forzados, y no sería extraño que parte de los cosacos se adelantaran para prepararles aquí alojamiento.

—Razón de más para que nos vayamos en seguida.

—Es correr a la muerte, señora —dijo el cochero—; pero si lo queréis, vamos.

—No, espera —dijo Dimitri—. Tal vez podamos huir sin correr peligro de ser asaltados por los lobos. ¿Cuántos caballos tienen aquí los cosacos?

—Cinco —respondió el cochero.

—¡Magnífico! —repuso el polaco, restregándose las manos alegremente—. Harán correr a los lobos, y mientras tanto nos escaparemos.

—¿Qué piensas hacer, Dimitri? —preguntó la dama.

—Venid, señora.

Salieron de la estancia después de haberse convencido de que los cinco cosacos dormían profundamente, y después de atravesar un corredor llegaron al lóbrego encierro destinado a los forzados y en el que los cosacos habían metido sus caballos.

No lejos de éstos estaba la troika enganchada ya.

El polaco tomó de la brida uno de los caballos de la tropa y lo condujo junto a la puerta, mientras el cochero hacía lo mismo con otro.

—Ahora —dijo Dimitri— abriré y castigaré a los caballos para que escapen a la carrera. Los lobos se irán detrás y nosotros aprovecharemos su ausencia para huir.

—Ahora comprendo tu plan —dijo la viajera.

—Vos tened el fusil dispuesto, por si al abrir la puerta quiere entrar algún lobo.

—Estoy pronta a recibirlo.

—Fedor, enciende el farol de la troika.

—Ya está —dijo el cochero.

—Dámelo, y sujeta por la nariz a estos caballos.

—¡Atención, que abro!

Quitó de pronto la tranca de la puerta y abrió sus dos hojas, lanzando al exterior los rayos de la luz.

Los lobos recularon un tanto.

Aquel momento bastó a los caballos, pinchados cruelmente, para salir como relámpagos, mientras la hermana del coronel disparaba el fusil.

Los lobos se lanzaron en seguimiento de aquella presa que se les iba.

—¡Ahora, nosotros! —gritó Dimitri.

Montaron en el coche y ya iban a partir, cuando el polaco vio venir una sombra por el corredor.

—¡Virgen de Varsovia!… ¡El mariscal!

En efecto, venía tambaleándose, pero armado con un fusil.

—¡Quietos… u… os… tiro!…

—¡Arrea, Fedor!

La troika salió corriendo, mientras Dimitri y María apuntaban con los fusiles, decididos a defenderse.

—¡Perros! —gritó el cosaco.

Y sonó un disparo, pero como el mariscal estaba completamente ebrio no pudo hacer blanco.

El coche siguió alejándose, y el cosaco, que intentó seguirle, cayó al suelo a los pocos pasos.

—¡Ha caído! —dijo la dama.

—Sí; ya tienen carne los lobos.

—¡Dimitri!

—¡Señora!

—¡Vamos a salvarle!

—Es tarde. ¿Oís?

Se escucharon aullidos de lobos y disparos lejanos.

La viajera se puso densamente pálida.

—¡Soldados! —dijo.

—¡Al galope, Fedor! —gritó Dimitri.

Los caballos no necesitaban ser excitados. Locos por el miedo, al oír los aullidos de los lobos corrían como flechas, mientras el cochero, de pie en el pescante, gritaba sin cesar:

—¡Arre!… ¡Arre!…

—Dimitri —decía la dama a su criado—, me temo que nos arresten al llegar a Catuisk. El telégrafo corre más que nosotros, y los cosacos no dejarán de avisar la que les hemos jugado.

—¿Y por qué hemos de pasar por Catuisk, señora?

—Pues ¿dónde iremos?

—Hacia las montañas de Sajan, y de allí al Baikal… ¡Ah!

—¿Qué es eso?

—¡Otra vez los lobos!

—¡Aprieta, cochero!

—Respondo de los caballos —dijo éste.

—¡Volad! ¡Volad, que nos va en ello la vida!

CAPITULO XX. EL ASALTO DE LOS LOBOS

A lo lejos, en medio de un bosque, o, mejor dicho, de un grupo de pinos que flanqueaba la wladimirka, se oían los agudos gritos de la hambrienta manada de lobos.

No era posible engañarse. Aquellos feroces carnívoros, que están dotados de un oído finísimo, habían oído pasar la troika a gran distancia, y se apresuraron a seguir la persecución que interrumpieron con la llegada de los cosacos.

Los dos pobres caballos siberianos no habían bastado quizá para calmar el hambre feroz que mortificaba, probablemente desde hacía bastante tiempo, las vísceras abdominales de aquellos bandidos de cuatro patas, tan temibles en las estepas.

O tal vez, después de una larga carrera, no habían podido alcanzar a los dos trotadores siberianos, animales dotados de una resistencia increíble, a pesar de su fea apariencia, y se decidían a volver a la carga contra la troika, juzgando más segura presa los tres caballos que tiraban de ella.

Los aullidos se acercaban cada vez más, pero no tan deprisa como los del coche temían. Unas veces parecía, no obstante, que los lobos se alejaban; pero otras se percibía claramente que adelantaban terreno.

—Se diría que todavía persiguen a los dos caballos —dijo Dimitri, después de escuchar la dirección de los aullidos—. Aseguraría que siguen un camino tortuoso, pues si vinieran en línea recta ya estarían aquí.

—¿Resistirán aún los caballos siberianos? —preguntó la joven.

—Lo supongo, señora. ¿Oís? Ahora los aullidos se alejan.

—Sí, pero ya vuelven a escucharse más cercanos.

—Es verdad, y empiezo a comprender.

—¿El qué?

—Que los caballos, lo mismo que los lobos, nos han venteado.

—¿Qué quieres decir?

—Que se dirigen hacia acá, esperando encontrar en nosotros un socorro. Saben muy bien que en estos casos sólo el hombre puede protegerlos.

—Pues no acaban de llegar.

—Porque se verán obligados a describir grandes círculos para evitar las acometidas de los lobos. No creáis que los lobos persiguen a su presa de cualquier modo, no; son muy astutos, y para asegurar la caza se dividen en grupos, a fin de cortarle la retirada.

—¿Y no podríamos dejar el camino real?

—Por el momento, es imposible. A nuestra izquierda hay pantanos y lagos peligrosos, pues el hielo no soportaría el peso del coche ni el de los caballos… ¡Ah! ¿No lo decía yo? ¡Mirad, María Federowna!

A la orilla del grupo de pinos había aparecido de pronto una gran masa oscura. Era uno de los dos caballos siberianos que pertenecieron a los cosacos.

El pobre animal corría a la desesperada entre un turbión de nieve, con la crin al aire, el pelo levantado, los ojos echando fuego y la boca casi oculta entre las patas anteriores. Un relincho ronco, que más bien parecía un silbido metálico, salía de su hocico espumante.

Detrás de él, la manada hambrienta, compuesta de doscientos o más lobos, llegaba a carrera desenfrenada, con el pelo hirsuto, tiesas las colas y aullando ferozmente.

El desgraciado animal, que tal vez había asistido al sangriento fin de su compañero, al ver que la troika pasaba ante él como un meteoro, abrillantando la nieve con las luces de su farol, se detuvo un momento, como deslumbrado; pero bien pronto se puso a seguirla, lanzando relinchos de dolor y de miedo.

—¡Este animal va a arrojar contra nosotros a todavía manada! —exclamó Dimitri.

—¡Pobre caballo! ¡Nos pide socorro!

—Lo siento, pero su muerte está decretada.

El polaco se levantó, apuntando con el fusil.

—¿Qué haces? —le preguntó la joven—. ¿Vas a enfurecer a las fieras?

—No; disparo contra el caballo. Así retardaremos la llegada de los lobos.

Resonó un disparo. El caballo cayó al suelo, y en aquel instante quedó materialmente cubierto por los lobos, que se atropellaban y mordían por alcanzar un trozo de aquella carne palpitante y caliente aún.

El coche siguió su veloz carrera.

—¡Fedor!

—¡Señora! —contestó el cochero.

—¿Dan los caballos muestras de cansancio?

—No.

—¿Crees que resistirán hasta el alba?

—No lo sé; faltan todavía dos horas, y…

—Y temes que no puedan resistir.

—Es verdad, señora.

—¡Si encontrásemos algún refugio!…

—Las montañas están muy cerca, señora —dijo el cochero, después de reflexionar un rato.

—¿Qué quieres decir?

—Que en la cadena del Sajan hay muchas cavernas.

—¿Conoces alguna?

—Sí.

—Pues llévanos a ella.

—Será preciso abandonar el camino real.

—Es lo que deseo.

Los caballos, bajo los vigorosos esfuerzos del cochero, siguieron avanzando y abandonaron la carretera, dirigiéndose por en medio de la estepa.

—¿Está muy lejos el refugio, Fedor?

—Media hora, a lo más; pero antes me parece que tendréis que disparar a los lobos.

—Descuida, y atiende solamente a los caballos.

El cochero, obedeciendo la orden, los hostigó con el látigo y los animales redoblaron la marcha.

Aquella carrera desesperada, tremenda, duró un cuarto de hora y cesó de repente. Uno de los caballos, al saltar sobre un charco helado, resbaló y cayó al suelo.

—¡Dimitri! —gritó la joven.

El polaco, que logró ponerse en seguida en pie, acudió en ayuda de su ama; pero los dos caballos, asustados por los aullidos de los lobos, iban a emprender nuevamente su carrera abandonando a los viajeros.

—¡Fedor, a los caballos! —gritó Dimitri.

El cochero había comprendido el peligro y se apresuró a sujetar por la nariz a los dos caballos.

En aquel momento llegaban los lobos precedidos por tres de enorme talla, pero delgados, como si llevaran un año de ayuno.

Los dos primeros se lanzaron resueltamente sobre el polaco, mientras el tercero acometía a uno de los caballos.

Dimitri no se había descuidado. De un culetazo dejó a uno de los lobos fuera de combate y de un tiro rompió el cráneo al segundo.

Entretanto, el cochero había acudido a defender al caballo. Su formidable fusta cayó silbando sobre el carnívoro, que lanzó un alarido de dolor, y al encogerse para lanzarse sobre el cochero, un tiro le dejó muerto.

La joven era la que había hecho fuego.

—Gracias, señora —dijo el cochero.

—Ahora sigamos huyendo —gritó la joven, subiendo en el coche, donde ya se había colocado Dimitri.

La troika salió corriendo, mientras los lobos, cada vez más audaces, casi pegaban el hocico a las ruedas del carruaje.

—¡Dimitri —dijo María—, tengo miedo!

—¡Valor, señora!

—¿Y la cueva, Fedor?

Un grito de alegría fue la respuesta.

El coche cruzó como un relámpago bajo una especie de atrio, y los viajeros se hallaron en el interior de una caverna.

El conductor se había lanzado a tierra y se colocó a la entrada de la cueva, revólver en mano. María y Dimitri lo habían seguido, con las armas preparadas también.

Los lobos, dando feroces aullidos, cercaban la entrada, dispuestos al ataque.

—¡Fuego! —gritó el cochero.

Dimitri y la joven no se hicieron repetir la orden y a fuerza de disparos mantenían a respetable distancia a los lobos.

En tanto, el cochero hacía gran acopio de leña resinosa de unos pinos inmediatos a la entrada de la cueva, y pronto un gran fuego ardía en aquélla, lo que bastó para que los lobos se retiraran a más de cien metros de distancia.

CAPITULO XXI. ENTRE LOBOS Y OSOS

Aquel refugio, descubierto tan oportunamente, era una caverna natural abierta en los flancos de la pared granítica de la roca.

Parecía enorme, porque la luz del farol no alcanzaba a la pared opuesta, ni tampoco a la bóveda. Varias galerías partían de aquel primer salón circular, dirigiéndose hacia el interior.

La entrada, que formaba un arco casi perfecto, era tan amplia, que permitía el acceso a cuatro caballos de frente, por lo que el cochero no había encontrado dificultad alguna en introducir la troika.

Los viajeros se consideraron poco seguros en aquel asilo por lo enorme de su entrada, que era difícil de defender, por lo que decidieron amontonar las muchas piedras por allí esparcidas y formar una barricada de difícil acceso.

—A pesar de la barricada, no podremos permanecer aquí mucho tiempo —dijo María.

—¿Por qué, señora?

—¿Te olvidas de los cosacos? Cuando se les pase la embriaguez nos seguirán furiosos y dispuestos a todo.

—Es verdad —contestó el polaco—. Hemos cometido una imprudencia imperdonable.

—¿Cuál?

—Dejarles tres caballos. Debimos echarlos todos a los lobos. A estas horas galoparán detrás de nosotros.

—¿Y crees que descubrirán nuestras huellas?

—Me lo figuro.

—El viento y la nieve que cae deben de haberlas borrado.

—No lo sé. De todos modos, debéis descansar sin temer a los soldados ni a los lobos. Fedor y yo velaremos por turno.

El polaco sacó del coche una gran piel de oso negro y una manta de lana y extendió la primera en un ángulo de la caverna.

—Reposad tranquila, señora; vuestro fiel criado no cerrará los ojos.

—Gracias, mi buen Dimitri.

Cuando la vio acostada, se convenció de que el cochero estaba vigilando a la puerta, y después dijo:

—Veamos si hay por aquí un escondite más seguro. Pueden venir los cosacos y conviene estar prevenidos.

Dicho esto, se dirigió por una galería que parecía mayor que las otras y avanzó resueltamente con la mano en la culata de la pistola.

Las paredes estaban compuestas de una especie de granito negro con venas brillantes que relucían a la luz de la antorcha de resina que el polaco llevaba.

Había ya avanzado Dimitri cerca de cien metros, cuando llegó hasta él un fuerte hedor de carne corrompida.

«¿Qué es esto? —se preguntó—. ¿Habrá servido esta galería de cubil a algunos animales? No faltaría más sino que aquí hubiera lobos u osos».

Recorrió otros diez pasos y se halló en una segunda caverna, más pequeña que la otra, de forma circular y cuyo techo, en forma de embudo, dejaba pasar la luz por un agujero.

El polaco se detuvo indeciso. Un olor acre, nauseabundo, reinaba en aquel sitio, y era tan penetrante que apenas se podía resistir. Observando más atentamente, vio amontonados en un rincón despojos de animales, que era lo que producía aquel hedor intolerable.

Iba a retroceder, ante el temor de encontrarse con el peligroso inquilino de aquella caverna, cuando oyó roncos rugidos que salían de una cavidad tenebrosa, en el más oscuro rincón del antro, y en seguida vio salir avanzando hacia él enormes cuerpos que adelantaban perezosamente.

Eran cuatro o cinco. Toda una familia. El polaco sintió que un sudor frío le inundaba la piel. Comprendiendo que corría verdadero peligro, retrocedió hasta un ángulo de la pared y arrojó lejos de sí la tea.

Los animales que se le acercaban eran cinco osos de la especie de los llamados torcuatos, de piel castaña y bastante peligrosos, pues, aunque generalmente se nutren de frutas, cuando el hambre les acosa suelen acometer a otros animales y no se acobardan ante el hombre.

El polaco huyó rápidamente y ganó en pocos minutos la primera caverna.

Al oír el cochero aquella precipitada carrera, que le anunciaba un nuevo peligro, se puso en pie con el fusil armado.

—¿Qué pasa?

—¡Me siguen! —contestó Dimitri, jadeante.

—¿Quién?

—¡Una familia de osos!

—¿Dónde están? —preguntó Fedor, poniendo el dedo en el gatillo.

—En el fondo de la galería, en una caverna.

—¡Y los lobos delante! Hay que despertar a la señora.

—Espera, tal vez no me sigan.

—De todos modos, no podemos permanecer aquí.

—¿Prefieres los colmillos de los lobos?

—No. Tengo menos miedo a los osos.

—Son cuatro o cinco de los llamados torcuatos.

—¡Entre lobos y osos… y cosacos…! ¿Qué hacemos?

—Por lo pronto, tratar de evitar que los osos vengan aquí.

—Me has dicho que son cinco y de la raza de los que no temen al hombre.

—No se trata de darles caza.

—¿De qué, entonces?

—De impedir que lleguen aquí. Nos bastará con encender fuego a la entrada de la galería. Los osos, como los lobos, temen a la luz.

—¿Y de dónde sacamos la leña?

En aquel momento los caballos comenzaron a dar señales de inquietud.

—Ya han venteado a los osos.

—Coge una rama resinosa y sígueme —dijo el polaco, armando su fusil.

Los dos se aventuraron por la galería, y al desembocar en la caverna circular vieron que uno de los osos, el mayor, se dirigía hacia ellos.

—¡Huyamos! —dijo el cochero.

—Siquiera que haya uno menos —contestó Dimitri, disparando contra el oso.

Como un cañonazo resonó en la galería aquella detonación, que fue repitiendo el eco por todas las numerosas oquedades de la inmensa cueva.

El oso, herido solamente, se levantó con un rugido espantoso y avanzó hacia los dos hombres.

—¡En guardia, Dimitri! —gritó el cochero.

—Estoy pronto.

No había terminado aún de decir estas palabras, cuando sintió que dos enormes brazos velludos le abrazaban.

—¡Socorro, Fedor!

—Yo te salvaré —contestó la voz de María Federowna, y sonó un disparo.

El oso cayó con el cráneo destrozado, arrastrando consigo a Dimitri.

—¡Muerto! —gritó la joven con espanto.

—No, vivo —respondió el polaco, levantándose con presteza.

—¿Estás herido?

—No… ¡Pero atended! ¡Los otros cuatro osos se acercan!

Un momento de irresolución, y los animales se hubieran lanzado contra los viajeros; pero éstos retrocedieron rápidamente, interponiendo una línea de llamas entre ellos y los osos.

El cochero había logrado encender a la entrada de la galería algunas ramas de pino.

—¿Qué hacemos ahora? Los lobos parece que aúllan más cerca que antes.

—No hay que hacerse ilusiones, señora. Nuestra situación es cada vez más comprometida.

—¿Y mi pobre hermano…? ¿Quién lo salvará?

—¡Pobre coronel! —dijo Dimitri, reprimiendo un sollozo.

En seguida se estremeció, diciendo de pronto:

—¡Silencio!

—¿Qué hay, Dimitri? —preguntó la joven, poniéndose pálida.

—¡Escuchad! —le dijo, llevándola hacia la entrada de la caverna.

CAPITULO XXII. HUYENDO DE LOS COSACOS

Entre los bramidos del viento y el aullar de los lobos, habían oído distintamente voces humanas; pero ¡cosa extraña!, aquellas voces no venían de fuera, sino que parecían producirse al fondo de la galería, en la caverna de los osos.

El polaco y la joven se miraron con estupor. Siendo imposible que en el cubil de los osos hubiera hombres, ¿de dónde venían aquellas voces?

—¡Son cosacos! —dijo la joven, aterrada.

—Desde luego; pero me sorprende que el eco de sus palabras venga por esa galería.

—¿Tendrá esta caverna otra salida?

—En tal caso hubieran huido los osos. Esperad, señora, y veamos lo que hacen los lobos.

Dimitri se adelantó hasta la entrada de la caverna para observar a los bandidos de las estepas. Aquellos animales, tan obstinados en su persecución, parecían haberse dado cuenta de aquellos ecos que anunciaban nuevas presas o nuevos enemigos, pues algunos de ellos venteaban con el hocico al aire y movían las cabezas como para cerciorarse de qué parte procedían aquellos gritos humanos.

