Los Náufragos del Spitzberg

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. EL DESASTRE DE LAS BARCAS BALLENERAS

El 29 de septiembre de 1875, hacia el mediodía, reinaba una gran animación en los vastos y famosos establecimientos del islote de Vadsó, propiedad del señor Foyn, el célebre pescador de ballenas y riquísimo armador de Varangefiord. Todo trabajo había sido interrumpido bajo los inmensos cobertizos que se extendían en todas direcciones desde un extremo a otro de las riberas de la isla. Los fundidores de grasa habían abandonado la gigantesca caldera, en la que hervían, esparciendo alrededor nubes de negro y nauseabundo humo, grandes trozos de carne de ballena. Los descuartizadores habían abandonado sus hachas y cuchillos chorreando grasa y sangre y no se ocupaban de descarnar la enorme cabeza del cetáceo; los machacadores de huesos habían dejado de triturar y reducir a polvo costillas de espantosas dimensiones; los muchachos habían abandonado las carretillas cargadas de trozos de carnaza sanguinolenta, que debían servir para extraerles la grasa, y, por último, los marineros y grumetes habían dejado solas las pequeñas naves ancladas en el canal, bajando a tierra para participar de la general animación. Grupos de personas discurrían dentro y fuera de los cobertizos, y toda aquella gente, de ordinario tan flemática y tranquila, discutía con calor, cambiando vivas preguntas y respuestas.

—Pero ¿será verdad? —preguntaban ansiosamente los unos.

—Sí, sí —respondían los otros.

—¿Y están junto a los hielos?

—Así se dice.

—Pero ¿dónde?

—En la isla de los Osos.

—No; en la Nueva Zembla.

—Tampoco. En la de Spitzberg.

—Pero ¿querrán ir al Polo?… Hay ballenas en las costas del Finmark, sin necesidad de ir a buscarlas tan lejos.

—¡Eso es una locura!

—Que costará cara al señor Foyn.

—¿Y qué le importa? Tiene muchos millones.

—Es que se habla de dos naves.

—De tres.

—¡De media flota!

—¡Qué desastre!

—¿Y han muerto todos?

—Sí.

—No; solamente han naufragado.

—Sí; los hielos han destrozado los barcos.

—Pero ¿quién ha traído la noticia?

—Un capitán ballenero la ha traído desde Nammerfest.

—¿Y vendrá aquí?

—Llegará dentro de pocos minutos en el piróscafo costero.

—Que ya se divisa —dijo el descuartizador que por ser más alto que los demás podía ver la costa noruega mejor que los otros. Veo al Grimsey entrar en el Varangefiord a todo vapor.

—¡No, no! Parece más bien un piróscafo inglés —dijeron algunos.

—No; es el Grimsey de Hammerfest, y se dirige a toda prisa hacia aquí —replicaron otros.

—Mirad al señor Foyn que llega a la escala.

—¡Vamos a ver! —gritaron todos; y se dirigieron precipitadamente a la playa.

El señor Foyn les había precedido, y paseaba por el muelle con cierta impaciencia, sin apartar sus miradas del Grimsey, un esbelto y rápido steamer que filaba a todo vapor por el largo canal del Varangefiord.

El rico propietario de aquellas grandiosas fábricas tendría en aquella época de cuarenta y cinco a cuarenta y ocho años. Era un hombre alto como un granadero, de formas robustas, con piernas y brazos fuertes y musculosos, anchas espaldas, cabeza cubierta de abundante y rizoso pelo, semblante enérgico de líneas angulosas, ojos de un azul profundo y barba también rizada y partida en dos.

Nacido en la Noruega meridional, en su juventud fue lo que se llama un pobre diablo. Primero fue grumete; después, marinero; luego, fundidor de grasa de ballena; más tarde, pescador por su propia cuenta, y a los treinta y cinco años había reunido muchos millones y tenido el honor de que le visitara Oscar II durante el viaje que hizo este Rey por las costas del Finmark.

Debía su fortuna a la pesca de la ballena, y sobre todo a las mejoras que había introducido en los procedimientos en uso para coger a aquellos gigantes del mar.

Había sido el primero en abandonar el secular arpón, arma excelente, sí, pero peligrosa contra aquellos colosos, y no siempre afortunada, para adoptar los proyectiles explosivos y de punta.

Como logró con estos procedimientos resultadas maravillosos y se hizo pronto rico, abandonó su peligrosa carrera para dedicarse a una industria que debía hacerle célebre en toda la Noruega y entre todos los pescadores de ballenas del golfo.

Estos acostumbraban arrojar al mar los restos de los cetáceos después de extraerles la grasa, y Foyn comprendió bien pronto que aquellas enormes masas de carne y de huesos podían dar todavía riquezas parecidas a las que producía el aceite, sólo con encontrar el medio de remolcarlas a tierra sin grandes gastos.

En cuerpo y alma se dedicó a buscar la manera del realizar sus proyectos, estableciéndose, al efecto, en un islote situado frente a Vadsó, la última de las islas del Varangefiord, en el cual construyó los grandiosos almacenes y fábricas que aun hoy constituyen la envidia de los pescadores de ballenas, y que dan a su propietario una ganancia de muchos millones al año.

Ahora no se desperdicia ni una sola partícula de los gigantescos cuerpos de las ballenas pescadas por los rápidos navíos del señor Foyn en los mares del Norte.

Un plano inclinado excavado en las rocas recibe el enorme cuerpo del cetáceo. Apenas la baja marea lo deja al descubierto, lo rodea un centenar de descuartizadores que le separan la grasa destinada a ser fundida en las grandes calderas colocadas bajo los cobertizos.

En seguida el resto del animal es cortado en pedazos. Los monstruosos huesos pasan a la sala respectiva, donde los trituradores los reducen a polvo, que a su vez es convertido en negro de humo; las carnes sufren una conveniente maceración y después forman un guano excelente, que se destina a fertilizar los campos; los tendones y otras determinadas partes del animal, después de sometidos a procedimientos especiales, llegan hasta el comercio bajo la forma de cola.

El señor Foyn aprovechaba de tal modo el cuerpo de aquellos monstruos del mar, que no desperdiciaba ni un átomo de la grasa, la carne, los tendones, ni aun de los huesos.

Una chalupa se destacó de los flancos del steamer señalado, tripulada por cuatro marineros y un timonel, y en pocos minutos atravesó el canal y se detuvo ante la escalerilla en la cual permanecía el señor Foyn.

El hombre que había sostenido hasta entonces la barra del timón saltó ágilmente a tierra, aunque llevaba el pesado capole de mar y calzaba los altos y gruesos stivales.

En estatura y robustez de formas podía competir con el rico ballenero del Vadsó, si bien se advertía que era más joven que él, pues apenas llegaría a los cuarenta años. Era un hombre hermoso, aunque de facciones un tanto duras; de piel blanquísima, como todas las razas del Norte y especialmente los noruegos de la alta costa; de ojos de un azul sombrío, que denotaban audacia poco común; labios delgados, a los que daba sombra un bigote rubio, y cabellera abundante, también rubia.

Vestía como un marinero; pero en la cabeza llevaba una gorra con galón de oro, distintivo de comandante.

—¿El señor Foyn? —preguntó tocándose la gorra.

—Yo soy —contestó el propietario del establecimiento.

Los dos hombres se miraron con curiosidad durante algunos instantes, y luego añadió el primero:

—¿Habéis recibido mi despacho de Hammerfest?

—Sí, señor Tompson. Os doy gracias por haber venido y os recompensaré por el tiempo que habéis perdido en mi obsequio.

—Había terminado la descarga, señor Foyn, y nada me detenía en Hammerfest. La estación de la pesca está casi terminada y no contaba con hacerme a la mar para Ud regiones del Norte.

—¿Queréis seguirme a mi casa? Hablaremos mejor.

—Estoy a vuestra disposición.

El rico propietario se dirigió a un pabellón de reducidas proporciones, con las paredes pintadas en rojo, que surgía a un extremo de los cobertizos, e introdujo al señor Tompson en un gabinete elegantemente amueblado y adornado con arpones dispuestos con arte y trofeos de huesos y barbas de ballena.

Le hizo sentar en una cómoda poltrona, llenó dos copas de ginebra, se sentó a su vez y dijo con cierta emoción, que en vano trataba de ocultar:

—Hablad, señor Tompson. ¿Es verdad, pues? ¿Todos perdidos?

—Que se hayan perdido todos, eso no lo sé; pero que les ha acaecido una desgracia es cosa cierta, porque el resto por mí encontrado es un pedazo del frente de popa, en el que se leía claramente el nombre.

—Contádmelo todo, señor Tompson.

—Una pregunta antes, señor Foyn.

—Hablad.

—¿El Gotheborg formaba parte de la flota de vuestros balleneros?

—Sí.

—¿Y no ha vuelto ninguna nave de esa flota?

—Sólo la primera escuadra, que se había dirigido a la isla de los Osos; pero no la segunda, que marchó al Spitzberg.

—¿De qué buques se componía la segunda?

—De dos: la Tornea y el Gotheborg.

—¿Cuántos hombres tripulaban esos navíos?

—Sesenta y siete.

—¡Diablo! ¿Eran buques de vapor?

—No, ambos de vela. Los buques de vapor los tengo más cerca de mí, pues son los encargados de la pesca a lo largo de las costas de Finmark y del Varangefiord, a fin de utilizar los restos de los cetáceos.

Este año las ballenas se habían mostrado escasas en nuestra costa y tuve la poco afortunada idea de mandar a mis veleros muy al Norte, pues me informaron de que los cetáceos abundaban entre las islas de los Osos y de Spitzberg.

—Y os informaron bien, señor Foyn. Yo me dirigí a la isla de los Osos y en seis semanas he podido completar mi carga.

—Vamos al hecho, señor Tompson; os lo ruego.

—El encuentro del madero lo tuve hace veintisiete días, a las once de la mañana, a cuarenta millas de la isla de los Osos, costa septentrional.

Como os he dicho, volvía con mi carga completa, y alegre por alejarme de aquellos parajes, que empezaban a ser peligrosos. De la isla Spitzberg se destacaban grandes témpanos de hielo navegando hacia el Sur, y en tan gran número, que llegué a temer que me encerraran, obligándome a invernar en medio del Océano. El 5 de agosto, mientras mi Skooner navegaba entre dos filas de icebergs, chocó contra un obstáculo. Creí que la proa hubiera chocado contra uno de aquellos bloques que se mantienen a flor de agua y que nosotros llamamos palk; pero al divisar una cosa negra por estribor, mandé maniobrar en las velas a mis marineros a fin de mantener el buque al pairo. Me había dado cuenta de que el objeto con el cual habíamos tropezado era el resto de una nave. Hice, pues, botar la pequeña ballenera y me decidí a cogerlo.

Como os he dicho, era un trozo de la popa de un navío, una parte de la amura, un trozo de puente y toda la parte posterior del cuadro, con el timón todavía en su sitio, aunque roto por la mitad.

A un lado, en letras doradas se leía: Gotheborg-Vadsó.

Sospeché en seguida que debía de tratarse de uno de vuestros buques y examiné atentamente aquellos restos para saber si la nave había sido aplastada por la caída de un iceberg, o si se había destrozado contra alguna costa.

Mis indagaciones no fueron infructuosas: tengo la certeza de que el Gotheborg chocó en alguna playa, probablemente en alguna isla de las Spitzberg.

—¿Y cómo habéis podido saberlo? —preguntó el señor Foyn con admiración.

—De un modo facilísimo, señor. Toda la popa y hasta parte de la amura estaban aún cubiertas de fango. Como podéis comprender, aquellos restos no hubieran estado tan manchados si el choque hubiera sido con cualquier colosal iceberg.

—Es verdad —dijo el señor Foyn, que se había quedado pensativo—. Decidme, señor Tompson: ¿habéis sufrido borrascas durante vuestra pesca?

—Sí, muchas y terribles. Del Spitzberg venían inmensas olas, y temo que allí el mar haya estado alborotadísimo.

—¿Creéis que se hayan perdido mis dos buques?

—¿Cuándo retoman ordinariamente vuestras flotas?

—Hacia la mitad del mes de agosto.

—¿Siempre?

—Siempre, señor Tompson.

—Mal indicio que esos dos navíos no estén aún aquí. El Gotheborg, ya lo sabemos, se ha perdido; pero ¿y la Tornea? Señor Foyn, ¿queréis un consejo?

—Hablad.

—Si os importa salvar las tripulaciones, haced armar uno de vuestros mejores buques y mandadlo al Spitzberg sin perder tiempo. Podría llegar a aquellas islas antes de que los grandes bancos de hielo bloqueen las costas.

—Es verdad; pero ¿quién se atreverá a lanzarse al Norte a primeros de septiembre? En el Spitzberg ha comenzado ya el invierno.

—¿Quién? —dijo el capitán ballenero, acariciándose la barba y mirando fijamente al señor Foyn—. Yo he terminado mi trabajo; he conducido mi nave al Hammerfest; la he hecho poner en el dique para las reparaciones necesarias; he vendido mi cargo, y me hallo absolutamente libre. ¿Me aceptáis? No tengo miedo al frío, ni me importa nada pasar un invierno en Spitzberg. Me han dicho que allí abunda la caza y que las focas menudean que es un gusto. Podría, pues, complaceros y, de camino, hacer mi negocio. ¿Qué decís a esto, señor Foyn?

CAPÍTULO II. A BORDO DE LA «TORPA»

Al oír aquella proposición que no esperaba, pues el señor Foyn sabía muy bien que tal expedición en invierno (en aquellas latitudes no existe el otoño) podía costar la vida al audaz ballenero, el rico negociante tendió la diestra a Tompson, diciéndole con viva emoción:

—Gracias, señor Tompson.

—¿De qué? —respondió el ballenero.

—Realizo un gran negocio al prestaros un pequeño servicio: he aquí todo.

—Sois un hombre verdaderamente generoso.

—Soy un hombre de mar, como lo habéis sido vos.

—Pero ¿habéis pensado en los peligros que vais a afrontar?

—Yo y los hielos somos antiguos amigos.

—Sí; pero os bloquearán.

—Lo sé, e invernaré en Spitzberg con vuestra desgraciada tripulación. Tendré tiempo para realizar un buen cargo de aceite de focas.

—Os daré uno de mis mejores buques, y todo el cargo que consigáis será para vos. Además, os pagaré un estipendio que subirá al doble del que perciban mis capitanes.

—¡No tanto, no tanto, señor Foyn! Me contento con el cargo que realice y con traeros a la tripulación naufragada.

—Decidme, señor Tompson: ¿conocéis el Spitzberg?

—Sí; he estado allí dos veces.

—¿Y contáis con invernar en aquellas islas?

—Preveo que los hielos me impedirían regresar a tiempo; pero no temáis. Ya he invernado en la isla de Juan Mayen y en la de los Osos.

—¿Cuántos hombres queréis?

—Me bastarán veinticinco o treinta.

—Añadiré a ellos cuatro balleneros. Podréis encontrar cetáceos, y así haréis mejor vuestro negocio.

—No os los rehusaré, ciertamente —replicó Tompson riendo.

—Pues no perdamos tiempo; pero…

—¿Qué?

—¿Aceptaréis a un amigo mío?

—Con mucho gusto. Me servirá de compañero.

—Es un sabio de Holmstad, un valiente joven que ha venido aquí a hacer observaciones acerca de los hielos y auroras boreales. Se considerará muy contento si os acompaña a Spitzberg.

—Encontrará en mí un buen amigo, señor Foyn.

—Vamos a escoger el buque. Mañana, si os parece, podéis haceros a la mar.

—Mejor. No hay que esperar que los hielos desciendan al Sur.

Bebieron la ginebra, salieron del pabellón y se dirigieron hacia los apostaderos, donde se hallaban aún los buques destinados a la pesca de los colosales cetáceos.

Al ver a siete hombres agrupados ante el pabellón, el señor Foyn les saludó con la mano, diciéndoles:

—¡Volved a vuestras ocupaciones, muchachos! La flotilla del Spitzberg ha naufragado; pero estamos organizando una expedición. ¡No temáis! ¡Si Dios nos ayuda, volveréis a ver a vuestros amigos!

La flota del señor Foyn era numerosísima, y no había necesidad de perder mucho tiempo para encontrar un buen buque. Contaba con muchos barcos de vapor de pequeño porte, pero dotados de una velocidad muy grande, los cuales estaban encargados de la pesca y remolque de los cetáceos que se mostraban en aguas de Finmark o de Varangefiord, y además con gran número de navíos de velas, briks, bergantines y sJcooncrs, destinados a la pesca lejana en Spitzberg, Nueva Zembla y en las islas de los Osos.

Todos tenían su chalupa ballenera suspendida de la grúa, y llevaban dos cañoncitos, o, mejor dicho, dos gruesas y cortas espingardas para lanzar las balas explosivas y de punta.

El capitán ballenero abarcó de una sola mirada todos aquellos buques, de diverso porte y de distintas formas, y detuvo su vista en un skooner de formas redondeadas y macizas y con una arboladura altísima.

—He aquí una nave muy parecida a la mía —dijo dirigiéndose al señor Foyn—. Los flancos anchos son preferibles a los estrechos para las acometidas de los hielos.

—¿Os parece bien ese skooner?

—Sí, señor Foyn.

—Tenéis buena vista, querido Tompson. La Tornea es una buena nave, cuyo mando se disputan mis capitanes. Tiene un espolón sólido, y, aunque sus formas son un tanto redondeadas, adelanta sus siete u ocho nudos por hora sin gran trabajo.

—¿Su porte?

—De 320 toneladas.

—¿Armamento?

—Completo. Y está dispuesta, pues regresó la semana última. Señor Tompson, vamos a comer mientras mis hombres empiezan a embarcar los víveres y todos los objetos necesarios para una larga permanencia en los mares del Norte.

Hizo llamar al jefe de la tripulación del buque escogido por el ballenero y le dio las órdenes necesarias a fin de que la Torpa estuviese dispuesta al amanecer, y en seguida enlazó amigablemente su brazo con el de Tompson y se dirigió a sus habitaciones particulares, que se levantaban a unos quinientos pasos del establecimiento.

Era una casa de dos pisos, construida toda de madera, de techos muy inclinados y adornados de pinturas, como los chalets noruegos. Sus muros estaban pintados de rojo vivo, y sus puertas y ventanas eran dobles para no dejar escapar el calor interior durante el largo y riguroso invierno.

Rodeaba la casa un pequeño jardín, en el que florecían a costa de grandes cuidados algunas plantas de templados climas, destinadas a perecer en las primeras nevadas, y se veían, además, en él algunos grupos de abetos y de pinos. No faltaba una preciosa vise, a través de cuyos cristales se veían las grandes estufas que daban calor a las plantas de los países tropicales que allí se cultivaban y que crecían raquíticas y siempre estremecidas de frío, a pesar de la altísima temperatura que las rodeaba.

El señor Foyn introdujo al caballero en un salón cito amueblado sencilla pero elegantemente, con grandes poltronas tapizadas con pieles de oso, con pesadas cortinas que se oponían a la entrada del más leve soplo del aire exterior, con mapas y cartas geográficas de las regiones septentrionales y con artísticos trofeos de arpones, hachas, cuchillos y arneses raros, que debían provenir de los esquimales.

El pavimento desaparecía por completo bajo cuatro soberbias pieles de osos blancos, que debieron de tener en vida colosales dimensiones.

La mesa, que ocupaba el centro del salón, estaba ya servida, y el capitán ballenero, que sentía apetito, hizo un gesto de satisfacción al ver entre los manjares caviar de Rusia, salmón del Tana, sardinas en aceite, filetes de delfín y una alegre fila de polvorientas botellas cuyo contenido era excelente: Burdeos, Reno y Laboud.

—¡Francia, Alemania y Dinamarca! —dijo sonriendo—. Señor Foyn, se ve que queréis brindar por el éxito de la expedición con vinos, de calidad superior. ¡Esto es un buen augurio!

—¡Así sea, señor Tompson! Sentaos y comed a placer, como si estuvierais en vuestro buque.

—El apetito no nos falta nunca a los balleneros.

—¡Ah; olvidaba a mi amigo el hombre de ciencia!

Hizo sonar tres veces un timbre eléctrico y poco después entraba en el comedor un hombre de unos treinta años, alto, delgado, con barba rubia, ojos azules, con gafas y facciones acentuadas, que tenía un no sé qué de audaz y resuelto.

A juzgar por su aspecto, parecía que acababa de volver tic alguna excursión por la isla, porque aun llevaba puesto el capote de piel de foca, el sombrero de tela encerada y las pesadas y altas botas o stivales de mar.

—Permitid que os presente a mi amigo el profesor Oscar Benstorp, querido señor Tompson —dijo Foyn—. Es un hombre cuya compañía os será muy grata en Spitzberg.

El ballenero y el sabio se estrecharon fuertemente las manos.

—Seréis muy bien recibido en la Torpa, señor —dijo Tompson—. Procuraré que no os aburráis.

—Pero ¿qué? ¿Vamos a viajar? —preguntó sorprendido el profesor.

—El señor Tompson marcha al Spitzberg en socorro de mi flotilla.

—Pero ¿ha naufragado?

—Todo lo hace sospechar así.

—Para ti eso es un desastre, Foyn.

—Más lo ha sido para mis pobres marineros, Oscar; pero confiemos en que llegaréis a tiempo para auxiliarlos.

—¿Crees que habrán logrado salvar algunos víveres?

—¿Quién puede saberlo?

—Por fortuna, la caza abunda en Spitzberg.

—Sí; pero ¿y si no han podido salvar las armas?

—Es verdad, Foyn. Esos pobres hombres pueden correr el peligro de morir de hambre y aun de frío. Los inviernos en Spitzberg son terribles.

—¿Te complace acompañar al señor Tompson?

—Es una fortuna que no despreciaré.

—Pues entonces comamos, y en seguida presenciaremos el embarque de víveres.

Media hora después, y encendidas las pipas, el señor Foyn y sus compañeros estaban cerca del buque.

La Torpa había sido remolcada al pie de la escalerilla, y unos cuarenta marineros trabajaban alegremente bajo la dirección de algunos capataces y de un capitán ballenero.

Verdaderas montañas de provisiones de todas clases eran precipitadas en la estiba del skooner, pues todos estaban convencidos de que la expedición iba a verse obligada a invernar en Spitzberg, a causa de hallarse avanzada la estación. Cajas de té, de pescado seco, de pemmican o polvo de carne, de vestidos, de abrigos, de galletas, de harinas, de conservas alimenticias, de bizcochos y de frutas secas, barriles de carne salada, de café, de chocolate, de vegetales en vinagre, de zumo de limón para combatir el escorbuto, de vasijas de barro y toneladas de carbón pasaban a los almacenes del buque, que iba bajando de nivel a ojos vistas.

