Los Horrores de las Filipinas

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LOS MISTERIOS DE THAN-KIU

Donde cae una semilla de placer brotan mil gérmenes de dolor.

SCHILLER

CAPÍTULO I. LOS JURAMENTADOS DE SOLÚ

¡Los moros! ¡Los moros! Este grito retumba como un trueno en las calles de Manila, la opulenta capital de Filipinas.

Una muchedumbre aterrada, pálida, con los ojos desencajados, se precipita como un huracán por el soberbio puente de diez ojos que une la ciudad murada, la ciudad española, con los populosos arrabales de Binondo y Santa Cruz, que forman la ciudad china.

Algunos de los fugitivos, atropellados por los que vienen detrás de ellos, caen al suelo; pero no tardan en levantarse y en emprender de nuevo su desesperada carrera gritando siempre:

—¡Los moros! ¡Los moros!

Hombres, mujeres, niños, españoles, tagalos, chinos, mercaderes, marineros, barqueros del Passig y soldados, todos corren como si los siguiera una manada de fieras sedientas de sangre.

Caen algunas mujeres y niños envueltos por aquella oleada humana; que avanza con ímpetu irresistible. La multitud pasa sobre ellos pisoteándolos; pero ¿quién se preocupa por tan poca cosa en aquellos momentos?

Entra la turba en la ciudad atropellando a centinelas y aduaneros y aullando siempre:

—¡Huid! ¡Sálvese el que pueda! ¡Los moros! ¡Los moros!

Ciérrense estrepitosamente las puertas de las casas; bájense de un golpe los cierres de las tiendas, huyen despavoridos los vendedores de frutas y hortalizas, dejando abandonadas sus mercancías en medio de las calles, fustigan los cocheros a los caballos y salen disparados con sus vehículos, sin mirar si atropellan a alguien.

Abrense algunas ventanas, y salen de ellas miedosas voces que preguntan:

¿Qué pasa?

—¡Vienen de Binondo! —responden algunos fugitivos sin detenerse.

—Pero ¿quiénes?

—¡Los juramentados!

—¡Por la Santa Virgen! —¡Allí vienen!

—¡Los moros! ¡Los moros!

—¡A las armas! —exclama una voz—. ¡Venga uno que tenga brandill!

Un rugido espantoso que hiela la sangre en las venas estalla por la parte del puente.

Pocos momentos después, diez o doce hombres medio desnudos, de piel bronceada, con los ojos inyectados en sangre, cubiertos los labios de una espuma sanguinolenta, se precipitan en el puente como una bandada de aves de rapiña.

No parecen hombres, sino demonios del infierno. Son todos de alta estatura, anchos de espaldas y de pecho fornido, pero de delgados brazos, y piernas que parecen hilos de acero revestidos de piel curtida.

Van vestidos solamente con unas camisolas cortas y desteñidas; pero llevan collares y ajorcas de cuentas de vidrio y colmillos de jabalí al cuello y a los brazos, y en la cabeza haces de fibras vegetales entrelazadas.

Todos ellos parecen locos o energúmenos atacados de un acceso de sanguinario furor. Llevan en la mano pesados sables que los isleños de Solú llaman parangs, cuya hoja de acero tiene admirable temple; armas terribles que de un solo golpe descabezan al hombre más vigoroso.

Corren como gamos, con la larga cabellera tendida y flotante sobre la espalda, contraídas las facciones, los brazos en alto y empuñando el formidable parang. Nada les espanta ni nada los contiene; sólo una descarga de fusilería o de metralla hubiera podido detener a aquellos tigres.

¿Quiénes son esos hombres temerarios que así arrostran la muerte en las calles de una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes, defendida por una guarnición de ocho o diez mil hombres escogidos entre los más valerosos de España?. ¿Son locos acaso?

Quizás peor que locos; porque esos maros, como los españoles los llaman, han hecho sobre el Corán juramento solemne de matar, y lo cumplirán, aunque se les oponga una selva de bayonetas o una lluvia de balas.

No son verdaderos moros, sino isleños de Solú, naturales de ese viejo cubil de piratas, malayos, en fin, pero condenados motu proprio a la muerte.

Un día, unos cuantos desdichados, como tantos otros hombres de su raza, después de haber dilapidado sus riquezas, sus tierras y hasta sus cabañas, abrumados de deudas, son entregados por las leyes de su país a sus acreedores, que pueden venderlos como esclavos, tanto a ellos como a sus mujeres y a sus hijos.

Los panditas o sacerdotes mahometanos, hombres crueles y fanáticos, aprovechan la coyuntura para desfogar su odio contra los infieles, ofreciendo a esos deudores el rescate de sus familias bajo la condición de juramentarse para matar el mayor número posible de enemigos.

¿Y qué es la muerte para los malayos? Ni más ni menos que uno de tantos incidentes de la existencia, que miran con la misma indiferencia que cualquier otro. No titubean, pues, un solo instante en afrontarla. He ahí cómo los deudores se convierten en juramentados.

Cualquier praho solulano había transportado a los juramentados a la boca del Passig, donde pudieran cumplir su voto sanguinario lanzándose sobre la capital del archipiélago, y la tripulación, después de embriagarlos con opio para exaltarlos hasta la locura, los había soltado en la orilla.

Aquellos doce hombres, resueltos a morir matando para rescatar a sus familias, se habían lanzado sobre la muchedumbre que se agolpaba en el muelle de Binondo, abriendo en ella un sangriento surco; después, atravesando el arrabal, tras de los fugitivos habían entrado por el puente del Passig derechos hacia la ciudad para penetrar en ella antes de que cundiese la alarma y se alzase el puente levadizo.

Una mujer que había sido derribada por la turba, al ver acercarse a aquellos demonios trató de levantarse y huir; pero d primero de los juramentados la alcanzó dé un salto, y la tendió muerta de un terrible tajo que le abrió la cabeza hasta la barba.

Un soldado de infantería de marina que estaba de guardia en una chalupa de vapor atracada al muelle, saltó a tierra, y esgrimiendo un fusil armado de bayoneta trató de hacer frente a la banda.

El desdichado no sabía, sin duda, con quiénes tenía que habérselas, y cayó al suelo con un brazo tronchado y la garganta atravesada, sin más tiempo que para exclamar «¡Válgame Dios!» y exhalar el último aliento.

Después de pasar el puente, los juramentados se lanzan por la calle adelante, sin que nadie se atreva a detenerlos ante la puerta del baluarte.

Saben que por allí han de encontrar gente a quien sacrificar a su furia, gente española sobre todo, y se precipitan por la puerta de la ciudad como un torrente asolador.

Parten algunas pedradas y tiros de las ventanas, y van cayendo alguno que otro de los agresores, que no tardan en ser rematados a tiros como bestias feroces; pero los demás, siguen adelante en su desenfrenada carrera, blandiendo sus armas ensangrentadas.

En la esquina de una calle tropiezan con un grupo de fugitivos, en quienes hacen un terrible destrozó, y siguen adelante, dejando tras si un montón de muertos y moribundos.

Así llegaron hasta la plaza de Armas, cuando, frente a la estatua de Femando VII, se encontraron con una rica silla de manos que conducían cuatro indígenas, cuatro tagalos.

Éstos, al verlos acercarse, abandonaron la silla y corrieron a refugiarse entre los árboles del Jardín Botánico, lanzando gritos de terror.

Otro grito, éste de mujer, salió del fondo del vehículo, del cual saltó ágilmente una joven que dirigió una mirada aterrorizada en tomo suyo.

Aquella desdichada, destinada a perecer a los golpes de los fanáticos sanguinarios era una mujer de singular belleza.

Podía tener como diez y seis o diez y siete años o quizá menos; y aunque menudita y de corta estatura, era de talle gentil y ojos muy negros indicadores de su origen español; Sus cejas eran también negras y pobladas y de fino dibujo; sus labios, rojos como corales; sus dientes, blancos; su nariz, recta y provista de esas movibles ventanas que caracterizan a las isleñas de Luzón. Tenía la piel morena y el pelo negro, que llevaba suelto sobre la espalda.

Contra la costumbre general de sus paisanas manileñas, no llevaba joyas ni vestido lujoso y de colores vivos, sino un sencillo traje azul de tela floreada y en la cabeza una pañoleta ligera de seda blanca: la mantilla.

Al verse sola frunció el entrecejo; pero de repente se puso intensamente pálida y lanzó un grito de horror. Acababa de ver a los juramentados, que se acercaban corriendo como una manada de hambrientos lobos blandiendo los parangs.

Un instante más, y aquella hermosa cabeza caería rodando al suelo, y aquel hermoso cuerpo se revolcaría en su propia sangre.

Pero el grito angustioso de la muchacha no se había perdido en el vacío.

Dos hombres, el uno vestido a la europea y el otro a la china, que se habían refugiado en un café próximo, lo habían visto todo, y con gran riesgo de su vida se lanzaron en ayuda de la joven.

EL primero era un hombre como de treinta años, de facciones atrevidas, reveladoras de un valor a toda prueba. Parecía pertenecer a esa hermosa e inteligente raza producto del cruzamiento de la sangre europea con la de los indígenas filipinos, porque era de piel un poco morena, de reflejos rosados, con los ojos grandes, negros y de forma de almendra, él pelo negrísimo y ensortijado, los dientes de una blancura deslumbradora, y el cuerpo robusto y dotado de esa agilidad que distingue a los isleños de Filipinas.

El otro, que parecía ser media docena de años más viejo, tenía la piel pálida y amarilla, los ojos ligeramente oblicuos y de extraños reflejos, la frente alta y espaciosa, surcada de precoces arrugas, los labios finos y sutiles, y la barba aguda y surcada de unos pocos pelos. Llevaba la cabeza rapada a la moda china, con una larga trenza que le partía del occipucio y le cala sobre la espalda, también conforme a la costumbre de su nación. Era más alto, robusto y musculoso que su compañero. A juzgar por las apariencias, debía de ser un hombre de fuerzas hercúleas y de energía poco común en la gente de su raza.

Aquéllos dos valientes se arrojaron en socorro de la joven, que se había agarrado a la portezulea de la silla de manos y escondido la cabeza entre los brazos como para evitar el golpe de los agresores.

Sacó el mestizo un revólver y rompió un verdadero fuego graneado contra ellos, mientras que su compañero, que también había empuñado el suyo, se lo guardó rápidamente, al mismo tiempo que una sonrisa cruel se dibujaba en sus labios.

—¡La muchacha blanca! —exclamó con acento desdeñoso.

Pero los tiros del mestizo habían bastado para salvar la situación. Un moro, el que iba a la cabeza, cayó con la frente atravesada; tras él un segundo, y después un tercero. Los otros torcieron su camino y se entraron por él Jardín Botánico lanzando aullidos feroces.

Pero se acerca el fin de la tragedia. A las voces de alarma, soldados y gente armada acuden, de todas partes. Un tagalo, otro valiente, afronta a la terrible banda armado de una especie de horquilla de madera de largo mango y con los dientes cubiertos de púas, llamada brandill, que es el mejor arma para contener a los fanáticos juramentados.

El último de ellos, detenido de repente por la horquilla de dicho instrumento, que le aprisionó el cuello entre las púas que lleva en los dientes, cayó de hinojos, al mismo tiempo que el fuego infernal de fusilería de dos docenas de soldados que acudieron desde el fuerte de Santiago y se apostaron entre los árboles del Jardín Botánico, derribaba a los otros moros, cuyos cadáveres quedaron ahí hacinados en montón informe.

El pueblo de Manila, aterrado momentos antes por la furia sanguinaria de aquellos hombres feroces, pudo ya echarse a la calle para contar sus víctimas.

Entretanto, la muchacha morena tan milagrosamente salvada de una muerte desastrosa, repuesta de su estupor había alzado los ojos para contemplar al hombre a quien debía la vida, el cual estaba todavía delante de ella con los brazos cruzados sobre el pecho y en actitud triste. Al verle se le escapó un grito y se apoyó en el palanquín como si le faltaran fuerzas para, sostenerse.

—¡Vos! ¡Tú, Romero! —balbuceó.

—¡Sí; yo! —contestó el mestizo tristemente—. No pensabas hallarme aquí; ¿verdad, Teresita? Ya lo ves, es el destino que me pone siempre a tu paso.

—¡Tu Romero! ¡Te debo la vida! —exclamó la joven tendiéndole la mano, que llevaba adornada con valiosas sortijas.

Apoderóse vivamente de ella el mestizo, y se la llevó al corazón; pero la soltó de repente.

—¿A qué? —murmuró con voz sorda—. Todo debe acabar entre nosotros.

—¡No, Romero! —murmuró la joven como ofendida— ¡no digas eso!

—Ya sabes que soy un mestizo; No corre por mis venas sangre española pura. Soy un proscripto; peor todavía: un hombre condenado, a quien sus compatriotas tendrían una satisfacción en ver muerto. Aquí es un crimen hablar de libertad; aquí es un crimen amar a su patria…; tu padre me lo ha demostrado. ¡Adiós! ¡Quizás no volvamos a vernos! ¡Me voy adonde se pelea y se muere!

Al decir esto, el mestizo dio un paso atrás como para alejarse; pero la joven española le detuvo sujetándole por entre ambas manos.

—¡Romero! —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Romero… tú no puedes dejarme así…, no debes hacerlo…, porque yo sigo queriéndote!

Dibujóse en los labios del interpelado una amarga sonrisa.

—Tú me quieres, lo sé —dijo—. Pero ¿y tu padre, que me ha condenado al destierro y que me odia y me desprecia? ¿A qué luchar cuando no hay esperanza? ¿A qué vivir y padecer todavía más? Mis hermanos mueren por la libertad de esta tierra y yo voy también a morir a su lado.

—¡No, Romero!

—¡Así lo quiere el destino! Partiré: lo he jurado Teresita.

—Y tú, que me quieres; tú, que tanto has padecido por mí, ¿te pondrás enfrente de mis hermanos y de mi padre?

—¡Tu padre! —dijo el mestizo con voz sorda.

—¡Es verdad. Romero; perdona! —murmuró la jovencita reprimiendo un sollozo.

—Adiós, Teresita —dijo Romero haciendo un penosísimo esfuerzo—. Pueden advertir que he vuelto y prenderme, y entonces no estaré vivo mañana. Si muero en las trincheras de Cavite o de Bulacán mi último pensamiento y mi última palabra serán para ti.

—¿Y te irás?

—Mañana al amanecer.

—¿Y no nos volveremos a ver?

—Quizás, Si me respeta la muerte; pero, no lo creo, porque procuraré que me maten.

—Es preciso que yo vuelva a verte. ¡No me niegues esta favor, que quizás sea el último, Romero! —dijo Teresita llorando.

—Tengo el tiempo tasado.

—¡Lo quiero, Romero!

—¡Pues sea!

—Esta noche.

—¿Dónde?

—En el pabellón del jardín: allí te esperaré con Manolita.

—¡Tu padre me matará!

—¡A media noche estará durmiendo! ¡Concédeme esa última entrevista. Romero!

—Bueno; iré.

—Cuento con tu palabra.

—La cumpliré, Teresita.

La joven española se secó rápidamente las lágrimas con un pañuelo de encaje, se cubrió con la manta que había dejado caer sobre la espalda y saltó ligera como un pájaro en el palanquín.

Los cuatro tagalos, que habían vuelto, Se lo echaron a cuestas, y desaparecieron entre los árboles del Jardín Botánico. El mestizo permaneció inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y con los ojos clavados en la silla que se alejaba.

Parecía haberlo olvidado todo: el tremendo peligro que pocos momentos antes había corrido, el no menor de se descubierto y preso, a su compañero de los ojos oblicuos y hasta el lugar en que se encontraba.

—¿Qué destino me espera? —murmuró al fin lanzando un profundo suspiro—. ¡Un mestizo! ¡Cómo si no corriera por mis venas la sangre de estos soberbios dominadores! ¡Me desprecian a mí, a mis hermanos, a mi raza, mientras la insurrección ruge sobre su cabeza!

Miró en torno suyo como buscando a su compañero, y le descubrió al fin entre la turba que se había reunido alrededor de los cadáveres de los juramentados; pero también notó que sus ojos oblicuos le observaban atentamente. Al sorprender aquella mirada aguda y penetrante como la hoja de un puñal, se estremeció.

—¡Me espiaba! —murmuró.

Se acercó al grupo, y poniendo la mano en el hombro de su compañero, el cual se había apresurado a apartar de él los ojos, dirigiéndolos sobre los cadáveres dé los moros, le dijo:

—¡Vamos, Hang-Tu!

El hombre amarillo le siguió diciendo:

—Están bien muertos, Romero.

—Lo creo —contestó éste esforzándose en sonreír.

—¡Es lástima que hayan muerto tan pronto! Habrían podido acabar con cien blancos más.

—Pero también hubieran matado apersonas de otras razas: cuando están desencadenadas esas fieras, a nadie respetan.

—Por eso disparaste sobre ellos; ¿verdad. Romero? —dijo Hang-Tu con fina ironía.

—No; fue por salvar a una niña.

—¡A una blanca! —le contestó Hang-Tu con desprecio.

—A una niña, te digo. ¿Vamos a hacer también la guerra a las mujeres?

—No; pero ésa merecía haber muerto.

—¿Ésa?

—Al menos hubiera sido una desgracia para su padre.

—¡Ah! ¿Tú la reconociste?

—Sí, Romero; y por eso no disparé contra los moros. Muerta ella, la patria o la insurrección mejor dicho hubiera contado con tu grande alma y con tu robusto brazo.

CAPÍTULO II. EL «LIRIO DE AGUA» Y EL «SOTO BLANCO»

El mestizo se detuvo al llegar al extremo del puente que une a la ciudad con Binondo, y miró fijamente a su compañero, cuya tez, de amarilla que era, había tomado un tinte verdoso, mientras que sus ojos fulgían con oscura llama. Parecía como si quisiese descubrir los pensamientos que se ocultaban en el cerebro de aquel vástago de los hijos del Celeste Imperio. Quizás había adivinado en las palabras de aquél hombre, bajo un amor ardiente por la libertad, una amenaza tenebrosa contra la joven de la silla de mano.

—¿Qué te importa, Hang-Tu —dijo finalmente—, que haya una mujer de por medio? ¿No he jurado al salir de Macao, donde he estado tres meses sufriendo el destierro, consagrarme en cuerpo y alma a la libertad de las islas?

—Pero esa mujer será fatal para ti.

—¿Esa pobre niña?

—Su amor. Romero.

—¡Calla, Hang-Tu! —dijo el mestizo con tristeza.

—¡Rompe todo lazo con esa raza que viene oprimiendo y despreciando hace siglos a ti, a mi y a nuestros hermanos!

—Calla, Hang.

—Estás enamorado de ella. ¡Tú! ¡Un mestizo! —continuó el implacable chino—. ¿Crees que su padre consentirá en dártela por mujer? ¿Él, el jefe que pelea ferozmente contra nuestros hermanos? ¿Él, que te hizo arrestar, y aun te habría hecho fusilar si no te hubiera yo salvado llevándote a Macao? ¿Él, que ha hecho quemar las inmensas haciendas que heredaste de tus padres, que te ha cubierto de desprecio, que se rió de ti cuando tuviste el atrevimiento de pedirle la mano de su hija, que te rechazó como a un perro o como a un leproso? ¿Y eres tú el que estás enamorado de su hija?

—¡Pero ella me quiere, Hang!

—¡Sí; el amor de una blanca, de una enemiga! ¡No se puede querer al hombre que vuelve sus armas contra el hermano, y menos contra el padre!

—Son peripecias de la guerra, y ella lo comprenderá.

—¡NO! Romero La raza blanca odia demasiado a la nuestra para que Teresita te perdone haberte levantado contra su patria. Ella cuenta con vuestros amores para privar a la insurrección del concurso de un hombre valeroso como tú, para librar a los suyos de un enemigo temible que puede ser el brazo derecho de nuestros caudillos, y hasta quizás el director supremo dé las operaciones de nuestras guerrillas.

—¿Yo?

—Tú, Romero. Nos hace falta un caudillo capaz de dirigir golpes audaces contra la ciudad defendida por los españoles y para fortalecer las nuestras. Tú eres ingeniero y entiendes de guerra; puedes dirigir un sitio, puedes enseñamos a fortificar una posición. Ya ves cuan necesario nos eres y que cuenta contigo la insurrección.

—¿Y no te basta mi juramento de combatir por la libertad, Hang?

—Pero ¿y esa muchacha?

—¿Qué les importa a los insurrectos que yo quiera a una muchacha de este color o del otro?

—¿Y el corazón? ¿Será tan libre como tu brazo? ¿Tendrás el valor de combatir contra el padre de la mujer a quien quieres?

—¿Se duda, pues, de mi lealtad? —dijo el mestizo con voz sorda.

—No; pero…

—¿Acaso no he tomado parte en la organización del plan que debió poner a Manila en nuestras manos por sorpresa? ¿Acaso no armé yo a los trescientos hombres que trabajaban en mis fincas y no fui yo quien primero alzó la bandera de la rebelión? ¿No he sido condenado a muerte no han sido confiscados mis bienes, no ha sido incendiada mi misma casa? ¿No he vuelto del destierro arrostrando el peligro de ser descubierto, no por ver a Teresita, sino para combatir al lado de mis hermanos y morir entre ellos?

—Lo sé. Romero, y todos los sabemos; pero tenemos miedo de esa muchacha y del afecto que sientes por ella.

—¡Es verdad! —murmuró el mestizo pasándose la mano por la frente.

Hang-Tu quedó un rato silencioso. Enlazó su brazo con el del mestizo, y ambos siguieron caminando hacia el muelle de Binondo, que estaba atestado de gente.

Grupos de chinos con sus rapadas cabezas adornadas de largas trenzas, de caras casi cuadradas y pómulos salientes, de tez amarillenta y cubiertos con grandes sombreros de fibras de rotang parecidos a setas gigantescas, iban y venían de acá para, allá, charlando con viveza y riendo estrepitosamente.

Veíanse allí panzudos mercaderes vestidos de ricos y luengos kao-tz-ta (grandes túnicas de seda estampadas de flores de colores vivos) y calzados con grandes escarpines blancos con gruesas suelas de fieltro; ricachones pavoneándose en sus amplios hoal (túnicas abotonadas a los costados, con petos de seda ricamente bordados) y encerrando los pies en babuchas amarillas recamadas de oro. Robustos barqueros de tez oscura, vestidos con anchos calzones de tela azul que formaban grandes pliegues sobre el vientre, y ganapanes casi desnudos, pero con los cinturones provistos del inseparable abanico y de la no menos inseparable pipa de fumar opio.

Entre aquella ola de desmesurados sombreros y coletas veíanse tagalos, los verdaderos indígenas de las islas; grupos de jóvenes de talle elegante y miembros vigorosos, cuya piel tenía todos los matices del amarillo y bronceado, pintorescamente vestidos con blancas y recamadas camisas de percal sueltas sobre los pantalones, y malayos de cara huesosa, de color verdoso o aceitunado, ojos siempre contraídos y amenazadores, y la cintura armada con el indispensable kriss, puñal cuya hoja tiene una forma como de zigzag ondulante, de punta no pocas veces envenenada; arma terrible en manos de aquellos feroces isleños. Esas tres razas, un tiempo enemigas acérrimas, parecían llevarse perfectamente entre sí en el muelle de Binondo. Los dunas y los tagalos en particular charlaban amistosamente, comentando las últimas noticias dé la guerra que ardía en aquellos momentos bien cerca de la capital de la isla, sin parecer preocuparse de la multitud de naves, juncos, prahos y giong anclados delante del muelle, en espera de carga o de descarga.

Parecía que sucesos inesperados absorbían la atención de aquellos hombres, distrayéndolos de sus negocios.

Hang-Tu conducía al mestizo por en medio de aquella gente sin decirle una palabra. Los chinos, los malayos y los tagalos, como obedeciendo a una consigna, fingían no verlos; pero se apresuraban a abrirles paso. Sólo de cuando en cuando sorprendía Romero algunas ojeadas rápidas y fulminantes como relámpagos.

De repente, en medio de aquél vocerío se oyó un agudo silbido. Hang-Tu se estremeció, y se dirigió apresuradamente hada una estrecha callejuela que dividía en dos el populoso arrabal, mientras la muchedumbre se agolpaba rápidamente detrás de él y del mestizo como para guardarles las espaldas.

—¿Qué sucede? —preguntó Romero, que todo lo había advertido.

—Esto significa que algún español sospechoso venía siguiéndonos —le contestó el chino.

—¿Y qué hace esta gente?

—Se interpone entre nosotros y el espía para despistarle.

—Pero si es un español, tendrán que abrirle paso.

—Es verdad; pero los malayos tienen la mano pronta, y el curioso que pretenda seguimos no dará diez pasos sin recibir un buen golpe de kriss.

—Los españoles por lo visto habían sospechado nuestra vuelta.

—Lo temo Romero; pero cuando quieran prendemos estaremos ya lejos. Binondo no es la ciudad.

—¿Y adonde me llevas ahora?

—Pronto lo sabrás.

—A media noche debo estar libre.

—Lo estarás —dijo el chino mirándole fijamente.

Y después de algunos instantes de silencio añadió:

—¿Es que te espera la morena? ¿No es verdad?

—Probablemente.

—¡Lo había adivinado! Mira que el comandante Alcázar no está en Cavite, sino aquí.

—¡Lo sé! —respondió el mestizo suspirando.

—El padre de la muchacha te odia. Romero.

—También lo sé.

—Quizás te tiendan un lazo para privar a la insurrección de tu ayuda.

—¡No conoces a Teresita de Alcázar, Hang-Tu!

—No será ella quien te haga traición; pero si se sospecha que eres tú… El comandante es hombre que no duerme sino a medias.

—Iré armado.

—¿Quieres seguir mi consejo. Romero? Márchate sin verla. ¿Qué puede decirte?; ¿qué te quiere? Ya lo sabes, o a lo menos lo crees.

—¡Cállate, Hang! —dijo el mestizo con voz amenazadora—. ¡No tienes el derecho de herir mis sentimientos!

—No; pero un buen amigo debe velar por tu vida.

—¿Todavía dudas?

—No; pero tengo miedo del amor de esa muchacha.

—Está de por medio mi juramento.

—Pronto lo veremos.

—¿Qué quieres decir?

—Pensaba en las rarezas del Destino.

—No te entiendo, Hang.

—No importa. ¡Apresurémonos, Romero! ¡Nos esperan!

—¿Quiénes?

—Los patriotas.

El chino había apretado el paso, entrándose por los callejones interiores de Binondo, habitados casi exclusivamente por la numerosa colonia china y malaya de Manila; callejones fétidos, fangosos y tan estrechos, que son oscuros y lóbregos hasta en mitad del día.

Casas, casuchas y hasta cabañas hechas de barro y cubiertas de paja, pero todas con el techo encorvado y adornado de pértigas que sostenían banderolas y dragones rechinantes en sus soportes, se sucedían unas a otras sin orden ni concierto.

Como era ya bastante tarde, veíanse delante de algunas de aquellas casas esos monumentales faroles de papel que alumbraban con esa luz tibia a que tan aficionados son los hijos del Celeste Imperio.

Hang-Tu y su compañero anduvieron rápidamente muchas callejuelas semejantes y todas desiertas y se detuvieron al fin delante de una casa de aspecto tétrico, de muros y techo ruinosos, cuyas ventanillas tenían, en lugar de vidrieras, pequeñas conchas transparentes montadas en marcos de madera.

Sobre la puerta, que estaba medio oculta por una pared de poca altura, destinada, según la creencia de los chinos a impedir la entrada a los espíritus malignos, se veían figuras mal dibujadas y peor pintadas representando las tres encarnaciones del filósofo chino Lae-tsz, con estas dos sentencias escritas en papel:

«Enfrente de mí puede surgir la riqueza». «¡Quiera el Cielo hacer descender sus favores sobre esta puerta!».

Hang-Tu se volvió al mestizo, diciéndole:

—Ya estamos.

—¿Dónde? —preguntó Romero con cierta ansiedad.

Echo el chino una rápida ojeada a la callejuela, apenas alumbrada por una linterna que había en una esquina y en seguida, llevándose los dedos a la boca, lanzó tres silbidos.

Un instante después se abrió la puerta de la casa sin hacer ruido, y un chino de estatura gigantesca cubierto con un gran sombrero de fibras de rotang y vestido con una ancha túnica de tela azul, ceñida a la cintura por una faja que sostenía dos revólveres, se presentó en el umbral diciendo:

—¡Aquí estoy, Hang-Tu!

—¿Están listos los hijos del Soto blanco y del Lirio de agua?

—Sí, Hang.

—¿Estamos seguros?

—Tenemos sesenta hombres repartidos por él arrabal. Ningún blanco podrá acercarse sin ser detenido y muerto. —Es preciso que haya mucha vigilancia, porque viene conmigo el hombre que esperamos.

—Mandaremos veinte hombres más al arrabal malayo.

—Está bien.

Hang-Tu asió a Romero por la mano, atravesó la puerta dando la vuelta al muro que medio la ocultaba, y entró en un corredor tortuoso y oscuro, por el cual avanzó con soltura y sin vacilaciones, como quien ya conoce el camino.

Después de descender varios escalones, introdujo al mestizo en una sala sin ventanas, alumbrada por una gran linterna que tenía en vez de vidrios laminas finísimas de cuerno de búfalo pintadas con flores de vivos matices. Aquella habitación debía de ser subterránea pero ninguna traza de humedad había en sus muros, cubiertos de| papel de Tug y adornados con flores y tapices de seda roja con grandes dibujos representando dragones vomitando fuego y lunas sonrientes.

No había allí otros muebles que una silla de bambú; pero en los rincones se veían enormes haces de armas: carabinas indias, fusiles europeos de retrocarga de diversos sistemas, pistolas, revólveres, sables, catanas japonesas cortantes como navajas de afeitar, parangs de Mindanao, puñal cuchillos, kriss y hasta espingardas de grueso calibre.

—Espérame aquí —dijo Hang-Tu a Romero.

—Una cosa primero.

—Habla.

—¿Dónde estoy?

—En el centro de las dos sociedades secretas chinas Lirio de Agua y Soto blanco.

—He oído hablar de esas poderosas sociedades.

—¿Sabías que han abrazado la causa de la insurrección?

—No.

—Pues sábelo.

—Pero ¿qué quieren de mí?

—Representan a la insurrección en Manila.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que le jures fidelidad, y después…

—Prosigue —dijo el mestizo, viendo que el chino se detenía.

—Después te elegirán comandante en jefe de las fuerzas insurrectas de la provincia de Cavite.

—¿Jefe yo?

—Así lo quieren.

—¿Y contra quién tendré que combatir?

—Lo decidirá la suerte.

El mestizo, que hasta entonces había permanecido con la cabeza inclinada sobre el pecho, la levantó con viveza y miró fijamente al chino; pero éste tenía un aspecto tranquilo y nada revelaba en su mirada.

—Espérame —dijo finalmente Hang-Tu, que había sufrido aquel examen sin que se alterase ningún músculo de su amarillo rostro.

Acercóse a una puerta de madera de tek que había en un extremo de la sala subterránea, y dio tres golpes en una plancha de metal, un gong.

No había cesado aún la vibración argentina de la plancha, cuando se abrió silenciosamente la puerta, que volvió a cerrarse con igual silencio detrás del chino después que la hubo franqueado.

Romero se quedó inmóvil en medio de la sala, poniendo atento oído a los vagos ruidos que se percibían hacia el lugar por donde había desaparecido su compañero. Tras la recia puerta de tek debía de haber muchísima gente, porque se oía el ruido de sus cuchicheos.

A ratos llegaba como un lejano estrépito de armas; pero cesaba pronto, volviendo luego a sentirse los mismos misteriosos rumores de antes.

Sin duda, en el subterráneo de la casa, de aspecto tétrico se estaba celebrando una numerosa reunión de conspiradores que tramaban quizás alguna audaz intentona contra la población europea de Manila para arrancar de manos de España esa ciudad, el más formidable baluarte de su dominación.

A los pocos minutos volvió a entrar Hang-Tu diciendo:

—Ven, Romero; nuestros hermanos te esperan.

CAPÍTULO III. LAS SOCIEDADES SECRETAS CHINAS

El mestizo experimentó, sin saber por qué, un estremecimiento al oír aquellas palabras. No era que temiera afiliarse a aquellas sectas misteriosas importadas de China y que habían dado sus riquezas y su fuerza por la libertad de Filipinas; no temía tampoco los terribles castigos que infligen a los sospechosos de deslealtad o infidelidad contra los estatutos sedales; tampoco temía las artes secretas de Hang-Tu para arrancarle del corazón su afecto por Teresita; pero con todo, no se sentía tranquilo al franquear la puerta que debía conducirle ante los miembros de las poderosas sociedades.

Sentía vagamente que estaba envuelto en un peligro misterioso, pero sin sospechar cuál fuese.

El chino le llevó por otro corredor que parecía descender todavía más haciéndole entrar después en una sala cubierta por una bóveda sostenida por ocho enormes pilares, al pie de los cuales estaban sentados sendos chinos, miembros de la sociedad.

Otros dos chinos se apoderaron de Homero y le desnudaron de cintura para arriba, cubriéndole después con un manto blanco de seda que le dejaba descubierto el hombro derecho.

Para que fuera completa la ceremonia, hubieran debido cortarle la coleta, como prescriben los estatutos de las sociedades el Lirio de agua, el Soto blanco y el Tien-Tai, o sean del Cielo, de la Tierra y del Hombre: forma de protesta de los chinos contra el dominio de los conquistadores manchúes; pero siendo Romero mestizo, y llevando corto el pelo, a la moda de Europa, se prescindió de esa parte de la ceremonia.

Introdujo en seguida Hang-Tu a su amigo en una espaciosa sala donde estaban reunidos ciento o más de los afiliados, entre los cuales los había chinos, malayos, tagalos y mestizos, quizás los más influyentes del partido insurrecto de Manila. Todos ellos estaban armados de sables, cántanos o parangs, cuyas hojas de finísimo acero resplandecían a ]a luz de media docena de grandes faroles de talco.

Hang llevó al mestizo a un extremo de la sala, en el que había un pequeño pabellón, llamado de las Flores Rojas porque tenía las cortinas bordadas de peonías de color sanguíneo, y mojando los dedos en agua del río Sam-Ho, que es uno de los que bañan el territorio de la China, contenida en una vasija de porcelana azul de los Minh, roció con ella al neófito.

En aquel momento los cien hombres allí reunidos se pusieron en dos filas y cruzaron sus armas en el aire, formando con ellas como una bóveda de acero.

Hang hizo que Romero entrase bajo aquella bóveda y que se arrodillara sobre un cojín de seda carmesí, mientras ocho espadas asestadas contra su hombro desnudo se lo desfloraban ligeramente, arrancándole algunas gotas de sangre.

—¿Han muerto tus padres? —le preguntó Hang, que hacía de jefe o de gran maestre de la sociedad.

—No —respondió sorprendido el mestizo.

—Debes jurar que han muerto —dijo el chino con voz solemne—; así lo disponen nuestros estatutos.

—¡Lo juro!

—Repite el juramento.

—¡Lo juro!

Un rayo de alegría brilló en los oblicuos ojos de Hang.

—¡Has jurado! —le dijo—. Esa fórmula significa que has roto todos los lazos que te unen al mundo, y que de aquí en adelante perteneces en cuerpo y alma a nuestra sociedad, que representa la independencia de las islas Filipinas.

Al oír aquello el mestizo trató de levantarse; pero las puntas de las ocho espadas, que seguían asestadas contra su espalda, le obligaron a permanecer de hinojos. Comprendió entonces que el juramento que había prestado significaba para él la pérdida de la mujer amada, la renuncia a sus amores, que era lo que se había propuesto el astuto chino.

—¡Hang! —murmuró el mestizo.

—¡Por la independencia de la patria! —contestó él chino, que comprendió su idea.

Romero cerró los ojos y bajó la cabeza: la libertad de la patria le robaba el afecto de Teresita.

Un afiliado se le acercó entretanto con un vaso de porcelana de color del cielo después de la lluvia lleno de avarak, fuerte bebida a la que se había agregado algunas gotas de la misma sangre que había brotado de su hombro.

—¡Bebe, Romero Ruiz! —dijo Hang presentándole la copa.

El neófito la apuró sin decir una palabra. Ya no se pertenecía: había dado el corazón y el alma a la sociedad.

—¡Romero Ruiz! —prosiguió el chino, haciéndole levantarse a tiempo que se retiraban las ocho espadas—, ¡eres nuestro y has jurado defender la libertad de las islas contra nuestros opresores seculares!

—¡Sí! —respondió el mestizo en voz baja—; ¡pero me has destrozado el alma!

Hang-Tu fingió no oírle y le hizo sentarse a su lado en un escaño cubierto de seda de color de rosa floreado, y en seguida, mientras los conjurados se formaban ante ellos en amplio corro, dijo:

—¡Qué entren los correos!

Un instante después dos malayos, un chino y un mestizo entraban en la sala. Los cuatro eran hombres flacos y parecían estropeadísimos. Notábase en su semblante y en su aspecto la huella de largos padecimientos. Sus ropas enfangadas indicaban que llegaban del campo insurrecto.

Hang-Tu hizo acercarse al mestizo, y le preguntó:

—¿De dónde vienes?

—De la ribera del Imus, capitán —respondió el correo.

—¿Qué hacen los españoles?

—Están acampados cerca de Dasmarinas, y parece que tratan de ir a Salitrán.

—¿Quién los manda?

—Los generales Lachambre y Cornell.

—¿Y qué más?

—El general Zabala opera en combinación con ellos, y también el mayor…

—¡Basta! —interrumpió Hang-Tu con viveza—. Conozco al otro. ¿Han fortificado a Salitrán los patriotas?

—La tienen por inexpugnable.

—¿El esfuerzo mayor de los españoles será, pues, sobre Salitrán?

—Sí, capitán; todas las columnas convergerán hacia el Imus.

Hang le indico con un ademán que se retirase, y ordenó al chino que se le acercara.

—¿Vienes?…

—De Franquero.

—¿Es cierto que esa fortaleza ha caído en manos de los españoles?

—El general Jaramillo la tomó el dieciséis de febrero.

—¡Hace tres días! —exclamó Hang con acento de dolorosa sorpresa—. ¿Y los insurrectos?

—Se han retirado combatiendo.

—¡Maldición! ¿Y Pamplona?

—Ha sido tomada también, capitán —dijo uno de los dos malayos adelantándose—. La tomó el coronel Barranquer después de un violento bombardeo que ha costado la vida a cien de los nuestros.

—¡Mala noticia! —dijo Hang suspirando—. Y en Bacoor, ¿qué pasa?

—Sigue el bombardeo por la escuadra española; pero los patriotas continúan resistiéndose —dijo el segundo malayo.

—¿Y Cavite Vieja?

—Sigue defendiéndose contra los españoles.

—Pues hoy se decía en Binondo que las poblaciones del río Zarate están sometidas. ¿Es verdad?

—Sí, capitán —contestaron los dos malayos—; pero todos los hombres capaces de pelear sé han ido a reforzar las partidas.

Hang-Tu se levantó, y volviéndose hacia los conjurados, que a pesar de las malas noticias que acababan de oír guardaban religioso silencio dijo:

—Amigos: los opresores nos amenazan con un golpe mortal. Mientras Cuba resiste victoriosamente a los regimientos del general Weyler sacrificando por la independencia a sus hijos más valerosos, nosotros, que habíamos empezado tan brillantemente, estamos a punto de ser vencidos. ¡Los tigres de las islas, los antropoides, como los llaman despreciativamente esos hombres de piel blanca, no deben perecer! ¡Tened en cuenta que somos siete millones, mientras que ellos no son más que treinta mil, y que por nuestras venas corre la sangre de muchas razas valerosas y de los más famosos piratas del Archipiélago!

¡Guerra a muerte contra esos opresores, contra esos orgullosos blancos que os desprecian!

Triunfan hoy, pero tiemblan, porque saben que los tigres de las islas arrostran impávidos la muerte. ¡En Bataan, en Laguna, en Pampanga, en Cavite, en Bulacán, en Malabón, en Noveleta se resiste todavía, y ni los fusiles ni los cañones españoles serán bastante para domarnos!

Si nos ganan nuestras poblaciones, refugiémonos en los bosques y en las montañas. ¡Vale más la libertad de las fieras que la esclavitud doméstica!

¡Organicémonos, amigos! Os traigo aquí un hombre que dará que hacer a los españoles; un hombre que antes que ningún otro levantó la bandera de la insurrección, que conoce a los blancos mejor que todos nosotros juntos, que ha estudiado en la lejana Europa, y que es el primer mártir de la libertad.

¡Romero Ruiz, yo, jefe de las sociedades el Soto blanco y el Lirio de agua y gran maestre del Tien-Tai, jefe supremo de los insurrectos de nacionalidad china te nombro jefe supremo de los insurrectos de la provincia de Cavite!

¡Jura defender hasta lo último nuestras fortalezas contra todo el poder de España; jura que combatirás contra cualquier jefe español, aunque sea amigo o pariente tuyo! ¡Júralo, Romero Ruiz, la patria lo exige!

—¡Lo juro! —respondió el mestizo, que se sentía como fascinado por la ardiente mirada del chino, que en aquel momento estaba clavada en sus ojos.

—Está bien; mañana partiremos para Salitrán, que hay que defender antes que nada.

Después, volviéndose hacia uno de los conjurados, le preguntó:

—¿Está todo listo?

—Todo, capitán.

—¿A qué hora?

—A las cuatro.

—¿Dónde?

—Delante de la casa de Fany.

—Separémonos antes de que puedan sorprendemos.

A los pocos momentos quedó desierta la sala subterránea; sólo quedaron allí, el mestizo y Hang-Tu.

—¿Estás satisfecho, amigo? —preguntó el último.

—Temo que confíes demasiado en mis fuerzas.

—No, yo te conozco. Todos los insurrectos te aprecian y estaban deseando nuestro regreso. Tú eres de esos hombres de energía extraordinaria que ejercen acción poderosa en las masas. Te he colocado en el puesto que te corresponde.

—¿Sin ninguna mira secreta, Hang?

—¡Quién sabe! —respondió el chino arrugando la frente.

—Me has nombrado capitán de los insurrectos de Cavite para alejarme de Teresita; ¿verdad?

—La Perla de Manila, como llaman aquí a esa muchacha, podía hacer más daño a la insurrección con su afecto que los españoles con sus armas —respondió el chino con acento serio—. Hacía falta una cabeza que organizara las fuerzas insurrectas, y tú eres el único capaz de ello. Perderás el afecto de la muchacha; pero quizás lograrás la libertad de las islas, y bien vale la peña.

Romero sólo contestó con un profundo suspiro.

—Te comprendo —prosiguió diciendo Hang después de breves momentos de silencio—. La Perla de Manila te había hechizado, y padeces.

—¡Sí, padezco! —replicó el mestizo con acento de mal reprimida ira—. ¡Grande es el amor de la patria! pero es un atroz martirio sentir destrozarse el corazón, ¡Hang! Maldigo el momento en que mis ojos se encontraron por primera vez con los de Teresita, ¡Hang! ¡Quisiera no haber tropezado con ella en mi camino, o tener fuerza para sofocar esta pasión que me devora y que no pudo extinguir mi destierro! ¡La patria, la libertad! ¡Mucho amo a esta tierra, por ella todo lo he sacrificado! pero tú no podrás comprender nunca, Hang, cuánto quiero a esa muchacha hija de nuestros enemigos. ¡Pero no hablemos más del asunto, y que se cumpla mi triste destino! ¡Pues que la patria necesita mi vida y mi sangre, se las daré!

—¿Piensas hacerte matar Romero? —dijo Hang con acento conmovido.

—¿Qué te importa? ¿Crees acaso que puedo ser muy feliz, aunque me hayas nombrado jefe de los insurrectos?

—Los acontecimientos de la guerra y la vida de campaña te harán olvidar esos amores. Romero.

—Nunca, Hang ¡Mi martirio no acabará sino con la vida!

—¡Tú, que podrás ser un día el jefe supremo de nuestras islas!

—¡Sí; pero mi corazón estaría muerto entonces!

—¡Maldita blanca!

—¡Cállate, Hang!

—¡La odio tanto como a su padre!

—¡Calla, calla!

—¡Bien! ¡Vamos!

El mestizo se quitó el manto de seda blanca que había llevado puesto durante la ceremonia, se vistió de nuevo su ropa y abandonó la sala junto con Hang-Tu, volviendo a pasar por los corredores y pasadizos por donde antes habían entrado.

Al salir a la lóbrega callejuela, que estaba enteramente desierta, Hang miró a uno y otro lado con recelo, y cercionado de que no corrían ningún peligro, emprendió la marcha seguido por el mestizo, que había vuelto a abismarse en sus tristes pensamientos.

Llegados al fin de la callejuela se llevó el chino los dedos a la boca, y lanzó un silbido opaco y breve. Dos hombres salieron de un rincón en que estaban ocultos.

—¿Está franco el camino? —les preguntó Hang.

—No hay un solo guardia hasta el muelle del Passig —contestaron los dos conjurados.

Hang y Romero volvieron a emprender la marcha por el dédalo de callejuelas del arrabal malayo, y un cuarto de hora después llegaban al muelle de Binondo.

No se veía allí alma viviente: sólo en la cubierta de algún junco chino o praho malayo, con las velas desplegadas como si se dispusieran a hacerse a la mar, podía descubrirse algún que otro tripulante.

—Son las once —dijo Hang deteniéndose—. ¿Quieres que te deje en libertad?

—¡Es preciso! —le contestó Romero.

—¿Estás decidido a despedirte de la Perla de Manila?

—Se lo he prometido.

—¡Ten cuidado. Romero!

—Seré fuerte.

—Puedes tener alguna sorpresa desagradable.

—Estoy preparado a todo.

—Te tentarán. Romero.

—Seré fiel a mis juramentos.

—¿A la patria? —dijo Hang con acento solemne.

—¡A la patria! —le respondió el mestizo, emocionado.

—¿Llevas armas?

—¿Qué puedo temer?

—¡Quién sabe! Ya te he dicho que el Destino tiene cosas muy extrañas. —¡A nadie temo!

—Mira que está aquí el padre.

—Si me ataca, me defenderé.

—Acuérdate de que debes tu vida a la causa de la independencia.

—No haré que me maten.

—¡Adiós! Mañana delante de la casa de Fany si no nos vemos antes.

—¿Acaso quieres seguirme?

Hang no respondió; se había calado su gran sombrero de forma de hongo y alejábase rápidamente hacia un junco atracado al muelle, cuyos tripulantes estaban prontos a soltar las amarras.

—¡Vamos! —murmuró Romero envolviéndose en una manta de colores vivos que hasta entonces había llevado debajo del brazo. ¡Acabemos de una vez la terrible lucha!

Abrió con un golpe seco una de esas largas y afiladas navajas que usan los españoles, y se la puso en el cinturón donde también llevaba el revólver que tan buenos servicios le había prestado aquel mismo día contra los moros, y se dirigió muy despacio hada el puente de Binondo para entrar en la ciudad.

CAPÍTULO IV. TERESITA DE ALCÁZAR

EL archipiélago de Filipinas, donde se desarrolló la sangrienta insurrección del 96-97, casi al mismo tiempo que la no menos tremenda de Cuba, es una de las más espléndidas posesiones que había conservado España de las muchas que tuviera en otro tiempo.

Se compone de más de cincuenta islas; pero de ellas hay dos grandísimas: la de Luzón, que es la principal y alcanza más de doble extensión que nuestra Sicilia, y la de Mindanao, de la cual gran parte es todavía independiente. Otras siete son también considerables por la extensión de su territorio: Palavan, Samar, Panay, Mindoro, Leite, Negros y Ceba. Son las menores las de Bohol, Marsbate, Mactán, Marinduque, Burías, Carminas, Bassilan, Catanduanes, Pelillo, Babuiane, etc.

Magallanes, el gran navegante que dio por primera vez la vuelta al mundo, fue también el primer europeo que abordó en esas tierras el 16 de marzo de 1521; pero no pudo ponerlas bajo del dominio de España, pues perdió la vida en la isla de Mactán combatiendo por el rey de Cebú.

Veinte años después llegó Villalobos a aquellas tierras que llamó Filipinas en honor de Felipe II; pero escaseando de víveres sus naves, tuvo también que abandonarlas sin haber podido fundar ninguna colonia.

Estaba reservada esa honra a Miguel López de Legazpi hacia 1561; pero su sobrino Salcedo fue el verdadero conquistador de la isla de Luzón. Con valor inaudito sometió con sólo 150 hombres a los príncipes tagalos, y dio a su patria una de las colonias más importantes y prósperas.

Los progresos de la colonia fueron rapidísimos, a pesar de las discordias que hubo primero entre la Audiencia y los prelados, después entre el clero secular y el regular, y más adelante entre unas y otras Ordenes religiosas. A los pocos años, merced a los emigrantes chinos, hábiles artífices y comerciantes, Manila llegó a ser uno de los más ricos emporios de aquellos mares, con inmensos beneficios para la hacienda de la metrópoli, a la cual producía tanto esa colonia como las del golfo de Méjico.

La dura opresión de los conquistadores por una parte, y los ambiciosos planes del vecino imperio de China por otra no tardaron en provocar sangrientas insurrecciones, que agitaron varias veces aquella opulenta isla, poniendo en peligro la soberanía española.

Libertada milagrosamente de la pirática expedición del bandido Limacón, que con sesenta y dos naves, en las que iban 5000 hombres y 1500 mujeres, trató de apoderarse por sorpresa de Manila en 1574, hubo de sufrir en 1603 la primera rebelión que estalló dentro de los muros de esa ciudad. Treinta y cinco mil chinos entre labradores y mercaderes instigados por emisarios del Celeste Imperio, se levantaron en armas.

Una mujer tagala, casada con un chino, descubrió a un clérigo la conjuración; pero los rebeldes no retrocedieron, y acabaron con las avanzadas españolas.

El peligro hizo tomar las armas a todos los habitantes de Manila de raza europea. Soldados, clérigos seculares, religiosos, hasta las mujeres, se pusieron enfrente de la insurrección y lograron dominarla, causando la muerte de 23.000 rebeldes.

En 1639 estalló otra, también de chinos. Cuarenta mil de ellos atacaron a los españoles; pero también fueron sometidos con terrible mortandad. Sólo siete mil escasos escaparon coa vida.

De esas dos rebeliones data el odio secular entre las razas blanca y amarilla, transmitido de padres a hijos. Los malos tratos de que eran objeto los indígenas por parte de los dominadores, la codicia de los perceptores de impuestos, que doblaban y triplicaban en provecho propio los que pagaban los tagalos y malayos, y los crueles castigos que siguieron a varias insurrecciones de éstos, proporcionaron formidables aliados a los chinos en los representantes de la raza aceitunada y de la rosada, descendientes los primeros de los rapaces piratas, asoladores del archipiélago malayo y los Filipinos, de los primitivos naturales del territorio.

De la fusión de las tres razas, china, malaya e indígena, ha resultado esa vigorosa e inteligente raza mestiza que, aspirando a reformas liberales, ha provocado las insurrecciones de nuestro tiempo.

La rebelión de las colonias españolas de América encontró eco en Filipinas, donde en 1824 resonó el primer grito de libertad. La insurrección había sido organizada por algunos militares españoles en combinación con hombres de negocios.

Eran pocos pero animosos, y estaban apoyados moralmente por las razas de color, sedientas de venganza.

Los rebeldes se apoderaron de una de las puertas de la ciudad, asaltaron el palacio del Gobierno y mataron al virrey; pero las tropas que hablan permanecido fíeles lograron sofocar la insurrección aquella misma noche, y los principales motores del alzamiento perdieron la vida en el cadalso o fueron desterrados.

Otra segunda insurrección ocurrida algunos años después no tuvo mejor fortuna.

No se había derramado estérilmente la sangre de los autores de las anteriores revueltas. Las tres razas de colonos, cansadas de promesas nunca cumplidas y de reformas absurdas, humilladas por los desprecios y vejámenes de que eran objeto, y envalentonadas por las buenas andanzas de los insurrectos cubanos, tramaron hacia fines del 96 una, gran conjuración, que debía estallar con rapidez fulminante, sorprendiendo tanto más a España cuanto menos la esperaba.

A no ser por la obediencia de una mujer de color, el golpe hubiera sido terrible para España; porque no se trataba de unas cuantas bandas que se alzasen en armas en el campo sino de una sorpresa contra la capital del archipiélago, que habría de costar la vida a toda la población europea.

Habíanla preparado y organizado dos hombres: uno de ellos, el principal. Romero Quiñones, propietario de los más ricos de Luzón, que había seguido en Europa la carrera de ingeniero con gran aprovechamiento; hombre de corazón y de cabeza, aunque se supiera que estaba enamorado de una muchacha blanca, la Perla de Manila, hija de uno de los más valerosos oficiales de la guarnición española; el otro, Hang-Tu, jefe de los más valerosos e influyentes de la colonia china de Manila, gran maestre de las sociedades secretas el Soto blanco, el Lirio de agua y el Tien-Tai, y uno de los más fervorosos campeones de la libertad de las islas.

Aunque contra la opinión de Romero que no quería inaugurar la insurrección con un asesinato, el partido amarillo, o sea el chino, tenía decretada la muerte del general Blanco, jefe supremo de las fuerzas españolas. Un malayo criado suyo le mataría a traición.

Las sospechas nacidas del hallazgo de ciertas armas en manos de criados tagalos, y confirmadas después por la confidencia de un campesino y por la declaración que a su confesor hizo una vieja malaya, pusieron en guardia a las autoridades españolas.

Mientras el gobernador hacia reducir a prisión a un centenar de conjurados, un alto funcionario de la colonia y un abogado organizaron prontamente dos escuadrones de voluntarios, que se impusieron por su energía a la población de color, a punto ya de alzarse en armas.

La conjuración había abortado. La protección de algunos amigos permitió a Romero y a Hang-Tu ponerse en salvo y refugiarse en Cantón cuando ya estaba decretada su sentencia de muerte.

Pero mientras los detenidos eran fusilados o deportados, estallaba la insurrección fuera de Manila, a pesar del corto número de los rebeldes.

El primer golpe de éstos se dirigió contra Calocán, lugar que sólo dista dos leguas de Manila; pero fue rechazado. Los feroces malayos que formaban la partida tomaron venganza en el monasterio a que pertenecía el religioso confesor de la vieja malaya que delatara la intentona, matándola primero a ella cruelmente, después a su confesor por medio del terrible suplicio del Umig-chi, que consiste en despedazar en muchos trozos al paciente, y, por último, matando a los demás religiosos, y después se esparcieron por las poblaciones de Bulacán, Pampanga, Laguna, Nueva Écija, Bitangas y Cavite para levantarlas en armas.

Las fuerzas españolas, movilizadas desde los primeros momentos, hubieran debido sofocar la apenas iniciada rebelión; pero las ideas de libertad y el odio contra la raza española tenían hondas raíces.

En muy poco tiempo aquellos pocos cientos de insurrectos se habían convertido en millares. La rebelión corrió como un reguero de pólvora, y pronto ardió en ella todo el territorio vecino de Manila. Tenía sus centros principales en Cavite Vieja y en Bulacán.

Los insurrectos encontraron valiosos aliados en los municipios y en la Guardia civil, cuyo ingreso habían abierto a los mestizos, y a los indígenas recientes reformas. No huían, sino que combatían ferozmente.

Ya se habían reñido sangrientos combates entre los últimos meses del 96 y mediados de febrero del 97 y ya se habían cometido atrocidades increíbles por ambas partes, cuando, eludiendo la vigilancia de la flota española y desafiando el peligro de caer en manos de las autoridades y sufrir la pena de muerte a que hablan sido condenados por el Consejo de guerra presidido por el comandante Alcázar, desembarcaron los dos primeros campeones del alzamiento: Romero Ruiz y Hang-Tu.

* * *

El mestizo, después de separarse del chino en el muelle de Binondo, se encaminó después hacia el puente, con el rostro medio cubierto por la amplia manta floreada y la mano derecha apoyada en el mango de la larga y afilada navaja, que se había colocado bajo el cinturón.

Estaba triste y sombrío. El coloquio, que en otro tiempo hubiera colmado sus deseos, no le halagaba en aquellos momentos en que tan a punto estaba de partir para el campo rebelde y tan próximo a combatir contra los compatriotas, y quizás contra el propio padre de la mujer amada. ¡Situación bien triste la que le había creado el antagonismo entre su ardiente amor a la libertad de su patria y su amor por una mujer, y porvenir bien tenebroso el suyo, pues no estaba iluminado por la más remota esperanza!

—¡Es triste mi situación! —repetía para sí Romero siguiendo el hilo de sus dolorosos pensamientos—. Pero aunque la patria haga de mí el más desventurado de los hombres. Romero Ruiz no hará traición a su bandera: ¡antes buscará la muerte que ponga fin a sus sufrimientos! ¡Tratemos de ser fuertes en esta entrevista, que quizás sea la última! ¡Pobre Teresita! ¡Mejor hubiera sido para mi no haberla conocido nunca!

Contuvo un suspiro y apretó el paso. Daban las once en aquel momento, y todavía tenía que andar mucho para llegar a la casa del comandante Alcázar.

Al extremo del puente, delante de la puerta de la ciudad, había dos centinelas, porque se había redoblado la vigilancia con motivo de la insurrección que aún podía ocasionar algún movimiento en una población habitada por tantos tagalos, chinos y mestizos. Romero pasó resueltamente, confiado en que la oscuridad no permitiría que fuera reconocido.

No pudo impedir que los soldados le preguntaran:

—¿Adonde se va a estas horas?

—A casa del mayor Alcázar —contestó sin titubear el mestizo.

—¿Os esperan?

—Sí, y llevo prisa.

—¡Adelante!

El mestizo entró en la ciudad apresuradamente; pero no volvió la primera esquina sin cerciorarse antes de que no era seguido. Ya tranquilo por ese lado, se internó por una sucesión de calles estrechas, pero formadas por grandes edificios de severo y sombrío aspecto.

En la ciudad residen las autoridades, las tropas y la población blanca. Es una verdadera fortaleza ceñida de muros y baluartes enormes defendidos por anchos fosos, pero mal cuidados, pues más que de agua, están llenos de un liquido fangoso en que crecen hierbas y plantas acuáticas. Seis puertas con sus correspondientes puentes levadizos dan paso al interior de la ciudad, la cual está defendida también por una fortaleza de amenazadora apariencia: la de Santiago.

Las calles de la ciudad son tristes y ofrecen poco o ningún atractivo a los europeos que no sean españoles, pues aunque, por lo generad, son anchas, rectas y están sombreadas por árboles, están cubiertas de hierbajos que nacen y crecen espontáneamente y que nadie se cuida de arrancar.

Aquellos palacios de oscuras murallas cuarteadas y resquebrajadas por los terremotos de 1654, 1796, 1852, 1860, 1864 y 1870; aquellas inmensas e innumerables iglesias, aquellos también innumerables monitorios, producen una triste impresión. Sus casas, sólo de planta baja y con las galerías exteriores adornadas de flores, casas que suelen fabricarse así ahora para resistir mejor a los terremotos, dan un aspecto más risueño a cierta parte de la ciudad.

Romero, que la conocía muy bien por haber vivido bastante tiempo en ella, anduvo muchas calles arrimándose lo más posible a los muros para no ser descubierto por algunos de los vigilantes nocturnos que las recorrían.

Pocos minutos antes de media noche llegó frente a un caserón que más parecía fortaleza que palacio, de muros sombríos, resquebrajados en parte por las convulsiones del suelo y con un extenso jardín adyacente rodeado de almenados, pero maltrechos y medio derruidos muros.

Ni siquiera un rayo de luz se percibía tras las persianas de las muchas ventanas del edificio, ni tampoco había ningún centinela en la grandiosa portada. Romero lanzó una larga y escrutadora mirada en tomo suyo, y cerciorado de que estaba enteramente solo, siguió la tapia del jardín hasta ir a dar en un pabelloncito de piedra coronado por una azotea adornada con grandes macetas de flores.