—No es de fuera de donde viene el peligro —dijo Dimitri—. Los lobos hubieran ya huido.

En aquel momento el cochero entró a todo correr. Traía en las manos las patas del oso, que había cortado para preparar un guiso.

—¡Señora, los cosacos van a sorprendernos!

—¿Dónde están?

—No lo sé, pero he oído sus voces.

—¿Hacia la caverna de los osos?

—Sí.

—¿Y los osos?

—No había ninguno.

—Venid, señora. Fedor, atiende a los lobos.

Entraron por la galería con los revólveres montados, y ya casi en el fondo oyeron claramente una voz que decía:

—Te digo que hay lumbre debajo de nosotros.

El polaco y María levantaron vivamente la cabeza.

Aquella voz provenía de lo alto, precisamente encima de ellos. Los dos lo comprendieron todo.

Una ancha grieta de la pared se prolongaba hasta lo alto, haciendo de perfecto tubo acústico.

—Escuchemos, señora.

—Sí, te lo aseguro. Aquí debajo alguien tiene lumbre encendida.

—Alguien que haya pasado ahí la noche.

—¿Será la viajera que buscamos?

—No me cabe duda.

—Pues hay que avisar a los compañeros y dar vuelta a la roca, para encontrar la entrada de la cueva. Tal vez estén en ella todavía.

—Vamos, sin perder tiempo.

María y Dimitri habían escuchado con creciente ansiedad el diálogo de los dos cosacos, tan interesante para ellos.

—Es preciso tomar en seguida una determinación —dijo ella.

—¿Y cuál?

—Intentemos romper la fila de lobos.

—¿Y después? A los aullidos de los lobos acudirán los cosacos.

—Es verdad —contestó la joven—. Sin embargo —dijo de pronto—, no tenemos más recurso que la fuga.

—Nos seguirán los lobos y los cosacos.

—¡No importa, huyamos! ¡Cochero, engancha y vámonos!

Un cuarto de hora después, Fedor anunciaba que el coche podía partir. Montaron, armaron los revólveres y, hostigados por estruendosos fustazos, los caballos salieron a galope tendido.

Fue tan imprevista la aparición del vehículo, que los lobos quedaron suspensos algún tiempo, antes de seguir a los fugitivos.

—¡Corre, Fedor, corre! —gritaba María.

Y la troika volaba por la estepa.

—Ya tienen que correr los cosacos para alcanzarnos —dijo Dimitri.

En efecto, los cosacos, que habían descubierto por fin el coche de la supuesta francesa, trataron de alcanzarlo, y notándolo los fugitivos, dieron a la carrera de los caballos la velocidad de un verdadero huracán.

De pronto, el cochero, a través de la niebla, vio que el camino que llevaba estaba cortado por un precipicio. Trató de refrenar los caballos, pero era tarde.

Se oyó un grito de angustia, en seguida un estruendo espantoso y el coche se precipitó por una pendiente empinadísima que llevaba al abismo.

—¡Virgen…! ¡Salvadnos…!

Y coche, caballos y personas se hundieron en un barranco, en cuyo fondo, cubierto de nieve, se deslizaba un arroyo.

CAPITULO XXIII. LA GALERIA DE HIELO

Los cosacos, que iban detrás del coche a galope desenfrenado, tuvieron apenas tiempo de recoger riendas para contener a sus caballos.

El cabo que los mandaba desmontó casi al borde del precipicio, obligó a uno de sus doce soldados a hacer lo mismo y ambos gatearon hasta ganar el borde de la cortadura.

Medía ésta diez metros de ancho por una extensión de doce o quince. Probablemente las aguas del río habían ido adelgazando la capa de hielo por aquella parte, hasta dejarla de muy poco espesor.

Aquella costra, delgada relativamente, había cedido al peso del coche y de los caballos, y al romperse, había tragado a los pobres fugitivos.

Se trataba de saber si aquellos viajeros habían muerto todos por efecto de la caída.

Miraron desde el borde al fondo del precipicio, y vieron que el coche, inclinado de un lado, permanecía en la orilla del arroyo; pero junto al coche no estaban los caballos, ni mucho menos las personas. Huellas de unos y de otros sí vieron también, pero nada más que huellas.

—¿Qué es esto? —preguntó estupefacto el cabo.

—¡Parece cosa de brujas! —respondió el soldado temblando.

—¿Dónde están los caballos y los viajeros?

—¿Se habrán ahogado en el río?

—Tal vez; pero… nada, que no veo claro esto.

—¡Mi cabo!

—¿Qué?

—He observado una cosa. Entre los objetos que se ven esparcidos por el suelo no hay un solo fusil, y la viajera y sus acompañantes los llevaban.

—Es verdad, Otao, y esto me hace creer que han podido esconderse en alguna parte.

—Sí —contestó Otao—. Allí veo una arcada de hielo por la que bien puede penetrar un hombre a caballo. ¿Vamos, cabo Askoff, a comprobarlo?

—Vamos.

Los cosacos se unieron a sus compañeros y, valiéndose de cuerdas y correas, comenzaron a descender por el precipicio, aventurándose Otao el primero de todos ellos.

Cuatro hombres sostenían desde lo alto un extremo de la cuerda que habían lanzado al abismo.

Otao, sujetando con los dientes el cordón de su revólver, descendía con grandes precauciones.

—Sé prudente —le dijo su jefe.

—No temáis.

—Y si los ves, dispara.

—No economizaré cartuchos.

Apoyando los pies en las paredes de hielo, que parecían cortadas a pico, siguió bajando.

El jefe, con un mosquetón armado, dispuesto a hacer fuego, le seguía con la mirada, no sin una viva ansiedad, temiendo verle a cada momento caer en el abismo, con una bala en el cráneo o en el pecho.

Cuando habían descendido tres o cuatro metros y se hallaba suspendido en el abismo, lanzó una maldición.

Abajo, a cuarenta pasos de distancia, un hombre le apuntaba con un fusil.

Era Dimitri, que disparó, hiriendo al cosaco.

Este lanzó un rugido; pero, sin soltarse de la cuerda, comenzó a pedir socorro.

Sus compañeros lograron izarle, y apenas se vio en tierra firme cayó sin sentido, exclamando mientras se llevaba la mano al pecho:

—¡Allí…, acechando!

La bala le había atravesado un pulmón.

En cuanto a Dimitri, apenas disparó se unió a María y al cochero, que aguardaban bajo la bóveda de hielo.

Como se comprenderá, la caída que sufrieron por el barranco no había tenido consecuencias.

Empujados por la violencia de la carrera, habían caído en medio de la nieve, blanda a la sazón, y que, por tanto, amortiguó mucho la fuerza del golpe.

Los caballos, en cambio, fueron a caer casi a plomo junto a la orilla del río, lo que fue una suerte, pues de otro modo hubieran aplastado con sus cuerpos al cochero y a sus amos.

Dimitri no perdió la serenidad, y temiendo que los cosacos llegaran de un momento a otro a los bordes de la rotura y les hicieran fuego, pensó en seguida en poner a salvo a María Federowna.

Agarró entre sus robustos brazos a su joven ama y la condujo a un repliegue que formaba una especie de galería de hielo, y después libró a sus caballos, que pataleaban enredados en las correas, haciéndoles huir a lo largo de la orilla del río.

No quería perder a aquellos útiles trotadores, de los cuales esperaba obtener aún muy buenos servicios, tanto más cuanto que en la caída habían sufrido también muy poco, pues ya hemos dicho que la capa de nieve era en aquel sitio muy espesa y blanda.

El cochero, que sólo había sufrido contusiones de poca importancia, apenas se puso en pie cogió las armas y se unió a sus compañeros.

Todo esto se había hecho tan rápidamente que cuando llegaron los cosacos al borde de la cortadura sólo hallaron el coche, demasiado pesado para que hubieran podido quitarle de en medio.

Dimitri, después de convencerse de que María no estaba herida, se puso al acecho, y ya hemos visto cómo puso fuera de combate al pobre Otao.

—¿Herido? —preguntó la joven, acercándose al polaco con el fusil en la mano.

—Ese no es ya temible —contestó Dimitri tranquilamente—. Debió quedarse arriba con sus compañeros.

—Te debiste contentar con herirle —replicó la joven—. Me repugna verte matar hombres.

—¿Y creéis que ese tuno nos hubiera dejado tranquilos si nos descubre? No conocéis a los cosacos, ama.

—Ahora esos hombres querrán vengar a su compañero.

—De seguro.

—Y son doce.

—Once —replicó Dimitri—. Uno de ellos, si no ha muerto, a lo menos está fuera de combate por algún tiempo.

—Siempre son demasiados.

—Es que no los esperaremos, señora. La galería de hielo avanza por todo el lado del río. Podremos huir.

—¿Y el coche? —preguntó el conductor.

—Ya lo recobraremos más tarde, si es posible.

—Sigamos a los caballos. No debemos abandonarlos —dijo María.

—Ahora nos perderíamos; después veremos. Son tres animales de carreras que darían mucho que hacer a los rocines de los cosacos. ¡Ahora, en retirada…!

—Un momento —dijo el cochero.

—¿Qué queréis? —preguntó Dimitri.

—Los víveres están en el coche.

—Si queréis que os fusilen, id a recogerlos. ¿No veis que los cosacos están al borde de la cortadura? Luego, ya trataremos de buscarnos alimento. La caza no es rara en Siberia.

—Vamos —dijo la joven.

Al ver que los cosacos intentaban bajar, los tres emprendieron la fuga, siguiendo la orilla derecha del río.

La galería de hielo se prolongaba indefinidamente, formando un soberbio camino. Las aguas del río habían ido socavando aquel magnífico paso.

El frío intenso había endurecido sus paredes y su bóveda, alejando todo peligro de derrumbamiento.

En algunos sitios era, no obstante, angosta la galería, pero siempre con la suficiente anchura para que los fugitivos pasaran.

A los tres caballos no se les veía, pero sus huellas se vieron marcadas sobre la nieve. Espantados por los disparos, que resonaron como cañonazos bajo la bóveda, habían huido temerosos a todo correr.

María y sus compañeros, que caminaban muy de prisa, llegaron diez minutos después ante una caverna de hielo que se abría a la derecha del río. La entrada era estrecha, pero el interior se ensanchaba considerablemente. María se detuvo diciendo:

—He aquí un refugio que podría servirnos.

—¿Para qué nos sitien? —exclamó Dimitri—. Pensad, señora, que no tenemos ni una galleta para comer.

—Y además, no podemos abandonar los caballos —añadió el cochero—. Si caen en poder de los cosacos, ¿cómo nos las compondremos para llegar a Irkutsk?

—¿Emprendemos entonces otra vez el camino? —preguntó María.

—Veamos antes si nos siguen los cosacos —dijo Dimitri—. Hasta ahora no veo indicios de ello.

Como en aquel lugar el río describía una curva bastante acentuada, que impedía ver cuánto ocurría alrededor, Dimitri llegó hasta el extremo del recodo y vio a cuatro o cinco personas que avanzaban por la orilla opuesta, separando la nieve para abrirse paso.

—¡Los cosacos! —exclamó—. Estos turnos son peores de lo que se cree; pero juro que he de hacerles correr.

En seguida volvió al lado de María, diciéndole:

—Es necesario marchar a toda prisa.

—¿Nos siguen, pues? —preguntó la joven tranquilamente.

—Y están muy cerca, ama.

—¿Qué haremos?

—Tratemos de recoger los caballos y en seguida a escapar.

—¿Hacia dónde?

—Eso se verá después. Ahora, a la carrera.

Atravesaron inmediatamente el río, porque en la orilla los montones de nieve podían servirles de parapeto contra las balas de sus perseguidores, y en su camino comprobaron que la costra de hielo era bastante espesa.

A unos seiscientos metros más allá descubrieron a los tres caballos. Estaban detenidos ante una barrera de nieve bastante extensa.

—He aquí una suerte que no esperaba tan pronto —dijo Dimitri.

—¿Se dejarán coger? —preguntó María.

—No lo dudéis, señora —dijo el cochero—. Son animales nobles.

Se puso una mano en los labios y lanzó un silbido estridente.

Los tres animales alzaron la cabeza, y al ver al cochero se fueron hacia él caracoleando.

—¡Adelante, palomas!

Distaban ya de ellos los caballos unos cuantos pasos, cuando resonó un disparo bajo la bóveda de hielo.

Los tres animales, espantados ante aquella fuerte detonación, volvieron grupas inmediatamente y se dirigieron a todo correr hacia la barrera de nieve. De un gran salto la traspasaron y siguieron su galope a lo largo de la orilla.

—¡Maldición! —gritó Dimitri, volviéndose bruscamente con el fusil armado.

Un cosaco había aparecido, saliendo de detrás de un montón de nieve.

El polaco, furioso, iba a hacer fuego, cuando María le detuvo violentamente el brazo, diciéndole:

—¡Huyamos a toda prisa! ¡Pronto! ¡Todos a la barrera de nieve!

Había visto mal ocultos tras la nieve otros gorros de pelo y varios mosquetones.

Una descarga general iba a sonar contra ellos. María, Dimitri y el cochero volvieron pies atrás y se apresuraron a esconderse tras la barrera de nieve, que, por estar compuesta además de grandes bloques de hielo, les podía defender muy bien.

Apenas habían ganado aquel refugio, cuando resonó un segundo disparo. La bala, bien dirigida, atravesó el gorro de piel de lobo del cochero, quitándoselo de la cabeza.

—Dos centímetros más abajo y me rompe el cráneo —dijo el joven.

—Parece que no tienen intenciones de tratarnos con miramientos —advirtió Dimitri a María—. Habrá que darles la batalla en toda regla.

—¿Y les haremos frente a todos?

—Por lo pronto, sí, ama.

—¿Qué vas a hacer, pues?

—Resistir hasta el regreso del cochero.

—¿Dónde vas a enviarme?

—A buscar los caballos. Nuestra salvación está en sus piernas. ¡Fedor! —añadió.

—¿Qué queréis? —contestó el cochero.

—Parte en seguida por los caballos.

—¿Y voy a dejaros solos?

—Detrás de este muro podremos mantener a distancia a los cosacos. ¡Date prisa!

—¡Adiós, señora! Trataré de volver en seguida.

Había apenas desaparecido el cochero detrás de un bloque de hielo, cuando se presentó al otro lado de la barrera, montando en pequeño hummok, el jefe de los cosacos.

—En nombre del zar nuestro padre, os intimo que os rindáis —dijo—, después de examinar la muralla que defendía a los fugitivos.

—¡Idos al diablo! —le contestó Dimitri.

—¿Me habéis oído?

—Perfectamente.

—Somos once.

—Y nosotros veinte.

—¡Mientes!

—Ven a comprobarlo, perro del zar.

—¡Por todos los diablos del infierno! —gritó el cosaco—. ¿Quién eres para hablar así?

—Un hombre libre.

—A quien yo mandaré a trabajar a las minas.

—Sí, pero antes es preciso cogerme —respondió Dimitri con ironía.

—¿Has acabado de hablar? —interrogó el cosaco.

Un disparo resonó en seguida, y el cosaco, que se mantenía en pie sobre un macizo de hielo, cayó lanzando un grito de dolor.

Castigado el insolente, Dimitri se refugió al punto tras la barrera, en el instante en que una descarga partía en un acumulamiento de nieve situado a unos cien pasos del sitio en donde había caído el jefe de los cosacos.

—Demasiado tarde, lobos míos —dijo Dimitri—. Sois muy torpes.

Entretanto, el pobre jefe se revolcaba sobre la nieve, gritando como si le desollaran vivo. La bala del polaco le había roto una pierna, poniéndole a merced del enemigo, pues ni podía defenderse ni acercarse a sus soldados. Su mosquetón había caído al lado del hummok, que permanecía quieto junto a su amo.

Muy fácil hubiera sido a Dimitri despenar a aquel cosaco; pero, sin duda, no quería matarlo, pues dirigiéndose a María, le dijo:

—¿Podréis mantener a raya a los otros cinco o seis cosacos que se esconden allí?

—Si se dejan ver, abriré contra ellos un verdadero fuego de fila —respondió la joven.

—¡Muy bien! Me bastan dos minutos.

—¿Qué intentas hacer, Dimitri?

—Ahora lo sabréis. Mantened a distancia a esos cobardes, y dejad que yo realice mi proyecto. ¡Por Baco!… Si quieren cogerle se las entenderán con nosotros.

—¿A quiénes te refieres, Dimitri?

—¡Silencio, señora…! ¡Dejadme hacer!

CAPITULO XXIV. SEGUIDOS POR LOS COSACOS

Dimitri, apenas dijo las anteriores palabras, hizo señas a la joven de que permaneciera quieta, y avanzó solo por un estrecho boquete, suficiente apenas para que por él pasara un cuerpo humano, pero que le libraba de exponerse a las balas de los cosacos.

El boquete aquél tenía salida a una especie de plazoleta, en la que Dimitri vio al cabo de cosacos, de espaldas a él y reconociendo el terreno, mientras los otros soldados se hallaban lejos.

De un salto se puso junto a él y, apuntándole con el fusil, le dijo:

—¡Eh, amigo, si te mueves, disparo!

—¡Socorro! —gritó, asustado, el cabo.

—Si no te callas, te mando al otro mundo.

—¡No matéis a un hombre indefenso! —imploró el cabo.

—No trato de matarte.

—¿Qué deseáis, pues, de mí?

—Que te dejes cargar sobre mis espaldas.

—¿Para qué me maten vuestros compañeros?

—Obedece, o…

—¡Huyamos, Dimitri! —dijo en aquel momento María—. ¡Los cosacos vienen!

Y disparando contra el cabo, que se lanzaba furioso sobre Dimitri, lo dejó muerto en el sitio.

—¡Presto a caballo! —gritó el cochero.

—¡Nos hemos salvado! —exclamaron Dimitri y María, al ver a Fedor que venía con los tres caballos.

Y los tres montaron en un vuelo, huyendo de allí a galope tendido.

De pronto, Dimitri lanzó una maldición.

—¿Qué ocurre? —preguntó la joven.

—¡Qué el camino está obstruido! ¿No veis aquellas estalactitas de hielo? ¡Es una catarata!

—¿Qué hacemos?

—¡Silencio! —dijo de pronto el cochero.

—¿Algún peligro nuevo? —exclamó María con ansiedad.

—No sé. Oigo hablar hacia el lado de esa catarata.

Todos miraron en aquella dirección, y vieron que un hombre les salía al encuentro.

Aún no se habían repuesto de la sorpresa, cuando el hombre aquel dio un silbido, y otros cuatro individuos aparecieron en seguida.

Todos ellos iban vestidos con pieles de oso, armados de fusiles, y su aspecto no era nada tranquilizador.

El primero que había aparecido, un verdadero gigante, velludo como un gorila, se acercó a los viajeros preguntándoles en lengua rusa:

—¿Qué hacéis aquí? ¿Quiénes sois y de dónde venís?

—O mucho me engaño, o estos hombres son presidiarios evadidos —murmuró Dimitri al oído de su señora, que se puso pálida.

—¿No respondéis? —añadió aquel hombre con voz de trueno.

—Somos viajeros —dijo Dimitri.

—¿Adónde os dirigís?

