I. LA COSTA AUSTRALIANA
A principios de abril de 1850 iba costeando la región occidental de la tierra de Carpentaria, perteneciente al continente de Australia, una de las esbeltas naves chinas llamadas juncos. Tienen estos barcos alta arboladura, con grandes velas de estera, y la proa alta y redondeada. Los dos grandes escobenes para las cadenas de las anclas que llevan a proa, y que por las pinturas que los adornan semejan ojos, dan a esas naves aspecto de monstruos marinos. El junco navegaba despacio y con grandes precauciones.
Treinta hombres de cráneos rapados y largas trenzas en la nuca, piel amarilla, ojos oblicuos, medio desnudos varios de ellos y otros vestidos con anchas túnicas y calzones, también anchos, de tela floreada, estaban alineados en la borda de la nave, con las cuerdas de maniobras entre las manos, dispuestos a orientar las velas a la primera orden.
De pie en el castillo de proa un hombre de alta estatura, facciones enérgicas, piel bronceada y vestido a la europea, examinaba atentamente la costa australiana con un poderoso anteojo. Podría tener unos cuarenta años, y parecía ser el comandante de aquella tripulación de chinos. Detrás de él dos jóvenes de diez y seis y veinte años, respectivamente, de piel blanca como la de los europeos, pero no atezada como la que suele distinguir a la gente de mar, parecían esperar con cierta ansiedad el resultado de la minuciosa observación que estaba practicando el del anteojo.
—¿Ves algo? —le preguntó al poco rato el más joven de ellos.
—No, sobrino —contestó éste—. No se ve ni un ser viviente.
—¿Estamos cerca de la bahía?
—La tenemos seis millas delante de nosotros, Hans.
—¿Estás seguro de no engañarte, tío?
—¿Un hombre de mar como yo equivocarse?… Vine aquí el año último a pescar el trepang, y no he olvidado la bahía.
—¿Y por qué observas tan minuciosamente la costa?
—Porque me va en ello la piel, y, sobre todo, la vuestra, sobrinos míos.
—¿Qué temes?
—Esa es tierra de salvajes, Hans. Ahora seguramente no hay nadie en la playa; pero de un momento a otro puede cubrirse de australianos.
—¿Odian quizás a los hombres blancos?
—No distinguen de razas: blancos, negros, amarillos, rojos o aceitunados, todos son manjares apetecibles para ellos.
—¿Comen hombres esos salvajes?
—Como nosotros comemos gallinas.
—¡Qué brutos!
—Tienen hambre, Hans. Su tierra nada produce; no hay animales en ella, o son escasísimos, y tienen que apencar con todo para comer.
—Pero nosotros somos muchos, tío.
—¡Muchos!…
—Y tenemos fusiles y dos lantacas.
—¿Cuentas con los chinos, Hans?… ¡Buena tripulación de conejos!… ¡A los primeros disparos se esconderían en la estiba!
—Es que no veo tan fácil asaltar un barco.
—¿Y cuando tengamos que saltar en tierra para colocar la caldera?
—¿La caldera?
—¡Ah, sí! Olvidaba que vosotros no sabéis aún lo que es la pesca del trepang. Todavía sois marinos de agua dulce.
—¡Tío!… —exclamaron los dos jóvenes en tono de reproche.
—Pero pronto seréis verdaderos marinos ¡qué diablo! No se improvisan en un día los lobos de mar.
—Es cierto.
—¡Eh, Van-Horn! gobierna hacia aquella punta. ¿La ves? —gritó el comandante.
Un viejo marinero, de barba blanca, piel bronceada y curtida por el sol y los vientos de los mares tropicales, y que empuñaba la caña del timón, dijo:
—La veo, Capitán. Aunque tengo sesenta años, aún conservo la vista.
El junco, que seguía costeando lentamente la aguda península que se extiende entre el mar de Coral y el golfo de Carpentaria, y que se prolonga por los bajofondos del estrecho de Torres, puso la proa hacia un promontorio peñascoso, que parecía proteger una profunda ensenada.
Aquella costa, que el comandante seguía examinando con gran atención, parecía desierta. Se prolongaba hacia el Este con profundas escarpaduras y peñas enormes que parecían descansar sobre los escollos coralinos casi a flor de agua. No se descubría vegetación alguna en aquellas playas; pero a lo lejos se veían algunos grupos de los árboles llamados eucaliptos rostrados, verdaderos gigantes vegetales, pues suelen alcanzar hasta ciento cincuenta metros de altura; pero que no dan sombra alguna, porque sus largas hojas obscuras se presentan siempre de canto al sol.
El Capitán no parecía estar muy seguro de la aparente tranquilidad que reinaba en aquellas playas, y de cuando en cuando escuchaba con atención, como si quisiera percibir algún otro rumor que el de las olas al estrellarse en los escollos.
La misma tripulación china parecía inquieta y miraba con desconfianza hacia la costa, como si temiese algún grave peligro.
En pocos minutos el junco, que navegaba ahora con gran velocidad, pues se había levantado un recio brisote del Oeste, dobló la punta peñascosa que el Capitán había indicado, y entró en una gran bahía rodeada de escollos coralíferos, y cuyas márgenes descendían dulcemente hasta el mar.
—¿Es aquí? —preguntaron los dos jóvenes.
—Sí —respondió el Capitán, que en aquel momento tenía puesta toda su atención en el agua de la bahía—. Aquí hay una verdadera fortuna para nosotros y para el armador del junco.
—¿Abunda aquí el trepang? —preguntó el mayor de los dos muchachos.
—Sí, Cornelio: haremos una pesca abundantísima en pocas semanas.
—Estoy impaciente por ver cómo se hace esa pesca.
—Y llegarás tú también a ser un hábil pescador y…
Un grito estridente que venía de la playa le cortó la palabra.
—¡Cooo-mooo-eee!
—¡Mil truenos! —exclamó el Capitán, arrugando la frente—. ¡El instinto no me engañaba!
—¿Es el grito de los trepang? —preguntó Hans.
—Los trepang no gritan.
—¿Es, acaso, algún otro animal? —dijo Cornelio.
—Peor todavía. Es el grito de alarma de los australianos.
—Pues yo no los veo.
—No importa; ellos nos han visto —dijo el Capitán, que se había quedado pensativo.
—¿Y temes que nos ataquen?
—Ahora, no; pero temo por los chinos. Como sepan que hay australianos caníbales en la playa, no querrán desembarcar.
—Capitán Van-Stael, ¿habéis oído? —dijo el viejo marino que había entregado a un chino la caña del timón.
—Sí, viejo mío; pero no renunciaré a la pesca. La bahía está llena de trepang, y no quiero perder una carga que puede valernos veinte mil duros.
En seguida, enderezándose sobre el castillo de proa, gritó:
—¡Abajo las anclas y las velas!
En aquel momento se oyó salir de entre las escolleras de la playa el mismo grito de antes.
—¡Cooo-mooo-eee!
—¡Todavía! —exclamó el Capitán—. ¿Es una amenaza, o estos tunos tratan sólo de asustar a mis hombres?
—Es un grito de llamada, Capitán —dijo el viejo Van-Horn.
—¿Habrá alguna tribu acampada por estos contornos?
—Ya sabéis que en la temporada de la pesca estos salvajes acuden a la costa con la esperanza de proporcionarse carne humana. El año último las tripulaciones de tres juncos fueron devoradas por los salvajes del cabo York.
—Lo sé, Van-Horn. He visto los restos de uno de aquellos juncos en las playas de la isla Edward Pellews; pero nosotros no vamos a tener miedo de los australianos.
—Estad, sin embargo, sobre aviso, Capitán. Ya sabéis que son capaces de cortar las maromas y de romper las cadenas de las anclas para que vayamos a embarrancar en las escolleras.
—Estaremos atentos, Van-Horn. Entre tanto, que carguen las lantacas y suban a cubierta los fusiles para proteger a nuestros pescadores.
En tanto que hablaban, la tripulación china había echado las dos anclas de proa y una pequeña de popa para afirmar mejor el buque, y después procedió a enrollar las velas de los palos mayor y trinquete.
—Apresurémonos —dijo el Capitán a la tripulación—. Si todo marcha bien, dentro de tres semanas habremos completado nuestra carga, y dentro de seis estaremos de vuelta en Lia-King…
* * *
El Hai-Nam, que así se llamaba el junco, había salido un mes antes de Timor, isla de las Molucas, para la pesca del trepang, bajo el mando del Capitán Van-Stael, holandés de Batavia. En otros tiempos Van-Stael, que gozaba fama de valiente hombre de mar, había navegado por su cuenta y en nave propia, dedicándose a la pesca del trepang; pero a los cuarenta años, cuando ya se creía suficientemente rico para acabar su vida entre comodidades en alguna ciudad del Extremo Oriente, tuvo la desgracia de arruinarse.
Una noche tempestuosa su buque naufragó en el mar de Coral, junto a la costa australiana, y de los veinte hombres que componían la tripulación, sólo él y el viejo Van-Horn pudieron salvarse en un madero. No se desanimó por aquella desgracia, aunque fue para él un desastre. Se sentía con fuerzas todavía para rehacer su fortuna; y vuelto a Timor, ofreció sus servicios a un rico negociante de trepang, el chino Lia-King, el cual, sabiendo con qué experto y hábil marino trataba, no dudó en confiarle el mando de uno de sus mejores juncos.
Van-Stael, aunque nunca había tenido gran confianza en aquellos barcos de construcción china, muy poco seguros para los malos tiempos, partió para la costa septentrional de la Australia, y en pocas semanas completó su carga de aquellos coriáceos moluscos, que son tan apreciados en los mercados chinos y malayos.
Aunque en aquella primera campaña de pesca había realizado muy buenas ganancias, al principiar la nueva estación volvió a hacerse a la mar, llevando esta vez consigo a sus dos sobrinos, huérfanos desde hacía varios años, y a los cuales pensaba llevar consigo en todos sus viajes para hacer de ellos dos buenos marinos.
Los dos jóvenes, hijos de un valiente capitán, muerto en las costas de Borneo en un encuentro con los piratas del sultán de Varanni, aceptaron con entusiasmo la proposición de su tío, por más que no ignoraban los peligros de la pesca del trepang, no porque estos moluscos estén dotados de armas defensivas, sino por los parajes en que hay que pescarlos, poblados todos ellos de salvajes antropófagos.
Eran entrambos bien jóvenes, como ya hemos dicho —Hans de diez y seis años y Cornelio de veinte—; pero el capitán Van-Stael podía estar seguro de su valor, porque acostumbrados a andar por las espesas selvas de Timor persiguiendo animales salvajes, y a navegar por los peligrosos mares de las Molucas, eran hombres para todo.
Queda, pues, explicado cómo aquel junco, con tripulación china mandada por europeos, había anclado en aquella profunda bahía de la costa de Carpentaria, donde tanto abundan los trepang.
II. LOS PESCADORES DE TREPANG
No hay pueblo más extravagante que el chino para comer. Es aficionadísimo a las agallas de pez-perro en salsa encarnada, a los nidos de golondrinas marinas, que tienen una substancia gelatinosa, pero insípida, a las lombrices saladas, a los renacuajos, a las ratas saladas, a los perros y, sobre todo, al trepang.
Puede decirse que desde muchos siglos antes de que los navegantes europeos conocieran la existencia de la Australia, iban barcos chinos a las playas septentrionales de ese continente y a las costas de la Nueva Guinea a pescar ese extraño molusco. Impórtasele en enormes cantidades en el Celeste Imperio; pero aún son pequeñas para satisfacer la demanda: tanta es la afición que le tienen los chinos. En ningún banquete chino falta ese manjar, que bien puede calificarse de nacional. Los provechos que rinde su pesca han excitado el espíritu mercantil de los europeos, y se dedican muchos a ella. Así como hay pescadores de arenques, de ballenas y de focas, hay pescadores de trepang, los cuales todos los años, en la estación propicia, llegan desde los puertos más lejanos hasta las aguas del estrecho de Torres, del mar de Coral o del golfo de Carpentaria.
Aunque muchos de esos buques no vuelven más a su país o vuelven con las tripulaciones diezmadas, el negocio se sostiene por lo lucrativo que es. Saben los que lo explotan que los salvajes están dispuestos a aprovechar la primer tempestad para cortar las cuerdas y cadenas de los barcos y hacer que se estrellen en los arrecifes; saben también que si caen en sus manos acaban su vida guisados en salsa verde, y, sin embargo, van allí a pescar, porque los chinos pagan muy caros esos moluscos. Pronto los conoceremos.
Pero volvamos a nuestra nave, cuya tripulación, a pesar del grito de los australianos, que aún resonaba en el espacio como una fúnebre amenaza, se preparaban a la pesca.
La nave estaba fuertemente anclada, como ya hemos dicho. Había puesto la proa mirando a la boca de la bahía, dispuesta, en caso de peligro, a abandonar aquellos parajes. El capitán Van-Stael había hecho botar al agua una gran chalupa, y se había embarcado en ella en compañía del viejo Van-Horn, de Hans y de Cornelio.
Inclinado hacia el mar, se había puesto a observar el agua con gran atención, explorando el fondo de la bahía, que se distinguía perfectamente.
—Tenemos siete brazas de agua —les dijo con aire satisfecho—. Nuestros pescadores no tendrán que fatigarse mucho.
—Pero ¿dónde está el trepang? —preguntó Hans.
—El fondo está lleno de ellos. ¿No ves nada entre la arena y las algas?
—Me parece distinguir unos rollos que se mueven.
—Pues esos son las olutarias, o, si te parece mejor, los trepang que pescaremos.
—Y son de los mejores, Capitán —dijo Van-Horn—. Mire usted los bankolungan, más al fondo los kikisan, los talifan, y más allá se perciben los murrang.
—Que los chinos pagan muy caros, viejo mío —dijo el Capitán—. Hay aquí una verdadera fortuna que pescar.
—¿Nos dirás, al fin, lo que son esas olutarias? —preguntó Hans.
—Sí, muchacho —respondió el Capitán—. Anda, Van-Horn, haz que bajen los pescadores.
Diez chinos medio desnudos, que llevaban al cinto largos cuchillos ligeramente curvados para defenderse, en caso de necesidad, de los peces-perros, que abundan en aquellas aguas y que son tan aficionados a la carne humana como los antropófagos de la costa septentrional de la Australia, bajaron a la chalupa a una orden del viejo marinero, llevando en la mano izquierda una especie de red capaz de contener muchas olutarias.
—¡Ea! ¡Manos a la obra sin perder tiempo! —dijo el Capitán después de haber examinado la entrada de la bahía para convencerse de que no había peces-perros en ella.
Los diez pescadores, escogidos entre los mejores nadadores y buzos de la tripulación, se echaron a una al agua.
Los dos jóvenes, inclinados al borde de la chalupa, seguían con gran curiosidad las maniobras de los valientes pescadores. El agua de la bahía, tranquila y transparente como un cristal, les permitía distinguir perfectamente a aquellos hombres, que procedían con gran rapidez cogiendo moluscos, que iban echando en la red.
Bien pronto uno de ellos, pasado medio minuto, salió a la superficie con la red llena hasta rebosar, la cual entregó al viejo Van-Horn, que la vació en el fondo de la chalupa. Aquella primera redada consistía en diez olutarias.
—¿Qué moluscos son éstos? —preguntaron Hans y Cornelio, que se habían agachado para observar mejor.
—Los trepang —dijo el Capitán—; y de los mejores, muchachos.
—Parecen cilindros rugosos —dijo Cornelio.
—Sí; pero con tentáculos —añadió Hans.
El Capitán tomó en la mano uno de aquellos moluscos y se lo enseñó a sus sobrinos. Este extraño habitante del mar parecía, en efecto, un cilindro, provisto, en una de sus extremidades, de un círculo de tentáculos plumosos; pero carecía de cabeza y de ojos, y su boca era una especie de agujero.
Tenía doce o quince pulgadas de largo, y su piel, que parecía muy resistente, mostraba a lo largo del cuerpo cavidades muy singulares, pues tan pronto se dejaban ver como se ocultaban.
—Es una olutaria bankolungan —dijo el Capitán—. Es una especie muy apreciada, y que los chinos pagan bastante cara.
—Y ¿cuál es la conformación de esos moluscos? No les veo ni cabezas ni ojos.
—No tienen cabeza ni ojos, Cornelio. Tampoco tienen oído ni olfato, pues les faltan los órganos de esos sentidos. Su cuerpo es un verdadero saco, envuelto en músculos muy fuertes, duros y resistentes, y parece no tener otra función que la de comer o, mejor dicho, devorar.
Viven en grandes familias en el fondo de aguas claras y tranquilas, y se arrastran como serpientes, apoyándose en las esponjas que suelen rodear sus cuerpos, y se nutren de algas marinas y de otros moluscos. Suelen tragarse hasta las arenas, piedrecillas y trozos de coral.
—¡Qué estómagos! —exclamó Hans—. Deben tener un aparato digestivo poderosísimo.
—Su estómago es un tubo que les ocupa todo el cuerpo de punta a punta. En uno de los extremos de ese tubo tienen la boca. Por ella les entra el alimento, el cual recorre todo el tubo interior, y sale por el extremo opuesto sin detenerse.
—Y esos tentáculos que les rodean la boca ¿de qué les sirven?
—Para agarrar las algas, piedras y demás objetos que se comen.
—Me parece que a éste le faltan algunos.
—Es verdad, Hans. Los peces atacan a las olutarias y suelen comérseles los tentáculos si no consiguen retirarlos a tiempo; pero aun en ese caso no pierden para siempre los tentáculos, pues se les reproducen al cabo de cierto tiempo. Toma ahora esta bankolungan, que aún vive, y apriétala un poco entre tus manos.
El joven hizo lo que su tío le indicaba, y vio contraerse el molusco hasta reducirse a una especie de bola y lanzar primero un chorro de agua y después una materia obscura, que se le extendió por los bordes de la boca.
—Son los intestinos del molusco —dijo el Capitán anticipándose a contestar a la pregunta que iba a hacerle su sobrino—. Su contracción muscular es tan fuerte, que le hace expeler las vísceras.
—Si yo arrojase ahora al agua esta olutaria, ¿podría vivir?
—Sí; y viviría aunque le arrancaras los intestinos, pues no tardarían en reproducírsele.
—¡Qué animal tan extraño! —exclamaron los dos jóvenes en el colmo de la sorpresa.
—Pues esto es más extraño todavía —dijo el Capitán recogiendo otra olutaria, de cuya boca salía un pececillo de pocos centímetros de largo, vivo todavía.
—¿Tal vez un pez que no ha podido digerir? —preguntó Cornelio.
—No; es el compañero de la olutaria —respondió el Capitán.
—No te comprendo.
—Me explicaré mejor. Estos pececillos, no se sabe aún por qué motivo, viven en el vientre de estos moluscos. Les entran por la boca y se les pasean por dentro como si estuvieran en su casa.
—¿Y la olutaria los tolera?
—Desde luego que sí, pues con su poderosa contracción muscular podría expelerlos fácilmente, y, por el contrario, los deja en paz, como si la visita le fuera agradable.
—¡Es maravilloso! —exclamó Hans—. Y ahora dime, querido tío: ¿son tan excelentes como dicen los chinos estos moluscos?
—Tienen un sabor parecido a los calamares; pero son muy duros, y para comerlos se necesitan muy buenos dientes, porque son elásticos como la goma. A los chinos, malayos y cochinchinos les gustan muchísimo; pero nosotros los europeos preferimos otros pescados más finos y sabrosos.
—¿Y se paga caro el trepang?
—Carísimo, Cornelio. La calidad mejor se paga en los mercados chinos de veinte a treinta y cinco pesos el pikul. Los hay de calidad inferior, que se pagan entre seis y diez pesos.
—Debe de ser muy buen negocio para los pescadores.
—No siempre, Hans, porque las olutarias, lo mismo que las ballenas, van ya escaseando. En estas islas, que antes eran riquísimas en moluscos, hay ya muchos menos, por la incesante pesca que de ellos se hace. Es una verdadera guerra de exterminio, especialmente por parte de los barcos europeos y americanos.
Hasta hace algunos años las islas Likana eran célebres por la abundancia del trepang en sus aguas; pero desde que un capitán americano pescó durante el año 1845 doscientos sesenta y cinco pikules, y el capitán Muyne casi otro tanto en 1847, las olutarias desaparecieron de aquellas playas.
Y basta por ahora, sobrinos míos. Hagamos disponer la otra chalupa, y vamos a colocar las calderas.
—¿Las calderas? —exclamó Cornelio—. ¿Qué intentas hacer?
—Son necesarias para la preparación del trepang.
—¿Y los salvajes? —preguntó Hans—. ¿Nos dejarán tranquilos?
—¿No has oído hace poco un grito?
—Supongo que no se atreverán a acercarse. Al menos así lo espero por ahora. Saben que los hombres blancos poseen armas de fuego, y les tienen miedo. ¡Eh, Van-Horn! Haz que boten al agua la segunda chalupa.
El viejo marinero, que había vuelto a bordo del junco, se apresuró a obedecer. La embarcación, que estaba guindada de los pescantes de popa, fue botada al mar y la ocuparon diez chinos armados de fusiles.
—Ahora las calderas y el combustible —ordenó Van-Horn, que también se había embarcado en ella.
Dos pailas de metal, de un metro de diámetro y de treinta y cinco a cuarenta centímetros de profundidad, grandes espumaderas, unos cuantos arpones y gran cantidad de leña fueron embarcados en la chalupa.
—¿Está cargada la lantaca? —preguntó el Capitán.
—De metralla —respondió el viejo—. Si a los salvajes les entran deseos de molestarnos, los saludaremos con una buena rociada.
—¡Vamos, muchachos! —dijo Van-Stael a sus sobrinos.
Embarcaron todos en la otra chalupa, los chinos empuñaron los remos y se dirigieron a tierra.
En pocos minutos llegaron a la playa, sorteando las peligrosas escolleras que rodean la costa, contra las cuales se rompe el oleaje con roncos mugidos, produciendo gran resaca.
—¡Alto! —dijo Van-Stael antes de que la chalupa tocase en la orilla.
Se subió al banco de proa y miró detenidamente hacia la playa, erizada de rocas enormes, que se alzaban en forma de anfiteatro. A pesar del grito que habían oído poco antes, no se veía ninguna criatura humana ni se percibía rumor alguno sospechoso. Solamente una bandada de cacatúas, espléndidas aves de plumas purpúreas y blancas que ostentan en la cabeza un penacho inclinado hacia atrás, revoloteaban entre las ramas de un pequeño blackwood (árbol de madera negra) que crecía desmedradamente entre la arena.
—¿Hay novedad? —preguntó Van-Horn.
—Ninguna, viejo mío. Desembarquemos.
La chalupa se acercó a la playa hasta tocar en la arena.
El Capitán, los dos jóvenes y el marinero desembarcaron armados de sendos fusiles, y tras de ellos los chinos conduciendo a tierra la leña, las pailas, los arpones y las espumaderas.
A corta distancia de la orilla Van-Stael indicó dos pequeñas construcciones circulares formadas por pedruscos y que podían servir muy bien de hogares.
—Los salvajes las han respetado —dijo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hans.
—Los hornillos que construimos el año pasado. ¡Al trabajo, muchachos! La otra chalupa va a llegar.
Los chinos cargaron de combustible las hornillas, les prendieron fuego y después colocaron encima las dos calderas, llenándolas de agua de mar.
La segunda chalupa, tripulada por los pescadores, llegó en aquel momento. La pesca había sido verdaderamente milagrosa, pues la embarcación venía tan cargada, que apenas sobresalía del agua.
Después de atracarla a la playa, los veinte chinos se pusieron a descargarla. En menos de una hora aquellos pescadores habían recogido cerca de cinco quintales de olutarias, pero no todas de una sola especie.
Entre ellas se veían las preciadas bankolungan, de once a quince pulgadas de largas, con el dorso obscuro, el vientre blanco y una costra calcárea en ambos costados, cubiertos, además, de verrugas.
Esta clase se pesca ordinariamente en los bordes interiores de los bancos de coral, a menos de braza y media de profundidad.
Había también muchas kikisan, de treinta centímetros de longitud, forma ovalada y piel negra recubierta de verrugas; talifan, de la misma longitud poco más o menos que las anteriores, de color rojo tostado, con una fila de espinas rojas en el dorso. Son las más tiernas, y por ello exigen cuidados especiales para prepararlas.
No faltaban tampoco las nunang, que son las más pequeñas de todas, sin verrugas ni espinas, lisas y con toda la piel negra, pero que son las más codiciadas, pagándose en los mercados chinos hasta a treinta y cinco pesos el pikul. Había también otras de calidad inferior, como los zapatos, los lowlovan, los balatliman, los botan y los hangenan, que se venden a seis pesos el pikul.
Todas aquellas olutarias estaban vivas aún, y desahogaban su impotente cólera arrojando chorrillos de agua a los marineros, los cuales, sin hacer el menor caso, las amontonaron junto a los dos hornillos.
El Capitán observaba atentamente el hervor del agua en las calderas.
Se requiere larga práctica y rara habilidad para preparar el trepang, porque basta un punto más o menos de hervor para echarlo a perder.
El exceso de calor cubre de vejigas a las olutarias y las vuelve porosas como esponjas, y, por el contrario, la falta de calor suficiente les hace perder la consistencia, y entonces se pudren e inutilizan en pocas horas.
—¡Echad! —exclamó al cabo de un rato Van-Stael.
Los chinos arrojaron los moluscos en las calderas. Por algunos instantes se les vio agitarse y contraerse desesperadamente; después quedaron inertes en el fondo del agua, que hervía a borbotones.
El Capitán, entre tanto, no apartaba la vista del reloj que había sacado, y que tenía en la mano.
—Ocho minutos —dijo—; el trepang está a punto.
Los chinos extrajeron los moluscos de las pailas con las espumaderas y los fueron echando sobre una lona que habían tendido cerca de las fornallas.
Hans y Cornelio contemplaban atentamente todas aquellas maniobras.
—La cochura está a punto —repitió el Capitán—. Los moluscos tienen el aspecto de la goma elástica y su piel azulea, señales ambas de que están en condiciones de conservarse perfectamente.
—Me han dicho que también hay el procedimiento de secarlos al sol —dijo Cornelio—. ¿Es cierto eso, tío?
—Sí, muchacho, y añadiré que los conservados así se pagan más caros; pero es operación demasiado larga, pues requiere veinte días, y nosotros no disponemos de tanto tiempo. También se les seca al fuego, operación más breve que la de secarlos al sol, pues sólo exige cuatro días; pero esta playa en que estamos…
—¡Cooo-mooo-eee!
Este grito extraño, que ya habían oído antes, salió de pronto de entre las rocas, interrumpiendo la frase del Capitán.
Casi al mismo tiempo se oyó exclamar a Van-Horn:
—¡Eh, monazo del demonio: en cuanto hagas el menor movimiento, te aso! ¡Palabra de marinero!
III. LA PINTURA DE GUERRA DEL SALVAJE
Un negro horrible, que despedía un fuerte olor a amoníaco, se había presentado de pronto, saliendo de detrás de una escollera que se prolongaba hacia la orilla septentrional de la bahía.
Era de poco más que mediana estatura; pero tan extraordinariamente enjuto, que se le podían contar las costillas. Tenía el vientre colgante, y las piernas, completamente desprovistas de carne, parecían dos bastones forrados de cuero.
Tenía cara más de mono que de hombre; la cabeza, aplastada; la frente, comprimida; la nariz, chata; las mandíbulas, abultadas; las orejas, largas; los ojos, pequeños y de brillo extraño, y la boca, tan grande, que le llegaba casi desde una oreja a la otra.
Su piel era de un color negro sucio y estaba toda cubierta de raras pinturas y tatuajes de muy diversos colores.
Aquel verdadero espantajo se quitó de encima la piel de kanguro que le cubría las espaldas y parte de la lanuda cabeza, y empuñando con cómico ademán una especie de venablo, con la punta de hueso y adornado de un penacho de plumas, se adelantó hacia los pescadores, deteniéndose a diez pasos de ellos.
—¿Qué quiere este animal de antropófago? —dijeron Hans y Cornelio, mientras los chinos se iban retirando prudentemente hacia las chalupas.
—Querrá ordenarnos que nos vayamos —dijo el Capitán—. Estos salvajes tienen la pretensión de que ningún extranjero venga a pescar a sus costas; pero este horrible y ridículo ejemplar de la raza australiana se engaña si cree que vamos a obedecerle.
—Yo me encargo de mandarlo a su tribu de un puntapié —dijo el viejo marino—. No me asusta el chuzo que lleva en la mano, capitán Stael.
—Veamos antes, señor salvaje —dijo el Capitán, avanzando hacia él—, qué es lo que pretendes.
El australiano, que se mantenía inmóvil empuñando su chuzo, al ver al Capitán acercarse, se golpeó con la mano izquierda el vientre, que resonó como un tambor.
—Pide de comer —dijo Van-Stael—. No somos fondistas, señor salvaje; pero si estás en ayunas, puedes comerte esta olutaria.
Tomó una de la especie llamada zapatos, y se la arrojó al australiano, que la pilló al vuelo, llevándosela ávidamente a la boca.
—¡Qué apetito! —exclamó Hans.
—No hay que maravillarse, sobrino mío. Estos salvajes del continente australiano están toda la vida luchando con el hambre, y pasan por larguísimos ayunos.
—Pero ¿no se producen en Australia frutales?
—Sólo árboles de goma. Y te advierto que, cultivadas, todas las plantas de Europa dan aquí fabulosas cosechas; sólo que estos salvajes desprecian la agricultura y sólo viven de la caza.
—¿Y abundan los cuadrúpedos y las aves?
—Son muy escasos. Aquí sólo se encuentran focas, kanguros, algunos casoares, más pequeños que los africanos, y bandadas de ciertos perros salvajes, llamados dingos, que son muy difíciles de cazar. Es verdad que el indígena de Australia no es exigente, y se alimenta de asquerosos reptiles; pero aun éstos escasean y no alcanzan para todos. Añade a esto que son imprevisores, y que jamás piensan en el mañana. Si cae en sus manos un kanguro o un casoar, se apresuran a asarlo, y lo devoran, sin dejar más que los huesos, no preocupándose de si tendrán para comer al siguiente día.
—¿Comen, pues, mucho?
—Ahí tienes un ejemplo —dijo el Capitán—. La olutaria ha desaparecido en seis bocados dentro de ese vientre que parece no tener fondo.
En efecto, el salvaje había ya devorado el zapatos que el Capitán le había arrojado; pero no parecía satisfecho. Al ver el montón de moluscos, y animado por el primer regalo, se arrojó encima, arramblando con todas las olutarias que pudo; pero Van-Horn, que no lo perdía de vista, lo agarró por una pierna y tiró de él, diciéndole:
—¡Quieto, monazo! ¡Suelta eso o te estrangulo!
El australiano, al verse defraudado en sus propósitos, se puso en pie, con ademán amenazador.
—Pero ¡qué mamarracho eres! —le dijo el marinero riendo.
—¡Ten cuidado, Van-Horn! —dijo el Capitán—. Estos salvajes son traidores.
—Le romperé el chuzo en las espaldas, señor Van-Stael.
Iba a lanzarse sobre el australiano para desarmarle; pero éste saltó hacia atrás, diciendo en un lenguaje mixto de inglés y de malayo:
—¡Quieto, hombre blanco! Esta es la tierra de los hijos de Mooo-tooo-omj.
—¡Y yo te digo que si no te vas, te echo a puntapiés, antropófago! —dijo el marinero, levantando el fusil—. ¿Me has comprendido?
El australiano, que no debía ignorar el efecto de las armas de fuego, retrocedió precipitadamente, y, plantando con resolución el chuzo en la arena, dijo:
—Pronto nos volveremos a ver.
Después, dando un gran salto, se alejó a toda prisa, desapareciendo detrás de las rocas que rodeaban la bahía.
—¡Qué te devoren los perros salvajes! —le gritó Van-Horn.
—¿Volverá? —preguntó Cornelio.
—Es probable —respondió el Capitán, que se había quedado pensativo—. Ese salvaje procurará jugarnos alguna mala pasada; pero estaremos sobre aviso, y al primer indicio de peligro nos refugiaremos en el junco.
—¿Habrá alguna tribu por estos contornos?
—Creo que esta costa es demasiado estéril para alimentar a una tribu entera; pero en el interior de la península, los salvajes no deben faltar.
—¿Son valientes?
—Cuando los espolea el hambre, sí. Han exterminado y devorado las tripulaciones de algunos barcos. Hay que vigilar mucho y no dejar que ninguno se acerque sin nuestro permiso.
Los chinos, tranquilizados, emprendieron otra vez la faena de preparar el trepang, mientras los pescadores salieron otra vez en busca de olutarias. Las dos fornallas, cargadas de leña, lanzaban al aire grandes llamaradas, y el agua de las dos pailas hervía sin cesar. Los moluscos, conforme iban cociéndose, eran echados en la lona, la cual estaba protegida por un toldo, para impedir que el sol echara a perder la pesca.
Hans y Cornelio, armados de fusiles, registraban las rocas, para convencerse de que no había por allí ningún otro salvaje, y disparaban sin cesar contra las bandadas de cacatúas blancas, rojas o de color de rosa pálido, matando muchas de ellas. El Capitán, entre tanto, examinaba los bajíos de la bahía, para asegurarse mejor de la cantidad y calidad de las olutarias.
Habían pasado dos horas, durante las cuales aportaron los pescadores dos cargas más de moluscos, esta vez de la especie más codiciada, cuando el salvaje de antes volvió a presentarse.
Venía solo, como la vez anterior, pero horriblemente transformado. Se le hubiera creído un esqueleto animado de vida, pues se había pintado con tierra amarilla, una especie de ocre, sin duda, las costillas y los huesos.
No iba armado; pero en la mano, pendiente de un bastón, llevaba un trozo de corteza de árbol, de un color y forma particular.
Los chinos, al ver aquel extraño emblema, palidecieron, murmurando:
—¡El wai-waiga!
—¡Ah, tunante! —exclamó Van-Horn—. ¿Otra vez vuelves?… ¡Eres audaz, monazo!
—Y se presenta a nosotros con la pintura —dijo el Capitán.
—Y con la corteza del wai-waiga —añadió el marinero—. Es una verdadera declaración de guerra, señor Van-Stael.
—Pero ¿qué significa esa lúgubre pintura? —preguntó Cornelio.
—Es su atavío de guerra —respondió el Capitán.
—¿Y ese trozo de corteza de árbol?
—Una declaración de hostilidad. Es una corteza de wai-waiga, o sea de un árbol venenoso, llamado por ellos árbol mortal.
—¿Y ese pillo se atreve a presentarse solo? ¡Ah, tío; voy a agarrarlo de una oreja y a llevarle a bordo del junco!
El joven iba a poner en práctica su amenaza; pero el Capitán le detuvo.
—Déjame a mí, Cornelio —le dijo—. De seguro no está solo, y detrás de esas rocas puede esconderse una tribu. Tú, Van-Horn, reúne a los chinos junto a las chalupas, y vosotros, sobrinos, a la lantaca.
Mientras la tripulación se retiraba precipitadamente hacia la playa, para estar pronta a embarcarse, el Capitán, con el fusil cargado en la mano, se acercó al salvaje, que le miraba insolentemente, como si estuviera seguro de sí propio.
—¿Qué quieres? —le preguntó, empleando el mismo lenguaje de que el antropófago se había antes servido.
—Que los hombres blancos dejen la costa que pertenece a los hijos de Mooo-tooo-omj —respondió el australiano.
—Nosotros no matamos ni tus kanguros, ni tus casoares, ni tus warrangas (perros salvajes) —dijo Van-Stael—. El trepang ni tú ni tus compatriotas sabéis pescarlo, y además el mar no te pertenece.
—Entonces la tribu de los Wawamas te dará batalla.
—Y ¿eres tú quien lo dice?
—Yo, jefe de la tribu de los Moo-wiamos.
—¡Pues, toma, canalla!
Van-Stael, de una guantada, que resonó como un latigazo, arrojó al suelo al antropófago. Después, agarrándole fuertemente por los brazos, le arrastró hacia las chalupas.
—Ata a este hombre y llévale a bordo del junco —dijo, dirigiéndose a Van-Horn—. Lo tendremos prisionero hasta que acabe la pesca, y así le impediremos noticiar a su tribu que nos ha declarado la guerra.
—Lo ataré con quince metros de cuerda muy fuerte —dijo el marinero—. Veremos si es capaz de escaparse de la cala.
Contrariamente a sus instintos, el antropófago no opuso la menor resistencia; pero sus pequeños ojos negros lanzaban extraños relámpagos. Se dejó atar sin pronunciar una sílaba y transportar a bordo del junco por los chinos, que volvieron a la pesca del trepang.
—Y ¿no nos traerá esto complicaciones, tío? —preguntó Hans.
—Es probable que sus súbditos le busquen, pues se trata de un jefe; pero tal vez ignoran que nosotros estamos aquí, y pueden llevar sus indagaciones por otro lado —respondió el Capitán—. Además, no permaneceremos mucho tiempo en esta bahía si la pesca sigue siendo tan abundante.
—¿Conoces algún otro sitio abundante en olutarias?
—En las islas de Eduard Pellew hay muchas, y más tarde pasaremos por ellas para completar el cargamento.
—Y, por otra parte —arguyó Cornelio—, si los salvajes vienen a molestarnos, nos defenderemos.
—¡Bien, muchacho! —le dijo, sonriendo, el Capitán—. Eres un hombre valiente.
—Y yo no me quedaré atrás, y pelearé a tu lado —dijo Hans, empinándose para parecer más alto.
—Ya sé que eres un hombrecito que no conoce el miedo —respondió Van-Stael—. Un día seréis dos valientes y hábiles marinos. Ahora, sobrinos, prosigamos nuestra faena. Es preciso atender cuidadosamente a la preparación del trepang, o estos indolentes chinos nos lo echarían a perder.
La chalupa de los pescadores volvía otra vez a la orilla, cargada de moluscos.
En aquella bahía, que era muy abundante en algas y en peces, había tal profusión de olutarias, que los pescadores apenas tenían más que hacer que bajarse para recogerlas, pues casi todas las especies viven a pocos pies de profundidad.
Aquella primera jornada fue tan feliz, que de seguro había producido más de 500 pesos, suma considerable habido en cuenta el poco trabajo invertido en ganarlos.
Van-Stael no podía estar más satisfecho. Si la campaña seguía como había comenzado, en pocas semanas podía dejar aquellas peligrosas playas, llevándose un cargamento casi completo.
No pudiéndose transportar los moluscos a bordo, pues tenían que estar algún tiempo al aire libre para que se secaran antes de amontonarlos en el sollado, se armaron tiendas en la playa para refugio de los hombres de guardia.
Los chinos, que temían una irrupción de compatriotas del prisionero, se resistían al principio, prefiriendo dormir en el junco, donde estaban seguros; pero el Capitán hizo que desembarcaran las dos lantacas, y les prometió además que los acompañarían él mismo, uno de sus sobrinos y el viejo Van-Horn, con lo cual les persuadió a quedarse.
Van-Stael y el marinero, que no estaban muy tranquilos, pues sabían que los australianos aguardan a la noche para atacar, hicieron fortificar el campamento con una cerca de piedras y fragmentos de coral, y dispusieron que el junco se acercara a la playa para poder embarcarse en caso de peligro.
Aquellas precauciones resultaron, por fortuna, inútiles. La primera noche que pasaron en las playas del continente australiano transcurrió en calma, a pesar de las amenazas del antropófago.
Sólo los lúgubres aullidos de los dingos turbaron el silencio que reinaba en el campamento.
IV. LOS AUSTRALIANOS
Habían pasado cinco días. Ningún suceso extraordinario había venido a turbar los trabajos de la tripulación del junco; la pesca seguía siendo abundante, y parecía que aquella bahía, desconocida de los otros pescadores, era inagotable, pues los moluscos seguían siendo abundantísimos, a pesar de la persecución de que eran objeto.
