Los Solitarios del Océano

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LOS SOLITARIOS DEL OCÉANO

CAPÍTULO I. LA FURIA HUMANA

Un rugido inmenso, terrible, que parecía salir de las fauces de cien, fieras enfurecidas, brotó como un trueno de la profundidad de la estiba, haciendo huir precipitadamente a las aves marinas que se habían posado sobre los mástiles de la nave.

Al oír aquel rugido, que parecía el anuncio de una tormenta | horrible, más tremenda que las que suelen conmover los mares, los marineros esparcidos por proa y popa interrumpieron las maniobras y se miraron con ojos espantados.

Hasta el capitán, que paseaba por la pasarela, se detuvo bruscamente y una intensa palidez se difundió por su tez, quemada por el sol de los trópicos.

Un joven marinero que se encontraba en el castillo de proa dejó escapar la escota de trinquete y lanzó una rápida mirada sobre el mar.

—¡Los tiburones acuden a devorar otro hombre! —exclamó.

—¡Pues es el décimo!

—¡Eh, bosman! ¡Ya puedes preparar otra hamaca y otra bala de cañón!

El viejo marinero de encorvadas espaldas, con el pecho desnudo y velludo como el de un mono y el rostro cubierto de pelo casi hasta los ojos, se acercó vivamente a la obra muerta.

—¿Los ves, bosman? —preguntó el joven que había anunciado la presencia de los tigres del mar—. ¡Han olfateado otro muerto!

Tres enormes peces-perros, del género de los charcharias, de cinco a seis metros de largo, sacaban su cabezota monstruosa y enseñaban los dientes triangulares que guarnecían su inmensa boca semicircular.

Sus pequeños ojos, casi redondos, con el iris verde oscuro y la pupila azulada, se fijaban con intensidad en la amura de babor, como si desde allí debiera caer entre sus mandíbulas la presa largo tiempo esperada.

—¡Canallas! —exclamó el viejo, amenazándolos con el puño—. ¡Ya os habéis tragado diez!

—Y ¡quién sabe los que acabarán en el vientre de esos malditos charcharias! —dijo el joven marino, que se había acercado.

—¡Si algo peor no acaba antes con nosotros! —murmuró el viejo, rechinando los dientes.

—¿Qué quieres decir, bosman?

—Que la peste que hace estragos a bordo puede ser menos peligrosa que la peste amarilla que está en el entrepuente —repuso el viejo—. ¿Oyes cómo rugen? Pueden ser peores que las bestias feroces. ¿Me comprendes, Frasquito?

—¿Lo crees así? —preguntó el joven, palideciendo.

—Creo que acabaremos mal y que no será la peste lo que nos haga caer en el vientre de los charcharias.

—¿Estaremos cogidos entre dos fuegos?

—Sí; entre la peste, que mata, y los amarillos, que nos harán pedazos.

Una nueva explosión de gritos, más formidables, más salvajes, más imponentes, resonó en el interior del buque, haciendo temblar hasta las tablas de la toldilla.

—¡Aire!… ¡Aire! —rugían todas aquellas bocas, con acento preñado de amenazas—. ¡Aquí nos morimos!

El capitán descendió apresuradamente del puente de mando, con el rostro contraído y la diestra convulsivamente apoyada en la culata de la pistola que llevaba al cinto.

El capitán Carvadho, comandante y propietario de la nave, era un gigante que sabía hacer temblar a toda la tripulación con una sola mirada.

Era un verdadero lobo de mar, rudo, brutal, incapaz de hacerse querer, pero muy temido.

Tenía cincuenta años y, sin embargo, ¡cuánta fuerza quedaba aún en aquel torso de hipopótamo, irregular y robusto como el de un gorila!

Era uno de esos hombres que se jactan de matar un buey de un puñetazo y de derribar un toro sin esfuerzo.

Medía casi seis pies. Tenía espaldas de Hércules, brazos que parecían troncos de árbol, una cabeza maciza cubierta por cabellos aún negros, con frente estrecha y rugosa, y dos ojos que lanzaban relámpagos aterradores.

Al oír aquellos clamores, que aumentaban rápidamente en intensidad, aun oleada de sangre le afluyó a la cabeza, dando a su piel, curtida por el sol y por el viento, un tinte de bronce.

—¿Qué querrán todavía esos perros? —rugió—. ¿Quieren metralla? ¡Pues a bordo la tenemos en abundancia!

El viejo marinero se adelantó, mientras los demás se retiraron prudentemente, en previsión de que estallara la ira del gigante.

—¡Capitán! —dijo el anciano.

—¿Qué quieres, Joaquín?

—Los tiburones han acudido.

—Pues ¡que se ahoguen!

—Es que han olfateado otro muerto.

—¡Que se lo coman!

—Habrá que dárselo.

—¡Ve a cogerlo!

—Los chinos están irritadísimos y me harán pedazos.

—¿Tienes miedo? —preguntó el capitán.

El viejo marino se puso pálido.

—Señor —dijo, en tono firme—, hace veinte años que me han nombrado bosman, y he dado veinte veces la vuelta al mundo.

—¡Para acabar teniendo miedo a un puñado de chinos! —dijo el capitán, con acento de burla.

—Son cuatrocientos.

—¡Bastarán doce cargas de metralla para diezmarlos! —dijo el comandante, con atroz sonrisa.

—Eso será si se le permite a usted tal atrocidad —dijo una voz detrás de él—. Parece que ha olvidado usted que hay algún representante del Gobierno peruano.

El gigante se volvió con la rapidez de una fiera, oprimiendo la culata de la pistola.

Un hombre que había salido en aquel momento del cuadro de popa llevando de la mano a un joven de dieciséis a diecisiete años, se aproximó silenciosamente al capitán pronunciando aquellas palabras, que habían producido el efecto de un latigazo sobre el brutal lobo marino.

El que había hablado era un arrogante hombre de treinta años, de distinguido aspecto, vestido elegantemente de franela blanca, y llevando en la cabeza un amplio panamá, de esos que hasta en la América Central no se pagan a menos de trescientas o cuatrocientas pesetas.

Era un verdadero tipo de aquella hermosa raza hispanoamericana que se hace admirar en todas las ciudades de la costa. De estatura media, robusto y al mismo tiempo ágil; ojos negrísimos, aterciopelados y en forma de almendra; rizados y negrísimos cabellos, con reflejos como las alas del cuervo; piel ligeramente bronceada y manos y pies pequeños.

El joven que le acompañaba se le parecía muchísimo: era también moreno y muy robusto para su edad, con los cabellos tan largos que se le escapaban bajo el sombrero de paja, desparramándosele por los hombros; ojos espléndidos y labios demasiado carnosos y de color rojo vivo.

Como hemos dicho, el gigante se volvió con el ímpetu de una fiera que va a lanzarse sobre su presa.

Viéndose frente a aquellos dos hombres tranquilos y sosegados, hizo un gesto y luego dijo:

—¿Qué quiere usted, señor Cirilo Ferreira? ¡Parece que se mezcla usted demasiado en mis asuntos!

—Le decía que hay aquí alguien que impediría que se cometa esa barbaridad —repuso con voz firme el interpelado— y que este alguien es comisario del Gobierno del Perú.

—Es verdad —dijo el capitán con ironía—; me había olvidado de que el Gobierno me ha puesto aquí un comisario para vigilar el transporte de los coolies. Desgraciadamente para usted, el Gobierno se ha olvidado de advertirle una cosa muy importante.

—¿Cuál? —preguntó el comisario, palideciendo.

—Que su poder no llega hasta el centro del Océano Pacífico.

—Y ¿qué quiere decir con eso, señor Carvadho?

—Que a bordo de mi barco no manda nadie más que yo —repuso el gigante, cruzando los brazos en ademán de reto.

El señor Ferreira permaneció mudo y como asombrado por aquellas palabras.

—Señor —dijo luego, adelantándose—, yo represento aquí al Perú.

El capitán se volvió hacia los marineros, que asistían impasibles a aquella escena, y dijo:

—¡Arriad la bandera peruana, e izad la brasileña, que es la mía!

Luego, mirando fijamente a su interlocutor, continuó:

—Y ahora, señor, ya no está usted bajo la protección de su bandera, y para mí no es usted más que un intruso a bordo de mi Alción, Si en la primera tierra que encontremos quiere usted desembarcar en unión de su hermano, es usted muy dueño de hacerlo; pero le advierto que en Nueva Zelanda hay salvajes que tienen verdadera pasión por los asados de carne humana.

El señor Ferreira levantó rápidamente el brazo, dispuesto a abofetear al gigante; pero éste, veloz como el rayo, levantóla pistola, diciendo:

—¡Si da usted un paso, le mato!

—¡Pirata! —gritó el peruano.

—¡Mi piel es más gruesa que la de un elefante para sentir la ofensa! —dijo el capitán encogiéndose de hombros.

En aquel momento, el joven estrechó fuertemente la diestra de su hermano, diciéndole:

—No expongas la vida contra este negrero. Daremos parte al Gobierno.

—Es usted muy dueño de hacerlo, señor don Juan de Ferreira —dijo el capitán, mirando al jovenzuelo—; pero ya veremos si ese informe y ustedes pueden llegar al Perú.

Volvió la espalda a los dos hermanos y subió de nuevo al puente, gritando:

—¡Artilleros, a las piezas! ¡Doble carga de metralla a los cañones! ¡Izad el muerto y tiradlo a los tiburones!

Después de una breve vacilación, cuatro marineros se acercaron a la escotilla principal, mientras otro hacía bajar de una grúa una cuerda provista de un sólido gancho de acero.

Al propio tiempo, los dos cañones situados en los castillos de proa y de popa fueron apuntados de manera que cruzaran sus fuegos en el centro de la nave, mientras los marineros se parapetaban a lo largo de las bordas empuñando machetes y garfios.

El bosman se aproximó a la escotilla, diciendo a los cuatro marineros:

—¡Cuidado con tocar al muerto, si no queréis coger la peste!

—Nos pondremos lejos de esa carroña —dijo uno de ellos—; que la peste se quede entre los chinos.

A una señal del bosman se descorrió la escotilla, apareciendo debajo una robusta reja de madera sostenida con clavos de dos dedos de grueso.

Gritos terribles que terminaron en un rugido inmenso, ensordecedor, brotaron a través de aquella abertura, y cincuenta manos se agarraron a las crucetas de madera sacudiéndolas furiosamente y tratando, aunque en vano, de romperlas.

—¡Qué diablos! —exclamó el viejo marino—. Si todos estos chinos pudieran salir a cubierta por cinco minutos, no quedaría de nosotros ni un pedazo de carne más grueso que un paquete de tabaco.

Bajo aquellas manos aparecían caras amarillentas, espantosamente alteradas.

Miradas llenas de odio se fijaron en el bosman, mientras centenares de voces roncas y estridentes gritaban en todos los tonos:

—¡Aire!… ¡Aire!…

—¡Que nos morimos! ¡Que aquí perecemos!

—¡Muera el pirata!

—¡Que nos den su cabeza!

—¡Hijos del diablo, abrid o hundimos el barco!

—¡Silencio, papagayos amarillos! —gritó el bosman.

—¡Muera! —vociferaron algunos centenares de prisioneros.

Las manos se agarraron con mayor fuerza a los travesaños de la reja, con furor creciente, y las miradas adquirían reflejos de odio incontenible.

Alrededor de aquellos grupos de condenados, el fragor, en vez de apaciguarse, aumentaba de un modo espantoso, de proa a popa, en todo el entrepuente.

Aquellos clamores nada tenían de humano: eran rugidos de fiera, ruido de cadenas golpeando contra las paredes, y golpes sordos, como si algunos arietes golpearan poderosamente los costados de la nave.

—¡Silencio! —gritó el bosman, con voz de trueno—. Pasad al muerto por la reja, o le dejaremos que se pudra entre vosotros. ¡Fuera las manos, u os las hago cortar con los machetes!

Aquella amenaza, lejos de calmar a los chinos, los enfureció todavía más, si era posible.

De pronto, una voz atronadora vibró en el entrepuente, dominando todos aquellos clamores salvajes:

—¡Paso a la muerte!

Como por encanto, cesaron los gritos, y las manos soltaron los travesaños de la reja.

—¡Sao-King ha hablado! —dijeron cincuenta voces.

—¡Alzad la reja! —dijo el bosman a los marineros.

Uno de éstos enganchó en la grúa una de las traviesas y quitó los clavos que la sujetaban.

La pesada reja fue izada por un lado, y una segunda cuerda armada de un gancho fue bajada al entrepuente.

Apareció un hombre llevando sobre sus hombros un cuerpo humano inmóvil, con el rostro contraído y los ojos desmesuradamente abiertos.

El desnudo pecho estaba cubierto de manchas encendidas y un poco inflamadas.

—¡Tomad! —dijo el que lo había sacado.

—Amigo —dijo el bosman con atroz sonrisa—, tú has cogido la peste al llevar esta carroña. Mañana tendremos que coger tus restos, que los tiburones están esperando.

—¡Con tal que no te quite yo tu vieja piel! —repuso el chino con voz sorda.

—¡Ah, tú eres Sao-King, el jefe de los coolies! —exclamó el bosman, sintiendo correr un escalofrío por todo el cuerpo—. ¡Ohé! ¡Izad!

El gancho, pasado por el cinturón de piel que llevaba puesto el muerto, lo levantó en el aire, haciéndolo oscilar al extremo de la cuerda.

—¡Izad más! —gritó el bosman, retirándose precipitadamente, por miedo de que el muerto le tocase.

—¡Cuerpo de una fragata! —exclamó el marinero—. ¡Cómo pesa este muerto! ¡Se diría que tiene plomo en el vientre!

—¡Es el pavor, que te debilita los brazos, amigo Nobre! —dijo el bosman, agarrando a su vez la cuerda para ayudar a sus compañeros.

—¡Listos para cerrar la reja en cuanto el muerto llegue al puente!

Con algunos esfuerzos, los cinco marineros izaron el cadáver, que a todos pareció de un peso extraordinario.

—¡La reja! —gritó el bosman.

El marinero a quien hemos oído llamar Nobre se lanzó a desengancharla y a dejarla caer, cuando sus compañeros le vieron retroceder lanzando un grito de terror.

Con el cadáver había subido también el hombre que le había llevado hasta debajo de la reja, Sao-King, el jefe de los coolies.

Antes de que los asombrados marineros hubieran pensado en volverle al entrepuente, el chino soltó el cinturón del muerto y de un salto se lanzó a la toldilla.

Toda la tripulación, en vez de lanzarse sobre el chino, se alejó precipitadamente de él, refugiándose a proa y a popa.

Hasta el bosman y sus compañeros habían huido después de haber dejado caer la reja para impedir a los chinos encerrados en el entrepuente que se aprovechasen de aquel imprevisto suceso y se lanzaran sobre cubierta como una legión de demonios.

—¡Que ha tocado al muerto! —gritó el bosman—. ¡Está apestado!

En aquel momento, el cadáver, abandonado a sí propio, se precipitó con sordo rumor sobre la reja, replegado sobre sí mismo.

Sao-King miró a su desgraciado compañero con profunda conmiseración, y aprovechando luego el vacío que se había formado a su alrededor, dio algunos pasos hacia el capitán, que le miraba con ansiedad suprema, pálido como la cera.

—Tengo que hablarle —dijo Sao-King.

—¡No te acerques! —gritó el gigante con voz angustiada—. ¡Tú llevas la peste!

—¡Tengo que hablarle! —repitió el chino con energía.

—¡Matadle! ¡Matadle! —gritó el capitán, con los cabellos erizados.

Y como ninguno se atreviera a moverse, montó precipitadamente la pistola y apuntó al chino, que avanzaba sonriendo despreciativamente.

CAPÍTULO II. LA TRATA DE CHINOS

La proclamación del fin de la infame trata de negros africanos y el famoso bill Aberdeen, votado en 1845,por el cual se concedían a los cruceros plenos poderes para seguir a los buques negreros por todas las aguas, capturarlos, incendiarlos, echarlos a pique y ahorcar a las tripulaciones después de una simple comparecencia ante un tribunal militar, hirió de muerte a las opulentas colonias americanas.

Las inmensas plantaciones de cacao, café, azúcar y algodón de América central y meridional, privadas de los robustos brazos de los negros, decayeron rápidamente, arruinando a sus propietarios.

Los riesgos que corrían los barcos negreros eran tales, que se suprimió casi de golpe la exportación de negros.

Aquella raza de intrépidos, pero crueles corredores del mar, había desaparecido poco a poco.

La multitud de estaciones inglesas y francesas escalonadas a lo largo de la costa de África, en la desembocadura de los grandes ríos del Congo y de Bengala, y en las costas de Guinea, después de haber dado a los negreros terribles lecciones, habían logrado por fin poner término a la trata.

Los plantadores, que veían esterilizarse sus propiedades trataron entonces de buscar un remedio: suprimida la exportación de la raza negra, pensaron en dirigir su explotación sobre otra raza.

China, con su exuberante población, podía suministrar brazos a poco precio. Una sangría a cuatrocientos cincuenta millones de habitantes no era cosa que alarmase a las naciones europeas, y mucho menos al apático Gobierno chino.

Así fue inventada la trata de los coolies, trata que, hasta cierto punto, debía poner de nuevo a flote inmensas plantaciones que estaban casi del todo abandonadas por falta de brazos. El chino, aun cuando no tiene la robustez del africano, es, sin embargo, un buen trabajador, paciente, resistente a los climas más ardientes, a las fiebres y aun a las fatigas.

Concebida la idea, se puso inmediatamente en ejecución. Sólo se trataba de engañar a los guardianes del tratado de Aberdeen, y el engaño se encontró de esta manera: no se hablaba de trata sino de simple emigración. ¿Qué podían hacerlos comandantes de los cruceros cuando se les mostraba un verdadero contrato firmado y aprobado por los emigrantes?

Así, pues, desde 1847 aparecieron los primeros buques encargados de transportar a América chinos contratados con destino a las plantaciones de la América central y a los propietarios del guano de las minas del Perú. Agentes chinos y portugueses recorrían las costas de China recogiendo prisioneros de guerra, abundantísimos entonces a causa de las hostilidades existentes entre las tribus del Kuangtung occidental, entre los Hakka y los Punte, y los reunían en la isla portuguesa de Macao, encerrándolos en grandes barracones.

Otros cogían agricultores o pescadores por medio de barcas tripuladas por chinos y portugueses, o comprando a precios irrisorios aquellos pobres diablos que, arruinados en las casas de juego establecidas de intento, vendían hasta su propia persona, cosa permitida por las ridículas leyes chinas.

Por medio de terribles amenazas les hacían firmar contratos por ocho años, obligándose a trabajar para sus propietarios por la módica recompensa de cuarenta liras al mes, manutención y traje.

Cuarenta pesetas, comida, vestido y calzado era una verdadera ganga para aquellos pobres diablos, y en verdad las amenazas resultaban superfluas.

Firmado el contrato, la jugada estaba hecha, y las autoridades portuguesas de Macao, ya compradas, no tenían nada que ver. Para ellas se trataba de un simple contrato entre el vendido y su futuro patrón.

¡Que vengan los cruceros! Los contratos estaban en poder del comandante del buque, y bastaba mostrarlos para satisfacer a los más exigentes cazadores de negreros. Además, no se trataba de negros, sino de chinos.

Cierto día, un buque apareció frente a Macao, embarcó cuatrocientos o quinientos contratados, los metió en el entrepuente como sardinas en barril, se puso en regla con las autoridades, hizo visar los contratos, desplegó las velas y se fue tranquilamente a través del Océano Pacífico.

El reclutador había pagado doscientas cincuenta pesetas por cada uno, y los vendió al capitán en seiscientas o setecientas, el cual a su vez los revendería por el doble o el triple en el lugar de desembarco. Como se ve, el negocio era espléndido.

Pero aquí era cuando el pobre chino comenzaba a darse cuenta de las manos en que había caído. La trata de negros se había convertido simplemente en trata de amarillos.

Aquellos desgraciados, medio asfixiados en el entrepuente, hacinados como fardos, mal alimentados y aterrados por continuas amenazas, lloraban pronto la libertad perdida.

Ya no eran seres humanos, sino bestias sometidas a los más feroces y brutales lobos de mar de ambos mundos.

Los comandantes, para tenerlos dominados y para economizar los víveres, los trataban como a bestias feroces, dejándolos hambrientos y sedientos con objeto de debilitarlos, para impedirles la rebelión. A la más pequeña señal de resistencia, los fusilaban sin piedad o los apaleaban, a fin de dominar por el terror a los otros.

¡Cuántas terribles tragedias han ocurrido en las naves encargadas de transportar a esos desgraciados! La lista sería muy larga.

Y ¿cuántos de aquellos contratados llegaron vivos a los puertos de América?

Las enfermedades aparecían siempre a bordo, especialmente allí donde se hacinaban tantas personas que en materia de higiene dejaban mucho que desear, y entonces, ¡qué terribles vacíos se producían entre aquellos infelices!

No eran únicamente las enfermedades las que exterminaban a esos desgraciados, sino también el plomo y la metralla.

Reducidos a la desesperación por los malos tratos, el hambre y la sed, los infelices se rebelaban ferozmente contra la tripulación y su capitán.

¡Qué hecatombes entonces! ¡Qué horrendas carnicerías!

Citemos algunos de estos hechos.

En el Napoleón Canevaro y en la Dolores Ugarte, los coolies, antes de sufrir los malos tratos, incendiaron las naves que los transportaban y se dejaron quemar todos.

Venganza inútil, porque las tripulaciones lograron salvarse en las chalupas.

En la Marta y en la Teresa, los coolies, más afortunados que los anteriores, mataron a parte de la tripulación, y después de larga y peligrosa navegación, lograron volver a China, desembarcando en las costas del Kwangpun.

En otra nave que salió de Macao con quinientas personas, los coolies intentaron ganar la cubierta para vengarse de la inhumanidad de la tripulación; pero el capitán, durante dos horas, los hizo fusilar desde el entrepuente, matando a trescientos y arrojando los heridos al mar.

¡Y cuántas víctimas ocasionan también las tempestades y los tifones tremendos del mar de la China y del Tonkín!

Aún se recuerda la Dora Temple, que partió de la costa de Annam y se sepultó en las aguas con ochocientos cincuenta contratados que se hallaban en su entrepuente.

* * *

El capitán Carvadho, comandante del Alción, nave de mil quinientas toneladas, habiendo sabido las grandes ganancias que lograban sus compañeros dedicados al transporte de coolies, había creído conveniente imitarlos.

En su tiempo fue negrero. Durante muchos años había visitado cada seis meses los pequeños puertos de la Costa de Oro, transportando a las haciendas brasileñas gran número de negros y eludiendo siempre felizmente la vigilancia de los cruceros.

Cuando creció el número de aquellas naves armadas de excelentes cañones y de tripulaciones aguerridas, el capitán Carvadho, que estimaba mucho su propia piel y que sentía horror profundo por las cuerdas de nudo corredizo colgadas de las vergas, se despidió un día de las costas africanas y se fue a los mares de la China.

«¡Bah! —se decía—. ¡Si no puedo ya embarcar negros, iré a coger amarillos! En vez de esclavos, tomaré contratados. No se trata sino de cambiar los colores de las pieles».

Y comenzó a transportar coolies a la costa del Perú, donde en aquella época hacían gran falta para emplearlos en el fatigoso trabajo de los depósitos de guano.

Tres viajes felizmente realizados le habían hecho embolsarse unos cuantos millares de dólares. Verdad es que casi siempre llegaba a su destino con la mitad del cargamento; pero eso ¡qué importaba!

Sí durante la travesía los chinos morían de hambre o de sed, o por enfermedades, tanto peor para ellos. Los beneficios que dejaban los otros eran bastante importantes, y el inhumano capitán no pedía más.

El Alción estaba, pues, en su cuarto viaje.

El 24 de marzo de 1848 había salido de la isla de Macao con cuatrocientos veinte contratados destinados a los depósitos de guano del Perú.

El Gobierno peruano, sin embargo, no había querido esta vez dejar carta blanca al ex negrero.

Viéndole llegar siempre con cargamentos tan diezmados, y sabiendo con qué especie de bandido tenía que habérselas, le había obligado a llevar consigo al señor don Cirilo Ferreira en calidad de comisario gubernativo.

Amenazado con privarle de su patente, el capitán Carvadho, contra su voluntad, había tenido que embarcar al representante del Gobierno cuya misión era vigilar el transporte de los alistados y poner freno a las inhumanas crueldades del exnegrero.

El Alción, por tanto, partió con sus cuatrocientos veinte alistados y sus treinta marineros, reclutados entre la peor canalla, parte portugueses, parte americanos, con algunos malayos, que seguramente eran viejos piratas del archipiélago Sululano. La travesía había sido felicísima hasta las costas septentrionales de Nueva Guinea; pero cuando el Alción estaba próximo a alcanzar las islas del mar de Coral, estalló de improviso la peste a bordo, esparciendo el terror entre los tripulantes y poniendo furiosos a los chinos.

El señor Ferreira, que había presenciado, sin poder evitarlos, los malos tratos infligidos a aquellos cuatrocientos veinte desgraciados, reclusos como bestias feroces en el entrepuente y que con gritos terribles pedían desde por la mañana hasta por la noche aire, agua y víveres, había tratado de inducir al capitán a que mejorase la suerte de aquellos desgraciados, a fin de combatir la epidemia.

El gigante repuso, sencillamente, esta frase brutal:

—¡Que mueran! ¡Siempre me quedarán los bastantes para pagarme el trabajo!

Y el Alción continuó su ruta hacia el Sudeste, dispuesto a atravesar la enorme distancia que le separaba de las costas dela América Meridional, mientras los muertos eran lanzados todos los días como pastos a los tiburones, inseparables compañeros de los buques negreros y de los transportes de coolies.

CAPÍTULO III. UN SUPLICIO BÁRBARO

El capitán Carvadho, viendo aparecer sobre la toldilla a Sao-King, jefe de los coolies, a quien todos creían apestado por haber llevado al muerto, se precipitó, como se ha dicho, contra él, empuñando una pistola.

—¡Si me tocas, te mato! —le gritó, con voz enronquecida por el terror.

El comisario, sabiendo con qué hombre tenía que habérselas, y temiendo que la muerte del jefe de los alistados desencadenase el huracán que ya rugía bajo los pies de la tripulación, se adelantó rápidamente, colocándose entre los dos hombres.

—¡Usted no tocará a ese chino! —gritó, poniéndose delante de la pistola—. ¡Un asesinato delante de mí, jamás! ¡Yo represento al Gobierno!

—¡Váyase al diablo su Gobierno! —gritó el capitán—. ¡Ya estoy harto de vuestro Perú!

—¡Le digo a usted que no matará a ese hombre! ¡Está bajo la protección de la bandera peruana!

—Si a usted le gusta coger la peste, acompáñele al entrepuente; ni yo ni ninguno de mis marineros le tocaremos. Además, el trabajo no será largo: una bala en la cabeza; después, y con un gancho, le echaremos a los tiburones. Ya que la peste está a bordo, que no salga del entrepuente.

Ante tan repugnante ferocidad, el señor Ferreira palideció.

—¡Vive Dios! ¡Abajo esa arma! —gritó.

—¡Eh! ¡Eh! —gritó el gigante—. ¡Es usted muy tierno, señor Ferreira, para estos pieles amarillas!

—¡Represento la civilización y a un Gobierno!

—¡Palabras vacías para mí!

—¡Y a la Humanidad también la represento!

—¡Buena cosa!… ¡Acabemos de una vez!… ¡La peste meda miedo!

Levantó de nuevo el arma, apuntando, al chino, pero el comisario, con riesgo de recibir la descarga en pleno pecho, con movimiento rapidísimo le arrancó la pistola y la tiró al suelo.

El gigante lanzó un verdadero rugido:

—¡A mí los malayos! —gritó.

Siete u ocho hombres de color de ladrillo oscuro, con reflejos oliváceos, casi enteramente desnudos, salieron de la muralla, sacando del cinto sus largos puñales de hoja serpenteante, armas terribles en sus manos.

En aquel instante, el joven Ferreira, que hasta entonces había presenciado aquella escena sin hablar, se lanzó con rápido movimiento hacia su hermano, diciendo con voz resuelta:

—¡Encárgate del capitán, Cirilo! ¡De los otros me encargo yo!

Dicho esto, aquel bravo joven, con valor sorprendente, apuntó contra los malayos una pistola, diciendo con increíble sangre fría:

—El primero que se acerque al comisario, es hombre muerto, ¡atrás, bandidos!

Francisco, el viejo bosman, iba a hacer adelantar a los malayos, que se habían armado rápidamente de machetes, cuando otro hombre intervino, haciendo señas a los marineros para que se detuvieran.

Era un joven de veinticinco a veintiocho años, alto, delgadísimo, con la tez muy morena y la barba recortada y negrísima.

—¿Qué quiere el teniente? —murmuró Francisco—. Es amigo de los Ferreira, y se inclinará a su lado. ¡Hum! ¡Las cosas comienzan a ponerse mal!

Viendo al oficial colocarse ante los dos peruanos, el capitán Carvadho hizo un gesto de contrariedad.

—Señor Vargas —dijo—, ¿qué quiere usted aquí? Supongo que uh argentino no querrá ser aliado de estos peruanos.

—Trato de impedir una inútil profusión de sangre, capitán —repuso el oficial, en tono seco—. Estos hombres representan a un Gobierno y debemos escucharlos.

—Estas son cosas que sólo me incumben a mí, señor Vargas. ¡Quítese de en medio, o voy a quitarle el mando!

—Sea; pero no usará usted las armas contra ellos. Aquí valgo también yo.

Carvadho se encogió de hombros, y volviéndose al comisario, preguntó en tono iracundo:

—Señor Ferreira, ¿qué significa esta rebelión?

—No es una rebelión —repuso el comisario—, sólo quiero impedir que cometa un acto digno de un pirata. No olvide usted que navega bajo la bandera de un Gobierno civilizado y que al llegar al Perú podría arruinarle para siempre.

—¡Bien dicho! —dijo el oficial.

—¡Silencio, señor Vargas! —rugió el capitán—. ¡Voy a hacerle poner en la barra!

Volviéndose nuevamente hacia el comisario, continuó:

—¿Qué quiere usted?

—Por lo pronto, que escuche usted a ese chino; es el jefe de los alistados.

—¡Que se lo coman los tiburones!

—¿Qué tiene usted que decir, Sao-King? —preguntó el señor Ferreira, sin dignarse responder al gigante.

El chino había permanecido en absoluto impasible durante aquella escena, como si la cosa no le afectase en lo más mínimo.

Era un hombre de cerca de cuarenta años, y que encamaba el verdadero tipo de la raza.

De estatura mediana, tenía robustos miembros, pecho bien desarrollado, cuello flaco y extremadamente largo, cara plana y ancha, altos los pómulos, los ojos ligeramente oblicuos, y amarillenta la esclerótica.

Su piel era de color amarillo sucio, casi negruzco, y muy larga su negrísima coleta.

Como todos los coolies, llevaba unos calzones muy anchos, que formaban como Un doble pliegue sobre el vientre, y una casaca de tela basta de color azul con las mangas muy anchas, y en los pies, gruesos zapatos con suela de fieltro y la punta cuadrada.

Al oír la pregunta del comisario, formulada en lengua portuguesa, que el jefe de los coolies hablaba admirablemente, se volvió diciendo:

—Sólo pido que se ponga término a los tormentos que nos inflige el comandante. Que nos dé agua y víveres suficientes y que nos permita subir un poco a la cubierta para respirar aire puro; si no, haremos tales cosas, que hundiremos el buque y exterminaremos hasta el último de los malditos hombres que lo tripulan.

Estas palabras, pronunciadas con acento amenazador, en vez de intimidar al gigante, le exasperaron aún más.

—¡Ah! —gritó, palideciendo primero y enrojeciendo después—. ¿Conque pretendéis imponerme condiciones, canallas? ¡Ya veréis dentro de poco cómo la metralla calma vuestros nervios! ¡Francisco, lleva al puente una caja de granadas; y vosotros, preparad un lazo para hacer conocer a éste lo que es la cala! ¡Con un buen lavado le quitaremos la peste de encima!

—¿Qué quiere usted hacer con este hombre? —le preguntó el comisario.

—¡Lo que me dé la gana! —repuso brutalmente el gigante—. ¡Yo le haré ver si a bordo de mi barco el jefe es usted o lo soy yo!

—¡Se lo prohíbo a usted!

—¿Usted?

—¡A mí, marineros! ¡Yo soy el agente del Gobierno! —gritó el comisario—. ¡Quien no me obedezca, sufrirá el rigor de las leyes peruanas!

Fue un llamamiento completamente inútil, porque ninguno de aquella colección de perdidos se movió.

Es más, algunos empuñaron el machete, dispuestos a defender al comandante.

Sólo el oficial argentino dio un paso adelante.

—¿Lo ve usted? —preguntó Carvadho, con voz irónica—. Mis hombres se burlan de las leyes peruanas.

A una señal suya, los malayos se precipitaron de improviso sobre los dos hermanos, quitando al más joven la pistola que empuñaba.

—¡Encerrad a estos señores en su camarote! —dijo Carvadho—. ¡Allí permanecerán hasta que hayan comprendido que el jefe aquí soy yo!

—¡Cuidado, capitán Carvadho! —dijo el oficial—. ¡Podrá usted arrepentirse a nuestro regreso al Perú!

—¡Quitadlos de aquí! —mandó el gigante.

Los malayos, devotísimos de su capitán, no se hicieron repetir la orden.

Agarrando brutalmente a los dos hermanos, los llevaron a popa y los encerraron, a pesar de sus protestas y amenazas.

—¡Apoderaos ahora de ese chino! —continuó el gigante.

Es un apestado, capitán —dijo el bosman.

—¡Cogedle con un lazo, y preparad la cuerda para la cala!

¡Hace mucho tiempo que no nos divertimos, y veremos si este bribón resiste!

Antes que el jefe de los coolies hubiera podido ponerse en guardia, un lazo diestramente lanzado por un marinero le oprimió estrechamente el cuerpo por la cintura.

—¡Iza! —gritó el bosman.

Una cuerda provista de un gancho había bajado en aquel tiempo de la extremidad de la cruceta de la gavia.

Atar la extremidad del lazo y levantar al chino a tres metro del puente, fue asunto de un momento.

Sao-King lanzó un grito de rabia.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó el capitán.

—¿Y los tiburones? —dijo el oficial argentino—. ¿Quiere usted que se lo coman vivo?

—Si no volviese al entrepuente, se irritarían demasiado esos miserables chinos —dijo el gigante después de breve vacilación.

—Tenemos el cadáver para dárselo a los peces —dijo el bosman,

—Es verdad, Francisco. Echad primero al agua el muerto.

Después, sin cuidarse de los furiosos gritos del chino, que se agitaba locamente al extremo de la cuerda, se lanzó a la amura de estribor, mientras dos hombres con pértigas provistas de ganchos hacían oscilar al muerto para sacarlo de abordo.

La tripulación entera se precipitó detrás del capitán, subiendo parte sobre el castillo de proa, parte sobre las amuras o las cofas.

Los tiburones, como si hubieran advertido que una gran presa iba a caer al agua, subieron a la superficie, enseñando su enorme boca abierta, provista de dientes agudísimos.

Eran cuatro, todos gigantescos, y nadaban por el costado de estribor, alzando su agudo hocico y soplando ruidosamente.

Ya habían olfateado la presa, y se disponían a hacerla pedazos.

—¡Largo! —gritaron los dos marineros, que habían impreso al muerto una violenta oscilación.

—¡Prontos a dejar correr la cuerda! ¡Uno…, dos… y tres!

El marinero que tenía agarrado el extremo de la cuerda que sostenía al muerto, levantó a un tiempo las manos.

El apestado, abandonado a su propio peso, cayó al agua, levantando un torbellino espumeante. Pronto se vio a los tiburones lanzarse sobre el cadáver, agitando furiosamente su formidable cola.

—¡Buena digestión! —gritó un marinero.

—¡Y que la peste os mate! —gritó otro.

Los tiburones ya se habían sumergido en el abismo para devorar tranquilamente su presa.

—¡Ahora te toca a ti, Sao-King! —dijo el capitán, volviéndose hacia el chino, que continuaba agitándose en el extremo de la cuerda—. Como salgas vivo, di a tus compañeros que tengo también otras cuerdas para ellos. ¡Ah! ¿Creías que ibas a venirme a mí con amenazas? ¡Por lo pronto, comienza por probar la cala!

Entre tanto, los marineros, especialmente los de origen inglés, que no eran pocos, pusieron manos a la obra, como más prácticos en este género de suplicio.

Aquel cruel tratamiento, lo mismo que el terrible látigo llamado de nueve colas, estaba aún en uso quince años atrás en las naves de guerra de la Marina inglesa, y hasta en no pocos buques de la Marina mercante anglosajona.

¡La cala! Este nombre producía un terror semejante al de la cuerda para ahorcar, porque aquel suplicio causaba con frecuencia la muerte del paciente. Consistía en una simple cuerda que, partiendo de la extremidad de un mastelero y pasando bajo la quilla de la nave, iba a fijarse sobre la amura opuesta en espera del paciente.

Este era atado por debajo de los brazos y precipitado brutalmente al mar, mientras se tiraba rápidamente del otro extremo de la cuerda. El condenado tenía que pasar bajo la nave y contener la respiración hasta su vuelta a la superficie, so pena de tragar agua en abundancia.

El código inglés permitía que se realizara tres veces aquella terrible maniobra, que podía matar a la víctima por congestión cerebral o por asfixia si no era un poderoso nadador acostumbrado a permanecer bajo el agua.

Hasta se cuenta que en la época del viaje a Inglaterra de Pedro el Grande, emperador de Rusia, aquel déspota había pedido al almirante de la flota que aplicase aquel castigo a cualquier marinero, con el fin de adoptar aquella especie de suplicio en sus Estados.

Habiéndosele dicho que por el momento ninguno estaba condenado a la cala, propuso u los oficiales que se sirvieran de un ruso.

El hecho no tuvo consecuencias, porque no quisieron complacerle; pero se dice que el autócrata quedó bastante disgustado al no ser obedecido.

Dos malayos, por orden del capitán, habían atado una gruesa cuerda al extremo del trinquete, y después la tiraron por la proa desde encima del bauprés; la hicieron pasar bajo la quilla, manteniéndola muy tirante para que no se escapase por la popa, y por último la habían sacado por la amura opuesta.

El chino aún no había comprendido de lo que se trataba; pero sí se figuró alguna cosa terrible y continuaba debatiéndose al extremo del gancho, haciendo esfuerzas desesperados para ensanchar el lazo que le oprimía el vientre de un modo atroz.

—¡Ya me las pagaréis! —gritaba, extendiendo los puños hacia el capitán.

—¡Sí —respondía éste, encogiéndose de hombros—, si note comen los tiburones!

Uno de los dos malayos anudó la cuerda bajo los sobacos del chino.

—¿Está todo listo? —preguntó el capitán, que se puso a caballo sobre la obra muerta para no perder nada del espectáculo.

—Sí —repuso el malayo.

En aquel momento, el bosman se aproximó al gigante, diciéndole:

—Capitán, un tiburón ha salido a la superficie, y va a devorar al chino.

—¡Uno menos! —repuso el gigante—. ¡Hay demasiados en el entrepuente!

—Ese hombre vale muchos duros.

—Es hombre muerto, puesto que ha cogido al apestado.

—Pues déjele usted que se muera en el entrepuente, y así evitará tal vez un peligro mayor.

—¿Qué quieres decir?

—Que si no vuelve, los coolies van a ponerse furiosos.

—¡Los calmaremos con metralla!

—El comisario dará parte a las autoridades peruanas, capitán —dijo el oficial acercándose.

Una atroz sonrisa se dibujó en los labios del gigante.

—¿Que el comisario dará parte? —exclamó riendo—. Antes que el Alción llegue a las costas americanas, los hermanos Ferreira habrán sido devorados por los antropófagos.

—¡Capitán, que representan al Gobierno!

—¡Me río del Perú!

Y como el oficial tratase de contestarle, gritó encolerizado:

—¡Basta, o le degrado ante toda la tripulación! ¡El jefe soy yo! ¡Hala! ¿Estáis listos?

—¡Sí! —respondieron los dos malayos.

—¡Pues manos a la obra!

La cuerda que sujetaba al chino por el vientre fue cortada de un solo golpe, y el desgraciado cayó al mar, levantando una gran columna de agua.

Todos se precipitaron hacia la amura opuesta, mientras la nave, de un golpe de barra del timón, se puso a través del viento.

Dos marineros cogieron la cuerda pasada por el extremo opuesto a aquel por donde cayó Sao-King, y tiraban de ella lentamente. En aquel momento, el pobre chino debía de agitarse bajo la quilla, y tal vez estaba tragando agua a grandes sorbos.

En aquel instante, y cerca del lugar por donde debía salir a la superficie, apareció de improviso una cola gigantesca.

El oficial se puso pálido.

—¡El tiburón busca la presa! —exclamó—. ¡Daos prisa, bergantes!

—¡Déjelos usted, señor Vargas! —dijo el capitán—. ¡Se ha vuelto usted demasiado tierno y compasivo para esos pieles amarillas!

—¡No se puede presenciar con indiferencia semejante espectáculo!

—¡Pues vaya usted a salvarle! —gritó el gigante con voz irónica.

Los dos marineros que izaban la cuerda se pusieron a sacarla con furia. La inaudita crueldad del capitán había impresionado sus corazones de bronce, y se daban prisa por salvar al desgraciado chino. De pronto se vio agitarse el agua, aparecer después la coleta del chino, y a poco su cráneo afeitado y amarillo como un melón maduro.

El tiburón no se encontraba entonces más que a diez pasos del chino.

Un grito de horror se escapó del pecho de los marineros; todos creían llegada la última hora del chino. Un momento después, Sao-King había sacado la mitad del cuerpo fuera del agua.

Contra lo que generalmente se esperaba, el jefe de los coolies había soportado felizmente el duro suplicio y había vuelto a la superficie sin asfixiarse.

Viendo aparecer tan próximo el agudo hocico del tiburón, no pudo contener un grito de terror:

—¡Izadme! —gritó con voz angustiosa.

Cuatro hombres se precipitaron en ayuda de los dos que tiraban de la cuerda, mientras el oficial, casi colgado de la obra muerta, empuñaba una larga navaja, como si hubiese tenido la intención de lanzarse al agua.

—¡Pronto, pronto! —gritaban todos.

Sao-King, sacado de golpe del agua por la cuerda que subía vertiginosamente, miraba al tiburón con ojos extraviados, recogido sobre sí mismo para ofrecer menos presa a aquellos terribles dientes.

El monstruo, en tanto, de dos coletazos se colocó bajo el chino, lanzando sobre él una mirada feroz.

Viéndole huir, se encogió de pronto, y con un formidable coletazo se lanzó fuera del agua.

Afortunadamente, había calculado mal el impulso, y en vez de llegar al chino, fue a dar con el hocico contra el costado dela nave, con tal violencia, que cayó aturdido al agua.

Aquel momento bastó a los seis marineros para izar a Sao-King hasta la cubierta.

El oficial, sin reparar en que tocando aquel hombre podría contraer la peste, cortó de un navajazo la cuerda y Sao-King cayó sobre la cubierta.

Apenas sentó los pies sobre ella, dio precipitadamente tres pasos hacia el capitán, le miró por un instante con ojos centelleantes, y alargando luego la diestra hacia él le dijo con voz ronca:

—¡Tú me pagarás este suplicio! ¡Tu nave no llegará a América!

Luego, saltando hacia la escotilla, alzó la reja, que aún no estaba cerrada, y se precipitó de un salto en el entrepuente mientras sonaban terribles rugidos en el vientre de la nave.

—¡Me parece oír tocar una campana de muerto! —dijo el bosman, limpiándose el frío sudor que le bañaba la frente—. Ese chino mantendrá su palabra.

CAPÍTULO IV. LOS ESTRAGOS DE LA PESTE

El Alción había vuelto a emprender su camino por aquel mar que bañaba por un lado la costa oriental de Australia y las occidentales de Nueva Caledonia, para llegara las islas Kedmadei antes de comenzar la travesía del inmenso Océano Pacífico.

Después de aquel acto cruel, que parecía deber desencadenar la furia de los chinos encerrados en el entrepuente, volvió la calma a bordo; pero una calma que no tranquilizaba a ninguno.

La amenaza del chino no había sido olvidada, y si los coolies por el momento se mantenían tranquilos, eso no era motivo para creer que hubiera renunciado a su venganza: hasta en aquel silencio veía la tripulación un peligro mayor.

Realmente, aquella tranquilidad, después de los clamores de los días precedentes, no era natural.

Hasta el capitán había comenzado a perder la confianza en sí mismo y a arrepentirse, demasiado tarde, de su crueldad.

Conocía por instinto que algún terrible acontecimiento se maduraba en el entrepuente entre aquellos cuatrocientos demonios reducidos a la desesperación por los malos tratos y por la peste, que continuaba desarrollándose entre ellos, segando cada día cuatro o cinco vidas humanas.

—¡Estamos sobre un polvorín! —decía con frecuencia el bosman.

Para no ser sorprendido, había dado orden de tener los dos cañones cargados de metralla, y había hecho llevar a cubierta cajas de rompepiés.

Estos son tal vez más terribles que la metralla.

Son bolitas de hierro erizadas de agudas puntas, que se esparcen por la toldilla frente al castillo de proa.

Como los coolies iban casi todos con los pies descalzos, aquellos pequeños objetos les presentaban un obstáculo insuperable, y contenían en absoluto sus asaltos.

Por esta razón, casi todas las naves encargadas del transporte de chinos llevaban siempre a bordo gran provisión de estos objetos.

No creyéndose aún seguro, el capitán Carvadho trató de parlamentar a través de la reja con Sao-King, ofreciéndole mejorar la suerte de sus compañeros si se obligaba a mantenerlos tranquilos hasta el desembarco; pero el chino se había mantenido en desdeñoso silencio.

—¡Acabaré matándoos a todos! —gritó furioso el capitán—. ¿Queréis la guerra? ¡Pues vais a tenerla!

Y dio orden de reducir las raciones de agua y de comida, a pesar de las prudentes observaciones del bosman y del oficial.

—Cuando los hayamos debilitado por completo, veremos qué es lo que pueden hacer —respondió.

—Llegaremos a América con la mitad del cargamento —dijo Vargas.

—¡Siempre ganaremos lo suficiente!

—¿Y el comisario? ¿Se ha olvidado usted de él?

—Ni él ni su hermano estarán entonces a bordo. Que continúe el centinela frente a su camarote hasta que los desembarque.

—¿Va usted a dejarlos en alguna isla? ¡No lo haga usted de ningún modo!

—No encontraremos pocas en nuestro camino.

—¡Va usted a comprometerse, capitán!

—¡Haré callar para siempre a esas cornejas!

—¡El Gobierno peruano hará una información!

—Se dirá a su representante que el comisario y su hermano han muerto de peste.

—¡Es una acción infame, capitán!

El gigante se encogió de hombros y le volvió la espalda, emprendiendo de nuevo sus paseos.

Entre tanto, el Alción, favorecido por brisas constantes, continuaba su carrera hacia el Sudeste acercándose rápidamente a las costas de Nueva Caledonia. El mar se mantenía bueno, aunque ya dos veces nubes amenazadoras habían aparecido hacia el Norte, indicando un cambio de tiempo más o menos próximo.

Aquello, sin embargo, no inquietaba a la tripulación, acostumbrada a resistir las terribles tempestades del Océano Pacífico.

El 20 de abril, el Alción daba vista al cabo septentrional de Nueva Caledonia, y se inclinaba ligeramente hacia el Oeste para evitar los muchos bancos coralíferos que se extienden en las inmediaciones de aquellas playas.

Nueva Caledonia no era en aquella época la floreciente colonia francesa de hoy. Puede decirse que aún se encontraba en estado salvaje; era poco conocida, y la poblaban tribus ferocísimas de antropófagos.

Aquella isla es una de las más notables que se encuentran en el mar que baña las costas orientales de Australia, pues tiene una longitud de sesenta leguas por una anchura máxima de catorce.

Desde el puente del Alción podían distinguirse claramente las montañas que la atraviesan en toda su longitud, áridas en la cima, pero verdosas en la base, con zonas ricas en árboles del pan, cocoteros, plátanos, higos, naranjas y dátiles.

—Hay que mantenerse lejos de esa tierra —dijo el bosman al timonel, un mozalbete más alto que el capitán Carvadho—. Se corre peligro de acabar en el asador.

—Con tanto más motivo, cuanto que aquí son frecuentes y repentinos los saltos de viento. ¿No es verdad, bosman? —preguntó el timonel.

—Y que los bancos de coral son traidores —agregó Francisco—. ¡Mira allá! Hay unos curiosos que dejan la bahía de Nhou para correr tras de nosotros.

—Por fortuna, son pocos, y nuestra nave corre como el pájaro cuyo nombre lleva.

De una profunda ensenada habían salido de improviso dos grandes embarcaciones, formada cada una por dos piraguas unidas por un sólido puente provisto de balaustrada y de dos grandes velas triangulares. Varios salvajes ocupaban las embarcaciones, y parecían tener la intención de dar caza a la nave.

Prevenido el capitán, subió inmediatamente a la cubierta.

—¡Ya es hora de que os coman los tiburones si os empeñáis en seguirme! —dijo.

La amenaza quedó sin efecto a causa de la rapidez del Alción. Las dos embarcaciones quedaron pronto muy atrás, y acabaron por volverse a la bahía, que se prolongaba hacia el Sur.

—¡Qué necio soy! —exclamó de pronto el gigante, dándose una palmada en la frente—. ¡Hubiera podido entregar a estos bravos salvajes a los hermanos Ferreira!

—¿Y hubiera usted tenido valor para ello, capitán? —preguntó el bosman, con acento de reproche.

—Sin que yo se lo hubiera propuesto, habían manifestado ya su deseo de abandonar mi buque para no presenciar mis crueldades, como llaman a mis precauciones. Sin embargo, la costa está a la vista, y si lo desean pueden desembarcar. Será asunto de media hora. ¿Qué te parece, Francisco?

—Que eso sería condenarlos a una muerte horrible; ya sabe usted, como yo, que los neocaledonios son antropófagos.

—Pues, ¿dónde querrán tomar tierra?

—Se dice que en Nueva Zelanda han desembarcado los ingleses.

—No tengo intención de tocar en aquellas islas. Vuelta la punta meridional de Nueva Caledonia, marcharé directamente hacia el Este. Además, antes que los ingleses se apoderen de aquellas islas, han de pasar muchos años. Quiero dirigirme hacia las Tonga-Pabu.

—También allí hay antropófagos, capitán.

—¡Que se las entiendan con ellos los hermanos Ferreira! Haz que traigan a cubierta al comisario.

—Pero…, ¡capitán!

—¡Basta! ¿Quieres tú también darme lecciones? ¿Te ha instruido ese enojoso Vargas?

El bosman, que, como todos los demás de la tripulación, temía las iras del violento brasileño, se fue a cumplir la orden recibida. Poco después, el comisario se encontraba frente al capitán.

Estaba palidísimo, y se notaba que le costaba mucho trabajo reprimir la cólera que le bullía en el pecho.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó con los dientes apretados.

—Quiero comunicarle que mi nave está a la vista de Nueva Caledonia, señor comisario —repuso el gigante con ironía.

—¿Y qué quiere usted decir con eso?

—Que si desea usted desembarcar, pongo a su disposición una de mis chalupas, provista de armas, municiones y víveres para algunas semanas.

—¿Y cree usted que soy tan necio que vaya a hacerme devorar por esos salvajes?

—Los encontraréis lo mismo en todas las islas del Océano Pacífico, señor comisario del Gobierno peruano. Como ha manifestado ya otras veces su propósito de dejar mi nave, estoy resuelto a satisfacerle. Será para usted una verdadera suerte, porque de ese modo se librará de la peste que a todos nos amenaza.

—¿Y cómo explicará usted a mi Gobierno mi desaparición?

—¡Buen Dios! Durante las largas navegaciones se corren muchos peligros. Un hombre puede caer al mar y ahogarse; otro, caer de un mástil y romperse el cráneo, y, además, ¿no está la peste a bordo? Puedo decir que os ha atacado y que he tenido que sepultaros en los abismos del Océano Pacífico.

—¿Y vuestros marineros?

—Ellos jurarán y afirmarán todo lo que yo quiera, señor comisario.

—Sin embargo, bastaría que uno dijese la verdad, para que le ahorcaran a usted. Tenga entendido que el Gobierno peruano toma estas cosas muy en serio —dijo el señor Ferreira con acento amenazador.

—Es que ese uno no existiría. ¡Acabemos! ¿Quiere usted desembarcar?

—¡No! —dijo el comisario, en tono resuelto.

—¿Y si emplease la fuerza?

—¡Pruebe usted! —dijo el comisario, con acento de desafío y dando dos pasos hacia el gigante.

—No lo haré —dijo éste después de vacilar un momento—. De modo que vuelvo a daros la libertad con tal que no volváis a mezclaros en mis asuntos. Dejadme que me las entienda con mis chinos.

—¡Me niego!

—Como usted guste. Francisco, vuelve a conducir al señor comisario a su camarote, y que sea custodiado como antes.

Dicho esto, volvió la espalda al señor Ferreira y se dirigió hacia proa, murmurando:

—¡He aquí un hombre que va a darme más quehacer que los coolies!

Luego añadió con voz sorda:

—Por fortuna, aún estamos lejos del Perú, y antes de llegar ya encontraré medios de desembarazarme de él.

Iba a subir al castillo de proa, cuando vio a un hombre agarrarse desesperadamente a una cuerda de] trinquete, hacer un esfuerzo supremo por mantenerse en pie y caer luego pesadamente, retorciéndose de un modo convulsivo.

El capitán se detuvo pálido como un muerto, y luego dio rápidamente dos pasos atrás, gritando:

—¡Acudid, marineros!

Algunos hombres se lanzaron hacia el castillo; pero en el acto se detuvieron sin atreverse a tocar a su camarada, que continuaba retorciéndose y lanzando sordos gemidos.

—¡Capitán! —exclamó uno de ellos, con voz temblorosa—. ¡La peste!

Un atroz exabrupto se escapó de los labios del gigante.

El viejo bosman también había acudido.

—¡Ha sido atacado por la peste! —exclamó—. ¡Si la epidemia estalla sobre cubierta, estamos perdidos!

—¡Lleváoslo de aquí! —dijo el gigante con acento de terror.

Ninguno se atrevió a acercarse al apestado, que permaneció solo, agotándose entre las cuerdas amontonadas en la base del bauprés.

—¡Lleváoslo de ahí! —repitió el capitán, manteniéndose siempre a prudente distancia.

—¿Y quién ha de tocarle? —preguntó el bosman—. Además, ¿a dónde le llevamos?

—¡Adonde sea! ¡Echadlo al mar!

—Tenga usted en cuenta que es uno de los nuestros, y la tripulación no le perdonaría a usted semejante crueldad —dijo el oficial argentino.

La cosa era tan evidente, que el capitán no tuvo aliento para rebatir las observaciones del viejo contramaestre.

—Entonces, ¿qué me aconsejan ustedes que haga? —preguntó después de algunos instantes.

—Tratemos de curarle —repuso el argentino.

—Nadie querrá encargarse de ello; y, además, no tenemos medicinas a bordo. El botiquín está vacío hace mucho tiempo, y no me he cuidado de reponerlo.

—Pues hay que intentar alguna cosa, capitán —repuso el contramaestre.

—¿Y dónde colocar al enfermo? ¿En la cámara común? Todos moriríais.

—Hay un camarote vacío sobre el cuadro de popa.

—¿Y quién lo llevará allí?

—Yo mismo.

—Pues cogerás la peste, Francisco.

—Ya soy viejo, capitán —dijo el contramaestre, sonriendo.

Y al decir eso, se lanzó al castillo, exclamando:

—¡Fuera de aquí, miedosos!

Se inclinó sobre el marinero, que continuaba agitándose sobre las cuerdas y lanzando desgarradores quejidos. El desgraciado estaba lívido, tenía los labios cubiertos por una espuma sanguinolenta y sobre su pecho semidesnudo se veían anchas manchas amarillas.

—¡No te asustes, camarada! —dijo el contramaestre—. ¡La peste no siempre mata!

—¡Soy hombre muerto! —murmuró el apestado—. ¡Esos malditos chinos son los que han traído la peste a bordo!

—Eres joven y robusto, y puedes curar.

—¿Qué haces, Francisco? —preguntó el enfermo al ver al contramaestre querer levantarle.

—Te llevo al camarote del cuadro.

—Te contagiaré la peste.

—¡No te cuides de eso! Además, el jefe de los coolies ha llevado los muertos, y, sin embargo, vive.

Dicho esto, levantó al desgraciado entre sus robustos brazos y lo transportó al camarote.

Aquella misma tarde, el marinero era lanzado al mar envuelto en su hamaca y con una bala de cañón atada a los pies.

—¡Esperemos ahora que me toque a mí! —dijo tristemente el viejo contramaestre al verle desaparecer entre las aguas ya los tiburones lanzarse sobre su presa—. Vamos a tomar un sorbo de aguardiente, y suceda lo que quiera.

CAPÍTULO V. LOS «COOLIES», SUBLEVADOS

La muerte del joven marinero sembró el pánico entre la tripulación.

La terrible plaga, que al principio estaba localizada en el entrepuente, amenazaba a toda la tripulación con su terrible azote.

Todas las ropas pertenecientes al muerto habían sido tiradas al mar, y desinfectado el camarote del cuadro con agua de cal.

Pero ¿serían bastantes aquellas precauciones para contener el mal? Nadie lo esperaba.

Para colmo de desgracias, el Alción estaba detenido por las calmas del Trópico de Capricornio, recorriendo apenas una docena de millas cada veinticuatro horas, y eso con maniobras fatigosas en extremo.

La temperatura era excesivamente cálida: el sol vertía verdaderos torrentes de fuego sobre la desgraciada nave, fundiendo el alquitrán de los cables y de los calafateos de la cubierta.

Los chinos, que se asfixiaban en el entrepuente, lanzaban incesantes gritos de furor, pidiendo aire y agua, mientras la peste seguía haciendo entre ellos nuevas víctimas.

Parecía como si una maldición pesara sobre aquella pobre nave perdida en la inmensidad del Océano Pacífico.

La punta meridional de Nueva Caledonia había sido doblada algunos días antes, y el Alción estaba aprisionado en aquel brazo de mar que separaba la isla citada de la Tonga-Tabú, la Kermedes y el pequeño grupo de Norfolk, terrible penitenciaría de los malhechores ingleses y australianos.

F. 1 comisario del Gobierno y su hermano, no pudiendo resistir el calor que reinaba en sus camarotes, obtuvieron la libertad; pero se guardaron mucho de acercarse al capitán, y hasta trataban de evitar su presencia siempre que le veían aproximarse.

E. 1 gigante estaba, además, muy cambiado. Se le veía dominado por una preocupación terrible. Debemos decir, sin embargo, que no se había mostrado más humanitario respecto de los chinos, y hasta que parecía más encarnizado contra aquellos infelices, a los que trataba de debilitar para impedir que se rebelasen.

Los coolies habían llegado al colmo de la desesperación. Cada vez que se izaba un cadáver a través de la escotilla para lanzarlo a los tiburones, siempre abundantes en torno de la nave, sus gritos y sus amenazas adquirían tal intensidad, que hacían palidecer a todos.

Previendo para un tiempo más o menos lejano una tremenda explosión de furor, el capitán había hecho llevar a cubierta cuatro cajas de rompepiés, y distribuir a la tripulación fusiles y cuchillos, redoblando los centinelas en los puntos estratégicos. Algo le decía que el momento de la revuelta no estaba lejano, y se preparaba a ahogarla en sangre.

—Se la teme y se la espera —dijo un día el comisario a su hermano, mientras otro cadáver caía entre las abiertas fauces de los tiburones.

—¿Crees, Cirilo, que estos chinos intentarán algo serio? —preguntó el joven.

—Sí, Juan, porque ya han llegado a los últimos límites de la exasperación.

—¿Y qué va a pasar?

—Una terrible hecatombe.

—Que costará a los chinos torrentes de sangre.

—¡Quién sabe! Ten en cuenta que son cerca de cuatrocientos.

—Pero debilitados por el hambre y el calor, y, además, sin armas.

—Es verdad; pero piensa lo que ocurriría si esos cuatrocientos hombres, enfurecidos por los malos tratos, lograran subir a cubierta. Tal vez las armas de fuego no bastarían para rechazarlos, ni los rompepiés para contenerlos —dijo el comisario.

—Y tú, ¿no puedes hacer nada para calmarles? Sao-King ha visto cómo has tratado de protegerlos.

—No me escucharían.

—Influye sobre el capitán.

—Ese infame no me obedecería. Ya lo has visto.

—Pero si escapamos de la muerte, tú le denunciarás a las autoridades peruanas, y…

Una carcajada cortó la frase. El capitán Carvadho estaba detrás de los dos hermanos a pocos pasos de distancia, y había oído sus últimas palabras.

—¡Denunciarme! —exclamó—. ¡Corre usted mucho, señor Juan Ferreira! —dijo el gigante—. ¡Parece que han olvidado ustedes que a bordo de mi buque ya no hay comisario!

—¡Ah! —dijo Cirilo Ferreira con ironía—. ¿Me ha dejado usted cesante? ¿Ha recibido usted esa orden de mi Gobierno?

—Yo no necesito órdenes de nadie —dijo el capitán—. El cargo se lo he quitado yo.

—Veremos si el Gobierno aprueba su resolución.

—Si no la reconoce el del Perú, lo hará ciertamente el de Bolivia.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que mi nave no irá más a las costas peruanas. Cederé mis coolies a un amigo mío que tiene grandes plantaciones junto a Bolivia. ¿No ha notado usted que he modificado el derrotero de mi buque?

—¿Y nosotros? —preguntó el comisario con voz sorda.

—En cuanto a ustedes, ya se las arreglarán como mejor les parezca.

—Los chinos se han contratado para las minas de guano del Perú.

—Los chinos harán lo que a mí me dé la gana.

—¡No son esclavos! —gritó Cirilo.

—Los venderé como si lo fueran.

—¡Y yo denunciaré su infamia!

——Hágalo usted —repuso fríamente el capitán—. Pero antes de que el informe llegue al Perú, estaré muy lejos de América del Sur. En resumen, considero a ustedes como dos pasajeros, puesto que no tengo necesidad de un comisario peruano desde el momento en que he resuelto ir a Bolivia.

—¡Oh!

—Además, aún no hemos llegado a América, y, por consiguiente, no saben cuándo podrán denunciarme. Y ahora, ¿quieren ustedes un consejo? No vuelvan a mezclarse en mis asuntos.

—También quiero yo darle a usted otro —dijo el señor Ferreira.

—Hable usted.

—Que tampoco ha llegado usted todavía a las costas de Bolivia, y que no se sabe cuándo podrá usted llegar.

—¿Confía usted en la intervención de algún buque? ¿Por esta parte no pasa, generalmente, ningún buque de guerra?

—Me refiero a la mina que está bajo nuestros pies —dijo el comisario.

—¡Los chinos! Dentro de pocos días ya no habrá nada que temer de ellos —dijo el capitán con feroz sonrisa—. Desde hoy sufrirán sus raciones una nueva reducción.

—¡Están ya medio muertos de hambre y sed, bandido! —rugió el comisario.

—Pues aún los trataré peor, con tal de molestar al señor comisario del Perú.

Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando en el entrepuente se levantó un clamor tan formidable como si cien fieras estuvieran a punto de aparecer sobre cubierta: eran clamores salvajes, terribles, unidos a golpes sordos, como si estuvieran demoliendo los costados de la nave.

El capitán se había puesto pálido.

—¿Oye usted, señor Carvadho? —preguntó el comisario agarrándole por un brazo—. ¡Es la insurrección, que estalla a bordo, y que a todos nos sumergirá en el mar!

En aquel momento los cuatro centinelas se lanzaron a cubierta, gritando:

—¡A las armas! ¡Los chinos derriban las paredes!

Pasado el primer instante de estupor, el capitán lanzó un rugido de fiera enfurecida.

Los clamores aumentaban en tal forma, que no se oían ya las voces de mando.

—¡Muera el capitán! —rugían cuatrocientas voces.

—¡Venganza!

Continuaban los gritos cada vez más potentes, más terribles, y los golpes, que amenazaban derribar la reja.

El capitán Carvadho era inhumano, pero no cobarde. Ya había asistido a otras varias revueltas a bordo de su nave, y había tenido la fortuna de dominarlas con el hierro y con el plomo.

Con un gesto había hecho acudir a los primeros diez hombres armados de fusiles y se precipitó en el cuadro, mientras el bosman hacía destapar la caja llena de bolitas erizadas de puntas para desparramarlas sobre la cubierta, colocando al mismo tiempo a los artilleros en las dos piezas de cañón.

—¡Ven! —dijo Cirilo, conduciendo a su hermano hacia el cuadro—. ¡Tratemos de impedir una horrorosa efusión desangre!

—¡Querría que los chinos subieran al puente! —dijo Juan.

—Ten en cuenta que no respetarían a nadie, querido hermano.

En aquel momento un chino, viendo al comisario a su alcance, le dio tal golpe sobre el cráneo con una de las barras que había pasado a través de la reja, que le derribó desvanecido y sangriento.

Sao-King vio aquello y gritó:

—¡Respetad a ese hombre!

Era demasiado tarde: el golpe había sido dado ya.

Juan se precipitó hacia su hermano, gritando:

—¡Lo han matado!

—¡Llevaos de aquí a este hombre! —gritó el capitán.

Mientras un marinero, ayudado por Juan, transportaba a un camarote del cuadro el ensangrentado cuerpo del pobre comisario, Carvadho y sus hombres habían hecho una descarga a quemarropa contra los chinos.

Cinco o seis hombres cayeron junto a la reja fulminados por las balas, mientras otros, heridos, se arrastraban hacia las paredes opuestas, gritando:

—¡Venganza! ¡Venganza, compañeros!

Los coolies se retiraron espantados, pero sólo por un momento.