—A Irkutsk.

—¿Y cómo es que estáis en este sitio?

—Íbamos flanqueando montes de hielo.

—¿Y esos disparos? Hemos oído hasta doce.

—Nos defendíamos de un pelotón de cosacos.

—¿De cosacos? —respondió sorprendido aquel hombre—. ¿Seréis tal vez espías?

—¿Por quién nos tomáis? —replicó María con orgullo.

—¡Hola…! ¡Hermosísima mujer! —exclamó el bandido mirando con codicia a la joven.

—Esta es una señora francesa que se dirige a Irkutsk, y a la que nosotros acompañamos —dijo Dimitri.

—¿Y por qué huís de los cosacos?

—Porque han dado en sospechar que somos fugados de las minas.

El bandido no contestó, y, acercándose a sus hombres, habló algunos momentos con ellos.

Sin duda, celebraban consejo.

—¡Despachad! —les dijo Dimitri—. Los cosacos no deben de estar lejos, y no tenemos ganas de que nos prendan. Dejadnos el paso franco o nos entenderemos.

—Eso, nos entenderemos. Tampoco nos conviene a nosotros caer en sus manos. ¿Queréis ser nuestros aliados?

—Por ahora, bueno —contestó Dimitri.

—Pues seguidnos.

—Con los caballos. No queremos abandonarlos.

—Está bien. Ahora, una palabra. ¿Son muchos los cosacos?

—Diez, pero sólo nos siguen cuatro o cinco.

—¡Ah! Nos darán poco que hacer.

Y poniéndose al frente de los suyos, echaron todos a andar por una escarpadura que terminaba en una amplia caverna, iluminada por la luz del día, que irradiaba sobre las estalactitas del techo, en el que había un agujero o boquete.

En un ángulo de la caverna había numerosas pieles de oso y de lobos, que debían servir de lecho a aquellos hombres.

El jefe de ellos extendió en el suelo la piel más hermosa, y le dijo a María:

—Sentaos, bella señora, y descansad. Mientras, nosotros taparemos la puerta de la caverna, para que no nos sorprendan los cosacos.

—Gracias —respondió sencillamente la joven.

El bandido la contempló un momento, admirando su rara belleza, y después dijo a Dimitri y los suyos:

—¡Seguidme!

Con enormes témpanos de hielo, piedras y tierra lograron en poco tiempo cerrar la entrada de la cueva, que no perdió por eso luz, pero ya hemos dicho que la recibía por el techo.

—Ahora ya pueden buscarnos los cosacos —dijo el jefe de aquellos hombres.

Después, dirigiéndose a Dimitri, le preguntó:

—¿Tenéis hambre?

—Hace ocho horas que no comemos.

—¿Viajáis sin víveres?

—Los traíamos en abundancia, pero hemos tenido que abandonar nuestro coche.

—¿Con muchos rublos, quizá? —preguntó con codicia el bandido.

—No, poca cosa.

—Pues esa señora parece muy principal.

—Y no os habéis engañado.

—¡Ah! —dijo el bandido, mirando a sus hombres.

Después, añadió bruscamente:

—Ante todo, vamos a comer.

—¡Hum! —murmuró Dimitri—. Me temo que hayamos caído en manos de un bribón de la peor especie. Estaremos alerta.

A una seña de su jefe, los bandidos se pusieron a asar, en un hermoso fuego que ardía en un rincón, medio osezno.

En tanto que preparaban la comida, Dimitri y el cochero se ocupaban de los caballos, a los que no podían dar pienso porque la avena se había quedado en el coche.

—Yo puedo ofreceros pan siberiano. Los caballos lo comen con gusto —le dijo el jefe.

—Gracias; justamente están acostumbrados a él.

—¡Hermosos animales! —exclamó el bandido.

—Y grandes corredores —dijo Dimitri.

—Ya os habrán costado caros.

—Mil rublos cada uno.

—¡Demonios! Vuestra señora debe de ser muy rica.

—No lo sé.

—¿Con estos caballos se puede llegar a Rusia en diez días?

—Es probable.

—¡A la mesa! —dijo en aquel momento uno de los bandidos.

Todos se sentaron alrededor del fuego, y el jefe de aquella gente se esmeró sirviendo a la joven los mejores trozos del asado.

Habían apenas terminado de comer, cuando se oyeron voces por la parte de fuera.

—¡Los cosacos! —dijo el bandido.

CAPITULO XXV. LOS FORZADOS DE SIBERIA

Todos abandonaron precipitadamente sus sitios y apagaron en seguida el fuego. Por una grieta casi invisible que comunicaba con el exterior, el jefe de los bandidos se puso a escuchar, haciendo señas a Dimitri para que le imitara.

—¡Por todos los lobos de la estepa! —decía uno de los cosacos—. ¿Dónde se habrán escondido esos perros?

—Y con caballos y todo —añadió otro.

—¿Habrá por aquí alguna cueva, Pankroff?

—Me lo figuro, Stipinoff.

—¿Y qué hacemos?

—Buscar a nuestros compañeros y reunimos con ellos.

—Tienes razón. Después volveremos todos y registraremos estos sitios hasta encontrar la caverna.

El diálogo terminó. El bandido y Dimitri siguieron aún escuchando algunos minutos, pero nada volvieron a oír.

—¿Volverán? —preguntó Dimitri.

—Lo dudo. Además, podemos salir sin peligro por otra parte.

—¿Por dónde?

—Al fondo de la caverna hay una galería que desemboca junto al precipicio.

—¿Y pueden pasar por ella los caballos?

—Aunque fueran elefantes.

—¿Y nuestro coche?

—Es verdad. Vamos por él.

Y el gigante y sus hombres se pusieron a abrir otra vez la entrada.

—¿Qué hacéis? —preguntó Dimitri—. ¿Y los cosacos?

—¡Bah! Ya estarán lejos. Salgamos.

María, Dimitri y el cochero iban en los caballos rodeados por los ladrones, de modo que les hubiera sido imposible escapar.

La joven, fingiendo que acariciaba a su caballo, inclinóse y dijo en voz baja a Dimitri:

—¿Qué piensas de esta gente?

—Que no hay que fiarse. Tened dispuesto el fusil.

—¿Temes algo?

—Sí. Advertid al cochero que no se descuide.

Una hora después llegaron al fondo del barranco por donde había caído el coche, que estaba volcado en el mismo sitio. Los víveres habían casi desaparecido; pero los cosacos, en su merodeo, no dieron con la caja de las municiones.

Recogidos todos los objetos que había allí, abrigos, trajes, municiones, etc., etc., consiguieron levantar el coche, que no había sufrido desperfectos, y engancharon a él los caballos.

El cochero ocupó su puesto y María y Dimitri los suyos, acompañados del bandido y dos de sus hombres, que montaron para evitar que escaparan al galope.

De vuelta a la caverna, el jefe de los bandidos dio orden al cochero de que se dirigiera por una ancha galería abierta en el fondo.

—Os voy a acompañar —dijo el ladrón—, por si a la salida estuvieran los cosacos.

—Gracias —contestó Dimitri, que hubiera preferido marchar sin tan peligrosos compañeros.

Atravesaron la galería, y a la salida se destacó uno de los bandidos para inspeccionar el terreno, sin que viera a nadie.

—Bien, ya podréis partir —dijo el bandido—; pero antes saldaremos nuestra cuenta.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Dimitri, estupefacto.

—Nada, que cuando se entra en un mesón y se come y se bebe hay que pagar el gasto hecho. ¿No os parece?

—Está bien —dijo Dimitri—. ¿Qué os he de dar?

—Algo crecida es la cuenta, amigo. Los víveres cuestan caros en Siberia; el pan que habéis comido viene de Bagolank. Lo pondremos a cincuenta rublos el kilo.

—¡Miserable!

—Entre vosotros y los caballos habéis consumido ocho kilos; total, cuatrocientos rublos.

—¡Ladrón!

—Después viene la carne, doscientos rublos —continuó, imperturbable, el bandido—. Una botella de agua fresca, trescientos rublos.

—¡Canalla! —gritó Dimitri.

—Además, os hemos salvado de los cosacos, y estos servicios cuestan caros, pues hemos expuesto la vida. Os pondré, sin embargo, por él sólo tres mil rublos.

—¡Bandido! —aulló Dimitri, en el colmo de la indignación.

—Hagamos con todo un total de tres mil novecientos rublos. Una miseria para vuestra señora. Ahora, pagad, o no saldréis de aquí —terminó el ladrón, con voz amenazadora.

En vez de responder, Dimitri empuñó el fusil, imitándole María y el cochero.

Pero en aquel instante retumbaron a poca distancia varios disparos, seguidos de formidables «¡hurras!».

—¡Los cosacos! —gritaron los bandidos, huyendo todos por la galería.

El polaco aprovechó el momento de confusión. De un culatazo dio en tierra con el atónito ladrón, y subiendo al coche se colocó en su sitio.

El vehículo partió como un rayo, pero de pronto el cochero lanzó un voto.

—¿Qué te pasa, Fedor?

—Que nos han cortado la retirada.

—¿Cortado?

—Sí; ante nosotros pasa una columna de forzados que se dirige a Catuisk, y los cosacos nos han visto.

En efecto, por delante de ellos, y como una inmensa serpiente, atravesaba una cadena de prisioneros.

—¡Estamos perdidos! —exclamó la joven, viendo que un grupo de cosacos se dirigía hacia ellos a todo correr.

—¿Por qué? —preguntó Dimitri—. Nos arrestarán, pero como no hemos cometido ningún delito…

—Sí, Dimitri, sí; hemos cometido varios. Además, sabrán que soy la hermana de un deportado.

—¡Bah! ¡No será preciso decirlo!

En aquel momento se colocó ante el coche un pelotón de cosacos al mando de un capitán.

—¡Para, Fedor! —gritó la joven.

La sacudida que el vehículo dio al pararse fue tan violenta que María, lanzada de su asiento, cayó sobre la nieve; pero el capitán de cosacos se había apeado con gran destreza y recogió a la viajera, diciéndole:

—Espero, hermosa señorita, que no estaréis herida.

—¡Gracias! —contestó secamente María.

El capitán añadió entonces con tono solemne:

—¡Seguidme a Catuisk, señora! Vos y vuestros hombres sois mis prisioneros.

CAPITULO XXVI. EL CAPITÁN BAUNJE

Media hora después María Federowna y sus dos compañeros se encontraban en una habitación de un mísero mesón de Catuisk, guardados por cuatro centinelas que no los perdían de vista, dos de ellos colocados a la puerta del cuarto y los otros dos ante la casucha.

Después que María, Dimitri y el cochero se rindieron, el capitán ordenó al sargento que condujera a los prisioneros a aquel reducido albergue y que les pusiera centinelas de vista para impedirles toda tentativa de fuga. Dadas estas órdenes, se dirigió hacia la columna de forzados, sin cambiar más palabras con la joven ni con sus compañeros de desventura.

María y Dimitri trataron de interrogar a los centinelas para saber dónde iban a ser conducidos, pero no tuvieron contestación. Probablemente, aquellos soldados estaban tan ignorantes como los mismos prisioneros.

—Esperemos al capitán —dijo la joven a Dimitri—, y veremos qué intenciones tiene respecto a nosotros.

—Nos conducirá a Irkutsk. Mucho me temo que no podamos escapar de las garras de estos osos siberianos.

—Yo no he cometido delitos.

—No hay que hacerse ilusiones, señora. Nos condenarán como sospechosos de nihilistas por la aventura de la prisión. ¿Os habéis olvidado del mariscal?

—Estábamos en nuestro derecho al defendernos. Pero ¡calla! Alguien se acerca.

—¡El capitán! —dijo el polaco, que había oído pasos por el corredor.

—¡Al fin sabremos nuestra suerte! —dijo María, sentándose cerca de la estufa.

Un instante después se abría la puerta y entraba el capitán de la columna de forzados.

Era hombre de unos cuarenta años, de larga y poblada barba rubia. Adelantóse hasta quedar enfrente de María, que se había puesto en pie, y le dijo fríamente:

—Sentaos, señora.

La joven obedeció, inclinándose ligeramente, y después le dijo con cierta sequedad:

—Espero, señor, que me diréis el motivo de mi arresto. No tengo ni he tenido que ver nunca con la justicia, y me sorprende muy dolorosamente vuestra conducta al detener a una extranjera.

—Continuad, señora —dijo el capitán con algo de ironía.

—No tengo más que decir.

—¿No? Creía yo que se os olvidaba algo.

—¿El qué?

—Que sois francesa y que os envía a Rusia la Sociedad Geográfica de París. Decís llamaros, si no me engaño, Mary Vaupreaux.

—¿Quién os ha dicho eso? —exclamó admirada la joven.

—¿Quién?… ¿Os habéis olvidado del mariscal y de sus cosacos? —preguntó el capitán, sonriendo.

—¡Ah! ¿Sabéis…?

—Todo, hermosa señorita.

—Entonces…

—Sí; tuve la suerte de salvar de los lobos al pobre mariscal.

—¿Y qué pretendéis hacer conmigo? —preguntó la joven, levantándose y mirándole fieramente.

En vez de responder, el capitán se acercó a María y la miró con ojos ávidos, como si su fisonomía le trajera algún recuerdo.

—¿Qué os pasa? —le preguntó, admirada.

—Nada, que vuestra cara… En fin, terminemos esta comedia. Vos no sois francesa ni rusa.

María hizo un ademán de protesta; pero el capitán, conteniéndola, añadió:

—Es inútil negar, señorita. Vuestro acento os hace traición. Sois polaca, lo mismo que yo.

—¿Vos sois polaco?… ¡Ah! Entonces es inútil que os engañe; con mis compatriotas debo ser leal.

—¿Me lo diréis todo?

—Sí; pero antes, decidme: ¿vuestro corazón palpita todavía por la vieja patria, o se lo habéis dado a la Rusia?

—¡Soy siempre polaco!

—¿No me engañáis?

—Lo juro por mi honor de soldado y por la Santa Virgen de Varsovia.

—Gracias, capitán; pero…

—Os comprendo; queréis saber cómo estoy aquí, al servicio de la Rusia. Es mi secreto; respetadlo, os lo ruego.

—Lo respeto. Ahora podéis interrogarme.

—¿Qué motivo os hace atravesar la Siberia en lo más crudo del invierno?

—Uno muy grave, capitán —contestó ella, mirándole como si quisiera leer sus más ocultos pensamientos.

—¿Se trata de algún desterrado?

—¿Por qué lo suponéis?

—Por vuestra manera de viajar.

—Tal vez sea así —dijo la joven, vacilando.

—Y si es, yo os admiro, señora.

—Pues bien, sí —exclamó la joven, presa de una gran excitación—. He atravesado la Siberia para salvar a un pobre desterrado que está en las minas de Vercholensk.

—¿Vuestro prometido, quizá?

—No, señor; mi hermano; acusado de nihilista, pero no lo es.

—¿Desde cuándo está en la mina?

—Desde hace pocos meses.

—Pues yo debo conocerle, porque hice esa conducción. ¿Cómo se llama?

—El coronel Sergio Wassiloff.

—¡Poder de Dios! —exclamó el capitán, levantándose de pronto—. ¡Él!

—¿Lo conocéis? —preguntó, emocionada, la joven.

—¡Si lo conozco!… ¡Ya lo creo! ¡Me salvó la vida en Plewna y he jurado salvarle yo a él!

—¡Ah, señor! —dijo lo joven, cayendo ante él de rodillas—, ¡salvémosle!

—¡Silencio, señora! Las paredes pueden oír.

El capitán abrió la puerta para convencerse de que nadie escuchaba y después se acercó nuevamente a la joven, diciéndole:

—Soy el capitán Wladimiro Baunje y conduje hasta Irkutsk a vuestro hermano.

—¿Le habéis visto? —le preguntó con alegría la joven.

—Sí, e hice lo posible por mejorar su situación en la terrible marcha a través de la Siberia.

—¿Iba triste?… ¡Habladme, habladme, por piedad, de él!

—No; el coronel es demasiado enérgico para dejarse abatir por el infortunio.

—¿Y ahora está en la mina de Vercholensk?

—No; en la de Algarithal, a pocas horas de Irkutsk.

—Y lo salvaremos, ¿verdad?

—Pronto.

—¿Cuándo?

—Partiremos dentro de dos horas.

—Pero ¿esta columna que conducís?…

—Estamos ya cerca de Irkutsk, y puedo precederla. Otra cosa: no conviene que os vean en Irkutsk. La policía intentará averiguar…

—Entonces…

—Iremos desde aquí a la mina, antes de que cualquier incidente haga fracasar nuestro proyecto.

—¿Y cómo haremos para salvarle?

—Ya se verá después. Ahora partamos, sin perder tiempo —dijo, tocando una campanilla que había cerca de la estufa.

Poco después se presentó un teniente.

—Que enganchen mi coche y el de esta señora. Después advertís a mis subalternos que voy a Irkutsk para un asunto que no admite demora. Allí me incorporaré a la columna.

—Está bien —contestó el teniente, saludando.

—Y ahora —añadió el capitán, volviéndose hacia María— hay que proceder lo antes posible a fin de que vuestro hermano esté en libertad antes de que llegue a Irkutsk la columna de forzados. De lo contrario, todo se pierde. Vuestros caballos son vigorosos y con ello ganaréis pronto el Baikal y la frontera china. Vamos.

Minutos después la comitiva salía al trote largo por la wladimirka.

A las nueve de la mañana se detuvieron para dar reposo a los caballos, y a mediodía siguieron corriendo para hacer noche en Catuisk, de donde salieron al día siguiente, entrando por caminos extraviados en el valle de Angara. Al poco tiempo, el capitán mandó detener los coches.

—¿Estamos en las minas? —preguntó María.

—Muy cerca. Están detrás de ese bosquecillo. Bajemos.

Descendieron de los coches, y el capitán preguntó a la joven:

—¿Son de fiar vuestros hombres?

—Como nosotros mismos.

—Me alegro, porque me serán necesarios para librar a vuestro hermano. Vos permaneceréis aquí, resguardada en esa choza abandonada y vigilando los caballos, mientras nosotros vamos a las minas.

—No tengo miedo y podría ir con ustedes.

—Lo sé, pero es necesario que alguien cuide de los caballos.

Ataron los caballos a unos árboles y entraron en la choza, donde el capitán ordenó que condujeran víveres y armas. Después hizo que Dimitri y el cochero se armaran de «remingtons» y pistolas.

—No será preciso, pero conviene —dijo.

—Pero ¿cuál es vuestro plan? —le preguntó María.

—Todavía no lo sé. Depende de las circunstancias.

—¿Estaréis ausente mucho tiempo?

—Si todo sale bien, mañana por la noche estaré aquí con vuestro hermano. ¡Adiós, valerosa joven!…

Y se alejó, seguido de Dimitri y de Fedor.

La noche era clara y una espléndida luna reflejaba sus rayos azules en la blancura de la nieve.

Los tres hombres atravesaron rápidamente el bosque y se encontraron en un valle donde surgía un gran agrupamiento de construcciones, entre las que se elevaban altas chimeneas.

—La mina —dijo el capitán, volviéndose hacia sus compañeros.

—¿Es ésa? —preguntó Dimitri con voz trémula—. ¿Ahí está mi amo?

—Sepultado vivo a quinientos metros de profundidad.

—¿Y cómo lo sacaremos?

