Los Mineros de Alaska

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. EL GRAN CAZADOR DE LAS PRADERAS

CAPÍTULO I. EL HERIDO

—¡Alerta!

—¡Cuerno de bisonte!

—¡Levántate, Bennie!

—¿Arde la pradera?

—No.

—¿Se escapa el ganado?

Un clamor ensordecedor, mezcla de aullidos estridentes, de ladridos y mugidos, estalló de súbito en lontananza, rompiendo de pronto el profundo silencio reinante en la inmensa pradera que se extiende desde el lago pequeño de los Esclavos casi sin interrupción hasta el río Atabasca y al pie de la gigantesca cadena de las Montañas Pedregosas.

Oíanse gritos aulladores de hombres, ladridos de perros, mugidos de bueyes espantados.

—¿Qué sucede, Bennie?

El llamado así no respondió; se había puesto en pie bruscamente, echando a un lado la manta que le cubría, y, asiendo la carabina de percusión central que yacía a su lado, se lanzó fuera del enorme carro.

La pradera estaba sumida en densas tinieblas, no alumbrándola ni luna ni estrellas. Sólo acá y allá brillaban como olas de puntos luminosos que descendían y elevábanse caprichosamente, trazando líneas de plata o verde pálidas de fantástico efecto.

Sin embargo, en torno del carro divisábanse masas negras en gran número, mugiendo, aullando y buscando refugio junto al monumental vehículo, contra el cual chocaban confundidas.

By-good —gruñó el que salía del carro, preparando un fusil como si temiese un ataque imprevisto—. ¿Qué sucede en la orilla del río?

Sonó una detonación de aquella parte; una detonación seca, muy distinta de la de una carabina.

—Ha sido un tiro de Winchester, Bennie —exclamó una voz tras él.

—Sí, Back.

—El arma favorita de los indios.

—Tienes razón.

—¿Habrán desenterrado el hacha de guerra esos condenados pieles rojas?

—Lo ignoro, Back; pero te aseguro que a la orilla del lago sucede algo grave.

—¿Intentarán esos bandidos algún golpe de mano contra nosotros? Estas doscientas cabezas de ganado pueden tentarles, Bennie.

—Lo sé.

—Tanto más, cuanto que no deben de ignorar que estamos los dos solos.

—Es verdad.

—¿Oyes?

Los gritos, que por algunos instantes habían cesado, estallaron de nuevo hacia el Norte, donde se divisaba confusamente una línea bastante oscura, quizá algún bosque; y a la gritería siguieron primero varios disparos aislados y luego verdaderas descargas.

Distinguíanse las detonaciones de los winchesters de repetición, las más sonoras de los rifles, y tal cual más breve de revólveres, como si se librase en las tinieblas un furioso y encarnizado combate, indudablemente entre indios y blancos.

—¡Satanás! —gritó Back impaciente—. ¡Allí están luchando! ¿Vamos a ver lo que sucede, Bennie?

—¿Y el ganado que nos ha confiado el señor Harris? Si a la vuelta no le encontrásemós…

—¡No se escapará, Bennie!

—Por sí solo, no, naturalmente; pero si lo hacen huir esos malditos pieles rojas…

—Si están ocupados allá, no pueden hallarse acá.

—¡Hum!… ¡Son tan astutos!…

—¿Y qué?

—Que quizá fingen que se baten para acercarse y robarnos.

—¡Hum!

—¿No lo crees?

—¿No oyes los disparos de revólver? Los indios no han tenido nunca armas de esa clase. ¿Qué hacemos?

—Estate tú aquí, y yo iré a ver lo que pasa.

—Vas a hacerte arrancar la cabellera.

—¡Bah! ¡El Nube Roja me conoce!

—¡Sí; fíate de ese sakem!

A todo esto, los gritos se habían hecho tan agudos, que los dos amigos casi no podían entenderse, y las detonaciones de las tres armas mencionadas se sucedían sin interrupción, armando ensordecedor estruendo.

No cabía duda; en el bosque de la ribera del Atabasca se libraba rudo y sangriento combate.

¿Eran dos tribus de indios que luchaban entre sí para procurarse cabelleras que llevar como trofeo a la aldea para adornar sus wigwanes (tiendas), o un asalto a alguna colonia de emigrantes procedentes del Oeste? Esta segunda hipótesis era más probable que la primera, pues en los tres meses que Back y Bennie llevaban morando en aquella parte de la pradera, nunca habían visto aparecer tribu alguna contra los famosos guerreros de Nube Roja, el jefe de los Cuervos y de los Panzudos.

El furioso tiroteo duró cinco minutos casi sin interrupción, aterrorizando a caballos y bueyes refugiados en torno del carro; luego cesó bruscamente. Todavía se oyó a lo lejos, y de vez en cuando, algún disparo aislado; mas al fin cesaron todos los rumores, y el silencio más absoluto recobró su imperio en la gran pradera.

—¡Satanás! —exclamó Back, que había escuchado vivamente emocionado—. ¡Se acabó!

—¡No quisiera haberme hallado en la piel de los vencidos! —murmuró Bennie—. Los pobres diablos habrán sufrido todos la horrorosa operación de arrancarles la cabellera. Esos guerreros de Nube Roja parece que hacen colección.

—¡Mucho ojo, Bennie!

—¿Temes algo?

—Los indios ensoberbecidos por su victoria, pudieran emprenderla con nosotros.

—No sería extraño. Y estando los dos solos…

—Y lejos de todo centro habitado. ¡Montemos a caballo, Back! Estaremos más seguros en nuestros corceles que en el carro. Desde luego, podremos distinguir al enemigo a distancia y evitar que nos sorprenda echándosenos encima de improviso. ¡Ah! ¡Si ya lo decía yo! ¡No puede uno fiarse de esos farsantes! ¡La pipa de la paz! ¡Bah! Antiguamente, el que había fumado una vez el kalumet con los pieles rojas podía considerarse amigo, pero ahora… ¡A caballo, Back! Comienzo a no creerme muy seguro. ¿Tienes tu revólver?

—Y mi machete.

—¡Perfectamente!

El llamado Bennie lanzó un silbido breve y sonoro; su compañero le imitó.

Entre los animales agrupados estrechamente alrededor del carro prodújose cierta confusión; parecía como si algunos quisieran romper las filas vivas que los rodeaban y encerraban; luego se vio separarse de la masa de bueyes y caballos hacinados dos bultos gigantescos que se lanzaron, relinchando, en dirección de nuestros amigos.

Eran dos magníficos potros de la pradera, de cabeza chica, pequeños, vigorosos, de piernas delgadas y nerviosas, de ancha grupa y cola tan larga, que casi les llegaba al suelo. Dos preciosos ejemplares.

Estos caballos, que todavía abundan mucho en las vastas praderas del oeste de Norteamérica, lo mismo que los que pueblan las pampas sudamericanas, hállanse en estado salvaje, y son fuertes, resistentes e incansables, no obstante su menguada estampa.

Descendientes de los importados por los españoles en América poco después del descubrimiento y conquista de aquel inmenso continente, se multiplicaron de tal manera, que en quince o veinte años se diseminaron por toda la superficie del Nuevo Mundo, formando, en libertad, una raza que sustituyó a la indígena, la cual desapareció misteriosamente, no sé si por obra de los indios o por alguna epidemia.

Loé dos potros, ya domados, acudieron obedientes al silbido de sus dueños, y acariciaron con su hocico las espaldas de ambos amigos, lanzando un prolongado relincho.

—¡A caballo! —mandó el llamado Bennie.

De un admirable salto, y sin apoyarse en los estribos, ambos montaron, empuñando las riendas y tratando de descubrir con la mirada lo que sucedía en el confín del horizonte.

—¿Ves algo, Bennie? —preguntó Back después de algunos instantes de silencio.

—Absolutamente nada. Parece que la pradera ha recobrado su tranquilidad.

—Si nos llegásemos hasta la orilla del río…

—¡Hum! ¿Tú crees…?

—Tengo curiosidad de saber lo que ha ocurrido allá.

—Lo primero para mí es no perder el ganado, Back. ¿Quién me asegura que los pieles rojas no están espiándonos, con la esperanza de ver que nos alejamos?

—¡Bah! Y si los indios cayesen sobre nosotros para robarnos el ganado, ¿quién se lo impediría, Bennie? Dos carabinas son muy poca cosa para contener a esos arrancadores de cabelleras.

—Ya lo sé; pero, sin embargo, prefiero estarme aquí, Back. Mañana, al alba, una vez seguros de que la pradera está desierta, iremos a ver lo que ha pasado en la ribera.

—¿Habrá habido un verdadero combate?

—No me cabe duda, Back.

—¿No habrá sido una falsa alarma, una treta para alejarnos de aquí?

Bennie iba a responder cuando se oyó a lo lejos un aullido estridente, mezcla de triste y lúgubre.

—¿Has oído, Back? —preguntó Bennie, alargando la cabeza como para oír mejor.

—¿El aullido de un lobo?

—Sí; pero ¿sabes lo que significa?

—Que ese voraz animal ha topado con cadáveres que le sirven de pasto.

—Indudablemente, Back. En la ribera del Atabasca se ha librado un combate, y los lobos se preparan a proporcionarse un festín con las víctimas.

—¡Sólo de pensarlo me dan escalofríos, Bennie!

—¡Bah! ¡Porque eres novato en la pradera! Cuando seas veterano en estas sabanas del Gran Oeste… ¡Ah! Yo he visto muchas otras escenas, y he luchado con lobos mucho más voraces. ¡He presenciado verdaderos horrores en la pradera!

Al primer aullido que había resonado en la lejanía pronto sucedió otro, y luego un tercero, seguido por un cuarto y un quinto.

Los ladrones de cuatro patas, atraídos por el olor de la carne fresca, llamaban a sus compañeros para que disfrutasen del banquete y rematar a los heridos que hubiera entre los cadáveres.

—¡Bennie! —exclamó emocionado Back—. Si hubiese entre las víctimas algún herido a quien pudiéramos salvar… ¿No podríamos sustraer a alguno de los dientes de los lobos?

—Sí, puede que haya algún herido; pero ¿en qué estado lo hallaremos? ¿Crees que los indios no le habrían arrancado la cabellera?

—Pero he oído decir que no todos los hombres que padecen tan horripilante operación mueren.

—Cierto; y yo he visto a varios que han vivido aún muchos años. Mi amigo Tador, por ejemplo, vaquero del señor Wood, sufrió esa operación, y está sano y robusto, si bien de vez en cuando padece fuertes dolores de cabeza, especialmente cuando cambia el tiempo.

—Ya ves, pues, que podríamos salvar a alguno.

—¡Hum! ¿Y los animales?

—Dentro de una hora apuntará el alba.

—No digo que no.

—Si los indios no se han aprovechado de las tinieblas para atacarnos, no se atreverán a hacerlo ahora que los astros comienzan a palidecer. ¿No oyes los aullidos de los lobos grises?

—Son los coyotes, Back.

—También son peligrosos cuando se reúnen en gran número, Bennie.

—¿Y…?

—¿Vamos?

—¡Sí! —dijo Bennie, tras breves momentos de vacilación—. Pero hagamos primero una inspección para ver el estado de nuestros animales. ¡Desconfío mucho de los pieles rojas!

—Hagámosla.

Poniendo los caballos al galope, dieron una vuelta al amplio círculo en que se habían refugiado los animales, amontonándose en torno del carro y formando una masa enorme que se distinguía entre las tinieblas, reunieron los bueyes y los caballos, que se habían quedado algo apartados del montón, y continuaron dando vueltas cada vez más anchas y de mayor diámetro para convencerse de que no había indios acechando detrás de las altas hierbas.

Luego, persuadidos de la ausencia de los pieles rojas, dirigieron sus cabalgaduras hacia el Norte. Por aquella parte el horizonte hallábase limitado por una faja bastante oscura, que debía ser la linde de algún bosque.

Los astros comenzaban a palidecer lentamente, y de Oriente surgía una luz pálida que se difundía por el cielo.

Algunas avecillas se alzaban de entre los matorrales o bosquecillos, y describían en el aire caprichosos giros, lanzando de vez en cuando un trino como primer saludo al astro diurno que iba a aparecer, y los grillos, escondidos entre las altas hierbas, comenzaban a interrumpir su monótono concierto.

En cambio, a lo lejos, hacia la ribera, resonaban todavía los lúgubres aullidos de los lobos y los tristes ladridos de los coyotes, verdaderos lobos de la gran pradera de la América septentrional.

Bennie y Back cabalgaban con las piernas flojas para estar prontos al primer peligro a saltar a tierra, llevando preparadas las carabinas de percusión central, y mirando atentamente entre las altas hierbas que podían ocultar cualquier emboscada de los indios.

Ya hacía veinte minutos que galopaban sin haberse dirigido la menor palabra ni trocado la más mínima observación, temiendo a cada paso una sorpresa, cuando Bennie detuvo bruscamente su caballo, obligándole a doblar las rodillas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Back, dispuesto a la ofensiva como a la defensiva.

—Mira allá, a la margen del bosque que bordea el río. ¿No ves nada?

—¡Calla, sí! ¡Cualquiera diría que es un carretón medio volcado!…

—Ayer no estaba.

—¡Ya se ve que no! Al mediodía estuve cazando por acá y no lo vi.

—Eso significa, Back, que no se trataba de una falsa alarma, sino de un verdadero combate. Vamos a encontrarnos varios pobres emigrantes horriblemente mutilados.

—¡Vamos a verlo! ¿No ves los lobos agrupados en torno del carro?

—¡Sí; por cien mil cuernos de bisonte! —contestó Bennie arrugando el entrecejo—. ¡Esas sangrientas fieras están devorando los cadáveres! Adelantemos con prudencia y con los fusiles preparados.

Espolearon ligeramente a sus caballos y adelantaron con toda precaución, observando atentamente tanto el carro como los matorrales próximos.

La luz, que aumentaba con rapidez, permitía percibir casi distintamente lo que había junto al bosque costero del Atabasca. El carro era ya del todo visible; un carromato grande, macizo, pesado, de los que usan los emigrantes de las regiones orientales, verdaderas fortalezas ambulantes arrastradas por seis y a veces ocho pares de bueyes o de caballos.

El enorme toldo arrastraba por tierra medio roto, y el carro, bien por haber perdido una rueda o por haberse hundido en un bache o hendidura del terreno, estaba medio volcado hacia la derecha. Ante el vehículo yacían algunos caballos, sobre los cuales revoloteaban varios buitres.

Más allá veíase un grupo de quince o veinte animales semejantes a nuestros lobos, pero con hocico de zorros, pelo largo amarillento, cuerpo robusto y de sesenta a setenta centímetros de largo; eran los coyotes o «lobos de la pradera».

Al ver acercarse a los jinetes, se prepararon a retirarse, enseñando las fauces ensangrentadas y lanzando breves y continuados ladridos.

—¡Ah, diablo, condenados tragamuertos! —gritó Bennie, amenazándoles con su carabina, en tanto que el caballo, espantado por los ladridos, se encabritaba.

—¡Mira! —exclamó en aquel instante Back, refrenando su corcel y señalando a un bulto tendido en tierra.

—¿Qué?

—¡Un hombre a quien han arrancado la cabellera!

Bennie se había alzado sobre los estribos; encorvóse y se fijó en el hombre, alto y fornido, que yacía entre las altas hierbas, vestido de pana azul oscura, y ceñida al cuerpo una cartuchera llena por la mitad de cartuchos. Usaba botas altas de cuero sin curtir. Se cubría el rostro ensangrentado con las manos. Su cráneo daba horror. Arrancada su cabellera con el cuero cabelludo con la habilidad y práctica común a los indios, en vez del pelo y la piel se veían cavidades, huesos y grandes coágulos de sangre.

—¡Indeseables! —gritó indignado Bennie.

—¡Y mira allá dos indios que cayeron uno sobre otro! —dijo Back—. Lo que prueba que ese valiente no ha sucumbido sin lucha. ¡Qué horrible cosa, Bennie!

Ya iban a pasar adelante, cuando notaron que el desgraciado hacía un leve movimiento con una mano, y luego le oyeron murmurar débilmente:

—¡Agua! ¡Agua!

CAPÍTULO II. MUTILADO POR LOS PIELES ROJAS

La inmensa pradera del Noroeste americano, lo mismo que la Pampa argentina, ofrece infinitos recursos a los ganaderos.

Aquellas inmensas llanuras, pobladas de altas gramíneas y de las suculentas hierbas llamadas por los yanquis buffalo-grass, son el verdadero paraíso de los caballos, bueyes y bisontes, que engordan rápidamente, casi sin gasto alguno para los propietarios.

Lejos, por lo general, de los centros de población, y de propiedad exclusiva de los indios, que la consideran como sus «territorios de caza», los grandes ganaderos han imitado a sus colegas de la América del Sur, los argentinos, que confían sus caballos y sus bueyes a los gauchos, caballeros indómitos de la Pampa y por eso los americanos del Norte han creado sus vaqueros. Unos y otros son «pastores de a caballo», audaces, batalladores, jinetes incansables, indómitos y de carácter altivo y violento.

Los vaqueros norteamericanos reciben en consignación una partida de ganado y un carro, que contiene provisiones para cinco o seis meses; se internan en la pradera, acampan donde les parece, sin preocuparse de si lo llevará a mal la tribu india que se cree propietaria de aquel territorio ni de si su cabellera irá a adornar más tarde o más temprano la tienda de algún guerrero rojo.

Son gente sin escrúpulos ni temores, dispuestos a todo, resueltos y audaces; a veces, cazadores de profesión, corredores de la pradera, aventureros; otras, hombres arruinados que han brillado en la sociedad más opulenta de alguna ciudad de la Unión; abogados, médicos llegados de ultramar y reducidos a la miseria; y hasta, de cuando en cuando, delincuentes que han sufrido condena, y aun escapados de presidio.

Siempre a caballo, jinetes admirables, o por lo menos incansables, sin otro cuidado que evitar que se extravíe el ganado que se les confía, sabiendo que cabeza que se aleja del rebaño pueden considerarla perdida, bien devorada por los lobos, que siguen pacientemente el ganado pronto a devorar los animales rezagados o los que, por las noches se alejan un tanto del campamento, los vaqueros acampan donde hay mejor hierba y agua próxima, y su enorme carro les sirve de casa.

Son hombres frugales; se contentan con poco, y fiambre; alguna vez se dan un festín con caza silvestre, que asan medio enterrándola en el suelo. No abandonan la pradera mientras dura la buena estación. Van avanzando por la inmensa llanura, por aquellas tierras vírgenes, luchando denodadamente contra todos los obstáculos, batallando sin cesar con los indios, que los odian, y con las fieras, que codician el ganado. Cuando las primeras nieves caen, emigran, se vuelven. ¿Se vuelven?… No todos, en verdad. Son muchos los que dejan sus Huesos en aquellos campos, y algunos animales pasan de su poder al de los pieles rojas; pero ¿qué importa? Son incidentes insignificantes que no desalientan a los demás vaqueros ni a los propietarios del ganado.

Para asemejarse más a sus colegas continentales del Sur, los gauchos, los vaqueros, en cuanto regresan a las poblaciones, se gastan en orgías desenfrenadas la paga que reciben; pero tan pronto como se acerca la buena estación, ya están dispuestos a montar a caballo y volver a la pradera. Aquella vida libre, aventurera, llena de peligros, parece seducirlos, fascinarlos.

Bennie y Back eran también vaqueros; el primero, ya veterano, canadiense de origen, fue antes cazador de profesión; luego, minero en las minas de plata del Colorado, y después, perdidas todas sus ganancias, y renegando de la civilización, se hizo vaquero. Era un hombre hermoso, el prototipo de los aventureros de la pradera: alto, musculoso, de fuertes brazos, ancho de pecho, enérgica cabeza, cubierta de espesa y larga cabellera negra no rizada, y con ojos oscuros de mirada penetrante y barba partida.

No había dejado el pintoresco traje de los cazadores de la pradera. En vez del sombrero de alas anchas usado por los vaqueros, usaba el gorro de piel de coatí con la cola colgante a guisa de borla por un costado; llevaba el cuerpo cubierto por una zamarra de paño grueso azul oscuro, cinturón ancho de cuero con gran cartuchera, y del cual pendía uno de esos grandes y fuertes machetes que los yanquis llaman bowie-knife, calzones de piel sin curtir y altas botas fuertes con espuelas mejicanas.

En cambio, su compañero, Back, mucho más joven, tal vez diez o doce años menor, muy moreno, de barba incipiente y ojos negrísimos, tenía todo el tipo del hispanoamericano. Mejicano de origen, ávido de emociones y deseoso de correr aventuras, emigró muy joven y trasladóse a la parte occidental de los Estados Unidos atacado por la fiebre del oro.

Después de haber sido minero en Nevada y en el Colorado, con poca suerte a causa de su juventud e inexperiencia, se asoció, o mejor dicho, se juntó con Bennie para compartir sus peligros. Unido con él en la ciudad, quiso acompañarle también en la pradera, con la esperanza de medrar más en el oficio de vaquero.

Llegaron a hacerse inseparables, y ejercitaron sus rudas faenas durante dos estaciones seguidas en la falda de las Montañas Pedregosas al servicio de un gran propietario de Lytton, y después habían pasado a prestar sus servicios al señor Harris, el más opulento ganadero de Alberta.

Salieron, pues, de Edmonton, ciudad pequeña junto al río Saskatchewan del Norte, con otros dos compañeros, al cuidado de doscientos bueyes y veinticuatro caballos, a primeros de marzo de 1897, y ya habían atravesado el río Atabasca en dirección al lago de los Esclavos, a fin de pasar la estación en aquella hermosa parte de la pradera; pero en un encuentro con los indios, cayó muerto uno de sus compañeros, y el otro tuvo que retirarse más que a prisa al próximo poblado para curarse de una grave herida. Pocos días después acampaban en el sitio donde los hemos encontrado.

Al oír al herido, que ellos de buena fe creyeron muerto, pedir agua, refrenaron los caballos y se quedaron contemplándole estupefactos.

—¡Cuerno de bisonte! ¿Me engañó el oído o soy víctima de alguna pesadilla? ¿Será posible que un hombre que ha sufrido tan espantosa mutilación, después de tres o cuatro horas dé todavía señales de vida? ¡Es el caso más extraordinario que he visto en mi vida!

—Pero ¿será él el que ha hablado? —preguntó Back con viva emoción.

—Tu pregunta me prueba que mis oídos funcionan bien, que no estoy soñando, puesto que también lo has oído. Tenme el caballo, Back, que voy a ver este milagro.

Dicho esto, Bennie entregó las riendas a su compañero y saltó a tierra, aunque sin abandonar su carabina. Con paso rápido, pero mirando atentamente alrededor y pronto a la defensiva, se aproximó al mutilado y se inclinó para examinarle.

El infeliz, después‘de haber pronunciado aquellas dos palabras y hecho el gesto que sorprendieron nuestros amigos, cual si tales esfuerzos le hubiesen extenuado por completo, indudablemente parecía muerto.

—¡Diablo! —murmuró el vaquero—. ¡Creo que ya no necesita nada! Pero…

Y desnudando su machete, puso la límpida hoja ante la boca del supuesto cadáver. Al cabo de un instante el acero se empañó ligeramente con el débil aliento del herido.

—¿Qué? —preguntó con ansiedad Back—. ¿Vive aún?

—Sí —respondió Bennie—. ¡Cuerno de bisonte! ¡Ya me parecía a mí imposible que un hombre tan fornido y que no parecía haber recibido otra herida, hubiera muerto tan súbitamente! Back, amigo mío; quizá podamos salvarle.

—¿Lo crees así?

—El hombre es robusto, sólido, fuerte…

—Bueno, ¿y qué tenemos que hacer?

—Subirle a uno de nuestros caballos y llevárnoslo al campamento.

—Tal vez haya algún otro herido más.

—Por ahora cuidémonos sólo de éste. ¡Alza! ¡Ayúdame!

Back saltó a tierra, trabó una con otra las bridas de los dos caballos, y llegóse a auxiliar a su compañero.

El herido fue delicadamente alzado, viéndose entonces que era un hombre fornido, de constitución robustísima, mucho más todavía que el propio canadiense; de anchos hombros, rostro audaz, ligeramente bronceado; miembros musculosos, de unos cuarenta años, y con barba larga, negrísima y poblada. Podía ser un hispanoamericano o un europeo de las regiones meridionales.

Bennie y Back, aunando sus fuerzas, le llevaron hasta el caballo más próximo y le colocaron en la silla, sujetándole convenientemente para que no cayese.

El herido no dio signo de vida durante la operación: lívido más que pálido, y con los ojos medio cerrados, parecía un cadáver.

—¡Pronto! ¡Al campamento! —ordenó Bennie—. ¡Afortunadamente, este desgraciado no ha recibido ni un balazo ni una herida de arma blanca o de flecha!

Pusiéronse en marcha al paso para evitar al herido el traqueteo consiguiente, y sin incidentes y sin que el herido hubiera vuelto en sí, llegaron al campamento. Una vez allí, subieron al infeliz con mil precauciones al carro y le depositaron en un colchón a cubierto.

—Back —dijo Bennie—. El señor Harris debe de habernos provisto de antisépticos, si no me engaño.

—Hay algodón fenicado, creo —repuso el joven.

—¡Dámelo pronto! ¿Hay también una esponja?

—Debe de haberla.

—Empápala bien con agua y tráela. Trataremos de calmar la inflamación.

Poco después el vaquero llevaba a su camarada cuanto le había pedido, más varios pedazos de tela.

Bennie pasó delicadamente la esponja por el desnudo cráneo para arrastrar la sangre coagulada que lo cubría. Repitió una y otra vez la operación, y a la cuarta el desdichado lanzó un suspiro y se estremeció violentamente.

—¡Bueno; nuestro hombre quiere volver en sí!

Limpiado el cráneo, lo cubrió con algodón fenicado, y luego vendó con mano hábil la cabeza. No podía hacer más, por carecer de otros recursos. Luego colocó al herido en buena postura, procurando que la cabeza quedase más alta que el cuerpo, y esperó a que recobrase el conocimiento.

No habían transcurrido tres minutos, cuando el mutilado suspiró por segunda vez e hizo un ademán con ambos brazos como si rechazara o apartara algo.

—¡Vuelve en sí! —exclamó Bennie, que le observaba atentamente.

—¡Desgraciado! ¡Quizá sufra dolores espantosos!

—Así lo creo; pero curará; te lo aseguro.

En aquel instante, de los labios del herido salió un sonido ronco. Parecía hacer esfuerzos para despegar la lengua, a fin de pronunciar alguna palabra.

—¿Quieres beber? —preguntó Bennie, inclinándose hacia él.

Al oír la oferta, el mutilado hizo un esfuerzo y abrió los ojos, grandes, de pupilas negrísimas, y miró con estupor al vaquero, en silencio por algunos instantes. Luego abrió los labios y pudo decir, no sin trabajo:

—¡Agua!

Bennie cogió una botella con agua mezclada con whisky, y la introdujo por el cuello en la boca del herido. Este bebió ávidamente varios sorbos, sonrió, y con un ademán dio las gracias a los vaqueros.

—¿Puedes hablar? —interrogó Bennie.

El mutilado hizo un gesto afirmativo.

—¿Os asaltaron los indios?

—Sí —repuso el herido.

—¿Erais muchos?

—Cinco.

—¿Fueron muertos todos tus compañeros?

El desdichado negó enérgicamente con la mano, y luego tartamudeó un nombre.

—Ar… man… do.

—¿Qué significa eso? ¿Es un nombre extranjero?

—Sí.

—¿Han matado al que lleva ese nombre?

—¡No…, no! —repuso el herido con gran energía.

—¿Ha sido hecho prisionero por los indios?

—¡Sí…, sí!

—¡Cuerno de bisonte! —exclamó el vaquero frunciendo el ceño—. ¿Y es un hombre ese Armando?

—Niño.

—¿Un muchacho?

—Sí.

—¿Y los indios le han robado?

—Sí.

—¡Bandidos! ¿Estaba herido?

—No.

—¿Y tus compañeros? ¿Fueron muertos todos?

—Lo supongo.

—Back —dijo el canadiense—, necesitamos volver de nuevo a la ribera. Tal vez haya algún otro herido.

—Vamos al bosque —le dijo— para ver si alguno de tus compañeros necesita socorro. No temas nada. Los indios, a lo menos por ahora, no vendrán aquí; estáte seguro de ello. Además que nuestra ausencia será breve.

El infeliz hizo un gesto de asentimiento, y con un tono de voz en que se sentía vibrar la angustia, murmuró:

—¡Armando!

—Sí, lo comprendo: estás inquieto por él; pero te prometo que no le abandonaremos. Nube Roja me conoce, y tal vez me teme.

—¡Gracias! —contestó el herido.

—¡Vamos, Back! Veremos cómo acaba esta triste aventura.

CAPÍTULO III. «COLA ABIGARRADA»

Los dos vaqueros bajaron del carro, montaron en sus caballos, reunieron apresuradamente algunos animales que se habían diseminado por la pradera, obligándoles a juntarse con el resto del ganado, y partieron a galope hacia el bosque.

En quince minutos estaban junto al medio tumbado carromato, que se hallaba en el mismo estado, probando así que los indios no habían vuelto.

Los dos amigos buscaron en vano algún herido a quien socorrer, hallando pruebas fehacientes de lo recio de la lucha: varios indios muertos, caballos, cajas rotas, pedazos de lanza, no sólo junto al carro, sino hasta en el mismo bosque.

—La lucha ha sido recia, y temo que los lobos hayan completado la obra de los indios.

—Busquemos, Bennie. A veces los lobos, lo sabes mejor que yo, no se atreven a atacar a los heridos.

—Es verdad; pero oigo voces de socorro.

—¿Por qué no damos voces nosotros?

—Sería una imprudencia. ¿Quién nos asegura que no hay algún indio acechando?

—¿Lo crees así?

—Lo sospecho. ¡Ejem!

—¿Qué hay?

—¡El cadáver de un blanco!

—¿Dónde?

—¡Junto a aquel matorral!

Back se aproximó rápidamente al cadáver. Era el de un individuo aún joven, grueso y robusto. Yacía junto al matorral con las manos cubriéndose el rostro; también había sufrido el suplicio, la horrible mutilación capilar que el compañero salvado por los dos vaqueros. Pero, además, tenía dos heridas de lanza en el pecho y un balazo en el cuello.

—¿Muerto? —preguntó Bennie.

—Ya helado. En este pobre cuerpo los indios han hecho un verdadero destrozo.

—Monta, pues, y vamos a buscar a los otros.

—¿Y los dejaremos a los lobos?

—Si tenemos tiempo, volveremos a enterrarle. Pero, aun así, dudo que lo sustraigamos a los dientes de los ladrones de cuatro patas.

—¿Por qué, Bennie?

—¿Has olvidado al muchacho?

—¿El prisionero de los indios?

—El mismo.

—¿Quieres salvarle?

—A lo menos, intentarlo. ¡Arriba! ¡A caballo! ¡Ya hablaremos de esto luego!

Back se apresuró a obedecer, y los dos vaqueros continuaron su triste exploración, encontrando nuevos cadáveres de hombres blancos, hombres rojos y caballos. Los compañeros del mutilado tenían todos horribles heridas de tomahawk, la formidable hacha de guerra de los pieles rojas de la América septentrional.

Ya se disponían a regresar al campamento, convencidos de la triste suerte que había cabido a los emigrantes, cuando oyeron un grito angustioso que parecía el lamento de un niño.

—¿Qué es eso? —exclamó Back muy asombrado.

—Parece el grito del pájaro burlón —respondió Bennie—; pero también podría ser una señal.

—¡Una señal! ¿De quién?

—Aguarda un poco, amigo, y estáte preparado para luchar.

El canadiense se alzó sobre los estribos y registró atentamente con su perspicaz mirada el follaje de los árboles. Tras larga y concienzuda observación, logró distinguir un ave de pluma gris, patas largas y negras y de aspecto estúpido y adormilado.

—Ahí está, entre las ramas de aquella encina negra, un pájaro burlón; una avecilla que se divierte en imitar los cánticos de las demás aves, y también el sonido que acabamos de oír y que parecía surgir del suelo.

—¿Qué quieres decir?

—¡Hum! ¡Ni yo mismo lo sé! ¡Cuerno de bisonte!…

—¿Qué hay, Bennie?

—¿No ves agitarse imperceptiblemente las ramas de aquel matorral de zumaque?

—Sí.

—Allí hay alguien que trata de escaparse sin nuestro permiso. ¡Mucho ojo, y no te muevas!

—Apunta al matorral.

El canadiense bajó de la silla, y se tendió en el suelo, y apoyando una oreja en tierra, escuchó cosa de un minuto. Al levantarse, su faz, de ordinario tan tranquila, revelaba cierta inquietud.

—¡Back —susurró—, cuida de mi caballo y estate preparado! ¡Alguien se arrastra por allá!

El canadiense, conocedor de las costumbres de la pradera y los bosques, avezado a todas las astucias, dotado de agudísimo oído de cazador, no podía engañarse.

Encorvado para evitar más fácilmente alguna descarga imprevista, no ignorando que bastantes indios están provistos de excelentes fusiles de repetición, se dirigió silenciosamente hacia el bosquecillo de zumaque, el cual era bastante extenso.

Back no le perdía de vista y tenía preparada la carabina.

Al llegar muy cerca del matorral echóse en el suelo, arrastrándose con infinitas precauciones para no revelar su propia presencia.

Luego, de pronto, púsose en pie de un salto y apuntando al medio del bosquecillo, gritó:

—¡Ríndete, bribón! ¡Ríndete, o te alojo una bala en el cráneo!

A tal intimación, pronunciada con tono firme de resuelta amenaza, alzóse un hombre entre las ramas, diciendo con voz perfectamente tranquila:

—Mi hermano el rostro pálido, ¿no conoce ya a su hermano Cola Abigarrada?

El que así había hablado era un indio de buena estatura, como lo son generalmente todos los que pertenecen a la numerosa tribu de los Cuervos, llamados también los Panzudos, que se enseñoreaban desde las montañas de Columbia hasta el lago Atabasca, y aun más al Septentrión, disputando la primacía a los Pies Negros y a los Serpientes Alto, ancho de pecho, cuello grueso, musculatura potente, pómulos salientes, la faz tatuada de rojo, nariz aguileña, boca grande con labios delgados, ojos pequeños y algo cóncavos de pupila negrísima, no llevaba un pelo en la cara; según la costumbre india, se los arrancan con sumo cuidado; pero, en cambio, llevaba una cabellera negra, larga y lacia que contrastaba con el rojo color de su cara.

Aunque los indios sometidos al dominio de los Estados Unidos abandonaron casi del todo la pintoresca indumentaria nacional, sustituyendo la antigua diadema de plumas con un cilindro sin fondo y las calzas adornadas de cabelleras con pantalones de hiladillo, así como la capa de piel de bisonte con una manta de lana, aquel indio llevaba aún su penacho de plumas, su collar de monedas de plata mejicana y de dientes de animales, el moksiu, o sea calzones terminados en punta y adornados con uñas de oso gris colgantes, y una casaca de piel desconocida, pintarrajeada y provista de una cola de varios colores, tal vez para justificar su sobrenombre de Cola Abigarrada.

Bennie lanzó sobre el indio una viva mirada para cerciorarse de qué armas disponía tan peligroso hermano; pero no le vio ninguna ni en las manos ni tras de él.

El piel roja sostuvo impasible el examen, conservando ante la mirada dura y escrutadora del blanco el aspecto grave y majestuoso, peculiar a los de su tribu.

—¡Calle! —exclamó el vaquero afectando viva sorpresa—. ¡Si es mi hermano Cola Abigarrada! ¿Cómo le encuentro aquí escondido? Hacía mucho tiempo que no le veía, y creíale en el sendero de la guerra con Nube Roja, para vengar las ofensas hechas a su nación por los Pies Negros.

——En efecto; hace mucho que no veo a mi hermano el rostro pálido. La ultima vez que lo vi fue en la estación de las hojas cayentes.

—Cierto —repuso Bennie sin abandonar por un instante el fusil y vigilando a su interlocutor—. Mi hermano rojo, ¿buscaba quizá la huella de los Pies Negros?

—No; el ikkischota no ha sonado aún para congregar a la tribu.

—¿Qué buscaba, pues, mi hermano?

—Acechaba la caza. Dentro de pocos días celebramos la danza del bisonte, y ya sabe mi hermano que este año está muy escasa la salvajina mayor.

—Pues yo creí que mi hermano seguía el sendero de la guerra.

—¿Y por qué creía tal cosa mi hermano, el rostro pálido?

—Porque he visto en la pradera, y no lejos de aquí, varios cadáveres.

El indio lanzó al vaquero una mirada centelleante, pero que duró menos que un relámpago, y replicó con su acostumbrada calma:

—¿Mi hermano ha visto cadáveres? Pues entonces debo apresurarme a volver a la tribu para advertir a Nube Roja. La gran madre de los blancos quiere que se respeten a sus súbditos y tenemos que vengarlos.

—¿Conoce mi hermano Cola Abigarrada a los asaltantes?

—Habrán sido los Pies Negros.

Bennie soltó la carcajada.

El indio le miró foscamente, y luego, cruzando los brazos, replicó irónico:

—Mi hermano, el rostro pálido, está alegre. Se conoce que tiene en su carro buena provisión de agua de fuego.

—No; no he tenido tiempo esta mañana de beber whisky. Me río porque mi hermano el piel roja me cree muy cándido.

—¿Qué quiere decir mi hermano?

—Sencillamente que conozco a los indios que han asesinado a los blancos.

—¡Hola! —exclamó el indio sin perder un átomo de calma—. Entonces mi hermano me lo dirá.

—Cierto.

—¿Quiénes fueron?

—Los Panzudos.

—¡Ah, perro! —aulló el piel roja, haciendo ademán de bajarse como para coger algo del suelo.

Pero el vaquero no le perdía de vista, y, apuntándole al pecho, dijo con amenazadora firmeza:

—¡Quieto, o mueres!

El indio comprendió que la más mínima resistencia le costaría la vida, y, enderezándose de nuevo, cruzóse otra vez de brazos, y repuso con su impasibilidad habitual, que sólo por medio minuto parecía haberle abandonado:

—¿Es la guerra lo que mi hermano blanco desea? ¿No sabe que Cola Abigarrada es un guerrero respetado en su tribu y que su muerte sería vengada?

—Lo sé —contestó el vaquero—; y ni deseo la guerra con los Panzudos ni tengo la menor intención de matar a mi hermano rojo. Sólo quiero que me siga al campo y que me sirva de rehén hasta que yo haya hablado con Nube Roja.

—¡Yo prisionero!

—Sí, querido; y te advierto que si te obstinas en no seguirme, me veré obligado a alojarte en el cuerpo la bala de mi carabina.

—¿Y qué hará conmigo mi hermano el rostro pálido?

—Absolutamente nada. Mi hermano comerá en mi mesa, fumará cuanto quiera, beberá whisky, que aún me queda algo, y nada más. ¿Ha comprendido mi hermano? La disyuntiva es ser mi huésped por unas horas o recibir un balazo en el corazón.

—¿Y cuándo podré, volver a mi tribu?

—Muy pronto, si Nube Roja es razonable.

—¿Y podré llevar mis armas conmigo?

—No; déjalas donde están, y vendrás a buscarlas cuando hayas dejado de ser mi huésped. El whisky puede trastornarte la cabeza, y en un momento de extravío podría inducirte a arrancarme la cabellera, cosa que no me place, pues por ahora conservo apego a mi cabello, atendiendo a que en la pradera no se encuentran las pelucas entre el buffalo-grass. ¡Ea! ¡Ya hemos hablado bastante por ahora! Venga mi hermano el piel roja a comer con nosotros. Después de todo, un buen pedazo de bisonte asado vale mucho más que una bala en el estómago.

El indio le miró en silencio con ojos de donde brotaba oscura llama, reveladora de su deseo de acabar con su hermano blanco; pero hizo un ademán con la cabeza, y dijo brevemente:

—¡Sea!

—Me alegro de que se haga razonable mi hermano Cola Abigarrada —contestó sonriendo Bennie—. Sal pues, de ese matorral y anda delante de nuestros caballos. Te serviremos de escolta de honor.

El Cuervo obedeció, aunque a regañadientes. Bennie le vigilaba con cuidado. Llegaron al lado de Back; el canadiense saltó a la silla de su caballo y salieron del bosque, internándose en la pradera.

El indio iba delante de los caballos al paso largo habitual en los pieles rojas, quienes, si son habilísimos y consumados jinetes, son también incansables andarines, capaces de recorrer una distancia de cien kilómetros en una noche.

No daba indicios de inquietud ni de miedo, pues los indios tienen a menos mostrar sus sentimientos a los adversarios, y se revisten de una máscara de impasibilidad e indiferencia para hacer ver que son valientes; pero sus ojos escrutaban los alrededores del camino con particular atención, y, fingiendo distracción, no perdía de vista un solo movimiento de los vaqueros, prontos a aprovechar cualquier descuido para escapar.

Pero Bennie conocía con quién tenía que habérselas, y si el piel roja le espiaba, él no separaba un segundo la vista del prisionero, con el fusil preparado por lo que pudiera acaecer. Por su parte, Back, mejicano, como sabemos, había preparado el lazo, una larga cuerda de piel trenzada, que manejan sus compatriotas con sin igual destreza para cazar a la carrera los potros salvajes y los bueyes, y que hubiera servido para capturar al indio si hubiera cometido la imprudencia de intentar la fuga.

Al llegar al carro oyeron al herido, que preguntó con voz aún débil:

—¿Sois vosotros, amigos?

Cola Abigarrada se detuvo bruscamente, y mirando con fijeza a los vaqueros, exclamó:

—¿Quién es el que está en vuestro campo?

—Un conocido tuyo —respondió sonriendo Bennie.

—¿Un rostro cálido?

—Sí.

—¿A quien yo conozco?

—Así lo creo.

El vaquero descendió del caballo, haciendo previamente señal a Back para recomendarle que vigilara al indio, y entró en el carro. Él mutilado se irguió para recibirle, e hizo un esfuerzo para sonreír. Trató en seguida de hablar, pero Bennie le interrumpió:

—¡No temas, amigo! El muchacho será pronto libre.

—¿Le habéis visto?

—No; pero antes que se oculte el sol habré visto a Nube Roja.

—¿Y lo consentirá?

—Así lo espero, aunque solo sea para salvar la vida de Cola Abigarrada. Hemos hecho una buena presa, que nos permitirá salvar al chiquillo.

—¡Ah!

—¡Déjame hacer, amigo! Prometo salvarle.

—¡Me temo que le hayan matado antes que puedas tratar con Nube Roja!

—Si se tratase de un hombre, no daría una sola pipada a estas horas por su pellejo; pero afortunadamente se trata de un muchacho, y los indios tienen la buena costumbre de adoptarlos en vez de matarlos. Descansa tranquilo; y si necesitas algo, pídelo.

—¡Gracias! —contestó el herido, tendiéndose de nuevo.

—¿Padeces todavía mucho?

—¡Oh, sí; bastante!

—Lo creo; pero no lo dudes; curarás.

El vaquero le acercó una cantimplora de agua con whisky, y le recomendó que no se moviera y bajó del carro.

CAPÍTULO IV. A TRAVÉS DE LA PRADERA

Cuando Bennie volvió junto a sus compañeros, halló al indio en cuclillas, gravitando todo el peso de su cuerpo sobre los talones. Back estaba encendiendo fuego en una especie de fogón cavado en el suelo y despojado de hierba, para evitar uno de esos espantosos incendios, tan frecuentes en la inmensa pradera, y que causan verdaderos desastres, pues no sólo destruyen incontable número de salvajina, bueyes y caballos, sino también, a veces, tribus enteras de indios y convoyes de emigrantes.

Viendo tan tranquilo al indio, y como resignado con su suerte, Bennie se apresuró a ayudar a su compañero en la preparación del almuerzo; tanto más cuanto que el aire fresco de la mañana le había excitado el apetito.

Cuando estuvo dispuesto, sentáronse junto al indio y le invitaron a acompañarlos. Cola Abigarrada no se hizo rogar. Quizá en toda su vida no había disfrutado de una comida tan espléndida y abundante, pues hoy día los pobres guerreros de la pradera siempre andan luchando con el hambre a causa de la escasez de la caza, cada vez mayor, y sobre todo a causa de la casi total desaparición de los inmensos rebaños de bisontes.

Aunque en su interior estuviese muy enojado por hallarse prisionero, comió con excelente apetito, acaso demasiado, y bebió repetidos y largos tragos de un botellón de whisky que Bennie había bajado del carro.

El veterano vaquero mostraba extraordinaria amabilidad; se libró mucho de moderar el entusiasmo del piel roja por la bebida alcohólica, y hasta fue a buscar otra. No contento con esto, ofreció al indio una buena pipa de tabaco, no para embriagarle, puesto que los pieles rojas están acostumbrados a fumar un tabaco fortísimo, que suelen rociar con aguardiente, sino para excitarle a beber más. Tenía su plan.

Cola Abigarrada se aprovechaba. Fumaba como un árabe y bebía como un salvaje. Se había echado al coleto la primera botella, y la emprendió animosamente con la segunda. Aquel excelente whisky desataba su lengua, y de taciturno se convirtió en locuaz extremado, narrando sus hechos de armas, los combates en que había tomado parte, las tremendas luchas de su tribu con los Pies Negros, sus enemigos tradicionales y seculares, y las atroces torturas que hacían impasiblemente a los prisioneros de guerra.

Al oírle hablar del ataque nocturno a los emigrantes de la orilla del Atabasca, Bennie le interrumpió, preguntándole a quemarropa:

—¿Fueron muertos todos esos pobres diablos?

—Todos menos uno —contestó el jefe indio.

—¿Y por qué esa excepción?

—Porque se trataba de un niño, incapaz de defenderse.

—¿Le reservasteis quizá para el suplicio?

—No; era demasiado joven para resistir dignamente la tortura del palo.

—Entonces le habréis hecho vuestro esclavo.

—Sí; esclavo de Nube Roja. Con el tiempo acaso llegue a ser un gran guerrero. Los rostros pálidos robados de niños y criados entre los guerreros rojos llegan a hacerse jefes famosos.

—Lo sé; he conocido algunos en el Canadá. Así, pues, ¿eres que aún estará vivo?

—Hace tres horas vivía aún.

—¿Tiene alguna herida?

—Ninguna.

—¿Y crees que Nube Roja tendrá mucho empeño en quedarse con él?

—Es probable.

—¿Lo cambiaría por alguno de sus guerreros?

—Lo ignoro.

—¿Está lejos vuestro campamento?

—En la orilla occidental del lago.

—¿Lleva muchos guerreros Nube Roja?

—Más de cien. Esperan la llegada de los bisontes, que deben bajar del Norte.

—¡Ah! ¿Están de caza?

—Sí.

—¿Y qué hacía en el bosque mi hermano Cola Abigarrada, tan lejos de los suyos?

—Estaba encargado de vigilar…

—Sigue.

—¡Ya no me acuerdo! —repuso el piel roja, algo confuso.

—Beba mi hermano el guerrero rojo otro trago de agua de fuego y recobrará la memoria.

El indio cogió la botella y bebió un buen trago. Pero en vez de despegar los labios cayó cuan largo era, y permaneció inmóvil, como atacado de un síncope.

—¡Buena memoria te dé Dios! —exclamó Back, no pudiendo contener la risa—. ¡Lo que ha logrado es perderla del todo!

—Eso quería yo —contestó risueño Bennie—. Ahora podemos obrar libremente, sin temor de que este borrachín nos dé que hacer, o que durante nuestra ausencia remate al herido. Amigo Back, sé ya bastante, y te aseguro que no se respira por estos contornos un aire muy saludable, para nosotros por lo menos. Cola Abigarrada nos vigilaba a nosotros para sorprendernos. Te lo asegura un veterano corredor de la pradera. ¡Ah! Nube Roja quiere hacerse con nuestra piel; pero no sabe que la nuestra es demasiado dura, y en un caso desesperado tendría que contentarse con la de nuestro ganado. ¡Ea! Coge el lazo, Back, y ata a conciencia a ese borracho.

—Será inútil, Bennie. No abrirá los ojos antes de veinticuatro horas.

—Verdad es; pero, sin embargo, vale más no fiarse de estos demonios. Atale bien piernas y brazos, mientras voy a comunicar al herido nuestro plan.

Al oír el mutilado que el vaquero subía nuevamente al carro, no obstante los agudos dolores que debía de sentir, se incorporó. Quizá su instinto le advertía que se trataba del adolescente prisionero.

—¿Os vais? —preguntó con cierta ansiedad.

—Sí; vamos a hablar con Nube Roja.

Un relámpago de júbilo brilló en los ojos del mutilado.

—¡Sois muy buenos! —murmuró—. ¿Cómo podré pagaros tantas pruebas de amistad?

—¡Bah! En la pradera todos los blancos son hermanos, y se deben unos a otros protección contra los pieles rojas.

El herido le miró unos instantes en silencio, y dijo como hablando para sí:

—¡Con razón es el país del oro!

—¿Qué dices, amigo? —preguntó el vaquero, sobresaltado por aquella palabra que despertaba su antigua pasión de minero—. ¿Hablas de oro?

—Sí.

—¡Cuerno de bisonte! Es una palabra mágica que aguza los oídos. ¿Conoces algún país donde el precioso metal abunde?

—¡Silencio por ahora! Hablaremos más tarde. Quizá ahora tengáis prisa por marchar.

—Es verdad, porque el campo de Nube Roja no está cerca.

—¿Cuándo volveréis?

—Esta noche. No me fío ni gota de la hospitalidad de los pieles rojas.

—¿Me dejáis solo?

—Esa era mi intención; pero ahora he cambiado de idea. Si algún indio ve que Back y yo abandonamos el campamento y que nos alejamos, podría aprovechar la ocasión para matarte y libertar a Cola Abigarrada. Y eso no nos conviene, porque si perdemos el prisionero, perdemos también la esperanza de salvar al muchacho. Se quedará, pues, mi compañero. Tranquilízate y ten confianza en mis gestiones. ¡Adiós!

—¡Gracias!

El mejicano tenía ya ensillados los caballos y colgados del arzón unos saquitos con provisiones de boca, pues no es posible contar con la caza de salvajina, especialmente hoy día en que las grandes compañías norteamericanas están a punto de exterminarla. Bennie le impidió con un ademán que montara.

—No, amigo Back —le dijo—. Íbamos a cometer una barbaridad mayúscula marchándonos los dos.

—¿Por qué?

—¡Cuerno de bisonte! ¿Crees que Cola Abigarrada estaría solo? Sospecho que había con él algún otro que ha podido escapar sin ser visto por nosotros.

—Es posible.

—¿Y si nos espía?

—Al vernos abandonar el campamento vendría a libertad a su compañero.

—Ya ves que hace falta que te quedes. ¿Tienes miedo de quedarte solo?

—No tan solo, pues queda conmigo el mutilado, que, herido y todo, es capaz de ayudarme en caso de apuro.

—Cierto.

—Por el contrario, eres tú quién tiene mucho que temer.

—¡Bah! No me dejaré prender; te lo aseguro. Mi caballo es ligero como el viento. ¡Bueno; me voy! Si hueles algo sospechoso, encastillate en el carro y no ahorres municiones. Dentro de doce o quince horas, lo más tarde, estaré de vuelta.

—¡Adiós, Bennie, y sé prudente!

El vaquero, como hombre que sabe lo que puede costar un accidente cualquiera, examinó cuidadosamente la cincha, la silla y las bridas, la carabina y las municiones. Luego montó de un salto y se marchó, despidiéndose de Back con un gesto.

El caballo partió a galope por la verde llanura que se extendía hasta perderse de vista. Llevaba el fusil atravesado en la delantera de la silla, y en el cinto, el revólver, arma preciosa en un combate cuerpo a cuerpo. Echóse a la boca un trozo de tabaco, y mientras galopaba su corcel, o escudriñaba cada ondulación del terreno, cada matorral, bosquecillo o grupo de plantas capaz de servir de escondite a un enemigo.

—¡Todo va bien por ahora! —decía, satisfecho de su examen—. Si el. diablo no se mete por medio, dentro de cuatro o cinco horas fumaré el calumet en el wigwam de Nube Roja.

Volvió la cabeza y miró atrás.

Entre el verde esmeralda de la pradera destacábase netamente el gigantesco carro con su blanca cubierta de tela, que el sol iluminaba de lleno. Alrededor, por pequeños grupos, pastaban los bueyes y los caballos, y entre ellos, montado en su morcillo, se veía a Back, cuya mirada seguía cariñosamente al amigo que se alejaba.

—¡A la gracia de Dios! —murmuró Bennie—. ¡Si dejo la cabellera en manos de los Panzudos, querrá decir que llegó la hora de irme al otro mundo!

El caballo continuaba su galope; fogoso hijo de la pradera, de piernas de acero, ágil e incansable, sostenía su carrera hollando con firmeza y seguridad las grasosas y resbaladizas hierbas, con la crin y la larga cola al viento, cual si hubiera vuelto a su libertad.

De cuando en cuando volvía la cabeza hacia el jinete, como para ver si estaba satisfecho de lo rápido de su galope o para reclamar alguna caricia, que no se hacía esperar; luego proseguía con nuevo ímpetu su carrera, lanzando un breve relincho.

La pradera no cambiaba de aspecto. Las suaves ondulaciones del terreno semejaban el mar en calma, un océano verde, por las altas hierbas y el césped que lo cubrían. Había gramíneas que alcanzaban la altura de un hombre, pasto preferido por los bueyes y los bisontes; vastos campos de menta y otras plantas de aromas agudos y vivificantes, anchas zonas de sapindáceas y sapotáceas, grasas y suculentas para el ganado mayor y menor.

De cuando en cuando, el rápido corcel pasaba junto a los bosquecillos de rododendros, ya cargados de flores blancas, rosadas y purpúreas, en la sima de alguna ondulación o junto a alguna encina negra que crecía aislada, como perdida entre aquel océano de hierbas, o bordeando cualquier pequeño grupo de ramosos cedros enanos.

Al aproximarse el jinete, bandadas de urracas o de cuervos alzábanse de entre los matorrales batiendo estruendosamente el aire con sus alas hasta que el caballo había pasado y volvían a descender a tierra. A lo mejor aparecía y huía como una exhalación tal cual gacela, animal esbelto y elegante, grande como un ternero, de pelaje leonado en el lomo y casi blanco en el vientre y la graciosa cabeza armada de dos cuernos agudos, peligrosos en un encuentro. También los lobos, pacientemente al acecho de caza, huían ante el caballo lanzando breves aullidos y agitando la vellosa cola, si bien a los treinta o cuarenta pasos deteníanse a contemplar con ojos brillantes al jinete que se alejaba.

Bennie lo observaba todo atentamente, masticando con lentitud y fruición el tabaco. Habilísimo jinete, no dejaba de dirigir por un instante su cabalgadura, y de trecho en trecho se alzaba sobre los estribos para descubrir mayor horizonte con la vista.

La pradera parecía tranquila; pero no se fiaba del todo. Conocía demasiado bien la astucia de los pieles rojas para confiar por completo.

Hacía una hora que galopaba en línea, recta al Noroeste, cuando al extremo límite de la pradera distinguió una faja gris verdusca que parecía cortar buena parte del horizonte.

—¡Bravo! —murmuró—. ¡Dentro de veinte minutos llegaré a la orilla occidental del lago!

Miró al sol para orientarse sin necesidad de recurrir a la brújula que llevaba en el bolsillo, y dirigió su caballo hacia aquella faja oscura, que debía ser la linde de un bosque.

—¡Arre, Caribú! —dijo—. ¡De prisa, que aún nos queda bastante camino que recorrer!

El caballo, que se había dado un momento de respiro, comenzó de nuevo su carrera rapidísima sin dar muestras de cansancio, a pesar de haber recorrido ya quince kilómetros. Veinte minutos después, como calculara el vaquero, llegaban al bosque, formado por cedros, pinos que producen enormes piñas, romazas pletóricas de flores blancas y sauces.

Bennie detuvo su caballo, escuchó atentamente algunos minutos, y se internó en el bosque, atravesándolo a galope. Entonces hallóse ante una gran extensión de agua, centelleante bajo los rayos del sol, y que se extendía hacia el Norte. Era el lago de los Esclavos; el pequeño, que no hay que confundir con el otro, y el grande, mucho más al Septentrión, a 160° de latitud, en el territorio de los indios Dené; pero aun así, es un lago considerable, de unos cien kilómetros de largo por veinticinco o treinta de ancho. Desagua en el río Atabasca, al cual se halla unido por una especie de canal navegable para las canoas indias que lo surcan frecuentemente.

Después de examinar los alrededores, Bennie desmontó para dar descanso al caballo, y para matar el tiempo púsose a registrar los matorrales, recogiendo frambuesas y mirmos. Seguro de no tener malos encuentros, ni aun tomó la precaución de descolgar del arzón el fusil. Además, contaba con no alejarse mucho de su cabalgadura.

Hallábase en un matorral, cuando de pronto oyó un gruñido sordo y vio aparecer ante él una gran cabeza negra con hocico largo y agudo, armado con blanquísimos dientes, lo suficientemente recios y puntiagudos para asustar al más bravo corredor de la pradera.

—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie, poniéndose pálido—. ¡Un baribal!

La enorme cabeza negra, cubierta de pelo corto y reluciente, estaba inmóvil; sólo sus ojos negrísimos miraban atentamente al vaquero, más con inquietud que amenazadores. El inesperado encuentro sorprendió de tal modo a Bennie, que no pensó ni en retirarse.

Hombre y animal se contemplaron algunos instantes, inmóviles; luego el primero dio un paso atrás, aunque sin apartar los ojos de los de su adversario, y sacó su bowie-knife, retrocediendo siempre hasta que logró salir del matorral. Entonces volvió la espalda, corrió hasta llegar a su caballo, y apoderóse, satisfecho, de su carabina.

—¡Uf! —exclamó respirando libremente—. ¡Creo que me salvé en una tabla! ¡Mi querido oso, si quieres probar tus dientes en mi carne, te prometo que vas a pasar un mal rato!

El caballo venteó la proximidad de la fiera y relinchó de inquietud.

—¡No temas! —le dijo el vaquero—. ¡Aquí estoy yo para defenderte! ¡Aquí viene! ¡No parece muy enojado el pobre!

CAPÍTULO V. «NUBE ROJA»

Un gran oso negro, un baribal, como le llaman en la América del Norte, de unos dos metros de largo, salía del matorral.

Magnífica pieza, pues estaba muy gordo, si bien dichos plantígrados suelen estar muy flacos en tal época, por tener la costumbre de pasarse todo el invierno, de cabo a rabo, bajo la nieve, en el hueco de un árbol o en alguna cavidad entre peñas en estado de semisomnolencia.

Los baribales, llamados también muskawa, abundan todavía en el territorio británico del Noroeste y se mantienen casi siempre en lo más espeso de los bosques. Era, pues, extraordinaria la aparición de uno de esos animales en aquel lugar.

Bennie sabía que los osos negros no son batalladores, y que sólo atacan al hombre cuando están heridos; pero sin embargo, manteníase a la defensiva. Así, al cabo de algunos minutos, y viendo que el plantígrado no se movía contentándose con mirar, saltó sobre la silla y aflojó las riendas al caballo, que dio un brinco y partió a galope, muy contento de alejarse de la fiera.

Esta debió de creer que la huida era efecto del miedo, y comenzó a perseguir al vaquero; mas, aunque bastante corredor a pesar de su mucha carne, gran peso y cortedad de piernas, no podía competir con un corcel de la pradera, y al cabo de un cuarto de milla se detuvo y se metió en otro matorral.

Libre Bennie de aquel testarudo, a quien ya no temía, dirigió la mirada hacia la costa occidental del lago, esperando distinguir alguna columna de humo que le revelase la presencia del jefe indio. Pero nada se veía en el límpido horizonte.

—¡Bah! —murmuró—. ¡Estoy seguro de que los encontraré!

El caballo seguía su galope, haciendo huir las bandadas de aves ocultas entre las altas hierbas. De cuando en cuando alzábase también algún cisne batiendo ruidosamente las alas para sostener en el aire su pesado corpachón, y se alejaba dejando oír un largo silbido, semejante a la nota sostenida de una vigorosa trompeta.

Ya serían las doce cuando el vaquero creyó distinguir un ligero y sutil hilo de humo que salía de un bosque de abetos y pinos.

—¡Allí están! —se dijo—. Dejemos que tome aliento Caribú, y de otro galope nos reuniremos a Nube Roja. No me conviene fatigar a este caballo, que con su ligereza puede salvar mi cabellera.

Puso su corcel al paso, contempló el tenue penacho de humo que la brisa empujaba hacia el lago, y se convenció de que el campamento indio estaba en aquel bosque.

—Están a cincuenta kilómetros de nuestro carro, es verdad; pero esa distancia pueden salvarla en una noche si se les antoja atacarnos. Veremos cómo lo toma Nube Roja, y, en último caso, con tomar las de Villadiego… ¿Has descansado ya, Caribú? ¡Vaya! ¡Otro galope, y descansarás otro poco, tal vez un buen rato, no poniéndonos en lo peor!

Continuaron la marcha. Aunque Bennie vigilaba atentamente el camino, temiendo alguna emboscada, no vio hasta llegar a su lado a un guerrero indio, que, armado con el hacha formidable y el Winchester, destacóse de un formidable pino, en cuyo tronco parecía haberse incrustado. Era un hombre de estatura elevada y complexión robustísima, cubierto con una capa de piel de bisonte con pinturas groseras que querían representar cabezas de oso y patas de gacela.

—¡Alto! —gritó el piel roja, apuntando con su fusil.

—¡Calla! —exclamó Bennie sin obedecerle—. ¡Si no me equivoco, es mi hermano Mato-o-Kenko! (Oso vivo).

—Y tú eres el Gran Cazador, Hace mucho tiempo que no te veía. ¿Adonde va mi hermano el Gran Cazador?

—A ver al gran sakem (jefe) Nube Roja.

—¿Y quién ha dicho al Gran Cazador que el sakem se hallaba aquí y no en otra parte? ¿Ha hallado mi hermano algún hermano rojo? ¿Quizá a Cola Abigarrada?

—No —respondió el vaquero—; no he visto a nadie.

—Creí que le habría encontrado mi hermano.

—¿A quién? ¿A Cola Abigarrada?

—Sí. ¿No lo ha encontrado por la orilla del lago el Gran Cazador?

—No; sólo encontré un baribal

—¿No tendrá la lengua engañadora mi hermano? —preguntó receloso el indio.

—Mi lengua dice siempre verdad.

—Bueno. ¿Y qué desea el Gran Cazador?

—Fumar el kalumet con Nube Roja.

—Mi hermano blanco lo ha fumado ya.

—Sí; pero necesito hablar con el sakem.

—¿Quiere mi hermano tener una conferencia con él?

—Sí.

—Pues sígame mi hermano el Gran Cazador.

El piel roja colgóse el fusil del hombro y echó a andar guiando al vaquero; pero, aunque aparentando tranquilidad e indiferencia, pues los indios tienen a gala ocultar su inquietud y su recela, se hacía a un lado mientras caminaba, para poder espiar de reojo a su hermano el rostro pálido. Así atravesaron aceleradamente una parte del bosque, y al llegar a un claro, volvióse y dijo:

—Este es el campamento.

Bennie, que sólo tenía en los indios una confianza muy limitada, habíase puesto el revólver en el pecho, oculto por la chaqueta abrochada, y colgado la carabina del arzón de la silla para demostrar que entraba en el campamento como amigo.

En la plazoleta, entre multitud de caballos que pastaban en libertad, se alzaban unas doce tiendas en círculo. Eran coniformes, formadas por altas pértigas puntiagudas y pieles de bisonte pintadas de rojo con figuras grotescas representando cabezas de animales, cuernos de bisonte, serpientes, etc., y con pedazos de tela burdamente cosidos para cerrarlas.

En medio de los wigwams, el vaquero vio un palo grueso plantado en el suelo, al cual estaba sólidamente atado un jovenzuelo de tez blanca y ojos negrísimos. Aquel infeliz, indudablemente el muchacho por quien suspiraba el herido, ignoraba quizá la terrible suerte que le esperaba, y parecía tranquilo, mirando con más curiosidad que temor a los guerreros indios que le rodeaban riendo y charlando alegremente.

Al ver al vaquero lanzó un grito de estupor y trató de desatarse. Bennie fingió no reparar en él, y se dirigió a una tienda más grande que las otras, en cuya cima ondeaba un pedazo de piel de castor con un pajarraco pintado, que quizá quería ser un cuervo. Era indudablemente el tótem, o sea el estandarte de la tribu.

Treinta o cuarenta indios se apresuraron a rodear al vaquero, exclamando:

—Sí; el Gran Cazador —respondió Bennie—, que viene a fumar la pipa de la paz con Nube Roja.

—¡Aquí está el sakem!

Un indio de estatura casi gigantesca había aparecido en el umbral de la tienda que ostentaba el tótem de la tribu. Era hombre de aspecto majestuoso y recia musculatura, que debía de desarrollar una fuerza hercúlea. Podría contar cuarenta años lo mismo que cincuenta, a juzgar por las arrugas de su rostro. De facciones angulosas, piel roja cobriza y tatuada, mirada penetrante, de expresión feroz, y dotado de cabellos largos y negros, llevaba sobre los hombros, como jefe de tribu, un manto amplio de lana de corderos de la montaña y de pelo de perro salvaje, estupendamente labrado en malla con dibujos complicados en colores y adornado con una franja, tal vez hecha con cabelleras de enemigos. Cubrían sus piernas calzones de piel de gamo ceñidos, y llevaba en la cabeza un penacho de plumas.

—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué viene a buscar mi hermano el Gran Cazador a nuestro campo? ¿Le trae la esperanza de salvar del tormento al rostro pálido prisionero? Si es así, puede mi hermano volverse por donde ha venido.

La acogida no era muy alentadora que digamos; pero el vaquero conocía demasiado a los indios para desanimarse. Bajó, pues, tranquilamente del caballo, le sujetó por las riendas a un poste cercano a la tienda del jefe, y dijo con calma:

—El Gran Cazador saluda al gran sakem Nube Roja, y desea fumar con él el kalumet de la paz antes de explicar el objeto de su visita.

—¡Sea bien venido el Gran Cazador! Convocaré al Consejo de los Ancianos, pues veo que se trata de una conferencia. Sígame sin temor mi hermano blanco.

El vaquero aseguróse con rápida mirada de que no trataban de impedirle escapar en caso de peligro, y siguió al jefe al interior de la tienda, que cerraba una estrecha y pesada cortina de gruesa piel.

El wigwam estaba lleno de humo, pues los indios tienen la costumbre de guisar en medio de su tienda y ahumar la carne que quieren conservar. Bennie distinguió apenas entre las nubes de humo las pieles de bisonte que servían de lechos.

Nube Roja iba delante de él quitándole los estorbos del camino para que no tropezara, y, sentándose ante el fuego, le invitó con un ademán a hacer lo propio.

Inmediatamente entraron seis indios más, todos ancianos de rostro arrugadísimo, que saludaron lacónicamente al extranjero, y se sentaron en torno del fuego. Un joven guerrero trajo el kalumet, una pipa de tubo larguísimo con la cazoleta de tierra dura y negra esculpida con toscas figuras alegóricas, y con tres pies para sostenerla en el suelo.

Nube Roja la cargó de tabaco previamente bañado con aguardiente y apenas seco, fumó grave y majestuosamente, lanzando cuatro bocanadas de humo a los cuatro vientos. Tras pronunciar algunas palabras misteriosas, pasó el tubo al vaquero, que hizo lo mismo, pasando el tubo a su vez a su vecino. Así circuló; y cuando todos hubieron fumado y la pipa sagrada fue devuelta a la tienda de la medicina, Bennie tomó la palabra en medio del más profundo silencio.

—Mi hermano Nube Roja, a quien inspira el Gran Espíritu, ha adivinado el objeto de mi venida. Estoy aquí para apelar a los sentimientos generosos de los invencibles guerreros rojos y recordarles la promesa solemne hecha por ellos a los representantes de la Gran Madre de no atacar, torturar ni matar a los hombres blancos, enterrando para siempre el hacha de guerra conforme a los deseos del Gran Padre, y como han hecho ya las poderosas tribus del Sur. Mis hermanos han asaltado una caravana de pobres hombres blancos, los han matado, se han apoderado de sus cabelleras y han hecho prisionero al más joven para atarlo al poste del tormento. Pues bien; yo, el Gran Cazador, vengo a pediros la libertad del infeliz blanco, en nombre, de la Gran Madre.

Nube Roja y los ancianos de la tribu habían escuchado atentamente al cowboy con su característica impasibilidad. Cuando hubo terminado, el sakem escupió dos veces, se soltó el manto y habló:

—Mi hermano, el Gran Cazador, es muy elocuente, y nosotros le queremos y le respetamos; pero su lengua se ha descarriado esta vez del camino derecho. Ha dicho que los Cuervos asesinaron a los blancos, y es cierto; sin embargo, ha omitido decir que habían obrado bien. ¿Sabe mi hermano quiénes eran esos rostros pálidos y qué querían? Hubo un tiempo en que los Cuervos, como los Pies Negros y los Sioux y los Serpientes vivían tranquilos, disfrutando de sus territorios de caza para perseguir al bisonte, que constituía su alimento principal, y recorrían libres y felices la inmensa pradera que les legaron sus antepasados. Pero del país en que el sol se esconde y del país en que el sol aparece llegaron los hombres de la cara pálida, y han destruido y aniquilado las manadas de bisontes, quitando a los pobres guerreros rojos sus medios de subsistencia. ¿Qué más? Han constreñido a retirarse a los verdaderos propietarios del suelo, reduciendo considerablemente sus dominios hasta obligarles a cultivar la tierra como míseros esclavos. Pues bien; estas tierras pertenecen a la nación de los Cuervos; los blancos han comenzado a adueñarse de ellas, quitando a los propietarios legítimos los alimentos con el propósito de destruir su raza. ¿No está bien claro que tenemos el derecho de defendernos? ¿No es nuestro deber aniquilar a nuestros enemigos, conforme vayan llegando, antes de que acudan en tal número que nos aniquilen a nosotros?

—Mi hermano el gran sakem ha hablado bien; pero también su lengua le ha hecho traición. Los hombres blancos que han matado los Cuervos no eran colonos que venían a establecerse a la pradera, sino emigrantes del Oeste que se dirigían al gran lago Salado. Es más: afirmo que eran amigos de los pieles rojas.

—¡Amigos como los demás! ¿Ignora el cazador los grandes daños hechos por la raza blanca a la raza roja? Nuestros huesos cubren la pradera. Los rostros pálidos nos han sido fatales. Lo dije a los comisionados de la Gran Madre cuando fui a verlos al fuerte Larami en compañía de Pie Negro, el gran sakem de los Cabezas Chatas, y de Diente de Oso. Nuestra raza va a desaparecer como la nieve en la cumbre de la montaña, deshecha al calor de los rayos del sol, pues el pueblo de los rostros pálidos es numeroso como los tallos de hierba de la pradera, y crece continuamente e invade nuestros territorios, persiguiéndonos a tiros como si fuéramos fieras. ¿Hemos de asistir impasibles al avance continuo de esa raza enemiga? Respetaremos al Gran Cazador, porque siempre fue nuestro amigo; pero mataremos a todos los demás que vengan a perseguir nuestros bisontes. ¡Invocaste a la Gran Madre! ¿Y qué ha hecho ella por los pieles rojas? Ni nos ha dado armas para cazar, ni nos ha protegido, ni la hemos visto siquiera. Que venga a escuchar las quejas de las tribus, que nos haga justicia, y entonces enterraremos para siempre el hacha de guerra. ¡He dicho!

La lógica del jefe indio era indestructible; pero Bennie no se desanimó, pues tenía como último cartucho a Cola Abigarrada.

—Reconozco que tiene razón el sakem —dijo—. No todos los hombres blancos son amigos de los hombres rojos; pero reflexione mi hermano Nube Roja, aparte de que estoy seguro, y lo afirmo solemnemente, de que los emigrantes asesinados eran vuestros amigos, que la Gran Madre tiene muchos guerreros valerosos, y podrían caer sobre los Cuervos y destruirlos para vengar a las víctimas blancas.

El jefe contestó con mirada fulgurante:

Nube Roja reunirá sus guerreros, y no rehusará la lucha. Los Cuervos son valerosos, y aun en gran número. Si es preciso, morirán en defensa de sus territorios de caza; pero no sin haber hecho sufrir mil torturas a sus prisioneros, colgando sus cabelleras del tótem de la tribu. ¿He hablado bien, hombres poderosos? Conteste por todos, mi padre Ishtaska (Ojo Blanco), que es el más anciano de la nación.

—Las palabras del sakem son verdaderas —repuso el interrogado, después de consultar con la mirada a sus compañeros.

—El Gran Cazador ha oído —agregó el jefe—. Lleve, en consecuencia, a los guerreros pálidos la respuesta de los Cuervos. He dicho.