Las dos fornallas no habían parado de trabajar un solo momento, y verdaderas toneladas de olutarias habían pasado ya por las calderas. Estaban repletas de pesca todas las tiendas, y hasta cerca de las escolleras se alzaban enormes montones, prontos a ser cargados.
Para nada los habían molestados los salvajes hasta entonces, ni habían dado siquiera señales de vida.
El Capitán y los dos jóvenes, para tranquilizar más a los chinos, que no acababan de perder el miedo, habían explorado un largo trecho de la costa, sin descubrir a ningún australiano. Van-Horn se internó unas cuantas leguas en la península, en una excursión que hizo, y sólo halló bandadas de cacatúas y de papagayos o huellas de algún que otro kanguro o casoar.
Sin duda, el jefe de la tribu de los Warrames había tratado de asustarles con una baladronada. Era posible que la tribu sólo existiera en su imaginación o, por lo menos, que estuviera muy lejos.
Así lo suponían el Capitán y sus compañeros, por más que el prisionero, que seguía en la estiba atado fuertemente de pies y manos, se obstinase en hacer creer lo contrario, amenazándoles con que sus súbditos exterminarían a toda la tripulación.
La sexta noche, cuando ya todos estaban seguros de no ser importunados, ocurrió un suceso inesperado, que les inquietó sobremanera.
Mientras los pescadores descansaban tranquilamente en las tiendas, los hombres de guardia, que velaban alrededor de las fornallas, distinguieron, hacia las tres de la mañana, una luz en una altura, como a tres millas de la costa.
No estaba fija ni presentaba constantemente igual aspecto, sino que cambiaba de posición y de dimensiones, ora agrandándose desmesuradamente, ora achicándose hasta desaparecer casi.
Alarmáronse los chinos, que desde cinco días antes estaban intranquilos, temiéndose un asalto. Todos se pusieron al momento en pie, y hubo unos cuantos que se apresuraron a acercarse a las chalupas, que estaban atadas en la playa.
El Capitán y Cornelio, que dormían en una tienda, mientras Hans y Van-Horn se habían quedado en el junco, fueron bien pronto advertidos del hecho.
—¿Se tratará de una señal? —preguntó el joven.
—Me lo temo, Cornelio —respondió el Capitán, que miraba con atención aquel fuego.
—¿Dirigida a quién?
—Sin duda a alguna tribu.
—Y ¿no será a nuestro prisionero? Ellos tal vez ignoran que está en nuestras manos.
—Tu idea no me parece infundada.
—¿Se dispondrán a atacarnos?
—¡Quién sabe! ¿Oyes tú algo?
—No, tío.
—¿Tienes miedo?
—¿Miedo?… ¡No, tío!…
—Toma el fusil, y vamos a ver.
—¿Vas a ir hasta allí?
—No; pero quiero explorar los contornos para asegurarme de que no hay nadie y tranquilizar a nuestros chinos. Si estos cobardes se amedrentan nos estropearán nuestro negocio de la pesca.
—¿Y Van-Horn?
—Se quedará aquí con Hans, para evitar que los chinos huyan.
—Vamos, tío; mi fusil está cargado.
Van-Stael mandó avisar al viejo Van-Horn lo que ocurría y luego se encaminó a las rocas que circundaban la bahía, seguido del joven, que no daba las menores muestras de miedo.
Habíase puesto la luna hacía algunas horas, y la noche estaba obscurísima; pero el misterioso fuego, que seguía brillando en la altura, bastaba para guiarles, sin temor de extraviarse.
Avanzando cautelosamente para no caer en alguna emboscada, el Capitán y Cornelio llegaron bien pronto al pie de las primeras rocas, y las escalaron con no poco trabajo, por ser muy escarpadas. Echaron una ojeada desde la cima a la vertiente opuesta. Extendíase ante ellos un pequeño llano ligeramente ondulado, con algunos grupos de árboles esparcidos acá y allá. Como a dos millas hacia el Este comenzaba otra vez a levantarse el terreno, formando como un semicírculo en torno del llano.
Seguía viéndose el fuego en la cima más alta. En aquel momento era extenso y muy vivo, pareciendo que lo producían árboles o malezas ardiendo.
—¿Ves algo? —preguntó el Capitán al joven.
—Me parece distinguir hombres moviéndose ante aquella cortina de llamas —respondió Cornelio.
—Yo también percibo sombras obscuras que se mueven.
—¿Serán salvajes o monos?
—En Australia no hay monos, y además estos animales no saben encender fuego. ¿Oyes algo?
—Los gritos de los warrangal solamente.
—¿Intentarán acaso asustarnos estos salvajes? —dijo Van-Stael—. ¡Pues buen chasco se llevan si piensan que vamos a marcharnos de aquí antes de acabar la campaña de la pesca! Porque si nos atacan estoy decidido a hacerles frente.
—¿Qué hacemos ahora, tío?
—Seguir adelante. Es preciso demostrarles a estos caníbales que no les tenemos miedo.
—Estoy dispuesto a seguirte.
—Te advierto que tal vez tengamos que disparar los fusiles.
—Ya sabes que soy buen tirador.
—Lo sé; eres el más hábil de todos nosotros. ¡Vamos, querido sobrino!
Bajaron por la pendiente opuesta a la que habían subido. Cornelio, más ágil y diestro que el Capitán, iba delante, buscando los pasos más fáciles a través de las peñas y saltando de una en otra sin vacilar.
Cuando hubieron llegado al llano se detuvieron, mirando atentamente en torno suyo; pero no vieron nada sospechoso. Extendíase allí un lagunato, cuyas orillas estaban cubiertas de mulghe, césped fortísimo que suele alcanzar hasta quince pies de altura, y de marras, o madres de las lianas, como también se las llama por su desmesurado tamaño.
—No sigas, Cornelio —dijo el Capitán—. Entre estas plantas pueden esconderse salvajes.
—Pero harían algún ruido, y yo no oigo nada, tío.
—Es que me parece haber visto moverse aquel lys real.
—¿Qué es eso?
—Hablo de aquella planta que se eleva a unos veinticinco pies de altura.
Cornelio miró en la dirección indicada, y a los primeros resplandores del alba descubrió, a treinta pasos de un grupo de mulghe, una alta vara, terminada en una flor de espléndido aterciopelado, que debía de tener por lo menos un metro de diámetro.
Aunque no soplaba la menor ráfaga de aire, aquella flor oscilaba como si alguien la moviera o acabara de moverla.
—Es verdad, tío —le dijo, armando rápidamente el fusil—. Algún salvaje ha pasado por allí.
—Es muy probable que nos espíen, Cornelio.
—Iré a registrar los mulghe.
—¿Estás loco, sobrino mío? ¿Quieres que te claven una azagaya en el pecho o que te aplasten el cráneo con el bomerang?
—¿Qué es eso del bomerang?
—Es un proyectil que no falla nunca cuando es un australiano el que lo maneja. Consiste en una estaca ligeramente curvada, que se lanza a brazo y que va volteando por el aire. Los australianos la manejan con singular destreza y no dejan de atinar nunca a bastantes pasos de distancia. Quizás tengamos ocasión de conocer esa arma arrojadiza… Pero… ¡Calla!… ¡Esto sí que es raro!
—¿Qué ves?
—Mira hacia aquel matorral.
—Ya lo veo.
—¿Lo había antes?
—La verdad, no he puesto la bastante atención para poder asegurar nada; pero, tienes razón, creo que no lo había.
—Pues yo estoy seguro de que en el lugar que ahora ocupa no había antes absolutamente nada.
—Y ¿es posible que en pocos instantes haya crecido esa hierba? Nunca podré creerlo.
—Pues te repito que antes no había nada en ese terreno.
—¿Nos ocultará alguna desagradable sorpresa?
—Mucho me lo temo, Cornelio.
El matorral de que hablaban estaba formado por veinte o treinta matojos puestos en fila, y distaba menos de cien pasos de ellos.
—Pues yo, tío, voy pronto a aclarar ese misterio.
Y avanzando con el fusil amartillado hacia el matorral, observó con asombro que iba retrocediendo, de manera que lo tenía siempre a igual distancia delante de sí. ¿Era un engaño de la vista o aquellas plantas estaban dotadas de movimiento?
El joven, en el colmo de la sorpresa, apretó el paso; pero la distancia no disminuía, sino que más bien aumentaba.
—¡Tío! —exclamó—. ¡Estas matas huyen!
—Lo veo —respondió el Capitán, que le había seguido y que tampoco podía ocultar su sorpresa.
—¿Conoces tú plantas que anden?
—No las conozco.
—Ni yo tampoco, ni tengo noticia de que los naturalistas hayan encontrado plantas con patas.
—Y ¿qué deduces de eso?
Iba el Capitán a responder, cuando dos bultos se levantaron bruscamente a pocos pasos de aquellas plantas y emprendieron rápida carrera hacia la llanura; pero a saltos, como si fueran ranas gigantescas.
—¡Una pareja de kanguros! —exclamó Cornelio.
Apuntó rápidamente a los dos animales, que se alejaban velocísimamente; pero Van-Stael le bajó el brazo, diciéndole:
—Deja tranquilos a los kanguros, que tienes necesidad de tus balas para otros enemigos más temibles.
—¿Qué quieres decir?
—Que los australianos están delante de nosotros.
—¿Dónde? Yo no los veo.
—Detrás de las matas que andan.
—¡Oh!
—Sí, Cornelio. Esos tunos, para alejarnos de nuestro campamento, o tal vez para que caigamos en una emboscada, han arrancado esas plantas y las tienen en las manos con una habilidad sorprendente. No es un recurso nuevo para esta gente, ahora que me acuerdo.
—¿Será verdaderamente así, tío?
—Sí, muchacho, y si fuera de día podrías convencerte.
—¡Canallas!
—Pero nosotros no seremos tan tontos que les sigamos hasta aquella altura. Apostaría cualquier cosa a que en aquel bosque de eucaliptos está escondida la tribu entera, dispuesta a echársenos encima.
—¿Sabrán que tenemos prisionero a su jefe?
—Desde luego lo sospechan. Con que, vamos, Cornelio; envía una bala a esos hierbajos.
El joven, que era un valiente tirador y que quería demostrar a su tío que no tenía miedo de los salvajes, no se dejó repetir la orden. Apuntó rápidamente e hizo fuego.
El montón de hierba más cercano cayó en tierra, pues el proyectil había hecho blanco. Al mismo tiempo cayeron los otros matojos; pero quedaron en pie los quince indígenas que los sostenían. Trataron de acercárseles con sus hachas de piedra en la mano y dando saltos como monos; pero Van-Stael no les dejó tiempo para que llegaran hasta ellos.
Una lluvia de balines cayó sobre aquel grupo de hombres. No hacía falta más para ponerles en fuga. Todos huyeron a la desesperada en dirección al bosque, dando alaridos.
—¿Me equivocaba? —preguntó el Capitán.
—No, tío —dijo Cornelio.
—Espero que esta lección les bastará por ahora.
—¿Y después? ¿Crees que volverán?
—Sobre esto tengo mis dudas. Me inclino a creer que una de estas noches los tendremos encima, Cornelio. Conozco a los australianos y sé que son testarudos; pero nos encontrarán dispuestos a recibirlos, y no nos dejaremos sorprender. Volvamos, valiente muchacho. Van-Horn y Hans estarán intranquilos.
No era prudente seguir explorando aquella llanura, en la cual podían exponerse a caer en alguna emboscada. Ya sabían que los australianos los habían descubierto, y que debían estar muy sobre aviso para no ser sorprendidos.
Seguros de que no les seguirían, al menos por el momento, pues los indígenas del Continente sólo acostumbran atacar de noche, volvieron a escalar las rocas y bajaron después al campamento.
Con gran sorpresa vieron que los trabajos no habían empezado aún, por más que ya el sol había salido. Los pescadores se habían retirado hacia las chalupas y discutían acaloradamente. Los preparadores del trepang aún no habían encendido las fornallas y sostenían viva discusión con el viejo marinero, el cual de vez en cuando daba alguna que otra puñada en la rapada cabeza a los hombres amarillos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Van-Stael desde lejos, arrugando el ceño.
—¿Habrán asaltado los indígenas el campamento? —dijo Cornelio.
—No puede ser: habríamos oído los tiros.
Acercáronse rápidamente y se dirigieron al grupo que formaban los preparadores, los cuales parecían estar en rebeldía contra Van-Horn y Hans.
—¿Qué significa este tumulto? —gritó Van-Stael, deteniéndose entre la turba furibunda—. ¿Por qué no se trabaja?
—Porque no quieren seguir aquí más tiempo, Capitán —dijo Van-Horn—. Dicen que no están dispuestos a dejarse comer por los australianos en beneficio nuestro y del armador y consignatario del junco.
—¿Os subleváis, pues, por miedo?
—Queremos irnos de aquí, Capitán —dijo un chino que llevaba una trenza de un metro de larga—. Queremos abandonar esta costa, en la cual los salvajes abundan tanto como las peonías en nuestros jardines.
—Y yo deseo llevar mis huesos a mi patria, antes de que los dejen limpios de carne estos salvajes —dijo otro.
—Sí; todos queremos marcharnos de aquí —añadieron los demás.
—Y yo —dijo Van-Stael, irguiéndose y mostrando sus manos callosas— estoy sintiendo ganas de ataros a los quince por las trenzas y abandonaros en la bahía, ¡pillos!… ¡Ah! ¿Tenéis miedo, conejos del Celeste Imperio?… ¡Mil truenos!… Yo no os he contratado para que deis un viaje de placer alrededor del mundo, señores míos… ¡Van-Horn, sujeta a este cobarde que dice que quiere abandonar esta costa, y mételo en la barra por tres días!… ¡Y vosotros al trabajo, o, palabra de marino, os hago sentir lo que pesan mis manos!… ¡Yo me entenderé con los salvajes! ¡Vosotros, a vuestra obligación, y vivo!
V. EL ASALTO NOCTURNO
Van-Stael era un marino valiente y un hombre de gran energía, y la tripulación no lo ignoraba. Profundo conocedor de los hombres de raza amarilla, sabía que la más pequeña debilidad de su parte podría serle funesta, comprometiendo el éxito de la empresa que tan felizmente habían comenzado.
Su actitud resuelta produjo excelente efecto en la tripulación, turbulenta por naturaleza, pero también muy cobarde. Los pescadores fueron los primeros en ponerse al trabajo, imitándoles los preparadores, los cuales encendieron las fornallas; pero ni unos ni otros trabajaban con la diligencia de los días precedentes.
El miedo los tenía cohibidos, y a no ser por la persuasión en que estaban de no ser Van-Stael hombre que pasara por movimiento mal hecho, no habrían tardado en refugiarse en el junco, abandonando el trepang que se oreaba bajo los toldos.
A pesar de la activa vigilancia del Capitán, del Piloto y de los dos jóvenes, cambiaban entre ellos rápidas palabras, señalando la altura donde habían visto brillar el fuego misterioso, y echaban ojeadas temerosas a las peñas que rodeaban la bahía, como si temieran ver aparecer de improviso a los salvajes.
Tampoco estaban muy tranquilos el Capitán y sus compañeros. Presentían algo grave. Temían que los salvajes estuvieran preparando algún furioso asalto nocturno. Aunque nada sospechoso se viera ni se oyera en la llanura, había muchos indicios de que los salvajes tramaban algún plan.
Hacia el Mediodía habían visto muchas bandadas de aves salir volando de los bosques de eucaliptos y dirigirse hacia el Norte. Eran papagayos del tamaño de tórtolas, con las plumas amarillas, verdes y azules, pertenecientes a la especie de los trichoglosses; chiorias-alba, especie de palomas algo mayores que las nuestras y con el plumaje blanquecino; milvus, de plumas rizadas, blancas y negras; cacatúas y palomas magníficas, del tamaño de faisanes y con las plumas del pecho azules, con reflejos metálicos, y las del dorso verdes obscuras, con reflejos dorados.
Si estos pájaros abandonaban aquellos bosques en tan gran número debía de ser por algún grave motivo. La presencia de unos cuantos salvajes no habría bastado para espantarlos.
Más tarde, el Capitán y Cornelio, que se habían encaramado en lo alto de una roca para observar la llanura, vieron salir de aquellos bosques muchos warangales huyendo hacia el Sur.
Los perros salvajes, llamados dingos, se parecen más a las zorras que a los lobos. Son fuertes y fieros, y cuando están reunidos no le temen al hombre. Si huían era, sin duda, porque no se tenían allí por seguros.
A la caída de la tarde, algunos casoares, grandes aves que tienen, a veces, hasta cinco pies de alto y cuyas alas están reducidas a una especie de muñones, que no les permite volar, huyeron a todo correr por la llanura.
—Querido Cornelio —dijo el Capitán bastante inquieto—, creo que se nos prepara una mala noche.
—¿Temes un asalto?
—Sí, hijo mío.
—Somos cuarenta, tío querido.
—Por lo que se ve, sigues contando con los chinos. A los primeros disparos huirán a las chalupas, y nos dejarán solos.
—Es que tenemos dos lantacas a bordo, y podríamos desembarcarlas.
—Es verdad; pero no bastarán para rechazar a esa canalla.
—¿Temes que sean muchos?
—En las costas meridionales de Australia quedan pocos indígenas, porque los colonos ingleses han ido acabando poco a poco con todos ellos; pero aquí en las septentrionales los hay todavía en gran número, y podríamos tener que vérnoslas con cuatrocientos o quinientos hombres.
—Un verdadero ejército para nosotros, que ni siquiera podemos contar con los chinos. La cosa se pone seria, tío.
—Sí, Cornelio.
—Refugiémonos en el junco. Me han dicho que los salvajes australianos no tienen canoas.
—Es verdad; pero ¿y nuestro trepang? Si se dan cuenta de que hemos abandonado la playa, saquearán el campamento, y en pocas horas perderemos el trabajo de siete días, y con él muchos miles de pesos, pues ya tenemos recogida una verdadera fortuna en moluscos.
—Y ¿no podríamos embarcarlo?
—Es demasiado pronto, y se echaría a perder.
—Pues estamos en una cruel disyuntiva, tío. ¿Crees que los chinos dormirán en tierra? Yo tengo mis dudas.
—Les obligaré a ello, aunque tenga que emplear la fuerza. Si los salvajes nos ven en gran número, podrán detenerse; pero si sólo se encuentran con nosotros cuatro, no dudarán en asaltar el campamento. Bajemos, Cornelio.
Había cerrado la noche, una noche obscura como boca de lobo, pues la luna se había ya puesto y el cielo estaba cubierto de grandes nubarrones, que un viento cálido empujaba hacia el golfo de Carpentaria.
Los chinos habían ya suspendido el trabajo, y después de cenar se habían agrupado en la playa, discutiendo animadamente con el Piloto y con Hans. No querían pasar la noche en tierra, y todos estaban resueltos a retirarse a bordo del junco.
Cuando el Capitán y Cornelio llegaron al campamento habían ya botado al agua las chalupas y estaban embarcándose en ellas, a pesar de las amenazas de Van-Horn.
La llegada de Van-Stael los contuvo.
—¿Dónde vais? —les preguntó el Capitán amartillando resueltamente el fusil.
—A bordo —dijeron algunos.
—¡A bordo, hato de haraganes! ¿Vais a abandonar el trepang? ¡Desembarcad, o al primero que toque un remo lo mato como a un perro! Aquí nos quedamos nosotros, y aquí os quedaréis vosotros también.
—Es que los salvajes nos amenazan, señor —dijo un cabo de pescadores.
—También amenazan a mi trepang, y no me da la gana de perderlo —respondió Van-Stael—. ¡A tierra, os repito!…
—Defended vos vuestro trepang —dijo una voz.
—¡Eh, tunante; ven aquí a repetir esas palabras, si te atreves, o deja al menos que yo te vea la cara! —dijo el Capitán, perdiendo la paciencia.
Ninguno respondió; pero tampoco ninguno hizo el menor ademán para saltar en tierra.
—¡Ah! ¿Os rebeláis? —exclamó el Capitán—. ¡Van-Horn, Cornelio, Hans, desembarcad las lantacas, y si estos hombres intentan alejarse, haced fuego contra las chalupas!
El Piloto y los dos hermanos no se hicieron repetir la orden. Se agarraron a los bordes de las chalupas y con dos vigorosos empujones las embarrancaron en la playa, sacando a tierra las dos lantacas.
Los chinos, que tenían más miedo al Capitán que a los salvajes, bajaron a tierra, aunque murmurando.
Van-Stael, para animarles un poco, hizo destapar un barrilito de sciam-sciú, especie de aguardiente de arroz fermentado que se fabrica en China, y lo distribuyó abundantemente entre todos. Si sabía hacerse temer de aquella gente, sabía también hacerse querer.
—¡Animo! —les dijo—. No somos tan pocos que nos vayamos a dejar comer de un bocado por los australianos, y ni las armas, ni la pólvora, ni las balas nos faltan. Mostremos a estos brutos cómo se defienden los hombres de mar.
Estas animosas palabras produjeron poco efecto en la tripulación china, que, en vez de acampar junto a las fornallas y los toldos, se quedó en la playa, para poderse embarcar más fácilmente. Decididamente, los holandeses no debían contar para nada con aquellos hombres, más dispuestos a huir que a ayudarlos.
Van-Stael tenía que resignarse; pero no dejó de tomar sus medidas para defenderse de los antropófagos.
Hizo colocar las dos lantacas en la playa, de manera que batieran los dos pasos abiertos entre las rocas de la costa y por las cuales podían desembocar los indígenas. Después mandó traer a tierra un centenar de botellas vacías, que hizo reducir a cascos, los cuales esparció alrededor de los toldos de trepang. Aquellas puntas agudas y cortantes eran un serio obstáculo para los pies desnudos de los antropófagos.
Terminados aquellos preparativos, esperó tranquilamente la acometida del enemigo, haciendo él la primera guardia en compañía de Hans y de seis chinos, escogidos entre los mejores. Van-Horn y Cornelio debían relevarle a media noche.
Esta era obscura y muy a propósito para un asalto. Los silbidos del viento, al pasar por entre las peñas, y el ruido del oleaje al batir en las escolleras, bastaban para impedir que pudiera sentirse la aproximación de un ejército de salvajes.
Van-Stael y Hans estaban muy apercibidos y no apartaban la vista de las peñas. De vez en cuando, mientras los chinos, más espantados que nunca, permanecían amontonados junto a las tiendas, llegaban hasta los depósitos de trepang, temerosos de que los indígenas los estuvieran saqueando, o reconocían la playa para asegurarse de que las anclas del junco seguían sólidamente agarradas a los fondos.
Ningún indígena se veía por allí, ni la menor sombra humana se dejaba ver por las escolleras ni por las rocas que rodeaban la bahía. Sin duda los antropófagos no se atrevían aún a dar el asalto.
A media noche, Van-Horn y Cornelio, que sólo habían dormido con un ojo, como suele decirse, entraron a hacer la segunda guardia con diez chinos.
—¿Nada de nuevo, tío? —preguntó Cornelio al Capitán.
—Hasta ahora no; pero no os descuidéis, pues temo que la noche no pase sin alarmas.
Entró en la tienda con Hans, que se caía de sueño, y el piloto y Cornelio se sentaron junto al fuego con los fusiles entre las rodillas.
Media hora llevarían velando cuando oyeron a corta distancia lúgubres aullidos.
—Los warangales —dijo Van-Horn, levantándose—. ¿Cómo se atreven a llegar tanto aquí esos perros salvajes? ¿Qué os parece, señor Cornelio?
—Algún perro hambriento —respondió el joven.
—¡Hum! No me parece eso.
—Pues ¿qué creéis que sea?
—Tal vez una señal.
—Pues a mí me han parecido esos aullidos naturales.
—¿Veis algo?
—No.
En aquel instante se oyó de nuevo el aullido, pero más cercano.
—No es un warangal, señor Cornelio —dijo Van-Horn, palideciendo—. Esto es una señal; no me equivoco.
—¿Se acercarán los salvajes? —preguntó el joven, levantándose con rapidez.
—¡Silencio!
—¿Habéis oído algo?
—Mirad allí, junto a las hornillas. ¿Veis algo?
—Sí, descubro una sombra negra. La noche está obscura; pero la veo moverse.
—Y yo veo otras sombras bajar por las rocas.
—Es verdad. Ahora veremos.
Cornelio salió del espacio iluminado por el fuego, se echó a tierra y apuntó. Iba ya a disparar, cuando entre los hornillos estallaron gritos agudos, a los que respondieron otros, cerca de los depósitos de trepang. No eran gritos de guerra o de triunfo, sino alaridos dolorosos.
—¡Ah! —exclamó Van-Horn—. Los vidrios de las botellas destrozan los pies de los caníbales. ¡Fuego contra ellos!
Se dirigió hacia la lantaca, que tenía cerca, y después de apuntarla hacia las sombras que se movían, la disparó, cubriéndolas de una lluvia de metralla. Al cañonazo siguieron otros siete u ocho disparos de los chinos de guardia.
Los gritos, de dolor se trocaron en tremendo vocerío. Una masa enorme de cuerpos humanos se precipitaba por las rocas con velocidad vertiginosa: eran ciento, doscientos, cuatrocientos; porque parecía que no acababan nunca.
Van-Stael, Hans y los chinos, despertados por el vocerío y los disparos, se pusieron en pie; pero mientras los dos primeros se dirigían hacia los depósitos de trepang, para evitar que fueran saqueados, los chinos huían en tropel hacia la playa para embarcarse en las chalupas.
—¡Adelante, muchachos! —había gritado el Capitán; pero sólo siete u ocho hombres le siguieron.
Eran un puñado de hombres contra un ejército; pero no cabían vacilaciones en aquellos momentos.
El Capitán y los suyos avanzaron descargando los fusiles contra las espesas filas de los asaltantes, mientras el piloto, que se había quedado solo, disparaba la lantaca, sembrando la muerte con una granizada de hierro y de plomo.
De pronto, los antropófagos se detuvieron en su formidable asalto. Los que llegaron primero a los depósitos de trepang, al pisar con los pies desnudos sobre los vidrios, se echaron atrás, dando alaridos. Algunos, que cayeron entre los pedazos de botellas, que les cortaban las carnes, se retorcían desesperadamente, regando el terreno de sangre. Los otros, espantados y no sabiendo de qué peligro se trataba, se detuvieron también vacilantes, hasta que, al fin, optaron por volver las espaldas y huir hacia las peñas.
Una doble descarga de las lantacas y los fusiles apresuró su retirada, y en breve desaparecieron todos por la vertiente opuesta.
—¡Bravo, valientes muchachos! —gritó Van-Stael—. Es una lección que no olvidarán en mucho tiempo. ¡A los depósitos de trepang, amigos míos! Veo algunos indígenas moverse por allí.
Se lanzó hacia las tiendas, entre las cuales se revolcaban algunos australianos en las últimas convulsiones de la agonía; y cuando estuvo cerca dio un grito de furor.
—¡Oh!… ¡Miserables!
—¿Qué pasa, tío? —preguntaron Hans y Cornelio, que habían acudido a la exclamación de Van-Stael.
—¡Qué estamos arruinados, hijos míos!
—¿Han saqueado los depósitos?
—Peor que eso. Nos han imposibilitado para pescar más, pues han robado las calderas, y no tenemos otras.
—¡Las calderas! —exclamó Cornelio.
—Sí, sobrino —dijo el Capitán con voz ronca—. ¿Cómo vamos a preparar en adelante el trepang? La estación de pesca apenas ha comenzado y no tenemos aún más que la décima parte de la carga.
—¡Sigámosles, tío! —exclamó Cornelio.
—¿A quiénes? ¿A los ladrones?
—Y ¿por qué no? ¿Vais a volver a Timor con esas pocas olutarias, mientras podemos pescar diez veces más?
—Yo opino lo mismo —dijo Hans—. Aprovechemos los momentos para seguirlos.
—Pero ¿querrán venir con nosotros los chinos?
—No, señor —dijo Van-Horn, acercándose—. Esos cobardes se han embarcado y se resistirán a volver a tierra.
—¡Canallas! —exclamó el Capitán con ira—. ¡Ahora todo se ha perdido!
—Y ¿qué pueden hacer los australianos con nuestras calderas? Estoy seguro, Capitán, de que las han abandonado en la llanura, para no cargar con un peso inútil, que les estorbaría en su fuga.
—Tal vez tengas razón, mi viejo Horn. Vaya, no perdamos tiempo; y si los salvajes están todavía a tiro de fusil, tratemos de aligerar su retirada. Al ser asaltados, quizá abandonen las calderas. ¡Andando; a escalar las rocas!
VI. LA ORGÍA DE LA TRIPULACIÓN
Era inútil pensar en seguir pescando mientras no volvieran a su poder las pailas para la preparación del trepang. Cierto es que hubieran podido secar al sol los moluscos; pero esta operación requería mucho tiempo, y no podían disponer de él a causa de la hostilidad constante de los salvajes.
Como había observado el piloto, no era probable que los australianos hubieran transportado muy lejos las pailas, tanto por su peso, relativamente grande, como por su ninguna utilidad para ellos. No podían, con todo, los pescadores perder el tiempo; porque si los fugitivos llegaban a los bosques de eucaliptos sin abandonar su presa, no les quedaba otro recurso al Capitán y los suyos que levar anclas y desplegar las velas, abandonando aquella bahía tan rica en olutarias.
Van-Stael se lanzó a todo correr por una de las gargantas de las rocas, seguido del piloto, de Cornelio y de Hans. Aunque aquel paso era áspero y difícil, lo atravesaron en pocos minutos y bajaron a la llanura.
La obscuridad era tan completa, que no podían distinguir los grupos de caníbales, aunque oían muy bien su salvaje clamoreo, alejándose hacia el Este, en dirección de la colina y el bosque.
—No están a más de una milla de aquí —dijo el Capitán, después de escuchar con atención un rato.
—Tratan de llegar al bosque —dijo Cornelio.
—¿Está lejos? —preguntó Van-Horn.
—Seis o siete millas.
—Hay que darse prisa, Capitán. Ya sabéis que los australianos son buenos andarines.
—También nosotros tenemos buenas piernas. Si logramos ponernos a tiro, les haremos fuego. ¡Adelante, y con cuidado para no caer en emboscadas!
—Y para ver si han abandonado las calderas —añadió Van-Horn.
Siguieron a buen paso, inclinándose hacia el Este; pero los australianos no se dormían tampoco en su marcha, pues la delantera que les llevaban no menguaba un ápice, a juzgar por el rumor de sus voces.
El Capitán, que no estaba tan ágil como los dos jóvenes, maldecía de la ligereza de los salvajes, y Van-Horn seguía a duras penas la marcha, resoplando como una foca.
De pronto, cuando llevaban andadas cerca de dos millas, el viejo piloto tropezó en un cuerpo duro, que despidió un sonido metálico.
El encontrón había sido tan brusco, que estuvo a punto de caerse; pero se repuso al momento, y exclamó:
—¡No me había equivocado!
—¿Qué has encontrado, viejo? —le preguntó el Capitán.
—Ya os decía yo que no tardarían estos caníbales en desembarazarse de un peso inútil. Me ha faltado poco para romperme la cabeza contra una de nuestras calderas.
—¡Qué suerte! ¿Estará la otra por estos alrededores?
—Nada extraño sería. Los mismos motivos que han tenido para abandonar ésta tienen que inducirlos a soltar la otra.
—¡Silencio! —dijo Cornelio.
—¿Qué hay?
—No oigo más los gritos de los salvajes, tío.
—¿Habrán ya llegado al bosque?
—¿Habrán advertido que los seguimos?
—Preferiría que volviéramos a la playa, ahora que tenemos una caldera. Podríamos muy bien pasarnos sin la otra.
—¡Oh, oh! —exclamó Van-Horn—. ¡A tierra todo el mundo!
Oíase en el aire un extraño ruido que se acercaba rápidamente. Los cuatro holandeses se dejaron caer al suelo, aunque Hans y Cornelio ignoraban el peligro que les amenazaba.
Poco después, a pocos pasos de ellos, oyeron un ligero golpe, como si un cuerpo duro hubiera tocado contra el suelo. Después volvieron a oír un ruido semejante; pero esta vez alejándose.
—Es un bomerang —dijo Van-Stael—. Esos tunos se han dado cuenta de que los seguimos.
—¿Es uno de esos palos ligeramente curvados, de que me hablaste? —preguntó Cornelio.
—Sí, y hubiera podido rompernos la cabeza a cualquiera de nosotros.
—Me parece que ha vuelto atrás después de tocar al suelo.
—Ha vuelto a la mano del hombre que lo lanzó.
—¿El bomerang?
—Sí, Cornelio. El bomerang, que es sencillamente un palo de unos tres pies de largo, algo redondo en uno de sus extremos, es un arma sorprendente; pero que sólo los australianos saben manejar. Lo lanzan hacia adelante, y después de dar en el punto a que lo dirigen, vuelve a sus manos, describiendo en el aire una curva parecida a una parábola. Si tiene ese hecho su razón en la forma especial del bomerang, o en la manera de arrojarlo, o en ambas cosas a la vez, no se sabe a ciencia cierta.
—¿Estará muy lejos el salvaje que lo ha lanzado?
—A cincuenta o sesenta pasos. ¿Distingues algo?
—Está tan obscuro, que no se ve a un hombre a quince pasos de distancia.
—Batámonos en retirada, Capitán —aconsejó Van-Horn—. Si se enteran de que no somos más que cuatro, se nos echarán encima. No hay tiempo que perder, porque dentro de media hora empezará a clarear.
—Y ¿qué hacemos con la paila?
—La llevaremos entre nosotros dos. Vuestros sobrinos, que son muy buenos tiradores, se encargarán de tener a raya a los salvajes.
—Tienes razón, viejo mío. Si el alba nos sorprende lejos del campamento, estos tunos se nos echarán encima y tendremos que abandonar la caldera. ¡Hans, Cornelio!: os confiamos nuestra defensa.
—El primero que se acerque demasiado es hombre muerto —dijo Cornelio—. Mis balas van adonde yo las mando.
—Apresuraos, tío —dijo Hans—. Creo percibir sombras negras moviéndose a lo lejos.
—Partamos, Van-Horn.
Cargaron entre los dos con la caldera, que pesaba cerca de un quintal, y se pusieron en marcha, aligerando lo posible el paso, mientras los dos jóvenes, con los fusiles dispuestos, no perdían de vista a los salvajes, los cuales avanzaban en dispersión para presentar menos blanco a los tiros enemigos.
Ya no podía caber duda alguna. Advertidos de que los seguían, se detuvieron, preparándose a un nuevo asalto, pero con gran prudencia, pues ignoraban la fuerza de sus enemigos. De cuando en cuando, algún bomerang sonaba en el aire y volvía a las manos del que lo había arrojado; pero la obscuridad protegía a los cuatro holandeses, los cuales apresuraban su retirada para no ser descubiertos.
No podía tardar en ser de día, y si los australianos llegaban a verlos era segura su acometida, que sólo cuatro hombres, aun armados de fusiles y resueltos a defenderse, no eran bastantes para resistir.
—¡Adelante! —repetía Van-Stael, que trataba de adelantar camino—. Pronto llegaremos al campamento, y, una vez allí, podremos refugiarnos en el junco.
El peso de la caldera les impedía caminar con rapidez; por otra parte, el terreno, pedregoso y cubierto de malezas, les obligaba a dar rodeos, haciéndoles perder un tiempo precioso.
Estaban ya a mil quinientos pasos de la cadena de peñas que limitaban la bahía, cuando los australianos, que hasta entonces los habían seguido andando a gatas, se pusieron en pie. ¿Se habían ya dado cuenta del exiguo número de sus enemigos y se decidían a asaltarlos?
—¡Hans! ¡Cornelio! —exclamó Van-Stael—. ¡Estad muy prevenidos!
Dos tiros de fusil le respondieron. Los dos valientes jóvenes habían comenzado el fuego, y sus balas debieron de hacer blanco, porque a los disparos siguieron rabiosos alaridos y gritos de dolor.
—¡Huid! —gritó Van-Stael.
—Aún no, tío —dijo Cornelio—. Tira al centro de las filas, Hans, y no desperdicies las balas.
—Están sólo a cien pasos, y los veo muy bien, Cornelio.
—¡Fuego, pues!
Un momento después resonaron otros dos disparos. Los alaridos de los australianos les hicieron ver que también habían acertado en su puntería, poniendo a dos enemigos más fuera de combate.
Los dos jóvenes retrocedieron precipitadamente, cargando los fusiles, y llegaron adonde estaban el Capitán y el piloto, los cuales no habían abandonado la caldera.
—¿Estáis heridos? —les preguntó Van-Stael.
—No, a Dios gracias —respondieron.
—Poneos fuera del alcance de los bomerang. ¿Está lejos la bahía?
—Estamos ya muy cerca; pero empieza a clarear. Las estrellas brillan ya muy poco —dijo Hans.
—¡Un último esfuerzo, Van-Horn!
—Soy de hierro, Capitán.
—¡Helos ahí! —exclamó Cornelio—. ¡A mí, Hans!
Los australianos se acercaban a la carrera, dando gritos y blandiendo sus azagayas de puntas de hueso y sus hachas de piedra verde, sujetas a los mangos con goma xantorrea, que es solidísima.
A los primeros albores pudo distinguírseles fácilmente. Eran como trescientos o cuatrocientos; todos de mediana estatura y miembros débiles, cabezas lanudas y pechos cubiertos de tatuajes. Adornábanse con collares de dientes de animales y llevaban por toda vestimenta pieles de kanguro sobre los hombros. Iban pintados imitando esqueletos, como el jefe de la tribu que estaba preso a bordo del junco.
Guiábanlos tres jefes, fáciles de reconocer por las plumas de cacatúa con que se adornaban la cabeza y por las colas de perro salvaje que llevaban a la cintura.
Tampoco faltaban entre ellos algunos malgara docks, sacerdotes y médicos a un tiempo, que tanto curan heridas o enfermedades como celebran matrimonios.
Aquella turba feroz y hambrienta se disponía a arrojarse sobre los cuatro blancos, con cuyos cuerpos contaba para darse un banquete; pero el temor los tenía vacilantes.
Cornelio y Hans, parapetados tras de unos pedruscos, hacían fuego sin cesar, procurando herir a los jefes y a los sacerdotes, mientras su tío y el piloto se alejaban corriendo para llegar pronto a las peñas, de las cuales distaban ya muy poco. Tenían esperanza de llegar pronto a la orilla del mar si los dos valientes jóvenes conseguían retardar el asalto algunos minutos.
Los australianos, que temían que se les escapara su presa, no cejaban, a pesar de los incesantes disparos de Hans y de Cornelio.
Adelantábanse, aunque lentamente, blandiendo las azagayas, las hachas y los bomerang, vociferando como locos y prorrumpiendo en aullidos feroces cada vez que uno de ellos caía a tierra, muerto o herido por un disparo.
Los dos heroicos jóvenes seguían resistiendo, para dar tiempo a su tío y al piloto de llegar a la costa. Peleaban como soldados veteranos, cargando y descargando sus fusiles sin cesar un punto.
Cuando se vieron dentro del alcance del bomerang fueron retrocediendo paso a paso hasta ponerse a unos seiscientos de la costa, donde se apostaron tras de unas peñas.
—Que apuntes bien, Hans —dijo Cornelio—. El tío y Horn están ya cerca de las rocas, y si podemos retardar el avance de los salvajes unos cuantos minutos, la caldera estará a salvo. ¡Guárdate de los palos volantes y de las hachas!
—No temas, Cornelio; mis balas no se pierden.
—¡Fuego!
Otros dos salvajes, que se distinguían por sus desaforados gritos y que iban delante de los demás, animándolos, cayeron a unos cuatrocientos pasos de nuestros jóvenes. La muerte de aquellos dos hombres, uno de los cuales era brujo o sacerdote, pareció excitar la furia de los salvajes.
Abandonando toda precaución, avanzaron como un torrente impetuoso, dando gritos horribles y arrojando sus azagayas, sus hachas y sus bomerang.
No era ya posible detenerlos: para ello hubiera sido preciso un cañón cargado de metralla. Cornelio y Hans descargaron una vez más sus fusiles, y después huyeron, confiando su salvación a sus piernas.