—No sé. Espero que…

No terminó la frase; una aguda detonación turbó el silencio de la noche.

—¿Un tiro de alarma? —se preguntó el capitán—. ¿Qué querrá decir esto?

Sonó otro disparo, y a poco gritó una voz:

—¡Un penado huye!… ¡A las armas!

Cuatro formas humanas aparecieron de pronto sobre la nieve, y a todo correr se perdieron por el bosquecillo cercano.

Por la parte de la mina se vieron brillar luces y algunas detonaciones retumbaron.

—¿Qué es esto? —repetía el capitán—. ¿Se tratará de alguna audaz evasión?

—¿Descubrirán la choza donde está mi señora? —preguntó con ansiedad Dimitri.

—No lo creo. Los fugitivos y los perseguidores corren hacia el Sur.

—¿Será el coronel uno de los fugados?

—¡Quién sabe! —contestó el capitán, que se había quedado pensativo—. Es audaz, y puede muy bien haber intentado la fuga.

—Allá, hacia el sitio por donde aparecieron los fugados, veo un grupo de hombres —exclamó Fedor.

El capitán miró atentamente en la dirección indicada y después murmuró:

—Sí; allí está el antiguo pozo abandonado. Ahora me lo explico todo. Pero ¿cómo lo habrán descubierto los fugados, si me dijeron que lo taparon?

En estas reflexiones estaba cuando vio surgir de la tierra a un hombre de gigantesca estatura y emprender una desesperada lucha con los que estaban en la boca del pozo.

—¿Quién será ese valiente? —se preguntó—. ¿Le habrán matado? Yo voy a ver.

Volvióse a Dimitri y le dijo:

—Desde ahora no eres Dimitri, sino el príncipe Peteroff, que viaja por distraerse; ¿entiendes? Y Fedor será tu cochero.

—Está bien, capitán.

—Ahora, seguidme.

Y en poco tiempo llegó a la boca del pozo, en el instante en que los cosacos se llevaban al prisionero hacia el departamento del inspector. Pudo, sin embargo, lanzar una mirada sobre aquel desgraciado, y apenas pudo contener un grito de estupor.

—¡Él! —dijo.

—¿Quién? —preguntó Dimitri.

—¡El coronel, tu amo!

—¡Salvémosle!

—¡Calla! ¿Quieres perdernos a todos? ¡Ya le salvaremos!

Y dirigiéndose al inspector, que se ocupaba de otros dos fugados a quienes los cosacos conducían, el estudiante y el ingeniero, le preguntó con tono imperativo:

—¿Qué sucede aquí, señor Demidoff?

CAPITULO XXVII. EL INCENDIO

El inspector de policía, al oír aquella voz severa, volvióse rápidamente y quedó estupefacto viendo al capitán, que le miraba con aire frío y altanero.

—¡Señor capitán! —exclamó, perdiendo de pronto su bravuconería—. ¿A qué fortuna debo vuestra grata visita?

—Os he preguntado lo que sucede aquí, señor Demidoff —replicó duramente el capitán—. Por lo que he visto, dejáis huir a los forzados, ¿no es cierto?

—Es… que…, señor capitán…, todo no puede preverse. El pozo de la antigua mina, obstruido en gran parte…

—¡En gran parte!… ¿Y por qué no lo cegaron enteramente? ¿Cuántos hombres se han fugado?

—Cuatro.

—¿Políticos?

—Uno de ellos es galeote; los otros, desgraciadamente, son políticos.

—¡Esto es grave, señor Demidoff! El gobernador de Irkutsk se encolerizará en cuanto lo sepa. Es preciso, es absolutamente preciso coger a esos fugitivos, ¿me entendéis?

—He dado orden a los cosacos para que los cojan, vivos o muertos.

—Y los que han sido arrestados, ¿quiénes son?

—El coronel Wassiloff, un hombre audaz y fuerte como un toro, un estudiante y un ingeniero. Pero a todos les haré azotar con el knut, y no quedarán con ganas de otra intentona.

—¡El knut, vuestro único argumento!… ¿Dónde está el coronel?

—En la prisión de los grandes almacenes.

—¡Cuidado no se escape! ¡Es de los peligrosos!

—¿Permaneceréis aquí mucho tiempo, capitán?

—Algunas días. Llegué ayer noche con mi amigo el príncipe Peteroff, para cazar osos, y estábamos precisamente tras las huellas de uno cuando oímos los disparos de nuestros centinelas.

—¿Y os habéis traído el coche?

—No; lo he dejado en el bosque, junto a una choza. Ahora, ante todo, haced cegar el pozo, para evitar nuevas evasiones. Yo, en tanto, visitaré los depósitos de minerales. Venid, querido príncipe.

Volvió la espalda al inspector, sin dignarse saludarle, y en compañía de Dimitri y el cochero se dirigió a los grandes almacenes.

Estos se componían de un vasto depósito destinado al mineral y en el que había una cárcel dividida en varias celdas; cerca estaba la cocina y los alojamientos de los cosacos y policías.

El capitán lo observó todo escrupulosamente, como si estudiara el medio de efectuar la evasión, y de pronto dijo:

—Mejor es prevenirle. Apenas son las siete de la mañana; la hora es la mejor.

Sacó un libro de memorias y escribió en una de sus hojas:

«María Federowna está aquí y vela por vosotros. —V. B.»

Arrancó la hoja y, plegándola en muchos dobleces, la escondió en un bolsillo.

—¿Qué hacéis, capitán? —preguntó Dimitri.

—Aviso a tu amo que estamos aquí.

—¿No vamos a verle?

—No.

—Pero vuestro grado y vuestra posición os permiten interrogarle.

—Sí, pero quiero alejar sospechas. Yo no huiré con vosotros, y no quiero que se me acuse de complicidad.

—¿Y cómo haremos para libertarle?

—Dejadme a mí. Te digo que lo libertaré.

Pasaron ante los centinelas, que saludaron al capitán presentándole armas, y entraron, después de visitar otras dependencias, en la sucia cocina.

—Advertiré al gobernador la mala calidad de la comida que dais a los presos —dijo el capitán al cocinero, después de probar aquella bazofia.

—Está con arreglo al reglamento, señor.

—Yo sé lo que digo. ¿Cuáles son las raciones destinadas a los presos que intentaron escaparse esta mañana?

—Estas, señor —dijo el cocinero, presentándole una cesta en la que había tres panes negros y una escudilla de cebada cocida.

El capitán, fingiendo que reconocía la comida, introdujo hábilmente, sin que lo advirtiera el cocinero, el papel que había escrito antes en uno de los panes.

—No es del todo mala, pero podía ser mejor. Que lleven el cesto a los prisioneros. Vamos ahora a visitar la mina, príncipe.

Salieron los tres, pero en vez de dirigirse a la mina subieron a una pequeña altura, como para admirar el panorama, pero, en realidad, para hablar sin ser oídos.

El capitán, después de asegurarse de que aquello estaba desierto, dijo a sus acompañantes:

—Ahora escuchadme con atención.

—Hablad, capitán —contestaron Dimitri y Fedor.

—Esta noche cenaré con el inspector de policía, que tiene su alojamiento en el almacén a pocos pasos de la celda que ocupan el coronel y sus dos compañeros. Procuraré que el inspector beba bastante, a fin de que obréis con mayor seguridad.

—¿Y qué debemos hacer?

—¿Veis aquel montón de leña que hay cerca de la mina?

—Sí.

—Pues esta noche, entre diez y once, le pegáis fuego.

—¿Qué?

—Que hagáis lo que os he dicho, si queréis salvar al coronel.

—Bueno, pero… no comprendo, capitán.

—Me explicaré, Dimitri. Cuando oiga dar la voz de alarma mandaré a todos los carceleros, policías, centinelas y hasta el cocinero que acudan al lugar del incendio. En la confusión me será fácil, antes de salir yo, abrir la celda de los presos.

—¡Magnífico plan! —dijo Dimitri.

—¡Un golpe de teatro! —añadió Fedor.

—Y después de incendiar la leña, ¿qué hacemos?

—Huir hacia el bosque y esperar al coronel. Después os alejáis con el coche vuestro y con el mío a todo galope.

—¿Y vos?

—No ocuparos de mí —contestó el capitán, sonriendo—. ¿Quién se atreverá a acusarme? Me consideran el capitán más rígido de toda la Siberia.

—¿Y no os veremos más?

—Tal vez algún día. ¡Ah! Al huir vais directamente al Baikal, pues conviene que lleguéis allí antes que se dé la voz de alarma.

—Una pregunta, señor capitán —dijo el cochero—. ¿Arderá la leña con esta nieve?

—Desde luego; es vieja y prenderá fácilmente. Y ya lo sabéis: esta noche, a las diez, espero el fuego.

El capitán se alejó, dirigiéndose a la mina, mientras los dos polacos se escondían en el bosque para esperar la noche.

Ocupó el capitán el día en visitar detenidamente la mina, acompañado del inspector, y se mostró muy severo y rígido con todos. Por la noche le dijo al inspector con cierta amabilidad:

—Y ahora, señor inspector, espero que me daréis de cenar. —Lo tendré a grande honor, señor capitán.

—Y yo os pagaré la fineza con una botella de champaña. El cocinero, prontamente advertido, preparó una cena exquisita, y bien pronto, en una sala caldeada por una buena estufa, estaba preparada la mesa, rodeada de una verdadera batería de botellas.

El capitán y el inspector, que sentían gran apetito, hicieron los debidos honores a la cena, procurando el primero, durante ella, que su anfitrión bebiera bastante.

Cuando destaparon la botella de champaña el inspector estaba ya casi borracho.

Habían dado las diez y nada se oía. El capitán empezaba ya a estar intranquilo; pero de pronto se oyó a los centinelas del almacén gritar con voz tonante:

—¡A las armas!

El capitán y el inspector se pusieron en pie, el uno con la cara radiante de satisfacción y el otro pálido como un cadáver.

—¡Una nueva evasión! —balbució el inspector.

—¡Imposible! —contestó el capitán.

—¡A las armas! ¡Fuego! —gritaban los centinelas.

—¡Fuego! —exclamó el inspector.

—¡Fuera todo el mundo! —gritó el capitán.

Todos abandonaron precipitadamente la sala y se dirigieron al lugar del siniestro.

Una luz intensa lo iluminaba todo.

—¡Están ardiendo los depósitos de leña! —gritó el inspector.

—¡Y los almacenes están en peligro! —contestó el capitán—. ¡Todo el mundo a apagar el fuego! ¡Todos! ¡Pronto, pronto!

En un segundo, guardias, policías, criados, todo el mundo se lanzó al fuego, siguiendo al inspector, que los animaba gritando.

El capitán, que los había seguido unos cuantos pasos, retrocedió, murmurando:

—El golpe está dado; no perdamos tiempo.

CAPITULO XXVIII. LA FUGA

El depósito de leña ardía como un volcán, no obstante la nieve helada que lo cubría.

Eran troncos viejos y resinosos de pino, tan inflamables, que el fuego prendía en ellos fácilmente. Todos los cosacos y empleados de la mina trabajaban con verdadero empeño por apagar las llamas, habiendo acudido prontamente con el servicio de bombas que había en la mina, al lugar del siniestro.

Mientras estaban todos afanados en esta tarea, el capitán volvió al almacén, cogió tres grandes limas y dos tenazas del taller de los herreros y se dirigió a la celda de los presos, dando algunos golpes en la puerta.

—¿Quién llama? —dijeron desde dentro.

—Yo, el capitán Baunje. ¿Está ahí el coronel Wassiloff?

—Sí; dormido.

—Despertadle y limad en seguida vuestras cadenas, mientras yo descerrajo la puerta.

Les arrojó las limas por la mirilla, y sin esperar que le contestaran empezó a sacar con las tenazas los clavos de la cerradura.

Diez minutos después abría la puerta y se precipitaba en los brazos del coronel, que acababa apenas de limar su cadena.

—¡Vos, capitán! —exclamó Sergio, abrazándole estrechamente—. ¿Y mi hermana? ¡Habladme de ella, os lo ruego!

—Dentro de pocos minutos la veréis. ¡Pronto, seguidme, o todo está perdido!

Se lanzó fuera, seguido de los prisioneros, y cuando hubieron salido del almacén, les dijo:

—Huid. Mientras dure el incendio no os echarán de menos. Marchad hacia el bosque. Dimitri no debe de estar muy lejos de nosotros.

—¿Está aquí Dimitri? —exclamó el coronel.

—Y me ha ayudado a facilitaros la fuga. Adiós; algún día nos veremos.

Y echó a correr hacia el lugar del incendio, mientras los fugitivos, convencidos de que no los seguían, se dirigieron hacia el bosque.

El coronel iba delante de todos, llamando a su hermana con afanosa voz.

Apenas llegaron a los primeros pinos, el coronel vio venir a un hombre, que le dijo:

—Soy vuestro fiel servidor.

—¡Dimitri! ¡Un abrazo!… ¿Y mi hermana?

—Ahí, en el bosque, en una choza.

—¿Sola?

—Bajo la protección del cochero, un servidor fiel.

—¡Corramos!

Momentos después estaban uno en brazos del otro.

—¡María! ¡Mi querida hermana! —exclamaba, llorando, el pobre desterrado—. ¡Cuánto he sufrido por ti!…

—¡Pero ya no nos separaremos más!

En seguida le empujó hacia el carruaje, diciéndole:

—¡Huyamos! ¡Temo por ti!

—Un momento, María, Deja que te presente a dos buenos camaradas míos: el estudiante Iván Sandorff, un valiente amigo que me ha acompañado en los horrores de la cadena viviente, y a quien quiero como a un hijo, y el ingeniero finlandés Alexis Storn, que me aceptó por compañero en nuestra primera tentativa de fuga.

—Serán mis hermanos —contestó la joven.

—Gracias, señorita —dijo el estudiante, que devoraba con los ojos aquella espléndida belleza.

—Ahora, marchemos —dijo el coronel, ocupando la troika con su hermana, mientras Iván y el ingeniero subieron al coche del capitán.

—¿Dónde vamos? —preguntó el cochero, que guiaba este último vehículo.

—Al Baikal —respondió Dimitri, que ya estaba en el pescante de la troika.

Los dos coches partieron. María contó a su hermano todas las peripecias de su viaje.

—¡Pobre hermana! ¡Cuánto has sufrido!

—¿Y qué importa, si ya estamos juntos?

—¡Oh! ¡Ese buen capitán!… ¡Cuánto le debemos!

—¡Qué noble corazón!

Los carruajes llegaron junto a un espantoso abismo, lo menos de trescientos metros de profundidad y por cuyos bordes corría un estrecho sendero.

Por él se aventuraron los dos coches, andando con grandes precauciones, y llevarían ya recorridos unos doscientos metros, cuando escucharon un ronco rugido.

—¿Qué sucede? —preguntó el coronel.

—¡Un oso, señor! —contestó el cochero—. ¡Estamos perdidos!

—¡A mí! —dijo Iván—. ¡Cochero, ten firmes los caballos! —¿Qué vais a hacer, Iván? —exclamó Sergio.

—Nada.

Y, saltando del coche, se adelantó algunos pasos por la revuelta del sendero.

Todos sufrieron unos momentos de ansiedad. Momentos después se oyó una detonación.

—¡Iván! —gritó el coronel.

—¡Muerto! —respondió alegremente el estudiante—. Ha caído en el abismo con una bala en el cráneo.

—¡Audaz y valiente! —murmuró María con admiración.

—Y leal compañero —le contestó el coronel, que había oído sus palabras.

La joven se puso encendida, pero no contestó.

—¡Adelante! —dijo Iván, subiendo al coche.

Los dos vehículos partieron, y después de salir de aquel peligroso sendero ganaron las montañas que se perdían por el Este.

A los primeros albores, los fugados, desde una altura, vieron el lago Baikal.

CAPITULO XXIX. EL LAGO BAIKAL

El lago Baikal es uno de los más notables de Asia, y sobre todo el más extraño y el más peligroso de los de aquella región.

Situado a mil setecientos pies de elevación sobre el nivel del mar, entre montañas de origen volcánico, tiene una longitud de setecientos kilómetros, mientras su anchura varía entre ciento y ciento veinte kilómetros. Es sobre todo notable por la enorme masa de sus aguas, teniendo una profundidad de cuatro mil a cuatro mil quinientos pies, lo que le hace ser el más hondo de los lagos que hay en el planeta.

Trescientos ríos desembocan en aquel inmenso recipiente de agua, y, ¡cosa extraña!, jamás sube el nivel del lago. ¿Dónde va a parar el agua de los trescientos ríos? Multitud de sabios han tratado de averiguar si el lago tiene algún oculto desagüe, pero sus investigaciones no han obtenido resultado alguno.

Mas es indudable que si el lago no tuviera más desagüe que el de Angara, bien pronto sus aguas inundarían todo el gran valle encerrado entre los montes Dauria, Fablonow y los llamados del Baikal.

Extraños fenómenos ocurren en aquel inmenso depósito de agua, que no pueden explicar los sabios. Unas veces son crecientes periódicas, que tienen un parecido muy aproximado al flujo y reflujo de los océanos, hasta el punto de hacer creer en la evidencia de comunicaciones secretas sobre el lago y el océano Ártico o el mar de Ochotsk; otras, magníficos surtidores de agua que emergen del fondo, y otras veces sorprendentes oleadas que le hacen parecer en tempestad furiosa.

Los pueblos que habitan en sus orillas temen muchísimo al lago, y con razón, pues cuando está en tempestad es muy peligroso, y tal vez por esto le llaman el «ser viviente». Dicen que hay que designarle con el nombre de mar, pues mientras que al que así lo llama le muestra sus simpatías, al que le califica de lago acaba por tragárselo y añaden con fe profunda que tal cual vecino pareció en sus aguas por no haberle dado el título correspondiente a su fuerza y a su grandeza.

Los pueblos de raza buriática que viven en sus orillas le elevaban templos en épocas antiguas, y aún al presente adoran ciertas piedras y ciertos minerales que salen en las riberas o al lado de las islas, y a los que llaman Kamienie o «piedra fatal».

Desde lo alto de la colina, los fugitivos podían admirar el inmenso depósito de agua en toda su majestuosa grandeza y casi en su extensión total. Se distinguían, además, desde allí las cúpulas doradas de Irkutsk, situada junto al Angara, a menos de veinte millas de distancia; la pequeña población de Livenitchnaja, muellemente tendida a orillas del lago; la corriente del Sellenga, el mayor río que desde las altas mesetas de la Mongolia viene a verter sus aguas en el famoso lago; las islas, entre las cuales se destacaba la de Olkhur, que es la mayor, con setenta kilómetros de extensión por veinticinco de anchura, y, por último, el camino que desde Irkutsk conduce a la Transbaikalia.

Cuando los viajeros llegaron a él, el lago estaba completamente helado y lo surcaban varios vehículos, que prefieren aquella superficie lisa y sólida al terreno áspero y desigual de las estepas.

—¡Qué admirable panorama! —dijo María.

—Es uno de los más espléndidos de la Siberia —contestó el coronel.

—¿Descendemos hasta el lago?

—Lo creo una imprudencia, hermana. Es muy frecuentado en este tiempo, y me parece preferible atravesar las montañas hasta ganar la frontera china.

—Esa es mi opinión —dijo el ingeniero.

—Además, nuestros compañeros de la primera evasión deben esperamos en la orilla meridional del lago, hacia Chaia.