—¡Todavía no! —se apresuró a decir el vaquero—. Puesto que mi hermano Nube Roja no quiere soltar generosamente al prisionero, voy a proponerle un trueque, que no dudo aceptará.

—¿Qué trueque? —interrogó el jefe, mirándole atentamente, mientras arrugaba, caviloso, el entrecejo.

—¿No se ha percatado de la prolongada y sospechosa ausencia de uno de sus más valerosos guerreros, mi hermano el gran sakem?

—¡Cola Abigarrada! —exclamó el indio con cierta preocupación, que en vano trató de ocultar.

—El mismo —dijo Bennie.

—¿Y qué le ha sucedido a mi buen guerrero? —aulló el sakem con repentina explosión de furor.

—Está en poder de los guerreros de la Gran Madre.

CAPÍTULO VI. LA DANZA DE LOS BISONTES

Al oír aquellas palabras, Nube Roja, Ojo Blanco y los demás ancianos del Consejo levantáronse de un salto, como fieras, echando mano a las formidables hachas que llevaban al cinto, y dirigieron al animoso vaquero miradas terribles, que revelaban la próxima explosión de su salvaje cólera.

Bennie permaneció impasible en la apariencia y sentado. Empero llevóse la mano al pecho, cogiendo la culata del revólver que llevaba escondido, a fin de estar pronto a defenderse. Con una rápida mirada aseguróse de que la puerta de la tienda estaba libre y de que, por consiguiente, no tenía cortada la retirada, pudiendo ver su corcel atado al poste como él lo había dejado.

—¡Mientes! —vociferó Nube Roja—. Cola Abigarrada es demasiado astuto y valeroso para dejarse prender por los guerreros pálidos. ¡Tenga cuidado mi hermano el Gran Cazador —añadió, haciendo un esfuerzo para sosegarse—, pues su cabellera podría correr serio peligro!

El vaquero sonrió desdeñosamente ante la amenaza.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Ya no respetan los Panzudos a sus huéspedes, aun después que han fumado en torno del fuego el kalumet de la paz?

Nube Roja no respondió. Miraba a los ancianos interrogativa y ansiosamente, esperando leer en sus ojos la sentencia de vida o muerte del vaquero. Su mano oprimía nerviosamente el puño de su machete, cual si se impacientara por no dar principio al combate.

Bennie se levantó; pero permaneció en actitud tranquila, que demostraba que no tenía miedo, por más que sabía muy bien que su vida pendía de un simple hilo, y aguardaba la respuesta del jefe. Sin embargo, estaba preparado para disparar sobre los indios y huir de la tienda. Por fin, Nube Roja, de acuerdo con los ancianos, respondió:

—No. Los Cuervos no faltarán a las leyes de la hospitalidad y respetarán al Gran Cazador, cuyo corazón es fuerte como el del oso gris.

Bennie respiró, pues no le seducía lo más mínimo la perspectiva de una lucha por demás arriesgada.

—Conozco hace tiempo a mi hermano Nube Roja, y sé que es leal. La mejor prueba de la confianza que me inspira la he dado viniendo aquí solo, en medio de doscientos guerreros decididos y valerosos.

El sakem, sensible a tal elogio, dejó en paz el puño de su machete y tornó a acurrucarse junto al fuego, diciendo:

—Siéntese el Gran Cazador y escúcheme.

—Mis orejas están abiertas.

—¿Dónde está Cola Abigarrada?

—En poder de los guerreros de la Gran Madre.

—¿Y qué harán con el valeroso guerrero?

—Matarle si no queda libre el prisionero de la piel blanca que tenéis atado al palo del tormento.

—¡Cola Abigarrada es uno de los mejores guerreros de la tribu!

—Lo sé.

—¡Y no quiero que muera!

—Libra al prisionero, y no morirá.

—¿Quién me lo asegura?

—Yo, el Gran Cazador, amigo de los hombres rojos.

—¿Es mi hermano el encargado del cambio?

—Sí, Nube Roja.

—Pues bien; esta tarde partirás escoltado con veinte guerreros.

—Con dos, basta.

—¿Y por qué no veinte?

—Así lo desean los guerreros de la Gran Madre, para evitar conflictos posibles. Ya sabe mi hermano que no siempre reina la mejor concordia entre blancos y rojos,

—Tienes razón. Median demasiados resentimientos entre ambas razas. Pero tú no podrás partir hasta después de la danza de los bisontes, que se efectuará esta noche después de la puesta del sol, porque he prometido que asistirá a esta solemne ceremonia el prisionero.

El vaquero frunció las cejas con inquietud, que no se le ocultó a Nube Roja.

—¡Oh! ¡El Gran Cazador no tiene nada que temer! Cuenta con la palabra de un gran jefe. Y, por otra parte, mi hermano debe saber que esa ceremonia no tiene otro objeto que anticipar el paso de las manadas de bisontes. Mi tribu casi carece de víveres; este invierno se ha comido la mayor parte de los perros que poseían: si los bisontes no se apresuran a venir, los Cuervos padecerán hambre.

—Cierto; el invierno ha sido muy frío este año; pero una vez hecha la danza —exclamó Bennie con sonrisa irónica—, los bisontes se apresurarán a venir para engordar a los guerreros Panzudos.

—Que mi hermano el Gran Cazador acepte la hospitalidad de un gran jefe y se digne descansar en mi tienda.

—¿Y el prisionero?

—Ahora mismo será desatado del palo y se le dará de comer.

—¡Gracias, jefe!

El sakem advirtió a los ancianos que el Consejo había terminado, y salió seguido de ellos para cuidar de los preparativos de la fiesta nocturna, que, según ellos, debía atraer a los bisontes para que ofreciesen sus deliciosos jamones a los pieles rojas.

Pocos minutos después, un indio joven entró en la tienda, llevando al vaquero, de parte del jefe, un buen trozo de pavo silvestre asado, algunas galletas de maíz, almendras tostadas, nabos indios, grandes y sabrosos, y media botella de whisky, o, como ellos dicen, agua del Diablo.

El vaquero, que había cabalgado casi todo el día y había comido muy poco desde que se desayunó en su campamento, cogió la comida con satisfacción y la devoró con excelente apetito. Luego encendió su pipa, se tendió sobre las pieles de bisonte y aguardó pacientemente la puesta del sol.

Apenas terminaba de fumar su segunda pipa, cuando oyó un aullido diabólico acompañado de un tamborileo estrepitoso y desagradable, producido con unas especies de odres que los indios tocan con las manos. Bennie se metió la pipa en el bolsillo, púsose en pie y salió de la tienda.

Las tinieblas se espesaban rápidamente, invadiendo el pinar; pero grandes faroles encendidos alrededor del campamento esparcían vivísima luz con sus mechas resinosas. Más de cuatrocientos indios hallábanse reunidos en vasto círculo, juntos con las mujeres y los niños.

Nube Roja, armado como para la guerra y con su gran manto de lana, estaba en medio del círculo, delante de cuatro indios que tocaban los odres con ritmo siempre igual y excesivamente monótono. Frente a él, a diez pasos, otro indio cubierto con una capa de piel de bisonte blanco, con gran penacho de plumas en la cabeza y enormes collares de dientes de oso, de colas de lobos y de perros y de ranas, que debía de ser el hechicero de la tribu, representaba en aquel momento a Noé salvado del Diluvio. Pues, aunque parezca raro, los pieles rojas, como tantas otras tribus salvajes, recuerdan tradicionalmente el gran cataclismo que narra el Génesis.

De pronto avanzaron, corriendo rápidamente, ocho indios, y se colocaron unos enfrente de otros. Representaban los bisontes: llevaban la cabeza adornada con cuernos de aquellos gigantescos animales y colas suspendidas al dorso; el cuerpo, desnudo y con extrañas pinturas: la cabeza, el tronco y los brazos, de color rojo vivo, blanco y negro con círculos concéntricos; una cabeza de niño en el pecho y un haz de ramas de sauce a la espalda.

A una señal del jefe, los ocho danzantes se pusieron a correr dando vueltas al círculo y manteniéndose encorvados; luego parecían perseguirse unos a otros, amenazándose mutuamente con los cuernos con prodigiosa agilidad. Después de haber danzado un cuarto de hora al son de aquella música monótona, se escondieron entre las altas hierbas, a la vez que penetraban en el círculo iluminado quince o veinte indios y una docena de chiquillos. Aquéllos representaban los animales, y los muchachos, los reptiles de la pradera. Todos, desnudos de cuerpo y pintados simbólicamente; los castores con larga cola, las serpientes como los reptiles, los carneros de la montaña con lanas, las gacelas con largo pelo, los osos cubiertos con mantos de pieles de baribal negrísimas.

Todos ellos pusiéronse a cantar desordenadamente; los tamboriles aceleraban el compás y los espectadores cantaban a grito pelado. Los bisontes salieron y se sumaron a ellos en confusión, resultando que las gacelas perseguían a los osos, los carneros a los bisontes, los castores a las serpientes, y éstas trataban de alcanzar a los antílopes.

Cuando el baile estaba en todo su apogeo, apareció de pronto un indio casi desnudo, pintado de negro con pequeñas manchas blancas y armado con un bastón que terminaba en una bola, especie de cachiporra. Era el espíritu del mal que trataba de apoderarse de los bisontes para hacer padecer hambre a los pobres pieles rojas.

Un alarido de furor surgió de todas las bocas a la vista del genio maléfico, y hasta los perros le ladraron. Las mujeres se lanzaron contra él, denostándole, injuriándole, tirándole puñados de fango y procurando arrebatarle el bastón. Todas le trataban, arañaban y mordían, amenazándole con despedazarle si no entregaba la cachiporra; pero el indio resistía bravamente, tratando de descargarla sobre los bisontes y de hacerlos huir.

Nube Roja y sus valerosos guerreros le amenazaban con sus armas, y el hechicero apareció ante él enarbolando el kalumet de la paz, a cuya vista el espíritu maléfico se decidió a batirse en retirada, soltando el bastón en las manos de una joven, aunque ya partido por la mitad.

La derrota del genio del mal fue saludada con alaridos de júbilo por toda la tribu, y las mujeres llevaron en triunfo a la joven que le había desarmado, la cual, por aquel solo hecho, tenía derecho de vida y muerte sobre todos, pues como «Madre de los Bisontes», podía a su voluntad hacerlos ir o impedirles el paso por el territorio de los Cuervos.

Mientras los danzantes se solazaban con sendos tragos de whisky, y las mujeres de la tribu regalaban a la doncella el traje más hermoso y bello que tenían, Nube Roja se acercó a Bennie, que había presenciado la fiesta en primera fila, y le dijo:

—El joven blanco está libre. Mi hermano el Gran Cazador puede llevárselo adonde quiera. Pero Nube Roja confía en que su hermano el blanco cumplirá la promesa de hacer soltar inmediatamente a Cola Abigarrada.

—Por supuesto. ¿Y dónde está el muchacho?

—Espera al Gran Cazador fuera del campo, con Ternero Blanco y Cuerno Hueco.

—Cuenta con mi palabra. Adiós, Nube Roja; espero volver a verte otra vez antes que la nieve cubra la pradera.

—El Gran Cazador es el amigo de los hombres rojos, y siempre será bien venido a mi wigwam.

Bennie montó en su caballo, que le presentaba un indio, no sin cerciorarse de que pendía del arzón su carabina como él la había dejado, saludó por última vez a Nube Roja y salió del campamento guiado por un muchacho.

En la linde del bosque aguardábanle, en efecto, Cuerno Hueco, Ternero Blanco y el joven blanco, completamente libre y montando un caballo que le prestaba Nube Roja. Aquellos dos indios eran de los más famosos guerreros de la tribu llamada de los Cuervos.

Al ver al vaquero, el muchacho se quitó la gorra, y dijo en finísimo inglés:

—¡Gracias, señor, por lo que ha hecho usted en favor mío!

—Es un deber ayudarse entre los hombres de la misma raza.

Hoy por ti, mañana por mí, dice el adagio. Pero apresurémonos, pues alguien te espera impaciente en mi campamento.

—¿Alguien a quien ha salvado usted también?

—Sí; un hombre alto, moreno, de barba negra.

—¡Mi tío!

—No sé; pero aseguro que es un valiente, y aunque le arrancaron la cabellera, vive y curará. No volverá a crecerle d pelo; pero ¡qué importa!

—¡Gran Dios! ¿Le han…?

—¡Qué hacerle! Los indios continúan con la maldita costumbre de adornarse con las cabelleras de los vencidos. ¡Ea! ¡Al galope! ¡Ya tendremos tiempo de hablar!

Los cuatro jinetes hicieron correr a sus corceles a todo escape. Bennie, que no se fiaba mucho de los guerreros de Nube Roja, comenzó a los pocos minutos a refrenar su caballo, dejándose pasar por los otros tres y manteniéndose a retaguardia. Quería vigilarlos y guardar las espaldas, pues recelaba un tanto de las buenas intenciones de Nube Roja y de sus protestas de amistad y afecto. Conocía mucho a los indios, y por eso, sin dejar de galopar, vigilaba atentamente los lugares por donde pasaban y a los dos pieles rojas.

—¡Hum! —murmuraba entre dientes—. ¡Si logro verme en mi campamento con mi cabellera intacta, me apresuraré mañana a levantar el campo y largarme con los compañeros y el ganado lo más lejos posible de estos lugares! ¡Aquí va a ser imposible respirar, y ya se encargará de demostrármelo Cola Abigarrada, si le doy tiempo!

Afortunadamente, por entonces, a lo menos, no se realizaron sus temores. Los cuatro atravesaron tranquilamente toda la región selvática de la orilla del lago, dieron un buen descanso a sus monturas, y a medianoche continuaron la marcha.

Más tranquilo cuanto más se acercaban al campamento, el vaquero se puso a la cabeza del destacamento, impaciente por reunirse con Back. A eso de la una distinguió, por fin, la cubierta del carro. Exhaló un suspiro de alivio.

—¡Por fin! —exclamó—. ¡Confiemos en que no haya habido novedad en mi ausencia!

A unos cien pasos del carro se detuvo, y dijo a los indios:

—Esperaréis aquí la llegada de Cola Abigarrada. Allá están los guerreros de la Gran Madre y no debéis entrar en su campo.

—¿Desconfía de nosotros el Gran Cazador? —objetó, enojado, Cuerno Hueco.

—No; pero así lo convinimos Nube Roja y yo.

—Está bien; pero no soltaremos al muchacho hasta que esté con nosotros Cola Abigarrada.

—Es muy justo. Esperadme.

Bennie adelantó el paso hacia el carro rodeado por los bueyes y los caballos. De pronto se alzó de entre las hierbas una forma humana, que le apuntó con el fusil, diciéndole con tono enérgico y resuelto:

—¡Alto! ¿Quién va?

—¡Soy yo, Back!

—¡Bennie!

—En carne y hueso.

—¿Y el prisionero?

—Salvado. ¿Duerme aún Cola Abigarrada?

—Así lo creo.

—Ve a despertarle y tráele aquí. De paso avisa al herido que le traigo su sobrino.

—Dentro de dos minutos estaré de vuelta.

—¡Una palabra! ¿No notaste nada sospechoso?

—Absolutamente nada; pero…

—¡Ah! ¿Hay un pero?

—Hace cosa de una hora oí aullar los lobos hacia el bosque; miré atentamente y vi pasar huyendo quince o veinte…

—¡Demonio! ¿Quién habrá espantado a los lobos? —exclamó frunciendo las cejas y mirando hacia el Norte con recelo—. ¡Hum! ¡Me huele a traición! ¡No importa! Apresúrate, y después engancha los caballos al carro y despierta al ganado.

—¿Quieres que marchemos de aquí?

—¡A todo escape! ¡Peligran mucho nuestras cabelleras!

El mejicano sabía ya bastante. Echó a correr, desató al piel roja y le despertó bruscamente, diciéndole al mismo tiempo que le sacudía:

—¡Ea! ¡Despierta, que vienen a buscarte tus amigos!

El indio despertó por fin, y después de restregarse los ojos, miró adelante, descubrió el grupo que aguardaba y se dirigió hacia él con toda calma y majestad.

Cuerno Hueco y Ternero Blanco al verle venir soltaron al muchacho, que saltó del caballo y se cruzó con Cola Abigarrada. Este, al llegar junto a sus amigos, montó en el corcel de Nube Roja. Una vez en la silla, volvióse hacia Bennie y le dijo por vía de saludo:

—¡Tendré tu cabellera!

Y soltando las riendas, partió su corcel en desenfrenada carrera, seguido de Ternero Blanco y Cuerno Hueco. Bennie se encogió de hombros y repuso:

—¡Si me encuentras!

CAPÍTULO VII. LA FUGA

Cuando el vaquero llegó al campamento, ya Back había despertado a trallazos el ganado y enganchado los caballos al enorme carro, pues tenía la costumbre de obedecer siempre a su compañero, en quien reconocía suma prudencia y previsión.

Bennie dejó que el adolescente cuidara de su tío, y se puso a ayudar febrilmente al mejicano, ansioso por escapar lo más pronto posible, pues con su infalible instinto presentía una inminente y muy desagradable sorpresa.

La amenaza de Cola Abigarrada, la inexplicable huida de los lobos y la rapaz avidez de los indios, unida a su espíritu vengativo, eran motivos más que suficientes para hacerle sospechar una irrupción de Nube Roja, que no debía de haberse resignado tan aína a perder un prisionero sentenciado a morir en el tormento.

Bastaron diez minutos para prepararlo todo, y ya Bennie se disponía a dar la señal de marcha, cuando se le acercó el recién libertado prisionero y le dijo:

—¿Os preparáis para marchar de aquí, por lo que veo?

—Tratamos de evitar que nos encuentren los indios, si, como creo, vienen a atacarnos.

—¿Adonde os dirigís?

—Por ahora, a la orilla del lago.

—¿Pasaréis por cerca de nuestro carro?

—¿Necesitáis algo?

—Hay allí una caja que quizá no pudieran romper los indios, y que podría ser para nosotros, y hasta para vosotros, de gran utilidad si os decidís a acompañarnos.

—¿Qué diablo puede contener? He oído a tu tío hablar de tesoros fabulosos.

—Lo ignoro. Pero mi tío me ha encargado que os ruegue que no quede abandonada en la pradera.

—Bueno; ya que lo desea, pasaremos por allí, cogeremos la caja y cargaremos con ella. ¿Y cómo está tu tío?

—Se queja de agudos dolores; pero es fuerte, de vigor y robustez excepcionales, y me ha dicho que en caso de peligro podéis contar con él.

—Contaremos con él a su tiempo, muchacho.

—¿Corremos algún peligro?

—Así lo temo.

—Disponed de mi vida.

—Trataremos de conservarla. ¡Cuerno de bisonte! ¡No valdría la pena de habernos burlado de Nube Roja y Cola Abigarrada para salvarte, si ahora…! ¡Bueno; sube al carro y guía los caballos, mientras nosotros atendemos al rebaño! ¡A propósito! ¿Cómo te llamas?

—Armando Falcone.

—Muy bien, Armando. Pues a tu puesto, ¡y a escape!

El vaquero dio un silbido y los seis caballos se pusieron en marcha, arrastrando el carro. Back, armado de un látigo, cuya correa no mediría menos de cinco metros, se esforzaba por enfilar al ganado tras el pesado armatoste rodante. Una vez el convoy en marcha, Bennie tomó la delantera y galopó a vanguardia y a distancia de unos cien metros, con objeto de guiar y explorar el camino, evitando sorpresas.

Se había ocultado la luna, y dominaba la mayor oscuridad en la pradera. Brillaban parpadeantes las estrellas en el límpido azul del firmamento, pero su luz, velada por sutil niebla, no era suficiente para disipar las tinieblas. El vaquero era todo ojos y oídos; como de costumbre, llevaba su carabina en la parte delantera de la silla y la cartuchera al descubierto sobre la faja para poder recargar más rápidamente su arma.

El carro, guiado por Armando, avanzaba tambaleándose a causa de la desigualdad del terreno, y tras él marchaba el ganado, hostigado por los latigazos de Back. De vez en cuando, alguna vaquillona antojadiza y tal cual ternero caprichoso abandonaban el grupo compacto para rumiar las hierbas a la izquierda o a la derecha; pero el mejicano, que no perdía de vista una sola cabeza, las obligaba inmediatamente con sus trallazos a entrar en filas. Cuando llegó cerca del carro de los emigrantes, Bennie volvió y preguntó a Armando:

—Ya estamos. ¿Será pesada la caja?

—Supongo que sí.

—¿Crees que sea verdaderamente necesaria a tu tío? Porque siento mucho perder tiempo en estas circunstancias.

—Me ha recomendado mucho no abandonarla.

—¿Contendrá realmente algún tesoro?

—Lo dudo; pero sus razones tendrá mi tío para insistir tanto en su empeño de no dejarla.

—Así debe de ser. Pero di me: ¿no eres americano?

—No, señor.

—Lo comprendí en la manera como estropeas la lengua inglesa —dijo Bennie sonriendo*

—Somos emigrantes italianos.

—¡Ah, italianos! ¿Y de dónde venís?

—De Battleford, donde tío Guillermo dirigía una oficina mecánica, que se incendió.

—¿Y adonde ibais?

—A Alaska.

—¡Cuerno de bisonte! ¿Adonde has dicho?

—A Alaska.

—¡Eso está muy lejos, muchacho! ¿Y habéis tenido valor para emprender semejante viaje? ¿No sabéis que se necesitan más de dos meses para llegar a la frontera de los territorios ingleses?

—Lo sabíamos, y contábamos llegar allá a mediados de junio, o sea a principios de la buena estación, salvo acontecimientos imprevistos. Estamos a primeros de abril; conque…

—¡Silencio, Armando!

—¿Qué hay?

—¡Cuerno de bisonte! ¡Otra manada de lobos que huye! ¿Qué puede haber espantado a estos bandidos de cuatro patas? ¡Hum! ¡Este misterio me inquieta! Ocúpate de la caja; pero en cuanto oigas un disparo, no dejes de cortar las correas del carro y de coger un caballo para ti y dar otro a tu tío.

—Cuente usted con que lo haré así.

Bennie salió a galope, dejó atrás el carro de los emigrantes y se metió en el bosque, parándose a escuchar. Tranquilizado por el silencio que reinaba en la selva, avanzó algunos pasos examinando los matorrales. Poco después le pareció oír un crujido de hojas secas, y se detuvo otra vez. El silencio era absoluto.

—¿Habrá sido alguna salvajina? —se dijo—. ¡Bah! Así y todo, no cometeré la imprudencia de aventurarme en el bosque de noche. Quedaremos en la pradera hasta el alba.

Volvió atrás. Back y Armando transportaban al carro una caja de encina como de un metro, y que parecía muy pesada.

—¿Es ésa? —preguntó.

—Sí, señor —respondió Armando.

—¿Puedes con ella?

—El chico es fuerte —contestó el mejicano—. Vigila bien y déjanos a nosotros.

Bennie volvió al bosque, curioso por saber si el ruido de hojas secas que había oído lo causó un animal o un hombre. Hallábase bastante inquieto por la ausencia absoluta de coyotes, que solían abundar por aquellos parajes. Avanzó, pues, un poco más bajo los árboles, examinando con ojo escrutador los alrededores, y de pronto le pareció oír en dirección del lago un sordo rumor que indudablemente era producido por el galope acompasado de muchos animales.

—¿Serán bisontes?

Echóse a tierra, acercó una oreja al suelo, y escuchó atentamente con bastante ansiedad. Su caballo relinchó.

—Son caballos —dijo levantándose—. ¡Caribú tiene buen oído!

Montó de un salto, corrió hacia sus compañeros, que habían cargado la caja y se preparaban a continuar la marcha, y les gritó:

—¡A escape! ¡Cortad las correas de los caballos y dejad el carro! ¡Huyamos! ¡Los indios vienen a toda brida seguro para atacarnos!

Back se precipitó hacia los seis caballos, y Armando subió apresuradamente al carro para advertir a su tío del peligro.

El herido, no obstante sus dolores, se apresuró a bajar, diciendo con voz firme:

—¡Dadme un fusil!

—¿Puedes montar a caballo? —le preguntó Bennie, que estaba ya junto al carro.

—¡Sí!

—¡Back, un fusil y una cartuchera al amigo!

—¡Ya está, Bennie!

—¿Y tú, Armando?

—¡Yo ya estoy armado!

—¡Pues, entonces, a galope, si estimáis en algo vuestra vida!

—¿Y la caja? —preguntó con tristeza el mutilado—. Será vuestra fortuna.

—Ya volveremos a buscarla, si tenemos ocasión. ¡Ahora, a escape, y dejad que los caballos del carro corran por su cuenta! No nos abandonarán; tenedlo por seguro.

Los cuatro jinetes corrieron a toda la marcha de sus caballos, y seguidos por los otros cuatro corceles, que arrastraban aún las cortadas correas.

Bennie y Back, que montaban los mejores animales, iban a retaguardia para proteger la retirada. El ganado, al verse suelto, diseminóse por la pradera, corriendo algunos bueyes como locos y cual si fueran perseguidos por una manada de coyotes.

—¿Vienen? —preguntó Back, galopando al lado de su compañero.

—Dentro de pocos minutos los tendremos a la vista.

—¿Son muchos?

—No lo sé, no los vi; pero no creo que Nube Roja y Cola Abigarrada sean tan locos que vengan a perseguirnos con una docena de guerreros.

—Así, pues, ¿crees que serán muchos?

—Me lo figuro.

—¿Y crees que podremos escapar?

—Todo depende de la resistencia de nuestros caballos y del herido. Ese hombre es un prodigio de fuerza de voluntad; si puede resistir las desordenadas sacudidas de su caballo hasta la orilla del lago, podremos reírnos del furor de Nube Roja.

—¿Cómo?

—Conozco un escondite que nos pondrá a salvo de sus ataques.

—Bueno; salvaremos el pellejo, pero perderemos el ganado.

—Eso atañe al señor Harris. Nosotros seguiremos a ese extranjero que parece haber descubierto una mina prodigiosa. ¡Ahí están!

El mejicano volvió la cabeza atrás, y vio salir del bosque, en medio de las tinieblas, a cuarenta o cincuenta jinetes, que se lanzaron por la pradera con fantástica rapidez. Sus corceles, vivamente aguijoneados, galopaban furiosamente a través de las altas hierbas, sentando apenas los cascos en el suelo.

—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie—. Son demasiados; mas seguramente sus caballos no pueden estar más descansados que los nuestros. ¡Corre, Back! ¡Los indios son malos tiradores, pero guarda tu cabeza!

—Procuraré mantenerme fuera del alcance de sus winchesters; pero sus cuchillos no me dan miedo.

—¿Bromitas? ¡Buena señal! ¡Eh, Caribú; amiguito, alarga un poco el paso si no quieres recibir una descarga en la grupa! ¡Hip, hip! ¡Así! ¡Ahora, Nube Roja, ten por seguro que vamos a hacerte correr un poco!

—¿Resistirá el herido mucho tiempo esta carrera desenfrenada?

—¡Cuerno de bisonte! —gruñó Bennie, cuyo entusiasmo se desvaneció de repente—. ¡No había pensado en ese pobre hombre! ¡No; es absolutamente imposible que pueda resistir una larga carrera en las condiciones en que se encuentra!

—Y entonces, ¿qué?

—¡Entonces, nos hallamos en un buen pantano!

—¡Si se desmayase por efecto de las bruscas sacudidas!…

—Tienes razón; es enérgico, robusto, sin duda; pero…

—¿Qué hacemos?

—Hay que tomar una decisión extrema antes que apunte el alba y los indios se acerquen.

—Pero ¿cuál?

El vaquero, sin responder, volvió atrás la cabeza. Los indios, que venían antes en doble fila, habían formado a la sazón un amplio semicírculo, y aceleraban la marcha; pero aún se hallaban a respetable distancia. Cerca de una milla separaba a perseguidos y perseguidores.

Bennie miró en torno suyo, y a unos quinientos pasos distinguió un altozano que se extendía hacia el lago.

—¡Podríamos aprovecharnos! —murmuró.

Y se volvió hacia su compañero, preguntándole:

—¿Conoces bien la orilla del lago, Back?

—Sí.

—¿Sabes dónde está la ensenada de los Zorros?

—La he visitado hará cosa de dos semanas. Está detrás de los picos gigantes.

—¿Has visto aquel árbol gigantesco que se alza unos ochentas metros sobre el islote, y que es tan grueso que puede contener dentro del tronco veinte o treinta personas?

—Sí; más de una vez he admirado ese coloso vegetal.

—¿Sabes que el tronco está hueco por su base, y que por el lago hay un agujero capaz para permitir la entrada a un hombre? Pues bien; apenas atravesemos esa altura, tú y el mutilado os internaréis en el bosque; llegaréis a la orilla del lago y buscaréis un refugio en ese tronco. No es a ti, ni menos al mutilado, que ya sin cabellera carece de todo valor para los indios, a quienes tiene empeño en coger Nube Roja. Así, pues, fácilmente podéis salvaros.

—¿Y tú?

—Armando y yo nos haremos seguir por los pieles rojas, y te aseguro que les daremos un poco que hacer, alejándonos de estos parajes.

—¿Podréis resistir a tantos hombres?

—Nuestros caballos son incansables; y, además, para un apuro, tenemos de repuesto los del carro, que continúan siguiéndonos, y que se acercarán al primer silbido. Luego nos reuniremos con vosotros. Haz lo que te digo, y déjanos el cuidado de hacer correr a Nube Roja y sus guerreros.

—¡No me atrevo a dejarte, Bennie! —objetó Back, conmovidísimo.

—¿Quieres entregar a los indios el mutilado y su sobrino? Ya que los hemos salvado, es nuestro deber protegerlos. ¡Cuerno de bisonte! ¡Seamos hombres, Back! ¡Aquí está el altozano! Galopemos un rato más juntos y luego separémonos. ¡Corre, Caribú! ¡Hip, hip, hip, hurra!

CAPÍTULO VIII. EL LAZO DE LOS PIELES ROJAS

Los cuatro corceles montados, seguidos de cerca por los otros cuatro del carro, que no abandonaban a sus amos aunque estaban en completé libertad, subieron la colina sin amenguar su rápida carrera, y la atravesaron como una bandada de cuervos, ganando la vertiente opuesta, que forma lo que los yanquis llaman rolling prairie o pradera ondulada, extendiéndose hacia el Norte.

Una vez a cubierto de las miradas de los indios, y muy cerca del bosque que flanquea la orilla oriental del lago, decidieron separarse.

—¡No hay remedio, Back! Si no aprovechamos estos instantes, los indios nos darán caza. ¡Marcha por la izquierda con el herido, intérnate en el bosque, y al árbol que te he dicho! ¡No tengas cuidado por nosotros! Haremos lo que podamos. Guillermo, ¿podrías resistir aún media hora?

—Confío en que sí —repuso el mutilado.

—Sigue, pues, a mi compañero.

—¿Y mi sobrino? —preguntó el mecánico con cierta inquietud.

—Va en mi compañía. ¡No temas! Tenemos seis caballos a nuestra disposición, y, con tantas patas, malo será que no nos burlemos de los pieles rojas.

—¡Gracias por haber pensado en mí! —exclamó Armando—. ¡Es una prueba de confianza que me enorgullece!

—¡Bueno; no perdamos el tiempo! ¡Marchad!

—¡Que Dios os proteja! —dijeron Back y Guillermo, separándose de Bennie y Armando.

—¡Adelante, muchacho! —ordenó el vaquero.

Los dos jinetes continuaron por la pradera a rienda suelta. Los caballos del carro les siguieron. Back y Guillermo se internaron en el bosque.

No había recorrido los primeros quinientos metros, cuando oyeron un gran grito a sus espaldas; volviéronse, y vieron que eran los indios que bajaban en grupo compacto la vertiente de la colina. Aún distaban de ellos un kilómetro largo, y no debían de haber advertido la ausencia de los dos compañeros a causa de la distancia y de la oscuridad.

Una vez en la llanura, los indios extendiéronse de nuevo en semicírculo, ocupando un espacio lo menos de quinientos metros y adelantando bastante los extremos de sus alas.

—¡Hola! —murmuró Bennie—. ¡Quieren cogernos en el centro! ¡No está mal pensado! ¡Sólo falta que puedan rodearnos!

Luego, dirigiéndose a Armando, que galopaba a su izquierda y empuñaba nerviosamente el fusil, le dijo:

—¿No tienes miedo?

—¡Oh, no! Mi tío me ha acostumbrado al peligro.

—¡Bravo tío! ¿Y sabes manejar bien el fusil?

—Soy un buen rifleman, como ustedes dicen. Antes de unirme a mi tío serví dos años a un indian-agent como cazador.

—Ya no me extraña que seas tan buen jinete. ¡La pradera es buena escuela de equitación!

—Cierto, señor Bennie.

—¡Oh! —exclamó el vaquero, que se había vuelto para vigilar a los indios—. Comienzan a acercársenos, lo que quiere decir que corren más que nosotros.

—¿Espoleamos a los caballos?

—Todavía no. Dejémosles que se acerquen algo más, y tratemos de matar dos pájaros de un tiro. De todos modos, tenemos cuatro caballos de repuesto.

—Lo que me sorprende es que nos hayan seguido hasta aquí los del carro.

—Están acostumbrados a seguirme, y no huirán ni aun cuando empiece el tiroteo. Prepara tu carabina para en cuanto comience a romper el alba.

—Ya principia.

—Pues dentro de media hora daremos noticias nuestras a Nube Roja.

En tanto que así charlaban con toda tranquilidad, y como si estuviesen dando un simple paseo por deporte, los indios espoleaban más y más a sus caballos, forzando la marcha para ganarles terreno. Sin embargo, los que se acercaban a ellos eran los de las alas, y no los del centro, los cuales parecían no querer fatigar a sus caballos para no verse imposibilitados luego de continuar la caza.

Intrépidos jinetes, criados en la silla de los rápidos corceles de la pradera, muy superiores a los mejores de la generalidad de los vaqueros, y que cabalgan días enteros sin necesidad de estribos ni de silla, ni de espuelas, conocen demasiado la resistencia de sus caballos para fatigarlos inútilmente o fuera de sazón. Así, pues, por lo pronto, el centro contentábase con mantener la distancia, dejando a las alas el cuidado de estrechar más y más a los fugitivos.

Pero Bennie contaba como triunfo decisivo de su juego con los caballos de repuesto, y dejaba que las alas indias acortaran la distancia, dispuesto a abandonar su Caribú al menor indicio de flaqueza y saltar a lomos de uno de los caballos que corrían a su lado.

Mientras tanto surgía el alba disipando las tinieblas y difundiendo su rosada luz por la vasta pradera. No debía de tardar en dorar las hierbas el primer rayo del sol De pronto llegó hasta ellos un estridente aullido de furor lanzado por los indios.

—¡Hola! —exclamó el vaquero—. ¡Ahora se han dado cuenta de la ausencia de Back! ¡Pues a estas horas, amigos míos, está a salvo, y os desafío a encontrarle!

—¿Cree usted que habrán llegado ya al refugio?

—Apuesto una carabina de repetición contra un puñado de tabaco a que a estas horas están desayunándose con el mejor apetito.

—¿No los descubrirán?

—¡No temas! Nadie sabe que el árbol gigante está hueco, y yo mismo lo descubrí por una casualidad. ¿Estás dispuesto a darles un golpe?

—Sólo espero sus órdenes, señor Bennie.

—¡Bravo, joven!

Detuvo violentamente a Caribú, y se volvió a mirar a los indios. Los del ala derecha, mucho más avanzados que los de la izquierda, hallábanse sólo a unos cuatrocientos metros, y aguijoneaban a sus caballos para acercarse todavía más.

—Es un tiro difícil, pero podemos probar —murmuró—. Vamos a disparar; yo, contra aquel jefe que monta aquel hermoso isabelino; tú, contra el segundo, montado en el morcillo de larga cola. ¿Lo ves bien?

—Lo veo.

—Pues apunta con cuidado, y ¡fuego!

Al pararse ambos jinetes, los cuatro caballos sueltos se detuvieron, y aprovecharon el descanso para comer algunas hierbas próximas. Al verse apuntados, los indios empuñaron sus rifles; pero sonaron dos disparos casi simultáneos.

El indio del isabelino, herido por la bala del Gran Cazador, abrió los brazos, soltó el arma y cayó al suelo; el morcillo, herido gravemente por Armando, dio un brusco salto de carnero y cayó, arrastrando en su caída al jinete.

Los pieles rojas lanzaron aullidos estridentes de furor; mientras Bennie y el muchacho reanudaban un rápido galope, espoleando a sus corceles. Su retirada fue saludada con una descarga; pero ni una bala los rozó, pues, por lo general, los indios son pésimos tiradores. Sólo uno de los caballos del carro debió de ser rozado por alguna de las balas, pues emprendió una carrera loca, relinchando de dolor.

—¡Bravo, mocito! —exclamó el vaquero regocijado.

—Erré el tiro, pues apunté al jinete.

—¡Bah! ¡Es lo mismo! Matando al caballo, has puesto fuera de combate al jinete, que no podrá seguir a sus compañeros. Has colocado un buen tiro; te lo aseguro.

—¿Seguimos?

—Más tarde; ahora trataremos de cansarles un poco.

Los caballos, excitados vivamente por los fugitivos, emprendieron de nuevo la marcha rápida por aquel terreno quebrado; pero el de Bennie no tardó mucho en dar muestras de cansancio.

Aunque los de los indios no parecían hallarse en mucha mejor situación, los dos corceles, después de haber hecho un supremo esfuerzo y ganar terreno a sus perseguidores, comenzaban otra vez a perderlo, adelantándose también los del centro, que formaban a la sazón un ángulo agudo, cuyo vértice era el propio Cola Abigarrada.

La caza continuó media hora más, durante la cual los indios dispararon varios tiros, que no hicieron blanco. Bennie, que sentía extenuado a Caribú, iba a mandar un cambio de monturas, cuando de pronto su corcel se desplomó, lanzando un relincho de dolor. La imprevista y repentina caída hizo rodar al jinete, arrojado de cabeza por lo brusco de la parada.

—¡Señor Bennie! —gritó Armando, parando con mano fuerte su caballo y disponiéndose a desmontar para auxiliar a su compañero.

En esto vio surgir de entre las altas hierbas, entre las cuales había caído rodando el vaquero, dos indios armados de fusiles. Pronto como el rayo, el joven disparó su carabina y mató a uno de ellos; pero el otro le apuntaba a treinta pasos, y la urgencia del caso no daba tiempo para volver a cargar. Entonces no halló otro recurso que encabritar a su caballo, y la bala del piel roja mató al animal Armando cayó con su corcel, y aunque un tanto aturdido por el golpe, intentó levantarse para luchar con su enemigo, que supuso se precipitaría contra él. Oyóse un tercer disparo.

—¡Y van cuatro! ¡Si vamos despachándolos así, por parejas —dijo la voz burlona del vaquero—, muy en breve vamos a dar cuenta de nuestros perseguidores!

—¿Es usted, Bennie? —preguntó con júbilo el muchacho, levantándose.

—¡En cuerpo y alma! Me desaturdí y levanté a tiempo para admirar tu serenidad y poder enviar a hacer compañía al Gran Espíritu a ese piel roja, que quizá contaba ya con nuestras cabelleras.

—¿Está usted herido?

—Sólo algo magullado; pero no perdamos tiempo. ¡A caballo, Armando! Los indios continúan adelantando.

Los cuatro caballos se habían detenido junto a Caribú, que hacía esfuerzos desesperados por levantarse, sin conseguirlo.

—¡Cuerno de bisonte! —gritó Bennie con acento de dolor mezclado con ira—. ¡Mi pobre caballo se ha roto una pata! ¡Lo siento, porque era un animal admirable!

Rápidamente le quitó la silla y se la puso a otro de los caballos de refresco, mientras Armando hacía lo mismo, y ambos montaron.

—¡Aguarda! —dijo de pronto el vaquero cuando iban a espolear a sus cabalgaduras—. ¿No ves una cuerda tirante cerca del suelo ante nosotros?

—Sí.

—¡Bandidos! ¡Nos habían armado esa trampa para apoderarse de nuestras cabelleras!

—¿Nos tendrán preparados otros lazos más adelante?

—¡Sábelo Dios! ¡No hay más que abrir bien los ojos!

—Pero ¿cómo han hecho esos dos pieles rojas para adelantársenos? Eso es lo que no me explico.

—Indudablemente partieron mucho antes que los otros. ¡Ah! ¿No ves huir sus caballos a través de la pradera? ¡Ahí los tenían escondidos entre la hierba! ¡Bueno, espoleemos a los corceles sin compasión para recobrar el tiempo perdido! ¡Hacia la orilla del lago!

Los animales, aguijoneados por los jinetes, partieron a todo escape, ganando en pocos minutos una ventaja de más de cincuenta pasos sobre los pieles rojas, cuyas cabalgaduras estaban casi extenuadas. Los otros dos del carro continuaban al lado de ellos unas veces y adelantándolos otras, pero siempre lo bastante cerca para sustituir a sus compañeros en un momento dado.

De todos los indios, ya sólo diez o doce resistían dos millas más allá; los demás tuvieron que detenerse, imposibilitados para proseguir aquella caza humana.

—¡Bravo! —exclamó el vaquero alegremente—. ¡Ahora son doce, y dentro de media hora apenas si quedarán un par de ellos en disposición de continuar persiguiéndonos! ¡Entonces les enviaremos el último mensaje con nuestras carabinas! ¿Estás cansado?

—Un poco; lo confieso, señor Bennie.

—Dentro de media hora podrás descansar; pierde cuidado.

—¿Ganamos terreno aún?

—Sí; ya les llevamos más de mil metros de ventaja.

—¡Qué magníficos caballos son éstos!

—Los escogí yo mismo con gran cuidado. ¡Diablo! ¡En la pradera la salvación del vaquero depende casi siempre de la ligereza y resistencia de su caballo! ¡Cuánto siento haber perdido a Caribú! Era un animal incomparable, que difícilmente podré sustituir. ¡En fin! ¡Que el demonio se lleve a esos malditos pieles rojas! ¡Yo aseguro que me las pagará Cola Abigarrada! ¡Palabra!

Los cuatro corceles seguían devorando el espacio por la ondulante pradera, cual si tuvieran alas en vez de patas. El terreno comenzaba a cambiar. A las altas gramíneas, a los matorrales de salvia, de ajenjo y de siemprevivas silvestres, a las saponáceas y al buffalo-grass sucedían los bosquecillos de avellanos silvestres, de girasoles magníficos, con sus grandes flores amarillas, de zumaques, de sauces rojos y de algodoneros del Canadá, que los yanquis llaman cotonwood, y cuya presencia indica siempre proximidad de estanques, lagunas o ríos. Acá y allá divisábanse grandes manchas negras que denunciaban algún incendio reciente, casi siempre producido por la imprevisión de los indios, que cuidan poco de evitar que se quemen varias millas cuadradas de vegetales, y hasta un bosque entero.

—Estamos cerca del lago —explicó Bennie—. Sin darnos cuenta hemos descrito en nuestra fuga un semicírculo que nos llevó otra vez a la ribera oriental.

Volvióse para mirar a los indios. Ya sólo eran tres los que continuaban la persecución. Los restantes se habían rezagado, y seguramente se replegaron con el grueso de la banda, renunciando a las dos cabelleras de los blancos.

—¡Hola! ¡Parece que decidieron a volverse atrás!

—¿Y esos tres?

—De esos tres nos encargaremos ahora; tanto más, cuanto que uno de ellos, si no me engaño, es Cola Abigarrada. Ese maldito no renunciará a su venganza, estoy seguro; ¡pero no cuenta con la huéspeda! Ya les hemos probado que somos buenos tiradores, ¿verdad, Armando? Pasemos ese altozano y los aguardaremos en la llanura. ¡Vaya! ¡Un esfuerzo más, caballito!

Los cuatro animales subieron una colina cubierta de césped, la atravesaron sin disminuir la velocidad de su marcha, y bajaron al llano, deteniéndose ante un grupo de encinas negras que crecían en la margen de un estanque. Allí desmontaron ambos y prepararon sus fusiles, aguardando a los indios.

—¿Tiro a los hombres o a los caballos, señor Bennie?

—¡A los hombres, muchacho! Tenemos que acabar con los tres para que no sigan nuestra pista y den con nuestro escondite. ¡Atención! ¡Ahí están!

Un indio a caballo apareció en la cima de la colina, seguido de cerca por Cola Abigarrada y por otro guerrero. Sus cabalgaduras, blancas de espuma, parecían ya incapaces de seguir corriendo, y a cada paso amenazaban caer para no levantarse más.

Viendo desmontados a los blancos, los tres pieles rojas lanzaron estridentes gritos de triunfo.

Creían que su detención era a causa de la extenuación de sus caballos.

Cola Abigarrada empuñó el Winchester, mientras los otros dos guerreros, montados en los mejores caballos de la tribu, y armados sólo de lanzas y machetes, comenzaron, gozosos, a descender por el altozano.

Bennie y Armando avanzaron unos pasos, apuntaron e hicieron fuego cuando apenas distaban trescientos metros de ellos.

La bala del vaquero pareció haber herido al caballo y al jinete, pues ambos cayeron rodando; pero levantóse pronto el primero y escapó, abandonando a su amo, que quedó como muerto.

La del muchacho también hizo blanco. El segundo indio cayó de espaldas, lanzando un aullido de dolor.

Cola Abigarrada detuvo su caballo y comenzó a hacer fuego sobre los dos blancos, pero al quinto disparo se le vio vacilar, abrir los brazos y caer. Un segundo tiro del vaquero, tan certero como todos los suyos, le había herido.

—¡A caballo, muchacho! —exclamó Bennie—. ¡El lago está detrás de aquellos árboles!

Ambos saltaron sobre las sillas, y se alejaron a rienda suelta, sin oír una voz amenazadora que les gritó:

—¡Tendré vuestra cabellera!

CAPÍTULO IX. EN LA RIBERA DEL PEQUEÑO LAGO

Media hora después de aquella encarnizada persecución de la cual escaparon por milagro, Bennie y Armando llegaban a la ribera del lago, a un lugar resguardado por pinos y abetos negros que elevaban sus copas a cincuenta y hasta a sesenta metros.

Como estaban muy fatigados, resolvieron descansar un buen rato, dando con ello lugar a los indios para retirarse, pues temían que, de no darles el tiempo suficiente, habían de hallar alguna otra banda en la ribera del lago.

Bennie y Armando se proveyeron de frambuesas, se repartieron fraternalmente tres galletas que hallaron por fortuna en los bolsillos, y se sentaron entre las altas hierbas, preparándose a comer mientras vigilaban a los caballos, que se habían puesto a pastar. El lugar parecía absolutamente desierto: no se veía por los alrededores ni una sola cabaña, ni surcaba las aguas plácidas del lago la menor canoa. Ni siquiera había caza; algunos cuervos estaban guarecidos en las copas de los árboles, y palomas silvestres volaban de rama en rama; entre los cañaverales tal cual pareja de aves acuáticas… y nada más.

El vaquero y su joven acompañante descansaron poco más de media hora con el oído atento y ojo avizor, recelando una vuelta ofensiva dé los indios, y luego montaron de nuevo a caballo y continuaron su carrera.

—Vamos a reunimos con nuestros compañeros, que deben de estar bastante inquietos por nuestra ausencia. ¡Quién sabe si no creen que hemos sido muertos por los indios!

—¿Cree usted que habrán podido llegar sin novedad al refugio?

—No hemos oído tiros por aquella parte, lo que es buena señal; pero…

—¿Qué?

—¿Sabes que me atormenta una idea?

—¿Cuál?

—La de que hice mal en no cerciorarme de si estaba bien muerto Cola Abigarrada. Generalmente, no fallo el tiro; pero no estoy del todo seguro de haber matado a ese bandido.

—Aunque así sea, creo que no ha de quedarle ninguna esperanza de apoderarse de nosotros.

—Los indios son tenaces e incansables para su venganza. Además, tienen siete vidas como los gatos.

—¿Quiere usted un consejo, señor Bennie?

—Habla.

—Véngase con nosotros a Alaska.

—No me asusta el viaje, te lo aseguro, aunque es muy largo; pero quisiera saber qué Íbamos a hacer allí.

—Mi tío se lo dirá.

—En resumidas cuentas, tanto me da estar aquí como en el infierno, con tal de ganar unos dólares para gastarlos alegremente y sin sujetarme a la policía de las ciudades. Me gusta la vida libre e independiente, sin cortapisas ni trabas convencionales, y no renunciaré a ella por nada del mundo.

—En Alaska no hay ciudades.

—¡Me alegro!

—¿Vendrá usted con nosotros?

—¡Eh! No digo que no; una vez que el ganado se ha perdido, no tengo malditas las ganas de escuchar las recriminaciones del señor Harris, que es tan avaro como rico.

—Creo que no perderá usted en el cambio. Se trata de recoger oro a paletadas.

—¡Cuerno de bisonte! ¡Esa palabra mágica, «oro», hace aguzar todos los oídos, pero más aún los de un mísero como yo! ¿Estás seguro de lo que dices?

—Oiga usted a mi tío.

—Me has puesto en gran curiosidad ¡Eh, Lomonegro, aviva un poco el trote, compañero!

El caballo, como si hubiese comprendido, aceleró su carrera, seguido del de Armando y de los otros del carro.

Esta segunda carrera duró media hora larga, sin que aquellos caballos sin igual dieran la más mínima muestra de cansancio, aunque habían estado galopando diez horas con cortas interrupciones. De pronto, Bennie, que cabalgaba en silencio examinando con gran atención el bosque, exclamó:

—¡Mira, Armando!

—¿Adonde?

—Allí, frente a nosotros, cerca de la orilla del lago, aquel islote…

—¿Donde está aquel enorme pico?

—Eso es; allí están Back y tu tío.

—¡Ya deseo abrazarlos!

—¡Pues otra galopada, y llegaremos!

Hiciéronlo como decía el vaquero, reemprendiendo el galope, pero con el fusil en las manos, no fiándose del todo de la aparente tranquilidad que reinaba en la pradera.

Comenzaban a verse algunos animales, por lo general coyotes, que huían a la proximidad de los caballos, y de vez en cuando un lobo gris, fiera peligrosa cuando va acompañada de varias de su especie, pues se atreve a atacar al hombre armado.

El gigantesco árbol aparecía cada vez más colosal a la vista de los viajeros. Era uno de esos enormes vegetales que los naturalistas llaman pinus albertina, bastante frecuentes en la parte occidental de la América del Norte, especialmente en las faldas y estribaciones de Sierra Nevada, Nueva California y Montañas Pedregosas. Son colosos que pueden equipararse al eucaliptos ámygdalina de la Australia, árbol que alcanza alturas increíbles, hasta cuatrocientos pies, o sea ciento veinte metros; pero el pino norteamericano, si no le llega en altura, le supera en circunferencia, acaso mayor que la del famoso baobab africano. Sobre todo en su base son tan enormes, que cuarenta hombres con los brazos abiertos y formando corro no alcanzan a veces a abrazarlos, y se ha hallado alguno en cuyo interior han podido danzar cómodamente quince y dieciséis parejas.

El que debía servir como asilo al mejicano y al herido no era de los mayores; sin embargo, alzaba su copa a unos ochenta metros del suelo, y su hueco en la base permitía cómodo alojamiento a diez hombres y otros tantos caballos. Hallábase en un islote a unos doce metros de la orilla, ocupándolo casi todo.

A unos doscientos pasos del lago vio Bennie dos caballos que pastaban libremente en las márgenes del bosque, y los reconoció como los que montaban sus compañeros.

—¡Buen indicio, Armando!

Apenas acababa de pronunciar tales palabras, cuando vieron aparecer en el islote al mejicano, que les gritó con voz gozosa:

—¡Bien venidos! ¡Ya hace cuatro horas que me estaba devorando la ansiedad! ¿Y los indios?

—Tuvieron que marcharse.

—¿Y Cola Abigarrada?

—Muerto. Por lo menos, así lo espero. ¿No se ha acercado ninguno de esos perros a esta orilla?

—¿Y mi tío? —preguntó Armando impaciente.

—Bien; descansa tranquilo en un buen lecho de hojas secas. Dejad los caballos, y venid.

Ambos desmontaron, libraron a los animales de sillas y frenos, cogieron sus fusiles y revólveres, y se apresuraron a atravesar el pequeño canal que los separaba de la isleta. Las aguas no subían mucho más de medio metro, y la tarea fue facilísima para llegar allá.

Back les dio sendos apretones de manos, y dando vuelta al árbol colosal, los llevó hasta una abertura de unos dos pies escasos de anchura, pero bastante alta.

—Pasad y honrad mi casa —dijo festivamente el mejicano.

—La conozco bien —repuso sonriente el vaquero.

Penetraron los tres en una especie de caverna que podría contener quince personas. En un lado, cómodamente tendido en un lecho de hojas, hallábase el mutilado, que se incorporó al ver a Bennie y le tendió la diestra, diciéndole:

—¡Me alegro mucho de volver a verle!

—¡Y yo, señor Falcone!

—¿Qué ha sido de Armando?

—¡Aquí estoy, tío!

—¡Puede usted estar orgulloso de tener un sobrino así! Se lo dice un viejo aventurero. ¡Cuerno de bisonte! ¡Con un compañero así, voy hasta el fin del mundo!

—¡Exagera usted, señor Bennie! —exclamó el muchacho modestamente.

—¡Lo dicho, dicho! Nosotros los vaqueros no exageramos, ni mentimos, ni adulamos.

—Sé que mi sobrino es valiente —exclamó ufano Falco-ne—. Pero ¿y los indios? ¿Se han retirado?

—Sospecho que Nube Roja se ha resignado a dejarnos en paz. Tanto más, cuanto que, en compensación de no haber logrado su venganza, él, que tanto temía el hambre para su tribu, ha tenido un buen hallazgo. ¡Diablo! ¡Doscientas cabezas de ganado valen tanto por lo menos como cien bisontes! ¡Y nos los han robado!

—¡Qué ruina para ustedes! ¡Y todo por salvarnos!

—Nada hemos perdido nosotros, amigo. Como decía hace poco a su sobrino, el propietario del ganado es riquísimo, y no hará mella en su gran fortuna semejante pérdida.

—Sin embargo, lo siento infinito por la caja…

—Pero ¿le es a usted indispensable esa caja para ir hasta Alaska?

—Me es en extremo necesaria.

—Pues volveremos a buscarla. Supongo que no se la habrán comido los pieles rojas.

—En vuestro interés y en el nuestro está que lo hagamos así. Esa caja nos será de inmensa utilidad en Alaska, si queremos recoger mucho oro y muy pronto.

—¡Oro! ¡Atiende, Back! El señor nos promete mucho oro. ¿Se han descubierto filones en Alaska?

—Muchos, y de riqueza fabulosa.

—¡Calle, calle! Me parece haber oído hablar en Edmonton de minas descubiertas en territorio ruso, pero nadie lo creía: se figuraban que eran noticias inventadas para llevar colonos a esas tierras.

—Es verdad —afirmó Back.

—No, amigos —contestó el herido—; las noticias son ciertas, y yo tuve confirmación de ellas por un irlandés a quien salvé la vida. Aquel hombre volvía de Alaska, donde en cuatro meses había logrado reunir ciento sesenta kilogramos de oro puro. Y me afirmaba que él fue el menos afortunado de todos los que trabajaron en aquel placer.

—¡Cuernos de Satanás! ¡Ciento sesenta kilos de oro! —exclamaron casi a dúo los dos vaqueros.

—Recogidos en unos cuarenta y cinco días de trabajo.

—¿Y dónde se hallan esos placeres fabulosos? —preguntó Bennie.

—En el valle del Klondyke, río que nace en las montañas de San Elias.

—No lo conozco, pues nunca he traspasado la frontera de la antigua colonia rusa; pero he recorrido los territorios del Noroeste y de la Columbia británica, y si ese río maravilloso existe… ¡cuerno de bisonte, lo encontraremos!

—Su existencia no puede ponerse en duda, porque ese río es uno de los más grandes de Alaska.

—Entonces iremos con ustedes. Back y yo sabemos algo de placeres y clanes, pues ambos hemos trabajado en las minas argentíferas del Colorado, y, además, yo he buscado algún tiempo pepitas de oro en el Fraser de Columbia.

—¡Dos valiosas ayudas halladas providencialmente! —dijo el italiano—. Dentro de tres meses podremos haber llegado a Alaska, y llegaremos en la estación más propicia para la cosecha del oro. Pero necesitamos la caja.

—¿Nos dirá usted de una vez qué es lo que contiene?

—Objetos de utilidad inmensa que seguramente no podremos adquirir en los campos auríferos del Klondyke. Por ejemplo, y entre otras cosas, un sluci para el lavado de la arena, y herramientas de trabajo, y buena cantidad de mercurio necesario para purificar pronto el precioso metal.

—¡Un sluci y mercurio! ¡No podemos perderlo! ¡Son cosas demasiado útiles para abandonarlas en la pradera! Mañana iremos Back y yo a recuperarlos.

—¿Y los indios?

—¡Bah! Habrán vuelto a su aldea para celebrar un festín con la carne del señor Harris.

—¿Y creen ustedes poder traer también el carro?

—Paréceme que para tan largo viaje servirá, más que de utilidad, de impedimenta, y sería preferible que se sirviera usted de nuestros caballos. ¿Es usted buen jinete?

—Sí, lo soy; pero la herida no está todavía cerrada y aún me produce dolores horribles.

—Aguardaremos a que se cure. Mientras tanto cazaremos y secaremos parte de la carne para pertrecharnos de víveres, que casi no tenemos.

—Creo que será cuestión de unos diez días.

—Esa es también mi opinión. ¡Eh, Back! ¿No tienes nada que ofrecernos? Armando y yo estamos muertos de hambre.

—No tengo más que galletas, piñas y whisky.

—Nos contentaremos con el alcohol, los piñones y el bizcocho por ahora; ¿verdad, Armando? Mañana trataremos de cazar alguna buena pieza; un topo de la pradera, por ejemplo. Esos animales, amiguito, abundan mucho por estos contornos.

—Hay algo mejor, Bennie —díjole su compañero.

—¿Qué has descubierto?

—Una colonia de castores.

—¿Dónde?

—Ahí cerca: en la desembocadura de un riachuelo que desagua en el lago.

—¡Magnífico! Entonces, quizá esta noche pueda ofreceros asado de castor. ¿Quieres, Armando?

—Disponga usted de mí, señor Bennie.

—Comamos ahora un poco, echemos un sueñecito reparador, y antes de oscurecer iremos a buscar a esos inteligentísimos animalitos.

CAPÍTULO X. LA CAZA DE LOS CASTORES

Dos horas antes que el astro diurno terminase su evolución desapareciendo por Occidente, Bennie y Armando, que no habían satisfecho bastante su apetito con los piñones y las galletas, se alejaron del islote con la esperanza de encontrar cena más sustanciosa y suculenta.

Dioles Back las indicaciones necesarias para que hallasen el riachuelo en cuya vecindad se habían establecido los castores, y ensillando sus caballos, ya bien descansados y alimentados, montaron y se dirigieron hacia el sur del lago. En menos de media hora llegaron a un claro del bosque.

—Aquí hay huellas de los castores —exclamó Bennie a su joven compañero, después de haber examinado el sitio con su experta y escrutadora mirada.

Descabalgaron, ataron ambos cuadrúpedos a una encina negra, y siguieron costeando a pie la margen de la corriente, procurando mantenerse ocultos entre las altas hierbas que crecían abundantes a ambas orillas del riachuelo. De cuenca poco profunda, tenía un recorrido de media milla escasa, y parecía habitado únicamente por aves acuáticas que nadaban majestuosamente y se dejaban ver a distancia que hacía difícil el tiro.

Bennie y Armando, procediendo con cautela y conociendo cuán desconfiados son los castores, llegaron al vallecillo que les indicó Back, muy cerca de la desembocadura del arroyuelo, y de pronto, oyeron un estruendo ensordecedor que parecía producido por la brusca caída de un gran árbol en el agua.

—¿Son los indios? —preguntó el joven preparando presuroso su escopeta.

—No —repuso sonriente el vaquero—. Han sido los castores.

—¿Esos animalitos pueden producir tamaños ruidos?

—Es que han derribado algún enorme pino.

—¿Los castores? Pero ¿cómo, siendo tan pequeños? —preguntó Armando, estupefacto.

—¿Te sorprende?

—¿No lo cree usted también prodigioso?

—No. Es que no conoces a los castores ni has visto los admirables diques que construyen esos pequeños ingenieros.

—¿Diques?

—Sí; diques que parecen construidos por hombres, muchacho. Esos maravillosos animales, para conseguir la tranquilidad del agua y precaverse de las crecidas, que podrían inundar sus admirables habitaciones, construyen diques de increíble solidez que desvían el curso de las aguas en caso de una crecida inesperada.

—¿Con qué materiales?

—Con los árboles que derriban, o, mejor dicho, hacen caer minándolos por su base, y que luego empujan por la corriente hasta el lugar que les conviene.

—¡Es increíble lo que me cuenta usted, señor Bennie!

—Quizá te lo parezca, pero no tardarás en convencerte de ello.

Realmente, al ver aquellos diques, que a veces son larguísimos, se resiste uno a creerlos obra de animales tan pequeños; pero no hay otro remedio que convencerse de ello. Aunque parezca increíble, en estos territorios, y aun en otros más septentrionales, los castores han transformado con sus diques de una manera extraordinaria el terreno primitivo, inundando florestas inmensas, creando lagos y canales, derribando multitud de árboles, modificando el curso de los anchos ríos y convirtiendo tierras palustres en prados hermosísimos. Calcúlase que han sumergido la mitad del suelo de las márgenes de la bahía de Hudson con sus barreras.

—¿Y son grandes esos diques?

—Los hay que miden media milla.

—Cavando tanto, los castores deben de causar grandes perjuicios.

—Así es; pero encarnizadamente perseguidos por los cazadores, la especie va desapareciendo con rapidez. Como la piel de estos animalitos es muy estimada, los cazadores de la bahía de Hudson y los de la Compañía Americana de Alaska hacen verdaderos estragos.

—Y dígame, señor Bennie: ¿es verdad que los castores se hacen ellos mismos verdaderas casitas?

—¡Ya lo creo! No tardarás en verlo. Son de forma redonda, sólidamente construidas con madera ligera, por lo general de sauce o aliso, y cubiertas de una especie de estuco impermeable.

—¿Y cómo hacen para cubrirlas con ese estuco?

—Para ello se sirven de su larga cola.

—¿Como los albañiles se sirven de la llana?

—Exactamente, mocito. ¡Ah, ya hemos llegado!

En efecto; hallábanse en el límite del valle, ante un estanque de unos cuatrocientos metros de circunferencia, rodeado de abetos, sauces y alisos, y que por medio de un canal bastante ancho comunicaba con un riachuelo que parecía desembocar en el lago. Lo primero que vio Armando fue un sólido y simétrico dique hecho con troncos de árboles plantados en el lecho del estanque, obra de unos sesenta metros de largo y dispuesto de modo que obstruía el ingreso en el canal.

—¿De veras que lo han construido los castores, señor Bennie?

—Sí; y, como ves, tiene por objeto impedir que aumente el caudal del estanque con el agua que el canal recibe del río.

—¡Pero si es prodigioso!

—No digo que no.

—¿Y dónde están los castores?

—Allí; mira. ¿No ves surgir del agua una cosita redonda? Lo menos son tres docenas.

—Sí; los veo.

—Obsérvalos. Están trabajando. ¿No los ves nadar alrededor de ese inmenso aliso que flota en el estanque, y parece llevado lentamente por las aguas hacia el dique? Aún conserva sus ramas, porque acaban de hacerlo caer; pero los dientes de los castores comenzarán muy en breve a podarlo, y lo alisarán por completo.

Armando miró en la dirección que su compañero le indicaba, y vio un gran árbol flotando sobre las aguas, y en torno de él, una porción de animalillos que bullían.

—¡Bueno; a cazarlos! ¡Se me hace la boca agua al pensar en el asado que nos espera!

—¿Y no teme usted que los disparos de nuestras escopetas atraigan a los indios?

—¡Bah! ¡Ya estarán en la ribera occidental del lago!

—¿Se dejarán atrapar los castores?

—Ven y verás. Vamos a sorprenderlos en su faena. Pero hay que procurar mantenernos siempre a sotavento y no hacer ruido. Démonos prisa, pues no es prudente dejar mucho rato solos a los caballos por estos parajes. Hay por aquí bastantes osos negros.

Resguardados por los árboles que se erguían en las márgenes del estanque, adelantaron en silencio, como había dicho Bennie, para que no denunciase el aire su presencia, llevando su olor a los pequeños constructores, que tienen olfato delicado. Habían avanzado doscientos pasos, cuando el vaquero se detuvo de pronto y susurró casi al oído de Armando:

—¡Creo que vamos a tener un asado bastante mejor que de castor!

—¿Qué ha visto usted?

—Mira de frente a la orilla del estanque.

Hízolo así el joven, y vio un animal sentado que parecía ocuparse en misteriosa faena. Iluminado de lleno por la luz de la luna, Armando pudo examinarlo atentamente. Parecía un oso pequeño, pero tenía algo de topo, de topo enorme, a juzgar por el hocico. Tenía como medio metro de largo, con una cola de veinticinco o treinta centímetros, pelo gris amarillento y con manchas negras.

Completamente tranquilizado por el silencio que reinaba en la selva, y no teniendo nada que temer de los castores, se había sentado plácidamente al margen del estanque, sumergiendo de vez en cuando las patas posteriores en el agua, de la cual parecía sacar algo que después de restregarlo dejaba a su lado en tierra.

—¿Qué hace? —preguntó asombrado el italiano—. ¡Cualquiera creería que está lavando o pescando!

—Y así es; está lavando su comida.

—¿Qué dice usted?

—Que antes de cenar, como animal limpio y aseado, lava las castañas, larvas, moluscos, cosas que constituyen su alimento.

—¿Se burla usted?

—No, amiguito. El racoon, o, si prefieres llamarlo de otro modo, el oso lavador, tiene esa pulcra costumbre. Mira con qué seriedad y conciencia lava lo que espera comerse muy luego plácidamente.

—Veo, señor Bennie, que es una desgracia andar escaso de víveres.

—Así es; pero te advierto que la carne de racoon es exquisita.

Y dicho esto, apuntó cuidadosamente y disparó. El animal continuaba plácido y feliz su faena a unos ochenta pasos. La detonación repercutió en la selva, haciendo huir a los castores, y el pobre animal, suspendido bruscamente en su faena por la bala del cazador, cayó de cabeza al agua. Bennie y Armando corrieron para pescarlo antes de que se lo llevase la corriente.

—¡Pobre bestia! ¡La ha matado usted cuando se disponía a cenar!

—¡Así es el mundo! En cambio, nos servirá a nosotros de cena y de almuerzo para mañana. Es un oso muy gordo. ¡Ya lo pesqué! Ahora volvámonos, porque comienzo a oír ladrar a los coyotes y aullar a los lobos.

Se cargó el racoon al hombro y se pusieron en marcha a buen paso hacia donde habían dejado los caballos.

La noche era espléndida, pura y tranquila. La luna brillaba en todo su esplendor, iluminando la pradera de los castores y la selva como en pleno día y mirándose en el espejo de las aguas del estanque. A su alrededor parpadeaban millones y millones de estrellas. La fresca brisa, saturada de los penetrantes aromas del ajenjo y la menta, oreaba con soplo intermitente las hojas de los alisos, sauces, abetos y encinas negras. En lontananza chirriaban los grillos, coreados por el ladrido de los coyotes y tal cual aullido de los lobos grises.

Bennie y Armando apresurábanse, algo inquietos por la suerte de sus caballos, que habían dejado en el valle atados al tronco de un árbol. Una vez que traspusieron la pradera de los castores y treparon por la loma, oyeron claramente el relincho receloso de sus corceles. Temiendo el vaquero que los pobres animales hubieran sido atacados por los lobos y por algún oso, se apresuró a trasponer las rocas, y de pronto se detuvo estupefacto al ver a los dos caballos sueltos y caracoleando a la entrada del bosque.

—¿Qué significa esto? —dijo preparando su fusil—. No puede ser que hayan tenido bastante fuerza para romper las bridas. ¡Muchacho, atención; prepara tu fusil!

Silbó, y los inteligentes animales acudieron alegremente a su silbido.

—¡Vamos a ver! —murmuró receloso y mirando a un lado y a otro, cual si temiese alguna emboscada—. ¡Ya decía yo!

Arrancóle esta exclamación el examen de las bridas, pues halló que habían sido cortadas por un cuchillo por la mitad.

—¿Las han roto? —preguntó Armando.

—No; han sido cortadas con un cuchillo o machete. ¿Qué misterio es éste? —añadió arrugando la frente.

—¿Y por quién?

—Ese es el problema. Que yo sepa, ningún animal es capaz de cortar limpiamente una correa así de recia.

—¿Está usted seguro de no equivocarse?

—Segurísimo. Han sido cortadas con arma blanca.

—Entonces es que ha venido alguien.

—¡Naturalmente!

—¿Y quién puede haber venido?

—¿Quién? ¿Quién? ¡Lléveme el diablo si lo sé!

—¿Acaso algún indio?

—Es lo más probable.

—¿Y por qué no se los ha llevado?

—Por la sencilla razón de que le habrá faltado tiempo.

—Entonces no puede estar lejos.

—Tan poco lejos, que indudablemente nos está espiando.

—¿Y qué hacemos?

—Montar inmediatamente a caballo y escapar a todo galope.

Montaron de un salto. Bennie se puso delante el oso lavador, que no quería abandonar por nada del mundo, y después de dirigir escrutadoras miradas hacia el bosque, partieron a todo escape de sus corceles. Atravesaron el brazo de agua y llegaron frente a la entrada del refugio que les servía de vivienda, hallando a Back ocupado en atar los otros caballos a una rama del árbol que les servía de refugio.

—¿Nada de nuevo? —preguntó Bennie.

—Absolutamente nada —repuso el mejicano.

—¿No habéis visto ningún indio?

—No. ¿Por qué lo preguntas? Pareces inquieto, Bennie.

—Lo estoy, realmente; alguien trata de descubrir nuestro asilo.

—Vigilaremos atentamente.

—Mientras tanto, aquí tienes un hermoso racoon, que nos proporcionará una deliciosa cena.

—¡Bien venido! ¡El fuego le aguarda!

CAPÍTULO XI. LAS PLANTAS DANZANTES

Durante la noche no ocurrió nada que justificase los temores de Bennie. Al día siguiente los dos vaqueros decidieron ir a la pradera en busca de la caja de Falcone, que también deseaban ya ellos poseer, y de paso ver si podían recobrar algún objeto de los de su pertenencia que dejaron en el carro.

Recomendando a Armando que cuidase de su tío y vigilase bien durante su ausencia, cabalgaron y exploraron el bosque para ver si hallaban al indio que había cortado las riendas, antes de ir a la pradera. La exploración no dio resultado alguno, y convencidos de que nadie espiaba por los alrededores del refugio que se habían asegurado, lanzáronse a la pradera, desierta desde que se retiraron los guerreros de Nube Roja.

No les fue difícil hallar las huellas que dejaron los pieles rojas en su desenfrenada carrera nocturna; la presencia de los lobos reunidos para devorar indistintamente los hombres y los caballos caídos en aquella furiosa persecución, indicaban bien a las claras que iban por la buena senda. Además, el carromato no debía de tardar en aparecer ante su vista. En efecto; media hora después lo divisaron; su blanco toldo destacábase sobre la verde mancha oscura de las gramíneas.

—¡Temí que los indios, que disponen de tantos animales, se lo hubiesen llevado! —comentó Back.

—Se preocuparon más de los bueyes que de los objetos encerrados en el carro.

—Entonces aún encontraremos la caja.

—Y algo más, Back, si no me equivoco.

No tardaron en llegar junto al carro, que se hallaba todavía en el mismo sitio donde lo habían abandonado. Como era de suponer, los pieles rojas lo registraron, quizá esperando encontrar en él armas, municiones y whisky. Habían sacado las cajas que yacían en el suelo abiertas, los barriles vacíos, y el toldo roto en parte. En cambio, la caja del herido hallábase intacta. Seguramente trataron de forzarla los indios; pero era fuerte y había resistido a los tomahawks de los guerreros rojos.

—¡Es una verdadera suerte! —exclamó Bennie—. ¡Hubiera sentido que se la hubiesen llevado!

—¿Y cómo haremos para llevarla hasta nuestro refugio? Es muy pesada.

—La abriremos y dividiremos su contenido en tres o cuatro cajitas para poder cargarlas en los caballos de reserva. Afortunadamente, aún tenemos seis hermosos animales.

—¿Y nuestras municiones? ¿Las habrán hallado?

—No lo creo.

El vaquero penetró en el carro, levantó una tabla que cerraba una trampilla situada entre las dos ruedas y lanzó un grito de júbilo.

—¿No las han tocado?

—¡No, Back! Tenemos quinientos cartuchos para las escopetas y doscientos para los revólveres, sin contar con los que llevamos encima. ¡Recojamos todo lo que nos pueda ser útil y volvamos cuanto antes al pino!