—¡Al asalto! —gritó Sao-King—. ¡Muerte a los hombres blancos!

Todos aquellos chinos se lanzaron contra las rejas de proa y popa con mayor rabia, mientras los aterrados marineros retrocedían para librarse de los golpes de barra, que llovían como una granizada, y de los cuchillos que lanzaban contra ellos los enfurecidos asaltantes.

Ya la pared iba a caer por completo, cuando resonaron varias descargas seguidas de gritos de dolor y de imprecaciones.

Los marineros alzaron la reja de la carlinga maestra e hicieron un fuego infernal sobre los chinos, mientras otros disparaban a través de la reja de proa, cogiendo así a los rebeldes entre dos fuegos.

Los infelices fusilados caían a montones por todas partes.

El capitán hizo volver a cargar los fusiles a sus hombres y disparó sobre los coolies, que se deplegaban junto a la reja, abriendo un surco sangriento en aquella masa viviente.

Los chinos se detuvieron, vacilantes.

La voz de Sao-King volvió a sonar:

—¡Apretad detrás de la amura! ¡El último esfuerzo!

Cien hombres se lanzaron entonces como máquinas contra el tabique, ya quebrantado, lanzando un grito ensordecedor.

Los puntales, arrancados de cuajo, oscilaron un momento, cayeron luego, y la pared entera se derrumbó con terrible fragor, derribando a cuatro de los diez hombres del capitán. Un inmenso grito de triunfo resonó en el interior del buque.

¡El camino estaba abierto! ¿Quién detendría a aquellos tigres amarillos, sedientos de sangre y de venganza? Parecía imposible dominarlos.

El capitán Carvadho, que escapó milagrosamente de la muerte, se lanzó hacia la escala, mientras los chinos aniquilaban a los cuatro marineros que quedaron bajo la pared.

—¡En retirada! —gritó.

En pocos saltos atravesó el cuadro y se lanzó sobre el puente en el mismo momento en que el joven Juan y el marinero transportaban fuera al pobre Cirilo, aún desvanecido, para sustraerle a la furia de los asaltantes.

—¡Francisco! —gritó el capitán—. ¡Todos al castillo de proa! ¡El castillo central está perdido!

Volvió con irresistible impulso el cañón colocado en la popa, y se precipitó a cubierta, seguido de sus hombres.

—¡Señor! —gritó Juan, que no pudo seguirlo en aquella retirada tan rápida—. ¡Socorra usted a mi hermano!

—¡Echeselo usted a los chinos! ——repuso el gigante.

Sin embargo, dos marineros más humanitarios acudieron en ayuda del joven y transportaron al herido al castillo de proa, colocándolo sobre un montón de cuerdas.

En un abrir y cerrar de ojos, todos los camarotes fueron desvalijados por los amotinados y las pocas armas que allí se encontraban habían pasado a sus manos. Sólo disponían de media docena de fusiles y aún su número era ocho o nueve veces más considerable que el de la tripulación.

Los que estaban desarmados cogieron traviesas, manivelas y hasta cuerdas gruesas y pesadas, mientras otros se encaramaban en el árbol de mesana y cortaban grandes trozos de madera para dejarlos caer sobre la cabeza de sus adversarios.

Toda aquella masa furiosa se precipitó hacia adelante para asaltar el castillo de proa, sobre el cual se habían reunido los marineros.

De pronto se detuvieron las primeras filas, y retrocedieron luego confusamente, lanzando gritos de dolor.

Sin embargo, del castillo de proa no había salido ningún disparo de fusil, y el cañón seguía mudo.

Eran los rompepiés, que habían detenido el ímpetu del ataque de los coolies.

Los marineros habían vaciado las cuatro cajas llenas de aquellos dañosos artefactos, y los habían esparcido por la cubierta con fragor metálico.

Los movimientos de la nave los hacían correr desordenadamente de babor a estribor, llevándolos hasta las primeras filas de los chinos.

Estos, que iban descalzos, al ver avanzar aquellos objetos saltaron hacia atrás lanzando gritos de furor y aún de dolor, porque algunos ya habían probado los primeros mordiscos de aquellas terribles puntas.

—¡Ya está contenido su asalto! —dijo el capitán, riendo de los gestos que hacían los primeros heridos—. ¡Ya veremos si pueden cruzar sobre esas graciosas monerías!

Alzando luego la voz, gritó:

—¡Volved al entrepuente, u os hago trizas con la metralla!

Sao-King, abriéndose paso por entre sus compatriotas, avanzó hasta las primeras líneas para darse cuenta del Peligro que había detenido a sus hombres. Al verle, el capitán Carvadho apuntó contra él su fusil; pero el contramaestre le hizo bajar el arma, diciéndole:

—¡No, capitán! Los pondríamos aún más furiosos. Tratemos de calmarlos, o nos harán pedazos.

—¡Tengo un deseo loco de ametrallarlos! —repuso Carvadho.

—Piense usted que cada hombre que cae es una pérdida para usted. Esa carne amarilla vale oro; y, además… ¡no seamos demasiado crueles, señor!

—¡Con pieles amarillas! Aprecio tu consejo, porque, al cabo, estos hombres valen dinero. ¡Eh, Sao-King!

El chino se adelantó; pero cinco o seis de sus compañeros se colocaron en torno suyo para hacerle un escudo con su cuerpo.

—¿Os rendís? —preguntó el jefe de los coolies.

—¡Tenéis demasiada prisa! —repuso el capitán.

—Entonces, ¿qué queréis?

—Aconsejarte que vuelvas al entrepuente antes que ocurra una catástrofe.

—¡Nunca! —repuso el chino con firme acento—. Hemos conquistado nuestra libertad a costa de mucha sangre, y la conservaremos.

—¿Qué pedís?

—Que se nos vuelva a China.

—¡Estás loco, Sao-King! —dijo el capitán.

—¿Queréis la muerte?

—Yo seré quien os la dé. Estamos bien armados, y aún tenemos un cañón.

—Lo tomaremos al asalto.

—Probad; pero tened cuidado con los pies.

—¡A mí, amigos! —gritó el chino—. ¡Demos batalla a los hombres blancos!

CAPÍTULO VI. TERRIBLE COMBATE

Con un acuerdo admirable, los chinos, siguiendo tal vez un plan preconcebido, en vez de avanzar, afrontando aquellas terribles bolitas erizadas de puntas, que continuaban corriendo de babor a estribor con un tintineo metálico que estremecía, se retiraron precipitadamente hacia el castillo.

En un abrir y cerrar de ojos, todo el mobiliario de los camarotes, los barriles de las provisiones, los rollos de cuerdas, etcétera, habían sido lanzados de modo que formasen una barricada, y el cañón que el capitán Carvadho había derribado había sido vuelto a colocar en su sitio.

Los chinos procedieron con tanta rapidez, que la barricada se había levantado antes que el capitán hubiese dado la voz de fuego.

—¡Ah, bribones! —rugió—. ¡Saben más de lo que yo creía! ¿Quieren batalla? ¡Pues la tendrán! ¡Fuego en toda la línea! ¡Barredme la cubierta de esos perros amarillos!

Apenas sonó la voz de mando, cuando un huracán de metralla atravesaba la cubierta de la nave, chocando sobre la barricada y matando o hiriendo a una docena de chinos.

El cañón había sido disparado, y por primera vez la sangre había bañado abundantemente la nave.

Un inmenso grito de rabia se alzó entre los chinos, dominado en el acto por la voz tonante de Sao-King.

—¡Tendeos sobre el castillo! —gritó el jefe de los coolies—. El que no tenga armas, que me siga al entrepuente.

—¿Qué querrá hacer ese bandido? —se preguntó el capitán Carvadho, que había oído aquella voz de mando.

—Temo que va a darnos mucho quehacer —dijo el contramaestre—. Sao-King va a jugarnos alguna mala pasada.

—Mientras los rompepiés corran, los chinos no llegarán aquí.

—Podremos diezmarlos; pero han puesto en batería el cañón, y en el cuadro han encontrado fusiles.

—Veo pocos armados. Y el comisario, ¿ha muerto? —preguntó el capitán cambiando de conversación—. Si estuviera vivo, podría tratar de calmar a los rebeldes. Sao-King le protege. Ve a verle. Mientras tanto, yo trataré de desalojar a los chinos del castillo. ¡Fuego, y no economicéis la pólvora!

Mientras los marineros, tendidos sobre el castillo de proa, hacían tronar sus fusiles, Francisco se dirigió hacia el sitio donde estaba recostado el señor Ferreira, asistido por su hermano.

Algunos marineros, más humanitarios que el capitán, habían acumulado frente al herido algunas cajas para formarle un reparo contra las balas de los chinos. El señor Ferreira había vuelto en sí al primer cañonazo.

El golpe de barra le había herido en el cráneo, produciéndole una herida de varios centímetros, sin que por fortuna interesase más que el cuero cabelludo.

Sin embargo, el golpe había sido tan violento, que le había hecho perder el conocimiento, y la pérdida de sangre había sido tan copiosa, que le había dejado extremadamente débil.

Su hermano le había lavado la herida y había vendado la cabeza con la ayuda de un marinero.

Al ver al contramaestre, el comisario trató de levantarse, pero sin conseguirlo.

—No se mueva usted, señor comisario —dijo el viejo lobo de mar—. ¿Cómo se encuentra usted?

—Aún muy débil.

—Has perdido mucha sangre, hermano —dijo Juan—. Has sido la primera víctima de los chinos, a quienes tratabas de defender.

—Era un golpe más bien destinado seguramente al capitán que a mí.

—Es verdad, hermano, porque Sao-King había gritado que te respetaran. ¿Quién le envía a usted, Francisco?

—El capitán.

El señor Ferreira frunció el ceño.

—¿Qué quiere de mí?

—Que trate usted, si las fuerzas se lo permiten, de calmar a los chinos.

—¡Es demasiado tarde! Nadie podrá frenar ya a esos hombres. Si el fuego no ha logrado volverlos al entrepuente, mis palabras no harán más que irritarlos todavía más, puesto que, a excepción de Sao-King, todos me consideran como enemigo. Además, no tengo las fuerzas necesarias para semejante empresa.

—Y aunque pudieses levantarte, te aconsejaría que no dieras ni un paso para sacar de apuros a esa fiera —dijo Juan—. Él ha sido quien con sus malos tratos ha lanzado a los chinos a la revuelta.

—Es verdad, señores —dijo el contramaestre inclinando la cabeza—. Si hubiera seguido mis consejos no habríamos llegado a este punto.

—¿Se defienden los chinos?

—Ferozmente.

—¿Hay peligro de que lleguen a nosotros?

—Si no fuera por los rompepiés, a estas horas ya habrían llegado aquí. ¡Parecen tigres desencadenados!

—¿Qué piden?

—Que se les vuelva a China.

—Pues si el capitán quiere salvar su nave, que acceda a su demanda. Ese es mi consejo.

—Así se lo diré. No trate de levantarse, porque las balas comienzan a silbar por aquí.

Mientras cruzaban aquellas palabras, se había empeñado una ferocísima lucha por ambas partes.

Los chinos, que estaban armados con fusiles, aunque en poquísimo número, habían abierto el fuego contra el castillo de proa, y el cañón que habían puesto en batería había disparado dos veces, hiriendo del primer tiro el árbol de trinquete, y matando tres hombres con el segundo.

Los marineros contestaban, sin embargo, vigorosamente, tratando de desalojar a los chinos del castillo.

Disparaban contra los artilleros que servían el cañón inoportunamente abandonado por el capitán, y contra todas las cabezas peladas que asomaban sobre la trinchera.

Varios chinos habían caído; pero los otros, lejos de espantarse, resistían tenazmente, animándose unos a otros con clamores cada vez más feroces.

Sin embargo, era de temer que hubieran tenido la peor parte, de no haber encontrado el modo de lanzarse al asalto.

Los fusiles de la tripulación no hubieran tardado en triunfar.

Estaban las cosas en este punto, cuando, a riesgo de recibir una bala en la cabeza, el contramaestre pudo llegar a donde estaba el capitán.

—¿Qué hay? —preguntó éste, descargando su fusil contra uno de los artilleros.

—El comisario ha vuelto en sí; pero está tan débil que no puede tenerse en pie.

—¿No quiere intentar nada para calmar a esos condenados?

—No puede.

—¡Que los tiburones se lo traguen pronto!

—Me ha encargado que le dé a usted un consejo.

—Habla.

—Que acceda usted a volver los chinos a Macao.

—¡He aquí cómo son esos agentes gubernativos! —dijo el gigante, con ironía—. Por fortuna, mando yo a bordo, y no dejaré que nadie se me imponga.

—¿Y si los chinos no ceden? —preguntó el contramaestre.

—¡Los mataremos a todos!

—Piense usted que son muchos y que podrá tocarnos perder, porque también comienzan a caer nuestros hombres.

—¡Toma un fusil, dispara y no te preocupes de lo demás!

En aquel momento, gritos ensordecedores se alzaron hacia la popa. Algunos chinos salían del cuadro corriendo, llevando en hombros largas tablas y pedazos de tabique que habían arrancado del entrepuente.

El capitán palideció.

—¡Muerte y condenación! —exclamó, con voz ronca—. ¡Estamos perdidos!

Desafiando intrépidamente el fuego, los chinos comenzaron a lanzar aquellas tablas sobre los rompepiés para hacerse un puente y lanzarse más tarde al asalto del castillo.

Los rompepiés, en los cuales tanto había confiado el capitán para hacer imposible un ataque impetuoso, iban a hacerse inofensivos.

Apenas lanzados los primeros puentes, aparecieron otros chinos con nuevas tablas y nuevas traviesas.

Avanzaban saltando como demonios para impedir a los marineros que los tomasen por blanco y resguardándose detrás de las tablas; luego, desembarazados de la carga, retrocedían precipitadamente, salvándose en el cuadro.

El capitán Carvadho, que veía desaparecer poco a poco de la cubierta las bolas erizadas de pinchos, estaba furioso y maldecía a cada momento.

—¡Fuego! —decía—. ¡Barred la, cubierta!

Los marineros, que comprendían el grave peligro que corrían, no cesaban de disparar, ya sobre el cuadro para desalojar a los pocos que permanecían ocultos tras la barricada, ya sobre los que llevaban las tablas, mientras el cañoncito barría la cubierta con incesantes descargas de metralla.

Algunos, lanzados los puentes para no pisar sobre los rompepiés, habían tratado de avanzar intentando un ataque a la bayoneta, pero se habían visto obligados a retroceder precipitadamente.

Algunos chinos, encaramados en las cuñas, habían lanzado contra sus adversarios las pesadas poleas de la maniobra, matando a dos e hiriendo a cuatro,

—¡Hay que resistir hasta la noche! —dijo el capitán a Francisco.

—¿Qué quiere usted hacer? ——preguntó éste.

—Si no logramos meter a eres perros en el entrepuente, iban don aremos la nave. No debemos de estar lejos de Tonga-Tabú.

—Pero esas islas están habitadas por antropófagos.

—¡Siempre serán menos terribles que esos tigres amarillos! ¿Cuántas chalupas tenemos disponibles?

—No hay más que dos sobre la grúa de proa; las otras han quedado en la popa.

—Podrán bastarnos porque muchos de los nuestros se quedarán aquí, y de seguro no vivos; pero al marchanos prepararemos a los chinos una hermosa sorpresa.

—¿Incendiará usted la nave?

—¡Ah, no: porque espero recobrarla ni tarde! ¿Tenemos arsénico a bordo, Francisco?

—¡Capitán! —exclamó el viejo contramaestre, estremeciéndose—. ¿Qué quiere usted hacer?

—Envenenar la provisión de agua.

—¿Quiere usted cometer semejante crimen? ¡No no lo hará usted!

—¡Silencio! Los chinos vuelven a acometernos. ¡Fuego muchachos! ¡No haya cuartel! ¡Si vencéis, doble paga por un mes y doble ración de aguardiente hasta que lleguemos a nuestro destino!

Los marineros no necesitaban tales excitaciones. El miedo de caer vivos en manos de los chinos los obligaba a defenderse desesperadamente, porque sabían que no les darían cuartel.

Disparaban como locos haciendo fuego sobre los grupos más numerosos, gritando y amenazando.

Los chinos caían a pelotones, pero sin detenerse. Lanzaban tablas sin interrupción, desafiando intrépidamente el castillo de proa para aplastar con su número al de los odiados hombres blancos.

Entre las detonaciones de la fusilería y el fragor de las dos piezas de cañón, se oía siempre la voz de Sao-King, que gritaba:

—¡Adelante, adelante! ¡Venganza a nuestros muertos!

La cubierta de la nave estaba casi toda sepultada bajo montones de tablas, lanzadas sin cesar.

El momento del asalto se aproximaba.

Los chinos del castillo, después de una última descarga que había hecho caer a cuatro marineros, se lanzaron a cubierta.

El capitán contó rápidamente sus hombres.

Catorce habían caído muertos o heridos, pero aún quedaban veintiséis.

—¡Intentaremos prevenirnos! —gritó—. ¡Cuatro hombres al cañón, y que los demás me sigan!

Hizo lanzar dos puentes sobre la última capa de balas, y bajó al castillo seguido por los marineros, divididos en dos grupos.

—¡Cargad a la bayoneta! —gritó.

Los chinos salían en aquel momento, avanzando tumultuosamente. Se habían armado con todo lo que había caído en sus manos.

Los que llevaban fusiles eran poquísimos, como ya se ha dicho; los demás manejaban remos, traviesas y poleas que debían servir como hondas monstruosas, o cuchillos, o simples trozos de madera arrancados de los camarotes.

Algunos, con las puertas de éstos, habían improvisado escudos de extraordinarias dimensiones, demasiado pesados para un solo brazo.

A la orden dada por Sao-King, aquella turba indisciplinada, pero decidida a tirar al mar a toda la tripulación, se había lanzado a través de los puentes emplazados sobre los terribles balines, ya inofensivos.

—¡A muerte, a muerte! ¡Al agua los blancos! —gritaban todos.

—¡Echadlos! —rugió el capitán.

Seguido de los marineros, armados de fusiles con la bayoneta calada y de sables de abordaje, se lanzó contra los asaltantes para rechazar aquella horda tumultuosa.

Sus hombres descargaban las armas a quemarropa, y después se lanzaban contra los chinos con el valor que infunde la desesperación, atravesando pechos e hiriendo cabezas.

Los coolies, sorprendidos por aquel contraataque que causaba estragos en la primera fila, vacilaron, y al fin retrocedieron, empujándose y cayendo en espantosa confusión unos sobre otros.

El capitán Carvadho, valiéndose de su fuerza prodigiosa, empuñó el pesado fusil por el cañón y golpeó furiosamente los pelados cráneos de los coolies, abriéndose por entre ellos un camino sangriento.

—¡Adelante! —gritó—. ¡Despejad la cubierta y matemos a estos perros en el entrepuente!

De improviso se encontró frente a un obstáculo que no era fácil vencer: los siete u ocho chinos armados de fusiles, a los cuales Sao-King animaba valerosamente para avanzar y dejara los otros que se reorganizaran.

Aquel puñado de hombres hizo una descarga a quemarropa sobre los marineros, derribando a cinco o seis, y luego, ayudado por un pequeño grupo armado de sables y barras, hizo frente a los demás sin retroceder un paso.

Sorprendidos los marineros por aquella inesperada resistencia, y atacados por el frente y por los flancos, retrocedieron a su vez en unión de su comandante, milagrosamente respetado por las balas, pero herido por un tremendo golpe de barra que le arrancó media oreja.

Aquel momento bastó a la indisciplinada turba para reorganizarse,

—¡Adelante todos! —gritó con energía Sao-King, que combatía ferozmente a la cabeza de sus escasos fusileros.

La horda entera se lanzó nuevamente al asalto, hiriendo con puntales, remos y poleas y lanzando por doquiera los cuchillos diestramente manejados.

El cañón del castillo de proa lanzó una descarga de metralla sobre los chinos, aun a riesgo de herir también a los marineros; pero los coolies ya no se contuvieron, y, atacando de cerca a la tripulación, la obligaron a huir precipitadamente ya volver al castillo.

Un grito inmenso saludó la retirada de la tripulación.

—¡Al castillo! —gritó Sao-King.

La noche avanzaba rápidamente. El sol, rojo como un disco de metal incandescente, se sumergía en el horizonte, mientras hacia el Este las aguas se ponían oscuras, y densos nubarrones subían por el horizonte, cubriendo poco a poco los primeros astros de la noche.

Aunque obligados a retirarse, los marineros no habían perdido por completo la esperanza de vencer y no tenían intención de rendirse.

Con prodigiosa rapidez habían vaciado la cámara general, llevando al castillo todos sus enseres y sus cajones, improvisando a su vez una barricada. Hecho esto, cortaron con algunos hachazos las dos escalas que unían el castillo con la cubierta para mejor defenderse.

—¡Tratemos de resistir hasta que la oscuridad ponga término a la lucha! —dijo el capitán—. Más tarde veremos lo que conviene hacer.

En aquel momento, los chinos se precipitaron al asalto, animándose con feroces gritos.

Habían casi llegado al palo mayor, cuando el cañón hizo fuego nuevamente. Agotada la metralla disponible, aquella vez había disparado con bala, trazando un surco sangriento entre los rebeldes. Luego los fusiles le habían hecho eco, lanzando una lluvia de proyectiles.

Los coolies, aun cuando maltrechos por aquel intenso fuego, atravesaron a la carrera la última parte de la cubierta y se reunieron bajo el castillo de proa. Agarrándose a los menores salientes y subiendo unos sobre los hombros de otros, trataron de encaramarse y derribar la barricada.

Los marineros, manejando las hachas y los sables de abordaje, se defendían con furor creciente, y el capitán, con una pesadísima barra de hierro, destrozaba a cuantos se presentaban ante él.

Aquella desesperada resistencia acabó por desconcertar a los coolies. Las pérdidas eran enormes, y ni un solo chino había conseguido subir a la barricada, defendida con obstinación desesperada.

Sao-King, que vio caer a sus hombres a montones, haciéndose matar inútilmente, ordenó la retirada.

—¡Mañana les cogeremos! —gritó—. ¡Todos a popa! ¡El timón está en nuestro poder! ¡Basta por ahora!

Los coolies, que ya vacilaban, se replegaron apresuradamente, sostenidos por el grupo de fusileros, reuniéndose todos hacia popa, donde levantaron una segunda barricada detrás del palo mayor.

Cansados los marineros por aquella larga lucha, que duraba tres horas, y estando además heridos en su mayor parte, cesaron el fuego.

La oscuridad se había hecho tan densa, que no se podía ver a los chinos parapetados detrás de su barricada.

El capitán, vendándose como pudo la herida, ordenó el recuento de sus hombres.

—Faltan dieciséis —repuso el contramaestre—, y, además, hay nueve heridos.

—¡Se acabó! —dijo el gigante, con voz ronca—. ¡Si nos quedásemos aquí, mañana pereceríamos todos!

—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó un viejo gaviero que tenía la frente ensangrentada.

—¡No nos queda más recurso que abandonar la nave! —repuso, iracundo, el capitán.

—Y ¿perderlo todo?

—¡Ya no podremos dominar la revuelta!

—De seguro que no —dijo el oficial argentino—. Los chinos son ya dueños del barco.

—¿Están dispuestas las chalupas, Francisco?

—Sí, capitán —respondió el contramaestre.

—¿Has hecho poner víveres en ellas?

—Para tres semanas.

—¿Y municiones?

—Diez libras de pólvora y bastante cantidad de balas. ¿A dónde vamos?

—Las islas más próximas son las de Tonga.

—Están habitadas por antropófagos —dijo Vargas.

—¡Si nos atacan, nos defenderemos! Bota al agua las chalupas sin que lo adviertan los chinos. Y ahora, ¡que me acompañen los gavieros!

—¿Qué va usted a hacer, capitán?

Un relámpago siniestro brilló en los ojos del gigante.

—¿Creéis que voy a dejar el buque sin vengarme? ¡El arsénico dará buena cuenta de esos perros de cara amarilla!

—¡Deje usted en paz a esos desgraciados, capitán; no cometa usted tan atroz delito!

—¡Sois muy sensibles! —exclamó el gigante——. ¡Compadecer a esos bribones!… ¡A mí los gavieros!

Dos hombres acudieron a aquel llamamiento.

—¿Dónde está el arsénico? —preguntó el capitán.

—En la caja de Moreno —le contestaron.

—¡Pues traedlo, y seguidme a la despensa!

Allí había cajas de bizcochos, harina, azúcar, barriles de carne salada y de cecina, frutas secas y cuatro barriles llenos de aguardiente.

—¡Esto será lo primero que beban! —dijo, con sonrisa atroz—. ¡Que los vacíen y que se pongan alegres, pero han de acordarse del capitán Carvadho! ¡Si rompiera estos barriles o incendiase el buque, los asaría a todos!

Ya había levantado el hacha para desfondarlos, cuando una idea cruzó por su imaginación.

—¡No——dijo—; sería una necedad! Muertos los chinos, podré recobrar el buque y volver a Macao para hacer un nuevo cargamento. No estamos muy lejos de las islas Tonga-Tabú, y más tarde vendré a buscar mi Alción.

Los dos gavieros bajaron llevando un paquete voluminoso.

—¡Aquí hay veneno para hacer reventar a mil hombres! —dijo el capitán—. Mi amigo Rodríguez, a quien se lo llevaba para los topos de su plantación, habrá de pasarse sin él.

Destapó los barriles, vertió en cada uno alguna cantidad de aquellos polvos terriblemente venenosos, y el resto lo echó en los cajones de harina y en los recipientes de carne salada.

—¡Ahora —dijo—, vámonos!

CAPÍTULO VII. EL ENVENENADOR

Cuando volvió a subir a cubierta, los marineros ya habían botado al agua la chalupa, la canoa grande y la vela, sin hacer ruido, a fin de no llamar la atención de los chinos, que vigilaban detrás de la barricada.

Los víveres ya habían sido colocados en ella, lo mismo que las municiones.

Sólo faltaba embarcarse.

Antes de dejar el buque, el capitán se adelantó hacia el borde del castillo para ver si los chinos avanzaban.

La cubierta, hasta el palo mayor, estaba despejada. Sólo en las dos barricadas se veía confusamente moverse alguna que otra sombra.

—¡Buena suerte! —murmuró con diabólica sonrisa—. Y, sobre todo, ¡bebed con abundancia de mi sabroso aguardiente!

Se volvió hacia sus hombres y les dio la orden de bajar a la chalupa, dándoles el ejemplo.

Mientras los marineros ocupaban sus puestos, el oficial fue a buscar al comisario, el cual estaba dormido junto a su joven hermano.

—¡Señor Ferreira! —dijo, sacudiéndole para despertarle.

En aquel momento se oyó al capitán gritar:

—¡Señor Vargas! ¡Señor Vargas!

El oficial se inclinó sobre la amura, mientras Juan obligaba al herido a levantarse.

—¿Qué quiere usted? —preguntó.

—¡Baje usted pronto!

—Estoy ayudando al comisario.

Una risa siniestra llegó a su oído.

—¡Que se queden a bordo esos majaderos! —dijo el capitán—. ¡Estoy harto de ellos!

El oficial hizo un gesto de furor.

—¿Ha olvidado, usted que están los chinos a bordo? —preguntó con ira.

—¡Que se las arreglen ellos con los coolies!

—¿Sería usted capaz de cometer semejante infamia?

—¡O baja usted, o hago cortar las cuerdas!

—No bajaré sino con el comisario y su hermano.

—¡Estúpido! ¡Que el diablo le lleve! —gritó, furioso, el capitán—. Por última vez, ¿baja usted?

—No, señor. Yo no cometeré jamás una villanía semejante.

—Entonces, ¡buenas noches! ¡Cortad las cuerdas!

Vargas lanzó un grito de rabia y cogió rápidamente un fusil que había quedado abandonado en el castillo.

—¡Pirata! —gritó—. ¡Muere!

Un relámpago rompió las tinieblas, seguido de un disparo de un grito de dolor.

—¡Te alcance, envenenador! —rugió el argentino.

Una carcajada estallo en las tinieblas.

—¡Buenas noches, señor Vargas! —gritó una voz irónica. Era la del capitán Carvadho.

Al ruido del disparo los centinelas chinos que vigilaban en la barricada se habían levantado, gritando:

—¡A las armas!

Entre tanto, el comisario, ayudado por Juan, había logrado levantarse y se sujetaba a la amura.

—¿Qué pasa, señor Vargas? —preguntó

—¡Que esos malvados nos han abandonado!

—¿Quiénes? ¿Los marineros? —exclamó el señor Ferreira con doloroso estupor

—Y también el capitán.

—¡Miserables!

—¡Y he errado el tiro! ¡Si al menos le hubiera matado!…

—¿De modo que estamos solos?

—Solos contra todos los chinos.

——Y usted, ¿no los ha seguido?

—Me he negado a dejar a ustedes abandonados. No he querido hacerme cómplice de semejante villanía.

—Tal vez Sao-King no quiera matarnos.

—Al menos te respetará a ti —dijo Juan—. Recuerdo que cuando aquel chinó se disponía a herirte, gritó: «¡No toquéis a ese hombre!».

—Entonces, tampoco se meterá conmigo —dijo a argentino—. Yo sé guiar la nave, puedo ser útil a Sao-King. ¡Ah! ¡Ya vuelven a avanzar! ¿Habrán advertido la fuga de la tripulación? Señor Ferreira, coja usted también un fusil. Ahí cerca he visto uno. Y usted señor comisario, no se mueva de aquí hasta que conozcamos las intenciones de Sao-King.

Algunas sombras se deslizaban a lo largo de las bordas, tratando de acercase al castillo.

El oficial y el joven Ferreira apuntaron con sus fusiles, gritando:

—¡Alto, o hacemos fuego! ¡Al alba nos rendiremos!

Al oír hablar de rendición, lanzaron los chinos un inmenso grito de triunfo.

Sao-King, avisado en el acto, se adelantó.

—¿Quién habla? —preguntó—. ¿Es el capitán Carvadho?

—No; soy su lugarteniente —repuso el argentino.

—¿Quiere usted rendirse?

—Sí; hemos decidido capitular.

—¿Dónde está el capitán?

—Ha huido.

—¡Cuidado, que como nos tiendan un lazo no perdonaremos a ninguno!

—Te digo que ha huido, Sao-King, y que a estas horas deben de estar lejos.

—¿Está usted solo?

—No —repuso el oficial—; también han quedado aquí el comisario y su hermano.

—¿No ha muerto el señor Ferreira? —preguntó, interesado, Sao-King.

—Sólo está herido, y no de gravedad.

—Me alegro mucho. Y ese disparo que acabo de oír, ¿qué significa?

—He disparado yo contra el capitán.

—¿Usted? —exclamó el chino, con estupor.

—Quería castigarle por habernos abandonado.

—Nada tiene usted que temer por nuestra parte —dijo Sao-King—. Yo no me olvido de los que han tratado de defendernos contra la brutalidad del capitán. Depongan las armas y vengan a mi encuentro. ¡Que nadie toque a estos hombres blancos, que son mis amigos! Traed luces, y festejad la conquista de nuestra libertad y del buque.

Un grito ensordecedor acogió aquellas palabras.

—¡Viva Sao-King! ¡Viva nuestro capitán!

Un momento después, quince o veinte hombres salían del cuadro llevando antorchas encendidas y seguidos por toda la turba, aún armada de cuchillos, manivelas y sables.

Al verlos avanzar como una tropa de demonios desencadenados, el oficial argentino vaciló.

«¿Nos habrá prometido Sao-King la vida —se dijo— para cogernos desarmados? No nos dejaremos matar como corderos; y si hemos de morir, moriremos todos juntos».

En el castillo había aún dos barriles de pólvora de cuarenta libras cada uno, que los marineros no habían podido embarcar. Coger un hacha y abrirlos fue cosa de un momento.

—¿Qué hace usted, señor Vargas? —preguntó el comisario.

—Tomo mis precauciones, señor Ferreira —repuso el argentino.

Dicho esto, cogió uno de los dos fanales reglamentarios y lo encendió, manteniéndolo abierto.

Los chinos estaban entonces bajo el castillo y se preparaban a escalarlo.

—¡Alto! —gritó el oficial, con voz tonante—. ¡Si dais un paso más, hago saltar el buque!

Sao-King se adelantó

—¿Qué significa esa amenaza? —preguntó con asombro.

—Veo que tus hombres van aún con armas…dijo el argentino, y, por tanto, no debemos creer ciegamente en tus promesas.

—Haces mal —repuso d chino—, yo juro solemnemente cumplir lo prometido: nada tenéis que temer de nuestra parte.

Volviéndose luego hacia la turba, dijo en tono que no admitía réplica:

—¡Dejad las armas! ¡La nave es nuestra y la batalla ha terminado!

Mientras los chinos obedecían sin hacer la menor observación, Sao-King subió al castillo, estrechó la mano al oficial y a Juan y luego se acercó al comisario, que estaba sentado sobre un rollo de cuerdas.

—Señores —dijo con cierta nobleza—, mucho siento que uno de mis hombres haya herido al señor Ferreira; pero todos tendremos cuidado de él, y deseamos vivamente su curación.

—Gracias, Sao-King —repuso el señor Ferreira—. Nos habíamos engañado al dudar de tu agradecimiento.

—No he olvidado el día en que usted y su hermano afrontaron, por defendernos, las iras del capitán. Dele usted que mis hombres le lleven a su camarote.

—Le llevaremos nosotros, Sao-King —dijo el oficial—. Ayúdeme usted, señor Juan.

Cogieron en brazos al herido y por una de las escalas que había vuelto a ser colocada atravesaron la cubierta para conducirle al cuadro.

Los chinos abrieron respetuosamente sus filas; pero apenas le vieron desaparecer, todos aquellos hombres se lanzaron vociferando por toda la nave. Parecían colegiales en vacaciones. Se esparcieron por todos lados; subían hasta las crucetas y volvían a bajar para entrar en los camarotes y en la cámara común.

De pronto resonó un grito.

—¡A la despensa!

Un aluvión de hombres se lanzó hacia proa y se precipitó en el almacén de provisiones.

Un grito de triunfo anunció a los que quedaban sobre cubierta que habían sido encontrados los víveres. Ca: as y barriles fueron sacados y abiertos a hachazos, mientras cuatro chinos colocaban los dos toneles de aguardiente sobre dos cajas volcadas.

—¡Compañeros! —gritó una voz—. ¡Bebamos el tafia del capitán!

¡El tafia! ¡Qué fiesta para aquellos desgraciados, que desde su embarco no habían probado ni una gota de licor!

Todos se lanzaron hacia los dos barriles, alargando las manos, mientras otros volcaban sobre cubierta las cajas de bizcocho y de harina, los barriles llenos de carne salada y de fruías secas y las latas de conservas alimenticias.

Los dos barriles fueron perforados con un puntero, y dos chorros color de ámbar cayeron de los recipientes de las tazas y escudillas y aun en las latas apenas vaciadas.

¡Era una orgía, un delirio!

Sólo Sao-King, en pie en el castillo de proa, permanecía impasible y no tomaba parte en la fiesta. El improvisado capitán velaba por la seguridad de todos. Temía un ofensivo retorno de las chalupas y miraba ansiosamente al mar, que murmuraba profundamente, distendiendo sus anchas olas sobre los peces. Sus compatriotas ni siquiera habían advertido su ausencia. Los desgraciados tragaban el veneno a oleadas y saqueaban con avidez las provisiones: bacalao seco, cerdo salado, conservas, frutas secas, todo desapareció entre aquellos millares de dientes formidables.

Al cabo, después de tantos días de hambre podían saciarse y beber aquel delicioso tafia que abrasa la garganta e incendia las entrañas.

De pronto, un grito de desesperación partió del cuadro.

—¡Desgraciados! ¿Qué habéis hecho?

Aquel grito se había escapado de los labios del oficial argentino, que apareció en aquel momento sobre cubierta después de haber curado la herida del señor Ferreira.

Viendo a los chinos vaciar los barriles de aguardiente, se había acordado de que los víveres y los licores habían sido envenenados por el capitán.

Se lanzó como un loco entre aquellos infelices, ya casi ebrios, gritando:

—¡Alto! ¡Bebéis la muerte!

Ninguno comprendió el verdadero sentido de aquellas terribles palabras, porque todos tenían el cerebro nublado por el licor fatal.

Hasta algunos, al verle acudir, sacaron los cuchillos, creyendo que trataba de oponerse a la orgía.

Sao-King, sin embargo, había comprendido vagamente que un grave peligro amenazaba a sus compatriotas. De un saltose lanzó fuera del castillo, dirigiéndose rápidamente al oficial argentino.

—¡Señor! —exclamó al verle pálido y con el rostro descompuesto—. ¿Qué le pasa?

—¡Sao-King! ¡El veneno!… —gritó el argentino, con voz conmovida—. ¡Ah, desgraciados!

—¿Qué veneno? —gritó el chino, que tenía miedo de adivinar.

—¡Haz tirar los barriles de aguardiente!

El chino había acabado por comprender.

Derribando con ímpetu irresistible a los bebedores, cogió los dos barriles; pero los dejó caer en el acto, lanzando un grito de desesperación. ¡Ya estaban casi vacíos!

—¡Maldición! —gritó—. ¡Capitán Carvadho, he de arrancarte el corazón!

Se lanzó luego hacia el argentino, que parecía embobado contemplándole.

—¡No es posible! —exclamó—. ¡No puedo creer en tanta infamia!

—¡Tus hombres están perdidos! ——sollozó el oficial.

—¿No hay algún medio de salvarlos?

—¡Han tragado arsénico!

—¿Quién lo ha puesto en los barriles?

—El infame Carvadho.

—¿Está usted seguro?

—¡Mira! ¡Tus compañeros comienzan a retorcerse bajo los primeros ataques del terrible veneno!

Sao-King se volvió con el rostro alterado por un dolor inmenso.

Algunos hombres, que habían bebido más que los otros, o que eran más débiles, habían caído en torno de los barriles, agitándose desesperadamente.

Roncos gemidos se escapaban de sus labios; pero sus compañeros parecían no haber advertido nada. Estaban vaciando las últimas gotas del fatal licor, sordos a las indicaciones de Sao-King, y devorando las provisiones esparcidas por la cubierta.

—¡Sálvelos usted! ¡Trate de hacer algo por ellos! —exclamó el jefe de los coolies.

—¡Nada puedo hacer por ellos! —repuso con voz alterada el oficial argentino—. ¡Todos están condenados!

—Vamos adonde está el comisario; tal vez pueda salvarlos de la muerte.

—¡No podrá hacer nada. Sao-King! ¡Ninguno de los que han bebido el veneno puede salvarse!

—¡Venga usted; se lo ruego!

El oficial, tal vez por sustraerse al espectáculo de aquella hecatombe, le siguió al cuadro. El señor Ferreira, que había oído el grito desesperado del oficial, estaba levantándose ayudado por su hermano. Cuando vio al chino y a su compañero aparecer con los rostros descompuestos y los ojos fuera de las órbitas, comprendió que algo muy grave ocurría a bordo.

—¡Sálvelos usted, señor! —gritó Sao-King precipitándose a su encuentro.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor Ferreira, alarmado, lleno de inquietud.

—¡Mis compatriotas perecen!

—¿Quién los ataca? —gritó el comisario, alargando la diestra hacia una pistola—. ¿El capitán?

—¡El veneno! —exclamó el oficial—. ¡Han bebido aguardiente en el cual el infame Carvadho había echado arsénico!

—¡Dios mío! —gritaron juan y su hermano.

—¡No los deje usted morir! —gritó Sao-King.

—Si han bebido el aguardiente, los desgraciados están perdidos —balbució el señor Ferreira.

—¿Se puede intentar algo? —preguntó el argentino.

—¡Nada! —repuso el comisario—. ¡El arsénico no perdona!

Apoyando luego una mano sobre la cabeza del chino, que sollozaba, añadió:

—¡Nosotros los vengaremos, Sao-King! ¡Es todo lo que podemos hacer!

Ayudado por Juan, atravesó el camarote y se detuvo sobre la escala del cuadro.

La cubierta de la nave, iluminada por veinte antorchas, presentaba en aquel momento un atroz espectáculo. Más de trescientos cincuenta cuerpos humanos se retorcían como serpientes.

Gritos desesperados, sordas imprecaciones y profundos gemidos se escapaban de los labios de aquellos desgraciados. De cuando en cuando, después de reiterados esfuerzos, alguno se ponía en pie, permanecía un momento en equilibrio, agitando los brazos en el vacío, y luego se desplomaba sobre la cubierta como herido por un rayo.

—¡Es horrible, es horrible! —balbució el señor Ferreira con voz entrecortada.

—¡Hermano, huyamos! —exclamó Juan—. ¡Esta es la nave de los muertos!

En aquel instante, un cegador relámpago, seguido de un trueno lejano, brilló entre las negrísimas nubes que se habían levantado poco antes de que el sol se pusiera.

El oficial lanzó una mirada al cielo. Ningún astro brillaba en él.

—¡La tempestad! —dijo, estremeciéndose.

—¡Triste noche! —murmuró el señor Ferreira, dejándose caer sobre un rollo de cuerdas.

Sao-King, que hasta entonces había permanecido mudo mirando con espanto a sus infelices compatriotas, que se debatían entre las convulsiones de la agonía, tendió la diestra hacia las nubes tempestuosas, diciendo:

—¡Que la nave de los muertos se vaya a pique, y nosotros con ella!

CAPÍTULO VIII. LA NAVE DE LOS MUERTOS

Abandonada a sí misma, la nave de los muertos, que así podía llamarse, se deslizaba a través de las ondas con su fúnebre carga. El Océano comenzaba a rugir sordamente, y de Poniente soplaban a intervalos ráfagas que poco a poco adquirían mayor violencia, silbando entre las cuerdas de la nave.

Hacia el Sur, relampagueaba y rodaba el trueno.

Algunas olas se levantaban ya con horrísono bramido, pasaban bajo la nave con sordo fragor 3 la levantaban impetuosamente, haciendo rodar a los chinos muertos y que se hallaban revueltos sobre la cubierta.

Algunas aves marinas pasaban veloces entre la arboladura; escapaban lanzando gritos estridentes; hubiérase dicho que tenían miedo de aquella nave llena ce cadáveres, siniestramente iluminados por antorchas fijas en las bordas.

Sao-King, sentado entre los muertos, parecía no haber advertido que avanzaba el huracán.

Con los ojos desencajados, la cara descompuesta y los brazos cruzados convulsivamente sobre el pecho, parecía la estatua del dolor; mientras los dos hermanos y el oficial, agrupados junto al castillo contemplaban tristemente aquella hecatombe. También parecía que habían olvidado que el huracán los amenazaba.

Un relámpago intenso que los demás, seguido de un trueno ensordecedor y de una ola que hizo cabecear violentamente la nave, sacó al oficial de su inmovilidad. El hombre de mar se despertaba ante la proximidad del peligro.

—¡Vaya —exclamó—: Esto ha concluido, y ninguno podrá volver a la vida a esos desgraciados! ¡Pensemos en salvar el buque!

—¿Será una verdadera tempestad? —preguntó Juan.

Sí, y temo que se desencadene con inaudita violencia —repuso el argentino—. Veo hacia el Sur una masa oscura que aumenta a ojos vistas, desplegando por todas partes sus tentáculos como un inmenso pulpo. Es un ciclón que gira en las altas regiones del aire.

—¿Y qué podremos hacer, señor Vargas, sin brazos suficientes para hacer maniobrar una nave tan grande? —preguntó el comisario.

—Amainaremos todas las velas y no conservaremos más que la gran gavia. Juan y Sao-King podrán encargarse de la maniobra, mientras yo me pongo al timón. Como no podemos hacer frente al huracán, trataremos de escapar.

—¿Dónde nos encontramos en este momento?

—A mediodía estábamos a cuatrocientas millas de las islas Tonga-Tabú.

—¿De qué parte avanza el ciclón?

—De Occidente.

—Entonces iremos a dar con las Tonga-Tabú —dijo Cirilo.

—Trataremos de evitarlo, señor Ferreira.

—¿Y estos muertos? ¿Debemos tirarlos al mar? —preguntó Juan.

—Las olas se encargarán de barrerlos de ahí.

—También nos llevarán a nosotros —dijo el comisario.

—¡Confiemos en Dios, señor Ferreira!

Pasando entre los cadáveres, se aproximó a Sao-King y le puso una mano sobre el hombro.

—Venga usted —le dijo con voz dulce—. No podrá resucitarlos.

—¡Es verdad! —repuso el chino con voz sorda.

—El mar nos da la batalla, y tenemos que defendernos añadió el comisario.

—¿Para qué?

—¡Hay que vivir para vengarnos!

Al oír aquellas palabras, el chino se puso en pie de un salto.

—¡Sí! —dijo con ira reconcentrada—. ¡Hay que vengarlos! ¿Qué hay que hacer? ¡Mande usted lo que sea!

—¿Usted ha sido marinero en otro tiempo?

—Mandaba un junco de mi propiedad.

—Entonces, sabrá maniobrar una vela.

—Como un gaviero.

—Es necesario amainarlas todas. No conservaremos más que la gran gavia.

El chino, que había navegado varios años antes de ser jefe de coolies, comprendía perfectamente que no había tiempo que perder. Las primeras ráfagas llegaban ya, haciendo crujir las velas que habían permanecido desplegadas durante la revuelta, exceptuados los foques y contrafoques, que habían sido plegados la noche precedente.

Mientras el oficial acudía a popa para ponerse al timón, donde ya le había precedido el comisario para ayudarle en la medida de sus fuerzas, Sao-King y Juan habían comenzado a amainar las velas.

El joven peruano, aunque no era verdaderamente un marinero, tenía todas las condiciones de tal y había aprendido fácilmente la maniobra durante los viajes que había hecho con su hermano. Dotado de extraordinaria agilidad y de fuerte musculatura, a pesar de su poca edad, podía competir con el chino.

Muy pronto hasta las velas del trinquete y la maestra fueron amainadas, no quedando desplegadas más que la gran gavia y una trinqueta en el bauprés.

Apenas habían terminado aquella fatigosa maniobra, cuando las ráfagas comenzaron a aumentar en violencia. La nave de los muertos había variado de bordo lentamente, para volver la popa al ciclón, y huía hacia el Sudeste para mantenerse lejos de los peligrosos parajes de las Tonga-Tabú y de las Fidji, situadas un poco más al Norte.

A lo lejos, cuando callaban los truenos y las ráfagas se hacían menos intensas, se oía de cuando en cuando un rumor extraño y sordo: era el «reclamo» del mar.

Entre tanto, el Océano se volvía cada vez más amenazador: las olas se hacían más frecuentes y violentas y se cubrían de espuma; extrañas luces, producidas tal vez por la presencia de alguna bandada de gliisitus fulgiidi o de otros peces fosforescentes, aparecían y desaparecían, rompiendo por un momento la oscuridad que reinaba.

La nave saltaba desordenadamente con su lúgubre carga sobre las crestas de las olas, mientras las ráfagas se sucedían con mil ruidos y hasta con rugidos que dominaban a veces el fragor del trueno; sus costados, percutidos incesantemente, dejaban oír quejidos lamentables; los puntales se conmovían y las tablas chirriaban.

Sobre cubierta, los cadáveres, a impulsos de aquel continuo vaivén, se deslizaban de una borda a otra, haciendo entristecerse aún más a los supervivientes, que luchaban contra el huracán y contra la muerte.

—¡Si al menos pudieran llevárselos las olas! —dijo el señor Vargas al comisario, que se aferraba desesperadamente para resistir las desordenadas sacudidas de la nave.

—No tardarán —repuso éste—. El agua ya salta sobre la obra muerta.

—¡Y apenas han comenzado a levantarse, señor Ferreira!

—¿Es realmente un ciclón lo que nos amenaza?

—Sí.

—¿Podremos mantener nuestra ruta?

—Lo espero. El viento nos empuja hacia el Sudoeste.

El chino alzó la cabeza, y después la bajó, mirando al mar.

—¡Mala tempestad! —dijo—. ¡Se diría que va a estallar un tifón semejante a los que devastan el Mar Amarillo!

—Es un verdadero ciclón.

—¿Cuántas horas hace que se ha marchado el envenenador?

—Cuatro.

—¡Tal vez este huracán destruya las chalupas! —exclamó Sao-King con sonrisa siniestra.

—¡A la maniobra, Sao-King! ¡Juan te ayudará!

—¿Y el comisario?

—Por el momento no nos servirá; está muy débil.

—¡Es verdad! ¡Me había olvidado de su herida!

—¡Démonos prisa! El ciclón se acerca a pasos de gigante. ¿Oyes ese rugido que viene de allá lejos? Es lo que los ingleses llaman «reclamo» del mar. ¡Mal signo, Sao-King!

—¿Resistirá la nave?

—¡Confiemos en Dios! ¡En sus manos estamos!

—Me parece que la nave sostiene bien el viento.

—Sí, señor Ferreira; por ahora, sí; pero ¿y luego? El ciclón aún no ha descargado sobre nosotros.

—¿Y las chalupas de esos infames que nos han abandonado?

—Dudo que puedan resistir. Si no han encontrado algún refugio, naufragarán.

—¿Hay alguna isla próxima a nosotros?

—Sí; un escollo llamado la Roca Humeante.

—¿Se habrán dirigido a esa islita? —preguntó Ferreira.

—Lo supongo; mas por ahora no digamos nada a Sao-King. Más tarde, si logramos escapar de la muerte que nos amenaza, buscaremos al envenenador y…

—¿Le matará usted?

—Lo he jurado, como lo ha jurado Sao-King.

—¡Calle usted!

En el aire se oían tremendos rugidos que se aproximaban, mezclados con un espantoso ruido que parecía formado por millares de voces.

—¡Es el ciclón, que está a punto de caer sobre nosotros! —dijo el argentino, palideciendo—. ¡Tratemos de no ser cogidos entre sus espiras!

El mar engrosaba rápidamente.

Ya no se veían sus olas anchas e imponentes; parecía hervir como una caldera gigantesca caldeada por volcanes submarinos.

Las olas levantaban el buque impetuosamente, le hacían caer hacia el abismo, y luego tornaban a lanzarlo sobre las crestas de las olas, como si fueran a chocar sus palos contra las nubes.

Como había predicho el comisario, las olas invadieron la cubierta por todas partes. Después de haber chocado contra las márgenes de la obra muerta, cayeron sobre cubierta, la atravesaron y escaparon por el otro lado, arrastrando la lúgubre carga.

Cadáveres, barriles y cajas desaparecían.

El Océano se los llevaba. Las antorchas se apagaban; pero no por eso la noche era más oscura.

Las nubes, que parecían suspendidas sobre las crestas de las olas, eran de fuego, como si en vez de vapor de agua fuesen llamaradas de un incendio intenso.

En el cénit brillaba un espacio iluminado por una luz lívida, cadavérica: debía de ser el vértice del ciclón.

Alrededor de aquel punto luminoso todo eran densas tinieblas. Debajo, el Océano se levantaba espantosamente, como si quisiera unirse a los vapores que giraban en torno de aquel ojo siniestro. Allí se encontraba el centro del ciclón y la nave corría a su encuentro, impulsada por el huracán.

Después de haber amainado la trinquetilla, Sao-King y Juan se refugiaron en el castillo. Un vivo terror se retrataba en sus rostros, y miraban con ansiedad aquel foco luminoso, que parecía deber aspirar el agua del Océano y la nave a un tiempo.

Las olas se agolpaban en todas las direcciones, corriendo en torno de la nave de los muertos y mugiendo espantosamente.

Los vientos, ya sin dirección fija, rugían horrorosamente, torciendo las cuerdas de la nave y haciendo crujir y oscilar los palos como si de un momento a otro hubieran de ceder a la violencia de las ráfagas y precipitarse sobre la cubierta.

La gavia mayor, derribada de golpe, esparcía sus trozos de tela como blancos pájaros.

—¿Dónde estamos? —preguntó el señor Ferreira, que se mantenía agarrado a la rueda del timón para ayudar al argentino—. ¿En el infierno, o dónde?

—¡En el centro del ciclón! —repuso el oficial.

—¡Entonces, estamos perdidos! Esta es una tromba marina. ¡Seremos aspirados! ¡Mire usted: la nave da vueltas y no obedece ya al timón!

—¡Cállese!

En lo alto, hacia el foco blanquecino, se oían mil espantosos fragores. Parecía que el granizo, impulsado por un viento furioso, golpeaba sobre las paredes sólidas. ¿Qué ocurría en las altas esferas de la atmósfera?

La tromba giraba con velocidad increíble, arrastrando las olas a una carrera loca y aspirándolas.

Estas se levantaban siempre como si quisieran unirse a las nubes y desaparecer a través de aquella terrible boca. De pronto, todos aquellos rugidos y silbidos estridentes cesaron como por encanto, y las olas se aplacaron casi de golpe.

Sobre el Océano se había establecido la calma; pero una calma angustiosa que daba miedo. Sólo en lo alto continuaba la tromba girando, aproximándose a la cima de la columna de aire, cuya base ocupaba la nave de los muertos.

¿Qué iba a suceder? Los cuatro supervivientes se estrechaban unos contra otros, aferrándose desesperadamente a la rueda del timón.

De pronto, Sao-King lanzó un grito.

—¡A los cañones!

¿Se había vuelto loco? No; el chino, que había afrontado tantas veces los espantosos tifones del mar de su país, se había acordado de que a veces basta un estampido para truncar aquel terrible meteoro.

A pesar de los movimientos desordenados de la nave, se lanzó a través de la cubierta, ya limpia de cadáveres; subió al castillo de proa, abrió los dos fanales, encendió un trozo de cuerda alquitranada y prendió fuego al cañón que había quedado en batería y estaba aún cargado.

La detonación resonó sordamente entre las paredes del cono, moviendo vigorosamente las capas de aire.

Entonces ocurrió un fenómeno extraño: el eje del ciclón se ensanchó, las paredes vaporosas del cono se hundieron y un torbellino de agua cayó sobre la nave, sumergiéndola, mientras horribles truenos resonaban en lo alto.

Por un momento, el argentino, los dos peruanos y el chino se creyeron tragados por las aguas. Oyeron confusamente grandes crujidos, y después una masa enorme cayó sobre la cubierta, rompiendo las bordas: era el palo mayor, que había caído por la violencia del viento, o tal vez por algún rayo; perola nave no había cedido.

Volvió a subir sobre la cresta de las olas y huyó desordenadamente, arrastrada por los vientos, que la lanzaron hacia el Este con espantosa velocidad.

CAPÍTULO IX. LOS SALVAJES

El Alción, semejante al ave cuyo nombre llevaba, continuaba su loca carrera arrastrado por el huracán. Sustrayéndose milagrosamente a las espiras del ciclón, en el momento en que iba a ser absorbido por la terrible tromba marina había emprendido de nuevo valerosamente la lucha.

El palo mayor, librado de sus ligaduras por el hacha de Sao-King, había caído al mar, permitiendo así a la nave recobrar su primitivo equilibrio.

El peligro no había cesado, sino, muy al contrario, porque el huracán soplaba todavía con tremenda furia; pero eran mayores las probabilidades de salir incólumes de aquella tremenda lucha contra los desencadenados elementos.

Al cabo de muchos esfuerzos, Sao-King y Juan habían conseguido desplegar un foque del bauprés para dar a la nave mayor estabilidad y más segura dirección.

También habían intentado desplegar la vela del trinquete; pero habían tenido que renunciar a ello a causa de la violencia de las ráfagas.

Entre tanto, el oficial se esforzaba en mantener la nave lejos de las islas Tonga, que de un momento a otro podían surgir en el horizonte con sus peligrosas escolleras coralíferas.

—¡Confiemos en nuestro destino! —dijo al señor Ferreira, que le interrogaba—. Si no vamos a chocar contra cualquier isla, todo irá bien; aunque el buque está quebrantado en su arboladura, el casco es sólido y resistirá el choque de las olas.

—Sin embargo, nos veremos obligados a fondear en alguna parte.

—¡Demasiado pronto, señor Ferreira!

—¿Por qué ha dicho usted demasiado pronto con ese tono desolado?

—Las islas Tonga-Tabú no tienen buena fama, y, sin embargo, hemos de buscar refugio en una de sus bahías —repuso el argentino.

—Aún tenemos los cañoncitos, y las municiones son abundantes.

—¿Qué podrá hacer nuestra artillería contra centenares de salvajes resueltos? ¿Acaso no se han apoderado de naves ocupadas por numerosa tripulación?

—Pues entonces, busquemos otra tierra —dijo el peruano.

—Sería necesario ir mucho más lejos, y el Alción no se encuentra en condiciones de prolongar la carrera. Además, ¿qué ganaríamos con eso? Aunque llegásemos hasta las islas Fidji, no evitaríamos el peligro de ser asaltados y puestos en el asador.

—¡Mala suerte es ésa, señor Vargas!

—¡Pésima, señor Ferreira!

—¡Qué diantre; no hay que desanimarse! El capitán y sus bandidos no se encuentran en mejores condiciones que nosotros.

—¡Que los tiburones se traguen a esos miserables! —exclamó el argentino con acento de odio—. ¡La muerte será un castigo demasiado dulce para ellos!

—Creo que a estas horas ya no estarán vivos. El huracán no los habrá respetado.

—También lo creo.

—¿A dónde vamos, señor Vargas?

—¡Siempre al Nordeste!

—¿Podrá usted mantener la derrota?

—Así lo espero.

—¿Con tan poco velamen?

—El viento nos impulsará lo suficiente.

—¿Resistirá el trinquete?

—Por ahora, sí. Sin embargo, no debemos cargarle más que con el foque —repuso el argentino—. Dígales a Sao-King y a su hermano de usted que no desplieguen más lona, porque con ésta tenemos bastante.

Entre tanto, el Alción continuaba su desordenada carrera hacia el Nordeste, subiendo y bajando la cresta de las olas.

Fuera de la órbita del ciclón, el Océano era menos violento aunque las olas se mantenían siempre altísimas, poniendo adura prueba las costillas de la pobre nave.

De cuando en cuando una ola gigantesca se lanzaba sobre la popa, quebrantando la obra muerta, amenazando derribar al argentino, recorriendo la cubierta hasta la proa y escapándose luego violentamente a través de los mil canales y grietas de las amuras.

Sao-King y los hermanos Ferreira resistían denodadamente los golpes de mar que amenazaban arrastrarlos.

A veces la nave se inclinaba bruscamente, como si fuera a sumergirse para siempre; pero un golpe de timón oportunamente dado por el argentino la levantaba en el acto y la hacía continuar su carrera.

La violencia del huracán disminuía, las ráfagas se debilitaban poco a poco y se rompían las nubes por algunos puntos, dejando filtrar algún rayo de luna. A pesar de ello, el Alción corrió toda la noche grave peligro de irse a pique.

Cuando salió el sol, una calma relativa reinaba en las altas capas del aire.

Si los huracanes del Océano Pacífico son tremendos, en cambio, por regla general, no son de larga duración, al menos en las regiones intertropicales. Se forman con rapidez increíble, estallan con inaudita violencia; pero con la misma rapidez se disuelven o se alejan, para llevar a otra parte su devastación.

—El peligro ha cesado —dijo el argentino al señor Ferreira, después de haber entregado al chino la barra del timón—. Antes que las tinieblas vuelvan a cerrar, las olas estarán completamente calmadas.

—¿Distamos aún mucho de las Tonga?

—Es imposible saberlo por ahora; distaremos algunos centenares de millas, y esta distancia me preocupa.

—¿Por qué, señor Vargas?

—Porque debemos de tener pocos víveres a bordo, ya que el capitán ha envenenado los de la despensa.

—Los encontraremos a popa. El miserable tenía una provisión particular.

—¡Poca cosa, señor Ferreira!

—Ciento cincuenta millas no son tampoco mucha distancia. En un par de días llegaremos a las islas.

—¿Con una nave tan quebrantada?

—La arreglaremos como podamos. Las velas de recambio no deben de faltar aquí.

—Lo que nos falta son brazos, señor Ferreira. No tenemos bastantes para ocuparnos en las maniobras ni para emprenderlos trabajos de reparación. Cuando hayamos encontrado una bahía bien resguardada de las olas y segura contra los vientos, entonces será otra cosa. Todo lo que podemos hacer por ahora será reforzar el trinquete, para que no nos caiga sobre la cabeza.

—Disponga usted también de mí, señor Vargas; mis brazos no están heridos.

—Debe usted estar muy débil.

—¡Bah! Si la cabeza está herida, los músculos, en cambio, son sólidos y funcionan perfectamente.

—Pues se utilizarán, señor Ferreira —repuso sonriendo el argentino.

El mar no se calmó hasta la tarde, concediendo un poco de reposo a los navegantes, que durante cuarenta horas lucharon penosamente contra el Océano embravecido. Sin embargo, no queriendo dejar al Alción abandonado a sí mismo, se relevaban de dos en dos horas: primero hacían guardia Sao-King y Juan, y luego el argentino y Cirilo.

Al día siguiente, tranquilo por completo el Océano, arrojaron al agua todos los víveres de la despensa, para no correr el riesgo de perecer envenenados; aseguraron después el trinquete, muy comprometido por la caída del palo mayor, y desplegaron una vela en el tramo inferior de dicho árbol para aprovechar la brisa, que por fortuna soplaba del Sur-Sudoeste, y que debía llevarlos hacia las islas de los Amigos o de Tonga-Tabú, que así indistintamente se las llama.

Reparada como se pudo la obra muerta, que había sufrido mucho al empuje de las olas, hicieron el inventario de los pocos víveres encontrados en el cuadro de popa. Era poca cosa: dos cajas de bizcochos, algunas latas de conserva, café, azúcar y licores.

—No es bastante para alegrarse por el hallazgo —dijo el oficial argentino—; pero creo que estas provisiones nos bastarán para llegar al archipiélago. Además, me parece preferible llegara aquellas playas más bien delgados que gordos.

—¿Para no despertar el apetito de aquellos caníbales? —preguntó Juan.

—Les gusta extraordinariamente la carne humana, y hasta se dice que tienen preferencia por la blanca; aunque, en general, los antropófagos aseguran que es un poco amarga.

—¡Cómo! —exclamó el joven peruano—. ¿Nuestra carnees peor que la de los negros, mongoles o malayos?

—Tal es la opinión de los consumidores, compartida por otros formidables devoradores de carne humana.

—¿Quiénes?

—Los tiburones.

—¿Conque esos feroces animales desdeñan nuestra carne?

—¡Poco a poco, amigo Juan! No la desprecian, sino todo lo contrario. Pruebe usted a echarse al agua cuando algún tiburón nade en torno del Alción, y ya verá usted cómo no le dejan tranquilo. Sin embargo, está probado que prefieren primero a los negros, después a los malayos y por último a los chinos. ¿Sabe usted por qué?

—No, señor Vargas.

—Porque nuestra carne es muy salada, y los negros consumen muy poca sal; tanto, que los del centro de África ni siquiera la emplean.

—¡Valientes glotones son esos peces!

—¡Qué quiere usted! Son gastrónomos.

—¡Al diablo los tiburones y los salvajes del Océano Pacífico!

—Señor Juan —dijo Sao-King, que desde hacía unos momentos miraba hacia el Norte—, ¿los ha llamado usted?

—¿A quiénes? —preguntó el joven con sorpresa.

—A los salvajes.

—No te comprendo, Sao-King —dijo el argentino.

—Dentro de poco, si no me engaño, vamos a encontrarnos con ellos. Veo un punto negro que se dirige hacia nosotros, y que está coronado por una mancha amarillenta. Debe de ser una doble piragua de los isleños de Tonga.

—Entonces creo que ya estamos muy cerca de ese archipiélago —dijo Cirilo.

—¿Por qué? —preguntó el argentino.

—Si eso es una barca…

—¿Ignora usted que los isleños de Polinesia, aun desprovistos de brújula, emprenden largos viajes? No es raro el caso de encontrarlos a trescientas o cuatrocientas millas de sus tierras. Puede decirse que son los más intrépidos marineros del mundo, superiores hasta a los malayos.

—¿Y con simples chalupas se atreven a alejarse tanto de sus islas?

—Son barcas muy sólidas, hechas de un tronco de árbol, acopladas dos a dos a un balancín, para equilibrarlas mejor, y unidas por medio de un puente. Ahora lo verá usted.

—¿Nos atacarán esos salvajes? —preguntó Juan.

—No se atreverán. Sin embargo, cargaremos nuestros cañones, y si intentan algo, les calentaremos las espaldas con un poco de metralla —repuso el argentino con voz resuelta—. ¡Sao-King, vaya usted a la santa bárbara, y, sobre todo, provéase de clavos! Taladran mejor que los balines.

—Sí, señor Vargas —repuso el chino—. ¡Si se deciden a intentar el abordaje, haremos trizas sus piraguas!

El punto negro se agrandaba a ojos vistas. Los isleños debían de haber visto la nave, y se apresuraban a darle caza, con la esperanza de poder saquearla.

Como Sao-King y el argentino habían dicho, aquella embarcación estaba constituida por dos piraguas de lo menos quince metros de largo, labradas en el tronco de dos árboles colosales, con los extremos muy levantados y unidas por un ancho puente. Llevaban un solo palo, formado por dos largos bambúes unidos por un extremo, y sosteniendo una vela triangular formada por mimbres y hojas entrelazados.

Sobre el puente había diez o doce salvajes casi desnudos, de alta estatura, líneas regulares y piel oscura como la de los malayos, con reflejos cobrizos.

Todos estaban tatuados de negro, y en su cabellera, muy rizada, llevaban largos peines de madera.

Al ver al Alción, empuñaron sus armas, consistentes en arcos, mazas enormes y pequeñas lanzas con punta de hueso.

—¡Parece que se preparan a atacarnos! —dijo Juan, que había cogido un fusil, mientras Sao-King apuntaba el cañón de proa—. ¿Se atreverán a tanto?

—Ahora lo veremos —repuso el argentino con voz reposada—. No serán ellos, ciertamente, los que tengan la pretensión de subir a nuestro buque y meternos en el asador. Tenemos pólvora y balas para todos.

Los salvajes llegaban furiosos, agitando sus armas y lanzando gritos ensordecedores. Al aproximarse el Alción, viraron de bordo y se pusieron a seguirlo, pidiendo con gestos imperiosos que se bajara la escala.