Veíase luz a través de las persianas de las ventanas, las cuales eran tan bajas, que cualquier hombre de mediana estatura hubiera podido alcanzar a ellas.

—¡Me espera! —murmuró—. ¡Pobre Teresita!

Se acercó a una de las ventanas y llamó dando unos cuantos golpes con los nudillos.

Abrióse momentos después calladamente la puerta del pabellón, y el mestizo entró en una elegante salita adornada con cortinas de percal azul, grandes jarrones de porcelana chinos o japoneses que contenían plantas raras llenas de flores que perfumaban el ambiente con esos fuertes aromas a que tan aficionadas son las españolas.

La suave claridad de una lámpara también china adornada de blonda se reflejaba en las mesillas chinescas de laca y en las mecedoras de bambú incrustado de laca y de escamas de nácar que amueblaban la estancia.

Teresita vestida con un peinador blanco adornado de encajes que hacía resaltar el color moreno de su cutis y la negrura de sus ojos, se apoderó rápidamente de una mano de Romero y le llevó bajo la lámpara, mientras Manolita, su fiel criada lindísima tagala de negros ojos ligeramente oblicuos, se apresuraba a cerrar la puerta.

—¡Gracias, Romero! —dijo la muchacha con voz trémula—. Había temido un instante que no vinieses pero veo que me engañaba y que te juzgaba mal.

—¿Y por qué dudabas, Teresita?

—¡Y me lo preguntas! ¡Temía que hubieras olvidado para siempre a la hija de quien tan despiadadamente te ha tratado!

—No creas que odie a tu padre.

—¡A él, que te ha condenado a muerte, que ha destruido todas tus riquezas, que te ha dejado en la miseria y que te ha obligado a expatriarte!

—Un soldado debe cumplir con su deber, Teresita. Otro cualquiera en su lugar se hubiera conducido lo mismo con un rebelde como yo.

—Pero él te odia, Romero —dijo la muchacha conmovida.

—Lo sé, Teresita —respondió el mestizo con voz sombría—; pero, a pesar de todo, no le odio. No veo en él sino un enemigo de la independencia de las islas; pero nada más. Se lo perdono todo: su desprecio, el daño que me ha hecho, las torturas que ha hecho pasar a mi corazón.

—¡Cuánto debes de haber padecido en el destierro. Romero mío!

—Si; pero ha sido por ti, Teresita.

—¡Ahí! ¿No me habías, pues, olvidado? —dijo ella sonriendo a través de sus lágrimas.

—¡No; llevaba en mi corazón el amor por la Perla de Manila! Pero ¡qué angustias, Teresita! Te tenía siempre ante los ojos: ¡sábelo! Allí, en la tierra de los hombres amarillos, me parecía que tu voz resonaba en mis oídos de continuo, y me parecía oír siempre aquellas palabras que me dijiste la noche misma del levantamiento: «¡Tú, o la muerte!» ¡Ansiaba volver sólo por verte, aunque no fuera sino un instante, y aunque pudiera Costarme la vida!

Romero se calló de repente, como si se hubiese arrepentido de haber dicho tanto.

—¡Estoy hablando así —dijo con amargura—, sin pensar en que todo debe acabar entre nosotros!

—¡Romero! —exclamó Teresita sollozando—. ¡No digas eso, por Dios!

—¡Si; todo debe acabar entre nosotros, porque nos separa la patria!

—¿La patria?

—¡Sí; porque mañana seré upo de los enemigos más implacables de tu raza, y no podrás ya quererme!

—Te engañas. Romero.

—No, Teresita. No se puede querer a un enemigo de la propia patria, y aquí estoy yo en prueba de ello. Muy pronto tendré que pelear a muerte contra tus hermanos, y quizás mataré a tu padre.

—¡No puede ser, Romero! —exclamo la muchacha con acento desgarrador—. ¡No! ¡Tú no te irás! ¡No volverás al campo insurrecto! ¡No te expondrás a los golpes de mis compatriotas!

—Tendré que irme, porque se trata de la independencia de estas islas, que son mi patria.

—¡Pero es que todos esos hombres tienen que morir, y yo no quiero que tú mueras! Creen que vencerán a España; creen que podrán echar de aquí a mis compatriotas, y se engañan. ¡Son ilusiones que se hacen! ¡España es demasiado fuerte y demasiado altiva para ceder!

—También la insurrección es fuerte; Teresita, y lucha mientras disponga de un solo hombre y de un solo cartucho.

—Pero tú no eres un hombre de color, como casi todos los insurrectos. Por tus venas corre también sangre de blancos, sangre española.

—Cierto es pero tus compatriotas sólo se acuerdan de la sangre tagala de mi madre para despreciarme llamando desdeñosamente mestizo. Por eso se ha puesto tu padre entre tú y yo, como si la sangre de mi madre no fuera tan buena como la de los europeos. ¡No! ¡Un mestizo no puede mirar a una blanca: es un esclavo, un leproso!

—¡Romero, no hables así! ¿Qué importa que mis orgullosos compatriotas te llamen mestizo, si yo te quiero?

—Pero ¿y tu padre? —dijo Romero, que parecía presa de una violenta excitación.

—Tú has salvado la vida a su hija.

—¡Y en pago de ello! sería dichoso si pudiera fusilarme —dijo Roberto con amargura.

Teresita se había dejado caer en una silla, y lloraba si silenciosamente con el rostro oculto entre las manos, sofocando los sollozos que agitaban violentamente su seno. El mestizo, con los brazos cruzados y la frente arrugada, se paseaba por la sala, en tanto que Manolita, inmóvil como una estatua de bronce, vigilaba la puerta que daba al jardín.

—¿Te vas? —preguntó de repente la muchacha levantándose y secándose las lágrimas.

—Al amanecer —le contestó Romero.

—¿Estás decidido?

—Lo he jurado, Teresita.

—Y… ¿no volverás? —preguntó ella rompiendo otra vez en sollozos.

—Quizás algún día, si no me matan.

—¡Es que no quiero que mueras. Romero! —exclamó Teresita reclinando la cabeza en el pecho de él.

—Mi muerte sería quizás un bien para los dos. ¿A qué continuar estos desdichados amores sin esperanza? La guerra interpondrá entre los dos un abismo que no se cerrará nunca, Teresita.

—¿Y vas a…?

—A defender a Salitrán.

—¡A Salitrán! —exclamó Teresita echándose hacia atrás con viveza—. ¿Vas a pelear contra mi padre?

—¿Tu padre estará en Salitrán? ¡Ah, Hang-Tu! ¡Veo el plan diabólico que has tramado!

—¿Quién es ese Hang-Tu, Romero?

—Un gran corazón y un gran patriota; pero un hombre funesto para nuestros amores, Teresita. Me ha hecho jurar que defenderé a Salitrán, porque sabe que allí tendré que luchar contra tu padre. ¡Soy un desgraciado! ¡Estoy maldito por el Destino!

—¿Y no puedes evitar el combatir con mi padre?

—¡Imposible, Teresita!

—¡Ah! ¡Le matarás Romero!

—¡No; te lo juro! ¡Todo se lo he perdonado!

—Pero ¿y él? Tengo miedo. Tengo presentimientos tristes —dijo la jovencita con voz llorosa.

—¡Si así fuera… si me matase, se habría cumplido mi destino!

—¡Pero yo te quiero!

—¿Y crees que no quiero yo a la Perla de Manila? Sabed que he venido aquí mientras mis compatriotas, quizás esta misma noche, combaten y mueren por la libertad. ¿No debería yo estar a su lado combatiendo y muriendo con ellos? ¡No Teresita! tú no comprenderás nunca cuánto he padecido por ti.

Romero se detuvo bruscamente. Oyóse un silbido breve que resonó hacia la calle, y que parecía conocer muy bien, porque palideció ligeramente haciendo un además de sorpresa.

—¡Hang-Tu! —dijo en voz baja——. ¡El silbido es de alarma!

Separóse dulcemente de los brazos de la jovencita, se acercó a la ventana y la abrió suavemente.

Un hombre envuelto en un amplio sarape de colores vivos y cubierto Con un gran sombrero de fibras rotang parecido al que usan los chinos, se hallaba en medio de la calle con la cara vuelta hacia el muro del jardín.

—¿Eres tú, Hang?

—¡Sí! —respondió el chino—. ¡Huye, o eres preso! Los españoles saben que hemos desembarcado, y si no te das prisa, no podrás salir de la ciudad.

—Espérame, que allá voy.

El mestizo volvió a cerrar la ventana, y al volverse sintió que Teresita le estrechaba la mano.

—¿Te persiguen? —preguntó ella aterrorizada.

—Sí; pero no me prenderán —respondió Romero alzando altivamente la cabeza—. Voy armado y sé defenderme.

—¿Te marchas? —Si me quedase podrían matarme, y es preciso que viva por la libertad de las islas… y por ti.

—¡Ah! ¿Me querrás siempre?

—Sí, Teresita; y puede ser que algún día la fatalidad se canse de perseguimos.

—¡Anda; vete, querido mío! No quiero que te maten mis compatriotas. ¡Ah! ¡Qué triste es separarse de esta manera! ¡Quizás no vuelva a verte nunca!

Un sollozo le impidió seguir hablando. El mestizo le dio un beso en la frente, y mientras ella caía en brazos de Manolita volvió él a abrir la ventana y, poniéndose a horcajadas en ella, saltó a la calle diciendo a Hang.

—¡Aquí estoy! ¡Ya pertenezco a la insurrección!

CAPÍTULO V. LA «FLOR DE LAS PERLAS»

Hang-Tu echó a andar inmediatamente, sin contestar una palabra a su amigo. Parecía muy inquieto, y sin dejar de caminar rápidamente, iba mirando hacia todas partes como si temiera un asalto de enemigos que lo acechasen.

En vez de seguir el muro del jardín, se entró por un laberinto de callejuelas que debieron en otro tiempo de estar formadas por grandes casas, pero en que a la sazón sólo había escombros, muros arruinados, pilares medio derruidos, tristes recuerdos de la ira del Albay, volcán que no cesa de vomitar llamas y lava.

Romero, abismado en sus pensamientos, le seguía maquinalmente, sin importarle, al parecer, adonde le llevaba, y sin mostrar tampoco curiosidad por saber el motivo de aquella marcha rápida, que parecía una fuga; pero después de algunos minutos, viendo que Hang-Tu aceleraba el paso se paró y le dijo:

—¿Adonde vamos? Por aquí no se va al puente de Binondo.

—Vamos a ponerte en salvo —contentó el chino.

—¡Pero si nadie me ha visto entrar en la ciudad!

—¿Qué importa? Sé que todos los alguaciles andan registrando los arrabales y que los centinelas han recibido la consigna de no dejar salir de la ciudad a ningún mestizo sin identificar su persona.

—Alguien nos ha hecho, pues, traición.

—¡Nunca faltan traidores!

—¿Y adonde vamos ahora?

—Voy a sacarte fuera de la ciudad. Antes de que amanezca estarás bien lejos de Manila.

—Pero ¿no me has dicho que no se puede salir de la ciudad?

—A pesar de todo, saldrás.

—¿Y para eso has interrumpido mi conversación con Teresita?

—Para esto y para otra cosa —respondió Hang-Tu con una extraña sonrisa—. Ya estamos dentro de los baluartes.

—Pero si salto me rompo las piernas.

En lugar de responder lanzó el chino su acostumbrado silbido, que no tardó en ser contestado por otro semejante.

—Mis hombres son puntuales —dijo Hang. Trepó rápidamente al adarve, y se encontró con dos chinos, que parecían salidos de la tierra. Tenían en las manos una larga cuerda anudada, y llevaban sendos fusiles pendientes de los hombros.

—¿Está todo listo? —preguntó Hang.

—Sí, capitán.

—¿Los has visto?

—Sí; han llegado hace poco, y ahora están en el foso.

—¿Traen los caballos?

—Cuatro, y todos de buena casta.

—Than-Kiu es animosa e inteligente —dijo Hang con acento algo conmovido. Le pareció a Romero oírle reprimir un suspiro profundó; pero no hizo caso; sabía que Hang tenía muchas veces rarezas inexplicables.

A una señal del jefe de las sociedades secretas, los dos chinos, sujetando la cuerda, dejaron caer el otro cabo de ella en el foso, que estaba a unos seis metros de profundidad, lleno de fango y de plantas acuáticas.

—¡Adiós! —dijo Hang con acento conmovido abrazando al mestizo—. ¡Si muere alguno de los dos, volveremos a vernos en la otra vida!

—¡Adiós! —exclamó Romero atónito—. Pero ¿tú no vienes?

—No, Romero; pero si la muerte me perdona, espero que nos veremos pronto en las trincheras de Salitrán combatiendo juntos por la independencia de las islas.

—Pero ¿por qué no vienes conmigo, sabiendo que te persiguen?

—Van a ocurrir cosas que exigen mi presencia en Manila.

—¿Cuáles?

—¿Lo sé yo acaso? Pueden ocurrir cosas imprevistas. Vete, Romero. Más allá del foso encontrarás a dos hombres y una guía segura, fiel…, quizás demasiado fiel. Velará por ti; pero vela tú por ellos.

—¿Qué guía es esa?

—Lo sabrás pronto. ¡Adiós, o mejor dicho, hasta que nos veamos en Salitrán!

Los dos caudillos insurrectos se abrazaron por última vez. Después el mestizo se descolgó rápidamente al foso por la cuerda de nudos que los dos chinos sostenían con mano vigorosa.

Como las raíces de las plantas que crecían en el fondo del foso habían formado como una red en el fango, no le fue difícil pasar al otro lado sin mojarse.

Detúvose un momento, y dirigiendo los ojos a lo alto del baluarte que se alzaba como un gigante en las tinieblas, pudo todavía distinguir a Hang-Tu, inmóvil como una estatua de granito de pie sobre el parapeto, con el ancho sombrero echado sobre la cara y los brazos cruzados sobre el pecho.

El jefe de los hombres amarillos, sumergido en hondos pensamientos, parecía no acordarse del peligro en que estaba en aquel lugar, tan cercano a los cuerpos de guardia.

Hizole Romero con la mano un ademán de despedida al cual no contestó Hang, que seguía en la misma inmovilidad que antes.

Cruzó el glasis, cubierto de hierba, medio arrastrándose para no ser visto por los centinelas que pudiera haber, y las casamatas del ángulo del baluarte, y atravesando la vía exterior de circunvalación, se ocultó entre los árboles.

—¡Aquí, Romero Ruiz! —dijo una voz.

Había allí cuatro caballos ocultos en la sombra de un colosal tamarindo; tres montados, y el cuarto con la silla vacía.

—¿Sois los hombres mandados aquí por Hang-Tu? —preguntó Romero.

—Sí.

Dirigió el mestizo una escrutadora mirada sobre sus compañeros de viaje. Dos de ellos eran jóvenes y vigorosos malayos, de macizos miembros y recia musculatura, pero el tercero parecía más un chiquillo que un hombre. Como estaba envuelto en un ancho manto de seda blanca bordado de flores que le cubría en gran parte el rostro, y llevaba además un sombrero de paja de Manila de grandes alas adornado con una pluma, no se podía distinguir sus facciones ni calcular qué edad tuviese; pero Romero no pareció preocuparse por lo pronto de aquel sujeto misterioso, que parecía no querer que le conociera.

Saltó sobre el caballo que uno de los malayos tenía sujeto por la brida, vigoroso corcel que debía de correr como el viento, de cabeza pequeña, vientre enjuto y sólidos jarretes, producto probable del cruzamiento de la sangre árabe con la española, y dio la señal de partir.

El muchachuelo se puso a la cabeza y los malayos a la zaga, y la pequeña tropa salió a galope, siempre amparándose en la oscuridad de los árboles.

Romero, absorto en sus pensamientos, no parecía preocuparse del camino que llevaba. Como sabía, sin embargo, que muchas patrullas españolas rodeaban a la capital para impedir cualquier sorpresa de los insurrectos, llevaba apoyado en él arzón de la silla un fusil de retrocarga de último modelo que había encontrado pendiente de ella, así como también se había ceñido una canana bien provista de cartuchos que uno de los malayos le había entregado.

Galoparon durante diez minutos manteniéndose a corta distancia del camino que gira en derredor de la ciudad. Después la guía se lanzó a través de un campo labrado que orillaba un bosque de plátanos de hojas gigantescas.

Detúvose un momento a escuchar atentamente, cambió breves palabras con los dos malayos, y en seguida hizo señal de continuar la marcha.

Uno de los malayos se adelantó poniéndose a la cabeza con el fusil en la mano, y la guía se colocó al costado de Romero como para protegerle contra cualquier ataque imprevisto, cubriéndole con su propio cuerpo.

Hasta entonces no advirtió Romero que la ropa de aquel muchachuelo —que por tal seguía teniéndole— despedía un delicado olor de lilas. Le sorprendió tal afeminación, absolutamente inexplicable en un hombre, por joven que fuese, que tan audazmente se exponía a los peligros de la guerra.

—Pero ¿quién eres tú? —le preguntó—. ¿Un muchacho, o una mujer?

—Soy Than-Kiu, señor —contestó la guía con voz tan dulce y melodiosa como el canto de esos lindos ruiseñores que llaman los chinos «cantores de Mangolia».

—¡Than-Kiu! —exclamó Romero—. Es nombre de mujer, y significa en la lengua de los celestiales Flor de las Perlas, si no me engaño.

—Así es, señor——contestó la guía con mayor dulzura.

—¿Entonces, eres una muchacha?

—Del Celeste Imperio, señor.

—Pero ¿quién te ha mandado venir conmigo?

—Hang-Tu.

—¡Pero este hombre ha perdido el juicio!

—¿Por qué, señor?

—¡Exponer así a una muchacha a los horrores de la guerra!

—No temo a la guerra.

—No sabes lo que es.

—He oído tronar el cañón en Malabón, y últimamente Dasmarinas.

—¿Tú? —exclamó el mestizo, que iba de sorpresa en sorpresa.

—Yo; sí, señor.

—¿Y has empuñado el fusil?

—Sí; contra los españoles.

—¡Extraña criatura!

—Por vengar a mi hermano.

—¿Y quién era tu hermano?

La joven china no contestó e inclinó la cabeza sobre el pecho; pero alzándola después dijo:

—Quizás esté próximo a morir.

—¿Está en manos de los españoles?

—Aún no —respondió Than-Kiu algo alterada—, pero puede caer en ellas de un momento a otro.

—¿Y vienes conmigo a pelear contra los españoles en Salitrán?

—Sí.

—¿Qué imperioso motivo te ha inducido a ir a esa ciudad?

—Me han ordenado llevarte allí, y obedezco.

—¿Conoces el camino?

—Quizás mejor que nadie.

—¡Tú! ¡Una muchacha!

—Sé mejor que nadie dónde está la vanguardia enemiga. Me has sido encomendado, y yo te llevaré a Salitrán, donde te presentaré al capitán insurrecto.

—¿Te conoce?

—Y me obedecerá también.

—Pero ¿quién eres tú?

—Than-Kiu —respondió la muchacha.

Y sin decir más, espoleó el caballo y se internó en el bosque por un sendero apenas visible, donde reinaba tan profunda oscuridad, que no se podían distinguir los árboles de los lados.

Siguiéronla Romero y los malayos que se le hablan situado a retaguardia. Apenas distinguía a la muchacha; pero el delicado perfume de lilas que exhalaba y que se esparcía como en ondas en las tinieblas, bastaba para guiarlo.

La seguía como atraído por una fuerza misteriosa o compelido por una voluntad potente e irresistible, y al mismo tiempo iba pensando en quién podría ser aquella mujer que Hang-Tu había puesto a su lado para guiarle a través de los enemigos hasta Salitrán, y por qué se había valido de una mujer y no de un hombre, que hubiera podido serle más útil en cualquier trance peligroso. ¿Qué miras ocultas tenía el poderoso jefe de las sociedades secretas al darle aquella compañera? Temores vagos comenzaban a invadir su ánimo pensando en aquellas palabras oscuras y enigmáticas que había pronunciado el chino varias veces aquel día, y también por la noche, en el momento de separarse.

¿Qué meditaba aquel hombre de corazón y de mirada impenetrables? Los pensamientos del mestizo volvían sobre Teresita, y, sin saber por qué, se sentía invadido de profunda inquietud. Temía cualquiera trama tenebrosa contra la muchacha que había dejado en Manila.

Sus temores fueron creciendo poco a poco hasta adquirir tal intensidad que se le hicieron insufribles. Sentía instintivamente que algo tremendo debía de estar sucediendo en la capital mientras se trataba de alejarle de ella.

—¡Than-Kiu! —exclamó.

La muchacha, que seguía internándose en el bosque, se detuvo diciendo:

—¿Qué desea mi señor?

—Hacerte una pregunta.

—Soy la esclava de mi señor, que puede preguntarme lo que quiera.

—¿Puedes decirme porqué se ha quedado Hang-Tu en Manila?

—Acaso.

—¿Has oído hablar de la Perla de Manila?

La muchacha no contestó.

—¿Me has oído?

—Sí, señor —respondió Than-Kiu con acento en que se advertía algo de tristeza.

—¿La conoces?

—La Flor de las Perlas puede haber oído hablar de la Perla de Manila; pero las perlas de mi país no tienen voz.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Romero asombrado.

En vez de responder a esta pregunta, detuvo Than-Kiu el caballo, diciendo:

—¡Silencio! ¡Escucha!

Oíase a través de la selva un ruido sordo y lejano que iba creciendo rápidamente. Retumbaba el suelo como si una numerosa manada de bestias de gran tamaño y peso considerable lo golpease con las patas, acercándose al mismo tiempo, bien atravesando la selva, bien pasando muy cerca de ella en dirección de la capital.

—¿Los españoles? —preguntó Romero.

—Sí —le contestó Than Kiu con acento en que se traslucía viva inquietud.

—¿Escuadrones de caballería que regresan?

—Seguramente; pero quisiera saber por qué van hacia Manila, estando los insurrectos en Bulacán, Cavite, Salitrán y Malabón.

—¿Será que temen alguna sorpresa contra la ciudad?

—No lo sé —respondió la joven china con cierto embarazo, que no pasó inadvertido a su interlocutor.

—¿Quizás lo sabes? —dijo el mestizo.

—¡Calla, señor, o nos descubren!

Saltó a tierra con agilidad sorprendente, y obligó al caballo a tenderse bajo las grandes hojas de un bosquecillo de sagú, envolviéndole la cabeza con una rica gualdrapa que quitó del arzón.

Los dos malayos y el mestizo la imitaron, agazapándose detrás de los caballos con el fusil en la mano.

El ruido iba acercándose. Ya no podía dudarse de que se trataba de un numeroso grupo de caballos —quizás un escuadrón— que galopaba hacia la capital a través de la selva.

Oíase el retintín de los sables y voces de mando.

Diez minutos después vieron desfilar los cuatro insurrectos, a menos de cien pasos de ellos, una larga fila de soldados españoles a caballo y con la carabina en la mano, como si temieran alguna sorpresa.

Era un escuadrón del regimiento de Luzón que marchaba en son de guerra. Por fortuna para el mestizo y sus acompañantes, los soldados pasaron sin sospechar su presencia, perdiéndose pronto en la oscuridad.

Than-Kiu esperó a que estuvieran bien lejos, y cuando hubo cesado todo mido, hizo levantarse a su caballo, montó en él, y volvió a emprender la marcha haciendo seña a sus compañeros para que la siguieran.

Parecía muy inquieta y preocupada; no contestaba a las preguntas de Romero, y de cuando en cuando se detenía para escuchar.

Un cuarto de hora después volvió a sentirse otro ruido semejante al anterior, pero esta vez hacia la orilla del Passig. Parecía producido por otro escuadrón de caballos que se dirigiese también hacia la capital.

Than-Kiu volvió a detenerse, cruzó algunas palabras con los malayos en la lengua de éstos, que el mestizo no entendía, y emprendió de nuevo la marcha espoleando al caballo. Había, empero, cambiado de dirección, como acercándose al canal meridional del Passig, que va a terminar hacía las Pifias.

Media hora más caminaron, siempre por el bosque, y se detuvieron de nuevo. Apeóse otra vez la joven china, y se estuvo al pie del caballo con los brazos cruzados y sin decir una palabra.

—¿Qué pasa? —preguntó Romero.

—Tenemos que parar aquí, mi señor —respondió ella.

—¿Por qué?

—Los españoles han cerrado todos los pasos. Acabo de ver las hogueras de su campamento.

—¿Volvemos hacia Manila?

Than Kiu hizo con la cabeza un signo negativo, diciendo:

—No; esperaremos a la noche.

—¿Ocultos aquí?

—Than-Kiu buscará un refugio para su señor.

Tomó el caballo por la rienda, y se internó en un enorme matorral formado por naranjos, plátanos y árboles gomíferos que, aun en pleno mediodía, debían de proyectar oscura sombra con sus hojas enormes, y poco después se detenía ante un casucho semiarruinado, diciendo:

—Aquí tienes el refugio de los insurrectos cuando se ven obligados a detenerse en estos parajes. Mi señor no correrá ningún peligro.

CAPÍTULO VI. LOS MISTERIOS DE THAN-KIU

Aquella casucha escondida en medio de la selva, que servía de refugio a los mensajeros de los insurrectos de las provincias meridionales cuando se dirigían a Manila, estaba en un lugar desierto y selvático. Sus paredes eran de troncos de árboles mal trabados, y su techo estaba medio derrumbado; pero cuatro o cinco colosales helechos la ocultaban tan completamente, que aun los que cruzasen cerca del matorral no hubieran sospechado siquiera su existencia. Pasaba, pues, inadvertida a los españoles, que sólo se preocupaban de la insurrección de las partidas.

Al oír acercarse caballos, salió de ella un hombre con un viejo mosquetón en la mano. No era tagalo, ni malayo, ni chino, sino uno de esos salvajes habitantes del interior de las islas, llamados igorrotes o negritos, etc., verdaderos pigmeos, pues apenas pasa su estatura de un metro y cuarenta centímetros; con el pelo lanoso como el de los negros, la cara corta, los cartílagos de la nariz largos, los labios gruesos, los ojos pequeños, el cuerpo delgado, la espalda encorvada y la piel negruzca y grasienta.

Esos seres extraños, completamente distintos de los tagalos por el color y por las facciones, son verdaderos salvajes errantes por los bosques y montañas del interior, que no tienen morada, y que se alimentan de raíces, de miel, de frutas o de alimañas cuando aciertan a cazar alguna.

A pesar de la oscuridad, debió de reconocer como amigos a Than-Kiu y a los malayos, pues en cuanto los distinguió bajó el mosquete y se hizo a un lado para darles paso.

La casucha no era mejor por dentro que por fuera. Había en ella unas cuantas armas de fuego y blancas hacinadas, y en el suelo un montón de hojas secas, que debía de servir de cama. Por todo mobiliario se veían allí una tosca mesa y unos asientos de bambú, quizás construidos por el negrito. Una tea resinosa, que daba más humo que claridad, escondida en una hendidura del suelo, iluminaba la estancia, pero tan escasamente, que casi toda ella estaba a oscuras.

El mestizo, cansado de las emociones y trabajos de la noche, se dejó caer en un asiento, mientras que la joven china se apoyaba en la mesa sin quitarse el manto ni el sombrero.

Daba la espalda a la luz, pero estaba atenta a los menores movimientos de Romero, como dispuesta a obedecer cualquier orden que pudiera darle, aunque fuese con un ademán o un leve gesto.

El mestizo parecía haberse olvidado de su compañera de viaje y hallarse muy cansado, porque no hacía el menor movimiento.

Habíase acabado la tea de resina, y quedó sumida la estancia en la oscuridad más profunda; pero ni el uno ni el otro despegaron los labios.

Dos veces los malayos, que se habían quedado guardando la puerta por la parte de afuera, habían entrado para recibir órdenes o para encender fuego; pero Than-Kiu, después de despedirlos con un gesto silencioso, había vuelto a su inmovilidad; se hubiera dicho que temía turbar el reposo del mestizo, si acaso dormía, o interrumpir sus pensamientos, si estaba entregado a ellos.

De repente Than-Kiu se estremeció, y dejó caer el manto de seda en que estaba envuelta. Romero había pronunciado un nombre:

—¡Teresita!

¿Se le había escapado en su sueño? Era probable.

Than-Kiu levantó lentamente la cabeza, que hasta entonces había tenido apoyada en el pecho, y un suspiro tan leve que nadie hubiera podido advertirlo pasó a través de sus labios. Un ligero tintineo metálico, producido, sin duda, por alguna joya o pulsera, podía indicar que sus brazos, que tenía cruzados sobre el pecho, temblaban.

Recobró bien pronto su actitud impasible; pero siguió con los ojos clavados en el mestizo, el cual se había ido apoyando más y más en la pared, como si el sueño le dominase por completo.

Entretanto iban desvaneciéndose las tinieblas. Amanecía y por la puerta que había quedado abierta comenzaba a entrar una claridad suave y rosada. Un aire fresco y embalsamado por las flores de los naranjos penetraba en la estancia. Por fuera, entre las ramas de los árboles, varios cristótomos, pajarillos de brillantes matices con reflejo metálico, parecidos a los troquílidos de América, saludaban al alba con sus gorjeos melodiosos.

Romero levantó de improviso la cabeza, como si despertase bruscamente, y después de llevarse la mano a la frente para apartar el rizoso pelo que le caía sobre ella y de permanecer un momento inmóvil como sacudiendo el sopor, se levantó del asiento con aire de profunda sorpresa.

Veía ante él a Than-Kiu apoyada en la mesa, pero sin el sombrero, que toda la noche había tenido puesto, y que había dejado caer.

La Flor de las Perlas, por más que perteneciere a otra raza, podía competir en hermosura con la Perla de Manila.

Aquella jovencita, nacida a la sombra de las pagodas del Celeste Imperio, y trasladada sabe Dios por quién al dulce clima de las islas españolas, era una admirable criatura, ejemplar perfecto del cruzamiento de las razas mongólica y manchú. Era más alta que Teresita, admirablemente formada, de cutis blanco, sin el tinte ligeramente amarillo de las chinas de las provincias meridionales, sino de un matiz casi alabastrino, con cierto viso que sólo podía compararse con el del marfil.

Tenía los ojos ligeramente oblicuos, pero de color negro profundo y de expresión dulcísima y algo triste, y cejas también negras y finísimas. No era su nariz deprimida como la de los mongoles, sino recta como la de las mujeres de raza tártara; sus labios eran rosados y sutiles, mostrándose entre ellos unos dientes menudos y blanquísimos como perlas.

Su negrísimo cabello de reflejos metálicos, que hacía resaltar la marmórea blancura de la piel, lo llevaba recogido por tres agujas de oro terminadas en gruesas perlas. Vestía una túnica de seda azul con flores de colores vivos, ceñida a la cintura por una ancha faja encamada recamada de oro, y anchos calzones de seda blanca con arabescos amarillos, y calzaba los pies, pequeños como hojas de rosa, para valemos de una expresión china, con escarpines de brocado de punta levantada y suelas de fieltro blanco. No llevaba alhajas en el cuello ni en las orejas, sino sólo en las muñecas unos aros de oro con una perla de gran valor.

La joven china —porque debía de tener muy pocos años, quizás los mismos que la Perla de Manila— no hizo el más leve movimiento. Sus ojos, empero, que casi ocultaban las pestañas, seguían clavados en el mestizo.

—¿Eres tú, Than-Kiu? —preguntó éste.

—Sí, mi señor —respondió ella con voz dulce.

—¿Has velado mientras yo dormía? —Sí, señor.

—¿En vez de descansar?

—Than-Kiu no tenía sueño.

—¡Extraña muchacha! —murmuró Romero.

—Nos gusta soñar con los ojos abiertos.

—Soñarías quizás con tu país, con las cúpulas de escamas doradas de tu lejana ciudad natal.

—Tú también soñabas.

—¿Yo?

—Sí, señor.

—¡Ah! ¡Es verdad, soñaba con batallas!

—¡Y con perlas! —dijo Than-Kiu entornando los ojos.

—¡También es verdad! —respondió Romero suspirando—. Soñaba con la Perla de Manila.

Al oír estas palabras se extendió un ligero rubor por las mejillas de la joven china; pero se desvaneció inmediatamente.

Entraron en aquel momento los malayos con un viejo cacharro y unas tazas de te humeante, que pusieron sobre la mesa, junto con unas hogazas de harina.

Than-Kiu ofreció graciosamente a Romero una taza del perfumado líquido, excusándose de no poder obsequiarle mejor por el momento; humedeció los labios en otra, y después, volviéndose a los malayos, que esperaban sus órdenes, les preguntó si había vuelto el igorrote.

Al oír la respuesta negativa, se nubló la frente de la joven china, reflejándose al mismo tiempo viva inquietud en su mirada.

—La cosa puede agravarse —murmuró.

—¿Temes que le hayan matado? —preguntó Romero.

Than-Kiu no contestó. Se echó a la espalda el ancho manto de seda blanca, se cubrió con el gracioso sombrero de Manila, y empuñó su linda carabina, preciosa arma de cañón damasquinado y caja taraceada de nácar.

—¿Adonde vas? —le pregunta Romero.

—Esperadme aquí, mi señor.

—¿Mientras sales tú a correr un peligro? ¡Oh; no, Than-Kiu!

—Tú no conoces la selva, ni sabes dónde están los españoles —contestó la joven china—. Me urge averiguar una cosa.

—¿Cuál?

—Te lo diré después, mi señor.

—¡Quiero ir contigo!

—No puede ser. Son órdenes del jefe de las sociedades secretas —dijo Than-Kiu con firmeza—. Tienes que obedecer, señor. Además, espero volver muy pronto.

Hizo seña a uno de los malayos para que la siguiese, y salió sin pronunciar una silaba más.

Romero había dado algunos pasos para ir en pos de ella; pero el otro malayo se le puso delante diciendo:

—No, amo: es precisó obedecer a Than-Kiu.

—Pero ¿es una potencia esa muchacha? ¿Ha de mandar más que yo, que he sido nombrado jefe supremo de la provincia de Cavite? —preguntó con asombro Romero.

—Por ahora tenéis que obedecer, amo.

—Pero ¿quién es esa muchacha?

—Than-Kiu.

—Ya sé que se llama así; pero ¿de dónde viene? ¿Quiénes son sus padres?

—No sabemos nada de eso; sólo sabemos que hay que obedecerla.

—Yo nunca la había visto hasta ahora.

—Quizás te engañes, amo; porque ella te conocía antes de ayer noche, y le he oído hablar de ti con frecuencia.

—¿Dónde?

—En Manila, y más adelante, en el campo insurrecto.

—¿Me conocía?

—Sí, amo.

—¡Es extraño! No recuerdo haberla encontrado nunca en las calles de la ciudad y una muchacha china tan graciosa no me hubiera pasado inadvertida. ¿Ha estado mucho tiempo en Manila?

—No lo sé.

—¿Dónde se encontraba antes de la insurrección?

—No lo recuerdo.

—O mejor, contesta que no quieres decírmelo.

—¡Puede ser! —dijo el malayo sonriéndose maliciosamente.

Después, para cortar el diálogo, se puso de guardia en la puerta de la choza. Sacó de un morral que llevaba al costado un pedacito de siri y los demás ingredientes de que se forma el buyo, y envolviéndolos en una hoja de betel se entregó con visible complacencia a la operación de mascar aquella droga, escupiendo de cuando en cuando una saliva rosada y como sanguinolenta.

Romero, que conocía bien las costumbres y carácter de los malayos, se sentó delante de la cabaña y esperó con paciencia la vuelta de la joven china.

Pasaron horas y horas sin que regresara ninguno de los ausentes; ni el negrito, que debía de haber salido de allí antes de amanecer.

El mestizo estaba cada vez más inquieto, temiendo que hubiera sucedido cualquier desgracia a la valerosa Than-Kiu. Varias veces propuso al malayo ir en su busca; pero éste se habla limitado a responder que la china no era mujer que se dejara sorprender por los españoles.

Hablan pasado ya como dos horas después del mediodía, cuando el perspicaz oído del malayo debió de percibir algo, porque se levantó presuroso, echando mano al fusil; pero volvió a sentarse muy pronto, diciendo:

—¡Ahí vienen!

Romero respiró. La valerosa muchacha, que con una sangre fría y una audacia inauditas en una mujer así exponía su vida, comenzaba a producirle una admiración que podía llegar a ser peligrosa para la Perla de Manila.

Pocos momentos después llegaba Than-Kiu, seguida del malayo y del salvaje negrito. Parecía volver de un paseo, porque su traje estaba intacto. Sólo su semblante parecía algo mas arrebatado de color que de ordinario, y en sus ojos se conocía que estaba inquieta.

—¡Al fin! —exclamó Romero, sin disimular su alegría al volver a verla—. ¡Me has hecho pasar un mal rato, muchacha!

Than-Kiu se sonrió, al misma tiempo que una fugaz llamarada iluminaba sus ojos. Tomó por un mano al mestizo, y le introdujo en la cabaña diciéndole con un acento que demostraba la viva inquietad de que estaba poseída:

—Hang-Tu está corriendo un gran peligro.

—¡Él! ——exclamó Romero—. ¿Cómo lo sabes?

—Las tropas españolas que operan en la provincia se han replegado precipitadamente sobre Manila.

—¡Tanto mejor! ¡Nos dejarán libre el camino de Salitrán!

—No es Salitrán lo que nos urge salvar ahora, sino a Hang-Tu.

—No te entiendo.

—Hoy intentan los insurrectos un ataque contra las murallas de la capital para obligar al general Polavieja a suspender las operaciones contra Cavite, que no está bastante preparada para la resistencia, y para darte a ti tiempo de que fortifiques a Salitrán.

—¿Y quién va a encargarse de esa empresa contra Manila?

—Hang-Tu.

—¿Para acabar con todos los españoles dé Manila? ¡Desgraciado de mi! ¡Va a matar a Teresita!

—Él, de ninguna manera.

—Si él no la mata, la matarán sus malayos o sus chinos, o sus tagalos. Cuando esos hombres se desmandan se convierten en fieras como los juramentados, y a nadie perdonan: ni a las mujeres ni a los niños.

—Hang-Tu la protegerá —dijo Than-Kiu con voz sorda.

—¡Quiero volver a Manila!

—Iba a proponértelo, por más que mi corazón se resista a dar ese paso.

—¿Por qué, Than-Kiu?

La joven china hizo un gesto negativo con la cabeza, y después dijo con voz pausada:

—Eso toca a la Flor de las Perlas y no a la Perla de Manila.

—¿Qué quieres decir?

—Echemos a andar, mi señor. Hang-Tu no sabe que los españoles, prevenidos por algún traidor, acuden en ayuda de la capital. Si no vamos en su socorro, todos aquellos valientes morirán, y no quiero que Hang muera.

—¿Le quieres mucho?

—Si…; pero como se quiere a un hermano, Y después agregó suspirando:

—¡Tú nunca comprenderás quizás a la Flor de las Perlas! Dichas estas palabras salió de la cabaña, y saltando sobre el caballo que el negrito tenía por la brida, salió disparada a través del bosque, gritando:

—¡Seguidme, o llegamos tarde!

Romero y los dos malayos montaron en seguida, y salieron a escape tras ella espoleando los caballos.

Than-Kiu iba a la carrera, pero sin seguir ningún camino. Tan pronto dejaba el bosque y cruzaba por tierras de labor, como volvía a entrar en la arboleda, para volver a salir de ella de nuevo. Sin duda, sabía las posiciones que ocupaban las tropas españolas, y andaba de ese modo para evitar su encuentro.

Tres horas después llegaban nuestros viajeros a unos cuantos cientos de pasos de los macizos muros de la ciudad.

Than-Kiu paró bruscamente el caballo. Oíanse algunos disparos que salían del interior de la ciudad y gritos furiosos de:

—¡Vivan los tagalos! ¡Mueran los españoles!

La joven estaba palidísima, como si toda la sangre se le hubiera retirado al corazón.

—¿Hemos llegado tarde? —le preguntó Romero, que se había juntado con ella.

—Si —respondió ella con voz sofocada mirándole fijamente.

—¡Pues vamos a morir con nuestros hermanos! —dijo resueltamente el mestizo—. ¡Adelante! ¡Viva la libertad!

—Sí, muramos —murmuró la Flor de las Perlas con un suspiro—. ¡Mi felicidad no debía durar más que la flor arrancada de la planta!

CAPÍTULO VII. LA CONJURACIÓN DE MANILA

La sorpresa organizada por las sociedades secretas chinas, apoyadas por los indígenas, los mestizos y los feroces malayos, había sido intentada, efectivamente, en el momento en que Romero y Than-Kiu llegaban cerca de las murallas de la capital.

Tenía por objeto esa atrevida empresa, como la joven china había dicho, impedir al general Polavieja, comandante en jefe de las tropas españolas que operaban contra los insurrectos al sur de la capital, el asaltar a Cavite, que era el cuartel general de la insurrección, y cuya caída hubiera podido desmoralizar a las partidas insurrectas.

Hang-Tu, el valeroso chino, era el alma de la conjuración. Sabiendo que podía contar con la Guardia civil indígena, que sólo esperaba un momento oportuno para sublevarse contra sus jefes e incorporarse a las partidas insurrectas de Bulacán y de Cavite, Había citado a todos los conjurados en los alrededores del cuartel en la tarde del 25 de febrero del 97 para lanzarlos después por las calles de la ciudad aprovechando el momento en que la población blanca estaba recogida en sus casas después de comer.

No eran muchos los rebeldes, pero estaban bien armados y resueltos a todo. Serían unos trescientos, reclutados entre los tagalos más robustos de los arrabales de Binondo y de Santa Cruz y entre los más valerosos chinos del puerto; pero contaban con que les ayudaría la numerosa colonia de gente de color habitante en los arrabales, y, sobre todo, los malayos, gente valerosa e indiferente a la muerte.

Eran cerca de las seis cuando los conjurados, que hasta entonces se habían limitado a pasearse por los alrededores del cuartel de la Guardia civil tagala, a pesar del intenso calor que se sentía en las calles de la capital, a una señal de Hang-Tu, que acudió allí armado de un fusil de retrocarga y de un revólver, seguido por algunos jefes insurrectos de las sociedades secretas del Soto blanco y del Lirio de agua, se lanzaron sobre el edificio, gritando:

—¡Mueran los españoles! ¡Viva la libertad!

Hang-Tu, que los conducía, derribó de un tiro al centinela que estaba en la garita antes que el desgraciado pudiera dar la voz de alarma.

A aquel disparo siguieron otros, más para aterrorizar a la población que con otro objeto, por el momento a lo menos.

La tropa tagala, al oír los tiros, se asomó a las ventanas, gritando también:

—¡Mueran los españoles! ¡Viva la independencia de las islas!

Rodríguez, teniente de guardia y único oficial que en aquel momento estaba en el cuartel, se lanzó hacia la puerta seguido por un sargento y un cabo españoles, esperando dar a tiempo para cerrarla; pero una descarga le tendió sin vida.

La primera parte de la intentona salió perfectamente. Los rebeldes entraron tumultuosamente en el cuartel, saquearon el almacén de las armas y municiones, y reforzados por las tropas tagalas, que habían abrazado su causa, atravesaron a la carrera el puente del Passig, gritando siempre:

—¡Mueran los españoles! ¡Vivan los tagalos! ¡Viva la independencia!

Había pasado todo tan rápidamente que nadie había podido oponérseles. La guardia misma del puente había huido precipitadamente al verlos venírseles encima, persuadida de la inutilidad de la resistencia.

Necesitaban armas para los habitantes de los arrabales chino, tagalo y malayo, que carecían de ellas; pero Hang-Tu que sabía perfectamente que las había en el cuartel de la Guardia civil de Binondo, llevó hacia allá a los insurrectos.

Contaba con encontrar seria resistencia, pero confiaba en la audacia de los conjurados y en la numerosísima población de los arrabales.

Embistióse vigorosamente al cuartel, contra el cual rompieron un fuego violento los insurrectos conducidos por chino y por los jefes de las sociedades secretas; pero balas de los fusiles no podían hacer efecto alguno contra los fuertes muros del cuartel ni contra la recia puerta, que había sido cerrada y barreada a tiempo.

Se hubiera necesitado de una pieza de artillería para que el ataque pudiera tener algún resultado; pero no había tiempo para desarmar algunos de los prahos malayos andado en el puerto. Las tropas de la ciudad podían acudir de un momento a otro y caer sobre los conjurados por la espalda.

Pero si la fusilería de los conjurados no hacía efecto alguno en el cuartel, la del cuartel causaba daños de consideración en los conjurados. Los soldados, parapetados en las ventanas, lanzaban sobre ellos a mansalva una lluvia de proyectiles.

Ya habían caído bastantes insurrectos y entre ellos algún jefe de las sociedades secretas. A Hang-Tu, que combatía valerosamente a la cabeza de los asaltantes, animándolos con la voz y con él ejemplo, le atravesó una bala el sombrero de fibras de rotang, y a otro de los jefes le dio una bala de rechazo en la frente, abriéndole en ella un surco sangriento.

La empresa podía darse por perdida. La Guardia civil, en lugar de rendirse como los insurrectos esperaban, se preparaba a atacarlos, y para colmo de desgracia distinguíanse ya sobre el puente de Passig fuertes golpes de cazadores que se acercaban. Había que pensar en la retirada o en prepararse a morir vendiendo caras las vidas.

Hang-Tu, furioso por aquella obstinada resistencia, había intentado tres veces quemar la puerta del cuartel arrojando sobre ella haces de leña encendida; pero había tenido que retroceder. Se preparaba ya a escalar las ventanas al frente de un grupo de insurrectos cuando se oyeron voces, seguramente de los menos animosos, que exclamaban:

—¡Los cazadores! ¡Huyamos!

Los insurrectos, al oírlas y al ver salir resueltamente del cuartel, cuya puerta se había abierto de súbito, a la Guardia civil con bayoneta calada, se retiraron precipitadamente.

Alrededor de Hang-Tu sólo quedaron sesenta o setenta hombres, carabineros los más de ellos, chinos y malayos los otros.

—¡A mí, amigos! —gritó el jefe de las sociedades secretas—. ¡Qué vean los españoles y los viles que han huido cómo saben morir los insurrectos!

Pero no estaban en condiciones de hacer frente a la Guardia civil, que se les venía encima. Sin dejar de sostener el fuego se fueron replegando hacia la próxima calle de la Asunción, que en caso de necesidad podía ofrecer un refugio en el arrabal del Tondo, y se detuvieron en una esquina, preparándose a una resistencia desesperada.

Con barriles y muebles levantaron allí a toda prisa una barricada bastante sólida.

Ocupábase Hang-Tu en organizar tras de la barricada a los pocos leales que aún le seguían, cuando por el extremo opuesto de la calle aparecieron, montados en sendos caballos, al galope y cubiertos de espuma, tres hombres y una muchacha envuelta en un amplio y flotante manto blanco.

Creyendo que eran españoles había ya ordenado hacer fuego sobre ellos, cuando los reconoció, pintándose un vivo asombro en su semblante.

—¡Romero! —exclamó.

—Sí, Hang-Tu —respondió el mestizo, que, yendo delante de todos, fue el primero en reunirse con él—. Soy yo, que vengo a morir a tu lado por la independencia de Luzón.

—¡Desgraciado! ¡Y yo que creía salvarte!

—¡Silencio, amigo! ¡No es este momento de hablar, sino de combatir!

Echó rápidamente pie a tierra y se lanzó a la barricada gritando:

—¡Valor, amigos! ¡Peleemos por la libertad!

Than-Kiu se les había también juntado y se había apeado del caballo. Hang-Tu le salió al encuentro. El rostro de aquel hombre que había permanecido inalterable en el peligro, cambió completamente, demostrándose en él una angustia mortal.

—¡Tú aquí también! —balbuceó.

—Vengo tras él —contestó ella con voz tranquila.

—Es que aquí se muere, pobrecita Than-Kiu.

Una triste sonrisa se dibujó en los labios de la muchacha.

—¡Qué importa! —dijo ella—. Así será más feliz la Flor de las Perlas que la Perla de Manila.

—Pero ¿a qué volver aquí cuando os creía ya camino de Salitrán?

—Veníamos a decirte que las tropas que guarnecían la provincia acudían a sofocar la insurrección de la capital. Hemos llegado demasiado tarde; pero así lo ha querido el Destino.

—¿Y has querido seguir a Romero?

—Sí, Hang.

El chino se enjugó el sudor frío que le bañaba la frente.

—¡Pobre Than-Kiu! —murmuró—. Confiemos en nuestro valor y preparémonos a morir como buenos.

—No temo a la muerte, Hang —respondió la joven con energía—. Si me tocan las frías alas del genio de la muerte consideraré la última felicidad caer a su lado.

—Cúmplase la voluntad del tien (Cielo) —dijo resignadamente el chino.

Entretanto, la Guardia civil, mandada por el coronel Fierro, había tomado posiciones frente a la bocacalle y disparaba una granizada de balas contra la barricada, mientras los más audaces se iban acercando, arrimados a los muros de las casas, para apoderarse de ella por asalto.

Los insurrectos, aunque eran tres veces menos que los agresores, se resistían tenazmente, respondiendo con nutridas descargas a sus primeros ataques.

Romero, que en aquellos momentos parecía olvidado de todo, hasta de la Perla de Manila, desafiaba intrépidamente la muerte. Encaramado en un banco, con los ojos centelleantes de audacia, ardiendo en entusiasmo, disparaba incesantemente, gritando:

—¡Viva la libertad! ¡Valor, amigos! ¡La sangre de los mártires no se pierde!

Cerca de él, parapetada tras de un enorme rollo de cáñamo, disparando con admirable calma su linda carabina y dando ejemplo a los más aguerridos, estaba Than-Kiu.

Apuntaba sin precipitación y sin que temblasen lo más mínimo sus minúsculas y delicadas manos, y sólo hacía fuego cuando tenía seguridad de acertar el tiro. Parecía escoger con extremo cuidado a los enemigos que trataban de apuntar al mestizo.

Hang-Tu se había situado en el extremo opuesto de la barricada, y, como Romero, desafiaba sonriente las balas enemigas sin tomarse el trabajo de cubrirse.

La resistencia de aquel grupo de hombres amenazaba prolongarse. Varios de ellos yacían ensangrentados en el suelo; pero los otros seguían resistiéndose y manteniendo a distancia a los enemigos.

Dos veces intentó el coronel Fierro apodera a la bayoneta de la barricada; pero al tratar por tercera vez de hacerlo cayó sin vida, con el pecho atravesado de dos balazos.

De repente algunos insurrectos que se habían ido hacia el extremo opuesto de la calle con objeto de buscar socorro, volvieron precipitadamente hacia la barricada, gritando:

—¡Los cazadores! ¡Sálvese el que pueda!

Al oír Hang-Tu aquellos gritos se arrojó de la barricada, lanzando un aullido de fiera herida, y en dos saltos se puso al lado de Than-Kiu; la levantó entre sus robustos brazos y la puso sobre uno de los cuatro caballos que uno de los malayos tenía de la brida.

—¡Huye! —le dijo.

—¡Nunca! —respondió la muchacha.

—Dentro de pocos momentos no estará vivo ninguno de nosotros.

—¡Yo también moriré!

—¡No quiero, Than-Kiu!

—Entonces huyamos todos. El arrabal del Tondo no está tomado por el enemigo.

Hang-Tu titubeaba. Le parecía una cobardía abandonar aquel lugar tan obstinadamente defendido y teñido en la sangre de tantos de sus compañeros; pero tampoco quería que pereciese la muchacha.

En aquel momento se oyó tocar ataque a las cometas de los cazadores. Un retraso, por breve que fuese, podría costar caro a los defensores de la barricada.

—¡En retirada! —gritó Hang-Tu.

Los rebeldes, al oír la voz de su jefe, se replegaron desordenadamente, mientras la Guardia civil se apoderaba del puesto lanzando gritos victoriosos.

Romero disparó por última vez su fusil sobre los asaltantes, y en seguida saltó en el caballo, mientras Hang-Tu hacía otro tanto echando mano de uno que poco antes habían llevado para él los dos malayos.

Los rebeldes, que habían quedado reducidos a unos cincuenta, se lanzaron tras de sus jefes a través del arrabal del Tondo, haciendo algunas descargas en retirada contra los cazadores, que avanzaban a la carrera.

—¿Adonde vamos? —preguntó Romero a Hang-Tu.

—Si no encontramos obstáculos, trataremos de entrar en los arrabales chino y malayo para sublevarlos.

—Me temo que sea demasiado tarde, Hang. Oigo fuego en esa dirección, y me parece que se va extendiendo.

—Si no podemos llegar hasta allí, nos saldremos al campo.

Los rebeldes se retiraban precipitadamente y en desorden. Los carabineros tagalos seguían a los caballos a la carrera; pero de cuando en cuando se volvían y contestaban al fuego de la Guardia civil y de los cazadores que iban tras ellos.

De los que iban cayendo muertos o heridos nadie se cuidaba. El pánico comenzaba a invadir hasta a los más resueltos.

Hallábanse ya cerca de la iglesia del Tondo, vasto edificio de sólidas paredes, cuando descubrieron algunos soldados al extremo del arrabal. Era una de las compañías que el coronel Ximénez había mandado a los arrabales para tener a raya a la población de color que intentara unirse a los rebeldes.

Otra vez más corrían peligro los fugitivos de ser atacados de frente y de espalda.

—Hang-Tu —dijo Romero deteniendo el caballo—, preparémonos a morir…

—Yo, sí; pero tú, no —contestó el chino, cuya frente se habla oscurecido—. Te encomiendo a Than-Kiu. Sálvala mientras yo protejo tu fuga.

—Sálvala tú; yo, no.

—No aceptaría ella.

—Pues entonces muramos todos.

—O tratemos ambos de salvarla. La partida podemos darla por perdida.

Y alzándose sobre los estribos dijo:

—Amigos: toda resistencia es inútil. Salvaos. ¡Nos veremos en Salitrán!

Metió espuelas al caballo y se lanzó desesperadamente sobre los españoles con el revólver en la mano, izquierda y en la derecha un pesado sable japonés; una de esas armas de ancha y pesada hoja cortantes como navajas de afeitar, llamadas catana.

Romero, Than Kiu y uno de los dos malayos le siguieron.

Los carabineros tagalos y los pocos chinos y malayos a quienes habían perdonado hasta entonces las balas se desbandaron por las calles laterales; pero el grupo mayor, compuesto de treinta hombres, menos dichoso, fue a dar con una columna de cazadores y tuvo que retroceder precipitadamente y hacerse fuerte en la iglesia del Tondo.

Ninguno de aquellos desgraciados podía salvarse, porque, asaltados a un tiempo por todos lados, tuvieron que rendirse después de una breve y desesperada resistencia, siendo después fusilado o desterrados a las Carolinas.

Entretanto, Hang-Tu y sus compañeros tuvieron la suerte de salir ilesos de la primera descarga de la tropa, y se abrieron camino a través de ella, alejándose a toda carrera.

Habiendo sabido, empero, por algunos habitantes del arrabal que todas las salidas estaban tomadas por las tropas, se dirigieron hacia Binondo, después de una breve conferencia, atravesando por las estrechas callejuelas del barrio malayo con la esperanza de encontrar refugio en la casa de las sociedades secretas o en la de cualquiera de sus muchos partidarios.

Abandonaron los fusiles, que hubieran podido delatarlos, y ocultaron los revólveres bajo la ropa, esperando burlar la vigilancia de los españoles, fingiéndose gente pacifica que volvía de dar un paseo.

Los tiros, que todavía seguían oyéndose por acá y por allá, les inquietaban. La tropa del coronel Ximénez perseguía sin tregua a los últimos restos de la rebelión y podía detenerlos por sospechosos y no ignoraban que si caían en sus manos y eran reconocidos no tardarían en ser fusilados.

—Me temo que sea demasiado tarde para salir de Binondo —dijo Hang mirando con angustia a Than-Kiu.

Romero se detuvo, escuchando atentamente los tiros, que se oían cada vez más cercanos. De repente espoleó él caballo, diciendo:

—Ya sé dónde podemos refugiamos.

—¿Dónde?

—En la quinta de Teresita. Sólo distamos de allí trescientos o cuatrocientos pasos.

—¡Cállate!

—¿Por qué, Hang? —preguntó Romero con asombro.

—Than-Kiu no querría seguimos.

—¡Ella! ¿Y por qué?

—No lo sé. ¿Estará deshabitada la quinta?

—Eso espero.

—Sera lo mejor. Apretemos el paso.

Los disparos se oían ya muy cerca y algunos insurrectos se dejaron ver hacia el extremo de la calle corriendo desesperadamente.

Lanzáronse los cuatro jinetes a la carrera deteniéndose poco después delante de un elegante edificio que se alzaba en el fondo d una plazoleta, rodeado de una huerta.

CAPÍTULO VIII. LAS DOS RIVALES

La quinta que el mayor Alcázar, que se contaba entre los españoles más ricos de la colonia, poseía en el arrabal de Binondo, no era uno de esos edificios macizos, semejantes a fortalezas, tan comunes en el casco de la ciudad.

Era un lindo palazuelo de estilo chinesco, con los extremos de la techumbre arqueados hacia arriba y las tejas azules, rodeado por todas partes de un corredor adornado de finas esteras de nipa de variados dibujos y colores, y flanqueado por dos espaciosos cuerpos de edificio destinados a la servidumbre y a los caballos.

Detrás de ese edificio había un extenso jardín en que crecían preciosos árboles de la ñora española e indo-malaya, rodeado de una alta tapia de construcción reciente que terminaba en un graciosísimo quiosco de paredes de piedra y agudo techo coronado por un mástil que sostenía un dragón plateado.

Estaban cerradas las ventanas de la quinta, pero Romero pudo descubrir un rayo de luz a través de las rendijas de una de las persianas.

—Vamos al quiosco —dijo a Hang-Tu, que parecía esperar una respuesta—. Ahí no corremos ningún peligro.

Por desgracia, en aquel mismo momento dos de los rebeldes atravesaban corriendo la plaza, seguidos de lejos por algunos cazadores.

—Es demasiado tarde —dijo Hang.

—Sígueme —le respondió Romero.

Los cazadores los habían visto, y creyéndolos insurrectos habían disparado sobre ellos, pero sin darles. Romero lanzó el caballo a lo largo de la tapia del jardín, que hacia allí una curva, seguido por sus compañeros.

Llegado al quiosco detuvo el caballo, y alzándose en los estribos trepó sobre la tapia, diciendo a Hang-Tu:

—Alárgame a la muchacha.

—Pero ¿y los caballos?

—Déjamelos a mí —dijo el malayo—, que yo haré correr a los españoles.

Romero, que se había puesto a horcajadas sobre la tapia, tomo en sus manos a la joven, qué Hang-Tu le entrego, y se dejó caer junto con ella dentro del jardín, cuya tierra, recientemente removida, amortiguando el golpe, les impidió hacerse daño.

El jefe de las sociedades secretas se había encaramado también sobre la tapia y estaba a punto de reunirse con ellos cuando se presentaron los cazadores.

Sonaron algunos tiros. Cayó uno de los caballos; pero los otros, hostigados por los gritos del malayo, salieron disparados a todo escape.

Hang-Tu se había dejado caer también en el jardín. Como la oscuridad era ya grande confiaba en que no se le hubiera visto.

Los tres fugitivos sintieron a los cazadores pasar corriendo junto a la tapia y después alejarse en persecución de los caballos que iban a la carrera por las calles interiores de Binondo.

—Estamos en salvo —dijo Romero—. Ese valiente muchacho se ha llevado tras de si a los soldados, alejándolos de nosotros. Me temo que no consiga escapar.

—Pram-Li es astuto —respondió Hang-Tu—. Espero que lo encontraremos vivo en Salitrán o en la selva.

—Vamos al quiosco. Conozco el lugar y podremos pasar en el la noche sin que nos molesten.