Registrando cajas y toneles, hallaron varias cosas que habían desdeñado, sin duda, los rapaces indios: dos pucheros de hierro, algunas galletas esparcidas acá y allá, varias latas de conservas que habían rodado entre las altas hierbas, grasa, té y prendas de ropa preciosas para ellos: almillas, mantas, zapatos, etc.

Recogido todo con gran cuidado, quitaron el toldo del carro, tela impermeable muy buena que podía servirles para armar una tienda; lo pusieron todo en cajas que suspendieron de las sillas de los caballos, y luego ataron con una sólida correa la caja del italiano mutilado para arrastrarla hasta su refugio.

Poco antes del mediodía se pusieron en marcha hacia el lago, no sin lanzar miradas de tristeza al carromato que por tanto tiempo les había servido de vivienda y que se veían forzados a abandonar.

El regreso se efectuó sin ningún incidente; pero les costó más de tres horas, a causa del peso de la caja, que los corceles tenían que arrastrar, y por las dificultades de hacerlo por la selva.

Durante su ausencia, Armando había vigilado; pero sin ver nada sospechoso, calmando así algo los temores de Bennie, que recelaba que algún indio rondase por los alrededores para descubrir su retiro.

Sin embargo, por la tarde, los vaqueros hicieron nueva excursión hacia el prado de los castores, mas no hallaron a nadie. Parecía que los pieles rojas se habían retirado definitivamente a su aldea de la ribera occidental del lago, renunciando a sus propósitos de venganza, tal vez persuadidos de que el Gran Cazador se había ausentado definitivamente de la pradera.

Al día siguiente y en los sucesivos los dos vaqueros y el joven se ocuparon en hacer los preparativos para el viaje, impacientes ya por llegar a aquel fabuloso placer de Alaska.

El herido curaba a ojos vistas, merced al reposo absoluto de que gozaba y favorecido por el buen tiempo. La enorme herida de la cabeza comenzaba a cicatrizar, y la piel, brutalmente arrancada por los indios, empezaba a renovarse, no tan pulida como antes, y sin cabellos, que no volverían a cubrir ya su mutilado cráneo.

Pocos días más, y el mecánico estaría en condiciones de emprender el viaje, resistir sus fatigas y afrontar sus azares.

Habían abierto la caja en la imposibilidad de ser transportada por un caballo a causa de su peso y dimensiones, y los picos, palas y azadones, el sluice, el mercurio y cuanto contenía fue dividido en cuatro cajones fáciles de cargar a lomo de caballo. Prepararon buena cantidad de carne salada, pues tuvieron la suerte de matar a otro oso lavador, varios castores y un cisne de treinta y cinco libras de peso.

El 18 de abril, o sea catorce días después de la pérdida del ganado, los dos vaqueros, el tío y el sobrino salieron de madrugada del pino gigantesco, y emprendieron el viaje a los distantes placeres de Klondyke.

El día prometía ser magnífico, tibio y agradable, y los caballos, bien comidos y descansados, hacían esperar una larga y rápida marcha.

Bennie y Armando, que se habían hecho inseparables, y que tenían el encargo de proveer de carne fresca a la caravana, abrían la marcha; tras ellos iban los dos caballos cargados con el equipaje, los víveres y las municiones, y a retaguardia, Back y Falcone.

Principiaron su jornada costeando la ribera oriental del lago para volver en dirección Noroeste y seguir las Montañas Pedregosas, que debían guiarlos hasta la frontera americana de Alaska. Iban todos alegres y ufanos, en especial los dos vaqueros, que ya contaban con recoger el oro a puñados en Klondyke.

Ni aun se acordaban de los indios. En su opinión, Nube Roja y sus guerreros no pensaban ya en ellos, y en cuanto a Cola Abigarrada, debía de haber sido devorado por los lobos muchos días antes.

Desgraciadamente, no tardaron en convencerse de que no había terminado aún su lucha con los pieles rojas. Apenas acababan de recorrer media milla y se preparaban a doblar el último ángulo del lago en dirección a Occidente, cuando Bennie vio tremolar en la linde del bosque una especie de bandera que parecía de cuero.

—¿Qué significa eso? —exclamó asombrado—. ¿Habrá cualquier cazador matado una pieza y puesto a secar la piel colgándola de una rama?

—¿No vienen por aquí algunos cazadores?

—Sí, en la buena estación; pero ahora es muy pronto.

—¡Eh, Bennie! —gritó Back, que seguía a retaguardia—. ¿Sabes lo que parece esa extraña bandera?

—¿Qué?

—El tótem de una tribu india.

—¡Cuerno de bisonte! Tienes razón, Back.

Espoleó a su caballo y se lanzó hacia aquella extraña bandera colgando de una rama de encina, pero puesta de modo que no pudiera menos de verla cualquier persona que costease la orilla septentrional del lago. Bennie y Armando se dieron muy pronto cuenta de que era una piel de castor no del todo seca todavía, y que en el revés llevaba pintada una cola de varios colores.

—¡Por cien mil osos lavadores! —exclamó el vaquero, palideciendo a pesar suyo—. ¿Estará aún vivo ese condenado bribón?

—¿Quién?

Cola Abigarrada.

—¿Por qué lo pregunta usted?

—Porque ésas son sus armas; como quien dice, su emblema, su bandera particular. ¿No ves pintada en la piel una cola abigarrada?

—Es verdad, señor Bennie.

—¡Caramba! —exclamó Back, que se había adelantado y llegaba junto a ellos—. ¡No me equivoqué! Esto quiere decir que nuestro enemigo vive aún y que no tardemos en tenerle delante o detrás, decidido a apoderarse de nuestras cabelleras.

—¡Pues va a darle bastante trabajo lograrlo!

—¿Crees que le seguirán algunos de su tribu?

—¡Quién sabe!

—Bennie, apretemos el paso.

—Sí —agregó el herido—. Una vez que pasemos aquel río, ya no tendremos que temer a ese Cola Abigarrada.

—Así lo creo —afirmó Bennie—. Dejemos la orilla del lago y dirijámonos transversalmente al Norte para llegar lo más pronto posible al río. Al otro lado es el territorio de los Cabezas Chatas, y los Panzudos no pueden violarlo sin previa declaración de guerra.

—¿Quiénes son esos Cabezas Chatas? —preguntó Armando.

—Indios; pero no tan rencorosos y vengativos como los de Nube Roja. Y espero que nos acojan bien. ¡Espoleemos a los caballos y alejémonos de estos lugares!

El grupo de viajeros, dejando de costear el lago, dirigióse decididamente hacia el Norte, reservándose para después de haber vadeado el Peace doblar hacia el Oeste, que era la verdadera dirección que tenían que tomar.

La región cambiaba de aspecto. A la gran pradera y a los bosques sucedían terrenos muy quebrados, ora cubiertos de hierba que podía ser explotada con mucho provecho por un ganadero, ora de matorrales o de grupos de pinos blancos, algunos de ellos enormes, de dos metros y hasta dos y medio de circunferencia en su base, y de treinta metros de altura, y de sauces de cuyas raíces extraen los indios un tinte rojo que emplean para sus pinturas. De cuando en cuando tropezaban con pantanos y estanques en que abundaban los peces y las aves acuáticas. Desde las ramas de los árboles miraban a los viajeros algunos grandes búhos, que abundan bastante por allí; grandes halcones pescadores, que para apoderarse de los míseros peces sueltan una especie de grasa que parece tener la propiedad de atontarlos.

De trecho en trecho estallaba el canto agudísimo de los tetraones o gallos del collar, aves exquisitas que seguramente Bennie no hubiera dejado en paz a no tener tanta prisa. La voz de estos bípedos óyese a tres y hasta cuatro millas de distancia en aquellas llanuras.

A mediodía, después de una marcha rapidísima y casi continua, acamparon en la falda de una colina sobre la cual crecían entre las altas hierbas plantadas bastante raras, unas especies de balones de dos metros de circunferencia que reposaban sobre un tronco demasiado delgado y débil a proporción.

Levantóse viento fuerte y frío, y Bennie se apresuró a armar la tienda para resguardarse de él, y especialmente a Falcone, aún no curado de su atroz mutilación. Encendieron fuego, cenaron con excelente apetito; y ya se disponían a encender las pipas, cuando oyeron relinchar con inquietud a los caballos.

—¿Oyes, Back? ¿Habrán olido los caballos la proximidad de algún oso gris? Parece que hay bastantes fieras de ésas por esta región.

—¡Bien venido sea —dijo Armando—; pues aseguran que su carne es sabrosísima!

—Sí; pero saben defenderla tan bien, que pierden la suya más de cuatro cazadores decididos y audaces, sucumbiendo…

No acabó la frase. Un alud, una masa pesada, cayó con gran ímpetu sobre la tienda, rompiéndola y haciendo rodar a Armando y al mejicano, que cayeron contra Bennie.

—¡Cuerno de bisonte! —aulló éste—. ¿Qué es esto?

—¡Caray! ¡Ni que nos hubiera caído encima un bisonte!

Los dos vaqueros, echando a un lado el toldo del carro que los envolvía, salieron al aire libre con sus fusiles, siguiéndolos Armando y su tío. Un espectáculo extraño, no nuevo para los vaqueros, pero sí para los italianos, se ofreció a su vista.

De la colina bajaban rodando y rebotando aquellos balones vegetales que habían visto antes en la cima, empujados como pajas, no obstante su peso, que debía de ser grande, por el viento impetuoso. Uno de ellos había caído sobre la tienda, y otro, siguiendo la misma dirección, amagaba caer sobre los viajeros.

—¡Al suelo! —gritó Bennie con voz imperiosa.

Los cuatro hombres se tendieron en tierra y los caballos los imitaron por instinto. El balón, que daba botes de seis y siete pies, sobre todo cuando encontraba algún obstáculo, pasó como una tromba sobre los animales, estropeando un tanto a las pobres bestias, y machacó y rodó sobre los hombres, amenazando arrastrarlos en su vertiginosa carrera. El herido, atacado en pleno, había sido impulsado hacia un matorral, que afortunadamente le detuvo; Bennie pudo agarrarse a un árbol y Armando y Back chocaron contra unas encinas a trescientos pasos de donde habían alzado la tienda.

—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie riéndose, a pesar de las magulladuras padecidas—. ¡Si dura un poco más, me deja inservible para continuar el viaje en muchos días! ¡Al diablo las plantas danzantes!

—¿Plantas danzantes? —exclamó Armando—. ¡Bombas podría usted decir mejor! ¿Qué especie de vegetales son ésos tan sumamente raros?

—Se llaman cyclotoma phatyphilum —explicó Falcone.

—¡Vaya un nombre para hacer estornudar a un perro! Nosotros las llamamos plantas danzantes, que es más gráfico —repuso Bennie—. Como has visto, son balones formados por una aglomeración de hilos vegetales y que se parecen a haces de heno hábilmente atados y redondeados. Hay muchos en esta región y también más al Sur, en la llanura de Arkansas.

—¿Y ha sido el viento el que los arrancó de sus tallos?

—Sí, amiguito. Probablemente el repentino frío ha secado sus tallos, que son muy débiles, y los balones, arrancados por el fuerte viento que sopla, han rodado impulsados por él, y aumentando su velocidad cada vez más.

—¡Ha sido un alud!

—Y muy peligroso si fuese algo más duradero. Más de cuatro han perdido la vida a causa de esos balones. Cuentan una curiosa historia acaecida a unos cazadores de bisontes.

—¡Cuéntela, señor Bennie!

—Cierto día, varios hombres que recorrían la pradera cazando bisontes estaban repechando una loma, cuando vieron caer entre nubes de polvo inmensas masas hacia el precipicio. Creyendo que eran bisontes, los cazadores formaron semicírculo y emprendieron contra ellos recio tiroteo. Con gran sorpresa suya, no vieron caer ningún animal, y las masas continuaban acercándose en carrera endiablada amenazando embestirlos. Asustados, trataron de huir adonde estaban sus caballos para librarse de las temibles cornadas de los poderosos rumiantes; pero fueron alcanzados, derribados, magullados y arrastrados por el torbellino. Como comprenderás, no se trataba de bisontes, sino de plantas danzantes iguales a las que nos han dado un poco que sentir hace un momento. Naturalmente, continuaron su carrera loca impulsados por el viento, dejando a los cazadores malparados, aturdidos, maltrechos y con un palmo de narices y algunas contusiones.

—¿Por ventura no eras tú uno de los cazadores? —preguntó Back, riendo.

El vaquero soltó la carcajada, y luego dijo:

—No lo recuerdo. ¡Me han sucedido tantas cosas en mi vida vagabunda y aventurera, que no diré que no me haya encontrado en alguna aventura semejante!

CAPÍTULO XII. BATALLA DE AVES

Al día siguiente, ya al oscurecer, y después de haber atravesado larga cadena de colinas boscosas, llegaron nuestros viajeros a la orilla del Peace, uno de los ríos más caudalosos de la Columbia británica, y cuyas fuentes hállanse en las Montañas Rocosas, río que después de largo y tortuoso recorrido por la llanura de Atabasca va a desaguar en el lago del mismo nombre de la región que atraviesa.

Como el agua no era mucha por no haber comenzado aún el deshielo de las nieves de las Montañas Rocosas, los viajeros hallarían sin gran dificultad un vado que les permitiese pasar a la orilla opuesta. En efecto; así lo hicieron, y acamparon en una selva de pinos, rosales y abetos.

Hallándose en el territorio de caza de los Pies Negros, tribu muy belicosa y enemiga de los guerreros de Nube Roja, decidieron permanecer allí unos cuantos días para que pudiera reposar un poco Falcone, cuya herida, no cicatrizada del todo, producíale aún fuertes dolores. Además, querían aumentar sus víveres de repuesto, que no eran muy abundantes, por medio de la caza. Bennie, conocedor de la región, aseguraba que podrían dar buenas batidas, pues abundaba por allá la caza.

Apenas habían terminado de cenar, cuando el aventurero, que tenía el oído finísimo, hizo seña a Armando para que cogiese el fusil y le siguiera.

—La luna se alza espléndida en el horizonte —dijo—, y los tetraones han empezado ya a dejarse oír. Esta noche tendrán algún mitin en que tomarán parte muchos oradores.

—¿Son indios esos tetraones? —preguntó Armando.

—¡Sí; con alas! —contestó burlonamente el vaquero.

—Es el nombre de los gallos del collar, Armando —le respondió su tío.

—¿Cómo? ¿Gallos que se reúnen en un mitin y que tiene oradores? ¿Se burla usted, señor Bennie?

—No, amiguito. Y si me acompañas, te enseñaré un espectáculo raro y curioso. ¿Oyes? Esos cánticos son un saludo a la luna, que aparece tras las crestas de aquel monte, y un llamamiento a la sesión.

En efecto; del centro del espeso bosque había surgido un grito agudísimo, semejante al canto del gallo, pero mucho más fuerte, y otros semejantes le habían contestado de diversos puntos.

—Están próximos —dijo Armando.

—Opino lo contrario —replicó Bennie—. Quizá tendremos que recorrer dos o tres millas antes de llegar adonde se reúnen. Su carito es tan fuerte, que a veces se oye a cuatro millas de distancia.

—¡Vamos, señor Bennie! ¡Estoy impaciente por asistir a este espectáculo que me ha prometido usted!

—Y además nos proporcionarán excelente cena; pues la carne de esos gallos es exquisita.

Recomendando a los dos hombres la vigilancia, cogieron sus fusiles y se internaron en el bosque, espeso y formado por árboles corpulentos cuyos troncos casi se tocaban. La luna filtraba sus rayos por entre las ramas alumbrándolos, y así podían encontrar las sendas necesarias para llegar a su destino.

Bennie abría la marcha mirando al suelo con cuidado, por temor de pisar alguna serpiente de cascabel, que abundan hasta en Atabasca, y cuya mordedura venenosa mata irremediablemente y en pocos instantes al hombre más fuerte y sano. También había que tener mucho tiento para no caer, pues el terreno, cavado durante siglos por las raíces de los pinos y cubierto por los residuos de las hojas caídas, formaba a lo mejor como pozos de bastante profundidad, y en otras partes amenazaba hundirse al menor peso.

Procediendo con toda cautela, pues, al cabo de media hora de marcha llegaron a la cima de una colina boscosa, en la cual se oían más frecuentes y ensordecedores los gritos agudos de los tetraones, como si allí se hubieran congregado buen número de aquellas aves.

—Avancemos con toda precaución y sin hacer ruido.

—¿Son desconfiados?

—Bastante, Armando; y no se reúnen sino en lugares absolutamente desiertos.

Adelantaron por entre los grandes árboles guiados por los gritos de los bípedos, y de pronto, Bennie se detuvo tras un matorral, murmurando al oído de Armando:

—¡Ya estamos!

Estaban junto a una plazoleta llana y amplia, circundada de altos pinos e iluminada de lleno por la luz de la luna. El joven italiano distinguió gran número de hermosísimas aves, casi de dos pies de alto, con el cuello provisto de una especie de bolsa lacia, arrugada y colgante, de color anaranjado, y que se hinchaba al emitir los gallos su poderoso y vibrante canto.

Y cosa muy extraña, aquellas aves tenían cuatro alas en vez de dos; un par de ellas situadas en la base del cuello, más pequeñas que las otras y generalmente formadas por dieciocho plumas, mitad cenicientas oscuras y la otra mitad negras.

Los hermosísimos gallos, llamados por la antedicha razón «del collar», son animales soberbios, que pesan por lo menos dos kilogramos cada uno, audaces, belicosos y batalladores. Corrían dando vueltas por la plazoleta, agitando las alas y lanzando de vez en cuando sus gritos sonoros, como si antes de dar principio a la batalla quisieran asegurarse de la solidez del terreno y de las buenas condiciones del palenque elegido.

—¿Qué? ¿Te parecen hermosos?

—¡Soberbios, señor Bennie! Pero por lo menos hay doscientos.

—Sí; sin duda se han congregado todos los del distrito.

—¿Se burla usted? ¿Acaso tienen distritos?

—Por lo visto.

—¡Qué cosas más raras!

—Ahora va a empezar.

—¿La sesión?

—Sí; ya verás con cuánta seriedad y prosopopeya pronuncian sus discursos los oradores.

—¡Lástima que no podamos entenderlos!

—Asaremos la carne de los oradores y juzgaremos de su elocuencia y valor por su calidad.

Los tetraones, machos y hembras, se habían preparado para el mitin, como decía el vaquero, formando un vasto círculo, y el mayor silencio sucedió a la algarabía de momentos antes. El presidente les había impuesto, sin duda, aquel silencio. No quería que ninguno lo rompiese hasta comenzar la sesión al claror de la luna.

Por algunos instantes continuaron callados y casi inmóviles. De pronto, un magnífico gallo de cerca de dos pies y medio de altura se adelantó con majestuosidad cómica hacia el centro del círculo, inspeccionando recelosamente el terreno; luego miró a la luna con sus ojillos negros, circundados de una faja de color anaranjado, se detuvo y comenzó una «aria» discurso con varios tonos e hinchando bárbaramente el saquillo que le colgaba de la garganta.

La asamblea le escuchaba sin interrumpirle, conservando casi absoluta inmovilidad. Sólo de vez en cuando alguno de los oyentes movía la erguida cabeza con un signo de aprobación.

—¡Es ridícula esta escena! —murmuró Armando—. ¡Si al menos pudiéramos entenderlo! ¿Pero qué dirá?

—Probablemente elogiará la fortaleza de sus pies, lo acerado de sus espolones y la hermosura de su plumaje.

—O lo delicado y exquisito de su carne, previendo que estamos aquí dispuestos a cazarle para nuestro almuerzo.

—Puede que aciertes, señor burlón.

Terminado su canto, retiróse a un lado, y ocupó su lugar otro gallo, después un tercero; al terminar éste, un cuarto, y así varios, sucesivamente; todos haciendo gala del poder de su garganta y ensordeciendo a nuestros amigos con sus agudísimas notas y sus inverosímiles trinos. Cuando todos los machos hubieron pronunciado sus correspondientes discursos, dividiéronse los oradores en dos bandos, plantándose frente a frente con el cuello encogido, la cola tiesa y la garganta hinchada.

—¿Qué harán ahora? —preguntó el italiano.

—La danza de la guerra —respondió el vaquero.

—¿Vamos a ver alguna batalla?

—Sí, muchacho, y entonces será cuando intervendremos nosotros; un numerito con que no contaron al redactar el programa del espectáculo.

Los gallos empezaron su danza. Adelantaban unos contra otros balanceándose con gravedad cómica, agitando las alas y gritando como energúmenos; retrocedían después a saltos, sin volver la cabeza, y luego volvían a avanzar, provocándose mutuamente. De pronto, las dos falanges se precipitaron una contra otra dando saltos de dos y tres pies de altura, y procuraban herirse con el pico y los espolones, lanzando alaridos y unas carcajadas extrañas.

Era el momento aguardado por el vaquero, quien rápidamente tronchó dos grandes ramas del árbol, dio una a su compañero y se internó entre los combatientes, repartiendo tremendos estacazos a derecha e izquierda. Armando le imitó y secundó con la mejor voluntad del mundo.

Los gallos estaban tan concienzudamente absortos por la pelea, que no se dieron cuenta de la intervención de fuerzas humanas hasta algunos minutos después de la irrupción, cuando ya habían caído a palos varios de sus colegas. Pero ante la granizada de golpes se disipó su entusiasmo bélico y huyeron en todas direcciones, como ya habían huido los espectadores momentos antes.

Así y todo, quedaron en el palenque once muertos y seis lisiados, que se apresuró a rematar Armando, por temor de que huyeran al desaturdirse o recobrarse un poco.

—Estamos haciendo de jiferos; pero verás qué suculenta comida nos suministran estos animales. Son deliciosos, te lo aseguro, y muy buscados; por eso se pagan tanto en la ciudad.

—¿Y también ésos? —preguntó Armando, dando un salto atrás y dejando caer bruscamente las aves que tenía en la mano.

—¿Cuáles?

—¡Cuidado!

—¡Cuerno de bisonte! —exclamó Bennie, retrocediendo también—. ¡Una familia de osos! ¡A los fusiles, Armando!

En efecto; en la margen de la plazoleta, entre dos enormes pinos, habían aparecido unos osos, probablemente una familia, compuesta del padre, la madre y dos oseznos. Eran formidables, y muy poco inferiores en tamaño y aspecto al temible oso pardo de la América del Norte, que es el mayor de su especie; las crías no abultaban más que como carneros regulares.

Bennie comprendió inmediatamente que se trataba de unos osos de la pradera, que vulgarmente se denominan osos amarillos, pues su pelo tiene visos amarillentos; animales en extremo peligrosos, pues estaban dotados de una fuerza muscular prodigiosa, y que constituyen la clase más temible de los osos negros.

De dos saltos el vaquero y su acompañante llegaron al matorral donde habían dejado sus escopetas, y se pusieron a la defensiva en previsión de un ataque inminente. Pero parecía que la familia de los osos no tenía prisa alguna de habérselas con los cazadores, pues manifestaban más sorpresa que cólera por aquel encuentro. Continuaban inmóviles; el macho, corpulento y tranquilo, delante; tras él, la hembra, teniendo a su lado a los oseznos. Limitábase a mirar curiosamente a los cazadores y a los gallos tendidos en el campo.

—Paréceme que tienen miedo.

—¡No los conoces! ¿Miedo…? No juzgues por su aspecto. No son tan pacíficos como te figuras.

—De todos modos, tenemos nuestras escopetas, señor Bennie.

—Cierto; pero esos corpachones resisten muchas balas. ¡Te aseguro que es un mal encuentro!

—¿Y qué hacemos?

—Por lo pronto, esperar.

—¿Y si escapásemos al campamento?

—Nos seguirán, y como galopan a prisa, no tardarían en alcanzarnos.

—¡Diablo! ¡No es mucha suerte que digamos, señor Bennie, eso de venir a cazar gallos y toparse con cuatro osos!

—Que no tendrán el menor escrúpulo en comerse nuestra caza. ¡En guardia!

El oso, quizá irritado por la inmovilidad de los cazadores, dio algunos pasos adelante lanzando un sordo gruñido poco tranquilizador. Paróse luego mirando a la hembra, que le había seguido, dejando a los oseznos en la linde del bosque, y de improviso se precipitó como un torbellino contra los dos hombres. Daba miedo la feroz acometida de aquel monstruo, dotado de extraordinaria fuerza. Con la boca abierta, enseñando la blanca y poderosa dentadura, erizado el pelo y los ojos echando llamas, atravesaba rápidamente la explanada, dispuesto a ejercitar uñas y dientes en los cazadores. El vaquero le apuntó rápidamente, cuando la fiera se hallaba a unos diez metros, y dijo a Armando:

—¡No tires tú!

Por desgracia, la recomendación llegó demasiado tarde. El joven había apuntado a la hembra, y las detonaciones se confundieron en una sola. Al disiparse el humo, los cazadores vieron con terror, erguido, al formidable macho sobre sus patas traseras, y a la hembra, que había caído de costado y se estaba levantando.

No tenían tiempo para cargar de nuevo el fusil, y a una señal de Bennie, ambos se lanzaron hacia una enorme encina que tenían detrás y a poca distancia, agarrándose de común acuerdo a una rama baja y subiéndose sobre ella rápidamente a fuerza de puños.

Por desgracia, para izarse instintivamente y sin reflexionar, habían abandonado los fusiles.

—¡Cuerno de bisonte! —aulló el vaquero al darse cuenta de su imprudencia, ya demasiado tarde.

El oso se precipitó contra la encina, y los cazadores se apresuraron a remontarse de rama en rama a las más altas, poniéndose a caballo en una muy fuerte a más de treinta pies del suelo.

Furioso el oso al ver desaparecer su presa, lanzó un feroz gruñido, y clavaba las potentes uñas en el tronco, arrancando anchos pedazos de corteza. Entretanto, la hembra, tropezando y regando el suelo con su sangre, se acercó al macho. Parecía que la bala de Armando le había roto una pata. También el oso debía de estar herido, porque no tardó mucho en formarse bajo él un charco de sangré.

—¡Vaya una situación la nuestra, Armando! ¡Sin fusiles y con dos fieras irritadas y en pie ante nosotros!

—¿Nos sitiarán? —preguntó el italiano tranquilamente.

—Por lo menos, no se irán muy pronto; estos animales son muy tercos.

—¿Podrán trepar?

—No lo creo; el tronco es muy grueso y demasiado liso.

—De todos modos, si lo intentaran, nos opondríamos.

—¿Y cómo? Sólo nos quedan los cuchillos, armas que valen muy poco contra estos animaluchos.

El oso, cada vez más enfurecido, tal vez por causarle fuertes dolores su herida, atronaba la selva con sus aullidos, y trataba de alcanzar la primera rama para izarse. No estaba muy alta, como ya dijimos; pero el animal no llegaba.

La osa y los oseznos, que se le habían reunido, daban vueltas corriendo y gruñendo, como si se hubieran vuelto locos en torno de la encina que sostenía a los cazadores. Estos, empuñando los cuchillos, no perdían de vista al oso, temiendo que pudiera trepar.

Por suerte, después de muchos esfuerzos y de haber arrancado con las uñas casi toda la corteza a una altura de unos dos metros, la fiera se decidió a retirarse, sin dejar de gruñir furiosamente.

El oso fue a tenderse al pie de un pino próximo, y comenzó a lamerse el pecho ensangrentado por la herida que le produjo la bala del vaquero. La hembra le siguió y comenzó a lamerse la pata. Los oseznos, no teniendo herida alguna que lavarse con la lengua, despreocupados como inexpertos jovencillos, comenzaron a jugar, arañándose y mordiéndose como dos gatitos.

—¡Ya ha empezado el sitio!

—¡Ya lo veo, señor Bennie!

—¡Pasaremos una mala noche!

—¡Bah! Probablemente mañana…

—Mañana —interrumpió el vaquero— los encontraremos en la misma situación.

—¿No cree usted que se vayan al amanecer?

—No lo creo.

—Pero supongo, señor Bennie, que no van a estarse aquí toda una semana mirando nuestros jamones sin poder hincarles el diente. El hambre los obligará a irse, ¡qué diablo!

—Se relevarán. Además, son animales que se contentan con piñas y otras frutas que abundan en el bosque.

—¡Mala perspectiva para nosotros, que no poseemos ni una galleta! ¡Si a lo menos nos hubiéramos subido uno de esos gallos! ¡Me espanta la idea del ayuno!

—Pues como no nos socorran…

—Es posible que vengan Back y mi tío.

—Así lo creo. No viéndonos volver, temerán alguna desgracia.

—¿Estamos muy lejos del campamento?

—Unas cuatro millas.

—¡Es poco!

—Pero tienen que luchar con los osos. ¡Si pudiéramos coger los fusiles!…

—¿No tiene usted una cuerda?

—Sí; mi cinturón de piel.

—Cortémosle en tiras y probemos.

—¡No es mala idea, Armando! ¡Vamos a ver si podemos pescar un fusil!

CAPÍTULO XIII. SITIADOS POR LOS OSOS

El vaquero comenzaba a cansarse de aquel asedio, y temía con su prolongada ausencia alarmar a Back y a Falcone. Aunque sin gran fe en el éxito de su tentativa, resolvió poner inmediatamente por obra el proyecto de Armando. Desciñóse la larga faja de piel de carnero que llevaba rodeada a la cintura, la cortó con mucha destreza en delgadas tiras, y las trenzó para formar una cuerda de la consistencia necesaria para lanzarla a modo de lazo.

Hecho este instrumento de que tan diestramente se sirven los mejicanos, y aunque con pocas esperanzas de coger los fusiles a causa de que habían caído entre hierbas y raíces que dificultaban la operación, adelantóse, descendiendo hasta ponerse en la bifurcación de dos gruesas ramas que se extendían hacia delante, para examinar más de cerca las escopetas.

Hallábanse éstas, como queda dicho, entre hierbas altas y raíces prominentes a unos cuatro pasos una de otra.

—¡Hum! —murmuró—. Temo que va a ser tiempo perdido. No creo que sea capaz de cogerlas el mismo Back, y eso que es habilísimo en el manejo del lazo.

No obstante, hizo dar dos o tres vueltas en el aire a la correa y la lanzó; pero, como lo había presumido, sin resultado alguno. Repitió siete u ocho veces la tentativa con la misma mala suerte, pues el nudo corredizo tropezaba en las raíces o resbalaba por las hierbas sin tocar el fusil, o, por lo menos, sin hacer presa en él.

—¡Se acabó! —dijo desanimado Bennie—. ¡No podemos hacer nada!

—¡Quizá sí! —respondió Armando.

—¿Qué? ¿Aún tienes esperanza?

—¿Y por qué no? Dígame, señor Bennie, ¿es sólida su cuerda?

—Sí; es una correa excelente, que…

—¿Podría soportar el peso de un hombre?

—Sin duda alguna.

—Entonces podemos probar.

—¿Probar qué?

—Sostenga usted la cuerda, y yo bajaré por ella para coger por lo menos uno de los fusiles.

—¿Estás loco? Pero ¿y los osos, criatura?

—Si se menean, usted se apresurará a subirme, y yo le ayudaré trepando lo más a prisa posible. Es usted un hombre fuerte y de gran fuerza, y yo peso poco.

—Admiro tu valor, pero cuenta que corres gran riesgo, y que no es fácil que logres llegar adonde están las escopetas.

—¡Se prueba! ¿No vale más eso que permanecer aquí toda la noche? La colina es selvática, el campamento está lejos, y ¡quién sabe cuándo llegarán a encontrarnos mi tío y Back!

—Todo eso es verdad, pero los osos pueden romperte las piernas. ¡Cuidado; ese oso maldito no nos pierde de vista, y la hembra también nos vigila!

—Soy ágil, señor Bennie, y no faltan ramas a que asirme. ¡Déjeme probar fortuna!

—Bueno —contestó el aventurero—; pero te prevengo que si no veo que te pones inmediatamente a salvo, suelto la cuerda y bajo para ponerme a tu lado.

—Haga usted lo que quiera. Pero mire: el oso ha cerrado los ojos como si se dispusiera a echar un sueñecillo.

—¡Hum! ¡Fíate de ese bribón! No te olvides del cuchillo.

—Lo llevo.

—Aún es tiempo. ¿Estás decidido? ¡Reflexiónalo!

—Sí —contestó el joven con voz firme.

—¡Anda, pues!

Bennie había atado un extremo de la cuerda a lo más grueso de la rama y dejado caer el resto. Armando miró a la familia de los osos; el macho, a unos diez pasos de la encina, al pie de un pino, parecía dormir; la hembra, tendida sobre el césped, seguía lamiéndose la pierna herida; los oseznos continuaban jugando. El joven midió con la vista la distancia que le separaba del fusil, y luego, agarrándose a la correa, comenzó el descenso con toda precaución.

Ya sólo distaba del suelo unos dos metros y estaba por dejarse caer, cuando el vaquero le gritó:

—¡Arriba! ¡Arriba!

Y al mismo tiempo cogía la cuerda, tratando de levantar al muchacho; pero su posición a caballo en la rama no era la más a propósito para realizar prodigios de fuerza sin exponerse a dar una voltereta.

El oso, que quizá fingía dormir para engañar a los sitiados, en cuanto comenzó a bajar el joven preparóse, se puso en pie de un salto brusco y se lanzó furioso contra el árbol. La hembra le siguió.

—¡Agárrate pronto a una rama! —gritó Bennie, que no podía levantar en peso al italiano.

Este no había perdido la serenidad. Al ver venir contra él a los osos, trató de trepar otra vez por la correa; pero pronto se convenció de que no le darían tiempo de ponerse fuera de su alcance las fieras, que llegaban rápidamente andando con las patas traseras; es decir, en dos pies. Se agarró a una rama y procuró izarse; pero en esto llegó el macho, y alzando una garra cuanto pudo, agarró por la bota al muchacho, que, desesperado, gritó:

—¡Bennie! ¡Socorro!

El vaquero había previsto sin duda la acción del oso. En un abrir y cerrar de ojos partió con su marchete una rama de encina, y al grito de auxilio de Armando, que se sentía atraer por el ^poderoso animal, contestó el vaquero descargando uno, dos, tres, cuatro estacazos furibundos en el hocico de la fiera, la cual acabó por soltar su presa. El italiano subió con toda la rapidez posible al entronque de las dos gruesas ramas. Bennie, furioso, descargó aún unos cuantos palos en la dura cabeza del sitiador, y luego se reunió con su compañero, sin dejar de amenazar y maldecir con voces descompuestas a su enemigo.

—¿Estás herido? —preguntó con ansiedad al joven.

—No, señor Bennie —respondió Armando, que se había puesto bastante pálido—. Por fortuna, la dura y recia piel de mis botas ha preservado mi pie de las uñas de ese animal.

—¡Cuerno de búfalo! ¡Si me descuido un poco, ese granuja te estropea un remo! Nunca he tenido miedo; pero te confieso que he sentido ahora que se me helaba la sangre en las venas.

—¡Gracias, señor Bennie!

—¡Déjame en paz! ¿Expones tu vida por devolverme mi fusil, y aún me das las gracias? ¡Eres muy animoso, amiguito! ¡Así me gustan a mí los hombres! ¡Ah! ¡Estos italianos! ¡Cuántos he conocido, valientes y leales compañeros, allá en las minas argentíferas del Colorado!

—Me enorgullece ese elogio, y me conmueve el que hace usted de mis compatriotas. Sin embargo, con todo eso que dice, no hemos logrado nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que nuestros fusiles siguen en el suelo, y el asedio continúa.

—Nos armaremos de paciencia hasta que vengan nuestros compañeros a libertarnos.

—¿No se decidirán a dejarnos en paz esos condenados?

—Son muy tenaces, amigo mío.

—¿Sabe usted que estamos así cerca de tres horas?

—Lo sé.

—¡Y que tengo un hambre canina!

—Sin duda el peligro te ha abierto el apetito.

—Quizá sea el aire fresco de la noche.

—Pues por ahora tendrás que contentarte con mirar a las estrellas.

—¡Prefiero mirar a los osos!

—Los miraremos juntos, y aguzaremos el oído para oír el suspirado disparo que ha de anunciar, sin duda, nuestra próxima liberación.

Se acomodaron entre las ramas lo mejor que pudieron, y se armaron de paciencia para esperar el alba, y con su luz, la llegada de Back y del mecánico.

Entre tanto, los osos, en vista de que la presa no se decidía a bajar, volvieron a su puesto de observación, sin perder de vista a los sitiados. Parecía como si se dieran cuenta del deseo de los dos hombres de apoderarse de las escopetas, porque de vez en cuando el macho se acercaba a la encina, la olía en todas direcciones y examinaba la situación de los dos cazadores.

A todo esto, los oseznos continuaban en sus correrías y juegos, sin parar mientes en lo que ocurría y confiados en la vigilancia de sus padres.

Pasaba el tiempo, y la situación no variaba. A Armando le parecía el asedio demasiado prolongado, y su posición, muy incómoda y desagradable.

Apuntó el alba, y por más que escucharon atentos y ansiosos un buen rato, no oyeron ninguna detonación ni en el valle ni en la colina. ¿Qué había sido de Back y de Falcone? No era posible que no se hubieran puesto ya en busca de los dos sitiados. Bennie comenzaba a impacientarse.

—¿Habrá ocurrido algo en el campamento? —se preguntó—. Hace doce horas que faltamos, y no ha aparecido nadie.

—Habrán dirigido sus pesquisas por otra parte.

—Deben de haber oído nuestros disparos de anoche.

—¿Y si se han extraviado?

—¡Bah! ¡No lo creo; Back no es hombre capaz de perder una pista!

—Entonces, ¿qué teme usted?

—No lo sé; pero algo ha sucedido en el campamento.

—¿Lo habrán asaltado los indios?

—La tribu de los Cabezas Chatas no está en guerra con los hombres blancos. Siempre hemos sido amigos.

—Entonces, ¿habrán sido asaltados por las fieras?

—Hubiéramos oído algún disparo.

—Y sin embargo, está usted inquieto.

—Bastante; y quisiera irme de aquí para averiguar lo que ocurre.

—Pero estos osos testarudos no se mueven.

—Sí, Armando; mira: la hembra y los cachorros van a dar una vuelta por la selva para buscar comida.

—Debían invitarnos.

—Baja, y te invitarán de seguro.

—¡Gracias, señor Bennie! ¡Tengo cierto cariño a mis piernas!

—Entonces apriétate los calzones si tienes hambre.

—¡Señor Bennie!

—¡Armando!

—La hembra se ha ido.

—¡Que el diablo se la lleve!

—Si intentásemos de nuevo la bajada…

—¿No ves que el oso está en pie para acudir más pronto?

—¡Intentaremos una lucha a la desesperada!

—¿Con nuestros cuchillos? ¿Y la hembra? ¿Crees que se habrá alejado mucho? ¡A la primera llamada del macho la tenemos encima!

—¿Eh?

—¡Cuernos!

Acababa de oírse una detonación; un tiro disparado en el bosque a doscientos o trescientos pasos de la plazoleta.

El oso, que estaba junto a la encina, había dado un salto atrás lanzando un gruñido ronco de furor.

—¡Los compañeros! —exclamó Armando, preparándose a saltar a tierra.

—¡Aguarda! —dijo Bennie, conteniéndole.

En aquel momento oyóse otro disparo más cerca, seguido de un aullido de dolor que atronó el espacio.

—¡La osa ha sido herida! —exclamó el vaquero.

Al oír el grito de agonía de su compañera, el macho se alzó sobre las patas posteriores, y, sin acordarse de los sitiados, se lanzó hacia la selva gruñendo con ferocidad amenazadora.

—¡A tierra! —ordenó Bennie.

Los dos compañeros se dejaron caer al suelo de común acuerdo. Saltar sobre sus fusiles, cargarlos rápidamente y correr hacia la selva, fue cosa que hicieron ambos en menos tiempo del que se necesita para contarlo.

Atravesaron corriendo la explanada de los gallos, recogiendo al paso precipitadamente los que habían matado a estacazos, y que les hicieron abandonar los osos con su inesperada presencia, y llegaron a la margen del bosque, deteniéndose para ver si veían a Back y al mecánico. ¡Cuál no fue su sorpresa al ver llegar, en vez de sus compañeros, al oso que los había sitiado!

En efecto; el oso, presa de un espantoso acceso de furor, se dio cuenta de la fuga de los dos cazadores, y creyendo quizá que eran ellos los que habían matado a su hembra, preparóse a vengarla. Al verle llegar, Bennie y Armando guareciéronse tras un abeto, y el macho galopó hacia ellos enseñando los dientes.

—¡Amiguito —dijo el vaquero—, apunta bien, o somos perdidos!

—¡Pierda cuidado! ¡Yo me encargo del primer tiro!

—¡Y yo del segundo!

La fiera se hallaba ya sólo a veinte pasos, y se alzó sobre las patas traseras para caer más fácilmente sobre ellos y estrujarlos entre sus poderosos brazos. El italianito avanzó un paso, apuntó con cuidado e hizo fuego. El animal, herido en mitad del pecho, cayó al suelo; pero se levantó inmediatamente, y exhalando un gruñido feroz, lanzóse con formidable ímpetu contra Bennie, que se había adelantado a su vez.

—¡Alto! —le gritó cómicamente el cowboy.

Casi al mismo tiempo disparó.

El oso, nuevamente herido en el pecho, cayó otra vez, aullando de furor, y trató de levantarse como antes, pero no pudo.

—Dejémosle que agonice en paz —exclamó el cazador—, y tratemos de reunimos cuanto antes con nuestros compañeros, que deben estar ansiosos.

Cargaron sus escopetas y se internaron en el bosque, dirigiéndose hacia donde habían sonado los disparos que oyeron desde el árbol, mientras el oso se revolcaba en su sangre lanzando espantosos rugidos, que poco a poco degeneraban en débiles gruñidos. Al atravesar un grupo de pinos, los cazadores vieron huellas de sangre, y calcularon que debían de ser de la osa.

—Por aquí cayó, sin duda.

—Pero no oigo a los compañeros, señor Bennie.

—Estarán desollando la pieza. Es una piel valiosa.

—¿Seguimos estas huellas sangrientas?

—Sí. ¡Calla!

—¿Qué?

—¡Mira allí, ante aquel matorral!

—¡Los oseznos!…

—¡Y su madre despellejada!

—¿Muerta?

—Me parece.

—¡Rayos!

—¿Qué hay?

—¿No ve usted a esos cachorros bebiendo la sangre que brota del cuello de su madre?

—¡Bah! ¿Te sorprende? ¡Cuernos de bisonte! ¿Pero dónde estarán tu tío y Back?

—¿Se habrán alejado ya?

—Quizá hayan oído nuestros disparos. Pero, así y todo… —De todos modos, es raro.

—Es un misterio inexplicable, Armando.

—¿Habrá matado a la osa cualquier otro cazador?

—No habría abandonado la presa.

—¡Es verdad!

—Probemos a hacer señales.

—¡Probemos!

—Tres disparos a intervalos regulares son señal de alarma en la pradera.

El vaquero disparó su fusil; aguardó un minuto con el oído atento al menor rumor, y disparó por segunda vez, y luego por tercera. No habían transcurrido cinco minutos, cuando a lo lejos de la falda de la colina se oyeron tres detonaciones, también a intervalos regulares.

—Es Back que responde —dijo Bennie tranquilizándose.

—¿Están lejos?

—A cosa de una milla.

—Entonces, no son ellos los que mataron a la osa.

—Indudablemente, fueron otros.

—¿Y cómo huyeron?

—No lo sé, Armando; pero tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Temo que nos siguen.

—¿Quién?

—¡Aguarda!

El cowboy se acercó al oso y lo examinó con prolijidad, después de hacer huir a los oseznos. Tenía una herida en la cabeza: la bala debía de haberle destrozado el cerebro. Bennie exploró atentamente la herida, y luego la hierba en torno del cadáver. Por último, lanzó un grito de triunfo y, cogiendo del suelo un objeto, se acercó al italiano y se lo enseñó.

—¡Toma; mira este cartucho!

—Vacío.

—¡Sí; pero de Winchester, arma que no usa ya ningún blanco!

—¿Qué deduce usted de eso?

—Que el cazador ha sido un indio, y nadie me quitará de la cabeza que habrá andado en esto Cola Abigarrada. ¡Vámonos, y mucho ojo!

CAPÍTULO XIV. OTRA VEZ «COLA ABIGARRADA»

Media hora después, y en mitad de la colina, halláronse con Back y el mecánico, que, guiados por las detonaciones, les salían al encuentro por el bosque.

Vivamente angustiados por la prolongada ausencia de los cazadores, habían estado desvelados gran parte de la noche, y al amanecer se lanzaran en su busca; pero una detonación que oyeron en la cumbre de otra colina les desvió de su camino, retardando su llegada la falsa pista seguida por un momento. Probablemente, aquel tiro fue disparado por el misterioso cazador que luego mató a la osa; por Cola Abigarrada, si eran fundadas las sospechas de Bennie.

Intranquilos por la vecindad de tan temible adversario, los futuros mineros decidieron continuar la marcha lo más a prisa posible para llegar cuanto antes a la gran cadena de las Montañas Pedregosas, seguros de que el piel roja no los seguiría hasta allí. Bien hubiera querido aprovechar los sucesos y probar la suculenta carne de los osos, poniendo a secar para comerla en días posteriores, una buena porción de ella; pero el temor de alguna desagradable sorpresa les obligó a proseguir el viaje sin descanso, para llegar en seguida al territorio de caza de los Cabezas Chatas.

Así, pues, a las diez de la mañana, después de una exquisita comida de gallos muy bien aderezada por el viejo aventurero, montaron a caballo y se dirigieron resueltamente al Oeste, a fin de acercarse a las primeras estribaciones de la gigantesca cordillera de las Montañas Pedregosas.

Traspuestas las colinas, la región volvía a ser llana, con muy leves ondulaciones; una pradera interminable con diversidad de plantas y bosquecillos de pinos, abetos y encinas y poblada por millones de aves.

Grandes torrentes, todos afluentes del Peace, surcaban aquel terreno fertilísimo y de exuberante vegetación, corriendo como inmensas cintas de bruñida plata todos en dirección al Sur. Riachuelos y arroyos probablemente abundantes en peces, porque en aquellas regiones las grandes truchas blancas alcanzan con frecuencia treinta o más libras de peso, las llamadas de monte, exquisitas sobre toda ponderación; las asalmonadas, los barbos, las anguilas y los peces de crin de caballo (horse-hair-fish), son muy comunes, y proporcionan sabroso alimento a los indios de aquellos extensísimos y poco poblados territorios.

En cambio, la salvajina, a lo menos por el momento, parecía escasear, a pesar de estar ya en la buena estación. No se veían bisontes, gamos, ni alces; sólo abundantes perros de la pradera, que los naturalistas denominan cygnomis luduvicianus, y esos animales, que los cazadores de la pradera llaman «ardillas ladradoras», y que se parecen más a las marmotas que a los perros y a las ardillas, son de color rojizo oscuro, con manchas blancas y negras; su cola se parece a la de la zorra, y la llevan ordinariamente tiesa. Viven en cuevas bastante profundas que excavan con destreza, y no es raro encontrar miles de ellas en un espacio de terreno relativamente breve.

La pradera que recorrían nuestros amigos debía de contener colonias numerosísimas, porque el suelo aparecía sembrado de montecillos formados con la tierra que sacan al hacer las excavaciones, y oscilaba como si estuviese hueco, oyéndose bajo tierra, al paso de los caballos, sordos gruñidos.

—Parece como si galopáramos sobre trampas —dijo Armando.

—Así es. Son las ardillas trepadoras, que recorren aterradas sus galerías subterráneas. Mira detrás de esos montículos cómo nos acechan los centinelas de cada colonia, prontos a dar la voz de alarma a sus compañeras.

—¿Son buenas para comer?

—Su carne es bastante delicada, pero son animalitos muy difíciles de coger. Como hacen sus guaridas con dos salidas, una muy distinta de la otra, casi siempre logran escapar, dejando al cazador con un palmo de narices.

—¡Son picaras taimadas!

—No sólo taimadas, sino valientes y animadas de un compañerismo a toda prueba.

—¿Qué quiere usted decir?

—Sencillamente, que aunque se mate alguna, no siempre puede uno cobrar la pieza.

—¿Por qué?

—Porque los compañeros acuden, se precipitan sobre el cadáver, y lo arrastran a su cueva para sustraerlo a los cazadores.

—¡Es increíble!

—Pues así es. Añade a esto que están dotadas de extraordinaria vitalidad y que, aunque son tan pequeñas, aun estando gravemente heridas, casi siempre logran arrastrarse a sus guaridas, de donde no es fácil sacarlas por lo hondas y grandes que son esas cuevas.

—Dígame, señor Bennie, ¿es verdad que los perros de la pradera viven juntos con los mochuelos y las serpientes de cascabel?

—Así lo cuentan los cazadores; pero yo no lo creo del todo. Es una antigua leyenda, probablemente inventada por los indios. ¡Adelante, amigos! ¡Veo un bosquecillo donde acamparemos, y en el cual hay un manantial de agua excelente, dulcísima!

—¿Será agua azucarada? —preguntó burlón, Armando.

—Algo mejor —dijo su tío, que se había puesto a su lado—. Quizá constituiría una regular fortuna si pudiera recogerse.

Y los jinetes, siempre seguidos de los otros dos caballos que llevaban los chismes mineros, atravesaron una pradera quebrada y llegaron a la linde de un bosque formado por plantas de hermoso matiz rojizo.

Bennie bajó del caballo e hizo señal a sus compañeros para que le imitaran; luego, mientras Back se encargaba de plantar la tienda y encender fuego, pues habían resuelto descansar allí hasta el día siguiente, se internó en el bosque seguido de Armando y el mecánico.

—¿Está por aquí la fuente del agua dulce? —preguntó Armando.

—Sí —respondieron su tío y el cowboy sonriendo.

—¿Dónde se encuentra?

—Escondida en el tronco de aquellos árboles.

—¿Se burla usted?

—No, y apelo a tu tío.

—Tiene razón Bennie —afirmó el mecánico.

—¡Qué cosa más rara!

—Espera que haga mi recipiente, y te daré a probar esa agua azucarada.

—¿Y dónde encontrar un recipiente? ¡Camino de sorpresa en sorpresa!

—Los indios hallan aquí lo que necesitan para recoger el precioso líquido. ¡Mira! ¡Aquí tienes un abedul que nos lo proporcionará!

El aventurero se acercó al árbol, un abedul alto y grueso; sacó el cuchillo, arrancó algunas anchas astillas de corteza sólida, y en pocos minutos construyó una especie de embudo que podía contener hasta cuatro galones de líquido.

—Ya ves que es cosa fácil. De estos abedules hacen los indios hasta canoas ligerísimas, pero bastante grandes para poder llevar cuatro y cinco personas, y con las cuales se atreven a arriesgarse por las grandes cascadas de los grandes ríos. Yo me contentaré con hacer cuatro o cinco recipientes de éstos y algunos canales que servirán de goteras.

—¿Y para qué?

—¡Eres muy curioso! ¡Ya lo verás!

Hechos los cuatro embudos y arreglados algunos pedazos de la corteza en forma acanalada, acercóse a un gran árbol rojizo, y le hizo con el cuchillo una incisión en forma de V, colocando la contera debajo y sobre uno de los recipientes, operación que repitió en otros tres árboles.

—La estación es propicia —dijo al terminar—. En la primavera es cuando los indios vienen a hacer la recolección del azúcar. Además, el día ha sido cálido, y el calor aumenta el flujo de la linfa. Mira, Armando.

El joven se acercó a uno de los árboles, y vio fluir cierto líquido que llenaba el recipiente con bastante rapidez. Bennie llenó su taza de piel y se la ofreció a Armando, diciéndole:

—Bebe a tus anchas. Antes de mañana, esta planta habrá dado más de tres galones de savia.

El italianito la probó, y luego bebió ávidamente.

—Parece agua con miel —dijo.

—¡Hola! ¿Te parece buena?

—¡Deliciosa, señor Bennie!

—¿Sabes cómo se llama este árbol?

—No, señor.

—Son áceres o arces.

—He oído hablar de ellos.

—Y habrás usado azúcar de esta planta, creyéndola extraída de la verdadera caña de azúcar. Se hace mucho consumo en estas regiones. Antes, la producción era extraordinaria, y de estas plantas se sacaban muchos miles de dólares. ¿Verdad, señor Falcone que es cierto?

—Podía usted decir millones —respondió el mecánico—. Sólo el Canadá exportaba centenares y centenares de toneladas. Ahora esta industria sólo la ejercen las tribus indias.

—¿Y produce mucho jugo de ése cada planta, señor Bennie?

—Un arce da, por regla general, unos veinte galones de savia.

—¿Y cuántos galones se necesitan para reunir un kilogramo de azúcar?

—Unos ocho o nueve.

—¿Y no perjudica al árbol la pérdida de tanta savia?

—No; al año siguiente da la misma cantidad.

—¡Buena fortuna para los indias!

—Calcula que cada indio, ayudado por su familia, no recoge durante la primavera menos de seiscientas libras de azúcar.

—¿Y cómo la extraen?

—Hirviendo la savia y dejándola enfriar. Mañana te lo demostraré, porque nos quedaremos aquí algunos días para hacer una buena provisión. No tenemos azúcar, y el té amargo me desagrada. Ahora dejemos que los árboles destilen, y vayamos a comer. Más tarde haremos otros recipientes.

Volvieron al campamento, donde hallaron la grata sorpresa de tener la comida dispuesta, pues el mejicano era hombre acostumbrado a hacer las cosas bien y pronto. Devoraron el último gallo, juntamente con un perro de la pradera, que tuvieron la suerte de matar por la mañana; saborearon la delicadísima carne, muy semejante a la de un ternero lechal, y luego se tendieron cómodamente a la fresca sombra de un grupo de árboles para fumar una pipa y charlar alegremente, haciendo planes sobre su futura cosecha de oro.

Sin embargo, Armando, que no podía estar quieto, aprovechó el descanso para dar una vuelta por el bosque, y descubrió no pocas huellas de «gamos comeleña», así llamados por los corredores de la pradera, a causa de que esos animales tienen la costumbre de comer las ramas tiernas de los sauces y de los abedules. Con la esperanza de cazar alguno, fue internándose más y más en la selva. Quería obsequiar a su amigo Bennie.

Ya se había alejado más de media milla del campamento, cuando creyó oír moverse unas ramas cerca de una laguna. Era difícil ver nada, por lo espeso de las ramas en aquella parte, y se estuvo quieto, al acecho, con el fusil preparado y dispuesto a hacer fuego. Varios minutos transcurrieron así; pero, no oyendo ya el más mínimo rumor, adelantó con precaución hacia el estanque.

No distaría de la orilla más de cincuenta pasos, cuando de pronto vio agitarse levemente unas plantas.

—Está escondido allí —pensó.

Y sin encomendarse a Dios ni al diablo, apuntó con cuidado. Le pareció ver surgir de entre las hojas una sombra, y disparó prontamente.

Apenas se extinguió el eco de la detonación, cuando oyó un grito de angustia que parecía humano, y luego vio las altas hierbas agitarse como si alguien tratase de abrirse paso impetuosamente. Después, todo quedó de nuevo en calma y en silencio.

—¡Truenos! —exclamó palideciendo—. ¿Habré herido a algún piel roja? El grito que oí era un grito humano.

Estuvo unos momentos parado e indeciso, temiendo caer en alguna emboscada; pero, no oyendo rumor alguno ni viendo nada sospechoso entre el follaje, cargó de nuevo su escopeta y se dirigió hacia el matorral, entre el cual había visto surgir aquella sombra. Avanzando con todo género de precauciones, pronto llegó ante un sauce joven, cuyo tronco había sido despedazado a la altura de un hombre.

—¡Le alcanzó mi bala! —murmuró.

Examinó los alrededores, y distinguió entre la hierba algunas manchas de sangre fresca.

—¡Le he herido! —pensó—. ¿Era un hombre o un animal? No quisiera haber herido a ningún indio inofensivo.

Viendo ante sí un ancho surco entre el césped y las ramas de los sauces, se metió en él para continuar sus pesquisas; halló nuevas gotas de sangre, y, escondida entre la hierba, que casi la cubría, una de esas formidables hachas de guerra de los indios, que, sin duda, se había escapado de las manos del herido.

—¡No me cabe duda! —se dijo Armando con verdadero sentimiento—. Creyendo tirar contra un gamo, he tirado contra un indio, y le he herido, mortalmente quizá. ¿Nos atraerá esta desdichada aventura alguna desgracia irreparable? ¡Animo! ¡Sea lo que Dios quiera! ¡Volvamos al campamento!

Recogió el hacha, lanzó en torno suyo una mirada recelosa, y se alejó presuroso a través de la selva, ávido de reunirse con sus compañeros. Distaba ya sólo algunos centenares de pasos del campamento, cuando oyó a su derecha un formidable:

—¡Cuernos de bisonte! —acompañado de una serie de imprecaciones más o menos pintorescas.

—¡Es el amigo Bennie! —exclamó—. ¡Y parece furioso!

—Se dirigió adonde había salido la voz, y vio al vaquero ocupado en arrojar con violencia a diestra y siniestra los embudos puestos para recoger la savia de los arces.

—¿Qué es lo que hace usted, señor Bennie? —le preguntó el joven estupefacto.

—¡Cuernos de bisonte! —aulló el vaquero—. ¡Quisiera haber visto al indeseable que ha hecho este desaguisado!

—¿Qué ha sucedido?

—¡Que me han volcado los recipientes, que a estas horas debían de estar casi llenos!

—¿Quién?

—¿Quién? ¿Lo sé yo?

—¿Acaso algún animal?

—¡Sí, un animal; pero de dos pies! Debe de haber sido…

—¿Cola Abigarrada?

—¡Sí; ese perro, que se obstina en seguirnos! —rugió el vaquero, cada vez más colérico—. ¡Será menester que me decida a acabar con él de una vez para que nos deje en paz!

—¿Es posible que nos persiga todavía?

—Tengo esa convicción. ¿Quién quieres que haya hecho esto?

—¡Por Baco! ¿Habrá sido a él a quien hice fuego?

—¡Eh! ¡Cómo! ¿Hiciste fuego sobre él?

—Sí, señor Bennie. Creyendo tirar a un gamo, herí a un indio, que huyó.

—¿Herido solamente?

—Solamente, pues que ya no pude vede, y pudo escapar.

—¿Y estás seguro de que era un indio?

—Vea usted su tomahawk, que abandonó en la huida.

—¡Dámelo, dámelo!

Armando le entregó el hacha. El vaquero la examinó atentamente, y exclamó:

—¡Cuernos de bisonte! ¡Es el tomahawk de Cola Abigarrada!

—¿Cómo lo sabe usted?

—Mira aquí, en el mango; ¿no ves pintada una cola de varios colores?

—Es cierto. Entonces, ¿ese bellaco nos sigue todavía?

—¿No te lo decía yo?

—Hubo un momento en que yo también lo sospeché.

—Armando, necesitamos librarnos de ese hombre, pues es muy capaz de sorprendernos a traición y cortarnos la cabellera.

—¿Qué quiere usted hacer? ¿Ir a buscarle?

—No; perderíamos un tiempo precioso, y es difícil que le halláramos; en esta región hay muchos bosques. Vale más tratar de hacerle perder nuestra pista o andar tan rápidamente que no pueda seguimos.

—¿Marcharemos en seguida?

—Ahora mismo; es el mejor partido que podemos tomar.

—¿Y nuestro azúcar?

—Nos pasaremos sin él si no lo hallamos en la aldea de los Cabezas Chatas. ¡Éa! ¡A caballo, amiguito; que espero hacerte dar un gran galope!

CAPÍTULO XV. LA CAZA DE LOS BISONTES

A las tres de la tarde, los cuatro amigos, deseosos de dejar atrás al obstinado piel roja, se internaban a todo galope en el territorio de caza de los Cabezas Chatas.

Estaban recorriendo esa región casi desierta que se extiende desde la ribera del río Peace a la del Negro y del Liard, estos últimos dos ríos de prolongado curso; el primero, afluente del segundo, y éste, a su vez, tributario del Makenzie, en cuyas aguas vierte las suyas próximo al fuerte Simpson. Aquel vasto espacio es casi todo llano, con exuberante y variada vegetación, y tiene al Oeste las Montañas Pedregosas. Falta el cultivo, porque los indios creen innoble dedicarse a las faenas agrícolas y prefieren consagrarse a la caza, persiguiendo la salvajina, que abunda mucho por aquellos parajes.

Los viajeros galopaban, deseosos de adelantar terreno, pasando sucesivamente por praderas y bosques, y así continuaron hasta la puesta del sol, sin haber encontrado en su camino ningún ser viviente. Al oscurecer hicieron alto en una especie de garganta selvática entre dos colinas bajas cubiertas de magníficos pinos de Columbia, que ostentaban su copa a trescientos pies; o sea, cerca de cien metros del suelo.

Aquel lugar les pareció absolutamente tranquilo, y armaron la tienda, confiando en pasar una noche en paz y continuar la marcha al alba del siguiente día. Cenaron, fumaron, ataron los caballos a una estaca clavada en tierra y se metieron en la tienda para dormir con las armas al lado.

Dormían hacía varias horas, soñando que habían llegado a las minas de Alaska y que recogían el oro a manos llenas, cuando Bennie, que dormía con un ojo por antigua costumbre del viejo aventurero, despertó bruscamente al oír un aullido lúgubre que parecía haber sonado a la entrada de la garganta, seguido de los relinchos de los caballos.

—¡Al diablo esos ladrones de cuatro patas! —exclamó—. ¡Ya hacía mucho tiempo que no nos daban serenata los lobos!

Como conocía la audacia y acometividad de aquellos animales, mucho más grandes y fuertes que los coyotes, se zafó de la manta de lana que le envolvía, cogió el fusil y salió fuera de la tienda. Ya había desaparecido la luna en el horizonte y reinaba gran oscuridad en aquella selvática garganta, siendo imposible distinguir un objeto o animal a diez pasos de distancia. Además, un viento septentrional, frío, que soplaba con fuerza en aquella estrechura, agitaba las plantas e impedía precisar la situación de los lobos de la pradera.

—¡Magnífica noche para ellos! —murmuró el vaquero—. ¡Pueden llevarse un caballo sin que lo advirtamos!

Reavivó la hoguera, casi apagada, echando algunas ramas secas, y se dirigió hacia los caballos, que continuaban atados a la estaca, y dando vivas señales de profunda excitación con sus relinchos y sus esfuerzos por romper la cuerda.

—¿Qué significa esto? —se preguntó alarmado Bennie—. Nuestros caballos no pueden espantarse de este modo por la proximidad de algunos lobos, a quienes saben mantener a distancia haciéndose respetar por temor a sus tremendas coces.

Miró hacia las dos salidas de la garganta, pero no vio nada que pudiera justificar el pavor de los animales. Continuaban oyéndose a cierta distancia los aullidos monótonos y lúgubres, que demostraban ser lanzados por lobos muy grandes, pero que sólo serían cinco o seis.

—¿No será algún oso? Aunque esos grizzly gigantescos son rarísimos en esta región.

No atreviéndose a alejarse internándose en las tinieblas que le rodeaban, entró de nuevo en la tienda; cogió la manta de lana para resguardarse del frío de la noche, y se sentó junto a la hoguera, con el oído atento, el ojo avizor y la escopeta entre las piernas. Los caballos se calmaron al verlo allí cerca y oír sus palabras; pero seguían mirando recelosos a la entrada septentrional de la garganta, como si su instinto les advirtiese que de aquella parte venía el peligro.

Y los aullidos, lúgubres, tétricos, pavorosos, continuaban oyéndose fuera de la garganta, más o menos lejanos, y tan pronto por una parte como por otra, cual si las fieras que los lanzaban se pasearan caprichosamente por los alrededores o jugaran persiguiéndose de un lado para otro alocadamente a través del bosque y de la pradera.

—Deben de estar cazando —se dijo Bennie, que escuchaba con atención creciente.

En un momento aquellos aullidos, que parecían cada vez lanzados en tono más agudo, se aproximaron rápidamente a la entrada de la garganta, como si las fieras se preparasen a hacer irrupción en el campamento. Bennie dejó caer la manta, se puso en pie, reavivó rápidamente el fuego y se preparó. En esto oyó tras sí la voz de Armando, que preguntaba:

—¿Qué sucede, señor Bennie? ¿Nos amenaza algún peligro?

—¿Eres tú, amiguito? ¡Bueno! En primer lugar, coge la manta, porque sopla un viento helado que corta la piel como una navaja de afeitar.

El italiano se apresuró a obedecerle, y se puso a su lado fusil en mano.

—Es un concierto que nos dan los lobos, señor Bennie.

—Sí; y no son simples coyotes, sino lobos pardos, fieras bastante temibles cuando se reúnen en manadas.

—¿Amenazan el campamento?

—Por el momento, no; creo que están cazando.

—¿Cazando? ¿Alguna fiera grande?

—Quizá algunos bisontes sueltos.

—Me agradaría mucho poder birlarles la pieza, siempre que fuera un bisonte grande.

—Si lo cazan por esta parte, haremos lo posible por complacerte. ¿Oyes? Los aullidos se acercan.

Un aullido estridente, prolongado, infernal, resonó en la garganta. Parecía que cien lobos furiosos se precipitaban de las cumbres de las dos altas colinas rocosas. Back y el mecánico, despertados por aquel estruendo, salieron armados de la tienda. Los caballos temblaban y relinchaban atemorizados.

—¿Nos asaltan los lobos? —preguntó Falcone, poniéndose al lado de Bennie.

—Aún no lo sé —respondió el vaquero—. Mantengámonos detrás de la hoguera sin perder de vista los caballos.

Los aullidos continuaban acercándose. Parecía que celebraban ya su próxima victoria, como cazadores que tocan el cuerno con su infernal concierto. No debían de ser más de dos docenas; pero el eco de la garganta agrandaba los sonidos repitiéndolos, y hacía creer que fueran cinco veces más.

—¡Mucho ojo! —gritó de repente el cowboy, que estaba delante de todos.

Una masa negra descendía al galope la pendiente de la garganta, mugiendo desesperadamente, y seguida de cerca por la manada de los lobos, que atronaba el aire con sus estridentes aullidos.

—¡Cuernos de ciervo! —exclamó Bennie.

—¿Es un animalucho o una tromba? —preguntó Armando.

—¡Mañana lo verás al probar sus exquisitas tajadas! ¡Ahora, en guardia, o tendremos mucho que sentir!

La enorme masa, que aún no se podía distinguir bien en la profunda oscuridad, se dirigía hacia la tienda como en busca de un refugio que la pusiera a salvo de sus famélicos perseguidores.

—Es un bisonte —gritó el vaquero—. ¡Back, cuida de los caballos!

Y dicho esto, se lanzó al otro lado de la hoguera, seguido por el tío y el sobrino. Paróse al poco rato, y, apuntando rápidamente, disparó a una distancia de cincuenta pasos.

El gigantesco animal, herido por la bala del diestro cazador, exhaló un largo mugido y continuó su carrera.

—¡Fuego! —ordenó el vaquero.

Inmediatamente dispararon casi a la vez Falcone y Armando.

Tras un segundo y más prolongado mugido, el bisonte avanzó unos veinte pasos, no por su voluntad, sino por la fuerza del impulso propio, y fue a caer muerto ante la hoguera.

—¡Ya murió! —exclamó Armando—. ¡Ese está muerto!

—Ese, sí; pero quedan los vivos, y no querrán tan fácilmente resignarse a perder su presa.

En efecto; los lobos, como entusiastas cazadores que no quieren perder la pieza después de haberla seguido durante mucho tiempo y acorralado ya, continuaron avanzando, no obstante haber oído los tres disparos. Al ver caer al bisonte, y comprendiendo que iban a perder su presa, se agruparon y se detuvieron amenazadores ante el campamento.

Eran quince o veinte lobos pardos de alta estatura, patas delgadas y nervudas y formidables fauces, armadas con largos y agudísimos dientes. Formaron un semicírculo fuera del radio de la luz de la hoguera, y aullaban desaforadamente en la sombra, relumbrando sus ojos como carbunclos.

—¿Pretenderán asaltarnos? —dijo Armando, que acababa de cargar de nuevo su escopeta.

—Si no nos asaltan, a lo menos querrán resarcirse de la pérdida sufrida pretendiendo llevarse uno de nuestros caballos en vez del bisonte. Si no fuese por la hoguera, ya se hubiesen precipitado sobre ellos, a pesar de nuestra presencia. ¡Son muy audaces esos bribones!

—Comencemos a fusilarlos para calmar un tanto su ardor, señor Bennie.

—¡Cállate…! ¡Silencio! —dijo el vaquero, que se había encorvado casi hasta poner la oreja en tierra y escuchaba con atención profunda.

A lo lejos oíase un rumor sordo, que se asemejaba algo al ruido que produce el desbordamiento de un río caudaloso, o al romper de las olas encrespadas contra las rocas.

—¿Oyes, Back?

—Sí —respondió el mejicano.

—Parecen bisontes corriendo en manada.

—Así lo creo.

—¡Ahora comprendo la presencia de estos lobos! ¡Los bandidos lograron aislar a uno para comérselo!

—¿Y serán muchos los bisontes? —preguntó el mecánico.

—Centenares; quizá millares.

—¿Y se dirigen hacia aquí?

—La garganta es propicia para una buena emboscada.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que los indios tratarán seguramente de traerlos hacia esta parte.

—¿Los indios?

—Sí, señor Falcone.

—¿Cree usted que estén dándoles caza?

—Indudablemente. Tras una manada de bisontes siempre hay una banda de indios.

—¡Como no sean los Panzudos!

—Pierda cuidado. Estamos ya en territorio de caza de los Cabezas Chatas.

—¿Por qué no vamos a cazar bisontes también nosotros, señor Bennie? —preguntó Armando.

—No quiero hacerte perder tan buena ocasión, amiguito. Pero hay que aguardar al alba. Además, que los lobos nos cierran el paso.

—¡Imbéciles! ¿Qué pretenderán?

—Te aseguro que se escaparán muy pronto. Saben que les conviene más habérselas con los bisontes que con nosotros. Back, prepara los caballos mientras nosotros recogemos la tienda para cargarla.

Sin acordarse ya más de los lobos, que continuaban aullando, pero sin atreverse a aproximarse al fuego, recogieron la tienda, ensillaron cuidadosamente los caballos, y cargaron las cajas y las pocas provisiones que aún tenían.

Entre tanto, el fragor hacíase más distinto, cual si los bisontes se acercaran a la garganta. Al otro lado de la colina resonaban mugidos, rumores que parecían causados por el choque de unos cuernos con otros, y el ruido de desenfrenada carrera de centenares de cuadrúpedos. Entre tantos ruidos descollaban los aullidos de los lobos, que siguen siempre a los bisontes, prontos a caer sobre los rezagados por cansancio o vejez, o sobre los que se aíslan del rebaño.

Los lobos que estaban a la entrada de la garganta, oyendo a sus compañeros, no tardaron en volver grupas hacia la pradera, con gran satisfacción de Armando, a quien no agradaba aquella vecindad. Serían ya las tres de la mañana cuando entre aquel estruendo cada vez mayor oyeron un disparo de fusil que tronó poderoso.

—¡Los indios! —exclamó Bennie.

—Persiguen a los bisontes, ¿verdad?

—Ciertamente, señor Falcone.

—¿Serán muchos?

—Probablemente, todos los guerreros de la tribu. ¡A caballo, amigos! ¡Vamos a tomar parte en la lucha!

Todos montaron, y aunque la oscuridad era grande, pusiéronse en marcha. Al primer disparo sucedió otro y otro, y luego, una descarga general. Entre los mugidos de los grandes animales amedrentados, porque no se dan cuenta de su vigor extraordinario y de su poderío, oíanse ya claramente, aunque a gran distancia todavía, gritos humanos y relinchos.

Bennie se puso a la cabeza de sus compañeros, tratando de acelerar la marcha del grupo. El terreno era pésimo: todo baches, rocas, raíces salientes y obstáculos que no podían ver los caballos y que sólo evitaban a fuerza de instinto.

Ya estaban a pocos centenares de pasos de la salida de la garganta, y Bennie cada vez más impaciente conforme se oían más distintamente gritos, disparos, relinchos y mugidos, cuando oyeron tras de sí un gran y espantoso estrépito. Parecía que un huracán devastador, penetrando entre las dos colinas, lo derribara todo a su paso.

El vaquero detuvo bruscamente su caballo.

—Los bisontes han entrado en la garganta —exclamó—. ¡Salvaos!

Espantados los caballos, se volvieron huyendo desenfrenadamente hacia atrás, mientras que adelantaban en dirección a la garganta y con formidable estrépito las primeras filas de la vanguardia del ejército de los bisontes.

Bennie espoleó a su caballo, que en dos saltos se puso a la cabeza de los demás, y mientras huía buscaba ávidamente un lugar cualquiera que pudiera servirles de refugio. Al fin distinguió una hendidura, especie de barranco abrupto que llevaba a la cima de una roca cortada a pico del lado de la garganta, y se lanzó por el estrecho sendero casi infranqueable, siguiéndolo sus compañeros. En la meseta de la peña apenas cabían con los seis caballos.