Mientras los marineros y grumetes se ocupaban del cargo, algunos carpinteros visitaban las cámaras, la estiba, la arboladura y aun la sentina, reforzando los puntales para dar más resistencia a la nave y ponerla en situación de poder resistir a las tremendas presiones de los hielos. Todo objeto que no estaba en condiciones era cambiado por otro flamante, a fin de que en el buque no hubiera nada sin la necesaria garantía de solidez.

Aquel trabajo febril continuó durante toda la noche, siendo de advertir que el sol se puso a las once para volver a aparecer a las dos de la mañana.

A las seis todo estaba dispuesto. La Torpa podía emprender el viaje aprovechando la subida de la marea, cuya máxima altura debía ser a las ocho de la mañana.

—¡A bordo! —dijo Tompson, que no había dejado de inspeccionarlo todo durante la noche entera, en compañía de Foyn y del licenciado, para asegurarse de que nada faltaba—. El viento sopla del Sudeste y nos empujará con rapidez. Señor Foyn, ¿vuestras últimas instrucciones?

—Creo que no necesito añadir más. Sabéis mejor que yo lo que se debe hacer.

—Espero traer aquí a todos vuestros hombres.

—Me olvidaba de advertiros una cosa.

—¿Cuál, señor?

—He hecho embarcar dos de mis edredones domesticados.

El capitán ballenero le miró con sorpresa.

—¿Queréis tal vez procurarme plumas para mi colchoneta? Os aseguro que no las necesite.

—Lo creo; pero esas aves os prestarán mejor servicio. ¿Habéis oído hablar de las palomas mensajeras?

—Sí, algunas veces.

—Pues bien; esos edredones os servirán para darme noticias vuestras. Así, en caso de peligro, en la nueva estación podré organizar otra expedición para que os socorra.

—¡Es una idea verdaderamente admirable! No lo dudéis: os daré noticias mías.

—Partid, y buen viaje. Buena suerte, amigo Oscar.

El capitán y el profesor estrecharon efusivamente la mano al señor Foyn y subieron a la Torpa, mientras los trabajadores del establecimiento, que se habían agrupado en el muelle, lanzaban tres formidables ¡hurras!

Tompson subió al puente de mando, e irguiendo su cuerpo, gritó con voz de trueno:

—¡Arriba las anclas! ¡Proa al Norte!

Pocos minutos después el skooner abandonaba el islote, saliendo a toda vela del Varangefiord.

CAPÍTULO III. EN RUTA HACIA EL NORTE

El capitán Tompson no se había engañado acerca de las condiciones de la Torpa.

Era un buque de escaso porte, porque, como hemos dicho, sólo desplazaba 320 toneladas; pero al mismo tiempo era el velero más a propósito para una arriesgada expedición por los mares polares.

Era corto y ancho de flancos, la mejor forma para soportar las irresistibles presiones de los bloques de hielo, pues permite casi siempre el salvamento sin el peligro de dejarse aplastar. El costillaje era fuerte, de gran resistencia, y tenía un sistema de dobles compartimientos y de dobles puntales reforzados, siendo su amura alta para proteger mejor de los golpes de mar a la tripulación.

Su proa, casi en ángulo recto, como la tienen en general los buques noruegos dedicados a la pesca, estaba provista de un fuerte espolón de hierro que le permitía embestir a los hielos para abrirse paso a través de los palks, los streams y los icefields.

Su arboladura era altísima y sus velas tenían amplitud enorme para poder aprovechar la más ligera brisa. La vela cuadrada del trinquete, la randa y contrarranda del palo mayor y los foques del bauprés eran nuevos, y su gruesa tela podía soportar, sin temor de que se desgarrara, los más impetuosos vientos polares.

La tripulación, cuidadosamente escogida por el señor Foyn, era digna del buque. Eran todos jóvenes, sanos y fuertes, de miembros robustos y brazos forzudos, y estaban habituados a los fríos de las regiones del Norte y a las peligrosas empresas de los balleneros. Únicamente el piloto de los hielos, o icemaster, era de alguna edad; pero sus cincuenta años no le pesaban, y maniobraba como un joven.

—¡Buen buque y buenos marineros! —dijo Tompson al sabio, que se había sentado en cubierta sobre un lío de maromas—. Con esta gente llegaremos al Spitzberg, aunque se opongan todos los hielos y tempestades polares.

—¿Creéis que encontraremos pronto los hielos?

—La estación está ya adelantada en estas regiones, y al lado de allá del Cabo Norte hallaremos algún iceberg, o sea alguno de esos bloques enormes que son la vanguardia de los icefields o grandes extensiones de hielo.

—¿Y pasaremos a través de ellos?

—¡Por Baco! Si es preciso, trabajaremos con el espolón; pero pasaremos.

—¿Cuándo esperáis llegar a Spitzberg?

—Dentro de dos semanas, si el demonio no mete la pata y si no nos detenemos a pescar alguna ballena. Tengo deseos de probar las balas del señor Foyn.

—¿Empleáis todavía el arpón?

—Sí, profesor. Las balas que se emplean ahora serán buenas, eficaces, todo lo que se quiera; pero yo prefiero la antigua arma de nuestros valientes balleneros. La caza con arpón es más emocionante; y aunque también os más peligrosa, falla muy rara vez.

—¿Habéis arponeado muchas ballenas?

—En quince años que llevo en el oficio, he cogido lo menos ciento cincuenta y unos setenta cachalotes.

¡Qué terrible destrucción hacen les balleneros! Si esta cacería loca continúa, muy pronto serán destruidos todos los gigantes del mar.

—Es verdad, señor; y ya empiezan a escasear las ballenas. Recuerdo que en mi juventud algunas de ellas entraban en el fiord; pero ahora se mantienen bien lejos, y raras veces se acercan a las costas de Noruega. Si siguen retirándose a las regiones de los hielos eternos, dentro de unos veinte años habrá que buscar las ballenas en el mismo Polo. En Islandia fueron en un tiempo muy abundantes también; pero ahora empiezan a ser raras, y no será extraño que antes de mucho desaparezcan por completo.

—Pero el alejamiento de las ballenas de las costas de Islandia es debido a otra causa —dijo el profesor.

—¿A cuál?

—A la desviación de las corrientes marinas acaecidas en 1868. Antes de aquella época las corrientes ecuatoriales y polares se encontraban con gran fuerza junto a la costa oriental de Islandia, acumulando en aquellos parajes el cebo apetecido por las ballenas; pero luego se desviaron hacia el Norte y Nordeste y se mantuvieron alejadas de las costas islandesas; por eso los cetáceos se alejaron también.

—Debe de ser así, porque en aquella época yo me encontraba precisamente en la costa de Islandia, embarcado en un buque holandés de vapor, y en tres meses no pudimos arponear ni una sola ballena.

—¿Habéis conocido a Hammer, de Copenhague?

—Sí, profesor. Es uno de los más famosos lobos de mar y de los más audaces balleneros de Dinamarca.

—Pues bien; él fue quien advirtió la desviación de las corrientes y la causa, por lo tanto, de la desaparición de los cetáceos. Había partido con una verdadera flota de navíos de vapor, lleno de esperanzas, pues sabía lo que las ballenas abundaban allí; pero sólo encontró pocas, y tan inquietas, que no dejaban acercarse a los barcos; con grandes fatigas pudo arponear solamente seis en toda la estación.

—Muy pocas para cubrir los gastos.

—Cierto. Las ballenas estaban furiosas por no haber encontrado su acostumbrado cebo, que las corrientes habían llevado a otra parte.

—Aquella desviación ha sido, no obstante, beneficiosa a vuestro amigo Foyn.

—Es verdad: en aquel año pescó treinta ballenas.

—¡Oh, oh! —exclamó en aquel momento Tompson levantando la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Temo que en Spitzberg haya comenzado ya el invierno.

—¿Y de dónde sacáis esa consecuencia?

—¿Veis aquella bandada de pájaros blancos que huyen hacia el Sur?

—Sí, señor Tompson.

—Van a invernar a orillas del Ural o del Volga.

—¿Son pelícanos tal vez?

—Sí, profesor, y la huida de esos pájaros en esta estación, que no es todavía fría, indica que en las islas de Spitzberg han caído ya las primeras nieves. Pero ¡bah! Si el viento se mantiene así fresco, pronto llegaremos a nuestro destino. Señor profesor, vamos, en tanto, a comer.

Mientras el capitán y Oscar bajaban a la cámara la Torpa navegaba a velas desplegadas hacia las regiones boreales, filando sin trabajo los siete nudos por hora, con la amura a babor.

Ya las altas costas de Noruega, con sus fiords profundos y sus montañas cubiertas de nieve en las cimas, se habían casi perdido de vista, y solamente hacia el Oeste se delineaban todavía, aunque confusamente, las últimas costas que avanzaban hasta el Cabo Norte.

El mar estaba tranquilo y sólo espumeaba ante la proa del buen velero; la temperatura era dulce, tibia, mientras el cielo tenía aquel tinte azul, tan espléndido, tan vaporoso, que sólo se admira en los mares italianos y españoles. Algunos procelarios y gaviotas surcaban el aire, cayendo de vez en cuando al mar para coger algún pececillo, mientras de la estela blanca de la Torpa emergían a veces las cabezas de una bandada de delfines.

La tripulación, dispersa sobre el puente, charlaba y discutía sobre el éxito de la expedición, mostrándose admirada del valor de su capitán. A aquellos valientes y decididos hombres de mar les había bastado una mirada para apreciar al señor Tompson, y estaban seguros de no haberse equivocado respecto a las excelentes cualidades que le atribuían.

Durante aquella primera jornada la Torpa adelantó hacia el Norte, manteniendo una velocidad que variaba entre cuatro y siete nudos por hora, sin tener encuentro alguno, aunque el capitán había dado órdenes de examinar atentamente el horizonte, pues deseaba ponerse en comunicación con cualquier buque que viniera del Norte, para saber si los hielos habían comenzado ya en las inmediaciones de Spitzberg.

Hacia las ocho de la noche —noche por decirlo así, pues el sol no se ponía hasta las once—, una calma casi absoluta sorprendió al buque ballenero a menos de sesenta millas de las costas de Noruega. Aquella brusca cesación de la brisa parecía producir alguna inquietud al señor Tompson. Su aguda mirada interrogaba con ansiedad al horizonte septentrional, y su semblante denotaba mal humor.

—¡Bah! —dijo el profesor, que había notado la inmovilidad del ballenero—. El viento no tardará en soplar, y un día perdido no supondrá mayores males para los pescadores náufragos.

—No es esta inmovilidad la que me inquieta —dijo Tompson—. Temo que el viento gire al Norte y nos conduzca ante esas terribles flotillas de icebergs que navegan constantemente ante la isla de los Osos.

—¿Hay siempre barreras de hielo delante de aquellas tierras?

—Sí, profesor; especialmente hasta fines del estío.

—¿Y ante Spitzberg encontraremos también grandes masas de hielo?

—No siempre las hay, señor.

—Eso es extraño, hallándose dicha isla mucho más al Norte.

—Parece ser, señor profesor, que las barreras de hielo son caprichosas, pues no se mantienen todas en una línea idéntica. Hay muchas que descienden bastante al Sur, y otras que se desprenden de la enorme masa para caminar hacia el Este.

—¿Y hacia el Oeste?

—No, señor. La corriente y los vientos dominantes del Oeste arrojan siempre esos hielos hacia la Siberia.

—¿Y decís que no bajan todos hasta la misma latitud?

—No; y yo estoy en condiciones de saberlo mejor que otro cualquiera, pues he pescado en las costas de Groenlandia, de Islandia, de Juan Mayen, de Spitzberg y de Nueva Zembla.

En el estrecho de Dinamarca, por ejemplo, entre Islandia y la costa meridional de Groenlandia, las barreras de hielo descienden hasta el 69° paralelo, y algunas veces más al Sur todavía, al 68° y hasta el 67°. Desde allí describen una inmensa línea oblicua que va a apoyarse en la costa meridional de Spitzberg.

—Es la gran barrera que detuvo a la Hansa, de la expedición germánica en 1869 —dijo Oscar.

—En ningún otro lugar se encuentran icebergs en tan bajas latitudes —continuó Tompson—. Se encuentran hacia el 70° paralelo, al Este de la isla de Juan Mayen; después vuelven a hallarse al 75°; bajan hasta la isla de los Osos, y allí vuelven a elevarse formando una gran barrera, casi insuperable, que parece extenderse ante una tierra que algunos balleneros han descubierto más al Norte que Spitzberg; que se apoya en el cabo Mauricio de Nueva Zembla y se engolfa en el mar de Kara, acumulándose ante la gran península de Jalmal.

—Decidme, señor Tompson: ¿creéis que en el Spitzberg se acumulan grandes bloques?

—Me parece que no.

—Pues Parry, en la expedición de 1827, tuvo que detenerse ante icebergs que tenían extensiones enormes, y al querer avanzar tuvo que abrirse paso con el espolón, llegando con extraordinaria audacia hasta el 82°45’ de latitud.

—No todos los inviernos son iguales, señor, y todo depende de la duración de los vientos. Yo sé que algunos balleneros han podido llegar sin dificultad a 60 y hasta 100 millas al Norte de Spitzberg.

—¿Y no se han encontrado otras tierras al Norte de aquellas islas?

—No; sólo el mar libre.

—Entonces, una buena nave podrá intentar llegar al Polo manteniéndose en el meridiano de Spitzberg.

—Podría; pero ¿quién dice que no existan tierras más al Norte? Como os he dicho, al Este del archipiélago, entre el 40° y el 70° meridiano y el 80° de latitud, los balleneros han visto tierra, y yo sospecho que al lado de allá del 80° 1’ se extiende un vasto continente que tal vez se una a la costa occidental de la Groenlandia.

—¿Lo creéis así?

—Positivamente, no; pero lo sospecho.

—Puede ser, señor Tompson —dijo el profesor, que se había quedado pensativo—. Ningún explorador ha podido saber dónde concluye la costa oriental de Groenlandia, pero parece que, en vez de seguir el 20° meridiano, intentan marchar en dirección del Spitzberg. ¡Ah! ¡Cómo me complacería tener un buque a mi disposición para intentar resolver ese gran problema del paso que conduce al Polo! ¿Y a vos, señor Tompson?

—También, profesor; sobre todo porque encontraría muchas ballenas que pescar —respondió el capitán sonriendo—. Si lográis organizar una expedición, pensad en mí, y veréis cómo sé conduciros bien a través de los hielos del Polo.

CAPÍTULO IV. LOS PRIMEROS HIELOS

La Torpa continuó su ruta en los días siguientes con dirección a las heladas regiones polares, aunque con moderada velocidad a causa de la irregularidad de los vientos, los cuales unas veces soplaban del Noroeste y otras del Sudoeste, provocando oleajes que dificultaban bastante la marcha del buque.

Aquellas dos corrientes de aire no debían tardar en producir una gran perturbación, que el capitán ya había previsto. Desde algunos días las nubes se formaban, ya al Noroeste, ya al Sudoeste, tendiendo a reunirse, y las nieblas cubrían el mar, especialmente por las noches.

La temperatura iba también refrescando rápidamente, a medida que la Torpa se alejaba de las costas noruegas. El termómetro había ya señalado en dos ocasiones -20 centígrados a las primeras horas de la mañana, y aquel brusco descenso indicaba la proximidad de los primeros hielos.

El 3 de octubre encontró el skooner el primer bloque. Era una especie de balsa de forma alargada, un palk, como le llaman los navegantes árticos, de 30 a 40 metros de extensión. Algunos pájaros marinos, colimbus articus, volátiles con el pico, el pecho y el dorso negros, las alas con manchas blancas y las patas blanquísimas, iban sobre el bloque dejándose conducir hacia el Sur.

El mismo día fueron vistos otros palk; después, algunos hummoks, montículos formados de fragmentos de hielo, y, por último, varios streams, o bloques de forma circular.

Sobre uno de aquellos pequeños bancos vieron dos focas; pero apenas advirtieron éstas la presencia del barco se apresuraron a sumergirse.

Durante tuda la noche siguieron desfilando otros grandes bloques que se dirigían al Sudeste. De vez en cuando chocaban unos con otros y se rompían, produciendo ondas en el mar.

Aquellos hummoks, aquellos palks y aquellos steams no eran peligrosos, y cedían fácilmente ante el espolón de la Torpa; pero indicaban la proximidad de los icebergs, o sea de las montañas de hielo, y la de los icefields, o grandes campos.

El capitán, al ver aumentar de hora en hora aquellas masas, se ponía cada vez más inquieto. Aquel hombre, que había pasado largos años en la región de los hielos, preveía un invierno bastante prematuro y rigurosísimo.

A aumentar sus temores contribuía la precipitada huida de las aves marinas hacia las regiones del Sur. A cada instante, enormes bandadas de volátiles aparecían por el horizonte septentrional y volaban con rapidez, como si temieran verse sorprendidas por los huracanes de nieve. Eran procelarios, gaviotas de blancas alas, unas de plumas negras y alas blanquecinas, ocas y strotaghos de vuelo poderoso y fulmíneo.

El 5 de octubre, a cerca de doscientas millas de la isla de los Osos, la Torpa encontró el primer iceberg. Era una montaña de hielo en forma de pirámide, con una base de cuatrocientos metros y una altura de ochenta o noventa, un verdadero coloso que con un simple contacto hubiera destrozado el más poderoso buque del mundo. Avanzaba soberbiamente, sin conmoverse ante el asalto de las olas, brillante en su cima como un enorme diamante; rojo en el centro, como si ardiera, y blanco en su base. El sol, que lo hería de lleno, hacía titilar sus ángulos con aristas de luz que despedían todos los mágicos reflejos del iris.

—¡Mala señal! —dijo Tompson mirando con enojo el gigante polar—. Temo, profesor, que nos costará bastante trabajo acercarnos a Spitzberg.

—¿Tendremos que detenemos antes de llegar? —preguntó Oscar.

—Si los hielos abundan ya aquí, figuraos los que habrá más allá de la isla de los Osos.

—¿Y tendremos que volvernos?

—¡Volver! ¡Oh, no, profesor! —exclamó el ballenero con energía—. Tompson no vuelve atrás, y aunque tenga que abrirme paso con el espolón o con los barrenos, llegaré a Spitzberg. He prometido a Foyn salvar la tripulación de sus navíos, y no cesaré de luchar hasta que lo haya conseguido.

—¿Y si los hielos aprisionan la Torpa?

—Avanzaremos andando, profesor. Si Parry pudo llegar hasta el 82°45’ de latitud marchando a través de los campos de hielo, más fácilmente avanzaremos nosotros hasta la isla.

—¿Y creéis que todos les náufragos están vivos?

—Si no todos, estoy seguro de que algunos se habrán salvado.

—¿Qué isla exploraremos primero?

—Todo depende de los hielos. Donde encuentre un paso, por allí lanzaré el barco.

—¿Contáis con invernar en las islas?

—Creo que me veré obligado a ello, porque, de seguro, no hallaré camino libre para volver.

—¿Y dónde pensáis invernar?

—Probablemente en el Eis-fiord. Si logro que entre allí la Torpa, no tendremos que temer los choques con los grandes bancos que bajan del Norte. Además, sé que allí se reúnen ordinariamente abundantísimas focas, y cuento con no permanecer inactivo durante la invernada.

—Señor Tompson, ¿no os parece que se prepara una borrasca?

—Sí, profesor. El viento del Noroeste ha sustituido al del Sudeste, y tendremos ráfagas y fuerte oleaje. Haremos bien en tomar nuestras precauciones con tiempo.

El ballenero no se equivocaba. Poco después de mediodía, mientras la Torpa navegaba por entre dos filas de hummoks, que debían de haberse destacado de los icebergs de la isla de los Osos, el tiempo, que se había mantenido bastante bueno hasta entonces, cambió bruscamente.

El viento del Noroeste empujaba ante sí las pesadas y opacas nieblas polares, extendiéndolas por el Océano Ártico con rapidez extraordinaria, fantástica. En menos de un cuarto de hora, todo el horizonte septentrional se cubrió de aquellos vapores, en los que flotaban cristales de nieve, y comenzaron a soplar ráfagas violentas que levantaban del mar espumeantes oleadas.

El ballenero se había apresurado a tomar sus precauciones. Reforzó las amarras de las chalupas y aseguró mejor las grúas; hizo tender cuerdas a lo largo de la obra muerta para impedir que las olas arrastraran a los marineros fuera de las bordas, y mandó arrollar las velas que por su extensión hubieran podido comprometer la estabilidad del buque.

Además, ordenó que se llevaran a cubierta los botafuera para lanzar al mar los hielos que el oleaje pudiera arrastrar a través de la proa del velero.

El cielo, en tanto, continuaba oscureciéndose, y la niebla, cada vez más negra y espesa, lo invadía todo arrastrada por el viento, haciendo peligrosa la marcha de la Torpa. Enormes oleadas se levantaban acá y allá, y caían hacia el Sudeste, montando las unas sobre las otras y rompiéndose en estruendosas cataratas de blancas espumas.

Muchos bloques de hielo, por fortuna de pequeñas dimensiones, oscilaban sobre las olas y caían rápidos en el abismo de agua que éstas abrían al estallar. Algunas veces chocaban unos con otros, y entonces se rompían en mil pedazos, como si en su centro hubiera estallado una mina de pólvora.

La Torpa, con sus velas semidesplegadas, afrontaba valientemente el estado del mar, y hasta parecía mofarse del viento, de las olas y de los hielos. Subía ágil como un delfín por el elevado lomo de la onda, y bajaba, casi sin inclinarse, al movible abismo, destrozando con su poderoso espolón los bloques de hielo que se le interponían.

—¡Buen velero! —repetía Tompson, que no soltaba la barra del timón—. ¡Con este buque me sentiría capaz de lanzarme al camino que conduce al Polo!

A las cuatro de la tarde la niebla llegó a hacerse palpable en todo aquel océano, y el viento empezó a lanzar copos de nieve. La oscuridad se hizo profunda, y la navegación difícil, a causa de los bloques de hielo, que aumentaban siempre.

El capitán del barco no dudó un momento de seguir plegando las velas para disminuir la velocidad de la marcha. De un instante a otro podía sobrevenir un choque; y si la Torpa hubiera seguido corriendo con rapidez, habrían sido, de seguro, funestos los efectos de aquél, pues las averías hubieran sido graves y tal vez irreparables.