—¿Pero está deshabitada la quinta?

—Me figuro que no, Hang-Tu. Me ha parecido ver luz en una de sus ventanas.

—¿Y si viniera alguien al quiosco?

—Nadie vendrá. Sólo Te…

Un signo rápido del chino le impidió completar la frase.

—Sigue, mi señor —dijo Than-Kiu, que había puesto gran atención en las palabras del mestizo.

—Dejémonos de conversación, Than-Kiu —dijo Hang—. Ocupémonos ahora en salvarte a ti y en salvamos nosotros.

Romero se abrió paso a través de las plantas del arriate y se dirigió hacia el quiosco, que estaba a oscuras, no percibiéndose claridad alguna en sus ventanas.

Empujó Romero la puerta, que se abrió sin la más leve resistencia, y entró con cierto recelo, temiendo que hubiera alguien dentro.

Detúvose un momento, escudriñando a través de las densas tinieblas en que estaba sumergido el interior del gentil pabelloncito; pero no advirtió la menor señal de que hubiese allí nadie. El corazón del mestizo, que no se había alterado durante la sangrienta lucha de aquella tarde, palpitaba fuertemente en aquel instante.

—Si estuviera aquí Teresita —murmuró adelantándose.

Hang-Tu y la joven china habían entrado también en el quiosco. Parecía éste lleno de flores; tan penetrante era el perfume que en su interior se notaba.

Sus ojos, acostumbrándose poco a poco a la oscuridad, iban distinguiendo vaga y confusamente los grandes vasos de porcelana, las sillas de bambú, las mesitas y las plantas que se elevaban casi hasta el techo y cuyas ramas caían formando elegantes festones.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Than-Kiu, que se había quedado parada en medio de la habitación.

—No lo sé —respondió bruscamente Hang-Tu.

—Pero tú sí lo sabes: ¿verdad, mi señor?

—Españoles —contestó Romero al notar que Hang-Tu le tocaba con la mano como haciéndole una seña.

—Que tú conoces, ¿verdad?

—Sí, Than-Kiu.

—¿Y que son enemigos nuestros?

—Quizás.

—Extraña ocurrencia, mi señor, la de refugiarse en casa de enemigos.

—Silencio, Than-Kiu —dijo Hang con tono imperioso—. Pudieran oímos.

Enmudeció la muchacha; pero Romero creyó oírle murmurar un nombre, al mismo tiempo que se dejaba oír el retintín de su brazalete de oro.

Hang-Tu se acercó a la puerta. Le había parecido oír tumulto en la quinta y ver pasar rápidamente luces tras las ventanas.

—¿Qué puede ocurrir? —murmuró—. ¿No será que los cazadores me hayan visto saltar la tapia, y no habiendo podido alcanzar a Pram-Li hayan vuelto para registrar el jardín?

También Romero había oído voces, que parecían haber venido del otro lado del jardín, y se había reunido rápidamente con Hang-Tu.

—¿Habrán apresado a los rebeldes que trataban al mismo tiempo que nosotros de salvarse en el jardín?

—Me temo que se trate de nosotros —respondió Hang.

—¿Estará la muchacha blanca en la quinta?

—Ayer noche estaba en la ciudad, como sabes.

—La vi hablar contigo. Sin embargo, hay gente en la quinta porque veo luces.

—¿Será Teresita?

—Mejor sería que no fuera ella —respondió el chino con acento sombrío.

—Nos salvaríamos Hang.

—No lo quisiera.

—¿Sigues odiándola?

—Te engañas Romero; no se trata de mí.

—¿De quien pues?

El chino no contesto.

—¿Me has oído, Hang?

—Sí.

—¿Y que?

—Nada.

—¡Hombre misterioso!

Hang-Tu se callo; pero lanzo un suspiro mientras volvía la vista al interior del quiosco para mirar a Than-Kiu, que estaba inmóvil al lado de un gran jarrón japonés que contenía lilas.

Entretanto aumentaba el tumulto en la quinta. Se oían voces y se veían pasar y repasar luces tras de las persianas.

—Romero —dijo el chino después de un rato de silencio—; están registrando la casa.

—Creo lo mismo, Hang.

—Vámonos de aquí antes de que registren el jardín.

—¿Y como? Las tapias son altas y ya no tenemos los caballos para encaramarnos.

—Quizá encontremos algún árbol arrimado a la tapia que puede servirnos para escalarla. No perdamos tiempo si no queremos que nos detengan.

Entro en el quiosco y llamó a Than-Kiu.

—Ven —le dijo—. Estamos en gran peligro.

—¿Tenemos que huir? —pregunto la joven.

—Sí.

—Me alegro —murmuro Than-Kiu.

Ocultos los tres tras las plantas y los arboles que había en los arriates del jardín, fueron siguiendo la tapia, buscando algún árbol cuyas ramas se prestaran al objeto que se proponían; pero habían andado ya cien pasos inútilmente, y se disponían a retroceder hacia el quiosco, cuando Hang-Tu creyó advertir una sombra que se escondía tras un grupo de árboles. Ágil como un tigre se arrojó sobre ella, catana en mano, tropezándose con una mujer que, sobrecogida de terror, grito:

—¡Socorro, que me matan!

El chino, ante él temor de ser descubierto, iba ya a descargar el golpe, cuando oyó exclamar a Romero.

—¡Manolita!

Detúvose Hang-Tu.

—Manolita —dijo—. ¿Quién es esta mujer? ¿Debo o no matarla?

En lugar de contestar, el mestizo se precipitó hada la fiel criada de Teresita, que había caído de rodillas cubriéndose la cara con las manos como para defenderse del golpe, y la levantó del suelo, diciéndole:

—No tengas miedo. Soy yo.

La tagala se quedó mirando al mestizo con aire atónito.

—¡Vos, señor Ruiz! —exclamó.

—Yo, Manolita.

—Os están buscando.

—¿Quienes?

—Los cazadores, que están registrando la quinta.

—¿Saben que soy yo el que buscan?

—Lo sospechan a lo menos.

—¿Se me ha nombrado?

—Sí, señor Ruiz.

—Es imposible que me hayan visto saltar la tapia.

—Se ha dicho que mandabais a los rebeldes que se atrincheraron en la calle de la Asunción y que os han visto huir a caballo acompañado de otros tres.

—¿Y qué más? —dijo con ansiedad el mestizo.

—Que hicieron fuego contra los caballos junto a la tapia del jardín, y que de ellos sólo uno iba montado.

—¿Y piensan que he podido refugiarme en el jardín?

—Sí, señor Ruiz. —¡Maldición!

—Yo he venido antes que ellos para saber si era cierto y salvaros.

—¿Tú?

—Teresita está aquí.

—¿Ella aquí? ¡Lo sospechaba! Pero ¿desde cuándo?

—Desde esta mañana.

—¿Qué hay que hacer, Manolita?

—Volver al quiosco.

—Lo registrarán los cazadores.

—Ya hará mi ama por evitarlo. ¡Huid pronto!

Romero y Hang-Tu se apresuraron a obedecer, comprendiendo la inminencia del peligro; pero la joven china permaneció inmóvil.

—Ven —dijo Hang. Ella hizo un ademán nativo con la cabeza—. Te matarán si te quedas ahí.

—¿Qué importa? —respondió ella con voz sombría.

—Harás que lo maten a él también —le dijo Hang-Tu al oído—. El tiempo cicatrizará la herida.

—No, Hang.

—Pero la Flor de las Perlas puede hacer que se abra otra, ¿me comprendes?

Than-Kiu lo siguió sin responder. Apenas estuvo dentro del quiosco se acercó a Romero, que estaba parado en medio de la salita con los ojos clavados en el jardín, espiando quizás la venida de Teresita, y poniéndole la mano en el hombro le preguntó a rajatabla:

—¿A quién deberá la vida Than-Kiu?

Ya no tenía la china el acento de dulzura que el mestizo había advertido en ella al verla por primera vez. Su voz se había vuelto imperiosa, seca y de un timbre casi metálico.

—¡Than-Kiu! —dijo Hang en tono de reproche.

Pero la joven no le escuchaba.

—¡Contesta! —dijo a Romero con violencia.

—¿Qué a quién? —respondió el mestizo sorprendido de aquel tono amenazador—. ¿Qué te importa qué sea una española quien nos salve?

—Pero esa española se llama la Perla de Manila; ¿es cierto?

—¡Than-Kiu! —repitió Hang.

—¿Pero qué quieres decir, muchacha? —preguntó el mestizo.

—Que será la Perla de Manila quien haya salvado a la Flor de las Perlas.

—¿Y tú no quieres?

Than-Kiu, en lugar de responder, dejó escapar una risa estridente, que resonó siniestramente en las tinieblas.

—¡Muchacha! —exclamó Romero—. ¿Odias, pues, a Teresita?

—No; pero la mujer blanca matará a la mujer de la tierra del sol; la perla de las islas quebrantará a la perla del Río Amarillo.

—¡Cállate, Than-Kiu! —dijo Hang con voz sorda—. ¡Cállate!

Pero la hija del Celeste Imperio prosiguió diciendo con acento triste y casi sollozando:

—Than-Kiu no volverá a ver las cúpulas doradas de la tierra natal. El lirio no vive en tierra extraña. Es su destino.

—Pero tú… ¿me quieres quizás? —preguntó Romero, que al fin lo comprendió todo.

—¡Cállate, desgraciada! —exclamó Hang-Tu.

Una sombra blanca apareció en la puerta diciendo:

—¡Romero, Romero!

—¡Teresita! —contestó el mestizo.

La española entró precipitadamente, lanzando una exclamación de alegría que fue contestada por un sollozo que resonó en el rincón más oscuro de la estancia.

Manolita entró tras ella, y después de cerrar la puerta y las persianas del quiosco para que no pudiera verse desde afuera el interior, encendió una lámpara que había sobre una mesa.

Apenas advirtió Teresita la presencia de Hang-Tu y de la china, se separó bruscamente de Romero.

Cruzáronse las negras miradas de la española y de la china. Ambas eran agudas y amenazadoras como las hojas de dos puñales.

—¿Quién es esa muchacha? —preguntó al fin Teresita, con los dientes apretados, dirigiéndose a Romero.

Hang-Tu se adelantó y dijo:

—Mi mujer.

La joven española respiró profundamente, como si saliera de un estado de emoción violenta que hubiera amenazado sofocarla. También fue poco a poco dulcificándose su mirada.

—¡Tu mujer! —murmuró—. ¿Es verdad. Romero?

—Sí, Teresita —contestó medio turbado el mestizo.

Than-Kiu estaba inmóvil y silenciosa, pero tan pálida, que temiendo que le faltaran las fuerzas para sostenerse se había apoyado en un gran jarrón japonés en que crecía una peonía chinesca de flores de color de fuego y había escondido el rostro tras una de sus anchas hojas para no presenciar aquella escena, tan desagradable para ella.

Hang-Tu, que estaba cerca, pudo ver el brillo de sus lágrimas, semejantes a perlas, que enturbiaban sus ojos. La pobre hija de la tierra del sol lloraba en silencio, sin que ningún sollozo dejase comprender el dolor de que estaba poseída.

Teresita volvió los ojos a Romero y lo miró fijamente, como para descubrir si eran sinceras las palabras que acababa de pronunciar. Después se lo llevó hacia la ventana diciéndole:

—¡No conoces todavía a las hijas de la vieja España!

—Te quiero, Teresita —díjole muy bajo el mestizo—. Tú lo sabes y tienes pruebas de ello.

—Es verdad. Romero, perdóname; estoy loca —dijo la joven con voz dulce—. No se afronta la muerte, como lo hiciste tú la otra noche al venir a la ciudad, si no se ama. Pero ¿por qué has venido con esos chinos?

—Vienen huyendo conmigo.

—¿Y no te han herido mis compatriotas?

—No, Teresita.

—¡Loco! ¡Exponerte de ese modo cuando estoy temblando a cada momento por tu vida! ¡Acabarán por matarte, Romero!

—También pelea tu padre.

—Pero es por el honor de la bandera.

—Y yo por el honor de la mía, Teresita.

—¿Pero no sabes que te buscan? ¿No sabes que en este momento están registrando la quinta para prenderte y matarte?

—Lo sé, Teresita.

—¡Pero yo te salvaré, amigo mío! —exclamó la joven con energía—. Mis compatriotas no te arrancarán de mi lado.

—Haces traición a tu patria.

—¿Mi patria? Tú eres mi patria en este instante. Tú eres quien está ahora en peligro, no la vieja España. ¡Maldita guerra! que pone enfrente a hombres por cuyas venas corre la misma sangre; que los incita a destruirse y que hace reñir al hijo contra su madre.

—Ama —dijo Manolita interrumpiéndola—, ahí vienen.

—¿Los soldados? —preguntó la joven estremeciéndose.

—Sí, ama; siento sus pasos.

—No entrarán aquí estando la hija del mayor Alcázar. No temas. Romero; tendrían que pasar sobre mi cuerpo.

—Puedes comprometerte a los ojos de tus compatriotas —le dijo Romero—. Tiemblo al pensar que pueda decirse un día que la hija del comandante Alcázar protegía a los rebeldes mientras su padre combatía contra ellos. Si mi destino es morir, deja que se cumpla la voluntad de Dios y…

Teresita le cortó la palabra poniéndole un dedo en los labios. Hizole señas para que no se moviera; corrió rápidamente la cortina de percalina rosada, escondiéndole tras ella, mientras Manolita hacía lo mismo con Hang-Tu. Cubrió la lámpara con una pantalla de vidrio azul oscuro para disminuir la claridad de la sala. Después, acercándose a Than-Kiu, que no se había movido, le dijo:

—Ni una palabra, o estáis perdida.

La Flor de las Perlas no contestó ni levantó la cabeza, que tenía oculta tras de las hojas de la peoni.

Sintió una sacudida que conmovió su cuerpo; pero se tranquilizó, al punto.

Sentíase acercarse gente al quiosco y rumor de palabras que se cruzaban rápidamente.

—¡Abrid! —dijo una voz imperiosa.

Teresita, tranquila serena y resuelta a todo, no dejó que se repitiera la intimación, y mientras sostenía la lámpara con la mano izquierda levantaba la falleba de la puerta, diciendo con voz, colérica:

—¿Qué se ofrece?

CAPÍTULO IX. EL ODIO DE HANG-TU

De pie en la última grada, con la frente ceñuda, centelleantes los ojos, el negro pelo suelto sobre la espalda, la joven española tenía cara de no dejarse imponer ni intimidar.

Encontróse enfrente de un joven oficial de cazadores que llevaba el sable desenvainado en la mano derecha y un revólver en la izquierda, y le dijo fríamente, dejando caer sobre su rostro la luz de la lámpara qué llevaba en la mano:

—¿Qué hay?

El teniente, que seguramente no esperaba encontrarse con aquella jovencita ni semejante acogida, se quedó parado sin acertar por lo pronto a responder.

—¡Vamos, hablad! —dijo Teresita impaciente.

—Pero… señorita —balbuceó—; buscamos a los insurrectos.

—¡Insurrectos! —exclamó ella con estupor—. ¿Os estáis burlando de mí señor?

—¡No, por Dios, señorita! Se les ha visto entrar en este jardín.

—Pues buscadlos en el jardín.

—No los hemos encontrado ni en la casa ni en el jardín, señorita.

—¿Y pensáis que pueden encontrarse qui dentro?

—Pero… no sé…

—Señor teniente, ¿sabéis quién vive aquí?

—El comandante Alcázar.

—Pues yo soy la hija del mayor Alcázar —dijo ella con altivez.

El teniente, desconcertado y sorprendido, dio dos pasos atrás.

—Si queréis entrar en el quiosco a ver si la hija del mayor Alcázar tiene insurrectos escondidos, hacedlo —prosiguió diciendo la jovencita con ironía—. Pasad adelante, señor teniente…

—Perdón, señorita. Si hubiese sabido que estaba aquí la hija del mayor, no me habría atrevido a molestarla.

—Habéis cumplido con vuestro deber, y nada tengo que perdonaros —dijo Teresita con voz más dulce—. Yo creo que os han engañado al deciros que habían entrado insurrectos en el jardín, porque ni mis criados ni yo hemos visto a nadie. Hemos oído tiros, es cierto; pero ha sido al otro lado de la tapia.

—Sin embargo, señorita, se ha visto detenerse junto a la tapia a varios sujetos montados en veloces caballos.

—Pero pueden haber seguido huyendo…

—Así habrá sucedido sin duda —respondió el teniente—. Mis cazadores han registrado todo el jardín y no han visto a nadie. Es una verdadera desgracia, señorita, que se hayan escapado; porque se sabe que dos de ellos eran sujetos muy peligrosos, cabecillas de los principales de la insurrección.

Teresita sintió correr un escalofrío por su cuerpo; pero disimulando su enojo, dijo:

—¿Y quiénes eran?

—El mestizo Romero Ruiz y el chino Hang-Tu. Han sido los que han estado defendiendo encarnizadamente la barricada de la calle de la Asunción.

—Quizás estén a estas horas camino de Bulacán.

—O de Cavite, señorita. Perdonad la molestia.

—Buenas noches, señor, y buena suerte.

Inclinóse galantemente el teniente, volvió el sable a la vaina y se dirigió hacia la casa, seguido de diez o doce cazadores que habían registrado en vano los alrededores del quiosco.

Teresita esperó a que desaparecieran; en seguida volvió a cerrar la puerta, y, mientras Manolita reanimaba la luz de la lámpara, descordó la cortina que ocultaba a Romero, diciéndole con voz gozosa:

—Estás en salvo, valiente mío.

—Gracias Teresita —dijo hondamente conmovido el mestizo—. Te debo la vida.

—Ya ves que no me ha costado mucho —dijo la joven riendo y llorando a un mismo tiempo—. ¡Ah! ¡Si pudiese yo disponer de ti!

—¿Qué liarías, Teresita?

—No te dejaría ir al campo insurrecto.

—Sería imposible, niña mía. Se diría que Romero era un cobarde.

—Pero tus compañeros quizás no aman.

—A las muchachas blancas como tú, no.

—¡Romero!

—No maldeciré al Destino que te ha puesto ante mis pasos; y luego…

Interrumpióse para añadir con tristeza:

—Ha llegado el momento de separarnos.

—¿Te vas? —preguntó la joven vivamente emocionada—. ¿Vas a irte en este momento exponiéndote a caer en una emboscada? ¿Pretendes que te maten ante mis ojos?

—La oscuridad me protegerá. Mañana sería tarde.

—¿Y adonde vas?

—A Salitrán o a Cavite.

—¡Vas a la muerte! Romero.

—No —dijo Hang-Tu, que había salido de su escondite y se les había acercado—. No morirá, porque Hang-Tu velará por él.

Después, clavando en la jovencita una extraña mirada, añadió sonriendo amargamente:

—Te odiaba, Perla de Manila, como odiaba a tu padre, que me ha condenado a muerte y que me habría fusilado si no me hubieran salvado mis amigos. Todo lo perdono; tienes la palabra de Hang-Tu. Algún día quizás comprenderás cuántas gotas de sangre le cuesta ese perdón al corazón de Hang-Tu y cuántas lágrimas a los hermosos ojos de una mujer.

Asió bruscamente de un brazo a Than-Kiu, separándola del gran jarrón japonés a que estaba arrimada, y antes de que Teresita, atónita ante aquel misterioso lenguaje, abriese los labios para pedirle una explicación, se dirigió hacia la puerta, diciendo:

—Salgamos si queremos ver el día de mañana.

Había abierto la puerta y se disponía a bajar al jardín, cuando se detuvo repentinamente y volvió a entrar en el quiosco llevando la mano a la empuñadura de la catana.

Un hombre, un oficial, con el sable desenvainado en la siniestra, se hallaba de pie en el último escalón.

—¡Él!… —exclamó el chino con indefinible acento de odio.

Entró rápidamente el oficial cerrando tras si la puerta.

Era un hombre como de cuarenta años, de alta estatura, moreno, de bigotes negros, algo canoso y de facciones enérgicas.

La mirada centelleante de sus ojos, negros como los de la Perla de Manila, se clavó amenazadora, primero en el mestizo y después en la joven española.

—¡Vos aquí! —dijo con voz iracunda.

Teresita lanzó un grito de terror y cayó de rodillas, exclamando:

—¡Mi padre!

El mayor Alcázar, pues él era, dio dos pasos hacia Romero apuntándole al pecho con el revólver y diciendo:

—¡Vais a morir, señor Ruiz!

El mestizo no pestañeó siquiera. Con los brazos cruzados dijo al comandante:

—¡Disparad! ¡No me defiendo!

Pero Teresita, dominado el terror del primer instante, se levantó de pronto, interponiéndose entre ellos, y dijo a su padre con voz casi amenazadora:

—¡Tú no le matarás, padre mío!

Than-Kiu no gritó; pero sacó un revólver que llevaba oculto en la faja, y apuntándolo contra el mayor se adelantó dos pasos.

Hang-Tu, al ver el ademán de la joven china y la mirad amenazadora de sus ojos, le detuvo el brazo, diciéndole e; voz baja:

—No, Than-Kiu.

El mayor Alcázar que parecía ciego de cólera, trató de separar a su hija; pero ella se resistió, repitiendo con energía:

—¡Tú no le matarás, padre mío!

—¿Y eres tú quien impide matar a ese rebelde? —preguntó el español.

—Sí, porque tú no puedes matar al salvador de tu hija.

—¿Salvador de mi hija?

—¡Sí! me salvó de los parangs de los moros, padre mío.

El mayor bajó el brazo. Apagóse el rayo de ira que fulguraban sus ojos. Dejóse ver un movimiento de emoción en su cetrino y fiero semblante.

—¿Fue él quien te salvó? —preguntó con voz tranquila.

—Sí, padre; y sin él no tendrías ya a tu Teresita.

—¿Y era él quien peleaba esta tarde en la calle de la Asunción?

—Sí, mayor —dijo Romero.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí. Romero Ruiz? Quiero saberlo. Hubierais hecho mejor en permanecer lejos d Manila.

—No temo a la muerte, mayor Alcázar.

—¿Y si os hiciera prender?

—Hacedlo —contestó fríamente Romero.

—¡No lo harás, padre mío! —dijo Teresita—. Tú no puedes perder por dos veces a este hombre. Los españoles son generosos y no cometen una vileza. Además, yo quiero a este hombre.

—Es un rebelde —dijo el mayor con amargura.

—Es un valiente, padre mío.

—Que vuelve sus armas contra tu padre.

—No —contestó Romero—. Las vuelvo contra España, señor. Vos combatís por vuestra bandera y yo por la que han levantado mis hermanos de color.

—Una bandera que se arriará pronto, señor Ruiz.

—¡Quién sabe!

—Sofocaremos la insurrección, no lo dudéis.

—Y nosotros sabremos morir como valientes.

—Vos sois valiente, ya lo sé; pero los otros… Mejor habríais debido vos, que tenéis en vuestras venas sangre española abrazar nuestra causa. En lugar de eso habéis abierto un abismo entre nosotros. ¿Me comprendéis?

Envainó el sable y dirigiéndose a la puerta, dijo bruscamente:

—Seguidme.

—¡Padre mío! —exclamó Teresita poniéndose delante de Romero.

—El mayor Alcázar va a pagar a Romero Ruiz la deuda que con él tiene contraída.

—¿Vais a salvarlo?

—O a perderlo.

—¿Qué queréis decir?

—Lo sabréis cuando la insurrección reciba el golpe de gracia.

—¡Ahí! ¡Tú me lo matas!

—Yo no; lo matará la guerra.

—Pero yo le quiero, padre mío.

—¡Una hija de la vieja España no debe querer a los enemigos de su patria! —dijo el mayor con voz bronca.

—Es que me ha salvado la vida.

—Y yo voy a salvar ahora la suya. ¡Ea!, seguidme, o será tarde.

Viendo titubear a Romero, lo asió de un brazo y se lo llevó consigo. Siguióles Hang-Tu; pero Than-Kiu, antes de salir, se detuvo delante de Teresita. Los ojos profundos y aterciopelados de la china, que habían perdido toda dulzura, se clavaron en los de la española, que estaban preñados de lágrimas. Una llama sombría brillaba en la mirada de la hija de la Tierra del Sol.

—Los ojos de la Flor de las Perlas han llorado mucho —le dijo con acento salvaje—; pero los de la Perla de Manila han de llorar todavía y con lágrimas de sangre.

Alejóse apresuradamente, reuniéndose con Hang-Tu.

El mayor Alcázar marchaba aprisa y en silencio al lado de Romero. Siguió por un rato la tapia del jardín hasta llegar a un postigo de hierro que daba a la calle y que abrió.

Al salir se tropezaron con dos cazadores que estaban en acecho en una esquina, y que les dieron el quién vive.

—Soy el mayor Alcázar —contestó éste—. ¡Abrid paso!

Una callejuela que serpenteaba entre otras tapias de jardines se abría ante ellos. Siguiéronla apretando el paso. Al llegar al extremo de ella se encontraron otros dos centinelas, que también les dejaron pasar al reconocer al mayor.

A una sola palabra de éste, los tres insurrectos habrían sido presos; pero el leal soldado cumplía escrupulosamente su promesa a pesar de saber que proporcionaba a la insurrección dos de sus más valerosos caudillos, que podrían un día crear grandes dificultades a las tropas españolas.

Al llegar al extremo de la calle, ya en campo abierto, en el cual había plantíos de caña de azúcar, se detuvo el mayor y miró atentamente a uno y otro lado. Después, volviéndose hacia Romero, le dijo:

—Ahora una explicación, señor Ruiz.

—Hablad —dijo éste.

—¿Cómo estabais en mi casa?

—Entramos en ella huyendo de la persecución de los cazadores.

—¿Os esperaba mi hija?

—No, señor Alcázar. Ella no sabía que nos habíamos refugiado en el quiosco.

—¿Queréis un consejo? Pues olvidadla.

—Es que ella me quiere.

—Pero yo os aborrezco, señor Ruiz.

—¡Ah! Es verdad —dijo Romero con amargura—. Yo soy de sangre mezclada: un mestizo.

—No os odio por eso, sino porque sois un enemigo de España que nos costará ríos de sangre. Sin vuestro concurso, no tardaría quince días en estar dominada la insurrección; mientras que ahora. Dios sabe si nuestra bandera ondeará en Cavite. Sé cuánto valéis, Ruiz, y cuánto se os teme. ¿Queréis a Teresita? Pues dejad la insurrección.

—¡Oh, nunca! —exclamó Romero—. Por nada de este mundo hada traición a mis hermanos.

—¡Pues sea!

Y mostrándole el campo desierto que se extendía delante de ellos, le dijo:

—Idos. Sois libre; pero cuento con que algún día nos encontraremos.

—Me dirijo a defender a Salitrán.

—Espero que allí nos veremos. Adiós. Os he pagado mi deuda.

Volvió hacia el arrabal; pero Hang-Tu le cortó el paso. Levantóse el chino el ancho sombrero que hasta entonces habla llevado hada abajo medio ocultándole el rostro, y con el revolver en la mano le dijo:

—Mayor Alcázar, ¿me conocéis?

—¡Hang-Tu! —exclamó el español.

—Si, Hang-Tu soy; el jefe de las sociedades secretas a quien habéis condenado a muerte. Podría mataros, pero os perdono. Me habéis salvado hoy la vida y ahora soy yo quien renuncio a quitaros la vuestra. Nada os debo, pues, y puedo seguir odiándoos como antes. ¡Adiós!, o por mejor decir, ¡hasta que nos veamos en Salitrán!, comandante Alcázar.

CAPÍTULO X. POR TIERRA INSURRECTA

Los dos insurrectos y Than-Kiu apretaron el paso para no ser sorprendidos antes del día por las patrullas de tropa que sin duda se habían concentrado en los alrededores de la capital.

Guiábalos la muchacha china, muy enterada de las posiciones ocupadas por las tropas del general Polavieja, que operaban contra Cavite, y por las de los generales Lachambre y Cornell, que se proponían apoderarse de Salitrán y de la ribera del Imus.

En lugar de tomar por el camino de la costa que va por las Pinas, se dirigieron hacia el sureste, acercándose a las montañas que bordean la vasta Laguna de la Bahía, donde nace el río Passig.

Hang-Tu, que tenía plena confianza en la sagacidad de a muchacha, y Romero, ambos silenciosos y preocupados por los sucesos de aquel día, la seguían sin preguntarle adonde los llevaba.

Hacía una noche oscurosísima que favorecía su fuga, una neblina que empujaba el viento desde el golfo de Manila hacia las montañas de la Laguna cubría el cielo, ocultando por completo la luz de la luna y de las estrellas.

Ni un alma se encontraron en los vastos campos cultivados que iban atravesando; sólo de cuando en cuando oían a lo lejos los ladridos de los perros de las cabañas de los pobres labradores tagalos y chinos.

Volaban en derredor de ellos muchas aves nocturnas y esos grandes murciélagos tan comunes en las islas malayas y en el archipiélago filipino, que tienen el cuerpo de cuarenta centímetros de largo y un metro de punta a punta de las alas.

Than-Kiu marchaba con paso rápido. Aquel cuerpecito al parecer tan delicado, debía de poseer resistencia extraordinaria. Hubiérase creído que bajo su piel diáfana se ocultaban músculos de acero.

Condújolos a través de campos de caña de azúcar y de índigo, sin detenerse un solo instante, siguiendo luego por la orilla de una selva de palmas y de helechos arborescentes cuando de pronto acortó el paso.

Temíase, sin duda, alguna sorpresa desagradable o sospechaba la existencia de algún peligro, porque se detenía con frecuencia para explorar con la mirada el camino.

—¿Qué temes? —le preguntó Hang-Tu acercándosele—. Todavía no sé por dónde nos llevas.

—No me lo habéis preguntado —contestó Than-Kiu.

—Es que tú sabes el camino mejor que yo; pero me parece que no vamos hacía las Pinas.

—Es que allí están las tropas del coronel Arizón.

—Pero me han dicho que los nuestros están sobre el Imus.

—Si; vigilados por las compañías primera y segunda de los cazadores del general Zabala. —Podríamos pasar entre ellas.

—Iríamos a dar en las brigadas del general Cornell.

—Sabes más que los mismos generales —dijo Hang-Tu sonriéndose—. ¡Cuánta inteligencia en esa cabecita!

Romero había permanecido callado; pero contemplaba con admiración a la joven china. Le parecía mentira que supiese tanto aquella niña y que estuviera tan enterada de los movimientos y posiciones de las tropas españolas.

—¿Adonde quieres llevamos, Than-Kiu? —preguntó Hang.

—Hacia la Laguna. Allí no hay tropas.

—¿Y llegaremos a tiempo para organizar la defensa de Salitrán?

—Los caballos de la isla corren como el viento, el ataque contra Salitrán no será tan pronto.

—¿Pera dónde vamos a encontrar caballos?

—Yo sé dónde, y quizás encontremos a Pram-Li. Venid.

—Una pregunta más: ¿temes que haya españoles en este bosque?

—Todo pudiera ser. Sabiendo que hay espías insurrectos quizás hayan preparado alguna emboscada.

—Es una advertencia preciosa —dijo Hang desenvainando la catana y empuñando el revólver—. Ponte detrás de nosotros, Than-Kiu.

—Than-Kiu no se deja sorprender —contestó la joven— ni teme tampoco a la muerte.

Prosiguió el camino, pero siempre con precaución y revólver en mano, porque no sólo había que temer a los españoles que pudiera haber en el bosque, sino también a las serpientes, abundantísimas en las provincias meridionales de Luzón, no faltando tampoco otros reptiles venenosos cuya mordedura produce una muerte instantánea, habiendo otros de enorme tamaño que no baja a veces de treinta pies.

No parecía que en aquella selva hubiese tan peligrosos huéspedes porque no se oía ningún silbido de los que indican su presencia. Solían verse, en cambio, saltando sobre la hierba, a manera de ranas, ciertos animalitos de quince o veinte centímetros con grandes ojos redondos que brillaban como luciérnagas.

Eran tarsos espectros, los seres más extraños que puede imaginarse, y una de las más curiosas singularidades del archipiélago filipino. Son animales nocturnos que viven escondidos en los bosques. Tienen la cabeza parecida a la de las ranas, pero con el hocico de forma puntiaguda, boca grandísima, ojos amarillos, redondos, grandes y fosforescentes; orejas como dos cucharas de mango muy corto, las patas de delante muy cortas y terminadas en dedos huesudos y nudosos, y las de atrás tres veces más largas y desprovistas de pelo hasta la mitad de su longitud. Su pelo es finísimo, algo lanoso, pardo amarillento, menos en la cabeza, que es blanca.

Tienen los isleños a esos animales por espíritus malignos, huyen de ellas; pero Than-Kiu no hacía caso de tales supersticiones y ponía toda su atención en la arboleda, temiendo la proximidad del enemigo.

Habría ya andado como media milla, avanzando muy lentamente seguida de cerca por Hang-Tu y Romero, que había empuñado también el revólver, cuando se detuvo de pronto.

Un objeto indefinible le había pasado por delante, produciendo un silbido agudo.

—¿Qué significa ese silbido? —preguntó Romero.

—Como ese los he oído yo alguna vez en mi tierra —dijo Hang-Tu—. Es una señal.

—Sí —dijo Than-Kiu—. Me ha pasado por delante una flecha de guerra.

Indicó a sus compañeros que no se movieran, y se adelantó ella hacia un bosquecillo de gambir, volviendo al poco rato con un objeto en la mano, que les enseñó. Era una flecha como de un metro de larga, pero que llevaba en la punta un pito en vez de hierro.

—Debe de haberla disparado un chino —dijo Hang-Tu—. Nuestros soldados se valen de flechas de esa clase como señales nocturnas.

Than-Kiu, comprendiendo que les amenazaba algún peligro, retrocedió apresuradamente hacia un palmar, cuyos troncos sostenían festones de pimienta silvestre.

Hang-Tu y Romero se le pusieron a los lados para protegerla en caso de que los atacaran los españoles.

Pasados algunos minutos sintieron en la copa de un frondoso pombo, árbol enorme que produce naranjas tamañas como la cabeza de un niño, y que distaba como cincuenta pasos de ellas, un ruido de hojarasca como el que se hace cuando se pasa a través dé la maleza.

Hang-Tu y Romero, que habían levantado la vista, vieron pronto a un hombre que bajaba por un árbol agarrándose a los bejucos que envolvían su enorme tronco.

Parecía ser de agilidad extraordinaria. Detúvose al llegar al suelo y se dirigió en seguida, arrastrándose, hada el palmar en que estaban ocultos los fugitivos.

—¿Será un espía de los españoles? —dijo Hang-Tu disponiéndose a disparar su revólver.

—No —le dijo Than-Kiu bajándole el brazo—. Es de los nuestros.

—Tú sabes muchas cosas que yo ignoro —le contestó el chino.

—Sé dónde están los puestos de los insurrectos encargados de vigilar los movimientos de las tropas españolas.

—Ya lo veo, Than-Kiu.

El hombre, después de adelantarse un poco, se detuvo y se escondió detrás del tronco de una arenga sacharifera.

—¿Eres tú, Sheu-Kin? —preguntó la muchacha en voz baja adelantándose un paso.

Avanzó rápidamente el interpelado hada las plantas sarmentosas dé pimienta silvestre, diciendo:

—Me había figurado que erais insurrectos, y lancé una flecha de aviso para deteneros. Habéis hecho bien, porque los españoles sorprendieron ayer noche el puerto de observación. Me alegro de volver a verte, Than-Kiu.

Sheu-Kin era, como lo indicaba su nombre, un chino como de diez y ocho años, pero de apariencia vigorosa. Tenía aún en la mano el arco con que había disparado la flecha del aviso; pero llevaba a la cintura un revólver y un largo cuchillo.

—Eres un fiel y valeroso mozo —le dijo Than-Kiu—. Sabía que no me engañaba al encomendarte la vigilancia de este bosque. ¿Se han marchado los españoles?

—No, Than-Kiu. Hay como dos docenas de hombres acampados alrededor del puesto.

—La cosa es seria. Había venido aquí en busca de armas y de caballos para mí y para mis compañeros.

Los tendréis —contestó el joven chino—. Mi perro me avisó de la presencia del enemigo antes de que entrase en el bosque y pude huir llevándome los caballos de los correos llegados ayer de la ribera del Imus.

—¿De la ribera del Imus? ¿Qué noticias traían? —preguntó Hang-Tu.

—Habla —dijo Than-Kiu al muchacho viendo que éste titubeaba después de haber mirado recelosamente a Hang-Tu a Romero—. Mis compañeros son dos jefes insurrectos.

—Malas noticias —respondió Sheu-Kin—. El general Lachambre se disponía a atacar las posiciones insurrectas del camino del Imus.

—¿Para dirigirse a Salitrán? —preguntó Romero.

—Sí —respondió el chino.

—Entonces tenemos que damos prisa, Hang-Tu.

—Lo veo —dijo el jefe de las sociedades secretas—. Si cae Salitrán no podrán resistir mucho tiempo Cavite ni Novaleta contra el ataque combinado de las fuerzas de mar y tierra.

—Guíanos, Sheu-Kin —dijo Than-Kiu—; tenemos mucha prisa.

El joven chino se levantó y echó a andar ocultándose entre los macizos de sontar, de helechos arbóreos, de betel, de areca, de sagú y de plátanos, cuyas grandes hojas producían sombras tan profundas que no se veía a tres pasos de distancia.

Than-Kiu, Hang y Romero tenían que ir muy cerca del chino, sin perderle un momento de vista, para evitar los troneos de las plantas y los enormes bejucos que se cruzaban y entrelazaban en todas direcciones.

Sheu-Kin parecía poseer la vista de los animales nocturnos, porque marchaba muy de prisa y sin vacilaciones, evitando todos los obstáculos del camino.

Después de diez minutos de marcha, advirtió a sus acompañantes que llegaban a una bajada del terreno. Les pareció a Hang-Tu y a Romero que descendían a un oscuro valle, o mejor a una garganta cuyos flancos estaban cubiertos de plantas de hojas gigantescas que se cruzaban sobre sus cabezas y que no dejaban apenas ver el cielo.

—¿Por dónde vamos? —preguntó Hang.

—Sheu-Kin lo sabe —contestó Than-Kiu, que iba inmediatamente detrás del joven chino.

Pronto comenzó a ensancharse aquella garganta, viéndose alguna más claridad. Las plantas estaban más separadas; pero los flancos del desfiladero seguían siendo altísimos y se veían en su cima corpulentos y frondosos árboles.

Sheu-Kin se detuvo ante una caverna que parecía internarse en el flanco de la garganta.

—Esperadme —dijo.

Entró en la cueva y volvió a poco con tres caballos ensillados y embridados, que llevaban sendos fusiles pendientes de los arzones.

—Son vuestros —les dijo—. Los correos se procurarán otros en Manila. Se les ha advertido ya de la sorpresa del puesto por los españoles.

—¿Es necesaria tu presencia en este bosque? —le preguntó Than-Kiu.

—Esperaba a la madrugada para huir a Salitrán. Creo que de aquí en adelante no volverá por aquí ningún insurrecto en busca de caballos ni de armas.

—Pues ven con nosotros.

—Es que no tenemos sino tres caballos —dijo Hang.

—Sheu-Kin irá a la grupa del mío —respondió la muchacha.

Montaron y se pusieron en camino. El joven chino, que iba a la grupa de Than-Kiu, dispuso que se internaran en el desfiladero para volver a ganar el bosque y dirigirse por dentro de él hacia la Laguna, evitando los destacamentos españoles que pululaban en torno de la capital.

Comenzaba a despejarse el terreno; pero era bastante áspero, cortado por grietas, pedruscos caídos quizás de las alturas y viejos troncos de árboles. Los caballos, que eran vigorosos y de buena casta, sorteaban aquellos obstáculos y parecían impacientes por salir a lo llano para emprender la carrera.

El chino aconsejaba a sus acompañantes que fueran con tiento, por no estar seguro de que no estuviera tomada por los españoles la entrada de aquella angostura. Podían también quizás haber advertido la presencia de aquellos viajeros nocturnos y tenderles una emboscada.

Hacía las cuatro de la madrugada, comenzando a clarear, llegaban los fugitivos al extremo de la garganta. Ante ellos se extendía la selva tenebrosa.

—Vayamos despacio —dijo Sheu-Kin.

En aquel instante sé oyó un ¡quién vive!

—¡España y Luzón! —gritó el chino.

Y volviéndose hacia Hang-Tu y Romero, les dijo:

—Hay que dar una carga si queremos salir de esta ratonera.

El jefe de los hombres amarillos y el mestizo se pusieron delante de Than-Kiu y lanzaron los caballos a la carrera, preparando los fusiles.

Veíanse algunas sombras moverse en el lindero del bosque, pareciendo que trataban de cortarles el paso.

—¡Fuego! —exclamó Hang-Tu.

Sonaron tres estampidos y después pasaron los tres caballos con la rapidez del huracán entre unos cuantos soldados, que se echaron precipitadamente a los dos lados para no ser atropellados.

Advertidos del engaño hicieron una descarga sobre los fugitivos.

El caballo de Than-Kiu, que era él último, hizo un movimiento brusco y lanzó un gemido de dolor, pero siguió corriendo. La muchacha se sostuvo en la silla, pero notó que el pobre animal estaba herido.

—¡Sheu-Kin! —exclamó.

—Déjalo que siga corriendo mientras pueda —le dijo el chino, que se sostenía agarrado a la silla.

Romero había oído el grito de la joven.

Refrenó su cabalgadura, obligándola a moderar la velocidad de su carrera para dejarse alcanzar por Than-Kiu. Al pasar ésta por su lado, la sacó con sus robustos brazos de la silla en que iba y la trasladó a la suya.

No pudo ser más oportuno, porque pocos momentos después, el caballo montado por Sheu-Kin se desplomaba, yendo a dar de cabeza contra el tronco de un árbol. Salió el jinete volteado por el aire; pero tuvo la suerte de ir a caer en un matorral, cuyas ramas evitaron que se rompiese los huesos.

—¡Muerte de Fo! ¿Quién se ha caído? —gritó Hang-Tu deteniendo el caballo.

El joven chino, en lugar de responder, se levantó con agilidad, que demostraba que ningún daño se había hecho, y de un salto se puso a la grupa del jefe de los amarillos.

—¡Adelante! —gritó apretando las rodillas para mejor sostenerse.

Sonaron más tiros hacia la salida del desfiladero, que si no podían hacerles nada por estar ya muy lejos, podía atraer la atención de los otros soldados apostados en el bosque.

Los dos caballos, a pesar de la doble carga que llevaban encima, sostenían un galope rapidísimo, evitando con suma destreza cuantos obstáculos encontraban por delante.

Hang-Tu y Sheu-Kin iban a la cabeza, y Romero los seguía, sosteniendo en sus brazos a la joven china, que se había rendido completamente en ellos.

Media hora duró aquella carrera desenfrenada. Después los caballos comenzaron a aflojar un poco. Aclarábase la espesura y se iba despejando el terreno. La selvática llanura se iba convirtiendo en colinas, más allá en montañas.

Apuntaba el día y su calor sofocante de la noche sucedía una fresca brisa cargada de los aromas de las flores. Los pájaros en la arboleda modulaban ya sus primeros trinos; a los primeros rayos del sol extendían las parleras urracas sus brillantes alas de azul intenso; las palomas coronadas de plumajes centelleantes de azul y oro se disponían a remontar el vuelo, y los calaos de enorme pico lanzaban su grito estridente, semejante al chirrido de una rueda herrumbrosa. Los monos, tan abundantes en los bosques de Luzón, se preparaban a salir de sus nocturnas guaridas y se veía moverse en las ramas de los árboles a los ridículos cuadrumanos de cuerpo esbelto, luenga cola, nariz rosada, pelaje espeso, de tinte parduzco y altos como de metro y medio, conocidos por el nombre de Bucantán; como tampoco faltaban los macacos llamados Monjet, de pelaje verde oscuro y cola aplastada, que se divierten sacudiendo unos contra otros los bambúes en los cañaverales.

Hang-Tu, al ver que el terreno iba despejándose cada vez más y que los caballos se cansaban por el excesivo peso que llevaban encima, se detuvo diciendo a Sheu-Kin:

—¿Por dónde vamos? Estos animales no podrían llevarnos hasta Salitrán si tenemos que alargar el camino.

—En la cumbre de esas montañas encontraremos una finca donde podremos mudar caballos —le contestó Sheu-Kin.

—¿Conoces al dueño?

—Es un malayo.

—Entonces podemos estar tranquilos.

Después de un breve descanso emprendieron de nuevo la caminata; pero Romero y Hang habían echado pie a tierra para fatigar menos a los caballos, y marchaban juntos con los fusiles debajo del brazo.

Aunque la espesura se iba aclarando, continuaba la selva. Alzábanse acá y allá bosques de higueras; plantas que crecen grandes y frondosísimas en aquellas islas, mientras todas las otras, de procedencia europea, se ven desmedradas y mezquinas y producen frutas raquíticas y adulteradas, macizos de árboles gomíferos, tamarindos robustos y frondosos, helechos colosales, nipas de hermosísimas hojas y tallos filamentosos llamados del nitro, plantas textiles que dan fibras con las cuales, mezcladas con las de la seda, se hacen tejidos de maravillosa finura, muy apreciados en los mercados chinos y japoneses.

A medida que avanzaban se iba dilatando el horizonte.

A través de los claros de la selva podían distinguir los viajeros la vasta bahía de Manila, surcada de barcos de vela y de cañoneros que arrojaban al aire el humo de sus chimeneas; más al norte el bosque de campanarios de la ciudad y detrás de ella los populosos arrabales del Passig.

Llegados a la cumbre de las alturas, que estaba cubierta de vegetación, pudieron descubrir la vastísima Laguna, separada de la bahía de Manila por un istmo de poco más de siete millas de ancho, con la isla de Talim que ocupa su centro y los islotes que se agrupan en la boca por donde e] río sale de la Laguna.

Hang-Tu, que se había encaramado, junto con Romero, en lo alto de una peña, contemplaba con ansiedad el mar, siguiendo con la vista la curva marcadísima que forma la bahía de Manila por el lado del mediodía.

—He ahí el baluarte de la insurrección —dijo emocionado—. ¿Lo ves Romero?

El mestizo dirigió la vista hacia un grueso grupo de casas que blanqueaba en la extremidad de una larga lengua de tierra, delante del cual se veían muchos puntos negros coronados de una niebla oscura.

—Cavite —dijo—. Lo veo.

En aquel momento resonó en lontananza un sordo estampido, al cual siguieron otros dos, que repitió el eco de las montañas.

—Se está combatiendo en Cavite —dijo Sheu-Kin que se había reunido a ellos.

—Sí; la está bombardeando la flota —contestó Hang-Tu, preocupado.

—Mientras esté Salitrán en poder de los nuestros no hay cuidado —dijo Romero—. Los cañoneros españoles no podrán desalojar de Cavite a nuestros hermanos.

—Pero y si Salitrán no resiste, ¿quién impedirá al general Polavieja atacar a los nuestros por la espalda, dirigiéndose contra ellos por la parte de tierra?

—Allí está también Noveleta.

—Pero la tomarán pronto. Romero. No podría resistir a los repetidos ataques de las numerosas tropas españolas.

—Pero nosotros iremos a levantar las provincias septentrionales. Luzón es grande, y no hay quien pueda desalojamos de las montañas del centro.

—Eso se verá —dijo Hang-Tu con un movimiento de cabeza.

Dejaron aquella especie de observatorio, y rodeando una altura bajaron a un estrecho valle cubierto de plantíos de jengibre y de caña de azúcar, tras de los cuales había tina casa de hermosa apariencia, rodeada de una estacada, dentro de la cual pacían muchos caballos y bueyes.

CAPÍTULO XI. LA PRIMERA ESCARAMUZA

EL malayo propietario de aquella casita de campo acogió admirablemente a los dos jefes insurrectos y Than-Kiu, que le presentó el joven chino, poniendo a su disposición su casa, sus animales, sus criados y hasta su bolsillo.

Era un viejo isleño de Mindanao que se había trasladado muy joven a Manila, y que había tomado parte en más de una insurrección.

Feroz enemigo de la dominación española, había abrazado la causa de los hombres de color ayudándoles con armas y dinero, ya que por su edad avanzada no podía tomar parte directa en el movimiento.

Aquel buen hombre aconsejó a sus huéspedes que se quedaran en su casa para refrescarse y descansar hasta la tarde para que, caminando de noche, pudieran evitar el encuentro con las tropas enemigas que se estaban concentrando hacia el Imus.

Hang-Tu y sus compañeros, que estaban cansadísimos, aceptaron la cortés invitación con tanta mayor razón cuanto que la valiente Than-Kiu parecía muy abatida por la falta de sueño, a pesar de su fuerza de ánimo.

Hicieron primero los honores al opíparo banquete que dispuso para ellos el viejo malayo, y después se recogieron a descansar mientras Sheu-Kin se entregaba a la tarea de escoger los caballos más rápidos y vigorosos con que poder atravesar las líneas españolas.

A las seis de la tarde, cuando caminaba ya el sol al ocaso, se pusieron en camino los tres insurrectos y la joven china, y descendieron hacia la Laguna evitando el paso por las Pinas, que sabían que estaban ocupadas por parte de las tropas del general Cornell.

Sheu-Kin, que se había ya, encontrado varias veces en Salitrán y en Cavite y que había recorrido la orilla occidental del lago, los guiaba a través del istmo. Hang-Tu iba detrás de él, y Than-Kiu y Romero uno a lado del otro, cerraban la marcha.

La china guardaba silencio, pero miraba de cuando en cuando a su compañero, que parecía preocupado y pensativo hasta olvidarse de guiar el caballo. Más de una vez tuvo Than-Kiu, que no le perdía de vista, que sujetarlo por la rienda para evitarle algún tropiezo, sin que Romero se diese cuenta de nada.

Aquella indiferencia de parte del mestizo parecía mortificar bastante a la joven. En sus ojos, llenos de una dulzura melancólica, brillaban de cuando en cuando gruesas lágrimas, sin que ningún suspiro ni gemido delatasen el dolor profundo que debía de experimentar en el fondo del alma. Su tristeza era muda y silenciosa. Un brusco movimiento del caballo al tropezar con una raíz sacó a Romero de su distracción. Al contemplar a Than-Kiu, que se había apeado para arreglarle las bridas, se sorprendió de la expresión dolorosa de su semblante.

—¿Qué te pasa, muchacha? —le dijo.

—Nada —respondió ella.

—Tú estás llorando.

—¿Qué le importa a mi señor que la Flor de las Perlas llore o ría? A él debe bastarle con que esté contenta la Perla de Manila.

—Cállate, Than-Kiu, ¿a qué viene ahora ese nombre?

—¿Acaso no pensaba en ella mi señor en este momento? —dijo con amargura la joven—. No era la insurrección lo que embargaba su pensamiento.

—¿Qué hay que tú no sepas, muchacha?

Flor de las Perlas tiene la vista larga.

—Así es; y a Than-Kiu no le gusta que yo piense en Teresita —dijo Romero suspirando—. ¡Pobre muchacha! Tú también eres, como yo, víctima del Destino.

—¡Tu! —exclamó Than-Kiu—. ¿Acaso no te quiere la Perla de Manila? Mi amor es el que no florecerá ni lo iluminará nunca ningún rayo de sol. Lo matará la sangre de los blancos, como mata el viento helado de la Manchuria Los lirios del rio Amarillo.

—Es el Destino quien así lo dispone, pobre muchacha. Yo no puedo hacer que tu amor florezca.

—¡Sí! ¡Porque está entre nosotros la mujer blanca! —exclamó la joven en un arranque de furor salvaje—. Pero a veces se rompen las perlas, y puede tocar esa mala suerte a la Perla de Manila.

—No la amenaces, Than-Kiu —dijo Romero—. Tú tienes un corazón demasiado hermoso para odiar.

—Tú no sabes, mi señor, cuánto odio puede encerrarse en el corazón de las mujeres de mi tierra. Nos creen flores delicadas destinadas a vivir, crecer y desarrollarse tras los floridos biombos de nuestras vivienda; pero se engañan. ¡El alma vibra con fuerza en nuestro cuerpo!

—Pero tú no puedes sentir rencor hacia Teresita, que te ha salvado la vida, Than-Kiu.

—¿Y crees tú, mi señor, que me importa a mí algo la vida? ¡Cuándo destila sangre el corazón, cuando es la existencia un martirio, cuando se pierde la esperanza, cuando desaparecen las ilusiones, no se teme a la muerte! ¿Acaso viven las flores sin sol ni riego? ¿No se agostan las hierbas de los campos cuando ruge el tifón? ¡La muerte la he desafiado tantas veces, sin temblar, delante de Cavite, y la he llamado tantas otras antes de que volvieses de tu viaje a mi país! ¡Mi estrella se ha apagado para siempre, lo presiento! Resplandece brillante la de la mujer blanca. ¡Así tenía que suceder, porque el esplendor de las perlas blancas eclipsa el tinte amarillo de las de la Tierra del Sol!

—¡Antes de que volviese yo de mi viaje a tu tierra! —exclamó Romero, atónito—. Pero ¿quién eres tú, pues?

—¡Than-Kiu! —respondió la muchacha.

—Pero ¿de dónde vienes?

—De mi país.

—¿Quién te llevo a Manila?

—Hang-Tu.

—¿Cuándo?

—¡Qué te importa!

—Quiero saberlo. Hay un misterio en tu vida…

—Te engañas.

—Lo sabré por Hang-Tu.

—Y Hang-Tu te dirá que soy Than-Kiu.

—Pero ¿tú me conocías antes de mi regreso de tu país?

—Acaso.

—Y…

—Sí, yo te quiero; pero eso no puede interesarte. ¡Yo no soy la Perla de Manila!

—¡Rara muchacha! ¡Pero dime quién eres! —Ya te lo he dicho: soy Than-Kiu.

Después, haciendo que apretase el paso el caballo, se reunió con Hang-Tu, que discurría con su compatriota acerca de las posiciones que ocupaban los españoles en las cercanías de Dasmarinas.

Romero no trató de detenerla. Aquella conversación iba siendo embarazosa para él, por más que desease vivamente descubrir el misterio que rodeaba a aquella hija del Celeste Imperio. En el fondo de su alma compadecía a aquella valerosa muchacha que sólo en dos días tantas pruebas de afecto le había dado exponiéndose por él a la muerte.

—¡Ay! —murmuró suspirando—. Soy uno de esos desgraciados condenados por el Destino a eterna desdicha y que irradian perniciosa influencia en tomo suyo. ¡Seré fatal a cuantos me aman y se me aproximan, y quizás a la causa misma que defiendo! ¡Lo mejor sería que me matase una bala en las trincheras de Salitrán!

Entretanto, Sheu-Kin y Hang-Tu seguían bajando la colina y buscando el mejor camino por entre los barrancos y asperezas. Por fortuna, los vapores, que oscurecían el cielo se habían retirado hacia el mar empujados por el viento sur, y la luna brillaba esplendorosa sobre las aguas de la Laguna, que reflejaban sus argentinos rayos. Al fondo, cerca de la orilla, se veían aparecer y desaparecer luces, sin duda de cañoneras enemigas que registraban las ensenadas para sorprender a los puestos insurrectos que pudiera haber en ellas.

A la media noche galopaban nuestros viajeros por la llanura como a una milla de la ribera del lago. Se encaminaban hacia el suroeste, procurando evitar, yendo por la vertiente de acá del Imus, el encuentro con las tropas del general Cornell, que estaban escalonadas a corta distancia de este riachuelo.

Si los caballos podían sostener largo tiempo aquel paso estarían antes de mediodía en el campo insurrecto, cuyos puestos avanzados llegaban hasta cerca de Turasán.

A las cuatro de la madrugada tuvieron que hacer una parada en las márgenes de un cafetal para no apurar demasiado a los pobres animales y descansar un rato. Como el paraje estaba desierto, aprovecharon la ocasión para echar un sueño bajo la vigilancia del joven chino, previendo que no tendrían tiempo de descansar en las noches siguientes.

Al volver a emprender la marcha, se entraron por un valle situado entre las dos vertientes del istmo, no cesando de oír cañonazos por la parte del mar, que repercutían con eco pavoroso en las alturas.

Se combatía, sin duda, en Cavite. Quizás la flota española estaba atacando de nuevo ese punto tenazmente defendido por los insurrectos, con objeto de destruir sus reductos y trincheras para preparar el paso a las tropas de Polavieja cuando más adelante hubieran de emprender las operaciones.

Nada se oía por la parte del Imus. Por lo visto, el general Lachambre no se había decidido todavía a atacar a Salitrán.

—Llegaremos a tiempo —dijo Hang-Tu a Romero—. Con dos o tres días tenemos bastante para organizar una resistencia tenaz.

—Sí; porque los insurrectos han atrincherado los contornos del pueblo.

—Tenemos buenos jefes en Salitrán. Tengo completa confianza en Mario Duque, uno de los más ardientes enemigos de los españoles; en Castillo, que es un valiente, y en Garrido, que es un buen jefe de partida y, sobre todo, astuto.

—Esperemos, Hang.

A las diez vadearon el Imus, riachuelo que desagua en la bahía de Cavite, pero lejos del fuerte del Imus, que o debía de haber sido ocupada, o estaba muy expuesta a caer en manos de las tropas del general Lachambre.

Al lado de allá del Imus ya se veían trazas de la desesperada lucha entablada entre los blancos la gente de color. Plantíos de caña de azúcar quemados, cafetales devastados, casas arruinadas, y, de cuando en cuando, cadáveres de caballos ya descamados por las muchas bandadas de cuervos que volaban por los aires lanzando siniestros graznidos.

Probablemente, por aquellas cercanías había habido encuentros recientes o habían entrado partidas insurrectas a destruir las propiedades de los colonos españoles.

Mientras más avanzaban los expedicionarios, más iban notando esas señales de devastación. Aquella región, pocos meses antes populosa y floreciente, estaba convertida en un desierto. Los habitantes estaban muertos o fugitivos y dispersos; las propiedades, quemadas o saqueadas; los campos, asolados probablemente por muchos años.

No tardaron en ver ejemplos que demostraban la ferocidad con que por ambas partes se combatía y particularmente de la que animaba a la feroz y sanguinaria raza sulo malaya. Junto a una casa arruinada y medio quemada vieron nuestros expedicionarios a un viejo español clavado al tronco de un árbol con una de esas lanzas cortas llamadas cambig usadas por los ribereños de Borneo.

Probablemente era aquel desgraciado el dueño de la finca y no tendría otro delito que ser de piel blanca en vez de rosada, aceitunada o amarilla. Más allá, junto a otra casa también arruinada, tropezaron con otro cadáver, el de un español joven y robusto, colgado por los pies de la rama de un árbol y con el cuerpo erizado de dardos. Faltábale la cabeza, que debió de llevarse alguno de esos salvajes coleccionadores de cráneos, tan abundantes todavía en el interior de Mindanao, a pesar de estar la isla bajo el dominio de España.

Como una milla adelante debieron los blancos de vengar se en alguna partida de feroces bandoleros, porque en medio de un camino y ya medio comidos por los cuervos veían los cadáveres de diez o doce insurrectos entre tagalos y malayos, todos alineados, como fusilados que habrían sido probablemente por algún pelotón de cazadores.

Los viajeros, para evitar una sorpresa, pues ignoraban los últimos movimientos de las tropas españolas, marchaban con prudencia, no acercándose mucho a los cañaverales y arbolados en que pudieran esconderse los exploradores y puestos avanzados enemigos.

Según los cálculos del joven chino, no debían de encontrarse lejos del campamento insurrecto, pues hacia ya buen rato que habían atravesado el Imus. De un momento a otro podían tropezar con alguna partida que operase al sur de Salitrán.

El país, que aunque llano iba siendo cada vez más selvático, les impedía descubrir la tierra a larga distancia. Comprendían por instinto, sin embargo, que se hallaban a muy corta distancia del lugar en que se habían reñido las primeras escaramuzas y estaban muy sobre sí.

