Morgan

Emilio Salgari


Novela



I. LA TRAICIÓN

Cuando despuntó el alba la nave no estaba todavía en condiciones de navegar.

Los carpinteros habían trabajado sin tregua, pero aún no habían logrado tapar por completo la vía de agua abierta a proa, cuyas dimensiones ponían en serio peligro a la nave.

Tampoco el timón estaba terminado, así es que Morgan se veía obligado a esperar otras veinticuatro horas antes de alejarse de aquellos parajes que podían ser peligrosísimos, porque eran frecuentados por las naves españolas.

Durante la noche el velero, arrastrado por alguna corriente, se había acercado tanto a la costa venezolana, que a simple vista se la distinguía vagamente. Cuál era, ninguno lo sabía, porque ni aun el capitán español pudo dar información precisa, afirmando que hacía cuarenta y ocho horas que no podían tomar la altura a causa del huracán.

También el otro barco, abandonado a sí mismo, había sido arrastrado hacia el sur durante la noche, y se le veía a una distancia de diez o doce millas, un poco inclinado sobre babor, pero flotante.

Morgan, que tenía prisa por ponerse a la vela y refugiarse en las Tortugas, y por saber si los otros barcos de la escuadra, que llevaban gran parte de las riquezas apresadas, se habían salvado, no había salido de la cala, donde animaba a los carpinteros.

Hasta los prisioneros españoles habían sido empleados en formar una doble cadena, trabajando con achicadores y cubos, que llevaban llenos de la sentina y vaciaban sobre cubierta.

En esto cayó la noche, sin que el trabajo hubiese terminado, con gran disgusto de la tripulación, que comenzaba a desesperar de conseguir que el velero quedase en condiciones de navegar.

Todos estaban exhaustos, especialmente los hombres de las bombas y los prisioneros dedicados a la cadena; tanto, que varios de éstos, no obstante las amenazas de Pedro el Picardo, se habían negado resueltamente a trabajar más.

—¡Esto va mal! —dijo Carmaux, que había subido sobre cubierta a tomar un poco de aire y que por sus compañeros supo las noticias—. ¡Se diría que algún santo o algún demonio protege al conde de Medina! Si esto sigue así, en vez de ir a las Tortugas naufragaremos en las costas venezolanas.

—¿Lo crees, compadre? —preguntó Van Stiller, que había cambiado la guardia con un amigo.

—Esta mañana la costa estaba apenas visible, y ahora se distingue perfectamente. ¡Hay una maldita corriente que fatalmente nos arrastra hacia el sur!

—¿No puede taparse esa vía de agua?

—Parece que se ha abierto otra. Me han dicho que ahora el agua entra por la popa.

—¿No la habían visto antes?

—No.

—¿Cómo te explicas esa historia?

—Corren sospechas.

—¿Cuáles?

—Que algunos prisioneros, aprovechándose de la poca vigilancia que ejercen nuestros hombres, ocupados con las bombas, han agujereado la nave por ese lado.

—El capitán debía ahorcarlos.

—¡Ve a saber quiénes son!

—¿Y que dice el señor Morgan?

—Está furioso, y ha amenazado con tirar al mar a todos los prisioneros si logra descubrir a alguno con el aparejo de taladros.

—¿Has vigilado al Gobernador?

—No le he dejado ni un momento; y creo que ha sospechado ya que desconfío de él.

—¿Habrá sido él quien ha hecho el agujero?

—No, porque siempre le he visto en las bombas —repuso Carmaux.

—¿Tendrá algún cómplice?

—¡Quién sabe!

—Mejor hubiera hecho el señor Morgan dejando a todos los prisioneros en tierra.

¡Siempre es un peligro más! —dijo el hamburgués.

—¡Pero valen millares de piastras, compadre!

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó tras una pausa Van Stiller—. ¡Diríase que la hija del Corsario nos ha traído la mala suerte!

—¡Bah! ¡No hay que desconfiar! —dijo Carmaux—. El timón ya está en su sitio; y si esta noche los carpinteros logran tapar la vía de agua, mañana pondremos la proa al norte.

A media noche, cuando ya confiaban en poder dar los últimos golpes en las tablas y espartos colocados en la vía de agua, los carpinteros fueron sorprendidos por una imprevista irrupción de agua que venía de babor con tal rapidez, que en menos de diez minutos había cubierto el empalizado. Casi al mismo tiempo un fuerte viento del norte empujó a la nave con mayor velocidad a la costa venezolana, ya muy próxima.

Al oír el grito de alarma de los carpinteros, Morgan había comparecido con Pedro el Picardo, y tuvo que reconocer que la nueva vía de agua era imposible de agotar con las bombas de a bordo; la tripulación estaba completamente postrada por el incesante trabajo, que ya duraba hacía veinticuatro horas.

—¡Mejor hubiera sido quedarse en la fragata! —dijo a Pedro el Picardo—. No hemos ganado nada con el cambio.

—Pero ¿era una criba el casco de esta condenada nave? —dijo el segundo con ira—. ¿O ha habido alguna mano culpable que de nuevo ha agujereado la quilla? Si hubiésemos chocado contra una roca, el golpe se hubiera notado sobre cubierta.

—Sí —dijo Morgan—; aquí se ha cometido una traición. Mientras nuestros hombres trataban de tapar una vía, una mano culpable abría otra.

—¿Con qué designio?

—Para impedirnos volver a las Tortugas: la cosa es clara.

—¿Tendrá el Gobernador algún amigo entre los prisioneros de la fragata?

—Puede ser, Pedro —repuso Morgan.

—Debíais haberlos tirado a todos al mar, como te aconsejé —dijo Pedro.

—La señorita de Ventimiglia no me hubiera perdonado semejante crueldad.

—¡Es verdad! —repuso Pedro con cierto mal humor—. ¿Qué vamos a hacer?

—No nos queda otro recurso que encallar la nave en cualquier banco y luego cerrar las vías de agua.

—El mar sube, Morgan, y el viento arrecia.

—Tratemos de encallar en alguna costa plana. Despleguemos algunas velas, y tratemos de aproximarnos antes de que la nave se llene de agua.

Cuando subieron a cubierta encontraron a Yolanda, que, prevenida por Carmaux del peligro que corría la nave, había salido de su camarote.

—¿Nos vamos a pique, señor Morgan? —preguntó con su acostumbrada tranquilidad.

—Todavía no, señorita —repuso el filibustero—. Antes que la nave se llene de agua pasarán por lo menos dos horas, y nos basta una para llegar a la costa. ¿La veis allá, hacia el sur?

—¿No se despedazará el velero? Veo estrellarse las olas contra la costa.

—Sí, el mar se pone duro —repuso Morgan mirando las olas, que aumentaban rápidamente de volumen bajo el soplo de un viento bastante vivo—. Sin embargo, confío en encontrar un buen sitio para encallar la nave.

Y elevando la voz, gritó: —¡Todos sobre cubierta, e izad las velas!

Todos subieron a cubierta, incluso Carmaux y Van Stiller, que en aquellos momentos juzgaron inútil vigilar al Gobernador.

Enormes olas, que se formaban a la vista de la tripulación, embestían contra la nave.

Para dar al velero mayor estabilidad y para aumentar su velocidad, Pedro el Picardo había hecho izar las dos latinas y algún foque en el bauprés.

La costa venezolana no debía ya de estar lejos. Se oía el estruendo formidable de las olas rompiendo en la playa o en las escolleras, y se veía ante la nave una inmensa sábana blanca producida por la espuma.

Morgan llevaba el timón y había rogado a Yolanda que no se alejase de él, para poder socorrerla, ya que no sabía si la nave resistiría el choque, y Carmaux se había unido a ellos, mientras el hamburgués sondeaba el fondo con Pedro el Picardo.

A medida que el velero se acercaba a la costa, los golpes de mar menudeaban. Olas enormes pasaban por encima de las bordas, rompiendo sobre la cubierta y amenazando arrastrar prisioneros y tripulantes.

El estruendo de aquella terrible resaca era tal, que casi no se oían las voces de mando de Morgan y de Pedro el Picardo.

A media noche la costa estaba a trescientos pasos; pero la oscuridad era tan densa, que no podía distinguirse si había algún refugio o escolleras que evitar.

—¿Adónde iremos? —se preguntaba Carmaux, que tenía asida la mano a Yolanda—. ¿Nos hundiremos antes de llegar, o nos estrellaremos contra las escolleras?

El temor de que la nave se hundiese no era injustificado.

La vía o vías abiertas por el traidor debían de haberse ensanchado con el empuje del agua, porque el velero, en menos de media hora, habíase sumergido un par de metros, y el agua entraba ya por las troneras de las baterías, aunque Morgan las había hecho cerrar para retrasar la inmersión.

En la estiba se oía mugir el agua cada vez que la nave cabeceaba bajo el embate de las olas.

Temiendo que los prisioneros fuesen alcanzados, Morgan los había hecho subir en unión del conde de Medina, que estaba a proa, confiado a Van Stiller, a fin de que la joven, que iba a popa, no le viese.

A las doce y cuarto la nave estaba entre la resaca, que se dejaba sentir fuertemente.

Corrientes y contracorrientes se mezclaban confusamente en derredor del pobre barco, que era lanzado de un lado a otro; Morgan seguía al timón, haciendo prodigiosos esfuerzos por mantener la ruta.

Aquel intrépido hombre de mar, aunque no ignorase que la toldilla podía desaparecer bajo sus pies, conservaba una calma admirable, dictando órdenes con voz tranquila y vibrante.

Sólo sus miradas revelaban profunda emoción cuando se fijaban en Yolanda, aunque la joven no mostrase ninguna ansiedad ni temor.

—No os preocupéis por mí, señor Morgan— le había dicho—. Este naufragio no me asusta.

Combatida por todas partes, la nave se debatía en un mar de espuma, no obedeciendo al timón ni a las velas henchidas por el viento.

Avanzaba, retrocedía, inclinábase violentamente, ora a un lado, ora a otro; elevábase después bruscamente, para caer luego en un abismo.

El agua que la llenaba con aquellas sacudidas se precipitaba como un torrente a través del entrepuente y de la estiba, hundiendo las puertas de los camarotes y arrastrándolo todo en su carrera.

Ya la costa distaba sólo un centenar de metros, cuando se oyó a Picardo, que gritaba desde proa:

—¡Rompientes a proa! ¡Dobla, Morgan!

El filibustero corrió a la banda con todas sus fuerzas, confiando en sacar de ruta a la nave, cuando una espantosa ola entró por popa y atravesó todo el velero.

Morgan se había precipitado sobre Yolanda y la cogió entre sus brazos, mientras Carmaux era lanzado contra la amura.

—¡Agarraos a mí! —había gritado.

Apenas lo dijo, sintió que era levantado por la enorme masa de agua y arrastrado fuera.

Se hundió, sin soltar a la joven, y por fin salió de nuevo a flote.

Cuando pudo abrir los ojos vio la nave a unas brazas de distancia, que se alejaba arrastrada por la corriente.

Yolanda se había desvanecido en sus brazos.

—¡A mí! ¡A mí! —gritó espantado Morgan.

Una voz que no estaba lejos respondió a su llamada.

—¡Voy, capitán!

Una cabeza humana apareció entre la espuma, desapareciendo en seguida bajo una ola.

Viendo Morgan que la joven estaba inerte, trataba de tenerla fuera del agua para evitar la asfixia, y se puso a nadar desesperadamente.

Hombre acostumbrado a luchar con el mar, aunque la joven dificultara sus movimientos, no se asustaba. Ya otras veces se había librado de la muerte lanzándose al agua antes de que la nave se fuese al fondo.

Lo que más le preocupaba era la violencia de las olas y la proximidad de la costa. Si bien ésta representaba la salvación, también ofrecía muchos peligros con la furiosa resaca que rugía.

Repitió la llamada con siniestro fragor, y oyó la misma voz de antes, que le contestaba:

—¡Un momento, señor Morgan! ¡Voy!

Un grito de alegría se escapó de los labios de Morgan.

—¡Carmaux!

—¡El mismo, señor Morgan!

—¡Date prisa!

—¡Malditas olas!

—¡La señorita de Ventimiglia se ha desmayado!

—¡Por cien mil cuernos! ¡Uff! ¡La señora…! ¡El mar…! ¡Ya estoy aquí!

Haciendo un último esfuerzo, el brazo marinero llegó junto a Morgan.

—¡Aquí! ¡Apoyaos, capitán! ¡He logrado pescar un salvavidas cuando me llevó el agua! ¡Truenos de Hamburgo, qué diría Van Stiller, la señorita aquí!

Viendo cerca al marinero, que se apoyaba en el anillo de corcho, Morgan alargó la mano que tenía libre mientras con la otra sostenía a la joven, que aún no había vuelto en sí.

—¡Gracias, Carmaux! —dijo mientras otra ola los empujaba hacia la playa.

—¿Habéis tocado tierra, capitán? —Yo, no.

—¿La señorita está desvanecida?

—Acaso la ola la empujó contra la banda. ¡Ayúdame, Carmaux, y escudémosla cuando caigamos a la playa! ¡Que yo me rompa las costillas, poco importa; pero salvemos a la joven!

—¡Yo recibiré el primer golpe, capitán! —repuso Carmaux pasando un brazo por la cintura de la joven—. ¿Y la nave, adónde ha ido, que ya no se le ve?

—La he visto a lo lejos. ¡Cuidado! ¡He tocado fondo! ¡Estamos en la orilla! ¡No dejes a la señorita, Carmaux!

—¡No, señor Morgan!

La ola los envolvió a los tres. El estrépito era tal, que no lograban hacerse oír.

Morgan hacía desesperados esfuerzos por tener a la joven casi fuera del agua; pero de cuando en cuando la espuma los cubría.

Ya por dos veces habían tocado tierra, cuando una ola, que avanzaba mugiendo, los levantó a prodigiosa altura, empujándolos hacia adelante.

—¡No dejes…! —tuvo apenas tiempo de gritar Morgan.

Sintió que sus piernas se doblaban y quedaban como aprisionadas. La ola pasó sobre ellos, pero los obstáculos que los habían aprisionado no cedieron.

—¡Estamos en tierra! —gritó Carmaux—. ¡Estamos salvados!

La ola los había arrastrado hacia un grupo de mangles, y las raíces de estas plantas no sólo los habían detenido, sino que habían amortiguado el choque.

Si los hubiese empujado algo más allá, indudablemente se hubieran estrellado contra los primeros troncos de la floresta.

—¡Huyamos antes de que vuelva el agua! —gritó Morgan.

Soltó el salvavidas, ya inútil; estrechó a la joven entre sus brazos, y, pasando de rama en rama, alcanzó el lindero del bosque.

Por fortuna la segunda ola no fue tan grande como la anterior, y se estrelló contra las primeras filas de los rizóforos.

—¡Esto es un arribo feliz! —dijo Carmaux—. Tratemos de hacer volver en sí a la señorita.

—¡Dios quiera que no esté herida! —dijo Morgan con voz algo alterada—. ¡Lo primero sería tener fuego!

—Yo tengo pedernal y yesca en una bolsa impermeable. Veamos si está seco.

—¡Date prisa, Carmaux; estoy inquieto!

—¿Late el corazón?

—Sí.

—¡No será nada! La yesca está seca. Ni una gota de agua ha entrado en la bolsa.

—Recoge ramas secas mientras yo preparo una especie de lecho.

Depositó dulcemente a la joven y, desenvainando la espada, cortó ocho o diez hojas de plátano y formó con ellas una especie de cama, que cubrió con musgo arrancado de un árbol enorme. Entre tanto Carmaux había recogido a tientas hojas secas y había improvisado una hoguera, encendida sin gran trabajo. Apenas se alzó la llama vieron a la joven levantar un brazo, como si quisiera alejar algo. Morgan dio un grito de alegría.

—¡Vuelve en sí! ¡Yolanda, señorita de Ventimiglia!

La joven tenía aún los ojos cerrados, y su bello rostro estaba palidísimo; pero su respiración era más libre.

—¡Señorita, señorita, estáis salvada! —repetía Morgan, inclinado sobre ella ansiosamente—. ¡Estamos en la costa!

Al cabo de un momento la joven se movió, y sus bellos ojos abiertos se fijaron en Morgan.

—¡Vos, señor! —murmuró.

—¡Sí, soy yo; Morgan!

Una sonrisa asomó a los labios de la hija del Corsario, y su diestra oprimió la del filibustero.

—¡La ola! ¡Recuerdo! ¿Cómo es que aún vivo?

—¿Estáis herida, señorita?

—No. Es verdad que caí cuando me arrastraba el agua. ¿Y la nave? ¿Y los otros?

—¡No os preocupéis! —dijo Morgan—. Supongo que habrán encallado.

—¡Ah! —exclamó la joven, viendo junto a sí al francés—. ¿Sois vos, Carmaux?

—¡Donde está la hija de mi capitán, estoy yo siempre! —repuso el marinero sonriendo.

—Pero ¿no te arrastró a ti la ola? —dijo Morgan.

—Yo estaba agarrado al obenque de babor del mayor, y cuando os vi fuera de borda con la señorita, me dejé caer yo también, llevando el salvavidas y pensando en seros útil.

—¡Gracias, viejo amigo mío! —dijo Morgan conmovido—. ¡Eres un marinero sin igual!

—Soy un marinero del Corsario Negro —repuso modestamente Carmaux.

II. LOS NÁUFRAGOS

El resto de la noche los dos filibusteros y la señorita de Ventimiglia, que se había repuesto rápidamente, lo pasaron alrededor del fuego para secarse los vestidos, no atreviéndose a alejarse de la costa.

Además, antes de tomar alguna decisión querían saber qué había ocurrido al velero.

No creían que se hubiera ido a pique, aun estando medio lleno de agua, teniendo como más probable que hubiera encallado en algún otro punto de la costa o en los arrecifes señalados por Pedro el Picardo antes del golpe de mar.

Si se hubiese estrellado a breve distancia, ciertamente los gritos de los náufragos hubieran llegado a oídos de Morgan y de su compañero.

Un ardiente deseo de conocer la suerte de la nave atormentó constantemente al francés y a Morgan, que, apenas los primeros albores disiparon las tinieblas, se dirigieron hacia los mangles con la esperanza de verla.

Sufrieron un cruel desengaño: la nave había desaparecido.

—¿Se habrá ido a pique? —preguntó Carmaux, que pensaba en su amigo Van Stiller—.

¿Qué opináis, señor Morgan?

—Si hubiese naufragado, se verían despojos —repuso e filibustero—. ¿Ves tú cajas, barriles, gallardetes o trozos de amura?

—No, señor.

—Ni yo —dijo Yolanda, que iba con ellos.

—Allá veo una punta que se extiende hacia el noroeste —dijo Morgan—. Puede ser que las aguas la hayan empujado hacia allá.

—Sentiría que mi amigo Van Stiller hubiera naufragado sin mí.

—Apenas podamos, alcanzaremos aquella punta —dijo Morgan.

—Capitán —dijo Yolanda—, ¿sabéis dónde hemos naufragado?

—En la costa venezolana, señorita; pero dónde, precisamente, no sé decíroslo.

—¿Tienen por aquí ciudades los españoles?

—Sí, y no pocas, aunque bastante alejadas unas de otras.

—Entonces, ¿cómo haréis para volver a las Tortugas?

—No lo sé, señorita; por ahora no pensemos en eso. Sea como sea, iremos; ¿verdad, Carmaux?

—¡Un filibustero encuentra siempre el modo de volver a casa, si no le ahorcan o le fusilan en el camino! —dijo el francés riendo.

—¿Podrías darnos algo de comer, viejo mío? Los bosques de Venezuela tienen muchos recursos.

—Pero yo sólo tengo mi cuchillo de maniobra.

—Y yo, mi espada y mi pistola.

—¡Pobre armamento si encontramos indios!

—¿Los hay aquí? —preguntó Yolanda.

—Los caribes abunda en estas costas, y hay hasta tribus que devoran a los prisioneros de guerra. Debemos guardarnos de ellos.

—Señorita, vamos a buscar el almuerzo. De fijo encontraremos algo, aunque sean frutas. Después nos dirigiremos hacia ese cabo para ver si la nave se ha destrozado o ha encallado en alguna parte.

Convencidos de que encontrarían pronto a sus camaradas, se alejaron de la playa y se internaron en el bosque, que a primera vista parecía impenetrable.

Estas tierras, bañadas por las aguas del golfo de México, regadas por gigantescos ríos y acariciadas por el sol, son de una fertilidad prodigiosa, y el desarrollo de sus plantas es extraordinario. Basta que una plantación sea descuidada algunas semanas, para que se vea invadida por un laberinto de plantas que crecen casi a simple vista.

La vela que cubría toda la costa y que probablemente se extendía en un espacio inmenso del interior, parecía formada, al menos en sus lindes, por dos clases de plantas: palmas y bombix.

Y, en efecto, hasta donde la vista alcanzaba se veían las verdes hojas de las primeras, dispuestas como un plumero, en la punta de un tronco ni muy alto ni muy ancho, y las más claras y menos largas de los segundos, con tronco más grueso y blanquecino, y las ramas cubiertas de frutas erizadas de espinas duras, que se utilizan como clavos.

Bajo aquella bóveda de verdura, unidas unas a otras, rectas o enroscadas como serpientes, se veían grupos de plantas parásitas, bejucos, roquetas, que dan una fruta parecida a los higos, y troncos sarmentosos de niku, de negra y reluciente corteza.

Entre as ramas aullaban los macacos, simios voracísimos y glotones, y revoloteaban tucanes de pico enorme.

En lontananza un honorato desde la cima del más alto bombix lanzaba con monotonía unas cuantas notas musicales: do-mi-sol-do.

—¡La colación no ha de faltar! —dijo Carmaux lanzando una ojeada a las plantas.

—¿Acaso esas frutas espinosas?

—preguntó Yolanda.

—¡Eso apenas sirve para los simios! Tenemos algo mejor. Los queseros no son de ninguna utilidad para los hombres, y sobre todo para los hambrientos.

—¿Los queseros habéis dicho?

—Sí; esas plantas de corteza blanquecina se llaman así, aunque no porque den queso.

—Pero su madera, que es blanca y porosa, sencilla y muy ligera —añadió Morgan—. Eso otro son semillas de palmeras; ¿verdad, Carmaux?

—Sí, señor; y es una verdadera lástima que no haya ningún animal que comer, teniendo ya el pan asegurado.

—No lo veo hasta ahora —dijo Yolanda. ¿Dónde hay horno?

—¡Un momento, señorita! ¡Oh! ¡Soy un ingrato! ¡Me lamento sin razón! El asado vendrá a ofrecerse él mismo.

Un grito extraño, que parecía de trompeta, resonó a pocos pasos.

—¿Qué es? —preguntó asombrada Yolanda.

—¿Alguna señal india? —dijo Morgan desenvainando su espada.

—Es el asado que se anuncia —dijo riendo Carmaux—. ¡Buen pájaro! ¡El agami! Da pena matarle; pero el estómago no razona. ¡Señor Morgan, dadme vuestra espada!

Un hermoso volátil, grande como un gallo, de larguísimas patas, con plumas negras en el cuello y en las alas y doradas bajo el vientre y en el dorso, había salido de entre el follaje y saludaba a los náufragos con alegre trompeteo.

Aquel gracioso pájaro no mostraba ningún temor por la proximidad de las tres personas; antes bien, las miraba complacido, batiendo las alas y continuando su cantata.

—¡No se escapará! —dijo Carmaux, viendo que Morgan buscaba algo que tirarle—.

¡Dejadme a mí, capitán!

Viendo a algunos pasos un calupo diablo, planta que produce unas simientes que se tienen por óptimas contra las mordeduras de las serpientes, sobre todo en infusión en aguardiente, desgranó algunas y se las echó al volátil, que se puso a comer tranquilamente.

—Ya veis cómo se familiarizan con las personas —dijo Carmaux—. ¡Lo siento, repito; pero no hay otra cosa!

Mientras con una mano continuaba echando semillas, con la otra empuñaba la espada de Morgan, y lentamente se acercaba al pobre pájaro.

De pronto la hoja brilló en los aires, y el agami, decapitado, rodó por el suelo batiendo las alas.

—¡Pobrecillo! —exclamó Yolanda—. ¡Hacéis traición a su confianza!

—Es la lucha por la existencia, señorita —repuso Morgan—. Cuídate del pan ahora, amigo, mientras yo preparo el asado.

Ayudado por la joven, hizo recolección de ramas y hojas secas, reavivó el fuego y se puso a desplumar al volátil, mientras Carmaux trepaba a una de las más altas palmeras.

Pocos minutos después un ruido de hojas sacudidas y ramas rotas anunciaba a Morgan que también el pan estaba seguro.

Realmente no era pan, porque no era artocarpo, nombre que dan a una planta que sustituye a la de harina, aunque su gusto se asemeja más a la alcachofa.

Las palmas producen una especie de fruta monstruosa, de un metro de largo, y gruesa como la pierna de un hombre; blanca, lisa, de excelente sabor, y que para los indios sustituye el casava, o sea la galleta de mandioca, cuando este tubérculo falta.

Carmaux, que había ya bajado, se puso a descortezar la mandorla, cuando a sus oídos llegó un rumor de hojas y de ramas, como si alguien tratara de abrirse paso por entre las plantas.

—¡Señor Morgan, alerta! —gritó tendiéndole su espada—. ¡Parece que alguien se acerca!

—¿Algún animal?

—No sé, señor —dijo el filibustero recogiendo del suelo una rama que podía servirle de bastón—. Me parece que alguien corre por entre las plantas.

—Yo no he oído nada. ¿Y vos, señorita?

—Tampoco.

—Ante todo, pon el asado en lugar seguro —dijo Morgan.

—Nadie lo tocará; os lo aseguro —repuso Carmaux—. ¡A quien quiera probarlo le romperé las costillas!

En aquel momento las ramas se abrieron, y dos indios aparecieron de improviso, empuñando un largo arco de dos metros y flechas larguísimas, provistas en su extremo de aguzada espina.

Estaban casi desnudos, eran de alta estatura, piel rojiza surcada por extrañas pinturas hechas con jugo de genipa, cabellos negros larguísimos y ojos torvos.

En la cintura llevaban sujeto una especie de taparrabos de fibra vegetal, y al cuello y en las muñecas, collares y brazaletes de dientes de animales feroces, de garras de jaguar y escamas de tortugas.

Viendo a los náufragos, se detuvieron y los miraron con cierta curiosidad, pero sin manifestar por el momento ninguna intención hostil. Uno de los dos, que llevaba prendido en un cabello el pico de un tucán, dio algunos pasos y dijo en mal español:

—¿Qué hacen aquí los hombres blancos?

—Hemos naufragado la pasada noche —repuso Morgan cubriendo con su cuerpo a Yolanda—. ¿Quiénes sois?

—Caribes —dijo el indio.

—¿Cómo sabes tú el español?

El indio tomó una actitud gallarda, y con majestuoso gesto, dijo:

—Yo soy Kumasa, el más valiente guerrero de la tribu, que ha matado a muchos enemigos y ha visto la gran ciudad de los hombres venidos en grandes piraguas en donde el sol nace. En mi cabaña conservo el collar de meta blanco que me dio el jefe de los rostros pálidos. ¡Kumasa es un gran guerrero!

—¡A mí me parece un gran fanfarrón! —dijo Carmaux a media voz.

El indio, terminada su presentación, se apoyó en su arco, alzando la cabeza en actitud petulante que hizo sonreír a los náufragos.

—Señor Morgan —dijo Carmaux—, espera nuestra respuesta.

—Te encargo que hagas mi presentación —dijo el filibustero.

—¡Será tremenda!

A su vez se adelantó dos pasos, y elevando el bastón como si quisiera apalear a alguien, dijo indicando a Morgan:

—El hombre que aquí ves es el jefe de una inmensa tribu que jamás fue vencida por los españoles. Tiene un infinito número de grandes piraguas, de tubos que desencadenan el rayo y que matan desde lejos, y pueden dominar con un gesto los vientos y las tormentas. Su brazo es invencible, y la espada que ciñe ha cortado más vidas que árboles hay en el bosque. Es el mayor guerrero de los países en que nace el sol.

—¡No faltaba sino que me proclamases genio! —dijo Morgan riendo.

Los dos indios habían escuchado en silencio las palabras de Carmaux, y con seriedad absoluta.

—Mis palabras han hecho efecto —dijo éste—. ¡Ya somos invencibles!

—Si lo creen —dijo Yolanda.

—¡Oh! ¡Tienen grandes tragaderas! —repuso el marinero.

El indio que llevaba el pico de tucán cambió con su compañero algunas palabras, y avanzó diciendo:

—Vosotros, que sois hombres tan poderosos, permitid que nos pongamos bajo vuestra protección.

—¿Os amenaza alguien? —preguntó Morgan.

—Sí; los guerreros oyaculés —repuso el indio, mirando a su alrededor.

—¿Quiénes son?

—Indios malos, que matan a los prisioneros de guerra, y que nos han sorprendido esta mañana junto a las orillas de la sabana mientras esperábamos cazar el maipuri (tapir).

—Nunca he oído hablar de esos indios —dijo Carmaux—. ¿Quiénes son?

—Hombres que tienen la piel casi blanca, como la vuestra, la nariz encorvada y barbas largas, —repuso Kumasa—. Habitan en las grandes selvas del interior, y de cuando en cuando hacen correrías por las orillas del mar para saquear nuestras aldeas.

—¿Eran muchos los que te atacaron? —preguntó Morgan.

—No; siete u ocho.

—¿Con arcos y flechas?

—Y con pesadas vanayas.

—¿Qué es eso?

—Mazas de madera y de hierro de forma cuadrangular, que manejan con extraordinaria habilidad.

—¿Os han seguido?

—Sí.

—¿Están cerca?

—No sé —repuso el indio—. Hace una hora que los hemos perdido de vista.

—¡Y no tener ni un fusil! —dijo Morgan mirando inquieto a Yolanda.

—¿Tenéis la pistola, señor Morgan? —dijo Carmaux.

—Con dos tiros y la pólvora mojada.

—La secaremos y reservaremos los dos tiros para las grandes circunstancias.

—Comamos de prisa y desalojemos —dijo el filibustero.

—Si encontramos a nuestros compañeros, nada tenemos que temer de estos salvajes.

—Sentaos, señorita, y no os preocupéis por ahora.

—A vuestro lado me siento segura —repuso la joven.

Dividieron el volátil, del cual dieron un pedazo a los dos indios, y partieron el pan, que fue muy del agrado de todos.

Mientras comían Kumasa les contó que él y su compañero pertenecían a una gran tribu de caribes que tenía su aldea en la orilla de un profundo golfo, no muy lejos de allí, y que él era de sus capitanes más respetados y estimados.

Terminaron su almuerzo sin ser molestados.

Probablemente los antoprófagos habían perdido el rastro de los dos indios, o, desesperando de poder cogerlos, se habían retirado a sus bosques.

—¡Vamos! —dijo Morgan—. Iremos a ver aquel cabo, ya que supongo que la nave se ha estrellado allí.

—¿Y si se hubiera ido a pique con todos sus tripulantes? —preguntó la joven.

—Sería una grave desgracia —repuso Morgan.

—¿Cómo volveríais a las Tortugas?

—No nos quedaría más recurso que intentar la travesía del golfo en una piragua india: peligrosa empresa, es cierto, señorita; pero yo estoy resuelto a no acabar aquí mis días.

—¿No llegan hasta estas playas los corsarios?

—Algunas veces, cuando hay algo que hacer en contra de los galeones españoles; por eso deberíamos esperar algunos meses. ¡Vamos, señorita; pronto sabremos lo que le ha ocurrido a la nave!

Precedidos por los dos indios, que se sentían más seguros junto a los hombres blancos y que no se atrevían a entrar en el bosque por temor a encontrarse con los oyaculés, que les inspiraban invencible temor, se pusieron en marcha siguiendo el lindero del bosque.

Habiendo cesado el huracán, las olas poco a poco habían disminuido; pero la resaca se dejaba sentir violentísima en la playa a causa de los arrecifes.

Ningún despojo aparecía entre las aguas que indicase haber naufragado allí una nave; antes bien, quizá el velero había arrastrado hacia detrás del cabo, donde se había estrellado.

Los árboles del bosque variaban poco a poco. De cuando en cuando aparecían entre las palmeras enormes grupos de plátanos de hojas inmensas, simarubas, que tienen propiedades tónicas, sea en su corteza o en sus raíces, entre las cuales, según los indios, se esconden las tortugas terrestres; colosales bambúes, tan gruesos que con ellos los indios construyen canoas capaces de resistir a las más afiladas hachas.

Bandadas de tucanes de plumas multicolores y enorme pico revoloteaban con multitud de papagayos, mientras entre el césped huían lagartos monstruosos de flancos de esmeralda horribles a la vista, pero cuya carne blanca, parecía en su sabor a la del pollo, es muy buscada.