—¡A su sitio el icemaster! —gritó Tompson—. ¡Marineros a proa sobre el bauprés! ¡Otros a las velas!

—¿Descubriremos a tiempo las montañas de hielo? —le preguntó Oscar, que estaba a su lado.

—Los icebergs, de seguro, si la niebla no se hace todavía más espesa. Ordinariamente se produce alrededor de aquellas montañas un poco de iceblink —respondió el ballenero.

—Entonces, no es probable un choque.

—No tanto, profesor. Podríamos ser cogidos entre tres o cuatro icebergs, y al virar de a bordo para huir de uno, tropezar con otro. Pero por el momento no son los hielos los que me preocupan.

—¿Qué es, pues? ¿El oleaje quizá?

—No; la isla de los Osos. Temo encontrarme de una hora a otra sobre las escolleras que la rodean, y que esta espesa niebla me impediría evitar.

—¡Diablo! ¿Tan cerca estamos ya?

—Sí, profesor; pero si mis ojos no pueden verla, mis oídos son bien finos y los aguzaré para percibir los ruidos de la resaca.

—Difíciles de oír entre los mugidos del viento y de las olas.

—Para vos, sí; pero no para un marinero. ¡Sujetaos bien, profesor!

Una ola gigantesca, que cogió a la Torpa de través, rebasó la amura de babor, inundó la toldilla y corrió hacia popa. El ballenero y el profesor se vieron envueltos en un mar de espuma y se sintieron arrastrar hacia la borda; pero tuvieron tiempo de agarrarse a la barra del timón.

—Esto se llama un verdadero golpe de mar —dijo Tompson, sacudiéndose el agua—. Por fortuna, no hiela todavía.

—Por poco me aplasta las costillas —dijo Oscar.

—¡Bah! Trataremos de evitar los choques y recibiremos el oleaje de proa —dijo el ballenero orzando la barra—. Es verdad que…

Se calló de pronto al oír la voz del icemaster gritar desde lo alto.

—¡Eh! ¡Iceblink, a babor!

—¡Truenos y rayos! —exclamó Tompson—. He aquí un encuentro que no me esperaba tan pronto. ¡Eh!, ¡master! ¿A cuántas millas?

—Imposible saberlo con esta niebla, capitán.

—¿No se distinguen los hielos?

—Sólo veo el iceblink.

—Está bien. Nos mantendremos en guardia.

—¿Indica los grandes campos, capitán? —preguntó Oscar.

—Los icefields, profesor; y esto me hace suponer que la isla de los Osos no está muy lejana. Confiemos en encontrar un pasaje entre la costa y los campos de hielo. ¡Eh! ¡Al bauprés los gavieros, y vosotros, dispuestos a virar, y que ninguno huya los brazos de la maniobra!

En aquel instante, la Torpa sufrió un choque violento, que se sintió hacia la estiba, seguido de un siniestro crujido.

—¡Banco a flor de agua! —gritó una voz a proa.

—¡Espolón! —contestó sencillamente el ballenero, manteniendo firme la barra del timón.

La Torpa se había detenido un instante; pero una ola la elevó y lanzó adelante. El banco, aplastado por el enorme peso de aquella masa que le caía encima, se partió, y el buque siguió su camino fraccionando con el espolón los restos del bloque.

Oscar miraba fijamente al ballenero; pero éste permanecía tranquilo y ni siquiera se había marcado el más leve repliegue en su entrecejo cuando la Torpa caía sobre el banco.

—Os admiro, capitán —le dijo.

—¿Y por qué, profesor? —preguntó el ballenero, sonriendo.

—Porque sois el hombre más apropiado para una expedición tan peligrosa.

—¡Bah! Yo y los hielos somos antiguos conocidos. Además, cualquier otro ballenero hubiera hecho lo que yo, aceptando esta empresa y procurando salir bien de ella. Señor profesor, os advierto que nos espera una mala noche, y os aconsejo que os retiréis a vuestro camarote.

—No, capitán.

—Pues bien, profesor, dejad que os diga que a mi vez os admiro. ¿Queréis hacerme compañía? Está bien: os mostraré un espectáculo del que no os olvidaréis nunca.

Después, levantándose cuan alto era, ordenó:

—¡A los botafuera los hombres de proa! ¡Los campos de hielo están cerca!…

CAPÍTULO V. NOCHE ANGUSTIOSA

La noche, en efecto, prometía ser malísima, en aquel mar que se debatía con rabia salvaje, con aquellos hielos que de un momento a otro podían resistir el espolón del buque, y con aquella opaca niebla que no permitía distinguir el peligro.

La Torpa huía, siempre empujada por las olas, que la perseguían sin cesar y que la envolvían de proa a popa; pero huía sin dirección, a ciegas, porque las violentas ráfagas que venían del Nordeste al Noroeste la arrojaban con frecuencia fuera de vía, no obstante los esfuerzos de Tompson.

Filaba como una gaviota espantada, hendiendo con su arboladura la pesada niebla, y espoloneando con rabia los hielos que las olas colocaban ante ella.

Los marineros, distribuidos en la proa con los botafuera y en la arboladura para practicar las maniobras que ordenara el capitán, se mantenían alerta, arrojando al mar los pequeños témpanos por babor y estribor, y dispuestos a virar al primer aviso. Aunque la nave corría verdadero peligro, conservaban, como verdaderos noruegos, una sangre fría y una calma admirables.

Por otra parte, tenían plena fe en su comandante, sabiendo qué marino tan decidido, práctico y valiente era el que los guiaba.

La noche había caído, aumentando la Oscuridad que producía la niebla. A duras penas se distinguían las olas, y los hombres de popa podían apenas percibir a los que se hallaban a proa.

Debían ser las diez cuando se vio aparecer a babor una luz blanquecina, con los tonos suaves de la madreperla, y que unas veces alcanzaba gran intensidad y otras disminuía hasta distinguirse apenas. Casi al mismo tiempo, sin transición, la temperatura, que hasta entonces se había mantenido soportable, bajó, haciéndose rígida y de una frialdad horrible.

Parecía como si del seno de aquella luz blancuzca irradiara una corriente de aire saturada de cristales de hielo y de nieve.

—¡El iceblink! —gritaron los hombres de proa.

—¡Banco a babor! —gritó a su vez el icemaster, que no había abandonado su puesto de observación, no obstante las tremendas sacudidas que sufría la arboladura.

—¡Brazos a estribor! —ordenó Tompson, forzando la barra—. ¡Vigilad bien, master!

La Torpa viró de bordo rápidamente, a pesar del oleaje que la asaltaba; pero apenas había recorrido un nudo cuando volvió a oírse la voz del icemaster:

—¡Iceberg a babor!

—¡Mil bombas! —exclamó el capitán—. ¡Prudencia y sangre fría, o nos estrellaremos!

Miró a su izquierda, y a través de la niebla le pareció distinguir una enorme masa que se movía entre el oleaje. Aguzó los oídos y oyó crepitar sordamente. Comprendió que una montaña de hielo se abría paso a través de los palk y de los streams.

—¿Veis algo ante nosotros, master?

—No, capitán.

—¡A la buena suerte, entonces, y que Dios nos ayude!

Sin vacilación lanzó la Torpa hacia el Noroeste. Cercado por los icebergs y los grandes campos de hielo, procuraba encontrar un paso que le permitiera salir de aquel encierro.

La nave corría, subiendo y bajando por las ondulantes olas y rompiendo a espolonazos los témpanos de hielo, que crujían al rasgarse. Pasó bajo el iceberg, cuya imponente masa se distinguía confusamente a través de la niebla, tocándole casi con los penóles de trinquete, y se halló del otro lado casi en un instante.

No había recorrido aún diez cables cuando se oyó una serie de espantosas detonaciones, seguidas de sordos fragores, y en seguida, un estruendo horrible. Una ola saltó al aire como si hubiera sido impulsada por el estallido de cien torpedos, y volvió a caer sobre el océano con ímpetu irresistible, sacudiendo furiosamente al velero.

—¡Ya pasó! —gritó Tompson—. El iceberg ha caído. ¡Si lo hace un minuto antes, nos aplasta!

—¿El iceberg? —preguntó Oscar.

—Sí, profesor; ha caído segundos después de pasar nosotros. ¡El demonio se lo lleve!

—Pero…

—¡Silencio, profesor!

Tompson se había inclinado hacia adelante, y parecía escuchar con profunda atención. Al cabo de un rato levantó la cabeza, y por primera vez Oscar le vio con el semblante alterado.

—¿Qué sucede, señor Tompson? —le preguntó.

—¡La resaca! —respondió el ballenero—. Estamos muy cerca de la isla de los Osos.

—¿Pero la veis?

—Sí; a nuestra derecha, si no me equivoco. ¡Icemaster!

—¡Capitán!

—¿Veis algo ante nosotros?

—¡Nada! La niebla es cada vez más espesa.

—¿Oyes la resaca? ¡Escucha bien!

Transcurrieron algunos instantes de angustiosa expectativa; después la voz del master gritó en lo alto del trinquete:

—¡Sí; la resaca a estribor!

Tompson entregó la barra a un timonel y se lanzó a proa, seguido de Oscar. Subió sobre la amura, avanzando por el bauprés, y trató de descubrir entre las pesadas nubes que corrían a flor de agua; pero en vano. Escuchó con atención, y le pareció oír un ruido de agua bien distinto del que producen las olas al encontrarse.

—¡La resaca! —repitió—. ¡La barra, timonel! ¡Pronto, a virar!

La Torpa avanzaba siempre, pero no ya con la proa al Norte. Desviaba hacia el Nornoroeste para evitar la isla de los Osos, que debía de encontrarse casi delante del buque.

El capitán, agarrado al bauprés para no dejarse arrastrar al mar, seguía escuchando y regulaba la ruta del buque a medida que oía más o menos fuertemente la resaca. Se escuchaban ya bien distintamente los mugidos de las olas al romperse contra los escollos de la isla.

Durante una hora, la Torpa navegó con la proa al Nornoroeste, oscilando espantosamente entre las olas del fondo producidas por la pendiente de la costa de la isla, y después se encontró en un mar más tranquilo.

El ballenero lanzó un profundo suspiro de satisfacción y miró hacia el castillo de proa.

—Dios nos protege, profesor —dijo a Oscar.

—¿No corremos ya ningún peligro?

—No digo tanto; pero ya no chocaremos contra los arrecifes, porque la isla de los Osos se encuentra ahora a popa de la Torpa. Os aseguro, sin embargo, que he pasado una hora de continuas angustias, y no se si tendría valor para intentar otra vez el paso tan cerca de esas escolleras y con una niebla tan espesa.

—¿Ahora caminamos hacia Spitzberg?

—Sí, profesor.

—¿No detendrán los hielos nuestra marcha?

—Es probable.

—Yo creo que este mar está libre de bloques. No oigo al espolón romper el hielo.

—Porque nos encontramos en la dirección del Spitzberg. Aquella isla cubre la de los Osos y le sirve de barrera contra los hielos que bajan directamente del Norte. He aquí también el motivo por el cual aquí estamos menos combatidos por el oleaje del Océano Ártico.

—Sí; la Torpa cabecea mucho menos que antes y las ráfagas son menos impetuosas. ¿Cuándo esperáis tener a la vista el archipiélago?

—Mañana, antes de la puesta del sol, si el viento no gira al Norte.

—¿Tan pronto?

—No hay más que ciento cincuenta millas entre la isla de los Osos y Spitzberg.

—Es verdad, señor Tompson. ¿Qué ruta vais a seguir? ¿Hacia el cabo Sur o hacia la isla de Hope?

—Al cabo Sur, porque, como os digo, me urge poner la Torpa en seguridad del profundo Eis-fiord. Profesor, retiraos a vuestro camarote, y dormid tranquilo.

—Lo haré de buena gana; pero ¿y vos?

—No dejaré la barra del timón hasta que descubra el cabo Sur.

—Buenas noches, capitán.

Tompson había dicho demasiado pronto que no corría ningún peligro. La Torpa se mantenía con sus velas en mejor estabilidad, pues en aquel mar eran las olas menos violentas, por hallarse protegido por el vasto archipiélago de Spitzberg; pero los hielos volvían a mostrarse arrastrados por el viento del Noroeste como antes habían sido acumulados por el Sudeste.

A cada momento, el icemaster indicaba la presencia de icebergs monstruosos, que ondeaban pesadamente y que podían, con sólo tocarla, hundir para siempre la nave, a pesar de su solidez a toda prueba. Se veían desfilar aquellos colosos a través de la niebla, lanzando destellos de blanquecina luz, y se oían estallidos violentos, sordas detonaciones y retumbantes estruendos, que producían altísimas oleadas que iban a romper junto al buque, inundándolo con sus espumas.

Por fortuna, la niebla, constantemente batida por el viento, parecía tender a disiparse. De vez en cuando se aclaraba algún tanto la masa oscura que envolvía al barco, y se percibía en lo alto una luz pálida, que debía de ser proyectada por la luna.

Hasta el viento, contenido por la gran barrera del archipiélago, soplaba menos violento y se iba regularizando.

Hacia las seis de la mañana, en el momento en que la niebla comenzaba a aclararse, se oyó gritar al icemaster:

¡Iceberg a babor!

—¿Ya? —exclamó, arrugando la frente—. No esperaba tan pronto esta sorpresa.

Dejó la barra a un timonel, subió prestamente la escala del palo trinquete, y se detuvo bajo la cruceta que sostenía el nido de cigüeña del icemaster. Con gran sorpresa se halló fuera del núcleo de nieblas que caía en el mar.

En lo alto brillaban las estrellas y la luna, que parecía un disco de metal fundido rodeado por un nimbo de vapores, y abajo, desde la cofa del palo trinquete, se extendía la niebla, sobre cuya capa irradiaban helados cristales, que huían acá y allá empujados por el viento.

De aquellos vapores emergían los dos palos del buque y las agudas puntas de innumerables icebergs que flotaban sobre las aguas, y hacia el Norte se veían elevarse multitud de brillantes picos que proyectaban en el aire temblorosas luces, blancas como la de la lámpara eléctrica llamada iceblink. Aquellas montañas de hielo tenían una extensión inmensa y se sucedían sin interrupción unas a otras hasta donde podía distinguir la vista.

El ballenero comprendió de una sola mirada que bajo aquella selva de picos debía de extenderse uno de esos inacabables campos de hielo llamados icefields.

—El camino del Norte está cerrado, ¿es verdad, icemaster? —preguntó.

—Sí, capitán —respondió el piloto de los hielos.

—¿Crees que hallaremos otros bancos de la misma especie en las costas occidentales del Spitzberg?

—Es probable.

—¿Distingues alguna veta en el horizonte?

—He mirado hace poco con el anteojo, y me ha parecido ver una mancha oscura.

—Es el cabo Sur de la gran isla, piloto.

—También lo creo yo, capitán.

—¿Has descubierto el iceberg en aquella dirección?

—No, señor Tompson.

—Buena señal; espero que llegaremos.

Descendió a cubierta, pasando a través de la húmeda masa de vapores; volvió a apoderarse de la barra del timón, y quedó con la mirada fija en la brújula.

Dos horas después, mientras las últimas nubes de niebla se diluían huyendo hacia el Sudeste, se oyó gritar al icemaster:

—¡Tierra a proa!

—¿Estamos en Spitzberg? —preguntó una voz.

—Sí, profesor —contestó el ballenero3 dirigiéndose a Oscar, que había subido a cubierta—. Pero todavía tendremos que caminar algunas horas antes de llegar.

—¿Está libre el mar?

—Parece; pero lo comprobaremos después.

—Estoy impaciente por llegar a aquellas islas, señor Tompson.

—Lo creo, profesor, y yo no lo estoy menos.

—Puede decirse que nuestra misión está para concluir.

—O tal vez para comenzar. No será tan fácil encontrar a los náufragos de las dos naves, ni sabemos tampoco si cuando pensemos en el regreso podremos hacerlo.

—Tengo fe en vuestra experiencia.

—Pero los hielos no hacen caso de experiencias, profesor, y pueden prepararnos alguna sorpresa desagradable.

—Esperemos.

—O mejor, confiemos en Dios —dijo, para concluir, el ballenero.

CAPÍTULO VI. EL ARCHIPIÉLAGO DE SPITZBERG

El archipiélago dé Spitzberg o de Spitzberghen se encuentra, puede decirse, en los confines del mundo habitable. Está situado entre el 78° y 1°88’ de latitud Norte, y todavía no se conoce exactamente su extensión, porque no ha sido completamente explorado, y se ignora si la tierra del Rey Carlos, que se encuentra hacia el Este, termina al 31° de longitud o se prolonga en dirección de la tierra de Zichy, últimamente descubierta por el teniente Payer y más tarde visitada por Leigth Smith durante la expedición polar de 1880.

Durante largo tiempo se creyó que el Spitzberg fuera una isla sola o, cuando más, formada por dos islas unidas por un inmenso banco de hielo; pero después de las exploraciones de Parry se sabe que forma un verdadero archipiélago.

Spitzberg es la isla mayor; toda flanqueada de bahías y de fiords que entran en tierra muchas leguas, con cadenas de montañas elevadísimas, con bloques inmensos de hielo, que de año en año aumentan de espesor, y que, cosa extraña, en vez de ser de forma cóncava, como todos los demás, son de forma convexa.

Abunda en excelentes radas, especialmente en la costa occidental, donde se abre el profundo Eis-fiord, abrigado de todos los vientos, y tan vasto que puede contener una flota de las más numerosas. En la costa septentrional 6e encuentra la bahía de la Magdalena, rodeada de montañas de granito de 1500 y 1800 pies de altura. Es el último refugio posible para los navíos de gran porte, y se halla sólo a 150 leguas del Polo.

Después de Spitzberg viene la tierra del Nordeste, la más septentrional y poco conocida; la isla Edge, de considerable extensión, con una bahía al Sudoeste; la tierra del Rey Carlos, la más oriental de todas y la menos explorada; la isla Barentz, la del Príncipe Carlos, la de Hope y las Siete Islas.

Aquel archipiélago, que pertenece a Rusia, no está habitado por ninguna criatura humana; pero abundan en él los renos, que viven en estado salvaje; los osos blancos, los cachalotes y las focas.

El invierno dura casi diez meses en aquella tierra desolada, haciendo penosísima la estancia en ella. Horribles nevadas caen sin cesar durante muchos meses; pesadas y densas nieblas cubren constantemente las montañas, e inmensos bancos de hielo se acumulan en sus desiertas playas.

Aun durante la breve estación estival, la vegetación es casi nula. Solamente sobresalen de la tierra algunos raquíticos líquenes y un musgo negruzco y quebradizo.

La Torpa, una vez visto el cabo Sur, que es el más meridional, redoblaba su marcha para poder llegar al Eis-fiord antes de que lo rodeasen los hielos.

Tompson había hecho desplegar las velas necesarias para acelerar la marcha sin que peligrara la embarcación.

El cabo Sur era ya visible sin ayuda del anteojo. Avanzaba sobre el Océano como un espolón de dimensiones gigantescas, cubierto de nieves y encerrado entre campos de hielo que se habían amontonado en su base. Detrás de aquel agudo promontorio se veía elevarse montañas, cuyas vetas blancas aparecían cubiertas de nieblas, y más abajo se veían brillar vastos témpanos de hielo, que eran los eternos e incansables vomitadores de icebergs.

El capitán observaba atentamente el promontorio con un poderoso anteojo, fijándose especialmente en las escolleras que emergían entre los dos campos de hielo. Parecía que buscara algún indicio del paso de los buques del señor Foyn.

A poco se estremeció y abandonó bruscamente el instrumento.

—¿Qué tenéis, señor Tompson? —preguntó Oscar.

—He descubierto una señal —contestó el ballenero con voz conmovida.

—¡Una señal!

—Sí, profesor. Mirad al pie del promontorio, allí, donde se abre un pequeño hueco entre el hielo, un poco al Oeste.

Oscar cogió con viveza el anteojo que el capitán le tendía, y miró en la dirección indicada.

—¿Qué veis? —le preguntó el ballenero.

—Un asta con dos banderas desplegadas; pero… aquellas banderas no tienen los colores de Suecia y Noruega.

—¡Qué importa! ¿En la confusión de un naufragio están los ánimos para escoger colores? Los náufragos encontrarían a mano una bandera inglesa y una americana y las han desplegado.

—Es verdad, señor Tompson.

—Preparemos una gran chalupa.

Los marineros, que también habían visto las dos banderas, pues ya se percibían a la simple vista, se apresuraron a botar al mar la embarcación.

La Torpa se encontraba entonces a media milla del cabo Sur y no podía acercarse más, a causa de los bancos de hielo. A una orden del capitán se puso al pairo, amainando velas.

—¿Me acompañáis, profesor? —preguntó Tompson.

—Sí, capitán.

Se armaron de carabinas, pues no era prudente aventurarse sin precauciones en aquellas costas, que podían estar habitadas por osos blancos, y bajaron a la chalupa en compañía de seis marineros y de un timonel.

Entre los hielos había una especie de canal navegable que terminaba ante la pequeña ensenada rodeada de témpanos. La chalupa, hábilmente dirigida, cruzó el canal, y un cuarto de hora después llegaba al pie de las rocas que se elevaban en derredor de la ensenada.

Las dos banderas, izadas en una antena clavada en la cima de una roca, sólo estaban a distancia de algunas docenas de pasos. Tompson y el profesor desembarcaron y dirigieron una detenida mirada a aquella costa. Pronto se desengañaron de que no había otra señal y de que aquel sitio estaba completamente deshabitado.

Solamente la aves marinas, gaviotas, procelarios y estrófagos revoloteaban sobre las rocas y los hielos.

El ballenero y su acompañante se apresuraron a dirigirse hacia la antena. Esta era un trozo de peñol, y a la altura de un hombre se advertían ciertas incisiones que parecían hechas con la punta de un cuchillo.

Tompson se empinó cuanto pudo y consiguió leer las siguientes palabras grabadas en noruego y en inglés:

«Excavad al pie de esta bandera».

—Lo había sospechado —dijo el ballenero con emoción.

—Pero ¿procederán estas indicaciones de los náufragos de la Tornea y el Gotheborg?

—Ahora lo sabremos, profesor —respondió Tompson, empuñando un largo y afilado cuchillo de caza.

Levantó primero la endurecida costra de nieve, y en seguida se puso a excavar el terreno con actividad febril, examinando con atención toda la tierra que sacaba. Había ya profundizado unos 30 centímetros, cuando la punta del arma encontró un cuerpo duro, que produjo un sonido metálico.

—¡Ya está aquí! —dijo el ballenero.