De pronto Sheu-Kin, que abría la marcha, indicó una humareda que salía de un bosque que se extendía gran trecho liada el noroeste.

—Allí hay un campamento —dijo.

—¿De españoles o de insurrectos? —preguntó Hang-Tu—. No debemos aventuramos a penetrar en el bosque, no sea que vayamos a dar en medio de cualquier regimiento de cazadores.

—Debe de ser cosa nuestra —dijo Than-Kiu—. Si no me engaño, el jefe de partida Tung-Tao debía estar con sus tagalos hacia el sur de Salitrán.

—Iremos despacio y fusil en mano.

—¡Al galope, Hang! —gruñó Romero, que iba diez pasa detrás—. ¡Tenemos a los españoles a la espalda!

—¡Muerte de Fo!

Seis jinetes aparecieron de pronto en el borde de un platanal, como a cuatrocientos o quinientos pasos de distancia de ellos.

Probablemente aquellos soldados se habían ocultado de tras de las gigantescas hojas de los plátanos para espiar lo movimientos de los insurrectos acampados en el bosque y al divisar a nuestros cuatro expedicionarios habían montado a caballo y trataban de alcanzarlos antes de que pudieran refugiarse en la arboleda.

—¡Pasa adelante, Than-Kiu! —gritó Hang—. Déjanos a Romero y a mí encargamos de rechazar a esos enemigos.

—¡No! —respondió la joven—. ¡Sé pelear lo mismo que vosotros!

—No llevas fusil.

—Pero llevo revólver, y tengo bastante.

—¡Al galope! —gritó Hang—. ¡Ganemos el bosque!

Lanzáronse a la carrera; pero los caballos no podían sostenerse mucho tiempo en esa marcha violentísima, porque estaban cansados, mientras que los de los españoles estaban frescos. El bosque no distaba mucho, sin embargo, y los insurrectos hubieran podido, si llegaban a tiempo, organizar encarnizada resistencia al amparo de los árboles.

Hang-Tu y Romero iban detrás de Than-Kiu para defenderla, y Sheu-Kin, que llevaba el mejor caballo, apretaba la marcha para llegar primero que todos al bosque y tomar posiciones.

Los seis jinetes enemigos espoleaban furiosamente los caballos andaluces en que iban montados, y daban a nuestros pasajeros voces para qué se detuvieran, o de no hacerlo, los amenazaban con tirar sobre ellos; pero ni Hang ni Romero se tomaban el trabajo de contestarles.

Uno de los perseguidores, el que iba a la cabeza, les disparó la carabina como a trescientos pasos; pero no les dio, a causa del movimiento del caballo y de la distancia.

Hang-Tu entonces, sin detener la marcha, se volvió e hizo fuego, derribando al caballo y al jinete; pero no debió de ser este último quien recibiera el balazo, porque se levantó rápidamente y volvió a disparar. La bala pasó silbando en los oídos de los fugitivos.

—¡A ti te toca. Romero! —le dijo Hang preparándose a cargar nuevamente su arma.

El mestizo había ya preparado la carabina sin detener la carrera del caballo. Disparó sobre el grupo y derribó a otro de los caballos, que después de detenerse bruscamente cayó al suelo pesadamente, dejando a pie al que lo montaba.

—¡Estamos matando caballos en vez de hombres! —gritó Hang desesperado.

—¿Qué importa? —contestó Romero—. Los que se quedan a pie no pueden seguimos.

—Pero tiremos mejor en adelante, ¿lo oyes?

—Sí; y…

Romero no pudo acabar. Acertó una bala al caballo que montaba, junto a la última vértebra, rompiéndole el espinazo.

El pobre animal cayó como herido por un rayo, arrastrando en su caída a Romero, que para colmo de desdicha quedó con una pierna sujeta debajo de su cabalgadura.

Al oír el grito que Romero lanzó al caer, Than-Kiu paró en seco, tan violentamente, que estuvo a punto de salir despedida de la silla. Volvióse hacia donde Romero yacía, y sin preocuparse por el peligro saltó a tierra y se precipitó sobre él.

Hang-Tu también se detuvo; pero en lugar de acudir en ayuda de su compañero desnudó la catana, parecía prepararse a cargar furiosamente contra el grupo enemigo que se les venía encima.

—¿Estás herido, mi señor? —preguntó Than-Kiu con voz trémula.

—¡No; pero huye! —le respondió Romero, que había vuelto a cargar precipitadamente la carabina—. ¡Huye, que están ya encima!

—Than-Kiu no tiene miedo y te defenderá —respondió fieramente la muchacha.

Dejóse caer detrás del caballo del mestizo poniéndose al lado de éste, y sacó resueltamente el revólver apuntándolo contra los enemigos.

—¡Pero huye, ponte en salvo! —le repitió Romero—. ¿Pretendes que te maten?

—¡Moriré a tu lado!

—¡Qué vienen!

—¡Los espero!

Los cuatro españoles se acercaban al galope. Habían dejado las carabinas y desenvainado los sables. Unos instantes más y caerían sobre los tres valientes, que los esperaban impávidos. La linda cabeza de la Flor de las Perlas corría peligro de recibir el golpe de una de aquellas armas terribles.

Hang-Tu, firme como una roca, con las piernas ceñidas a los costados del caballo, con la mirada sombría, con la espada catana en alto y con la carabina sobre el arzón de la silla, se había puesto delante de sus compañeros para resistir la primera embestida.

Ya no distaban más de cien pasos los perseguidores, cuando sonaron repentinamente en el bosque diez o doce tiros seguidos de aullidos feroces.

Los españoles volvieron bruscamente grupas y huyeron hacia el platanal, seguidos por los dos que habían quedado desmontados.

Una banda de hombres, en su mayor parte malayos y tagalos, armados de fusiles algunos de ellos, pero los más con lanzas y sables de Borneo, salían del bosque lanzando gritos salvajes. A la cabeza de ellos iba Sheu-Kin.

—¡Los insurrectos! —dijo Hang respirando—. ¡Llegan con oportunidad para salvamos la piel!

Descabalgó rápidamente y con un esfuerzo vigoroso libertó a Romero del peso del caballo, que le impedía todo movimiento.

—¿Estás herido? —le preguntó.

—No —respondió éste.

Y levantándose del suelo y acercándose a Than-Kiu, le puso la mano en el hombro diciéndole:

—¡Gracias, valiente muchacha!

No respondió la Flor de las Perlas; pero su rostro se cubrió de un rubor vivo, y un rayo de alegría iluminó sus hermosos ojos.

CAPÍTULO XII. EN EL CAMPO INSURRECTO

Estaba ocupado aquel bosque, como pensaron muy bien, por una gruesa partida insurrecta capitaneada por Tung-Tao, autonomista de los más fervientes, mestizo de sangre europea por su padre y malayo por su madre, que fue de los que primero abrazaron la causa de la insurrección y uno de sus más valerosos secuaces.

Habíase situado allí aquella partida para defender a Salitrán, que distaba sólo una milla, de alguna sorpresa de los españoles, cuya presencia por la parte del sureste se había señalado.

Reconocidos al punto Hang-Tu y sus compañeros, fueron conducidos al campamento y aposentados en la tienda del jefe.

Nada más extraño y pintoresco que aquel campo, en el que estaban mezcladas gentes de todas las razas, vestidas con los más variados trajes, viéndose allí, al lado de hombres de los más civilizados y cultos, los más salvajes y sanguinarios.

Reinaba allí el más completo desorden. Era un caos de tiendas plantadas sin orden ni concierto, cabañas improvisadas, tugurios de todas formas y tamaños y sencillas barracas y otros reparos de lo más primitivo, pero más que suficientes para malayos y tagalos, hechos a dormir al raso. Veíanse allí también hombres, caballos y armas hacinadas, desde las más perfectas hasta las más primitivas.

Parecían haberse dado cita todas las razas del extremo Oriente. Había mestizos de europeo y tagalo, de europeo y chino, de europeo y malayo, tipos gallardos de carácter vivaz y agudísima inteligencia, que formaban el nervio de la insurrección; malayos membrudos y de corta estatura, de cara huesuda y cuadrada, ojos pequeños y torvos, boca grande armada de dientes agudos como los de las fieras y ennegrecida por el uso del betel, y piel de color más o menos oscuro y aceitunado. Iban casi desnudos, sin más que una corta camisa o saya, pero con dos y a veces tres puñales a la cintura; esos terribles puñales de hoja ondulante y de un pie de largo, con la punta envenenada, con el jugo del upas.

Había también tagalos de cara romboidal y huesosa, pero simpática; ojos vivos y ligeramente oblicuos y tez rojiza con cierto viso amarillo broncíneo; hombres laboriosos y valientes.

No habían hecho mella las fatigas de la guerra en su condición vanidosa, y seguían ostentando su camisa bordada, sus blancos pantalones y las joyas y cruces de plata y oro con que se adornan.

Veíanse asimismo chinos de piel de color de limón más o menos maduro, ojos oblicuos, larga coleta, grandes sombreros de fibras de rotang y túnicas de vivos colores en las que había bordados espantosos dragones, con los cinturones llenos de armas, y entre ellas el inseparable abanico, objeto para ellos de primera necesidad; grupos de isleños oriundos de Macassar o de Mindanao, de alta estatura, tez cetrina y cuerpo esbelto; turageses de piel casi blanca, pero de tonos grises o cenicientos, rostro oval, grandes y hermosos ojos y pelo lacio negrísimo, y también no pocos zimbaleses, pangansineses, iloqueses e igorrotes, verdaderos salvajes que moran en las montañas de las islas Filipinas.

No parecía preocuparse gran cosa toda aquella gente de la guerra en que estaba empeñada. Tenían amontonadas en haces enormes las armas, pocas de las cuales eran de fuego, y se divertían en presenciar riñas de gallos, por las cuales son todavía más apasionados que los ingleses todos esos pueblos, así como los juegos de una tribu de gitanos que estaba acampada entre ellos, y en oír a media docena de tocadores de guitarra, artistas en tiempo de paz y rapaces merodeadores en tiempo de guerra.

Hang-Tu, Romero y Than-Kiu, precedidos por Sheu-Kin y escoltados por media docena de malayos armados de largos fusiles fabricados hacia más de un siglo, atravesaron el campamento entre estrepitosas aclamaciones, pues se había divulgado rápidamente la noticia de su llegada, y se dirigieron a la tienda del jefe, especie de pabellón de tela de algodón de color de rosa, ante el cual, hincadas en estacas, se veían las cabezas putrefactas de algunos soldados españoles.

Tung-Tao había convocado a consejo a los principales de la partida para decidir de la suerte de un chino detenido poco antes en las cercanías del campamento por espía de los españoles, y se disponía a dictar contra él la sentencia de muerte.

Al ver acercarse a Hang-Tu y a Romero, a quienes ya conocía, suspendió el consejo para hacer los honores de su casa a sus huéspedes.

—Los correos de las sociedades secretas me habían avisado ya vuestra próxima llegada a Salitrán —les dijo después de estrechar a ambos la mano y de saludar galantemente a Than-Kiu—. Me considero muy dichoso con ser el primero en recibiros en el campo insurrecto y en ofreceros hospitalidad.

Despidió con una seña a los vocales del Consejo, e hizo que los recién llegados tomaran asiento en sillas construidas con ramas, diciéndoles con una amable sonrisa:

—No tengo nada mejor que ofreceros. Esos condenados españoles han destruido tres veces mi mobiliario, o mejor dicho, he tenido que abandonarlo en sus manos para salvar la piel. Espero, con todo, si las cosas van bien, surtirme de muebles en su palacio de Manila.

—Te lo auguro, Tung-Tao. Pero por ahora, con una piedra para descansar tenemos bastante, porque estamos rendidos. No hemos parado de galopar desde ayer.

—¿Perseguidos por los españoles?

—No, pero teníamos mucha prisa. La intentona de Manila salió mal, y comprenderéis que no podían sentamos bien los aires de aquélla ciudad.

—Supe la noticia esta mañana por los correos.

—Nuestro servicio de información es bueno, Tung-Tao. ¡Ya quisieran los españoles tenerlo igual!

—Sin embargo, no les faltan espías. Acabo de juzgar a un compatriota tuyo que se ha dejado corromper por el oro español; pero este no irá a contar a los enemigos lo que ha visto en mi campamento, porque dentro de diez minutos los malayos le mandarán a ver a Buda.

—Has hecho bien —dijo Hang—. Aunque se tratara de un hermano mío no habría levantado un dedo en favor suyo. ¡Qué mueran todos los traidores!

—Y entre los tormentos más atroces —añadió el jefe malayo con cruel sonrisa—. ¿Qué noticias hay de Manila?

—Malas, Tung. Allí no hay que intentar nada por ahora. La capital no caerá en nuestras manos.

—Lo sé —dijo jefe suspirando—. ¡Ah! ¡Si hubiese salido bien el primer plan, seriamos a estas horas dueños de Luzón! ¿Se pelea por el norte?

—Malabón y Bulacán siguen resistiéndose; pero temo que los insurrectos no puedan avanzar hacia la capital. Los jefes saben, sin embargo, que pelearemos seriamente en Salitrán y en Cavite, y espero que por su parte hagan algo para atraer allí parte de las tropas del general Polavieja.

—¿Se va a jugar en Salitrán el todo por el todo?

—Precisamente a eso hemos venido. De la defensa de Salitrán depende la suerte de Cavite.

—Pues ya tienen hueso que roer los españoles si quieren tomarla, porque se han levantado grandes trincheras delante de Salitrán, y también sobre el camino del Imus.

—¿Quién manda a los insurrectos?

—Mario Duque, Castillo, Gómez y los dos hermanos Hang-Kai, jefes de los mestizos. Disponen de trece partidas, pero sólo de dos mil fusiles buenos.

—¿Tienen cañones?

—Unos cuantos, y algunas ametralladores.

—Entonces se puede hacer mucho —dijo Romero—. Si los españoles tardan algunos días en atacar nos encontrarán en disposición de recibirlos. Pero habrá que concentrar en Salitrán todas las partidas que andan por ahí dispersas; en lo cual no hay ningún peligro, porque no es de temer ningún ataque por la espalda. Los españoles sólo nos atacarán por el camino del Imus.

—Yo estoy pronto a levantar el campo —dijo Tung-Tao—. Dispongo de cuatrocientos hombres, ciento cincuenta fusiles y unas cuantas espingardas. No tengo gran confianza en los malayos ni en los bugneses, hombres valientes en las emboscadas e impetuosos en los ataques, pero poco a propósito para la defensa; más cuento con mis mestizos y con los tagalos, que son todos diestros tiradores.

—Manda a tus subalternos que formen la partida para emprender la marcha. Para guardar el bosque, bastan unos cuantos malayos o bugneses.

—¿Vienen con nosotros? —preguntó Hang-Tu.

—Sí —le contestó Romero—. Me urge reunir cuanto más gente pueda en el Imus, porque el peligro será por aquella parte.

—Verdad es —dijo el jefe malayo—. Sé que el general Lachambre tratará de vadearlo con fuerzas numerosas.

—¿Y sigue resistiéndose Dasmarinas?

—Creo que si; pero me parece que está seriamente amenazada. Me han dicho que ayer se oían hada allí cañonazos.

—Y los jefes que están en Salitrán, ¿han mandado allí correos?

—Creo que sí; pero pronto lo sabremos de seguro.

—La pérdida de Dasmarinas nos haría mucho daño. Hemos experimentado varios reveses en estos últimos días, y si no viene una buena victoria a animar a nuestra gente, preveo malos días para la insurrección.

—Tendremos esa victoria —dijo Hang-Tu—. Eres hombre capaz de obtenerla.

—No te forjes ilusiones, Hang —respondió Romero—. Yo trataré de hacer a Salitrán inexpugnable; pero todo depende del valor de nuestras partidas, y tú sabes que su organización dista mucho de ser siquiera mediana. Tenemos demasiados jefes y demasiadas razas diferentes. Démonos prisa, porque los momentos son preciosos, ahora que Dasmarinas puede quizá caer en manos del enemigo.

—Dame siquiera media hora para levantar el campo —dijo Tung-Tao—; entretanto, os daré de comer, aunque mal, amigos míos, porque los víveres escasean en mi campamento, y más ahora, que todos los cultivos están abandonados.

A una llamada suya acudieron dos tagalos y extendieron en tierra una estera de fibras de coco a guisa de mesa, y pusieron sobre ella una mona entera, asada, cazada el día anterior en el bosque; dos gallinas tísicas halladas en algún plantío, y unas cuantas tortas. Era todo el regalo que podía ofrecerles.

Romero y sus compañeros, que no habían comido desde el día anterior, acometieron apetitosamente a aquellos manjares, no haciendo ascos ni siquiera a la mona, por más que parecía un niño asado.

El jefe regaló, por último, a sus convidados con una docena de tazas de ese excelente te llamado por los chinos shang-kin, especie de te perfumado con flores de moli, bastante parecidas a las de jazmín, y con deliciosos tabacos de Manila, procedentes, probablemente del bagaje de los españoles muertos en los últimos encuentros.

Cuando salieron al campamento hallábase éste en completo desorden. Hombres de todos colores y caballos corrían de acá para allá apresuradamente para formarse en columna de camino, mientras las mujeres y chiquillos, que en gran número, y sirviendo más de estorbo que de otra cosa, habían seguido a sus maridos y padres a campaña, se ocupaban en levantar las tiendas y en cargar las acémilas.

Por doquiera se oían gritos, voces de mando, imprecaciones, lamentos de las mujeres, lloriqueos de chiquillos, mido de trompetas y relinchos de caballos.

Todos se apresuraban, porque sabían que el que se quedase rezagado corría grave riesgo de caer en manos del enemigo, ansioso de vengarse de las atrocidades cometidas en el territorio por las sanguinarias partidas de malayos.

Tung-Tao y sus amigos montaron a caballo y se dirigieron a la cabeza de la columna para pasar a ésta revista y para arreglar la marcha.

A la orden de los jefes comenzó el desfile; pero sin orden, porque aquella gente, reclutada en los campos y en los bosques, no tenía organización militar de ninguna clase.

Iban delante los mestizos —unos ciento—, los mejores combatientes con que contaban los jefes insurrectos, por ser los mejores instruidos, resistentes y valerosos, siendo quizá los únicos que combatían por verdadero patriotismo.

Todos iban a caballo, armados de buenos fusiles modernos, adquiridos de los contrabandistas japoneses; pero su artillería consistía en unas cuantas espingardas, sacadas quizá de los paraos malayos.

Seguían a los mestizos ciento cincuenta chinos, buenos soldados, pero indisciplinados e incapaces de resistir a las cargas de la caballería española, y además mal armados, pues sólo llevaban lanzas y fusiles viejos.

Tras ellos desfilaron los malayos, tagalos y mindaneses, en indescriptible confusión y pésimamente armados. Llevaban pocos fusiles, pero gran número de esos terribles sables de Borneo llamados parang-ilang, de hoja acanalada; catanas japonesas, semejantes a gigantescas navajas de afeitar; kriss de hoja en zig-zag y punta envenenada; esos pesados y largos sables japoneses llamados golok y esos venablos cortos de punta agudísima llamados lambing.

Cerraban la marcha las mujeres y chicártelos —unos tres o cuatrocientos—, escuálidos por los trabajos y las privaciones, empujando delante de ellos a las acémilas, cargadas con las provisiones y los bagajes, yendo en desorden grandísimo y a toda carrera para no perder el contacto con la columna, porque sabían que nadie les guardaba las espaldas y que los combatientes hacían poco Caso de ellos.

Hang-Tu, Tung-Tao, Romero y Than-Kiu, se reunieron al galope con los mestizos de la vanguardia, que habían ya salido del bosque e iban atravesando una ancha llanura cubierta de plantíos quemados y de fincas arruinadas.

Aunque tuvieran seguridad de no tropezar con enemigos en aquellos parajes tan próximos a Salitrán, destacaron los mestizos a derecha e izquierda de la columna grupos de jinetes para proteger sus flancos.

Era una precaución casi inútil, porque al fondo de la llanura se distinguían grandes humaredas sobre el bosque, que indicaban las posiciones de los campamentos insurrectos de Salitrán.

De cuando en cuando se oían también los toques de las cometas y los mugidos de los caracoles de guerra de las partidas chinas, extraños instrumentos que consisten en grandes conchas del género tritón.

Los tres jefes y la muchacha china se adelantaron a galope por la llanura, seguidos por una fuerte banda de mestizos, y pronto llegaron al bosque, donde se encontraron la primera partida de los insurrectos de Salitrán, que habían formado una especie de campo atrincherado para defender el pueblo por el lado del sur.

Muchos jefes mestizos, chinos, tagalos y malayos, sabedores de su llegada, les salieron al encuentro, haciéndoles cordialísima acogida, porque sabían cuánto contaba la insurrección con ellos.

A mediodía Romero y Hang-Tu, seguidos de una numerosa escolta, hacían la entrada en Salitrán en medio del entusiasmo de las muchas partidas que ocupaban las trincheras.

CAPÍTULO XIII. LA BATALLA DE SALITRÁN

Salitrán, con cuya defensa contaban los insurrectos para impedir a los españoles el ataque contra Cavite por la parte de tierra, no era una plaza fuerte, sino un poblachón algo populoso, llamado pomposamente ciudad, pero sin ninguna importancia militar, porque no tenía ningún fuerte, ni siquiera una mala tapia con que defenderse de un ataque vigoroso.

Pero como su posición le permitía dominar el curso del Imus, sobre cuyo rio se había concentrado la brigada del general Cornell, apoyada por las tropas del general Lachambre, y como también señorease el curso del río Zapote, otro centro de la insurrección, las partidas insurrectas se habían reunido allí en gran número para oponerse al paso de los españoles, y se habían atrincherado allí fuertemente, construyendo muchas obras de defensa, y en particular empalizadas defendidas por algunas pequeñas piezas de artillería.

Los jefes más valerosos y populares, como Castillo, Hario Duque, Garrido, Seng-Pao, jefe de los mestizos, y varios otros, mandaban las partidas y estaban dispuestos a defender a Salitrán hasta lo último, no ignorando que la pérdida de esa plaza ocasionaría inevitablemente la de Cavite, que era el más firme baluarte de la insurrección.

Apenas supieron Duque, Castillo, Garrido, Seng-Pao y los demás jefes de las partidas la Uegada de Romero Ruiz y de Hang-Tu, jefes supremos de todas ellas, se apresuraron a reunirse en el pequeño palacio de la ciudad destinado a cuartel general, para ponerse a su disposición.

Romero y Hang-Tu fueron recibidos con todos los honores debidos a su alto cargo al son de las trompetas y de las salvas de fusilería.

Mario Duque, que era jefe más importante de los allí reunidos, hizo la presentación de ellos a Romero y Hang-Tu, y dio a éstos la bienvenida en nombre de todos, poniéndose por completo a sus órdenes.

Túvose en seguida una especie de Consejo de guerra para poner al corriente a los jefes de la situación de las cosas, número de las partidas, elementos de resistencia de que se disponía y posiciones ocupadas por las tropas españolas, y además para informarles de una noticia grave: la de la pérdida de Dasmarinas, tomada por asalto el día anterior por las tropas del general Lachambre tras una desesperada resistencia de los insurrectos, los cuales habían experimentado pedidas grandísimas.

—Esa noticia es grave, señores, —dijo Romero, el cual se disgustó mucho al recibirla—. Los españoles podrán ahora pasar el Imus sin que podamos impedirlo, y caer sobre nosotros con fuerzas abrumadoras. Lachambre y Cornell se reunirán ahora, y tendremos que habérnoslas con los dos juntos.

—Es verdad —dijo Hang-Tu, cuya frente se había oscurecido—. Los invasores tienen franco el camino del Imus.

—Está defendido, sin embargo, por partidas bien atrincheradas —advirtió Mario Duque.

—No podrán impedir el avance de los españoles —respondió Romero—. Las dos brigadas del general Cornell no tropezarán con grandes dificultades para abrirse camino.

—No faltan hombres en nuestro campo, y podemos reforzar la posición.

—No, Duque, —dijo Romero—. El camino del Imus no es una posición estratégica que pueda damos la victoria, y no merece la pena de sacrificar hombres para defenderlo. Que se queden allí las partidas que hay para que retarden el avance de los españoles; pero que ni un solo insurrecto salga de Salitrán. Aquí es donde tenemos que dar la batalla al general Lachambre, apoyados en nuestras trincheras, y aquí es donde debemos hacer un esfuerzo desesperado para salvar a Cavite. Pensad que si Salitrán se pierde, se acabó la insurrección en las provincias meridionales, y no olvidéis que el alma de la independencia está al sur de Manila. Si somos vencidos, estamos heridos de muerte.

—Nos quedará un San Nicolás, en el paso de ser derrotados —dijo Castillo.

—Sí; pero Cavite quedará descubierto; no podrá resistir el ataque combinado del ejército y de la flota, y la pérdida de Cavite desmoralizará por completo a nuestras partidas.

—Es verdad —dijo Hang-Tu—. Es preciso que no se pierda Cavite, porque la caída de Cavite traerá inmediatamente la de Bulacán y Malabón.

—¡Manos a la obra, señores! —dijo Romero levantándose—. ¡Aprovechemos la tregua que nos dan los españoles para hacer a Salitrán inexpugnable!

Salieron del palacio de la ciudad Romero y Hang-Tu, seguidos por todos los jefes de las partidas, y montaron a caballo para inspeccionar las obras de defensa construidas por los insurrectos delante de Salitrán y en el camino del Imus, y hacerse cargo de la resistencia que podía ofrecer la plaza contra las numerosas y aguerridas tropas del general Lachambre.

Habíanse levantado varios reductos y empalizadas con enormes troncos de árboles y gruesas piedras delante del pueblo; pero Romero comprendió que no eran defensas suficientes para resistir a la artillería española, que disponía de hábiles oficiales y soldados. Propúsose construir otras fortificaciones, y particularmente una gran trinchera, tras de la cual pudieran las partidas hacer frente eficazmente a los ataques de los españoles, en el caso de que tuvieran que refugiarse en ellas después de alguna derrota.

En aquella visita de inspección emplearon todo el día. Cuando los dos jefes, cansados del galopar bajo un sol abrasador, volvieron a la casa en que se alojaban, estaba ya muy adelantada la noche.

A la puerta de la casa encontraron a Than-Kiu sentada en un carro volcado. La valiente muchacha, contra su costumbre, no había ido con ellos; pero no había perdido el tiempo, porque los dos jefes encontraron a su regreso perfectamente dispuesto el alojamiento, una buena cena preparada pos las propias manos de la Flor de las Perlas y camas cómodas en que descansar de sus fatigas.

Romero encontró además en su habitación un jarro chinesco con lilas que despedían delicado aroma. Adivinó de qué mano venían aquellas flores, y a pesar de las preocupaciones que le embargaban, se sonrió, murmurando:

—¡Cuánta ternura en esa pobre muchacha! ¡Flores en medio de la baraúnda de este campamento! ¡Pobre Than-Kiu! ¡Cuánta desdicha te espera quizás por culpa mía!

Al día siguiente, todas las partidas dejaron las posiciones que ocupaban alrededor de Salitrán y se pusieron a trabajar en la construcción de las trincheras y demás obras de defensa dispuestas por Romero.

Miles de mestizos, tagalos, malayos, chinos y hombres de muchas razas mezcladas, trabajaban con actividad febril, sabiendo que el día del combate estaba próximo.

Los correos llegados aquella noche llevaron la noticia de que el general Lachambre proseguía su avance, mientras el coronel Salcedo se preparaba a emprender un reconocimiento hacia San Nicolás para ver de reunirse con él primero. Por los correos de Manila se supo que la escuadra española había vuelto a bombardear a Cavite, Binacayán, Noveleta y Bacoor, pueblo este último que había sido incendiado.

Hacíase necesario a toda costa hacer frente a las tropas españolas para reanimar a las partidas, y no dejar que se apagase el fuego de la insurrección, que ya comenzaba a amortiguarse, a los dos meses de comenzada la lucha.

Romero, Hang-Tu, Castillo, Duque, Tung-Tao, Garrido y Seng-Pao, alarmados por aquellas malas noticias, se esforzaban en hacer a Salitrán inexpugnable.

Día y noche vigilaban los trabajos, temiendo que faltase tiempo para darles cima, y animaban con su presencia y con su palabra a aquellos miles de hombres. Acabóse la trinchera del camino del Imus; se construyó un foso cubierto de cañas de bambú para que se precipitase en él la caballería española, si acaso tomaba parte en el ataque, y se levantaron acá y allá terraplenes defendidos por grandes espingardas.

El 5 de marzo, los correos expedidos desde las avanzadas llevaron la noticia de que general Cornell se había situado hacia el Imus con sus dos brigadas, y de que la brigada de Marina había organizado el convoy de víveres.

El 6 llegaron otros correos diciendo que el general había dado orden a sus tropas para evacuar a Dasmarinas.

Precipitábanse los sucesos. De un momento a otro se combatiría en la ribera del Imus.

Aquella misma noche quedó terminada la trinchera grande, que se armó con los pocos cañones de que disponían los insurrectos.

Romero y Hang-Tu, seguros de un próximo ataque, reunieron aquella misma noche a todos los jefes de las partidas para darles las últimas disposiciones para la batalla.

Encomendóse la defensa de la trinchera grande a los mestizos, los mejor armados y disciplinados, mientras las otras partidas tendrían a su cargo defender las de los extremos y atacar furiosamente al enemigo.

Cuando Romero, rendido de tantas noches en claro, pasadas casi todas en la trinchera grande, volvió de madrugada a su alojamiento, se encontró a Than-Kiu esperándole a la puerta.

La intrépida muchacha no debía de haber cerrado los ojos: tan pálida estaba. Al ver a Romero se levantó, y con acento de dulce reproche le dijo:

—Mi señor se matará si no descansa.

—Estamos a punto de emprender una lucha decisiva y mi presencia es indispensable.

—¿Será mañana?

—Me lo temo.

El semblante de la muchacha se inmutó por un momento.

—Mi señor no se expondrá a los golpes del enemigo —dijo.

—Los capitanes deben hallarse en los sitios de mayor peligro, Than-Kiu.

—Pero yo no quiero que te maten, mi señor.

—¡Qué me importa la vida! —dijo Romero con tristeza—. ¿No ves que llevo conmigo la desgracia? ¡Soy fatal a cuantos me rodean!

—A todos, no.

—Sí, Than-Kiu. A ti también te seré fatal.

—¡Es verdad! —murmuró la joven con un largo suspiro y humedeciéndosele los ojos—. ¡Triste destino pesa sobre la hija del País del Sol! ¡El espíritu de mi madre me lo ha dicho esta noche! ¡Es el maleficio de la mujer blanca!

—¡No hables de ella, Than-Kiu!

—¿Por no dañar en el corazón a mi señor?

—¡Calla!

—Than-Kiu no es mala, y se callará; pero…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Romero viendo brillar un relámpago entre las luengas y sedosas pestañas de la muchacha.

—Ve a descansar, mi señor —respondió Than-Kiu—. Quizá retumbe dentro de pocas horas el cañón en el Imus, y mi señor no pueda dormir en muchas noches.

—¿Tú crees?…

Than-Kiu le hizo una seña para que se callara.

—¿Oyes? —le dijo después.

Habíanse sentido a lo lejos descargas de fusilería, que parecían extenderse a lo largo de la ribera del Imus. Oíanse en las avanzadas resonar las cornetas y mugir las bocinas de guerra de las partidas chinas.

Romero volvió los ojos hacia la trinchera, la cual corrían a guarnecer las partidas.

—Ahí está el enemigo —dijo arrugando la frente—; pero estamos dispuestos a recibirle. Antes de que rechace a los grupos que tenemos escalonados sobre el camino del Imus, pasarán algunas horas y las partidas estarán en sus posiciones de combate. ¡Adiós, Than-Kiu! ¡Si me mata alguna bala, mis últimos pensamientos no serán todos para Teresita!

Una sonrisa de alegría infinita se dibujó en los labios de la joven china.

—¡Gracias, mi señor! —murmuró—. Pero si Destino fuese tan cruel que te hiciese caer a los golpes de los hombres blancos, yo estaré a tu lado para recoger tu último pensamiento y para morir después contigo.

—No debes seguirme; donde yo esté, allí estará la muerte.

—Pero Than-Kiu no teme a la muerte. ¡Ven, mi señor; la batalla comienza!

—¡No vengas, muchacha!

—Te seguiré, mi señor. ¡Ven, ven! ¡Es tan hermoso morir juntos en medio de los horrores del combate! Ahí está Hang-Tu, que acude. ¡Ven, mi señor!

El jefe de las sociedades secretas se acercaba al galope, gritando:

—¡A las armas! ¡Viva la libertad!

Acudían por todos lados las partidas con un gran clamor para tomar posiciones. Salían de la próxima selva como hambrientas fieras; los salvajes malayos aullaban como lobos; los tagalos, los chinos, los malayo-mindaneses blandían furiosamente las armas y se animaban con pavorosos rugidos, mientras qué los mestizos, más tranquilos y disciplinados, ocupaban ordenadamente la primera trinchera emplazando la artillería.

Llegaron los primeros correos con la noticia de que las dos brigadas del general Cornell habían emprendido el ataque de las trincheras insurrectas del camino del Imus, y que avanzaban flanqueadas por las tropas del general Lachambre y por los cazadores del general Zabala.

Romero y Hang-Tu, seguidos por la valerosa muchacha, se dirigieron al centro de la trinchera grande, seguros de que contra ella se dirigían los mayores esfuerzos de los españoles, y destacaron algunas partidas de a caballo por el camino del Imus para estar al tanto de los progresos del enemigo.

No tenían confianza ninguna en las pocas partidas a que se había encomendado la defensa de las pequeñas trincheras construidas sobre él camino de Dasmarinas, obras de defensa incapaces de resistir largo tiempo a la artillería; pero querían saber a lo menos por dónde se presentaría el grueso de los adversarios.

Continuaba resonando la fusilería más allá del Imus, y se veían columnas de humo elevándose sobre el bosque. De cuando en cuando se oían también cañonazos. El combate se extendía; pero, al parecer, los insurrectos, aunque en corto número y sin artillería, defendían con firmeza las trincheras.

Llegaban de cuando en cuando corredores a decir que seguía el avance de los españoles por el camino del Imus, y que iban apoderándose sucesivamente de las posiciones contrarías.

Las partidas allí presentes, furiosas al enterarse de esas noticias, pedían a gritos marchar adelante; pero los jefes no cedían, sabiendo que no eran capaces de resistir en campo abierto a tropas regulares mandadas por los mejores generales de España.

Tres horas más tarde, mientras Romero y Hang-Tu enviaban algunas partidas al cercano bosque para proteger a las mujeres y muchachos que se habían refugiado allí, se vio a los primeros fugitivos pasar apresuradamente el río.

El combate en el camino del Imus había acabado, siendo desalojados los insurrectos de las trincheras, que defendían obstinadamente y dejando en ellas buen número de muertos. Lleváronse consigo los heridos para sustraerlos a la furia del enemigo, porque en aquella lucha sangrienta no le daba cuartel por una ni por otra parte. A las dos brigadas del general Cornell, después de apoderarse de las posiciones insurrectas, se disponían a vadear el río conducidas por el general Lachambre en persona. Mientras el coronel Arizón, apoyado por la brigada de Marina, trataría de envolver la posición para atacar la trinchera grande a la bayoneta. Se acercaba el momento terrible. Había pasado apresuradamente el río la última partida, perseguida activamente por el enemigo, sin que pudieran ponerle la menor resistencia.

Distinguíanse ya detrás de los árboles los primeros soldados españoles. Eran el primero y segundo batallones de los cazadores, mandados por el valeroso general Zabala, que había de ser el héroe del día.

Aquellas tropas admirables, de ímpetu irresistible, de musculo de acero, hechas a todas las fatigas de aquella áspera campaña, eran muy temibles, y los jefes de los insurrectos lo sabían.

Entretanto, el general Lachambre, con una de las brigadas de Cornell, adelantaba a lo largo de la orilla opuesta del río para emplazar en buena posición la artillería, a fin de batir en brecha la trinchera grande antes de lanzarse sobre ella al asalto.

Rompieron, el fuego los cañones a unos ochocientos metros de distancia, mientras el coronel Arizón, apoyado por Cornell y por la brigada de Marina, vadeaba rápidamente el río para tomar posición delante de la trinchera central.

Entablóse con sin igual furor el combate a los gritos de ¡Viva la libertad! de las partidas y de ¡Viva el Rey! de las tropas españolas.

Los insurrectos se defendían con valor desesperado de la primera trinchera, disparando una lluvia de balas sobre los contrarios.

Extendíase rápidamente el fuego a derecha e izquierda de la trinchera central, en la que estaban Romero, Hang-Tu, Than-Kiu y Mario Duque, mientras la artillería española destruía las empalizadas tirando con precisión matemática contra los robustos troncos de árboles y los montones de piedras.

Combatíase con extremada fiereza de una y otra parte; amontonándose los muertos, pero sin qué cedieran unos ni otros.

Los jefes insurrectos, de pie sobre las trincheras, y con el fusil en la mano, animaban a los suyos lanzando atronadores gritos de:

—¡Viva la libertad! ¡Viva la insurrección!

Silbaban miles de balas, llevando doquiera la muerte…

Caían muchos españoles; pero caían todavía más insurrectos bajo los tiros de la artillería.

Demolida la primera trinchera, ya no podía servir de reparo; pero quedaba intacta la grande que Romero había hecho construir.

Al ver los rebeldes tomar posiciones al coronel Arizón y armarse a los cazadores en columna de asalto, se replegaron a la trinchera grande y reanudaron el fuego, mientras las partidas de tagalos y malayos que ocupaban las alas intentaban cargas desesperadas, lanzando feroces aullidos.

Pero eran esfuerzos vanos. Las tropas de la vieja España, aunque hubiesen experimentado grandísimas pérdidas, no podían ceder combatiendo en campo abierto a las furiosas y desordenadas embestidas de aquellos feroces guerreros.

Los esperaban a pie firme, y los diezmaban con nutridas descargas.

La jornada amenazaba ser funesta para los insurrectos. Todas las tentativas de las partidas para rechazar al enemigo más allá del río eran inútiles, y la caída de Salitrán parecía inevitable.

Romero y Hang-Tu, que combatían uno al lado del otro en el puesto más peligroso, se miraron en silencio y tristemente.

—No nos queda sino hacemos matar —dijo el primero—. ¡Todavía no! —respondió sordamente el chino—. La suerte de la insurrección no se decidirá aquí, sino en Cavite, y todavía podemos ayudarla con nuestros brazos. ¡Espéremos!

Los españoles, entretanto, seguían ganando terreno, mientras que el pánico comenzaba a invadir a los insurrectos. El asalto era inminente, y si el enemigo llegaba a apoderarse de la trinchera grande, Salitrán estaba perdida.

El general Lachambre hizo tocar a carga. Las tropas españolas, formadas en columna de asalto, se precipitaron hacia adelante para tomar la posición a la bayoneta.

—¡Viva el Rey! —exclamaban—. ¡Viva la Regente! Su empuje era irresistible; era un torrente desbordado que amenazaba anegar las trincheras de Salitrán, tenidas por inexpugnables.

Los insurrectos hicieron un último esfuerzo. Mientras las partidas tagalas y malayas salían de las trincheras para oponerse al avance del enemigo, los mestizos, apoyados por el fuego de las espingardas y de las pocas piezas de artillería que tenían, hicieron algunas terribles descargas de mosquetería quemando los últimos cartuchos.

Los españoles, abrumados por aquella lluvia de plomo, de hierro, vacilaron, y algunas columnas comenzaron a ceder.

La victoria, que tenían casi segura, podía todavía escapárseles. El valor heroico de uno de sus jefes salvó la situación.

El general Zabala, comprendiendo la gravedad de la situación se puso a la cabeza del primero y segundo batallones de cazadores y los condujo al asalto.

Delante de la trinchera grande cayó el valeroso general mortalmente herido de dos balazos; pero el empuje; estaba dado.

Los cazadores no vacilaron más y se lanzaron adelante como un aluvión para vengar a su jefe.

Una lucha terrible, feroz y rápida se entabló entre las dos columnas de asalto y los mestizos; pero la trinchera fue tomada, y sus defensores desalojados de ella a bayonetazos y rechazados a Salitrán, mientras los dos brigadas de Cornell y la brigada de Marina caían también sobre la trinchera.

Salitrán estaba perdida. Las partidas, aterradas y en completo desorden, se desbandaron por todas partes, trastornando en su desenfrenada carrera tiendas, carros, caballos heridos, mujeres y muchachos.

Romero, que había montado en un caballo que le proporcionó un amigo de Hang-Tu, fue arrastrado por aquella turba de fugitivos junto con Than-Kiu, que se había apoderado de un caballo abandonado.

Al llegar a las primeras casas de Salitrán intentó organizar algunos grupos para prolongar la resistencia y dar tiempo para que las mujeres y los niños que se habían refugiado en el pueblo pudieran ponerse en salvo; pero todo fue inútil, porque nadie obedecía a sus jefes. Hasta los mestizos, que eran los que más tenazmente habían combatido huían ante los cazadores.

Than-Kiu, que no le había abandonado un momento, sujetó por la brida al caballo del mestizo y dijo a éste:

—¡Ven, señor; todo está perdido!

—¡Deja que me haga matar! —respondió Romero apretando los dientes.

—¡No, mi señor! —respondió la muchacha sin soltarla brida—. ¡No quiero que tú mueras!

En aquel momento se le unió Hang-Tu, a quien seguían dos docenas de hombres a caballo entre chinos y mestizos.

—¡Sálvate, Romero! —le dijo—. Permanecer aquí es un sacrificio estéril, mientras que podemos ser útiles todavía a la causa de la insurrección.

Y viendo que el mestizo no le obedecía, le echó mano también a la brida del caballo, y le arrastró tras de si mezclado con los fugitivos y seguido por su pequeña banda.

CAPÍTULO XIV. LA PERSECUCIÓN

La derrota de los insurrectos había sido completa. Habíanse disuelto las partidas como se derrite la nieve bajo los rayos ardientes del sol ecuatorial; huyendo precipitadamente en todas direcciones, sin obedecer las voces de sus jefes.

Poseídos de terrible pánico, habían atravesado los insurrectos el pueblo abandonándolo todo, municiones, víveres, tiendas, caballos, mujeres y niños en mano de los vencedores, y dispersándole en pequeños grupos por los bosques, campos y montañas.

En aquel desbarajuste espantoso había sido imposible reorganizarlos para conducirlos, bien hacia San Nicolás, que estaba aún ocupado por numerosas partidas insurrectas, bien hacia Cavite, que seguía resistiendo el bombardeo de la flota española. Los jefes que lo habían intentado se habían cansado en balde: ni un solo hombre habían conseguido detener y se habían visto obligados a huir también para no caer en manos de los vencedores.

Sólo Hang-Tu, más afortunado, pudo reunir dos docenas de hombres en tomo suyo, con los cuales, y con Romero y Than-Kiu, emprendió rápidamente la retirada hacia San Nicolás.

Después de atravesar a Salitrán, ya abandonada por las partidas, se apresuró a entrar por los bosques para sustraerse a la persecución de los grupos de caballería española que habían salido en persecución de los fugitivos.

Oíanse todavía descargas hacia Salitrán, pero cada vez menos frecuentes. Solía oírse también la gritería de las mujeres que no habían podido seguir a sus hermanos y maridos en su desastrosa fuga.

Hang-Tu y Romero caminaban en silencio. Ambos estaban tristes por aquella derrota, que podía ser de pésimas consecuencias para la causa de la insurrección, ya muy comprometida desde la toma de Dasmarinas, porque el general Lachambre podía poner gran parte de sus tropas a disposición del general Polavieja, que operaba contra Cavite.

Es verdad que podían organizar un centro de resistencia en San Nicolás; pero el curso del río Zapote estaba perdido hasta Pamplona, y Cavite quedaba en descubierto y amenazado por mar y por tierra.

Malos días se preparaban para los autonomistas. La bandera alzada con tantas esperanzas estaba en peligro de venir a tierra. Las tropas españolas estaban ya habituadas a la victoria.

Mientras los dos jefes iban entregados a sus dolorosos pensamientos, la pequeña banda proseguía su retirada a través de los bosques, acelerando el paso por temor de que se les interpusiese en el camino alguna tropa española que pudiera habérseles adelantado.

Reinaba en la selva el más profundo silencio; pero no por eso dejaban de estar intranquilos ni de marchar con todo género de precauciones.

Ya estaba muy avanzada la noche y comenzaban los caballos a dar muestras de cansancio, cuando percibieron los fugitivos sonidos de cometas que venían del lado opuesto del bosque en dirección del valle del rio Zapote, que indicaban más la presencia del enemigo que la de partidas fugitivas.

—¿Todavía el enemigo? —preguntó Hang-Tu con acento feroz empuñando el fusil—. ¿No tiene bastante con nuestra derrota de Salitrán?

Dispuso que hiciese alto la escolta y se puso en observación.

No a posible engañarse: hacia el valle del Zapote se oían toques de carga que eran, sin género de duda, de la caballería española.

—¿Es que seguirán a algunas de nuestras partidas? Me parece haber visto fugitivos en dirección del Zapote.

—Es probable —respondió Romero.

—Sin embargo, hemos caminado muy aprisa y debemos de estar muy lejos de Salitrán.

—A menos que la selva no nos haya engañado. Tú sabes, Hang, que es muy fácil extraviarse.

—También pudiera ser que los españoles hayan avanzado mucho con su vanguardia. No he visto a ningún escuadrón de caballería tomar parte en el ataque de Salitrán y sé que el general Lachambre llevaba caballería.

—Sí —contestó Romero con voz sombría— la que manda, el comandante Alcázar.

—¿Será su gente? Dios nos libre; porque sí supiese él que estamos aquí, no nos perdonaría a pesar de tu amor por su hija.

—Procuraremos no encontramos con él.

—Estaba por desear lo contrario. Tengo cuentas viejas que arreglar con él —dijo Hang con sonrisa siniestra.

—Ya le he pagado.

—Pero yo no.

—Te ha salvado cuando hubiera podido perderte.

—Hang-Tu no perdona.

—¡Cállate; echemos a andar! —dijo Romero.

Ya no se oían más que las trompetas; pero de lado del valle llegaban a ratos lejanos rumores como de galopadas furiosas de gruesos grupos de caballos.

Habíase vuelto a poner en marcha la banda, pero al paso y calladamente para no descubrirse.

Tres de los jinetes se adelantaron para ir explorando el camino, pues la oscuridad era tan profunda que no se distinguían los obstáculos que pudiera haber al frente; ocho se pusieron a la retaguardia y los restantes se agruparon alrededor de los jefes y de Than-Kiu para defenderlos en caso de una agresión imprevista.

Llevaban ya andado como medio kilómetro por entre los grupos de árboles, cuando retrocedieron vivamente los tres exploradores de la vanguardia.

—¿Qué pasa? —preguntaron Hang-Tu y Romero—. ¿Acaso los españoles?

—Hemos oído el relincho de un caballo —contestó uno de ellos.

—¿Dónde?

—Delante de nosotros.

—Será algún caballo abandonado —dijo Romero.

—Es posible —contestó el chino; pero bien pudieran ser españoles emboscados o acampados.

—Desviémonos, Hang-Tu.

—Quisiera primero saber si son amigos o enemigos. Otros insurrectos pueden haberse refugiado en el bosque y me agradaría engrosar nuestra pequeña banda.

—¿Qué determinas?

—Adelantémonos con cautela con las armas preparadas.

—¿Y Than-Kiu?

—Coloquémosla entre los dos —dijo Hang.

Formóse la banda en tres filas y avanzó lentamente y con precauciones infinitas.

Iban a la vanguardia los hombres más resueltos, para que, si llegaba el caso, cargaran a fondo.

La selva parecía desierta; tan profundo era el silencio. Hubiérase creído que se habían engañado los exploradores, porque nada indicaba que hubiese allí un alma. De repente se oyó una voz que gritó en español:

—¿Quién vive?

—¡Muerte de Buda! —murmuró Hang-Tu—. ¡Aquí estamos!

Y alzándose en seguida sobre los estribos y desnudando la catana, gritó a los suyos:

—¡Cargad!

Los caballos, vivamente espoleados, arrancaron a todo escape; pero no encontraron ningún obstáculo.

Habían ya pasado más allá del grupo de árboles de donde había salido la voz de ¡quién vive!, cuando recibieron una terrible descarga a quemarropa.

Siete caballos con sus respectivos jinetes se desparramaron a derecha e izquierda, mientras Romero, que cargaba en primera línea, se dejaba caer sobre el cuello de su montura.

Than-Kiu, que iba a su lado, dio un grito y le agarró por un brazo para impedir que cayera al suelo; pero el mestizo sé irguió en la silla, diciendo:

—No es nada, Than-Kiu.

Volviéndose después, hizo fuego contra el grupo de árboles. Mientras Hang-Tu y los que habían resultado ilesos hacían otro tanto.

—¡Apretad a correr! —dijo el chino.

Volvieron a emprender la interrumpida carrera y huyeron desordenadamente a través de la selva; pero los españoles no los siguieron, contentos con haber desmontado a aquellos siete jinetes o quizás porque no tuviesen caballos.

—¿Estás herido, mi señor? —preguntó Than-Kiu, que no había abandonado a Romero.

—No ha sido nada —contestó el mestizo, pero con un acento que indicaba un gran esfuerzo de voluntad.

—¡Muerte de Buda! —exclamó Hang palideciendo—. ¿Te han herido, Romero?

—Creo que he recibido un balazo en la espalda.

—¡Ah, malditos! ¿Puedes sostenerte?

—Lo espero.

—Si puedes resistir quince minutos te llevaré a un sitio donde podremos detenemos. Sé donde estamos.

—Resistiré.

—¡Pues aprieta el paso! ¡Espolea!

Los caballos devoraban el camino, porque la selva no era ya tan cerrada; pero el mestizo, que debía de estar dolorosa, ya que no mortalmente herido, sentía que iban faltándole las fuerzas. Ya dos veces se había inclinado sobre el cuello del caballo, y Hang-Tu y la muchacha le hallan sostenido. Seguramente estaba perdiendo mucha sangre. Habrían pasado diez minutos cuando Hang-Tu exclamó:

—¡Alto!

Detúvose y saltó rápidamente a tierra, sosteniendo a Romero entre sus robustos brazos. Éste se abandonó por completo, lanzando un gemido.

Cuatro hombres acudieron en su ayuda; pero Than-Kiu los rechazó diciéndoles:

—¡No, no lo toquéis!

Entre ella y Hang-Tu condujeron al herido hacia una casa de campo medio arruinada rodeada de una muralla. Pasada ésta a través de una brecha, tendieron a Romero con infinitas precauciones sobre un montón de hierba seca que había en el corral.

El mestizo había perdido el sentido; pero su respiración seguía siendo natural.

—¡Sálvale! —dijo Than-Kiu con los ojos llorosos.

—Bueno —le contestó Hang.

—¿Me lo prometes?

—Si, hermana —le contestó el chino con voz imperceptible.

CAPÍTULO XV. LA HERIDA DEL MESTIZO

El edificio en cuyo recinto habían encontrado un momentáneo refugio los fugitivos debía haber sido una grande y hermosa finca, a juzgar por sus restos, y pertenecido probablemente a alguna familia china, como lo daban a entender los dragones sostenidos por mástiles que aún la adornaban.

También allí habían llegado los estragos de la guerra, porque del edificio sólo quedaban en pie las murallas. El techo estaba hundido, los pisos destrozados; las cuadras, que debían de haber sido muy espaciosas también, por tierra, y por dondequiera se veían montones de escombros.

Sin duda, se había reñido allí algún combate, y la finca había sido quemada y destruida.

Mientras los chinos y mestizos que quedaban de la pequeña banda rodeaban la casa para evitar cualquier sorpresa de los españoles, que quizás les hubieran seguido el rastro, Hang-Tu hizo encender una tea resinosa y se acercó a Romero, que no había aún vuelto en si.

Habiendo notado que la camisa estaba ensangrentada, principalmente la parte correspondiente al lado izquierdo de la espalda, la cortó con el cuchillo y vio dónde tenía la herida su amigo.

La bala no parecía haber roto ningún hueso, y por las trazas debía de estar alojada debajo del brazo, que por milagro había resultado ileso. Era una herida dolorosa sin duda, pero no grave.

—¿Y bien?… —preguntó Than-Kiu, que tenía clavados los ojos en los del chino como si tratase de leer en su pensamiento.

—Todo va bien —le contestó Hang-Tu ya tranquilo—. Creí que sería más grave la herida.

—¿Podrás salvarle?

—Sí, Than-Kiu.

—¿No me engañas, Hang?

—¿A qué? Romero es demasiado necesario a la insurrección para que yo no ponga cuanto esté en mi mano por curarlo. Además, le quiero como a un hermano.

—Pero no ha abierto aún los ojos.

—La herida es muy dolorosa, y ha perdido mucha sangre.

—¡Tengo miedo; Hang! —murmuró la muchacha comprimiendo un sollozo.

—No tardará dos semanas en estar curado. Es vigoroso, y después… Hay una circunstancia que apresurará la cura —murmuró el chino.

—¿Cuál?

—El afecto.

—¿Por quién?

—¡Cállate, muchacha! —dijo Hang suspirando—. ¡Cállate!

Un chino a quien había mandado Hang en busca de agua regresaba en aquel momento.

Hang-Tu lavó cuidadosamente la herida, y después la vendó pronta y diestramente con un trozo que arrancó de la camisa.

Apenas terminada esta operación, vio Than-Kiu que el herido abría poco a poco los ojos.

—¡Mi señor! —dijo inclinándose sobre Romero, ya en su conocimiento, sonrió y estrechó la mano del joven.

A tratar en vano de incorporarse, lanzó un gemido.

—¡No te muevas. Romero! —le dijo Hang-Tu.

—¿Tengo, pues, la espalda destrozada? —preguntó él mestizo—. ¡Mejor sería que me hubiera matado el golpe!

—En vez de quejarte, debieras dar las gracias a esa bala. Si te da un dedo más arriba te rompe el espinazo.

—Voy a servirte de estorbo, Hang. ¿Qué vas a hacer conmigo?

—Curarte.

—¡Tu! ¿Mientras la insurrección necesita de tu concurso?

—En dos semanas no pueden los españoles acabar con ella; y luego no nos quedaremos aquí. Construiremos una camilla, y te llevaremos a San Nicolás.

—¡No! —dijo Romero sacudiendo vivamente la cabeza—. Déjame aquí, y vete con tu gente sin perder un momento. Quizás nos sigan los españoles y por salvarme a mí podían apresarte.

—No soy hombre que se deje sorprender dos veces, Romero. A mi cargo queda conducirte a San Nicolás. Si yo te abandonase, ¿quién te curaría?

—¡Yo! —dijo Than-Kiu.

—Pero ¿quién te protegería contra las españoles?

—No los temo, Hang —dijo fieramente la muchacha.

—Lo sé. Eres valiente; pero el valor de nada sirve contra el número y contra los fusiles. No: Hang no abandonará a su amigo; no dejará caer en manos del enemigo al hombre más útil de la insurrección.

—No puedo ser de utilidad ninguna a la insurrección, Hang; mientras que ahora la privaré de tu vigoroso brazo.

—Te curarás pronto. Romero.

Después, viendo que su amigo iba a hablar, le dijo:

—¡Basta! ¡No se habla más!

Se levantó y tuvo una breve conferencia con su gente, que vigilaba por la parte de afuera de la finca para ver lo que se hacia.

Decidióse construir pronto unas parihuelas y abandonar aquella misma noche aquel lugar, donde serian sorprendidos seguramente por los españoles, que no dejarían de perseguirlos.

Mientras unos cuantos de ellos se dispersaban por el bosque para explorarlo y otros construían a toda prisa la camilla, Hang, seguido por cinco o seis, se internó por la arboleda en busca de víveres, pues en la precipitada fuga de Salitrán nada habían llevado consigo. Hallaron algunas gallinas escondidas en un cobertizo, las cuales volvían allí después de la fuga de los dueños y de la retirada de los combatientes. Encontraron también en un rincón de la finca, entre los restos del mobiliario, algunos de esos quesos tan comunes entre los chinos, confeccionados con chicharros y habichuelas mezclados con harina y zumos de varias plantas, medio saco de arroz algo chamuscado por el fuego, y varios pucheros de cobre; objetos preciosos en aquel momento para ellos.

Tenían víveres para un par de días, y podían bastarles hasta su llegada a San Nicolás, que no debía de estar lejos.

Hacia la media noche estaba lista la camilla. Cubriéronla con unas brazadas de hojas frescas que Than-Kiu recogió, pusieron en ella a Romero, y la pequeña partida se puso lentamente en marcha por aquella inmensa selva que parecía extenderse desde la orilla del mar hasta la laguna de Tual.

Cuatro jinetes abrían la marcha; seis hombres alternaban para llevar la camilla, y los restantes cubrían la retirada. Hang-Tu y la muchacha iban a los lados de la camilla, prontos a atender a los menores deseos del herido.

La selva habíase vuelto sumamente intrincada, dificultando la marcha los bejucos de rotang que se entrelazaban por todas partes, y las raíces que serpenteaban por el suelo como enormes reptiles.

Parecía que todos los representantes de la riquísima y complicada flora chino-malaya se habían reunido allí. Había árboles de los llamados «del sebo», de hojas de color verde claro y de ramas cubiertas por una materia grasienta, de que obtienen los chinos una excelente cera llamada hiuehyn; bosques de naranjos cuajados de frutas de forma oval de tamaño pequeñísimo y de exquisita dulzura; colosales árboles de alcanfor, que difunden penetrante aroma por todo sus poros, y esos otros que producen una especie de dátiles llamadas wai-sho, de que se saca una hermosísima tinta amarilla; higueras gigantescas, tamarindos de desmesuradas hojas que proyectaban intensa sombra, beteles, areches e infinitas plantas gomíferas.

Las ramas, las cañas y las raíces, cruzándose en todos sentidos, hubieran hecho imposible la marcha de los caballos si los hombres que iban delante no hubieran ido abriendo camino con sus sables, cuchillos y catanas. La marcha era, pues, lentísima y en extremo fatigosa, especialmente para los conductores de la camilla.

Hang-Tu comenzaba a inquietarse, temiendo perderse en aquella inmensa selva. Hasta sus hombres no sabían dónde estaban ni qué rumbo seguir para ir San Nicolás.

Al amanecer, mientras Romero, presa de la fiebre, estaba sumido en sopor profundo, mandó el chino hacer alto en medio de un bosque de enormes árboles de pimienta silvestre, cuyos sarmientos entrelazados formaban un escondrijo imperceptible a la vista de quien pasase por sus inmediaciones.

Hombres y caballos estaban rendidos por él sueño y el cansancio. Sólo Hang y la muchacha china se mantenían firmes.

El jefe de los amarillos distribuyó víveres entre su comitiva, y apeló a la buena voluntad de algunos de los que la formaban para que explorasen los alrededores, siempre temeroso de ser perseguido. Comprendía que no había pasado aún el peligro.

En tanto que los más robustos se encargaban de aquella peligrosa exploración, hizo Hang encender fuego y cocer para Romero uno de los pollos que se habían encontrado en la finca china.

Than-Kiu, sentada al lado del herido, no separaba de él los ojos. Se había quitado el amplio manto blanco de seda, se lo había colocado encima con afectuosa ternura, y le humedecía de cuando en cuando los labios con el pañuelo, para templarle el ardor de la fiebre.

La resistencia de aquella criatura, al parecer tan delicada como los lirios de su tierra nativa, debía de ser maravillosa, increíble, porque mientras los hombres más robustos caían desplomados y rendidos por las fatigas de aquel día, ella se conservaba firme e incólume como una roca.

Romero seguía durmiendo, pero estaba agitado como bajo la acción de una pesadilla; su respiración era inquieta y anhelosa, y de sus labios salían de cuando en cuando frases y palabras truncadas.