—Es verdad —respondió el ingeniero—. Ahora descendamos por la nueva vía, que es la menos frecuentada en el invierno, y así evitaremos con mayor facilidad cualquier encuentro.

—Y si vamos a Chaia, ¿no nos detendrán?

—Abandonaremos el camino y nos aventuraremos por los bosques.

—Es el mejor plan.

Siguieron los coches su camino, y hacia las diez de la mañana decidieron buscar refugio en un bosque, para no viajar durante el día.

Iván y el cochero, mientras Dimitri y el ingeniero preparaban el té, se pusieron a recorrer los alrededores, y bien pronto volvieron con la grata noticia de que habían hallado una gruta la suficientemente espaciosa para que en ella cupieran no sólo las personas, sino los coches.

—En ella podremos esperar la noche sin peligro —dijo Iván—, y hasta encender un buen fuego.

—Pues es una gruta maravillosa —dijo María, sonriendo.

—Lo será cuando vos estéis en ella —contestó galantemente Iván—. Seguidme todos.

Cuando llegaron a la entrada del refugio, el ingeniero se fijó en ciertas huellas marcadas en la nieve.

—¿Qué es esto? —preguntó—. Parecen huellas de fieras.

—Sí —dijo el cochero—; de stepnaia. Algunos de estos animales habrán entrado en la caverna.

—¿Y son peligrosos?

—Son una especie de gatos salvajes que se contentan con las liebres blancas.

—Pues si hay alguno en la gruta, lo echaremos a palos —dijo Iván—. Los gatos, aunque sean salvajes, no me asustan.

La comitiva entró en el refugio con ciertas precauciones, ante el temor de que las huellas no fueran de gatos.

Aquella cueva era espaciosa y podía contener cómodamente hasta cincuenta personas y una docena de caballos. Era de forma circular y de ella partían algunas pequeñas galerías o agujeros tenebrosos. El techo, altísimo, formaba una bóveda inmensa casi perfecta.

En tanto que el coronel, María y el ingeniero se acomodaban lo mejor posible y Dimitri y Fedor desenganchaban los caballos, Iván inspeccionó curiosamente toda la caverna y hasta se asomó a las galerías adelantando la luz de uno de los faroles del coche.

—¡Bah! No hay nada. Y si los gatos salen, ya los cazaremos.

Mientras, Dimitri había encendido una gran hoguera, sobre la que colocó una gran olla de estaño, en la que había puesto agua y penmican, o sea carne seca reducida a polvo y mezclada con grasa. El agua hirvió bien pronto, convirtiéndose en un caldo sustancioso.

Comieron todos perfectamente, y a poco oyeron fuera un rugido, como de un animal que se acercara.

Creyendo que sería un gato salvaje, salió Iván con un bastón para asustarle; pero en seguida retrocedió, diciendo:

—Es un animal enorme. ¡Venga un fusil!

A veinte pasos de la caverna había, en efecto, un animal del tamaño y forma de un tigre, aunque de distinto pelaje.

Iván se fue a él, decidido a tirarle; pero la fiera, que debió adivinar su intención, dio un rugido, al que acudió otra del mismo tamaño, que debía de ser su compañera, y, derribándole, ambos penetraron en la cueva, perdiéndose por uno de sus tenebrosos agujeros.

El coronel, María y todos los demás, que vieron entrar aquellas bestias, se levantaron sobresaltados.

—Son irbis— dijo el ingeniero—, los leopardos de la Siberia, carnívoros y muy peligrosos.

—Por allí han entrado —exclamó Iván, señalando al agujero de una de las galerías.

—Pues hay que matarlos.

De las profundidades salió, como una contestación, un rugido feroz.

El coronel apuntó con el «remington» al agujero, donde se veían brillar como ascuas los ojos de un irbis, y disparó.

El leopardo se lanzó de un terrible salto fuera de su refugio y cayó a tres pasos del coronel.

—¡Atended al otro! —gritó éste a Iván y Dimitri.

Pero ya el ingeniero se había adelantado, y al verle salir furioso le rompió el cráneo de un pistoletazo.

—¡Buen golpe! —exclamó Iván.

—Gracias, ingeniero —le dijo el coronel, que estuvo a punto de ser atacado por la segunda fiera—. Os debo la vida.

—Y yo a vos la libertad.

María, que había presenciado trémula de horror aquella escena, estrechó la mano del ingeniero, diciéndole:

—Gracias, señor. Sois un compañero tan digno como valiente.

—Partamos, señores —dijo el cochero—. La noche se echa encima.

—¿Y vamos a dejar aquí estas hermosas pieles? —preguntó Iván.

—Nos falta tiempo para desollar esas fieras —observó el coronel—. Marchemos.

CAPITULO XXX. LA CABAÑA DEL LEPROSO

Media hora después los fugitivos abandonaron su refugio y marchaban con dirección a las orillas meridionales del Baikal.

La oscuridad era profunda. El cielo, cubierto de densos nubarrones, amenazaba con una gran nevada, y el frío era intensísimo.

Hacia las cinco de la mañana, y cerca ya los viajeros de la margen del lago, descubrieron el morrión de un cosaco que asomando por entre jirones de niebla, indicaba por su dirección que el soldado que lo llevaba atravesaba a galope por el helado lado.

—¡Alto! —gritó el ingeniero—. ¡Los cosacos!

Las dos sillas de posta pararon en seguida.

—¿Adónde se dirigen? —preguntó el coronel con emoción.

—Hacia acá —contestó Iván.

—¡Vienen en busca de nosotros! —dijo María asustada.

—Es muy posible —replicó el coronel—. El gobernador de Irkutsk, enterado de nuestra fuga, habrá telegrafiado para impedirnos ganar la frontera.

—Escondámonos en el bosque —dijo Dimitri—. Tú, cochero, haz lo que yo: quita las campanillas a los caballos.

Los dos coches, sin producir ya ruido alguno, salieron en dirección al Sur. Los fugitivos no pensaban ya en buscar a los otros compañeros escapados de la mina, sino en salvarse ellos.

Al llegar a una altura vieron que los cosacos les seguían a galope tendido.

—No vienen más que ocho —dijo Dimitri—. ¿Por qué no les hacemos frente?

—¡No! —replicó el coronel—. ¡Arrea los caballos! ¡Sin perder tiempo!

Y los coches volaron más bien que corrieron a través de aquellas grandes llanuras nevadas.

—Es necesario parar, mi coronel —dijo Dimitri—. El ganado no puede más.

—¿Se oye a los cosacos?

—No; deben de estar muy lejos.

—Pues hay que hacer un esfuerzo desesperado y aunque revienten los caballos, seguir adelante —añadió el coronel.

—Se niegan a seguir —replicó Dimitri.

—Pues ¡a meterles yesca encendida en las orejas! Todo antes que detenernos.

Iván, el ingeniero, y Fedor hicieron lo que el coronel había mandado, y los caballos, locos por el dolor, salieron como relámpagos, devorando el camino a una velocidad increíble.

—¿Cuántas verstas anduvieron? Quince, tal vez el doble; pero al fin se detuvieron jadeantes, y Dimitri, María y el coronel rodaron por la nieve.

Felizmente no sufrieron lesión alguna, y pronto se les incorporé el otro coche, cuyos caballos estaban también a punto de caer; tan a punto, que al par que los otros del vehículo se desplomaron al suelo con las visibles convulsiones de una pronta agonía.

—Por allí viene un hombre, coronel —dijo de pronto Dimitri.

—¿Cosaco?

—No; un mendigo, si no me engaño. Y se dirige hacia aquella jurta o cabaña que hay junto a aquellos árboles.

En efecto, un hombre vestido pobremente con una piel de oso, ya casi sin pelo, descendía por el bosque, llevando a las espaldas una especie de cesto y apoyándose en un bastón con punta de hierro.

—¿Será el inquilino de la choza? —preguntó María.

—Así parece, pues se dirige a ella.

En tanto el hombre llegó a la choza, y sin acercarse a la puerta, que estaba abierta, arrojó por ella el canasto y en seguida echó a correr, como asustado.

Todos los viajeros habían presenciado aquella pantomima y ninguno pudo explicarse lo que significaba.

—Yo os diré lo que es —dijo de repente el ingeniero—. En aquella choza debe de haber un leproso, o quizá varios.

—¡Leprosos! —exclamó María, horrorizada—. ¡Huyamos!

—¡Bah! —contestó el coronel—. La lepra no es tan contagiosa como se cree. Las personas sanas y bien nutridas están, por lo general, inmunes.

—¿Y qué hacen esos infelices en esa cabaña aislada?

—Pues esperar la muerte. La lepra es una de las plagas de la Siberia —explicó el ingeniero— y causa anualmente gran número de víctimas. Cuando un hombre la padece, sus mismos parientes, por allegados que sean, lo arrojan sin piedad de la casa, y el desgraciado no tiene más que un refugio: el bosque. En él se labra una cabaña y en ella espera la muerte, encargándose sus deudos de enviarle alimentos en la forma que habéis visto.

—¡Qué horror! ¡Nunca me atrevería a entrar en esa cabaña!

—Temo, por el contrario, que os veáis precisada a hacerlo. Sólo en ella encontraremos un refugio que los cosacos no se atreverán a franquear.

—¡Silencio! —exclamó el cochero—. Oigo gritos lejanos.

—Pues ¡no hay que perder tiempo! ¡Escondamos los coches y los cadáveres de los caballos, y a la choza!

Enterrados vehículos y animales bajo un montón de nieve, todos se dirigieron a la jurta.

—¿Y vuestra hermana, coronel? —preguntó Iván.

—No tendrá miedo.

—¡Si entras tu, yo también, hermano mío!

Ya ante la puerta, preguntaron:

—¿Se puede?

—¿Quién se atreve a visitar a los pobres leprosos? —contestaron desde dentro.

—Fugados de las minas —dijo el coronel—; gente honrada, que no os hará mal.

—¡Adelante!

Pasaron, y un espectáculo de horror se ofreció a sus ojos.

Sobre un montón de inmundicias fétidas había tendido un hombre de unos cincuenta años, escasamente cubierto con un pellejo de reno. Tenía la piel cubierta de pústulas y de úlceras, los ojos lacrimosos y con los párpados sanguinolentos, la nariz gangrenosa y los dedos sin uñas y corroídos hasta los huesos.

Aquel hombre levantó lo párpados y fijó en sus visitantes una mirada estúpida.

—¡Es horrible! —dijo María, aterrada.

—Pero este leproso nos salva —añadió el coronel—. ¡Valor, María!

—¡Los cosacos! —exclamó en aquel momento Fedor, que observaba desde la puerta.

Todos se asomaron con precaución y vieron a los cosacos avanzar a la carrera, siguiendo las huellas que los viajeros habían dejado.

—¿Qué hacemos?

»Tratar de engañarles —dijo el coronel—. No son más que ocho.

Después se volvió al leproso, diciéndole:

—¿Puedes andar?

—Sí.

—Pues te doy veinte rublos si nos salvas. Basta con que te presentes ante los soldados para que huyan.

—¡Dádmelos! —dijo con codicia.

María dejó caer a sus pies el dinero, que el mísero enfermo cogió con sus temblorosos dedos corroídos, guardándoselo en el pecho.

—Retiraos a un rincón de la choza. Si los cosacos notan que trato de engañarlos, me matarán.

—Tenemos buenos fusiles para defenderte.

Los cosacos, después de una corta deliberación, armaron los fusiles y se dirigieron con precaución hacia la choza.

No oyendo ruido alguno ni viendo a nadie, se pararon, apuntando con las armas.

—¿Quién vive? —preguntó uno de ellos.

Un gemido del leproso fue la respuesta.

—¡Hola! ¡Salid, o hacemos fuego!

El leproso se arrastró penosamente hasta la puerta y mostró a los cosacos su repugnante figura.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó con voz doliente.

Los cosacos retrocedieron a toda prisa, exclamando asustados:

—¡Un leproso!

—¡Sí, un pobre leproso! —contestó el desgraciado adelantándose.

—¡Quieto, canalla! —le gritaron, horrorizados, los cosacos.

—¿Qué deseáis?

—¡Qué te lleve el demonio! No quiero coger tu lepra.

—Pues yo no me voy sin ver si los fugados están en la choza —dijo uno de los dos cosacos que se habían adelantado.

—¿Con el leproso? ¡Tú estás loco!

—No; deben temerle más al knut que a la lepra.

—Te digo que es imposible.

—Pues ¡cómo no hayan volado!… Sus huellas llegan hasta aquí mismo.

—¿Y qué haremos?

—Incendiar la choza. Así, si están dentro, ya saldrán. En tanto esperemos, que el inspector no debe tardar. ¡Tú, leproso —añadió, dirigiéndose al enfermo—; entra en tu covacha, y si tratas de huir, te despeno de un tiro!

Después se pusieron a pasear por aquellas inmediaciones. De pronto, uno de los caballos, al escalar un montículo de nieve, tropezó y cayó, dejando al descubierto las ruedas de los coches.

Un grito de triunfo de los cosacos advirtió a los fugitivos que habían sido descubiertos los vehículos y caballos.

El coronel palideció; pero, reponiéndose en seguida, dijo alzándose en toda su imponente estatura:

—¡Ah! ¿Queréis batalla? Pues ¡la tendréis!

CAPITULO XXXI. LA VENGANZA DEL CORONEL

El descubrimiento hecho por los cosacos tan cerca de la cabaña del leproso no les dejó dudas de que en ella se habían refugiado los fugitivos.

Con toda presteza dispusieron los caballos, lanzando formidables «¡hurras!» y haciendo voltear en el aire sus mosquetones, pero cuando ya estaban a unos cincuenta pasos se detuvieron. Un miedo cerval les acometía a todos, y aunque eran muy grandes sus deseos de apoderarse de los fugitivos, no se sentían con el valor suficiente para arrostrar las pestilentes emanaciones de aquel refugio del leproso. Uno de ellos, más decidido que los demás, llegó a veinte pasos de la choza, gritando:

—¡Rendíos, o hacemos fuego!

—¡Es inútil permanecer escondidos! —dijo el coronel, dirigiéndose a sus compañeros—. Saben que estamos aquí y nos pondrán sitio hasta que lleguen nuevos refuerzos. Es mejor hacerles frente desde ahora, ya que son pocos.

—¿Y vuestra hermana? —preguntó Iván—. Podría alcanzarla una bala.

—La choza está hecha de troncos fuertes y resistirá.

Y empuñando el fusil, salió a la puerta, gritando:

—¿Qué queréis de nosotros?

—¡Prenderos! —contestaron.

—¿Por qué motivo?

—Porque sois desertores de la mina de Agarithal.

—¿Quién lo prueba?

—Vuestra fuga. Os seguimos hace veinte horas.

—Pues bien, venid a prendernos.

—¡Ah, pillo galeote! —dijo un cosaco, haciendo fuego—. ¿Quieres qué…?

No concluyó la frase. Iván, que apareció detrás del coronel, le atravesó de un balazo.

El hombre cayó hacia atrás; abrió los brazos y se desplomó pesadamente del caballo, dando con el cuerpo en tierra, donde permaneció inmóvil.

El coronel, que estaba fuera de la choza con el estudiante, preguntó a éste apenas sonó la descarga del enemigo:

—¿Estáis herido?

—No.

—¿Y tú, hermano? —interrogó María.

—Tampoco.

—¡Oh, me alegro! Y también por vos, Iván.

—Gracias, señorita —respondió el joven.

—Abramos las ventanas y tratemos de acabar con esos soldados —exclamó el ingeniero—. Nuestras armas son de más precisión y alcance que sus mosquetones y nos será fácil vencerles.

—Eso creo yo —añadió Dimitri.

—Cada uno a su puesto, y procurad que no se desperdicie ni un tiro.

—Mis buenos señores —dijo el leproso, con voz plañidera—, ¿queréis que me maten?

—No temas —le contestó Sergio—. Retírate a un apartado ángulo y las balas no te alcanzarán.

Los cosacos, en tanto, se habían puesto en orden de ataque, formando un semicírculo ante la cabaña. Habían echado pie a tierra y colocado ante ellos los caballos para que les sirvieran de parapeto.

—¡Tunantes! —exclamó Iván.

—Es su sistema de combatir —dijo el coronel—; pero ya les obligaremos a descubrirse. Por lo pronto, a ver si les matamos los caballos. Los cosacos a pie son poco temibles.

—Este valle va a ser la tumba de esos animales —agregó el estudiante riendo—. Allí veo un bonito caballo que me ofrece un blanco admirable.

—Y yo otro —añadió Dimitri.

—¡Fuego! —gritó el coronel.

Y los fugitivos hicieron una descarga, matando a tres caballos y un soldado.

Estos, asustados de aquel fuego que caía sobre ellos, retrocedieron, emprendiendo la huida cuatro cosacos; pero los otros, desprovistos de cabalgaduras, no podían seguirles, limitándose a correr a la desesperada hasta el cercano bosque. En el lugar del combate no quedó vivo más que un caballo, el del cosaco desmontado poco antes por Iván, y que caracoleaba alrededor del cadáver de su dueño.

—¡Huyamos! —exclamó Iván.

—Es imposible —respondió el coronel—. ¿Creéis que los cosacos van a dejarnos tranquilos? En poco tiempo nos alcanzarían, y tendríamos que luchar con ellos en campo descubierto, a cuyos peligros no quiero exponer a mi hermana.

—Es verdad —asintió Iván.

—Tanto más cuanto que los cosacos no dejan de observarnos fuera del alcance de nuestros tiros —añadió el ingeniero.

—¿Esperarán refuerzos? —preguntó Dimitri.

—He oído hablar de un inspector —contestó Sergio.

—Nuestra situación amenaza, pues, agravarse, señor Wassiloff.

—Es cierto, señor Storn.

—Si llegan nuevos cosacos, no sé si podremos resistirles. ¿Qué os parece que hagamos?

—Esperar que llegue la noche, y tratar entonces de ganar el bosque.

—Me parece lo mejor, coronel. No debemos estar lejos de la frontera, y con una rápida marcha podríamos entrar en la Mongolia.

—Todo consiste en que antes de la noche no reciban refuerzos los cosacos —dijo Iván.

—Son ya las tres de la tarde —contestó Dimitri, sacando del bolsillo un viejo reloj—. Dentro de hora y media será de noche.

—En tanto, tenemos tiempo para tomar un bocado —dijo el coronel—. Aprovechemos este pequeño intervalo en que nos dejan tranquilos.

Mientras que el cochero se ponía de centinela ante la choza para vigilar los movimientos de los cosacos, los otros sacaron de un cesto galletas y carne en conserva y repusieron sus fuerzas a satisfacción. El leproso no fue olvidado, y como estos infelices enfermos conservan un apetito voraz hasta el mismo instante de morir, hizo gran honor a la comida.

Apenas habían terminado, ya comenzaba a caer la noche con la rapidez propia de aquellas frías regiones. Para colmo de dichas, con la noche caía sobre el valle una niebla que cada vez era más densa.

—Dios nos protege —dijo Sergio—. Que la niebla siga espesándose, y dentro de poco los cosacos no distinguirán la cabaña.

—Yo ya casi no veo sus caballos —dijo Iván.

—¿Se estarán acercando cautelosamente? —preguntó Dimitri.

—Así lo creo —dijo el ingeniero.