Ensanchó el agujero, y sus manos tocaron una caja de lata, semejante a las que sirven para guardar galletas. Con el mismo cuchillo la abrió y extrajo un pliego algo húmedo liado en cuatro dobleces y escrito en gruesos caracteres.

Ávidamente leyó lo que sigue:

«Para ser entregado al Sr. W. Foyn, armador de Vadsó».

Y más abajo:

La escuadra núm. 2 se ha perdido completamente en los parajes del cabo Sur. La Tornea, embestida por un iceberg, fue destrozada la noche del 14 de agosto de 1875, en medio de una densa niebla, y el Gotheborg se fue a pique el 15 sobre las escolleras del cabo, arrojado allí por una tempestad tremenda.

El capitán Dikson ha muerto. He recogido a los supervivientes, que son 22 marineros y 7 pescadores de ballenas, y trato de llegar al Eis-fiord en la chalupa salvada. Tenemos víveres hasta fines de septiembre, y temo una catástrofe completa si no vienen a salvarnos antes del invierno. Hacedlo o, de lo contrario, moriremos.

K. J. Jansey.

Cabo Sur de la Spitzberg, 26 agosto 1875.

—¡He aquí un encuentro que representa la salvación para esos náufragos! —dijo Tompson radiante de júbilo—. Ya pueden considerarse en sus casas, porque yo entraré en el Eis-fiord, abriéndome paso, si es preciso, entre los bancos de hielo.

—Confiemos en que no les haya faltado la caza.

—Sí; si han podido salvar las armas de fuego. ¡A bordo! ¡A bordo!

Bajaron a toda prisa de las rocas y saltaron a la chalupa, llevando consigo el documento. Diez minutos después se encontraban en la Torpa y daban cuenta a la tripulación del afortunado descubrimiento.

Al saber que sus compañeros no habían muerto todos y que se hallaban tan cerca, un solo grito salió del pecho de aquellos valientes marineros.

—¡Salvemos a nuestros camaradas!

A toda prisa fueron desplegadas las velas, y la Torpa, después de haber costeado el banco que se extendía hacia el Oeste del promontorio, se lanzó hacia el Norte, manteniéndose cerca de tres millas de la costa de la isla.

El viento había cambiado de dirección y soplaba del Sudoeste, favoreciendo la marcha del buque, que llevaba una velocidad media de seis nudos por hora. Aunque el mar se había calmado poco a poco, a lo largo (le la orilla eran aún bastante vivas las ondulaciones, y disgregaban los hielos que se habían formado ante los promontorios, así como los pequeños fiords. Algunos icebergs flotaban acá y allá, tendiendo a aferrarse a las playas; pero su número no era tan grande que pudieran ser un peligro, y la Torpa los evitaba fácilmente, mucho más habiendo desaparecido por completo la niebla.

Tompson, en tanto, no cesaba de examinar la costa con un buen anteojo, esperando descubrir otras señales o algún resto de los buques. Se había establecido en el sitio del icemaster, en compañía de Oscar, para poder dominar mejor las playas desde aquella altura; pero nada de particular veían.

Aquella costa, ya cubierta de nieve, estaba desierta. Hasta las aves eran raras, y se las veía tristemente embuchadas sobre las rocas, sin lanzar sus estridentes y ensordecedores gritos.

Aquella parte de la isla parecía la más salvaje, la más desolada. La costa, cortada a pico, dificultaba un desembarco; los fiords eran estrechos, tortuosos, de triste aspecto, y de tal modo sembrados de rocas, que hacían imposible el acceso, no sólo a los buques, 9Íno hasta a las chalupas; los promontorios, altos, escarpados y terminados en puntas agudas, parecían hechos expresamente para destrozar los navíos.

En lontonanza, y ya muy tierra adentro, se veían emerger altas montañas, también cortadas a pico, revestidas eternamente de nieves y de hielos, que hasta en los valles brillaban en innumerables bloques.

Hacia las seis, una brusca ráfaga de viento balanceó al buque. Volvía a soplar el aire polar, arrastrando espesos copos de nieve envueltos en una cortina de nieblas.

Tompson no quiso buscar un refugio junto a la costa y ordenó avanzar, resistiendo las bordadas, maniobra fatigosa, pero a la que se dedicaron con gusto los marineros, en su afán de acudir en socorro de sus camaradas. La noche prometía ser bastante mala.

A las diez, la niebla había vuelto a oscurecer el Océano, y el frío aumentaba considerablemente. Algunos copos de nieve comenzaron a caer.

Tompson, que había vuelto a estar inquieto, se hizo otra vez cargo de la barra del timón. No quería dejar a nadie en aquellos momentos la dirección del buque. Lo había conducido hasta entonces con gran fortuna, desafiando los hielos, las nieblas y las olas, y deseaba acabar su obra hasta ponerlo en seguro en el Eis-fiord.

Trató en lo posible de evitar las bordadas, por miedo de tropezar con los escollos que pudiera haber cerca de aquellas playas, aunque, al parecer, no se notaba ninguno; escuchaba con atención para percibir el ruido de la resaca.

A media noche nevaba copiosamente y el mar tomaba mal cariz. La tolda, las amuras y la arboladura se cubrían de copos helados, y el frío se hizo tan agudo que la espuma de las olas se cristalizaba sobre el puente y alrededor de los ventiladores.

A lo lejos se oía chocar unos témpanos con otros, produciendo sordas detonaciones y fuertes estampidos. Parecía como si una gran ilota descendiera del Norte navegando paralelamente a la costa de Spitzberg.

Tompson continuaba haciendo esfuerzos por evitar las bordadas: hallábase entre dos peligros y procuraba evitar ambos. Al Este tenía la costa sin refugio y sembrada de escollos, y al Oeste, la flotilla de los hielos. Si chocaba contra la una o los otros, la Torpa estaba perdida.

A las tres de la mañana sobrevino un choque que detuvo bruscamente al buque. Parecía que el espolón había tropezado con algún banco que los marineros de guardia no lograron percibir.

Aquella detención duró, no obstante, pocos segundos. La Torpa, empujada por el viento, volvió a tocar con su espolón aquel obstáculo, y después de oírse crujir el hielo, siguió su camino. Debía de marchar indudablemente entre dos flotillas de inmensos bloques, porque a través de la niebla se veían aparecer por babor y estribor destellos de luz blanquecina.

A poco sobrevino un segundo choque, y esta vez tan violento, que el buque crujió siniestramente desde las amuras a la estiba.

Casi en el mismo instante se oyó al icemaster gritar:

—¡La vía está cerrada! ¡Virar a babor y enrollar las velas, o iremos a destrozarnos!

CAPÍTULO VII. LA «TORPA», PRISIONERA

Al oír aquel grito lanzado a plenos pulmones y con un tono que no admitía réplica, el capitán ballenero dio una vuelta a la barra, mientras los marineros envolvían rápidamente las velas, y los gavieros, listos como pájaros, se lanzaban a las alturas para amainar las velas superiores.

La Torpa viró de bordo casi en el mismo sitio, tan rápida había sido la maniobra, y chocó de estribor contra un obstáculo que debía de ser, sin duda, un banco de hielo.

Tompson se precipitó como un rayo a proa, donde ya se habían reunido algunos marineros con el icemaster.

—¿Qué ocurre, piloto? —preguntó.

—Ocurre, señor, que tenemos delante un banco inmenso, contra el que no puede nada el espolón de la Torpa.

—¿Está libre el mar a babor y a estribor?

—Lo dudo, señor. Desde el alto de la cruceta he visto agudas puntas de hielo extenderse en un larguísimo trecho a nuestros dos flancos.

—¿Creéis que no se debe intentar el paso?

—Con esta niebla, yo no me atrevería. Podríamos chocar con algún iceberg mal equilibrado, y entonces la Torpa sería aplastada.

—Pero si permanecemos aquí, corremos el peligro de que los hielos nos aprisionen.

—Es verdad, capitán.

—¡Intentemos volver! Tal vez… El camino quizá esté todavía libre.

Pocos minutos después la Torpa emprendía su ruta, pero hacia el Sur. El ballenero había hecho a la tripulación maniobrar en las velas altas, a fin de navegar con velocidad limitada para no chocar con violencia contra ningún obstáculo.

Oscar, que se había desvelado con aquellos dos choques, se reunió con el capitán, que había vuelto a encargarse del timón, queriendo así asumir toda la responsabilidad de tan audaz maniobra, pues podía costar la vida a toda la tripulación.

La Torpa volvía con extremada prudencia por el camino recorrido, haciendo apenas dos nudos por hora. Los marineros estaban en plan de maniobras para estar dispuestos a virar de bordo, y otros se hallaban con los botafuera en el castillo de proa, mientras el icemaster se colocó en la extremidad del bauprés para distinguir mejor los hielos, que podían, de un momento a otro, cortar la retirada.

El mar estaba libre en el sitio recorrido por el buque; pero a través de la niebla se veían siempre, a babor y a estribor, restos de icebergs que indicaban la proximidad de bloques de enormes dimensiones.

Estaba Tompson nervioso e inquieto. Movía con impaciencia los pies, se atormentaba la barba, se quitaba y se ponía la gorra y arrugaba la frente. Si aquel hombre no estaba tranquilo, ello significaba que la Torpa iba a afrontar algún gravísimo peligro.

Habían transcurrido ocho o diez minutos cuando sobre el bauprés resonó fuerte la voz del piloto de los hielos.

—¡Vira! ¡Hielos ante el barco! ¡Icebergs y grandes campos!

Esta vez Tompson lanzó una imprecación.

La Torpa viró de bordo con rapidez increíble, se puso a través del viento y permaneció casi inmóvil.

—¿Detenidos? —preguntó Oscar.

—Algo peor profesor —respondió Tompson con voz ronca.

—¿Qué queréis decir?

—Que sospecho que estamos aprisionados.

—Trabajemos con el espolón.

—Temo, profesor, que nos hallamos en un canal o en un pequeño círculo libre, abierto entre los bancos de hielo. Mirad: alrededor de nosotros empiezan a brillar los iceblink.

—¿Y qué haréis?

—Esperar a que se disipe la niebla.

—Pero si estamos en un canal, hallaremos libre la salida que nos ha permitido pasar.

—¿Y si los icebergs han cerrado esa salida? He conservado una línea rigurosamente recta en el retorno, la misma vía recorrida antes, y ya veis que nos encontramos ante masas de hielo que antes no había. Sí, profesor: temo que la Torpa esté encerrada en medio de un wacke que puede tener gigantescas dimensiones.

—¿Qué es un wacke?

Un campo de hielo que encierra en un centro un espació más o menos grande de agua libre. Dentro de poco sabremos si estamos o no estamos aprisionados, pues la niebla empieza a aclararse.

El ballenero no se equivocaba. Como el día anterior, al acercarse la mañana la niebla tendía a disiparse. Se iba elevando en ondas, pero poco a poco, romo si lo hiciera de mala gana, dejando el sitio a la nieve, que caía más espesa.

Después que transcurrieran veinte o treinta minutos podría tal vez conocer la situación del buque.

Tompson había marchado a proa, y desde allí miraba atentamente los hielos, que empezaban a aparecer a corta distancia. Un vigoroso soplo de aire empujó por completo la niebla lanzándola hacia el Sudoeste.

De una sola mirada el ballenero comprendió la gravedad de la situación. Como había sospechado, la Torpa estaba encerrada en medio de un wacke que tenía una extensión de cuatro o cinco millas.

Había entrado en aquella especie de lago que se extendía en forma de canal, bastante ancho para permitir a una nave dar bordadas de doscientos o trescientos metros, creyendo navegar, por lo tanto, libremente, y siguió hasta tocar en su extremidad.

Durante aquella breve navegación, el gran banco había encontrado icebergs de dimensiones enormes, y éstos, empujados por el viento, se habían acercado al canal cerrando la entrada.

Aquellos colosos no debían separarse ya, pues otros bloques se habían acumulado detrás de ellos, y habían formado una sola masa soldándose al banco.

—¿Lo veis? —dijo Tompson al profesor—. ¡No me había equivocado!

—Ya lo veo —respondió preocupado Oscar—. Estamos prisioneros.

—Lo sospeché. Por fortuna, espero que el Eis-fiord no esté lejos. Dentro de poco, la niebla se disipará en toda la costa, y sabremos dónde nos encontramos.

—¿Creéis que consigamos libramos de esos hielos?

—¡Quién sabe! Sería preciso que este wacke encontrara algún vasto campo de hielo, y que te rompiera al chocar con él.

—¿Y no se podría hacer saltar con barrenos los icebergs que nos impiden salir de este lago?

—Se necesitarían para eso toneladas de dinamita, y nosotros sólo disponemos de algunos kilogramos.

—¿Está inmóvil este wacke?

—No; va a la deriva hacia el Sur: estoy seguro de ello.

—Entonces, nos llevará hacia Noruega.

—No lo digáis tan pronto, profesor. Puede unirse a la costa de Spitzberg y tenernos prisioneros hasta el estío.

—¿Obligándonos a invernar?

—Sí, señor Oscar; pero estamos preparados para pasar entre los hielos el largo invierno polar. Estaba seguro de no poder volver este año, y… ¡Ah! La niebla se aclara, y comienzo a distinguir la costa de Spitzberg.

—¿Está muy cerca, señor Tompson?

—Sólo a tres millas. ¡Eh. timonel, dame tu anteojo! Veo una profunda abertura en la costa, y tengo esperanzas.

Cogió el anteojo, y miró con dirección a la costa. Un grito de alegría salió de sus labios.

Frente al gran banco de hielo se abría una especie de golfo muy profundo y largo, rodeado de altas montañas y flanqueado hacia el Sur por los hielos.

En un islote formado por rocas amontonadas, que tenía trescientos o cuatrocientos metros de circunferencia, el ballenero había descubierto otra antena, sobre la cual ondeaba una bandera noruega que el viento polar tremolaba vivamente.

—¡El Eis-fiord! —gritó Tompson—. ¡Marineros: allí están vuestros camaradas! ¡Vamos a salvarlos!

Un grito de satisfacción inmensa brotó del pecho de los noruegos.

—¡Viva nuestro capitán! ¡A la costa! ¡A la coste!

El ballenero había observado que el campo de hielo se extendía a trescientos pasos del banco que encerraba la entrada del Eis-fiord. Con pocas remadas podían atravesar aquel brazo de mar, llegar al islote, y aun a la playa de la gran isla.

Dos embarcaciones fueron echadas al agua, poniéndose dentro dos slittas o carros del Polo, víveres de todas clases, armas, trajes, mantas, etc., y poco después llegaron a la margen interna del wacke, donde fueron desembarcados todos estos objetos.

La carga se distribuyó en los dos slittas, y dos cuadrillas de marineros agarrados a las cuerdas tiraron de ella hasta el canal.

Otra cuadrilla había izado entretanto las dos chalupas sobre el banco, y las empujaba hacia la playa exterior para poder transbordar a los hombres escogidos para la excursión, así como el cargamento.

Tompson, el profesor y quince marineros de los más fuertes debían atravesar el canal; los otros debían permanecer de guardia en la Torpa al mando del icemaster.

El transbordo a los bancos de hielo de la isla se hizo con rapidez y sin incidentes, aunque el mar estaba agitado y la nieve continuaba cayendo tan copiosamente, que apenas se distinguía la costa.

El sol, que había hecho una breve aparición, se había ocultado nuevamente, y la niebla, apenas disipada, cayó otra vez más densa que antes.

El ballenero no era hombre que se detuviese por tan poco. Temiendo que las corrientes arrastraran al wacke hacia el Sur, y sabedor de que los náufragos de los dos barcos debían de luchar ya con el hambre, quería llegar cuanto antes a la isla donde tremolaba la bandera. Estaba seguro de encontrar al pie del asta alguna otra interesante indicación.

Sondeó primero el hielo de los bancos para asegurarse de que podía resistir el peso de las slittas y de los hombres; hizo encender faroles para no aventurarse por las negruras de la niebla, cada vez más opaca, y dio las órdenes de marcha.

Agarrados a las cuerdas de las slittas, los quince hombres se pusieron en camino a través de la nieve, que caía copiosamente y se acumulaba en los bancos y en la costa.

La. isla en que ondeaba la bandera no se veía ya; Tompson y Oscar habían apuntado su posición exacta, y con la brújula en la mano estaban seguros de no equivocarse.

Además, la distancia que tenían que recorrer era relativamente corta: no debía de pasar de una milla.

Sondeando escrupulosamente los hielos para no caer en abismos, abriéndose paso trabajosamente por entre la nieve, y empujando, o, mejor dicho, arrastrando las dos slittas, al cabo de media hora los dos grupos llegaron a las primeras rocas del islote, las cuales se extendían hacia la punta meridional del Eis-fiord.

Permaneced ahí bajo esa roca —dijo Tompson a los marineros—. Es inútil arrastrar las slittas por estas pendientes.

—¿Creéis que haya alguno en este islote?

—Me parece que no, profesor. Este trozo de tierra rocosa no puede ofrecer recurso alguno a unos náufragos hambrientos.

—Pero puede servirles de observatorio, señor Tompson.

—Es verdad; aunque desde el mes de agosto no pasa por aquí ningún buque. Venid, profesor; espero encontrar documentos al pie del asta.

Se pusieron los fusiles en bandolera, y empuñando los bastones ferrados que habían llevado consigo para servirse de ellos en sus excursiones, comenzaron a trepar por las rocas, haciendo frente con intrepidez a los turbiones de nieve.

Ya habían ascendido algunos metros, cuando el ballenero agarró bruscamente al profesor por un brazo.

—¿Qué os pasa, señor Tompson? —preguntó sorprendido Oscar.

—¿Habéis oído? —dijo el capitán.

—No.

—¡Esta isla está habitada, profesor! ¡Escuchad!

—¡Escuchad!

CAPÍTULO VIII. LOS NÁUFRAGOS DE LA «TORNEA»

Oscar y el ballenero se habían detenido junto a una roca que los protegía contra los turbiones de nieve, y con el cuerpo hacia adelante, caladas las capuchas, escuchaban con atención, tratando de percibir las voces humanas entre los mugidos del aire.

A poco Oscar se irguió bruscamente exclamando:

—¡Sí, capitán! ¡Allí lejos hablan algunos hombres!

—¿Veis como no me había equivocado? —dijo Tompson.

—¿Serán los marineros de los dos buques?

—Lo creo, profesor. El Spitzberg no está habitado.

—Pero nosotros no hemos visto nada en estas rocas cuando la atmósfera estaba clara; ni siquiera una choza.

—Puede encontrarse en alguna hondonada o tras una roca. ¡Subamos, profesor!

—¡Sí, sí, subamos!

Emprendieron la marcha, muy molestados por la nieve, escalando las rocas con gran trabajo, alentados por la esperanza de poder encontrarse en breve ante los desgraciados náufragos de la Tornea y el Gotheborg.

Entre los silbidos del viento seguían oyéndose voces que venían de lo alto; pero aun no se podían percibir las palabras. Sin embargo, parecía como si los hombres que hablaban fueran muchos.

Impaciente por saber con qué personas iba a encontrarse, el ballenero gritó a plenos pulmones:

—¡Ah! ¡Ah! ¿Quién está ahí?

Las voces callaron por un instante. Luego se oyó a un hombre gritar en noruego:

—¡Qué un oso blanco me coma vivo si no es ésa la voz de un marinero!

—Es una broma del viento —dijo otro.

—¡No, no! —gritó Tompson—. ¡Es una voz que viene de Vadsó!

—¡Vadsó! ¡Vadsó! —gritaron muchas voces—. ¿Quién habla de Vadsó? ¡En nombre de Dios, hablad!

—Soy el ballenero Tompson, y me manda a buscaros el señor Foyn.

—¿El señor Foyn? ¡Hurra! ¡Estamos en salvo!

—¡Hurra!

A través de la niebla y de la nieve, el ballenero y el profesor vieron algunas formas humanas que bajaban por las rocas poco menos que rodando, y poco después se sintieron estrechados entre veinte brazos, apretados y levantados en alto antes de que hubieran podido pronunciar una palabra ni ver la cara de los náufragos.

Cuando se sintieron libres viéronse en el interior de un chozo construido con restos de barcos náufragos, velas y bloques de hielo, y alumbrado con dos extrañas lámparas consistentes en dos gruesos procelarios, en cuya garganta habían introducido dos torcidas.

Los rodeaban diez hombres, pálidos, con los ojos hundidos, los pómulos y la nariz amoratados por el frío, los labios inflamados y sanguinolentos a causa de los vientos polares, y los trajes hechos jirones.

—¿Quiénes sois? —preguntó Tompson lanzando sobre aquellos desgraciados una mirada compasiva.

—Somos los supervivientes de la Tornea —dijeron seis de ellos adelantándose.

—Y nosotros, náufragos del Gotheborg —contestaron los otros cuatro.

—Pues yo soy el capitán Tompson, enviado aquí para salvaros.

—Capitán —dijo el más viejo de los marineros—, os damos las gracias por haber venido en nuestro socorro, principalmente en esta estación en que todos los buques viajan hacia el Sur.

—Sí, señor; todos os agradecemos este socorro —repitieron los demás marinos.

—Es el señor Foyn quien me envía —dijo Tompson.

—Un verdadero marino de gran corazón —añadieron los náufragos.

—Pero ¿sois solos vosotros? ¿No os habíais salvado treinta?

—Sí, capitán —respondió el marino más viejo.

—¿Dónde están, pues, los otros?

—En el Eis-fiord.

—¿Vivos todos?

—Todos; pero luchando con el hambre. Cuando nosotros los dejamos, hace ya seis días, para ponernos en observación en este islote, pues estábamos seguros de que el señor Foyn enviaría algún barco en nuestro auxilio, sólo teníamos algunos kilos de galleta y media foca, que había matado el día antes el capitán Fonsey.

—¿Vive aún el capitán Fonsey?

—Sí, señor.

—¿Están muy lejos vuestros compañeros?

—A media hora de aquí, yendo en canoa.

—¿Tenéis una chalupa?

—Sí, pero en el interior del Eis-fiord; y como éste está helado; no podrá servirnos.

—No importa. Me acompañan quince marineros y dos slittas. Es necesario apresurarse, o mi buque será lanzado lejos de esta costa. ¿Tenéis hambre?

—Ayer comimos dos procelarios y una urraca marina después de cuarenta y ocho horas de ayuno.

—¡Desgraciados! —murmuró Oscar.

Tompson salió de la cabaña, y formando con las manos una especie de portavoz gritó:

—¡Eh, marineros del Torpa! ¡Víveres en seguida! ¡Dejad las slittas en el banco!