Los dos indios, acostumbrados a atravesar el bosque, procedían con precaución, mirando atentamente donde ponían el pie, y hurgando antes con la punta de sus arcos las hojas secas y las altas hierbas para evitar las mordeduras de las serpientes o de las grandes hormigas, que producen atroces dolores y fiebres especialmente las llamadas flamencas, que son las más formidables de todas.

Ya habían visto más de un reptil huir entre las hojas, y uno negro se había enroscado ante ellos lanzando un agudísimo silbido e intentando morderlos. Era un ay-ay, uno de los más peligrosos, cuyo veneno es tan potente, que causa la muerte en pocos minutos.

Una hora después el destacamento, atravesando un bosque de enormes pasionarias que cubría la península que se extendía en el mar un centenar de metros, llegaba a la playa opuesta.

Un grito se escapó de los labios de Morgan.

—¡Despojos! ¡La nave se ha estrellado!

—Entonces, ¿qué le ha pasado al velero? —dijo Yolanda.

—No me atrevo a responder, señorita —dijo Morgan.

—Decidme francamente vuestro pensamiento —insistió Yolanda—. ¡Soy hija de un corsario!

—Sí; ya lo sé; y pruebas me habéis dado de vuestro valor —dijo el filibustero.

—¡Hablad, pues!

—Creo que no debemos contar más que con nuestras propias fuerzas.

—Entonces, ¿creéis que nuestra nave se ha hundido? —preguntó Yolanda, emocionada.

Esa es mi opinión, señorita. Mis hombres, probablemente, descansan todos en el fondo del mar. La nave debe de haber sido arrastrada a mucha distancia de la costa, y se habrá ido a pique.

—¡Ah! ¡Mi pobre Van Stiller! —gimió Carmaux—. ¡Marcharte así, sin mí!

—Aún no tenemos ninguna prueba de que el velero haya naufragado —dijo Morgan.

—Estaba lleno de agua, señorita, y, a menos de un milagro, no puede haber escapado de ese fin.

—Creo que no nos queda más que cuidarnos de nosotros.

—¿Qué pensáis hacer, Morgan?

—Ya que la suerte nos ha deparado estos dos indios, seguirlos a su tribu —repuso el filibustero—. Al menos allí encontraremos un refugio y una protección.

—No olvidéis que en este bosque viven los oyaculés.

—¿Cómo nos acogerán esos indios?

—Los caribes no son malos cuando se les provoca —repuso Carmaux—. Yo los conozco por haberlos frecuentado con vuestro padre.

Morgan interpeló a Kumasa.

—Mañana podremos llegar a la aldea, si los oyaculés no nos detienen —repuso el indio—.

Hemos dejado nuestra piragua en un río que desemboca en una sabana, oculta entre las hojas del mucumucu, y acaso nuestros enemigos no la hayan descubierto.

—¿Está lejos esa sabana?

—Tres horas de marcha.

—¡Con tal que esos malditos oyaculés no nos esperen allí! —dijo Carmaux—. No me gusta tener nada con salvajes, sobre todo sin mi arcabuz.

—Lo mismo pueden sorprendernos aquí —repuso Morgan—. Además, no son más que ocho, y la pólvora de mi pistola ya se ha secado con este calor. Tengo, pues, la vida de dos hombres, y mi espada. ¿Quieres guiarnos? —dijo a Kumasa.

—Con los hombres blancos nada temo —repuso el indio—. Son fuertes guerreros.

—¡Oyéndole antes, era el más temido y el más formidable! —dijo Carmaux—.

¡Fanfarrón!

—Señorita, partamos —dijo Morgan—. Ya nada hacemos aquí, estando seguros de que la nave no se ha hundido en estos parajes.

—Se pusieron en camino precedidos por los dos indios, que iban uno tras otro y con el arco tendido.

Los tres náufragos estaban tristes y preocupados, especialmente Morgan, que, además de haber perdido a todos sus fieles compañeros y el fruto de la audaz expedición, se encontraba sin nave y sin ayuda, con grandes probabilidades de caer en manos de los salvajes o de los españoles, en unión de la joven que había pretendido salvar.

También Carmaux había perdido su habitual buen humor, pensando en el desgraciado fin de su inseparable compañero, el pobre hamburgués. La marcha paso a paso, dentro del bosque, era cada vez más penosa.

Estamos como envueltos por una vegetación demasiado exuberante, que había invadido los menores claros de tierra. A diestro y siniestro, delante y detrás, se entrelazaban confusamente pasionarias, bejucos, sarmientos de pimienta, nueces moscadas selváticas, árboles de pino, cedros, peras de Venezuela, árboles de algodón cargados de flores amarillas y purpúreas, grupos de euforbias, cactiformes erizadas de espinas y Caspa butinacee, así llamadas porque de esta planta se extrae un especie de manteca muy apreciada por los indios. Entre aquella confusión de ramas y de hojas no se veía ningún volátil; sin embargo, de cuando en cuando el silencio se interrumpía por aullidos ensordecedores y mugidos formidables, que hacían detenerse a los tres náufragos, creyendo que serían los temidos antropófagos que se preparaban a atacarlos.

Eran algunas bandadas de simios rojos que se divertían probando la solidez de sus pulmones y de su garganta.

Esos cuadrumanos son extraordinariamente abundantes en Venezuela y en Guiaua, y por la potencia de su voz pueden competir con los barbados brasileños.

Se cuelgan de las ramas de un árbol, y allí hinchan la garganta, grande como un huevo, lanzando mugidos tan formidables, que se oyen a la increíble distancia de cinco kilómetros.

Si esos simios eran inofensivos, otro peligro esperaba al destacamento, que se veía obligado a avanzar con la mayor precaución.

De cuando en cuando, entre las hojas secas que formaban altísimas capas, se veían salir ciertas grandes hormigas de centímetro y medio de largo, negras relucientes, de hinchado abdomen, que intentaban morder los pies desnudos de los dos indios, y no retrocedían ante ellos.

Morgan, que ya tres veces había recorrido los bosques de la América meridional, especialmente de Guiaua y Colombia, y que sabía los peligros que ocultan, cuidaba atentamente de Yolanda, mirando dónde ponía el pie y registrando las hierbas y las hojas con la punta de su espada, por temor de que escondiesen algún formidable trigonocéfalo o alguna serpiente coral, de incurable picadura, o serpiente liana, reptiles todos que abundaban extraordinariamente en aquellas regiones.

Y no miraba tan sólo al suelo. Siguiendo el ejemplo de los dos indios, escrutaba el espeso follaje de las dos plantas, ya que súbitamente podía caer alguno de esos enormes reptiles llamados pitones, que poseen una fuerza capaz de triturar a un hombre sin esfuerzo, y que gustan de ocultarse entre las ramas para sorprender a su presa.

Caminaban hacía ya un par de horas, siempre internándose con gran dificultad, cuando un agudo grito rompió el silencio que en aquel momento reinaba bajo la bóveda de verdura, haciendo detenerse a los dos indios.

—¿Qué es? —preguntó Morgan colocándose ante Yolanda.

—¿Habéis oído? —preguntó Kumasa.

—¿El grito de algún animal peligroso?

—No; de una bernaca.

—No sé lo que es.

—Una oca salvaje —dijo el indio.

—¿Y te espanta ese volátil?

—Donde se encuentre una cabaña, hay siempre de esas ocas; pero no es eso lo que me preocupa.

—¿Qué es, entonces?

—Ese grito no me parece natural, y Jay, mi compañero, es del mismo parecer.

—¿Será alguna señal?

—Eso sospechamos hombre blanco —dijo el caribe.

—¿De algún oyaculé? —preguntó Carmaux.

—No hay tribus amigas por aquí.

—Puedes haberte engañado —dijo Morgan.

Kumasa movió la cabeza.

—¡Un caribe no se engaña nunca! —dijo.

—¿Está lejos la sabana?

—Cerquísima.

—Si quieren atacarnos lo mismo lo harán aquí que más adelante —dijo Morgan a Yolanda—. Seguid a mi lado, señorita, y tomad mi pistola. Yo tengo bastante con mi espada.

—Sé usarla —dijo la joven.

—¡Adelante, heroico guerrero que no conoce el miedo! —dijo Carmaux al indio con algo de ironía—. ¡Tú matas siempre a tus enemigos!

Los indios se consultaron en voz baja, probaron la elasticidad de sus arcos, y partieron en silencio, mirando el uno a la derecha y el otro a la izquierda.

—Señorita —dijo Morgan—, ocurra lo que ocurra, no os apartéis de mí.

—Así lo haré —repuso la joven.

El bosque comenzaba entonces a aclarar un poco y se hacía muy húmedo. En medio de las plantas se oían correr varios arroyuelos, todos en la misma dirección.

Los dos indios escuchaban siempre y alzaban con frecuencia la vista, como si buscasen la bernaca que había lanzado aquel grito; pero ninguna oca salvaje aparecía.

Habían recorrido dos o trescientos pasos entre las pasionarias que llenaban el suelo, cuando volvieron a detenerse, diciendo:

—Oímos el río que va a la sabana.

En efecto; un poco más adelante se oía rumor de agua: parecía como si un rápido torrente se abriera paso por entre las plantas.

—¿Dónde está tu canoa? —preguntó Morgan.

—En el río —dijo Kumasa.

—Me habías dicho que en la sabana.

—El agua muerta no está lejos. Iba a reanudar su marcha, cuando oyeron de nuevo, y más próximo, el grito de la bernaca.

Los dos indios se volvieron con los arcos preparados.

—¿Todavía la señal? —dijo Morgan.

—Sí; repuso Kumasa—. El grito de la oca salvaje está bien imitado, pero no nos engaña.

—Apresurémonos a encontrar el río —dijo Morgan—. Si podemos encontrar la piragua, estamos salvados.

—Debe de estar junto a aquel árbol —dijo Kumasa señalando un bacaba (especie de palmera aurífera), de cuyas ramas colgaban flores carmesíes.

—Id a ver, hombre blanco, mientras nosotros vigilamos el bosque con vuestro compañero.

—Sí; id, capitán —dijo Carmaux—. Ante todo poned a la señorita en salvo.

—¡Daos prisa; oigo agitarse la fronda!

Morgan se adelantó rápidamente seguido por Yolanda, y llegó a la orilla de un cauce de agua bastante rápido, ancho de unos seis metros, que corría entre dos murallas de verdura.

Los árboles eran tan inmensos, que con sus ramas y sus hojas formaban una bóveda casi impenetrable a los rayos del sol.

Morgan se inclinó sobre la orilla, y vio medio oculta entre las hojas de los mucu-mucu una de esas canoas labradas en el tronco de un bambú gigante, llamadas montarías, con cuatro remos de pala muy ancha y mango muy corto.

—¡Aquí está la piragua! —gritó—. ¡Pronto, señorita; embarcad!

Ayudó a la joven a bajar a la orilla, y la hizo embarcarse en la canoa.

Iba a subir para llamar a sus compañeros, cuando gritos espantosos estallaron en el bosque.

—¡Señor Morgan! —oyó gritar a Carmaux—. ¡Salvad a la señorita! ¡Huid!

El filibustero, en vez de obedecer, se izó y vio a Carmaux y a los dos indios huir precipitadamente hacia el bosque seguidos por siete u ocho hombres medio desnudos, de altísima estatura, con el rostro adornado con largas barbas, y que lanzaban flechas con prodigiosa rapidez.

—¡Los oyaculés! —exclamó—. ¡Aquí, Carmaux aquí! ¡La canoa! ¡La canoa!

Ya era tarde, porque los antropófagos, acaso sin querer, se habían colocado entre los fugitivos y el río, impidiendo así que se salvasen en la piragua. Oyendo los gritos de Morgan, tres hombres se destacaron del grupo y lanzaron contra él algunas flechas sin hacer blanco.

El filibustero, comprendiendo que ya no podía contar con sus compañeros, y no pudiendo, por otra parte, hacer frente él solo, ya que no tenía más arma que su espada, sólo pensó en salvar a Yolanda. En dos saltos llegó a la canoa, gritando a la joven a la vez que saltaba dentro:

—¡Echaos en el fondo de la piragua! ¡Vienen!

Tan pronto como Yolanda obedeció empezó a remar afanosamente.

Ya se habían alejado unos diez metros, cuando los tres salvajes que se habían vuelto contra ellos llegaron a la orilla.

Tres flechas silbaron, seguidas de un grito de dolor. Dos se habían clavado en la borda; pero la tercera, mejor dirigida, penetró en el pecho del filibustero a la altura de la clavícula derecha.

Yolanda, que le había visto arrancarse furiosamente la varita de bambú, y que había oído un grito de dolor, se puso en pie, y viendo a los tres salvajes que de nuevo tendían los arcos, descargó sobre el más próximo un tiro de pistola. El antropófago, herido en la cabeza, rodó por la orilla agitando los brazos, y cayó al agua.

Los otros dos, espantados por el disparo, que acaso nunca habían oído, y por la fulminante muerte de su compañero, desaparecieron rápidamente entre las plantas.

La joven, que se había puesto muy pálida, se había acercado a Morgan, quien a pesar del intenso dolor que sentía, continuaba remando con suprema energía.

—¿Os han herido, señor Morgan? —le preguntó con alterada voz.

—No será cosa grave, señorita —dijo el filibustero tratando de sonreír—. Más adelante sacaremos la punta que ha quedado dentro.

—¡Dios mío! ¡Y si estuviese envenenada!

—Estos salvajes no conocen el veneno; tranquilizaos, Yolanda. Coged los remos y ayudadme como podáis. Es preciso alejarse antes de que vuelvan esos bribones. ¡Oh!

¡Remáis maravillosamente! ¡Gracias!

—¡Veo sangre a través de vuestra camisa!

—Siempre quedará dentro lo suficiente. ¡Los remos señorita; ayudadme!

—¡Dejad que contenga la sangre, señor Morgan!

—¡Luego! ¡Dejad que salga! ¡Pronto, señorita! Pueden venir y acribillarnos a flechazos.

La joven, comprendiendo que no lograría convencer al corsario, y temiendo que reaparecieran los salvajes y le rematasen, tomó los otros dos remos.

Estaba profundamente emocionada, y a cada instante volvía la cabeza hacia el filibustero, preguntándole:

—¿Queréis descansar, señor Morgran? Dejadme a mí el cuidado de llevar la canoa. Sé guiar hasta una chalupa.

—No, señorita. ¡De prisa; más de prisa! —repetía Morgan.

El río, por fortuna, tenía una rápida corriente y se alejaban con velocidad. Más que un río, era una especie de torrente de aguas negras, saturada de miasmas corrompidos, que se habían abierto paso por entre dos linderos del bosque.

Bajo la bóveda de verdura que le cubría no soplaba la menor corriente de aire, y reinaba una temperatura de estufa que hacía sudar copiosamente a los dos remeros.

Aquella bóveda los preservaba en cambio de las insolaciones frecuentísimas en aquellas regiones casi ecuatoriales, y que casi nunca perdonan a quien ha sido atacado por ellas.

Morgan, aunque sufría bastante por habérsele quedado en la carne la punta de la flecha, y cuya herida no cesaba de manar sangre, resistía tenazmente sin que de sus labios saliese una queja.

Tenía la frente bañada en frío sudor, y se le veía apretar los dientes para no dejar escapar un gesto de sufrimiento.

Yolanda le secundaba remando enérgicamente; pero su inquietud aumentaba viendo formarse a los pies del filibustero un charco de sangre que poco a poco aumentaba.

—¡Basta, señor Morgan! —dijo de pronto, notando que disminuía el esfuerzo del marino—. ¿Queréis mataros? Dejadme a mí llevar la canoa, y vendados la herida.

—¡Un momento aún, señorita! —repuso Morgan con voz ahogada—. Veo un lago… Debe de ser la sabana o alguna laguna.

—¡Os lo ruego!

—¡Esperad!

—¡Entonces, os lo mando!

El filibustero, que ya no podía más, había soltado los remos y se oprimía la herida con ambas manos.

La canoa entonces desembocaba en una vasta laguna llena de hojas de mucu-mucu y de trozos de madera de cañón blanca y plateada.

Yolanda la llevó hacia la orilla, encallándola en un banco fangoso.

—¡Venid, señor Morgan! —dijo con voz conmovida—. ¡No olvidaré nunca que os debo la vida!

El filibustero se puso en pie vacilando.

—¡Es la punta que me lacera las carnes! —murmuró.

—¿Estará envenenada? —preguntó aterrada Yolanda.

—¡No, no!

Bajó a la orilla apoyándose en la espada; pero al llegar arriba tuvo que sostenerse en la joven.

—¡Cuánto debe usted de sufrir, pobre amigo! —dijo Yolanda.

—¡Pasará! —repuso el filibustero mirándola con los ojos casi cerrados—. Amarrad la canoa: puede arrastrarla la corriente… ¿Y Carmaux? ¿Dónde estará Carmaux?

Y, doblándose bruscamente, se dejó caer en la orilla lanzando un sordo gemido.

—¡Señor Morgan! —gritó Yolanda corriendo hacia él.

—¡No os asustéis, señorita! —repuso el filibustero reanimándose pronto—. ¡Los corsarios tienen la piel muy dura!

III. EL HERIDO

El río desaguaba en una vasta laguna, interrumpida acá y acullá por bancos fangosos en los cuales crecían enormes grupos de bambúes gruesos como el cuerpo de un hombre, y mangles que hundían en el agua sus tortuosas raíces.

Las orillas, aunque lejanas, aparecían cubiertas de boscaje, que debía de ser tupidísimo, a juzgar por la enorme cantidad de troncos que se elevaban a gran altura extendiendo en todas direcciones sus monstruosas hojas.

No se veía ni una canoa entre las aninges y las muricis que cubrían el agua. En cambio, revoloteaban bandadas de martín-pescadores, becasinas y cigarras, que difícilmente se alejan de los ríos o pantanos.

Después de asegurarse de que aquel lugar estaba desierto y de haber atado la canoa a fin de que la corriente no se la llevara, Morgan había desabrochado la casaca de paño y la camisa de franela, dejando al descubierto el hombro derecho, en el cual se veía una abertura producida por una flecha y que manaba abundante sangre.

—¡Pobre amigo mío! —dijo Yolanda, que miraba con visible emoción la herida—.

¡Cuánto debéis de sufrir!

—Dadme mi espada, señorita.

—¿Qué queréis hacer?

—Alargar la herida para extraer la punta que ha quedado dentro.

—¡Dios mío!

—Es preciso lavarla, señorita, o producirá una peligrosa inflamación.

—¡Sufriréis mucho!

—No es la primera flecha que me hiere. En las orillas del Orinoco recibí otra. Por fortuna estos salvajes no tienen la triste costumbre de envenenarlas: si no, a estas horas ya no viviría.

—¡Esperad, señor Morgan!

—¿Qué queréis hacer?

—No tenemos nada con qué vendar la herida.

—He ahí una planta de algodón. En el suelo encontraréis cápsulas bien provistas de él.

Para vendaje bastaría una manga de mi camisa de lana. Id, señorita; ya es tiempo de detener la sangre.

La joven se dirigió a las plantas que crecían a cincuenta o sesenta pasos de la orilla.

Mientras se alejaba, Morgan limpió la punta de su espada en la camisa, y delicadamente la introdujo en la herida, profundizando en ella hasta que tropezó con la extremidad inferior de la flecha. Cogerla y arrancarla violentamente con los dedos fue cuestión de un instante.

Pero el dolor había sido tan intenso, que el desgraciado cayó hacia atrás medio desvanecido.

Cuando la joven volvió con las manos llenas de algodón, aún no se había repuesto del atroz espasmo.

Yacía sobre la hierba, con los ojos cerrados, desencajado, mientras la sangre salía a borbotones por la herida.

En la mano izquierda apretaba aún la punta de la flecha, una espina de ausara de una pulgada de largo, agudísima y dura como el acero. Viéndole en aquel estado, Yolanda lanzó un grito de angustia.

—¡Señor Morgan! ¡Señor Morgan!

El filibustero abrió los ojos e intentó incorporarse, sin conseguirlo. Le indicó la herida, y murmuró:

—¡Aquí!… ¡Detened!… ¡La vida se va!… ¡No os asustéis!

Yolanda se había arrodillado junto a él.

Con mano firme lavó la herida, reunió delicadamente los labios del orificio hecho por la espina, aplicó un puñado de algodón, y arrancándose un trozo del tocado que llevaba para reservarse del sol, vendó la herida lo mejor que pudo.

Morgan no había lanzado ni una queja. Antes bien, sus labios parecían sonreír.

—¡Gracias, señorita! —murmuró—. ¡Habéis trabajado mejor que un médico!

—¿Sufrís mucho?

—¡Ya pasará! La pérdida de sangre… ¡Estoy débil!

—Reposad, señor Morgan; yo velo por vos.

El filibustero asintió la cabeza. Se sentía extremadamente exhausto y experimentaba un extraño zumbido de oídos.

La fiebre no debía tardar en aparecer. Ya sus mejillas se coloreaban de color rojo de fuego y su respiración se hacía anhelosa.

La joven, temiendo que cogiera una insolación, cortó con la espada algunas gigantescas hojas de plátano, plantó en el suelo algunas ramas e improvisó una minúscula tienda de campaña, suficiente para proteger al herido.

—¡Ah, Dios mío! —murmuraba la pobre joven sentada junto al filibustero dormido—. ¡Si estuviese aquí Carmaux! ¿Le habrán matado los salvajes? ¿Qué haré yo en esta laguna con un herido?

Morgan comenzaba a desvariar. De sus labios, secos por la fiebre, salían palabras inconexas.

Hablaba de las Tortugas, de su Rayo, de Pedro el Picardo y de Carmaux.

De pronto, un nombre llegó a los oídos de la joven.

—¡Yolanda! —murmuraba el herido con tono dulcísimo—. ¡Joven valiente!

—¡Sueña conmigo! —dijo la hija del Corsario.

Un rápido rubor tiñó sus mejillas, y sus ojos se fijaron en las fieras facciones del filibustero, que ni el dolor ni la fiebre alteraban.

—¡Sueña! murmuró por segunda vez—. ¡Y sueña conmigo!

De pronto Morgan se estremeció y abrió los ojos, balbuceando con voz pastosa:

—¡Agua! ¡Agua! ¡Me devora la sed!

Hizo un movimiento para incorporarse; pero la joven le contuvo.

—¡No, señor Morgan; no os mováis! Yo os daré de beber.

—¡Ah! ¿Sois vos, Yolanda? ¡Qué buena sois! ¡Veláis por mí! ¡Maldito salvaje!

—¡No os excitéis! ¡Nadie nos amenaza!

—¿Y Carmaux?

—No he visto a nadie. Confiemos en que habrán logrado rechazar a los oyaculés.

—Vos sola…

—Tengo la espada, y una bala en la pistola. No he disparado más que un tiro. ¡Esperad, señor Morgan!

Recogió una hoja de plátano, arrolló un trozo en forma de cucurucho, y se dirigió al río, porque había notado que el agua de la laguna era salubre.

El curso de agua sólo distaba tres o cuatrocientos pasos.

La joven se dirigió hacia allá, y llegada a la orilla se inclinó para llenar el cucurucho.

De repente se detuvo viendo con espanto en la orilla opuesta, a quince pasos de ella y en un árbol inclinado sobre el río, un animal de un metro de largo, con la cabeza grande, el cuerpo robusto, cubierto de un pelo espeso, gris en el dorso, con manchas y estrías negras y amarillento bajo el vientre.

Miraba atentamente la corriente, y dejaba colgar la cola sobre el agua.

—¿Será un jaguar? —murmuró la joven ocultándose detrás de un árbol.

El río que la separaba de la fiera era, como queda dicho, poco ancho, y aquel animal podía dar un salto, franquearle y caer sobre ella. Pero parecía que no se había dado cuenta de la joven, porque continuaba su misteriosa maniobra sin apartar la mirada de la corriente.

—He cometido una imprudencia no cogiendo la espada o la pistola —dijo la joven—.

Sin embargo, es necesario que lleve agua a Morgan.

Iba a salir de su escondite, cuando vio al animal hacer un brusco movimiento y lanzar un sordo rugido.

Retiró precipitadamente la cola, a la cual estaba adherido algo informe, que a primera vista, Yolanda no supo qué podía ser, y adelantándose, agarró con las patas delanteras aquel cuerpo, que se debatía furiosamente.

—¡Una tortuga! —dijo Yolanda—. ¡Qué hábil pescador!

El animal, satisfecho con su presa, de un salto cayó en la orilla, y desapareció rápidamente en el bosque.

—¡Acaso ese pobre reptil me ha salvado la vida! —pensó la joven.

Llenó de agua el cucurucho y corrió hacia la laguna, por temor a que aquel animal se hubiera decidido a cruzar el río para buscar una presa mayor.

Cuando llegó junto a la choza, Morgan había recaído en un profundo amodorramiento, y yacía entre las hojas de plátano con los brazos extendidos y la cabeza inclinada.

Yolanda iba a llamarle, cuando retrocedió vivamente lanzando un grito de horror.

En el pecho del herido, entre la casaca y la camisa, estaba acurrucada una araña monstruosa, de cuerpo peloso, negra, de largas patas, también peludas, y armadas en sus extremidades con formidables uñas.

Tenía ocho ojos brillantes como carbunclos y de tamaño desigual, dispuestos los unos junto a los otros en forma de X.

La horrible bestia parecía disponerse a remover el vendaje de la herida para chupar la sangre del pobre filibustero.

La joven, horrorizada, seguía inmóvil, mientras la araña, que había notado su presencia, clavaba en ella sus feroces ojos.

Sentía helársele la sangre en las venas, y las fuerzas le faltaban.

De pronto se volvió para sustraerse a aquella especie de fascinación, y se inclinó para coger la espada que estaba junto al filibustero.

Había recobrado su energía.

Alzó resueltamente la espada y tiró un golpe de punta, con el cual lanzó a la monstruosa araña a tres pasos de distancia, y de un segundo golpe la partió en dos.

—¡Ah! ¡Horrible bestia! —murmuró—. ¡Si tardo un poco más en llegar, desangra a Morgan!

En aquel momento abrió el herido los ojos.

—¡Vos, señorita! —murmuró.

—¿Tenéis sed, señor Morgan? —preguntó la joven.

—Sí; tengo la garganta seca: es la fiebre, que en este clima visita siempre a los heridos.

Yolanda se inclinó sobre él, le ayudó a incorporarse y le acercó a los labios el cucurucho casi lleno de agua.

El herido la bebió con avidez hasta el último sorbo, lanzando un suspiro de satisfacción.

—¡Gracias, señorita! —dijo. Pero, haciendo un gesto de estupor, añadió:

—¿Qué tenéis? Estáis muy pálida, y vuestros brazos tiemblan. ¿Habéis visto a los indios?

—¡No, señor Morgan: tranquilizaos!

—¿Os ha amenazado algún peligro?

—Era a vos a quien amenazaba. —¿Qué era?

—Mirad allí esa bestia, que aún agita las patas. Estaba acurrucada en vuestro pecho.

—Una migal —dijo Morgan—. El olor de la sangre la habrá atraído. ¡Son malos bichos!

—¿Matan?

—No, no son capaces de tanto; pero si encuentran algún niño dormido, le desangran abriéndole una herida en el cuello. ¿Habéis visto a alguien en la orilla del río?

—Tan sólo a un animal que pescaba tortugas, y que, os lo confieso, me asustó no poco al principio, porque no tenía la espada conmigo.

—¿Muy grande? —preguntó Morgan.

—Parecía un tigre joven.

—¿Tenía la piel amarillo-rojiza y con manchas negras y rojas?

—No; gris oscura y amarilla con estrías negras.

Morgan respiró.

—Temía que fuese un jaguar —dijo—. Debía de ser un maracaya o un pardino, grandes cazadores que no atacan al hombre. Acordaos siempre de llevar la espada, si os veis obligada a alejaros. Estos bosques están poblados de animales feroces y podían atacarnos.

¡Yo no puedo ahora defenderos! ¡Si estuviese aquí Carmaux!

—¿Qué habrá sido de él, señor Morgan? —preguntó Yolanda—. ¿Le habrán matado esos salvajes?

—Carmaux no es hombre que se deje matar como un conejo. Le he visto salir de peligros más grandes todavía, y, además, iban con él los dos caribes, que tenían arcos y flechas. Se habrán refugiado en el centro del bosque.

—¿Vendrán a buscarnos?

—No lo dudo. Los indios saben encontrar una choza hasta en medio del bosque, y no viendo la canoa, se imaginarán que nos hemos refugiado aquí. ¡Ya vuelve la fiebre!

¡Pasaréis una mala noche, señorita!

—Vos; no yo.

—Entonces, los dos —dijo Morgan tratando de sonreír—. ¡Ah!

Había metido una mano en el bolsillo de su casaca, y sacaba una cajita de lata.

—¡La yesca y el pedernal de Carmaux! —dijo—. ¡Ha sido una verdadera suerte traerlo!

—¿Queréis que encienda el fuego?

—Esta noche. Las fieras temen la llama y no se atreven a acercarse a ella.

—Voy a recoger leña.

—Y buscar alguna fruta para vos. No tenéis nada para la cena.

—Sí. No os perderé de vista, y os dejaré la pistola.

—Yo no corro peligro. Aquí hay poca espesura para que un animal se aventure. Vos sois la que debéis guardaros de los malos encuentros.

—Si me lo permitís, volveré al río para que no os falte agua esta noche.

—¡Sois demasiado buena! Si pudieseis encontrar un cuiera, lo celebraría mucho.

—Conozco esa planta, y sé cómo hacen los indios para usarla como recipiente. No será difícil encontrarla. ¡Adiós, señor Morgan! No os inquietéis.

La valiente joven cogió la espada y se dirigió hacia el bosque con intención de atravesar el trozo que cubría una especie de promontorio tras el cual debía de correr el río.

Se había alejado, no sólo para la provisión de leña, sino con la idea de encontrar algo que pudiera servir de cena al herido.

Se internó valerosamente entre las enormes plantas, las cuales crecían en tal número y tan cerca, que no permitían al sol atravesar la bóveda de verdura.

Las había de todas clases, mezcladas confusamente: queseros, jaboneros (palo de jabón vulgar), llamados así porque sus cortezas sumergidas en agua dan una densa espuma parecida al jabón; cedros, algodoneros, simarubas, palmeras y maots de gigantescas hojas.

La joven escuchó antes, por temor a que hubiera algún carnívoro, y no oyendo más que las notas monótonas del honorato, se internó entre las plantas y recogió muchas ramas muertas, que reunió en pequeños haces, ligándolos con bejucos.

No se olvidaba de la cena, e hizo recolección de mangos y de aguacates, que desprendió de las ramas golpeándoles con la espada.

Así continuó avanzando a través del promontorio, apresurando el paso porque el sol declinaba rápidamente y la oscuridad se hacía más densa bajo los árboles.

Ya oía el murmullo del río, cuando descubrió la cuiera (árbol de coco) que buscaba, enorme planta de amplias hojas y multitud de ramas rodeadas de parásitas y con el tronco cubierto de musgos. Tenía un número infinito de grandes frutos, relucientes, de color verde pálido, de forma esférica y bastante mayores que un melón.

Arrancó uno, lo partió en dos, atándolo fuertemente con un bejuco, y le extrajo la pulpa blanca que contenía.

—He aquí dos magníficos vasos, que llenaré de agua para el señor Morgan —dijo.

Y avanzó rápidamente hacia el río, pasando por entre enormes árboles en los cuales veía, no sin repugnancia, muchas arañas peludas que la miraban con sus relucientes ojos como si tratasen de fascinarla.

Algunas estaban medio ocultas entre la hierba, ocupadas en digerir los pájaros que habían sorprendido en sus nidos, y de cuando en cuando las veían limpiarse en el peludo dorso las patas, aún llenas de sangre.

Llenó a toda prisa las dos cuieras, y volvió al bosque, que atravesó más aprisa que antes.

Morgan seguía echado y tenía los ojos abiertos, fijos en las negras aguas de la laguna.

La fiebre continuaba y su rostro enrojecido sudaba copiosamente.

—¿No habéis tenido ningún encuentro?

—No, señor Morgan. Aquí están el agua y la fruta. Voy a recoger la leña para el fuego de esta noche.

—¡Daos prisa; la tarde acaba rápidamente!

—Los haces no están lejos, señor Morgan.

La joven, que no se sentía cansada, volvió al bosque y transportó algunos haces; pero temiendo que no fueran bastantes, y a pesar de haber ya caído el sol, hizo otro viaje al bosque.

Ya había cargado los últimos haces, cuando de entre una tupida mata de pasionarias salió un ronco aullido.

—¡Otro animal! —murmuró—. ¡Mala noche se prepara!

Echó a correr, y cruzó el bosque sin haber soltado los haces.

Encontró a Morgan sentado y con la pistola en la mano.

