Los Piratas de las Bermudas

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. LA CAZA A LA CORBETA

EL sol iba al ocaso entre grises nubarrones, que, hinchados por el viento de poniente, se habían ido extendiendo poco a poco sobre el Atlántico.

Las olas, que reflejaban los últimos fulgores del día, murmuraban, corriendo libremente la extensión inmensa que existe entre las costas americanas y las cuatrocientas Bermudas, islotes colocados en torno de la Gran Bermuda, que es la única isla habitada de aquel gran montón de tierras perdidas en medio del grande Océano oriental.

Dos naves, cubiertas de velas hasta los topes, avanzaban dulcemente empujadas por las olas, que batiendo contra ellas a babor, alzábanlas con mesurado murmullo, que sonaba cual la gran poesía de los mares.

El viento de lebeche, bastante fresco, hinchaba las telas, silbando entre centenares y centenares de jarcias y cables y poleas.

Una de dichas naves era una espléndida corbeta, larga y sutil, pero de mucho porte, puesto que de sus bordas salían veinticuatro bocas de cañón, mientras que en el puente y en el ancho castillo de popa había dispuestos en barbeta cuatro gruesas piezas de caza.

Estaba, como hemos dicho, cubierta de velas de un extremo a otro. Las mismas bonetas habían sido desplegadas y tendidas las banderas.

La otra era, en cambio, una barca gruesa, ancha, pesada, de aforo muy inferior a la corbeta que la precedía, con poquísimas piezas de artillería colocadas todas en cubierta.

Ambas naves llevaban, sin embargo, un número considerable de tripulantes, cual si fuesen buques de guerra.

En la corbeta, en lo alto del palo mayor, ondeaba una bandera roja, señal de fuego permanente, a cada hora, a cada instante, contra todos y contra todo; en la barca una bandera listada, blanca y azul y sin estrellas, porque los Estados Unidos no se habían coligado todavía, ni tenían fijas las orgullosas estrellas de la confederación.

Era la hora de la cena.

En la cubierta de la corbeta, ciento cincuenta hombres, de distintas razas, tal vez antiguos filibusteros refugiados en las Bermudas después de la desaparición de los que un tiempo y durante muchos años combatieron ferozmente contra la dominación española en el Golfo de Méjico y hasta en las costas del Perú y del istmo de Panamá, estaban devorando, de pie, la cena, con el envidiable apetito de la gente de mar, que la de tierra ha admirado siempre.

A piernas anchas para mantener el equilibrio que las oleadas del Atlántico, batiendo de cuando en cuando contra los flancos del buque habrían deshecho, y con el plato colocado encima de la gorra, tragaban ávidamente el rancho de bacalao, soñando en la guardia franca.

De pronto parte un grito del palo mayor que les hace estremecer a todos:

—¡Vela a estribor!

Ciento cincuenta voces preguntaban en seguida:

—¿Inglesa?

El gaviero instalado en la cruz del palo mayor calla un momento: pero su voz cae luego más imperiosa sobre la chusma:

—¡Dos velas a sotavento! ¡Nos dan caza!…

En un instante, los platos y el contenido vuelan al mar. Cien hombres se arrojan furiosamente a las paredes del buque, donde están apoyados numerosos arcabuces de larguísima caña, y no pocas carabinas rayadas, de procedencia inglesa, y se arman.

Los otros, en cambio, se arrojan a las baterías, dispuestos a hacer retumbar las veinticuatro piezas de la corbeta.

El segundo de a bordo, un buen mozo de unos treinta años, con poblada barba negra que cubre casi por completo su semblante y dos ojos que despiden rayos, no ha apartado la pipa de sus labios ni interrumpido su paseo por el pequeño puente.

Se ha concretado a volver la cabeza y fijar un momento la vista al lejano horizonte, que iba rápidamente oscureciendo.

Transcurrieron dos o tres minutos y la voz del gaviero repitió desde lo alto:

—¡Nos cazan!… Son dos…

El segundo interrumpió su paseo, quitóse la pipa de la boca, y después de echar al aire una bocanada de humo, preguntó con acento perfectamente tranquilo:

—¿Estás bien seguro de ello, «Petifoque»?

—Sí, señor Howard.

—¿Son fragatas, o buques de alto bordo?

—Aunque anochece con rapidez, paréceme que mejor se trata de dos naves de alto bordo, que de fragatas o corbetas.

—¡Ah, demonio! —balbució el señor Howard—. La cosa cambia de aspecto. Es necesario advertir al comandante.

Luego, alzando la voz, gritó:

—¡«Cabeza de Piedra»!…

Un hombre de macizas formas, que podía rivalizar en cuanto a desarrollo físico con un gorila africano, con la barba manchada y erizada como las de ciertas bestias salvajes y la cabeza enormemente gruesa, abandonó dos buenas piezas de caza que había en el castillo de proa, y bajando al combés, exclamó:

—Aquí estoy, señor Howard.

Parecía un verdadero oso gris, tanto por sus formas como por sus pesados movimientos. Pero, ay de aquél que se hubiese tropezado con aquel viejo hijo de la vieja América, la tierra de las piedras y las testas cuadradas de la Bretaña, la tierra aquella que diera siempre a Francia los mejores marinos, quienes al embarcarse, tanto para ir a la pesca del bacalao, como para afrontar al enemigo, dicen: «Navegar, navegar siempre, lo mismo da encima que debajo de las olas».

Y no desembarcan hasta que los achaques o la edad les obligan a tomar tierra en sus dunas de arena eternamente batidas por las formidables olas de la Mancha o del mar de Vizcaya.

Nuestro hombre atravesó la cubierta sin darse mucha prisa, balanceándose cómicamente y subió al puente de mando, quitándose antes de la boca un gran pedazo de tabaco que estaba mascando con cierta voluptuosidad.

—¿Qué se ofrece, mi teniente? —preguntó después de hacerle un saludo militar.

—¿Qué le parece a usted, maestro? —preguntó mirándole con atención el señor Howard.

—¿Qué? —preguntó tranquilamente el oso de Bretaña, plantándose sólidamente sobre las macizas piernas, para soportar mejor las oleadas que se sucedían sin interrupción, sacudiendo rabiosamente la corbeta.

—Estas dos naves, que parece nos vienen dando caza.

—Creo, mi teniente, que tenemos veinticuatro buenas piezas y cuatro cañones de plaza colocados en los puentes —contestó el bretón.

—¿Y si fuesen buques de alto bordo?

—Seguramente el asunto sería un poco más difícil, mi teniente, pero tenemos a bordo ciento cincuenta hombres que no temieron nunca a Dios ni al diablo cuanto tuvieron sobre sus cabezas a un valiente como sir Guillermo.

—Bien; pero ¿y la barca?

—¡Ah! ella es el punto débil —contestó el bretón—. Verdad es, sin embargo, que con sus ocho piezas reunidas algo podrían hacer; ¡pero la pólvora es tan necesaria a los sitiadores de Boston!

—Conservaremos la nuestra… Tenemos unos dos mil quintales.

—Los cuales, en caso de un combate, constituirán un peligro grave.

—Ya lo sé. Ve a llamar al comandante.

—Estará de mal humor. Desde que el hombre que manda la barca llegó a las Bermudas, el comandante está siempre de mal talante.

»Ojalá el mar se hubiese tragado a aquel americano.

—Calla. Tú no conoces los secretos de sir Guillermo.

—¡Bah! Debe mediar ahí alguna mujer. Que el demonio se las lleve a todas.

En aquel momento, por tercera vez, la voz del gaviero cayó sonora, vibrante, desde la cruz del palo mayor.

—¡Nos estrechan!

«Cabeza de Piedra» lanzó al espacio una mirada escudriñadora.

La luz huía rápidamente y las tinieblas caían en el Océano. Las olas habían tomado el color de tinta.

El bretón alzó los hombros.

—Nos estrechan —dijo—. Es ocasión propicia para acudir al abordaje. Antes de que se levante de nuevo el sol, quién sabe lo que habrá preparado el comandante.

—Ve, «Cabeza de Piedra» —dijo el teniente—. Charlas como las comadres del barrio de Batz.

—Es mi barrio —contestó el bretón, con una sonrisa mezclada con un suspiro—. Siempre en el mar, encima o bajo las olas, y Batz no se encuentra en el mar…

Bajó la escalera con su pesado paso de oso, colocó el trozo de tabaco en el sombrero, ocultándolo debajo del forro, tal vez agujereado adrede, y se dirigió al cuadro, que los muchachos acababan de iluminar.

—¡Diablo seco! —murmuró—. El comandante no estará de fijo de buen humor. Se diría que después de nuestra salida de las Bermudas le han hechizado.

»Ahí media una mujer, estoy seguro de ello: María. ¡Cuántas veces oí brotar de sus labios este nombre! María… ¡qué bruja infernal será! Pero a los veinte años recuerdo que me hice a la mar para no romperme los sesos con aquellas brujas, y no me fue mal.

»Viento duro, luz, sol y azul infinito, que vale más que todos los ojos azules de las muchachas de nuestra pétrea tierra.

»¡Bah!… ¡Pobre juventud!…

Bajó la escalera con su pesado paso de oso, que hacía crujir los peldaños, y entró en el cuadro, siempre murmurando y haciendo muecas, según tenía por costumbre.

Salvada la segunda escalera, detúvose un instante, rascándose, con cierta dificultad, la espesa y casi plateada cabellera.

—¡Por el barrio de Batz! —murmuró—. Estoy seguro de que le encontraré de mal humor.

Avanzó por el pasillo pisando fuertemente y arrastrando sus pies de elefante como para anunciar antes su visita, y empujó luego una puerta.

Un saloncito elegantísimo, a cuyas ventanas, que servían de troneras, había colgadas cortinas de seda azul guarnecidas con encajes de Bruselas, iluminado por un alto candelabro de plata de seis bujías, se ofreció a sus miradas.

En el centro, entre sofás de seda con flores rojas y amarillas, sentado a una mesita de ébano con incrustaciones de nácar y marfil, había un hermoso joven de veintiséis a veintisiete años, de estatura más bien alto que bajo, pálido rostro, ojos azules y barba y cabellos rubios.

En vez de ostentar en su cabeza la blanca peluca, según era costumbre en aquella época, llevaba sueltos los cabellos, que caían sobre sus hombros, como cincuenta años antes, y ligeramente ondulados; y esto le daba un aspecto extraño y gracioso a un tiempo.

Vestía elegantemente, como un caballero de la corte de Versalles o de Westminster.

Casaca de paño finísimo de color azul con anchos alamares de oro, pantalón de piel, botas de montar y un tricornio galoneado en la cabeza.

Estaba bebiendo: tenía ante sí una botella y un vaso, que brillaban a la luz de las bujías.

Al ver entrar al contramaestre de la corbeta, el joven, que parecía sumergido en dulcísimo ensueño, experimentó como un ligero sobresalto.

—¡Tú, «Cabeza de Piedra»! —exclamó—. ¿Qué quieres? ¡Qué no pueda yo descansar un momento!… ¿No está en el puente el señor Howard?

El contramaestre le lanzó una mirada de compasión y sacudió la cabeza. Luego dijo:

—Él es quien me envía, sir Guillermo.

—¿Es que hay fuego a bordo?

—¡Ah! no, sir.

—¿Entonces…?

—El fuego está precisamente a punto de caernos encima.

—¿En mi corbeta? ¡Ah!

—¡Por el barrio de Batz! El asunto es más grave de lo que usted se figura, capitán; se lo digo yo.

—Habla, «Cabeza de Piedra».

—Hay dos buques que tratan de cercarnos.

—¿Sólo dos?

—Pero no se sabe todavía si son dos fragatas de alto bordo, capitán. La oscuridad nos ha impedido distinguirlas oportunamente.

El comandante tomó un vaso que tenía delante y lo vació lentamente. Luego preguntó:

—¿Estás bien seguro de que son dos, «Cabeza de Piedra»?

—Ya sabe usted que «Petifoque» tiene la vista larga.

—Prosigue.

—He terminado. Nos dan caza.

Sir Guillermo se levantó, dio una vuelta en torno de la mesa, atormentando con la mano izquierda el correaje del pesado sable de abordaje. Luego, deteniéndose de improviso, preguntó:

—¿Son americanos o ingleses?

—¡Por el barrio de Batz!… Los yanquis no tienen buques de alto bordo. Ustedes lo saben mejor que yo. Por lo mismo, es de suponer que dichos buques son realmente ingleses, destacados de alguna escuadra de las Antillas.

—Tienes razón, «Cabeza de Piedra». ¿De manera que toda mi gente está intranquila?

—Encontrarse entre dos buques de alto bordo no debe ser ciertamente nada agradable, mi comandante, por bien armada que esté la corbeta y montada por los últimos piratas de las Bermudas, que nada tuvieron nunca que envidiar a los del Golfo de Méjico.

—¿Y qué dice el señor Howard?

—Ha ordenado simplemente a sus hombres que se preparen para el combate. Su lugarteniente es todo un hombre, se lo aseguro yo.

—Si no lo hubiese sido, no le habría embarcado —contestó el comandante, sonriendo.

Apoyóse en la mesa, cruzándose de brazos, y tras una breve reflexión, preguntó:

—¿Qué haría en mi lugar mi contramaestre, que goza fama de ser un viejo tiburón del Atlántico?

—¡Por el barrio de Batz! Cuidaría de escapar antes que amaneciese —contestó el bretón.

—¿Intentando un rumbo falso?

—Sí, mi comandante.

—¿Y si no lo consiguiese?

—Entonces acudiremos al abordaje como manada de perros rabiosos.

—Veintiocho piezas tal vez contra ciento, y ciento cincuenta hombres atacados por ambas partes, tal vez contra quinientos, sería un juego harto peligroso y por mi parte no tengo por ahora el menor deseo de morir, porque he de ir a Boston —dijo el corsario—. Hay la barca que nos sigue: ése es el escollo. ¡Bah! la hundiremos.

—¡Con sus cien quintales de pólvora! —exclamó el bretón, abriendo los ojos—. Ya sabe usted que los americanos tienen extrema necesidad de municiones.

—Por ahora se contentarán con las que hay encerradas en nuestra bodega. Yo no tengo el poder de Dios. A bordo hay navajas, y no pocas, ¿verdad?

—¿Navajas?… ¿Quiere usted segar con ellas el cuello a los ingleses?

—Además, hay a bordo muchas cajas de vestidos de mujer que tomamos a aquella nave procedente de Belfast y destinados a las lindas cubanas; las hay también llenas de sombreros para señoritas y sombrillas, guantes y abanicos.

»Con ello tenemos bastante para poner a raya a las dos naves que intentan cazarnos.

—¡Con las navajas, con las faldas, con las sombrillas y con los abanicos! —exclamó el bretón—. ¿Bromea usted, sir Guillermo?

El comandante llenó de nuevo el vaso, lo vació con estudiada lentitud y luego prorrumpió en alegre carcajada.

—Será una bellísima broma que me hará ahorrar pólvora, balas y hombres —dijo después—. La barca que se vaya.

—¿Se habrá vuelto loco por la misteriosa María? —balbució «Cabeza de Piedra», mirándole con espanto—. ¡Qué lástima!… Un joven audaz, un pez perro formidable como él…

El corsario dejó el vaso, dio otra vuelta en torno de la mesa, y luego, deteniéndose ante el bretón, que no había salido de su asombro todavía, le dijo:

—Haz afilar todas tus navajas y haz caer las barbas y bigotes de todos nuestros hombres. Si necesitas polvos, poseo unas cuantas cajas, que pongo a tu disposición.

»Luego harás abrir todas las cajas que tomamos al inglés y vestirás a mis hombres como tantas mises y ladies. No olvides los quitasoles, ni los guantes, ni los abanicos, ni los sombreros.

»Quiero que antes que amanezca esté mi buque cargado de lindas o feas señoritas.

—¡Por el barrio…!

—Deja en paz a Batz y su campanario —repuso el pirata—. ¡Ah! ¡La barca! Mandarás cuatro o cinco lanchas para que conduzcan a su tripulación a nuestra corbeta, luego destrozarás uno de sus bordes y que se llene de agua y se vaya a fondo.

—¿Junto con la pólvora?

—No tendremos tiempo suficiente para trasladarla, mi querido tiburón. Si los ingleses nos sorprendieran al romper el alba, mi broma podría resultar pesada.

»Por otra parte, hay muchos bigotes y demasiadas barbas que rapar, y, a decir verdad, ocho horas no son muchas que digamos.

—¿Y usted cree, comandante, que a golpes de navaja va a evitar un desastroso combate? —preguntó el bretón.

—Seguramente.

—¡Oh, oh! ¡Ca!…

—¿Lo dudas?

—Casi.

—Tú posees una antigua pipa que aprecias mucho, porque dicen que es de verdadera espuma del Asia Menor.

—La compró mi abuelo en Esmirna hace ciento cincuenta años.

—Muy bien —dijo el comandante—. Si salgo victorioso de mi empresa, me regalarás ese antiguo recuerdo de familia de lobos marinos, y si pierdo, te daré cien guineas, que irás a recoger al fondo del mar después de la batalla, porque el baroncito Guillermo Mac Lellan morirá en el puente de mando, pero no se rendirá. Ve, «Cabeza de Piedra». Dirás a mi segundo que antes que salga el sol mi nave ha de estar llena de misses y la barca ha de haber desaparecido.

El bretón quedó un instante inmóvil, como atontado, hasta que al fin se decidió a marcharse con su pesado paso, que marcaba, como todos los viejos lobos marinos, ora el balanceo, ora el cabeceo.

Sir Guillermo, apenas estuvo solo, volvió a sentarse ante la mesa, apoyando la cabeza en la diestra y atormentando nerviosamente con los dedos sus largos cabellos.

—María —murmuró—. ¡Su esposa! ¡Jamás, jamás!… El infame, que lleva también en sus venas la sangre de mi padre, me la ha robado, pero se la volveré a tomar.

»En Escocia dicen que soy un bastardo; mi hermano dice que lo soy, por ser hijo de otra mujer que no se llamaba lady Ana de los duques de Lorme.

»¿Qué culpa tengo yo si mi padre se enamoró de otra mujer que no era inglesa, y con quien no podía casar? Un marqués de Halifax no soy, es verdad.

»Jorge IV me ha creado noble, y no obstante, escocés, me veo obligado a hacer armas contra Inglaterra.

»Suceda lo que suceda, yo obtendré de nuevo a María, o me matarán dentro de los muros de Boston.

Llenóse el vaso por tercera vez y miró el fondo largo rato.

—Ahí están sus ojos azules brillando en el fondo, sobre la eterna mancha de sangre.

»¿Es la sangre de los marqueses de Halifax y de los Lorme, mezclada a la mía? El porvenir me lo dirá.

»Bebo los ojos y la sangre juntos.

Vació de un sorbo el vaso, se arregló los blondos cabellos ante una gran luna de Venecia que adornaba una de las paredes del salón, tomó de una mesita un par de pistolas, que guardó en el cinto, y subió con presteza la escalera que conducía al puente, murmurando:

—Vamos a ver si los barberos trabajan.

CAPÍTULO II. UNA ESTRATAGEMA CURIOSA

LAS estrellas desaparecían rápidas bajo la invasión de luz que el sol, ya próximo a aparecer en el horizonte, lanzaba ante sí como para anunciar su llegada.

El viento de la noche dispersó los vapores que se habían ido condensando antes de anochecer; de modo que el día presentábase espléndido, aunque el oleaje del Atlántico alterara, y no poco, la superficie del mar.

La corbeta seguía tranquilamente su rumbo con todas las velas desplegadas, avanzando pesadamente.

Iba sola, porque la barca que le seguía había desaparecido durante la noche en los profundos abismos del mar, junto con su carga de pólvora.

Había a cubierta unos treinta marineros, que apoyados en la borda fingían observar distraídamente las aves marinas que saludaban con estridentes gritos la inminente aparición del astro divino.

En el puente de mando se hallaba el comandante, paseando nerviosamente junto con su lugarteniente, el señor Howard.

A lo lejos veíanse a barlovento dos naves de alto bordo, dos grandes buques con numerosas troneras provistas de artillería gruesa, que trataban de dar alcance a la corbeta.

En sus respectivos palos mayores ondulaba la bandera roja, señal de inminente combate, y en los de mesana la bandera inglesa, con un ángulo abigarrado.

El viento de levante, que era bastante fresco, empujaba a los dos buques, haciendo buena presa en sus moles colosales y en número inmenso de velas que los dos llevaban y a las cuales, para obtener mayor velocidad, habían añadido las bonetas.

—«Petifoque» no se había equivocado —dijo sir Guillermo, deteniéndose bruscamente—. ¡Qué ojos de lince tiene el muchacho! Será un buen marino. ¿Qué le parece a usted, Howard?

—Que estamos como cogidos en una trampa —contestó el lugarteniente.

—¿Lo cree usted así?

—Lo voy creyendo.

—Yo, en cambio, estoy convencido de que voy a jugar una broma a los dos elefantes de mar. ¿Se han afeitado ya todas las barbas?

—Y los bigotes, sir Guillermo.

—¿Están todos vestidos?

—La bodega está llena de misses y de ladies. No serán muy hermosas que digamos; pero, vistas de lejos, jugarán el gran papel.

—Sobre todo con las sombrillas —dijo el pirata—. Si las cosas van mal dadas, los ingleses verán un espectáculo curioso: dos naves de alto bordo asaltadas por señoras de férreos músculos, que manejarán las pesadas hachas de abordaje, mejor que los antiguos filibusteros del Golfo de Méjico.

»Será un magnífico cuadro de melodrama, del que se aprovecharán nuestros hombres para aplastar cabezas, pisar y fracturar costillas y cortar brazos y piernas.

—¡Ah! ¡Un golpe en falso! ¡Estamos a sus órdenes, señores!

Una de las dos naves, la que se encontraba más próxima, había disparado un cañonazo. Era la orden de pararse y mostrar la bandera.

—¡Arriba los colores de Inglaterra! —ordenó el corsario—. Que mis lindas muchachas suban todas al puente y abran sus sombrillas.

La bandera inglesa, que estaba de antemano preparada, se izó, ondeando vivamente hasta lo alto del palo de mesana, y mostró al sol, que aparecía en aquel momento en el horizonte, espléndidamente deslumbrador, su tela roja con el cuadrado en alto. Simultáneamente, la cubierta, el castillo de proa y la escotilla se vieron invadidos por una decena de docenas de misses, elegantemente ataviadas, con grandes sombreros de plumas y las manos enguantadas.

Cien sombrillas de todos colores, abriéronse de golpe y se agitaron alegremente como para enviar un saludo afectuoso a las dos naves.

Fuera inútil consignar que bajo aquellos sombreros se veían ciertos semblantes que daba, miedo mirar. Afortunadamente, los ingleses estaban muy lejos, y no podían distinguir si aquellas jóvenes eran lindas o feas.

El corsario había apuntado el anteojo sobre la primera nave que bordeaba lentamente a unos cien cables de distancia, tratando de ir a sotavento de la corbeta para cogerla entre dos fuegos, puesto que su compañera se mantenía a barlovento.

Siendo la distancia relativamente corta y de mucha potencia el anteojo, sir Guillermo pudo al punto darse cuenta del estupor que produjo en el puente de la nave la inesperada manifestación de fuerzas femeninas y de sombrillas multicolores.

Los hombres que la gobernaban lanzáronse en tropel a la borda de estribor, agitando sus gorras y pañuelos para devolver el saludo.

—Buena señal —murmuró sir Guillermo.

Pero en el palo mayor de la gran nave aparecieron en seguida varias banderas solicitando informes.

El lugarteniente del corsario no tardó en hacer contestar con otras banderas:

—El «Tonante».

—De las Bermudas.

—¿A dónde van?

—A Jamaica.

—¿Quiénes son esas miss?

—Náufragos que recogimos hace cuarenta y ocho horas.

Hubo una pequeña tregua, y la gran nave reanudó luego sus señales.

—¿A qué escuadra pertenecen?

—A la del almirante Rodney —contestó la corbeta.

—¿Ha llegado ya a las Antillas?

—Aún no.

—Sigan, pues, su rumbo; pero guárdense de los piratas americanos, que corren en gran número por esos mares.

—Vamos bien armados. Les saludamos.

Las banderas inglesas bajaron y subieron tres veces; luego la corbeta, que se había puesto contra el viento, orientó rápidamente sus velas y se puso en marcha con la proa al Sudeste, que no era en realidad su rumbo, pero para mejor burlar por el momento a los dos formidables adversarios.

Las dos naves de alto bordo la siguieron unas cuantas millas, luego hicieron rumbo decididas hacia el Este, probablemente con dirección a Boston, que a la sazón las tropas americanas estaban cercando, cubriéndola de hierro y fuego.

—¿Qué le parece a usted, señor Howard? —preguntó sir Guillermo, el cual seguía sin perder de vista a las dos naves, para espiar sus movimientos.

—Que nadie, exceptuando a usted, era capaz de tan excelente idea, sir —contestó el lugarteniente—. Nuestros hombres se reirán de lo lindo de esta mascarada, que les ha salvado de una muerte casi segura.

—No nos fiemos mucho, sin embargo; a los dos comandantes ingleses podría surgirles la sospecha y vigilamos.

—El «Tonante» es más ligero que aquellas enormes masas flotantes, y si vuelven, les haremos correr hasta llegar a Boston.

—Dios haga que no nos tropecemos con ellos por segunda vez, sir Guillermo. No nos darían cuartel.

—Abriremos bien los ojos, mi querido señor Howard, y no reanudaremos nuestro verdadero rumbo hasta bien anochecido.

En aquel momento «Cabeza de Piedra» se presentó en el puente de mando, llevando en sus callosas manos, dentro de un estuche de madera tallada… una pipa negra como un pedazo de carbón, que apestaba a tabaco de una manera horrible.

—Capitán —dijo inclinándose grotescamente—. Ganó usted la apuesta, y le entrego la pipa de mis antepasados.

El comandante soltó una estrepitosa carcajada.

—Es cierto que he ganado —dijo— y que tendría el derecho de quedarme con la famosa pipa de espuma del Asia Menor, pero yo no había de fumar jamás en esa antigualla empapada de nicotina.

»Quédatela y toma en cambio esta guinea, que podrás gastar bebiendo a mi salud entre los muros de Boston.

—¡Por el barrio de Batz! —exclamó el viejo lobo marino, guardando precipitadamente en uno de sus profundísimos bolsillos el recuerdo de familia, junto con la moneda de oro—. Cuando le haga falta una piel de corsario para el otro mundo, piense usted en la mía, capitán.

—¡Por una pipa!

—Recuerdos de familia, sir Guillermo —dijo el lugarteniente—. Es el blasón de su estirpe.

—Sí, de la tribu de los «piceros» —contestó gravemente el contramaestre.

—Vete a beber una copa, te lo permito —dijo el comandante.

«Cabeza de Piedra», con todo y sus cincuenta, aún hizo una pirueta con la agilidad de un mozalbete, y después de una profunda reverencia, bajó precipitadamente la escalera, gritando:

—¡«Petifoque»! ¡A mí!

Un joven de veinte a veintidós años, moreno como un argelino, de ojos negrísimos, lo propio que el cabello, deslizóse con agilidad de acróbata por una de las cuerdas del palo mayor y fue a caer casi encima del contramaestre, diciendo:

—¡Aquí estoy!

—¡Por el barrio de Batz! ¿Quieres matarme? —dijo «Cabeza de Piedra», haciéndose atrás.

—No hay cuidado, papá Vieja Pipa —contestó riendo el muchacho.

—Tengo una guinea en el bolsillo, hijo mío.

—¡Ah! ¿Sí? En este momento me convierto en hijo de usted, siempre que se trate de quitarle la guinea.

—Eterno chiquillo: si casi te he adoptado.

—Entonces confío en una buena herencia.

—Que irás a recoger a Batz, aunque no sé si la encontrarás. El comandante me ha concedido permiso para beber una copa; pero tú ya sabes que las copas de la marina son más grandes que las botellas.

»Ven a ayudarme, bribonzuelo. La escanciaremos a la salud de mis bretones y de tus provenzales.

—Siempre a sus órdenes, papá Vieja Pipa.

—No hagas bromas con el blasón de mi familia, como lo ha llamado el señor Howard —contestó con cómica gravedad el lobo marino—. La he readquirido e iremos a celebrarlo con buena sidra.

—No, con Burdeos.

—Como quieras: la guinea pagará la diferencia.

Mientras los dos amigos iban en busca del gambusero de a bordo, los marineros, que habían dejado ya su femenil indumentaria, afluían a cubierta, riendo a carcajada tendida por el gran bromazo que acababan de dar a la tripulación de las dos naves de alto bordo.

El corsario no se había movido del puente, y de cuando en cuando exploraba con cierta ansiedad la azulada superficie de las aguas.

Los dos veleros habían desaparecido, y sin embargo, sir Guillermo seguía un tanto intranquilo.

—¿Nos espiarán de lejos? —se preguntaba—. He visto un punto negro que podría muy bien ser una lancha lanzada adrede detrás de nosotros para vigilarnos.

»La partida podría hacerse sería de un momento a otro.

El señor Howard, que le observaba atentamente y había comprendido la intranquilidad del comandante, dijo de pronto:

—Tenemos el viento bastante favorable para hacer rumbo hacia las costas de la Florida.

»Un día que se pierda no significará la ruina de los americanos…

Se detuvo. Una arruga profunda surcó de pronto su especiosa frente, acompañaba de un acentuado ademán de ira.

—Señor Howard —dijo el comandante, con acento un tanto alterado—. ¿Quiere usted llamar al capitán de la barca que Hice echar a pique? Desearía verle.

—Es usted muy raro, sir Guillermo —dijo el lugarteniente.

—¡Oh! Usted no sabe qué demonio de tempestades se cierren sobre mi corazón.

»Lo aguardo en mi departamento.

Bajó del puente, lanzó una última mirada al Océano, fulgurante de luz y azul, y luego, a paso lento, entró en el salón y se sentó a la mesa, en que había aún una botella casi llena y algunos cigarros de la Habana.

Su puño de marinero cayó como una detonación sobre la mesa, mientras brotaba de sus labios rabiosa imprecación.

—¡Malditos sean los latidos de mi pecho! ¡Locuras dicen! ¡Ah, no! A mi edad no son ni locuras ni fantasías.

»¿Dónde concluirá la juventud?… Y, sin embargo, «Cabeza de Piedra» es mil veces más feliz que yo. Pero no todos nacen con la misma suerte.

Suspiró profundamente, se levantó con brusco movimiento, hizo un ademán cual si hubiese querido triturar alguna cosa y luego se puso a pasear nerviosamente por el salón.

De pronto se detuvo.

Un hombre acababa de entrar en el salón, acompañado del lugarteniente Howard. Era de imponente aspecto, de edad algo avanzada, con una larga barba gris que le llegaba a la mitad del pecho, y los ojos de un azul profundo y una extraña claridad a un tiempo.

—¿Desea usted verme, sir Guillermo? —preguntó, avanzando con tranquilo paso.

—Sí, coronel Monetrie —contestó el comandante—. Deseo que me repita lo que le dijo María Wentwort.

—Me parece habérselo referido ya, sir Mac Lellan.

—¿Qué quiere usted? Siempre me parece haber oído mal.

—Que María de Wentwort, si no va usted a libertarla, a pesar del sitio y de la lluvia de balas y bombas que los americanos arrojan dentro de los muros de Boston, será la esposa del marqués de Halifax.

—¡Jamás! ¡Jamás! —gritó sir Guillermo, con expresión feroz—. Ella ha jurado eterna fe a Mac Lellan.

—Lo sé —contestó el coronel americano—. Me lo ha confesado.

»Desgraciadamente para usted, el marqués de Halifax la tiene en su poder y podría aprovecharse del sitio para obligarla a ser su esposa.

—¿Usted cree imposible a hombres resueltos a todo, entrar en Boston? —preguntó el comandante, enjugándose la frente, que tenía bañada en sudor.

—Tal vez pasando por la galería subterránea que conduce a los reductos del Cuerno del Este y que yo conozco.

—¿Está aquel pasaje bien guardado?

—Ya lo creo, sir Guillermo —contestó el coronel.

—No importa; sabremos forzarlo y entraremos en la plaza, a despecho de todos los ingleses que defienden la ciudad.

Y esto diciendo, levantóse, presa de viva agitación, pasándose y repasándose una mano por la tempestuosa frente.

—¿Quién habría creído —dijo después con voz airada—, que un hermanastro pudiese llegar hasta el extremo de raptar a la prometida del otro?

»Y, sin embargo, coronel, así es.

—¿No es usted hijo del marqués de Halifax? —preguntó el americano.

—Sí; mi padre, que al enviudar se marchó a Francia, se enamoró de una muchacha joven y bellísima y dueña de un castillo en la Turena, la cual aceptó al punto sus galanteos.

»Yo nací en ocasión en que hervía la guerra en Flandes, y mi padre murió en el campo de batalla, víctima de una bala de cañón que le partió por la mitad antes de poder casarse con la linda francesa.

»Mi madre murió también poco después, dejándome solo en el mundo, pero poseedor de su castillo de la Turena y de vastas propiedades.

»Un antiguo escudero, que fue en su juventud un famoso espadachín, cuidó de mi educación.

»Transcurrido algún tiempo, hizóseme, empero, odioso aquel país, y como quiera que heredé también un castillejo en Bretaña, fui a fijar mi residencia a orillas del mar.

»A los quince años era yo un hábil marino, al par que hombre de armas.

»¡Cuántas veces guie yo las barcas de los contrabandistas! ¡Y cuántas, durante la guerra, di caza a las hordas corsarias en medio del mar de Vizcaya! Las ruidosas hazañas de los filibusteros americanos que yo conocía y recordaba perfectamente, me habían entusiasmado; pero tenía, además, en mi favor, la doble ventaja de haber nacido con los instintos del verdadero pirata.

»Había ya cumplido mis veinticinco años y cruzaba orgulloso la Mancha con mi «Tonante», que había armado y equipado por mi cuenta y ostentaba los colores de Francia, cuando un día, mientras descansaba en mi castillo de vuelta de un largo viaje durante el cual hice presa en buen número de buques ingleses, hallándose Francia en aquella época en guerra con Jorge IV, fue a verme un caballero inglés con el encargo de entregarme unos documentos de parte del marqués de Halifax.

»Bien poco había sabido hasta entonces de mi padre, tanto es así, que ignoraba que de su primera esposa, una duquesa de Argyle, hubiese tenido un hijo.

»El marqués me entregaba mi nombramiento de baronet inglés bajo el nombre de Guillermo Mac Lellan, firmado por el rey de Inglaterra, según deseo expresado por mi padre en su testamento, invitándome a la vez a abandonar la marina francesa y a reunirme con él en el castillo de Alstal, situado en una isla de las Hébridas.

»Hasta entonces había creído tener en las venas sangre puramente francesa. La sangre inglesa tuvo en mí un momentáneo despertar y partí entonces para las islas escocesas.

»La acogida que me dispensó mi hermano en el viejo castillo de Argyle fue tal, que me hizo comprender que, como baronet inglés, no había de hacer armas contra la patria de mi padre.

»Mi fama de corsario afortunado era ya conocidísima en Inglaterra, y mi corbeta bien conocida en aquellas costas.

»Accedí a no volver a Francia para hacer armas contra mi nueva patria y me lancé a la mar al amparo de la bandera inglesa.

»Pasaron otros años, pocos, sin embargo, y durante las tempestades invernales que asolaban los flancos de las Hébridas con furia formidable, volvía a mi nido, al castillo de Argyle, cuya bahía era profunda y segura.

»Precisamente en una de aquellas vueltas encontré a María de Wentwort, señorita escocesa emparentada con los duques de Fife y de Lorme, las dos noblezas más elevadas de la Inglaterra septentrional.

»Verla y amarla fue todo uno para mí. Ella sabía que era yo un corsario intrépido, y me amó.

»El marqués de Halifax, según pude enterarme luego, había puesto, empero, sus ojos en aquella pálida perla del Norte.

»Él creía que el bastardo no podía competir con él; pero venció el corsario y quedó acordada nuestra boda.

»Yo ignoraba, sin embargo, que mi hermano, por decirlo así, amase locamente a la joven.

»Todo estaba preparado para mi matrimonio, puesto que María Wentwort me había jurado su amor ante el mar, en las noches de luna, proclamando muy alto su juramento en un momento en que la resaca se rompía fragorosamente contra las escolleras de la isla.

»¡Ah! ¡Qué noche!… Abrazados en las montañas de arena, ante la luz de la luna que surgía en el horizonte, luminosa como pocas veces la viera en el mar de la Mancha y del Norte oíamos el ritmo sonoro de las olas.

»Usted, coronel, no fue marino nunca… y por esta razón no puede haber comprendido la gran poesía del mar.

»Cuando la ola sube, la costa tiene sonidos que usted no puede penetrar.

»Es una música divina que vale por todas las creadas para instrumentos de latón, cobre y bronce.

El corsario se interrumpió. Cogió con violencia un gran vaso, lo llenó y lo vació de un sorbo.

Luego continuó:

—La ola sube dulce, dulce, murmurando pausadamente; luego estalla y se quiebra en las rocas. ¡Qué música divina! En una noche de luna, todos renunciarían a los más grandes maestros de nuestra época.

»¡Qué sonidos da la resaca cuando se acerca a la costa! La oye usted de lejos, se va acercando poco a poco, ligeramente, con un sonido que parece una armonía de mil instrumentos.

»¡Ah! ¡Preciso es haber nacido marino! La gran voz del Océano sólo nosotros sabemos comprenderla.

Sir Guillermo, que parecía presa de una gran excitación, se detuvo bruscamente.

—¿Soñaba yo tal vez? —preguntó.

Hizo un ademán extremado, puso furiosamente la siniestra en el sable de abordaje y prosiguió con voz interrumpida a ratos por un sollozo:

—Salí para Edimburgo con objeto de comprar joyas para la que había de ser mi esposa.

»¡Nunca lo hubiese hecho! Aquel viaje, que apenas duró una semana, fue el quebranto de mi vida.

—¿Por qué? —preguntó el coronel Moultrie.

—Porque aquellos siete días bastaron al marqués de Halifax para realizar la más infame de las traiciones.

»Hasta entonces, como he dicho, no me había percatado de que la belleza maravillosa de María Wentwort había desencadenado en su pecho una pasión loca, y creo que ni siquiera la joven lo había sospechado, porque no habría vacilado en decírmelo, y no sé lo que habría sucedido.

»De entre los habitantes de las Hébridas habría desaparecido un Mac Lellan o un Halifax.

E interrumpióse de nuevo.

—Señor Howard —dijo después con ronco acento—, deme de beber. Ardo.

El lugarteniente tomó tres vasos de cristal de Bohemia y una botella llena de un líquido color ámbar, y después de descorcharla llenó aquéllos.

El corsario agarró, mejor que cogió, uno de los tres vasos, lo apuró de un sorbo y luego lo arrojó al mar a través de la ancha ventana que iluminaba el salón.

Permaneció unos instantes silencioso y con la mirada fija en la espumosa estela que la corbeta iba dejando atrás, movida por un viento que la empujaba rapidísima hacia las no lejanas costas americanas; luego se volvió bruscamente hacia el coronel y el lugarteniente.

Sus ojos brillaban con luz siniestra: su frente mostrábase fruncida; su rostro estaba transfigurado.

—Me la había raptado cinco días antes de mi regreso y se había marchado a América con el general Howe, que llevaba allí una gran partida de soldados de infantería alemanes alistados en Asia y en Brunswick.

—¡Bandido! —exclamó el coronel.

—Es inútil decir el dolor de que fui preso. Recogí mis tripulantes y me hice a la mar con dirección a Boston, por haber sabido que las fuerzas que conducía Howe estaban destinadas a reforzar aquella guarnición.

»Renegué de mi nueva patria y volví a ser pirata sin nacionalidad alguna, desahogando mi dolor en continuos combates contra las naves donde veía flotar una bandera que yo odiaba.

»Usted, coronel, me comunicó que María Wentwort, dentro de ocho días, contraerá matrimonio con el marqués de Halifax y que espera que yo acuda en su socorro.

»Suceda lo que suceda, yo entraré en Boston y pondré mi corbeta y mi espada como tantos otros caballeros franceses a disposición de la causa americana.

No bien había acabado de hablar, cuando el coronel y el lugarteniente le vieron dirigirse con violencia hacia la abierta ventana, a través de la cual entraba un soberbio rayo de sol.

—Un cañonazo disparado desde lejos —dijo—. ¡Al puente! ¡Al puente!

CAPÍTULO III. UN COMBATE TERRIBLE

CUANDO el corsario y sus dos compañeros subieron de nuevo a cubierta, la corbeta había ya desviado el rumbo para reanudar su marcha hacia las costas americanas.

Un viento fresco que parecía iba a aumentar la empujaba con una velocidad de ocho o nueve nudos por hora.

La tripulación, reforzada con los cincuenta americanos que formaban la de la barca y que durante la noche anterior fueron transbordados sin que las dos naves de alto bordo se hubiesen percatado de ello, estaba toda a cubierta y discutía animadamente.

—¡Sí, un cañonazo! —afirmaban unos.

—No: un trueno.

—¿Con un cielo tan despejado?

—Y, sin embargo, no se distingue ninguna nave.

—¿Vendrá de Boston?

—¡Quia! ¡Estamos muy lejos todavía!

El corsario subió al puente de mando, tomó el anteojo y exploró atentamente el Océano en todas direcciones.

—Nada —dijo Howard y al coronel—. Y a pesar de eso, ha sido un cañonazo.

»¡«Cabeza de Piedra»!

El bretón, que estaba animadamente discutiendo con «Petifoque», su inseparable compañero, acudió en seguida al llamamiento.

Sus pies de paquidermo se habían hecho ligeros como los de una gacela.

—¿Has oído el lejano cañonazo, verdad? —le preguntó el corsario.

—Mis oídos se han conservado excelentes, por muchos que hayan oído de tantos monstruos de bronce.

—¿No habrá sido un trueno?

—Quia, sir Guillermo. No se ve una nube por ningún sitio.

—¿Qué crees tú?

—Yo digo, capitán, que nos están acechando.

—Las dos naves de alto bordo, ¿no es eso?

—Sí, y apostaría nuevamente mi pipa a que no tardaremos en volverlas a ver.

»Por fortuna, el viento tiende a aumentar, y la corbeta, cuando tiene buen viento, puede hacer correr y dejar atrás a las mismas fragatas. ¿No le parece, sir Guillermo?

El corsario no contestó. Se había puesto a pasear por el puente, con la cabeza baja y las manos hundidas en los bolsillos.

Parecía como que murmurase.

De pronto se detuvo, mirando atentamente al bretón, que estaba cargando tranquilamente la famosa pipa, le dijo:

—Que todos mis hombres estén preparados para ocupar sus puestos de combate.

»Hoy no hay guardia franca.

—¿Y los americanos?

—Reúnelos a todos en el castillo de proa, tras las dos piezas de caza. Son valientes arcabuceros, y con sus largas carabinas destrozarán los puentes de las dos naves inglesas.

»No siempre se puede ser afortunado; pero confío en el valor de mi tripulación, experimentada en tantos abordajes, y en la velocidad de mi «Tonante».

»Vete, y tú que eres mi mejor artillero, observa con cañones de caza los palos de aquellas tortugas. Abajo cinco o seis velas y nada más tendremos que temer.

—Por el barrio de Batz, me pondré unas antiparras para ver mejor; y Dios me condene si no echo abajo un par de alas a aquellas corredoras del Océano.

—Cuento contigo.

—Apuesto mi pipa a que…

—Vete al demonio con tu pestífero recuerdo de familia.

«Cabeza de Piedra» contestó con una carcajada, bajó la escalera, encendió la yesca y con ella el antiguo recuerdo, haciéndolo funcionar a toda fuerza.

Howard, un lugarteniente admirable, estaba ya en la cubierta, preparando a los hombres para la batalla, que se anunciaba inminente.

Ninguna vela se distinguía aún en el horizonte, pero todos sentían el peligro y se disponían valientemente a rechazarlo.

El día transcurrió sin que «Petifoque», siempre en lo alto del palo mayor, anunciara nada nuevo.

El horizonte estaba despejado y sin sol, y la brisa aumentaba a medida que iba cayendo la tarde. La corbeta marchaba maravillosamente con todas las velas desplegadas.

Sir Guillermo no abandonó un instante el puente de mando. Espiaba atentamente al enemigo, que seguramente navegaba más allá de la línea visible del horizonte.

Al anochecer, la brisa se trocó en viento, tan fuerte, que el corsario se vio obligado a hacer retirar las bonetas y otro velamen.

El tiempo, hasta pocas horas antes tan hermoso, se ofuscó de repente, como la noche anterior, amenazando con trocarse en tempestad.

Por si esto no bastara, poblaban los aires bandadas de pájaros de mal agüero, que con sus vuelos desordenados presagian la tormenta.

El Atlántico mostrábase agitado. Las olas se iban formando poco a poco y se alejaban murmurando sordamente para ir a estrellarse fragorosamente contra la popa de la corbeta.

A las nueve una profunda oscuridad envolvía mar y cielo. Sólo unas pocas medusas, navegando casi a flor de agua, que se dejaban conducir por el Gulf Stream, brillaban como otros tantos globos eléctricos.

Un profundo silencio reinaba en la corbeta, que marchaba a toda velocidad. Nadie hablaba, pero todos estaban en sus puestos de combate, prontos a empeñar resueltamente la lucha.

Todos sentían próximo al enemigo. Aprovechando la oscuridad, debía irse acercando, después de apagar todos sus faroles, con la esperanza de sorprender a la corbeta, cercarla y destruirla rápidamente, con una tempestad de hierro para hundirla con todos sus tripulantes.

Sir Guillermo seguía en el puente al lado de Howard. Había recobrado toda su sangre fría y su extraordinaria audacia, y parecía que por un momento hubiese olvidado a María Wentwort y al marqués de Halifax.

Su mirada era lo único que se mostraba inquieta, vagando de continuo por el tenebroso horizonte. Otra hora había transcurrido cuando se oyó la voz de «Petifoque», el cual no vivía si no era entre las gavias y las cruces de los palos, gritando:

—¡Cuidado! ¡Corremos entre dos sombras! ¡Son las naves de alto bordo!

Sucedió un breve silencio, y luego el corsario preguntó:

—¿Una a babor y otra a estribor?

—¡Sí, capitán!

—¿A qué distancia?

—Cinco o seis cables.

—¡Por San Patrik! —exclamó sir Guillermo—. Buenos ojos tienen los dos comandantes ingleses.

»¿Cómo diablos nos han visto con una oscuridad tan granel? ¡Ah! Nos quieren coger, pero, ya veremos, señores míos.

Luego, alzando la voz, gritó:

—Diez hombres a la bodega a guardar la estopa. Si nos agujerean, cerraremos en seguida nuestras heridas.

Dirigió una mirada al velamen y se frotó las manos, como hombre completamente satisfecho.

—¡Bah! ¡Pasaremos! —dijo después.

Y se dirigió al lugarteniente para decirle:

—Le encargo el servicio de las piezas de la escotilla. De las del castillo cuidará «Cabeza de Piedra».

En aquel momento un relámpago rompió la profunda oscuridad a menos de seis cables de estribor, seguido de un ruido ronco que hendía velozmente el aire.

Las dos naves inglesas no intimaban ya la rendición con un golpe en falso, sino con una bala de cañón, y probablemente de buen calibre.

El corsario se inclinó, aguzando el oído.

Se oyó como un desgarrón.

—Un roto en la gavia de trinquete —dijo—. ¡Qué malos artilleros! Eran menester dos balas encadenadas para hacer blanco en el palo mayor, amigos míos.

»Mis cuatro piezas de caza todas las tienen, y les aseguro que si no derriban los palos, derribarán la arboladura.

Entre el silencio que reinaba en la corbeta, se oyó la voz del lugarteniente primero y la de «Cabeza de Piedra» después, gritar:

—¿Contestamos?

—No —contestó sir Guillermo con la bocina—. No hay prisa.

—¡Timonel!

—¡Señor!

—Pon la proa al Norte. ¿Ves allá aquella sombra negra?

—Sí, capitán.

—Ataca allí. Pronto: los gavieros. ¡Sacad los arpones de abordaje!

Otro relámpago brilló, y esta vez a babor, y casi a la misma distancia, y otro proyectil silbó sobre cubierta de la corbeta, llevándosele la cabeza a un gaviero que estaba subiendo la escalera del trinquete, cargado de arpones de abordaje.

El desdichado no tuvo siquiera tiempo de lanzar un ¡ay! y cayó decapitado al mar, desapareciendo entre las olas color de tinta.

—¡Por San Patrik! —exclamó el corsario—. Matan a los míos. He ahí llegado el momento de abordar a los adversarios.

Embocó de nuevo el portavoz y gritó con tonante acento:

—¡No os entretengo más, muchachos! ¡Cubrid a los ingleses de hierro y plomo! ¡Quiero pasar!

La corbeta, que más rápida que las dos pesadas naves de alto bordo, e infinitamente más manejable, iba ya a sobrepasar a sus dos poderosas adversarias, que maniobraban para echársele encima, se cubrió de llamas y de humo.

Tanto las baterías de babor y estribos, como las cuatro grandes piezas de caza, disparaban sin cesar.

Apenas cesó el horrendo cañoneo, siguió una terrible descarga de mosquetería.

Los cincuenta americanos de la barca, reunidos en el castillo de proa, detrás de las dos piezas, destrozaban las dos naves inglesas con una tempestad de balas, derribando los altísimos puentes.

—¡Fuego! —exclamó sir Guillermo.

Las dos naves de alto bordo, aunque mortalmente heridas por aquellos disparos que no esperaban y la granizada de plomo que diezmaba a los hombres ocupados en la maniobra de las velas, no vacilaron en contestar.

La que se encontraba a barlovento fue la primera en desencadenar todas las piezas de babor: pero sea porque en aquel momento los artilleros se habían equivocado acerca de la velocidad de la corbeta, sea porque alguna ola inesperada les hubiese hecho perder el blanco, la abordada pasó a veinte pasos de la popa de la fugitiva, sin ocasionarle ningún daño.

La otra, sin embargo, que se encontraba a menor distancia, no tardó en imitar a su compañera.

Un huracán de hierro y bronce pasó por encima de la corbeta, matando o malhiriendo a una docena de hombres y rompiendo un sinfín de cuerdas.

Una bala, después de atravesar el muro de estribor, pasó a pocas pulgadas del rostro del corsario, cortándole por un instante el aliento.

La arboladura, sin embargo, por un hecho providencial, no sufrió el más pequeño desperfecto, de modo que la nave pudo continuar su velocísima marcha.

—¡Por San Patrik! —exclamó el corsario—. Tiran como neófitos. ¡Señor Howard! ¡«Cabeza de Piedra»! ¡Abajo!, a balas encadenadas.

Por segunda vez la corbeta se cubrió de fuego y humo, haciéndose casi invisible el enemigo: luego la mosquetería reanudó sus formidables descargas.

Durante cinco o seis minutos se esparció por el Atlántico un ruido tan espantoso, que ahogó el mugido de las olas.

Las tres naves se cambiaban con furia feroz balas encadenadas, bordadas de metralla, nubes de plomo, todo disparado a ciegas, porque la noche, como ya dijimos, era oscurísima y la corbeta marchaba rápidamente, cambiando con frecuencia de rumbo, con breves bordos para hacer perder el blanco a los adversarios.

Tocaba la peor parte a los tres pesados puentes, que recibiendo en pleno vientre catorce balas, resultaron totalmente destrozados. En aquella época no se usaba coraza alguna, ni siquiera la de plomo, que dos siglos antes usaron ya, aunque con poco éxito, los españoles.

Las veintiocho piezas de la corbeta, manejadas por hábiles artilleros acostumbrados al fuego de las batallas y que no se movían de las troneras, aunque alguna bala atravesara la batería, disparaban a maravilla, esperando el momento oportuno para desplegar todas sus fuerzas contra el enemigo.

Alternaban balas y metralla, destrozando banderas y rompiendo maniobras; pero el mayor daño causábanlo tal vez los cincuenta americanos.

Tras los muros del castillo de proa disparaban sin tregua sus largas y pesadas carabinas, y destrozaban a cada descarga a los timoneles de las naves de alto bordo, con admirable precisión.

Habríase dicho que tenían ojos de gato, puesto que causaban un estrago horrendo.

Aunque la corbeta había recibido no pocos proyectiles que le abrieron otros tantos boquetes, no obstante, éstos eran prontamente cubiertos con algunos tapones «ad hoc», para que el agua no invadiese la sentina. Cuando se creía fuera del alcance de la adversaria artillería, uno de los veleros enemigos, que marchaba a sotavento, con una maniobra rapidísima, familiar a los ingleses, que eran en aquella época los mejores marinos del mundo, le cortó el paso de una bordada.

Sir Guillermo mascó una blasfemia, pero embocó en seguida el portavoz, y ésta, vibrante como la de una compañía, dominó el fragor de la atronadora artillería.

—¡Timón a la orza!… ¡Contrabrazo a estribor! ¡Preparados para el abordaje! Truenos por San Patrik: o coparemos el velero, o lo hundiremos.