Pocos minutos después llegaban a la choza diez marineros cargados de víveres. Apenas vieron a sus pobres camaradas los abrazaron con gran alegría, pues ya los habían supuesto muertos de hambre y de frío en aquellas costas inhospitalarias.

Tompson hizo distribuir entre los náufragos galletas, chocolate, licores… y en seguida los marineros les sirvieron un té bien caliente. Cuando el ballenero los vio algo reanimados, dio la señal de marcha.

Hubiera querido de muy buena gana conceder a los desgraciados supervivientes del naufragio de las dos naves un par de horas de calma para servirles una abundante y suculenta comida, pero un retardo cualquiera podía ser fatal para todos. El viento del Norte comenzaba a soplar, y el banco donde estaba aprisionada la Torpa podía ser arrastrado más lejos.

Continuaba nevando con abundancia; pero la niebla había aclarado un tanto y la luz era bastante intensa para orientarse. Se podía, pues, proceder con mayor premura y evitar fácilmente los peligros.

Los 26 hombres reunidos en la base de la isla rocosa se pusieron animosamente en camino, dirigiéndose hacia el Eis-fiord, que estaba todo cubierto por el hielo.

El viejo marinero guiaba a los expedicionarios en compañía del ballenero y de Oscar.

Como los bancos estaban muy unidos y formaban una superficie casi tersa, la marcha no ofrecía dificultades, aunque la nieve impedía bastante el avance de las slittas, por más que Tompson había tenido la precaución de hacer engrasar los patines.

Mientras caminaban a través, de los hielos, el viejo marinero contaba al capitán y a Oscar la historia de la doble catástrofe que costó la vida a uno de los dos comandantes y a 37 hombres.

La Tornea y el Gotheborg habían navegado juntos cerca de las costas del Spitzberg siguiendo las huellas de las ballenas. Llegaron hasta aquellas latitudes porque habían observado que en tales parajes abundaban los bancos de boetes, cebo predilecto de los gigantes del mar.

El 24 de agosto habían cogido ya dos ballenas, cuando los dos navíos se vieron atacados por un furioso huracán que venía del Norte y que empujaba ante sí gran número de icebergs de palks y de streams. Después de una noche horrible, la Tornea fue prisionera por los hielos. Trató de romper el círculo que la estrechaba cada vez más, y fue a chocar de proa con un iceberg mal equilibrado.

El coloso cayó entonces sobre la nave con ímpetu irresistible, y la aplastó. La catástrofe fue tan rápida, que solamente pudieron salvarse once hombres sobre los restos del buque.

Estaba el mar tan borrascoso, que de cuando en cuando arrastraba a alguno de los náufragos, le hacia caer del madero en que trataba de salvarse y lo hundía para siempre. El capitán Dikson, que se hallaba entre los supervivientes, fue envuelto por una ola en las proximidades del cabo Sur, y allí encontró la muerte.

Por algunos instantes se le vio luchar entre las turbulentas aguas y las escolleras, ha3ta que al fin se hundió en el abismo.

Durante cuarenta y dos horas, los náufragos, cuyo número se redujo a seis, erraron por el mar tumultuoso agarrados con desesperación a los leños que los mantenían a flote, hasta que al fin las olas los arrojaron a la costa meridional del Spitzberg, en las proximidades del cabo Sur.

Entretanto, el Gotheborg, desarbolado por la furia del huracán, fue también arrojado a la costa, y allí estrelló contra las escolleras, también en parajes del cabo Sur, y perdió la tercera parte de su tripulación.

Los náufragos de los dos buques se encontraron dos días después al pie del promontorio. Habiendo podido salvar dos chalupas balleneras y algunos víveres y fusiles, decidieron refugiarse en el Eis-fiord, pues sabían que allí había una cabaña construida dos años antes por algunos balleneros, y que, además, abundaban los renos salvajes.

Izando un mástil con dos banderas y enterrada al pie una caja con un documento en que se narraba la catástrofe, se embarcaron, y después de siete días pudieron refugiarse en el Eis-fiord y tomar posesión de la choza.

Hasta últimos de septiembre no lo pasaron del todo mal; pero después comenzaron a faltar los víveres y a escasear la caza. En treinta días sólo pudieron matar dos renos, tres locas, un morsa y un oso blanco.

Habían perdido ya toda esperanza de recibir socorro por parte del señor Foyn y estaban resignados a morir, seguros de que no podrían soportar el tremendo invierno.

—El señor Foyn no os hubiera abandonado nunca en esta isla. Apenas le di cuenta de mi hallazgo del resto del Gotheborg, puso a mi disposición sus hombres y sus buques.

—Pero ¿encontrasteis un trozo del Gotheborg? —preguntó admirado el marino.

—Sí; al Sur de la isla de los Osos.

—¡Ha sido una gran suerte!

—Es verdad, porque, a no ser por aquel hallazgo, el señor Foyn no hubiera enviado tan pronto la expedición de socorro, y mandándola después el barco no hubiera podido abrirse paso por entre los hielos.

—Es cierto, capitán. Pero ¿creéis que podéis conducirnos a Vadsó sin tener que invernar en estas costas?

—Lo intentaré, pero lo dudo. La Torpa ha sido bloqueada por los hielos la pasada noche.

—¿Y no se la podrá libertar?

—Creo que no. Pero no os inquietéis: tenemos víveres para un año, y carbón en tal cantidad, que desafiaremos los hielos más rigurosos.

—¡Alto! Estamos cerca, y las slittas no podrán subir esta pendiente.

—¿Está allí la choza? —preguntó Tompson señalando una alta meseta que se distinguía entre la nieve y la niebla.

—Sí, capitán.

El ballenero ordenó a sus hombres que se detuvieran, escogió a doce de los más fuertes, los cargó de provisiones y de licores, y se dirigió con ellos hacia la costa, guiado por los náufragos de la Tornea.

Cerca ya de donde debía estar la choza, disparó su carabina.

Poco después contestaron desde lo alto con otros disparen.

—¿Quién viene? —gritaron muchas voces.

—¡El capitán Tompson con la tripulación de la Torpa! ¡Me envía el señor Foyn!

Resonó un grito inmenso lanzado por veinte pechos.

—¡Salvados! ¡Estamos salvados!

CAPÍTULO IX. EL REGRESO

Pocos minutos después, Tompson, Oscar y los marineros de la Torpa se encontraban entre los brazos del capitán Jansey y de los supervivientes del Gotheborg.

Aquellos desgraciados lloraban y reían al mismo tiempo, pues habían perdido toda esperanza de salir vivos de aquella desolada extensión de hielo.

Estaban todavía en mas deplorable situación que los supervivientes de la Tornea. Se hallaban exhaustos por las privaciones y por el frío, delgados, pálidos, cadavéricos y algunos presa ya del escorbuto a causa de los prolongados ayunos, de la humedad y de los sufrimientos de toda especie.

Hacía treinta horas que habían devorado la última galleta, y se habían agrupado en el interior de la vivienda, un chozo medio arruinado abierto a los vientos y a la nieve, esperando allí la muerte.

Tompson hizo distribuir los socorros llevados por sus marinos, y apenas los náufragos repusieron sus fuerzas les informó de la necesidad de abandonar cuanto antes el Eis-fiord. Comenzaba ya a estar inquieto, temiendo que la Torpa hubiera sido arrastrada lejos.

Con algunos palos de los que estaba hecha la cabaña improvisaron camillas-parihuelas para transportar a los enfermos de escorbuto, tan débiles que no podían moverse, y en seguida todos descendieron a la orilla, dejando sin el menor disgusto aquel mezquino albergue que hubiera sido la tumba de los últimos supervivientes del Gotheborg.

En los bancos el numeroso grupo se unió a los otros cinco marineros de la Torpa y a los náufragos de la Tornea, y todos se pusieron en marcha hacia la salida del Eis-fiord, tirando a tumo de las slittas y conduciendo a los enfermos.

La nieve no había cesado; por el contrario, caía con más abundancia, vertiginosamente arrastrados los copos por el viento polar, y el frío era tan agudo, que la respiración de aquellos hombres se helaba, formando cristales como punzantes agujas en sus labios y sus barbas.

Los hielos tampoco permanecían quietos. Aquel rápido descenso de temperatura aumentaba su volumen, produciendo presiones irresistibles.

Crujían sordamente bajo los pies de los marineros, y estallaban como si bajo ellos se quemara pólvora. Los pedazos volvían a soldarse inmediatamente, formando nuevos y enormes bloques. Otras veces debajo de aquellos bancos se formaban oquedades, que a su vez se abrían y lanzaban al aire pedazos de hielo en forma de pirámides o de columnas, que volvían a caer con estrépito.

Tompson, cuyas inquietudes iban en aumento, los alentaba a todos para que sostuvieran una marcha ligera.

—¡Pronto, pronto —repetía—, o nos será imposible llegar hasta la Torpa!

Ya estaban junto al islote donde habían encontrado a los primeros náufragos, cuando hacia el mar se oyó el fragoroso ruido de una detonación.

—¡El cañón de caza de la ballenera! —exclamaron los marineros de la Torpa.

—Sí —dijo Tompson—. Nos indica que apresuremos el regreso. ¡Profesor, capitán Jansey, seguidme; y vosotros marchad lo más rápidamente que os sea posible!

Los tres hombres se lanzaron a través de los turbiones de nieve y trataron de dirigirse a las orillas del banco. El cañón de caza del buque seguía disparando a intervalos de cinco en cinco minutos.

La Torpa debía correr algún peligro, pues la tripulación reclamaba con tanto apremio la presencia a bordo de su capitán. Probablemente el wacke se habría puesto en movimiento, arrastrando al buque.

Después de un cuarto de hora de carrera, Tompson y sus dos compañeros llegaron junto al mar, al punto donde habían dejado la chalupa.

Una ballenera montada por seis marineros y un pescador de ballenas los esperaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tompson a aquellos hombres.

—Capitán —dijo el pescador—, el viento empuja al wacke hacia el Sur, y el mar toma mal cariz. Si no os apresuráis, no podremos alcanzar al barco.

Tompson lanzó una rápida mirada al mar; pero la niebla y la nieve le impedían ver la Torpa. Sin embargo, el gran banco de hielo brillaba a cerca de tics millas de la costa.

—Estaremos a bordo antes de que se aleje demasiado —dijo—. Mis hombres y los náufragos van a llegar. Entretanto avisaremos nuestra vuelta al icemaster.

Armó el fusil y lo disparó tres veces al aire. Aquella señal había sido convenida para noticiar a los tripulantes el regreso de los expedicionarios en el caso de que la niebla les impidiera verse.

Un disparo del cañón de caza fue la respuesta, seguida poco después de una salva de fusilería.

—Todo va bien —dijo Tompson—. Nos esperan en la margen exterior del wacke.

La vanguardia de los náufragos comenzaba a aparecer entre los turbiones de nieve.

Fueron botadas al agua las dos chalupas, que habían sido izadas al banco para evitar que las olas las destrozaran contra los hielos, los palks o los streams, y en seguida comenzó el embarco.

Dieciocho hombres embarcaron en la chalupa mayor, catorce en la otra y los demás se colocaron en la ballenera.

El mar estaba revuelto; espumeantes olas chocaban con el hielo, rompiendo sus bordes y estremeciendo todo el banco.

Bogando con desesperada prisa y tratando de evitar las olas demasiado altas, las chalupas y la ballenera pudieron llegar al wacke, en cuyas orillas los esperaban algunos marineros de la Torpa guiados por el icemaster.

—¡Ahora me rio yo de los hielos, de las presiones y de la deriva! —dijo Tompson, presa de una gran alegría—. Mi misión ha concluido felizmente, y ya no temo nada.

—Sí; gracias a vuestra audacia y a vuestra habilidad —dijo el capitán Jansey—. Señor Tompson, permitid ahora que vuelva a daros gracias en mi nombre y en el de mis marineros por habernos salvado de una muerte segura.

—¡Un abrazo, camarada, y no se hable más de gracias! —respondió el ballenero—. ¡Los hombres de mar, ya lo sabéis, sienten por dentro solamente!

Los dos hombres se arrojaron uno en brazos del otro, mientras los marineros gritaban a plena voz:

—¡Viva el capitán Tompson!

—¡Silencio, muchachos! ¡A bordo! —dijo el ballenero, tratando en vano de vencer su emoción—. ¡Cada uno ha cumplido con su deber, y basta!

Las chalupas y la ballenera fueron izadas sobre el wacke, y la numerosa tripulación, conduciendo a los enfermos, ayudando a los más débiles y empujando las tres embarcaciones, atravesó el banco, en tanto que los marineros que habían permanecido a bordo de la Torpa lanzaban fragorosos ¡hurras!

El trozo más libre en que estaba preso el buque comenzaba a helarse; pero la capa sólida fue rota con algunos golpes de remo, y las tres chalupas pudieron llegar felizmente hasta la Torpa.

Cuando los náufragos de la Tornea y el Gotheborg ne encontraron entre sus antiguos camaradas dieron rienda suelta a su alegría, que hasta entonces habían contenido. Reían, lloraban, se abrazaban unos a otros; saltaban los náufragos al cuello de sus salvadores y aclamaban a plena voz al valiente y audaz ballenero, que había desafiado los hielos polares, las nieblas y los huracanes por ir a salvarlos en aquella tierra desolada.

Cuando se hubo calmado un tanto aquella explosión de alegría y entusiasmo y los náufragos reparaban sus fuerzas bajo cubierta con una abundante comida, Tompson, el capitán Jansey, Oscar y el icemaster se reunieron en consejo para decidir acerca de lo que debía hacerse.

Provista como estaba de víveres de toda especie, así como de carbón, la Torpa podía afrontar una invernada en aquellas altas latitudes; pero si lograba librarse de aquel formidable círculo de hielo que la estrechaba cada vez más y hacer ruta hacia las costas de Noruega, era mejor todavía. Refugiada en una bahía o dentro de un fiord, la invernada sería penosa, pero casi exenta de peligros, mientras que en medio de un banco de hielo era muy difícil y había el permanente peligro de ser aplastada por las presiones.

Tenían pocas esperanzas de abrirse camino; pero, no obstante, quisieron convencerse de si había alguna probabilidad de salir del encierro, visitando detenidamente todo el wacke.

Se hicieron conducir al banco, y procedieron a una serie de minuciosos reconocimientos para asegurarse del espesor de los hielos. Esperaban encontrar alguna parte débil o alguna rotura que les permitiera abrir un canal por medio de la pólvora, los picos y el espolón.

El wacke fue recorrido en todas direcciones y sondeado en algunos puntos, sin resultado alguno favorable. El hielo tenía por todas partes un espesor tan enorme, que las barras de hierro, de cinco metros de largo, no lograban traspasarlo por completo.

Visitaron la salida del canal, que había sido obstruida por los icebergs, y también se convencieron de que era absolutamente imposible la salida por aquella parte. Cuatro montañas de hielo de dimensiones colosales se habían metido en el canal, una detrás de otra, y formaban un solo bloque con el wacke. Se hubiera necesitado por lo menos diez quintales de pólvora para hacerlas saltar.

—Todo es inútil —dijo Tompson—. Estamos prisioneros, y no recobraremos la libertad si este banco no se rompe contra algún iceberg.

—¿Nos veremos, pues, precisados a invernar aquí? —preguntó Oscar.

—Sí, profesor —contestó el ballenero.

—Toda tentativa para abrirnos paso resultaría infructuosa —repuso Jansey—. La salida de la Torpa está cerrada.

—Pero el banco parece caminar hacia el Sur.

—La corriente y los vientos lo llevan hacia la isla de los Osos.

—Y en seis horas nos hemos alejado cuatro millas del Eis-fiord —añadió el icemaster.

—¿Baja alguna corriente hacia la costa occidental del Spitzberg? —preguntó Oscar.

—Sí, señor —dijo Jansey—. La he notado este año último durante la estación de la pesca.

—¿Y habéis averiguado su dirección?

—Sí, profesor Se dirige hacia el Sursudoeste, y así estoy seguro de no engañarme al afirmar que va a romperse hacia la costa occidental de Noruega.

—Bueno —dijo Tompson—. Si el wacke no es detenido por otros bancos o no se hace pedazos, iremos a parar a las costas de Noruega. Sería un regreso muy lento, es verdad, pero siempre preferible a una invernada en Spitzberg.

—Si es que las presiones no hacen averías en el buque —repuso Jansey—. ¡No hay que fiarse de los hielos!

—Procuraremos mantener libre esta especie de lago mientras nos sea posible. Entretanto tomaremos las necesarias medidas para invernar, porque preveo que nuestra prisión va a prolongarse y no tardarán en llegar los grandes fríos. Este año se ha prolongado mucho la estación buena, y el invierno tomará su desquite, sin compadecerse de nosotros.

—Ya empieza el tiempo a ponerse malo —dijo Oscar—. En doce horas el termómetro ha descendido diez grados.

—¡A bordo, señores! —dijo Tompson—. Antes que el lago del wacke se hiele es preciso que el buque esté en situación de resistir las presiones.

Se embarcaron y volvieron a la Torpa, y entretanto la nieve, que cesó por completo de caer durante algunos minutos, volvió a manifestarse con más abundancia, y el viento se hizo más impetuoso, revolviendo las aguas del mar.

Los marineros, advertidos de que iban a tomarse las medidas necesarias para la invernada, se pusieron a trabajar febrilmente bajo la dirección de los dos capitanes y del icemaster.

Ante todo procedieron a la construcción de un almacén, que debía erigirse sobre el banco de hielo, en un sitio elevado, precaución necesaria, pues el buque podía ser aplastado entre los hielos antes de que la tripulación pudiera poner en salvo los víveres indispensables para tanta gente.

Formada una especie de plataforma en la cima de una altura que se encontraba a cerca de doscientos pasos del lago, levantaron en ella una gran barraca formada de bloques de hielo reforzados con traviesas, y tan capaz que, en caso necesario, pudiera guarecerse en ella toda la tripulación.

Dentro acumularon provisiones de toda especie, suficientes para nutrir por dos meses a aquellas hombres; mantas, velas, piezas de repuesto, carbón, una estufa y las dos chalupas mayores.

Alrededor de la barraca levantaron murallas de nieve y de hielo para defender la construcción de las copiosas nevadas, y colocaron cobertizos para que los marineros pudieran pasear sin exponerse a la intemperie.

Acabado el almacén y sus accesorios, los dos capitanes reconcentraron sus cuidados en el buque.

Lo anclaron fuertemente a la orilla del lago para impedir que el viento lo arrojara contra las paredes de hielo, y después sumergieron alrededor de la carena gran número de gruesas traviesas dispuestas oblicuamente, de modo que los hielos elevaran la Torpa, en vez de comprimirle los flancos. De aquella manera podían mejor, en parte, evitar las tremendas presiones.

Fueron luego liadas las velas y calados los segundos palos del trinquete y el mayor, pero no almacenados, para estar más dispuestos a tomar el camino en el caso de que el banco se rompiera.

Fue cubierto el puente con un techo de tablas revestido de tela embreada, de la que colgaban dos anchas bandas, formando así una sala espaciosa y cuidadosamente abrigada de los fríos exteriores. Cuatro ventanas fueron abiertas para la luz y ventilación.

La estiba fue escrupulosamente limpia, lavada con agua y cal y convertida en comedor y dormitorio de la tripulación.

Fueron, finalmente, colocadas las dos estufas, provistas de largos tubos curvados paja impedir la dispersión del calor, una en el cuadro de popa y la otra en el dormitorio. A cada una se le adaptó un gran recipiente de hierro galvanizado, destinados a recoger la nieve, a fin de estar provistos del agua necesaria para la cocina y el aseo de los marineros.

Por último, se extendió sobre el puente una capa de arena y ceniza para impedir que el hielo se incrustara y para absorber la humedad, enemigo formidable en aquellos climas y causa de infinitos males para la salud de la tripulación.

El 12 de octubre habían terminado aquellos diversos trabajos, y la tripulación y el buque estuvieron en condiciones de desafiar los terribles hielos del invierno polar.

CAPÍTULO X. LLEVADOS AL SUR

El wacke, empujado por el viento y arrastrado por la corriente, continuaba dirigiéndose hacia el Spitzberg, llevando consigo a la Torpa, que no podía librarse de aquella prisión.

El tiempo continuaba siendo malísimo y el frío aumentaba cada vez más. Las nieblas cubrían el cielo y bajaban hasta el mar con mucha frecuencia, y la nieve caía sin cesar, haciendo aumentar considerablemente el volumen del gran banco, mientras el mar estaba cada vez más revuelto.

Enormes oleadas corrían del Noroeste al Suroeste, rompiendo las barreras de pequeños bloques y arrastrando icebergs de colosales dimensiones; pero el wacke no se resentía y desafiaba intrépidamente los furores del Océano Ártico.

Adelantaba tranquilo, removiendo su enorme masa los obstáculos que hallaba, sin detenerse un solo instante. Sus márgenes, que debían de tener un espesor de muchos metros, lo destruían todo: icebergs, palks, streams, packs y hummoks crujían y se rompían al poderoso empuje del wacke.

Por el momento no había que esperar que se abriese; al contrario, su extensión aumentaba siempre, soldándose a él otros grandísimos bloques. Tenía ya una circunferencia de siete u ocho millas, y cada día engrosaba más. El frío contribuía a aumentar su volumen.

El agua se helaba en las márgenes y hasta en el lago, de tal modo, que ya estaba casi solidificada y obligaba a los marineros a emplear los picos para que el barco se mantuviera libre.

Tres veces en sólo cuarenta y ocho horas marcó el termómetro -20 centígrados, y una vez -28°. Durante aquellos bruscos descensos de temperatura las estufas ardían sin cesar en el dormitorio y en la cámara de popa.

La tripulación de la Torpa y la de los dos buques náufragos, acostumbradas ya a aquellos climas fríos, no sufrían mucho. Además, todos estaban bien alimentados y se hallaban muy a gusto en la gran sala construida sobre el puente, donde se reunían todos para charlar, jugar o leer.

Si algo lamentaban era la falta de carne fresca; pero con aquel viento y aquellos turbiones de nieve no era prudente aventurarse por el banco para dedicarse a la caza de aves marinas, que se mostraban en grandes bandadas.

El 14 de octubre, el cielo, que se había mantenido hasta entonces fosco y oscuro, aclaró de pronto, y el sol, después de tantos días de ausencia, apareció en el horizonte, lanzando oblicuamente sus débiles rayos.

Soplaba, sin embargo, con violencia el viento Norte, causando continuos descensos en la temperatura.