El Capitán y Van-Horn habían ya llegado a las primeras rocas y las escalaban, empujando la caldera delante de ellos.
—¡Pronto, muchachos! —gritó Van-Stael, al ver a sus sobrinos seguidos por los caníbales.
—No temáis, tío —le contestó Cornelio—; tenemos buenas piernas.
Entre tanto los salvajes, aunque corrían a la desesperada, sin dejar de lanzar sus armas, no lograban alcanzar a los dos jóvenes, que corrían como ciervos.
En pocos momentos llegaron a las rocas y las escalaron sin detenerse.
Iban a volverse para disparar otra vez, cuando vieron al Capitán abandonar la caldera.
—¿Estás herido, tío? —le preguntó Cornelio, corriendo hacia él.
—¡No! ¿Oyes?… ¡Escucha tú también, Van-Horn!
Todos aguzaron los oídos. Mientras por el lado de tierra seguían oyéndose los gritos salvajes de los australianos, hacia la bahía percibíanse risotadas, cantos y gritos proferidos por voces roncas, como de borrachos.
—¡Gran Dios! —exclamó Van-Horn—. ¿Qué han hecho nuestros chinos?
—¿Se habrán vuelto locos de miedo? —dijo Cornelio.
—¡No! ¡Me temo que todos estén borrachos! —murmuró el Capitán, poniéndose pálido—. En mi camarote había cinco barriles de sciam-sciú. ¡Corramos pronto, amigos, o habrá una horrible matanza!
Abandonaron la caldera, que rodó hasta la llanura chocando de roca en roca, y con el corazón oprimido por la angustia y la frente bañada en frío sudor, atravesaron la última línea de rocas y bajaron hacia la playa.
VII. LOS DEVORADORES DE CARNE HUMANA
El Capitán no se había equivocado: en el campamento reinaba el desorden más espantoso.
La tripulación china, que los había abandonado vilmente en el momento en que iban a emprender la persecución de los salvajes para recobrar las calderas, no estaba a bordo del junco. Todos habían desembarcado, y estaban dispersos entre las tiendas, los depósitos de trepang y las hornillas; ¡pero en qué estado!
Aquellos miserables, en vez de prepararse para hacer frente a los australianos en el caso probable de que volvieran a presentarse, se habían aprovechado de la ausencia de los blancos para saquear la despensa del buque y el camarote del comandante.
Olvidando la más elemental prudencia, todos habían desembarcado, abandonando el junco, con peligro de que el viento o las corrientes lo arrojaran contra la costa, y se entregaron a una desenfrenada orgía.
Después de romper los barriles de carne salada y de comerse las conservas, cuyas cajas se veían esparcidas por el suelo, embistieron con el sciam-sciú del Capitán y se emborracharon por completo.
Unos yacían amontonados; otros seguían bebiendo y cantando con voces roncas y destempladas; los había en estado de verdadero delirio, que se peleaban como fieras, dándose furiosos puñetazos en las peladas cabezas, mientras que otros, que no habían perdido del todo los sentidos, se entregaban al juego en medio de atronador vocerío. El jefe de los pescadores y el contramaestre, agarrados del brazo, bailaban en torno de los barriles, declamando versos chinos.
Ninguno de aquellos beodos se acordaba de los salvajes, ni mucho menos del Capitán y sus compañeros, a quienes daban ya por muertos y asados. Van-Stael, arrebatado de furor, se lanzó en medio de aquella patulea de borrachos, gritando:
—¡Miserables! ¿Qué habéis hecho?
El jefe de los pescadores se le puso delante, vacilando sobre sus altos zuecos de planta de fieltro, diciendo:
—¡Hola! ¡Os creía muerto, Capitán!
—¡Os habéis emborrachado, canallas! —le dijo Van-Stael, amenazándole con el puño.
—¡Sí, sí! —añadió el chino, tartamudeando—. ¡Bebed… el sciam-sciú es… excelente!… Aún… queda… Lo juro…
—Pero ¡desgraciado!; ¿no oyes los gritos de los salvajes?
—¡Los salvajes!… ¡Ah, sí!… Bebamos sciam-sciú. ¡Bebamos!
—Te van a comer, ¡estúpido!… ¡A bordo! ¡A bordo! ¡Miserables!
El chino balanceó estúpidamente la cabeza y comenzó otra vez su baile alrededor de los barriles, acompañándose con cánticos. Van-Horn lo echó a rodar de un tremendo puntapié.
Entre tanto, Hans y Cornelio se habían precipitado hacia los otros para obligarles a huir en las chalupas; pero aquellos desgraciados ni atendían a razones ni llegaban a comprender el tremendo peligro en que estaban. Uno solo, menos ebrio que los demás, se apresuró a ganar una de las chalupas; pero los demás siguieron jugando, bebiendo, cantando o durmiendo.
—Tío —dijo Cornelio—; están todos borrachos perdidos y no es posible hacerles entrar en razón.
—¡Oh, miserables! —exclamó el Capitán, empujando con rabia al maestro y al cabo de pescadores hacia las barcas—. ¡Esto era cuanto me faltaba! ¡Pronto, Van-Horn, Hans, Cornelio: coged a estos bribones y echadlos en las chalupas!
—¿Tendremos tiempo para eso? Oigo ya muy cerca los gritos de los australianos —dijo el piloto.
—Tratemos de salvar a los más que podamos. ¡Pronto, amigos! No perdamos los minutos, que son preciosos.
Lanzáronse los cuatro en medio de aquella turba de borrachos, que no querían atender a razones, y a puñetazos y puntapiés condujeron a diez o doce a la playa, y fueron arrojándolos uno a uno en la chalupa más cercana. Varios de ellos, testarudos, como todos los borrachos, se resistían a embarcarse, tratando de acercarse a los barriles para beber un último sorbo.
Los cuatro holandeses iban ya a traer a las chalupas a los demás chinos, cuando los salvajes, que desembocaban ya por las dos gargantas, entraron en el campamento con ímpetu irresistible.
—¡Huid! —gritaron Van-Stael, Van-Horn y los dos jóvenes, echando mano de las armas.
Los chinos, al oír el clamoreo de los caníbales y al ver caer sobre ellos una lluvia de azagayas y bomerangs, comprendieron, al fin, el peligro que les amenazaba, y al punto se les disiparon los vapores de la borrachera. Por desgracia, era ya demasiado tarde para que pudieran embarcarse en las chalupas.
Los salvajes los rodearon al momento. El Capitán y sus compañeros habían tenido tiempo de huir hacia la playa, desde donde rompieron el fuego contra los indígenas, apuntando especialmente a los jefes y a los brujos.
¡Vanos esfuerzos! Los salvajes, a pesar de los estragos que las balas hacían en ellos, no retrocedían. Los chinos no caían sin defenderse, luchando desesperadamente a puñetazos y puntapiés y golpeando a los caníbales con las espumaderas, los arpones, los cuchillos y hasta con troncos encendidos que sacaban de las fornallas. Trataban a toda costa de llegar a la playa y ganar las chalupas, donde les esperaban el Capitán y sus compañeros.
Muchos antropófagos yacían en tierra, muertos o gravemente heridos; pero los chinos tenían pocas esperanzas de escapar, y no pocos de ellos habían sido muertos.
Dos veces había disparado Van-Horn las lantacas, aun a riesgo de herir o matar a algunos chinos, y dos veces también intentó Van-Stael abrirse paso por entre los caníbales para socorrer a aquellos desgraciados; pero todo fue inútil.
Al contrario, un centenar de aquellos salvajes intentaron acabar con los blancos y los chinos que presenciaban aquel furioso combate, y se dirigieron tumultuosamente a la playa.
No había que perder un momento. Para los tripulantes que se habían quedado en tierra no había ya salvación posible y los más de ellos habían ya perecido. No era prudente exponer a igual suerte a los que se habían salvado.
—¡A mí, Horn! —gritó el Capitán—. ¡A mí, Cornelio, Hans! ¡Salvemos a los hombres que están en las chalupas!
Manejando los fusiles como mazas, se arrojaron sobre los salvajes, matando a unos cuantos de ellos y logrando contenerlos por algunos instantes; pero los salvajes volvían a arremeter, animándose con gritos feroces.
—¡Huid! —gritó el Capitán a los chinos de una de las chalupas, que parecían estar medio aturdidos.
En seguida se embarcó en la otra, seguido de Horn, Hans, Cornelio y un joven pescador, que había logrado abrirse paso hasta ellos a arponazos.
Empuñaron los remos y se alejaron a toda prisa, protegidos por los disparos de los dos jóvenes. Los chinos de la otra chalupa trataron de seguirlos; pero los salvajes lograron agarrarla por una de las bandas antes de que se alejara de la orilla y la volcaron con todos los desgraciados que conducía.
—¡A la lantaca, Horn! —dijo el Capitán con acento desesperado—. ¡Apunta bien!
Soltó Horn el remo; cargó rápidamente el cañoncito y regó la playa con una rociada de balines. Siete u ocho antropófagos cayeron; pero los otros se arrojaron al agua, y agarrando a los chinos por las trenzas y por los pies, los sacaron a tierra.
Por algunos instantes se oyeron los desesperados gritos de los amarillos, que a poco fueron sofocados por el espantoso vocerío de los salvajes.
Van-Stael, loco de dolor y de ira, quería volver a tierra para entablar una lucha suprema y morir o vencer; pero Van-Horn, Hans y Cornelio impelieron vigorosamente la chalupa hacia el junco.
Todo se había ya perdido, pues la tripulación había sido aniquilada.
Habría sido, pues, una verdadera locura y un sacrificio inútil entablar combate con enemigo tan numeroso.
—¡Dejadme ir a tierra! —exclamaba el pobre Capitán, mesándose el cabello—. ¡Dejad que vaya a vengar a mi tripulación!
—¿Para haceros matar, señor? —respondía el viejo piloto—. No; hemos hecho todo lo posible por salvarlos, y no debéis seguir exponiendo vuestra vida ni la de vuestros sobrinos.
La chalupa, después de atravesar la bahía, llegó hasta el junco, que había sido abandonado por la tripulación en masa. Subieron al puente, izaron la chalupa para impedir que los salvajes se apoderasen de ella y colocaron la lantaca en el castillo, cargándola de metralla.
—Señor —dijo Van-Horn, acercándose al Capitán, que dirigía miradas feroces sobre los salvajes, esparcidos por la playa—. Creo que nada tenemos ya que hacer en esta bahía.
—¿Qué quieres decir, Horn?
—Que lo mejor sería desplegar velas y hacernos a la mar, antes de que los salvajes encuentren el medio de intentar el abordaje del junco.
—¿Y pretendes que abandone a los chinos?
—No habrán dejado uno vivo, señor. Mirad: encienden grandes hogueras en la playa.
—Es que no debemos dejarles que se los coman tranquilamente, Horn. Tenemos aún una lantaca y nuestros fusiles.
—Y los salvajes se parapetarán detrás de las rocas, poniéndose así a cubierto de nuestras balas.
—¿Y crees tú que los chinos hayan muerto todos? ¿Habrá alguno vivo?
—Se le oiría gritar o lo veríamos. Los caníbales están todos en la playa y en medio de ellos no veo más que muertos.
—Es verdad —murmuró Van-Stael con amargura—. Los han matado a todos y me han inutilizado todo el trepang. ¡Qué pérdida, Van-Horn!
—Nosotros no tenemos la culpa de que se hayan emborrachado nuestros marineros, señor. Si no se hubieran aprovechado de nuestra ausencia para abandonarse a sus instintos rapaces, todos estarían vivos y a bordo de este buque.
—Es verdad. Nosotros lo hubiéramos intentado todo por salvarles. Pero ¿qué dirá nuestro armador al vernos regresar sin olutarias y sin tripulación?
—Peor caso es el de muchos otros pescadores, que perdieron los buques y la vida.
—Es cierto, Van-Horn.
—Partamos, señor. Sólo somos cinco y los antropófagos son, por lo menos, cuatrocientos. Si nos abordan estamos perdidos.
—Bueno, pues levemos anclas y a desplegar velas, Van-Horn. No quiero que mis sobrinos caigan en poder de esos salvajes.
—Señor Hans, señor Cornelio, y tú, Lu-Hang —dijo el piloto dirigiéndose a los jóvenes y al pescador—, ayudadme.
—Levemos el ancla de popa —dijo el Capitán—. El viento sopla del Este, y pondremos la proa hacia la salida de la bahía.
Van-Horn subió al castillo para examinar antes la posición del ancla; pero a poco se le vio palidecer y hacer un gesto de furor.
—¡Capitán! —exclamó con voz descompuesta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Van-Stael.
—La cadena está cortada y el ancla perdida.
—¿Cortada? ¡Imposible! Era muy gruesa y además bastante sólida.
—¡También ha desaparecido la de proa! —gritó Cornelio, que había subido también al castillo.
Van-Stael se asomó a la proa y vio que, en efecto, estaba también rota la cadena de la segunda ancla. Sólo había un pedazo de ella pendiente del escobén. El último anillo parecía haber sido roto a hachazos.
Van-Stael se acercó al joven pescador chino y sacudiéndole vigorosamente le dijo apretando los dientes:
—¡Canalla! ¿Qué habéis hecho durante nuestra ausencia? ¿No os bastaba con saquear la despensa de los víveres y la de mi camarote, sino que aun queríais que naufragara el buque?
—No, señor —respondió el chino—. Ninguno de nosotros ha cortado la cadena. Lo juro por Buddha y Confucio.
—¿Estás seguro, Lu-Hang?
—Sí, Capitán. Yo estaba en el puente cuando mis compatriotas tuvieron la desdichada idea de embriagarse con vuestro sciam-sciú, y no vi a ninguno romper las cadenas.
—¿Y quién supones entonces que pueda haber sido?
—No lo sé, señor.
A poco el Capitán se dio un golpe en la frente y lanzó un grito.
—¡Van-Horn! —exclamó.
—¡Señor!
—¿Dónde está el salvaje que hicimos prisionero?
—Debe de estar aún en la cala.
—¡Vamos a ver!
Bajaron a la cámara de proa y pasaron después a la estiba; pero el salvaje no estaba ya allí. En el sitio que había ocupado se veían algunos trozos de cuerda deshilachados, como si hubieran sido roídos por unos dientes fuertes.
—¡Ahora lo comprendo! —exclamó Van-Stael—. ¡El muy pillo, aprovechando la orgía de los chinos, cortó las cuerdas con los dientes y rompió las cadenas a hachazos para que el junco embarrancase en las escolleras de la bahía!
—¿Y por qué no se mueve el barco si no está anclado? El reflujo ha debido llevarle fuera de la bahía.
—Tengo miedo de comprender tus palabras, Van-Horn.
—¿Las comprendéis?
—Sí; estamos embarrancados.
—Tengo ese temor, Capitán.
—Subamos, Van-Horn.
Abandonaron la estiba y subieron a cubierta, asomándose por la amura de babor. Sólo entonces advirtieron que la nave estaba ligeramente inclinada y que su carena se apoyaba a estribor sobre un banco de arena cubierto por media braza de agua.
—Estamos embarrancados —dijo el Capitán, secándose el frío sudor que le bañaba la frente—. ¿Baja la marea?
—Sí, Capitán.
—¿Qué hora es?
—Las once.
—Dentro de cuatro horas será la pleamar. Esperemos con confianza que nos ponga a flote.
—¿Y si no llega la marea a desencallarnos?
—Tenemos la chalupa y nos encomendaremos a Dios y a las olas.
VIII. EL GOLFO DE CARPENTARIA
Entre tanto, los australianos seguían en la playa. No contentos con haber matado a la tripulación china ni con haberse apoderado de los depósitos de trepang, que debían proporcionarles abundantes comilonas, parecían querer apoderarse también de los últimos supervivientes y del junco, creyéndolo cargado de víveres, y, sobre todo, de licores.
Se agitaban vociferando alrededor de las escolleras; medían con sus azagayas la profundidad del agua, esperando encontrar bancos que llegaran hasta el junco, y disparaban sus bomerangs sin resultado alguno, porque aquellos proyectiles no llegaban a su destino, a causa de la distancia, que era de unos dos cables.
Sin embargo, no parecían dispuestos a alejarse, y seguían dando desaforados gritos y blandiendo sus armas en son de amenaza.
Hans y Cornelio no estaban inactivos, y de vez en cuando disparaban contra los más audaces, y sus balas no se perdían, pues a cada disparo veían caer en la playa a un salvaje para no levantarse más. La lantaca se hacía oír también de rato en rato, y la metralla destrozaba las flacas espaldas o los vientres abultados de aquellos salvajes.
—Dejadles que griten a su gusto —dijo el Capitán—. Por ahora no se atreverán a atacarnos. Ocupémonos, pues, en poner el junco a flote, sobrinos míos.
—¿Qué debemos hacer, tío? —preguntaron los dos incansables jóvenes.
—Ante todo, echaremos un ancla a popa para impedir que una ola empuje al junco hacia la playa. Esto no ocurrirá, porque estamos demasiado bien encallados; pero nunca están demás las precauciones.
—Tenemos todavía un ancla —dijo Van-Horn—. Será suficiente para sujetar el barco.
—Luego desplegaremos velas para estar dispuestos a dejar esta bahía apenas estemos a flote.
—Se puede aligerar la nave, Capitán —dijo el piloto—. Tenemos en la estiba más de veinte barriles de agua y quince toneladas de lastre.
—Lo echaremos todo al agua. Que uno de nosotros vigile en el puente, al lado de la lantaca, para que no nos sorprendan los feroces antropófagos.
—Dejaremos a Lu-Hang —dijo Cornelio.
—¿A ése? —exclamó el Capitán arrugando el entrecejo.
—Podéis fiaros de mí, señor —dijo el pescador cayendo de rodillas—. No soy un traidor, os lo juro, y os serviré fielmente.
—Te creo. Está bien; colócate junto a la lantaca y si los australianos se arrojan al agua haz fuego contra ellos.
—Gracias, Capitán —respondió el chino—. Me haré matar si fuera preciso; pero ninguno de esos malditos negros se acercará al junco.
—Pues vete a tu puesto, y en cuanto a nosotros, pongamos manos a la obra.
Los cuatro bajaron a la estiba y fueron trasladando los barriles al pie de la escotilla para subirlos después a la cubierta.
Habían separado apenas tres, cuando advirtieron que todo el lastre estaba mojado.
—¡Calle! —exclamó el Capitán—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Se ha roto algún barril o hace agua el junco?
—Todos los barriles están en perfecto estado, señor —dijo Van-Horn.
—¿Se habrá abierto una vía de agua?
—Imposible, Capitán. No hemos tocado contra ninguna roca y el junco fue muy bien carenado al emprender el viaje.
—Es cierto; pero tú sabes que las naves chinas no suelen estar muy bien construidas.
—Tal vez se trate de una simple filtración —dijo Van-Horn—. Tenemos bomba a bordo y luego la haremos funcionar.
—Subid y echad la cuerda —dijo el Capitán a Cornelio y Hans.
Los dos hermanos echaron desde cubierta a la estiba dos gruesas maromas suspendidas de una garrucha. El primer barril fue izado y arrojado al agua, y la misma operación continuaron haciendo con los demás barriles y con la arena del lastre.
Mientras los cuatro holandeses efectuaban tan penosa maniobra, el chino vigilaba con atención. Era el más joven de los pescadores que embarcaron en el junco, pues sólo tenía diez y ocho o diez y nueve años; pero era uno de los más hábiles y nadaba como un pez.
Nacido en Boccatigris, islote próximo a la boca del río Lia-King o «de las Perlas», en cuyas orillas está la ciudad de Cantón, se había embarcado muy joven, y hacía ya tres años que estaba a las órdenes del capitán Van-Stael, el cual supo bien pronto apreciar sus méritos.
Era un perfecto ejemplar de la raza mongólica. Aunque de estatura mediana, era vigoroso. Tenía la piel amarilla, los pómulos salientes, los ojos oblicuos y los labios algo pronunciados. Llevaba la cabeza rapada y adornada con la larga trenza que usan todos los súbditos del Imperio Celeste.
Colocado junto a la lantaca, medio oculto el rostro bajo un monumental sombrero de bambú entretejido, que tenía la forma de un hongo, espiaba los movimientos de los caníbales, dispuesto a derramar sobre ellos una lluvia de metralla.
Al parecer, aquellos salvajes habían abandonado por el momento la idea de apoderarse del junco, en vista de la inutilidad de sus tentativas para atravesar el ancho espacio de agua que los separaba de la playa.
Habían perdido casi todos sus bomerangs, los cuales no volvían a sus manos por no encontrar un buen punto de apoyo en el agua. Emprendiéronla entonces con los depósitos de trepang, devorando las olutarias con bestial avidez.
Al pie de las peñas ardían grandes hogueras, señal evidente de que estaban preparando el festín de carne humana.
A las dos de la tarde todos los barriles de agua y el lastre de arena habían sido arrojados al mar, aligerando al buque de un peso de cerca de cuarenta toneladas. El mismo Capitán, para acelerar una operación que tanto podía contribuir a poner a flote el junco cuando subiera la marea, había trabajado con sus propias manos para efectuarla; después se dedicó, en unión del viejo piloto, a trasladar a la banda de babor los víveres, los baúles y todos los objetos pesados para aligerar la banda de estribor, que se apoyaba en el banco.
Cornelio y Hans habían vuelto a la cubierta y reconocían desde allí el banco de arena, que la subida de la marea iba ocultando por momentos bajo mayor cantidad de agua.
—¿Crees que lograremos ponernos a flote? —preguntó Hans a Cornelio.
—Lo espero —respondió éste—, porque según el tío, no será una pleamar ordinaria la que tendremos.
—¿El agua sube en esta costa más que en otras?
—Sí, Hans, porque esta región está bajo la influencia directa de la Luna.
—Es verdad —dijo el Capitán, que había vuelto a subir a cubierta—. A las cuatro y media tendremos una pleamar excepcional.
—¿Todas las pleamares no son, pues, iguales, tío?
—No, Hans.
—¿Son las mareas efecto de las corrientes marinas o de qué?
—Las produce la Luna, y algo también el Sol, por la atracción que ejercen sobre las aguas.
—No entiendo ese fenómeno, tío. Esto de bajar y subir cada seis horas el nivel del mar es para mí un misterio.
—Lo creo, pues durante muchos siglos no se supo explicar ese hecho. Algunos astrónomos y hombres de ciencia muy antiguos como Cleomedes, Plinio y Plutarco, sospecharon que era debido a la influencia de la Luna; pero no lo aseguraban de un modo terminante. Hasta Galileo y el ilustre Kepler andaban todavía en dudas. Newton fue el primero que demostró la posibilidad de que ese fenómeno fuera debido a la atracción de la Luna. Después de él el astrónomo Laplace ha dejado la cuestión completamente resuelta.
—Pues si tantos hombres ilustres por su ciencia han estado tanto tiempo dudando, me consuelo de mi ignorancia —dijo Hans.
—Y, sin embargo, sobrino, ¡es tan sencillo ese fenómeno! Como sabes, la superficie de nuestro globo está en gran parte cubierta de agua, la cual, por su fluidez, puede moverse. Ejerciendo la Luna una fuerte atracción sobre nuestro planeta, levanta la masa de las aguas. De éstas, las menos sometidas a la fuerza atractiva de la Luna siguen el movimiento, pero más perezosamente, y las que están en el lado opuesto de la Tierra no experimentan los efectos del fenómeno. Tenemos, pues, dos enormes masas de agua sobre la superficie terrestre, de las cuales una mira a la Luna y la otra ocupa la parte de la Tierra opuesta a la atracción lunar.
—Comprendo, tío; pero las mareas cambian. Ahora suben aquí y dentro de seis horas lo hacen en otra parte del globo.
—Eso depende de la rotación de la Tierra. Girando sobre sí misma en el espacio de veinticuatro horas, expone sucesivamente las varias partes de su superficie a la acción de la Luna, obligando a las aguas a un constante movimiento. Ahora nos encontramos nosotros bajo la influencia directa de la Luna y aquí se amontonan las aguas; pero, al girar la Tierra, estas aguas se alejan de esa influencia, que pasa a ejercerse sobre otras.
—Entonces la Luna mantiene a los mares en una perturbación continua —dijo Cornelio.
—Así es; pero no sólo la atracción de la Luna produce las mareas; pues el Sol también tiene su parte en ellas.
—¿A pesar de lo lejos que está de nosotros? —preguntó Cornelio.
—Sí; pero la atracción del Sol es menos intensa que la de la Luna, a causa, sin duda, de la enorme distancia que de él nos separa. Las mareas provocadas por su acción son menos marcadas. Puede decirse que no hace más que modificar las ocasionadas por la acción de la Luna, aumentando o disminuyendo la intensidad de ellas. La atracción del Sol es dos tercios menos enérgica que la de la Luna.
—¿Ocurre alguna vez que se sumen las dos atracciones?
—Sí, Cornelio, y entonces ocurren las grandes mareas. Si la Luna eleva las aguas tres pies, el Sol y ella juntos las hacen levantarse hasta cuatro.
—¿Y a qué se debe que las mareas sean más fuertes en unos lugares que en otros? Porque he oído decir que en algunos puntos de la Tierra llegan a alturas enormes.
—Es cierto, Cornelio, y se explica por la configuración especial de ciertas costas. En medio del Océano las mareas son siempre iguales, salvo en los casos en que se sumen las atracciones de la Luna y del Sol; pero en las inmediaciones de los continentes se advierten grandes diferencias, señaladamente en ciertos mares y golfos, donde sube hasta siete y ocho brazas el nivel de las aguas en la pleamar. En la bahía de Fundy, que está en la costa de Nueva Escocia, sube hasta doce brazas. Las aguas, atraídas por la Luna, se acumulan en ciertas playas; pero, a causa de la velocidad adquirida, continúan su movimiento ascendente, aun después del paso de la Luna por el meridiano, elevándose más de lo normal.
—La Tierra ejercerá también atracción sobre la Luna; eso ni que decirlo hay, ¿verdad tío?
—Sí, y mucho más poderosa que la de la Luna sobre la Tierra, porque la Tierra es mucho mayor que la Luna. Los movimientos que produciría la Tierra en la masa de la Luna cuando estaba, como se supone que estuvo alguna vez, en estado líquido, tenían que ser enormes.
—¡Capitán! —gritó en aquel instante Van-Horn—. Se oyen crujidos en la carena.
—¡Buena señal! —exclamó Van-Stael levantándose apresuradamente—. Aprovechemos estos momentos en que tenemos buena brisa del Este para desplegar las velas.
Los dos jóvenes, el piloto y el chino treparon por las escalas de cuerda y fueron desplegando las velas.
Los salvajes, al notar aquellas maniobras, presumieron que los blancos se preparaban a abandonar la bahía y acudieron a la playa dando furiosos gritos y blandiendo las armas.
Algunos, más audaces, se arrojaron al agua, mientras los otros saltaban hasta los extremos de la escollera; pero un disparo de la lantaca hizo caer a tres o cuatro, refrenando el ardor de los demás.
—¡Preparad la cuerda del ancla! —gritó el Capitán a Van-Horn y al chino—. ¿Sigue la otra a babor?
—Siempre, señor —contestó el piloto.
—¿Crees que resistirá?
—Confío en ello, Capitán.
—Virando algo, creo que podremos ejercer un poderoso esfuerzo por estribor y poner el barco a flote.
—Ayudaremos a la marea.
En aquel momento se estremeció el junco y pareció que tendía a recobrar su nivel. El Capitán se asomó por la amura de estribor y miró al fondo; pero la marea, que seguía creciendo, había cubierto todo el banco y no se le distinguía.
Los crujidos continuaban, y las velas, ejerciendo su esfuerzo hacia babor, ayudaban poderosamente la acción de la marea.
Oyéronse de pronto, bajo la carena, fuertes crujidos, que iban aumentando en intensidad, y el junco, que el viento empujaba hacia en medio de la bahía, se inclinó más.
—¡Resbalamos por el banco! —gritaron Hans y Cornelio.
—¡Y los salvajes adelantan! —exclamó Horn—. ¡Eh, Lu-Hang, mándales unos cuantos confites a esa cáfila de brutos!
El chino disparó la lantaca sobre los salvajes, que avanzaban amenazadoramente dando saltos por las escolleras, para ponerse a tiro de sus azagayas y bomerangs.
Casi al mismo tiempo, el junco, levantado por la marea, salía de su lecho de arena dando un fuerte bandazo.
—¡Pronto, el ancla! —gritó Van-Stael.
Van-Horn, Cornelio y Hans obedecieron rápidamente y maniobrando con vigor en la palanca sacaron del fondo la pequeña ancla.
Van-Stael subió al castillo y empuñó la caña del timón, mientras sus compañeros disponían el velamen para tomar viento en popa y Lu-Hang lanzaba un último disparo contra los australianos, que daban espantosas voces.
Pocos minutos después el junco, ya boyante por efecto de la pleamar, salía a toda vela de la bahía, dirigiéndose al golfo de Carpentaria.
IX. EL NAUFRAGIO DURANTE EL HURACÁN
Al ver huir la nave, los salvajes, que contaban que siguiera embarrancada, lanzaron furiosos gritos y se dispersaron por la playa con la esperanza de que los fugitivos se vieran obligados a tocar en tierra. Para aquella gente famélica el trepang no había sido más que un aperitivo. El agradable tufillo que despedían los cuerpos de los chinos puestos a asar en las brasas les excitaba terriblemente el apetito.
Al fin tuvieron que perder sus últimas esperanzas, pues el Hai-Nam, impulsado por el viento que soplaba del Este, filaba rápidamente hacia el amplio golfo de Carpentaria. Las velas, hinchadas casi hasta reventar, lo empujaban hacia el Nordeste, y el Capitán lo dirigía al lejano estrecho de Torres, para entrar en el mar de las Molucas y llegar a la isla de Timor.
A pesar del encallamiento, el junco no parecía tener la menor avería y navegaba gallardamente por las espumosas olas del golfo.
—¡Gritad, gritad, que ya no nos pillaréis! —decía Van-Horn mirando a los salvajes que iban perdiéndose en la distancia—: Os desafío a seguirnos basta el estrecho de Torres.
—Veo que ya no te dan miedo, viejo Horn —le dijo Cornelio.
—Ni antes me lo daban tampoco; pero esa canalla puede jactarse de haber hecho una buena presa. ¡Pobres chinos!… A estas horas estarán comiéndose sus cuerpos los caníbales; pero la culpa no ha sido nuestra. Si no se hubieran emborrachado todos estarían a salvo a bordo del junco.
—¿Y lograremos nosotros llegar a la costa de Timor?
—¿Y por qué no, señor Cornelio? Somos cinco solamente; pero las maniobras de nuestras velas no requieren muchos brazos, y, además, atravesado el estrecho de Torres, nada tendremos que temer, porque sólo en ese brazo de mar, sembrado de bancos coralíferos y de bajíos, hay algún peligro.
—¡Quiera Dios que no nos sorprenda alguna tempestad! ¡Mira hacia allá, Horn! ¿No ves las nubes que se elevan a la extremidad del golfo?
—Es verdad, señor Cornelio —dijo el marino arrugando la frente—. Esta noche tendremos viento fuerte; pero el junco parece sólido y está ya probado en varias tempestades.
—No digo lo contrario; pero si al encallar ha quedado algo resentido… Tú sabes muy bien que la carena de estos barcos no es tan segura como la de los europeos.
—También eso es verdad, señor Cornelio. Todos los juncos chinos, lo mismo los grandes, que llaman ts-as-ch’wan, que los pequeños, o towmang, o que los de solo un palo, o ta-yü-ch’wang, suelen estar mal construidos. Muchos de ellos, a lo que se dice, no pueden afrontar los peligrosos bajíos del mar de la China. Aun se añade que sólo el departamento marítimo de Cantón pierde anualmente sobre diez mil marinos a causa de la mala construcción de los barcos chinos.
—Lo cual no es nada halagüeño para nosotros, tripulantes del Hai-Nam.
—Ya os he dicho que nuestro junco es de los mejores, y que tiene muy buena arboladura y que la maniobra puede hacerse muy fácilmente. Vuestro tío no habría consentido en tomar el mando de una almadía.
—¡Eh, Van-Horn! —gritó en aquel momento el Capitán, que seguía en el timón—. ¿No te parece que el junco está algo tumbado de estribor?
El marino, sorprendido por aquella pregunta, miró al puente y se convenció de que, en efecto, el barco estaba inclinado de estribor, cuando, por la posición de las velas, debiera inclinarse del lado contrario.
—¡Esto es raro! —exclamó—. Si llevásemos carga se diría que estaba mal estibada, pero no hay siquiera una tonelada de lastre.
—¿Y qué me dices, Van-Horn? —preguntó el Capitán.
—No me explico esto, señor Van-Stael —contestó el piloto—. ¡Cómo no sea que tenga el junco alguna avería!
—Sin embargo, navega bien.
—Perfectamente —dijo Van-Horn.
—Más adelante trataremos de averiguar de qué depende este defecto que no había notado antes. Ponte al timón, Horn.
—¿Qué ruta? —preguntó el marino subiendo al castillo.
—Nornoroeste, derecho a la isla Wessel. ¡Hum! El tiempo se nubla y dentro de pocas horas tendremos mar gruesa.
—También yo lo he advertido, señor Van-Stael. Si el viento aprieta, recogeremos velas.
Los dos lobos de mar no se habían equivocado.
A la extremidad meridional del golfo de Carpentaria se iban amontonando nubes obscuras con los bordes color de naranja, y se extendían por el cielo, amenazando cubrirle hasta los límites del horizonte.
Por aquella dirección soplaban de vez en cuando ráfagas de aire caliente, que procedían, sin duda, de las caldeadas regiones de Australia, tal vez de aquel gran desierto de piedra que ocupa gran parte de ese enorme continente.
El mar comenzaba también a agitarse. Las olas iban tomando un tinte amarillento rojizo y se cubrían de espuma.
A las siete de la tarde, mientras el sol se iba ocultando en el horizonte, comenzaban a oírse hacia el Sur los primeros truenos, y algún que otro relámpago iluminaba aquella masa de vapores. El viento arreció de pronto, silbando entre la arboladura de la nave y levantando las olas, que se precipitaban unas sobre otras con roncos mugidos.
—¡Mala noche! —dijo el Capitán a Cornelio y a Hans, que tenían la vista puesta en las nubes—. Por fortuna, el golfo de Carpentaria es amplio y sólo tiene bancos peligrosos alrededor de las islas de Eduard Pellew. Estamos todavía muy lejos de los escollos y bancos de coral del estrecho de Torres.
—¿Amainamos velas, tío?
—La prudencia lo aconseja. Ayudadme, muchachos, y tú también, Lu-Hang.
Las velas altas, que eran muy grandes, podían hacer que el junco se inclinara a estribor hasta hacerle embarcar agua si el viento arreciaba. Hubo, pues, que recogerlas. El Capitán y Hans se apresuraron a plegar la de trinquete, y Cornelio y el chino la del palo mayor. Esta maniobra se efectuó al punto, a pesar de las sacudidas que daba el junco y de la violencia del viento.
La nave, que estaba muy inclinada por estribor, se enderezó un tanto; pero en seguida volvió a acostarse. Oyóse en esto un ruido sordo en la estiba.
—¿Qué es eso? —preguntó el Capitán, admirado e inquieto—. ¿Habéis oído?
—Sí —dijo Cornelio, poniendo atención—. He oído un ruido extraño. ¿Habrá alguien en la estiba? ¿Tal vez algunos salvajes escondidos?
—No es posible. Los hubiéramos visto cuando sacamos el lastre.
A poco se golpeó la frente y palideció.
—¡Gran Dios! —murmuró.
—¿Qué tienes, tío? —le preguntaron Hans y Cornelio.
—¡Van-Horn! —gritó el Capitán, en lugar de responder—. ¿Te parece que el junco conserva el mismo nivel?
—¿Qué queréis decir, señor? —preguntó el marino.
—Te pregunto si te parece que conserva, siempre el mismo desplazamiento.
Van-Horn se inclinó por el coronamiento del castillo y miró hacia abajo. Un grito se le escapó.
—¡Capitán! —exclamó—. ¡Nos vamos hundiendo lentamente! La popa se ha sumergido en poco tiempo más de tres pies. El agua ha cubierto el timón y llega a la orla inferior del cuadro.
—¡Hans, Cornelio, Lu-Hang, a la estiba! —gritó el Capitán—. ¡Sobre nosotros pesa una triste fatalidad!
Todos bajaron a la estiba con el corazón angustiado y las frentes bañadas en frío sudor.
Escapados a los dientes de los antropófagos, y cuando ya se creían en salvo, veían que les amenazaba el peligro de ser tragados por los abismos del golfo de Carpentaria, precisamente cuando comenzaba una tempestad espantosa.
Al llegar al pie de la escala se detuvieron. Van-Stael, que iba delante de todos, había metido un pie en agua.
—¡Luz! —dijo.
Lu-Hang, que iba el último, subió a cubierta, entró en la cámara de popa y volvió con una linterna encendida.
—¡La bodega está inundada! —exclamaron Hans y Cornelio, poniéndose pálidos.
En efecto; la estiba del junco estaba llena de agua, la cual unas veces se inclinaba a babor y otras a estribor, con sordos y pavorosos mugidos, rompiéndose su obscura masa contra los puntales y contra los pies de los palos mayor y trinquete. ¿Cómo había entrado aquella agua? ¿Se había abierto una vía por la mala construcción del buque o durante el tiempo que estuvo encallado?
Van-Stael, pálido por la emoción, con la frente arrugada, dirigía por todas partes miradas de desesperación, tratando en vano de descubrir la avería.
—Y bien, tío —dijo Cornelio—; ¿podremos todavía salvar el barco?
—¡Imposible! —respondió Van-Stael, haciendo un gesto de rabia—. ¡Es demasiado tarde!
—Tenemos una bomba a bordo.
—¡Pero si tenemos lo menos doscientos barriles de agua en la bodega!
—Si se pudiera tapar el boquete…
—Y ¿dónde está? ¿Por qué no nos habremos dado cuenta antes de este desastre?
—Podemos buscarlo. Hasta ahora no hay más que tres pies de agua, y…
—¡Silencio!
El Capitán se había inclinado hacia el agua, aguzando el oído. Hacia popa se oía un sordo murmullo, que parecía producido por una corriente de agua.
—¡Aquí está! —dijo—. Baja, Lu-Hang.
El pescador se sumergió y se dirigió hacia popa, después de haberse desembarazado de la hen-pu (larga blusa de amplias mangas) y del ken-ku (especie de calzones cortos que usan los pescadores y que forman un doble pliegue sobre el vientre).
—Hacia allí —le dijo Van-Stael, indicándole el sitio donde sospechaba que estaba el boquete.
Se vio al pescador caminar por debajo del agua, llevando fuera la mano con que sostenía la linterna. Pocos minutos después salió, y dijo:
—Capitán, alguien ha hecho traición.
—¿Qué quieres decir?
—Que alguien ha abierto una cala en el barco.
—¿Alguien?
—Sí, Capitán. Mis manos han tropezado con un hacha, clavada aún en la madera.
—Y ¿quién puede haber sido ese criminal?
—El salvaje, señor.
—¡Ah, miserable! —gritó Van-Stael—. Sí; ahora comprendo: aquel infame, después de haber roto las cadenas de las anclas, abrió esta vía para impedirnos huir. ¿Y es muy ancha?
—Las olas deben haberla agrandado, porque tiene como pie y medio.
—¡Estamos, pues, perdidos! Nuestra bomba no basta para desalojar el agua que entra.
Subió a cubierta. La noche había cerrado y el golfo de Carpentaria ofrecía un espectáculo horroroso.
Altas olas, con las crestas cubiertas de blanca espuma, iban hacia el Sur con terribles mugidos, rompiéndose impetuosamente contra los costados del junco.
El viento, cada vez más fuerte, silbaba por entre la arboladura, que crujía fatídicamente. Las velas se agitaban en todas direcciones como trapos puestos a secar. El barco no podía mantenerse en equilibrio, porque el viento no tenía dirección fija, y allá a lo lejos, en las costas de la tierra de Arnheim y de la de Torres tronaba y relampagueaba sin cesar.