»¡«Cabeza de Piedra»! ¡Señor Howard! ¡Balas encadenadas dentro de la arboladura! ¡Hundid a ese coloso!

La respuesta no se hizo esperar. La corbeta viró a estribor y descargó sus doce piezas contra el velero; luego viró a babor e hizo una descarga terrible.

Simultáneamente, las cuatro piezas de caza dirigían sus balas encadenadas a través de la arboladura del adversario.

Entre el tronar de la artillería se oyó un crac seco, y luego una voz alzóse en el castillo de proa:

¡Por el barrio de Batz! Por fin cayó a mis manos el maldito velero. ¡Ya era hora! La cadena cortó la vela maestra. ¡Ala herida no vuela! ¡Ahora que nos persiga el pajarraco!…

Un hurra estruendoso, lanzado especialmente por los americanos, que no dejaban de dirigir sus tiros contra la cubierta de la gigantesca nave, saludó el golpe maestro del viejo bretón.

—¡Al abordaje! ¡Al abordaje! —gritan ciento cincuenta voces—. ¡Abajo! ¡Es nuestro!…

El velero se ha inclinado a babor al peso del altísimo palo que, destrozado casi en su base por dos balas encadenadas, baña la veleta en el agua.

La gran nave está inmóvil. No puede bordear y se presenta magníficamente para una gran bordada.

Entre el griterío de la multitud y de los americanos que quieren acudir al abordaje, se deja oír la voz metálica del corsario:

—¡Fuego de bordadas al Oeste! ¡Pasemos!

La corbeta, hábilmente guiada, huye una vez más perseguida por el segundo buque, que llega con harto retraso, dispara catorce balas al vientre de la inmóvil, y con una magnífica bordada huye precipitadamente, descargando sus dos piezas de caza, que tiene a popa cargadas de metralla, y destruye con ellas las maniobras de las dos adversarias.

Alguna bala pasa zumbando sordamente, a través de su aparejo; pero es demasiado tarde para detenerla.

Huye con pleno viento en popa, riéndose al fin de aquellas ciento veinte piezas.

El viento se la lleva.

Howard sigue disparando las dos piezas de caza de popa para proteger la retirada.

«Cabeza de Piedra», en cambio, ha hecho arrojar los muertos al mar y transportar los heridos a la enfermería; luego ha cargado tranquilamente su pipa, la ha encendido y ha subido al puente de mando, diciendo al corsario:

—Ha terminado, señor. Se la dimos buena a aquellos caballeros de chaqueta encarnada y minúsculos casquetes.

»¿Rumbo, capitán?

—Derechos a Boston —contestó sir Guillermo—. ¿Cuántos muertos?

—He hecho arrojar catorce a la gran taza —contestó el bretón con un suspiro.

—¿Y heridos?

—Hay siete en la enfermería, y, desgraciadamente, uno quedará inválido para toda la vida.

—¿Quién es?

—León de S. Malo.

—Mil libras para él.

—¡Por el barrio de Batz! Para obtener una cantidad tan importante, habría consentido en perder una pierna.

»Cojo y todo, podría comprarme una gran barca para la pesca y guiarla a través de la Mancha.

—Que se abran cuatro barriles de ron y que beban mis valientes. Procura, sin embargo, que no se emborrachen.

»Boston no está lejos y Dios sabe lo que nos aguarda delante de la bahía.

»No será fácil forzar el bloqueo; pero no he perdido todas las esperanzas de conseguirlo.

Los cañonazos habían cesado y las dos naves de alto bordo habían desaparecido en el tenebroso horizonte.

Sólo el viento silbaba a través del aparejo, pasando con agudos resoplidos por los agujeros que las balas abrieron en el velamen.

El murmullo del mar le acompañaba como un inmenso contrabajo.

Y la corbeta, salida casi incólume de tan gran peligro, se deslizaba en el Atlántico, con la proa puesta a la costa americana.

CAPÍTULO IV. LA INSURRECCIÓN AMERICANA

CON el acto memorable del 4 de julio de 1776, las colonias inglesas del Este declaraban su propia independencia y su firme voluntad de separarse por fin de la madre patria, que durante dos siglos estuvo chupando su mejor sangre sin compensación alguna.

Los enormes tributos, cada vez mayores, que Inglaterra imponía a sus colonias de América para hacer frente a los gastos de la guerra contra los Borbones de Francia y España, y la negación de los derechos políticos a los indígenas, fueron las causas que hicieron brotar las primeras turbas que habían de incendiar todos los Estados del Este, pues en aquella época los del Oeste y del Sur estaban aún bajo la dominación española.

Aunque con poco dinero, faltos de artillería y mal armados, los americanos, cansados de verse expoliados sin tregua, saludaron con entusiasmo la convención de julio que proclamaba la independencia de las antiguas colonias inglesas.

Improvisan generales, a cuyo frente ponen al gran Washington; improvisan coroneles y oficiales que veinticuatro horas antes tenían sus campos y cuidaban sus soberbias plantaciones de algodón y tabaco; llaman a las armas a la alegre juventud, y declaran la guerra a la poderosa Inglaterra, que tenía en aquellos tiempos, a pesar de España y Francia, en sus manos, o, mejor aún, en sus naves, los destinos de Europa.

Parecía una locura, y, sin embargo, no lo fue. Carolineses, neoyorkines, pensilvanos, marilandeses, acudieron compactos a alistarse con sus compañeros de las vecinas provincias, y se echan animosos en medio de la guerra por ellos iniciada.

Francia y España, por bajo mano, les ayudan. Corsarios atrevidos les proveen de artillería, pólvora y fusiles y hábiles oficiales, franceses, en su mayor parte caballeros, guiados por el joven marqués de Lafayette, acuden en gran número a ofrecer a aquellos colonos, ignorantes de las cosas de la guerra, su espada, su práctica y su sangre.

Inglaterra, dueña del Atlántico y de las costas americanas, en las cuales tenía muy fuerte guarnición y sobre todo buen número de cañones de grueso calibre, no se preocupó de momento de la proclamación de la independencia en sus colonias ultramarinas.

Creíase demasiado fuerte para no poder domar en seguida a aquellos insolentes agricultores, cultivadores de algodón y de tabaco, y a aquellos mezquinos mercaderes que se atrevieron a desafiar su poderío.

Desgraciadamente para ella, se equivocaba. Tenía ante sí a un enemigo formidable, tenaz, resuelto a todo y pronto a soportar con energía los horrores de la guerra, que debían darle más tarde la libertad.

Después de los primeros combates, los americanos decidieron atacar a Boston, que era la más rica y populosa ciudad de Massachusetts.

Situada en una bahía espléndida, capaz de contener las más grandes escuadras del mundo, y completamente al abrigo de las olas del Atlántico por una larga isla, prestábase a maravilla para, una gran defensa, sobre todo para el que fuese siempre dueño del mar; e Inglaterra, como dejamos dicho, lo era, puesto que los americanos no podían oponer a las grandes naves más que pequeños buques piratas.

Los ingleses, a los primeros rumores de guerra, echaron dentro unos doce mil hombres, en su mayor parte brunsvinkeses, infantes robustos que gozaban entonces de gran reputación y proveyeron los fuertes de numerosos cañones.

Recogieron además en la bahía una escuadra de fragatas y naves de alto bordo, con objeto de impedir a los corsarios de Europa y las Bermudas que mandaran a los americanos municiones y armas, de que estaban faltos, especialmente de artillería.

La defensa de la plaza habíase encomendado a tres valentísimos generales: Howe, Clinton y Burgoyne, a los cuales se agregaron luego el marqués de Halifax y el brigadier general Pigot, hombres todos ellos de gran valor y muy prácticos en las astucias de la guerra.

Los americanos, aunque no disponían en Massachusetts más que de veinte mil hombres y pocos buques corsarios que 110 podían luchar con las naves inglesas sin ir a pique a la primera bordada, recogidos aquéllos en los campos y no acostumbrados a guerrear, embistieron no obstante la plaza con gran denuedo, obligando con incesantes ataques y sorpresas a la guarnición inglesa a encerrarse dentro de los sólidos muros de la ciudad.

Los hechos de armas que se desarrollaron en el Canadá fueron favorables a los insurrectos, pues consiguieron apoderarse de la fortaleza de Skeenesborough, haciendo prisionera a toda la guarnición y a su comandante general Allen; y esto llenó de entusiasmo a los jóvenes combatientes.

Con gran sorpresa por parte de todos, los generales americanos consiguieron bloquear estrechamente la ciudad, valiéndose de toda suerte de medios para que la guarnición no pudiese recibir ni víveres ni refuerzos.

En la ciudad sitiada habían ocurrido ya muchos y sangrientos combates.

Uno de los más espléndidos hechos de armas, que refleja el valor americano, fue el que se empeñó en torno de las islas de Noddes y Hog, ambas situadas dentro de la bahía de Boston, al noroeste de la ciudad: la primera frente a Winnesimik y la segunda junto a Chelsea.

Siendo aquellas dos islas ricas en pastos y ganado, la guarnición inglesa las despojaba con inesperadas correrías, haciendo casi inútil el estrecho cerco de los sitiadores.

Boston no podía tomarse por asalto, y menos por parte de soldados improvisados que guerreaban por vez primera: el único recurso era el de obligar a los sitiadores a rendirse por hambre.

La empresa, aunque presentaba no pocas dificultades quedó acordada.

Una noche atravesaron la bahía un gran número de lanchas, y burlando la vigilancia de la escuadra inglesa, cayeron sobre las dos islas, destruyeron todos los pastos y se llevaron todo el ganado que encontraron en los pueblecillos.

Aquel golpe fue de muerte para la guarnición, que hacía tiempo se encontraba escasa de víveres y tenía que proveer a los mismos habitantes, pues aunque de éstos fueron muchos a reforzar el ejército americano, quedaron no pocos dentro de las murallas de la, ciudad.

Pero después de un suceso tan importante llevado a cabo con tan buen éxito, ocurrió otro de no menos trascendencia.

Los sitiados, furiosos porque unos soldados que hasta entonces tuvieron por pusilánimes y prontos a escapar a la primera descarga de arcabucería o al primer ataque a la bayoneta, les tenían en jaque, desesperando ya de recibir víveres de Inglaterra, proyectaron una salida con ánimo de recorrer el país y procurarse las provisiones necesarias.

Dos eran los caminos que habían de tomar. Uno el de caer en el istmo de Boston y atacar a fondo a los americanos, que se habían sólidamente fortificado en Roxbury, a fin de invadir y saquear el condado de Suffalk; otro, cruzar el brazo de Charlestown y atravesando la península homónima, caer encima de los sitiadores atrincherados en las alturas que se extendían entre Willis Ereck y la ribera de la Mantica, pasando a saco, de este modo, las tierras de Worcester.

Los jefes americanos, sin embargo, que tenían numerosos espías en Boston, tuvieron noticia en seguida de los dos planes ideados por el general Gorge, y se apresuraron a tomar sus medidas para impedir que el hambriento enemigo pudiera llenarse de nuevo el vientre.

Tenían empeño, además, en probar la resistencia y el valor de sus tropas, que hasta entonces no habían tenido ocasión de sostener un ataque poderoso por parte del aguerrido adversario.

Llamaron a incorporarse a cuantas bandas recorrían las tierras vecinas, para aprovisionar el grueso del ejército, que padecía el hambre, lo mismo que el inglés, y, reforzaron gallardamente las alturas de Bunker's hill, que dominaban la entrada de Charlestown, y en menos de ocho horas, trabajando con feroz encarnizamiento, construyeron un fuerte, que dotaron de buen número de cañones.

Al propio tiempo, aprovechando la poca vigilancia de sus enemigos, ocupaban, con buen núcleo de tropas y reforzaban con trincheras otro montecillo que dominaba la ciudad.

Grande fue el estupor de los ingleses cuando sobre las cuatro de la mañana se percataron de la audaz empresa realizada con tanta habilidad y sin ruido.

Un buque de guerra que vigilaba la bahía para impedir la entrada a los importadores de pólvora y armas, fue el primero en dar la voz de alarma, y sin esperar órdenes del comandante, empezó a tirar furiosamente contra el reducto, que por su situación constituía una gravísima amenaza para la ciudad porque podía ser bombardeada desde aquella altura.

Los comandantes ingleses, bastante intranquilos, dirigieron toda la artillería de la playa, de los buques y de las baterías flotantes hacia las dos alturas sobre las cuales los americanos seguían fortificándose y abriendo trincheras en las faldas de sus posiciones, empujándoles hasta casi las orillas de la Mantica.

Desde que nació hasta que se puso el sol, reinó un ruido espantoso; huracanes de hierro se cambiaron de una parte a otra, aunque sin gran resultado, puesto que los americanos, aunque expuestos a un fuego infernal, no cesaron ni de trabajar, ni de responder, lanzando muchas balas incendiarias al interior de la ciudad, para prender fuego en la misma.

Era cerrada la noche cuando la artillería de la plaza y de las naves dejaron por fin de disparar, para no gastar demasiadas municiones.

Los americanos habían conseguido por completo su propósito: Boston iba a sufrir todos los horrores del bombardeo, incluso el del hambre, puesto que desde Breed's hill, los enemigos podían hundir las naves que Inglaterra mandara desde Europa.

No había, empero, llegado el instante de cantar victoria, porque Howe sólo tenía a sus órdenes a doce mil hombres, muy valientes, pronto a lanzarse a la conquista de las dos posiciones a la primera señal, y trescientas bocas de fuego entre grandes y pequeñas, colocadas en las murallas, además de un buen número de baterías flotantes y buques de guerra con los cuales debían los americanos saldar sus cuentas.

Y se preparaban gallardamente los sitiados a devolver la pelota, resueltos a hacer retroceder a los adversarios hasta más allá de la Mantica o a arrojarlos al mar.

Tal era la situación de las cosas cuando una noche oscurísima y casi tempestuosa, la corbeta de sir Guillermo se presentó audazmente ante la embocadura de la bahía, resuelta a forzar el bloqueo.

El fragor de los cañonazos habían llegado a oídos del corsario y los suyos, e imaginándose que habría ocurrido algún suceso de importancia, el velero mantúvose a distancia, aunque el Atlántico, siempre caprichoso, no dejó de levantar montañas de agua en todas direcciones, poniendo a dura prueba la resistencia y los intestinos de los tripulantes.

Sir Guillermo no se fiaba más que de sí mismo y no había abandonado un solo instante el puente.

Colocados sus hombres en sus posiciones de combate, pues era posible que alguna nave inglesa cayera encima de su nave, apenas entrado en el puerto mandó llamar al coronel americano, que no era otro que un ex capitán de la marina mercante, que conocía al dedillo todos los puertos de las costas orientales de América.

—Señor Moultrie —le dijo en el momento en que la corbeta daba una carga bordada delante del puerto—, confío a usted el timón.

»¿Qué señales hemos de hacer para que sus compatriotas no nos bombardeen? El cañón ha tronado durante todo el día y es fácil que haya baterías emplazadas en la península.

—Coloque usted faroles rojos en los palos —contestó el americano— y téngalos allí cinco minutos.

»Los nuestros tienen hombres a lo largo de la orilla, embargados precisamente de señalar los buques corsarios y guiarlos. Ya verá usted como va a llegar alguno.

—¡Eh! La marea es demasiado fuerte para las lanchas.

—Fuera de la bahía, pero no dentro, sir Guillermo.

—¡Si pudiese saber dónde se colocan los buques ingleses!

—Se mueven continuamente, y nadie que viniese de fuera podría adivinar dónde se encuentran en este momento.

»¿Desea usted algo más?

—No: al timón, coronel, y cuidado de que mi «Tonante» no vaya a parar a un seco.

—Conozco la bahía como mis bolsillos; por lo tanto, puede usted estar tranquilo.

El corsario se despidió con una señal que le hizo con la mano, y bajó luego a cubierta, donde pasó revista a sus tripulantes.

Todos estaban en sus respectivos puestos de combate: unos tras las piezas de caza, otros detrás de los muros, con las armas en la mano, y todos bien dispuestos a moverlas.

Llegado al castillo de proa, donde estaban los americanos y una docena de artilleros, llamó a «Cabeza de Piedra», que estaba confabulando sobre una de las dos piezas de caza.

—Ven —le dijo—. Me fío del coronel americano; pero tengo más confianza en ti.

»¿Conoces Boston?

—He estado unas diez veces, mi capitán —contestó el bretón—. Han pasado muchos años y sabría aún llevar la corbeta a puerto seguro.

—Es en la Mantica donde nosotros seguramente tendremos que fondear. Los americanos deben indudablemente de estar allí.

—Y nosotros iremos a su encuentro, comandante. Conozco el sitio y sé que pueden anclar allí incluso las fragatas de gran porte.

—Haz que cuelguen en dos palos dos faroles rojos y luego ve a encontrarme en el puente. No deben estar en ellos más que cinco minutos. ¿Tienes un reloj?

—El que me dejó mi abuelo, que anda como un cronómetro; palabra de bretón.

—Date prisa, que vamos a forzar el bloqueo.

Volvió al puente de mando, después de cambiar algunas palabras con su lugarteniente, que, como de costumbre, había tomado por su cuenta las dos piezas de caza de popa y dio la orden de:

—¡Embocad!

La corbeta había terminado su bordada y encontrábase delante de la amplia bahía de Boston, a través de la cual se precipitaban murmurando las gruesas olas del Atlántico.

Un viento impetuoso y más bien frío venía de poniente, quebrando sus ondas con mil silbidos contra el aparejo del velero.

Ni en la bahía ni en la ciudad brillaba luz alguna.

Parecía que sitiadores y sitiados, después de haberse cañoneado durante doce horas con una rabia feroz, se habían decidido al fin a tomarse unas cuantas de descanso.

Pero el corsario no se fiaba de aquella calma, que podía ser más aparente que real.

Sus ojos interrogaban ansiosos las tinieblas, y sus oídos, aunque ensordecidos por el fragor de las olas y de las ráfagas silbantes que se estrellaban sin cesar contra la arboladura, escuchaban con atención.

Los faroles se alzaron en el momento en que la corbeta llegaba al extremo de la península, ocupada la noche antes por los americanos, y brillaban entre las tinieblas.

El mar estaba pésimo y las olas se sucedían sin tregua, imprimiendo al velero un vaivén muy fuerte.

No habían aún transcurrido cinco minutos, cuando se bajaron los faroles y una voz poderosa se dejó oír a estribor del buque:

—¡Howe! ¡Echad una escalera!

«Cabeza de Piedra», que se hallaba aún en cubierta, hizo cumplimentar al punto aquella orden.

Pocos momentos después, un hombre, cubierto con amplia capa de tela encerada y barbudo como un «miass» de Borneo, subía a bordo, preguntando por el comandante.

«Cabeza de Piedra», que se había provisto de un farol y hecho acompañar por dos fusileros, miró atentamente al desconocido, cuya ropa estaba totalmente mojada y parecía salir del mar.

—¿Quién es usted? —le preguntó, armando rápidamente una pistola y apuntándole al corazón.

—Un piloto americano; he distinguido las señales que hacían ustedes, y aunque la noche es pésima, he venido a toda prisa, para ponerme a sus órdenes.

—¿Y la lancha que le ha traído?

—Se ha ido ya para no hacerse pedazos contra el casco de su buque.

»Fue un milagro que pudiese coger al vuelo la escalera.

—Le nombro gaviero de primera clase —contestó el bretón.

El americano respondió con un «gracias» y una carcajada.

—Sígame —continuó «Cabeza de Piedra»—, el comandante está en el puente.

—Estoy a sus órdenes. ¿Llevan ustedes pólvora?

—Un cargamento completo.

—Ya era hora. Aguardábamos al coronel Moultrie, a quien mandamos con una barca a las Bermudas.

—Su compatriota está aquí; pero el pequeño velero lo mandamos a hacer compañía a los peces.

—¿Cómo?

—Cállese, que este no es el momento de charlar. Venga.

»Nos estamos jugando la vida de doscientos hombres, cincuenta de los cuales son compatriotas de usted.

—Usted manda.

Atravesaron la cubierta y subieron al puente de mando, donde el corsario esperaba con la mayor impaciencia.

—Aquí está el piloto que los americanos le han mandado —dijo «Cabeza de Piedra».

Sir Guillermo le preguntó en seguida:

—¿Tropezaremos con los ingleses?

—La noche es pésima, comandante, y creo que los buques de guerra, después del bombardeo de hoy, que tan bueno resultó para nosotros, no levarán anclas antes que amanezca.

—¿Sus compatriotas no dispararán contra nosotros?

—A estas horas, la lancha que me ha conducido aquí, debe haber llegado a tierra, y la orden de no disparar no tardará en llegar a la altura de Breed's. Puede usted pasar.

En la escotilla encontrará usted al coronel Moultrie y juntos condúzcanos al sitio donde echemos anclas. Yo cuido de la defensa.

La corbeta, aunque vigorosamente empujada por un viento impetuosísimo, avanzaba cautelosamente con ligerísimas bordadas.

La profunda oscuridad la protegía, pero no se podía andar muy confiado, porque los ingleses habían conservado dentro de la bahía un buen número de fragatas y baterías flotantes que podían, de un momento a otro, desencadenar un fuego infernal y cortarle el paso.

—Aguza la vista, «Cabeza de Piedra» —decía de cuando en cuando sir Guillermo.

—Los dos están fuera de sus cajas —contestaba el bretón—, y, sin embargo, no distingo nada.

—La noche, efectivamente, no podía ser más tenebrosa.

—Pocas veces la he visto así.

—Mira.

—Miro, comandante, y casi llego a distinguir las floques, lo cual es mucho.

»Apostaría, mi pipa a que un gato no conseguiría verlos.

De pronto, el bretón, que abría desmesuradamente los ojos y aguzaba también las orejas, que eran de extraordinarias dimensiones, se inclinó hacia adelante y se puso al acecho.

—¿Qué oyes? —le preguntó sir Guillermo.

—No sé.

En aquel instante la corbeta dobló rápidamente a estribor, merced a un vigoroso movimiento del timón.

¿Qué habrían observado los dos pilotos americanos?

La respuesta no se hizo esperar. Una sombra gigantesca que navegaba sin farol apareció rápidamente a babor, a pocos metros de distancia.

—¿Quién vive? —gritó una voz ronca.

—Ingleses —contestó prontamente sir Guillermo, con la bocina.

—Dirigirse al muelle para el registro o les echamos a pique.

—Obedecemos.

Bajó el puente y recorrió a grandes pasos la cubierta, diciendo a los hombres que estaban encargados de las maniobras de defensa:

—¡Bordada a estribor! ¡Pronto! Tenemos una fragata encima.

Luego se fue junto al coronel y el piloto americano y les dio algunas órdenes.

La corbeta, pocos instantes después, en vez de cumplimentar la orden dada por los ingleses, se alejó en sentido contrario, con una rápida bordada, con dirección a la embocadura de la Mantica.

Simultáneamente, el corsario, que había vuelto al puente de mando, lanzaba el consabido grito de:

—¡Fuego de bordada!…

CAPÍTULO V. EL BOMBARDEO DE BOSTON

LA fragata se presentaba admirablemente para ser acribillada por sorpresa, puesto que ofrecía su estribor a la artillería de la corbeta, por no haber tenido tiempo todavía de virar, ni de tomar precaución alguna contra un ataque inesperado.

Las dos piezas de caza de popa fueron las primeras en lanzarle cuatro grandes balas encadenadas a través de la arboladura, y luego las doce piezas de babor irrumpieron casi simultáneamente, batiendo terriblemente el flanco de la nave.

Apenas hubieron cesado las detonaciones, oyóse un ruido horrendo de maderas que caían de lo alto sobre la cabeza de los ingleses; luego siguió un intensísimo fuego de fusilería.

Los americanos del castillo de proa apoyaban a los artilleros del corsario.

La corbeta, aprovechándose de la confusión que había de haber causado la inesperada descarga a bordo de la fragata, siguió su bordada para alcanzar la boca de la Mantica y ponerse al seguro antes que llegaran otras naves. No podía, empero, considerarse fuera de peligro, porque en un momento sé dio la voz de alarma.

Las baterías flotantes que estaban ancladas junto al muelle, comprendiendo que aprovechándose de la oscuridad y la noche pésima que hacía, alguna importadora de pólvora y armas había entrado en la bahía, comenzaron a disparar, aunque al azar, porque la corbeta no era visible y seguía alejándose rápidamente del lugar del peligro.

También la fragata, aunque debió quedar muy malparada a consecuencia de los catorce cañonazos que le dispararon casi a quemarropa, empezó a hacer retumbar sus piezas.

Los reductos y las murallas de la ciudad no tardaron en imitar a las naves, haciendo llover en la bahía un número considerable de balas ardientes que caían silbando.

Era aquello una batalla de ciegos, que podía producir mayores daños a las naves inglesas que se habían hecho a la vela para auxiliar a la fragata antes que a la corbeta.

—He ahí un magnífico espectáculo que ofrecemos gratuitamente a los habitantes de Boston —dijo sir Guillermo a «Cabeza de Piedra», que nuevamente había acudido a su lado, después de dar la orden de suspender prontamente el fuego para no indicar al enemigo el rumbo del velero.

—Es de esperar que nos conservarán un poco de gratitud —contestó el bretón—. ¡Por el barrio de Batz! Llueven las balas en abundancia. Como entre una en el depósito de pólvora, saltaremos alegremente, y ofreceremos a los bostonenses un soberbio fuego que no será seguramente artificial.

—No nos ven.

—La casualidad tal vez…

—Si cuentas con la casualidad, es otra cosa. Pero ten cuidado que no te caiga alguna bala en la cabeza.

—Es dura como la piedra, señor, y la hará saltar al mar.

—¡Oh!

—Soy del país de las cabezas duras.

—Pero no te fíes y ponte en salvo.

Las balas llovían de todas partes, especialmente de los glacis de la ciudad sitiada, cuya numerosísima artillería disparaba con espantoso «crescendo», como si hubiese de rechazar un inminente asalto.

Las naves, en cambio, después de unos cuantos tiros suspendieron el fuego, por temor de agredirse recíprocamente; pero no hicieron otro tanto las baterías flotantes, que, encontrándose en fila ante los muelles y a flor de agua, bien poco habían de temer.

Había ya caído en la corbeta alguna bala, matando a más de un hombre, cuando los americanos, apostados en las alturas de Bunker's hill de Breed's hill, advertidos por compañeros del piloto de que una nave corsaria había entrado con cargamento para ellos, empezaron a su vez a disparar de un modo horrible, por tener ocupados los artilleros de la plaza en otro blanco.

Los dos reductos, situados en dos espléndidas posiciones, por cierto bien defendidas, porque se completaron durante el día, parecían dos pequeños volcanes.

Los tiros menudeaban, arrojando nubes de balas sobre la ciudad.

Los ingleses cambiaron en seguida la dirección de sus cañones, que no disparaban ya sobre la bahía. Con un esfuerzo supremo trataban de destruir las piezas americanas, aunque estaban convencidos de que no lo conseguirían, por hallarse colocadas en sitio demasiado elevado.

Durante veinte minutos hubo un furioso cambio de balas, disparadas al azar; y durante ellos, la corbeta, fuera ya del alcance de las mismas, siguió avanzando hacia la costa, sin disparar un solo tiro.

El corsario asistía impasible al furioso bombardeo, con la sonrisa en los labios.

A su lado el bretón fumaba tranquilamente su pipa secular, más que nunca convencido de que aunque le cayera en la cabeza una granada, no conseguiría hundir su caja craneana. ¿No era acaso un hijo del país de las testas duras, de la vieja América, de aquel país donde los hombres se baten a golpes de cráneo sin que haya fractura de huesos?

La costa estaba próxima y la corbeta, que marchaba rápida, porque el viento era fuerte, estaba a punto de alcanzarla, cuando cuatro relámpagos fulguraron ante su proa, casi a flor de agua, seguidos de otras tantas detonaciones ensordecedoras y del bien conocido crujir de la madera que se abría bajo el violentísimo golpe de los grandes proyectiles.

—¡Batería flotante enfrente de nosotros!

—¡Qué nadie conteste! —gritó al punto sir Guillermo.

Luego, dirigiéndose hacia la popa, añadió:

—Caerle encima y hundirla. Respondo de la solidez de la proa.

Los dos pilotos americanos, que estaban a punto de volver el timón para evitar un choque, desistieron de ello, manteniendo la dirección del rumbo.

Transcurrieron cinco segundos, y a ellos sucedió un golpe violentísimo que derribó a la mayor parte de los fusileros y artilleros.

La corbeta, con su tajamar a prueba de escollo, había hundido la batería flotante, partiéndola por la mitad.

Gritos espantosos se oyeron al punto en las tinieblas de la noche.

Los cañoneros ingleses se hundían al par de sus piezas, envueltos en la corriente de agua que el velero les arrojaba sobre sus flancos.

—¡Orza la barra! ¡Toda! —gritó entonces el corsario.

La corbeta, que se había detenido un momento, reanudó su marcha bajo las violentísimas ráfagas de viento, disgregó por completo la batería y pasó, introduciéndose en la ensenada.

Pasó por milagro, porque los artilleros de la guarnición, que cuidaban de las piezas dirigidas hacia el mar, al percatarse de aquellos cuatro relámpagos, no tardaron en mandar en aquella dirección una granizada de balas, ignorando que mataban a sus camaradas.

—Ahora venid por nosotros —dijo el corsario, frotándose las manos—. No será fácil huir de la trampa en que me he colocado, pero antes que haya despachado lo que tengo que despachar, pueden ocurrir muchas cosas.

»¿Qué dices tú, «Cabeza de Piedra»?

—Que mi abuelo, que era un famoso corsario.

—¡Ah! ¿El que te dejó la pipa?

—No, capitán: aquél era otro.

—Sigue.

—Digo que no habría deseado mejor fortuna.

—Se ve que también él tenía alguna estrella que le protegía.

—Pero acabó bailando al extremo de un palo; sus compatriotas de usted fueron los encargados de apartarlo del mar para mandarlo a navegar, no sé si al cielo o al infierno.

—¡Buena fortuna! Pero ahora cuidado con echar el ancla. Hemos de estar próximos a la cala, ¿verdad, coronel?

—Faltan quinientos o seiscientos metros —contestó el americano—. Izar de nuevo los dos faroles rojos.

Transmitióse la orden a los gavieros y las dos lámparas subieron a las puntas del palo mayor.

Era una precaución necesaria, porque los americanos que ocupaban ya fuertemente las dos orillas de la Mantica, podían descargar contra ellos unos cuantos cañonazos si no recibían a tiempo la noticia de que se trataba de una nave amiga.

Las baterías inglesas que dominaban la boca del puerto, aunque lejanas y casi fuera de tiro, no vacilaron en hacer tronar sus cañones, gastando sin provecho pólvora y balas.

La corbeta, aunque molestada por la corriente, seguía avanzando aún con velocidad, de modo que en cinco minutos alcanzó una profunda cala que se abría a la orilla izquierda, en cuyas escolleras los americanos levantaran dos pequeños, pero bien provistos reductos.

Echaron anclas, aferraron las velas y encendieron los faroles de babor y estribor.

Una lancha equipada por seis remeros y un timonel salió en seguida del muelle y se dirigió a la corbeta.

El coronel americano, el piloto y el corsario, recibieron al timonel, que vestía el uniforme de los capitanes federales.

—¡Ah!, ¿usted, mister Pardell? —exclamó el coronel—. No creía encontrarle aún aquí.

—Yo voy siempre a donde hay que mover las manos —contestó el capitán.

—Ahí tiene usted al corsario, el baronet, a Guillermo Mac Lellan, de quien habrá usted oído hablar, porque es el más atrevido de los corredores de las Bermudas.

—Le esperábamos con impaciencia, sir —contestó el capitán, tendiéndole la mano—, y tengo el encargo de serle el portador de la gratitud del Congreso y la del general Washington.

El baronet inclinóse y exclamó:

—Traigo cuatrocientas toneladas de pólvora, cinco mil fusiles con sus respectivas bayonetas y dos mil bombas y cuatro grandes morteros.

»Pongo, además, a disposición de la causa americana, mi corbeta y mis ciento cincuenta hombres escogidos entre los mejores corsarios que cruzan el Atlántico.

—Todo lo pagará el Congreso.

Sir Guillermo hizo un movimiento de hombros.

—Lo doy todo a la causa americana —dijo—, con una sola condición.

—¿Cuál, sir? —preguntó el capitán, admirado de tanta magnificencia por parte de un hombre a quien todos tenían por un verdadero inglés, tanto por parte de su padre, como de su madre.

—Que se me permita entrar esta noche en Boston con dos de mis hombres.

—Es imposible, sir.

—¿No está concluida aún la galería que había de terminar bajo las casamatas de la gran muralla de Hamilton? —preguntó el coronel.

—Sí, mister Moultrie. Y está preparada también la mina para hacerla saltar.

—Pasaremos por allí —dijo el corsario—. Es absolutamente necesario encontrarme lo más pronto posible en la plaza, donde tengo un grave asunto que resolver.

—Encontraría usted la muerte, sir —contestó el capitán—. Nuestros espías nos han manifestado que los ingleses intentarán esta noche una salida para dar caza a nuestros compatriotas de Breed's hill y Bunker's hill.

»A esta hora los sitiados deben estar en marcha y se tropezaría usted con ellos.

—¡Maldición! —exclamó sir Guillermo.

—Asunto aplazado, mi querido baronet —dijo el coronel—. Por lo demás, un día pasa pronto, y mañana podrá intentar la empresa con mayor éxito. Además, yo mismo le guiaré hasta la mina.

»Podría, al propio tiempo, ocurrir alguna desgracia al marqués, porque seguramente no se quedará detrás de la muralla, mientras su regimiento dará el asalto a una u otra altura.

El corsario quedó silencioso y, según tenía por costumbre, se puso a pasear nerviosamente por cubierta, dando la vuelta cada cinco o seis pasos, lo que hizo exclamar a «Cabeza de Piedra»:

—Al comandante le gustan las pequeñas bordadas.

De pronto un ruido infernal rompió el silencio que reinaba en la bahía.

Inmensas nubes de humo rojizo se elevaban sobre las murallas y sobre el reducto de Boston, atravesado por anchos chorros de fuego.

—Vea usted —dijo el capitán americano—. Los sitiados tratan de disfrazar sus movimientos, bombardeando nuestras posiciones.

»Mañana habrá una gran batalla, prevista ya de nuestros jefes, que han tomado de antemano las medidas necesarias para arrojar a los ingleses dentro de las murallas.

—Precisamente esta noche —dijo el corsario con rabia.

—La galería está bien simulada, y ahora que está concluida, podrá usted entrar siempre por ella —dijo el coronel.

—¡«Cabeza de Piedra»! —gritó sir Guillermo.

El bretón se hallaba en aquel momento ocupado en cortar una plancha de cinc con una tijera inmensa y hacía pequeños triángulos, a los cuales pegaba pedazos de lardo, ayudado por «Petifoque».

—¡Por el barrio de Batz! —exclamó al oír que le llamaban—, ¡qué yo no pueda dedicar siquiera cinco minutos a la pesca de los albatros!

»En estas costas abunda ese volátil.

Dejólo caer todo en el suelo y fue donde el corsario, que estaba siguiendo con la mirada las chispas que iban dejando tras de sí las balas encendidas que los fuertes de Boston disparaban en gran número contra las dos alturas ocupadas por los americanos y en torno a las cuales numerosos zapadores trabajaban con ahínco para extender las trincheras hasta las riberas de la Mantica.

—Se diría que te has vuelto sordo —le dijo sir Guillermo.

—¿Por qué, comandante?

—¿No oyes todo ese ruido?

—¡Por el barrio de Batz! Lo oirían todos los muertos sepultados a lo largo de las costas de la Bretaña, si tantos cañones se disparaban en Brest, ¡y no quiere usted que llegue a los oídos de un antiguo artillero!

»Y, sin embargo, ya ve usted: tengo dos orejas que podrían parangonarse con las de un asno.

—¿Qué hacías en estos momentos?

—Preparaba, en unión de «Petifoque», mis anzuelos para cazar albatros. Son muchos, ¿verdad, coronel?, los que acuden a las orillas de este puerto.

—Sí —contestó Moultrie, riendo.

—En este caso, confío en cazar bastantes. Mis hombres se construirán espléndidas bolsas de tabaco y hasta soberbias boquillas con las alas de aquellos ladrones del Océano.

—¿Y la guerra? ¿No oyes?

—¡Uf! Cuando los ingleses estén cansados de disparar, dejarán dormir sus piezas de artillería —contestó tranquilamente el bretón.

—Embarcamos cuatro morteros que nos han mandado nuestros amigos los franceses —dijo el corsario—. Dirás al señor Howard que mande que los coloquen en cubierta; de esta manera probaremos su tiro de arcada.

—Prefiero los cañones de caza.

—Levanta aquéllos cuanto puedas y tomemos también nosotros parte de la fiesta del fuego. ¡Ve!

«Cabeza de Piedra», en vez de marcharse, dirigió la vista a las baterías de Boston, y después de medir la distancia con su mirada de viejo artillero, exclamó:

—Haremos lindas arcadas.

Y bajó a cubierta, con su pesado paso de costumbre, mascando la caña de su pipa, que no había tenido tiempo de encender.

Todos los fuertes de Boston disparaban con un fragor horrendo, secundados por todas las naves de guerra que se hallaban en el puerto y las galerías flotantes.

Pero Boston no era Gibraltar, donde el valiente Elliot, desde lo alto de su roca, podía hacer milagros.

Los dos reductos americanos, plantados en las dos alturas que dominaban a la ciudad, aunque no totalmente terminados, sostenían valientemente el fuego de los sitiados y cubría de balas a la ciudad, desencadenando, de cuando en cuando, algunos incendios que podían ocasionar inmensos desastres, especialmente entre las casas de madera, entonces numerosísimas, que la guarnición inglesa conseguía a duras penas apagar.

Toda la bahía era pasto de las llamas.

De todas partes brotaban relámpagos, a flor de agua, en las orillas de la Mantica y en las alturas de Bunker's hill y de Breed's hill.

Más de seiscientas piezas de artillería, entre grandes y pequeñas, disparaban sin cesar, sin fijarse en las municiones, especialmente los americanos, porque ahora les constaba que tenían una buena partida de pólvora.

La corbeta no tardó en tomar parte en aquella fiesta del fuego, como la llamó sir Guillermo.

El segundo de a bordo, junto con «Cabeza de Piedra» y los más hábiles artilleros, habían colocado en el amplísimo castillo, detrás de los cañones de caza, los cuatro morteros que recibieron de los corsarios franceses y abierto un magnífico fuego contra la muralla de Workart, que estaba enfrente de ellos, acribillándola de granadas que pesaban cuarenta kilos, calibre extraordinario en aquellos tiempos, que en punto a artillería estaban bastante atrasados.

También los cañones de caza entraron en danza, y no pudiendo llegar a las alturas de Boston, destrozaban, con huracanes de metralla, los cimientos y el espejo de agua para impedir que las lanchas inglesas se acercaran.

El espectáculo era espantoso y el ruido ensordecedor.

Aunque el peligro era grave, los habitantes de Boston se dirigieron en masa hacia las murallas para contemplar aquel bombardeo que había de recordar más tarde a los ingleses el célebre de Gibraltar.

Las dos posiciones americanas, colocadas en las dos alturas, daban valientemente el pecho a aquel diluvio de balas, y no interrumpieron sus trabajos a fin de encontrarse, al amanecer, en condiciones de rechazar con energía el asalto enemigo.

Las pérdidas eran considerables; pero tal vez lo eran más las de los ingleses, que se dejaban estoicamente ametrallar por las cuatro piezas de caza del «Tonante», sin disparar un solo tiro de fusil, para no dar a conocer sus movimientos a los americanos.

Durante toda la noche, la artillería de los fuertes, de las trincheras, de los reductos y de las naves retumbó con un crescendo horrible y gran gasto de municiones; pero al alba empezaron los cañones a enmudecer, hasta que al fin callaron por completo.

Los ingleses habían dejado la plaza y se disponían animosamente a asaltar las dos alturas, cuyas piezas de artillería tanto daño causaban a las casas y a las fortalezas.

En lo alto, gruesas nubes de humo y chispas que el viento llevaba hacia la bahía, se extendían, anunciando nuevos incendios.

CAPÍTULO VI. LA BATALLA DE BREED'S HILL

COMO dejamos dicho, el general Howe, jefe supremo de la plaza, y sus oficiales, altamente intranquilos por la audaz empresa con tan buen éxito realizada por las tropas americanas, que ponía a la ciudad bajo el fuego de las piezas enemigas, decidieron efectuar una gran salida para reconquistar las dos alturas.

En la noche del 17 de junio, mientras el bombardeo se desencadenaba en torno de la ciudad, diez compañías de granaderos, al mando del general Howe en persona y del general Pigot, con el marqués de Halifax, reforzados por otras tantas compañías de infantería ligera y buen número de piezas de artillería ligera, llegaron silenciosamente a las márgenes de la bahía, donde una multitud de lanchas que los buques de guerra habían equipado, les aguardaban y se dirigían a Moreton's point, sin haber encontrado resistencia alguna.

Como aquel punto estaba poderosamente batido por la armada, los americanos, que poseían un número limitado de piezas de artillería, no estimaron oportuno levantar allí ningún reducto, que, por otra parte, no habría podido resistir mucho tiempo a los fuegos encontrados.

Pero llegados allí los ingleses y apercibidos de que los americanos tenían tomadas ya sus medidas para no dejarse sorprender, hicieron alto, y formadas las tropas en dos filas, mandaron a pedir nuevos refuerzos a Boston.

Su plan era que, mientras el ala izquierda, mandada por Pigot y el marqués de Halifax, toda ella de infantería pesada, compuesta en su mayor parte de mercenarios alemanes, daba el asalto a Charlestown, un gran barrio ocupado ya por los enemigos, el grueso asaltara los dos reductos, y el ala derecha, que sólo se componía de infantería ligera y procurara forzar el paso de la Mantica, que estaba defendido por la corbeta del corsario y dos baterías.

De este modo creían pillar por detrás a los adversarios, y con furiosos ataques a la bayoneta, introducir en ellos el desorden.

Los americanos, por su parte, conocedores de antemano de los planes de los generales ingleses, habían apoyado su ala derecha contra las casas de Charlestown, terreno defendido por el reducto de Breed's hill; la izquierda a lo largo de las trincheras que habían construido en las márgenes de la Mantica, y el grueso cerca de la embocadura.

Durante la noche no dejaron de trabajar, a pesar de la tempestad de bombas y balas encendidas; y, temerosos de no poder resistir a un ataque cuerpo a cuerpo en terreno llano, reforzaron su espalda con altos cercados de estacas construidos en dos filas y llenando el centro de ellos con hierbas y tierra.

Los de Massachusetts ocupaban Charlestown, el reducto y una parte de la trinchera, y los de Connecticut, a las Órdenes del capitán Nolken, y los de New Hampire, capitaneados por el coronel Stark, el resto de la trinchera.

No eran más que un conjunto de plantadores y marineros, casi nuevos en el arte de la guerra, armados de arcabuces de diversos calibres y casi todos faltos de bayoneta; de modo que parecía que no habían de poder resistir un ataque dado especialmente por mercenarios alemanes, que eran famosísimos y con escasa artillería.

Pero durante la noche habían mandado numerosos correos a pedir socorro en varias direcciones, y llegaron al campo el doctor Warren, que había sido nombrado recientemente general, por sus buenas condiciones de guerrillero y experimentado, y el general Pertnam.

Uno y otro llevaron consigo algunas partidas de ciudadanos recogidos a toda prisa en los alrededores, y aunque nada prácticos en el arte de la guerra, eran, sin embargo, habilísimos tiradores, pues la caza era su ocupación favorita, y se les tenía por cazadores excelentes.

Una vez hubieron recibido los refuerzos que esperaban, los ingleses fueron los primeros en empezar la batalla, arrollando las diez compañías del general Gorge contra el barrio de Charlestown.

Estaban tan seguros de vencer a aquellos despreciados adversarios, que fueron al ataque sin casi disparar un tiro, aun cuando los americanos los recibieron con nutridas descargas.

No se habían equivocado en sus pronósticos, porque los provinciales, viendo que les caía encima aquella nube de robustos soldados y no teniendo apenas una bayoneta con que rechazar el violentísimo ataque, fueron rápidos en escapar, porque temían además verse envueltos entre dos fuegos.

Los vencedores, pues, pudieron apoderarse del reducto y del barrio, casi sin disparar un tiro.

Saqueadas al vuelo las casas y vaciados los corrales para llevar más tarde el ganado a Boston, que sufría bastante la escasez de carne, pegaron fuero a todo.

Las casas, como se acostumbraba en aquella época, eran casi todas de madera.

En un momento, el barrio quedó espantosamente envuelto en las llamas, entre los gritos de los habitantes, que huyen a la desbandada por todos lados, procurando, empero, salvar a los niños y a los viejos.

El espectáculo era aterrador.

Más de ochocientas factorías ardían, lanzando al aire nubes de humo y olas de chispas que el viento empajaba hacia la bahía.

Era un continuo derribar, un siniestro crujir. Incluso las plantaciones de algodón se convierten en un mar de fuego.

La guarnición de Boston y los habitantes, desde lo alto de los campanarios y de los tejados de las casas, contemplaban con ansiedad el espectáculo.

Pero los ingleses no fueron afortunados, pues proponiéndose como se proponían envolver en humo a los americanos, que se iban recogiendo ordenadamente en las alturas, a causa de un brusco cambio del viento, los envueltos fueron ellos.

Pero, a pesar de las nubes de humo, los granaderos de Brunswick estrecharon sus líneas y se pusieron en movimiento para arrojar a los enemigos, incluso de las alturas.

Era la suya una infantería pesada, pero de una solidez a toda prueba, siempre compacta y resistente a todo ataque.

Los americanos habían también estrechado sus columnas y como les favorecía el viento, que arrojaba el humo encima de los ingleses, apenas distinguieron los altos sombreros de sus enemigos, abrieron un fuego tan certero, que les obligó a retirarse más que precipitadamente más allá de las casas de Charlestown y a guarecerse desordenadamente en las márgenes de la bahía.

Muchos fueron los que, al ver los buques anclados junto a la orilla, echáronse en ellos, negándose a habérselas con un enemigo que tenía tan maravillosos tiradores.

Los oficiales se arrojaron, no obstante, al momento sobre aquellas compañías desordenadas, esforzándose, ora con promesas, ora con amenazas, en conseguir que se reunieran y lanzarlas nuevamente al ataque.

Consiguiéronlo, efectivamente, gracias a los mercenarios alemanes, que se habían alistado para hacer la guerra, y organizándose como fue posible, volvieron al ataque del reducto, aunque con menos entusiasmo que antes.

Los americanos, envalentonados con el primer éxito, les aguardaban a pie firme, resueltos a no dejarse arrancar las dos alturas, que podrían pesar enormemente sobre la suerte de la ciudad sitiada.

Con un fuego nutridísimo de arcabuces, disparados casi a quemarropa, rompen de nuevo las filas y obligan a sus adversarios a replegarse otra vez hacia el mar.

Los algodoneros, habilísimos cazadores, hacen verdaderos milagros, y muchos hombres mercenarios caen a cada descarga.

El general Howe, después de haber visto caer en torno suyo a casi todos los oficiales y haber quedado casi solo entre un cúmulo de muertos y heridos, mandó llamar a escape a todas las fuerzas del general Clinton, que hasta entonces habían quedado como meros espectadores de la derrota.

Clinton gozaba fama de muy experto militar. Al ver la destrucción de las fuerzas del comandante de la plaza y previendo la importancia que aquella victoria podía tener por el honor de las armas inglesas, acude prontamente con todos sus hombres, y por tercera vez consigue conducir a todos los suyos a un asalto furioso, auxiliado por los buques de guerra anclados en la bahía, los cuales atacaban poderosamente a los reductos americanos por tres partes, impidiendo a los suyos que recibiesen refuerzos por el lado del istmo de Charlestown.

La tenacidad de las tropas mercenarias alemanas que resistían maravillosamente el fuego, había de dar a los ingleses un efímero triunfo.

Los fuertes hijos de Alemania, aunque dos veces derrotados, vuelven al ataque, y se lanzan contra el primer reducto.

Los americanos, faltos actualmente de municiones y armados de fusiles sin bayonetas, oponen durante algún tiempo encarnizada resistencia con las culatas de sus arcabuces; luego, impotentes para resistir a tanta furia, ceden y se retiran.

Mientras se combatía con tanto encarnizamiento alrededor de las ruinas de Charlestown, otra gruesa partida de ingleses se dirigió a la entrada de la Mantica, para asaltar la muralla allí construida precipitadamente por los americanos y que por falta de tiempo no habían podido terminar.

Un gran número de barcas, cargadas de granaderos, conducidas por marineros de la armada, subieron la ribera con gran velocidad, creyendo no encontrar obstáculo serio.

Sin embargo, se equivocaban, porque enfrente de ellos y oculta en la cala, estaba la corbeta del corsario.

Sir Guillermo, apercibido a tiempo de los planes del enemigo, había colocado su barco de través, de modo que su batería de babor lo destruyera todo; luego hizo colocar en aquella dirección los cuatro grandes cañones de caza, cargados de metralla hasta la boca, y colocó a cincuenta americanos, que no había querido desembarcar aún, detrás de las empalletadas, junto a dos docenas de escogidos fusileros.

—He ahí el momento de calentarse algo y ayudar a nuestros amigos —dijo a su lugarteniente—. Vaya a decirles que no hagan economía de pólvora ni de balas, porque las tenemos en abundancia en la bodega.

»«Cabeza de Piedra» podrá, mientras, ocuparse de los morteros y lanzar alguna granada hacia la bahía para evitar que la flota acuda en auxilio de las lanchas.

Luego se apoyó tranquilamente en la baranda del puente de mando, sin dignarse armar sus pistolas, sin desnudar su sable de abordaje: tan seguro estaba, en aquel momento, de sí mismo.

Los ingleses, ignorantes del peligro que les amenazaba, puesto que no habían distinguido la corbeta, avanzaban a fuerza de remos, siendo su principal deseo apoderarse de dos pequeños reductos levantados en las márgenes de la cala.

Era el momento ansiado por el corsario para prestar un poderoso auxilio a los americanos.

Su metálico acento cubrió por un momento el rumor de la mosquetería, que se desata aún hacia Charlestown.

—¡Muchachos! ¡Desencadenad las piezas!

Las lanchas, numerosísimas y llenas de granaderos y de infantería ligera, se detuvieron vacilando.

Las doce piezas de babor se aprovecharon de aquella tregua para lanzar a flor de agua una tremenda bordada que echó en seguida a fondo totalmente destrozadas quince de aquellas lanchas, con sus respectivas tripulaciones.

Las cuatro piezas de caza arrojan al punto sobre las restantes una granizada de granadas, mientras «Cabeza de Piedra», cuyo anzuelo ha conseguido al fin cazar los albatros y que no quiere permanecer inactivo, hace retumbar los cuatro grandes morteros, lanzando las granadas más allá de la embocadura de la ensenada, con una arcada soberbia.

Brotan del puerto espantosos gritos. Más de doscientos hombres, mal heridos, se hunden en el mar, sin esperanza de ser salvados, porque los cincuenta americanos y los fusileros disparan a su vez furiosamente.

La flotilla da la vuelta, abandonando a su triste suerte a los desgraciados, con objeto de no comprometer el éxito de la expedición, pues la guerra tiene sus crueles exigencias, y se dirige rápidamente hacia la costa, para ponerse a cubierto de los disparos de la corbeta.

Hurras fragorosos, lanzados por los americanos que guardan los dos pequeños reductos, saludan la espléndida defensa de los corsarios, cuyo buque sigue disparando, ora tirando contra los fuertes de Boston con sus morteros, ora hacia la entrada del puerto, para impedir una nueva intentona.

No era, empero, una victoria definitiva. El general Howe, percatándose del peligro, pide nuevos refuerzos, hace desembarcar a sus gentes y renunciando de momento a la idea de apoderarse de los dos reductos, ataca resueltamente la muralla, que ya conocía por débil.

Los de Brunswick, furibundos por aquella primera paliza, y sabiendo que sus compañeros han echado a los enemigos de Charlestown, dan un salto formidable.

Ningún fuego detiene ya a aquellos sólidos soldados. Los muertos se acumulan en torno de ellos, porque el fuego de los defensores de la muralla se hace por momentos más homicida y los soldados van compactos al ataque, deseosos de bañar en sangre las puntas de sus triangulares bayonetas.

La lucha en los alrededores de la muralla se hace horrible, espantosa, porque los americanos, aunque soldados improvisados, tienen un valor a toda prueba.

Los de Brunswick, estimulados con los gritos de los ingleses, que han ocupado ya el reducto de Bunker's hill y ayudados por una partida de infantes ligeros, van avanzando siempre, celosos de la victoria de sus compañeros.

Las bayonetas, a las que, como dejamos consignado, los americanos temían bastante, porque las tenían ellos en muy escaso número, encuentran la enemiga en las culatas de los fusiles, y las tropas mercenarias alcanzan la muralla, no sin gravísimas pérdidas.