Tomada la posición al Mediodía, comprobaron que el banco, en cinco días, había bajado hacia el Sur cuarenta y seis millas y se hallaba a diecisiete millas al Sureste de Spitzberg.

—¡Buena caminata! —dijo Tompson—. Si continúa siempre así, dentro de cuatro meses nos hallaremos a doscientas o trescientas millas de la costa septentrional de Noruega. ¡Esperamos que el wacke se decidirá antes a romperse!

—Tal vez encontraremos grandes bancos junto a la isla de los Osos —dijo Oscar.

—Creo que pasaremos por ella de largo, profesor.

—¿Y creéis que el wacke no se detendrá?

—Tengo esa opinión. Es muy grande, y podrá abrirse paso a través de las barreras de hielo que los vientos y las corrientes arrancan de la costa de la Groenlandia y las arrojan hacia el Este.

—Yo también tengo esa esperanza —dijo Jansey—. Nuestro wacke forma una masa imponente y con dificultad podrá ser detenido. Existe, sin embargo, el peligro de que varíe de dirección y vaya a embarrancar junto a la isla de los Osos.

—¡Ah! ¡Si desplegando velas pudiéramos precipitar su marcha! —exclamó Oscar.

—La idea es buena, profesor —dijo Tompson sonriendo—; pero, por desgracia, necesitaríamos millares de metros cuadrados de tela y centenares de antenas, y no tenemos ni una cosa ni otra. ¡Vamos a explorar el banco, señores!

Se pusieron en camino para ver si el hielo, a causa de aquellos continuos choques, se había roto por algún lado, especialmente por el meridional; pero bien pronto se convencieron de que permanecía compacto. La esperanza de encontrar un sitio por donde abrir un canal se desvanecía siempre.

Cuando regresaron a bordo fueron testigos de uno de los más bellos fenómenos que, si se admiran con frecuencia en los ardientes desiertos de África, no son tampoco raros en los rígidos climas de las regiones polares. Era un espléndido espejismo producido por la refracción de la luz.

La Torpa, que se encontraba en medio del lago, era reflejada por los hielos que brillaban ante el frente septentrional del banco; más por una extraña alucinación óptica, parecía tener tres palos en vez de dos, y las velas desplegadas.

Al principio apareció un solo buque, después dos, cuatro, y, por último, otros tantos; pero parecían como suspendidos en el aire, navegando por una ligera niebla.

El fenómeno duró un cuarto de hora; después, habiéndose escondido el sol detrás de una nube, los ocho navíos desaparecieron con fantástica rapidez.

Al día siguiente volvió a cambiar el tiempo. En vez del sol fue la niebla la que se dejó ver, como si estuviese obstinada en no abandonar los parajes del Spitzberg, y el viento polar comenzó nuevamente a soplar con furia, revolviendo el mar.

A las cuatro de la tarde se heló el lago por cuarta vez, y la costra llegó a ser tan gruesa, que los marineros tuvieron que trabajar bastante para mantener un espacio libre alrededor del barco.

Por la noche, el wacke sufrió la primera sacudida del hielo y vibró durante más de media hora.

Durante la noche del 15 se hicieron sentir también las presiones. El hielo crujía fragorosamente, se rompía y mugía con fuerza, como si bajo el wacke corrieran máquinas de vapor.

El hielo del lago fue roto y pudo entrar el agua del mar, que hizo oscilar a la Torpa, la cual se inclinó levemente de estribor y permaneció luego en tal posición.

Aquellas presiones, leves hasta entonces, no produjeron daños al buque, el cual, a causa de las traviesas, en vez de dejarse aplastar se elevaba, huyendo así de los choques.

El almacén tampoco sufrió ningún daño. Sólo se desprendió una muralla de hielo, pero el frío no tardó en recomponerla.

La noche del 16, estando el cielo oculto por la niebla, los prisioneros del banco presenciaron una espléndida aurora boreal, la primera de la estación de invierno.

De repente, todo el horizonte septentrional, que permanecía oscurísimo, se iluminó con un resplandor intenso, purpúreo, dispuesto en anchas fajas, que poco a poco formaron un arco soberbio que subía hasta el cielo, proyectando reflejos rojizos en los hielos bruñidos y en el esplendente océano.

Poco después atravesaron aquel arco flamante grandes proyecciones de luces de variados colores, que se alejaban y acercaban caprichosamente.

Eran rayos amarillo dorado o amarillo pálido, con facetas de luz azul, que parecían lanzados por potentes lámparas eléctricas; rayos que, a semejanza de movibles llamas, se cruzaban, subían los unos sobre los otros y fundían sus matices, mientras el gran arco sufría extrañas vibraciones, como si lo sacudiera un viento impetuoso, irresistible.

Todo el horizonte meridional, en una extensión inmensa, parecía flamear: se hubiera creído que en el Polo había un gigantesco incendio, o que cien volcanes a la vez vomitasen fuego y llamas.

Los icebergs parecían transformados en inmensos rubíes flotando sobre un mar de sangre, mientras las siluetas del Spitzberg, todavía visibles, se teñían de un fuerte tinte azul, que poco a poco cambiaba en amarillo y luego en rojo oscuro.

El fenómeno duró dos horas. Después, los tonos de aquellas luces fueron palideciendo, desvaneciéndose; el gran arco se borró después de oscilar violentamente, y la oscuridad volvió a cubrir el mar y los hielos.

El 17 desaparecieron del horizonte las montañas del Spitzberg. El wacke, que había continuado caminando hacia el Sursureste, se encontraba entonces cerca de cuarenta millas del cabo Sur y seguía bajando, manteniéndose entre los meridianos 12° y 13°.

Su marcha, que en los días precedentes oscilaba entre las 26 y las 30 millas cada veinticuatro horas, se hizo más lenta, a causa sin duda de los abundantes hielos que parecían provenir de la costa oriental de la Groenlandia.

A cada momento se percibían choques formidables que repercutían hasta el lago. El wacke chocaba contra los icebergs, altos como montañas, y que tenían una circunferencia de setecientos, ochocientos y aun de mil metros, aunque de estos choques no resultaba gran daño para aquella masa de hielo, grande como una isla.

Otras veces iba a tropezar contra vastos floes, o sea bancos de agua del mar, helada, y entonces el frente donde se había efectuado el choque sufría desprendimientos de pequeños trozos de hielo.

En ocasiones, en fin, venía el wacke a encontrarse en medio de verdaderas flotillas de hielos, que se estrellaban en sus márgenes, lanzando una lluvia de bloques que al caer sobre al suelo quedaban al punto soldados a aquella masa helada.

Tompson, Oscar y Jansey se dirigían todos los días a la orilla del wacke, con la esperanza siempre de hallar en él alguna hendidura que permitiera la fuga de la Torpa; pero siempre resultaban inútiles sus pesquisas. La masa central del banco no cedía y permanecía consecuentemente compacta.

No obstante aquella prisión prolongada, la tripulación seguía contenta, confiando siempre en su capitán, y fue entregaba gustosa a los trabajos, que nunca faltaban. Todas las mañanas se distribuían en grupos los marineros y recorrían todo el banco en busca de caza, que, aunque poca, no faltaba, cobrando siempre ocas, estrófagos y procelarios; pero la caza mayor no aparecía.

Cuando el mal tiempo impedía abandonar el buque organizaban fiestas en la sala del puente y bailaban alegremente, burlándose del frío, de la nieve, de los hielos y hasta de la oscuridad, que aumentaba cada vez más, pues eran ya brevísimas las apariciones del sol. En el Spitzberg debía haber comenzado ya la larga noche polar.

Por fin, el día 19 los cazadores tuvieron la suerte de cobrar un grueso anfibio. Habían sorprendido a una morsa de formas gigantescas, que estaba escondida detrás de algunos hummoks, cerca de la orilla, calentándose a los tibios rayos del sol.

El anfibio no tuvo tiempo de llegar al mar, y los marineros le mataron de cuatro disparos.

Aquella morsa era tan pesada, que para transportarla se hicieron necesarios diez hombres. Los mismos cazadores trataron también de apoderarse de algunas focas, a las que vieron aparecer sobre un pack que navegaba junto al wacke, manteniéndose alejado de éste sólo una milla hacia el Este.

Al efecto, llevaron la ballenera, que era la más ligera embarcación, hasta la orilla del campo de hielo, aprovechando la tranquilidad del mar atravesaron el canal y desembarcaron en el pack, que tenía una circunferencia de 500 a 600 metros.

Las focas, que son demasiado prudentes, advirtieron todos aquellos preparativos que iban contra ellas, y se refugiaron en el mar, al cual salieron a toda prisa por los agujeros que ellas mismas abren a través del hielo.

Los cazadores descargaron su mal humor en las aves marinas, y mataron muchísimas, por lo que la ballenera volvió al wacke tan cargada, que corrió el peligro de zozobrar. Aquellos volátiles, sabiamente preparados por el cocinero de a bordo, y condimentados con una salsa que quitaba a sus carnes el desagradable sabor a aceite rancio, sirvieron de cena varias noches a la numerosa tripulación.

CAPÍTULO XI. EL CHOQUE DEL «WACKE»

El 21 de octubre, el wacke, que había seguido su marcha hacia el Sursureste, se encontraba sólo a 40 millas de distancia de la isla de los Osos. Tompson, desde el observatorio del icemaster, descubrió con un buen anteojo las cumbres nevadas de las montañas.

Si la corriente no cambiaba de dirección o alguna tempestad no lanzaba al wacke fuera de la recta seguida hasta entonces, la Torpa debía pasar al Este de la isla y a muy corta distancia de ella.

Era, sin embargo, probable que el campo de hielo interrumpiera por algún tiempo su marcha, pues hacia el sur se divisaban verdaderas flotas de icebergs y de packs extensísimos, los cuales formaban una especie de semicírculo cuyas extremidades se dirigían la una hacia el Este y la otra hacía el Noroeste.

—Tal vez —murmuró Tompson, que observaba aquellos hielos en compañía de Oscar—, algún grave suceso espero que ocurra, y que quizá sea el medio de que podamos abandonar este encierro.

—¿Contáis con algún formidable choque?

—Sí, profesor. Aquella barrera ira poco a poco a apoyarse contra los bancos formados alrededor de la isla y acabará por hacer frente a nuestro wacke sin retroceder.

—¿Y no será aplastado nuestro buque por efectos del desquiciamiento que sufrirá el wacke?

—No lo creo, porque el hielo del lago es todavía tan compacto que pueda resistir una gran presión. Se romperá en mil pedazos y la Torpa quedará libre.

—¿Y nos será fácil salir entre tantos hielos esparcidos por el mar a causa del choque?

—Lo intentaremos, profesor. Forzaremos el paso trabajando con el espolón, y nuestra tripulación, que es bien numerosa, ayudará a la Torpa con los picos y con las minas.

—¡Qué hermosa sorpresa para el señor Foyn si dentro de quince días nos ve regresar a Vadsó!

—Lo creo. Pero… ¿qué se ve allí?

—¿Dónde?

—Sobre los bancos de la isla de los Osos —dijo Tompson, mirando con el anteojo.

—¿Algún buque tal vez?

—No; un gran numero de puntos negros. O mucho me engaño, o esos puntos negros son focas.

—¿Son muchas?

—Muchísimas, profesor. ¡Ah!

—¿Qué os pasa?

—¡Mirad! ¡Mirad entre aquellos icebergs, profesor! —exclamó Tompson, que se había empinado sobre la punta de los pies para distinguir mejor—. ¡Mil cañonazos! ¡Y estar aquí prisionero mientras allí hay una fortuna!

Oscar miró en la dirección señalada por el ballenero, y con admiración vio varios enormes cetáceos que se movían majestuosamente entre los hielos.

Eran seis capidogos, grandes como ballenas, o tal vez mayores, pues algunos medían veinte o veintidós metros de largo, por una circunferencia que no debía ser menor de quince o dieciséis metros. Estos colosos del mar pertenecen al orden de los cetáceos, como las ballenas; pero son diversos en la conformación y se diferencian también un poco de los capidogos comunes que habitan los otros mares. Los que se encuentran en el océano polar son, por lo general, más voluminosos, poseen una espina dorsal derecha y aguda, y su cabeza no equivale a la tercera parte de su cuerpo, sino a la mitad.

¡Figuraos lo enorme y espantoso de aquella boca cuando se abre, mostrando aquellos formidables dientes cónicos, algunos de los cuales pesan más de dos kilos!

Estos monstruos son más ligeros que las ballenas, más peligrosos, más brutales, más batalladores. Se arrojan indistintamente contra todos los habitantes del mar y atacan especialmente a las ballenas, que caen vencidas por los mordiscos de aquellas enormes bocas.

—¡Qué monstruosidad! —exclamó Oscar, que no se cansaba de mirarlos—. No puedo comprender cómo se atreve el hombre a atacar a semejantes colosos provisto sólo de simples arpones.

—¡Y se les mata, profesor! —dijo Tompson.

—¿Habéis capturado muchos?

—¡Doce, por lo menos! Cuando se tiene la suerte de encontrarlos, no se les deja huir, porque los capidogos dan mayores provechos que las ballenas.

—¡No lo creo, capitán!

—Por término medio se obtiene de su grasa cerca de cien toneladas de aceite, las cuales representan un valor de 25.000 francos, pues se vende a cerca de 250 francos la tonelada. Añadid a esto la esperma, o sea el aceite blanco que se encuentra en la cabeza del capidogo, encerrado en un canal que forma el hueso del cráneo, y que se paga a elevado precio para aplicarlo a la fabricación de jabones y bujías.

—¿Y tiene mucha esperma cada capidogo?

—Cerca de tres mil kilogramos.

—¿Y el ámbar gris?

—No siempre lo tienen los capidogos, profesor. Una vez, sin embargo, encontré en uno un pedazo que pesaba diez kilos.

—Decidme, señor Tompson, ¿dónde se encuentra el ámbar gris?

—En el canal intestinal de los capidogos, por lo general, en cuatro o cinco trozos irregulares que pesan ordinariamente cuatrocientos a quinientos gramos. Es una materia que se paga muy bien.

—Lo creo.

—Lo que yo quisiera saber es por qué se encuentra tan preciosa materia en esos colosos.

—¿No lo sabéis?

—No, profesor.

—Entonces os diré, querido capitán, que el ámbar no es otra cosa que un excremento alterado, modificado y solidificado, una parte ínfima del alimento incompletamente digerido.

—¡Diablo! ¡Y tiene un perfume tan delicado! ¡Mil cañonazos! ¡Lo capidogos se van hacia el Sur! ¿Quién será el afortunado ballenero que se los encuentre? Si yo no estuviera prisionero entre estos malditos hielos, a estas horas ya habría caído alguno al golpe de mi arpón.

—¡Un peligro evitado, capitán!

—No digo que no, porque esos gigantes son más temibles que las ballenas. Cuando están heridos, no huyen; al contrario, se revuelven contra las chalupas balleneras y en ocasiones contra los buques de alto bordo.

—¿Sí?

—Sí, y más de uno ha sido echado a pique de una tremenda cabezada; y ahora recuerdo que…

—¿Qué? —preguntó Oscar al notar que Tompson se callaba.

Viendo que éste no respondía, se volvió hacia él y le vio inclinado sobre la borda de la Torpa, con la mirada fija en la isla de los Osos, perfectamente visible ya sin ayuda del anteojo.

—¿Qué os pasa, señor Tompson? —le preguntó.

—¡Qué… que vamos a chocar!

Después, sin añadir una palabra más, se fue al puente, gritando:

—¡Todo el mundo a cubierta!

El wacke, en efecto, iba a chocar contra la gran flotilla de hielos que se apoyaban en los bancos formados alrededor de la isla de los Osos.

La corriente lo llevaba allá, y el viento, que soplaba siempre del Norte con cierta violencia, lo empujaba en la misma dirección. El choque había de ser tremendo.

El capitán Jansey y todos los marineros habían subido a cubierta para estar dispuestos a cualquier evento. Los dos comandantes se aconsejaron brevemente acerca de lo que convenía hacer a fin de que la Torpa no sufriera graves averías en el choque.

—Sólo hay una cosa que hacer —dijo Tompson.

—Sí; romper los hielos alrededor del buque —respondió Jansey.

—Justo —añadió el primero.

—¡No perdamos tiempo, señor Tompson!

Treinta marineros, dirigidos por el icemaster y armados de picos, palas y trozos de hielo, bajaron precipitadamente a la superficie helada del lago y se pusieron con todo ardor a la obra, picando y golpeando. Tompson y Jansey, desde lo alto del puesto del icemaster, miraban con atención avanzar al wacke, dispuestos a llamar a bordo a los marineros antes de que sobreviniera el choque.

El banco estaba a una milla de la barrera de los icebergs, y se dirigía hacia la costa occidental de la isla de los Osos. Si se mantenía en aquella dirección, era probable que pasara sin detenerse a lo largo de la playa, en el caso de que pudiera abrirse camino a través de todos aquellos obstáculos.

A mediodía el wacke se encontraba ya a diez millas de la isla y a doscientos pasos de los icebergs.

Parecía que la corriente se hacía sentir más violenta cerca de aquella costa, porque la distancia disminuía con cierta rapidez. Dentro de diez minutos tenía que ocurrir el choque.

—¡A bordo! —gritó Tompson a los marineros que se hallaban en el banco.

Los marineros se apartaron de allí en seguida y subieron precipitadamente a la Torpa. En una hora habían hecho un trabajo extraordinario; el buque había sido librado de lo hielos que le oprimían y se balanceaba en un lago que tenía trescientos metros de circunferencia.

—¡Desenvolved las velas! —gritó Tompson—. ¡Arriba los gavieros!

En menos de cinco minutos las velas fueron desembarazadas de las telas impermeables que las envolvían y desplegadas. La Torpa se hallaba dispuesta a marchar dando espolonazos.

A poco sobrevino el choque. Pareció que un formidable terremoto sacudía violentamente el wacke. Las pirámides, los conos, los picos, los icebergs crepitaban con fragor inaudito, ensordecedor, rompiéndose el banco por cien lugares diferentes. El agua entraba espumeante por las aberturas, los huecos y las fallas, corriendo como una catarata a través de los hielos.

El hielo del lago, comprimido por aquel choque, saltó en pedazos, como si bajo él hubiera estallado una mina, y volaron por el aire bloques de grandes dimensiones, en tanto que las orillas crujían y se abrían con un horrísono estruendo.

Por algunos instantes pareció que el inmenso banco iba a desmenuzarse, a pulverizarse; pero sólo fueron sus orillas las que se destrozaron, al caer sobre ellas los icebergs, desequilibrados por el golpe. La masa central tembló y se abrió a lo largo, formando acá y allá canales que se cerraron bien pronto, sin que el círculo de hielo permitiera el paso. La Torpa, sacudida violentamente por las olas que se formaban en el lago, fue casi arrojada contra la orilla; pero el viento la condujo al centro, donde se halló rodeada de trozos de hielo desprendidos del wacke.

Tompson y Jansey habían seguido con ansiosas miradas, con el corazón palpitante de esperanza, la formidable convulsión del banco. Cuando vieron que la fuga era imposible, un grito de rabia salió de sus pechos.

—¿Pero no se rompe este maldito wacke? —dijo Jansey, mesándose nerviosamente la barba.

—¡No podremos salir de él nunca!

—Si ha resistido a los hielos, no resistirá a las aguas más templadas de las regiones del Sur.

—¡Si no encalla en la isla de los Osos!

—Si la detienen los hielos de la isla, los romperé con barrenos, Jansey. La pólvora abunda a Bordo.

—¿Marchamos?

—Sí; el banco tiende a seguir.

—¡Chocaremos nuevamente!

—¡Es verdad. Veo allí otros hielos!

—Quizá estos incesantes choques acaben por romper el wacke.

Este seguía bajando hacia el Sur, acercándose cada vez más a la isla de los Osos. La gran barrera había sido destrozada por el coloso; pero otros icebergs de gran mole hallábanse dispersos acá y allá, arrastrados y detenidos por los bancos.

Los choques continuaban en el frente meridional del wacke. A cada instante una montaña de hielo, desequilibrada por el golpe, caía produciendo fragoroso estruendo, y hacía saltar en pedazos los bordes del coloso polar; pero la masa central resistía siempre y no acababa de abrirse para dar paso a la Torpa.

De vez en cuando encontraba algún pack o floe; pero tampoco estos enormes témpanos producían un quebrantamiento general. Rompían los bordes, pero a su vez ellos eran rotos, y su masa se disgregaba en mil pedazos, dejando el camino libre al wacke, al cual se unían los fragmentos y se soldaban a él en seguida a causa del frío, que seguía oscilando entre los 15 y 21° centígrados.

A las dos, el wacke se encontraba a muy pocos nudos de los bancos de la isla; pero como caminaba muy lentamente, no era de temer un choque violento.

A las tres tocó en los bancos. Un trozo de doscientos metros de la parte oriental quedó arrancado, y cayeron al mar las pirámides y caprichosos picos que lo formaban; pero no ocurrió nada más.

El wacke, al hallarse ante la isla, giró lentamente sobre sí mismo, quedó parado entre los bancos de la costa y un floe de grandes dimensiones, que parecía encallado en una escollera, y permaneció inmóvil.

Tompson miró a Jansey, diciéndole:

—¿Qué os parece?

—Que si una tempestad no nos saca de aquí, nos veremos obligados a invernar junto a esa isla. Me consuelo, sin embargo, pensando que desde el Spitzberg hemos bajado hasta el 75° paralelo, y que las costas de Noruega no están ya tan lejos.

—Es verdad, Jansey —respondió el ballenero—. Pero creo que no se tratará de una detención indefinida, sino breve, y que bien pronto seguiremos nuestra marcha hacia el Sur. El cielo se oscurece por el Norte y la tempestad no tardará en disgregar estos malditos hielos.

CAPÍTULO XII. LAS PRESIONES DE LOS HIELOS

La tempestad anunciada por el ballenero rugía en el horizonte septentrional, pero no descargaba aún en la zona que ocupaba la Torpa. Densas masas de vapores se acumulaban en dirección del Spitzberg, prontos a lanzarse a través del Océano Ártico a los primeros soplos del frío viento polar; pero ya habían transcurrido tres días desde que el wacke fue aprisionado entre el banco y la costa de la isla de los Osos, sin que el mar se alborotara y rompiera con sus fuertes olas la barrera de los hielos.

La tripulación, a pesar de aquella calma aparente, no había perdido el tiempo. Aprovechando la proximidad de la isla, todas las mañanas llegaban a la costa varios grupos de cazadores, utilizando la ballenera, que había sido transportada al borde exterior del wacke, y se dedicaban a la caza de aves marinas, de focas y morsas, que eran muy abundantes en aquellos parajes.