—¡Quieren subir! —dijo Sao-King, que se había inclinado sobre la amura.

—¿Los entiendes tú? —preguntó el argentino.

—Conozco muchos dialectos de los isleños del Océano Pacífico.

—¿Y qué quieren?

—Ya lo he dicho: subir a bordo.

—Prueba a parlamentar con ellos y convencerlos de que nos dejen seguir nuestro camino, si no quieren trabar conocimiento con nuestros cañones.

Los salvajes comenzaron a impacientarse. Con sus mazas percutían fuertemente los costados de la nave, y algunas flechas se habían clavado en la vela del trinquete.

Sao-King se armó prudentemente de un fusil y, después de haber reclamado un poco de silencio, preguntó:

—¿Qué queréis de los hombres blancos?

—¡Subir! —gritaron todos.

—No podemos detenernos.

—Tira una cuerda y por ella subiremos —dijo el que mandaba la piragua, un arrogante anciano que llevaba entre los cabellos una pluma roja.

—Y cuando hayáis subido, ¿qué vais a hacer?

—¡Os comeremos! —repuso el isleño.

—¡Entonces, escucha primero la voz de nuestras armas!

Se volvió hacia Juan, que estaba junto al cañoncito soplando la mecha, y le dijo:

—¡Haga usted fuego!

El joven disparó. Al oír el estruendo y ver agitarse el agua, los isleños se dejaron caer sobre el puente de su piragua, gritando como si hubieran recibido en pleno cuerpo la metralla del disparo.

—¡Y ahora, tomad esto! —gritó el chino—. ¡Cuidado con la cabeza!

Al decir esto, cogió una caja llena de clavos que se encontraba junto a la amura y la dejó caer sobre la piragua, rompiendo el árbol y la vela e hiriendo a tres o cuatro salvajes.

—¡Por esta vez no asaréis carne blanca ni amarilla! —gritó—. ¡Seguidnos si os atrevéis!

Impulsado por la brisa, el Alción continuó su derrotero, mientras la piragua, abandonada a sí misma, se quedó atrás, dejándose llevar por las olas.

CAPÍTULO X. UN FUEGO MISTERIOSO

La brisa, que se mantenía siempre favorable, continuaba impulsando al Alción hacia el archipiélago de los Amigos, con velocidad, sin embargo, que no excedería de tres o cuatro millas, a causa de la poca lona desplegada.

Durante las horas más cálidas del día aun disminuyó la velocidad; pero a la puesta del sol el viento se hizo más impetuoso, y la nave pudo recorrer cómodamente ochenta millas cada veinticuatro horas.

Sin embargo, el archipiélago aún no era visible. La tempestad había empujado al Alción mucho más a Oriente de lo que el argentino había supuesto.

—Si nos acercamos a Tonga, iremos a las Hapai o a Wauwau —dijo Vargas a Cirilo, que estaba asombrado de no ver surgir tierra alguna en el horizonte.

—¿Wauwau? —exclamó una voz junto a ellos—. Ahí es donde debiéramos ir.

Ambos se volvieron para ver quién hablaba: era Sao-King.

—¿Por qué me dices que vayamos a Wauwau con preferencia a cualquier otra isla? —preguntó el argentino.

—Porque allí encontraremos un jefe que podrá ayudarnos, y hasta defendernos —repuso el chino.

—¿Conoces a alguno en aquella isla?

—Al jefe Tafua, un hombre poderoso, el más temible de la isla, y al cual me une estrecha amistad.

—¿Cuándo le has conocido? —preguntó Cirilo.

—Hace dos años, y en circunstancias dramáticas. Estaba yo entonces a bordo de un buque chileno que transportaba coolies a la isla de Juan Fernández para trabajar en los yacimientos de guano. Arrojados por una furiosa tempestad, nos vimos obligados a buscar refugio en Wauwau, en una hermosa bahía, resguardada de los vientos del Sur. Los isleños se mostraron al pronto muy hostiles contra nosotros, amenazando asaltar nuestro velero. Un día, el jefe Tafua llegó a nosotros, tal vez para declararnos la guerra; pero una ola volcó su piragua antes que llegara a nuestra nave, y todos los que la tripulaban cayeron al mar. En aquel momento un monstruoso tiburón se dirigió sobre el jefe. Podía considerarse muerto, porque al caer al agua había perdido su maza y su jabalina. Sin medir el peligro, y sin pensar que aquel hombre había ido para hacernos la guerra, me lancé al mar y me coloqué entre él y el monstruo marino. De tres o cuatro cuchilladas abrí el vientre al tiburón; cogí a Taína, que estaba medio asfixiado, e hice que me izaran a bordo en unión suya. Al día siguiente se firmó un tratado de amistad entre el capitán del barco y el hombre salvado por mí, recibiendo nosotros de los isleños gran número de regalos. Vi llorar a Tafua cuando nos dimos a la vela, y estoy seguro de que no se ha olvidado de mí. Él nos socorrerá con hombres y víveres.

—¡Eres un hombre admirable, Sao-King! —dijo Vargas.

—¿Vivirá todavía ese jefe? —preguntó Cirilo.

—Entonces era un hombre robustísimo y no de mucha edad —repuso el chino.

—¡Tal vez se lo haya comido alguna tribu enemiga!

—Me reconocerán sus guerreros.

—Pues vamos a Wauwau —dijo el argentino—. El viento nos lleva hacia allí.

——¿Cuándo llegaremos? —preguntó Cirilo.

—Mañana, o tal vez antes.

Durante la jornada ningún acontecimiento vino a interrumpir la monotonía de la navegación. El archipiélago debía de estar próximo, porque multitud de pájaros, no todos marinos, volaban sobre el Océano, y comenzaban a encontrar troncos de árbol arrastrados por las olas.

Algunas horas antes de la puesta del sol, Vargas, que miraba con frecuencia el horizonte con un poderoso catalejo, descubrió hacia el Norte, a distancia de treinta y cinco a cuarenta millas, una línea oscura que se dibujaba claramente.

—¡Ahí está Wauwau! —dijo, volviéndose hacia Cirilo—. Si la brisa no mengua, llegaremos cerca de medianoche.

—¿No aguardaremos al alba?

—Es mejor buscar un refugio mientras los salvajes duermen——repuso el argentino—. Son muy madrugadores, y en cuanto vean nuestra nave nos saldrán inmediatamente al encuentro con sus piraguas. Prefiero evitar su encuentro, al menos por ahora.

—¿Encontraremos una bahía?

—Hay una muy espaciosa al sur de la isla, y nos dirigimos precisamente hacia aquel lugar. Por aquellos contornos hay islotes y escollos, pero sabremos evitarlos.

Las tinieblas habían cubierto rápidamente el horizonte; pero el argentino había observado perfectamente la dirección en que se encontraba la isla, y estaba seguro de llegar a ella.

Iban a ponerse a cenar, cuando Sao-King, que estaba al timón, advirtió hacia el Sur un fuego que brillaba intensamente entre las tinieblas.

—¿Lo ve usted, señor Vargas? —dijo.

—Alguna piragua.

—No llevan fanales, como nuestras chalupas, y, además, una linterna no produciría uno luz tan viva.

—Pues en aquella dirección no hay tierra alguna, de modo que ese fuego arde sobre el mar.

—¿Qué cree usted que sea? —preguntó el comisario.

—No lo sé.

—¿Será algún buque que arda?

—Me parece que no; y, además, vean ustedes otro fuego un poco más al Sur.

—¿Siguen nuestra misma ruta?

—Sí, señor Ferreira.

—¿Serán señales que cambian entre sí las piraguas?

—Tal vez —repuso el argentino, cuya frente se ensombreció.

—Me parece que está usted intranquilo, señor Vargas.

—¿No podrán ser esos fuegos señales de la chalupa del capitán? —preguntó de pronto el argentino.

—¿Habrán logrado salvarse de la borrasca?

—Tal vez se hayan refugiado en la Roca Humeante y después hayan emprendido de nuevo el camino.

—¿Tenían propósito de dirigirse aquí?

—Antes de dejar el buque, el capitán me había dicho que intentaba aproximarse a las Tonga.

—¡Me alegraría extraordinariamente que ese infame envenenador desembarcara en estas islas! —exclamó Sao-King con acento de odio—. ¡No se escaparía, ciertamente, de mi venganza!

—Sólo hacemos simples suposiciones —dijo el comisario—. Veo que los fuegos se debilitan y se apagan.

—¿Sabe usted lo que me figuro que es? —dijo el argentino, después de algunos minutos de silencio—. Que los indígenas están preparando su cena. Las dobles piraguas tienen un puente, como ustedes han visto, y es probable que lo conviertan en cocina, colocando en él piedras para formar un hogar.

—¡Bah! ¡No nos cuidemos de esos salvajes! —dijo Juan—. Están tan lejos que no tenemos que temer nada de ellos.

Volvieron la mirada hacia el Norte, y advirtieron que Wauwau comenzaba a delinearse en el horizonte con menos vaguedad. La isla parecía montañosa, y, a juzgar por su tinte oscuro, cubierta de frondosa vegetación. El argentino, que quería guiar por sí mismo la nave, se puso al timón, mientras los dos peruanos y el chino acudían a maniobrar las velas del trinquete y del bauprés.

La brisa se mantenía, aunque débilísima, y el Alción apenas recorría tres nudos por hora. Una habría pasado, cuando Sao-King, cuya vista era muy aguda, descubrió una profunda ensenada, flanqueada por escolleras.

—¡Señor Vargas! —gritó—. Cuidado: hay peligro de chocar. Marchemos siempre a sotavento.

—También he visto la ensenada, y guío la nave derechamente hacia la boca.

—¡Ah!

—¿Qué ocurre?

—¡Que veo nuevos fuegos!

—¿Como los de antes?

—Sí.

—¿Vienen hacia nosotros?

—Me parece que siguen nuestra ruta.

—¿Será que algunas piraguas vienen a fondear en esta bahía? —se preguntó el argentino con inquietud.

—¡También arden otros fuegos en la costa! —gritó Sao-King.

En efecto; hacia la bahía había aparecido de improviso un punto luminoso, encendido, probablemente, bajo los altos árboles que coronaban la pradera.

—Señor Vargas, ¿qué piensa usted de esto? —preguntó Cirilo.

—Que nuestra nave ha sido ya vista por los isleños —repuso el argentino.

—¿Nos prepararán alguna sorpresa?

—Los salvajes no atacan nunca de noche, y, sin embargo, no estoy tranquilo. Los fuegos que hemos visto en el mar y el que veo sobre la playa me inquietan.

—¿Será que las tripulaciones de las piraguas nos denuncian a los isleños?

—Se me había ocurrido la misma sospecha, señor Ferreira.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Entraremos de todos modos en la bahía, y tomaremos nuestras precauciones para que no nos cojan desprevenidos.

—¡Toda la barra a estribor! —gritó en aquel momento Sao-King—. ¡Hay rompientes frente a nosotros!

El Alción se desvió bruscamente; pero casi en el acto se volvió a oír la voz del chino:

—¡Bancos a babor!

—¡A sondar! —gritó el argentino.

—¡Cinco pies!

—Pues no tenemos agua suficiente. ¡Pronto, a virar de bordo!

Los dos peruanos y el chino se precipitaron a las velas. El Alción, detenido a tiempo, viró por estribor, volviendo casi en el acto al viento.

Multitud de rompientes y bancos se extendían a su izquierda, delatados por el fragor de la resaca. Las altas y pesadas olas del Océano Pacífico rompían con sordo rumor contra aquellos obstáculos, coronándolos de espuma.

Vargas, habilísimo marino, con dos bordadas sacó la nave de aquellos peligrosos parajes, y tomó nuevamente el largo, remontando hacia el Norte, donde suponía que habría un pasaje menos difícil.

—Allí —dijo, volviéndose hacia el señor Ferreira— debe de haber una entrada franca. No la veo, pero la adivino.

—Espérese, Vargas —dijo el peruano—. Veo una piragua que pasa, cerca.

—¿Quién la tripula?

—Una media docena de hombres.

—¿No llevan luz a bordo?

—No; pero… No es una piragua; es una chalupa que se parece a las nuestras. ¿Será posible que estos salvajes tengan balleneras?

—¿No se engañará usted?

—No; mire usted.

El argentino apartó por un momento la mirada de las escolleras, que continuaban amenazando la nave y se inclinó sobre la borda. El peruano no se había engañado. La embarcación que pasaba a menos de trescientos metros de la popa del Alción no era una piragua, sino una verdadera ballenera de elegantes formas, con la proa cortada en ángulo recto, y tripulada por cinco o seis personas que la oscuridad impedía distinguir con precisión.

—¡Rayos! —exclamó el argentino—. ¡Ohé! ¡Ah de la chalupa! ¡Alto!

Nadie respondió a su intimación; por el contrario, la ballenera redobló su marcha, desapareciendo tras una fila de escollos que la ocultaban completamente a las despiertas miradas del oficial argentino.

—¿Serán tal vez los salvajes? —preguntó el comisario.

—¿En una ballenera?

—Pueden haberla robado de cualquier nave, ó recogido de algún naufragio.

—¡No sé qué pensar, señor Ferreira! No veo claro en todo esto. Antes los fuegos, y ahora esa chalupa… ¡Algo nos amenaza! Si hubieran sido europeos, nos hubieran contestado, y hasta se hubieran apresurado a venir a bordo.

—No todos los hombres blancos buscan la amistad de los demás.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿No me ha entendido usted?

—No.

—Las colonias penitenciarias no faltan en el Océano Pacífico, así como tampoco escasean los piratas. Suponga usted que esos desconocidos sean fugitivos de Norfolk, de los presidios australianos o de Nueva Caledonia. ¿Cree usted que habrían venido a nuestro encuentro? De ningún modo, señor Ferreira.

—¿Evadidos aquí, a tanta distancia de Nueva Caledonia y de Australia?

—Distancia relativa, al menos respecto de la primera. Pero he aquí la boca de la bahía.

—El fuego de la playa, en vez de extinguirse, se reaviva. ¿Lo habrán encendido los salvajes?

—Es probable.

—¿Y para qué? ¿Para hacernos encallar?

—Tal vez; pero no seremos tan necios que caigamos en la trampa —repuso el argentino—. Nos aproximaremos a la costa con precaución, y anclaremos lejos de aquel fuego. Entre tanto, que Sao-King cargue los cañones y suba a cubierta cuantos fusiles pueda encontrar.

—Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó Ferreira.

—Medir con la sonda la profundidad del agua. Siempre temo encontrar algún bajo.

Mientras todos se apresuraban a obedecer las órdenes del prudente oficial, la nave, impulsada por ligera brisa, avanzaba lentamente hacia la isla.

El fuego aumentaba a ojos vistas. No era un simple fanal, sino una hoguera de proporciones gigantescas formada por árboles resinosos.

El argentino dirigió hacia aquel punto el anteojo para ver si junto a aquel fuego se distinguían seres humanos.

—¡No se ve a nadie! —dijo—. Tal vez los hombres que lo han encendido estén emboscados. ¡Aquí hay un misterio que querría aclarar!

Dirigió nuevamente el anteojo y recorrió la costa, que aparecía confusamente en la oscuridad, pareciéndole descubrir, un poco al este de la hoguera, una profunda ensenada.

—¡Echaremos el ancla en aquel sitio! —murmuró, añadiendo^—: Señor Ferreira, ¿se levanta el fondo?

—Aún no —repuso el comisario—. Podemos avanzar sin temor a encallar.

El argentino dejó que la nave prosiguiera su marcha en la dirección primitiva, y cuando vio delinearse la costa a poca distancia, la inclinó hacia Levante, para penetrar en la ensenada que había descubierto.

La hoguera estaba a punto de apagarse. Había sido encendida sobre una punta rocosa rodeada de gran número de rompientes. ¡Ay de la nave si hubiera continuado su ruta en aquella dirección! Las agudas puntas y escollos coralíferos la hubieran echado a pique en el acto.

—¡Ah, bandidos! —murmuró el argentino—. ¡Esperaban atraernos a esta costa peligrosa para atacarnos! ¡Por fortuna, no hemos caído en el lazo!

—¡Vargas! —gritó en aquel momento Ferreira—. ¡No tenemos más que veinte pies de agua!

—Estamos ya en la pequeña bahía —repuso el argentino.

—¡Vire usted! —gritó Sao-King—. ¡Tenemos muy cerca una línea de escolleras!

—¡La veo! —repuso el oficial—. Prepárense a soltar las anclas.

—¿Todas?

—No; por ahora, la mediana y la pequeña. Así estaremos dispuestos a zarpar más pronto en caso de peligro.

A babor se descubría una barrera de escollos, contra los cuales se rompían con sordo fragor las anchas olas del Océano Pacífico. El argentino la evitó por medio de una hábil maniobra y dio de pronto la voz de mando:

—¡Largad las anclas!

La pequeña y la mediana cayeron al mar, haciendo sonar las cadenas, y la nave, después de haber retrocedido algunos metros, se detuvo, girando lentamente sobre sí misma.

Las velas fueron amainadas en el acto, aun cuando la brisa era ligerísima.

Apenas habían terminado aquella maniobra, cuando un clamor ensordecedor estalló bajo los altos árboles que cubrían la ribera.

Fue cosa de un momento, sucediendo al griterío un silencio profundo, sólo interrumpido por el rumor de las olas al quebrarse contra las rompientes.

—¡Los salvajes nos esperaban! —dijo el argentino—. ¡Sao-King, apunta un cañoncito hacia la playa!

—Ya está hecho, señor Vargas.

—¿Ves avanzar alguna chalupa?

—No.

—¡Mira bien el agua, no sea que haya en ella nadadores!

El chino corrió a proa, subió al bauprés y miró atentamente. Aunque los árboles proyectaban densa sombra sobre la bahía, podría distinguirse a un hombre que se aproximara ala nave.

—No hay nadie —murmuró el chino—, y, sin embargo, huele a traición.

—¡Sao-King —dijo Juan—, veo puntos luminosos correr a través del bosque! ¿Son luciérnagas o antorchas?

—Las luciérnagas no viven aquí: serán salvajes, provistos de tizones encendidos.

—¿Le parece a usted que les larguemos una andanada?

—No, señor Juan; estos isleños pueden ser guerreros de Tafua, y no nos conviene ponernos a mal con ellos.

—¿Podríamos hacer saber a su jefe que estás aquí?

—No encuentro medio alguno en este momento; pero mañana trataremos de avisarle.

—¿Y cómo crees que nos acogerá?

—De seguro, no se ha olvidado que me debe la vida.

—¡No hay que fiarse mucho de estos comedores de carne humana!

—Pues no todos son malos. ¡Ah! ¿Otra vez?

Una nueva explosión de gritos había partido de debajo de los árboles. Algunos puntos luminosos aparecieron hacia la playa, y después se extinguieron bruscamente al mismo tiempo que los gritos.

—¡Sao-King! —gritó el argentino—. ¡Prepárate a ametrallarlos!

El argentino había abandonado precipitadamente el timón, gritando:

—¡Los salvajes nos espían! ¡Tened listos los cañones!

CAPÍTULO XI. EL ARCHIPIÉLAGO DE TONGA-TABU

En la época en que ocurrían los acontecimientos narrados, este archipiélago se hallaba en estado salvaje y gozaba de tristísima fama, peor aún que la de las Fidji, las Hébridas y las de Salomón.

Hoy, sin embargo, es uno de los más importantes y populosos; pero, a pesar de ello, la civilización ha hecho pocos progresos, a causa del carácter violento y batallador de sus habitantes.

El archipiélago se divide en tres grupos distintos, llamados de Tonga, al Sur; de Hapai, en el centro, y de Wauwau, al Oeste.

Decir el número de aquellas islas es casi imposible. Son muchísimas y de todas las dimensiones, pero las más importantes son: las de Tonga, Wauwau, Hapai, Ena, Amargura, Lafura y Namuca. Todas son de naturaleza coralífera, salvo alguna volcánica como la de Tafua Lao, que es la más alta y tiene su pico central coronado por un volcán humeante.

Aquellas islas son de fertilidad maravillosa, y justamente consideradas como de las más ricas del Océano Pacífico, aunque estén privadas de fuentes y arroyos. Sin embargo, el agua abunda en el subsuelo: basta escarbar un poco la tierra, para encontrar gran cantidad del indispensable líquido sobre la capa coralífera impermeable. La flora de estas tierras es igualmente magnífica, y los bosques las cubren desde las orillas del mar hasta los picos más elevados del interior.

Allí crecen el precioso árbol del sándalo, la caña de azúcar, el cocotero, soberbios plátanos y colosales higueras de cuarenta y más metros de altura. La fauna es escasa, como en todas las islas de la Polinesia, no habiendo más que volátiles, perros, puercos y topos.

Los habitantes, por su belleza, inteligencia e industria, ocupan el primer lugar en la familia polinesia; a pesar de ello, son considerados como los más feroces y crueles, y siempre han dado mucho quehacer a las tripulaciones desembarcadas en sus playas.

Abel Tasman, el descubridor de Australia, fue el primero que visitó las islas de Tonga en 1643, y la llamada Amsterdam. Parece que en aquella lejana época los habitantes eran menos sanguinarios, porque el célebre navegante tuvo entre ellos muy buena acogida. Sólo se dolió de la extremada habilidad de aquellos isleños para el hurto.

Después de Tasman quedó abandonado durante mucho tiempo el archipiélago, sin que nadie lo visitara. En 1773, el ilustre Cook llegó a Ena, siendo festejado por aquellos isleños, pasando después a Hiso y luego a Rotterdam, donde tuvo algunos encuentros con los habitantes para castigarlos por algunos hurtos. En 1777, Cook hizo una nueva visita al archipiélago, tocando nuevamente en Rotterdam y después en Mausa. La Perouse y algún navegante español tuvieron en 1781 muy buena acogida entre aquellos insulares. Diez años después, Wilson desembarcaba a diez misioneros, poniéndolos bajo la protección de un sacerdote indígena; pero poco después fueron atacados y obligados a huir, menos tres, que fueron muertos…, y devorados.

Desde aquella época, los de Tonga aumentaron en ferocidad y concibieron odio implacable contra los hombres de raza blanca.

En 1798, el Argos naufragó en las playas de Niti, y aquellos insulares asesinaron despiadadamente a todos los marineros, a excepción de uno, que fue salvado más tarde por un buque de guerra. Pocos meses después asaltaron el buque The Duke of Portland y mataron a todos los tripulantes, salvo a cuatro jóvenes y a un viejo, y saquearon la nave.

Dos años más tarde abordaron al buque Unión, de, Nueva York, y asesinaron al capitán y tres marineros. El segundo de a bordo tuvo la fortuna de cortar a tiempo los cables para lanzar la nave a alta mar; pero una tempestad la arrastró hacia las islas Fidji, y la tripulación encontró poco honrosa sepultura en los intestinos de aquellos insulares, después de haber sido guisados al uso de su país.

En 1806, el Port au Prince, armado con veinticuatro cañones y tripulado por cien marineros, ancló en Lefonga. Los insulares, con hipócritas demostraciones de amistad, subieron a bordo, y lanzándose sobre la tripulación, la asesinaron y saquearon la nave. Sólo uno, escondido en la santa bárbara, escapó milagrosamente de la muerte y quedó prisionero del rey Finau hasta 1810.

En 1823, Dumont d’Urville se aproximó con el Astrolabio a aquellas regiones, viéndose obligado ametrallar a los habitantes y a bombardear los pueblos de la costa para recobrar a ocho marineros que habían sido hechos prisioneros por los salvajes.

Tales eran las islas en que los supervivientes del buque de los coolies se encontraban, con el objeto de componer la arboladura antes de afrontar la travesía del inmenso Océano Pacífico y volver a las costas peruanas de la América del Sur.

Wauwau, la isla a que se habían aproximado para buscar al jefe Tafua, conocido dos años antes por Sao-King, es la mayor del archipiélago, aunque no la más importante, gozando la primacía Tonga-Tabú.

Es una faja de tierra de diez a doce leguas de largo, con una anchura máxima de cuatro, plegada en dos, de manera que las puntas extremas miran una hacia el Sur y otra al Sudoeste.

Sus costas son muy angulosas y quebradas, y en el centro, entre las dos puntas, se forma un golfo muy amplio en la embocadura, que luego penetra tortuosamente en la tierra, casi dividiéndola.

A la entrada de la bahía está la islilla de Pagai-Modu, no más larga de tres leguas por una de ancha, con playas muy semejantes unas a otras, todas de pequeñas dimensiones y resguardadas por escolleras coralíferas bastante peligrosas.

Hacia Poniente, a una distancia de veinte leguas, está la de Latar, mayor que la primera, y más allá la de Amargura, todas habitadas por tribus belicosas dedicadas al merodeo.

El Alción, impulsado por el viento, había ido a anclar a la embocadura del ante golfo, entre las costas orientales de Wauwau y las meridionales de Pagai-Modu, a cerca de media legua del fuego que ardía junto a las escolleras.

Al oír aquellos clamores, que ya se reproducían atronadores, ya cesaban, reemplazados por un profundo silencio, Juan y Sao-King se precipitaron a los cañones, creyendo que los indígenas se preparaban a atacarlos, mientras el argentino y Cirilo colocaban apresuradamente las armas a lo largo de las paredes del castillo, prontos a servirse de ellas.

Ninguno ignoraba la terrible suerte de tantas naves como habían sucumbido en aquellas aguas, y tenían mucha razón en temer un ataque nocturno.

Sin embargo, no viendo aparecer chalupa alguna sobre las tranquilas aguas que rodeaban la nave, comenzaron a tranquilizarse.

—¿Habrán querido saludamos con esos gritos? —preguntó el señor Ferreira, aproximándose al oficial argentino, que miraba las vecinas playas.

—Tal vez —repuso éste—. Sin embargo, le aseguro que no estoy muy tranquilo; no me explico la razón de que se encuentren aquí los salvajes a hora tan avanzada, porque son las dos de la madrugada.

—Tal vez hayan visto nuestro buque antes de la puesta del sol, y nos habrán esperado.

—Es imposible que lo hayan visto —dijo el argentino——. Estábamos muy lejos.

—¿Y qué deduce usted de todo eso?

—No sé qué pensar; pero siempre recuerdo aquel punto luminoso que vimos sobre el mar.

—¿Cree usted que alguien nos haya seguido a mucha distancia?

—Eso es lo que pensaba en este momento. Aquella chalupa, piragua, o lo que fuese, debe de haber advertido a estos salvajes nuestra llegada.

—¿Teme usted una mala acogida?

—Todo se puede esperar de estos antropófagos, señor Ferreira.

—Entonces, no podemos desembarcar en ninguna tierra de este archipiélago.

—Si hubiéramos ido a las Fidji, aún hubiéramos estado peor.

—Tratemos de abreviar nuestra permanencia en esta isla; nos limitaremos a enderezar el árbol del trinquete, y después nos iremos.

—Pues para hacerlo necesitamos ayuda. Nosotros solos no podremos llevar a término un trabajo tan penoso.

—Es cierto, señor Vargas; pediremos socorros a Tafua.

—Si es que vive aún.

—Si hubiera muerto, no me arriesgaría a desembarcar.

—Y entonces, ¿adónde iríamos con una nave tan quebrantada? ¿Quién osaría atravesar el gran Océano con un solo palo y casi sin víveres?

—¡La situación es difícil, amigo Vargas!

—¡Malísima, señor Ferreira!

En aquel momento gritó Sao-King:

—¿Quién vive?

A estribor de la nave se había oído un golpe sonoro, como si una chalupa o cualquier otro esquife hubiese chocado contra la nave.

Todos lo habían oído; hasta Juan, que se encontraba en la cofa del palo de mesana para espiar las dos riberas.

El argentino bajó del castillo de un salto y, aproximándose a la borda, miró hacia abajo; pero no vio nada sospechoso ni oyó ningún otro rumor.

—¿Nada? —preguntó el comisario, que se le había acercado, llevando en la mano dos fusiles.

—No veo nada —repuso el argentino.

—Sin embargo, hemos oído un choque.

—Y parecía producido por una piragua —añadió Sao-King, que había abandonado momentáneamente su puesto.

—Mira también tú, Sao-King —dijo Cirilo.

—He mirado, y no he visto nada —repuso el chino.

—Y este ruido, ¿de qué procede? —preguntó de pronto el argentino.

Hacia proa se había oído mover una de las cadenas del ancla, y en el castillo de aquel lado se oyó caer algo.

Cirilo se volvió bruscamente, montando uno de los dos fusiles.

Cerca del bauprés apareció una sombra, que se deslizaba sigilosamente por el castillo.

—¡Los salvajes! —gritó Sao-King, lanzándose hacia la proa.

Cirilo hizo fuego. Se vio a la sombra encorvarse, como si hubiera sido herida, luego dar un salto sobre la borda y caer en el vacío, lanzando un grito:

—¡Help!

Luego se oyó un chapuzón, y después nada.

El comisario y sus compañeros quedaron tan estupefactos al oír aquel grito, que no se les ocurrió ni siquiera lanzarse hacia el castillo. Aquella palabra había sido pronunciada en un inglés tan correcto como si la persona herida hubiera nacido en las orillas del Támesis. Todos la habían oído distintamente, de modo que no era posible la duda.

—¡Ese hombre es un inglés! —exclamó el argentino—. ¡Es imposible que sea un salvaje!

—¿Qué misterio es éste? —preguntó Cirilo, que no lograba reponerse del asombro que le produjo aquel grito inesperado.

—¡Un inglés tratando de asaltar nuestra nave!

—¿Sería un náufrago hecho prisionero por los salvajes? —dijo Juan, que había bajado de la cofa.

—¿Has oído tú también el grito? —preguntó Cirilo.

—Sí, hermano.

—¿Nos habremos engañado?

—No, señor —repuso el argentino—. ¡Aún me suena en los oídos!

Help significa socorro.

—¿Será que estos insulares tengan alguna palabra que se parezca al help de los ingleses?

—Su lengua, que yo conozco, es muy distinta para que yo me confunda —dijo Sao-King.

—¿Habremos matado a algún pobre náufrago? ¡No me consolaría nunca! —exclamó Cirilo.

—Si hubiera sido un náufrago, habría contestado a mi grito de alarma —dijo Sao-King—. He gritado en buen español, y no en chino.

—Hay que buscar a ese hombre —dijo el argentino—. ¡Hay en todo esto un misterio que me preocupa!

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo Cirilo y Juan.

—Ya les diré más tarde cuáles son mis temores.

Cirilo se le acercó, y aproximándole entonces los labios a un oído, de modo que los demás no pudieran escuchar lo que decía, le preguntó:

—¿Sospecha usted que sea uno de los marineros del envenenador?

—Sí —repuso el oficial—. Ahora, silencio, y tratemos de coger a ese hombre.

CAPÍTULO XII. CONTINUA EL MISTERIO

Dejando de guardia a Juan en el castillo, junto al cañón, que había sido apuntado contra la playa de Wauwau, el argentino, Cirilo y Sao-King, armados de fusiles, se dirigieron hacia la proa, inclinándose sobre la borda.

Las aguas estaban aún agitadas por el cuerpo que sobre ellas había caído; pero no se veía a nadie nadar en las inmediaciones del buque, ni tampoco chalupa alguna.

Sólo a unas cuantas brazas a estribor podía distinguirse una masa negra casi a flor de agua, que parecía el tronco de un árbol muy grueso.

Del herido, ni la menor huella. ¿Había muerto y estaba sumergido, o, nadando entre dos aguas, había podido alejarse, ganando la frondosa ribera de Wauwau o la de Pagai-Modu?

Esto era lo que se preguntaban ansiosamente el comisario y su compañero.

—Si ese hombre no hubiese tenido malas intenciones, no se hubiese tirado al agua tan pronto —dijo Sao-King—. ¿Habrá creído que están aún a bordo los coolies?

—¿Qué quieres decir, Sao-King? —preguntó Cirilo.

—Lo que ya saben ustedes —repuso el chino sonriendo—. Mis sospechas son iguales a las suyas.

—Pero ¿qué es lo que crees?

—Que el envenenador y sus marineros nos han seguido de lejos, y que luego nos han precedido en esta isla.

El argentino y el comisario cambiaron una mirada.

—¡Confiesen la verdad! —dijo Sao-King.

—¡Has acertado! —repuso Ferreira.

—¡Entonces, vengaremos a mis compatriotas! —dijo el chino con voz sorda—. ¡Lo he jurado!

—Yo iré a buscar al jefe Tafua, e insistiré cerca de él para que nos preste auxilio.

—No te fíes demasiado de estos salvajes, que siempre han tenido pasión irresistible por el saqueo de los buques. Además, el capitán puede haberse hecho amigo de ese jefe.

—Aun cuando así fuera, iría a buscar a Tafua —repuso el chino con extraordinaria firmeza.

—Ante todo, ¿sabes dónde se encuentra?

—En aquella época mandaba las tribus de Pagai-Modu.

—¿De la isla que tenemos delante? —preguntó Ferreira.

—Sí, señor comisario.

—Ten en cuenta que aquel fuego estaba encendido precisamente en la costa de esa isla.

—¿Suponen ustedes que el capitán se encuentra en las orillas de Pagai-Modu?

—Sí, hasta que se pruebe lo contrario.

—Amigos —dijo Cirilo—, ¿les parece a ustedes que levemos anclas y nos volvamos al mar antes de ser atacados? Podremos buscar refugio en la costa de cualquier otra isla.

—Y ¿no vamos a castigar al envenenador? —preguntó Sao-King, rechinando los dientes—. No, señor; yo mantendré mi juramento, ya que el diantre le ha puesto al alcance de mi mano.

—Y, además, sería demasiado tarde para hacer otra cosa ——dijo una voz junto a ellos.

Volviéronse y vieron a Juan. El joven parecía presa de gran excitación.

—¿Qué ocurre, Juan? —preguntó Cirilo.

—¿No se han enterado ustedes de que la nave ha derivado, y nos encontramos sobre un banco coralífero?

—¡Imposible! —exclamó el argentino estremeciéndose—. ¡Nuestras dos anclas han tomado fondo!

—Sin embargo, la nave ha sido arrastrada hacia la playa de Pagai-Modu, y ya no sufre las ondulaciones de la marea alta —dijo Juan—. Ahora lo he advertido.

El argentino y sus compañeros se precipitaron hacia la borda de babor, y un grito de rabia se escapó de sus pechos. La nave, que había sido anclada en medio de la bahía, se encontraba entonces a cuatro cables solamente de la playa de Pagai-Modu, con la proa apoyada en un banco semisumergido.

—¿Habrán cedido las anclas? ——exclamó el argentino—. ¡Es imposible! ¡Aquí se ha cometido una infame traición!

—¡Vamos a verlo! —dijo Sao-King.

Subieron precipitadamente al castillo y tiraron de la cadena del ancla mediana, la cual cedió sin esfuerzo.

—¡Maldición! —exclamó Sao-King—. ¡Han quitado la cabilla de un eslabón de la cadena, y hemos perdido el ancla!

—¡Muerte y condenación! —gritó el argentino—. ¡A la otra!

También la segunda cadena, que debía sujetar el ancla pequeña, había sido cortada de la misma manera.

Los cuatro hombres se miraron entre sí con terror.

—Esto no puede haber sido obra de los salvajes —dijo por último el argentino—. Sólo marineros expertos han podido quitar las cabillas para romper las cadenas.

—¿Hemos encallado? —preguntó Cirilo con angustia.

—Mucho me lo temo —repuso el oficial.

—¡Pues yo temo algo peor! —dijo Sao-King.

—¿Qué? —preguntó el argentino.

—Que hayamos sido arrastrados hacia el banco por los hombres que se esconden en los bosques de la costa.

—¿De qué lo deduce usted?

—Espere usted, señor Vargas.

El chino subió al bauprés y se bajó a lo largo de una cuerda.

Un momento después volvía a subir cuchillo en mano, mientras se oía caer algo en el agua.

—¡Ya se lo decía a ustedes! —exclamó—. El hombre que han herido o muerto, después de haber quitado las cabillas, había atado una cuerda a la trinca del bauprés. Nuestra nave ha sido arrastrada hacia ese banco, y en él está encallada.

—¡Infames! —exclamó Cirilo—. ¿No podremos volvernos a alta mar?

—Al alba veremos cuál es la posición de la nave —repuso el argentino—. La marea apenas ha comenzado a subir.

—¿Están ustedes convencidos de que esta traición se debe a la tripulación de Carvadho? —preguntó Juan.

—No tengo la menor duda —repuso el argentino.

—Ni yo tampoco —respondieron a un tiempo Cirilo y Sao-King.

—¿Cuál puede haber sido su objeto?

—Inmovilizarnos para apoderarse de la nave —dijo Vargas.

—Entonces, pronto los veremos acometernos —dijo Cirilo.

—De eso estoy seguro. Vigilemos atentamente y no economicemos metralla.

—Vuelvo a mi proyecto —dijo Sao-King.

—¿De buscar a Tafua?

—Sí, señor Vargas. La noche es oscura y puedo llegar a tierra sin ser descubierto.

—Y yo estoy dispuesto a acompañarte —dijo Juan con voz firme.

—¿Tú, hermano? —exclamó Cirilo.

—Considéreme ya como a un hombre hecho y derecho.

—Hay mil peligros que afrontar —dijo el argentino.

—Los afrontaremos, ¿verdad, Sao-King?

—Sí —repuso el chino—. Hay que decidirse; a cada minuto que pasa puede aumentar el peligro.

—¡No! —dijo el oficial—. Sería una imprudencia abandonar en estos momentos la nave. ¿Qué podremos hacer el señor Ferreira y yo contra una treintena de bandidos resueltos y armados de fusiles?

—Vengan ustedes también —dijo Sao-King.

—Y ¿hemos de abandonar la nave al envenenador?

—Más tarde la reconquistaremos.

—Seguramente no esperarían nuestra vuelta. No, Sao-King.

Aguardemos a que amanezca; y si vemos que toda defensa es inútil, mañana por la noche abandonaremos el Alción.

—Por otra parte —añadió el comisario—, aún no tenemos pruebas patentes de que tengamos que vérnoslas con el capitán Carvadho y sus bandidos. Se me ha ocurrido otra sospecha.

—¿Cuál? —preguntaron con ansiedad Sao-King y el argentino.

—La penitenciaría de Norfolk no está muy lejos, y de cuando en cuando se escapan algunos reclusos, abandonándose al viento y a las olas. ¿Quién asegura que, en vez del capitán Carvadho y sus marineros, los autores de esta traición no sean algunos de esos peligrosos bandidos?

—Sea como fuere —exclamó el argentino—, no serán mejores que los otros, y haremos bien en vigilar sin tregua ni descanso. Cada cual a su puesto, y apuntemos los cañones hacia la costa de Pagai-Modu.

Se dividieron en dos grupos: Sao-King y Juan se apostaron tras la borda del castillo, mientras el argentino y Cirilo vigilaban en el castillo de popa.

Desde el disparo de fusil del comisario y el grito del inglés ningún otro rumor había turbado el silencio que reinaba en la bahía. Sin embargo, esto no era motivo para confiarse; es más: aquel silencio era para los cuatro tripulantes del Alción más sospechoso que un ataque.

El instinto les advertía que entre las densas sombras de la noche se preparaba alguna otra traición.

La nave, fuertemente encallada sobre el banco a causa de la evolución realizada por los desconocidos enemigos, permanecía inmóvil.

Sólo de cuando en cuando se oían ligeros ruidos bajo la quilla.

La marea que venía de alta mar empujaba cada vez más al buque hacia delante sobre el banco. ¿Sería posible desencallarlo? Esto es lo que se preguntaban ansiosamente aquellos cuatro hombres.

Vargas había tratado de darse cuenta exacta de la situación de la nave; pero la oscuridad se lo había impedido. Habría podido hacer echar a popa un ancla para impedir a la marea seguir empujando el buque contra el banco; mas para aquella operación hubiera sido necesaria una chalupa; a bordo sólo había quedado una, y ésta, desgraciadamente, había sido deshecha por uno de los cañonazos disparados por la tripulación durante la lucha con los coolies.

—Usted está muy intranquilo por el Alción —le dijo Cirilo, viéndole inclinarse nuevamente sobre las bordas para reconocer el banco.

—Es verdad —contestó el oficial—. Este accidente puede sernos fatal.

—¿No podremos volver al Océano?

—No hay que desesperar. Tal vez se encuentre en buena posición, y la marea alta puede ponerlo a flote.

—¿Y si no se moviese? —insistió el comisario.

—Construiríamos una balsa, e intentaríamos llegar a las costas orientales de Australia.

—¡Mala navegación haríamos con semejante barco!

—A veces son preferibles las balsas a las chalupas de pequeñas dimensiones —repuso el oficial—. Pero ya le he dicho que no hay que desesperar tan pronto. Mañana veremos lo que se puede hacer.

—¿Nos dejarán tranquilos nuestros misteriosos enemigos?

—Mucho lo dudo —repuso el argentino.

—Lo que no me explico es cómo no aprovechan esta oscuridad para atacarnos.

—También es eso para mí un misterio, señor Ferreira.

—¿Querrán tal vez saber el número de los defensores?

—Lo supongo.

—¿Vamos a engañarlos?

—¿Cómo?

—Improvisando muñecos armados.

—¡Ah; magnífica idea! —exclamó el oficial—. ¡Señor Ferreira, a mí no se me hubiera ocurrido!

—Pues aprovechemos la oscuridad. Los vestidos no faltan a bordo.

El argentino llamó al chino y a Juan, y les comunicó la sorprendente idea del comisario.

—¿Tendremos tiempo? —preguntó Sao-King.

—Faltan dos horas para que amanezca —repuso el oficial.

—¡Pues manos a la obra! —dijo Juan—. ¡La mascarada va a producir gran efecto!

Pocos minutos después, el argentino, los dos peruanos y Sao-King se ponían febrilmente al trabajo.

Palos y vestidos abundaban, especialmente estos últimos, puesto que habían quedado a bordo todas las cajas de la tripulación y las de los coolies.

Para engañar mejor a los misteriosos enemigos tendieron un toldo sobre el castillo de proa, y debajo colocaron una porción de palos vestidos con vistosas casacas y cubiertos con los anchos sombreros de fibras de rotang de los coolies.

Para completar la ilusión colocaron cerca de las bordas dos pabellones de fusiles, de modo que pudieran verse desde las orillas de la isla. Desde cierta distancia, aquellas dos docenas de muñecos parecían realmente chinos agrupados bajo el toldo y de guardia en el castillo.

Animados por aquel primer resultado, los dos peruanos, el argentino y Sao-King colocaron un segundo toldo cerca del árbol de mesana, y allí emplazaron una docena de muñecos vestidos de marineros, agrupándose alrededor de uno de los dos cañones.

Como soplaba un poco de brisa, los muñecos se agitaban en todos sentidos, por lo cual parecía que estaban discutiendo animadamente.

Apenas habían terminado aquella singular mascarada, cuando empezaba a amanecer.

Hacia Oriente, los astros comenzaban a palidecer, y se difundía una luz rosada, que se hacía rápidamente rojiza.

Ya se sabe que bajo los Trópicos y el Ecuador no hay, por decirlo así, alba ni crepúsculo; el sol se levanta rápidamente, y de igual modo se pone.

Las playas de Wauwau y de Pegai-Modu se delineaban con rapidez increíble, mientras las tinieblas desaparecían vertiginosamente.

Los dos peruanos, el argentino y Sao-King, inclinados sobre las bordas fusil en mano, miraban atentamente la playa de Pagai-Modu, que no distaba más de cuatrocientos metros. Aquella costa estaba cubierta de bosques, quebrada por pequeñas ensenadas y defendida por rocas coralíferas erizadas de agudas puntas. Espléndidos árboles se inclinaban graciosamente sobre la bahía, mostrando sus anchas hojas, que la brisa matutina agitaba levemente con un susurro armonioso.

Allí había cocos, nueces moscadas silvestres, altísimas higueras, plátanos de inmensas hojas de color verde brillante, y enormes cañizales de bambúes de quince o más metros de altura, coronados por un caos de hojas largas y sutiles.

Papagayos de todas clases, rojos loros, blanquísimas cacatúas con penachos dorados, y otras mil aves de hermoso aspecto que al despertar el día revoloteaban en la espesura, lanzando al aire el canto de sus amores.

Ninguna cabaña se veía sobre la costa y ninguna canoa surcaba las sosegadas aguas de la bahía. Los misteriosos enemigos que durante la noche habían hecho encallar la nave parecían haber desaparecido.

—¡No se ve a nadie! —exclamó el argentino, en el colmo del estupor—. ¿Qué significa esto?

—Que se han ocultado entre las plantas y nos espían —respondió Juan.

—Lo mismo creo —repuso Cirilo—. ¿Ves algo tú, Sao-King, que tienes la vista más aguda que nosotros?

—No —repuso el chino—; en las costas de Wauwau no veo cabañas ni piraguas.

—¡Es extraño! —exclamó el argentino—. Sin embargo, no confiemos en esta calma, tal vez más aparente que real.

—Cuidémonos por ahora de nuestro buque —dijo Cirilo—. Si pudiésemos ponerlo a flote, en poco tiempo nos iríamos con mucho gusto.

—La marea comienza a bajar —dijo el argentino—. Temo que por el momento no podamos hacer nada.

Después de haber dirigido otra mirada a las playas de Wauwau y de Pagai-Modu, se dirigieron a proa para enterarse de la situación del buque.

Justamente frente al espolón se extendía un banco coralífero de unos cien metros de largo por veinte de ancho, cubierto en gran parte por espléndidas tridacnias de casi un metro de diámetro, con las valvas semiabiertas, de tinte azul pálido, y gorgonias en forma de abanico.

El Alción, arrastrado por los misteriosos enemigos y empujado por la marea, se había detenido sobre el banco, frente a una aglomeración coralífera erizada de puntas. Si hubiese avanzado más, indudablemente su carena se hubiera destrozado contra aquellas puntas, resistentes y duras como el acero.

—¡Hemos encallado! —dijo el argentino—. Pero no desespero aún. Con una buena maniobra y algunas anclas se podría salir del atolladero.

—¿Es operación larga? —preguntó Cirilo.

—Y muy fatigosa. Además, hay que contar con el viento.

—Que falta por completo en este instante —agregó Sao-King.

—Eso sin añadir que los misteriosos enemigos podrán aparecer de un momento a otro —añadió Juan.

—¿No puede intentarse nada? —preguntó Cirilo.

—Tenemos que esperar la marea alta —repuso el oficial.

—¿Cuánto tardará?

—Ocho horas; el descenso del agua no durará más que hasta las cuatro.

—Y ¿saldremos?

—No puedo asegurarlo, señor Ferreira; tanto más cuanto que carecemos de fuerza: cuatro hombres son demasiado poco para tal maniobra.

—Harían falta más brazos, ¿verdad? —preguntó Sao-King.

—Sí —repuso el argentino.

—Entonces voy a pedirlos al jefe Tafua —añadió Sao-King.

—Es una empresa peligrosa —dijo Cirilo—. Los enemigos pueden estar ocultos en estos contornos.

—Entonces, ¿qué hacer? —preguntó el oficial—. Nuestra situación amenaza convertirse en desesperada, y quizá…

Un grito de Juan le interrumpió bruscamente.

—¡Una piragua! —había exclamado el joven peruano.

Todos se lanzaron hacia el castillo.

CAPÍTULO XIII. LOS ANTROPÓFAGOS

Una piragua, hecha probablemente con el tronco ahuecado de algún enorme cedro, de doce metros de largo y casi dos de ancho, embocaba en aquel momento el canal de entrada de la bahía. Estaba tripulada por trece salvajes, casi enteramente desnudos. De ellos, doce remaban, y el último, probablemente el jefe, estaba sentado a popa, empuñando un largo remo que debía de servirle de timón.

Al ver la nave, aquellos salvajes se detuvieron a cerca de cuatrocientos metros de la popa, mostrando su estupor por medio de gestos muy expresivos y lanzando agudos gritos.

—¿Serán súbditos de Tafua? —preguntó el argentino.

—Invitémoslos a aproximarse —dijo Cirilo.

—No son más que trece, y tenemos el cañón en batería.

Sin aguardar orden alguna, Sao-King había subido sobre el coronamiento de popa y agitaba un trapo blanco, haciendo al mismo tiempo gestos amistosos.

Los salvajes, después de una larga conferencia entre ellos, volvieron a empuñar los remos y avanzaron hacia el buque. Sin embargo, procedían con desconfianza, deteniéndose a cada quince o veinte metros, como para consultar antes de llegar al barco.

Cuando llegaron a medio cable soltaron los remos, empuñaron los arcos y colocaron en ellos las flechas de cañas con puntas de madera durísima.

Eran todos arrogantes, pues la raza polinesia es muy superior a la malaya y a la australiana. Eran de alta estatura, de esbeltas formas, ancho pecho y miembros musculosos. Su rostro oval, sus bellísimos ojos y sus líneas, poco diferentes dela raza caucásica, nada tenían de salvaje ni de feroz. Su piel, de tinte algo oscuro y con rojizos reflejos, tampoco producía desagradable efecto.

Iban todos casi desnudos, pues su traje consistía en un taparrabos y algunos brazaletes de blancas conchas, tejidos con pelos de perro.

Sólo el que estaba al timón llevaba una especie de capa formada por fibras leñosas y aparecía pintado de rojo.

Al ver que los hombres del buque continuaban haciendo señales de amistad, dejaron los arcos y las flechas y llegaron hasta la popa del Alción, atando su piragua a una cuerda que Juan dejó caer.

Sao-King probó a interrogarlos en la lengua que había aprendido del jefe Tafua.

—¿De dónde venís?

—De Hifo —repuso el que parecía jefe.

—¿Dónde se encuentra ese pueblo?

—A tres horas de aquí.

—¿Conoces al jefe Tafua?

—Sí —respondió el salvaje—; somos súbditos suyos.

—Nosotros somos sus amigos.

El salvaje hizo un gesto de asombro, y luego, con una sonrisa que le hizo mostrar los dientes, agudos como los de un tigre, preguntó:

—¿Habéis venido a traer hierro?

—Sí —repuso Sao-King.

—Un hombre que mandaba a muchos hombres blancos y que tripulaba una piragua semejante a la vuestra me ofreció mucho para fabricar puntas de flechas y de lanzas.

—¡Yo soy ese que dices! —exclamó Sao-King, sin vacilar—. Sube a nuestro barco y lo verás, y, además, te daremos de comer.

El jefe de la piragua interrogó a sus compañeros en una lengua desconocida, y después preguntó:

—¿No me comeréis?

—¡Los hombres blancos no han comido nunca carne humana! —repuso Sao-King—. Por el contrario, te haremos varios regalos.

El salvaje, tranquilizado por aquellas palabras y animado por aquellas promesas, se agarró a la cuerda y con agilidad de mono subió hasta el coronamiento de popa.

Aquel isleño era el más alto y el más fuerte de todos los que montaban la piragua. Multitud de tatuajes dispuestos en varias líneas le cubrían la parte del pecho, y tenía la nariz perforada por una espina de pescado de unos diez centímetros de largo.

Se detuvo un momento sobre la borda, mirando con asombro el puente de la nave, y luego saltó ligeramente sobre el castillo.

Su primer acto fue acercarse al cañón, diciendo:

—¡Bum! ¡Conozco estos grandes rayos!

—¿Dónde has visto otro semejante? —preguntó Sao-King.

—En una nave que naufragó hace muchos años en las costas meridionales de Wauwau.

—Y sus marineros, ¿se salvaron?

El salvaje le miró con recelo, y luego hizo con las mandíbulas un movimiento muy expresivo.

—¡Han sido devorados! —dijo el argentino, que sintió un violento escalofrío—. Este bribón se ha explicado con bastante claridad.

—Preguntémosle si hay hombres blancos en esta isla——dijo Cirilo—. Tal vez sepamos quiénes son nuestros misteriosos enemigos.

Sao-King interrogó al salvaje.

—¿Hombres blancos? —exclamó el jefe—. Sí, hay algunos.

—¿Dónde? —preguntó vivamente el chino.

—En Wauwau.

—¿Cuántos hay?

—No lo sé.

—¿Cuándo han venido?

—Hace mucho tiempo.

—¿Por qué los habéis respetado?

—Porque han traído hierro.

—¿Vinieron en una piragua tan grande como ésta?

—Sí —repuso el salvaje, después de un momento de vacilación.

—¿Ha naufragado su nave?

—Creo que sí.

—Y ¿no los habéis visto en Pagai-Modu?

—Nunca —repuso el jefe en el acto.

—Sin embargo, anoche uno de esos hombres blancos ha intentado subir a nuestra nave.

El salvaje miró al chino por algunos instantes, y luego dijo:

—No sé nada de eso: en Pagai-Modu no hemos visto hombres blancos.

—¿Hay algún pueblo por estas costas?

—Sí; el de Hapai.

—¿Está muy lejos?

—En medio de los bosques; por allá —dijo el jefe señalando las costas meridionales de la isla—. Sus habitantes están en guerra con Tafua.

—¿Por qué causa?

—Porque le han comido un hijo.

—¿Y tú…?

—¡Basta! —dijo el jefe—. Tú me has prometido hierro; aún no me lo has dado, y mis hombres tienen hambre.

—Démosle de comer —dijo el argentino después de haber oído la traducción de aquellas palabras—. Luego volveremos a interrogarle.

—Trataré de inducirle a que me lleve donde está Tafua —dijo Sao-King.

—¿Te fías de ese antropófago? —dijo Cirilo.

—Sabiendo que soy amigo de Tafua, no se atreverá a tocarme —repuso el chino.

—Yo te acompañaré —dijo Juan—. Entre los dos será menor el peligro.

Vaciaron una caja que contenía unas cuantas docenas de bizcochos y se los ofrecieron al salvaje.

Apenas éste los vio, cogió uno con avidez, lo devoró y luego echó algunos a sus hombres, que estaban en la piragua.

Sao-King, que quería hacerse amigo suyo, le ofreció también un pedazo de jamón salado y media botella de aguardiente, mientras el argentino subía a cubierta varios trozos de hierro que formaban parte del lastre.

El antropófago no se había visto nunca en un banquete tan suculento. Sus dientes, duros como el acero, trituraban los correosos bizcochos con una fuerza prodigiosa, y arrancaban gruesos trozos del jamón. La media botella fue luego vaciada de un solo trago.

—¡Qué voracidad! —exclamó Juan—. ¡Puede apostárselas con un tiburón!

Mientras el jefe devoraba, Cirilo, el argentino y Sao-King discutían animadamente sobre lo que habían de hacer y sobre las respuestas obtenidas. Lo que más les preocupaba era la presencia de aquellos hombres blancos. ¿Quiénes serían? ¿De dónde habían venido? ¿Eran ellos los que habían varado la nave o los habitantes de Hapai? ¿Quién era aquel inglés que había desamarrado todas las cadenas de las anclas y que tanto les perjudicó?

—En conclusión —dijo el argentino—, parece que el capitán Carvadho no ha venido por aquí, y que no tenemos que habérnoslas con sus bandidos. El salvaje ha hablado de una nave, y la tripulación iba en chalupas.

—¿Serán penados evadidos los blancos que se encuentran en Wauwau? —preguntó Cirilo——. Si no fueran tales, aquel inglés no hubiera soltado las anclas para lanzar la nave sobre el banco.

—Déjenme ustedes ir a ver a Tafua para buscar ayuda, y tratemos de salir de estos parajes lo más pronto posible —dijo Sao-King—. Si estos hombres blancos son presidiarios, no podremos esperar de ellos más que desagradables sorpresas.

—¿Quieres intentarlo? —preguntó Vargas.

—Sí —repuso el chino con acento resuelto.

—¡Sea!

—Y yo iré contigo —dijo Juan.

—¡Hermano!… —exclamó Cirilo.

—Estos salvajes no me dan miedo —repuso el valeroso joven.

Volvieron todos a donde estaba el salvaje, el cual examinaba los trozos de hierro que le habían regalado, y Sao-King le hizo la proposición de que le llevase adonde estaba Tafua.

—Sí, con tal que me regales uno de tus cuchillos —repuso el jefe—. Nuestras hachas de piedra cortan mal los asados.

—Te daré dos —dijo Sao-King—. Y cuando vuelvas a traerme aquí, te regalaré uno de estos tubos que echan llamas y que truenan.

—Y ¿me enseñarás a manejarlo? —preguntó el salvaje con cruel sonrisa.

—Te lo prometo.

—Entonces mataré al jefe Oro y me lo comeré.

—Entonces harás lo que quieras —dijo Sao-King—; pero te advierto que si alzas una mano contra nosotros, lanzaremos el rayo contra ti.

—Tengo mucho miedo a vuestras armas.

—¡Partamos! —dijo el chino resueltamente—. Mañana, si nada ocurre, estaremos de vuelta con Tafua y sus guerreros.

El comisario, más conmovido de lo que aparentaba, abrazó a Juan, teniéndolo mucho tiempo oprimido contra su pecho.

—¡Tiemblo por ti! —le dijo con voz emocionada—. ¡No querría que te marcharas!

—Sao-King es valeroso, Cirilo —dijo el joven—. Además, permaneciendo aquí no lograremos nunca poner a flote el Alción. Tal vez corras tú más peligro que nosotros.

—Tenemos dos cañones.

—Tal vez esos hombres blancos tengan siniestros proyectos sobre el Alción.

—Velaremos.

Se estrecharon la mano por última vez, y luego el joven, saludando al argentino, saltó por la borda y se dejó resbalar a lo largo de la cuerda.

El chino le había precedido llevando dos fusiles, dos hachas, abundantes municiones y varias chucherías para regalárselas a Tafua.

El jefe de la piragua hizo un signo a sus hombres y los remos se hundieron en el agua.

Desde lo alto del castillo, Cirilo y el argentino seguían con la mirada a sus compañeros, ya lejanos. Ambos eran presa de viva emoción.

En cambio, Sao-King y Juan parecían tranquilos y confiados en el buen éxito de su misión.

Se habían sentado a proa con los fusiles entre las rodillas, prontos a servirse de ellos al primer indicio de peligro.

Los tongueses, encorvados sobre los bancos, remaban con vigor, haciendo marchar rápidamente la piragua. Cuando salieron del canal, se aproximaron a la playa de Pagai-Modu. manteniéndose a una treintena de metros de las primeras puntas coralíferas. El agua estaba tranquila, protegida por una doble fila de escolleras madrepóricas, y tan limpia que podía distinguirse fácilmente el fondo de la bahía.

Miríadas de peces de brillantes colores escapaban delante de la veloz piragua, describiendo rapidísimo zigzag y ocultándose entre los huecos de la madrépora, mientras más abajo gruesos pulpos alargaban sus tentáculos llenos de ventosas.

Sobre la fina arena del fondo aparecían tropas de chaeto-dintidae de extrañas formas y de tintas rojas, verdes, amarillas y negras; de los agujeros de la madrépora surgían espléndidos anélidos con las braquias en forma de pluma, semejantes a cintas azules y verdes, mientras a flor de agua vagaban medusas en forma de campana.

Doblada una punta que penetraba muy adentro en el Océano, la piragua se aproximó vivamente a tierra, desfilando ante soberbios bosques compuestos Casi exclusivamente de árboles del pan y de plátanos que formaban inmensas manchas verdosas.

El jefe se levantó y miraba con particular atención aquellos bosques, como si tratase de descubrir en ellos algo sospechoso.

—¿Qué miras? —preguntó Sao-King

—Sé que por estos lugares vagan las bandas de Hapai —repuso el jefe.

—Y ¿cómo en vez de alejarte tratas de aproximarte a tierra?

—¡No temo a esos guerreros!

—Una flecha se dispara pronto, y no tengo la menor intención de combatir.

—¿No tienes las cañas que truenan? —dijo el salvaje.

—No me he embarcado para hacer la guerra. Aléjate de tierra, y haz redoblar la marcha de tu piragua.

El jefe, murmurando, dirigió la embarcación al medio del canal, pero no dio orden a sus hombres de apresurar el movimiento de los remos, aunque la marcha había sido notablemente disminuida.

—¿Tienes alguna sospecha? —preguntó Juan al chino.

—No lo sé.

—Me parece que estos salvajes comienzan a fastidiarnos. Hay algunos que nos miran de un modo que no me gusta.

—Tienen demasiado miedo a las armas de fuego para tratar de engañarnos. Si advirtiera algo no vacilaría en meterles una bala en la cabeza.

—No procedamos precipitadamente y sin fundamentos, que tal vez las ideas de traición no existan más que en nuestra imaginación.

La piragua continuó su carrera durante otra media hora, doblando varios promontorios cubiertos de bosque, y luego, de improviso, se detuvo frente a un pequeño curso de agua que desembocaba a través de una hendidura de la costa coralífera. El jefe y sus hombres hicieron ademán de levantarse, interrogando al horizonte y dando muestras de viva agitación.

—¿Qué os pasa? —preguntó Sao-King, montando su fusil.

—¡Por ahí avanzan piraguas enemigas! —repuso el jefe.

—¿Dónde?

—Aún están lejos.

—Yo no veo nada, y, sin embargo, mis ojos son tan perspicaces como los tuyos.

—Todos nosotros las hemos visto —repuso el salvaje—. Se han ocultado ahora detrás de aquel promontorio que se columbra allá abajo.

—Está tan lejos que no se puede distinguir una piragua, ni aun una escuadra entera.

—¡Tú no tienes la vista tan fina como nosotros! —repuso el salvaje en tono colérico.

—Y ¿qué piensas hacer?

—Buscar un refugio dentro de este arroyuelo, y esperar a que pasen las piraguas.

—No llegarán aquí hasta por la tarde —replicó Sao-King.

—Pues zarparemos esta noche. Hifo no está muy lejos.

—Pues vamos al riachuelo —dijo, por último, el chino, viendo que todo hubiera sido inútil para hacer desistir de sus intenciones a aquel obstinado salvaje.

La piragua viró de bordo, superó fácilmente la barra formada por escollos a flor de agua y bancos de arena, y penetró en el riachuelo. Era éste un pequeño río de siete a ocho metros de ancho y encajado entre dos riberas cubiertas de vegetación. Enormes higueras cuyos troncos medían treinta o más metros de alto crecían en las orillas mezcladas con cocoteros y plátanos, proyectando todos ellos densa sombra.

Las ramas se entrecruzaban sobre el río, formando una bóveda compacta que impedía que penetrasen los rayos del sol. Algunas palomas silvestres atravesaban velozmente el riachuelo, huyendo ante la piragua, mientras en las orillas saltaban grupos de pequeños cerdos silvestres.

El jefe indio hizo que la piragua subiera unos trescientos metros contra la corriente, y luego la dirigió hacia la orilla derecha, donde había enormes grupos de rizophora mangle, planta provista de raíces innumerables y finas que sostienen troncos de mediano grosor.

Estos vegetales, que se encuentran en la tierra polinesia y cerca de la desembocadura de los ríos, concurren con las madréporas a agrandar las islas del gran Océano Pacífico. Sus raíces recogen y retienen los restos vegetales que el mar transporta de lejos, los cuales, aumentados incesantemente, hacen desaparecer la planta primitiva originando con el tiempo una flora muy diversa. De tal modo se adelantan hacia el mar, que acaban por unir el suelo de la isla al de las escolleras e islotes, agrandando la tierra primitiva.

El salvaje, habiendo encontrado paso entre aquellas paredes de verdura, hizo ocultar allí la piragua, y después mandó desembarcar.

CAPÍTULO XIV. LA TRAICIÓN

Sao-King y Juan comprendieron que toda observación hecha a aquellos salvajes hubiera sido inútil, y, por tanto, recogieron sus armas y se lanzaron a la orilla. Con gran estupor suyo, ningún salvaje los había seguido, y aun parecía que estaban dispuestos a volver a bajar al río, puesto que habían empuñado nuevamente los remos.

—Pero ¿no nos seguís? —preguntó Sao-King, acometido de terribles sospechas.

—No —repuso el jefe de la piragua, tratando de sonreír—. Ahora vamos a bajar al río para vigilar la chalupa; pero no temáis, porque antes que el sol se ponga volveremos para recogeros.

—¿No nos abandonaréis?

—¿Para qué? De tener esa intención, no os hubiéramos tomado a bordo de la piragua.

—¡Es verdad! —murmuró el chino, algo tranquilizado por el acento del salvaje.

Tradujo a Juan la respuesta del jefe, y viendo al joven hacer un signo de aprobación, creyó inútil insistir.

—Os esperamos aquí —dijo el chino.

Los salvajes impulsaron la piragua hacia la desembocadura, desapareciendo prontamente en una curva que describía el río. Cuando Sao-King ya no los vio, se volvió hacia Juan, que estaba en pie sobre un grupo de raíces, y le preguntó:

—¿Qué me dice usted de este abandono?

—Era la pregunta que iba a hacerte —dijo el joven.

—Tal vez sean infundadas mis sospechas; pero esta maniobra de los salvajes me parece poco clara.

—También me lo parece a mí, Sao-King ¿Habrán querido desembarazarse de nosotros?

—Mucho me lo temo.

—Pero ¿con qué objeto?

—¿Quiere usted que se lo diga? Tengo el temor de que estos salvajes están de acuerdo con los hombres que han hecho encallar nuestro buque.

—¿Lo crees así? —preguntó Juan, palideciendo.

—Sí; y que nos han embarcado a bordo de su piragua para disminuir el número de los defensores del Alción.

—¡Entonces, mi hermano y el señor Vargas están perdidos!

—Eso, no. Allí tienen dos cañones y nuestros compañeros no son hombres que economicen la metralla. ¡Si esos misteriosos hombres blancos quieren apoderarse de la nave, tendrán que roer un hueso demasiado duro para sus dientes!

—¡Me asustas, Sao-King!

—No son más que suposiciones. Podré engañarme y haber juzgado mal a esos salvajes.

—Sin embargo, no estás tranquilo.

—Eso es cierto —dijo Sao-King

—Y querrías estar aún a bordo del Alción.

—Es verdad; pero no precipitemos nuestros juicios, y aguardemos el regreso de los salvajes. Si logramos llegar al pueblo de Tafua, todo habrá concluido, y el Alción volverá a navegar.