La batalla podía darse por perdida para las tropas federales; pero no había sido tampoco una gran victoria para, los ingleses, pues si bien consiguieron la altura de Bunker's hill, en cambio no lograron apoderarse de la de Breed's hill, que por ser la más alta tenía más importancia, y les faltó la ocasión de romper por completo el centro americano, como pretendían.

La retirada resonaba doquier, mientras en torno de las ensangrentadas trincheras alzábanse los lamentos de los heridos, cubriendo incluso el ronco son de la artillería.

Por otra parte, el enemigo les perseguía con la esperanza de alcanzarles y aniquilarles antes que pudieran ponerse a salvo.

Los americanos, sin embargo, al pasar a través de los bosquecillos que cubrían las costas del istmo, no sufrían gran daño del tiroteo de la fragata y de las dos baterías flotantes que la defendían.

Alma de la retirada era el doctor Warren, un hombre que habría podido competir con Washington en el arte de la guerra.

Infatigable, a pesar de la derrota, no dejaba de recoger a los rezagados, gritándoles con estentórea voz:

—Acordaos de nuestras banderas, que llevan de un lado esta inscripción: «Apelemos al cielo», y de otro: «Qui transtulit sustinet», lo que equivale a decir que la Providencia, que condujo a salvo a sus antepasados entre tantos peligros, cuidaría de salvar a sus biznietos.

Pero aquel valiente no había de sobrevivir a tan triste jornada.

Un oficial de la vanguardia inglesa, que lo reconoció y comprendió que aquel hombre había de ser un futuro general, arrancó a un granadero el arcabuz, apenas cargado, apuntó contra él, disparó y le dejó muerto.

La retirada de los americanos se efectuaba rapidísima, a pesar del tiroteo de la fragata y de las dos baterías flotantes.

A las ocho de la noche, los ingleses vivaqueaban en la posición conquistada, cantando desafinadamente el himno inglés, mientras los americanos, vencidos, pero no deshechos, se replegaban hacia las márgenes de la Mantica, colocándose bajo la protección de la corbeta, cuyas piezas seguían retumbando con gran furia, para impedir que las naves enemigas se acercaran.

Las pérdidas fueron gravísimas por ambas partes, y centenares de cadáveres quedaron alrededor de las disputadas posiciones, junto a muchísimos heridos que durante la batalla nadie pensó en recoger y cuidar; de modo que más tarde, muchos de aquellos desgraciados sucumbían a consecuencia de la escasez de medicamentos y víveres, y sobre todo por el clima ardentísimo y poco sano en aquella estación.

Los americanos perdieron, además, cinco cañones, muchos instrumentos para las fortificaciones y una gran partida de útiles del campo.

CAPÍTULO VII. UNA EMPRESA TERRIBLE

SIR Guillermo, que escapó a la muerte, como de costumbre, aunque algunas balas disparadas en los sitios más avanzados de la ciudad fueron a caer encima de la corbeta, apenas terminada la batalla se retiró a sus habitaciones, sentándose tranquilamente a la mesa en unión del coronel Moultrie y Howard.

—A la guerra se va con dos sacos —dijo a sus dos compañeros, que parecían muy consternados por el desastre sufrido por las tropas federales—. Uno sirve para lanzar las penas y otro para guardarlas.

»Son cosas que ocurren en este mundo.

Y se puso a cenar con el apetito de un verdadero lobo marino, poco o nada molestado por los disparos de las cuatro piezas de caza que hacían temblar, no sólo la cubierta, sino toda la vajilla del elegante comedor.

Comió a escape, según era su costumbre; luego se alzó y dejó su pesado sable de abordaje, tomando, en cambio, de la pared, una soberbia hoja toledana, que examinó atentamente.

—¿Qué hace usted, sir Guillermo? —preguntó el coronel.

—¿Ha olvidado usted que tengo que entrar en Boston? —respondió el corsario.

—¿Esta noche?

—Si no aprovecho estos momentos en que los ingleses, después de tanto batallar, estarán muertos de cansancio y ocupados en cuidar a sus heridos y enterrar a los muertos, no sé qué ocasión mejor podría yo esperar.

—¿Pero quiere usted meterse en la boca del lobo?

El corsario alzó los hombros y dijo:

—Lobo soy también, y lo soy de mar, y no han de faltarme dientes para defenderme.

»Me ofreció usted acompañarme hasta la galería que conduce a los cimientos de la vieja muralla.

—Cierto es, sir Guillermo, y no soy hombre que falte a una palabra empeñada, aún a trueque de mi vida. Pero quisiera aguardar ocasión más propicia.

—¿Para dar tiempo mientras el marqués de Halifax a obligar con amenazas o por fuerza a María Wentwort a casarse con él? ¡Ah, no!

Su semblante tornóse sombrío. En sus ojos brillaba una expresión de ira.

—Esta espada —dijo—, ha de beber la sangre de los Halifax.

—Que circula también por sus venas —dijo el coronel.

—Sí, pero con mezcla de sangre francesa; por esto no es pura.

—¿Pretendería usted matar al marqués, que al fin es su hermano?

—Si entro en Boston, aquel hombre pagará la infame traición y mi padre me perdonará.

—¿Y luego?

—Muerto él, no tendré que temer que otros obliguen a María Wentwort a casarse, y podré vivir tranquilo hasta la caída de la plaza.

—¿Luego usted cree, sir Guillermo, que conseguiremos rendirla?

—No me cabe la menor duda acerca del triunfo de su santa causa…

Abrió una caja y sacó de ella un traje completo de oficial de la marina inglesa.

—Ya sabía —dijo—, que un día u otro me había de servir de gran utilidad.

Iba a desnudarse, cuando un ruido infernal se oyó en el exterior.

La plaza, como si hubiese adivinado su atrevido plan, y para vengarse del poco éxito de la victoria conseguida, reanudó el bombardeo de las posiciones americanas, con una rabia creciente.

Disparaban los fuertes, disparaban los reductos, las naves y las baterías flotantes, haciendo llover hacia la Mantica y sobre la altura de Bunker's hill, una verdadera granizada de bombas y balas encendidas.

El corsario lanzó un grito de rabia.

—¡Precisamente esta noche! —exclamó—. ¡Ah! ¡Malditos sean!…

Echó al suelo la chaqueta y se detuvo ante una miniatura que representaba una joven rubia de ojos azules, a la cual servía de marco uno de aquellos espléndidos cristales que sólo la Murano veneciana podría todavía fabricar, sin dejar que la robaran el secreto.

—María —dijo, mientras se le encendían los ojos—. Desafiando a la muerte, Mac Lellan estará contigo esta noche.

Rasgó furiosamente el pantalón, arrojó al aire las botas de mar y vistió rápidamente el traje de los oficiales ingleses, colgándose al costado izquierdo la espada toledana y al cinto dos pistolas de dos cañones.

—Coronel —dijo con cierta excitación—, ¿teme usted a las balas encendidas, o las bombas de los ingleses?

—Nunca las temí, sir Guillermo.

—¿Está usted decidido a mantener la palabra empeñada?

—Siempre.

—Señor Howard: llame usted a «Cabeza de Piedra» y a «Petifoque». El uno sin el otro no podrían hacer nunca nada.

El segundo de a bordo vació el vaso que tenía delante, y mientras las cuatro piezas de caza y los cuatro morteros atronaban el espacio de un modo terrible, subió a cubierta.

También las piezas de babor, temiendo alguna sorpresa, por parte de los buques enemigos, habían empezado a hacer descargas, haciendo trepidar la corbeta.

No había transcurrido medio minuto, cuando el bretón bajaba al salón con su pesado paso de elefante marino.

Tenía en la boca su famosa pipa, que aquella noche parecía tirar de un modo extraordinario, a juzgar por el humo que despedía.

—¿Estás dispuesto a acompañarme junto con «Petifoque»? —le preguntó sir Guillermo, apenas lo tuvo a su presencia.

—¿A dónde, comandante?

—A Boston.

—La noche, verdaderamente, no me parece propicia, no por mi piel, que al fin y a la postre es harto vieja y no serviría siquiera de cebo para los tiburones, sino por la de usted.

—¡Por la mía!… Rióme de veras —contestó el corsario—. Además, creo que la bala, pequeña o grande, que ha de quitarme la vida, no ha sido fundida aún.

—Siendo así, vámonos —dijo el viejo lobo marino, lanzando al aire una nube de densísimo humo—. ¿Habrá que poner las manos en movimiento, comandante?

—Puede que sí, y no poco.

—No deseo otra cosa. Ya sabe usted también que «Petifoque», aunque joven, tiene músculos de acero.

»¡Por el barrio de Batz! ¡Él fue el primero que en el último abordaje saltó al puente del inglés! ¡Y qué de sablazos repartió! Parecía un molino de viento.

»¿Hemos de disfrazarnos?

—No es preciso.

—¿Y las armas?

—Con un par de pistolas de dos cañones y el sable de abordaje cada uno, basta.

—A sus órdenes, comandante.

Hay que hacer constar, empero, que el viejo lobo de mar, entre cuatro disparos de los cañones de caza y otros cuatro de los morteros, la había limpiado cuidadosamente, tragándose con un par de bizcochos su fondo asqueroso y pestilencial.

Es una maniobra que todos los marineros conocen y aprecian.

—Tened pronta una lancha: dentro de cinco minutos.

»Que en el puente y la batería sigan manteniendo el fuego.

—Sí, comandante.

—Bebe.

El bretón tomó la gran taza que el corsario le ofreció y la apuró de un trago, diciendo después:

—¡Vive Dios! Mejor se bebe aquí que a proa.

Puso en sus labios la histórica pipa y se fue con su acostumbrado paso, que hacía crujir, no sólo las escaleras, sino el pavimento de cubierta.

El corsario, que vistió, como dejamos dicho, un traje de oficial inglés, cubrió su cabeza con una blanquísima peluca, según se usaba en aquella época.

—¿Qué les parece a ustedes? —preguntó a Howard y al coronel americano.

—¡Oh! —exclamó éste último—. No sé a qué estado quedará reducida su elegancia cuando haya atravesado la larguísima galería.

Un relámpago terrible fulguró en los ojos del corsario.

—¡Hay en Boston tantos o aciales de marina! —dijo sir Guillermo—. Si me fuera menester otro uniforme, mataría a cualquiera de ellos para apoderarme de su traje.

—Estos corsarios son verdaderamente hombres —murmuró el coronel americano, lanzando un suspiro—. Si tuviésemos dos mil a nuestra disposición, a estas horas no habría un solo inglés en tierra americana.

—Coronel, ¿está usted dispuesto?

—A sus órdenes, sir Mac Lellan.

—Señor Howard: a usted confío el cuidado de mi corbeta. Le dejo una tripulación envejecida entre el humo de las batallas y siempre pronta al abordaje.

»Procure usted conservar el buque y ayudar en cuanto pueda a nuestros nuevos amigos.

»Estimo que los corsarios de las Bermudas han de mantener incólume su buen nombre de valientes.

—Respondo plenamente de ello —contestó el lugarteniente—. Antes que dejar que caiga la corbeta en manos de Howe, la haré saltar conmigo y con mis hombres.

—Así lo espero —contestó el corsario.

Le dio un afectuoso apretón de manos y subió a cubierta, seguido del coronel.

Como la noche anterior, el tiempo se puso feo.

A lo lejos, el Atlántico rugía siniestramente, levantando grandes olas contra la península de Boston, y el viento silbaba y bramaba, empujando furiosamente a gigantescas nubes preñadas de lluvia.

Las estrellas fueron desapareciendo poco a poco, de modo que en la bahía, como en la ciudad, reinaba una oscuridad profunda.

La rabia de los elementos desencadenados no fue parte, sin embargo, para suspender el bombardeo.

Relámpagos y lenguas de fuego fulguraban en todas direcciones, en alto y a flor de agua, con estallidos, ora secos, ora prolongados, mientras las balas encendidas y las granadas llovían con frecuencia.

Era un terrible duelo de artillería que los americanos, con todo y tener menor número de piezas que sus adversarios, sostenían con gran valor y tenacidad y sin desfallecer.

Su artillería tronaba sobre todo en los reductos de Bunker's hill, actualmente bien reforzados, y arrojaba sobre las murallas y las casas de Boston una verdadera granizada de proyectiles y, sobre todo, de bombas, que de cuando en cuando originaban terribles incendios.

—He ahí una noche hermosa —dijo el corsario, mientras los cuatro morteros y las cuatro piezas de caza disparaban al unísono, haciendo trepidar la cubierta—. A mí me gustan las noches de tempestad y de fuego.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque», que conservaron su divisa de marineros, igual a la de los tripulantes de la flota inglesa, se adelantaron.

—La lancha está dispuesta, mi comandante —dijo el primero, haciendo saltar en la palma de la mano derecha, cubierta de callos que olían a alquitrán, los restos de su pipa—. Cuando usted quiera.

—Os advierto que la empresa será difícil y que habrá muchas probabilidades de dejar en ella la piel.

El bretón alzó los hombros y miró sonriendo a «Petifoque».

—¿Qué dices tú a esto, pequeño tiburón? —preguntó.

El joven gaviero contestó con una argentina carcajada.

—¿A qué se va a la guerra? —preguntó luego—. Para darlas o para tomarlas, y yo estoy siempre dispuesto a dar las más que pueda y recibir las menos que sea posible.

»Y, efectivamente, hasta ahora no he recibido más que un sablazo que me propinó un maldito holandés, y en cambio he distribuido muchos y secos golpes en plena carne.

—Tú eres demasiado charlatán, hijo mío —dijo el bretón—. Otro capitán, en vez de estarse aquí oyendo tus historias, te habría regalado un magnífico puntapié. Tú abusas demasiado de la bondad del baronet.

—Déjale que hable, «Cabeza de Piedra» —dijo el corsario—. A su edad se gusta de charlar.

—Yo prefiero, en cambio, fumar y beber, mi capitán.

—Vámonos ya.

Bajaron la escalera de estribor, acompañados hasta la pequeña plataforma por Howard, y saltaron a una lancha montada por seis marineros y un timonel.

El coronel americano estaba ya en ella.

—Recomiendo a usted mi corbeta —gritó por última vez el corsario al lugarteniente.

—Viva usted tranquilo, sir —contestó Howard—. La volverá a ver usted a través del Atlántico.

La lancha se apartó rápidamente para atravesar el puerto, cuya corriente, aumentada por algún huracán, se movía mugiendo y estallando rabiosamente entre las dos márgenes.

Las balas cruzaban el espacio, porque los ingleses trataban de reducir al silencio a la corbeta, cuyos morteros no cesaban de disparar dentro de la ciudad sus grosísimas granadas.

Disparando, sin embargo, balas encendidas, era fácil verlas en el aire y huir de ellas antes que cayeran, porque, como los bólidos, dejaban tras de sí una estela de luz.

El timonel, siempre atento, ora hacía andar la rápida lancha, ora, la detenía, esperando que los proyectiles se hundieran en el agua.

La travesía no duró más que cinco minutos, porque en aquel sitio la Mantica no era muy ancha, y los tres piratas y el coronel americano pusieron el pie en tierra sin probar los efectos de aquellas balas homicidas.

—Cuando oigáis dos pistoletazos, iréis a buscarme, «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» —dijo sir Guillermo—. No sé, empero, cuál será la noche que volveremos a bordo. Aguardad aquí al coronel, que en breve ha de volver a la corbeta. Adiós, muchachos.

—Buena fortuna, capitán —contestaron a una los siete hombres de la lancha.

Una subida bastante pronunciada llena de hierbas altas y espesas para esconder a los hombres se ofreció a la vista de los tres piratas y el coronel.

Las balas, de cuando en cuando, errado el blanco de la corbeta, abrasaban a alguien.

—¿Dónde está la galería?, preguntó sir Guillermo al coronel.

—No la llame usted galería —contestó el americano—. Es un pasaje sumamente estrecho que habremos de atravesar uno tras otro.

—No importa; ¿dónde está?

—A ciento cincuenta pasos.

—¿Y los ingleses no la han descubierto todavía?

—Hasta ayer mañana, no.

—¿Y dónde está la mina?

—Bajo las casamatas; pero le aconsejo que no la haga estallar.

—No seré yo quien cometa semejante torpeza. Quedaríamos todos aplastados, y por ahora no tengo deseos de morir. ¿Quiere usted guiarnos, coronel?

—Siempre a sus órdenes, sir Guillermo.

El americano se orientó rápidamente, luego empezó a trepar, abriéndose paso entre las hierbas medio quemadas por las balas encendidas que la noche antes debieron caer en abundancia en aquella pendiente.

La artillería seguía tronando, confundiendo sus tiros con los mugidos del Océano y los rugidos del viento.

Los relámpagos se sucedían sin tregua arriba y abajo.

—¡Hermosa noche! ¿Verdad, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el corsario, que seguía de cerca al coronel.

—¡Por el barrio de Batz! —contestó el bretón—. Me parece asistir a las fiestas de Carnaval en Brest. Sólo que aquí llovían flores y confites, y yo, joven entonces, los cogía en mi cara sin protestar y me los comía: se lo aseguro.

»No sé cuántas purgas me hizo tragar mi pobre madre antes de embarcar con dirección a los bancos de Terranova. ¡Bum! Un paso más y mi vieja pipa habría estallado como un barreno.

—¿La cargaste con pólvora?

—No, señor comandante, con óptimo tabaco de Maryland.

—Vete al campanario de Batz.

—¿A tocar las campanas? ¡Está demasiado lejos, mi capitán! ¡Bum! ¡Otra! Señor coronel, cuida usted de su cabeza.

—Es dura —respondió el señor Moultrie, con cierta sequedad.

—No tanto como la mía, que fue fabricada en la tierra de las piedras.

—Calla, hablador sempiterno —dijo el corsario—. Censuras a «Petifoque» y tú eres peor que un loro.

—¡Por el barrio de Batz! Tiene usted razón, mi comandante. No me había dado cuenta.

En aquel momento cayó una bala a pocos pasos de ellos, una bala destinada seguramente a la corbeta y que por la poca fuerza del calibre de la pieza se detuvo a tres cuartos de camino.

—¡Granada o bala encendida! —dijo el bretón—. Tú, «Petifoque», hijo mío, ve a ver.

»Si se trata de una bomba, saltarás tú solo.

—Prefiero quedarme aquí, maestro —contestó el joven gaviero—. Pero si es que tanto lo desea, iré a recoger aquel confite, que no será seguramente uno de los que lanzaban los caballeros de Brest.

—¡Quietos todos! —ordenó el corsario, con tonante acento—. ¡Ay del que se mueva! ¡Todos en tierra!

Sucedió una explosión seguida de un silbar de proyectiles y pedazos de hierro que cruzaron el aire.

Los cuatro hombres, que se habían echado prontamente en tierra entre ásperas matas, salieron incólumes.

—Gracias por tu buen deseo, «Cabeza de Piedra» —dijo el joven gaviero—. Si hubiese ido a recoger el dulce inglés, el «pudding» aquél, a estas horas me habría quedado seguramente sin piernas y sin brazos.

»No te obedeceré jamás.

—Silencio —dijo el coronel—. Estamos junto a la galería.

—¿Habrá que horadar a algún centinela? —preguntó el bretón, que no quería resignarse a cerrar el pico.

—Nada de eso. Lo que tendrán ustedes que hacer será subir una pendiente de más de trescientos metros antes de encontrarse cara a cara con los ingleses.

Otra bala pasó silbando por encima de sus cabezas, perdiéndose en dirección a la corbeta.

—¿Cuándo acabará esta lluvia? —balbució «Petifoque»— Empieza a hacerse pesada.

»Si tuviese siquiera el capote de goma que mi buena vieja me regaló…

—¡Sí, bien te defendería! —dijo «Cabeza de Piedra», que había oído.

—Es un verdadero capote bretón.

—Que apenas te serviría para guardarte del pico de los gavilanes.

El coronel se detuvo en aquel momento ante un altísimo grupo de zarzales, y después de vacilar un momento, se metió resueltamente en medio, sin parar mientes en las espinas que le rasgaban las ropas.

Avanzó a través de los abrojos unos diez metros y luego preguntó:

—¿Quién de ustedes tiene el ojo de buey?

—Yo —respondió «Petifoque».

—Enciéndanlo, pues. Ahora ya no nos pueden ver.

«Cabeza de Piedra» batió el eslabón con el pedernal y encendió la yesca, y seguidamente el farolillo.

Y encontráronse ante una roca altísima, en cuya base se abría un agujero apenas suficiente para dar paso a un hombre.

—He aquí el pasaje —dijo el coronel—. Sólo podrá usted avanzar deslizándose como serpiente de cascabel, y sólo encontrará un poco de anchura en la cámara de la mina.

»Una de las piedras que sirven de pavimento a la casamata de la muralla que queríamos hacer saltar, ha sido removida ya, y con un esfuerzo la levantará usted fácilmente.

»Vaya usted con cautela, no sea que haga estallar la pólvora.

—«Cabeza de Piedra», ¿tienes una cuerdecita, alquitranada en el bolsillo?

—Un buen marino las tiene siempre, mi capitán —contestó el bretón.

—¿Qué quiere usted hacer de ella? —preguntó el coronel, algo sorprendido.

—Quiero ahorrarles la fatiga y el peligro de hacer saltar la muralla y la casamata —contestó tranquilamente el corsario—. Detrás de nosotros, ¡eh!, entiéndase bien.

—Se expone usted a un gravísimo peligro, sir.

—Ya estamos acostumbrados; además, hemos venido aquí para obrar y no para oír el ruido de los cañonazos.

—Como usted quiera. Además, mis compatriotas le quedarán agradecidos.

—Adiós, coronel. Espero ver a usted en breve.

—Sea usted prudente —respondió el americano con acento conmovido—. Si le pillan, no respetarán en usted su calidad de baronet escocés.

—No me pillarán, yo se lo aseguro. Vuelva usted a mi corbeta y vele también por mi nave, que quiero como a una hermana.

Estrecháronse la mano una vez más y se separaron.

El coronel se volvió a meter entre los zarzales para llegar a la lancha, que le esperaba junto al muelle de la Mantica, y el corsario, con el farolillo en la mano, se introdujo en la galería, seguido de «Cabeza de Piedra» y «Petifoque».

CAPÍTULO VIII. EN LA CÁMARA DE LA MINA

AQUEL pasaje, que los minadores americanos habían abierto a través de las rocas en las cuales se extendían las últimas al par que más formidables murallas de Boston, se construyó con no pocas fatigas; de modo que, para no perder tiempo, lo hicieron tan estrecho, que a duras penas podía pasar por él un hombre, y aún arrastrándose como un reptil.

Abierto, sin embargo, en la peñascosa masa, era perfectamente seco, de manera que los tres piratas podían abrigar la esperanza de entrar en Boston con los trajes en bastante buen estado.

—Esto parece el intestino de una ballena gigantesca —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¿No podían ensancharlo un poco más los poco hábiles minadores? Corro el riesgo de romper mi preciosa pipa.

—Póntela en la boca —dijo el baronet, que había empezado a avanzar llevando delante el ojo de buey.

—Si estuviese cargada, aceptaría su consejo, mi capitán.

—Póntela, entonces, en la cintura.

—Quizá será lo más acertado. Soy demasiado grueso para este intestino, y sólo podré avanzar con algún trabajo y a costa de una parte de mi vieja piel.

—Dame un poco de tus carnes, «Cabeza de Piedra» —le dijo «Petifoque», que seguía tras de él.

—La carne de los viejos bretones de Batz no se vende ni a precio de oro; tenlo presente, tiburoncito de agua dulce.

—¡Ah! no; de agua dulce, no —protestó el joven gaviero.

—Si te he ofendido, desafíame a una partida de armas, y verás cómo nos batimos aquí mismo.

—Me tocaría la peor parte, porque tus zapatos me tocan la cara y me la romperías fácilmente.

—Entonces déjame hablar.

—Basta, charlatanes —dijo el corsario, que no obstante se divertía oyendo aquellas disputas que se originaban cada diez minutos entre los dos tipos que se querían como padre e hijo—. En vez de hablar, habéis de procurar ir de prisa.

—Pronto está dicho, mi capitán —dijo «Cabeza de Piedra»—, pero no es fácil obedecer: al menos a mí.

»Los americanos no han pensado seguramente que los bretones de Batz son los hombres más gruesos de la Francia septentrional.

—Y los más guapos —dijo «Petifoque», sonriendo.

—¿Quieres compararlos con los de Poulgen? Vosotros sois simples ardillas.

—Ardillas de mar.

—Callar, loros, que ahí arriba hay ingleses —dijo el corsario.

—Tienen las orejas duras —exclamó el bretón—. Además, quién sabe cuánto nos queda que andar aún.

El pasaje subía describiendo anchas curvas, pero era siempre tan estrecho, que si los tres hombres hubiesen querido extender un brazo atrás para sacar la espada, no lo habrían conseguido.

Retorciéndose como reptiles, especialmente el bretón, que por ser el más grueso de los tres sentía a veces desgarrársele la piel de los costados, los piratas seguían subiendo el interminable intestino abierto en el centro de un enorme muro peñascoso.

De cuando en cuando se detenían para almacenar un poco de aire en los pulmones.

Cuanto más avanzaban, más pesada se iba haciendo la atmósfera: sus cuerpos estaban bañados en sudor, porque reinaba allí un calor de invernáculo.

Habían recorrido ya más de doscientos metros, cuando el corsario se detuvo lanzando un profundo suspiro y dejando delante de sí el ojo de buey.

Los oídos silbábanle, los ojos se le velaban y sus fuerzas disminuían rápidamente.

Sus dos compañeros, empaquetados en el intestino, no se hallaban en mejores condiciones.

Faltaba el oxígeno y su falta aterraba a los tres valientes, que no temieron nunca ni a la muerte.

—Mi capitán —dijo el bretón, con agónico acento—, me siento ahogar.

—Y yo —contestó el corsario, con voz no menos afanosa.

—¿Moriremos aquí como ratones en una cloaca? ¿Y si retrocediéramos?

—Sería menester llegar a la cámara de la mina, para poder dar la vuelta. Además, yo quiero entrar en Boston antes de que amanezca, suceda lo que suceda.

—¡Por el barrio de Batz! ¡Qué pulmones tendrían los minadores que abrieron este pasaje!

—¡Los de los polluelos! —dijo «Petifoque», que parecía no se encontraba allí del todo mal.

—¿Respiras tú?

—Me parece.

—¡Claro está! Tienes pulmones de fisiquillo, podremos regalar, incluso a los gatos.

»¿Se adelanta, sir Guillermo?

El baronet, en vez de contestar, apagó prontamente el ojo de buey, lanzando una blasfemia.

—Buenas noches —dijo «Petifoque».

—¿Qué ha hecho usted, mi comandante? —preguntó «Cabeza de Piedra»—. No veo nada.

—Mira enfrente.

—Es imposible: le tengo a usted delante y me he vuelto completamente ciego.

—Alguien adelanta hacia nosotros con un farol.

—¡Cuerpo de una granada! ¿Quién es?

—No me ha dicho su nombre, ni he podido verle todavía; pero es fácil adivinar quién puede ser.

—¡Por el barrio de Batz! ¿Habrán los ingleses descubierto este paraje?

—Es lo que estoy pensando.

—Entonces estamos fritos. Volver atrás no es posible tampoco, dado lo estrecho del lugar.

—Seguiremos avanzando —contestó el corsario.

—¡Qué terrible encuentro! ¡Y no poder mover las manos! ¡Cuerpo de una fragata! A quien quiera comprar mi piel, por un luis se la doy.

—Yo me quedo con ella —dijo «Petifoque».

—Dame al punto el luis; moriré siquiera con veinte francos en el bolsillo.

—Cuando volvamos a bordo de la corbeta, te lo daré, porque ahora no lo tengo. Además, aunque lo tuviera, estoy de tal modo aprisionado, que aunque quisiera no podría echar mano al bolsillo.

—¡Ah! ¿Luego esperas ver de nuevo el «Tonante»?

—¡Cierto!

—¡Mucha confianza es la tuya!

—¡Con el comandante!

—Tienes razón. No cedo mi piel ni por mil luises.

—¡Silencio! —dijo a la sazón el corsario.

—¿Pero es verdad que un hombre viene avanzando? —preguntó, en vez de callar, «Cabeza de Piedra».

—Sí.

—¿Qué haremos con ese estúpido? Si lo mata usted de un pistoletazo, obstruirá el pasaje, y nos veremos obligados a retroceder, si es que lo conseguimos.

—Ya lo sé.

—¿Qué decide usted, capitán?

El corsario, en vez de contestar, después de no pocos esfuerzos, consiguió quitarse del cinto una pistola de dos cañones y la cargó.

—Esperemos —dijo luego—. Será un encuentro emocionante. No habléis, y, si es posible, cargad vuestras pistadas y disparadlas a ras de mi cuerpo.

—Esto no lo haré nunca. Por nada del mundo quisiera yo matar a mi comandante, a quien amo más que la punta del campanario de Batz.

—Vete al infierno —contestó el corsario, riendo—. Me arreglaré yo solo.

Un farol, muy parecido a un ojo de buey, avanzaba lentamente a través de la galería, o, por mejor decir, del intestino, parándose de cuando en cuando.

¿Era un hombre solo, o iba seguido de otros? He ahí lo que se preguntaba el corsario con cierta aprensión. De haberse visto libre, no habría vacilado en lanzarse con su furia de terrible espadachín hasta contra diez enemigos; pero aprisionado como estaba dentro de la roca, que le tenía cohibido por todos lados y le impedía todo movimiento, sentíase como perdido.

La lámpara iba en tanto avanzando, despidiendo rayos de rojiza luz.

¿Quién era el audaz explorador que a pesar de la casi carencia total de oxígeno se aventuraba dentro del estrecho pasaje?

El corsario, del todo tendido, con la pistola en la mano esperaba sin saber qué podría hacer, porque aun matando a su adversario, la galería quedaba infaliblemente cerrada por aquella masa de carne que nadie, en aquella situación, habría podido llevar hasta la cámara de la mina.

Muy fuertes había de tener los nervios el joven baronet para esperar tranquilo, al menos en apariencia, el terrible encuentro.

El farol iba avanzando paulatinamente, hasta que al fin se dibujó una cabeza a tres pasos del corsario; una cabeza con el cabello desordenado y un semblante rojo como el de un borracho impenitente, con dos ojos febriles, tal vez por la escasez de oxígeno.

El desconocido, al verse ante él un hombre, se detuvo, alzando un poco la lámpara, y luego lanzó un grito ronco:

—¡Ah, perro! ¡Caí en la celada! Soy un estúpido.

—¿Qué dice usted, míster? —preguntó amablemente el corsario.

—Que he sido realmente un estúpido —contestó el desconocido—. Nosotros, los irlandeses, somos grandes muchachos y nada más.

—Dispare usted, mi comandante, y mande al diablo esa cabeza roja —susurró el bretón.

El corsario, que no tenía intención alguna de obstruir el pasaje, alargó la diestra armada con la pistola de dos cañones, dirigiéndola contra el irlandés, y le dijo:

—Podría matar a usted como a un perro, sin que pudiera usted oponer defensa alguna, puesto que el pasaje es harto angosto para entablar una lucha cuerpo a cuerpo.

»¿Quiere usted pactar?

—¡Maldito mundo!

—Deje usted de blasfemar, o le meto en el cuerpo dos balas, que ni el diablo será capaz de quitarle.

—¡Bien dicho! —añadió «Cabeza de Piedra».

El irlandés no contestó. Con el semblante lívido, nervioso, rechinando los dientes y echando sus ojos siniestras chispas, estaba silencioso, moviendo tan sólo el farol para mejor observar al adversario que tan bruscamente le había detenido en su excursión.

—¿Quiere usted pactar? —repitió el corsario—. Tengo su vida en mis manos.

»Su cabeza no está de mí más que a dos o tres pasos y podría abrirla como una calabaza.

—¡Maldición eterna para sus almas! —contestó el irlandés, rechinando nuevamente los dientes.

—¿Y luego? —preguntó sir Guillermo, con una calma glacial.

—Si pudiera extender una mano hasta mi espalda, cogería mis pistolas y le mataría, canalla.

—Es que no estoy solo, amigo —contestó el corsario—. Dos balas pueden caer perfectamente sobre el cuerpo de un muerto y alcanzarle a usted.

—¡Tierra sagrada! ¿Cuántos son ustedes?

—Cien.

—Siendo así, soy hombre muerto.

—En su lugar recitaría un «De Profundis».

—Si tuviese una botella de «arrak» para beber después —contestó el irlandés.

—Vaya usted a que maese diablo se la pague.

—Queda tiempo aún, porque si me mata usted, no podrá avanzar.

—Ya lo sé, y porque lo sé le ofrezco que pactemos. ¡Eh! no trate usted de extender una mano hacia la espalda, porque disparo al punto mis dos cañones y le parto el cráneo.

El irlandés lanzó una blasfemia y dijo luego con airada voz:

—Por el momento, usted es el más fuerte, y no tengo más remedio que rendirme, ¿qué quiere usted?

—Que retroceda hasta la cámara de la mina.

—Será un trabajo algo difícil. Y avanzando, menos mal, pero retroceder, estando como estoy aprisionado, no sé cómo lo voy a conseguir.

—Nosotros no tenemos prisa —contestó el corsario—. Ea, si le interesa conservar la piel, vuelva usted por donde ha venido.

—Repítole que me será imposible.

Sir Guillermo le arrancó la lámpara de la mano, encendió su ojo de buey, sin perder de vista al irlandés, y apoyándole la pistola en la frente, le dijo con voz amenazadora:

—O retrocedes, o te hago saltar los sesos.

El soldado comprendió que no era ya posible insistir, y con un supremo esfuerzo, moviéndose en todos sentidos, hizo su primer movimiento de retroceso, lanzando una cadena de blasfemias.

—¿Ves cómo puedes? —dijo el corsario, que reanudó el avance para estarle siempre encima.

—Pero llegaré allí con los riñones rotos —contestó el irlandés.

—En Boston hay hospitales dispuestos a recibirte.

—¡Tierra sagrada!

—¡Ea, atrás!

—¡Cuerpo de una granada! —gritó «Cabeza de Piedra», que empezaba a impacientarse—. Si se obstina en no retroceder, dele usted dos puñetazos en la nariz, mi comandante.

»¿Quiere hacernos morir asfixiados? Yo no puedo más.

—Y las ardillas de Poulgen respiran aun perfectamente —dijo «Petifoque».

—Atrás, canalla —le repitió el corsario.

El irlandés reanudó la marcha, moviéndose desesperadamente, soplando y resoplando. El desgraciado, que veía ante sus ojos la pistola del corsario, hacía desesperados esfuerzos para llegar a la cámara de la mina, que había de encontrarse bajo las casamatas de la muralla.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» le inducían a trabajar con las piernas y los brazos, afirmando que los irlandeses no poseían los músculos de los bretones, y que no eran más que bebedores de «arrak».

Transcurrieron más de cinco minutos, largos como cinco siglos, y el irlandés empezó luego a mover mejor las piernas.

Había llegado a la boca de la cámara de la mina.

El corsario, percatándose de que retrocedía con más libertad, se le echó encima, diciéndole:

—Ni te levantarás hasta que yo te lo diga, ni moverás los brazos hacia atrás. No quiero sorpresas desagradables, amigo mío, y ten en cuenta que al primer movimiento sospechoso, disparo.

—Le prometo no intentar nada contra usted —contestó el irlandés.

—No te creeré.

—Lo juro por San Patrik, protector de Irlanda.

—¿Y también por el Papa, verdad? Porque ustedes, los irlandeses, son todos papistas, ¿no es eso?

—Cierto.

—Mete, pues, también al Papa dentro del juramento, y acaba de una vez —gritó «Cabeza de Piedra»—. Cuerpo de un tiburón, tú vas dando demasiado largas al asunto.

—¿Ha oído usted lo que dice mi teniente? Que tiene tras de sí a cien hombres impacientes por salir de esta angostura —dijo el corsario.

—Si usted quiere, lo juraré incluso por la cola del diablo.

—Mejor será —murmuró el bretón—. Yo soy más cristiano que aquel bebedor de «arrak», porque nuestros párrocos de Bretaña son nuestros verdaderos pastores.

»Ea, un buen puñetazo, comandante.

El corsario no era en absoluto de su opinión, pero espiaba los movimientos del irlandés, que actualmente era casi libre, y pronto a levantarle la tapa de los sesos al menor movimiento sospechoso.

—Atrás, atrás —dijo.

El soldado, con un último esfuerzo, se levantó de la angostura de aquel intestino interminable, y con un repentino salto se alzó en la cámara de la mina, que era lo suficiente amplia para que un hombre pudiese mantenerse en pie y moverse con libertad.

Sir Guillermo, más listo que una pantera, soltó el ojo de buey y se le echó encima antes que tuviera tiempo de sacar la espada, cogiéndole por el cuello.

—No, amigo —le dijo—. Estas bromas no las toleran los corsarios de las Bermudas.

»¡Alza los brazos, o te mato, por la muerte del cielo y de la tierra!…

El irlandés lanzó un verdadero rugido y trató de librarse de las manos del baronet; pero éste tenía músculos de hierro y le sujetaba con firmeza.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque», que salieron a su vez del intestino, se echaron rápidamente también sobre el soldado.

El primero alzó el puño, grueso como mazo de forja, preguntando:

—¿Le hundo, mi comandante?

—No vale la pena —contestó el corsario—. Este hombre está perdido ya.

»¿Tienes cuerdas alquitranadas?

—Sí, comandante.

—Ata a este hombre.

—¿Piernas y brazos?

—Sí.

—¿Y luego?

—Espera. Antes he de examinar esta famosa cámara. ¡Ah! No dejes de amordazarlo.

—Déjeme hacer a mí.

Mientras el corsario se metía en otro pasaje mucho más vasto que el primero, tal vez porque los ingleses lo habían ensanchado y debía de conducir probablemente a las casamatas, el bretón sacó de su bolsillo un pañuelo con cuadrados blancos y rojos, ancho como vela de buque, mientras «Petifoque» tenía sujeto al irlandés, apuntándole a la barba una pistola.

—Señor Arrak —dijo—, permita usted que le cierre el pico para evitar que cante.

»—¡Oh! No tenga usted cuidado, le dejaré libre la nariz para que pueda respirar a su antojo.

El soldado contestó con un mugido amenazador, pero no se atrevió a moverse.

«Cabeza de Piedra», que al fin podía moverse cómodamente por ser la cámara de la mina lo suficientemente espaciosa para contener una media docena de hombres, aunque la bóveda era bastante baja, se apresuró a amordazar y atar al desgraciado.

—Este loro de ultraocéano no hablará hasta que yo le quite la mordaza.

»Di, «Petifoque», ¿no te hace este hombre el efecto de un salchichón de Milán, con la chaqueta roja y las cuerdas que lo rodean?

—Lástima que no lo sea de veras —contestó el joven gaviero—. La cortaría a tajadas en seguida y me daría un buen atracón.

—Si quieres probar los salchichones de Irlanda, no seré yo quien me oponga.

—¿Me tomas acaso por un antropófago?

—¡Oh! Yo mismo he comido carne humana en una almadía perdida en medio del Atlántico meridional, y te puedo jurar que no es mala del todo.

—¡Ah! ¡bandido!

—Si no la hubiese comido, no estaría a estas horas aquí contemplando este loro —contestó «Cabeza de Piedra», riendo.

En aquel instante entró de nuevo sir Guillermo, llevando en la mano el ojo de buey.

—¿Qué hay de nuevo, mi capitán? —preguntó el bretón.

—Antes de cinco minutos estaremos dentro de Boston, y saltarán las casamatas junto con las murallas.

—¡Por el barrio de Batz!…

—No tenemos que andar más que veinticinco o treinta pasos para llegar a las casamatas. Todo allí es obscuro, y una de las piedras la ha quitado sin duda este soldado.

—¿Y la mina?

—Vuélvete, ¿no la ves?

«Cabeza de Piedra» dio media vuelta y fijó la mirada en el rayo de luz que el corsario proyectó hacia una de las cuatro paredes.

—¡Una mecha! —exclamó.

—Y detrás de la mecha está la mina.

—¡Y los estúpidos ingleses no la han vaciado!

—Será que no habrán tenido tiempo. Ayer se pasaron el día peleando.

—Es verdad, mi comandante.

—¿Cuánto crees que puede durar aquella mecha?

—De tres a cuatro minutos —contestó el bretón, después de examinarla.

—Tiempo más que suficiente para ponernos a salvo —contestó el corsario—. ¿No habrá soldados en la casamata?

—He oído personas que roncaban; pero los que tomaron parte en el combate han de estar tan cansados, que no despertarán ni caminando encima de ellos.

—¡Ah! ¿Y de este loro, qué haremos?

—¿De qué loro?

—Del irlandés.

—Lo dejaremos aquí para que salte junto con la mina —contestó fríamente sir Guillermo—. Si le concediera la vida, ahora que nos ha visto la cara, cualquier día podría tropezarse con nosotros en una calle cualquiera de Boston, reconocemos y hacernos detener y ahorcar.

»La guerra tiene sus crueles necesidades.

—¡Pobre diablo! Por otra parte, es mejor que vaya él al otro mundo antes que nosotros. Si le encontramos allí, lo más tarde que sea posible, le pediremos que nos dispense.

—Pega fuego y sígueme en seguida.

«Cabeza de Piedra» abrió el ojo de buey que el corsario le entregó, pegó fuego a la mecha y los tres hombres salieron precipitadamente de la cámara de la mina, mientras el irlandés, que veía aproximarse la muerte, mordía rabiosamente el pañuelo que le amordazaba y se agitaba desesperadamente, tratando de romper las ligaduras.

CAPÍTULO IX. LA TABERNA DE LOS «TREINTA CUERNOS DE BISONTE»

COMO dejamos consignado, el último trozo de galería era bastante ancho y permitía, por lo tanto, a los tres corsarios que, aunque algo encorvados, pudieran alejarse rápidamente.

En pocos momentos llegaron bajo las casamatas, y se detuvieron delante de la piedra que el irlandés había removido.

Sir Guillermo apagó el ojo de buey y entró resueltamente, seguido de «Cabeza de Piedra» y «Petifoque», los cuales no tenían el menor deseo de probar las delicias de una explosión, reservadas al loro ultraoceánico y a los ingleses que roncaban dentro de la casamata.

Reinaba allí dentro una semioscuridad rota apenas por la moribunda luz de un ahumado farol que pendía de la bóveda. Quince o veinte soldados dormían profundamente, echados en la paja.

Aunque los cañones de la plaza tronaban de cuando en cuando, no interrumpían, sin embargo, su pesadísimo sueño.

Habían tomado seguramente parte en la áspera batalla librada en torno de las dos colinas, y con tal motivo debían sentirse enormemente cansados.

El corsario, andando con la mayor cautela, atravesó la cámara, llegó a una puerta señalada por la moribunda luz de otro farol, y se encontró entre dos altas empalizadas.

—¿A derecha o a izquierda? —se preguntó perplejo.

Luego movió los hombros, añadiendo:

—A algún sitio iremos a parar; además, ¿no visto acaso el uniforme de oficial de la marina inglesa?

»No sé quien fuera el audaz que se atreviera a detenerme.

»¡«Cabeza de Piedra», «Petifoque», de prisa! La mina va a estallar.

Echaron a correr entre las dos empalizadas, mientras a cincuenta pasos de distancia retumbaban las piezas de la muralla, mezclando su formidable voz con la de los demás.

—De prisa —decía el corsario incesantemente.

—Por mil demonios, marchamos con viento en popa y a velas desplegadas —contestaba el bretón, que, dada su edad y su maciza construcción, dejaba que «Petifoque» le tomara la delantera—. Y, no obstante, se corre a ocho nudos por hora.

Con un palo del que pendía una linterna apareció un soldado, y apuntando contra ellos el fusil armado con la bayoneta, gritó:

—¿Quién pasa? ¡Alto!…

—Soy el teniente Torusson —le dijo—. ¿No me conoces acaso?

»Voy a ver al general Howe para comunicarle asuntos importantes.

—Pase usted, señor —contestó el soldado—. ¿Quién son los otros dos?

—Mis marineros.

—Tiene usted libre el paso.

Sir Guillermo pasó delante del centinela seguido de «Cabeza de Piedra», que se había preparado ya para hundirle de dos terribles puñetazos, y del «Petifoque».

La empalizada había terminado y las casas de Boston empezaban a distinguirse.

—Tomemos la primera calle que se nos presente delante —dijo el corsario a sus dos acompañantes—. Estamos ya bastante lejos para no temer la explosión de la mina.

»Ya veremos luego a dónde iremos a parar.

—Orientémonos, mi comandante —dijo el bretón.

—¿Tú conoces Boston?

—He estado dos veces; pero hace veinte años. No sé cómo están sus calles; pero debe existir todavía cierta taberna. Tenía demasiada clientela para que su dueño quebrase o escapase a la América del Sur.

—¿Sabrías encontrarla?

—Con esta obscuridad, no va a ser empresa fácil, ¡demonio! no tengo la brújula dentro del cerebro.

—Procura recordar.

—Vemos —contestó el bretón.

En aquel momento sucedió una explosión terrible que derribó a los tres.

Estalló la mina con ruido espantoso, lanzando al aire las casamatas y una parte de la muralla, donde la artillería seguía disparando con dirección a la corbeta y a la Mantica.

—¡Pobre loro! —exclamó «Cabeza de Piedra», que se levantó en seguida, pasándose la mano por las costillas—. A estas horas viaja hacia el otro mundo con la velocidad de treinta o cuarenta nudos por hora. En aquel feo país debe soplar siempre buen viento.

Gritos de espanto partían de la muralla, que la explosión había destruido, y del sitio donde estaban las casamatas.

Veíanse soldados huyendo como locos en todas direcciones, gritando a voz en grito:

—¡Socorro!… ¡Socorro!…

De las ventanas de las casas próximas a la muralla, caían los cristales con fragoroso estrépito.

El corsario y «Petifoque» se levantaron sin haber sufrido la más leve contusión, puesto que merced a sus buenas piernas, se hallaron a bastante distancia del sitio de la explosión.

—Mi capitán —dijo «Cabeza de Piedra»—, parece que son muchos los loros que han volado, no sé si al cielo o al infierno.

—Al purgatorio, maese —dijo el joven gaviero—. ¿No sabes que son luteranos y anglicanos?

—Entiendo poco de estas cosas, hijo mío —contestó el bretón.

En los barrios vecinos sonaban las trompetas tocando a llamada a los soldados que se hallaban dispersos por la ciudad, para enviarles al lugar de la catástrofe.

Furgones cargados de ellos corrían a tontas y a locas, con un ruido ensordecedor, portadores de los primeros auxilios.

—Metámonos en cualquiera callejuela obscura —dijo el corsario.

—Si nos ven, nos mandarán a la muralla y no tengo, al menos por ahora, ningún deseo de volverla a ver.

»Anda, anda, «Cabeza de Piedra».

El bretón echó a andar entre terraplenes llenos de artillería y carros, y alcanzadas las primeras casas, metióse dentro de un callejón que ningún farol alumbraba y no parecía frecuentado.

—¡Hubiese siquiera una taberna abierta! —dijo.

—¡Oh! las encontraremos —contestó el corsario—. Los ingleses son harto buenos bebedores para hacerlas cerrar, sobre todo en estas noches.

Abríanse las ventanas y distinguíanse vagamente en ellas algunas cabezas, que a la luz de faroles o candelas mostraban sus semblantes atemorizados.

Entre los inquilinos cruzábanse preguntas y respuestas:

—¿Qué es lo que ha estallado?

—Seguramente una fortaleza.

—¿Es que los americanos están ya en las murallas?

—¡Después de la derrota que tuvieron esta mañana!…

—Ha saltado la torre de Oxford, junto con el castillo.

—No: la explosión ha sido en dirección contraria.

—¡Pobres muchachos!

—¡Azares de la guerra!

—Muy bien —dijo «Cabeza de Piedra»—. Azares de la guerra.

El corsario encendió de nuevo el ojo de buey, temeroso de que el callejón estuviese hundido por el peso de la artillería gruesa, y se puso velozmente en marcha, con la mano apoyada en la culata de una de sus pistolas.

El bombardeo continuaba a pesar del desastre. Las balas americanas llegaban fácilmente a la ciudad desde la altura y hundían techos y destrozaban paredes.

Pedazos de hierro y otros metales caían en la calleja, rebotando en el suelo con un extraño tintineo metálico.

De cuando en cuando sucedían explosiones formidables, seguidas de gritos de espanto, de un fragoroso crujir de fragmentos desprendidos.

Las gruesas granadas de los morteros de la corbeta causaban tales proezas.

—Suena la música a bordo del «Tonante» —decía «Cabeza de Piedra», que caminaba detrás del corsario—. Si se llama «Tonante», ha de tronar por fuerza. ¡Por el barrio de Batz!

»¡Bum! Ésos son los cañones de caza de popa. Entre otros mil cañones, distinguiría su voz.

»Verdad es que yo nací artillero.

Recorrieron, corriendo, cuatro o cinco callejuelas flanqueadas por casas bajas, y observaron que parecían deshabitadas y en cuyos techos seguían cayendo proyectiles, que los americanos lanzaban desde la altura de Bunker's hill, que los ingleses tuvieron la desgracia de no expugnar, y algunos jardines incultos: luego se detuvieron ante una lámpara colgada sobre una puerta.

—«Posada de los treinta cuernos de bisonte» —leyó «Petifoque» en el rótulo pintado de encarnado—. ¿Es que aquí se podrá comer bisonte, maese «Cabeza de Piedra»?

—Que yo sepa, los bisontes no tienen más que dos cuernos; por lo tanto, ahí dentro habría de haber de continuo lo menos quince a merced de los parroquianos.

—Tú estás loco, «Cabeza de Piedra» —dijo el corsario—. ¿Crees tú que con el sitio mandarán aquí los bisontes del Canadá?

—Tiene usted razón, mi capitán. Me había olvidado de que Boston está sitiada.

—¿Con todo este cañoneo? ¡Estarás sordo!

—No: oiría incluso el paso de una hormiga; pero estoy tan acostumbrado a oír tronar las piezas, que nunca sé si las disparan en celebración de alguna fiesta, o para matar hombres.

—Ésas son disparadas con objeto de saludar la punta del campanario de Batz —dijo «Petifoque».

—Calla, pillín, o no te tendré por hijo mío.

—Me buscaré otro padre.

—Cerrad el pico —dijo el corsario, poniendo las manos en una de hierro y abriendo la puerta de la posada de los «Treinta cuernos de bisonte».

Una oleada de humo pestilencial envolvió a los tres al entrar en ella. Se fumó mucho aquella noche allí, a pesar del bombardeo.

No era otra cosa aquella posada que una tabernucha de ínfimo orden, que consistía en un gran local bastante bajo, de paredes ahumadas, con media docena de mesas carcomidas y dos de bancos en no mejor estado, e iluminado por una sola vela de sebo que daba más humo que luz.

Detrás del mostrador, un hombrón de cabellos y barba roja y dos ojos como aquéllos de buey, de aspecto medio tonto, fumaba la pipa, sujetándose la cabeza con una mano.

Al ver al corsario, que, como dijimos, vestía la divisa de oficial de marina, se alzó presuroso, diciendo:

—Buenas noches gentleman, ¿en qué puedo servir a Su Honor?

—Tráenos una botella de gin o de brandy, con tal que sea bueno —contestó sir Guillermo, sentándose a la mesa, que estaba muy cerca de la vela.

—Tengo alguna todavía, gentleman. Si hubiese usted venido aquí dentro de unos días, me habría visto privado del placer de servirle, porque ya no entran nada en la plaza.

»Este sitio es mi ruina.

—Redobla el precio de las botellas que te quedan, maese Taberna —dijo «Cabeza de Piedra»—. Es un buen consejo que te doy.

—Efectivamente, tiene usted razón.

—Pero no empieces con nosotros. Los consejos se pagan siempre, máxime los que dan los abogados.

—¡Ah! ¿Es usted abogado?

—Sí, del alquitrán —contestó el bretón, lanzando una carcajada.

El tabernero le miró estúpidamente; luego sacudió la cabeza y bajó a la cantina.

—¿Se puede fumar, comandante? —preguntó el bretón.

—Haz lo que quieras —contestó el corsario, que se acababa de poner de mal humor.

«Cabeza de Piedra» sacó de uno de sus doce bolsillos su preciosa reliquia de familia, la cargó con minucioso cuidado y la encendió en la llama de la vela.

—Parece imposible —dijo después de haberse envuelto en una nube de humo—, cuantas veces uso esta pipa, me parece encontrarme en Bretaña.

—¿En el castillo de tus antepasados? —dijo «Petifoque», con gravedad.

—Has de saber, muchacho, que mis antepasados dormían en el mar, y que, por lo tanto, no habían menester de los castillos —contestó el bretón.

—¿En alguna barca podrida?

—¡Bribón! Mi abuelo iba a pescar el bacalao hasta las costas de Islandia y su «skooner» era tenido por el mejor velero de las costas bretonas.

»Si hubiese sido una barca cualquiera, mi abuelo habría muerto en el mar; pero cerró los ojos en su cama.