Por este motivo la carne fresca no faltaba a bordo, con grandes ventajas para la salud de todos.

La mañana del cuarto día, o sea el 25 de octubre, el wacke, oprimido por los hielos que lo rodeaban y que se dilataban por efecto del frío intenso, sufrió violentas oscilaciones, y el hielo del lago donde estaba la Torpa rodeó otra vez al buque.

A mediodía, mientras la niebla acumulada en el horizonte septentrional comenzaba a invadir la isla de los Osos, el banco comenzó a crepitar, a mugir, a producir ruidos alarmantes. Acá y allá se formaban altas crestas de hielo que empujaban témpanos de grandes dimensiones, haciendo caer las pirámides, que nuevamente se elevaban, y abriendo grietas o fallas enormes.

La Torpa, oprimida por los hielos del lago, que aumentaban cada vez más, gemía, se estremecía de la quilla a las bordas, oscilaba toda, y sus puntales, así como las traviesas del entrepuente, parecían adherirse al arco a causa de una presión irresistible.

Toda la tripulación había subido precipitadamente a cubierta; pero se sentía impotente para combatir a aquel formidable enemigo que de un instante a otro podía aplastar los flancos del buque. Todos se habían provisto de su saco de viaje, de provisiones y de un fusil, para estar dispuestos a salir del barco y a refugiarse en los almacenes, donde se hallaban las chalupas.

Tompson y Jansey, el uno a proa y el otro a popa, observaban atentamente las convulsiones del wacke, mientras el icemaster, ayudado por una docena de marineros, se afanaba en reforzar convenientemente las traviesas y los puntales.

Las presiones continuaron durante muchas horas con pocas interrupciones, apretando a la Torpa, especialmente por la popa y por estribor; mas luego fueron cesando poco a poco las vibraciones del banco, los crujidos dejaron de oírse y la calma se restableció.

—¿Hay algún daño en la estiba? —preguntó Tompson al icemaster, que había subido al puente.

—Ninguno, capitán —respondió el piloto—. La Torpa ha resistido maravillosamente tan terrible prueba.

—Pero temo que hayan sufrido bastante los almacenes —dijo Jansey, que se le había reunido—. Por aquella parte los hielos se agitaban impetuosamente.

—Antes que la niebla caiga sobre el banco iremos a inspeccionarlos —dijo Tompson—. Es para nosotros cuestión de vida o muerte el que las provisiones no ge hayan perdido.

—Yo iré, capitán —dijo el piloto.

Se proveyó de un bastón con la punta ferrada para apoyarse en los bloques sin temor a resbalones, y solo, sin ayuda de nadie, se aventuró por los hielos del lago, amontonados aún alrededor de la Torpa.

Observó, ante todo, los flancos del buque, para ver si habían sufrido algo, y luego se dirigió hacia la orilla interior, evitando con cuidado acercarse a las roturas del hielo.

El banco no crujía ya^ pero bajo la costra sólida se oían aún sordos mugidos que anunciaban nuevas presiones.

—Temo que vamos a pasar muy mala noche —murmuró el viejo piloto.

Cuando llegó junto a los almacenes comprobó que los muros del hielo y los cobertizos habían sido casi arruinados, mas la fábrica central estaba intacta. Sólo una pared se había agrietado, pero permitía una fácil reparación.

Habiendo observado que al lado allá de los almacenes se abría una canal, fue en aquella dirección para ver hasta dónde se prolongaba; pero apenas había recorrido doscientos pasos cuando se sintió acometido por una masa blanca que salió de detrás de un hummok.

Lanzó un agudo grito; había advertido que aquella masa que se le había echado encima por detrás era un oso blanco.

Con la rapidez de un relámpago eludió el golpe mortal refugiándose tras un bloque de hielo, y trató de ponerse en pie para huir hacia el buque; pero el oso le hizo caer nuevamente de un zarpazo.

—¡Socorro! —gritó el desgraciado.

En seguida, reuniendo todas sus fuerzas, se puso a luchar desesperadamente contra aquel peligroso y hambriento adversario. Había logrado coger el bastón y golpear furiosamente con la pesada punta en el cuerpo del animal; pero aquel arma, esgrimida con desesperación, no podía darle la victoria. El animal no parecía sentir aquellos golpes dados de punta, que apenas atravesaban su peluda piel, y daba zarpadas para aplastar el cráneo o el pecho del piloto.

Ya la chaqueta de piel de foca había sido desgarrada por el hombro derecho y las uñas del oso penetraban en sus carnes cuando oyó gritar:

—¡Valor, icemaster!

Dos hombres corrían a través del banco; eran Tompson y Jansey.

Al oír el grito de socorro distinguieron confusamente entre la niebla al oso blanco que acometía al pobre piloto, y se precipitaron por los hielos del lago, armado uno con un fusil y el otro con un hacha, sin aguardar a los marineros, que habían subido precipitadamente sobre cubierta.

A cuarenta pasos, Tompson apuntó e hizo fuego.

El oso, herido en un hombro, cayó lanzando un rugido de furor, pero se levantó en seguida y se fue hacia el ballenero.

Este, sin embargo, no era hombre que se asustaba de nada; falto de tiempo para poner un cartucho en el fusil, lo cogió por el cañón, y sirviéndose de él romo de una maza, se puso a descargar golpes contra el adversario con un vigor sobrehumano y una rapidez fulmínea, procurando darle en los hocicos o en la fronte. Aquella hábil maniobra dio tiempo a Jansey para llegar al sitio de la lucha. El capitán del Gotheborg no era menos valiente que Tompson, ni hacía entonces sus primeras armas. Viendo a su compañero en peligro, se acercó al oso, y con dos hachazos asestados con maestría lo derribó en tierra para siempre.

—¡Gracias, Jansey! —dijo Tompson—. Si tardáis algo más, se me rompe el fusil.

—¡Lo creo, Tompson! —respondió el capitán del Gotheborg.

En seguida los dos acudieron a socorrer al piloto, que seguía caído entre la nieve. El pobre hombre permanecía aturdido aún por aquel inesperado ataque. Su pelliza de piel de foca estaba desgarrada y las uñas de la fiera le habían producido hondas heridas en un hombro.

—¡Imprudente! —le dijo Tompson—. ¡Ha sido una verdadera locura aventurarse sin armas por el banco!

—Es que hasta hoy no se había dejado ver un solo oso, capitán —respondió el piloto.

—Sí; pero ya debéis saber que esos astutos animales, escondidos entre la nieve, aguardan la presa durante semanas enteras.

—¡Bah! ¡Lo cierto es que no me ha devorado!

—Si tardamos un segundo en llegar, os aplasta el cráneo como si hubiera sido una galleta. Por fortuna, vuestras heridas no son graves, y dentro de una semanas o dos podréis volver a haceros cargo de vuestras tareas.

Los marineros de la Torpa aparecieron entonces por todos lados. Cuatro de ellos se encargaron del piloto y le llevaron a bordo, mientras los otros transportaron al oso, que prometía exquisitos asados.

Durante el resto de la noche, las presiones siguieron dejándose sentir, aunque débilmente. Hacia las dos de la mañana el wacke sufrió una sacudida violentísima, que produjo nuevas grietas y derrumbó una parte de los cobertizos y de la fachada del almacén. La misma Torpa fue echada de popa con fuerte ímpetu, y se rompió la cadena de babor del timón.

El 26 de octubre, el wacke, merced a las continuas presiones de los bancos de la costa, de los floes y de los icebergs, que se acumulaban a su alrededor, comenzó a crujir. El viento del Norte soplaba con gran violencia, levantando altos oleajes y aumentando cada vez más la velocidad de su corriente. Aquel empuje continuo, irresistible, y los choques con los icebergs, habían de acabar por hacerle triunfar.

Mientras tanto, los bancos se disgregaban poco a poco, y el floe, debilitado en sus márgenes, disminuía a ojos vistas, cediendo a los esfuerzos del wacke, que intentaba abrirse paso para seguir su marcha hacia el Sur.

A mediodía el wacke comenzó a moverse con prolongadas crepitaciones, y con los esfuerzos que hacía ejercía violentísima presión en el lago, cuyo hielo tenía poco espesor. Las márgenes interiores del gran banco tendían a acercarse unas a otras y a unirse, cogiendo en medio a la Torpa.

—La cosa se pone seria —dijo Tompson a Oscar, que observaba cómo iban acercándose a las orillas del lago—. Dentro de poco este lago no existirá.

—Pero el wacke recobrará su libertad y se pondrá en marcha hacia el Sur, capitán —respondió el profesor.

—Es cierto; pero la Torpa corre el peligro de ser aplastada. Si llega a ser cogida entre las orillas, que cada vez se acercan más, no podrá resistir.

—El buque tiende siempre a elevarse.

—Verdad, profesor; pero entonces correrá el peligro de acostarse.

—Más tarde recobrará la posición normal.

—¡Si puede y en vez de eso no se nos inutiliza por completo! ¡Calló! ¡El wacke se mueve más!

—Y siempre hacia el Sur, señor Tompson. Quiere dejar la isla de los Osos y conducimos galantemente hasta Noruega.

—Así sea, profesor. Si puede…

La primera de una serie de formidables detonaciones le cortó la palabra. Las márgenes exteriores del wacke, que empujaba al floe y a los bancos de la costa, se hacían pedazos con gran ruido, mientras las orillas interiores del lago, comprimidas por una fuerza irresistible, se acercaban unas a otras, rompiendo la débil corteza de hielo que había en la superficie del lago.

Toda la tripulación, reunida sobre cubierta, miraba con ansiedad acercarse los hielos. Los icebergs que habían obstruido el canal del lago se habían puesto en movimiento y desfilaban, rompiendo los bloques que se oponían a su paso, en dirección a la Torpa. Si el wacke no lograba recobrar su libertad y huir ante todos aquellos obstáculos, iba a sonar para el buque la última hora.

Gritos de terror y angustiosos ayes lanzaban los marineros.

—¡Vamos a ser aplastados!

—¡A los almacenes!

—¡Sálvese el que pueda!

—¡Capitán Tompson! ¡Huyamos! ¡Capitán Jansey!

—¡Calma, muchachos! —gritaban los dos comandantes, los cuales conservaban una tranquilidad admirable, aun en medio de tan grave peligro—. ¡Esperemos todavía algunos instantes!

Las márgenes continuaban avanzando amenazadoramente en derredor de la Torpa, mientras todo el wacke oscilaba, se rompía y temblaba. El esfuerzo que ejercía sobre los bancos y contra el floe debía de ser tremendo, porque se veía estremecer hasta los icebergs como agitados por un poder de fuerza incalculable.

¡Ay de la Torpa si se hubiera hallado en medio de aquellas presiones! Hubiera sido aplastada como una nuez.

El peligro aumentaba cada vez más con rapidez espantosa. Ya las márgenes interiores estaban sólo separadas muy pocos metros y amenazaban hacer desaparecer el lago, cuando se oyó una detonación tan horrible que pareció que todo el banco había estallado al impulso de un inflamado polvorín.

Un instante después, entre el chocar de los hielos, se oyó gritar al capitán Jansey:

—¡Estamos en salvo! ¡El wacke se halla libre y deriva al Sur!

CAPÍTULO XIII. A LA DERIVA

El wacke había logrado abrirse paso entre el floe embarrancado y los bancos de la costa, y ahora, completamente libre, seguía descendiendo hacia el Sursuroeste.

Salió, sin embargo, bastante maltrecho de aquella titánica lucha. Sus orillas exteriores se hacían pedazos a cada instante, y en su vasta superficie se veían innumerables grietas, bloques montados los unos sobre los otros, icebergs decapitados, pirámides truncadas y restos bien perceptibles de los choques y presiones.

Había logrado desembarazarse de las masas de hielo que le impedían el paso, es cierto, y lo hizo a buena hora, porque ya la Torpa iba a ser aplastada; pero resultó el wacke muy averiado. La tripulación podía darse por satisfecha con haber huido de aquel peligro, que hubiera podido tener, más o menos tarde, muy funestas consecuencias.

Los almacenes habían sufrido también graves daños; las paredes de los cobertizos aparecían derrumbadas y los techos caídos; parte de la construcción central estaba en ruinas, y una ballenera había sido aplastada por un bloque de hielo que le cayó encima. Poco importaban aquellos daños, pues el almacén no era ya necesario.

El wacke, al reanudar su marcha por el océano, no tendría ya que resistir las presiones, porque los bancos flotantes no tardarían en escasear. La Torpa, que salió incólume de tantos peligros, no corría ahora ninguno, y podía esperar tranquilamente el deshielo del banco y con él la hora de verse libre.

Parecía que la corriente, un tanto retenida en las inmediaciones de la isla de los Osos, había adquirido mayor velocidad, pues el wacke se alejaba a ojos vistas de las playas. A las seis de la tarde estaba ya a cuatro millas del floe embarrancado, y seguía la marcha declinando muy levemente al Este.

Si hubiera continuado aquella ruta, habría ido a parar a la costa occidental de Noruega, o más probablemente al archipiélago de Loffoden.

—¡Todo va bien! —dijo Tompson, que observaba el mar provisto de un anteojo—. Querido profesor, si el diablo no mete la pata, dentro de dos o tres semanas divisaremos las costas de Noruega, y dentro de cuatro o cinco tendremos el placer de estrechar las manos al generoso señor Foyn.

—Que se pondrá muy contento al volver a vernos, capitán —dijo Oscar.

—Lo creo —dijo el ballenero riendo—. Quedará muy sorprendido al ver entrar en el puerto a la Torpa en todo el rigor del invierno.

—¡Sois un hombre afortunado!

—Empiezo a creerlo así, profesor. No hubiera nunca imaginado poder regresar antes del deshielo.

—¡Aún no estamos en Vadsó, capitán!

—Ya no hay peligros que temer. A medida que descendemos al Sur, los bancos de hielo son más raros, y nuestro wacke, al encontrar aguas menos frías, comenzará a deshelarse.

—Sé, no obstante, que los icebergs suelen llegar hasta la costa occidental de Noruega. Se los ha visto ante Cristiansund y ante Soque fiord.

—Lo sé, profesor; pero apenas divisemos las montañas de Noruega haré minar el banco hasta que salte pedazo a pedazo. Cuando hayamos llegado allí, no será tan grande ni tan sólido como es ahora.

—¿Volveréis al Hammerfest?

—He dejado allí mi buque en reparación.

—¿Y regresaréis en el estío a estas regiones?

—Sí, profesor. Quiero pescar en estos parajes los gigantes del mar.

—¡Con cuánto gusto os acompañaría!

—El placer sería mío, profesor; y si queréis, os ofrezco un camarote y una mesa que no os parecerá del todo mal. ¿Aceptáis?

—Es probable, señor Tompson.

—Cuento con vuestra promesa. Os haré ver cómo se mata a esos gigantes a arponazos. ¡Profesor, vamos a cenar! Este frío despierta un hambre de lobo.

Al día siguiente el wacke estaba tan lejos de la isla de los Osos, que ya apenas se distinguían los perfiles cíe las montañas. Navegaban entonces por un mar casi desprovisto de hielos, pues sólo se veían muy pocos icebergs y palks caminar a la deriva.

El frío también había disminuido notablemente, oscilando la temperatura entre los -90 y -40 centígrados. El sol subía todavía algo sobre el horizonte; pero a medida que el wacke bajaba hacia el Sur iba aumentando su permanencia, alargando, de consiguiente, el día.

En Spitzberg debía haber comenzado la noche polar.

El 1.° de noviembre el banco se encontraba a sesenta millas al Suroeste de la isla de los Osos. Las aguas, ya más tibias, habían empezado a minar su base y sus orillas.

Las márgenes adelgazaban lenta y constantemente, y el agua del lago parecía dispuesta a unirse a la del mar, rompiendo para ello los hielos. Grandes grietas se notaban en éstos, y una de ellas era tan extensa que casi llegaba a la popa de la Torpa.

Numerosas bandadas de aves continuaban revoloteando sobre el banco y describiendo círculos estrechos en torno al buque. Garzas, urías, ocas, procelarios y eiders pasaban y repasaban sin cesar, y durante la noche se refugiaban en las aristas de los bloques.

El 3 de noviembre encontró el wacke un floe de vastas dimensiones, sobre el cual se habían refugiado gran número de focas. Tompson, Oscar, Jansey y diez de los más osados marineros aprovecharon la calma del mar, se embarcaron en una ballenera y abordaron al floe.

Los grandes anfibios, sorprendidos mientras se calculaban a los rayos del sol, fueron cercados con facilidad por los cazadores, que les impidieron lanzarse al mar.

Seis de los más grandes cayeron bajo los golpes, perfectamente dirigidos, del arpón, así como por efecto de los balazos, y fueron remolcados hasta el banco y desde allí trasladados a bordo de la Torpa.

También fueron vistas otras muchas focas que se dejaban transportar por los rearas o pequeños bancos; pero estaban demasiado lejos para pensar en cogerlas antes que tuvieran tiempo de zambullirse.

El 6 de noviembre, a cerca de ciento veinte millas de la isla de los Osos, el wacke se encontró con una numerosa flotilla de hielos.

Pero entre aquellos icebergs, aquellos palks y aquellos floes había largos trechos de agua, y el wacke no corría peligro de ser detenido otra vez.

Todo lo que podía suceder era que chocara y perdiera una parte de su masa; pero esto sería conveniente, porque así habría más probabilidades de que la Torpa quedara libre.

Sobre aquellos hielos, que caminaban lentamente a la deriva, se veían muchas focas y morsas, y Oscar vio, no sin admiración, un grupo de osos blancos.

—Acabarán por irse a fondo —dijo a Jansey, que miraba con ojos ardientes a aquellos animales.

—¡Oh, no lo creáis, profesor! —respondió el capitán—. Estos osos blancos son muy buenos nadadores. Yo he visto algunos a treinta kilómetros de distancia de la costa más cercana.

—¿Nadan ágilmente?

—Como las focas, dando unos saltos tan violentos, que casi salen por completo fuera del agua.

—¿Y es cierto que son poco aficionados a estar en tierra?

—Ciertísimo, y aun añadiré que raras veces se los encuentra a sesenta o setenta kilómetros al interior de la costa. Algunas veces se los ve a ciento cincuenta kilómetros del mar, pero a lo largo de los ríos, por los que suben pescando para alimentarse de cierto césped que crece en las orillas de las corrientes de agua dulce.

—¿Las hembras son también aficionadas al agua?

—Mucho menos que los machos, y se alejan poco de las playas. Cuando están preñadas, se ocultan en la nieve y están bajo ella todo el invierno, no saliendo más que a las primeras brisas de la primavera. Esa es la estación en que dan a luz dos oseznos.

—¿Y se dejan cubrir por la nieve y los hielos?

—Sí, profesor, y parece que eso no las molesta.

—¿Saldrán muy delgadas de tan gran letargo?

—No tanto; pero sí con un hambre feroz, y entonces se atreven hasta con los grupos de cazadores.

—¿Y no se asfixian enterradas en el hielo?

—No, porque su respiración y el calor de su cuerpo bastan para producir ciertas hendiduras suficientes a dejar pasar el aire. Profesor, vamos a chocar contra un iceberg de la barrera.

—Pero creo que no tenemos nada que temer.

—Al contrario, mucho que ganar. Aunque creo que este bloque no nos dejará libres todavía. Tiene un gran espesor y estará lejos antes de romperse.

—¿Va siempre hacia el Sursureste, señor Jansey?

—Sí, y temo que concluya mal.

—¿Qué queréis decir?

—O mucho me engaño, o la corriente que nos transporta tiene cierta relación con el movimiento rotatorio del Maelstrom.

—¿El Maelstrom habéis dicho? —preguntó Oscar, poniéndose pálido.

—Sí, profesor.

—¿Y creéis que el wacke vaya a parar a aquel vértice?

—Lo temo; pero no hay motivos para asustarse, profesor. Cuando el mar está tranquilo y no sopla el viento del Norte, no es tan peligroso como se dice, y un buque puede atravesarlo impunemente.

Pero durante el invierno el mar está casi siempre tempestuoso alrededor de la isla de Moskenoesoe.

—Es cierto; pero confiemos en que la fortuna nos protegerá una vez más. ¡Chocamos, profesor; agarraos bien a la borda!

El wacke tocaba entonces contra los icebergs de la barrera. En contra, sin embargo, de las previsiones de todos, el choque fue tan violento y terrible, que hasta las márgenes internas del lago se desquiciaron, así como la superficie helada, por efecto del golpe.

Los icebergs, desequilibrados por el choque, cayeron sobre el wacke con indecible fracaso, arrancándole una parte de cuatrocientos o quinientos metros cuadrados y abriendo un canal de algunos cables de largo.

La Torpa, que había sido elevada por las últimas presiones, cayó al agua levantando una ola gigantesca, y fue a dar tan violentamente contra la orilla, que la estiba crujió toda y la arboladura crepitó siniestramente.

—¡Mil ballenas! —exclamó Tompson—. Otro choque igual y la Torpa tendría que ir a la carena durante dos meses. Por fortuna, está hecha a prueba de escollos.

—¡Ha sido la última prueba! —dijo Jansey—. ¡Adiós, hielos polares!

Era verdad. Al lado de allá de aquella barrera no se veían ni icebergs, ni palks, ni floes, ni menos streams, ni pequeños hummoks. El mar estaba perfectamente libre y solamente el wacke, tal vez a causa de su gran extensión y también porque se encontraba en medio de la corriente, descendía hacia las latitudes meridionales.

Algunos icebergs, que debían de hallarse al borde de la corriente, seguían al wacke, pero a gran distancia, pues eran alcanzados por los vientos del Este, que soplaban en sus altas crestas.

Ya los marineros se entusiasmaban creyendo que no tenían que afrontar nuevos peligros, cuando Tompson, que se había subido al barril del icemaster para observar mejor el horizonte meridional, descendió precipitadamente.

—¿Qué tenéis? —le preguntó Oscar saliéndole al encuentro.

—Tengo que nuestro wacke, desierto hasta ahora, se ha poblado de huéspedes bastante molestos.

—¿De huéspedes? —preguntó el profesor admirado.

—¡Sí, pero de cuatro patas!

—¿Osos tal vez?

—¡Sí, profesor! ¡Son lo menos dos docenas!

—Pero ¿de dónde han salido?

—No sabría decírselo; pero debían de encontrarse en uno de los icebergs que han caído sobre el wacke.

—¡Mala compañía, señor Tompson!