—Busquemos un punto donde acampar, y armémonos de paciencia. Tal vez la piragua no tarde en volver.

Atravesaron los rizophora, pasando de raíz en raíz; llegaron a la orilla y se detuvieron bajo un espléndido plátano del paraíso, cuyas gigantescas hojas, cayendo graciosamente entorno del pequeño tronco, proyectaban una sombra fresquísima,

—Aquí encontraremos la cena preparada —dijo el chino, mientras Juan giraba alrededor de la planta, mirándola conviva curiosidad—. No tenemos que hacer más que arrancar aquel racimo gigantesco, y tendremos fruta para alimentamos durante una semana.

—Es una planta preciosa para estas islas, ¿no es verdad, Sao-King?

—Lo mismo que la del coco —repuso el chino—. Estos salvajes hacen enorme consumo de estas frutas, que les sirven hasta para hacer el pan, aunque la harina que de ellas se extrae no sea muy nutritiva. Comen frescos estos frutos, los dejan secar como los higos o los asan entre ceniza. Aun el tronco no es de despreciar, porque si se le hace una incisión, fluye un jugo dulce agradabilísimo que calma admirablemente la sed.

—Pues mientras vienen los salvajes, podíamos cenar, Sao-King. Yo llevo algunos bizcochos en el bolsillo.

—La idea no me parece mal —dijo el chino, riendo—. Mientras usted vigila estos contornos, yo voy a hacer recolección de fruta.

Primero se dirigió hacia la orilla para ver con sus propios ojos que ningún peligro los amenazaba, y luego, mientras Juan recorría las márgenes del bosque, subió sobre el plátano, abriéndose fatigosamente paso por entre aquellas inmensas hojas, y llegó al centro del tronco, Un racimo grandísimo formado por medio centenar de frutos se encorvaba hacia el suelo. Estaba perfectamente maduro, porque la cáscara comenzaba ya a ponerse amarilla.

Sao-King lo hizo caer al suelo de una cuchillada, pues era demasiado pesado para poder llevarlo en el descenso. Estaba para bajar, cuando de pronto oyó exclamar al joven peruano:

—¿Qué es esto?

—¿Ha encontrado usted algún animal? —dijo Sao-King.

—No, un sombrero.

—¡Un sombrero! ¿Se chancea usted? Yo no he visto nunca que estos isleños lo lleven, y hasta creo que ignoran por completo su uso.

—¡Mira, Sao-King!

El joven, saliendo de una espesura en que había penetrado con la esperanza de sorprender algún cerdo silvestre, animal muy común en las islas del Océano Pacífico, llevaba en la mano un amplio sombrero de paja ordinaria, en el cual estaba pintado en negro un número muy visible.

—¡Ciento veinticuatro! —dijo—. ¿Cómo este sombrero está numerado?

El chino se acercó rápidamente, haciendo un gesto de asombro.

—¡Veamos! —dijo con voz alterada.

Se apoderó del sombrero y lo miró atentamente, volviéndolo y revolviéndolo. Juan, que no le quitaba la vista de encima, vio que se preocupaba profundamente.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Me pareces muy inquieto, Sao-King.

—Este sombrero es de origen europeo, o, por lo menos, indio —repuso el chino.

—Y ¿qué importa?

—No es el sombrero lo que me preocupa, sino el número que está pintado en él.

—También hay un nombre en el forro: está un poco borrado; pero aún pueden leerse algunas letras —dijo Juan—. Mira: una n, una u, una e y una a.

—¿Qué lee usted? —preguntó Sao-King con ansiedad.

—«Nuea»; pero falta alguna letra.

—¿Y si fuese Numea, capital de Nueva Caledonia, donde van los deportados franceses?

—¿A dónde vas a parar, Sao-King? —preguntó Juan, que empezaba a comprender.

—A que este sombrero debe de haber pertenecido a algún penado —dijo el chino—. Un hombre honrado no lleva un número en sus prendas de vestir.

—¡Sao-King!

—Hemos hecho un buen descubrimiento. Ya sabemos quiénes son los hombres que han venido a esta isla y que han encallado nuestra nave. Primero tuve sospechas de que fueran presidiarios ingleses escapados de Norfolk; ahora tenemos la certidumbre de tener que habérnoslas con fugitivos del presidio de Nueva Caledonia.

—¡Me asustas, Sao-King! Yo había creído que se trataba de marineros del Alción.

—También lo había creído yo; pero nos hemos engañado.

—Y ¿qué vamos a hacer ahora?

—Esperar hasta la noche el regreso de la piragua; y si no vuelve, correr en socorro de nuestros compañeros —dijo el chino—. ¡Me da el corazón que van a correr grave peligro!

—¿Por parte de los bandidos?

—Sí; esos bribones harán algún esfuerzo para apoderarse de nuestro buque.

—Y ¿para qué lo querrían?

—Para marcharse de esta isla. Así, pues, cenemos y bajemos hasta la desembocadura del río para encontrar la piragua.

Aunque muy inquietos por aquel descubrimiento, comieron algunos plátanos, que les parecieron verdaderamente exquisitos, y después, con el fusil al hombro, se pusieron en marcha a lo largo del río.

La noche se aproximaba. El sol ya había desaparecido detrás de los árboles de la floresta occidental, y las tinieblas comenzaban a condensarse bajo el espeso follaje. Los pájaros, que hasta entonces habían cantado, enmudecieron y se escondieron en las ramas más altas, comenzando a aparecer las aves nocturnas, representadas por ciertos feos murciélagos de la especie de los vampiros, de veinticinco a treinta centímetros de largo, con la cabeza gruesa y armada de fuertes dientes, ojos negros y vivos, cuerpo velludo y alas anchísimas.

La floresta que flanqueaba el río era espesísima y estaba compuesta de extraordinaria variedad de plantas.

Crecían unas junto a otras rodeadas de gigantescos festones de juncos y cañas. Había grupos de plátanos, de cocoteros y de árboles del pan, ya cargados de fruta, mezclados confusamente con enormes cedros y con nogales silvestres.

El chino y Juan se veían obligados a interrumpir su marcha con frecuencia para buscar paso, que no siempre lograban encontrar.

Algunas veces se veían obligados a bajar al agua y pasar sobre las raíces de los rizophora para ganar más abajo la orilla del bosque. De cuando en cuando se detenían para escuchar, temiendo haber sido seguidos por alguna horda de salvajes; pero hasta entonces ningún rumor sospechoso había llegado a sus oídos. Sin embargo, aquella calma no tranquilizaba al chino.

—Sí oyese ruido, estaría más tranquilo —decía a Juan.

Al cabo de una hora de penosa marcha llegaron a la desembocadura del río. A través de un claro del bosque brillaba el mar, iluminado por una espléndida luna llena, y, prestando atención, se oía el monótono ruido de las olas agitadas por la marea y que rompían sobre la playa.

Ambos se detuvieron, mirando atentamente a las dos orillas y a los bancos de arena que obstruían en parte el río.

—¡La piragua no está! —dijo Sao-King—. Esos bribones nos han abandonado.

—¿Se habrán alejado para vigilar la flotilla? ——preguntó Juan.

—Se la vería, y el mar está desierto.

—¡Vamos a la playa, Sao-King!

—Tenemos que atravesar el bosque.

—Una marcha de quince a veinte minutos no nos molestará —repuso el joven.

—¡Sígame usted, Juan!

Abandonaron la desembocadura del río, porque el terreno no permitía seguir la ribera, y penetraron en el bosque marchando casi a tientas, a causa de la profunda oscuridad que en él reinaba.

Procedían con precaución, no ya porque temieran el encuentro con alguna fiera, puesto que no había animales feroces en las islas del Océano Pacífico, sino para evitar alguna sorpresa por parte de los salvajes de la piragua.

De cuando en cuando Sao-King, siempre receloso, se detenía para escuchar, y luego volvía a emprender su camino, deslizándose con ligereza y tratando de no hacer crujir las hojas secas que tapizaban el suelo.

Iban a llegar a la playa, cuando el chino se detuvo bruscamente, diciendo a Juan:

—¡Una hoguera!

—La veo —repuso el joven—. ¿Habrán acampado aquí los hombres de la piragua?

Sao-King no contestó. Se dejó caer al suelo, montó el fusil y comenzó a arrastrarse como una serpiente.

En medio de la floresta, a cerca de doscientos metros, brillaba un fuego que esparcía a su alrededor una luz rojiza; algunas sombras humanas se agitaban en torno a la hoguera.

—¿Quiénes crees que son? —preguntó Juan al chino.

—Salvajes, de seguro —repuso éste.

—¿Los de la piragua?

—No puedo saberlo todavía.

—¿Vas a acercarte para verlo?

—Es necesario —repuso Sao-King, cuya frente se ensombreció—. Estos isleños no tienen costumbre de pasar la noche junto al fuego, y en cuanto se pone el sol se retiran a sus cabañas.

—¿Qué temes?

—No lo sé; pero no estoy tranquilo. Vamos a ver quiénes son esos hombres y qué es lo que hacen. Tírese a tierra y procedamos cautelosamente. ¿Está cargado su fusil?

—Sí.

—¡Pues adelante!

Comenzaron a arrastrarse poco a poco, tratando de mantenerse siempre a cubierto y junto a las plantas más espesas, para poder esconderse fácilmente en Gaso de peligro. A veinte pasos de ellos había un bosquecillo de plátanos que se alargaba en dirección de la hoguera. En él penetraron. Sao-King se detuvo de pronto, conteniendo con dificultad un grito de estupor y de cólera.

Alrededor del fuego había visto a los salvajes de la piragua en unión de su jefe. Y no estaban solos.

Un hombre, europeo a juzgar por el color de su rostro, estaba junto al jefe, teniendo sobre las rodillas una escopeta de dos cañones y una enorme calabaza que contendría pólvora o algún licor.

Aquel desconocido podía tener unos cuarenta años. Era bajo, membrudo, con el cuello muy grueso y ancha espalda. Su cabeza era muy grande, cabeza de bretón, con un bosque de cabellos rojizos; la frente, baja; los ojos, de color azul oscuro, y la boca, grande y provista de agudos dientes. Una ancha cicatriz que le cruzaba el rostro de una a otra oreja le daba terrible aspecto.

Su traje era de tela parda muy burda, ancho y recogido en la cintura por una faja roja, de la cual colgaba un cuchillo. No llevaba sombrero ni botas.

—¿Quién será ese hombre? —preguntó Juan.

—Eso es precisamente lo que deseo saber —repuso Sao-King—. Espéreme aquí mientras yo sigo a lo largo de este bosquecillo para ver si sorprendo su conversación.

—¿No te descubrirán?

—No tema usted. De todos modos, esté preparado para hacer fuego a una señal mía.

—Te espero.

Sao-King atravesó lentamente el bosquecillo de plátanos sin hacer el menor ruido, y fue a esconderse a diez pasos de la hoguera, detrás del tronco de un grueso árbol.

El europeo y el jefe de la piragua discutían animadamente, mientras los demás preparaban la cena, consistente en un pequeño cerdo silvestre que acababan de asar sobre carbones encendidos.

Como ambos hablaban en el idioma de Tonga, Sao-King pudo comprender el diálogo sin perder una sílaba.

—¿Estás seguro de que han quedado a bordo sólo dos hombres? —preguntó el europeo al salvaje.

—Los he visto con mis propios ojos.

—¿No habría otros dentro del buque?

—Ninguno; estoy seguro.

—Mis hombres me han dicho que han visto cañones.

—No sé qué animales serán ésos —repuso el salvaje—. Tú sabes que nosotros no conocemos vuestras armas.

—Y ¿dónde están los otros?

—Me esperan a la orilla del riachuelo.

—¿Lo has preparado todo para sorprenderlos?

—No hacen falta preparativos —dijo el salvaje—; basta embarcarlos, y luego desarmarlos a traición.

—¿Tendrán alguna sospecha? —preguntó el europeo.

—Me parece que no.

—Entonces, apoderémonos de ellos por lo pronto; luego pensaremos en la nave.

—Los prisioneros y el hierro que contenga el buque han de ser pasa nosotros.

—Te lo he prometido —dijo el europeo con ligera ironía que el salvaje no advirtió—. Tu tribu tendrá lo uno y lo otro.

—Y yo pondré todos mis guerreros a tu disposición.

—¡Vamos a apoderarnos de los dos hombres que te esperan!

—Cenemos aprisa, y después subiremos el río para cogerlos. Yo sé a dónde conducirlos para impedirles que escapen.

—¿A dónde? —preguntó el europeo.

—A la caverna de los tiburones.

—Haz lo que quieras, pero que sirvan el asado, pues me parece que está a punto, y comamos aprisa.

CAPÍTULO XV. LA FUGA

Sao-King sabía ya bastante, tal vez más de lo que había esperado. Tenía la prueba de la traición urdida por aquellos misteriosos hombres blancos, de acuerdo con el jefe de la piragua.

Lo mejor que podían hacer era alejarse más que aprisa de aquellos lugares y buscar a Tafua, que era el único que podía salvar la nave.

El chino se retiró prudentemente, sin mover siquiera una hoja, y llegó adonde estaba Juan, que le esperaba lleno de vivísima inquietud.

—¿Has oído lo que decían? —preguntó el joven.

—Todo. Por ahora, sígame usted sin pérdida de tiempo; aquí corremos grave peligro.

—¿A dónde vamos?

—Hacia el mar; pondremos el río entre nosotros y esos bribones.

Volvieron a ocultarse en el bosque. Sao-King caminaba aprisa y mirando con frecuencia hacia atrás, por temor de ser seguido por algún salvaje. Juan le seguía de cerca, con el fusil dispuesto a hacer fuego, comprendiendo que la libertad de ambos dependía del detalle más insignificante.

Después de veinte minutos de rápida marcha, los dos fugitivos llegaron a la desembocadura del río, a una ribera cubierta por un inmenso plátano, cuyo tronco, formado por otros gruesos troncos entrelazados, no medía menos de treinta metros de circunferencia y cuyas frondosas ramas cubrían un espacio de cien metros cuadrados.

La sombra que proyectaba era tan densa, que no se, podía distinguir una persona a diez pasos de distancia.

—Detengámonos aquí un momento, y después buscaremos un vado —dijo Sao-King.

—Podíamos echarnos a nado —dijo Juan.

—¡No cometa usted tal imprudencia!

—Soy un hábil nadador, y dos o tres kilómetros de travesía no me importarían nada.

—Yo no lo soy menos, señor Ferreira; pero no olvide que cerca de la desembocadura de estos ríos abundan los tiburones.

—No tengo la menor gana de probar sus dientes, Sao-King.

—Ni yo tampoco.

Cambiando luego de tono, puso al joven al corriente de cuanto había oído cerca de la hoguera.

—¡Una traición! —exclamó Juan al oírlo.

—Y organizada por gentes que no retrocederán ante ningún obstáculo —dijo Sao-King—. Nuestra libertad y el Alción están en peligro, lo mismo que nuestras vidas, porque los hombres blancos han prometido entregarnos a los salvajes.

——¿Para hacernos esclavos?

—No, señor; para asarnos —dijo el chino con voz grave—. Estamos entre hombres que tienen una pasión desenfrenada por la carne humana.

—¡Qué infames! —exclamó Juan, estremeciéndose—. ¿Cómo escaparemos del peligro de caer en sus manos?

—Recurriendo a Tafua, que es el único que puede ayudarnos y salvarnos.

—¿Sabrás encontrarle?

—Subiendo siempre al Norte, llegaremos a su pueblo.

—¿Y si no te reconoce?

—No puede haberme olvidado tan pronto. Le prometeremos muchos regalos, y verá usted cómo no se niega a ayudarnos.

—¿No serán presos entre tanto nuestros compañeros?

—Confío en que podrán resistir hasta nuestra llegada. Señor Ferreira, crucemos el río y marchemos hacía el Norte sin perder momento,

—¡Vamos!

El chino cortó de una cuchillada una caña larguísima, bajó a la orilla del río y comenzó a sondearlo.

—¡Creía que era mucho más profundo! —dijo—. La marea baja nos favorece.

—¿Has encontrado fondo?

—Sí; frente a nosotros se extiende un banco que nos permitirá pasar sin mojarnos mucho.

Se inclinó hacia el suelo, escuchó algunos segundos, y, tranquilizado por el silencio que reinaba en el bosque, entró en el río, sumergiéndose hasta las caderas.

Hacia la extremidad de aquel primer banco se extendía otra casi a la misma profundidad, dejando entre ellos un pequeño canal que los dos fugitivos pudieron atravesar fácilmente valiéndose de la pértiga.

Llegados felizmente a la orilla opuesta, la subieron a toda prisa. Iban a lanzarse en el bosque que se extendía hasta aquellos lugares, cuando oyeron hacia el río un chapuzón que parecía producido por un cuerpo muy pesado y voluminoso.

Sao-King se detuvo en el acto, preguntando a Juan:

—¿Ha oído usted?

—Sí; parece que alguien se ha lanzado al río.

—Vamos a verlo, señor Ferreira. No estaría tranquilo si supiera que tenía un salvaje a la espalda.

Volvieron hacia el río y bajaron de nuevo a la orilla.

Ningún nadador surcaba la corriente; pero en la orilla opuesta, cerca del plátano, en un lugar donde el agua aparecía tranquila, tal vez a causa de la marea, que iba a volver, se veían algunos círculos concéntricos que poco a poco se alargaban hasta desaparecer.

—¿Habrá sido algún fruto caído del árbol? —preguntó Juan.

—No hubiera producido un ruido semejante —repuso Sao-King.

—Sin embargo, no se ve a nadie.

—Estos isleños son intrépidos nadadores y pueden permanecer bajo el agua algunos minutos.

—¿Nos habrán espiado?

—Lo temo, señor Ferreira.

—Bajo el plátano no hemos visto a nadie.

—¿Y si se hubiera escondido entre las ramas?

Permanecieron sobre la orilla diez minutos, y como no vieran aparecer en la superficie del agua a ningún salvaje, volvieron a entrar en el bosque, aun cuando no estuvieran enteramente persuadidos de haberse engañado.

Sao-King se inclinó de pronto a la derecha para acercarse al mar. A lo largo de la playa podrían caminar más fácilmente, y, además, el chino esperaba encontrar en algún sitio la piragua de los salvajes.

«Si la descubro, nos embarcaremos en ella —se había dicho—: En el mar tendremos menos que temer que entre los bosques».

Sufrió, sin embargo, una nueva decepción, porque la playa estaba desierta. Si una chalupa hubiese estado anclada en aquel sitio, hubiera sido vista en al acto, porque la noche era clarísima.

—¡No importa! —dijo el chino a Juan—. De todos modos, llegaremos adonde está Tafua.

—¿Habrán escondido la piragua entre los rizophora del río? —preguntó el joven peruano.

—Es probable. ¡En marcha, pues, y no nos detengamos mientras podamos tenernos en pie!

La playa, aunque muy quebrada, se prestaba a una marcha rápida. Los árboles del bosque no llegaban hasta las dunas de arena, por lo cual los dos fugitivos no perdían tiempo en buscar caminos o abrírselo a través de la espesura.

Sao-King alargaba cada vez más el paso, con la sospecha de ser seguido por los salvajes de la piragua. Quería a toda costa que el alba los sorprendiera muy lejos del riachuelo.

Juan le seguía con paso veloz y sin quejarse de fatiga; así, cuando el chino le interrogaba si quería reposar algunos minutos, respondía invariablemente:

—¡Más tarde! ¡Sigamos caminando!

El mar continuaba desierto; ninguna piragua surcaba aquella superficie argentina, iluminada por la luna como si fuese pleno día. Sólo algunos grandes peces emergían de cuando en cuando en la proximidad de las escolleras; eran generalmente gagat, especie de atunes muy comunes en las aguas de aquellas islas y muy buscados por los tongueses, que son hábiles pescadores.

Entre las dunas veían con frecuencia huir enormes tortugas de más de un metro de largo; pero eran tan asustadizas, que se sumergían en el mar mucho antes que pudieran aproximarse a ellas los dos fugitivos.

Buscando entre la arena, tal vez hubieran podido encontrar depósitos de huevos, pues aquellos reptiles tienen la costumbre de enterrarlos, dejando al calor solar la misión de incubarlos; pero Sao-King tenía demasiada prisa para ocuparse en ello en aquellas circunstancias.

—El bosque nos suministrará igualmente la cenadero Juan, que hubiera deseado una buena fritada.

A los primeros albores de la aurora, el chino y el joven peruano, fatigados por la larga carrera, se detuvieron junto a la desembocadura de un segundo riachuelo que desaguaba en el mar por entre dos filas de escolleras.

Necesitaban un reposo de algunas horas.

El chino no podía ya más, y, además, ambos estaban hambrientos.

—Detengámonos aquí —dijo Sao-King—. El bosque está a pocos pasos, y en caso de peligro podremos encontrar refugio en él.

—¿Nos habrán seguido los salvajes?

—No habiéndonos encontrado entre los rizophora del río, seguro que estarán buscándonos. Sin embargo, hemos marchado tan rápidamente, que los hemos dejado algunas millas atrás.

—Busquemos la cena, Sao-King; me muero de hambre.

—Inspeccionemos antes los escollo el chino. Podemos encontrar en ellos crustáceos, y tal vez algún cangrejo grande. Donde hay árboles de coco se los encuentra siempre, y veo algunos de esos árboles a lo largo del río.

—¿Qué relación puede haber entre los cangrejos y los árboles?

—Que a esos gruesos crustáceos les gustan mucho las nueces de coco. ¡Venga usted, señor Ferreira!

Se arremangaron los pantalones, y como el agua era poco profunda, pudieron llegar fácilmente a las escolleras; pero no encontraron en ellas más que un poco de uva marina, del sabor de la acedera, muy buscada por los isleños. Hicieron de ella una pequeña provisión y ganaron de nuevo la orilla del río, recorriendo el frente del bosque y recogiendo algunos ciran, que son una especie de pequeños melones, verdes por fuera y con la pulpa blanca, de dulzura empalagosa, y que tiene un cierto sabor a manteca; mongoi, fruta muy sabrosa de blanquísima pulpa, con el sabor de nuestras cerezas, y algunas nueces de coco, aún no muy maduras, pero ya sabrosas.

Más adelante lograron descubrir un paurer, o árbol del pan, planta preciosísima y muy estimada por los habitantes de las islas de la Polinesia. La pulpa de esos grandes frutos forma la base de la alimentación de los indígenas, con el nombre de popoi.

El fruto fresco tiene sabor dulzaino que recuerda el de cierta especie de azúcar y un poco el de la alcachofa; pero al cabo de algún tiempo adquiere un sabor ácido ligeramente picante.

Para conservar la pulpa de esta fruta, los isleños la ponen al fuego y allí la dejan hasta que la corteza está casi consumida; luego ponen la pulpa amarillenta y maleable en una tinaja y la prensan por medio de una maza o de una piedra. Obtenida cierta consistencia, la encierran en agujeros circulares excavados en el suelo y guarnecidos de hojas, que tapan cuidadosamente. De este modo se conserva muy bien durante mucho tiempo. Para comerla basta meterla en agua o asarla.

Sao-King y Juan encendieron fuego entre un grupo de plátanos y asaron los frutos recogidos después de haberlos cortado en grandes trozos.

Mientras se ponían a punto, comieron la uva marina, los melones, los mongol y las nueces de coco, saboreando de estas últimas el jugo lechoso, dulce y muy nutritivo.

—¿Nos dejarán acabar la cena? —preguntó Juan, que vigilaba el asado del fruto del artocarpo.

—Deben de haber perdido nuestras huellas —repuso el chino.

—Por si acaso, no nos detengamos mucho aquí; tengo prisa por llegar al sitio en donde se encuentra ese jefe amigo tuyo.

—No tengo yo menos prisa que usted. Temo por nuestra nave y por nuestros compañeros.

—¿La habrán asaltado ya esos bandidos? —preguntó Juan con angustia.

—Antes querrán apoderarse de nosotros. El jefe de la piragua sabía que yo quería ver a Tafua para pedirle ayuda, y no se atreverá a emprender nada contra el Alción mientras no se haya apoderado de nosotros.

—¿Estamos aún muy lejos de las playas septentrionales de la isla?

—Tal vez más cerca de lo que usted se figura —repuso Sao-King—. Me parece reconocer estas costas.

—Entonces, tal vez nos encontremos en el territorio de Tafua.

—Lo supongo.

—Si encontrásemos algún guía…

—No tendría confianza en él, amigo Juan. Prefiero guiarme por mí mismo.

En aquel momento terminaban la cena y se levantaron para combatir el sueño, que poco a poco les invadía.

—Emprendamos la marcha —dijo Juan——. Si me detuviese ahora un poco más, me quedaría dormido. ¿Seguimos todavía la costa?

—Sí —repuso Sao-King.

Este quedó un momento escuchando, y luego atravesó el río, alcanzando la orilla opuesta.

En aquel momento se oyó hacia la desembocadura una voz humana que gritaba repetidamente:

—¡Tamadao! ¡Tamadao!

—¡Alto! —dijo el chino a Juan—. ¡Hay alguien en la costa!

—¿Nuestros enemigos? —preguntó el joven, montando precipitadamente el fusil.

—Échese a tierra y sígame. Tal vez se trate de algún pescador.

—¿Por qué te lo figuras?

Tamadao es el nombre de un gran pez que abunda en las aguas de estas islas.

—¿Y si fuese alguno de nuestros enemigos?

—Volveremos en el acto la espalda y entraremos de nuevo en el bosque. ¡Ya los conocemos demasiado bien para engañarnos!

CAPÍTULO XVI. EL PESCADOR DE «TAMADAOS»

Como la orilla del río estaba cubierta de espesura, era fácil llegar hasta la desembocadura sin ser descubiertos. El chino y Juan se deslizaron entre las plantas, y en pocos minutos llegaron hasta el punto por donde el río desembocaba en el mar y se escondieron detrás de un plátano.

A pocos pasos de la playa estaba anclada una pequeña piragua construida con el tronco de un sagú, con la proa muy aguda y adornada con una cabeza semejante a la de un pez martillo.

Un indígena de poco más de veinte años, a juzgar por sus rasgos fisonómicos, y enteramente desnudo, estaba encorvado sobre la proa, espiando atentamente el agua.

En la diestra llevaba un hacha pequeña, y en la izquierda una pértiga de madera gruesa y muy aguda por los extremos.

—Es un pescador que acecha a un tarnadao —dijo Sao-King a fuan.

—¿Querría llevarnos al pueblo de Tafua ofreciéndole algún regalo? —preguntó el peruano.

—Probemos —repuso el chino—. Somos dos, y estamos armados con fusiles, de modo que nada tenemos que temer.

Se había levantado para bajar a la playa, cuando vio al indígena saltar rápidamente al agua.

—Esperemos a que mate al tamadao —dijo Sao-King—. La pesca será interesante.

A pocos pasos de la piragua había aparecido una masa enorme lanzando un silbido agudísimo. Aquel pez se parecía algo a las focas, y no debía de pesar menos de seiscientos kilogramos.

Al verse perseguido y buscado bajo el agua, subió a la superficie, volviéndose bruscamente sobre el lomo y mostrando su boca, demasiado pequeña para poder agarrar por medio del cuerpo a su adversario o para producirle graves heridas.

Un instante después apareció el isleño. Había abandonado el hacha y llevaba en la diestra la pica.

—¿Se atreve a luchar con sólo ese pedazo de madera? —preguntó Juan, asombrado.

—Es más segura que el hacha—-repuso Sao-King.

—¡No sé qué heridas podrá producir!

—No es necesario herir profundamente al tamadao para matarle. Basta taparle con esa pica las fosas nasales, porque es de la especie de los anfibios.

—¿De modo que morirá asfixiado?

—Sí. Mire usted cómo le ataca el salvaje. ¡Demontre! ¡Ese joven es hombre de hígados!

El pescador se había lanzado resueltamente contra el anfibio, y se agarró a una de las aletas pectorales, intentando introducir la pica por las narices del pez.

La lucha no carecía de peligro. El tamadao, comprendiendo tal vez el riesgo que corría, se inclinaba violentamente, ya sobre un costado, ya sobre el otro, tratando de lanzar a su perseguidor contra las rocas del fondo, y lanzaba vigorosos coletazos que levantaban oleadas de espuma. Sin embargo, el isleño no le dejaba: resistía tenazmente todas aquellas sacudidas y contorsiones, evitando las dentelladas, que podían serle fatales.

Se acercó todavía más al pez y le cogió la cola entre las piernas, decidido a no dejarle antes de haberle impedido la respiración. Ya había intentado el golpe dos veces; pero el tamadao, con un movimiento imprevisto, había logrado esquivar el peligro.

—¿Logrará matarlo? —preguntó Juan, que asistía con un vivo interés a aquella lucha obstinada.

—De seguro —repuso Sao-King—, a menos que aparezca algún tiburón.

—¿Abundan en estas costas?

—Todas las cavernas submarinas están habitadas por ellos, ¡Ah! Vea usted el tamadao, que comienza a debilitarse. Dentro de pocos minutos el salvaje logrará su intento. ¡Tenemos que darnos prisa, señor Ferreira!

—¿Para qué?

—¡Para apoderarnos de la piragua! —repuso el chino—. Cuando estemos dentro, obligaremos a su propietario a que nos lleve a donde queramos.

—No me parece mala idea.

—Pues, ¡manos a la obra!

Mientras el isleño luchaba contra el anfibio, el chino y el joven peruano se lanzaron a la orilla, y desatada la cuerda que sujetaba la piragua, aproximaron ésta todo lo posible y se embarcaron en ella.

En aquel momento el pescador había logrado obturar el respiradero del anfibio. Seguro ya de su triunfo, había abandonado el enorme pez para volverse a su esquife. Al ver a aquellos dos hombres, se detuvo mirándolos con desconfianza y no atreviéndose a aproximarse a la playa.

—No temas —dijo Sao-King en la lengua del país—. Somos amigos del jefe Tafua.

—¿Y por qué os habéis apoderado de mi barca? —repuso el isleño, que había tomado tierra a quince pasos de la canoa,

—Hemos perdido nuestra piragua, y te rogamos que nos lleves adonde está el jefe Tafua. Si lo haces, te regalaremos un cuchillo de acero que te servirá para matar los grandes peces de las cavernas marinas.

—¿Y me devolveréis luego la piragua?

—No tendremos necesidad de ella.

—¿Me daréis uno de vuestros cuchillos? —preguntó el isleño, cuyos negros ojos brillaron con un relámpago de alegría.

—Lo tendrás en cuanto hayamos desembarcado en el pueblo de Tafua.

—Acepto vuestra proposición; pero ayudadme a embarcar el tamadao. Se lo venderé a los súbditos de Tafua.

—¿No perteneces a ese jefe?

—No; dependo del pueblo de Inca.

—¿Está lejos del de Tafua?

—Cinco o seis horas de navegación.

—Pues subamos a bordo el tamadao y partamos.

El salvaje dudó algunos instantes; pero tranquilizado luego por la actitud del chino, y más que todo por la juventud de Juan, subió a la piragua mirando con curiosidad a uno y a otro.

—¿Es una pintura de guerra? —preguntó, dirigiéndose al chino.

—No; es la piel, que es así —repuso Sao-King, sonriendo.

El joven pescador se acercó al peruano, y probó a rasparle la epidermis, creyendo que estaba pintada, y luego renovó la misma tentativa en el chino.

—¡Hombres blancos! —dijo.

—Sí, blancos —repuso Sao-King, sin dar más explicaciones.

El salvaje, satisfecho en su curiosidad, empuñó los remos y, sentándose en el banco central, impulsó la piragua para dar caza al tamadao, que se agitaba a cincuenta metros de la playa, tratando de desembarazarse de la pica que le sofocaba.

Apenas la piragua se había separado de la orilla, cuando gritos terribles resonaron hacia la desembocadura del riachuelo y algunas flechas silbaron sobre la cabeza de los fugitivos.

Cuatro salvajes se precipitaron hacia la playa agitando sus mazas y sus arcos.

—¡Ena! ¡Ena! —gritaban.

—¡No pares! —gritó Sao-King al pescador—, ¡Juan, haga usted fuego! ¡Son los hombres de ese bandido!

El joven peruano había apuntado ya su fusil; retumbó un disparo y uno de los perseguidores cayó con una pierna rota por el proyectil.

Al oír la detonación, el pescador dejó caer los remos y se lanzó al fondo de la piragua gritando como un loco. Seguramente; aquel pobre diablo no había oído nunca un disparo, y creía que había caído un rayo sobre la piragua.

—¡Juan! —gritó Sao-King—. ¡Tome mi fusil!

Al decir esto se apoderó de los remos y se puso a manejarlos furiosamente para alejar la barca de la orilla, mientras el joven peruano descargaba el segundo fusil contra los salvajes, que se habían dado a la fuga, abandonando a su compañero.

—¡No se asome usted mucho! —gritó el chino—. ¡Puede estar con esos bandidos el hombre blanco!

Apenas había terminado la frase, cuando surgió un relámpago de entre la espesura que cubría un islote de la desembocadura. Poco después, una bala rompía uno de los remos, a pocas pulgadas de la mano derecha del chino.

Por fortuna, había otros dos remos de repuesto.

Sin perder un átomo de su sangre fría, Sao-King cogió otro remo y precipitó la marcha, poniendo la barca fuera de tiro.

—¡Ayúdame! —dijo Sao-King, viendo incorporarse al pescador.

—¡Tengo miedo! —repuso el joven—. ¡En mi vida he oído un estrépito tan grande! ¿Ha caído el rayo sobre nuestras cabezas?

—No; lo hemos lanzado nosotros, para poner en fuga a nuestros enemigos. Ahora, ¡valor, y empuña los remos si tienes aprecio a la vida!

El salvaje, que aún temblaba de espanto, cogió el tercer remo y ayudó al chino. Entre tanto, Juan había vuelto a cargar los fusiles y vigilaba la playa, aunque estaban ya tan distantes de ella, que era muy dudoso que las balas pudieran alcanzarlos.

Los salvajes habían desaparecido. Entre las dunas sólo había quedado el herido, que daba alaridos lastimeros temiendo recibir una nueva descarga. Después de aquel tiro, hasta el hombre blanco había desaparecido.

—¡Tenía razón en sospechar de ellos! —dijo Sao-King, remando como un desesperado—. Aquel chapuzón debió de producirlo algún espía que estaba escondido entre las ramas del árbol.

—Es cierto —repuso Juan—. Pero ya no nos cogerán; a menos que encuentren alguna piragua y nos den caza.

—Los salvajes no se atreverán a exponerse a nuestro fuego por segunda vez. ¡Eh, amigo; rema con más fuerza!

—¿Y mi tamadao? —preguntó el pescador, lamentándose de la pérdida de su pesca.

—¡Déjaselo a los tiburones! —dijo Sao-King—. Además, nosotros te lo pagaremos con un magnífico brazalete de latón. Dime: ¿has conocido a esos salvajes?

—Nunca los he visto.

—¿No sabes si hay otros hombres blancos en esta isla?

—Hay varios. Han llegado hace cuatro semanas.

—¿Los viste tú desembarcar?

—Sí, porque perseguía a un tamadao frente a Hifo.

—¿Iban en una piragua?

—No; en una gran barca provista de un árbol, y en tan mal estado, que apenas llegó a las escolleras se fue a pique.

—¿Cuántos eran?

—Nueve —repuso el salvaje, después de haber reflexionado algunos momentos.

—¿Quién los mandaba?

—Un hombre de cabellos rojos y barba también roja, muy alto y también grueso.

—¿Cómo fueron acogidos por los habitantes?

—No lo sé, porque habiendo cerrado la noche y cogido el tamadao que perseguía, me marché.

—¿Quién manda en aquel pueblo? —preguntó Sao-King, que se interesaba extraordinariamente por aquel relato.

—Atai, un valiente guerrero que reina sobre varios centenares de hombres.

—¿Es uno alto, delgado, que tiene una inmensa capa pintada de rojo?

—¡Sí, sí! —dijo el pescador.

—¡El jefe de la piragua! —exclamó el chino—. ¡Ahora comprendo la trama infernal urdida por aquellos miserables! ¡Los blancos se han aliado a los antropófagos para apoderarse del Alción!

—¿Y para qué? —preguntó Juan, a quien Sao-King había traducido aquella interesante conversación.

—¿No lo ha comprendido usted?

—No, Sao-King.

—Pues que, habiéndose hundido su barca, quieren coger nuestra nave para marcharse de estas islas. La cosa es clara, amigo Ferreira.

—Habrían podido tratar de embarcarse con nosotros, sin necesidad de urdir semejante maquinación.

—¿Quién hubiera aceptado a bordo a tales bandidos? De seguro que ni el señor Vargas ni vuestro hermano lo hubieran consentido. Además, ¿quién sabe los proyectos de esos bribones sobre nuestra nave? Nada mejor que ver a Tafua lo más pronto que se pueda, o vamos a acabar mal.

—Dentro de poco llegaremos, y no perderemos el tiempo, Sao-King. En cuanto tengamos los auxilios que esperas, volveremos al Alción.

A pesar de la charla, Sao-King, ayudado por el pescador, continuaba imprimiendo a la piragua una velocidad que no bajaría de cinco millas por hora.

La costa comenzaba a inclinarse hacia el Norte, formando acá y allá minúsculas bahías. Sobre las alturas que comenzaban a aparecer se veían grupitos de graciosas cabañas envueltas entre rica y variada vegetación. Sin embargo, estaban tan lejanas que no se podía ver a los habitantes.

A mediodía, la piragua, después de haber doblado un promontorio muy agudo flanqueado por infinidad de pequeños escollos sobre los cuales el Océano se quebraba con sordo fragor, entraba en una profunda bahía, en cuyo fondo había un vasto grupo de cabañas.

—¡El pueblo del jefe Tafua! —dijo el pescador a Sao-King.

—¡Por fin! —exclamó el chino, respirando con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Dentro de media hora sabremos cómo nos recibe ese jefe!

En aquel momento se oyeron a lo lejos clamores terribles acompañados de un sordo ruido que parecía producido por grandes tambores de madera.

—¿Estarán festejando algún alegre acontecimiento? —preguntó Sao-King, mirando al pescador, que había cesado de remar.

—No lo sé —repuso éste, manifestando cierta inquietud que no pasó inadvertida para el chino.

—¿No sabes lo que significan esos gritos?

—No; pero…

—Continúa.

—No me parecen gritos de alegría.

—¿Habrán sufrido en el pueblo alguna grave desgracia? —preguntó Sao-King con ansiedad.

—Ya nos lo dirán en cuanto lleguemos.

—Me parece que no estás muy tranquilo, Sao-King —dijo Juan.

—¡Es verdad! —dijo aquél—. Y, sin embargo, el pescador me parece que sí lo está.

—¡Pues adelante!

El chino y el salvaje volvieron a empuñar los remos, y el esquife marchó con más velocidad. El pueblo se acercaba aojos vistas. Se componía de unas doscientas cabañas bastante espaciosas, en forma de cono un poco redondeado por la base, y sombreadas por espléndidos cocoteros y por soberbias moreras papiríferas.

Algún grave acontecimiento debía de haber acaecido, porque los habitantes se reunían frente a una cabaña más alta que las otras, y se les oía vociferar con intensidad creciente y golpear con furia los tambores de guerra.

De pronto, cuando la piragua sólo estuvo distante unos quinientos pasos de la playa, avanzó una gran canoa tripulada por doce remeros y un jefe que se distinguía por las tres plumas que le adornaban la frente.

Cuando aquellos salvajes estuvieron al alcance de la voz, alzaron los remos y el jefe gritó con voz tonante:

—¡Que ningún extranjero se aproxime a nuestras playas! ¡Tafua ha muerto y el pueblo está tabuato!

CAPÍTULO XVII. ESCENAS DE CANIBALISMO

Al oír aquellas palabras, Sao-King quedó como aniquilado. ¡Tafua había muerto precisamente en el momento en que tenían extrema necesidad de él para escapar a la infame traición urdida por los blancos aliados a los antropófagos de Hifo! Era la ruina completa de los navegantes del Alción, la pérdida de la nave, y tal vez la muerte de los cuatro desgraciados que se libraron milagrosamente del veneno del capitán y de los furores del Océano. No debía de ser ya cuestión sino de horas.

Aplanado por aquella noticia, el chino se dejó caer sobre el banco de la piragua con los ojos desencajados y trastornado el rostro.

—¡Tafua ha muerto! —exclamó con voz conmovida y mirando a Juan con ojos espantados—. ¡Estamos perdidos!

El joven peruano no había comprendido las palabras pronunciadas por el salvaje, pero sí entendió que alguna desgracia los amenazaba.

—¡Sao-King! —exclamó, viendo al chino en aquel estado—. ¿Qué ocurre?

—¡Que estamos perdidos! —repuso el chino.

—¿Una nueva traición?

—¡Peor que eso! ¡Tafua ha muerto!

Juan palideció.

—¡Muerto! —exclamó—. ¡La desgracia nos persigue!

—¡No! —gritó de pronto el chino, poniéndose en pie de un salto—. ¡Tal vez no se haya perdido todo! Es probable que alguno se acuerde aún de mí y podremos obtener algún auxilio después de los funerales de Tafua.

La piragua estaba inmóvil: parecía que los hombres que la tripulaban estaban aguardando alguna respuesta de los extranjeros que venían del mar.

—¡Yo era amigo de Tafua! —gritó el chino al jefe de la piragua—. Yo he comido y dormido en su cabaña, y traigo conmigo un célebre médico que viene del país de los hombres blancos. Quiero ver los restos de mi amigo: por tanto, levanta del tabú para nosotros.

El jefe de la piragua respondió:

—Si tú eres amigo de Tafua, te concederemos el derecho de asistir a los funerales; pero antes voy a preguntar a los ancianos del pueblo.

—¡Te espero! —dijo Sao-King.

El chino, que había permanecido mucho tiempo en las islas del Gran Océano, conocía demasiado bien los usos y las supersticiones de aquellos salvajes para romper el tabú pronunciado contra el pueblo.

El tabú es una especie de prohibición muy respetada por la mayor parte de los isleños de la Polinesia. Cuando un jefe muere, su cabaña es tabuata, y entonces ninguno tiene derecho a entrar en ella. Otras veces se tabúa hasta el pueblo entero, y ningún extraño puede penetrar en él sin incurrir en la cólera divina.

Sin embargo, se hace un verdadero abuso de esta prohibición. Cuando un insular quiere defenderse contra los ladrones, hace tabuar su plantación o sus barcas, y hasta sus animales, y puede estar seguro de que nadie atentará a su propiedad.

Es un sistema muy cómodo y que da muy buenos frutos, suprimiendo por completo el hurto.

La piragua partió rápidamente, aproximándose a la playa, en la cual estaba reunida buena parte de la población. Los gritos habían cesado y también los sordos ruidos de los tambores de madera.

Presa de una viva inquietud, Sao-King seguía atentamente los movimientos de los salvajes.

—Es nuestra última esperanza lo que se juega en estos instantes —dijo a Juan—. Si se niegan a recibirnos, no nos queda más que volver al Alción y morir al pie de los cañones y matando a la vez.

—¿Habrá en el pueblo alguno que se acuerde de ti? —preguntó el joven.

—No hay que perder la esperanza. ¡He aquí la piragua, que vuelve hacia nosotros!

En efecto, la piragua se alejaba de la playa, marchando al encuentro del chino y de sus dos compañeros. Cuando llegó a cincuenta pasos, el que la guiaba gritó:

—Que los amigos del difunto jefe desembarquen libremente, porque el tabú no ha sido pronunciado contra los hombres blancos. Sólo el isleño que los acompaña no puede penetrar en el pueblo.

—¡Vamos! —repuso Sao-King con voz alegre.

Volvió a coger los remos y, ayudado por el pescador, atravesó velozmente la distancia que los separaba de la playa. Dio al salvaje el cuchillo prometido, agregando los dos anillos de plata que se sacó de los dedos, y después de haberle dado las gracias, saltó a tierra seguido de Juan, que llevaba los fusiles.

Más de trescientos isleños estaban en la orilla esperando al amigo del difunto jefe y al célebre médico blanco. Eran todos de arrogante estatura, fuertes y robustos, de nariz afilada, labios no muy gruesos, ojos negros y vivos, piel de color de cobre y hermosa dentadura.

Casi todos iban desnudos, con el cuerpo pintado de manchas negras formando dibujos caprichosos, adornados de conchas de tortuga, anillos de hueso y conchas de madreperla, y en los cabellos ostentaban bellísimas peinas de madera amarilla.

Todos iban armados con clavas de forma romboidal esculpidas con cierto gusto, lanzas con puntas de hueso y arcos de seis pies de largo armados con flechas de bambú con punta de durísima madera.

Un viejo isleño que llevaba a la cintura una especie de estera blanca y negra salió al encuentro de los extranjeros, diciendo:

—Dadnos una prueba de que erais amigos del jefe muerto.

—¿No conoce ya Orea al chino Sao-King? —preguntó el compañero de Juan—. Yo recuerdo que mandaba la escuadra de piraguas.

El viejo permaneció inmóvil, mirando atentamente a los recién llegados, y luego, de pronto, se les acercó con el semblante reflejando alegría.

Sao-King restregó vigorosamente su nariz contra la del viejo: era el saludo de la amistad.

—Te he reconocido —dijo el viejo—. ¿Quién es el hombre que te acompaña?

—Un médico que traía para curar a Tafua, porque supe que estaba enfermo. Desgraciadamente, hemos llegado demasiado tarde.

—¡Ha muerto hace cinco días! —dijo el viejo con voz conmovida—. Estamos preparando sus funerales. Síganme los amigos del jefe a la cabaña que se les ha destinado, y cuando hayan descansado, asistirán al acto del entierro.

Con un gesto hizo que se abrieran las filas de guerreros, y condujo a los dos extranjeros a una hermosa cabaña nueva, de puntiagudo techo y paredes de bambú, donde había varias esterillas pintadas de vivos colores, muchos vasos de tierra y cajas formadas por conchas de tortuga. Los dejó en el umbral, haciéndoles señas de que reposaran y le esperasen. Poco después, Sao-King y Juan vieron entrar cuatro mujeres cargadas de cestos con plátanos asados al horno, nueces de coco, cañas de azúcar, peces asados y ciertas raíces que Sao-King conoció en el acto.

—No sé si le agradará a usted el licor que aquí preparan —dijo a Juan.

Mientras una de aquellas mujeres colocaba los cestos ante los dos extranjeros, las demás se pusieron a mascar vigorosamente las raíces, escupiéndolas luego dentro de un gran vaso de tierra.

—¿Qué hacen? —preguntó Juan, sorprendido.

—Están preparando el licor —repuso el chino.

—¿Con esas raíces?

—Sí; es preciso mascar el cuwa si se quiere obtener una bebida pasable, aunque algo repugnante por la manera como se prepara.

Las mujeres, entre tanto, terminada la masticación, llenaron de agua el recipiente y luego lo agitaron con rapidez por medio de espátulas de madera.

Una vez clarificado el licor por el reposo, llenaron tazas formadas con hojas de plátanos y se las ofrecieron a los dos extranjeros.

—¡Puah! —dijo Juan, rechazando la taza—. ¡En mi vida beberé semejante porquería!

Sao-King, menos escrupuloso, bebió la suya, declarando aquel líquido aceptable.

Apenas habían acabado de comer, cuando oyeron tocar los tambores de madera, y el viejo entró poco después.

—Venid —les dijo—. La ceremonia va a comenzar.

—Vamos —dijo Sao-King—. Cuando los funerales hayan terminado, os explicaremos mejor el motivo de nuestra venida.

Toda la población estaba congregada alrededor de la extensa plaza del pueblo y lanzaba gritos de dolor con infernal algarabía. En el centro, sobre una estera, estaba colocado el cadáver del jefe, envuelto en un tejido pintado de rojo y custodiado por doce mujeres.

El hedor que despedía aquel cuerpo descompuesto era tal que hizo retroceder al propio Sao-King. Sin embargo, según la costumbre, aquellas desgraciadas no se habían separado del cadáver los cinco días, comiendo y durmiendo a su lado, con prohibición absoluta de lavarse las manos hasta cuando lo ungían con aceite de coco para conservarlo mejor.

—¡Esto es horrible! —exclamó Juan, que sentía náuseas.

—Pues aún esto no es nada —repuso Sao-King—. Haga usted ánimo y guárdese de intervenir cuando nos veamos obligados a presenciar escenas atroces de canibalismo.

Entre tanto, la población se había reunido en torno del cadáver lanzando gritos y lamentos capaces de romper los tímpanos menos delicados. Toda aquella gente pareció de pronto acometida de un verdadero acceso de locura sanguinaria: hombres y mujeres se arañaban furiosamente el rostro, se herían el pecho con cuchillos de piedra y se arrancaban los cabellos apuñados. Mientras, cuatro hombres y cuatro mujeres, probablemente esclavos, eran brutalmente lanzados a un profundo agujero excavado a poca distancia de la plaza, cerca de una cabaña en construcción.

Conociendo la suerte que les aguardaba, aquellos desgraciados lanzaban agudos lamentos y hacían desesperados esfuerzos para romper las ligaduras que oprimían sus brazos.

—¿Qué van a hacer con esos infelices? —preguntó Juan, pálido como un muerto.

—Servirán para el banquete funerario —repuso Sao-King.

—¿Y dejaremos que se los coman a nuestra vista, sin intentar nada por salvarlos? —preguntó el generoso joven, con voz indignada.

—Si estima usted la vida y la de su hermano, permanezca en su puesto —dijo Sao-King, con voz grave—. También yo, si pudiera, los libraría de su triste suerte; pero la prudencia me aconseja no mezclarme en las-atroces ceremonias de estos antropófagos. Cierre usted los ojos y sobre póngase a su indignación.

—Pero…

—Se lo repito: va en ello nuestra vida y, por tanto, la de los que se encuentran en el Alción.

—¡Esto es horrible!

—Ya lo sé; pero no tenemos más recurso que dejar que hagan lo que quieran.

Mientras la multitud redoblaba sus gritos y sus llantos y se hería con mayor furia, cuatro guerreros, los más valientes dela tribu, levantaron el cadáver de Tafua y lo depositaron en el fondo del agujero, cubriéndolo primero con esteras y luego con tierra.

Nivelado el terreno, se depositaron sobre la sepultura las armas del jefe, consistentes en un arco, un haz de flechas, una lanza con la punta formada por un grueso clavo de hierro, tal vez uno de los regalados medio siglo antes por el célebre capitán Cook, y una maza esculpida y adornada con conchas de madreperlas.

En el acto, los esclavos fueron lanzados sobre la fosa y los salvajes recrudecieron sus lamentos y gritos; parecían verdaderos energúmenos, presas de locura colectiva.

—¡Vámonos a la cabaña! —dijo Juan, arrastrando consigo al chino, incapaz de soportar por más tiempo aquella escena y las que presumía que se avecinaban—. ¡Ya tengo bastante de esta gente!

Iban a retirarse para no asistir a aquel terrorífico festín, cuando sonaron dos tiros de fusil en la margen del bosque que se extendía detrás del pueblo.

CAPÍTULO XVIII. EL BANDIDO RUBIO

Al oír aquellos disparos, todos los salvajes interrumpieron sus gritos y se lanzaron a las armas, que habían reunido en enormes haces sobre la tumba del jefe.

Sao-King y Juan, asombrados e inquietos, montaron resueltamente sus fusiles y se precipitaron entre la muchedumbre, mientras las mujeres y los niños, asustados, huían por todas partes, refugiándose en las cabañas.

Un hombre seguido por un grupo de salvajes armados de arcos y mazas había salido del bosque y se adelantaba mostrando una raíz de planta de melón, emblema de paz entre los isleños de Tonga.

—¡Un blanco! —exclamó Sao-King—. ¿Qué viene a hacer aquí? ¡Estemos en guardia, amigo Juan!

—¿Será éste uno de los bandidos que tememos? —preguntó el joven con inquietud.

——Lo sospecho.

—¡Preparemos las armas!

Aquel europeo era un hombre de treinta a treinta y cinco años, alto, de ancha espalda, robustísimo, con cabellos rojizos, grandes bigotes del mismo color, nariz corta, ligeramente picado de viruelas y con los ojos de color azul claro y acerados reflejos que daban a su fisonomía aspecto vulgar y falso.

Estaba vestido de tela gris, rota por varios sitios; no llevaba calzado, y cubría su cabeza un amplio sombrero de paja. En la mano llevaba una escopeta de caza de dos cañones, y al cinto un hacha de abordaje.

Llegó cerca de Orea, que parecía haber asumido el mando del pueblo; se tocó la nariz con la raíz que llevaba en la mano, y luego frotó con ella al viejo, diciendo:

—¡Yo soy amigo tuyo!

Después de aquella indispensable ceremonia, fijó sus miradas en Sao-King y Juan. Permaneció algunos instantes silencioso y luego, volviéndose nuevamente hacia el viejo, dijo de modo que pudiera ser oído de todos:

—¡He venido para vengar al jefe Tafua, muerto por un maleficio!

Un profundo silencio acogió aquellas palabras. Todos los salvajes se reunieron en torno del hombre blanco que había lanzado aquella terrible acusación sin señalar al culpable.

—Tafua era un valiente guerrero que infundía terror a sus enemigos —prosiguió el hombre blanco—, y por esto todos ellos deseaban su muerte. Invencible en la guerra, sólo podía matarle un maleficio, y sus enemigos han logrado su intento.

Enfurecidos por aquellas graves palabras, los salvajes lanzaron un rugido, espantoso y agitaron sus armas con frenesí. Restablecido el silencio, Orea se aproximó al hombre blanco, diciéndole:

—¡No basta acusar! ¡Es preciso saber el nombre de los enemigos que han matado a Tafua! ¡Dilo, y mañana iremos a atacarlos, destruiremos sus cabañas, devastaremos sus cosechas y los aniquilaremos a todos!

—Por ahora no puedo decíroslo —repuso el europeo.

Luego, acercándose rápidamente hacia Sao-King y Juan, dijo:

—Por lo pronto, asegurad a estos dos hombres, porque son cómplices de vuestros enemigos.

Sao-King y el joven, sorprendidos por aquella inesperada acusación, quedaron atónitos. Cuando quisieron defenderse y matar al infame, era ya tarde: veinte brazos poderosos los habían sujetado y desarmado.

—¡Miserable! —gritó Sao-King, dando un paso hacia el europeo—. ¡Mientes! ¡Yo era amigo de Tafua!

Su voz se perdió entre los clamores de la multitud. Todas las lanzas se habían dirigido hacia ellos, mientras las mazas, haciendo molinetes en el aire, se disponían a aplastar el cráneo a los dos extranjeros. Orea mandó con voz enérgica que se bajaran las armas.

—¡Aún no tenemos la prueba de su culpa! —gritó—. ¡Ay de quien los toque! ¡Que el hombre blanco nos dé la prueba, y no perdonaremos a los autores de la muerte del jefe!

—Yo te la daré de aquí a tres días —dijo el europeo——. Por ahora, que los lleven a una cabaña bien custodiada.

Sao-King y Juan intentaron lanzarse contra el miserable; pero veinte hombres los rodearon, impidiéndoles dar un paso.

—Que los conduzcan a mi cabaña —dijo Orea.

Sao-King y Juan, amenazados y ensordecidos por gritos feroces, fueron llevados a una amplia cabaña cuya entrada se cerró en el acto con gruesos troncos de árboles.

La escena se había desarrollado tan rápidamente, que ni Sao-King ni Juan pudieron oponer la menor resistencia.

Cuando estuvieron encerrados, el chino tuve una explosión de tremenda cólera; arrancó las esteras que cubrían las paredes de la cabaña y rompió cuantos vasos se encontraban en ella, arrojando les pedazos por los tragaluces de la habitación.

Costo mucho trabajo a Juan poder calmarle.

—Con eso empeorarás nuestra situación, amigo Sao-King —le dijo—. En vez de eso, pensemos en el modo de persuadir a Orea de nuestra inocencia.

—¡Tiene usted razón! —dijo el chino—. ¡He sido un estúpido; pero estaba fuera de mí!

—¿Esperas poder convencer a Orea de que ese hombre ha mentido?

—Lo intentaré, aunque tengo mis dudas. ¡Ese miserable ha lanzado contra nosotros una tremenda acusación que tal vez nos costará la vida!

—¡Ya sospechaba yo una nueva desventura, Sao-King!

—Tampoco estaba yo tranquilo.

—¿Ese hombre es el mismo que viste en la Floresta?

—No; es otro.

—¿Y por qué ese encarnizamiento contra nosotros?

—¡Lo ignoro, pero quisiera tenerle en mis manos para hacerle pedazos! ¡Si pudiésemos escapar!…

—¿De qué modo? —preguntó Juan.

—Abriéndonos paso a través de la pared.

—La cosa es fácil, porque yo tengo un arma; pero los de fuera vigilarán.

—¿Tiene usted un arma? —exclamó Sao-King con asombro.

—Si —repuso el joven.

Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una navaja de buen tamaño.

—No es muy larga, pero es sólida y puede servir hasta Pero matar a un hombre —dijo Juan.

—Verdad es —repuso Sao-King—. téngala usted guardado de modo que no puedan encontrársela; tal vez nos sea útil.

—¿Bastará para abrir un agujero en las paredes? —preguntó Juan.

—Sólo faltan algunas horas para la puesta del sol. Veamos entre tanto lo que pasa en el pueblo.

Sao-King puso boca abajo un vaso librado milagrosamente del estrago, y subiendo sobre él miró por uno de los dos tragaluces que servían para iluminar la cabaña.

El pueblo, poco antes tan animado, parecía haber quedado desierto; en la plaza no se veía a nadie, y en todas las cabañas reinaba un silencio profundo. Sólo frente a aquella especie de prisión velaban seis guerreros armados con lanzas y mazas y que se paseaban alrededor de la cabaña.

—¡Se diría que todos han desaparecido! —dijo, saltando a tierra.

—¿Los habrá llevado al bosque el hombre bisoco? —preguntó Juan.

—¿Para que?

—Para mostrar las pruebas de nuestra imaginaria traición.

—No, porque ha prometido traerlas dentro ve tres días —repuso Sao-King.

—¡Este silencio me inquieta! Preveo alguna otra bribón la por parte de esos blancos miserables,

—No se atormente usted ir imaginación. Esta noche nos escaparemos.

—¿Confías en que lo lograremos?

—Sí —repuso Sao-King—. Estoy decidido a todo.

—¿Y cómo llegaremos al Alción?

—Hay muchas piraguas en la bahía, y cogeremos la mejor. Pongámonos en observación, y aguardemos con paciencia ó: hora de la libertad.

Volvió a ocupar su puesto en el tragaluz, mientras Juan espiaba a los centinelas a través de las hendiduras y huecos dejados por les troncos de los árboles acumulados sobre la puerta.

Desapareció el sol; pero ningún habitante se mostró en la plaza ni cerca de la tumba de Tafua.

Hacia las once de la noche, no oyendo rumor alguno, Sao-King bajó del vaso y probó a taladrar la pared. Recordó de pronto que estaba formada por gruesos bambúes unidos estrechamente y luego recubiertos de una capa de creta.

—La cosa no será muy larga ni muy trabajosa —dijo a Juan—. ¿Qué hacen los guardianes?

—Se han acostado junto al fuego encendido ante la puerta.

—¿Han sido relevados?

—No.

—Mejor: así se cansarán, y tal vez se duerman.

Pidió a Juan la navaja y con ella atacó la capa de creta, poniendo rápidamente los bambúes al descubierto.

Aquellas gruesas cañas debían oponer fuerte resistencia, pues sus fibras eran compactas y durísimas; pero Sao-King no desesperó de poder cortarlas y de abrir un agujero lo bastante grande como para salir por él.

Llevaba ya cerca de un cuarto de hora de trabajo, poniendo a dura prueba el filo de la navaja, cuando, con gran estupor suyo, le pareció oír un ligero crujido por la parte opuesta de la misma pared.

Creyendo haberse engañado, suspendió su trabajo y escuchó con extremada atención.

—¡Pues es cierto! —dijo—. Alguien ataca la pared por la parte de afuera.

Llamó a Juan y le invitó a escuchar, convenciéndose ambos de que no se habían engañado.

Se oía la hoja de un arma cortante hender las cañas con ligero crujido y hacerlas oscilar.

—¿Qué dice usted de esto? —preguntó Sao-King, que no salía de su estupor.

—Digo que alguien trabaja por abrirse paso —repuso Juan.

—¿Y quién puede tener interés en sacarnos de manos delos salvajes? Ni vuestro hermano ni el señor Vargas pueden haber llegado hasta aquí.

—¿Será tal vez el pescador?

—¿El que nos trajo?

—¡Hum! —dijo el chino, moviendo la cabeza.

—Sea quien quiera, ayudémosle, Sao-King.

—Eso iba a hacer. El misterioso salvador trabaja en el mismo punto que yo ya he puesto al descubierto.

Animado por la esperanza de poder en breve ponerse a salvo, el chino trabajó con el mayor entusiasmo, atacando las cañas que formaban la pared. Muy pronto una, cortada por ambos lados, se inclinó, cayendo junto a Juan, que la cogió en el aire a fin de que no hiciera ruido al chocar contra el suelo.

Por aquel agujero apareció en seguida una cabeza humana.

—¿Quién eres? —preguntó Sao-King, empuñando la navaja.

—Un amigo de Orea, encargado de salvaros —repuso en tongués aquel desconocido.

—¿No nos engañas?

—¿Para qué? ¡Pronto, ayudadme a ensanchar el agujero y seguidme sin hacer ruido!

—¿No nos sorprenderán los centinelas?

—Están dormidos.

—¿Por qué quiere salvarnos Orea?

—Luego os lo diré; ahora los minutos son demasiado preciosos. Ayudadme a arrancar este bambú y podréis salir.

Sao-King y Juan aferraron la gruesa caña, y después de reiterados esfuerzos, lograron arrancarla mientras el enviado de Orea quitaba otra a la derecha.

El chino escondió el cuchillo entre la faja y pasó luego a través de la brecha, siguiéndole el joven peruano.

Después de haber mirado a los guerreros que dormían junto al fuego, el isleño volvió atrás, diciendo:

—Seguidme, y no habléis.

Atravesaron el pueblo casi rozando las cabañas, por mantenerse en la sombra, y llegaron sin tropiezo a la margen del bosque.

—¿Tenéis miedo de seguirme? —preguntó el isleño a Sao-King.

—Ninguno —repuso el chino.

Al decir esto se lanzó entre las plantas, las cuales proyectaban una sombra tan densa que casi no permitía distinguir los troncos.

El isleño les precedía apartando las ramas que hubieran podido herirles y parecía que aquel hombre tenía ojos de gato porque avanzaba sin vacilar y sin tropezar con los árboles. Apenas habían recorrido unos cuatrocientos metros, cuando Sao-King se detuvo, diciendo:

—¿A dónde nos llevas?

—A la playa, donde os espera una piragua.

—Me parece que marchamos en dirección opuesta al mar.

—Pronto daremos la vuelta y llegaremos a la bahía. Os hago atravesar esta parte del bosque para hacer que se pierdan nuestras huellas.

Habían emprendido de nuevo la marcha, cuando de improviso cayó sobre el chino y el peruano algo que los oprimía estrechamente, reduciéndoles a la impotencia.

En el mismo instante oyeron una voz conocida que dijo:

—¡Pronto, metedlos en los palanquines y llevadlos a la playa!

Sao-King lanzó un grito de furor:

—¡El bandido rubio! ¡Ah, infante!

Intentó sacar la navaja al advertir que había sido aprisionado en una red: pero ésta le oprimía tan fuertemente, que no pudo mover los brazos para cortar sus mallas.

—¡Será más tarde! —murmuró—. He de arrancar el corazón a ese miserable.

Algunos hombres, probablemente los salvajes que le habían seguido al pueblo, levantaron en vilo a los dos prisioneros, los lanzaron brutalmente sobre dos palanquines formados con ramas entrecruzadas y los ataron fuertemente.

—¡En marcha! —dijo el hombre rubio.

Levantaron los salvajes los dos palanquines y partieron a la carrera a través del bosque. Al cabo de un cuarto de hora. Sao-King oyó claramente el ruido de las olas al romperse contra las escolleras de la costa.

—Parece que quieren embarcarnos —dijo—. Probablemente, nos llevarán a bordo del Alción.

Poco después, los portadores se detenían, quitaban las redes que sujetaban a los prisioneros y empujaron a éstos hacia la playa, en la cual había dos piraguas. El hombre rubio les había precedido.

—¡Atadlos! —dijo.

—¡Aunque esté atado, nadie me impedirá vengarme de esta infame traición! —dijo Sao-King——. ¡En cuanto pueda, te mataré!

—¡Eso será si vives! —repuso el rubio con sorna—. Los buitres del Estrecho de Torres tienen la piel muy dura y, además, son muy listos.

Entre tanto, los salvajes habían atado los brazos y piernas de los dos prisioneros, y llevándolos a una de las dos piraguas, los colocaron en la popa.

El hombre rubio se puso al timón, y ocho remeros ocuparon los bancos. La segunda piragua iba tripulada por seis hombres.

—¡Adelante! —dijo el europeo.

Las dos barcas se alejaron de la playa, penetraron en la bahía y salieron al mar siguiendo las costas occidentales de la isla. Aquella carrera duró media hora larga y luego cesó bruscamente. Las dos piraguas se habían detenido en una pequeña rada en la cual desembocaba un riachuelo.

El hombre rubio mandó a los bateleros que remontasen la corriente algunos centenares de metros, y, volviéndose luego hacia los dos prisioneros, les dijo en español bastante comprensible:

—Y ahora, señores míos, hablemos. Supongo que tendréis curiosidad por saber la razón de que después de haberos acusado de haber hecho morir al jefe Tafua haya facilitado vuestra fuga.

—Esperábamos una explicación de vuestro infame proceder —dijo Juan, lanzándole una mirada de desprecio—. Un hombre blanco, como yo, hubiera procedido de muy distinto modo: pero ya sé con quién tenemos que habérnoslas.

—¿Con quién? —preguntó el rubio, con acento irónico.

—¡Con algún miserable evadido de Norfolk o de Numea!

—Estás equivocado —repuso el rubio—. No hemos estado nunca en Norfolk ni en Nueva Caledonia.