—¡Ah! ¡Gracias, señorita! —exclamó viendo a la joven—. ¡He temblado por vos!

—¿Por qué, señor Morgan?

—¿No habéis oído un aullido?

—Sí.

—Era un jaguar.

—¿Temíais que me acometiese?

—No temen a los hombres, y cuando están hambrientos se lanzan hasta contra los cazadores. ¿Le habéis visto?

—No; pero no debía de estar muy lejos de donde he cogido la leña.

—¡Encended pronto el fuego!

—¿Vendrá a rondar por aquí?

—¿Tenéis miedo?

—Por ahora, no, señor Morgan —contestó la valiente joven.

—El jaguar vendrá; estoy seguro. ¡Y no puedo defenderos! Siento que dentro de poco me vencerá la fiebre.

—Nuestra pistola tiene aún una bala, y si esa bestia viene se la enviaré. ¡Tranquilizaos, señor Morgan!

Hizo dos haces de leña y los encendió uno cerca de otro.

Hecho esto, se sentó junto al herido, que había recaído en su sopor, con admirable calma.

En el mismo instante, en la tenebrosa selva retumbó otro aullido más prolongado que el primero.

El jaguar bajaba hacia la laguna.

IV. EL JAGUAR

La noche en las orillas de aquella isla desierta, con el bosque próximo infestado probablemente de hambrientas fieras, se anunciaba terrible para la valiente joven; tanto más, cuanto que Morgan, presa de la fiebre, que bajo aquellos parajes reviste gravísimos síntomas, seguía delirando.

Se había acurrucado bajo la pequeña cabaña al lado del herido y tras los dos fuegos, que lanzaban siniestros fulgores sobre las próximas plantas. Tenía delante la espada y la pistola y espiaba ansiosamente el lindero del bosque, en el cual oía de cuando en cuando resonar el lúgubre aullido del jaguar.

Mil rumores se alzaban, bien bajo los islotes y bancos de la laguna, bien entre las tupidas malezas que proyectaban densa sombra en la orilla.

Eran graznidos de batracios, de las enormes pipas, silbidos de reptiles acuáticos o terrestres, aullidos agudos que repercutían bajo la bóveda, lanzados por los simios rojos y las cebras, a los que, de tiempo en tiempo, hacían eco los gritos roncos de las panteras y de los macacos. Yolanda se esforzaba por estar tranquila; pero a cada aullido del jaguar se acercaba a Morgan palideciendo y creyendo siempre verse ante aquel formidable depredador, a quien el hambre debía tarde o temprano arrastrar hacia el campamento.

—¿Cómo acabará esta noche? —se preguntaba con angustia—. ¡Si tuviese municiones!

¡Pero no tengo más que un tiro, y puedo fallar!

El filibustero parecía no oír nada. Dormía, o estaba amodorrado por la fiebre que doblegaba su poderosa fibra; pero de cuando en cuando se agitaba violentamente, abría los ojos y pronunciaba palabras sin ilación ni sentido.

Yolanda se esforzaba por calmarle; pero el desgraciado parecía no oír la voz de la joven.

Sólo a largos intervalos tenía momentos de lucidez, y entonces las primeras palabras que salían de sus secos labios eran para pedir agua.

Por fortuna los recipientes llevados por Yolanda eran asaz capaces, y no había que temer que se agotasen antes del alba.

Hacia la media noche, habiendo cesado la fiebre, Morgan volvió en sí. Su primera mirada fue para la joven, que estaba a su lado.

—¿Veláis? —le dijo—. ¡Pobre señorita! ¿Hacéis guardia mientras yo duermo?

—No tengo sueño, señor Morgan —repuso Yolanda—; y, además, no quiero que se apague el fuego.

—Pero debéis de estar rendida.

—Ya descansaré cuando salga el sol. Yo estoy buena, mientras que vos estáis herido y desangrado.

—¡Sí; esa maldita flecha! —exclamó Morgan—. ¡Estar yo tan débil mientras vos necesitáis protección!

—Por ahora nada nos amenaza.

—La noche oculta mil peligros.

De pronto, haciendo un supremo esfuerzo, se sentó, fijando sobre la joven una mirada de espanto.

Había oído el aullido del jaguar.

—¿Decís que nadie nos amenaza? —exclamó—. ¿Habéis olvidado a esa fiera?

—Aún no ha venido por aquí; y, además, ¿no tengo la espada y la pistola?

—Puede caer sobre vos.

—Los fuegos nos protegen.

—Sí; pero no estoy tranquilo, señorita. ¡Ayudadme a ponerme en pie! ¡Quiero defenderos!

—No estáis en disposición de hacer frente a esa fiera, señor Morgan. Seguid echado, o vuestra herida en vez de cicatrizar se abrirá más aún.

—¡Que me devore a mí y no a vos! ¡No quiero que caigáis bajo la zarpa de esa fiera!

—Os repito que aún no ha aparecido. Tranquilizaos, señor Morgan; no corremos ningún peligro. Además, sabría defenderme. ¿No habéis visto que sé manejar la pistola?

—No tenéis más que un tiro.

—Trataré de enviar la bala a su destino sin desviarla. ¡Ea, acostaos; os lo ruego! Ya tenéis fiebre otra vez.

—¡Fiebre! —dijo Morgan—. ¡Agua! ¿Están lejos las Tortugas? ¡No veo aquí a mi Rayo!

¿Lo habrá echado a pique ese perro del conde?

—¿Qué decís, señor Morgan?

—¡Sí; ha sido él! ¿Sabes, Carmaux? ¡Es preciso ahorcarle para que no haga daño a la señorita de Ventimiglia! ¡Quiere tenerla en su mano! ¡Prepara una buena cuerda…, en el gallardete del mastelero!

Morgan seguía delirando, mientras el aullido del jaguar se dejaba oír cada vez más cerca.

Yolanda aferró su pistola, y miró con profunda ansiedad hacia el lindero del bosque.

El aullido había resonado tan seco, que debía de estar el jaguar a pocos pasos. En efecto; en medio de un tupido grupo de pasionarias Yolanda vio relucir entre las tinieblas dos puntos verdosos como los ojos de un gato.

—¡Está espiándome! Murmuró la joven sintiendo que bañaba su frente en sudor frío—. ¿Podré hacerle frente, o nos destrozará a los dos?

Lanzó sobre Morgan una mirada de desesperación. El filibustero había cerrado los ojos; pero continuaba agitando los brazos y murmurando palabras sueltas.

—¡Pobre señor! —dijo—. ¡No podrá serme útil!

Con la punta de la espada atizó el fuego, y echó en él otro haz de leña resinosa. La llama se elevó muy alto, acompañada de una lluvia de chispas.

El jaguar, sin duda espantado o irritado por aquella súbita llamarada, se había lanzado fuera del lindero aullando espantosamente.

La luz proyectada por las llamas le iluminaba plenamente.

Era un soberbio animal del tamaño de un tigre de mediana edad, de formas toscas y pesadas, casi de dos metros de largo, de piel fina, espesa y brillante, de color amarillo rojizo con manchas negras y rojas, y el vientre blanquecino.

Viendo a la joven entre los dos fuegos, en actitud resuelta y con la espada en la mano, se había detenido, enseñando su doble fila de formidables dientes.

Su cola barría suavemente la hierba, levantando las hojas secas con sordo crujido. Ya no aullaba, sino que gruñía sordamente, clavando en Yolanda una mirada de desafío.

El hambre debía de tentarle; pero los dos fuegos le contenían, y no osaba lanzarse hacia la cabaña en que Morgan, presa de la fiebre continuaba delirando.

Quedó inmóvil, alistándose la piel; luego adelantó algunos pasos más, siempre mirando a la joven y al fuego.

Se movió lentamente, como si temiera asustarla, y se volvía sobre sí mismo para lamerse los costados. Aunque no conociera las traidoras costumbres de los felinos, la joven no se dejaba engañar por aquellas pacíficas demostraciones.

Siempre en pie entre los dos fuegos, con la espada en alto y la pistola en la siniestra mano, le miraba intrépidamente, resuelta a oponerle tenaz resistencia. Ya no temblaba: estaba rígida, y sus músculos en aquel momento se sentían capaces de sostener cualquier choque, con tal de defender al filibustero que dormía detrás de ella.

El jaguar vaciló un momento y trató de rodear los fuegos, primero el de la derecha y luego el otro.

Comprendiendo Yolanda el peligro que corría si el animal realizaba su proyecto, se bajó rápidamente, y dejando la espada cogió un grueso tizón ardiendo y se lo tiró a la cabeza.

El animal sintió la quemadura, lanzó un espantoso aullido, y huyó dando saltos de tres o cuatro metros hasta llegar al lindero del bosque. Allí se detuvo y miró con fosforescentes y amenazadores ojos al campamento.

Yolanda había suspirado profundamente.

El peligro, por el momento, estaba conjurado.

—¡No resistiría otra prueba igual! —murmuró secándose el sudor que bañaba su frente—.

¡Nunca he visto más cerca la muerte!

Miró a Morgan, y vio que dormía tranquilamente. La fiebre debía de haber cedido.

—¡Si supiera que la fiera iba a asaltarnos! —dijo ¡Más vale que no lo haya visto!

Aunque herido, hubiera querido defenderme, y acaso hubiese cometido alguna locura provocando al jaguar.

Miró hacia el bosque, y vio aún a la maldita bestia, que la observaba atentamente.

Parecía estar de muy mal humor, porque se la oía rugir sordamente. El recibimiento que le habían hecho de fijo no le había satisfecho.

—No debe de tener ganas de volver —dijo la joven, reavivando de nuevo los fuegos.

En aquel momento oyó a Morgan que la llamaba.

—¡Señorita! ¡Agua; me abraso!

—Seguís con fiebre; ¿verdad? —dijo Yolanda alargándole el agua.

—Seguirá hasta el alba –repuso Morgan—. Y vos, ¡aún no habéis descansado!

¡Enfermaréis, Yolanda!

—¡No penséis en mí! ¡Ya reposaré!

—¡Ah!

—¿Qué tenéis, señor Morgan?

—¿Y el jaguar?

—Le he hecho huir.

—¿Vos?

—Mirad: ya no ronda por aquí. El bribón se había acercado, y le acaricié el hocico con un tizón ardiendo.

—¡Sois la hija del Corsario Negro! —dijo con admiración el filibustero—. ¡Tan joven afrontar semejante empresa! ¡Ni Carmaux se hubiera atrevido!

—Pues la cosa ha sido facilísima, y no he tenido ni aun que usar la pistola.

—¡Cuánto os debo, señorita!

—¡Sí; un poco de agua! —dijo bromeando la joven.

—¡No; la vida, porque si yo hubiera estado solo, el jaguar me hubiera devorado! ¿Falta mucho para el alba? He perdido la noción del tiempo.

—Aún faltan varias horas. Tratad de reposar, señor Morgan. El sueño sienta bien a los enfermos. ¿Os duele la herida?

—No mucho. Bajo estos climas cicatrizan muy rápidamente. La fiebre es la que es peligrosa.

—Acostaos, mientras yo voy a reavivar el fuego.

Morgan, que efectivamente se sentía bastante rendido, tanto por la excesiva pérdida de sangre como por la fiebre, obedeció. Yolanda que temía cualquiera otra sorpresa por parte del jaguar, se acercó al fuego y le reanimó, levantando una nube de chispas que hicieron huir a dos o tres vampiros que revoloteaban por una de las cabañas, acaso con la esperanza de sorprender a Morgan y desangrarle.

Miró hacia la margen del bosque, y tuvo la grata sorpresa de no ver al jaguar.

El animal, desesperado de saciarse con las delicadas carnes de la joven, había perdido la paciencia y se había vuelto a la selva; sin duda encontró otra presa más fácil, y se la había llevado lejos para devorarla reposadamente.

Tranquilizada la joven, y viendo que Morgan había reanudado su sueño, se sentó junto a los fuegos esperando pacientemente a que despuntara el sol.

En el bosque no se oían aullidos, ni mugidos, ni silbidos de reptiles; tan sólo los simios seguían su concierto, haciendo retumbar las bóvedas de verduras con sus formidables gritos.

Finalmente las tinieblas comenzaron a desvanecerse hacia Oriente, y las aguas de la laguna se tiñeron con los primeros reflejos del alba.

Los pájaros despertaban; el honorato reanudaba sus musicales do… mi… sol… do; los tucanes lanzaban sus pitos discordantes y duros, los papagayos charlaban en las más altas cimas de los queseros o en los ripes. Yolanda se había acercado a Morgan: el filibustero dormía tranquilamente.

La fiebre debía de haber cesado.

—¿Y si aprovechara su sueño para buscar la colación? —se preguntó la joven—. Con un tiro puedo matar a algún animal. He oído contar que los ciervos no faltan en Venezuela.

Puso junto a Morgan una cuiera para que bebiese si despertaba, y después de haber reavivado los fuegos con los últimos haces, cogió la espada y la pistola y empezó a costear la laguna, cuyas orillas estaban cubiertas de madera de cañón y de pasionarias.

No tenía intención de alejarse, por miedo a que el jaguar aprovechara su ausencia para caer sobre el herido y despedazarle.

Se dedicó a explorar la maleza con la punta de su espada, con la esperanza de sorprender algún animal, y mirando de cuando en cuando a la cabaña.

Ya había recorrido quinientos o seiscientos pasos, cuando vio salir de un grupo de matas una bandada de grandes cangrejos de mar que huían hacia la laguna.

Eran feos crustáceos parecidos a las arañas migales, con patas también peludas y robustas.

—¡Huyen! —exclamó Yolanda—. ¿Habrá algún pulpo entre esas matas?

Separó con precaución las ramas, y avanzó lentamente con la espada tendida; pero de repente se detuvo lanzando un grito de horror.

Tendido entre las hojas secas había un cuerpo humano, que aún llevaba un vestido de paño verde y una coraza, y cuya cabeza, completamente descarnada por los cangrejos de mar, no tenía una partícula de carne.

Hasta las largas valonas de cuero amarillo ya sólo contenían huesos, y por las mangas de la casaca despuntaban falanges privadas de piel y de nervios.

A pocos pasos había un espadón oxidado y un frasco de metal.

—¡Un muerto! —exclamó la joven—. ¿Quién habrá matado a este desgraciado? ¿Los indios, o alguna fiera?

Le miró atentamente, y no vio sobre sus vestidos traza alguna de sangre que pudiese indicar el paso de una punta de flecha.

—¡Triste descubrimiento! —murmuró—. ¿Nos esperará igual suerte?

Contempló por algunos momentos al muerto, un español, de fijo, a juzgar por los vestidos, y cogió la espada y el frasco, pensando que podían ser de mayor utilidad a los vivos que a los muertos.

Iba a volver junto a Morgan, cuando sus miradas se detuvieron en algunos signos que parecían letras grabadas en el frasco con alguna punta, acaso con la espada.

Mirándolos atentamente, logró descifrarlos.

La mano de aquel hombre había escrito en lengua española:

“Perdido en el bosque, muero de hambre.”

Debajo había escrito “R. y Yup…”

La muerte debía de haberle sorprendido antes de que acabase el apellido.

La joven, muy impresionada por el lúgubre hallazgo, volvió lentamente hacia el campamento, donde encontró a Morgan sentado y vendándose la herida.

—¿Cómo estáis, señor Morgan?

—Mucho mejor que ayer, señorita. La herida empieza ya a cicatrizarse; pero me encuentro muy débil. Me falta media pinta de sangre, que debo recobrar lo antes posible.

¡Cómo! ¿Dónde habéis encontrado esa espada?

Yolanda le informó de su hallazgo.

—Habéis hecho bien en recoger esa arma y el frasco —dijo Morgan—. ¿Quién será ese desgraciado? ¿Habrá alguna colonia o alguna factoría española por aquí? Preferiría que no las hubiese.

—Como no nos conocen, podemos decir cuanto nos parezca. Son más de temer los indios. ¡Oh! ¿Habéis oído?

Hacia la laguna se oyó un silbido, seguido poco después de un chapuzón, que levantó una cascada de espuma.

Yolanda se había puesto en pie.

—¡Armaos, señorita!

—¡Tomo vuestra espada!

Dicho esto avanzó cautelosamente hacia la laguna por entre las matas que cubrían la orilla.

V. OTRA NOCHE TERRIBLE

Un animal de grandes dimensiones surgido inopinadamente entre las hojas de los mucu-mucu que cubrían gran parte de la laguna retozaba removiendo las aguas con su cola larga y plana.

Por la forma se parecía a una foca, estando también provista de una especie de patas; pero la cabeza no era redonda, sino aplastada y con pelos largos y rudos que parecían bigotes alrededor de la boca.

En el pecho tenía dos grandes ubres que recordaban las de las famosas sirenas de la antigüedad.

Debía de pesar un par de quintales, a juzgar por su tamaño, que excedía de dos metros y medio, y por su redondez.

Yolanda, oculta entre las matas le miraba con curiosidad, preguntándose qué clase de mamífero podía ser, pues no había visto nunca otro igual, y no podía admitir que las focas se encontrasen en aquellas latitudes.

El animal parecía divertirse mucho destrozando las anchas hojas de los mucu-mucu.

Se revolvía, ora sobre el torso, ora sobre el vientre; batiendo vigorosamente el agua con sus aletas, se zambullía, y luego con un brusco empuje, resurgía en la superficie lanzando largos silbidos.

Yolanda, que continuaba oculta, se preguntaba cómo podría apoderarse de aquella presa, que les aseguraría la comida durante varios días.

Tenía la pistola; pero desconfiaba de matar a tan enorme animal con una sola bala. De no estar herido Morgan acaso hubieran podido cogerle con la canoa y asaltarle a sablazos.

Iba a pedir consejo al filibustero, cuando vio al mamífero acercarse a la orilla y hurgar con el hocico entre las hierbas acuáticas.

—¡Si intentara darle una estocada! —se dijo Yolanda—. El arma es sólida, tiene la punta afilada, y este animal no debe tener muy dura la piel, puesto que no tiene escamas.

Se echó al suelo, y reparando los haces de madera de cañón se dirigió arrastrándose hacia la orilla.

Oía al mamífero gruñir bajo las hierbas que tapizaban la margen de la laguna, pues debía de estar al alcance de su espada.

La esperanza de poder ofrecer al filibustero un buen trozo de carne, que tanta falta le hacía para reponerse de la sangre perdida, la animaba a tentar fortuna: Además, no corría peligro alguno, ya que dicho animal no tenía feroz aspecto ni armas de defensa de ninguna clase.

Llegada a la orilla, la valerosa joven apartó lentamente las hierbas y se adelantó, empuñando la espada del filibustero.

El mamífero estaba a sus pies ocupado en comer raíces, y parecía no haberse dado cuenta del peligro que le amenazaba.

Apenas se movía y seguía gruñendo.

Yolanda se puso de rodillas y hundió el acero en el dorso del animal hasta la empuñadura.

Oyó un rápido silbido y la envolvió un golpe de espuma, obligándola a abandonar la espada, que se había quedado en la herida.

Cuando se levantó vio al mamífero que se debatía furiosamente a quince pasos de la orilla. Aún tenía la espada hundida, y por la herida escapaba un chorro de sangre que teñía las aguas.

—¡Señor Morgan! ¡Le he cogido! ¡Le he cogido! —gritó Yolanda con voz triunfante.

—¿A quién, señorita? —preguntó éste haciendo desesperados esfuerzos por levantarse.

La joven, segura de que el animal estaba agonizante, se había lanzado hacia el cobertizo para apoderarse de la espada del español.

—¡Es nuestro! ¡Es nuestro! —gritó acercándose a Morgan—. ¡Tendremos cuanta carne queramos!

—¿Qué animal habéis matado? —preguntó Morgan.

—No lo sé: una bestia muy grande, como una foca.

—¡Una foca! ¡Imposible! Aquí no las hay.

—Al menos lo parece.

—¿Habréis tenido tanta suerte?

—Suerte, ¿de qué?

—Lo que habéis matado no puede ser sino un manatí o un lamantino, presa exquisita, cuya carne puede competir con la de ternera.

—Voy a rematarle desde la canoa —dijo Yolanda—. Tengo que recuperar vuestra espada.

—Cuidad de que no os tire al agua. Los manatíes no son peligrosos; pero tienen mucha fuerza en la cola.

—Seré prudente.

Tomó el espadón del español y se dirigió hacia la canoa, que estaba amarrada a la orilla.

La soltó, tomó los remos y se lanzó sobre el anfibio.

El lamantino se debatía junto a un banco de fango y parecía estar en las últimas. El agua alrededor suyo estaba tinta en sangre.

Yolanda le alcanzó con pocos golpes de remo, y con el espadón del español empezó a golpearle, especialmente en la cabeza, no cesando hasta que le vio exhalar el último suspiro.

Como estaba en un banco, quedó a flote.

Yolanda intentó arrancar la espada de Morgan, y notando que resistía, pasó por la guarda una liana para remolcar a la presa hasta la orilla.

No fue empresa fácil, porque el lamantino era muy pesado y tendía a irse al fondo.

Sin embargo, después de un cuarto de hora logró amarrarlo junto a un mango que estaba casi dentro del agua.

Morgan, que desde lejos había seguido con la mirada y no sin cierta ansiedad las diversas fases de la pesca, saludó la vuelta de Yolanda con un estruendoso hurra.

—¡Un momento aún, señor Morgan, y os ofreceré un buen almuerzo, si es cierto que la carne de estos mamíferos es tan exquisita!

Tras reiterados esfuerzos arrancó del cuerpo del mamífero la espada del capitán y cortó de su espalda un trozo enorme, que llevó junto a la cabaña, en la cual aún ardían las dos hogueras.

Como mejor pudo improvisó un horno y, atravesando el trozo con la espada, reavivó el fuego.

—¡Heme aquí convertida en cocinera! —dijo Yolanda, a quien su pesca había puesto de buen humor—. Cuando volvamos a bordo de vuestro Rayo me nombraréis primer jefe de cocina. ¿Os parece que merezco el cargo?

—¡Nunca he visto una joven más valiente ni más hábil que vos, Yolanda! —dijo el corsario mirándola.

—¡Oh! ¡Exageráis, capitán! ¡Qué delicioso aroma!

—No hay ningún pez que pueda rivalizar con el lamantino. Dentro de poco apreciaréis la delicadeza de su carne.

—Señor Morgan, dejad que complete la colación.

—¿Qué más queréis añadir?

—Hace poco he visto un plátano cargado de frutos.

—¡Excelentes! Sobre todo si se asan bajo la ceniza, pueden sustituir al pan.

—Pero nos falta sal.

—En estos países hay plantas que pueden proporcionarla. No sé dónde estarán. Los indios las usan mucho.

—¿Cómo hacen para extraerla?

—Quemando las ramas, hacen hervir la ceniza y la filtran, encontrando luego cristales de sal. Pero nosotros podemos también proporcionárnosla.

—¿Cómo, señor Morgan?

—Me habéis dicho que el agua de la laguna está salada. Salpicad con ella el asado y ya está remediado.

—¡Qué pésima cocinera sería yo! ¡Desde ahora renuncio al cargo a que aspiraba en vuestro Rayo!

Aunque hablando, la joven no perdía el tiempo y cuidaba del asado. Cuando lo vio casi a punto lo salpicó con agua, y fue a hacer recolección de plátanos y mangos, metiendo los primeros bajo la ceniza caliente.

—Señor Morgan —dijo—, estáis servido.

Había puesto el asado en una gran hoja de plátano y se había sentado junto al herido, que con visible satisfacción aspiraba el delicioso perfume que exhalaba el trozo de lamantino.

La colación, no variada, pero abundante, fue muy apreciada por ambos, que le hicieron gran honor.

—Señor Morgan —dijo la joven cuando hubieron terminado—, celebremos consejo para tratar de salir de esta situación. ¿Cuándo juzgáis que podréis recuperar vuestras fuerzas?

—Dentro de dos o tres días partiremos de aquí —dijo el corsario—. Mis piernas son fuertes.

—¿Qué pensáis de Carmaux? ¿Habrá sido alcanzado y muerto?

—Es difícil de precisar. Puede estar aún vivo.

—Habría venido ya aquí.

—¿Y si se hubiese perdido en la selva? No tenía brújula, y el hombre blanco no logra casi nunca encontrar su rastro.

—Iba con los indios, señor Morgan.

—¿Y quién nos asegura que durante su precipitada fuga no se hayan separado?

—¿Así que no hemos de contar con nuestro marinero? dijo Yolanda.

—No contemos por ahora más que con nuestras propias fuerzas.

—¿Y adónde iremos? ¿Qué haremos? La vida de Robinsón no niego que tuviera su parte poética; pero vos no sois hombre capaz de vivir siempre en una selva.

—Y supongo que vos tampoco —dijo Morgan—. Vuestro puesto no está aquí.

—Entonces…

—Escuchadme, señorita: si el agua de esta laguna está salada, imagino que comunica con el mar por algún canal o directamente. Apenas yo esté curado nos embarcaremos en la canoa y trataremos de alcanzar las orillas de golfo de México. Allí podremos encontrar la salvación. Y ahora, señorita, acostaos y descansad: lo necesitáis.

Entretanto, yo vigilaré.

—Obedezco a vuestro o consejo.

La joven fue a cortar varias hojas de palmera y se acostó a la sombra de una simaruba que se elevaba a algunos pasos de la caballa.

Morgan se puso al lado de la espada del español, sumiéndose en profundos pensamientos.

De cuando en cuando miraba a la joven, que dormía profundamente con un brazo doblado bajo la cabeza, en una postura grácil, y escuchaba su respiración regular y tranquila.

—¡Bella y valiente! —murmuraba suspirando—. ¡Es una mujer que hará feliz al hombre a quien ame!

El sueño de Yolanda duró muchas horas. El sol caía ya en el horizonte cuando abrió los ojos, y Morgan seguía velándola.

Estaba más hermosa que nunca, con los largos cabellos sueltos por la espalda, en desorden y encuadrando su rostro, ligeramente sonrosado.

—¡Cuánto he dormido! —exclamó levantándose—. ¿Os habéis aburrido mucho, señor Morgan?

—No, señorita. Las aves de la laguna me han distraído, y además sentía un verdadero placer viéndoos descansar.

—Pero me disgusta; tengo mucho que hacer.

—¿El qué?

—Renovar la provisión de agua y de leña. ¿Volverá esta noche el jaguar?

—Confiemos en que haya hecho buena caza y no venga a inquietarnos. Cuando los carnívoros están ahítos no atacan a nadie.

—¡A trabajar! —dijo la joven.

Se armó y se dirigió hacia el río. Deseaba llegar a aquella orilla, con la esperanza de ver, si no a Carmaux, al menos a alguno de los indios.

Atravesó el bosque, no encontrando más que simios barrigudos que la saludaban con estrepitosos gritos, y llegó felizmente al cauce de agua; pero no vio a nadie.

Llenó las cuiras y se dio prisa en volver. Hecha la provisión de agua, faltaba la de leña.

Las ramas secas y hasta resinosas abundaban en el lindero del bosque; así que pudo llevar sin ninguna fatiga varios haces al campamento.

—Ahora ya podemos esperar tranquilamente la noche —le dijo a Morgan.

—¿Habéis tenido algún encuentro?

—Ninguno: no he visto más que simios que se divertían haciéndome gestos.

—No son peligrosos en estas regiones.

Cenaron un trozo de lamantino, resto del almuerzo, y algunos mangos y plátanos, y Yolanda encendió los dos fuegos, preparando un tercero hacia la orilla, pues recordó que el jaguar había intentado dar la vuelta al campamento.

Apenas había terminado sus preparativos cuando se ocultó el sol. Los volátiles se habían retirado a sus nidos, y sólo revoloteaban por el aire con bruscos zig-zags los schifosi pipistorelli (vampiros), de peludo cuerpo y alas grandísimas.

Morgan se había adormecido poco a poco, después de hacer prometer a la joven que más tarde le despertaría para montar un cuarto de guardia si la fiebre no le atacaba.

Yolanda se había sentado entre los dos fuegos como la noche anterior, y vigilaba el lindero del bosque, porque sólo por allí podía sobrevenir el peligro.

Pasaron dos o tres horas sin que se oyese ningún grito ni aullido bajo las plantas, cuando, no sin cierta inquietud, vio dos sombras que bajaban hacia la laguna.

Parecía, sin embargo, que no deseaban acercarse al campamento, iluminado por los dos fuegos como en pleno día.

De seguro los contenían las llamas.

Yolanda se había puesto en pie para conocer qué clase de animales eran, y se estremeció al ver brillar sus fosforescentes ojos.

—¡Dos felinos! —murmuró—. Pero no se parecen al jaguar que vino ayer noche.

En efecto; eran más pequeños, de forma más elegante y esbelta; tenían el pelaje distinto, de color amarillento rojizo, que se oscurecía en el dorso y blanqueaba por el vientre.

—¿Serán dos leopardos? —se preguntó Yolanda—. Me han dicho que esos animales, aun sin tener la ferocidad del jaguar, también son peligrosos.

Las dos fieras pasaron a diez pasos de los dos fuegos, volviendo la cabeza hacia la joven y lanzando un ronco rugido, y continuaron bajando hacia la laguna.

De pronto Yolanda los vio dar un gran salto y caer sobre algo que le fue imposible acertar qué era.

¿Habrán sorprendido a algún animal? —se preguntó observando con mayor atención.

Una exclamación de cólera se escapó de sus labios; se acercó bruscamente a Morgan y le despertó.

—¿Qué ocurre? —preguntó el filibustero sentándose—. ¿Es ya mi cuarto?

—¡Devoran nuestras provisiones!

—¿Quién?

—No lo sé: hay allí dos horribles animales salidos del bosque, que cenan con nuestro lamantino.

—¿Qué animales son?

—Me parecen dos leopardos.

—No cometeréis la imprudencia de ir a espantarlos —repuso Morgan—. Son tan peligrosos como el jaguar, y no vacilarían en atacaros.

—¡Nos quedamos sin víveres, señor Morgan!

—¡Ah! ¡Si pudiese levantarme!

—¿Intento descargar contra ellos la pistola?

—No desaprovechéis el último tiro. Acaso más tarde lo sintiésemos. Dejadles cenar: algo nos quedará, pues el lamantino es grande.

Morgan se equivocaba, porque cuando los dos leopardos se fueron ahítos, llegaron a tomar parte en el banquete dos maracallas y algunos gatos monteses, que devoraron los últimos restos del mamífero.

Cuando el sol reapareció la pobre joven tuvo que reconocer que de la enorme masa de carne sólo quedaban algunos huesos triturados.

—Señor Morgan —dijo volviendo hacia el herido—, tenemos que volver a la pista. Esos glotones han hecho desaparecer nuestra reserva.

—¡Me lo figuraba! —repuso el herido—. ¡No había pensado que las fieras aprovecharían la oscuridad para caer sobre el manatí!

—Debimos haber traído aquí un trozo y ahumarlo.

—La culpa es mía, señorita: debí decíroslo.

—Lo siento por vos, pues no tengo casi nada que ofreceros para el almuerzo.

—Me contentaré con cualquier fruta.

—Los plátanos no dan fuerzas.

—No os inquietéis por mí. En mi vida aventurera he pasado mucha hambre, y tampoco moriré de ella esta vez. Dentro de dos o tres días estaré en disposición de ponerme en pie, y ya veréis cómo entre los dos logramos encontrar y matar algún animal.

Estos bosques deben de ser abundantes en caza.

—¡Pero no! —dijo de pronto la joven, que tenía los ojos fijos en los islotes que abundaban en la laguna—. ¡La colación no faltará! ¡Me extraña no haber pensado antes en los martín-pescadores! ¿Acaso no tenemos la canoa?

—¿Y cómo queréis cazar a esos volátiles? Ya sabéis que sólo nos queda un tiro.

—Pienso en los huevos, señor Morgan. Elegiré los más frescos, y serán más nutritivos que los mangos y los plátanos.

—¡Sois una mujer sin par, señorita! ¡Diríase que habéis nacido para la vida de aventuras!

—La necesidad aguza el entendimiento, señor Morgan. ¿Me necesitáis?

—No, señorita. Dejadme una espada y no os preocupéis de mi. Además, ningún peligro me amenaza, porque las fieras rara vez dejan sus cubiles de día.

—En seguida vuelvo, señor Morgan.

VI. LA ISLA FLOTANTE

Segura de que nadie podía amenazar al herido, y tranquilizada por el silencio que reinaba en el próximo bosque, la valerosa joven bajó a la orilla llevando consigo el espadón del español, porque podía haber algún jacaré en la laguna, y se embarcó en la canoa.

Como hemos dicho, sobre aquellas aguas tranquilas se extendían bastantes bancos fangosos cubiertos de plantas palustres que servían de refugio a infinidad de aves.

Habiendo distinguido uno que parecía muy vasto y cubierto de cañas altísimas, Yolanda se dirigió hacia él con la esperanza de hacer abundante recolección de huevos.