—¡Al suelo todos, y disponeos a hacer fuego cuando yo os lo mande! —exclamó—. ¡Vamos a presenciar un soberbio espectáculo!

CAPÍTULO XVI. LOS CABEZAS CHATAS

Los bisontes, perseguidos por los indios y asustados por aquellos disparos repetidos que tantas víctimas ocasionaban, huían como locos en horrible confusión, chocando unos contra otros, atropellándose. Al llegar ante la garganta, los monstruos rumiantes penetraron por ella como un aluvión, arrasando con ímpetu irresistible hierbas, matorrales, árboles jóvenes y cuanto encontraban a su paso.

A los primeros albores del día, que teñían el cielo de rojos matices, veíanse aquellos colosales rumiantes de enormes cabezas armadas de poderosos cuernos; eran por lo menos cincuenta, y todos se estrujaban por entrar, pretendiendo evitar en aquel refugio las balas de los indios, que los diezmaban. Los primeros, más afortunados, consiguieron entrar fácilmente, arrollando cuanto encontraban a su paso, y desaparecieron al otro extremo de la garganta. Uno, sin embargo, un macho viejo de largas crines y armado de dos grandes cuernos, halló el surco seguido por nuestros amigos y se precipitó al galope roca arriba, sin darse cuenta de la presencia de los cazadores en la cima.

—¡Fuego sobre él o estamos perdidos! —gritó Bennie.

Resonaron tres disparos casi simultáneos; pero el bisonte, aunque gravemente herido, a juzgar por el mugido de dolor que exhaló, no se detuvo, sino que, furioso y loco, continuó subiendo el repecho, amenazando derribar en el desfiladero a hombres y caballos.

Afortunadamente, Bennie no había disparado su escopeta; haciéndose a un lado para evitar el choque con el endiablado animal, disparó casi a boca de jarro, y el bisonte cayó como herido por un rayo.

La bala del vaquero le había penetrado por un ojo; dobló la rodilla y cayó de costado, rodando por la pendiente y escachando con su enorme peso a un ternerillo, que instintivamente se había internado en el barranco para no ser atropellado por sus compañeros.

—¡Buen tiro! —exclamaron los dos italianos.

—¡Amigos! —ordenó el vaquero—. ¡Fuego a discreción!

El grueso del rebaño había penetrado entre las colinas, perseguido por los tiros de los fusiles indios.

Los cuatro compañeros iban a comenzar el fuego, cuando a la entrada de la garganta divisaron treinta o cuarenta hombres a caballo, medio desnudos, adornados con plumas de varios colores y con colas de caballo y de lobo y armados de lanzas y fusiles.

—¡Son los Cabezas Chatas! —gritó Bennie—. ¡No hagáis fuego!

Algunos de aquellos salvajes distinguieron el grupo de los cuatro blancos, y los saludaron con gritos de bienvenida, sin dejar de hacer un gran destrozo en los bisontes rezagados que pretendían huir trepando por las peñas.

Bennie y Armando volviéronse para no herir a los indios, y dispararon media docena de balas, derribando algunos rumiantes de los que ya habían pasado más allá de la roca, en cuya cima estaban. Pero muy pronto desaparecieron de la vista en el recodo del desfiladero, seguidos por los cazadores rojos, y dejando en el campo buen número de muertos y heridos.

Varios indios que llegaban rezagados comenzaron a rematar a los heridos con sus hachas de guerra, y otros cortaban a los muertos la cola, que agitaban con aire de triunfo.

Era inútil continuar más la caza, pues sólo en la garganta había carne bastante para alimentar durante tres semanas a mil personas. Si algunos la seguían, era de puro apasionados por ese deporte, o más bien por mero instinto de destrucción.

Un jefe indio que calzaba botas de piel amarillenta, que llevaba varias cabelleras humanas como trofeo, y que cubría su cuerpo con una veste de piel de gamo y colgando de su cinturón dos bolsas llamadas «de la medicina», porque contienen amuletos, se acercó a los blancos, llevando en la mano una lengua de bisonte. Los cazadores la recibieron de manos de Espalda Quemada como prenda de amistad, en espera de fumar el calumet de la paz.

—¡Gracias, sakem! —dijo cortésmente Bennie.

—La carne de bisonte cogida ha sido abundante —añadió el indio—. Mis hermanos los rostros pálidos tendrán su parte.

—La aceptamos de todo corazón.

—Al otro lado de esta garganta, en la pradera, se alzan nuestros wigwams, bien resguardados del viento del Septentrión. Los cazadores pálidos pueden contar con una tienda que les brinda la hospitalidad de sus amigos los pieles rojas.

—¡Muchas gracias, jefe! Varias veces he tenido ocasión de gozar de la hospitalidad de la tribu de los Cabezas Chatas, y sólo tengo que congratularme por ello.

El sakem saludó con la mano y bajó al desfiladero, donde se habían reunido más de cien guerreros indios para recoger las piezas cobradas en la cacería, operación nada fácil, porque no todos son capaces de trinchar los gigantescos rumiantes. Por eso suele decirse en la pradera que un cazador novel puede correr el riesgo de morirse de hambre junto a un bisonte matado por él.

Empero los indios, maestros en tales faenas, habíanse puesto a la obra con rapidez verdaderamente prodigiosa. Desollaban los bisontes con admirable destreza, quitándoles la piel sin detrimento alguno, para venderlas a los agentes de las compañías peleteras; luego introducían sus agudos cuchillos, afilados y fuertes, por la espalda del animal, cortando la columna vertebral y separando con sin igual habilidad las grandes costillas. Abierto el enorme rumiante, sacábanle los intestinos, que ponían aparte, como destinados a hacer salchichones de la pradera, y después con el hacha iban cortando la carne, que varios indios cargaban sobre los caballos agrupados a la entrada del desfiladero.

Bennie y sus compañeros bajaron para contemplar más de cerca aquellas operaciones con tal agilidad y destreza ejecutadas.

—¡Qué admirable! —exclamaba entusiasmado el joven italiano—. ¡Nuestros jiferos y carniceros no valen nada comparados con estos hombres!

—Ningún cazador de la pradera los iguala —respondió el vaquero—. Pero son tan tragones como laboriosos. Verás esta noche qué atracones de carne se dan.

—Dígame, señor Bennie —dijo de pronto Armando, que había permanecido silencioso durante varios minutos—, ¿tienen verdaderamente chata la cabeza estos indios? El enorme tocado de plumas que se la cubre me impide comprobarlo.

—Sí; en realidad son chatas.

—¿Y cómo hacen para ello?

—Se valen de un sistema que no debe de ser muy agradable para los pobres nenes.

—¿Harán como los chinos para impedir que crezcan los pies de sus hijas?

—Algo semejante, señor Falcone. Las madres aplican en la frente a los recién nacidos una especie de cojín de corteza, sujeto con unas correas, y que no les quitan hasta que han cumplido un año.

—¡Vaya un martirio para las criaturas!

—Así es; he visto varios nenes así comprimidos, y la pena y el dolor leíanse en su carita inocente; tenían los ojos casi fuera de sus órbitas, hinchados los músculos y los labios contraídos. Dicen los indios que las criaturas apenas padecen con tan bárbara costumbre; pero yo no lo creo.

—¿Y después del año queda la frente plana?

—Sí; y la cabeza queda para siempre achatada.

—¿Y por qué se deforman de tal modo?

—Porque creen que así se hermosean. Esto dicen unos; otros me han dicho que la razón es que así se distinguen de todas las demás tribus.

—¿Y son muchos los Cabezas Chatas?

—Muchos. Sus tribus ocupan desde Vancouver al límite final de las posesiones inglesas hasta cerca de Washington, la capital de los Estados Unidos.

—Entonces, ¿no es verdad que los pieles rojas desaparezcan rápidamente? —preguntó Armando.

—En las posesiones británicas los indios abundan mucho todavía y tienen a su disposición inmensas extensiones de terrenos para cazar; pero en los Estados Unidos ya es otra cosa. Están llamados a desaparecer, y su número disminuye mucho a causa de las guerras que promueven entre sí las tribus y por el abuso del whisky que compran a los cazadores de la compañía, y que ellos llaman «agua del diablo».

—Es cierto, Bennie —dijo Falcone—. En el año 1866 una estadística oficial del Ministerio del Gobierno de Washington hacía ascender el número de indios existentes en los Estados Unidos a trescientos seis mil; en 1870 el número había bajado a doscientos ochenta y siete mil, y hoy apenas si alcanzará a doscientos mil.

—¡Es un bajón tremendo! —exclamó Armando.

—Es un fenómeno que se ha producido siempre desde que se efectuó el contacto entre las dos razas: la roja y la blanca. Gran número de tribus que fueron un día poderosísimas han desaparecido totalmente desde que trabaron relación con los europeos. Los Delaware, por ejemplo, que ponían en pie de guerra, o «en el sendero de la guerra», como ellos dicen, verdaderos ejércitos, han quedado reducidos a unos pocos centenares; los Mohicanos, los Crehek, los famosos Seminólas, heroicos defensores de la Florida contra la invasión de los americanos al mando del general Jackson, han desaparecido. Quizá no quede ninguno. ¿Y las seis naciones de los lagos del Canadá? Ve a ver los Iroqueses y los Natchez que quedan. Así, mi querido Armando, ha sucedido con tantas otras. Nuestra raza europea ha sido fatal para los demás, y acabará por destruirlas a todas; a todas, menos una: la amarilla.

—La culpa es en gran parte de los indios, amigo Falcone —dijo Bennie.

—No digo que no —replicó el mecánico—. Quizá si se hubieran resignado con su suerte y al ver que empezaba a faltarles la caza, se hubiesen dedicado a la agricultura…

—Indudablemente, hubieran prosperado.

—No lo creo, Bennie. Cuando más, se hubieran conservado, como ocurre con los Corazones Apocados, que han formado una especie de república agrícola floreciente. En cambio, otras tribus, ¿qué han logrado por tal camino?

En sesenta años los indios acantonados y recluidos en la vida agraria han bajado de cien mil individuos masculinos a cincuenta mil aproximadamente. No faltaron filántropos que soñaron con reunir todas las tribus dispersas y varias de los Estados Unidos en un solo territorio y formar una Confederación de pieles rojas; pero tuvieron que renunciar a ello, pues las tribus más numerosas se apresuraron a declarar que por nada del mundo querían fusionarse con las otras. «Queremos vivir como hemos vivido hasta ahora, y como vivieron nuestros padres», decían con admirable unanimidad todos los sakem. «No queremos, pues, oír hablar ni de reclusiones ni de confederaciones, ni de cultivar el suelo. Dejadnos seguir la pista del bisonte, y mandad a vuestros hombres blancos a cultivar la tierra. No necesitamos ni nos gusta otra cosa que correr por la pradera a caza de gamos, osos y bisontes». Así respondieron.

—¿Y no cree usted, tío, que la raza roja desaparezca por fundirse con la blanca, andando el tiempo? —preguntó Armando,

—Hubo quien así lo creyó firmemente, pero los hechos han venido a demostrar lo absurdo de tal esperanza. Hace tres siglos que ambas razas se hallan en relaciones, y en ese tiempo, ¿cuántas uniones mezcladas se han efectuado? No; la raza roja siente repulsión invencible por la blanca, y ésta se la paga con usura. Una ley, fatal para los pieles rojas, los conduce a su destrucción, quizá no sea cuestión sino de un siglo.

En aquel momento se acercó el jefe indio, y Falcone interrumpió su disertación.

—Que mis hermanos blancos me manden —dijo el sakem—. Hemos terminado de recoger las piezas cobradas y nos volvemos a nuestros hogares, donde nos esperan nuestras mujeres.

—Estamos prontos a seguir a nuestros hermanos los guerreros rojos —contestó Bennie.

Los indios ya se habían puesto en camino, escoltando a los caballos que llevaban las reses descuartizadas y las pieles cuidadosamente arrolladas, pero que aún tenían que ser preparadas antes de venderlas.

Hombres y animales iban manchados de sangre: plumas, vestidos, armas, crines, colas, parecían bañados en el licor rojo que pocas horas antes circulaba por las venas de los bisontes.

Bennie y sus compañeros, siguiendo al jefe, llegaron en breve a una vasta pradera, en la cual otros indios cargaban en grandes carros otras reses más cobradas en aquellos parajes. La cacería había sido soberbia.

Atravesaron a galope la llanura, y a través de las copas de los árboles no tardaron en distinguir el humo de las hogueras del campamento, desde el cual llegaban a los oídos de nuestros amigos voces femeninas, gritos de niños y ladridos.

El sakem, a quien seguían media docena de guerreros, adelantóse unos pasos, y en breve llegó a los primeros centinelas. Entonces se volvió hacia Bennie, e indicándole un desfiladero, le dijo ceremoniosamente:

—El campamento.

CAPÍTULO XVII. EL PELIGRO DESCONOCIDO

El campamento de los Cabezas Chatas estaba en la extremidad de un profundo valle que los gigantescos pinos de Columbia hacían aún más salvaje y tétrico. Se componía de un centenar de cabañas de forma cónica y construidas con pértigas y pieles de bisonte para guarecer a otras tantas familias, las cuales componían un total de seiscientas a setecientas almas, número crecido si se tiene en cuenta la exigüidad de las tribus indias, especialmente hoy en día.

Al ver llegar al jefe seguido de los hombres blancos y de los principales guerreros, portadores de los trofeos y primicias de la gran raza, estallaron en el campamento alaridos de indescriptible júbilo, y hombres, mujeres, niños, y hasta los perros, se precipitaron alrededor de los caballos, disputándose las colas y las lenguas, que en un instante fueron llevadas a las hogueras que ardían en distintos sitios del campamento.

El sakem desmontó y llevó a sus huéspedes a su tienda, que era la más hermosa y la más grande, invitándolos a sentarse ante el fuego, en el cual ya se asaban unos cuartos de bisonte. Los ancianos de la tribu, que por su mucha edad y por las heridas recibidas en las largas guerras sostenidas por los Cabezas Chatas contra los Pies Negros no habían podido tomar parte en la cacería, se reunieron, vigilando el asado, que exhalaba apetitoso olor. El jefe hizo dar a los blancos platos de hierro que indudablemente había adquirido de la compañía peletera, y les sirvió comida como para satisfacer el apetito de diez hombres.

Bennie y sus compañeros, ya con el apetito aguzado con el olor del asado y animados con el ejemplo de los ancianos que comían como cuatro, devoraron los exquisitos salchichones, hechos de hígado, lengua y filetes bien picados, y el suculento asado.

Terminada la comida, y después de fumar el kalumet en prenda de amistad entre blancos y rojos, el sakem, que había engullido como un ogro, se tendió en la hierba para hacer la digestión, invitando a sus huéspedes a que le imitasen.

—Dejémosle reposar a su placer —dijo Bennie—. No hemos venido para coger una indigestión de carne de bisonte y tendernos en el suelo como bestias.

—Y en cuanto se despierten, ¿volverán a tragar? —preguntó Armando.

—Mientras tengan carne fresca los indios, se hartarán, a riesgo de un reventón.

—¿Y no la ponen en conserva?

—Sí; una parte la salan y la otra la secan; pero la mayor parte la devoran fresca con insaciable avidez.

—No son previsores.

—No se acuerdan del mañana, ni escarmientan pensando que buena parte del año padecen escasez y hasta hambre, porque falta la caza.

En aquel instante oyóse un rumor extraño acompañado de un vocerío monótono y triste; provenía del extremo del campamento, de una tienda cuyas pieles de bisonte estaban pintadas de rojo y negro.

—¿Qué sucede allí? —preguntó Falcone—. ¿Improvisan alguna danza?

—¿No ve usted al mago de la tribu, que se dirige hacia aquella tienda?

—¿Un mago? —exclamó Armando—. ¡Más parece un oso!

—En efecto —replicó Back—. Algo se parece a un oso.

Un indio cubierto con la piel de un oso pardo, cuyo hocico le cubría la cabeza y la frente, y adornado con serpientes, colas de perro, de bisonte y de lobo, dirigíase hacia el tvigwam, seguido de una docena de mujeres plañideras y de esclavos que tocaban tamboriles.

—Ahí debe de haber un moribundo; alguno probablemente herido por un bisonte.

—¿Y será capaz de curarle ese bárbaro?

—Dentro de pocos minutos habrá muerto el infeliz.

—¿Por qué? —interrogó el mecánico.

—Porque esos bárbaros tienen unos procedimientos curativos capaces de matar al hombre más fuerte.

—¿Los apalean quizá? —dijo Armando.

—Poco menos. Toda la habilidad de estos presuntos médicos estriba en introducir en la boca de los enfermos una piedrecita blanca y oprimirles las costillas y el pecho hasta estrangularlos, so pretexto de sacarles del cuerpo el espíritu maligno.

—¡Al diablo los medicuchos!

—Pero así tienen que matarlos a la fuerza.

—¿Y qué? El mago no tiene la culpa si el espíritu del mal no le obedece.

—¡Farsantes!

—Y después de la muerte, ¿esperan otra vida mejor?

—Sí; los valientes que no han perdido la cabellera van directamente a las praderas del Gran Espíritu, donde pululan los bisontes; en cambio, los malos o cobardes habitan durante mucho tiempo llanuras desiertas y cubiertas de nieve, en las cuales no hay caza, y, por lo tanto, padecen hambre y frío. Pero una vez expiada la pena en cierto número de años, y después de ser transformados en animales por otro período de tiempo, pueden pasar a descansar a las praderas de Manitú.

—¿Creen, pues, en la transmigración de las almas?

—Así parece. El caso es que los Cabezas Chatas respetan a los castores.

—¿Por qué razón?

—Porque creen que son indios condenados, por alguna maldad cometida hace siglos, a hacer vida animal.

—Y los que pierden la cabellera a manos de sus enemigos, ¿no son recibidos en las grandes praderas del Gran Espíritu? —preguntó Armando.

—No. El Gran Espíritu miraría con desprecio al guerrero que se presentase ante él sin su cabellera, a menos que no pueda ofrecerle la del enemigo que se la arrancó.

—Pues, tío mío —dijo Armando con mucha gracia—, para ti está cerrado a piedra y lodo el paraíso de los pieles rojas.

—Sí —respondió el mecánico, riendo—; pero no pienso ir a él, ni entraría aunque de par en par me abrieran las puertas.

Así nuestros amigos hacían la digestión charlando, mientras los pieles rojas la hacían tendidos sobre la hierba, o fumando, bebiendo «agua del diablo» y discutiendo acaloradamente, y las mujeres seguían asando enormes trozos de bisonte, que ponían a disposición del primero que se acercaba, pues no se hallaban en época de economizar. Otros indios, en vez de disputar y beber, habían organizado una especie de baile al son de tamboriles, especie de escenas coreográficas de estilo guerrero; combates cuerpo a cuerpo, asaltos furiosos, sorpresas, carreras infernales y saltos extraordinarios, con disparos de fusiles para amenizar aquellas mojigangas.

Pero los más famosos guerreros se abstenían de tomar parte en tales juegos, por estar anunciada para aquella tarde la «danza del perro», una de las ceremonias más importantes y solemnes entre las diversas tribus de los Cabezas Chatas. Reservábanse para la danza mencionada, en la cual sólo podían tomar parte los acreditados de valientes, generosos, nobles y audaces.

Los dos vaqueros y los italianos, al ver que el sakem y los ancianos continuaban roncando, se llegaron a varios de los círculos formados por los indios, quienes los recibían con gran cordialidad, como huéspedes amparados por el tótem de la tribu. Por temor de herir la suspicacia quisquillosa de aquellos bárbaros, no se atrevían a rehusar las libaciones que les ofrecían con aquel licor que escaldaba la garganta, y que hasta para Bennie resultaba fuerte.

A eso de las tres, despertados el sakem y los ancianos, todos los círculos se disolvieron cual si obedeciesen a una consigna, trasladándose en masa hacia una gran explanada, en medio de la cual habían plantado un palo bastante agudo y de la altura de un hombre regular.

Los mejores guerreros de la tribu, con sus trajes de gala, sus más hermosas plumas y armados de todas armas, machetes y cuchillos, se habían congregado alrededor de la puntiaguda estaca. Ocho tamborileros comenzaron a tocar una marcha, nada alegre, por cierto, lenta al principio, y que iba animándose poco a poco hasta llegar a hacerse vertiginosa.

—¿Es la prometida «danza del perro»? —preguntó Armando.

—Sí —contestó Bennie—. Es una ceremonia muy importante, porque los que la ejecutan tienen que jurar que han de ayudarse recíprocamente en los combates y ser siempre fieles amigos.

—¿Y qué tiene que ver esto con el perro?

—Pues qué, ¿no es símbolo de la fidelidad ese animal?

—Tiene usted razón, señor Bennie.

—Además, ya verás cómo también los perros tienen su papel en la ceremonia.

—¿Tomarán parte en el baile los perros?

—Sí; pero una parte poco agradable. Los pobres animales se alegrarían mucho de que sus amos los eximieran de tal cosa.

A una orden del sakem, que se había sentado sobre un cráneo de bisonte entre los dos hechiceros de la tribu, los guerreros se ordenaron en cuatro columnas y comenzaron a evolucionar, saltando y cantando en torno del palo. Era una serie de marchas y contramarchas nada regulares; de pronto, como si montasen en cólera extremada, dividiéronse los guerreros danzantes en dos bandos, que empezaron a insultarse y se precipitaron unos contra otros, aullando y agitando las armas, mientras los músicos aceleraban el compás.

Se acercaban, se amenazaban furiosos, separábanse con ligereza sin igual y descargaban sus armas, con gran riesgo de herirse, blandiendo luego hachas y lanzas cual si combatieran de veras cuerpo a cuerpo y a trueque de despedazarse, evitando cada cual, con saltos rápidos y quiebros, los golpes del contrario. El público, entusiasmado, no podía contenerse. Hombres, mujeres y niños lanzaban alaridos de entusiasmo, y hasta el mismo jefe se puso en pie y blandía el tomahawk, como si tuviera muchas ganas de mezclarse en la ceremonia.

Por su parte, los danzantes habían llegado a tal punto en su ardor entusiástico, que, prescindiendo de toda prudencia, empezaban ya a herirse. Dos o tres hachas estaban manchadas de sangre y un par de guerreros habían sido sacados del circo, pues el lugar del combate estaba rodeado de una valla de madera. Pero el sakem se dio cuenta del caso e hizo cesar la música, con gran sentimiento de actores y espectadores.

La suspensión calmó un tanto el ardor de los combatientes, y habiendo cobrado nuevo vigor merced a copiosas libaciones alcohólicas, fue llevado al circuito un gran perro muy peludo. El animal, presintiendo su destino, ladraba lastimeramente y se resistía a entrar; pero los dos hechiceros le obligaron, y en breve le derribaron a hachazos y le arrancaron el corazón, que clavaron inmediatamente en la punta de la estaca central.

Volvieron a tocar los músicos, y tras un difuso discurso del sakem acerca de los deberes de la amistad, los danzantes tornaron a sus danzas en torno de la estaca, en la cual palpitaba aún el corazón del pobre perro. En sus idas y venidas los guerreros lo olían, lo lamían y mostraban gran deseo de hincar el diente en aquel pedazo de carne cruda, sin dejar de correr, aullando y agitando las armas. De pronto, uno de ellos pudo echarle el diente; arrancó un pedazo de corazón, lo masticó, manifestando el mayor placer, y se lo tragó. Luego fueron imitándole los otros, hasta que no quedó un trozo del manjar.

—¡Puaf! —dijo Armando—. ¡Comerse el corazón de un perro!

—Y no tardarán en comerse todo el animal. Cuando carecen de carne, los indios se comen sus perros sin la menor repugnancia.

—¿Terminó ya la danza? —preguntó el mecánico.

—Otras veces prosigue con varios corazones de perro. Pero ¿dónde está el sakem?

—Habrá ido a comer un buen trozo de bisonte —dijo Back—. Ha de preferir esa carne a la correosa e indigesta del fiel compañero del hombre.

—¡Podía habernos invitado! ¡Ea! ¡Dejemos a los danzantes y vamos a cenar! —dijo Bennie.

Iba a irse, cuando se sintió coger de improviso por manos robustas que le sujetaron y derribaron.

—¿Qué es esto? ¿Qué significa?

Diez o doce indios se habían precipitado sobre los cuatro bancos, reduciéndolos a la impotencia sin darles tiempo para defenderse.

—¡Cuernos de bisonte! ¿Qué traición es ésta, bandidos?

La danza habíase interrumpido bruscamente. Actores y espectadores acudían alrededor de los doce indios, que ataban sólidamente a nuestros cuatro amigos con los lazos usados para cazar los caballos salvajes en la pradera.

Bennie y sus compañeros quedaron estupefactos ante aquella repentina agresión, y los guerreros que habían tomado parte en la danza no se mostraban menos sorprendidos, preguntándose asombrados qué delito podían haber cometido aquellos hombres, que hasta hace pocos minutos eran los huéspedes sagrados de su jefe.

Los doce indios, obedeciendo indudablemente las órdenes del sakem, cogieron a los prisioneros, y sin responder a las mil preguntas que se le dirigían, atravesaron corriendo el campo y fueron a depositar su carga en el gran wigwam, poniéndose fuera de centinelas para impedir a todos el acceso a la tienda.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el vaquero, no del todo repuesto de su sorpresa—. ¿Se habrá vuelto loco el jefe? ¿Qué quiere decir esta brutal agresión?

—¿Habremos ofendido al sakem sin darnos cuenta? —preguntó el mecánico—. De otro modo no sé a qué atribuir…

—¡Ofender al sakem! ¿Por qué?

—¿No querrá apoderarse de nuestras armas? —insinuó Armando.

—No lo creo —dijo Back—. Los Cabezas Chatas siempre han sido leales.

—Y han cumplido los deberes de la hospitalidad —agregó Bennie.

—¿Nos creerán enemigos?

—No, Armando. Estos indios no tuvieron nunca guerra con los blancos y siempre mantuvieron con ellos las mejores relaciones. Díganlo los cazadores de los fuertes de Bermellón, de la Providencia y de… ¡Cuernos de…!

—¿Qué ocurre?

—¡Una sospecha!

—Veamos.

—¿Os habéis olvidado de Cola Abigarrada?

—¡Es verdad! —dijeron todos.

—Sí, amigos; puedo equivocarme, pero creo que ese endiablado indio tiene la culpa de lo que nos sucede.

—¿Cree usted que haya llegado hasta aquí?

—Sí lo creo, Falcone.

—Pero ¿son amigos los Panzudos de los Cabezas Chatas?

—Y aliados.

—¿Y cree usted que sea él el que ha hecho que el sakem de esta tribu nos prenda?

—Lo sospecho.

—¿Y el sakem había de prestarse a tal traición?

—¡Hum! ¡Veremos en qué para esto! ¡Pero no soy hombre que se deje arrancar la cabellera sin más ni más!

—El caso es que no somos los más fuertes y estamos bien atados —dijo el mejicano.

—¡Cuernos de bisonte! ¡Si salgo de ésta, ya puede encomendar su alma al Gran Espíritu ese indecente de Cola Abigarrada!

—¿Pero tiene usted esperanza de que el sakem nos ponga en libertad?

—Sí; cuando se entere de lo ocurrido y de quién es Cola Abigarrada, nos hará justicia. Dígase lo que se quiera, los indios son leales en el fondo y siempre han respetado las leyes de la hospitalidad.

—¡Ah! ¡Aquí está el sakem! —exclamó Back—. ¡Sea bien venido!

En efecto; en aquel momento entraba el jefe, seguido de los siete ancianos de la tribu y de uno de los magos. La cara del sakem era muy sombría y sus miradas amenazadoras. Sentóse sobre sus talones, casi enfrente de Bennie. Sus acompañantes sentáronse del mismo modo, formando un semicírculo. El jefe, después de haber mirado algunos momentos a los prisioneros, dijo con voz grave:

—Mis hermanos los rostros pálidos han fumado con los Cabezas Chatas el kalumet de la paz; pero los pieles rojas han sido engañados, y si lo hubiese sabido, habría roto la pipa que desde hace tantos siglos conserva mi tribu como sagrada herencia, y dispersado al viento todo el tabaco antes de brindaros.

—¡Despacio, jefe! —interrumpió Bennie—. No deben formularse juicios temerarios. Explícame primero en qué te hemos engañado. Hasta hace un momento éramos tus huéspedes. ¿Qué repentino motivo te hemos dado para tratamos como a enemigos, habiendo sido siempre nosotros amigos de los pieles rojas?

—¡Mientes! Un hombre que ha venido del país del Sur acaba de comunicarme que hace pocas semanas habéis estado con los Pies Negros, nuestros mortales y seculares enemigos y que venís para espiarnos.

—Pues yo os probaré que os ha engañado indignamente ese hombre, que no es otro que Cola Abigarrada, guerrero de Nube Roja, el gran sakem de los Panzudos.

CAPÍTULO XVIII. DUELO TERRIBLE

Al oír aquellas palabras pronunciadas con tanta gravedad, aunque no exentas de ligero matiz irónico, el sakem y los ancianos exhalaron un ¡ah!, que lo mismo podía ser signo de aprobación que de extrañeza. Quizá les maravillaba que el blanco nombrase al hombre llegado del Sur, a quien no había podido ver llegar, y cuya llegada debía de ignorar. Bennie observó la buena impresión causada por sus palabras, y tras breve pausa, prosiguió:

—Mis compañeros y yo hemos aceptado lealmente la hospitalidad de los Cabezas Chatas, porque creíamos que no estaban en guerra con los cazadores de la pradera. ¿No están mis hermanos en paz con ellos?

—Sí —respondieron todos los indios.

Cola Abigarrada nos ha acusado de haber fumado el kalumet de la paz con los Pies Negros, vuestros eternos enemigos, y me maravilla que Espalda Quemada y sus sabios consejeros que tienen fama en toda la pradera de ser tan avisados y astutos, hayan podido creer que siendo nosotros enemigos de los Cabezas Chatas hubiéramos aceptado su hospitalidad, cuando nada nos era más fácil que rehusarla y seguir nuestro camino. Además, ¿cuándo un blanco ha entrado en relaciones con los Pies Negros sin haber dejado la cabellera en sus manos? No, sakem; no, ancianos experimentados; habéis sido engañados por un indio testarudo y vengativo que nos sigue desde hace quince días. No; ninguno de nosotros conoce a los Pies Negros de cerca, ni ha fumado con ellos, ni ha pisado su territorio de caza. Venimos del Sur y no del Norte, cuyos países no hemos visitado nunca.

—¡Bueno! —dijo el sakem después de consultar con la vista a sus compañeros—. Mi hermano el rostro pálido habla bien, y hasta le creo leal. ¿Pero puede explicarme el Gran Cazador por qué los sigue vengativo Cola Abigarrada y cuál es la razón de que odie a los blancos?

—Sí, jefe. Porque Cola Abigarrada ha sido mi prisionero. Mira a este hombre y a este muchacho; vienen de los remotos países por donde sale el sol más allá del gran lago Salado, para llegar a los países del Norte, donde son esperados. Nunca habían visto hombres rojos, y, por lo tanto, no podían ser sus enemigos. Pues bien; una noche los guerreros de Nube Roja cayeron sobre ellos a traición, mataron a sus compañeros, robaron sus caballos, saquearon su carro y se llevaron al muchacho para ponerle en el poste del tormento. ¿Quieres una prueba de la maldad de los Panzudos? Pues levanta el casquete de piel que le cubre el cráneo y verás lo que han hecho con este hombre tus aliados.

El sakem hizo lo que el vaquero le decía y se dio cuenta de la terrible operación sufrida por el mecánico.

—¿Qué te parece? —le preguntó Bennie.

—Tienes razón —repuso el jefe—. A este hombre le han arrancado la cabellera, aunque la Gran Madre de los blancos ha prohibido a los guerreros rojos que mutilen de tal modo a sus súbditos. Nube Roja ha faltado a su deber, y ha hecho mal.

—¡Ah! —exclamaron los ancianos y el hechicero en muestra de aprobación a las palabras del sakem.

—Indignado por tal hecho, tomé la defensa de mis hermanos los rostros pálidos, aunque no los conocía, y entablé una lucha desesperada, ayudado por mi compañero aquí presente para salvar al muchacho. Lo conseguí, pero tuve que huir, y perdí doscientas cabezas de ganado vacuno que me había confiado un rico ganadero de Edmonton.

—¿Y por qué te ha seguido vengativamente Cola Abigarrada?

—Porque para salvar a este jovencito le hice prisionero, le tuve de rehén y le cambié por él a Nube Roja. Entonces Cola Abigarrada juró arrancarme la cabellera.

—¡Comprendo!

—¿Crees ahora que yo sea amigo de los Pies Negros?

—No; y aun antes de oírte lo dudábamos, pues sabemos que odian a esos pieles rojas hasta los mismos blancos.

—¿Nos dejarás, pues, libres?

—Sí; pero… ¿y Cola Abigarrada?

—¿Qué?

—¿Qué dirá?

—¡Que diga lo que quiera! ¡Echale de tu aldea!

—Sí; pero volverá a su tribu, le dirá a Nube Roja que somos pésimos aliados y ya sabes que los Panzudos son más poderosos que nosotros,

—¿Y eso te inquieta? Sakem, entre ese hombre y yo existe tan profundo rencor que sólo se extinguirá con la derrota de uno de los dos.

—¿Y qué? Hable mi hermano. Los guerreros rojos le escuchan.

—¿Qué quiere usted hacer, Bennie? —preguntó el mecánico.

—¡Déjeme, amigo! Si no nos libramos de ese bandido, alguno de nosotros perderá vida y cabellera.

—¿Quiere usted desafiar a Cola Abigarrada?

—Sí.

—¿Y si le mata?

—¡No tema usted! ¡Sabré defenderme!

—¡Y en todo caso, aquí estoy yo para continuar la lucha! —dijo Back.

—¡Y yo! —añadió Armando.

—Gracias, pero estoy seguro que no será preciso. ¡Podré bastarme por mí mismo!

—¡Dios lo quiera!

Sakem de la poderosa tribu de los Cabezas Chatas, sabios ancianos del Consejo, decid a Cola Abigarrada que yo le reto a un duelo en plena pradera, a tiros de escopeta y a cuchillo.

—¡Eres un valiente! —contestó el jefe—. Siempre me son queridos los valientes. Sí; te batirás con el guerrero de Nube Roja y suceda lo que quiera, y aunque aliados de los Panzudos, te prometo que no tendrás nada que temer. ¡He dicho!

El indio se levantó y salió seguido de sus consejeros, que parecían muy satisfechos de 4a sentencia, quizá más por la promesa de un nuevo e interesante espectáculo que por cualquier otra causa.

—Bennie —dijo el mecánico en cuanto quedaron otra vez solos—, ¿quiere usted de veras jugarse la vida con Cola Abigarrada?

—Es el único medio para librarnos de él. Los Panzudos tienen una alianza con muchas otras tribus; el mejor día caeremos en un lazo y cumplirá a traición su juramento. Los Cabezas Chatas son amantes de la justicia por instinto, y, además, no han sido nunca enemigos de los blancos; pero no sucede igual con otras tribus cuyos territorios tendremos que atravesar de aquí a muy poco.

—Tiene usted razón; pero escúcheme. El más ofendido soy yo, y, por lo tanto, tengo mayores razones para medirme con Cola Abigarrada. No tema usted; soy un buen cazador, un auténtico bersagliero; pues fui sargento en uno de aquellos regimientos que son tan populares en mi país, y no me da miedo batirme.

—¡No, señor; de ningún modo! —respondió el vaquero con gran firmeza—. Usted es el jefe de la expedición y no puede exponer la vida luchando con ese canalla. Además, usted desconoce las tretas y astucias de los indios, lo que le daría a usted grandes desventajas.

—Tiene razón Bennie —afirmó Back—. Pero yo puedo batirme con ese bandido, y…

Aquel generoso pugilato amenazaba hacerse interminable. Por fortuna, lo interrumpió la llegada del sakem, quien, después de cortar las ligaduras que sujetaban a los cuatro amigos, les dijo:

—Seguidme. Cola Abigarrada me ha dicho que aguarda al Gran Cazador.

—¿Lo oís, amigos? —exclamó el vaquero—. ¡A quien aguarda es a mí!

Fuera de la tienda estaban preparados los caballos, de cuyos arzones colgaban sus escopetas. Una escolta de cincuenta guerreros armados como para la guerra esperaban también, y en medio de ellos hallábase Cola Abigarrada armado con un fusil, un hacha y un machete, y montado en un soberbio caballo blanco, que seguramente le había dado el sakem de los Cabezas Chatas. Al ver a su mortal enemigo, le miró echando chispas por los ojos, y enarbolando el tomahawk gritó:

—¡Tendré tu cabellera, Gran Cazador!

El vaquero se encogió de hombros sin molestarse en contestar.

A una señal del sakem la columna emprendió el galope, dirigiéndose al extremo del valle para salir a la pradera donde habían cazado los bisontes.

Acostumbrado Bennie a arriesgar la vida en lucha con los indios y las fieras, iba tranquilo, como si el que había de batirse fuera cualquier otro. Charlaba alegremente con sus compañeros y masticaba tabaco, sin dignarse mirar siquiera a su adversario. Este, en cambio, no le perdía de vista, cual si temiese que se le fuera a escapar.

En la extremidad del valle la columna se halló con toda la tribu. Viejos, mujeres y niños, sabedores del duelo entre el guerrero de Nube Roja y el Gran Cazador blanco se dirigían en masa hacia la pradera, deseosos de no perderse tal espectáculo.

Al ver llegar a los adversarios prorrumpieron en exclamaciones ensordecedoras, aunque sin manifestar su simpatía por uno ni por otro, a pesar de que se trataba de una lucha entre un hombre de su propia raza y otro de la raza de los conquistadores.

La pradera escogida para palenque era una llanura cubierta de hierba de una milla cuadrada y rodeada por bosques de pinos y de abedules. La tribu acampó en la margen de uno de éstos y los guerreros de la escolta situáronse alrededor estratégicamente para impedir la huida de alguno de los adversarios o alguna traición o sorpresa por parte de los blancos. Una vez cada cual en su puesto, el sakem dijo a Cola Abigarrada y al vaquero:

—Podéis comenzar. Tenéis por vuestro el campo.

Bennie se acercó a sus amigos, les estrechó la mano y les recomendó que guardasen la más estricta neutralidad, a fin de no atraerse el odio de la tribu. Luego examinó cuidadosamente sus armas, la cincha, las bridas y la silla de su caballo, y montando, lo espoleó, yendo resueltamente a ocupar su sitio de combate.

—¡Tiemblo por él! —exclamó el mecánico—. Yo sé que es animoso y valiente; pruebas me ha dado de ello, pero ese indio es capaz de todo.

—¡No tema usted por Bennie! —repuso el mejicano—. No es la primera vez que lucha con famosos guerreros indios y los vence. Además, Cola Abigarrada peleará lealmente, por lo menos ahora, se lo aseguro a usted; porque los Cabezas Chatas no permitirán felonías.

—¡Bien, esperemos que sea así!

Mientras el vaquero tomaba cuerpo galopando, hacía caracolear a su blanco caballo con estudiada fanfarronería.

Si aquél parecía tranquilo y sereno, tampoco el indio mostraba la menor preocupación; aun cuando no contase tanto con su fusil, pues los pieles rojas en general son malos tiradores, tenía gran confianza en su tomahawk de guerra, arma formidable que arrojan a distancia de treinta y hasta de cuarenta pasos sin errar jamás el golpe.

Llegados a las márgenes de los bosques respectivos, los duelistas dieron rápida vuelta para ponerse cara a cara y empuñaron sus fusiles. Contempláronse un momento y se dirigieron a todo galope uno contra otro. Separábalos una distancia como de un kilómetro, distancia que no tardaron mucho en recorrer sus ligeros caballos.

A los clamores ensordecedores de la tribu había sucedido el más profundo silencio. Todos los ojos seguían los movimientos de los dos combatientes, que se dirigían uno contra otro empuñando los fusiles y encorvados sobre el cuello de sus caballos.

El mecánico y Armando no se atrevían ni a respirar. En cambio, Back fumaba tranquilamente un cigarrillo.

A trescientos pasos de su adversario, Bennie torció bruscamente a un lado, lanzando su caballo a través de la pradera. Por temor a errar el tiro, entorpecida su trayectoria por la cabeza del caballo, tras la cual se resguardaba el guerrero rojo, el astuto cazador se propuso tirar por el flanco en vez de hacerlo de frente. Al verle pasar a su derecha. Cola Abigarrada se enderezó rápidamente y disparó su fusil a unos doscientos cincuenta pasos. Un grito de triunfo del vaquero le advirtió que había errado el tiro.

—¡Ah, ah! —dijo Back tirando el cigarrillo—. ¡Me figuraba que el indio no acertaría!

A su vez se irguió Bennie, apuntó con cuidado a su adversario, que se alejaba a todo galope, y disparó.

—¡Rayos! —exclamó el mejicano, palideciendo—. ¡También Bennie lo ha errado!

Así era. El infalible tirador no había logrado herir a su contrario. El indio recurrió para salvarse a una maniobra prodigiosa, pero muy común entre los hombres de su raza: se había dejado caer del lado opuesto del caballo, agarrado con una mano a la crin y tapándose de tal modo que, aunque la bala pasó casi rozando la silla, no le tocó.

—¡Falló! —exclamaron a dúo tío y sobrino, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos—. ¿Ha errado el tiro?

—Sí; debía esperarse tal treta de un bribón como Cola Abigarrada.

—Sin embargo, parece que el señor Bennie no está desanimado.

—Tiene más balas, Armando. Poco ha ganado Cola Abigarrada con salvarse de ésta.

—¡Con tal que no repita la estratagema!

—¡Bah! ¡A un hombre como Bennie no se la dan dos veces seguidas con el mismo juego! Ahora estará sobre aviso.

Errados los primeros tiros, los duelistas continuaron su carrera desenfrenada mientras volvían a cargar sus armas, y luego volvieron uno sobre el otro.

Esta vez Bennie no se lanzó hacia su adversario con la celeridad de antes. Refrenaba de continuo su corcel y parecía espiar el momento propicio para dar algún golpe decisivo.

También el indio se había tomado más prudente. El astuto guerrero se escudaba también tras el cuello y la cabeza de su caballo, que no presentaba el menor blanco personal a los tiros de su adversario. Además, procuraba mantenerse exactamente frente al vaquero, para que éste no pudiese tirarle por los costados. Al ver cambiar otra vez de dirección a Bennie, rápidamente se arrojó de la silla, agarrándose a la crin como antes, decidido a no presentar blanco alguno a los tiros de su adversario. Y en cuanto éste pasó de largo, se incorporó, montó nuevamente y le apuntó con su fusil.

La victoria debía de ser suya. Pero no contaba con la habilidad ecuestre del vaquero, que podía dar quince y raya a la del mejor jinete indio.

En efecto; Bennie refrenó de pronto su caballo con fuerte mano, haciéndole casi arrodillarse por la brusquedad de la parada, e inmediatamente le hizo levantarse sobre las patas posteriores, obligándole a dar una vuelta completa sobre sí mismo. Aquella evolución prodigiosa le salvó.

En el mismo momento en que el caballo, loco de dolor por el doble pinchazo de las espuelas, se ponía en pie y daba la vuelta, el indio disparó su fusil. El caballo, herido en el pecho, lanzó un relincho de dolor y cayó. El vaquero, con agilidad suma, estaba ya de pie en el suelo; apuntó a su contrario y disparó su escopeta cuando el piel roja pasaba frente a él a una distancia de ciento veinte pasos.

Fue tan rápida la acción, que todos se sorprendieron, pues habían creído que le había herido la misma bala que derribó a su caballo.

La detonación fue seguida de un aullido de Cola Abigarrada y de un ¡hurra! vibrante del mejicano. El indio, herido mortalmente, cayó sobre la crin del caballo. Aún se mantuvo en la silla durante diez o doce pasos. Luego extendió los brazos con un gesto desesperado, y se desplomó en el suelo, permaneciendo inmóvil.

El sakem, Back y los italianos se precipitaron al encuentro de Bennie, que parecía más preocupado por la muerte de su caballo que satisfecho por la de su encarnizado enemigo. El jefe de los Cabezas Chatas le dijo enfáticamente:

—¡Mi hermano el Gran Cazador es un valiente! ¡Se lo dice un jefe!

—¡Gracias!

—¡La cabellera de tu adversario te pertenece!

—No la quiero. ¿Qué iba yo a hacer con ella?

—Puede servirle a tu compañero, ya que los Panzudos le arrancaron la suya. Así el Gran Espíritu le recibirá en las praderas donde abunda el bisonte como la hierba.

—Nuestro Gran Espíritu no quiere cabelleras.

CAPÍTULO XIX. LOS CIERVOS

Al día siguiente los cuatro amigos, ya exentos de todo cuidado y temor de asechanzas y sorpresas por parte del obstinado y vengativo indio, se despidieron de los Cabezas Chatas, impacientes por llegar a las Montañas Rocosas.

Satisfecho el sakem por la posesión de la cabellera del famoso guerrero de Nube Roja, para demostrar su amistad al valiente vaquero, les suministró abundantes víveres, sobre todo carne curada al humo y pemmican, regalando a Bennie el hermoso caballo blanco que para el duelo había prestado a Cola Abigarrada, soberbio animal que reemplazaba con gran ventaja al perdido por el vaquero.

Pusiéronse, pues, en marcha, los cuatro hombres, seguidos de los dos caballos que llevaban los víveres y los útiles de los mineros, y en cuatro días atravesaron con toda felicidad la gran llanura que se extiende entre los ríos Negro y Peace, llegando a las primeras estribaciones de la soberbia sierra llamada las Montañas Rocosas, cuyas altas cumbres hallábanse todavía cubiertas de nieve, y que se pierde de vista tanto hacia el Norte como hacia el Sur.

Aquella gigantesca cadena, la más importante de la América del Norte, y que es quizá también mucho mayor que todas las del viejo mundo, nace en Alaska, es decir, en la llamada América rusa. Por su origen, más que una cadena de montañas, parece una serie no interrumpida de colinas; pero a medida que desciende al Sur, toma a cada paso proporciones más fantásticas y gigantescas.

Con el nombre de Sierra de Alaska se aproxima al mar, y forma el formidable grupo de San Elias, cuya mayor altitud, de 5980 metros, a pesar de las repetidas tentativas hechas por los africanistas americanos e ingleses, no fue escalada hasta el verano de 1887 por su alteza real el duque de los Abruzzos y algunos distinguidos socios del Club Alpino italiano.

Desde allí sigue por la Columbia inglesa, con grandes ramificaciones que se extienden hacia la costa del Océano Pacífico, donde forma la Sierra de las Cascadas, corta la Albertina, que tiene uno de los picos más altos, el Brown (4880 metros), y penetra en los Estados de la Unión, prolongándose en dirección al Sur (al Este del gran lago Salado) y va a formar los montes de Méjico y la Sierra Madre, tan abundante en altos picachos y en volcanes.

Ni aun allí puede decirse que terminan las Montañas Rocosas. La gran cadena que forma como la espina dorsal de la América del Norte, se prolonga por la Central, y concluye por constituir la célebre cordillera de los Andes, la mayor del mundo y la de picos más altos y en mayor número.

Cansados nuestros amigos por la carrera que habían sostenido durante cuatro días, ávidos de llegar cuanto antes a la cordillera, y no queriendo extenuar a los caballos, pues aún les faltaba mucho para llegar a la frontera angloamericana, resolvieron reposar algunos días y proveerse de carne fresca.

Eligieron para acampar la extremidad de un valle al pie de las estribaciones de la sierra, donde había agua y árboles frondosos que les brindaban fresca sombra. Indudablemente, allí la caza debía de abundar.

Después de la comida del mediodía, Bennie y su inseparable amiguito Armando fuéronse a cazar, dejando el campamento al cuidado del mecánico y el mejicano.

Dieron con un riachuelo, que supusieron afluente del río Negro, y decidieron seguir su curso por la orilla derecha, con la esperanza de matar algún cisne o alguna águila de cabeza blanca, caso de no poder cobrar otra pieza terrestre de pelo. Ambas orillas eran bastante selváticas, pero no estaban las plantas tan compactas que dificultasen la marcha. Había fresnos negros, que tanto se desarrollan en los terrenos bajos y húmedos, gran número de sauces, olmos americanos gigantescos, majestuosos y de tronco arrogante, que en la base no miden menos de dieciocho pies de diámetro, y que alcanzan una altura de cien; laureles siempre verdes, castaños, sicómoros, cedros, abedules y abetos de varias clases.

Los dos cazadores caminaban en silencio hacía ya una hora, dando vueltas con precaución alrededor de los troncos para no asustar a la caza, cuando de pronto oyeron hacia el fondo del valle largos y prolongados aullidos que parecían cambiar frecuentemente de dirección.

—¡Los lobos! —exclamó Armando—. ¡Mala caza! ¿Verdad, señor Bennie?

—En efecto —repuso el vaquero—; pero si no nos comemos sus chuletas, podemos escamotear las de los animales a quienes persiguen para devorarlos.

—¿Cree usted que están cazando?

—Si no cazaran, no aullarían así en pleno día. ¿No oyes cómo sus aullidos tan pronto se alejan como se acercan?

—Cierto. ¿Seguirán a algún bisonte?

—No. Los bisontes no salen de las grandes praderas.

—Entonces, será algún gamo o algún carnero de la cercana montaña.

—Creo que se trata de otra clase de animal —observó Bennie, que escuchaba con gran atención y observaba con todo cuidado los árboles próximos.

—¿Qué clase de animal cree usted que sea?

—Uno que por estas regiones llaman napiti.

—¿Qué animal es ése?

—Un ciervo; pero mucho más grande que los comunes.

—¿Y por qué lo infiere usted así?

—Por las ramas de esos sauces, que carecen de sus brotes tiernos y han sido arrancados recientemente.

—¿Se alimentan con esos brotes?

—Sí. ¡Ah! Parece que el ciervo se dirige hacia aquí; quizá espere salvarse atravesando el río.

—¿Nadan también?

—Admirablemente. Pueden atravesar el río más ancho y caudaloso sin correr peligro de ahogarse.

—¿Y no le seguirán los lobos?

—¡Ca! Tienen mucho horror a bañarse. ¿Oyes? ¡Los lobos se acercan!

—¿Serán muchos?

—Diez o doce.

—¡Entonces no son de temer!

—Así lo creo. Embosquémonos por aquí, y veremos si es un ciervo, un gamo o un «comedor de leña».

—Otro animal que no conozco.

—¡Ya lo conocerás! Pero los lobos aúllan cada vez más fuerte, y eso indica que están a punto de alcanzar a su presa. ¡Ven aquí, escondámonos!

Ocultáronse prestamente en un bosquecillo de avellanos próximo a un olmo gigantesco, y aguardaron el paso del animal perseguido por los feroces carnívoros, con las escopetas preparadas, el oído atento y ojo avizor.

Los aullidos de los lobos continuaban aproximándose, aunque a cada instante se oían en distintas direcciones. Era indudable que el pobre ciervo o el mísero gamo perseguido, en vez de mantener una dirección fija, la variaba con frecuencia para ganar algunos pasos de ventaja a sus perseguidores, sin dejar por eso de tratar de acercarse al río, su única salvación posible. No habían transcurrido quince minutos, cuando Bennie oyó un galope desenfrenado en el corazón de la selva, carrera acompañada del rumor de ramas rotas y hojas holladas y aplastadas.

—¡Aquí está! —exclamó el vaquero.

En efecto; un bellísimo animal de formas elegantes y esbeltas, semejante a los ciervos europeos, pero mucho más alto, de pelo oscuro y rojizo y bastante espeso, con magnífica cornamenta de amplias ramificaciones, había salido de un matorral con suma ligereza, extraordinaria agilidad y admirable gracia en sus movimientos.

El infeliz parecía haber derrochado en aquel prodigioso brinco todas las fuerzas que le restaban, pues inmediatamente se volvió y se plantó frente sus perseguidores con la cabeza baja, dispuesto a defenderse como último recurso. Bañado en sudor todo el cuerpo y cubierto el hocico de sangrienta baba, los ojos dilatados por el miedo, que en esta ocasión podía calificarse exactamente de miedo cerval, temblándole las patas como si estuvieran a punto de negarse a sostenerle.

Apenas se había puesto en guardia, cuando por el mismo matorral desembocó en la plazoleta un enorme lobo pardo, de pelo hirsuto y fauces abiertas, que dejaban ver sus largos y agudos dientes. Sin asustarse por la amenazadora actitud del pobre ciervo, saltó sobre él dando un aullido de triunfo e hizo presa en su garganta.

—¡Ah, canalla! —gritó Bennie, furioso.

Sonó un disparo, y el lobo cayó con el cráneo deshecho, como herido por el rayo.

Por desgracia para el ciervo, aquella ayuda fue demasiado tardía. Había caído al suelo exhalando bramidos lamentables, y de su garganta, rasgada por los poderosos dientes del lobo, brotaba sangre a borbotones.

Los otros lobos, sin tener en cuenta la muerte de su compañero ni hacer caso de la detonación, se precipitaron ávidos sobre el ciervo moribundo.

Los dos cazadores habían salido del bosquecillo; dispararon casi a la vez, y tumbaron un par de lobos. Luego se lanzaron audazmente sobre los carniceros animales, repartiendo soberbios culatazos a derecha e izquierda.

Por fin diéronse cuenta los lobos de la presencia de los cazadores, que a golpes les trituraban cabeza y costillas, y huyeron medrosos, aunque gruñendo y enseñando los dientes. Uno de ellos, el más grande no quiso marcharse sin protestar enérgicamente, e hizo frente al vaquero, tratando de saltarle a la garganta; pero pagó cara su osadía, pues con la cabeza rota cayó junto a sus tres compañeros.

—¡Ah, bandidos, glotones! ¿Os atrevéis a enseñamos los dientes? —exclamaba Bennie—. ¡Pues voy a contaros un cuento que os agradará!

Cinco tiros de revólver remataron a dos de los más recalcitrantes, y los demás huyeron resuelta y francamente, sin intentar nuevas protestas y con el rabo entre las piernas.

—¡Pobre animal! —dijo Armando examinando al ciervo—. ¡Esos bandidos tienen dientes de acero! ¿Por qué ese bruto no se defendió con los cuernos?

—Porque corría peligro de hacerse más daño del que podía causar a los lobos.

—En verdad que estos cuernos, señor Bennie, no parecen verdaderos cuernos, como los de los toros, por ejemplo.

—Son cuernos membranosos, a través de los cuales circula la sangre, y que constituyen, más que una defensa, un peligro para el pobre bicho. A palos con ellos puede matarse al animal.

—¡Vamos; resulta que son puro adorno!

—No tanto. En el otoño esas membranas caen, y las fibras interiores, verdaderamente córneas, adquieren tal dureza, que pueden herir con ellos aun a los osos; pero en enero y febrero quedan indefensos y a merced de los lobos y demás fieras.

—¿Y en el otoño se defienden?

—Sí; con mucho vigor. Y aun entre ellos mismos entablan luchas tremendas.

—¿Es buena su carne?

—¡Hum! Muy nutritiva sí es; pero bastante correosa. Nosotros, como no andamos escasos de víveres, nos contentaremos con la lengua, que es lo más sabroso de estos animales. Lo demás se lo dejaremos a los lobos.

—Aguardan impacientes. ¿No ve usted cómo nos acechan?

—¡Bueno, pues les haremos ganar su ración!

—¿De qué manera?

—Ahora lo verás —respondió el vaquero riendo.

Empuñó el machete, y con un golpe hábil desgarró el vientre del ciervo con una abertura bastante ancha para sacarle los intestinos.

—Ve a lavarlos en-aquella lagunilla —dijo a Armando.

—¿Quiere usted comerlos?

—¿Para qué? No tenemos necesidad de ellos —replicó el cazador—. Servirán para espantar a los lobos.

—¿Quiere usted burlarse, señor Bennie?

—Obedece y verás.

El joven cogió los intestinos, los arrastró hasta el estanque próximo e hizo entrar agua abundante por un orificio. Entre tanto, el vaquero arrancó una rama de planta, y con la baqueta del fusil la vació; cosa fácil, pues el meollo era muy poco consistente, y llamó a Armando, que había concluido la limpieza de los intestinos.

—Tapa uno de los orificios atándolo bien fuerte con una cuerda —le dijo.

—Ya está —contestó Armando después de hacer lo que le mandaban.

—¡Muy bien! Prepárate a cerrar también el otro cuando yo te diga.

Dicho esto, introdujo la ramita hueca en el orificio y comenzó a soplar con todas sus fuerzas. Los intestinos se inflaban al llenarse de viento; cuando ya amenazaban estallar, los soltó con precaución Bennie, y Armando los ató como si se tratara de una morcilla.

—¡Es un gran espantalobos! —explicó el vaquero riéndose.

Y cogiendo los inflados intestinos, los colgó de una rama baja que se extendía sobe el cadáver del ciervo. La ligera brisa que soplaba mecía las tripas hinchadas, que brillaban a los rayos del sol. Los lobos, que se mantenían a respetuosa distancia aguardando que se fuesen los hombres para lanzarse sobre su presa, pusiéronse a aullar ferozmente.

—Tienen miedo —murmuró Bennie.

—¿De la morcilla? —preguntó asombrado el italiano.

—¡Ya lo creo! Y te aseguro que no se atreverán a acercarse al ciervo en mucho tiempo. Nosotros, los cazadores de la pradera, cuando queremos salvar a algún animal de la voracidad de los lobos, hacemos esto, y estamos seguros de hallarle intacto después de muchas horas. Pero volvamos ya al campamento, es muy tarde.

En un santiamén arrancó la lengua al ciervo, y dio la señal de regreso. A fin de explorar los alrededores, en vez de volver por el mismo camino tomaron otro, que, según sus cálculos, debía llevarlos asimismo al punto de partida.

Internáronse, al efecto, en otro valle que penetraba serpenteando por entre las Montañas Rocosas, más agreste que el que habían atravesado antes y que tenía aspecto de garganta o desfiladero, pues las rocosas paredes, que parecían cortadas a pico, eran tan altas, que casi no permitían a la luz solar llegar hasta el fondo, en el cual abundaban gigantescos abetos y pinos de cincuenta metros de altura y más todavía.

El suelo, cubierto de vegetación espesísima, parecía óptimo para refugio y madriguera de caza. Temiendo Bennie tropezar con algún animal peligroso, iba muy prevenido, y recomendó a su compañero prudencia y precaución.

—No sabemos lo que puede suceder —le dijo—. Las Montañas Rocosas están muy pobladas de osos grises, de esos tremendos y feroces animales que nosotros llamamos grizzly.

—¿No se aventuran por estos parajes los cazadores de la pradera? —preguntó el joven.

—¡Hum! La piel del oso vale mucho menos que la de los bisontes, y por eso no se arriesgan a venir hasta aquí. Los bisontes se dejan matar con la mejor buena fe, blandamente, sin protesta; en cambio, los osos grises se defienden…, ¡y de qué modo! ¡Yo lo sé bien! Un día por poco dejo los huesos entre las garras de esos terribles animalitos.

—¡Cómo!

—Voy a contártelo —dijo el veterano cazador, parándose para encender la pipa—. Charlando se hace más breve el camino. Pues verás. Hacía yo entonces mis primeras armas; mi noviciado, como quien dice. Habitaba en una aldea situada en la falda del monte Brown, uno de los más altos de las Montañas Rocosas. Varios osos habían elegido para madriguera una espesa selva de pinos, a dos horas de mi pueblo. Al principio contentáronse con frutas e insectos; pero muy pronto, o por hacerse más audaces, o quizá obligados por el hambre, pues aquel año las nevadas fueron muy intensas y prolongadas, se acercaron a un caserío donde habitaban varias familias de mineros, y osaron escalar un corral, no huyendo sino al sentir claramente el estrepitoso ladrido de los perros.

—¡En poblado! ¡Qué audaces!

—Cuando tienen hambre no temen ni a los hombres.

—¡Continúe usted, señor Bennie!

—Continúo. A la mañana siguiente se descubrieron sus huellas, y los mineros decidieron acometer a tan peligrosos vecinos, temerosos de que cualquier día devorasen algún chiquillo. John Randolph y Harry Macpherson, dos veteranos cazadores de la pradera que habían matado muchos bisontes y osos, salieron una mañana en busca de los osos. Yo entonces me incorporé a ellos; era buen tirador, y gozaba fama de cazador excelente, aunque sólo tenía dieciséis años. Estaba nevando, y hacía un frío de todos los diablos.

—¿Iban ustedes los tres solos?

—Solos, precedidos por Top, un perro grande y fuerte, y también veterano, pues había luchado con fieras más de una vez. Pues, como te digo, íbamos siguiendo la huella de los osos, perfectamente impresas en la blanca alfombra. A eso del mediodía llegamos al pinar, madriguera predilecta de los feroces animales. Bebimos un trago de excelente whisky para confortarnos, nos aseguramos de que los fusiles estaban bien cargados y de que los cuchillos salían con facilidad de la vaina, y resueltamente nos internamos en la selva, caminando con toda clase de precauciones, porque los osos grises huelen al hombre a larga distancia. Habríamos caminado cosa de un kilómetro dando vuelta a los enormes troncos de pinos, algunos de los cuales medían hasta veinte metros de circunferencia, e inspeccionando los matorrales, cuando de pronto el perro se detuvo dando un gruñido.

»—¡Despacio, amigos! —exclamó Randolph—. ¡O mucho me engaño, o hay algún oso muy cerca!

»—¿Lo ha visto usted? —le pregunté yo, sintiendo un escalofrío circular en mis venas.

»—No —me contestó el veterano cazador, sonriendo—; pero Top le ha olido —y añadió son sorna—: ¿Tienes miedo, Bennie?

»—¡No, compadre John! —le respondí.

»—¡Mirad! —dijo en aquel instante Harry—. ¿No veis dónde terminan las huellas?

»—¿Habrá algún oso oculto en esa espesura? —preguntó Randolph—. ¡Estad en guardia, porque esas alimañas no temen al hombre! Quedaos aquí mientras voy a registrarla.

»El antiguo cazador se echó al suelo para arrastrarse hacia el matorral, seguido por Top, que continuaba gruñendo sordamente. Entre tanto, Harry y yo quedamos a diez pasos de la espesura, con las escopetas preparadas y los cuchillos entre los dientes, prontos a acudir en socorro de nuestro compañero a la primera llamada.

»Aunque era buen tirador y había matado muchos gamos y algunos bisontes, te confieso que en aquel momento me castañeteaban los dientes y temblaba de miedo.

—¡Y no le faltaba motivo, señor Bennie! —exclamó riéndose Armando.

—¡Diablo! —prosiguió el vaquero—. ¡Nunca me había hallado ante fieras tan peligrosas!

—¡Continúe usted!

—Continúo. El pinar había vuelto a quedar silencioso desde que Randolph se arrastró para explorar el matorral. No se oía otro rumor que el de las hojas levemente agitadas por el viento frío que descendía de las nevadas cumbres del Brown. De rato en rato rompía el rumoroso silencio el lejano aullido de algún lobo hambriento. De pronto oímos a Top, que ladraba furiosamente, y en seguida un gruñido tan fuerte, que parecía exhalado a dos pasos de nosotros. Temiendo que John corriese algún peligro, nos lanzamos a la espesura, y de improviso nos encontramos ante un oso gigantesco, un auténtico grizzly. Daba miedo verlo de pie, con aquellas garras tan formidables, aquella cabeza tan enorme, tan grueso y grande, y con el pelo erizado por la cólera. Se dirigió a nosotros con la boca abierta, mostrándonos los dientes poderosos y fuertes. En tan solemne momento no pude conservar la serenidad indispensable para semejante lucha; perdí la cabeza. Apunté maquinalmente con mi escopeta, y disparé sin mirar, a bulto, dándome después a la fuga.

—¿Y lo mató usted?

—No, Armando. Lo herí en el pecho, pero no era suficiente mi bala para derribarlo. ¡Para semejantes fieras no basta un balazo! Así fue que se precipitó detrás de mi galopando como un caballo. Harry hizo fuego a su vez, y lo hirió de nuevo; pero los dos balazos no eran bastante para detenerle. En un abrir y cerrar de ojos, el condenado animal me alcanzó, y me sentí entrechado entre sus potentísimos brazos, con tal fuerza, que creí que iba a triturar todos los huesos de mi cuerpo. Por fortuna, los dos veteranos cazadores se habían precipitado a socorrerme.

»—¡No tengas miedo, Bennie! —gritó John.

»Retumbaron dos detonaciones, una por la derecha y otra por la izquierda, disparos hechos casi a quemarropa, y el oso cayó, arrastrándome en su caída. Había muerto, y yo perdí el conocimiento por efecto del formidable apretón. Cuando volví en mí me hallé en el caserío de los mineros, acostado en cómodo lecho. Tenía dos costillas rotas, y…

—¿Y qué? —preguntó Armando, que escuchaba con vivo interés al cazador.

Bennie no respondió. Se había interrumpido bruscamente, deteniéndose ante una espesura que trataba de inspeccionar con inquisitivas miradas y preparando su escopeta.

—¿Qué ha visto usted, señor Bennie? —le preguntó el italiano con cierto temor.

—¡Escucha! —murmuró Bennie—. ¡Esta historia de osos parece haberlos evocado! ¡Creo que tenemos ahí un grizzly!

Armando se estremeció involuntariamente.

SEGUNDA PARTE. LOS MINEROS DE ALASKA

CAPÍTULO I. EL ATAQUE DEL OSO GRIS

Bennie y su joven compañero hallábanse en la parte más abrupta y bravía del estrecho valle, o, mejor dicho, del largo desfiladero. Aunque apenas serían las doce, la luz era escasa, pues el sol no podía penetrar hasta el fondo del valle a causa de hallarse como encajonado entre las altísimas paredes roqueñas revestidas de plantas trepadoras, de musgo y de césped.

A diestra y siniestra de los cazadores, espesísimos matorrales, fuera de los arboles seculares de exuberante ramaje, ensombrecían aun más el desfiladero.

No se oía el gorjeo de un ave ni gritos de animal alguno; solamente, muy lejano, llegaba a los oídos de los dos hombres el rumor sordo y continuo de una cascada, o quizá de una caída de agua en lo alto de la montaña.

Bennie y Armando, con las escopetas preparadas y conteniendo la respiración, escuchaban ansiosamente. En sus facciones, de ordinario tan serenas ante el peligro, manifestábase una vaga inquietud, quizá causada en gran parte por lo agreste y bravío del sitio y por el silencio y la soledad del desfiladero.

A su derecha, entre un bosquecillo de gigantescos pinos que erguían la copa a sesenta metros del suelo, comenzó a oírse a intervalos crujir de hojas secas, como si alguna persona o animal tratara de acercarse a ellos con cierta precaución,

—¿Qué será? —preguntó Armando después de algunos momentos de silencio.

—No veo nada —dijo el vaquero.

—Indudablemente, alguien se acerca.

—Y trata de no hacer mucho ruido.

—¿Será alguna fiera?

—Es lo más probable.

—¿No hay indios en esta región?

—Sí; pero muy raros. Prefieren las llanuras septentrionales, ¡calla!

—¿Qué?

—¡Juraría haber oído un sordo gruñido!

—Entonces debe de ser un oso.

—También puede ser un carcajú. Son animales muy comunes en los desfiladeros de estas montañas.

—¿Y qué especie de animales son esos carcajúes?

—Una especia de tejón, más fuerte y robusto que los europeos. Verdaderos carniceros, voraces, feroces, pero poco temibles, aunque dicen que pueden luchar ventajosamente con los osos negros. Pero yo no lo creo.

—¿Vamos a meternos en el bosquecillo?

—¿Para qué? ¿Para echarnos impremeditadamente entre las garras de alguna fiera peligrosa? ¿No oyes nada?

—Nada, señor Bennie,

—Tampoco yo,

—¿Estará espiándonos la fiera?

—Es probable. Pero puesto que no se decide a dejarse ver, que se divierta a su gusto, ¡continuemos la marcha!

Después de asegurarse de que todo estaba en calma, no oyendo ningún rumor sospechoso, los dos cazadores se pusieron en camino, volviéndose con frecuencia para ver si los seguían. En aquel sirio la garganta comenzaba a ensancharse algo, y hasta las paredes de granito parecían disminuir en altura. Olmos soberbios, que en aquella región alcanzan ciento y pico de pies de altura, con un tronco de quince o veinte pies de circunferencia, comenzaban a bordear el desfiladero.

El terreno habíase tornado muy húmedo, y a ambos lados se oían rumores de manantiales y pequeños torrentes que formaban arroyuelos murmuradores.

El canadiense y el italiano reanudaron su charla. Al poco rato, el primero se interrumpió y dijo:

—¡Que me condene si me equivoco!

—¿Qué ocurre?

—¡La cosa comienza a hacerse enojosa!

—No le comprendo a usted, señor Bennie.

—¡Alguien nos sigue obstinadamente!

—¿Por dónde?

—En treinta pasos es la tercera vez que oigo crujir las hojas.

—Pero ¿por dónde?

—A nuestra derecha.

—¿Todavía? ¿Será el animal que gruñó antes?

—Sí, Armando; el mismo debe de ser. Y el hecho de que nos siga así significa que no está animado de las mejores intenciones. Estoy seguro de que trata de sorprendernos.

—¿Y qué va usted a hacer, señor Bennie?

—Buscar un refugio y esperar a que nos dé la cara. ¡Allí!

—¡Mira, Armando; esa hendidura nos conviene!

A quince pasos de, ellos, en la base de la pared granítica, había una ancha abertura que parecía penetrar profundamente en el flanco de la montaña. Podía ser un excelente refugio; pero ¿y si era la guarida de cualquier animal temible? Sin ocurrírsele semejante idea, el canadiense se dirigió resueltamente hacia la caverna, y comenzó a separar las ramas para entrar en ella. Una especie de ronquido, procedente del interior, le detuvo en seco.

—¡Diablo! —exclamó dando un brusco salto hacia atrás—. Parece que nos han ganado por la mano y hay en la casa un inquilino de mal genio. ¡Si me descuido tengo una querella con el primer ocupante! ¡Bravo! ¡Henos aquí entre dos enemigos! ¿Cuál será el menos feroz?

Se encorvó para tratar de distinguir quién habitaba aquel cubil, y vio centellear en la oscuridad dos ojos como de felino.

—¿Tienes listo el fusil, Armando? —preguntó a su compañero.

—Sí. señor.

—¡Guárdame las espaldas!

—¿Qué va usted a hacer?

—Voy a quitar de en medio a esa bestia. Necesitamos su alojamiento.

—¡No cometa usted imprudencias, señor Bennie!

—Por eso trato de buscar nuestra salvación. El animal que nos sigue debe de ser más temible que este cobarde, que no se decide a mostrarnos el hocico. ¿Siguen crujiendo las hojas?

—No; pero he visto agitarse unas ramas.

—Quizá tengamos que sostener un doble asalto. ¡Serenidad y prudencia, Armando!

El canadiense, que quizá sabía ya con qué animal tenía que habérselas, arrancó una rama gruesa y la introdujo en la abertura, agitándola con fuerza. El inquilino de la caverna retrocedió exhalando sordos ronquidos.

—¡Ya sé qué clase de habitante tiene esta cueva! ¿No tenías curiosidad por ver un carcajú?

—En este momento preferiría no verlo, Bennie. ¿Sabe usted qué clase de animal es el que nos sigue?

—No.

—Pues es un oso.

—¿Gris? —preguntó con inquietud el vaquero.

—Sí; un verdadero grizzly.

—¡Cuernos de bisonte! ¡Ese cubil nos es necesario! ¡Hay que desalojar al endiablado tejón!

Y sin perder un momento introdujo en la abertura el cañón de su fusil. El carnívoro se precipitó hacia él tratando de triturarlo con los dientes. Era lo que esperaba el canadiense, que inmediatamente disparó. Retumbó con gran estrépito la detonación y la caverna se llenó de humo. Oyóse un gruñido ronco.

—¡Bennie, que se acerca el oso! —gritó en aquel momento Armando.

—¡Sígueme sin perder un segundo! —ordenó el vaquero.

Sin preocuparse de averiguar si el animal que se había engullido la descarga de la escopeta estaba vivo o muerto, penetró resueltamente en la caverna, seguido por Armando.

Tropezó con un cuerpo velloso, que aún se agitaba en las últimas convulsiones de la agonía, y, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo.

—¡Que el diablo te lleve! —exclamó levantándose inmediatamente; y volvió la cara para ver si los había seguido el oso.

No lo vio. ¿Qué había hecho la fiera? ¿Se había retirado, o acaso emboscado junto a las rocas para caer sobre los cazadores apenas apareciesen en la abertura de la caverna? Aunque valiente y animoso, al pensar que el oso podía haber adoptado tal plan, Bennie se estremeció, y un sudor frío humedeció sus sienes.

—¡Comienzo a creer que nos hemos metido en una verdadera trampa! —murmuró.