—¿Y cercarán la choza?

—Aunque así lo hagan, pasaremos entre ellos —dijo Sergio.

—¿Y el pobre leproso? —preguntó María—. Si mañana los cosacos advierten nuestra fuga, le matarán.

—Nos es imposible llevarle con nosotros. Le dejaremos un centenar de rublos, y ya procurará él buscar su salvación en los bosques.

—Señores, la niebla está ya espesísima —anunció Fedor.

—¿Se oye a los cosacos? —preguntó el coronel.

—No he oído nada.

—Salgamos. Yo abriré la marcha y el ingeniero irá a retaguardia. Armas al brazo y silencio absoluto.

María entregó al leproso cien rublos más, y todos salieron sin hacer ruido, con la mirada atenta y el oído avizor.

La niebla era densa y seguía envolviendo el valle. No se distinguían, no ya los cosacos, sino ni siquiera los árboles del cercano bosque.

Caminando con precaución para que no crujiera el hielo, adelantaron en línea recta, deteniéndose de rato en rato para escuchar, y después de diez minutos llegaron ante los primeros árboles del bosque. Iban a seguir adelante, cuando oyeron a lo lejos la campanilla de un slitta o coche.

—¡Alto! —ordenó en voz baja el coronel.

A pesar de esta precaución, su voz debió de ser oída por el enemigo, a causa de ser la nieve buena conductora de los sonidos, pues resonó un disparo a corta distancia y los fugitivos percibieron el silbido de una bala al pasar.

Miraron hacia el sitio de donde procedía el disparo y distinguieron una sombra oscura.

—¡Un cosaco! —exclamó Fedor.

—¡Silencio! —murmuró el coronel—. ¡Imprudente!

Otro disparo resonó a breve distancia, seguido de una voz que gritaba:

—¡A las armas!… ¡Los forzados huyen!

Al verse descubiertos, Sergio y el ingeniero descargaron los fusiles, gritando a sus compañeros:

—¡Huid!

Iván cogió a María del brazo y la condujo al bosque, mientras un cosaco a caballo acometía a Sergio y al ingeniero, cuyas armas estaban descargadas.

—¡Rendíos! —gritó el cosaco.

El coronel no perdió su sangre fría. Ligero como un relámpago, empuñó su fusil por el cañón y dio con la culata tan tremendo golpe en la frente del caballo, que le hizo caer a tierra.

Dimitri, que se había acercado con toda presteza, descargó contra el soldado los seis tiros de su revólver, y todos huyeron en seguida hacia el bosque.

Ante ellos encontraron una especie de sendero, y por él corrían para hacer desaparecer sus huellas de la vista de los otros cosacos que trataban de seguirles; por fortuna, la niebla los protegía, impidiendo a sus perseguidores descubrirlos.

Prestando entre todos ayuda a María, se internaron en el bosque, marchando casi a ciegas, a la ventura, hasta que después de media hora llegaron ante un torrente que les cortaba el camino y cuyos bordes eran dos quebraduras tan altas, que era imposible atravesarlas.

—¡Maldición! —exclamó el coronel.

—Retrocedamos —dijo el ingeniero.

—No —replicó Iván—. Oigo a los cosacos galopar por el bosque.

—Busquemos un escondite —dijo María—. Allí veo un espeso grupo de árboles. Mañana veremos lo que se puede hacer.

—Vamos allá —contestó el ingeniero.

Bordeando una de las orillas del torrente, llegaron a un grupo de árboles, pinos y abetos, que podía ocultarlos mientras durase aquella oscuridad. Colocaron a María en el centro para protegerla contra cualquier imprevista descarga, y se situaron ellos en círculo con los fusiles y revólveres armados, prontos a reprimir el primer intento de ataque.

A los cosacos no se les veía, pero a lo lejos sonaba siempre la campanilla de la slitta, que cada vez se advertía más distintamente.

—Debe de ser la slitta del inspector —dijo el coronel al ingeniero.

—De seguro.

—¿Traerá consigo refuerzos? —preguntó el coronel.

—Si viniera acompañado de cosacos oiríamos los «¡hurras!» de éstos, coronel. Él los habrá adelantado.

—¿Y ese inspector será de la policía de Irkutsk?

—Es probable.

—Empiezo a estar inquieto, señor Storn. Si llegan otros cosacos, no tendremos más remedio que hacernos matar.

—Nos defenderemos mientras nos quede un solo cartucho, y tenemos bastantes. Además, todos somos excelentes tiradores.

—Si pudiéramos encontrar un paso a través de aquel maldito torrente…

—¿Queréis que intentemos una exploración, señor Wassiloff? No oigo ningún ruido en el bosque, y quizá los cosacos hayan salido al encuentro de la slitta.

—Probemos, señor Storn. Si encontramos un paso, estamos a salvo.

Recomendaron a sus compañeros gran vigilancia, cogieron los fusiles y salieron del grupo de árboles. Escucharon algunos instantes con mucha atención, y seguros del silencio que reinaba en el bosque se dirigieron hacía el torrente, orientándose lo mejor que podían.

Ganada poco después la orilla, se pusieron a reconocerla, percatándose de que estaba cortada casi a pico, y era imposible atravesar por ella.

La siguieron en un espacio de algunos centenares de metros, sin mejor éxito en sus descubrimientos. El torrente estaba encerrado en una profunda hendidura, impidiendo a los fugitivos huir hacia la montaña.

—Hay que esperar al alba —dijo el ingeniero—. Volvamos al grupo de árboles.

Iban va a ponerse en camino, cuando oyeron a su derecha un relincho sofocado, y poco después algo así como el ruido de un látigo.

—Detengámonos —murmuró el coronel.

Una gran sombra negra, salida del bosque, se dirigía hacia el torrente. No era posible la duda: se trataba de un cosaco que exploraba el terreno. El ingeniero y el coronel se refugiaron detrás de unos árboles, teniendo los fusiles prontos a hacer fuego. En seguida que vieron alejarse al cosaco se pusieron en camino, llegando muy pronto al sitio en que estaban sus compañeros.

—¿Nada? —preguntó Iván.

—Tenemos que aguardar al día —respondió el coronel—. Silencio, que los cosacos están cerca.

—Una sola palabra.

—Hablad.

—No oigo ya la campanilla del coche.

—El inspector se habrá reunido a los cosacos. Silencio, y escuchad atentos.

Se colocaron como mejor pudieron, resguardados por las plantas y teniendo en medio a María, que se había adormecido sobre el caftán que Iván le colocó en el suelo para protegerla de la humedad.

La noche transcurrió entre ansiedades y angustias, pero sin que ocurriera nada de particular.

Ya comenzaba a aclararse la niebla, disipada por el aire que venía de las montañas cercanas, cuando los fugitivos vieron algunas sombras que se acercaban a su escondite. No tardaron en comprobar que aquellas sombras eran cinco jinetes y dos personas a pie.

Avanzaban con precaución, deteniéndose de rato en rato como si buscaran huellas entre la nieve; pero acercándose cada vez más a los árboles.

—¡Ya están aquí! —dijo el coronel—. ¡Apunten bien, y fuego!

Cuatro disparos de fusil y seis o siete de revólver sonaron en seguida. Dos jinetes y los dos hombres que venían a pie cayeron, así como un caballo. Los otros tres, espoleados furiosamente por sus jinetes, huían a la desesperada, descargando los mosquetones sin apuntar, y se les vio alejarse en dirección al valle.

—¡Buen golpe! —exclamó Iván.

—¡Al torrente! —gritó el coronel.

—Un momento —dijo el ingeniero—. Veo un hombre que trata de huir.

—¿Dónde?

—Allí; ¡aquél que trata de esconderse en el bosque!

En efecto, un hombre se dirigía cautelosamente hacia los árboles, procurando esconderse.

El coronel llegó hasta él en dos saltos y levantó su fusil por el cañón para aplastarle la cabeza de un culatazo. Al fijarse en él, sus facciones se contrajeron y exclamó con una cólera loca:

—¡Vos!

El hombre cayó de rodillas, murmurando:

—¡El coronel Wassiloff!

—¡No! ¡Yo soy el número ochocientos cuarenta y cuatro! ¿No lo recordáis ya, inspector de policía?

Ante aquellas palabras el miserable se puso pálido como la muerte.

—Un día —añadió Wassiloff—, os dije que os acordaríais de mí.

—¿Y bien…?

—¡Pues ese día ha llegado!

—¡Bravo, coronel! —dijo Iván.

—¡Hermano mío! —añadió María.

—¡Calla, Federowna! —dijo Sergio—. ¡Este hombre me pertenece, y quiero vengar en él las humillaciones que hemos sufrido en la mina!

—¡Y a mí me vengarán mis cosacos! —añadió el inspector—. Están bien cerca.

—¡Por pronto que lleguen, habrás muerto, miserable!

—¡Pues bien, asesinadme!

—¡No! ¡Nos batiremos!

—¡Hermano mío!

—¡Lo he dicho! ¡Se batirá conmigo! ¡Defiéndete, miserable!

El inspector, enloquecido por el miedo, en vez de defenderse, emprendió una desesperada fuga, precipitándose por el torrente.

El coronel, viéndole desaparecer, dijo con voz sombría:

—¡Se ha hecho justicia! ¡Ahora, huyamos!

CAPITULO XXXII. LOS PASTORES NOMADAS

No había que perder un instante. Los cosacos fugitivos no tardarían en volver, y era preciso que no les encontraran.

Salieron al valle, y, convencidos de que no había peligro inmediato, se decidieron a marchar.

—¡Un caballo! —gritó de pronto Iván—. Ya no viajará a pie la señorita María.

Había encontrado, en efecto, el caballo de uno de los cosacos muertos, y que corría sin freno de acá para allá.

Del mejor modo posible le arreglaron la silla para que la joven lo montara, y los fugitivos partieron, llevando Iván por galantería las bridas del caballo.

La niebla espesa que reinaba era favorable a la fuga, pero les impedía orientarse.

Sin embargo, caminaron sin encontrar ni huellas de cosacos.

—¿Habrán renunciado a seguirnos? —preguntó María.

—No es fácil. Tal vez, como estamos cerca de la frontera, nos hayan precedido para avisar en los puestos de guardia.

—No hay que temer eso —dijo el ingeniero—. Los puestos están muy distantes unos de otros, y podremos pasar sin que nos descubran. Además, tal vez encontremos algunas tribus de khalkhas o pastores nómadas, que nos prestarán segura ayuda.

—Pues esperemos aquí, junto a este bosque, a que la niebla se disipe para poder orientarnos.

Media hora después se levantó un viento fuerte y las masas de niebla comenzaron a aclararse, hasta que al fin el ambiente se tornó diáfano.

Todos se levantaron, y desde una pequeña altura sondearon el horizonte. Un grito de júbilo se escapó de labios del coronel:

—¡La frontera mongola!

A unos cinco kilómetros de distancia se distinguían sobre la blancura de la nieve los postes que señalaban la frontera, y entre los cuales se alzaba una especie de torre cuadrada, con techo en forma de cúpula.

—Es el primer puesto mongol —dijo el coronel, contestando a las miradas de todos.

—¿Y los cosacos? —preguntó María.

—No se ve ninguno.

—Coronel —exclamó en aquel instante Iván—. Entre aquellos árboles se eleva una columna de humo.

—Será de algún rancho de nómadas. No perdamos tiempo, y vamos a pedirles hospitalidad.

Marcharon en dirección al humo y por el camino vieron enormes rebaños de cabras de pelo largo, que sin duda debían de pertenecer a los pastores.

Uno de éstos, con un largo fusil de chispa en la mano, salió al encuentro de los fugitivos.

Era de mediana estatura, ojos oblicuos y cabellos recogidos en larga trenza, que le caía por la espalda.

Al ver a los que se acercaban se apresuró a ponerse en guardia.

—No somos enemigos —dijo Sergio—; somos rusos expatriados que venimos a pedir hospitalidad.

—Si sois nuestros amigos, sed bien venidos —respondió el pastor—. La hospitalidad para los khalkhas es sagrada.

—¿Quieres conducirme a su choza? Esta joven tiene mucho frío y todos estamos hambrientos.

—Seguidme, y nada tenéis que temer de nosotros.

El pastor se echó el fusil al hombro y se puso en camino, seguido del coronel y de sus compañeros.

De pronto, Dimitri dio un grito.

—¡Los cosacos! —dijo.

—¡Los cosacos! —exclamaron todos, asustados.

—¡Maldición! ¡Van a prendernos! —exclamó el coronel.

El pastor, que había oído aquellas frases, les dijo:

—Los khalkhas saben defender a sus huéspedes. Si queréis, entrad en nuestras tiendas, y os juro por Buda que os defenderemos.

—Es que estos cosacos son capaces de exterminar a tu tribu.

Una sonrisa de desprecio plegó los labios del pastor.

—Nosotros no somos súbditos del gran padre blanco. Somos hombres libres. Sois mis huéspedes. Venid sin miedo. Yo y los míos os amparamos.

—Una palabra, hombre generoso —dijo el coronel.

—Habla.

—En mi país ocupaba yo un alto cargo, algo así como el de un mandarín en China. Nuestro delito fue sólo por defender nuestra libertad. Somos fugados de las minas, pero no criminales. ¿Quieres ayudarnos a ganar la frontera?

—Sabemos cómo tratan los cosacos del zar a los pobres deportados. Sois mis huéspedes. A mí me toca pensar en vuestra libertad.

—Gracias —dijo el coronel conmovido—. No te pagaremos nunca hospitalidad tan grande y tan generosa; pero al menos te regalaremos armas poderosas para vuestra defensa.

—Seguidme —dijo el pastor.

Cinco minutos después llegaron a una ancha explanada, en la que se levantaban hasta quince tiendas de formas cilíndricas cubiertas de fieltro negro, dispuestas alrededor de otra más grande, sobre la que ondeaba una bandera en la que había un dragón bordado, con los ojos de corales.

—Sed bien venidos a mi aimak —dijo el pastor aquél, que era el jefe de la tribu.

CAPITULO XXXIII. LA FRONTERA MONGOLA

Los khalkhas, que al par de las demás razas de la Mongolia son tributarios del Imperio chino, forman una nación numerosa, que ocupa la parte septentrional de aquella inmensa región que se extiende desde las montañas del Altintag hasta la frontera meridional de la Siberia.

Están diseminados en pequeñas tribus, aunque si les amenaza algún peligro pueden reunirse prontamente, siendo todos los khalkhas habilísimos jinetes.

Aunque las regiones ocupadas por ellos son muy áridas, viéndose sólo en ellas algún que otro manchón de hierbas, todos son pastores y se dedican a la cría de caballos, carneros y aun camellos. Son, sobre todo, aficionados a la caza, y aunque, por lo general, sólo están armados de hondas y de arcos, pues entre ellos escasean las armas de fuego, hacen frente con intrepidez hasta a los tigres, que no son raros, en el gran desierto de Gobi.

Estos pastores no tienen residencia fija. Cuando en el territorio que ocupan empiezan a escasear los pastos, desarman sus tiendas, las cargan sobre los camellos y caballos y se van en busca de otras tierras, llevando ante ellos sus rebaños de ganados.

Además, necesitan bien poco para su subsistencia, constituyendo la leche la base de su alimentación.

Esto no impide que todos sean sanos, fuertes y robustos y que, aun los de edad avanzada, puedan recorrer a caballo hasta veinte leguas al día.

Se alimentan también de carne de camero y de cabra, y no desdeñan la de camello ni aun la de caballo, cuando estos animales mueren de enfermedades, pues ellos no los matan para nutrirse.

No beben nunca agua. Su debida es el té, que adquieren en los mercados chinos, y para tenerlo siempre dispuesto no falta nunca en sus tiendas una cacerola de agua hirviendo.

Algunas veces se permiten el lujo de beber licores, avrak koumis, bebidas espirituosas de importación china.

Los nómadas de la Mongolia tienen como virtud suprema la de la hospitalidad, que practican tan escrupulosamente como los árabes.

Cualquier extranjero puede entrar libremente en sus tiendas, sin estar obligado a decir quién sea ni de dónde viene, y disfrutar de los víveres y lechos de aquellos pastores sin desembolsar un céntimo.

Si un mongol rehúsa dar hospitalidad a un semejante, se le obliga, como castigo, a aportar a la masa común dos de sus mejores bestias; si el extranjero a quien se le negase la hospitalidad muriese de hambre o de frío, la multa se eleva a la entrega de nueve reses mayores, y, por último, si el huésped fuera robado, el propietario de la tienda donde ha ocurrido el hurto tiene la obligación ineludible de indemnizarle inmediatamente.

Esto es, en verdad, admirable y extraño cuando se piensa que los mongoles, en más o menos escala, son todos ladrones y ejercen el bandidaje a la alta escuela.

* * *

El jefe de los nómadas, después de haber presentado a sus compañeros a aquellos huéspedes, los introdujo en su tienda, donde estaban sus mujeres.

Eran éstas bastante graciosas, a pesar de sus ojos oblicuos, y vestían de igual manera que los hombres, distinguiéndoselas sólo por el pelo adornado de horquillas y cequíes de plata.

El jefe hizo que sus mujeres obsequiasen a los extranjeros con té, servido en tazas de madera con adornos de plata, y después les obsequió con un frasco de koumis.

En tanto que los extranjeros merendaban, entraron cuatro o cinco jóvenes con instrumentos de cuerda y tocaron y bailaron entreteniéndoles agradablemente.

—¡Esta tienda es un paraíso! —decía Iván, saboreando su perfumado té.

—La hospitalidad entre los mongoles es proverbial en toda la China —añadía el coronel.

—Y como el jefe nos lo ha prometido, ganaremos a salvo la frontera.

—Mis hombres han partido hacia la frontera para preparaos el camino.

—¿Y podemos intentar esta noche ganarla?

—Sí; ya nos estamos preparando para partir.

—¿Viene con nosotros la tribu?

—Sí; valen más tres docenas de hombres que tres o cuatro solos. Os hemos dado hospitalidad y debemos conduciros hasta lugar seguro.

—Eres un buen hombre —le dijo Sergio, estrechándole la mano.

—No soy ni mejor ni peor que los otros. Obedezco a mis leyes.

Durante todo el día, el jefe de la tribu y sus mujeres estuvieron haciendo compañía a los extranjeros.

Cerca de la noche, desarmadas ya las otras tiendas, hicieron lo mismo con la del jefe, cargándolas todas, bien enrolladas, sobre los caballos. El ganado había sido conducido a la margen del bosque.

Hacia las diez de la noche volvieron los pastores que habían ido a reconocer la frontera y dijeron que hacia la torre el faro parecía libre; pero que habían visto bastantes cosacos acampados allí cerca.

—Partamos —dijo el jefe—. Si quieren arrestaros, peor para ellos.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó el coronel.

—Hacia la torre. En ella hay un puesto de soldados manchúes y no permitirán a los rusos violar la línea neutral.

Echó a andar la caravana y nada de particular ocurrió en un largo trayecto.

—¿Nos prepararán una emboscada? —preguntó el coronel—. Es imposible que los cosacos no oigan el ruido que esta caravana produce.

—Ya lo sabremos. Dos de mis hombres han ido a lo alto de aquella colina y no tardarán en volver.

—No temo por mí, sino por mi hermana —exclamó Sergio, conmovido.

—Las balas de los cosacos no la tocarán —dijo el pastor—. Nosotros le serviremos de escudo.