—¿Quiénes sois, pues? —preguntó Sao-King impetuosamente,

—Ni más ni menos que los piratas llamados Buitres del Estrecho de Torres, y estamos buscando un barco para volvernos a Australia, adonde nos llevaréis; a menos que prefiráis servir de alimento a estos salvajes. Y ahora, como ya os he dicho, hablemos.

CAPÍTULO XIX. LOS TRAIDORES SE DESENMASCARAN

Mientras Sao-King y Juan le miraban con terror, el bandido sacó del bolsillo una pipa, la llenó flemáticamente y, después de haberla encendido y de aspirar dos o tres bocanadas de humo, continuó:

—¿Qué queréis? Habéis tenido la mala idea de llegar a esta isla, y nosotros la buena fortuna de veros. Culpad, pues, a vuestra imprudencia, y no a nosotros. Si hubiera venido otra nave antes que la vuestra, hubierais podido marcharos sin ser inquietados por nadie.

—¡Canalla! —gritó Juan.

—¡Cuidado, joven, o mejor dicho, niño; cuidadito con la lengua! Somos hombres que hacemos pagar cara una injuria.

—Pero, en fin, ¿qué queréis hacer de nosotros? —preguntó Sao-King, lanzándole una feroz mirada.

—Obligaros a llevarnos a Australia, donde tenemos grandes intereses —repuso el pirata, con diabólica sonrisa.

—¿Y cómo vosotros, que sois corredores del mar, no sabéis guiar una nave?

—Maniobrarla, sí; guiarla, no; porque no ha sobrevivido al desastre ningún oficial.

—¿Naufragó vuestro buque?

—Sí; a doscientas millas de esta isla, después de un tifón espantoso. Afortunadamente, teníamos una chalupa grande, y mis compañeros y yo pudimos llegar hasta aquí.

—¿No habéis visto que nuestra nave está casi desarbolada?

—La compondremos.

—¿Y que se encuentra también encallada?

—Ya hemos tenido la precaución de llevarla sobre un banco que no es peligroso. Con una buena maniobra y brazos robustos, volveremos a ponerla a flote.

—¡Ah! ¿Habéis sido vosotros los que la han arrastrado hacia la playa? —gritó Juan.

—¡No puedo negarlo! —repuso el pirata, riendo—. Uno de los nuestros, el que cortó las cadenas de las anclas, lo ha pagado caro.

—¿Ha muerto aquel bribón? —preguntó Sao-King.

—A estas horas debe de estar en casa de su compadre Belcebú, porque cuando yo le dejé sangraba abundantemente. Pero basta de explicaciones y vamos al caso.

—¿Qué pretendéis de nosotros?

—Que aconsejéis a vuestros compañeros que se rindan sin oponer una inútil resistencia.

—¡Nunca! —exclamaron a un tiempo Sao-King y Juan.

—Nosotros somos nueve, y vuestros compañeros sólo son dos; lo sabemos perfectamente.

—Os engañáis —dijo Sao-King.

—El jefe salvaje que hicisteis subir a bordo los ha visto.

—¡Ah! ¿Estabais de acuerdo con aquel miserable?

—Es nuestro aliado —dijo el pirata.

—Un aliado que trataba de comerse nuestra carne, ¿no es verdad?

—¿Quién os ha dicho eso? —preguntó el pirata, estupefacto.

—Lo hemos sabido.

—Mua no tendrá la carne de los blancos. Cuando estemos a bordo del buque, le mandaremos al diablo. Conque, ¿aceptáis la proposición que os he hecho?

—¿De llevaros a Australia?

—Al Estrecho de Torres, y aconsejar a vuestros compañeros la rendición.

—Eso no lo esperes —dijo Sao-King.

—Entonces me obligaréis a entregaros a Mua. Y os advierto que ese bravo salvaje no dejará de poneros en el asador; le corre prisa comerse un buen asado de carne blanca o amarilla.

—¿Y cometerás semejante infamia? —gritó Juan, exasperado.

—Somos hombres fuera de la Ley —repuso el pirata—, y, por tanto, capaces de todo. Decidios; no tengo tiempo que perder.

—Pues no tendrás nunca nuestra colaboración.

—Asaltaremos igualmente el barco.

—Hay cañones a bordo y nuestros compañeros no vacilarán en utilizarlos.

—Y nosotros tenemos nuestros fusiles, así es que decidios.

—No cuentes con nosotros —repuso Sao-King con voz firme.

—¡Ya veremos si resistís mucho tiempo! —dijo el bandido con una cruel sonrisa.

A una señal suya, las tripulaciones de las dos piraguas volvieron a empuñar los remos y descendieron a lo largo del riachuelo.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó Juan, a quien no le había pasado inadvertida la sonrisa del pirata.

—Por ahora, os pondré en sitio seguro —respondió el bandido.

—¿Dónde? —preguntó Sao-King.

—En un refugio que sólo yo conozco.

Las dos piraguas marcharon hacia el Sur, manteniéndose a trescientas brazas de la costa.

«¿A dónde iban?», eso es lo que se preguntaban con angustia Juan y Sao-King.

¿Querría el bandido tal vez acercarlos a la nave con la esperanza de que se decidieran a gritar a sus compañeros que se rindieran?

Podía ser, porque las dos piraguas continuaban dirigiéndose hacia el Sur, y el Alción se encontraba precisamente encallado en las costas meridionales de la isla.

Durante dos horas marcharon rápidamente; luego el bandido dio una voz de mando en una lengua que Sao-King no conocía. Pronto las dos piraguas viraron a bordo y se alejaron de la playa. Sólo en aquel momento se acordó Sao-King deque surgía un islote a la distancia de dos o tres kilómetros.

Más que un islote podía llamarse un escollo bastante elevado, con la costa cortada a pico y privada de árboles. Aunque las piraguas estuvieran aún lejos, se oía el choque de las olas contra las paredes de aquella enorme masa.

—¡Parece que tienen intención de llevarnos allí! —dijo Sao-King en chino, lengua que Juan había aprendido ya lo suficiente como para comprenderla.

—Si nos dejaran solos, no nos sería difícil volver a la costa —repuso el joven—. Nadar diez kilómetros no me asusta.

—Tampoco a mí, señor Ferreira; pero no llegaría usted vivo a la costa.

—¿Y por qué, Sao-King?

—Porque en estas aguas pululan los tiburones. Es verdad que no son tan feroces como los de alta mar, porque aquí abundan los peces; pero no sé si nos dejarían en paz.

—¿No tienes mi cuchillo?

—Sí; me lo he escondido bajo la camisa.

—Pues nos serviremos de él.

—Dudo que nos dejen solos.

—Pues ¿dónde nos encerrarán?

—Estas islas están llenas de cavernas, amigo Juan.

—Es verdad, Sao-King: no se me había ocurrido.

Mientras cruzaban aquellas palabras, las dos piraguas se acercaban rápidamente al escollo. Los salvajes remaban con energía, sin dar la más pequeña señal de cansancio, aun cuando ya habían recorrido una docena de millas por lo menos.

El escollo estaba a muy pocos cables de distancia. Era una roca enorme, tal vez la cima de un volcán en otro tiempo submarino, y que brotó fuera debido sin duda a algún tremendo cataclismo.

Tenía la forma de un cono truncado, casi regular, con los contornos socavados en algunos sitios por el eterno choque delas olas.

Las grutas submarinas debían de abundar allí mucho.

Ningún árbol crecía sobre aquellas laderas, ni tampoco una brizna de hierba. Debía de ser refugio de las aves marinas.

La marea, que entonces subía, lanzaba gruesas ondas que desaparecían entre las hendiduras con un ruido ensordecedor que daba miedo.

Mientras la segunda piragua se detenía a algunos cables de distancia, la que llevaba a los prisioneros penetró en una amplia ensenada, donde una fila de escollos formaba una cenefa de espuma, y penetró por una especie de canal que parecía prolongarse hasta debajo de la cima del cono.

—¡Seguidme! —dijo el pirata, después de haber desatado las piernas a los dos prisioneros.

—¿A dónde nos llevas? —preguntó Sao-King.

—¡A un sitio de donde no podréis escapar fácilmente!

—¿Y si nos negásemos a seguirte?

El bandido los miró por algunos instantes con torvos ojos, y luego, cogiendo su fusil y montándolo, dijo con acento amenazador:

—¡En tal caso, os saltaría la tapa de los sesos!

—¡Los antropófagos no procederían de otro modo, bandido! —dijo Juan.

—¡A callar, niño! —gritó el pirata, que comenzaba a perder la calma—. Agradecedme que no os haya entregado ya a Mua. Si lo hubiese hecho, mañana a estas horas estaríais en el estómago de esos caníbales.

Juan y Sao-King, comprendiendo que toda resistencia sería inútil y que tenían que habérselas con un bandido resuelto a todo, desembarcaron, seguidos por cuatro salvajes armados de pesadas mazas.

El pirata los había precedido subiendo la hendidura que se abría en el flanco del cono. Se elevó seis o siete metros, luego se inclinó a la derecha, marchando por una especie de cornisa, y desembocó sobre una plataforma de pocos metros cuadrados, cubierta de fragmentos de roca.

En el costado del cono, Sao-King y Juan vieron un agujero negro, que parecía la entrada de una caverna.

—¡Metedlos ahí! —dijo el bandido.

Los salvajes agarraron a los dos prisioneros y los llevaron hacia aquella abertura, amenazándoles con las mazas que hacían girar sobre su cabeza.

De un empujón los hicieron caer al uno sobre el otro dentro de la caverna, y después, acumulando enormes rocas en la entrada de ésta, sólo dejaron algunos pequeños intersticios a través de los cuales apenas pasaba un rayo de luna.

—¡Canalla! —gritó Sao-King, que había conseguido levantarse, aunque estaba atado codo con codo.

—¡Buenas noches! —repuso el pirata, mofándose—. ¡Dentro de algunos días me diréis si estáis dispuestos a servirme!

—¡Revienta, perro condenado!

Nadie respondió. El bandido y los salvajes se habían alejado ya descendiendo a lo largo de la cortadura.

Sao-King se lanzó contra las masas que obstruían la abertura empujándolas poderosamente con sus robustos brazos; pero tuvo que convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos.

—¡Tiempo perdido, Sao-King! —dijo Juan, que había recobrado la calma antes que el chino.

—¡Ya encontraremos un medio de salir! —exclamó el coolie con voz airada—. ¡No aguardaremos ciertamente el regreso delos salvajes para que nos pongan en el asador!

—Soy de tu opinión —dijo Juan—. Hay que intentar algo.

—Dentro de algunas horas despuntará el alba, y veremos ante todo dónde nos han encerrado esos bribones.

—¡En una caverna, Sao-King!

—Aún no sabemos si es grande o se trata de una simple excavación.

—Es posible que tenga alguna otra salida —dijo Juan——. ¿No oyes el ruido que viene del fondo de este antro?

—Sí: y hasta le diré que me había dado que pensar desde el momento que entramos. Se diría que hay una comunicación con el mar.

—Se me había ocurrido lo mismo —dijo el joven peruano.

—Amigo Juan, ¿tiene usted los dientes fuertes?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque antes que amanezca debemos tratar de soltar nuestros brazos.

—¿Quieres que roa tus cuerdas?

—Sí; y luego con el cuchillo cortaré las suyas.

—Probaré, Sao-King.

El chino volvió la espalda al joven, y éste, encontradas las cuerdas, comenzó a roerlas pacientemente; trabajo largo y difícil, pero no imposible.

Aquellas cuerdas, hechas con fibras de nuez de coco retorcidas, oponían increíble resistencia; pero Juan no desesperaba de lograr su propósito. Sus dientes, fuertes y agudos, torcían y cortaban fibra por fibra, atacando siempre el mismo punto con toda energía.

—Descanse usted un poco, Juan —decía de cuando en cuando el chino.

—¡No, Sao-King! —respondía el joven—. ¡Un poco más, y seremos libres!

Sólo al cabo de media hora fue, por fin, cortada la primera cuerda; pero había otra no menos fuerte. Juan descansó algunos minutos y comenzó a atacarla.

Mientras luchaba con verdadero encarnizamiento, la caverna se iluminaba poco a poco.

A través de los intersticios que había entre las piedras comenzaban a entrar algunos rayos de luz, en instante se hacían más intensos.

El sol debía de haber aparecido ya sobre el horizonte.

—¡Estira los brazos! —dijo de pronto Juan—. ¡La segunda cuerda está casi cortada!

Sao-King hizo un esfuerzo supremo, abrió violentamente los brazos y rompió las últimas fibras de la cuerda.

—¡Libres! —exclamo—. ¡Por fin!

Sacó el cuchillo, que hasta entonces había tenido oculto bajo la camisa, y cortó las cuerdas que oprimían al bravo joven.

Su primer pensamiento fue reconocer la prisión.

La luz entraba ya a oleadas a través de las hendiduras, reflejándose sobre las paredes del antro, que estaban cubiertas de incrustaciones de origen volcánico. Era una caverna bastante espaciosa, de forma circular, terminada en cúpula y limpia de estalactitas y estalagmitas. Frente a la entrada se abrían estrecho pasaje, una especie de galería incrustada as antigua lava, y de allí precisamente provenía el ruido.

«¿A dónde llevará ese pasaje?», se preguntó Sao-King.

—¿A qué sé deberá ese ruido? —preguntó Juan.

—A las olas que se quiebran —repuso el chino—. No es posible equivocarse.

—¿Desembocará esta salida en la playa?

—Supongo que el pirata no habrá sido tan necio que nos dejase una puerta abierta. Ese bribón habrá explorado esta caverna antes de encerramos en ella.

—¿Quieres que probemos a derribar los rocas que nos cierran la salida?

—No conseguiremos nada, Juan —repuso el chino—. Los salvajes han debido de hacerlas rodar por la pendiente, y eran cinco con el bandido. ¿Cómo habríamos de hacerlas subir, sino somos más que dos? ¿No ve usted que son enormes? Nos sera imposible moverlas.

—¡Esos miserables nos han enterrado vivos!

—Amigo Juan, vamos a explorar la galería.

—¡En marcha!

—Veamos antes si nos custodian los salvajes. Es imposible que nos hayan dejado solos. Si han partido, quiere decir que están seguros de nosotros, y entonces no nos quedará otro recurso que esperar su regreso.

SEGUNDA PARTE. EL ESTRECHO DE TORRES

CAPÍTULO I. LA CAVERNA DE LOS TIBURONES

Después de haber probado en vano remover alguna de aquellas enormes piedras acumuladas por los salvajes, el chino aproximó el rostro a una de las hendiduras que había entre las piedras, tratando de dirigir sus miradas hacia el mar.

Tampoco se veía en éste piragua alguna ni un hombre a todo lo largo de la playa de la isla, muy visible desde allí, porque no distaba más de tres kilómetros.

—Es imposible saber si el bandido ha dejado aquí algún centinela —dijo—. Mis miradas no alcanzan hasta la cala, resguardada por las escolleras.

—No nos preocupemos por ellos —repuso Juan—. Por ahora no han de molestarnos. Por lo pronto, lo que debemos hacer es explorar la galería.

—¡Pues en marcha!

Atravesaron la caverna, y arrastrándose por el sucio, se deslizaron a través de aquella especie de embudo, tan estrecho que apenas permitía el paso, y de forma muy irregular.

De la extremidad de aquel tubo venían terribles fragores; parecía que las olas se rompían impetuosamente dentro de alguna profunda cavidad o contra las paredes de alguna caverna submarina. Sao-King hacía esfuerzos prodigiosos por avanzar, a causa de ser más corpulento que Juan, y no lo lograba sino a costa de mucho trabajo.

Se agarraba a las hendiduras, a las paredes, a los resaltes, para hacer pasar su cuerpo, desgarrándose no sólo el vestido, sino hasta la piel.

La oscuridad era profunda, porque la escasa luz de la caverna no podía llegar hasta aquel punto; pero Sao-King no se detenía. Antes de avanzar alargaba las manos, temiendo caer de un momento a otro en algún abismo.

Ya había recorrido cerca de cien metros, cuando advirtió que el tubo se ensanchaba.

El ruido era ensordecedor. El chino tocó las paredes; luego se puso en pie y dio algunos pasos hacia adelante.

Juan se le acercó, manteniéndose cogida al vestido de su compañero.

—¿Dónde estamos? —le preguntó al oído, porque el ruido que allí reinaba no permitía oír ni una palabra.

—Oigo rugir el mar debajo de nosotros —repuso Sao-King.

—¿No te atreves a ir más adelante?

—Hay un abismo a nuestros pies.

—Tengo yesca, pedernal y eslabón.

Dio un paso, luego otro, y vio que aquello era un espacio vacío.

—¡Ya sé dónde estamos! —dijo.

—¿Dónde? —preguntó Juan.

—Como me había figurado, este pasaje termina en una caverna submarina. Acérquese y mire: la luz se quiebra sobre el agua.

—¡Eso es agua! —exclamó Juan avanzando algunos pasos.

—Es verdad.

—¡Entonces estamos a salvo!

—Así lo espero.

—¿Será muy grande la caverna?

—Si no lo fuese, no podría llegar luz hasta aquí.

—Entonces podremos atravesarla y salir al mar. Yo puedo resistir algunos minutos bajo el agua.

—Y yo más que usted, porque en mi juventud he sido buzo en las pesquerías de perlas de Ceilán.

—¡Pues lancémonos al agua y huyamos!

El valeroso joven iba a quitarse las botas y la chaqueta, a fin de estar más libre en sus movimientos, cuando Sao-King le detuvo, diciéndole con voz alterada:

—¡Mire usted! ¡Lo sospechaba!

Una masa enorme que tenía la forma de un pez había aparecido de improviso en la proximidad de la abertura, y se había detenido agitando dulcemente la cola y las largas aletas dorsales.

Al verla, Juan sintió un estremecimiento, y su frente se cubrió de sudor frío.

—¡Un tiburón! —dijo

—¡Sí! —repuso Sao-King, apretando los dientes—. ¡El bandido debía de saber que esta caverna submarina tenía guardianes mucho más peligrosos que los salvajes!

—¡Estamos perdidos! —dijo Juan.

El chino permaneció silencioso, mirando la gigantesca sombra, que permanecía inmóvil casi a flor de agua.

—¿En qué piensas, Sao-King? —preguntó Juan después de algunos instantes.

—¡En huir! —repuso el chino.

—¿No ves que ese tiburón parece que nos espera?

—Cuando era buzo, maté muchos en los bancos de Manaar.

—¿Y te atreverías?

—¿A atacarle? ¡Ya lo creo! Si estuviese seguro de que está solo…

—¿Crees que habrá otros?

—Mucho me lo temo, porque estas cavernas son generalmente habitadas por familias enteras de tiburones. Sin embargo, los isleños no tienen miedo de entrar en estas cavidades submarinas para sorprenderlos.

—¡Eso es imposible, Sao-King!

—¡Lo he visto yo! Esperan a que los tiburones duerman: van a atarles la cola con nudos corredizos, y después los izan a flor de agua.

—¡Qué audacia! —exclamó el joven, estupefacto—. ¿Y si se despiertan durante la operación?

—Eso ocurre con frecuencia.

—Entonces, los pescadores no escaparán de los dientes de los tiburones.

—Por el contrario, escapan casi siempre. Me han contado que para tener tranquilos a los escualos los acarician dulcemente bajo el vientre, evitando pasar la mano en sentido contrario a las escamas.

—¿Y querrías bajar a ese pozo?

—Tengo la navaja, que es un arma sólida y afilada. Además, no podemos vacilar: o acabamos en el vientre de los salvajes, o en el de los tiburones.

—La empresa me parece excesivamente peligrosa.

—¡Una idea! Uniendo las cuerdas que nos ataban, se podría formar un lazo.

—Creo que sí.

—El tiburón me parece que se ha dormido.

—¿Y qué?

—Que podríamos cogerle.

—Es demasiado voluminoso para izarlo.

—Me bastaría cogerle la cola, amigo Juan. Mi cuchillo hará el resto.

—Voy a recoger las cuerdas —dijo el joven peruano—. Yo pasaré más fácilmente que tú a través del tubo.

—Pues vaya usted, mientras yo vigilo al tiburón.

La ausencia de Juan no duró más de tres minutos. Había encontrado las cuerdas, las había unido y hasta hecho el nudo corredizo.

—¿Bastarán? —preguntó a Sao-King.

—Sí —repuso éste—. Ahora encienda usted un poco de yesca.

—¿Qué quieres hacer?

—Buscar cualquier saliente de las rocas para atar a él la extremidad de la cola. Si no tomásemos esa precaución, el tiburón nos arrastraría al pozo.

Juan obedeció.

El tiburón parecía dormido. Había salido casi a flor de agua; no agitaba ya las aletas ni la formidable cola.

—Cuando le hayamos aprisionado, saltaré al pozo —dijo Sao-King—, y con dos o tres cuchilladas le abriré el vientre.

—¿Y si en la caverna hubiera otros tiburones? —preguntó Juan, estremeciéndose.

—Volveré a subir valiéndome de la cuerda. Usted no bajará hasta que yo le avise.

—¡Sao-King —dijo el joven, con voz conmovida— vas a afrontar graves peligros!

Lo prefiero antes que ser comido por esos abominables antropófagos. ¡Amigo Juan, no vacilemos!

Tomó la cuerda y la lanzó, haciendo pasar el lazo alrededor de la cola del tiburón; dio después un tirón violento y lo aprisionó estrechamente.

Al sentirse cogido, el monstruo alzó la cabeza mostrando su enorme boca semicircular armada de dientes triangulares.

Advirtiendo que estaba prisionero se revolvió lanzando un fuerte resoplido semejante al trueno oído a gran distancia, y luego comenzó a agitarse con furor, haciendo esfuerzos prodigiosos por liberar su cola del lazo que la oprimía cada vez más.

—¡Atención amigo Juan! —gritó el chino.

S había quitado las botas, la chaqueta y había empuñado la navaja. Estrechó la mano del joven y luego se precipitó al pozo, levantando un montón de espuma.

Se hundió algunos metros, volvió luego rápidamente a la superficie y, agarrándose a una aleta dorsal del monstruo, comenzó a acuchillarle destrozándole el costado derecho.

Bien pronto un círculo sanguinolento envolvió al hombre y al tiburón.

Inclinado sobre el pozo con la frente bañada en sudor y las facciones alteradas, Juan trataba de descubrir a su compañero a través de la sangre que se difundía por la caverna.

A veces veía levantarse el brazo armado, luego descender con vigor.

La lucha duraba ya algunos minutos, cuando se oyó la voz de Sao-King.

—¡El tiburón está muerto!

—¡Sube, Sao-King! —dijo Juan.

—¡No; nado derecho hacia la salida!

—¿Te sigo?

—¡Espere usted!

El chino se sumergió, llevando e cuchillo entre los dientes.

La marea alta había cubierto por completo la caverna, pero Sao-King había visto la salida a quince o veinte pasos de distancia, y se dirigía a ella nadando bajo el agua.

Ya estaba para llegar a la abertura, a través de la cual entraba la luz a oleadas, cuando bruscamente vio una sombra aparecer entre las rocas que formaban la salida.

Sao-King se replegó sobre sí mismo, dejándose llevar hacia la bóveda de la caverna.

¿Era otro tiburón que iba a entrar, u otro enemigo?

Habiendo aquel nuevo adversario cerrado con su cuerpo la entrada, la caverna había quedado tan oscura, que Sao-King no podía reconocer al habitante del mar con quien tenía que medirse.

Al volverse le pareció ver en la penumbra un cuerpo humano nadando a través del agua de la caverna.

«¡Es Juan! —pensó—. ¡Qué imprudencia!».

Iba a dejarse sumergir para alcanzarle, cuando de improviso se sintió coger por la mitad del cuerpo por una especie de brazo viscoso, grueso y como tres veces el de un hombre musculoso.

Se volvió bruscamente y vio a pocos pasos un monstruo horrible que le miraba con dos ojos grandes y redondos que fosforecían intensamente.

Aunque preparado a cualquier sorpresa, el chino sintió que se le erizaban los cabellos sobre la nuca.

Aquel monstruo, que estaba presto para atacarle, se parecía vagamente a los cefalópodos que se pescan en las orillas del mar Amarillo.

Acordándose en aquel momento de que Juan, sin armas para defenderse, estaba tal vez para caer entre los tentáculos de aquel horrible pulpo, apeló a todo su valor.

Un momento de vacilación podía causar la muerte de entrambos, y Sao-King no tenía la costumbre de vacilar.

Aquel brazo le había cogido alrededor de la espalda, de modo que parecía sofocarle, y experimentaba en los costados un agudo dolor, como si tuviera aplicado sobre ellos un hierro enrojecido.

Empuñar el cuchillo y lanzarse sobre el monstruo fue asunto de un momento.

El chino, loco de rabia y de espanto, golpeaba a ciegas, metiendo el brazo en una masa blanda, casi gelatinosa, que no oponía resistencia alguna.

Otro tentáculo le había cogido, produciéndole una sensación más dolorosa que la primera; pero Sao-King no cesaba de descargar cuchilladas.

De improviso sintió disminuir la presión, y luego el agua se puso negra en torno suyo, como si el monstruo le hubiese vaciado encima un barril de tinta.

Sintiéndose libre, avanzó a tientas hasta que su cabeza chocó contra la bóveda de la caverna. Viendo entonces algo de luz, subió rápidamente por aquella parte.

Estaba sofocado; sus pulmones no funcionaban ya, y sentía en los oídos un silbido agudo.

De una última brazada remontó velozmente a la superficie, consiguiendo ver el sol.

—¡Juan! —balbució.

Una mano le había sujetado por la coleta, y le arrastraba hacia un escollo que surgía a pocos pasos, mientras una voz exclamaba:

—¡Valor, Sao-King! ¡Somos libres!

El chino apenas tuvo tiempo de subir a la roca, cuando cayó desvanecido.

CAPÍTULO II. EN LA ESCOLLERA

Juan había salido de la caverna algunos minutos antes que el chino, sin haber visto al gigantesco pulpo y, por tanto, sin presenciar la lucha.

Viendo libre el paso, nadó hasta la salida y se detuvo junto al escollo contra el cual más tarde fue a chocar el pobre chino, agotado y casi asfixiado por aquella larga inmersión.

Viendo a su valeroso compañero caer como muerto entre las algas que tapizaban la escollera, Juan temió que algún tiburón le hubiese herido gravemente de un coletazo, pues notó en la espalda de su amigo una ancha faja violácea surcada por manchas sanguinolentas.

—¡Sao-King! —exclamó, sin pensar que alguien podía oírle—. ¿Qué te ha pasado, amigo mío?

—Nada grave, amigo Juan —repuso el chino, abriendo los ojos y respirando ansiosamente.

—¿Estás herido?

—No; se lo aseguro.

—¿Y este cardenal?

—Me lo ha causado el pulpo.

—¡El pulpo! ¿Cuál?

—El que me agarró en la caverna.

—¡Otro monstruo!

—Y peor que el tiburón que había matado. ¡No sé cómo he podido librarme de él cuando ya me tenía agarrado!

—¿Y no estás herido? —preguntó Juan con ansiedad.

—Le repito que no. He pasado un momento de extrema debilidad, producido en parte por el terror, y algo por la larga inmersión; pero ya estoy bien. Muchas gracias por haberme subido a este escollo. Si llega a tardar un poco más, me voy al fondo como una bala de cañón. ¡Calle! ¿Y los salvajes? ¡Los hemos olvidado!

Juan se levantó precipitadamente, mirando a su alrededor. El bandido tal vez habría dejado guardianes cerca de la caverna; podían llegar de un momento a otro y hacerles de nuevo prisioneros.

—No veo a nadie —dijo el joven.

—Sin embargo, no debemos fiamos. Esos bribones tal vez no estén muy* lejos.

—¿Qué quieres hacer?

—Marcharnos lo antes posible.

—Las paredes del cono son inabordables, Sao-King.

—Pues lancémonos al agua y busquemos una playa que nos permita pasar a la isla.

—Yo iré a la descubierta, mientras tú descansas.

—¡Cuidado con los tiburones!

—No veo ninguno.

—Y con las morenas, que abundan en estos lugares y muerden de firme.

—¡Ya me guardaré de unos y de otras! —repuso Juan.

Tomó la navaja que el chino le ofrecía, le recomendó que no se moviera, y se sumergió lentamente, girando alrededor del escollo.

Juan era un buen nadador, que podía hombrearse con el chino. Cortaba el agua de modo que no fuese estrellado contra las rocas, y luego saltaba adelante, dejándose llevar algunas veces sobre las crestas del oleaje para lanzar la mirada lo más lejos posible.

Juan nadaba hacía un cuarto de hora largo, evitando con precaución los escollos, contra los cuales podía ser lanzado por el ímpetu de las olas, cuando por fin vio la pequeña rada.

Se dejó llevar por una ola, y lanzó una rápida mirada hacia la playa.

—¡Una piragua guardada por un solo salvaje! —dijo—. ¿Estará solo o tendrá algún compañero cerca de la caverna? ¡Es necesario averiguarlo!

Se apartó un poco, y volvió a dejarse subir por las olas. Desde aquel lugar no solamente pudo distinguir la entrada de la caverna, sino dominar todo el canal o, mejor dicho, la entrada que subía hacia el interior del islote.

—¡No hay ninguno! —dijo—. ¡La piragua es nuestra!

Volvió la espalda y nadó en dirección del escollo, donde le esperaba Sao-King.

El regreso se realizó felizmente, sin malos encuentros, aun cuando los tiburones y las morenas no eran escasos en aquellos lugares.

—¿Ha visto usted la pequeña bahía? —preguntó Sao-King, ayudándole a subir el pequeño escollo.

—Sí —repuso Juan—. Hay un solo salvaje de guardia en una piragua.

—¿Está usted seguro de que no hay más?

—No he visto más que uno.

—¿Y qué hacía aquel salvaje?

—Recogía moluscos y conchas.

—¿Podremos sorprenderle?

—Tendremos que esperar hasta la noche, Sao-King. No tenemos más armas que un cuchillo, mientras que el salvaje tendrá su maza y su arco. ¿Son buenos arqueros estos isleños?

—Sí —repuso el chino—. Y aun cuando sus flechas tienen la punta de madera, producen heridas peligrosas.

—Razón de más para aguardar a la noche, Sao-King. Así le sorprenderemos sin correr riesgo alguno.

—Entonces podremos buscar alimento, amigo Juan. Desde ayer no nos ponemos nada entre los dientes.

—No veo nada que pueda servir para alimentamos.

—Yo sé dónde encontrar comida —dijo el chino—. ¿No ha observado usted que nuestro escollo está perforado?

—Sí, Sao-King.

—Pues dentro de esos orificios se ocultan gruesos crustáceos.

—Que tendremos que comer crudos.

—Por el momento, sí; pero mañana guisaremos algunos a bordo del Alción.

—¿Estará allí mi hermano todavía? ——dijo Juan suspirando—. ¡Pobre Cirilo! ¡Quién sabe las angustias que habrá experimentado durante nuestra ausencia!

—Si todo va bien, mañana por la mañana veremos al señor comisario y al señor Vargas. ¡Conque, valor, amigo Juan, y pensemos en la comida!

Iba Sao-King a bajar la escollera, cuando le llamó la atención una cavidad rellena de tierra sobre la cual crecían algunas hierbas de raíces muy gruesas.

—¿No ve usted aquí algunos agujeros, amigo Juan? —dijo.

—Sí, Sao-King.

—Están cubiertos con algas, pero son visibles. Estos pillos deben de dormir profundamente.

—¿De quién hablas?

—De los cangrejos ladrones. Me sorprende no poco encontrarlos aquí, porque en el islote no crece ni un cocotero.

—¿Y qué tienen que ver tus cangrejos con los cocos?

—Porque los cangrejos ladrones prefieren a todo esa exquisita fruta.

—¿Hay cangrejos que comen cocos?

—¡Ya lo creo!

—¿Y esperas encontrarlos sepultados bajo estas hierbas?

—¡Ahora lo verá usted! —repuso el chino.

Observó atentamente uno de aquellos agujeros, cubierto no del todo por algas y hierbas secas, y luego lo ensanchó rápidamente con la hoja del cuchillo e introdujo en él una mano.

—¡Aquí está! —dijo.

Sacó la mano, y en ella un grueso crustáceo armado de robustas tenazas, y tan ancho como un sombrero.

—¡Ya lo ve usted! —dijo, enseñándoselo a Juan—. ¡Mire usted qué gordo está!

El crustáceo era realmente un cangrejo ladrón, o mejor dicho, un birgulatro, anfibio muy común en las islas de la Polinesia, y muy buscado por los isleños a causa de lo exquisito de su carne.

Estos extraños cangrejos, que alcanzan a veces dimensiones monstruosas, tienen costumbres muy singulares. Más que de peces, se alimentan de fruta, y especialmente de nueces de coco. Son nocturnos, y difícilmente se los puede encontrar de día.

No contento con haber encontrado uno, Sao-King abrió un segundo, y después un tercer agujero, encontrando otros dos más grandes, que se apresuró a volver sobre el dorso para que no le cogieran las manos con aquellas tenazas duras como el acero.

—¡No cometamos imprudencias! —dijo el chino—. Si hacen presa, trituran los dedos como si fueran de vidrio. Es verdaderamente increíble la fuerza de estas tenazas.

El chino, con una piedra, quebró el caparazón al cangrejo mayor, y ofreció aquella pulpa blanca y delicada al joven peruano, el cual no se mostró muy desdeñoso.

Terminada la comida, y puestos en seguro los otros dos cangrejos, buscaron una cueva, y habiéndola encontrado, se acostaron sobre un lecho de algas secas para reposar un poco, porque no habían dormido ni un minuto la noche precedente. A pesar de su inquietud, acabaron por dormirse profundamente.

Cuando Sao-King abrió los ojos, ya el sol se había puesto y las estrellas brillaban en el cielo.

—Ha sido una verdadera fortuna que a ese salvaje no se le haya ocurrido venir por este lado. ¡Nos hubiera matado con la maza! —murmuró.

Despertó a Juan, diciéndole:

—¡Este es el momento de obrar!

—¿Duerme el salvaje?

—Lo supongo —repuso Sao-King.

—Estoy presto a seguirte.

—Si todo va bien, antes del alba estaremos a bordo del Alción.

—¡Qué desilusión para nuestros compañeros! —dijo Juan—. Habíamos prometido llevarles auxilios, y, en cambio…

—De todos modos, se alegrarán de vernos.

—Eso si los encontramos.

—¡No hay que desesperar, amigo Juan!

Se desnudaron para estar más libres en sus movimientos, se sumergieron lentamente, y nadaron a lo largo de la base del cono, manteniéndose muy próximos uno a otro.

CAPÍTULO III. LOS «BUITRES» DEL ESTRECHO DE TORRES

Como era la hora de la marea baja, las aguas estaban menos agitadas que por la mañana; así es que los dos fugitivos no tuvieron que cansarse mucho para llegar a la pequeña rada, que no distaba más de cuatrocientos o quinientos pasos.

Con pocas brazadas se separaron de la escollera que les había servido de refugio y se dirigieron lentamente hacia la rada.

Aquella segunda travesía se realizó felizmente, y a eso de las diez ambos nadadores se encontraban en la ensenada, costeando la fila de escollos que la resguardaban de las olas.

Ningún fuego brillaba en la playa; pero la piragua estaba allí, medio encallada, en un banco de arena.

Al verla, el chino había respirado con satisfacción.

—¡Temía que el salvaje se hubiera ido! —dijo a Juan.

—También a mí se me había ocurrido la misma sospecha —repuso el joven—. ¿Dónde se habrá acostado nuestro guardián, en tierra o en la barca?

—Es probable que esté en la piragua —dijo Sao-King—. La playa está cubierta de piedras tan angulosas, que romperían la espalda de cualquiera, aun cuando fuese la de un antropófago.

—Acerquémonos despacio, Sao-King.

—No tema usted, Juan. Además, tengo su cuchillo.

Se acercaron a la piragua, nadando lentamente, para no hacer ruido, y cuando llegaron al banco se levantaron con precaución.

Sao-King no se había equivocado: el salvaje encargado de vigilar la caverna había amontonado algas sobre el fondo de la chalupa y se había acostado en ella, colocando al lado del arco las flechas y la pesadísima maza.

Los remos los había clavado en la arena, frente a la popa, a fin de impedir que la marea alta arrastrase la piragua.

—¿Está usted dispuesto? —preguntó Sao-King.

—Sí —repuso Juan.

—Usted se apoderará de las armas.

—Y tú del hombre.

El chino se lanzó a la piragua de un salto, y cayó sobre el salvaje, poniéndole el cuchillo sobre el pecho, mientras el joven peruano alzaba la maza haciendo con ella un molinete con mucho trabajo, a causa de su peso.

Despertándose bruscamente, el isleño alargó la mano para buscar sus armas, y luego se levantó, escapando de las manos del chino.

Viéndose frente a los dos prisioneros, que creía encerrados aún en la caverna, se lanzó fuera de la piragua prorrumpiendo en gritos de terror.

Ni Sao-King ni Juan se opusieron a aquella fuga.

—¡Dejémosle correr! —dijo el chino.

Presa de un espanto inaudito, el salvaje corría saltando como un mono y sin cesar de gritar. Seguramente no le parecía verdad haber escapado vivo de aquel ataque.

—¡Amigo Juan, partamos! —dijo Sao-King—. ¡Tal vez el isleño tenga compañeros en la cima del cono!

Con vigoroso empuje, lanzaron la piragua al agua y luego saltaron dentro, poniendo mano a los remos.

Dos minutos después se encontraban fuera de la rada.

—¡Al Sudoeste! —dijo Sao-King, que remaba con furor.

—¿Y nuestras ropas?

—Se me había olvidado, amigo Juan. Tenemos también que recoger los cangrejos.

Viraron de bordo y se dirigieron hacia el escollo. Embarcados los trajes y los dos cangrejos, emprendieron de nuevo el camino, alejándose del cono.

Sobre la cima de éste se oía gritar al salvaje con toda la fuerza de sus pulmones. No debía de gustarle mucho ver huir su barca.

—¡Está rabioso! —dijo Juan.

—¡Le duele perder dos asados, además de su piragua! —dijo Sao-King.

—¿Volverá por aquí el pirata?

—No lo dudo.

—¡Qué desagradable sorpresa para aquel bribón!

—Y hasta para los salvajes que le acompañan.

—¿Estamos lejos de la bahía del Alción?

—Varias horas, amigo Juan.

—¿Daremos con ella?

—Navegaremos a lo largo de la costa, y así no podrá ocultarse a nuestra vista.

—¿Nos dirigimos hacia la isla?

—Sí, amigo Juan.

—¡En marcha, pues!

La piragua era demasiado pesada para que pudiese manejarla un solo hombre auxiliado por un joven poco práctico; pero los dos fugitivos no se desanimaban por ello.

A medianoche, los dos fugitivos llegaban junto a la playa, frente a un riachuelo que desembocaba entre dos filas de escollos.

Reposaron una media hora, porque ambos estaban cansadísimos, y después de haber apagado la sed, volvieron a emprender el camino hacia el Sur.

Habían visto ya ciertas escolleras, ciertos senos profundos y ciertos islotes cubiertos de cocoteros, por lo que dedujeron que no debían de estar muy lejos de la bahía donde se hallaba el Alción.

—Mire usted aquel escollo que termina en tres puntas agudas —dijo Sao-King,

—Ya lo he visto —repuso Juan.

—¿Y aquella especie de canal que penetra en la tierra?

—Sí; también lo he visto.

—Si podemos resistir, antes del alba volveremos a ver a su hermano y al oficial. ¿Está usted cansado?

—La piragua es pesada, Sao-King.

—Y usted no tiene costumbre de remar, ¿no es verdad? —preguntó, riendo, el chino.

—Lo confieso.

—Cuando doblemos aquel promontorio, descenderemos un cuarto de hora.

—Más lejos, Sao-King. ¡Tengo prisa por llegar!

—Pero aquel promontorio debe de ser…

—¿Qué quieres decir?

—Amigo Juan, o mucho me engaño, o estamos más cerca de la bahía de lo que habíamos creído.

—¿Será aquel promontorio?…

—El que cierra la bahía al Norte, amigo Juan —dijo el chino.

—Entonces estamos tan cerca, que un tiro de fusil podría ser oído por mi hermano —dijo Juan con viva emoción.

—Rememos con fuerza; y si no tenemos un mal encuentro, dentro de media hora estaremos a bordo del Alción.

—Nada tenemos ya que temer.

—Al contrario. ¿Ha olvidado usted a los piratas? Esos miserables deben de vigilar la nave.

—Nos separaremos del promontorio.

—Era precisamente lo que iba a decirle.

Aunque casi extenuados, se alejaron de la isla a fin de penetrar en la bahía a igual distancia de los dos promontorios. Se habían remontado cerca de medio kilómetro, cuando la bahía apareció de pronto ante sus miradas.

Un grito se escapó simultáneamente de sus pechos.

—¡El Alción!

Realmente, la enorme masa de la nave se delineaba en medio de la bahía, cerca de un grupo de escolleras y de bancos. Ocupaba aún el mismo sitio, signo evidente de que no había podido desencallar, y hasta parecía que estaba algo inclinada sobre estribor.

—¡Animo, amigo Juan! —dijo Sao-King—. ¡Nuestros compañeros están ahí!

—¿Y si llamáramos?; tal vez no duerman.

—¡No, señor! —exclamó el chino—. ¡Mire usted! ¡Ya le decía que no había desaparecido todo peligro!

Se había destacado una chalupa entre los rizóforos que cubrían las riberas del promontorio, y avanzaba hacia la que tripulaban los dos fugitivos.

—¿Los piratas? —preguntó Juan, palideciendo.

—Y tratan de cortarnos el camino —repuso Sao-King—; pero no va montada más que por dos hombres, y nosotros también somos dos.

—¿Nos alcanzarán?

—Tienen que recorrer doble camino que nosotros. ¡Un esfuerzo y llegaremos al Alción!

La chalupa que les daba caza era también muy pesada, y se había destacado demasiado tarde del promontorio; pero continuaba la carrera, impulsada por cuatro remos vigorosos.

Como aún estaba muy distante, no se podían distinguir las personas que la montaban. Tal vez, en lugar de piratas fueran salvajes, porque de otro modo quizá hubieran comenzado ya a hacer uso de los fusiles.

Encorvado sobre los remos, Sao-King los manejaba con furor, sin perder instante, ayudado por el joven peruano, que hacía todo lo posible por secundarle. El Alción no se encontraba más que a cuatrocientos o quinientos metros, y, por tanto, podían gritar y prevenir a Ferreira y a Vargas de su regreso.

—¡A ver; llámelos! —dijo Sao-King sin volverse.

El joven abandonó por un momento los remos, y haciendo con la mano una especie de bocina, gritó con toda la fuerza de sus pulmones;

—¡Cirilo! ¡Señor Vargas!

Juan y el chino se miraron con la más viva inquietud. No estaban y va más que a medio cable de la popa, y no habían obtenido respuesta.

—¿Estarán durmiendo? —preguntó el chino.

—¿Habrán abandonado la nave para escapar del asalto de los piratas? —dijo Juan.

—Estarían los bandidos a bordo, y no veo a ninguno.

—La escala está baja.

—La abordaremos.

Miró el chino hacia la chalupa que los había seguido; distaba cuatrocientos pasos y había disminuido su velocidad.

—Parece que quieren de: a raes tranquilos.

—¡Mejor para nosotros!

De un último impulso llegaron a la escala, ataron la piragua y subieron.

Iban presa de la mayor ansiedad, no sabiendo cómo explicarse que sus compañeros no hubieran contestado a sus llamadas.

Llegaron a los últimos escalones, y en el momento de agarrarse Sao-King a la borda para izarse a la toldilla, sintió que se apoyaba en su frente alguna cosa fría y una voz imperativa decía en inglés:

—¡Ríndete o te mato!

Un hombre se había levantado de detrás de la borda, apuntándole con un fusil, y otro, poco después, apuntando a Juan.

El chino lanzó un grito de rabia y empuñó la navaja, dispuesto a dirigir un golpe al agresor.

Le contuvo el temor de provocar una doble descarga y de hacer asesinar al joven que le seguía.

—¡Miserables! —exclamó. ¿Qué queréis de nosotros?

—Antes que nada, entrégame el cuchillo que tienes en la mano —dijo el hombre que les había intimidado a la rendición.

—¿Y si no lo hago?

—¡Os mataré como a perros! —repuso el pirata con acento resuelto.

Sao-King vaciló un momento, y viendo que el agresor apuntaba nuevamente con su fusil, tiró el arma por encima de la borda.

—Ahora podéis subir —dijo el bandido.

El chino se lanzó de un salto sobre cubierta, mirando a su alrededor.

Otros cuatro hombres que estaban ocultos detrás de algunos cajones dispuestos como una barricada, se levantaron, rodeándole.

—¡Estamos perdidos! —murmuró—. ¡Estos bribones nos han precedido!

Juan se había unido a él. No viendo a su hermano, el pobre joven lanzó un grito desgarrador.

—¡Me lo han matado! ¡Miserables!

—¿Qué es lo que te hemos matado? —preguntó el pirata que parecía el jefe de aquella colección de bandidos—. Yo no veo aquí ningún muerto.

—¿Dónde está mi hermano?

—¡Ah!, tal vez sea tu hermano uno de aquellos dos; lo ignoraba.

—¿Y qué habéis hecho de él?

—No me lo he comido, joven: te lo aseguro —dijo el pirata—. Pero si no se rinden, van a pasarlo mal esos dos testarudos.

—¿Dónde están? —preguntó Sao-King.

—Se han parapetado en el cuadro y se niegan a rendirse; pero eso no puede durar. Hace diez horas que los sitiamos, y comienzo a cansarme. Sí no ceden, haré poner en batería uno de estos cañones y derribaré su barricada.

—Y ¿qué esperas de nosotros? —preguntó Juan.

—Les obligaréis a rendirse.

—Nos negamos a ello.

—¡Foco a poco, joven! Tienes que habértelas con personas sin escrúpulos, que te tirarán al mar con dos balas de cañón atadas a los pies si te niegas a obedecerme. Vamos a ver, Stoven; trae una lámpara para que pueda ver la cara de estos dos señores. También debe de haber una botella de gin.

—Sí, Strong.

—Pues ofreceremos un sorbo a estos señoritos: no les sentará mal. ¿Es verdad, joven?

Mientras el marinero llamado Stoven buscaba una lámpara, Juan y el chino miraban con una mezcla de curiosidad y de temor a aquellos bandidos. Strong era un hombre de mediana estatura, con cuello de toro, espaldas de bisonte y miembros enormes.

Le surcaba la frente una ancha cicatriz profunda y ronza, inferida tal vez en alguna violenta contienda anterior.

Sus satélites no hacían mala figura junto a aquel oso marino.

Todos eran de formas macizas, rubios, con cabellos y barba enmarañados, líneas duras, angulosas y ojos azules.

Como su jefe, iban vestidos de tela gris, con ancha faja roja y grandes sombreros de paja basta.

Después de haber observado atentamente a los dos prisioneros, Strong destapó la botella que le habían traído, llenó tres copas que se encontraban sobre un barril, y ofreció dos a los prisioneros, diciendo:

—¡Choquemos! ¡Seremos buenos camaradas!

Juan tomó la suya y vertió su contenido en el puente, haciendo un gesto de desprecio.

En vez de ofenderse por aquel acto, el bandido se echó a reír.

—¡Por Baco! —exclamó—. Había olvidado que sois personas honradas, y nosotros facinerosos que forman parte de la sociedad de los Buitres del Estrecho de Torres.

Cambiando luego bruscamente de tono y mirando a Juan, añadió:

—Hablemos de nuestros negocios. Quiero saber si debo dejaros vivir o tiraros a los tiburones. Tenéis la vida en vuestras manos: tratad de salvarla.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Juan.

—Ya os lo he dicho: que obliguéis a vuestros compañeros a rendirse. ¡Conque decidios!

—Y cuando se hayan rendido, ¿qué vais a hacer de nosotros? —preguntó Sao-King.

—Guiaréis la nave, y nos llevaréis al golfo de Carpentaria, donde tenemos nuestro refugio y nos esperan otros compañeros.

—¿Y después?

—Luego os iréis adonde os dé la gana.

—¿Y el buque?

—Será nuestro por derecho de conquista —repuso el pirata.

—Entonces, ¿cómo podremos irnos?

—Tenemos un pequeño cutter, algo viejo, es verdad, pero todavía en condiciones de mantenerse a flote, y para vosotros cuatro será más manejable que esta nave, demasiado grande para vuestros brazos.

—Y ¿quién nos garantiza que cumpliréis lo prometido?

—Mi palabra.

—¿Podremos fiarnos? —preguntó Juan.

—Sí; os lo juro.

—Hemos sabido que nos habíais vendido a los salvajes para satisfacer sus monstruosos apetitos.

—¿Quién os lo ha dicho? —preguntó el bandido con sorpresa.

—Ya os lo diremos más adelante.

—Es cierto —dijo el pirata—; sí, os habíamos prometido a los salvajes de Mua para recompensarles por su ayuda; pero sólo de palabra. Nos sois demasiado necesarios para llevar la nave a Australia, y cuando Mua y sus antropófagos vengan a reclamaros, los tiraremos al mar.

—Voy a hablar con mi hermano —dijo Juan.

—Puedes hacerlo; pero ten cuidado con las balas. Tus compañeros no economizan las municiones.

—¡Ven, Sao-King! —dijo el joven en lengua china—. Ya estamos presos, y toda resistencia sería inútil.

CAPÍTULO IV. MUA Y SUS GUERREROS

Juan tomó la linterna, y mientras los piratas se ocultaban tras la barricada hecha con cajones y barriles, se dirigió hacia el castillo, gritando:

—¡Cirilo! ¡Señor Vargas! ¡No hagan fuego! ¡Somos nosotros!

Una voz muy conocida, y que reconoció en el acto, dijo:

—¿Eres tú, Juan?

—¡Sí, hermano! —repuso el joven.

—¿Y Sao-King?

—Está conmigo.

—¿Y los piratas?

—Están en la cubierta; pero no harán nada hasta que nosotros hablemos.

—Espera que quitemos la barricada. Señor Vargas, ayúdeme.

Pocos momentos después, la puerta del cuadro se abría y los dos hermanos se lanzaban uno en brazos de otro, mientras que el oficial argentino, que apareció detrás de Ferreira, estrechaba vigorosamente la mano al bravo chino.

—Estamos presos, ¿verdad? —preguntó Cirilo.

—Sí, hermano, y nuestra misión ha tenido un fracaso completo.

Entraron los cuatro en el cuadro, asegurando de nuevo la puerta con dos pesados cajones y algunos muebles tomados efe los camarotes.

Juan contó rápidamente todo cuanto le había acaecido en la orilla septentrional de la isla, la muerte del jefe, su prisión en la caverna, su fuga milagrosa y, por último, su captura por los piratas que habían conquistado la nave, y las proposiciones hechas por el jefe de aquella banda de audaces bandidos, haciendo comprender a sus compañeros que cualquier resistencia sería inútil, y hasta peligrosísima.

Cirilo, a su vez, le puso al corriente de los acontecimientos sucedidos desde su partida a bordo de la piragua de los salvajes.

La invasión de la nave por parte de los piratas había ocurrido de noche y por sorpresa. Aquellos bandidos llegaron a nado junto a la escala para no ser descubiertos, y luego, aprovechándose de la oscuridad, se precipitaron sobre cubierta disparando los fusiles, que habían mantenido fuera del agua.

Cirilo y el oficial apenas tuvieron tiempo de refugiarse en el cuadro y de asegurar la puerta abandonando los cañones.

Desde hacía catorce horas se hallaban estrechamente asediados, sin víveres y con pocas municiones, aguardando con ansiedad la llegada del jefe salvaje y de sus guerreros.

—Ya que no podemos contar con ningún auxilio, rindámonos —dijo Cirilo—. ¿Qué me dice usted, señor Vargas?

—Que es preciso rendirse —repuso el oficial.

—Aunque lográsemos vencer, nosotros solos no podríamos desencallar el buque.

—Ni componerlo —añadió Sao-King.

—¿Cumplirán su promesa esos bandidos? —preguntó Cirilo.

—Tienen interés en conservarnos a bordo —dijo Sao-King—, porque entre ellos no hay ninguno capaz de dirigir bien el buque.

—¡Si pudiéramos engañarlos! —dijo el oficial.

—¿De qué modo?

—Dirigiendo la nave a cualquier puerto australiano, y entregándolos a las autoridades inglesas.

—Nos matarían antes de llegar a tierra —repuso Sao-King—. Son hombres capaces de todo. ¡Qué viaje con tales canallas!

—En la primera ocasión procederemos, señor. Vargas. Por ahora, rindámonos, y luego se verá.

Habíase pasado cerca de una hora, y se oía a los piratas impacientarse. Blasfemaban, daban culatazos en la toldilla, y tiraban al aire los cajones.

—¡Vamos! —dijo Cirilo resignado—. ¡No irritemos a esos tigres marinos!

Quitaron la barricada, abrieron la puerta y salieron sin armas al puente.

El jefe de los piratas se adelantó con el fusil preparado.

—¡La rendición o la muerte! —dijo con voz amenazadora.

—Vea usted que estamos sin armas —dijo el argentino.

—¿Acepta usted las condiciones?

—Cedemos a la fuerza. ¿Cumplirán ustedes sus promesas?

—Lo hemos jurado.

—¡Veremos lo que valen vuestros juramentos!

—Strong es un pirata, pero leal. En el fondo de mi corazón ha quedado aún algo bueno. ¿Es usted el jefe?

—Sí —respondió Vargas.

—Ante todo, dé usted las órdenes necesarias para desencallar el buque. Mañana, los salvajes de Mua estarán aquí, y no se sabe lo que puede suceder.

—¿Cuántos hombres tiene usted?

—Aquí, seis, y dos en tierra.

—Todos harán falta. ¿Está alta la marea?

—Llegará a su máximo dentro de media hora.

—Bastarán dos anclas a popa y unas cuantas vueltas de cabrestante, porque el banco es de arena y está muy inclinado —dijo el argentino.

—Pues procedamos en seguida, porque mañana tendremos muchas cosas que hacer. Mua se pondrá furioso, y atacará a la nave para cogeros. Creo que preferiréis nuestra compañía a la suya.

—Haced elevar las dos anclas, y llamad a vuestros dos compañeros.

Dos piratas se embarcaron en la piragua y se dirigieron hacia la playa, mientras los otros, ayudados por Sao-King, preparaban las anclas y los cables.

Un cuarto de hora después volvía la piragua llevando a los dos piratas que habían quedado en tierra.

Uno era el bandido que Sao-King había visto en conciliábulo a la orilla del río; el otro, el que había encerrado en la caverna a Sao-King y a Juan. Al verlo, no pudieron éstos contener una sonrisa.

—¡Dick tiene mucho gusto en volver a veros! —dijo—. Compadezco a los salvajes que había dejado de guardia en la caverna. Sois hombres verdaderamente prodigiosos, y ya me contaréis algún día de qué modo habéis logrado escapar.

—¡Pronto! —dijo Strong—. ¡Los guerreros de Mua han sospechado algo y se preparan a atacarnos! ¡Por lo visto, no quieren perder el asado de carne blanca!

El momento era oportuno para desencallar la nave: la marea estaba a punto de a alcanzar su máxima altura, y el buque comenzaba a levantarse.

El argentino había reconocido ya vi banco, y había vuelto a bordo bastante satisfecho.

—Bastarán unas cuantas vueltas al torno —dijo a Cirilo.

Sus previsiones debían confirmarse. Apenas habían dado los piratas unas cuantas vueltas a las aspas del cabrestante, ayudados de Sao-King, Cirilo y Juan, cuando al Alción se deslizó suavemente sobre el banco, retrocediendo hacia las das anclas.

—Señor —dijo el jefe de los piratas a Vargas—. ¿Tenemos a bordo velas suficientes?

—Por el momento, hemos de contentamos con la del trinquete y los foques —repuso el oficial.

—¿Podremos correr más que las piraguas?

—El viento es bueno, y las dejaremos atrás; pero antes de alejarnos de este archipiélago y de emprender la travesía del Océano, tendremos que hacer alto para levantar, por lo menos, un árbol del trinquete,

—Tengo conmigo dos carpinteros —repuso Strong—. Llegaremos a Tonga, o mejor aún, a Pylstard.

—A lo que parece, conoce usted mucho las islas del Pacífico —dijo el argentino con algo de ironía.

El pirata sólo contestó con una sonrisa.

—Haga usted desplegar las velas —dijo Vargas al cabo de unos instantes—. Me parece ver piraguas hacía la costa.

—¡Son esos perros de salvajes que vienen a reclamaros! —dijo—. ¡Trataremos de engañarlos!

Alarmados por la presencia de las piraguas, Sao-King y sus compañeros se lanzaron a las velas para desplegarlas. No era cosa fácil, porque fallaban casi todos los órganos de maniobra

—¡Señor Vargas —dijo el chino—, esos salvajes estarán aquí antes que hayamos podido salir de la bahía!

—¡Ya lo veo! —repuso el argentino—. Pero seguramente Strong sabe cómo salir del aprieto. ¡El bribón debe de ser un tuno de primera!

—De todos modos, probemos —dijo el chino corriendo hacia popa, donde los piratas trabajaban en desplegar las velas.

Los salvajes, conocedores tal vez de los propósitos de sus aliados avanzaban remando furiosamente. Su flotilla se componía de diez piraguas, todas muy cargadas de gente. Debía de haber a bordo, por lo menos, un centenar de guerreros.

—¿Quién mandará la flota? —preguntaron Cirilo y el argentino a Strong.

—Mua —repuso éste.

—¿Es un jefe poderoso? —preguntó Cirilo.

—Sí, es un hombre a quien conocen ustedes. Es el que se ofreció a conducir a vuestros compañeros a los costas septentrionales.

—¡Qué traidor! —exclamó el argentino.

—¿Tienen ustedes licores a bordo? —preguntó el pirata.

—Dos cajas llenas de botellas

—¿Y víveres?

—Poquísimos. Hemos tirado al mar todas nuestras provisiones, porque habían sido envenenadas.

—¿Por quién?

—Eso no hace al caso dijo el argentino.

—Bastarán los licores —dijo Strong, renunciando por el momento a pedir mayores explicaciones.

Apenas habían desplegado la vela del trinquete, cuando las piragua; rodearon por todas partes al buque. Los salvajes parecían furiosos: gritaban como endemoniados, y mostraban con gestos amenazadores las lanzas y las mazas.

A bordo de la nave, y cerca de la escala, Mua preparábase a subir.

—Señores —dijo Strong, volviéndose hacia Ferreira y sus compañeros—, escóndanse en el cuadro y no teman, que nosotros sabremos defenderlos.

Apenas los tres americanos y Sao-King habían cerrado y afianzado la puerta, cuando Mua, seguido de ocho guerreros armados con mazas, apareció sobre la toldilla.

Después de haber enviado cuatro hombres al castillo donde estaban los pedreros para poder barrer la cubierta de la nave en caso de asalto, Strong avanzó hada el jefe de los antropófagos, llevando empuñado el fusil.

—¡Te esperaba! —le dijo.

—¿Y dónde están los hombres blancos que me has ofrecido? —preguntó el jefe con voz amenazadora—. ¡Mi tribu está impaciente por apresarlos!

—No perderá nada con esperar —repuso el pirata con voz tranquila—. Antes de entregártelos y de marcharme, quería ofrecerte a ti y a tus bravos guerreros unos vasos de gin, el licor que te gusta tanto.

Al oír estas palabras, la cólera del jefe se extinguió de golpe.

—¿Tienes de esa bebida que abrasa la garganta? —preguntó con avidez.

—Tanta como queráis beber tú y tus guerreros.

—¡Se me ocurre una idea! —dijo el salvaje—. Pienso celebrar aquí el banquete, y regarlo con tu delicioso licor. Haré traer aquí los asadores y la leña.

—¡Estás loco! —exclamó Strong—. Me quemarías el buque.

—Entonces, nos comeremos a tus prisioneros esta tarde.

¿Están bien custodiados?

—Los he hecho encadenar.

—¡Déjame que los vea!

—Después que hayáis bebido —repuso Strong sonriendo.

Hizo un signo a sus hombres, y éstos avanzaron llevando las dos cajas llenas de botellas que habían sacado poco antes del cuadro de popa: era la última reserva del capitán, que se había hallado escondida bajo el lecho de su camarote.

Mientras, por invitación de su jefe, los salvajes subían a bordo para tomar parte en la orgía, Strong había abierto las dos cajas y sacado las botellas. Eran ochenta, cantidad suficiente para embriagar a aquellos antropófagos, no acostumbrados a bebidas espirituosas.

Mua había cogido una y, rompiéndole el cuello, se había puesto a beber a tragos, manifestando su alegría con saltos de mono.

Entre tanto, los piratas destapaban las otras, llenaban los vasos y los hacían circular entre los guerreros, que los vaciaban con prodigiosa rapidez. Nunca se habían encontrado entre tanta abundancia, y se aprovechaban de ella con increíble avidez.

Calmada por un momento la sed, Mua envió a la costa a varios de los suyos para que trajeran plátanos, cochinillos asados, nueces de coco, pulpa de árbol del pan y batatas.

Devoradas aquellas provisiones, continuaron bebiendo los salvajes con nuevo ardor, decididos a no dejar una botella llena.

Si el jefe se mantenía fuerte, en cambio sus súbditos caían por docenas. Varios habían empleado el último instante de fuerza que les quedaba en bajar a las piraguas, donde se habían dormido profundamente.

En la toldilla, en el castillo de proa y hasta en la cámara común de los marineros, habían caído muchos. Por último, hasta Mua cayó, rompiendo la botella que tenía en la mano e hiriéndose atrozmente el rostro con los fragmentos de vidrio. Un vaso de whisky ofrecido por Strong le había derribado como si hubiera recibido un mazazo en mitad de la cabeza.

Aun quedaban en pie veinte o treinta salvajes, ya casi completamente ebrios.

Strong dijo algunas palabras a sus hombres, y un momento después, los dos cañones, vueltos hacia el mar, disparaban a un tiempo.

Al oír aquel estruendo imprevisto, los salvajes que aún quedaban en pie sé precipitaron, aterrados, hacia las bordas y se lanzaron al mar, gritando desesperadamente.

Cirilo, el argentino y sus compañeros, creyendo que se había desencadenado la batalla, se apresuraron a salir del cuadro armados de hachas y sables, porque habían sido privados de las armas de fuego.

—¡Cálmense ustedes, señores! —dijo Strong, riendo—. He hecho descargar los cañones para limpiar la cubierta de esos borrachos.

Luego cogió a Mua entre sus robustos brazos y lo tiró al agua, mientras sus compañeros hacían lo propio con los demás, sin mirar si caían en las piraguas o sobre el banco.

Pocos minutos después, mientras los salvajes, bruscamente despertados por aquel inesperado baño, se salvaban a nado, el Alción levaba anclas y marchaba hacia la salida de la bahía.

CAPÍTULO V. EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS

El viento, que era algo débil, no empujaba la nave con la velocidad que los piratas hubieran deseado.

Guiados por Sao-King y dirigidos por el argentino, que tenía interés en escapar del asador, los piratas habían agregado una gavia desplegada sobre el trozo que funcionaba como trinquete; pero aquellas nuevas velas no bastaban.

Ya hacia la playa; habían aparecido nuevas piraguas tripuladas por hombres que venían del pueblo salvaje, y después de recoger a sus compañeros, se dirigieron rápidamente hacia uno de los dos promontorios con intenciones manifiestamente hostiles.

Aquella maniobra no pasó inadvertida para Strong ni para el argentino, y mucho menos para Cirilo Ferreira, que se había encaramado hasta la Cofa en unión de Sao-King.

—¡Me parece que quieren cerrarnos el paso! ——dijo Vargas al jefe de los piratas.

—Es verdad —repuso éste, cuyo rostro se oscureció—. Creía haberme quitado de encima a esos animales, y van a darnos guerra. ¿No podríamos aumentar la velocidad de la nave y adelantarnos a aquellas chalupas?

—Y ¿qué velas vamos a desplegar?

—¿Podríamos agregar algunos estayes?

—No servirán de nada —repuso el argentino.

—¡Ya que quieren batalla, la tendrán! —dijo el pirata, rechinando los dientes—. ¡Ah!, si fuésemos nosotros solos.

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó el argentino.

—Porque desconfío de vosotros —repuso Strong, mirando con recelo al oficial—. Durante el combate podríais volver las armas contra nosotros y fusilarnos a traición.

—Por el momento tenemos interés en ayudaros —dijo Vargas—. Se trata de defendernos de los salvajes.

—¿Puedo contar con vosotros?

—Por ahora, sí.

—¡Me basta! —repuso el pirata, tranquilizándose—. ¡Pero cuidado, que sí alguno de mis hombres cae herido por vuestra mano, no os perdonaremos!

El argentino se encogió de hombros sin contestar.

—¿Qué alcance tienen vuestros cañones? —preguntó el pirata.

—Dos mil metros.

—¡Soy un buen artillero, y haré bailar a esos condenados antropófagos!

Se separó del argentino, que estaba al timón, llamó a sus hombres, les dio las órdenes para el combate y él se colocó detrás de los cañones, en unión de Sao-King y de Cirilo.

Entre tanto, la flotilla de los salvajes se había detenido en la embocadura de la bahía para cortar el camino al Alción. Se componía de cuatro dobles piraguas de unos quince metros de largo, y de siete canoas montadas por muchos salvajes.

Todos los hombres capaces de manejar un arma habían salido del pueblo para hacer pagar cara a los piratas su traición.

Viendo avanzar la nave, se reunieron en grupo, vociferando espantosamente y blandiendo las mazas, las lanzas de punta de hueso y los arcos.

—¡Queremos los blancos! —rugían—. ¡Parad u os abordaremos!

De pronto, las piraguas se pusieron en movimiento, acercándose velozmente a la nave.

Advirtiendo el peligro, el argentino gritó:

—¡Fuego! ¡No os preocupéis de las velas! ¡Metralla con ellos!

Strong y Sao-King respondieron descargando las dos piezas.