No distaba media milla del campamento, y, siendo una hábil remera, en menos de un cuarto de hora le alcanzó.

Pero quedó no poco asombrada cuando al saltar encima advirtió que se movía lentamente, como si aquel islote no reposara en el fondo de la laguna.

—¡Es extraño! —murmuró—. ¡Diríase que flota como una almadía! ¿Me habré engañado?

Intentó avanzar entre las cañas, y reconoció que el islote debía de estar formado por un conglomerado de raíces y ramas detenidas allí por cualquier obstáculo, y que se habían entrelazado fuertemente a modo de una de esas almadías que con frecuencia se ven en el lago de México.

—¡Con tal que me sostenga, no nos cuidemos de indagar cómo se ha formado! — murmuró la joven.

Avanzó la canoa hasta una de las cañas y se internó cautamente, levantando a su paso una verdadera nube de aves.

—De seguro no faltarán nidos —dijo—. La recolección será abundante.

Se puso a costear el islote, y con viva satisfacción vio que no se había engañado.

Entre las cañas cubiertas de hojas había huevos en gran número, unos pequeños y otros del tamaño de los de gallina.

No tenía más que elegir.

Apartó los pasados, eligió los que por su transparencia le parecían más frescos, y se los puso en la falda recogida en la cintura.

Iba a volver a la canoa, contenta por haberse proporcionado un alimento sustancioso, cuando sintió que el islote se inclinaba hacia el borde opuesto, como si algún animal muy pesado intentara subirse a él.

Primero experimentó un vago sentimiento de terror encontrándose tan lejos de Morgan; pero recordando que tenía el espadón, arma poderosa y de buen filo, no obstante la herrumbre que le cubría, la empuñó fuertemente, haciendo una prudente retirada hacia la canoa.

—Con pocos golpes de remos alcanzaré la orilla —se dijo.

Llegó al borde y lanzó un grito de angustia.

La canoa, que antes había amarrado a una gruesa caña, marchaba lentamente girando sobre sí misma.

—¡Ah, Dios mío! —exclamó—. ¡Estoy perdida! ¿Cómo haré para abandonar este islote?

¡Y estoy amenazada por alguien; acaso por los jacarés!

Dirigió en torno una mirada angustiada, y no vio a nadie entre los mangles y las cañas. Sin embargo, el islote de cuando en cuando sufría oscilaciones, sobre todo hacia la orilla opuesta.

—¿Qué va a pasar? —se preguntó ansiosamente—. ¿Quién puede haber cortado la cuerda que retenía la canoa? ¡Es imposible que se haya soltado sola!

En efecto; no podía admitirse que una cuerda vegetal tanto o más resistente que las de pita se hubiese roto con tal débil corriente.

Alguien debía de haber hecho alejarse a la canoa a fin de que la joven quedara prisionera en el islote.

—¿Habrá algún indio entre estas plantas? —se preguntó Yolanda—. Sin embargo, no los he visto.

De pronto se estremeció recordando las feroces manos que habían herido a Morgan y puesto en fuga a Carmaux y a los caribes.

—¿Habrá aquí salvajes como aquellos? ¿Qué puedo hacer si me atacan muchos?

Se detuvo con los pies casi en el agua, mirando atentamente a las cañas, y pareciéndole a cada instante oír el silbido de las flechas. Pero nada; el islote ya no se movía.

Algo tranquilizada miró a la canoa. La débil corriente la había empujado hacia un banco pantanoso, a un centenar de metros.

—¡No podré alcanzarlo nunca! —murmuró—. No me atrevo a avanzarme en estas aguas, que pueden ocultar voraces caimanes. ¡Quién sabe si ya estarán espiándome para devorarme! Tratemos de prevenir al señor Morgan, y veré cómo me las arreglo para llegar hasta a canoa.

Hizo portavoz con las manos, y gritó:

—¡Señor Morgan!

El filibustero oyó distintamente la llamada, y preguntó a su vez.

—¿Qué deseáis, señorita?

—¡Han cortado a liana de la canoa, y no sé cómo hacer para volver!

—¿Se ha ido a pique?

—No; ha encallado a cien metros de mí.

—¿Quién ha cortado la cuerda?

—No lo sé; pero temo que alguien se haya acercado al islote.

—¿No podéis hacer una almadía?

—No hay más que cañas aquí.

El filibustero hizo un gesto de desesperación.

—¡Y no poder ayudarla! —gritó—. ¿Sabéis nadar?

—Sí.

—Lanzaos al agua y alcanzad la canoa.

—¿Y los caimanes?

—¡Es cierto! —repuso Morgan—. Yo intentaré ir hacia vos.

—¡Os lo prohíbo! Vuestra herida se abriría, y acaso no podríais lograr nada. ¡Ah!

—¿Qué os ocurre?

En vez de contestar, la joven se había vuelto bruscamente con la espada en la mano.

El islote se había inclinado de nuevo con sordos crujidos.

—No asustemos inútilmente al señor Morgan, y tratemos de salir de aquí lo mejor posible —dijo—. Debo prescindir de él, porque sería capaz de cometer cualquier locura por venir en mi ayuda. ¡La hija del Corsario Negro debe mostrarse digna de su padre!

Abrió las cañas con la mano izquierda y avanzó resueltamente con la espada en alto.

Con gran sorpresa suya, no vio a nadie; tan sólo notó que un grupo de ramas de madera de cañón que crecía en un pequeño banco a pocos pasos de distancia se agitaba aún, como si alguien se hubiera ocultado en su centro.

—Debe de haber sido algún caimán —dijo Yolanda—. Acosado por el hambre, habrá tratado de subir al islote con la idea de sorprenderme. Dejémosle en paz, y tratemos de encontrar algún medio de llegar hasta la canoa. Pero ¿cómo? —se preguntó después de mirar las plantas que crecían en el islote—. Aquí no hay más que cañas y mangles, insuficientes para construir una almadía. Además, ¿con qué atarlos? ¡No hay ni un bejuco!

¿Estaré destinada a morir aquí, o a esperar el socorro del señor Morgan? Con la herida, no podrá nadar por ahora.

De pronto lanzó un grito de alegría.

—¡Olvidaba que este islote es flotante! —exclamó—. Busquemos el obstáculo que lo detiene, y cortémosle. Una vez en la corriente, puede llevarme hasta donde está la canoa, o al menos a la orilla.

Empezó a reconocer el islote en todas direcciones, y se detuvo en el centro, donde había una masa informe cubierta de musgo y de parásitos.

—¿Será éste el obstáculo? —murmuró—. Diríase que es un pedazo de tronco en torno del cual se han detenido todas estas plantas.

Con el espadón cortó musgo y plantas, dejando al descubierto un tronco de árbol semiputrefacto que se deshacía bajo sus golpes.

—¡Me lo había figurado! —dijo—. Esto es lo que detiene al islote como un áncora.

Una vez cortada, toda esta masa seguirá la corriente y me llevará a alguna parte.

Se acercó al borde del islote y gritó:

—¡Señor Morgan! ¡Señor Morgan!

—¡Señorita! —contestó el corsario.

—¡Si tardo en volver, no os inquietéis! He encontrado el medio de alcanzar la orilla.

—¿No corréis ningún peligro? ¡Decídmelo, e intento la travesía de la laguna a nado, aunque me ahogue!

—¿Para dejarme sola y perdida en esta selva? ¡Oh! ¡No lo hagáis; no os mováis, señor Morgan! Estad tranquilo, que antes del mediodía confío estar con vos.

Dio la vuelta al tronco, y después de haber cortado alrededor las raíces de las plantas acuáticas que formaban el fondo del islote y de haber quitado los detritus vegetales, se puso a trabajar con la espada.

La larga inmersión había podrido el tronco; verdadera suerte para la joven, pues, dado su tamaño, a no ser así nunca hubiera logrado su intento sin ayuda de una buena hacha.

Hacía ya una media hora que trabajaba con creciente ardor, cuando sintió de nuevo oscilar el islote e inclinarse hacia un lado.

—¿Será el caimán, que intenta de nuevo el ataque? —se preguntó—. ¡Ese animalucho quiere una buena lección, que le daré! Esos animales no son voraces ni peligrosos como el cocodrilo; además, en tierra no son ágiles, y las cañas le impedirían servirse de la cola.

¡Acabemos!

Decidida a afrontar el peligro, se adelantó despacio, separando suavemente las cañas para no hacer ruido. Había llegado ya detrás de los mangles, cuando oyó dos chapoteos y vio saltar por el aire una nube de espuma amarillenta.

De un salto llegó a borde del islote y se inclinó sobre las aguas, alargando el espadón y retirándose con un gesto de horror.

A través del agua, que era casi transparente, había visto una forma humana nadar velozmente y desaparecer entre las amplias hojas de los mucu-mucu y de las victorias.

—¡Un hombre! —exclamó—. ¡Acaso fueran dos! ¿Serán indios antropófagos?

Se ocultó tras el rizóforo para no ser descubierta y miró al banco que estaba frente al islote, en el que antes había visto agitarse los troncos.

Aún no habían pasado cinco segundos, cuando vio emerger una cabeza cubierta de largos cabellos rojizos, y luego un cuerpo medio desnudo resbalar entre las plantas y desaparecer.

Poco después otro surgía a breve distancia, escondiéndose también entre las plantas.

—¡Son dos caníbales! —murmuró palideciendo la pobre joven—. ¡El color de sus cabellos lo dice! ¡Esos miserables tratan de cogerme para devorarme! ¿Serán dos de los que nos han hecho huir? El peligro es grave, y es preciso que me apresure a libertar el islote del obstáculo que lo detiene.

Por un momento tuvo la idea de avisar a Morgan; pero, pensándolo mejor, renunció a ello. No podía servirle de ninguna ayuda, y, además, le exponía a cometer alguna locura inútil.

Sabiendo que estaba amenazada por los antropófagos, aunque herido, sería capaz de intentar a nado la travesía de la laguna, con peligro de ser cortado en dos por algún caimán o triturado por los anillos de alguna serpiente acuática.

Permaneció en observación algunos minutos; y viendo que los indios no se dejaban ver, casi persuadida de que no la atacarían de frente estando sin armas, pues no les había visto ni un arco ni un cuchillo, volvió al centro del islote para reanudar su trabajo.

El tronco estaba ya profundamente atacado por la hoja del espadón, arma sin igual de acero de Toledo templado en las aguas del Tajo.

Fue precisa una hora larga para que el trozo de tronco fuera cortado en profundidad suficiente para permitir a aquel conjunto de raíces y ramas moverse libremente.

—¡Ya! —exclamó Yolanda—. ¡El islote se mueve! ¡Estoy salvada!

Aquel grito fue prematuro.

Apenas se había puesto en movimiento la masa flotante, cuando se inclinó bruscamente de un lado, y un aullido ronco, que parecía el grito de guerra de un indio, rasgó repentinamente el aire.

Yolanda dio un salto atrás, mientras un hombre de alta estatura, casi desnudo, y chorreando agua, se precipitaba sobre ella.

Por el color de su piel, bastante más clara que la de los otros indios, por los ojos azulados en vez de negros y por la nariz curva como la de un papagayo, Yolanda reconoció en su enemigo a uno de esos feroces habitantes del interior de las selvas de Venezuela que se nutren de carne humana; sin embargo, no perdió el valor.

Tenía en las venas sangre del formidable Corsario Negro, y aunque sola y tan joven, hizo frente al impetuoso ataque del salvaje.

Éste, además, estaba indefenso.

—¡Atrás, o te mato! —gritó la valiente italiana extendiendo el espadón.

El indio, que se creía bastante robusto para medirse con una criatura que le parecía débil, en vez de retroceder dio un salto para arrancarle el arma.

Con un movimiento fulmíneo Yolanda se libró del ataque y alargó el brazo, hiriendo al indio bajo el cuello con tal violencia, que la hoja entró en la carne varias pulgadas.

El herido lanzó un grito feroz, se llevó las manos a la herida para detener la sangre que salía a borbotones, y huyó enloquecido y vacilando.

Yolanda iba a correr tras él para obligarle a alejarse del islote, cuando oyó que las cañas se abrían violentamente.

Apenas tuvo tiempo de volverse y ponerse en guardia vio aparecer al segundo indio, que tenía en la mano un grueso bambú terminado en punta.

Viendo la resuelta actitud de la joven, y sobre todo la espada que empuñaba, tuvo un momento de vacilación.

Yolanda, que se exaltaba ante el peligro, le atacó violentamente lanzándole dos o tres estocadas.

La esgrima no le era desconocida, y sabía usar las armas empleadas en su época.

—¡Te mato! —gritó.

Sorprendido el indio por aquella inesperada resistencia, y acaso espantado por el grito de muerte de su compañero, retrocedía hacia la orilla rechinando los dientes y rugiendo como una fiera.

Dos veces había intentado herir a la joven con el bambú, sin conseguirlo.

Es más: a la segunda vez la punta fue cortada por un sablazo. Viéndose junto a la orilla, dando un salto inesperado procuró inclinar aquella armazón de raíces y plantas, con la esperanza de hacer caer a la joven y echarse sobre ella a traición.

Pero no habiéndole dado resultado su intento, trató de caer sobre su adversaria cuerpo a cuerpo y cogerla entre sus brazos; pero cayó al agua con un sablazo en el pecho, que le arrancó un grito de dolor.

Casi en el mismo instante las aguas se agitaron bruscamente junto a él, aparecieron dos enormes mandíbulas provistas de formidables dientes, y se cerraron con lúgubre crujido en torno de su cuerpo, cortándolo en dos.

El desgraciado apenas tuvo tiempo de lanzar un grito horrible, y desapareció con el caimán, aliado inconsciente de la joven.

Aterrada por aquel atroz espectáculo, Yolanda había quedado con los ojos fijos en el charco de la sangre.

—¡No creí que acabaría así! —dijo enjugándose el frío sudor que le bañaba su frente—.

¡Es horrible! ¡Horrible! ¡Tratemos al menos de socorrer al otro, si es posible!

El primer indio, huyendo, había trazado un surco entre las cañas y las plantas.

Yolanda le siguió hasta el borde del islote, sin encontrar al desgraciado: las hojas de los mangles estaban en aquel sitio manchadas de sangre aún fresca; pero el indio no estaba ya en aquel lugar.

Probablemente habría saltado al agua, y muerto en el fondo del pantano o en algún banco vecino.

—¡Ellos lo han querido! —dijo tristemente—. ¡Me hubiera alegrado mucho de poder perdonarlos!

Volvió lentamente hacia el otro borde del islote, y miró a la orilla.

Ya no se veía a Morgan ni el campamento. La almadía marchaba dulcemente a través del canal siguiendo la corriente.

VII. LA MARCHA NOCTURNA

Segura Yolanda de que también el primer indio había muerto, comenzaba a tranquilizarse; sin embargo, no estaba muy satisfecha del curso seguido por el islote flotante, y que no podía en modo alguno modificar, porque no tenía suficiente fuerza para dirigir semejante masa.

Primero confió en que la corriente la llevaría hacia el banco donde estaba encallada la canoa; pero, por el contrario, se alejaba hacia el mediodía, donde, al menos entonces, no se veían árboles de ninguna clase que indicaran la presencia de tierra firme.

—¿Desembocará esta laguna en el mar? —se preguntó—. ¡No; no es posible! —añadió después de haberse orientado con el sol—. El golfo de México está hacia septentrión, o sea detrás de mí. ¿Adónde va, entonces, esta agua? ¿A alguna laguna interior? ¡Qué inquieto estará Morgan no viéndome! ¡Si pudiese aún prevenirle! ¡Probemos!

Se adelantó hasta el borde del islote, y con toda su voz le llamó por tres veces.

Poco después una voz bastante lejana contestó:

—¡Señorita! ¡Señorita! ¿Dónde estáis?

—¡La corriente me lleva hacia el sur! ¡Apenas toque tierra, me reuniré con vos! Nadie me amenaza; así, pues, esperadme sin angustiaras, aunque tarde.

—¡Ya no os veo!

—¡Estoy tras los islotes! ¡Adiós, señor Morgan; esperadme!

Volvió a oír la voz del filibustero; pero tan débil que no pudo entenderle.

La distancia aumentaba, y los islotes y los bancos eran tan abundantes, que impedían que la voz se propagase.

—Mientras brille el sol los animales feroces no le atacarán —dijo Yolanda—. Yo seré quien para reunirme con él tenga acaso que cruzar el bosque de noche. ¿Tendré valor?

¡Vaya; no nos desesperemos!

Se sentó en el borde de la almadía, poniendo a su lado la espada y como media docena de huevos, pues había dejado en un hoyo los que cogió de los nidos.

—¡Lástima no poder invitar al señor Morgan! —dijo—. Sobre todo, él es quien necesita fortalecerse.

Terminado el frugal almuerzo construyó con algunas cañas una especie de tejadillo para preservarse de los ardientes rayos del sol, y esperó pacientemente a que el islote se acercara a algún sitio.

El canal había terminado y ante el islote se extendía una inmensa superficie líquida, casi obstruida por los bancos, surcada por infinito número de aves marinas que revoloteaban con absoluta confianza por cerca de Yolanda, posándose en las cañas.

Al sur comenzaba a distinguirse una línea oscura, que debía de ser el lindero de un bosque.

La laguna debía de terminar allí, desaguando en algún río, porque la corriente, aunque siempre muy débil, no variaba de dirección.

—No llegaré antes de la noche —dijo la joven observando aquella línea—. ¿Cuánto tendré que andar para reunirme con Morgan? ¡Y de noche, cuando las fieras salen de sus cubiles en busca de presas! Sin embargo, no puedo dejar solo al corsario, que aún está muy débil y no podría defenderse. ¡Pase lo que pase, costearé la laguna hasta que le encuentre!

Volvió a sentarse bajo el tejadillo mirando a las aguas, que de cuando en cuando dejaban ver algún dorso cubierto de rugosas escamas.

Eran caimanes que jugaban persiguiéndose.

Por fortuna, parecían no prestar atención al islote.

Entre tanto cada vez se acercaba más la tierra. Era muy baja, tanto, que semejaba encontrarse al nivel del agua, y cubierta de árboles que parecían pertenecer a la especie de los mangos, con altas raíces que sobresalían del agua.

El sol iba a hundirse en el horizonte, cuando por fin el islote encalló en la orilla, que parecía pantanosa y que muy bien podía ocultar arenas movedizas.

Los mangos estaban muy próximos, y sus raíces tan unidas, que permitían pasar sobre ellas.

Yolanda, que desconfiaba de aquel terreno traidor, se colgó el espadón al costado, y ayudándose con pies y manos subió a la raíz más cercana, sin ocuparse de las protestas inofensivas de una banda de simios rojos que habían ocupado las ramas para saquear sus frutos.

Agarrándose a los bejucos que colgaban de los troncos y que resistían como cuerdas de pita, y cuidando de mirar dónde ponía el pie para no ser tragada por las arenas, al cabo de un cuarto de hora de fatigosa gimnasia llegó a un terreno cubierto de palmas gumíferas y de aspecto pintoresco.

—Subamos hacia septentrión —dijo Yolanda—. Ordinariamente las fieras no salen de los bosques antes de la media noche, y para esa hora confío en haber recorrido mucho camino.

¡Pobre Morgan; qué inquieto estará!

Recogió algunos mangos del suelo, puso varios en su falda para llevárselos al herido, pues había abandonado los huevos para estar más libre, y empuñando el espadón emprendió intrépidamente la marcha costeando la laguna.

El sol había desaparecido ya, y las aves surcaban el espacio en busca de sus nidos. La luna comenzaba a mostrarse y se reflejaba en las aguas.

Los rumores se apagaban poco a poco. Los simios y los volátiles callaban, y, en cambio, zumbaban los zanzares, que por batallones se destacaban de los manglares.

Yolanda apretaba el paso, manteniéndose lo más lejos posible del lindero del bosque para no ser inesperadamente atacada por algún jaguar o algún leopardo, y con frecuencia se detenía para escuchar.

Por fortuna, el bosque, al menos entonces, estaba en silencio: no se oía más que el susurro de la fronda apenas agitada por el vientecillo nocturno.

Sin embargo, no estaba tranquila, y aunque llevaba la espada, vagos temores comenzaban a asaltarla.

Le parecía ver entre la hojarasca agitarse sombras humanas y brillar los fosforescentes ojos de animales feroces.

Ya tres o cuatro veces se había detenido y mirado a su alrededor con espanto, creyendo que la seguían hombres o animales, preguntándose si no hubiera sido mejor refugiarse en cualquier árbol y esperar el nuevo día.

Pero el temor de que Morgan, hacia quien en el fondo de su alma sentía ya algo más que un simple afecto, pudiera correr cualquier peligro, la incitaba a apresurar el paso.

Ya hacía un par de horas que caminaba a toda prisa, cuando le pareció que una figura monstruosa se agitaba en el borde del bosque.

Se detuvo lanzando un grito. Aquella bestia estaba a cuarenta pasos de ella, y se movía cómicamente haciendo bufas reverencias.

La luna, que brillaba en un cielo purísimo, la iluminaba sólo en parte; así que Yolanda no lograba observarla bien.

Le parecía un simio más bien que un jaguar o un tapir de extraordinarias dimensiones.

—Parece un orangután —murmuró Yolanda—. Pero me han asegurado que en América no hay más que simios pequeños.

Intentó avanzar algunos pasos con la idea de espantarle; pero el singular animal no dejó su puesto y continuó sus movimientos y reverencias.

Yolanda no sabía qué hacer: no se atrevía a retroceder y volver al islote una vez que el campamento debía de estar cerca; y titubeaba en avanzar, porque aquel cuadrumano estaba precisamente por donde debía pasar, por entre la laguna y el bosque.

—Estoy armada —dijo—, y la hoja es fuerte.

Se dirigió directamente hacia el cuadrumano, gritando y haciendo brillar la espada a los rayos de la luna.

El animal la dejó acercarse, y cuando la vio a pocos pasos se escapó hacia el bosque.

¡Cosa extraña! Al moverse se había empequeñecido, y no parecía mayor que un simio común.

—¡Oh! ¡Curioso! —exclamó riendo la joven—. ¿Habrá sido una ilusión óptica, un efecto de los rayos de luna reflejados en las aguas y que han agrandado a ese mico? ¡Más vale así! Sin embargo, aún tiemblo.

Contenta de haber escapado de aquel peligro, que al principio no le había parecido imaginario, reanudó animosamente su caminata.

Después de otra hora, mientras bajaba una pequeña altura que costeaba la llanura, distinguió en lontananza un punto luminoso.

—¡Nuestro campamento! —exclamó alegremente—. ¡Pobre señor Morgan! ¿Cómo habrá hecho para encender el fuego, herido como está? ¡Se alegrará de volver a verme!

Redobló el paso sin preocuparse de los aullidos de los monos rojos que de cuando en cuando resonaban bajo los árboles, y cuando ya sólo distaba del campamento unos tres a cuatrocientos metros y comenzaba a distinguir el minúsculo cobertizo un grito la hizo estremecerse.

—¡Toma, canalla! —había gritado una voz.

—¡El señor Morgan! —exclamó Yolanda—. ¡Dios mío! ¡Está en peligro!

Echó a correr desesperadamente, gritando:

—¡Señor Morgan, voy en vuestra ayuda!

Próximo al semiapagado fuego veía un grupo que se agitaba, y parecía formado por un hombre y un animal.

La voz continuó gritando:

—¡Toma otro! ¿No te vas aún? ¡Toma entonces!

Y se oían roncos bufidos, que acababan en una especie de rugido ahogado.

El filibustero debía de haber sido atacado por alguna fiera, y se defendía desesperadamente a sablazos.

Yolanda se precipitó hacia el campamento gritando:

—¡Ya estoy aquí, señor Morgan! ¡Llego a tiempo!

—¡Cuidado, señorita! —repuso el corsario—. ¡Es un leopardo el que me ha atacado!

—¡Ahora seremos dos para hacerle frente! —repuso la valiente joven.

Viendo llegar aquel refuerzo, el leopardo se volvió para hacer frente al nuevo enemigo, y Morgan lo aprovechó para darle un sablazo en los riñones.

La fiera lanzó un rugido de rabia y de dolor; de un salto tiró el tejadillo y huyó hacia el bosque dando botes de tres y cuatro metros.

—¡Gracias, señorita! —dijo con voz conmovida Morgan—. Ya iba a ceder a ese animal.

¡Cuánto me alegra el veros! Comenzaba a temer que os hubiese ocurrido alguna desgracia.

—¿Habréis sufrido alguna herida? —preguntó ansiosamente Yolanda.

—No. Tan sólo mi casaca ha sido reducida a muy mal estado. Tuve tiempo de coger la espada y tener a raya a la fiera.

—¿Os sorprendió?

—Sí; mientras reavivaba el fuego —dijo Morgan.

—¿Volverá?

—Creo que no le quedarán deseos. Pero vos, señorita, ¿de dónde venís? ¡Exponeros así, de noche y sola por estos bosques infestados de peligrosos animales!… Debíais haber esperado la salida del sol.

—¿Y dejaros solo toda la noche? Ya veis que he llegado en buen momento.

—Sí, señorita, y de nuevo os lo agradezco. Acaso os debo la vida. ¡Cuánto valor en una mujer tan joven!

—¿No soy la hija del Corsario Negro? —dijo sonriendo Yolanda.

—Es cierto; pero os repito que ninguna otra mujer, sobre todo en vuestra edad hubiera tenido tanto valor.

—Callad, señor Morgan, y decidme: ¿cómo va la herida?

—Comienza a cicatrizarse.

—¿Habréis padecido hambre y sed?

—Me inquietaba demasiado vuestra ausencia para sentirlo.

—Os he traído algunos mangos.

—Me bastan. Sentaos y descansad; luego me contaréis vuestras aventuras.

—¡Son terribles, señor Morgan! Por poco me matan y me devoran.

—¿Quién? —preguntó Morgan palideciendo.

—Dos indios como los que nos siguieron.

—¿Dos antropófagos?

—Comed, señor Morgan, y luego os lo contaré todo.

VIII. REAPARECE DON RAFAEL

Cuatro días después el filibustero se declaró dispuesto a ponerse en marcha.

La herida estaba casi por completo cicatrizada, y aunque sólo se hubiera nutrido de frutas, sus piernas habían vuelto poco a poco a recobrar su robustez; su excepcional fibra había coadyuvado un poco a apresurar la curación.

Ya el día antes había dado un paseo por el bosque sin sentir dolor alguno.

—Partamos, señorita —dijo aquella mañana después de un escaso almuerzo de plátanos asados—. Lleguemos al mar lo antes posible: allí está nuestra salvación.

—¿Suponéis que esta laguna tenga su desembocadura en el golfo de México?

—Sí, porque ayer he observado que la corriente baja hacia el sur durante seis horas, y luego sube hacia septentrión.

—¿Luego estas aguas sufren el flujo y reflujo del mar? —Precisamente.

—¿Contáis con encontrar allí a Carmaux?

—Por lo menos, alguna aldea caribe. Esos salvajes no son malos, y respetan a los hombres de piel blanca desde la colonización española. Ellos podrán darnos una buena piragua, con la cual llegaremos a las Tortugas. Prometiéndoles un fusil, nos acompañarán gustosos.

—¿Y Carmaux?

—Cuando estemos en las Tortugas enviaré un destacamento de bucaneros a buscarle.

¿Dónde está nuestra canoa?

—La he traído aquí ayer mientras dormíais. La almadía que hice me llevó hasta el banco donde estaba encallada sin peligro alguno.

—¡Sois una joven admirable, Yolanda! ¡Uno de los míos no hubiera hecho más!

—¡Vamos, señor Morgan!

Cogieron las espadas y la pistola y bajaron a la orilla; pero una nueva sorpresa los esperaba: la embarcación había desaparecido.

—¿Se habrá ido a pique? —se preguntó Morgan, que estaba lívido.

—No lo creo —replicó la joven, no menos alterada—. Era de una pieza, y no tenía ni una resquebrajadura.

—¡Entonces, la han robado!

—¿Cuándo?

—¿Estáis segura de que estaba aquí ayer tarde?

—La amarré con un bejuco nuevo.

—Alguien la ha robado valiéndose de la oscuridad. ¿No habéis visto a nadie durante la noche?

—Me parece que no.

El filibustero bajó a la orilla y cogió la liana que unía la canoa a un tronco de árbol, examinándola atentamente.

—Ha sido cortada con un cuchillo o algo semejante —dijo—. Supongo que otros indios han descubierto nuestro campamento, y la más elemental prudencia aconseja que nos marchemos de aquí en seguida.

—¿Adónde? —preguntó Yolanda.

—Al bosque donde los oyaculés han perseguido a Carmaux y a los dos caribes. Quizá me engañe; pero espero encontrar a mi marinero.

—Hay que cruzar el río.

—Me pareció que el agua no era muy profunda; yo soy buen nadador, y puedo llevaros a la orilla opuesta.

—Entonces, vamos, señor Morgan. Marchando siempre hacia el sur llegaremos al mar.

Además, tenéis una brújula, ¿verdad?

—Sí, señorita.

Recogió una gruesa rama para servirse de ella como de un bastón, y ambos se pusieron en marcha.

Morgan avanzaba despacio para no irritar demasiado la herida, y se detenía de cuando en cuando para escrutar los contornos, temiendo siempre alguna sorpresa por parte de los que habían robado la canoa.

Sin embargo, el bosque parecía desierto.

En diez minutos Morgan y Yolanda atravesaron el trozo de bosque y llegaron a la orilla del río, a un lugar donde el agua no era profunda y se podía vadear fácilmente.

—Permitid que os coja en brazos, señorita —dijo Morgan—. No quiero que os mojéis.

Iba a acercarse para coger a la joven, cuando algunas flechas silbaron en sus oídos, sin herirlos, y una turba de indios salió corriendo del bosque manejando sus pesadas mazas cuadrangulares y agitando los arcos. Morgan desenvainó rápidamente su espada, y poniéndose delante de Yolanda, con un fulmíneo molinete detuvo a los enemigos, gritando en español:

—¡Deteneos, u os mato!

En vez de obedecer, los indios se colocaron en semicírculo y apuntaron sus arcos al corsario.

El momento era terrible. Era imposible que a tan breve distancia los indios, que generalmente son hábiles arqueros, fallasen el blanco. Morgan lo comprendió así, y bajando la espada dijo con voz amenazadora:

—¿Qué queréis del hombre blanco? Yo no soy vuestro enemigo. ¿Por qué me atacáis?

Un indio más alto que los otros, y que llevaba en el cabello algunas plumas, hizo bajar con un gesto los arcos y avanzó, diciendo en español:

—¿Quién eres y de dónde vienes? —Somos náufragos a quienes la tempestad ha traído a estas costas. —¿Eres tú quien ha matado a uno de los nuestros que había venido a cazar el maipuri (tapir), con su compañero, y que no ha vuelto a la tribu?

—¿Hablas de Kumasa? —preguntó Morgan con alegría.

—¿Cómo sabes su nombre? —preguntó el indio con sorpresa.

—Le he encontrado hace cinco días en la costa con su compañero. Había sido sorprendido por los oyaculés, y se refugió en mi campamento.

—¿Han aparecido aquí los oyaculés? —preguntó el indio con temor.

—Sí, y ellos nos han separado de Kumasa.

—¿Dónde está ahora el jefe?

—No lo sé: huyó al bosque con uno de mis compañeros, y no he vuelto a verle.

—¿Juras que no le has visto?

—¡Lo juro! —dijo Morgan.

El indio se volvió hacia los suyos y cambió con ellos algunas palabras en idioma español; luego se volvió a Morgan, que seguía ante Yolanda, diciéndole:

—Creo cuanto me has dicho, hombre blanco. ¿Adónde ibas?

—Hacia la costa, con la esperanza de ver pasar una de nuestras grandes canoas.

—Ven a nuestra aldea, que está junto a la orilla del mar, a la salida de las aguas de la laguna. Te daremos hospitalidad, y no tendrás nada que temer. Ya sabes que los caribes son aliados de los españoles.

—¿Qué opináis, Yolanda? —preguntó Morgan a la joven.

—¿Podemos fiarnos de estos hombres?

—Hoy día los caribes ya no son lo que eran antes, y respetan a los blancos. No creo que tengan intenciones hostiles para con nosotros, sobre todo ahora que saben nuestra amistad con Kumasa.

—Entonces, aceptemos su hospitalidad.

El filibustero se dirigió al indio que esperaba la respuesta, y le dijo:

—Estamos dispuestos a seguirte.

—¿Es tu hija esa joven? —preguntó el caribe.

—No, es mi hermana —repuso Morgan.

—Debe de ser tan valiente como bella.

—Y sabe defenderse como un guerrero.

—Está bajo mi protección, y nadie osará levantar la mirada hasta ella. Hagamos colación, y partiremos.