—¡Calla! Alguien baja de la colina.

—Son mis hombres.

—Los cosacos vigilan la frontera —dijeron los dos hombres al llegar.

—¿Cuántos son?

—Doce.

—¿Ocupan la cresta de la colina?

—Sí, jefe.

—Está bien.

Después añadió, volviéndose al coronel:

—Los cosacos querrán que pasemos uno a uno, para convencerse de que no hay extranjeros entre nosotros. Será, pues, preciso forzar el paso.

—Estamos pronto a ayudaros —respondió Sergio.

—Pues bien; vosotros os ponéis a la cabeza de la caravana, mientras tu hermana permanecerá a retaguardia, con las mujeres de nuestra tribu. Si los cosacos nos impiden el paso, habrá batalla, y ya verás cómo pelean los khalkhas.

Luego se volvió a los suyos, gritando:

—¡Adelante los hombres! ¡Las mujeres, a retaguardia!

El coronel apenas tuvo tiempo para dar un abrazo a su hermana, y cada uno se colocó en su puesto, siguiendo el camino la caravana.

Después de media hora de marcha, una voz ronca gritó:

—¿Quién vive?

—Nómadas khalkhas —respondió el jefe.

—Parad.

—Ya esperamos.

Poco después, cuatro cosacos a caballo salían de detrás de unos árboles.

—Que se adelante el jefe —dijo un cosaco.

—Heme aquí —respondió el llamado, avanzando.

—¿Adónde vais?

—Al territorio chino.

—Hay orden de no pasar la frontera.

—Nosotros tenemos que pasarla, y la pasaremos.

—Te lo impediremos nosotros.

—Probad, si os parece.

—¿Sabes que tu gran interés por entrar en China me hace sospechar? —dijo el cosaco.

—No me importa.

—¡A mí, cosacos!

—¡A mí, khalkhas!

Ocho cosacos se adelantaron, mientras los pastores formaban junto a su jefe.

—¡Amigos! —gritó Sergio—. ¡Fuego!

Antes que los cosacos pudieran prepararse, sonaron quince o veinte detonaciones casi simultáneas, cayendo a tierra seis caballos y otros tantos hombres.

Los cosacos, asustados de los terribles efectos de aquellos disparos, iban a retroceder; pero comprendieron en seguida que debían aprovechar aquellos momentos en que el enemigo tenía descargados los fusiles, y pretendieron disparar contra ellos. Como las armas de Sergio y sus compañeros eran de retrocarga, hicieron fuego al momento, y otros dos cosacos con sus caballos rodaron por el suelo.

Los otros cuatro, viendo perdida la partida, huyeron a todo galope.

—¡Adelante nosotros —dijo el jefe de los pastores—, o antes de media hora habrá aquí un escuadrón de cosacos!

Recogieron los pastores el ganado, que se había dispersado un poco, y mientras tanto Sergio y los suyos volvieron a cargar las armas.

Siguieron corriendo, más bien que andando, y ya distaban sólo doscientos pasos de la frontera, cuando salieron del bosque roncos gritos.

—¡Los cosacos otra vez!

—Y ahora son muchos.

—¿Qué hacer?

—¿Queréis un consejo?

—¡Habla!

—Mientras yo hago frente a los cosacos —dijo el pastor—, vos y vuestros compañeros tratáis de ganar el territorio chino.

—¿Habrá allí soldados mongoles?

—Sí; pero no os impedirán el paso.

—¿Os volveremos a ver?

—Sí; en el territorio chino.

El jefe khálkha estrechó por última vez la mano del coronel, señalándole la torre mongola.

—¡Adelante, valientes! —gritó en seguida a los suyos.

Los nómadas se lanzaron como fieras contra el escuadrón de cosacos.

Estos trataron de formar en línea, pero los pastores, como un huracán, metieron entre ellos sus caballos y sus ganados y lograron pasar.

Los cosacos tuvieron, sin embargo, tiempo de reponerse, y desplegándose en ala, cerraron el paso a las mujeres de los nómadas y a los ganados.

Los pastores, antes de poner el pie en la frontera china se detuvieron un instante, y el jefe se volvió a los cosacos, gritándoles:

—¡Ya nos encontraremos, y los khalkhas del desierto se comerán a los lobos del padre blanco!

CAPITULO XXXIV. LA TORRE CHUSA

En tanto, el coronel y sus compañeros, después de una desenfrenada carrera, llegaron ante la torre china, cuya puerta estaba cerrada.

Iban a llamar, pero dos hombres se les presentaron armados de antiguos fusiles de chispa. Eran dos soldados mongoles, pequeños de estatura y de aspecto salvaje.

—No se puede pasar —les dijeron—. Ahí cerca se oye pelear, y mientras no sepamos lo que ha pasado no entran súbditos extranjeros.

—Sólo queremos una breve hospitalidad —dijo el coronel—. Mañana, al alba, dejaremos la torre.

Y conociendo la venalidad de los chinos, puso algunos rublos en manos del soldado, en tanto que el ingeniero hacía lo mismo con el otro.

—Venid, y procuraremos acomodaros —dijeron los mongoles.

A una señal del coronel, María, Iván, Dimitri y Fedor se adelantaron, siguiendo todos a los soldados al interior de la torre.

Los mongoles, que se habían vuelto amabilísimos después de recibir la propina, condujeron a sus huéspedes a una habitación baja, en cuyas paredes se veían pintados dragones gigantescos vomitando llamas y tigres de tres o cuatro cabezas. El mobiliario consistía en seis taburetes y otros tantos lechos llamados kang. Una gran lámpara iluminaba la estancia.

Los dos soldados invitaron a sentarse a los viajeros, y después uno de ellos subió a advertir al comandante de la torre la presencia de aquellos extranjeros.

Tres minutos después, el mandarín hacía su entrada en la sala. Llevaba un vistoso uniforme con botones de lapislázuli y plata, grado que le daba derecho a adornar su pecho con una cabeza de tigre, muestra del valor y de la ferocidad.

Sergio se apresuró a informarle respecto a la situación de él y de sus compañeros, añadiendo que ningún ruso les había visto entrar en la torre y prometiendo que la abandonarían apenas pudieran constituir un peligro para el mandarín y los soldados que con él estaban.

—Os tomo bajo mi alta protección —le contestó el mandarín—. Esta torre se encuentra en territorio chino, y aquí no tenéis que temer nada de los rusos.

—Son capaces de violar este territorio si saben que estamos aquí.

—Es que no lo sabrán. Veamos ahora cómo va la batalla que están sosteniendo con los pastores.

Y salieron a la plataforma de la torre él y el coronel, desde donde vieron que los cosacos habían detenido en rehenes a las mujeres y los ganados de los khalkhas.

—¡Pobres pastores! —dijo el coronel—. Afortunadamente, soy bastante rico para resarcirles de sus pérdidas.

Pues para poner en movimiento tantos cosacos es preciso que hayan ofrecido mucho por vuestra captura.

—No somos personajes tan importantes como para que nos pregonen en centenares de rublos.

—¡Oh! No temáis por mí —dijo con vivacidad el mandarín—. Aunque ofrecieran una enorme suma por vuestras cabezas, aquí no hay traidores.

Volvieron a la sala baja, donde el mandarín se despidió de sus huéspedes, y ya solos, preguntó María a su hermano:

—¿Cuándo nos internaremos en China?

—Mañana al amanecer.

—¿Y en seguida iremos a Pekín?

—Esa es mi intención.

En tanto, el comandante de la torre y sus hombres, seis en total, prepararon al estilo chino una abundante cena, con la que obsequiaron a sus huéspedes.

CAPÍTULO XXXV. LA TRAICION DE LOS MONGOLES

Aquel amabilísimo mandarín, después de colmar de cortesías a los viajeros y de ofrecerles que a la mañana siguiente, apenas se alejaran los cosacos, los internaría sin peligro en China, se retiró también a descansar.

Los fugitivos entregáronse al sueño completamente confiados en la caballerosidad de los mongoles, pero el ingeniero, inquieto no sabía por qué, despertóse a medianoche, y subió de puntillas a la plataforma de la torre para inspeccionar las cercanías, quedando desagradablemente sorprendido al ver que los cosacos seguían vigilando.

Otra cosa más extraordinaria todavía llamó su atención, y era que varios hombres, que parecían salir de la misma torre, descendían cautelosamente dirigiéndose hacia el vivac de los cosacos.

«¿Qué pasará aquí?», se preguntó.

Y, para salir de dudas, abandonó la plataforma y bajó a buscar al mandarín.

La puerta del dormitorio de éste se hallaba abierta; penetró, y bien pronto se convenció de que no había nadie.

—¿Dónde estará el comandante? —exclamó con sorpresa.

Entró en otra habitación cercana, que era la de los soldados, y también estaba desierta.

—¡Han huido todos! ¿Y por qué? Esto es grave. Voy a avisar al coronel.

Bajó rápidamente y despertó a Sergio.

—¿Qué ocurre?

—Que los chinos han abandonado la torre.

—¡Imposible!

—Acabo de convencerme de ello registrándolo todo.

—¿Habrán tenido miedo?

—O tal vez nos hayan hecho traición, coronel. Hace poco he visto a algunos hombres salir de aquí y dirigirse al campo de los cosacos.

—¡Miserables! Vamos a visitar la torre, señor Storn.

Despertaron a María y demás compañeros y muy pronto se convencieron todos de que el ingeniero estaba en lo cierto.

—¡Canallas! —gritó el coronel, en el colmo del furor—. ¡Huyamos!

Así lo hicieron a toda prisa, pero al llegar a la puerta de salida vieron que la habían cerrado por fuera.

—¡Estamos perdidos! —dijo Iván—. Dentro de poco vendrán los cosacos y nos cogerán como ratoncillos en la trampa.

Intentaron forzar la puerta, y sus esfuerzos resultaron inútiles.

—Y por la terraza es imposible escapar. No tenemos cuerdas —dijo el coronel.

—¿Y abriendo brecha en el muro?

—Tampoco; tardaríamos demasiado —contestó el ingeniero.

—Subamos a la plataforma —exclamó Sergio.

Así lo hicieron todos, viendo que los cosacos, sin escrúpulo ninguno hacia tratados internacionales habían invadido el territorio chino donde estaba la torre.

—¡Estamos presos!

—No; hay que intentar algo. Veamos si por medio de un barreno hacemos volar parte del muro —dijo el ingeniero—. Estos chinos tendrán provisión de municiones.

Registraron escrupulosamente el fuerte y no hallaron nada. Los traidores lo habían previsto, quitándoles todo medio de defensa.

—¡Hay que defenderse a la desesperada! —decía el coronel, pálido de rabia—. ¡Morir antes que entregarnos!

—¿Y vuestra hermana, coronel?

—No teme la muerte, lo sé.

—¡Vendamos caras nuestras vidas!

Iban a organizar el plan de defensa, cuando se oyó una detonación formidable, la torre osciló y una gran parte del muro se vino al suelo. Los cosacos habían abierto aquella brecha utilizando un cartucho de dinamita.

Antes que el coronel y sus amigos se hubieran podido dar cuenta de los efectos de la explosión, los cosacos invadieron la estancia.

En un segundo todos ellos fueron desarmados, atados y conducidos fuera.

—¡Gracias a Dios que los tenemos a todos presos! —gritó el comandante del escuadrón.

El cosaco se engañaba. No estaban allí todos: faltaba Iván, que había desaparecido misteriosamente.

CAPITULO XXXVI. CHARAZAINSK

Diez minutos después el escuadrón abandonaba el territorio mongol y entraba otra vez en el ruso, llevando consigo a Sergio, María, el ingeniero, Dimitri y Fedor.

La columna tomó la dirección del Este, con intención probable de dirigirse a Charazainsk, la ciudad rusa más próxima a la frontera.

El coronel, que temía ser conducido seguidamente a Irkutsk, respiró con satisfacción.

En la capital de la Siberia oriental hubiera sido imposible toda tentativa de evasión, pero la cosa variaba muy favorablemente si la columna iba a Charazainsk, pequeña ciudad muy cercana al territorio chino y poco guardada.

Además, el hallarse Iván libre aumentaba las esperanzas de los prisioneros, que aguardaban acontecimientos favorables, fiados en la valentía y sagacidad del estudiante.

—No desesperemos, María —dijo el coronel a su hermana, hablándole en francés.

La joven, que estaba sumida en una desesperación sombría, lloraba en silencio; pero al oír las palabras del coronel, le preguntó con ansiedad:

—¿Qué quieres decir?

—Que espero mucho de Iván.

—¡Iván! —dijo la joven, estremeciéndose.

Después, moviendo tristemente la cabeza, añadió:

—¿Y si lo han matado?

—No; es que fue más listo que nosotros.

—¿Cómo sabes que se ha escapado?

—No lo sé; pero me figuro que al derrumbarse el muro logró esconderse en alguna parte, y como los cosacos no lo echaron de menos, es casi seguro que logró escapar.

—¡Ojalá!

—El corazón me dice que no tardaremos en tener noticias suyas. En Charazainsk aguardo acontecimientos inesperados.

—¿Y nos tendrán allí mucho tiempo?

—Por lo menos, tres semanas.

—¿Y qué hará la policía conmigo? —preguntó María.

—Creo que te pondrán en libertad, así como a Dimitri y Fedor. No estáis inscritos en el registro de los desterrados; pero es preciso que ignoren que eres mi hermana.

—Me será fácil probarlo. Diré que soy una viajera francesa; que mi equipaje me lo robaron unos bandidos y que me amparé entre los pastores nómadas. Ya inventaré una historia para explicar por qué me encontraba entre vosotros.

—No, con nosotros, no; con los pastores.

—Tienes razón; así no sospecharán que puedo ser pariente tuya.

La columna se detuvo breve tiempo en una parada de la frontera, guarnecida por seis cosacos, deteniéndose sólo el tiempo preciso para que los caballos descansaran, y siguió el camino hasta llegar a Charazainsk, población compuesta de unas ciento cincuenta chozas de madera.

El comandante de los cosacos condujo en seguida a los prisioneros al puesto de policía y los encerró en una pequeña cárcel aneja al mismo, y que sólo constaba de un calabozo con un ventanillo defendido por barrotes de hierro.

—Ahora —dijo el ingeniero, que parecía resignado con su suerte—, esperemos a ver si Iván puede hacer algo por nosotros.

—Lo espero; y si no, me bastará con que se salve María.

Los cerrojos de la prisión chirriaron, y el jefe de la cárcel entró con un papel en la mano. Los miró a todos detenidamente y preguntó, dirigiéndose a Sergio:

—¿Sois el coronel Wassiloff?

—Sí, señor.

—¿Y vos el ingeniero Stom?

—Sí.

—Está bien. Los otros detenidos, que me sigan a presencia del comandante.

María hizo ademán de abrazar a su hermano, pero éste la detuvo con un gesto, impidiendo que se hiciera traición. La joven se limitó a decir, al salir detrás del carcelero:

—Espero, señores, que pronto estaréis libres.

Y salió, seguida de Dimitri y Fedor.

—¡Valor, señora!

—Lo tengo. Pero no os olvidéis de declarar que mi pasaporte me lo quitaron los ladrones.

Llegaron a una estancia en la que les aguardaban el comandante del escuadrón y el del puesto.

—Aquí están —dijo el carcelero—. Los otros detenidos esperan en su prisión.

—¿Y estáis seguros que Iván, el preso desaparecido, no es uno de estos dos hombres que acompañan a esta señora? —preguntó el comandante del puesto al de los cosacos.

—Segurísimo. Iván Sandorff se ha fugado.

—Acabad de interrogarme, señores —dijo en aquel momento María—. Soy francesa, y no estoy acostumbrada, por mi posición, a esperar en los puestos de policía.

—¿Vuestro nombre?

—La condesa Mary Vaupreaux.

—¿De dónde venís?

—De París.

—¿Y qué hacíais en este rincón de Siberia?

—Viajo.

—¿Y cómo estáis en compañía de esos evadidos de las minas?

—¿Cuáles? —preguntó María, fingiendo sorpresa.

—Los que han sido presos con vos. El coronel Wassiloff y el ingeniero Storn, desterrados en las minas.

—Lo ignoraba. Yo los suponía personas honradas.

—Pues son dos peligrosos nihilistas. ¿Dónde los encontrasteis?

—No los he encontrado, señor. Vinieron a refugiarse en la tribu de pastores, donde yo estaba hacía ya tres semanas para estudiar los usos y costumbres de los pueblos nómadas.

—¿Cuántos eran?

—Tres.

—¿Y el otro?

—No lo sé. Tal vez lo hayan matado.

—¿Tenéis el pasaporte?

—Está en el cofre de mi equipaje. Todo él lo llevaba, para mayor seguridad, el jefe de los pastores, y como tuvimos que huir al ser atacados por vuestros cosacos, temo haber perdido mis ropas y papeles, y, además, veinte mil rublos que llevaba en un baúl.

—¡Veinte mil rublos!

—¡Qué vuestro Gobierno me pagará!

—¡Diablo!

—Soy súbdita francesa, y no rusa.

—Pero ¿no tenéis algún documento que pruebe que sois la condesa Mary?

—No, a menos que vuelva el jefe de los pastores.

—Pues entonces, no; porque de seguro no vendrá.

—Un medio hay —dijo la viajera—. Mandar un correo a Irkutsk, y que desde allí telegrafíen a Francia por Moscú.

—Sí, y pasarán algunos meses antes de tener respuesta. Las líneas están interrumpidas.

—Pues esperaré, pero aquí no. No estoy acostumbrada a dormir en las cárceles.

—Ni yo lo consentiría, señora. Os buscaré alojamiento decoroso, y me dispensaréis si os detengo en esta ciudad algunos días. ¿Pertenecen esos dos hombres a vuestro séquito?

—Sí, son mi cochero y un criado que tomé en Moscú.

—Basta. Sois libres.

—¿Saldrá hoy el correo para que telegrafíen desde Irkutsk?

—Hasta dentro de tres días, es imposible. El Baikal no puede atravesarse.

—¿Y podré encontrar un albergue en esta ciudad?

—Os lo buscaré yo mismo.

—Es inútil. Yo lo haré, y con mi criado os mandaré las señas de mi casa.

—No es preciso tanto, señora.

Y cogiendo una campanilla, dijo al carcelero, que se presentó a su sonido:

—Poned en libertad a esta señora y a sus dos criados.

CAPITULO XXXVII. EL JEFE DE LA POLICIA

Pocos instantes después, la joven y sus dos criados estaban libres en una de las principales calles de la ciudad.

El jefe les había acompañado una parte del trayecto, a fin de que no se extraviaran en el laberinto de callejas que rodeaban la plaza del mercado, y luego los dejó, asegurándoles que les encontraría un alojamiento que les permitiera pasar el tiempo lo menos mal posible.

María, segura de que nadie la espiaba, se dirigió hacia los arrabales meridionales y allí trató de buscar alojamiento, a fin de poder en momento oportuno ganar fácilmente las afueras.

—Señora —le dijo Dimitri, señalándole una casa aislada y de buena apariencia—, aquella casa parece deshabitada, y está fuera de las miradas indiscretas.

—Es verdad. Ve a ver si la alquilan.

El polaco se alejó, mientras la joven y el cochero esperaban cerca de unos árboles.

De pronto llamó la atención de la joven un hombre que avanzaba por una calle como temeroso de ser reconocido.