Than-Kiu, inclinada sobre él y con la cabeza entre las manos, espiaba ansiosamente sus palabras.

De repente se irguió bruscamente. Habla oído un nombre que no era el de la pobre Flor de las Perlas.

—¡Teresita! —había exclamado Romero con voz imperceptible.

Relampagueó la mirada de la muchacha, y después dos gruesas lágrimas le surcaron el rostro.

—¡La mujer blanca! —exclamó con tristeza—. ¡Ella! ¡Siempre ella! ¡Ni en sueños la olvida!

Al levantar los ojos vio ante si a Hang-Tu, que parecía profundamente conmovido y con aire de tristeza impreso en su altivo semblante.

—¡Hang! —murmuró Than-Kiu cubriéndose la cara con ambas manos.

—Lo he oído —respondió el chino sordamente.

—¡Su pensamiento es siempre para ella; hasta en sueños!

—Sí, Than-Kiu; ¡pobre niña! ¡Mejor hubiera sido que te hubieras quedado en nuestro país! ¡Al menos no habrías vuelto a verle!

—¡Si, Hang; pero ya es tarde! ¡El espíritu del mal no me dejará ya más, y mi martirio sólo cesará cuando muera! ¡Maldita sea la mujer blanca que ha lanzado un maleficio sobre Romero y ha destrozado el corazón de la Perla del Rio Amarillo!

—La odias, ¿verdad?

—¡Con toda el alma, Hang!

—¡El destino es tan raro a veces, Than-Kiu!

—¿Qué quieres decir?

—Que podrán tendernos un día la mano el padre y la hija.

—¿La insurrección acaso?…

Hang movió tristemente la cabeza.

—No —dijo—; no será la insurrección quien nos la arrojará en los brazos, Than-Kiu. Todos nuestros generosos esfuerzos serán inútiles, y nuestra bandera no ondeará en los viejos muros de Manila. La libertad que hemos soñado se ahogará en sangre; pero Hang sabrá morir como un valiente ese día.

—¿Desesperas?

—Sí; he perdido toda esperanza. Dentro de uno o dos meses habrán triunfado los españoles.

—¿Y nosotros? ¿Y Romero?

—¿Nosotros? Hang-Tu morirá; ya te lo he dicho. La sangre de los mártires no se derramará en vano, sin embargo, y el último grito de los patriotas será repetido un día por otros más afortunados que ellos.

—¿Y Romero?

—Cumplirá bien su deber hasta él fin. Ama la libertad ante todo. …

—¡Pero yo no quiero que muera, Hang!

—El destino está en las manos del Cielo, Than-Kiu.

—¿Pero crees?…

—¡Cállate, que vuelven nuestros hombres!

Habíanse sentido voces hacia los bordes de aquella enorme aglomeración de árboles. Hang-Tu se levantó con la carabina en la mano, y se adelantó hada el lugar de donde partía el ruido.

No se había engañado. Los exploradores volvían apresuradamente, como amenazados por algún nuevo peligro.

—¿Los españoles? —preguntó.

—¡Sí; nos persiguen! —contestó uno de ellos con voz afanosa, como si hubiese dado una larga carrera.

¡Aún! —exclamó el chino arrugando el entrecejo—. ¿Están lejos?

—Como a una milla.

—¿Son muchos?

—Unos cincuenta.

—¿Acaso cazadores?

—No, gente a caballo, bien montada y bien armada.

—¿Quién los manda? ¿Lo sabes?

—Sí, capitán, porque le he visto y le he conocido.

—¿Quién es?

—El mayor Alcázar.

—¡Él! —exclamó Hang-Tu rechinando los dientes—. ¡Lo había sospechado!

—¡Vamos andando, capitán; porque el comandante sabe que tú y Romero nos mandan!

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me he acercado a los soldados, que se habían detenido a descansar, y he oído que os nombraban a ti y a Romero Ruiz.

—¡Ah! ¿Esas tenemos? —dijo Hang—. El caso es serio, porque d mayor nos perseguirá sin tregua y hará cuanto pueda por prendemos; pero la selva es inmensa y mucho tendrá que andar para alcanzamos. ¡Ea, levantemos el campo y emprendamos la marcha!

—Pero tenemos los caballos cansados, capitán.

—No lo estarán menos los suyos. Además, entre estos árboles, ni sus caballos ni los nuestros pueden correr. Hagamos él último esfuerzo, amigos, o ninguno de nosotros llegará a San Nicolás.

Despertaron a Romero para que tomase algunas tazas de caldo, y en seguida a los otros que dormían. Ensillaron los caballos a la carrera, y aunque los pobres animales estuviesen rendidos de sueño, se emprendió de nuevo la marcha a través de todos los obstáculos de la selva.

Apretaron él paso para ganar tiempo, y se metieron por lo más intrincado de la selva para mejor defenderse en caso necesario.

Quedaron atrás algunos hombres para vigilar los movimientos de los españoles y tratar de engañarlos abriendo caminos en distintas direcciones, y otros se adelantaron para abrírselo a los portadores de las angarillas.

Una viva inquietud había invadido a todos los fugitivos, que temían caer de un momento a otro en cualquier emboscada. Aún Hang-Tu estaba intranquilo, aunque se esforzase en disimularlo, porque ni sabía dónde estaban ni hacia dónde se encontraba San Nicolás, único refugio en que podían salvarse.

También el sueño y el cansancio tenían abatido el ánimo de todos ellos. Sólo Than-Kiu resistía con energía suprema. Hacia las nueve, después de dos horas de incesante marcha, llegó un mulato de la retaguardia con la buena noticia de que los españoles habían acampado.

Hang-Tu aprovechó la oportunidad para dar un breve descanso a la caravana. Estaban tan cansados, que hombres y caballos se amontonaron confusamente en el suelo.

Hasta la muchacha, al fin vencida, se dejó caer al lado de Romero, cubriéndole con uno de sus brazos como para defenderle.

Sólo Hang, cuyo vigor debía de ser enorme, se quedó velando apoyado en un árbol y fusil en mano, con el oído atento al menor rumor que pudiera indicarle la presencia del enemigo.

SEGUNDA PARTE. LOS HORRORES DE LAS FILIPINAS

Ver una vez es mejor que oír cien veces.

PROVERBIO JAPONÉS

CAPÍTULO I. EL REFUGIO EN LA SELVA

 Hang-Tu, insensible al terrible calor que reinaba en la selva, porque con la espesura de los árboles no llegaba allí el menor soplo de aire, velaba constantemente, guardando una inmovilidad absoluta. Parecía que el sueño fuera impotente contra aquel hombre de hierro, porque no cerraba un momento los párpados y tenía el oído atento al ruido más imperceptible.

No miraba al suelo, sino más bien hacia arriba, siguiendo con atención los atrevidos movimientos de unos cuantos cinocéfalos negros, de largo hocico, frente enormemente saliente, narices rosadas, cola rudimentaria y pelaje de color negro intensísimo, y oyendo sus desapacibles gruñidos, porque, como hombre práctico en la vida del bosque, sabía que mientras esos monos cautelosos no dan señales de alarma no hay que temer ningún peligro.

También observaba atentamente a una banda de urracas de plumaje azul, que alborotaban estrepitosamente, como doscientos metros más allá, en la copa de un árbol de alcanfor, y estaba pendiente de los chillidos de un grupo de avutardas, siendo seguro indicio de estar desierto el bosque en el paraje donde aquellas aves se encontraban mientras ellas siguieran alborotando.

Habían ya pasado dos horas sin que Hang notase nada de extraño, cuando enmudecieron de repente las avutardas, después las urracas, y, por último, comenzaron a manifestar signos de inquietud los simios, interrumpiendo sus juegos y subiendo y bajando precipitadamente por las ramas de los árboles.

Hang-Tu se levantó prontamente.

—¡Ahí vienen! —murmuró—. ¡Hay que echar a andar!

Permaneció unos momentos inmóvil, con la esperanza de que fuese una falsa alarma y le permitiese dejar dormir a sus compañeros, y sobre todo a la pobre Than-Kiu; pero viendo que los monos, en lugar de volver a sus juegos, se apresuraban a saltar a los árboles vecinos para alejarse, dio la voz de alerta.

En un instante se levantaron sus hombres y Than-Kiu, cargaron con las angarillas y emprendieron de nuevo la marcha aprisa, pero en silencio.

Quedáronse atrás seis hombres para vigilar al enemigo y contenerlo si llegara a aproximarse.

Romero también se había despertado, y al enterarse de que seguía encarnizadamente la persecución, rogó a Hang nuevamente que le abandonase para no comprometer la vida de todos; pero el chino le impuso silencio.

Habíase acelerado la marcha al encontrarse los fugitivos en una especie de sendero, abierto quizá por los indígenas o por alguna partida insurrecta que hubiera tenido que pasar por aquellos parajes; pero sus perseguidores no debieron de apretar el paso, porque nada notaron los hombres que iban a la zaga.

La inquietud volvió a apoderarse de los fugitivos, y hasta Hang-Tu comenzaba a dudar del éxito de aquella retirada. Varias veces se había preguntado a sí mismo si no hubiera sido mejor atrincherarse en cualquier lugar a propósito y entablar la lucha con el enemigo; pero le hizo desistir de esta idea el temor de que se le desbandase la gente.

Era indispensable, con todo, buscar algún refugio, porque de continuar de aquella manera llegaría a no serle posible hacer la menor resistencia por el excesivo cansancio de sus nombres.

Trató de inquirir de los chinos y mestizos de la partida si sabían de algún lugar de aquellas cercanías que pudiera servir para el caso; pero ninguno pudo sacarlo de dudas. Creían algunos de ellos que estaban cerca del río Zapote; otros, que cerca del mar; pero lo cierto era que estaban extraviados.

De San Nicolás nadie hablaba ya ni había que pensar por el momento en tal cosa, siendo de creer que estaban lejos de ese punto, que todavía se hallaba en poder de los insurrectos.

A las dos, prevenido el convoy de que los españoles habían vuelto a detenerse, hizo otro pequeño alto para emprender de nuevo la marcha. Los hombres que cubrían la retaguardia habían sido descubiertos por el enemigo, que les hizo unos cuantos disparos; pero por fortuna tuvieron tiempo de retirarse.

La distancia que mediaba entre los perseguidores y los fugitivos iba abreviándose rápidamente. El convoy, obligado a marchar con lentitud por causa del herido, corría peligro de ser alcanzado antes de la noche.

Hang-Tu adoptó un partido desesperado.

—Romero —dijo, volviéndose hacia el herido—, se necesita de un esfuerzo supremo de tu parte si no queremos ser asaltados y probablemente destruidos.

—Estoy pronto a todo —respondió el mestizo—. Ya te he dicho que me abandones.

—No; de ninguna manera te abandonaré en manos del mayor Alcázar.

—¡Del mayor Alcázar! —exclamó dolorosamente Romero—. ¿Es, pues, él quien nos sigue?

—Sí.

—Debía haberlo supuesto por lo encarnizado de su persecución.

Y después de un breve silencio, añadió:

—Prefiero, después de todo, caer en las manos de él que en las manos de otro cualquiera.

—Pues te trataría lo mismo.

—¡Quién sabe, Hang!

—No te fíes de su generosidad. ¿Qué le importa a él que te quiera su hija? Es un soldado, y no hará traición a su bandera por nada de este mundo.

Puede que tengas razón —dijo tristemente Romero—; pero si es a mí quien busca, podríais salvaros tú, Than-Kiu y todos los demás.

—No te comprendo.

—Déjame a mí.

—¿Qué vas hacer?

—A ponerme en sus manos bajo la condición de que os deje libres a todos.

—De ninguna manera. Antes que tú sería yo quien diera ese paso. No. Romero, no estamos aún vencidos. Tenemos todavía probabilidades de salvarnos. De ti depende.

—¿Cómo?

—¿Podrías, apelando a toda tu energía, sostenerte a caballo? El bosque empieza a clarearse, y con una buena galopada podríamos adelantar camino y encontrar algún refugio.

En lugar de responder, Romero hizo señal a los conductores de las angarillas para que se detuvieran, y haciendo un supremo esfuerzo, se apeó de ellas, a pesar del dolor agudo que la herida debía de producirle.

—¡Te estás matando, mi señor! —exclamó Than-Kiu acercándose a él para sostenerlo.

Romero la rechazó dulcemente con una sonrisa.

—De mí depende la salvación de todos —dijo—. Acercadme el caballo.

Habíase puesto muy pálido, y gruesas gotas de sudor probablemente frío le cubrían la frente; pero su poderosa voluntad le mantenía erguido y le hacía resistir los agudos dolores de su herida.

Un chino le acercó el caballo. Hang-Tu agarró a Romero y, ayudado por un mestizo, lo colocó en la silla.

—¿Puedes resistir? —le pregunto inquieto.

—¡Adelante! —contestó Romero metiendo las espuelas y arrancando al galope entre Hang y Than-Kiu, que se pusieron a sus lados para sostenerle si era necesario, y seguido por toda la banda.

La selva, bastante clara ya, permitía avanzar rápidamente.

Than-Kiu, que estaba más pálida que el herido y muy alterada, le decía a cada instante:

—Tú sufres, mi señor. ¿Quieres que la Flor de las Perlas te sostenga?

Pero Romero, sin responderle, proseguía en su carrera exclamando:

—¡Adelante! ¡Adelante!

Parecía no sentir nada y arrastraba en desenfrenada carrera a toda la banda. El estado de exaltación en que sin duda se hallaba debía de impedirle sentir el agudo dolor de sus heridas, exacerbado por los movimientos violentos del caballo; exaltación que podía más adelante pagar muy cara, y hasta quizá con la vida.

Una hora duró aquella furiosa carrera, al cabo de la cual se detuvieron los fugitivos ante la empalizada que circundaba una casa que se alzaba en el lindero del bosque.

—¡Un refugio! —exclamó Hang gozoso—. ¡Podemos estar a salvo!

Saltó rápidamente en tierra y se precipitó sobre Romero.

Era tiempo, porque el valiente mestizo, aplanado por aquel esfuerzo heroico, había caído de bruces sobre el cuello del caballo.

Había perdido repentinamente el conocimiento. Cayó en brazos del chino, inerte como si le hubiera abandonado la vida.

—¡Muerto! —exclamó Than-Kiu con voz terrible dirigiendo a Hang-Tu una mirada fulminante.

—¡No; no temas! —respondió el chino, cuya voz, no obstante, temblaba por primera vez—. Romero es fuerte.

Sosteniéndole delicadamente entre los brazos, le trasladó dentro de la empalizada que circundaba la casa, y cuya portada estaba abierta, y viendo allí un montón de esteras le colocó sobre ellas.

Than-Kiu y los demás entraron juntos tras él y rodearon a Romero.

Hang puso el oído sobre el pecho de Romero, y escuchó un rato con atención profunda.

—¿Qué hay? —preguntó Than-Kiu con voz amenazadora—. ¿Me lo has matado, Hang?

—No; el corazón late aún con fuerza —respondió el chino respirando—. Romero ha perdido el conocimiento por causa del dolor y del esfuerzo violento que ha hecho. No temas, Than-Kiu, yo le curaré y mejor ahora que hemos encontrado este refugio.

Examinó la herida. Habíase corrido la venda, y la herida, agravada por los movimientos del caballo, había vuelto a abrirse.

Hizo que le llevaran agua de un aljibe que en el corral había y lavó con ella la herida, que volvió a vendar después que hubo juntado cuidadosamente sus bordes.

—Te lo encomiendo, Than-Kiu —dijo—. Yo, entretanto, examinaré la casa, que me parece abandonada, para ver si es fácil de defender. Los españoles están lejos, pero sin duda los tendremos aquí mañana.

Se levantó, y seguido de algunos cuantos inspeccionó la casa.

Era pequeña, pero sólida. Por las trazas, había pertenecido a alguna familia tagala, obligada a dispersarse por la guerra, o que quizá se hubiera incorporado a las partidas insurrectas de las riberas del Zapote.

Tenía dos pisos, robustos los muros y dos pequeños cobertizos adjuntos destinados a establos y gallineros, rodeado todo ello por una robusta empalizada de dos a tres metros de alta, fácil de defender hasta de un asalto violento.

Las dos habitaciones de la casa estaban amuebladas con toscas mesas y sillas, y en una de ellas había dos camas formadas por altos montones de esteras de hojas de coco.

Encontró Hang-Tu en los cobertizos gran provisión de arroz, cañas de azúcar, nueces de coco, cacao, café y legumbres. Había también palas, picos y otros instrumentos de la agricultura, entre ellos un arado. No había ningún animal, aunque sí trazas de haber habido caballos, carneros y aves.

Hang-Tu, satisfechísimo, dio la vuelta a la empalizada, y habiéndola encontrado en muy buen estado, se determinó a esperar.

—Si se defiende mi gente, creo que el comandante Alcázar no nos aprehenderá tan fácilmente como cree —murmuró—. Mandaré a alguno en busca de socorro por las orillas del río y entretanto nos defenderemos mientras tengamos cartuchos.

Convocó a su gente a consejo y les expuso su plan, que todos aprobaron, comprendiendo que seguir la retirada llevando a Romero herido era imposible.

Se decidió que dos de los más robustos y prácticos salieran de allí después de una hora de descanso en busca de las partidas insurrectas que debía de haber por las riberas del río Zapote, y se atrancó fuertemente la puerta de la empalizada. Los caballos estaban ya bajo los cobertizos que formaban el establo.

Se trasladó a Romero a una de las dos camas que en la casa había, encomendando a Than-Kiu su cuidado. Después, mientras los dos hombres que habían de salir de exploradores descasaban un rato, los otros, valiéndose de los instrumentos agrícolas que en la finca habían encontrado, se entregaron a la tarea de cortar unos cuantos árboles para reforzar con ellos la empalizada.

Dos horas después de haber marchado los exploradores estaba defendida la puerta de la empalizada por una triple fila de gruesas estacas y dos gruesos troncos de árboles; pero no satisfecho aún Hang-Tu, hizo barrear también las ventanas de la casa con recias estacas para que pudieran estar defendidas y a cubierto de los tiros del enemigo.

Cuando estuvo la pequeña finca en estado de defensa concedió Hang-Tu algunas horas de sueño a su gente, mientras dos mestizos que habían descansado anteriormente por disposición suya montaban el primer cuarto de guardia en el tejado de la casa para que pudieran advertir desde más lejos la llegada del enemigo.

Hang, rendido por la larga velada, pudo al fin entregarse al descanso al lado de Than-Kiu, que se había quedado profundamente dormida a la cabecera del herido.

Cuando se despertó comenzaba a oscurecer. Poníase el sol tras una gran nube negra que parecía salir del mar, y resonaba la selva con violentas ráfagas que sacudían las gigantescas hojas de los plátanos y de las palmas y las flexibles ramas de los gigantescos tamarindos y de las plantas gomíferas. Parecía que se preparaba a estallar un huracán.

Romero se había despertado y estaba hablando con su enfermera. Hang le examinó de nuevo la herida y se la lavó otra vez con agua que hizo traer del aljibe, obligando, además, a su amigo, a tomar tazas de caldo, para lo cual había hecho cocer otro pollo.

Después, salió para ver a su gente.

Estaban ya todos en pie, preparándose la cena con las provisiones que habían encontrado. Reinaba entre ellos el mejor humor, porque con el huracán que amenazaba esperaban pasar la noche tranquilos y reponerse del cansancio del día anterior.

—¿No ocurre nada? —preguntó Hang.

—No, capitán —le respondieron.

—¿Habrán perdido los españoles nuestro rastro?

—Es probable.

—¿Ha explorado alguno los contornos?

—Sí, yo —respondió un chino—; pero no he visto ningún español.

—Esperemos —murmuró Hang volviendo a entrar en la casa—. Si tardan un par de días en atacarnos, nos llegarán los socorros y el comandante se llevará chasco.

Hasta Romero parecía estar de buen humor, porque seguía hablando con la muchacha como si no le molestase la herida.

Hang-Tu, al verlos juntos, se había detenido cruzado de brazos a la puerta de la estancia y los miraba fijamente con mal disimulada emoción. De cuando en cuando salía de su robusto pecho un profundo suspiro y una nube de tristeza pasaba por su frente.

Than-Kiu charlaba con Romero refiriendo con voz melodiosa no sé qué leyenda de su tierra que el herido escuchaba sonriente. Parecía que la pobre hija del río Amarillo era en aquel momento completamente dichosa y que el mestizo había olvidado a la Perla de Manila, encantado por el dulce acento de la Flor de las Perlas.

—No será sino un sueño, una vana ilusión —murmuró Hang—. ¡Cuán terrible será para Than-Kiu el desengaño! ¡La pobre mujer blanca será fatal para ella!

Salió de nuevo, pero andando de puntillas para no ser notado, y se sentó en el corral con la cabeza entre las manos. Pensaba quizás en Than-Kiu; pero no dejaba de vigilar poniendo atento oído al rumor creciente de la hojarasca, sacudida por las bocanadas del viento que penetraba rugiendo en la intrincada selva.

Habíanse guarecido sus hombres bajo los cobertizos. Sólo cuatro de los más robustos se habían puesto de centinela en las esquinas de la empalizada, bajo unos techos improvisados con esteras.

Hang seguía inmóvil. Escuchaba atentamente, sin preocuparse de la lluvia que amenazaba.

De repente se levantó exclamando:

—¡Centinelas de cuarto!

—¿Qué se ofrece, capitán? —contestó uno de ellos.

—¡Ahí está el enemigo!

El fino oído del chino no se engañaba; entre los rugidos del huracán había sentido un silbido que debía de ser una señal que hacían los soldados del comandante Alcázar.

CAPÍTULO II. EL ATAQUE A LA CASA

Los mestizos y chinos que estaban durmiendo debajo del cobertizo, despertados por el grito de alarma del jefe, se levantaron presurosos y salieron con los fusiles en la mano, llevando las municiones cubiertas bajo la ropa para que no se mojasen. Hang se encaramó sobre la empalizada de la puerta, esperando algún relámpago para ver si era realmente el enemigo o alguno de los exploradores.

Pasaron algunos minutos, de gran ansiedad para todos.

Un vivo relámpago rompió las tinieblas iluminando la selva.

Tuvo tiempo Hang de ver cerca de un tamarindo a dos soldados que apuntaban sus carabinas hacia la empalizada.

No había más a la vista, pero sus compañeros no debían de hallarse lejos. Como quiera que fuese, ya sabía Hang que se había descubierto su refugio y que no podía demorarse el ataque. Siendo inútil defender la empalizada, que no podía ofrecer reparo suficiente por las muchas hendiduras que había entre las estacas que la formaban, mandó a sus hombres retirarse a la casa, detrás de cuyas gruesas paredes podían desafiar impunemente las balas enemigas. Bareada la puerta con todos los muebles, apostó a sus hombres en las seis ventanas del piso alto, únicas que había, y después bajó al piso inferior, en donde estaban Romero y Than-Kiu.

—Es inútil que te oculte la gravedad de la situación —dijo al mestizo—; vamos a ser sitiados por la caballería del mayor Alcázar.

—Pues pelearemos —respondió el herido—. Dame mi carabina y ayúdame a situarme en cualquiera de las ventanas.

—¿Tú, que tienes un brazo inútil? No, amigo —dijo Hang—. No puedes levantarte de la cama.

—¿Y piensas que me esté aquí mano sobre mano mientras se combate?

—No son hombres lo que nos falta. Que haya uno más o menos nada importa. De lo que escaseamos es de municiones.

—¿Tenemos pocos cartuchos?

—Apenas cuatrocientos.

—No tirando inútilmente podemos resistir veinticuatro horas.

—¿Y si tardan en llegar los socorros que esperamos?

Nos haremos matar antes que rendirnos.

Hang miró a Than-Kiu. Ella comprendió su pensamiento, porque dijo sonriéndose:

—No te preocupes por mí, Hang. Si os hacéis matar me tendré por dichosa muriendo a vuestro lado.

—Espero que no sea necesario hacernos matar —dijo el chino—. Todavía nos quedan recursos extremos.

—¿Cuáles? —preguntó Romero.

—No te lo digo ahora. Pensaba que los caballos podrían sernos útiles; pero todavía tenemos otro.

Y sin dar más explicaciones salió de la habitación y fue a reunirse con sus compañeros, que se habían dividido en seis pequeños grupos, situándose detrás de las ventanas.

—No es necesario que nos expongamos todos —dijo—. Somos doce: seis contestarán al fuego, y otros seis descansarán. Sobre todo, ahorrad los cartuchos y no tiréis inútilmente, sino a tiro seguro.

En aquel instante sonó el primer tiro. La bala entró por una ventana y atravesó la estancia con un silbido agudo, yendo a aplastarse en la pared opuesta sin hacer daño a nadie.

—Apuntan bien —dijo Hang moviendo la cabeza—. Por fortuna, las paredes son fuertes y sin artillería no podrán derribarlas.

Se puso ante una ventana y miró hacia fuera. Había cesado la lluvia, pero la noche seguía siendo oscura y rugía el viento todavía a través de la selva retorciendo las ramas y sacudiendo las hojas de los árboles. A la luz de un relámpago pudo ver, como a cincuenta pasos de la empalizada, casi enfrente de la puerta y emboscados detrás de los árboles, a algunos grupos de jinetes. Le pareció ver también, antes que se desvaneciese la luz del relámpago, a un oficial de alta estatura que, unos cuantos pasos delante de sus hombres, estaba observando la empalizada. Brillaron los ojos del jefe de los hombres amarillos. Volvióse bruscamente, y dijo al mulato que estaba a su espalda:

—¡Dame el fusil!

Después de cerciorarse de que estaba cargado, introdujo el cañón por entre los troncos que defendían la ventana, y esperó a que otro relámpago le permitiese hacer puntería.

Sonó otro disparo por los sitiadores, y precisamente contra la ventana en que Hang estaba apostado. Pasó silbando la bala sobre la cabeza del chino, pero éste no hizo el menor movimiento; seguía esperando con la fiera mirada fija en las tinieblas.

No tardó en brillar otro relámpago, que iluminó siniestramente la selva. Dejóse oír una sonrisa cruel que se escapó de los labios de Hang-Tu.

No había duda: allí estaba efectivamente el mayor Alcázar, su mortal enemigo.

Oprimió el gatillo, sonó el tiro; pero la luz del relámpago había pasado. Se inclinó hacia delante esperando oír entre el fragor de la tormenta algún grito que le indicase que había dado en el blanco; pero sólo se oyeron tres disparos, cuyos proyectiles fueron a estrellarse en los muros de la casa.

—¡Muerte de Buda y de Fo! —exclamó Hang rabiosamente—. ¡No le he dado! ¡Otra vez será!

Sucedíanse los tiros de los sitiadores, pero sin precipitación. Los españoles sólo tiraban cuando los relámpagos les permitían ver las ventanas, y las balas penetraban por ellas con precisión admirable, pero sin hacer efecto alguno, porque los defensores se guarecían detrás de los alféizares y los troncos que cubrían los huecos.

También tiraban los chinos y mestizos, pero con parsimonia para ahorrar municiones y disponer de ellas en el momento del asalto. Tiraban, más para que comprendiese el enemigo que tenían buenas armas y que estaban prevenidos, que con esperanza de acertarle, porque la noche era oscurísima y los relámpagos, más que ayudarlos, los deslumbraban.

No todas las balas se perdían, sin embargo, porque ya tres veces habían sentido quejidos de dolor en la espesura.

De repente la situación se agravó, porque los españoles, que hasta entonces se habían limitado a disparar lentamente, comenzaron a hacer nutridas descargas.

Menudeaban las balas, que pasaban silbando en todas direcciones descombrando los muros y haciendo en extremo peligrosa la situación de los defensores apostados en las ventanas. Parecía que con aquellas descargas incesantes querían los sitiadores distraer la atención de los sitiados para llevar a efecto alguna sorpresa. Hang-Tu, algo intranquilo, se puso en una ventana con grave riesgo de su vida, y esperó a que un relámpago le permitiese descubrir los intentos del enemigo. Súpolos bien pronto. Los españoles trataban de asaltar la empalizada o de derribarla.

—El caso es serio —murmuró—. Mañana se resolverán a escalar las ventanas.

Llamó a todos y ordenó que hiciesen furiosas descargas para rechazar a los asaltantes; pero pronto se acordó de las pocas municiones de que disponían y de la imprudencia de malgastarlas.

Algunos grupos del enemigo, protegidos por el fuego de sus compañeros, habían atravesado rápidamente el espacio descubierto y aprovechándose de la oscuridad se habían guarnecido bajo la empalizada. Pretender desalojaros de allí encontrándose ya a cubierto hubiera sido inútil. Era preferible ahorrar las municiones para el día siguiente.

Hang-Tu hizo cesar el fuego, y aguzó el oído para enterarse de si el enemigo intentaba derribar la empalizada, pero sin resultado.

Miró a ver si la habían escalado, pero nadie descubrió en el corral. Aumentó su inquietud, temiendo algún desconocido peligro.

—¿No se ve nada? —preguntó a su gente.

—Nada —contestaron todos.

—¿Qué intentarán?

—Capitán —dijo un mestizo—, me temo que quieran quemarnos vivos.

—¡Bah! La empalizada no arde tan fácilmente, y además, está bastante separada de la casa.

—Pero en el bosque hay muchas plantas gomíferas y pueden haber amontonado grandes paginas detrás de la empalizada.

—Voy creyendo que puedes tener razón; pero la casa tiene muros, y ésos no arden.

—Pero ¿y los caballos? —dijo un chino.

—Tienes razón —le contestó Hang—. ¿Están bien sujetos?

—Sí, capitán —contestaron.

—Entonces, espero que puedan servirnos admirablemente contra los sitiadores.

Escogió entre sus hombres a tres mestizos, los más audaces y vigorosos de su pequeña banda.

—Preparaos a seguirme —les dijo.

—¿Vamos a intentar una salida?

—Quizás algo mejor.

Dicho esto, se puso a observar lo que pasaba por una de las ventanas. El fuego había cesado, pero parecía que los hombres que se habían arrimado a la empalizada estaban entregados a una labor misteriosa. Se sentía el ruido de sus conversaciones, y también el de ciertos golpes que daban contra la empalizada. Su penetrante mirada descubrió también ciertos objetos oscuros que cruzaban el aire y que parecían arrojados por los soldados que se hallaban escondidos detrás de los árboles del bosque.

—Sí —murmuró el chino—; el mestizo estaba en lo cierto. Se disponen a quemar la empalizada con ramas de resina; pero les preparo una sorpresa.

Y dirigiéndose a su gente dijo:

—Si los españoles intentan invadir el corral, haced por rechazarlos con un fuego violento. No os inquietéis por mí por ahora volveré pronto.

Hizo seña a los tres mestizos para que le siguieran. Se encabalgó en una de las ventanas que miraban hacia los cobertizos, y se dejó caer de la parte de afuera sin hacer ruido, bien que el salto fuese de unos cuatro metros. Sus compañeros le siguieron uno tras otro, sin que los sitiadores se diesen cuenta del hecho. Escondiéronse los cuatro en los cobertizos en que estaban los dieciséis caballos.

—Acercaos y oídme —dijo Hang.

Díjoles algunas palabras al oído, y al punto se pusieron a trabajar en el silencio más profundo.

Mientras pasaba esto, los sitiadores, ocultos detrás de los árboles del bosque, habían vuelto a romper el fuego contra las ventanas, para atraer hacia ellos la atención de los defensores, que obedeciendo las órdenes que les había dado su jefe contestaron vigorosamente, apuntando hacia donde veían relumbrar los disparos de los contrarios.

De pronto se levantó una llamarada vivísima detrás de la estacada, que se fue corriendo rápidamente todo en torno de ella. Pronto se vio envuelta la casa en lenguas de llamas y en nubes de humo y de chispas que el viento empujaba contra los muros.

La estacada, que debía de haber sido rodeada de faginas de ramas resinosas, no tardó en arder, a pesar de estar empapada por la abundante lluvia que hasta pocos momentos antes había estado cayendo.

Los sitiados, temerosos de que el enemigo se lanzase al asalto o de que intentase incendiar también el cuerpo del edificio, avivaron el fuego de fusilería, aprovechando la viva claridad del incendio para dirigir sus tiros hacia los árboles del bosque. Algunas de sus balas no se perdían, porque de cuando en cuando caía algún soldado enemigo que se descubría para tirar con mayor desembarazo.

Entre tanto la empalizada iba consumiéndose. Las llamas eran larguísimas y amenazaban, cuando el viento las hacía ondular hacia el edificio, comunicarse a su techumbre. Crujían las estacas y se desplomaban, produciendo al caer montones de chispas que se difundían en torno como miles de estrellas. El humo penetraba por las ventanas, obligando a retirarse de ellas a los sitiados y dificultando su fuego, que iba haciéndose más lento.

Hang-Tu y sus tres compañeros no daban señales de vida; pero a la luz del incendio pudo distinguirse a los dieciséis caballos dispuestos en dos filas debajo del primer cobertizo, vueltos hacia la empalizada. Los pobres animales, espantados por las llamas, relinchaban furiosamente y hacían desesperados esfuerzos por soltarse; pero algún obstáculo debía de impedirles todo movimiento.

Continuaba el fuego de fusilería. Menudeaban por ambas partes las descargas, aunque con más ruido que daño por estar unos y otros a cubierto.

Viose, sin embargo, al cabo de un rato a los sitiadores salir de sus refugios y avanzar rápidamente hacia la casa, formados en tres columnas de asalto protegidas por un fuego nutridísimo.

La empalizada, consumida ya por el incendio, no era un obstáculo para el avance. Algún que otro palo no quemado todavía enteramente no podía detener a los ágiles soldados españoles.

Los chinos y mestizos disparaban contra ellos furiosas descargas para detenerlos, pero sin resultado. Acaso la falta de sus dos valerosos jefes los desanimaba. Ya el temor comenzaba a invadirlos.

De pronto, entre el fragor de los disparos se oyó la voz de Hang.

—¡Soltadlos!

Viose a los tres mestizos que le habían seguido acercarse a los caballos cuchillo en mano y cortar algo; quizá cuerdas.

Los dieciséis caballos, que parecían haberse vuelto locos de pronto, se lanzaron adelante con ímpetu irresistible, franqueando de un salto los troncos todavía humeantes de la estacada.

Embistieron furiosamente a las tres columnas españolas, derribando a los soldados, y desaparecieron en la selva prosiguiendo su carrera desenfrenada.

Hang-Tu y sus compañeros, al ver a los enemigos dispersos y huyendo en todas direcciones, descargaron contra ellos sus carabinas, y encaramándose después sobre el techo de los cobertizos, pudieron alcanzar la ventana más próxima, metiéndose por ella en el interior de la casa.

En aquel momento Romero, sostenido por Than-Kiu, se presentaba en la puerta de la estancia. Al oír aquel horrible fuego de fusilería, acudía a tomar parte de la lucha.

—¿Nos asaltan? —preguntó a Hang.

—Por ahora no —le contestó el chino riéndose—. He derribado patas arriba a sus columnas de asalto. ¡Mira, Romero!

El mestizo pudo ver a los últimos resplandores del incendio a los españoles retirarse por el bosque adentro, figurándose quizá que los insurrectos seguirían a los caballos.

—¡Retroceden! —exclamó atónito—. Pero ¿qué has hecho?

—Una cosa sencillísima —respondió el chino—. He amarrado unos con otros a todos nuestros caballos por los bocados; los he enfurecido echándoles ceniza caliente en los oídos, y los he soltado. Nadie podría resistir semejante carga, y, como ves, han desbaratado a la caballería de nuestro comandante.

—Pero nos hemos quedado sin caballos.

No nos servirían de nada, porque si las partidas no acuden en nuestro socorro no podremos salir de aquí. Vete a descansar, Romero, porque por esta noche los españoles nos dejarán en paz.

CAPÍTULO III. UN HÉROE AMARILLO

Fracasada la primera tentativa de asalto, no repitieron otra los sitiadores, por más que ya la casa careciera de empalizada.

Sólo poco después de media noche trataron algunos soldados de acercarse a los cobertizos para prenderles fuego; pero descubiertos por los centinelas de los insurrectos, fueron rechazados a tiros.

La situación no había cambiado al día siguiente. Los españoles habían levantado unas barricadas con troncos de árboles, y habían acampado detrás de ellas, pero sin intentar nada. Sólo de cuando en cuando disparaban algún tiro contra las ventanas, particularmente si descubrían a algún insurrecto a través de ellas.

Hang-Tu distaba, con todo, de estar tranquilo. Si aquel asedio se prolongaba y tardaban en llegar los socorros que estaban esperando, corrían grandísimo peligro de perecer de hambre y de sed, porque los víveres no podían durarles muchos días y comenzaban a sentir la falta de agua, no siéndoles posible ir por ella al aljibe sin exponerse a ser fusilados por los centinelas contrarios.

¿A qué esperarían los españoles para atacarlos? ¿Sería que esperasen socorros, o sería que hubieran mandado a buscar a Salitrán alguna pieza de artillería para demoler las paredes del edificio?

Hang-Tu se devanaba los sesos para explicarse aquella inmovilidad de un enemigo que tan decidido a apoderarse de la casa se había mostrado la noche anterior.

De todos modos, velaba atentamente temiendo alguna sorpresa, y no perdía de vista a los centinelas españoles. También esperaba descubrir alguna vez al comandante para enviarle un balazo; pero no lo había conseguido.

Pasóse el día entero en continua alarma; pero ni intentaron nada los sitiadores, ni aparecían los socorros tan impacientemente esperados.

Hacia la tarde creyó notar Hang algún movimiento en la tropa española. Agrupábanse acá y allá los soldados detrás de los árboles, como si tomaran posiciones para recomenzar el fuego.

—¿Intentarán algún asalto —se preguntó Hang moviendo la cabeza—, o será que intenten alguna sorpresa?

Apostó a toda su gente en las ventanas y bajó a la habitación de Romero para consultarle.

El mestizo mejoraba rápidamente gracias a su constitución vigorosa y a los cuidados de Than-Kiu, que no le abandonaba un momento. En veinte horas comenzaba a cicatrizarse la herida y habían desaparecido los dolores que tanto le habían molestado al principio.

Al ver presentarse al chino con la frente ceñuda, comprendió Romero que pasaba algo grave.

—¿Se mueven los españoles? —preguntó.

—Sí —le contestó Hang—. Parecen dispuestos a reanudar el fuego.

—¿Habrán recibido alguna pieza de artillería?

—No lo creo.

—Déjalos entonces que tiren a su gusto. Estos muros no se destruyen con balas de fusil, Hang.

—Pero este segundo ataque me inquieta, Romero.

—¿Qué temes?

—No lo sé; pero no estoy tranquilo.

—¿Está bien barreada la puerta? Es nuestra única parte flaca.

—Haré que la refuercen.

—¿Sabes lo que me inquieta, Hang?

—¿Qué?

—Los cobertizos. Pueden incendiarlos los españoles y comunicarse el fuego al techo de la casa. Será prudente mandar arriba unos cuantos hombres armados de hachas para que corten pronto las vigas del techo y las tiren al corral.

—Lo haré, Romero.

—El techo no nos hace falta para nada. No han de bombardearnos.

—Es verdad.

—Después procura mantener lejos a los españoles, y que no se acerquen mucho a los muros de la casa.

—¿Temes que escalen las ventanas?

—Quizás algo peor. No teniendo artillería podrían minar para abrir brecha.

—¡Muerte de Buda! —exclamó Hang—. No había pensado en eso.

—¿Cuántas municiones tenemos?

—Pocas. Se han gastado muchas la noche pasada, a pesar de que mandé ahorrarlas. Ahora sólo nos quedan ciento setenta y dos cartuchos.

—Son pocos; pero bien empleados pueden ser bastantes para causar terribles pérdidas al enemigo.

En aquel momento se oyeron los primeros disparos en el bosque.

—¡Ya empiezan! ¡Se nos prepara una mala noche! —dijo Hang.

—Ya estamos acostumbrados a ellas —dijo Romero sonriendo—. Ayúdame a salir, Hang.

—No, mi señor —dijo Than-Kiu—. Te cansarás inútilmente.

—Me siento ya bastante fuerte —respondió Romero—, y no puedo estar tranquilo mientras los demás pelean por salvarme. Quiero ver también cómo se conduce el ataque.

—Quizá sea mejor —dijo Hang—. Nuestra gente tiene gran confianza en ti, y al verte se animarán a la resistencia.

Romero se apoyó en los brazos del chino y de la muchacha, y subió al piso alto.

Habían ya comenzado el fuego los chinos y mestizos, contestando vigorosamente a los disparos de los contrarios. No tiraban, sin embargo, sino dos a dos para ahorrar cartuchos, habiendo comprendido que en tirar poco y bien estaba la salvación de todos.

Romero examinó por una ventana las posiciones españolas, y notó que amenazaban al frente de la casa.

—Por este lado tenemos que temer —dijo a Hang—, a menos que no sea un ardid para llamar hacia aquí nuestra atención. Procura que no se acerquen a los cobertizos.

—Se hará lo que se pueda por mantenerlos lejos.

La lucha tomaba un carácter alarmante. Los españoles, divididos en grupos y ocultos en sus reparos, hacían un fuego infernal contra las ventanas, yendo las balas a estrellarse contra la pared interior de la estancia.

Fulguraban los disparos detrás de los troncos de árboles del bosque, y las balas llovían por todas partes silbando lúgubremente. Un chino que estaba en una de las ventanas cayó con el cráneo destrozado, y un mestizo sufrió la rotura del hueso del brazo izquierdo.

Era imposible resistir mucho tiempo aquel fuego mortífero. Ya iban recelando los defensores acercarse a las ventanas por no ofrecer suficientes garantías los maderos que se habían colocado en ellas para barrarlas.

Los españoles en tanto iban acercándose a los cobertizos, llevando rodando ante ellos gruesas faginas a guisa de manteletes.

Hang-Tu, Romero y también Than-Kiu, que había empuñado su carabina, se multiplicaban yendo de una ventana a otra, a pesar del peligro de ser heridos por los muchos proyectiles que penetraban en la estancia, para animar a los defensores y obligarlos a mantenerse firmes en sus puestos.

Sus esfuerzos eran vanos, porque los españoles seguían acercándose, y ya algunos habían logrado meterse en los cobertizos.

Hang-Tu, temiendo que los incendiasen, armado de un hacha abrió con mano vigorosa un agujero en el techo de la casa y saltó al tejado, seguido por tres o cuatro valientes.

Viendo desde allí que las barricadas movibles de los españoles habían llegado ya al corral y que estaban cerca de la puerta mostrando la intención de violentarla, hizo llover un diluvio de tejas sobre los agresores, ayudado activamente por sus compañeros.

Los que estaban en la habitación seguían defendiéndose a tiros. Al ver llover las tejas, comenzaron a lanzar muebles por las ventanas para economizar municiones.

En medio de aquel estrépito se oía de cuando en cuando la voz de Romero.

—¡Teneos firmes! —gritaba el mestizo—. ¡Fuego sobre aquella barricada! ¡No os descubráis demasiado! ¡Ahorrad tiros! ¡Abajo aquella mesa! ¡Tirad aquella silla!

Parecía haber recobrado todas sus fuerzas y no sentir ninguna molestia por la herida en aquellos supremos momentos.

También solía oírse la voz de Than-Kiu.

—¡Fuego, hermanos míos! —gritaba.

Hang y sus compañeros seguían en tanto derribando el techo. Agotados los proyectiles que hasta entonces habían empleado, comenzaron arrojar vigas, que caían con gran estrépito en el corral.

Oprimidos los españoles por aquella granizada de balas, tejas y vigas que amenazaban aplastarlos, habíanse detenido. Algunos de ellos prendieron fuego a teas de resina y trataron de arrojarlas a las ventanas para alejar a sus defensores e intentar después la escalada; pero tuvieron que desistir de la empresa y refugiarse detrás de los reparos.

Pero los asaltantes no cejaban y se resistían con tenacidad admirable, disparando furiosamente, bien contra las ventanas, bien contra el tejado, y no inútilmente, porque ya habían quedado fuera de combate cinco de los defensores, y uno de los que acompañaban a Hang-Tu, herido de un balazo hallándose en el borde del techo empeñado en cortar una viga, cayó exánime al corral.

De repente, cuando ya Hang-Tu comenzaba a dudar del éxito de la defensa, vio con gran estupor a los españoles abandonar a toda prisa las barricadas y huir por el bosque adentro, como también retirarse a los soldados que se habían metido en los cobertizos.

—¿Será que llegan los socorros? —se preguntó.

Se precipitó apresuradamente en la estancia, llena de humo, en que se hallaba Romero.

—¿Qué quieres, Hang? —le preguntó el mestizo, que se había recostado en una pared.

—¡Qué huye el enemigo!

—Tanto peor para nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Temo que…

No acabó la frase. Oyóse una formidable detonación por la parte de los cobertizos, y una lumbre muy viva iluminó las tinieblas.

Retembló toda la casa como sacudida por un terremoto, desplomándose algunas vigas del techo, y una parte del muro en que se apoyaban los cobertizos se derrumbó sobre el corral con terrible estrépito.

Los mestizos y los chinos, derribados por la sacudida, se levantaron y echaron a correr hacia la escalera, creyendo que se venía abajo la casa, mientras Hang-Tu asía Romero para llevárselo de allí. Un humo denso los envolvía a todos, y gritos de terror se oían por todas partes.

Habrían estado perdidos los defensores si los españoles se hubieran apresurado a lanzarse a escalar las ventanas o asaltar la brecha abierta en el muro inmediato a los tinglados; pero ya porque vieran que la casa no se había desplomado como se imaginaban que sucedería, ya porque con la oscuridad no distinguieron la brecha, no renovaron el ataque. Than-Kiu, al ver que no avanzaban los enemigos gritó:

—¡Firmes todos! No corremos ningún peligro.

Fue oportuno el consejo, porque los chinos y mestizos iban ya a quitar los muebles que habían amontonado en la puerta, para abrirse paso al corral, donde seguramente habrían sido fusilados por los sitiadores.

Hang-Tu y Romero se asomaron a la primera ventana y se cercioraron de que el enemigo no había salido de las trincheras.

—¡Subid al piso alto! —mandó el chino—. Si salís al corral, os haréis matar todos.

—Pero la casa se viene abajo —respondieron los insurrectos.

—No hay miedo por ahora —dijo Romero—. Si los muros han resistido a la sacudida, ya no se caen.

Los chinos y mestizos, que tenían plena confianza en sus jefes, se apresuraron a subir. Por otra parte, aquella salida al corral no podía ser muy de su gusto, sabiendo que no estaban en disposición de hacer frente a los ataques del enemigo, todavía muy numeroso, a pesar de las pérdidas que había experimentado.

Romero y Hang-Tu examinaron la brecha producida por la explosión. Era grande, pero tenía remedio.

Habíase cuarteado el muro desde el techo hasta el cimiento, y una parte de él se había desplomado, dejando un hueco de un metro de ancho y dos de alto a la altura del piso de arriba.

—Creía mayor el daño —dijo Romero.

—¿Hay peligro de que se venga abajo la pared? —preguntó Hang.

—No —respondió el mestizo—; pero hay que cerrar este boquete, porque si no el enemigo nos acribillará a tiros mañana.

—No tenemos a mano sino los muebles amontonados en la puerta.

—Echaremos mano de lo que queda del techo.

—¿Y crees que podremos resistir todavía?

—Lo espero.

—¿Sabes que no tenemos ni una gota de agua?

—Podemos resistir la sed unos cuantos días.

—Pero ¿cuántos cartuchos nos quedan? Me temo que sean bien pocos.

—Cuando se nos acaben, nos defenderemos a bayonetazos.

—¿Sigues esperando socorros?

—Siempre, Hang.

—Pues yo voy perdiendo la esperanza.

—Los dos exploradores no pueden habernos abandonado.

—No; pero pueden haber sido muertos o haber caído en manos del enemigo.

—Es verdad, Hang —dijo Romero, desagradablemente impresionado por aquella observación.

—Creo —dijo el chino— que, si no nos llegan socorros antes de amanecer, estamos perdidos, a menos que alguno no salve a los demás.

—¿Cómo?

—Ya lo veremos —contestó Hang, evadiendo otra contestación más categórica.

—Algo me ocultas.

—Quizá.

—Explícate.

—Todavía no es tiempo de ello. Por otra parte, aún hay esperanza. Recógete, Romero, o acabarás por volvérsete a abrir la herida. Debes de tener calentura.

—Es verdad; pero apenas siento dolores.

—Pero puedes sentirlos en adelante. Yo velaré entretanto.

Hang-Tu y un mestizo colocaron unas esteras en la habitación de Romero y se acostó, siguiendo el consejo de su amigo.

Dispuso el chino que se deshiciera lo que quedase del techo para obstruir con sus materiales la brecha que la explosión había ocasionado, operación que quedó acabada antes de la media noche. Quedó defendida la brecha por una barricada bastante sólida para resistir a las balas enemigas.

Hang volvió a examinar las posiciones del enemigo para asegurarse de que nada intentaba, y tranquilo por ese lado, ordenó que descansase su gente.

Cuando los vio a todos dormidos, hasta Romero, se encaramó sobre el muro de la casa y se puso a horcajadas sobre una de las vigas que aún quedaban del techo. Desde allí dominaba gran parte del bosque y bastante extensión de la llanura que caía hacia el este.

Como la luna había salido, podía descubrirse a cualquier partida que se acercase y vigilar los menores movimientos de los españoles.

Al estrépito de la fusilería había sucedido el silencio, sólo interrumpido por los ronquidos de los durmientes. Sitiados y sitiadores dormían tranquilamente, cansados del combate, pero para volverlo a entablar, y quizá con mayor encarnizamiento, al siguiente día. Hang, empero, no cerraba los ojos; los tema clavados en la llanura y el oído atento a todo rumor, por insignificante que fuese, esperando oír los toques de corneta o los sonidos broncos de los caracoles chinos que le anunciasen la llegada de los ansiados socorros.

De vez en cuando, pareciéndole distinguir alguna luz a lo lejos, se ponía de pie, sosteniéndose en equilibrio sobre la viga para descubrir mejor el campo, y volvía después a sentarse desanimado.

Pasaban las horas, largas como siglos para el que vela, pero en vano, porque los socorros no llegaban.

Iba ya aclarando; palidecían las estrellas ante la claridad rosácea y blanquecina de que por la parte de oriente se teñía el horizonte. Las altas copas de los árboles, negras hasta entonces, iban tomando un color verde oscuro que poco a poco se tornaba más claro.

Levantóse Hang-Tu. Sus ojos se dirigieron una vez más sobre la llanura, explorándola hasta los remotos confines del horizonte.

—¡Nada! —murmuró vivamente emocionado—. ¡Pues bien; sea! ¡Moriré, para conservar su mejor cabeza a la insurrección!

Abandonó su atalaya y entró en la estancia sin hacer ruido. Todos dormían menos los dos centinelas. Le pareció, sin embargo, que Than-Kiu daba señales de despertarse.

Se acercó a los centinelas diciéndoles:

—No os inquietéis por mi ausencia.

Acercóse después a una ventana y se puso en ella a horcajadas. Iba ya a dejarse caer al corral, cuando sintió que le ponían una mano en el hombro. Volvióse y se encontró con Than-Kiu.

—¿Adonde vas, Hang? —le preguntó la muchacha sujetándole.

La Flor de las Perlas estaba muy pálida y su acento revelaba la emoción profunda de que estaba poseída.

—A salvarle —dijo el chino.

—¿A quién?

—A Romero.

—¿Qué vas a hacer, Hang?

—Es mejor que le quede a la insurrección su jefe supremo que el jefe de la gente amarilla. Yo era el brazo, pero él es la cabeza, y es preferible conservar la cabeza que el brazo.

—Pero ¿adonde vas?

—Voy a presentarme al comandante Alcázar.

—¡Tengo miedo, Hang! Veo en tus ojos una resolución extrema.

—Te he dicho que salvaré a Romero. ¡Adiós!

—Pero ¿no volverás nunca más?

—Quizá vuelva.

—¿Vas a hacer que te maten?

—Lo veremos.

Tomó la cabeza de Than-Kiu entre las manos y le dio un largo beso en la frente. Después se dejó caer al corral, diciendo con voz trémula:

—¡Adiós, hermana! ¡Silencio!

CAPÍTULO IV. DOS ENEMIGOS FORMIDABLES

Ya en el corral, Hang-Tu tomó una rama, en cuyo extremo sujetó el pañuelo blanco de seda que llevaba al cuello, y se dirigió sin vacilar hacia el campo enemigo con aire sereno y tranquilo.

Tres veces le llamó Than-Kiu; pero el jefe de los insurrectos no volvió siquiera la cabeza, y siguió avanzando impulsado por una voluntad férrea e inquebrantable.

A quince pasos de los primeros árboles se detuvo. Un centinela enemigo le dio el alto apuntándole con la carabina.

—Soy un parlamentario —respondió el chino.

—¿Qué se ofrece?

—Ver al mayor Alcázar.

—¿Llevas armas?

—Ni un puñal siquiera.

—Espera.

Cruzó el soldado algunas palabras con sus compañeros que estaban detrás de él en la barricada, y volviéndose le dijo:

—¡Adelante!

Hang-Tu adelantó impávido hacia la trinchera. Dos soldados armados de carabinas le registraron para ver si llevaba alguna arma oculta, sin que el chino hiciese la menor resistencia. Después, poniéndole entre ellos, le condujeron a un palmar en que estaba la tienda del comandante guardada por dos centinelas.

Disponíase a salir de ella el mayor Alcázar; pero al ver a Hang dio un paso atrás con aire de sorpresa.

—¿Me conoces? —preguntó el chino levantándose su ancho sombrero de fibras de rotang.

Sí —contestó el español—. Eres Hang-Tu, uno de los jefes de la insurrección, y a quien yo una noche…

—¡Cállate! —dijo el chino en voz baja—. Es mejor no recordar ciertas cosas delante de otros.

—¡Bueno! ¿Qué quieres?

—Hablarte.

—¿A mí solo?

—Sí.

Después, viendo que el mayor titubeaba, añadió:

—No temas; estoy desarmado.

—Un soldado no tiene miedo nunca. Entra en mi tienda.

Hizo un signo a los dos centinelas para que se alejaran, y entró en la tienda con el chino. Solos ya aquellos dos hombres se contemplaron un momento en silencio. Parecían sorprendidos ambos de encontrarse frente a frente.

—¿Qué deseas? —preguntó al fin el mayor.

—Una pregunta ante todo.

—Habla.

—¿Crees que yo valgo algo?

—Lo creo y lo has demostrado en el encarnizamiento con que te defiendes.

—Seré, pues, una buena presa para ti.

—Es verdad.

—Pues bien: vengo a ponerme en tus manos —dijo Hang con noble altivez—. Yo, el jefe de las sociedades secretas chinas y de los hombres amarillos, tu enemigo mortal, vengo a decirte: préndeme y fusílame.

El mayor Alcázar le miró sorprendido.

—¿Te entregas? —le preguntó.

—Sí; pero bajo una condición.

—¿Cuál?

—Que dejes en libertad a los hombres que están reunidos en aquella casa.

—No —dijo el mayor—. También quiero tener al otro jefe en mi poder.

—¿A Romero?

—Sí, a él —dijo el mayor con voz ligeramente temblorosa.

—Pero ¿crees que la gente que defiende aquella casa está reducida al último extremo? Te engañas. Tienen municiones todavía y están en disposición de causar grandes pérdidas a tus soldados.

—Pero tendrán que ceder, porque estoy decidido a dar el asalto.

—Y será rechazado una vez más.

—Somos soldados y la guerra es nuestro oficio.

—¿Odias, pues, a muerte a Romero? —preguntó Hang mirando con fijeza al mayor.

—Quizá menos de lo que creéis —respondió el español suspirando—. Desprecié y odié un día a ese hombre; pero no porque se llame Romero Ruiz, sino porque comprendía por instinto que llegaría a ser el alma de la insurrección que se preparaba en la capital. Hoy aprecio a ese hombre, porque es valeroso. Se puede admirar a un enemigo.

—¿Y por eso quieres aprisionarle y fusilarle? —dijo Hang con amarga ironía.

El mayor no respondió. Se paseaba por la tienda con cierta agitación y con el rostro alterado. En su corazón debía de haberse trabado una terrible lucha.

De repente se detuvo delante del chino, y poniéndole una mano en el hombro, le dijo con una emoción que en vano trataba de disimular:

—¿Crees tú que no quiero a mi hija? No tengo otra, y si eres padre comprenderás cuánto ha de dolerme no poder hacerla dichosa uniéndola al hombre a quien tanto ama y a quien creo que no olvidará nunca. Todo lo que yo hiciera por sofocar en su corazón el amor por ese hombre sería inútil, pero ese hombre se llama Romero Ruiz y combate contra los blancos. Yo soy soldado y he jurado fidelidad a mi bandera; se me ha mandado a combatir contra la insurrección. Tengo el corazón destrozado, y no me consolaré nunca de tener que destrozar el de mi hija; pero se me exige que cumpla con mi deber de soldado, y lo cumpliré.

—¿Quieres, pues, matar al hombre a quien quiere tu hija?

—¡Es el destino quien lo dispone!

—¿Al hombre que ha salvado la vida de tu hija?

—¡Soy un soldado!

—¿Rechazas, pues, la condición que te puse?

—¡Es preciso! Admiro tu heroísmo; pero no me basta un solo jefe cuando puedo apoderarme de los dos.

—Te librarías, sin embargo, de un enemigo mortal que ha jurado matarte.

—Si la suerte me pone en tus manos, haz de mí lo que quieras. Los soldados de la vieja España saben morir como valientes con la sonrisa en los labios.

—Quisiera someteros a la prueba. ¡Está bien! ¡Adiós, mayor! O mejor dicho, ¡hasta pronto, cuando nos veamos!

Dirigióse hacia la salida de la tienda; pero se paró de pronto al ver a cuatro soldados con los sables desenvainados. Volvióse hacia el mayor y le dijo:

—¿Acaso queréis aprehenderme?

—Tendría derecho a hacerlo, porque no eres un beligerante, sino un rebelde; pero el mayor Alcázar sabe respetar a los valientes. ¡Eres libre, Hang-Tu!

—Quizá yo, en tu lugar, no habría hecho otro tanto —dijo el chino—. Hang-Tu no perdona y se sostiene en su palabra. ¡Gracias; pero que Dios te libre de caer en mis manos!

Dicho esto, salió; atravesó el campo de los españoles sin mirar a un lado ni a otro, llegó al corral de la casa, trepó sobre los tinglados y volvió a entrar en la estancia tan tranquilo como había salido.

Than-Kiu al verle le salió al encuentro. La pobre muchacha estaba aún muy pálida y conmovida.

—Hang —murmuró ella—, vuelves para no dejarnos más, ¿verdad?

—Sí; pero quizá Romero esté perdido para ti y para la insurrección —respondió el chino descorazonado—. Creo que no nos queda otro recurso que hacernos matar. ¿Sigue durmiendo?

—Sí; pero temo que haya empeorado. Tiene calentura, y está delirando hace rato.

—Cuídale. ¡Quién sabe! Quizá no esté aún todo perdido.

—¿Qué dices?

—¡Calla!

Hang-Tu asió con ambas manos una de la muchacha, indicándole que guardara silencio y que no se moviese, y se inclinó hacia delante escuchando con atención. Le había parecido sentir con su oído finísimo el lejano sonido de la corneta de guerra de las partidas chinas.

Dejó precipitadamente a Than-Kiu y se encaramó sobre el muro, situándose en la viga que le había servido de atalaya durante toda la noche.

Su mirada, penetrante como la del águila, percibió más allá de la selva, entre las destruidas tierras de cultivo, resplandor de armas.

—¿Serán españoles o insurrectos? —se preguntó con ansiedad.

Miró más atentamente, y vio dos grupos de gente a caballo que se dirigían a rienda suelta hacia el bosque. Aunque aún estaban muy lejos, reconoció en ellos chinos y tagalos.