Los indios se sentaron en tomo de Morgan y de Yolanda, y sacaron de su pagara (especie de cesta de hojas entrelazadas) pescados asados, algunos trozos de kariacú (especie de ciervo), plátanos, galletas de maniot y algunos frascos de cascirí, licor fuerte que bebido en abundancia embriaga como el aguardiente.

Eran unos cuarenta, todos de regular estatura, amplias espaldas, nervudos, de piel amarillo rojiza, enrojecida aún más por la costumbre que tenían de embadurnarse el cuerpo con aceite de coco para evitar las picaduras de los insectos.

Tenían el rostro afeitado, grueso, de melancólico aspecto; ojos pequeños, negros y muy vivos, y cabellos oscuros y rizosos. Todo su vestido consistía en un faldellín de algodón franjeado y con colgajos de diversos colores, abundando los collares y brazaletes de dientes de fieras, picos de tucán y cristales de roca: en su mayor parte llevaban el cartílago nasal atravesado por una espina de pescado, y bajo el labio inferior, clavado en la carne, un disco de madera o un trozo de escama de tortuga.

Cuando hubieron terminado la colación, hecha en silencio, dieron la señal de marcha.

Morgan y Yolanda iban detrás del jefe, quien para mejor mostrar sus pacíficas intenciones les había dejado a sus espaldas.

Atravesaron un trozo de bosque abriéndose paso fatigosamente por entre aquella enmarañada verdura, y bajaron hacia la laguna a una pequeña cala donde había siete largas canoas, entre ellas la que fue de Morgan.

—¿Fuiste tú quien me la quitó? —le preguntó al jefe.

—Sí —repuso riendo—. Te la quité ayer tarde, después del ocaso. Vi los fuegos de tu campo, y costeando la laguna para ver quiénes eran las personas acampadas, vi la canoa y la cogí. Además, no era tuya.

—Era de Kumasa.

—La reconocí en seguida, y, creyendo que habrías matado al valiente guerrero, te preparé una emboscada para vengarle.

—¿Sospechas aún que le he matado?

—No —repuso el indio—. ¡Embarquemos!

Los caribes tomaron asiento en las canoas, empuñaron los remos, y la pequeña flotilla se dirigió hacia septentrión.

Morgan y Yolanda iban en la piragua del jefe, que era la más larga y la más cómoda y tenía en el centro una pequeña piupa, o sea un tejadillo de hojas de waie y de maripa.

Hacia la tarde las canoas llegaban a la boca de un río o de un canal que parecía comunicar con el mar.

Los indios acamparon en un promontorio, donde encendieron muchos fuegos, y al amanecer volvieron a embarcarse y remaron vigorosamente.

A mediodía el canal ensanchó notablemente, y de pronto apareció en una de las orillas una aldea acuática plantada sobre una enorme empalizada, y compuesta de dos o tres docenas de carbé, gigantescas casas formadas por un tejado de sesenta u ochenta pies de largo y dieciocho de alto, construido con cañas y hojas de latania.

En torno de la empalizada que sostenía aquellas construcciones había gran número de canoas, algunas de tronco de cedro y otras de bambú.

Oyendo los gritos de los guerreros, de los carbé y de los ¡upas, que son las cabañas destinadas a las mujeres, salieron varios indios seguidos de gran número de chiquillos que saludaban con gritos desaforados.

La canoa del jefe, que era la primera, abordó en la empalizada más cerca, y el jefe mismo ayudó a Morgan y a Yolanda a subir a la plataforma donde estaban reunidos algunos subjefes, que se distinguían por sus plumas y picos de tucán.

El jefe cambió algunas palabras con ellos, y haciendo un gesto de sorpresa se volvió hacia Morgan, diciéndole en español:

—Has dicho la verdad, y me alegro.

—¿Por qué? —preguntó el filibustero.

—Kumasa ha llegado ayer sano y salvo.

—¿Y el hombre blanco?

—Los hombres blancos querrás decir.

—No; no había más que uno con los indios.

—Ahora son dos. ¡Mira, ahí llegan!

Dos hombres se habían precipitado fuera de una cabaña, y corrían agitando los brazos.

—¡Carmaux! —exclamó con alegría Morgan.

—¡Y don Rafael! —añadió Yolanda.

—¿De dónde ha salido ese hombre? —se preguntó Morgan—. ¡Y todos le creían muerto!

—¡Capitán! ¡Capitán! —g r i t ó Carmaux, que llegaba como una bomba—. ¡Salvados!

¡Salvados! ¡Este es el día más feliz de mi vida!

IX. EL RAPTO DE YOLANDA

Un cuarto de hora después, Morgan, Yolanda, Carmaux y el plantador de Maracaibo, reunidos en una cómoda jupa cubierta de esteras por tres de sus lados y puesta a su disposición por Kumasa, sentados ante dos magníficas ocas marinas perfectamente asadas, un montón de galletas de casaba, mangos y plátanos, y hasta un monumental frasco de cascirí, cambiaban impresiones.

Todos estaban ansiosos de saber por qué afortunada circunstancia habían escapado de la muerte; pero sobre todo los maravillaba la inesperada procedencia de don Rafael, a quien todos creían ahogado.

La narración de Carmaux tenía poco interés.

El valiente marinero y los dos indios, con una rápida carrera, lograron ponerse a salvo de los oyaculés; más tarde volvieron hacia el río para buscar a Morgan y a Yolanda, y no habiéndolos encontrado, se decidieron a llegar al carbé para pedir socorro y tomar una nueva canoa para recorrer la laguna.

—Ahora a vos, don Rafael —dijo Yolanda cuando Carmaux hubo terminado—.

Vuestra presencia entre estos indios es completamente extraordinaria.

—En efecto, señorita; me he salvado y he llegado aquí por milagro —dijo el plantador, que comía y bebía por dos, con acompañamiento de profundos suspiros—. ¡Me parece imposible estar vivo todavía!

—¡Y por eso se consuela devorando él solo medio almuerzo! —dijo Carmaux riendo—.

¿Es para preparar vuestra venganza?

—¿Qué venganza? —preguntaron Morgan y Yolanda asombrados.

—Me han tirado al mar para ahogarme, señor; no es cierto que yo me cayera —dijo don Rafael.

—¿Quién? —preguntó Morgan.

—Me empujó ese condenado capitán, temiendo que aquel señor fuese…

—¡Alto, camarada! —dijo Carmaux guiñándole un ojo.

—El comandante de la nave —repuso don Rafael, que ya había sido prevenido por el marinero para que no hiciera alusión alguna al Gobernador de Maracaibo.

—¿Qué capitán? —preguntó Morgan.

—El señor Valera.

—¿El que me tenía prisionera en los subterráneos del convento de Maracaibo? — dijo Yolanda.

—Sí, señorita. Debía de haber sospechado que fui yo quien llevó allá a los dos filibusteros del señor Morgan, y sólo esperaba una ocasión propicia para vengarse de mí.

Aprovechando un momento en que estabais ocupados en cerrar las vías de agua del velero, me siguió al castillo de proa y cogiéndome a traición por la espalda, me tiró al mar antes de que pudiera lanzar un grito.

—¿Y cómo os habéis salvado? —preguntó Morgan—. Estábamos bastante lejos de estas costas.

—Ahora veréis. Cuando volví a flote, medio atontado por el baño, vuestra nave estaba ya lejos; pero oía a pocas brazas de mí la fragata, que flotaba todavía. Siendo un buen nadador, me dirigí hacia ella; y habiendo encontrado una cuerda colgando, me izé por ella.

El casco, transportado por el viento y la corriente, se rompió contra estas costas, y casi milagrosamente me salvé en la playa, donde fui encontrado por algunos indios y conducido aquí.

—En efecto; hemos encontrado los restos de la pobre fragata —dijo Morgan—. ¡Don Rafael, debéis de haber nacido bajo una buena estrella!

—Eso voy creyendo— repuso el panzudo plantador—. Pero quisiera…

¿Qué quería? Ni Morgan ni Carmaux pudieron saberlo nunca, porque la conversación fue súbitamente interrumpida por una descarga de fusiles y un griterío ensordecedor.

Los dos corsarios, Yolanda y don Rafael se precipitaron fuera de la cabaña, mientras los indios pasaban corriendo por las plataformas seguidos de sus mujeres y de sus hijos, que chillaban desesperadamente.

Viendo aparecer a Morgan, Kumasa se le adelantó diciéndole:

—¡Jefe blanco, defiéndenos!

—¿Quién os amenaza?

—¡No sé; muchos hombres blancos se acercan al carbé haciendo fuego!

—¿Españoles?

—No lo creo.

—¡Vamos a ver!

Dio la vuelta a una cabaña que le impedía ver la laguna, y llegando al margen de la plataforma vio dos enormes almadías cargadas de personas que disparaban al aire.

Morgan y Carmaux lanzaron un grito de alegría.

—¡Nuestros compañeros!

Eran, en efecto, los filibusteros del velero, que avanzaban por el canal que comunicaba con el mar, empujando fatigosamente almadías que parecían hechas con los restos de una nave.

Si no todos, estaban casi todos, y Pedro el Picardo con ellos.

¿Cómo estaban allí, y, sobre todo, cómo habían logrado ellos también escapar de la muerte?

—¡Amigos! —gritó Morgan—. ¡Cesad el fuego! Sois huéspedes de estos indios, que no os molestarán.

Los corsarios lanzaron un inmenso alarido:

—¡El capitán!… ¡El señor Morgan!

La primera almadía llegó pronto bajo la empalizada, y Pedro el Picardo saltó el primero a la plataforma, abrazándose a Morgan.

—¡También la señorita de Ventimiglia! —exclamó viendo a Yolanda—. ¡Ah, qué fortuna!

—¿Y la nave? —preguntó Morgan.

—Naufragó —repuso Pedro el Picardo—; con sus despojos hemos hecho estas almadías.

—Yo he recorrido la costa sin verla.

—Se estrelló contra un islote a quince millas de estas playas. Las olas nos llevaron en el momento en que te arrastraban a ti con Carmaux y la señorita Yolanda, y luego nos arrojaron contra unos arrecifes. Fue una suerte, porque el velero estaba ya lleno de agua.

¿Y tú? ¡Ah! ¡Un momento! Me olvidaba de decirte que por poco si nos capturan los españoles.

—¿Qué españoles?

—Una nave que está anclada a pocas millas de aquí en una bahía y que por poco nos ve.

—¡Una nave! —exclamó Morgan, en cuya mente había nacido una idea.

—Sí; y grande, según parece.

—Pedro, ¿cuántos hombres tienes?

—Cincuenta. Los prisioneros españoles huyeron ayer tarde aprovechando un alto en tierra.

—Hasta…

—¡Sí! —repuso Pedro, que había comprendido.

Morgan contuvo un gesto de rabia y dijo con voz sorda:

—¡Más tarde nos cuidaremos de eso; por ahora tenemos algo mejor que hacer!

Se inclinó sobre el borde de la plataforma, y gritó a sus corsarios, que esperaban la orden del desembarco:

—Acercaos a la orilla opuesta, que ahora iremos nosotros.

—¿Qué quieres hacer, Morgan? —preguntó Pedro.

—Tus hombres han salvado sus armas, ¿verdad?

—Fue su primera idea; todos tienen su arcabuz, sable de abordaje y municiones suficientes.

—¿Y está bien armada la nave que habéis visto?

—Es un buen barco, a fe mía —repuso Pedro.

—Pedro, no nos queda más que un golpe desesperado —dijo Morgan.

—¿Apoderarnos de esa nave?

—Sí; es el único recurso que nos queda para poder volver a las Tortugas.

—¡Diablo! No será fácil, Morgan. A juzgar por su tamaño, esta nave debe de tener numerosa tripulación.

—No estamos acostumbrados a contar nuestros enemigos —dijo Morgan—; otros filibusteros con menos hombres han llevado a cabo mayores empresas. No perdamos tiempo. Nos jugaremos el todo por el todo. ¡Carmaux!

Nadie contestó. El valiente marinero, viendo en la segunda almadía a su inseparable hamburgués, había ido a abrazarle.

—Estará con Van Stiller —dijo Pedro.

—¡No importa! —dijo Morgan.

Se volvió hacia Yolanda, que había asistido al coloquio.

—Señorita —le dijo—, partimos para una expedición que puede ser peligrosísima, y no quiero exponeros. Si os dejase aquí bajo la guardia de Kumasa y de don Rafael, ¿os disgustaría? Estos indios son buena gente, incapaces de maquinar nada contra vos.

—Os esperaré, señor Morgan, con toda confianza —repuso Yolanda—. Lo único que os pido es que no os expongáis demasiado. La muerte de un hombre tan valiente y caballeroso, me afligiría.

—Señorita —dijo Morgan con voz alterada por intenso gozo—, viviré para vos; y si una bala traidora me atravesase, moriría con vuestro nombre en los labios.

Un vivo carmín tiñó las mejillas de la joven.

—Os espero, capitán —dijo suspirando—. ¡Que Dios os proteja!

—¡Adiós, señorita; antes de la noche estaremos de vuelta!

Se alejó rápidamente, como si quisiera ocultar la emoción que le embargaba, y bajó a una canoa en la que estaba Pedro el Picardo con cuatro caribes.

De pie en la plataforma, Yolanda le seguía con la mirada, sonriéndole, y no se movió hasta que la canoa hubo desaparecido tras un islote.

—Estoy bajo vuestra protección, don Rafael —dijo al plantador—. Aunque seáis español, espero que no me haréis traición.

—¡Preferiría dejarme matar, señorita! —dijo el plantador—. Ya soy amigo de los filibusteros; y si alguien quiere tocaros, probará la fuerza de mi brazo.

—Llevadme a la jupa que Kumasa nos ha destinado.

—Vuestros deseos son órdenes para mí.

Le abrió paso por entre los indios que se habían reunido en la plataforma y la precedió hasta la cabaña; luego fue a buscar a Kumasa, que estaba al otro extremo de la aldea, para que pusiera una escolta de honor a disposición de la joven.

Ya estaba para volverse a la cabaña, cuando sus miradas cayeron sobre una canoa tripulada por una docena de hombres, que desembocaba entonces entre los islotes que se extendían por aquel lado de la laguna.

Fue tal la emoción que experimentó al reconocer a los que la tripulaban, que tuvo que asirse a un palo para no caer.

El pobre hombre no se espantaba sin motivo, porque entre aquellos doce hombres había reconocido al conde de Medina y a su infernal capitán Valera.

Cuando se repuso, la canoa llegaba al extremo de la empalizada, y los españoles subían ya a la plataforma.

—¡Estoy perdido! —murmuró don Rafael—. ¡El capitán me verá, y me tirará al río con una piedra al cuello para que no salga a flote!

Por un momento tuvo idea de correr a la jupa para prevenir a Yolanda; pero comprendió que ya era tarde y que nada hubiera podido hacer por salvarla.

—¡Si fuera a avisar al señor Morgan y a Carmaux! —se dijo—. Acaso no estén todavía lejos y puedan impedir que el conde se la lleve. ¡Ánimo; no perdamos tiempo!

Don Rafael, que acaso por primera vez en su vida sentía en el corazón un valor de león, se dejó resbalar a lo largo de un palo y eligió la canoa más ligera.

De repente, una idea le contuvo.

—¡Iba a hacer una tontería! —dijo.

Empujó la canoa bajo las plataformas, pasando hábilmente por entre los palos que la sostenían, y se dirigió hacia el ángulo oriental de la aldea.

Mientras lo atravesaba oía claramente sobre sí hablar a las mujeres y niños, ya que el pavimento de las habitaciones era de traviesas de bambú cubiertas con un tejido que no impedía la transmisión del sonido.

—Pues bien —murmuró don Rafael—; no perderé ni una sílaba de lo que diga el conde a la señorita de Ventimiglia, y así podré contárselo todo al señor Morgan.

Llegó sin ser visto al ángulo oriental del carbé, donde se levantaba la jupa destinada por el jefe a Yolanda.

Aguzó los oídos y oyó un paso ligero que ora se alejaba, ora se acercaba.

—La señorita está aquí encima —murmuró—. ¡Esperemos!

No habían pasado cinco minutos cuando se oyeron pasos pesados y la voz del conde, que decía:

—Quedaos aquí de guardia, capitán.

—¡Maldito bribón! —murmuró don Rafael—. ¡Si pudiese agarrar a ese condenado Valera y tirarle abajo, me alegraría mucho! ¡Ah! Ha entrado el conde!…¡Oído!…

Viendo llegar a aquellos hombres blancos y subir sin dificultad a la plataforma, Kumasa se había apresurado, en unión de los subjefes, a ir a recibirlos.

Apenas estuvo frente al conde de Medina no pudo contener un grito de estupor y de alegría.

—¿Aún me reconoces, indio? —preguntó el Gobernador con sonrisa de contento.

—Tú eres el grande hombre blanco que mandabas la bella ciudad que yo visité hace dos años, y que me recibió como amigo —repuso el indio.

—Sí —dijo el conde—. Yo era entonces Gobernador de Cumana. Celebro que tengas buen recuerdo de la acogida que te dispensé en la ciudad de los hombres blancos.

—Aún tengo los regalos que me diste. ¿Qué puedo hacer ahora por ti? Eres mi huésped.

—Da una cabaña y alimento a mis hombres, que tienen hambre, y llévame a tu carbé; tengo que hablarte.

El caribe dio algunas órdenes a los subjefes, y dijo al conde:

—¡Sígueme, gran hombre blanco!

—Venid, capitán —dijo el Gobernador a Valera.

Mientras los hombres que los acompañaban, y que no eran sino los marineros del velero abordado por Morgan, eran conducidos a una cabaña, Kumasa se dirigió hacia su carbé, que era muy vasto, introduciendo al conde y al capitán en una apartada estancia frente a la laguna.

—Estáis en mi casa —dijo tomando una calabaza llena de cascirí y llevando algunos vasos, regalo de los españoles de Cumana.

—Escúchame —dijo el conde—, y si me sirves fielmente, yo te regalaré a ti y a tu tribu armas, vestidos y el agua que quema la garganta.

—Conozco la generosidad del grande hombre blanco —dijo Kumasa con avariciosa mirada.

—Esta mañana he visto pasar por el canal seis o siete de tus canoas, y en una de ellas había un hombre blanco y una joven.

—Es verdad —dijo el indio. —¿Están aquí todavía?

—El hombre partió hace dos horas con muchos otros hombres blancos que habían llegado en almadías.

El conde miró a Valera.

—¿Se habrá reunido Morgan con sus hombres? —le dijo.

—De seguro.

—¿Es el demonio quien protege a ese hombre? ¡Le creía ahogado, y, por el contrario, veo que hasta encuentra a sus corsarios! ¿Cuándo acabará su buena suerte? ¿Sabes, Kumasa, dónde han ido?

—Lo ignoro, gran hombre blanco; pero he oído hablar de una de esas grandes canoas que tienen alas.

—¿De una nave?

—Sí; así las llamáis vosotros.

—¿Había algún barco de corso en estas costas? —dijo el capitán—. ¿La joven ha partido con ese hombre?

—No; está aquí.

El conde hizo un rápido movimiento de sorpresa.

—¡Aquí! —exclamó.

—En la jupa que les destiné.

—¡No esperaba tal suerte! ¡Qué soberbio desquite! ¡Que vuelva a quitármela Morgan si se atreve! ¡Tendrá que ceder la hija del corsario!

—¡Poco a poco, señor conde! —dijo el capitán—. Morgan puede haber dejado escolta.

—Sólo ha quedado un hombre con ella —dijo Kumasa—, y es español, según creo.

—¡Si trata de oponer resistencia, le tiramos al agua! —añadió Valera.

—Vamos a verla, y dejadme entrar solo —dijo el conde—. Tú, Kumasa, tendrás cuanto he dicho.

—El otro hombre blanco no me ha prometido nada —pensó el sagaz indio—.

¡Sirvamos a éste!

Cogió su arco y sus flechas, y seguido por los dos españoles atravesó la aldea, deteniéndose ante la jupa de Yolanda.

—La bella joven está aquí —dijo.

—¿Y el hombre encargado de velar sobre ella?

—Habrá ido a buscar cascirí —dijo Kumasa—. ¡Ya me ha vaciado tres frascos del mejor, del mío!

—Quedaos aquí de guardia, capitán —dijo el conde.

Se quitó el sombrero de pluma y entró resueltamente en la cabaña, no sin preguntar antes:

—¿Se puede?

Yolanda, que estaba en aquel momento ocupada en arreglar su habitación, se volvió bruscamente al oír aquella voz, y lanzando un grito de sorpresa.

—¿Vos, señor? —exclamó palideciendo.

—¿Me reconocéis, señorita de Ventimiglia? —dijo con tono algo irónico el conde.

—No olvido nunca a los que se declaran mis enemigos —contestó Yolanda, ya repuesta.

—Lo creo, señorita, que siempre habéis hecho mal en considerarme como enemigo vuestro —dijo el Gobernador de Maracaibo—. ¿No habéis pensado nunca que puedo de algún modo ser vuestro pariente?

—¿Vos?

—Vuestra madre era, según creo, una duquesa Wan Guld.

—Así es.

—Y en mis venas —añadió altivamente el conde— corre también la sangre de Wan Guld.

—¡Mentís!

—Vos, señora, habéis nacido de la duquesa de Wan Guld, mujer del Corsario Negro. Yo he nacido de otra mujer que fue la segunda esposa del duque de Wan Guld. ¿Qué diferencia hay, pues? Pero éstas son cosas que no os importan. Sangre ducal corre por mis venas, y basta.

—Entonces, deberíais…

—Protegeros, ¿verdad? —dijo burlonamente el conde—. Por desgracia, no puedo proteger a los amigos de los ladrones de mar ni a los de vuestro padre.

Yolanda se irguió como leona herida; con el rostro encendido y la diestra extendida, dijo:

—¿Habéis venido aquí para ofender la memoria de mi padre?

—¡Vuestro padre! ¿Quién era? ¡Un filibustero de las Tortugas, un ladrón del mar!

—¡Salid!

—¡Sí; cuando hayáis firmado la renuncia de los bienes que mi padre, el duque de Wan Guld, poseía en las colonias españolas de América meridional y central! ¡Un millón de piastras que estará mejor en mi poder que en el vuestro! Además, vos tenéis tierras y castillos suficientes en el Piamonte.

—¡No firmaré nunca esa renuncia!

—¿Nunca? ¡Bah! ¡Otros han pronunciado la misma palabra, y luego no la han cumplido! ¡No me conocéis aún!

—¡Sí! ¡Sois un miserable! —gritó Yolanda.

El conde de Medina palideció ante esta ofensa, y dijo:

—¡Entonces, señorita, seréis mi prisionera!

—¿No pensáis que estoy bajo la protección de los corsarios de las Tortugas? —dijo Yolanda.

—¡Ladrones del mar! ¡Buenos protectores, señorita!

—Son formidables.

—Por desgracia para vos, llegarán tarde.

Y con voz seca añadió: —¿Firmáis?

—¡No!

—¡Cuidado!

—¡Amenazas! ¡No; no firmaré nunca, porque tengo la seguridad de que no recobraría mi libertad!

Una llama siniestra brilló en los ojos del conde.

—¡He de vengar a mi padre! —dijo—. ¡Me habéis adivinado! ¡A mí, capitán!

Valera, que estaba de guardia en la puerta, se lanzó en la cabaña, diciendo:

—¡Heme aquí, señor conde!

—¡Apoderaos de esta joven!

Yolanda había retrocedido buscando un arma. El capitán lo comprendió, y de un salto cayó sobre ella, cogiéndola por la cintura.

La joven lanzó un grito: —¡Auxilio, caribes!

En aquel momento, Kumasa debía de haberse vuelto completamente sordo. Pensaba en las armas, en los vestidos y en el agua que quema la garganta, y creyó oportuno no moverse.

—¿Firmáis ahora? —preguntó el conde.

—¡No! ¡Nunca!

El conde salió de la jupa.

—¿Tienes una canoa? —preguntó a Kumasa.

—Más de cincuenta —repuso el indio.

—Llama a mis hombres y hazlos subir a la mayor. Yo te espero en Cumana para cumplir lo prometido.

—¡Eres generoso, gran hombre blanco! —repuso el indio—. Yo mismo te llevaré a Cumana: antes de esta noche llegaremos.

—Y antes de media noche zarparemos para Costa Rica, y de allí pasaremos a Panamá — dijo el conde a Valera—. ¡Ya veremos si Morgan va a buscarla allí! Tenemos tropas y cañones en tan gran número que pueden hacer frente a una escuadra. Señorita —dijo luego—, os ruego que me sigáis.

—¿Adónde? —preguntó la joven.

—Más tarde lo sabréis.

—¿Y si me negara?

—A pesar mío, me vería obligado a emplear la fuerza.

—Dejad al menos que escriba un billete a Morgan —dijo Yolanda—. He contraído compromisos con él.

—¡No consentiré nunca! ¡Daos prisa, señora; no tenemos tiempo que perder!

—¡Sois unos miserables! —gritó Yolanda con supremo desprecio.

—Las ofensas de una mujer no se lavan con sangre —dijo—. ¡Basta! ¡Venid, o llamo a mis hombres!

—¡No quiero que me toquen vuestros esbirros! ¡Os sigo! ¡El capitán Morgan sabrá alcanzaron y vengarme!

—¡Lo veremos! —repuso el conde irónicamente.

Le ofreció el brazo, que ella rechazó, y salieron de la jupa.

Una gran canoa tripulada por los españoles y seis indios con Kumasa los esperaban ante la última plataforma.

Ante el temor de ser descubierto, don Rafael se había dejado caer al fondo de su embarcación.

Vio bajar primero al capitán, luego a Yolanda, y por último al conde, y la gran canoa tomó rápidamente rumbo a septentrión.

—¡Se la llevan a Panamá! —murmuró el buen hombre secando el sudor que perlaba su frente—. ¡La señorita de Ventimiglia está perdida! ¡Los corsarios no lograrán nunca expugnar aquella gran ciudad, que está tan lejos! ¡En fin, vamos a dar la triste noticia al señor Morgan!

Atravesó las plataformas remando a toda prisa, y se dirigió hacia donde había visto desembarcar a los corsarios, tomando tierra en los linderos del bosque.

X. LA CORBETA ESPAÑOLA

Mientras el conde de Medina con un afortunado golpe se apoderaba de la hija del Corsario Negro, Morgan, al frente de sus hombres, se dirigía en busca de la nave española anclada en las costas venezolanas, y de la cual necesitaba para volver a las Tortugas.

Plenamente seguro del valor de sus hombres, no duda de que se apoderaría de ella, fuera cual fuese el número de sus defensores.

Aún no tenía formado su plan de ataque; pero estaba más que cierto de que antes que el sol cayera tendría en sus manos el barco español.

Pedro el Picardo iba al frente de la comitiva, ya que sabía aproximadamente el lugar donde estaba la nave. Tras una marcha rapidísima, tres horas después llegaban en la orilla del mar a la extremidad de una bahía bastante profunda, en la cual el barco, sea para tomar agua o para reparar averías, había buscado un momentáneo refugio.

Los corsarios se habían detenido bajo una tupida enramada, y sólo los dos jefes se adelantaron hacia la playa por temor a ser descubiertos.

La nave que estaba allí era una magnífica corbeta armada en guerra. Acaso había formado parte de alguna de las escuadras encargadas de dar escolta a los galeones cargados de oro que iban a España, y alguna tempestad la había separado de ellos llevándola hacia las regiones meridionales.

—¿Qué te parece, Morgan? —preguntó Pedro.

—La nave es grande, y probablemente tendrá un bonito número de cañones y de hombres —dijo Morgan—. Sin embargo, no desconfío de sorprenderla, con ayuda de la noche. Ese navío nos es absolutamente preciso para volver a las Tortugas. ¿Quién es capaz en esta estación, que es la de los torbellinos, de aventurarse en una canoa india con la señorita Yolanda?

—Tienes razón. ¡Ah! ¡Afortunada casualidad!

—¿Qué dices, Pedro?

—¿No ves a los españoles botar al agua chalupas cargadas de barriles?

—¿Y bien?

—Bajan a tierra.

—Pedro —dijo Morgan—, creo tener una buena idea.

—¿Cuál?

—Deja que la madure. Reunamos a nuestros hombres sin perder tiempo. Te prometo que antes de la noche esa corbeta será nuestra. Vamos a emboscarnos.

—¿Qué quieres hacer?

—Dentro de poco lo verás.

—¿Tomarán tierra esos marineros para renovar la provisión de agua?

—Veámoslo, Morgan.

—Yo creo que van a proveerse de víveres.

—Pronto lo veremos.

La tripulación había botado al agua dos grandes chalupas, y en ellas habían puesto treinta o treinta y cinco hombres armados de arcabuces y hachas.

Los dos filibusteros, que estaban tras un grupo de pasionarias, esperaron a que las chalupas se dirigiesen hacia la costa, y luego corrieron hacia sus compañeros.

—¡Preparad las armas! —les dijo Morgan—. Hemos de sorprender a las chalupas que van a tocar a la costa.

Y dirigiéndose a Pedro, le habló en voz baja.

—Haz lo que quieras —le dijo Pedro después de escucharle—. Tú encuentras siempre nuevos recursos.

—¿Me creerán?

—Hablas el español muy bien, y no dudarán.

—¿Dónde me esperaréis?

—Aquí, entre estos árboles. Es necesario que los hombres que quedan a bordo no se den cuenta de la emboscada.

—¡Ten cuidado de que los nuestros no me fusilen a mí!

—Al primer disparo échate al suelo.

Pedro el Picardo se despojó de la casaca y de los calzones, quedándose sólo con la ropa interior, que desgarró por varios sitios; tiró calzado y espada, y cogiendo una gruesa rama se alejó, diciendo: —¡Si me matan me vengaréis!

Estamos prontos a impedir que te ahorquen —repuso Morgan.

Mientras los filibusteros se echaban al suelo ocultándose entre la espesura, Pedro el Picardo seguía su camino por en medio del bosque. Se orientaba para poder llegar a la playa cuando ya los españoles hubiesen tomado tierra.

Hacía diez minutos que caminaba, cuando oyó sonoros golpes a corta distancia; parecía como si derribasen árboles.

Pedro alzó los ojos, y vio que estaba rodeado de palmeras.

—Buscan semilla —dijo—. ¿Tendrán pocos víveres, o padecerán a bordo del escorbuto?

¡Ánimo, y cuidado con decir tonterías!

Se apoyó en el bastón con aire de hombre rendido, y avanzó por entre los árboles hacia donde se oían los golpes. Había atravesado un grupo de simarrubas, cuando oyó una voz que decía:

—¡Cáspita! ¡Un salvaje!

—¡Es verdad! ¡Es un hombre blanco! —dijo uno de los cuatro—. ¿De dónde venís?

—Soy un pobre náufrago —dijo Pedro avanzando—, compatriota vuestro.

Los cuatro marineros le rodearon mirándole con compasión.

—¡Pobre hombre! —dijo el más viejo—. ¿Hace mucho que vagáis por esta selva?

—Tres semanas —dijo Pedro.

—¿Se estrelló vuestra nave?

—Completamente, y no fue posible salvar nada.

—¿Cómo se llamaba?

—La Pinta.

—¿Se ahogaron vuestros compañeros?

—La mayor parte.

—¿No estáis, pues, solo?

—No; nos hemos salvado siete.

—¿Dónde están los demás?

—En una cabaña que hemos construido no lejos de aquí; pero están tan extenuados, que ni andar pueden.

—Pues aquí abundan las frutas.

—No tenemos ni un hacha para cortar ramas.

—¡No os dejaremos morir de hambre! —dijo uno.

—Esperad que vaya a prevenir al oficial, y vosotros, camaradas, dad un poco de galleta y de aguardiente a este pobre hombre.

Pedro, que recitaba a las mil maravillas lo que Morgan le había dicho; apenas había podido comer dos o tres galletas, cuando vio volver al marinero acompañado de un oficial y unos treinta marineros.

—¿Dónde están vuestros compañeros? —dijo el oficial a Pedro, que se había puesto en pie—. Mi marinero Pedro me ha contado que no estáis solo.

—Es cierto, señor —dijo el corsario—. No están muy lejos.

—¿Habéis encontrado indios en estos parajes?

—No los hemos visto, señor.

—¿Vuestra nave se llamaba?

—La Pinta.

—¿Y pertenecía?.. .

—Al departamento marítimo de Uraba.

—¿En el Darién?

—Sí, señor.

—¿Vive el capitán?

—Murió en el naufragio.

—Llevadme adonde estén vuestros compañeros. Nuestra nave es bastante grande para poder embarcar ocho o diez hombres más.

—¡Gracias, señor! —dijo el corsario con sutil ironía—. ¡Sois demasiado bueno! Si no os molesta, seguidme.

—¡Adelante! —dijo el oficial a sus hombres.

El destacamento se colocó en doble fila y siguió al filibustero, que iba al lado del teniente.