Armando, inconsciente del grave peligro, estaba examinando el tejón muerto por su compañero.

—¡Deja al muerto y pensemos en el vivo! —dijo el vaquero

—¿Qué quiere usted, señor Bennie?

—¿Sabes que no veo al oso?

—¡Mejor para nosotros!

—¡O peor!

—¿Por qué?

—El maldito debe de estar escondido a un lado de la entrada para lanzarse sobre nosotros en cuanto asomemos las narices. ¡Sería preferible que atacase de frente!

—¡Bueno; dejémosle que espere! ¡Ya se aburrirá!

—¡Cuernos de bisonte! ¿Tero piensas permanecer días y días en esta madriguera?

—¡Bah! ¡Antes de muchas horas se cansará de aguardar!

—¡Ah! ¡Cómo se conoce que no sabes qué animalitos son éstos! ¡Si conocieras su paciencia!

—¿Ha olvidado usted, señor Bennie, que tenemos dos buenas escopetas, un revólver y nuestros excelentes cuchillos-machetes?

—¡Las escopetas! ¡Hum! ¡Se necesitarían cañones Krupp para derribar esa mole!

—¡Caramba! —dijo el joven con voz serena.

—Sí; estamos presos, mi joven amigo.

—Sitiados.

—¡Lo mismo da! El caso es que no podemos salir sin caer entre los brazos de ese bruto. ¡Condenado animal! ¿Cuánto durará el asedio? ¡Dios lo sabe!

—Por fortuna, no escasean los víveres, señor Bennie.

—Sí; tenemos la lengua del ciervo.

—Y este animal.

—¡El tejón! ¡Puaf! ¡Comer un carcajú! ¡El diablo me lleve si pruebo esa asquerosa carne! Ni los mismos indios, que son poco escrupulosos y delicados en cuestión de carnes, sobre todo en las épocas de escasez, se atreven con ella.

—¿Qué hacemos, pues, señor Bennie?

—Por ahora, lo más procedente es aguardar a que ese animal asome el morro para alojarle una bala en el cráneo,

—¿Se queda usted de guardia en la entrada, señor Bennie?

—Sí, muchacho.

—Bueno, Pues entonces voy a aprovecharme para examinar del todo a ese animal que ha matado usted tan oportunamente.

El canadiense sonrió y se encogió de hombros, admirando quizá la admirable serenidad de su joven compañero.

Sin preocuparse del terrible grizzly, Armando encendió un trozo de yesca y se encorvó para examinar mejor el carcajú, observándolo con viva curiosidad. Aquel animal, que los cazadores de la pradera llamaban también nolverene o nolverine, tenía el cuerpo macizo, cubierto de pelo fortísimo y enmarañado, que le daba un aspecto nada atractivo. La bala del canadiense le había entrado por la boca, deshaciéndole horriblemente el cráneo.

Esta especie de tejones son muy comunes en el Norte de las posesiones inglesas, especialmente en los territorios del Noroeste y más arriba; pues no es raro hallarlos en la llamada América rusa a orillas del Yukon y también en Porciapine. Los daños que causan esos animales son inmensos, y por eso los cazadores los persiguen tan encarnizadamente, así como los indios, aunque su piel sirva bien poco y desprecien su carne. Son terribles destructores. Caen sobre los caballos de los indios desde las ramas de los árboles, los degüellan y les chupan la sangre: luchan ventajosamente con los lobos, y tras terribles y empeñados combares los vencen siempre, y cazan los grandes ciervos y los alces.

Satisfecha su curiosidad, Armando se acerco nuevamente a Bennie, que escuchaba con grandísima atención todos los rumores.

—¿Nada? —preguntó el italiano.

—¡Sí! —murmuró el cazador en voz baja.

—¿Está cerca el oso?

—Junto a la entrada de la caverna. He oído su respiración.

—¿Y no habrá modo de desalojarle?

—¿Cómo? ¡En cuanto asomemos la cabeza ya le tenemos encima! Esperemos a la noche.

—¿Y nuestros compañeros?

—Aguardarán en el campamento.

—Pero estarán muy inquietos por nuestra ausencia.

—¡Bah! ¡Mi compañero Back sabe que no soy hombre que me deje devorar tan fácilmente! Estemos alerta y armémonos de paciencia, amiguito.

Se tendieron sobre el tejón para sustraerse a la humedad de aquel antro y aguardaron a que un incidente inesperado decidiera al oso a dejarles libre el paso.

¡Vana esperanza! Seguro el grizzly de que no se le escaparía su presa y relamiéndose ya golosamente con aquellos suculentos biftecs humanos, no se movió. Los dos cazadores, convencidos de que estaba en acecho, pues de vez en cuando le oían resollar y roncar, aguardaban impacientes. Indudablemente, hasta a la misma fiera iba pareciéndole que la cosa se prolongaba demasiado y sin duda sentíase impaciente.

Transcurrieron muchas horas, largas como siglos para los dos cazadores, y la noche se hizo en el desfiladero. Los sitiados redoblaron la vigilancia, temiendo que el animal se aprovechase de las tinieblas para asaltarlos.

—¡Vaya una nochecita la que tenemos en perspectiva! —dijo Armando dando bostezos.

—No vamos a poder pegar un ojo. Con un vecino tan feroz…

—¡Es una situación poco envidiable, señor Bennie!

—¡Pésima, Armando!

—Tenemos que hacer algo.

—¿Qué quieres hacer?

—Escuchemos. ¿Está usted seguro de que el oso sigue en acecho?

—Supongo que continuará ahí,

—Obliguémosle a moverse.

—¿Y cómo?

—Creo haber hallado un medio.

—¡Veámoslo!

—Un medio eficaz.

—¡Acaba de una vez de explicarte! ¿Quieres hacerme morir de impaciencia?

—Es un medio sencillísimo.

—¡No seas pelma! ¡Al grano!

—Pues bien; me quito la chaqueta, la cuelgo en el cañón del fusil y con precaución la saco por la hendidura como si fuera yo mismo que me inclinara a observar. Si el oso está en acecho, no vacilará en lanzarse sobre el bulto, y usted, señor Bennie, aprovecha la ocasión para alojarle una bala en el cráneo. ¿Qué le parece?

El vaquero miró al joven con asombro.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó—. ¡Es una soberbia idea que no se me hubiera ocurrido en cien años! ¡Eres un mozo de provecho, Armando!

—Entonces, ¿le parece bien?

—¡Magnífico!

—Pues no perdamos tiempo.

Armando se quitó la chaqueta y la colgó del cañón de su escopeta como de una percha, mientras el veterano cazador se arrodillaba, apoyaba el fusil en el hombro, y con el cuchillo y el revólver delante esperaba la aparición del temible animal,

—¿Está usted ya dispuesto, señor Bennie?

—¡Con el dedo en el gatillo!

—Pues voy a traerle a usted el oso.

¡Eso es! ¡Presenten… arm…!

El italiano presentó el arma; pero como el oso no se movía, para llamarle la atención la agitó de derecha a izquierda, tremolando la chaqueta como una bandera. ¡Nada! La fiera, con gran sorpresa, no se movió, ,

—¡Diablo!… —murmuró—. ¿Se habrá ido el grizzly? Si estuviese aún en acecho, no habría dudado en precipitarse.

—¿Qué significa esto?

—Por lo pronto, ponte la chaqueta, no vayas a resfriarte.

Y luego vámonos de este antro…

—¿Y el oso?

—¡El diablo ha debido de llevárselo!

Armando obedeció. Los dos cazadores encacharon durante algunos instantes, inmóviles y atentos, con algo de des confianza, y luego Bennie salió resueltamente de la caverna. Desde la abertura lanzóse de un salto fuera del matorral, mirando a todas partes en torno suyo.

—¡Nada! —dijo, exhalando un suspiro de desahogo.

Armando le había seguido muy de cerca, pronto a auxiliarle en caso de peligro.

—¿Y el oso?

—¿Se habrá marchado?

—Así parece.

—Y quizá hará varias horas que se fue.

—Es probable.

—¡Cuánta angustia nos hubiera evitado!

—¡Hola! ¿Confiesas que has pasado un mal rato?

—¿Pues no he de confesarlo?

—También yo, Armando. Se puede ser valiente y sentir miedo en algunas ocasiones.

—¿Adonde se habrá ido el condenado animal? —preguntó el joven lanzando miradas inquietas al bosquecillo próximo,

—Probablemente a beber. ¡Tendría sed!

—¿Qué hacemos?

—¿Y me lo preguntas? ¡Llamar a talones, arniguito!

—Estoy dispuesto.

—¡Pues corramos un poco!

En efecto; se lanzaron por en medio del desfiladero a paso de carrera.

Había salido la luna, mostrando sobre el valle, por entre las dos altísimas paredes rocosas, su redondo y luminoso disco. Los rayos de su luz, de limpidez desconocida en nuestras reglones, caían casi a plomo en el desfiladero, proyectando sobre el desigual y salvaje terreno claridad argentina que permitía ver casi como de día.

Reinaba profundo silencio, percibiéndose solamente el rumor cadencioso de la cascada que corría al extremo del valle.

Manteniéndose a la sombra de los grandes pinos, olmos y abedules, Bennie y su compañero caminaban con paso rapidísimo, ansiosos de dejar atrás aquellos lugares tétricos y llegar cuanto antes al campamento. De trecho en trecho se detenían para cobrar aliento y escuchaban con cuidado, temerosos de ser seguidos por el feroz oso gris.

Ya no distaban más de trescientos pasos de donde la cascada se precipitaba desde inmensa altura y como enorme masa de metal fundido, cuando llegó a sus oídos un grito que parecía humano.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó Bennie deteniéndose.

—¿Un grito? —preguntó sorprendido Armando.

—¡Y un grito humano! —agregó el vaquero.

—¿Está usted seguro de no equivocarse?

—¡No me equivoco!

—¿Será Back que viene buscándonos?

—No; conozco demasiado su voz.

—¡Escuchemos, Bennie!

Hiciéronse todo oídos, pero no volvió a repetirse el grito; fuera del ruido de la cascada, cada vez más fuerte conforme se acercaban al salto de agua, no se oía rumor alguno apreciable.

—¡Es muy raro! —dijo Bennie después de algunos minutos de silencio—. ¿Quién puede haber lanzado ese grito?

—¡Calle usted! ¡Oiga!

Se oyó un grito agudo al extremo del desfiladero e inmediatamente dos detonaciones.

—¡Corramos! —dijo Bennie—. ¡Alguien está en peligro!

Echaron a correr por el declive del desfiladero.

El terreno era quebrado, lleno de maleza, arbustos, matorrales y obstáculos; pero los dos cazadores los salvaban a saltos sin disminuir la rapidez de su marcha. De pronto, vieron dibujarse en la cima de una roca una forma gigantesca. Era un oso enorme, de más de dos metros y medio de alto, que estaba de pie sobre las patas traseras y trataba de trepar a otra roca más elevada.

Debía de estar furioso, pues tenía erizado su pelaje pardo, y sus ojos brillaban como brasas. Gruñía ferozmente.

—¡El grizzly! —había exclamado Bennie deteniéndose.

El oso, que tiene agudísimo oído, al percibir la voz humana volvióse rápidamente, saltó al valle con prodigiosa ligereza y se adelantó hacia los cazadores con tal agilidad que no hubiera podido sospecharse en un cuerpo tan carnoso y tan pesado.

Daba miedo. Agitaba amenazadoramente las patas delanteras y enseñaba sus poderosos dientes, abierta la inmensa boca, ancha como la de un tigre, y por la cual brotaba baba sangrienta.

—¡Atención, Armando!… ¡Haz fuego inmediatamente después que yo!

Apuntó durante un segundo y disparó. El oso recibió la bala en pleno pecho, dio un rápido salto de costado, rechinó los dientes y lanzó un aullido de rabia y de dolor; pero no cayó, sino que, por el contrario, precipitó la carrera para arrojarse sobre los cazadores.

A su vez hizo fuego Armando, apuntándole a la cabeza. Tampoco la segunda herida era suficiente para abatir a aquel gigante.

No tenían tiempo los cazadores de cargar de nuevo las escopetas, pues el oso estaba ya a cinco pasos de ellos,

—¡Huyamos! —gritó Bennie.

Lanzáronse ambos por la pendiente cuesta abajo, tratando mientras corrían de cargar las armas.

Furiosa la fiera por las heridas recibidas, se precipitó tras ellos, haciendo retumbar los ecos del valle con sus tremendos aullidos y regando el suelo con su sangre.

A los veinte pasos el canadiense se volvió y apuntó de nuevo,

—¡Toma, canalla! —exclamó.

Resonó un tercer disparo, seguido de otro al poco rato.

Esta vez el oso cayó, agitando pesadamente las patas. Creyéndole mortalmente herido, acercóse Bennie revólver en mano. Súbitamente el oso se levantó a medias y agarró con una de sus poderosas zarpas al imprudente, intentando estrujarle en un formidable abrazo.

Armando exhaló un grito de terror y se lanzó en socorro de su compañero. Pero éste no había perdido la serenidad. En vez de oponer resistencia a la presión de la fuerte garra y tratar de sustraerse al abrazo, se dejó llevar y disparó seguidos los seis tiros de su revólver en el pecho de la fiera, la cual soltó al cazador, aulló lastimeramente y cayó muerta.

—¿Está bien muerto ya? —preguntó Armando, que cuchillo en mano estaba junto al vaquero.

—Sí; ya no hay que temer. Era lo que le faltaba para dejar de hacer daño en este mundo —respondió el vaquero, limpiándose el frío sudor que bañaba su frente.

—¡Al fin respiro!

—¡Y yo! ¡Cuernos de bisonte! ¡Creí que había llegado el último instante de mi vida!

CAPÍTULO II. LAS MONTAÑAS ROCOSAS

Si los tigres y jaguares gozan fama de ser los animales más sanguinarios de la Creación, los osos grises norteamericanos, sin ser tan feroces, son más peligrosos y quizá bastante más audaces y valientes que aquellos terribles felinos. Generalmente las fieras, a no estar impulsadas por el hambre o haber sido irritadas por alguna herida, huyen del hombre, sobre todo del europeo. El oso gris, como el rinoceronte, no teme al hombre, sea blanco o rojo, y si lo encuentra en su camino, no duda en atacarle y despedazarle. Son animales verdaderamente salvajes, irritables, intratables y por lo común evitan la residencia en lugares habitados.

Sus sitios preferidos son los desfiladeros de las Montañas Rocosas. Buscan una gruta, una caverna cualquiera, sientan en ella sus reales y se enseñorean del valle, seguros de no ser molestados en el goce de su dominio, pues pocos se aventuran por entre aquellos abruptos y sospechoso picachos.

Sin embargo, no es raro hallarlos en los Estados Unidos del Oeste y en Méjico; hasta en la iría Alaska abundan, no obstante la cruda guerra que les hace la compañía peletera, cuyos cazadores son muchos y muy diestros.

Entre todas las especies de osos, el grizzly bear, más comúnmente llamado sólo grizzly, o sea el «oso gris», como le llaman los naturalistas, ursus ferox, figura en primera línea: pues su corpulencia es superior a la del blanco y a la del negro, y posee una fuerza que puede calificarse de prodigiosa. Su estatura es realmente gigantesca y tan potente su musculatura, que de un abrazo tritura los huesos del hombre más robusto. Sus uñas fuertes y sólidas le permiten destripar un búfalo con la mayor facilidad, o despedazar los riñones de un alce.

Casi siempre vive solo; por lo general no sale de su madriguera sino de noche, y, como los demás osos, a pesar de su corpulencia y ferocidad, suele alimentarse (con excepción del polar, que es exclusivamente carnívoro) con frutas, plantas e insectos. Sin embargo, cuando una vez prueba la carne, ya no le satisfacen los piñones ni los insectos y se vuelve carnívoro fácilmente.

Atacado de insaciable sed de sangre, rivaliza con tigres y jaguares: abandona las gargantas de las Montañas Rocosas, donde la caza abunda poco, y desciende a la llanura o a altas planicies selváticas para cazar alces, ciervos, bisontes, carneros de la montaña y hasta caballos y bueyes. ¡Ay del rebaño que sorprende! El oso hace en él un tremendo destrozo.

A veces llega su audacia hasta acercarse a los poblados; el oso gris tiene particular debilidad por los suculentos jamones del desdichado compañero de San Antonio, y como refinado goloso, gusta de devorarlo vivo, sin cuidarse de los lastimeros gruñidos de la víctima. Hay que advertir que entre los jamones del oso gris y los del cerdo hay muy poca diferencia por lo que atañe al gusto; de tal modo, que muchos que se tienen por delicados de paladar no sabrían distinguirlos.

Como se comprenderá, los yanquis, en especial todo americano habitante de las faldas de las Montañas Rocosas, persiguen activamente a esos carnívoros, aunque exponiéndose a grandes peligros. Y es un hecho conocido por todos que difícilmente basta una sola bala para aterrar a un monstruo de ésos. Muchas veces se requieren seis y más balazos para matarlo.

Después de haber cargado de nuevo sus armas. Bennie y Armando acercáronse a la fiera y la contemplaron con una mezcla de curiosidad y satisfacción. Aun muerto daba miedo aquel monstruo ensangrentado, con el pelo erizado, aquella boca enorme armada de fortísima dentadura y aquellas zarpas provistas de grandes y aceradas uñas.

—¡Qué animalucho! —exclamó Armando—. ¡Casi me parece imposible que hayamos logrado acabar con él!

—¡Ha sido una suerte!

—¿Está usted herido, señor Bennie?

—No, muchacho. Pero si cuando me echó la zarpa estoy un poco más cerca de él, en vez de agarrarme por la cintura y taladrarme con sus agudas y ferreas uñas el cinturón, que es fuerte y recio, me abre la cabeza.

—Ha sido usted demasiado atrevido, Bennie,

—¡Por fuerza! Se trataba de salvar el pellejo, amigo,

—Y el que disparó antes los dos tiros que oímos allá atrás, ¿adonde se habrá ido?

—¡Ah, sí! Aquellos dos pistoletazos.

—Me parecieron disparos de escopeta.

—Te aseguro que no.

—Así será. Pero ¿qué habrá sido de ese hombre?

—Habrá tenido miedo y huyó —respondió Bennie, encogiéndose de hombros.

—¿No habrá sido más bien muerto por el oso?

—Te aseguro que está vivo y sano,

—¿Y en qué se funda usted para asegurarlo?

—En que no nos hubiera atacado a nosotros: el oso no hubiera abandonado tan fácilmente su presa, De todos modos, vamos a buscarle.

Se dirigieron a la roca en que estaba el oso cuando ellos llegaban corriendo por el desfiladero, y registraron matorrales y malezas, sin encontrar nada. Escudriñando todos los alrededores, como veterano cazador, Bennie observó en el acanillado señales que le hicieron sonreír, y dijo a su joven camarada:

—El hombre ha huido escalando las rocas. ¡Cuernos de bisonte! ¡Debe de tener músculos de acero y una agilidad que los mismos monos envidiarían! Un cazador blanco no hubiera podido realizar tal hazaña ¡Ahí es nada subir por esa pared!

—¿Cree usted que el hombre fuera un indio?

—Lo supongo.

—¿Lo buscaremos?

—¿Para qué? Estarnos en una región donde el encuentro con un hombre es mas peligroso que útil. Dejemos correr al piel roja, y vamos a cortar una pata al oso.

—Dicen que es excelente la carne del oso. ¿Es verdad, señor Bennie?

—¡Ya lo creo! No tiene nada que envidiar a la del cerdo; te lo aseguro. ¡Cuernos de venado! ¡Hay para relamerse de gusto! ¡No se puede decir que hemos perdido el día! ¡Lengua de ciervo y pernil de oso! Back y tu tío van a darse un festín.

Y a todo esto, démonos prisa para volver al campamento.

El canadiense empuñó su cuchillo-machete, y trabajando con lentitud, después de no poca fatiga, al fin logró cortar una de las patas posteriores del animal.

—¡Vámonos! —dijo encorvándose bajo aquel peso, nada leve.

—¡Vamos!

—Si no me equivoco, no debemos de estar lejos.

Poco después salieron del desfiladero, atravesaron una alta planicie en la cual abundaban los pinos y abetos, y al bajar una suave pendiente distinguieron hacia el Este un punto luminoso que brillaba entre dos gigantescos árboles.

—¡Aquél es el campamento! ¡Dentro de una hora estaremos en él, Armando!

Dicho esto, disparó al aire su fusil, lo cargó, lo disparó de nuevo, y repitió el tiro por tercera vez. Poco después se oía una detonación procedente de la llanura.

—Es Back, que me responde —dijo el vaquero—. Ahora ya saben que estamos a salvo y que no corremos peligro.

Dejaron atrás la alta planicie y se aventuraron en la selva, caminando con grandes precauciones para evitar algún mal encuentro. Aquella falda de la montaña parecía absolutamente virgen. Abetos, cedros colosales y enormes olmos alzábanse como atrevidas pilastras de catedral inmensa y altísima, pero sin guardar regularidad alguna, formando claros en unas partes y apretados haces en otras, en confusión indescriptible.

En medio de aquellos colosos que se erguían majestuosos y soberbios desafiando la acción demoledora de los siglos, yacían otros que habían caído por decrepitud o heridos por el rayo, aplastando infinidad de plantas bajo el peso de sus enormes troncos. Aquellos colosos, va en plena disolución y casi cubiertos de musgo, formaban barreras que dificultaban grandemente el paso.

Bennie y Armando avanzaban a duras penas, uno jurando y maldiciendo y otro manejando el machete para abrirse paso, procurando mantenerse en el buen camino, no extraviarse y dar rodeos, cosa facilísima en una selva virgen. Era va más de medianoche cuando salieron de la espesura y divisaron claramente la hoguera del campamento. Back había salido a su encuentro.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Qué os ha sucedido para venir tan tarde?

—Aventuras que nos han erizado los cabellos —dijo Bennie—. ¿Habéis cenado ya?

—¡Hace más de tres horas!

—Entonces reservaremos el pernil del oso para mañana.

Falcone, muy inquieto, no había dormido, y en cuanto los vio quiso saber las aventuras de los dos cazadores. El vaquero contó brevemente lo sucedido, añadiendo Armando algunas minuciosas particularidades.

—No han debido ustedes de alejarse tanto.

—¡Bah! —contestó el vaquero encogiéndose de hombros.

Y luego comenzó a hacer elogios del valor y de la serenidad del joven. Para terminar, dijo:

—¡Puede usted estar ufano de su sobrino!

Diez minutos después, el canadiense y Armando dormían plácidamente, encargándose Back de vigilar él solo hasta la aurora.

A la mañana siguiente, apenas salió el sol, Bennie se puso a asar el jamón del oso gris, ofreciendo a sus compañeros, que lo saborearon y lo reputaron exquisito y aún más sabroso que el del cerdo. Durante aquella jornada ninguno de los cuatro se alejó del campamento, pues tenían víveres para varios días. La emplearon en repasar sus vestidos, bastante deteriorados, por cierto, y en arreglar las cajas, que amenazaban desquiciarse.

Al tercer día de su llegada al campamento, después de almorzar suculentamente jamón de oso y lengua de ciervo, continuaron el viaje, deseosos de llegar al confín de las posesiones inglesas y pisar el territorio de la antigua colonia rusa: el país que guardaba tantas riquezas.

Queriendo evitar las ascensiones difíciles, a fin de no fatigar a los caballos, trataron primero de mantenerse a cierta distancia de la sierra, reservándose atravesarla luego a la altura del Dease, río que, como el Negro, desagua en el Liard, uno de los afluentes del Mackenzie.

En efecto; recorrieron durante tres días ciento veinte millas, flaquearon las Montañas Rocosas; pero al cuarto día no tuvieron más remedio que internarse entre aquellas gigantescas murallas graníticas para llegar a la región de los lagos, con la esperanza de hallar un terreno menos quebrado.

La temperatura habíase tornado bruscamente fría. Los picos nevados de los montes enviaban al rostro de los viajeros vientos helados que llevaban en sus alas algunos copos. Los pobres animales, no acostumbrados a tales rigores, sufrían bastante; y hasta Back comenzaba a renegar de aquel clima, pues nunca había avanzado tanto hacia el Norte. Falcone y Armando soportaban el frío perfectamente, y Bennie se mostraba muy satisfecho, asegurando que aquella temperatura le abría extraordinariamente el apetito.

Aquella marcha dificilísima y penosa duraba ya hacía cuarenta y ocho horas, cuando de repente sobrevino una copiosa nevada, acompañada de impetuosas ráfagas huracanadas que los obligó a buscar un refugio para no correr el peligro de perder los animales.

Después de largas pesquisas, Bennie y Back lograron descubrir la entrada de una caverna que parecía bastante grande para contenerlos a ellos y a los caballos.

Antes de entrar prepararon las escopetas, temiendo que la gruta sirviese de cubil a algún oso, y avanzaron con precaución, alumbrados por unas ramas de pino a modo de teas. Como habían calculado, era una cavidad muy vasta y de varios metros de altura; terminaba en una especie de corredor bastante bajo de techo, y que por lo frío venía a ser una verdadera nevera.

Examináronla, pues, con cuidado, y a la humeante luz de las ramas encendidas que los alumbraban, en un extremo vieron esparcidos por el suelo algunos huesos, y un cráneo que tenía huellas de una profunda herida causada con arma contundente.

—¡Cuernos de bisonte! —dijo palideciendo el canadiense.

—Parece un cráneo humano —exclamó Back.

—¿Y aquellos huesos, costillas y tibias…? ¡Mira!

—¡Aquí han matado a alguien!

—O ha sido devorado por alguna fiera.

Al oír las exclamaciones se les habían reunido Falcone y Armando.

—¡Huesos humanos! —dolióse el mecánico—. ¿Qué ha sucedido aquí?

Tomó el cráneo y lo examinó atentamente durante varios minutos, manifestando profundo pesar.

—Se trata de un asesinato —afirmó—. Esta horrible herida ha sido hecha por un fortísimo hachazo. Miren ustedes una partícula del filo del acero aquí clavada.

—¡Cien mil cuernos de búfalo! —exclamó el cazador—. ¿Será esta caverna refugio de algún antropófago?

—¿De qué antropófago habla usted? —preguntó el italiano—. No estamos en una isla del Océano Pacífico.

—¿Y qué quiere usted decir con eso?

—Que no creo que haya antropófagos en la América del Norte.

—¡Bah! ¿Lo cree usted así? Entonces, ¿no ha oído usted hablar de los antropófagos de las Montañas Rocosas?

—No; y no creo…

—Corren por la pradera infinidad de historias sobre antropofagia. Pero ahora no son del caso. Encendamos fuego y preparémonos a soportar los rigores de este temporal.

Volvieron a la primera caverna. Back y Armando estaban ya hacía un rato en ella, y habían amontonado algunos haces de leña cogidos en el pinar próximo.

No tardaron en encender una buena hoguera, y pusieron a hervir agua en una gran olla de hierro, echando en ella un buen trozo de jamón de bisonte seco y otros manjares de su despensa.

CAPÍTULO III. A LA CAZA DE «COMEDORES DE MADERA»

Cuatro largos días transcurrieron sin que los futuros mineros de Alaska pudieran asomar la cabeza fuera de la caverna a causa de los turbiones de nieve que caían sin cesar.

Un viento furioso, irresistible y excesivamente frío soplaba incesantemente con tremendos rugidos, precipitando desde los altos picos aludes de nieve que rodaban al abismo, arrastrando cuanto hallaban a su paso. Durante aquel tiempo nuestros amigos mantuvieron siempre encendida la hoguera, pues habían tenido la precaución de proveerse de abundante leña.

Al quinto día, calmada la tormenta, abandonaron aquel refugio para dirigirse a la región de los lagos y llegar lo más pronto posible a la frontera de Alaska.

La copiosa nevada de los días anteriores, unida a la que el viento derribó de las altas cumbres, dificultaba en gran manera su marcha por las altas planicies. Varias veces se vieron obligados a abrir las cajas y sacar picos y azadones para romper el hielo que les estorbaba el paso, o picarlo para que sin riesgo pudieran pisarlo los caballos. Así, para avanzar quinientos o seiscientos metros necesitaron toda una jornada. Por fin desembocaron en un vasto valle que se extendía en dirección Noroeste, y que probablemente los llevaría a la región de los lagos de Lewes.

El 24 de mayo, después de una marcha rapidísima y muy ruda por entre bosques de pinos, abetos negros y abedules, llegaron por fin al río Lewes, formado por los lagos grandes, y que después de tortuoso curso desembocaba en el Pelly, cerca del fuerte Scelkirk.

Como habían consumido casi todas sus provisiones, pasaron a la orilla meridional, creyendo que en aquellas inmediaciones hallarían caza abundante, pues estaba en la mejor estación para ello.

—Encontraremos castores, renos, gamos y aves abundantes y de variadas especies —dijo Bennie.

—¿Y osos? —preguntó Armando.

—Tampoco faltan por aquí.

—Pues vamos a cazar mientras Back y mi tío arman la tienda y preparan la comida.

—Que probablemente se comerán ellos solos, pues nosotros comeremos en el lugar de la caza.

—Cierto, pues no podemos asegurar cuándo volveremos.

Recomendaron al mecánico y al mejicano que vigilaran bien, ya que se hallaban en una región que recorrían en todas direcciones tribus indias de pésima fama, montaron a caballo y se alejaron costeando el lago, que tenía considerable longitud, quizá treinta y cinco o cuarenta millas, pero cuya anchura era escasamente de doce.

Sus orillas estaban cubiertas de vegetación relativamente densa, abundando en ella los sauces, que encorvaban sus ramas hacia el agua; los alerces, abetos negros, pinos blancos y otros árboles corpulentos y altísimos, sin contar rosales y espinos y multitud de plantas que formaban matorrales espesísimos.

Después de galopar una media docena de kilómetros, Bennie se detuvo junto a un bosquecillo de gigantescos pinos y abetos. Allí el lago describía una curva bastante pronunciada, formando una especie de bahía cubierta de plantas palustres, lugar preferido de las aves acuáticas, y sobre todo de los cisnes. Ataron los caballos a un alerce, fueron acercándose con precaución a la orilla y se ocultaron entre los matorrales.

—No deben de faltar cisnes —dijo el vaquero mirando por entre las cañas—. Son aves que bien merecen unos tiritos, aunque su carne no sea tan sabrosa como la de los ánades.

—¿Encuentran algo que pescar en estas aguas?

—Todos los lagos de esta región, así como los ríos de Alaska, son riquísimos en pesca. Hay truchas blancas muy exquisitas, que alcanzan un peso hasta de treinta libras; truchas comunes, truchas asalmonadas, barbos, peces llamados «crines de caballo» (horse hair fish), y otros muchos.

En aquel instante, un sonido semejante al de una trompeta, seguido de un largo silbido, llegó procedente del cañaveral a oídos de los cazadores.

—Es un cisne —dijo el canadiense preparando su fusil—. Seguramente no estará solo. Armando, coge esas piedras y tíralas en medio de las cañas acuáticas.

El joven obedeció, y con toda la fuerza que pudo tiró un pedrusco adonde le ordenó su compañero. Inmediatamente, una verdadera nube de volátiles se elevó por los aires gritando, silbando y trompeteando. Una bandada de ánades fue la primera en tender el vuelo, y luego siguiéronlos, batiendo vivamente sus blancas alas, siete u ocho cisnes soberbios.

Mientras los primeros, más ágiles y mejor conformados para el vuelo, se dirigían vertiginosamente al centro del lago, los segundos, más pesados y menos astutos, volaron por la orilla, dejando oír su agudo silbido.

Bennie y Armando se pusieron vivamente en pie, apuntaron las escopetas, y dispararon al pasar las aves a treinta metros. Un cisne magnífico, el que parecía guiar a los otros, herido mortalmente por la bala del canadiense, dio dos o tres vueltas en el aire, agitó las alas y cayó a veinte pasos del cazador, que en des saltos llegó a él y lo cogió, exclamando:

—¡Bravísimo! ¡Ya tenemos lo menos treinta libras de carne!

—¡Un asado superior, Bennie! Pero ¿no tratamos de matar algún otro?

—¡Hum! ¡Los cisnes son demasiado desconfiados para exponerse dos veces seguidas a los tiros de los cazadores!

—Entonces, ¿qué cazaremos ahora?

—¡Diablo! ¡Eres muy impaciente, muchacho! ¡Apenas hemos descargado nuestros fusiles y ya estás pensando en derramar más sangre inocente! Pero ¡calla! ¡Eres muy afortunado, Armando!

—¿Por qué dice usted eso, señor Bennie?

—¡Ta, ta, ta! ¡No me engañé! —dijo el canadiense examinando el suelo—. ¡Por aquí ha pasado un «comedor de madera»!

—¿Cómo?

—Un moose.

—¡Me quedo en ayunas!

—¿No sabes lo que es?

—No, señor.

—Una especie de gamo que se parece a un borriquillo.

—¿Y por qué le llama usted «comedor de madera»?

—Porque se alimenta preferentemente con ramas de alerce,

—¿Son difíciles de matar?

—Alguna vez hacen sudar bastante.

—¿Están armados de buenos dientes?

—No; de largos y agudísimos cuernos, que atraviesan a un hombre de parte a parte como si fuese un papel.

—Estaremos muy sobre aviso.

—¡Ven!

Colgó el cisne de la rama de un árbol para recogerlo a la vuelta, echó un manojo de hojas y tallos a los caballos para que pastasen a su sabor, y se puso a seguir las huellas del gamo que se internaba en la selva. Sabía que esos animales difícilmente se alejan de las corrientes de agua, pues son muy golosos de los nenúfares, y no creyó oportuno internarse mucho en aquel caos de vegetales.

—Lo encontraremos cerca de la orilla —dijo, contestando a la interrogación de Armando.

Y abandonó la pista, no queriendo dar vueltas y rodeos inútiles. Desde que tomó tal resolución, en vez de mirar al suelo observaba los árboles, dirigiéndose adonde veía alarces o sauces. Al cabo de un kilómetro de recorrido, distrajeron al cazador de sus observaciones los giros que caprichosamente describía en el espacio un águila de cabeza blanca.

—¿Qué está observando esa ave de rapiña? —se preguntó.

Miró en torno con toda precaución, procurando no hacer el menor ruido, y ocultándose tras las plantas y troncos de los árboles, dirigióse hacia el sitio sobre el cual se cernía el ave carnicera. En breve los dos cazadores se hallaron en un claro musgoso donde sólo había un matorral, pero bastante espeso; y observando bien, se dieron cuenta de que el águila trataba de ver el fondo de aquel pequeñísimo bosque.

—Ahí dentro hay una víctima. ¡Estáte atento, Armando!

Pasados unos instantes de observación sin lograr descubrir al animal allí oculto, se fue resueltamente a la plazoleta, Lanzando un grito de cólera, el águila tomó altura rápidamente al ver que se acercaba el cazador; al mismo tiempo salían del matorral precipitadamente dos animalillos, que por su forma recordaban a los gamos.

—¡Ah, ah! —exclamó Bennie—. ¡Un nido de gamos!

Apuntó con su escopeta y disparó. Uno de los animalitos cayó. El otro se precipitó a ocultarse en la espesura. Los cazadores se disponían a seguirlo, cuando se lanzó sobre ellos con la cabeza baja y amenazando traspasarles el cuerpo con sus largos y agudos cuernos. Era un viejo mease casi tan grande como un ciervo europeo, con orejas semejantes a las de un asno y el cuello corto y robusto cubierto de una especie de crin negruzca. Nada atemorizado por la detonación, el valeroso animal se precipitaba contra los dos hombres, sin duda resuelto a vengar a su hijo.

En vez de refugiarse tras algún árbol corpulento para evitar ser herido por los afilados cuernos del gamo, el joven apuntó al animal con su escopeta; pero al dar un paso atrás le faltó terreno, y mientras caía en un hoyo como de un metro de profundidad, probablemente una trampa dispuesta para cazar lobos o carcajúes, el tiro salió en dirección casi vertical.

El animal seguía ciego hacia el italiano, y le hubiera atravesado el cuerpo con sus cuernos, a no ser por la gran serenidad del joven, que se agachó precipitadamente. El gamo pasó por encima sin darse cuenta de la excavación, y continuó su carrera durante unos veinte metros. Mas de pronto se detuvo, levantó la cabeza y pareció quedar estupefacto no viendo a su adversario.

Entre tanto, Bennie había vuelto a cargar su escopeta, y al ver a Armando caer en el hoyo, en seguida se dio cuenta de lo que pasaba y le gritó:

—¡No temas! ¡Estáte quieto!

Luego llamó la atención del animal, que se lanzó sobre su adversario con la cabeza baja, exhalando un bramido de cólera.

El canadiense le aguardó a pie firme, y cuando le vio llegar a quince pasos de él, disparó, El gamo se encabritó y sacudió violentamente la cabeza, desprendiéndose un cuerno.

—¡Muerte y condenación! —aulló el cazador, volviendo la espalda y huyendo con precipitación hacia los árboles más próximos.

Por rara casualidad, en vez de alojarse en el cráneo del animal la bala había herido y roto uno de los cuernos por su base, con la cual el gamo se salvó, Pero, enfurecido al extremo, el condenado «comedor de madera» se precipitó airado tras el cazador, siguiéndolo tan de cerca, que le impidió cargar el fusil.

Armando no había tenido tiempo de acudir en socorro de su compañero: tan rápidamente se desarrolló la escena que acabamos de referir. Cuando pudo salir de la trampa, hombre y animal habían desaparecido en la espesura. Cargó de prisa su fusil y se internó corriendo en la selva, gritando a plena voz:

—¡Bennie! ¡Bennie!

Ninguna voz respondía a la suya, ni oía rumor alguno que le indicase la dirección tomada por su amigo. ¿Qué había sucedido?

Continuó corriendo y llamando a gritos a su amigo durante media hora larga, dando vueltas y más vueltas en aquella espesa selva. Al fin se detuvo cansado.

¿Dónde se hallaba? ¿A qué sitio le había llevado aquella carrera desenfrenada en busca de Bennie y a la ventura? ¿Estaba cerca del lago, próximo al campamento, o muy distante de uno y otro? ¿Y qué habría sido de Bennie? ¿Habría logrado librarse de su enemigo o le habría alcanzado el gamo y traspasado con su terrible cuerno? Tales reflexiones estaba haciéndose, oprimido el corazón de angustia, cuando oyó una detonación que retumbó en la selva despertando sus ecos. Alguien había disparado una escopeta a mucha distancia de aquel sitio. Respiró desahogadamente,

—¡Es el fusil de Bennie! —pensó—. ¡No me cabe duda! ¡Ahora la cuestión es tratar de reunirse con él!

Tranquilizado ya por la suerte que había corrido el valiente cazador, Armando satisfizo su sed bebiendo una buena cantidad de agua en una lagunita cercana, cuyo fondo dejaba ver claramente la limpidez del líquido, y se puso en camino, creyendo que podría orientarse fácilmente. Pero no tardó mucho en perder aquella ilusión.

Nada más difícil que orientarse en medio de una selva virgen. Cree uno mantenerse en línea recta, y en realidad tuerce constantemente a derecha e izquierda, describiendo círculos más o menos amplios que le llevan al mismo sitio de donde partió o a un lugar no muy distante. Como se carece de todo punto de referencia, y no siempre se logra ver el sol, el hombre extraviado en el bosque hállase en la situación de un marino abandonado en pleno océano. Peor aún, porque éste todavía puede tener la esperanza de orientarse por la situación de las estrellas.

El joven iba a adquirir una triste experiencia. Después de andar a la ventura durante más de una hora, se encontró otra vez en el mismo sitio que antes.

—¡Cosa más rara! ¡No he dejado de andar en línea recta desde que oí el tiro del canadiense, y heme aquí otra vez junto a la laguna donde bebí antes de ponerme en marcha para buscar a mi compañero! ¿Cómo se explica esto? Indudablemente, me he equivocado y volví sobre mis pasos sin darme cuenta.

Se detuvo algunos minutos, indeciso acerca de la dirección que iba a seguir, y luego se puso resueltamente en marcha, tratando de acercarse a la orilla del lago. Si lograba su propósito, podía estar seguro de dar con los caballos y con el campamento. Por aquella parte la selva, en vez de aclararse, hacíase más y más densa.

Pinos descomunales de la especie llamada lambertina, de setenta y ochenta metros de altura, cargados de frutas cónicas, grandes como de pie y medio, y pletóricas de exquisitos piñones, alzábanse majestuosos entre bosquecillos de abedules, soberbios cedros, cepas americanas o stumprel, como los llaman los canadienses, de tronco grueso y rugoso, abetos blancos y negros y matorrales impenetrables de espinos y malezas.

No había cuadrúpedos de ninguna clase, pero abundaban las aves. De trecho en trecho Armando veía volar por entre las ramas de los árboles numerosas bandadas de cornejas, cuervos, airones (sin duda procedentes del lago) y alguno que otro búho enorme que le miraba estúpidamente con sus redondos y brillantes ojos.

Armando caminó con lenta desesperación más de tres horas; al cabo se detuvo, hambriento y sediento, fatigado y malhumorado, y fue a tumbarse al pie de un pino gigantesco.

«¡Me he perdido! —pensó—. Es imposible que yo solo acierte a salir, como no sea por casualidad, de esta condenada selva».

No había comido desde por la mañana. Registróse los bolsillos, encontró en ellos dos bizcochos y se los comió ávidamente. Hubiera preferido un trozo de cisne o de gamo asado; pero por lo pronto se resignó. Cerca de allí vio un estanque y se dirigió hacia él para apagar su sed.

De pronto sintió un golpe formidable en las espaldas: una masa pesada que por poco le derriba al suelo había caído sobre él, e inmediatamente sintió que unas uñas se le clavaban en los hombros; se sacudió con fuerza, se agachó e hizo esfuerzos por librarse de aquel peso, que debía ser un animal. Se volvió entonces y vio a tres pasos una masa peluda que se agitaba en tierra y que muy pronto se puso en pie lanzando una especie de gruñido.

Aquel animal, que le había atacado cual si fuese una inofensiva liebre, cayendo sobre él audazmente desde las ramas de un alerce, era muy gordo y robusto, casi de un metro de largo y escasamente medio de alto, patas cortas, cuello recio y cola de medio pie. Su pelo, largo y tieso, era castaño oscuro, con una especie de gualdrapa dorsal más oscura, orlada con una franja más clara de pelo brillante.

Al quedarse ante el joven, pareció sorprendido de su misma audacia, y en vez de atacarle retrocedía paso a paso, bufando como un gato furioso y enseñando sus largos, amenazadores y agudos dientes.

«¡O mucho me engaño —se dijo Armando echando mano de su escopeta—, o este animal en un glotón! Verdaderamente, no he oído nunca contar que tales animales se atrevan a atacar al hombre. ¿Me habrá tomado por un alce o me habrá caído encima sin querer?».

El glotón (porque se trataba verdaderamente de uno de aquellos animales) continuaba retrocediendo, mostrando los dientes y bufando. Súbitamente, quizá comprendiendo la fiera que estaba perdida si no atacaba o huía, se alzó sobre las patas posteriores y se precipitó resueltamente contra el cazador. Aquel ataque rápido e inesperado desconcertó al italiano, que disparó con demasiada precipitación, y, naturalmente, perdió la bala.

—¡Ah, bandido! —gritó, dando un salto atrás para evitar un mordisco.

Y no teniendo tiempo de cargar la carabina, la cogió por el cañón con ambas manos a guisa de maza, y con toda su fuerza descargó un culatazo en el hocico del animal. Este, aunque perdía mucha sangre por efecto del golpe formidable, que casi le había destrozado la mandíbula, loco de dolor y rabia, se agarró a la pierna del joven, tratando de hacer presa. Otro culatazo en mitad del cráneo le derribó por tierra.

Sin embargo, no estaba muerto, ni mucho menos; se agitaba desesperadamente, intentando ponerse en pie, moviendo las gruesas patas como loco y lanzando sordos gruñidos. Mientras tanto, el joven cargó la escopeta y le disparó un tiro en la oreja, con lo cual puso término a su agonía.

—¡Nunca hubiera creído que un animal tan pequeño me atacase tan audazmente! —murmuró, acercándose al cadáver y observándole curiosamente—. Sabía que atacan hasta a los renos, pero no oí nunca contar que atacasen al hombre.

No se equivocaba el italiano. Los glotones, animales que abundan en las regiones septentrionales del Noroeste, aunque dotados de extraordinaria fuerza en relación con su tamaño, no se atreven a atacar al hombre.

Pero si respetan al indio y al blanco, no retroceden ante los animales más grandes. Parecerá increíble, pero se atreven con los alces y los renos, y los vencen. Para obtener más fácilmente la victoria, trepan a los árboles, se esconden entre las ramas y, cuando la presa pasa, se dejan caer sobre ella y le abren las venas del cuello con prodigiosa rapidez.

Dotados de fenomenal apetito, destruyen enorme cantidad de salvajina, y no retroceden ante ningún peligro con tal de llenarse el vientre hasta casi reventar de hartos. Cuando están hambrientos osan entrar en las aldeas de los indios Tananas o «coyuconi» para robarles algo. A pesar de todo, son en extremo prudentes y rara vez caen en las muchas trampas de distintas clases que les arman los cazadores para apoderarse de sus pieles, que suelen pagarse a doce dólares o veinte pesos oro cada una.

Armando no ignoraba que la carne del glotón es despreciada hasta por los indios, y aun cuando hubiera comido con gran placer un poco de asado, no quiso probarlo; pero no abandonó la piel, que podía serle útil durante la noche. Desolló, pues, al animal en un periquete, con gran habilidad se la echó a la espalda y continuó su camino, después de haber bebido agua en el estanque, dirigiéndose, a su parecer, hacia el Este, con la esperanza de salir al fin de la selva y acercarse a la orilla del lago.

No tardó en convencerse de que se fatigaba en vano. Sin darse cuenta, no hacía otra cosa que andar en círculo sin adelantar nada. Iba a ocultarse el sol, cuando otra vez se encontró en el bosquecilío de pinos donde estuvo cinco horas antes.

Aquella larga y fatigosa caminata sólo le había servido para describir otro círculo inmenso y volver al mismo punto de partida.

«¡Qué le vamos a hacer! —pensó con resignación—. ¡Hay que pasar la noche en la selva!».

Detúvose ante un cedro magnífico para cargar de nuevo el fusil, cosa que no se había acordado de hacer antes, y de pronto palideció. ¡Tenía vacía la cartuchera, que aquella mañana había llenado al salir del campamento! Sólo entonces recordó que al caer en la trampa cuando apuntaba al moose se le habían caído muchos cartuchos, que no recogió, por volar en socorro de su compañero. Después, no había vuelto a pensar en ello.

Aquel descubrimiento le aterró.

«¿Qué haré si tropiezo con un oso?», se preguntó.

Registróse los bolsillos. A veces se metía en ellos algunos cartuchos y perdigones para la caza menor. Encontró dos de estos últimos y cargó su escopeta.

«¡De algo me servirán! —se dijo filosóficamente—. Trataré de economizar estos dos últimos tiros, y mañana… ¡Mañana será otro día! ¡Si de día pudiera volver al sitio donde me atacó el gamo y donde está la trampa de lobos y zorros!»

No se atrevió a acostarse en tierra, y tras reiterados y supernos esfuerzos, trepó por el grueso tronco de un arce, acomodándose en la horquilla que formaba la bifurcación de dos ramas gruesas, dispuesto a pasar la noche lo mejor posible.

Pero el hambre que le atormentaba, pues desde por la mañana temprano no había comido más que dos galletas, le impedía cerrar los ojos.

«¡Ahora siento haber abandonado el glotón! —pensó apretándose el cinturón—. ¡A falta de carne mejor, la de ese animal, aunque correosa y de mal gusto, me habría matado el hambre! Iré a buscarlo mañana, y lo probaré… ¡si es que no se lo comen esta noche los lobos!».

CAPÍTULO IV. UN HECHICERO AMETRALLADO

Desaparecido el último rayo de sol, la selva tornóse de pronto tenebrosa, hasta el punto de que no se podía distinguir el tronco de un árbol a diez pasos de distancia. Al profundo silencio que había reinado durante el día sucediéronle rumores, primero indistintos, luego más precisos, más agudos. Aullidos siniestros, casi lamentos, oíanse de vez en cuando en lontananza, lanzados por una cuadrilla de lobos que iban de caza; otras veces rompían el silencio gritos y silbidos bastante fuertes, que aumentaban con rapidez y que parecían provenir de lo alto. Debían de ser aves que se dirigían al lago: cornejas, ánades, cisnes, etc.

Acá y allá las hierbas se agitaban rumorosamente, como si las estrujase a su paso algún animal grande. Armando oía resoplidos, bufidos, mugidos y relinchos ahogados, y entreveía confusamente tal o cual sombra, que rápidamente se esfumaba en el horizonte después de pasar ante sus ojos como una exhalación.

A caballo en la rama, con la escopeta en la mano y el cuchillo en la cintura, el joven escuchaba sin moverse todos aquellos imponente rumores, siempre con la esperanza de oír algún disparo que le indicase la aproximación de sus compañeros. Indudablemente le buscaban; pero ¿por dónde? No era tarea fácil hallarle en aquella inmensa selva.

«Quizá me haya alejado bastante hacia el Sur creyendo ir hacia el Norte —murmuró el desgraciado—. ¡Cuántas angustias pasarán mi tío y Bennie! ¡Tal vez me crean devorado por algún oso gris!».

Hallábase en tal punto de sus reflexiones, cuando a pocos pasos del arce que le sostenía vio un bulto grande. No sabiendo qué podía ser, contuvo la respiración y se encorvó para tratar de distinguir mejor aquella masa.

«¡Diríase que es un caballo o un mulo! —pensó—. ¿Qué puede ser?…».

El bulto se había parado bajo la copa del arce y parecía pastar. Oíanse crujir las hojas secas, como trituradas con los dientes, y el ruido producido al apartar las ramas, como para descubrir la hierba que crecía entre las plantas. No había error posible: un animal pastaba al pie de Armando, impulsado por la curiosidad, el joven se aventuró sobre una rama, sospechando por un momento que podía ser uno de los caballos que habían dejado sueltos a la orilla del lago y cerca del campamento. Estaba observándolo, cuando de pronto la rama crujió, y antes de que tuviera tiempo de evitarlo se sintió precipitado en el vacío.

Creía que iba a caer al suelo, pero con gran sorpresa suya se encontró montado sobre un lomo robusto que no flaqueó lo más mínimo bajo su peso. Instintivamente alargó una mano, la única que tenía libre, pues no había soltado la escopeta, y tocó una larga y espesa crin, a la cual se agarró desesperadamente. Sólo entonces comprendió que había caído sobre el animal que pastaba al lado del arce que le cobijaba.

Antes de darse cuenta de lo que le había sucedido, sintióse transportado en vertiginosa carrera a través de la selva. Espantado el animal al sentir un peso en el lomo, que quizá tomó por un carcajú u otra fiera semejante, diose a una fuga infernal, saltando sobre los troncos de los árboles caídos y atropellándolo todo entre los matorrales.

Aunque todavía aturdido por la aventura, el italiano se guardaba muy bien de soltarse para no estrellarse contra cualquier tronco de árbol al ser despedido bruscamente de su cabalgadura. A alguna parte le transportaría el animal con aquella carrera loca; quizá le sacase de la maldita selva.

De todos modos, su situación no tenía nada de cómoda; el animal corría frenético, sin dirección fija, sin curarse del que llevaba encima y pasando como una flecha por entre los árboles, saltando obstáculos y precipitándose en los estanques que hallaba al paso, cual si tratase de recobrar nuevas energías con aquellos baños.

Armando llevaba el rostro arañado por las ramas; se encorvó sobre la crin, temiendo de otro modo romperse la cabeza con algún obstáculo imprevisto, espantándole la idea de una caída, que hubiera sido mortal, dada la velocidad suma con que era transportado. Agarrábase, pues, como un náufrago a la crin y apretaba las piernas al fobusto lomo para resistir mejor aquellos desordenados vaivenes. Un jinete poco diestro no habría podido resistir semejante ajetreo, aquella serie de violentas sacudidas.

Poco a poco el pobre animal perdía su primitiva velocidad, latían sus flancos, respiraba roncamente, su carrera hacíase cada vez menos rápida y sus piernas negábanse ya a saltar los cien mil obstáculos que se oponían a su paso.

«¡Preparémonos a dar una voltereta! —pensó el joven tranquilamente—. ¡Este endemoniado animal va a caer reventado de un momento a otro!».

Entonces se dio cuenta de que la vegetación se hacía cada vez menos espesa y que tendía a disiparse la profunda oscuridad que le rodeaba. Un relámpago de esperanza iluminó su rostro.

«¿Habré atravesado la selva? —se dijo—. ¡Animo, mi bravo corcel! ¡Un esfuerzo más y te dejaré libre! ¡Vamos a ver en qué clase de animal he caído!».

Los árboles se distanciaban ya más unos de otros y las espesuras desaparecían, al mismo tiempo que comenzaba a allanarse el terreno. Sin duda, la llanura no estaba lejos. Con otro esfuerzo el animal salió al cabo de aquel caos de troncos gigantescos y se lanzó por una verdosa pradera pálidamente iluminada por la argentina luz de la luna en cuarto menguante. Entonces pudo Armando darse cuenta de la clase de cabalgadura que lo llevaba.

Como se había imaginado, se trataba de un alce grande, animal parecido al ciervo, pero tan corpulento como un caballo y de formas muy parecidas a las de éste, pero con la cabeza adornada de un par de astas semejantes a palas y con profundas recortaduras en los bordes, una crin corta que le pende hasta debajo de la gruesa cabeza, cuello corto y pelo áspero de color gris oscuro. Los antas o alces tienen robustas patas terminadas por pezuñas, patas nerviosas y secas como de caballo de carrera.

El pobre animal, cada vez más espantado, ignorando qué clase de fiera llevaba a cuestas, viéndose en la pradera, reunió todas sus fuerzas y se lanzó decididamente adelante, subiendo y bajando la cabeza y dando cornadas al aire.

Armando, que ya no temía caer sobre aquel tupido y mullido césped, ni romperse la cabeza contra alguna rama, irguióse, y, acariciando con la mano la cabeza del asustado animal, exclamó:

—¡Adelante, adelante! ¡Galopa! ¡Luego descansarás tranquilamente y hasta te haré merced de la vida!

El alce no necesitaba que le animasen. Continuaba corriendo, no en línea recta, sino haciendo continuos zigzags e intentando de vez en cuando, por medio de bruscas sacudidas y saltos imprevistos, librarse de su importuno jinete.

Vio un grupo de árboles y dirigióse hacia él, acaso esperando hallar próxima alguna laguna o estanque donde precipitarse y ver si se desembarazaba de su carga, pues los alces son habilísimos nadadores. En pocos momentos llegó cerca del bosquecillo; pero en vez de lanzarse en él dio una vuelta tan rápida, que sin pensarlo se libró del jinete, enviándolo por los aires.

—¡Cuernos de bi…! —tuvo apenas tiempo de exclamar el joven.

Lanzado como una bala de su cabalgadura, dio dos vueltas en el aire y, por fortuna, cayó sobre unas matas que aminoraron el golpe como si hubiera sido un colchón. Al caer oyó una gritería atronadora, y al levantarse vio que varias formas humanas salían del bosquecillo. Mientras tanto, el alce se había encabritado, girando sobre sus patas traseras y caído al suelo agitando los cuatro remos.

—¡Indeseables! —gritó Armando al ponerse en pie—. ¿Quién asesina a mi cabalgadura?

Empuñó la escopeta, que se le había escapado de la mano al caer, y se acercó precipitadamente al alce, que estaba agonizando, clavada en el pecho una especie de azagaya.

Cinco hombres habían salido del bosquecillo blandiendo amenazadoramente lanzas y hachas. Al ver al italiano se detuvieron, mirándole con estupor y acaso con desconfianza. Debían de ser indios de la tribu de los Tananas, a juzgar por sus tatuajes y extraña vestimenta.

Todos ellos eran de estatura más bien baja que mediana, de constitución robusta, cabeza grande y gruesa, cuello corto y recio, amplio pecho y anchos hombros. Llevaban el rostro pintado con colores vivos: rojo, amarillo y azul turquí; el cabello largo, negro y lanudo, con muchos adornos de plumas de gallos de la montaña y de halcones pescadores, y colgado de los perforados cartílagos de la nariz, a modo de pendiente, llevaban una ramita pintarrajeada o un huesecillo, lo que contribuía a darles un aspecto nada pacífico.

Su vestimenta consistía en una casaca sin mangas, de piel de reno, adornada con franjas de pelos animales, perlas y plumas de garza, unos calzones anchos de piel pintada y toscos zapatones de piel de foca. A la cintura llevaban todos el saquete indio, una bolsa larga terminada en un mechón de pelos y que, por lo general, contiene la pipa, el eslabón y la yesca, un puñal y los amuletos.

Uno de los indios, jefe o hechicero al parecer, llevaba, además, un manto hecho con la piel de un oso blanco, con adornos de dientes de lobo y de glotón; del cuello le pendía una lata muy reluciente, que debía de haber conservado sardinas o pimientos morrones.

Los cinco hombres permanecieron silenciosos algunos instantes mirando curiosamente a Armando. Este, por su parte, desconfiando de ellos, se había atrincherado tras el cadáver del alce, empuñando el fusil y manteniéndose a la defensiva para repeler un probable ataque.

El jefe, hechicero, o lo que fuese de aquella partida, satisfecha su curiosidad, dio dos pasos adelante y, blandiendo amenazadoramente su pesada hacha, dirigió al extranjero varias palabras que el italiano no entendió, Pero por el gesto y los ademanes le pareció que le exigían algo. Entonces dijo en inglés:

—¡Haga el favor de explicarse mejor, porque no le entendí una sola palabra!

El indio exhaló un ¡ah! prolongado y se apresuró a responder en la misma lengua, pero destrozando despiadadamente las palabras:

—¡Que el piel blanca se vaya en seguida de aquí!

—¡Despacio, despacio! —replicó Armando—. El alce es mío, yo no quiero dejarlo sin comerme un buen trozo de su carne asada. ¡Tengo demasiada hambre para irme sin probarlo!

—¡Repito al rostro pálido que se vaya! —gritó el rojo con ademán amenazador.

—¡Y yo repito al piel roja que no me da la gana!

—¿Se burla el blanco de mí?

—¡Un poco!

—¿Entonces el rostro pálido no conoce a Koctcha-Kutchin?

—¡No lo conozco!

—¿Ni tampoco a Tatanckok, el hechicero de los Tananas?

—¡Tampoco; ni me importa de ellos! ¡Digo que tengo hambre, que el alce me pertenece y que quiero comer! —repuso Armando con tono decisivo.

—¡La paciencia no es la virtud de Koctcha-Kutchin!

—¡Ni tampoco la de Armando Falcone!

—¡He sido yo quien maté con mi lanza ese alce, y le tendré!

—¡El alce iba montado por mí y no tenía el derecho de matarle!

—¡El alce no es un caballo; es un animal libre de la selva, y pertenece a quien lo mata! ¡Váyase, pues, el rostro pálido si quiere conservar la vida!

—¡Repito que tengo hambre y que quiero comer!

—¡Los Tananas no tienen posada para mantener a los blancos!

—¡Pues bien; ven a apoderarte de él si te atreves!

Y el joven se echó la carabina a la cara. Ante aquella amenaza el indio titubeó. Indudablemente conocía las armas de fuego. Luego exclamó con énfasis:

—¡Puesto que el rostro pálido ha tenido la audacia de amenazarme a mí, el hechicero de la tribu de los belicosos e invencibles Tananas, me dará esa arma!

—¿Quieres también el cuchillo?

—También.

—¡Farsante! ¡No te tengo miedo!

—¡Lo veremos!

Sin cuidarse de llamar en su ayuda a sus compañeros, el hechicero levantó el hacha y se lanzó impetuosamente contra el joven, creyendo vencerle fácilmente. Armando le apuntó al pecho con la escopeta y gritó:

—¡Detente o te mato!

Por toda respuesta, el hechicero le asestó un hachazo tremendo que hubiera rajado una roca, mientras los otros indios preparábanse a atacarle con sus lanzas.

Un momento de vacilación y el italiano estaba perdido. Por fortuna, no se aturdió. Dando un salto evitó el golpe mortal y en seguida hizo fuego. El hechicero, herido en pleno pecho por la perdigonada, dejó caer el hacha, exhaló un aullido de dolor, se llevó las manos al pecho como si quisiera contener la sangre que le brotaba de la herida y luego se dio a la fuga, emprendiendo a través de la pradera una carrera loca, seguido de toda su gente.

Armando, por su parte, emprendió la fuga en dirección opuesta, abandonando el alce, causa primordial de la cuestión. Ya había recorrido quinientos o seiscientos metros, cuando hacia la margen de la selva sonaron algunos disparos.

Creyó que se trataba de nuevos enemigos y se volvió en aquella dirección resuelto a quemar su último cartucho. Un grito de júbilo irrefrenable brotó de sus labios. Bennie y Falcone se le acercaban a todo galope.

—¡Eh, Armando! —le gritó su tío—. ¿De dónde diablos sales?

—¡Tío! —exclamó el joven corriendo a su encuentro.

—¡Cuernos de bisonte! —dijo Bennie—. ¡Hace dos horas que andamos buscándote por la selva!

—¡Y yo quince! —contestó Armando.

—¡Cien mil cuernos de bisonte! ¿Dónde has estado?

—Me extravié, señor Bennie.

—¿En la selva?

—Sí.

—¡Me lo figuré!

—¡Me alegro mucho de verle, señor Bennie! ¿Logró usted matar a aquel condenado, gamo?

—Ayer nos comimos una parte de su carne, que es excelente.

—¡Espero comer un buen pedazo, pues me muero de hambre!

—¡Pobre Armando! —dijo el mecánico—. ¡Qué mala noche habrás pasado!

—No mala, tío; pero poco le faltó para que me matasen.

—¿Quiénes?

—Los indios.

—¡Cuernos de búfalo! —gritó Bennie—. Esa detonación que hemos oído poco ha, ¿la has disparado contra los indios?

—Sí, Bennie.

—¿Abatiste a alguno?

—Me temo que sí.

—¡Demonios! ¡Cuéntanos el caso, muchacho!

Armando relató en pocas palabras cuanto le había ocurrido durante la noche anterior. Al acabar, vio que el canadiense hacía una mueca.

—¡Diablo! —exclamó—. ¿Has herido o muerto al hechicero de los Tananas? El caso puede tener tristes consecuencias.

—¿Lo cree usted así? —preguntó el mecánico.

—Indudablemente. Los Tananas son valientes y vengativos. No dejarán impune la muerte de su hechicero.

—¡Es que quería matarme!

—¡Sí, sí; has tenido razón! ¡Has obrado en legítima defensa; no digo que no! Yo habría hecho lo mismo, y quizá más; pero no por eso dejo de reconocer… En fin, os confesaré que me inquieta el hecho; tanto más, cuanto que muy en breve tendremos que atravesar el territorio de los Tananas.

Tío y sobrino callaron. El bravo cazador, después de una corta pausa, se encogió de hombros y añadió:

—¡Sea lo que Dios quiera! ¡Bah! Si vienen a importunarnos, nos los quitaremos de encima a tiros y nos libraremos de ellos como nos libramos de los Panzudos. Vamos a cortar un buen trozo de alce, pues no tardarán los lobos en acudir a devorarlo.

Se acercaron al alce y cortaron varios kilogramos de carne, que es muy sabrosa y exquisita, mucho mejor que la dé reno, no olvidando el hocico, que es el bocado más delicado de ese animal, y se alejaron a galope. Armando iba a la grupa de Bennie, por ser el caballo de éste el más robusto y vigoroso de los dos.

El regreso se efectuó felizmente y sin incidente alguno. Una hora después Armando probaba el moose, que le pareció excelente, bien que con el hambre que llevaba hubiera declarado exquisita cualquier otra carne menos delicada.

Inmediatamente hicieron los preparativos de marcha. No querían prolongar su estancia allí por temor a que volvieran los Tananas. En consecuencia, cargaron las cajas, empaquetaron las provisiones, sin dejar el cisne, que Bennie no había olvidado, y continuaron su marcha en dirección al Noroeste, pues querían pasar a Alaska por esa soberbia sierra, que cuenta entre sus gigantescos picos el de San Elias, el Cook, el Vancouver, el Fairweather y otros menos renombrados.

La nueva vía elegida por el canadiense los ponía fuera del alcance o de la persecución probable de los vengativos Tananas; pero, en cambio era más ruda y difícil, pues tenían que atravesar la gigantesca sierra que forma, por decirlo así, el nervio principal de las Montañas Rocosas.

No tardaron en encontrar dificultades. Aquella región se hacía excesivamente bravía y salvaje, quebradísimo el suelo, surcado de abismos espantosos, de interminables desfiladeros, de rocas colosales y escarpadas que los caballos apenas podían escalar. Una semana entera perdieron en aquellas estribaciones; semana larga como un mes y penosísima.

Más de cien veces los futuros mineros se vieron obligados a descargar los caballos y llevarlos de la brida, guiándolos uno por uno a través de los pasos difíciles, levantándolos en alto, casi llevándolos. Así y todo, perdieron uno de ellos, que cayó a un abismo.

¡Pero, qué incomparable panorama! Aquellos picos enormes, el San Elias, el más alto de la América del Norte, escalado solamente por el joven duque de los Abruzzos después de innumerables fatigas, y alto de 5520 metros; el Cook, cuya altura es de 4900, y el Fairweather, de 4700, ofrecen espectáculos imposibles de describir.

Sus inmaculadas cimas cubiertas de nieve perpetuas parecen tocar al cielo.

Al octavo día, derrengados, casi sin provisiones y con los caballos cansadísimos, acamparon en los confines de la antigua América rusa, en la región de las fabulosas minas de oro.

CAPÍTULO V. EL ELDORADO DE ALASKA

Alaska, región que hasta hace pocos años puede decirse que era casi desconocida, y cuyo solo nombre hace ahora palpitar el corazón de los antiguos mineros de California y de Australia a causa del reciente descubrimiento de sus fabulosos filones áureos, en una de las más inhospitalarias regiones de ambas Américas.

Alaska forma el extremo limite de la del Norte, y solamente se halla separada del continente asiático por un estrecho que hasta las chalupas pequeñas pueden atravesar, y que en invierno, cuando se hiela el mar, puede pasarse a pie:, el estrecho de Bering.

Calcúlase su superficie en 1.300.000 kilómetros cuadrados, con una población muy diseminada, que hace pocos años no pasaba de 50.000 habitantes entre indios, mejicanos y rusos. Sin embargo, hay que decir que en pocos meses se triplicó su población, y en breve será sextuplicada por la continua concurrencia de mineros americanos, ansiosos de meter mano a los tesoros ocultos en la región que bañan el Klondyke y sus pequeños afluentes.

Puede decirse que, hasta primeros del siglo XIX, nadie pensó en ocupar aquellos vastos territorios, ni menos en explorarlos. Los rusos fueron los primeros que lo invadieron con espíritu comercial, por observar que en aquellas regiones abundaba la caza de mórbido pelo. En consecuencia, entraron en tratos con los cazadores de la compañía de la Bahía de Hudson en 1825; establecieron los límites de las vecinas posesiones inglesas, y aquella colonia gozó de paz durante más de un cuarto de siglo.

Construyeron algunos fuertes; uno de los más importantes, el Nulato, a la orilla del Yukon; crearon una importante compañía peletera, con excelentes resultados, pues llegó a exportar anualmente diez mil pieles de foca, doce mil de castor, veinte mil de zorro y mil de nutria.

Sin embargo, en 1867, harto el Gobierno ruso de luchar en aquella lejana posesión con los indómitos Coyucones y con los belicosos Tananas, que atacaban continuamente sus fuertes, cedió el territorio a los Estados Unidos por la mísera suma de treinta y seis millones de pesetas. En realidad, Alaska parecía no valer más, porque la tentativa de colonización no dio fruto.

El clima de Alaska es frigidísimo en invierno; se llega a veces hasta cincuenta grados bajo cero, y, en cambio, es calurosísimo en el verano, por fortuna, muy breve. Sus ríos, helados ocho meses seguidos, hacen en extremo difícil la navegación; sus puertos, con excepción del de Nuevo Arcángel, no pueden utilizarse, y la escasa población no quería soportar el yugo ruso.

Bajo el gobierno de los emperadores yanquis, Alaska mejoró rápidamente. Surgieron como por ensalmo varias ciudades en las riberas del Yukon, y más tarde se fundó una compañía de navegación: la North American Transportation, uniéndose a la Alaska Commercial Company las minas de carbón fósil y ricos veneros descubiertos y explotados.

No tardó en comprobarse que aquel territorio era mucho más rico de lo que habían creído los rusos; varios ríos lo riegan, siendo el más importante el Yukon, con sus grandes afluentes al Norte y al Sur; cuenta con soberbias cadenas de montañas, lagos y lagunas, ricos en peces excelentes, abundante caza y muchas islas habitables, como las del archipiélago aleutiaro, Barahona, Aciagow y las del Príncipe de Gales.

Y por ultimo, se descubrieron riquísimos filones de oro.

Sin embargo, durante muchos años, todavía Alaska permaneció casi desconocida y atrajo escaso número de cazadores y comerciantes. Nadie pensó en descubrir los tesoros que la tierra ocultaba bajo su costra de hielo y arena. La noticia de que entre las arenas del Fraser, en Columbia, se habían descubierto en 1858 ricos veneros de oro, fue la principal fortuna de Alaska.

Treinta mil mineros californianos, estimulados por el afán del lucro e invadidos por la fiebre del oro, se dirigieron a Columbia, poniendo en gran riesgo la prosperidad de San Francisco, capital de California. Comprobada la escasez del oro en aquellas minas, gran parte de los emigrantes regresaron desilusionados a California; pero algunos miles de los más entusiastas continuaron su marcha hacia otras regiones más ricas en yacimientos auríferos.

Avanzando por cortas etapas, explorando persistentemente el terreno para buscar filones del codiciado y precioso metal, aquellos atrevidos aventureros llegaron a internarse en Alaska. ¿Cuánto tiempo emplearon en llegar a las riberas del Yukon? ¿Cuántos de ellos consiguieron pisar aquel suelo encubridor del oro apetecido? ¿Cuántos dejaron los huesos, después de ser devorada su carne por los lobos, en aquella tierra desolada, cubierta de nieve o hielo la mayor parte del año?

Se ignora; pero los pocos que pudieron llegar a los afluentes septentrionales del gran río alasquino, se entusiasmaron con el descubrimiento de aquel Eldorado, que durante tantos años habían estado buscando tan pacientemente.

Parece que la primera mina trabajada fue la que se llamó Cassiar Bar, situada en una región desoladísima, en el curso superior del Yukon y entre montañas casi inaccesibles. No se necesitaban menos de seis meses para que un correo llegase a aquel remoto lugar.

Los primeros mineros se libraron bien de propalar el descubrimiento para no atraer concurrencia; pero hacia el año 1885 comenzó a trascender la noticia. Se sabía que los mineros ganaban quinientas o seiscientas libras diarias, y que las arenas auríferas del río Stewart daban mayor rendimiento aún. A pesar de todo, rarísimos aventureros se atrevieron a acudir allá, a causa de la dificultad con que tenía que hacerse el viaje, la falta casi absoluta de comunicaciones, de los ríos, de los riesgos que se corrían y los enormes gastos que exigía la temeraria empresa.

No obstante, en 1872 comenzaron a propalarse otras noticias más precisas: decíase que se habían descubierto filones de fabulosa riqueza en las riberas del Klondyke, y que en un solo plato de arena aurífera habían hallado algunos mineros 15 pepitas de oro puro.

Tales noticias decidieron a los más reacios, y la inmigración principió: primero, lenta; luego, más animada. Aventureros de todas clases acudieron de las posesiones inglesas y de los Estados de la Unión, recorriendo el Yukon hasta Dawson, y lanzándose animosamente a través de aquellos desiertos nevados, mientras los cazadores canadienses recorrían las orillas del Mackenzie y del lago de los Esclavos.

Muchos, agobiados por las privaciones y fatigas, perdieron miserablemente la vida y sus cadáveres fueron pasto de los lobos; pero los más fuertes o los más afortunados llegaron a la suspirada meta.

El oro abundaba en los afluentes del Yukon, quizá más que en los famosos terrenos de California. Se hicieron fortunas rápidas y enormes, fabulosas y, aún más que en las minas, en las casas de juego, entre puñaladas y tiros de revólver.

Los yanquis, que son muy prácticos, fundaron pronto una ciudad entre los pantanos del Yukon y del Klondyke, a la cual pusieron el nombre de Dawson, abriendo fondas y casas de bebidas en gran número, así como garitos, generalmente en chozas divididas en compartimientos. El exterior, dedicado a almacenes de ropas hechas, armas, etc., y la trastienda, a la sala de juego. Tampoco tardaron mucho en publicar un periódico: The Klondyke News (Las Noticias de Klondyke); pero tuvo corta vida, porque redactores y tipógrafos prefirieron sustituir el manejo de la pluma de acero y de los tipos de plomo por las palas y picos de los mineros para extraer oro de los filones.