—¡Nos llegan los socorros! —exclamó loco de alegría—. Creo, mayor Alcázar, que has perdido una buena partida.

Bajó en seguida a la habitación gritando.

—¡Todos arriba! ¡Quememos el último cartucho!

Levantáronse todos precipitadamente, creyendo que el enemigo iba a dar el asalto.

Sólo Romero se quedó en la cama. Estaba con fiebre y delirando, y no podía enterarse de lo que pasaba ni oír la voz de Than-Kiu.

—Amigos —digo Hang—, nuestros exploradores llegan con los socorros que esperábamos y caerán por la espalda sobre el enemigo. ¡Entretengámosle para que no se nos escape!

Acercóse con el fusil en la mano a la primera ventana y disparó contra los centinelas que había en las trincheras.

Su gente le imitó, sin cuidarse ya de economizar municiones.

Los españoles dejaron pasar un rato sin contestarles; pero viendo que el fuego arreciaba, y comenzando a molestarles las balas, se desplegaron en línea de tiradores y contestaron al fuego con energía.

Dos objetos se proponía Hang: llamar la atención de las partidas en el caso de que no las condujesen los dos mestizos, y distraer a los españoles para que no oyesen las pisadas y los relinchos de los caballos que se les echaban encima por la espalda.

No fueron vanas sus esperanzas, porque diez minutos después cuando los españoles, acalorados por el combate, se iban acercando para intentar un asalto decisivo, se dejaron oír repentinamente feroces alaridos en la selva.

Poco después una columna de caballería cargaba furiosamente sobre el enemigo por la espalda, acuchillando a los que encontraban delante.

El comandante Alcázar, que acudió para organizar la resistencia, trató de resistir cargando con quince o veinte hombres que tenía de reserva en el bosque, pero fue arrollado. Doscientos insurrectos bien montados y armados, conducidos por los dos exploradores, se precipitaron sobre ellos.

Toda resistencia era inútil contra fuerzas tan abrumadoras. Los españoles, atacados por retaguardia y de frente, se dispersaron por todos lados, dejando en tierra diez o doce de los suyos.

El mayor Alcázar, que había perdido el caballo, tuvo tiempo de montar en el de uno de sus hombres que acababa de ser derribado de una lanzada, y después de tener a raya haciendo un molinete con el sable a los insurrectos que se le echaban encima, trató de retirarse descargando sobre ellos su revólver; pero Hang-Tu no le había perdido de vista.

Saltó como un tigre al corral y se precipitó sobre el campo de la lucha.

Viendo a su mortal enemigo próximo a salvarse, apuntó rápidamente con su carabina al caballo que montaba, hizo fuego y el pobre animal, traspasado de parte a parte, se encabritó y cayó su cuarto trasero, arrastrando en su caída al jinete.

Los chinos y tagalos de la banda, que, obedeciendo a sus sanguinarios instintos, habían ya decapitado a los muertos y heridos para llevar las cabezas de trofeos, se lanzaron sobre el mayor para rematarle; pero Hang los contuvo exclamando:

—¡Nadie toque a ese hombre; es mío!

Y viendo que vacilaban en obedecerle, temeroso de que se le escapase la presa, se arrojó entre ellos dando culetazos a diestro y siniestro.

—¡Soy yo Hang-Tu, jefe de los amarillos y de las sociedades secretas chinas! ¡Desgraciado de quien no me obedezca!

Acercóse en seguida al mayor, y mientras los otros insurrectos retrocedían ante sus voces amenazadoras, le levantó diciéndole:

—¡Has perdido la partida: muere!

Una sonrisa despreciativa se dibujó en los labios del altivo soldado.

—Moriré como saben morir los hombres blancos —dijo.

—No dudo de tu valor, mayor Alcázar. Ya he tenido ocasiones de admirarlo.

—Tu admiración por mí no te impedirá, sin embargo, matarme —le contestó el español irónicamente.

—También yo aprecio a los valientes, y si no fueses el mayor Alcázar, te hubiera ya dicho: «Vete; eres libre, porque eres un valiente». Hang-Tu, por desgracia para ti, juró matarte, y Hang, ya te lo he dicho, no perdona.

—¡Bueno; véngate!

El chino pareció no oírle, porque poco después añadió a media voz:

—Y además hay una mujer entre nosotros.

El mayor levantó vivamente la cabeza mirando al chino.

—¡Una mujer! Sin duda quieres vengarte por mi negativa a conceder la mano de mi hija a Romero Ruiz —dijo.

—No hablo de la mujer blanca —contestó el chino—, sino de Than-Kiu.

—¿Than-Kiu? ¿No se llamaba así la china a quien vi en el quiosco de mi jardín la noche que os salvé?

—Sí —respondió Hang, cuyo semblante se oscureció al recordar aquel suceso.

—¿Y me odia esa muchacha? —preguntó Alcázar, cada vez más asombrado.

—No a ti, sino a tu hija.

—¿Es acaso rival de Teresita?

—¿Qué te importa, si dentro de pocos minutos estarás muerto? —le dijo Hang.

—¡Es verdad! —respondió el mayor, pasándose la mano por la frente como para alejar algún recuerdo inoportuno. ¡Dentro de poco quedará huérfana mi hija!

Hang-Tu se estremeció al oír aquello. Iba a pronunciar quizás una palabra, una orden que librase de la muerte al padre de la muchacha blanca; pero al dirigir sus miradas hacia la casa, vio el pálido y gracioso rostro de Than-Kiu en una de las ventanas, y la palabra no brotó de sus labios.

—¡Ea; mátame! —dijo el mayor irguiéndose—. ¡Tus hombres están sedientos de mi sangre!

Hang-Tu callaba. Una lucha terrible parecía entablada en su ánimo, mientras miraba a Than-Kiu, que seguía inmóvil en la ventana.

Decidióse por fin.

—¡Tienes que morir! —dijo—. ¡No soy yo quien lo desea, sino el destino quien lo exige!

Y volviéndose a su gente que lo rodeaba, prosiguió diciendo:

—¡Os entrego a ese hombre!

Y alejándose algunos pasos se sentó en un tronco, se oprimió la cabeza entre las manos y no dijo una palabra más. Tan absorto estaba, que pareció no oír los alaridos de gozo feroz con que acogió su gente aquellas palabras que debían privar a España de uno de sus soldados más valerosos.

CAPÍTULO V. UN SUPLICIO ESPANTOSO

Los chinos y tagalos se arrojaron sobre el mayor, que, con los brazos cruzados y una despreciativa sonrisa en los labios, los esperaba con el aire de un hombre que aguarda impávido a la muerte.

Obedeciendo sus sanguinarios instintos, como una manada de fieras que se disputan una presa, levantaron todos las manos para herirle; pero se detuvieron bruscamente. Una idea diabólica surgió en la mente de un chino.

—¡Despedacémosle! —dijo.

La proposición obtuvo buena acogida.

—¡Sea! —respondieron algunos—. ¡Matémosle por el suplicio del ling-chi!

Los chinos más próximos a él le derribaron en tierra, sin que el valeroso mayor manifestase la menor flaqueza ante la idea del atroz suplicio que le esperaba ni hiciese resistencia de ninguna clase.

Sabía lo que era el ling-chi, palabra que dignifica «destrozar en diez mil pedazos», que es el más espantoso suplicio inventado por los chinos, y consiste en amarrar al paciente a un caballete e ir cortándole todas las partes carnosas, arrancándoselas trozo a trozo. Sin embargo, se disponía a soportar serenamente aquella muerte cruel.

Ya algunos tagalos habían cortado las ramas para construir el caballete, cuando un chino de estatura gigantesca que llevaba insignias de cabo concibió una idea más cruel todavía.

—El ling-chi, no —les dijo—. Metámosle en la jaula de bambú y hagámosle danzar en la cima de un árbol. Así nos divertiremos más.

—¡La jaula, la jaula! —gritaron todos.

Fueron unos cuantos al bosque en busca de cañas de bambú, y volvieron al poco llevando unos cuantos haces de la caña llamada teba-teba, guarnecida de punzantes espinas que causan heridas dolorosísimas. Otros, prácticos en la fabricación de tales jaulas, pusieron manos a la obra con gran actividad, mientras dos o tres de los más ágiles treparon a un tamarindo y amarraron una larga cuerda vegetal a la extremidad de una rama flexible, pero bastante fuerte para soportar un peso considerable.

El mayor, rodeado por diez tagalos armados de fusiles, contemplaba con la más perfecta calma aquellos preparativos. La sonrisa había desaparecido de sus labios, y algunas gruesas gotas de sudor se veían en su frente.

Por valiente que fuese, y aunque no temiese a la muerte, tenía que impresionarle la idea de morir en el espantoso suplicio que le esperaba, todavía peor que el ling-chi, porque es más lento.

Empléanlo los chinos por lo común con los prisioneros de guerra, y no pocos soldados franceses hubieron de sufrirlo en las últimas campañas de Tonkín y del Yun-Nan. Es verdaderamente horrible, incomparablemente peor que los más crueles usados por los turcos y persas.

El instrumento es una especie de jaula de medio metro cuadrado formada por ocho cañas de bambú espinoso, y cuyo fondo está también cubierto de espinas, dejando libre sólo un pequeño espacio que apenas da casi lugar al paciente para poner los pies.

Al desgraciado a quien se condena a ese suplicio, se le introduce atado de pies y manos en la jaula y se le abandona allí, privándole de agua y alimento. No puede distraerse un instante ni hacer el menor movimiento sin que las agudas espinas del bambú se le claven en las carnes, desgarrándoselas.

Es preciso que resista mientras pueda al sueño y al cansancio, si quiere disfrutar unos cuantos días de vida; pero al fin, vencido, no tiene otro remedio que caer. Sin fuerzas para sostenerse erguido, comienza a tambalearse; pero la vista de las agudas puntas que han de martirizarle le infunde un poco de fuerza. Encórvase, y torna a erguirse. La lucha en ese momento es espantosa, atroz el martirio. La debilidad al fin le postra, y se resigna impotente a las punzantes espinas que se le clavan en el cuerpo. La muerte suele ser todavía lentísima: se dice que algunos han tardado dos o tres días en expirar, no sabiéndose a punto cierto si la muerte les viene por las heridas o por hambre, sueño y cansancio.

Como faltaba el tiempo a la partida para presenciar aquella larga agonía, se introdujo la variante de suspender la jaula de una rama flexible para hacer más difícil la situación del paciente, por los esfuerzos para guardar el equilibrio a que se vería obligado por las oscilaciones de la jaula. Venía a convertirse así el suplicio en uno análogo al de los peines, también usado en China, en que el paciente suspendido de un anillo de hierro y de una garrucha, recibe un movimiento oscilatorio que le lleva a herirse contra las puntas de hierro o de acero de que está erizada la pared contra la cual va a chocar.

Acabada la construcción de la jaula por aquellos habilísimos artistas del bambú, fue amarrado de pies y manos el mayor para que se le hiciera imposible todo movimiento y encerrado en la jaula. En aquel momento tuvo el español un arranque de rebeldía.

—¡Miserables! —exclamó con voz de trueno—. ¡Soy un soldado y no un malhechor! ¡Matadme con vuestras armas!

Los chinos y tagalos contestaron con una carcajada.

—¡Iza! —gritó el cabo de los chinos.

Seis hombres se precipitaron sobre la cuerda vegetal para levantar la jaula; pero detuviéronse de repente inquietos y asombrados.

Un grito terrible se oyó hacia la casa.

—¡Quietos, u os mato a todos!

Un hombre con un fusil en la mano que llevaba asido por el cañón a guisa de maza se arrojó sobre ellos.

En sus facciones se pintaba la cólera; de sus ojos brotaban rayos amenazadores.

Hang-Tu, que hasta entonces había permanecido quieto y abstraído como si no le interesase nada de lo que pasaba en torno suyo, se levantó al oír aquella voz, exclamando:

—¡Romero!

Y le salió al encuentro cerrándole el paso.

—¡Hang! —exclamó Romero con voz vivamente alterada—. ¡Perdona a ese hombre!

—¡No! —respondió el chino con voz resuelta.

—¡Es el padre de Teresita!

—¡Es un enemigo de la insurrección!

—¡Pero es el padre de mi amada! ¿Me entiendes? No puedes hacerlo.

—El amor es una palabra que no significa nada cuando se trata de la libertad de la patria. ¡Aquí se combate y se muere!

—¡Le debes la vida, Hang!

—¡Bien; pues mátame a mí también! ¡Muera yo a manos de mi hermano de armas!

La desesperación del mestizo había llegado a tal punto, que el chino se sintió conmovido. Hizo seña a los chinos y tagalos para que se suspendiera la ejecución; pero se resistían a obedecer viendo escapárseles la presa de las manos.

Un relámpago de ira brilló en los ojos del jefe de las sociedades secretas.

Desnudó la catana rápidamente, y se arrojó entre ellos gritando:

—¡Aquí manda Hang-Tu, jefe de la gente amarilla! ¡Fuera de aquí he dicho!

El chino infundía terror. La hoja fulgurante de la catana amenazaba abrir un surco sangriento en aquella masa humana.

—¡Largo de aquí! —repitió—. ¡Dejad a ese hombre!

Todos retrocedieron vivamente en su presencia, menos uno. Era el cabo chino que había propuesto encerrar al mayor en la jaula. Tenía en la mano la cuerda vegetal, y no parecía dispuesto a soltarla.

—¡Vete de ahí! —le gritó Hang.

—¡No, capitán! —respondió el chino—. ¡Nos has entregado ese hombre y tiene que morir!

—¡Vete o te mato! —repitió Hang.

—¡No!

La pesada cuchilla del jefe de las sociedades secretas descendió con la rapidez del rayo y hendió en dos la cabeza del gigante.

El rebelde abrió los brazos y cayó inmóvil en el suelo, bañado en un mar de sangre que brotaba de su herida, junto con parte de la masa encefálica.

—¡Así mueren todos los que no obedecen a los jefes de la insurrección! —dijo Hang, dirigiendo una mirada terrible sobre los hombres que le rodeaban.

En seguida se acercó a la jaula y dijo al mayor, que tenía los ojos clavados en Romero.

—Tu vida depende de Romero Ruiz; pero confío en arrancársela todavía de las manos.

Volvió a acercarse al mestizo, y agarrándole por un brazo, se lo llevó aparte, haciéndole sentarse en un tronco que allí había, y sentándose enfrente de él, cruzado de brazos, le dijo:

—Ahora hablemos nosotros.

La voz de Hang había tomado un tono grave y casi amenazador; su frente estaba ceñuda. Era quizá la primera vez que hablaba así a Romero, por quien hasta pocos momentos antes había sentido un afecto grande, más que fraternal.

Le miró fijamente y en silencio durante algunos instantes.

Parecía querer leer con su mirada en el fondo del corazón de su hermano de armas. Después tomó la palabra, preguntándole con voz lenta que vibraba con emoción profunda:

—¿Tú que quieres?

—Salvarle —dijo Romero.

—¿Y por qué pretendes que te ceda a ese hombre?

—Hang-Tu, ¿acaso no eres ya amigo mío?

—Todavía lo soy.

—Pues entonces, ¿no sabes que es el padre de Teresita?

—¿Y qué le importa Teresita a la insurrección? Ese hombre es un español, es un enemigo, es un jefe que está combatiendo hace cuatro meses con fortuna contra las partidas. Él fusila a aquellos de nosotros que caen en sus manos: ¿por qué quieres tú perdonarle ahora que ha caído en las nuestras? ¿Porque es padre de la muchacha que tú quieres? La causa vale mucho más que tu cariño por una muchacha, mucho más que la felicidad de un solo hombre, aunque ese hombre sea el jefe supremo de la insurrección, sea un valiente y se llame Romero Ruiz.

—Hang —dijo Romero—, lo he dado todo por la causa; he perdido por ella todas mis riquezas; he visto destruir todas mis casas, confiscar mis bienes; he dado mi cabeza y mi brazo; he luchado; he probado la amargura del destierro; he dado hasta la sangre, por último: ¿no crees que tengo derecho a exigir algo a cambio de todo lo que yo he dado? ¿Y qué es, después de todo, lo que pido? La vida de un hombre, y nada más.

—Pero la vida de ese hombre puede ser fatal a alguno.

—¿A quién?

—Quizás un día lo sepas, y entonces comprenderás cuán cara habrá costado a Hang-Tu, a tu hermano de armas, que tanto te quiere, que ha mirado por ti como si fueras un hijo, esa palabra de perdón que quieres ahora arrancarle de los labios.

—¿Qué quieres decir con todo eso, Hang-Tu?

—¡Oh! ¡Hang-Tu no te lo dirá nunca!

—¿Tienes secretos para tu hermano de armas?

—Quizá, porque ese secreto no es mío sólo.

—¡Hang-Tu, amigo mío!

—¡Cállate, Romero! Hablemos del mayor Alcázar.

—Pues bien, concédeme la vida de ese hombre.

—¡Sí; para salvarle, para dejarle en libertad, para dar a nuestros enemigos un jefe que puede hacernos muchísimo daño! Tú has alegado tus derechos para que la insurrección te ceda a ese hombre; pero yo no he hablado todavía de los míos, Romero. También yo he dado mi vida por la causa que defendemos; también yo he visto mis fincas y mis casas destruidas por los soldados de ese hombre que tengo entre mis manos; también yo he sufrido el destierro, he sido condenado a muerte, he luchado y padecido. Había jurado vengarme de ese hombre a quien quieres salvar ahora, si acertaba a caer en mis manos. ¿Por qué Hang-Tu, que le ha hecho prisionero, no ha de tomar venganza de él?

—Pero tú olvidas, Hang, la noche que estuvimos escondidos en su jardín.

—No; no la he olvidado.

—Ese hombre a quien odias te salvó aquella noche y hubiera podido perderte.

—Pero yo tampoco hice fuego contra él, teniéndole delante del cañón de mi revólver.

—¡Tú eres generoso, Hang!

—No se puede ser generoso siempre.

—¡Hang-Tu, yo quiero salvar al padre de mi amada!

—Sí, y dar un enemigo más a nuestra causa.

—La generosidad es hermosa algunas veces. ¡Qué no se diga que todos los insurrectos son feroces!

—Se reirán de nuestra generosidad, y seguirán combatiéndonos con furor.

—Están en su derecho al defenderse.

—Y nosotros estamos en el nuestro eliminando a nuestros más formidables enemigos cuando los tenemos en nuestro poder.

—¡Basta, Hang; te pido que lo perdones!

—¿Tanto quieres, pues, a la muchacha blanca, que dejas a la insurrección uno de sus enemigos más temibles?

—¡Sí la quiero, Hang!

—¿Y crees que no la olvidarás nunca?

—No.

—¿Por ninguna otra mujer? —preguntó Hang con voz trémula.

—No.

—¿Tampoco por… Than-Kiu? —preguntó el chino con extrema ansiedad.

—¡Than-Kiu! —exclamó Romero—. La quiero…

—¿La quieres? —exclamó Hang, levantándose.

—Sí; pero como a una hermana.

El chino se puso lívido. Apoyóse en el tronco del árbol como si fuera a caerse, y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Ah; es verdad! Tú no puedes querer a las mujeres de mi país —murmuró con acento triste—. ¡No son blancas como la Perla de Manila!

Dirigió en torno de sí una mirada como si buscase a alguien.

—¿Qué buscas, hermano? —le preguntó Romero.

—¡Espérame! —le contestó el chino.

En la puerta de la casa, apoyada en el quicio, estaba Than-Kiu. El chino, después de titubear un momento, se dirigió hacia ella. Cuando se le acercó tenía el rostro tan alterado, que Than-Kiu no pudo menos de sorprenderse.

—Hang —murmuró—, ¿qué pasa?

—Nada —respondió el chino—. ¿Quieres que el padre de la muchacha blanca viva, o muera?

Than-Kiu nada respondió; miraba fijamente al chino, como buscando en sus ojos el motivo de aquella pregunta.

—¿Me has comprendido? —volvió a preguntar.

—Sí.

—La vida de se hombre está en tus manos.

—¿Y Romero? —balbuceó la muchacha con voz alterada.

—Tú eres la que debe decidir; pero sabe que si le condenas abrirás un abismo insondable entre Romero y la muchacha blanca, porque no habrá sido Hang-Tu quien haya matado al comandante Alcázar, sino la partida mandada por Hang-Tu y por Romero Ruiz; con que elige.

—¡Me das miedo, Hang!

—¡Elige! —repitió el chino.

—Yo no puedo matarle: soy una mujer, y no tengo el corazón tan duro como tú.

—¿De modo que le perdonas?

Than-Kiu bajó la cabeza sin responder.

—Quieres perdonarle por Romero, ¿no es así, Than-Kiu?

—Sí.

—Pues habrás cerrado el abismo que yo quería abrir entre Romero y la mujer blanca.

—Romero me lo agradecerá.

—Pero querrá siempre a la Perla de Manila.

—Pero quizá pensará en mí.

—¡Te engañas, Than-Kiu!

—¡Pues que se cumpla mi destino! —murmuró la muchacha.

—¡Pues sea! —dijo Hang-Tu.

Y volviendo adonde estaba Romero, le dijo:

—La vida del padre de la mujer blanca no me la debes a mí ni se la debes a la insurrección, sino a la generosidad de Than-Kiu.

—¡Gracias, Hang!

—No me des la razón, Romero. Yo, en este instante, salvo la vida de un hombre, pero trunco una existencia gentil y desvanezco un dulce sueño. Sea, pues; Hang-Tu obedecerá.

Desnudó la catana y se acercó a la jaula donde estaba aún encerrado el comandante Alcázar. Romero, creyendo por un momento que Hang, faltando a su palabra, iba a herir al mayor Alcázar con aquel arma terrible, se puso en pie, y acercándosele le dijo con angustia:

—¡Hang-Tu!…

El chino hizo una señal con la mano para tranquilizarlo. De un golpe con el arma rompió la jaula; cortó en seguida las cuerdas que ligaban los pies y las manos del comandante, y asiendo a éste de un brazo se lo llevó a Romero, diciéndole con altiva firmeza:

—¡Ahí lo tienes, hermano! ¡Tómalo!

Romero se acercó al mayor, que estaba asombrado de verse todavía vivo, y enseñándole un caballo ensillado que allí cerca había, le dijo:

—¡Eres libre, mayor Alcázar!

El español no abrió la boca: montó muy despacio, recogió las riendas y metió espuelas al caballo. Pero cuando hubo avanzado unos cuantos pasos volvió hacia atrás, y acercándose a Romero, que había permanecido inmóvil al lado de Hang-Tu, le estrechó la mano, murmurando con voz algo conmovida:

—¡Gracias, Ruiz; tales actos no se olvidan!

Después espoleó el caballo y se alejó rápidamente, desapareciendo entre los árboles del bosque.

CAPÍTULO VI. EN LA RIBERA DEL ZAPOTE

Una hora después, las dos partidas de tagalos y chinos, capitaneadas por Hang-Tu, salían de la selva y descendían a la llanura. Romero, que después de las emociones violentas que había sufrido volvió a caer con fiebre violenta, fue puesto en una camilla y llevado a hombros por cuatro robustos indígenas, pues le era completamente imposible montar a caballo. Than-Kiu, como siempre, le cuidaba, yendo a caballo a su lado.

Apresurábanse las partidas en su marcha, temiendo ser sorprendidas por las tropas españolas del general Lachambre, que habían emprendido ya las operaciones para apoderarse de la ribera del Zapote y desalojar a los insurrectos de San Nicolás, cubriendo al mismo tiempo a Pamplona para impedir que se apoderasen de ella los enemigos.

Enterado Hang-Tu de todo por los mestizos exploradores que habían acudido con las dos partidas en su socorro, dio orden de no acercarse al camino, que podía estar ocupado ya por la vanguardia enemiga, y marchar por los campos cultivados y por los bosques para evitar encuentros.

Sabía que San Nicolás sólo distaba siete u ocho millas, y quería llegar allí con las partidas intactas, con tanto mayor motivo cuanto que los insurrectos contaban con pocas fuerzas para la defensa del pueblo, según se supo.

Por la noche, después de tres horas de marcha atravesando fincas medio incendiadas, quizá por los mismos insurrectos para poder descubrir mejor al enemigo cuando avanzase, acamparon las dos partidas en un pequeño bosque que coronaba la cumbre de un altozano y donde estaban a cubierto de cualquier sorpresa.

Hang-Tu, seguido por dos mestizos de su partida, subió a la cima más alta, desde la cual podía descubrir gran extensión de tierra y también buena parte de la ribera del Zapote.

Pudo ver desde allí, hacia el norte, más allá del río, muchos puntos brillantes que supuso serían las hogueras de los campamentos insurrectos establecidos alrededor de San Nicolás.

—Es verdad —le dijeron los mestizos que habían conducido las dos partidas—. En San Nicolás se vigila por el temor de una sorpresa nocturna.

—Mañana temprano podremos estar allí —dijo Hang—, siempre que los españoles no sean ya dueños del curso del Zapote.

—Es lo que yo temo, capitán —dijo uno de los mestizos—. Veo relumbrar fuegos bajo el bosque que se extiende por la ribera del río, y precisamente delante de nosotros.

Hang-Tu miró hacia el río, cuyas aguas centelleaban en el horizonte heridas por la luz de la luna que se iba levantando detrás del bosque, y vio, efectivamente, lucecillas bajo la sombra de la selva. La frente del jefe de los amarillos se arrugó.

—¿Se nos habrá adelantado el enemigo? —murmuró—. No tengo confianza en que San Nicolás pueda resistir largo tiempo contra las brigadas victoriosas del general Lachambre; pero una buena defensa podrá quizás hacerse.

Y volviéndose a los mestizos les preguntó:

—¿Creéis que esos fuegos sean de algún campamento español?

—Lo creemos, capitán.

—Si así fuese tendríamos cortado el camino.

—Podrían mandarse hacia allí algunos exploradores.

—¡Lo haré! Da al momento orden de apagar todos los fuegos para no llamar la atención del enemigo y exponernos inútilmente a un ataque. Que nadie se acueste, por si tenemos que emprender pronto la marcha.

—¿Quieres forzar el paso del río, capitán? —preguntó uno de los mestizos.

—Ya veremos lo que conviene hacer. ¡A ver! ¡Cuatro voluntarios dispuestos a montar y hacer reconocimiento sobre la orilla del río!

Cuatro mestizos se acercaron.

—Volved pronto a informarme de lo que hayáis visto, pero sed prudentes y no os dejéis sorprender.

Descendió de la altura y atravesando el campamento entró en una cabaña improvisada con ramas de árboles, en la cual se había alojado a Romero.

El mestizo, que comenzaba a mejorar, habiéndosele quitado la fiebre, estaba de conversación con Than-Kiu, que se había sentado a su lado. Hang-Tu, al verlos juntos, arrugó el entrecejo, pero fue sólo un instante. Pronto recobró la tranquilidad su mirada.

—Me parece que estás mejor esta noche —dijo a Romero.

—Sí, hermano —le contestó el mestizo tendiéndole la mano.

Hang fingió no advertir aquel movimiento y se acurrucó cerca de la puerta de la cabaña.

—Hang —dijo Romero incorporándose—, estás incomodado conmigo, ¿verdad?

El chino no respondió. Tenía la cabeza entre las manos en actitud meditabunda.

—Hang —repitió Romero—, estás incomodado porque te he arrancado de las manos al comandante Alcázar.

Aunque tampoco contestó el chino, Than-Kiu se había levantado palidísima y miraba alternativamente al uno y al otro con una viva inquietud grabada en el semblante.

—¡Hang! —dijo.

Al oír la voz de la muchacha alzó el chino la cabeza, pasándose antes una mano por los ojos como si hubiese querido apartar de sí un pensamiento o enjugar una lágrima.

Than-Kiu, al ver aquel ademán, se le acercó a su oído de modo que Romero no pudiese oírla:

—¡Estás llorando, Hang!

—No —respondió el chino con voz imperceptible y sacudiendo la cabeza—. Estaba meditando.

—¡No; no me engañes! ¡Tú lloras y quizá por mí!

—¡Cállate!

Se levantó y dijo con voz tranquila:

—No te había oído, Romero. No; Hang-Tu no ha dejado de amar a su hermano de armas ni se arrepiente de lo que ha hecho. Has querido salvar al padre de la mujer blanca, y quizás has hecho bien. Alguna vez la generosidad puede ser preciosa. Conque no se hable más del asunto.

—Pero parece que estás conmovido, Hang.

—No, Romero; estoy preocupado porque empiezo a dudar del porvenir.

—Quieres decir…

—Que la desconfianza va invadiendo mi ánimo, y que los sueños tan acariciados se van desvaneciendo. ¡Hasta el gran ideal va palideciendo!

—¿Hablas de la insurrección, quizá?

—Sí, y de otra cosa.

—¿No tienes ya fe en nuestra causa?

—Hang-Tu lee a veces en el porvenir y lo encuentra muy negro.

—¿Quizás aflige algún nuevo desastre a nuestra causa?

—No; pero preveo que la insurrección acabará en una gran catástrofe.

—¡No lo creo!

—¿Sabes, Romero, que el general Lachambre ha llegado ya a la ribera del Zapote y que acampan sus brigadas a dos millas de nosotros?

—¡Ya! —exclamó con doloroso estupor Romero.

—Sí; y añadiré que la pérdida de San Nicolás es quizá cuestión de horas.

—Pero nosotros acudiremos a defenderla.

—¿Y quién nos abrirá camino a través de las tropas españolas? ¿Estas dos partidas que no cuentan con diez mestizos de quienes fiarse? Ya sabes la confianza que puede ponerse en los tagalos y en mis compatriotas.

—¿Está cortado el camino de San Nicolás?

—Todo lo indica.

—¿Y qué piensas hacer?

—Intentar el paso del río Zapote sin combatir.

—¿Y si no lo logras?

—A ti te pregunto qué debe hacerse. En esta provincia no hay una sola aldea adonde replegarse para intentar una defensa desesperada. Creo malogrado nuestro plan de distraer a las fuerzas que van sobre Cavite y sin esperanza de remedio.

—Pues bien, Hang: iremos a Cavite. Allí está el corazón de nuestra causa y allí iremos a defender con todas nuestras fuerzas aquel baluarte.

—¿Y podremos llegar allí o será ya muy tarde? ¿Sabes que el general Polavieja avanza a lo largo de la península?

—Trataremos de burlarle.

—O seremos aprehendidos y fusilados.

—Allí está el mar, Hang.

—Pero la bahía está defendida y guardada por la flotilla española que bloquea estrechamente Cavite.

—Pero con resolución y aprovechando una noche oscura, puede burlarse el bloqueo y desembarcar al pie de las murallas de la ciudad.

—¡Es verdad! —murmuró Hang-Tu como hablando para sí—. Hombres decididos a todo pueden intentarlo.

Levantóse y se dirigió hacia la puerta, poniendo el oído atento a los rumores del campo.

—Voy a ver si han vuelto los exploradores —dijo—. De sus noticias puede depender nuestra suerte y quizá la de las partidas que defienden a San Nicolás.

Hizo un signo de adiós a Romero y Than-Kiu, y salió. Todos los fuegos del campamento estaban apagados; pero nadie dormía. Los chinos y los tagalos se habían echado al lado de los caballos con las armas al alcance de la mano, prontos para emprender la marcha.

Hang-Tu dio una vuelta por el campamento y recorrió los puestos de guardia, temiendo siempre una sorpresa de los españoles, que sabía que estaban muy próximos. Después se sentó en una elevada peña desde donde veía el curso del Zapote y se distinguían las hogueras que había en sus orillas.

Pasó media hora, después una, sin descubrir nada; pero poco después vio unas sombras gigantescas galopando aceleradamente por la llanura y los pantanos que se extienden detrás del Zapote, y digiriéndose hacia la altura ocupada por sus partidas.

Creyó primero que pudieran ser jinetes españoles en exploración; pero pronto vio que eran sus cuatro mestizos.

Descendió de la peña y les salió al encuentro.

—¿Son los españoles? —les preguntó cuando los tuvo en su presencia.

—Sí, capitán —le contestó uno de los mestizos—. Tenemos delante una brigada del general Lachambre.

—¡Qué desgracia! —exclamó Hang—. ¿Va a atacar San Nicolás?

—Se cree que mañana al amanecer comenzará el ataque. Una parte de las tropas ha vadeado ya el río y las restantes se preparan también a pasarlo.

—¿Creéis que podamos atravesarlo sin que nos descubran?

—Quizá yendo por los pantanos —dijo otro de los mestizos.

—¡Por ahí pasaremos! —dijo Hang, que parecía haber adoptado instantáneamente un partido.

—¿Y don Ruiz?

—Le llevaremos con nosotros. No sería prudente dejarle atrás, ni con una buena escolta. Os lo encomiendo.

—Nosotros lo custodiaremos —dijeron a una los cuatro mestizos.

La gente de las partida, informada de lo que pasaba, se levantó a toda prisa y se formó en dos columnas sin hacer ruido. Hang-Tu les pasó revista. Eligió veinte hombres para formar una pequeña vanguardia, y en cuanto recibió aviso de que Romero y Than-Kiu habían salido de la cabaña dio la orden de marcha, poniéndose a la cabeza del primer grupo.

Los doscientos hombres bajaron la altura en el más profundo silencio, arrimándose a los árboles para ocultarse en lo posible de la luz de la luna, que pudiera reflejarse en sus armas. Llegados a la llanura, entraron por en medio de las fincas.

Hang-Tu con sus veinte hombres se había adelantado para descubrir el terreno y no caer una la emboscada. Iba con mucha cautela, deteniéndose con frecuencia y no reanudando la marcha sino cuando estaba seguro de no tener enemigos delante.

Le urgía pasar el río sin ser advertido, porque a la primera alarma hubiera podido ir sobre él toda la brigada que acampaba sobre la ribera y derrotarle sin combate.

Cuando llegó a quinientos o setecientos pasos del Zapote, mandó apearse a su gente para hacer menos bulto y envolver la cabeza de los caballos en las guadrapas para que no relinchasen. Después adelantó audazmente a través de un terreno fangoso que indicaba la cercanía de un pantano.

La columna, que le seguía a tres o cuatrocientos metros de distancia, había imitado aquella prudente maniobra y avanzaba lentamente a lo largo de un arrecife cubierto de cañas de bambú.

El terreno era malísimo, especialmente para los caballos, que se hundían hasta las rodillas en un fango tenacísimo; pero Hang-Tu no se detenía. Delante de él veía correr el río, y a su derecha los fuegos del campamento español por entre los claros de la arboleda. Si era sorprendido en aquel pantano que hacía imposible cargar, estaban todos perdidos. De repente se vio a algunos insurrectos de la vanguardia que se habían adelantado abandonar precipitadamente los caballos que se habían hundido hasta las cinchas, y retroceder a toda prisa.

Hang-Tu, creyendo que habían sido descubiertos por algún grupo enemigo acampado a la orilla del río, se disponía a montar para lanzarse adelante, cuando oyó algunas palabras que le helaron la sangre en las venas.

—¡Una tembladera! —dijeron los hombres de la punta de la vanguardia retrocediendo—. ¡No sigáis!

—¡Maldición! —exclamó el chino—. ¡Una tembladera delante y el enemigo al costado! ¡Si logramos salir de aquí vivos, no será poca suerte!

Miró hacia atrás por ver si le seguía la columna o si se hallaba todavía en la calzada, y la encontró ya dentro del pantano.

A pesar de su valor extraordinario, no pudo menos de sentirse aterrado.

—¡Qué el cielo nos asista! —murmuró.

No podía ya pensarse en retroceder. La confusión hubiera sido grande y no menor el riesgo de llamar la atención de la brigada de Lachambre. Había que seguir a toda costa adelante, y con mayor motivo no estando lejana la hora del alba.

Pero no era posible seguir por donde se habían atascado los caballos. Los pobres animales habían desaparecido en pocos instantes, tragados por la tembladera, y los que iban detrás no hubieran escapado mejor.

—¡Desviémonos! —dijo Hang—. Quizá marchando paralelamente a la orilla del río encontremos algún paso. Pónganse dos hombres de los más ágiles e inteligentes a la cabeza, y vayan otros dos a advertir del peligro al grueso de la columna y a recomendar el mayor silencio. ¡Se trata de la vida de todos!

Dos tagalos elegidos entre los más ágiles se pusieron a la cabeza de la vanguardia e iban examinando el terreno con las largas astas de sus lanzas. Muy pronto vieron que era imposible llegar directamente a la orilla del Zapote; pero desviándose hacia la derecha hallaron un fango más sólido que permitía el paso.

Siguiéronlos la vanguardia y el grueso de la columna, procurando no desviarse ni un ápice de sus huellas, por temor de ir a dar en tembladeras que pudiera haber a uno y otro lado. Todos marchaban a pie para causar menos fatiga a los pobres animales, que harto tenían que trabajar para moverse en aquel terreno fangoso.

Anduvieron otros doscientos metros los dos guías, y viendo muchos grupos de cañas palúdicas que crecían acá y allá hacia la orilla del río, trataron de atravesar directamente el pantano; pero tuvieron que retroceder abandonando otro caballo, que desapareció como los primeros, tragado por el suelo movedizo.

Hang-Tu iba inquietándose. Las estrellas palidecían rápidamente, y comenzaban a anunciarse los primeros albores del día.

Oíanse ya rumores cada vez más marcados hacia los campamentos españoles y algunos toques de corneta.

—¡Aprisa, aprisa! —repetía Hang—. ¡Si nos sorprenden aquí, estamos perdidos!

Seguían avanzando los dos guías, sondeando el terreno y apretando el paso lo posible para acercarse al río, que no distaba ya más de cien metros.

Por fin pisaron en terreno firme aunque cubierto de agua.

—¡Adelante! —exclamaron—. ¡Estamos a salvo!

Precipitáronse tras ellos la vanguardia y el grueso de la columna. Apuntaba ya el día y los campamentos españoles tocaban diana.

Estaban ya los guías a pocos pasos de la orilla, cuando se oyó el grito de: «¿Quién vive?».

—¡Silencio! —dijo Hang-Tu a su gente—. ¡No se chiste y apriétese el paso!

—¿Quién vive? —repitió la voz en son de amenaza.

Hang-Tu, en vez de responder, saltó en la silla amartillando la carabina, operación que imitaron los hombres de la vanguardia.

Sonó un tiro. Uno de los guías, que había ya alcanzado la orilla, cayó con los brazos abiertos en el pantano.

Hang-Tu metió espuelas y llegó a la orilla. Oyóse otro disparo; pero la bala se perdió en el aire.

—¡Adelante! —gritó el chino.

Todos los hombres de la vanguardia siguieron detrás, y se agruparon en la orilla del río carabina en mano.

A trescientos pasos de allí había una avanzada española que, aunque pequeña, rompió atrevidamente fuego.

En los campamentos gritaban los centinelas llamando a las armas.

Ya habían caído algunos hombres y caballos de la vanguardia.

Hang-Tu se puso a la cabeza de la pequeña banda y arremetió, catana en mano. Urgíale rechazar a aquel pequeño grupo que formaba la avanzadilla para dar tiempo a la columna de pasar el río.

Milagrosamente ileso de dos descargas, cayó sobre la avanzada y la puso en dispersión.

—¡Pie a tierra! —exclamó dirigiéndose a la gente de la vanguardia—. ¡Ocupad el arrecife y haced frente al enemigo! Con dos minutos tengo bastante.

Después, mientras los jinetes se apeaban rápidamente y rompían fuego contra los primeros grupos españoles que acudían desde los campamentos más próximos, volvió atrás para dirigir la operación de vadear el río.

CAPÍTULO VII. ENTRE FUEGO Y AGUA

El grueso de la columna llegó desordenadamente a la orilla del río, creyéndose atacados a un tiempo por la espalda y por el flanco. Ninguno se había atrevido todavía a lanzar su caballo al agua, porque las lanzas de algunos exploradores tagalos no habían encontrado fondo.

El río, crecido por causa de algunos aguaceros recientes, llevaba mucha agua y corría furioso, no ofreciendo vado alguno por aquella parte. Corríase gran peligro de que el paso del río, con tal aglomeración de caballos y con el pánico que había comenzado a invadir a los hombres, acabase en una catástrofe.

Hang-Tu había comprendido de una ojeada la gravedad de la situación; pero ya no era tiempo de vacilar ni de volverse atrás: o pasaban rápidamente el río, o eran aniquilados por los españoles, que acudían en número imponente desde todos los campamentos.

La vanguardia, parapetada en el arrecife, se defendía vigorosamente haciendo terribles descargas; pero no hubiera podido resistir mucho tiempo a los ataques de toda la brigada.

—¡Al agua! —gritó Hang-Tu.

Acordóse en aquel momento de Romero y de Than-Kiu, y se detuvo dirigiendo una mirada angustiosa a los jinetes que se amontonaban en grueso y confuso tropel en la orilla.

—¡Romero! —gritó.

—¡Aquí estoy! —respondió una voz.

El mestizo se le reunió abriéndose impetuosamente paso por entre la multitud. Al oír los primeros tiros se arrojó de la camilla, a pesar de la oposición de Than-Kiu y de los mestizos encargados de cuidarle; se hizo llevar un caballo y montó en él a todo escape. También había comprendido la gravedad de la situación, y como buen jefe, olvidando los dolores de su herida, acudió a ponerse en primera línea para organizar la defensa y conducir a la partida al otro lado de río. Than-Kiu y los cuatro mestizos siguieron tras él.

Al verle allí, respiró Hang-Tu.

—¿Puedes sostenerte, Romero? —le preguntó.

—Sí —contestó el mestizo.

—Than-Kiu, deja el caballo y súbete a la grupa del mío.

—No me asusto del agua, Hang —respondió la muchacha.

—¡Mira que la corriente lleva mucha fuerza! Apéate y agárrate a mí. Mi caballo es fuerte y nos pondrá a salvo.

Than-Kiu obedeció.

—¡Al agua! —gritaron los dos jefes.

Metieron espuela a los caballos y se arrojaron atrevidamente al río.

Animados sus hombres por su ejemplo, y temerosos del fuego que ya había roto contra ellos el enemigo, los siguieron confusa y atropelladamente. Los que se habían quedado sin caballo saltaron a la grupa de sus compañeros.

La corriente, que era rapidísima, arrastraba a hombres y caballos, amenazando tragarse a unos y a otros.

Para mayor desgracia, la vanguardia, oprimida por la superioridad numérica del enemigo, abandonó el arrecife y se arrojó también al agua. Los españoles hacían, pues, fuego a mansalva desde la orilla, sembrando la muerte en aquella muchedumbre.

Hang-Tu y Romero, a la cabeza de todos, hacían lo posible a fuerza de espolazos para sostener a flote a sus cabalgaduras y conducirlas a algunos islotes arenosos que se veían en medio del río. Than-Kiu, a la grupa del chino y sujetándose con el brazo izquierdo a su cintura, descargaba con el derecho contra los españoles todos los cartuchos de su revólver.

Detrás de ellos los chinos y los tagalos, luchando con la corriente, aullaban como fieras. Presos de indecible pánico, se afanaban confusamente por llegar a la orilla opuesta, atolondrando a sus pobres caballos, que sólo podían sostenerse y avanzar haciendo esfuerzos desesperados.

De cuando en cuando hombres y caballos, heridos por las balas enemigas, eran arrastrados por la corriente, chocando violentamente unos con otros y causando nuevas desgracias.

La gritería de los fugitivos, las quejas de los heridos, el ruido de los disparos y el rugido del agua formaban un conjunto atronador que impedía a Hang-Tu y a Romero hacerse oír y dar órdenes para evitar que aquella precipitada retirada se convirtiese en una completa catástrofe.

En vano gritaban ordenando a sus hombres que se mantuvieran separados unos de otros para no embarazar a los caballos; en vano recomendaban a todos la calma: su voz se perdía entre aquel ruido ensordecedor.

La columna había sido rota. Algunos caballos, impotentes para resistir al ímpetu de la corriente, habían ido a parar a trescientos, cuatrocientos y hasta quinientos metros de la columna; otros, obligados a retroceder a la orilla de donde habían partido, y los que los montaban habían sido muertos o caído prisioneros en su totalidad.

Entretanto, Hang-Tu, Romero y diez o doce más que no se les habían separado pudieron llegar al primer islote, deteniéndose en él a esperar a sus compañeros. Viendo que los españoles no cesaban de tirar y que iban siendo cada vez en mayor número, se apearon de los caballos y parapetados tras ellos contestaron a sus descargas.

Los que iban llegando en grupos de dos y de tres hicieron lo mismo, protegiendo así a los que seguían luchando con la furia de las aguas.

Cruzábanse las balas sobre el río con agudos silbidos. Caían los hombres por una y otra parte, pero los insurrectos en mayor número. Las partidas iban quedando muy mermadas, mientras que las compañías del enemigo engrosaban de continuo.

De los doscientos insurrectos que habían entrado en el río, apenas quedarían cincuenta; los demás habían perecido, y sus cuerpos, juntamente con los de muchos caballos, se amontonaban en las orillas del islote o eran arrastrados por las aguas.

Hang y Romero, ansiosos de salvar los restos de su gente, dieron orden de emprender nuevamente la retirada en cuanto la tuvieron reunida a toda ella en el islote. La orilla estaba ya cerca, y los árboles que la cubrían podían ofrecerles excelente refugio.

Atravesaron rápidamente el brazo del río que de ella los separaba, siempre bajo el fuego enemigo, y escondiéndose en la arboleda, esperaron allí la llegada de los que habían ido a parar a mayor o menor distancia de aquel paraje.

—¡Aprisa, aprisa! —gritaba Hang-Tu—. ¡Tendremos que combatir con la tropa que vadeó el río antes que nosotros!

Los insurrectos iban llegando a la desbandada: unos a caballo, otros a pie y algunos hasta sin armas por haber tenido que soltarlas para salvarse a nado.

Cuando Hang-Tu los vio a todos juntos, dio la orden de ponerse en marcha, después de disponer que los que estuvieran montados llevasen a la grupa a los que hubiesen perdido los caballos, esperando poder llegar a San Nicolás antes de que el general Lachambre ordenase el ataque.

El pueblo no estaba lejos, y con una buena galopada podían llegar a él en menos de tres cuartos de hora.

Toda la columna se lanzó al galope, internándose en un valle por el cual corría un arroyuelo afluente del río Zapote, procurando ocultarse entre los árboles que crecían en el llano y en las laderas.

Habían cesado los disparos por la parte del río; pero más allá, hacia San Nicolás, se oían sonar las trompetas de los españoles. Sin duda, el general se preparaba a atacar.

—¿Crees que llegaremos a tiempo? —preguntó Romero, que iba al lado de Hang.

—Quizá, si nos apresuramos —respondió el chino.

—Me temo que sea bien poco útil nuestra ayuda, Hang. Nuestra gente está muy cansada y muy desmoralizada.

—Haremos lo que se pueda. Nuestra presencia quizás infunda ánimo a los insurrectos para defenderse hasta la desesperación. Lo que temo es que encontremos el camino cortado.

—Trataremos de rodear las posiciones españolas. Acaso el cerco de San Nicolás no sea aún completo.

—¡Ojalá sea así, Romero! ¿Cómo va tu herida?

—Está ya bastante cicatrizada. Dentro de tres o cuatro días estará curada del todo.

—¿No te molesta el movimiento del caballo?

—Sí; pero no mucho.

Oyéronse en aquel momento toques de corneta hacia el fondo del valle, y más allá los de las bocinas de guerra de las partidas insurrectas.

Hang-Tu paró en seco el caballo y miró con inquietud hacia el fondo del valle.

—¿Será que los españoles se ponen en movimiento? —preguntó.

—Así lo creo —respondió Romero, que se había detenido también—. Esos toques son de romper fuego.

Apenas habían acabado de decir estas palabras, cuando se oyeron dos violentos cañonazos en las alturas, seguidos de un tercero por la parte del río.

—¡Llegaremos demasiado tarde! —exclamó Hang iracundo.

—O no podremos llegar de ninguna manera con las pocas fuerzas que traemos —dijo Romero.

—¿Por qué?

—Mira hacia allá. ¿No ves las tropas españolas avanzar en grandes masas por el bosque? Toda la primera brigada del general Lachambre se dispone a atacar, y la segunda ha vadeado, sin duda, el río para cortar la retirada a los insurrectos.

—No importa, Romero; daremos una carga, y que pase quien pueda.

Y en seguida, alzándose en los estribos y desnudando la catana, exclamó:

—¡Adelante los que no teman a la muerte!

Adelantóse al galope la columna por el valle. Acababa aquel valle en una estrecha garganta que debía desembocar en las cercanías de San Nicolás. Hacían lo posible por avanzar con rapidez; pero se lo estorbaban los grandes matorrales y los grupos de árboles, obligándolos a desparramarse y a acortar el paso. Algunos jinetes, sea porque estuviesen mal montados, sea porque no tuvieran muchas ganas de exponerse, se quedaban rezagados para escabullirse en el momento oportuno.

El ataque a San Nicolás había comenzado con gran resolución y energía.

Retumbaban incesantemente los cañonazos y menudeaban las descargas de fusilería. Alzábase una nube de humo blanco sobre los árboles y se oían los toques de corneta y los gritos de «¡Viva el Rey!» y «¡Viva la Reina Regente!» que lanzaban las tropas. Los insurrectos, atrincherados en el pueblo, debían de defenderse desesperadamente, porque también hacia allí se oía un fuego nutridísimo, aunque algunas casas ardían incendiadas por las granadas.

Romero y Hang, sin embargo, seguían avanzando, por más que hubieran notado que su columna iba disminuyendo rápidamente. Confiaban en llegar sin ser descubiertos hasta las mismas espaldas de las tropas españolas y abrirse paso a través de ellas por una furiosa carga que les permitiera entrar al galope en San Nicolás.

Su plan estaba destinado a malograrse. Algunos españoles que pasaban también por el valle atravesando el bosque, al notar la presencia de la partida y después de dar la voz de alarma, habían tomado posiciones y roto el fuego contra ella.

Hang-Tu y Romero, viendo que su gente se resistía a seguir adelante, se acogieron al bosque que tenían enfrente para precaverse de las descargas que les hacían; pero advirtieron muy pronto que aun así corrían peligro de ser destruidos, o cuando menos diezmados.

Otros soldados que ocupaban las alturas del valle habían también roto el fuego, y viendo que sus tiros no tenían gran eficacia, comenzaron a arrojar pedruscos enormes, que bajaban rodando con gran estrépito, rompiendo y aplastando a su paso no pocos árboles y plantas.

Algunos chinos y tagalos, espantados, abandonaban el campo, retirándose aceleradamente.

—Hang —dijo Romero—, vamos a ser aniquilados en este valle.

—¡Pero allí combaten todavía! —respondió el chino.

—Pero ¿crees tú?…

Unas denotaciones espantosas que venían de la parte de San Nicolás le cortaron la palabra. ¿Eran explosiones de minas, o era que había hecho explosión el almacén de municiones de los insurrectos?

Hang-Tu se disponía a bajar de nuevo al valle, cuando se oyó hacia su extremo una confusa gritería seguida de un terrible fuego de fusilería.

Romero y toda la columna se lanzaron en pos del chino, y vieron bajar precipitadamente al valle centenares de hombres mezclados en horrible confusión, y muchos grupos de caballos que corrían a galope.

Les bastó una mirada para comprender de qué se trataba: eran las partidas insurrectas de San Nicolás que huían desenfrenadamente, perseguidas por las tropas de la primera brigada del general Lachambre, que debían de haber tomado ya las trincheras.

Aquella oleada de fugitivos llegó muy pronto adonde se encontraba la gente de Romero y Hang-Tu. Eran mestizos, chinos, tagalos, hombres y mujeres, invadidos todos de terrible pánico. Hang-Tu y Romero se arrojaron entre ellos para detenerlos; pero se perdían sus voces entre el espantoso tumulto de los fugitivos.

—¡Deteneos! —exclamaban—. ¡Volved cara al enemigo! ¡Somos los jefes de la insurrección!

Ninguno los oía. Todos huían a la carrera, tirando las armas y los cartuchos para quitarse peso de encima, atropellándose y derribándose unos a otros y pisoteando a los que caían al suelo. Los caballos que iban entre ellos, muchos sueltos, contribuían a aumentar la confusión y el estrago.

Pasó toda aquella turba como un río impetuoso por delante de la columna, dispersándose por los bosques y dejando tras de sí una larga fila de muertos y de moribundos horriblemente estropeados. Muchos de los tagalos y chinos de Romero y de Hang, contagiados por el pánico, se habían ido con ellos, a pesar de los gritos y amenazas de los jefes.

La pelea había acabado. Las tropas españolas, victoriosas una vez más, habían abatido la bandera de la insurrección que ondeaba en las trincheras de San Nicolás, quedando dueñas del campo de batalla.

La insurrección estaba vencida, sin esperanza de remedio, en la riberas del Zapote.

Hang-Tu y Romero, viendo que todo estaba perdido y que nada podían hacer, se habían retirado hacia la salida del valle para repasar el río antes de que la brigada del audaz y valeroso general Lachambre les cortase la retirada.

Sus partidas se habían casi evaporado. Sólo seis mestizos, tres tagalos y un chino y la valerosa Than-Kiu seguían con ellos.

Se alejaron al galope por el valle, despedidos por las descargas de las tropas victoriosas, que les mataron un mestizo y un tagalo, y se dirigieron apresuradamente hacia el río, esperando encontrar algunos grupos de fugitivos; pero no tropezaron con uno solo de ellos.

Los defensores de San Nicolás, en vez de cruzar el Zapote para dirigirse a Cavite, único lugar en que se sostenía la insurrección con éxito, se habían diseminado por las selvas y las montañas. Pensar en reunirlos y reorganizarlos hubiera sido un sueño. Se hubieran necesitado unas cuantas semanas, durante las cuales las tropas españolas los habrían destruido.

—Nada podemos hacer aquí —dijo Romero a Hang-Tu—. El Zapote y Pamplona están definitivamente perdidos.

—¡Lo temo! —respondió el chino suspirando—. ¡Hang-Tu lee a veces el porvenir!

—¿Y lo ha visto oscuro?

—Sí, Romero.

—La insurrección no está vencida, Hang. Todavía están Cavite, Bulacán, Bacoor, Malabón, Rosario, Noveleta y Santa Cruz en manos de los patriotas, y seguirán resistiéndose.

—Pero las tropas de la vieja España son valerosas y aguerridas, Romero. Al principio de la insurrección tenía yo mucha confianza en nuestras partidas; pero ya ves cómo se baten. Hemos tenido pocas victorias y muchas derrotas. ¡Ea! ¡Echémonos al agua, no sea que los españoles nos caigan por la espalda! Nada tenemos que temer al lado de allá del río ahora que está en San Nicolás la segunda brigada.

Entraron con los caballos en el río, y habiendo encontrado un vado, pasaron a la otra orilla sin obstáculo alguno.

Hang-Tu, para interponer considerable distancia entre las tropas españolas y su minúscula banda, a fin de evitar ser sorprendido, prosiguió la marcha internándose en las montañas que formaban la cuenca del río, aun a riesgo de cansar a su gente. Quería llegar a algún lugar desierto, para que Romero pudiera descansar algunos días antes de emprender la larga y peligrosa marcha hacia Cavite.

Habiendo llegado hacia mediodía a un sitio a propósito para acampar, dio orden de hacer alto.

CAPÍTULO VIII. LA TRISTEZA DE LA «FLOR DE LAS PERLAS»

No podía ser mejor el lugar elegido por el chino para refugio, durante algunos días, de Romero y de la valerosa Than-Kiu.

Hallábase en la cima de una montaña que formaba una pequeña explanada rodeada de malezas, y cuyas vertientes estaban cubiertas de espesísimas selvas en que debía de abundar la caza, condición muy necesaria en aquellos momentos en que carecían completamente de víveres por haberlo perdido todo en la desastrosa retirada.

Desde allí se dominaba gran extensión de tierra y una parte del curso del Zapote, y se podían observar los movimientos de las dos brigadas del general Lachambre y estar prevenidos contra cualquier sorpresa en el caso de que alguna compañía de soldados pretendiese efectuarla.

Decidióse al punto la construcción de una choza que los pusiera al cubierto de la humedad de las noches y de los ardientes rayos del sol.

Antes de que oscureciese ya habían construido los cinco mestizos con ayuda de los dos tagalos y del chino una cabaña de ramas y follaje, incapaz de resistir a las balas, pero muy suficiente para preservar de la intemperie.

Por aquella noche tuvieron que conformarse con algunos plátanos y naranjas que se encontraron en la arboleda, alimento algo escaso para su estómago, debilitado por todo un día de ayuno.

Aunque nada había que temer de parte de los españoles, no habiéndose visto mover a las tropas de Lachambre, ni tampoco de las fieras, porque en las islas Filipinas, fuera de los cocodrilos y de las serpientes que suele haber en los lugares pantanosos, no hay animal ninguno capaz de atacar al hombre, dispuso Hang-Tu que se repartiese la noche en cuartos de guardia para estar bien informado de los movimientos de las tropas del general Lachambre. Necesitaba saber bien el camino que tomaba para trazarse el camino que había de seguir para llegar a la ribera del mar sin peligro de tropezar con las tropas.

Pasaron tranquilamente la noche y pudieron reponerse de las fatigas de los días anteriores.

Los españoles no se habían movido al parecer de San Nicolás para acudir a reforzar las tropas del general Polavieja, que operaba contra Cavite.

Al día siguiente se internaron en el bosque algunos mestizos en busca de caza, mientras los tagalos procuraban recoger frutas y miel, habiendo notado durante la marcha del día anterior que había bastantes abejas silvestres por entre la maleza de aquellos contornos.

Unos y otros fueron afortunados, porque antes del mediodía volvieron llevando dos monos llamados lar, cuadrúmanos de ochenta centímetros de alto, de pelaje pardo oscuro, de cara negrísima, con una faja de pelos blancos que les da un aspecto de lo más raro, y las narices rosadas; un gato pescador, hermoso bicho de ochenta y cinco centímetros de largo y cuarenta de alto, de pelaje basto y diversamente coloreado y con fajas oscuras, robusto selvático morador de las orillas de los torrentes y los ríos y que se alimenta de peces, pájaros y serpientes, y ataca a veces hasta a los niños.

Cazaron los otros exploradores muchos volátiles y recogieron gran cantidad de miel exquisita y aromática, además de muchos plátanos, gruesas naranjas, piñas y mangos.

Trataron también, aunque en vano, de dar caza a algunos jabalíes y ciervos de unas piaras que vieron, prometiéndose repetir al día siguiente sus tentativas.

Durante aquel día, Hang-Tu estuvo constantemente observando desde lo alto de la más alta roca de aquellas inmediaciones todo el campo vecino, por si veía moverse a las tropas españolas. Había visto ya a algunos batallones salir de San Nicolás y alejarse por la orilla opuesta del Zapote, como en dirección de Pamplona.

Hacia la caída de la tarde habíanlos seguido otros en la misma dirección, lo cual le tranquilizaba, porque hallándose del lado de acá del río podían llegar al mar sin tropezarse con ellos.

—Si de aquí a una semana estás curado, podremos llegar a Cavite marchando aprisa —dijo a Romero, que había subido también a reunírsele en aquel observatorio.

—Podríamos emprender antes el camino —le respondió el mestizo—, porque la herida no me molesta nada.

—No —le dijo el chino—. En Cavite tendremos mucho que hacer, y pudiera abrírsete la herida con el movimiento y hacerte caer de nuevo en la cama cuando más necesitamos de ti. La plaza está bien provista y bien armada, y se sostendrá contra los españoles mucho tiempo todavía, a pesar del bombardeo de la flota.

—¿Son buenas las partidas que hay allí?

—Son las mejores, Romero; formadas casi todas ellas de mestizos y tagalos que militaban antes en las tropas coloniales españolas. Hay allí también buenos cañones, y las municiones deben de abundar todavía.

—¿Quién manda esas partidas?