Atravesaron un trozo de bosque adoptando ciertas precauciones. De pronto Pedro el Picardo fingió tropezar en un bejuco, y cayó como muerto.

Casi en el mismo instante se oyó la voz de Morgan, que gritaba: —¡Fuego!

Una terrible descarga que partió de entre el follaje derribó a unos diez hombres, y los filibusteros se lanzaron sable en mano, gritando:

—¡Rendíos!

El estupor de los supervivientes fue tal, que ni siquiera intentaron defenderse.

Además, el número de los enemigos era muy superior al suyo.

Sólo el teniente desenvainó su espada y se abalanzó a Morgan, gritando:

—¿Quiénes sois vosotros, que asesináis a semejantes vuestros? No sois indios.

—Somos enemigos mucho más temibles que los indios —repuso el corsario—.

¿Queréis saber quiénes somos? ¡Filibusteros de las Tortugas! ¿Queréis mediros con nosotros? Estamos dispuestos; pero no os aconsejo que lo intentéis. ¡Tirad las armas y rendíos!

Oyendo aquellas palabras el oficial había hecho un gesto de estupor.

—¡Filibusteros de las Tortugas! —exclamó—. ¿Cómo estáis aquí?

—Es inútil que lo sepáis —repuso Morgan—. ¿Os rendís? ¿Sí, o no? ¡No tenemos tiempo que perder!

El oficial vacilaba, pero viendo que sus hombres dejaban caer los arcabuces, rompió su espada, diciendo:

—¡Cedo a la fuerza! ¡Fusiladnos si queréis!

—Acostumbro respetar a los valientes desgraciados —dijo Morgan—. Tenéis segura la vida: os doy mi palabra.

Y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

—¡Amarrad a estos señores!

Mientras se cumplían sus órdenes salió al encuentro de Pedro el Picardo, que reía a carcajadas.

—¡Gracias, Pedro! —le dijo—. ¡Nos has dado posesión de la nave!

—Todavía no es nuestra —repuso Pedro.

—Yo no dudo del éxito feliz. Sólo faltan dos horas para el ocaso, y esta noche no habrá luna. Se puede intentar una sorpresa.

—¿Y no se inquietarán los que quedan a bordo no viendo volver a los suyos?

En vez de responder, Morgan llamó a siete u ocho corsarios, y dijo a Pedro:

—Llévame adonde están las chalupas.

—No distan de aquí ni un kilómetro.

—¡En marcha!

El destacamento partió a buen paso, mientras los demás filibusteros amarraban con fuertes bejucos a los prisioneros españoles.

Diez minutos después Morgan, Pedro y sus compañeros llegaban a la orilla del mar.

Se ocultaron entre las plantas, y el capitán dio orden de hacer una descarga al aire.

Un instante después los cañones de la corbeta tronaban con ensordecedor estruendo.

—Creen asustar a los salvajes —dijo Morgan—. Supondrán que sus camaradas han sido sorprendidos por una banda de caribes. Internaos en el bosque, y continuad disparando alejándoos cuanto podáis; y nosotros, Pedro, vigilemos la nave.

Los corsarios partieron a la carrera, disparando de trecho en trecho para hacer creer que perseguían a los salvajes.

—¿Ves cómo no se mueven? —dijo Morgan, oyendo los tiros cada vez más distantes—.

Creerán que sus hombres son vencedores.

—¡Eres un demonio! —dijo Pedro.

—Trato de engañarlos —repuso Morgan—; ya verás cómo lo consigo.

Los hombres de a bordo no se habían movido. Además, no tenían chalupas; sólo se veía colgada de una grúa una muy pequeña, apenas capaz para tres o cuatro personas.

Cuando desapareció el sol hicieron de nuevo tronar los cañones para llamar a los hombres de tierra, y encendieron los dos fanales de popa.

—¡Este es el momento! —dijo Morgan—. Ve a buscar a los compañeros y tráelos aquí en seguida.

—¿Dejo centinelas con los prisioneros?

—Bastan cuatro —repuso Morgan—. ¡Date prisa, Pedro! ¡Estoy impaciente por apoderarme de la nave!

El lugarteniente partió a la carrera. Un cuarto de hora después los corsarios se encontraban reunidos en la playa.

—Pedro —dijo Morgan—, tú que hablas mejor que nosotros el español, da la voz a los de a bordo.

El lugarteniente gritó:

—¡Ohé, camaradas!

Desde la corbeta se oyó responder:

—¿Sois vosotros?

—¡Sí!

—¿Todos?

—¡Todos!

—Embarcad y volved a bordo. ¿Y los salvajes?

—Han huido.

—¡Bien! ¡A bordo!

—¡Subid a las chalupas, y silencio! —dijo Morgan—. ¿Lleváis cargados los arcabuces?

—¡Sí, capitán! —contestaron todos.

—¡Apenas en la toldilla de la nave, atacad sin misericordia!

Los cincuenta y seis hombres embarcaron en silencio.

Morgan tomó sitio en la chalupa mayor, tripulada por dieciocho corsarios; Pedro en otra, y los demás, en la tercera.

Destacadas de la playa las tres embarcaciones se dirigieron velozmente hacia la corbeta de modo que pudieran abordarla por dos lados.

La chalupa de Morgan fue la primera en llegar bajo la escala de babor, que había sido bajada.

El filibustero empuñó las armas, y subió a toda prisa seguido por sus dieciocho hombres.

Apenas llegados a cubierta, viendo acercarse algunos marineros, descargó contra ellos su pistola. El tiro fue seguido de una descarga de arcabuces y gritos de ¡rendíos a los corsarios, o sois muertos! Los hombres de guardia, espantados, presa de un súbito pánico y viendo caer a varios de los suyos, se dieron a la fuga hacia la cámara de proa, precipitándose por la escala.

—¡Ocupad el cuadro, y fuego sobre quien intente subir —gritó Morgan.

Entretanto, las otras dos chalupas habían abordado el barco por estribor, y las tripulaciones habían subido lanzando feroces clamores.

Pedro el Picardo había ocupado el castillo, en el cual había algunas piezas de cañón, y situó un fuerte destacamento ante la cámara.

En las baterías del entrepuente se oía a los marineros españoles gritar:

—¡Traición! ¡Traición!

Morgan hizo encender algunas linternas y ordenó abrir las escotillas.

Los españoles habían desertado del cuadro, y de la cámara común, refugiándose en el entrepuente, donde acaso pensaban oponer alguna resistencia.

Morgan se inclinó por una escotilla, gritando:

—¡Rendíos! ¡La nave es nuestra! Dos o tres disparos le contestaron.

—¡Os prometo dejaros la vida! —¡Fuego sobre ese ladrón de mar! —se oyó gritar a una voz, que debía ser la del capitán.

Morgan se retiró precipitadamente, mientras el entrepuente se iluminaba con vivo fulgor. Los españoles, en vez de rendirse, se defendían vigorosamente.

—¡Os mataremos lo mismo! —gritó Morgan—. ¡Pedro!

—¡Aquí estoy!

—Mira si en la cámara común hay alguna caja de granadas.

—¿Quieres bombardear a los españoles?

—No tengo ningún deseo de zarpar con un centenar de prisioneros que pudieran jugarme alguna mala pasada.

—¿Serán tantos?

—Estas naves no suelen llevar pequeñas tripulaciones. Debe de tener veinte cañones en la batería, y para esas piezas se necesitan lo menos sesenta hombres.

—Vamos a ver —dijo Pedro—. También los españoles usan a veces las granadas.

Aún no habían transcurrido cinco minutos, cuando Pedro volvió seguido por ocho marineros que llevaban con precaución dos pesadas cajas.

—Hay las bastantes para volar la nave.

—¡Que las abran! —repuso Morgan—. ¡Verás cómo se rinden!

Mientras los corsarios abrían las cajas los españoles no habían cesado de hacer fuego por la escotilla, destrozando la maniobra del palo mayor y cortando gran número de cuerdas. Pero eran balas y pólvora perdidas, porque los corsarios cuidaban de no exponerse.

A cada intimación de rendirse contestaban con disparos e insolencias, prometiendo volar la santabárbara antes que dejarse coger.

Seguro de someterlos, Morgan no se preocupaba gran cosa.

Cogió una granada, encendió tranquilamente su mecha, y la tiró al entrepuente. El estallido fue seguido de gritos y carreras precipitadas.

Los españoles, que no esperaban aquel ataque, se habían retirado hacia la extremidad de la crujía para ponerse a salvo.

—¡Continuad mi obra! —gritó Morgan a los corsarios—. ¡Ya acabarán por ceder!

La lluvia de bombas no se hizo esperar. Los filibusteros, furiosos, lanzaban proyectiles para impedir a sus adversarios organizar la defensa.

Los españoles no se rendían, y aunque muchos quedaban mutilados por los proyectiles, seguían los de más haciendo fuego. Ya había caído en el entrepuente una veintena de granadas, cuando entre el humo avanzó un hombre por la escotilla, gritando:

—¡Basta! ¡Nos rendiremos si se nos promete salvar la vida!

—¡Sea! —dijo Morgan—. Subid dos a dos al cuadro de popa.

—¡Jurad que nos perdonaréis la vida!

—¡Morgan no tiene más que una palabra!

Un grito de estupor y de espanto estalló en el entrepuente.

—¡Morgan!

—¡El famoso corsario!

Y la voz que antes ordenó el fuego, dijo:

—¿Sois vos Morgan, el que venció en Puerto Bello?

—Sí, yo soy Morgan, el filibustero.

—Entonces, me rindo.

—Salid del cuadro dos a dos, o continuaremos lanzando bombas.

En el entrepuente se oyeron siseos ahogados y pasos, y un ruido como de arcabuces que cayesen al suelo.

Morgan había hecho colocar a una veintena de los suyos ante la escala del cuadro con los arcabuces preparados.

Poco después un hombre apareció empuñando una espada.

—¿Dónde está el señor Morgan? —preguntó.

—Yo soy.

—¡He aquí mi espada! Soy el comandante de la corbeta.

—Conservad vuestra arma, señor —dijo el filibustero—. ¡Sois un valiente!

—¡Gracias, señor! —repuso el español envainándola—. Decidme qué haréis de mí y de mis hombres.

—Os desembarcaré sin haceros ningún mal: a mí me basta con la nave, que es mía por derecho de conquista.

—Tenéis razón, señor, ya que no hemos sabido nosotros defenderla.¡Pero no esperéis desembarcarme vivo!

En el mismo instante, con un rápido gesto, el valiente comandante se disparó con una pistola en la frente y cayó al pie de Morgan.

—¡He aquí un hombre que podía competir con nosotros en valor! —dijo Morgan conmovido—. ¡Presentad armas al valor desventurado!

Mientras los corsarios, no menos conmovidos, le obedecían, otros oficiales y marineros se presentaban en la salida del cuadro.

Morgan mandó llevarlos a las chalupas y conducirlos a tierra.

Diez minutos después no quedaba en la corbeta más español que el comandante muerto, cubierto por el estandarte de España.

XI. UNA EMPRESA PELIGROSA

Después de tantas desgraciadas vicisitudes, la fortuna parecía sonreír a los corsarios.

La nave que con tanta astucia y audacia habían conquistado sin sufrir pérdida alguna no valía tanto como la fragata que les había hecho frente ante el fuerte de la barra de Maracaibo; pero era infinitamente mejor que la tripulada por el conde de Medina.

Se trataba de un sólido velero, alto de puente, armado con doce piezas y casi nuevo.

Debía de haber formado parte de alguna escuadra encargada de escoltar algún convoy de naves mercantes.

Probablemente, algún golpe de mar la había separado del grueso de la escuadra, obligándola a buscar refugio en las costas venezolanas.

Morgan y Pedro el Picardo, persuadidos de que la corbeta, contra lo que se habían figurado, estaba bien surtida de víveres, resolvieron ir en busca de los hombres que habían quedado en tierra vigilando a los prisioneros y dirigirse hacia la aldea de los caribes para embarcar a la señorita de Ventimiglia.

—Tú que has recorrido el cauce que comunica con la laguna, ¿crees que tendremos bastante agua para llegar hasta el carbé de Kumasa?

—Sí —repuso Pedro.

—Entonces, haz retirar a nuestros hombres, y que lleven víveres y mosquetes a los prisioneros para que no mueran de hambre en el bosque.

Pedro iba a obedecer, cuando hacia la costa se oyó a Carmaux gritar:

—¡Señor Morgan! ¡Señor Morgan! ¡Enviad pronto una chalupa! ¡Pronto! ¡Pronto!

—¿Qué querrá e s e valiente? —murmuró Morgan.

—¡Ocho hombres con la ballenera! —ordenó Pedro.

La chalupa, que aún no había sido izada, partió velozmente hacia dónde Carmaux seguía gritando:

—¡Pronto, camaradas! ¡Más de prisa!

Impresionado Morgan por aquellos gritos, que parecían anunciar alguna desgracia o acontecimiento grave, se abalanzó a lo alto de la escala.

La ballenera tocó la playa, y volvió rápidamente hacia la nave con dos hombres más.

—El uno es Carmaux —dijo Pedro—. ¿Quién será el otro?

Morgan no contestó. Inclinado hacia adelante, miraba al hombre que iba con Carmaux.

Cuando la ballenera llegó cerca de la corbeta, un grito de estupor se escapó de sus labios.

—¡Don Rafael!

—¡El plantador! —exclamó Pedro—. ¿Por qué motivo habrá salido del carbé de los caribes?

Morgan había palidecido. Presentía una desgracia.

—¡Subid; subid pronto, don Rafael! —gritó.

El plantador, redondo como un tonel y pesado como un pequeño hipopótamo, subía a toda prisa empujado por Carmaux.

—¡Señor Morgan! —gritó anheloso—. ¡Han… han… robado… los… bandidos!…

—¿A quién? —gritó el filibustero.

—¡El… conde… nos ha sorprendido…, y se ha llevado… a la señorita de Ventimiglia!.. .

Morgan había lanzado un aullido de bestia herida, retrocediendo dos pasos con la mano puesta en el corazón.

Aquel hombre, de ordinario tan tranquilo y frío, estaba en aquel momento transfigurado por tan intenso dolor, que sus hombres, enterados de la noticia traída por don Rafael, estaban profundamente conmovidos.

—¡Oigámosle! —dijo Pedro—. ¡Explicaos mejor, don Rafael!

El plantador narró lo mejor que pudo cuanto había ocurrido en el carbé del caribe después de su partida, y refirió el coloquio que había oído entre el conde de Medina, el capitán Valera y la señorita de Ventimiglia.

—¡A Panamá! ¡La llevan a Panamá! —gritó Morgan con desesperado acento.

—Sí, señor —dijo don Rafael.

—¿Has oído bien? —preguntó Pedro.

—Como os oigo hablar ahora.

Completamente anonadado por aquella noticia, Morgan se había apoyado contra la borda y enjugaba el sudor que bañaba su frente.

—La amas, ¿verdad? —le preguntó Pedro acercándose a él.

—¡Sí! —repuso el filibustero.

—¡Ya lo sabía! ¿Qué debemos hacer para arrancarla por segunda vez de manos de ese maldito conde? Ya sabes cuánto te queremos y de lo que somos capaces. ¿Crees poder alcanzar a la nave antes de que toque en los puertos de la América Central?

—Lo intentaremos —repuso Morgan, que recobraba poco a poco la sangre fría.

—¿Dónde está el paso que conduce a Panamá?

—En Chagres.

—¿No hay otro?

—No.

—Don Rafael —dijo Pedro—, ¿habéis estado en Panamá?

—Nací allí, señor.

—Entonces, ¿conocéis el paso de Chagres?

—No hay otro.

—¿Hay allí guarnición?

—Sí, en la isla de Santa Catalina, que está bastante poblada. Pero, señores, dándoos esas noticias hago traición a mi patria.

—Aun sin vuestras explicaciones, nada nos detendría.

—¿Qué queréis hacer? —preguntó espantado don Rafael.

—¡Ya lo veréis! —repuso Pedro—. Ordena, Morgan. ¿Adónde vamos?

—¡A arrasar el pueblo de los traidores! —repuso Morgan—. ¡Guay de Kumasa si cae en mis manos!

—A estas horas, señor, está en Cumana, y el conde habrá zarpado para la América Central.

—Creo inútil perder un tiempo precioso —dijo Pedro—. Hagamos rumbo sin retraso hacia las Tortugas, y allí veremos lo que hacemos. No nos faltan hombres ni naves.

Morgan llevó aparte a su lugarteniente, y le dijo:

—¡Te juro por Dios que si no alcanzamos al conde antes de que desembarque en Chagres, os llevaré bajo los muros de Panamá!

—¿Piensas en tal hazaña? —exclamó Pedro—. ¿Cómo quieres atravesar el istmo y expugnar tan gran ciudad, la más populosa y mejor defendida de cuantas tienen en América los españoles?

—Sin embargo, me siento capaz de llevar a buen fin la expedición, que haría más temida a la filibustería —dijo Morgan.

—En las Tortugas no faltan hombres audaces dispuestos a todo, y hoy día tenemos bastantes naves en nuestra isla.

—Que me den mil corsarios, y yo los llevaré a ver a la reina del Océano Pacífico, y les daré millones y millones de piastras.

—Mejor sería para nosotros coger al conde antes de que desembarcase en el istmo —dijo Pedro—. Si se pudiera saber qué ruta lleva, sería una gran cosa.

—¿Cómo?

—¿Adónde supones que haya ido con la señorita de Ventimiglia?

—La habrá llevado al puerto más próximo.

—A Cumana, entonces. Si pudiésemos enviar a alguien allí…

—¿A quién?

—A cualquiera de los nuestros. —¡No es mala idea! No nos faltan valientes. ¡Ah!

—¿Qué quieres?

—Don Rafael puede servirnos. —¿Quieres mandarle a él? ¡No volverá!

—No solo —dijo Morgan—. Aunque ese buen hombre parece haberme tomado afecto, no me fío.

Miró a su alrededor, y viendo al plantador con el hamburgués y Carmaux, se acercó a él, preguntándole:

—¿Tenía caballos el conde de Medina?

—No, señor.

—¿Adónde habrá ido?

—A Cumana, que es la ciudad más próxima, y en la cual encontrará naves en abundancia.

—¿Conocéis a alguien allí?

—Sí; a un notario que hace años vivía en Maracaibo, y que es algo pariente mío.

—¿Queréis ir allá con dos de mis hombres?

—Me exponéis a que me ahorquen por traidor.

—Vuestra vida me pertenece, y ya os la he perdonado un par de veces.

—Reflexionad, señor, y no olvidéis que soy español.

—Pero ¿no os alegraríais de vengaros del capitán Valera?

—No lo niego; por el capitán es por quien temo. Si está todavía en Cumana, puede reconocerme y ceñirme al cuello una buena corbata.

—Os transformaremos de modo que nadie os reconozca, si lo deseáis. Además, yo no os obligo a presentaros a vuestro enemigo. No os pido más sino que llevéis a dos de los nuestros a esa ciudad y que los hospedéis en casa de vuestro amigo el notario. Nada más.

—¿No me comprometerán vuestros hombres?

—No os causarán ninguna molestia, y os dejarán libre en cuanto los hayáis llevado a casa del notario. ¿Aceptáis?

—Haré lo que queráis —dijo el plantador.

—Seguidme al cuadro; y tú, Pedro, prepáralo todo para que con el alba podamos zarpar sin pérdida de tiempo.

Mientras iba a bajar al cuadro con el español, Carmaux y Van Stiller se acercaron a Pedro, que se preparaba a mandar una chalupa a tierra para recoger a los centinelas de los prisioneros.

—¿Nos vamos, señor Pedro? —preguntó Carmaux—. ¿Es cierto que vamos a Panamá?

—Eso parece —repuso el filibustero.

—¡Bueno! —dijo Carmaux—. Confiemos en retorcer el pescuezo al conde esta vez.

¡Amigo Stiller, vamos a dormir!

Pero en vez de retirarse a la cámara común se escondieron bajo el castillo de proa, que estaba lleno de rollos de cuerdas y de velas, y de un cubo sacaron dos polvorientas botellas, que miraron amorosamente.

—Bebamos, compadre —dijo Carmaux—, y ahuyentemos el malhumor. Debe de ser jerez excelente de la despensa del capitán español. ¡Cuerpo de cañón! ¡No estoy de buen humor esta noche! ¡El maldito demonio siempre ha de meter el rabo en favor de los españoles! ¡Parece imposible que un capitán como Morgan esté perseguido por tan mala estrella! ¡Y con decir que es un valiente que deja atrás al Corsario Negro!…

—¡Bebe otro vaso, compadre! —dijo Stiller—. ¡Este jerez consuela!

—¡Truenos de Brest! ¡Perder otra vez a la señorita de Ventimiglia, cuando ya era nuestra!

—¡La recobraremos, compadre!

—¿Cuándo?

—El capitán es capaz de ir a Panamá.

—Es una empresa a que ningún filibustero ha soñado dar cima.

—Él la realizará. ¡Bebe, compadre!

—¡Me parece que este jerez no es bueno!

—¡Excelente y añejo! ¡Es que el malhumor te lo agria!

—¡Cuerpo!…

Carmaux se había puesto bruscamente en pie, viendo una sombra aparecer bajo el castillo.

—¡El capitán! —exclamó, tratando de esconder las botellas.

—¡Sigue bebiendo, Carmaux! —dijo Morgan, pues era él—. Pero contéstame.

—Si gustáis, capitán… —dijo el francés muy azorado.

—Más tarde; ahora tengo otra cosa que hacer.

—Ya sabéis, capitán, que somos peces viejos en la filibustería, dispuestos a todo.

—Por eso he pensado en vosotros, que fuisteis los más adictos del Corsario Negro.

—¿Tenéis alguna misión que confiarnos, capitán? —preguntó Van Stiller.

—¿Conocéis a Chagres?

—Estuvimos hace años con el Olonés —dijo Carmaux—. ¡Mala ciudad, donde se come mal y se bebe peor!

—¿Dónde está?

—En el paso de Panamá, señor.

—¿Conocéis a alguien?

—Sí; a un tabernero vasco que me hizo beber un málaga exquisito.

—¿De confianza?

—¡Ah! Un vasco no es español ni francés: está entre ambos. Se llamaba… ¡Esperad, capitán!

—¡Ribach! —dijo Stiller.

—¡Sí, Ribach! —repitió Carmaux.

—Tenéis que buscarle mientras yo voy a las Tortugas y organizo una poderosa expedición para cruzar el Estrecho y caer sobre Panamá —dijo Morgan.

Carmaux dio un salto.

—¡Millones de cañones! —exclamó.

—Aún no sé si será preciso ir tan lejos y afrontar los graves peligros que supone tal empresa. Si tú y Pedro el Picardo llegaseis tarde para detener al conde de Medina, marcharemos sobre Panamá: ¡palabra de Morgan! Estoy decidido a intentarlo todo para recobrar a la condesa de Ventimiglia, aunque tuviese que agotar todas mis riquezas. Ya he tomado acuerdos con Pedro, que me precederá en Chagres con vosotros y un buen número de filibusteros. Ahora os pido que me hagáis un favor urgente.

—Ya sabéis, capitán, que nunca nos negamos cuando se trata de arriesgar el pellejo — dijo Carmaux.

—Ya lo sé, mis valientes —repuso Morgan—. ¿Habéis estado en Cumana?

—Nunca, señor.

—Quisiera enviaros allá con don Rafael.

—¡Iremos! —respondieron a la vez Van Stiller y Carmaux.

—Ya sabéis cómo tratan los españoles a los filibusteros que caen en sus manos.

—Nadie ignora que tienen provisión de cuerdas para nosotros —dijo riendo Carmaux—.

¡No os preocupéis, señor Morgan; nos guardaremos de ellas! Decidnos qué hemos de hacer en Cumana.

—Informaros de la ruta seguida por el conde de Medina, de la nave que haya fletado y de su exacto destino.

—¿Queréis atacarla antes de que llegue a la América Central?

—Sí, si me es posible.

—¿Cómo iremos a Cumana? ¿A pie?

—En la ballenera, que está Pedro abasteciendo de velas y de redes.

—Entonces, ¿nos fingiremos pescadores?

—Lanzados por la tormenta a las costas de Venezuela. Yo trataré de cruzar dentro de dos días ante aquella bahía para recogeros, y no partiré sin saber de vosotros. He mandado colocar en la chalupa cohetes, que encenderéis en cualquier lugar de la costa si nos necesitáis.

—¡Muy bien, señor Morgan! —dijeron ambos.

—Id a hacer vuestros preparativos. La ballenera está ya en el agua.

Carmaux y Van Stiller vaciaron sus vasos, se levantaron rápidamente y desaparecieron en la cámara común de proa.

XII. EL NOTARIO DE MARACAIBO

Aún no había transcurrido media hora cuando Carmaux, el hamburgués y don Rafael bajaban por la escala de estribor, bajo la cual había una esbelta ballenera provista de dos velas latinas y un foque.

Morgan los esperaba en la plataforma interior para darles las últimas instrucciones.

Los dos filibusteros y el español llevaban trajes de pescador de burdo paño azul con larga faja de lana roja y gorra de tela encerada. Además, don Rafael, para desfigurarse más, se había cortado los bigotes y las patillas.

—Recordad las señales y proceded con la mayor cautela —les dijo Morgan—. Yo estaré cerca de noche, y de día estaré en el golfo de Cariaco, que es muy seguro. Tenéis cohetes de tres colores: ya sabéis su significado.

—El verde, peligro; el rojo, acercarse; el azul, huir —dijo Carmaux—. ¡Adiós, señor Morgan! Si los españoles nos ahorcan, os deseo buena suerte en Panamá.

—Sois demasiado astutos para dejaros coger —dijo Morgan.

Les estrechó la mano y subió a cubierta, mientras Carmaux cogía el timón y el hamburgués y don Rafael se sentaban en la popa.

—¡Suelta! —dijo el francés.

Van Stiller soltó la cuerda, y la ballenera tomó rumbo rápidamente hacia Oriente.

La nave de Morgan quedaba anclada, pues no tenía prisa por aparecer en las aguas de Cumana, que podían ser surcadas por naves de guerra, ya que los españoles las tenían en casi todos los puertos, especialmente en los principales.

—Vamos muy bien —dijo el hamburgués—. Mar tranquilo y viento en popa. ¿Cuándo podremos llegar, don Rafael?

—Lo más pronto, mañana por la tarde.

—¿Tan lejos está ese puerto? —dijo Carmaux.

—Sí; y además es preferible entrar de noche.

—¿Habéis estado en Cumana?

—Conozco todas las ciudades de Venezuela —dijo el plantador.

—Sois un hombre insustituible. Don Rafael contestó con un gesto.

—¿Y quién es ese amigo de quien me ha hablado el capitán? —preguntó Carmaux.

—Un notario, que antes vivía en Maracaibo.

Los dos filibusteros se miraron sorprendidos.

—Esperad don Rafael —dijo el hamburgués—. ¿Ese amigo vuestro desempeñaba su profesión en Maracaibo hace dieciocho años?

—Sí.

—Un día fue su casa destruida por fuego; ¿verdad?

Don Rafael le dirigió una mirada interrogadora, seguida de una carcajada de los filibusteros.

—¿Le conocéis? —preguntó inquieto el plantador.

—¡Por Baco! ¡Es un querido amigo nuestro! —repuso Carmaux, que reía con toda el alma—. ¡Ah! ¡El notario de Maracaibo!

El plantador se había puesto serio, mientras los dos filibusteros no cesaban de reír.

—Don Rafael —dijo al fin Carmaux—, ¿recordáis acaso aquel tragicómico episodio que privó al notario de su casa?

—Los españoles nos sitiaron allí en unión del Corsario Negro.

—Que había hecho prisioneros al notario y a cierto conde de Lerma, un valiente gentilhombre —añadió el hamburgués.

—Sí, recuerdo —dijo don Rafael—. Vosotros habíais huido por el tejado después de volar la casa de aquel pobre hombre.

—Para bajar por el jardín del conde o marqués de Morales, escapando así de vuestros compatriotas.

—¿Fuisteis vosotros quienes por veinticuatro horas hicisteis frente a una o dos compañías de arcabuceros?

—Sí, don Rafael.

—¡Vime en un buen compromiso! ¿Y si os reconoce el notario?

—Ya han pasado dieciocho años, y no será fácil —dijo el hamburgués.

—¡No cometáis imprudencias!

—Seremos buenos como corderos —dijo Carmaux—. Pero recomendad a vuestro amigo que ponga a nuestra disposición su cantina. La que tenía en Maracaibo en aquel tiempo os aseguro que estaba bien provista y contenía exquisitas botellas.

—No se negará a daros de beber. Es pariente mío, así que os dispensará buena acogida.

—Y si no lo hace, le quemaremos otra vez la casa —dijo Carmaux.

Una viva ondulación que hizo cabecear a la ballenera les advirtió que estaban junto a las escolleras.

—Son las islas de Pirita —dijo don Rafael—. Ceñid hacia la costa.

Viendo elevarse hacia septentrión unas islas, Carmaux llevó la chalupa hacia la costa, donde el mar aparecía lleno de escolleras.

Al alba dieron vista a una gran aldea situada en el fondo de una vasta ensenada, y en la que se veían las arboladuras de no pocas naves.

—¡Barcelona! —dijo el plantatador—. Ya estamos cerca, y llegaremos a Cumana antes de que se ponga el sol. De aquí en adelante no habléis más que español, y si alguna nave se acerca, dejad que yo responda.

—Os advierto, don Rafael, que os vigilaremos estrechamente y que a la primera seña sospechosa no vacilaremos en abriros el vientre. Si sois leal, os prometo libraros del capitán.

—Os he dado pruebas suficientes de mi lealtad, señor Carmaux.

—Entonces, hagamos la colación —dijo Stiller—. El capitán no se ha olvidado de proveernos de armas y de víveres.

Hacia las seis de la tarde la ballenera, que casi siempre había llevado buen viento, se encontraba ante Cumana, que en aquel tiempo era una de las más populosas ciudades de Venezuela.

Precisamente en aquel momento entraban en rada varias barcas de pescadores, tripuladas en su mayor parte por indios. Carmaux puso tras ellas su chalupa para pasar sin ser observado.

Por otra parte, los españoles, seguros de no ser sorprendidos, no se preocuparon de preguntar a los filibusteros quiénes eran ni de dónde venían, aunque había dos grandes carabelas ancladas en la rada.

—No creí pasar tan fácilmente —dijo Carmaux llevando la chalupa hacia el muelle más próximo.

—No tripuláis un galeón ni un tres puentes —dijo don Rafael—, y además sois dos.

—¡Capaces de prender fuego a la ciudad!

—No lo haréis.

—No, si nos dejan en paz. ¿Dónde vive el notario?

—Cerca de aquí; esperad a que el sol se oculte.

Carmaux hizo arriar la vela latina, y sirviéndose sólo del foque, acostó a un viejo fortín medio en ruinas.

—¡Buen sitio para hacer la señal a Morgan! —dijo mirando las murallas en pie aún.

Amarró la chalupa, pusieron en orden las redes, plegaron las velas y se ocultaron entre la faja un par de pistolas cada uno y una navaja.

—Ya podemos marchar —dijo Carmaux a don Rafael.

—¿Me prometéis no cometer imprudencias? —preguntó el plantador.

—No somos tontos —repuso el hamburgués—, y no tenemos el menor deseo de que nos ahorquen.

—No —asintió Carmaux.

—Entonces, seguidme.

—¡Despacio, don Rafael! ¿Vivirá aún el notario?

—Hace seis meses no había muerto.

—Debe de estar muy viejo. —Sesenta años.

—¡Es su excelente vino el que le da vida! —dijo el hamburgués.

—¡Vamos! —ordenó don Rafael impaciente.

Se orientó durante algunos instantes, se dirigió hacia una calle que pasaba entre bien cuidados jardines y desembocó en una amplia plaza con casas de dos pisos, de piedra e iluminada por algunas lámparas humeantes.

Después de un centenar de pasos se detuvo ante una de ellas, la más vieja, un poco más alta que las demás y coronada por una terraza llena de plantas.

—Esperadme aquí —dijo—. Voy a anunciar vuestra visita.

—¿No lo aprovecharéis para escapar? —preguntó Van Stiller.

—Ya no debéis dudar de mí. —Os vigilaremos.

—Como queráis —dijo el plantador.

Dejó caer el pesado aldabón de hierro pendiente en la puerta, y apenas ésta se abrió entró en un recibimiento oscuro, desapareciendo a las miradas de los filibusteros.

—¿Estás tranquilo? —preguntó Carmaux a Van Stiller.

—No desconfío de ese buen hombre. Sabe que somos capaces de hacerle pasar un mal rato.

—No es de don Rafael de quien yo temo —repuso Carmaux—. Es del notario. Si nos reconociese…

—No sé qué podría hacer en nuestro daño.