A fines del año 1876 se habían extraído más de ochocientos millones de kilogramos de oro, y en 1897 se elevaban a más de cien. No se detuvo la producción en esta cifra. Otros filones se han descubierto aún más ricos, y otros síguense descubriendo hacia el Sur, en los valles de San Elias.

Parece que los mayores deben de hallarse en las estribaciones de la gigantesca sierra, pues las largas y amplias vetas del Norte atestiguan que el oro proviene del Sur, de venas cuarzosas separadas de los hielos, disgregadas en los torrentes y transportadas debajo del agua.

Los sabios que han estudiado esas regiones están convencidos de que el San Elias oculta muchos más tesoros que el Klondyke, y lo mismo opinan los mineros, llegando a afirmar que han de hallarse allí rocas enteras del precioso metal. ¿Será cierto? El tiempo lo dirá, y quizá muy pronto.

Falcone y sus compañeros habían establecido su campamento en el extremo de un valle aún medio cubierto de nieve y donde abundaban altísimos pinos, abetos, alerces y abedules. A breve distancia corría un arroyuelo cristalino que de trecho en trecho formaba anchos remansos, que debían de ser excelentes viveros de exquisitos peces y aves acuáticas.

De las provisiones sólo les quedaban a los viajeros algunas libras de harina, un saco con dos libras escasas de tasajo indio, que los yanquis llaman pemmican, celosamente conservado, y un poco de té con poquísimo azúcar. Todo lo demás se había agotado en la ruda y larga travesía de la montaña.

—Armando, amiguito —dijo Bennie después de tomarse una taza de té bien caliente—, si no renovamos nuestras provisiones, dentro de pocos días tendremos que ponernos a dieta.

—Paréceme que en este valle no abunda mucho la caza, señor Bennie. No se ve ni un ave.

—¿Acaso te figuras que va a venir la caza a meterse motu proprio en la cazuela?

—No pido tanto; pero me parece que este lugar no es propio para la caza.

—¡Bah! Dado el caso que no encontráramos animales de pelo y pluma, siempre nos quedaría el recurso de los remansos. Creo que no harás ascos a una buena trucha.

—¡Naturalmente que no!

—Bueno; pues vamos primero de pesca.

—Yo también os acompaño —dijo Falcone.

—Para cuidar el campamento basta con Back.

—Venga, pues.

—¿Y cómo pescaremos? —preguntó Armando.

—Haremos harpones de nuestros cuchillos —respondió el canadiense—. Los peces son grandes y no será difícil herirlos. Con mi cuchillo atado a un bastón he pescado muchas truchas, salmones y sollos en el lago de los Esclavos, en el Búfalo y en el Fraser.

—¡Vamos, pues!

Dejando encomendada la vigilancia a Back, cuya primera providencia fue trabar los caballos para que no pudieran alejarse mucho, se dirigieron hacia uno de los remansos más extensos, especie de lago que medía más de media milla de circuito. Una hora después habían llegado.

Prometíanselas muy felices, y ya Bennie se disponía a cortar unos bambúes para arreglar los arpones, cuando le llamó la atención un objeto negruzco que se movía al extremo de una pequeña ensenada.

—¡Oh, oh! —exclamó—. ¿Qué hay allí?

—Me parece una canoa —dijo el mecánico después de un instante de observación.

—¡Vamos a verlo! —replicó Bennie—. ¡Si en realidad es una barca, les prometo una hermosa pesca!

Llegáronse a la caleta, medio oculta por sauces y abedules, y vieron que no se había engañado Falcone.

Atada con una correa se hallaba una canoa india en muy buen estado y bastante capaz para llevarlos a todos. Aquellos barquichuelos, que los indios construyen con gran habilidad y con excelentes maderas que encuentran en las riberas de sus ríos y de sus lagos, como es costumbre entre los indígenas americanos, se componen de un sólido casco de sauce, cubierto de anchos pedazos de corteza de abedul unidos con sutilísimas raíces de abeto calafateadas con resina. Ordinariamente, tienen diez pies de largo; pero las hay de dieciséis, y éstas pueden embarcar cómodamente a tres personas. A pesar de su extremada ligereza, pueden afrontar las más rápidas corrientes, y aun las olas, sin peligro de romperse o de zozobrar.

La canoa descubierta por nuestros amigos tenía a bordo dos ligeros arpones, provisión de resina y un par de remos cortos con las palas bastante anchas.

—Vamos a hacer una excursión por el lago —dijo el canadiense—, y de paso pescaremos truchas.

—Creo que no hay necesidad —replicó Falcone, que había visto algunos puntos salientes en la superficie del agua a unos quinientos metros del río—. O mucho me equivoco, o los indios han preparado ya la pesca.

—Cierto —afirmó Bennie después de observar las pértigas—. ¡Vamos a ver lo que ha caído!

Entraron en la canoa. Armando se puso a proa, su tío a popa para guardar el equilibrio, y el vaquero en el centro empuñando los remos. Empujado con vigor, el ligero barquichuelo surcó las aguas meciéndose graciosamente, salió de la ensenada y se dirigió con rapidez hacia las redes.

El joven italiano observaba con atención las cristalinas aguas para ver si abundaban los peces, y muy pronto tuvo que convencerse de que aquel remanso estaba pobladísimo. Peces de todas clases, en su mayoría grandes, unos negros, otros blancos y argentíferos, de reflejos azulados otros, escondíanse entre las plantas del fondo. Eran tantos, que una red se hubiera llenado inmediatamente. Bennie miraba también e iba designándolos.

—Esas son nalinas. ¡Buena carne para los perros! ¡Hola! ¡Eso es otra cosa! ¡Truchas blancas! ¡Excelentes! ¡Crines de caballo! Medianos. ¡Barbos! ¡Exquisitos! ¡Sollos! ¡Muy buenos!

Imprimiendo a la canoa mayor velocidad, acercáronse a las costas indias.

Los Coyucones y los Tananas desconocen el uso de las redes, pero han encontrado el medio de apoderarse de los peces, que tanto abundan en sus territorios, por medio de cestas en forma de embudo hechas con mimbres delgadísimos. Cuando empieza el invierno plantan palos en los ríos, arroyos y lagos, sujetan a ellos los embudos y esperan los hielos. Como mantienen abierta la entrada, los peces, deslumbrados por la débil luz de los témpanos de hielo, se meten en los cestos y muchísimos quedan prisioneros.

Bennie, que conocía el sistema, se apresuró a sacar los cestos, creyéndolos llenos de peces; pero, con gran asombro, sólo halló entre los tres, cuatro grandes sollos con un peso total de unos quince o veinte kilogramos.

—¡Los bribones han devorado a todos los otros! —exclamó.

En aquel momento oyóse en los aires un largo silbido y vieron caer en el lago un hermoso cisne de blanquísimas plumas a distancia de unos trescientos metros de la canoa.

—¡Anda con él, Armando! ¡Esa ave vale más que estos peces!

El joven se echó el fusil a la cara y apuntó; pero se quedó estupefacto al ver al cisne que agitaba desesperadamente las alas como si quisiera tender de nuevo el vuelo y no pudiese.

—¿Qué es eso? ¡Parece que el pobre cisne lucha con algo!

—Se habrá enredado entre las plantas acuáticas —dijo el mecánico.

—¡No, no! Lo que me parece es que ha hecho presa en él algún habitante del lago. ¿No ve usted que tiene sumergida la cabeza y no puede sacarla?

—Supongo que no habrá cocodrilos por aquí —dijo Armando.

—¡No, muchacho; no tengas cuidado!

—¡Ya creo que adiviné lo que es! —dijo Falcone, que seguía mirando atentamente.

—Expliqúese, tío.

—Aquel cisne ha debido ser apresado por un sollo.

—¡Por favor, tío!

—¿No lo crees?

—¡Un sollo apresar a un cisne!

—¿Te asombra?

—¡Me parece absurdo!

—Bennie, amigo mío, ¿quiere usted que nos acerquemos a ver qué le pasa al cisne?

El canadiense asintió y comenzó a remar vigorosamente, mientras el pobre cisne continuaba haciendo desesperados esfuerzos para librar la cabeza y sacarla fuera del agua. Agitaba furiosamente sus largas y fuertes alas, alzando montecillos de espuma, pero sin lograr libertarse. A oídos de los tres hombres llegaron claramente silbidos ahogados y una serie de extraños sonidos que parecían como de trompeta.

De pronto el pobre cisne, vencido por aquel invisible enemigo, extendió por última vez las alas, erizáronse sus hermosas plumas, y se abandonó sobre el agua, sin vida.

—¡Está muerto! —dijo Armando.

Temiendo Bennie que el vencedor le sumergiese, con cuatro vigorosos golpes de remos se acercó al flotante cuerpo del cisne, que agarró inmediatamente el señor Falcone, trasladándolo a bordo.

Pero no solo. Un enorme sollo salió con el ave, pues, como había adivinado el mecánico, el escualo de agua dulce hizo presa en la cabeza del bípedo, creyendo que iba a engullírselo como si fuese un pez de dos libras. Naturalmente, no había logrado tragárselo; pero sí consiguió ahogarlo. Y el glotón, en justo castigo, habíase ahogado a su vez después de tragarse con gran trabajo la cabeza de su víctima, quedando unido a ella.

Era un sollo de los más grandes, con boca enorme provista de muchos y fuertes dientes, y un peso que no bajaría de ocho kilogramos.

—A quien le contasen que uno de estos peces ha sido sorprendido y pescado mientras se tragaba un cisne que había cazado, se reiría en las narices del cuentista —dijo Armando, cada vez más asombrado.

—Los que conozcan la voracidad de los sollos no mostrarán gran sorpresa —le replicó su tío—. Este caso no es único, ni mucho menos.

—¿Tan audaces son estos peces?

—Son los más batalladores y los más voraces de los peces de agua dulce, y no sin razón los llaman «lobos acuáticos». No puedes imaginarte, Armando, los estragos que hacen. Como ves, no son grandes; pero se arrojan contra toda clase de habitantes de los ríos y lagos con valor inaudito, y casi siempre salen vencedores. A veces, se han atrevido a luchar hasta con perros.

—¡Parece imposible!

—También con las nutrias sostienen terribles combates. Se cuenta que cierto día, al ver un sollo que una nutria se apoderaba de una carpa, se precipitó para arrebatarle su presa y sostuvo una terrible lucha, que terminó con su victoria.

—Deben de hacer verdaderos estragos en sus dominios.

—¡Ya lo creo! Un señor, Cholmondelay, propietario de un rico vivero, tuvo la mala idea de echar a él un sollo de unas treinta libras para que engordase un poco. Al cabo de un año el glotón había destruido todos los habitantes del vivero, sin otra excepción que una gran carpa; pero aun ésta hallábase en pésimo estado, cubierta de heridas que le produjo el sollo en las varias luchas que había sostenido.

—¡Qué barbaridad, tío! ¡Vaya unos glotones!

—Calcula, sobrino, que cada dos días consumen alimento algo mayor que su propio peso.

—Entonces crecerán rápidamente.

—¡De un modo prodigioso; más que ningún otro pez!

—Dígame, tío: ¿es verdad que en el cuerpo de los sollos se han encontrado objetos preciosos?

—Ciertísimo. En Inglaterra pescaron uno de diez kilogramos de peso, y en su vientre hallaron un reloj de bolsillo con una cadenita colgante y dos sellos unidos a ella.

—¿Y cómo pudo engullir esas alhajas?

—Debió de comérselas adheridas a algún pedazo de carne del propietario del reloj, un pobre mozo que se ahogó pocos días antes. En algunos de estos peces se han hallado dedos humanos con anillos, y hasta pedazos de plomo de redes pescadoras. Parece que los sollos, por causas no bien explicadas aún, engullen de propósito objetos pesados que ya no pueden expeler y que conservan en su cuerpo.

Mientras tío y sobrino charlaban, Bennie no había cesado de remar, llevando la canoa hacia la playa, pues por lo pronto creía suficiente las presas que lograron reunir casi sin trabajo alguno.

Una vez en la ensenada, ataron la barca como la habían encontrado y se dirigieron hacia el campamento, saboreando de antemano la buena comida que pensaban hacer.

A fin de abreviar el camino, ocurrióseles atravesar un pinar que describía una gran curva, extendiéndose casi a todo lo largo del valle, y de pronto vieron venir hacia ellos precipitadamente cinco enormes lobos grises.

Armando iba a emprenderla a culatazos con ellos, creyendo ponerles fácilmente en fuga cuando vio a Bennie retroceder y apoyarse en el tronco de un árbol, como para evitar ser atacado por la espalda, al mismo tiempo que gritaba a los italianos:

—¡Cuidado! ¡Imitadme! ¡Esos lobos están hidrófobos!

CAPÍTULO VI. LOS LOBOS RABIOSOS

Al ver retroceder a un hombre tan valiente como aquél, a quien siempre habían visto hacer frente a todo peligro, tío y sobrino siguiéronle dócilmente y apoyaron la espalda en el tronco del árbol, un abeto altísimo de tronco liso y no muy grueso.

Ante la retirada de los tres hombres, los cinco lobos se detuvieron como indecisos. Eran animales de estatura extraordinaria, casi de la talla de los perros de Terranova, pero espantosamente flacos. Su aspecto era poco tranquilizador. Tenían el pelaje erizado, los ojos miraban ferozmente con fosforescente brillo y la boca abierta, armada de terrible dentadura, cual si se preparasen ya a morder y a inocular la baba venenosa que rebosaba por sus morros.

—¡No os dejéis tocar, o estáis perdidos! —les dijo Bennie rápidamente—. ¡Esos lobos están rabiosos!

—¡Rabiosos! —exclamaron tío y sobrino, sintiendo correr escalofríos por su cuerpo.

—¡Estad alerta, y en cuanto se acerquen, apaleadlos sin misericordia!

—¡Hagamos una descarga! —dijo Armando.

—¡Todavía no! Si no les acertásemos, se nos echarían encima antes de que tuviéramos tiempo de impedirlo; la culata del fusil es quizá más eficaz por ahora, ¡recibámoslos a culatazo limpio!

Entre tanto, los cinco lobos grises, aunque debían estar poseídos de ardiente deseo de triturar los huesos de los cazadores con sus dientes de acero, daban vueltas y vueltas al árbol, lanzando sordos aullidos y sin separar la vista de nuestros amigos, con la cola baja y uno detrás de otro, formando casi un círculo perfecto*

Nuestros amigos aguardaban la acometida empuñando las escopetas por el cañón y con la culata en alto, como si fueran mazas.

Así transcurrieron algunos minutos. Poco a poco las fieras fueron agrandando el círculo, y concluyeron por ocultarse en una espesura.

—¡Nos han tenido miedo! —dijo Armando, respirando desahogadamente.

—No nos separemos del árbol —repuso Bennie—. Pueden estar escondidos y acechándonos para atacarnos en cuanto abandonemos esta excelente posición estratégica. Fuera de aquí seríamos rodeados, y seguramente alguno de nosotros recibiría un mordisco mortal.

—¿Dice usted que están rabiosos? —preguntó Falcone.

—Estoy seguro de que no me he equivocado.

—No sabía que los lobos rabiasen también.

—Pues ningún habitante de estas regiones lo ignora. Raro será el que no recuerde alguna de las grandes rachas de hidrofobia lupina; en 1865, en 1872, en 1879 y en 1886 fueron las epidemias mayores.

—Entonces, parece que la epidemia hidrófoba se repite en los lobos cada siete años.

—Su observación es justa, señor Falcone.

—¿Y de qué proviene?

—¡Ah! ¡Eso es lo que no se sabe!

—¿Y muere el hombre mordido por lobo rabioso?

—Siempre.

—¿Y por qué se le ha ocurrido a usted que esos cinco rabiaban?

—En primer lugar, por su aspecto, y luego, por su valor. Ya sabe usted que los lobos son cobardes como no vayan en manadas. Pues bien; cuando rabian pierden todo temor y cuatro o cinco son capaces de atacar a una caravana entera.

—Deben de haberse ido —dijo Armando—. No se oyen.

—Lo dudo; pero…

—¡En último caso, nos libraremos de ellos a tiros!

—Eso tendremos que hacer. Por lo pronto, vámonos. No es cosa de que nos estemos aquí toda la vida.

Separáronse del árbol protector y se pusieron en camino con ojo avizor y oído atento, vigilando a derecha, a izquierda, por delante y por detrás, para no dejarse sorprender. Ya habían recorrido la mitad del camino y se disponían a salir del bosque, cuando vieron reaparecer los cinco lobos a unos sesenta metros.

Los antipáticos cuadrúpedos los habían seguido paso a paso ocultos tras la espesura, y reaparecieron al ver que iban a salir de la selva. Los cazadores creyeron que serían atacados, pero los lobos contentáronse con enseñarles los dientes y exhalar lúgubres aullidos, que resonaron siniestramente en el bosque.

—¡Ah! —exclamó, colérico, el canadiense—. ¿No queréis cesar de perseguirnos, indeseables? ¡Pues ahora vais a ver!

Echóse la escopeta a la cara y apuntó con cuidado al más gordo y grande, indicándolo así para no coincidir con el tiro de Armando, que por suerte apuntó al más flaco. Las dos detonaciones resonaron casi a la vez, y dos lobos cayeron, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los otros tres volvieron grupas y emprendieron la fuga.

—¡Que os lleve el diablo! ¡Si vuelvo a veros, también habrá plomo para vosotros!

Seguros ya de no ser molestados, apretaron el paso, y en menos de media hora llegaron al campamento, donde Back los aguardaba con alguna ansiedad.

Ningún hombre se había mostrado por aquellos parajes; pero, en cambio, también el mejicano había tenido que rechazar un asalto de lobos, que por poco se apoderan de uno de los caballos.

—Eso quiere decir que debemos levantar el campo lo más pronto posible. En esta región parece que abundan demasiado los lobos, y no es prudente permanecer aquí.

Durante el resto del día curaron al humo unos treinta kilogramos de carne del cisne y de unos peces que pescaron en una laguna próxima.

Como querían continuar el viaje a la mañana siguiente y la carne no estaba en condiciones de conservarse algunos días, encendieron varias hogueras alrededor del campamento para continuar la tarea durante la noche. Pero surgía el temor de que al olor de la carne ahumada acudieran los lobos, y por lo menos, les robaran sus provisiones. Así, con el fin de evitarlo, resolvieron velar por parejas, designando para la primera vela a Back y Armando, y para la segunda a Bennie y Falcone.

Terminada la cena, bebieron sendas tazas de té, y en tanto que el canadiense y el mejicano se acostaban, Armando y Back trabaron los caballos a una estaca delante de la tienda y dentro del círculo formado por la hoguera, y luego se tendieron en un lecho de musgo, con las escopetas al alcance de la mano.

A las dos horas de vela, durante las cuales sólo se levantaban de vez en cuando a reavivar las hogueras y dar vuelta a los pedazos de carne que se ahumaban, en las espesuras que se extendían a lo largo de las márgenes del valle sonó un aullido triste, pavoroso y bastante prolongado.

—¿Qué es eso? —preguntó Armando.

—¡Un hambriento que pide ayuda! —respondió Back—. Dentro de poco oiremos un concierto capaz de estremecer a cualquiera.

Los caballos se habían echado a temblar, y se estrechaban unos contra otros lanzando ahogados relinchos.

Después de aquel primer aullido siguió un breve silencio; luego se oyó otro aullido por la parte opuesta del valle, por la selva que Bennie y sus compañeros habían atravesado pocas horas antes.

—¡Se llaman! ¿Cree usted que nos asalten, Back?

—No es improbable, sobre todo si están hidrófobos.

—Pero siempre he oído decir que tienen miedo del fuego.

—Eso es verdad.

—Entonces, podemos permanecer tranquilamente echados.

—¡Eh! ¡Caramba! ¿No oyes?

A lo lejos, desde el extremo meridional del valle, llegaban a oídos de los dos vigilantes aullidos que se aproximaban rápidamente, como si una gran manada de aquellos feroces animales se dirigiera a todo escape hacia el campamento.

—¡Diablo! —exclamó Armando levantándose de un salto—. ¡Diríase que son por lo menos un centenar!

—Y tal vez más.

—¿Qué debemos hacer?

—Por ahora, nada más que atizar el fuego. Cuando llegue la hora del peligro despertaremos a los compañeros.

Hicieron gran provisión de leña seca, echaron varias ramas en cada hoguera, y con las otras formaron una especie de barricada alrededor de la tienda. Ocurriósele luego al mejicano que podían correr peligro las provisiones colgadas para ahumarse, y atándolas sólidamente en sendas cuerdas, colgó los pedazos dentro de la improvisada valla.

Entre tanto continuaban oyéndose cada vez más cerca los aullidos. El viento, que soplaba del Sur, llevaba a los oídos de los dos hombres aquellos gritos de las hambrientas fieras, más agudos o más débiles, cual si los lobos no siguieran una dirección constante y describieran largas curvas por los límites del valle.

De pronto los aullidos se hicieron ensordecedores. La columna enemiga era extensa y se lanzaba como un torbellino contra el campamento. A los pálidos rayos de la luna, que se filtraban a través de tenues vapores, el mejicano y su compañero vieron una masa de puntos negros que corrían con vertiginosa velocidad a través del valle.

—¡Aquí están! —dijo Back con acento ligeramente trémulo—. ¡Los bandidos son muchos y se creen seguros del triunfo!

En aquel instante salió Bennie de la tienda, seguido de Falcone.

—¿Son los lobos? —preguntó el canadiense.

—¡Sí, y muchos! —respondió Armando.

—¿De dónde vienen?

—Del Sur.

—¿De la planicie de San Elias?

—Tal creo.

—¡Van a darnos una mala noche! ¿Están seguros los caballos?

—Están bien atados —contestó Back.

—Hay que retirar la carne.

—Ya está hecho. Todas las provisiones están a salvo.

—¡Muy bien! Sólo nos resta hacer cantar a los fusiles. A los aullidos de esos hambrientos responderemos con los de nuestras escopetas. ¿Vienen por carne? ¡Les daremos plomo! ¡El que tenga cartuchos de perdigones, que no los economice!

Los primeros lobos habían llegado ya. Llevados por el impulso de la carrera, varios de ellos cayeron entre los tizones y se abrasaron las patas, el pecho y el hocico. Los demás se detuvieron enseñando los dientes y echando lumbre por los ojos.

Al ver a los cuatro cazadores fusil en mano, se apresuraron a retroceder, aullando espantosamente, para replegarse al grueso de la manada.

Aquellos sanguinarios salteadores de las praderas eran lo menos ocho docenas. La mayoría lobos grises; pero había bastantes negros, animales no menos peligrosos por su corpulencia y sus instintos feroces.

El fuego los había detenido, pero no vencido.

Comprendiendo lo peligroso de atravesar aquella línea llameante, formaron un vasto círculo en torno del campamento, se sentaron sobre las patas traseras y esperaron a que se apagaran las hogueras para lanzarse vorazmente sobre hombres y caballos.

El aspecto de aquellos noventa o cien carnívoros, vistos a la luz del fuego, era capaz de hacer temblar al hombre más valeroso. No obstante su probado valor, Bennie parecía angustiado y vacilaba en ordenar que se diera principio al fuego, temeroso de que las fieras hidrófobas, en un acceso de furor, saltasen por las hogueras y se atreviesen a hacer irrupción en el campamento.

—¡Cuernos de bisonte! ¡La cosa se ha puesto seria, más seria dé lo que yo me había figurado!

En efecto; no había más que echar una mirada al círculo de los feroces asaltantes, que con la boca abierta y aguzados los dientes, que estaban impacientes por utilizar, seguían con sus fosforescentes ojos hasta los más insignificantes movimientos de los cazadores.

—¿Empezamos el fuego? —preguntó Armando.

—¡No; por cien mil cuernos de antílope! ¡No hay para qué irritarlos!

—Si las hogueras no se apagan, quizá se decidan a irse y dejarnos en paz —indicó el señor Falcone—. Generalmente, de día no atacan.

—Siempre que no tengan mucha hambre.

—Al fuego le temen, ¿verdad?

—Sí; al fuego, sí. Por lo menos, los detiene.

—Tratemos de espantarlos tirándoles tizones ardiendo.

—No me parece malo el consejo, señor Falcone. Pero temo que sólo consiga hacerlos retroceder.

—¡Quién sabe! ¿Probamos?

—¡Sea! —contestó el canadiense.

Dejaron los fusiles, pero siempre al alcance de la mano, y cogiendo tizones, comenzaron a desparramarlos arrojándolos en todas direcciones. Viendo los lobos que les caía encima aquella lluvia de fuego, retrocedieron precipitadamente aullando con furor, pero sin romper el círculo. Lo ensancharon hasta ponerse fuera del alcance de los tizones, y nada más.

—Son más tenaces de lo que yo suponía —dijo el mecánico—. ¡No hay más remedio que emprenderla a tiros!

—Sí; tendremos que abrir el fuego. Tiraremos de dos en dos para no gastar demasiados cartuchos. Tú conmigo, Armando. ¿Estás preparado?

—Sí, y hasta tengo elegido ya el blanco.

A todo esto, había transcurrido bastante tiempo, y los lobos, viendo que cesaba la lluvia de fuego, comenzaban a estrechar de nuevo el círculo. Los dos cazadores abrieron el fuego con cartuchos de perdigones. Cinco o seis animales se revolcaron por el suelo lanzando aullidos de rabia y de dolor. Apenas habían caído, cuando sus compañeros se amontonaron disputándose con saña fiera la carne de sus compañeros.

—¡Fuego al grupo! —gritó entonces Bennie, volviendo a cargar precipitadamente el arma.

Dispararon Back y el mecánico, y casi inmediatamente el canadiense y el italiano.

Horribles aullidos estallaron en el montón. La metralla hacía verdaderos estragos. Otros lobos cayeron y los demás se los comieron casi sin que acabaran de morir, más por los dientes de sus compañeros que por las perdigonadas.

Al ver los cuatro futuros mineros que sus enemigos continuaban amontonados, prosiguieron el fuego, redoblando los estragos y alternando perdigonadas y balazos. Cuatro veces dispararon los cuatro; a la quinta descarga los lobos, comprendiendo al fin que corrían grave peligro, se separaron unos de otros para rehacer otra vez el círculo, y algunos más audaces, saltando sobre una hoguera que comenzaba a apagarse, hicieron irrupción en el campamento.

—¡Cuidado! —gritó Bennie—. ¡Armando, Falcone, continuad vosotros el fuego! ¡Ven, Back!

Cuatro lobos se disponían a arrojarse sobre los caballos. El mejicano, que estaba cerca de ellos, hizo frente a los agresores recibiéndolos a culatazos, y derribó a dos de ellos con el cráneo partido; pero el tercero se le echó encima tratando de hacerle presa en la garganta, mientras el cuarto saltaba sobre los caballos.

El cazador no perdió la cabeza, ni menos los ánimos. Agarró a su agresor por el cuello con ambas manos, después de haber soltado el fusil, y con un esfuerzo poderoso le lanzó patas arriba a una de las hogueras para que se asara.

Los caballos, con las cabezas juntas al percatarse del peligro, principiaron a dar vertiginosamente coces en todas direcciones, y el cuarto lobo cayó también con el cráneo deshecho.

Entre tanto Bennie luchaba con otros tres de los más grandes, pues fueron siete los que pasaron la línea de fuego. El vaquero sacó el revólver de su cinturón y comenzó a tiros con ellos; mató dos, y el tercero se vio obligado a huir medio quemado el morro, pues el canadiense le había dado cuatro golpes con una rama gruesa ardiendo.

Los otros lobos, ya bastante diezmados por las ^descargas precedentes y contenidos por las incesantes perdigonadas de los dos italianos, no siguieron el funesto ejemplo de los siete compañeros, de los cuales sólo vivía uno, con el rabo entre las piernas y aullando.

Al pronto se contentaron con ensanchar el círculo; pero viendo que el fuego no cesaba y que ya eran bastantes los heridos, concluyeron por levantar el sitio y huir con toda franqueza como almas perseguidas por el diablo.

—Creo que es una lección que recordarán por mucho tiempo —dijo Bennie—. ¡Llévese el diantre a todos los lobos de América!

—Hemos hecho en ellos un verdadero destrozo —añadió Armando.

—Entre nosotros y los lobos habremos matado unos treinta.

—Pues no veo más que siete u ocho fuera del campamento.

—Los demás se los comieron sus compañeros. Por eso dije «entre nosotros y ellos». ¡Bueno! Ahora iros a descansar vosotros; Falcone y yo velaremos.

—¿No volverán?

—¡Bah! ¿No oyes? Los aullidos se alejan cada vez más. ¡No hay cuidado!

—Continúan la fuga. ¡Buena guardia, señor Bennie!

—¡Descansa bien, muchacho!

Back y el joven se metieron en la tienda a dormir, y el canadiense y el mecánico se pusieron a desollar los lobos, con objeto de utilizar las pieles como mantas para abrigarse por las noches.

Ningún otro suceso turbó la calma del valle y hombres y caballos descansaron tranquilos hasta las seis de la mañana.

Tras un abundante almuerzo, nuestros amigos continuaron su viaje hacia el Norte para llegar al Yukon, que tenían el propósito de atravesar aguas abajo hasta Dawson en alguna chalupa del fuerte Scelkirk, largo y peligroso viaje a través de territorios desconocidos y surcados de ásperas montañas.

El Yukon debía de ser ya libre para la navegación, pues no había sido muy crudo el invierno, a juzgar por la escasa cantidad de nieve que hallaban a su paso; su plan no podía, pues, ofrecer grandes dificultades.

La distancia que los separaba de aquel río aún era considerable; pero resolvieron no demorar lo más mínimo la llegada, aunque para conseguirlo tuviesen que reventar los caballos, puesto que una vez en el Yukon les serían inútiles los cuadrúpedos, ya que no podían embarcarlos.

Así, haciendo breves altos y llevando a los animales casi siempre al galope, cuatro días después de haber atravesado la última cadena de montañas, casi todas todavía cubiertas de nieve, y muchos bosques de pinos, abetos y abedules, divisaron el gigantesco río que abría paso al formidable caudal de sus aguas entre las altas cumbres.

Ignoraban en qué situación se hallaban. El señor Falcone esperó al mediodía para hacer sus cálculos por medio del sol, y dio a sus compañeros la grata nueva de que sólo distaban ochenta millas del fuerte Scelkirk.

—Si encontramos dónde embarcarnos —dijo—, dentro de tres semanas llegaremos a Dawson, y dentro de cuatro a la orilla del Klondyke.

—¡A recoger el oro a paletadas! —exclamó Bennie entusiasmado—. Si la fortuna nos ayuda, también nosotros podremos ser ricos y comprar a nuestro ex-estanciero sus rebaños. ¿No te parece, Back?

El mejicano echó tres bocanadas de humo, y quitándose de los labios el cigarrillo, contestó gravemente:

—¡Lo que me parece es que si fuese rico enviaría a todos los diablos los rebaños, las praderas, los indios y hasta todos los vaqueros habidos y por haber!

—¿Lo crees así?

—¡Así lo creo, Bennie!

—Pues yo opino lo contrario. El hombre que ha probado la vida libre de las praderas no renuncia a ella tan fácilmente. ¡Vivir para ver!

CAPÍTULO VII. LA TRAICIÓN DE LOS TANANAS

El Yukon es el río mayor de la antigua América rusa; inmensa arteria que surca Alaska en toda su longitud, y que sería de inmensa utilidad si el frío no lo helase, impidiendo la navegación durante siete y a veces durante ocho meses largos del año.

Nace en los territorios ingleses del Noroeste y al principio corre hacia el Norte, engrosando su caudal con aguas del lago Hootalinkwa; luego serpentea bastante, recibiendo muchos afluentes por la derecha, de los cuales son los más notables el Salmón, el Pelly (que le da por mucho tiempo su nombre), el Macmillan, el Stewart, el Klondyke (de arenas de oro) y el Cajuek, que es el más importante. Por la izquierda sólo recibe las aguas del Tanana, río muy caudaloso que tiene sus fuentes en las estribaciones del San Elias.

A la altura del fuerte de su nombre, el gigantesco río dobla decididamente hacia el Oeste, y después de largo curso en esa dirección, va a descargar en el mar de Bering con una anchura de veinte leguas, dividido en varios brazos.

En su curso superior, el Yukon tiene pocos fuertes: el Lerves, el Scelkirk y el Yukon, que es el más importante como centro de la compañía peletera; en cambio, en su curso inferior tiene multitud de pueblos y ciudades pequeñas, muy mejoradas y engrandecidas por los americanos; Dawson, centro de la región aurífera; Nulato, uno de los más importantes fuertes de toda Alaska, con activísimo comercio de pieles; Auvik y Andrejeusk, junto a las bocas o desembocaduras.

Flanqueado por soberbias selvas y florestas, riquísimo en pesca, tiene en sus orillas abundantes minas, y puede decirse que casi todos los habitantes de Alaska viven en sus cercanías o en las de sus afluentes.

El sitio adonde habían llegado los futuros mineros era pintoresco y estaba absolutamente desierto. Formaba allí el río una especie de ensenada bastante grande y bordeada de bosquecillos de sauces, abedules enanos, pinos blancos y negros y matorrales de plantas floridas. Pocos pájaros, algunos cuervos y tal cual pareja de hermosos gallos de la montaña, eran todas las aves que pudieron ver; pero de caza de pelo no vieron ni rastro.

Bennie había bajado del caballo y miraba atentamente a la orilla opuesta a unos seiscientos metros de distancia, por si descubría alguna aldea india o cualquier canoa. Pero no distinguió unas ni otras.

—¡No importa! —repuso contestando a una pregunta de Armando—. Nos detendremos aquí hoy, y mañana continuaremos el viaje al fuerte.

—Es que escasean los víveres, señor Bennie. Con las marchas forzadas y el frío que reina en estas regiones consumiremos pronto las provisiones.

—Daremos una batida por los alrededores.

—¿Espera usted matar algún animal grande?

—Si no un oso, a lo menos un cisne. Mira; por allí veo varios.

—¿Vamos a cazarlos?

El canadiense no respondió. Sus ojos seguían atentamente el vuelo de los cisnes.

—Armando —dijo de pronto—, ¿te agradaría una fritada? Aún tenemos un poco de grasa, que servirá de manteca.

—¿Una fritada? ¿Y me lo pregunta usted?

—Entonces, dentro de poco tendré el placer de ofrecértela.

—¿Ha descubierto usted algún gallinero?

—Si no un gallinero, por lo menos un nido con huevos, y bastante más gordos que los de las gallinas.

—¡Vamos a cogerlos!

—¡Sígueme!

Ordenó a Back que encendiera el fuego y que limpiara bien la sartén, y se alejó con Armando.

Siguieron durante un rato la orilla del Yukon remontando la corriente y luego se metieron en una espesura formada por pinos, abedules y sauces, interrumpida de vez en cuando por claros de pequeños prados tapizados de césped de hermoso color de esmeralda.

En medio de aquel precioso valle crecían las plantas árticas, por haberse licuado la nieve hacía ya meses.

Después de recorrer cerca de una milla, Bennie y Armando torcieron bruscamente hacia el río, por donde se oían silbidos agudos, indicadores de la presencia de los cisnes,

—Vayamos con tiento —dijo el cazador—. Pudiera ser que además de la tortilla ganásemos también el asado.

—Los cisnes huirán, señor Bennie.

—No siempre huyen. A veces defienden encarnizadamente sus nidos.

—¿Contra los hombres?

—Contra los hombres. Son aves valientes que hacen frente hasta a las águilas blancas, y a veces son éstas las que llevan la peor parte.

—Pero los cisnes no tienen el pico bastante fuerte para producir heridas.

—Tienes razón; pero su fuerza radica en las alas, armas formidables. Cierto día vi a un cisne matar de un solo aletazo a una zorra que trataba de saquear su nido. ¡Ea! ¡Ya hemos llegado, muchacho!

Estaba en la linde de la selva. Con cautela y ocultándose tras los troncos, llegaron a la orilla del río, que también por allí formaba una pequeña ensenada.

Una docena de hermosos cisnes estaban lavándose la cara y peinándose, alineados en la orilla, alisándose las plumas, muy ufanos. A poca distancia algunas hembras los contemplaban aclocadas y como empollando.

Bennie y Armando dispararon a una. Dos cisnes cayeron; los demás, asustados por las detonaciones, volaron a gran altura sobre las aguas del río. En cambio, las hembras, si bien se levantaron al oír los tiros, en vez de huir dirigiéronse al sitio de donde salía el humo, agitando furiosamente las poderosas alas y lanzando estridentes silbidos. Los dos compañeros salieron de su escondite empuñando las carabinas por el cañón y dispuestos a añadir nuevas víctimas a las causadas.

Al verlos aparecer, las pobres hembras permanecieron un instante indecisas. No querían abandonar sus nidos; pero no se atrevían a luchar con los cazadores. Al cabo, comprendiendo que su defensa sería inútil, huyeron hacia el río.

El canadiense cargó rápidamente su escopeta y disparó de nuevo, tratando de matar a una de las hembras. Ya era tarde. Se habían puesto fuera de tiro.

—¡No importa! —dijo resignándose—. ¡Tenemos la tortilla y el asado!

Se aproximaron a los agujeros que servían de nido a los cisnes y vieron que cada uno contenía seis huevos, excepción de uno, que tenía ocho. Eran bastante más gruesos que los de pava y con la cáscara de color blanco verdoso.

—¿No serán muy viejos? —preguntó Armando, que se había llenado los bolsillos.

—No deben de tener más de tres o cuatro días. Son fresquísimos.

Recogidos los huevos, cargaron con el par de cisnes y emprendieron el regreso al campamento, ávidos de freír los primeros y asar los últimos.

A unos quinientos o seiscientos pasos de la tienda se detuvieron sorprendidos, oyendo un rumor sordo que parecía producido por algún tambor. Miráronse uno a otro con cierta inquietud.

—¿Qué significa esto? —preguntó Bennie.

—¿Habrá hecho Back algún tambor y estará ensayándolo? —dijo Armando.

—¿El? Nunca ha sido amante de la música. Además, ¿qué iba a hacer con ese instrumento? Lo que temo es que sean los indios.

—¡Vamos a ver lo que quieren, señor Bennie!

Alargaron el paso y llegaron al campamento en el mismo instante en que entraban en él dos indios, que, por sus pinturas, afeites y vestidos, parecían pertenecer a alguna tribu Tanana. Falcone y Back, que habían salido al encuentro de los huéspedes, sostenían con ellos una animada conversación, aunque sin entenderse unos con otros. Bennie se adelantó y preguntó al mecánico qué querían aquellos hombres.

—Es imposible comprenderlos. Parece que no conocen el inglés, salvo alguna que otra palabra.

—Acaso los entienda yo.

Y dirigiéndose a los indios, les preguntó qué deseaban, en un idioma extraño formado en parte con palabras francesas e inglesas.

El veterano cazador conocía perfectamente el chinuk, dialecto que hablan y comprenden todas las tribus indias de Alaska y de los territorios ingleses y rusos, y que usan para el tráfico de las pieles. Apenas oyó la pregunta, uno de los indios se apresuró a contestar en la misma lengua:

—Hemos venido al campamento de los guerreros blancos para solicitar su ayuda con objeto de curar al jefe de nuestra tribu.

—¿No tenéis hechicero en vuestra tribu? —preguntó Bennie malhumorado.

—Dos; pero el mejor y más inspirado ha emprendido un viaje muy largo, y el otro, muy joven, no acierta a curar a nuestro sakem.

—¿Y su mal es efecto de alguna herida?

—No.

—¿Pues qué tiene?

—Está poseído del espíritu maligno.

—Nosotros no tenemos relaciones con el espíritu maligno, y así, nuestra asistencia sería completamente inútil Vuelve a tu aldea.

En vez de irse, el indio se cruzó de brazos y replicó:

—He recibido la orden de llevar a los rostros pálidos a nuestra aldea, y no me iré hasta que os vengáis conmigo.

—Te digo que no conozco al espíritu maligno.

—Los blancos son valerosos y saben hacer cosas maravillosas.

—¡Vete al diablo y déjanos en paz!

—¿No conoces, pues, a los Tananas? —exclamó el piel roja con aire amenazador—. Mi tribu es muy poderosa y podría hacerte pagar caro el hecho de rehusar nuestras proposiciones amistosas.

Bennie lo sabía demasiado, pues había sido cazador a sueldo de la compañía peletera del Noroeste; no ignoraba que eran audaces y resueltos. Comprendió, pues, que no lograría persuadir a aquellos dos testarudos de la absoluta ineficacia de su asistencia al jefe para librarle de los espíritus malignos, y después de una breve conferencia con Falcone, decidió seguirlos.

Esperaba con cualquier añagaza dejarlos satisfechos y volver en seguida al campamento. Sin embargo, no queriendo renunciar a probar los huevos que traían, invitó a los indios a que esperasen una hora y los convidó a comer.

Después del yantar, cargaron en los caballos las cajas y la tienda, montaron, y siguieron a los pieles rojas, que se dirigieron hacia el bosque tocando el tambor, hecho con un aro de sauce y un pedazo de piel de reno.

Una hora más tarde llegaron a orillas de un ancho afluente del Yukon, en cuyas aguas había muchas canoas y algunas baidarris, barquichuelos de colores vivos, y media docena de chozas de madera y barro con techo de ramas verdes y corteza de abedul.

A breve distancia, y tras una pequeña bahía, surgían las cabañas del villorrio indio: unas cincuenta tiendas de piel, de forma cónica y pintarrajeadas de colores vivos, y media docena de chozas de madera y barro con techo de ramas verdes y corteza de abedul.

Al llegar los cuatro blancos a la aldea, los perros comenzaron a ladrar furiosamente, y los indios todos, grandes y chicos, salieron al encuentro de los viajeros danzando y aullando como condenados. Las mujeres iban cubiertas con capas de pieles teñidas o pintadas de colores vivísimos y adornadas con collares de conchas y perlas. Algunas llevaban a sus pequeñuelos en una especie de cuévano hecho con corteza de abedul, muy cómodo si no fuese porque sujetaba con maderas desde el vientre hasta los pies de los pobres niños para impedir que sus piernecitas tomasen forma defectuosa.

Ante la turba venía el hechicero, un hombrón como un castillo, cosa rara entre los Tananas, que suelen ser bajos. El importante personaje tenía dos pedazos de hueso casi de un pie de largo pasados por los cartílagos de la nariz, lo que le daba aspecto bufo; llevaba el rostro pintado de rojo, las orejas y el pelo de amarillo.

Iba vestido con una pelliza de oso blanco cargada de adornos de toda especie, todos amuletos preciosos, sin duda presentadores de cien mil enfermedades: prolongar la vista, destruir a los enemigos, etc.

Se adelantó, y dio a los blancos, en nombre de la tribu, la tradicional bienvenida. Luego los condujo a una gran cabaña construida con troncos de pino, muy sólida, y que parecía ser el almacén de los cazadores de la tribu, pues colgaban de las paredes varias pieles de osos grises y negros, de alces, de renos, de castores, gamos, etc.

Con un gesto imperioso despidió a la tribu y entró detrás de los blancos, cerrando la puerta. Como la tienda no tenía ventanas, estaba muy oscura, y el hechicero dio un objeto a Bennie para que lo encendiera. Así lo hizo el canadiense, valiéndose del eslabón y la mecha, y esparcióse por la cabaña una luz bastante brillante.

Armando y su tío no pudieron contener una exclamación de asombro al reconocer que aquella supuesta antorcha era un pez encendido por la cola. Aquellos extraños habitantes de las aguas sirven de bujías a los habitantes de Alaska. Llámanse «peces candela», tienen unos treinta o treinta y dos centímetros de largo, son bastante redondos y de piel argentífera. Son los peces más grasosos conocidos hasta ahora y proporcionan un aceite superior al mismo de oliva. Se encienden siempre por la cola, y durante un par de horas dan una luz clara y brillante que no tiene nada que envidiar a las mejores bujías. Estos animalitos suelen pescarse en gran cantidad en una bahía llamada Kithakt-a-laks durante la estación propicia, que sólo dura tres semanas.

El hechicero, que era muy amable, ofreció a los blancos una botella de ginebra que había recibido de los cazadores del fuerte Scelkirk, seguramente a cambio de alguna piel, y luego les informó del pésimo estado en que se hallaba el jefe de la tribu.

El había tratado por todos los medios de sacarle del cuerpo el espíritu maligno, sin lograr su objeto. Había hecho colgar al palo de la tribu muchos regalos para aplacar a aquel condenado espíritu; había sostenido con él grandes luchas, tratando en vano de cogerlo y arrojarlo al fuego; había hecho aullar horas enteras a toda la tribu; había intentado persuadir al jefe de que ya estaba curado; pero todo fue inútil. Y temiendo que la población entera se rebelase contra él y le mataran, rogaba a los blancos que curasen al enfermo. Todos los Tananas estaban convencidos de que los cazadores podían realizar la curación y él no dudaba del buen éxito.

—¡Este pillo es un pájaro de cuenta! —dijo Bennie a sus compañeros—. Por salvar su pellejo quiere poner en peligro el nuestro. ¡Pero veremos quién se lleva el gato al agua!

—¿Qué piensa usted hacer? —interrogó Falcone.

—Ahora ya no podemos negarnos a visitar al enfermo. Si nos resistiéramos, los Tananas se pondrían furiosos y se volverían contra nosotros. Vamos a ver si averiguamos lo que tiene ese jefe.

Guiados por el hechicero, salieron de la cabaña, desfilaron por entre la población, que los miraba silenciosa, y entraron en una gran tienda hecha de piel de alce, que se alzaba en el centro de la aldea y que custodiaban ocho indios armados de lanzas y hachas.

De vez en cuando aquellos guerreros manejaban sus armas con vigor hiriendo al viento en todas direcciones, con gran satisfacción del enfermo, pues así, con tanto hachazo y lanzada, no dejarían volver a posesionarse del cuerpo del sakem al espíritu maligno.

El pobre hombre yacía en medio de la tienda sobre un lecho de pieles y rodeado de amuletos, consistentes en su mayoría en collares de conchas y dientes de osos y otras fieras. Podría tener ochenta años; era flaquísimo, de piel rugosa, apergaminada, y ojos hundidos de mirada casi extinta. La tos, una tos fuerte y convulsiva, sacudía con frecuentes accesos su cuerpo débil y caduco, y le acongojaba con sudores agónicos.

—¿Qué le parece a usted? —preguntó el vaquero al mecánico en inglés.

—Que este hombre se muere sin remedio. Es más viejo que Noé y ha pescado una pulmonía incurable.

—¿No hay esperanza de ponerlo en pie, aunque sólo fuera por veinticuatro horas, el tiempo necesario para largarnos con viento fresco?

—Ninguna, Bennie. Mañana habrá muerto. Quizá muera hoy mismo al anochecer.

—¡Indeseable de hechicero! ¿Y quiere que pongamos mano en él para poder lavarse las manos y echar sobre nosotros la responsabilidad? ¡Eh! ¡Insigne zorro: veremos quién engaña a quién!

Y volviéndose al hechicero, que los observaba con ansiedad, le dijo:

—El jefe está bastante mal.

—Ya lo sé; pero los hombres blancos lo curarán.

—No hay más que una medicina capaz de curarlo, y yo no la tengo.

—¿Y dónde puede hallarse?

—En el fuerte Scelkirk.

—Está muy lejos.

—Con nuestros caballos, que corren como el viento, podemos llegar en solo cuatro horas.

—¡No conoces nuestros animales!

—Verdad; pero…

—Déjame llegar al fuerte, y respondo de la vida del jefe.

—¿Y si no vuelves? Enviaremos a uno de nuestros guerreros.

—El comandante del fuerte no dará la medicina sino a nosotros. Además, ellos no saben montar a caballo.

—Pues que vaya uno de tus compañeros —dijo desconfiado el hechicero.

—Si no vamos todos, el comandante creerá que nos habéis hecho caer en un lazo, y no dará la medicina. Así, pues, decídete: o nos dejas ir al fuerte o muere el jefe.

—Dejad que vaya yo con vosotros.

—Eso sí; nadie te lo impide.

—¡Pues vamos!

—¡Vamos! —contestó sonriente el astuto canadiense.

Y añadió para sí:

«¡Aguarda que nos alejemos un poco de la aldea, y verás el salto mortal que te hago dar, bandido! ¡Será un verdadero milagro si no te rompes la cabeza!».

Salieron de la tienda del jefe, y se dirigían a la cabaña donde habían depositado sus equipajes y armas, cuando hicieron irrupción en la aldea cinco indios armados de lanzas, machetes y hachas.

Varias mujeres y algunos guerreros los rodeaban llorando y golpeándose el pecho con los puños. Parecían poseídos de inmensa desesperación.

—¿Qué sucede? —preguntó Falcone a Bennie, que se había parado.

—¡No sé! ¡Parece que ha muerto algún hechicero!

—¿Será el bueno? ¿El que estaba haciendo un largo viaje?

—Me temo que sí.

De repente se vio que los cinco hombres se precipitaban furiosos contra Armando y le cogían brutalmente por los brazos, amenazándole con las hachas y los machetes. Luego uno de aquellos condenados se volvió hacia los indios e indias, que le seguían, y gritó con voz vibrante de ira:

—¡Este es el matador del hechicero!

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó palideciendo—. ¡Buena la hemos hecho!

Y antes de que sus compañeros pudieran comprender lo que sucedía y que los habitantes de la aldea se precipitasen sobre Armando, se lanzó contra los cinco guerreros, y a patadas y puñetazos los derribó al suelo, ayudado por el mejicano en tan grata tarea.

—¡Venid! —gritó lanzándose hacia la cabaña—. ¡Venid pronto o estamos perdidos!

CAPÍTULO VIII. LA FUGA

El canadiense había comprendido el grave peligro en que se hallaban. No era necesario tener gran memoria para recordar la perdigonada que Armando había descargado en el pecho del hechicero disputándose el alce a cuyos lomos había salido de la selva. El acaso hizo que llegasen a la aldea los cinco guerreros en el preciso momento en que nuestros amigos estaban a punto de salir de allí, engañando al otro hechicero.

También Armando había reconocido a los acompañantes del soberbio piel roja, gran sacerdote de la tribu que le disputaba el alce, y se apresuró a seguir a Bennie, arrastrando tras sí a su tío. Al ver que todos huían, Back estimó prudente imitarlos, y lo hizo sin pérdida de tiempo.

Antes de que los indios se repusieran del estupor que les produjo la acción de los blancos, ya estaban éstos en el almacén de las pieles con las armas en la mano y dispuestos a empezar la lucha, amparados por aquella especie de fortín de troncos de árboles.

Al ver dónde se refugiaban, los Tananas se quedaron por de pronto indecisos; luego fueron a sus tiendas para armarse, y se lanzaron contra el almacén, aullando como lobos hambrientos y blandiendo amenazadoramente sus fuertes lanzas y sus pesadas hachas.

El hechicero se convirtió inmediatamente en su más feroz enemigo, porque veía su salvación en la muerte de los blancos, no creyendo difícil poder acusarlos de haber maleficiado al jefe. Así, pues, se decidió a capitanear la turba feroz y salvaje que pedía su exterminio.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el vaquero, que se había acercado a la puerta—. ¡No sé cómo me contengo y no envío al diablo a ese canalla de hechicero! ¡Pero que aguarde, que a cada puerco le llega su San Martín!

—Me parece que la cosa toma muy mal cariz —dijo Falcone—. Son por lo menos ciento.

—¡Bah! ¡Tenemos cuatrocientos o quinientos cartuchos; y si creen cogemos fácilmente, se llevarán buen chasco! ¿No te parece, Armando?

—No espero más que sus órdenes para abrir el fuego.

—Esperemos.

—¿Qué?

—Quizá sean razonables. ¡Ah! ¡Ahí viene el farsante del hechicero! Quizá desee parlamentar, porque se adelanta solo. ¡Veamos lo que quiere!

En efecto; el sacerdote Tanana se acercaba haciendo señas de que quería hablar. Bennie se colgó el revólver al cinto, y con el fusil en la mano salió de la cabaña. Sus compañeros apuntaban con los fusiles a los demás indios, agrupados detrás del hechicero, temiendo alguna traición de su parte.

Una vez frente a frente los dos hombres, y a dos pasos de distancia uno de otro, el indio dijo:

—¡Escuche el hombre blanco! ¡Un jefe va a hablar!

—¡Hable el piel roja! ¡Soy todo oídos!

—El más joven de tus compañeros ha cometido un grave delito,

—¿Qué me cuentas?

—Sí; el joven de rostro pálido ha matado al gran sacerdote de nuestra tribu.

—Lo sé. Pero ¿ignoras el motivo? ¿No sabes que el hechicero tu hermano quería matar al joven blanco por no cederle un alce que no pertenecía al Tanana?

—Eso no lo sé.

—Pues yo te lo digo.

—No pongo en duda las palabras del cazador blanco; pero el joven ése debe morir por haber matado a un sacerdote Tanana.

—¡Bah! ¿Crees que somos tan miserables que dejaremos a tus hombres que lo maten? Ha matado a tu compañero para defenderse, y tú y los tuyos sabéis que hemos de oponernos a tiros. ¡He dicho! Comunica mi respuesta a los guerreros de tu tribu.

—El hombre blanco habla como un niño.

—¡El hombre blanco está acostumbrado a pelear contra los indios!

—Pero somos muchos.

—En cambio, nosotros, aunque pocos, estamos armados de fusiles.

—Entonces, ¿quiere el rostro pálido la guerra?

—No; pero estamos dispuestos a sostenerla. Lo que deseamos es irnos.

—Eso es imposible. Sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué?

—Podemos evitar el derramamiento de sangre.

—Veamos cómo.

—Cura a nuestro jefe y os dejaremos iros sanos y salvos.

—Amigo mío, debo decirte que tu jefe se muere sin remedio y que todas las medicinas del mundo no pueden curarle. ¿Qué quieres hacerle? Es tan viejo como Noé; o para que lo entiendas mejor, como Manitu, como el Gran Espíritu vuestro. Tiene los pulmones deshechos.

—Pero me habíais dicho que en el fuerte Scelkirk había una medicina que le curaría. ¿Querías engañarme?

—No; quería simplemente retorcerte el pescuezo.

—¿Qué quiere decir el hombre blanco? —preguntó el indio, rechinando los dientes.

—Que eres un bribón peor aún que tu compañero, y que si no nos dejas pronto en paz, te enviaré a que te reúnas con el gran sacerdote. ¡Ea! ¡Ya hemos acabado! ¡Vete! ¡Haz que nos dejen el paso libre o te planto un balazo en tu cráneo de oso pardo!

Al saber la respuesta del cazador blanco, los indios se pusieron furiosos. Aullaban como manada de lobos hambrientos y daban brincos como locos, cual si se excitasen para la lucha. Cuando creyeron que habían tomado suficiente coraje, varios de los más audaces se precipitaron hacia la cabaña.

Los blancos no querían ser los primeros que rompieran las hostilidades, y así, hicieron una descarga al aire. Al oír aquellos disparos y silbar las balas sobre su cabeza, no sólo se detuvieron los indios, sino que volvieron la espalda y echaron a correr, desalojando inmediatamente la plaza.

—¡No me parecen muy animosos! —dijo Armando.

—No lo digas tan pronto —respondió Bennie—. Los Tananas gozan fama de ser audaces, y lo saben los rusos, que muchos años se vieron obligados a luchar con ellos encarnizadamente y sufrieron grandes pérdidas.

—Temo que hayan cambiado de plan —dijo Back.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Falcone.

—Que se preparan a sitiarnos.

—¿Lo cree usted así?

—Tiene razón Back. Vea usted aquellos bellacos: se ocultan detrás de las tiendas y no nos pierden de vista —dijo Bennie.

—¿Por qué no intentamos una salida vigorosa?

—Porque sería necedad, Armando. Reflexiona que son más de ciento, y que si se lanzaran sobre nosotros, lo pasaríamos mal.

—¿Qué cree usted, pues, que debemos hacer, Bennie? —preguntó el mecánico.

—Aguardar a que sea de noche e intentar la fuga por sorpresa.

—Me fío completamente de usted, Bennie.

—Además, anda dándome vueltas por el cerebro un proyecto que vale la pena —añadió el vaquero, mirando las pieles que había en la cabaña.

—¿Qué proyecto?

—Ya lo sabrás más tarde, cuando lo haya madurador Por lo pronto, dejemos que los Tananas nos vigilen a su gusto.

Cerraron la puerta, la atrancaron con recias pértigas que hallaron en un rincón y abrieron dos agujeros para vigilar a los sitiadores y pasar los cañones de las escopetas. Luego, como no eran amigos de la oscuridad y en la cabaña había buena provisión de «peces candelas», encendieron varios.

Apenas habían terminado aquellos preparativos, y cuando estaban pensando en encender también fuego para hacer la cena, pues tenían consigo sus provisiones, oyeron aullidos ensordecedores.

Creyendo que los indios comenzaban el combate, se precipitaron a las troneras para ver lo que hacían, y se convencieron de que se trataba de cosa muy diferente. Toda aquella algarabía la producía el hechicero haciendo otra tentativa más para sacar el espíritu maligno del cuerpo del pobre jefe de la tribu, que se moría sin remedio.

Para ello se habían hecho extraordinarios preparativos. En la plaza, ante la tienda del enfermo, se habían encendido cuatro grandes hogueras, en las cuales sería quemado el obstinado espíritu que atormentaba al anciano sakem. El jefe fue sacado de su tienda y depositado sobre una piel de alce entre las cuatro hogueras. El pobre diablo parecía agonizante y tosía convulsivamente como si fuera a echar los pulmones por la boca.

Los indios comenzaron a cantar, a coro y con sordina, sin duda, una invocación. El hechicero, colocado cerca del jefe, parecía espiar el momento oportuno para entablar la batalla con el mal espíritu.

En atención a las circunstancias se había vestido de gran gala, con su manto de piel de oso gris pintarrajeado de rojo, negro y azul oscuro, y adornándose el cuello, los brazos y las piernas con enorme profusión de amuletos de extraordinaria e infalible eficacia.

Aguardó a que los indios terminasen el coro, después se inclinó sobre el enfermo y pareció que agarraba algo, poniéndose a dar saltos endiablados; agitaba locamente los brazos, daba golpes al aire en todas direcciones y patadas a diestra y siniestra. Sin duda, había aferrado al espíritu del mal; pero éste consiguió soltarse y rondaba otra vez el cuerpo del enfermo para colarse nuevamente en él de rondón.

Por fortuna, el mago velaba; lo veía, aunque sólo él era capaz de verlo; los demás no veían tal espíritu; ni Bennie, a pesar de tener vista de lince.

Empeñóse desesperada lucha entre el hechicero y el invisible espíritu del mal. Aquél consiguió varias veces atraparlo, e intentó ahogarlo entre sus brazos y su pecho; pero el maldito se le escapaba siempre y volvía a perseguirlo a puñetazos y a coces, tratando de lanzarlo a una de las hogueras.

¡Que si quieres! De pronto echó a correr como un condenado, manifestando el más profundo espanto.

—¡Ah! Era que el pícaro espíritu maligno se le había entrado en el cuerpo a él, y el pobre mago brincaba, bufaba, aullaba, rechinaba los dientes, se tiraba al suelo, revolcándose en el fango como un cerdo, y echaba espuma por la boca y chispas por los ojos, que parecían querer salírsele de las órbitas.

Entre tanto, los indios habían vuelto a entonar su coro, elevando gradualmente la voz, y luego, cogidos de la mano, pusiéronse a danzar en corro como una banda de locos. Por fin, cesó aquella algarabía y confusión. El hechicero concluyó por sacarse del cuerpo el espíritu del mal y arrojarlo al fuego.

Un estruendoso y vibrante alarido de júbilo anunció a los cazadores que habían conseguido la victoria sobre el enemigo y que, por consiguiente, el jefe viviría. Dos indios, seguramente dos altos funcionarios de la tribu, se acercaran al sakem, le cogieron por debajo de los brazos y lo pusieron en pie, asegurándole que ya estaba curado e invitándole a andar. El pobre viejo, que tenía ciega confianza en el hechicero, intentó dar algunos pasos; pero de pronto vaciló y cayó pesadamente al suelo, permaneciendo inmóvil. No obstante la victoria alcanzada por el mago a costa de tantos esfuerzos, el jefe había muerto.

Aterrados los Tananas, empezaron a aullar, mientras el hechicero, previendo una gran borrasca, huyó con toda la ligereza que le permitían sus piernas, y abandonando, quizá para siempre, al muerto y aun a los vivos.

—¡Ah, farsante! —exclamó Bennie—. ¡Trata de ponerte fuera del alcance de mis manos o de mis armas, porque, si volvemos a veros, te meteré en el cuerpo el espíritu maligno!

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó el mecánico.

—Pues que enterrarán al muerto y nombrarán otro jefe

—¿Y nosotros?

—Nosotros seremos quizá más vigilados que antes.

—¿Y qué tenemos que ver con la muerte del jefe?

—¡Cualquiera les saca de la cabeza a esos salvajes la idea de que somos nosotros la causa de la muerte de su jefe, bien por no haber querido curarlo o por maleficio! Capaces son de querer sacrificarnos sobre la tumba del sakem —dijo el canadiense.

—¿Sacrifican seres humanos sobre la tumba de los jefes? —preguntó Armando.

—A veces, sí. Especialmente los indios de las islas, los del Khutsuoo, por ejemplo, acostumbran a matar esclavos y mujeres viejas para que hagan compañía al jefe en su largo viaje por el otro mundo.

—¿Nos tocará a nosotros esa terrible suerte?

—No temas, Armando —contestó el vaquero sonriendo—; esta noche, para los funerales del sakem, les preparo una pequeña sorpresa. Sólo me inquieta una cosa.

—¿Cuál?

—Saber dónde han puesto nuestros caballos.

—Yo lo sé —dijo Back—. Están encerrados en un recinto al extremo de la aldea.

—¡Magnífico! Entonces, preparemos la cena y no nos preocupemos ahora de los indios.

Careciendo de leña, Bennie y Back amontonaron varios «peces candelas» en medio de la cabaña, hicieron con hierros cruzados una especie de parrillas, encendieron fuego, y pusieron a asar un buen trozo de cisne. Hubieran preferido cocerlo en la olía, pero carecían de agua, y, por consiguiente, tuvieron que renunciar al caldo.

Mientras los dos vaqueros hacían la cena, los italianos vigilaban por las mirillas. Los indios hicieron los preparativos para los funerales, que son sencillísimos. Ante la tienda del muerto habían plantado un gran árbol pintado de colores vivos, y de cuyas ramas colgaban collares de perlas, pieles de lobo, de nutria, de glotones y de marta, cuchillos, hachas y las ropas principales del muerto, que iban a ser repartidas entre los parientes del difunta y los más conspicuos personajes de la tribu.

En medio de la plaza colocaron el féretro, una especie de canoa de corteza de abedul capaz de contener el cadáver y las armas que había usado, y que luego suspenderían en la selva a los cuatro extremos de su tumba en cuatro estacas clavadas a dos metros del suelo.

Se habían encendido muchas hogueras, en las cuales pusieron a asar cuartos enteros de oso y pescado en abundancia, que iban a comerse antes de enterrar al sakem, según costumbre de aquellos pueblos, que se atracan como bárbaros antes de conducir sus muertos a la última morada.

Las tinieblas comenzaban a esparcir su manto, y los indios se preparaban a reunirse, saltando y dando alaridos, cuando Bennie llamó a sus compañeros y les dijo:

—Hay que aprovechar el momento si queremos escapar.

—¿Qué piensa usted que podríamos hacer? —preguntó el señor Falcone.

—Una mascarada que va a poner los pelos de punta a los Tananas —contestó el canadiense.

Tío y sobrino lo miraron con estupor. Back, que debía de haber comprendido la intención de su compañero, se echó a reír.

—¿Quiere usted explicarme?… —interrogó el mecánico.

—¡Síganme! —fue la respuesta del cazador.

Y acercándose al rincón donde habían amontonado las pieles, eligió cuatro de oso gris, muy bien curadas, enormes; se endosó una, tratando de taparse el rostro con el hocico de la fiera, y echó a correr a cuatro patas.

—¿No parezco un oso de verdad?

—Sí; un poco bajito; pero de noche puede usted pasar por un grizzly.

—Sólo de noche —añadió Back.

—¡Pues bien, amigos; os aseguro que vamos a producir un sorprendente efecto!

—¿Quiere usted asustar a los Jananas?

—¡Ya lo creo! ¡Les haremos huir! ¡Ahí es nada verse atacados por cuatro osos grises!

—Sobre todo, si se apoya el ataque con algunos tiros —añadió el mejicano.

Los dos italianos rieron alegremente.

—¡Vaya; no perdamos tiempo, amigos! Por el momento los indios no piensan en nosotros, pero nos queda bastante que hacen Ante todo, necesitamos abrirnos paso por esta pared de la cabaña, pues no sería prudente salir por la puerta

—¡Como que se aguaría la fiesta! Comprenderían que éramos osos de pega.

—Estamos a sus órdenes, Bennie.

Este, antes de comenzar el trabajo, se dirigió a observar a los indios, que al parecer se habían olvidado de los presos. Estaban todos agrupados en la plaza, hombres, mujeres y chicos, aullando y danzando en torno del féretro del jefe.

El momento no podía ser más oportuno.

El canadiense, con Armando y Back, manejando los machetes, consiguieron romper un palo y otro, hasta abrir suficiente paso para salir; cargaron cuidadosamente las escopetas, las ocultaron entre la piel como pudieron y salieron a cuatro patas como verdaderos osos.

La tribu entera de los Ta nanas continuaba en la plaza, dando brincos y alaridos, bailando vertiginosamente y aullando como endemoniados.

En las hogueras seguían asándose las carnes que se preparaban a engullir antes de enterrar al que fue su sakem.

Los cuatro futuros mineros, disfrazados de osos, dieron vuelta a la cabaña y se ocultaron en un matorral cercano. Una vez allí, pusiéronse en pie y trataron de imitar el ronco y desapacible grito de los terribles plantígrados, cuyas pieles los cubrían.

CAPÍTULO IX. LA PERSECUCIÓN DE LOS TANANAS

Muy entregados a sus aullidos y danzas, los indios no se dieron cuenta de la proximidad de los supuestos osos; pero al verlos ya en la plaza al resplandor de una de las hogueras, unánimemente exhalaron un grito de terror.

Hombres, mujeres y niños, presa de espanto imposible de describir, se pusieron en loca fuga, tropezando con las tiendas, saltando por las hogueras, derribando las carnes que iban a constituir su cena, y se dispersaron a la desesperada en todas las direcciones, atropellándose sin piedad, hiriéndose en la inconsciencia egoísta del terror y pánico que los había invadido, y sin acordarse del difunto ni de los manjares que se quemaban entre las brasas.

En los primeros momentos ninguno pensó en apercibirse a la defensa; nadie se preocupó de buscar sus armas, por efecto de la aterradora sorpresa que les causó la inesperada presencia en el campamento de las cuatro temibles fieras.

Bennie y sus compañeros quedaron, pues, dueños del campo y se dirigieron al lugar donde se hallaban sus caballos. Desembarazarse de las pieles, cargar las cajas y montar fue cosa de muy pocos minutos. Ya iban a escapar, cuando vieron que los indios volvían hacia ellos a todo escape, dando gritos furiosos y amenazadores.

Habiéndose percatado muy pronto del engaño, corrieron a armarse y se preparaban a impedir la fuga de los blancos, muy irritados contra ellos por la jugarreta y furiosos por haber sido víctimas de aquella burla.

Tres o cuatro de los más listos se precipitaron contra los rostros pálidos, y mientras unos trataban de sujetar los caballos agarrándolos por las bridas, otros amenazaban con sus hachas y lanzas a los jinetes.

Bennie no titubeó un segundo.

Comprendiendo que la más mínima vacilación podía costarles la vida a los cuatro, encabritó su caballo y descargó su revólver contra los asaltantes casi a boca de jarro. Dos indios cayeron, muerto el uno, gravemente herido el segundo, y los otros retrocedieron precipitadamente, incorporándose al grueso de la banda.

—¡A galope! —gritó el cazador, disparando el último tiro de su revólver.

Aguijoneados los caballos con las puntas aceradas de los cuchillos, partieron a todo escape, relinchando con dolor.

No por eso renunciaron los Tananas a la persecución. Todos los indios son excelentísimos corredores; así, pues, se lanzaron a la carrera tras los caballos lanzando gritos y profiriendo amenazas.

Bennie y sus compañeros, confiados en la ligereza de sus corceles, no se preocupaban de la persecución; pero queriendo asustar a aquellos obstinados, de vez en cuando se volvían a disparar algún tiro con los fusiles, a bulto y guiados por los gritos de los salvajes, pues la oscuridad era muy densa.

Sosteniendo el galope, los caballos llegaron en pocos minutos a la selva y se internaron en ella, desfilando como meteoros por entre los gigantescos troncos de los pinos y los abetos, que, afortunadamente para los fugitivos, dejaban entre sí grandes claros.

Los gritos de los indios iban oyéndose más y más lejanos. Por robustas y ágiles que fueran sus piernas, no podían competir con la de los caballos de la pradera, sobre todo en la primera hora. En efecto; a los treinta minutos ya no se oían los aullidos de los perseguidores.

—Se habrán vuelto atrás —dijo el canadiense, moderando un tanto la carrera de su caballo para conceder al animal algún respiro—. ¡Que el diablo se los lleve a to$os y los ahogue en el Yukon para que vayan a hacer compañía al alma del viejo jefe! ¡Pedazos de indeseables! ¿Creían habérselas con novatos o pipiolos?

—¿Y adonde nos dirigimos, Bennie?

—Por ahora, siempre hacia el Norte. Cuando lleguemos a la orilla del Yukon, ya volveremos al Oeste en dirección al fuerte.

—¿Cree usted que no nos molestarán más los Tananas?

—Creo que no. Habrán vuelto para enterrar al jefe y celebrar el banquete fúnebre.

—¿Nos detendremos en algún sitio esta noche?

—No habrá más remedio. Nuestros caballos no podrán resistir mucho tiempo esta carrera, y, además, con esta oscuridad estamos expuestos a caer en algún barranco o meternos en cualquier pantano. Por lo pronto, continuemos huyendo, aunque más despacio, para poner la mayor distancia posible entre nosotros y la aldea tanana.

Poco después concedieron diez minutos de descanso a los caballos y prosiguieron la marcha al trote, sin salir de la selva.

Esta segunda carrera duró una hora; al cabo de ella detuviéronse al tropezar con una corriente de agua que iba del Norte al Noroeste; sin duda, algún afluente del Yukon.

No atreviéndose a meterse en aquellas aguas, que corrían rapidísimas, formando de trecho en trecho cascadas, los fugitivos decidieron detenerse hasta el alba. Quizá hubiese algún vado, pero con aquella oscuridad era imposible distinguirlo.

Desmontaron sin desensillar ni descargar los caballos, por si acaso, era prudente estar dispuestos para escapar si los atacaban imprevistamente. Extendieron en el suelo las mantas y se echaron muy juntos, porque la noche estaba excesivamente fría.

Aunque abundaba la leña, no se atrevieron a encender fuego para no delatar su presencia en el caso de que algunos indios hubieran continuado la persecución.

Aquella noche, pasada bajo las espesas ramas de los gigantescos árboles, sin fuego y con un frío intenso que aumentaba de hora en hora, fue lo menos agradable que puede imaginarse. Sobre todo Back, poco habituado a los rigores de aquel clima, se lamentó muchas veces y daba incesantemente diente con diente.

Al romper el alba encendieron un pequeño fuego para hacer té. Ya hervía el agua y acababa Bennie de echar la hierba, recreándose de antemano con la deliciosa bebida caliente que iba a entonar sus helados cuerpos, cuando los caballos comenzaron a relinchar con muestras de inquietud.

Conociendo el admirable instinto de esa raza caballar, que olfatea a gran distancia al enemigo, hombre o animal, el vaquero se puso rápidamente en pie, mirando alrededor con recelo.

—¿Qué ocurre, señor Bennie? —preguntó el joven italiano.

—Los caballos olfatean a un enemigo, Armando.

—¿Habrá algún oso en el contorno?

—Tal vez los Tananas.

—¿Los indios otra vez?

—Puede ser que nos hayan seguido sin gritar. Servios el té y no os cuidéis de mí por ahora.

Cogió el fusil y desapareció entre los árboles. Una niebla bastante densa envolvía la pradera, ondeando por las ramas de los árboles y haciendo la selva más oscura. Pero el canadiense no era hombre que se extraviara así como así.

Armando, el mejicano y Falcone saborearon golosamente el té, revisaron los aparejos de los caballos, aseguraron más las cajas y, convencidos de que cinchas y sillas se hallaban en buen estado, aguardaron dispuestos a montar a caballo y reanudar inmediatamente la fuga.

La ausencia del cazador duraría unos diez minutos. Sus compañeros le vieron regresar corriendo, escopeta en mano y con señales de inquietud en el rostro.

—¿Qué ocurre, señor Bennie?