—Andrés Bonifacio con sus hermanos y Aguinaldo; jefes todos valerosos e inteligentes, por más que no anden muy bien avenidos por los celos que hay entre ellos.

—Tomaremos nosotros el mando, y así suprimiremos ese inconveniente.

—Ya se despacharon antes de nuestra salida de Manila varios correos a Cavite dando cuenta de las disposiciones adoptadas por las sociedades secretas invistiéndonos a nosotros de la dirección suprema de las operaciones de la guerra. Deben de estar esperándonos de un día a otro.

—Quizá podamos resistirnos largo tiempo y obligar a las tropas españolas a abandonar la Península.

—Me temo, Romero, que sea difícil, y más ahora en que el general Lachambre va a juntarse con el general Pola —vieja y a tomar quizás el mando de las tropas.

—¿Va Polavieja a cedérselo? —preguntó Romero atónito.

—He oído decir a algunos hombres de las partidas que el general Polavieja no se encuentra en disposición de seguir operando porque la enfermedad del hígado que padece le impide hasta montar a caballo.

—¿Y le sucederá Lachambre?

—Sí, por desgracia.

—O los tendremos a los dos frente a Cavite —dijo para sí Romero.

—Quizá —le respondió Hang levantándose—. Ya ves que tampoco el baluarte de la insurrección podrá resistirse mucho tiempo, rodeado como estará de un muro de hierro y de fuego. Ya no quedan en esta provincia partidas capaces de desalojar de la Península a las tropas enemigas.

—Es verdad; pero si cae Cavite iremos a incorporarnos a las partidas que defienden Malabón y Bulacán.

—Si conseguimos atravesar ese cerco de hierro. Podré engañarme, pero el corazón me dice que Cavite ha de sernos fatal a uno de los dos.

—Y si así es —dijo Romero—, ¿no he venido a la insurrección buscando la muerte?

—Eres demasiado joven para morir, y todavía puedes gozar días felices. Mi caso es otro; yo sólo amo la libertad y la patria, mientras que tú tienes personas que te quieren.

—¿Y qué me importa, si nunca ha de ser mía la mujer a quien amo? —dijo tristemente Romero.

—¿Piensas en la muchacha blanca? —exclamó Hang-Tu con voz sorda—. ¡Ésa te olvida!

—¿Teresita?

—Otra hay que te ama y quizá más que la muchacha blanca.

—Lo sé: Than-Kiu —murmuró el mestizo suspirando—. ¿Por qué la ha puesto la suerte en mi camino?

—¿Por qué dices eso? —preguntó Hang con acento sombrío.

—Porque conozco que no podré amarla mientras exista Teresita; sin embargo,…

—Sigue.

—Sin embargo, es bien digna de ser querida. ¡Cuánto cariño en esa generosa muchacha! ¡Y tengo que destrozarle el corazón a pesar de deberle la vida el comandante Alcázar y yo!

—¿Y no podrás quererla nunca?

—Sí; pero como se quiere a una hermana.

—¡No le bastará! —dijo Hang tristemente.

—Lo sé; pero la muchacha blanca me ha hechizado, Hang, y no podré olvidarla nunca. ¿Qué quieres? El destino así lo ha dispuesto.

—¡Es verdad! —murmuró Hang—. Siempre el destino. ¡Than-Kiu morirá desgraciada!

—¿Y tú? —preguntó Romero, volviéndose hacia el chino—. Es una muchacha de tu misma raza, linda y valerosa, y tú eres fuerte y animoso.

—¿Y qué? —exclamó Hang, apretando los dientes y con los brazos cruzados.

—¿Qué te impide hacerla dichosa?

—¡Yo! —exclamó el chino—. ¡Hang-Tu no podrá jamás!

—¿Quién te lo impide?

Hang iba a abrir los labios para contestarle; pero volvió a cerrarlos convulsivamente con tanta fuerza, que sus dientes chocaron y rechinaron. En seguida se alejó descendiendo por la ladera de la montaña. Le pareció a Romero que su amigo era presa de emoción profunda y que se iba para evitar nuevas preguntas.

—Algún misterio hay en la vida de Hang-Tu —se dijo para sí el mestizo—, y quizá tiene alguna relación con Than-Kiu ese misterio. ¿Lo sabré algún día?

Movió tristemente la cabeza y se levantó para volver a la choza. Al pie de la roca vio a la joven china sentada en un pedrusco contemplando melancólicamente la luna, que en aquel momento se levantaba sobre el horizonte, roja como un disco de metal incandescente.

Al oír los pasos de Romero, experimentó una sacudida y se levantó diciendo:

—Ven, mi señor. La humedad es dañosa para las heridas.

El mestizo, que estaba pensativo, pareció no oírla, porque en lugar de contestarle le preguntó:

—¿Has visto a Hang-Tu?

—Sí —respondió ella distraídamente—. Le he visto bajar de la montaña, mi…

—¿Qué más ibas a decir, Than-Kiu?

Ella se estremeció al oír aquella pregunta, y le contestó con algún embarazo:

—Iba a decir «mi señor»… ¿Acaso no te llamo así siempre?

—Sí, muchacha.

Después se encaminó sin hablar palabra hacia la cabaña que se alzaba en la explanada. Than-Kiu siguió tras él; pero después de algunos pasos se detuvo, diciéndole con dulzura:

—¿Se siente mal, mi señor? Le encuentro triste y pensativo.

—Es la insurrección lo que me preocupa, Than-Kiu —le contestó Romero.

La jovencita le puso una mano en el hombro, y al volverse él le miró fijamente frente a frente.

—No —dijo ella pasado un momento—. Tus labios no dicen la verdad de lo que pasa en tu corazón.

—¿Y qué quieres que sea?

—¡La mujer blanca! —respondió con voz temblorosa.

—¡Está tan lejos, Than-Kiu!

—Sí; pero estás pensado en ella.

—No me hables de Teresita, muchacha. Ese nombre te hace daño.

—Es verdad, mi señor. La Flor de las Perlas, que no tiembla con el fragor de los combates, pierde el color cuando oye el nombre de la mujer blanca.

—¡Calla, muchacha!

—¡La mujer blanca traerá la desgracia a la mujer del río Amarillo!

Asiendo luego a Romero por una mano y señalándole una estrella que brillaba sobre el horizonte, prosiguió:

—Mírala, mi señor, cómo brilla. Es la estrella de la Perla de Manila. Hace muchas noches que la contemplo y que la veo relucir cada vez más espléndida. ¡Nosotros creemos en los astros!

—Eso son locuras.

—No, mi señor. Mira, en cambio, mi estrella. Su luz pálida parece ir a extinguirse de un momento a otro. Cuando esté sobre mi tierra se apagará del todo, y entonces morirá también la hija de la Tierra del Sol.

La voz de la muchacha acabó en un sollozo.

—Y después de todo, ¿qué importa? —prosiguió diciendo con voz tan tenue que parecía un lejano lamento—. Mi señor no me querrá nunca; pero Than-Kiu no será mucho tiempo desgraciada. Allá abajo, hacia donde el sol se pone, está la tierra de sus padres, y Hang llevará al jardín de las flores el cuerpo de la Flor de las Perlas a la sombra de los lirios y de las grandes cúpulas de refulgentes escamas. Than-Kiu no teme a la muerte. ¡Bienvenida sea!

Sus palabras volvieron a acabar en un sollozo profundo. Romero, hondamente conmovido, atrajo hacia sí a la desgraciada joven, diciéndole:

—Tú eres desgraciada, mi pobre Than-Kiu; pero ¿crees que yo soy feliz? Te engañas, muchacha. Tu corazón mana sangre, pero también el mío. Tú te lamentas, pero tampoco yo estoy alegre. Tú amas sin esperanza, pero ¿crees que yo tengo alguna? Tú no sabrás nunca cuánto he padecido por esta muchacha blanca que la insurrección me ha robado. Somos dos infelices. Than-Kiu, perseguidos por un destino implacable. Eso es todo.

—Pero tú amas a la mujer blanca.

—Sí; la amo, es verdad; y si muero, mi último pensamiento será para ella, y también para ti, a quien amo como a una hermana y a quien hubiera querido amar como a una esposa.

—¡Mi señor! —exclamó Than-Kiu.

—Sí, valerosa muchacha.

—¡Pero la Perla de Manila no te pertenece todavía!

—Pero la quiero, Than-Kiu.

—Pero ¿y si muriese?

Miró Romero a la muchacha, que estaba transfigurada. Sus facciones, tan dulces, envueltas siempre en una expresión de melancolía, tenían un aire de fiereza. Sus ojos centelleaban.

—¿Si el destino la matase?… —preguntó la joven china con voz sibilante.

—¡Me das miedo, Than-Kiu! —exclamó Romero—. ¡Leo en tus ojos un pensamiento tenebroso!

—¡No! —contestó ella. Se cubrió la cara con las manos y se dejó caer lentamente en el suelo, como si un viento helado hubiese marchitado aquella flor lozana de la Tierra del Sol.

—¡No! —le oyó decir Romero con voz sofocada por los sollozos—. ¡Mi señor también moriría! ¡La Flor de las Perlas no podría ocupar nunca el lugar de la Perla de Manila! ¡Fatalidad!

Romero se bajó para levantarla; pero antes de que la tocase, se enderezó ella de un salto brusco.

—La humedad de la noche puede hacer daño a mi señor —dijo con acento tranquilo, pero que revelaba profunda resignación—. La herida puede volver a abrírsete.

Se adelantó rápidamente hacia la cabaña, ante la cual velaba uno de los mestizos; esperó a que llegase Romero, y después se sentó a la puerta, envolviéndose en su manto blanco de seda, y apoyando la cabeza en las manos se quedó inmóvil.

Hang-Tu volvió hacia la media noche. Estaba aún tan preocupado, que no vio a Than-Kiu. Preguntó al centinela si había ocurrido algo, y tranquilo por la contestación negativa del interpelado, se sentó junto a la hoguera que se había encendido detrás de unas rocas enormes para ocultarla a la vista de las tropas españolas que pudieran estar todavía acampadas en las riberas del Zapote.

CAPÍTULO IX. ENTRE COCODRILOS Y SERPIENTES

Tres días después —el 21 de marzo— abandonaba su refugio la pequeña partida para emprender la marcha a Cavite.

Romero, ya enteramente curado de la herida, estaba en disposición de tomar parte activamente en la suprema lucha que había de entablarse en el baluarte más fuerte de la insurrección contra las tropas reunidas de los generales Polavieja y Lachambre.

La pequeña banda, durante los días que había pasado en la montaña, había podido reunir provisiones suficientes para atravesar la distancia que los separaba de la orilla del mar, sin necesidad de pasar por los pueblos, que, por otra parte, debían de estar todos ocupados por los españoles. Habían conseguido los tagalos y mestizos cazar un pequeño jabalí, cuya carne, curada al sol, les proporcionó cerca de veinte kilogramos, que podían bastarles para unos cuantos días.

Para mayor fortuna, casi todos los españoles que habían tomado parte en el asalto de San Nicolás habían salido ya desde cuatro días antes siguiendo el curso del Zapote.

Hang estaba, pues, seguro de poder atravesar el país sin ser molestado.

Después de bajar de la montaña, Hang-Tu guió a sus compañeros por un valle selvático y cubierto de bosque que se dirigía hacia el norte entre ásperas cadenas de montañas. Llevaba consigo a uno de los tagalos, jefe del país, para que le sirviera de guía.

Parecía que la guerra no había dejado huellas por aquellos parajes. Probablemente no había habido por allí ningún combate por lo distante que estaba de los grandes centros de población.

Árboles majestuosos y antiquísimos, en que vivían bandadas de monos que saltaban de unos a otros y que saludaban con sus agudos chillidos a los viajeros, cubrían las laderas de la montaña. Allí se veían gigantescos tek, de madera durísima, elevarse a más de cincuenta metros del suelo; los tornasoles, los acantos, los ébanos verdes, los palos de hierro, así llamados por su extraordinaria dureza, los soberbios cocos de hojas plumosas, los tamarindos, los franchipanes, los árboles de caña fístula y otros mil que formaban intrincadas selvas nunca holladas por planta humana.

Es increíble la feracidad del suelo de aquella isla.

Todas las plantas indo-malayas y europeas se dan allí fácilmente. Sólo un tubérculo que se da en todas partes no ha podido ser allí aclimatado: la patata.

No dejaba también de estar representada la fauna indígena en aquel valle tranquilo. Manadas de ciervos y de jabalíes se veían huir y esconderse en los más espesos matorrales, y también se veían huir del grupo que avanzaba no pocas serpientes, entre las cuales se veían algunas de esas peligrosísimas, de treinta pies de largo y capaces de estrangular a un buey, llamadas pitones.

En las copas de los árboles había bandadas de cacatúas blancas con la cabeza adornada con un plumero de color rosa pálido, pintados papagayos, tórtolas verdes y esos pájaros llamados calaos de la selva, mientras en las orillas de los torrentes que descendían de las laderas abundaban las zancudas con el dorso verde, el vientre amarillo y la cola azul, y también algunos de esos extraños volátiles llamados taban, que tienen la costumbre de enterrar sus huevos, encomendando al calor del sol el empollarlos, como lo hacen los caimanes y los cocodrilos.

Detúvose a mediodía un rato la pequeña banda en un oscuro valle en que crecían algunas palmas de coco cargadas ya de nueces y árboles del pan, que les proporcionaban una pasta tierna y dulce como el azúcar.

A las cuatro se pusieron de nuevo en marcha por otro valle surcado de arroyuelos que parecían dirigirse hacia el mar, y muy abundantes en ciertos pescadillos, que son para aquella isla un verdadero azote, sobre todo en la época de los calores, pues se esparcen por los cursos de agua invadiéndolo todo, y se les encuentra después dondequiera que hay agua o siquiera humedad, inficionando el aire y el agua con la corrupción de sus cuerpos.

El país que recorrían era siempre selvático, pero no estaba deshabitado del todo, porque de cuando en cuando se veían columnas de humo alzarse en las laderas de las montañas y se oía el sonido del avitán, especie de tambor con que los indígenas acompañaban a los mapa-ganit, o sea cantores de profesión que andan por los pueblos.

Pero de los españoles no había traza alguna, señal de que la población de aquel valle, quizá todavía medio salvaje, no había abrazado la causa de la insurrección, permaneciendo tranquila en sus aldeas.

Acampó la banda por la noche en la ladera de una montaña que parecía altísima. Hang-Tu quiso subir a su cima para ver si desde allí descubría el mar; pero tuvo que renunciar a ello por temor a extraviarse.

Al día siguiente se internó la pequeña caravana en un oscuro valle cubierto de pantanos, cuyas aguas estancadas despedían vapores malsanos y ocasionaban fiebres peligrosas.

Los flancos de las altas montañas que circundaban el valle estaban cortados a pico, y en sus muros crecían enormes plantas que contribuían con su sombra a aumentar la oscuridad que allí reinaba.

Hang-Tu no sabía dónde terminaba aquel valle; pero como se inclinaba hacia el norte en dirección al mar, creyó acertar siguiendo su curso. Caminaba, empero, con grandes precauciones, por temor a las serpientes y cocodrilos que pudiera muy bien haber en aquellos terrenos pantanosos.

No tardaron en confirmarse sus temores, porque, al atravesar por un terreno arenoso cubierto a trechos de un fango tenacísimo y en gran parte cubierto de agua, se detuvo de repente su caballo lanzando un relincho de espanto.

—¿Habremos dado en alguna tembladera? —se preguntó Hang-Tu—. ¡No hay que fiarse de estos terrenos!

Metió espuelas al animal para obligarle a llegar a un terreno cubierto de cañas; pero retrocedió, en vez de seguir adelante, con signo de un terror violento.

—¿Qué sucede, Hang-Tu? —preguntó Romero, que no distaba mucho de él.

—No lo sé —respondió el chino—; pero cuando mi caballo retrocede, por algo será.

—¿Se hunde en el fango?

—Me parece que no.

—Vuelve hacia atrás, y trataremos de pasar por otra parte.

—El camino no será mejor, Romero.

Volvió a espolear al caballo con mayor violencia; pero el animal se encabritó y estuvo a punto de sacarle de la silla y hacerle caer.

—¡Condenación! —rugió Hang.

Furioso por aquel contratiempo, iba a espolear de nuevo al obstinado animal, cuando vio salir de la maleza a siete u ocho reptiles, que se precipitaron sobre él con las gigantescas mandíbulas abiertas.

Era una manada de cocodrilos monstruosos, formidables, de seis o siete metros de largo, con el cuerpo cubierto de escamas tan duras, que rebotaban en ellas las mejores balas de fusil, y con unos dientes largos y duros como el acero.

Hang-Tu era valiente; pero al ver ante sí aquellos reptiles se puso pálido.

—¡Pardiez! —exclamó—. ¡Éstos son bastante más terribles que los españoles!

Amartilló rápidamente su carabina; pero antes de que pudiera hacer la puntería, un cocodrilo —el que iba a la cabeza— le dio tal golpe al caballo, que le partió las manos como si fueran dos débiles junquillos.

El pobre animal cayó repentinamente, lanzando al jinete como tres metros delante en el fango.

Romero y Than-Kiu lanzaron un grito de terror, creyendo a Hang-Tu perdido; pero el valeroso chino se levantó del suelo con la carabina en la mano.

Viendo a dos cocodrilos enfrente, disparó el arma entre las mandíbulas del primero, rompiéndoselas, y sacando velozmente la catana descargó sobre el otro un golpe tan terrible que lo puso en precipitada fuga. Entretanto, Romero y los otros se arrojaron contra los demás cocodrilos después de apearse de los caballos.

Los formidables reptiles se habían lanzado sobre el caballo del chino triturándole la cabeza y las patas.

Les dispararon sus armas, y después, empuñando los fusiles a manera de mazas, cayeron sobre ellos, obligándolos a refugiarse en el cañaveral.

Un mestizo, viendo que uno de los cocodrilos, en lugar de retroceder, trataba de atacar a los otros caballos, le disparó su carabina; pero la bala rebotó sin producir otro resultado que irritar al reptil, que contestó a la agresión con un coletazo que, habiéndole dado al mestizo en medio del pecho, lo arrojó a seis pasos de distancia.

Hang-Tu, que todo lo había visto, acudió a la carrera en socorro del desgraciado; pero era muy tarde, porque la poderosa cola del monstruo había hundido el pecho del mestizo, rompiéndole, además, las costillas y espinazo y dejándole muerto en el acto.

Al verse el reptil con aquel otro adversario delante, trató de embestirle; pero Romero y sus compañeros, que ya habían puesto en fuga a los otros, acudieron en su ayuda, y con tres o cuatro tiros bien dirigidos lograron matarlo.

—¡Gracias, Romero! —dijo Hang-Tu, apretándole la mano.

—¿Estás herido? —preguntó Than-Kiu, que estaba palidísima.

—No —respondió Hang—; pero a no ser por mi fiel catana, creo que los hombres amarillos se habrían quedado sin jefe.

—¿Y aquel pobre hombre?

—No podemos hacer por él más que enterrarle.

—¡Otro valiente muerto! —dijo Romero—. ¡Así acaban todos en esta desgraciada campaña!

—Capitán —dijo en aquel momento un tagalo que se había adelantado hacia un banco de arena—, no es prudente seguir aquí. Veo moverse en varios lugares las plantas, y me temo que sean otros cocodrilos.

—Y se preparan a atacarnos —agregó un mestizo.

—Llevémonos a nuestro pobre compañero para que no le devoren esos terribles reptiles, y busquemos otro paso a toda prisa —dijo Hang.

—Pero te has quedado sin caballo —dijo Than-Kiu.

—Me queda el del muerto.

Apoderáronse del caballo del mestizo, y abandonaron precipitadamente el banco de arena, dirigiéndose hacia la parte opuesta del valle buscando un paso mejor.

Se retiraron oportunamente, porque diez o doce cocodrilos salieron del cañaveral y se arrojaron sobre el caballo del chino, que estaba expirando en el banco de arena.

Alguno de los más audaces trató de perseguir a los hombres; pero unos cuantos tiros de fusil que le dispararon le obligaron a volverse atrás.

Llegados al pie de la montaña sobre un terreno descubierto y pedregoso, se detuvieron para enterrar al pobre mestizo y se alejaron después apresuradamente, deseosos de abandonar aquel húmedo valle, no queriendo pasar la noche entre vecinos tan peligrosos y probablemente hambrientos.

Hang-Tu, que iba detrás de Than-Kiu, recomendó a sus compañeros que llevaran las armas preparadas, porque descubrió otra manada de cocodrilos entre las plantas acuáticas. Parecían haberse refugiado en aquel lugar todos los reptiles del Zapote: tan abundantes eran.

Avanzaba la partida por un sendero que iba por la ladera de la montaña unos cuantos metros más alto que el nivel del terreno pantanoso; camino abierto probablemente por los indígenas, para evitar ser devorados por aquellos feroces anfibios.

Pero aún allí había peligro, porque de trecho en trecho descendía el sendero hasta el nivel del agua y seguía serpenteando entre las plantas acuáticas, donde los cocodrilos podían muy bien atacarlos.

Más de una vez algunos de ellos, atraídos por el ruido de los caballos, se acercaban al sendero; pero Hang-Tu y sus acompañantes disparaban una lluvia de balas que no siempre resultaban inofensivas, a pesar de la fuerte coraza que protege los cuerpos de esos reptiles.

Pero aún había allí otros huéspedes peligrosos escondidos entre las plantas, porque desde lo alto de la senda por la que marchaban habían visto los expedicionarios algunas serpientes, de las muchas que hay en aquellas islas, tan enormes algunas, que miden veintiséis y veintiocho pies.

No son venenosas, como ya se ha dicho, pero tienen tal fuerza, que pueden ahogar entre sus anillos no sólo a los hombres más robustos, sino hasta a los caballos y los bueyes.

Durante todo el día continuó marchando la partida por aquel valle, disparando de cuando en cuando los fusiles para alejar a los cocodrilos, y por la noche fueron a acampar a otro valle mucho más espacioso que el primero, también cubierto de vegetales, pero sin pantanos ni cocodrilos.

Como estaban todos cansadísimos, después de una cena frugal se acostaron sobre montones de hierba fresca debajo de unos helechos. Encendieron una hoguera y pusieron centinelas, no sólo para que la mantuvieran encendida, sino por temor a las serpientes que no podían faltar en aquellos parajes.

Iba transcurriendo tranquilamente la noche; pero al amanecer, Hang-Tu y Romero, que estaban echados uno al lado del otro, se despertaron sacudidos bruscamente y alarmados por estas palabras que una voz aterrorizada pronunció cerca de ellos:

—¡No deis ningún grito, o está perdida!

Los dos jefes se levantaron prontamente con el fusil en la mano sin pronunciar una palabra, comprendiendo que se trataba de Than-Kiu.

Delante de ellos, detrás del tronco del helecho, estaba un tagalo que hacía el último cuarto de la guardia. El pobre indígena estaba palidísimo, reflejándose en su semblante un terror imposible de describir.

—¿Qué sucede? —preguntaron Romero y Hang en voz muy baja.

—¡Capitán! —balbuceó el tagalo con voz trémula y castañeteándole los dientes—, Than-Kiu puede ser ahogada de un momento a otro.

—¿Por quién? —preguntaron Romero y Hang con impaciente angustia.

—Por una serpiente que está echada a su lado, sin duda atraída por el calor de la hoguera.

Romero hizo ademán de adelantarse hacia el lugar en que la joven yacía; pero Hang-Tu le contuvo diciéndole:

—No cometamos imprudencias; veamos primero.

La joven dormía profundamente, envuelta en su amplio manto de seda blanca y con la cabeza apoyada en un brazo, que le servía de almohada. A su lado, a tres o cuatro pasos del fuego, próximo ya a extinguirse, Hang-Tu y Romero vieron una enorme serpiente que debía tener lo menos ocho metros de largo y del grueso del muslo de un hombre robusto.

La cabeza del inmundo reptil descansaba dulcemente sobre un pico del manto de la joven; de modo que si ésta se hubiera despertado habría también interrumpido el sueño de su peligrosísimo vecino.

La situación de la Flor de las Perlas era espantosa.

Al más insignificante movimiento que hiciese, la habría ahogado el reptil entre sus poderosos anillos.

Hang y Romero contemplaban la escena, aterrados, indecisos, sin hacer nada. No se atrevían a hacer fuego, temerosos de herir a la muchacha, ni se atrevían tampoco a acercarse, por no despertar al reptil y precipitar la catástrofe.

Por otra parte, tenían que darse prisa porque el día se acercaba y los caballos podían de un momento a otro hacer ruido al despertarse.

—Hang, ¿qué hacemos? —preguntó Romero con terrible ansiedad.

—Deja el fusil y echa mano al sable, mientras yo desnudo la catana —respondió el chino, que había conservado su serenidad—. Las armas cortas son mejores en estos casos.

—¿Arremetemos con ella?

—Sí; pero sin ruido. Mientras Than-Kiu está echada no corre peligro; pero en cuanto se despierte y se incorpore está perdida. ¡Adelante y silencio!

Empuñando el uno el sable y el otro la catana, se acercaron sigilosamente al reptil, marchando sobre las puntas de los pies y sin separar de él los ojos.

Sólo distaban ya tres o cuatro pasos cuando uno de los caballos relinchó estrepitosamente.

Despertado bruscamente, el reptil levantó la cabeza; pero al hacer un movimiento tocó con sus ásperas escamas el bello rostro de Than-Kiu.

Escapósele un grito a Hang al ver que la joven iba a incorporarse.

—¡No te muevas!

En seguida los dos se lanzaron adelante con las armas levantadas.

Al verlos la serpiente irguió la mitad del cuerpo lanzando silbidos de rabia. Al ver junto a sí a la china se precipitó sobre ella, tratando de envolverla entre sus anillos; pero Than-Kiu, aunque sintió el contacto de las escamas del reptil, permaneció inmóvil.

Lo mismo que Hang, sabía perfectamente que mientras estuviese echada en tierra no era fácil que la serpiente hiciera presa en ella, y tenía probabilidades de salvarse.

Hang y Romero cayeron de un salto sobre el monstruo. Éste, con un movimiento rápido, evitó la cuchillada que con la catana le dirigió el primero, y trató de envolver con sus anillos al mestizo, pasándole la cola por entre las piernas para derribarle; pero tenía que vérselas con adversarios esforzados.

De un salto, Romero se salvó del coletazo, contestándole con una cuchillada que ningún efecto hizo, por haber resbalado la hoja del sable en las escamas del reptil; pero Hang-Tu acudió a su socorro, y de un golpe con la catana deshizo la cabeza de la serpiente.

Más la lucha no había terminado todavía, porque el monstruo, mutilado y sangriento como estaba, se defendía de sus adversarios, tratando todavía de envolverlos y de triturarlos entre sus anillos.

Pero los mestizos y tagalos de la partida, ya todos en pie, habían echado mano de los fusiles y dispararon contra el reptil, sin que una sola de las balas se perdiera. El sable de Romero y la catana de Hang acabaron la obra.

—¡Por Buda y por Fo! —exclamó Hang mientras limpiaba la hoja de su catana, teñida en sangre—. ¡Si no nos apresuramos a salir de estos valles, acabaremos por dejar los huesos en ellos!

—Than-Kiu —dijo Romero acercándose a la joven china—, ¡cuánto he temblado por ti! ¡Eres una valiente! Ninguna otra mujer habría podido resistir a semejante prueba sin morirse de miedo.

—Than-Kiu no quería morir, y no se movió —respondió la china—. ¡Gracias por tu socorro, mi señor!

—¡A caballo! —ordenó Hang—. ¡No veo el momento de salir de estos valles salvajes!

Montaron todos los de la partida, y se alejaron a toda prisa de aquel campamento que tan fatal pudo ser para ellos y para la Flor de las Perlas.

Todo aquel día y al siguiente marcharon Hang-Tu y sus compañeros atravesando montes y valles, sin detenerse sino breves momentos para refrescarse y que descansaran las cabalgaduras. Hacia el mediodía del tercero, un mestizo que se les había adelantado para buscar camino por una cañada volvió al galope anunciándoles la proximidad del mar.

Apresuraron todos el paso, y al salir de aquella angostura se detuvieron dirigiendo a lo lejos la mirada.

CAPÍTULO X. EL PADEWAKAN DE HANG-KAI

A seis o siete millas de allí centelleaba la superficie del mar, herida por los rayos del sol y bordeada por la línea de la peñascosa ribera formada por las últimas estribaciones de las montañas. Hacia el oeste se descubría una península que terminaba en dos ramas prolongadas a manera de cuernos.

Algunos puntos blanquecinos, quizás embarcaciones de vela, se veían acá y allá, mientras hacia el este cortaban el acantilado de la orilla, que por allí era muy áspera, dos cursos de agua que a través del verde claro de los plantíos y el verde oscuro de la selva parecían dos cintas de plata.

Hang-Tu y Romero concentraron toda su atención en aquella península, y precisamente en la más próxima a ellos de las dos partes salientes mencionadas, en la cual se percibían varios puntos blancos agrupados; más allá de éstos, mirando con atención, podían descubrirse varios puntos negros que se movían de una parte a otra.

—¡Cavite! —exclamaron ambos a una.

—Sí; Cavite está ahí enfrente —dijeron los hombres de la pequeña partida.

—Y aquellos puntos negros son las naves sitiadoras —dijo Hang.

—Y aquel bulto blanco que se ve al extremo del otro cuerno de esa península es el fuerte que defiende la entrada de Manila —agregó Romero.

—Mira, Romero —dijo Hang volviéndose de espaldas al mar—; allí tienes a Imus, que se levanta allá abajo a la orilla del río; ¿lo ves?

—Sí lo veo, y más allá distingo a las Pinas.

—¡Calla!

Se oyó hacia el mar un estampido lejano, que repitió varias veces el eco de las montañas.

—Es un cañonazo —dijo Hang.

—Sí; de la flota, que vuelve a emprender el bombardeo contra Cavite —respondió Romero.

—¡Buena señal!

—¿Por qué, Hang?

—Porque indica que la plaza sigue resistiéndose.

—Yo no lo dudaba.

—Pues yo temía que Polavieja la hubiera obligado a rendirse atacándola por tierra.

—Hang —dijo Than-Kiu, que se había adelantado hasta el borde de una peña—, ahí junto a la playa y detrás de esos escollos veo unas casas.

Veremos si hay gente en ellas. Probablemente será un pueblecito de pescadores malayos, atrevidos marineros que no tendrán dificultad en llevarnos por mar a Cavite.

—Pero ¿y la flota?

—La burlaremos. Por la noche una barca puede pasar sin que se la vea.

—Acerquémonos a esas casas, pero con prudencia —dijo Romero—. Los españoles pueden haber dejado en ellas a algunos soldados para que vigilen a sus habitantes.

—En tal caso se verían tiendas de campaña, y no se ve ninguna. Echemos a andar, porque tengo impaciencia por tener noticias de la insurrección.

Montaron a caballo y se pusieron en camino, bajando por las últimas laderas de las montañas; pero siendo el camino muy pendiente, emplearon mucho tiempo en recorrerlo y no pudieron llegar al pueblecito hasta una hora antes de ponerse el sol.

Se componía de ocho o diez casuchas apenas habitables, construidas de palos y hojas de palma, que hubieran podido destruirse en muy pocos minutos.

Grande fue la alegría de Hang-Tu y Romero cuando supieron que era un puesto insurrecto establecido para mantener la comunicación de Cavite con la costa y proporcionar armas y municiones a la plaza sitiada.

Mandaba el puesto un hombre ya bien conocido de los dos jefes de la insurrección: el mestizo chino Hang-Kai, sujeto que desde el principio de la insurrección había adquirido gran fama por su valor leonino.

Hang-Kai los condujo a su cabaña y los puso al corriente de las operaciones militares en las cercanías de Manila.

Los insurrectos de Cavite seguían resistiéndose a pesar del bombardeo de la flota, y el 15 de marzo habían rechazado a las tropas españolas que, al mando del coronel Salcedo, habían intentado el ataque por la parte de tierra. La plaza disponía de bastantes municiones y estaba defendida por grandes atrincheramientos, que los obuses de la flota no habían podido destruir.

También Malabón se mantenía firme a pesar del constante bombardeo, y asimismo seguían sosteniéndose Noveleta, el Rosario y Bulacán, si bien este último punto estaba asediado estrechamente por las tropas del general Jaramillo.

En cambio, las noticias de Parañaque eran malas. La insurrección había sido allí dominada. Se decía que muchas partidas se habían disuelto, presentándose a indulto los insurrectos que las formaban junto con sus familias, y que hasta las partidas fugitivas después de la derrota de Salitrán se habían también dispersado, no habiendo encontrado apoyo en los habitantes del país.

También se decía que el general Lachambre había emprendido la marcha sobre Binacayán, Noveleta y Cavite, únicas localidades que quedaban en la provincia de Cavite en manos de los insurrectos.

Todas esas noticias eran en general mejores de lo que Romero y Hang esperaban. Por desgracia, Hang-Kai les dio otra gravísima para ellos. La de que, sabedora la flota española de que los insurrectos de Cavite estaban en comunicación con los habitantes de la costa vecina que les proporcionaban municiones y armas, habían estrechado el bloqueo, haciendo imposible acercarse a la plaza por el lado del mar.

Hang-Tu y Romero se miraron inquietos. Aquella extremada vigilancia de la flota echaba por tierra sus planes.

—¡Veamos! —dijo Hang-Tu después de unos momentos de silencio—. ¿Crees completamente imposible eludir la vigilancia de los cañoneros? ¿No se podría aprovechar una noche oscura para atravesar la línea de bloqueo en una barca con las velas pintadas de negro?

—Seríamos presos y echados a pique —repuso Hang-Kai—. He tratado dos noches seguidas de pasar para llevar a Cavite unas cajas de municiones, y he tenido que volverme bajo el fuego de la escuadra.

—Eso es grave —dijo Hang-Tu—. Nuestro objeto era meternos en Cavite.

—Creo que vuestra presencia sería más útil en otra parte —dijo Hang-Kai—, porque la insurrección no podrá durar mucho y sufriremos quizá pronto la suerte que espera a los defensores de Cavite y de Noveleta.

—¿Qué quieres decir?

—Que las dos plazas no tardarán en caer.

—¿Y qué nos aconsejas que hagamos? —preguntó Romero.

—Pues ir hacia las costas orientales y septentrionales de la bahía. El centro de la insurrección no está ya al sur de Manila, sino en Bulacán y en Malabón. Allí, aunque fuéramos vencidos, podríamos continuar la campaña, mientras que en Cavite no habría salvación posible.

—Quizá tengas razón, Hang-Kai —dijo el chino—; pero Cavite está cerca, mientras que Bulacán y Malabón distan mucho de aquí.

—No se trata sino de atravesar la bahía.

—Pero ahí está la flota.

—Pero se puede navegar por la parte de afuera de las extremidades de la península, y pasar sin ser vistos.

—Pero también delante de Malabón hay una escuadrilla de cañoneros.

—No lo creo; pero aunque fuera así, el camino por tierra está franco, y desembarcando a ocho o diez millas del pueblo se puede llegar a él sin peligro. Téngase también en cuenta que Manila dista de allí pocas millas, y que venciendo en Malabón se podría llevar la guerra a los mismos alrededores de la capital.

—Creo que tiene razón —dijo Romero.

Hang-Tu levantó los ojos y los clavó en el mestizo, como si hubiera querido leer en su pensamiento; pero los apartó pronto, diciendo:

—Sí; Manila está cerca y allí late el corazón de España. Cierto es; pero yo habría preferido ir a defender Cavite.

Volvió después los ojos a Than-Kiu que estaba sentada en un rincón de la cabaña. La muchacha se había levantado de su asiento y se había puesto sumamente pálida. Parecía que el solo nombre de Manila era bastante para producir en ella una impresión penosa y una verdadera angustia. Nada advirtió Romero, porque había reanudado su conversación con Hang-Kai diciéndole:

—¿Cuándo crees que podríamos salir?

—Esta misma noche, después de la puesta de la luna. El viento del sur arrojará vapores sobre la bahía, y la oscuridad será completa.

—¿Hay alguna barca sólida?

—Tengo un padewakan de Macao que vuela aunque haga poco viento. Lleva dos espingardas gruesas y está tripulado por marineros animosos.

—Romero —dijo Hang-Tu—, ¿estás decidido a ir a Malabón?

—Dependerá del bloqueo; pero creo que lo mejor será abandonar Cavite a su suerte.

—Y con tanto más motivo —agregó Hang-Kai— cuanto que quizá no os recibirían bien los jefes. Andrés Bonifacio y Aguinaldo se disputan el mando supremo de las partidas.

—Habíamos oído hablar de la rivalidad entre ellos —dijo el chino—. Decidido, pues; la causa de la insurrección nos lleva a Malabón antes que a Cavite, y allí iremos.

—Entonces, preparémonos a partir —dijo Hang-Kai levantándose—. Antes de que esté aquí el padewakan, que será dentro de dos horas, la luna se habrá ocultado detrás de las montañas.

—¿Dónde está el barco? —preguntó Romero.

—Escondido en la boca de un riachuelo para sustraerlo a las pesquisas de los españoles. Lo traeré aquí para embarcaros.

El mestizo salió, llamó a algunos de sus hombres y se encaminó a largos pasos hacia el oeste, siguiendo la orilla del mar.

También Hang-Tu y Romero habían salido de la cabaña, y se dirigieron a la orilla seguidos de cerca por Than-Kiu. La noche prometía ser oscura, como Hang-Kai había previsto. El viento sur, que soplaba bastante fresco, había arrojado sobre la dilatada bahía de Manila ráfagas de vapores que iban condensándose rápidamente, cubriendo la luna y las estrellas. Hacia el oeste, en dirección de Cavite, se distinguían muchos puntos luminosos que se reflejaban temblando vagamente en la superficie del mar, blancos los unos, rojos y verdes los otros. Debían de ser las luces de la flota bloqueadora.

Formaban un gran arco, cuyas extremidades tocaban en la playa de Cavite.

De cuando en cuando, junto a alguna de aquellas luces fulguraba un relámpago, seguido de una fuerte detonación. Eran cañonazos. Los españoles bombardeaban la plaza hasta de noche para impedir que los insurrectos reconstruyeran las trincheras destruidas durante el día por las granadas de los obuses.

Otras veces una ráfaga de luz blanca y deslumbrante rompía de repente las tinieblas y recorría rápidamente la superficie del mar, iluminándolo a muchas millas y desvaneciéndose en seguida bruscamente.

—Ya lo estás viendo —dijo Romero a Hang-Tu—. La flota está vigilante y proyecta a gran distancia la luz eléctrica para impedir cualquier desembarco.

—Ya lo veo —dijo el chino, que parecía bastante contrariado.

Y añadió, suspirando:

—Otra catástrofe que se prepara. ¡Hasta Cavite tiene sus días contados!

—Nos queda el corazón de la isla. Allá, en aquellas montañas, se puede organizar todavía una resistencia larga y desesperada, Hang —dijo Romero.

—Eso lo dirá el destino —murmuró el chino.

Habíanse sentado el uno al lado del otro los dos jefes de la insurrección, contemplando distraídamente las luces luminosas que las naves proyectaban sobre el mar y los resplandores de los cañonazos que disparaban los cañoneros contra las trincheras insurrectas. También Than-Kiu se había tendido en el suelo a su lado; pero sus ojos estaban vueltos hacia oriente, donde sobre la línea oscura del horizonte se veía resplandecer a intervalos un punto luminoso que indicaba la situación del faro de Manila.

Hacia las once, cuando ya se había puesto la luna y se ocultaban las estrellas tras de las nubes que se amontonaban en la bahía, y la oscuridad era profundísima, el padewakan de Hang-Kai se mecía delante de la playa.

—La noche es propicia —dijo el mestizo al chino saltando a tierra—; tenemos buen viento y antes de amanecer estaremos en Malabón. Démonos pronto a la vela.

Hang-Tu, Romero, la joven china y toda la gente de la pequeña partida se embarcaron llevando consigo las armas, que era muy probable que pudieran serles útiles. Soltaron las amarras y la embarcación se hizo a la mar con todas las velas desplegadas con el propósito de llegar a su destino antes de la salida del sol.

Aquel padewakan era una verdadera nave de corso. Esos rápidos veleros, que se construyen en los astilleros de Macassar y que se usan mucho en todo el archipiélago filipino, se asemejan a los paraos malayos, pero poseen quizá mayor velocidad y resistencia. Son embarcaciones de poco calado y de sólo diez o doce metros de largo; pero tienen enorme superficie de lona, que les permite avanzar muchísimo aunque haya poco viento.

Vistos a cierta distancia, parecen enormes mariposas que vuelan sobre las olas, porque tienen tan escasísimo puntal, que el casco apenas se divisa a dos o tres millas de distancia.

Hang-Kai, que debía de ser marino peritísimo, había teñido de negro las gigantescas velas de su padewakan para hacerlas invisibles en las tinieblas y poder engañar mejor a la flota española, y había estibado perfectamente el casco para poder afrontar impunemente los furiosos vientos que en cierta época del año reinan en los mares de las trombas marinas llamadas bagullos, que son frecuentes durante los dos monzones.

Habíalo tripulado, además, con veinte malayos, marinos de primer orden, y cuando llegaba el caso, soldados valientes, y lo había armado de dos gruesas espingardas para defenderse contra los cañoneros si se veía obligado a batirse.

El pequeño velero navegó arrimado a la costa para alejarse lo más posible de la península de Cavite, esperando a pasar más allá de la farola del fuerte para lanzarse entonces por en medio de la bahía y dirigirse hacia el norte, pasando delante de la boca del río Passig.

Hang-Kai sabía que nada tenía ya que temer en las aguas de la capital hasta estar cerca de Malabón.

El padewakan navegaba con la rapidez de un ave marina como a medio kilómetro de la playa para evitar los bajos. Había puesto la proa hacia el pueblecillo de las Pinas, cuya luz se distinguía claramente hacia el este.

Hang-Tu, Romero y Than-Kiu, apoyados en el alcázar de popa, no perdían de vista las luces de la flotilla española, que se movían de un lado a otro como si los cañoneros estuvieran realizando evoluciones entre las dos extremidades de la península. De rato en rato un proyector eléctrico lanzaba una ráfaga de luz sobre la playa de Cavite, iluminando las trincheras de los insurrectos, y acto seguido sonaba un cañonazo.

Algunas veces la luz eléctrica caía sobre el mar, haciendo centellear las olas como escamas de plata, pero la ráfaga luminosa no alcanzaba al padewakan, que seguía navegando muy cerca de la costa.

Cerca de medianoche, después de dar tres o cuatro bordadas para evitar algunos bancos de arena, se encontraba el velero a la altura de la segunda península, en cuyo extremo se levantaba el fuerte español.

Algunas luces brillaban al pie de la fortaleza, moviéndose con rapidez grandísima. Parecían ser de los torpederos que cruzaban cerca de la playa.

—Estemos prevenidos —dijo Hang-Kai a Hang-Tu y a Romero—. Esos rápidos barcos están tripulados por gente que es muy curiosa y que posee, además, ciertos terribles instrumentos que hacen volar por el aire hasta un grueso junco.

—¿Temes que se acerquen hasta aquí?

—Me han perseguido varias veces al largo y una noche me escapé milagrosamente. Llegué a creer que mi padewakan volaría con todos nosotros. ¡Ah! ¡Bien decía yo que esos barcos están tripulados por marineros demasiado curiosos!

Una de aquellas lucecillas se había separado de la costa y navegaba como para cortar el camino al pequeño velero. La tripulación de aquel torpedero o lo que fuese no debía de haberlo descubierto aún porque llevaba encendidos los faroles. Probablemente se dirigía a hacer un reconocimiento.

—¡Al largo! —mandó Hang-Kai—. ¡Y cuatro de los mejores apuntadores, a las espingardas!

El velero navegaba rápidamente; pero también el torpedero surcaba el mar como una saeta y si hubiera continuado la caza no habría tardado en darle alcance. Por fortuna, después de haber andado dos o tres millas se le vio virar y alejarse hacia Cavite.

—Ha pasado el primer peligro —dijo Hang-Kai respirando—. Esperemos el segundo delante de Malabón.

CAPÍTULO XI. LA CAZA AL PADEWAKAN

El padewakan, después de burlar milagrosamente el crucero de la flotilla española, puso atrevidamente proa al nordeste para atravesar la línea que bloqueaba Malabón.

Hang-Kai, sabiendo que el segundo peligro era bastante más grave y más difícil de evitar que el primero, porque era preciso arrostrarlo en vez de eludirlo, había dispuesto lo necesario para el combate en el caso de verse obligado a empeñarlo.

Como hombre práctico, hizo colocar delante de las espingardas rollos de cuerdas, toneles llenos de hierros de los que servían para lastre y los palos de repuesto, formando ante ellas unas a modo de barricadas para defensa de la artillería. Hizo después llevar sobre cubierta un centenar de fusiles cargados para hacer fuego rápidamente contra los que pretendieran abordar la nave.

Hizo, además, abrir un cajón de granadas de mano destinadas a los defensores de Cavite, y llevar unas cuantas de ellas sobre cubierta.

Esperaba con tales proyectiles mantener a buena distancia a los torpederos, de los que se recelaba mucho desde que estuvo en peligro de volar por el aire con su pequeña embarcación.

—Ahora estamos tranquilos —dijo Hang-Kai—. Si algún cañonero demasiado curioso se acercase, espero rechazarlo y darle la respuesta que se merece.

—¿Pero resistirá tu padewakan las balas de los cañones de grueso calibre? —preguntó el chino—. Yo lo dudo.

—Me basta con pocos minutos para ponerte en tierra —le respondió el marino—. Que después me echen a pique la nave, poco me importa, porque no pienso volver más al pueblo de donde hemos salido.

—¿Te quedas en Malabón?

—A Cavite no podría ir más de aquí en adelante, y no soy hombre para permanecer ocioso mientras combaten los demás insurrectos.

—Es verdad —dijo Hang-Tu.

—¡Ah!…

—¿Qué ocurre?

—Distingo ya las luces de los barcos fondeados en la embocadura del Passig. Si sigue el viento, pasaremos dentro de media hora frente a Manila.

Romero, que estaba cerca apoyado en la borda, se estremeció al oír aquellas palabras. Dirigió después los ojos hacia las luces que indicaban la proximidad de la capital, lanzando al mismo tiempo un profundo suspiro.

Than-Kiu, que estaba a dos pasos de él sentada en un rollo de cuerdas y que no le había perdido de vista un solo instante, advirtió la emoción del mestizo.

Se levantó bruscamente, siguiendo la dirección de la mirada de Romero, y se le acercó sin hacer ruido.

El mestizo continuaba mirando hacia la boca del Passig, como atraído por una curiosidad irresistible; hubiérase dicho que esperaba ver aparecer por allí a la mujer amada a quien no había vuelto a ver desde su salida para el campo de la insurrección. Than-Kiu estaba tan cerca de él, que casi le tocaba; pero Romero parecía no darse cuenta de su presencia.

—¡Allá abajo es donde brilla la estrella de la mujer blanca! —le dijo de repente la joven china—. ¿La ves, mi señor? Sigue reluciendo.

Romero no se movió ni contestó. Sin duda, no la había oído.

—¿Me has comprendido, mi señor? —repitió Than-Kiu después de algunos momentos de silencio—. ¡Mírala cómo brilla sobre Manila, mientras que mi estrella está para esconderse en el mar!

Romero miró a la jovencita. Una viva emoción se reflejaba en su enérgico semblante. La proximidad de Manila debía de haber avivado el fuego de la pasión que en vano había tratado interiormente de sofocar.

—¡Tú padeces! —dijo Than-Kiu a la que nada se escapaba—. ¡Maldita sea la mujer blanca que atormenta el corazón de mi señor!

—¡No hables de ella, niña mía! —dijo Romero con voz sofocada.

—¡Pero tú padeces!

—¿Qué importa?

—¡Y siempre es por culpa de la mujer blanca!

—¡Sí! —dijo Romero con voz apenas perceptible.

—¿Y no olvidarás nunca a esa mujer que te destroza el corazón? Yo en tu lugar la odiaría.

—No se odia a quien se ama, Than-Kiu.

—¡Ah, es cierto! —dijo con tristeza la joven—. ¡Tú la amas siempre!

En aquel momento exclamó una voz desde la proa:

—¡Al largo! ¡Qué nos persiguen!

Hang-Tu y Hang-Kai abandonaron precipitadamente la borda y se lanzaron a proa, invadidos de cierta inquietud.

Un malayo encaramado en el trinquete había lanzado aquel grito.

—¿Qué ves? —le preguntó Hang-Kai.

—Un cañonero que nos persigue —contestó el malayo—. Ha apagado sus luces; pero veo las chispas que salen por la chimenea.

—¿Vienen sobre nosotros?

—Sí.

—¿A qué distancia? —preguntó Hang-Tu.

—A menos de una milla.

Hang-Kai y el chino treparon a toda prisa al trinquete, porque desde la cubierta nada podía descubrirse por su poca elevación sobre el nivel del agua.

El malayo les indicó un bulto negro que se dirigía hacia el padewakan, coronado de chispas que se destacaban claramente en la oscuridad.

—Sí —dijo Hang-Kai—; ese cañonero nos va a los alcances; pero tengo esperanza de llegar a Malabón.

—¡Entrémosle al abordaje! —dijo el chino—. No nos faltan armas.

—Nos echaría a pique —contestó el marino—. Si nos encontrásemos junto a la costa, me atrevería a entablar el combate; pero aquí, en mar abierta, sería una locura. Con dos o tres cañonazos que nos acierte, nos destroza el barco.

—¿Qué piensas hacer entonces?

—Seguir andando lo más aprisa posible.

—¡Pues a ello! —dijo Hang-Tu.

Se apresuraron a bajar del palo, y después de informar a Romero del peligro desplegaron dos velas más en el palo mayor y en el trinquete para aumentar la velocidad de la nave.

El cañonero, que avanzaba con los faroles apagados para sorprenderla y capturarla, corría tras ella a toda máquina; pero parecía de poco andar, porque no adelantaba gran cosa.

Hang-Kai, Hang-Tu y Romero habían adoptado, sin embargo, todas las medidas para la defensa.

Toda la gente estaba sobre cubierta y arrimada a la borda y los artilleros cargaron apresuradamente las espingardas dispuestas a disparar.

A unos mil metros, el cañonero, que debía de estar seguro de que el barco que perseguía era un velero insurrecto, disparó un cañonazo sin bala para intimar a los fugitivos a que se pusieran al pairo y se dejaran visitar; pero Hang-Kai se guardó mucho de obedecer.

No recibiendo respuesta y viendo que el pequeño barco no se detenía, el cañonero hizo otro disparo; pero esta vez con bala, que pasó silbando cerca del velero.

—Dentro de poco comenzará a granizar —dijo Hang-Kai con acento sombrío.

—Entrémosle al abordaje —volvió a decir Hang-Tu—. ¡Somos treinta, y yo respondo de mi gente!

—Creo que es el mejor partido —dijo Romero, que había ya armado su carabina—. Generalmente, los cañoneros llevan poca tripulación.

—Pero no quiero exponer la vida de los dos mejores jefes de la insurrección en un combate sin utilidad alguna para nuestra causa —respondió Hang-Kai gravemente—. Mientras tenga esperanza de escapar no me detendré.

—Pero podemos ser echados a pique.

—Todavía no, Hang-Tu. La noche es oscura, y tú sabes que las balas no tienen ojos, ni los artilleros ven de noche como los gatos. ¡Toma! ¡Mira!

Oyóse un tercer cañonazo; pero también esta vez pasó la bala por encima del padewakan sin causarle averías. Con la oscuridad y el escaso blanco que presentaba el casco del velero era muy poco probable que le acertaran los españoles si no conseguían acortar la distancia.

El padewakan no contestaba, no siendo bastante el alcance de las espingardas para medirse con las piezas del cañonero, ni tampoco le convenía indicar bien la posición que ocupaba. Continuaba, pues, su marcha para poder llegar a Malabón antes de la salida del sol.

Seguía el cañoneo y las balas iban cayendo cada vez más próximas. Ya dos veces habían llegado las salpicaduras del agua que levantaban al caer muy cerca de la popa, y hasta hubo una que atravesó las dos enormes velas, pasando de refilón por la parte interior del palo del trinquete.

Hang-Kai y sus compañeros no se preocupaban tanto por las balas como por las detonaciones, que podían atraer la atención de cualesquiera otras naves españolas que muy fácilmente pudieran encontrarse por aquellas aguas.

A las dos de la madrugada la situación no había variado gran cosa. Dos balas más habían acertado al velero: la una en la amura de babor, que rompió en parte, matando a dos malayos; la otra en el puente, que atravesó cortando algunas cuerdas del aparejo; pero la carena estaba intacta, y era bastante.

El cañonero había adelantado dos o trescientos pasos más, y algunas balas de fusil habían alcanzado el velero, agujereándole las velas.

Hang-Tu seguía insistiendo en empeñar el combate; pero Hang-Kai resistía obstinadamente. El marino sabía muy bien que Malabón estaba cerca, y esperaba llegar allí antes de que la nave recibiera ningún daño serio.

A las dos y media, un malayo que estaba en el trinquete señaló algunas luces hacia el nordeste.

—¡Malabón! —exclamó Hang-Kai con un grito de alegría—. ¡Dentro de veinte minutos estaremos en tierra!

Los españoles, comprendiendo que se les escapaba la presa, redoblaron el cañoneo y no sin resultado, a pesar de que todavía no clareaba.

Llovían los proyectiles alrededor del barco, y alguno hizo daños en la cubierta, matando a algunos malayos. Hang-Tu, temiendo por la joven china, la obligó a encerrarse en la pequeña cámara de proa.

Hang-Kai, asido de la caña del timón, guiaba por su propia mano la nave, pues conocía muy bien toda aquella costa.

Las luces de Malabón se veían ya perfectamente. Un cuarto de hora más, y todos estarían a salvo.

Distinguiéronse, sin embargo, luces rojas, blancas y verdes que parecían moverse delante de la costa. Hang-Kai palideció.

—¡Rayos! —exclamó con un rugido—. ¡La costa está bloqueada!

A quinientos o seiscientos metros se distinguían bultos negros que surcaban el mar y que parecían dirigirse hacia el cañonero, que continuaba haciendo fuego.

Hang-Tu y Romero se lanzaron a proa.

—¡Tenemos naves delante! —exclamó el chino.

—¡Forcemos la línea bloqueadora! —respondió Romero—. Quizá no hayamos sido aún descubiertos. ¡Hang-Kai, navega derecho con el padewakan con rumbo a la costa, y preparémonos a romper el fuego!

La flotilla española parecía no haber advertido todavía la presencia del pequeño velero, porque, en vez de atravesársele en el rumbo para cortarle la marcha, se dirigía hacia el cañonero. Con un poco de audacia, los insurrectos podían pasar a través de ella.

—¡Qué nadie dé un grito —dijo Romero—, y que nadie haga fuego hasta que se mande!

Hang-Kai, viendo que los cañoneros no se atrevían a acercarse mucho a la costa por temor a embarrancar en cualquiera de los muchos bancos que hay delante de ella, dirigió el padewakan hacia el canal de Malabón, donde esperaba refugiarse antes de que la flotilla se diese cuenta del engaño.

Ya se había entrado por entre los bancos, maniobrando con maravillosa destreza para sortearlos, cuando se oyó gritar:

—¡Fuego la banda!

Cinco cañonazos sonaron casi a un tiempo. Un huracán de metralla barrió la cubierta del velero, y una granada rompió parte de la popa.

Los malayos y mestizos de la partida, atolondrados por las velas que cayeron sobre la cubierta junto con la arboladura, descargaron las espingardas y los fusiles con más ruido que daño.

El padewakan se iba rápidamente a fondo; pero estaba ya en el canal, adonde los cañoneros no podían seguirlo, y menos con la oscuridad que había.

—¡Al agua la canoa! —gritó Hang-Kai.

Echóse al agua una pequeña lancha que había sobre la cubierta, en la cual entraron Hang-Tu, Romero, Than-Kiu y cuatro hombres de la tripulación que habían sido heridos por la última descarga. Los demás se dirigieron a nado a tierra.

Un cañonero que siguió tras el padewakan hasta la misma entrada del canal, viéndolo todavía a flote, le disparó una última granada que al reventar dio fuego a las cajas de municiones.

El pobre padewakan, ya medio a pique, saltó hecho pedazos, yendo a parar sus restos a los bancos vecinos, mientras que lo que quedaba del casco se hundía definitivamente.

La costa estaba a pocos pasos y algunos insurrectos acudieron al ruido de los disparos, creyendo que desembarcaban los españoles.

—¿Quién vive? —gritaron apuntando a la canoa.

—¡Hang-Tu, jefe de las sociedades secretas, y Romero Ruiz, jefe supremo de las partidas de la provincia de Cavite! —contestó el chino con voz tonante.

Bajaron las armas y todos acudieron a la playa.

—¡Sean bienvenidos los jefes de la insurrección! —dijo el comandante del grupo ayudándolos a desembarcar—. Los defensores de Malabón estarán orgullosos de recibiros.

CAPÍTULO XII. EL BOMBARDEO DE MALABÓN

Malabón, como Salitrán, San Nicolás, Noveleta, el Rosario, Binacayán y otros lugares, no era sino un pueblecito de poca importancia; pero su cercanía a Manila y su posición le daban gran valor a los ojos de los insurrectos, que lo ocuparon y atrincheraron fuertemente desde el principio del movimiento. Hallándose situado ese pueblo sobre un canal interior que comunicaba con la capital y con Bulacán, fortaleza importante, en poder también de los insurrectos, podía amenazar a la primera y recibir ayuda de la última.

Hasta entonces, aunque las partidas que lo ocupaban constituyeron un verdadero peligro para Manila, que estaba muy próxima, no se habían atrevido las tropas españolas a atacar Malabón por encontrarse ese pueblo en el extremo de una isla que lo garantizaba contra una sorpresa; pero había sido ya bombardeado varias veces por los cañoneros, que habían logrado aislarlo, ocupando con una parte de sus tripulaciones las orillas del canal interior.

Había también tropas españolas establecidas al lado de allá del canal esperando ocasión de atacar con fuerzas poderosas la plaza, en tanto que otras, al mando del general Jaramillo, habían cortado la comunicación con Bulacán. Habíanse ya apoderado éstas de uno de los principales campamentos insurrectos con muerte de trescientos de sus defensores y dispersión de los restantes, que tuvieron que abandonar armas y caballos en manos de los vencedores.

La noticia del desembarco de Romero y de Hang-Tu fue recibida con gran satisfacción por los defensores de Malabón, que ya empezaban a dudar del éxito de su empresa después de sabidos los últimos desastres de los insurrectos en la provincia de Cavite y la proximidad de las tropas españolas. La presencia de los dos jefes de la insurrección les hacía esperar mejores días y una resistencia encarnizadísima. Hang y el mestizo pusieron en seguida manos a la obra, comprendiendo que el ataque combinado de las tropas y de la escuadra no podía dilatarse mucho.

Mientras el primero se dedicó a la reorganización de las partidas, ocupóse el otro en poner la plaza en estado de defensa contra el bombardeo de la flota.

En sólo tres días su extraordinaria actividad había dado por resultado hacer fortísima la plaza.

Habían hecho ocupar los mejores puntos del curso del canal para mantener libre la comunicación con Manila, especialmente con el comité insurrecto y con las sociedades secretas de quienes podían esperar ayuda de hombres, armas y municiones. Construyeron fuertes trincheras contra la parte del mar, armándolas con todas las piezas de artillería disponibles para hacer frente a los ataques de la flotilla.

Fueron oportunas esas medidas, porque el 28 de marzo, después de unos días de tregua, recomenzaron los cañoneros el bombardeo del pueblo.

Hang y Romero no se inquietaron por eso, determinados como estaban a aceptar la lucha con serenidad y calma, resueltos a hacerse enterrar en las ruinas del pueblo antes que rendirse.