—Denunciarnos.

—¡Si le dábamos tiempo! Le ataremos con cuatro o cinco metros de buena cuerda y le meteremos en la cama, o le esconderemos en su bodega.

—¡No te preocupes por ese hombre, Carmaux!

—¿Y si don Rafael nos hace traición?

—¡Él!

—¡Eh! ¿Quién sabe?

—No se atreverá. Sabe que tenemos la mano lista y que Morgan vale más que el capitán Valera.

—Tengo plena confianza en él. ¡Ah! ¡Mírale!

El plantador estaba en el umbral de la puerta, y parecía de buen humor.

—¿Podemos entrar?

—Sí —repuso el plantador—. El notario os concede hospitalidad, y hasta os ofrece de cenar.

—¡Es la perla de los notarios! —exclamó el hamburgués—. ¡Ya decía yo que era un hombre excelente!

—¡Seguidme! —dijo don Rafael. Los dos filibusteros entraron en un recibimiento mal alumbrado por una lámpara de aceite, y fueron llevados a un saloncito modestamente iluminado, donde había una mesa cubierta de platos, en uno de los cuales había un ánade bastante grande.

El notario estaba ya sentado, y parecía preparado a cenar sin esperar a sus huéspedes.

Era un hombre muy delgado y rugoso, de buen aspecto. Viendo entrar a los filibusteros, los miró recelosamente, y sin saludarlos les indicó con un gesto que se sentasen a la mesa, diciendo a la vez:

—Si lo creéis conveniente, acompañadme.

Carmaux y Van Stiller cambiaron una mirada y un gesto que indicaba cierto descontento.

No esperaban tan fina acogida ni tan escasa cena. Sin embargo, Carmaux dijo:

—Gracias, señor: esta invitación llega a tiempo porque estamos hambrientos, ¡terriblemente hambrientos!

—¡Y sedientos! —añadió Van Stiller.

—¡Ah! —dijo el notario.

Cortó el ánade y ofreció a todos, pero sin añadir nada.

—¡Este hombre se ha hecho avaro! —pensaba Carmaux—. ¡Ya no es el mismo que en Maracaibo! Bien es verdad que entonces tenía nuestras espadas delante. ¡Ya me cuidaré yo de que saque dos botellas!

Cuando hubieron terminado, el notario, que durante la comida no había pronunciado ni una sola palabra, limitándose a mirar de cuando en cuando a los corsarios, fue a buscar un frasco de vino y llenó los vasos, diciendo:

—Bebed y me diréis quiénes sois y qué queréis de mí.

—Señor notario —dijo Carmaux—, si don Rafael no os ha dicho aún de qué se trata, os diré que somos dos personajes que venimos enviados por el señor presidente de la Real Audiencia de Panamá para obtener detalles exactos sobre el conde de Medina, de quien no se han tenido noticias desde su fuga de Maracaibo.

—Debíais baberos dirigido al Gobernador de Cumana.

—No hemos creído oportuno hacerlo, señor notario, por ciertos motivos que por ahora no he de exponeros. ¿Es cierto que el conde ha llegado aquí?

—Sí —repuso el notario—. Llegó de improviso con una pequeña escolta y una joven.

—¿Ha partido ya? —preguntó Carmaux con ansiedad.

—A mediodía.

—¿Para dónde?

—Para Chagres, me han dicho.

—Entonces, ¿va a Panamá?

—Eso creo.

—¿En qué nave se ha embarcado?

—En la Andaluza.

—¿Navío de guerra?

—Corbeta de veinticuatro cañones —dijo el notario. Carmaux hizo un imprudente gesto de cólera, y el notario, que le observaba atentamente, levantó la cabeza, diciendo:

—¿Qué interés puede tener el señor Presidente de la Real Audiencia de Panamá en saber eso? Me gustaría saberlo, querido señor.

—Lo ignoro —replicó Carmaux.

—¡Ah! —dijo el notario.

Y después de algunos instantes, mirando fijamente a Carmaux, le preguntó a quemarropa:

—¿Habéis estado en Maracaibo hace muchos años?

El filibustero contuvo un gesto y contestó:

—Una sola vez, señor, y hace dos meses. ¿Por qué me preguntáis eso?

—¡Qué queréis! Me parece haber oído antes de ahora vuestra voz.

—Os habéis engañado, señor.

—Estoy convencido —dijo el notario con cierto tono que turbó a los filibusteros—.

Además, ha pasado tanto tiempo, que puedo haberme engañado. ¿Todavía vive el terrible Corsario Negro?

—¿Le conocisteis? —preguntó Carmaux.

—¡Por desgracia! Perdí una casa por culpa suya. ¡Una hermosa casa que destruyó el fuego!

—Ya me habéis contado la historia —dijo don Rafael.

—Iba con dos corsarios y un negro gigantesco —prosiguió el notario—, y tuvieron la desventurada idea de refugiarse en mi casa.

—¿Y no os mataron? —preguntó conteniendo la ira el hamburgués.

—No; pero vaciaron media bodega y devoraron todas mis provisiones.

—¡Qué miedo pasaríais! —dijo Carmaux.

—Me quedé sin sangre en las venas.

—Lo creo: el Corsario Negro gozaba terrible fama.

—Pues, como os decía, iba con dos de sus… ¡Oh!

—¿Qué os ocurre, señor? —preguntó Carmaux.

—¡Es caso extraño!

—¿Qué?

El notario no contestó. Miraba atentamente al hamburgués.

—Mi memoria debe de estar muy débil —dijo tenazmente el notario—. Ya no recuerdo cómo logré escapar cuando la casa ardía.

—Saltaríais por la ventana —dijo Carmaux, que ya empezaba a sentirse mal.

—Es probable. Señores, es tarde, y yo tengo costumbre de levantarme temprano.

Don Rafael, llevad a estos señores a la habitación que les tengo destinada. Nos veremos mañana a la hora del almuerzo, señores.

El plantador encendió una vela e hizo a los dos filibusteros seña de que le siguieran.

—¡Buenas noches, señor, y gracias por vuestra cortés hospitalidad! —dijo Carmaux inclinándose.

El plantador, que debía de conocer la casa, hizo atravesar a los dos filibusteros un largo corredor, y los introdujo en una estancia amueblada con cierto descuido.

Apenas cerrada la puerta, Carmaux lanzó dos imprecaciones.

—¡El viejo nos ha reconocido! ¿Verdad, compadre? —preguntó Van Stiller.

—Estoy casi seguro. ¡Por cien mil fallones! Y haremos bien en desalojar esta misma noche. ¿Qué opináis, don Rafael?

—Dejad que vaya a interrogar al notario. Si corréis peligro, vendré a avisaros.

—¿O nos haréis detener?

—No, porque pienso seguiros.

—¿Vos? —exclamaron los dos filibusteros.

—Vais a Panamá, ¿no es cierto?

—Sí.

—Yo voy también; quiero vengarme de ese odiado capitán.

—Nosotros nos encargaremos de ahorcarle.

—Esperadme aquí, y no temáis. Apenas el español salió, Carmaux abrió una de las ventanas y miró abajo.

—Da a un huerto —dijo—, y no hay más que dos metros de altura. Un pequeño salto, compadre, que puede intentar hasta don Rafael.

—¿Habrá llegado ya Morgan? —preguntó el hamburgués.

—Con el viento que ha soplado hoy, no se habrá quedado atrás. Ya veréis cómo responde a nuestra señal.

—¡Calla! Viene don Rafael.

En efecto, el plantador entró precipitadamente en la estancia.

—¡Huyamos! —dijo.

—¿Qué ocurre?

—¡El notario os ha reconocido!

—¡Truenos de Brest! —repuso Carmaux—. ¡Qué memoria tiene ese diablo de hombre para acordarse de nosotros después de dieciocho años!

—¡Os digo que huyamos en seguida! —repitió don Rafael—. ¡Ha ido ya a avisar a la guardia!

—Entonces —dijo el hamburgués—, no nos queda más que esto.

Subió al alféizar de la ventana y se lanzó al jardín.

Carmaux le siguió, diciendo al plantador:

—Si queréis, haced lo que nosotros.

Medida la altura, don Rafael se dejó caer a su vez.

—¡Ahora, como liebres! —dijo Carmaux—. ¡Derechos a la ballenera!

En un soplo atravesaron el huerto, que no era muy grande, desfondaron una valla de cactus y salieron a una calle desierta.

—Don Rafael —dijo Carmaux—, guiadnos hacia el muelle.

—¡Seguidme! —dijo el plantador.

—¡Sois un encanto de hombre! —dijo Van Stiller—. ¡Ya somos amigos de vida y muerte!

¡Piernas, compadre!

—¡Troto como un burro! —repuso Carmaux.

Don Rafael, a pesar de su obesidad, corría como si tuviese a la tropa en los talones.

En menos de cinco minutos llegaron al muelle, en el cual encontraron la ballenera medio encallada junto al fortín.

—¡La señal! —dijo Carmaux.

Tomó un cohete, trepó por un baluarte derrumbado y lo encendió, mientras Van Stiller izaba las dos velas y don Rafael desplegaba el foque.

Apenas había hendido los aires el cohete, cuando hacia el norte se vio una estría de fuego cruzar las tinieblas.

—¡Es Morgan! —gritó Carmaux embarcando precipitadamente.

Apenas se habían alejado, cuando oyeron una voz gritar:

—¡Fuego! ¡Fuego!

Cuatro o cinco disparos de arcabuz resonaron en la playa.

—¡Buenas noches! —gritó Carmaux—. ¡Truena! ¡Boga hacia la boca del puerto, Van Stiller! ¡Que vengan a cogernos si se atreven! ¡Ánimo, amigo mío!

Con el fresco viento nocturno la ballenera se alejó rápidamente, mientras en el muelle resonaban más disparos.

—¡No te preocupes, compadre! —dijo Carmaux—. ¡No dejes el timón!

—¡Oh! ¡Tiran muy mal! —dijo el hamburgués.

En dos bordadas la chalupa llegó a la embocadura del puerto y salió al mar.

Una masa negra pasaba en aquel momento a menos de trescientos metros ante el puerto.

—¡A nosotros, Hermanos de la Costa! —gritó Carmaux—. ¡Nos cazan!

La nave viró casi en redondo y se puso al pairo, mientras otra voz respondió:

—¡A babor, Carmaux!

Con otra bordada, la chalupa llegó bajo la nave, junto a la escala, que había sido bajada.

Dos parenques se calaron para izarla, mientras Carmaux, el hamburgués y el plantador subían los escalones.

Un hombre los esperaba: era Morgan.

¿Qué? —preguntó.

—Partió, señor —dijo Carmaux.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Para dónde?

—Para Chagres.

—Está bien —repuso Morgan—. ¡Iremos a cogerle a Panamá!

Cuatro días después la corbeta de Morgan hacía su entrada en la pequeña bahía de las Tortugas.

Aquellas islas eran la guarida de los famosos filibusteros del golfo de México, que habían jurado una despiadada guerra a los españoles y expoliar sus colonias.

La imprevista vuelta de Morgan, a quien todos creían muerto, produjo enorme emoción entre todos los corsarios, que sentían profundo afecto por el antiguo lugarteniente del Corsario Negro por su valor y audacia.

La noticia de la toma de Maracaibo, la libertad de la señorita de Ventimiglia, el saqueo de Gibraltar y la destrucción de la escuadra española habían llegado ya a las Tortugas, llevada por los compañeros de Morgan, quienes, más afortunados, habían logrado ponerse en salvo en unión de las riquezas apresadas. La desaparición de la fragata tomada al almirante, y en la que se habían embarcado la señorita de Ventimiglia y Morgan, había dado lugar a graves temores, y muchos jefes corsarios habían terminado por creer que todos se habían ahogado en el mar Caribe.

Por eso la vuelta del audaz corsario fue saludada con grandes muestras de gozo.

Apenas se vio anclada la nave entre los veleros corsarios que llenaban la bahía, cuando ya los más famosos recorredores del mar estaban a su bordo.

Estaba Brodely, que más tarde debía hacerse famoso en la toma del castillo de San Felipe, reputado como inexpugnable; Shap, Harris, Sawkins, tres hombres temibles, cuyas empresas maravillaron al mundo; Wattling, el saqueador de las costas peruanas; Montauban, Michel y otros, entonces poco conocidos, pero que a su vez se hicieron famosos.

Al saber que la señorita de Ventimiglia había sido de nuevo capturada y conducida a Panamá, un grito de rabia se alzó entre aquellos valientes, y la idea de intentar la gran empresa ideada por Morgan, surgió en todos los cerebros.

La expugnación de aquella gran ciudad, emporio de las riquezas del Perú y de México, había ya tentado otras veces a los corsarios, acostumbrados a no conocer obstáculos. La distancia y las dificultades que podían encontrar en la travesía del istmo, que no conocían, más que las imponentes fuerzas que podían oponerles los españoles, era lo que los había detenido hasta entonces.

Oyendo a Morgan proponer la gran empresa, nadie hizo ninguna objeción.

—Allí dijo el filibustero—, además de librar a la señorita de Ventimiglia, que se ha puesto bajo la protección de nuestras espadas, encontraréis tesoros bastantes para enriqueceros todos.

Una hora después la expedición quedaba decidida por los más célebres y audaces jefes de las Tortugas.

XIII. EN LA AMÉRICA CENTRAL

El mismo día la Vázquez —tal era el nombre de la corbeta apresada por Morgan— desplegaba sus velas hacia la América Central, tremolando también el gran estandarte de España.

Iba mandada por Pedro el Picardo y tripulada por ochenta hombres elegidos de entre los que hablaban correctamente el español, vestidos con los brillantes trajes usados entonces por los españoles de las colonias americanas.

Carmaux y Van Stiller, los dos inseparables, formaban parte de ella con el grado de maestres de tripulación, siendo los únicos que conocían la aldea de Chagres, y que podían dar preciosos detalles y consejos.

La Vázquez debía constituir la vanguardia de la expedición, asegurarse de si el conde de Medina había zarpado ya con rumbo a Panamá, y, en caso contrario, abordar su nave y recobrar a Yolanda.

Morgan, como gran almirante de la escuadra filibustera, que debía ser numerosísima para poder hacer frente a las naves españolas, se había quedado en las Tortugas para prepararlo todo y procurar el mejor éxito de la grandiosa y audaz empresa.

Escaseando por aquella época los víveres en las Tortugas, después de la partida de la corbeta envió cuatro naves para que los copasen en las costas españoles al mando de Brodely, que gozaba fama de audaz.

La Vázquez, empujada por un buen viento, puso la proa hacia el suroeste, ganosa de avistar las costas del istmo de Panamá.

Bonísima velera, a la mañana del quinto día su tripulación saludaba con alegría la alta torre de Castillo Chico y las quebradas cimas de la tierra de Veragua, visibles desde el mar y a gran distancia.

Pedro el Picardo había hecho llamar a Carmaux y Van Stiller, que en todo aquel tiempo no habían hecho más que jugar y beber, sin preocuparse del reglamento que prohibía el juego a bordo de las naves filibusteras en expediciones de guerra.

—¡Al timón, amigo Carmaux! —dijo Pedro—. ¡Ahora te toca a ti llevar a puerto la corbeta!

—Señor Pedro —repuso el francés—, preparad bien la farsa. Que no falten ni los pífanos ni los tambores, y saludad al fortín. De lo demás me encargo yo. ¡Ven, compadre; abre bien los ojos y olvida tu idioma! Mascullas bastante bien el español.

Ya Vázquez, que tenía viento en popa, se dirigió hacia una pequeña bahía, ya perfectamente visible en la costa.

Era la de Chagres. El pueblo, que en aquel tiempo tenía bastante importancia por ser camino para la reina del Pacífico, poco a poco se delineaba, con su fuerte y sus casitas de un piso coronadas de terrazas llenas de flores.

Carmaux, que, como decimos, había estado allí hacía muchos años, con dos bordadas dobló la punta meridional que defendía la rada de los fuertes vientos del noroeste, y ancló ante dos viejas naves destruidas.

Oyendo tronar los cañones de a bordo y viendo flotar el pabellón español, toda la población, compuesta de dos o tres centenares de almas y de dos compañías de soldados, se precipitó a la playa, mientras el fuerte devolvía el saludo.

A una señal de Pedro, los pífanos y los tambores entonaron una marcha española con pasable afinación.

Apenas habían echado el ancla, cuando una chalupa se destacó en la playa. Iba tripulada por las dos mayores autoridades del pueblo, el alcalde y el comandante de la guarnición, y media docena de remeros.

—¡Señor Pedro —dijo Carmaux, que se había endosado un traje flamante—, cuidado con el inglés! ¡Si se os escapa una sola palabra, hemos echado a perder el negocio!

—No temas —repuso el corsario, que estaba en la escala esperando a las autoridades—.

Desde este momento soy don Juan Penedo, caballero de la Orden de Santiago.

—¡Y grande de España de primera clase! —añadió Carmaux riendo.

—¡Demasiado grande! —repuso Pedro.

El alcalde y el comandante de la guarnición subían ya por la escala. El primero era un hombre de cincuenta años y rechoncho como don Rafael; el otro tenía el aspecto de un verdadero guerrero.

—Don Juan Penedo, caballero de la Orden de Santiago, tiene el gusto de saludaros —dijo Pedro estrechando sus manos—. ¿Estabais ya prevenidos de mi llegada?

—No, capitán —repuso el alcalde—. Por el contrario, nos ha sorprendido bastante ver llegar esta nave, y por poco no la creemos tripulada por esos demonios del mar llamados filibusteros.

—¡Cómo! —exclamó Pedro, fingiendo gran asombro—. ¿El conde de Medina no os avisó mi llegada?

—El señor Gobernador de Maracaibo llegó ayer mañana y partió en seguida para Panamá sin anunciaros. Tenía mucha prisa el señor conde.

Carmaux, que estaba detrás con el hamburgués, murmuró una imprecación.

—¡Hemos llegado veinticuatro horas después! —dijo—. ¡Pedro lo ha hecho bien, pero sin suerte!

—No comprendo cómo no me ha esperado —dijo Pedro fingiéndose contrariado por la noticia.

—¿Debíais escoltarle hasta Panamá, capitán? —preguntó el comandante.

—Sí —repuso el corsario.

—Le he dado ya una buena escolta, compuesta de hombres fieles y valientes.

—¿Iba con él una joven? —preguntó Pedro.

—Sí —repuso el alcalde—; una bella señorita.

—¿Cuándo se detuvo aquí?

—Apenas media hora; el tiempo preciso para proveerse de cabalgaduras.

—¿Y la nave que le trajo ha partido ya?

—Creo que iba a Costa Rica.

—Acaso el conde me envíe sus órdenes— dijo Pedro.

—¿Os detenéis aquí? —preguntó el alcalde.

—Tengo orden de no hacerme al mar.

—¿En qué podemos serviros?

—Poned algunos alojamientos a nuestra disposición y proveednos de víveres frescos.

—El palacio del Gobierno está dispuesto para recibiros a vos y a vuestros oficiales, señor capitán.

—¡Hasta la vista, señores, y gracias! —repuso Pedro haciendo un gesto de despedida.

Los dos representantes de la autoridad bajaron a su chalupa y volvieron a tierra.

—¡No tenemos suerte, Carmaux! —dijo Pedro cuando estuvieron solos.

—Eso le decía yo a Van Stiller —repuso el francés, que se rascaba rabiosamente la cabeza—. ¡Veinticuatro horas nada más! ¡El conde no estará muy lejos!

—Si intentásemos alcanzarle.. .

—Eso había yo pensado; pero he oído hablar del castillo de San Felipe, que cierra el paso, y bajo el cual no se pasa sin una orden del presidente de la Real Audiencia de Panamá. ¡Si no estuviese lejos! ¡Hay que informarse!

—¿Por el alcalde?

—¡Hum! ¡No me fío, señor Pedro! Puede sospechar. ¡Ah! Ahora que recuerdo: ¡tenemos al vasco, si no ha muerto! Hace diez años que no he vuelto por aquí.

—¿Un tabernero, según creo? —Sí, señor Pedro.

—¡Eres amigo de todos los taberneros del mundo!

—¡Me encuentro muy bien entre botas! —repuso Carmaux riendo—. ¿Queréis que vaya a buscarle?

—Haz lo que quieras, con tal que seas prudente.

—¡Oh! ¡De mis labios no saldrá una palabra que no sea española! ¡Vamos, Van Stiller! Las chalupas habrán sido botadas al agua.

Los dos inseparables se proveyeron de un par de pistolas y se hicieron llevar a tierra, desembarcando un poco más allá de las primeras casas.

—Orientémonos —dijo Carmaux al hamburgués—. Esto ha cambiado mucho en diez años.

Dos o tres callejuelas estrechas y fangosas se ofrecían ante ellos. Eligieron la más próxima, y avanzaron arrastrando sus espadones. Preguntando a unos y a otros, después de un buen cuarto de hora los dos corsarios se encontraron por fin ante una taberna de mezquino aspecto, en cuyo umbral estaba un hombrecillo flaco y de piel cetrina.

—¡Que el diablo me lleve si no es éste el vasco! —dijo Carmaux—. ¡No ha envejecido mucho!

—¡Con esas botellas! —exclamó Van Stiller—. ¡En una bodega no se envejece nunca, compadre!

Se acercaron al hombrecillo, que los miraba curiosamente, y entraron en la taberna, diciéndole:

—¿Ya no se reconoce a los amigos?

El vasco se estremeció.

—¡Misericordia! ¡Los filibusteros! —exclamó.

—¡Silencio, o te corto la lengua, amigo! —dijo Carmaux—. Ya no somos ladrones de mar: estamos al servicio de España, y te aseguro que no nos va mal.

—¿Habéis dejado a Laurent? Estabais con él hace diez años, cuando vinisteis a saquear el pueblo.

—Pero no tu bodega, que defendimos contra los ataques de nuestros camaradas.

—No he olvidado nunca vuestra buena acción.

—Venimos a hacerte pagar esa deuda de gratitud —dijo Van Stiller.

—Mi bodega y mi bolsa están a vuestra disposición —dijo con voz grave el hombrecillo—. No os he olvidado nunca.

—Entonces tráenos de beber, por ahora, y no te asustes —dijo Carmaux—. No hemos venido por tu bolsa ni por tu pellejo.

No había terminado de hablar, cuando ya el tabernero había desaparecido, para volver al poco rato con dos polvorientas botellas que prometían ser excelentes.

—Vasco —dijo Carmaux después de probar el vino—, tienes una bodega digna de un rey. Apostaría a que el gran Carlos V, si viviese, no desdeñaría beber con nosotros.

—Aún queda más: bebed sin temor.

—¿Podemos fiarnos de ti?

—Sin vosotros me hubieran arruinado los corsarios de Laurent; ya lo sabéis.

—¿Has visto la nave que entró en el puerto ayer por la mañana?

—Sí; estaba en el muelle cuando ancló.

—Bajó de ella un señor con una joven, ¿verdad?

—Me han dicho que era el Gobernador de Maracaibo.

—¿Y partió en seguida para Panamá?

—A la media hora.

—El señor conde nos debe una fuerte suma, que hasta ahora no hemos podido cobrar, y quisiéramos alcanzarle lo antes posible con un puñado de los nuestros, que también tienen cuentas pendientes con ese señor, que es un mal pagador.

—Me han contado que es riquísimo.

—Y también te habrán dicho que es un avaro.

—Eso no lo sabía.

—¿Dónde crees que estará ahora?

—No muy cerca. Hizo buscar los mejores caballos y debe de haber pasado el castillo de San Felipe.

—También lo pasaremos nosotros. ¿Está lejos?

—Sólo tres leguas; pero sin salvoconducto no os dejará pasar el comandante. ¿Lo tenéis?

—Nos lo proporcionaremos.

—¡Hum!

—¿Qué es ese castillo?

—Un fuerte plantado en la cima de una roca, que domina el camino que conduce al valle de Chagres.

—¿Crees imposible pasar sin ser visto?

—De noche cierran el paso y hay centinelas.

Carmaux hizo una mueca.

—¡Negocio perdido! —dijo—. ¡El conde no nos pagará nunca! ¡Avaro! ¡Robar así a unos honrados marineros! Si pudiésemos llegar a Panamá… A propósito. ¿Conoces tú esa ciudad?

—Estuve el año pasado.

—¿Es cierto que los españoles la han fortificado formidablemente?

—Está rodeada de murallas, tiene torres y artillería en gran número, y se dice que nunca hay menos de ocho mil hombres de guarnición.

—Me gustaría visitarla —dijo Carmaux—. ¡Bah! ¡Otra vez será! ¡Bebe, compadre Van Stiller!

Vaciaron concienzudamente las botellas y volvieron lentamente a bordo, no poco descontentos con el mal éxito de su misión.

Apenas habían subido a la corbeta e informado a Pedro de cuanto sabían, llegó una chalupa tripulada por un oficial y varios remeros, que abordó al barco, deteniéndose junto a la escala.

—¿Alguna noticia del conde? —preguntó Pedro saliendo al encuentro del oficial, que llevaba un pliego en la mano—. ¡Subid, señor!

—De parte del alcalde, capitán —dijo el oficial poniendo el pie en la toldilla.

La carta contenía una invitación para los oficiales de la nave y los marineros a un fandango nocturno con que se proponían festejar su llegada.

—¡A falta de otra cosa, divirtámonos! —murmuró el filibustero—. No tenemos nada que hacer hasta que llegue la escuadra.

Y alzando la voz, dijo:

—Decid al alcalde que estamos profundamente agradecidos a su invitación y que asistiremos.

—Llevad el mayor número posible de marineros, señor —dijo el oficial—. Tomarán parte en el baile todas las jóvenes del pueblo.

—No dejaré a bordo más que los hombres puramente necesarios. Son corteses estos habitantes —dijo a Carmaux cuando el oficial hubo partido—. ¡Si supiesen qué raza de españoles somos! ¡Eh, Carmaux! ¿Tienes la cara fosca?

—No he tenido nunca confianza en estos convites —replicó el francés.

—¿Qué temes? ¡Ah! ¡Ya! ¿Prefieres esconderte en alguna taberna? ¡No faltará el buen vino, viejo mío!

Carmaux no contestó, pero meneó repetidas veces la cabeza.

XIV. LA TRAICIÓN

Apenas puesto el sol, una docena de embarcaciones, tripuladas por los oficiales de la guarnición y los notables del pueblo, abordaban la corbeta para dar escolta de honor a la tripulación.

Pedro el Picardo, queriendo mostrarse sensible a aquella demostración de simpatía hacia su gente, y no teniendo por otra parte nada que temer, eligió a sesenta marineros, estimando suficientes los veinte restantes para la guardia de la nave. Por precaución dio orden de que todo el mundo llevara la espada y las pistolas.

El alcalde había subido a bordo seguido por una docena de barqueros provistos de cestas repletas de tortillas y botellas destinadas a los que habían de quedarse en la corbeta.

—Os esperamos, señor capitán —dijo inclinándose—. Todas las jóvenes del pueblo están impacientes por bailar con los valientes marineros de la gloriosa marina española.

—Encontrarán fuertes bailarines —repuso el corsario, que estaba de buen humor—. Mis hombres darán buena prueba de la elasticidad de sus piernas.

Las chalupas de la corbeta, iluminadas con antorchas y fanales, ya habían sido botadas al agua. Los sesenta corsarios, que se habían engalanado con sus mejores trajes, a una orden del contramaestre tomaron sitio, y la pequeña flota se dirigió hacia el muelle, lleno de gente que aplaudía calurosamente a los jóvenes de la escuadra.

Todos los corsarios, que no desconfiaban de nada, estaban muy alegres y entusiasmados por aquella acogida, a la cual no estaban acostumbrados en las colonias españolas, en las que en vez de aplaudirlos los recibían con plomo y granadas. Sólo Carmaux, contra su costumbre, renegaba preocupado.

—¡Ah, compadre! —dijo el hamburgués, que iba a su lado, y a quien la perspectiva de vaciar buen número de botellas a cuenta de los españoles ponía risueño—. ¿Qué mascas?

¿Tabaco, o palabras?

—¡No sé por qué, compadre hamburgués, esta noche tengo presentimientos tristes!

—Que esta mañana, cuando te bebías el jerez del vasco, no tenías. Créeme, Carmaux, es la falta de alcohol lo que te hace pesimista. Cuando tengas dentro un par de botellas, reconquistarás tu buen humor. Y, además, ¿qué temes? Somos muchos y nadie sospecha que no seamos marineros españoles.

—¡Ojalá me equivoque! —repuso Carmaux.

La fiesta había sido dispuesta en el palacio del Gobierno, maciza construcción de dos pisos, que con sus sólidos enrejados en las ventanas y su puerta laminada de hierro podía servir de fortaleza.

Las amplias salas habían sido espléndidamente iluminadas y estaban llenas de burgueses, oficiales y mujeres jóvenes, casi todas bellas y ricamente ataviadas.

Los corsarios, acogidos con vivas de entusiasmo a los acordes de media docena de guitarras, se dispersaron por las salas, en las que otros guitarristas entonaban ya el bolero y el fandango, bailes muy en boga en aquella época.

Carmaux y Van Stiller, que preferían las botellas a aquella endiablada gimnasia, se metieron en un ángulo del salón, en el cual había mesas provistas de variados vinos de España.

—Dejemos que se diviertan los jóvenes —había dicho Carmaux.

—Nosotros abramos los ojos, y bebamos a la salud de esas bellas jóvenes —añadió el hamburgués apoderándose de un frasco.

La fiesta prometía ser brillantísima. Recién llegados entraban a cada instante, y jóvenes burgueses, oficiales y soldados rivalizaban en finezas para con los corsarios.

Sobre todo el alcalde y el comandante de la guarnición se multiplicaban para parecer atentos con todos, y sobre todo con Pedro el Picardo.

A media noche la fiesta llegó a su colmo y la alegría reinaba en la sala.

Ya Carmaux comenzaba a tranquilizarse, cuando de pronto oyó hacia un ángulo de la sala un grito, y vio a dos hombres que salían abriéndose violentamente paso por entre la multitud.

El francés se puso en pie precipitadamente.

—¡Van, Van Stiller! —exclamó.

—¿Qué te pica, compadre? —preguntó el hamburgués. ¡Quédate aquí a dar fin de este oporto!

—¡Ven, te digo! —repitió Carmaux.

El hamburgués, sorprendido por el acento y la agitación de Carmaux, se levantó mascullando:

—¡Qué lástima dejar este oporto!

Carmaux había dado rápidamente la vuelta al salón buscando con la vista a Pedro el Picardo. Viéndole charlar tranquilamente con el alcalde, salió, esperando poder alcanzar a los dos hombres que habían lanzado aquel grito, sin conseguir por lo pronto su intento.

La muchedumbre que llenaba la sala era tal, que no permitía avanzar de prisa.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Van Stiller, que por fin le había alcanzado, poco seguro de sus piernas—. ¿Se te ha subido a la cabeza el oporto. ¡Ah!, compadre; tienes fúnebre aspecto!

En vez de responder, Carmaux le arrastró hacia una ventana y dejó caer tras de sí las colgaduras.

—¿No has odio un grito? —le preguntó.

—Lo habrá lanzado algún novio celoso —repuso Stiller.

—¿Lo has oído?

—Sí.

—¿No te recuerda nada?

—Absolutamente nada, y con el oporto… ¡Oh! ¡Tenía algo mejor en qué ocuparme!

—Sin embargo, yo no me he engañado.

—Explícate mejor, compadre.

—¡Juraría haber oído el grito del capitán Valera!

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Van Stiller tornándose lívido—. ¡El capitán aquí!

¡Entonces, nos descubrirán!

—¡Despacio! Te he dicho que me ha parecido; pero no estoy seguro.

—¿Cómo iba vestido?

—Él y su compañero llevaban casaca de seda azul con rayas blancas.

—Busquémoslos, Carmaux, y que no escapen.

—Ven; daremos vueltas a las salas.

Los dos compadres se pusieron a dar vueltas entre los grupos de bailarines, y pasaron al primer piso, en el cual corsarios, españoles y jóvenes alternaban el fandango con el bolero con animación y bullicio extraordinarios.

Iban a continuar, cuando se abrió una puerta y vieron aparecer al comandante de la guarnición con el rostro sombrío, y que clavó en ellos una mirada de acero.

—Parece que os aburrís —les dijo con afectada sonrisa—. Aún no os he visto bailar.

—Ya somos muy viejos, comandante —repuso Carmaux—. Dejamos el puesto a los jóvenes.

—Haceos servir vino y cena en el piso de arriba, y tratad de divertiros lo mejor que podáis.

—Gracias, comandante —repusieron ambos, subiendo al segundo piso. —¿Has notado qué miradas?—preguntó Carmaux cuando estuvieron ante una mesita.

—Sí, compadre —repuso Van Stiller—. Tenía aire enfurecido y turbado el comandante.