—Esos temibles animales deber estar hambrientos y contarán con refocilarse con nosotros; pero nos apresuraremos a desembarazarnos de ellos ¡Eh! ¡A cubierta los cazadores! ¡Hay abundancia de carne fresca sobre el banco!

—¿Pensáis cazarlos, señor Tompson?

—¡Y sin retardo, o a la primera noche de niebla harán su aparición en el puente de la Torpa!

—¿Queréis venir?

—Con vuestro permiso, en seguida.

—¡Ahora, a la caza! Tendremos que trabajar mucho; pero lograremos desembarazarnos de tan peligrosos vecinos.

CAPÍTULO XIV. UNA HISTORIA DE OSOS BLANCOS

Era necesario librarse a todo trance de aquellos voraces e incómodos compañeros de viaje, porque no habrían tardado en arrojarse sobre los almacenes y devorar todas las provisiones. Además, su presencia hacía imposible toda exploración por el banco e impedía a los marineros dar sus acostumbrados paseos.

Al descubrir el buque habían, sin duda, abandonado los icebergs sobre los cuales navegaban, y espoleados por el hambre se decidieron a hacer irrupción en el wacke, contando con darse un banquete con la carne de la tripulación.

Si hubieran sido dos o tres, Tompson no se habría inquietado; pero eran veinte, y conocedor de su audacia, el ballenero quería o destruirlos u obligarlos a huir.

Doce marineros, notables por su valentía y precisión en el manejo de la carabina, fueron escogidos para la gran cacería, mientras otros doce debían quedar de guardia en los almacenes para evitar el saqueo de los víveres.

Aquellos dos destacamentos, guiados por Tompson y Jansey, a los cuales se había unido Oscar, atravesaron el lago y se encontraron alrededor de los depósitos.

Como el wacke tenía una circunferencia de seis o siete millas, y se había notado que una parte de los osos ocupaba la parte septentrional y los otros la meridional, los cazadores decidieron dividirse en dos grupos, uno al mando de Jansey y el otro al del ballenero.

—¡En marcha, muchachos! —dijo Tompson—. ¡Proceded con calma y firmeza, y conseguiremos buenas pieles y buenos asados!

Se puso a la cabeza de seis cazadores y se dirigió hacia la orilla meridional en compañía de Oscar, mientras Jansey, con los demás, se encaminaba al Norte.

A los osos se los veía perfectamente, pues había salido el sol. Iban y venían por las orillas del wacke en grupos de dos o tres, no atreviéndose todavía a acercarse a la Torpa, cuya masa se destacaba de la blancura de los hielos. Probablemente esperaban alguna noche oscura o de niebla para intentar un asalto general.

—¿Los veis, profesor? —preguntó Tompson a Oscar.

—Sí, capitán —respondió éste—, y me parece que los noto inquietos.

—Lo creo. Nos han venteado y prevén un ataque.

—¿Creéis que lograremos capturarlos?

—De seguro; pero necesitaremos para ello varios días. No todos nos harán frente, y cuando se vean estrechados de cerca se arrojarán al agua para volver más tarde. Son buenos nadadores y pueden permanecer muchas horas en el mar.

—¿Habéis visto hasta ahora tantos osos reunidos en un banco?

—Ordinariamente viven aislados o en grupos de dos o tres; pero en alta mar, a una gran distancia de la costa, se ven muchos reunidos sobre un palk. Tienen la costumbre de embarcarse en los icebergs, y cuando éstos se disgregan suben a otros bloques ya ocupados por más osos, y así, en los últimos bloques en que se refugian se encuentran reunidos muchos.

—¿Y cuando estos último# bloques se rompen también?

—Entonces se arrojan al agua si no encuentran alguna isla o alguna costa —respondió Tompson—. Una vez cacé dos osos a doscientas millas de la playa de la isla de Juan Mayen.

—¿Y llegan algunos hasta las costas de Europa?

—En la península de Kota, en las playas del mar Blanco y aun en las que se extienden hasta el mar de Kara, suele vérselos. En Islandia desembarcan también, y en mi juventud tuve una aventura que todavía al recordarla se me eriza el cabello.

—Contad, capitán. Los osos están todavía lejos.

—Me encontraba en la costa occidental de Islandia. El buque en que entonces navegaba en calidad de tercer oficial tuvo una gran avería a causa de un choque contra un iceberg, y se vio en la necesidad de refugiarse en Asgadur.

Allí había de sufrir grandes reparaciones, y como no podía volver a emprender la marcha antes de tres semanas, pedí permiso a fin de ir a cazar a los fiords del Shagestrand, donde me habían dicho que eran muy abundantes las focas, las morsas y los eiders.

Trabé conocimiento con un valiente cazador de focas, el danés Wicke, el cual se había construido una choza al extremo de un profundo fiord.

Íbamos juntos de caza con mucha frecuencia, y me enseñaba todas las astucias que se deben poner en práctica para apoderarse de las presas, tanto marinas como terrestres.

Un domingo nos citamos para cazar focas, que se habían mostrado en gran número cerca de un fiord.

Aquella mañana salí muy temprano del pueblo en que me hospedaba y me dirigí hacia la cabaña de mi danés, que se hallaba a una distancia de siete a ocho millas.

Estábamos en el rigor del invierno. Los hielos habían bloqueado toda la costa y seguían bajando por la orilla meridional de la Groenlandia, mientras una espesa capa de nieve cubría la tierra.

El frío se había hecho tan intenso, que tocar un objeto de hierro producía el efecto de una dolorosa quemadura. El termómetro señalaba -37° centígrados.

Había recorrido ya siete millas y comenzaba a distinguir la choza de Wicke, que estaba medio sepultada por la nieve, cuando, al volver la mirada hacia el mar, divisé un enorme iceberg que avanzaba hacia la costa.

Al principio no hice caso, pues era cosa corriente en aquella estación; pero observando mejor vi seis masas blancuzcas agitarse en un extremo del inmenso bloque.

Agucé las miradas, y podéis imaginaros mi terror al descubrir siete u ocho osos blancos que me miraban con ardiente codicia, dispuestos a arrojarse al agua y acometerme.

No había que dudar. Se habían embarcado en aquel iceberg, procedente de la costa de Groenlandia, para que los transportara hacia el Sur, donde esperaban hallar caza más abundante.

Como nosotros pensábamos cazar focas, yo me había provisto sólo de un arpón, arma preferible al fusil contra aquellos anfibios, pero muy poco útil contra los^ osos. No pudiendo hacer frente a aquellos formidables enemigos, di a correr como un loco y me refugié en la choza en el momento en que las fieras llegaban a tierra.

Wicke era un hombre muy valiente. Informado de la vecindad de aquellos peligrosos adversarios, me invitó a seguirle. Se había armado de un hacha y de un viejo y pesado fusil.

A pocos centenares de metros se había detenido una osa, a la que acompañaban dos oseznos.

Wicke, sin pensar en el peligro a que se exponía, hizo fuego y derribó a la madre; pero casi al mismo tiempo vimos llegar hasta allí cinco machos de gigantesca estatura.

Tuvimos apenas el tiempo necesario para huir y encerrarnos en la choza. Poco después los osos nos sitiaban estrechamente, impidiéndonos toda salida.

Wicke trató de alejarlos a tiros; pero al ir a hacer uso del arma notó que se había roto el gatillo.

Nuestra situación amenazaba ser desesperada. No podíamos contar con ningún socorro, porque la choza se hallaba aislada y no había un solo habitante en un radio de seis millas. Salir y hacer frente a los osos con las hachas o cuchillos hubiera sido una locura, un deseo de hacerse matar.

No nos restaba más recurso que armarnos de paciencia y esperar a que los sitiadores se alejasen. Vana esperanza, pues sabíamos muy bien que los osos son testarudos. Teníamos en perspectiva el hambre, pues la choza estaba casi desprovista de víveres, y además un probable asalto.

Entretanto, las fieras continuaban dando vueltas alrededor de la choza, lanzando roncos gruñidos. Sus formidables uñas se clavaban en la nieve helada, y de cuando en cuando arañaban en las paredes de madera tratando de abrirse paso.

Durante una hora los asaltantes se limitaron a aquello; pero después no los oíamos. Nos asaltó la sospecha de que estuvieran excavando una galería para llegar hasta nosotros.

Pasaron varias horas de angustiosa expectativa. Había sobrevenido la niebla y la oscuridad era profunda cuando Wicke dijo:

—¡Pronto, levantaos y tened valor! ¡Vamos a ser asaltados!

Había oído un sordo rumor que venía de la pared derecha. Parecía que alguien arañaba en la tierra tratando de pasar bajo la pared de la choza.

No era posible equivocarse. Los osos habían excavado una galería y estaban a punto de hundir el pavimento de tierra apisonada.

Cogimos los arpones y las hachas y permanecimos dispuestos a defendernos desesperadamente. A poco sentí que el terreno faltaba bajo mis pies y una parte del pavimento se hundió, así como dos palos de las paredes se inclinaron.

Oí un rugido capaz de helar la sangre en el corazón del hombre más valiente, y por entre la removida tierra vi aparecer la cabeza de un oso cubierta de nieve y de trozos de hielo.

El danés seguía de pie, mientras que yo había caído al suelo. Le vi levantar el hacha y descargar un golpe con rapidez fulmínea.

Oí un choque sordo, como de algo que tropezara con un cuerpo duro; después un ronco mugido, y sentí que unas gotas de líquido caliente caían sobre mi cara.

La abertura de la mina quedó cerrada, viéndose a flor de tierra la cabeza de un oso con la frente destrozada y el cráneo abierto de un hachazo.

—¡Está muerto! —me dijo el danés—. La galería está obstruida por el enorme cuerpo de esta fiera, y por ahora nada tenemos que temer.

Al exterior se oía gruñir a otros osos. Como el cadáver de su compañero quedó en la galería, los otros habían tenido que retroceder.

Furiosos por aquel fracaso, se arrojaron contra las paredes de la choza tratando de abrir brecha; pero los palos, que estaban muy sólidamente unidos, resistieron a sus empujes y a sus uñas.

Toda la noche se agitaron alrededor de nuestra morada, intentando siempre derribar las paredes. Nosotros, presa de continua angustia, corríamos, ora acá, ora allá, para reprimir todo asalto.

Al rayar el alba la situación no había cambiado. Hacia las diez de la mañana oímos gritos y disparos de armas de fuego.

Una barca, tripulada por varios pescadores, se acercaba a la playa; aquellos Valientes habían visto a los osos y se apresuraron a disparar contra ellos.

Pocos momentos después las fieras desaparecían entre los hielos y nosotros nos encontrábamos en los brazos de nuestros salvadores.

—¡Una terrible aventura a fe mía! —dijo Oscar, que había escuchado a Tompson con vivo interés.

—¡Qué me hizo estar temblando durante dos semanas! —añadió el ballenero riendo—. ¡Os aseguro que jamás he vuelto a aquel fiord! ¡Ah! He allí un oso que nos mira sospechosamente. ¡Profesor, apuntad bien y procurad dar en la cabeza!

CAPÍTULO XV. EL MAELSTROM

Un viejo macho, al que se conocía como tal por su piel amarillenta con manchas grisáceas había aparecido en la orilla de un pequeño lago, a unos trescientos metros del mar.

Aparecía más curioso que inquieto. Sentado sobre las patas posteriores, balanceaba cómicamente su cabeza peluda y acabada en punta, mirando a los cazadores, que se disponían a rodearlo para impedirle que llegara a la orilla del wacke.

Debía de estar muy hambriento, acaso sin comer nada desde haría muchas semanas, porque estaba bastante delgado. Era, pues, probable que no tratara de huir.

Tompson armó flemáticamente la carabina, mientras Oscar y los demás se apartaban rápidamente, y salió con resolución al encuentro de la fiera.

A quince pasos hizo fuego. El animal cayó dando una vuelta sobre sí mismo, pero se levantó en seguida con sorprendente agilidad.

Alzóse sobre las patas posteriores y se precipitó hacia el cazador, que lo esperaba a pie firme con un arpón en la mano. Lanzaba rugidos agudos, agitaba las zarpas como si se dispusiera a aplastar entre ellas al adversario, y rechinaba los dientes. Una gran mancha de sangre iba dilatándose sobre su piel, algo más abajo del hombro derecho.

Los marineros y Oscar, en tanto, habían preparado sus fusiles y se arrodillaron para apuntar mejor. Siete disparos resonaron formando casi una sola detonación. El oso, acribillado de heridas, dio un salto adelante y fue a caer casi a los pies de Tompson, el cual le dio inmediatamente el golpe de gracia sepultándole el arpón en el cuerpo.

Envalentonados por aquel primer triunfo, los cazadores se apresuraron a llegar a la orilla del wacke y a escalar los bloques salientes del iceberg soldado al banco.

Después de media hora de marcha descubrieron a otro oso que estaba en el fondo de una cortadura. Se había ocultado tan perfectamente entre la nieve, que por poco cae sobre él un marinero. La fiera no tuvo tiempo para levantarse y apercibirse a la defensa. Cuatro balas disparadas contra él, casi a quemapelo, le dejaron en el sitio.

Después de mediodía sorprendieron a un tercer oso en el momento en que intentaba arrojarse al agua. Oscar y Tompson le dispararon dos tiros, y, aunque herido, trató de acometerles; pero al ver que los marineros se acercaban llegó en tres saltos hasta el mar y se arrojó al agua.

A treinta pasos del banco volvió a aparecer, y entonces fue tiroteado y recibió varios balazos en la cabeza.

El resto del día lo pasaron los cazadores en vanas pesquisas. Los carnívoros, asustados por tantas detonaciones, no osaban acercarse, y apenas olfatearon a sus enemigos se arrojaron todos al mar, huyendo presurosamente.

Por la noche volvieron a bordo Tompson y sus compañeros, llevando consigo los cadáveres de los osos, y al llegar encontraron al otro grupo de cazadores dirigido por Jansey que había ya conducido hasta el lago otros tres osos muertos.

A la siguiente mañana emprendieron otra vez la caza con nuevos bríos y con mayor número de hombres. Los carnívoros habían vuelto al wacke, y algunos, durante la noche, tuvieron la audacia de rondar por los almacenes.

Otros siete osos fueron muertos en aquella segunda jornada y sin que los marineros sufrieran una sola herida. Al día siguiente, 10 de noviembre, mataron dos más.

El 11 fue suspendida la cacería, pues se había cubierto el horizonte con una espesa niebla, que duró tres días, casi sin aclarar apenas; pero el 15 reanudaron la tarea y mataron cuatro nuevos osos.

Desde aquel día no volvió a vérselos. El wacke encontró algunos bancos que marchaban a la deriva, y probablemente los supervivientes de aquella hecatombe se habrían refugiado en ellos.

Entretanto, la Torpa continuaba siendo arrastrada hacia el Sur, manteniéndose entre los meridianos 18° y 20°.

La temperatura iba siendo menos rigurosa de día en día, el sol se elevaba en el horizonte y comenzaba a disminuir por la evaporación el agua del lago y aun la superficie del inmenso banco.

El agua del mar, cada vez menos fría, había producido ya grandes socavones en los frentes del wacke. A cada instante se oían derrumbamientos que producían detonaciones intensas, y el iceberg iba desmembrándose a ojos vistas.

La prisión no podía durar ya mucho. Algunas semanas más, y la Torpa habría, por fin, podido desplegar sus velas y dirigirse a la costa de Noruega.

El 24 de noviembre, Tompson y Jansey, al comprobar la altura, advirtieron que habían traspasado la totalidad del cabo Norte.

—¡Mil ballenas! —exclamó el comandante de la Torpa—. ¿Tendremos precisión de remontar hacia el Norte para regresar a Vadsó? Si este condenado banco descendiera al 31° meridiano, en veinticuatro o cuarenta y ocho horas nos hallaríamos ante el Varangefiord.

—Y, por el contrario, iremos a dar frente contra la isla Soffoden —dijo Jansey.

—¿Lo creéis así?

—La corriente no tiende a desviar, y temo que vaya a terminar en el Maelstrom. Estoy seguro de que allí debe de formar un espantoso remolino.

—Es probable —respondió Tompson poniéndose sombrío—. El agua ahora sigue minando el banco, y puede destrozarlo de un momento a otro. Urge, pues, desocupar los almacenes y traer a bordo las provisiones y las balleneras. Además, creo conveniente dar libertad a los dos eiders que me dio el señor Foyn, colocándoles bajo las alas algún despacho. Anunciémosle nuestro éxito y nuestro próximo regreso.

El 29 de noviembre el wacke se encontraba al 68° de latitud. La corriente parecía haber llegado a ser más rápida, porque el ‘gran banco se acercaba sensiblemente a las costas de Noruega.

Aquél fue el último día que los dos comandantes pudieron tomar la longitud y latitud, porque el 30 el cielo se cubrió de nieblas tan espesas que impedían toda observación. El mar se mostraba revuelto, las olas se rompían con furor contra las márgenes, ya muy quebrantadas, del banco, y soplaba impetuoso el viento del Norte.

El wacke aceleraba su marcha como si estuviera impaciente por estrellarse contra la costa noruega; pero su extensión disminuía cada vez más. Poco a poco se disgregaba y sólo el núcleo central se mantenía compacto, impidiendo a la Torpa aprovechar, para escaparse, las muchas roturas que fuera se producían.

A medida que disminuía la distancia que los separaba de la costa, Tompson y Jansey estaban más inquietos. ¿Adónde irían a parar? ¿Podría resistir la Torpa el último choque del banco? ¿Lograría huir del terrible remolino, que con aquellas olas tempestuosas y aquellas fuertes ráfagas sería un peligro casi imposible de evitar?

—¡El Maelstrom! Aquel solo nombre los ponía pálidos de horror y sonaba en sus oídos como un toque fúnebre.

El 1º de diciembre no había ocurrido aún el choque, pero todos notaban que la tierra estaba muy cerca. La niebla, no obstante, impedía descubrirla, y el mar seguía cada vez más revuelto…

Tompson iba a bajar a la cámara para descansar algunas horas, cuando percibió lejanos mugidos. Huhiérase dicho que el mar rompía con furia contra una orilla.

—¿Soffoden? —preguntóle Oscar, que también lo había oído.

Tompson no respondió. Escuchaba con atención profunda, presa de visible ansiedad. Al cabo de un buen rato su rostro se contrajo, denotando un profundo terror.

—¡Gran Dios! —exclamó—. ¡Icemaster! ¿Se dirige la proa siempre al Sur?

—No, capitán —respondió el piloto mirando la brújula—. El banco vira de bordo.

—¡Jansey!

El capitán del Gotheborg, que estaba de cuarto, acudió.

—¡Seguidme! —le dijo el ballenero—. La niebla se disipa y desde arriba podremos ver algo.

Se lanzaron por las escaleras y subieron al barril o nido de cigüeña del piloto. A través de la niebla, que el viento iba aclarando, descubrieron alrededor del wacke una blanca estela de espumas que ondeaba en todas direcciones, y oyeron a lo lejos gemidos profundos, gritos inarticulados, que parecían salir de pechos humanos.

La tripulación se había percatado de que el banco comenzaba a dar vueltas y de que iba a ser absorbido por el gigantesco remolino. Gritos de terror resonaban en el puente, a proa y a popa.

Los dos comandantes bajaron a cubierta gritando:

—¡Arriba los gavieros! ¡Todas las velas al viento! ¡Calma, muchachos!

El wacke, entretanto, empezaba a girar en las márgenes del remolino. Corría desordenadamente, cogido entre dos espirales, saltando sobre las olas y crujiendo como si le empujara una fuerza irresistible.

A su alrededor corrían otros témpanos, desprendidos de las playas de Moskenoesoe, y restos de antiguos naufragios, que el remolino tragaba y devolvía, y seguían dando vertiginosas vueltas. Junto a ellos se debatían con las fuerzas de la desesperación, para no ser injeridos, narvales de largos cuernos, focas, tiburones, triquecos y morsas, lanzando fuertes suspiros que podían compararse al trueno escuchado a lo lejos.

El remolino se lo tragaba todo por su inmensa boca circular, mugiendo espantosamente, lanzando cataratas de agua y aspirando por aquel embudo monstruoso hasta las nieblas que flotaban encima.

Todas las velas habían sido desplegadas cuando sobrevino una sacudida espantosa. El wacke, despedazado al chocar contra alguna roca o contra alguna mole de hielo, se abrió por completo.

Un inmenso grito de alegría se alzó sobre el puente de la Torpa, seguido de una voz que ordenaba:

—¡Proa al Sur! ¡Popa a todo viento!

El barco, libre al fin, empujado por el viento que soplaba impetuosamente del Norte, saltaba a través de las olas, alejándose de la corriente circular del remolino.

Golpeaba con el espolón en los hielos, y crujiendo desde la sentina a la borda, iba siempre adelante llevado por el huracán.

Un cuarto de hora después sobrevenía un choque violentísimo, y el buque se detenía de pronto, mientras la tripulación invadía la cubierta.

La Torpa había tropezado con un gran banco de arena, que se prolongaba ante la isla de Moskenoesoe. Como no había encontrado ninguna roca, sólo sufrió leves averías en la carena; pero se necesitaba de la ayuda de un remolcador para desencallarla.

Era, pues, preciso ir a pedir auxilio a Tromsó; pero como el mar estaba muy revuelto, ningún pescador de Moskenoesoe quiso ir hasta aquel lugar.

Tompson y Jansey, temiendo que el buque fuera destrozado por las olas, se hicieron conducir a la costa más cercana, y desde allí Oscar y algunos marineros se dirigieron a un pueblo en el que supieron que abundaban los renos.

El 3 de diciembre, montados en tres slittas tiradas por aquellos ligeros animales, partieron hacia Tromsó, siguiendo la costa.

Apenas llegados a aquella ciudad marítima, su primer pensamiento fue telegrafiar al señor Foyn el feliz éxito de la expedición, y después contratar el remolcador.

Dos días después la Torpa era desencallada, y luego de sufrir algunas indispensables reparaciones, emprendía el viaje hacia el Norte.

El 20 de diciembre, después de una feliz navegación, entraba por fin en el Varangefiord y echaba el ancla ante el islote del Sr. Foyn.

Renunciamos a describir la entusiasta acogida hecha al valiente y afortunado ballenero y a sus esforzados marineros por parte de los dependientes y trabajadores de aquellos importantes almacenes y fábricas. Todos sabían ya el buen éxito de la expedición por el despacho que enviaron desde Tromsó.

El señor Foyn, reconocido, recompensó espléndidamente a todos, y especialmente al bravo Tompson, el cual no navega ya por cuenta suya. Es el comandante en jefe de la escuadra de buques pesqueros del célebre propietario del islote de Vadsó.


Publicado el 25 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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