A veces las olas, saltando por encima de las bordas, inundaban la cubierta. El agua corría por toda ella y salía con fragor de catarata por los canalones de babor y estribor.
El viejo Horn, aunque estaba solo sobre cubierta, afrontaba el huracán con serenidad admirable. Erguido sobre el castillo, con el cabello y la larga barba sacudidos por el viento y las manos en la caña del timón, guiaba valientemente el buque.
—Van-Horn —le dijo el Capitán acercándose—; el junco se hunde bajo nuestros pies. El salvaje, antes de irse, abrió un boquete en la obra viva y el agua tiene inundada la bodega.
—¡Ah, pillo! Y ¿qué pensáis hacer, señor? Si estuviéramos cerca de la costa podríamos intentar alcanzarla, llevando el junco hacia los arrecifes.
—La tierra de Torres está a cien millas de nosotros y el junco se sumergirá dentro de una hora.
—¿No habrá tiempo para construir una balsa?
—¿Con este oleaje? Aunque el tiempo nos sobrara, nos sería imposible construirla.
—¿Queréis que recurramos a la chalupa? ¿Resistirá a la tempestad?
—Con ayuda de Dios, esperemos vencer en esta terrible prueba.
—¡Infame salvaje!
—Las exclamaciones son inútiles, Horn. Es preciso hacer algo antes de que la nave se hunda.
—No olvidéis las armas si abandonamos el junco.
—Será lo primero que embarque. ¡Cornelio, Hans, Lu-Hang, seguidme!
X. EL HURACÁN
Un triste destino pesaba sobre los desgraciados pescadores de trepang.
Después de haber perdido la tripulación, asesinada por los antropófagos de la costa australiana; después de haber visto destruir los depósitos de olutarias, que representaban para ellos y para el armador de Timor una verdadera fortuna, y de escapar milagrosamente de las manos de aquellos feroces salvajes, se encontraban en inminente peligro de hundirse para siempre en el mar.
Si hubieran tenido buen tiempo, como en los días precedentes, habría sido mucho menor su inquietud, a pesar de hallarse en las cercanías de regiones peligrosísimas, tanto por los escollos y los bancos submarinos de que están sembrados sus mares, como por los pueblos salvajes y caníbales que moran en sus tierras.
Pero aventurarse por aquel revuelto golfo en una simple chalupa era cosa de espantar al más valiente. ¿Resistiría aquel barquichuelo, que sólo tenía catorce pies de eslora y que apenas desplazaba ocho toneladas, los tremendos embates del mar y la furia de los vientos? ¿Verían el sol del día siguiente?
Tales eran las inquietudes que atormentaban al Capitán y a Van-Horn, más prácticos que los otros en cosas de mar. Con todo, no perdían el ánimo, y para no asustar a sus jóvenes compañeros, trataban de parecer tranquilos y confiados.
El junco estaba perdido, y se hacía absolutamente preciso abandonarlo cuanto antes. El agua seguía entrando y ya casi llenaba la bodega, viéndose que el buque se hundía como si fuera de plomo. Las olas le pasaban ya por encima y entraban hasta en la cámara de popa, donde Van-Stael, Cornelio y Hans tenían sus literas, y en el departamento de proa, destinado antes a la tripulación china.
Los cuatro holandeses y Lu-Hang hacían a toda prisa los preparativos para el abandono del buque.
Tenían ya en la cubierta los fusiles, algunas hachas, municiones, víveres para una semana, un gran barril lleno de agua, remos, una vela, un palo para sostenerla y algunas mantas.
—¡A embarcar! —ordenó el Capitán.
En pocos minutos todos aquellos objetos fueron colocados en la chalupa, asegurados con cuerdas, y los víveres, las armas y las municiones envueltos en una gruesa tela impermeable.
—Ahora botémosla al mar con la grúa de popa —dijo el Capitán.
—¿No la estrellarán las olas contra la nave? —preguntó Van-Horn.
—Lu-Hang y Cornelio bajarán en ella y tratarán de mantenerla separada del buque. ¡Ayudadme, amigos!
Reunieron sus fuerzas y arrastraron la chalupa hasta la popa, atando después a las anillas las cadenas de la grúa.
—¡A la chalupa! —gritó Horn.
El joven chino y Cornelio embarcaron, y la chalupa fue botada al mar, dejando correr las cadenas por sus garruchas. Apenas tocó el agua, una ola la levantó; pero, afortunadamente, en vez de estrellarla contra el junco, se la llevó hacia afuera, hasta donde lo permitían las amarras.
—¿Resiste? —preguntó Van-Stael.
—Se mantiene a maravilla sobre las olas —respondió Cornelio.
—¿Hace agua?
—Hasta ahora, no.
—Baja, Hans.
El joven se agarró a una cuerda, y, manteniéndose perfectamente sujeto para no ser arrastrado por las olas, llegó hasta la chalupa, ayudándole su hermano a embarcarse. Van-Horn le siguió ágilmente, a pesar de su edad, y, por último, el Capitán entró también en la pequeña embarcación.
—¡Soltadla! —ordenó Van-Stael.
La chalupa, libre ya después de sueltas las amarras, fue arrastrada por una ola gigantesca.
Ya era tiempo. El junco, lleno de agua, casi hasta la segunda cubierta, se hundía con rapidez, arrastrado a los abismos del mar por el enorme peso que llevaba dentro.
Aún se levantaba con fatiga sobre las olas; pero aquéllas eran las últimas señales de vida que daba. Pronto el agua de la estiba llegó al puente, mientras que la del mar, que le entraba a torrentes por la parte de afuera, parecía impaciente por devorar su presa.
Por algunos instantes, y a la lívida luz de un relámpago, se dejó ver todavía la proa del junco sobre la superficie de las aguas; pero pronto desapareció la nave entera entre las olas, formando un remolino espantoso.
Sus palos oscilaron un momento entre las espumas, y luego desaparecieron también en la vorágine.
—¡Pobre nave! —exclamó conmovido el Capitán—. ¡Quién sabe si pronto te seguiremos!…
Entre tanto, la chalupa se alejaba con rapidez del lugar del naufragio, llevada por las olas, que se dirigían a la extremidad meridional de aquel inmenso golfo.
Van-Horn se había sentado en el puesto del timonel y Cornelio y Hans, ayudados por el muchacho pescador, habían izado el palo y desplegado la vela.
—¿Adónde nos dirigimos, señor? —preguntó el piloto al Capitán.
—Tratemos de llegar a la costa australiana, que es la más próxima. No me atrevo, en medio de este temporal, a intentar ahora la travesía del golfo ni a dirigirme hacia las islas de Eduard Pellew, Wellesley o Groote. Más tarde procuraremos ganar las playas septentrionales de la tierra de Arnheim. ¡Atención a la vela, muchachos; y tú, Horn, cuidado con los golpes de mar!
—Perded cuidado, señor Stael.
La situación de los náufragos de la Hai-Nam era peligrosísima. Podía decirse que su existencia pendía de un hilo, que podía romperse de un momento a otro.
El temporal se desencadenaba entonces con furor increíble. A la primera noche de tinieblas había sucedido otra de fuego. Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, iluminando las masas de nubes que se amontonaban confusamente y corrían hacia el estrecho de Torres.
Retumbaban sin cesar los truenos entre los silbidos del viento y los mugidos de las olas.
La chalupa, verdadera cáscara de nuez, perdida en aquel golfo, más vasto que algunos mares, sufría espantosas sacudidas. Ora llegaba hasta la espumante cresta de una ola gigantesca, donde se sostenía por un milagro de equilibrio, parecida a un pájaro marino; ora caía con rapidez vertiginosa en abismos insondables, verdaderas simas negras y sin fondo, que a cada momento amenazaban tragársela, pero de donde salía como una flecha para volver a montar en la cresta de otra ola.
Parecía un juguete en manos de gigantes; pero resistía maravillosamente. Con su pequeña vela saltaba con agilidad de ola en ola, como si fuera un barco insumergible, y subía y bajaba por las montañas de agua, intrépida y ágil como una gaviota.
El Capitán, con la cuerda de la vela en las manos, la cabeza descubierta, los cabellos al viento, y pálido, pero resuelto, desafiaba con serenidad a la muerte, que le amenazaba por todas partes, y daba con voz segura las voces de mando. Van-Horn, con la caña del timón en la mano, la barba revuelta y los ojos muy abiertos, miraba sin pestañear las olas y trataba de evitarlas para que no los tomaran de través; Hans, Cornelio y el chino, pálidos y aterrados, se ocupaban en achicar el agua que entraba por las bordas de la chalupa.
Van-Stael de vez en cuando los animaba con una palabra o con un gesto, y les preguntaba:
—¿Tenéis miedo?
—No —respondían invariablemente Hans y Cornelio; pero su voz era poco segura.
La chalupa, entre tanto, avanzaba con extraordinaria rapidez. Llevada por el viento y las olas, iba acercándose a la costa australiana, que ya no debía de estar muy lejos.
Si no ocurría alguna catástrofe antes de llegar a ella, y ya comenzaban a tener esperanzas de que no ocurriera, los náufragos del junco podían considerarse en salvo, pues en las costas de la tierra de Torres desembocan buen número de ríos, los cuales, a su vez, forman pequeñas bahías.
Por desgracia, Van-Horn no podía mantener la ruta hacia el Este a causa del oleaje, que, por venir del Sur, empujaba de costado a la chalupa. Tenía que dirigir la proa al Nordeste y otras veces al Norte, alargando así el camino en muchas leguas. Además, el tiempo no tendía a calmarse, sino que más bien empeoraba, poniendo a dura prueba el valor de aquellos desgraciados. El viento seguía soplando con ímpetu irresistible, empujando ante sí verdaderas masas de agua. Debía de tener, por lo menos, una velocidad de veintidós metros por segundo, que es de las mayores que suele alcanzar. El mar, embravecido, rugía furiosamente con tonos imposibles de describir, y empujaba hacia el Norte verdaderas montañas de agua.
A las dos de la mañana estuvo a punto de zozobrar la chalupa. Cogida entre dos olas, fue lanzada al aire a bastante altura y cayó en un abismo, cuyas líquidas paredes se cerraron en seguida.
¡Fue un momento terrible! Todos, al verse caer en aquella profunda sima, se dieron por muertos, considerando imposible volver a salir de ella.
Cornelio y Hans lanzaron un grito de terror, dándose por muertos; pero una tercera ola empujó al barquichuelo, que pudo subir a flote y seguir adelante, aunque lleno de agua. A las tres, otra ola, que embistió de costado a la chalupa, estuvo a punto de volcarla; pero Van-Horn, que no abandonaba la caña del timón, la salvó con una brusca virada, mientras el Capitán, sin perder un momento la calma, aflojaba rápidamente la cuerda de la vela.
Casi en el mismo instante Cornelio, que estaba a proa, señalaba una costa.
La había visto a la luz de un relámpago; pero la obscuridad volvió a caer sobre aquel mar proceloso, ocultándola a las miradas del Capitán.
—¿Estás seguro de no haberte equivocado, Cornelio?
—No, tío; la he visto perfectamente.
—¿A proa?
—Hacia el Nordeste.
—¿Lejana?
—Unas tres millas.
—Es la costa de la tierra de Torres. Procuremos no chocar con alguna escollera, Horn.
—Pondré cuanto esté en mi mano por evitarlo.
—¿Podremos llegar a tierra, tío? Tengo miedo —dijo Cornelio.
—Has demostrado demasiado valor para tu edad, pobre muchacho; pero esta es la última prueba. Si estamos cerca de la costa, espero que podamos llegar a ella. ¿La ves, Cornelio?
—No; pero me parece sentir el ruido de la resaca.
—¿Habrá escollos por aquí? Navegamos por un golfo poco conocido y que abunda en escollos coralíferos.
Entregó la cuerda de la vela al joven pescador chino y, a pesar de las sacudidas furiosas que sufría la chalupa, se acercó a Cornelio. Miró ante sí; pero sólo vio olas monstruosas. Aguzando el oído, percibió distintamente ciertos ruidos bien diferentes a los que producen las olas en medio del mar.
—Sí —dijo—. Estamos cerca de tierra o de un escollo. Esperemos un relámpago.
No tuvo que esperar mucho. A poco un brillante relámpago rasgaba las nubes, iluminando el golfo hasta los extremos límites del horizonte.
Una orden precisa y terminante salió de los labios del Capitán:
—¡Escollera ante nosotros! ¡Orza la barra, Van-Horn!
El viejo piloto, sin perder un instante, volvió la barra a babor, y la chalupa huyó hacia el Norte, mientras el chino dejaba correr toda la cuerda de la vela.
Al resplandor de aquel relámpago Van-Stael y Cornelio habían visto una escollera como a quinientos pasos de la chalupa. Un momento de retardo o una falsa maniobra y la embarcación se habría estrellado en aquellas peñas.
—Nos hemos salvado por milagro —dijo el Capitán—. ¿Tendremos que luchar hasta el alba entre estas olas, que parecen ansiosas por tragarnos? ¿Podremos resistir hasta entonces?
—¡Tío! —exclamó Hans—. ¡Mira hacia allá!
—¿Qué ves?
—Un resplandor muy vivo. ¿No lo percibes tú?
—¿Un resplandor? ¿Tal vez el fanal de algún buque?
—No; más bien parece un incendio.
Todos volvieron la vista en la dirección indicada por el joven, y descubrieron a gran distancia una luz extraña que se destacaba en las tinieblas.
No parecía que la produjera un incendio, como el joven había supuesto; pero tampoco era fácil adivinar su verdadera causa. Parecía como una niebla luminosa con reflejos dorados y plateados. Por debajo de ella se veían moverse unos cuerpos extraños, que parecían de plata fundida, veteados de un verde pálido y con estrías de púrpura.
—¿Qué ocurre allí? —preguntaron Hans y Cornelio.
—Se diría que el mar llamea —dijo Van-Horn, que se había levantado, aunque sin abandonar el timón.
—¿Ocurrirá algún fenómeno desconocido de nosotros? —preguntó el Capitán.
—O que esté ardiendo alguna selva cerca de la costa —opinó Cornelio.
—Se verían llamas —objetó el Capitán—. Además, con este viento impetuoso las chispas se elevarían a gran altura, y ahí no las hay.
—¿Será acaso alguna erupción volcánica?
—No hay ningún volcán en estas costas, Cornelio.
—Además —dijo Van-Horn—, se vería la luz a cierta altura, y esa que vemos está a flor de agua.
—Como que parece que se trata de ondas luminosas —dijo el Capitán, después de observar con mayor atención—. Mira, Horn, cómo se mueven, se levantan, bajan y corren.
—Son olas que se rompen, Capitán.
—¿Contra una costa?
—No estoy seguro.
—Pero ¿qué es lo que produce tan intenso resplandor?
—Pronto lo sabremos, Capitán. El mar nos lleva hacia allá.
La chalupa, en efecto, se dirigía hacia la luz misteriosa, que se extendía de Norte a Sur en un espacio amplísimo. Sufría esa luz grandes oscilaciones y movimientos: unas veces parecía alzarse, otras bajarse; destacábanse a veces de ella múltiples puntas o crestas, y se rodeaba de una niebla brillante que vibraba con violencia. Surcaban aquella luz ciertas líneas o vetas brillantísimas que parecían de oro o de fuego, las cuales tan pronto se encendían como se apagaban y que cambiaban de lugar corriéndose de un lado para otro.
De pronto exclamó el Capitán:
—¡Costa allí!
—¿Detrás de aquel fuego? —preguntó Cornelio.
—No es un fuego; es una espléndida fosforescencia marina. Allá distingo las olas luminosas rompiéndose en las escolleras y lanzando al aire su espuma fosforescente. ¡Atención, Van-Horn! ¡Ten firme la caña del timón!
XI. UNA ISLA DE CORAL
Uno de los más espléndidos fenómenos que se admiran en los océanos es, sin duda, la fosforescencia marina, cuya intensidad depende de los climas y de la mayor o menor cantidad de zoófitos que haya en las aguas.
Como puede comprenderse, sólo es visible de noche, cuando las aguas se ponen tan negras que parecen de alquitrán, y su esplendidez es mayor en las noches sin luna y muy cubiertas de nubes.
Entonces se ven salir extraños resplandores de los abismos del mar: puntos luminosos, rayas de fuego y círculos resplandecientes. Van, vienen, se mueven, se agrupan formando raros dibujos; unas veces son resplandores de un rosa pálido, otras de un azul muy vivo, otras rojos o amarillentos. Poco a poco cubren el mar; las luces se funden, las aguas se impregnan de ellas, y entonces parece que en las profundidades del mar brilla esplendorosa una luna o una lámpara eléctrica de incalculable fuerza.
¿Cuáles son los agentes productores de esa luz? Moluscos gelatinosos, sin consistencia, de forma de extravagantes sombrillas, provistos de cierta cola más extraña aún y de tentáculos lisos o plumeados cubiertos de ventosas, como animales marinos que llevaran linternas encendidas.
Algunos de aquellos moluscos se llaman anémonas, otros pelagias, y los peces fosforescentes scopelus, ergysopeletas, chanliodas, etc., etc.
Una fosforescencia más maravillosa aún es la producida por los nottiluche, pequeñísimos moluscos, invisibles por lo común, y que tienen la forma de un círculo alargado por uno de sus polos, con un apéndice movible provisto de una membrana resistente. Suben a la superficie por millones de millones y saturan las aguas.
No se sabe todavía si estos pequeñísimos organismos son de naturaleza animal o vegetal; sólo se sabe que su fosforescencia es debida a una substancia particular que recubre su cuerpo y que parece resplandecer al contraerse.
Sea como quiera, es sorprendente el espectáculo que con tales organismos ofrece el océano. La superficie brilla como salpicada de partículas de plata o como si entre las aguas corrieran metales fundidos: hierro, oro o plata y azufre ardiendo.
Arrojado al mar un objeto cualquiera, se le ve como despedir brillantes chispas, y si un buque navega por esas aguas, a proa, a popa, a babor y a estribor se le ve relampaguear y como adornarse de espléndidas orlas de lucecillas azules, rojas y verdes, lanzando por la popa como un penacho de fuego que prolonga sus encendidas plumas hasta larga distancia.
El fenómeno es todavía más admirable cuando el mar está agitado. Entonces son las olas las que parecen luminosas, como si no fuesen de agua, sino de fósforo líquido.
Esas luces parecen adquirir intensidad con el movimiento de las aguas: suben, bajan y se mezclan unas con otras, confusamente, formando movibles líneas de oro y plata, que se prolongan hasta las crestas de espuma, que también se hacen luminosas. Al chocar esas olas contra una costa o una escollera parece que la tierra o los escollos se incendian y de ellos se levanta una especie de niebla llameante que produce un efecto verdaderamente maravilloso.
Tal era el fenómeno que tanto había sorprendido a los náufragos del junco.
La distancia había impedido a Van-Stael darse cuenta desde el principio de lo que se trataba; pero al acercarse la chalupa a aquellos parajes lo comprendió perfectamente.
Las olas fosforescentes, rompiéndose con indecible furia contra la costa, lanzaban al aire sus espumas y salpicaduras, impregnadas de aquellos microscópicos organismos, y las cuales, mantenidas por el viento en suspenso en el aire durante algún tiempo, tomaban aspecto de niebla luminosa.
—¡Qué admirable fosforescencia! —dijo Cornelio—. ¡No he visto en mi vida cosa más hermosa!
—Y con esta tempestad resulta doblemente soberbia —dijo el Capitán—. Demos gracias a este fenómeno, que nos ha hecho descubrir a tiempo la costa australiana. Lu-Hang, disponte a arriar la vela.
—¿Esperáis encontrar un refugio en la costa, señor Van-Stael? —le preguntó el piloto.
—Lo espero; pero no estoy seguro. No sé adónde nos ha traído el temporal.
—Fuera del golfo, de seguro que no.
—¡Dios no lo permita! Antes que encontrarme en el estrecho de Torres con este tiempo, preferiría verme delante de una escollera.
—Pues delante de una escollera creo que nos encontramos, señor Stael —dijo Van-Horn, que se había levantado de pronto.
—¿No es la costa australiana la que estamos viendo?
—No; es una larga línea de escollos.
—¿No te equivocas, Horn? —preguntó el Capitán con ansiedad.
—No; los he visto al resplandor de un relámpago, mientras hablabais con el señor Cornelio.
—¿Tendremos que virar en redondo y emprender otra vez la lucha con la tempestad?
—No, Capitán. Aquí encontraremos un refugio mejor que el que pudiera ofrecernos una bahía en la costa australiana. Si no me equivoco, he visto un atol, y hasta árboles.
—¿Está abierto el atol?
—Sí; he descubierto un canal abierto a través de los corales. Esperemos un relámpago, Capitán.
—¿Es un puerto eso que se llama atol? —preguntaron Hans y Cornelio.
—Y de los más seguros —respondió el Capitán—. Si es, en efecto, un atol, veréis qué construcciones son capaces de hacer los corales.
—¡Mirad! —gritó Van-Horn.
Un relámpago iluminó el tempestuoso golfo y la línea de escollos en que se estrellaban las olas.
—¿Habéis visto? —preguntó el piloto.
—Sí —dijo el Capitán, respirando satisfecho—. En medio de la escollera he visto el atol rodeado de árboles y he visto también el canal. Gobierna tú siempre derecho con la proa al Este.
—¿Resistirá la chalupa la resaca?
—No habiéndose ido a pique entre estas tremendas olas, saldrá también victoriosa de la resaca. Cornelio, mira bien, no sea que haya escolleras delante del atol.
—Las ondas luminosas nos las harán ver, tío.
La chalupa, impulsada por el viento y las olas que corrían hacia los arrecifes, se acercaba con rapidez al atol, que se veía perfectamente a los resplandores de la niebla luminosa. Pronto se halló en medio de aquella prodigiosa fosforescencia. Brillaban las olas como si se compusieran de partículas de plata y azufre fundido, y salpicaban a los náufragos de aquellos microscópicos moluscos, que seguían reluciendo aun fuera del agua.
La chalupa dejaba marcada su ruta por una estela luminosa, que brillaba en las tinieblas de la noche como la cola de un espléndido cometa.
El Capitán y Cornelio, asomados al mar por la banda de proa, mientras que Hans y el chino atendían a la vela, examinaban con atención las aguas para no chocar contra cualquier escollera que subiese hasta la superficie y que indudablemente habría destrozado a la débil embarcación.
Tenían el atol como a un cable de distancia delante de ellos. Era como un islote redondo, de un cuarto de milla de bojeo, con un lago en medio, también redondo, formando así un como anillo de unos cien pies de ancho, cubierto de árboles, con una angosta abertura hacia el Sudoeste.
Nada más hermoso que el aspecto de aquel atol, con el lago central de aguas fosforescentes rodeado de un cinturón, que la vegetación de que estaba cubierto hacía parecer de esmeraldas.
Al Norte y al Sur se destacaban dos líneas de escolleras, prolongándose muchas millas en la misma dirección.
La mar estaba agitadísima en torno de aquel islote y de las escolleras. Las olas se estrellaban furiosas en tales obstáculos con fragor tremendo, reventando en espumas, alejándose y volviendo furiosamente a la carga.
—¡Atención al paso, Van-Horn! —gritó el Capitán, que se había puesto pálido.
—¿Hay escolleras delante? —preguntó el piloto con la voz ligeramente alterada.
—No.
—Confiemos en que se podrá pasar.
La chalupa, levantada por una ola monstruosa, fue lanzada hacia el canal. Desapareció un momento entre las espumas, y poco después pudo vérsela levantada sobre la cresta de una ola, que la empujaba hacia adelante.
—¡Gobierna derecho, Horn! —gritó el Capitán.
Habían ya entrado en el canal del atol. Lo atravesaron con la rapidez de una bala y entraron en el pequeño mar interior del islote.
—¡Abajo la vela! —ordenó Van-Stael.
Hans y el chino la dejaron caer, mientras Van-Horn orzaba la barra, dirigiendo la chalupa hacia la orilla interior del atol. ¡Qué tranquilidad en aquel lago, abrigado de las olas por la corona de escollos, o, mejor dicho, por aquel círculo de rocas coralíferas en que se estrellaban las olas del mar exterior! Mientras fuera se revolvían furiosamente las aguas agitadas por la tempestad, en aquel lago reinaba la más absoluta calma. Su superficie estaba tranquila y era bruñida y lisa como la de un espejo metálico. Apenas la chalupa hizo moverse la superficie de sus aguas, despidieron éstas resplandores fosforescentes.
—Pero ¿dónde estamos? —preguntaron Hans y Cornelio.
—En un puerto seguro, desde el cual podemos desafiar a los más tremendos huracanes —respondió el Capitán.
—¿Y qué isla es ésta?
—¿Quién sabe? Yo mismo ignoro dónde nos encontramos, y por ahora no me preocupa el saberlo.
—¡Pero es maravillosa, tío! —exclamó Cornelio—. Jamás he visto una isla semejante.
—Pues en el océano Pacífico hay muchas parecidas, perfectamente circulares; pero no todas tienen un canal o paso al interior como ésta.
—¿Y tienen también su pequeño lago en medio?
—También, Cornelio.
—Son verdaderos anillos de rocas.
—De rocas, no, de coral; pues las islas de esta forma especial son obra de pólipos.
—Ya sé que los pólipos coralíferos del océano Pacífico levantan desde el fondo del mar escolleras e islotes; pero no comprendo cómo pueden dar a esos islotes esta forma redonda y formar un lago o mar interior en su centro.
—La explicación es fácil, Cornelio. En el océano Pacífico hay muchos volcanes apagados y sumergidos desde tiempos remotísimos, separados de los nuestros por millones de millones de años.
Algunos de estos volcanes llegan con sus cimas casi hasta la misma superficie del mar. Los pólipos coralíferos ocupan esa cima y comienzan su construcción, elevándola gradualmente.
Como tú sabes, los volcanes tienen un cráter más o menos circular y en su interior están huecos. Los pólipos, construyendo sólo en los bordes, conservan la forma circular y edifican estas preciosas islas, a las que se da el nombre de atoles.
Algunos cráteres suelen tener en sus bordes determinada cortadura, y no pudiendo los pólipos coralíferos soportar presiones demasiado grandes, construyen solamente allí donde pueden vivir, dejando libre la cortadura. Esta es la razón de que algunos atoles, como éste en que estamos, tengan un canal.
—¿Son resistentes las construcciones de los pólipos?
—Más que las rocas de pórfido, de granito o de cuarzo. ¡Es un fenómeno maravilloso, increíble, Cornelio! Estos seres, infinitamente pequeños, débiles, gelatinosos, levantan barreras que las tempestades no pueden destruir. Se apoderan de los átomos de carbonato de cal que hay en las aguas y los transforman en materiales de construcción, con los cuales forman rocas indestructibles.
¡Qué labor tan admirable la de estas miríadas de arquitectos, trabajando constantemente, de día, de noche, por años, por siglos, por centenares de siglos, sin cansarse jamás!
—¿Son muchas las islas construidas por estos maravillosos zoófitos?
—Se calcula que la superficie de todas juntas asciende aproximadamente a dos mil quinientas leguas cuadradas.
—No son muchas, tío. Yo creía que casi todas las islas del océano Pacífico eran coralíferas.
—Hubo un tiempo en que así se creía; pero hoy se ha comprobado que los zoófitos constructores sólo pueden vivir a pequeñas profundidades. Antes se suponía que se reunían en lugares muy profundos y allí comenzaban sus construcciones, elevándolas gradualmente hasta la superficie del mar; pero hoy se sabe que los cimientos de sus obras no pueden estar a más de ocho o diez brazas debajo de la superficie del agua.
—¿No es, pues, cierto lo que afirman algunos?
—¿Qué afirman?
—Que los zoófitos, continuando sus construcciones, podrían reunir un día todas las islas diseminadas por el océano Pacífico.
—Eso es un desatino, Cornelio; pues, como te he dicho, los zoófitos comienzan a construir en la cima de los montes o volcanes submarinos.
—Debe de haber muchísimos montes y volcanes bajo las aguas del océano Pacífico.
—Es cierto, Cornelio, y por eso abundan tanto allí las construcciones coralíferas.
Y basta ya de preguntas, curioso. Aprovechemos la tranquilidad que reina en este atol y tratemos de dormir algunas horas. Tenemos necesidad de descanso.
XII. EL ESTRECHO DE TORRES
La tempestad no cesó en toda aquella noche. Un viento terrible que soplaba del Sur, caliente como si saliera de un inmenso horno encendido o como si atravesara por un desierto de fuego, corrió constantemente sobre el golfo de Carpentaria, retorciendo, como si fueran débiles cañas, los árboles que crecían alrededor del islote coralífero.
El trueno no cesó un solo instante y las olas batieron toda la noche furiosamente las escolleras, rompiéndose en ellas con fragor tremendo.
Los náufragos del junco, que no tenían ya nada que temer del furor de los elementos, durmieron plácidamente en su chalupa, cubiertos por un gran encerado y por la vela, que los protegían de las salpicaduras de las olas.
No despertaron hasta después de las nueve de la mañana, precisamente cuando comenzaba a calmarse.
Las nubes huían hacia el Norte, en dirección del estrecho de Torres y de Nueva Guinea o Papuasia, impulsadas por las últimas ráfagas, y un sol espléndido brillaba hacia la costa australiana, dorando las olas del golfo de Carpentaria, que aún seguían agitadas.
Entre las palmas de coco que crecían en la isla, bandadas de papagayos verdes y rojos, de loros de plumas amarillentas y cuellos negros y de pequeños pardalotes grises y dorados revoloteaban, cantando alegremente, como saludando al sol, mientras algunos bernicla jubata, feos volátiles de cuello largo y delgado, plumaje blanco y negro y patas palmípedas, buscaban cangrejos y pececillos.
—Tío —exclamó Hans, que había desembarcado en la isla—; te invito a almorzar.
—¿Has descubierto algún cuadrúpedo? Creo que no, porque aquí no se ven más que pájaros.
—Y cocos que nos darán una bebida excelente.
—Que probaremos, Hans. Toma un hacha, viejo Horn, y vamos a proveernos de cocos.
—Hay pocos, señor Stael —dijo el piloto—. ¿Habrán venido los australianos a llevárselos?
—No; se los habrán comido los cangrejos ladrones. Aquí estoy viendo uno de esos cocos, que, por la manera de estar horadado, se comprende que lo ha sido por uno de esos crustáceos, que hacen sus madrigueras en la arena.
—¿Es que hay cangrejos que comen cocos? —preguntó Hans.
—Sí, hijo mío, y que se los comen con mucho gusto, porque son muy glotones. Son cangrejos enormes, armados de fortísimas presas. Trepan por los troncos de las palmas y hacen caer los cocos al suelo.
—Pero ¿cómo se las componen para romper la cáscara de los cocos, siendo tan dura que hace resistencia hasta al hacha?
—Introduciendo una de sus tenazas por uno de los tres ojos que hay en la cáscara y haciéndola voltear como un berbiquí.
—¿Se comen esos cangrejos?
—Son exquisitos, y sentiría no encontrar uno para que nos diéramos el gran festín. Mira bien por las ramas de los árboles, porque esos cangrejos tienen la costumbre, durante el día, de dormir entre las hojas suspendidos de sus bocas o tenazas.
—Abriré bien los ojos, tío.
Sus pesquisas no dieron resultado favorable, porque ningún cangrejo ladrón había en la isla. En cambio, recogieron diez o doce cocos y los partieron a hachazos.
Como no estaban todavía maduros, sólo pudieron sacar de ellos el jugo, que es un agua fresca y azucarada, y un poco de la pulpa blanquísima de que está la cámara revestida por la parte interior. Cornelio y Hans cazaron una docena de papagayos y una bernicla jubata del tamaño de un pavo, a la cual sorprendieron en la orilla interna del atol.
No sólo no les faltó, pues, qué comer, sino que hasta se regalaron con la carne asada de esas aves, que es un manjar sabroso y delicado.
Después de mediodía el Capitán dio la orden de marcha.
La tempestad había cesado y el mar se iba calmando poco a poco y no ofrecía ya peligro.
Quedarse en aquel islote desierto y sin agua dulce, situado en un golfo tan poco frecuentado por los barcos, no era prudente. Urgíales llegar al estrecho de Torres y a la Nueva Guinea para acercarse al mar de las Molucas antes de que se les agotaran los víveres o volviera el tiempo a estropearse.
Desplegada la vela, atravesaron el canal y salieron al mar, poniendo proa al Nornoroeste, para mantenerse alejados de aquellos grupos de islas que se extienden por el estrecho de Torres y que están pobladas de caníbales.
El viento que soplaba al Sudeste, favorecía la marcha de la chalupa, la cual se deslizaba por las aguas del golfo con una velocidad media de cinco a seis millas por hora.
En ninguna dirección se veía barco alguno, ni isla, ni islote. Sólo el atol y sus escolleras, extendiéndose unos tres cuartos de milla de Norte a Sur, sobresalían de las aguas. En cambio, abundaban los peces. Muchos veleros, llamados así por una aleta natatoria que llevan en el lomo y que sacan fuera del agua para que les sirva de vela, pasaban hacia el Nornoroeste, mostrando de cuando en cuando su cuerno óseo, arma formidable de que se sirven con bastante frecuencia. Se parecen al pez-espada, pero su cuerno no es aplanado, sino redondo. Son peces muy grandes, habiéndolos que pasan de doce pies. No vacilan en arremeter con la ballena y con el pez-perro, y a veces se atreven con los barcos.
Veíanse también muchas morenas, peces que en aquellas latitudes son de gran tamaño; medusas, extraños moluscos semejantes a bolsas vueltas hacia abajo y provistas de tentáculos. Algunas de esas medusas son enormes. Cornelio vio una que debía de pesar como cincuenta libras.
—Nunca he visto medusa tan grande: parece un gran paraguas —dijo.
—Pues aún las hay mayores —dijo el Capitán—, y que brillan por la noche como si llevaran en la bolsa una lámpara eléctrica.
—¿Son gelatinosas esas medusas? —preguntó Hans.
—Tan extremadamente gelatinosas son, que no pueden conservarse. En el agua parecen tener alguna consistencia; pero en la mano se reducen a una finísima membrana incolora. Una medusa que pese una arroba en el agua se reduce a unas dos onzas fuera de ese elemento.
—¿Y dices, tío, que las hay más grandes aún? —preguntó Cornelio.
—¡Colosales! Hace cuarenta años, en las presas de Bombay, el flujo arrojó a la playa una medusa que pesaba dos toneladas, y que era tan fosforescente, que en un principio se la creyó un trozo de algún cometa.
Se dice que su resplandor era tal que, aun después de muerta, iluminó durante muchas noches la playa hasta gran distancia.
—Si era tan gigantesca, sus tentáculos serían larguísimos.
—Cada uno de ellos tenía quince brazas de largo.
Mientras charlaban, la chalupa, dirigida por el viejo piloto, que no abandonaba la caña del timón, seguía avanzando por el golfo de Carpentaria, dirigiéndose constantemente al Nornoroeste. El viento la empujaba velozmente; pero los deseos de llegar a los primeros islotes del estrecho de Torres o de ver las playas australianas, que sentían vivamente los náufragos, habían hasta entonces resultado fallidos: no se veía sombra siquiera de tierra todo en redondo del horizonte.
No habiendo podido salvar los instrumentos náuticos, carecían de medios de determinar el lugar en que se encontraban; pero orientándose con una pequeña brújula que llevaban consigo, estaban seguros de que saldrían del golfo y alcanzarían, más tarde o más temprano, el mar de las Molucas.
El día transcurrió sin que sucediera nada extraordinario. Ningún barco habían visto en el horizonte, ni tampoco señales de tierra.
Al llegar la noche se iluminó el mar, como la precedente.
Una espléndida fosforescencia brillaba bajo las olas, producida entonces por las nottiluche miliari, en opinión del Capitán.
Estos infusorios son pequeñísimos; tienen forma de hojas algo redondeadas, con un pequeño apéndice, y despiden extraordinario brillo. Una botella de agua saturada de estos animálculos brilla y da luz suficiente para poder leer un libro a un metro de distancia.
Aunque ya no les cogía de nuevas, Hans y Cornelio admiraban aquel espectáculo sorprendente y sumergían las manos en el agua para sacarlas cubiertas de puntos luminosos.
A media noche la fosforescencia desapareció y la mar quedó negra y obscura, como si fuera de alquitrán.
A las dos, mientras el Capitán y el chino relevaban a Van-Horn, a Hans y a Cornelio, descubrieron hacia el Oeste, pero a gran distancia, un punto luminoso que parecía brillar a flor de agua.
—¿Será el fanal de algún buque? —preguntó Hans.
—Me parece demasiado bajo —dijo el Capitán, que observaba atentamente.
—¿O alguna isla?
—¿Será la barca de un salvaje?
—No; parece que la luz está fija, viejo mío.
—¿Habremos pasado ya el golfo de Carpentaria?
—No me sorprendería. En estas treinta y seis horas hemos avanzado mucho, especialmente durante la borrasca.
—Entonces ese punto luminoso puede ser el fanal de algún buque. Ya sabéis que algunos, para no bojear la Australia, se aventuran a través de los escollos y arrecifes del estrecho de Torres.
—Lo sé, Horn; pero te repito que no es un fanal; de eso estoy seguro. ¡Calle! Veo otro punto luminoso más al Norte y que parece ir al encuentro del primero.
—Entonces son barcas de salvajes.
—Me lo temo.
—Mal encuentro, capitán. Si al alba nos descubren nos darán caza.
—¿Serán australianos? —preguntó Cornelio.
—Los australianos no son marinos ni tienen barcos —dijo el Capitán—. Los isleños del estrecho de Torres, y en particular los papúes, tienen muchas embarcaciones y bien pertrechadas. Con ellas emprenden largos viajes.
—¿Sin brújula?
—Es un objeto desconocido para ellos; pero saben dirigirse sin ella y no se extravían. ¿Se guían por las estrellas o por el sol, o tienen un instinto maravilloso como las aves? Se ignora.
—¿Son malos los isleños del Estrecho?
—Pérfidos, Cornelio, y muy valientes.
—¿Hasta los papúes?
—Hay algunas tribus que ya no son salvajes, por su frecuente trato con nuestros compatriotas, que visitan el puerto de Deorj para adquirir conchas de tortuga, trepang, aves del paraíso, nidos de golondrinas, etcétera; pero los demás no tienen buena fama y algunos del interior son antropófagos.
—No ha mejorado, pues, nuestra situación.
—Tenemos nuestros fusiles y sabremos defendernos. Id a descansar, y no temáis. No perderé de vista esas dos luces.
El piloto y el joven se tendieron en el fondo de la chalupa, bajo una lona, y el capitán se sentó a popa, junto a la caña del timón, mientras el chino se apoyaba en el palo de la vela.
Las dos luces seguían brillando en el obscuro horizonte, siempre lejanas, por más que la chalupa adelantaba bastante. Parecía que ellas se dirigían también al Norte, siguiendo a los náufragos.
El capitán comenzaba a estar inquieto. Sentía por instinto que debían de ser barcas tripuladas por peligrosos isleños.
Seguíalas atentamente con la mirada, para ver si se acercaban, temiendo un inesperado abordaje, y había obligado al chino a preparar las armas para estar dispuesto a la defensa; pero la distancia no disminuía, sino que más bien parecía aumentar poco a poco, pues las luces iban siendo menos perceptibles.
Hacia las tres, una de ellas desapareció; pero la otra seguía brillando y parecía acercarse.
—¿Oyes algo? —dijo el Capitán al chino.
—No, señor; pero el fanal parece que quiere pasarnos por popa.
—Es cierto, muchacho. ¡Ah, si no estuviera tan obscuro!… Pero quizá sea mejor para nosotros, pues esa luz no debe ser la del fanal de un buque.
A las cuatro, el punto luminoso, que había cambiado de ruta, pasó, en efecto, a popa de la chalupa, pero a distancia de siete millas lo menos, y con dirección al Este.
Media hora después salió el Sol y por el Norte se descubrieron lejanas y altas montañas. Por el Este se veían muchas islas y grupos de escolleras.
El Capitán se levantó de un salto.