—¿Forrada de plumas de edredón?

—¡Seguramente! Cuando venía a Islandia, llevaba siempre plumas de aquellas que dan tanto calor.

—Ya lo sabía.

—Un cuerno, sabías tú. Lo que eres tú un malicioso y nada más.

La llegada del tabernero, armado con una botella discretamente polvorienta, y tres tazas, interrumpió aquella disputa, que habría podido prolongarse mucho rato y a la que el corsario, al parecer, no prestó atención alguna.

—¿Es vieja, maese Taberna? —preguntó el bretón.

—Cincuenta años.

—¡Por vida de cien mil cuernos de bisontes! ¿En qué destilería de Inglaterra la viste nacer, si tú no pasas de los cuarenta?

—Habría que preguntarlo a mi padre —contestó seriamente el tabernero.

—Dile que venga.

—Murió hace veinte años, después de haber bebido, con motivo de una apuesta, tres botellas de «wisky».

—¿Bebía para estimular a los parroquianos? —dijo «Petifoque».

—Y dejó en ello la piel.

—Y a usted la cantina, maese Taberna —dijo el bretón—; probemos este famoso… ¿qué?

—«Gin».

—Que lleva cincuenta años de prisión. Mi comandante, si es verdad que es tan viejo, le pondrá de buen humor.

El corsario no respondió. Con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo, la mirada fija delante de sí y el rostro pálido, parecía no ocuparse en cuanto ocurría en tomo suyo.

Seguramente se acordaba a la sazón de María Wentwort.

—Aires de tempestad —susurró el bretón al oído del joven gaviero.

—Le haremos dar una abordada con este antiquísimo brandy.

—No, gin.

—Lo mismo da.

El tabernero quedó estupefacto, mirando con ojos como extraviados, un soberbio escorpión, magníficamente conservado, que el bretón sujetaba entre los dedos.

—¿Qué hace ahí esa bestia tan fea? —preguntó «Cabeza de Piedra», mirando de soslayo—. ¿Querías tal vez envenenarnos porque somos ingleses? Te haremos conducir ante un Consejo de Guerra para que te fusilen, por traidor.

—Perdone usted —contestó el tabernero, balbuciendo y temblando.

»Ésta es la botella donde yo ponía los escorpiones en infusión.

—¿Y querías hacerme creer que había sido tapada cincuenta años ya?

—Me equivoqué; no tenía luz.

—¡Avaro! Debías de encender una vela.

—Casi no las hay en Boston, y precisa economizar las pocas que quedan.

—¿Y por qué haces colección de escorpiones? Para envenenar a los soldados ingleses, porque a la legua se ve que eres un americano, aunque tal vez del canalla de Washington o del otro buena pieza que se llama Arnold.

—No, no, mister. Los pongo en infusión para curar más pronto las heridas.

—¡Por el barrio de Batz! ¿Viste tú nunca referir sobre la corteza terrestre, que un tabernero hiciera las veces también de farmacéutico?

—¡Nunca! —respondió seriamente el joven gaviero.

—¿Ni usted tampoco, mi comandante?

El corsario se limitó a sonreír y a mover un poco la cabeza.

—Lleva tus escorpiones a los sótanos —dijo «Cabeza de Piedra»— y tráenos otra botella. Pero no olvides que si dentro de ella encuentro alguna víbora en infusión, te hago fusilar.

El tabernero echó a correr con la botella, diciendo:

—Esta vez bajo con luz.

—¡Muera la avaricia! —le gritó «Petifoque».

Un instante después, el tabernero volvía a subir con otra botella de aspecto más venerable, porque estaba rodeada de telarañas.

—¿Cien años? —dijo el bretón.

—No, sesenta —contestó el tabernero.

—¿La tapó tu abuelo?

—Mi madre.

—Siendo así, debe ser excelente. Cambia las tazas y escancia. Quiero ver si esta vez encontraremos ahí dentro la serpiente de mar.

—¿No has terminado aún, viejo charlatán? —preguntó el corsario.

—Mi comandante —contestó «Cabeza de Piedra»—, yo charlo por una docena de loros para distraer a usted.

»Esta noche está usted de pésimo humor, y no debiera estarlo desde el momento en que hemos entrado en la plaza.

»Aquí no hay borrascas.

—¡Quién sabe!

—Por ahora sólo veo botellas que vaciar, y ya sabe usted que cuando los marinos beben, es porque todo marcha bien.

—Tal vez tengas razón —respondió el corsario.

Tomó la taza que tenía delante, miró en su interior como si buscase algo oculto en el fondo y luego la vació de un sorbo.

—¿Estuvo realmente encarcelado durante sesenta años? —preguntó «Cabeza de Piedra».

Sir Guillermo contestó con un movimiento de hombros.

—Ahora al asalto nosotros, «Petifoque».

—Al asalto, maese —contestó el joven gaviero.

Y bebieron sin paladear siquiera el fortísimo licor.

—¿Qué te parece, hijo mío? —preguntó el bretón.

—No sé.

—Mi pipa es más fuerte.

—¡Ya lo creo! Como que han fumado con ella tres o cuatro hombres durante un par de siglos.

—No sé si realmente fueron dos siglos —contestó «Cabeza de Piedra»—, pero a través de esta pipa han pasado muchos años.

»El turco que la fabricó debía ser un verdadero artista, y además…

Un brusco movimiento del corsario le truncó la frase.

Sir Guillermo se levantó y fijó sus ojos en el tabernero, que se había detenido junto a la mesa, como esperando un parecer sobre la botella.

—¿Cuántos años hace que estás en Boston? —le preguntó.

—Nací aquí.

—Luego tú estabas aquí cuando los americanos pusieron sitio a la plaza.

—Sí, gentleman.

—En este caso conocerás a todos los jefes de la armada.

—Cierto, señor.

—¿Conoces también al marqués de Halifax?

—Tuve el altísimo honor de llevarle mis últimas botellas de Burdeos y de Champagne.

—¡Ah! ¿dónde vive?

—En el castillo de Oxford. Me llama la atención que Su Excelencia lo ignore —dijo el tabernero.

—Desembarcamos ayer y desconozco en absoluto la ciudad.

—¡Vive en el castillo de Oxford! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Ya sé dónde está, y sabré conducirle allí a ojos cerrados, mi comandante.

»Es el punto mejor fortificado de la plaza, ¿verdad, maese Taberna?

El huésped hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.

—Siéntate —dijo el corsario.

El tabernero obedeció, teniendo, empero, el taburete a un par de metros de la mesa.

—¿Has visto tú alguna vez en el castillo a una joven rubia?

—Le llevé dos botellas de vino del Rhin, gentleman. Eran las últimas que tenía en mi bodega; dos botellas que deben de haber hecho mucho honor a la posada de los «Treinta cuernos de bisonte».

—¡Bum! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Seguramente contendrían escorpiones!…

—¡Ah! no, señor —respondió el tabernero—. No podrían conservarse, y además, aquel vino es muy caro.

—Debe ser estupendo.

—Mejor que el champagne.

—¿No te quedaría por casualidad alguna botella?

—Creo que sí.

—Tráela en seguida; pero te advierto que como encuentre en ella un escorpión, a fe de marinero pego fuego a tu barraca.

»Mi comandante, permítame que su viejo marino se la ofrezca.

»Hombres que han escapado milagrosamente a la muerte, bien tienen el derecho de beber más de un vaso.

—Como tú quieras —contestó el corsario, sonriendo—. Tú eres el más loco de mis marineros.

—Cuando usted lo dice, lo creo —contestó el bretón con gravedad—, y apenas terminada la campaña, iré a encerrarme en un manicomio.

CAPÍTULO X. EL CASTILLO DE OXFORD

EL tabernero, satisfecho de realizar buenos negocios, incluso en hora tan avanzada, y de mostrarse tan atento con un teniente de la marina inglesa, se precipitó, veloz como una flecha, en su tenebrosa bodega, que quizá bebedor alguno conoció jamás, y poco después volvió, mostrando con aire de triunfo una tercera botella llena de incrustaciones arenosas.

—¡Vino del Rhin! —exclamó—. Es la última.

—Cuando uno es afortunado… —dijo «Cabeza de Piedra»—. Precisamente la última había de terminar en nuestro estómago.

—¿Qué te parece, «Petifoque»?

—¡Estoy asombrado! —exclamó el joven gaviero.

—Descórchala y cambia las tazas —ordenó el lobo de mar.

Maese Taberna —hemos de seguir llamándole así—, fue rápido en obedecer, y brotó de la botella un chorro zumbando alegremente.

—¡Canastos! ¡Espuma! —exclamó el maese, sosteniendo la taza, temeroso de que el precioso líquido se desparramara.

Probólo ávidamente y dio en la mesa tan formidable puñetazo, que en un tris estuvo como no voló la botella de gin, del que quedaba aún la mitad.

—¡Eh! ¿es que te vuelves loco? —preguntó el corsario.

—Hay para enloquecer.

—¿Por qué?

—¡Por cien mil flechas! Espera un momento. «Petifoque», prueba tú este famoso vino de Rhin.

—¿Está lleno de escorpiones asados? —preguntó el gaviero.

—Te digo que lo pruebes.

El gaviero bebió y soltó después una ruidosa carcajada.

—Éste es un vino que en mi tierra se vende a cuatro sueldos la botella, producto de las bellas manzanas de Normandía.

—Y este bribón quería hacérnoslo tragar por vino del Rhin.

—Mi capitán, dé usted ahora su parecer.

—Es sidra bretona —contestó sir Guillermo.

—Maldita sea tu cabellera de león africano —gritó «Cabeza de Piedra», clavando sus ojos amenazadores en los gruesos del tabernero—. Tú quieres burlarte de nosotros.

—Señor mío: ¿qué he hecho yo… qué es lo que ha pasado? —preguntó el desdichado tabernero, que palideció como un muerto.

—¿A quién compraste este vino?

—No sé… lo compró mi padre.

—Le estafaron miserablemente. Tu famoso vino del Rhin no es más que zumo de manzanas francesas, que en Bretaña se vende a dos «suses» la botella.

—¿Es posible?

—Te lo digo yo.

—Y yo lo confirmo —dijo sir Guillermo, que empezaba a divertirse con aquella escena cómica.

—¿Y ahora?

—Tu padre era un borrico tan grande como las rocas del león de las Bermudas —dijo «Cabeza de Piedra».

—Estaba siempre borracho —contestó cándidamente el tabernero, con un largo suspiro.

—Y murió borracho.

—Por desdicha, señor.

—¡Bah! Es que tu padre no nació para ser un buen tabernero.

—Pero sí un buen bebedor —dijo «Petifoque».

—Dio de ello buena prueba. Vaya: como quiera que el vino del Rhin no he de beberlo nunca, bebamos esta sidra, que después de todo no es mala, y hagámonos la ilusión de que nos hallamos en Batz.

»Pero ten en cuenta, maese Taberna, que no te daré por esta botella más de cinco «suses», y cuenta que está bien pagada.

»Si estafaron a tu padre, no queremos que se nos estafe a nosotros.

—Yo la regalo, gentlemen.

—Tú eres un hombre honrado —dijo el lobo de mar—, y a mí me gustan los hombres como tú; por cuyo motivo visitaremos de nuevo la taberna.

—Me daré por muy satisfecho.

—¿Tienes una habitación que darnos? —preguntó el corsario en aquel momento.

—Sí, gentleman.

—¿Con dos camas?

—Dos, sí.

—¿Dónde no alcancen las bombas americanas? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Hasta ahora no cayó ninguna en mi posada.

—Querrás decir en tu ratonera.

—Como usted quiera, señor.

Sir Guillermo se levantó y echó encima de la mesa una esterlina flamante, diciendo:

—No tienes que darme la vuelta. Guarda la habitación para nosotros.

El huésped pegó un salto.

—Se ve que a maese Taberna le gustan las esterlinas —dijo el bretón irónicamente—. Puedes ahorrarte las zalemas y las gracias.

»Nos volveremos a ver mucho antes de lo que te figuras; pero procura mirar antes el interior de tus botellas para que no encontremos escorpiones en las mismas.

Sir Guillermo estaba ya en el dintel de la puerta.

Las tinieblas desaparecían rápidamente y una oleada de luz rojiza se difundía por el cielo.

El bombardeo seguía vivísimo y podían distinguirse, entre tantos disparos, los golpes formidables de los cuatro grandes morteros de la corbeta y las detonaciones de los cañones de caza.

—Condúceme al castillo —dijo el corsario a «Cabeza de Piedra», que, con «Petifoque», estaba ya a su lado.

—Siempre a sus órdenes, mi comandante.

Pusiéronse en marcha, siguiendo la callejuela, sin cuidarse de los pedazos de bomba que de cuando en cuando rodaban por los tejados.

Diez minutos después desembocaban en una amplia calle llena de soldados y furgones cargados de municiones, que llevaban a las baterías de las murallas.

Nadie les hizo caso, porque en aquellos días los oficiales de marina y los marineros pululaban por Boston, a donde podían ir, tanto por la parte de la bahía, como por la de tierra.

«Cabeza de Piedra» se orientó rápidamente, volvió a encender su pipa y se puso de pronto en marcha, mirando al aíre.

—¿Qué buscas mirando al cielo? —le preguntó «Petifoque», que iba a su lado.

—La torre del castillo.

—¡Ah! ¿Hay una torre?

—En pésimo estado, tanto, que los ingleses no se han atrevido a colocar detrás de sus almenas ni una pieza de medio calibre, por cuanto no oigo ningún disparo que parta de aquella dirección.

Recorrieron distintas calles, todas ellas llenas de soldados y furgones, y al fin se encontraron por las murallas septentrionales, junto a una de las cuales se alzaba una construcción más bien informe, que tenía algo de castillo y algo de fortaleza y se apoyaba, por un lado, en una torre pentagonal de unos veinte metros de altura, toda ella llena de aspilleras y cañoneras.

—Ahí está el castillo de Oxford —dijo «Cabeza de Piedra», deteniéndose—. ¿Hemos de atacarlo en seguida, mi comandante?

—Ya te he dicho que estás loco —contestó el corsario.

—Acabaré por creerlo de veras, aunque los bretones tenemos ciertas cabezas…

—Que no se rompen —dijo «Petifoque».

—¡Desafían a un cañón!

—¡Bien dicho, bretón de Batz!

El corsario se puso a observar curiosamente el castillo, paseando especialmente por debajo de la torre, como si hubiese comprendido que María Wentwort estaba prisionera en ella.

—«Cabeza de Piedra» —dijo de pronto—. ¿Podrías llevarte a beber a algún soldado del castillo?…

—¿A la posada de maese Taberna? Es cosa que da risa, mi comandante —contestó el bretón—. La gente de tierra y la de mar fraternizan fácilmente, sobre todo cuando la gente de mar es la que paga por ser la más generosa.

—Coge, pues, a uno y llévale donde maese Taberna.

—¿A almorzar?

—Y si quieres a dos comidas: toma cuatro esterlinas.

—Perdone usted, mi comandante; pero también yo ando bien provisto.

—Ponte el dinero en el bolsillo y punto en boca.

—Si ésta es la orden, obedezco —contestó el bretón, tendiendo una mano—. ¡Coger un soldado! ¡Fácil empresa para un marinero siempre dispuesto a acudir al abordaje! Se dejan los arpones, se emprende el vuelo y se lo lleva uno con la mayor sencillez del mundo.

»Déjeme hacer a mí, sir Guillermo. Tú, «Petifoque», vira de bordo y vas a encontrarme luego con otra bordada de barlovento.

—Comprendo, comandante.

—¿Cómo comandante?

—¡Por los mirlos de la Bretaña! ¡Ordenas cual si fueras un almirante!…

—¡Silencio en las filas!…

—Que no existen —contestó el joven.

—Lo mismo da. Vamos a la pesca. El anzuelo será dulcísimo.

—Con botellas y un almuerzo en la punta —dijo «Petifoque».

—Que tú también gustarás, bribón.

—Naturalmente.

—«Cabeza de Piedra», por décima vez, cargó su veneranda pipa, apretando más que de costumbre, hundió las manos en los bolsillos y fuese a pasear ante el puente levadizo del castillo, mientras sir Guillermo y «Petifoque» se agitaban por los alrededores de la torre.

Precisamente en aquel momento un cabo del 5° Regimiento Hassiano atravesaba el puente, llevando un saquito de tela.

«Cabeza de Piedra», que fingía mirar a lo alto, fue a tropezar con él de tal manera, que le empujó contra el parapeto.

—¡Herr gott!… —blasfemó el alemán.

—¿Qué dice usted? —preguntó «Cabeza de Piedra», echándole al rostro una bocanada de humo.

—¿Está usted borracho?

—¡Borracha la marina! ¡Eh! amigo mío, un marinero vacía la bodega de un buque lleno de gin y luego sube hasta lo alto del palo mayor sin estrellarse en la cubierta.

El hassiano le miró con cierto asombro.

—¿Quiere usted probarme? —preguntó el bretón—. Yo pagaré el gasto de la bebida.

—¡Herr gott!… ¿Quiere usted pagar?

—La marina fue siempre más rica que el ejército.

—¿Tú, camarada, pagarás beber a mí?

—Sí, camarada.

—Pero tú no ser alemán.

—Yo soy un próximo pariente de los alemanes; por consiguiente, puedo permitirme el lujo de invitar a beber a mis medio compatriotas.

—Buen hermano.

—¡Ja, ja! ¡Yo buen hermano!

—¿Dónde conducirme?

—¿Cómo? ¿Tú no conoces a maese Taberna, el que tiene por divisa treinta cuernos de bisonte?

—¿Treinta cuernos?

—De bisonte.

—¡Ah!… ¡Ja, ja!… ¡Cuernos!

—Ven, camarada.

—Yo ser tu hermano.

—Pero de tierra.

—¡Oh!… ¡Ja!…

«Cabeza de Piedra» le echó al rostro otra bocanada de humo de su pipa; pero no hizo retroceder al alemán, sino que lo cogió del brazo y se lo llevó diciendo:

—Caigan las bombas de los americanos bribones: yo les desafío a romper botellas. ¿Es cierto, camarada?

—¡Ja, ja!…

—Muy bien. ¿Qué llevas en ese saco?

—Velas de sebo.

—¿Las llevas a algún reducto?

El alemán le miró con asombro.

—¿A las baterías? —preguntó luego.

—No, a las cocinas.

—¿Las velas?

—Espléndidas, bonísimas.

—¿Para hacer luz?

—En la sopa. Echadas dentro, se disuelven, y el caldo ser maravillosamente gustoso.

—Gustoso, querrás decir, ¡demonio sagrado!… ¡Sopa al caldo de velas de sebo!…

»Debe ser exquisita.

—¿Nunca probado tú, hermano?

—Jamás —contestó seriamente el bretón—. Nosotros a bordo de nuestras naves, cuando falta la carne, echamos en los pucheros bacalao y ratones. ¡Y qué caldo hacen, amigo!… ¿cómo te llamas?

—Hulrik.

—Muy bien, camarada.

—¿Tú querer probar mis velas, hermano? Yo regalarte media docena.

—No es menester. Tenemos a bordo demasiados ratones para que reforcemos nuestro caldazo.

El alemán soltó una gran carcajada.

—Marinos siempre alegres.

—Buenos hermanos.

—Padre —dijo el bretón—. Yo soy tan viejo, que puedo ser tu padre.

»Tú, a juzgar por la apariencia, y la marina tiene un ojo maravilloso, no tendrás más allá de veinticuatro años.

—Veinticinco.

—Yo tengo cerca de cincuenta; por lo tanto, puedo llamarte hijo.

—¡Ja, ja!… Yo tu buen hijo.

—¿Te gustan los salchichones ahumados?

—Ponísimos con la cerveza.

—Nada de cerveza —dijo «Cabeza de Piedra»—. Beberemos buen vino escorpionado.

—¡Escorpionado! ¿Qué ser?

—Una especialidad de maese Taberna.

—¿Ponísimo?

—Apostaría mi pipa contra un poco de tabaco a que no lo probaron nunca ni los «burgraves» alemanes.

—¡Ah!

—Ven, hijo.

—¿Y tú pagar?

—Yo pagar todo.

—Porque yo no haber recibido todavía la paca.

—¡Dios mío! ¡Y qué mal habláis los alemanes! Me parece oír una rana.

El soldado soltó una carcajada.

—Mi padre siempre alegre.

—Siempre —respondió el bretón—. Apretemos el paso y no pienses en tus velas de sebo.

»Tus camaradas, por hoy, se pasarán sin ellas. Además cuando hay que ir a la guerra, no es bueno engordar.

—¡Ja, ja!… Buen padre.

—«Cabeza de Piedra», seguido a breve distancia de sir Guillermo y «Petifoque», rehízo el camino que anduvo media hora antes, y entró de nuevo en la posada de los «Treinta cuernos de bisonte».

El tabernero, que estaba enjuagando vasos y botellas, al verle, abrió los brazos y dejó caer al suelo cuanto llevaba en la mano.

—¿Qué significa este ruido, maese Taberna? —preguntó el bretón, severamente—. ¿No habrá caído en tu casa bomba alguna?

—¿Usted, señor?

—¿No te dije acaso que volvería mucho antes de lo que te podías figurar? En mi tierra, cuando un hombre tiene hambre, va a comer, y cuando sed, a beber. ¿Tienes salchichones ahumados y queso fuerte, de aquél que pide vino, vino y más vino?

—Sí, señor.

—Tráelo sin vacilar, que yo pago como un capitán de corbeta después de seis meses de navegación.

—Y trae también cerveza —dijo el soldado.

«Cabeza de Piedra» estuvo por guiñar el ojo al tabernero; pero luego dijo con rapidez:

—En estos lugares no se encuentra. Vosotros la habéis consumido toda sin acordaros de vuestros camaradas de la marina.

—Nosotros beber mucha cerveza.

—Y ahora beberéis vino.

—Sí, fino, trae fino.

—Finísimo —añadió el bretón—. Dos, cuatro, y si quieres seis botellas; pero no de aquéllas del Rhin: ten cuidado, maese Taberna; ¿oyes?

—Vinos de Francia auténticos.

—¡Comprados por el asno de tu padre! Siendo así, beberemos seguramente algún veneno escorpionado.

—¡Ah, no! —protestó el tabernero—. A usted le ofreceré lo mejor de mi bodega.

—Tráelo y date prisa.

En aquel momento entraron sir Guillermo y «Petifoque», que fueron a sentarse a la mesa más lejana.

«Cabeza de Piedra» les miró de soslayo; luego, inclinándose hacia el soldado, díjole «sotto voce»:

—Esos deben ser espías.

—Tú engánaste, padre. Oficial de marina no poder ser espía.

—¡Uf! Esos tíos antipáticos no me convencen.

—En Boston no haber espías.

—Veremos.

Maese Taberna volvió a subir, llevando dos cestas, una llena de botellas y otra de viandas.

Al ver de nuevo al corsario y a «Petifoque», estuvo a punto de soltar cuanto llevaba.

—De prisa, maese Taberna —le gritó el bretón—, y no te fijes en nuestras cosas.

El posadero, repuesto un tanto de la sorpresa, sirvió al bretón y al soldado, poniendo delante de ellos una docena de salchichones ahumados que los ratones de la bodega habían roído ya; queso del Canadá, de color oscuro, que debía picar más que la pimienta, pan negro y cuatro botellas que ostentaban una marca famosa.

—Burdeos —leyó el bretón—. ¡Canastos! Esto es un lujo inusitado en una ciudad sitiada.

»Ese maese Taberna es un hombre, realmente maravilloso. Se diría que nos aguardaba para probar que su difunto padre no era un verdadero asno.

»Descorcha. Y tú, hijo, da el asalto a estos salchichones y este queso.

»Te aseguro que dentro de ellos no están ocultas las bayonetas americanas.

—Gracias, padre. Tú ser puen camarada.

—Come y bebe sobre todo; muéstrame cómo los alemanes saben beber.

—¿Tu pacar?

—Ya te lo he dicho; yo «pacar» aunque sea toda la bodega de maese Taberna.

»No he gastado nada en diez meses de navegación, y tengo en la faja tantas esterlinas, que puedo pagar quinientas botellas, comer doscientas veces y almorzar trescientas.

»Bebe, hijo, que todo está pagado.

El soldado, que de fijo no se encontró jamás entre tanta abundancia y que jamás debió encontrar un compañero tan generoso, dio un ataque formidable a los salchichones y al queso, rociándolos copiosamente con aquel pretendido Burdeos, que no era otra cosa que un pésimo vino español bastante alcoholizado.

«Cabeza de Piedra» le hizo frente con toda valentía, sobre todo al beberlo.

En un momento dado, cuando ya casi todo el queso, que picaba como pimienta de Cayena, había sido devorado, «Cabeza de Piedra» apoyó los brazos en la mesa, y mirando al soldado, que seguía devorando con el apetito de sus veinticinco años, le preguntó a quemarropa:

—¿Has amado tú alguna vez, hijo?

El alemán, antes de contestar, apuró otro vaso que sacó de la tercera botella y luego enrojeció como una muchacha, moviendo la cabeza.

—No, nunca —contestó después.

—¿A tu edad?

—Nosotros hacer el amor muy tarde; después de la guerra.

—Y yo, en cambio, durante la guerra —dijo el bretón.

—¿Luego, padre, estás enamorado?

—¡Y de qué manera!

—Vosotros tener sangre caliente.

—Como la lava de un volcán, hijo. Pero pienso que tú podrías ayudarme.

—¡Yo!… ¿Cómo?

—¿Tú estás de guarnición en el castillo, verdad?

—Sí, padre.

—Come otro salchichón y bebe otro vaso de vino.

—Si fuese cerveza…

—¡Oh! nada de cerveza. La marina bebe siempre Burdeos o gin.

—¡«Gin»!… ¡Pueno… pueno!…

—Maese Taberna, tráenos una botella de gin del que compró tu padre cien años ha.

—Se equivoca usted, señor. Cuando murió no había cumplido todavía los sesenta —contestó el posadero.

—Lo mismo da: trae.

Volvió a encender la pipa, que se le había apagado, y continuó:

—¿Tú, hijo, no te has fijado si en el castillo hay mujeres?

—Sí, dos.

—¿Hermosas?

—Una joven, pella y puena.

—¿Y la otra?

—También joven.

«Cabeza de Piedra» se oprimió el corazón con ambas manos y suspiró como un cordero.

—¡Ah!… ¡El amor!… ¡El amor!… —exclamó luego—. Y hace diez meses que navego en busca de ella.

—¿De quién, padre?

—Estoy enamorado de una de aquellas dos mujeres.

—¿De la prometida del marqués?

—¡Oh! Un marinero no puede tener tantas aspiraciones. ¿Cómo puede atreverse a mirar tan alto?

»Yo amo a la otra.

—¿A la doncella?

—Sí, a la doncella —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Ah! ¡cuánto la quiero!

»¿Ves? Nosotros que somos marineros y sólo vemos a nuestras mujeres después de unos cuantos meses de navegación, amamos con más intensidad que los hombres de tierra.

—¡Pien!… ¡pien!…

—Bebe; bebe, hijo mío, y abre bien los ojos.

—Yo escuchar, mi padre.

—¡Eh, demonio! Habla un poco mejor. Si sigues estropeando de este modo el inglés, acabaré por no entender una palabra. Verdad es que el Burdeos causa cierto efecto en los bebedores de cerveza.

»Te decía, pues, que mi corazón se está consumiendo de amor por la doncella de la prometida del marqués. ¿Tú la conoces?

—Sí.

—¿Es hermosa, verdad?

—Algo vieja.

—¡También yo soy viejo, qué caramba!

—Adelante, padre…

—Nuestro —dijo el bretón—. Este luterano acabaría por rezarme el «Pater». Son bromas del Burdeos.

Encendió por tercera vez la pipa, que en aquellos momentos parecía no tener deseos de tirar bien, a pesar de sus doscientos y pico de años, y dijo:

—¿Luego tú, hijo mío, estás de guarnición en el castillo?

—Sí, patre.

—Deja ahora el patre. El Burdeos entorpece la lengua, incluso a los soldados.

—Patre… adelante.

—Oye, hijo, quisiera ver a la doncella. ¿Cómo me las compondría yo?

—Yo llevarte conmigo al castillo.

—¿De veras?

—Sí, patre.

—Siendo así, abre los ojos y óyeme atentamente, buen hijo; tú, maese Taberna, tráenos cuatro botellas de vino, que sean más generosas que tu Burdeos.

—¿Quiere «wisky»?…

—Venga «wisky».

CAPÍTULO XI. EL BRETÓN ABORDANDO A UNA DONCELLA

«CABEZA de Piedra» cargó de nuevo su pipa con mucha flema, la encendió después de haber batido más de veinte veces el pedernal, cual si hubiese querido ganar tiempo para plantar en el cuerpo del ingenuo alguna mentira colosal, dio dos chupadas, tosió, y luego comenzó:

—Pues verás: a la doncella que sigue siempre a la prometida del marqués de Halifax, la encontré por vez primera en un puerto de Francia. Era entonces una bellísima rubia.

—No, patre, tiene el cabello negro —dijo el soldado.

—Tienes razón, soy un gran bestia. El amor me hace decir muchas tonterías Pues bien, la amé como saben amar los marinos; luego la encontré en las islas escocesas, donde los Halifax tienen muchos castillos y vastas propiedades… ¿después la has vuelto a ver tú?

—Anoche, patre.

—Pero yo no, y desde nuestra última entrevista han transcurrido tres años.

—Mucho tiempo es.

—Y mucho más para un hombre que tuvo de aquella mujer un hijo hermoso como un rayo de luna.

—Tú, patre.

—¿A mi edad? ¿Te extraña?

—Yo no afer nunca fisto niño junto doncella.

—He sabido que no lo tiene consigo, y deseo verla para pedirle cuentas de aquel pedazo de mi carne, porque quiero hacer de él un gran marino, tal vez un almirante.

—Muy pien, patre. ¿Y tú querer verla?

—Sí, hijo.

—Facilísimo. Señora rubia encontrarse en la última estancia de la torre y no haber abajo más que un centinela. Yo poner esta noche mi hermano Wolf y nosotros pasar tranquilos.

—Y yo, a ti y a tu hermano os pagaré otro almuerzo.

—¿Y pacarlo tú, patre?

—Siempre pagar yo —contestó «Cabeza de Piedra».

Luego murmuró para sí:

—Qué miedo tiene este alemán de sacar un dólar. Si se tratase de esterlinas…

Dio con rapidez otras tres o cuatro chupadas a la pipa y luego continuó:

—¿A qué hora podré entrar en el castillo?

—Tocar retirada a nueve horas. Tú entrar conmigo.

—¿Dónde te encontraré?

—Al pie de la torre.

—¿A las nueve?

—Sí, sí.

—¡Verla! ¡Volverla a ver después de tanto tiempo! —exclamó «Cabeza de Piedra», fingiendo enjugarse una lágrima con el dorso de la mano—. Esta noche seré el hombre más feliz de la tierra, y esta felicidad te la deberé a ti, hijo.

—¡Oh, patre!…

—Nuestro, que estás en los cielos… Yo tocaré el cielo esta noche hasta mí el pater.

Puso una mano en su ancha faja de lana roja y sacó dos dólares, que con toda la gravedad enseñó al soldado.

—En mi país —dijo, fingiéndose conmovido—, hay la costumbre de pagar el tabaco a los muchachos que están en la guerra. Toma y embolsa sin decir gracias.

—¡Tú ser demasiado pueno, patre!

—No te preocupes. Te considera desde ahora como hijo mío. Cuando no tengas para tabaco, ven a mí sin vacilar.

—Gracias, patre.

—Te he dicho que no me des las gracias. A las nueve, ante la torre del castillo.

—Yo no faltar a la cita.

—Si acaso vieras a la doncella de la rubia miss, le dirás que sigo muriendo de amor por ella.

—Sí, patre.

—Ahora vete a llevar las velas de sebo a tus camaradas; que también ellos tienen derecho a beber un poco de caldo.

El soldado bebió un último vaso, luego se levantó tambaleándose, sonrió a su generoso padre adoptivo y se fue, haciendo sonar en las dos manos reunidas los dos dólares.

—¡Revienta, canalla! —murmuró el bretón—. Me has costado un luis.

Se levantó a su vez y fue a sentarse a la mesa que ocupaban el corsario y «Petifoque».

—¿He desempeñado bien mi papel, mi comandante? —preguntó.

—Un entrometido como tú no se encuentra en ningún pueblo de la Bretaña —contestó sir Guillermo, soltando una carcajada.

—Los de Batz son más pillos que los de Poulgen —dijo «Petifoque»—. No lo habría creído nunca, y, sin embargo, es así.

—¿De veras? —preguntó el bretón.

—Me veo obligado a confesarlo abiertamente.

—Siendo así, a mi lado irás muy lejos, muchacho.

—Así lo espero.

—¿Y ahora cómo te las compondrás con la doncella? —preguntó sir Guillermo.

—Déjeme obrar a mí, señor —contestó el bretón—. Tengo ciertas ideas en la cabeza que cuando las conozca usted le causarán maravilla.

»Nos llaman testas duras; pero cuánto seso hay dentro de nuestros cráneos.

—Ahora estoy del todo convencido —contestó sir Guillermo.

—He ahí una frase que me honra mucho, mi comandante.

—Hasta la noche, pues.

—Y si el soldado aquél que me ha costado un luis, llega a engañarme, dondequiera que lo encuentre le ahogaré como un mirlo.

»En nuestro país se estrangulan los mirlos, ¿verdad «Petifoque»?

—Verdad —contestó el joven gaviero.

—Y los dedos los tenemos también muy fuertes.

—Los dedos de los bretones superan a los de las Galias, que son nuestros hermanos más próximos.

—Mi comandante —dijo Cabeza dé Piedra—, ¿quiere usted que demos un paseo?

—¿Necesitas algún otro soldado?

—No, comandante; voy en busca de un cordelero.

—¿A quién quieres ahorcar?

—La torre del castillo de Oxford —contestó el bretón.

—¿La torre? —interrogó el corsario.

—Déjeme hacer a mí, mi comandante. La cuerda que iré a comprar, tendrá una estrecha relación conmigo, usted, «Petifoque», la doncella y la rubia miss.

—¿Eres un demonio tú?

—No, señor; nosotros somos hijos de nuestros párrocos.

—¿Cómo?

—Quiero decir de nuestras iglesias. ¡Ah! Nuestros curas, que guían a nuestras mujeres y a nuestros hijos, son muy buena gente.

—¿Has concluido?

—Sólo me falta, encontrar a un cordelero y más tarde a mi soldado.

»No obstante, creo que nos sobra tiempo, y podríamos irnos a dormir algunas horas. Llevamos dos noches en blanco.

—Estuviste demasiado tiempo con el soldado.

—Puede, mi comandante. Pero tenía que hacerle hablar y revelarle mis amores con la doncella de María de Wentwort.

—¿Tú crees que tu alemán se habrá tragado la historia? —preguntó «Petifoque».

—Como cerveza alemana —contestó «Cabeza de Piedra».

—Cuida de que no nos ahoguemos todos en aquel mar de tinta. Me fío poco de tus pasteles —dijo el corsario.

—Descuide, mi comandante, yo le daré una prueba esta noche haciéndole escalar la torre del castillo.

—Siendo así, vámonos a descansar. Al cordelero irás a buscarlo más tarde.

Maese Taberna, siempre atento y deseoso de servirles, les condujo a una habitación muy grande, que en otro tiempo sirviera de almacén, muy mal arreglada, pero con dos camas pasablemente blandas y limpias.

Los tres piratas se echaron en ellas sin desnudarse; sir Guillermo solo y los dos marineros juntos. Y aunque los cañones seguían retumbando, porque los americanos hacían desesperados esfuerzos para rendir por cansancio a la guarnición, no tardaron en roncar.

Cuando despertaron, empezaba a anochecer.

—¡Todos a cubierta!… —gritó «Cabeza de Piedra», que fue el primero en saltar de la cama—. En tierra nos convertimos en verdaderas marmotas.

—Yo creo, en cambio, que depende del vino escorpionado del canalla de maese Taberna —dijo «Petifoque».

—¿Encontraré abierta todavía la tienda de un cordelero?

—Ve y pregúntale a maese Taberna si puede procurarte lo que necesitas —dijo el corsario—. A los posaderos no les faltan cuerdas nunca.

—¡Qué bestia soy! ¡No se me había ocurrido!

El bretón precipitóse fuera de la habitación, y pocos minutos más tarde, mientras sir Guillermo se estaba lavando, volvía a entrar, gritando:

—¡Hela aquí!… ¡Hela aquí!… Ciento setenta y cinco palmos, sólida como un hierro y nueva del todo. Con ella me atrevo a subir a la torre.

—¿Qué altura crees tú que tiene la torre?

—Unos ciento cincuenta palmos, mi comandante —contestó el bretón.

—De los veinticinco que sobran te podrás servir para hacer nudos a la distancia de dos pies, uno de otro.

—Ya se me había ocurrido, mi comandante.

—Ve a rellenarte, mientras nosotros vamos a tomar un té.

—Con mucho «wisky», mi comandante.

—Como quieras —contestó el corsario.

Hiciéronse servir a escape, temiendo llegar tarde a la cita del bravo e ingenuo hijo de Marte.

No bien habían apurado las tazas, cuando compareció el bretón, extraordinariamente grueso y soltando resoplidos como toro rabioso.

—¡Eh, maese «Cabeza de Piedra»! ¿Echa usted barriga? —preguntó bromeando «Petifoque».

—Sí, una barriga de cáñamo. ¡Ciento setenta y cinco palmos! He sudado lo increíble para rodear mi cuerpo con la cuerda, y he apretado mucho, tanto, que me parece que voy a reventar —dijo «Cabeza de Piedra».

—Menos mal que la casaca te viene ancha —dijo el corsario—. Ea, bebe tu taza y vámonos ya.

»En breve las trompetas tocarán a retirada.

Con tres sorbos apuró el bretón la suya, que era grande como una copa y con más «wisky» que té, y echó luego el corsario una esterlina encima de la mesa, diciendo a maese Taberna, que parecía atontado ante tanta generosidad:

—Hemos de ir a una arriesgada expedición contra los malditos americanos.

»Tal vez volvamos con una mujer que tienen secuestrada, por ser la prometida de un amigo mío muy querido.

»¿Tendrías otra habitación?

—Ofrézcole la de mi esposa, gentleman.

—¿No duerme aquí tu mujer?

—Está al servicio del general Howe.

—¿Será una habitación mejor que la que nos han procurado a nosotros?

—¡Oh, sí, gentleman! Todos los muebles los hice venir de Dublín, mi ciudad natal.

—¡Ah! ¿Luego tú eres irlandés?

—Sí, señor.

—Mejor que mejor. ¿Nos aguardarás?

—Dormiré en una silla, junto a la puerta, para oírles en cuanto llamen.

—Este maese Taberna es el rey de los taberneros —dijo «Cabeza de Piedra»—. Y, sin embargo, a primera vista no lo parece.

—Vámonos —dijo el corsario.

—Y viento en popa —añadió «Petifoque».

Salieron precipitadamente, sin parar mientes en las profundas reverencias del irlandés, y se pusieron en camino a paso de granadero.

Era ya de noche, a pesar de lo cual, el bombardeo, en vez de menguar, hacíase cada vez más intenso, más furioso, tanto de una parte como de otra.

Los cuatro grandes morteros de la corbeta dominaban y cubrían las otras detonaciones, dejando cada dos minutos, en las casas de la ciudad, sus enormes bombas, para provocar continuos incendios.

—Nuestros compañeros se divierten —dijo Cabeza, de Piedra, que seguía al corsario soplando, relleno como estaba con los ciento setenta y cinco palmos de cuerda—. Mientras no nos den a nosotros en vez de dar a los ingleses.

»Esto, francamente, no me gustaría. Morir a manos de nuestros compañeros no me parece bien.

—Calla, hablador sempiterno —le dijo «Petifoque»—. ¿No ves que la gente se fija en ti?

—¿Y sabes por qué?

—Porque mueves de continuo los labios.

—Nada de eso; me miran por envidia.

—¿De qué?

—¿Te parece poco ver a un hombre tan grueso en Boston, donde hace cuarenta días que padecen hambre?

—Verdad es —contestó «Petifoque»—. Y si te preguntaran cómo te las arreglas para mantenerte tan gordo.

—Contestaría a los hambrientos que soy un famoso cazador de gatos, por cuya razón abunda en casa la carne para mí, para mi mujer y para mis quince hijos, varones todos.

—A todo encuentras contestación.

—¿Cómo no, si soy de Batz?

«Petifoque» creyó mejor alargar el paso y alcanzar a sir Guillermo, sabiendo por experiencia que con el lobo de mar no alcanzaría nunca el barlovento.

Las trompetas empezaban a tocar retirada, cuando los tres hombres llegaban ante el castillo de Oxford.

El bretón, después de una rápida mirada, se separó de sus compañeros, dirigiéndose hacia la torre.

Habíase percatado de que su soldado fumaba un gran cigarro, que sin duda compraría con los dos dólares que le había regalado.

—Muy bien, hijo —le dijo, golpeándole un hombro familiarmente—. Vosotros, alemanes, sois gente de palabra.

—¿Uster, patre, dudar de mí? —contestó el joven alemán.

—¿Has visto a la camarera de la rubia miss?

—No haber podido, patre. Todo el día llevar ollas.

—Luego tus compañeros habrán tomado hoy un caldo exquisito. Pero tú prefieres los salchichones con el vino escorpionado, ¿verdad, hijo?

—¡Oh, sí, sí! —contestó el alemán—. Yo tener gran apego a las salchichas al humo.

—Y al queso canadiense, ¿no es eso?

—Es también muy pueno. ¡Ah! Si hubiese cerveza.

—Si ya te he dicho que en Boston no la hay. Ya entra, mi querido muchacho, y si tratan de introducirla, los americanos se la beben.

—¡Pandidos americanos!

De pronto hizo el soldado dos pasos atrás y miró con asombro a «Cabeza de Piedra».

—Patre —le dijo luego—. Tú estás muy gordo.

—Es verdad, hijo. Esta noche he devorado veinticuatro salchichones ahumados con «kranti», ultimo barril de maese Taberna, que he bañado luego con cuatro botellas de vino escorpionado.

»Recuerda, hijo, que cuando hay que afrontar ciertas situaciones difíciles, es mejor arrostrar el peligro con la panza llena.

—¿Veinticuatro?…

—¡Salchichones!…

—¡Herr gott!… ¡qué apetito, patre!

—Cuando la doy por comer, cómo como un león, ¿qué digo?… como un tigre de Bengala.

—Doce haberlos comido gustoso también yo.

—Si quieres, mañana, tanto a ti como a tu hermano, os ofreceré aunque queráis un Centenar.

»Tengo cincuenta dólares que gastar, y antes de marcharme quiero gastarlos todos.

—Muy pien, patre.

—Y quiero regalar asimismo…

—¿Regalar tabaco a los pobres hijos alemanes?

—Siempre.

—La retirada está terminada.

—¿Se puede ir?

—Tú, patre, venir conmigo. Mi hermano Wolf estar de guardia en la escalera.

—¿Le has dado de fumar al menos?

—No.

Toma este dólar, y por bajo mano se lo das.

—Tú sembrar demasiado dinero, patre —contestó el alemán, tendiendo sin embargo rápidamente la mano.

—La marina derrocha —contestó gravemente «Cabeza de Piedra»—. Cuando tiene vacíos los bolsillos, los vuelve hacia fuera, esperando que vuelvan a llenarse, y se llenan, amigo mío, mucho más de prisa que los de los soldados de tierra.

—Yo haber equivocado oficio —dijo el soldado, suspirando.

—Cuando vuelvas a nacer, en vez de alistarte entre la gente de tierra, te echarás de cabeza en la marina.

»Ten un poco de paciencia y todo se andará, porque tú no vas a llevar los zapatos de un viejo.

»El día menos pensado, una bala americana se te llevará, y buenas noches.

—¡Mal agüero!

—No te preocupes. También nosotros, los marinos, estamos colgados a diario sobre un abismo, y cuando una ráfaga de viento o una bordada manda a la nave enhoramala, caemos todos, jóvenes y viejos, en las tenebrosas profundidades del mar, donde sin duda hará mucho frío.

»¿Pero a qué pienso yo en semejantes cosas? Tengo cincuenta años y vivo todavía.

Entraron ambos en el castillo, junto con muchos soldados y marinos que no pararon mientes en ellos.

El soldado hizo atravesar al bretón cinco o seis habitaciones llenas de camastrones, luego una portezuela, y después de bajar cinco peldaños, entró en una especie de salón.

—El gabinete del marqués de Halifax —dijo en voz baja.

—¿Ahora no estará seguramente allá arriba con la rubia miss? —dijo «Cabeza de Piedra».

—¡Oh, no! Ahora comer con Howe.

—Entonces todo va bien. ¿Dónde está tu hermano?

—Esperar un momento, patre.

Abrió otra puerta y el bretón vio al punto, sentado en los primeros peldaños de una escalera interminable, a otro alemán rojo, rubio y panzudo y que se parecía inmensamente a Hulrik.

—Mi hermano Wolf —dijo el soldado.

—Dale el dólar.

—Ahora no; después beberlo juntos.

Wolf se levantó, apoyándose en el fusil. Era algo más joven que su hermano; pero tenía la corpulencia de un toro.

—Ahí está el amigo —dijo Hulrik.

—Pasa, hermano —contestó Wolf.

—¿Doncella sola?

—Sí, sola.

—¿Miss dormir?

—Aún no.

—Tú esperar.

—Yo no moverme —respondió Wolf.

—Después yo pagarte dos botellas de cerveza.

—Acepto.

—¡Canalla! —murmuró el bretón, subiendo las escaleras de la torre—. Es el tercer dólar que te me llevas, y todo por ella. ¡Ah! Estos alsacianos son más avaros que mi abuelo, que comía los cuervos para no gastar un «sueldo» y los iba a cazar al cementerio.

»Verdad es que los bretones tienen buen estómago.

Subieron la escalera, que abarcaba sólo un lado de la torre, para dejar mayor espacio a las habitaciones que ocupaba el interior; después el alsaciano se detuvo ante una puerta mal alumbrada por una vela de sebo, las únicas de que podía echarse mano en Boston, y llamó discretamente.

Un momento después se abría la puerta y aparecía en el dintel una mujer de treinta y cinco a cuarenta años, muy delgada, con largos dientes amarillos y cabellos negruzcos.

—¡Usted, Hulrik! —exclamó—. ¿Qué desea usted a estas horas? ¿Le manda acaso el marqués?

—¿Dormir miss?

—Aún no.

—Aquí esta su amigo, que desea mucho hablarla.

—¡Un mi amigo! —exclamó la doncella de María Wentwort.

Cabeza de piedra cogió el valor con ambas manos y sé introdujo en la habitación, elegantemente amueblada, y alumbrada también por dos de las famosas velas de sebo.

—¿Nelly, no me conoce usted? —preguntó, fingiéndose extremadamente conmovido.

—¡Nelly!… Yo nunca me llamé así, señor —contestó la doncella, mirando al marinero.

—¡Vaya! No se burle usted de un desgraciado que tanto ha sufrido y llorado por usted, mi buena Nelly.

—¿Qué viene usted a contarme?

—Historias verdaderas que sir Guillermo Mac Lellan podría confirmarle —dijo el bretón, con maliciosa sonrisa.

La doncella palideció.

—¿Mac Lellan ha dicho usted? —exclamó retrocediendo.

—¡Ah! Ya recobra usted la memoria.

La doncella indicó la puerta al alsaciano, diciendo luego:

—Ahora recuerdo; déjenos solos, Hulrik.

Esperó que los pasos del alemán se hubiesen alejado y luego se arrojó contra el bretón, cogiéndolo por los brazos y sacudiéndolo vivamente.

—Repítame usted aquel nombre —dijo.

—Sir Guillermo Mac Lellan, capitán del «Tonante». Yo soy, miss, su mayordomo, y he venido aquí en su nombre a representar no sé si una comedia o una tragedia —contestó el bretón.

—¿Dónde está el baronet?

—Más cerca de lo que usted se figura.

—¡Aquí, en Boston! ¡Es imposible!

—¡Por el barrio de Batz! Si he venido yo, que no le dejo nunca, habrá venido también él.

»¿Duda usted de mí?

—¡Está aquí!…

—Aquí precisamente, no; pero poco lejos. ¿Quiere usted avisar a su señorita?

—Sí, sí, en seguida.

—Despacio, despacio —dijo el bretón, al verla correr hacia una puerta—. Yo desearía estar un rato con usted para decirla cuatro palabritas dulces. ¡Qué demonio! ¡Un marino viejo sabe hacer también el amor, voto a un bacalao seco!

La doncella desapareció sin prestar atención a sus palabras.

Cinco segundos después, volvía a entrar, diciendo:

—Venga, marinero. María de Wentwort le aguarda.

Maese «Cabeza de Piedra» se quitó el sombrero, trató de hacer una reverencia y siguió a la delgada miss, balbuciendo:

—¡He ahí el huracán! ¿Cómo voy a conducirme ante tan alta señora?

»¡Timonel! ¡Orza!…

CAPÍTULO XII. LOS DOS HERMANOS

EN un minúsculo salón, con las paredes tapizadas de seda encarnada, con pequeños sofás alrededor y una mesita de ébano en el centro, en la cual alumbraban cuatro velas de sebo coloradas en sus candelabros de plata maciza, estaba sentada en cómoda butaca María de Wentwort.

Al ver entrar al marinero se levantó rápidamente, fijando en él sus ojos, de un azul profundo, que ni las aguas del Océano habrían podido igualar en sus diversos e infinitos tintes.

Era una bellísima joven de diez y ocho abriles, alta, arrogante, de airoso cuerpo recogido en un matiné de percal azul, guarnecido con encajes de Bruselas. Su rubio cabello la daba reflejos de oro; sus labios eran rojos como el coral del Mediterráneo, y sus mejillas sonrosadas como las manzanas de Normandía.

«Cabeza de Piedra» quedó como atontado, diciendo para sí:

—¡Qué deliciosa! No es raro que haya enardecido la sangre del baronet. La mía, aunque vieja, habría hecho estallar todas las venas.

Inclinóse ante la prometida de su comandante, e hizo luego el saludo militar, por no saber qué hacer.

—Ha pronunciado usted un nombre muy grato para mí —dijo la blonda miss, que parecía presa de emoción vivísima—. Guillermo Mac Lellan.

—Sí, miss —contestó «Cabeza de Piedra».

—¿Ha venido usted aquí a representar algún papel infame por encargo del marqués de Halifax?

—Señora —contestó el bretón con grave acento—. Yo soy el mayordomo del «Tonante», y el «Tonante» lo manda sir Guillermo Mac Lellan; y toda mi sangre, todos mis músculos, todos mis nervios, están dispuestos a sacrificarse por mi capitán.

»¡El marqués de Halifax! No le conozco, venga y verá, miss, cómo monto mi abordaje con mi espada.

»¡Los bretones son leales a sus jefes!

—¿Dónde está el baronet?

—He manifestado ya a su doncella que está más cerca de lo que pudiera usted misma suponer.

—¿No me engaña usted?

—¡Un marino bretón! ¿Qué dice usted, miss?

—Dígame entonces dónde está: pronto, dígamelo en seguida.

—¿Quiere usted verle?

—Ocurra lo que quiera, sí, marinero.

«Cabeza de Piedra» se acercó a una ventana, levantó la cortina de seda violeta, y después de lanzar a la calle una rápida mirada, dijo:

—¿No distingue usted, miss, dos sombras que pasean ante la torre, con el rostro al aire, porque seguramente miran hacia aquí?

»Uno es el baronet, y el otro «Petifoque», su fiel gaviero.

María de Wentwort precipitóse a la ventana en el instante que los cuatro grandes morteros lanzaban sus bombas hacia la ciudad.

—¡Él! ¡Guillermo! —exclamó.

—Es el más alto, señora —dijo el bretón.

Y luego añadió:

—Los compañeros del «Tonante» podrían callarse un momento, ¡por el barrio de Batz! Ahora nos molestan a nosotros, y no a los ingleses.

La rubia miss se retiró, presa de una emoción intensa.

Dos lágrimas que parecían dos perlas se desprendieron de sus bellísimos ojos azules.

—¿Qué podría hacer para verle? —preguntó con voz sollozante.

—Se le invita a subir, señora.

—¿Hasta aquí? ¿Con los centinelas que guardan el puente levadizo?

—Los marinos no paran mientes en los puentes levadizos, y prescinden de ellos y de las escaleras de mármol, señora mía. ¿Qué significa para nuestras escaleras una torre de ciento cincuenta palmos? Un juego de niños, ni más ni menos.

María de Wentwort le miró con extrema ansiedad, interrogándole con la mirada.

—Señora —dijo «Cabeza de Piedra», con voz grave—. Yo le aseguro que dentro de cinco minutos sir Guillermo estará a sus pies.

—No creeré jamás en un milagro semejante.

—¡Oh! Nosotros los marinos hacemos tantos… Permítame que me retire un momento en la habitación contigua para desembarazarme de los ciento setenta y cinco palmos de cuerda que me sofocan y servirán al capitán para dar el asalto a sus bellísimos ojos marinos.