Una piragua, alcanzada de lleno, se fue inmediatamente a pique; pero las otras continuaron la carrera, mientras los arqueros disparaban sobre el puente de la nave nubes de flechas.

Los piratas comenzaron a hacer fuego con los fusiles. Aquellos bribones, acostumbrados a la lucha y, sobre todo, a los abordajes, se batían denodadamente y sin perder la calma. Buenos tiradores, rara vez fallaban el golpe; cada bala que salía de sus fusiles dejaba un hombre fuera de combate.

Sin embargo, los salvajes avanzaban tan velozmente, que pronto hicieron ineficaz el fuego de la artillería.

Temiendo Sao-King que pudieran llegar a cubierta, cargó los dos cañones con metralla, y luego, seguido por Juan y por Cirilo, se lanzó al castillo para defender al argentino, que había quedado al timón.

El abordaje era inminente cuando el Alción, que ya había doblado uno de los dos promontorios, se inclinó ligeramente sobre estribor, mientras sus velas se henchían.

La brisa, que en la bahía era muy débil, soplaba con mayor fuerza fuera de ella, y las pocas velas desplegadas la recibían de lleno.

Con una hábil virada, el argentino puso la nave en dirección del viento. En el acto, la velocidad del Alción aumentó considerablemente, alejándose de las piraguas de los salvajes. Viendo éstos que la presa estaba para írseles de las manos, volvieron a empuñar los remos para darle caza.

—¡La última descarga! —gritó el argentino—. ¡La nave corre como un buque de vapor!

Viendo Sao-King a tiro a sus adversarios, disparó dos cañonazos de metralla, mientras los piratas, Juan y Cirilo descargaban sus fusiles.

Los salvajes, ya desmoralizados, saludaron a los fugitivos con una última descarga de flechas, inofensivas a causa de la distancia, y luego escaparon hacia la bahía para sustraerse a una nueva descarga.

—¡Parece que ya tienen bastante! —dijo Strong, alegre por aquel triunfo inesperado—. ¡Estaba temiendo morir yo también ensartado en el asador!

Todo peligro había pasado. El Alción se encontraba lejos, y continuaba su carrera hacia el Sur, impulsado por aquella brisa favorable.

—Ante todo, ¿a dónde quieren ustedes ir? —preguntó Vargas al jefe de los piratas.

—Ya se lo he dicho: a Pylstard, si cree usted necesario reparar la nave —repuso Strong.

—No se trata sólo de repararla, sino de proveería de víveres.

—¿No los hay a bordo?

—Ya se lo dije a usted.

—¿Los ha tirado al mar? —preguntó el pirata, mirándole de través.

—Es que no quedaban.

—Lo que usted dice es grave. ¡Sangre del diablo! ¿Quién quiere usted que nos surta de víveres?

—Los habitantes de esas islas.

—No tienen más que frutas y algunos cerdos. ¡Si hubiera algún buque que tomar al abordaje!

—Creo que no tendrá usted la pretensión de considerarnos a nosotros como piratas —dijo Cirilo, que presenciaba el diálogo.

—¡Ustedes harán lo que yo quiera! —repuso el bandido duramente—. ¡No olviden que son nuestros prisioneros!

—¡Prisioneros, sí; pero no vuestros esclavos! —repuso el peruano con firmeza.

—¡No alce usted tanto la voz, querido amigo! Ya no tenemos necesidad de vuestra ayuda para libertarnos de los salvajes, y estamos en pleno Océano.

—¿Y qué? —preguntó el argentino.

—Que si no obedece usted, le haremos danzar en la punta de la mesana con una buena cuerda al cuello.

—Por lo visto, olvida usted una crepuscular Vargas fríamente.

—¿Qué?

—Que sin nosotros no podréis manejar la nave.

—¡Sangre de ballena! —gritó el pirata, que comenzaba a impacientarse—. ¡Algo entiendo yo de eso, y la brújula también la conozco! ¡Os vigilaré, señores míos!

—La brújula no os bastará para llegar al golfo de Carpentaria.

—Si no hubiera sido por eso, no sé si os hubiera dejado a bordo. Probablemente a estas horas estaríais asados.

—¡Muchas gracias por su franqueza! —dijo Cirilo irónicamente.

—¡Basta! —gritó el pirata, exasperado—. Estas conversaciones son inútiles; vamos a ver lo que decidimos.

—Usted dirá —dijo el argentino.

—Nos conviene vivir en perfecto acuerdo, para salvarnos.

—Tal es nuestra opinión, al menos por ahora.

—Estamos tratando la cuestión de víveres. ¿Qué me aconseja usted hacer?

—Marchar hacia Pylstard.

—No encontraremos allí gran cosa.

—Pues vamos a Tonga.

—No —dijo el pirata—; esos isleños tienen muy mala fama.

—Entonces, vamos a Pylstard —dijo el argentino—. Si el viento se mantiene así, llegaremos dentro de dos o tres días.

Iban a separarse, cuando oyeron a proa carcajadas y exclamaciones de sorpresa.

Strong, siempre desconfiado, empuñó inmediatamente su fusil. Un grito de asombro se le escapó:

—¡Salvajes a bordo!

Algunos piratas habían arrastrado a cubierta a dos salvajes a fuerza de empellones y culatazos, y éstos salían de la cámara de la tripulación, oscilando sobre sus inseguras piernas.

—¿De dónde sale esta canalla? —preguntó Strong.

—Son guerreros de Mua, que se habían dormido en las hamacas —repuso un pirata, riendo a carcajadas.

—¿Cuántos son?

—Ocho.

—¡Tiradlos al mar! —repuso brutalmente el jefe.

—¡No cometerá usted semejante infamia! —repuso Cirilo, interviniendo—. Se ahogarían antes de llegar a la orilla, porque ya estamos muy distantes de ella.

—Además, tenemos tiburones a popa —añadió el argentino.

—¿Y qué quiere usted que haga con esos perros?

—Eran vuestros aliados-dijo Cirilo, en tono sardónico.

——Pues ahora no sé qué hacer con ellos. ¡Ah! ¡Pueden servirnos en Pylstard! ¡Y yo que quería ahogarlos! Entre tanto, los encadenaremos en la estiba, para que no nos molesten.

Cuatro días después de su salida de Wauwau, el Alción anclaba en una rada de Pylstard, que es la última isla de aquel archipiélago.

CAPÍTULO VI. UN CAMBIO INICUO

Pylstard es una de las islas más agrestes del archipiélago de Tonga-Tabú, y aun de las menos pobladas y más pobres; su vegetación es escasa: parece de origen volcánico y madrepórico; tiene las costas muy elevadas, y en el interior, dos montañas divididas por un valle profundo.

El fondeadero, escogido por el argentino con arreglo a las indicaciones de Strong, que conocía la isla, no era muy seguro, aunque algunas filas de escollos le resguardasen del ataque de las olas.

La costa parecía desierta, pues no se veían cabañas ni piraguas. En cambio, estaba poblada por multitud de aves, llamadas por los holandeses Pylstard, y que han dado su nombre a la isla.

Más allá de las primeras rocas se delineaban grupos de cocoteros y de plátanos del más hermoso aspecto, aun cuando en general el terreno parecía muy árido.

Después de haber observado atentamente la costa, Strong se volvió hacia el argentino y Cirilo, que estaba a su lado, y les dijo:

—Un cañonazo bastará para llamar a los salvajes. En medio de aquellos bosques hay algunos pueblecillos.

—¿Y por qué no vamos a buscarlos, si, como usted ha dicho, conoce alguna gente de ésa? —preguntó Cirilo.

—¡No me fío! —repuso el pirata con una sonrisa irónica.

—¿De los salvajes?

—No, de ustedes. Serían capaces de huir a los bosques, y me son demasiado necesarios para dejarles que se vayan. De modo que mientras estemos aquí haré vigilarles estrechamente.

—Haga usted lo que quiera —dijo Cirilo, con indiferencia—; pero tenga la seguridad de que no tenemos la menor intención de acabar la vida entre los antropófagos.

—¡Lo creo! ¿Tienen ustedes a bordo objetos que regalar a los salvajes?

—No, porque nuestra nave no traficaba con los isleños de la Polinesia —repuso el argentino.

—Yo ya tengo un buen artículo de cambio —dijo Strong—. Agregaremos a eso unos trozos de hierro, clavos y algunas cadenas que no sirvan, y los salvajes quedarán muy contentos. ¡Eh, Davy: dispara los cañones!

El pirata que llevaba este nombre descargó las dos piezas de artillería en dirección de la costa, donde el estampido se propagó con horrísono estruendo.

No había pasado un cuarto de hora, cuando aparecieron en la playa algunos hombres armados de lanzas y de mazas, y luego una piragua cerca de uno de los promontorios que formaban la ensenada. Aquella barca, semejante a las que emplean los isleños de Wauwau y los de Tonga-Tabú, estaba tripulada por siete salvajes casi desnudos. Primero describió una ancha curva alrededor de la nave, temiendo, sin duda, los tripulantes tener mala acogida; pero después se acercó, y se detuvo bajo la escala. El que guiaba la piragua debió de conocer a Strong, porque le dirigió la palabra preguntándole el motivo de su regreso en una piragua tan grande.

—¡Sube! —dijo Strong—. Nada tienes que temer, y sí, en cambio, mucho que ganar.

—¿Han estado ustedes aquí? —preguntó el argentino al pirata.

—Sí; antes de llegar a Wauwau nos detuvimos aquí para renovar nuestras provisiones.

—¿En qué buque vinisteis?

—En un hermoso bergantín sólido y bien armado.

—¿Os lo echaron a pique?

—No; una traidora punta de coral le rompió la carena. Estábamos entonces en las costas meridionales de Nueva Caledonia, y… Pero ¿qué os importa saber estos detalles? Además, tenemos que hacer otras muchas cosas en estos momentos.

El salvaje había subido ya a bordo, frotando sus narices contra las de los piratas, y manifestando viva alegría al volver a verlos.

—¡Los bandidos siempre están de acuerdo! —dijo Cirilo—. ¡Quién sabe las infamias que habrán cometido juntos!

Strong cogió del brazo al salvaje y le condujo hacia proa, hablando con él animadamente. De seguro no deseaba que los prisioneros asistieran al coloquio, porque sabía que Sao-King entendía la lengua de los tongueses.

—Señor Ferreira —dijo Vargas con voz inquieta—. ¿Tratará Strong de desembarazarse de nosotros? Si sólo quisiera pedir víveres, hubiera hablado en nuestra presencia.

—Ya hubiera podido quitamos de en medio —dijo el peruano—. Si no lo ha hecho, podemos estar tranquilos.

—Y, además, le somos muy necesarios —dijo Juan.

—Sí; pero ¿hasta cuándo? —dijo el argentino, cuya frente se ensombreció—. ¿Creen ustedes que nos pondrán más tarde en libertad? Yo lo dudo.

—¡Si pudiésemos escapar! —murmuró Sao-King.

—¡Ojalá encontrásemos un buque de guerra! —repuso Vargas.

—En esta parte es muy raro encontrarlos, ¿no es verdad? —preguntó Cirilo.

—Es cierto; pero a veces se los encuentra cerca de las costas de Australia. Tengo un provecto.

—¿Cuál?

—Tirar al mar unas cuantas botellas con un documento en el interior, que explique nuestra prisión y la situación en que nos encontramos. Tal vez alguna de ellas sea recogida por cualquier buque de guerra, y entonces estará asegurada nuestra libertad.

—El medio me parece poco práctico, amigo Vargas —dijo Cirilo.

—Era preciso saber dónde tienen su guarida estos piratas.

—Lo sabremos.

Entre tanto, Strong había terminado su coloquio con el salvaje, y éste, después de haber bebido un vaso de whisky y recibido como regalo algunos clavos y algunos trapos de colores tomados de los cajones del equipaje, volvió a bajar a su piragua.

—Tendremos víveres y agua —dijo el pirata, dirigiéndose a los prisioneros—. Nuestro viaje está asegurado.

—¿Y el árbol del trinquete? —preguntó el argentino—. Nuestro buque no puede emprender en estas condiciones una navegación tan larga.

—Traerán madera en abundancia, y nosotros la labraremos. Uno de mis hombres irá a tierra para escoger los árboles que nos convengan.

—¿No se fía usted de mí?

—Haré mal, pero no me fío —repuso Strong.

—Le demostraré su, sinrazón guiando el Alción hasta vuestro refugió.

—No pido más.

—Pero ha olvidado usted una cosa —dijo el argentino.

—¿Qué?

—Decirme precisamente adonde debo guiar la nave. El golfo de Carpentaria es muy grande.

—¿Conoce usted el Estrecho de Torres?

—Sí; lo he atravesado más de cinco veces.

—¿Y las islas del Príncipe de Gales?

—También.

—Pues tenemos que ir a la de Mera.

—¿No es la mayor del grupo? —dijo el argentino.

—Sí.

—¿Nos dejaréis marchar después?

—Así lo creo.

—¿Que lo cree usted? —exclamó Vargas, frunciendo el ceño.

—El jefe no soy yo. Nuestro capitán ha muerto en el naufragio; pero allí hay otro, que es a quien corresponde decidir de vuestra suerte.

—¡Eso es una perfidia! —gritó irritado el argentino.

—No se inquiete usted —dijo Strong—. El teniente Carpellea no es tan malo como se cree, y estoy seguro de que tendrá mucho gusto en desembarazarse de ustedes.

—Hay muchos modos de librarse de las personas, y uno de los más seguros es ahorcarlas.

—¡No crea usted tanto, señor mío! Respondo de la vida de ustedes.

—¡Ya veo cómo saben mantener los piratas su promesa!

—¡Vaya; acabemos! ¡No vale la pena de quemarse la sangre con semejantes tonterías!

—¡Es usted un bandido! —gritó el argentino, furioso.

—¡Un bandido digno de la cuerda! —añadió Cirilo.

—¡Cuidado con la lengua! —gritó el pirata—. ¡Estos salvajes no gustan menos de la carne blanca que los de Wauwau! ¡Conque, silencio!

El argentino iba a lanzarse sobre el miserable; pero Cirilo se lo llevó, diciéndole:

—¡No cometa usted imprudencias, Vargas!

—¡Es necesario librarnos de esta canalla! —repuso éste.

—Aún no hemos llegado al Estrecho de Torres.

—Y antes de que lo atravesemos ha de pasar algo, amigo Cirilo.

—Pues todos estamos dispuestos a ayudarle.

En esto, diez piraguas tripuladas por unos cincuenta salvajes se aproximaron a la nave.

Llevaban gran número de cerdos de escasa talla, grandes tortugas marinas, plátanos, nueces de coco, frutas del árbol del pan y, sobre todo, muchísimas batatas de extraordinario tamaño.

Los salvajes invadieron la nave, amontonaron las frutas sobre la cubierta y lanzaron los cerdos y las tortugas en el entrepuente, donde inmediatamente eran atados. Era la primera remesa, porque después las piraguas se alejaron con parte de los salvajes y dos piratas, los cuales habían cargado dos barcas con barriles para la provisión de agua.

Strong hizo preparar comida, compuesta de galleta averiada, algo de bacalao y cuanto pudo encontrarse en el cuadro de popa, invitando a los principales guerreros. A esto agregó las últimas botellas del capitán, cerca de media docena, a pesar de las protestas de sus compañeros, a los cuales les desagradaba emprender la larga travesía sin una gota de licor.

Por la tarde, las piraguas estaban de vuelta, trayendo más fruta, crustáceos grandísimos, harina de sagú, extraída de la médula del árbol así llamado, y muchos peces para salarlos o ahumarlos.

Tampoco faltaba una buena provisión de leña seca.

—¿Podrán bastar esos troncos? —preguntó Strong al argentino.

—¿Para levantar un nuevo árbol para ahorcarse? —preguntó éste con ironía.

—Para nuestra nave.

—¡Diga usted para la vuestra!

—Por ahora es de propiedad común —dijo Strong.

—Y ¿qué vais a dar a los salvajes en cambio de estos víveres?

—¿Quiere usted saberlo?

—Sí.

—¡Pues mire usted!

En aquel momento los piratas, después de haber hecho llevar a bordo los barriles llenos de agua, arrastraban por el puente a los ocho salvajes de Wauwau, que hasta entonces habían permanecido encadenados en el entrepuente.

Los desgraciados, adivinando tal vez su triste suerte, oponían desesperada resistencia, defendiéndose a puntapiés y puñetazos.

—¿Qué va a hacer de esos hombres? ——preguntó el oficial, que comenzaba a sospechar el infame proyecto del bandido.

—Me sirven para pagar los víveres —repuso Strong—. Agregaré un poco de hierro viejo, y estos bravos isleños quedarán satisfechos.

—¿Y los vende como esclavos?

—¿Esclavos? No se gastan en Pylstard; aquí el hombre no es más que un comestible.

—¿Y no le remuerde la conciencia?

—¿Y qué iba yo a hacer de esos tipos?

—¡Ah, vil bandido!

—¡Tiene usted la lengua demasiado suelta!

—¡Hombres blancos que venden carne humana! ¡Me da usted asco, canalla!

—¿Quería usted que nos muriésemos de hambre? ¡Qué gente tan escrupulosa! ¡Decididamente, no han nacido ustedes para estar de acuerdo con nosotros!

—¡Dé usted hierro, y no hombres, a esos antropófagos! —gritó el argentino, pálido de rabia.

—¿Les regalaremos las cadenas de las anclas? —dijo Strong burlándose—. ¡Déjeme usted a mí, que entiendo bien el comercio!

Dicho esto, se fue para ayudar a sus hombres a entregar los isleños, que lanzaban gritos horribles.

El argentino dio entonces una voz:

—¡A mí, compañeros! ¡Vamos a impedir esta infamia!

Sao-King, Cirilo y Juan se pusieron inmediatamente a su lado como un solo hombre, armándose con los espeques del cabrestante.

A una orden de Strong, cuatro piratas se volvieron pronto, apuntando con sus fusiles a los prisioneros.

—¡Abajo los espeques! —gritó Strong con tono amenazador—. ¡Abajo los espeques u os hago fusilar como perros!

—¡Podéis matarnos; pero no consentiremos que se cometa semejante infamia! —dijo Cirilo.

—¡Claro que os mataré! —rugió Strong—. ¡Aquí mando yo! ¡Basta! ¡Tirad esos espeques! ¡Sangre del infierno! ¿Obedecéis o no?

El momento era terrible, porque el bandido parecía resuelto a llevar a efecto su amenaza, adelantándose hasta tocar con el cañón de su fusil el pecho del valeroso comisario. Los demás piratas mostrábanse decididos a cumplir las órdenes de su jefe.

El argentino comprendió que un instante de vacilación podría costarles la vida, porque también los salvajes, empuñando sus mazas, se habían colocado detrás de los piratas, dispuestos a ayudarles.

—¡Calma! —dijo—. Nada conseguiréis con matarnos, pues sin nosotros no podréis llegar al Estrecho de Torres.

—¡Entonces, dejadme hacer lo que me parezca! —respondió el bandido, levantando el fusil.

—Cuando menos, trate usted de convencer a esos salvajes, amigos suyos, para que no maten a los prisioneros.

—Lo intentaré; pero no tengo gran confianza en sus promesas.

—Indúzcalos a que los conserven como esclavos, en vez de sacrificarlos.

—Se lo prometo.

Strong hizo bajar los fusiles y se retiró a proa, donde se hallaba el jefe de los caníbales.

El resultado de aquella conferencia no fue conocido del argentino y sus compañeros. ¿Había tratado realmente el pirata de conseguir del jefe que no sacrificase a los prisioneros, o había tratado con él de cualquier cosa? Preciso era desconfiar mucho de la humanidad del bandido.

Es lo cierto que pocos minutos después los ocho isleños de Wauwau, a pesar de su resistencia, eran embarcados en dos piraguas y conducidos rápidamente hacia la playa.

—¿Los sacrificarán? —preguntó Cirilo al argentino.

—Me temo que Strong no se haya tomado ni el trabajo de hablar en su favor, y que todos esos desgraciados habrán sido asesinados mañana.

CAPÍTULO VII. LOS «COOLIES», VENGADOS

Al día siguiente, el Alción se alejó de la isla para emprender la larga travesía. Como el mar estaba tranquilo, Strong decidió que los trabajos de reparación se realizaran en alta mar, porque no se fiaba mucho de los salvajes, los cuales, a pesar de sus protestas de amistad, podían jugarle una mala pasada.

El argentino, único que podía guiar a buen puerto al Alción, hizo poner la proa hacia el Oeste, resuelto a pasar junto a la parte meridional de Nueva Caledonia, antes de remontarse hacia el Norte, a fin de evitar el conjunto de islas peligrosas que se extienden entre el archipiélago de Fidji y el de las Nuevas Hébridas.

Ayudados por Sao-King, los piratas se pusieron entre tanto a la obra de colocar un árbol de trinquete, a fin de dar a la nave mayor estabilidad e imprimirle también más velocidad.

Cuatro días después de su partida de Pylstard, el Alción se hallaba en condiciones de afrontar las olas y los vientos. Aquellas reparaciones habían sido hechas con oportunidad, porque al quinto día de marcha, el tiempo, que hasta entonces se había mantenido espléndido, comenzó a ser amenazador.

El viento, que hasta entonces había sido ligero, comenzaba a ser más intenso. Sin duda había estallado alguna tempestad en el Océano Pacífico meridional.

—¿Tendremos otro tifón? —preguntó Cirilo, que había marchado a popa, donde el argentino se encontraba junto al timón.

—Tendremos alguna ráfaga furiosa —repuso el oficial, mirando las nubes, que continuaban extendiéndose por el cielo—. Me alegro de haber escogido esta ruta, que nos permite maniobrar libremente sin temor de tropezar con algún escollo.

—¿Tiene usted confianza en la habilidad de estos piratas?

—Completa. Son hábiles marineros. Sin embargo, si las olas se los llevaran, me alegraría. Por ahora son ovejas porque ríos necesitan; pero luego se volverán tigres.

—¿No cree usted que nos dejen marchar?

—Creo que no, porque temerán ser denunciados.

—Eso mismo pensaba yo —repuso el comisario—. ¿Qué querrán hacer de nosotros? ¿Que seamos también piratas?

—Por lo menos nos tendrán prisioneros, si no se les ocurre ahorcarnos.

—¿Cómo quitárnoslos de encima antes de llegar al Estrecho de Torres?

—Ya he tirado al mar algunas botellas.

—¿Las recogerán?

—¡Quién sabe!

En aquel momento se oyó la voz de Sao-King, que gritaba:

—¡Vela a babor!

Strong, que se encontraba a proa, al oír aquel grito se lanzó hacia la amura de babor mirando atentamente. Varios de sus hombres le habían imitado.

—¡Una vela! —exclamó el argentino—. ¡Será que alguna botella!…

—¡Silencio, imprudente! —dijo Cirilo.

Todas las miradas se dirigieron hacia el Sur, por donde aparecía un punto blanquecino que se balanceaba a merced de las olas. Strong se hizo traer un anteojo, y lo dirigió precipitadamente hacia aquel punto blanco.

—Es una vela, pero una sola —dijo al cabo de unos instantes—. Debe de ser un barco muy pequeño, porque no veo más que un solo árbol.

Entregó el anteojo a uno de sus hombres y se dirigió hacia popa, donde estaban reunidos el argentino, Cirilo y Juan.

—No sé —les dijo— con qué nave tendremos que habérnoslas. Lo que debo deciros es que vamos a atacarla, y que durante el combate, si es que lo hay, ustedes no deben intentar nada contra nosotros. A la más leve sospecha, volveré los cañones contra ustedes y los ametrallaré sin compasión.

—¿Va usted a hacernos cómplices de alguna nueva infamia? —dijo Cirilo.

—No, porque no pido que me ayuden, sino qué guarden absoluta neutralidad y den buena dirección al buque. Para combatir nos bastamos nosotros, y ya lo demostraremos. Dadme palabra de ser neutrales, o me veré obligado a encerraros por ahora.

—Preferimos asistir a la lucha, deseando que llevéis la peor parte.

—¡Ya veremos quién llevará la peor! —dijo Strong, mientras sus ojos lanzaron una mirada de ferocidad—. ¡Pronto, dadme vuestra palabra!

—Os la damos —contestó Cirilo.

—¡Cuidado con faltar a ella, porque no os lo perdonaríamos!

—¡Ya sabemos de lo que sois capaces!

Los tres amigos se vieron obligados a prometer guardar neutralidad, aunque en su fuero interno deseaban vivamente la derrota de los bandidos.

Strong se volvió a sus hombres y les dijo:

—¡Cargad con bala los cañones, y preparad los fusiles! ¡Yo me encargo de desarbolar aquel barco de una andanada!

La nave, o mejor dicho, la navecilla, no parecía tratar de acercarse, y hasta se hubiera dicho que no seguía ruta alguna. Permanecía siempre a la misma distancia, dejándose llevar por el caprichoso impulso de las olas.

El argentino no pudo menos de decir a Cirilo:

—Aquel velero no lleva dirección.

—Tendrá el timón roto —dijo Sao-King.

—Desde luego, alguna grave avería.

—Me parece que es de pequeñas dimensiones —dijo Cirilo, que se había provisto de un anteojo—. Os aseguro que Strong se ha equivocado por esta vez, y que no habrá lucha. Creo que se trata de una chalupa grande, y no de una nave.

—Sí —confirmó Sao-King, que estaba dotado de excelente vista.

Hasta Strong parecía haber notado ya que se trataba de un buque pequeño, porque había hecho suspender los armamentos, mandando a sus hombres que virasen de bordo. Realizada la maniobra sin dificultad, el Alción se dirigió al encuentro de la supuesta nave, que continuaba en las mismas aguas.

—Es una chalupa armada en cutter —dijo el argentino, que no la perdía de vista.

—Y hasta me parece que no lleva tripulación —añadió Sao-King.

—Las aves marinas revolotean en gran número sobre ella —dijo Cirilo—. ¿Habrá allí muertos? Las veo bajar de cuando en cuando, y luego subir rápidamente.

—Señores —dijo Strong aproximándose—, no habrá necesidad de combatir a aquella chalupa; pero como puede sernos útil, vamos a recogerla. Señor Vargas, maniobre usted de modo que nos acerquemos a ella.

—Es lo que estoy haciendo —repuso el argentino—. ¡Caramba! ¡Aquella chalupa la conozco! Está pintada de verde con una franja blanca: ¡los colores del Alción!

—¿Es posible? —exclamaron Cirilo y Juan.

—Es aquella en que embarcaron el capitán, el bosman y buena parte de la tripulación. ¡Atención a la maniobra!

La chalupa estaba ya a pocos cables de distancia. Tenía las velas aún desplegadas; pero estaba a merced de las olas, porque no había nadie al timón. Saltaba sobre las crestas del oleaje, como una pelota de goma. Las aves marinas volaban sobre ella, gritando y posándose en las bordas sin dar muestras del menor temor.

Con una hábil maniobra, el argentino dirigió el Alción sobre la chalupa, tratando de abordarla. Un grito de horror se escapó de los pechos de Sao-King, Cirilo y Juan. Desde lo alto del castillo habían visto en la chalupa algunos cadáveres.

—¡Sangre de Belcebú! —exclamó Strong—. ¡Hay muertos allá adentro! ¡Que el diablo se los lleve! ¡Ya no quiero la chalupa!

—¡Esa embarcación perteneció a nuestro buque —dijo Vargas—, y esos cadáveres son los de nuestros compañeros!

—¡Sí! —dijo Sao-King fríamente—. ¡Mis compatriotas han sido vengados!

—¿Qué historia es ésa? —preguntó Strong mirando a los prisioneros y frunciendo el ceño.

—¡Una historia que no os importa! —repuso el argentino—. ¡Huyamos, y dejad a esa chalupa que continúe su fúnebre viaje!

Luego, sin esperar ninguna orden, volvió a poner la nave al viento, continuando la primera ruta.

—¿Habrán muerto de hambre esos desgraciados? —preguntó Juan, mirando con horror aquella barca, que las olas amenazaban a cada instante echar a pique.

—Es probable —repuso el argentino—. En su precipitación por abandonarnos, embarcaron pocos víveres, esperando tal vez llegar pronto a las Tonga.

—¡Su castigo ha sido terrible! —dijo Cirilo.

—¡Pero merecido! —añadió Sao-King.

—¿Y la otra chalupa? —preguntó Juan.

—Habrá sido sumergida por el tifón —dijo Vargas—. Era demasiado pequeña para defenderse del mar.

Entre tanto, el Alción había vuelto a emprender su carrera, luchando penosamente contra las olas, que con furia le acometían de costado.

Strong hizo arriar algunas velas, no confiando en la solidez de los palos. Sin embargo, la tempestad no parecía que hubiese de estallar pronto, porque el viento aumentaba lentamente y las olas no se encrespaban.

Aunque el Océano estuviese tan agitado, gran número de peces se mostraban en los alrededores del buque, jugueteando en su estela. Eran en su mayor parte «veleros», así llamados porque tienen en el dorso una aleta ancha, de la cual se sirven como de una vela para aumentar su velocidad.

Nadaban en grupos de diez o doce, dejándose llevar por las olas y por el viento, y mostrando su hocico, armado con una especie de espada muy aguda, de cerca de un metro de largo, y a veces hasta de dos, arma formidable que los hace temibles hasta para los tiburones.

Había algunos grandísimos, de cerca de diez pies de largo, que a veces la emprendían contra la nave, tratando de perforarle la carena.

—¿Qué hacen aquí todos estos peces? —preguntó Juan al argentino.

—Emigran —repuso éste.

—¿Son peligrosos?

—El terror de los isleños de la Polinesia, porque frecuentemente se lanzan contra las piraguas y las atraviesan con la espada. No tienen miedo de atacar a veces a las ballenas más gigantescas.

—¿Y las matan?

—Sí. Las desgraciadas mueren en medio de los más atroces espasmos; pero antes muere el velero que las ha herido, porque ya no puede sacar su espada.

—Una vez he encontrado uno de estos peces sujeto a la carena del Alción.

—¿Lo había atacado? —preguntó Juan.

—Probablemente, en su ciega rabia lo tomó por una ballena y había clavado su espada entre las junturas del casco, de modo que no pudo retirarla.

—Se parecen a los peces espadas —dijo Cirilo.

—No se diferencian más que en el tamaño y en la forma del cuerno —repuso el argentino—. En éstos, como veis, es cilíndrico y más sólido. En el pez espada, plano y más resistente.

—¡Buen golpe! —exclamó en aquel momento Sao-King, que seguía con atención los movimientos de los veleros—. Están cazando un banco de morenas.

Con un salto repentino, uno de aquellos peces se había lanzado hacia adelante, y luego, levantando bruscamente el cuerno, se vio en él ensartada una especie de anguila de dos metros de largo y muy voluminosa.

—¡Es una verdadera desgracia no tener redes! —dijo Cirilo—. Esas morenas son exquisitas.

—¡Excelentes! —dijo Sao-King—. Los isleños no temen arriesgarse para cogerlas.

—¿Son peligrosas estas anguilas? —preguntó Juan.

—Tienen dientes agudísimos que producen heridas terribles —repuso Sao-King.

—Y, sobre todo, les gusta mucho la carne humana —añadió Cirilo.

—¡Ah! ¿Serán tal vez de la misma especie de las que fueron tan apreciadas por los antiguos romanos?

—Sí, Juan —repuso el comisario—. No había romano rico que no tuviera en su propia casa una piscina o un estanque poblado de morenas; las amaestraban, las nutrían en abundancia, y a veces se llegó a colgarles pendientes.

—¡Pues daría gusto verlas! —dijo Juan sonriendo.

CAPÍTULO VIII. A TRAVÉS DEL OCÉANO PACIFICO

Entre tanto, el tiempo empezaba a cambiar, pareciendo que amenazaba una borrasca violentísima, que tal vez obligaría al Alción a cambiar de ruta, lanzándolo hacia el intrincado archipiélago de las Nuevas Hébridas.

Violentas ráfagas de aire se sucedían de cuando en cuando, acompañadas de furioso aguacero de breve duración. El viento tendía a girar al Sudoeste, obligando al buque a la fatigosa maniobra de las bordadas y poniendo a dura prueba a su escasa tripulación.

Sin embargo, como habilidísimo marino y ayudado eficazmente por Strong, que debía de haber sido en otro tiempo excelente contramaestre, Vargas se esforzaba en sostener la primitiva ruta para llegar a las costas meridionales de Nueva Caledonia y cruzar después el Mar de Coral.

No obstante, aquella lucha no habría de durar mucho. A pesar de las continuas bordadas, el Alción era lanzado poco a poco al Norte, haciendo perder a Vargas la esperanza de llegar a Nueva Caledonia.

Olas cada vez más fuertes asaltaban constantemente a la nave, que oscilaba horriblemente falta de la estabilidad necesaria, por no tener el palo mayor ni cargamento bastante.

Al cabo de dos días, el Alción, a la altura de la isla de Valpole, entre el archipiélago de Tonga y la gran isla francesa, tuvo que abandonar su primera dirección y escapar a través del archipiélago de las Nuevas Hébridas, obligado por el viento, que repentinamente había saltado al Oeste.

El temporal era amenazador, y las olas se encrespaban con terrible furia, sacudiendo cada vez más impetuosamente a la pobre nave. Formidables truenos resonaban uno tras otro entre aquella masa de vapores, negros como la pez, que se precipitaban sobre el mar en incesantes chaparrones.

Todos los tripulantes del Alción empezaban a sentir gran inquietud; Strong y sus hombres estaban también sobrecogidos de espanto, e interrogaban ansiosamente el horizonte, temiendo a cada momento ser lanzados contra cualquiera de las islas de aquel archipiélago.

El Alción, muy castigado por el primer tifón, no tenía gran resistencia, y en su carena podía abrirse alguna vía de agua gravísima.

—¿Estaremos destinados a morir? —preguntó Cirilo al oficial, que no se separaba del timón—. ¡Se diría que esta nave está maldita!

—No es el huracán lo que me inquieta —repuso el argentino—, sino las islas y los escollos que las circundan.

Nos hallamos en un mar poco conocido, y estamos expuestos constantemente a chocar con algún banco de coral. Ya sabe usted que los pólipos no cesan de construir en estas regiones.

—¿Están lejos las Hébridas?

—No las veremos antes de tres días —respondió el argentino.

—¡Si pudiéramos huir del temporal!

—Eso trataré de hacer; pero el Alción gobierna pésimamente. Tenemos una arboladura muy deficiente, y no podemos contar más que con los foques y alguna otra vela.

—¿Teme usted que se caiga el trinquete?

—No me inspira confianza.

—Señor Vargas —dijo Strong, acercándose en aquel momento—, me parece que la situación es difícil.

—Ya lo sé.

—Aconsejo a usted que busquemos un refugio.

—¿Dónde?

—En Erromango, por ejemplo; yo sé que aquella isla tiene un buen fondeadero.

—Nuestra nave está demasiado comprometida para intentar semejante maniobra.

—¿Habrá inutilizado usted el timón? —gruñó el bandido, frunciendo amenazadoramente el entrecejo—. He advertido que el Alción gobierna mal hace unos días.

—¿Me ha visto usted hacerlo? —repuso incomodado el argentino.

—No, porque si le hubiera visto, a estas horas no estaría usted vivo.

—Esas amenazas no me causan ningún efecto. Desde luego, no puede haber motivo para que yo inutilizase el timón. ¿No estamos nosotros también a bordo? Si la nave naufragase, no estaríamos a salvo.

—¿Qué quiere usted? No puedo menos de sospechar de ustedes —respondió Strong, algo tranquilizado—. ¿No cree, pues, posible arribar a cualquier isla?

—Por el contrario —dijo el argentino—, trataré de evitarlo.

—Pues haga usted lo que le parezca; pero no olvide que les vigilamos.

—Lo sé.

Por la tarde, el Alción, siempre impulsado por las olas y las ráfagas, que aumentaban de un modo incesante, pasaba a la vista de una costa en la cual brillaban muchos fuegos. Debía de ser la isla de Annaton, la más meridional del grupo de las Hébridas, y una de las más pequeñas de aquel archipiélago.

Sin duda, sus habitantes habían visto la nave y encendido hogueras, con la esperanza de atraerla a sus playas y asaltarla después de haberla hecho naufragar.

El argentino y Strong conocían demasiado bien a aquellos isleños para dejarse engañar tan burdamente. Durante la noche apareció otro fuego, pero a gran altura, como si ardiera algún bosque situado en la cima de un monte, o vomitase llamas un volcán.

El Alción se encontraba, pues, en el peligroso archipiélago mucho antes de lo que había creído el oficial argentino, sin duda porque la nave, impulsada por el fuerte viento, había caminado con gran velocidad.

El archipiélago de las Nuevas Hébridas es uno de los más considerables del Océano Pacífico occidental, y se extiende en un espacio de ciento cuarenta leguas. Es uno de los menos conocidos, pues son pocos los navegantes que lo han visitado desde que Quirós lo descubrió en 1606.

El argentino no quería meter el buque entre aquella multitud de islas, bancos y escollos, donde había mil probabilidades de perderlo, y de perecer, además, a manos de aquellos feroces habitantes, por lo cual viró resueltamente hacia el Oeste, tratando de alcanzar las costas septentrionales de Nueva Caledonia. Sólo por aquel lado estaba la salvación, puesto que el Mar del Coral ofrecía menos peligros. El tiempo se mantenía muy malo, y las olas continuaban chocando violentamente contra los costados de la nave. Algunos golpes de mar llegaban hasta el puente, arrastrando cuanto encontraban a su paso. Por fortuna, el viento seguía siendo favorable.

En cambio, los desgraciados navegantes empezaban a sentir escasez de víveres, ya de por sí poco nutritivos, si se exceptúan algunos cuantos cerdos que quedaban, y que iban sacrificando con mucha economía.

Al décimo día de la salida de Pylstard los piratas y sus prisioneros, después de una lucha obstinada, avistaron la punta septentrional de Nueva Caledonia. Allí se abría el Mar del Coral, amplia extensión de agua que baña las costas de Australia y el peligrosísimo archipiélago de las Luisiadas, situado al extremo de Nueva Guinea y de Paupasia.

Sin embargo, más allá de la isla de Bulabea, que se levanta en una profunda ensenada de Nueva Caledonia, el mar estaba tan encrespado, que infundía miedo hasta a los piratas. Verdaderas montañas de agua de altura prodigiosa se lanzaban unas tras otras con formidable fuerza, produciendo horrible fragor en los contornos de la isla.

La punta septentrional de Nueva Caledonia, formada por enormes y peligrosas escolleras, rompía y rechazaba las olas, lanzándolas a las tempestuosas nubes.

Agobiado el Alción por aquella masa líquida, y casi sin velas, apenas se gobernaba. El momento era terrible: parecía inevitable el naufragio.

Strong, espantado, se había unido al argentino, que hacía desesperados esfuerzos en la rueda del timón.

—¿Qué dice usted? —preguntó.

—Que la salvación de nuestro buque pende de un hilo —respondió el argentino.

—¿No podremos doblar el Cabo?

—Lo dudo.

—Entonces, nuestra nave se hará pedazos.

—Tal vez.

—¡Es que yo no quiero!

—Pues póngase usted al timón; le cedo con gusto este puesto —repuso secamente el oficial.

—Es que…

La frase fue interrumpida por una detonación lejana que no podía confundirse con el trueno.

—¿Un cañonazo? —preguntó Strong con voz sorda.

—Sí —dijo Sao-King, que se había encaramado al árbol de mesana.

Un relámpago brilló en aquel momento iluminando el revuelto Océano.

Aunque aquella luz lívida sólo había durado pocos segundos, el chino pudo ver a una milla de distancia, tal vez a menos, un gran buque que, lo mismo que el Alción, se esforzaba por doblar el Cabo de Nueva Caledonia.

—¡Amigo Juan —dijo el chino—, tenemos en nuestras aguas un buque de guerra!

—¿No te habrás engañado, Sao-King? —preguntó el joven, con voz alterada.

—No; y nuestra libertad, y tal vez nuestra vida, depende de ese buque.

—¿Qué quieres decir, Sao-King?

—Que si no encontramos un medio de hacer señales y llamar la atención de aquel buque sobre nosotros, no volverá a presentársenos una ocasión tan propicia para recobrar la libertad.

—Los piratas nos matarán.

—¡Mire usted cómo la nave corre bordadas hacia nosotros!

A la luz de un nuevo relámpago había visto a aquel buque inclinarse hacia el cabo para tomar más viento, por lo cual casi venía a cruzarse con el Alción.

Strong también lo había visto, porque una ronca imprecación se escapó de sus labios.

—¡Buque de guerra! ¡Que el mar se lo trague! ¡La tempestad nos protegerá!

Luego, volviéndose hacia Vargas, le gritó con voz amenazadora:

—¡Ponga usted proa al Norte!

—¡Es imposible! —repuso el oficial, que había comprendido cuánto podían esperar de aquel buque.

—¡Deme usted el timón! —rugió Strong—. ¡Prefiero que se estrelle la nave a que nos aborde ese buque!

Sao-King agarró a Juan de un brazo y le condujo hacia proa, donde rompían las olas lanzándose sobre cubierta.

—¡No tenemos un momento que perder! —le dijo con acento resuelto—. ¡Si quiere usted salvar a su hermano y al señor Vargas, sígame! ¡Dios nos ayudará!

—¿Qué quieres hacer?

—Tirarnos al mar y llegar a aquel buque. Sabemos a dónde va el Alción y haremos que le sigan.

—¿Y podremos salir vivos de estas olas?

—Hay salvavidas a proa: además, la isla de Bulabea está frente a nosotros. ¡Venga usted, o me tiro yo solo!

—¡No te abandonaré, Sao-King! —repuso el valeroso joven—. Espera un momento para que avise a mi hermano.

—¡No nos permitiría intentar la empresa!

—Es necesario que lo sepa, para que esté tranquilo.

—Vargas lo comprenderá, porque ya sabe mi proyecto para el caso de que encontrásemos un buque. ¡De modo que adelante; el momento es propicio!

—¡Voy contigo, Sao-King!

Strong se había puesto al timón y se esforzaba en dirigir la nave hacia el Norte, a riesgo de sumergirla. El buque de guerra iba entonces a virar de bordo a menos de cinco cables, para no estrellarse contra los escollos de la isla. Lo mismo que el Alción, luchaba penosamente; pero, como era de bordo más alto, resistía mejor el empuje de las olas. Sin embargo, no parecía que lograse vencer el difícil paso, porque el viento lo lanzaba hacia el mar de las Nuevas Hébridas.

Aprovechando el momento en que los piratas maniobraban, Sao-King llevó al joven al castillo de proa, donde, atados a los pilaretes, había varios salvavidas.

—Amigo Juan —dijo—, ¿está usted decidido?

—Sí.

—¡Nos jugamos la vida!

—¡Se trata de salvar a mi hermano!

—¡Pues agarre un salvavidas, y atención a las olas! Nos lanzaremos a un tiempo.

De una cuchillada separó dos salvavidas y los ató uno a otro por medio de algunos metros de cuerda. En aquel instante una montaña de agua corría sobre la nave, mugiendo sordamente. Cuando desapareció del otro lado, Sao-King y el animoso joven ya no se encontraban en el buque.

En el mismo instante, bajo la vigorosa mano de Strong, la nave doblaba el Cabo y desaparecía entre las tinieblas en dirección al mar del Coral.

CAPÍTULO IX. ENTRE LAS OLAS

Los dos valientes, que por salvar a sus compañeros no habían vacilado en afrontar la muerte, apenas fueron arrastrados por la gigantesca ola que había embestido la proa del Alción, habían sido precipitados entre otras dos enormes montañas de agua, negras como si fueran de pez líquida, y con la cresta de espuma.

La cuerda que unía los dos anillos de corcho, nueva y muy resistente, no se había roto, por lo cual los dos nadadores se habían encontrado a cinco o seis brazas uno de otro.

—¡Valor! —gritó el chino al joven peruano—. ¡El buque no debe de estar lejos!

Las olas los levantaron como plumas, ensordeciéndoles con su fragor; y, encaramándolos en sus crestas espumosas, los mantuvieron durante varios instantes a prodigiosa altura. Sao-King aprovechó aquel momento para echar una mirada a su alrededor, encontrándose en condiciones de poder dominar gran extensión.

El Alción había desaparecido; pero el otro buque se hallaba a pocos cables de distancia. Su bordada no había tenido buen éxito, y embestido por el viento y las olas, retrocedía hacia la isla de Bulabea, con peligro de estrellarse contra las escolleras.

El viento llevaba hasta el agudo oído del chino los gritos de los marineros y las voces de mando de los oficiales. Entonces lanzó un grito desesperado:

—¡Socorro!

Bajaba entonces, en unión de Juan, a profundidad aterradora, con la velocidad de un proyectil.

—¡Amigo Juan —dijo—, no pierda usted el ánimo!

—El flotador es muy bueno —repuso el joven—. No te preocupes por mí.

—He visto al buque retroceder hacia la isla.

—También yo. Tal vez busque un refugio.

—¡Ojalá! Porque ahora caigo en que con estas olas nuestra salvación sería imposible. Dejémonos llevar hacia la isla.

—¿Y los escollos?

—Trataremos de evitarlos.

Otra ola volvió a subirlos. Al llegar a la cresta vieron al buque que huía hacia el canal formado por la punta septentrional de Nueva Caledonia y Bulabea.

Su comandante, persuadido tal vez de la inutilidad de sus esfuerzos para desembocar en el Mar del Coral, en vez de seguir al Alción, se había decidido por buscar un refugio, en espera de que la tempestad se calmase.

Si esto era un bien para los dos nadadores, los cuales podrían llegar a él, de otro lado era algo grave, porque les obligaba a aproximarse a una costa furiosamente combatida por las olas y cubierta de escollos. Las olas podrían despedazarlos contra ellos.

—¡Sao-King —dijo Juan—, corremos hacia la muerte!

—Dejémonos llevar a lo largo del canal —repuso el chino—, porque las olas son menos impetuosas.

—Ya no veo la nave.

—Es que ha entrado en el Estrecho.

—¡Tengo miedo de que esto acabe mal para nosotros!

—¡No hay que desesperar tan pronto! Las costas de estas islas están cubiertas de rizóforos; y si evitamos los escollos, llegaremos a tierra sin peligro. ¡Valor! ¡La salvación de nuestros compañeros está en ese canal!

—¡Con tal que el buque no se destroce contra los escollos!

—Sabrá evitarlos como nosotros.

A pesar de la furia de las olas, que los llevaban hacia tierra con violencia cada vez mayor, los dos nadadores no perdieron el ánimo. Sostenidos por los salvavidas, y siempre juntos, nadaban vigorosamente para penetrar por el canal, que estaba a poca distancia. El buque había desaparecido; pero ¡qué importaba! Sabían que había renunciado a luchar con el temporal y que acabarían por encontrarlo en alguna rada de la isla.

Un cuarto de hora después se hallaban ya entre la costa de Nueva Caledonia y Bulabea. Más que un canal, podía llamarse aquello un brazo de mar; pero las olas, comprimidas entre las dos playas, no eran tan altas ni tan impetuosas.

—¿A dónde iremos a parar? —preguntó Juan, que se esforzaba por mantenerse distante de las dos playas.

—Me parece que la isla ofrece menos peligros —repuso Sao-King—. He visto rizóforos a lo largo de la costa. Tratemos de llegar.

—¿Ves el buque?

—No. Tal vez se haya refugiado en la hoz del Diablo.

—No sé dónde está.

—¡Cuidado, amigo Juan! Veo una escollera a nuestra derecha. No se deje arrastrar por las olas.

—¡Nada, Sao-King!

—Vaya usted detrás de mí. Hay un paso frente a nosotros. Nademos en esa dirección.

A derecha e izquierda de los dos nadadores, las olas se quebraban con extrema violencia, y, en cambio, frente a ellos corrían libres hacia la isla, cuya masa se destacaba vivamente sobre el oscuro fondo del cielo, iluminado por los relámpagos.

Toda la costa de Nueva Caledonia y de las islas inmediatas está rodeada de bancos de coral que hacen peligrosos estos parajes; pero hay algunos pasos libres, especialmente las desembocaduras de los ríos, porque los pólipos no pueden vivir en agua dulce.

Las olas, aun sin ser impulsadas por el viento, se estrellan en esos bancos de coral con tal fragor, que, afortunadamente, se oye a varias millas de distancia, llamando así la atención de los pilotos.

Aun esos mismos pasos de que hemos hablado son de navegación peligrosa, tanto por los remolinos y por el mar de fondo que produce el oleaje inmediato, como porque cualquier cambio de viento pudiera ser fatal.

El paso que se abría frente a los dos nadadores tendría unos cien metros de ancho, probablemente a causa de algún riachuelo que desembocara en aquel lugar. Había, pues, espacio suficiente para evitar los escollos, cuyas negras y agudas puntas emergían a veces entre la espuma de las olas.

—¡Amigo Juan! —gritó Sao-King, dominando con su robusta voz el fragor de las rompientes—. ¡Siempre recto, y dentro de pocos minutos estaremos en tierra!

A doscientos metros estaba la playa, cubierta de rizóforos mangles, los cuales ya se mostraban o ya se escondían bajo las olas, que arrancaban a veces raíces y hojas.

—¡Cuidado al agarrarse! —gritó por última vez Sao-King.

Una enorme ola los levantó, lanzándolos entre los rizóforos.

Al golpe, la cuerda se rompió, de modo que Sao-King, metido entre las plantas, que a poco le ciegan, se encontró solo.

Viendo que avanzaba otra ola, se abrió paso por entre los vegetales, y se lanzó a la playa antes de ser alcanzado, y tal vez arrastrado por la resaca.

Miró a su alrededor, esperando ver a Juan.

—¡No está! —exclamó—. ¿Habrá quedado entre los rizó-foros, o le habrán llevado las olas?

Aquella idea le produjo extraordinaria angustia.

—¡Vamos a buscarle! —dijo con voz enérgica—. ¡Si está en peligro, le salvaremos!

Saltó a través de las ramas y las raíces, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Juan, Juan!

En aquel momento, la ola que había avanzado sobre los rizóforos se retiraba, dejando al descubierto las primeras filas de plantas.

El chino vio una masa negruzca que se agitaba entre la espuma y se lanzó entre el torbellino de las aguas sin reparar en el peligro que corría.

El joven peruano, casi desvanecido por el continuo choque del oleaje, no oponía ya resistencia alguna y se dejaba arrastrar por la resaca. Sin el salvavidas, seguramente hubiera perecido.

Sao-King le alcanzó en cuatro brazadas, y aferrándole con una mano y sujetándose con la otra a una raíz, aguardó a que las olas los empujaran hacia la costa.

—¡Valor! —dijo al joven.

Apenas tuvo tiempo de decirlo, cuando una ola formidable los lanzó a uno contra otro; pero el chino no soltó la raíz a que se había sujetado.

Pasada la montaña de agua, agarró entre sus robustos brazos al pobre joven, que estaba inerte, y se lanzó sobre las plantas, escapando con precipitación.

No se detuvo sino a cien pasos de la costa, al pie de un árbol inmenso que extendía sus ramas en forma de sombrilla, y depositó al joven sobre un montón de hojas. Inmediatamente le reconoció con gran cuidado para ver si había recibido alguna herida.

—¡Ni un solo rasguño! —dijo—. Pronto podrá ponerse en pie. ¡Ha sido una verdadera suerte que no se haya destrozado en la escollera!

Le friccionó vigorosamente para activar la circulación de la sangre, y no cesó en aquella operación hasta que el joven abrió los ojos.

—¿Eres tú, Sao-King? —preguntó el joven, intentando sonreír—. Me parecía haberme ido a fondo y encontrarme en compañía de los cangrejos.

—Sin el salvavidas, no hubiera usted llegado aquí —repuso el chino.

—¿Estamos en la isla?

—Sí.

—¿Y has visto el buque?

—No; pero lo encontraremos. Debe de haber remontado el canal para encontrar sitio donde anclar.

—Tratemos de construir una cabaña cualquiera; tengo frío, y aún falta mucho para él alba.

—Aquí tenemos un árbol a propósito; los neocaledonios construyen en su corteza habitaciones bastante cómodas.

El chino, que parecía incansable, a pesar de aquella fatigosa travesía, sacó del cinto el cuchillo de abordaje, cortó cuatro o cinco ramas de unos arbustos que crecían cerca de allí, y las rodeó de la esponjosa corteza del árbol grande. Hecho esto, incindió longitudinalmente el tronco en varios sitios, y diez minutos después ambos nadadores reposaban bajo una rústica techumbre apoyada en el árbol, y que, si no del viento, al menos los resguardaba de la lluvia.

—Son plantas muy útiles los niaulis —dijo Sao-King—. Con poco trabajo proporcionan una sólida cabaña absolutamente impenetrable al agua. ¡Lástima grande que no podamos proporcionarnos también la cena! Este baño prolongado me ha despertado un apetito de antropófago.

—¡No me hables de antropófagos! —dijo Juan—. Puede que los haya por aquí.

—Verdad es. No se me había ocurrido.

—¿Los habrá?

—Sí; y estos canakos, que así se llaman, no son mejores que los de Tonga-Tabú; aún tienen peor fama.

—¡Sólo nos faltaba que viniesen ahora!

—¡Con este tiempo no saldrán de sus cabañas!

—¿Y mañana?

—Trataremos de que no nos vean. Además, el buque no debe de estar muy lejos. ¡Lo que es Strong, esta vez va a pagarlas todas juntas! Iremos a bombardear su refugio.

—¿Era en verdad una nave de guerra aquel buque?

—Si no hubiera estado seguro, no le hubiese invitado a seguirme.

—¡Con tal que nuestro Alción haya podido resistir la tempestad! Temo por mi hermano y por el valiente Vargas.

—Si ha podido entrar en el Mar de Coral, como supongo, podrán defenderse mejor. El viento soplaba del Nordeste, y eso les favorecía.

—¿Nos creerá perdidos mi hermano? ¡Pobre Cirilo! ¡Cuánta angustia le habremos causado! Creerá que las olas que barrían el buque nos han arrastrado.

—Ya le he dicho que el señor Vargas conocía mi proyecto, y hasta es posible que me haya visto arrancar los dos salvavidas. Tranquilícese usted, Juan; salvaremos a nuestros amigos, sacándolos de las manos de los piratas. Si hubiéramos permanecido a bordo, ¿quién iba a libertarnos? Yo no me fiaba de Strong.

—Tienes razón, Sao-King —repuso Juan con tono convencido.

—Ahora recuéstese sobre esas hojas y duerma mientras yo velo. Por ahora no corremos el menor peligro, porque en Nueva Caledonia no hay tigres ni leones.

—Seguiré tu consejo, porque estoy medio muerto de cansancio.

—Tres o cuatro horas de sueño le repondrán admirablemente.

El joven, que se tenía en pie con mucho trabajo, se acostó sobre aquel improvisado lecho, quedándose dormido inmediatamente.

Sao-King esperó algunos minutos, y, viéndole dormido, salió y se dirigió a la playa; no porque temiese algún peligro por aquella parte, sino para ver si descubría los faroles del buque.

Si éste se encontraba a poca distancia, debían de verse sus luces en aquella oscuridad.

Se encaramó hasta las últimas ramas de un árbol y atisbo hacia el Sur, porque en aquella dirección debía de encontrarse la nave; pero no descubrió en el horizonte ningún punto luminoso.

—¿Se habrá ido a pique? —se preguntó con ansiedad—. Si tal desgracia hubiese acaecido, también nosotros estábamos perdidos. Sin embargo, no hay que desanimarse: mañana seguiremos a lo largo de la playa, y tal vez seamos más afortunados.

Volvió lentamente hacia la cabaña, y se acostó junto a Juan, que continuaba durmiendo tranquilamente.

La lluvia seguía, cayendo a torrentes, y un furioso vendaval sacudía y despedazaba las ramas de los árboles, penetrando con siniestros silbidos en el interior de la floresta.

El mar, siempre agitadísimo, se rompía estrepitosamente contra la costa, lanzando sus olas por encima de los rizóforos, y llegando a veces hasta la cabaña.

Presa de continua inquietud, Sao-King no durmió ni un solo instante. Cuando comenzó a alborear, despertó a Juan, diciéndole:

—¡Ya es hora de marchar!

—¿Ya? —preguntó el joven, desperezándose—. ¡Me parecía que acababa de dormirme!

—Hay que darse prisa, porque tal vez tengamos que recorrer mucho camino antes de llegar al sitio donde está anclado el buque.

CAPÍTULO X. LOS NEOCALEDONIOS

El viento había disminuido un poco y la lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto y el mar estaba aún tan agitado que parecía que las olas eran todavía más impetuosas que antes, porque cubrían enteramente los rizóforos, retorciendo furiosamente las ramas más elevadas.

Una pálida luz comenzaba a difundirse por el cielo, tiñendo las aguas con reflejos de color de acero bruñido, y rompiendo las tinieblas acumuladas bajo la fronda de los bosques.

La costa que Sao-King y Juan recorrían era una playa arenosa, cubierta de conchas y de algas. A cierta distancia se veían bosques de niaulis y grupos de melaleucos, plantas parecidas a nuestros olivos, con el tronco retorcido y blanquecino, y que producen emanaciones mortíferas, fatales para las plantas que crecen a su alrededor, las cuales mueren al poco tiempo. También había, más al interior, algunos pinos marítimos; pero no plátanos ni cocoteros, a pesar de que estos árboles abundan en Nueva Caledonia y en las islas cercanas.

De cuando en cuando revoloteaban inmensas bandadas de notús, especie de palomas del tamaño de una gallina, con las plumas de color de bronce, y otras bandadas de kagús, grandes volátiles de larguísimas patas armadas de robustas uñas y con plumas grises y rojas.

—Es imposible cazarlos —dijo Sao-King, pensando en el almuerzo—. ¿Nos veremos obligados a ayunar?

—Almorzaremos a bordo del buque.

—El barco debe de estar anclado muy lejos —dijo Sao-King—, y no sé si mi estómago podrá resistir tanto.

—Pues volvamos al mar, y cojamos algunos moluscos.

—¡No hay que fiarse, amigo Juan! En esta época hay muchos de ellos venenosos. Si fuésemos canakos, podríamos contentarnos con algunas bolitas de pagute. Aquí veo un cesto abandonado.

Sao-King se inclinó y recogió de un cesto roto y derribado por el viento unas bolitas que parecían compuestas de creta, y que mostró al joven.

—¿Qué es eso? —preguntó éste.

—Bolitas de creta, que los canakos comen con avidez. Son dulces, tiernas y nada desagradables al paladar. Las habrá perdido algún muchacho o algún pescador.

Sao-King no exageraba: lo mismo que los otomaques del río de las Amazonas, los javaneses y otros pueblos más o menos salvajes, los habitantes de Nueva Caledonia se nutren de cierta especie de creta formada por un silicato de magnesia verdoso mezclado con mica y esteatita.

—¿Y se come esta porquería? —preguntó Juan.

—Yo la he comido, y parece un dulce.

—¿Y alimenta?

—Eso es lo que dudo.

—Entonces, dejemos esas bolitas a los neocaledonios, y busquemos algo mejor.

—¡Ya lo he encontrado! —dijo Sao-King dirigiéndose hacia un grupo de gigantescos kauris, o pinos de la familia de las dammaras, cuya copa tenía cuarenta metros de altura.

Había visto junto a aquellas plantas cierta especie de bejucos que se arrastraban por el suelo, estrechándose unos contra otros.

—¿Qué es esto? —preguntó Juan, que le había seguido.

—Son mañanes; unos vegetales buenos para comer.

Empuñó el cuchillo, y excavando rápidamente la tierra puso al descubierto las raíces de aquellas plantas, que eran siete u ocho, todas muy pulposas.

—Encendamos fuego, y asaremos estas raíces bajo las cenizas —dijo Sao-King—. ¿Tiene usted eslabón y yesca?

—¡Sí!, aquí están.

—Entonces, haremos un excelente desayuno. Mire usted; hasta tenemos una charca de agua dulce para apagar la sed.

—¡Y también tortugas! —exclamó Juan—. ¡Sao-King, cortémosles la retirada antes que vuelvan al mar!

El chino se levantó de un salto. Media docena de tortugas se encaminaban hacia el agua arrastrando su enorme armadura.

El chino y el joven peruano, que ya habían probado otras veces la sabrosa carne de aquellos reptiles, se lanzaron hacia la playa, saltando a través de las dunas de arena.

Antes que pudieran alcanzarlas, dos se habían escapado; pero las otras cuatro no tuvieron tiempo de llegar al agua.

Sirviéndose de un palo que había cogido cerca de los kauris, Sao-King tumbó a dos, dejando escapar a las otras.

—¡Tenemos carne de sobra! —dijo.

Y amarrando la mayor, que pesaría unas cincuenta libras, la llevó junto al bosquecillo.

—¡Diablo! —exclamó—. ¡Carne de tortuga y raíces de «mañañe»! ¡Esto es un almuerzo de mandarines!

Juan había recogido leña seca y hojas, y logró encender un alegre fuego, capaz de asar un antílope.

—¿Cómo vamos a romper el caparazón de esta tortuga?

—De eso se encargará el fuego —repuso el chino.

—¿Vamos a asarla en su propia vivienda?

—Sí, amigo Juan, y la carne no perderá nada de su exquisito sabor.

Cuando una parte de leña se hubo consumido, puso las raíces bajo las cenizas, y sobre las brasas la tortuga, volviéndola sobre el dorso.

Al cabo de media hora el improvisado cocinero retiraba el asado, y con unos cuantos golpes separó el caparazón, ya en parte carbonizado, poniendo al descubierto una carne tierna, que aún hervía en su propia grasa. Entre tanto, Juan sacó las raíces, y les quitó las cortezas que las envolvían.

—¡A la mesa, querido amigo! —dijo Sao-King alegremente.

Apenas habían comido unos cuantos bocados, cuando un objeto pasó silbando sobre su cabeza, clavándose con sordo rumor en el tronco de un kauri.

Sao-King se levantó cuchillo en mano mirando hacia el árbol.

—¡Un hacha! —exclamó—. ¡Los salvajes!

Un tomahawk, o sea un hacha de guerra con la hoja de piedra, había pasado sobre ellos, hiriendo el tronco del árbol, en el cual quedó profundamente clavada.

Aquel arma no podía haber caído del cielo; por tanto, Sao-King dijo:

—¡Amigo Juan, fiemos a las piernas nuestra salvación!

—¿Y nuestro almuerzo?

Iba Sao-King a coger el asado, cuando algunos salvajes se lanzaron fuera del bosquecillo, gritando furiosamente. Eran unos diez, todos de alta estatura y hercúleas formas, con la piel negra como la de los africanos, casi desnudos, y armados de hachas y de palos con la punta erizada por largas espinas de pescado.

—¡Son canakos! —dijo Sao-King—. ¡Si estima usted la piel, sígame!

Querer luchar contra aquellos hombres, dotados de fortaleza excepcional, y probablemente valerosos, hubiera sido una locura, puesto que no tenían armas de fuego para asustarlos. El chino y el joven peruano se lanzaron a toda carrera hacia las dunas.

Al verlos huir, los salvajes se lanzaron en su persecución; pero al llegar junto a los kauri, no pudieron resistir a la tentación de dar una dentellada a aquel almuerzo apetitoso. Aunque fue breve su detención, la aprovecharon el chino y Juan, que, redoblando su marcha, lograron ganar cuatrocientos metros de ventaja y ponerse a salvo en la orilla opuesta de un pequeño río.

—¡Escondámonos! —dijo Juan.

—No; estos grupos de árboles no sirven para el caso —dijo Sao-King—. Hay que continuar la carrera, porque tal vez el buque no esté lejos.

Una vez devorado el almuerzo, los salvajes se lanzaron a la caza de nuestros amigos. De seguro el asado les había abierto el apetito. Sin embargo, no se apresuraban mucho, porque estaban seguros de coger a los dos fugitivos, y por eso se contentaban con no perderlos de vista. Tal vez no se atrevían a acercarse demasiado, por temor de recibir alguna descarga de fusil, arma que los espantaba mucho.

El chino y Juan no cesaban de correr. La playa era mejor más allá del río porque no tenía montoncillos de arena. Viendo a cosa de un kilómetro un montón de rocas que caían a pico sobre el mar, resolvieron llegar allí lo más pronto posible, seguros de poder resistir en aquel sitio mejor que en el terreno arenoso y sin resguardo.

Además, los guiaba hacia aquel lugar la esperanza de poder descubrir desde aquella altura el buque que buscaban.

Al ver la dirección que tomaban, los salvajes redoblaron su carrera, gritando y amenazando con sus hachas de piedra y con sus lanzas. Como eran agilísimos, si no ganaban terreno, al menos no lo perdían. Viendo Sao-King que no los dejaban en paz, animaba incesantemente a Juan.

—¡Hay que darse prisa! —decía con voz fatigada—. ¡Si nos paramos, somos muertos!

El joven peruano hacía sobrehumanos esfuerzos; pero debilitado por la travesía de la noche, y menos resistente que el chino, apenas podía continuar la carrera. Con un esfuerzo desesperado, lograron llegar a las rocas y comenzaron a subir a ellas, mientras los canakos, distantes aún más de cien metros, intentaban lanzarles sus hachas de piedra, aunque con resultado negativo.

El chino ayudaba poderosamente al joven agarrándole ya por un brazo, ya por otro. Con un último esfuerzo, lograron encaramarse sobre las rocas más altas.

Un grito se les escapó de los labios:

—¡El buque!

Detrás de aquellas rocas que formaban una especie de promontorio, la costa penetraba profundamente, formando una pequeña bahía, en medio de la cual estaba enclavada la nave que habían encontrado en el extremo de Nueva Caledonia.

Sao-King no se había engañado: era un gran buque de guerra, un navío de tres puentes armados con muchos cañones, cuyas negras bocas salían por las portas.

Un gallardate rojo y larguísimo flotaba sobre el extremo del palo mayor, y en la popa, una bandera con los colores holandeses.

—¡Eh! ¡Los del buque! —gritó Sao-King. con voz tenante—. ¡Socorro! ¡Los salvajes!

Algunos marineros se encontraban en aquel momento agrupados en el castillo de proa, ocupados en colocar los foques.