—¡El estrecho de Torres! —exclamó—. ¡Horn, Cornelio, Hans… todo el mundo en pie! ¡Hemos atravesado el golfo de Carpentaria!
XIII. LOS PIRATAS DE LA PAPUASIA
El estrecho de Torres, que separa la gran isla de Nueva Guinea o Papuasia de la región extrema septentrional del continente australiano llamada Tierra de Torres o de Carpentaria, es uno de los pasos más peligrosos y difíciles que existen.
Fue descubierto en Agosto de 1606 por Luis de Torres, segundo comandante de la expedición de Pedro Fernández de Quirós; pero quedó casi olvidado muchos años por los graves obstáculos que presentaba y aún hoy mismo es muy poco frecuentado, a pesar de las magníficas cartas topográficas debidas a los cuidados del Gobierno inglés y de la colonia australiana.
Tiene treinta y cuatro leguas de extensión; pero ¡cuántas fatigas cuesta su travesía! Es una sucesión continua de bajíos, que cambian constantemente de posición a causa de las corrientes. Una selva de escolleras madrepóricas que los zoófitos extienden cada vez más y que van gradualmente subiendo hasta la superficie del agua, y un caos de islotes y de islas que hacen dificilísima la navegación, hasta a los barcos de más pequeño calado: tal es el Estrecho. Además, los habitantes de aquella tierra tienen pésima fama. Asaltan los barcos que se pierden en aquellos bajíos y escolleras y devoran a sus tripulantes. Aún se recuerdan los casos de los barcos Chesterfield y Hormnzier, ocurridos en 1793.
Todas o casi todas aquellas islas son pequeñas, pero están muy pobladas. Forman el archipiélago llamado del Príncipe de Gales, cuya isla mayor es la de Murray.
Los habitantes son belicosos y proceden, a lo que se cree, de cruzamientos de papúes y polinesios. Son, en general, negros, de estatura alta y bien conformados, con la frente despejada, la nariz regular y el cabello lanudo, que se tiñen de rojo. Se adornan el cuello con medias lunas de nácar y figurillas de hueso, y las orejas con conchas de tortuga.
Son buenos y audaces marinos, como los papúes de la costa y los polinesios, y usan piraguas de veinte pies de largo con velas de hojas entretejidas, con las cuales piratean por el Estrecho, asaltando a las tribus ribereñas de la costa australiana y de Nueva Guinea.
Al oír gritar al Capitán ¡el estrecho de Torres!, Cornelio y Hans se pusieron en pie.
—¿Ya? —exclamó Cornelio—; pero ¿dónde está la costa de Australia?
—Veo allí, a nuestra izquierda, una especie de niebla —dijo Van-Stael—: Debe de ser la tierra de Carpentaria.
—¿Y esas montañas que tenemos ahí delante?
—Pertenecen a la Nueva Guinea.
—¿Tiene montes altos esa gran isla?
—Altísimos, Cornelio, y cubiertos de nieve la mayor parte del año. Se dice que tienen picos de 18.000 y más pies de altura.
—¿Estamos muy lejos de esa isla?
—Tal vez a cuarenta millas.
—¿Llegaremos a ella?
—Las costas meridionales son peligrosas, Cornelio, y sus habitantes, casi todos piratas. Trataremos más bien de llegar a las islas Arrú, que se encuentran a la entrada del mar de las Molucas, y donde espero encontrar pescadores holandeses de trepang.
—¡Eh! ¡Eh! —exclamó en aquel instante Van-Horn—. Mientras nosotros nos descuidamos charlando, un ave de rapiña, o mejor dicho dos, tratan de darnos caza.
—¿Qué quieres decir, viejo Horn? —preguntó el Capitán.
—Que dentro de poco nos veremos obligados a disparar los fusiles, si antes no hallamos un refugio. ¿No veis a popa dos piraguas que hacen una maniobra sospechosa, señor Van-Stael?
El Capitán miró hacia el Sur, e hizo un ademán de disgusto.
—¡Ya sé lo que eran los fanales que vimos anoche! —exclamó—. En efecto, se trata de aves de rapiña de las más peligrosas.
A siete u ocho millas al Sur se veían, no dos aves de rapiña, sino dos embarcaciones, que navegaban de conserva siguiendo la misma ruta que la chalupa.
No costaba mucho trabajo reconocerlas como dos piraguas de isleños, pues son bien distintas de las nuestras.
Consisten en troncos de árboles ahuecados de unos cuarenta pies de largo, con cubiertas provistas de barandas de bambú.
Las que veían nuestros náufragos llevaban grandes velas triangulares de filamentos vegetales entretejidos, e iban tripuladas por muchos hombres negros medio desnudos, que se distinguían sobre los puentes.
—Son papúes, si no me engaño —dijo el Capitán—. Mala vecindad, amigos míos.
—¿Se trata de piratas? —preguntó Van-Horn.
—Lo temo, viejo mío; y hasta parece que tratan de alcanzarnos.
—¿Son muchos? —preguntó Cornelio.
—Cuarenta, por lo menos —respondió el Capitán.
—¿Usan armas de fuego los papúes?
—Armas de fuego, no; pero sí flechas envenenadas con jugo del upas, y que lanzan muy diestramente con la cerbatana. También usan lanzas y ciertas hachas pesadas, que llaman parangs, con las cuales, de un solo golpe decapitan a una persona.
—No hay, pues, que jugar con esos salvajes.
—Al contrario; hay que temerles, Cornelio, y haremos bien en huir.
—Pero ¿adónde? Nos alcanzarán, señor Van-Stael —dijo el piloto—. Con esas grandes velas tienen que correr más que nosotros.
—Nos dirigiremos a la costa.
—¿A las islas del Estrecho?
—¿Estás loco, viejo lobo? Los habitantes de ellas son peores que los papúes, y nos matarían en seguida.
—¿Entonces a Nueva Guinea?
—Sí, Horn; y trataremos de no perder tiempo. Me parece que las piraguas nos ganan a andar, y si no nos apresuramos, dentro de dos horas las tendremos encima.
—¿Qué debemos hacer? —preguntaron Hans y Cornelio.
—Desplegar más la vela que tenemos, y añadir otras dos que arreglaremos con el encerado y que armaremos en sendos remos a popa y a proa: ¡Al trabajo, muchachos!
El chino, Hans y Cornelio ayudados por el viejo piloto, pusieron manos a la tarea. Como habían tenido la precaución de llevar cuerdas en la chalupa, les fue fácil sujetar firmemente a proa y a popa los dos remos, amarrándolos a las banquetas; partieron otro remo por la mitad para utilizar los trozos como vergas, y con la tela encerada y una manta hicieron las velas, atándolas por las puntas inferiores a las bordas de la chalupa.
Soplaba del Sur un viento fresco, que empujaba la chalupa. Los salvajes, que advirtieron la maniobra de sus tripulantes, lanzaron rabiosos gritos que se oyeron, aunque aún lejanos, y a poco desplegaron dos pequeñas velas triangulares más, ayudándose también con los remos.
—¡Ya lo decía yo! ¡Esa canalla quiere abordarnos! —exclamó Van-Horn al advertir esa maniobra.
—Tal vez lleguemos a la costa de Nueva Guinea antes de que nos alcancen —dijo el Capitán—. Si el viento no cede, dentro de cuatro horas llegaremos a tierra.
—Pero perderemos la chalupa —dijo Cornelio.
—Encontraremos quizá algún río, querido sobrino, y remontaremos la corriente.
—Harán lo mismo los piratas.
—Pero, escondidos nosotros en los bosques, nos será fácil ahuyentarlos.
—¿Y no encontraremos en tierra tribus hostiles?
—La Nueva Guinea es grande, Cornelio, y no está muy poblada. No es probable que tropecemos con enemigos. ¿Se nos acercan, Horn?
—Creo que no —respondió el piloto, que no perdía de vista las piraguas—. Corren mucho; pero no nos ganan terreno por ahora.
—¡Vosotros atended a las velas, y dejadme a mí el cuidado de dirigir la chalupa!
Los papúes, que ansiaban alcanzar a los fugitivos para hacerlos prisioneros o quizá para matarlos en el acto, hacían desesperados esfuerzos por adelantar camino. Remaban furiosamente para ayudar a las velas, levantando salpicaduras de espumas, pero no se acercaban sino muy lentamente, pues la chalupa corría a razón de ocho o quizá de nueve millas por hora.
De vez en cuando se oían sus gritos, que el viento llevaba hasta la chalupa, y que parecían intimaciones para que los náufragos se detuviesen; mas éstos no hacían caso de tales amenazas.
Las montañas de la gran isla iban haciéndose más perceptibles por momentos, y la costa empezaba a delinearse confusamente hacia el Norte, corriendo de Este a Oeste.
A las nueve de la mañana la chalupa sólo distaba veinticinco millas de tierra; pero el viento, que hasta entonces se había mantenido fresco, comenzaba a ceder.
El Capitán y Van-Horn se iban inquietando, porque si el viento faltaba no podrían regatear con las piraguas, que llevaban tripulaciones mucho más numerosas y acostumbradas a las maniobras del remo.
Una piragua se había adelantado, y sólo distaba ya cuatro millas. La otra, no tan buena velera, por lo visto, se quedó rezagada; pero sin abandonar la caza.
Sin duda aquellos astutos salvajes se habían dado cuenta de las intenciones de los náufragos, y querían a todo trance impedirles llegar a la playa de la gran isla.
—¡Ah! —exclamó el Capitán—. Si hubiéramos podido conservar la lantaca, no se acercarían seguramente esos pillos; pero ya que no la tenemos, nos defenderemos con los fusiles.
A las diez, la costa estaba aún a doce o trece millas y el viento seguía aflojando. Se veían ya los árboles de la ribera y hacia el Este se distinguía una bahía espaciosa, que podía ser muy bien la boca de algún río.
La primera piragua estaba ya muy cerca y seguía ganando terreno, impulsada por veinte remeros vigorosos. Se la distinguía ya muy bien a simple vista. Aunque construida por salvajes, era una excelente embarcación. Consistía en dos canoas apareadas, de unos treinta y cinco pies de eslora, construidas de sendos troncos de árbol ahuecados.
Iba armada a proa de una especie de espolón de madera pacientemente esculpido, y la popa era altísima, y de forma como de escala. Las dos canoas apareadas que constituían, como se ha dicho, la embarcación, estaban trabadas entre sí por una especie de pasarela cubierta de un colgadizo de hojas sostenido por una ligera armadura.
A proa y a popa se alzaban sendos palos, formado cada uno de ellos por tres bambúes unidos en lo alto y separados en la base; pero sin antenas, vergas ni cordaje, que no necesitaban, por lo demás; porque las velas de los barcos papúes no se despliegan de alto a bajo, sino al contrario; y para ejecutar esta maniobra basta una cuerda en la punta del palo.
Las velas consistían en nervios de hojas entretejidas con filamentos del árbol del sagú y eran cuadrilongas, de veinte pies de largo por siete de ancho, aunque también suele haberlas triangulares. Cuando no hay viento van arrolladas al pie de los palos; cuando lo hay, las izan hasta la mitad, o hasta lo alto, según sea más o menos recio.
Un largo remo que sirve de timón y un balancín, compuesto de una ancha tabla que pasa de babor a estribor y que, sobresaliendo mucho de los costados del barco, tiene sus extremos provistos de sendos flotadores que descansan en el agua, completan los menesteres de estos pequeños veleros.
En el puente de la piragua más cercana se distinguían varios hombres ocupados en las maniobras de las dos velas, y muchos otros aplicados a los remos.
De cuando en cuando se oía una voz que gritaba: ¡miro! ¡miro!; pero el Capitán se guardaba muy bien de darle crédito. Aquellas palabras que significaban ¡paz! ¡paz! sonaban mal en boca de aquellos salvajes, que parecían dispuestos a caer sobre la chalupa con las armas en la mano.
En vez de detenerse, el Capitán, Cornelio, Horn y el chino habían empuñado los remos y los manejaban furiosamente. Hans estaba en la barra del timón.
A las once estaban los náufragos a sólo tres millas de la costa de Nueva Guinea; pero tenían la primera piragua media milla detrás de ellos y la segunda poco más de una.
—¡Veo un río! —exclamó Hans.
—¿Cerca? —preguntó el Capitán, que no podía verlo por estar de espaldas a la costa.
—Sí, tío; ahí enfrente de nosotros.
—Lleva hacia él la chalupa. ¿Es ancho?
—Tendrá algo más de un cable.
—Lo remontaremos y desembarcaremos en los bosques.
—¡Duro con los remos, amigos!: los papúes han advertido nuestras intenciones.
—Tío —dijo Cornelio—; los tenemos ya encima, y podríamos disparar sobre ellos.
—Todavía no; espérate: ¡Avante!
La chalupa volaba, hendiendo impetuosamente las aguas; pero el velero de los papúes le ganaba ventaja.
Por fortuna, la costa estaba ya muy cercana. Se distinguían perfectamente las palmas de coco, las cañas de azúcar, las sensitivas gigantes y hasta los arbustos. La tierra toda hasta la misma orilla del mar estaba cubierta de espesísimos bosques.
La chalupa, pasando sobre un banco de arena, entró en la desembocadura del río, y fue a atracar a una isla o más bien un islote, cubierto de un espeso bosque de palúdicos, llamados así porque son plantas que producen las fiebres.
Los náufragos soltaron los remos y echaron mano de los fusiles, mientras la primera piragua daba una virada para evitar el banco de arena.
XIV. LA NUEVA GUINEA
Aunque la Nueva Guinea o Papuasia es la isla más grande del mundo, una de las más espléndidas y también de las más feraces y productivas, es de las regiones menos conocidas, por extraño que parezca. Hasta hoy mismo se tienen muy imperfectas noticias sobre sus costas y poquísimas sobre sus regiones interiores.
Sólo dos viajeros italianos, Rienzi en 1826 y últimamente De Albertis, exploraron una parte de las costas y algunos ríos de la Nueva Guinea, no obstante la hostilidad de sus naturales.
Esta isla fue, sin embargo, una de las primeramente descubiertas, pues el portugués Abreu llegó a ella en 1511. Luis de Torres, que la visitó en 1606, le puso el nombre que lleva, según unos, por caer frente por frente de la Guinea africana, y según otros por el parecido de los negros naturales de ella con los negros de la dicha comarca de África.
Otros muchos navegantes la visitaron en los siglos posteriores, pero todos se limitaron, como hemos dicho, a tocar en algún punto de sus costas.
Los holandeses establecieron una colonia en la costa occidental en 1822; pero la abandonaron siete años después, sin dejar de traficar con aquellos isleños, y en 1858 mandaron una nueva expedición en el vapor Etna, y ocuparon algunos puntos de la costa.
Es ésa, como ya se ha dicho, la isla más vasta del mundo, considerando a la Australia como continente. Tiene 400 leguas de largo y 138 de ancho, y 38.000 leguas cuadradas de superficie.
Hay en sus costas extensas bahías, donde podrían guarecerse flotas enteras, algunas de las cuales son muy frecuentadas por los holandeses, los malayos y los chinos.
El interior de la Isla es poco conocido; pero se sabe que hay en ella grandes cordilleras, altísimas algunas. Sobre los ríos hay pocas noticias. El Durga, que desagua cerca del promontorio de Volk, se asegura que es de los más grandes. Otros muchos van a desembocar en la costa septentrional y en la meridional. En la occidental desagua uno que debe de ser caudalosísimo, porque muchos navegantes han observado que no lejos de la punta oriental de la bahía de Geelwinck, las aguas del mar son dulces a muchas leguas de la costa.
El interior está cubierto de bosques inmensos. Las especies de árboles, muchos de ellos de maderas preciosas, se cuentan por miles.
La nuez moscada, el árbol del alcanfor, el teck, cuya madera tanto se aprecia en la construcción naval; el cedro gigantesco, los árboles del pan, del sagú, de la canela y mil otros, crecen allí sin cultivo. En aquellas inmensas selvas, pobladas por las aves más espléndidas de la creación, viven también salvajes cruelísimos y sanguinarios, enemigos de los extranjeros.
Algunos de los ribereños de la isla comercian con los europeos, vendiéndoles el trepang, que abunda en aquellas playas, las finas especierías, las maravillosas aves del paraíso, tan estimadas por sus plumas, o la plata y el oro que extraen en gran cantidad de sus montañas; pero en el interior habitan las naciones de los alfuras, los arfakis y otras montaraces y belicosas, que son feroces caníbales, y en las playas abundan los piratas, dedicados principalmente a la trata de esclavos, y a los cuales temen muchísimo los habitantes de las regiones marítimas.
Van-Stael, que conocía la Nueva Guinea y a sus habitantes, por haber traficado en otro tiempo con los indígenas de Dari y haber pescado trepang en algunas bahías, conocía también a los piratas papúes y no ignoraba su ferocidad; así que apenas se hubo ocultado la chalupa detrás del islote, organizó la defensa para impedir a sus perseguidores la entrada en el río.
—¡Pronto!; tomad las armas y embosquémonos entre estos palúdicos —dijo a sus compañeros—. Guardaos sobre todo de las flechas, porque hombre herido es hombre muerto.
—Las municiones abundan y todos somos buenos tiradores —dijo el piloto—. No se atreverán a entrar en el río.
—Además —observó Cornelio—, hay tan poco fondo, que les será imposible pasar a esas embarcaciones.
—Pero son capaces de desembarcar y de seguirnos por los bosques —dijo el Capitán—. ¿Se les ve?
—Sí —dijo Hans, que se había abierto paso entre aquellas plantas, de las cuales se desprendían emanaciones pestilentes.
—¿Qué hacen?
—Tratan de entrar en el río.
—Veamos.
Van-Stael atravesó la espesura, y al llegar al extremo del islote se inclinó hacia adelante, cuidando de no descubrirse.
La piragua había dado vuelta al banco de arena y avanzaba con precaución por la orilla derecha, tratando de evitar los bajíos.
Algunos hombres sondeaban el agua con los remos, mientras otros trataban de descubrir a los náufragos, escondidos en las malezas del islote.
Se les oía hablar y se les veía moverse sobre cubierta.
Aquellos salvajes eran todos altos y membrudos, y a primera vista parecían negros africanos; pero mirados despacio se advertía que su piel era de un tinte aceitunado y sus facciones más finas que las de aquéllos; pues tenían narices regulares y no achatadas, labios delgados, bocas pequeñas y rostros ovalados. Su pelo era espesísimo y abundante, lanoso, y lo llevaban arrollado en un zoquete de madera teñido de encarnado.
Reducíase su vestido a una blusa o camisa llamada por ellos tridako, fabricada con las fibras de una corteza de árbol; pero la falta de trajes la suplían con la sobra de adornos: collares de dientes de puerco y chacal, o de escamas de tortuga, y brazaletes de conchas y espinas de pescado.
Uno solo de ellos —el Korana o jefe sin duda— llevaba una especie de sotana de tela roja.
Iban todos armados de lanzas y de los pesados y groseros cuchillos llamados parangs, y algunos llevaban cerbatanas de bambú, destinadas a disparar flechas impregnadas del jugo extremadamente venenoso del upas.
La piragua se acercaba al islote, navegando a lo largo de la playa occidental, pero con gran trabajo, pues no había agua suficiente, aunque estaba subiendo la marea.
Detúvose bruscamente la piragua. Al parecer había encallado, pues se vio a los piratas correr de proa a popa, observar la corriente, y lanzar después furiosos gritos.
—Han encallado —dijo el Capitán.
—Pero la marea está subiendo y quizás logren ponerse a flote dentro de un rato —observó Van-Horn.
—¿Rompemos el fuego? —preguntó Cornelio—. Si saben que llevamos armas, quizás desistan de atacarnos.
—No es mala idea, Cornelio; pero sin que nos hostilicen no debemos tirarles. Hasta ahora nada nos han hecho.
—¿Y si nos aprovecháramos de esta tregua forzada para huir? —dijo Horn—. Si nos estamos aquí, no tardará en llegar la tripulación de la segunda piragua.
—¿Y adónde irá este río? —preguntó Cornelio.
—De eso sé lo mismo que tú —respondió el Capitán—. Subiremos por él hasta encontrar un sitio bueno para acampar, y cuando los piratas se marchen, nos embarcaremos otra vez y seguiremos nuestro viaje.
—Señor Van-Stael; ya está ahí la segunda piragua —avisó Van-Horn.
El piloto no se había equivocado. La segunda piragua, que se había quedado rezagada, acababa de llegar a la desembocadura del río y trataba de unirse a la otra, que seguía encallada.
Aquel refuerzo podía ser fatal para los náufragos, pues aumentaba considerablemente el número de los piratas. Aunque los europeos tenían en su chalupa abundantes municiones, no era prudente empeñar una lucha contra cincuenta o sesenta salvajes provistos de flechas envenenadas.
—Huyamos —dijo el Capitán—. Ya que el camino está libre, remontemos el río.
Volvieron donde estaba la chalupa y se embarcaron, poniendo las armas a su alcance para estar prontos a hacer fuego.
Manteniéndose ocultos detrás de la isla, cuyas plantas eran suficientes para cubrirles, comenzaron a remontar el río remando en silencio, ayudados por la marea, que subía, empujando hacia atrás las aguas dulces.
Los piratas, ocupados en desencallar la piragua, no habían advertido nada, a lo que parecía, pues no se les oía gritar.
—¡Qué sorpresa van a llevarse cuando no nos encuentren en el islote! —dijo Cornelio.
—Nos buscarán; de eso estoy seguro —dijo el Capitán—. Esos tunos no renunciarán tan fácilmente a su presa; pero, si nos buscan, nos hallarán dispuestos a defendernos y no nos dejaremos sorprender.
—¿Habrá pueblecillos en las márgenes de este río?
—No lo sé; y hasta ignoro cómo se llama esta corriente de agua. Procederemos, no obstante, con prudencia, y si vemos una aldea nos esconderemos en los bosques.
—Me parece que el río hace allí una vuelta —dijo Van-Horn.
—Mejor para nosotros. Escaparemos más fácilmente a la vista de los piratas. Avante, y no perdáis de vista las orillas.
El río conservaba siempre su anchura de ciento sesenta o doscientos pies, pero no era profundo y estaba sembrado de islotes de arena, que los náufragos tenían que ir rodeando.
Las dos orillas estaban cubiertas de árboles enormes, y tan cercanos los unos a los otros que hacían casi imposible el paso. Se veían gigantescos tecks, cuyos robustos troncos tenían setenta pies de altura y sostenían madejas de bejucos y de nefentes; mangostanos, parecidos a nuestros olmos, pero cargados de frutas gruesas como naranjas, con la carne violeta obscura y delicadísima al paladar; soberbios árboles del pan, cuyas frutas tienen una pulpa grisácea, que asada se parece en el sabor a las batatas; magníficos arenghes sacaríferas, especie de palmas con largas hojas plumadas, de las cuales se saca una especie de crin vegetal, que se emplea en la fabricación de ciertas vistosas telas, y cuyo tronco da por incisión un jugo dulce, que si se le hierve se reduce a azúcar; árboles de coco, muy cargados de fruta, y muchísimos gambirs, plantas que dan un líquido especial empleado con éxito para fijar los colores en las sedas y tisúes de lujo. También abundaban allí los casuarines, o árboles de la goma, y los bambúes, que formaban extensos bosques.
Entre aquellos árboles revoloteaban bandadas de espléndidas aves; papagayos del tamaño de faisanes, con los picos amarillos; otros, de plumaje rojo y negro y largas colas amarillas, pertenecientes a la especie de los charmasira papúa; promerops superbi, gruesos como pichones, y con el plumaje negro, tan fino que parece de terciopelo, y la cola larga y ancha adornada de un extraño penacho rizado; cicinnuros regii, del tamaño de mirlos, y las plumas de los colores más hermosos que pueden imaginarse. Al volar por los aires, reflejando al sol sus tonos rubios, esmeraldas y oro y plata brillantísimos, parecen flores animadas o mariposas gigantescas.
Si abundaban las plantas y los árboles, faltaban, en cambio, absolutamente los hombres. No se descubría rastro siquiera de ellos en aquellas orillas. ¿Se hallaban los náufragos en una costa desierta? Si era así, el hecho no les inquietaba, sino al contrario; pues de los hombres con que hubieran podido tropezarse por aquellos lugares, más tenían que temer que esperar.
A las dos, y a cerca de tres millas de la desembocadura, el Capitán hizo que acercaran la chalupa a la orilla más cercana para dar algún descanso a los remeros y para comer algo, pues estaban completamente en ayunas.
No se atrevieron, sin embargo, a encender fuego por no llamar la atención de los salvajes que pudiera haber en aquellos espesos bosques, y se contentaron con comer galletas y sardinas ahumadas, a las que agregaron varios durions, frutas exquisitas, grandes como la cabeza de un hombre y erizadas de espinas muy agudas por fuera, pero que encierran una pulpa blanca delicada y de sabor exquisito, superior al de la piña y el mango; pero que tiene un olorcillo a madera quemada que desagrada mucho a los no acostumbrados a él.
A las cuatro, como no vieran nada sospechoso en las orillas del río, y queriendo interponer buen trecho entre ellos y los piratas, que de seguro los seguirían, continuaron remontando el río, que conservaba la misma anchura que hasta allí.
Su carrera no duró mucho, pues a las seis, hora en que comenzaba a oscurecer en el bosque y a bajar rápidamente la marea, encalló la chalupa en un banco de arena que había casi en medio del río.
XV. EL ASALTO DE LOS COCODRILOS
Cuantos esfuerzos hicieron para poner a flote la embarcación fueron inútiles. La baja marea los había dejado en medio de aquel banco, que parecía ser muy extenso.
Como no querían abandonar la chalupa, que podía caer en manos de los piratas, y sin ella no podrían seguir su viaje al mar de las Molucas, y considerándose bastante alejados de la desembocadura del río y, por lo tanto, de sus enemigos, decidieron dormir allí hasta que subiera la marea. Tenían también en cuenta la necesidad que pudieran tener de la chalupa como lugar de refugio si eran atacados por los papúes, caso de que los hubiera en aquellos bosques.
La chalupa les brindaba también manera de ponerse fuera del alcance de las serpientes, que abundan en la isla, y aun de los tigres, que tampoco escasean en ella, y señaladamente en las costas.
—Nuestra prisión no durará mucho —dijo el Capitán a Cornelio y a Hans, que le interrogaban—. En cuanto suba la marea nos pondremos a flote y nos acercaremos a cualquiera de las orillas, antes de bajar por el río.
—¿Temes, tío —dijo Cornelio—, que los piratas nos tengan mucho tiempo bloqueados?
—Cuando se convenzan de que hemos huido al interior, espero que se vayan.
—¿Y si no se van?
—Alguna vez se han de ir, y todo se reduce a esperar a que se marchen. Tenemos víveres para dos semanas y abundancia de frutas, plantas y caza; pues de todo ello hay en la isla.
—Debíamos intentar alejarlos a tiros.
—¿Para atraernos otros enemigos? ¿Quién nos dice que esa gente no tenga compatriotas en estas costas? Dejemos que se cansen, Cornelio, y verás cómo acabamos por podernos ir tranquilamente. Comamos ahora algo, y descansemos. ¿A quién le toca el primer cuarto de guardia?
—A mí —dijo el joven—. Podéis dormir tranquilos: ningún pirata se acercará sin mi permiso.
—Te hará compañía Horn. Ven más cuatro ojos que dos.
—Los míos todavía son buenos —dijo el viejo piloto—. Vamos, señor Cornelio; vos a proa y yo a popa.
Terminada la frugal cena, el Capitán, el pescador y Hans se tendieron en el fondo de la chalupa, en espera de sus respectivos turnos de guardia, mientras el piloto y Cornelio se sentaban, el uno a proa, para vigilar el río, aguas arriba, y el otro a popa, para no dejarse sorprender por los piratas que tenían que venir por la parte del mar. En el bosque reinaba el silencio; sólo se sentían los zumbidos de los insectos y el ligero crujir de las ramas de los árboles, suavemente agitadas por un vientecillo que venía del mar. En el río, sólo se oía el murmullo del agua batiendo en los bancos y en las orillas.
De vez en cuando, a través del espeso follaje se veían brillar acá y allá puntos luminosos, que tan pronto se dejaban ver como se ocultaban en la espesura; pero ni Cornelio ni el viejo Horn se inquietaban, pues sabían que aquellas lucecillas procedían de ciertas luciérnagas de la especie llamada lampiris, muy comunes en todas las islas de la Malasia, a las cuales las elegantes del país encierran en pomitos de vidrio para adornarse con ellas el pelo, clavándolas en alfileres de plata.
Había ya pasado una hora sin que ocurriera nada extraordinario, cuando Cornelio creyó ver una masa oscura que atravesaba rápidamente el río describiendo una curva por el aire. Se había destacado de un árbol situado en la orilla derecha, y desapareció bajo los bosques de la opuesta.
—Van-Horn, ¿has visto? —preguntó, echando mano precipitadamente del fusil.
—Nada he visto ni oído, señor Cornelio —contestó el piloto.
—Ha pasado ante mi vista una cosa negra, que no he podido distinguir bien.
—Tal vez un ave.
—No, Horn; era muy grande, y no tenía forma de ave.
—¿Qué queréis que sea entonces?
—No lo sé. ¿Sería un proyectil disparado por los papúes?
—Sólo usan flechas y lanzas, señor Cornelio.
—Lo sé; pero… ¡Mira!
Una masa negra, otra, sin duda, se había destacado de un árbol de la orilla derecha, y había pasado a través del río con extrañas ondulaciones produciendo una leve corriente de aire, y desapareciendo entre las plantas de la orilla izquierda.
—¿Lo has visto, Horn? —preguntó Cornelio.
—Sí; y sé lo que es.
—¿Un proyectil?
—No, señor Cornelio. Uno de esos volátiles que los malayos llaman Kubug, nosotros, gatos o zorras voladoras, y los naturalistas, galeopithecus, si no me equivoco.
—¿Qué clase de animales son?
—Parecen monos, más bien que gatos; tienen unos dos pies de altura, la cabeza pequeña, semejante a la de los chacales, el pelo rojo oscuro, y ejecutan vuelos hasta de doscientos pies. Hay otros de una especie parecida y de larga cola, pero que vuelan menos.
—¿Y cómo hacen para volar?
—Batiendo las alas.
—¿Monos con alas? Tú sueñas, Horn.
—No, señor Cornelio. No diré que sus alas sean iguales a las de los pájaros, eso no. Consisten en una especie de membrana que les sale de las patas anteriores, se junta con las posteriores y se prolonga hasta la cola. Al mover las patas, mueven al mismo tiempo las alas, y vuelan, pero de cada vuelo sólo pueden atravesar unos doscientos pies o poco más, como os he dicho.
—¿Y sólo se crían en esta isla?
—Yo he visto muchos en el puerto de Dory y en los bosques de la c.
—¡Silencio!
—¿Otra vez?
—Sí; pero ahora no se trata de monos voladores.
Aguzaron los oídos y escucharon atentamente, conteniendo la respiración. Por la parte alta del río percibieron un ruido como el que hace al caer un cuerpo pesado en el agua. Miraron en aquella dirección; pero la sombra que proyectaba el bosque era tan espesa, que no pudieron descubrir nada.
—¿Has oído, Horn?
—Sí, señor Cornelio —contestó el marino, con cierta inquietud.
—Alguien se ha tirado al río.
—Eso temo.
—¿Algún pirata, quizá?
—Los piratas tienen que venir de la parte del mar.
—Es verdad; pero pueden haber desembarcado, para caer de espaldas y de frente sobre nosotros.
Van-Horn no respondió; pero movió la cabeza con aire de duda.
—¿Qué hacemos? —dijo Cornelio después de algunos instantes de silencio.
—Por ahora, vigilar las aguas. Si es un hombre, tendrá que subir al banco de arena para llegar hasta nosotros, y se descubrirá, pues por aquí no hay agua.
—Es verdad… ¡Calle! ¡Otra zambullida!
—Y otra más lejana.
—¿Estaremos rodeados?
—¡Oh! —gritó el marino—; ¡mirad allí!
Cornelio miró en la dirección que le señalaba, y vio a flor de agua masas negruzcas que se acercaban lentamente al banco de arena.
—¿Canoas? —preguntó levantándose.
—O cocodrilos —respondió el piloto.
—¿Los hay aquí?
—En todos los ríos.
—¿Querrán acometernos? Por fortuna, estamos en la chalupa.
—Pero encallados en medio de un banco, señor Cornelio, y en la absoluta imposibilidad de huir hacia las orillas. Si llegan aquí, no les será difícil entrar en la chalupa y aun destrozarla con sus formidables coletazos.
—Despertemos a mi tío.
—Y a todos. Nos aguarda un mal cuarto de hora.
Despertaron al Capitán y a sus compañeros y les dijeron lo que ocurría.
—La cosa puede ser muy grave —dijo Van-Stael—. Los cocodrilos de los ríos de Nueva Guinea son feroces y no temen al hombre. ¿Empieza a subir la marea?
—Desde hace un cuarto de hora —respondió Van-Horn.
—Es necesario defendernos hasta que estemos a flote.
—¿Y no oirán los piratas los tiros?
—Sin duda, Horn; y subirán en seguida río arriba; pero no vamos a dejar que nos devoren los cocodrilos por miedo a los piratas. Apenas podamos movernos, o, mejor dicho, apenas pueda moverse la embarcación, nos refugiaremos en los bosques y allí estaremos seguros. ¡Atención! ¡Ahí están los cocodrilos! Procurad darles en el cuello, si queréis que nos veamos libres de sus tremendas mandíbulas.
Los cocodrilos llegaban, en efecto; pero no eran dos o tres, sino una verdadera banda; treinta, cuarenta o quizá más. ¿Cómo se habían reunido allí tantos saurios, cuando los náufragos no habían visto ni uno siquiera durante el día? ¿Venían de alguna gran charca o de algún lago que hubiera cerca del río? Ambas cosas eran probables.
Aquellos espantosos anfibios, advertidos de la presencia de una buena presa, llegaban por todas partes rodeando la chalupa.
A la luz de los astros se veían sus enormes mandíbulas erizadas de largos dientes, que se entrechocaban con un ruido semejante al que produce un cajón al caer sobre cubierta.
Daban terribles coletazos en el agua que producían verdadero oleaje. Sonaban sus colas al dar unas contra otras con ruido como el que harían huesos durísimos entrechocándose.
Cuando tuvieron rodeado el banco, se detuvieron como si quisieran asegurarse de la clase de enemigo con quien tenían que habérselas. Después uno de ellos, el más atrevido, y el mayor sin duda, pues tenía más de treinta pies de largo, dio un coletazo en tierra, subió al banco, que la marea iba ya cubriendo, y avanzó resueltamente hacia la chalupa.
—¡Es horrible! —exclamó Hans, temblando.
—¡Valor, muchachos! —dijo el Capitán, que no perdía su calma—. Este es mío.
El saurio no estaba más que a seis pasos, y de un coletazo podía echarse encima de la chalupa.
Van-Stael apuntó a las abiertas mandíbulas del monstruo, e hizo fuego.
El cocodrilo, herido de muerte por la bala que le debió de atravesar de la garganta a la cola, se encabritó como un caballo, agitando su enorme cola, y después cayó revolcándose y levantando salpicaduras de fango.
Los otros, lejos de asustarse por la detonación, que para ellos debía de ser cosa nueva y desusada, pues que los papúes no usan armas de fuego, ni tampoco por la muerte de su compañero, saltaron al banco dirigiéndose hacia la chalupa.
—¡Valor! —volvió a exclamar el Capitán, cargando precipitadamente el fusil.
El asalto fue tremendo. Aquellos formidables saurios, creyendo que hasta la chalupa era una presa propia para tragársela, se atropellaban unos a otros para llegar primero. Sus hálitos, calientes y fétidos, llegaban hasta los desgraciados náufragos.
Estos, aunque aterrorizados, no perdieron la calma. Descargadas las armas contra los más cercanos, echaron mano de las hachas, de los arpones y hasta de los remos, y se defendieron con valor sobrehumano, golpeándolos furiosamente en los cráneos y en las mandíbulas, hasta romperles los dientes o herirles las gargantas.
Por fortuna, la chalupa era alta de bordas, y los cocodrilos no podían entrar a saquear el interior; pero trataban de volcarla a coletazos, tan violentos, que habrían acabado por desguazarla.
Aquella encarnizada defensa, aquellas detonaciones, aquellos fogonazos, aquellos gritos, parecieron desconcertar a los asaltantes, los cuales se decidieron a retroceder hacia las orillas del banco, pero sin abandonarlo.
Cinco de ellos yacían en la arena, y otros tres, heridos de gravedad, tal vez mortalmente, se agitaban con violentas convulsiones.
Los náufragos comenzaron otra vez el fuego, para obligar a los saurios a volverse al río; pero los terribles anfibios parecían dispuestos a renovar su acometida.
—No perdáis golpe —decía el Capitán—. Si podemos resistir siquiera diez minutos, la chalupa dejará el banco.
—Ya está todo él cubierto de agua —dijo Cornelio—. La marea sube rápidamente.
—Pero estos cocodrilos no se deciden a irse —repuso Van-Horn—. ¡Aquí viene otro!
—¡Duro con él, muchachos! —gritó el Capitán.
Dos disparos sonaron casi a un tiempo. El cocodrilo dio un salto que lo hizo caer al borde del banco, de donde rodó al río desapareciendo bajo el agua.
Los otros, que parecían indecisos, retrocedieron; pero en seguida volvieron a acometer atropellándose los unos a los otros para acabar más pronto con aquellos hombres. Ya iban a llegar a la chalupa, cuando ésta, que desde hacía algunos instantes estaba dando tumbos sacudida por la marea, se puso a flote deslizándose a través del banco.
—¡Libres! —gritó Cornelio.
—¡A los remos, Horn! —exclamó el Capitán, descargando su fusil en medio de la banda de cocodrilos.
El piloto, el chino y Hans se pusieron a remar desesperadamente dirigiendo la chalupa hacia la orilla izquierda, mientras Cornelio y el Capitán, por medio de frecuentes disparos, mantenían lejos a los saurios, los cuales no parecían ya muy dispuestos a seguir atacando.
En pocos instantes la chalupa atravesó el río y atracó en la orilla, en medio de un enorme matorral de plantas acuáticas.
Iban a desembarcar, cuando por la parte baja del río oyeron voces humanas y batir de remos.
—¿Quién se acerca? —preguntó el Capitán.
—Los piratas, sin duda —respondió Van-Horn—. Han oído nuestros disparos y vienen a atacarnos.
—¡Después de los cocodrilos los piratas! —exclamó Cornelio—. ¡Qué dichoso país y qué hermosa noche!
—¡Callad! —dijo el Capitán.
Se inclinó hacia el agua y escuchó.
—Sí —dijo, después de algunos instantes—. Deben de ser los piratas que vienen río arriba. He oído el batir de muchos remos.
—¿Suben con las piraguas?
—Sí; deben de haberlas separado para hacerlas más ligeras, quitándoles el puente y el cobertizo. Escondamos la chalupa y huyamos a los bosques.
XVI. LA CABAÑA AÉREA
No había un momento que perder. Los piratas, atraídos por el ruido de los disparos, se habían puesto rápidamente en campaña, para tratar de hacer prisioneros a los náufragos antes de que cayesen en manos de otros. Creían, sin duda, que habían sido atacados por indígenas y venían decididos a disputarles la propiedad sobre aquellos hombres y sobre la chalupa.
Los náufragos, que oían las voces de los que se acercaban y hasta el batir de los remos en el agua, llevaron a tierra la chalupa y la cubrieron con un montón de ramas y de hojas, para no perderla y verse privados de los víveres y mantas que no podían llevarse consigo. Para mayor precaución cargaron con todas las municiones, no queriendo dejarlas en la barca, que, aunque bien escondida, corría el peligro de ser descubierta y saqueada.
—¡A tierra! —exclamó el Capitán.
Por el recodo del río había aparecido una piragua tripulada por muchos hombres, y detrás se veía ya la proa de otra. Los náufragos no podían ya dudar un instante; y se apresuraron a internarse en la selva alejándose del río.