—Haga usted lo que le acomode, buen hombre.

«Cabeza de Piedra» pasó rápidamente al saloncito y se quitó su anchísima casaca, murmurando:

—¡Qué criatura más deliciosa ha escogido el capitán! Debe ser uno de aquellos pedazos de pan de oro que dan en el paraíso de los moros.

»¡Cuerpo de una bomba! ¿Qué va a ocurrir ahora? Y yo tendré que asistir a la entrevista y mirar a la luna, que tal vez esta noche no saldrá.

»¡Qué bestia soy! Tendré a mi vez una dulce entrevista con la doncella. ¡Después de todo no es tan despreciable!

»Sólo me asustaban sus larguísimos dientes amarillos. ¡Demonios! Son unos dientes capaces de devorar mi mesada en veinticuatro horas.

Había empezado a quitarse la cuerda y de cuando en cuando hacía en ella un nudo bien recio para facilitar el ascenso al baronet y a «Petifoque».

Cuando hubo terminado vistió de nuevo la casaca y pasó a la otra habitación, y después de encargar a las dos mujeres el mayor silencio, ató uno de los cabos de la cuerda a una barra de hierro que había en la ventana gótica.

Una vez convencido de su solidez, arrojó el rollo al vacío.

La plaza estaba desierta, no sólo porque no había de aquel lado puerta ninguna que diera acceso al castillo, sino porque los ciudadanos y los soldados se encontraban a la sazón refugiados en sus respectivas casas y cuarteles, para no recibir en la cabeza alguna bala americana, por cuanto el bombardeo seguía siendo tan furioso.

Sólo los artilleros se mantenían valientes en sus puestos y en sus reductos para combatir al fuego enemigo, que seguía manteniéndose vivísimo.

Miss —dijo «Cabeza de Piedra», después de inclinarse sobre el alféizar—. Prepárese a recibirlo.

»Ya sube.

—¡Dios mío! ¡Si cayese! —exclamó María, palideciendo.

—¿Quién? La torre quizá; pero mi capitán no, señora. Es ágil como una ardilla, listo como un primer gaviero, y posee unos músculos trenzados con pelos de la cola del diablo.

»¿Es posible que un hombre así pueda caer? Mi capitán sería capaz de escalar la luna, si desde allí le arrojaran una buena cuerda.

Mientras hablaba, el buen bretón cuidaba de que la cuerda se mantuviera firme.

—¡Viene! ¡Viene, «miss! Sube como un primer gaviero, como un gavilán. Naturalmente: como que lo que le empuja es el viento del amor.

»He ahí un viento que de hoy más pondremos en nuestras brújulas.

Y el bravo bretón charlaba con una vena inagotable, haciendo perder el juicio a las dos mujeres, que le contemplaban como atontadas.

De pronto, a la altura del alféizar apareció una cabeza.

«Cabeza de Piedra» extendió sus robustísimos brazos, los echó fuera y arrancó de la cuerda al corsario, colocándole ante la miss.

En seguida se oyeron dos exclamaciones, apenas sofocadas:

—¡Mi María!

—¡Guillermo!

Y el corsario y la joven se echaron en seguida uno en brazos de otro.

«Cabeza de Piedra», que se había hecho a un lado, se percató con asombro de que a sus ojos habían asomado dos lágrimas.

—¡Por el barrio de Batz! —murmuró enjugándolas con el dorso de la mano—. ¿Se vio jamás una cosa igual?

»¿Un viejo lobo marino que a cincuenta años llora? Y, sin embargo, yo no soy un cocodrilo.

Lanzóse hacia la cuerda, mientras el corsario y la joven seguían estrechamente abrazados, besándose en la boca.

—¡«Petifoque», monta al abordaje de la torre! —exclamó—. Ayudémosle: por más que ese ratón de mar no ha menester de mí.

Efectivamente, el joven gaviero subía, ágil como un mico, sin apoyarse siquiera en los nudos.

Su cabeza apareció también, y su cuerpo sufrió el fuerte apretón del compañero.

—Mi comandante —dijo entonces el viejo lobo marino—. Permita usted que nos retiremos a la habitación contigua. ¿Qué quiere usted? Ciertas escenas llegan a conmover los corazones de piedra de los bretones.

Y sin esperar contestación, volvió al gabinete, seguido de «Petifoque» y la doncella, y cerrando la puerta.

—No molestemos al comandante —dijo—. La juventud tiene que decirse tantas cosas, que es preferible que la vejez no las escuche.

—¡Eh! ¿me tomas por un viejo? —preguntó «Petifoque».

—Tampoco yo soy vieja —exclamó la doncella.

—Es verdad, señora, pero ¿qué quiere usted? Estoy en este momento tan atontado, que mis ojos deben ver el doble, como los de maese Taberna.

»Perdone usted, miss Nelly.

—Yo no me he llamado nunca así, ya se lo he dicho —dijo la doncella.

—¿Cómo se llama, pues?

—Diana.

—Conocí una fragata que llevaba este nombre y a proa había la figura de una bellísima muchacha, con el pelo suelto y un arco en la mano.

»Pero no se parecía a usted en nada, miss Nelly.

—¡Diana! ¿Quiere usted hacerme enfadar?

—¿Yo hacerla enfadar, mi dulcísima señora? —dijo el bretón—. ¡Oh, nunca!

»Los marinos somos rudos, ¿es cierto, «Petifoque»? Pero guardamos a las mujeres el mayor respeto. Y la prueba de ello es que las ponemos siempre a la proa de nuestras naves.

—Expuestas antes que todos a las olas —dijo «Petifoque».

—Tú eres un asno con trescientas orejas —dijo el bretón—. Es verdad que tu padre tenía quinientas y que le enseñaban como un fenómeno en las ferias de Poulgen.

—Tú no le conociste —protestó el joven gaviero—. Tenía las orejas como las mías.

—Es que me habrán engañado. Miss Diana, mientras el baronet se pone de acuerdo con su dueña, ¿no podríamos beber un traguito?

»Supongo que el marqués de Halifax no las hará escasear el vino y la cerveza.

La doncella sonrió; se acercó a un mueblecito de palisandro y sacó dos botellas, tres vasos y un sacacorchos.

—Descorche usted, señor —dijo ella, dirigiéndose al bretón.

Éste tomó las dos botellas, las miró atentamente y luego dijo:

—¡Canastos! ¡Madera! ¡Una marca famosa! ¿Estuviste alguna vez en aquella isla, «Petifoque»?

—¿Yo? ¡Nunca!

—Es una isla deliciosa, cuyas mujeres son hermosísimas y los hombres extremadamente celosos; pero el vino, amigo mío, es más que espléndido.

»Figúrate que una vez me condujeron a bordo en una carreta. La cabeza me daba vueltas como una brújula loca.

»¿Ha probado usted a beber, miss Nelly… digo Diana, como lo hacen los ogros del Océano?

—¿Yo? —exclamó la doncella—. Nunca, caballero. No fui nunca la esposa de un pescador o de un marino.

—¡Mal hecho, miss Diana! Pruebe usted este Madera y verá como su corazón arde en seguida.

—¿Por quién?

—¿No soy acaso un buen mozo? ¡Oh, Diana! ¡Qué hermoso nombre! Lo llevaba una fragata. ¡Y qué fragata! ¡Y qué hermosa figura la de la proa! Todos los marineros iban a contemplarla entusiasmados. ¡Lástima que fuese de madera! Aunque tal vez fue una ventaja.

»Pero yo estoy charla que te charla y el vino de Madera nos aguarda. ¡Cómo me distraigo a veces!

—Cualquiera diría que en vez de navegar siempre a través del Océano, ha vivido de continuo en los bosques del Brasil, donde los toros se encuentran a cada paso —dijo «Petifoque».

«Cabeza de Piedra» frunció el ceño, se atusó la barba y mirando severamente al joven, le dijo:

—Tú te haces muy desvergonzado, amigo mío, y esto no puede continuar, por el barrio de Batz.

—Yo descorcharía el famoso Madera en vez de charlar tanto —contestó el gaviero—. ¿No ves que la dulcísima miss lo aguarda?

—En seguida —contestó «Cabeza de Piedra».

—Beberemos por nuestro «Tonante».

Había tomado una botella y el sacacorchos cuando vio a la doncella precipitarse hacia la puerta que daba acceso a la escalera, cerrándola y dando dos vueltas a la llave.

El bretón quedó como una estatua, con la botella al nivel de las rodillas y el sacacorchos al aire.

—¡Dios mío! —exclamó en aquel momento la doncella, poniéndose las manos en la cabeza—. ¡El marqués! Conozco sus pasos.

—¡Vino condenado! —murmuró el bretón—. ¿Estarás realmente destinado a que no te pueda probar?

Pero se recobró prontamente.

—He ahí, «Petifoque», una buena ocasión para beber un vaso en compañía de un par de Inglaterra.

El joven gaviero no era tal vez del parecer del lobo marino, puesto que se lanzó en pos de la doncella, que había entrado en la segunda habitación, gritando:

—Señora, ¡el marqués, el marqués!

—¡Aquí! ¡A estas horas! —exclamó la miss, palideciendo.

—Impídele el paso, Diana.

—De esto se encargarán mis marineros; pero se lo cerrarán detrás.

»Ha llegado el momento trágico para acabar los odios de familia.

Desnudó la espada y colocóla encima de la mesa.

El mismo «Cabeza de Piedra», que había conseguido destapar la botella, se presentó en el dintel, sin manifestar aprensión ninguna.

—Dejarlo que entre; pero impídasele salir y pedir auxilio —dijo rápidamente sir Guillermo.

—Esto es cosa nuestra —contestó el bretón—. Dejadlo a nuestro cuidado. ¡A mí, «Petifoque»!

Volvieron al saloncito en el preciso momento en que llamaban a la puerta con cierta descortesía.

«Cabeza de Piedra» llenó con rapidez los tres vasos, apuró la mitad de uno, se enjugó los bigotes con el dorso de una mano y después de haber indicado a «Petifoque» que no se moviera, hizo girar la llave y abrió.

Un hombre de mediana estatura, palidísimo, con una barba rojiza que le daba un aspecto desagradable, y dos ojos casi negros e imperativos, entró.

Vestía de coronel escocés y llevaba la espada al cinto.

Al ver al marinero, el marqués hizo un ademán de estupor, y luego, después de mirarle despreciativamente de la cabeza a los pies, le preguntó con áspero acento:

—¿Quién es usted y qué es lo que hace aquí?

—Perdone, caballero, ¿usted quién es?, pregunto yo —dijo el bretón.

—¿No le basta el uniforme que visto?

—No, señor.

—Soy el marqués de Halifax.

—Y yo me llamo «Cabeza de Piedra».

—¿Ha dicho usted…?

—«Cabeza de Piedra» —repitió el bretón.

—¿Se está usted burlando de mí? —gritó el marqués, que empezaba a impacientarse.

—¡Dios mío! ¿Es que está prohibido en Boston, porque la ciudad está sitiada, que se vaya a ver a los parientes después de quince meses de no haberse visto?

—¿En qué nave ha venido usted?

—En la fragata «Collington».

—¿Cuándo llegó?

—Anoche, señor.

—Yo no la vi.

—Fondeó en el antepuerto, y por esta razón no es fácil distinguirla, puesto que hay en medio una legua de tierra.

—¿Dónde está la doncella?

—Con la señorita.

—Por esta vez le permito a usted que beba.

—Estamos dispuestos a obedecerle, coronel. Ya sabe usted que los soldados y los marinos tienen siempre sed.

El marqués le volvió la espalda despreciativamente y llamó a la segunda puerta que la doncella se apresurara a cerrar, aunque con sólo el pestillo.

—¿Se puede? —preguntó con tono áspero.

—Entre usted, señor marqués —contestó Diana, con voz temblona.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» se habían levantado, desnudando los sables de abordaje y armando precipitadamente las pistolas.

El marqués, que de nada se había percatado, empujó la puerta y entró.

Y brotó en seguida en sus labios un grito sofocado, que pareció el de una pantera herida.

Apoyado en la mesa, en la que tenía colocado el desnudo acero, se encontraba sir Guillermo, mientras María y la doncella, aterradas, previendo que iba a desarrollarse alguna escena terrible, se habían refugiado detrás de las cortinas de una ventana.

—¡Usted, usted!… —dijo el marqués, rechinando los dientes y desnudando su espada precipitadamente.

—¿Le admira, hermano? —preguntó el baronet, con voz irónica y tranquilísima—. No esperaba usted.

El marqués permaneció un momento silencioso, fijando en el bastardo sus dos ojos inyectados de sangre.

El color de su cutis, que era pálido, tornóse espectral.

—¡Usted! —repitió finalmente, sacudiendo su estupor y esgrimiendo la espada—. ¿Quién le condujo aquí? ¿El demonio?

—No, los vientos de las Bermudas con mi corbeta —contestó el baronet.

Luego añadió con ironía:

—¡Valiente manera de recibir a un hermano! ¡Con la espada desnuda!

—Usted es el bastardo de mi familia y no mi hermano —dijo el marqués.

Una oleada de sangre coloreó las mejillas del corsario.

—¡El bastardo! —dijo luego, haciendo un esfuerzo supremo para reprimirse.

—De quien dentro de veinticuatro horas nadie se ocupará, porque le haré detener inmediatamente como enemigo de mi patria, porque he sabido que auxilia usted a los americanos, y le haré ahorcar.

—Pruebe usted a llamar a sus soldados.

—Lo haré en seguida.

Giró sobre sí mismo y empujó la puerta impetuosamente; pero se vio obligado a detenerse al punto.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque», con los sables y las pistolas en las manos, le cortaron el paso.

—Alto ahí, mi coronel —dijo el bretón—. La retirada no es posible, y no le queda más remedio que arriar la bandera y rendirse.

CAPÍTULO XIII. TIRANDO DE LA ESPADA

EL marqués, al ver a aquellos dos hombres, tan formidablemente armados, a quienes servía de flanco, lanzó un grito de rabia y retrocedió rápidamente.

Sir Guillermo había en tanto empuñado el acero, decidido a ver si la sangre de los Halifax era distinta de la de Mac Lellan.

—¿Me ha tendido usted una celada? —dijo el marqués, mientras «Petifoque», a una señal del bretón y con un movimiento rápido, apartaba la mesa para dejar más amplio espacio a los combatientes.

—No le he tendido a usted celada alguna, porque no era aquí donde quería encontrarle —contestó el baronet—. Si hubiese usted venido mañana por la mañana, no me habría encontrado aquí, como no habría hallado tampoco a María de Wentwort.

—¡María! —rugió el coronel—. ¿Dónde está que no la veo?

El baronet le señaló la cortina.

—Ahí —dijo.

—Que venga al punto.

—No, caballero. Ahora no es ya de usted; es mía.

»Me la ha robado usted a traición; es la segunda vez, pero no dejaré que me la lleven.

—¡Quítese o le mato!

—¿A quién?

—A usted, señor Mac Lellan —dijo el marqués, con desprecio.

—Aunque no soy un Halifax entero —contestó el corsario—, soy un hombre que sabe defenderse.

—¿Se ha convertido usted en un maestro de armas? No lo supe hasta hoy.

—Le enseñaré a usted cómo enseñan los maestros de armas de Francia.

—Basta; terminemos; fuera de aquí, por la muerte de todos los dioses de la tierra.

»¡Aquí, María!

Dos gritos sofocados contestaron detrás de las cortinas que ocultaban a las dos mujeres.

—¡Venga! —gritó el marqués.

—No obedezca usted —dijo sir Guillermo.

—¡Ah! ¿quieres impedirlo, bastardo?

Hízose adelante con la espada tendida, esperando asustar al corsario con una estocada a fondo inesperada. La hoja produjo un sonido metálico, dejando brotar alguna chispa, y desvióse al punto bajo un poderoso esfuerzo del adversario.

Fue un verdadero milagro que al primer ataque no se le fuera la espada de la mano.

—¡Ah! ¡Es usted fuerte! —dijo el marqués—. Ya veremos, señor Mac Lellan.

»En Londres y en Edimburgo he derribado a caballeros que tenían en sus venas mejor sangre que usted.

—Y yo en veinte abordajes y más, entre el retumbar de los cañones y el silbar de la metralla, he matado a muchos, señor mío.

»Los corsarios valen más que ustedes los soldados.

»«Cabeza de Piedra» y «Petifoque», vosotros serviréis de testigos y cuidaréis de que este caballero no escape.

—¡Escapar yo! —exclamó el marqués, poniendo la espada en línea—. ¡Un Halifax! Quien retrocederá ante la punta de mi espada será un Mac Lellan.

—Pruebe usted a pasar para acudir al lado de María.

—¡Apártese!

—¡Jamás!… ¡Aquí se muere en el sitio!…

El marqués le tiró un golpe, que el corsario fue presto a parar con un sencillo movimiento de segunda.

No era más que un aviso.

El marqués había atacado con furor, esperando rechazar al bastardo y llegar a la cortina tras la cual, mudas de espanto y temblando, estaban abrazadas la dueña y la doncella.

Tenía que habérselas, empero, con un espadachín que si estaba más acostumbrado al manejo del sable de abordaje, manejaba asimismo la espada de un modo admirable, por haber tenido maestros franceses que en aquella época, al par de los italianos, no tenían rivales en el mundo.

Firme como una torre, con una «pose» elegantísima, que habrían admirado en la misma corte de Versalles, luchaba ferozmente con la espada del marqués, exclamando de cuando en cuando.

—¡Abajo, señor de Halifax! Un Mac Lellan le cierra el paso; un bastardo. Húndale usted, pues, con una estocada dirigida al corazón.

El coronel, valiente espadachín a su vez, arremetió furioso, soltando blasfemias, a pesar de lo cual todos sus esfuerzos resultaban inútiles.

La espada del corsario, que silbaba como si fuese un junco, estaba siempre pronta a rechazar el golpe mortal.

—¡Caramba! —gritó en un momento determinado el marqués, pasando la espada de la mano derecha a la izquierda y enjugándose el sudor, tal vez más frío que cálido, que le bañaba la frente.

—¡Veremos este juego!

—¿El de la mano izquierda? —contestó el corsario, con satánica sonrisa.

—Escuela antigua que los maestros de armas de Francia me enseñaron.

A su vez empuñó la espada con la mano izquierda, dando un paso hacia atrás, uno solo, para que no le hirieran a traición.

El marqués tomóse más lívido que nunca.

—¡Ah!… ¿Tú, bastardo, conoces esta escuela?

—Y aún otra, marqués de Halifax —respondió el corsario—. Y le haré probar en breve la supremacía de las escuelas francesa e italiana sobre las inglesas, porque los ingleses no han tenido nunca escuela propia.

»Hasta ahora me he defendido: ha llegado el momento de lanzarse al abordaje, y por todas las furias del infierno le abordaré con el ímpetu con que hundía las naves de sus compatriotas.

—¡Tú que tienes en las venas sangre inglesa!

—¿Luego no soy un bastardo? —dijo el baronet.

El marqués se mordió los labios y exclamó:

—Es verdad: es usted medio francés y medio inglés.

—Soy yo, marqués, el que le digo ahora que es preciso terminar y dar o recibir una buena estocada.

—Estoy pronto.

—Habla usted demasiado, con el objeto de tomar un poco de descanso, del cual mi brazo, acostumbrado al pesado sable de abordaje, no ha sentido hasta ahora necesidad. Ea, al ataque; ¡por todos los vientos del mundo!…

—Entonces toma, bastardo.

—¡Ah, no! Es demasiado corta.

—¡Toma esta otra!…

—Ni ésta. Se detiene con una simple parada de segunda.

—¿Y la tercera?

—Parada también, hermano —contestó el baronet, que paró prontamente la estocada, siempre dirigida al corazón.

El marqués dio dos pasos atrás y cogió nuevamente la espada con la diestra.

—¿No quiere usted que me reúna con María? —rugió.

—Le he dicho que no.

—Pues pasaré, aunque tenga detrás de mí a dos hombres dispuestos a ayudarle.

—Y que hasta ahora no me han prestado auxilio alguno, aunque sean personas tan afectas a la mía, que son capaces de clavarle dos balas en la espalda y rematarle a golpes de sable.

»Son marinos que pertenecen a la tripulación del «Tonante», la nave aquella que usted conoce, señor de Halifax, por haberla visto en los puertos, en las ensenadas; en las bahías de las Hébridas.

»Pero no se preocupe usted de ellos. Serán impasibles espectadores de nuestro duelo.

»¿Ha descansado usted bastante?

—¿Yo?… No tengo necesidad de pedir descanso a un Mac Lellan.

—Entonces atáqueme.

El marqués, presa de un furor terrible, se arrojó por tercera vez contra el baronet, tirando estocadas desesperadas de prima, segunda, tercera y cuarta, y chocó con una pared de acero.

—Ahora a mí —dijo el corsario—. Quiero ver si la sangre de los Halifax es igual a la mía… Hemos tenido un mismo padre.

A su vez le asaltó con vertiginosa furia. Saltaba como un tigre, lanzaba gritos inarticulados para acobardar al adversario y daba admirables golpes.

El marqués, sorprendido de semejante ataque, había roto la guardia desde el principio, dando un primer paso hacia atrás.

Pocos segundos después, no pudiendo hacer frente a tanta furia, hizo una segunda retirada.

María de Wentwort se alejaba cada vez más de él.

 

—Está perdido —murmuró «Cabeza de Piedra», que seguía empuñando el sable de abordaje y la pistola, para impedir al marqués que se lanzara a la otra habitación y pidiese auxilio a la guarnición del castillo—. Mi comandante es absolutamente invencible.

—¡Demonio! ¡Tras tantos abordajes!

En aquel momento el marqués dio otro paso hacia atrás.

No le era posible hacer frente a la furia del baronet.

Tres pasos más y tropezaría con la pared.

El corsario, resuelto a poner término al duelo, le estaba siempre encima.

Por dos veces su rica casaca con alamares de oro había sufrido desgarrones del lado del corazón.

De pronto sir Guillermo rompió a su vez, dando un gran salto atrás.

El marqués, creyendo sorprenderle antes de darle tiempo para ponerse en guardia, se le echó encima, gritando:

—Eres mío… eres…

No pudo repetir el vocablo. Se llevó una mano al pecho y dejó caer la espada.

La hoja del corsario le acababa de tocar profundamente, aunque no con dirección al corazón, y había bebido la sangre de los orgullosos marqueses de Halifax.

—¡Herido! —exclamó «Cabeza de Piedra», adelantándose hacia el herido y tendiendo los brazos.

Y llegó oportunamente, porque el marqués, desvanecido, se dejó caer.

El bretón lo cogió, lo condujo a un sofá y no sin cierto terror, aunque avezado a las horrendas carnicerías de los abordajes con hachas y espadas, vio en la casaca roja del marqués una mancha más oscura.

—Esto es sangre —dijo.

Sir Guillermo quedóse inmóvil, apoyado en su formidable espada, pasándose y repasándose una mano por la frente.

—La sangre de los Halifax no es azul —dijo—. Es roja como la mía.

Envainó la espada, alzó luego la cortina y cogiendo a María la dijo:

—Ha terminado: Dios lo ha querido así.

La rubia miss lanzó un grito de espanto y fijando sus ojos, azules como la profundidad de los mares, en la mancha roja que se iba ensanchando en la casaca del marqués:

—¿Muerto? —preguntó.

—Tal vez no —contestó el corsario, que al parecer hacía esfuerzos inauditos para ocultar su propia emoción—. He errado probablemente el golpe.

Luego, estrechándola contra su pecho, la dijo:

—Escoge entre él y yo.

—Tú, tú, Guillermo mío.

—Entonces huye.

—¿Y dejarás morir así al marqués?

—Cuando nosotros hayamos salido de la torre, Diana irá a pedir auxilio.

»«Cabeza de Piedra», venga un pedazo de cuerda bien sólida.

—Aquí la tengo —contestó el bretón, arrancando de una cortina una gran cordón de seda.

—¿Es sólido?

—Como de áncora de salvación.

—No temas, María. Sujeta bien las manos en torno de mi cuello, y yo respondo de todo. Si te diera un vértigo, el cordón de seda te aguantará.

»Pronto, «Cabeza de Piedra». Dos buenos nudos llanos alrededor de las muñecas de la miss.

Mientras se cambiaban precipitadamente estas palabras, la doncella cuidaba del marqués, abriéndole la casaca, el chaleco y la finísima camisa de batista, toda empapada en sangre.

«Petifoque» la ayudaba.

Con la rapidez del rayo, el bretón cortó la cuerda a la altura necesaria, valiéndose de su cuchillo de maniobras, ató sólidamente las muñecas de la joven con dos nudos que sólo los marinos saben hacer, subió al alféizar de la ventana y por segunda vez apartó la barra de hierro.

—Puede sostener hasta cuatro hombres —dijo—. Cuando guste, comandante.

—¿Y la cuerda?

—¡Oh!, no tema. Puede soportar un peso doble.

—Ponme a María en la espalda y ayúdame a salvar el alféizar.

—Ya está, mi comandante.

El corsario y María se encontraron suspendidos en el vacío.

—Sujétate sin miedo —dijo el primero—, y cierra los ojos.

—Sí, Guillermo —contestó la joven.

—Yo respondo de todo: tengo músculos de hombre de mar.

Pasó por el primer nudo y luego por el segundo, sujetando nerviosamente la cuerda con las manos y las rodillas.

El bretón, asomado a la ventana, les seguía con la mirada, no sin cierta ansiedad, aguantando firme la cuerda.

Poco a poco violes desaparecer en la oscuridad.

—Han tocado tierra —dijo con un verdadero suspiro de satisfacción—. «Petifoque», ahora tú. ¿Cómo sigue el marqués?

—Perdiendo sangre, y no ha abierto los ojos todavía.

—Mala señal —dijo el bretón.

Luego, alzando los ojos, añadió:

—Ea, pasa y ve a reunirte con el capitán.

El joven gaviero, listo como una ardilla, desapareció por la ventana.

Miss —dijo entonces el bretón, dirigiéndose a la doncella, que cuidaba de contener la sangre que seguía manando en abundancia del pecho del marqués—. Dentro de dos minutos vaya usted a llamar a un médico.

—¿Y qué es lo que diré? —preguntó Diana, que estaba tal vez más pálida que el herido.

—Diga usted que entraron ladrones. Cuide de no nombrar al baronet, porque podría usted arrepentirse de ello, y muy en breve.

—¡Oh, nunca! Quiero demasiado a mi señorita.

—Corriente. Pronto nos veremos.

Atravesó asimismo el alféizar, se agarró a la cuerda y bajó rápidamente, murmurando según costumbre.

Apenas en tierra, vio a pocos pasos de distancia al corsario, a María y a «Petifoque», quien tenía desnudo el sable de abordaje.

—¿El marqués?… —preguntóle ansiosa la joven.

—La sangre seguía manando, miss —contestó el bretón—, pero no creo que se trate de cosa grave.

»Por vez primera el capitán erró el terrible golpe que siempre había adivinado.

»No es de extrañar: era sangre contra sangre, casi de la misma raza.

—¡Dios mío! ¿Qué hiciste, Guillermo? —exclamó la joven, dirigiéndose al corsario, que había acudido a su lado.

—Lo que estaba escrito en el libro del destino —respondió secamente el baronet—. Ven, antes que nos cojan.

Desnudó la espada, la ofreció el brazo y se puso en camino, llevando por escolta a sus dos fieles marineros.

Las plazas y las calles estaban en profunda obscuridad, porque el aceite de algodón y las velas escaseaban en Boston. Las existencias se habían agotado, y aunque la escuadra inglesa seguía guardando el mar y era dueña y señora, incluso de la bahía, no había encontrado manera de renovarlas, para no exponerse a ser blanco de las piezas americanas colocadas en las trincheras, en las paralelas y en los reductos.

Si las calles estaban obscuras, seguían también desiertas y continuaba el bombardeo.

De cuando en cuando las granadas atravesaban las tinieblas, dejando tras de sí una larga estela de chispas, e iban a caer en unas y en otras casas, destrozando los tejados y estallando con fragor.

Nadie hablaba: todos parecían a cuál más preocupado, incluso «Cabeza de Piedra», que nunca tuvo ni se dio la menor molestia.

Pensaban probablemente en lo que ocurría en aquel momento en la torre entre los médicos y el marqués, y en las indiscreciones de la doncella, seguramente involuntarias.

Ya debían de haberse lanzado patrullas por uno y otro lado en busca de los supuestos ladrones que se atrevieron a escalar la torre, herir al coronel y robarle la novia.

—¡Eli! «Petifoque» —dijo de pronto el bretón, que no podía guardar silencio un momento más—. ¿No te hace el efecto de ver cuatro muertos que pasean?

—Efectivamente: nuestra alegría se ha evaporado.

—¡Después de un éxito tan grande! En cambio, debiéramos estar alegres y cantar la canción de los pescadores de sardinas de nuestra amada Bretaña.

—No molestes al baronet —contestóle el joven gaviero.

—Pero esto no puede continuar: la tristeza no fue nunca mi fuerte.

»Menos mal que maese Taberna nos aguarda y él sabrá infundirnos un poco de alegría con sus botellas, más o menos escorpionadas.

»Esta noche soñaré con Diana.

—¿Estás enamorado de aquella momia egipcia?

—¿La llamas momia? Bacalao seco, amigo mío; pero del de los bancos de Terranova.

—¡Vaya una conquista que harías! ¡Y sobre todo a tu edad!

—¡Por el barrio de Batz! ¿Crees acaso que ella es joven?

—Las momias no tuvieron nunca edad: así me dijo, al menos, un tío mío, que estuvo largo tiempo en Egipto hurgando en el interior de las pirámides.

—¿Para buscar qué?

—Tesoros antiquísimos.

—¿Y no te ha hecho rico?

—Volvió a casa sin dinero y con tres momias que daban miedo de ver.

—Tu tío era un imbécil —sentenció gravemente «Cabeza de Piedra»—. Verdad es que él del Poulgen y no de Batz. ¡Qué pillos son los de tu pueblo!

En aquel momento oyeron gritar al corsario:

—¡Si no os apartáis, os mato!

«Cabeza de Piedra» se lanzó con el sable de abordar je pronto a cortar brazos y cabezas.

Dos soldados borrachos, al ver a la pareja aquélla, trataron de cortarle el paso, alargando las manos hacia la miss.

Antes que sir Guillermo empuñara la espada, el bretón se arrojó impetuoso contra ellos.

Con dos formidables puntapiés les derribó en medio de la calle, dejándoles medio muertos uno encima de otro.

—¡Y qué! —exclamó el bravo marinero—. ¿No está acaso permitido en Boston, porque está sitiada, tomar un poco el fresco?

»He ahí cómo acostumbro yo a tratar a los que alteran la tranquilidad pública.

Y volvió a colocarse detrás del corsario y de la miss, como si nada hubiese ocurrido.

Cinco minutos después se encontraban ante la posada de los «Treinta cuernos de bisonte» y llamaban ruidosamente para despertar a los dos «ojos de buey», como el bretón llamaba en sus momentos de buen humor a maese Taberna.

CAPÍTULO XIV. LOS TERRIBLES EFECTOS DEL AGUARDIENTE ESCORPIONADO

EL posadero, según ofreció, se quedó dormido en una silla apoyada contra la puerta; de modo que no tardó en abrir.

Al ver a los tres misteriosos personajes en compañía de una bellísima joven, que con las prisas por huir no cubrió su cabeza con una toquilla siquiera, hizo un movimiento de sorpresa; pero como hombre prudente, no hizo la menor pregunta.

Clientes que pagaban con esterlinas a granel, eran dignos de toda suerte de atenciones. «Cabeza de Piedra» no habría vacilado en hacérselo comprender.

—¿Qué desean ustedes, gentlemen? —preguntó restregándose los ojos.

—¿Está dispuesta la habitación para la señora? —preguntó sir Guillermo.

—Sí, señor.

—¿Hay luz?

—La hay.

—Ven, María; aquí estás segura, porque mi espada y los sables de mis marineros estarán dispuestos a defenderte.

»Siento que sea una mala posada, pero ante todo tuve que pensar en tu seguridad.

»Nadie vendrá seguramente a buscarte aquí.

—¿Y Diana?

—Mañana «Cabeza de Piedra» cuidará de ella. Déjale hacer a él. Posadero, luz.

Mientras subían la escalera, el bretón inspeccionaba las botellas que había en un pequeño mostrador.

—¡Medoc! —exclamó de pronto—. He ahí otra marca famosa.

»¿Has bebido alguna vez, «Petifoque»?

—Yo no he bebido más que pésima sidra —contestó el joven gaviero.

—Se comprende que tu padre no conocía más que las manzanas y las patatas.

—Tienes razón, «Cabeza de Piedra».

—El mío, en cambio, ¡ah! ¡cómo bebía!…

—¡Cómo el padre de maese Taberna!

—Con la diferencia de que no murió borracho, porque estiró las piernas por última vez a los noventa y dos años, y aquel día no había bebido más que leche.

»¡Medoc! Este vino lo bebí no sé en qué puerto de Francia, ni en qué época.

»Tal vez lo recordará mi estómago cuando se deslice en él como un torrentillo.

—¡Borrachón!

—¿Un marinero? ¡Qué disparate!

»La marina vieja se va; la joven no sabe beber.

Tomó la botella, colocósela delante y no encontrando a mano un sacacorchos, la decapitó de una cuchillada, sin que cayera en su interior un trozo de vidrio.

—Yo habría podido ser un verdugo de fama —dijo con su acostumbrada seriedad.

»Las cabezas habrían volado mejor que la de esta miserable botella.

—¿Desprecias ahora el Medoc, una marca famosa, según acabas de decir?

—Es verdad: a veces me torno desmemoriado y raciocino como un elefante de mar —contestó el bretón.

En aquel momento compareció el corsario, seguido de maese Taberna, que llevaba en la mano una de las consabidas velas.

«Cabeza de Piedra» le observó atentamente, y al percatarse de que no llegaba radiante de alegría, a pesar del buen éxito de la empresa, no pudo dejar de exclamar:

—Mi comandante, ¿está usted acaso descontento de mí?

—¿Por qué me haces esta pregunta, «Cabeza de Piedra»?

—¡Por el barrio de Batz! Cuando el «Leicester», que llevaba sesenta cañones y ocho piezas de caza en la cubierta, nos perseguía, no tenía usted un semblante tempestuoso como esta noche.

»Y en cambio habría de estar alegre, puesto que su plan se ha visto coronado por el éxito y la graciosa miss se encuentra ahora bajo la protección de los cañones de la corbeta, de sus felicísimos marineros y de los americanos.

—Habría querido evitar aquella estocada —contestó el baronet.

—Comprendo que en las venas de los Halifax y los Mac Lellan corre casi la misma sangre; pero usted no podía dejarse agujerear.

»A mi abuelo le robó su primo la mujer. ¿Y sabe usted lo que hizo? Llevóle a un sitio determinado y le asestó seis hachazos que le condujeron al otro mundo sin darle tiempo de decir «amén».

—Y a tu abuelo lo mandarían a presidio —dijo «Petifoque».

—Eres un estúpido, hijo mío, y lo siento de veras, porque los gavieros deben ser siempre los más inteligentes y más listos de la marina. Era la esposa de mi abuelo. ¿Por qué querías que lo mandaran a cortar árboles a Guinea?

»Siguió haciendo la vida de corsario y te puedo asegurar que los ingleses le temían como a otro Juan Bart.

»Mi comandante: arroje usted esas nubes que cubren su frente con un par de vasos de este Medoc; le respondo de que no contiene escorpión alguno.

Luego, dirigiéndose a maese Taberna, que estaba apoyado en su mostrador, con sus estúpidos ojos de buey, le dijo frunciendo el entrecejo y ahuecando la voz:

—Eres un pésimo tabernero. Tienes un Medoc que seguramente no lo beben Luis XVI y María Antonieta y no nos lo ofreciste.

—¡Medoc! —exclamó maese Taberna—, ¿qué es?

—Me parece que es vino.

—Ya lo veo, gentleman.

—¿Y no lo has probado?

—Nunca.

—¿También lo compró tu padre?

—Sí, gentleman.

—Creo que tu padre, en ciertos momentos, y cuando no estaba borracho, debía ser hombre de gusto.

»Mira si tienes botellas de esa clase y ponías a nuestra disposición, aunque tengas un centenar.

—Se lo prometo.

—Ve, por el pronto, a buscar otra, porque las botellas francesas suelen ser pequeñas y su contenido no basta a satisfacer a un hombre que tenga sed.

»¡Figúrate a unos marineros como nosotros! Ve a la bodega, Taberna, que con el fresco que debe sentirse en ella te desvelarás del todo.

El posadero, excusado es decir que obedeció dócilmente.

—Y ahora —continuó el hablador sempiterno—, bebamos, mi comandante, a la salud de su linda prometida.

»Ea, señores, que este Medoc se desliza como el aceite.

—Es un verdadero bálsamo —dijo el joven gaviero, que sabía cómo había de tratar al viejo lobo marino.

El corsario aceptó el consejo y bebió.

—Ahora que se ha bañado usted la lengua, hablemos, mi comandante.

»¿Cómo nos las compondremos para volver a la corbeta, habiendo hecho explosión la cámara de la mina?

—Precisamente te lo iba a preguntar —contestó sir Guillermo.

—Podría aprovecharse una noche muy obscura para atravesar las trincheras y llegar a la Mantica.

»Yo y «Petifoque» iremos a explorar el terreno, alrededor de las fortificaciones, a fin de hallar el mejor sitio por donde pasar, sin correr el peligro de que nos fusilen.

—Convendría, empero, marcharse cuanto antes —dijo sir Guillermo—. Ni siquiera aquí me siento tranquilo.

—¿Dudaría usted de maese Taberna? Si estuviera usted intranquilo por esto, bajaba ahora mismo a la bodega y le cortaba la lengua, para que no pudiese hablar.

—No le temo a él; por lo tanto, puedes dejarle en paz, tragón de hombres; a quien temo es al soldado.

—¿A aquél?…

—Sí, al que te introdujo en la torre y bebió antes contigo aquí.

»Si hablara…

—¡Por mil demonios! —exclamó el bretón—. Efectivamente; allí está el peligro.

El buen hombre, que siempre contaba, y a veces demasiado, con su buena estrella, recobróse, sin embargo, en seguida.

—Es imposible que aquel loro hable, porque si sus superiores supieran que fue él quien me introdujo en el castillo, le fusilarían, junto con su hermano.

»No le creo tan estúpido, mi comandante.

—Puede que tengas un fondo de razón —contestó sir Guillermo—. Con todo, estaría más tranquilo si me viera fuera de Boston.

—Nos iremos, señor, descuide usted.

»La corbeta no corre peligro alguno; aquí no faltan ni los salchichones ahumados ni el buen vino, la miss está en su poder y libre de los ataques del marqués.

»¿Qué quiere usted más?

—Como te he dicho, quisiera encontrarme en mi corbeta.

—Paciencia, mi comandante, y deje usted obrar a su viejo mayordomo.

»Por esta noche no se puede hacer más, y creo que lo mejor será que nos encerremos en nuestro almacén.

»¡Maese Taberna! ¿Viene o no ese Medoc? En la botella no hay más vino y queremos ir a dormir.

El posadero subió precipitadamente la escalera y dejó encima de la mesa una media docena de botellas que llevaban la famosa etiqueta, un tanto sucia, que decía: «Medoc».

—Las últimas —dijo—. No he encontrado más.

—¡Oh! —exclamó el bretón—. Siempre son las últimas.

»Mañana bajaré contigo a la bodega y veremos si encontramos otras.

»Tus ojos son harto grandes y por lo mismo te sirven mal. Yo, en tu lugar, iría a consultar a un oculista.

—Mi padre me lo tenía dicho así.

—Y no le obedeciste e hiciste mal. Hay que abrir siempre los oídos a lo que dicen los padres.

»Descorcha y lleva luego una vela a nuestra habitación almacén.

Como siempre, maese Taberna obedeció sin vacilar.

Los tres piratas, de mejor humor en cuanto apuraron la primera botella de Medoc, dieron pronto fin a la segunda, y luego fueron a reunirse con maese Taberna, que estaba arreglando las camas.

—Si la señora llama —le dijo sir Guillermo—, vienes a avisarme en seguida.

»Esta noche tienes que velar.

—Se lo prometo, gentleman —contestó el posadero, tomando al vuelo otra esterlina que le arrojó el corsario.

—Si volviese aquel alemán que ayer estuvo bebiendo conmigo —añadió «Cabeza de Piedra»—, vienes a despertarme.

»Prepara una de aquellas botellas donde guardas tus escorpiones.

—¿Para beberla usted?

—Yo no, amigo; yo bebo el Medoc. Lo beberá el soldado, que se tragará tu aguardiente escorpionado. Aquel bravo muchacho, que hace fundir las velas de sebo en el caldo, probablemente no se fijará.

—Los quitará como si fuesen moscas —dijo «Petifoque».

—Estoy convencido —contestó «Cabeza de Piedra».

Precedidos del posadero, pasaron a su habitación almacén, como la llamaba el bretón, y después de convenir en que hacía rato que había doblado la media noche, colocadas las pistolas en las mesillas y las espadas y los sables desenvainados al pie de las camas, echáronse encima de ellas sin quitarse siquiera las pesadas botas de mar, para estar dispuestos a saltar del lecho y mover las manos, en el caso en que alguna patrulla inglesa consiguiera dar con ellos.

Las bombas seguían cayendo sobre Boston, porque los americanos, durante la noche, abrían nuevas paralelas para reducir al silencio a las baterías inglesas.

Habían jurado de antemano que no desencadenarían del todo la guerra, si antes no se apoderaban de la importante ciudad, a la que el general Washington quería mucho; pero los corsarios, como viejos lobos marinos acostumbrados al retumbar de los cañones, no se preocupaban en absoluto.

—¡Hay tantas otras casas que hundir! —murmuró «Cabeza de Piedra», volviéndose del otro lado.

»¿Y precisamente iba a caer una bomba sobre nuestras cabezas?…

No había terminado la frase, y roncaba ya como una marmota. El Medoc le había conciliado el sueño.

Dormía hacía cinco o seis horas, al lado del joven gaviero, que no roncaba menos que él, cuando una mano vigorosa le sacudió.

Abrió los ojos, bostezó como un oso y vio ante sí a maese Taberna.

—¿Quién te dijo que me despertaras tan pronto? —preguntó.

—¿Tan pronto? Son ya las ocho, gentleman.

—Podrás dejarme dormir hasta mediodía, y prepararnos un almuerzo abundante con salchichas ahumadas.

—Está el alemán que comió y bebió ayer con usted.

—¡Rayos y truenos! —exclamó el bretón, saltando de la cama—. ¡Buena se prepara!

Miró al corsario y a «Petifoque». Ambos dormían aún.

—Dejemos que descansen —dijo—. Yo me las arreglaré.

Luego, mirando al tabernero, le dijo:

—¿Has preparado una botella repleta de escorpiones?

—Dos, señor.

—¿Cuántos habrá en cada una?

—Cuatro o cinco docenas.

—¿Y salchichones, tienes aún?

—Poseo una discreta provisión de carne de tocino, y si quiere usted, tengo además un jamón salado que me hice mandar de Chicago.

—¿Tú, o tu padre?

—Yo.

—Entonces ve y dile al alemán que antes de cinco minutos estoy con él. Mientras, prepara la mesa…

—Aquí, como ves, se paga con esterlinas.

—Ya lo sé.

—Vete, tabernero.

Se arregló rápidamente el cabello, se alisó la barba lo mejor que pudo, envainó el sable de abordaje y colgó la larga pistola de dos cañones en la ropiza faja; hecho lo cual, salió a hurtadillas, para no despertar a sir Guillermo.

Para el gaviero no habría tomado seguramente tantas precauciones.

—¡Por el barrio de Batz! —murmuró—. ¿Cómo me las arreglaré con el loro? Los franceses, y sobre todo los bretones, tienen siempre la lengua suelta y la mía no estuvo nunca atada por nadie.

Puso la mano en la faja e hizo saltar algunos dólares.

—Hulrik es más avaro que el notario de Batz —dijo—. Con éstos, no sólo ganaré su cuerpo, sino su alma.

Y dejó la habitación almacén sin hacer ruido.

El soldado estaba sentado delante de una mesa, bebiendo un miserable vaso de gin.

Al ver a «Cabeza de Piedra», se levantó, diciendo:

—Buen día padre. ¿Ha dormido bien?

—¡Yo! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Duermo siempre en mi casa, hijo mío, y siempre en compañía del alquitrán, las áncoras y las cuerdas.

El alemán hizo un gesto de estupor.

—¿Cómo fue eso? —dijo.

—¿Qué? —preguntó el bretón.

—¿Tú haber salido de la torre, patre?

—Llevé conmigo una cuerda muy fuerte y me serví de ella para salir de la torre sin que me viese nadie.

—¿Luego aquella cuerda servir a los ladrones?

—¿A qué ladrones? —preguntó el bretón, fingiendo caer de las nubes.

—¿Tú no saber lo que ha ocurrido a mi coronel?

—¿A tu coronel? ¿Quién es?

—El marqués de Halifax.

—¿Y qué pasó?

—Haberlo casi asesinado de una estocada.

—¿Es posible?

—Sí, patre.

—¿Y a mi prometida la mataron también?

—No: ser siempre viva; pero los ladrones haberse llevado su dueña.

—¿Luego eran ladrones de carne humana? Nunca oí hablar de tales individuos y, sin embargo, he recorrido el mundo en todas direcciones.

—Yo no saber —contestó el alemán, extendiendo los brazos y los dedos.

—¡Rayos y truenos! —exclamó «Cabeza de Piedra», simulando un asombro sin igual—. ¿Qué me cuentas?

—Tú, patre, ¿cuándo saliste de la torre?

—Serían cerca de las diez.

—Muy bien: ladrones haber aprovechado en seguida tu cuerda.

—Efectivamente: la cosa me parece clara. ¿Y desvalijaron la torre?

—No; sólo haberse llevado dueña.

—¿Y mi prometida no? ¿mi dulcísima Nelly, no? ¡Es raro! ¿Y tu coronel ha muerto?

—No; pero haber perdido mucha sangre.

—¡Ah! Se repondrá pronto comiendo buenos biftecs y bebiendo Burdeos.

»Aquí está maese Taberna, que tiene aún una docena de botellas.

»Haré que te dé un par y se las regalarás; pero no en mi nombre, ¿entiendes?

—¡Oh! Yo no hablar.

—¿Tienes hambre?

—Yo tener siempre, patre; general Howe no dar más que media ración.

—Siendo así que vosotros los alemanes necesitaríais dos.

El alemán sonrió, haciendo con la cabeza una señal afirmativa.

—Maese Taberna —dijo el bretón, dirigiéndose al posadero—. Da de comer a este bravo muchacho; yo lo pago todo.

—Tú siempre pagar, patre —dijo el soldado, moviendo las mandíbulas, cual si tuviera ya llena la boca.

El tabernero llevó en seguida una libra de jamón salado, media docena de salchichones, pan, duro como las piedras, y una botella.

—Come, hijo —dijo el bretón.

—¿Y tú, patre?

—Yo comí anoche demasiado, y pensaré más tarde en llenar la tripa.

»A mí, maese Taberna, tráeme sólo un vaso de Medoc.

El alemán, dotado de un apetito realmente prodigioso, compatible, por otra parte, con sus veintitrés años, y las magras raciones que el comandante de la plaza, bastante corta de víveres, pasaba a sus soldados, se arrojó como una fiera sobre el jamón, cargado de sal de un modo detestable, que había de causarle una sed horrorosa.

«Cabeza de Piedra» abrió la botella y le llenó el vaso que tenía delante.

Un soberbio escorpión subió en seguida a flote.

El alemán, ocupado en mover los dientes, no se fijó en él; pero cuando devorado por la sed que el jamón le produjera, tomó la taza, hizo un gesto de sorpresa.

—Pequeña pestia negra —dijo, cogiéndola con los dedos—. ¿Escorpión?

—¡Qué escorpión del demonio! —contestó el bretón—. Es una mosca negra de la Gran Canaria.

—¿No escorpión?

—¡No, no!

El alemán tiró la bestia negra y apuró el líquido.

—Muy bien —dijo.

—¡Claro está! Como que es Madera fino del de a dólar la botella. Bebe, bebe, hijo mío.

El alemán no se hizo de rogar, y otro escorpión flotó en su vaso.

—No te fijes, hijo —le dijo el bretón, viéndole vacilar—. Has de saber que en el Madera que viene de la Gran Canaria echan expresamente esas moscas para dar más fuerza y más sabor al vino.

»Me había olvidado de advertírtelo: ¿es bueno, eh?

—Vaya, pueno.

—Pues entonces, tira las moscas y bebe sin temor.

—¿Y tú no peper conmigo, patre?

—Tomé una vez en la Gran Canaria una borrachera tan fenomenal, que me hizo odiar, bien a pesar mío, el Madera.

—Comprendo —contestó riendo el soldado.

Quitó el segundo escorpión y atacó en seguida los salchichones ahumados.

«Cabeza de Piedra» pidió una botella de Medoc, que hizo descorchar después del aguardiente, y espiaba atentamente al soldado, maravillado de que resistiera con tanta tenacidad a aquel licor de nueva especie que había de contener principios tóxicos.

—Si come velas de sebo fundidas en el caldo —decía para sí—, bien puede beber el Madera, que viene de Méjico.

»Estos soldados no entienden nada en materia de vinos.

El soldado, mientras, seguía devorando, triturando con sus poderosos dientes la durísima galleta que debía de parecerle bizcocho, porque en la harina con que se fabricaba el pan de la guarnición, había empezado a mezclarse serrín.

De cuando en cuando se interrumpía un momento, llenaba el vaso, echaba una o dos de aquellas extrañísimas moscas y bebía hasta la última gota.

Había llegado al quinto salchichón, cuando «Cabeza de Piedra» le vio apoyarse en el respaldo de la silla, con los brazos caídos y el rostro congestionado.

—¿Le habré envenenado, o habrá sido presa de una borrachera fulminante? —se preguntó algo intranquilo «Cabeza de Piedra»—. No es su piel lo que yo quiero, sino su traje.

Tomó la botella y vio que estaba completamente vacía.

—¡Por el barrio de Batz! —exclamó—. ¡Un litro de aguardiente en menos de veinte minutos!

»Maese Taberna, cuida de que no caiga.

—Descuide usted.

«Cabeza de Piedra» fuese a la habitación almacén y encontró a «Petifoque» sentado al borde de la cama, fumando tranquilamente la pipa.

—¿Y el capitán? —preguntó al punto el bretón.

—Ha subido a dar los buenos días a la miss. ¿Y tú has terminado ya con tu alemán?

—Ven a verle y a ayudarme.

Bajaron juntos a la taberna.

El soldado parecía realmente muerto.

—¡Ah! ¡voto a San! —exclamó el bretón, rascándose rabiosamente la cabeza—, ¿le habré realmente envenenado? No debía de jugarle esta partida; pero él, a su vez, podía beber menos.

»¿Qué te parece, maese Taberna?

El posadero movió la cabeza y luego respondió:

—No sé.

—¿Y si estuviese muerto?

—Se enterraría en la bodega, debajo de la última bota. Estamos hartos ya de estos alemanes, que llueven aquí como lobos hambrientos.

—Eso es un hablar de oro —dijo el bretón—. Pero yo no creo que este buen hombre haya mandado ya el alma más allá del Atlántico.

»Son duros estos jóvenes. Ea, ayudadme a llevarle a la cama y vigiladle.

»Me conviene su uniforme.

—¿Para qué? —preguntó «Petifoque».

—Ya lo sabrás más tarde.

Cogieron al soldado, que pesaba tanto como un toro joven, lo llevaron a la habitación almacén, le quitaron el traje y le metieron entre las sábanas.

El desgraciado no exhaló siquiera un suspiro: parecía muerto.

CAPÍTULO XV. LAS HAZAÑAS DEL BRETÓN

EL bretón, que no parecía preocuparse demasiado del pobre alemán, a quien tal vez había envenenado, aunque fuese involuntariamente, tiró al aire su traje de marinero y vistió precipitadamente el uniforme del 5° Regimiento de Gales, con botas altas, pantalón verde, casaca roja, con largos alamares de plata en el pecho, y sombrero rojo, más ancho, más cómodo y hasta más resistente que el que solían usar los verdaderos ingleses.

Hulrik era un mocetón que pesaría sus nueve arrobas, acumuladas probablemente a fuerza de salchichones ahumados, pan y cerveza doble en abundancia, y el mayordomo era, poco más o menos, de su misma corpulencia.

El uniforme se lo puso en doce tiempos, cual si se hubiese tratado de amainar y tercerolar una vela de gavia, y cosa rara, no presentaba ninguna arruga.

—¡Oh! —exclamó el bretón, apretándose el cinturón que sujetaba la espada y la bayoneta—, diríase que me lo ha hecho un sastre en diez minutos.

»¿Qué te parece, «Petifoque»?

—Eres un magnífico soldado.

—Ultimo resto de los poderosos guerreros de los burgraves alemanes.