Viendo a aquel hombre agitar locamente los brazos y oyéndole gritar de aquel modo, en el acto dieron la voz de alarma, haciendo acudir al oficial de cuarto y a varios de sus camaradas.

—¡Socorro! ¡Los canakos! —repitió Sao-King en inglés.

¿Fue comprendido? Es probable, porque en la toldilla del buque varios hombres se precipitaron hacia las grúas, donde se encontraba una ballenera, mientras otros corrían a popa, donde dos gruesos cañones estaban puestos en batería y apuntados hacia la playa.

Entre tanto el oficial empuñó la bocina y gritó:

—¿Quiénes sois?

—¡Náufragos! —repuso Sao-King.

—Esperad un momento.

—¡Los canakos se nos echan encima!

El oficial hizo un gesto a los hombres que se habían colocado detrás de los cañones. En aquel momento los salvajes habían llegado ya a la cima, y sin advertir la presencia de la nave, se habían lanzado sobre los dos desgraciados con las hachas en alto y las lanzas en ristre, dispuestos a matarlos.

Un momento más, y Sao-King y su compañero habrían perecido. De pronto dos detonaciones ensordecedoras sonaron a bordo de la nave.

Al oír aquel estruendo, los salvajes se detuvieron espantados, y luego se precipitaron de las rocas gritando como si hubieran recibido una descarga de metralla.

Entre tanto, la chalupa se dirigía velozmente hacia la playa. Iba tripulada por ocho marineros, diez soldados y un contramaestre.

Al ver huir a los salvajes, los soldados soltaron una descarga para quitarles las ganas de volver al ataque, y luego la ballenera, con un último impulso, encalló en la, base de las rocas.

Sao-King había cogido entre sus brazos a Juan, que ya no podía tenerse en pie, y bajaba con precaución el promontorio. El contramaestre y algunos marineros salieron a su encuentro para ayudarles.

—Señores —dijo el chino en inglés—, reciban el testimonio de la gratitud de don Juan Ferreira y de mí por vuestra pronta ayuda.

—¿Quién sois y de dónde venís? —preguntó el contramaestre.

—Se lo diremos a vuestro comandante, a quien tenemos que hacer urgentes revelaciones —repuso Juan, que comenzaba a reaccionar.

—¡Usted es blanco! —dijo el marinero.

—Soy peruano.

—¿Náufrago?

—Sí, pero voluntario —repuso Juan, sonriendo.

—Vengan ustedes, señores; el comandante tendrá mucho gusto en verlos y en recibirles a bordo de la Groninga.

CAPÍTULO XI. EL MAR DEL CORAL

La Groninga era una espléndida fragata holandesa, perteneciente al departamento marítimo de Batavia, y estaba destinada a limpiar los mares de la Malasia y de la Papuasia de piratas, aún abundantes en aquella época, y no del todo desaparecidos en la actualidad.

Obligada a hacer largos y peligrosos cruceros, el Gobierno neerlandés la había armado poderosamente con veinticuatro cañones, tripulándola con trescientos hombres escogidos, de los cuales cien eran fusileros, excelente tropa de desembarco, que ya había hecho sus pruebas en las salvajes costas de Borneo y de Nueva Guinea.

—Se había confiado el mando al capitán Wan Praat, uno de los más reputados marinos de la flota, hombre de formas hercúlea, de sangre fría admirable, y encanecido entre el humo de la artillería.

Apenas llegados a bordo, Juan y Sao-King fueron recibidos por el comandante, que los condujo a su camarote, ansioso de conocer sus importantes comunicaciones.

Juan, que no sabía una palabra de holandés, hablaba, en cambio, perfectamente el inglés, lengua familiar al capitán, y se había apresurado a contarle las largas vicisitudes del Alción desde el momento en que se alejó de China hasta los últimos y dramáticos acontecimientos.

El señor Wan Praat le escuchó en silencio, sin perder una sílaba, pero arrugando con frecuencia la frente y retorciéndose nerviosamente su largo bigote.

Cuando Juan hubo concluido, le estrechó la mano, diciéndole con benévola sonrisa:

—Señor Ferreira, es usted un valiente, y le admiro con toda mi alma, lo mismo que a vuestro compañero, agradeciéndole las noticias que me ha suministrado acerca del refugio de esos bribones. Para mí es una verdadera fortuna haberles salvado, porque al fin esos miserables recibirán su castigo, y las tripulaciones del Texel y de la Schelda serán vengadas.

—¿De qué tripulaciones nos habla usted, comandante? —preguntó Juan, sorprendido.

—Hace tres meses que persigo a esos piratas, buscando tenazmente su refugio, sin haber logrado encontrarlos. Han asaltado las dos naves que acabo de nombrar, asesinando a sus tripulantes, y se han apoderado, además, de otras de diversas naciones; precisamente para vengar a mis compatriotas cruzaba yo estos mares.

—¿Conocía usted, pues, la existencia de esos bandidos?

—Sí, señor Ferreira —dijo el comandante—. Fui informado por el Gobierno inglés y por un marinero del Texel, que escapó milagrosamente de la muerte, escondido durante cuatro días en la sentina de la nave. Ahora sabemos que esos miserables están refugiados en Mera. Dios mediante, los atacaremos. ¡Veremos si pueden escapar del fuego de mi artillería!

—¿Ha olvidado usted, comandante, que mi hermano y el señor Vargas están en poder de esos piratas?

—No tema usted por ellos; mi nave es una de las más rápidas, y alcanzará al Alción antes que éste haya atravesado el Mar del Coral. Un buque privado de sus palos más importantes no puede hacer mucho camino y distanciarse de mi Groninga. Señor Ferreira, vaya usted a reposar en un camarote que han preparado para usted y para este bravo chino, mientras hago levar anclas y desplegar las velas. Ya que el tiempo comienza a calmarse, aprovechémoslo.

Llamó a un marinero que hacía centinela en el cuadro, e indicándole a Juan y a Sao-King, añadió:

—Conduce a estos señores al camarote que se les ha asignado, y sírveles un almuerzo abundante. Son mis huéspedes.

Dicho esto, subió a cubierta para dar órdenes a sus oficiales.

No había transcurrido media hora, cuando la Groninga, con las velas bajas desplegadas al viento, marchaba por entre la costa oriental de Nueva Caledonia y la occidental de Bulabea.

La borrasca se había calmado un poco; pero las olas seguían aún altísimas y penetraban en el canal con ímpetu extraordinario, aunque el viento había disminuido mucho. Pero la Groninga no era un buque que pudiera correr peligro con semejante oleaje. Si el viento contrario la había obligado a buscar el refugio en el canal para evitar ser lanzada contra las escolleras, ya podía marchar segura hacia la punta extrema de Nueva Caledonia, puesto que el viento era favorable.

La travesía del canal se realizó felizmente, a pesar de las furiosas olas que chocaban contra la proa de la nave, y la fragata, después de haber sido impulsada hacia el Norte durante algunas millas, se inclinó hacia el Oeste, penetrando a velas desplegadas en el Mar del Coral.

Todas las miradas de la tripulación se habían vuelto hacia Occidente, con la esperanza, muy vaga, sin embargo, de descubrir al Alción.

El mar aparecía desierto hasta los extremos confines del horizonte; sólo las olas, siempre gruesas, lo recorrían mugiendo sordamente.

—¡Estará bastante lejos a estas horas! —dijo Sao-King a Juan, que, después de almorzar, había subido a cubierta, renunciando al reposo.

—¿Mucho, Sao-King? —preguntó el joven.

—El viento soplaba del Oeste fuertemente, y lo habrá empujado muy adelante.

—Pero lo alcanzaremos.

—Sin duda alguna. Esta fragata marcha bien, y no se dejará vencer por ese pobre Alción, tan estropeado.

—Sin embargo, temo el encuentro.

—¿Por qué?

—Porque viéndose cogido, Strong puede matar a mi hermano y al señor Vargas, para librarse de dos peligrosos acusadores. Además, puede haber sospechado de nosotros.

—Strong no nos ha visto desatar los salvavidas, y habrá creído de buena fe que las olas nos han arrastrado. Además, este comandante obrará con prudencia. Me parece hombre incapaz de dejarse burlar por esos bandidos. Confiemos en él, y esperemos el encuentro.

Aunque muy combatida por las olas, la Groninga avanzaba rápidamente, penetrando en el Mar del Coral. El comandante había decidido marchar directamente hacia el Estrecho de Torres, sin perder tiempo en buscar al Alción. Seguro de alcanzarle mucho antes, se había propuesto esperarle allí, ignorando si Strong se había inclinado más al Norte de su camino o más al Sur. Sin embargo, había encargado una rigurosa vigilancia y enviado a las cofas gavieros con potentes catalejos, a fin de que el Alción no escapase de ser descubierto.

Tres días después de haber dejado la punta septentrional de Nueva Caledonia, la Groninga, que marchaba a la velocidad de siete u ocho nudos por hora, avistaba la isla de Mellish, pequeña tierra perdida en medio del Mar del Coral, pero sin haber alcanzado al Alción.

Probablemente, Strong había obligado al oficial argentino a remontarse mucho al Norte para mantenerse lejos de las costas orientales de Australia, que son a veces visitadas por las naves de guerra.

Sin embargo, el señor Wan Praat no se inquietaba; estaba seguro de haber ganado notable ventaja sobre la nave adversaria, y aun de haberla adelantado en su camino.

—La esperaremos en el Estrecho de Torres —dijo a Juan—. Por allí tiene que pasar, si quiere Strong llegar a su refugio.

Al sexto día, la Groninga, favorecida por el viento, pasaba junto al banco de Oiana, formado por bajos fondos y rocas coralíferas muy peligrosas, dirigiéndose hacia el Cabo York, que forma el extremo más septentrional del continente australiano. Aquella última travesía se realizó con velocidad extraordinaria, porque al undécimo día, el Cabo York apareció en el horizonte delineándose claramente sobre el cielo, entonces purísimo.

La Groninga se encontraba, por tanto, en las aguas recorridas por los compañeros de Strong, porque el Estrecho de Torres estaba a muy pocas leguas de distancia.

Asegurándose de que ninguna nave aparecía, el capitán Wan Praat hizo recoger parte de las velas, cargar los cañones, distribuir a la tripulación las armas, y dio orden de avanzar con las debidas precauciones, por ser aquellos parajes peligrosísimos por la multitud de escollos, que aumentan incesantemente merced al continuo y sorprendente trabajo de los zoófitos.

El Estrecho de Torres es uno de los pasajes más peligrosos, y son muchas las naves que se han estrellado contra aquellas rocas o han encallado en aquellos bajíos.

Solamente tiene treinta y cuatro leguas de largo, pero opone obstáculos casi insuperables a los buques de vela.

Luis Váez de Torres, compañero de Quirós, el descubridor de las Nuevas Hébridas, fue el primero que lo atravesó, en 1606; pero dejó tales descripciones de su empresa, que quitó a los navegantes las ganas de intentar repetir la prueba, a causa de la ferocidad de los isleños; así es que durante largo tiempo permaneció desconocido y sin ninguna utilidad para la navegación.

Los salvajes que habitan aquellas costas son de una estatura atlética y bien conformados, de piel negra, frente ancha, nariz gruesa y cabellos crespos de reflejos rojos: son antropófagos.

Ya varias veces han asaltado a las naves que se han atrevido a aproximarse a sus tierras. En 1793 se distinguieron por su ferocidad matando bárbaramente a parte de las tripulaciones del Chesterfield y del Hormazier, que estaban anclados entre las islas Warmwax y Mua.

Doblando el Cabo York, la Groninga empezó a recorrer el Estrecho, a fin de poder ver cualquier nave que se arriesgase a través de aquellos bancos y vigilar de lejos los parajes de la isla del Príncipe de Gales, refugio de los piratas.

El comandante, lo mismo que Sao-King y Juan, que conocía demasiado bien la velocidad del Alción, estaba segurísimo de que aquella nave no había llegado a la embocadura del canal. Manteniéndose en aquellos parajes, era casi seguro apresarla.

—Tenga usted paciencia —dijo a Juan, que estaba muy intranquilo—. El Alción no pasará de aquí sin mi permiso.

Aun transcurrieron tres largos días sin que ningún buque apareciese. Ya una vaga inquietud comenzaba a desazonar a todos, temiendo que el Alción no hubiese podido resistir el huracán que había agitado el Mar del Coral, cuando en la noche del cuarto, entre las once y la medianoche, un gaviero gritó:

—¡Fanal a sotavento!

El comandante, que aún no se había retirado a su cámara y estaba charlando con Juan y Sao-King, al oír aquel grito ordenó en el acto:

—¡Pronto, a virar! ¡Los artilleros, a su puesto de combate!

Luego, mientras la tripulación se disponía a manejar las velas y los mejores artilleros acudían a sus cañones, subió a la cofa del palo mayor e invitó a Juan y Sao-King a seguirle.

Hacia el Norte, a distancia que fue calculada en tres o cuatro millas, una luz Verde brillaba vivamente entre la profunda oscuridad, moviéndose con rapidez.

—Es una nave que corre con viento en popa y que trata de penetrar en el Estrecho —dijo el capitán—. ¿Será el Alción, o algún buque que provenga de las costas orientales de Australia o de los mares de la Sonda? Esta es la cuestión. ¿Qué opina usted, Sao-King?

—Me parece que ese buque camina con demasiada velocidad para ser el Alción —repuso el chino.

—Tiene el viento favorable.

—Pero nuestra pobre nave está muy estropeada.

—A pesar de eso, no cometeré la imprudencia de dejarla escapar, aun cuando, por desgracia nuestra, tengamos el viento contrario. Por ahora correremos bordadas hasta que despunte el día. ¡Ah! ¡Oh, otro punto luminoso!

—¿Dónde? —preguntaron vivamente Sao-King y Juan.

—Sigue el mismo camino que la primera nave.

En efecto, hacia el Este otro fanal, también verde, había aparecido y avanzaba hacia el Estrecho.

—¿Qué dicen ustedes de esto? —preguntó el comandante, que parecía asombrado.

—He notado una cosa —repuso Sao-King, después de algunos instantes.

—Diga usted.

—Que el segundo fanal avanza más lentamente que el primero.

—¿Y qué deduce usted de ello?

—Que el primero pertenece a una tranquila nave en ruta hacia las islas de la Sonda, y el segundo, al Alción.

—¿Y qué me aconseja usted?

—Que dé caza al último.

—Tal era también mi intención —repuso el comandante—. Dejemos por ahora la primera nave y demos caza a la última.

Bajó a cubierta y dio orden de virar de bordo, a fin de seguir paralelamente al segundo fanal, que seguía avanzando muy despacio, aunque, como hemos dicho, la nave tuviese el viento favorable.

Todos los marineros estaban en la cubierta preparándose para el combate. Se cargaban los cañones, se preparaban granadas y se distribuían los fusiles. Aquellos preparativos belicosos, en vez de tranquilizar a Sao-King, le asustaban.

—Comandante —dijo—, al verse los piratas atacados por un barco de guerra, ¿no matarán al señor Ferreira y a Vargas?

—Como nada ganarán con ello, no se atreverán.

—La desesperación es mala consejera, y al verse perdidos, podrán matar a mi hermano y a su compañero —dijo Juan.

—No lo tema usted, mi joven amigo —repuso el comandante sonriendo—. Sorprenderemos a los Buitres del Estrecho de Torres. Mire usted: ya he hecho arriar el gallarda te que indica a los buques de guerra retirar la pieza de la batería y cerrar las portas. Cuando llegue el momento de la lucha, sólo quedarán en la toldilla una veintena de hombres, apenas los suficientes para maniobrar una nave de nuestro tonelaje.

—Entonces, Strong, engañado por la pacífica apariencia de la Groninga, dejará que nos acerquemos, sin sospechar un ataque —dijo Sao-King.

—Comandante —dijo Juan con voz conmovida—, si me devuelve usted a mi hermano, ¿cómo podré pagarle?

—Mi joven amigo —repuso el holandés, estrechándole la mano—, al indicarme dónde se esconden los piratas, me ha prestado usted un servicio mucho mayor que el que espera usted de mí. Además, cualquier comandante de un buque de guerra hubiera hecho lo propio. ¿No estamos aquí para proteger a los navegantes honrados?… ¡Eh! ¡Parece que la nave ha advertido nuestra presencia! Ha cambiado de ruta, y se dirige hacia el Norte.

—Y la otra ya ha desaparecido detrás del Cabo York —dijo Sao-King.

—Dejémosla correr, que a nosotros no nos interesa más que el Alción.

Hizo modificar la ruta, luego dio a los veinte marineros escogidos para el gobierno de la nave orden de despojarse de sus divisas para engañar mejor a los piratas, y él mismo fue a su camarote para ponerse un traje de paisano.

Entre tanto, la nave que suponían fuese el Alción se esforzaba en ganar el Estrecho, corriendo largas bordadas. Después de haberse dirigido hacia el Norte, tal vez con la esperanza de engañar a la tripulación de la Groninga sobre su verdadera dirección, se había vuelto hacia el Oeste, encaminándose definitivamente hacia el Estrecho.

La fragata, que ya tenía el viento de favor por haber doblado la punta de York, seguía a la otra nave a la distancia de una milla.

A las cuatro de la mañana, con una última bordada, había ganado otra media milla, aproximándose a la nave sospechosa. Comenzaba entonces a alborear. El comandante, Sao-King y Juan habían subido de nuevo a la cofa del palo mayor. Una viva ansiedad se leía en su rostro, y Juan se apretaba el pecho como si quisiera refrenar los impetuosos latidos de su corazón.

De pronto, un gran grito de alegría se escapó de los labios de Sao-King.

—¡El Alción!

El primer rayo de sol, reflejándose en la tranquila superficie del mar, había disipado casi de golpe las tinieblas. El buque, seguido por la Groninga, era realmente el Alción, que avanzaba hacia el estrecho corriendo pequeñas bordadas por no tener el viento favorable.

Parecía que la pobre nave había sufrido mucho durante la segunda tempestad, pues una parte de las bordas estaba destrozada y había perdido el bauprés.

La fragata se dirigía a su encuentro sin mostrar intención de cortarle el camino, para lo cual había puesto la proa hacia el Norte-Nordeste, como si hubiera querido dirigirse al lejano archipiélago de las Luisiadas. Esta maniobra debía engañar a Strong acerca del verdadero objetivo de la fragata.

En realidad, creyendo los piratas de buena fe tener que habérselas con un pacífico buque mercante, no habían modificado su camino, y continuaban sus bordadas hacia el Cabo de York, que estaba muy próximo.

Ya las dos naves se hallaban a unos cuatrocientos metros de distancia, cuando el comandante Wan Praat, que había subido a cubierta, con una rápida maniobra lanzó a la Groninga sobre el Alción, cortándole el paso. Casi al mismo tiempo se alzaban las portas, dejando al descubierto los cañones de las baterías, y la tripulación subía a cubierta fusil en mano, preparándose para el abordaje.

De pronto, uno de los cañones del castillo disparó al aire, intimando al Alción a ponerse en facha y mostrar su pabellón.

Aquella maniobra se había realizado tan rápidamente, que la fragata se encontraba ya junto al Alción, antes que los asombrados piratas hubieran tenido tiempo de organizar la más pequeña resistencia.

El capitán Wan Praat empuñó el altavoz y advirtió:

—¡Al primer tiro que disparéis, os echo a pique de una andanada! ¡Rendíos!

Strong, pálido como un muerto, se precipitó hacia la amura de babor, mientras sus hombres, asustados, se refugiaron precipitadamente en el puente, detrás de los dos cañoncitos.

—¿Quiénes sois y qué queréis de mí? —preguntó el bandido—. Somos navegantes pacíficos, en ruta hacia el Estrecho de Torres.

La Groninga había enredado su bauprés en el trinquete del Alción, y sus hombres lanzaron los garfios de abordaje para unir las dos naves. El comandante Wan Praat, con el sable en la diestra y una pistola en la mano izquierda, se lanzó a la toldilla del Alción seguido por sus cuatro oficiales y veinte soldados.

—¡Rendíos! —gritó a Strong.

—¿Qué significa esta brutal agresión? ——vociferó éste.

—¡Que ha sonado la hora de vuestro castigo, señor Strong! —respondió el comandante.

—¿Cómo sabe usted mi nombre? —rugió el bandido rechinando los dientes.

—Y sé otra cosa más de vosotros. ¿Dónde están el señor Ferreira y el señor Vargas?

—¡Sangre del infierno! ¡Compañeros, fuego sobre estos hombres, y matad a esos dos bandidos que nos han hecho traición!

—¡El primero que se mueva, es hombre muerto! —gritó el comandante con voz amenazadora.

Al verse perdidos los piratas, y sabiendo la suerte que les aguardaba en el caso de rendirse, hicieron una descarga contra los soldados, derribando a cuatro, poco o mucho heridos.

—¡Fuego! —gritó a su vez el comandante, lanzándose sobre Strong y poniéndole al pecho la punta de la espada.

Los marineros soltaron una descarga terrible que mató a los dos bandidos.

Uno solo, el rubio que había conducido a Sao-King y a Juan a la caverna, había escapado milagrosamente de aquella lluvia de balas, y de un salto se precipitó al mar, desapareciendo bajo las olas.

Mientras los marineros se convencían de la muerte de los bandidos, cuyos cuerpos estaban acribillados de heridas, Sao-King y Juan, que hasta entonces habían permanecido ocultos tras las bordas de la Groninga, saltaron sobre la toldilla del Alción.

—¡Miserables! —gritó Juan—. ¿Dónde está mi hermano?

—¡Muerte y condenación! —rugió Strong retrocediendo vivamente—. ¿Tu? ¡Toma!

Con la rapidez del rayo sacó del cinto una pistola y apuntó al joven. El comandante, que le vigilaba atentamente, desvió el arma con la espada, de modo que la bala fue a dar contra la borda. Al mismo tiempo, Sao-King se había lanzado sobre el bandido y, aferrándole por el cuello, lo derribó sobre la toldilla. Antes que el pirata hubiera podido levantarse, tres o cuatro marineros le ataron sólidamente, impidiéndole toda defensa.

—¡Canallas! —rugió el miserable, enfurecido.

—¡Señor Strong, está usted preso! —dijo el comandante de la Groninga—. Díganos usted: ¿dónde están el señor Ferreira y el señor Vargas?

—¡Búsquenlos ustedes! ¡La historia aún no ha concluido, y aunque me ahorquen, seré vengado!

Juan palideció.

—¡Strong! —exclamó—. ¿Qué quiere usted decir con eso?

—¡Os digo que busquéis vosotros a vuestro hermano y al oficial argentino!

—¡Miserable! ¡Los has matado! —sollozó el pobre joven.

—No, no los he matado.

—Entonces, ¿dónde están? —gritó Sao-King—. ¡Habla, o te estrangulo!

—¡Lo mismo me da morir ahora que luego! —dijo Strong—. Ya sé que no he de escapar de ésta.

El capitán exclamó:

—¡Llevad a este pirata a bordo de mi nave, y vayamos a hacer un registro minucioso de este buque!

Mientras un grupo se llevaba al bandido, Wan Praat, seguido por Juan y Sao-King y algunos marineros provistos de luces, registraron la nave hasta la cala. No se encontró absolutamente nada: Cirilo y Vargas habían desaparecido misteriosamente.

—¡Los han asesinado! —exclamó Juan, sollozando.

—No adelantemos los acontecimientos —dijo el comandante—; es posible que vivan.

—¡El hecho es que no están aquí! —dijo Sao-King, profundamente conmovido.

—Pueden haberlos desembarcado en alguna costa.

—¿Dónde? —preguntó Juan, a quien aquellas palabras habían dado un poco de esperanza.

—Strong nos lo dirá. Vengan ustedes, que vamos a interrogarle.

—¿Y si se negara a decirlo?

—¡Entonces, le obligaremos! —dijo el comandante.

CAPÍTULO XII. LA MUERTE DEL PIRATA

No queriendo abandonar el Alción, que representaba una buena presa, aun cuando estuviera necesitado de grandes reparaciones, Wan Praat hizo pasar a dicha nave a quince marineros y un oficial, dándoles la orden de buscar un refugio cerca del Cabo York y esperar su regreso.

El bravo comandante estaba resuelto a llegar hasta el fin y sorprender a los Buitres del Estrecho de Torres en su refugio antes de abandonar aquellos peligrosos parajes; pero quería averiguar primero qué había sido de los dos desgraciados compañeros de Juan y de Sao-King, tan misteriosamente desaparecidos.

Mientras el Alción se dirigía lentamente hacia la costa australiana y la Groninga avanzaba hacia el Estrecho, el comandante dio orden de conducir a cubierta a Strong, que estaba encerrado y cargado de cadenas en uno de los camarotes de la estiba.

Cuando el bandido apareció sobre la toldilla entre dos marineros armados, y vio al Alción alejarse, arrugó la frente e hizo un gesto de ira.

—¡Perder esa nave, cuando ya era mía y estaba casi a salvo! —exclamó, crujiendo los dientes—. ¡Tantas fatigas perdidas en un momento!

—Ha sido usted verdaderamente desgraciado, señor Strong —dijo el comandante con ironía—. Ya estaba usted en el puerto.

—¡Pues no ha acabado todo! —repuso el bandido con siniestra sonrisa—. ¡Tal vez en lugar de un buque cogeremos dos!

—La Groninga no es el Texel ni la Schelda

Al oír estas palabras, el pirata se estremeció.

—¡El Texel! ¡La Schelda! —exclamó con voz sorda—. ¿Qué sabe usted de eso?

—Sé muchas cosas sobre las fechorías de los buitres del Estrecho de Torres.

Un taco rotundo se escapó de los labios del bandido.

—¡Juan y Sao-King nos han vendido! —dijo con ira—. Debía haber guardado el secreto; pero aún efetoy a tiempo de vengarme.

—¡Pruebe usted!

—¡Ya se verá! ¿Para qué me ha hecho usted llamar?

—Para preguntarle qué ha hecho usted del señor Ferreira y de su compañero.

—¿Y cree usted que voy a decírselo?

—Mire usted: mis marineros ya tienen preparada una cuerda con la que han de ahorcarle.

—Mi muerte no le servirá de nada, porque en ese caso mi lengua permanecerá muda para siempre.

—Pero tomaremos sobre vuestros compañeros de Mera una terrible venganza.

—Son más fuertes de lo que usted se figura; y, además, se las compondrán como puedan. Pero no sabrá usted lo que he hecho de los señores Ferreira y Vargas.

—¿Y si le perdonara la vida? —preguntó el comandante.

—Rechazaría la merced. ¡Juan y Sao-King nos han traicionado, y lo pagarán!

—Strong —dijo Juan avanzando hacia el pirata—, si hubieses tenido un hermano en poder de los piratas, ¿no hubieras hecho todo lo posible por salvarle?

—¡No lo sé! —repuso evasivamente el bandido, apartando la vista para no encontrarse con la mirada suplicante del joven.

—Yo he desafiado a la muerte para arrancarle de vuestro poder.

—¡Me lo había figurado! Os habéis aprovechado de aquel golpe de mar para venir a este condenado buque.

—¡Y te has vengado en mi hermano y en Vargas!

—No puedo responder.

—¡Tú, que has cometido tantos delitos, algún día has debido de ser honrado, y tal vez hayas tenido hermanos! ¡Haz siquiera una buena obra!

Una rápida emoción se reveló en el rostro del bandido, para desvanecerse inmediatamente.

—¡Sí, algún día fui honrado! —dijo con voz ronca—. Pero ¡bah, han pasado tantos años desde entonces! ¡Mi pasado ha muerto, y sólo queda de mí el pirata!

—¡En nombre de tu madre, a la que debes de haber querido como yo a la mía, habla!

—¡Basta! —rugió el bandido—. ¡Ahorcadme, tirad mi cadáver a los tiburones o a los antropófagos, pero no hablaré! ¡No, no hablaré!

—¿Es su última palabra? —preguntó Wan Praat.

—¡La última!

—Pues volvedle al encierro, y que no se le dé ni una gota de agua ni un pedazo de pan.

—¿Quiere usted hacerme morir de hambre? —preguntó el pirata, aterrado.

—Sí, como no se resuelva a hablar.

A un signo del comandante, los marineros cogieron a Strong y se lo llevaron, mientras Juan ahogaba un sollozo.

—Acabará por ceder, querido amigo —dijo Wan Praat, apoyando cariñosamente una mano sobre el hombro del joven—. Además, se me ha ocurrido una cosa.

—¿Qué? —preguntó Sao-King.

—Sospecho que la nave que precedía al Alción pertenecía a los piratas, y es posible que vuestro hermano y el señor Vargas hayan sido embarcados en ella.

—Entonces, será preciso alcanzar a ese buque.

—Lo encontraremos en Mera.

—¿Tiene usted intención de atacar a la isla? —preguntó Sao-King con interés.

—En el acto.

—¿Y no matarán a mi hermano? —preguntó Juan palideciendo.

El comandante no contestó. Era probable que al verse atacados los bandidos, matasen a los dos prisioneros para quitar de en medio dos peligrosos testigos de sus hazañas.

—De todos modos —dijo el comandante, después de largo silencio—, no hay que desesperar. Además, es probable que Strong se decida a hablar a cambio de la vida, y de algún modo lograremos salvar a su hermano y al señor Vargas. No llegaremos a Mera hasta dentro de dos días, y en cuarenta y ocho horas pueden ocurrir muchas cosas. Entre tanto, trataremos de alcanzar a ese velero para saber si se ha dirigido a Mera o ha continuado su camino a través del Estrecho.

—¡Estará ya muy lejos! —dijo Sao-King.

—Estos parajes son demasiado peligrosos para que un buque se aventure en ellos a velas desplegadas, de modo que no habrá recorrido mucho camino. Conque pongámonos en su persecución.

La Groninga doblaba entonces la punta de York, avanzando con las debidas precauciones a través de aquel peligrosísimo Estrecho, lleno de islas, escollos y bajos de arena. Aún hoy día, a pesar de los estudios hechos por los buques, ingleses de Australia, el Estrecho de Torres opone tales obstáculos, que la mayor parte de los buques prefieren dar la vuelta a Nueva Guinea, antes que aventurarse en él. Los pólipos, esos infatigables constructores, modifican constantemente las costas de las islas, multiplicándose de tal modo, que de un año a otro elevan formidables construcciones desde el fondo hasta la superficie del mar.

El comandante de la Groninga conocía muy bien el Estrecho y sus peligros, por lo cual hizo arriar gran parte de las velas y botar al agua una ballenera para que precediese al buque y fuera rodando al fondo. Las islas del Príncipe de Gales se mostraban en el horizonte diseminadas en un ancho espacio y circundadas por hileras de escollos, contra los cuales el mar rompía con violencia. No se veía buque alguno en ninguna dirección. ¿Habría buscado algún refugio en el Golfo de Carpentaria, o se habría ocultado entre las islas? Esto era lo que se preguntaba el señor Wan Praat, aunque se inclinaba a la primera suposición, persuadido de que el misterioso buque pertenecía a los piratas.

—¡Bah! ¡Ya lo encontraremos! —dijo a Juan, que le interrogaba—. Tenga un poco de calma, y ya verá que nada perderemos esperando. Por ahora finjamos dirigirnos hacia el Golfo de Carpentaria, para no poner en guardia a los piratas, y esta noche estaremos en aguas de las islas.

—Pero no sabemos con precisión dónde se encuentra el asilo de esos bandidos —dijo Sao-King con desaliento.

—Verdad es, y no será cosa fácil averiguarlo.

—Señores, desde hace algunas horas me bulle en la cabeza un proyecto.

—¿Cuál?

—El de desembarcar en Mera para buscar el refugio de esos bandidos.

—Hay antropófagos en la isla.

—Se pueden evitar.

—Su proyecto es bueno, y también se me había ocurrido a mí; pero es peligroso y no quiero exponer su vida.

—Comandante —dijo Juan—, yo apoyo la proposición de Sao-King, con la condición de que me deje usted desembarcar con él.

—Joven, tiene usted un valor envidiable —dijo Wan Praat estupefacto.

—¡Déjeme usted desembarcar! Además, su nave se mantendrá próxima, y fácilmente podremos alcanzarla en caso de peligro.

Wan Praat le miró en silencio, sin contestar.

—¡Decídase usted! —insistió Juan—. Descubierto el refugio de los piratas, para usted será empresa fácil destruirlos.

—Tal vez podremos salvar a Cirilo y al señor Vargas —añadió Sao-King.

—Vamos a interrogar a Strong —dijo por último el señor Wan Praat—. Luego veremos.

—¿Cree usted que al fin se decidirá a hablar? —preguntó Juan.

—¡Tal vez!

Llamó a un cabo, hizo encender una linterna y bajó a la estiba en unión de dos marineros, con Juan y con Sao-King.

La celda donde había sido encerrado el bandido se encontraba bajo el cuadro, de modo que ningún rayo de luz podía penetrar en ella.

El comandante hizo abrir la puerta y penetró con la lámpara; pero retrocedió en seguida, lanzando un grito. Un acre olor había herido su olfato.

—¿Se habrá dado muerte? —se preguntó.

Bajó la lámpara y miró al suelo.

Strong yacía echado sobre el torso.

—¡Muerto! —exclamó Wan Praat.

Previendo la suerte que le aguardaba, el bandido se había hecho justicia, utilizando un pequeño puñal que llevaba escondido.

—¡Nos habíamos olvidado de registrarle! —dijo el comandante—. Después de todo, no ha hecho más que adelantar su sentencia de muerte.

—¡Pero se ha llevado a la tumba lo que queríamos saber! —dijo Sao-King.

—No hubiera hablado —repuso el comandante.

—¡Ya no le queda a usted más que concedemos el permiso de desembarcar en Mera! —dijo Juan.

—¿Están ustedes resueltos?

—Sí, comandante —repuso el joven con voz firme.

—¿Y usted, Sao-King?

—Yo seguiré a Juan a todas partes —dijo el chino.

—Pues esta noche desembarcarán ustedes, y les daré un buen compañero que sabrá defenderles si es preciso. Será tal vez una imprudencia; pero admiro su valor, y siempre me encontrarán dispuestos a socorrerlos.

—Es la mejor solución, señor comandante —dijo Sao-King—, porque aún no sabemos de qué medios disponen los piratas, ni dónde se ocultan.

—Es verdad —repuso Wan Praat—. Esta noche tomaremos los acuerdos necesarios para el buen éxito de nuestra empresa.

Cuando volvieron a subir a cubierta, la Groninga navegaba ya por el Golfo de Carpentaria, inmensa ensenada formada por las costas orientales de la Tierra de Arnheim y por las occidentales de la Tierra de Torres, y que encierra en su seno varias islas, entre las cuales se encuentran las de Grot y las de Pelew, que son las más importantes.

La costa occidental, que forma la punta extrema del continente australiano, aparecía desierta. Solamente se veían enormes árboles gomíferos que lanzaban sus copas a cuarenta y cincuenta metros del suelo; pero ni una miserable cabaña ni una columna de humo indicaban la presencia de habitantes.

La Groninga bordeó hasta la noche sin aproximarse demasiado al cabo York, y luego, apenas oscurecido, volvió al estrecho navegando rápidamente hacia Mera.

El comandante había hecho ya armar una pequeña ballenera, poniendo dentro tres carabinas, municiones y víveres para ocho días.

A medianoche la fragata estaba ya a menos de dos kilómetros de la isla, no atreviéndose a avanzar más por temor a chocar contra los escollos coralíferos, que debían de ser abundantísimos en aquel lugar.

—Mi buen amigo —dijo el comandante, aproximándose a Juan, que aguardaba a que botasen al agua aquella pequeña embarcación—, ¿ha pensado usted bien en los peligros que le esperan en esas islas?

—Sí, comandante —repuso Juan.

—¿Sigue usted resuelto?

—Sí.

—Entonces, óigame usted.

—Le escucho, comandante.

—A fin de que vuestra expedición pueda tener alguna probabilidad de buen éxito, es necesario que los piratas ignoren mi presencia. Si advirtieran mis intenciones, podrían escapar y esconderse más lejos, privándonos de la esperanza de libertar a su hermano y al señor Vargas.

—Es verdad, comandante —dijo Sao-King, que asistía al coloquio.

—De modo —continuó el capitán— que la Groninga navegará por el mar de Carpentaria a fin de no ser descubierta por los bandidos. Más allá del cabo York hay una pequeña rada muy escondida que me servirá de refugio, y que el marinero a quien he encargado que les acompañe conoce perfectamente. Cuando hayan conseguido ustedes su objeto, vayan a buscarme allí.

—Así se hará —repuso Juan.

—Sean ustedes prudentes, y no expongan la vida.

—Lo seremos.

—Si dentro de ocho días no han vuelto, haré desembarcar parte de mi tripulación, e iré yo mismo a buscar el asilo de los piratas.

—Espero que nos reuniremos antes.

—Yo también lo creo —dijo Wan Praat, estrechando vivamente la mano del joven—. ¡Que Dios les proteja!

Juan y Sao-King descendieron la escala y saltaron a la ballenera, donde los aguardaba el marinero que iba a acompañarlos en la peligrosa expedición. Era un verdadero gigante, de casi seis pies de altura, con espalda de Hércules y brazos poderosos; un compañero ciertamente precioso, dada su fuerza, que debía de ser extraordinaria.

—Vamos, señores —dijo el marinero, volviéndose hacia Juan—. Un paseo por tierra es cosa que deseo ardientemente, y si los antropófagos quieren molestarnos, les haré sentir el peso de mis manos, a fe de José Helton.

—Cuento con usted —repuso el joven peruano—; pero si podemos evitarlo, será mejor.

—Entonces me reservo para los piratas.

—Más tarde. Por ahora no podemos intentar nada, porque ésa es la orden del comandante.

—Esperaremos.

—Y no perderemos nada por esperar. ¡Sao-King, a los remos!

Juan saludó por última vez al señor Wan Praat, que le miraba desde lo alto del puente de mando, y después dio la orden de avanzar.

En el mismo momento, la Groninga viraba de bordo, dirigiéndose nuevamente hacia el Golfo de Carpentaria.

CAPÍTULO XIII. LOS TORPEDOS MARINOS

La oscuridad favorecía la aproximación de los tres valientes, sin exponerlos al peligro de ser vistos por los salvajes o por los piratas. La luna se había puesto hacía ya algunas horas, y las estrellas, cubiertas por un ligero velo de nubes procedentes de las costas septentrionales de Australia, se reflejaban débilmente en la superficie del mar.

La ballenera, impulsada por cuatro remos vigorosamente manejados por el marinero y por Sao-King, en pocos minutos llegó a las primeras escolleras que cubrían las costas de la isla, internándose en un estrecho pasaje donde las olas rompían con violencia, rugiendo sordamente.

—¡Despacio! —dijo José, midiendo con el remo la profundidad del agua—. No expongamos a nuestra ballenera al peligro de romperse. Estos malditos corales están erizados de puntas duras como el acero.

—El paso me parece libre —dijo Sao-King, que se había levantado para ver mejor.

—Y la playa está desierta —añadió Juan.

—¡Cuidado; no vayamos a caer en la boca del lobo! —repuso el marinero—. No sabemos dónde tienen su guarida los piratas, y podría hallarse más cerca de lo que nos figuramos.

—Nos aproximaremos sin hacer ruido —dijo Juan.

Volvieron a empuñar los remos y penetraron en el canal, flanqueado por pequeñas escolleras, teniendo la vista fija en la playa, la cual se delineaba a menos de trescientos metros.

Una vez salidos de aquel caos de rocas madrepóricas que los amenazaban por todas partes, hicieron alto un momento para cerciorarse de no haber sido seguidos por nadie, y luego se dirigieron a toda prisa hacia la playa, embarrancando la ballenera en la arena.

Iban a coger las armas y a correr a esconderse bajo los árboles, que en aquel sitio abundaban, cuando José contuvo a sus compañeros, diciéndoles:

—¡Íbamos a cometer una imprudencia imperdonable!

—¿Cuál? —preguntó Juan.

—Si los salvajes y los piratas encuentran aquí la ballenera, comprenderán que han desembarcado europeos, y se pondrán a la caza para descubrirnos.

—Es verdad.

—Antes de ocultarnos en los bosques, busquemos un escondrijo para la ballenera.

—La cual nos es necesaria para atravesar el estrecho y llegar a la Groninga —dijo Sao-King.

—Y ¿dónde encontrar ese escondrijo? —preguntó Juan—. La costa no tiene ninguna bahía.

—Y, además, no podríamos utilizarla —añadió el chino.

—Estos escollos tienen cavernas —dijo José—. He visto muchas semejantes.

—Pues busquemos una —añadió Juan.

Botaron al agua la ballenera, y con unos cuantos golpes de remo volvieron al canal e inspeccionaron las escolleras, en las cuales no fue difícil encontrar una caverna marina suficiente para contener la embarcación. La sujetaron sólidamente para que la marea no la arrastrase, y luego, cogiendo las armas, las municiones y los víveres, se encaramaron sobre la escollera para tratar de alcanzar la costa sin verse obligados a lanzarse a nado.

—Allí veo un banco de arena que se prolonga hasta la playa —dijo Sao-King, que tenía la vista agudísima—. Apenas nos bañaremos los pies.

—¡Démonos prisa! —repuso el marinero—. De un momento a otro podemos ser descubiertos.

Recorrieron rápidamente la escollera, y al llegar al banco, lo atravesaron, sumergiéndose solamente hasta las rodillas.

—Ya estamos —dijo el marinero, lanzándose hacia la playa—. Allí hay un bosque que nos suministrará seguro asilo, al menos por el momento.

—¿No habrá salvajes ocultos bajo aquellas plantas? —preguntó Sao-King.

—Procedamos con precaución —repuso Juan—. En cuanto encontremos una espesura, acamparemos hasta que venga el alba.

—Y celebraremos consejo —agregó el gigante, montando la carabina.

Una zona arenosa de un centenar de metros de ancho dividía el bosque. Ya seguros de estar solos, avanzaron resueltamente y llegaron a la margen del bosque, formada por pinos marítimos y acacias gomíferas ricas en hojas. No queriendo apartarse mucho, del mar por temor a encontrarse de improviso frente a cualquier campamento de salvajes, se detuvieron junto a un grupo de eucaliptos alrededor de cuyos troncos crecían mimosas espesísimas. El marinero dio primero la vuelta a la espesura, y luego, más tranquilizado, dijo a Sao-King:

—Por ahora no tenemos nada que temer, de modo que podemos decidir qué hacemos sin temor de ser escuchados por nadie.

—¿Le ha informado a usted el comandante de nuestros proyectos? —le preguntó Juan.

—Sí, y yo he sido quien le ha rogado que me dejase acompañarles. Se trata de buscar la guarida de los piratas.

—Tal es nuestra intención.

—Y cerciorarse de si su hermano y el oficial se encuentran en poder de esos bandidos.

—Exacto.

—La cosa no será fácil; pero tenemos ocho días, y en ese plazo se puede hacer mucho.

—¿Dónde cree usted que tendrán su guarida esos bandidos?

—A un marinero amigo mío que naufragó en estas playas hace algunos años le he oído hablar de ciertas cavernas maravillosas que se encuentran en las costas septentrionales de la isla, y se me ha ocurrido la sospecha de que los bandidos la hayan escogido para refugio suyo.

—¡Ah! —exclamó Juan—. ¿Le han contado a usted eso?

—Sí; y, además, creo que no será difícil encontrar el sitio donde se esconden los piratas, por la siguiente razón.

—Explíquese usted, José.

—¿Se acuerdan ustedes de la nave que precedía al Alción?

—Sí.

—Estoy seguro de que pertenecía a los piratas.

—¿Qué se lo hace a usted suponer?

—Su misteriosa desaparición. Si hubiera sido una nave mercante, de seguro la hubiéramos visto al final del estrecho o en el golfo de Carpentaria; de modo que me figuro que habrá anclado en cualquier seno de esta isla y que no será difícil descubrirla, ya que una nave de ese porte no es una chalupa que puede esconderse en una caverna. Es más; creo que su hermano y el oficial han sido transbordados a ese barco.

—La misma sospecha se le ocurrió al comandante —dijo Sao-King.

—Por ahora, vamos a buscar el buque —añadió José—. Luego encontraremos la guarida de los bandidos y a sus dos compañeros.

—Entonces marcharemos hacia las costas septentrionales de la isla —dijo Juan.

—Y sin apartarnos del mar. ¡Ah! Si pudiésemos utilizar la ballenera…

—Probablemente, no iríamos muy lejos —dijo Sao-King—. Los piratas nos verían en seguida.

—Pues bien, señores; en espera de que amanezca, descansemos —dijo José—. Creo que por el momento no nos amenaza ningún peligro.

Se recostaron entre las plantas, y, seguros de no haber sido vistos y de no ser molestados, se entregaron al sueño.

Un griterío ensordecedor les hizo abrir los ojos. El sol despuntaba, y una bandada de papagayos de plumas amarillas y verdes en el dorso y en el vientre, y azules y rojas en la cabeza, saludaba los primeros rayos de luz.

—Los pájaros tocan diana —indicó José, estirándose—. ¡Ya es hora de marchar!

Comieron unos cuantos bizcochos y un trozo de carne en conserva, y salieron del bosque, deteniéndose en su orilla extrema.

—Veamos ante todo si estamos solos —dijo Sao-King—. Pudiera haber cerca alguna aldea de salvajes.

Aquella parte del bosque parecía desierta. Únicamente se veían grupos de colosales araucarias, de mirtos, de helechos, de ortigas gigantescas que paralizan la mano que las toca, y de árboles gomíferos de tronco blanco, mezclados con stringy block, de corteza fibrosa. Espléndidas flores crecían alrededor de aquellos troncos enormes: macizos de magnolias, de pelargonios parecidos a dalias, lirios reales que mostraban a diez metros de altura soberbias flores aterciopeladas de tres pies de circunferencia.

—No veo más que árboles y flores —dijo el marinero, después de haber mirado en todas direcciones.

—Y papagayos —añadió Sao-King.

—Los salvajes deben de dormir aún en sus cabañas o no frecuentan estos sitios.

—¡Tanto mejor! —dijo Juan.

—Vamos a mirar al mar —aconsejó Sao-King.

—La idea es buena —dijo el marinero—. Tal vez los piratas hayan comenzado ya sus correrías. Dudo que la Groninga haya esquivado su vigilancia.

—La hubieran atacado.

—Es un bocado demasiado grande, señor Ferreira.

Montaron las carabinas y se dirigieron hacia el mar, ocultándose todo lo posible de mata en mata, haciendo salir infinidad de aves que probablemente tendrían en ellas sus nidos: soberbios argos, que parecían del tamaño de pavos, más por la abundancia de plumas que por su verdadero grosor, y semejantes también a los pavos reales, aunque sin los magníficos colores de éstos; pájaros-liras, así llamados porque las plumas de la cola tienen la forma de dicho instrumento; cacatúas de blanquísima pluma con el pecho rosado y la cabeza escarlata.

Todas estas aves huían sin manifestar gran temor, lo cual demostraba que aquella parte de la isla no era frecuentada por los piratas ni por los indígenas.

Al cabo de pocos minutos, el marinero y sus dos amigos llegaban a la orilla del mar, que se extendía hasta perderse hacia el Oeste, porque por aquel lado no se veía tierra.

José avanzó algunos pasos para observar la costa, que se remontaba hacia el Septentrión, cuando se le escapó una exclamación:

—¡Ya lo había dicho yo! ¡Los piratas!

Al extremo de una larga escollera que flanqueaba las playas de la isla avanzaba lentamente un pequeño buque con velas de forma esbelta. Era una graciosa goleta de unas ciento cincuenta toneladas, con la proa casi cortada en ángulo recto, y que se deslizaba con seguridad a través de aquellas peligrosas rompientes, pasando de un canal a otro.

La distancia no permitía distinguir su armamento ni la gente que la tripulaba; pero José no tenía la menor duda de que pertenecía a los Buitres del Estrecho de Torres.

Realmente, ¿qué nave podría recorrer aquel peligrosísimo estrecho, con riesgo de ser asaltada por aquellos feroces isleños o estrellarse contra los escollos?

—¿La ven ustedes? —preguntó el marinero.

—Sí —repuso Juan.

—Estoy seguro de que pertenece a los Buitres.

—¿Será tal vez la que precedía al Alción? —preguntó Sao-King.

—De fijo —repuso José.

—¿Irá tal vez a espiar a la Groninga?

—Tal vez quiera cerciorarse del camino tomado por nuestra nave.

—¿Viene de las costas septentrionales? —preguntó Juan.

—Sí —repuso el marinero.

—Entonces, la guarida de los piratas debe de encontrarse allí.

—Veamos primero adonde va esa goleta —dijo Sao-King.

Se escondieron tras un bosquecillo siguiendo con la mirada al pequeño velero, que continuaba penetrando en el estrecho aprovechando la fresca brisa matutina y bogando con extraordinaria rapidez.

—¡Es una auténtica nave de carrera! —dijo José, que la espiaba atentamente—. Va muy bien manejada; y si la Groninga quiere darle caza, no tendrá poco quehacer.

—Se quedará atrás —dijo Sao-King—. Ese buque es muy pesado.

—Tiene usted razón.

—¿Estarán a bordo de ese buque mi hermano y el señor Vargas? —dijo Juan con voz entrecortada.

—Se encontrarán en la guarida de esos bandidos —repuso el marinero—. Esa goleta busca a la Groninga. ¡Miren! ¡Va a virar de bordo!

El buque avanzó tres o cuatro millas para dominar mejor el estrecho, y luego se volvió hacia el Este describiendo un amplio semicírculo alrededor de un grupito de islas que se veían en aquella dirección. Durante algunas horas desapareció tras aquellas minúsculas tierras, se mostró de nuevo hacia la punta septentrional de Mera, y por último desapareció entre los escollos.

—La guarida de los bandidos se encuentra en aquella dirección —dijo José—. Caminando aprisa, podemos acampar esta noche en la punta septentrional de la isla.

—Y quizá no lejos de la guarida.

—¡Partamos! —dijo Juan resueltamente.

Volvieron al bosque y se pusieron en marcha, manteniéndose, sin embargo, a poca distancia del mar, con el fin de poder refugiarse, en caso de apuro, en los innumerables escollos de la costa.

La selva que parecía cubrir toda aquella isla no era, sin embargo, tan espesa que dificultase la marcha de aquellos tres audaces. Había grandes espesuras de plátanos silvestres y de rododendros; pero de cuando en cuando los eucaliptos, los araucarias, los blood wood o madera de sangre y los pinos gigantes dejaban pasos bastante amplios; por otra parte, en las islas del Estrecho de Torres no había aquellas intrincadas espesuras de bejucos y plantas que se observan en los bosques de la Papuasia.

Frecuentemente, saltaba de algún matorral, como gigantesca rata, alguna saviga, o bien algún macropus fasciato, parecido a las ardillas por el color del pelo. Otras veces era una piara de pequeños cerdos salvajes.

Pero aun cuando el marinero hubiera deseado un asado de carne fresca después de tantas semanas de navegación, tuvo que resistir forzosamente a la tentación, porque cualquier disparo podría atraer contra ellos a los salvajes o a los piratas, comprometiendo el éxito de la expedición.

Apenas habían recorrido tres millas, procediendo siempre con infinita cautela, cuando se encontraron de improviso frente a una profunda ensenada cuya extremidad estaba cubierta por bancos de arena.

—Si damos la vuelta, vamos a perder un par de horas —dijo José—. ¿Les parece a ustedes que utilicemos ese banco para abreviar el camino?

—No veo en ello inconveniente —repuso Juan—. Esta ensenada me parece desierta.

—Y los bancos están tan unidos, que apenas tendremos que mojarnos los pies —agregó Sao-King.

—Pues marchemos —exclamó el marinero.

Bajaron a la orilla y penetraron a través de los bancos, que la marea baja había dejado casi en seco; pero apenas habían dado unos cuantos pasos, cuando José, que los precedía, cayó de golpe lanzando un grito de dolor.

Sao-King se lanzó en el acto para ayudarle a levantarse; pero a su vez se sintió derribado por una fuerza misteriosa que le entorpecía los miembros.

—¡Amigo Juan! —exclamó, haciendo un gesto de dolor—. ¿Qué diablos se esconderá bajo esta arena?

En el mismo instante, el joven peruano, que tenía metidos los pies en aquella arena poco resistente, se sintió proyectado hacia adelante por una formidable sacudida que se propagó por todo su cuerpo como la descarga de una batería eléctrica. José se había levantado; pero volvió a caer, lanzando un nuevo grito de dolor.

Las arenas se agitaban bajo sus pies, y parecía que una fuerza extraña se desencadenaba entre aquellas mirladas de corpúsculos casi invisibles.

—¡Huid! —gritó a sus compañeros—. ¡Son los torpedos!

Cogidos de la mano, Juan y Sao-King se lanzaron hacia la orilla para volver al bosque; pero las sacudidas no cesaban por esto, aunque disminuyeron en intensidad. Sus músculos se contraían, y a cada paso corrían peligro de caer de una a otra parte. Sin embargo, haciendo un último esfuerzo, lograron salir del banco de arena y refugiarse entre los árboles.

José logró seguirlos a costa de no pocos esfuerzos.

—¡Que el diablo se lleve todos los torpedos de estas islas! —dijo, dejándose caer al suelo.

—¡Los torpedos! —exclamó Juan—. Si hubieran estallado, a estas horas no nos contaríamos en el mundo de los vivos.

—No son los torpedos que se usan en la guerra —repuso José, riendo—. Son peces endiablados, parecidos a las rayas, y que tienen en su cuerpo una verdadera batería eléctrica.

—Y ¿dónde estaban escondidos esos peces?

—En la arena. Cuando el agua se retira, tienen la mala costumbre de ocultarse en los bancos, en espera de la marea que vuelva a ponerlos a flote.

—De modo que los desgraciados que los tocan…

—Saltan como si padecieran el baile de San Vito —dijo José.

—Y no son mal bocado —añadió Sao-King—. He pescado algunos como ésos en los mares de la China.

—Y, además, no podrán hacernos ahora mucho daño —agregó el marinero—, porque deben de haber agotado su energía eléctrica.

—Es casi mediodía —dijo Juan, mirando al reloj—; de modo que almorcemos. Lo mismo da detenernos aquí que más adelante.

—Entonces podemos permitirnos el lujo de un asado —dijo José—. La punta septentrional no está muy lejana, y, para no ser descubiertos, es preferible llegar allí después de puesto el sol. Sao-King, si no teme usted las sacudidas, vamos a desenterrar el almuerzo.

—Mientras tanto, encenderé el fuego —dijo Juan.

—Entre algún matorral muy espeso —aconsejó el marinero—. Los salvajes podrían ver el humo y venir a estropearnos la digestión.

Provistos de dos palos, el chino y el holandés volvieron al banco, avanzando lentamente para no recibir otra descarga.

Llegados al sitio donde habían caído, comenzaron a levantar la arena; pero apenas abrieron un agujero, ambos sufrieron una sacudida, aunque poco intensa.

—Los torpedos están escondidos aquí debajo —dijo el marinero.

Ensancharon rápidamente la excavación, y pronto vieron agitarse en el fondo de ella un pez plano, casi de un metro de largo. Sao-King levantó el palo, pero el marinero le contuvo.

—¡Poco a poco! —dijo—. Va usted a recibir otra descarga.

—¡Una más o menos, poco me importa! —repuso el chino.

—Podemos evitarla.

Cogió el cuchillo y con maravillosa destreza lo lanzó contra el torpedo, pasándolo de parte a parte.

El pez se agitó un instante, descargando inútilmente su batería eléctrica, y luego quedó inmóvil.

—¡Ya tenemos bastante! —dijo José—. Nos quedará también para la cena.

Agarró al pez por la cola y lo arrastró por el banco hasta llegar a donde Juan los esperaba después de haber encendido una hoguera en una espesura de gigantescas araucarias.

—Aquí está el almuerzo —dijo José—. Si no fuera bastante, aún encontraríamos más entre la arena.

—¡Ah! ¡Veamos! —exclamó Juan, mirando con curiosidad la presa—. ¿Es realmente uno de esos animales que nos han hecho danzar?

—Es un verdadero torpedo, señor —respondió José—. En cuestión de peces, soy entendido.

CAPÍTULO XIV. UN BANDIDO EN PELIGRO

El torpedo dotado de potencia tan formidable era plano, como todas las rayas, especie a que se parece mucho, en forma de disco, con prolongaciones debidas al gran desarrollo de las vejigas natatorias pectorales, que son amplias y carnosas, y provistos, además, de una cola resistente.

La piel era de color leonado, con algunas manchas más oscuras, y aunque sus dimensiones eran grandes, no pesaba más de seis libras.

Era un torpedo de la especie más terrible, puesto que puede producir tales descargas, que derriban a un hombre y le dejan inmóvil varios minutos.

Esos extraños peces, muy comunes en el Mediterráneo, lo mismo que los gimnotos que habitan los ríos de América del Sur, tienen un aparato que puede ponerse en parangón con una batería eléctrica, compuesto de discos de una sustancia especial homogénea y semitransparente.

Nada falta a ese aparato, que tiene sus polos y sus corrientes regulares; pero se agota después de la primera descarga. Esta batería es de grandísima utilidad a tales peces, porque, como son muy malos nadadores, difícilmente podrían proveerse de su subsistencia, y gracias a su poder eléctrico, que mata a distancia, se apoderan de la presa, y aun combaten a sus adversarios.

—¡Quién diría que en este cuerpo tan plano se oculta una pila! —dijo Juan, que miraba con viva curiosidad al torpedo.

—¡Y buena pila! —dijo José—. Tan potente, que al tocar a estos peces con un bastón, se recibe la inevitable descarga.

—Para los pescadores será una desagradable sorpresa.

—Sí, porque hacen sentir su descarga cuando están en las redes, y son más intensas cuando las mallas están mojadas.

—¿Y dónde tienen la batería?

—A los lados de la cabeza —repuso el marinero.

—Pero al comerlo no sentiremos ningún efecto, ¿no es verdad?

—Seguramente que no. Muerto el pez, la batería no funciona.

El marinero atravesó el torpedo con la baqueta de su carabina y lo colocó sobre las brasas, manteniéndolo a dos palmos del suelo por medio de dos ramas ahorquilladas. Muy pronto, un olor apetitoso se esparció en torno de la hoguera, aguzando el hambre de los expedicionarios,

—Mientras yo cuido del asado, Sao-King puede buscar algunas frutas —dijo el marinero—. He visto cocoteros en la entrada de la selva.

—Así lo haré —respondió el chino—; y de paso daré una vuelta para asegurarnos de que no vendrá nadie a perturbar nuestro almuerzo.

—Lleva la carabina —dijo Juan—. Nunca están de más las precauciones en esta isla.

Obedeció el chino y se alejó en dirección a la ensenada. Apenas habrían transcurrido diez minutos, y ya estaba asado el torpedo, cuando el marinero oyó agitarse el boscaje, a la vez que el rumor de pasos precipitados.

—¡Señor Juan! —dijo, poniéndose rápidamente en pie y empuñando la carabina.

—¿Qué sucede? —preguntó el joven, preparándose de igual modo.

Un instante después aparecía Sao-King, jadeante, sudoroso y con el rostro descompuesto.

—¡Pronto! ¡Apagad el fuego! ¡Los salvajes!

—¿Le siguen? —preguntó José.

—¡No; no me han visto, pero están desembarcando en la bahía inmediata!

—¿Cuántos son? —preguntó Juan.

—He visto una doble canoa llena.

—¿Estás seguro de no haber sido descubierto?

—Me hallaba entre un matorral, y bastante lejos.

—¿Vendrán por aquí? —preguntó José, mientras arrojaba hierba sobre las brasas para extinguir el fuego.

—No lo sé —respondió Sao-King.

—Hay que vigilarlos —dijo el marinero—. ¿Han desembarcado?

—No.

—¿Se dirigían hacia la bahía?

—Estaban a trescientos pasos de la playa.

—Señor Juan —dijo el marinero—, dejemos el almuerzo para más tarde, y vamos a ver qué dirección toman esos caníbales.

José colgó el pez asado al extremo de una rama, y todos se pusieron en marcha. No habría más de trescientos metros desde el sitio donde se encontraban hasta la margen del bosque y los recorrieron en poquísimos minutos. Cuando llegaron a los últimos árboles vieron que los salvajes habían desembarcado ya. Iban hasta una docena, todos de alta estatura y formas atléticas, con la piel casi negra y cabellera abundante y recogida por un peine de madera, como los habitantes de la Papuasia. Llevaban faldellines cortos de una especie de tela oscura, adornada con franjas de fibras de coco, y en el cuello y en los brazos collares y brazaletes de madreperlas y dientes humanos. Todos iban armados de lanzas, mazas y cuchillos de piedra, y algunos hasta de arcos.

Mientras varios embarrancaban la embarcación, formada por dos canoas unidas por un pequeño puente y con un mástil que sostenía una vela triangular hecha de finos juncos trenzados, otros se dirigieron hacia el bosque para recoger leña seca.

—¿Habrán desembarcado para almorzar? —preguntó Sao-King.

—A mí me parece que no son indígenas de esta isla —dijo el marinero—. Más bien parecen papúes.

—En tal caso, embarcarán después de haber comido —exclamó Juan.

—Así lo creo. Pero ¿qué sacan de la canoa?

—¡Un hombre atado! —gimió Sao-King.

—¡Un blanco! —murmuró Juan con viva emoción—. ¿No lo ven ustedes?

—¡Mil rayos! —murmuró José.

—¿Un europeo? ¿Dónde han cogido a ese pobre hombre? De pronto, Sao-King lanzó un grito de estupor.

—¡Yo conozco a ese hombre! ¡Amigo Juan, mírele con atención!

—¿Será posible? ¡El bandido rubio!

—Sí; el que nos condujo a la caverna. ¡Él es!

—¡Imposible, Sao-King! Ese hombre debió de ahogarse al tirarse del Alción.

—¡Pues es el bandido rubio!

—Pero ¿de qué bandido hablan ustedes? —preguntó José, que no entendía lo que decían sus compañeros.

—Cuando abordamos al Alción, ¿no vio usted que uno de aquellos bandidos se lanzó al mar?

—Sí, me acuerdo.

—Pues ese hombre es el que los salvajes llevan atado.

—¿Cómo puede haberse salvado ese bribón?

—La explicación no me parece difícil —dijo el chino—. Tomaría el largo nadando bajo el agua, y luego ha sido recogido por los salvajes.

—¡Pues le compadezco! —dijo el marinero—. Me parece que los salvajes tratan de ponerle en el asador.

—Y ¿le dejaremos devorar a nuestra vista? —exclamó Juan.

—¡Estaba condenado a muerte! —repuso el marinero—. Ahorcado o comido, me parece que es lo mismo.

—¡No! —dijo Sao-King—. Ese hombre puede sernos más útil que a los devoradores de carne humana.

—¿De qué manera?

—Haciéndole confesar dónde están los señores Ferreira y Vargas. ¡Quién sabe! Tal vez no sea tan malo como creemos y nos agradezca que le salvemos de la muerte.

—¡Hum! —gruñó el marinero, meneando la cabeza.

—Sí, salvémosle —remachó Juan—. Además, no podemos presenciar con indiferencia una escena tan repugnante.

—¿Lo quieren ustedes? —preguntó el marinero.

—Sí.

—Estoy dispuesto a fusilar a esos canallas. Luego veremos si hemos realizado una buena acción o una tontería.

En poco tiempo, los salvajes habían acumulado una porción de leña seca, y arrastraron hacia allí al bandido a pesar de su desesperada resistencia.

Los tres expedicionarios se lanzaron carabina en mano, dispuestos a combatir. Contaban más con el ruido de las detonaciones que con las balas para ahuyentar a aquellos salvajes, que tal vez no conocieran las armas de fuego. De pronto vieron a uno de aquellos caníbales empuñar una maza y levantarla sobre la cabeza del prisionero.

José, que no perdía de vista a los antropófagos, apuntó rápidamente la carabina e hizo fuego. El salvaje, herido en el pecho, dio dos vueltas sobre sí y cayó muerto.

Asustados al oír el disparo, los demás se precipitaron hacia su barca, mirando por todas partes y lanzando gritos de terror.

—¡Fuego! —gritó José.

Sao-King y Juan descargaron sus armas. Los salvajes, ya espantados por el primer disparo y por la muerte de su compañero, se alejaron precipitadamente y huyeron a fuerza de remo, sin cuidarse ya del prisionero.

—¡He aquí una victoria ganada sin mucho esfuerzo! —dijo el marinero—. Tratemos ahora de que el prisionero no se aproveche de nuestra intervención para escapar.

—Me parece que no tiene mucho deseo de ello—-repuso Sao-King—; creerá que somos sus compañeros.

—¡Veremos la cara que pone cuando se encuentre con nosotros! ¡Mala sorpresa va a tener!

Aunque tenía atadas las piernas, el bandido se arrastraba hacia el bosque, donde aún flotaban las nubecillas de humo de las carabinas.

Seguro de haber sido socorrido por sus compañeros, avanzaba gritando:

—¡No disparéis, amigos! ¡Soy Dick!

Juan esperó a que llegara a pocos pasos, y saliendo luego de improviso, le dijo:

—Mucho gusto tengo en verte aún vivo, Dick, y en haberte salvado de los infames que querían tostarte.

Al verle, el bandido se detuvo como herido por el rayo.

—¡Usted! —balbució—. ¡Usted, señor! ¿No me engaño?

—¡También yo te doy la bienvenida! —saltó Sao-King, apareciendo junto al joven peruano.

—¡Gracias por su inesperada intervención! —dijo—. Pero no valía la pena de librarme de los salvajes para ahorcarme después; porque supongo que no Cometerán la tontería de dejarme escapar.

Luego, encogiéndose de hombros, dijo con filosófica resignación:

—¡Bah! Ya me daba por muerto, y he vivido veinticuatro horas más de lo que pensaba. Señor Ferreira —añadió—, si quiere usted ahorcarme, al lado tiene un árbol muy a propósito para la operación.

—¡Por Baco! —exclamó José—. ¡Este pirata tiene audacia!

—Dick —dijo Juan—, no te hemos salvado del asador para ahorcarte. En ese caso, te hubiéramos dejado en manos de los antropófagos.