La selva era espesísima y reinaba tal oscuridad en ella que apenas podían distinguirse los troncos de los árboles; pero Cornelio que conocía muy bien los bosques de Timor, por los cuales había andado a menudo, se puso a la cabeza de los expedicionarios y los guio hacia el Oeste.
Había allí árboles innumerables, de infinidad de especies: unos altos, rectos, enormes, que desplegaban su ramaje a doscientos y más pies del suelo; otros, más bajos, nudosos, curvados a derecha o izquierda, y otros, en fin, delgados y raquíticos de tronco, pero de follaje gigantesco, compuesto de hojas de lo menos veinte pies de largo por tres o cuatro de ancho. Bejucos larguísimos y plantas trepadoras se enredaban por todas partes y corrían de un tronco a otro, formando redes inextricables bastantes para detener a elefantes en su marcha, apresándolos entre sus mallas.
Brotaban del suelo monstruosas raíces que serpenteaban acá y allá, como reptiles apocalípticos, haciendo muy difícil el paso en medio de aquella oscuridad. Cornelio avanzaba con muchísimo tiento para no tropezar con cualquiera de aquellos infinitos obstáculos, y sobre todo para no pisar a alguna serpiente pitón, de las innumerables que hay en las selvas de Malasia y Nueva Guinea, y que tienen veinticinco y hasta treinta pies de largas, y están dotadas de tan prodigiosa fuerza, que ahogan a un buey entre sus anillos.
Hacía una hora que caminaban, alejándose siempre del río para hacer perder sus huellas a los piratas, cuando de repente fueron a dar en un pequeño escampado rodeado de árboles.
Vio Cornelio, con gran sorpresa, alzarse casi en medio de aquel espacio descubierto, una masa negra, enorme, que parecía suspendida en el aire, a catorce o dieciséis pies del suelo.
—¡Tío! —exclamó.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Van-Stael, saliendo del bosque.
—¡Mira!
—Es una casa de papúes —dijo el Capitán—. ¡Mal encuentro, si está habitada!
—¿Una habitación?
—Sí, Cornelio. Los papúes para no dejarse sorprender por sus enemigos o por las fieras, construyen sus cabañas sobre altas estacas.
—Pero esa es inmensa.
—Suelen habitar muchas familias en cada una de esas casas aéreas. Son construcciones curiosas.
—¿Estará habitada? —preguntó Van-Horn.
—Pronto lo sabremos. Por la noche los inquilinos levantan los bambúes con entalles o muescas que les sirven de escaleras para subir. Si a esta cabaña le faltan esas escalas, es que está habitada.
—Si lo estuviera, los papúes habrían oído nuestros disparos y no estarían durmiendo ciertamente —observó Hans.
—Tienes razón —dijo el Capitán—. ¡Qué suerte si estuviera vacía!
—¿La ocuparemos? —preguntó Cornelio.
—Sin perder tiempo. Desde lo alto podremos defendernos de los piratas, en el caso de que vengan a asaltarnos.
—¿Y no se caerá esa choza? Tengo poca fe en la solidez de su construcción.
—Esos edificios son muy resistentes, Cornelio, y desafían a los elementos. Los bambúes en que descansan y de que están construidos son fuertísimos, como sabes, a pesar de su ligereza. Seguidme, amigos, pero sin hacer ruido.
Los náufragos se adelantaron hacia la choza procurando ocultarse entre las yerbas y las plantas trepadoras que había esparcidas por aquella pequeña llanura, y se detuvieron al pie de los horcones del edificio, el cual era de enormes dimensiones. Aquella casa aérea, levantada treinta pies sobre el suelo, estaba admirablemente construida.
Los papúes comienzan, para construir esos edificios, por hincar firmemente en el suelo, a guisa de horcones, gruesas cañas de bambú de cuarenta o más pies de largo fuera de tierra, que han de ser los soportes de toda la máquina, las cuales, para que no se cimbreen y conserven siempre entre sí iguales distancias, van ligadas unas con otras con fibras de rotang y con lianas. Arman después a treinta pies del suelo el primer piso de la casa, formado por bambúes más ligeros, enlazados entre sí y sujetos a los horcones con las mismas fibras. Diez o doce pies más arriba arman una segunda plataforma con los mismos materiales y por iguales procedimientos y sobre ella de igual manera, levantan la habitación, que va cubierta por un techo de dos aguas formado de hojas curiosamente dispuestas para resguardar de la lluvia todo el edificio.
Bájase y súbese a tales casas por pértigas provistas de muescas o entalladuras de trecho en trecho para apoyar los pies. Llegan esas pértigas hasta una altura de veinte pies, donde hay un a modo de andén o descansillo, del cual parten hasta lo alto otras escalas semejantes, pero más ligeras. Por la noche, los habitantes de la casa retiran hacia arriba todas las pértigas, quedando perfectamente seguros en su habitación aérea.
Encastillados en ella no temen ni a las fieras ni a sus enemigos, pues ni cuadrúpedos ni hombres pueden subir a lo alto, mientras no bajen las escalas. Todo asalto practicado con escalas extrañas produciría ruidos que alarmarían a los moradores y les harían ponerse en defensa.
El Capitán, que había visto ya varias de aquellas casas, dio una vuelta alrededor de los horcones que la sostenían, y encontró dos pértigas que llegaban hasta la primera plataforma, desde la cual advirtió que partían otras dos hasta la casa.
—Esta habitación ha sido abandonada —dijo.
—¿Habrán sido muertos los propietarios? —preguntó Cornelio.
—Puede ser. Los papúes de la costa y los del interior se odian ferozmente y se destruyen unos a otros en sangrientas batallas; pero añadiré que los papúes son también muy aficionados a emigrar.
—Pues aprovechemos la ausencia de los propietarios y tomemos posesión de tan segura vivienda.
Iba ya a subir por una de las pértigas, cuando el Capitán le detuvo.
—Aguarda —dijo—. Algunos habitantes pueden haber bajado; pero es posible que haya otros arriba, y te matarían con sus flechas envenenadas. Antes quiero asegurarme de que no hay nadie.
Y, dicho esto, sacudió violentamente dos de los horcones de bambú. Toda la construcción tembló de la base a la cima con gran ruido, pero sin ceder, pues, como hemos dicho, esas edificaciones son solidísimas.
—Si hay arriba alguien durmiendo, ya despertará.
Esperaron con los ojos fijos en la cabaña aérea; pero ningún ser humano apareció en la plataforma; solamente algunas aves que dormían bajo el techo salieron volando y lanzando gritos de terror.
—No hay nadie —dijo Van-Horn—. Podemos subir.
Cornelio comenzó a elevarse por una pértiga, apoyando los pies en los entalles y agarrándose al mismo tiempo a ellos con las manos, mientras el Capitán le imitaba ascendiendo por otra pértiga, hasta que ambos llegaron al primer descansillo.
Ya en él, practicaron una segunda investigación, y como no sintieran ruido alguno ni vieran a nadie, subieron por las otras pértigas, llegando hasta la gran plataforma que sostenía la cabaña.
Allí tuvieron que detenerse, porque aquel piso era impracticable para ellos. Los papúes, que son ágiles como monos, no se cuidan mucho de los suelos de sus habitaciones, y apenas cubren con hojas los espacios hueros que median entre las traviesas de bambúes de que están formados los pisos de sus viviendas; así que cualquiera no acostumbrado a andar por ellos puede dar un traspiés y caerse. Los papúes sólo cubren la parte del suelo de la choza en que suelen estar ordinariamente, y aun ésa muy a la ligera. El piso del corredor exterior sólo tiene las traviesas, habiéndose de andar por él a saltos y con pie seguro para no caer por entre ellas en la plataforma inferior.
—¡Demonio! —exclamó Cornelio—. Este pavimento es para pájaros, tío.
—No es muy cómodo para nosotros, Cornelio; pero a los papúes les basta.
—Pero debe de ser peligroso para los pequeñuelos indígenas.
—Son ágiles como macacos —le contestó el Capitán.
—No quiero correr el peligro de poner el pie en falso y de ir a dar con mis huesos en el suelo, querido tío, cosa muy fácil con esta obscuridad; prefiero andar a gatas.
—Es lo más seguro —dijo el Capitán, riendo.
Y así atravesaron la plataforma y entraron en la casa, cuyo piso estaba cubierto de fuertes y gruesas esteras.
Aquella choza era muy amplia, de forma cuadrilonga y bastante alta de techo. Estaba dividida en cuatro compartimientos o habitaciones cuadradas de veintiocho a treinta y cinco pies de lado cada una, con su puerta a la galería exterior.
El Capitán sacó fuego con el eslabón y el pedernal y encendió una pajuela que se halló en el bolsillo. Reconoció la casa, y la encontró enteramente vacía y desierta.
—Mejor para nosotros —dijo—. Pasaremos aquí el resto de la noche, y dormiremos perfectamente.
—Retiraremos las escalas —dijo Cornelio.
—Ya se lo he prevenido a Horn.
Mientras tanto, Hans y el chino ascendieron por la escala y entraron en la casa, y a poco, en pos de ellos, el piloto, el cual retiró las pértigas para que no pudieran subir los piratas.
—¡Ya tenemos casa! —exclamó Hans.
—Una verdadera fortaleza —añadió Cornelio—. Desafío a los piratas a que nos descubran.
—Si es que no nos han descubierto ya —dijo el piloto entrando—. Me temo que esa canalla sepa más que nosotros.
—¿Has visto algo sospechoso? —preguntó el Capitán con inquietud.
—Quizás me engañe, señor Van-Stael; pero mientras retiraba las pértigas me pareció oír un ligero silbido por el lado de la selva.
—¿Habrán descubierto nuestras huellas?
—No lo sé, Capitán.
—Pero con esta obscuridad, ¿cómo? —preguntó Cornelio.
—Los salvajes tienen mejor vista que nosotros —respondió el viejo piloto—. A veces ven más que los animales nocturnos.
—¿Y para qué querrán hacernos prisioneros?
—Para apoderarse de nuestros fusiles, Cornelio —dijo el Capitán—. Su insistencia no se explica de otro modo.
—¿Aprecian mucho las armas de fuego?
—Naturalmente; porque sólo tienen arcos y cerbatanas. Con fusiles, estos piratas pueden llegar a ser verdaderamente invencibles para los naturales de la costa.
—Pues si quieren subir hasta aquí, ya tienen que hacer.
—No lo creas —dijo Horn—. Con romper los horcones que sostienen la casa nos harán venir al suelo. Con sus parangs, que son unos machetes muy pesados y cortantes, pueden hacerlo facilísimamente.
—¡La caída que daríamos sería buena!
—Mortal, señor Cornelio.
—Salgamos —dijo el Capitán—. No hay que dejar que se acerquen.
Salieron del interior de la choza y se asomaron a la barandilla de bambú del corredor, desde donde podían distinguir todos los alrededores. Sólo se sentía el suave rumor de la brisa al pasar por entre los árboles del bosque. En cuanto a hombres, ni trazas de ellos había. Si hubiera habido alguno, habrían podido divisarlo, aun a larga distancia, a la luz de la luna, que era clarísima y estaba muy alta.
—No hay la menor novedad —dijo Cornelio.
—Yo tampoco veo nada —añadió Hans.
—No hay que fiarse —advirtió Horn—. La explanada está cubierta de matorrales y pudieran muy bien acercársenos sin que los viéramos.
En aquel instante, y como para confirmar sus palabras, algo hendió el aire y vino a clavarse en la pared exterior de la cabaña, a poca altura sobre la cabeza del chino.
—¡Oh! —exclamó el Capitán.
Se dirigió al objeto y lo arrancó.
—Una flecha —dijo examinándola con precaución—. Ha sido disparada probablemente con una cerbatana.
Aquella flecha tenía como un palmo de largo: era una delgada caña de bambú espinoso, con una de sus puntas aguzada y la otra provista de un fleco de algodón. Toda ella parecía recubierta de una tintura vegetal.
—¿Estará envenenada? —preguntó Cornelio.
—Ciertamente, y os ordeno a todos que os retiréis al interior de la choza, porque la más leve herida de estas flechas es mortal. El upas es un veneno terrible.
—¿Serán los piratas quienes nos hayan lanzado esa flecha?
—Sin duda, Cornelio. Apresurémonos a ponernos en sitio seguro.
Abandonaron el corredor y entraron en la cabaña, en el momento en que una segunda flecha iba a clavarse en el techo.
XVII. ENTRE LAS FLECHAS Y EL FUEGO
Los papúes van muy mal armados y son incapaces de resistir un ataque de hombres provistos de armas de fuego. Los arcos que emplean son de poca eficacia, sus mazas de palo valen poco, y sus lanzas tienen la punta de hueso; pero emplean un arma peligrosa: la flecha envenenada, que lanzan con cerbatana; arma que se presta mucho a la guerra de emboscadas, y que causa heridas mortales. No deben de haberla inventado ellos seguramente, sino que la habrán tomado de los malayos y de los naturales de la isla de Borneo; pero son muy hábiles en su uso.
Esa cerbatana, que los malayos llaman sumpitán, consiste en un cañuto de bambú de unos siete palmos de largo, muy bien pulido en su parte interior por medio de un hierro incandescente.
Soplando por ella, disparan hasta a setenta u ochenta pasos de distancia unas flechitas de bambú que llevan en la punta una espina larga y aguda y en el otro lado un taponcito de médula vegetal que ajusta perfectamente en el hueco de la cerbatana. Se sirven de ese artificio para cazar pajarillos, y también en la guerra, impregnando en este último caso la punta de la flecha del zumo del upas, que es una de las plantas más ponzoñosas que se conocen.
A la herida sigue inmediatamente un temblor convulsivo con precipitación del pulso, y a poco extrema debilidad, ansiedad angustiosa, respiración difícil, espasmos, vómitos, diarrea, convulsiones tetánicas, y, por último, la muerte, que suele ocurrir al cuarto de hora a lo más de recibida la herida. También suelen empapar las puntas de las flechas en el zumo del cettins (strichnos tiente), planta trepadora más venenosa aún que el upas, pues la muerte que causa es más rápida, casi fulminante. No podían, pues, los náufragos presentar el cuerpo al descubierto sin gravísimo peligro; pero sí defenderse desde dentro disparando a través de las hendrijas de las paredes y de las puertas. Distribuyéronse por todos los compartimientos de la casa para vigilar mejor los contornos, y se prepararon a repeler los ataques de aquellos tenaces asaltantes.
No tuvieron que esperar mucho. Al poco rato notaron que se acercaban bultos negros arrastrándose por entre los matorrales. Cornelio disparó contra uno de ellos, que quedó inmóvil sin lanzar un grito.
Aquel tiro, y sobre todo sus efectos, debieron de asustar a los asaltantes, porque se les vio retroceder a toda prisa y esconderse entre los espesos árboles de la selva.
—Lo que es ese no volverá a levantarse —dijo Van-Horn—. El confite le ha sabido bien amargo, pero lo tenía bien merecido. ¡Ah, pillos! también nosotros tenemos armas que matan como el rayo.
—Estoy dispuesto a repetir la suerte —dijo Cornelio—. Al primero que se acerque lo dejo seco.
—¡Cuidado! —gritó el Capitán.
Oyéronse los silbidos de siete u ocho flechas; pero, disparadas de muy lejos, sólo dos conservaron fuerza para clavarse en los bambúes del corredor.
—Malos correos —dijo uno de ellos.
—¡Y tan malos!: ¡cómo que están envenenados! —añadió Van-Horn—. Por fortuna, a esta distancia no pueden herirnos mientras no nos descubramos.
—¿Y cómo nos las vamos a componer si esto dura mucho? —se preguntó el Capitán con cierta inquietud—; porque estos bandidos son capaces de tenernos sitiados sabe Dios hasta cuando.
—No tenemos prisa, tío —replicó Cornelio—: Se está muy bien en este nido de cigüeñas.
—Pero ¿y los víveres? ¿y el agua?
—¿Tratarán verdaderamente de sitiarnos? —preguntó Van-Horn.
—Estoy seguro de ello, viejo mío. Tratarán de rendirnos por hambre.
—No, tío —dijo Hans—; no esperarán tanto, pues veo que vuelven a la carga: ¡mira!
Acercáronse todos a la puerta y vieron a los piratas avanzar por la explanada. Se deslizaban como serpientes amparándose en los matorrales.
—¿Tratarán de cortar los horcones? —preguntó Van-Horn, aterrorizado—. ¡A ellos, señor Cornelio!
El joven, que había vuelto a cargar el fusil, disparó apuntando a unas matas que se movían, pero ningún grito siguió a la detonación.
—¿Habréis matado a otro o errado el tiro? —preguntó Van-Horn.
—Veo moverse las matas todavía —dijo Cornelio—. Estos tunantes saben esconderse muy bien.
El Capitán y Hans hicieron fuego apuntando a las ramas que se movían; pero los piratas no se dejaron ver, ni contestaron disparando flechas.
—¿Se habrán ocultado bajo tierra? —exclamó el piloto—. Esto se pone feo.
A poco, quince o veinte hombres salieron de repente de entre las yerbas y en dos o tres saltos llegaron hasta los horcones de la cabaña, que comenzaron a golpear furiosamente con sus parangs. En un momento siete u ocho de los horcones cayeron a tierra. Veíase a los agresores a través de las viguetas del piso.
—¡Fuego! —gritó el Capitán.
Tres disparos resonaron: dos piratas fueron muertos, y un tercero quiso huir lanzando ayes; pero fue a caer entre la yerba. Los demás lograron llegar hasta el bosque, no sin recibir otra rociada de balas.
—¡Es valiente esa canalla! —exclamó Van-Horn—. Si cortan unos cuantos horcones más, dan en tierra con la casa.
—Estoy tranquilo en cuanto a ese punto —dijo el Capitán—. Tenemos municiones para mil disparos por lo menos, y acabaremos con todos antes de que consigan derribar la choza.
—¿Creéis que repetirán el ataque?
—Después de esta segunda lección que han recibido, presumo que no se atreverán a acercarse. Parapetémonos en la plataforma, y estemos dispuestos a hacerles fuego al menor intento de avance.
Todos se colocaron junto a la puerta, con los fusiles preparados.
Los piratas no salían de la selva; pero se alejaban lo menos posible; pues de vez en cuando se oían sus voces, y alguna que otra flecha se acercaba silbando, aunque sin llegar a la cabaña aérea.
Sin duda habían cobrado miedo a las balas de los sitiados, pues se mantenían ocultos tras de los troncos de los árboles; pero parecían decididos a impedir a los náufragos todo intento de fuga. Probablemente contaban con obligarles a rendirse por hambre, recurso menos peligroso para los sitiadores y de más seguro éxito, pues los de la choza no podían resistir mucho tiempo la falta de agua.
La noche pasó sin novedad, y a la salida del sol tampoco cambiaron las cosas. Oíase hablar entre sí a los piratas, pero sin salir de la espesura donde estaban ocultos.
—Esto va tomando muy mal cariz —dijo Van-Horn—. Si la cosa sigue, no sé cómo vamos a componérnosla sin una gota de agua.
—Si hubiera una charca o un arroyo por aquí cerca, probaría a bajar —dijo Cornelio—. Voy aburriéndome de este encierro, Horn.
—¡Pues si no ha comenzado apenas! Tendremos tiempo de aburrirnos, señor Cornelio, pues los piratas no dan señales de irse.
—¿Y si probáramos a asustarlos?
—¿Cómo?
—Dándoles una acometida.
—Nos acribillarían a flechazos, y ya sabéis que sus flechas están emponzoñadas.
—¿Y si se prolonga el asedio?
—Confiamos en que se cansarán, señor Cornelio.
—Pero la sed comienza ya a mortificarnos, Horn.
—Resistiremos lo que se pueda.
—¡Ah, si se dejaran ver!
—Ya saben ellos lo que hacen permaneciendo escondidos.
—Vamos a ver si los obligamos a salir de su escondite, viejo Horn. Estoy viendo moverse algo en aquel matorral. De seguro hay allí un centinela.
Armó el fusil e hizo fuego; pero los piratas respondieron con una granizada de flechas, sin descubrirse. Sólo algunas llegaron, ya sin fuerza, hasta la casa; las otras se quedaron a medio camino.
—No se mueven, Van-Horn —dijo el joven, irritado.
—Ya lo veo, señor Cornelio. Saben que somos diestros tiradores, y huyen de nuestras balas; así que en vez de desperdiciarlas, creo que debemos almorzar.
—Será muy frugal nuestro almuerzo, Horn.
—Yo tengo tres galletas.
—Y yo dos.
—¿Y vos, Capitán?
—Mi pipa.
—Pues nosotros, ni eso —dijeron Hans y el chino.
—Pues no moriremos de una indigestión, de seguro —dijo el piloto, que no perdía su buen humor.
Se repartieron fraternalmente las cinco galletas, que desaparecieron en dos bocados, y después, tendiéndose sobre las esterillas, se entregaron al sueño bajo la vigilancia del piloto, pues habían pasado la noche en constante alarma.
El día transcurrió lentamente, sin que los piratas intentaran un nuevo ataque. No obstante, seguían tenaces en el bosque, disparando de cuando en cuando alguna que otra flecha. Al caer la tarde, los pobres sitiados experimentaban ya las torturas del hambre y sobre todo de la sed. Desde la mañana sólo habían comido aquellas galletas, y desde la noche anterior no bebían un solo trago de agua. Ninguno de ellos se quejaba, y hasta Hans, que era el más joven de todos, había resistido heroicamente, aunque tenía ya la garganta seca y la lengua hinchada. La brisa de la noche tonificó algo a los sitiados; pero tal consuelo era bien escaso; y si el asedio seguía, no podrían resistir otras veinticuatro horas de ayuno.
—Hay que intentar algo —dijo el Capitán con resolución—. Hans no puede soportar ya tantas privaciones.
—No me quejo, tío —respondió el joven—. Si tú resistes, yo resistiré también.
—No, pobre niño. Tú no tienes aún la resistencia de un hombre hecho. Esta noche iré a buscar agua.
—Te matarán, tío.
—Trataré de bajar sin que me vean.
—Yo te acompañaré —dijo Cornelio.
—¿Y yo? —exclamó Horn—. Dejad que yo vaya en busca del agua, Capitán. Tengo sesenta años, y si me matan he vivido ya bastante.
—No, valiente Horn. Tú te quedarás aquí para cuidar de mis sobrinos. No estás tan ágil como en otro tiempo, y la bajada es difícil.
—Mis músculos están aún fuertes, y bajaré como un joven, Capitán. Si os mataran, ¿quién conduciría a vuestros sobrinos a su patria?
—Tú, Horn. Tú puedes conducir muy bien una chalupa hasta más allá del Timor. Pero aún no me han matado esos tunos, ni creo que lo consigan.
—Deja que vaya yo, tío —dijo Cornelio—. Corro como un ciervo, y si los piratas me siguen les haré que revienten antes de alcanzarme.
—No, sobrino mío; no quiero… ¡Ah!
Van-Stael se había vuelto de pronto hacia el sitio que en el bosque ocupaban los piratas, poniéndose pálido.
—¿Qué has visto, tío? —preguntaron con ansiedad Hans y Cornelio, montando los fusiles.
—He visto brillar una llama en las tinieblas.
—¿Dónde? —preguntaron todos.
—Hacia el bosque.
—¿Tratarán los piratas de incendiarnos la casa? —preguntó Van-Horn.
—Me lo temo —respondió el Capitán.
—Veo a los piratas que avanzan hacia nosotros —dijo Cornelio.
—¡Preparad las armas! Si prenden fuego a los horcones de la casa, estamos perdidos: ¿los ves, Cornelio?
—Están ocultos detrás de aquellas matas. ¡Ah!
Una cosa que ardía se elevó del sitio señalado y vino a caer, lanzando chispas, en la parte anterior del corredor. Cornelio, exponiéndose a caerse o a recibir un flechazo, salió al corredor y arrojó todo lo lejos que pudo aquel objeto encendido, antes de que prendiera fuego en las viguetas.
—¡Es una flecha! —gritó.
—¿Una flecha? —repitió el Capitán.
—Sí, una flecha; pero con un algodón ardiendo en la punta.
—¡Ah, pillos! —exclamó Horn—. Quieren quemar la casa sin acercarse.
Otra flecha inflamada partió de entre la maleza y se clavó en la pared de la choza, amenazando incendiar las esterillas de fibras y las hojas resecas. Hans logró arrancarla y apagar el algodón que llevaba en la punta.
—¡Si estimáis en algo la vida y no queréis morir asados, romped el fuego! —ordenó el Capitán—. Hay que espantar de aquí a los piratas, o no tardaremos en vernos envueltos en llamas.
Los náufragos rompieron nutrido fuego, dirigiendo sus tiros a los matorrales en que estaban ocultos sus enemigos; pero los piratas, decididos por lo visto a acabar de una vez con ellos, seguían lanzando flechas encendidas que iban a dar unas en la casa y otras en el corredor que la circundaba.
Hans y Cornelio corrían de un lado a otro para apagarlas, mientras sus compañeros seguían disparando, aunque sin lograr contener a los asaltantes.
Dos veces en el espacio de cinco minutos prendió el fuego en los bambúes y en las esterillas del corredor; pero, aunque con gran trabajo y recibiendo quemaduras, habían logrado los jóvenes apagarlo.
Aquella lucha no podía durar mucho tiempo. Los disparos de fusil no cesaban, pero arreciaba la lluvia de flechas. Veíaselas atravesar los aires y caer en los alrededores de la casa, y algunas de ellas en el techo.
—¡Tío! —exclamó a poco Hans con voz angustiosa—. ¡No podemos resistir más! ¡El techo está ardiendo!
—¡Maldición! —gritó, rabioso, Van-Stael.
—¡Vamos a morir asados! —gritó Cornelio—. ¡Huyamos, o la casa ardiendo se nos caerá encima!
XVIII. LA CAZA DE LAS TORTUGAS
La construcción aérea, acribillada de flechas encendidas, ardía por varios sitios. El techo, que era de bambúes cubiertos de paja, se había incendiado también por los dos extremos y el fuego había prendido hasta en la barandilla del corredor.
Las llamas, alimentadas por tantas materias combustibles, adquirían enorme desarrollo e iluminaban todo el campo circunvecino con sus rojizos resplandores. Una densa nube de humo tachonada de chispas, que saltaban en todas direcciones, se levantaba en el espacio. El fuego había prendido también en la plataforma inferior.
El Capitán y sus compañeros, imposibilitados ya de seguir en aquella hoguera, salieron al corredor a través de las llamas y de la humareda. Al verlos los piratas, salieron de los matorrales lanzando gritos de triunfo y blandiendo sus parangs en son de amenaza.
—¡Canalla! —gritó Van-Horn—. ¡Ahí va eso!
El salvaje más cercano, herido por la bala del piloto, cayó a tierra dando un alarido de desesperación.
Aprovechando la confusión producida por aquel tiro, los sitiados echaron con rapidez las pértigas que servían de escalas, y dos a dos se deslizaron por ellas llegando a la primera plataforma envueltos en fuego y en humo.
Los piratas, que se habían detenido algunos minutos ante el cadáver de su compañero, volvieron a la carga furiosamente, pero momentos después retrocedieron rápidamente.
A lo lejos, hacia el río, se habían oído gritos, que se hacían cada vez más fuertes. ¿Qué ocurría al otro lado de la selva? Algo muy grave, sin duda, pues los sitiados vieron a sus enemigos volverse en tropel al bosque y huir como gamos hacia el Este.
—¡Se van! —exclamó Cornelio, admirado.
—Déjalos ir —gritó el Capitán—. Y bajemos, que la choza se va a desplomar sobre nosotros.
Llegaron a tierra y se alejaron a toda carrera en dirección opuesta a los piratas. Sólo se detuvieron cuando llegaron al lindero del bosque.
La casa aérea seguía ardiendo y amenazaba desplomarse de un instante a otro. Las llamas subían, bajaban y se enroscaban como serpientes, lanzando al aire nubes de humo y constelaciones de chispas.
El techo se había hundido; las dos plataformas, ya casi destruidas, caían a pedazos, y los bambúes, consumidos en su extremidad superior y en su punto de apoyo, se venían al suelo con gran estrépito.
—¡Ya era tiempo! —exclamó Cornelio—. Pocos minutos más, y hubiéramos caído al suelo medio quemados, desde una altura de cincuenta pies.
—¿Pero por qué han huido los piratas, cuando ya nos tenían en sus manos? —preguntó Hans.
—Por el lado del río ocurre algo grave —dijo el Capitán—. ¿No oís voces?
—Sí; parece que se está riñendo allí una batalla —dijo Horn—. ¿Habrán sido atacados los piratas?
—Pero ¿por quién? —preguntó Hans.
—Por alguna tribu enemiga —respondió el Capitán—. Como os he dicho, los habitantes del interior están en continua guerra con los de la costa.
—Pues el ataque no ha podido ser más oportuno para nosotros —observó Cornelio—. ¿Oís?
Hacia el río se oía terrible clamoreo: eran gritos feroces, más de fieras que de seres humanos, y de vez en cuando sonaba un ruido como de tambor u otro instrumento análogo. Debía de estarse combatiendo allí encarnizadamente.
—No hay duda… es un combate —dijo el Capitán—. Alguien ha caído sobre los piratas por la espalda: quizás hayan sido los arfakis o los alfuras.
—¿Y los vencedores vendrán luego a atacarnos a nosotros? —preguntó Cornelio—. Las llamas de esa choza puede atraerlos, tío.
—Tienes razón; alejémonos de aquí cuanto antes, y dejémosles matarse a su gusto.
—¿Y la chalupa? —preguntó Van-Horn.
—Volveremos a buscarla cuando podamos.
—¿Y la encontraremos entonces?
—Confiemos en que no hayan dado con ella los piratas. Si la descubrieran, sería para nosotros un verdadero desastre.
—Como que no podríamos salir de esta tierra ni llegar a Timor.
—Vamos, amigos, antes de que lleguen los piratas o sus adversarios. Busquemos un arroyo para beber y frutas con que calmar el hambre.
Entraron en la selva y se pusieron en marcha, procurando dirigirse hacia el Oeste. La espesura era tal, que reinaba allí la oscuridad más completa. La luz de la luna, interceptada por los árboles, no podía romperla; pero bien pronto los ojos de los náufragos se acostumbraron a ella y pudieron avanzar con relativa rapidez, a pesar de las enormes raíces, las plantas trepadoras y las lianas que les cerraban el paso, obligándoles a dar largos rodeos.
Los gritos de los combatientes seguían oyéndose por el lado del río; pero a medida que los náufragos se alejaban en dirección contraria, se iban debilitando. A la media hora de marcha apenas se sentían, y poco después se apagaron por completo. ¿Habría terminado la lucha? No podían saberlo, pero su resultado les era indiferente, pues tan enemigos suyos eran los unos como los otros.
Hacia media noche, después de cinco o seis millas de camino, llegaron los fugitivos a la orilla de un arroyo que corría entre bancos de arena y plantas acuáticas. Sus orillas estaban cubiertas de vegetación espesísima.
—Detengámonos aquí —dijo el Capitán—. No tengo por probable que nos alcancen.
Bajaron al arroyo y saciaron la sed. Después se dedicaron a buscar frutas para aplacar el hambre. No les fue difícil hallarlas, contando, como cuenta, la flora papú con variedad infinita de plantas silvestres de frutos comestibles, y de excelente sabor algunos.
En las mismas orillas de aquel arroyo abundaban los mangos, fruta deliciosa; había también pombos, especie de cidros enormes, tamaños como melones, también muy sabrosos. Los árboles que los producen llevan el nombre botánico de citrus decumanus.
Ya bebidos y comidos, y sintiéndose tranquilos por el silencio profundo que reinaba en la selva y en las orillas del riachuelo, se entregaron al sueño, que ningún suceso vino a turbar. Los gritos de una bandada de papagayos los despertaron al alborear el día.
—Hacía muchas noches que no descansábamos tan bien —dijo Cornelio estirándose—. Ya era hora de que los piratas nos concedieran algún reposo.
—¿Se oye algo? —preguntó el Capitán.
—Nada más que el griterío de las aves, tío. Parece que el combate acabó.
—Me alegraría de que hubiesen llevado los piratas la peor parte —dijo Van-Horn—. Así nos dejarían tranquilos para siempre.
—Pronto lo sabremos, viejo.
—¿Pensáis que volvamos al río, señor Stael?
—Sí, Horn. Estoy inquieto por nuestra chalupa.
—Pero nos dejaréis almorzar antes. Me siento flojo, y el estómago me pide algo más que frutas.
—El mío me pide unas chuletas —dijo Hans—. La caza no debe faltar en esta selva.
—Y la tenemos muy cerca —dijo el chino, que desde algunos minutos antes estaba observando las plantas acuáticas.
—¿Has visto algún animal? —le preguntó Cornelio, preparando el fusil.
—Mirad allí. ¿No veis moverse las plantas del río?
—Es verdad —dijo el joven—. ¿Habrá peces grandes en este arroyo?
—¿O cocodrilos? —exclamó Van-Horn.
—No —contestó el Capitán—. Allí tenemos un almuerzo espléndido, viejo mío.
Van-Stael no se equivocaba: a través de las plantas acuáticas se veía caminar por los bancos de arena unos animales raros, de forma redonda, un poco alargada, y provistos de patas cortas que parecían salir de una especie de escudo.
—¿Qué es eso? —preguntaron Cornelio y Hans.
—Tortugas —dijo Van-Stael.
—En Timor nunca he visto semejantes bichos, tío —dijo Cornelio.
—Pues los hay. Es un bocado superior, y vais a probarlo. ¡Ven acá, Horn!
Bajaron ambos hasta el banco, que llegaba a la mitad del río, y se precipitaron sobre las tortugas, que aún no se habían percatado de la presencia del enemigo. En un momento se apoderaron de dos de las más grandes, y las volvieron boca arriba para impedirles huir, mientras cogían otras; pero las demás se apresuraron a tirarse al agua, escondiéndose entre el limo y las plantas.
—Déjalas ir, Horn. Ya tenemos carne de sobra.
Llamaron en su ayuda a Cornelio y al chino, y entre todos transportaron las dos tortugas a la orilla. Tenían más de una vara de largo y como media de ancho, y no pesaría menos de un quintal cada una de ellas.
—Estos animales están acorazados —exclamó Cornelio, que los examinaba con curiosidad.
—Y su coraza está hecha a prueba de hacha, sobrino —dijo el Capitán.
—¿Y cómo hay aquí estas tortugas? Me han dicho que sólo viven en el mar, tío.
—Las hay de muchas especies: unas, terrestres, que son las más comunes, gruesas, cortas y con las patas parecidas a troncos; otras, de lagunas y pantanos, que son las más pequeñas; otras de río, y por último otras de mar. En esta isla abundan todas las especies, y los salvajes hacen gran consumo de ellas, pues su carne es superior.
—¿Y de qué se alimentan?
—De yerbas, raíces, lombrices, insectos acuáticos, algas marinas y pequeños crustáceos.
—¿Las hay también en otros países?
—Sí, Cornelio: las hay en Asia, en África, en Europa, y sobre todo en la América meridional.
—¿Tan grandes como éstas?
—Las hay más pequeñas, y también mucho mayores. Las que viven en los bosques de la cadena del Himalaya dan doscientas cincuenta libras de carne, sin contar el peso del caparazón, que es respetable; pero las más grandes son las llamadas elefantinas, que se encuentran en África, en el canal de Mozambique, en la isla de Madagascar y en las de la Reunión y Borbón.
Son largas como éstas, pero muchísimo más voluminosas: algo así como una bota de vino de mediano tamaño. Además, son tan fuertes y robustas, que pueden llevar encima un muchacho sin que, en apariencia, les estorbe para andar.
En la isla de los Galápagos las hay grandísimas, verdaderos monstruos antediluvianos contemporáneos del mamuth.
Las conchas de algunas especies como el carey, son muy apreciadas, y se hacen de ellas peines, mangos de cuchillo y mil otros objetos de lujo. Algunas especies fluviales dan una concha hermosísima que se paga muy cara; otras dan un aceite finísimo, transparente y realmente exquisito. De estos pobres anfibios se hace un consumo enorme, y si continúa la destrucción, antes de muchos años desaparecería la especie. En América comienza ya a escasear.
—Dicen que los pescadores de tortugas no las matan siempre —dijo Van-Horn.
—Es cierto —respondió el Capitán—. Primero examinan su cuerpo para asegurarse de la belleza de la concha, y practicándole una incisión junto a la cola ven la calidad y cantidad de aceite que puede producir. Si es escasa o de inferior calidad y además el animal está delgado, vuelven a darle libertad para que engorde.
—¿Y si, estando delgadas, tienen la concha hermosa?
—Lo privan de la concha, y lo dejan ir.
—Pero morirá en seguida, después de tan espantosa mutilación.
—No, Cornelio. Aun privado de la concha, que fue su cuna y que debía ser su sepulcro, el pobre anfibio vive. Va a esconderse en alguna hendidura y permanece en ella sin salir más que lo preciso, hasta que poco a poco le nace otra concha, que nunca es tan hermosa ni tan fina como la primera.
—¡Pobres animales! Pierden su casa, y sólo logran, después de muchos sufrimientos, otra más fea e incómoda.
—Pero viven, y ocultan su cuerpo deforme y su concha opaca y fea en las aguas de los ríos.
—Deben sufrir un martirio atroz, tío —dijo Hans.
—Cierto; especialmente cuando el cuchillo del cazador les priva de su vivienda. Pero, Van-Horn; que te olvidas del almuerzo.
—Es verdad, Capitán —contestó el piloto.
Ayudado por el chino, hizo un montón de ramas secas y encendió un alegre fuego. Cuando estuvo casi hecho brasas, decapitó una de las tortugas de una cuchillada, y sin extraer la carne de la concha la puso al fuego.
Bien pronto se esparció por la selva un olor apetitoso. La tortuga se cocinaba en su concha asándose en su propia grasa.
Cuando estuvo a punto, el piloto rompió la concha a hachazos y extrajo la carne, que dio de comer a sus compañeros.
No hay que decir que todos ellos hicieron honor al asado, después de veinte horas de ayuno. Se comieron la mitad de la tortuga, reservando para otra comida la otra mitad.
Terminada la comida, el Capitán y el piloto encendieron sus pipas, dando en seguida la orden de marcha, que emprendieron al punto, sin abandonar la segunda tortuga, que debía constituir el alimento del siguiente día.
Caminaron de prisa, pero con cautela, y a medio día llegaban al lugar de la orilla del río donde esperaban encontrar la chalupa.
XIX. LOS ÁRBOLES DE SAGÚ
Sólo el vocerío de una bandada de papagayos rompía el silencio que reinaba en las orillas del río. El ruido de la batalla que habían oído la noche anterior nuestros náufragos, había cesado por completo. Al parecer, los piratas y sus enemigos se habían alejado definitivamente de aquellos lugares.
Abriéndose paso a través de las yerbas y de las plantas trepadoras, y avanzando con gran precaución y deteniéndose a cada paso a escuchar, para no caer en una emboscada, los náufragos se acercaron a la ribera arrojando una detenida mirada al río.
No vieron a nadie: ni a los piratas, ni a sus misteriosos enemigos, pero vieron claramente las huellas de un encarnizado combate.
Había matas tronchadas, yerbas pisoteadas y troncos de árboles erizados de flechas. El banco de arena, que la baja marea había dejado al descubierto, estaba sembrado de trozos de lanzas y cuchillos y de escudos rotos. Más allá, hacia la orilla izquierda, se veían medio hundidos en el agua del río restos que parecían ser de una canoa, y entre las yerbas los cadáveres de algunos indígenas medio devorados ya por los cocodrilos.
—Los piratas han sido atacados y destruidos o puestos en fuga —dijo el Capitán.
—¿Por los alfuras? —preguntó Cornelio.
—Seguramente —respondió Van-Stael.
—¿Habrá alguna aldea por estas cercanías?
—Lo temo, Cornelio; y será prudente alejarse cuanto antes de estos sitios.
—Pues busquemos la chalupa.
—Vamos a ver. Empiezo a estar inquieto.
—¿Temes que la hayan descubierto?
—Sí, Cornelio.