—¡Burgraves! ¿Qué son?

—Te lo diré otro día —contestó el bretón—. Tu abuelo no era tan instruido como el mío.

—Es posible, «Cabeza de Piedra».

—¿Y mi figura, qué?

—Se diría que en tu vida no has sido otra cosa que un soldado de infantería.

—¿Y a ti qué te parece, maese Taberna?

—Que le desconozco, señor —contestó el posadero, que le miraba con la boca abierta y los ojos más dilatados que de costumbre.

—¿Y ahora? —preguntó «Petifoque».

—Voy a comer el rancho al castillo de Oxford, pero sin velas fundidas y sin pan con serrín.

»Tengo aún buen puñado de dólares, sé que en los cuarteles hay cantineros y comeré con ellos.

»Mi padre, que en paz descanse, no comió nunca velas, ni siquiera cuando naufragó en pleno Atlántico y no tenía qué comer. Y su hijo no comerá semejante porquería.

»Para alumbrar, pase; pero…

—¿Y qué es lo que vas a hacer al castillo?

—¿Y mi Nelly? ¿Te has olvidado de ella? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—No se llama Nelly; digo, me parece.

—Lo mismo da.

—¿Y vas a buscarla?

—¡Vaya! La prometida del capitán necesita una mujer.

—¿Quieres hacerte fusilar?

—¿Yo? ¡Quia! Creo que los ingleses no han recibido todavía de Inglaterra una carabina capaz de destrozar estos viejos huesos de tiburón.

»Déjame hacer a mí y ocúpate de este pobre demonio, que me parece más del otro mundo que de éste.

»Adiós, «Petifoque», voy a ser soldado.

Al pasar por delante de la mesa donde había aún dos salchichones que el soldado no tuvo tiempo de apurar, se creyó en el deber de beber un último vaso de Medoc, para cobrar más ánimo y luego se fue, cargando la ya célebre pipa.

Las calles seguían desiertas, porque los americanos no dejaron de bombardear la ciudad, y las balas caían de cuando en cuando, o porque erraban el blanco, o para aterrorizar a la población y obligarla a pedir la rendición al gobernador, amenazando con tirar contra los transeúntes.

Los que producían los mayores destrozos eran los cuatro grandes morteros del «Tonante».

«Cabeza de Piedra» llegó por fin delante del castillo, siempre con la pipa en la boca, y precisamente en el instante en que entraban varios alemanes que escoltaban distintos carros llenos de galletas para repartirlas entre la guarnición.

Metióse entre ellos y entró en el amplio patio, donde se reparaban las ruedas de varios cañones, averiadas por las balas de los americanos.

Un alemán estaba observando a los carpinteros con las manos a la espalda y un cigarro apagado en la boca.

—¡Eh! camarada —le dijo «Cabeza de Piedra», abordándole resueltamente—. ¿Sabrías decirme, o mejor aún, encontrarme a un tal Wolf, hermano de un tal Hulrik? Te pagaré un vaso de gin.

—¿Walf Paterman? —preguntó el alemán—. Es un compatriota mío.

—Ve a buscarlo, y mientras embolsa esto —contestó el bretón, dándole un chelín.

El alemán se fue veloz como una liebre, mientras el mayordomo, sentándose en un viejo furgón de artillería, cargaba la pipa.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando Wolf, el hermano del desgraciado alemán, se presentaba ante él.

—¿Has comido? —le preguntó «Cabeza de Piedra».

—No haber aún repartido el rancho —contestó el joven, que hablaba y tenía el mismo acento de Hulrik.

—Pues toma este dólar y ve a gastarlo a la cantina del regimiento.

—¿Usted regalármelo?

—Sí, yo regalártelo —contestó el bretón—. Pero antes he de cambiar dos palabras contigo.

»Hulrik, que almorzó conmigo media hora ha, y está terminando su botella de cerveza, me ha referido cuanto ha sucedido anoche en la torre; es inútil, pues, que me llenes la cabeza con tus frases alemanas.

»Dime, en cambio, si el marqués de Halifax ha muerto.

—Estar muy enfermo, pero no haber muerto.

—Más vale así. ¿Y la doncella de miss, a quien debes conocer, porque tú estás siempre metido ahí dentro, sigue en el castillo?

—Doncella siempre en el cuarto.

—¿No te dijo tu hermano que es mi mujer?

—¡Oh! —dijo el alemán, abriendo los ojos—. ¿Su mujer?

—Sí, camarada.

—¿Y luego?

—¿Luego? Querría que fueras a su encuentro para decirla que el marinero que anoche la visitó desea hablarla.

—Ir en seguida.

—¿Podrá salir?

—Salir siempre para comprar dueña.

—Entonces todo va bien. Ve y dile que me aguarde bajo la torre.

El bravo muchacho se alejó apresuradamente, haciendo saltar el dólar en la palma de la mano derecha. No debió de encontrar nunca a tan generosos donantes: ni siquiera en su país natal.

En aquel momento las trompetas anunciaron la distribución del rancho.

Enormes calderas humeando, llenas Dios sabe de qué horribles mezclas, eran conducidas al patio, y los soldados, hambrientos por las medias raciones que venían repartiéndoles desde hacía un mes, corrían de todos lados con sus platos correspondientes.

—¡Uf! —exclamó «Cabeza de Piedra», que no había salido del patio—. ¡Cuánta hambre!

»Se está mejor en nuestras naves. Allí, siquiera, difícilmente faltan el bacalao y la carne de puerco.

Dirigió una mirada y vio a Wolf, sin plato.

—¿Qué hay? —le preguntó, acercándose.

—Doncella esperarle.

—¿Dónde?

—Bajo torre.

—Gracias, camarada. Mañana vendré a buscarte y almorzarás conmigo.

Atravesó tres o cuatro pasillos llenos de fusiles y bayonetas, pasó el puente levadizo sin que el centinela le preguntase nada, y dio la vuelta al castillo.

Sentada en un banco de piedra vio en seguida a «su Nelly».

—¡Por fin! —exclamó—. Parece que todo marcha a pedir de boca. Los bretones, y especialmente los de Batz, saben cómo han de proceder.

Hizo el saludo militar de un modo asaz grotesco, y después de convencerse de que en aquel momento no había nadie al pie de la torre, besó galantemente a la mujer, diciéndola:

—¡Oh, mi Nelly!

—Siempre Nelly —contestó la doncella, mostrando entre dos sonrisas sus largos dientes amarillos—. ¿Por qué me llama usted así?

—Porque me recuerda el de una mujer que me hizo llorar a mares —contestó el bretón, fingiéndose extremadamente conmovido—. Por ella fue por quien dejé la tierra por el mar.

—Bien; pues llámeme usted Nelly, si así le place —contestó la doncella—. ¿Y mi dueña?

—Está en sitio seguro.

—¿Dónde?

—En breve la verá usted. Deme su brazo y vámonos.

Iban a alejarse, cuando una especie de «policeman» que hasta aquel momento estuvo al acecho entre un césped de un jardín, se adelantó, diciendo:

—¡Eh! soldado, ¿a dónde se va?

El bretón se volvió furioso.

—¡Vive Dios! —exclamó—. ¿Y usted quién es para preguntar a un soldado que a dónde conduce a su mujer?

—Un agente.

—¿De qué?

—Aún hay policía en Boston —contestó el «policeman».

—Pues vaya usted a luchar con los americanos y no se ocupe en los asuntos de los demás.

—Es nuestra obligación. ¿Cómo se llama usted?

—Hans Kip.

—¿Y pertenece usted…?

—¿Está usted ciego? —gritó el bretón, que empezaba a arquear los brazos—. Hay un cinco en mi sombrero que se distinguiría a cien pasos de distancia.

»Que le curen a usted la vista y será mejor.

—¿Su coronel?

—El marqués de Halifax.

—¿Y su mujer?

—¿Cómo mi mujer? Mi esposa, señor policía.

—No se enfade usted y conteste: ¿cómo se llama?

—Nelly.

—¿Qué más?

—O’Connor.

—¿Y dónde vive?

—Donde yo quiero.

—Si no contesta usted, les llevaré al cuerpo de guardia.

El bretón, que se había ido ocultando adrede en el jardín, aunque contestando siempre, había observado que el sitio estaba desierto, porque la guarnición del castillo se hallaba ocupada devorando el escaso rancho, dejó el brazo de la miss de los dientes largos y amarillentos que, como inglesa de pura sangre, permaneció impasible y se dirigió resueltamente al agente.

—Eh, caballero —le dijo—. Me parece que su curiosidad desea ir demasiado lejos. ¿Quiere usted saber lo que comemos esta tarde?

—¡Puede! —contestó el agente.

—¿Para qué?

—Para secuestrarle los víveres si los tiene ocultos y llevarlos al gobernador.

—¿Y dejarnos morir de hambre?

—Sólo los defensores de la plaza, que luchan y sufren hace tres meses, tienen derecho a llenarse la tripa.

—¿Y yo qué soy? ¿Un americano acaso?

—¡Qué sé yo!

—¿Dudaría de mí?

El agente miró al aire y luego dijo:

—¡Un alemán que ha traído a su mujer aquí!… Persona sospechosa, diría mi jefe.

—¡Vaya por la sospecha! —contestó prontamente el bretón, que no podía más y amenazaba con estallar.

Sus dos puños cayeron en el cráneo del agente, el cual cayó desvanecido.

—¡Por el barrio de Batz! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Era hora de acabar con él. ¿No le parece, miss Nelly?

—Es usted un hombre fuerte —exclamó la doncella.

—Tan fuerte, que la tomo a usted en brazos y la llevo hasta Pekín. ¿Sabe usted dónde se encuentra esta ciudad?

—No la oí nombrar nunca.

—Pues bien: cójase usted a mi brazo y vamos en busca de su dueña. Aquel señor no se repondrá hasta dentro de unas horas, y nosotros, antes de sesenta minutos, estaremos en casa de maese Taberna.

»¡Valiente curioso! ¿Qué quería saber? ¿A qué hora me acostaba, lo que comía y lo que bebía? ¡Qué fastidiosos son esos policemen!

»Pero una vez nuestros marinos les dieron una buena tunda en Newcastle.

—¿De veras? —preguntó la miss, que casi se dejaba llevar por el robusto marinero.

—¡Y cuánto me reí! —contestó «Cabeza de Piedra», lanzando una sonora carcajada—. Una docena de marineros, y tal vez más, habían ido a tierra, y como buenos lobos de mar, regresaban a bordo tarde, después de haber bebido mucho y muy alegres.

»Cantaban como los canarios de la Gran Canaria; pero parece que aquel canto no era muy del agrado de los policemen ingleses.

»Seis de éstos se arrojaron sobre los marineros y trataron de detenerles, como perturbadores de la tranquilidad pública.

»Lo que ocurrió no me sería fácil referírselo. El hecho es que a la mañana, al levar anclas, oí grandes risotadas en el puente.

»Subí a poner un poco de orden entre aquellos insubordinados y, ¿sabe usted lo que vi?

—Yo no.

—Seis marineros vestidos de policemen, que desplegaban las velas de gavia.

—¿Y cómo?

—¿No ha comprendido usted? Dejaron a los agentes medio muertos, les desnudaron y se llevaron sus trajes a bordo —contestó el bretón.

»Afortunadamente, el viento era favorable, la marea alta y en cuatro bordadas la corbeta se encontró fuera de las aguas inglesas.

»Habría hecho calor, empero, si hubiesen tratado de darnos alcance.

—Usted es de los hombres terribles —dijo la doncella, mirándole con profunda admiración.

—¡Quizás! Soy, en cambio, una verdadera ternerita de leche; pero cuando me pisan me convierto en oso.

—Lo he visto poco ha.

—¡Quia! ¡Si no ha visto usted nada! Total dos puñetazos.

»Esté usted, pues, tranquila, porque conmigo nada tiene que temer.

—Lo creo sin que me lo diga, señor. ¿Cómo se llama usted?

—En la marina me llaman «Cabeza de Piedra» —contestó el bretón—, y este nombre no lo cambio por el de mi familia. «Cabeza de Piedra» es el más célebre de mis antepasados.

—¿Y por qué le llaman así?

—Porque nosotros los bretones tenemos la cabeza dura como las montañas. Cuando vamos al abordaje, trabajan más nuestras cabezas que nuestros sables.

La doncella se agarró más fuertemente al gallardo marinero, dejando que de cuando en cuando la levantara. Verdad es que estaba tan delgada como un bacalao seco, y por esto no pesaba gran cosa.

Después de recorrer distintas calles, por temor de que algún otro policía le persiguiera, el bretón y la doncella llegaron por fin a la posada de los «Treinta cuernos de bisonte», y precisamente en el momento en que el corsario y «Petifoque» estaban almorzando con los últimos salchichones ahumados que maese Taberna había conseguido encontrar en su misteriosa bodega.

—Vea usted, mi comandante —dijo el bretón, dejando el brazo de la doncella—. Como usted ve, cuando los piratas quieren, con su audacia consiguen lo que se proponen.

El baronet contestó ante todo, a fuer de caballero, a la graciosa reverencia de la doncella: después preguntó con cierta ansiedad:

—¿Muerto?

—No, comandante; esta vez no fue más que una estocada que hizo manar sangre —contestó «Cabeza de Piedra».

—Vaya usted a encontrar a su dueña —dijo el corsario, dirigiéndose a Nelly—. Almorzará con ella.

Nelly, puesto que ahora no tenía otro nombre, hízose conducir a la habitación de maese Taberna.

—¿Te has comprometido? —preguntó luego el corsario al bretón, que acababa de arremeter vigorosamente con los salchichones y clavaba la mirada en un pedazo de queso del Canadá.

—¿Yo? ¡Oh, comandante! —exclamó—. ¿Me toma usted acaso por un niño? He derribado únicamente de dos tremendos puñetazos a una especie de «policeman» que tuvo la audacia de preguntarme a dónde iba con aquel bacalao seco debajo del brazo.

—¿Y le has hundido? —preguntó al punto «Petifoque».

—Si quieres cerciorarte de ello, vete a dar un paseo por el jardín que hay enfrente de la torre del castillo. Sin embargo, te aconsejo que no interrumpas el almuerzo, hijo mío. ¡Por el barrio de Batz! ¿Y el soldado? ¿Le han enterrado ya en la bodega?

—Ronca plácidamente —contestó el joven gaviero.

—¡Dios mío! ¡Qué estómago de hierro tienen estos alemanes! Digieren hasta el veneno de los escorpiones.

»Inglaterra hace bien en alistar a la fuerte juventud que come pan con serrín de madera y funde velas en la sopa sin lamentarse nunca. ¡Qué hombres!

—¿No te ha perseguido ningún otro? —preguntó el baronet.

—No creo, mi comandante, pues he tomado otras calles para llegar hasta aquí.

—Y, sin embargo, no me veo seguro.

—¿Quién quiere usted que nos suponga aquí?

—A veces con una pequeñísima huella basta.

—Nosotros la borraremos con nuestros sables de abordaje; ¿no es eso, «Petifoque»?

—¡Vaya!

—Además, aquí no vamos a estar mucho tiempo —prosiguió «Cabeza de Piedra», que había consumido el último trozo de queso, prontamente rociado con dos vasos de Medoc.

»Puesto que el soldado duerme, sigo llevando su uniforme y me voy, con «Petifoque», a pasear por las murallas, en busca del sitio mejor para marcharnos. ¿Nos lo permite usted?

—Tengo más prisa que tú por llegar a mi corbeta. Sólo cuando María esté a bordo la creeré verdaderamente salvada.

—«Petifoque», enciende la pipa y vámonos a ver cómo llueven bombas.

—¡Con tal que no nos caigan encima!… —contestó el joven gaviero, vertiendo el tabaco en la mesa.

—¿Es que no somos bretones nosotros, hijos de la tierra de las piedras? —exclamó el mayordomo—. Nuestras calabazas son harto sólidas para que estallen.

Levantóse con la pipa en la boca y la mano izquierda colocada soberbiamente en el machete, tomando un aire provocador.

—¡Por el barrio de Batz! —exclamó mirándose en un viejo espejo ahumado que colgaba de una de las paredes de la sala—. No es por decir, pero soy un soldado bizarro.

—He ahí por qué Nelly se enamoró en seguida de ti —dijo el gaviero.

«Cabeza de Piedra» le miró de soslayo.

—¡Ella y yo! ¿Un bacalao semejante con dientes de tiburón? ¿A dónde iría a parar mi paga?

—Calla: estás perdido.

—¡Insolente! Procura hacer tirar tu pipa y vámonos. Un viejo tiburón no puede pensar en conquistar el mar de los bacalaos; prefiero comerlos por medias docenas.

—¡Pobre Nelly!

—No la he devorado todavía, ni lo intentaría siquiera, porque estoy seguro de que mis dientes se resentirían.

»Comandante: vaya usted a hacer compañía a la miss, y a mi bacalao, por más que nuestro paseo no va a ser muy largo.

»Quiero ver si los ingleses han barrido la cámara y la cocina.

»«Petifoque», vámonos.

Escanció un último vaso y se fue con la pipa entre dientes y las manos hundidas en los anchos bolsillos del pantalón del alemán, desgraciadamente vacíos.

El joven gaviero se apresuró a seguirle, después de encender a su vez su modesta pipa, que no gozaba de una vejez como la de «Cabeza de Piedra».

Recorrieron varias calles más bien angostas y hundidas a causa del continuo pasar de la artillería, y llegaron a la línea de las murallas sin que les alcanzara ninguna bomba.

Seguían los ingleses disparando sus piezas de mayor calibre, pero sin resultado alguno, porque sus balas caían casi todas en la orilla izquierda de la Mantica y sobre los flancos de la altura de Bunker's hill, que los enemigos defendían con tesón, perjudicando gravemente a la ciudad.

A cada momento tropezaban con carros cargados de municiones y escoltados por marinos ingleses, que se detenían delante de esta o aquella muralla.

El general Howe, aunque empezaba a encontrarse falto de balas y pólvora, no vacilaba en intentar un supremo esfuerzo para romper las líneas del sitio.

—Aliento inútil —dijo «Cabeza de Piedra», que seguía con la mirada el paso de las bombas—. Este Howe es un verdadero mirlo blanco que acabará, más tarde o más temprano, por caer dentro de una jaula americana.

—¿Crees tú? —preguntóle «Petifoque».

—Dentro de un mes toda esta gente caerá en poder de sus enemigos, y podremos hacernos tranquilamente a la mar.

—¿Para qué?

—Esto lo sabe el comandante, y no seré yo quien vaya a preguntárselo —contestó el mayordomo—. ¡Rayos! Tres pasos más allá, y nosotros, hijo mío, íbamos a reposar al cementerio de Boston.

Una bomba, disparada seguramente por la corbeta, acababa de pasar, dejando tras de sí un nimbo de chispas a poca distancia de ellos, para estallar después y destrozar el tejado de una casita poco lejana de la línea de las murallas.

—¡Qué bestia soy! —exclamó «Cabeza de Piedra».

—¿Qué tienes? —preguntóle «Petifoque».

—¿No ves que mi pipa se apagó? Podía encenderla al paso de la bomba.

—Y que te partiera la cabeza.

—¡La cabeza de un bretón! ¡Ah! Tú olvidas, hijo mío, que nosotros…

Se interrumpió bruscamente.

—¡La corbeta! —dijo un momento después—. ¡Cómo truena la «Tonante»!

Habían subido a una pequeña azotea que, construida en una roca un tanto elevada, dominaba toda la Mantica.

En medio del agua, la corbeta, sólidamente anclada, seguía disparando sus cuatro piezas de caza y sus cuatro morteros, burlándose de las balas inglesas, que no podían darle alcance por deficiencia de calibre.

De cuando en cuando se cubría de humo, desde el puente hasta la punta de los palos. Era un buen disparo de sus doce piezas de estribor, que sembraban metralla en abundancia contra las lanchas de las naves inglesas que trataban de forzar la corriente para atacar los dos pequeños reductos americanos levantados a la orilla de la ensenada.

—¿La ves? —preguntó «Cabeza de Piedra», con vivísima emoción a «Petifoque».

—¡Demonio! ¡No dejé mis ojos en Bretaña! —contestó el gaviero.

—¡Cómo truena!

—Maravillosamente, «Cabeza de Piedra».

—¡Bravos muchachos! Pero si yo estuviese a bordo, ¡cuántos cañones ingleses haría saltar!

»¿Quieres que prosigamos nuestro paseo?

—Espera: déjame cargar la pipa.

—Carga: yo, mientras, observaré si el tiro de las piezas de caza es exacto; no… no… precisa mayor elevación, amigos. Cuando esté a bordo, ya veréis qué agujeros abrimos en los reductos de estos tíos. Vámonos.

Y del brazo siguieron ambos la línea interior de las murallas para llegar a las casamatas que debieron volar cuando la tremenda explosión de la mina.

Soldados y carros iban y venían sin cesar; pero los primeros no se ocupaban en absoluto de los dos marineros, máxime porque «Cabeza de Piedra» seguía vistiendo su hermoso uniforme.

En los reductos, como en las murallas, las piezas inglesas atronaban furiosamente el espacio, gastando balas y pólvora, porque los americanos no se servían más que de las piezas más grandes y de las de la corbeta: las únicas tal vez que podían resistir con eficacia el tiro de los adversarios.

Estaban a punto de llegar cerca de las casamatas destrozadas por la mina, cuando un hombre cayó de improviso encima de ellos, apuntándoles el arcabuz armado de bayoneta y gritando:

—¿A dónde van ustedes? ¡De aquí no se pasa! ¡Orden del gobernador!…

CAPÍTULO XVI. LA CAPTURA DEL BARONET

EN aquel momento los dos tripulantes de la «Tonante» se habían detenido a observar una antigua casamata que las bombas americanas habían en parte hundido, motivo por el cual había sido abandonada.

Al oír la intimación, «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» cambiaron una rápida mirada; luego, el primero, plantando sus manazas en los flancos, preguntó:

—¿Y por qué no se puede pasar?

—Porque así lo ha dispuesto el gobernador —contestó el inglés, un joven rubio y rosado, de ojos azules y casi tan delgado como la doncella de miss Wentwort; indicio cierto del hambre que venía padeciendo durante el sitio.

—He de ir al encuentro de mi hermano para llevarle un par de galletas —dijo el bretón—, que me he quitado de la boca para guardárselas; a él, que tiene la fortuna de tener un apetito de tiburón.

—No se pasa —replicó el testarudo, apuntando la bayoneta—. Es la consigna.

—Te regalo un dólar.

—Ni que me regalaras diez; no quiero correr el peligro de que me fusilen.

«Cabeza de Piedra», con un movimiento rápido, cogió con las dos manos la bayoneta y levantó el fusil para no recibir una descarga en pleno rostro, mientras «Petifoque», listo siempre como una ardilla, se colocaba detrás del soldado, agarrándolo por las piernas y levantándolo.

El desgraciado, sorprendido ante aquel ataque, que estaba muy lejos de sospechar, creyéndose delante de un verdadero soldado y un joven marinero, soltó el arma y cayó al suelo.

—Pronto, en la casamata —dijo «Cabeza de Piedra».

Cogiéronlo, y aprovechando su aturdimiento, lo llevaron corriendo a la pequeña construcción, medio devastada, amordazándolo con uno de aquellos grandes pañuelos a cuadros que los marinos suelen usar.

—¿Tienes una soga? —preguntó el bretón.

—¡Qué pregunta! Ya sabes que los gavieros llevan siempre en los bolsillos —contestó «Petifoque».

—Ata, pues, a este loro, mientras yo le sujeto.

—¿Nos habrán visto?

—No creo. El golpe ha sido muy rápido y los artilleros están harto ocupados en este momento para contemplar a un centinela.

—¿Y qué haremos de este pobre loro?

—Lo dejaremos aquí.

—La casamata tal vez no es frecuentada, y correrá el riesgo de morir de hambre —dijo el joven gaviero, que seguía atando al soldado con nudos que sólo un marinero sería capaz de deshacer.

—Esto es cosa de él; ya te tengo dicho que la guerra tiene sus crueles exigencias.

—¿Has terminado?

—Le reto a que se desate.

—Siendo así, podemos proseguir nuestra inspección. Quiero llegar al pasillo que conduce a la cámara de la mina para ver si la han abierto de nuevo y en qué estado se encuentra.

Llevaron al inglés atado como un salchichón al rincón más oscuro de la casamata y volvieron luego al aire libre.

La primera idea de «Cabeza de Piedra» fue la de apoderarse del fusil, para que le tomaran por un centinela.

Aquella idea fue excelente, pues a poca distancia los dos marineros se encontraron con otro soldado inglés que custodiaba algunas cajas de municiones.

—¡Alto, no se pasa! —gritó—. Orden del gobernador.

—¿No ves que yo soy también un centinela? —respondió prontamente el bretón.

—¿Y el joven que te acompaña?

—Es un marinero que debo conducir a un oficial, porque tiene que entregarle un pliego urgente. Parece que se trata de una gran herencia.

—Que con el hambre que reina aquí, le servirá bien poco —contestó el inglés, con cierta ironía.

—Se rehará más tarde en Londres o Edimburgo.

»¿Se pasa?

—Desde el momento en que, según me dices, se trata de una carta urgente, sigue tu camino, camarada.

—Gracias: a la vuelta te convidaré a beber. Sé que los víveres escasean en Boston, pero aún se encuentran algunas botellas de gin y de brandy.

Siguieron su camino, saludados con una especie de gruñido por parte del centinela, señal evidente de que prestaba poca fe a la promesa que por su parte el bretón no tenía intención alguna de sostener.

Llegaron a los reductos.

Un violento cañoneo se desencadenaba entre los americanos y la corbeta, y los ingleses, que atacaban vigorosamente la Mantica, por haber sabido por sus espías que sus adversarios habían colocado allí sus alojamientos para estar más pronto dispuestos al asalto de la plaza.

Los artilleros ingleses, pertenecientes en su mayor parte a la escuadra, trabajaban con gran ahínco y con sangre fría, aunque alguna que otra vez una granada, lanzada probablemente por la «Tonante», estallaba en medio de ellos, matando e hiriendo a unos cuantos.

Los médicos militares, refugiados en las casamatas, tenían no poco que hacer cosiendo heridas o amputando piernas y brazos.

Aunque las balas americanas pasaban silbando siniestramente sobre los reductos y las murallas, hundiéndose en los terraplenes que había detrás de las baterías, los dos marineros pasaron casi inobservados, llegando en breve a las últimas defensas de poniente.

Allí fue donde hicieron estallar la cámara de la mina.

«Cabeza de Piedra» se percató en seguida en que los ingleses durante aquellas cuarenta y ocho horas habían barrido los escombros y reconstruido las casamatas.

—¡Canastos! —exclamó—. ¡Cuánto han trabajado estos bravos soldados, aunque hambrientos! Me parece que por el momento no hay nadie en las dos casamatas.

»Se puede ir a ver.

—¿Habrán abierto de nuevo el pasaje? —preguntó «Petifoque».

—Así lo espero.

Examinó las dos casamatas y entró en la señalada con un 24 pintado de rojo.

—Allí dentro es donde terminaba el pasillo —dijo.

Entró resueltamente, no teniendo nada que temer, porque seguía vistiendo el uniforme del soldado. Luego salió y dijo a «Petifoque»:

—Ve a ver tú. Yo quedo de guardia y no dejaré pasar a nadie, también por orden del gobernador.

—Está bien —respondió «Petifoque», y desapareció.

El bretón paseaba hacía unos diez minutos, cuando un soldado alemán se colocó detrás de la trinchera que cubría las casamatas.

—¡Alto! —gritó el mayordomo, con voz tonante—. No se pasa: orden del gobernador.

—¡Terteuffel! Yo haber disparado durante todo el día y morir de hambre.

—Ve a morir a otro sitio; pero no aquí —contestó el mayordomo.

—Mi plato está en la casamata.

—Yo lo iré a buscar: no des un paso, o disparo.

El alemán, fiel a la consigna, sentóse en un montón de tierra, mientras el bretón entraba en la casamata para buscar el plato.

—Ahí lo tienes y vete al demonio.

Nadie contestó al llamamiento.

—¿Habrá escapado? —se preguntó el bretón.

Dio la vuelta al montón de tierra y le encontró tendido y sin vida en un lago de sangre.

Una bala americana o de la corbeta le había decapitado, y su cabeza, reducida a un amasijo de carne y huesos, estaba plantada en la subida de una trinchera poco lejana.

—Yo le había prohibido morir aquí —dijo el bretón, el cual, acostumbrado a los terribles espectáculos de la guerra y el abordaje, no estaba propenso a emocionarse—. La culpa fue suya.

Volvió precipitadamente hacia la puerta de la casamata, por miedo de sufrir la misma suerte, y aguardó con impaciencia el regreso de «Petifoque».

Transcurrieron otros quince minutos y luego el joven marinero reapareció con aire de triunfo.

—¿Qué hay? —le preguntó al punto el bretón.

—Han barrido el pasaje y han colocado una mina nueva —contestó «Petifoque».

—¿Atravesaste la cámara?

—Ciertamente.

—¿El segundo pasaje está también abierto?

—La explosión no le perjudicó en lo más mínimo.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—Perfectamente —contestó el bretón—. Antes de media noche estaremos a bordo de la corbeta, junto con la bellísima miss y su bacalao seco.

—¿Pasará la señora?

—Si paso yo, que estoy tan gordo, puede pasar ella perfectamente. Llegará al extremo de la galería con el traje hecho jirones, pero a bordo se repondrá del perjuicio. Ya sabes que tenemos más de veinte cajas de vestidos, sombreros y ropa blanca que tomamos a aquella nave inglesa, destinadas a las bellas de Savannah.

—Y que nos salvaron de las dos naves de línea.

—Nos quedaron bastantes trajes todavía y se los regalaremos.

»Ea, «Petifoque», que empieza a anochecer: al trote.

Volvieron la espalda a la casamata y reanudaron el camino de regreso, mientras el bombardeo aumentaba en intensidad.

Los buques de la bahía habían entrado también en liza, tratando de forzar el paso de la Mantica y destruir el inmenso número de lanchas que los americanos habían ido reuniendo poco a poco allí, para atravesar en momento oportuno la ensenada y dar el asalto a la plaza.

«Cabeza de Piedra» y el joven gaviero, siguiendo prudentemente detrás de las trincheras para no sufrir la suerte del pobre hambriento alemán, llegaron a la ciudad.

Anochecía, y sólo las bombas rompían las tinieblas. Economizábanse en Boston las últimas velas de sebo, más útiles para reforzar el caldo de los soldados que para dar un poco de luz.

Después de cruzar una vez y otra distintas calles, porque llegaron a desorientarse, por fin se encontraron en los alrededores de la posada de los «Treinta cuernos de bisonte».

Con sorpresa y espanto vieron varias personas detenidas delante de la puerta, hablando animadamente.

El bretón se conmovió.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué habrá sucedido?

»«Petifoque», no tengo casi valor para avanzar.

—¿Habrá surgido alguna cuestión entre borrachos? —contestó el gaviero.

—Yo pienso en el comandante.

—¡Qué un golpe de sol me mate! En este instante no recordaba que el capitán estaba ahí dentro.

—¿Qué haremos? —se preguntó «Cabeza de Piedra», que estaba más preocupado que nunca—. Nunca conocí el miedo; pero en este momento me tiembla el corazón.

Miró mejor. Los paisanos, mezclados con algunos soldados alemanes, empezaban a marcharse: los primeros para cenar y los segundos para obedecer a la retreta, que estaba tocando en todos los cuarteles.

—Podemos acercarnos también nosotros —dijo—. Quiero saber qué es lo que ha sucedido ahí dentro, aunque me detengan.

Alzó el cañón de su pistola, rechazó a tres o cuatro paisanos que se obstinaban en permanecer ante la posada de los «Treinta cuernos de bisonte», intimándoles con voz amenazadora que regresaran a sus casas, y entró seguido de «Petifoque».

La sala estaba en pleno desorden. Había algunas mesas patas arriba, sillas por el suelo, y en tierra muchas botellas y platos hechos añicos.

El posadero estaba apoyado en el mostrador.

No se había decidido aún a poner en orden aquella habitación.

Al ver entrar al bretón, abrió los brazos, haciendo un ademán de desesperación.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó «Cabeza de Piedra», con ansiedad, puesto que había comprendido que mediaba algo terrible en aquel desorden.

—¡Le han preso! —gimió maese Taberna—. ¡Al bravo caballero!…

«Cabeza de Piedra» se dio dos formidables puñetazos en el cráneo y se tornó lívido como un moribundo.

—¡Preso mi capitán! —exclamó.

—Sí, señor.

—¿Cuándo?

—Hace una hora.

—¿Y quién vino a prenderle?

—Diez soldados ingleses, al mando de un jefe de policía.

—¿Y se defendió?

—Parecía un juglar. Enfiló a dos como si fuesen pajaritos y partió la cabeza a un tercero: luego hubo de sucumbir ante la fuerza del número, aunque se sirvió abundantemente de mis platos y mis botellas, como metralla.

—¡Preso! ¡Preso el capitán!… —exclamó «Petifoque», que no estaba menos lívido y aterrado que el bretón.

—¡Pobre gentleman! —dijo maese Taberna, con un profundo suspiro—. ¡Llevárseme un parroquiano que habría podido hacer en poco tiempo mi fortuna!…

«Cabeza de Piedra» se dejó caer en una silla, como presa de repentino malestar; pero al punto se levantó, preguntando:

—¿Y la miss?

—También a ella le han detenido —contestó maese Taberna.

—Un desastre completo.

—Un naufragio terrible —añadió «Petifoque».

—Sólo han dejado al alemán, que sigue durmiendo, y a aquella señora delgada y desgarbada.

—¿La doncella? —gritó el bretón.

Y lanzóse escalera arriba, entrando como una bomba en el cuarto que el corsario tenía destinado a las dos mujeres.

La doncella estaba sentada en la cama, sollozando fuertemente.

—Miss Nelly —dijo el bretón—. ¿Es realmente cierto que se han llevado a su dueña?

—Sí, marinero —contestó la mujer, enjugándose las lágrimas—. Los soldados del marqués vinieron a robarla.

»¡Ah! ¡Pobre dueña mía!

El bretón se puso a pasear por la habitación, dándose continuamente puñetazos en el cráneo, aunque en verdad no le dolían, y preguntándose con rabioso acento:

—¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Me fusilarán seguramente al bravo comandante, a quien amo como si fuese mi hijo.

»Precisa salvarle; ¿pero cómo?

De pronto interrumpió su paseo de oso feroz, y se detuvo delante de la doncella.

—Los centinelas del castillo ¿le conocen a usted?

—¡Oh! Casi todos los soldados.

—¿De modo que entraría usted en la torre sin ninguna dificultad?

—Sí.

—Óigame bien, mi dulce Nelly. Ahora tocaron ya a retreta, y, por lo tanto, es harto tarde y harto peligroso aventurarse por las calles de Boston, con el bombardeo que recomienza con furor inusitado.

»Mañana por la mañana irá usted al castillo y procurará ver a su dueña, a quien no habrán metido en la cárcel como una mujer cualquiera.

—¡Oh, no! El marqués no lo permitiría, tanto más cuanto que goza de la protección del general Howe.

—Muy bien —contestó «Cabeza de Piedra»—. Trate usted de averiguar dónde han encerrado al baronet, y qué instrucciones tienen los ingleses, y sobre mediodía vuelva usted aquí.

»Aquel valiente no ha de morir ni fusilado, ni ahorcado.

—¡Oh, no! Mi dueña moriría de dolor. Ama demasiado a sir Guillermo, tanto cuanto odia al marqués de Halifax.

—Nosotros permaneceremos en Boston hasta mañana por la noche, porque necesitaremos la noche para llegar hasta nuestra nave.

»Descanse tranquila, Nelly mía, y piense usted en mí.

El mayordomo hizo una grotesca reverencia y bajó a la taberna, donde encontró a «Petifoque» y al posadero en animada conversación.

—Llegas a tiempo —díjole el joven gaviero—. El posadero me hacía observar en este momento que los soldados o los policemen podrían volver repentinamente para practicar alguna diligencia y prendernos a nosotros.

—¡Lo sé, por el barrio de Batz! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. Espero verles llegar de un momento a otro.

—Por esto, maese Taberna nos propone ocultarnos en un sitio donde ningún policía del mundo, por hábil que fuese, conseguiría descubrirnos.

—Es verdad —afirmó el posadero.

—¿Dónde? —preguntó el bretón.

—En mi jardín.

—¿Hay acaso un subterráneo?

—No: un pozo que a la mitad de su profundidad tiene una especie de habitación que mi padre hizo construir para guardar los dineros en lugar seguro en caso de saqueo.

—¿Hay mucha agua en el pozo?

—Cinco palmos no más. Hará como un mes que no cae una gota de agua.

—¿Tienes una cuerda sólida?

—Sí, señor.

—Mándanos botellas, dos velas, tabaco, un par de mantas y no te olvides de los salchichones y el jamón.

—Y del alemán que sigue durmiendo, ¿qué he de hacer?

—Le doy su traje y recobro el mío. Cuando se decida a despertar, le mandas a paseo, después de ofrecerle algún vaso de gin, si le viene a gusto.

»Démonos prisa.

El bretón entró en la habitación almacén, se desnudó con rapidez y recobró su traje de marinero, que le ajustaba mucho mejor, por su tipo de verdadero lobo marino.

—Al avío —dijo, entrando de nuevo en la sala—. Ya que los policemen no vienen, aprovechémonos para sustraernos a sus pesquisas.

Maese Taberna cerró la puerta y echó el cerrojo, porque era ya una hora bastante avanzada; bajó a la bodega en busca de una cuerda sólida, de unos cien palmos y casi nueva, y tomando otra vela, dijo:

—Vamos, señores.

Hízoles cruzar un estrecho pasillo y les condujo a un huertecillo que se encontraba detrás de la posada, donde vegetaban lentamente algunas plantas de algodón y de ensalada, del todo tísicas.

En el centro había un pozo cubierto con una vieja cúpula de metal que una bala americana había ya agujereado. Un molinete atravesaba la ancha boca del pozo.

«Cabeza de Piedra», ayudado por «Petifoque», hizo diversos nudos a la cuerda, uno de cuyos extremos sujetó sólidamente al molinete, echando el otro la pozo y diciendo:

—Procuremos no tomar un baño en el agua dulce. Si se tratase de agua salada, no me importaría; pero la dulce la detesto.

—Baje usted unos cincuenta palmos —le dijo maese Taberna, ofreciéndole el resto de una vela—. Yo cuidaré de lo demás.

El bretón se agarró a la cuerda, y medio minuto después entraba en una especie de habitación, sumamente húmeda, construida a los lados del pozo.

CAPÍTULO XVII. LOS FURORES DE «CABEZA DE PIEDRA»

EL tabernero mantuvo su palabra, puesto que el escondrijo existía.

No era realmente una habitación, ni siquiera un nicho. Con todo, cinco o seis hombres habrían cabido cómodamente.

«Cabeza de Piedra» la examinó con una mirada y declaróse al punto satisfecho, aunque a lo largo de las paredes se deslizaran gruesas gotas de agua.

Como la estación era muy cálida, porque el sitio de la plaza se desarrollaba en pleno verano, aquella humedad producía un fresco fastidioso.

—Parece que me encuentro en la cala del «Tonante —dijo el bretón—. Dificilillo será que la canalla de policemen venga a encontrarnos aquí.

»Maese Taberna es la flor y nata de los posaderos. Sabré recompensarle.

En aquel momento entró «Petifoque», que preguntó al momento:

—¿Qué tal se está aquí?

—Magníficamente —contestó el mayordomo—. Si yo fuese maese Taberna, tendría aquí melones.

»¡Qué frescos se comerían! Aquel hombre no sabe su obligación, pobre diablo. Y todo debe ser consecuencia de sus ojos de buey.

A pesar de las angustias que oprimían el corazón de «Petifoque», una sonrisa se dibujó en los labios del joven gaviero, ante tan extrañísima reflexión.

La sonora voz de maese Taberna resonó en aquel momento dentro del pozo, como un cañonazo.

—¡Tomen ustedes la carga, gentlemen míos!

La cuerda había vuelto a bajar con dos cestas gigantescas que contenían tabaco, botellas, salchichones, jamón, queso del Canadá, galletas y dos gruesas mantas de algodón.

Los marineros, como gente práctica, retiraron prontamente la carga y encendieron en seguida una vela, puesto que maese Taberna no dejó de poner, doce dentro de las cestas.

—Ahora me parece que va un poco mejor —dijo el bretón, observando más atentamente el refugio—. Aquí estaremos muy bien, mientras maese Taberna nos mande todos los días este bien de Dios.

»Sin embargo, mejor quisiera estar a bordo de la corbeta.

—¿Para qué, «Cabeza de Piedra»? —contestó el joven gaviero—. El momento es terrible.

»Se trata de la vida de nuestro comandante.

—¿A quién lo dices? ¿A mí? ¡Por el barrio de Batz! ¿No sabes que yo me daría por satisfecho con encontrarme en su lugar, con la perspectiva de ser ahorcado muy en breve, con tal de librarle de semejante situación?

—¿Qué piensas hacer?

—No sé: tengo la cabeza vacía. Este golpe me ha aterrado.

—¡Un bretón del barrio de Batz!

«Cabeza de Piedra» tenía fijos los ojos en una botella que llevaba la famosa marca de Medoc.

Decapitarla con un movimiento rápido de su cuchillo, aunque el previsor maese Taberna había puesto entre las botellas un sacacorchos, fue obra de un instante.

—En el fondo de ésta encontraré la solución del arduo problema —dijo después.

—Ve a buscarla —contestó el joven gaviero—. Este Medoc lo dejo todo para ti.

—Y yo lo apuraré hasta la última gota. Mira: hay Burdeos aún, y lo que parece imposible, una botella de champagne, que la beberás cuando la hayamos bajado al pozo. Es un vino que ha de beberse siempre helado.

El mayordomo, que desde mediodía no había introducido nada en su capacísimo vientre, rompió con dos formidables puñetazos media docena de galletas, que lo menos tenían un mes, y luego, con los dientes, un salchichón ahumado, para mejor saborear su Medoc. «Petifoque», a quien nunca faltaba apetito, creyó oportuno imitarle.

Por otra parte, el aire fresco que subía del pozo estimulaba el apetito de ambos de un modo extraordinario.

Por un momento olvidaron a su comandante y su prometida; pero cuando el mayordomo hubo bebido un par de vasos de su vino predilecto, y encendido la pipa que quedó milagrosamente incólume, a pesar de tantas extraordinarias aventuras, reanudó la conversación.

—El asunto es grave —dijo.

—Así me parece —contestó «Petifoque».

—Y no sé encontrar un camino para salir en bien del paso. ¿Comprendes? Se trata de la vida de nuestro comandante.

—Hasta los sordos se han enterado a estas horas. Bebe otro vaso de Medoc. Tal vez venga a flote en tu cerebro alguna idea buena.

—Tienes razón.

El mayordomo se llenó el vaso y lo apuró lentamente, mirándose en él, como solía hacer, y luego dijo:

—Hay que aguardar a la doncella.

—¿Es todo esto lo que parió tu cerebro?

»Diríase que los bretones de Batz envejecen pronto.

—¡Rayos y volcanes! —gritó el mayordomo, arrojando al pozo la botella vacía—. Tienes razón, «Petifoque».

»Pero tú eres joven, y, por consiguiente, como no tienes el cerebro fósil, podrías pensar algo bueno.

»¡Prueba a ver!…

—Despacio, amigo —contestó el joven gaviero—. Las cabezas de Poulgen no son tan listas como las de Batz.

—¡Ah! ¿Confiesas, canalla?

—Claro que sí; pero…

—¿Pero, qué?

—Creo que haremos bien en volver cuanto antes a bordo de la corbeta, porque el paso de la mina ha quedado restablecido.

—¿Y luego?

—Volver a la ciudad con un grupo de marineros escogidos, para, ver de salvar al comandante.

—¿Entre diez o doce mil hombres? No: a mí, en cambio, se me ocurre otra idea —dijo «Cabeza de Piedra».

—Venga de ahí.

—Apoderarnos por ahora del verdugo, para que no ahorquen en seguida al baronet, y echarlo en este pozo.

—¿Tú sabes dónde vive?

—Nos lo dirá maese Taberna.

—¿Y si al comandante lo fusilaran?

—No. A los ingleses les gusta demasiado la cuerda y le ahorcarán.

—¿Y para qué apoderarnos del verdugo?

—Para ganar tiempo.

—Encontrarán otro.

—No se encuentran en una ciudad dos que se dediquen a aquel oficio.

»Desapareciendo el verdugo, se verán obligados a aplazar la ejecución, y mientras, la plaza puede rendirse. Los ingleses están faltos de víveres y creo que de municiones: auxilios, de Inglaterra no llegan, y por lo mismo se verán obligados a rendirse un día u otro, si no quieren morir de hambre.

—Eres muy listo.

—¿Hasta ahora no te das cuenta de lo que soy?

»¡Yo soy de Batz!

—Ya lo sé —contestó el joven gaviero, algo mortificado.

—¿De modo que iremos a decirle dos palabras al verdugo?

—Nos le llevaremos, y si no quiere morir ahogado, tomará nuestro sitio aquí.

»¡Qué diablo! ¡El comandante no ha de acabar sus días en la horca!

—¿Lo conseguiremos?

—Respondo de todo. Déjame dormir; de esta manera las ideas madurarán mejor.

—Creo que por el momento es lo mejor que podemos hacer —respondió el joven gaviero—. Con este fresco, dormiremos como marmotas.

Envolviéronse en las dos mantas que el tabernero uniera a los víveres, apagaron la vela, de las que había gran escasez, y a pesar de sus temores, durmiéronse plácidamente, invitados al sueño por el monótono caer del agua dentro del pozo.

La noche transcurrió tranquilísima, y Dios sabe cuánto habrían dormido los dos compañeros, si algunas horas después de amanecer la voz de maese Taberna atronadora como las piezas de caza de la corbeta, no les hubiese despertado.

El bretón, habituado a los toque de diana, que a bordo de los buques se repiten de cuatro en cuatro horas, fue el primero en levantarse.

—¿Hay novedades? —preguntó.

—Estuvieron aquí los policemen.

—¿Cuándo?

—A media noche.

—¿Y qué hicieron?

—Registraron toda la posada e hicieron vestir al alemán, que por fin se decidió a despertar —contestó maese Taberna.

—¿Y la señora?

—No la molestaron en lo más mínimo, y se fue ya al castillo, prometiéndome volver en breve.

—¿Volverán los canallas de la policía?

—Es fácil; pero pueden ustedes contar con mi fidelidad. Yo no les traicionaré a ningún precio.

—Ya sabía yo que eras un gran hombre —contestó el bretón—. De lo contrario, no habría puesto mis pies de marinero en tu taberna.

»Puedes bajarnos té. Hace frío aquí, y una bebida caliente ha de sentarnos bien.

—En seguida.

También «Petifoque» despertó, y oyó un buena parte de la conversación que tuvieron a través del pozo.

—¡Qué! ¿Pretenden prendernos también? —preguntó a «Cabeza de Piedra».

—Así parece —contestó el bretón, que parecía muy preocupado—. Aquí no corre buen viento para nosotros, amigo mío, y haremos muy bien en echar a correr y dirigirnos a la corbeta.

—Pero no sin antes haber visto a tu Nelly.

La voz del tabernero se dejó oír otra vez.

Anunciaba el té.

—Llega a tiempo —dijo el bretón, que empezaba a sentir escalofríos.

Acercóse a la salida del extraño refugio, ante el cual pendía la gruesa cuerda, y vio bajar un gran bote lleno de la aromática bebida.

—Éste es la perla de los taberneros —dijo «Petifoque»—. No se encontraría otro ni en América ni en Europa.

—Yo creo lo mismo —contestó «Cabeza de Piedra», desatando prontamente el bote, que ardía aún.

Luego, alzando la voz, gritó:

—Si ocurre algo, ven a avisarnos en seguida.

—Sí, gentleman.

—Cuenta con una flamante esterlina.

A falta de tazas, se sirvieron de los vasos, no preocupándose de que contuvieran o dejaran de contener algún residuo de Medoc o Burdeos.

—Habría preferido un buen café —dijo «Cabeza de Piedra», cuando hubo apurado el tercer vaso, que debía ser el último—. ¿Y ahora, «Petifoque»?

—Esperemos a tu Nelly.

—Entonces busca tabaco y fumemos. Aquí me aburro enormemente, ¿y sabes por qué?

—Porque esto no es verdaderamente una ensenada.

—Falta el olor de alquitrán.

—Precisamente, amigo mío.

No tardaron en hallar el paquete de tabaco, porque maese Taberna sabía hacer las cosas bien, y las dos pipas empezaron a funcionar rabiosamente, en espera de otra llamada.

No había transcurrido una hora y habían almorzado ya, cuando maese Taberna se puso a gritar:

—¡La miss, la miss!

—Tú quédate aquí, «Petifoque» —dijo el bretón—. Déjame que despache yo este asunto.

Cogió la cuerda y ascendió rápidamente, ansioso de volver a ver a la doncella de la rubia miss, no ya por amor, puesto que el viejo marinero no había experimentado nunca afecto alguno por ninguna mujer, y mucho menos por el bacalao aquel.

Diana, o mejor dicho, Nelly, como se obstinaba en llamarla el bretón, le aguardaba apoyada en el muro del pozo.

Al ver al simpático marinero, enrojeció primero y palideció después.

—¡Usted! —dijo.

—¡Cuántas horas de angustia me ha hecho usted pasar, mi dulce Nelly! —dijo el bretón—. No he cerrado un momento los ojos pensando en usted.

¡Cómo mentía el bribón! Si maese Taberna no le hubiera despertado, en aquel momento habría seguido roncando.

—Le creo, marinero —contestó la inglesa—. El amor perturba el corazón.

—Pero dejemos por el momento el amor y dígame qué ha sido de mi comandante.

—Le han encerrado en la torre del castillo de Oxford.

—¿No hay otras cárceles en Boston?

—¿Yo qué sé?

—¿Y su dueña?

—Al lado del marqués.

—¿No ha muerto aún aquel perro?

—Al contrario: está curando rápidamente.

—¡Por el barrio de Batz! —gritó el bretón—. Todo va mal. ¿Qué es lo que se dice en el castillo a propósito del baronet?

La doncella palideció horriblemente; luego dijo con un hilo de voz:

—Dicen que pasado mañana lo ahorcarán.

—¿Quién lo ahorcará? —gritó el bretón.

—El verdugo.

—¿Luego en Boston hay uno?

—Sí, marinero.

—¿Sólo uno?

—Uno.

—¿Está usted segura?

—Segurísima, marinero.

—¿Dónde vive?

—Frente al castillo, en una casa vieja pintada con grandes cuadros rojos, que fácilmente podrá usted reconocer, porque no hay otra igual en Boston.

—¿Le conoce usted?

—Le he visto dos o tres veces ahorcar rebeldes.

—¿Qué hombre es?

—Un antiguo presidiario, indultado únicamente con la condición de estrangular a la pobre gente.

—¿Robusto?

—Casi tanto como usted.

—Está bien: habrá de habérselas conmigo. Ahora, mi dulce Nelly, vuelva en seguida al castillo y busque la manera de notificar a sir Guillermo que sus dos marineros siguen en libertad y que procurarán salvarle.

Vaya usted en seguida: los policemen podrían llegar de un momento a otro.

Sin esperar una palabra de su bacalao, traspasó la pared del pozo y volvió a su refugio.

«Petifoque» le aguardaba, preso de viva ansiedad.

—Ya te lo dije —le dijo—. Necesitamos que desaparezca el verdugo. ¿Ves como los de Batz son listos?

—¿Sabes al menos dónde le hallaremos?

—Todo lo sé y basta. Enciende la pipa y esperemos.

—¡Qué!

—¿Pretenderías que fuera a coger por el cuello a un verdugo en pleno día?

»El golpe lo daremos esta noche. Por lo demás, ¿qué es lo que nos falta aquí? El tabaco nos sobra y los salchichones abundan, lo propio que el queso canadiense y las botellas. Firmaría un contrato para pasar aquí el resto de mis días, con tal que el agua del pozo fuese salada. ¡Ah! Los baños de agua dulce no me han gustado nunca.

—Claro está; como que naciste marino —dijo «Petifoque».

—Lo era antes de nacer —contestó gravemente el bretón.

—Ea: almorcemos de nuevo.

»Cuando el estómago está repleto, se reflexiona bien y se obra mejor. ¿No sabes tú que los soldados ingleses han comido la sopa y tomado el té con un vasito de brandy?

—Lo ignoraba.

—Otra vez no lo dirás así.

—Y bien que está —contestó el gaviero—. Aplacemos la comida para más tarde, si no quieres que muera de una indigestión.

—En verdad dices bien —contestó el bretón—. Se me había olvidado que hemos almorzado ya.

»¿Será que lo fresco de este pozo me convertirá en un caníbal eternamente hambriento? Se me hace muy extraño, habiendo agua dulce en este intestino.

»Ea: encendamos la pipa.