Desde la mañana a la noche, en las trincheras y en los lugares de mayor peligro, dirigían intrépidamente el fuego de las pocas piezas de artillería de que disponían, dedicándose por la noche a reparar los estragos que las granada enemigas habían causado durante el día.

Arruinábanse una tras otra las casas del pueblo por el bombardeo de la flotilla, pero ¿qué importaba? Quedaban las trincheras, que si también eran destruidas volvían a repararse, y eso bastaba.

No impedía el bombardeo a los insurrectos mantener relaciones con las juntas y sociedades secretas de la capital. Casi todas las noches llegaban audaces correos que, burlando la vigilancia de las tropas españolas, les llevaban noticias de la guerra.

Así supieron que seguían defendiéndose las plazas sitiadas, que Cavite y Noveleta se resistían desesperadamente, que Bacoor seguía en poder de los insurrectos, que el Rosario también hacía frente al enemigo; noticias todas que levantaban el ánimo de las partidas. Supieron también que los insurrectos habían sufrido un descalabro en Monte Haany, con grandes pérdidas, y que más de tres mil familias y novecientos combatientes habían abandonado la insurrección, pero no se había quebrantado su fe en el éxito final de la contienda.

El 31 de marzo súpose que los españoles se disponían a emprender un ataque general contra Cavite, el Rosario y Malabón para desmoralizar a las partidas con una esplendorosa victoria.

Hang-Tu y Romero se guardaron de comunicar esa noticia a sus subalternos; pero adoptaron todas las medidas necesarias para defenderse contra la flota, cuyas fuerzas eran por lo pronto las únicas que podían atacar Malabón.

Ya habían notado que había aumentado el número de los cañoneros y que se preparaban a forzar la entrada del canal para poder, si llegaba el caso, desembarcar sus tripulaciones.

El primero de abril supieron por una comunicación de las sociedades secretas, llevada por un mensajero, que Cavite y el Rosario, apretadísimas por el mar y por tierra, estaban en el último extremo, y que en Noveleta se combatía desesperadamente con pocas esperanzas.

Al día siguiente, el bombardeo de Malabón arreció notablemente. Llovían las granadas y bombas sobre el pueblo, a pesar de los esfuerzos de los sitiados para reducir al silencio los cañones de las naves.

Las trincheras se hundían deshechas en los fosos, viéndose obligados sus defensores a abandonarlas; caían en ruinas las casas con terrible estrépito; el campanario de la iglesia desmoronábase también a pedazos. Los cascos de las bombas caían por doquiera, y estallaban continuos incendios que había que apagar con gran trabajo y gravísimo peligro.

Romero, Hang-Tu y hasta Than-Kiu, que a pesar de los ruegos de aquéllos no había querido retirarse a un bosquecillo próximo a que se habían acogido las partidas de reserva, no abandonaron un momento las trincheras, animando a sus defensores con su presencia y con su sangre fría.

A mediodía, cuanto más furioso era el bombardeo, se oyeron también cañonazos hacia la orilla opuesta del canal. Los españoles, después de ocupar Obando y Calocán poniendo en fuga a los pocos insurrectos que allí encontraron, avanzaron hacia el canal para tomar parte en la lucha y ayudar eficazmente a los cañoneros. Emplazada una batería entre los cañaverales, se disponía a atacar por la espalda a los defensores de Malabón.

Al oír los estampidos de los cañonazos por aquella parte, se apresuró Romero a reunirse con Hang-Tu.

—Vamos a ser destrozados —le dijo—. No creía que tuviéramos tan cerca a los españoles.

—Lo veo —respondió Hang-Tu—. Me temo que pronto se acabó todo en Malabón.

—Acabarse todo, no, porque nuestras partidas están todavía intactas y en disposición de combatir valerosamente; pero el pueblo estará mañana completamente destruido.

—¿Qué aconsejas que se haga?

—Tratar de apagar los fuegos de la batería.

—Pero no tenemos cañones por la parte del canal.

—Mandaremos que se embosquen algunas partidas en los cañaverales y haremos un nutrido fuego de fusilería contra los españoles. Si se persuaden de que somos débiles por aquella parte, podrían decidirse a pasar el canal.

—Y no hay que contar con ningún socorro —dijo Hang pensativo.

—Estamos aislados —respondió Romero—. Me han dicho algunos insurrectos que también se oían cañonazos hace poco hacia Bulacán. Quizás está atacándola el general Jaramillo en este momento.

—Pues, en ese caso, seremos todos destruidos.

—Quizá; pero no desesperemos aún, Hang. Nuestros hombres combaten bien. Anda y date prisa.

Mientras el chino se dirigía a escoger algunas partidas para llevarlas contra las tropas que atacaban por tierra, seguía el bombardeo de la flota destruyendo la segunda línea de trincheras, derribando más casas y desmoronando las pocas piezas de artillería que les quedaban a los insurrectos.

Aquella lluvia de hierro duró todo el día con sin igual encarnizamiento, no cesando hasta una hora después de la puesta del sol cuando ya no les quedaba a los insurrectos ni un solo cañón en disposición de hacer fuego y estaba el pueblo medio destruido.

La batería del canal tampoco había sido reducida al silencio, a pesar de los esfuerzos de Hang-Tu y de sus tiradores, a quienes ocasionó grandísimas pérdidas.

Romero, temeroso de que la marinería de la flota, aprovechando las tinieblas, desembarcase e intentase un ataque nocturno, hizo que acudieran todas las partidas de reserva y ocuparan los restos de las trincheras, disponiendo, además, que se construyesen nuevos terraplenes, pues preveía el más terrible bombardeo para el día siguiente.

Después de tomar esas medidas se encaminó en busca de Hang-Tu para tener con él una conferencia. Se imaginaba que lo encontraría hacia las orillas del canal en compañía de Than-Kiu, cuando en la esquina de una casa medio derruida por las granadas de la flota española le salió al encuentro un hombre que parecía hallarse allí esperándole.

Temiendo que fuera algún espía de los españoles, que se hubiese introducido secretamente en el pueblo, sacó su revólver; pero pronto vio que era un tagalo.

—¿Qué quieres? —le preguntó viendo que el indígena permanecía frente a él sin cederle el paso.

El tagalo miró rápidamente en torno de sí para cerciorarse de que nadie le oía, y dijo:

—Os esperamos, señor Ruiz.

—¿Eres acaso un mensajero del comité insurrecto? —le preguntó Romero.

—No; pero vengo de Manila. He desembarcado hace una hora burlando la vigilancia de los españoles.

—¡De Manila! —murmuró Romero sofocando un suspiro.

—¿Y quién te manda?

—Una mujer.

—¿Quién?

En lugar de contestar, el tagalo soltó un nudo de la camisa y entregó al mestizo, que lo miraba con curiosidad, una pequeña conchita en la que se encontraba un billete.

Romero, vivamente agitado, se retiró al umbral de una puerta, y encendiendo un fósforo, abrió el billete. Contenía pocas palabras, escritas con letra elegante bien conocida del mestizo, pero extremadamente graves.

—«Noveleta, Rosario y Cavite han caído, y tú estás cercado. La insurrección no necesita ahora de ti; huye antes de que te aprehendan, y piensa siempre en quien te quiere».

Escapósele a Romero una exclamación:

—¡Teresita!

A aquel grito del corazón sucedió uno de dolor:

—¡La insurrección vencida! —exclamó—. ¡Cavite, perdida! ¡Ha sonado la última hora de la insurrección!

Después trató de correr en busca de Hang; pero le detuvo el tagalo diciéndole:

—Vuelvo esta misma noche al lado de la persona que me ha enviado; ¿qué le contesto?

Romero se detuvo.

—¿Vuelves allí? —le preguntó con voz angustiosa—. ¡Pobre Teresita! Sigue pensando en mí a pesar de estar yo enfrente de sus hermanos… y quizá no vuelva nunca a verla. ¡Triste destino!

—¿Y bien?… —preguntó el tagalo—. El tiempo apremia, y si me demoro no podré volver a Manila.

—Dile que no la olvido ni un instante, y que Romero morirá con su nombre en los labios.

—¿Permanecéis aquí?

—¡Es preciso! —contestó Romero suspirando—. Aquí sucumbirán quizá mañana los últimos defensores y moriré con ellos.

—Huid conmigo, señor. Mi barca vuela y os llevará a Manila sin que los españoles puedan impedirlo.

—El jefe de la insurrección no puede abandonar a sus hombres cuando van a morir.

—Pero mi ama os quiere.

—Y yo a ella; pero Romero Ruiz no puede cometer una infamia.

—¡Adiós entonces, señor Ruiz!

—¡Todavía una palabra!

—Hablad.

—¿Se sabe en Manila que yo defiendo Malabón?

—Los españoles, o mejor dicho, el comandante mi amo lo sabe y por eso me ha enviado aquí.

—¿Está el comandante en Manila?

—Sí, señor Ruiz.

—¡Adiós! Dile a Teresita que mi corazón es suyo; pero que mientras haya un solo insurrecto en Malabón, mi cuerpo pertenecerá a la insurrección.

Y dichas estas palabras se alejó rápidamente, como si quisiese ocultar su emoción, y se encaminó a la orilla del canal, donde se encontró a Hang-Tu ocupado en la construcción de una trinchera para abrigar a sus tiradores.

El chino, al ver a Romero, le salió al encuentro.

—¿Hay buenas noticias? —le preguntó.

—Muy tristes —respondió Romero—. La bandera de la insurrección está por tierra y quizá no ondee más en Filipinas.

—¿Qué oigo? —exclamó Hang palideciendo.

—Que el baluarte de la insurrección ha sucumbido.

—¡Cavite!

—Y también Noveleta y el Rosario.

—¿Y nosotros?

—No tenemos otra esperanza que la muerte.

—Sí —dijo Hang con acento sombrío—; pero moriremos matando.

Al día siguiente, tras dos horas de bombardeo y a pesar de la desesperada defensa de los insurrectos, Malabón quedaba reducido a cenizas y sus defensores eran rechazados al interior de la isla, mientras el general Jaramillo tomaba por asalto Bulacán, obligando a huir a sus defensores con pérdida de ciento cincuenta hombres.

CAPÍTULO XIII. EL ÚLTIMO COMBATE

El valor y la tenacidad de las tropas españolas habían logrado después de cuatro meses de lucha triunfar sobre las innumerables, pero mal organizadas, partidas insurrectas.

Iba a sonar la última hora de la insurrección que había estallado en la isla mayor del archipiélago filipino. Ningún esfuerzo ni ningún heroísmo podían impedirlo.

Perdidas Cavite, Noveleta, Rosario y Malabón, sólo les quedaba a los insurrectos Bulacán, situada al norte de la extensa bahía, pero apretada ya por las tropas victoriosas del general Jaramillo; Santa Cruz, sobre el lago Bay, pero ya próxima a sucumbir; Naie, en la provincia de Cavite, adonde se habían retirado las tropas de Aguinaldo, sobre las cuales se disponía a caer el general Sucre al frente de veinte compañías, y algunas localidades más de poca importancia incapaces de sostenerse contra el primer ataque.

Las sumisiones en gran escala habían seguido a esas victorias. Sólo en la provincia de Manila, del 2 al 4 de abril, 900 insurrectos y 2000 familias se presentaron a indulto y 1100 combatientes depusieron las armas en Nueva Écija, entre ellos la partida entera de Castillo, que era la mas numerosa y aguerrida, y diez familias habían abandonado la causa de la insurrección.

A pesar de tantos desastres, Romero y Hang-Tu no habían depuesto las armas, comprendiendo empero la inutilidad de sus esfuerzos.

Después de combatir valerosamente y con esfuerzo desesperado defendiendo el pueblo que ardía a sus espaldas, se retiraron al interior del islote para poner a cubierto de las granadas de la flota a las partidas que les quedaban, improvisando un campamento a dos kilómetros de las ruinas de Malabón.

Eran todavía 400, en su mayor parte tagalos y mestizos y todos bien armados; pero como 60 de ellos estaban más o menos gravemente heridos y destinados a morir por falta de médicos y de medicinas; por añadidura, iban a carecer de víveres por haber quedado destruidos casi todos en el incendio que había devorado Malabón, y como estaban, además, casi completamente cercados, no era tampoco posible que esperasen socorros.

Romero y Hang, después de improvisar algunas trincheras, tuvieron un consejo con los jefes de las partidas para acordar lo que harían.

—Nuestra situación, si no desesperada, es ciertamente gravísima —dijo Romero volviéndose hacia los jefes—. Es indispensable adoptar un partido antes de que los españoles, animados con su victoria, se decidan a pasar el canal y a atacarnos aquí, destruyendo a los últimos defensores de la insurrección. Yo creo que sólo podemos contar con nosotros mismos. En las provincias meridionales está vencida la insurrección, y en las septentrionales se suceden sin tregua los desastres. Hasta Bulacán puede dársela por perdida. Las intenciones de Hang-Tu y las mías son de romper el círculo que amenaza sofocarnos, y retirarnos a las montañas de la isla para mantener allí la bandera de la libertad. Manila está perdida para nosotros, y sería una locura toda esperanza de apoderarnos de ella. Nada, pues, tenemos que hacer aquí. En las riberas de la Gran Pampanga y de la Chica, y en las altas cumbres del Caraballo de Baler, podemos encontrar un asilo seguro y esperar allí días mejores para reanudar la lucha.

—Creo que vuestro plan es el mejor —dijo uno de los jefes de partida después de haberle oído en silencio—. En la provincia de Manila nada puede hacerse.

—Pero ¿no podríamos tratar de reunimos a las partidas de Bulacán? —preguntó otro de los jefes.

—Habíamos pensado en ello —dijo Romero—; pero somos muy pocos para atacar por la espalda a las tropas del general Jaramillo, que nos tropezaríamos en nuestro camino. Si acaso podríamos intentar reunimos más adelante a los de Bulacán descendiendo por la ribera de la Gran Pampanga y del río Quinqua.

—¿Y podremos romper el cerco en que estamos encerrados?

—Se intentará —dijo Hang-Tu—. Quizá los españoles no nos crean tantos como todavía somos y no esperen un ataque de nuestra parte.

—Será prudente —observó Romero— mandar algunos exploradores resueltos a la otra orilla para conocer las posiciones del enemigo y decidir si nos conviene replegarnos sobre Obando y sobre Meyca.

—¿O sobre Calocán? —preguntó uno de los jefes.

—No hay que pensar en eso —dijo Romero—. Calocán debe de estar ya en poder del enemigo.

—¿Y cuándo intentaremos el ataque? —preguntaron los jefes de partida.

—En cuanto sepamos con seguridad por dónde retirarnos —respondió Romero—. Esta noche atravesarán el canal los exploradores y verán qué camino nos conviene seguir después de forzado el paso.

—¿Y si resulta en vano esta última tentativa?

—Moriremos todos —respondieron Romero y Hang-Tu.

—¡Bueno! —respondieron los jefes de partida—. ¡Los defensores de Malabón no se rinden!

¡Manos a la obra, hermanos! —dijo Romero—. ¡Hay que construir una balsa para pasar el canal!

Dirigiéronse todos a sus partidas para dar principio al trabajo, mientras Hang-Tu escogía a los hombres destinados a llevar a efecto aquella peligrosa exploración en el terreno ocupado por el enemigo.

Al salir Romero se encontró con Than-Kiu, que parecía estar esperándole.

—Todavía no está todo perdido, ¿verdad, mi señor?

—No, muchacha —le respondió Romero—; pero temo que el destino ha señalado la última hora de la insurrección.

—Pero nosotros huiremos de aquí.

—Lo intentaremos, Than-Kiu.

—¿Y adonde?

—A las regiones septentrionales de la isla.

Un vivo relámpago iluminó los ojos de la muchacha.

—¡Iremos lejos de Manila! —exclamó.

—¡Sí, lejos; muy lejos! —respondió Romero suspirando.

—El aire de Manila le hace daño, mi señor.

—Y quizás a ti también, Than-Kiu —dijo el mestizo con maliciosa sonrisa.

—Para mí es fatal, mi señor. Allí en las altas montañas del norte la Flor de las Perlas quizá se vuelva más lozana y padezca menos.

—No te hagas ilusiones, pobre muchacha.

—¿Mi señor no olvidará acaso nunca a la Perla de Manila?

—Than-Kiu, ¿crees tú que pueden vivir sin sol los lirios de tu país?

—Verdad es: no podrían —dijo la muchacha con tristeza—. No; los lirios no pueden vivir sin las caricias del astro dorado.

—Ya lo ves, Than-Kiu; y además… ¿quién sabe si mañana estaremos vivos ninguno de los dos?

—¿Tienes presentimientos tristes, mi señor? —preguntó Than-Kiu estremeciéndose.

—Veo siempre tenebroso mi porvenir. Creo que mi muerte está próxima.

—Entonces moriremos todos, mi señor. También yo soñé anoche que la muerte andaba cerca de mí: el espíritu de mi madre revoloteaba en torno de mí.

—¡Triste presagio! —murmuró Romero, que sintió correr un escalofrío por sus venas—. ¡Temo que estemos todos nosotros condenados a morir!

—¡Moriremos juntos, mi señor!

—Pero antes de caer trataré de salvarte, Than-Kiu. Tú eres aún muy joven para dejar la vida.

—¿Para qué quiero yo la vida sin ti, mi señor?

—Tu corazón puede aún latir por otro con mayor fortuna. Ese otro no tendrá una Perla de Manila.

La joven china movió tristemente la cabeza, y dijo después con suprema energía:

—¡Nunca, mi señor!

—¡Sublime criatura! —murmuró Romero contemplándola con ternura—. ¡Y tanto afecto, tanta constancia, tener que estrellarse contra el destino!

Despidióse con un ademán, de Than-Kiu, y se dirigió aceleradamente hacia la orilla del mar para ver si la flota española había desembarcado su tripulación en las ruinas de Malabón, y también para ocultar su emoción y para cortar aquel coloquio tan penoso y desagradable para él.

La flotilla destructora del pueblo seguía fondeada en las aguas de la isla, y aprovechando la ausencia de los rebeldes se habían acercado a la boca del canal las cañoneras de menos calado, habiéndose ya arrimado a la costa alguna de ellas.

Las tripulaciones no habían desembarcado, pero en pocos minutos hubieran podido hacerlo sin peligro y caer sobre los insurrectos si las tropas españolas de tierra se hubieran resuelto a pasar el canal.

—Hay que temer un ataque por este lado —dijo Romero—. El peligro arrecia por todas partes, y quizá no tarde en resolverse.

Cuando volvió al campamento era ya de noche, y los hombres elegidos por Hang-Tu entre los más valerosos se disponían a salir a explorar el terreno de la orilla opuesta del canal en dirección de Obando y de Meyca.

Hacia medianoche, aquel puñado de valientes atravesó el canal silenciosamente en la almadía, desembarcando en los cañaveles de la orilla opuesta.

Hang-Tu, Romero y todos los jefes de las partidas se reunieron en la playa, escuchando con atención cuantos rumores llegasen a sus oídos; pero la tranquilidad era completa del lado de allá del canal y no oyeron ningún disparo. Los exploradores, protegidos por las tinieblas, habían logrado pasar al otro lado sin ser advertidos por los españoles, que debían de estar acampados por aquellos entornos.

El 4 de mayo no había variado la situación de los insurrectos de Malabón. Las tripulaciones de los cañoneros no habían saltado a tierra, ni las tropas acampadas en la orilla opuesta del canal habían hecho ningún movimiento; pero, con todo, los dos jefes de la insurrección no estaban tranquilos, comprendiendo instintivamente que el enemigo se disponía a efectuar un ataque decisivo.

Ya se habían visto algunas chalupas en el extremo del canal, que indicaban que las tropas de tierra se reunían en algún punto de la costa para intentar más adelante una invasión de la isla.

Uno de los ocho exploradores volvió aquella noche atravesando a nado el brazo de mar, pero llevaba malas noticias. Obando estaba ocupada por una fuerte vanguardia española con algunas piezas de artillería, y más al sur se habían encontrado con numerosas tropas que se dirigían hacia el canal.

El 5 desembarcaron algunos marineros de la flota con el propósito de atrincherarse en las ruinas de Malabón; pero Hang-Tu acudió allí con algunas partidas y logró desalojarlos después de un breve combate.

Todavía el 6 renovaron su tentativa; pero fueron también rechazados, a pesar de la protección de la artillería de la escuadra.

En la noche del 7 llegaron de regreso de su expedición los exploradores tan ansiosamente esperados. Sólo faltaba uno de ellos, que fue sorprendido y muerto por el enemigo. Habían llegado hasta Meyca, que encontraron libre de tropas; pero traían también la noticia de que los españoles se disponían a pasar el canal para caer en gran número sobre las partidas y los insurrectos habían sido derrotados una vez más en Bulacán y en Laguna.

Era preciso obrar con rapidez para eludir aquel ataque, que podría traer consecuencias desastrosas. Un retraso, aunque fuese de pocas horas, podía ser fatal para ellos.

Estaban ya construidas las almadías para pasar el canal y habían sido echadas al agua en una ensenada oculta por gruesos macizos de árboles.

Para engañar mejor al enemigo, se decidió que Hang-Tu, al frente de algunas partidas, rompiese el fuego contra los españoles acampados en la orilla opuesta, fingiendo querer forzar el paso por aquel punto, y contra la flotilla, fondeada enfrente de las ruinas de Malabón, para dar tiempo al grueso de los insurrectos dirigidos por Romero de pasar el canal tranquilamente dos kilómetros más al norte.

A las dos de la madrugada salieron las dos columnas silenciosamente del campamento para realizar la operación proyectada.

Hang-Tu y Romero se dieron un abrazo antes de separarse.

—Ocúpate tú en salvar a Than-Kiu y a tu gente —dijo el chino—. Yo entretendré al enemigo hasta que hayáis atravesado el canal, y si no muero en el combate me reuniré más tarde a vosotros.

—Te espero —le contestó Romero—. Nosotros dos podremos todavía reavivar la llama moribunda de la libertad.

Púsose en marcha el grueso de las partidas hacia la ensenada en que estaban las almadías, y Hang-Tu, con el resto de aquéllas, se dirigió a las ruinas de Malabón.

Un cuarto de hora después se oyeron disparos hacia la playa meridional de la isla. El chino, conforme a su promesa, había comenzado el ataque contra la flota y los campamentos españoles.

Romero, que llevaba a Than-Kiu a su lado, apretaba el paso por temor de que se dieran cuenta los españoles de la artimaña y se dispusiesen a rechazar las almadías o le tendiesen un lazo cuando hubiera pasado a los cañaverales de la orilla opuesta.

A las dos y media, mientras arreciaba el fuego de fusilería por el sur de la isla y tronaban los cañones de la flotilla, llegaron las partidas conducidas por Romero a la ensenada donde estaban las cuatro almadías, capaces cada una de llevar a treinta hombres.

—Apresurémonos —dijo Romero—. Pasen primero dos partidas y tomen posiciones en la orilla opuesta; después pasarán las otras.

Y volviéndose a Than-Kiu, le dijo:

—Mientras el enemigo está lejos, pasa tú el canal.

—¿Y tú? —preguntó la joven.

—Me quedo a esperar a Hang-Tu. Temo que sea arrollado por las tripulaciones de la flotilla. Noto que el tiroteo va oyéndose cada vez más cerca.

Los primeros ciento veinte hombres se embarcaron llevando consigo unos veinte heridos. Than-Kiu saltó sobre la última almadía.

—Pasad pronto y después que haya desembarcado la gente volved a traer las almadías a toda prisa porque el enemigo viene siguiendo a los nuestros —dijo Romero a los hombres encargados de pasar las almadías.

Entretanto, el fuego de fusilería se iba sintiendo más y más próximo. Sin duda, las partidas de Hang-Tu se iban replegando rápidamente.

Las cuatro grandes almadías salieron navegando muy aprisa hacia la orilla opuesta del canal.

En aquel momento divisó Romero bultos oscuros hacia la parte de Malabón. Experimentó gran angustia porque no podía engañarse. Era la gente de Hang-Tu que huía desordenadamente perseguida por las tripulaciones de la escuadrilla y quizá también por las tropas españolas de tierra que se hubieran determinado a pasar el canal.

—¡Ea, valientes! —gritó, volviéndose hacia aquellos de los suyos que aún no se habían embarcado—. ¡Vamos a defender a nuestros hermanos!

Dirigió una última mirada a las almadías, que estaban ya a punto de llegar a la otra orilla del canal, y se lanzó, seguido por los insurrectos, en socorro de Hang-Tu.

Las partidas del chino, después de una resistencia furiosa, se habían visto compelidas a retroceder en completo desorden.

Algunas compañías españolas habían pasado el canal, y unidas a las tripulaciones de la escuadrilla, habían caído sobre los insurrectos.

Romero dejó pasar a los fugitivos para que pudieran reorganizarse más y más, y se arrojó con su gente sobre los perseguidores forzándolos a detenerse por medio de una vigorosa arremetida.

Uniósele Hang-Tu, que, seguido de muy pocos, protegía la retirada.

Un breve diálogo, interrumpido por las detonaciones de los disparos, se entabló entre ambos jefes.

—Estamos perdidos —dijo el chino—. Tenemos que habérnoslas con soldados aguerridos, que nos es imposible de vencer.

—Moriremos todos vendiendo cara nuestra vida —le contestó Romero.

—¿Y Than-Kiu? —preguntó Hang con voz alterada.

—Está a salvo, o por lo menos así lo espero —respondió Romero.

—¿Ha pasado el canal?

—Sí, Hang.

—Entonces puedo morir tranquilo. ¡Adelante, hermanos! ¡Muramos por la insurrección!

Una lucha terrible y sangrienta se empeñó entre las tropas y las partidas.

Por ambas partes se peleaba con furia, sin darse cuartel.

Consumidos los últimos cartuchos, los españoles cargaron a la bayoneta, obligando a las partidas a replegarse. Hang-Tu y Romero, que combatían como leones, aunque el primero hubiese recibido un puntazo en un brazo y el segundo dos cuchilladas de sable que después de cortarle la ropa le habían rasgado la piel, no lograron impedir aquel primer retroceso de su gente.

Otra carga más violenta que la primera había trastornado a algunas partidas.

Los dos jefes de la insurrección, que veían mermarse mucho a su gente, intentaron un ataque desesperado, pero fueron repelidos. Los españoles iban siendo cada vez más, mientras que los insurrectos que aún estaban difícilmente en pie llegarían escasamente a cien.

Todo estaba perdido. No les quedaba a los dos jefes otro recurso que hacerse matar.

Disponíanse ya a arrojarse desesperadamente entre los enemigos para morir matando, como había dicho el valeroso chino, cuando en la orilla opuesta del canal, y hacia el lugar en que habían desembarcado las almadías, sonaron algunas descargas seguidas de gran vocerío.

Hang-Tu se detuvo lanzando un verdadero rugido.

—¡Han atacado a los nuestros! —exclamó—. ¡Romero! ¡Vayamos a salvar a Than-Kiu!

Los españoles que tenían enfrente los embistieron con irresistible ímpetu.

Hang-Tu y Romero no los esperaron.

—¡Hermanos! —dijeron—. ¡En retirada!

Las partidas, ya medio deshechas, se replegaron confusamente siguiendo a sus dos jefes, pero perseguidas vigorosamente por el enemigo.

Muy pronto estuvieron todos reunidos en la caleta, donde ya estaban de vuelta las almadías.

Romero y Hang se habían embarcado ya con algunos hombres y navegaban a toda prisa hacia la orilla opuesta, donde se combatía furiosamente, a lo que parecía, entre los cañaverales.

Los demás insurrectos se embarcaron en las otras tres, pero una de ellas zozobró por el excesivo peso; la segunda, mal dirigida fue a encallar en un banco de arena, y sólo la última, que llevaba ocho o diez hombres, pudo seguir su rumbo.

Hang y Romero, que nada de eso habían visto y que creían llevar a la vanguardia una valiosa ayuda, se encontraron casi solos al desembarcar al otro lado del canal. De los trescientos insurrectos que había al comenzarse el combate, sólo doce o quince pudieron pasar el brazo de mar. Los otros estaban muertos o prisioneros.

Pero no eran hombres que vacilasen. Reunieron su minúscula columna y se arrojaron entre los cañaverales, aunque pareciese próximo a terminarse el combate empeñado por la vanguardia porque el ruido de los disparos se iba alejando rápidamente en dirección a Obando.

—¡Adelante, adelante! —gritaba Hang-Tu con voz sofocada.

Emprendieron la carrera a través de los cañaverales y de los pantanos, guiados por el ruido de los disparos, que se iba alejando cada vez más.

La lucha sostenida por los primeros grupos que habían pasado el canal debió de ser tremenda, porque por doquiera se veían montones de cadáveres de españoles y de insurrectos mezclados, armas, cartucheras y bolsas de municiones vacías.

—¡Adelante! —repetía Hang al oír los disparos, cada vez más lejanos y menos frecuentes.

Llevaban ya recorridos dos kilómetros a todo escape e iban a entrar en un bosque, cuando el chino, que iba delante de todos, vio incorporarse a un hombre que yacía en tierra con la cabeza abierta de una cuchillada y que le dijo con voz doliente:

—¡Detente, capitán… hemos sido destruidos… más allá… está la muerte…!

—¿Habéis sido destruidos? —exclamó Hang desesperado.

—Sí, capitán.

—¿Y Than-Kiu?

—¡Than-Kiu…! —murmuró el herido con voz ahogada—. Sí…, yo la he visto… y estaba…

—¡Habla!, ¡habla pronto! —exclamó Hang, viendo que el desgraciado iba a perder el uso de la palabra.

—Prisionera… de… los españoles —dijo el herido haciendo un último esfuerzo.

Y como si se hubiera agotado para decir esas palabras el último resto de vida que le quedaba, volvió a caer exánime.

Hang-Tu lanzó un aullido de fiera herida.

—¡Prisionera! —exclamó con acento inexpresable—. ¡Prisionera!

Y aquel hombre tan fiero y tan altivo se dejó caer al suelo al lado del muerto, como si le faltaran fuerzas para sostenerse.

—¡Pobre hermana! ¡Me la matarán! —exclamó entre sollozos.

CAPÍTULO XIV. LOS HÉROES DE LA INSURRECCIÓN

Romero quedó como herido por un rayo al saber la triste suerte de la valerosa muchacha; pero sobre todo al oír las palabras de desesperación de Hang-Tu.

—¡Tu hermana! —exclamó después de un largo silencio.

Y viendo que el chino no le contestaba y seguía sollozando, lo levantó en sus brazos y se lo llevó al bosque.

Habían cesado los tiros; pero quizá los españoles que estaban en la isla se habían embarcado en las dos almadías y estaban atravesando el canal para acabar con los últimos defensores de Malabón.

Era, pues, indispensable ante todo sustraerse a su persecución para no caer en sus manos y perder la última esperanza de ser todavía muy útiles a la desgraciada Than-Kiu.

Romero entró con muy pocos por el bosque, abriéndose paso muy trabajosamente a través del intrincado ramaje, hasta que dio con un lugar bastante oculto para que pudieran quedarse en él sin el menor recelo de ser descubiertos. Detúvose allí y dijo al chino:

—¡Espérame un instante!

Repartió quince hombres alrededor del escondrijo para que vigilasen sus inmediaciones y les advirtiesen la presencia del enemigo, en caso de que se acercara, y volviendo donde había dejado a Hang-Tu se sentó frente a él en una raíz que sobresalía del suelo, y le dijo:

—Ahora hay que ocuparse en salvar a Than-Kiu; pero antes de hacer nada, no negarás a tu hermano de armas, que se dispone a jugarse por ti la vida, una explicación que esperaba desde hace mucho tiempo.

—Habla, Romero —dijo Hang.

—¿Quién es Than-Kiu?

—¡Mi hermana! —respondió el chino—. Sería inútil tratar de engañarte por más tiempo.

—¿Tu hermana? —exclamó Romero—. ¡Y nunca me lo dijiste!

—No; y quizá no lo habrías sabido nunca.

—¿Y por qué, Hang?

—Porque te amaba.

—¿Quizá desde antes de que yo quisiese a Teresita?

—Sí, Romero.

—Pero ¿dónde me había visto?

—En mi casa; en el arrabal de Binondo.

—Pero yo no la había visto nunca a ella, Hang.

—En nuestra tierra no se usa presentar a las mujeres ni a los más fieles amigos; pero Than-Kiu te había visto varias veces y cuando ella me lo reveló era ya demasiado tarde. La mujer blanca se había apoderado de tu corazón.

—¡Y nada me habías dicho!

—No; porque tú habrías podido creer que Hang-Tu no te quería sólo como amigo. Por eso he sofocado siempre en el fondo de mi alma la confesión que varias veces he estado a punto de hacerte.

—¿Y no me has odiado, Hang-Tu, por haber preferido a otra, a una hija de la raza contra la cual combatimos, a tu hermana?

—Nunca, Romero. He sufrido mucho, cierto es; pero yo no habría podido indicarte que quisieras a mi hermana.

—Otro en tu lugar me habría odiado.

—Pues yo, al contrario, he admirado tu inmenso amor por esa hija de nuestros enemigos, y mi amistad por ti, ya lo has visto, nunca se ha entibiado.

—Hang-Tu —dijo Romero conmovido profundamente—, yo te debo a ti y le debo a Than-Kiu mi vida.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que si no puedo querer a tu hermana, al menos iré a salvarla o a morir con ella.

—¿Qué vas a hacer?

—Yo lo sé.

Romero se levantó bruscamente, mostrando en su actitud una resolución inflexible.

—Me voy —dijo arrojando en tierra las armas que llevaba encima—. Quizá no nos veamos más; pero cuando sepas lo que ha hecho tu hermano de armas, comprenderás cuánto habría podido querer a Than-Kiu si no hubiese existido la Perla de Manila.

—¡Romero! —exclamó Hang-Tu, levantándose también—. Leo en tus ojos una resolución desesperada. ¿Adonde vas?

—A salvar a la hermana de mi hermano de armas o a morir en la empresa.

—¡Tú solo e inerme! ¿Qué locura vas a cometer?

—Ninguna, Hang-Tu —respondió Romero con melancólica sonrisa—. Voy adonde me manda el destino.

—Pero si tú vas a salvar a Than-Kiu, yo quiero ir también.

—No puede ser, Hang.

—¿Y por qué?

—Porque serías un estorbo en mi proyecto.

—Dos hombres pueden hacer más que uno solo.

—Para lo que voy a hacer basta uno.

—Quiero saber adonde vas.

—¿Te acuerdas de la frase de un hombre que yo salvé de la muerte?

—¡Ah! ¡Ya comprendo! ¡Tú vas a presentarte al comandante Alcázar!

—Quizá —respondió Romero—. Adiós, hermano, y si no vuelvo más, acuérdate de que, si yo no hubiese dado mi corazón a la Perla de Manila, me hubiera tenido por dichoso haciendo mi mujer a la Flor de las Perlas.

Abrazó a Hang-Tu y se alejó.

El chino se lanzó tras él; pero Romero se volvió al oír sus pasos y le dijo:

—No me sigas, hermano. Es preciso que vaya solo.

—¡Romero! —exclamó Hang con voz conmovida—. ¿Qué vas a hacer? ¡Por Buda!

—Ya te lo he dicho; voy a salvarla.

Volvió atrás, y los dos valientes se precipitaron el uno en brazos del otro. Al separarse tenían ambos los ojos húmedos.

—Espera —dijo Romero alejándose apresuradamente sin volver atrás la vista.

Al salir de la maleza se acercó a uno de los insurrectos que vigilaba apoyado en su fusil.

—Sígueme —le dijo—. Nada tienes que temer; te lo aseguro.

—Estoy a tus órdenes, capitán —respondió el insurrecto.

Romero se puso en camino marchando aprisa y con paso seguro. ¿Adonde se dirigía? Él solo hubiera podido decirlo.

Al llegar a la margen del bosque se detuvo algunos instantes a escuchar. Parecía que trataba de percibir algún rumor lejano. En seguida se puso de nuevo en marcha seguido por el insurrecto.

Atravesó los cañaverales sin detenerse, acercándose al canal en cuyas orillas habían sostenido los defensores de Malabón aquella lucha sangrienta, y después se encaminó hacia el sur, donde se veía en el oscuro horizonte el centelleo de las hogueras de los campamentos españoles.

—Capitán —le dijo el insurrecto que le seguía al distinguir aquellas luces—, vas a hacerte matar. Allí están los españoles.

Romero se quitó el pañuelo blanco de seda, y se lo alargó diciéndole:

—Pon ese pañuelo en la punta del fusil y no tengas miedo.

—¿Vas a tratar de nuestra rendición?

—No; sígueme.

Veíanse ya de cerca las hogueras, cuyo fuego iluminaba las tiendas y los haces de armas puestas en pabellones; pero Romero seguía avanzando como si en vez de fieros enemigos hubiera de encontrarse con insurrectos. Estaba tranquilo; pero en aquella tranquilidad había algo de terrible.

Al llegar como a cien pasos de la guardia le dio el centinela el:

—¿Quién vive?

—Un parlamentario de los insurrectos —contestó.

—¡Alto!

Poco después un sargento, seguido de tres soldados armados que llevaban teas encendidas, le salió al encuentro.

—¿Qué quieres? —preguntó el sargento mirando con estupor a Romero.

—Hablar con el comandante —respondió el mestizo.

—Está durmiendo.

—Dile que Romero Ruiz, jefe supremo de los insurrectos, tiene asuntos importantes que comunicarle.

—¡Caray! —exclamó el sargento—. ¿El jefe don Ruiz?

—Sí; pero dile también que yo, antes de entrar en su campamento, exijo su palabra de honor de dejarnos libres a mí y al hombre que viene conmigo si no acepta el pacto que vengo a proponerle. Espero su respuesta.

—Espera a que vuelva —dijo el sargento.

Indicó con una seña a los soldados que permanecieran allí quietos, y se volvió hacia el campamento.

Romero, al ver allí cerca un árbol derribado, se sentó mirando distraídamente a los tres soldados, que a su vez le miraban a él con la mayor curiosidad.

Cinco minutos después estaba de vuelta el sargento.

—El comandante os espera —dijo.

Levantóse Romero.

—Quédate aquí —dijo volviéndose hacia el insurrecto que le habían seguido—, y conducirás junto a Hang-Tu a la persona que te será entregada.

En seguida siguió tras el sargento, con la frente alta y el rostro cubierto de palidez, pero en actitud decidida.

Después de atravesar tres o cuatro filas de tiendas, en que se oían las ruidosas conversaciones de los soldados, y dos filas de centinelas, se detuvo el sargento ante una tienda más alta y mayor que las otras, iluminada por dentro.

Un coronel como de cincuenta años, de larga barba casi blanca, mirada viva y piel curtida por el sol, esperaba a Romero a la puerta de la tienda.

Debía de haber acabado de levantarse, porque no llevaba sable ni revólver.

—¿Sois Romero Ruiz? —preguntó al mestizo.

—Sí, coronel —respondió éste, saludándole.

—Entrad.

—Hacedme registrar por ver si llevo armas.

—Es inútil, señor —le contestó el coronel—; los hombres valerosos como vos se baten, pero no asesinan.

—Gracias por vuestra confianza, coronel.

Entró resueltamente en la tienda, que estaba alumbrada por una lámpara y amueblada con una estrecha cama de campaña y dos sillas de bambú, y detrás de él entró el coronel después de indicar al sargento con un seña que se alejara.

El vencido y el vencedor se miraron algunos instantes en silencio con cierta curiosidad. Después el primero dijo bruscamente cruzándose de brazos y mirando de hito de hito al coronel.

—¿Creéis que el gobernador de Manila se alegraría de tener en sus manos al jefe de la insurrección?

—¡Ya lo creo! —contestó el español, atónito ante aquella extraña pregunta—. Sois un hombre que podría dar mucho que hacer todavía a las armas victoriosas de España.

—Pues bien; si yo, Romero Ruiz, jefe supremo de la insurrección, os digo: «Vengo a entregarme en vuestras manos, pero con una condición», ¿aceptaríais?

—¡Vos! —exclamó el coronel, atónito.

—Sí, yo —dijo resueltamente Romero.

—¿Pero sabéis la suerte que espera al jefe de la insurrección, don Ruiz?

—Ya lo sé, coronel: la muerte.

—¿Y no tenéis miedo?

—No; la arrastraré serenamente.

—Pero ahora podréis poner condiciones graves en cambio.

—Quizá menores de lo que os figuráis.

—Pues hablad.

Entre los prisioneros que habéis hecho esta noche en la orilla del canal hay una joven china; ¿es así?

Sí; una muchacha bastante bonita y valerosa que peleaba como un veterano encanecido en la guerra.

—Pido su libertad a cambio de mi vida.

—¿Habláis en serio?

—Muy seriamente, coronel —contestó Romero.

—Entonces, estaréis enamorado de ella.

—No.

—Pero…

—¿Aceptáis, coronel?

—Queréis mataros.

—No importa.

—¿Os empeñáis?

—Sí, coronel —contestó Romero con increíble firmeza.

—¡Vive Dios! —exclamó el español profundamente conmovido—. Si yo fuese en este momento el jefe supremo de las fuerzas españolas, os diría: «No se mata a tales hombres: estáis libre, señor». Pero no lo soy, y con el corazón contristado cumpliré con mi deber, señor Ruiz. Dentro de cinco minutos quedará en libertad la muchacha; pero sois mi prisionero.

—Hacedlo —dijo fríamente el mestizo.

—¿A quién hago entrega de la joven?

—A un insurrecto que la está esperando fuera de vuestro campamento.

—Se la entregaré yo en persona. Esperadme fuera de la tienda.

El coronel se ciñó el sable y salió por el campamento. Romero se quedó esperando fuera de la tienda. Estaba tranquilo, pero tenía la frente húmeda, bañada en un sudor frío.

Pasados algunos minutos, vio pasar entre las hogueras del campamento a dos personas a caballo que se detuvieron un momento a unos cien pasos de la tienda ante un gran farol, como para que pudiera vérseles bien.

Romero se estremeció. Uno de aquellos dos jinetes era el coronel; el otro era Than-Kiu, que se había envuelto en su manto blanco de seda.

—Hang-Tu —murmuró Romero con voz sorda—, tu hermano de armas ha pagado su deuda, pero perderá la vida y la mujer que tanto ha amado.

Siguió con la vista a los dos jinetes, que se dirigían hacia las avanzadas. Después cerró los ojos como apartándolos de alguna horrible visión.

Al abrirlos estaba el coronel español en su presencia.

—Ya se ha marchado la muchacha —le dijo con tristeza.

—Gracias, coronel —respondió Romero suspirando—. Ahora podéis mandar que me fusilen.

—Yo no, don Ruiz. Eso es cosa de la autoridad militar de la capital.

—Sea —murmuró Romero—. Moriré en el suelo de la Perla de Manila.

CAPÍTULO XV. ¡VIVA LA INSURRECCIÓN!

Veinte horas después de los sucesos que hemos narrado, y como a las seis de la tarde, cuando la población de Manila comenzaba a salir a la calle para gozar de la frescura de la brisa nocturna, un hombre vestido de tagalo, con la cabeza cubierta con uno de esos grandes sombreros de paja de arroz de figura de hongo, tan comunes entre los chinos, que le ocultaba gran parte del rostro, se detenía delante del viejo palacio del mayor Alcázar.

Después de mirar con atención a las persianas verdes de las ventanas y de explorar recelosamente y como si temiese ser observado desde las embocaduras de las dos calles que flanqueaban el edificio, subió las tres gradas que conducían a la puerta y entró resueltamente.

Un criado tagalo que dormitaba en un poyo de mármol, al oír pasos se levantó desperezándose y bostezando, y le preguntó que a quién buscaba.

—A Teresita de Alcázar —contestó el desconocido.

—¿A mi ama?

—Sí.

—¿Traes alguna carta para ella?

—No; pero tengo que hablarle de cosas muy graves.

—¿De parte de quién?

—Eso no importa —dijo secamente aquel hombre con un gesto de impaciencia.

—No sabiendo quién eres ni de parte de quién vienes, no querrá recibirte —le dijo el criado.

—Quizá tengas razón. Dile este nombre: Hang-Tu.

El tagalo, curioso como todos los hombres de su raza, hubiera querido saber algo más; pero una mirada amenazadora del chino le forzó a obedecer.

Pocos momentos después bajó precipitadamente por la escalera diciendo:

—Mi ama te aguarda.

—Te sigo —respondió el chino—. ¡Ya sabía yo que no me haría esperar!

Subió por una hermosa escalera de mármol, y fue introducido en una salita elegantemente amueblada, y cuyo ambiente embalsamaban los jazmines y las rosas contenidas en gigantescos vasos chinos y japoneses.

En la semioscuridad producida por las persianas y las cortinas que pendían delante de ellas distinguieron los ojos de Hang-Tu a Teresita, que estaba de pie en medio de la estancia, vestida con un sencillo peinador blanco que hacía resaltar el color trigueño de su tez y el negrísimo de las trenzas de su pelo.

Al verle entrar, la jovencita, que parecía ya vivamente alterada, le salió al encuentro diciéndole:

—¡Vos aquí! ¡Gran Dios! ¿Qué ha sido… de él? ¡Hablad; hablad por favor, Hang-Tu!

El chino permaneció mudo; pero la tristeza de su mirada y la alteración de sus facciones eran harto elocuentes.

Teresita, alarmada, dejó escapar un grito.

—Venís a traerme alguna noticia terrible, ¿verdad? —exclamó la joven con desesperado acento—. ¡Tengo miedo! ¿Me lo han matado quizá?

Un sollozo le cortó la palabra; Hang-Tu dio un paso adelante para sostenerla, pero la joven se irguió diciendo:

—¡Hablad! ¡Quiero saberlo todo!

—No ha muerto —dijo Hang con voz triste—; pero quizás habrá muerto mañana.

—¿Qué queréis decir, santo Dios?

—Que Romero está en las manos de vuestros compatriotas, y que si no lo salváis será fusilado mañana al amanecer junto con los jefes insurrectos prisioneros de Novele —ta, Cavite y Rosario.

Teresita lanzó un grito desgarrador.

—¡Me lo matan!

Y se precipitó hacia la puerta, gritando:

—¡Padre mío, sálvale!

El mayor Alcázar, que se encontraba en su despacho, al oír aquel grito y aquellas palabras, entró apresuradamente en la salita, imaginándose que Teresita corría algún peligro.

Al ver a Hang-Tu se detuvo como herido por un rayo.

—¿Me conocéis, mayor Alcázar? —le preguntó Hang, adelantándose.

—¡Vos aquí! —balbuceó el mayor palideciendo.

—¡Padre mío! —exclamó Teresita arrojándose en sus brazos—. ¡Me lo matan!

—Pero ¿a quién? —preguntó el mayor.

—¡A Romero!

—¿Y quién lo mata?

—Vuestros soldados —replicó Hang-Tu.

—Mis…

—Vuestros soldados he dicho. Romero Ruiz, que os ha librado de la muerte, que quiere a vuestra hija, está en las cárceles de Manila en poder de vuestros compatriotas.

—¡Él! —exclamó el mayor con dolorosa sorpresa—. ¿Quién lo ha hecho prisionero?

En vez de contestarle, se le acercó Hang-Tu cruzado de brazos, y mirándole fijamente, le dijo con amargura:

—Veamos ahora vuestra generosidad. El hombre a quien debéis la vida está en las manos de vuestros compatriotas. Pagad vuestra deuda, mayor Alcázar.

Al oír aquellas palabras se inmutó el semblante del español.

¡Romero preso! —exclamó—. ¡Desgraciado!

—¡Padre mío! —exclamó Teresita llorando—. ¡Quizá tú puedas librarle de la muerte!

El mayor Alcázar apartó dulcemente a la joven, que estaba colgada de su cuello, y tendiendo la mano hacia Hang-Tu, dijo con acento solemne:

—¡Juro ante Dios que haré cuanto pueda por librarle de la muerte! ¡Esperad!

—¡Gracias! —dijo Hang-Tu, cuyo torvo semblante pareció serenarse un tanto.

—No me deis todavía las gracias, porque todo depende de las circunstancias. Contadme cómo ha pasado el hecho y decidme otras cosas que quiero saber.

El mayor se volvió hacia Teresita y le dijo:

—Déjanos solos, hija mía.

—Sí; pero tú le librarás, ¿no es verdad padre mío?

—Lo espero.

Acto seguido asió por la mano a Hang-Tu y lo llevó a su despacho, cerrando la puerta cuando estuvieron dentro.

—Decidme —dijo al chino, indicándole que se sentara—, ¿Romero Ruiz quiere a mi hija o a aquella muchacha que estaba con él? De vuestra respuesta depende quizá su vida.

—Quiere a vuestra hija —contestó Hang-Tu con un profundo suspiro—. Al deciros esto destruyo una dulce ilusión acariciada por mí durante mucho tiempo y destrozo el alma de la muchacha que me arrancó vuestro perdón de los labios; pero Hang-Tu es leal y no sabe mentir.

Y después de algunos instantes de silencio, le contó quién era Than-Kiu, cuán enamorada estaba de Romero, las penalidades pasadas por el valeroso jefe de la insurrección, la inutilidad de tantos sacrificios y la última página del terrible drama de Malabón.

—Romero ha pagado su deuda con el amigo, con el hermano de armas y con Than-Kiu —acabó el chino con voz extremadamente conmovida—; ahora os toca a vos pagar vuestra deuda con él.

—Se la pagaré, y más de cuanto podéis imaginaros —dijo el mayor levantándose—. La insurrección está expirando, y Romero no es ya un enemigo, sino un vencido desgraciado que todos los españoles han podido admirar y apreciar. Será un golpe terrible para vuestra hermana, Hang-Tu; pero sólo casando a Romero con Teresita podré quizá salvarle la vida, porque así se la quitaré a la insurrección.

—Than-Kiu se resignará —dijo Hang con firmeza—. Salvad al que he amado como a un hermano, más todavía, como a un hijo, y no os pido más.

—Seguidme. A mi lado nada tenéis que temer. Se os creerá un criado mío, y nadie adivinará en vos al jefe de los hombres amarillos.

Ciñóse el sable, púsose la gorra y en seguida, sin pasar por la salita, atravesó con Hang-Tu varias salas amuebladas suntuosamente, y bajó las escaleras.

El tagalo que había conducido al chino a la presencia de Teresita estaba todavía sentado al lado de la puerta.

—Ve a anunciar al gobernador mi visita —le dijo Alcázar—. Voy detrás de ti.

Hacía unas cuantas horas que era de noche, y la gente, después de respirar un rato la brisa nocturna, iba ya recogiéndose: de modo que las calles estaban bastante solitarias.

El mayor Alcázar llevó, no obstante, a Hang-Tu por las calles menos frecuentadas para que corriese menos peligro de ser reconocido, y sólo después de un largo rodeo pudieron llegar al palacio del Virrey.

El tagalo que le había precedido le estaba esperando junto al centinela de la puerta.

—Os esperan, amo —le dijo.

—Esperadme aquí —dijo a Hang-Tu.

Y en seguida entró en el palacio.

El chino se sentó, o mejor dicho, se dejó caer en un asiento de piedra con la cabeza entre las manos y en actitud meditabunda.

Pasó una hora y después otra, sin que ni lo advirtiese ni hiciese un solo movimiento.

Una mano que le tocó en un hombro le sacó de su distracción, haciéndole ponerse en pie de un salto.

Encontróse delante del mayor Alcázar.

—¿Y bien?… —le preguntó con voz apenas perceptible.

—He obtenido su perdón —le contestó el español.

—¡Ah!

—Pero bajo una condición.

—¿Cuál?

—Será muy desagradable para vuestra hermana.

—Hablad.

—Romero queda en libertad; pero esta misma noche sale de Manila bajo mi vigilancia, y no podrá volver nunca a ninguna de las islas Filipinas. Un cañonero le esperará a medianoche junto al puente del Passig.

—¿Podré verle antes de su partida? —preguntó Hang-Tu con acento cortado.

—Sí, y también Than-Kiu si quiere.

—¿Y adonde le llevaréis?

—Lejos de aquí: a una posesión que tengo en Tomate que doy a mi hija en dote.

—¿Se marcha con Teresita?

—Sí, Hang-Tu. Se quieren. ¡Qué sean felices!

—¡Gracias por él! —respondió el chino.

Y añadió luego con acento extraño:

—Hang-Tu no verá el sol de mañana. ¡Moriremos aquí los últimos campeones de la libertad!

Después se alejó a paso rápido para evitar explicaciones.

Marchaba como un loco, sin saber dónde iba, presa de un dolor que debía de ser cada vez más agudo.

Atravesó sin darse cuenta el puente de Binondo y entró por las estrechas callejuelas del arrabal de Tondo; después anduvo al revés el mismo camino que había llevado y se detuvo ante una elegante casita de puro estilo chinesco. Había visto una sombra remontar el río y detenerse a la altura del último arco del puente.

Abrió la puerta, subió por unas gradas y entró en una pequeña estancia tibiamente alumbrada por una linterna de talco.

Una mujer, una jovencita, estaba sentada junto a una mesita de laca, con la cara oculta entre las manos. Acercósele Hang-Tu; le echó sobre los hombros una manteleta de seda azul, con flores de un color amarillo de oro, que estaba en una silla, y asiéndola de la mano le dijo con dulzura:

—¡Ven, hermana! ¡Él está a salvo; pero tú lo has perdido para siempre! ¡La mujer blanca ha destrozado tu vida y la mía!

—Te sigo, hermano —dijo resignadamente la Flor de las Perlas.

—Salieron de la casa y se dirigieron hacia el puente del Passig, donde se veían centellear en las tinieblas los faroles de un cañonero.

Cuando llegaron cerca de la orilla vieron allí un grupo de tres personas, que parecían estarlos esperando. Eran el mayor Alcázar, Romero y Teresita, la cual llevaba el rostro medio tapado con una mantilla de seda blanca.

Romero, separándose del grupo, se arrojó en los brazos de Hang-Tu. Un largo rato estuvieron abrazados aquellos dos valientes. La emoción no les dejaba articular palabra.

Teresita, entretanto, se acercó a Than-Kiu, que se había quedado inmóvil, como si fueran a faltarle las fuerzas. También la Perla de Manila estaba en extremo conmovida.

—¡Gracias, muchacha! —le dijo, atrayéndola contra su pecho—. La Perla de Manila no olvidará nunca a la Flor de las Perlas y espera verla dichosa algún día.

Than-Kiu contestó con un sollozo ahogado.

El cañonero dio el silbido de partida y los marineros se dispusieron a levar el ancla.

—¡Adiós, hermano! —dijo Romero, besando a Hang-Tu—. Te espero pronto en Tórnate.

—Quizá, Romero —respondió Hang-Tu—. ¡Sé dichoso!

—¿Y Than-Kiu?

—Está resignada. Así lo ha dispuesto el destino.

Romero se separó del chino y se acercó emocionado a la muchacha.

—Perdóname, Than-Kiu —le dijo—, si he destruido las ilusiones de tu juventud.

—Nada tengo que perdonarte, mi señor —le contestó la Flor de las Perlas con voz apenas perceptible.

Y asiéndole con viveza de la mano y señalándole la bóveda estrellada, le dijo:

—Mira, mi señor: mi estrella se oculta en la mar y la de la mujer blanca resplandece sobre su cabeza más brillante que nunca, y nosotros… creemos en los astros. ¡Sé feliz, mi señor!

Sus palabras acabaron en un sollozo. El mayor Alcázar y Hang-Tu cortaron aquella escena dolorosa llevándose a Romero a la cubierta del cañonero, donde ya estaba Teresita.

—¡Adiós! —le dijo por última vez el chino—. ¡No te olvides de tu hermano de armas, que tanto te ha amado!

Salió del barco y se quedó de pie en el muelle con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos clavados en Romero, mientras Than-Kiu sollozaba a sus pies con la cara escondida entre las manos.

Arrancó el cañonero; dio una mirada, y se alejó rápidamente, despidiendo un penacho de humo y llevándose a la feliz pareja.

Hang-Tu, siempre inmóvil, contemplaba el negro bulto del barco que se alejaba en las tinieblas. Cuando hubo desaparecido, inclinó la cabeza sobre el pecho y se sentó al lado de Than-Kiu, murmurando:

—¡Mucho te he querido, Romero, pero tú no has querido a mi hermana!

Fue la única queja que salió de los labios del aquel hombre de tan gran ánimo y tan generoso.

Encerróse después en un profundo y triste silencio, y cuando los primeros albores del día aparecieron en el horizonte tenía el rostro húmedo como si aquel hombre tan fiero hubiese estado largo tiempo llorando.

El estampido de una descarga que se oyó hacia Binondo le arrancó de su prolongada inmovilidad.

Levantóse de un salto con los ojos centelleantes.

—Than-Kiu —dijo a su hermana alzándola—, ¿quieres vivir o morir?

—¡La vida de la Flor de las Perlas está destrozada para siempre! —dijo la pobre joven.

—¡Ven, pues! ¡Allí están fusilando a los jefes de la insurrección, y la sangre de los mártires no se pierde!

—Tomó por la mano a Than-Kiu y se encaminó aceleradamente hacia la plaza de Arrabal, atestada de gente del pueblo y de soldados.

Había comenzado el fusilamiento de los jefes de los insurrectos prisioneros en Noveleta, Cavite, Binacayán y el Rosario.

Hang-Tu levantó a su hermana entre sus robustos brazos, se abrió violentamente paso a través de la turba atónita y se arrojó en medio del cuadro, exclamando con voz tonante:

—¡Soy Hang-Tu, jefe de los hombres amarillos y de las sociedades secretas! ¡Fuego sobre mí! ¡Viva la insurrección!

En aquel momento, al ver los soldados del cuadro que el oficial que los mandaba bajaba el sable, hicieron fuego sobre seis jefes de los insurrectos condenados por el Consejo de guerra.

Como si le hubiera caído un rayo, Hang-Tu, herido por la descarga, se desplomó sobre los cadáveres, de sus compañeros, arrastrando consigo a su hermana en su caída.

Pero Than-Kiu no estaba herida mortalmente. La linda cabecita de la Flor de las Perlas se levantó con el rostro lívido de entre los cadáveres. Abriéronse sus labios, y salió de ellos con voz tenue esta palabra:

—¡Romero!

Y volvió a caer desvanecida sobre el pecho ensangrentado del valiente chino.

CONCLUSIÓN

La toma casi simultánea de Cavite vieja, Noveleta, Malabón y el Rosario fue, como había previsto el general Polavieja, un golpe mortal para la insurrección, del que no pudo ya recobrarse.

La campaña no fue ya para los españoles, después de esos combates, sino una continuada victoria seguida de numerosas sumisiones.

El 10 de abril fue también tomada por asalto Santa Cruz y derrotadas las partidas insurrectas de Pamplona y una vez más las de Bulacán.

A mediados de aquel mes estaba dominada la insurrección en todas las provincias meridionales, y el victorioso general regresaba a España, encargando de la prosecución de las operaciones contra los restos de las partidas al vencedor de Salitrán, mientras llegaba el general Primo de Rivera.

Una tentativa de insurrección entre los deportados a Joló, isla perteneciente al grupo de Solú, fue rápidamente sofocada, y en mayo las tropas españolas mandadas por los generales Primo de Rivera y Sucre tomaban Niaio, defendida encarnizadamente por Aguinaldo, y después Ha-lang, Amadeo y Quintana, haciendo prisionero al jefe insurrecto Andrés Bonifacio, y, por último, Marangondón.

El junio, el general Jaramillo tomaba Talisay, mientras otra columna española hacía prisioneros a tres mil insurrectos fugitivos de esa ciudad. Hacia mediados del mismo mes se iniciaron las operaciones militares en el centro de la isla de Luzón con la derrota de las últimas partidas insurrectas. En julio podía considerarse la insurrección como completamente vencida, después de nueve meses de sangrientos combates y de la sumisión de la familia de Aguinaldo y cinco mil setecientos insurrectos.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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