—¡A caballo, a escape!

—¿Los Tananas? —preguntó Falcone.

—¡Están ya encima!

Montaron prontamente y partieron al galope, seguidos del quinto caballo, que llevaba las cajas. En pocos minutos llegaron a la orilla del río. Con una rápida ojeada escrutadora se convencieron de que no podían afrontar la corriente, por su gran ímpetu y por los muchos remolinos y desniveles, que hacían peligrosa la travesía.

—¡Sigamos por la orilla! ¡No tardaremos en hallar algún vado!

Doblaron a la izquierda, siguiendo la corriente; pero la ribera era cada vez más bravía. El río se estrechaba precipitándose entre dos murallas graníticas cortadas a pico e imposibles de bajar. No había huellas de vado ni pasarelas.

Bennie comenzaba a intranquilizarse viendo que se desvanecía la esperanza que había alentado de poner el río entre ellos y sus perseguidores.

«¿Nos veremos obligados a continuar esta carrera desesperada hasta el Yukon? —se preguntaba—. Si tuviésemos cuatro caballos más de repuesto y no tanta carga, eso sería lo de menos; pero, por desgracia, estos pobres animales están ya extenuados».

Volvía atrás la cabeza con frecuencia para ver si aparecían los indios, pero hasta entonces no estaban a la vista.

A la media hora de galope desesperado por aquella ribera, cada vez más alta, aguzando la vista, alcanzó a distinguir Bennie una sutil línea negra que atravesaba el río,

«¿Será un puente? —se preguntó—. ¡Vaya una fortuna para nosotros si no me equivoco!».

—Señor Bennie —le dijo Armando medio minuto después—, veo algo que cruza el río de orilla a orilla allá abajo.

—Lo he observado. Debe de ser…

Le interrumpió un tremendo y estruendoso alarido de triunfo. La banda de los indios que los perseguían acababa de salir de la selva, y al verlos correr por la orilla, descontaron ya la victoria y redoblaron la velocidad para alcanzarlos antes de que pudieran atravesar el río.

Por fortuna, estaban, bastante más lejos que la salvadora línea negra, la cual se agrandaba por instantes.

—¡Hagamos el último esfuerzo! —ordenó Bennie, espoleando a su caballo.

Sus compañeros le imitaron, aguijándolos con los cuchillos, y los pobres animales, relinchando de dolor, continuaron a toda prisa.

La raya negra era una pasarela formada por tres grandes troncos de pinos jóvenes, entrelazados con ramas. El paso de los caballos por aquella pasarela no debía de ser cosa fácil; pero no había que vacilar ni andarse con contemplaciones.

—Cuando lleguemos a la otra orilla cortaremos los troncos. ¡Adelante! ¡Un esfuerzo más, y estamos a salvo!

Los caballos llegaron al galope y se detuvieron ante el puente, derrengados, sudorosos y cubiertos de sangrienta espuma.

Los cazadores desmontaron. Luego Bennie, aferrando fuertemente la brida del caballo que llevaba las cajas, se aventuró resueltamente sobre aquellos tres troncos de pino, que parecían ya medio podridos.

Viendo el animal correr bajo él aquella agua turbulenta y espumosa, se paró al principio y relinchó temeroso; pero al oír la voz del amo, obedeció, estremeciéndose, y siguió locamente la carrera.

Los troncos, muy viejos, crujían y oscilaban bajo el peso del hombre y del animal, como si amenazaran romperse y derribar al río a los audaces que pasaban sobre ellos. Por otra parte, la humedad los había puesto resbaladizos y el caballo vacilaba.

La primera travesía hízose sin contratiempo alguno. Le siguió Back, que pasó con el segundo caballo; Falcone y Armando pasaron con los suyos; Bennie volvió para pasar el suyo y hacer frente a los indios en todo caso.

Viendo los Tananas que se les escapaba la que creían su presa, redoblaron la velocidad y los gritos. Sólo distaban ya ciento cincuenta metros cuando el canadiense se internó en el puente con su caballo.

—¡Preparaos a cortarlo! —gritó.

Armando preparó el hacha.

Ya estaba Bennie a mitad del puente, cuando hizo pasar ante sí a su caballo, soltándole la brida y animándole con la voz. En esto oyó una voz conocida que gritaba:

—¡Muere, perro!

Se volvió rápidamente y vio un hombre en una roca, que, con el hacha enarbolada, se disponía a cortar los troncos que formaban la pasarela; era el hechicero de la tribu.

—¡Matadle! —gritó a los suyos, tratando de apretar el paso.

Pero antes de que Back y Falcone tuvieran tiempo de apuntar al indio, resonó un golpe seco que hizo retemblar el puente. En dos saltos desesperados, el caballo llegó a la orilla; pero viendo el canadiense que no tenía tiempo de salvarse a su vez, se dejó caer al agua, estrechamente abrazado al tronco cortado por el traidor Tanana.

—¡Matadle! —gritó de nuevo cerrando los ojos.

Resonó otro golpe, y el segundo hachazo cortó otro de los pinos, derrumbándolo al agua junto al desdichado cazador.

En el mismo instante estallaron dos detonaciones, y el hechicero no tuvo tiempo de ver si el segundo tronco rompía la cabeza del cazador; abrió los brazos, soltó el hacha, giró sobre sí mismo y, herido por las dos balas, cayó entre las aguas del río.

—¡Bennie! —gritaron Back, Armando y Falcone precipitándose hacia la orilla—. ¡Bennie!

Una voz lejana les respondió:

—¡No he soltado el tronco! ¡Huid!

—¡Ah, valiente! —exclamó Armando con lágrimas en los ojos.

En aquel momento los Tananas llegaban a la orilla opuesta, y no pudiendo atravesar el río, comenzaron a lanzar flechas a los tres hombres, que, sin dignarse contestar, montaron a caballo y se lanzaron a galope por la orilla para alcanzar a su compañero, arrastrado por una corriente rapidísima.

Sobre la espumosa superficie flotaba el madero del puente, y sobre él a caballo iba el canadiense, que no había abandonado su escopeta, logrando con grandes esfuerzos echársela a la espalda para tener libres los brazos y poder dirigir el tronco hacía la orilla.

Los indios, por su parte, al advertir la caída al agua del que consideraban su principal enemigo, echaron a correr por la orilla izquierda, esperando que algún remolino se lo tragase y decididos a romperle la cabeza antes que permitirle salir del agua.

Haciendo correr desenfrenadamente a los caballos, Back y sus compañeros llegaron en breve a alcanzar y pasar al canadiense.

—¡Animo, amigo! —le gritó Falcone.

—¡Echadme una cuerda! —exclamó el vaquero—. ¡La corriente me arrastra y no puedo vencerla!

El mejicano se adelantó unos metros, desmontó ligeramente, y desenrollando del cuerpo una larga cuerda de piel trenzada que terminaba en un nudo corredizo, que no era otra cosa que el lazo, adelantó hacia la orilla.

Para quien sabe manejarlo, el lazo es un arma terrible. Back poseía en su manejo gran habilidad, como buen mejicano.

Aguardó a que pasara Bennie haciendo dar vueltas sobre su cabeza la correa, y la lanzó de pronto, agarrando con el nudo un brazo del canadiense.

—¡Ayúdame! —dijo el mejicano a Armando.

El vaquero, ya seguro de que no tenía nada que temer, soltó el pino y se agarró al lazo, no tardando mucho sus compañeros en izarle.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó al pisar tierra—. ¡Estoy helado! ¡Indeseable de hechicero!

El señor Falcone había abierto una caja, y, sacando una botella se la dio a Bennie, diciéndole:

—¡Beba, pobre amigo! Es ginebra exquisita, reservada para las grandes ocasiones.

El cazador se echó un trago al coleto.

—¡Gracias! —repuso.

Mientras tanto, los indios habían llegado enfrente; y como el río era por allí más estrecho, comenzaron a disparar flechas. Una de ellas cayó en medio del grupo, rozando al mejicano.

—¡Ah, bellacos! —gritó Armando—. ¿No habéis terminado aún? ¡Pues tomad!

De un balazo mató al más próximo a la orilla, y sus compañeros, horrorizados de la matemática precisión de los disparos y comprendiendo que nada iban a ganar en una lucha con los blancos, huyeron precipitadamente, internándose en el próximo bosque.

—¡A caballo! —dijo Bennie.

—Está usted medio helado, amigo —dijo Falcone—. Se está buscando una enfermedad.

—¡Bah! ¡Tengo la piel muy dura! —contestó festivamente el cazador—. Además, estoy acostumbrado a los baños fríos. Pero, así y todo, busquemos un buen sitio para acampar y haremos un alto.

Montaron de nuevo y se dirigieron hacia la selva que se prolongaba por el Norte, y en una plazoleta formada por gigantescos pinos acamparon. El lugar era muy estratégico; desde él se dominaba buena parte del río hasta la orilla opuesta, merced a la elevación del terreno.

Plantada en un santiamén la tienda y encendida una hoguera capaz de asar un buey, Bennie se quitó sus vestidos, y envuelto en mantas de lana, bebió dos o tres tragos de ginebra y se tendió cerca del fuego, mientras Armando retorcía la ropa del canadiense y la ponía a secar y Back preparaba un buen almuerzo. Falcone le ayudaba. En aquella comida, cena por la hora, y almuerzo por ser la primera que hacían aquel día, agotaron sus provisiones, pues en su precipitada fuga habíanse dejado en la aldea de los Tananas los restos de los cisnes.

Devorada la comida, los futuros mineros preparáronse a descansar en la tienda, quedándose el mejicano a hacer la primera guardia.

La noche transcurrió tranquilamente. Los indios no se dejaron ver más, acaso convencidos de que sería inútil cuanto hicieran para alcanzar a los fugitivos, y a los primeros rayos del sol, bien descansados hombres y animales, continuaron la marcha en dirección al fuerte Scelkirk.

Carecían de provisiones, y por aquella región parecía no haber caza; ni siquiera lobos, a pesar de que tales animales tanto abundan por Alaska como por todos los territorios vecinos.

A las doce del día volvían a atravesar el afluente del Yukon, próximo a la desembocadura de éste, por un puente rústico de troncos de pinos, y poco después galopaban por la orilla del gran río.

Un pato silvestre cazado diestramente por Armando, y una docena de huevos de cisne hallados en dos nidos abandonados, proveyeron de comida y cena a los viajeros.

Al otro día, poco después de oscurecer, llegaban por fin al fuerte.

CAPÍTULO X. A TRAVÉS DE ALASKA

El fuerte Scelkirk, fundado hace varios lustros, se halla situado a la orilla izquierda del Yukon y a pocas millas de Macmillan, uno de los más respetables afluentes del gigantesco río.

A la par que todos los demás que se encuentran diseminados por Alaska y los territorios ingleses del Noroeste, el fuerte Scelkirk está construido con troncos de árboles aplanados toscamente, pero bastante altos y plantados profundamente en el suelo para en caso de peligro poder resistir los asaltos de las belicosas tribus indias.

El interior se compone de algunos edificios de madera con techos de cinc o de ramas, algunos de ellos usados como almacenes de los objetos que cambian a los indios por las pieles y de las pieles que reciben de ellos; otros sirven de alojamiento a los cazadores al servicio de la compañía americana y a su comandante.

Bennie y sus compañeros fueron afablemente recibidos por los valientes cazadores.

Lo primero que procuró el canadiense fue ver si podían cederle una chalupa para continuar el viaje por el Yukon, como tenían proyectado; pero tuvo el disgusto de saber que no podía contar con ello. El fuerte sólo poseía una ballenera, y el comandante no podía cederla porque la necesitaba para pasar el río.

Decidieron, pues, detenerse algunos días en el fuerte para que descansaran los caballos y hacerse pasar a la orilla opuesta, a fin de evitar la gran curva que forma el Yukon desde la desembocadura del Macmillan a la del Stewart.

Por otra parte, el comandante del fuerte les aconsejaba conservar los animales para venderlos en Dawson, donde son estimadísimos, y el caballo más malo se vende por dos mil quinientas pesetas.

En cuanto a las noticias de las minas, eran por demás alentadoras. Se habían descubierto nuevos filones de riqueza fabulosa próximos al río Klondyke, y los buscadores de oro realizaron en pocas semanas fortunas extraordinarias. Estos hechos exaltaron de tal modo la fantasía de los cazadores del fuerte, que de veintiocho que eran pocos meses antes, diecisiete habían desertado yéndose a trabajar a las minas, y el pobre comandante temía que los once restantes siguieran el mejor día la misma senda y lo dejaran solo.

El señor Falcone y sus compañeros estuvieron cuatro días en el fuerte. Bien provistos de víveres, balas, zapas y útiles mineros, mantas y vestidos, se hicieron transportar a la orilla opuesta con sus caballos y emprendieron luego la marcha hacia el Oeste, a través de terrenos, en parte pantanosos, áridos o quebrados y de penoso andar por la escasa vegetación, a pesar de hallarse cruzados por multitud de riachuelos y acequias fangosas. Sólo de cuando en cuando se veía un grupo de coníferas o de cedros de corteza amarillenta o campos de gramíneas.

También la caza era escasísima. Cuando más, al aproximarse los viajeros, huía alguna mofeta o skunk, como llaman los indios a esa especie de comadrejas. No son animales peligrosos, pero para librarse de la persecución arrojan un líquido infecto de olor nauseabundo que segregan de unas glándulas que tienen cerca del ano. El que lo huele tiene varias semanas revuelto el estómago. Ni los perros pueden soportarlo, y huyen aullando desesperadamente.

Hacía dos días que viajaban, cuando llegaron a un valle encerrado entre ásperas montañas, en el fondo del cual veíanse masas enormes que no se distinguía bien lo que eran.

—¿Qué hay allí? —dijo Bennie refrenando su caballo—. ¡Mire usted, Falcone!

—Diríase que es una selva de árboles blancos.

—¿Serán plantas petrificadas? —preguntó Armando—. ¿Ya sabes, tío, que se han descubierto algunas en el Arizona?

—No deben de ser árboles —dijo Bennie.

—Más bien parecen osos gigantescos —indicó Back.

—Quizá sí —murmuró el canadiense—. ¿Será verdad la leyenda de Jorge Hughes?

—¿Quién era Jorge Hughes? —preguntó el mecánico.

—Se lo contaré luego. ¡Ahora, adelante! Vamos a ver si son árboles o esqueletos de animales de la época pretérita de los mastodontes.

Lanzaron los caballos al galope y un cuarto de hora después llegaron a la entrada del desfiladero. Allí se ofreció a sus miradas estupefactas un espectáculo extraño.

En medio de una especie de gigantesco embudo formado por rocas altísimas se hallaban amontonados centenares y centenares de monstruosos esqueletos. Era un gran revoltijo de costillas, colmillos desmesurados, unos rectos, otros curvados y del más puro y blanco marfil, superior al de los elefantes; patas, cráneos y espinas dorsales. Parecía como si millares de animales antidiluvianos se hubiesen congregado en aquel punto por el capricho de morir en numerosa compañía.

En medio de aquel enorme osario, Falcone pudo distinguir esqueletos de ciervos-elefantes o sivaterios, animales pertenecientes a una raza extinguida hace miles de siglos, semejantes a los alces por la forma, pero grandes como elefantes, con la cabeza adornada de cuatro enormes fantásticos cuernos, y con el cuello grueso como un tronco de árbol. También había mastodontes, otros animales de fabuloso tamaño, de la familia de los paquidermos, pero desprovistos de trompa y de colmillos megaterios de cinco metros de altura y siete de largo, con patas de dos metros y medio de circunferencia y el cuerpo defendido por grandes planchas óseas; divisábanse asimismo esqueletos bien conservados de dinosaurios, especie afín de los mastodontes, provistos de dos colmillos enormes, pero encorvados, con la punta hacia abajo, y no pocos mammuths, especie de elefantes de tamaño tres veces mayor que los actuales, y cuyos esqueletos se encuentran en Siberia.

—¡Cuánta riqueza perdida! —exclamó Falcone contemplando aquellos desmesurados colmillos que se destacaban entre aquel montón de huesos—. Hay aquí marfil suficiente para hacemos millonarios sin necesidad de ir a las minas de Klondyke.

—Tiene usted razón —contestó Bennie—. Por desgracia, serían menester centenares de caballos y carros para transportarlo, y carecemos de ellos.

—Necesitaríamos hasta grandes barcos —añadió Armando.

—Aquí debió de ser donde hizo su fortuna Hughes. Yo creí que era una leyenda, y ahora veo que es verdad.

—¿Y quién era ese Hughes? ¿Se puede saber al fin?

—Un buscador de oro, que casi moribundo fue recogido por unos indios y adoptado por la tribu. Aquel hombre guió a sus protectores a un cementerio de animales antidiluvianos, y, ayudado por ellos, recogió enorme cantidad de marfil y lo transportó a la costa para embarcarlo. Se dice que ganó una inmensidad de millones vendiendo su cargamento en los Estados Unidos.

—¿No hallaremos nosotros una tribu que nos ayude a transportar el marfil que hay aquí? —preguntó Falcone.

—Indudablemente, no. Ya ha visto usted nuestra suerte con los indios. Últimamente han estado a punto de impedir nuestro viaje los Tananas. Dejemos el marfil para otros que tengan menos prisa que nosotros por salir de estas regiones, y prosigamos nuestro viaje al país del oro.

No sin cierto pesar se alejaron de aquel desfiladero, donde quizá hubieran podido realizar mayores riquezas que las que iban a buscar en las riberas del Klondyke, y continuaron su marcha hacia el Oeste. Tres días después llegaban al Stewart, lo cruzaron a unas quince millas de su desagüe e hicieron un alto para dar algún descanso a los caballos.

Exploraron los alrededores en busca de caza. Bennie y Falcone hallaron en una llanura varios pozos o claims, indudablemente hechos por alguna cuadrilla de buscadores de oro. Examinaron las arenas y vieron varias pepitas del precioso metal, si bien en tan escasa cantidad, que no valía la pena recogerlas. Sin embargo, aquel descubrimiento los alentó muchísimo.

—Comenzamos a pisar los terrenos auríferos —dijo Bennie—. No sé en qué consiste; pero creo que empiezo a experimentar esa emoción que tan acertadamente se ha llamado la «fiebre del oro». ¡Quién sabe los tesoros que aún yacerán ocultos en estos terrenos casi vírgenes!

—¡Quizá fortunas inmensas! —añadió Falcone—. Diríase que la tierra americana está cuajada de oro y plata, a juzgar por la inmensa cantidad que ha dado desde el día que se descubrió.

—¿Será una fortuna fabulosa?

—Capaz de desvanecer al hombre de cabeza más sólida y de temperamento mejor equilibrado. Sin exageración, puede afirmarse que antes que las pisaran los europeos ciertas regiones de este continente, como Perú, Brasil, Venezuela, Méjico y Nueva California, estaban formadas de oro y plata. El Potosí, por ejemplo, ha enriquecido al mundo durante tres siglos consecutivos con la plata que se recogía casi a flor de tierra. Con los pesos duros que se acuñaron con esa plata, según he leído en un libro de un historiador español, sólo en el siglo XVI, pudiera cubrirse un espacio de terreno de sesenta leguas cuadradas.

—¡Cuernos de bisonte!

—En la provincia de Caracas se recogieron durante mucho tiempo pepitas de plata enormes, que los indios llamaban papas. En Chile mismo se han hallado tesoros de plata. Y en Real Catorce, localidad que se ha perdido, que ha desaparecido hace muchísimo tiempo, pero que pertenecía a la Intendencia de San Luis de Potosí, durante varios lustros se sacó plata por valor de cerca de veinte millones de pesos al año. Se calcula que durante dos siglos América ha dado por sí sola las nueve décimas partes del oro y de la plata producidos por el mundo entero.

—¡Cuernos de bisonte! ¡Qué riqueza de minas! —exclamó Bennie—. Tal abundancia de metal debe de haber causado gran perturbación en el mercado de metales preciosos.

—Extraordinario, Bennie. Y continúa despreciándose aún el oro y la plata, y, sobre todo, esta última.

—Dígame, señor Falcone: ¿eran muy escasos antiguamente el oro y la plata?

—Le diré a usted. En tiempo de los romanos no escaseaban, pues se calcula que aquel pueblo conquistador poseía mil millones más de cuanto dinero existía en la Edad Media. Según cuentan, después de las guerras medievales, el precioso metal escaseaba por haberse perdido mucho, quizá a causa de que no se cultivaban las minas. Con el descubrimiento de América comenzó de nuevo a aumentar enormemente. En 1840, de 170.000 millones, había llegado a cerca de dos billones (12.850.000 millones de dólares); y en 1850, con el descubrimiento de nuevas minas en California y otros puntos de América, la producción total era de 4.752.070 kilogramos de oro y 149.026.790 kilogramos de plata.

—Las minas de California, del Colorado y de Australia deben de haber aumentado considerablemente la masa aurífera y argentífera.

—¡Enormemente, Bennie! —dijo Falcone—. Si la memoria no me engaña, la producción metalífera en oro y plata desde 1870 al 1885 se elevaba anualmente a 110 millones de dólares.

Y aún vinieron a acrecerla las minas del África austral, en especial de Witwatersrand. Así, en 1890, la producción se elevó a 118 millones; en 1891, a 130; en 1892, a 146, y en 1896, a 206 millones o sea a 1030 millones de pesetas.

—¿Y las minas de Alaska?

—No se sabe todavía lo que pueden rendir; pero porporcionan una buena cantidad de millones, y cada día producirán más.

—¡Qué suerte si descubriésemos nosotros una buena mina!

—Si el oro no escasea para los demás, es de esperar que encontremos un buen filón, especialmente estando en posesión de recursos como los que tenemos.

—¿Y en qué consisten esos recursos?

—Aguarde usted que lleguemos, y verá cómo de la caja que llevamos sale un instrumento que quizá no posean los otros. Pero volvamos al campamento, Bennie, pues está visto que la caza brilla por su ausencia.

—Por fortuna, tenemos suficientes provisiones para llegar a Dawson.

—Tiene usted razón.

Aquella noche el canadiense soñó con montes de oro y filones de fabulosa riqueza. Ya se veía enriquecido en la labor minera y recogía pepitas enormes, de varios kilogramos de peso, verdaderas masas auríferas.

Al día siguiente marcharon hacia Klondyke. Podían haber acortado camino dirigiéndose al Norte, pero no querían internarse en la región minera sin renovar antes sus provisiones en Dawson y adquirir al mismo tiempo noticias acerca del territorio más rico.

Pasaron por un vado el río indiano, afluente de la derecha del Yukon, y remontaron el inmenso río, atravesando el Klondyke por cerca de su desembocadura. Al día siguiente, antes del mediodía llegaban a Dawson, traspasando las fronteras de Alaska.

CAPÍTULO XI. UN DUELO ENTRE MINEROS

Dawson está situado en los límites mismos que separan a Alaska de las posesiones inglesas del Noroeste.

Es una ciudad nueva, casi recién fundada, porque antes de 1876 no existía allí ni una mísera choza, y sólo los osos y los lobos campaban por aquellos sitios. En 1877 contaba cuatro o seis cabañas hechas con troncos de árboles apenas desbastados; pero el descubrimiento de las minas de oro, que atrajo a tantos mineros y aventureros, la engrandecieron en pocos meses, convirtiéndola en una verdadera ciudad.

En julio del último año mencionado se habían construido ya unas seiscientas barracas, varios centenares de tiendas, una oficina de correos, muchas casas de juego y botillerías, con una población de tres mil quinientas almas.

¿Queréis más? Hasta contaba con un periódico: Klondyke News (Las Noticias de Klondyke), que tuvo vida efímera, porque, como en otro lugar se dijo, tipógrafos y redactores desertaron para ir a trabajar en los placeres o minas.

Como se ve, la ciudad prosperó rapidísimamente, y sus habitantes hallaron pronto el medio de pasarlo bien desplumando a los que llegaban para enriquecerse en los placeres, y a los que abandonaban éstos momentáneamente, cargados de granos y de pepitas de oro. Calcúlese que un par de huevos costaba en cualquier figón ocho pesetas; un bistec coriáceo, no se sabe si de lobo, de oso o de zorro, dos o tres duros, y un plato de habas, doce pesetas, y se comprenderá cómo circulaba el dinero.

Poco después los yanquis añadieron a las míseras barracas levantadas entre el fango y los pantanos infectos un teatro, un hospital y grandes almacenes para la Alaska Commercial Company y para la North American Transportation and Trading Company, poderosas compañías de navegación, que poseen siete vapores que surcan las aguas del Yukon durante los cuatro meses de cada año que no están heladas, abasteciendo de víveres a la ciudad y llevando a ella continuamente trabajadores atraídos por la fiebre del oro. Sólo que no siempre realizan con felicidad sus viajes, y suelen pasar muchas fatigas los pobres diablos que se embarcan en esos buques, como les sucedió a los pasajeros del Bella, que estuvieron expuestos a morir de hambre por quedar el vapor prisionero entre los hielos unos quince días, llevando escasas provisiones.

Falcone y sus compañeros decidieron meterse en una fonda, descansar y proveerse de lo necesario antes de tomar el camino del Klondyke. Entre todos poseían unos dos mil dólares, y contaban con deshacerse de los caballos vendiéndolos a buen precio.

La fonda elegida, una de las mejores, según afirmaban los habitantes, era una gran cabaña de un solo piso, construida con troncos de árboles, con un solo dormitorio, pero capaz de ser subdivido en varios camarotes para sendas personas mediante cortinas de lona.

Pidieron a cada uno por la cama dos dólares, y la comida, compuesta de una buena ración de judías, ánade asado, queso y una botella de whisky, sólo les costó en total ciento cuarenta pesetas. ¡Una friolera!

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó Bennie—. ¡Esta fonda es terrible! ¡Si tuviéramos que estar en ella un par de semanas, nos iríamos arruinados!

—Por fortuna, nos iremos antes —dijo riendo Falcone.

—¡Cuanto antes mejor!

—Dentro de tres días continuaremos el viaje.

Dieron cuenta al fondista de su propósito de vender tres caballos, y el hombre, yanqui de pura sangre, se ofreció a quedarse con ellos, pagándolos a dos mil pesetas cada uno, pensando, naturalmente, ganar algunos cientos de pesos en la reventa.

Aceptado el trato, el comprador los obsequió con una botella de cerveza, que, según aseguró, le costaba a él tres dólares; la friolera de quince francos.

Embolsado el dinero y entregados los caballos, nuestros amigos se pusieron en movimiento para informarse acerca de los mejores terrenos auríferos y para proveerse de cuanto necesitaban para su futura explotación.

Ante todo comenzaron por entrar en una barbería, donde les cortaron el pelo y les hicieron la barba por dos pesetas a cada uno. Luego llevaron a herrar a uno de los caballos con que se quedaban, y que el día anterior se había quedado descalzo, y el herrador les cobró veinte dólares por colocar las herraduras.

—¡País de ladrones! —decía Bennie—. ¡Van a concluir por dejarnos sin un peso!

Comenzaron después a abastecerse, y adquirieron quinientas libras de harina, cien de judías, cincuenta de carne de cerdo salada, veinte de té, treinta de café, ciento de azúcar, cincuenta de conservas, y además, sal, pimienta, pólvora, perdigones y balas. En resumen: se les fueron en las compras un millar de duros.

Afortunadamente, poseían los dos caballos, pues si hubieran tenido que servirse de faquines para llevar al placer las provisiones adquiridas, el transporte les habría costado más que los géneros; una verdadera ruina. Con decir que llevar una pequeña maleta cuesta cincuenta francos cada ocho millas o fracción de tal distancia y que un ganapán alquilado por día, sea indio o negro, no cuesta menos de setenta y cinco pesetas por jornada, y no carga más de cien libras, ni anda más de seis horas diarias, se comprenderá lo que podía costarles el transporte de sus compras a no haber tenido las acémilas.

En Dawson todo está caro y todo se hace pagar bien. Un operario no trabaja por menos de cien pesos de jornal; un médico no hace visitas que cobre menos de ochenta francos, a no ser que el enfermo se halle en las minas, pues en ese caso exige cien dólares, y aun doscientos, y hasta cuatrocientos, si se halla el placer un poco lejos.

Los víveres y todos los artículos de primera necesidad alcanzan en Alaska precios extraordinarios. Una bañera no cuesta menos de doscientas pesetas; un par de botas, doscientas cincuenta; un manto o capa de piel, parka, como le llaman los indios, con capucha, quinientas lo más barato; una manta de lana, ochenta o cien; un vestido de pieles, setecientas u ochocientas, y un simple vidrio de reloj, ocho o diez.

Las compras mencionadas estretuvieron a nuestros amigos durante todo el día. Cenaron en la fonda y decidieron visitar uno de tantos garitos donde se reunían los buscadores de oro para ver si lograban adquirir los informes que deseaban. Pero como no ignoraban que en tales sitios las riñas son frecuentes y cada cual campa por sus respetos con el derecho del más fuerte, se armaron prudentemente con sus revólveres y cuchillos correspondientes.

—No se sabe lo que puede suceder —dijo Bennie a sus compañeros—. También en el Colorado, aunque la Policía yanqui ejercía mucha vigilancia, ocurrían luchas feroces a tiros. Figúrense ustedes lo que sucederá aquí, donde no hay Policía.

Había muchas casas de bebidas que no eran de juego; pero nuestros amigos decidieron entrar en la principal, que era una cuyo título, por demás atractivo, decía: El Río de Oro.

Aquella botillería, en la cual se expendían todas las bebidas imaginables hechas con vitriolo y alcohol, no era más que una amplia tienda cónica sostenida por un palo de gigantescas dimensiones, forrado con los colores de la bandera de los Estados Unidos.

Habían colocado muchas mesas rústicas en casi todo él salón, rodeadas de taburetes hechos con troncos de árboles cortados y sin desbastar. En un lado estaba el mostrador y tras él unas tablas con botellas que llevaban carteles llamativos en los cuales se leían cosas así: Whisky, Gin de 1850, Brandy de 1887, Cerveza superior fuerte, Ginebra de Alemania, Ron añejo de la Jamaica, Burdeos de Francia, Vermut de Turín, Madera de 1830, etc.

El licorista, un hombrón que daría envidia a un granadero de Pomerania, fuerte como un Hércules, con barba roja que le llegaba al pecho y dos grandes revólveres en el cinto, sentado en un alto escabel, vigilaba a los bebedores, mientras dos negros, asimismo gigantescos y también armados, cubierto el pecho con un mandil que debía de haber sido blanco algún día, servían sin descanso las bebidas escogidas, probablemente fabricadas por su amo.

Unos treinta mineros ocupaban las mesas. Estaban flacos, demacrados, ojerosos, con las barbas y el cabello muy largo, que les daban aspecto salvaje, sin gorra ni sombrero en la cabeza, andrajoso el vestido, pero con el cinto lleno de polvo de oro y de pepitas. Quizá llevase cada uno consigo una fortuna.

Ninguno iba desarmado; todos ostentaban revólveres o pistolas, machetes, y hasta había quien llevaba también una afiladísima hacha de guerra india para romper el cráneo al atrevido ladrón que osara echar la mano al cinto lleno de oro, o al que hiciese cualquier fullería en el juego.

Todos bebían desaforadamente, alternando grandes vasos de grog, tazas de whisky y de ginebra con tazones de brandy y poncheras llenas de líquido ardiendo, que esparcían en torno de las mesas aromas alcohólicos que quizá algunos de los circunstantes no habían olido jamás. ¡Quién sabe qué infernales drogas usaría el condenado licorista para producir impresión en aquellas gargantas acorazadas y despertar sensaciones en aquellos paladares estragados de tan contumaces bebedores!

Alrededor de una mesa, ocho o diez mineros, no menos harapientos que los otros, jugaban a los dados. Ante cada uno había un montón de oro en polvo y en granos más o menos gruesos, y al lado de aquella riqueza, un revólver y un cuchillo. Ya muy excitados por el abuso alcohólico, con los ojos ardientes por la ansiedad y la fiebre del juego, con aquellas enmarañadas barbas y sus facciones duras y crueles, más que mineros parecían bandidos.

En el momento en que Falcone y sus amigos, después de beber su correspondiente grog, se acercaron a la mesa de juego, la fortuna parecía sonreír propicia a un joven minero de veinticinco años, que se hacía notar por manera extraña entre aquel hatajo de desalmados.

Era un buen mozo de ojos negros, largas pestañas, cutis bastante moreno y formas esbeltas y elegantes. Parecía un hispanoamericano, quizá un compatriota de Back. Cubría su cabeza un sombrero de fieltro de anchas alas y galoneado de oro; llevaba un chaquetón de terciopelo con grandes botones de metal, ceñido al cuerpo por un cinturón de cuero, y pantalones de boca de campana. Conservaba su rostro extraordinaria impasibilidad, que resaltaba más entre las facciones de sus compañeros, horriblemente alteradas por la codicia y la ansiedad. Fumaba tranquilamente un cigarrillo, aspirando el humo a intervalos regulares, y retiraba sus ganancias sin que un músculo de su semblante delatase la menor complacencia.

—¡Ved ahí un hombre con suerte! —dijo Bennie echando una ojeada al montón de oro que el joven tenía ante sí—. A estas horas debe ganar seis o siete mil dólares.

El joven oyó la observación, y volviendo la cara contestó:

—Ocho mil cuatrocientos, caballero.

—¡Es una bonita suma!

—Que quizá me cueste cara —repuso el hispanoamericano mirando de soslayo a sus compañeros de juego, cuyos ojos lanzaban chispas—. ¡En Alaska suele ser peligrosa la fortuna!

Uno de los jugadores, hombre bajo, rechoncho, con espalda y cabeza grandes como las de un bisonte y melenas rojas y enmarañadas, levantó la cabeza, lanzando al ganancioso una mirada brutal, y dijo con voz ronca y silbante:

—¿Qué quiere usted decir, gentleman?

—¡Nada! —contestó secamente el joven.

—¡By good! ¡Sólo falta que después de robarnos nos insulte!

El ganancioso palideció y echó mano al cuchillo; pero haciendo visible esfuerzo, logró contenerse, y preguntó:

—¿Ha dicho usted robado?

—Eso he dicho; y todos estos caballeros piensan como yo.

—¡Miente usted!

—¡Apelo a todos los jugadores!

—¡Pues yo también! ¡Que lo digan!

Los mineros limitáronse a exhalar un gruñido que lo mismo podía interpretarse como afirmación que como negación. Sólo uno irguió la cabeza, la movió negativamente, y dijo con sequedad:

—¡No es verdad!

—He jugado legalmente; pero si tanto le duele la pérdida, estoy pronto a devolvérsela, indeseable.

El californiano, porque debía ser de California, a juzgar por su acento, se encogió desdeñosamente de hombros.

—No es el oro lo que reclamo; digo solamente que es usted un ladrón.

Bennie, que se hallaba junto al mejicano, pues decididamente el joven era mejicano, apoyó una mano en la mesa, y dijo al iracundo californiano:

—Y yo le digo a usted, gentleman, que miente. Hace un cuarto de hora que estoy con mis compañeros viéndoos jugar y afirmo que este señor juega limpio.

El californiano lanzó al canadiense una mirada feroz y replicó:

—¿Quién le mete a usted en lo que no le importa? En las cuestiones de juego, los mirones se meten la lengua…

—¡No sea usted grosero! —le interrumpió Bennie con calma—. No admito lecciones de nadie; tengo ya bastantes años para saber lo que hago, y al que me habla en tono demasiado alto, sé el modo de hacérselo bajar.

El mejicano ganancioso se interpuso.

—Gracias por su intervención, caballero —dijo retirando sus ganancias y metiéndolas en un saquito de piel—; pero para dar una buena lección a este oso negro, me basto yo.

—¡Ven a dármela, y te mato como a un perro!

Y empuñó el revólver y apuntó al joven, pero no tuvo tiempo de disparar. El hercúleo licorista, dándose cuenta de la cuestión, había bajado de su trono tras el mostrador, acercándose a los contendientes; y así, al ver la acción del californiano, echó una mano como una zarpa a la muñeca de éste, y le hizo abrir los dedos y soltar el revólver.

Furioso por tan inesperada intervención, volvióse el californiano hacia su nuevo adversario apretando los dientes como una fiera. Algo se calmó su furor al ver que era el licorista; pero con todo iba a soltar alguna desvergüenza, cuando el amo de la casa, aferrándole por el cuello como si fuese un fantoche, le dijo fríamente:

—En mi bar permito duelos, pero no asesinatos. ¡O se bate usted como caballero, o le echo a patadas!

—¡Quiero beber su sangre! —aulló el californiano.

—¡Déjele, señor! ¡Si quiere una lección, estoy pronto a dársela!

—¿A mí?

—¿A ti?

—¡Te voy a partir el corazón!

—¡Ven!

—¡Mi cuchillo!

Un minero y compatriota suyo se apresuró a entregárselo. Por su parte, el mejicano cogió su machete, y retrocedió un paso para prepararse el campo. Back sacó su navaja, de hoja larga y afiladísima, la abrió con un golpe seco, y se la ofreció al joven, diciéndole:

—¡Esto es mejor para nosotros, los mejicanos!

—¡Gracias, caballero! —contestó el otro con una sonrisa—. En efecto; no hay nada como la navaja.

Apenas había empuñado el arma, cuando se oyeron tres o cuatro detonaciones seguidas. El californiano, colérico y de mala sangre, hizo como que se encorvaba para recoger algo del suelo, y disparó tres o cuatro veces su revólver. Por fortuna, no dio a nadie; sólo rompieron las balas dos botellas de licor.

El mejicano se precipitó hacia su adversario navaja en mano; pero el californiano había desaparecido, auxiliándole en su fuga varios amigos para librarle de las iras del hercúleo licorista.

—¡Ya te pescaré, indeseable! —gritó el joven.

—¡Déjele que vaya a hacerse ahorcar a otra parte, caballero! —le dijo Back—. Y tenga cuidado no le prepare alguna emboscada para robarle el oro que ha ganado usted.

—Afortunadamente —exclamó Bennie— andaremos alerta.

—¿Qué? ¿Quieren ustedes hacerse matar por mí?

—¡Bah! ¡Tenemos duro el pellejo! ¿Verdad, Back?

—¿Son ustedes mineros? Y dispense la pregunta.

—Todavía no.

—¿Hace mucho que han llegado?

—Esta mañana mismo.

—¿En el vapor de la compañía norteamericana?

—No; venimos de Alberta.

—¡Caray! ¿A caballo?

—Sí, señor.

—¡Vaya un viajecito!

—Sí; bastante peligroso.

—¿Y vienen ustedes a buscar oro?

—Tal es nuestro proyecto.

—¿Han trabajado ustedes ya en las minas?

—Su compatriota de usted, Back, y yo, sí; somos antiguos mineros.

—Y conocen usted el Klondyke.

—No, señor.

—Entonces tendré mucho gusto en dárselo a conocer. Por lo pronto, les ofrezco un ponche. Supongo que no me harán el agravio de rehusarlo.

Pocos minutos después, el canadiense, los dos mejicanos y los dos italianos se hallaban sentados en torno de una llameante ponchera haciéndose confidencias.

Aquel joven mejicano, don Pablo Correa, nacido en Mazatlán, había llegado hacía once meses a Alaska y trabajado en los placeres del Bonanza y del Barem, afluentes del Klondyke, en compañía de algunos alemanes e ingleses, ganando bastante dinero.

Con las continuas fatigas y privaciones peculiares al trabajo minero enfermó, y se vio obligado a abandonar los placeres y regresar a Dawson, cuando los asociados comenzaban a sacar mayores productos. La enfermedad, y sobre todo el médico, había devorado la mayor parte del oro que con tanto trabajo extrajo de la tierra, y a la sazón, completamente curado, esperaba la partida de algún grupo de mineros para volver al Klondyke.

—Si logro volver allá, llegaré a ser rico como Creso —concluyó el joven.

—¿Conoce usted algún rico filón? —le preguntó Falcone.

—Sí —repuso el mejicano con voz muy baja y mirando alrededor recelosamente, temiendo que algún bebedor pudiera oírle—. Un minero canadiense a quien salvé la vida una tarde, y que poco después murió en una riña, me indicó un lugar donde hay oro casi a flor de tierra en pepitas enormes. Iremos a explotar ese placer si quieren unirse conmigo,

—¿Está muy lejos ese sitio?

—Cerca de las fuentes del Barem, en las primeras estribaciones de la montaña del mismo nombre. Tengo datos tan minuciosos y precisos, que no puedo equivocarme: dos cascadas, tres picos agudos…

—Estamos dispuestos a asociarnos con usted.

—Acepto con sumo gusto. En los pocos minutos que hace que les conozco a ustedes, he tenido ocasión de apreciarlos como se merecen. ¿Dónde están ustedes alojados?

—En casa de un tal Calkraff —dijo Bennie.

—Lo conozco. ¿Tienen ustedes preparativos hechos?

—Todo está dispuesto. No falta más que cargar los dos caballos.

—¡Ah! ¿Tienen ustedes dos caballos? ¡Nos serán muy útiles! También yo tengo otros dos.

—Y tenemos también un sluice —dijo el señor Falcone.

—¡Entonces en dos meses seremos riquísimos! ¡Vámonos, caballeros, y mañana al alba nos iremos de Dawson!

—¡Un momento, don Pablo! —dijo Bennie—. ¿Quiere usted que le dé un consejo? Véngase a dormir con nosotros. Ese californiano es capaz de aguardarle en cualquier sitio y matarle a traición.

—Tiene usted razón —asintió el mejicano, sonriente—. Ese salteador de James Korthan es muy capaz de asesinarme.

—¿Le conoce usted?

—Es un bribón de la peor especie, que sólo busca una ocasión de vengarse. Me la tiene jurada.

—¿Vengarse? ¿De qué?

—No quise aceptarle como socio. Cierta tarde cometí la imprudencia de decirle que conocía un placer riquísimo, y se apresuró a ofrecérseme de compañero y socio. Yo rehusé, pues lo considero peligroso, y desde aquel momento se convirtió en mi mortal enemigo.

—Hay que guardarse de él. Es capaz de seguirnos hasta el mismo placer para jugarnos alguna mala pasada.

—Así lo temo.

—Partiremos de noche y ocultaremos a todo el mundo hacia dónde nos dirigimos. ¡Ahora, vámonos, y ojo alerta!

El mejicano pagó el ponche y los cinco hombres salieron de la casa revólver en mano.

CAPÍTULO XII. EL PAÍS DEL ORO

Como entonces no había alumbrado en Dawson y las nieblas del Yukon envolvían a menudo aquella llanura fangosa, hubiera sido algo difícil para Bennie y sus amigos hallar la fonda en que estaban alojados.

Afortunadamente, el joven mejicano conocía la ciudad a palmos, y podía ir con los ojos cerrados a cualquier parte de Dawson.

Orientóse al salir, y sin vacilar se dirigió resueltamente en la dirección requerida, pero andando por en medio de las calles para evitar sorpresas.

Así, uno junto a otro y todos en guardia y revólver en mano, avanzaron la mayor parte del camino, sin hallar en él ni perros; ya próximos a la fonda, al doblar una calleja, vieron surgir frente a ellos, entre la espesa niebla, algunas formas humanas, ignoraban si serían pacíficos mineros que se retiraban a su alojamiento, o el californiano y sus amigos; pero por si acaso Bennie apuntó a uno de los bultos con su revólver y preguntó:

—¿Quién vive?

Una voz bien conocida dijo:

—¡Son ellos!

Al oírlo el canadiense murmuró rápidamente:

—¡Al suelo!

Casi en el mismo instante retumbaron seis detonaciones, pero las balas pasaron sobre las cabezas de nuestros amigos, que, obedeciendo a Bennie, se habían agachado.

—¡Tomad, bandidos! —gritó el vaquero descargando uno tras otro los seis tiros de su revólver.

Don Pablo, Back y los dos italianos dispararon también. Las formas humanas desaparecieron entre la niebla con rapidez, pero no tan presto que no llegasen a los finísimos oídos de Bennie dos palabras pronunciadas como un suspiro de agonía:

—¡Muerto soy!

—¡Llamaremos a talones, caballero! —dijo el canadiense.

Y guiados por el joven mejicano, en pocos minutos se hallaron ante la puerta de la fonda de maese Calkraff, que les abrió inmediatamente, pues aún no se había acostado, y puso a disposición de Correa una cama de tablas cubierta con una piel de oso por la módica cantidad de un dólar.

—A las cuatro hará usted el favor de despertarme —dijo el joven mejicano.

—¿Tan pronto se marcha usted? —preguntó el fondista, contrariado por la súbita partida de sus huéspedes—. La estación no es todavía propicia para ir a las minas.

—Es que vamos lejos y nos esperan.

—¿No van al Klondyke?

—Vamos al monte Cuarzo. Si viniese alguien a preguntar por nosotros, puede usted darle esa dirección.

—Está bien. ¡Buenas noches, señores!

—Ha hecho usted bien en contestar así, don Pablo —dijo Falcone.

—Indudablemente, vendrá el californiano o enviará a saber de nosotros; se dirigirá tras nosotros al monte Cuarzo y no volveremos a verle.

Se envolvieron en sus mantas y poco después soñaban que eran fabulosamente ricos.

Dos horas antes del alba ya estaban en pie los cinco. Tomaron un té, compraron al fondista algunas botellas de ginebra y de whisky, cargaron los caballos y se pusieron en camino, atravesando la ciudad. Casi al otro extremo el joven mejicano se detuvo ante una tienda, llamó de una manera particular, le abrieron y guió a sus nuevos amigos a un tinglado donde había dos caballejos robustos y fuertes, de pelo largo y espeso, y varias cajas con útiles de minería y víveres.

—Esta es mi fortuna —les dijo festivamente—. Con mis caballos y los vuestros os prometo llevaros en breve al Dom.

Cargaron las cajas, las aseguraron sólidamente y emprendieron el viaje con rapidez en dirección al Sudeste para llegar a la desembocadura del Klondyke.

Seguía la niebla aún más densa que cuando salieron del garito para irse a dormir, pero indudablemente se disiparía a la salida del sol.

El joven mejicano, como buen conocedor del terreno, iba delante guiándolos por un sendero que costeaba el Yukon, camino bordeado de árboles, quizá pinos y abetos, Falcone se puso a su lado. Armando, Back y Bennie se encargaron de conducir los caballos.

Era una mañana muy fría. A intervalos soplaban del Norte ráfagas heladas que^ desgarraban la niebla y hacían gemir las ramas de los árbole$. En cambio, del anchuroso río alzábanse vapores que humedecían el rostro y los vestidos de los mineros.

—¡Qué país! —dijo Falcone al mejicano.

—Verdad es que Dawson y sus alrededores no son muy atractivos, pero hay que tener en cuenta que todavía no ha empezado la buena estación.

—Me han dicho que no se puede trabajar en las minas más de tres o cuatro meses al año.

—Y a veces sólo dos —repuso Correa—. Pero son meses que representan una labor enorme; meses de fatigas y penalidades que extenúan al hombre más fuerte y robusto.

—Sí; debe ser muy fatigosa la faena.

—¡Tremenda! A cierta profundidad la tierra está siempre helada. ¡Con decirle a usted que por las noches hay que tener el fuego encendido en los pozos de excavaciones!

—Pero la riqueza de los filones compensa la fatiga.

—Verdad es. Yo he visto mineros que con un solo azadonazo han ganado cien y hasta doscientos pesos. He conocido un canadiense que descubrió una pepita de catorce libras.

—¡Una verdadera fortuna!

—Y ganada en cinco minutos escasos. No pierdo la esperanza de hallar alguna así.

—¿En el Klondyke?

—En las fuentes del Barem. El minero que me habló de ese filón recogió en tres semanas noventa kilogramos de oro.

—¡Fabuloso!

—Y parece que en el fondo de las cataratas hay pepitas aún más ricas. Con el sluice y el mercurio de usted reuniremos oro en cantidad prodigiosa y en poquísimo tiempo.

—Siempre que no nos molesten y nos estorben.

—¿Quién osaría?

—¿Se ha olvidado usted del californiano?

—¡Sí; ese hombre nos seguirá! —murmuró Correa como si hablara para sí—. En cuanto sepa que me he ido de Dawson, como sabe que conozco un filón riquísimo, se pondrá en nuestro seguimiento. Pero trataremos de engañarle.

—¿Cómo?

—Tomando el camino menos frecuentado.

—Eso nos fatigará más.

—Sí; pero nos proporcionará otra ventaja.

—¿Cuál?

—Evitar el encuentro con las cuadrillas de forajidos.

—¿También por aquí hay bandidos, don Pablo?

—Sí, señor Falcone. En todas las regiones mineras ricas hay siempre organizada alguna banda análoga. En California son los salteadores; aquí, los forajidos. Comprenda usted que es más fácil y cómodo apoderarse del oro recogido a fuerza de trabajo por los mineros, que ir a sacar el precioso mineral en las entrañas de la tierra.

—¿Y no los persiguen?

—De vez en cuando los mineros, exasperados, se reúnen, sé organizan, hacen una batida por los bosques y exterminan a una cuadrilla; pero no escarmientan los demás. Cuando han sido ahorcados todos, surgen otros para sucederlos.

—¿Y hay muchos forajidos?

—Me han dicho que este año abundan bastante, sobre todo por las cercanías del vado de Klondyke.

—Estaremos en guardia.

—Tenemos que estarlo. Nuestros caballos son más precio* sos que el oro para esos bandidos, y si nos ven tratarán de apoderarse de ellos.

—Afortunadamente estamos bien armados y somos buenos tiradores, en especial Bennie y mi sobrino. Si nos asaltan recibirán una lección de la que se acordarán por mucho tiempo.

Así charlando, llegaron a las diez de la mañana a la desembocadura del Klondyke. Se había disipado la niebla, y un sol radiante iluminaba las riberas del Yukon y las de su afluente.

El paisaje era hermosísimo. A derecha e izquierda del gran río se elevaban verdosos y lozanos, bañados por la áurea luz solar, majestuosos pinos, cedros amarillos, abedules, sauces, abetos y árboles de la cicuta; en cambio, las riberas del Klondyke, con más escasa y pequeña vegetación, mostraba sus arenas de oro. Algunas canoas tripuladas por indios recorrían el Yukon, quizá llevando pieles y caza a Dawson, y las columnas de humo que se elevaban en el aire a la orilla opuesta del río indicaban la presencia de campamentos de Coyucones.

Águilas de cabeza blanca, martín-pescadores, ánades silvestres y grandes cisnes revoloteaban sobre el gigantesco río, precipitándose de vez en cuando al agua para cazar algún pez, muy abundantes en aquellas aguas. Y en las copas de los frondosos árboles de la orilla se oían cantar o se divisaban, saltando de rama en rama, los pájaros de la nieve y multitud de otras varias aves.

Después de un breve alto en la orilla del Yukon, en medio de la gran pradera matizada de flores y radiante de luz, los buscadores de oro atravesaron el río en un lanchón que tripulaba un indio viejo, y luego emprendieron animosamente el viaje al Oeste por el valle del afluente.

El Klondyke, que hasta hacía muy poco era casi desconocido, es un río de pequeño curso en comparación con el Yukon. Puede decirse que es uno de los más pequeños afluentes de éste. Parece que tiene sus fuentes en la falda del Quay, montaña casi aislada al Este en los territorios ingleses del Noroeste, y en una región absolutamente desierta y quizá no recorrida aún por ningún hombre blanco.

De allá corre siempre hacia Poniente^ abriéndose paso por entre selvas espesísimas de pinos y cedros por tierras medio congeladas, recibiendo por la izquierda las aguas de tres afluentes: el Sachloutit, que es el mayor; el Barem o el Bonanza, desaguando luego a poca distancia de Dawson. De corriente por lo general impetuosa y medio helado la mayor parte del año, no es navegable más que algunos meses, y sólo por canoas indias. Pero si no sirve como vía, en compensación es rico en oro.

En efecto; sus arenas están llenas de polvo de oro; pero los mineros las desdeñan y prefieren abrir cálims en busca de pepitas escondidas entre las rocas. Parece que aquel oro proviene de la falda del Quay, del Dom y del Sold Quay, tres grupos de montañas no muy altas que se alzan al Este, al Sur y al Norte, respectivamente.

Quizá no sea el único río en que abunda el oro, y probablemente también el Indio, otro afluente del Yukon, más al Sur, atraviesa terrenos auríferos; pero hasta ahora los mineros han limitado sus buscas al valle del Klondyke.

Queriendo don Pablo Correa engañar al californiano en el caso de que éste y sus amigos siguieran sus huellas, en vez de tomar el camino ordinario de los mineros, que no se alejan de la costa, se desvió hacia el Sur para vadear más tarde el Bonanza a pocas leguas del desagüe. Pero a medida que se distanciaban del Klondyke la ruta era más áspera, ruda y dificultosa y ponía a dura prueba las piernas de los hombres y de los caballos.

El terreno rocáceo prestábase poco a la rapidez de la marcha. Rocas enormes cubiertas de musgos, húmedas y resbaladizas, dificultaban el adelanto y obligaban a los viajeros a dar rodeos en busca de pasos menos peligrosos.

La región parecía desierta, desolada, salvaje. No se veían cabañas, ni indios, ni buscadores de oro; hasta los animales faltaban. Apenas si a largos intervalos se oía el triste y amenazador aullido de algún lobo o el lúgubre graznido de un mochuelo escondido en el hueco de un árbol.

Dando vueltas entre tantos obstáculos y descargando muchas veces a los animales para que pasaran más fácilmente los lugares difíciles, a la puesta del sol llegaron a la falda de una sierra coronada por altos pinos y por milenarios cedros de extraordinaria corpulencia.

Hacía bastante frío. De las nevadas cimas soplaban ráfagas heladas, y sobre los árboles flotaban masas de vapores densos. De vez en cuando aullidos feroces hacían estremecerse a los caballos.

Los mineros, extenuados por lo penoso de la jornada, se apresuraron a hacer una gran recolección de ramas secas y encendieron dos enormes hogueras, plantando en medio la tienda. En seguida prepararon la cena con las provisiones que llevaban, sirviéndose como plato fuerte el jamón de cerdo, y terminaron tomando sendas tazas de té muy caliente.

Mientras comían en torno de la hoguera principal, el joven americano les dijo que aquellos lugares estaban infestados de forajidos pocos meses antes. Cuadrillas enteras de mineros que regresaban del valle del Bonanza fueron robadas y asesinadas. Esto dio lugar a que se organizase una expedición de buscadores de oro, y al cabo de unos dos meses consiguieron darles caza y apresar a la mayoría de la banda, que colgaron de los árboles más altos.

—No me sorprendería que hallásemos aún esqueletos de alguno de aquellos forajidos —concluyó diciendo don Pablo—. Me han dicho que fueron más de treinta los condenados a bailar el último fandango con la cuerda al cuello.

—¿Quedará alguno de aquellos bribones? —preguntó Armando.

—Es probable; por más que los placeres del valle del Bonanza fueron abandonados. Si acaso trabajaban aún en aquellas riberas, serán contadísimos los mineros. De todos modos, recomiendo a ustedes la más estricta vigilancia, para que no nos roben los caballos y las provisiones.

—¡Al primero que vea aparecer, lo mato como a un perro! —dijo Bennie.

Terminada la cena, bebido el té y fumadas las pipas, los mineros se metieron en la tienda para dormir, con excepción de Back y Armando, encargados de la primera vela. Cada uno se colocó ante una de las hogueras, sin perder de vista a los caballos, atados a unos pinos jóvenes, y esperaron que les tocara el turno de descansar a su vez.

CAPÍTULO XIII. ATAQUE DE LOS FORAJIDOS

Contrariamente a lo que temían, la noche fue tranquila. Sólo algunos lobos, aguijoneados por el hambre, se atrevieron a acercarse al campamento, ensordeciendo con sus aullidos a los centinelas. Pero un tiro que mató al más audaz bastó para que los otros escapasen, regresando a las madrigueras de las montañas de donde habían salido.

Después de un desayuno abundante, aunque poco variado, los mineros pusiéronse de nuevo en marcha, internándose en una especie de selva que parecía que iba a extenderse sin interrupción hasta las riberas del Bonanza.

Como el terreno era menos quebrado y rudo que el de la jornada precedente, al principio de la marcha fue muy rápida; pero no tardaron en tener que acortarla a causa de los espesos matorrales que crecían entre los enormes troncos de los pinos blancos y negros, de los abetos y de los cedros silvestres.

Sospechando que por aquellos lugares abundaría la caza, Bennie y Armando, nombrados abastecedores de la expedición, se pusieron a la vanguardia con sus fusiles.

En aquel terreno húmedo abundaban las huellas de alces, lobos, carcajúes, racoous y ovibos, especie de bueyes salvajes de baja estatura, pero dotados de formidables cuernos.

Ya habían recorrido unas diez millas a través de la selva, cuando Bennie mostró a Armando unas grandes huellas.

—Son recientes; apenas hace una hora que las han dejado.

—¿Y qué animales serán? —preguntó Armando.

—Probablemente ovibos,

—¿Valen la pena de gastar una bala?

—Y aunque sean dos, Armando.

—Entonces, persigámoslos.

—En eso pensaba. Dejemos que nuestros amigos continúen su camino y sigamos nosotros ese rastro.

—¿No nos extraviaremos?

—¡Bah! ¡Soy cazador viejo!

—Entonces, vamos.

Advirtieron a los compañeros sus propósitos, prometiéndoles reunirse pronto con ellos; se separaron del grupo y siguieron bajo los gigantescos árboles el rastro de los animales desconocidos.

A los quinientos o seiscientos metros acortó Bennie el paso, invitando a su compañero a que le imitase.

Conociendo lo asustadizos que son dichos rumiantes y lo difícil que es acercárseles, no querían alarmarlos con una brusca aparición. Hubiera bastado el más leve rumor para ponerlos en guardia y hacerles huir, y como son agilísimos, su persecución resultaría inútil.

Las huellas, que el vaquero no cesaba de examinar, eran cada vez más ciaras y recientes.

—¡Alto, Armando! —dijo ocultándose tras el tronco de un cedro colosal—. ¿No oyes nada?

—Sí; lejanos mugidos.

—Son nuestros bueyes. Deben de hallarse en aquel matorral.

—Así parece.

—¡Bueno! ¡Adelante sin hacer ruido!

Deslizándose de un tronco a otro, ojo avizor y con el dedo en el gatillo de las escopetas, los dos cazadores caminaron de puntillas unos doscientos metros. De pronto, a unos ochenta pasos vieron salir de un espeso matorral dos enormes carneros.

Los ovibos o bueyes almizclados son una especie de raza intermedia o de transición entre la raza lanar y la bovina. Son de mucha mayor estatura que los bueyes americanos y europeos; patas cortas, cabeza muy peluda, hocico corto y obtuso, boca estrecha, semejante a la de los carneros; pero tienen dos cuernos formidables, largos, curvados hacia delante y con base de gran espesor. Su pelo es hermoso, largo y sutil, con reflejos sedosos, pardo oscuro, blanco en el fondo y que íes cubre el cuerpo y las piernas, casi hasta el suelo.

Antiguamente esos animales eran abundantísimos en Alaska y en las costas de la América polar, donde formaban abundantes manadas de setenta u ochenta cabezas, pero casi los han destruido, y ya sólo pueden encontrarse en las islas más septentrionales: en la Tierra del Rey Guillermo, en la de Wollaskon y en la de Victoria. Sin embargo, aún se encuentra algún ejemplar en las más espesas selvas de Alaska y en las tierras occidentales; pero se prevé su pronta desaparición.

Su carne no es tan exquisita como la de sus congéneres; resulta hasta detestable para los europeos, por estar frecuentemente impregnada de almizcle. Sin embargo, exponiéndola durante cierto tiempo al aire libre, pierde tal aroma y se hace pasadera. Los dos bueyes, quizá los últimos supervivientes de su manada, vieron de pronto a los cazadores, y antes de que éstos tuvieran tiempo de echarse el fusil a la cara, dieron media vuelta y huyeron a toda prisa, internándose en el espeso y altísimo matorral.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el canadiense—. ¡Corramos, Armando, corramos!

Lanzáronse a todo correr tras los fugitivos, que mugían desesperadamente, sin duda para advertir el peligro a sus compañeros, que no debían de estar lejos.

A los siete u ocho minutos perdieron de vista a los bueyes, animales que pueden competir con un buen caballo en la carrera, no obstante su pesadez.

—¡Al diablo! —exclamó Bennie deteniéndose—. ¡Nuestras piernas no pueden competir con las suyas! ¡Nunca hubiera creído que corriesen tanto!

—Hemos perdido inútilmente el tiempo.

—Otra vez nos desquitaremos.

—¿Vamos a reunimos con los compañeros?

—Sí, Armando.

Colgáronse al hombro las escopetas y se encaminaron hacia el Sur para cortar el paso a sus amigos, que habían continuado su camino hacia el Este.

Ya oían los relinchos de los caballos, cuando al dar la vuelta al tronco de un pino que se había caído de viejo, llegó hasta ellos una voz aguda, que gritaba:

—¡Eh! ¡Gentleman! ¡Stop! (¡Alto, caballero!).

Los dos hombres, sorprendidos por la imprevista intimación, miraron a todas partes buscando al que les intimaba la detención, pero no divisaron persona alguna. Bien es verdad que aquella parte de la selva era espesísima y por demás salvaje. Los rodeaban pinos y cedros enormes, seculares, entre los cuales había matorrales espesísimos. Trataron de concluir de dar la vuelta al pino caído para ver si divisaban a alguien entre las rocas, pero volvieron a oír la misma voz de antes, más seca, más enérgica e imperiosa:

—¡Alto, caballeros, o hago fuego!

—¡Váyase al diablo! —respondió Bennie, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Dónde está usted? ¡Tenga la bondad de enseñarnos las narices, señor mío!

—¡Estoy aquí muy bien, caballeros!

—¡Pues no le veo!

—¡No importa!

—¡A nosotros, sí! Deseamos verle para saber quién es y qué quiere.

—Quién soy, no os importa. Qué quiero, vais a saberlo.

—¡Vamos a ver!

—Que dejéis vuestro oro sobre el tronco de ese pino.

Bennie y Armando soltaron la carcajada.

—¡Nuestro oro! ¿Está usted loco, caballero ladrón?

—¡Cómo ladrón!

—¡Cuernos de bisonte! ¡Desde el momento que nos intima a que le demos la bolsa, está claro que es usted un ladrón! Pero esta vez se ha equivocado. Le prevengo que no podrá tener oro de nosotros, porque todavía no hemos visitado los placeres.

—Entonces, dejad vuestras armas.

—Con sumo gusto, siempre que vengáis a cogerlas —contestó el canadiense, y añadió rápidamente a Armando—: ¡En guardia, muchacho! ¡Nos las habernos con uno de esos forajidos que llaman bushranger!

—¡Estoy pronto!

—Echémonos tras este tronco para que nos sirva de barricada.

A todo esto, el bandido había repetido su intimación, ordenando por última vez que depusieran las armas, so pena de hacer fuego, a lo cual los cazadores, lejos de obedecer, contestaron con una carcajada, ocultándose precipitadamente tras el caído tronco del enorme pino.

Apenas lo habían hecho, cuando una bala pasó silbando sobre su cabeza, resonando casi simultáneamente la detonación. A riesgo de recibir un balazo en el cráneo, Bennie se puso en pie, y alcanzando a distinguir una nubecilla de humo por entre las rocas que limitaban aquella parte de la selva, apuntó con rapidez y disparó. Pero no debió de herir al forajido, porque no se oyó ningún grito.

—¡Cuernos de bisonte! —murmuró—. ¿Estará ese bandido parapetado tras las rocas?

—¿Le ha visto usted, Bennie?

—No.

—¿Y qué hacemos?

—¡Calla!

Volvióse rápidamente y vio que se agitaban las ramas de los arbustos a cierta distancia a espaldas suyas. Al mismo tiempo oyó voces que llegaban de la barrera rocácea.

—¿Querrán cogernos entre dos fuegos? ¡Cuernos de mil búfalos! —dijo el canadiense con inquietud.

—¿Qué? ¿Vienen forajidos por nuestra espalda, Bennie?

—Mucho me lo temo. ¡Oh, oh!

—¿Qué hay?

—¡Mira!

Volvióse Armando y vio salir del matorral más próximo a don Pablo y a Back. Los dos valientes mejicanos avanzaban con rapidez, casi sin hacer ruido y revólver en mano. En dos minutos halláronse junto a sus compañeros y se ocultaron tras el tronco del pino.

—¿Son los forajidos? —preguntó Correa.

—Sí —contestó el canadiense.

—¡Lo sospeché! ¿Cuántos son?

—No lo sabemos. Hasta ahora sólo uno parece haber entrado en juego,

—¿Están ahí delante?

—Así lo creo, don Pablo. ¿Y el señor Falcone?

—Ahí detrás, a unos cien pasos; se quedó con los caballos.

En aquel momento la misma voz de antes gritó:

—Conque, caballeros, ¿en qué quedamos?

—¿Qué se le ofrece? —preguntó Bennie por vía de respuesta.

—¿Os rendís, o no?

—No tenemos el menor deseo de rendirnos.

—¡Pues os fusilaremos!

—¡A sus órdenes!

—¡Mirad que somos siete!

—¡Me tiene sin cuidado, caballeros ladrones!

No había Bennie terminado de pronunciar la palabra «ladrones», cuando sonó una descarga. Cinco o seis balas partieron de las rocas y fueron a enterrarse en el tronco del viejo pino. El canadiense se levantó precipitadamente para contestar, pero el joven mejicano se apresuró a tirarle de la ropa y hacerle recobrar su posición atrincherada tras el árbol, diciéndole:

—¡Deje usted que se muestren!

Después de la inofensiva descarga los forajidos no dieron señales de vida. Bien fuera porque se hubiesen alejado, o por aguardar a que los cazadores se moviesen para hacer blanco en ellos, el caso es que no se oían.

Bennie y Correa, temiendo que se acercasen arrastrándose por el césped, alzaron un poco la cabeza y miraron atentamente en todas direcciones. Una vaga inquietud comenzó a apoderarse de ellos. ¿Qué intentaban aquellos bandidos? No era de creer que tan pronto abandonasen la partida.

—No podemos estarnos así una semana —murmuró el canadiense, que ya perdía la paciencia—. ¡Vamos a atacarlos!

—¡Sería una imprudencia! —dijo Back.

Don Pablo, sin contestar, colocó su sombrero sobre el cañón del fusil, y lo levantó sobre la improvisada trinchera. Inmediatamente sonaron cuatro disparos, y el sombrero cayó al suelo atravesado por las balas.

—¿Os parece bastante, caballeros? —preguntó el bandido que había hablado antes.

Bennie iba a contestar, pero el joven mejicano le cerró la boca, murmurándole al oído:

—¡Obliguémosle a mostrarse!

Transcurrieron algunos instantes, y el forajido, con voz fuerte, habló otra vez:

—¿Estáis muertos, que no respondéis? ¡En tal caso, cogeremos vuestros fusiles y vuestros vestidos!

Oyóse el rumor de arbustos que se agitaban ante las rocas. El canadiense, el italiano y Correa se arrastraron hacia las raíces del tronco, mientras Back se llegaba al otro extremo para vigilar por la parte de la selva.

Un hombre de unos cuarenta años, andrajoso, flaco como un alambre, con barba inculta y enmarañados cabellos que le llegaban a los hombros, salió de la cresta roqueña empuñando una escopeta de repetición, un magnífico Winchester de doce tiros.

Sea que divisase entre las raíces del gigantesco pino a los tres buscadores de oro, o que le asaltase repentino recelo, en vez de adelantar, volvióse de pronto hacia atrás tratando de esconderse en un matorral vecino. Bennie se puso rápidamente en pie y disparó. Oyóse un aullido de dolor.

—¡Te di, indeseable! —gritó el cazador.

Y dando un salto que hubiera envidiado una cabra de monte, se precipitó hacia el matorral empuñando el revólver. Pero cuando llegó, el forajido ya no se veía.

—¡Cuernos de bisonte! ¿Dónde diablos se habrá metido?

—¡Allí, allí! —gritó Armando.

—¡Fuego! —ordenó don Pablo.

El bandido estaba muy cerca de las rocas. El italiano y el mejicano dispararon; el forajido vaciló como si hubiera recibido otra herida, pero inmediatamente se parapetó tras el tronco de un cedro y disparó seguidos los doce tiros de su Winchester. Apenas si los tres cazadores tuvieron tiempo de ocultarse tras el viejo pino. Cuando se levantaron de nuevo el ladrón había desaparecido.

—¡Déjenle que vaya a hacerse ahorcar a otra parte! —dijo don Pablo deteniendo a Bennie, que intentaba perseguirlo—. Quizá no esté solo y sus compañeros pueden darnos que hacer.

—¡Que el diablo se lo lleve! Si hubiera sabido que no tenía compañía, a estas horas no estaría vivo; yo se lo aseguro. ¡El indeseable hablaba como si tuviese una compañía a sus órdenes!

—¡Bah! ¡Es una vieja treta de los salteadores! ¡Vámonos, señores!

CAPÍTULO XIV. LA AUDACIA DE LOS BANDIDOS

Durante cuatro días aún los buscadores de oro continuaron su marcha por aquel salvaje territorio que se extiende entre la ribera derecha del Yukon y la izquierda del Bonanza, a través de aquella selva virgen casi tan vieja como el mundo, entre aquel amasijo de rocas dificilísimas de escalar y entrecortadas por torrentes que ponían a dura prueba las piernas de los caballos.

Al quinto decidieron descansar para cazar algo, cuando de pronto se encontraron ante un vasto placer poblado ya por un centenar de mineros yanquis, ingleses, alemanes y mejicanos.

Aquel campo áureo, recientemente descubierto y ya invadido por los aventureros, hallábase a algunas millas del Bonanza y a veinticinco de la orilla izquierda del Klondyke, en una especie de alta planicie rosácea rodeada de bosques de cedros, pinos y abetos, resguardados por el Sur por una sierra de agudos picachos, todavía cubiertos de nieve.

Unos cuarenta miserables tugurios, en parte tiendas de campaña, feas, viejas, descoloridas, en parte chozas de troncos y ramas de árboles, se esparcían a lo largo del torrente que descendía a brincos de la montaña.

¡Qué miserable espectáculo ofrecían aquellos buscadores de oro! Quizá hubiese entre ellos quien habría acumulado una fortuna, considerables riquezas; pero nadie lo creería al verlos en aquel lastimoso estado: sucios, andrajosos y flacos. Más que seres humanos parecían bestias embrutecidas por la dura labor de los claims y de las privaciones.

El campo de oro estaba en plena actividad, aunque el viento Norte que soplaba hacía con el frío doblemente penoso el trabajo de los pozos. El agua del torrente arrastraba aún en su loca carrera enormes pedazos de hielo.

Habían abierto gran cantidad de pozos, especialmente cerca del arroyo, y no hallaron en ellos el oro mezclado con el cuarzo, sino mezclado con arcilla, el paydin, o sea el fango de oro, había que buscarlo en el fondo de los pozos, extraerlo de allí y lavarlo en las heladas aguas del torrente.

Con tan intenso frío, aquella labor tenía que ser sobremanera penosa, y quizá no tanto para los hombres que se quedaban en los claims como para los encargados del lavado, operación hecha para purgar al precioso metal de las piedrecillas, arenas y fango adheridos a él.

Para lavar el oro, sin sluice, aquellos infelices tenían que sumergirse hasta la cintura en el agua helada del torrente, y permanecer allí los breves minutos que podían soportar semejante baño, con objeto de hacer circular la batea.

Para poder obtener el oro casi puro se valían del antiguo sistema de la batea o fuente de madera dura, capaz para contener unos diez kilogramos de paydin de un diámetro de medio metro y de diez centímetros de fondo. Hay que sumergirla en la corriente, imprimiéndola un movimiento circular y al mismo tiempo ondulatorio. Poco a poco se lleva el agua fango e impurezas, dejando el oro más pesado amontonado en el fondo. Un segundo lavado más rápido que el primero, removiendo el contenido con golpes diestros en el fondo externo de la batea, hace desaparecer las últimas impurezas.

No se crea que se trata de una operación fácil, como puede parecer a primera vista. Requiere habilidad suma, que se adquiere con larga práctica.

Los pobres diablos que por turno lavaban el fango dorado volvían a los claims en estado lamentable por las inmersiones en el agua helada. Algunos, menos fuertes, caían al suelo extenuados en cuanto entregaban la batea a sus compañeros, y tenían que ser llevados a la tienda y colocados cerca del fuego para desentumecerles las piernas.

—Este fango es riquísimo en oro —dijo Bennie, que con sus compañeros asistía hacía buen rato a las operaciones del lavado y veía a veces pepitas enormes en el fondo de las bateas—. Estos hombres no han de salir por menos de cien duros al día cada uno.

—Cierto —afirmó Pablo Correa—. Y si no supiese que en las fuentes del Barem hay filones o campos de oro de fabulosa riqueza, propondría que nos quedásemos aquí.

Por la tarde se nubló el cielo y se levantó espesa niebla sobre el campo. Nuestros amigos se retiraron a la tienda, renunciando a visitar el bar, que era licorería y garito en una pieza, y temiendo que algunos mineros poco escrupulosos les robasen los caballos, los ataron a uno de los palos de la tienda, ante la cual encendieron una gran hoguera.