«Cabeza de Piedra» rompió otro paquete de Maryland, su tabaco favorito, y se puso a fumar tranquilamente, sin pensar siquiera en su dulce Nelly.

Otra cosa tenía en la cabeza el buen hombre. Le preocupaba el comandante.

Las horas transcurrían, y con gran asombro por parte de los dos bretones, maese Taberna no daba señales de vida.

Empezaba a anochecer, y habían devorado ya la cena, cuando «Cabeza de Piedra», que empezaba a sentir verdadera inquietud, se decidió a practicar una nueva salida.

—Ven también tú —dijo a «Petifoque»—. Algo grave debe haber ocurrido en la taberna. O nos prenderán, o haremos una matanza de policemen.

»Yo odio ya a esos tíos.

Se agarró a la cuerda y subió precipitadamente hasta la boca del pozo.

«Petifoque» le siguió.

—¡Por el barrio de Batz! —exclamó el mayordomo—. No oigo rumor alguno: ¿habrán matado o preso a maese Taberna?

—¡Quién sabe! —contestó el joven gaviero—. No estoy nada tranquilo.

—Ni yo.

—Ten dispuesta la pistola y el sable de abordaje.

—Cuando lo dispongas, disparo y monto seguidamente al abordaje.

Hallaron abierta la ventana de la habitación almacén, y como verdaderos marineros, saltaron en ella; pero se detuvieron al punto.

En aquel momento había en ella cuatro guardias registrando las dos camas y blasfemando en pésimo inglés.

«Cabeza de Piedra» agarró al punto una silla.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó con voz de trueno—. ¿Quiénes son ustedes y qué es lo que desean en mi casa?

Los cuatro agentes, ciertamente alemanes, porque en aquella época Inglaterra pescaba mucha gente en Alemania, se miraron uno a otro estupefactos, y uno de ellos contestó:

—¿Usted quién es?

—El dueño de la taberna —contestó audazmente el bretón.

—¿Usted?

—Yo.

—Si le hemos detenido y fusilado.

—¿A quién?

—Al tabernero.

—¿Por qué?

—Por traidor.

—¡Ah! ¡Canallas! Ven, «Petifoque»; acabemos con ellos.

El joven gaviero armóse también con una silla.

Los dos marinos cayeron al punto como fieras sobre los cuatro agentes, aturdiéndoles a silletazos.

Los golpes sucedían a los golpes de un modo inusitado.

Bastó un minuto para que los cuatro desdichados agentes, que no tuvieron tiempo de echar mano a la espada, yacieran en tierra medio muertos a consecuencia de los tremendos silletazos que propinaba especialmente «Cabeza de Piedra».

Afortunadamente, la taberna de los «Treinta cuernos de bisonte» se encontraba en una callejuela poco frecuentada, porque, además, dada su dirección, caían en ella muchas bombas americanas; de modo que los dos marineros pudieron despacharse a su gusto con los cuatro agentes, sin que interviniera nadie.

—¡Ahora, piernas! —dijo «Cabeza de Piedra» cuando vio a los cuatro desdichados semidesvanecidos y en la imposibilidad de levantarse—. ¡Muerte a los esbirros!

Y escapó como una flecha, seguido del joven gaviero, que tenía aún en la mano un trozo de silla.

La noche era oscurísima; las calles estaban desiertas; las casas bien cerradas, y sólo los proyectiles americanos hacían algún ruido.

Los dos marinos iban corriendo, por temor de que algún policemen, no del todo aturdido, se hubiese levantado y seguido detrás; y no se detuvieron hasta la plaza del castillo, frente a una casa pintada de rojo, a cuadros.

Tomaron aliento y luego se miraron sonriendo.

—Hemos dado unas cuantas palizas, me parece —dijo el mayordomo.

—Y parece también que hemos escapado de una buena —añadió «Petifoque»—. Ya me veía preso, atado y ahorcado.

—La victoria ha de ser siempre para la marina, decía mi abuelo, que en el cielo esté, y yo estoy firmemente convencido de que tenía razón en toda la línea.

—¿Será verdad que habrán fusilado al pobre tabernero?

—¿Tú has dado crédito, «Petifoque», a lo que han dicho los agentes? Han querido engañarnos.

»¡Fusilar a un miserable tabernero! Es risible. Tal honor en la justicia inglesa está únicamente reservado a peces gordos del ejército y de la armada que han hecho traición a la patria.

—Siendo así, lo habrían ahorcado.

—Ni eso —contestó el bretón—. Lo habrán detenido, no te digo que no; pero no se ahorca así como así a un buen hombre que no ha tomado parte en conspiración alguna.

—¿Y nosotros, qué hacemos ahora?

—En las habitaciones del verdugo hay luz —contestó el bretón—. Por lo tanto, puede recibirnos.

—¿Y qué harías de él desde el momento en que no podemos volver a la taberna?

—¿Te has olvidado de la casamata destruida en la que echamos al inglés?

—¿Pretendes llevarlo allí?

—Por ahora sí.

—¿Y luego?

—Luego… ni yo mismo sé lo que se pueda hacer.

—La madeja se ha enredado, y aunque los marinos sean muy expertos en hacer nudos y deshacerlos, te confieso francamente que no sé cómo salir del atolladero.

»¡Bah! Ya veremos. Por ahora llevemos al verdugo a lugar seguro.

—¿Y con qué objeto vas a presentarte a él?

—Déjame hacer a mí —contestó el mayordomo—. Los de Batz son los más listos de Bretaña.

CAPÍTULO XVIII. EL VERDUGO DE BOSTON

«CABEZA de Piedra», que debía haber concebido su proyecto, probablemente durante su voluntario cautiverio en el fondo del pozo de la posada, se acercó resueltamente a la casita y llamó ruidosamente, con una especie de martillo de bronce, que, bien o mal, se parecía a un hacha.

Al tercer golpe, se oyó una voz ronca que preguntó:

—¿Quién va?

—Amigos —contestó «Cabeza de Piedra»—. Tenga la bondad de abrir.

En la escalera interior resonó un paso pesado, luego se abrió la puerta y presentóse un hombre de estatura baja, robusto y regordete. Tenía el rostro cubierto casi por entero por una espesísima barba roja y llevaba en la mano un farol.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, echando a la cara del bretón un desagradable olor de brandy.

—Marinos.

—¿Y qué quieren de mí? —preguntó el verdugo, que parecía muy alegre.

—Proponerle un negocio interesante que podría ser una fortuna para usted.

Al oír estas palabras, una sonrisa amarga se dibujó en los labios del verdugo de Boston.

—¡La fortuna! —exclamó después con ironía—. Vendrá a mí el día que vaya a dormir al cementerio.

—Usted no sabe de qué se trata.

—No.

—¿Tendría usted reparo en recibirnos?

—Al contrario. Precisamente nadie pone los pies en mi casa, como si hubiera en ella la fiebre amarilla.

»Pasan meses sin que yo vea un semblante humano, por estarme prohibido salir a la calle.

—Pues verá usted dos bastantes simpáticos.

—Los veo —contestó el verdugo, levantando el farol y proyectando la luz en la cara de los dos marinos—. Pasen ustedes: la soledad me aburre.

Cerró la puerta y subió la escalera tambaleando, introduciendo a los dos marinos en una habitación mal iluminada por una humeante vela, que por todo mobiliario contenía una sencilla mesita con unas cuantas sillas medio cojas; pero muchas cuerdas.

El verdugo estaba a punto de emborracharse para olvidar sin duda las víctimas, bastante numerosas, que había mandado al otro mundo, según se deducía de dos botellas que había encima de la mesa, las cuales despedían un agudo olor de brandy, y un vaso casi lleno aún.

El verdugo, satisfecho quizá al verse delante de dos hombres, acercó a la mesa un par de sillas y colocó en ella un par de vasos.

—¿Puedo ofrecerles un vaso?

—Venga —contestó el bretón.

—Y ahora, ¿en qué puedo servir a ustedes? —preguntó después.

«Cabeza de Piedra» probó antes el pésimo brandy del verdugo de Boston y luego preguntó:

—¿Es cierto que las cuerdas de los ahorcados son de buen agüero?

—Así dicen; pero con tantas cuerdas como he usado, la fortuna no me ha sonreído nunca. Son setenta y tres, si no recuerdo mal.

—¿Setenta y tres hombres enviados al otro mundo? —preguntó «Cabeza de Piedra», haciendo un ademán de espanto—. Es una cifra hermosa, qué duda cabe.

—Será hermosa —contestó el verdugo—. Cuando el gobernador me escribe que hay que ahorcar a tal o cual individuo, he de obedecer por no perder el pan, y ahorco porque la justicia ha dictado su fallo.

—¿Siempre justo?

El verdugo de Boston alzó los hombros, y luego apuró su vaso, exclamando:

—Eso no me preocupa. Juzgan y yo ahorco.

—Bien hecho —contestó el bretón.

El verdugo de Boston, que era a la vez el verdugo de todos los estados americanos dependientes de Inglaterra, llenó los tres vasos, y luego, mirando fijo al bretón con sus ojos de un negro profundo que resaltaban de manera extraña sobre el rojo de la barba, le preguntó:

—Ahora me pregunto el objeto de su agradable visita.

—Doë.

—¡Doë! —exclamó el verdugo, pegando un salto en la silla.

—Bretón, ¿es cierto?

—Sí, de Burgot.

—¡Por el barrio de Batz! ¡Somos casi hermanos!

—¡Usted de Batz! —exclamó el verdugo.

—Sí; ya me percaté de que era usted un hombre de la tierra de las piedras —contestó el mayordomo—. Los bretones se conocen con mucha facilidad por el acento y las cabezas grandes.

—¡De Batz! —exclamó de nuevo el verdugo, que parecía atontado—. Somos hermanos.

—Lo creo, amigo.

—¿Trata usted de amigo a un verdugo?

—¿No es usted acaso bretón como yo?

Al oír estas palabras dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos del verdugo y bajaron silenciosamente por su rostro, perdiéndose en su espesísima barba.

¡El ejecutor de la ley lloraba!…

«Petifoque», más sensible que «Cabeza de Piedra», con el dorso de la mano se enjugó a hurtadillas una lágrima.

—Doë —dijo el mayordomo—. ¿Cómo se explica que un bretón se haya hecho verdugo? Me asombra, porque estás al servicio de los ingleses, que fueron siempre nuestros enemigos.

El verdugo levantó la cabeza y dijo, hablando con lentitud.

—Yo pertenecía también a la gloriosa armada francesa, y había alcanzado el grado de contramaestre cañonero.

»Hoy sería quizá uno de los mejores artilleros de la escuadra, a no haberse interpuesto la brutalidad de un oficial que, al parecer, sentía por mí un odio inexplicable.

»Beban ustedes…

—Sí, bebamos —respondió «Cabeza de Piedra»—, y prosiga usted. Las historias interesantes fueron siempre del agrado de los marinos de Bretaña.

El verdugo pasóse una mano por la frente, bañada en sudor, y luego prosiguió:

—Una noche, mientras estaba de guardia a bordo de la «Bellona», y cuando acababa de sufrir treinta días a pan y agua, al verle, me vi pasar ante los ojos una nube de sangre, y mi cuchillo de maniobras, una solidísima hoja templada en Bayona, bebió sangre a granel.

—¿Lo mató usted?

—Le abrí la garganta.

—Hizo usted muy bien —contestó «Cabeza de Piedra».

—¿Aprueba usted mi delito, compatriota?

—Claro: los orgullosos están mejor en el otro mundo.

—Pero si no me hubiese apresurado a huir, me habrían fusilado.

Apuró el vaso que tenía delante, con una especie de rabia loca, y dijo luego con sombrío acento:

—Tal vez habría sido mejor. No me habría convertido en infame verdugo, un ser despreciado que no puede salir de su casa sin ir escoltado por media compañía de granaderos, porque la multitud está siempre dispuesta a apedrearme.

Se interrumpió para cargar la pipa, que tenía junto al vaso.

—Adelante, compatriota —dijo «Cabeza de Piedra».

El verdugo encendió la pipa, echó al aire una bocanada de humo, acre e intensísimo, y prosiguió:

—Una extraña superstición me perseguía. Debí nacer bajo muy mala estrella. Huí a Inglaterra y me alisté en la armada del rey Jorge.

»Aquella nación tenía entonces suma necesidad de marineros, y no se fijaba en su procedencia ni en lo que habían hecho antes.

»El triste destino me persiguió hasta en las naves inglesas, y una noche, en el palo trinquete del «Essek», durante una tempestad, eché al mar a un gaviero.

»También aquél me había tomado por blanco y hecho pasar mil humillaciones. Me detuvieron y condenaron a veinte años de presidio.

»Habían de mandarme a Australia, y luego, no sé por qué, me enviaron a América y a las colonias inglesas.

»Y aquí, para gozar un poco de libertad, yo, miserable, acepté el triste oficio de ahorcar a la gente.

»Miren ustedes, cuando llamaron, estaba preparando un lazo destinado a quitar la vida a un caballero inglés.

—¿A quién? —preguntaron a una los dos bretones, levantándose.

—Cierto baronet Mac Lellan. Hoy he recibido el aviso de que me prepare para la ejecución.

—¡El baronet Mac Lellan! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Nuestro comandante!

—¿Qué dice usted?

—Que el caballero a quien usted tiene que ahorcar, es nuestro capitán.

—¿Capitán de un buque?

En aquel mismo momento los cuatro gruesos morteros de la corbeta retumbaron con gran ruido, sofocando las detonaciones de todos los demás cañones.

—¿Oye usted estas descargas? —preguntóle «Cabeza de Piedra».

—Tengo buenos los oídos aún —respondió sonriendo.

—Son los cañones de la nave de sir Mac Lellan. Su corbeta ha forzado felizmente el bloqueo y echado las anclas en las aguas de la Mantica.

—Comprendo; pero lo que no me explico es una cosa.

—¿Cuál?

—Por qué me mandan que ahorquen al buen señor en el fuerte Johnson, y no aquí.

—¿Dónde está el fuerte ése?

—Frente al puerto de Charlestown.

—¿Y dónde está mi comandante en estos momentos?

—Lo han conducido al fuerte ya, burlando la vigilancia de los americanos. Por otra parte, los buques de guerra tenían orden de escoltarle.

—¿Conque nuestro comandante no está aquí ya? —exclamaron a una los dos marinos, presa ambos de verdadero abatimiento.

—Y yo iré esta noche al fuerte para ahorcarle.

—¿Y cuándo? —preguntó «Cabeza de Piedra», con extrema ansiedad.

—Pasado mañana por la mañana; tal es la orden que me ha mandado el comandante de la plaza.

—«Cabeza de Piedra» —dijo el joven gaviero—. ¿Sabrías decirme por qué le mandan ahorcar al fuerte de Johnson, cuando tan fácil habría sido hacerlo aquí?

—Porque no se atreven a matarle ante los ojos de la miss. ¿Crees tú que todos ignoran que nuestro comandante es muy cercano pariente del marqués de Halifax?

—¿Luego es verdad lo que se dice en el castillo? —preguntó el verdugo.

—¿Qué es lo que se dice, pues?

—Que el caballero que yo tengo que ahorcar es hermano del marqués de Halifax.

—Sólo hay una pequeña diferencia: el marqués nació en Inglaterra, de una dama inglesa, y el baronet en Francia, de una dama francesa.

—¿Y aquel bribón se atreve a mandarlo al patíbulo?

—Sí; después de haberle robado la novia.

—Es una infamia.

—¡Vaya si lo es!

—¿Y con qué pretexto se le quiere matar?

—Porque noches atrás, en la torre del castillo, el baronet, en duelo leal, le dio una estocada para castigarle por haberle raptado la novia.

»Es cierto que hay otra agravante, y es la de combatir contra los ingleses; pero él lleva en las venas sangre francesa y no ha querido nunca tener por patria a Inglaterra.

El verdugo, que por no haber vuelto a beber su detestable brandy estaba fuerte de piernas, se levantó y fue en busca de una cuerda recientemente enjabonada.

—Ésta es la cuerda de que me serviré para probar si ahorco a su comandante, y digo probar, porque estoy convencido de que no lo conseguiré.

Los dos marinos miraron con terror el lazo fatal que había de cortar la existencia de su adorado comandante.

—¿Me han comprendido ustedes? —preguntó el verdugo, viendo que no contestaban.

Después, tras una breve pausa, prosiguió con lenta voz:

—Cuando nosotros queremos salvar o retardar la muerte de un condenado durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, con una hoja solidísima cortamos internamente la cuerda, de modo que el peso del ahorcado la rompe en seguida.

—¿Y no le vuelven a colgar en seguida?

—No —contestó el verdugo—. Lo vuelven a la cárcel en espera de un nuevo lazo que yo mandaré a buscar aquí, a mi casa, cuando me parezca bien.

—¿Habla usted en serio, compatriota?

—Soy un bretón —contestó el verdugo—. En la vida puedo haber errado, es verdad; pero no sería capaz de engañar a un hombre que ha aspirado el aire libre de Bretaña y se ha calentado al calor de su sol.

—¡Hace muchos años que no he vuelto allí! ¡Cuánto tiempo ha que no veo nuestros sutiles campanarios, distintivos de nuestras parroquias! ¡Cuánto tiempo ha que no veo los gloriosos colores de la grande y generosa Francia!

»Maldición eterna al hombre que me arruinó y me desterró para siempre de mi patria.

»¡Lo maté! Pues bien: si lo tuviera delante, lo volvería a matar, porque no tenía el derecho de arruinar a un buen marino como yo…

El verdugo se levantó, apretando los puños, con los ojos que echaban chispas y la barba crispada.

Hizo un ademán terrible, cual si quisiera aplastar a alguien, y luego rompió a llorar.

Volvió a sentarse, ocultó su semblante entre las anchas manos y continuó sollozando:

«Cabeza de Piedra», altamente conmovido, se le acercó, y dándole familiarmente en un hombro, le dijo:

—Vaya: olvide usted lo pasado, compatriota, y le prometo hacerle ver de nuevo nuestra querida Bretaña.

—Allí tengo a mi padre, vivo aún, y dos hermanas, que desde hace siete años no he vuelto a ver.

—Los verá usted a todos. Eso corre de mi cuenta. Francia debe mucho a mi comandante y logrará el indulto del rey Luis XVI, que es bueno y no se negará a concedérselo.

El verdugo se enjugó las lágrimas con las mangas; luego dirigió una mirada a un reloj de pared encerrado en una caja de unos dos metros de altura, como se usaban en aquella época, el cual dejaba oír con regularidad maravillosa su monótono tic tac.

—Las diez —dijo—. Tenemos tiempo.

Luego, mirando a «Cabeza de Piedra», le preguntó:

—¿Querrían ustedes salir de Boston ahora que su comandante no está aquí?

—Habíamos ya intentado huir esta noche por un pasaje que hemos recorrido para entrar en la plaza.

—Les hago a ustedes una proposición. Tengo un salvoconducto, y una chalupa me espera en las bocas de la Mantica para llevarme a Charlestown.

»¿Quieren ustedes aprovecharlo? Pasarán por mis ayudantes.

—Tenemos antes que ponernos de acuerdo con el segundo de a bordo. Hemos de comunicarle cuanto ha ocurrido y tomar con él y los comandantes americanos los acuerdos necesarios para salvar al baronet.

—La lancha tiene orden de aguardarme hasta las cuatro de la mañana —contestó el verdugo—. Tendrán, por lo tanto, todo el tiempo que les convenga para ver a sus amigos.

»Sólo les pido un cuarto de hora para preparar mi lazo. Mientras, enciendan ustedes una vela y pasen a la habitación contigua para vestirse de rojo como deben vestir los ayudantes de un verdugo.

»Encontrarán muchos trajes.

Tomó el lazo que poco antes mostrara a los dos marinos, lo extendió encima de la mesa, y con un cuchillo parecido a un bisturí, empezó una extraña labor que sólo él, marino antes y verdugo después, habría podido ejecutar.

Cuando los dos marinos de la «Tonante», vestidos completamente de rojo, como solían hacerlo entonces los verdugos ingleses, reaparecieron, la operación había terminado.

—¿Éste es el lazo fatal que habría de ahorcar a nuestro comandante? —preguntó «Cabeza de Piedra», no sin cierta emoción.

—Sí; pero lo he arreglado de manera que la cuerda se romperá en seguida sin hacer sufrir a su comandante.

—¿Y luego, cómo lo salvaremos?

—Éste es un asunto que compete a ustedes. ¿Quieren un consejo?

—Diga, usted, compatriota.

—Puesto que los americanos son tan fuertes que pueden intentar el asalto de Boston, pueden atacar mañana por la noche el fuerte de Johnson, matar a la guarnición y salvar de este modo a su capitán.

»Nosotros estaremos allí para protegerle, y tres bretones pueden hacer frente a seis ingleses.

»¿Les parece bien?

—¡Magnífico! —contestó sin vacilar «Cabeza de Piedra».

—Ustedes irán, pues, a bordo de su nave, caerán ustedes con sus amigos, y yo les aguardaré en la cala de la Muerte, donde la lancha me tiene que aguardar.

»¿Saben ustedes dónde está?

—En la embocadura de la Mantica —contestó «Cabeza de Piedra»—. La conozco.

—¿Vamos, pues?

Todos se levantaron.

El mayordomo fue al encuentro del verdugo, le tendió su mano leal y le dijo:

—Doë. Cuento con usted, como si fuera usted mi hermano; pero creo necesario hacerle presente que soy un hombre que no dejo impune una traición, precisamente porque los bretones no fueron traidores nunca.

Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos del verdugo.

—Hermano —le dijo, con acento interrumpido por los sollozos—, dispón de mi vida. A pesar de todo, el fondo de mi alma sigue siendo bretón.

—Estrecha, pues, mi mano, ya que ambos nacimos en la tierra de las piedras y de las testas duras.

—No me atrevo.

—Mete ahí dentro tu pata, ¡por el barrio de Batz! Un tiempo tú también fuiste marino. ¡Choca!

El verdugo de Boston estuvo largo rato vacilando, hasta que al fin le tendió la mano.

—Doë —dijo el mayordomo.

—Doë —replicó el verdugo.

Y el apretón de manos se lo dieron entre sollozos que partían el pecho del antiguo condenado.

«Petifoque» enjugóse otra lágrima a hurtadillas.

El verdugo bebió un último vaso de brandy y luego dijo:

—¡Vámonos ya!

Tomó un pliego sellado con lacre que había en una mesa y lo guardó en el pecho.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» lo siguieron, después de encender las pipas y haberse armado con las pistolas y los sables de abordaje.

El verdugo bajó precipitadamente la escalera, dejó pasar a sus nuevos amigos, que habían de figurar como sus ayudantes, y cerró la puerta con gran ruido.

La noche era bastante oscura, flotando en el aire gran cantidad de vapores.

El bombardeo seguía furioso, porque los americanos, sabedores por una nave de que los ingleses se preparaban para enviar grandes refuerzos a fin de salvar sus colonias, no daban tregua alguna a los de Boston. Querían, ante todo, decidirles a la rendición antes que llegaran nuevas flotas cargadas de soldados alemanes.

Balas y bombas cruzaban los aires con más frecuencia que las noches anteriores, y los que con más furia las lanzaban eran los cañones y los morteros de la corbeta. Se habría dicho que en las bocas de la Mantica se había empeñado un furioso combate contra las naves inglesas, que se enseñoreaban de la bahía, sin poder, empero, auxiliar a la guarnición que el hambre iba haciendo poco a poco inepta para las grandes y supremas defensas.

Los tres hombres, envueltos en largos mantos de algodón negro que les daba el aspecto de tres conspiradores, emprendieron la marcha; pero «Cabeza de Piedra» les condujo de manera que pasaran por delante de la posada de los «Treinta cuernos de bisonte».

Su estupor fue inmenso al ver luz en su interior.

—¡Cuerpo de perro ahorcado! —exclamó—. ¿Estarán aún ahí bebiendo los cuatro policemen?

»Estoy dispuesto a darles otra paliza de la que se acuerden para siempre.

»¡Ven conmigo, «Petifoque»!

Abrió impetuosamente la puerta y, con gran sorpresa, se encontró de manos a boca con maese Taberna.

Éste se hallaba melancólicamente sentado detrás del mostrador, esperando parroquianos que no llegaban.

—¿Vives, o eres la sombra de maese Taberna? —gritó el mayordomo, dirigiéndose hacia él.

El tabernero abrió cuanto pudo sus fenomenales ojos, extendió luego los brazos y gritó en alta voz:

—¡Usted, gentleman! ¡Con semejante traje! ¡Horror!

—¿Y por quién me tomas, pues? —contestó el bretón—. ¿Por un verdugo? No: sigo siendo el marino de siempre, y si visto este traje, tengo para ello mis motivos, que tú debes ignorar por ahora, maese Taberna.

»¿De modo que ni te fusilaron ni te ahorcaron?

—¿Quién?

—Los ingleses.

—Me detuvieron, sí; pero me dejaron en seguida en libertad.

—¿Y los policemen que durante tu ausencia ocuparon la taberna?

—Ya sé, gentlemen, que se llevaron a cuatro terriblemente heridos, y nada más.

»Lo que ignoro es quién les dejó en semejante estado.

—¿Quién? ¡Bah! Maese Taberna, debieras de haberlo adivinado ya.

»Al ver nosotros que saqueaban tus botellas, la emprendimos con ellos a silletazos. ¡Y qué golpes les descargamos! ¡Parecían cañonazos! Hemos roto dos sillas, cuyo importe, sin embargo, te abonaremos.

—¡Ah! no, no —protestó maese Taberna—. Ordenen, en cambio, lo que quieran, pero sin pagar.

—Una botella de Medoc que deseo ofrecer al verdugo de Boston, mi queridísimo amigo.

»Ten presente, empero, que si no es de la mejor calidad, te hago colgar del primer clavo que encontremos.

El posadero dio tres o cuatro pasos atrás, como atontado, apoyándose en el mostrador.

La presencia del verdugo le aterró de modo tan extraordinario, que sus grandísimos ojos le salían casi de la órbita de una manera espantosa.

—Qué feo eres, maese Taberna —dijo «Cabeza de Piedra»—. No nos pongas esos ojos que parecen de búho.

»¿Tanto te asusta el verdugo de Boston? Haces mal, porque es compatriota mío, y un hombre que no mataría una mosca sin una orden terminante del comandante de la plaza.

—¡Yo! —balbució el pobre hombre.

—Entonces tráenos el Medoc, porque nosotros, pobres marinos, siempre tenemos sed. Y se comprende, ¡es claro! Navegando siempre por la mar salada, hemos menester de continuo comer algo.

»¡Caramba! La sal pide agua, y si no hay agua, algo mejor: gin, brandy, wisky, aguardiente, y… tu Medoc sobre todo. Ea, mueve las piernas y ve a la bodega, que no tenemos tiempo que perder.

CAPÍTULO XIX. EL FUERTE DE JOHNSON

MAESE Taberna, que parecía satisfechísimo de haber vuelto a ver a los dos marinos por los cuales sentía simpatía, profunda, se precipitó, mejor que fue, a la bodega, y volvió al punto con la botella solicitada.

«Cabeza de Piedra», hízola descorchar en seguida, y en breve los tres hombres la apuraron.

—¿Vámonos? —preguntó el verdugo de Boston—, si hemos de ir antes a la corbeta, no tendremos mucho tiempo de que disponer.

Puso el mayordomo una mano en la faja roja, como para sacar dinero; pero maese Taberna, que lo comprendió, le detuvo con un gesto.

—No, gentleman —dijo con prontitud—. No quiero dinero de ustedes… he ganado bastante. No me hagan la ofensa de pagarme esa botella.

—¡Eres un gran hombre! —contestó el bretón, con grave acento—. Ya lo sabíamos.

Se levantó, y dándole en el hombro, añadió:

—Espero verte en breve y hacer una visita a tu bodega. No creo, sin embargo, que cuando eso realice siga Boston en poder del señor Howe.

»Buenas noches, maese Taberna.

Envolviéronse en sus ligeras capas negras, aunque hacía mucho calor, y se marcharon.

—¿Por dónde saldremos? —preguntó el bretón al verdugo.

—Por la puertecilla de la muralla número 7.

—¿Tiene usted el salvoconducto?

—Claro, y con la firma del general Howe.

—¿Podremos ir hasta la corbeta?

—¿Y por qué no?

—«Petifoque», anda ligero.

La noche, como ya dejamos consignado, era oscura, porque el viento del Éste había acumulado enormes masas de vapor en la bahía y en la plaza.

No brillaba en el cielo estrella alguna; pero brillaban, en su lugar, las bombas que los americanos no se cansaban de arrojar a la ciudad.

En un cuarto de hora consiguieron los tres marinos la línea de las fortificaciones, y se introdujeron entre dos murallas, sobre las cuales resonaban de cuando en cuando algunas piezas de medio calibre que lanzaban balas encendidas.

El comandante de las baterías, advertido por los centinelas de que tres hombres pedían permiso para salir, acudió, provisto de un farol, miró y leyó el salvoconducto y al fin concedió el permiso para que se les abriera la puerta.

Dos soldados, provistos a su vez de faroles, guiaron al verdugo y a sus dos ayudantes improvisados hasta el extremo de un tenebroso pasillo, abierto bajo una de las murallas.

La puerta de hierro se abrió, y maese «Cabeza de Piedra» pudo al fin respirar el aire puro que emanaba de la bahía.

—Orientémonos —dijo—, y tengamos cuidado con las balas. Las cabezas de los bretones son duras como las piedras de su país, pero puede alcanzarles la desgracia, y cuando la calabaza se ha hundido, su propietario no tiene más remedio que hacer que le conduzcan al cementerio cuanto antes.

No bien había acabado de hablar, cuando en la ensenada de la Mantica brillaron cuatro relámpagos, seguidos de otras tantas fragorosas detonaciones.

Los cuatro morteros de la corbeta acababan de disparar, y los cuatro relámpagos iluminaron bastante bien, aunque fugazmente, la nave.

—Allí está, siempre en el mismo sitio —dijo el bretón—. Se diría que nuestros tripulantes han querido señalárnosla. Vengan, camaradas, vengan, sin vacilar.

Ayudándose mutuamente, agarrándose a las plantas y tratando de mantenerse ocultos para que no mandaran ninguna bala contra ellos, encontráronse en breve en la orilla izquierda de la Mantica, frente por frente de la corbeta, que estaba a una distancia de unos cien pasos escasamente.

El bretón hizo con las manos un portavoz, y aprovechando un momento en que la artillería callaba, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Ohé!… Marinos de la «Tonante». Venid a embarcar a vuestro mayordomo.

Los cuatro grandes morteros, que debían de estar ya preparados, hicieron su descarga, despertando el eco de la ensenada; pero apenas cesó el ruido, se oyó una voz que gritaba:

—¿Quién llama?

—Yo, «Cabeza de Piedra».

—Aguarda un momento.

—Está bien, señor Howard —contestó el bretón, que había reconocido en aquella voz al segundo de la corbeta.

Un momento después, una chalupa se dirigía rápida hacia la orilla, donde el mayordomo, para mejor dirigir a los remeros, iba gritando:

—¡Ohé! ¡Doë!

En menos de medio minuto llegó la chalupa a la playa, y el contramaestre de la «Tonante» saltó a tierra, diciendo:

—¿Usted, «Cabeza de Piedra»? ¿Y el comandante?

—Silencio —contestó el bretón—. No es este el sitio de revelar ciertos secretos.

Y dirigiéndose al verdugo, que se había sentado en una roca y fumaba la hedionda pipa, le preguntó:

—¿Quiere usted venir con nosotros?

—Aquí no corro ningún peligro; por lo tanto, puedo aguardar el regreso de ustedes —contestó el verdugo.

—¿Le encontraremos?

—¿Dudarían ustedes de mí?

—Doë.

—Doë.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» saltaron a la lancha, que iba montada por siete remeros, y se alejaron en seguida, hendiendo las turbias aguas de la Mantica.

En un momento llegaron a la corbeta.

«Cabeza de Piedra» subió los peldaños de cuatro en cuatro, y se encontró delante del señor Howard y el coronel Moultrie.

Dos preguntas salieron al punto de labios del hombre de mar y del americano.

—¿Dónde está sir Guillermo?

—Señor teniente —dijo el bretón, mientras «Petifoque» saltaba en brazos de los marineros, que se lo disputaban—. Venga conmigo al salón. Tengo graves cosas que referirle.

»Sepa usted por ahora que el comandante será ahorcado mañana, en el fuerte de Johnson.

—¡Ahorcado! —gritó Howard, palideciendo horriblemente.

—Fíjese en el traje que visto, mi teniente —dijo el bretón—. ¿No ve usted que parezco un verdadero verdugo? Todo rojo, como la sangre que los verdugos hacen manar de un modo u otro a los pobres condenados. Y luego esta capa negra. ¡Lúgubre divisa!

El teniente le cogió por un brazo y le condujo al salón, que estaba iluminado, seguido en seguida del coronel americano.

El bretón, en pocas palabras, les puso al corriente de lo ocurrido.

—¡Preso! —exclamaron a una el coronel y el teniente.

—¡Calma, señores míos! Si está preso, no ha sido ahorcado aún —contestó el bretón—. Yo y «Petifoque» somos los amigos, más aún, los ayudantes del verdugo, y los ingleses tendrán que habérselas todavía con nosotros.

El coronel levantó una mano.

—Ha dicho usted que le han conducido al fuerte de Johnson…

—¡Y vamos allí para ahorcarle!

—¡Usted!

—¡Yo! ¡Antes ahorcaré al comandante del fuerte! ¡Por el barrio de Batz! ¿Un bretón traicionar a su comandante? ¡Oh, nunca!… Antes me colgarán a mí.

—Señor Howard —dijo el coronel, que parecía muy preocupado—. Hace tiempo ya que nuestros jefes tienen decidido llegar hasta la punta de Huddrel, con objeto de destruir las defensas inglesas situadas en el canal de Hog Island, que vienen atormentando a la ciudad de Charlestown.

El fuerte de Johnson, que ataca con sus cañones a todo el puesto de Jame's Island, es nuestra pesadilla.

—Lo asaltaremos.

—¿Hará usted esto? —preguntó el teniente.

—Tenemos muestras de gratitud para con nuestro comandante —contestó el coronel, con solemne acento—. De no haber llegado la corbeta, nos habríamos quedado sin pólvora, y el sitio y el bombardeo se habrían prolongado indefinidamente.

»De su nave tenemos todavía extrema necesidad, por ser la única que puede hacer frente a los cañones de las fragatas británicas y bergantines ingleses.

—Acabe usted —dijo el segundo, que era hombre de pocas palabras.

—¿Cuándo ahorcan al baronet? —preguntó el coronel, dirigiéndose a «Cabeza de Piedra».

—La ejecución está señalada para mañana a las seis de la tarde —contestó el bretón.

—¿Está usted seguro?

—Me lo ha dicho el verdugo.

—Señor Howard: a las cuatro bajará usted la ensenada de la Mantica con su corbeta y forzará el canal de Hog Island, para apoyar nuestro ataque.

»Yo estaré allí con dos mil americanos escogidos entre la flor y nata de las tropas, y le prometo asaltar el fuerte.

—Estamos de acuerdo.

—Aunque me costará un desastre, encontrará usted a mis hombres alrededor del fuerte —contestó el coronel.

—Espero que nuestros provincianos, como llaman despreciativamente los ingleses, sabrán hacer milagros. Pero tiene usted que prometerme una cosa.

—Usted dirá.

—Estamos escasos de pólvora, y hemos sabido que han salido de la Florida dos buques ingleses bien cargados de ella.

»Nosotros salvaremos a su comandante a costa de nuestra sangre, que nos pagarán ustedes en municiones.

»Harán ustedes un crucero fuera del puerto, los cogerán ustedes al abordaje, forzarán otra vez el bloqueo y subirán de nuevo la Mantica.

»Boston está poco menos que exhausta de todo, es cosa ya sabida, y queremos que caiga cuanto antes en poder nuestro.

»Será cuestión de días; pero ¡ay! ¡si nos faltara pólvora! Sería nuestra perdición.

»Trescientas piezas que trabajan día y noche hacen de ella un gran consumo, y la gran provisión que ustedes nos trajeron, se ha gastado casi toda en una semana.

—Coronel —dijo el teniente—. Suceda lo que suceda, yo llevaré la «Tonante» al canal, para tener a distancia a las fragatas inglesas; cuento, en cambio, absolutamente con usted. Mi comandante no ha de morir en la horca.

—Empeño en ello mi honor y mi vida —contestó el americano.

Howard se dirigió a «Cabeza de Piedra», que aguardaba sus órdenes con impaciencia.

—El verdugo le aguarda a la orilla de la Mantica; ¿es cierto, mayordomo? —le preguntó.

—Sí, mi teniente.

—¿No les habrá jugado a ustedes una mala partida?

—¿Aquel hombre? ¡Si es un bretón como yo!

—En este caso, estoy más tranquilo; pero haré colocar un pedrero en la lancha y doblaré la tripulación.

»En tiempo de guerra abundan las traiciones.

—Estoy tan seguro del verdugo, como de mí mismo.

—Démonos prisa.

Los tres hombres subieron al castillo. Howard dio rápidamente algunas instrucciones al contramaestre para que redoblase el armamento de la lancha y dijo luego:

—«Cabeza de Piedra», vele usted por el comandante.

—Yo le aseguro que no se le ahorcará, porque el lazo ha sido ya hábilmente desbarrigado por el verdugo.

»Caerá en seguida, y de pie.

—Idos, valientes, idos.

—«Petifoque», ven —gritó el mayordomo.

El joven gaviero, que estaba en un grupo de artilleros, fue al punto a su encuentro.

—¿Nos vamos? —preguntó.

—Al momento —contestó el mayordomo.

—Dejemos el olor de alquitrán por el de las cuerdas de horca.

Bajaron a toda prisa la escalera y saltaron a la chalupa. A proa de ésta habían colocado un pedrero bastante grande, dispuesto a descargar una lluvia de piedras en caso necesario y la tripulación de la lancha era de quince hombres.

—Boga, John —dijo «Cabeza de Piedra» al contramaestre—. No tengas miedo de las balas.

—¡Oh! Estamos ya acostumbrados a ellas —contestó el timonel, sonriendo.

De cuando en cuando se hundían en aguas de la Mantica algunos proyectiles dirigidos en su mayor parte contra la corbeta, que con sus cuatro morteros fastidiaba bastante a la plaza.

La lancha serpenteaba para evitar las balas encendidas, que se veían claramente surcar las tinieblas, atravesó la ensenada y fondeó delante de la roca, donde el verdugo de Boston seguía fumando la pipa, sin preocuparse de las balas.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» saltaron a tierra, después de saludar a los compañeros, que se alejaron rápidamente.

—Como ven ustedes, he mantenido mi palabra —dijo el verdugo—. ¿Vamos?

«Cabeza de Piedra» contestó con un vigoroso apretón de manos, que hizo estremecer al ejecutor de la justicia.

Siguieron la orilla de la Mantica, bajando hasta la embocadura, porque la lancha inglesa que había de conducir al verdugo al fuerte, se encontraba más allá de la segunda barra, para evitar el peligro de sufrir la metralla de los cañones de caza, que cada media hora, por precaución, descargaban un par de golpes en aquella dirección.

Las balas y las bombas seguían lloviendo, pues incluso los reductos americanos batían furiosamente las defensas de la fortaleza.

No había, sin embargo, peligro alguno en recorrer la orilla, porque los proyectiles caían mucho más lejos.

Veinte minutos después llegaban los tres hombres a una pequeña cala, donde les aguardaba una lancha, alumbrada por un farolito, y montada por ocho fusileros y una media docena de remeros, con su correspondiente timonel.

»Sírvase darme una mano.

—¡Yo tender la mano a un ahorcador de hombres! ¡Oh, nunca! —exclamó el timonel—. Temería que me ocasionara alguna desgracia.

—Y, sin embargo, las cuerdas de los ahorcados son de buen agüero, y nosotros las vendemos a precios elevados.

—No seré yo quien les pida a ustedes un pedazo —contestó el timonel—. Ea, bajen de prisa, que la resaca está llenando de agua la chalupa.

«Petifoque», listo siempre como una ardilla, fue el primero en saltar, cayendo en la arena seca.

El verdugo de Boston saltó el segundo, con éxito.

«Cabeza de Piedra» calculó tan mal la distancia, que cayó encima del timonel.

¿Lo hizo adrede? Es de suponer.

El timonel salió del golpe con un empujón, que no le llegó a derribar.

—¡Me ha tocado usted! —gritó.

—¿Qué quería usted? ¿qué me rompiese las narices? —preguntó cándidamente «Cabeza de Piedra»—. Ya le dije que no tengo pies de marino, y además, no soy un joven.

—Su empujón me será fatal.

—¡Bah! Como si los verdugos no tuviesen carne, huesos y sangre como los marinos.

—¡Ea! de prisa, que no tengo tiempo que perder —gritó el timonel.

—Si nos alumbra usted, porque yo he tenido siempre mucho cuidado por mis narices.

Pusiéronse en camino, pasando entre dos filas de gaviones y empalizadas, y llegaron ante una de las dos puertas guardadas por una nutrida fuerza de artilleros, con dos cañones.

El timonel cambió algunas palabras con el comandante de la guardia; dividióse después la fuerza en dos partes y dejó libre el paso a los tres verdugos.

Atravesaron un reducto, pasaron bajo diversas bóvedas y entraron por fin en una especie de sala, donde había un capitán.

—Los señores de Boston —dijo el timonel, que hizo crispar los puños a «Cabeza de Piedra».

El oficial, que se hallaba sentado a una mesa, bajo un farolillo de aceite que proyectaba mucha más luz que las humeantes y pestilentes velas de Boston, les miró atentamente, y luego preguntó:

—¿Quién es el verdugo?

—Yo, señor —contestó el ex presidiario, adelantándose.

—¿Tiene usted algún documento del general Howe?

—Tenga usted.

El capitán tomó el pliego con cierta repugnancia, lo abrió y leyó.

—Está bien —dijo—. ¿Ha traído usted el lazo?

—Sí, señor.

—¿Quiénes son estos dos hombres?

—Mis ayudantes.

—La ejecución está señalada para mañana, una hora antes de la puesta del sol.

»Levanten ustedes mañana la horca, porque nosotros, guerreros, no somos expertos en estas materias.

»En los almacenes del fuerte encontrarán todo lo necesario.

»¿Tienen ustedes hambre?

—No hemos cenado todavía, señor —contestó en seguida «Cabeza de Piedra».

—Haré que les procuren víveres. Por esta noche descansen ustedes aquí.

»Allí hay hamacas.

Esto dicho, se levantó, y salió sin mirarles a la cara, seguido del timonel.

—Si pudiese colgarte a ti en lugar de mi comandante, lo haría inmediatamente —murmuró «Cabeza de Piedra»—. ¡Qué orgullosos estos ingleses!

CAPÍTULO XX. DON PEDRO PAGA

LA habitación destinada a los tres señores de Boston, como les llamó irónicamente el timonel, parecía un almacén, porque estaba llena de sacos de arena, garrones, ruedas para la artillería inservible y abundancia de cuerdas.

Había, sin embargo, además de una mesa, media docena de hamacas, más o menos deterioradas.

—¡Por el barrio de Batz! ¡Con qué lujo tratan a los ejecutores de la justicia! —exclamó «Cabeza de Piedra», que había dado la vuelta a la habitación.

—De este tratamiento, deduzco el otro.

—¿Cuál? —preguntó «Petifoque».

—Me refiero a la cena. Nos darán cortezas de pan seco y bacalao seco que nos destruya los dientes. ¡Ah! ¡Brutos!

En aquel momento se abrió la puerta y entró un soldado ya viejo, llevando tres platos y una botella de vino.

—¿Es esta la cena de los tres verdugos de Boston? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Es el rancho de la noche de los soldados, señores. También nosotros, como la gran plaza sitiada, estamos faltos de víveres; pero…

—¿Pero…?

—Como yo soy el cantinero del fuerte, podría facilitarles cosa mejor, si la pagaran bien.

—¡Por fin estalló la bomba! —exclamó el bretón—. ¿Qué hay en estos recipientes?

—Sopa de bacalao.

—¿Con cebollas?

—Sin, porque se nos concluyeron.

—Con esta comida podremos estar alegres, señor cantinero. Ha dicho usted, sin embargo, que pagando nos serviría mejor.

—Les daría queso de Holanda legítimo, arenques exquisitísimos, jamón bien conservado, porque hace un mes maté mi cerdo…

—Añadiría un poco de fruta seca y ciruelas negras de Provenza.

—¡Qué lujo!… ¿Y vinos?

—De vino, nada; cerveza negra.

—Nosotros pagamos y usted nos sirve. Cuanto a lo que contienen estos platos, déselo a algún soldado hambriento. Este calducho no lo comieron nunca los verdugos de Boston.

—Está bien, señor; mientras paguen ustedes, yo les procuraré lo mejor que tenga.

—Sólo le suplico que se dé prisa, porque tenemos un hambre atroz.

El cantinero echó a correr, como si tuviera alas en los pies, llevándose, no sólo los platos, sino también la botella.

—¡Ah, bribón! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Que me ahorquen si ese demonio no va a vender la detestable sopa y la botella a la guarnición.

»¡Incluso la botella! ¡Es demasiado! Comprendo que ha de ser un vino detestable, bueno tan sólo para los alemanes.

Estuvo un momento silencioso, mirando al verdugo, que parecía de mal humor.

—Compatriota —le dijo—; en su cerebro hay algo de borrasca, ¿verdad?

—¿Por qué? —preguntó el verdugo.

—Tiene usted una cara que parece la de un muerto sacado del mar después de una semana.

—¿Qué quiere usted? Cada vez que tengo que ajusticiar a un hombre se apodera de mí una debilidad, que yo mismo no acierto a explicarme.

»Yo no nací para verdugo.

—Calma, compatriota. Aquí no se trata de ahorcar, sino de jugar.

»Usted me ha ofrecido que el lazo fatal se romperá.

—De esto respondo plenamente —contestó el verdugo de Boston—. Lo he vaciado en tres cuartos de elevación y se romperá en seguida al pesó del caballero.

—Siendo así, ¿qué es lo que teme usted?

—Si los americanos tardaran…

—¡Oh, no! Yo respondo de aquellos caballeros, y especialmente del coronel Moultrie —contestó el bretón—. Aquí se dará mañana una batalla, y ya veremos cómo saldrán de ella los ingleses.

»Si entran en liza los cañones de la «Tonante», estoy más que seguro de que sólo con diez disparos todas las baterías del fuerte callarán. ¡Ahí está Don Pedro Paga!

—Los víveres escasean y las provisiones están cada vez más caras —contestó el cantinero.

—¡Oh! Diga, diga. Los verdugos tienen siempre algún dólar que otro en el bolsillo.

—Deme usted cinco.

El bretón le miró de soslayo.

—En vez de ahorcar al caballero que nos aguarda, yo le colgaba en la horca a usted.

»Pero, Don Pedro Paga, nosotros somos personas conformes, aunque verdugos, y poco amigos de discutir.

Metió una mano en la roja faja y sacó cinco dólares, que, uno tras otro, colocó encima de la mesa.

—¿Está bien la cuenta? —preguntó con irónico acento.

—Muy bien, señor —contestó el cantinero, embolsando el dinero con rapidez.

—¿No le da a usted miedo el dinero de los verdugos? —preguntó el bretón.

—¡Ah, no señor! Mi abuelo era un Chalkroff.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—El verdugo de Londres.

—Siendo así, puede usted estrechar mi mano.

El cantinero despidió con un gesto a su ayudante, y luego se la tendió.

«Cabeza de Piedra» se la apretó con fuerza y luego dijo:

—¿Podríase hablar entre verdugos y descendientes de verdugos, pero siempre pagando? Los dólares no nos faltan.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que siendo usted nieto de un verdugo, le invito a cenar en nuestra compañía. ¿Le disgustaría?

—Nada de eso. Mi cantina, en los tiempos que corren, está casi vacía. El gobierno retrasa las pagas y estos valientes soldados no tienen nunca un penny para comprar tabaco.

»Yo acabaré por arruinarme completamente, por haber abierto un crédito a no sé cuánta gente.

—Le pagarán cuando lleguen de Inglaterra las fragatas cargadas de oro hasta los topes.

»¡Cuántas esterlinas caerán entonces en sus vacíos bolsillos! Serán verdaderos ríos.

—¿Pero mandarán las pagas?

—¿Lo dudaría usted? También nosotros esperamos las pagas hace dos meses, y no estamos intranquilos, porque tenemos la seguridad de cobrarlas.

»Dentro de cinco o seis días, aquí, como en Boston, habrá una verdadera orgía de oro.

»Ea, siéntese y acompáñenos, ya que no le sobre qué hacer.

El cantinero tomó una silla podrida y muy satisfecho de cenar sin gastar un penny, se puso a trabajar con los dientes, con tanta satisfacción, que el bretón no pudo menos que exclamar:

—¡Parece imposible! Un individuo que tiene una cantina tan bien surtida, tiene un hambre que vale por diez.

»¿Es que lo ahorra usted todo para sus soldados?…

Dotados los cuatro de un apetito envidiable, la cena voló en menos de diez minutos, copiosamente bañada de cerveza doble, negra como la tinta y ácida en extremo.

Pero ninguno paró miente en ello. Tanto el verdugo de Boston, como el cantinero, y especialmente los dos marinos, daban muestras de poseer verdaderos estómagos de avestruz.

—Ahora, señor lejano nieto del verdugo de Londres —dijo «Cabeza de Piedra», cargando la pipa—, debiera usted darnos, en compensación de esta cena gratuita, una pequeña información.

—Usted dirá —contestó el cantinero, que había bebido él solo más que los tres verdugos juntos.

—Querríamos saber dónde está el caballero que mañana tenemos que ahorcar.

—Le tienen ustedes más cerca de lo que se figuran.

—¡Oh!

El cantinero les enseñó una puerta en que el bretón no se había fijado.

—Ahí está —dijo—. Hay una especie de capilla y a ella fue trasladado.

—¿Está solo?

—Creo que en compañía del capellán del regimiento.

—¿Para consolarle en los últimos momentos?

—Creo.

—¿Y guardias, hay?

El cantinero le miró con cierta sospecha.

—¿Por qué me hace usted estas preguntas? —preguntó.

—Porque antes de ahorcarle quisiéramos ver al caballero. Le advierto, sin embargo, Don Pedro Paga, que estoy dispuesto a regalar a usted un par de dólares.

—¿Son ricos ustedes, verdugos?

—Ganamos bastante para permitirnos a veces ciertos caprichos. ¿Le desagrada?

—Nada de eso.

—Siendo así, si se abriese un agujero en aquella puerta, podríamos ver a nuestra futura víctima.

—Ciertamente.

—Tengo suma curiosidad por ver cómo pasa el tiempo. ¿Usted le ha visto?

—Yo, no.

—Entonces le verá mañana con un palmo de lengua fuera de la boca.

»Don Pedro Paga: ahí tiene usted los dos dólares que le he prometido y váyase a dormir. No lo necesitamos ya.

El cantinero saludó, haciendo resonar las últimas monedas de plata tan fácilmente ganadas.

«Cabeza de Piedra» fue a cerrar la puerta, se sentó, apuró otro vaso de vino y luego dijo:

—Ahora decidamos.

—¿Qué querría usted? —preguntó el verdugo.

—Ver a mi comandante.

—¿Y si está con él el capellán?

—¡Qué importa! ¿No somos nosotros los verdugos? Diremos que nos manda el comandante del fuerte para preparar el fúnebre tocado del condenado.

—Déjeme hacer a mí: no correremos el menor riesgo.

—¿Querría usted…?

—¿Robarlo?

—Es lo que temo por parte de usted.

—Claro está que me lo llevaré —contestó el bretón, sin vacilar.

—¿Y cómo hará usted para salir del fuerte?

—¡Ah! ¡Ésta es la dificultad! Pero, por el pronto, vamos a visitarle.

»Usted quédese aquí y vaya apurando esta pésima cerveza que el perro del cantinero nos ha hecho pagar cual si fuera vino de Amdeor o Medoc.

Sacó un cuchillo de maniobras y se acercó a la puerta que Pedro Paga le indicó: una puerta agrietada, provista de una vieja cerradura raída por el orín, que no habría resistido a un golpe del robusto marino.

Púsose antes al acecho y no oyó nada.

—¿Nos habrá engañado el bribón? —se preguntó el bretón, rechinando los dientes—. Si me ha robado los dos dólares, palabra de honor, le ahogo sin valerme del lazo de mi compatriota.

Empuñó el cuchillo e hizo saltar uno tras otro los clavos, ya comidos por el orín, y levantó fácilmente la cerradura.

La puerta estaba abierta.

Hizo una señal a los dos compañeros, que no le habían quitado un instante la mirada, para indicarle que no se movieran, y luego abrió dulcemente, sin que los goznes rechinaran.

El cantinero no le había engañado.

Ante la mirada del bretón apareció una especie de capilla, iluminada por un par de velas colocadas en una mesa, entre las cuales se alzaba un crucifijo de metal.

Un hombre estaba sentado junto a la mesa, con la cabeza entre las manos, como sumergido en dolorosas ideas.