—Sería un gran desastre para nosotros.
—Sí, sobrino mío. Allí veo el teck que ha de servirnos de guía: la chalupa tiene que estar a pocos pasos de ese árbol enorme.
—Sí, Capitán —repuso Van-Horn—: No podemos equivocarnos.
—Apresurémonos: me consume la impaciencia.
Bajaron a la orilla del río y se fueron costeando el bosque, avanzando siempre con mil precauciones, pues no estaban seguros de que aquel sitio estuviera desierto.
A medida que se acercaban al teck, que crecía en la orilla bañando sus raíces en el río, aumentaban sus inquietudes, y sus miradas se fijaban angustiosas en las plantas y en las yerbas para descubrir el lugar en que habían escondido la chalupa.
No llevaban mucho tiempo explorando, cuando Cornelio, que caminaba distante, se detuvo.
—Tío —dijo con voz alterada—. Creo que nos han robado la chalupa. El montón de ramas con que la tapamos debía estar aquí, y no lo veo.
—¿Será posible? —exclamó Van-Stael palideciendo.
Adelantóse; examinó con gran atención el lugar en que se encontraban, entreabriendo las malezas, y acabó lanzando una exclamación de ira.
—¡Infames!
—¿La han robado? —preguntaron acercándose Hans, Cornelio y Van-Horn.
El Capitán les indicó, con un ademán de desesperación, las ramas esparcidas por el suelo.
—¡Ah, ladrones! —rugió Cornelio, pálido de ira.
—¡Estamos perdidos! —exclamó el piloto.
En efecto, la chalupa ya no estaba allí. Aunque había sido perfectamente escondida entre las yerbas y luego recubierta de ramas y de hojas, o los piratas o sus enemigos la habían encontrado y se la habían llevado. Los víveres y los demás objetos que contenía habían desaparecido igualmente. Sólo habían dejado allí un remo roto y, por lo tanto, inservible, y algunos trozos de cuerda.
—¿Y qué hacemos ahora? —se preguntó Van-Stael que parecía anonadado—. ¿Quién nos llevará ahora a Timor? ¡Miserables! ¡Hasta los instrumentos náuticos nos han robado!
—¡No nos han dejado ni siquiera una galleta! —dijo Cornelio.
—¡Qué desastre, si no hubiéramos tenido la precaución de llevarnos las municiones! —dijo Van-Horn—. Por fortuna nos quedan aún setecientos u ochocientos cartuchos, y teniendo armas no se muere uno de hambre en este país.
—Y sin chalupa, ¿cómo podremos volver nunca a nuestra isla? —dijo Hans.
—¿Y dónde nos encontramos ahora, Capitán? —dijo Horn.
—¿Qué nos importa estar en un punto o en otro? Todos están igualmente lejanos de Timor para nosotros —replicó Van-Stael.
—Yo creo que nuestra situación no es desesperada, Capitán, y que con un poco de valor lograremos salir de este trance. Por eso quería saber si estamos muy distantes de Dory.
—¿Del puerto de Dory? —preguntó el Capitán, en cuyos ojos brilló un relámpago de esperanza.
—Sí; y si podemos llegar a él, no tendremos grandes dificultades para volver a nuestra patria. Ya sabéis que ese puerto es muy frecuentado por los pescadores de trepang malayos y chinos, y también por nuestros compatriotas que van allí a adquirir conchas de tortugas, nuez moscada y aves del paraíso disecadas.
—Es verdad, Horn. No había pensado en el puerto de Dory.
—¿Podréis decirme si está muy lejos y si nos será fácil llegar a él?
—Lo creo muy difícil, Van-Horn; porque Dory está en la península septentrional al lado de allá de la bahía de Geelwinck, y tendríamos que atravesar para llegar allí territorios inmensos cubiertos de selvas impenetrables y poblados por gentes ferocísimas. Tengo otro proyecto que me parece mejor y más practicable.
—¿Cuál es, señor Stael?
—Tú sabes que en la costa Suroeste de la Isla desemboca el Durga, que es uno de los ríos más caudalosos de ella. Tratemos de llegar a ese río y bajemos por él hasta el mar, bien en una balsa, bien en una canoa que podremos construir ahuecando un tronco de árbol. Desde allí iremos a las islas Arrú, que son las más frecuentadas por nuestros compatriotas y los pescadores de trepang. No debemos de estar a más de veinte o treinta leguas del río, y quizás podamos llegar a sus orillas dentro de seis o siete días.
—¡Buena idea, Capitán! —exclamó Van-Horn.
—¿Y no podríamos costear la Isla, evitando así el penetrar en los bosques? —preguntó Cornelio.
—Sería un camino mucho más largo —le contestó Van-Stael. La costa meridional hace muchas curvas y vueltas y hacia el Suroeste avanza muchísimas leguas dentro del mar. Necesitaríamos más de un mes para llegar al río Durga.
—Y estamos sin víveres, tío.
—No nos pondremos en camino sin provisiones, Cornelio. No podemos contar siempre con la caza, que puede faltarnos.
—¿Y de dónde vamos a sacar los víveres?: yo no veo por aquí más que frutas, deliciosas, sí, pero poco nutritivas.
—Llevaremos con nosotros gran cantidad de galletas, mejores que las que nos han robado.
—¿Has encontrado alguna panadería? —preguntó Cornelio riendo.
—No; pero te aseguro que muy pronto tendremos todo el pan que nos dé la gana. ¿Es verdad, Horn?
—¡Ya lo creo! ¡Y qué pan, señor Cornelio! —dijo el piloto—. Seréis el hornero, y nosotros los amasadores.
—Quiero ver ese milagro.
—Y yo —dijo Hans.
—Ante todo busquemos para acampar un sitio más seguro y oculto —dijo el Capitán—. Los aires de estos lugares no son buenos para nosotros, y nos conviene un sitio donde podamos trabajar sin temor de que nos molesten. ¡Valor, muchachos! Alejémonos de este río, y vamos a escondernos en la selva.
La prudencia les aconsejaba partir; pues nada extraño hubiera sido que volvieran por allí los piratas o sus contrarios, que quizás tuvieran no lejos de aquellos lugares sus moradas.
Cargaron con la tortuga, de la cual de ninguna manera querían deshacerse, y se pusieron en marcha a través del bosque, dirigiéndose hacia el Oeste. El piloto, que conservaba una pequeña brújula de bolsillo, los guiaba sin temor a equivocarse, aunque lo intrincado de aquella selva no les permitía seguir un rumbo fijo.
Hans y Cornelio, como buenos cazadores que eran, escudriñaban con la vista el ramaje para no desaprovechar la ocasión que se les presentase de hacer un buen tiro. Dejábanse ver de cuando en cuando aves hermosísimas. Ora eran bandadas de cierta especie de palomas coronadas de penachos, ora de apimachus magnificus, pájaros de forma elegantísima, con plumas de un negro aterciopelado en el dorso, la garganta y el pecho azul oscuro con reflejos verdosos y la cola larga adornada de plumas de barbas sutilísimas. También se veían grupos de apimachus albus, aves del tamaño de gallinas, con el plumaje blanco plateado en la parte posterior del cuerpo y negro en la anterior, con colas rarísimas formadas de seis o siete penachos rizados; bandadas de promerops superbi, aves de negro plumaje, cola larga y espesa y un penacho de plumas en la cabeza, y papagayos de multitud de variedades: amarillos, grises, azules y rojos, también en bandadas.
Parecía, en cambio, que no había cuadrúpedos en aquella parte de la Isla, pues ni se veían puercos salvajes, ni babirussas ni otros animales que tanto abundan en otras regiones de ella.
Hacia las tres, al atravesar un claro del bosque, hicieron un descubrimiento singular nuestros viajeros. Era un árbol —un ficopisocarpo— de cuyas ramas pendían, en vez de frutas, unos pájaros extrañísimos del tamaño de pollos, de alas membranosas, con el cuerpo vestido de un plumón castaño de reflejos rojizos. Estaban agarrados a las ramas por las patas, tenían las alas abiertas y extendidas y parecían adormilados. Habría sobre doscientos.
—¿Qué pajarracos son ésos? —preguntaron Hans y Cornelio, sorprendidos.
—Pteropus eduli —respondió el Capitán riéndose—, o diciéndolo más claro, murciélagos gigantes, que esperan que se haga de noche para echarse a volar.
—Son enormes —observó Hans—. ¿Y qué hacen en esa rara posición?
—Duermen, después de haberse comido todas las frutas del árbol; pues son muy glotones —respondió Van-Stael.
—Malos bichos deben de ser ésos.
—No lo creas, Hans. Se dice que todos los pájaros les temen; pero no es verdad. Son utilísimos al hombre, pues acaban con muchos insectos dañinos que le chupan la sangre.
—A pesar de ello son muy perseguidos, según he oído decir —dijo Hans.
—Es verdad. Los desgraciados murciélagos, que nos parecen topos o ratones voladores, son aborrecidos y perseguidos cruelmente en todas partes sin motivo alguno, no más que por superstición estúpida. Se les cree espíritus de las tinieblas, se dice que de noche se beben el aceite de las lámparas, y se cuentan otras mil patrañas sobre ellos. En unas partes los clavan en las puertas y en las paredes; en otras, los queman vivos y hacen con ellos mil atrocidades.
—¿Es verdad que son ciegos, tío?
—No; pero se cree que los ojos les sirven de muy poco o de nada. Se ha probado a inutilizárselos y se les ha visto volar con la misma seguridad que antes y sin tropezar en delgados hilos colocados ante ellos. Parece que se orientan por el tacto, o por el oído, que se les supone agudísimo. En cambio, no tienen o se cree que no tienen olfato o que, de tenerlo, es muy imperfecto. Y ahora ¡vamos, muchachos, que el pan nos espera!
—¿Dónde? —le preguntaron sus sobrinos.
—Pronto lo encontraremos.
Se pusieron en marcha, siguiendo siempre el mismo rumbo, pasando de una selva a otra y cogiendo frutas de vez en cuando, hasta que, después de una hora de camino, el Capitán se detuvo en un angosto llano rodeado de árboles.
—Aquí está nuestro pan —dijo señalando un árbol de unos veinte pies de alto y de tres y medio o cuatro de diámetro, de larguísimas hojas, que en vez de crecer derecho, se torcía, tomando una dirección oblicua.
—¡Nuestro pan! —exclamaron los dos jóvenes admirados.
—Y muy bueno, señores míos —dijo Van-Horn—. La harina está en sazón, pues veo las hojas cubiertas de un polvo gris.
—¿Y dónde está esa harina?
—En el tronco del árbol, señor Cornelio.
—Os burláis, viejo Horn.
—No; os lo aseguro. Ahora lo veréis.
El piloto empuñó el hacha y atacó briosamente con ella el tronco del árbol, que ofrecía una resistencia increíble. El Capitán tuvo que relevarle en el trabajo un cuarto de hora después, hasta que por último la planta, cortada circularmente a dos pies del suelo, se desplomó con gran estrépito.
—Mirad —dijo el piloto.
Hans, Cornelio y el joven pescador se acercaron, y con gran sorpresa vieron que aquel tronco estaba lleno de una materia ligeramente rosada y al parecer muy dura.
—¿Qué es esto? —preguntó Cornelio.
—Harina; o, si lo prefieres, sagú —dijo el Capitán.
—Lo conozco de nombre y hasta lo he probado en Timor, tío.
—Te creo, pues en aquella isla se produce también.
—Y me pareció muy gustoso y nutritivo.
—Es una planta maravillosa —exclamó Hans.
—Y utilísima —dijo el Capitán—. Crece sin necesidad de cultivo y se reproduce mucho. Bastan tres árboles para alimentar a una familia durante un año entero.
—¿Abundan mucho estas plantas, tío?
—Mucho; y no se encuentran solamente aquí. Las mejores y las más productivas son las llamadas por los naturalistas metroxilon sagus y metroxilon rumphii; pero hay muchas otras especies.
Crecen en casi todas las islas de la Malasia, especialmente en Borneo, Filipinas, Molucas, en ésta en que estamos, en la India, en las Maldivas, en Sumatra y en América, en la Luisiana; pero la harina que producen no es siempre igual. La de las Maldivas, por ejemplo, es granulosa, dura, grisácea, y no uniforme; la de Sumatra tiene los granos redondos y blancos o amarillentos; la de la Luisiana es gris, y la de las Molucas y Nueva Guinea es roja, blanca o gris. Un árbol del tamaño de éste que acabamos de cortar da unos ocho quintales.
—¡Qué afortunada tierra, tío!
—Efectivamente; porque no es poca fortuna para una persona el proporcionarse pan para doce meses con sólo cuatro o cinco días de trabajo.
—¿Y cómo se prepara esta harina?
—Ahora lo verás. ¡Al trabajo, mi fiel Horn!
El piloto no había perdido el tiempo. Arrancadas las grandes hojas, daba hachazos en el tronco caído, dividiéndolo en pedazos de dos palmos de largo; pero a costa de grandes esfuerzos, porque la corteza, aunque no gruesa, era durísima. Al fin logró dividir el tronco en ocho trozos.
—Ahora, la maza —dijo el piloto, enjugándose el sudor de la frente—. Hay que romper las raíces interiores.
El Capitán, que había cortado una gruesa y pesada rama y le había dado forma de maza, iba ya a trabajar con ella, cuando se oyó un grito terrible.
Volviéronse todos y vieron al joven chino luchando desesperadamente con una serpiente enorme que lo tenía preso entre sus anillos.
—¡Gran Dios! —exclamó el Capitán—. ¡Un pitón!
Todos estaban helados de espanto.
XX. LOS BOSQUES DE LA PAPUASIA
Si la Nueva Guinea es la patria predilecta de las más espléndidas aves de la creación, lo es también de las serpientes, y sobre todo de los pitones, que son los mayores y más formidables reptiles de los bosques. Ninguna serpiente de las especies conocidas le supera, ni le iguala, ni con mucho, en tamaño; ni siquiera las boas de las selvas brasileñas.
Abundan en todas las islas de la Malasia, en la India, donde hay muchísimas, y en África; pero no las hay en Europa, aunque, a juzgar por las que se encuentran en estado fósil en los terrenos terciarios, debió de haberlas en tiempos remotos.
No son venenosas; pero su ferocidad y su audacia las hacen en extremo temibles. Se atreven con el hombre y con los animales más valientes y corpulentos: hasta con el tigre. El inglés Wádington vio a una en las orillas del Ganges sorprender a un tigre real, apretarlo entre sus potentes anillos y sofocarle al fin, a pesar de los zarpazos y mordiscos del tigre. Tienen tan fuerte musculatura, que estrujan a un oso o a un buey entre sus anillos, y es tal su vitalidad, que aun después de muertas tienen durante horas enteras sujeta su presa.
Schouten, en su viaje a la India narra a este propósito el siguiente hecho:
Durante la recolección del arroz algunos campesinos del Malabar dejaron en la cabaña a un muchacho que, por estar enfermo, no podía salir con ellos al campo.
El muchacho salió de la choza y se tendió a la sombra de una palma, donde se quedó dormido. En aquella posición le sorprendió un pitón gigante. Al volver los campesinos oyeron gemidos sofocados, pero no les hicieron caso al principio. Como siguieran oyéndolos, salieron de la choza y vieron a la monstruosa serpiente, que tenía envuelto al muchacho, aún vivo, entre sus anillos. El padre del muchacho, revistiéndose de valor, partió a la serpiente por la mitad de un hachazo; pero ella, así mutilada, siguió apretando el cuerpo del muchacho hasta sofocarlo.
Viven generalmente estas serpientes en los bosques calientes y húmedos, donde acechan a sus presas, bien ocultas en la yerba, bien suspendidas de los árboles. Prefieren para emboscarse la proximidad de los ríos, para sorprender a los animales que acuden allí a beber.
Aunque no son muy gruesas, pueden tragarse animales diez o doce veces más voluminosos, y veinte veces más pesados que ellas; la dilatabilidad de sus mandíbulas y la elasticidad de su piel que son extraordinarias, se lo permiten. Y así tiene que ser, pues como carecen de garras para despedazar a su presa, han de tragársela entera. Así tardan mucho tiempo, hasta una semana a veces, en deglutirla.
El pitón que había sorprendido al chino era de los mayores, pues no tenía menos de veintidós pies de largo. El horrible reptil, que quizás estuviera dormido en la espesura, advertiría la presencia del chino y se le acercaría silenciosamente, apresándolo de pronto entre sus formidables anillos. El desgraciado chino, casi sofocado, pálido como un muerto y con los ojos fuera de las órbitas, agitaba desesperadamente el brazo que le quedaba libre, haciendo por agarrar la cabeza del reptil, que tenía la bifurcada lengua fuera de la boca.
Cornelio, Hans y el mismo Van-Horn, paralizados por el terror, estaban como clavados en el suelo; pero el Capitán había acudido en socorro del joven con un hacha en la mano. Sabía que un momento de retardo podía ser fatal al pobre chino, cuyos huesos crujían ya, oprimidos por los anillos de la serpiente.
El arma cayó sobre el reptil con fuerza irresistible, cortándole el cuerpo a unos siete pies de la cola. Herido de muerte, aflojó al instante los anillos, y soltó al chino, para arremeter, mutilado y chorreando sangre como estaba, con aquel nuevo enemigo, dando silbidos de cólera.
Pero Van-Stael no era hombre asustadizo. Dio un rápido salto atrás para librarse de la serpiente, y en seguida le asestó otro terrible hachazo, que la tendió en la yerba con el casco de la cabeza partido en dos.
—¡Pobre muchacho mío! —exclamó el valiente Capitán acudiendo adonde estaba el chino—. ¿Te ha roto las costillas?
—No, señor —respondió el chino con voz apagada—. Me tenía ya medio ahogado; pero aún estoy con los huesos enteros, gracias a lo pronto que acudisteis en mi ayuda.
—¿No viste el peligro?
—No, señor; me sorprendió por la espalda. ¡Qué miedo he pasado, Capitán!
—Lo creo, pobre muchacho. Por fortuna pude acudir a tiempo.
—¡Ah, tío! —exclamó Cornelio—. ¡Nunca he experimentado emoción semejante! ¡Sentí que me faltaban las fuerzas!
—No me sorprende. Estas serpientes dan miedo hasta a los tigres. Tú, acuéstate y descansa, Lu-Hang; y nosotros trabajemos antes de que nos pille la noche.
Van-Horn, repuesto ya de su susto, emprendió con gran actividad el trabajo que tenía entre manos y que había suspendido. Empuñó la maza que el Capitán le había preparado, y se puso a golpear la médula roja del sagú, contenida en el pedazo de tronco que sobresalía de la tierra.
—¿Por qué la golpeas así, en vez de sacarla? —le preguntó Cornelio, que seguía atentamente la operación.
—Porque está sujeta por una verdadera red de fibras —respondió el piloto—. Si no se rompen esas fibras no hay modo de sacarla. ¡Mirad, ahora!
El Capitán metió ambos brazos en el tronco y extrajo un gran puñado de harina, que salió mezclada con blancas y finísimas hebras, al parecer muy resistentes y tenaces.
—¿Se comen también esas hebras? —preguntó Cornelio.
—No —respondió el Capitán—; echarían a perder el pan, porque son leñosas.
—¿Hay que separarlas?
—Sí, y para ello construiremos un cedazo con hebras de coco, para perder menos tiempo.
El Capitán vació por completo aquella parte del tronco del árbol, y amontonó la harina sobre grandes hojas.
Después puso otra de las rodajas del tronco sobre la que acababa de vaciar y manejando con fuerza la maza, la despojó de toda la harina, repitiendo la maniobra con todos los trozos, y obteniendo en pocas horas muy cerca de ocho quintales de harina, que formaba un montón enorme.
Había aún que cernerla para separarla de las fibras; pero habiendo llegado la noche, se dejó aquella segunda operación para el día siguiente. Cernieron, con todo, por lo pronto, una pequeña cantidad de aquella harina, la amasaron con un poco de agua y la pusieron a cocer sobre brasas.
Con aquel pan y con tortuga asada cenaron muy bien aquella noche. Acabada la cena, Van-Horn hincó en el suelo algunas estacas y formó un cobertizo de hojas que los librasen de la humedad de la noche, y lo rodeó de los trozos de tronco vacíos de sagú, que sirvieran como de empalizada que los defendiera de las flechas si llegara el caso.
Cornelio hizo el primer cuarto de guardia emboscándose en un matorral, y los demás se entregaron al sueño.
Aquellas precauciones resultaron inútiles, porque la noche pasó con tranquilidad y en silencio. Ni hombres ni fieras asomaron por aquellos sitios.
Al amanecer, todos se entregaron al trabajo para preparar la provisión de pan. Van-Horn construyó una especie de cedazo con hebras de cáscara de coco, y se puso a cerner la harina. El capitán y Hans echaban agua en el cedazo para hacer pasar la fécula, y Cornelio y el chino la amasaban en panes de a cuatro libras, que secaban después al sol. Habrían podido también reducir la harina a grano, pero hubieran necesitado un recipiente de hierro, y no lo tenían.
Para obtener el sagú granulado como el comercio lo lleva a Europa, se echa la harina en una caldera puesta al fuego y se la tuesta ligeramente revolviéndola sin cesar, y después se la lava y empaqueta. Los granos así obtenidos adquieren un sabor más agradable y un color más rojizo.
A mediodía tenían ya doscientos panes secándose al sol. Como ya eran bastantes, pues los náufragos no podían cargar con un peso excesivo, abandonaron la harina sobrante a los pájaros.
Por la noche los panes, ya perfectamente secos, fueron envueltos en hojas de plátano, que los conservan muy bien, y amontonados bajo el cobertizo.
—Tenemos para un mes —dijo el Capitán—. Mañana nos podremos poner en camino, sin miedo de pasar hambre.
—Pero nos falta la carne —dijo Hans.
—Nos la procuraremos durante el viaje, glotón. Las aves no faltan en esta selva, y tampoco nos faltarán cuadrúpedos.
—Será prudente llevar con nosotros una provisión de agua —dijo Van-Horn—. No la encontraremos siempre.
—Es que no tenemos vasijas. ¿Dónde vamos a llevarla? —preguntó Cornelio.
—Tampoco las tienen los papúes —dijo el Capitán—; pero disponen de recipientes, y en sus canoas no falta nunca el agua dulce.
—¿Y cómo se las componen?
—Ahora lo verás.
De uno de los muchos bambúes que por allí había, cortó con el hacha un trozo del grueso del muslo, y lo dividió en otros trozos más pequeños cortándolo por cerca de los nudos.
—Aquí tienes una vasija —dijo tomando en la mano uno de ellos—. La caña de bambú está hueca, como sabes, entre cada dos nudos, lo mismo que cualquiera otra especie de cañas, y este trozo tiene sendos nudos en sus extremos.
—Ya comprendo: se hace un agujero en uno de los nudos, se echa por él el agua, se tapa después con un tarugo y ya está hecha la vasija.
—Efectivamente, Cornelio. Se explica que en tierras donde la Naturaleza nos da hechos tales utensilios, no haga grandes progresos la industria del hombre. Y ahora, acostémonos; que mañana tenemos que ponernos en camino.
Se habían ya guarecido en el cobertizo, cuando con gran sorpresa para todos ellos oyeron por el lado del bosque los ladridos de un perro.
—¿Los papúes? —preguntó Cornelio, poniéndose en pie de un salto.
—¡Imposible! —contestó el Capitán, arrojándose fuera con el fusil en la mano.
Horn y los tres jóvenes, muy alarmados, salieron también armados de sus fusiles. Los ladridos continuaban a intervalos regulares, pero sin acercarse.
—Es imposible que sean los papúes —repitió el Capitán, que no apartaba la vista del bosque.
—¿Por qué? —le preguntó Cornelio.
—Porque nunca han tenido perros, ni aquí los hay.
—Sin embargo, esos son ladridos de perro, tío.
—¿Habrá en el bosque algún cazador europeo? —exclamó Van-Horn.
—¿Aquí, en esta selva tan alejada de los puertos que frecuentan los buques?
—Algún explorador, señor Stael.
—¡Hum! Lo dudo, Van-Horn.
—¿Y cómo puede haber aquí un perro sin amo?
—Pero ¿será un perro?
—¿Y qué puede ser? Esos son ladridos.
—Es que si fuera un perro ya estaría aquí, y esos ladridos ni se acercan ni se alejan.
—Es verdad, Capitán.
—Tened dispuestas las armas, y vamos a aclarar este misterio.
Manteniéndose ocultos entre la maleza para no recibir a mansalva una lluvia de flechas envenenadas, entraron en el bosque, que estaba oscuro, pues ya iba a ponerse el sol. Su sorpresa llegó al colmo cuando notaron que los ladridos venían de lo alto.
—¡Calla! —exclamó Cornelio—. ¿Un perro en las ramas de un árbol? ¿Cómo explicar esto, tío?
El Capitán, en vez de responder, lanzó una carcajada.
—¿De qué te ríes? —le preguntaron Hans y Cornelio.
—Es que el caso es para reírse, muchachos —les dijo—. ¿Queréis ver al pretendido perro? Mirad entre las ramas de aquel durión.
Dirigieron la vista hacia donde el Capitán les había indicado, y vieron, sosteniéndose en una gruesa rama, un pajarraco negro del tamaño de un cuervo, y que a intervalos regulares daba ladridos tan perfectos que parecían salir de la garganta de un perro.
—¡Dichoso país! —exclamó Cornelio—. No sabía que hubiera pájaros que ladrasen.
—Por fortuna, son inofensivos. Vámonos a dormir.
Pasaron también aquella noche sin novedad. Durante el cuarto de guardia del piloto hubo una falsa alarma, motivada por ciertos ruidos sospechosos que se oyeron hacia el bosque; pero después todo quedó tranquilo.
A las seis de la mañana todos estaban de pie, dispuestos a emprender valerosamente la marcha hacia el Oeste. Repartieron las provisiones de sagú proporcionalmente a las fuerzas de cada cual; cargaron con los barrilillos de bambú llenos de agua, y después de dar un adiós a aquellos sitios, se entraron por el bosque, decididos a llegar hasta el río Durga. Dificultaba mucho su marcha la espesura del bosque, que ni siquiera la luz del día dejaba pasar, sino a medias. Los árboles de teck, sagú, mangostán, cedro, bambú, arenghe, saccaripre, betel, rotang y otros infinitos, se apiñaban, entrelazando su ramaje y sus raíces, y los bejucos y las plantas trepadoras formaban impenetrables redes corriéndose de un árbol a otro, subiendo, bajando y serpenteando por la tierra.
No faltaban los árboles frutales silvestres. Veíanse muchísimas mangostanos cargadas de sus deliciosas frutas; gigantescos durines cuyas ramas se rendían al peso de las suyas, que son del tamaño de sandías, de enorme peso y envueltas en agudas espinas; buá bangha o artocarpi integrifoglia, altísimos, con enormes ramas, y que dan los mayores frutos de la tierra, pues dos hombres no pueden apenas con una de ellas, frutas bastante nutritivas y que maduran todo el año, y mangos silvestres.
Después de cinco horas de marcha llegaron nuestros viajeros al centro de un inmenso grupo de árboles que despedían un olor acre, pero muy agradable.
—¡Qué aroma tan exquisito, tío! —exclamó Cornelio.
—Procede de estos árboles —dijo el Capitán deteniéndose—. ¡Qué fortuna hay aquí para los que pudieran aprovecharla! —añadió—. Estos son los árboles que dan la nuez moscada. Míralos bien, Cornelio, que lo merecen.
XXI. EL BABIRUSSA
Los árboles de la nuez moscada (myristica moschata) son hermosísimos, parecidos a nuestros alerces. Tienen veinticinco o treinta pies de alto y crecen espontáneamente en los bosques húmedos y calurosos de ciertas regiones intertropicales del Asia Oriental. Por los motivos que después diremos, sólo los hay en algunas de las islas Molucas, donde se los cultiva en grande escala, y en los bosques inmensos y salvajes de Nueva Guinea. Viven sesenta u ochenta años y no fructifican hasta los nueve.
No se crea que el árbol da las nueces tales como las pone en circulación el comercio. Su fruto es una especie de albérchigo grande, de corteza cenicienta, que, al madurar, se abre, dejando ver una pulpa carnosa y rojiza que envuelve a la nuez, la cual está revestida de una membrana delgada, pero recia. El árbol produce todo el año, viéndosele con flores y frutas al mismo tiempo; pero las nueces con que se trafica se recogen, ordinariamente, en los meses de Abril, Julio y Noviembre.
Se las seca tres días seguidos al sol para conservarlas, cubriéndolas de noche del rocío, que les es dañoso. Quítaseles después la membrana que las envuelve y se las baña en agua de cal para librarlas de las picaduras de los insectos. Para asegurar más su conservación suele encerrárselas, antes de ese baño, en cañas de bambú, y someterlas a la acción de un fuego lento durante tres meses. Las mejores son las que se arrancan a mano del árbol; siguiéndolas en valor las que se recogen de su pie después de caídas, naturalmente, y las menos estimadas son las silvestres.
En otro tiempo, los holandeses, que se habían hecho dueños de la Malasia, tuvieron el monopolio de la nuez moscada, y para sostenerlo, impidiendo la competencia, destruyeron inmensos plantíos valiéndose de medios violentos y hasta inhumanos, y limitaron el cultivo a la isla de Banda, que produce la mejor calidad de ellas, y a otras tres islas de aquel archipiélago; pero pronto se convencieron de lo poco discreto de tal sistema, tratándose de un producto de puro lujo y de uso limitado, y dejaron a los malayos la libertad de cultivarlo a su guisa.
—¡Hermosos árboles! —exclamó Cornelio acercándose a uno de ellos—. ¡Y qué olor tan penetrante el de sus frutas!
—Hay aquí una fortuna —dijo el Capitán—. ¡Qué desgracia tener que dejarla!
—Los indígenas la recogerán.
—No la aprecian, y la abandonan; como tampoco estiman en nada el clavo, que tanto se aprecia entre nosotros.
—¿Hay alguno aquí?
—Sí; mira uno, Cornelio. Crecen en los terrenos que producen la nuez moscada; pero prefieren los volcánicos.
Cornelio, Hans y el mismo Van-Horn se acercaron al árbol indicado, que crecía en los linderos del bosquecillo, y lo observaron atentamente. Tenía más de veinte pies de alto, y estaba cuajado de pequeños ramitos de flores de un color rojo oscuro que despedían un aroma delicadísimo.
—¿Es de estas flores de dónde se saca el clavo? —preguntó Hans.
—El clavo consiste precisamente en sus pétalos —le respondió el Capitán—; pero no se recogen las flores hasta que se caen naturalmente. Después se las deja secar al sol hasta que toman un color casi negro. Un solo árbol de éstos da una buena renta; pues produce durante muchos años; desde los siete hasta los ciento veinte.
—¿Son comunes a todas estas regiones?
—Se da en todas las islas de la Malasia; pero mejor que en ningunas otras en las Molucas, que parecen ser su verdadera patria.
—¡Cuánta planta preciosa encierra esta isla, tan abandonada por los colonos europeos! —dijo Cornelio.
—Es verdad —respondió el Capitán—. Han poblado otras islas mezquinas y de tierras áridas, y se han olvidado de este paraíso.
Iban ya a ponerse en marcha, cuando una bandada de grandes pájaros cayó sobre el bosquecillo de nueces moscadas, y se puso a picar ávidamente la fruta.
—¿Qué volátiles son esos? —preguntó Cornelio.
—Palomas carpófagas —respondió el Capitán—. Son golosísimas de nueces moscadas, y a mi parecer las verdaderas productoras de los bosques de ese árbol, por las semillas de él que difunden por todas partes con sus excrementos.
Hans, deseoso de cazar una de aquellas aves, se echó el fusil a la cara; pero un grito de Van-Horn le detuvo.
—¡Tenéis algo mejor en que emplear vuestros tiros! —exclamó en el momento en que pasaba a toda carrera, por el lindero del bosque, un animal semejante al puerco en la corpulencia.
El joven, que se había vuelto al oír las voces de Hans, disparó contra la res; pero no debió acertarle de lleno, porque el animal desapareció en la espesura, después de lanzar un gruñido.
—¡Va herido!; ¡sigámoslo, señor Cornelio! —dijo Van-Horn.
—Pero ¿qué animal es ése? —preguntó el joven.
—Un babirussa. Apresurémonos a seguirlo, o perderemos su rastro —le replicó el piloto.
Pusiéronse en persecución del animal, que, efectivamente, debía de estar herido, pues se veían manchas de sangre en las malezas. Tampoco debía de haberse alejado mucho, pues se sentían sus pisadas y sus gruñidos y el ruido que hacía al abrirse paso a través del ramaje.
Cornelio, que era más ágil, corría como un gamo, saltando por encima de las raíces y rompiendo con su cuchillo las lianas que se oponían a su paso, seguido de Horn, que hacía desesperados esfuerzos para no perderlo de vista; pero el babirussa, a pesar de la sangre que iba perdiendo, no paraba de correr.
Duraba ya media hora aquella persecución, cuando Cornelio, que había vuelto a cargar el arma, vio a la res aprisionada entre un tejido espesísimo de lianas. Hizo fuego por segunda vez, y el animal cayó muerto.
—¿Le acertasteis? —preguntó Van-Horn, que estaba unos trescientos pasos detrás.
—Sí, y bien, pues no se mueve —respondió el cazador.
—¡Qué cena, señor Cornelio!; ¡chuletas deliciosas, como las del cerdo!; ¡cosa algo mejor que las palomas a que ibais a tirar!
Avanzando por entre las lianas, llegó Cornelio hasta donde yacía el animal, que estaba completamente inmóvil. Era un verdadero babirussa, que es como lo llaman los malayos, palabra que, traducida literalmente, significa puerco-ciervo, aunque nada tiene de común con los cuadrúpedos de esta última especie.
Pertenece a la de los paquidermos, y constituye un género particular de la familia de los cerdos, animal éste con el cual tiene gran semejanza. Difiere de él en tener las patas más largas, el cuello más grueso, el hocico algo caído y los ojos pequeñísimos. Es mucho más veloz que él en la carrera, circunstancia a que debe sin duda el calificativo de ciervo, que forma la segunda parte del nombre con que lo designan los malayos.
No tiene el pelo cerdoso, como el de los puercos, sino corto y lanudo, de un gris rojizo, y tiene la boca armada de dos largos colmillos que se encorvan hacia arriba, en dirección de los ojos del animal.
Viven los babirussas en las selvas de las islas de Malasia, en Ceilán y en Nueva Guinea, y se dejan domesticar si son de poca edad. Los indígenas aprecian mucho su carne, que, en el sabor, se asemeja a la de nuestros puercos monteses.
—¿Lo habéis matado? —preguntó Horn acercándose.
—Le he dado en la cabeza —le contestó Cornelio.
—Cortemos un trozo de él, por lo pronto, y volvamos al lado del Capitán.
—¿No se comerán las fieras el resto?
—Hay pocas fieras en Nueva Guinea, si es que hay algunas, señor Cornelio. Algunos dicen que hay tigres; pero no es seguro.
—Sí; pero hay pitones, cocodrilos…
—No hay que temer. Regresemos, señor Cornelio: estamos lo menos a tres millas de donde salimos y podemos extraviarnos.
—¿No tienes brújula?
—No; se la dejé al Capitán.
—Entonces, apresurémonos, Horn. Mi tío puede inquietarse.
El piloto descuartizó con su hacha al babirussa; cargó con un costillar, y junto con Cornelio, emprendieron la vuelta hacia donde habían quedado sus compañeros. Por desgracia, se habían olvidado de señalar los lugares por donde habían ido pasando, y para colmo de desventura, las manchas de sangre que a su paso dejara el animal no eran visibles en aquel caos de vegetales. Anduvieron muchísimo inútilmente. El bosquecillo de nueces moscadas no parecía.
Detuviéronse muy inquietos.
—Creo que nos hemos perdido —dijo Cornelio.
—Me lo temo —dijo Horn—. No hemos vuelto por el rumbo que trajimos a la venida.
—En una selva como ésta es muy fácil perderse, Horn. Sin señales que guíen en la marcha, hay tendencia a andar describiendo círculos más o menos amplios. Eso es sabido.
—Así es, efectivamente, señor Cornelio; y se ha advertido que se desvía uno siempre hacia la izquierda.
—Es probable que por efecto de ello nos hayamos alejado, en vez de acercarnos; ¿no lo crees así, Horn?
—Mucho me lo temo.
—¡Qué desgracia!
—Tenemos nuestras armas.
—¿Y de qué pueden servirnos para sacarnos de este apuro?
—Pueden servirnos para hacer señales con ellas disparando unos cuantos tiros.
—¡Pues hagámoslo antes de extraviarnos más, Horn!
Descargó Cornelio el fusil al aire; pero la espesura del bosque se comía el ruido y no lo dejaba propagarse. Pusieron el oído por si sonaba algún disparo lejano en contestación al suyo, pero nada advirtieron.
—¿Has oído algo, Horn? —preguntó Cornelio.
—Nada oigo —contestó el piloto—. Con esta espesura no hay manera de oír nada.
—Hagamos unos cuantos disparos más, Horn.
Dispararon varias veces sus fusiles uno tras otro y después a un mismo tiempo, dirigiendo hacia arriba la puntería; pero sólo consiguieron asustar a los pájaros.
—El caso es grave —dijo Cornelio.
—Veamos —dijo el piloto—. El bosque de nueces cae al Oeste.
—Sí.
—¿Y dónde estamos? Me parece que al Oeste, si los rayos del sol no me engañan.
—Pero ¿a qué distancia?
—Eso es lo que no podemos saber; pero me parece que el babirussa huyó hacia el Sur. Caminando, pues, hacia el Norte, nos cruzaremos, más o menos lejos, con el Capitán.
—¿Y si está buscándonos y se ha dirigido al Oeste?
—En tal caso trataremos de llegar a la orilla del Durga. Sabemos que se dirige allí, y tendremos que encontrarle.
—No perdamos tiempo, y a ver si nos reunimos con nuestros compañeros antes de que se haga de noche.
Se pusieron en camino tratando de orientarse por el sol, que declinaba rápidamente; pero les era casi imposible verlo a causa de la espesura. Las selvas de la Papuasia son intrincadísimas. Abundan en árboles gigantescos, cuyas copas se elevan hasta doscientos pies y más sobre el suelo, ligados entre sí por espesas y revueltas lianas, y debajo de ellos hay una espesísima vegetación de árboles de mediano y pequeño tamaño, que detienen absolutamente los rayos del sol y que dejan sumida en la oscuridad toda la parte baja del bosque cercana a la tierra. Aun a mediodía se ve poco en lo interior de esas selvas; de noche, absolutamente nada, haciéndose imposible dar un paso por ellas, a pesar de faltar por completo la vegetación herbácea por falta de luz y de aire.
Van-Horn y Cornelio caminaban, pues, casi a la ventura. De vez en cuando disparaban tiros y se detenían a esperar la respuesta, pero en vano.
Al llegar la noche, rendidos de fatiga, hambrientos e inquietos, se detuvieron al pie de un árbol del pan, de enorme tronco.
—¡Pobre tío! —dijo Cornelio con tristeza—. ¡Qué mal rato estará pasando!
—Ya lo encontraremos, señor Cornelio. Mañana al amanecer nos pondremos en marcha y discurriremos el modo de comunicarnos con él.
—¡Qué mala noche pasará, Horn! Quizás crea que hemos caído en manos de los papúes, y hasta nos tenga por muertos.
—Sabe que estamos armados y que sabemos defendernos. Confiemos en Dios.
El piloto, aunque aquejado por tristes pensamientos, cortó aquella penosa conversación, encendiendo fuego y poniendo a asar sobre las brasas algunas chuletas del babirussa. Después, a falta de sagú, pues lo habían dejado en el bosquecillo de nueces para andar más ligeros cuando emprendieron la carrera tras del babirussa, echó mano de algunas frutas del árbol bajo el cual estaban.
Eran del tamaño de melones medianos, cubiertas de una piel rugosa, y contenían en su interior una pulpa amarilla y tierna, que se prepara asándola sobre brasas. Sirve de pan, y tienen sabor parecido al de las batatas dulces.