Durante la cena se guardaron bien de hablar de las fuentes del Barem. Su llegada al campo sin apropiarse un claim y emprender los trabajos previos para las excavaciones quizá había despertado sospechas entre los mineros, y no era difícil que alguno tratase de escuchar sus palabras.

Ya Armando, encargado de velar por los caballos, había visto algunas sombras humanas aproximarse a la tienda, fingiendo haberse extraviado en su camino a causa de la niebla. No había duda que los espiaban.

—Cuando nos vayamos, tomaremos nuestras precauciones para evitar que nos sigan —dijo el joven mejicano—. Aunque aquí abunda el oro, no faltará quien pretenda seguirnos con la esperanza de que lo llevemos a placeres más ricos, Así suele suceder.

—Lo mismo ocurría en el Colorado —contestó Bennie—. Bastaba que un grupo de mineros se alejase, para que muchos lo siguieran creyendo que iban a mostrarles algún yacimiento aurífero más rico.

Establecidos los turnos de guardia, Bennie, don Pablo y el señor Falcone se metieron en la tienda y se echaron a dormir envueltos en sus mantas, mientras Back y Armando se acurrucaron ante la hoguera que ardía fuera.

Ningún suceso interrumpió el pacífico sueño de los mineros. Solamente, ya al amanecer, Bennie y Correa creyeron ver una sombra humana aproximarse a los caballos; pero aunque dieron la vuelta a la tienda y escudriñaron los alrededores, no hallaron a nadie.

Al otro día, mientras don Pablo y el señor Falcone volvían al campo de oro, Armando y el canadiense se internaron en la selva con la esperanza de cazar algo para ahorrar las provisiones y, a ser posible, aumentarlas.

Su gira fue fatigosa e improductiva: sólo pudieron matar en la ribera del Bonanza dos nutrias, animales no despreciables, si bien pequeños, y más apreciados por su piel que por su carne.

Iban a atravesar el campo minero para ir a su tienda, cuando oyeron en el bar un clamoreo ensordecedor, indudablemente, se trataba de una querella de juego, cosa frecuente en los placeres, como también ocurría que por efecto de ella resultase algún muerto. Como no les interesaba el lance ni tenían para qué mezclarse en cuestiones ajenas, se disponían a proseguir su camino, mas de pronto les pareció oír la voz de Correa.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó Bennie, parándose de pronto—. ¿Se habrá mezclado en alguna riña nuestro amigo don Pablo?

Al oír los gritos, varios mineros abandonaron los claims y se dirigieron hacia el garito, armados de sus revólveres y sendos cuchillos.

—¡Ven, Armando! ¡Acaso nuestros amigos corran peligro!

—Le sigo a usted.

—¿Está cargado tu fusil?

—Sí.

—¡Pues disponte a todo y está muy alerta! ¡Con estos buscadores de oro la vida siempre está en un tris!

En dos saltos halláronse ante la puerta del bar, donde se agrupaban muchos mineros.

Oyeron la voz del joven mejicano, que, vibrante de indignación, pronunciaba estas palabras:

—¡Mientes, bellaco! ¡No soy ladrón ni asesino!

El canadiense se abrió paso con ímpetu irresistible, empujando a los mineros, y diciendo:

—¡Largo, largo! ¡Paso, paso!

Habíanse reunido ya en la tienda treinta o cuarenta mineros, y formaban un círculo en torno de don Pablo y del señor Falcone, que tenían cara a cara a un individuo que ni Bennie ni Armando reconocieron a primera vista.

Era un hombre de unos cuarenta años, alto, flaco como un espárrago, con barba larga y negra, nariz semejante al pico de un papagayo, ojos pardos de mirada falsa, dura, recelosa y largo cabello enmarañado.

Vestía un chaquetón de cuero, deslucido y viejísimo; unos calzones de piel de foca, desgarrados, sucios y fangosos; llevaba pendiente de la cintura un largo y ancho machete, y colgado al hombro, un magnífico Winchester de doce tiros.

Aquel tipo tan poco simpático gruñía como un oso gris, repitiendo en todos los tonos:

—¡Os juro, caballeros, que este hombre ha tratado de robarme y asesinarme en plena selva! ¡Aún tengo en el cuerpo una bala que me disparó!

A fuerza de codos, Bennie y Armando rompieron el círculo y se pusieron al lado de Correa y Falcone, armando resueltamente sus fusiles. Apenas miraron a la faz de aquel hombre, lanzaron a dúo la misma exclamación:

—¡El forajido del bosque!

Sin desconcertarse lo más mínimo, el acusador dijo, señalando a los recién llegados:

—¡Estos son sus cómplices! ¡Los reconozco! ¡Señores, pido que se les aplique la ley de Lynch!

Al oír estas palabras el canadiense se precipitó sobre el bandido, diciendo:

—¡Voy a pegarte un tiro por sinvergüenza, ladrón!…

—Y, ni corto ni perezoso, le apuntó con su escopeta; pero varios mineros le contuvieron.

—¡Caballero, no permitimos asesinatos!

—¡Os digo que este canalla es un bushranger!

—Está bien; pero él acusa a ustedes de haberle asaltado para robarle en plena selva.

—¡Miente!

—Lo veremos. Como aquí no hay Policía ni jueces, nosotros nos constituiremos en tribunal para juzgaros con arreglo a la ley de Lynch. Y al culpable le aplicaremos la pena colgándolo de un árbol.

—¡Sí, sí! —exclamaron muchos mineros—. ¡Apliquémosles la ley de Lynch!

—Acepto —dijo el forajido—, y presentaré al jurado un testigo que afirmará, como yo lo hago, que este mejicano es un redomado ladrón.

—¡Perro! ¡Miserable! —rugió Correa, rojo de cólera.

—¡Tiene razón este caballero! —dijo una voz irónica.

Y se adelantó al medio del círculo un hombre en quien los cuatro amigos reconocieron inmediatamente al californiano que creían haber dejado en Dawson.

—Yo acuso a estos señores —exclamó el indeseable— de ser ladrones. A mí me asaltaron cerca del Yukon y me robaron ciento veinte onzas de oro.

Los cuatro amigos gritaron indignados:

—¡Indeseable! ¡Cobarde!

Bennie y Correa se precipitaron contra él; pero los mineros los detuvieron.

—¡Calma, señores, calma! El jurado hará justicia; pero debéis limitaros a demostrar lo que afirmáis, sin querer hacer uso de la fuerza ni de las armas.

—¡Ese hombre —gritó don Pablo, señalando al californiano— es compañero de ese forajido! Trató de asesinarme hace pocas horas en las calles de Dawson.

—El jurado decidirá.

El señor Falcone adelantó un paso, y poniéndose la mano en el pecho, dijo con acento solemne:

—¡Juro como hombre honrado que es verdad cuanto han afirmado mis compañeros!

Los mineros se conmovieron ante el aspecto leal y el acento sincero del mecánico. Volviéronse a mirar a los bandidos, y vieron que el flaco había palidecido, y que el californiano no parecía estar muy tranquilo.

El que hasta entonces había hablado por los mineros se acercó a Falcone y murmuró a su oído:

—¡Confíe usted en mí, caballero! ¡Ya verá usted cómo acaba todo esto!

Y una vez en medio del círculo, dijo:

—¡Doce hombres para formar conmigo el jurado que ha de aplicar la ley de Lynch con toda severidad!

Aunque el licorista trató de oponerse, temiendo que el mástil de su tienda se convirtiese en horca, cosa no improbable, en pocos minutos los mineros eligieron los doce jurados. El decimotercero, que era el que invocó la ley de Lynch y el que había llevado la voz cantante hasta entonces, parecía una persona culta y educada; por unanimidad fue designado como presidente.

Colocaron una gran mesa en medio de la tienda, y ante ella se sentaron los miembros del tribunal popular, después de haber pedido al licorista unas botellas de ginebra para aclarar la mente y soltar la lengua. Los demás mineros se sentaron a las otras mesas, revólver en mano para impedir la fuga de los procesados.

La ley de Lynch se proclamó por primera vez en los placeres de California para poner freno a los robos escandalosos y a los repetidos asesinatos que se cometían a la luz del día. Después de un breve interrogatorio, los jueces populares pronunciaban la sentencia, que siempre es inapelable. Fue adoptada más tarde en las minas de oro de Australia, en las de diamantes del África del Sur y de los campos auríferos de Alaska; en todas partes donde no hay jueces, ni Policía, ni guardias de seguridad.

Siempre ha dado excelente resultado, pues si bien alguna vez ha causado inocentes víctimas, ha purgado a la sociedad de muchísimos bribones y criminales que sin esa ley hubieran quedado impunes.

El señor Falcone y sus compañeros fueron invitados a tomar asiento ante los jueces, así como el forajido y el californiano; pero aquéllos a la derecha y éstos a la izquierda y convenientemente distanciados. Ofrecióseles una copita de ginebra, y el presidente anunció que empezaba el juicio.

—Caballeros —dijo con cierta solemnidad—, estos hombres se acusan recíprocamente de bandolerismo; pero hasta ahora ninguno de ellos ha presentado testimonios de su afirmación. Tenemos, pues, que averiguar quiénes son los verdaderos culpables para aplicarles el condigno castigo. ¿Alguno de ustedes puede jurar y probar que ha sufrido cualquier depredación por parte de unos u otros?

Todos callaron. El presidente aguardó algunos minutos la respuesta, y luego prosiguió:

—Pues que a nadie de nosotros le consta la culpabilidad de los procesados, tenemos que proceder al interrogatorio. ¿Qué tiene usted que decir en descargo de sus amigos? —preguntó dirigiéndose al señor Falcone.

—Repito —contestó el mecánico— que somos hombres honrados, y que ese hombre ha asaltado en la selva a mis compañeros, a unas treinta millas de Bonanza. En cuanto a su compañero, ha intentado asesinarnos la noche anterior, a nuestra salida de Dawson. Lo juro por mi honor.

—¡Miente usted! —gritó el californiano.

—¡Silencio! —ordenó el presidente—. ¡Usted hablará cuando le interroguen!

—¡Repito que miente ese ladrón! —replicó el californiano—. Nunca he asesinado ni tratado de asesinar a nadie, y mucho menos en Dawson, donde no he estado jamás.

—¿Dónde ha residido usted, pues, hasta ahora? —preguntó el presidente.

—En los placeres de Klondyke.

El presidente se volvió hacia los mineros que llenaban la tienda, y exclamó:

—Acaban ustedes de oírlo. Puesto que la mayoría de ustedes han venido de los placeres del Klondyke, contesten con toda sinceridad: ¿hay alguno de ustedes que haya visto a ese hombre alguna vez en donde dice?

—¡Ninguno; nunca! —respondieron todos a una voz.

—Resulta que ha mentido usted.

—No he mentido; pero es que he trabajado en un claim muy apartado de los placeres.

—Sí; ¡bastante apartado, muy lejos! —dijo alguien entre la multitud que se agolpaba a la entrada del bar.

Todos volvieron la vista, y vieron a un minero que se adelantaba hacia la mesa del jurado.

—Conozco a ese hombre —exclamó con tono de resolución y energía viriles—. Se llama James Korthan, es californiano y un bribón de la peor especie, que me ha robado treinta onzas de oro en un garito de Dawson.

—¡Mientes, indeseable! —aulló el californiano, pálido como un cadáver—. ¡No te he visto en mi vida!

—¡Ah! ¿No me has visto nunca? Atrévete a jurar que no has estado en Dawson; jura que no te llamas James Korthan.

—No puede hacerlo, porque es verdad. Ese hombre ha trabajado conmigo en los placeres del Bonanza y le conozco bien —declaró don Pablo, que añadió, dirigiéndose al minero—: Gracias por su intervención, caballero. Creo que su testimonio satisfará a estos señores y bastará para ahorcar a esos bandidos.

—¡Ahorcarme a mí! —rugió el californiano—. ¡Toma!

Y antes de que pudieran impedírselo y de que los mineros le desarmaran, disparó su revólver contra Correa. Dando un salto de jaguar, el mejicano evitó ser herido. Bennie y Armando alzaron los fusiles, pero no pudieron servirse de ellos, porque el forajido de la nariz de lorito, con una poderosa sacudida, había inclinado el mástil de la tienda, y la lona cayó sobre los circunstantes, cubriéndolos.

Con los gritos de los jueces y de los demás mineros, oyéronse en el exterior tiros de revólver.

Bennie, Correa y Armando habían rasgado la lona con sus machetes y salido en persecución de los dos bandidos, a fin de evitar su fuga.

Pero cuando salieron era demasiado tarde. Los dos bribones se aprovecharon de la confusión para escapar y refugiarse en la selva.

CAPÍTULO XV. MOMENTO TERRIBLE

La misma noche, aprovechándose de la niebla, que había vuelto a caer en el campo de oro, don Pablo y sus compañeros prosiguieron su marcha hacia el Barem, partiendo sin despedirse, para evitar que los siguiesen.

Guiándose con la brújula caminaron toda la noche en dirección Este, tomando toda clase de precauciones para ver si hacían perder las huellas al tenaz californiano.

Al salir el sol se hallaban en un bosque de pinos y cedros a treinta y dos millas del Bonanza.

Hicieron un alto para desayunarse y dar descanso a los caballos, muy sobrecargados, y dos horas después continuaron el viaje, resueltos a no acampar de nuevo hasta llegar al Barem.

Esta marcha fue quizá la más fatigosa desde que salieron del lago de los Esclavos, pues tuvieron que atravesar terrenos pantanosos, bosques espesísimos, cursos de agua casi helada y barrancos abruptos y profundos con las paredes casi cortadas a pico. Así, al acampar de nuevo, hombres y animales hallábanse extenuados.

—¡Una hora más, y envío al diablo todos los tesoros de Alaska! —exclamó Bennie—. ¡Esta marcha ha sido una verdadera carrera de baquetas!

—Pero ha sido necesaria —replicó Correa—. Si no hubiéramos caminado tan de prisa, habríamos sido alcanzados por alguna cuadrilla de mineros.

—Y quizá por el californiano y su compañero —añadió Armando.

—¿Nos habrá seguido aún? —preguntó Back.

—Es probable —respondió su compatriota.

—¡Sangre de bisonte! —exclamó el canadiense—. ¿Por ventura es ese hombre un lebrel?

—Pues no me sorprendería que nos siguiera.

—Por lo visto, a toda costa quiere tener su parte de oro.

—Y vengarse de mí, además. Así, pues, les aconsejo a ustedes que estén muy en guardia, y más ahora que está aliado con el forajido.

—¡Bah! ¡No se arriesgará a descubrirse!

—Si nos ha seguido de Dawson al Bonanza, a pesar de todas las precauciones que tomamos, bien puede seguirnos ahora también.

—¡Me alegraría, para poder colgarle de un árbol!

—¡Como no nos juegue alguna de las suyas! ¡Ese bandido es capaz de todo!

—Tendremos los ojos muy abiertos.

—Y dormiremos sólo con uno —añadió Armando.

—¡Eso hace falta, amigas!

—Velaremos noche y día. ¿Cuánto distamos de las fuentes del Barem?

—Unos tres días escasos de marcha regular.

—¿Y recogeremos el oro a paletadas?

—Si no a paletadas, por lo menos a puñados.

—¿Recuerda usted exactamente el punto?

—Me lo describió mi amigo tan minuciosamente, que no puedo engañarme. Es un valle entre altos picos que dominan el Dom, y dos cataratas a los costados.

—Entonces, mañana vadearemos el Barem y proseguiremos la marcha hasta que nuestras piernas lo permitan —dijo Falcone—. Hay que apresurarse, porque la buena estación es muy breve, y tenemos que aprovecharla.

En aquel momento los caballos relincharon con inquietud, esforzándose por soltarse.

—¿Qué ocurre?

—¿Habrán olido algún enemigo? —inquirió Armando.

—Puede ser, porque nuestros caballos no son asustadizos.

Don Pablo se había levantado empuñando el fusil, e inspeccionó prudentemente los alrededores.

—¿Nada? —preguntaron Bennie y Armando.

—Nada. Parece como si la selva estuviera desierta.

—El peligro no viene de la selva, amigos —dijo Back—. Los caballos tienden las orejas hacia el río.

—¡Vamos a ver los tres! —dijo resueltamente el canadiense—. Tú, Back, quédate guardando el campamento con el señor Falcone.

Mientras los dos custodios exploraban los alrededores de la tienda, Correa, el italiano y el vaquero se dirigieron hacia el río, mirando atentamente todos los matorrales y bajo los altos árboles. Ningún rumor sospechoso llegaba a sus oídos; sólo se oía el ruido de la corriente y el gemido de las ramas azotadas por el helado viento septentrional.

Los tres exploradores llegaron a la orilla del Barem y se encorvaron para inspeccionar la corriente; pero el agua, ensombrecida por las copas de los inmensos árboles que costeaban la corriente, presentábase a sus ojos como una masa negra. No pudieron, pues, distinguir nada.

—¿Se habrán engañado nuestros caballos, a pesar de su instinto? —preguntó el joven mejicano.

—Los de usted, es posible —dijo el canadiense—; pero nuestros caballos de la pradera, no. Esos animales de las inmensas llanuras del Sur están acostumbrados a olfatear el peligro y a señalarlo.

—Sin embargo, no se ve nada sospechoso.

—¡Callen! —dijo Armando.

Callaron y aguzaron el oído. A cuarenta o cincuenta pasos sobre la corriente se oyó un sordo rumor como el producido por la caída al agua de un cuerpo muy pesado.

—Alguien se ha arrojado al río —dijo Bennie.

Lanzáronse en aquella dirección y bajaron al río por el lugar donde se había producido el chapuzón.

—¡Nada! —dijo Armando.

—Y, sin embargo, alguien se ha chapuzado.

—¿Habrá sido algún animal?

—Puede ser.

—¿Y por qué no un hombre? —preguntó don Pablo.

—¿Algún indio?

—No, Bennie. Sospecho que sea nuestro enemigo.

—¿El californiano? ¡Cuernos de bisonte! ¿Quiere usted que nos haya alcanzado ya? ¡Es imposible que haya descubierto nuestras huellas!

—Quisiera creerlo así yo también, pero… ¡Ese hombre es muy capaz de habernos seguido!

—Entonces, dejémosle que se ahogue.

—¿Qué hacemos? —preguntó Armando.

—Volvamos al campamento y estemos alerta —repuso el joven mejicana—. ¡Quién sabe si nos engañamos! ¡Quizá se trate de algún animal!

—Preferiría que fuera así —agregó Bennie.

Exploraron la orilla en una extensión de trescientos o cuatrocientos metros, tan infructuosamente como antes, y regresaron a la tienda.

Como no estaban seguros de la clase de enemigo ni de la parte por donde vendría, encendieron dos hogueras más para iluminar el campo por todos lados, y encargaron la primera guardia a Back y a Armando.

El vaquero y el italiano encendieron sus pipas, se envolvieron en sus mantas, porque la noche estaba muy fría, y se sentaron para vigilar.

Los caballos parecían haberse tranquilizado después de la exploración, y se habían echado junto a la tienda. Sólo el de Bennie permanecía en pie, no desmintiendo su raza.

En la selva no se percibía ningún rumor sospechoso. Hasta el viento había cesado, dejando tranquilas las copas de los cedros y los pinos.

Así pasaron cerca de dos horas. De pronto, Back observó que el caballo de Bennie erguía la cabeza y levantaba las orejas, como queriendo recoger algún vago ruido.

—¡Algo ocurre! —murmuró el mejicano poniéndose en pie—. ¿Quién puede aventurarse en el bosque con este frío y a tales horas?

En aquel momento el caballo lanzó un ahogado relincho y tiró de la cuerda que le sujetaba al palo de la tienda.

Armando, que velaba a espaldas de la tienda, se había levantado también y, dando media vuelta, llamó:

—¡Back!

—¿Qué ocurre?

—El caballo está inquieto.

—Y también los otros comienzan a dar señales de inquietud. ¡Mira! —contestó el mejicano.

—¿Se acerca alguien?

—Así lo creo.

—¿Quién puede ser el que se acerca por la selva con este tiempo?

—Difícil es averiguarlo.

—¿Por qué razón?

—Por la niebla. Comienzan a no verse los dedos de la mano.

—¡Es verdad! ¿Avisamos a Bennie?

—Esperemos un poco.

Ambos se habían alejado un poco de la tienda, tratando de descubrir la causa de semejante alarma.

Por desgracia, durante las dos horas de su vela se había extendido una espesa niebla que impedía distinguir el más grueso tronco a distancia de seis o siete pasos.

—¡No se ve nada! ¡Estúpido país de nieblas!

—¿No oye usted nada, Back?

—Sólo el rumor de la corriente.

—¡Eh!

—¡Caramba!

—¡Un gruñido de oso gris, Back!

—¡Sí, Armando!

—¿Tratará de sorprendernos la fiera?

—¡Despertemos a los compañeros! ¡Contra una fiera así, nunca seremos demasiados!

Era inútil despertarlos. El canadiense había oído el gruñido del terrible animal y, despertando a sus compañeros, salió de un salto fuera de la tienda.

—¡Un grizzly! ¿Verdad, Back?

—¡Sí, Bennie!

—¡Lo prefiero al californiano! ¿Dónde está?

—Se pasea por entre la hierba —repuso Armando.

—¡Maldita niebla!

—¡Cuidado! —gritó Back.

En medio de la húmeda cortina se veía confusamente una forma gigantesca que parecía tratar de dirigirse hacia las hogueras.

Bennie y don Pablo, que eran los que se hallaban más próximos, apuntaron precipitadamente y dispararon sus fusiles. Oyóse un aullido feroz, agudo, y luego nada.

—¿Ha caído? —preguntó el canadiense.

—No he podido verlo —repuso Back.

—Si no hubiera muerto, se habría precipitado contra nosotros —dijo Armando.

—¡Vamos a verlo! —añadió resueltamente Bennie.

Y se lanzó al lugar donde se había visto el presunto oso, siguiéndole Armando y Correa. Pero, llegados al sitio, no vieron nada.

—¡Busquemos! —dijo el cazador.

—¡Prudencia! —advirtió el joven mejicano—. ¡Esos animales son muy astutos!

El canadiense se puso a dar vueltas a un tronco enorme, mientras los otros dos inspeccionaban un matorral próximo. Ya había dado la vuelta, cuando de pronto le cayeron en los hombros dos enormes zarpas. Trató de sustraerse al brutal atraco con rápido y enérgico movimiento y disparar su fusil, pero no pudo hacerlo, y, en cambio, el peso de las dos zarpas le hizo caer al suelo, no permitiéndole otra cosa que gritar:

—¡Socorro!

Armando y Correa se precipitaron en auxilio de su amigo y hallaron un oso gris gigantesco, que se levantó sobre las patas posteriores para caer sobre ellos. Sorprendidos los dos cazadores por la imprevista aparición, descargaron sus escopetas a boca de jarro, y viendo que la fiera no caía, echaron a correr hacia el campamento llamando a Back y a Falcone, Bennie llegó casi al mismo tiempo; no habiendo recibido lesión alguna ni perdido la serenidad, aprovechó aquel pequeño respiro para huir. Por desgracia, había soltado el fusil al ser derribado por el feroz animal y se fugó sin él, pues no era ocasión de entretenerse a buscarlo ante tamaño peligro.

Los cinco amigos se agruparon detrás de la primera hoguera, cuatro armados de escopetas y uno de revólver, dispuestos a la lucha.

Pero contrariamente a sus costumbres e instintos belicosos, por el momento el grizzly no parecía tener ningún deseo de asaltar a los cazadores. Se le oía gruñir cerca y alguna vez le veían surgir entre la niebla por brevísimos instantes, y en seguida desaparecer, sin duda por ocultarse tras el tronco de algún enorme pino.

—¿Está usted herido, Bennie? —preguntaron solícitos los dos italianos.

—¡No! —respondió el canadiense—. Sólo me han lastimado un poco los hombros las uñas de la bestia. ¡Mas espero la oportunidad de vengarme a mi sabor del pésimo rato que me ha hecho pasar!

—Paréceme que no le corre prisa darte esa satisfacción —le dijo Back.

—¡Ya lo veo!

—Me parece que ha debido irse. No le oigo ya —añadió.

—¿Tendrá ya bastante?

—No lo creo, tío —contestó Armando—. Hemos disparado con demasiada precipitación porque se nos echaba encima y quizá ni siquiera le hayamos dado.

—¡Chits! —dijo el canadiense aplicando el oído.

En esto se oyó un chapuzón como el que habían percibido algunas horas antes.

—¡Se ha echado al río!

—¿Tendrá su cubil al otro lado del Barem? —preguntó Falcone con interés.

—Lo supongo.

—Entonces podremos dormir tranquilos.

—Dormir, sí; pero tranquilos, no. ¡Sólo con un ojo!

—¿Y su escopeta de usted, Bennie?

—La cogeremos mañana, Armando. No es un bocado predilecto de los osos.

Convencidos ya de la ausencia de la fiera, Bennie, don Pablo y el señor Falcone se acostaron en la tienda, y Armando y Back volvieron a ocupar sus puestos ante las hogueras, continuando su vela.

La noche transcurrió sin más alarmas, señal evidente de que el oso había atravesado el Barem, abandonando definitivamente la partida. Quizá las balas de Correa y del italiano le habían herido y se retiraba a su guarida para curarse.

Al despuntar el nuevo día tomaron sendas tazas de té bien calientes y se pusieron en marcha, buscando un vado para pasar el Barem; pero el joven mejicano, por temor de tropezar con el cubil del oso gris, hizo remontar a sus compañeros unos seiscientos metros.

El vado era excelente; por aquella parte la profundidad del agua no pasaba de un metro; pero por temor a las consecuencias de un baño helado, aconsejó a sus compañeros que subieran a los caballos. Los pobres animales, a pesar del exceso de la carga, penetraron animosamente en la finísima corriente y pasaron con toda felicidad a la orilla opuesta.

Tomaron tierra en un lugar lleno de matorrales espesos y de enormes pinos. El joven mejicano, que iba delante, trató de internar a su caballo entre aquellas plantas; pero el animal, lejos de obedecerle, hizo esfuerzos por volverse a precipitarse nuevamente en el río.

—¿Qué le pasa a su caballo, don Pablo? —preguntó Bennie.

Correa no tuvo tiempo de responder. Una masa enorme salió de improviso del matorral y se precipitó sobre él, derribándole con caballo y todo.

—¡Cuernos de bisonte! ¡El oso!

En efecto; era el oso gris que los había asaltado durante la noche. Indudablemente, la fiera los había espiado, y al verlos atravesar el río, se emboscó para sorprenderlos.

En vez de precipitarse sobre el mejicano y su caballo, la fiera se lanzó en medio del grupo con ligereza tal y tan impetuosamente, que los mineros no tuvieron tiempo de descolgarse las escopetas que llevaban en bandolera.

Para colmo de desgracia, aterrados los caballos a la vista de la fiera, se precipitaron confusamente en el río, derribando a los jinetes en el agua.

El momento era terrible. El feroz grizzly, erguido en la orilla sobre las patas traseras, se detuvo un momento, cual si estuviera indeciso en la elección de la víctima. Un momento más, y alguno de los cuatro hubiera probado los temibles dientes del monstruo.

Bennie y Armando, caídos en el agua, uno a la izquierda y otro a la derecha, se levantaron inmediatamente. Back cayó en un sitio donde la corriente era muy rápida, y tuvo que echarse a nadar. El señor Falcone, menos afortunado, había quedado en la orilla; pero bajo el caballo que montaba y sin poder levantarse de momento.

El canadiense llamó a Armando y se precipitó resueltamente contra la fiera con el revólver en una mano y el machete en la otra. El italiano había cogido un hacha del arzón de uno de los caballos.

Bennie apuntó con su revólver y apretó el gatillo; mas el cartucho, mojado por el chaparrón, no estalló. Iba a lanzarse sobre el animal machete en mano, cuando resonó una detonación.

El mejicano se había levantado y recobrado su fusil y disparó contra la fiera, metiéndole una bala en el cráneo. Pero no era bastante un balazo para matar a semejante monstruo, y el animal se precipitó furioso y rugiendo contra don Pablo.

—¡Huya usted! —le gritó Bennie.

Antes de recibir el consejo, el mejicano lo había puesto en práctica. En dos brincos sé resguardó tras el tronco de un enorme pino, dando vueltas en torno de él perseguido por la fiera y tratando mientras huía de cargar de nuevo su escopeta.

Furioso el grizzly y con la cara cubierta de sangre, perseguía tenazmente a su enemigo, dando gruñidos de cólera.

Mientras tanto, Bennie, Armando, Falcone y Back se habían reunido y cargado sus armas con cartuchos secos.

—¡Cuidado, Pablo! —gritó el canadiense.

Y apuntaba con su escopeta al animal; pero no se atrevía a hacer fuego, pues pasaban tan rápidamente y tan seguidos el oso y el mejicano, que temía matar a éste queriendo acabar con aquél.

—¡Tírese al suelo! —le gritó Bennie.

—¡No! —respondió Correa.

—¡Es que no podemos disparar por temor de darle!

—¡No importa; ya dispararé yo!

—¿Ha cargado usted su escopeta?

—Sí.

—¡Pues fuego!

El mejicano se volvió en aquel momento. El oso le seguía a tres pasos e iba a aferrarle. Apuntó con su arma, casi apoyando el cañón en el pecho del animal, y disparó, saltando inmediatamente y separándose del árbol. El grizzly se detuvo, quizás mortalmente herido, y en aquel instante recibió cuatro balazos más, que acabaron con su vida. Trató de sostenerse aferrándose al tronco con las uñas, pero no tuvo fuerzas para clavarlas en él; vaciló y cayó, dando su último aullido.

—¡Es una comida que nos hemos ganado bien! —exclamó Bennie—. ¡Señores míos, ofrezco a ustedes dos jamones que nada tienen que envidiar a los del cerdo mejor criado!

CAPÍTULO XVI. LA FIEBRE DEL ORO

Tres días después, dejando atrás bosques espesos, profundos barrancos y nuevos pantanos, los cinco compañeros llegaban por fin a las fuentes del Barem y no tardaron en hallar el valle de las dos cataratas, resguardado por las altas cumbres de la cadena del Dom.

Aquel lugar, quizá nunca visitado por persona humana, ni aun por los indios, que siempre suelen mantenerse próximos a las orillas de, los grandes ríos, siendo por aquellos territorios más pescadores que cazadores, era bello y grandioso, con la hermosura y grandiosidad de lo agreste y salvaje. Pinos majestuosos lo bordeaban, alzando sus copas a sesenta metros del suelo o más, y proyectando densa sombra por los lados; las montañas, cubiertas de una verdadera selva de cedros y abetos, con sus cumbres cubiertas de nieve, cerraban el valle, y dos ramificaciones del Dom, a derecha e izquierda del Barem, servían de marco a los gigantescos pinos, encerrando el valle como en un soberbio marco por tres partes.

El río, formado por las aguas de la cascada, se precipitaba rugiente e impetuoso, espumante y casi helado, saltando de roca en roca y serpenteando caprichosamente, arrastrando témpanos de bastante tamaño y formando peligrosísimos remolinos.

El fragor de la cascada y de la corriente bulliciosa despertaba los ecos del valle y atronaba los oídos de los viajeros, fingiendo ruido de batallas y estruendo de tempestad.

El señor Falcone y sus compañeros detuviéronse mirando con admiración mezclada de cierto sobrecogimiento el imponente espectáculo que ofrecía aquel valle sombrío.

—¿Y está aquí el oro, bajo nuestros pies? —preguntó al cabo de un rato Bennie, cuyos ojos se fijaban ansiosos en las rocas, cual si tratase de descubrir el precioso metal que ocultaban.

—Sí —repuso Correa—. La montaña al frente, las dos cataratas y el Barem en medio. ¡El minero no me engañó!

—¡Manos a los azadones! —exclamó el canadiense—. ¡Tengo ganas de ver el oro, nuestro oro!

—¡Cálmese, Bennie! —dijo riéndose el señor Falcone—. ¡Nadie se llevará nuestro oro!

—¡Siento que me abrasan los pies estas rocas que guardan el precioso metal!

—Lo creo; pero no hay que precipitarse. Procedamos con calma. El valle es grande y no sabemos en qué lugar se hallan los filones auríferos.

—Cierto —asintió don Pablo—. Tendremos que hacer calas y ensayos.

—Y montar el sluice —dijo Armando.

—Y encender fuego y hacer el almuerzo —añadió Back—, pues todavía no hemos almorzado.

—¡Al diablo el almuerzo! ¿Quién se acuerda de almorzar teniendo bajo sus plantas millones y millones quizás?

Los cuatro amigos soltaron la carcajada.

—¡Reíd, reíd! —prosiguió Bennie—. ¡Ah, flemáticos! ¿Acaso no sentís la fiebre del oro?

—¡Todavía no! —contestó festivamente el mecánico—. Pero ya nos atacará, tarde o temprano. Dicen que es contagiosa.

—¡Ea! ¡Ante todo, armemos la tienda y preparemos el almuerzo! —dijo Correa.

Como era cuestión de permanecer allí hasta el término de la buena estación, es decir, un par de meses largos, escogieron con cuidado el lugar más a propósito para acampar; un puesto resguardado de los helados vientos septentrionales y que ofreciese condiciones para resistir un posible ataque de pieles rojas o de forajidos.

Eligieron para campamento una roca horadada con muchas hendiduras que parecían hechas para servir de escondites y baluartes, situada cerca de la orilla izquierda del Barem, y en sitio a propósito para vigilar el sluice, que contaban con armas allí.

Alzaron la tienda ante la caverna, la cual fue destinada a caballeriza, pues querían conservar los excelentes animales para la vuelta.

Durante aquel día no intentaron exploración alguna, atareados con los cuidados de la instalación, preparándose buena provisión de musgo para formar sus lechos, de leña para la calefacción y la cocina, y almacenando las cajas convenientemente para tener bien acondicionados útiles, municiones, herramientas y provisiones.

Al día siguiente armaron el sluice, que es una especie de cedazo montado en dos sólidos postes por medio de fuertes goznes de hierro fundido. Interiormente está dividido en varios departamentos: ocho, diez y hasta doce; el primero, el más amplio, recibe la tierra aurífera tal como sale del pozo. El agua que pasa sobre él, pues hay que colocar el cedazo bajo la corriente de algún río caudaloso o de un torrente, disgrega rápidamente la tierra, llevándose las impurezas y dejando sólo la arena y el oro, que se cuelan por una especie de filtro al segundo departamento; otro colador o cedazo permite el paso del oro y a los fragmentos más pequeños, y merced a cierta cantidad de mercurio contenido en él atrae el precioso metal, impidiendo que el agua se lo lleve. Así sucesivamente va filtrándose y purificándose al pasar de departamento en departamento.

Con tal sistema se puede estar seguro de que no se pierde la menor partícula de oro, mientras que con el sistema antiguo de los cedazos primitivos muchas lentejuelas de oro eran arrastradas por la corriente del agua.

Por fin, al tercer día los mineros pusiéronse al trabajo haciendo calas para buscar los filones más ricos. Ansiosos de investigar la riqueza del subsuelo, excavaron un pozo cerca del río. No tardaron en hallar arena aurífera a menos de dos metros de profundidad, y Bennie y Correa, que eran los que abrían aquel pozo, lanzaron un ¡hurra! entusiasta, que atrajo a su lado a los tres compañeros. Seis pozales de aquella arena fueron izados y llevados al lavadero, en torno del cual se reunieron los cinco para conocer lo más pronto posible el resultado de su trabajo.

—¡Atención, señores! —dijo Bennie—. ¡En breve vamos a saber la importancia de la riqueza del filón que hemos descubierto, para saber si nos conviene seguir explotándolo!

—No sé si es que comienza a invadirme la fiebre del oro; pero es el caso —exclamó Armando—-que parece querer saltárseme el corazón del pecho.

—Eso es la emoción que experimenta el jugador que arriesga una gruesa suma a una carta —dijo don Pablo sonriendo.

Entre tanto, Back y Falcone habían cerrado el paso al agua, apresurando cuidadosamente la caída del oro en el último departamento del sluice.

Sacada la caja, vieron ondear el mercurio amalgamado al precioso metal. Bennie y el joven mejicano, los más hábiles en aquellas operaciones, procedieron a pasar la mezcla a un gran plato de madera y luego la echaron a un saco de lona.

—¿Para qué lo meten ustedes en ese saco? —preguntó Armando, que había seguido con atención profunda y vivo interés las distintas operaciones realizadas por los dos mineros.

—Para separar el oro del mercurio —respondió el canadiense.

—¿Y veremos después el oro?

—Sí; pero no hay que ser impacientes. Back, trae el caldero.

—¡Aquí está!

El canadiense cogió el saco con las dos manos y empezó a estrujarlo y retorcerlo con todas sus fuerzas. Comprimido de tal modo, el mercurio comenzó a salir por todos los poros de la tela, cayendo como lluvia de plata en el recipiente. Cuando Bennie abrió por fin el saco enseñó a sus compañeros, asombrados, un bloque de más de medio kilogramo, pero que parecía de plata mejor que de oro.

—¡Cuernos de bisonte! —exclamó el vaquero con entusiasmo.

—¡Caramba! —dijo don Pablo.

—¡El filón es de una riqueza fabulosa! —añadió el canadiense.

—¡Canario! ¡Ya lo creo! —asintió Back.

—¡No le engañó a usted su amigo, don Pablo! —dijo Falcone.

—¿Todo eso es oro? —preguntó Armando—. ¡Qué barbaridad! ¡Más de medio kilo de oro en unos cuantos pozales de tierra!

—¡No te entusiasmes demasiado, muchacho! —le replicó su tío—. No es todo oro, aún tiene bastante mercurio. Pero de todos modos, el filón que hemos descubierto es de una riqueza extraordinaria, inverosímil. Aunque contenga un veinticinco o un treinta por ciento de mercurio, podemos decir que es una mina riquísima.

A todo esto, Back había encendido una hoguera y puesto sobre las llamas una sartén de hierro. Bennie cogió el precioso bloque y lo echó dentro. En breve se fundió el mercurio y en el fondo de la sartén quedó el oro puro.

—¡Oro! ¡Oro! ¡Oh! ¡Cuánto! ¡Una riqueza! —exclamaron los mineros con inmenso júbilo.

Realmente, la cantidad de oro que restaba en la sartén después de separado el mercurio justificaba su entusiasmo. Ni Bennie, ni Back, ni Correa habían visto nunca que de sólo seis pozales de arena aurífera saliera casi medio kilogramo de oro puro. Podía, pues, creerse que el terreno de aquel valle era prodigiosamente rico.

—El resultado del primer ensayo no puede ser más espléndido.

—¡Amigos, vamos a ser ricos como nababs, como cresos! ¡Compraremos ganados, campos, casas! ¡Qué, casas! ¡Si se nos antoja, podremos comprar una ciudad entera!

—Si todas las recolecciones dieran el mismo resultado, Bennie, sí que tendría usted razón —respondió Falcone—. Podría decirse que la riqueza de este valle superaba a la de toda California, Australia y África. Pero hay que ver si el filón continúa rindiendo lo mismo.

—¿Y qué? Cuando veamos que empieza a rendir menos, buscaremos y encontraremos otro tan rico o más que éste. ¡Cien mil cuernos de bisonte! ¡Amigos, al trabajo! ¡Necesito moverme, cavar; y si no, me pongo a saltar, a bailar!…

—¡Calma, Bennie! Hasta ahora la ganancia no es más que de un par de billetes de mil pesetas —dijo Armando.

—¡Bueno; pero bajo nuestros pies hay millones!

—Los cogeremos, pero no tenemos que enloquecer por eso.

—¡A trabajar! —dijo Falcone.

Bennie y Back bajaron al pozo; Armando y Correa subían los pozales llenos de arena aurífera. Falcone tomó la dirección del sluice, trabajo menos fatigoso y más en consonancia con sus aficiones y conocimientos mecánicos.

Durante toda la jornada los mineros trabajaron con ardor y casi sin descanso, febrilmente, ávidos de arrancar a la tierra los tesoros que guardaba en su seno.

A la noche resultó que habían logrado reunir doce kilogramos de oro, según pudieron comprobar en un peso que el mecánico llevaba. El trabajo, si bien rudo y fatigoso por lo ininterrumpido, sólo había sido de diez horas escasas. No podía ser más satisfactorio el resultado.

Así, para festejarlo, y después de comerse con excelente apetito uno de los jamones del oso, el último que les quedaba, se bebieron una de las seis botellas de whisky que habían traído.

CAPÍTULO XVII. UN ENEMIGO MISTERIOSO

Durante catorce días los mineros continuaron su trabajo siguiendo el filón y acumulando gran cantidad de oro: al decimoquinto tropezaron con un enorme bloque de cuarzo durísimo, absolutamente inatacable, y allí cesó de improviso aquel trabajo rudo y fatigoso que realizaban con febril entusiasmo.

La masa rocácea se extendía en dirección a un barranco profundo, confinante con una de las dos cascadas, y era tan enorme y sólida, que podía desafiar, no sólo a los picos, sino también a un barreno. Cuando se convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos, volvieron a la boca del poco y comenzaron a hacer calas en distintas direcciones. Na tardaron en hallar arena aurífera.

Pero pronto se convencieron de que el nuevo filón no era, ni con mucho, tan rico como el anterior. En dos jornadas de trabajo sólo consiguieron reunir dos kilogramos de oro, resultando así una ganancia de unas tres mil pesetas por día,

—¡Cuernos de bisonte! Convengo en que es bastante ganar tres mil pesetas diarias, y muchas minas ricas de California no dan mucho más; pero para nosotros es muy poco. ¡A este paso no seremos cresos!

—Pues a mí me parece bastante, y creo que es usted demasiado exigente, señor Bennie.

—¡Qué sabes tú, Armando! ¡Te digo que es muy poco!

—Dígame usted de algún país donde un zapador pueda ganar seiscientas pesetas de jornal.

—Bueno; tienes razón; pero ha habido día que hemos ganado más de seis mil, y acostumbrados a ganar demasiado, esto nos parece una miseria.

—¡Y lo llama miseria! ¡Adiós, millonario!

—Vamos a ver, señor Falcone, ¿cuánto suma el oro que hemos recogido en estos días pasados?

—Ciento sesenta kilogramos.

—O sea…

—Unas quinientas mil pesetas.

—¡Y esto en quince o dieciséis días!

—Creí que era más.

—¡Cómo! ¿Aún le parece a usted poco, Bennie? Cuente usted que son veinte mil duros por cabeza.

—Sí; pero no se compra una ciudad con veinte mil duros.

—Pues busque usted otro filón más rico.

—No tengo que cansarme mucho para encontrarlo, amigos.

Un ¡oh! de admiración acogió aquellas palabras.

—¡Hable, Bennie! —dijeron los cuatro.

—Una pregunta previa: ¿Creen ustedes que hay oro en el río Barem?

—Ciertamente —dijo Falcone—. El otro día examiné sus arenas y hallé polvo de oro.

—¿Y de dónde cree usted que procede el precioso metal?

—Indudablemente de los flancos del Dom.

—¿Ha observado usted la catarata mayor?

—Sí.

—En su base se ha formado una extensa cuenca, probablemente muy profunda.

—Verdad.

—Pues bien, señores; ¿saben ustedes lo que pienso?

—Hable usted.

—¡Explícate!

—¡No somos adivinos!

—Que dentro de esa cuenca debe de hallarse acumulado el oro arrastrado por la cascada.

El señor Falcone miró de hito en hito al canadiense. La reflexión de éste le había impresionado vivamente.

—Sí; puede ser. Mejor dicho, debe de ser así —dijo.

—Entonces, ¿por qué no vamos a coger esa fortuna?

—¡Tiene usted razón, caramba! —exclamó don Pablo—. Quizá haya en esa cuenca inmensos tesoros acumulados durante siglos y siglos.

—¡Pues vamos a cogerlos! —dijo Back.

—¡Despacio, amigo! —replicó el mecánico—. Primero hay que ver si podemos echar mano al tesoro. No han pensado ustedes en la catarata.

—¡La desviaremos!

—¿Y después?

—¡Vaciaremos la cuenca!

—Para lo cual necesitaremos varios meses de trabajo. Pero vamos a ver primero si hay posibilidad, mediante alguna mina… ¿Cuánta pólvora tenemos?

—Doce kilogramos, sin contar los ochocientos cartuchos de nuestros fusiles —respondió Bennie.

—¡Vamos allá!

—Dirigiéndose a la cascada, que rugía a la derecha del valle, y llegados junto a ella, pusiéronse a examinarla atentamente para ver si era posible realizar la labor proyectada.

El río, que bajaba de la montaña, y que podía considerarse como el brazo principal del Barem, por ser el más caudaloso, precipitábase en la cuenca o taza desde una altura de sesenta metros lo menos con un ruido ensordecedor. Después de tan atento examen, el señor Falcone vio que había posibilidad de acometer con buen éxito la empresa ideada por el canadiense.

—Sí —dijo después de haber reflexionado—. Poniendo un barreno en la base de esa gran roca que dificulta el paso libre del agua, podrá vaciarse rápidamente la taza. Ese obstáculo, ya trabajado por el agua, no debe de oponer gran resistencia, e indudablemente cederá al impulso de una buena carga de pólvora.

—La única dificultad consiste en desviar la catarata.

—¿Le parece a usted imposible? —preguntó don Pablo.

—Acaso con otro barreno podrá lograrse —apuntó Bennie.

—¡Probaremos!

—Pero inundaremos el valle —insinuó Back.

—¡No importa! No tardarán las aguas en abrirse nuevo cauce para juntarse a las del Barem.

—¡Síganme ustedes! —dijo Falcone.

Y echó a andar por la orilla del río, avanzando doscientos o trescientos pasos en busca de un lugar propicio para abrir un nuevo cauce a las aguas.

En aquel sitio corría entre dos paredes rocosas que lo estrechaban como en una cañería. Examinó con atención su curso, avanzó un poco más y se detuvo en la parte donde la corriente describía una curva brusca.

Como el recodo era muy acentuado y el curso del río impetuoso, las aguas se precipitaban contra la orilla izquierda, chocando con tal furia, que parecía que iban a horadar la roca que las obligaba a desviarse.

—¡Allí! —dijo el señor Falcone—. Si en aquel lugar se abriese paso a la corriente, las aguas seguirían naturalmente el nuevo cauce, abandonando la cascada.

—¿Bastará un barreno? —preguntó Bennie.

—Se necesitarán varios; pero los haremos estallar a la vez.

—¡Si logramos nuestro propósito, hétenos millonarios, señor Falcone! ¡Estoy seguro de que en el fondo de la cascada está la caja de caudales de la montaña!

—¡Pues la saquearemos! —contestó festivamente el mecánico.

—Vamos a examinar la otra orilla.

La corriente era rapidísima y profunda, y el agua estaba demasiado helada para sumergirse impunemente en ella. Tuvieron, pues, necesidad de agenciarse dos pinos, cuyos troncos bastaban para cruzar el río, un puente móvil de ocasión.

Una vez en la otra orilla, examinaron la roca que deseaban hacer volar. El ímpetu de la corriente la había debilitado bastante, disgregando muchas partes de ella y resintiéndola de tal modo, que al recibir el empuje de las aguas parecía estremecerse. No era de creer, pues, que opusiera resistencia. Indudablemente, aun sin barrenos, no tardaría mucho tiempo en caer quebrantada, aniquilada por la fuerza incontrastable de la corriente.

Satisfechos de su examen, los cinco mineros se pusieron alegremente a la obra. Abrieron seis barrenos bastante profundos, cargando cada uno con un kilogramo de pólvora, y prepararon las mechas.

Ya era de noche, pues la labor los ocupó toda la jornada, cuando encendieron las mechas y pasaron a todo escape a la otra orilla para no sufrir las consecuencias de la explosión.

No tardó mucho en producirse con estrépito infernal, pues los seis kilogramos de pólvora se incendiaron casi simultáneamente, ensordeciendo a los mineros, despertando los ecos del valle y repercutiendo en el bosque y en la montaña.

Quebrantada la pared por la explosión, cedió en un trecho de sesenta metros, dejando un vacío bastante más profundo que el lecho del río. Al hallar un desahogo, las aguas se precipitaron por allí furiosamente, derribando cuantos obstáculos había a su paso, y se extendieron por la llanura.

—¡Hurra, hurra! —gritaron los mineros contemplando los efectos de su obra.

—¡El tesoro es nuestro! —exclamó Bennie tirando a lo alto su sombrero—. ¡Dentro de pocos días habremos forzado la caja de caudales de la montaña!

Poco después el fragor ensordecedor de la cascada cesaba bruscamente. El río, que había abandonado su antiguo lecho, se abrió nuevo cauce, canalizado entre las rocas del valle, para desaguar en el Barem seiscientos metros más adelante.

—¡A la cascada! —ordenó el señor Falcone.

Los cinco mineros se dirigieron a aquella especie de gigantesco embudo, y vieron que había desaparecido casi toda el agua. Solamente unos hilillos de escasa importancia bajaban aún lamiendo las negras rocas.

Pero el agua del fondo había desaparecido, no dejando en la base de las rocas más que una taza de unos cuarenta metros de ancho y poco más de largo, probablemente bastante profunda.

—Mañana bajaremos y haremos desaparecer también esa agua —dijo el mecánico—. Con un buen barreno abriremos un cauce en la roca viva.

—¡Y seremos millonarios!

—¡Se precipita usted demasiado, mi querido Bennie!

—¡Cómo! ¿Lo pone usted en duda?

—No, en verdad; pero para asegurarme quiero ver primero el fondo de la cuenca.

—¡Le digo a usted que hallaremos oro en gran abundancia!

—¡Bueno, amigo, bueno! ¡No se incomode usted! —repuso el italiano riéndose.

—¡Es la fiebre del oro! —replicó festivamente el canadiense—. ¡Qué quiere usted! ¡Se le va a uno la cabeza!

Como todos estaban cansadísimos, retiráronse a la tienda, y después de una cena frugal, se acostaron, sin preocuparse de establecer turnos de guardia. En tantos días ni habían hallado huellas de fieras ni de hombres, y hacía varias noches que renunciaron a las velas, considerándolas inútiles.

Durmieron varias horas tranquilos. De pronto el canadiense despertó, oyendo con sus finos oídos de vaquero avezado a la vida de la pradera algunos relinchos de inquietud. De un salto se puso en pie y agarró el fusil, que siempre dejaba al alcance de su mano.

«Si los caballos han relinchado —pensó—, es que han olido algún peligro. ¡Veamos!».

No quiso alarmar a sus compañeros, y salió sin despertarlos.

La noche no era nada clara. Luna y estrellas hallábanse cubiertas por las nubes, pero algo se veía, y a treinta pasos podía distinguirse un bulto cualquiera. Los cuatro caballos estaban en pie, inquietos.

«¡Cuando se han levantado —pensó—, algo hay! ¿Habrá venido a rondar estos contornos algún oso gris? ¡No estaría mal, aunque no fuese sino para aumentar nuestras provisiones!».

Con un dedo en el gatillo, ojo avizor y oído alerta, avanzó y dio la vuelta a la tienda, sin ver nada sospechoso. Creyó que todo había sido una falsa alarma, y ya iba a retirarse, cuando su caballo relinchó otra vez.

—¡Mil cuernos de bisonte! —exclamó el canadiense—. ¡Mi caballo debe de tener algún motivo para alarmarse!

Acercóse al sotechado formado en la roca donde las caballerías tenían su cuadra, y al entrar tropezó con unos haces de leña amontonados en un rincón, y que estaba seguro de no haber visto el día anterior.

—¡Mil diablos! —murmuró lanzando alrededor miradas inquisitivas—. ¿Quién ha traído aquí esto? ¿Para qué? ¿Con qué objeto? ¡Cuernos de bisonte! ¡Hay que aclarar este misterio!

Corrió a la tienda y llamó a sus compañeros, que se despertaron sobresaltados y salieron empuñando las escopetas.

—¿Qué sucede, Bennie? —preguntó el señor Falcone.

—Cosas inexplicables,

—¡Veamos!

—¿Quién de ustedes ha llevado unos haces de leña al sotechado?

—Yo, no.

—Ni yo.

—Ni yo —respondieron todos.

—¿Están ustedes bien seguros?

—¡Segurísimos!

—Pues bien; alguien ha tratado de incendiarlo.

—¿Quién? ¡Veamos! —dijo el mecánico.

—Eso es precisamente lo que no sé.

—¿Serán los indios? —preguntó Armando.

—No lo creo. ¿A cuento de qué?

—Con el fin de robar los caballos y el oro que poseemos y después quemarnos a nosotros.

—¡No puede ser! —dijo don Pablo—. Los indios de estas regiones ni aprecian el oro.

—¿Pues quién puede haber sido? —preguntó Back.

—Algún minero que nos ha seguido y que trataba de inmovilizarnos destruyendo nuestros víveres, robándonos e impidiendo que le sigamos al dejarnos sin caballos.

—¿Y dónde se habrá escondido el indeseable? —preguntó Bennie.

—Habrá huido,

—Es probable; la noche es oscura y propicia.

—¡Señores míos, hay que velar por las noches! —dijo el mejicano.

—¡Y mañana explorar los alrededores! —añadió el mecánico.

—¡Registraremos hasta el bosque! —agregó Back.

—¡Y si encuentro a este bellaco, juro a ustedes que le meto en el cráneo sesenta gramos de plomo! —afirmó Bennie.

Después de inspeccionar los alrededores, llegar hasta las rocas y la cascada y registrar por todas partes, sin hallar nada, los mineros volvieron a la tienda; pero dos de ellos permanecieron de guardia, uno ante ella y otro en la entrada de la caverna, con la esperanza de sorprender al bandido.

CAPÍTULO XVIII. ENTRE EL ORO Y LA MUERTE

Al día siguiente, aunque devorados por el deseo de vaciar la taza de la cascada, Bennie y Armando, don Pablo y Back se pusieron en marcha para explorar los bosques, resueltos a librarse del peligroso enemigo que atentaba a su oro y a su vida. El señor Falcone se quedó de guardia en el campamento.

Mientras los dos mejicanos se dirigían a la montaña, el canadiense y el italiano se dirigieron a registrar los bosques de pinos, cedros y abetos y los matorrales del valle. Después de haber tratado en vano de descubrir alguna huella, cosa difícil por ser el terreno rocáceo, se internaron en la selva que flanquea la parte meridional del valle, avanzando con grandes precauciones para no ser sorprendidos.

Una vez en terreno no rocáceo, y por añadidura húmedo, el canadiense distinguió una doble huella humana que no dejaba duda acerca de su identidad.

—Son huellas de europeos —dijo Bennie.

—¿No serán el californiano y su amigo y compañero el forajido? —insinuó Armando.

—¡Cien mil cuernos de bisonte! ¡Ellos deben de ser! ¡Si los encontramos, los fusilaremos sin vacilar, muchacho!

Hallábanse los dos compañeros junto al límite del valle ante un amontonamiento de enormes rocas peladas, y ocultos tras el tronco de un cedro se pusieron a contemplar aquella montaña, tanto por prudencia, pues no era difícil que los de las huellas hubieran preparado en aquel bravío lugar alguna celada, como para ver si habían de seguir la pista a la derecha o a la izquierda. No tardaron en advertir que aquellas rocas eran muy fáciles de escalar, pues tenían hendiduras y salientes a modo de escalones. Las huellas terminaban allí.

Mirando a la cima, Bennie descubrió una especie de caverna natural, con entrada bastante ancha para dar paso a un hombre.

—Parece una galería —dijo Armando.

—¿Será su guarida? —se preguntó el canadiense.

De pronto lanzó una exclamación ahogada. Acababa de ver elevarse de la caverna una leve columna de humo.

—¡Ah! —exclamó—. ¡No me había engañado, muchacho!

—¡Indudablemente, están ahí! —murmuró Armando.

—Y no han sospechado nuestra presencia.

—Naturalmente, pues si la hubieran sospechado, se habrían librado bien de encender fuego.

—¿Vamos a sorprenderlos, Armando?

—Como usted quiera, Bennie.

Los dos cazadores cambiaron de cartucho las escopetas para estar más seguros de sus tiros, examinaron la carga de sus revólveres, y acercándose con precaución, comenzaron a trepar lentamente, y teniendo cuidado de no producir el menor ruido por desprendimiento de algún pedrusco al apoyarse en él.

En breve llegaron a la entrada de la gruta, y de un salto se pusieron en ella, apuntando al interior con las escopetas y dispuestos a hacer fuego.

—¡Quietos, o sois muertos! —gritó el vaquero.

Nadie respondió a la enérgica y terminante intimación.

Entraron y se hallaron en una caverna circular iluminada por las llamas de algunos tizones, restos de una hoguera medio extinguida por falta de combustible.

Su estupor fue inmenso al no ver en aquel antro criatura humana alguna. Pero si no se veían hombres, muchos objetos esparcidos en la gruta demostraban que había estado habitada.

Colgadas en las paredes había redes de pescar, hoces, cuchillos con mango de marfil y flechas; por el suelo, dos o tres pares de zuecos de los que usan los indios para pisar por la nieve, algunas prendas de vestir de piel, peces salados y ahumados y pieles de oso negro, lobos y zorros.

Bennie lanzó un grito de estupor y desilusión.

—¡Cien mil cuernos de bisonte! —exclamó—. ¡Hemos hecho una plancha mayúscula!

—¿Quiere usted decir que esta caverna no ha servido de vivienda a hombres de nuestra raza?

—¡Claro que sí! Esta es una habitación de indios, Armando.

—Entonces nos hemos equivocado.

—¡Completa y groseramente equivocados!

—¿Y dónde estarán los moradores de esta gruta?

—Probablemente habrán ido de caza.

—¿Y las huellas que hemos visto?

—De los indios.

—Pero eran botas como las nuestras.

—Quizá los indios de estas regiones hayan comprendido que el calzado a la europea es más cómodo y lo habrán adoptado.

—¡Puede ser!

—Me alegro mucho de este descubrimiento, pues me libra de una grave preocupación. De los indios no tenemos que temer una jugarreta.

—¿Esperamos su regreso?

—Perderíamos un tiempo precioso, amiguito. Dejemos el pleno y tranquilo disfrute de su caverna a los pieles rojas.

—Pero todavía hay algo inexplicable.

—¿Qué?

—El hallazgo de los haces de leña en la caverna que nos sirve de cuadra.

—Puede haberlos dejado algún indio que fuera a espiarnos sin malas intenciones. Los indígenas de estas regiones no son malos, Armando, y respetan a los hombres blancos. Volvamos, pues, al campamento, y tratemos de desaguar la cuenca de la cascada, que es lo más importante.

Tranquilizados ya, los dos hombres volvieron al campamento y contaron su aventura a Falcone y a los dos mejicanos, que también acababan de regresar sin haber hallado nada. De común acuerdo resolvieron no preocuparse por lo que hicieran los indios y reanudar su labor, tratando de vaciar la taza de la cascada.

Comieron apresuradamente, se procuraron una sólida cuerda de nudos para poder bajar a aquel barranco, una vez desaguado, y por prudencia se llevaron consigo las armas y toda la pólvora que poseían para llenar los barrenos correspondientes.

Ataron la cuerda al tronco de un gran pino que se alzaba junto a las rocas, y Bennie descendió animosamente al abismo. Los otros le siguieron prestamente con picos y una larga mecha.

La cuenca, que debía de almacenar todo el oro arrastrado por el agua de la montaña, medía lo menos noventa metros de circuito y era muy profunda.

Para vaciarla resolvieron hacer un barreno a la profundidad de tres metros y otro en la roca viva que separaba el abismo del Barem, a fin de dar al agua fácil salida.

Resuelta y afanosamente, pusiéronse los cinco hombres al trabajo, con el ansia de contemplar antes de la noche los tesoros allí almacenados. Con actividad febril laboraron durante más de tres horas, y a las cuatro de la tarde los dos barrenos ya estaban listos.

—Subamos —dijo el señor Falcone—. La explosión será tremenda, y pueden caernos encima pedazos de roca que…

—¡Oh, oh! —dijo el canadiense—. ¿Qué le pasa a mi caballo?

—¿Habrá ido algún indio al campamento? —dijo Armando.

—¡Vaya al diablo! ¡Tenemos ahora cosa más importante que hacer que salir a recibirle!

—¡Fuego a los barrenos, amigos! —dijo el mecánico—, y arriba inmediatamente.

—Son tan largas las mechas —añadió Back—. que tenemos tiempo de sobra para subir. Lo menos tardarán cinco minutos en llegar a la pólvora.

Correa y Bennie las encendieron, y todos treparon por la cuerda con ligereza y agilidad.

Armando fue el primero en subir; pero en vez de llegar hasta el borde superior del abismo, se quedó a la mitad, en una especie de plataforma bastante grande, desde la cual podía ayudar a sus compañeros. Ya todos se habían reunido con el joven italiano, se disponían a continuar la ascensión, cuando de pronto la cuerda, cortada de un golpe por arriba, cayó al abismo, afortunadamente antes de que ninguno de los cinco compañeros se hubiera colgado de ella.

Un rugido de furor se escapó de los pechos del quinteto.

—¡Han cortado la cuerda! —gritó Back, que empezó a trepar por una roca para ver si se había soltado.

Don Pablo se precipitó para agarrarla, pero ya era tarde: la cuerda se había hundido en el agua.

—¡Traición! —clamaron todos.

Una risa sarcástica, insultante, les contestó.

Correa, al oírla, palideció y se estremeció.

Había reconocido al autor de la hazaña: al californiano, cuya venganza los perseguía encarnizadamente.

—¡La risa del californiano! —exclamó—. ¡Estamos perdidos!

—¡Juro que morirás a mis manos sin misericordia ni remisión! —gritó Bennie furioso.

Y se precipitó a la pared rocosa, con la esperanza de poder trepar por ella, aunque fuese a costa de colosales esfuerzos. Armando le siguió animosamente. Pero pronto se convencieron ambos de que la empresa era punto menos que imposible.

—¡Indeseable! ¡Miserable! —rugió el canadiense—. ¡Echa una cuerda!

Respondióle otra carcajada burlona, y al terminar la risa oyeron algo más lejos la voz del californiano, que decía:

—¡Vais a saltar todos con las rocas cuando estallen los barrenos!

Sólo entonces se acordaron los mineros del tremendo peligro que corrían.

Los infelices palidecieron. Bajo sus pies, a pocos metros, las dos mechas ardían acercando su llama a las dos cargas de pólvora. Dentro de dos o tres minutos todo habría terminado para ellos.

—¡Estamos perdidos! —repitió don Pablo limpiándose el sudor que perlaba su frente—. ¡Dentro de poco rato haremos cabriolas por los aires!

—¡Y el bandido se ha escapado! —aulló Bennie colérico.

—¡Y con nuestro oro! —añadió el mecánico.

—¡Y con nuestros caballos! —agregó Back—. ¡Pero esto no es razón para que nos crucemos de brazos esperando el salto mortal sin intentar nada para evitarlo! ¡Hay que hacer algo!

—¡No se puede hacer nada! —le contestó su compatriota—. ¡Es imposible escalar estas rocas!

—Por lo menos, tratemos de apagar las mechas —exclamó Bennie.

—Para eso necesitaríamos bajar, y la roca está cortada a pico.

—Si saltara…

—¡Se mataría usted! Son más de siete metros de altura, y caería usted sobre unos peñascos puntiagudos, que le despedazarían.

—¡Entonces estamos condenados irremisiblemente a perecer!

El señor Falcone no contestó; no sabía más que decir que la muerte le parecía inevitable y en cuestión de un par de minutos.

Guardaron unos segundos de silencio fúnebre. Los cinco desgraciados miraban con terror los dos hilillos de humo que salían de las minas.

Cada segundo que transcurría tenía para ellos la duración de una hora.

Ya comenzaban a resignarse con su espantosa suerte, cuando oyeron una voz humana en lo alto de las rocas.

Al oírla, Bennie lanzó un rugido de fiera herida y apuntó con su escopeta, dispuesto a hacer fuego, creyendo que el californiano había vuelto para darse el sabroso placer de asistir a la agonía de sus víctimas.

Ciego de ira, iba a disparar sobre un bulto que asomaba inclinándose con precaución hacia el abismo, cuando le agarró por el brazo con fuerza febril el señor Falcone, gritando:

—¡Indios! ¡Indios! ¡Amigos! ¡Bennie! ¡Estamos salvados!

Cuatro indios habían aparecido al borde del abismo y miraban con curiosidad a aquellos cinco blancos reunidos en la plataforma.

—¡Una cuerda! ¡Echad una cuerda! ¡Pronto, o estamos perdidos!

Las voces de Bennie fueron comprendidas por los indios. Uno de ellos se desciñó de la cintura una larga correa y la dejó caer, agarrándola por un extremo los cuatro pieles rojas.

—¡Arza! ¡Pronto! —ordenó Falcone.

—¡Tú el primero, Armando! ¡Pronto! —dijo el canadiense.

El joven se agarró a la correa y fue izado en un santiamén.

Una vez arriba, sin entretenerse en dar las gracias a sus salvadores, se precipitó hacia las grutas y comprobó que les habían robado el oro recogido con tanta fatiga.

Corrió como un loco gritando:

—¡Robados! ¡Robados!

Los indios habían izado ya a sus compañeros.

—¡Indeseables! —rugió Bennie—. ¡Si llego a echarle la vista encima!…

Miró alrededor, y vio que su caballo, el de Back y uno de los de don Pablo galopaban hacia ellos sin bridas y como si hubieran conseguido escapar de manos del que los había cogido. El cuarto animal no logró, sin duda, igual suerte, y continuaba en poder del californiano.

—¡A caballo! ¡Monta tú también, Armando, y usted, don Pablo! ¡Ustedes quédense, o sígannos como puedan!

El canadiense, el joven mejicano y el sobrino del mecánico se lanzaron hacia la selva a toda prisa de sus corceles, mientras sus dos compañeros decidieron quedarse para cuidar de los víveres que tenían almacenados en una de las hendiduras de la roca, como saben nuestros lectores.

Los tres caballos emprendieron una carrera desenfrenada, atravesando en pocos minutos el valle en toda su longitud, y llegando a la entrada de la selva, se internaron en ella sin detenerse un instante.

No tardaron en distinguir en un claro del bosque, y a unos setecientos pasos delante, dos jinetes, en los cuales reconocieron al californiano y al forajido, llevando entre ellos el caballo de don Pablo cargado con varios bultos.

Los dos animales que montaban los bandidos parecían bastante cansados. La carga del tercero hacía suponer que era bastante pesada.

Al divisarlos, Bennie exhaló un rugido de placer.

Los fugitivos volvieron la cabeza y palidecieron reconociendo a sus enemigos. Tratando de huir, azotaron sin piedad a sus caballos, que parecieron hacer un supremo esfuerzo; pero el de la carga no podía seguirlos tan a prisa y tenían que amoldarse a su paso.

—¡Alto o disparo! —gritó el canadiense.

Dos duras interjecciones fue lo único que oyeron por respuesta.

—¡Ah! ¿No queréis rendiros? Pues preparaos. ¡Ahora vais a saber lo que es bueno! —exclamó Bennie con voz fuerte.

Y con admirable agilidad saltó del caballo, dejando que el animal siguiera corriendo impulsado por el ímpetu de su carrera.

Los dos bandidos espoleaban a sus cabalgaduras tratando de internarse pronto en la espesura de la selva, y tranquilos porque no se creían al alcance de las escopetas de los mineros. Por desgracia para ellos, el caballo de Correa, que llevaba la carga del oro robado, dificultaba la rapidez de su marcha y no pudieron pasar el claro tan pronto como hubieran querido.

De pronto se oyó una detonación.

Aún no se había extinguido el eco de ella, cuando el californiano cayó mortalmente herido.

Su compañero, espantado, abandonó la acémila con el oro que llevaba, e hizo dar un salto a su caballo para llegar a una ondulación del terreno.

Una vez allí, echó pie a tierra ágilmente y se aprestó a la lucha.

Armando y don Pablo continuaban la persecución a caballo y ganando terreno a ojos vistas.

—¡Ríndete! —gritó el mejicano.

—¡No! —respondió el bandido, que en aquel momento se echaba al suelo desmontando ágilmente, como hemos indicado.

Una vez en tierra y antes de que huyera su caballo, el bandido le mató de dos cuchilladas, haciéndole caer ante la roca que se elevaba aislada en el claro del bosque, y se tendió tras él para que el cadáver del pobre animal sacrificado le sirviese de barricada.

—¡Cuidado, Armando! —gritó don Pablo—. ¡Ese bandido tiene doce balas en su fusil!

En aquel momento se oyeron algunos disparos de revólver.

El mejicano y el sobrino del mecánico se volvieron y vieron que corría hacia ellos el canadiense.

—¡Bennie! —exclamó Armando.

—¡El mismo! —repuso el antiguo vaquero—. ¡Ya he acabado con uno! ¡Veremos ahora qué pasa con el otro!

—¡A la derecha, Armando! —gritó don Pablo—. ¡Ese bergante va a disparar!

En efecto; resonaron dos detonaciones seguidas y el joven italiano oyó silbar ambas balas.

—¡Desmonte usted y trate de no presentar blanco a ese indeseable! —le ordenó Correa.

El joven obedeció y se ocultó rápidamente tras un pequeño matorral. Don Pablo le había precedido, parapetándose tras un enorme tronco derribado.

Después de haber hecho los dos disparos, el forajido había vuelto a ocultarse por completo, no dejando ver ni siquiera la copa de su gorro de piel de zorro americano.

—¡Ese bergante —dijo Bennie, que se acercaba a sus amigos arrastrándose como los indios para no presentar blanco— cree que va a fusilarnos como a patos, pero no cuenta con la huéspeda! ¡Amigos, ya que el terreno es favorable, tratemos de cercar a ese indeseable!

Los tres mineros comenzaron a arrastrarse en tres distintas direcciones, aprovechándose de lo quebrado del terreno.

Una ronca imprecación del forajido les probó que había adivinado su táctica.

Inmediatamente, abandonando toda prudencia, se puso en pie de un salto y comenzó a disparar los diez tiros que le que* daban.

—¡Fuego! —ordenó de pronto el canadiense.

Casi en seguida retumbaron tres detonaciones.

El bandido lanzó un rugido feroz, giró sobre los talones y cayó boca abajo.

Este episodio había terminado.

CONCLUSIÓN

Cuando los tres mineros volvieron al campamento llevando el cuarto caballo cargado con el saco del oro, hallaron a Falcone y a Back en el borde de la cascada.

Los dos barrenos habían abierto en la roca viva un gran cauce, por donde el agua de la cascada se precipitó buscando su nivel y vaciando la cuenca.

Espantados los indios por las formidables explosiones, habían huido aullando desesperadamente y sin hacer caso de las voces que para tranquilizarlos les daban Back y el mecánico.

Una vez guardado de nuevo el saco de oro robado por los bandidos y resguardados otra vez los caballos en la gruta que les servía de cuadra, los cinco mineros, impacientes por conocer las riquezas que contenía la taza de la cascada, se apresuraron a bajar al fondo del abismo.

No se habían equivocado en sus cálculos; la realidad superó a sus más halagüeñas esperanzas.

La cuenca de la cascada estaba llena de pepitas de oro acumuladas allí durante siglos y siglos. Las había de todos los tamaños; algunas enormes, verdaderos bloques de oro que no pesaban menos de medio kilogramo.

La cosecha, pues, fue prodigiosa.

No sin rudo trabajo y grandes dificultades transportaron a la caverna donde estaba el oro recogido anteriormente más de trescientos cuarenta kilogramos del precioso metal.

Dichosos por tan hermoso resultado, se detuvieron quince días más para explotar la segunda cascada; pero de la cuenca de ésta recogieron bastante menos, pues no pudieron lograr del todo desecarla ni desviar completamente la corriente, debido a la escasez de pólvora, que no les permitió abrir barrenos tan grandes como era necesario para tal obra.

Poco más de un mes después de su llegada al riquísimo valle emprendían el regreso a Dawson, cargados los cuatro caballos con el tesoro que habían conseguido arrancar a la tierra.

Aquel viaje se realizó felizmente y sin encuentros peligrosos ni aventuras.

Cambiada por letras de cambio una gran parte de su tesoro, los cinco afortunados mineros se embarcaron en un vapor de la North American Transportation and Trading Company, y descendieron el Yukon hasta su desembocadura.

En Seattle se repartieron el dinero a partes iguales. No podían decirse millonarios, pero ya era una fortuna nada despreciable.

En San Francisco de California se separaron por último, no sin darse fuertes y cariñosos abrazos.

Los dos mejicanos regresaron a su país; Bennie tomó el tren del Pacífico para ir a disfrutar de su dinero al Canadá, y el mecánico y su sobrino se establecieron en la capital californiana. Los dos italianos llegaron a poseer una de las más importantes fábricas de aserrar a vapor de San Francisco, y acumularon rápidamente una inmensa fortuna, merced a aquel oro recogido en las lejanas regiones de Alaska.


Publicado el 24 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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