—¿Qué dice usted? —preguntó el pirata, en el colmo del asombro.

—Que no te ahorcaremos.

—Al menos por ahora —añadió Sao-King.

—¡Eso ya es algo! —dijo el bandido, sonriendo—. Sin embargo, permítanme ustedes que les diga que me parece muy extraña su generosidad después de lo ocurrido.

—¡Poco a poco! —dijo el marinero—. El árbol no se ha caído todavía, y aún podría sostener en el aire tu cuerpo.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que antes de concederte la vida tenemos que hablar. ¿Quieres vivir?

—¡Eso no se pregunta!

—Entonces, siéntate y hablemos un poco. Ya estamos libres de salvajes.

—¡Quítenme al menos las ligaduras, que me martirizan!

—Ya está hecho —dijo Sao-King, cortando las ligaduras con el cuchillo—. Pero te advierto que si tratas de huir, te mataremos a balazos.

—No tengo intención de escapar. Hablemos.

Iba Juan a hablar, pero Sao-King le detuvo con un gesto.

—Déjeme a mí —le dijo en voz baja.

Después, dirigiéndose al pirata, añadió en voz alta:

—Queremos que confirmes lo que nos ha contado Strong.

—¿Sobre qué?

—Acerca de los señores Ferreira y Vargas. ¿Es verdad que antes de llegar al Estrecho de Torres encontrasteis una de vuestras naves?

—Sí —repuso Dick, cayendo en el lazo tendido por el astuto chino.

—¿Es cierto que nuestros amigos han sido llevados a vuestra guarida?

—También es cierto.

—¡Has salvado la vida, Dick! —gritó Juan, no pudiendo reprimir su alegría.

—¡Todavía no, Juan! —dijo Sao-King—. El amigo Dick no ha terminado todavía.

—¿Qué más quieren saber? —preguntó el pirata, con inquietud.

—¿Dónde se encuentra el refugio de tus compañeros?

—¿Para sorprenderlos?

—No; para salvar a mi hermano y al señor Vargas —dijo Juan.

—¡Allí encontrarán ustedes la muerte! —exclamó Dick.

—Eso no te importa a ti —dijo Sao-King—. Habla, o preparo el lazo que ha de enviarte al otro mundo.

—¿Qué prisa tienen?

—No podemos perder tiempo.

—¡Diablo! —murmuró el bandido, rascándose la frente—. Al menos, díganme ustedes antes dónde se encuentra su nave.

—Está muy lejos —repuso Juan.

—Entonces, ¡Strong no está aquí!

—Ha muerto.

—¿Me lo aseguran ustedes? Si aún viviera y llegase a saber que había traicionado a sus compañeros, me haría pedazos.

—Repito que ha muerto.

—Despacha pronto —bufó José, que ya empezaba a perder la paciencia—. No hemos desembarcado por el gusto de charlar contigo. O nos llevas al refugio o vas a la cuerda.

—¿Se limitarán ustedes a librar a los señores Ferreira y Vargas? —preguntó el pirata.

—Nosotros, sí.

—¿Y el comandante de la nave no asaltará después nuestro refugio?

—No podemos responder de sus intenciones —dijo el marinero—. Pero tu vida será respetada.

—Entonces, acepto.

—¿Dónde se encuentra esa guarida?

—A dos o tres millas de aquí, entre los escollos de la playa septentrional.

—¿Tienen tus compañeros una nave?

—Sí; una goleta rápida y bien armada, que es la que ha traído a los señores Ferreira y Vargas, y la que nos encontramos en el Mar del Coral.

—¿Vive aún mi hermano? —preguntó Juan con voz angustiada.

—Estoy seguro de ello, porque nuestro jefe tenía un propósito acerca de esos dos hombres.

—¿Cuál era?

—Imponer un fuerte rescate por su libertad.

—¿Cuántos hombres hay en vuestro refugio? —preguntó el marinero.

—No lo sé, porque después del naufragio de nuestra nave, que ocurrió hace tres meses, no he vuelto a esta isla; pero deben de ser muchos y bien armados.

—¿Lograremos salvar a los prisioneros? —preguntó Sao-King.

—La empresa no es fácil; pero no desespero de lograrlo, porque conozco todas las entradas del refugio.

—¡Dick——exclamó José con voz grave—, cuidado con lo que te propones, porque si nos traicionas, palabra de holandés que te arrancaré la piel a pedazos!

—Me han salvado ustedes de una muerte horrible y, por tanto, les debo gratitud —repuso el bandido en un tono que parecía sincero—. Soy tal vez menos malo de lo que ustedes creen, y los delitos de mis compañeros comienzan a pesarme en la conciencia. Yo les demostraré que un pirata puede regenerarse, ser hombre honrado y cumplir su palabra.

—Pronto lo veremos —dijo el marinero.

—¿Lo duda usted?

—Sí.

—¡Tiene usted razón! —dijo el pirata con cierta amargura—. Hasta ahora he sido un miserable, y tienen ustedes derecho a considerarme como tal. ¡Señores, que tengo prisa por demostrar lo contrario!

CAPÍTULO XV. EXPEDICIÓN NOCTURNA

Como apenas era mediodía, antes de ponerse en marcha almorzaron el torpedo asado y carne en conserva, y después giraron en torno de la bahía, permaneciendo siempre en el bosque.

No eran de temer desagradables encuentros, porque Dick sabía dónde se encontraban los pueblos de los isleños, muy distantes de allí, pues los indígenas se habían ido a vivir a las costas orientales para librarse de la rapacidad de los piratas, que eran actualmente los verdaderos dueños de la isla.

La marcha fue muy fatigosa por lo espeso del bosque y las desigualdades del terreno, cortado de trecho en trecho por algunos riachuelos. Caminaron toda la tarde antes de llegar al extremo más septentrional, desde el cual podían verse las escolleras que servían de refugio a los Buitres del Estrecho de Torres.

Más allá de aquella punta la costa describía un amplio semicírculo entrante, cubierto de bajíos o de rocas coralíferas y con escasos canales navegables que sólo los piratas conocían.

Una nave que hubiese querido penetrar en ellos para atacar a los piratas habría tenido que renunciar a la empresa para no correr el riesgo de irse a pique.

—¿Es aquí donde se encuentra el refugio de tus compañeros? —preguntó }osé, frunciendo el ceño—. La verdad es que no podían haber encontrado mejor sitio.

—Mire usted allá —repuso Dick, extendiendo el brazo—. ¿Ve usted aquella doble fila de escolleras altísimas, entre las cuales hay un mástil?

—Sí —repuso el marinero.

—Pues allí es donde se ocultan, en una inmensa caverna marina que tiene varias salidas al mar y a la costa.

—¿Y aquel mástil? —preguntó Juan.

—Es el palo mayor de la goleta.

—¿Cómo podremos llegar al refugio?

—A nado.

—¿No tienen chalupas en la costa?

—A veces, sí.

—¿Y están guardadas siempre las entradas?

—Rara vez, porque los piratas no tienen nada que temer de parte de los salvajes.

—¿De modo que crees que podrás llevarnos hasta la caverna sin que nos vean?

—Sí, señor Ferreira. Conozco una galería submarina que durante la marea baja permanece casi en seco, y que comunica con una de las cavernas laterales. La descubrí un día por casualidad, y tal vez mis compañeros ignoren su existencia.

—¡Buena ocasión para tomar la plaza por asalto! —exclamó José.

—¿Nosotros solos? —dijo Juan.

—Si se presenta ocasión, la aprovecharemos.

—Dejemos esta empresa al señor Wan Praat —dijo Sao-King—. El dispone de cañones y de la gente necesaria.

—Señores —dijo Dick—, tendremos que aguardar a la noche y a la marea baja; de modo que convendría que no pasáramos de aquí. Los piratas pueden haber desembarcado para proveerse de frutas o de víveres, y un encuentro con ellos nos echaría a perder nuestro plan.

—Y comprometeríamos la vida del señor Ferreira y la nuestra —agregó Sao-King.

—Entonces, cenemos —dijo el marinero.

Como en aquel promontorio había muchos cocoteros, alcanzaron una docena de sus deliciosos frutos, abrieron algunas cajas de conservas y comieron con envidiable apetito.

Terminada la cena, el marinero y Sao-King encendieron sus pipas y se recostaron cómodamente en un bosquecillo de plátanos, aguardando tan tranquilos la hora de volver a ponerse en marcha.

Desde aquel lugar dominaban completamente la bahía, de modo que nada podía ocultarse a sus miradas.

Los piratas no daban la menor señal de vida. Sin la presencia de su nave, hubiera podido suponerse que se habían alejado para emprender una de sus correrías.

—Estarán de fiesta —había dicho Dick a Juan—. Eso sucede con frecuencia, y entonces acaban todos borrachos.

Hacia las once de la noche, los cuatro hombres salieron silenciosamente del campamento y subieron a lo largo de la costa.

Hacía algunas horas que la marea había comenzado a bajar, dejando al descubierto cierto número de bancos y de escollos.

—Llegaremos a tiempo —dijo Dick, que observaba atentamente la playa—. La galería estará libre.

Como la costa era muy sinuosa y no querían dejar el bosque, entre cuyas plantas podían encontrar seguro escondite, invirtieron más de dos horas en llegar frente a las escolleras que servían de refugio a los piratas.

Un brazo de mar las separaba de la costa, pero era poco para nadadores como ellos.

Sin embargo, antes de decidirse reconocieron la playa, a fin de cerciorarse de que no había en ella ningún centinela.

—Se creen seguros —dijo Dick—, y no toman la menor precaución. Átense ustedes las carabinas y las municiones a la cabeza, para que no se mojen, y síganme,

—¡Una palabra, amigo Dick! —dijo el marinero—. Nadarás siempre, delante de mí, que soy el encargado de vigilarte.

—¿Todavía desconfía usted?

—Aún no nos has dado prueba alguna que nos haga confiar en absoluto.

—¿No les he traído hasta aquí?

—Es verdad.

—¿Y no les conduzco a la galería?

—También es cierto; pero nos queda algún recelo. No sé el efecto que pueda causarte volver a hallarte en tu antiguo refugio.

—¿Una traición? ¡Jamás! —dijo el pirata, en tono solemne—. ¡Vengan ustedes!

Se ataron las carabinas a la cabeza en unión de las municiones, escondieron los víveres en el hueco de una roca y penetraron resueltamente en el agua.

Dick abría la marcha, siguiéndole José y el joven peruano. Sao-King marchaba el último.

La oscuridad era profunda; los expedicionarios tenían muchas probabilidades de llegar a la escollera sin ser notados. Con todo, iban inquietos. Aunque resueltos a llevar hasta el fin la peligrosa empresa, una viva ansiedad se había apoderado de ellos.

La muerte podía esperarlos en la escollera o en la galería submarina, y, además, no tenían completa fe en su aliado, que con un grito podía perderlos llamando la atención de los piratas.

Sin embargo, al menos por el momento, Dick no manifestaba ninguna mala intención: les aconsejaba de cuando en cuando que braceasen con menos ruido, y cuando alguno quedaba retrasado, se detenía o avanzaba a su encuentro para ayudarle.

Hacia las dos de la madrugada, los nadadores llegaban a la primera escollera, formada por enormes rocas que más parecían de naturaleza granítica que coralífera, dada su extraordinaria elevación.

Dick se detuvo bajo una roca que caía en el mar casi a pico, y escuchó.

Algunos gritos que parecían salir del fondo del mar llegaban a intervalos a sus oídos, mezclados con ruidos lejanos.

—¿Lo ven ustedes? —preguntó.

—Sí.

—Los piratas celebran una fiesta.

—Se diría que están muy lejos.

—Al contrario, se hallan más cerca de lo que parece.

—¿Dónde está la galería?

—¿Ha encontrado usted fondo?

—Sí; mis pies se apoyan en un banco de arena.

—La galería debe de encontrarse a mi derecha; antes que la marea vuelva, debemos estar fuera, o tendremos que quedar prisioneros durante cinco o seis horas.

Dick miró la roca algunos instantes y luego marchó resueltamente a la derecha, caminando sobre el banco de arena.

Cuando anduvo cincuenta metros, se detuvo ante una hendidura de tres pies de ancho y de bastante altura, de la cual salía con sordo rumor una corriente de agua.

—Aquí es —dijo.

—¿Es ésta la galería? —preguntó Juan.

—Sí, señor Ferreira. Aproxímese y escuche.

El joven peruano se acercó a aquel negro agujero y oyó a lo lejos, muy distintos y claros, los cánticos que había percibido antes.

—Parece que tus compañeros se divierten…

—Probablemente estarán todos ebrios —repuso Dick—. Mejor para nosotros: la vigilancia estará completamente descuidada.

—¿Es muy larga esta galería? —preguntó Juan.

—Tiene unos quinientos metros, y es muy sinuosa.

—No nos dejemos sorprender por la vuelta de la marea alta.

—Tenemos tres horas disponibles —repuso Dick—, y acaso más.

—¿No podría encenderse algún trozo de cuerda embreada? ——preguntó José.

—Sería una imprudencia —dijo el pirata—. Pero no teman nada. Conozco perfectamente este pasaje; de modo que agárrense bien a mi chaqueta y yo les guiaré a la caverna.

—¿Están cargadas las armas? —preguntó el marinero.

—Sí —respondieron Juan y Sao-King.

—¡Pues en marcha!

José se agarró a la chaqueta del pirata tanto para dejarse guiar como para impedirle que aprovechase aquella profunda oscuridad para escapar, y penetró en la hendidura seguido de Juan, y éste por el chino.

El agua seguía corriendo a través del pasaje por el continuo movimiento de la marea; pero todavía les llegaba a los expedicionarios a la rodilla.

Dick avanzaba con prudencia, llevando una mano apoyada en la pared izquierda, y pisaba el suelo, que estaba cubierto de arena.

De cuando en cuando se detenía para escuchar o para vencer la fuerza de la corriente, que cada vez era más impetuosa, y luego volvía a emprender la marcha a tientas porque la oscuridad era tan densa, que no se podía distinguir absolutamente nada.

En cuanto tropezaba en algún obstáculo, se apresuraba a avisar a sus acompañantes.

—¡Cuidado! ¡Aquí hay un hoyo! ¡Bajen la cabeza! ¡Inclínense a la izquierda! ¡Vayan muy unidos!

El pasaje comenzaba a estrecharse. A cada momento, aquellos cuatro audaces tenían que inclinarse para no romperse el cráneo contra la bóveda, formada por rocas que cortaban o desgarraban los vestidos.

Especialmente José, que era el más alto y el más grueso de todos, marchaba con suma dificultad. A pesar de eso, el bravo marinero conseguía siempre marchar adelante sin soltar la chaqueta del bandido, porque no tenía completa confianza en él.

—¿Dónde estamos? —preguntó José.

—En una caverna —repuso Dick.

—¿En la de los piratas?

—No, aún está lejos.

—Sin embargo, los cánticos de tus compañeros me parecen próximos.

—Aún tenemos que atravesar otra galería.

—¿Muy larga?

—De algunos centenares de metros.

—¡Adelante! —dijo Juan con voz sofocada.

—Sigan ustedes agarrados unos a otros.

Se inclinó a la derecha hasta encontrar la pared, y comenzó a seguirla muy despacio, palpando siempre el suelo, que tenía agujeros llenos de agua, y al cabo de pocos minutos llegó frente a un espacio vacío, de donde salía una fuerte corriente de aire impregnada de intenso olor a tabaco y alcohol.

—Estamos en el buen camino —dijo.

—¿Qué ruido es éste? ——preguntó José.

—Es una corriente de agua que corta la segunda galería.

—¿Agua marina?

—Creo que sí.

—¿Tiene otra comunicación con el mar este pasaje?

—Lo supongo.

—¡Ah, si se pudiese explorar!

—¿Para qué?

—Para coger en la trampa a tus queridos compañeros.

—No tenemos tiempo de hacerlo —atajó Dick—. Piensen ustedes que la marea puede sorprendernos en este pasaje y ahogarnos como a topos. ¡Vengan!

El bandido penetró en la segunda galería. El ruido que producía la corriente era tan fuerte, que ya no se oían los desentonados gritos de los piratas.

Era un ruido ensordecedor que produjo viva impresión en el ánimo de todos aun cuando supieran la causa de que procedía.

A los veinte o treinta metros, Dick advirtió a sus compañeros que habían llegado a la orilla del torrente.

—Tendremos agua hasta la cintura —dijo.

—¿Es ancho? —preguntó José.

—Sólo dos o tres metros.

Bajaron a la orilla y penetraron animosamente en el agua; pero apenas habían dado algunos pasos, cuando Dick retrocedió vivamente, lanzando un grito de dolor.

—¡Por el infierno! —exclamó, ganando rápidamente la orilla.

—¡Silencio! —exclamó José.

—¿Quieres hacernos traición?

—¡Las piernas me sangran! —repuso Dick.

—¿Te has herido con alguna arista?

—¡No, las morenas me han mordido!

—¡Mil cañones! —dijo José—. ¡Morenas aquí!

—He sentido una grandísima deslizárseme por entre las manos.

—No nos tragarán en cuatro bocados.

—¡Pruébelo usted!

—Las morenas de estos mares son terribles —dijo Sao-King.

—¿De dónde viene, pues, esta agua? —preguntó José.

—Seguramente de alguna caverna submarina —dijo Dick.

—Pues aquí no podemos estar —repuso Juan—. La marea puede sorprendernos.

—He aquí un obstáculo imprevisto —murmuró José.

—De todos modos, pasaremos —dijo Sao-King,

—¡Sí, pasemos! —repuso Juan—. ¡Cuchillo en mano y adelante!

—¡Yo el primero! —dijo el marinero.

Se lanzó al agua, dando cuchilladas a diestro y siniestro. Una de aquellas feroces anguilas le mordió en las piernas; pero en el acto abandonó la presa.

De una cuchillada, el marinero la había decapitado.

Otra mordió cruelmente a Sao-King en un costado, sin que el bravo chino lanzase un grito, aun cuando sintió agudo dolor.

El torrente fue atravesado, y los cuatro hombres se encontraron reunidos en la orilla opuesta.

—¡Aquí, Dick! —dijo José—. ¡Deja que me agarre a tu chaqueta, porque no veo nada!

—¡No huyo! —respondió el bandido—. Unos cuantos pasos más y llegaremos a la guarida de los piratas.

La galería subía entonces rápidamente, y a su extremo se veía vaga claridad que parecía causada por los reflejos de una hoguera.

Juan, el marinero y Sao-King montaron las carabinas. Sus corazones palpitaban fuertemente, y se sentían invadidos por vaga inquietud.

Sólo en aquel momento comprendieron el grave peligro que les amenazaba. Una imprudencia o un grito de Dick podía provocar un terrible ataque por parte de los bandidos, que de seguro no hubieran dado cuartel a aquellos audaces que habían descubierto su refugio.

—¡Dick —avisó José—, cuidado con lo que se hace! ¡Tengo el cañón de mi carabina a la altura de tu cabeza!

—Sí les traiciono, hagan fuego —repuso el bandido con voz tranquila.

—¿Estamos ya?

—Sí.

Habían llegado al extremo de la galería, y frente a ellos se veía una abertura circular. La atravesaron, encontrándose en una espaciosa caverna atestada de despojos de buque, barriles, sacos y armas de todas clases colgadas de las paredes.

De una ancha hendidura partía una luz vivísima, que se reflejaba contra las paredes del antro, haciéndolo brillar como si estuviera cubierto de millares de puntas cristalinas.

De aquella cavidad partían gritos, blasfemias, cantos y un incesante tintineo de vasos.

—¡Los bandidos están ahí! —dijo Dick, descolgando un fusil de la pared.

Impulsado por irresistible curiosidad, José iba a aproximarse a la hendidura, cuando tropezó en un cuerpo humano que estaba acostado en el suelo.

—¡Estúpido! —gruñó una voz que hizo estremecerse a Juan—. ¿Quiere usted aplastarme?

El hombre contra quien José había tropezado se levantó, haciendo sonar los eslabones de una cadena.

José levantó su carabina, dispuesto a abatirla sobre el morador de la caverna, mientras Sao-King, sacando rápidamente el cuchillo, se lo puso al bandido en el pecho, diciéndole:

—¡Si hablas, eres muerto!

Una exclamación entrecortada salió de los labios de aquel hombre.

—¡Esa voz!… ¿Estoy soñando?

Juan, pálido y tembloroso, se precipitó hacia el supuesto bandido, articulando con un esfuerzo supremo esta palabra:

—¡Cirilo!

—¡Mil rayos! —murmuró el marinero—. ¡Y yo que he estado a punto de romperle la cabeza!

Cirilo, porque era él, estrechó rápidamente entre sus brazos al bravo joven.

—¡Tú! ¡Juan! ¿Es verdad que no sueño? —repetía el comisario, teniendo siempre abrazado a su hermano.

—¡Sí; soy yo, mi pobre Cirio! —balbució el joven.

—¡Tú! ¡Juan! ¡Gran Dios! ¡Pero no! ¡Es imposible!

Reía y sollozaba a un tiempo. Por fortuna, los cantos y los gritos de los bandidos apagaban su voz.

—¡Te había llorado creyéndolo perdido, y eres el que ha venido a salvarme!

—¿Y el señor Vargas? —preguntó Sao-King.

—¡Cómo! ¡También tú, Sao-King! —exclamó Círilo——¡Déjame que te abrace!

—Señores —dijo Dick—, no nos detengamos demasiado; los bandidos pueden sorprendernos.

—Y no olvidemos que a estas horas la marea comienza a suba —agregó José.

—Hermano, ¿dónde se encuentra Vargas? —preguntó Juan.

—No está aquí —repuso Cirilo.

—¿No? —exclamaron a un tiempo Juan, Sao-King y José con dolorosa sorpresa.

—Se encuentra a bordo de la goleta.

—¡Mil millones de rayos! —exclamo José dándose un tremendo puñetazo en la cabeza.

—¿Estás seguro? —preguntó Juan.

—Sí; le he visto ayer.

—¿Y no podremos salvarle?

—Lo menos hay veinte bandidos de guardia en la nave.

—Señores —avisó Dick—, nuestra misión por ahora ha concluido. ¡En retirada!

—¿Y Vargas? ¿No le sacaremos de manos de los piratas? —preguntó Juan—. ¿Dejaremos incompleta nuestra empresa?

—Por el momento, contentémonos con lo hecho —indicó el marinero—. Más tarde veremos lo que se puede hacer para sacar de manos de los bandidos al señor Vargas. ¡Vámonos inmediatamente!

—Estoy encadenado —dijo Cirilo—. No puedo andar.

—Yo le llevaré a usted —exclamó José—. Dick, coge un hacha, que nos servirá para cortar la cadena.

Iba José a levantar a Cirilo, que tenía las piernas encadenadas, cuando un tumulto espantoso estalló en la caverna vecina.

Se oían romperse botellas y vasos, gritos de furor, y sillas y mesas ir por el aire.

—¡Ladrón! —gritaban varias voces.

—¡Huyamos! —dijo Sao-King oyendo que se acercaban.

—¡Ya vienen! —exclamó Dick—. ¡Pronto! ¡Escondámonos!

Les faltaba tiempo para refugiarse en el pasaje que los había conducido hasta allí. Los gritos se acercaban rápidamente.

—¡Allí, entre los barriles! —dijo Dick, empujando a Juan, al marinero y a Sao-King.

—¿Y mi hermano? —preguntó Juan.

—¡Dejémosle por ahora; luego le salvaremos!

—¡Sí, huid! —dijo Cirilo, arrastrándose hacia la pared y acostándose sobre una lona.

José, Sao-King y sus compañeros saltaron en medio de los barriles y de las cajas, escondiéndose entre un montón de cuerdas y velas.

Apenas se habían acurrucado, cuando un bandido se precipitó en la caverna, llevando empuñado un cuchillo.

Era un hombre alto y grueso como José, con torso erizado y larga barba inculta, que le daba aspecto feroz.

—¡Venid, canallas! —gritaba—. ¿Yo, ladrón? ¡Voy a mataros a todos!

Otros diez o doce piratas, también armados de cuchillos, penetraron en la caverna, amenazando.

Uno de ellos llevaba una antorcha.

—¡Ladrón! —rugieron los bandidos avanzando.

—¡El que se acerque es hombre muerto! —gritó el gigante, descolgando de la pared un hacha y haciéndola voltear en el aire—. ¡Vamos a ver quién se atreve a desafiar a Mac Blint!

—¡Yo! —dijo un pirata que vestía una chaqueta galoneada, empuñando una carabina y montándola precipitadamente—. ¡Quiero probar esta bala en tu piel de elefante!

—¡Aquí estamos también nosotros! —dijeron los demás, tratando de rodearle.

Dando un salto de tigre, el gigante se lanzó sobre el hombre que tenía la antorcha y le derribó de un hachazo; luego, aprovechándose de la semioscuridad, desapareció en la galería submarina.

Furibundos, los bandidos se precipitaron tras el fugitivo, mientras otros acudían de la caverna llevando antorchas, precedidos por un hombre que llevaba en la cabeza una gorra de capitán de Marina.

—¿Aún no habéis matado a ese bribón? —preguntó éste con voz áspera.

—¡Ha escapado, capitán! —repuso un bandido.

—¡Sois estúpidos! ¡Diez contra uno, y le dejáis marchar!

—Vamos a perseguirle.

—¡Que el infierno os trague a todos! ¡Apagad las antorchas y a dormir! ¡Mañana partimos!

—¿Y los demás? —preguntó una voz.

—Están en la galería.

—Cuando se hayan roto la cabeza, volverán —repuso el jefe—. ¡Acabemos de una vez! ¡Ya habéis bebido y disputado bastante!

Iban a volver a la primera caverna, cuando se vio desembocar a los hombres que habían seguido al gigante.

Volvían lanzando imprecaciones.

—¿Le habéis matado? —preguntó el jefe,

—Ha caído en el torrente con una bala en el cuerpo —repuso uno de los perseguidores.

—¡Un ladrón menos! —repuso el jefe—. ¡Fuera de aquí, y dejad dormir al prisionero!

Fue obedecido. Sacaron de allí al hombre muerto por el gigante, y se retiraron a la primera caverna, donde continuaron jugando y bebiendo.

—¡Ya era hora de que se fueran! —dijo José—. Comenzaba a perder la paciencia, y no sé por qué me he contenido en salir: sentía que las manos comenzaban a arderme.

—Hubiera sido una imprudencia imperdonable —dijo Sao-King.

—¿Habrán matado al bandido que se escapó? —preguntó Juan.

—Si lo encontramos, peor para él —dijo José—. Es grueso y alto como yo; pero no me da miedo. ¡Vámonos, que la marea está subiendo!

CAPÍTULO XVI. UN DUELO A HACHAZOS

Convencidos de que en la caverna no había quedado ninguno, salieron de su escondite y se acercaron a Cirilo, el cual se había mantenido silencioso durante toda aquella escena, fingiendo estar profundamente dormido.

—¡Venga usted, señor! —dijo José.

—¡He temblado por ustedes! —dijo Cirilo—. Si los hubieran descubierto, ¿qué habría pasado?

—Hubiéramos trabado combate.

—¿No habrá ninguno en la galería?

—Han salido todos, excepto aquel coloso que, según parece, lo han matado.

Cogió a Cirilo en brazos con la misma facilidad que si se hubiera tratado de un niño, y se dirigió rápidamente hacia la galería, precedido por Dick, el cual, además del hacha, había recogido la antorcha que dejó caer el bandido matado por el gigante.

Juan v Sao-King le habían seguido, dispuestos a cubrir la retirada. Por fortuna, ningún bandido había vuelto a la caverna.

Se retiraban rápidamente, casi corriendo, por miedo a encontrar invadida por las aguas la última galería.

Dick había encendido la antorcha, e iluminaba el camino. Estaba ansioso de llegar al torrente, porque sabía que cuando la marea estaba alta, llenaba con sus aguas las galerías inferiores.

Mientras huían, José había informado a Cirilo en pocas palabras de los acontecimientos ocurridos durante su prisión y del afortunado encuentro de Juan y de Sao-King con la Groninga.

—¡Está usted a salvo! —dijo por fin el bravo marinero—. Pronto lo estará también el señor Vargas: le doy a usted mi palabra.

En aquel momento habían llegado a la segunda galería cuando un sordo rumor llegó a los oídos de Dick. Este se detuvo a escuchar.

—¡Mala señal! —dijo a Juan, que se le había acercado—. La marea sube rápidamente y el torrente está para desbordarse.

—Dentro de media hora estaremos fuera —dijo el joven—. Aunque el agua nos llegue al pecho, no nos detendremos.

—Sea; pero el peligro puede ser grave.

—¡Lo desafiaremos! Si nos viéramos obligados a volver, el peligro sería tal vez mayor, porque los bandidos conocen al menos una parte de este pasaje.

—Y, además, podrán volver mañana para cerciorarse de la muerte del gigante —exclamó Sao-King.

—¡Es verdad! —exclamó Dick.

El ruido se hacía cada vez más intenso, repercutiendo bajo las bóvedas.

Parecía que el torrente se había convertido en un río impetuoso.

—¡Pronto! —repitió Dick.

—¡Rompedme la cadena! —dijo Cirilo—. Un hachazo bastará, y marcharemos más velozmente.

—Mejor será —repuso el marinero—. El terreno es tan malo, que me impide correr con una carga en los brazos.

Dejó en el suelo al comisario, hizo aproximar la antorcha, y, empuñando el hacha, hizo saltar con dos golpes los eslabones.

—¡Gracias! —dijo Cirilo—. ¡Ahora, a correr!

Volvieron a partir velozmente, saltando por encima de los obstáculos, y llegaron por último a la orilla del torrente.

El agua tenía un metro largo de altura, y se había hecho rapidísima. Pocos minutos más tarde se hubiera desbordado para unirse a la que debía subir por la galería.

—¿Llegaremos a la salida? —preguntó José, viendo a Dick preocupado.

—Tal vez —repuso el bandido—. ¿Sois todos nadadores?

—Todos —respondieron Cirilo y Juan.

—Probablemente nos veremos obligados a atravesar el último trozo de la galería nadando bajo el agua.

—¡Eso no nos asusta! —dijo Sao-King.

—Pasaremos cogidos de la mano para que la corriente no nos arrastre.

A pesar de la furia de la corriente, el paso se realizó con felicidad. Sin embargo, las armas se habían mojado, y por el momento los fusiles no podían utilizarse.

—¡Bah! —dijo José—. Un poco de sol se encargará de secarlas. Además, por ahora no las necesitamos: el torrente nos guarda las espaldas.

Dick, que llevaba la antorcha, emprendió de nuevo la carrera, mientras un chorro de agua penetraba ya a través de la galería.

Por la parte opuesta se oían también sordos ruidos anunciando la invasión de las aguas. Tal vez el pasaje submarino estaba ya cerrado.

La segunda galería fue atravesada en menos de un minuto.

—¡La caverna! —gritó Dick—. ¡Un último esfuerzo y seremos libres!

Iba a precipitarse hacia adelante, cuando una voz ronca y amenazadora se alzó entre las tinieblas.

—¡Otra vez! ¿Queréis que os haga pedazos? ¡Rabia del infierno! ¡Adelante, si os atrevéis!

Los fugitivos se detuvieron empuñando las carabinas por el cañón.

—¡Es el gigante que mató al hombre de la antorcha! —exclamó el marinero.

—¡Sí, Mac Blint! —dijo Dick con acento de terror—. ¡Si nos cierra el paso, estamos perdidos!

—¡Dame el hacha —dijo el marinero—, y ya veremos si se atreve a hacernos frente!

—¡No haga usted eso! —dijo Sao-King.

—La marea va a sorprendernos de un momento a otro —repuso José—. ¡O ese hombre nos deja el paso libre, o le mato! ¡Amigo Blint, asome usted ese hocico de hipopótamo!

Una sombra salió de la galería y se adelantó hacia el círculo luminoso proyectado por la antorcha. Era el bandido, que se preparaba a sostener el ataque de sus adversarios. Pero cuando vio a aquellos cinco hombres, se le escapó un grito de asombro.

—¿Quiénes sois? ¿Sois hombres o demonios vomitados por el infierno? ¡Por Satanás! ¡El prisionero y Dick! ¿Qué haces aquí?

—¡Mac Blint, deja el paso libre! —exclamó Dick.

—¡Ah, traidor! —rugió el bandido, alzando el hacha—. ¡Has traído aquí a nuestros enemigos! ¡Ahora lo pagarás!

—¡Poco a poco, hipopótamo! —exclamó José, adelantándose—. ¡Ya veremos quién puede más!

El bandido soltó la carcajada.

—¡Pobrecillo! —exclamó—. ¡Eres bien plantado, y de seguro un buen adversario; pero tú no conoces a Mac Blint; el Hércules de la compañía!…

—¡Voy a hacerte pedazos!

—¡Blint! —dijo Dick, conteniendo a José—. ¡La marea nos amenaza, y corremos el peligro de morir todos ahogados! ¡Huye con nosotros antes que el agua invada la caverna!

—¡Sí, cuando te vea en el suelo sin vida!

—El torrente ya se ha desbordado, y el agua sube por la galería que da al mar.

—¡Yo me río de la marea!

—¡Acabemos de una vez! —dijo el marinero, desprendiéndose de Juan y de Cirilo, que trataban de contenerle—. ¡Si ese hombre no nos deja pasar, nos ahogaremos!

Alzó el hacha y se lanzó contra el gigante, gritando:

—¡Fuera!

—¡Toma! —repuso el bandido.

El hacha, que en su mano era un verdadero juguete, describió una curva rapidísima y cayó sobre José; pero éste esquivó el golpe con la rapidez del rayo.

Desconcertado, el Hércules retrocedió un paso, porque, además, avanzaban los demás empuñando las carabinas por el cañón.

—¡Toma tú esto ahora! —gritó el marinero, cuya fuerza seguramente no era inferior a la del bandido.

Su hacha brilló un momento en el aire y se abatió sobre el gigante, que no tuvo tiempo de parar por completo el golpe.

—¡Ah, canalla! —rugió el bandido.

En el mismo instante, Sao-King cayó sobre él cuchillo en mano, gritándole:

—¡Ríndete!

Con un impulso irresistible, Mac Blint derribó al chino y se lanzó hacia la galería que conducía al mar, desapareciendo bajo sus tenebrosas bóvedas.

—¡Sigámosle! —exclamó Dick—. ¡Si sale antes que nosotros, dará la voz de alarma y estaremos perdidos!

—No tendrá tiempo —exclamó José—; la marea sube por todas partes, y temo que sea demasiado tarde hasta para nosotros.

Viendo que Dick vacilaba, tal vez por miedo a encontrarse de un momento a otro con el bandido, el valeroso marinero le arrancó la antorcha de las manos y se puso a la cabeza del grupo.

Entre tanto, la marea continuaba subiendo, y el torrente desbordado vertía sus aguas por la galería.

Viva ansiedad se había apoderado de todos. ¿Qué ocurriría si el agua que avanzaba por delante y por detrás los encerrase en la caverna? Seguramente habrían perecido ahogados.

José se había lanzado a la carrera, deseoso de alcanzar a Mac Blint, llevando en la mano izquierda la antorcha y en la diestra el hacha, dispuesto a comenzar de nuevo la lucha.

El gigante no debía de estar muy lejos. Cuando los rugidos de la marea se calmaban, oíanse a través de la galería sus imprecaciones. Debía de estar ya junto a las primeras oleadas de agua que continuaban avanzando con creciente estruendo y mayor ímpetu.

A los quince pasos, José tenía ya el agua hasta la rodilla.

—Dick —dijo, volviéndose hacia el bandido, que estaba palidísimo—, ¿qué te parece?

—¡Que es demasiado tarde para llegar a la salida! —repuso éste con voz sorda—. ¡Mac Blint nos ha perdido!

—¡Pero él también se ahogará! —gritó furioso el marinero.

En aquel momento vio flotar en las primeras olas que avanzaban algo blanquecino que se movía, y luego oyó una horrible imprecación.

Era el gigante, que se esforzaba en dominar los empujes del agua, que subía con furia.

—¡Ah! ¿Aún estás aquí, Blint? —gritó el marinero—. ¡Ahora me las pagarás!

—¡Que te coja un tiburón! —rugió el bandido, volviendo hacia atrás—. ¡Voy a morir; pero en vuestra compañía!

Viéndole correr hacia el holandés, Juan y Sao-King probaron a hacer fuego; pero la pólvora, mojada, no prendió.

—¡Es mejor mi hacha! —dijo el marinero.

—¡Vuelva usted atrás! —dijo Juan.

—¡Imposible! ¡Este hombre me haría pedazos a traición!

Se encontraban entonces en la parte más estrecha de la galería, por donde no podía pasar más que uno de frente.

Casi no había suficiente espacio para un combate; mas a pesar de ello, los dos gigantes se precipitaron uno contra otro, decididos, a acabar de una vez.

¡Ay de los fugitivos si José era vencido! Armado como estaba Mac Blint, hubiera vencido fácilmente a los demás, que no tenían más armas que los fusiles, por lo pronto, inútiles.

—¡Retrocedamos hasta la caverna! —gritó Cirilo.

Era demasiado tarde: los dos gigantes se habían atacado con el furor de dos tigres.

Mac Blint descargó sobre el marinero un golpe que, si le hubiese alcanzado, le habría partido en dos; por fortuna, como la primera vez, logró librarse el holandés merced a una evolución ligerísima.

El hacha fue a dar contra la pared.

—¡Eres torpe, hipopótamo! —dijo José—. ¡Pierdes la sangre fría con excesiva rapidez!

—¡Voy a hacerte trizas! —rugió el bandido, exasperado.

—¡Pruébalo!

Después de haber evitado un segundo golpe, José levanto bruscamente la antorcha y dio con ella en el rostro del Hércules, al que descargó al propio tiempo un golpe tal que le hizo caer de rodillas atontado.

—¡Ah, perro! —gritó el gigante, cubriéndose con una mano el rostro.

Intentó levantarse para continuar la lucha; pero un segundo golpe acabó con él.

—¡Se acabó! —dijo el marinero, limpiándose la frente bañada en sudor frío—. ¿Pero nos servirá esto de algo?

—¡Es demasiado tarde! —exclamó Dick—. ¡La salida está cerrada!

—¡Mil truenos! —exclamó José.

—¡Volvamos a la caverna! —dijo Cirilo—. ¡Es imposible que las aguas alcancen tal altura que la llenen por completo!

—Pero ¿será imposible atravesar este último trozo de galería? —preguntó Sao-King.

—Hay lo menos doscientos metros por recorrer aún, y la galería está cubierta.

—¿Por qué no buscamos otra salida? —preguntó José—. Aquel torrente tiene que desembocar por alguna parte.

—Pero ahora está desbordado, y hasta la galería debe de ser a estas horas inaccesible.

—¿Estás seguro, Dick? —preguntó Juan.

—Sí, porque una vez he sido sorprendido por la marea en la proximidad del torrente.

—Volvamos —dijo Cirilo—. Tal vez la caverna tenga alguna salida que Dick ignore.

—¡Vamos allá! —exclamó el marinero—. ¡Quizá no haya sonado aún nuestra última hora!

Comenzaron la retirada, perseguidos por el agua, que avanzaba cada vez con más sordos rugidos. Hasta de las hendiduras del suelo brotaba, como si aquel escollo se hubiese convertido en una enorme esponja. La marea subía por todas partes, avanzando hacia la caverna central, último refugio de los desgraciados.

—¡Esto va mal! —murmuraba José—. ¡Condenado bandido! ¡Ha preferido perecer antes que salvarse con nosotros!

Entre tanto, bajo el suelo se oían sordos rugidos, como si hubiera otras cavernas más abajo. Las olas se rompían por todas partes en torno de las paredes graníticas de la escollera.

La situación de aquellos cinco hombres iba a ser horrible.

¿Qué sucedería si también la caverna se llenaba por completo? Era la muerte, sin esperanza alguna de salvación, porque ninguno creía poder encontrar un nuevo pasaje. Ciertamente, había otro: el del torrente; pero ya era tarde para pensar en llegar a él: la marea debía de haberlo cubierto del todo.

Cuando llegaron a la caverna encontraron medio metro de agua, que había pasado a través de la galería que conducía al refugio de los bandidos.

—¡Estamos presos! —dijo el marinero.

Se miraron aterrados unos a otros.

—¡El querer libertarme os cuesta la vida! —dijo Cirilo, mirando dolorosamente a Juan—. ¡Mejor hubiera sido que me hubieseis dejado en poder de los bandidos! antes que exponeros a semejantes peligros.

—¡No hay que desesperar aún! —dijo Sao-King—. La caverna tiene tres metros de alto, y el agua no la llenará.

—Y ¿cómo vamos a mantenernos a flote tres, cuatro o tal vez más horas? —preguntó Juan.

—¡Veamos! —dijo el holandés—. ¿Son muy fuertes las mareas aquí, amigo Dick?

—De tres a cuatro metros —repuso el bandido.

—¡Diablo! ¡Mala noticia!

—El suelo de esta caverna debe de tener lo menos un metro de elevación sobre el nivel del agua en la baja marea —dijo Sao-King—. Si la bóveda tiene otros tres o más, no llegará a ella el agua.

—También lo creo —repuso Dick.

—¿Has explorado por todas partes este antro? —preguntó Juan.

—No.

—Tal vez haya otro pasaje.

—¡Silencio! —dijo Juan, que desde hacía algunos momentos escuchaba con mucha atención.

—¿Qué ha oído usted? —preguntó José.

—Un ruido que viene de aquel ángulo. Parece que en aquel sitio se quiebran las olas.

—Vamos a verlo —dijo Cirilo—. ¡Tal vez esté allí la salvación!

Aquel ruido provenía de un ángulo de la caverna que se prolongaba en forma de corredor.

José, que llevaba la antorcha, miró la pared, sin encontrar abertura alguna. El ruido venía más bien de lo alto.

—¿Habrá un pasaje cerca de la bóveda? —preguntó José, levantando la antorcha.

—Sí; veo un agujero —dijo Dick, que se había subido sobre una enorme piedra.

José dio la antorcha a Cirilo, y luego se apoyó sobre las paredes, diciendo:

—¡Subid sobre mis hombros; soy fuerte como una roca!

No había momento que perder: las aguas que bajaban del torrente y las que penetraban por la galería que daba al mar se habían juntado, y la caverna estaba invadida por menudas oleadas que murmuraban a lo largo de las paredes.

Dick subió sobre los hombros del marinero, luego Juan se encaramó sobre los del bandido y desapareció por la abertura.

Su ausencia sólo duró medio minuto, que pareció un siglo a sus compañeros. Por último, se oyó su voz.

—¡Estamos salvados! —dijo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó José—. ¡Señor Ferreira, suba usted, y luego, los demás!

—¿Y usted? —preguntó el comisario.

—Un marinero sube por cualquier parte. ¡No se preocupen ustedes por mí!

Cirilo se unió a Juan, luego Sao-King y por último Dick, ayudado por sus compañeros.

José, que tenía ya el agua hasta las rodillas, se agarró fuertemente al saliente de una roca, apoyó los pies en una hendidura, y con un impulso de mono logró aferrarse a los bordes de la abertura.

—¡Lo conseguí! —dijo—. ¡Hasta sin escala! ¡Un marinero sube siempre! ¿A dónde va este pasaje?

—Al mar —repuso Juan.

—Entonces, dentro de una hora descansaremos en la isla. ¿Sabe usted nadar, señor Ferreira?

—No tema usted por mí —repuso el comisario—: Un par de millas no me importan.

—No habrá que nadar tanto.

Penetraron en el pasaje, que era muy ancho, y llegaron junto a una abertura que daba frente al mar.

—¡En marcha! —dijo el holandés, respirando a plenos pulmones la fresca brisa nocturna—. La aventura ha terminado mejor de lo que esperaba.

Y después de haberse asegurado la carabina a los hombros, se lanzó a las negras olas seguido por los demás.

CAPÍTULO XVII. EL REGRESO

Media hora después, aquellos cinco hombres, salvados dos veces de la muerte, se encontraban reunidos en la playa de Mera, detrás de un bosquecillo de plátanos y de magnolias enanas.

Habían encontrado sus provisiones, porque tomaron tierra a poca distancia de la roca que les había servido de escondite; y José, a quien nunca le faltaba el apetito, se apresuró a hacer honor a la cena y a destapar una botella de vieja ginebra que había reservado para las ocasiones extraordinarias.

—Después de tantas emociones, un bocado y un vaso de este venerable licor holandés no han de sentarnos mal —dijo—. ¡Brindemos por don Cirilo de Ferreira y por su libertad! ¿Qué dicen ustedes a esto, señores?

—Que debía hacerse en honor de usted —repuso Cirilo—. Sin su valor, no hubiéramos escapado del hacha del Hércules.

—¡Era un gigante mal hecho, don Cirilo! —dijo el marinero casi con desprecio—. ¡Ah; si hubiese podido hacer lo mismo con los otros bandidos! El señor Vargas estaría entre nosotros brindando.

—Será una empresa aún más difícil la de salvarle.

—Hablemos de su libertad, señor Ferreira. ¿Cree usted imposible subir a la goleta sin ser notados?

—Ni lo intente usted siquiera —dijo Cirilo—. En la nave no hay menos de veinte hombres, y, además, sé que esta mañana va a zarpar.

—¿A dónde? —preguntaron todos ansiosamente.

—Sospecho que va a cruzar cerca de la embocadura oriental del estrecho. Parece que espera a una nave que viene del Mar del Coral.

—¡Truenos! —exclamó el marinero, dándose un soberbio puñetazo en la cabeza.

—¿Cómo salvar al señor Vargas? —preguntó Juan.

—Sólo queda por hacer una cosa —dijo Dick.

—¿Cuál? —preguntaron Cirilo y José.

—Volver a la nave de ustedes y perseguir a la goleta.

—Me parece el único plan posible.

—¿Tendremos tiempo para eso? —preguntó Sao-King—. La Groninga está en el golfo de Carpentaria.

—Cuando los piratas emprenden una correría, permanecen cuatro o cinco días en el mar —dijo Cirilo—. La fragata podrá, pues, alcanzarlos a la salida del estrecho o en el Mar del Coral.

—Señores —dijo José—, partamos en busca de nuestra ballenera.

—No llegaremos a la escollera antes del mediodía —dijo Sao-King.

—Pero a medianoche podremos encontrarnos en las aguas del golfo de Carpentaria —dijo Juan.

—Vaciemos la botella para que nos dé más fuerzas, y pongámonos en marcha —exclamó José.

Iban a levantarse, cuando Dick preguntó después de algunas vacilaciones:

—¿Y yo?

—Vendrás con nosotros —dijo el marinero.

El bandido hizo un gesto.

—¿Y sí su comandante me ahorca?

—Te prometimos la vida y la libertad —dijo Juan—. El señor Wan Praat no hará la menor objeción; te lo aseguro.

—Además, yo no me fiaría de dejarte aquí —agregó José riendo—. Podrías arrepentirte de habernos guiado y volver junto a tus compañeros.

—Hace usted mal en desconfiar —repuso Dick—. Ya he dado suficientes pruebas de mi lealtad; pero, ya que lo desean, los sigo, porque cuento con su promesa.

—Y nosotros sabremos cumplirla —dijo Juan—. ¿Es verdad, hermano?

—Me comprometo a que le conceda un perdón absoluto el comandante de la fragata —repuso Cirilo.

—Y aún les seré a ustedes útil cuando asalten la guarida de los piratas.

—¡Basta! ¡Partamos! —dijo el marinero—. El camino es largo.

Vació el último trago de ginebra y dio la señal de partir, haciéndose preceder por Dick, el cual, conociendo la isla, había prometido guiarlos hasta la bahía a través de los bosques, a fin de abreviar el camino.

Cuando el sol apareció en el horizonte despertando a las espléndidas palomas de plumaje de oro y azul con reflejos metálicos, a los resplandecientes loris, a las graciosas cacatúas y a los papagayos de mil colores, los expedicionarios habían recorrido más de tres millas, avanzando siempre a través de la selva.

Hicieron un breve descanso junto a un grupo de eucalyptos globulus para calmar la sed con las raíces de estas plantas, que proporcionan un agua excelente y muy fresca, y nuevamente se pusieron en camino por un bosque de magníficos eucaliptos rojos, que se elevan a setenta y ochenta metros de altura.

A mediodía llegaron jadeantes y rendidos al sitio donde por poco no había sido Dick asesinado y comido por los salvajes.

Al ver de nuevo aquel lugar, se sintió José impulsado por viva curiosidad.

—Dick —exclamó, mientras sus compañeros se disponían a acampar para tomar algunas horas de reposo—, no nos has contado en qué circunstancias caíste en poder de aquellos antropófagos.

—De modo sencillísimo —repuso el bandido sonriendo—. Me habían recogido en el estrecho cuando, exhausto de fuerzas, estaba para ahogarme.

—¿Y cómo te las compusiste para eludir nuestras investigaciones? .

—Nadando entre dos aguas durante mucho tiempo. Ustedes me creyeron muerto, ¿verdad?

—Devorado por algún tiburón. Debes de ser un nadador muy hábil.

—Creo haber recorrido más de diez millas antes de encontrar aquella doble piragua tripulada por salvajes. Estaba entonces tan lejos de ustedes, que sólo se veía el extremo del palo mayor de la fragata.

—¿Y quiénes eran aquellos salvajes?

—Papúas.

—Gente dotada de buen apetito; ¿verdad, amigo Dick? —exclamó José.

—Se proponían roer hasta mis huesos —repuso el bandido.

Llegaron los compañeros, que entre tanto habían saqueado los árboles vecinos, haciendo recolección de nueces de coco y excelentes plátanos.

Estaban partiendo los cocos para apagar la sed con su jugo, cuando Sao-King se puso en pie diciendo:

—¡La goleta de los «Buitres»!

Todos se levantaron y se escondieron tras los troncos de los árboles para no ser vistos.

La pequeña nave de los piratas pasaba frente a la bahía a la distancia de una milla, dirigiéndose hacia el Sudeste.

—Va a la entrada del estrecho —dijo Dick.

—¿Irá en ella el señor Vargas? —preguntó José.

—¡Sí! —repuso Cirilo con emoción—. Para salvar la vida ha tenido que aceptar el puesto de tercer oficial. Si se hubiera negado, le hubiesen colgado de una entena.

—¡Sí se le pudiera avisar de nuestra presencia! —dijo Juan.

—Sería peligroso —dijo Dick—. Los piratas podrían vernos y desembarcar, o emprenderla con nosotros a cañonazos. Dejemos que la goleta prosiga su camino.

—Dígame, señor Ferreira —preguntó José—, ¿qué querían hacer con usted esos bandidos?

—Que yo también fuera pirata. Me habían concedido una semana para decidirme, amenazándome con tirarme al mar con una bala a los pies si me obstinaba en rechazar su proposición. Primero pensaron hacerme pagar un crecido rescate; pero luego, viendo la dificultad de obtenerlo, renunciaron a su proyecto.

—¿De modo que hubiera sido usted obligado a ser cómplice de ellos?

—Al menos hasta el momento en que me hubiese fugado aprovechando cualquier circunstancia afortunada.

—¿Y Vargas?

—Está sometido a rigurosa vigilancia; pero aun sin nosotros, logrará escapar a la menor oportunidad. Cuando la goleta sea atacada por la fragata, no permanecerá ciertamente a bordo.

—Tendremos preparada una chalupa para recogerle —dijo el marinero.

Aguardaron a que la goleta desapareciera tras las costas meridionales de la isla, y luego, suficientemente descansados, llegaron hasta la escollera que ocultaba su chalupa.

Como la ballenera había estado sólidamente amarrada, no había sufrido absolutamente nada por el choque de las olas.

Achicaron el agua que la llenaba, y la botaron al canal. Antes de embarcarse, sintió Dick una última vacilación.

—¡No querría que este viaje me hiciese ganar una sólida cuerda para ahorcarme! —dijo.

—Desde ahora le consideramos como nuestro compañero —repuso Cirilo—. ¡Nadie osará tocarle!

—¡Gracias, señores! —dijo el bandido con voz conmovida—. ¡No sabré cómo pagarles!

Se embarcaron todos, y atravesaron velozmente el canal.

Como había cuatro remos de recambio, Cirilo, el marinero, Sao-King y Dick se pusieron a los bancos y arrancaron con vigor, mientras Juan empuñaba la caña del timón.

El mar estaba tranquilo y la travesía del Estrecho no ofrecía el menor peligro. Sólo de cuando en cuando alguna ola movía suavemente la chalupa.

A la puesta del sol, los navegantes habían perdido de vista el archipiélago y comenzaban a vislumbrar vagamente la punta de York.

En cambio, de la goleta no se veía nada. Debía de haber salido ya del estrecho, y sin duda estaba engolfada en el Mar del Coral.

José, que poseía una brújula, se orientó de modo que pudiera entrar directamente en el profundísimo Golfo de Carpentaria.

Hacia las once, cuando ya estaban fatigados y les dominaba el sueño, pues no habían dormido en cuarenta horas, vieron un punto luminoso.

—¡La Groninga! —exclamó José—. ¡Una hora más, y descansaremos después de una buena cena! ¡Valor! ¡Ya no faltan más que seis o siete millas!

Aquella última parte del camino fue la más terrible, porque, además de la fatiga, se movía un fuerte oleaje.

A las doce y cuarto se encontraban solamente a algunos cables de la fragata.

Una voz bien conocida de José partió del castillo de proa, gritando:

—¿Quién vive?

—¡José, amigo Bard! —respondió el marinero, con voz tenante.

—¿Habéis triunfado?

—¡Traemos uno! ¡Avisa al comandante!

Un estruendoso «¡Hurra!» lanzado por los hombres de guardia le contestó. La escala bajó de golpe, y cuando los audaces expedicionarios subieron a bordo, se encontraron rodeados por toda la tripulación.

—Señor Wan Praat —dijo Juan, avanzando hacia el comandante, que le aguardaba con los brazos abiertos—, permítame que le presente a mi hermano Cirilo, comisario del Gobierno peruano.

Ambos se precipitaron en brazos del comandante, mientras la tripulación los saludaba con un «¡Hurra!» formidable, capaz de conmover las rocas de la costa australiana.

CAPÍTULO XVIII. LA CAZA DE LA GOLETA

Una hora más tarde, mientras Juan, Cirilo y sus compañeros, después de una abundante cena, reposaban en sus hamacas, la Groninga dejaba silenciosamente su fondeadero y navegaba hacia el Estrecho de Torres.

El señor Wan Praat, informado de todo lo ocurrido, había resuelto dar caza a la goleta, para caer después sobre el refugio de los piratas, utilizando las preciosas indicaciones suministradas por Dick, a quien no sólo había otorgado la vida, sino también la libertad, ofreciéndole conducirle a Java.

Le corría prisa detener la nave de los bandidos antes que la casualidad pudiera conducirla adonde se había refugiado el Alción, presa fácil de conquistar, por su escasa tripulación y por su casi nulo armamento.

Cómo el viento era favorable, la Groninga llegó en cuatro horas al Cabo de York, y después de haber bordeado hasta el alba para ver si descubría la goleta, penetró en el Mar del Coral, donde tenía la certeza de encontrarla más o menos tarde.

La tripulación se encontraba toda sobre las armas. Los cañones de las baterías estaban cargados, y se habían preparado hasta los garfios de abordaje.

—¡Si no se rinde, la tomaremos por asalto! —dijo el comandante a Cirilo y a Juan, que habían subido sobre cubierta.

—Dudo que se entreguen sin oponernos desesperada resistencia —repuso el comisario—. Son hombres resueltos a todo, y venderán cara su vida, sabiendo que no se les dará cuartel.

—No se lo daré; puede usted estar seguro, señor Ferreira.

—¡Con tal que antes de rendirse o de morir no maten al pobre Vargas!

—Eso es lo que me inquieta —repuso Wan Praat.

—Si pudiéramos sorprender a la goleta de noche y abordarla antes que los bandidos organizasen la resistencia, lograríamos nuestro propósito. Tal vez nuestro compañero pueda escapar de ese grave peligro.

—Es hombre resuelto y valeroso, que al primer cañonazo no vacilará en tirarse al mar —dijo Juan.

—También lo espero —añadió Cirilo.

La Groninga marchaba rápidamente.

Varios gavieros habían subido hasta las crucetas para abarcar más horizonte, aunque sin lograr, sin embargo, descubrir la goleta.

¿Se habría dirigido hacia el Norte, en dirección a Nueva Guinea, o se habría inclinado hacia el Sur, siguiendo la tierra de Carpentaria?

Después de haber oído el parecer de sus oficiales, el señor Wan Praat lanzó la Groninga hacia la costa australiana, por ser lo más probable que los piratas hubieran tomado aquella dirección, mucho más frecuentada por las naves que de los mares del Sur van a las islas de la Sonda.

El comandante tenía, además, otro objetivo: proteger al Alción contra un posible ataque de aquellos audaces piratas.

Aún transcurrieron otras doce horas sin que apareciese la goleta en el horizonte.

Ya la Groninga se hallaba a pocas millas de la bahía donde se encontraba anclado el Alción, cuando un lejano estruendo de cañonazos retumbó sobre el mar.

El comandante estaba en aquel momento en la pasarela hablando con Juan y Cirilo.

Al oír aquel disparo, se estremeció.

—¡Los piratas! —exclamó—. ¡Han atacado al Alción!

Se oyó otro disparo; pero esta vez más débil. Sao-King se lanzó sobre la pasarela, gritando:

—¡Señor Ferreira, ese cañonazo ha sido disparado por uno de los dos pedreros del Alción! ¡Estoy seguro de no engañarme!

—Es verdad —confirmó Juan—. Esa detonación no puede confundirse con la de los gruesos cañones de marina.

—Señores míos —dijo Wan Praat—, llegaremos a tiempo de capturar a esos piratas del infierno y de salvar vuestra nave. ¡Marineros, a los cañones! ¡Los fusileros, detrás de las bordas, y los gavieros, a las cofas!

Como tenían enfrente un promontorio altísimo, formado por rocas colosales que caían a pico sobre el mar, la tripulación de la Groninga no podía ver lo que pasaba al otro lado.

El viento era bastante fuerte, por lo cual en dos bordadas pudieron doblarlo y caer de improviso sobre los piratas, que ni siquiera podían sospechar la proximidad de aquella poderosa nave.

Todos ocuparon sus puestos de combate. Los artilleros del puente y los de las baterías encendieron las mechas, y los fusileros se alinearon detrás de las bordas.

Un tercer cañonazo retumbó más allá del promontorio, seguido poco después de otros dos más débiles. La tripulación del Alción, aunque menos numerosa que los piratas y armada con una artillería insignificante, oponía vigorosa resistencia, a juzgar por sus descargas.

—¡Mis hombres se defienden bien! —dijo el comandante con orgullo—. No podría durar mucho; pero, por fortuna, estamos aquí nosotros, y vamos a hacer bailar a la goleta a cañonazos.

Con una larga bordada, la Groninga dobló el cabo y penetró en una amplia bahía.

El comandante no se había engañado.

Los piratas del Estrecho de Torres habían descubierto al Alción, anclado cerca de la costa, y después de haber intimado la rendición a los tripulantes, comenzaron a cañonearlos.

La goleta distaba aún cuatrocientos o quinientos metros de la nave; pero maniobraba de igual modo que si fuese al abordaje, cuyas consecuencias hubieran sido fatalmente desastrosas para los pocos hombres que tripulaban el Alción.

Viendo aparecer de improviso a la fragata, un grita de furor partió de la goleta.

Virar casi sin moverse del sitio y poner la proa hacia la salida de la bahía, fue para aquellos audaces lobos de mar maniobra de pocos instantes.

Pero el comandante de la Groninga no era hombre que dejara escapar tan fácilmente la presa.

Con una maniobra rapidísima, salió fuera de la bahía, a fin de obligar a la goleta a que renunciase a la fuga y aceptara el combate.

Comprendiendo los piratas que no había medio de escapar, se volvieron a la bahía, alejándose del Alción para no ser cogidos entre dos fuegos.

Lanzaron su nave hacia dos bancos de arena que la Groninga por su calado no podía cruzar sin correr el peligro de encallar, y comenzaron un fuego vivísimo, descargando simultáneamente las seis piezas de artillería.

La fragata no se dignó responder. Se aproximó lo más que pudo a los bancos, y luego, mientras los marineros botaban al agua las chalupas y los fusileros se embarcaban para llegar al abordaje, abrió el fuego con sus más gruesos cañones, apuntando a la carena y a la arboladura de la nave adversaria.

El efecto de aquella descarga no pudo ser más desastroso para los piratas. Aún no se había disipado el humo, cuando el palo mayor y el trinquete, arrancados por su base, caían con espantoso fragor sobre la cubierta.

En el acto se le intimó la rendición; pero la respuesta fue una bordada que arrancó parte de la borda de la Groninga.

—¡Ah! ¿No queréis ceder? —gritó Wan Praat—. ¡Voy a destrozar vuestro puente a metrallazos!

—¡No, comandante! —dijo Cirilo—. ¿Olvida usted que entre esos piratas se encuentra mi desgraciado compañero?

—¡Lo había olvidado! Entonces, abordaremos a la goleta.

Cinco chalupas tripuladas por sesenta hombres estaban dispuestas a atravesar los bancos bajo la protección de la artillería de la Groninga.

Decidido a asaltar la goleta, Wan Praat iba a dar la orden de avance, cuando entre el humo de los disparos se vio a un hombre caer al mar.

—¡Vargas! —exclamó Cirilo—. ¡Le he conocido!

—¡Entonces, fuego a discreción! —gritó el comandante—. ¡Bordadas de metralla!

El hombre que se había lanzado al mar nadaba vigorosamente hacia la Groninga, ya dejándose ver, o ya nadando bajo el agua.

No podía ser sino Vargas, porque, de seguro, ningún pirata se hubiera dirigido hacia el buque.

—¡Recogedle! —gritaron Sao-King y Juan a los tripulantes de las chalupas—. ¡Es uno de los nuestros!

Una ballenera se destacó de la nave y, protegida por las incesantes descargas de los cañones, se dirigió rápidamente hacia el nadador, contra el cual algunos piratas descargaban de cuando en cuando sus fusiles.

Con dos descargas, los tripulantes de la ballenera hicieron enmudecer a los tiradores, y luego algunos marineros cogieron al nadador en el momento en que salía a flote para respirar, y lo subieron a la barca.

Entre tanto, los demás se habían ocultado entre los bajos para abordar a la goleta, que, desarbolada y acribillada, continuaba, sin embargo, disparando furiosamente.

El agua debía de haberla invadido, porque la popa había bajado lo menos un metro.

El señor Wan Praat, a bordo de otra chalupa, se agregó a la escuadrilla para llevarla al abordaje.

Ya no distaba más que ciento cincuenta metros, cuando brilló un relámpago en el puente de la nave pirata, seguido de una horrenda explosión y una inmensa nube de humo blanquecino.

Una lluvia de fragmentos del barco cayó sobre la bahía, y la goleta se sumergió rápidamente.

La nave había sepultado con ellos a cuantos la tripulaban.

Vargas, pálido como un muerto, se puso en pie, y viendo al comandante de la Groninga que pasaba a su lado para ir al sitio del desastre, le dijo:

—¡Es inútil, capitán! He puesto una mecha en la santa bárbara, y ninguno de esos bandidos ha podido librarse de la muerte.

—¿Es usted el señor Vargas, oficial de la Marina argentina? —preguntó Wan Praat.

—Sí, señor.

—¡Gracias por haber limpiado el mar de esos miserables! —dijo el comandante, estrechándole la mano—. Y ahora, una buena noticia: a bordo de mi buque están los hermanos Ferreira y un bravo chino, que esperan ansiosamente estrechar a usted entre sus brazos.

—¡Cirilo…, Juan…, Sao-King! —balbució el oficial—. ¡Imposible! ¡Han muerto, al menos los segundos!

—¡Mírelos usted, señor Vargas! ¡Le saludan desde el puente de mando!

CONCLUSIÓN

Pocos minutos después, mientras las chalupas volvían a bordo, Vargas, milagrosamente libre de las manos de los piratas, se encontraba entre los brazos de Juan y de Sao-King, a los cuales había creído muertos, y en los de Cirilo, a quien no había visto desde bacía tres días, y dudaba que viviera.

La Groninga se dio otra vez a la vela y abordó al Alción, que había sufrido nuevos destrozos con los tres o cuatro cañonazos de los piratas.

No queriendo el señor Wan Praat exponer a nuevos peligros a los hermanos Ferreira y a sus compañeros, y sabiendo ya dónde se encontraba la guarida de los Buitres del Estrecho de Torres, decidió transbordarlos al Alción.

Dick, que conocía todos los pasajes de la caverna, bastaba para guiarle en aquella empresa.

Se reparó el Alción como se pudo y el comandante dio cita a sus nuevos amigos en la bahía de Rockingham, prometiéndoles unirse a ellos lo más pronto posible y escoltarlos hasta Sidney, capital de la Nueva Gales del Sur.

A la puesta del sol de aquel día, el Alción volvió a emprender su fatigoso viaje siguiendo las costas orientales de Australia, mientras la Groninga volvió al estrecho para dar el golpe de gracia a los piratas.

A los tres días de llegar el Alción a la bahía, vieron llegar a la Groninga a toda vela, empavesada y con poquísimos daños.

Su comandante, Wan Praat, había triunfado por completo. Los piratas, en número de veinticinco, habían sido sorprendidos en su refugio antes de tener tiempo de embarcarse en sus chalupas, y habían sido muertos a cañonazos unos, y otros ahorcados.

Ocho días después de aquel importante hecho, las dos naves largaban anclas en Sidney, donde el Alción pasó a un astillero para las reparaciones necesarias.

No se tardó menos de un mes en ponerlo en condiciones de volver a atravesar el Océano Pacífico.

Por último, bien provisto y tripulado, se alejó definitivamente de las costas de Australia, al mando del señor Vargas, nombrado capitán por unanimidad, y dos meses después llegaba al Callao.

El Alción, propiedad de tos cuatro amigos, ha continuado sus travesías del Pacífico, pero no como nave de transporte de los infelices coolies del Celeste Imperio. A la carne amarilla ha sustituido el guano, con iguales provechos y menos peligro.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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