La cena fue triste; y aunque los dos hombres estaban hambrientos comieron poco, porque la inquietud les había quitado el apetito.
Después de apagar el fuego, que pudiera descubrirlos a los salvajes que quizás hubiera por aquellos contornos, se tendieron en la yerba y esperaron impacientes la luz del nuevo día para seguir buscando a sus compañeros.
XXII. LA VENGANZA DE LOS PAPÚES
Aunque estaban cansadísimos, no pudieron cerrar los ojos en toda la noche. Sus inquietudes, lejos de calmarse crecían de momento en momento. Pensaban en el Capitán y en sus compañeros, a quienes suponían buscándolos en aquella inmensa selva.
Daban vueltas intranquilos sobre sus lechos de hojas, aguzaban los oídos y contenían la respiración, creyendo siempre oír algún grito o alguna detonación. De vez en cuando se levantaban, trepaban a algún árbol para escuchar mejor; pero pasaban las horas una tras otra sin que ningún rumor viniera a turbar el silencio.
Hacia media noche, vencidos por el sueño y el cansancio, iban ya a quedarse dormidos, cuando oyeron de pronto gritos lejanos.
Ambos se pusieron en pie con las armas en la mano.
—¿Has oído, Van-Horn? —le preguntó Cornelio con voz reposada.
—Sí, señor Cornelio —contestó, alarmado, el piloto.
—¿Serán nuestros compañeros, mi tío, mi hermano…?
—No lo sé; pero empiezo a tener esperanza.
—Acudamos, Van-Horn, antes de que se alejen.
—¿Con esta oscuridad?
—No importa. Ya trataremos de orientarnos.
Abandonaron el árbol y se pusieron en camino, marchando tan aprisa como les era posible por entre los troncos y las raíces y a través de los bejucos. Los gritos seguían oyéndose cada vez más cercanos.
Haciendo desesperados esfuerzos, cayendo y tropezando acá y allá, siguieron la marcha. Unos mil quinientos pasos llevarían andados, cuando cesaron de pronto los gritos. Cornelio se preparaba ya a descargar el fusil para llamar la atención de sus compañeros, cuando Horn lo detuvo bruscamente, diciéndole:
—¡Allá veo brillar un fuego!
Cornelio miró en la dirección indicada, y, en efecto, a distancia de setecientos u ochocientos pasos vio brillar una llama al través del follaje.
—¿Habrán acampado? —preguntó.
—¿Y si no fueran ellos? —dijo Van-Horn—. No cometamos imprudencias, señor Cornelio, sin estar seguros de que sean nuestros compañeros.
—Es verdad; pero no debemos quedarnos aquí.
—No; y avanzaremos; pero con precaución. ¡Silencio y avante!
La llama seguía brillando y era cada vez más fuerte, esparciendo un vivo resplandor a través de los árboles de la selva. Cornelio y el piloto, con los fusiles preparados, se dirigieron hacia aquel sitio, procurando no hacer ruido. A treinta pasos de aquella hoguera se detuvieron de común acuerdo, y muy disgustados, pues habían sufrido un desengaño.
Sentados alrededor de ella, doce papúes discutían animadamente. Otro de ellos atado fuertemente con sólidas lianas, estaba tendido sobre la yerba, haciendo desesperados esfuerzos por librarse de sus ligaduras.
Los primeros eran fuertes, musculosos, de pechos amplios, facciones angulosas y duras como las de la raza malaya, pelo abundante y rizado, dientes agudos y ennegrecidos por el uso del betel y piel cobriza, pero de tonos sucios.
Iban completamente desnudos y llevaban un hueso atravesado por el cartílago de la nariz, consistiendo sus armas en arcos, mazas, y lanzas con la punta de hueso.
El prisionero era de más elevada estatura, rostro ovalado y regular, abundante cabellera lanosa sujeta con un ancho peine de bambú, y tenía la piel del hermoso color negro de las buenas razas africanas.
Llevaba los brazos y el cuello adornados de aros y collares de cobre, y de dientes de animales, y el pecho cubierto con un peto fabricado de un tejido de fibras vegetales. Rodeábale la cintura una especie de faldeta de algodón rojo, más larga por delante que por detrás.
—¿Qué casta de gente es ésa? —preguntó Cornelio al oído a Horn.
—Los que están sentados al fuego son Alfuras o Arfakis montañeses del interior. En cuanto al prisionero, me parece un papú de la costa, en traje de guerra.
—¿Irán a comérselo?
—Quizás, porque los arfakis son antropófagos y odian mortalmente a los papúes de la costa.
—¿Y vamos a dejar que se coman a ese desgraciado?
—No, señor Cornelio; y con tanto mayor motivo cuanto que los papúes de la costa no son malos y tienen frecuente trato con los europeos. Si lo libertamos nos puede prestar muy buenos servicios y hacer que encontremos al capitán Stael, conduciéndonos a las orillas del Durga.
—Vamos a enterarnos antes de lo que va a pasar.
Su espera no fue larga, pues poco después llegaba un salvaje desnudo como los demás arfakis, pero de estatura más alta, adornado de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortuga y dos grandes aros de metal pendientes de las orejas. En la cabeza llevaba un gran penacho de plumas de colores.
—Debe de ser un jefe —dijo Horn a Cornelio.
El recién llegado se acercó al prisionero y le interrogó detenidamente. Después hizo señas a sus compañeros para que se levantaran en seguida, arrojando al fuego ramas resinosas que llevaban consigo.
Cuando hubieron encendido una inmensa hoguera, se arrojaron sobre el prisionero y le ataron las manos a la espalda.
—Van a asarlo —dijo Cornelio.
—No lo creo —respondió Van-Horn—. Creo más bien que se trata de una venganza. Preparémonos a hacer fuego.
Entretanto, los arfakis sujetaban con bejucos a la espalda del desgraciado un haz de hojas secas. El prisionero lanzaba gritos y se revolvía furiosamente.
A poco, los arfakis encendieron el haz de hojas secas que le habían atado a la espalda, y con las lanzas y a mazazos lo arrojaron en la hoguera.
—¡Ah, canallas! —gritó Cornelio—. ¡Fuego, Van-Horn!
Dos disparos resonaron a un tiempo. Cayeron dos de aquellos hombres, y los otros, espantados de aquel ruido, que no habían oído hasta entonces, y de la muerte súbita de sus compañeros, dieron a huir a todo correr lanzando gritos de terror.
Cornelio atravesó de un salto la línea de fuego, arrancó de las espaldas del espantado prisionero, las hojas encendidas, y con sus robustos brazos le sacó de allí colocándole al pie de un árbol.
—No temas —le dijo desatándole las manos.
—No nos detengamos aquí, señor Cornelio —dijo Horn—. Los salvajes pueden tener otros compañeros acampados por estos contornos y volver en mayor número.
—¿Y quieres abandonar a este pobre diablo?
—Si no está reñido con su pellejo, vendrá con nosotros.
—Gracias —dijo el papú en perfecto holandés.
—¡Calla! —exclamó Cornelio, admirado—. ¡Conoce nuestra lengua!
—No me admira —dijo Horn—. Nuestros compatriotas vienen mucho por estas islas.
—¿Quieres seguirnos? —preguntó Cornelio al papú.
Este no respondió, pero le miró como diciéndole: explicaos.
—No puede saber muchas palabras —dijo Horn—. Mejor comprenderá el malayo, idioma que se habla en la costa occidental de la isla.
Repitió la pregunta en dicha lengua, y al punto obtuvo respuesta.
—Soy vuestro esclavo: os seguiré donde queráis.
—Nosotros no tenemos esclavos —respondió Van-Horn—: Serás nuestro amigo. Síguenos.
Partieron a la carrera precedidos por el papú, el cual les abría camino apartando con cuidado las ramas y los bejucos que podían molestar a sus salvadores.
Aunque ya no se oían los gritos de los arfakis, siguieron corriendo durante una hora, internándose cada vez más en la tenebrosa selva.
Detuviéronse a descansar en medio de un matorral de plantas trepadoras.
—¿Crees que nos seguirán tus enemigos? —preguntó Horn al papú.
—Están amedrentados por las armas de fuego —contestó el interpelado.
—¿Y qué has hecho? ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?
—Soy un papú del Durga, hijo del jefe Uri-Utanate.
—¡Del río Durga! —exclamó el piloto—. ¡Ah, qué suerte! ¿Está muy lejos tu aldea?
—A dos días de marcha.
—Y ¿por qué te has alejado de ella?
—Porque quería matar a Orango-Arfaki, jefe de los montañeses, enemigo de mi padre y de mi tribu.
—Y ha sido él quien ha estado a punto de matarte a ti.
—¿Qué le estás diciendo? —preguntó Cornelio.
—Os lo explicaré. Debéis saber que cuando dos tribus están en guerra, los más valientes juran matar a los jefes enemigos, y procuran hacérselo saber. Los jefes, advertidos, hacen cuanto pueden por apoderarse de esos juramentados, y los hacen perecer quemados entre espinos resinosos. Es una antigua costumbre de estos pueblos.
—Y este papú es hijo de un jefe, por lo que he podido entender.
—Sí, señor Cornelio; y su tribu está en la orilla del Durga.
—Pues entonces nos guiará hasta allí.
—Sí; pero antes trataremos de encontrar a nuestro tío y a nuestro hermano. Los salvajes saben guiarse por los bosques, y seguir una huella, por leve que sea.
—Informa de todo a este hombre.
Van-Horn no se hizo repetir la indicación, y contó al papú las peripecias de su extravío en el bosque.
—Me habéis salvado la vida, y soy vuestro esclavo —respondió el indígena—. Buscaremos a vuestros compañeros, y luego os conduciré a todos ante mi padre, que os entregará una gran piragua para que volváis a vuestro país. Nosotros no amamos a los europeos, de los cuales tenemos grandes motivos de queja; pero mi padre y mi tribu acogerán bien a mis salvadores. Marchemos, que va a ser de día.
—¿Y cómo harás para encontrar a nuestros compañeros? —preguntó Horn.
—Sé dónde está el bosquecillo de nueces moscadas. He cazado allí palomas y aves del paraíso, hace una semana.
—Pero tienes las espaldas llagadas por las quemaduras.
—No importa; no me molestan mucho.
—Vamos, pues —dijo el piloto.
El sol apuntaba ya, dorando las copas de los árboles gigantes y despertando a las aves, que comenzaban a cantar volando de rama en rama.
El papú, Cornelio y Van-Horn no se detenían a admirar a aquellas aves, entre las cuales las había de los más raros y preciosos plumajes, y apretaban el paso para llegar cuanto antes al bosquecillo de moscadas, esperando encontrar allí al Capitán, Hans y el chino.
Varias veces habían tenido que detenerse para pasar a través de los bejucos, que les impedían avanzar, estorbándoles el paso. Para mayor desgracia, hacia las diez de la mañana llegaban a las márgenes de una verdadera selva de plantas trepadoras, tan espesas, tan enredadas las unas con las otras, que no se podía cruzar por ella, sino con muchísimo trabajo.
—¿Qué plantas son éstas? —preguntó Cornelio a Van-Horn.
—Plantas de pimienta —respondió el piloto—. Ya quisiera yo llenar con ellas la bodega de un buque de cien toneladas.
—Una verdadera fortuna.
—Lo habéis dicho, señor Cornelio; pero inútil para nosotros, y que ahora nos van a dar muchísimo que hacer.
XXIII. LOS PRISIONEROS
El piloto no se había equivocado. Aquella selva estaba tan llena de obstáculos, que no hubieran podido vencerlos ni aun arrastrándose como serpientes, y que iban a obligarles a dar inmensos rodeos.
Hay muchísimas variedades de la planta de la pimienta —el piper nigrum, el piper lungun, el magro piper y otras— y crecen en la India, en Ceilán, en las Guayanas y en muchas de las Antillas; pero la Malasia es su verdadera patria.
Son plantas silvestres parecidas a la vid, pero requieren cuidadosas atenciones si se quieren obtener grandes productos de ellas. De sus flores, que no tienen cálices y que se agrupan en largas guirnaldas blancas, salen las habas, que primero son verdes, después rojas y por último amarillas. Coséchanse antes de que maduren del todo y se secan al sol o a fuego lento, adquiriendo color negruzco y aspecto rugoso.
Hablamos de la pimienta negra, que es la mejor; la blanca, que es menos ardiente y aromática, se obtiene dejándola madurar hasta cierto punto, macerándola por uno o dos días en agua de cal para que pierda la cascarilla externa, y secándola después como la pimienta negra.
Es raro que este mísero grano haya sido bastante para poner en comunicación, desde los tiempos más remotos, a los habitantes de Europa con los de la India. Ya en el tiempo de los romanos era un artículo importantísimo, que se expedía en grandes remesas desde la India y llegaba a Europa a través del Océano Indico y el mar Rojo. Pagábasela a tan altos precios, que se hizo proverbial su carestía. Para ponderar el alto valor de una cosa se decía que era cara como la pimienta.
El papú, Cornelio y Van-Horn, tropezando y cayendo, y mareados por el olor acre de la pimienta, iban abriéndose camino a hachazos, avanzando poco a poco y descansando a cada instante para limpiarse el sudor que les inundaba, pues el calor era insoportable en lo interior de la selva.
Poco después de mediodía llegaron los viajeros a lugares más transitables, aunque siempre dentro del bosque.
—¡Ya era tiempo! —exclamó Cornelio entre uno y otro estornudo—. ¡Por poco me ahogo ahí dentro!
—¡Yo estoy humeando! —decía el piloto—. ¡Si no estoy cocido, me falta poco! Descansaremos un rato antes de emprender de nuevo el camino.
Disponíanse a seguir este consejo, cuando vieron al papú esconderse de un salto en la yerba.
—¿Qué ocurre?… ¿Llegan los arfakis? —preguntó Cornelio, mirando en derredor suyo.
—No veo a nadie —contestó el viejo.
Pero en seguida se agachó bruscamente, haciendo señas a Cornelio de que le imitara, e indicándole, al mismo tiempo, que dirigiese la vista hacia lo alto de un árbol.
Cornelio miró en la dirección que Horn le indicaba, y no pudo reprimir un grito de sorpresa.
Quince o veinte aves se habían posado en una gruesa rama, y se peinaban al sol su plumaje ¡pero qué plumaje! Las tintas más espléndidas, los reflejos más brillantes y variados, todos los colores del prisma se confundían en aquellas plumas.
Eran algo mayores que pichones, casi del tamaño de gallinas, con la cabeza de un amarillo dorado en la parte inferior y verde oro en la superior; el dorso era castaño con reflejos también dorados, la cola rizada, de tonos multicolores, lo mismo que las alas, de debajo de las cuales les salían como una especie de borlas de fino plumón amarillo pálido con reflejos plateados.
Alumbrados por los rayos del sol, que producían en aquellas soberbias tintas reflejos brillantísimos, no parecían aves, sino ramilletes de flores salpicados de pedrería.
—¡Qué soberbios volátiles! —exclamó Cornelio—. Nada he visto en mi vida más hermoso, ni creo que lo haya en toda la redondez de la Tierra.
—Es verdad, señor —dijo Van-Horn—. No hay aves que superen a éstas en hermosura. Con razón se las llama aves del paraíso.
—¡Ah! ¿Estas son las famosas aves del paraíso?
—Sí, señor Cornelio.
—Siendo tan hermosas, no deben ser desagradables al paladar.
—Son deliciosas, y de carne perfumada, pues se alimentan de nueces moscadas y de flores de pimienta. Nuestro amigo el papú parece que codicia sus plumas. Miradle cómo acecha a esas aves.
—¿Y para qué quiere las plumas?
—Ya os lo diré. Ahora lo oportuno es hacer fuego, antes de que huyan.
Apuntando con gran cuidado hicieron fuego simultáneamente.
Dos aves, heridas de muerte, cayeron al suelo, mientras las otras, espantadas por la detonación, huían como un grupo de flores.
Cornelio se apresuró a recoger la presa, examinándola con curiosa atención, mientras Van-Horn, que pensaba más en la carne que en las plumas, encendía una alegre hoguera.
El papú, que parecía contentísimo del resultado de aquel doble disparo, se puso a desplumar delicadamente una de las aves, amontonando con gran cuidado las hermosas plumas.
—¿Y qué hará con ellas? —preguntó Cornelio—. ¿Adornarse quizá la cabellera?
—No, señor Cornelio. Imitará con esas plumas dos aves del paraíso, que venderá luego a los chinos, a los malayos o a nuestros compatriotas.
—¿Qué imitará dos aves?
—Esa es la palabra, señor Cornelio —contestó Horn, riéndose.
—No te comprendo.
—Me explicaré mejor. Las aves del paraíso son muy solicitadas, lo mismo por los chinos, que las quieren para adornar sus estancias, que por los europeos, que las venden a los grandes museos o a los negociantes en plumas de lujo.
Los chinos, y sobre todo los malayos, vienen a adquirirlas a Nueva Guinea o a las islas Arrú, pues no se crían en otros sitios, y las pagan muy bien. Tentados por la codicia, los papúes persiguen encarnizadamente a esas aves.
Para no destrozarlas o echar a perder su plumaje con las flechas, las cazan con cerbatana, lanzándoles cañitas sutilísimas que llevan una bolita de creta en la punta. También les lanzan, por medio del arco, unas flechitas formadas de nervios de hojas.
Otra manera que emplean para cazarlas consiste en apostarse al acecho al píe de los árboles donde descubren que duermen y en sorprenderlas en su sueño agarrándolas con la mano.
—¡Buen procedimiento! —exclamó Cornelio.
—Con semejante guerra de exterminio las aves del paraíso comienzan a escasear, y los papúes recurren al engaño.
Como esos pájaros cambian de plumaje una y aún dos veces al año, los indígenas recogen con gran cuidado esas plumas, y, las arman, con gran habilidad, en los cuerpos de cualquiera otra ave parecida a la del paraíso. Y hacen tan admirablemente esas imitaciones que se hace muy difícil notar el engaño, y os aseguro que en muchos museos de zoología figuran palomas disfrazadas con el nombre de aves del paraíso.
—¿Y los malayos lo saben?
—No ignoran que los papúes falsifican esos volátiles; pero no los pueden distinguir de los verdaderos.
—Entonces nuestro amigo, el papú, con esas plumas imitará dos aves.
—Y hasta cuatro, señor Cornelio, y obtendrá a cambio de ellas buenas botellas de licor o armas.
En tanto que los dos europeos charlaban, el hijo del koranos Uri-Utanate había empaquetado las plumas en una hoja y había puesto a asar las dos aves.
Media hora después, los tres la emprendían con el asado, que lanzaba un exquisito olor a nuez moscada; y acabada la comida, se ponían en marcha, pues estaban impacientes por llegar al bosquecillo y reunirse a sus compañeros.
La selva no era tan espesa como antes, aunque abundaban las plantas trepadoras conocidas por los malayos con el nombre de giunta wan (urcola elástica) perteneciente al género de las apocíneas, que producen una especie de goma que se utiliza también como alimento.
Tampoco escaseaban los rotangs (calamus), lianas o bejucos delgados, pero que alcanzan la inverosímil longitud de ochocientos y hasta mil pies. Había, no obstante, en la selva muchos claros que permitían a los náufragos marchar cómodamente.
El papú, verdadero hombre de los bosques, los guiaba sin vacilar un momento, yendo siempre por un camino más o menos recto, pero que infaliblemente debía conducirlos al bosquecillo de nueces moscadas. De vez en cuando miraba al sol para guiarse, y en seguida redoblaba el paso separando las ramas o cortando los bejucos que podían molestar a sus salvadores.
Hacia las tres de la tarde dirigió una larga mirada en torno suyo, y dijo mirando a Van-Horn:
—El bosquecillo está allí, detrás de aquel teck.
—¡Ya están bien cerca, señor Cornelio, y oirán un disparo! —gritó el piloto.
—¡Ah! —exclamó Cornelio—. ¡Al fin voy a volver a ver a mi tío y a Hans!
Levantó el fusil y lo descargó al aire; pero no le respondió ninguna detonación. El piloto y el joven se miraron con gran ansiedad.
—Nada —dijo el viejo, poniéndose pálido.
—¿Habrán partido?
—No lo sé; pero mis inquietudes redoblan.
—¿Estarán, tal vez, dormidos?
—¿A estas horas? No son más que las tres, señor Cornelio.
—Habrán salido en nuestra busca.
—Es posible; y aun creo que encontraremos alguna señal. Corramos.
Precedidos por el papú se dirigieron a la carrera hacia el bosquecillo, adonde llegaron bien pronto, pues el indígena, que comprendió que algo grave debía de haber sucedido, los guio sin vacilar.
Cornelio y Van-Horn se detuvieron ante los árboles. Ambos estaban muy pálidos y dirigían ansiosas miradas a aquellos árboles; pero ni uno ni otro vieron a nadie. Solamente las palomas coronadas ocupaban las ramas, comiendo las exquisitas frutas.
—¡Ya no están aquí! —exclamó sollozando el joven—. ¡Dios mío! ¿Dónde los encontraremos?
—Veamos, señor Cornelio. No es posible que se hayan marchado, sin dejar aquí algo para nosotros.
Entraron bajo los árboles y llegaron al sitio en que habían acampado el Capitán, Hans y el chino. Se veían aún algunas huellas: trozos de pan de sagú, cenizas, una pequeña choza medio caída, plumas de palomas, pero nada más.
—¡Nada! ¡Ni un papel que nos indique el camino que han seguido! —exclamó Van-Horn con desesperación.
A poco, mientras él y Cornelio registraban entre la yerba, vieron al papú, que se había alejado para buscar las huellas del Capitán, volver corriendo, con la ansiedad pintada en el semblante.
—¡Allí! —gritó señalando al piloto el lindero de la gran selva.
—¿Qué has visto? —le preguntó Horn, que tuvo un momento de esperanza—. ¿Hombres blancos, quizá?
—No; pero venid.
Cornelio y Hans lo siguieron, llegando hasta un grupo de enormes duriones. Allí, con gran angustia, vieron en el suelo algunos panes de sagú pisoteados, balas de fusil, un pedazo de paño que reconocieron como perteneciente al traje del Capitán, y el sombrero del chino; observaron, además, algunas flechas clavadas en los troncos de los árboles, una maza medio rota y cuerdas de fibras de rotang.
—¿Qué ha pasado aquí? —exclamó Cornelio con voz ronca.
—¡Aquí ha habido un combate! —respondió Horn mesándose el cabello—. ¡Los salvajes han acometido a nuestros compañeros!
—¡Y tal vez mi tío, mi hermano y el chino han sido muertos!
—¡No!… ¡Esperad!…
El piloto se precipitó entre la yerba y recogió un trozo de carta arrugado, que había al pie de un árbol. En él se veían algunas palabras escritas con el zumo de una planta.
—Leed, señor Cornelio —le dijo, entregándole el pedazo de papel.
El joven lo estiró, y leyó:
«Prisioneros de los salvajes. Nos llevan hacia el Durga. Van-Stael».
—¡Han sido sorprendidos y hechos prisioneros! —exclamó Horn—; ¿pero, por quiénes? ¿Por los papúes o por los arfakis? ¿Los harán esclavos, o se los comerán?… ¡Uri-Utanate!
El papú pareció no haberle oído: había arrancado una flecha clavada en un tronco, y la miraba con atención.
—¡Uri-Utanate! —repitió el marino.
Esta vez el salvaje le oyó, y se le acercó diciéndole:
—Yo conozco esta flecha.
—¿La conoces? —exclamó Van-Horn.
—Sí; y pertenece a los guerreros de mi tribu.
—¿Estás seguro de no equivocarte?
—No me engaño.
—¿Y por qué motivo los de tu tribu han llegado hasta aquí?
—Mi padre los ha conducido.
—¿Para sorprender a nuestros compañeros?
—No, porque no podía saber que estaban aquí, sino para salvarme de manos de los arfakis. Un compañero mío, que pudo huir cuando me hicieron prisionero, le habrá advertido de mi desgracia.
—¿Y si por vengar tu muerte mata a los nuestros?
—No; nosotros hacemos la guerra a los europeos porque nos han maltratado.
—¿Y los matará?
—Mi padre no mata a los prisioneros. No somos antropófagos tampoco: los hacemos esclavos.
—Pues nosotros los libraremos, aunque tengamos que incendiar tu aldea.
El papú se sonrió.
—El hijo de Uri-Utanate ha sido salvado por vosotros, y es vuestro esclavo. Cuando mi padre lo sepa, será amigo vuestro y os hará conducir a todos a vuestra patria.
—¿Está muy lejos el Durga?
—A dos jornadas de marcha.
—¿Cuándo crees que fue el asalto?
—Al alba, porque estas ramas tronchadas están aún húmedas de savia. Si hubiera sido ayer, ya estarían secas.
—Señor Cornelio; partamos sin perder un minuto —dijo el piloto—. Dentro de cuarenta y ocho horas abrazaremos al Capitán, a Hans y al chino.
—¡En marcha, Van-Horn! Me siento tan fuerte ahora, que andaría diez leguas sin detenerme.
Recogieron los panes de sagú esparcidos entre la hierba, y se pusieron en marcha penetrando en la gran selva, que se extendía hacia el Oeste.
XXIV. EL JEFE URI-UTANATE
El Capitán, Hans y el chino habían esperado en vano en el bosquecillo de nueces moscadas la vuelta de los cazadores, que se habían alejado siguiendo al babirussa.
Al principio no se inquietaron, creyendo que el animal los había llevado muy lejos; pero viendo que las horas pasaban sin que Cornelio ni Horn volvieran, comenzaron a recelar que les hubiera podido ocurrir alguna desgracia.
Encontrándose en país salvaje, habitado por tribus hostiles y algunas sospechosas de antropofagia, y poblado además de no pocos animales feroces, sus temores no carecían de fundamento.
El Capitán, cuyos recelos aumentaban a medida que el día iba decayendo, decidió marchar en busca de sus compañeros. Después de haber recomendado a Hans y al chino que no abandonaran el bosquecillo y vigilasen atentamente, se puso en marcha hacia el Sur, siguiendo las huellas del babirussa y teniendo la precaución de señalar los árboles a su derecha, dando en ellos hachazos, a fin de guiarse al regreso.
Se internó mucho en la selva; pero ya iba al acaso, pues había perdido las huellas del animal. De vez en cuando llamaba a gritos a sus compañeros, sin obtener respuesta.
Como el sol iba declinando y temía no poderse guiar al regreso, se vio, a pesar suyo, obligado a volver al campamento, con la esperanza de hallar en él a los cazadores que podían haber vuelto por otro camino.
Su desesperación llegó al colmo, cuando sólo vio a Hans y al chino.
—Se han extraviado —dijo—. ¿Qué será de ellos? Los imprudentes, persiguiendo a la res, se han olvidado de hacer señales en los árboles, y Dios sabe dónde estarán ahora.
—No pueden estar muy lejos, tío —dijo Hans—. El babirussa perdía sangre y no habrá podido correr mucho. De seguro volverán.
—Pero la selva es inmensa, Hans, y muy fácil extraviarse en ella.
—Van-Horn es un marino, y tú sabes que los hombres de mar saben orientarse muy bien.
—En el mar, sí; ¡pero en estos bosques, donde no pueden verse el sol ni las estrellas! Pero tengamos paciencia. No veo otro remedio por ahora.
Construyeron una pequeña choza con hojas y ramas entrelazadas, y se guarecieron en ella para pasar la noche sin atreverse a dormir, por temor de no oír los gritos o señales de sus compañeros.
Las horas pasaban sin que Cornelio ni Van-Horn volviesen. Sólo a media noche creyeron sentir una lejana detonación y gritos; pero no se repitieron.
El Capitán hubiera querido partir al instante; pero la oscuridad era profunda y temía extraviarse. Hubo, pues, de renunciar a su proyecto.
Al alba, vencidos por el cansancio de aquella larga y angustiosa velada, se quedaron dormidos; pero su sueño duró poco, pues fueron bruscamente despertados por unos gritos salvajes.
Iban a ponerse en pie, cuando se precipitaron sobre ellos treinta o cuarenta papúes armados de cerbatanas, mazas y lanzas, y adornados de plumas y collares de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortugas.
Hans y el chino fueron en un instante reducidos a la impotencia, antes de que pudieran hacer uso de sus armas. El Capitán, empuñando un hacha, se había lanzado fuera tratando de guarecerse en la selva; pero no pudo lograrlo, porque se vio rodeado por un numeroso grupo de salvajes y hecho prisionero, a pesar de su desesperada defensa.
Un viejo papú, de alta estatura, con la cabeza adornada de plumas de aves del paraíso, y liada a la cintura una banda de tela que le caía por delante, se acercó al Capitán y le dijo en lengua malaya:
—¿Dónde está mi hijo?
—¿Tu hijo? —exclamó Van-Stael—. ¡No sé quién es!
—Había venido aquí para matar al jefe de los arfakis.
—No lo he visto.
—¡Mientes! —gritó el papú—. ¡Tú lo has matado!
—Te repito que no lo he visto.
—Los europeos son nuestros enemigos.
—Yo no he sido nunca enemigo tuyo.
—Tú quieres engañarme; pero eres mío, y serás mi esclavo, o te entregaré a mis súbditos para que te coman.
—Estás borracho, papú —dijo el Capitán, que iba perdiendo la calma—. ¿Qué historia es ésa que me cuentas?
—¿Qué hacéis en este bosque?
—Hemos naufragado en estas costas, arrojados por la tempestad, y trataba de llegar al río Durga, para luego ir a las islas Arrú y desde allí volver a mi patria.
—¿Y no has visto a los arfakis?
—Ni a uno siquiera.
—¿Qué es lo que ha ocurrido a mi hijo?
—¿Pero cómo quieres que lo sepa?
—¿Son amigos tuyos los arfakis?
—Si los hubiera encontrado, me habrían comido.
—No te creo: serás mi esclavo, hasta que encuentre a mi hijo.
—Como quieras. ¿Dónde está tu aldea?
—En la orilla del río Durga.
—Es mi camino —murmuró el Capitán—. Cornelio y Van-Horn saben que vamos en busca de ese río, y tal vez nos los encontremos allí. Sin embargo, se lo advertiré, por si vuelven a este sitio.
Arrancó una hoja de un libro de memorias, y escribió en ella las palabras que más tarde debían leer sus compañeros, arrojándola medio arrugada sobre la yerba.
—¿Qué has hecho? —le preguntó el jefe.
—Un voto a mi genio protector —respondió el Capitán—. Te aconsejo que no toques ese papel, si no quieres morir.
El papú, supersticioso como todos sus compatriotas que creen en los genios del mar y de la noche, se guardó muy bien de tocar el papel. Al contrario, temiendo que fuera un poderoso maleficio, apresuróse a dar la orden de marcha.
Convencido de que su hijo había sido muerto por los arfakis o por sus prisioneros, volvía a su aldea.
La marcha a través de aquellos grandes bosques fue penosa, sobre todo para los tres náufragos, a quienes les habían atado las manos a la espalda para impedirles todo intento de rebeldía o de fuga, durante el descanso nocturno.
Al alba del tercer día, los papúes y sus prisioneros llegaron a la orilla del Durga, gran río, de rápida corriente, que surca una gran parte de la vasta isla hacia Occidente, y que desemboca cerca del cabo Valke, en el trozo de mar que baña el archipiélago de las islas Arrú.
Una gran aldea acuática fundada sobre altísimos pilotes ocupaba una enorme extensión de la orilla izquierda. La componían cuarenta espaciosas cabañas rectangulares, con largos corredores provistos de barandas de bambú que las ponían en comunicación unas con otras. Los pilotes que sostenían aquellas construcciones estaban hincados en el fondo del río. Comunicábanse con la orilla por medio de puentes móviles, bajo los cuales, atadas a aquella selva de estacas, se balanceaban en el agua gran número de barcas apareadas hechas de troncos de árboles ahuecados, y provistas de un puente de unión, de palos y de velas.
Los papúes atravesaron los puentes y entraron en la aldea a los gritos de júbilo de sus habitantes. Encerraron a los prisioneros en la habitación del jefe, que era la más vasta de todas, pues no tenía menos de ciento cincuenta pies de largo por la mitad de ancho, y estaba situada en la medianía de aquella larga fila de casas.
El Capitán y sus compañeros tuvieron que hacer peligrosos ejercicios gimnásticos para andar por aquellos puentes y corredores, cuyos pisos eran muy semejantes a los de la casa aérea de que atrás hablamos. Varias veces estuvieron a punto de caerse, pero sus guardianes les ayudaban a seguir, acostumbrados como estaban aquellos salvajes a caminar por tales suelos sin poner jamás el pie en falso. La única ventaja de aquel sistema de pavimentos consiste en que, sin necesidad de escobas, está siempre limpio de inmundicias.
—¿Y ahora, qué vas a hacer de nosotros? —preguntó el Capitán al jefe, cuando se vio dentro de la estancia junto a sus compañeros.
—El consejo de los ancianos de la tribu decidirá de vuestra suerte —respondió el salvaje—. Si habéis matado a mi hijo, moriréis.
—¡Qué testarudo! —exclamó el Capitán, impaciente—. ¡Te he dicho que no somos enemigos tuyos!
—Todos los hombres de tu raza son enemigos míos.
—Otros, sí; nosotros, no.
—Es igual; todos sois lo mismo.
—¡Pero si yo no he visto a tu hijo!
—Lo habrán matado los arfakis, tus aliados.
—¡Eres un canalla!
—Soy Uri-Utanate.
—¡Un pillo! —gritó el Capitán exasperado.
—¡Calla, hombre blanco!
—¡No tengo miedo a los tuyos!
—Más tarde me lo dirás.
—Mira, viejo negro, que tengo en la selva compañeros libres, y si nos tocas a mí o a los míos, quemarán tu aldea.
—Mis guerreros me defenderán.
—¡Oh, bandido!
El Capitán, furibundo, se había levantado amenazando con los puños al jefe, cuando de pronto oyó dos disparos de fusil, seguidos de gran gritería.
—¡Dos disparos! —exclamó Hans—. ¡Sin duda son Cornelio y Van-Horn!…
El jefe papú se había precipitado fuera de la habitación empuñando su maza, temeroso de que fuera asaltada la aldea. Poco después dio un grito de alegría.
—¡Uri! ¡Uri! —decía, corriendo a través de las terrazas, donde se había agolpado la población entera.
Un papú, seguido por dos hombres blancos, cruzó el puente y corrió al encuentro del jefe, rápido como una flecha.
—¡Padre! —exclamó.
El jefe, que estaba muy conmovido, lo estrechó contra su pecho, diciendo:
—¡Vivo!… ¡Vivo mi hijo!…
—Sí, padre. Los arfakis, como ves, no me pudieron matar.
Luego, dirigiendo una mirada alrededor, preguntó a su padre:
—¿Has hecho prisioneros a unos hombres blancos?
—Sí —respondió el jefe.
—¿Dónde están? ¡Quiero verlos!
—En mi cabaña.
El papú corrió por la terraza, y entró en la estancia donde se hallaban el Capitán, Hans y el chino.
Avanzó hacia ellos, y con un gesto que no carecía de nobleza les dijo:
—¡Sois libres, y huéspedes gratos del jefe Uri-Utanate!
—Pero ¿quiénes son éstos? —le preguntó el jefe, que lo había seguido—. ¿No son enemigos nuestros?
—No, padre. Son hermanos de los hombres blancos que me arrancaron de las manos de los arfakis, cuando iban a matarme.
En aquel instante Cornelio y Van-Horn se presentaron en la puerta.
—¡Tío!
—¡Sobrino!
—¡Hans!
—¡Van-Horn!
Los cuatro náufragos, que llegaron a temer no volver a verse, se abrazaron estrechamente, mientras el chino, arrebatado de alegría, daba saltos por la estancia, como si estuviera loco.
—Hombres blancos —dijo Uri-Utanate, que ya lo sabía todo—. Mi casa, mis guerreros y mis barcos están a vuestra disposición. Me habéis devuelto a mi hijo, a mi heredero, y yo os devuelvo la libertad.
—Padre —dijo el joven guerrero—. Estos hombres vienen de lejanos países situados al Oeste, y quieren llegar a las islas Arrú para volver a su patria. Yo los guiaré hasta ellas.
—¡Mi hijo es un valiente! Sigue a los hombres blancos, y protégelos hasta las islas.
—Gracias, Uri-Utanate —dijo el Capitán—. Cuando llegue a mi patria diré que en la Papuasia hay hombres malos; pero que tampoco faltan los de corazón generoso.
CONCLUSIÓN
El siguiente día los náufragos del junco dejaban la aldea de Uri-Utanate, y descendían la corriente del río Durga en una de las mayores y mejor provistas embarcaciones de aquellos naturales.
El hijo del jefe y doce de los más hábiles marinos indígenas les acompañaban para defenderlos de los piratas de la costa y guiarlos hasta las islas Arrú.
El jefe, antes de separarse de ellos, les había devuelto las armas, y había hecho cargar en la piragua víveres para muchos días.
La bajada del río se hizo sin incidentes desagradables, pues todas las tribus acampadas en aquellas orillas eran aliadas de Uri-Utanate.
Tres días después llegaron al cabo Valke, pusieron la proa al Sudoeste, y favorecidos por un viento fresco navegaron a la vela hacia Arrú, archipiélago que está en medio del mar de Banda, comprendido entre las islas del mismo nombre, que lo limitan por el Oeste, y la costa de la Papuasia o Nueva Guinea, que lo ciñe por el Noroeste.
A los doce días de navegación dieron vista a aquel importante grupo de islas, compuesto de más de treinta, fertilísimas y cubiertas de exuberante vegetación.
Todas ellas son pequeñas, a excepción de la de Trana, que tiene veinte leguas de largo por tres de ancho, y está poblada por multitud de papúes y malayos, repartidos en veinticuatro aldeas, dieciséis de las cuales son cristianas, cinco mahometanas y tres idólatras.
Aunque no haya en ella ninguna colonia de blancos, pertenece a los holandeses, que la visitan mucho para adquirir conchas de tortugas, trepang y aves del paraíso. Los barcos malayos, llamados paraos, frecuentan aquellas playas para pescar olutarias y traficar con sus naturales.
La piragua, guiada por Uri, llegó al puerto natural de Dabo, formado por las islas Vama y Vacam, que es el más importante de todo el archipiélago, y ancló ante el viejo fuerte holandés.
Los náufragos tuvieron la satisfacción de encontrar allí una goleta holandesa, a cuyo Capitán conocían, y que estaba cargando trepang. Era la Batanta, de Timor, mandada por un antiguo amigo de Van-Stael.
Renunciamos a describir la acogida que tuvieron los náufragos por parte de sus compatriotas: el Capitán puso el buque a su disposición.
El joven Uri se detuvo dos días en Dabo acompañando a sus salvadores, y luego, antes de partir, sacó de un escondite que había en la piragua dos grandes paquetes envueltos en hojas y cuidadosamente atados con bejucos, y, mostrándoselos al Capitán Van-Stael, le dijo:
—Este metal amarillo, que abunda en nuestro país entre las arenas del Durga, sé que es muy apreciado por los blancos. Consérvalo como recuerdo mío.
Dicho esto, saltó a la piragua, hizo tender las velas y se dio a la mar saludando por última vez a sus amigos.
El Capitán y sus compañeros, que no habían comprendido el significado de aquellas palabras, creyeron que aquellos paquetes contendrían regalos de poco valor; pero ¡cuál sería su sorpresa cuando, abiertos, vieron que estaban llenos de polvo de oro!
Había, por lo menos, un quintal de tan precioso metal, que tanto abunda entre las arenas de los ríos papúes. Era una verdadera fortuna, que les recompensaba largamente de la pérdida del junco y del trepang.
Cuatro días después la Batanta desplegaba velas, y una semana más tarde llegaba a Timor ante la factoría del armador chino.
* * *
El capitán Van-Stael ha renunciado a navegar: posee una gran factoría; se ocupa en el comercio del trepang y de los productos de su país. Hans y Cornelio navegan ahora en un buque adquirido con el oro del papú, en compañía del viejo Van-Horn y del pescador chino, que no han querido abandonarlos.