El bretón sofocó a duras penas un grito de alegría. Había reconocido a su comandante, aunque vuelto de espaldas.

Adelantóse a hurtadillas, mirando a un lado y a otro, temiendo ver al capellán de la guarnición, hasta que, plenamente tranquilo, golpeó al comandante en un hombro, diciéndole:

—Sir Guillermo: silencio: no lance usted ningún grito.

El baronet se levantó precipitadamente, dio tres o cuatro pasos atrás, restregándose enérgicamente los ojos y preguntándose repetidamente:

—¿Sueño?

—No: mi comandante: no sueña usted. Soy yo. «Cabeza de Piedra» en la piel del verdugo.

—¿Pero cómo pudiste llegar hasta aquí?

—¡Oh! La historia es larga de contar, y se la referiré otro día.

—Será harto tarde, puesto que mañana los ingleses me ahorcarán —respondió el baronet, con una triste sonrisa—. Howe no me indultará, porque es mi hermano…

—¿Y usted lo cree así?

—Sí; ya me han comunicado que el verdugo de Boston está aquí.

—Sí: con «Petifoque» y conmigo —contestó el bretón.

El baronet le miró como aturdido y le dijo:

—¡Sois dos demonios!

—Nada de eso, mi comandante: somos dos bravos marineros que quieren verle aún en el puente de mando de la «Tonante».

—Dime…

—Una pregunta antes. ¿No estaba con usted hasta hace poco el capellán de la guarnición?

—Es verdad; pero se fue a dormir; no volverá hasta que salga el sol.

—¿Puede entrar algún centinela?

—Tendría que hacer un ruido infernal para levantar los cerrojos —contestó el baronet.

—Diga usted.

—¿María? —preguntó el desgraciado, con sofocado acento.

—La robaron y condujeron de nuevo junto al marqués —respondió el bretón—. Pero esté usted tranquilo: con el bombardeo no pensarán en la boda.

Además, su hermano de usted no se halla restablecido todavía.

—¿De veras?

—¿Me cree usted capaz de engañarle, mi comandante?

—¡Oh, no! —respondió el baronet.

—Le diré, pues, que no le ahorcará a usted el verdugo de Boston.

—¿Quién lo dice?

—Yo —respondió el bretón.

—¡Con qué seguridad!

—Sepa usted que el señor verdugo de Boston es un compatriota mío. ¿Cree usted que los bretones se iban a prestar a hacer el juego de los ingleses? ¡Oh, no, no!

»Le aconsejo, sin embargo, que se muestre usted dócil y se deje colgar.

—¡Qué cosas tienes! ¡«Cabeza de Piedra»!… —exclamó el baronet—. No es este el momento propicio para bromear.

»Se trata de mi existencia.

—Mi comandante —dijo el mayordomo—. He trabajado ferozmente por su salvación… Le digo a usted que se deje colgar, y yo respondo de todo.

—¿Cómo?

—Porque la cuerda que habrá de ahorcarle se romperá en seguida.

—¿Debido a qué milagro?

—No se preocupe usted. Se han tomado todas las precauciones para salvarle, y los americanos nos ayudarán gallardamente.

—¿Los americanos?

—¡Ya lo creo! Mañana, cuando intenten ahorcar a usted, el coronel Moultrie y Astre darán al fuerte un asalto formidable, con el auxilio de la «Tonante».

—¡De mi corbeta! —exclamó el corsario.

—Sí; también las piezas de la corbeta tomarán parte en el ataque, mi comandante.

El baronet se había levantado y empezado a pasear por la capilla, presa de vivísima agitación.

—De modo —dijo deteniéndose de pronto ante «Cabeza de Piedra», que le miraba con angustia—, ¿qué tendré que dejarme ahorcar?

—Una sencilla farsa, mi comandante, que será interrumpida al momento por la artillería de su «Tonante».

—¡Mi corbeta! —exclamó de pronto el corsario—. Pueda yo volver a bordo de ella y retaré a toda la flotilla inglesa que hay en el puerto.

—Volverá usted a ella, comandante: le doy mi palabra de honor de marinero honrado.

En aquel momento se oyó un rumor tras la puerta de la capilla que conducía al pasillo.

Los centinelas hacían su visita.

—Huye, «Cabeza de Piedra» —dijo el corsario—. Que no te sorprendan aquí.

El bretón alcanzó en dos saltos la puerta del almacén y la cerró silenciosamente, murmurando:

—¡Canallas! No obtendréis su piel.

El verdugo y «Petifoque» no habían dejado la mesa. Le preguntaron con la mirada.

—Todo va bien —contestó «Cabeza de Piedra»—. Podemos descansar un rato.

»¡Por el barrio de Batz! El día ha sido pesado y tenemos el derecho de pegar los ojos.

CAPÍTULO XXI. EL ASALTO DEL FUERTE

NADIE turbó su sueño; pero apenas saltaron de la hamaca a la mañana, les sorprendieron algunos cañonazos.

«Cabeza de Piedra» lanzó un grito.

—¡Las piezas de la corbeta! ¡Oh, las conozco! ¡Fuera! ¡Fuera!

—¿Es que los americanos se preparan para asaltar el fuerte? —preguntó el verdugo.

—No cabe duda; habrán aprovechado la oscuridad de la noche para invadir la isla, escoltados por la «Tonante».

—¿Conseguirán los americanos tomar el fuerte por asalto? —preguntó «Petifoque».

—Hay la corbeta que pega, amigo mío, y sus cuatro morteros y las piezas de caza, sin contar las de las baterías; harán milagros.

»Vamos a ver.

Abrieron la puerta, y cruzados algunos pasillos, llegaron al patio.

Reinaba en él enorme confusión: parecía que los ingleses habían perdido su flema habitual, porque corrían de un lado a otro, como locos, gritando a más y mejor.

Los oficiales, los únicos que conservaron su sangre fría, daban órdenes tras órdenes, que se perdían en el fragor de los cañonazos, porque la corbeta reanudó en seguida su música infernal, y las piezas del fuerte empezaban a contestar.

—Estos soldados no resistirán largo tiempo —dijo el bretón—. La sorpresa les ha atemorizado.

»Vamos a ver lo que sucede: guardaos de las balas, amigos; recordad que no son confites.

Había escalerillas que conducían a las murallas.

«Cabeza de Piedra» escogió una al azar, y que en aquel momento estaba libre de soldados, y se colocó en una almena, donde unos veinte artilleros estaban emplazando unos cañones.

—¡Cuerpo de Batz! —murmuró—. Ya estamos. Los bravos americanos han cumplido la palabra.

»¡Ahí vienen!

Con una sola mirada se hizo cargo de la situación.

La corbeta había anclado a corta distancia del fuerte, dentro del canal, y empezaba a disparar furiosamente.

Del otro lado de la isla, numerosas lanchas estaban desembarcando tropas y artillería.

Se trataba de tres mil hombres escogidos, con unos veinte cañones, al mando de dos coroneles: Moultrie y Astre.

Habían desembarcado ya gruesas partidas, que emplazaron al punto la artillería, mientras dos centenares de batidores, ocupando un bosquecillo, empezaron un nutrido fuego de fusilería.

—¿Qué dice usted a esto? —preguntó el verdugo a «Cabeza de Piedra».

—Que esta noche el baronet dormirá a bordo de la nave —contestó el bretón.

—Y, sin embargo, el fuerte está bien armado y su guarnición es bastante numerosa.

—Digo que no resistirá. ¡Cuidado! El ataque principia y será mejor que nos refugiemos en alguna casamata.

—Y será mejor también, porque el comandante del fuerte, al no encontrarnos, aplazará la ejecución para cuando se haya dado la batalla.

A pocos pasos había una casamata vacía, y los tres bretones se apresuraron a ocuparla, mirando ansiosamente a través de las aspilleras.

Los artilleros de la batería próxima, harto ocupados, no fijaron atención en ellos.

El ataque se libraba en aquel momento con grandiosidad espantosa.

Cincuenta piezas estaban cambiando balas y granadas con un ruido infernal.

El fuerte había empezado a responder vigorosamente; pero su fuego resultaba vencido por las cuatro grandes piezas de caza de la corbeta y los cuatro morteros, que lanzaban sus bombas, incluso dentro de los patios, poniendo en fuga a todos los ingleses que se encontraban en ellos, y matando a buen número de los mismos.

Tampoco por parte de los americanos podían obtener grandes ventajas, porque los dos coroneles habían llevado con ellos únicamente piezas gruesas, que más tarde habían de armar el fuerte que se tenía que construir en la isla Sullivan, y debía llamarse precisamente Moultrie, para impedir que la escuadra inglesa pudiera dirigir sus tiros más allá de Charlestown.

Balas y bombas caían abundantes sobre el fuerte, inutilizando de cuando en cuando algunas piezas. Eran los morteros los que con sus grandes bombas producían los mayores daños, provocando con sus explosiones continuos principios de incendio que apartaban a buena parte de la guarnición de la defensa general.

Mientras, los americanos, a quienes el apoyo de la corbeta hizo más audaces, empezaron a desplegarse, formando tres columnas de asalto.

Los batidores, provistos de escalas, formaban la vanguardia, y pocas veces fallaban sus golpes, que esparcían un verdadero terror entre los defensores del fuerte.

A tal punto habían llegado las cosas, cuando un suboficial inglés se precipitó dentro de la casamata donde se habían refugiado los tres bretones.

—¡Finalmente les he encontrado! Hace media hora que les ando buscando, con grave riesgo de morir destrozado de un cañonazo.

—¿Nos busca usted? ¿Y con qué objeto? —preguntó tranquilamente «Cabeza de Piedra».

—El comandante del fuerte quiere ver a ustedes.

—Podía dejarnos aquí a gozar enteramente de este espectáculo interesante —contestó «Cabeza de Piedra»—. La ejecución está señalada para las seis de la tarde; por lo tanto, podría dejarnos tranquilos.

—Yo no sé lo que quiere —dijo el suboficial—. Me ha encargado que les busque y he corrido diez veces el riesgo de ir al otro mundo sin haber disparado un solo tiro.

»¡Sigan!

—¿Con esta granizada de balas? Dígalo usted mismo. Nosotros ahorcamos a los demás, pero no deseamos irnos tan pronto bajo tierra. Nosotros no somos soldados.

El suboficial hizo un ademán de impaciencia y luego prosiguió con voz tan imperiosa que no admitía réplica:

—Con bombas o sin bombas, tienen ustedes que seguirme: ésta es la orden del comandante del fuerte.

—Le seguiremos si responde usted de nuestra piel —trató de contestar «Cabeza de Piedra».

—Pronto acabaré. Llamaré a un piquete armado.

—¡Oh! no se excite usted tanto, señor mío. Tenemos buenas piernas aún para seguirle, sin necesidad de que nos acompañen las bayonetas.

Al ver que toda resistencia habría sido imposible, los tres bretones, después de cambiar una mirada, se decidieron a seguir al suboficial, que murmuraba:

—¡Qué comodones son estos verdugos!

Apenas salidos de la casamata, una bala de buen calibre pasó por encima de ellos y fue a destrozar el avantrén de un cañón que había quedado ya fuera de combate.

—Señor mío —dijo «Cabeza de Piedra», fingiéndose asustado—, usted quiere que nos maten.

—¿Y qué? —contestó el suboficial—. No servís vosotros más que para ahorcar a los demás.

—Ya le he dicho que no somos hombres de guerra, por cuyo motivo no podemos tener confianza en las balas.

—Con que quede vivo uno de ustedes, basta.

—Gracias —contestó el bretón, irónicamente—. Es usted amable como un oso.

Otra bala, que salió probablemente de la corbeta, silbó en alto y se llevó en fila a tres artilleros que estaban recargando un cañón a poca distancia, dejándolos muertos en el acto.

—Si nos hubiese tocado a nosotros, señor suboficial, no habría quedado ni un verdugo.

El inglés, que había palidecido de un modo atroz, bajó de prisa la escalerilla y condujo a los tres bretones al patio de honor de la fortaleza, frente al cual se alzaba la pequeña capilla.

Un viejo coronel, el comandante de la guarnición, se separó de un grupo de oficiales, con quienes estuvo hablando hasta entonces animosamente, y se acercó a los bretones.

—¿Cuál de ustedes es el verdugo? —preguntó.

—Yo —respondió el ex presidiario.

—Nos vemos obligados, como pueden ustedes comprender, a anticipar la ejecución, porque el fuerte corre un gravísimo peligro.

»Hoy los americanos pelean como si fuesen antiguos soldados, y no sé si conseguiré rechazar el asalto.

—¿Y querría usted, coronel…? —preguntó el verdugo.

—Ahorcar al prisionero antes que lleguen los americanos hasta aquí.

—¿Y dónde? La horca no ha sido levantada aún.

—En media hora podrá usted levantarla —dijo el coronel—. Nos sobran maderas, clavos y martillos.

—¿Y dónde hay que levantarla?

—Aquí; en medio de esta plaza.

—¡Con las balas que caen! Yo he dejado Boston, coronel, con el firme propósito de volverme a casa sano y salvo, sin ninguna mutilación.

El comandante frunció el ceño.

—¿Tiene usted miedo?

—Mi oficio es el de verdugo, y no he de mezclarme para nada en los cañonazos.

—Siendo así, pique usted un buen clavo a aquella pared y ahórquelo allí mismo.

—Yo, coronel, sigo mi infame profesión de ejecutor de la justicia con arreglo a las prácticas establecidas, y no me prestaré jamás a ejecución semejante.

—Pues, entonces, levante usted la horca.

—Si garantiza usted mi vida y la de mis ayudantes.

—Ni yo recojo la piel de nadie, ni estoy dispuesto a servirles de escudo con mi cuerpo.

»El gobierno le paga; cumpla usted.

En aquel momento una bomba lanzada por uno de los cuatro morteros de la «Tonante» cayó con gran estrépito en el vasto patio, estallando a poca distancia del grupo de oficiales.

De siete que lo formaban, cinco cayeron muertos. Los otros dos quedaron milagrosamente ilesos.

—Coronel —dijo el verdugo—. Como ve usted, es imposible levantar la horca.

»Si quiere usted ahorcar a aquel hombre, haga trabajar a sus soldados.

»Por lo que a mí atañe, me voy antes que otra bomba se lleve mi cabeza y las de mis ayudantes.

»Soy el único verdugo que trabaja para las colonias americanas, y tengo el derecho de conservar mi existencia.

—Haré, pues, que la levanten mis soldados, puesto que tiene usted miedo —respondió el coronel.

—Como usted quiera, señor.

Otras dos balas, lanzadas esta vez por los cañones de caza de la «Tonante», atravesaron el patio, hundiendo parte del cuartel que había en la justa línea de tiro.

—¡Tempestad! —gritó «Cabeza de Piedra»—. Son píldoras demasiado gruesas para nuestras cabezas. ¡Piernas! ¡Piernas!

Y emprendiendo veloz carrera, se dirigió al almacén, seguido de «Petifoque» y el verdugo, los cuales no tenían el menor deseo de trabar conocimientos ni siquiera con las balas amigas de la corbeta, porque éstas, no teniendo un buen par de anteojos en las narices, como decía «Cabeza de Piedra», no podían distinguir a los amigos de los enemigos.

Apenas estuvieron en el almacén, encontraron al cantinero, que se arrancaba desesperadamente los pocos cabellos grises que le quedaban.

El desgraciado gritaba como un niño.

—¡Oh, Don Pedro Paga! ¿qué le ha ocurrido a usted? —le preguntó el bretón—. ¿Se le ha muerto la mujer?

—¡Qué mujer! ¡Qué mujer! No la tuve nunca.

—E hizo usted muy bien. Tampoco yo quise a ninguna de aquellas furias, que, tarde o temprano, hacen perder la brújula a los marinos más viejos.

»¡Le admiro!…

El cantinero seguía gritando y arrancándose los cabellos.

—Calma, Don Pedro Paga. Si sigue usted así, se las habrá luego con el mostacho, que lo tiene magnífico, digno de un soldado antiguo, y quedará rapadito como cura anglicano.

—¿No sabe usted? —gritó el desgraciado, que parecía haber perdido el juicio.

—Hasta ahora no sabemos nada. Explíquese.

—Mi cantina…

—Adelante.

—Destruida por una bomba.

—Que habrá ido a meterse precisamente entre los jamones, los salchichones, los quesos de Holanda y las botellas de cerveza doble.

»Sería una bomba hambrienta y sedienta.

»Usted ve, pobre amigo, que ha sufrido una gran equivocación. Si todas las provisiones las hubiese traído aquí, estarían todavía en buen estado.

»Ya ve usted lo que quiere decir ser desconfiado. Tenía usted miedo a nuestros dientes y nuestras gargantas.

»Pero supongo que todo, precisamente todo, no habrá sido destruido por la maldita bomba.

»¿No habrá quedado, por casualidad, alguna botella intacta?

—En medio del desastre general, espero encontrar una; pero…

—Pero, Don Pedro Paga.

—Como será la última, no se la daría por menos de diez dólares.

—Señor cantinero —gritó el bretón, extendiendo los puños—. Vaya usted a venderla a los americanos, que en breve se la beberán sin darle un penny por ella.

»¡Salga usted de aquí, ladrón!…

El cantinero, asustado, apretó a correr, como si tras de sí tuviese la punta de una bayoneta.

—Vamos a encontrar a sir Guillermo —dijo «Cabeza de Piedra»—. Ahora podemos forzar todas las puertas.

Sin molestarse en quitar la cerradura, dio a la vieja y carcomida puerta un poderoso empujón, arrancándola de los goznes.

El baronet, al oír aquel mido, se levantó, mientras el capellán del regimiento, creyendo tal vez que había caído alguna bomba, se acurrucaba prudentemente bajo la mesa.

—¡Los verdugos! —exclamó sonriendo—. ¿Vienen ustedes para ahorcarme? Estoy pronto.

«Cabeza de Piedra» le cogió rápidamente, y mientras le recogía en la nuca sus largos cabellos rubios, sujetándolos con una especie de capuchón que luego el verdugo había de bajar hasta la barba, le dijo:

—Recuerde usted cuanto le dije. Apenas la cuerda se rompa, finja usted caer desvanecido.

—¿Yo? ¡Un corsario! ¡Un hombre de mar!

—Se trata de la piel, mi comandante. Además, los americanos, antes de una hora, estarán bajo el fuerte y darán el asalto.

»Le aseguro que combaten denodadamente y que desafían con intrepidez a la artillería del fuerte, sin retroceder un paso.

—Entonces vamos a que nos ahorquen —dijo el corsario.

—¡Bah! En la vida humana todo está escrito.

El verdugo, mientras, había quitado de un paquete el famoso lazo y examinándolo con rapidez.

«Petifoque» hablaba con el capellán.

—¿Precisamente que le ate los brazos por la espalda? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Es necesario —contestó el verdugo, dándole una cuerdecita.

Luego, inclinándose rápidamente hacia él, añadió:

—Haga usted uno de aquellos nudos que al menor esfuerzo se deshacen.

—Ya me entiendo en cuestión de nudos, y puede usted estar seguro de que apenas caiga, los brazos del capitán estarán libres.

—Corriente.

En aquel momento entró el suboficial, diciendo en son de mofa:

—Han levantado la horca, pero ha costado la vida a cuatro bravos soldados.

—Ya le dije al coronel que aquel patio era peligroso —contestó «Cabeza de Piedra»—. Tenía que aguardar que los americanos se marcharan.

—¡Marcharse! Nos estrechan cada vez más, y en breve darán el asalto.

»Nunca les vi luchar con tanta rabia como hoy.

—Tendrán frío y querrán calentarse con el fuego de la artillería.

—¿Siempre están ustedes tan alegres, señores verdugos?

—Sí, y sobre todo cuando se trata de mandar al otro mundo a un personaje importante —contestó el bretón.

El suboficial le dirigió una mirada atravesada; pero no creyó oportuno seguir aquella conversación.

El capellán habíase, en tanto, acercado al baronet, con un crucifijo en la mano, diciéndole:

—Valor, hijo mío. Tarde o temprano, la muerte llega para todos.

—Un hombre de mar tiene siempre valor sobrado —contestó el baronet, que conservaba una sangre fría maravillosa—. La muerte nunca dio miedo a quien está acostumbrado a desafiar los furores de los océanos.

»Señor verdugo, ¿está preparado el lazo?

—Sí, señor.

—Vamos, pues. En breve todo habrá terminado.

El suboficial se colocó delante, empuñando una pistola; seguían el corsario con el capellán y luego los tres verdugos.

Al exterior, la artillería se dejaba oír terriblemente; tres gruesas baterías americanas y las piezas de la corbeta derribaban rápidamente los glacis y hundían las murallas y los tejados de los cuarteles.

También la fusilería se dejaba oír intensísima y muy cercana; señal evidente de que los americanos corrían ya al asalto, sin que les asustara la metralla que disparaba la fortaleza para apocarles.

Muchas balas caían también en el patio, donde el comandante del fuerte había podido, a duras penas, reunir siete u ocho soldados que casi no podían sostenerse ante la horca.

El corsario miró tranquilamente el lúgubre aparato, levantado de cualquier manera, y bajo el cual habían ya colocado una silla para quitarla de bajo los pies del condenado en el momento oportuno.

El comandante del fuerte fue a su encuentro, diciéndole con áspero acento:

—Caballero, hace usted asesinar a mis soldados; he perdido ya cuatro por su culpa.

—Espero que me acompañarán en el gran viaje al mundo de las eternas tinieblas —respondió el baronet—. No me acuse usted por su muerte.

»Tenía usted que hacerme ahorcar antes que los americanos atacaran el fuerte.

—Basta de charla; verdugo, ahórquele.

El ex presidiario se subió a la horca y ató el lazo, mientras las balas y las bombas seguían cayendo en gran número, y «Cabeza de Piedra» se mordía las uñas para no arrojarse sobre el coronel y colocarle en el lugar del comandante de la corbeta.

—¡Dese prisa! —gritó el coronel.

—Calma, caballero —contestó «Cabeza de Piedra», que seguía haciendo inauditos esfuerzos para contenerse—. Ahorcar a un hombre es a veces cosa fácil; a un caballero es más difícil. Se necesitan ciertos miramientos.

—¿Cómo sabe usted que este condenado es un caballero? —preguntó el comandante.

—¡Vive Dios! ¡Cómo que es el hermano del marqués de Halifax!

—¿Qué ha dicho usted?

—El hermano del marqués de Halifax —respondió el bretón.

El coronel no contestó.

El verdugo de Boston había, en tanto, colgado el lazo en la traviesa de la horca y bajado precipitadamente, diciendo:

—Estoy pronto.

—Ahórquele en seguida —contestó el comandante.

—Mientras no caiga una bomba que se nos lleve a todos —contestó el verdugo.

—Dese usted prisa.

—Suba usted a la silla —ordenó el verdugo al corsario.

El baronet obedeció dócilmente, después de besar el crucifijo que el capellán de la guarnición le presentó, y se dejó poner el lazo en el cuello y colocar el negro capuchón hasta la barba, sin protestar.

El verdugo de Boston, mientras las balas seguían silbando, dio una vuelta en tomo de la horca, para ver si todo estaba preparado, y luego, con un brusco movimiento, quitó la silla bajo los pies del corsario.

Precisamente en aquel instante los cañones de caza de la corbeta hicieron una descarga a través del patio.

El corsario, abandonado a sí mismo, pendió un momento al extremo del lazo y luego cayó de golpe.

El verdugo se le arrojó encima al momento, ensanchándole el lazo ante todo.

—¿Qué hace usted? —gritó el comandante del fuerte, empuñando una pistola.

—Mi deber, señor —contestó fríamente el verdugo.

—¿Cuál?

—Este hombre, según las leyes inglesas, no será ahorcado hasta pasadas cuarenta y ocho horas.

—¿A quién lo dice usted?

—A usted, que no fue nunca el representante de la justicia, y no puede, por lo mismo, entender en estos asuntos.

—¿Cómo se ha roto la cuerda?

—¡Quién sabe! La habrá cortado una bala.

—¿Está usted bien seguro de ello?

—Lo supongo, porque mi cuerda había ahorcado a trece hombres.

—El punto de Judas —susurró «Cabeza de Piedra».

—¿Y no podría usted anudarla y ahorcarle de nuevo?

—Las leyes inglesas se oponen a ello, señor, y yo no quiero asumir ninguna responsabilidad.

—¿Y si yo se lo ordenara?

—Rehusaría a obedecerle —contestó el verdugo, con firme acento.

—Entonces le haré fusilar.

—No, coronel. Este hombre me ha sido confiado y sólo morirá a mis manos.

»Yo soy el verdugo de todas las colonias americanas, y sólo obedezco al gobierno de Londres.

El coronel lanzó tres o cuatro blasfemias, despidió a los soldados y al suboficial y dijo a los tres verdugos:

—Condúzcanle otra vez a la capilla.

«Cabeza de Piedra» cogió al baronet en sus robustísimos brazos y echó a correr, seguido del verdugo, «Petifoque» y el coronel.

El capellán, asustado tal vez de las bombas, que seguían cayendo, se había eclipsado, refugiándose probablemente en alguna casamata.

El bretón entró como un rayo el primero en el almacén y luego en la capilla, en cuya mesa ardían aún dos velas, y lo colocó en una hamaca.

El comandante del fuerte dirigióse al verdugo y le preguntó:

—¿De modo que se niega usted a ahorcarle?

—La ley no lo permite hasta pasadas cuarenta y ocho horas.

—¿Se niega usted?

—Absolutamente, señor.

—Siendo así, le mataré yo.

Sacó del cinto una magnífica pistola inglesa de dos cañones y apuntó al corsario, que seguía conservando una inamovilidad absoluta, como si la fingida ejecución le hubiera casi matado.

Pero, por fortuna, «Cabeza de Piedra» le vigilaba. Su puño de hierro cayó sobre el del coronel, y volvió la pistola contra aquel justiciero de nuevo cuño, disparando dos tiros.

Dos detonaciones resonaron, perdiéndose en el fragor de los cañonazos.

El coronel, herido en pleno pecho, cayó sin lanzar un grito.

—¿Qué has hecho, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque», asustado.

—Ya lo ves: le he matado —contestó el bretón.

El corsario, al oír los dos tiros tan cercanos, se levantó de golpe.

—¿Muerto? —preguntó.

—Le habrían matado los americanos —contestó «Cabeza de Piedra»—. Están ya al pie de las trincheras y montan al asalto.

»¿Oye usted?

Hurras formidables resonaban al exterior. Los batidores habían plantado las escaleras, aprovechando el fuego de su artillería, que derribaba a los defensores del fuerte y montaban furiosamente al asalto.

«Cabeza de Piedra» cogió al coronel, lo arrojó bajo una hamaca y luego gritó:

—¡Fuera! ¡Fuera! Hagamos también algo nosotros.

Quitóle al coronel la espada y otra pistola de dos cañones.

—¡Al ataque! —gritó.

El corsario había cogido una barra de hierro que antes sirviera para desclavar la puerta, y los cuatro hombres se dirigieron al patio, que en aquel momento estaba desierto.

Balas y bombas seguían lloviendo con indecible furia.

Las piezas inglesas, reducidas ya al silencio, no contestaban, ni a los tiros de la corbeta, ni a los de la gruesa batería americana.

La guarnición, diseminada, llamaba en vano en alta voz al comandante, que sólo «Cabeza de Piedra» sabía dónde se encontraba.

Los americanos, protegidos por su formidable batería, que había destruido las principales piezas del fuerte y destrozado sus carros, corrían al asalto, como bandadas de lobos, sosteniéndose, de cuando en cuando, con nutridas descargas de mosquetería, que derribaban a los últimos artilleros, que trataban aún de resistir.

El fuerte de Johnson estaba perdido ya. Ni la escuadra inglesa, que vagaba por la bahía, habría podido salvarlo, porque la corbeta, sólidamente anclada en el canal y formidablemente armada, no habría sido fácil echarla de allí, donde estaba a cubierto de las grandes baterías americanas, las cuales podían perfectamente atravesar la isla y batirla bien.

«Cabeza de Piedra», al oír las balas granizar, empujó al baronet y a sus compañeros a una casamata, diciendo:

—Esperemos que el combate haya terminado. Nosotros solos bien poco podremos hacer, ¿verdad, comandante?

—Yo apruebo siempre lo que tú haces —contestó sir Guillermo, con su acostumbrada pálida sonrisa.

—Cuando los americanos estén aquí, nos daremos a conocer, y espero que no nos clavarán sus bayonetas en el pecho.

»Pero usted, comandante, va provisto de una buena barrera de hierro, que pesará de un modo enorme.

»Si los primeros en llegar no se entienden de razones, con ese bastoncito les pondré a raya.

—Claro está que no lo querrán de momento comprender, viéndonos vestidos de verdugos —dijo «Petifoque».

—Ponte en camisa; nadie te lo impide.

—Más tarde, cuando haga más calor —respondió el joven gaviero.

Mientras, el asalto se aproximaba. Las murallas, los reductos y las almenas, destrozados por furiosas descargas de metralla, abatían rápidamente a los artilleros, que tenían la mayor parte de sus piezas fuera de servicio.

Los batidores o extrabatidores, como les llamaban en aquella época, habían bajado ya a los fosos y plantado las escaleras, estimulándose mutuamente con estrepitosos hurras.

La infantería ligera estaba tras ellos, pronta a montar al asalto, mientras la pesada seguía descargando sus mosquetes y sus carabinas.

—Ahí están —gritó de pronto «Cabeza de Piedra», que observaba el combate a través de una aspillera.

Los batidores montaban, en efecto, intrépidamente al asalto, quemando en las escaleras sus últimos cartuchos.

En un momento alcanzaron las murallas, trabajando ferozmente con las bayonetas y clavando en ellas a no pocos artilleros ingleses.

La guarnición del fuerte, desorganizada ya, huía en todas direcciones, tratando de parapetarse en el cuartel; pero los batidores, más listos que ellos, ocuparon en un instante el gran patio, en cuyo centro se levantaba la horca, intimando la rendición y amenazando, en caso contrario, con un exterminio completo.

En aquel momento, cuatro soldados, guiados por un oficial, se precipitaron con la bayoneta calada dentro de la casamata, ocupada por el comandante de la corbeta, dos marineros de la «Tonante» y el verdugo, gritando furiosamente:

—Tiéndanse, o les matamos.

«Cabeza de Piedra», que a guisa de precaución tenía empuñada la barra de hierro, le hizo describir un terrible molinete, estallando en una carcajada.

—¿Y qué? —gritó—. ¿Querrían ustedes matar al comandante de la «Tonante», cuyas piezas en este momento destruyen a los ingleses y a sus marinos?

»¡Abajo las armas, cuerpo de un tiburón!

El oficial miró con estupor a los cuatro hombres, bajando la espada, ya tinta en sangre inglesa.

—¿Ha dicho usted el comandante de la «Tonante»? —exclamó.

—Aquí está, señor mío, el baronet sin Guillermo Mac Lellan —contestó el mayordomo, señalando al comandante—. Por este valiente se han batido ustedes. Me lo ofreció el coronel Moultrie.

—¡Usted, señor! —gritó el oficial, volviéndose rápidamente hacia el baronet.

—Sí, yo soy —contestó el comandante de la «Tonante».

—¿Es posible? ¿Luego no le han ahorcado?

—No; gracias a la astucia y generosidad de este valiente, a quien llaman el verdugo de Boston.

»Si vivo aún, a él lo debo.

Acercóse al ex presidiario, el cual habíase tornado tan pálido, que parecía iba a desmayarse.

—Venga su mano, verdugo —le dijo—. Debo a usted la vida.

El verdugo retrocedió asustado, dejando caer los brazos.

—Venga la mano, le he dicho —repitió el corsario—. Sin usted, a estas horas habría muerto.

Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos del verdugo, y después su mano, tímidamente al principio y resueltamente después, se extendió como un resorte, y aquellos dedos que habían ahorcado a tantas personas, estrecharon enérgicamente la mano que el caballero le ofrecía.

—¡Cómo!… ¿Un verdugo que llora? —balbució «Cabeza de Piedra»—. ¿Se vio jamás cosa semejante?

—Sir —dijo el oficial—, vámonos, ya que en breve el fuerte de Johnson quedará totalmente destruido.

»Lo juramos, y mantendremos el juramento.

La guarnición, más que diezmada por la artillería de la corbeta y los cañonazos de las grandes baterías americanas, después de una tentativa de resistencia dentro del cuartel, amenazada con verse quemar viva, se rindió por fin a los dos coroneles americanos.

El fuego se suspendió; pero otro mucho más terrible ocupó el puesto de la artillería.

—Arriba —dijo «Cabeza de Piedra»—. Ha llegado el momento de irnos también nosotros antes que sufrir una verdadera cremación. En el agua estoy en mi elemento; pero en el fuego, no. Éste sólo es bueno para encender la pipa, y mi antigua reliquia, no sé por qué motivo, no tira ya.

»Más tarde veré si la hago funcionar.

Los americanos desalojaban rápidamente la fortaleza, envuelta ya en las llamas, siendo los primeros en salir los prisioneros ingleses.

Los pocos cañones que no fueron clavados, se los habían llevado ya los vencedores, quienes se proponían construir otro fuerte a poniente del de Johnson y otro al extremo septentrional de la isla Sullivan, para tener a raya a la escuadra inglesa con poderosas baterías.

Anochecido ya, no quedaba del fuerte más que miserables ruinas, y el corsario, junto con el coronel Moultrie, sus dos marineros y el verdugo de Boston, que había renunciado desde aquel día a su infame profesión para ser de nuevo marino, se encontraban reunidos en la «Tonante».

CAPÍTULO XXII. ÚLTIMAS ESCENAS

LA escuadra inglesa, sorprendida por la rapidez del ataque, no tuvo tiempo de reunirse para correr en auxilio del fuerte de Johnson, pues estaba dispersa por la bahía.

Cuando al fin se decidió a moverse, era demasiado tarde. Las llamas devoraban con rapidez espantosa los cuarteles, los reductos y los almacenes, y todo iba cayendo.

No eran los americanos los que corrían peligro, puesto que se habían gallardamente reforzado en la isla con su poderosa batería y sus piezas ganadas a los ingleses.

Era la corbeta, que de un momento a otro podía ver que le caía encima la escuadra entera, la cual, aunque vieja, disponía de un buen número de cañones y una fragata que por sí sola podía medir sus fuerzas con la «Tonante».

Volver a la Mantica no era posible, porque el camino estaba cortado; a la corbeta no le quedaba otro remedio que huir en seguida a alta mar, donde podría servir mejor a los americanos dando caza a las naves que intentaran introducir en la bahía grandes cargamentos de víveres, y sobre todo de pólvora, porque la guarnición estaba totalmente exhausta.

El corsario, apercibido del grave peligro que le amenazaba, hizo desembarcar al punto al coronel, prometiéndole un pronto regreso, y luego hizo levar las anclas y desplegar las velas.

«Cabeza de Piedra», que consiguió al fin hacer funcionar la pipa, se encargó de dirigir la nave.

—Cuando lleguen seremos los gavilanes del Atlántico —dijo a «Petifoque» y al verdugo, que habían trocado sus lúgubres vestidos por los de los marineros.

Aludía a la escuadra inglesa, la cual, por su desgracia, había perdido demasiado tiempo en reunirse y reorganizarse.

El viento era de poniente, fresco, e hinchaba las velas de la corbeta.

Con una soberbia bordada, saltó del canal, saludada por los hurras de los americanos, que la consideraban ya como una parte de su escuadra, tomó el viento en popa y se dirigió rápidamente hacia la salida del puerto, disparando sus piezas de caza de popa.

Las naves inglesas no tardaron en contestar, pero la distancia era demasiado grande y sus balas caían a la estela que dejaba la «Tonante».

—Mejor harían en guardar la pólvora, ya que están escasos de ella —murmuró «Cabeza de Piedra», el cual, fumando ferozmente, no abandonaba el timón.

La corbeta, que había soltado todas sus velas, superó el último paso del antepuerto, y se perdió en la brumosa noche, saludando irónicamente a la escuadra con cuatro disparos de los morteros, cuyos proyectiles caerían indudablemente en el agua.

El corsario, junto con su lugarteniente, se acercó a «Cabeza de Piedra», el cual, por respeto, dejó la pipa en la borda de popa.

—Hacia las Bermudas —le dijo—. Hemos de recoger a todos los corsarios y barrer del Océano las naves inglesas que intentaran introducir en Boston víveres y municiones.

»La ciudad ha de caer, y María de Wentwort volverá a mis brazos.

Y la corbeta, empujada por un buen viento y favorecida por un mar tranquilo, se deslizó hacia el Sudeste, riéndose de la escuadra inglesa, que por otra parte no se atrevió a perseguirla, sabiendo con qué clase de velero se las había de entender.

Tres días después, la «Tonante» daba fondo ante la bahía de Sommerset, de la gran Bermudas, donde se encontraban ya reunidos tres bricbarcas, armados por caballeros franceses de la Picardía, deseosos de pelear contra los odiados ingleses, antes que su gobierno declarase formalmente la guerra y mandara sus buques y sus soldados en auxilio de los americanos.

Sir Guillermo, que había recorrido la Mancha, era harto conocido de los caballeros franceses.

Fue, por lo tanto, acogido con los brazos abiertos por los tres valientes picardos y nombrado en plena sesión almirante de la pequeña escuadra, la cual disponía de unos cuatrocientos hombres, bretones en su mayoría, y ochenta y cuatro cañones.

Acordóse volver al punto a Boston, para impedir el aprovisionamiento de la plaza, la cual, de día en día, veía faltarle, no sólo los víveres, sino las municiones.

Verdad era que tampoco los sitiadores se encontraban en mejor situación, porque todo el territorio que se extendía en torno de Boston estaba de tal modo saqueado, que no era posible encontrar un pollo.

El largo y feriz bombardeo había gastado casi por completo sus provisiones de guerra.

Habíanse enviado ya numerosas y velocísimas naves a las costas de la Guinea africana para adquirir pólvora y armas, y los finlandeses habían mandado a las Bermudas una gran barca y los carolinianos una corbeta, que tuvieron la fortuna de quitar ciento diez barrilones de pólvora.

Esto, empero, no bastaba para un sitio tan prolongado, seguido de un no interrumpido bombardeo que hacía desaparecer las municiones, con no poco trabajo recogidas, con gran rapidez.

Y conste que la asamblea de Massachusetts había dictado órdenes severísimas para que los habitantes no gastaran una descarga de fusil ni contra las aves, ni contra las fieras.

El Nuevo Hasplure había armado ya una nave de treinta y dos cañones; el de Massachusetts otra de veinticuatro; otra el Connecticut, de veinticuatro, y otras cuatro la isla de Rodas, la Maryland y la Pensilvania.

El Congreso, después de un largo debate, nombró almirante de esta escuadra, con tanta rapidez constituida, a cierto capitán Hopkoin, concediéndole cartas de marca y de represalia.

Aquella escuadra, bastante poderosa para cruzar el Atlántico, se reunió poco a poco en torno de la de sir Guillermo, reconocido ya como el más hábil y más intrépido marino al servicio de los insurrectos americanos.

Y perseguía esta escuadra con furor a las naves inglesas, las cuales, sorprendidas de tanta audacia, que no se esperaban por parte de los americanos, después de un encuentro de pocos e inútiles cañonazos, se rindieron a discreción.

Los corsarios hacían presa de las naves, cargadas de pólvora y armas con destino a la guarnición de Boston; pero hacían, sobre todo, gran acopio de víveres.

El gobierno inglés, noticioso de las graves estrecheces en que se encontraba la guarnición de Boston, embarcó con un gasto incalculable un número enorme de bueyes, cabras, terneras, carnes saladas y vegetales, y en pocas y rápidas naves lo mandó hacia aquella ciudad.

La escuadra americana al mando de sir Guillermo, que cruzaba de continuo delante de Boston, cayó de improviso sobre las naves enemigas, detenidas por una gran calma, y después de pocos cañonazos, las capturó a todas.

Era un recurso enorme, inesperado, para los sitiadores, porque los ingleses, además de muchos víveres y municiones, embarcaron también una cantidad extraordinaria de carbón para calentar los cuarteles de invierno.

Había pasado el otoño y los primeros fríos avanzaban con intensidad.

Howe, el comandante de la plaza, asustado del gran número de bocas que tenía que nutrir, siendo así que no llegaba recurso alguno, hizo salir de la ciudad a unos ochocientos habitantes inhábiles y en su mayor parte atacados de viruelas.

Su plan consistía en contaminar el campo americano y llevar a él el estrago, sin necesidad de bombas y de furiosos combates.

Y a guerra tan infame contestaron los americanos estrechando cada vez más el cerco de la plaza.

La Cámara de Massachusetts, temerosa de que los residentes y los provincianos, alistados por sólo un año, se volvieran a sus casas antes que fuera tomada la ciudad, que había costado al Congreso tantos sacrificios en hombres y en dinero, emitió con prontitud cincuenta mil billetes de esterlinas de crédito, en los, cuales estaba representado un soldado americano empuñando una espada derecha, en torno de la cual se leían estas palabras latinas:

Ense petit placidam sub libertate quietem

Temerosos mientras los americanos de que llegaran de Inglaterra socorros para los sitiados, al principiar el invierno, mientras su flotilla seguía pirateando, decidieron hacer un esfuerzo supremo para apoderarse de Boston.

Washington, con los generales Lee y Gorge, que hacían armas en los alrededores de New York, al comprender que el buen éxito de la causa americana dependía de la caída de Boston, para demostrar a las potencias europeas que sabían luchar gallardamente, al par que para estimular a sus compatriotas, que empezaban a dudar del buen éxito final, bajaron hacia el Sur a marchas forzadas, llevando consigo millares de residentes y un buen número de piezas de sitio.

Aquel refuerzo fue de gran utilidad para los sitiadores, que comenzaban a encontrarse mal, a causa del gran frío que había sobrevenido y contribuía a descorazonar no poco a los sitiados, que en vano aguardaban los prometidos auxilios de la madre patria.

Les faltaban víveres, carbón y, sobre todo, leña, mientras los americanos recibían de cuando en cuando de su flotilla alguna nave cargada de bueyes capturados a los ingleses.

Washington y sus generales tomaron al punto las oportunas medidas para estrechar mayormente la plaza e impedir que la guarnición pudiese en modo alguno aprovisionarse.

Aprovechando el hielo, el héroe americano envió grandes vanguardias hasta los muros de Boston, para que inquietaran día y noche a los ingleses con fingidos asaltos.

Hizo, además, construir dos grandes baterías flotantes en la embocadura del río Cambridge, para atacar a la playa desde aquel lado.

Luego se acordó ocupar todas las alturas que dominaban la ciudad, que los ingleses, debilitados y faltos de municiones, no estaban ya en situación de defender.

De Ticonderoga y de Crownpsint había llegado, en tanto, al campamento americano, artillería gruesa con una considerable provisión de obuses y bombas.

Los americanos reanudaron, pues, el bombardeo con verdadero furor.

La noche del 2 de marzo de 1776, todas las piezas americanas instaladas con no poco trabajo en las alturas, donde habían improvisado reductos, empezaron a disparar, provocando muchos incendios dentro de la plaza, pues estaban ya tan próximos, que los proyectiles caían en las casas, hundiendo los techos.

La guarnición, falta de pólvora y ocupada en apagar los continuos incendios, no respondía casi, y por ello fue que los americanos aprovecharon la noche del 4 de marzo para enseñorearse de las últimas alturas.

La noche era propicia y el viento favorable, hasta el punto de no llevar hasta los oídos del enemigo el poco estrépito que no se habría podido evitar en un movimiento de millares de hombres.

Los americanos, comprendiendo que de la conquista de los últimos baluartes, de donde podían redoblar el bombardeo, dependía la suerte de la plaza, entraron en la empresa con grande arrojo, a pesar de la intensidad del frío.

Protegidos por las baterías de Phipps farm y de Roxbury, que no cesaban un instante de arrojar dentro de Boston centenares y centenares de bombas, ochocientos batidores pasaban el istmo de Dorchester, seguidos al momento de mil doscientos residentes y muchos carros llenos de gaviones, clavos y balas de hierro, para improvisar trincheras que les pusieran al abrigo de los tiros de la escuadra inglesa, que no cesaban de mortificar a los sitiadores.

Los americanos, con el silencio más profundo, llegaron felizmente a los últimos baluartes, sin que la guarnición, ocupada en apagar los incendios, se percatara de ello.

A la mañana, despejada la niebla, Howe hubo de darse cuenta, con sorpresa y rabia, de que el enemigo se había reforzado allá arriba, plantando la artillería.

Comprendiendo que la plaza iba a quedar encerrada en un círculo de hierro y fuego, como valiente general que era, acordó intentar un supremo asalto a las últimas posiciones americanas.

Washington, advertido del plan con tiempo, no titubeó en tomar sus precauciones para hacer retroceder a la guarnición dentro de la plaza y ahogarla luego con una tempestad de bombas.

Hizo perfeccionar rápidamente las improvisadas trincheras, proveyéndolas de nuevos cañones, llevó allí soldados de todos los alrededores, y estableció las señales que habían de hacerse en todos los montecillos que desde Roxbury se extienden casi sin interrupción hasta la embocadura de la Mantica.

No contento aún, habiendo conseguido la escuadra de sir Guillermo y del almirante Hopkins, aprovechando una noche de niebla, forzar el bloqueo y echar las anclas en las bocas de la Mantica, hizo subir allí unos cuatro mil hombres escogidos para que se aprovecharan de la confusión de la lucha que se iba a empeñar, a fin de atravesar el Cambridge y tentar un asalto desesperado.

El general Sullivan mandaba las primeras tropas encargadas de asaltar las últimas alturas y Greeve le seguía con muchos millares de soldados.

Por su parte Howe, comandante de la plaza, hizo construir un gran número de escaleras para dar el asalto a las trincheras americanas, confiando la temeraria empresa a lord Perey, a cuyas órdenes puso más de tres mil soldados, lo mejor que le quedaba todavía de su debilitada guarnición.

Habíanse ya puesto en movimiento y animosos los sitiados, comprendiendo que de aquel último esfuerzo dependía la suerte de la ciudad que desde tantos meses antes venían defendiendo obstinadamente sin reparar en sacrificios, cuando desembarcando en una baja tierra llamada la isla del Castillo, estalló un violento huracán, acompañado de una lluvia torrencial que hacía casi nula la eficacia de las armas de fuego.

Howe, desesperando de no hacer nada de provecho aquella noche, hubo de llamar de nuevo a sus fuerzas, mientras los americanos, desafiando valientemente la tormenta, se apresuraban a reforzarse.

El coronel Mifflin colocó gran número de botas llenas de piedras alrededor de las alturas, con objeto de que al emprender el enemigo el asalto, se hicieran rodar aquéllas con gran furia para romper las filas.

Howe, dándose cuenta de la imposibilidad de forzar las posiciones americanas y desesperando ya de recibir socorros de Inglaterra, decidió al fin, aconsejado asimismo por lord Durmonth, uno de los secretarios de Estado, evacuar la ciudad y huir a New York, que estaba entonces en poder de los ingleses.

No tenía a su lado una escuadra poderosa; sin embargo, los siete u ocho mil hombres que habían escapado al hambre, a las viruelas, a los bombardeos y a los continuos combates, podían refugiarse en ella.

Tratábase de ciento cincuenta naves, entre grandes y pequeñas, muy envejecidas por la larga permanencia en aquellas aguas, bastante corrosivas, y una sola fragata, la única que habría podido forzar el bloqueo, porque la escuadrilla del baronet y del almirante americano se apresuraron a hacerse a la mar para estar al acecho.

Las grandes dificultades consistían en transportar a los habitantes fieles a la causa inglesa y sus familias para librarles de una matanza.

Luego, el viaje era largo y difícil; el invierno se presentaba cruel; los víveres escaseaban y los soldados eran más bien sombras que hombres, incapaces actualmente de oponer una válida defensa.

Howe no vaciló. Había decidido retirarse a New York o a la isla de Halifax.

Mandados a llamar los notables de la ciudad, les expuso la gravedad de la situación y les enseñó las materias incendiarias que había solicitado para prender fuego en la ciudad en cuanto entraran en ella los americanos.

Aquella buena gente fue enviada luego al campamento americano, ante el general Washington, con súplica de no perturbar su marcha.

El jefe supremo de las fuerzas americanas, colocado entre la espada y la pared y no queriendo, por otra parte, la destrucción de la ciudad y la pérdida de las propiedades de aquellos desdichados que desde hacía catorce meses venían sufriendo el hambre y los insultos de la soldadesca, cedió con la condición de que Howe dejara allí la artillería y cuanto no pudiera embarcar.

Los soldados ingleses y alemanes, informados de la evacuación de la plaza, se entregaron durante dos días a un saqueo desenfrenado en perjuicio de los habitantes, y trataron de echar a perder la artillería, arrojando al mar algunas piezas que fueron más tarde recuperadas.

A las cuatro de la mañana del 17 de marzo empezó el embarque de la guarnición, a la cual se reunieron mil doscientas familias de ingleses, que, de haber permanecido en Boston, habrían corrido a su vez el peligro de pasar un tristísimo cuarto de hora.

La escuadra inglesa se componía, como hemos dicho, de unas ciento cincuenta naves, entre grandes y pequeñas, envejecidas ya, y no en disposición de sostener una batalla marítima, porque estaban llenas, además, de gente y muebles y útiles que los leales ingleses no habían querido abandonar.

No había una fragata que pudiera hacer frente a la corbeta de Sir Guillermo y disputarle la victoria.

La guarnición, enormemente diezmada por los catorce meses de sitio, dejó abandonados unos doscientos cañones, entre grandes y pequeños, cuatro bombardas, poquísimas municiones, dos mil quinientas medidas de carbón fósil, otro tanto de trigo, dos mil trescientas de cebada, seiscientas, de avena y ciento cincuenta caballos, porque los restantes habían sido comidos.

Aunque Washington hizo construir un gigantesco pontón en la punta de Nook's hill, de la península de Dorchester, y plantar baterías a flor de agua en las costas de la isla de Noddes, dejó que la flota, entre una gran confusión, se alejara de Boston, donde entraba él poco después a tambor batiente y con las velas desplegadas.

El coronel Moultrie, no bien tuvo conocimiento de la decisión de Washington, de no obstruir la salida de la flota, pensó al punto en sir Guillermo, y mandó unos cuantos hombres de confianza a espiar el embarque de los fugitivos.

Como ya lo había supuesto, Howe, el marqués de Halifax, completamente restablecido ya, y los generales ingleses, se instalaron en la fragata, en la que vieron embarcar a una jovencita rubia, que no podía ser otra que María de Wentwort.

Hizo armar una chalupa y se dirigió a bordo de la «Tonante», que había desembarcado ya las tropas americanas y se encontraba en compañía de los briks de los corsarios de las Bermudas.

Una breve explicación tuvo lugar entre los dos hombres, después de lo cual, sir Guillermo, comprendiendo perfectamente que por una sola mujer no se podían comprometer los destinos de una nación, desplegó las velas hacia la salida del puerto con los briks, resuelto a abordar a la fragata o morir en la temeraria empresa.

A las tres de la tarde, la fragata, la primera dejaba la bahía, guiando la inmensa turba de las podridas naves inglesas.

El baronet, al verle, lanzó un altísimo grito:

—¡A la caza! Abordémosla; salvad a mi niña. ¡No hagáis fuego!

El capitán de la fragata, advertido tal vez por el marqués de la celada que se le tendía fuera de la boca del puerto, e interesándole sobre todo conducir a salvo, más que a María Wentwort, al general Howe y su Estado Mayor, con una ancha bordada se dirigió hacia la costa, marchando velozmente hacia el Norte.

La corbeta, empero, se propuso darle caza resueltamente, mientras los tres briks de los piratas de las Bermudas cambiaban cañonazos con poco éxito contra las naves inglesas que iban saliendo del puerto.

Las dos naves se pusieron en plena carrera, tratando de acercarse; pero la fragata, que en señal de desafío izó en el cuerno de la mesana los colores del marqués de Halifax, era también un espléndido velero.

Los cañonazos sucedían a los cañonazos. Mientras los ingleses disparaban sobre la cubierta, los corsarios dirigían sus tiros contra la arboladura de la adversaria, con las piezas de caza de proa, con la esperanza de derribar un palo y detenerla en plena carrera.

La escuadra inglesa, menos manejable y sobrecargada de gente, no era casi perceptible ya; cuando dos balas encadenadas que partieron de los cañones de popa de la fragata cogieron de través el palo de trinquete de la «Tonante», por lo alto de la gavia, rompiéndolo de golpe.

El corsario lanzó un grito terrible:

—¡Mi María! ¡Te he perdido de nuevo!

La corbeta, oprimida por el peso del palo que gravitaba a babor, se inclinó, deteniéndose casi de golpe.

La partida se había perdido.

Una vez más triunfaba el marqués de Halifax.

«Cabeza de Piedra», que iba al timón, vació en el borde de popa su histórica pipa, y sacudiendo la cabeza, murmuró:

—Aunque vaya a ocultarse a algún rincón de América, volveremos a encontrarle.

Mientras, la fragata, libre de su peligroso adversario, huía rápida como un gavilán, con dirección al Norte.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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