Iba vestido como los pastores nómadas y llevaba un fusil al hombro, montando un caballejo del país.

Cuando estuvo cerca de la joven, ésta no pudo menos de dar un grito:

—¡El jefe de los pastores!… ¡Vos, aquí!

—¡Silencio, señora! Estos rusos están siempre alerta.

—¿Y el estudiante?

—Vivo y sano.

—¡Vivo!… ¿Y dónde está?

—Os lo diré, señora, pero en un sitio seguro. No es prudente hablar en la calle.

En aquel momento se acercó Dimitri, diciendo:

—Todo está arreglado. La casa es nuestra.

—¿Has pagado?

—Sí; por un mes, y el guarda se ha ido ya.

—Pues entremos. Venid, jefe. El cochero cuidará de vuestro caballo.

Entraron en la casa, que era de un solo piso y consistía en cuatro habitaciones pobremente amuebladas.

—Ahora hablemos —dijo María—. Contádmelo todo.

—Una pregunta antes, ¿dónde están el coronel y el ingeniero?

—En la cárcel de la policía.

—El señor Iván lo había previsto.

—¿Estáis solo aquí?

—Sí, señora. Más gente, hubiera llamado la atención.

—¿E Iván?

—En la frontera. Me lo ha contado todo. Logró esconderse en la torre, y apenas se fueron los cosacos, vino a buscarme. —¿Os han devuelto vuestras mujeres?

—Sí; pero el ganado, no.

—¿Cuánto valía?

—Dos mil rublos.

—Os los daré, y más que eso. Os regalaré treinta mil.

—¡Treinta mil!

—Sí, a condición de que me ayudéis a salvar los prisioneros. —Lo he jurado, y, aunque nada me deis, los salvaremos. Mis hombres esperan cerca y acudirán a la primera señal.

—Gracias, amigo mío. ¿Tenéis algún proyecto?

—Uno, concertado de acuerdo con el señor Iván. —Decidme cuál es.

—Emboscarnos en el camino y caer sobre la escolta que conduzca a los prisioneros para el Baikal.

—Me parece muy bien —dijo Dimitri, que hasta entonces no había pronunciado una sola palabra.

—No —dijo María—. Ese golpe de mano se debe dejar para lo último.

—¿Por qué?

—Porque los prisioneros permanecerán aquí muchos días, y yo debo irme antes de que llegue la respuesta de Moscú respecto a mi persona.

—Es verdad —contestó Dimitri.

—Quiero ver a Iván. Tengo un proyecto. ¿Dónde está?

—A caballo, podremos llegar en dos horas.

—Esta noche iremos.

—¿Y el caballo?

—Ya lo encontraremos en la ciudad. Ve a comprarlo.

Dimitri no perdió el tiempo. Compró en el mercado un caballo del país, y para no infundir sospechas, lo cargó de provisiones, escondiendo entre ellas dos fusiles y municiones que adquirió sin ser visto de nadie sospechoso.

Después encargó al cochero que llevase el caballo y la carga a casa, y se dirigió al puesto de policía a ver si indagaba algo de los presos.

—¿Sois vos? —le preguntó el carcelero, que fumaba a la puerta.

—Sí; busco al jefe de la policía para decirle que mi señora ha encontrado alojamiento en una casa de las afueras de la ciudad, y de paso darte este puñado de rublos para que bebáis a su salud. Y si vos queréis tomar ahora un trago…

—Con mucho gusto —dijo el carcelero, levantándose.

—Pero es que tenéis dos presos.

—Son gente pacífica.

Fueron a una taberna próxima y bebieron algunas copas, logrando Dimitri saber que los prisioneros tardarían lo menos dos semanas en salir de la ciudad, y que sólo tres cosacos y el carcelero eran los custodios de la prisión, pues los demás policías dormían lejos de ella y los otros cosacos se habían ido de servicio.

Se despidieron como buenos amigos, y Dimitri decía, frotándose las manos mientras se dirigía a casa de su ama:

—No he perdido el tiempo. Tres cosacos y el carcelero… ¡Qué buen golpe!

CAPITULO XXXVIII. IVAN

Cuando el astuto polaco llegó a la casa, comenzaba a oscurecer.

María, el cochero y el jefe de los pastores le aguardaban con gran ansiedad, quedando todos muy satisfechos cuando supieron las importantes noticias que traía.

Aquellas informaciones eran para ellos de la mayor importancia, porque les daban seguridad completa acerca del éxito del audaz golpe de mano en la prisión que proyectaba María.

—Cuatro hombres son fáciles de vencer —dijo el pastor.

—Especialmente si nos podemos introducir en el cuerpo de guardia sin inspirar sospechas.

—¿Tenéis ya un plan?

—Sí, y madurado desde esta mañana —dijo María.

—¿Y cómo sorprenderéis a los cosacos y al carcelero?

—A su debido tiempo lo sabréis. Dimitri, ¿podrás encontrar cuatro o cinco capotes de cosacos?

—¡Ya lo creo!

—Pues procura tenerlos para mañana. Y ahora, jefe, partamos.

—¿Cuándo volveréis, señora?

—Mañana a medianoche nos veremos aquí.

Los caballos, ensillados ya, esperaban a la puerta. María saltó a la silla con la agilidad de una amazona, se aseguró de que las bridas estaban firmes y las pistolas en su sitio, y partió al galope, seguida del pastor.

La noche era oscura y la niebla lo cubría todo. Era, pues, fácil pasar la frontera sin llamar la atención de los puestos de cosacos escalonados en ella.

Atravesando el bosque de pinos, los dos caballos se lanzaron por una pequeña estepa cubierta de altas hierbas escarchadas aún por el hielo, y que terminaba en las montañas que se veían hacia el Sur.

—¿Tardaremos mucho en llegar? —preguntó María.

—Dos horas, ya os lo he dicho —contestó el jefe de los pastores.

—¿Esperará Iván?

—Lo creo, porque le prometí volver esta noche.

—¿Y vuestros hombres?

—Esperarán mis órdenes. ¿Bastarán?

—Creo que son muchos para nuestro proyecto.

—Mejor es muchos que pocos. Así, pues, llamaré a mis gentes.

—Sería peligroso introducir tantos pastores en la ciudad.

—Se esconderán en la montaña para proteger la retirada, en el caso de que los cosacos nos sigan.

—Y vuestros hombres, ¿no despertarán sospechas?

—Entrarán en la ciudad en tandas. Además, es día de mercado y mis compañeros suelen acudir a él para vender reses, leche y manteca.

—Mejor es así.

Dos horas después vieron avanzar hacia ellos varias sombras.

—Son mis hombres —dijo el pastor.

—¡Señorita María!… ¡Gracias a Dios que os veo! —exclamó Iván, acercándose a la joven.

—¡Iván! —contestó, emocionada, María, estrechando la mano del estudiante.

—¿Y el coronel? ¿Preso?

—Sí.

—Le libraremos, os lo prometo.

—Venid, y os informaré del proyecto que tengo.

La joven, apenas estuvieron en el rancho de los pastores, le refirió todo lo ocurrido, no olvidando los informes de Dimitri acerca de los hombres que guardaban con el mayor celo a los prisioneros.

—Los salvaremos —acabó diciendo la joven— sorprendiendo al carcelero y a los cosacos.

—¿Y cómo?

—Con una fácil estratagema. He hecho que Dimitri nos proporcione cuatro capotes de cosacos, que vestiréis vos, el jefe de los pastores y dos de sus hombres de los más audaces. Hacia la una o las dos de la mañana, os presentáis en el cuerpo de guardia precedidos de Dimitri, quien apenas vea al carcelero, que es ya amigo suyo, empezará a protestar de que le hayan detenido. Cuando abran la puerta, sin sospechar nada por vuestros vestidos de cosacos, os echáis encima, los intimidáis con los revólveres y.

—¡Admirable plan! —dijo Iván.

—¿Os parece practicable?

—Sí.

—Y después, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó el pastor.

—Ligaréis a aquellos hombres, libertaréis a los prisioneros y huiremos a galope hacia la frontera.

—¿Seguidos de los míos?

—Sí, jefe.

—¿Está aislada la prisión? —preguntó el estudiante.

—No; pero está en una encrucijada de desiertas callejuelas.

—¿No nos estorbará nadie?

—Mis hombres quitarán cualquier estorbo, si lo hubiere —dijo el pastor—. Además, he dado orden de que lleven caballos para los fugitivos.

—Gracias, jefe.

—Velamos por vos, señora. Descansad ahora un rato.

—Hasta mañana, amigos —les dijo María, estrechándoles las manos—. Y al amanecer de pasado mañana, todos nos veremos libres, en territorio chino.

CAPITULO XXXIX. UN GOLPE AUDAZ

A la siguiente noche, María, Iván, el jefe de los pastores y dos de éstos, los más decididos, abandonaban sigilosamente el rancho para intentar el golpe de mano en la prisión de Charazainsk.

Durante el día, una treintena de jinetes khalkhas había pasado y repasado la frontera, sin encontrar ni rastro de cosacos.

Los expedicionarios, a cuyo frente iba la joven, caminaron con precaución, sin tener encuentro alguno, y al llegar cerca de la ciudad vieron venir hacia ellos un bulto.

—¿Quién vive? —preguntó el jefe.

—Uno de los vuestros —contestó el hombre, dándose a conocer.

—¿Hay novedad?

—Ninguna. Los alrededores de la casa de la señora están desiertos.

—¿Has encontrado los capotes? —preguntó María a Dimitri, que se acercó, seguido del cochero.

—Sí, señora. Y nadie ha sospechado nada.

—¿Has visto al carcelero?

—Lo he convidado a beber y lo he conducido después hasta el edificio de la prisión, algo beodo.

—Mejor; así estará más torpe.

—Ya debe de ser más de medianoche —dijo el jefe.

—Pues entremos en casa.

Los capotes estaban dispuestos y muy pronto Iván, el jefe y dos pastores aparecieron convertidos en auténticos cosacos.

—¡Venga ahora el detenido! —dijo Iván alegremente.

—Estoy pronto —contestó Dimitri, riendo.

—¡Y yo también! Quiero ir como detenida. ¡Me consumiría aquí de impaciencia!

—¡Vos, señora! —dijo Iván—. ¡Ved que la jornada es peligrosa!

—No temo a nada. Y además, así compartiré con vosotros el peligro.

—¿Lleváis armas?

—Sí, un revólver escondido. Ya sabe Dimitri que tengo buena puntería. ¡Vamos!

—¿Y mis hombres? —preguntó el jefe.

—¿Conocen la ciudad?

—A palmos.

—Pues que se esparzan, sin hacer ruido, por los alrededores de la prisión.

El jefe dio las órdenes necesarias, y todos salieron.

A mitad del camino, el grupo que formaban María y los suyos tropezó con dos cosacos auténticos. Nadie en absoluto perdió la serenidad.

—¡Hola, camaradas! —dijeron los cosacos—. ¿Dónde se va?

—Al puesto de guardia —repuso Iván.

—¿Con prisioneros?

—Sí.

—¿De dónde venís?

—De Khiattka, con fugados de las minas.

—Está bien. Buenas noches.

Los dos cosacos se alejaron.

—¡Buen susto! —dijo Dimitri.

—Pero no han sospechado nada.

—¡Adelante! —dijo Iván.

Llegaron a la prisión sin encontrar más que pastores escondidos por las oscuras callejas, e Iván llamó a al puerta.

—¿Quién? —dijeron desde dentro.

—Cosacos —respondió Iván.

—¿Una ronda?

—No, cosacos con detenidos.

—¿Vagabundos?

—¡No, señor carcelero! —dijo Dimitri, con voz quejumbrosa—. ¡Soy yo y mi señora! ¡Estos soldados nos han detenido en casa, sin decimos por qué!

La puerta se abrió de golpe y en ella apareció el carcelero, diciendo furiosamente:

—¿Quién ha osado deteneros? ¿Con qué orden?

—Os lo explicaremos —contestó Iván, empujando hacia dentro a la joven, y a Dimitri.

El carcelero les abrió paso y entraron.

—¿Quién os ha dado orden para detener a esta señora?

—Hela aquí —dijo, enseñando un sobre plegado en cuatro dobleces y preparando de camino el fusil.

El carcelero tomó el papel para leerlo, pero en aquel instante, Iván, apuntándole al corazón, le dijo:

—¡Si gritas o te mueves, disparo!

Los otros fingidos cosacos le apuntaron también.

—Señora —tartamudeó el carcelero—, ¿qué quiere decir esto?

—Que no opongáis resistencia —contestó, tranquilamente, la joven.

Dimitri y los pastores amordazaron y ataron en un vuelo al carcelero, repitiendo la misma operación con los cosacos, que en vez de hacer la guardia, dormían como troncos.

—Dadnos la llave de la prisión —dijo Iván al carcelero.

Este dio a entender por señas que no la tenía.

—¡Registradle!

Dimitri le encontró la llave en un bolsillo y, haciendo que los pastores quedasen vigilando a los amordazados, voló a la celda, precedido de Iván y de María.

Abierta, vieron sobre un inmunda cama dos cuerpos humanos.

—¡Sergio!… ¡Señor Storn! —les gritó María—. ¡Arriba!

—¡Tú, hermana! —dijo el coronel, despertando asombrado.

—¡Pronto!… ¡Fuera! —exclamó Iván.

Los dos hermanos se abrazaron estrechamente.

—¡Huyamos!

—Pero ¿estamos libres? —preguntaba el ingeniero, sin dar crédito a sus ojos.

—¡Cómo el viento!

Salieron todos precipitadamente y cerraron la puerta para mayor precaución, dejando bien atados a los guardianes.

—¡A caballo! —gritó el jefe de los pastores.

Y salieron como un huracán de la ciudad, no sin que el jefe khilkha gritara a sus hombres:

—¡Amigos! ¡Recobrad el ganado que nos robaron los cosacos!

Y después añadió, aullando como una fiera:

—¡Nómadas del desierto, vengad el ultraje inferido a vuestros compatriotas!

CAPITULO XL. EL CASTIGO DEL TRAIDOR

Al oír las fieras voces de su jefe, aquellos hombres, que eran lo menos trescientos y que estaban a caballo desparramados por el camino, se unieron a los fugitivos.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntaron aquellos hombres.

—¡Diente por diente y ojo por ojo! —respondió el jefe de los pastores.

—¿Qué intentáis? —le preguntó el coronel.

—¡Vengaros! ¡Castigar la traición del mandarín!

—No. ¡Le perdonamos!

—Nosotros, no. ¡La ofensa hecha contra ti, recae también sobre nosotros! ¡Corre, valiente coronel! Pon a salvo a tu hermana, y espéranos en el desierto del lado de allá de la frontera.

—No; quiero arrostrar el peligro con vosotros.

—¿Y tu hermana?

—Ya sabes que es valiente.

—Pues, ¡andando! Cerca de aquí está el aprisco donde los cosacos han escondido nuestro ganado y donde ellos lo vigilan.

Llegaron al aprisco y llamaron ruidosamente.

—¿Quiénes sois? —contestaron los cosacos.

—¡Nómadas del desierto, y venimos por nuestros ganados!

—Pues, ¡cogedlos!

Dos tiros resonaron, y uno de los pastores cayó muerto.

Un grito de furor se escapó de los pechos de los hijos del desierto.

—¡Adelante, hermanos! —les gritó el jefe.

En pocos momentos aquellos hombres, convertidos en fieras, destrozaron el recinto de tablas y avanzaron hasta llegar a una casucha, en la que se habían refugiado los cosacos.

Una descarga cerrada salió por las ventanas, y algunos nómadas cayeron muertos.

El resto de ellos, en un indescriptible asalto, derribaron la puerta, y los cuatro cosacos que defendían el edificio cayeron destrozados por los asaltantes.

Recogieron los pastores el ganado y echaron a correr hacia la frontera, ganándola en poco tiempo.

—Y ahora —dijo el coronel al jefe de los pastores—, ¿cómo pagar tu amistad y tus servicios?

—La hospitalidad, entre nosotros, no se paga.

—Pero, al menos, aceptarás un regalo.

—Eso es cuenta tuya. Ahora, y ya que estamos en la torre mongola, vamos a castigar al mandarín.

—¡Perdonadle! —dijo María.

—¡Imposible, señora! —dijo el jefe—. Si queréis mis hombres, mis caballos, mis armas, mi vida, pedírmelos. ¡Pero ese hombre debe ser castigado por traidor, y lo será!

En la torre todo estaba en silencio.

El jefe llamó fuertemente a la puerta.

—¿Quién vive? —preguntaron dentro.

El jefe no se dignó responder, y a poco repitieron la pregunta, con el mismo silencio por parte del pastor.

El mandarín y los siete hombres que guarnecían la torre subieron a la terraza, y al ver a los nómadas y a los fugitivos, comprendieron el peligro que corrían.

—¡Al que intente entrar, le disparo! —gritó, temblando, el mandarín—. Y después, ¡de un cañonazo os extermino a todos!

—Ahora verás, ¡viejo cobarde! —le dijo el pastor—. ¡Baja!

—¡Prefiero quemar el polvorín y volar con la torre!

Esto no lo oyeron los asaltantes, que, entrando por la brecha, hicieron irrupción en la explanada.

—¡Perdón! —gritó, de rodillas, el mandarín viéndose perdido.

El coronel iba ya a abrir los labios para perdonarle, cuando el pastor, rápido como el rayo, levantó en alto la cimitarra, haciéndola describir un molinete.

Un instante después, el mandarín había perecido.

Después, el jefe, volviéndose al coronel y sus amigos, les dijo:

—¡Ya estáis vengados y sois libres! ¡Los hijos del desierto han cumplido con su deber!

En diez minutos, los fugados ganaron la estepa, y sin ningún nuevo encuentro se hallaron, a las primeras luces del día, dentro ya del territorio chino y libres de toda asechanza y ataque por parte de la policía siberiana.

CONCLUSION

Tres días después, el coronel y sus compañeros dejaban el rancho de los valientes nómadas y se dirigieron, a través del gran desierto de Gobi, a Maimakin, en donde descansaron algunos días.

El jefe de los pastores, que fue generosamente recompensado, les había provisto de caballos y víveres.

Volvieron a emprender el viaje, y a los pocos días tuvieron la satisfacción de encontrar a los otros fugados, los tres políticos y el galeote, quienes les refirieron sus cuitas y penalidades hasta ganar la frontera.

Dos meses después, el coronel y sus compañeros entraban en la gran capital del Imperio chino.

Allí el ingeniero, los otros tres fugados políticos y el galeote se separaron, decidiéndose a quedarse en aquel país, donde, gracias a algunos miles de rublos que les regaló el coronel, establecieron una gran industria.

Iván no abandonó a su antiguo compañero de cadena, sino que, por el contrario, se unió a él con otra cadena más dulce, casándose con María, después de recuperar, por medio de valiosas influencias, casi toda la fortuna que se escapó de la voracidad de la policía moscovita.

No será necesario decir que el coronel, que ya había advertido las amorosas simpatías que entre los dos jóvenes reinaban, dio gustoso su consentimiento para la boda.

El mismo día de sus desposorios recibieron los novios una carta del capitán Baunje, en la que les anunciaba su regreso a Rusia para desempeñar el cargo a que le habían ascendido por sus buenos servicios, de coronel de un regimiento de granaderos.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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