—¡Avisemos a Pedro! ¡No estoy tranquilo!

Iban a levantarse, cuando un espantoso tumulto estalló en la sala, repercutiendo en las adyacentes. Las bailarinas habían dejado a sus caballeros y huían desordenadamente hacia las escaleras, seguidas de los burgueses, oficiales y marineros, mientras se oían por doquier gritos de:

—¡Traición! ¡Traición!

Los marineros de la corbeta, sorprendidos por aquella desordenada fuga, quedaron atontados, preguntándose qué ocurría.

—¡Camaradas! —gritó Carmaux desenvainando su espada—. ¡A las armas!

En el mismo instante se oyeron retumbar hacia la rada algunos cañonazos, seguidos de nutridas descargas de mosquetería.

Los corsarios, repuestos de su estupor, comprendiendo que les habían hecho traición, iban a precipitarse escalera abajo para reunirse con sus compañeros de las salas inferiores, cuando apareció Pedro espada en mano.

—¡Ya es tarde! —gritó con voz alterada—. ¡Las tropas nos han bloqueado, y los nuestros están atrincherando el portalón!

—Ya os dije, señor Pedro, que tenía malos presentimientos —dijo Carmaux—. ¡Fue él quien lanzó aquel grito!

—¿Quién es él? —preguntó Pedro.

—El capitán Valera.

—¡Todavía ese bribón!

—Es quien ha preparado la emboscada: estoy seguro de ello.

—¡Mil demonios! —gritó Pedro—. ¡Bien nos han cogido!

—Intentemos una salida —dijo Van Stiller.

—Han emplazado cuatro cañones ante la puerta, y hay dos compañías de arcabuceros — replicó Pedro—. Nos haremos matar inútilmente.

—¿Estamos, pues, sitiados? —preguntaron varios.

—No os desaniméis, camaradas —repuso Pedro—. El edificio es sólido y resistiremos largo tiempo. Además, la escuadra de Morgan no tardará en llegar.

—¿Y la corbeta? —preguntó Van Stiller, oyendo retronar con intensidad mayor a la artillería.

—Temo que esté perdida —repuso Pedro—. Los veinte hombres que hemos dejado a bordo no pueden mucho.

—¿Se ve el muelle desde las ventanas?

—No —repuso Carmaux—. Tenemos delante dos filas de casas.

—Organicemos la defensa —dijo Pedro—. Hagamos una barricada en la escalera y en las puertas y retirémonos todos de aquí. ¡Veremos si los españoles se atreven a asaltarnos aquí dentro!

Mientras los corsarios corrían en ayuda de sus camaradas, que estaban acumulando muebles tras el portalón, Carmaux y Van Stiller se acercaron cautamente a la ventana.

Estando el edificio aislado en la plaza, podían ver lo que hacían los españoles y apreciar su número.

La guarnición había tomado sus medidas para bloquear completamente a los corsarios. Dos compañías de arcabuceros habían ocupado las cuatro bocacalles de la plaza, y levantando apresuradamente barricadas con carretas, toneles y troncos de árbol, colocaron cuatro cañones frente a la puerta, a cien pasos de distancia.

Pero parecía que los españoles no tenían prisa por asaltar el palacio. Acaso contaban con hacer capitular por hambre a los corsarios.

—¡Mal negocio! —dijo Carmaux a Van Stiller—. ¡Están seguros de cogernos sin gastar pólvora!

—Y entretanto se apoderan de la corbeta. ¿Oyes el cañoneo?

—Es el fuerte que dispara; pero los nuestros contestan gallardamente.

—¿Estarán levando anclas? —Eso creo.

—¿Saben que Morgan había decidido enviar una fuerte vanguardia a Santa Catalina?

—Moriz, que tiene ahora el mando de la nave, no debe de ignorarlo, y se llegará en seguida allí para ver si han arribado las naves. Si las encuentra, este cerco no será largo.

—¿Y si no hubiesen llegado?

—Entonces, querido hamburgués, nos veremos obligados a correr varios puntos a nuestros cinturones para apretarnos el estómago.

—¡No hay víveres!

—No hay más que botellas.

—¡Nos contentaremos con eso!

—Vámonos de aquí antes de que nos disparen. Con sólo nuestras pistolas haremos muy poco si comienzan el fuego.

—¿Oyes?

—Sí; los cañonazos son más escasos. La corbeta debe de haberse hecho a la mar.

—Al menos, ésos se salvarán. —Confiemos en que nosotros también, compadre.

Iban a retirarse, cuando vieron encenderse en la plaza algunos haces de leña y avanzar un oficial que llevaba en la punta de la espada un banderín. Un corneta le seguía.

—¡Un parlamentario! —dijo Carmaux.

Oyendo el primer toque, Pedro el Picardo se lanzó a la ventana ocupada por Carmaux y Van Stiller.

—Vienen a intimarnos la rendición —dijo el filibustero—: ¡Que nadie haga fuego!

El oficial se detuvo a diez pasos del portón, mientras el corneta de órdenes vibraba su instrumento.

—¿Qué queréis? —preguntó Pedro asomándose.

—De orden del comandante de la guarnición y del alcalde os intimola rendición —dijo el oficial, levantando la cabeza.

—¿Por quién nos tomáis? —preguntó Pedro fingiéndose encolerizado—. ¿Es así como tratáis a los marinos de la escuadra? ¿Qué chanza es ésta?

—¡Ah! ¿Lo llamáis chanza? —exclamó el oficial—. Es inútil que prolonguéis la farsa; ya estáis reconocidos.

—¿Cómo?

—Como filibusteros de las Tortugas.

—¡Pero estáis locos! —gritó Pedro—. ¡Acabad u os atacaremos y prenderemos fuego al pueblo! ¡Mis marineros están furiosos y ya no puedo contenerlos!

—¿Queréis prolongar la comedia?

—Decidme al menos quién es el imbécil que pretende reconocer en nosotros, honrados marineros de la escuadra española, a unos ladrones de mar.

—Un hombre que ha sido vuestro prisionero: el capitán Juan de Valera.

—¡Que el infierno se lo trague! —murmuró Carmaux—. ¡No me había engañado!

—¡Decid a ese capitán que es un imbécil! —gritó Pedro—. No somos corsarios.

—Tengo orden de intimaron que os rindáis. Luego se verá si sois realmente españoles o ladrones de las Tortugas.

—La marina no cede a tales intimaciones.

—¡Sabed que hay aquí quinientos hombres y que vuestra nave ha tomado las de Villadiego!

—¡Somos los bastantes para resistir lo que nos plazca! ¡Atacadnos si os atrevéis, y mis marineros os enseñarán de lo que son capaces!

—¡Ya lo veremos! —dijo el oficial alejándose con el corneta de órdenes.

—¡Nos hemos lucido! —dijo Pedro volviéndose hacia Carmaux y el hamburgués—. Si tuviéramos nuestros arcabuces, no me preocuparía, aunque estén frente a nosotros quinientos hombres, si realmente son tantos.

—No lo creo —repuso Carmaux—. Pero deben de ser bastantes y tienen cañones y arcabuces. Nos hemos deja coger como chiquillos. No nos queda sino esperar a la vanguardia de la flota de Morgan, que debía zarpar después de nosotros. Si ha llegado ya a Santa Catalina, el sitio no durará mucho.

—¿Cómo estamos de víveres, Carmaux?

—No hay más que bebidas, capitán.

—¡Esperaremos bebiendo! —dijo pacíficamente Pedro, que no se desanimaba nunca—.

Las paredes son fuertes, las ventanas del piso bajo tienen sólidas rejas, la puerta y la escalera están atrincheradas, y además tenemos espadas y pistolas. ¡No nos comerán de un bocado!

Después de la vuelta del parlamentario, los españoles no habían dado indicios de querer forzar el palacio del Gobierno.

Por el momento se contentaban con vigilar a los sitiados; pero todos estaban convencidos de que aquella tregua no podía durar mucho.

En efecto; al clarear el día una bala de cañón hundió uno de los batientes del portalón, dando la señal de la batalla.

Durante la noche los españoles se habían atrincherado poderosamente en los bocacalles y habían excavado una trinchera para poner a cubierto sus piezas y sus artilleros.

—¡Ya empieza la fiesta! —dijo Carmaux— ¡Defendamos el pellejo, compadre Van Stiller!

—En eso pienso —repuso el hamburgués.

Al primer cañonazo siguieron algunas descargas de mosquetería.

Mientras las piezas tendían a derribar la puerta los arcabuceros dirigían el fuego contra las ventanas para impedir a los corsarios asomarse y contestar.

Pedro el Picardo, que no quería exponer inútilmente a sus hombres y que, sobre todo, deseaba economizar las municiones para la última defensa, había dado orden de no hacer caso. Las gruesas paredes eran más que suficientes para protegerlos, y la barricada alzada en la puerta y en la escalera los preservaba de un ataque inmediato.

Aquel violentísimo fuego duró una hora larga, con gran gasto de pólvora por parte de los españoles y escaso resultado.

Tan sólo el portalón, medio roto por el tiro de los cuatro cañones, había acabado por caer sobre la barricada; pero había tantos escombros, que hacían muy difícil un ataque.

Cuando los zapadores intentaron limpiar aquel cúmulo enorme de muebles rotos, fueron recibidos por los filibusteros con tal descarga de pistolas, que la mitad de ellos cayeron muertos o heridos. Los demás, no obstante las órdenes de sus oficiales, habían renunciado a la peligrosa empresa, salvándose tras las trincheras.

—¡El hueso es duro de roer! —dijo Carmaux, que desde una ventana espiaba los movimientos de los asaltantes—. ¡No se atreverán a tomar por asalto el castillo! ¿Verdad, compadre?

—Eso creo yo también —dijo Van Stiller—. Tienen mucho miedo a los filibusteros.

—¡Ah! ¡Si pudiese ver a ese maldito capitán!

—¡Ya tendrá buen cuidado de no dejarse ver! Quisiera saber por qué no ha acompañado al conde a Panamá.

—Habrá olido el peligro, y se habrá quedado aquí vigilando la costa. ¡Bien nos la ha dado! ¡Si vuelve a caer en mis manos, no cometeré la tontería de perdonarle como en Maracaibo!

—¡Han suspendido el fuego!

—¡Están seguros de cogernos sin gastar pólvora! ¡Ay, Carmaux! ¡Cuentan con el hambre, y sobre todo con la sed, compadre, a la cual nos será más difícil resistir! Si pasado mañana no viene nadie en nuestra ayuda, tendremos que intentar una salida desesperada o dejarnos morir de hambre.

—¡No esperaremos a eso —dijo el hamburgués—; mataremos hasta que se nos caiga la espada de la mano!

—¡Compadre!

—¿Qué quieres?

—Ya que los españoles se contentan con mirarnos, vamos a vaciar aquel frasco de oporto.

—Creo que es lo mejor que podemos hacer por ahora —repuso Carmaux.

—¡Eso nos dará fuerzas! —agregó el hamburgués.

XV. ENTRE EL PLOMO Y EL FUEGO

Después de aquella primera derrota, los españoles, persuadidos de las dificultades que presentaba la expugnación de aquel edificio defendido por sesenta desesperados, no habían renovado sus tentativas.

El primer día pasó así, relativamente tranquilo; pero el asedio había sido convertido en un bloqueo estrechísimo para impedir a los filibusteros que invadiesen y saquearan las casas vecinas para proveerse, si no de víveres, de agua en las cisternas de los patios.

Decididos a no ceder, los corsarios habían dado fin de los frascos que quedaban y de los restos de tortillas para reponer sus fuerzas, pues temían un ataque nocturno.

Pero durante la noche los sitiadores se mantuvieron tranquilos alrededor de los fuegos que habían encendido para hacer comprender a los sitiados que velaban.

El segundo día no cambiaron las cosas. Algún cañonazo disparado contra las barricadas, alguna descarga de arcabuz hacia las ventanas y nada más.

Pedro el Picardo comenzaba a preocuparse. La corbeta debía de haber llegado el día anterior a la isla de Santa Catalina. Si no había vuelto, era señal de que no había encontrado allí a la vanguardia de la escuadra filibustera.

¿Cómo continuar la resistencia?

Las tortillas se habían acabado y los frascos estaban vacíos; la sed, más que el hambre, se dejaba ya sentir, sobre todo con el calor del día.

—¡Esto va mal! —murmuraba Carmaux, que se asomaba de ventana en ventana con la esperanza de ver a los españoles levantar el cerco—. Estamos en un conflicto, y si no hacemos algo gordo, moriremos sedientos y hambrientos.

—¡Daría media pinta de sangre por un vaso de agua! —decía Van Stiller paseándose furioso por la sala.

Los demás no estaban menos enfurecidos, y se preguntaban con insistencia si no hubiera sido mejor intentar una salida y morir matando. Ya los más viejos e influyentes se lo habían propuesto a Pedro el Picardo; pero el filibustero, que aún no desesperaba, se había negado a intentar tan arriesgada empresa.

—Sesenta hombres sin arcabuces no lograrán nunca vencer a cuatrocientos o quinientos que tienen hasta cañones —decía—. Esperemos aún. Acaso el socorro esté ya en camino.

Iba a cerrar la noche cuando Carmaux y Van Stiller, que espiaban los movimientos de los sitiadores, notaron entre ellos cierta agitación insólita.

El número de soldados, sobre todo de los arcabuceros, había aumentado, y a las cuatro piezas de cañón se había unido otra.

—¡Hum! —murmuró el francés—. ¡Temo que vamos a pasar mala noche!

Hizo llamar a Pedro el Picardo y le comunicó sus temores.

—Sí; se preparan para un asalto decisivo —dijo el filibustero.

—Señor Pedro —dijo Carmaux—, tengo una sospecha.

—¿Cuál?

—Que los españoles hayan sido prevenidos de que vienen en nuestro socorro. Es imposible que la vanguardia de la flota, que debía zarpar doce horas después que nosotros de las Tortugas, no haya llegado aún a Santa Catalina. Han pasado ya tres días y no me chocaría que hubiese llegado hasta el capitán Morgan con el grueso de la escuadra.

—¿Serás un vidente, Carmaux?

—No es más que una suposición, señor Pedro. Preparémonos para una desesperada defensa.

Viendo los preparativos de ataque que hacían los españoles, los corsarios habían puesto manos a la obra para prolongar todo lo posible la defensa.

Encendieron todas las lámparas, arreglaron la barricada, y con los muebles disponibles formaron otra en el último descansillo de la escalera, ante la puerta de la sala del segundo piso, donde pensaban oponer su última resistencia.

Apenas habían ultimado aquellos preparativos cuando las cinco piezas de las trincheras tronaron con ensordecedor estruendo y hundieron el portalón.

Pedro el Picardo había dividido sus hombres en dos destacamentos: el uno debía encargarse de la defensa de la escalera, y el otro, de hacer fuego desde las ventanas en caso de que los españoles intentasen un escalo.

Los cañonazos se sucedían, rompiendo poco a poco los muebles acumulados en la escalera, mientras con terribles descargas los arcabuceros alejaban de las ventanas a los sitiados.

Aquella infernal música duró un cuarto de hora.

Cuando se hundió la barricada, una compañía de alabarderos, sostenida por un destacamento de arcabuceros, se lanzó al asalto de la escalera con gritos formidables.

A pesar de los tiros de pistola de los filibusteros, los asaltantes lucharon bajo el atrio, ocupándole y limpiándole de despojos para hacer sitio a una segunda compañía que se había formado para el asalto decisivo.

Los filibusteros, reunidos en el último descansillo, los esperaban espada en mano, ya que con las pistolas no podían oponerse a los arcabuces.

Pedro el Picardo estaba en primera fila animando a sus hombres y gritando:

—¡Aguantad firmes! ¡Los socorros llegan!

La compañía de asalto hizo una descarga contra los sitiados, mató a varios y se lanzó escaleras arriba con las picas en ristre.

Era el momento esperado por los filibusteros. Con un choque poderoso lanzaron abajo los muebles que habían acumulado ante la puerta, y aprovechándose de la confusión y del espanto de los españoles al verse aplastados por aquel aluvión, cargaron a su vez espada en mano, empeñándose en una lucha furiosa.

Su descenso fue tan fulminante, que los arcabuceros no habían tenido tiempo de disparar. Se los encontraron encima cuando la compañía de asalto, completamente desorganizada por aquella tempestad de muebles, tenía que retroceder.

Los españoles no eran hombres que cediesen fácilmente el paso, y animosamente hicieron frente al poderoso asalto de los corsarios, defendiéndose con la culata de los arcabuces.

La lucha duraba hacía algunos minutos, cuando se oyó una voz que gritaba:

—¡Fuego!… ¡Fuego!…

La barricada se había incendiado, o tal vez había sido incendiada a propósito por los asaltantes, y llamas vivísimas se alzaban de aquel cúmulo de maderos, levantando entre los combatientes una ardiente barrera.

—¡En retirada! —había gritado Pedro el Picardo, que se había salvado en aquella lucha sangrienta.

Los filibusteros, que se sentían envueltos por el humo, subieron precipitadamente la escalera, mientras las llamas se comunicaban a las tapicerías y cortinas de las puertas.

Una bocanada de humo empujada por la corriente de aire entraba por la puerta y subía por la escalera.

—¡Nos queman vivos! —gritó Carmaux—. ¡Cerrad la puerta de la sala, o nos asfixiamos!

Fue obedecido; pero ya el incendio se propagaba a las salas superiores. Los corsarios se contaron rápidamente: aún eran cuarenta. Dieciocho se habían quedado en la escalera o en el atrio, muertos por los arcabuces y alabardas españolas.

—¡Amigos —dijo Pedro el Picardo—, no nos queda otro recurso que saltar por las ventanas y morir vendiendo cara la vida! ¡Arranquemos las verjas y enseñemos a los españoles cómo saben caer los filibusteros de las Tortugas!

En la sala quedaban todavía algunos muebles bastante pesados, entre ellos una larga mesa.

Veinte brazos la levantaron, y sirviéndose de ella como de una catapulta, golpearon poderosamente una de las rejas, renovando por tres veces el golpe.

A la cuarta embestida los barrotes cayeron a la plaza.

—¡Yo abriré camino! —gritó Pedro, mientras el humo invadía ya la sala.

Midió la altura: no había más de cinco metros, cosa insignificante para aquellos hombres que tenían la agilidad de los corzos.

Pedro empuñó su espada y saltó el primero, cayendo de pie.

Apenas había llegado al suelo y se preparaba a caer sobre los enemigos, cuando un estruendo horrible resonó en la bahía.

Parecía que veinte o treinta cañones habían disparado a la vez. Pedro lanzó un grito de alegría. —¡N u e s t r a escuadra! ¡Saltad, amigos!

Miró a su alrededor: en la plaza ya no había ni un español.

Oyendo aquellos disparos que anunciaban la llegada de más filibusteros, se habían apresurado a ponerse en salvo por el camino de Panamá, para refugiarse en la roca de San Felipe.

Hasta los habitantes huían enloquecidos hacia los bosques, entre los gritos de las mujeres y de los niños.

Los corsarios, que temían ver hundirse el pavimento de la sala, habían saltado todos, Carmaux y Van Stiller inclusive.

Pedro el Picardo organizó su banda y se dirigió velozmente hacia la rada. El cañoneo había cesado y se oían los hurras estrepitosos de las tripulaciones.

Cuando el destacamento llegó al muelle diez chalupas cargadas de gente armada arribaban a él.

Un hombre desembarcó primero, y se dirigió a Pedro, diciéndole:

—¡Mucho me alegro de haber llegado a tiempo de salvarte!

Era Morgan.

XVI. EL ASALTO A PANAMÁ

La expedición organizada por Morgan para el ataque de la reina del océano Pacífico era la más formidable de cuantas hasta entonces se habían formado en las Tortugas.

Se componía de treinta y seis barcos, entre grandes y pequeños, tripulados por dos mil combatientes, sin contar a los marineros, provistos de artillería, fuegos artificiales y abundantes municiones de boca y guerra: una verdadera armada para aquella época.

De todas partes habían acudido hombres para alistarse bajo su bandera, con la esperanza de enriquecerse prodigiosamente en el saqueo de aquella grande y opulenta ciudad, la mayor de las que poseían los españoles, después de la capital del Perú.

Con un tacto y una habilidad extraordinarios Morgan había logrado organizar aquel ejército de ladrones de mar, formado por la más indisciplinada canalla del universo.

Separada la escuadra en dos divisiones, nombrándose a sí mismo almirante con el mando de la primera y designando un contralmirante para el de la segunda, se hizo a la mar cuarenta y ocho horas después de la partida de la corbeta de Pedro el Picardo con rumbo a la isla de Santa Catalina, en la que contaba dejar parte de su gente para tener siempre una buena reserva.

Alcanzado en alta mar por los cuatro barcos mandados por Brodely, a quien había enviado en busca de víveres, de los que se habían provisto abundantemente asaltando y saqueando la ciudad de Rancaria, al cabo de cinco días dio fondo en la bahía de la isla de Santa Catalina.

La guarnición española, espantada por la aparición de tan imponentes fuerzas, no había osado oponer la menor resistencia, aunque dispusiera de numerosas fuerzas.

A la primera intimación de rendirse se dio a partido, entregando a los filibusteros diez fuertes armados de gran número de cañones, y almacenes bien nutridos de armas, municiones y provisiones.

Apenas efectuada la rendición, entró en la rada la corbeta. Oyéndola triste aventura ocurrida a los corsarios de Pedro el Picardo, las dos escuadras no dudaron en levar anclas después de haber dejado una fuerte guarnición en Santa Catalina, y, como hemos visto, llegaron ante la ciudad en el momento en que los sitiados se creían ya irremisiblemente perdidos.

La misma noche, Morgan, que temía que la noticia de su desembarco pudiera llegar a Panamá demasiado pronto y que los españoles pudieran pedir socorro a las colonias del Perú, de Chile y de México, organizaba una fuerte columna para apoderarse del fuerte de San Felipe, llamado también de San Lorenzo, a fin de abrirse el paso que conducía al océano Pacífico.

Confió el mando de ella a Brodely, que había adquirido mucha fama y que gozaba de la confianza de todos, dándole como segundos tenientes a Pedro el Picardo, Carmaux y Van Stiller, siempre a la cabeza en las más arriesgadas expediciones, formando también parte de ella don Rafael, que había llegado con la escuadra, y que por odio al capitán Valera había abrazado ya definitivamente la causa de los filibusteros, aunque sintiese no poco tener que luchar contra su patria. La columna se componía de quinientos hombres elegidos de entre los más valientes, porque no se ignoraba que aquel castillo era uno de los más sólidos e inexpugnables. En efecto: erigido con enormes gastos en la cima de una roca y encargado de cerrar el único paso que conducía a Panamá, poderosamente armado de artillería de grueso calibre y defendido por una guarnición numerosa y valiente, era un obstáculo capaz de hacer retroceder a los más audaces.

Pero los filibusteros, acostumbrados a no retroceder nunca, se habían puesto animosamente en camino más que seguros de llevar a buen fin aquella expedición.

Por la mañana estaban ya bajo el castillo intimando audazmente su rendición y amenazando en caso contrario con exterminar a sus defensores.

La respuesta fue una terrible granizada de balas de fusil y de cañón que hizo grandes huecos entre sus filas y que alcanzó al mismo Brodely, el cual quedó con las dos piernas rotas.

Pero no por eso se arredraron. Animados por las voces de los subjefes, se lanzaron al asalto ansiosos de llegar a la lucha cuerpo a cuerpo; pero el fuego de los sitiados, lejos de calmarse, se volvió tan formidable, que les hizo dudar del buen éxito de la empresa.

Ya comenzaban a perder ánimo, cuando un bucanero tuvo una idea luminosa.

Habiendo observado que los tejados del fuerte estaban cubiertos de hojas de palma secas, entró en un campo cultivado de algodoneros que se extendía junto a la roca, recogió algunos brazados de pelusa, y formando una bola la ató a la baqueta de un arcabuz, después de pasar la extremidad inferior en el cañón.

Hecho esto, prendió fuego al algodón y descargó su fusil. La extraña bala fue a caer en un tejado del fuerte, cuyas hojas no tardaron en incendiarse.

Viendo el excelente resultado obtenido, sus compañeros le imitaron, y una lluvia de fuego y de plomo cayó sobre el fuerte, desarrollando un terrible incendio.

Mientras los españoles, que corrían el peligro de morir asados, trataban de dominar el fuego, los filibusteros habían llegado bajo las empalizadas. Derribadas algunas e incendiadas otras, después de un sangriento combate lograron apoderarse de la roca, hasta entonces tenida por inexpugnable.

De trescientos cuarenta españoles, tan sólo veinticuatro lograron escapar de la muerte; pero también a los filibusteros les había costado cara la victoria, porque ciento sesenta de los suyos habían quedado sobre el terreno, y ochenta tenían heridas tan graves, que los dos tercios no tardaron en sucumbir.

Apagado el incendio después de largos esfuerzos, Brodely, que a pesar de la pérdida de sus piernas no había resignado el mando, se apresuró a hacer restaurar el fuerte para defender el importante paso, en previsión de que desde Panamá fuesen enviadas tropas a reconquistarle.

Informado Morgan de aquel primer triunfo, llegaba algunos días después con la escuadra.

Tenía prisa por entrar en Panamá, a fin de no dejar tiempo a los españoles de pedir tropas al Perú o a México, donde había fuertes guarniciones, y por temor a que el conde de Medina se le escapase huyendo a otra colonia.

Dejando quinientos hombres de guardia en el castillo, el 18 de enero de 1671 se puso en marcha, no teniendo más guía que don Rafael, pues ninguno de los suyos conocía el camino del istmo.

El pobre plantador, si bien se había negado a ser traidor, fue amenazado de tal modo, que tuvo que ceder a la voluntad del terrible corsario.

Dos días después los filibusteros se encontraban en lucha con el hambre.

Habiendo contado vivir con el saqueo de los pueblos que encontraran en el camino, llevaron consigo escasísimas provisiones.

Los españoles, ya noticiosos del avance de aquel pequeño ejército, y no siendo en número suficiente para intentar detenerlo, habían destruido todos los pueblos y quemado hasta las plantaciones, con la esperanza de obligarlos a retroceder.

Pero Morgan no pensaba en eso. No obstante los estragos del hambre, continuó su marcha a través de los bosques.

Durante tres días aquellos hombres se sostuvieron con tabaco; al cuarto tuvieron por comida trozos de cuero cocidos que encontraron en algunos sacos olvidados en una cabaña que se había librado del fuego de los españoles.

El quinto tuvieron más suerte, pues descubrieron en una caverna dos sacos llenos de harina, frutas secas y dos odres de vino. Morgan lo dividió en partes iguales, y rechazó la suya, diciendo que a él le bastaban algunas hojas.

El sexto se sostuvieron con el maíz que encontraron en un granero; pero al día siguiente estaban de nuevo en lucha con el hambre.

Mal nutridos en los días anteriores, estaban tan agotados, que si los españoles los hubiesen atacado, fácilmente hubieran dado cuenta de aquella legión de famélicos.

Habiendo sabido Morgan que no estaban lejos de una gran aldea, la de Cruces, anunció a los hombres:

—¡Allí encontraremos cuanto nos hace falta! —les dijo.

Don Rafael aseguró que debía de haber allí grandes almacenes, ya que dicha aldea era el mayor depósito de provisiones que mediante la navegación por el Chagres, eran importadas en Panamá.

Fue una gran desilusión. Los españoles, que huían ante las avanzadas de los filibusteros, todo lo habían quemado.

Aquellos hambrientos tuvieron, sin embargo, la suerte de hallar un saco lleno de pan y dieciséis odres de vino; poca cosa para tanta gente.

Se alimentaron con perros y gatos, que abundaban por allí.

Allí acababa el curso del Chagres.

Morgan envió a la costa en las chalupas que llevaba, a sesenta de los más quebrantados, no quedándose más que con un esquife para mandar noticias a la escuadra, y después de una noche de reposo reanudaron la terrible marcha.

Eran todavía mil ciento, fuerza imponente, aunque no para hacer frente a las españolas de Panamá, cuatro o cinco veces más numerosas. Sin embargo, Morgan no desconfiaba del buen éxito de la empresa.

Se habían internado en las abruptas gargantas de la cordillera de Veragua. No se veían más que hondonadas y abismos profundos, rocas inmensas que de un momento a otro parecía que iban a precipitarse sobre sus cabezas, y bosques en los cuales no había trazas de sendas ni veredas.

Guiándose con las brújulas, aquellos hombres intrépidos no vacilaron en lanzarse adelante y superar todos aquellos obstáculos.

¡Guay si los españoles los hubieran atacado en aquellas gargantas! Pero si no osaban aparecer, enviaban contra ellos grandes partidas de indios que los molestaban no poco.

De cuando en cuando, desde los bosques o desde los picachos caían sobre ellos nubes de flechas, sin que nunca lograran ver las manos que se las enviaban, porque los indios huían, sustrayéndose hábilmente a las descargas de los arcabuces.

El octavo día se libró un combate que por poco no les fue fatal.

Se habían internado en un desfiladero estrechísimo, con las paredes cortadas casi a pico, en el cual cien hombres resueltos y bien armados hubieran bastado para exterminarlos a todos, cuando se vieron asaltados por una turba de indios, con los que tuvieron que luchar fieramente.

Durante varias horas la suerte estuvo indecisa. Ya los filibusteros iban a retirarse desalentados, cuando un tiro certero mató al jefe de los indios. Sus hombres abandonaron el campo y huyeron a las montañas.

El noveno día, aquella horda hambrienta, después de haber atravesado la cordillera, llegaba ante una vasta y abrasada llanura, en la que corría peligro de morir de sed, pues no había en ella ni una gota de agua, y acaso no hubiera Morgan tenido valor de seguir más allá a no ser por una abundantísima lluvia y un violento huracán que lo reanimó un tanto.

El mismo día divisaron a lo lejos el océano Pacífico y en un vallado encontraron gran número de ovejas, asnos y caballos.

Fue un verdadero reconstituyente para aquellos desgraciados, que en tantos días no habían hecho ni una comida abundante.

Apenas se pusieron de nuevo en marcha a la ventura, porque don Rafael declaró no reconocer aquellos lugares, cuando vieron surgir ante ellos las torres de Panamá.

¡La opulenta reina del océano Pacífico estaba ante ellos!

Un indecible entusiasmo se apoderó de aquellos hombres, que habían temido no lograr la audaz empresa proyectada, que cada vez se hacía más difícil.

—¡Vamos al asalto! —fue el grito que salió de todos los pechos.

Morgan, que no quería lanzarse a la pelea con hombres rendidos de fatiga y que deseaba reconocer el terreno, prometió emprender el ataque al día siguiente.

Los españoles, prevenidos de la presencia de los filibusteros, perdieron la cabeza.

Hasta entonces no habían creído que aquellos hombres fueran capaces de tanta audacia.

Sin embargo, mientras organizaban la defensa, el presidente de la Real Audiencia envió algunos cuerpos del ejército contra los filibusteros, esperando bloquearlos, e hizo cortar el camino que conducía a la ciudad y alzar varias baterías y trincheras.

Habiendo visto un bosque en el cual no había la menor huella de sendero, Morgan aprovechó la noche para hacérselo cruzar a sus hombres; llegaron cautelosamente a espaldas de los cuerpos españoles, los cuales se vieron obligados a abandonar baterías y trincheras, ya inútiles para repeler al enemigo. Por la mañana los filibusteros estaban dispuestos a lanzarse al ataque de la ciudad.

Los españoles se habían reunido fuera de los muros para darles la batalla. Sus fuerzas se componían de cuatro regimientos de línea, dos mil cuatrocientos hombres de tropa ligera, cuatrocientos de caballería y dos mil toros salvajes conducidos por varios centenares de indios.

Los filibusteros eran mil y no tenían ni un cañón.

—¡Compadre —dijo Van Stiller a Carmaux, que desde el lindero del bosque observaba con don Rafael a los españoles que avanzaban por la llanura en orden de batalla y con los toros a la cabeza—, hagamos testamento! ¡Te dejo dos mil piastras, que forman toda mi fortuna y que están depositadas en manos del cajero de las Tortugas, Harvely, a condición de que des sepultura a mi pobre pellejo!

—¿Tienes prisa en morirte? —preguntó Carmaux.

—Para vencer a toda esa gente sería preciso ser realmente diablos, y nosotros, digan lo que quieran los españoles, no somos hijos ni parientes lejanos de míster Belcebú.

—¡Aquí nos dejaremos los huesos!

—¡Ya veremos, compadre Van Stiller! —dijo tranquilamente Carmaux—. ¿Son acaso esos toros los que espantan?

—Yo me pregunto: ¿qué será de nosotros cuando se nos vengan encima todas esas fieras endemoniadas y detrás, todos esos regimientos? ¡Harán de nosotros una compota!

—Mientras no vea a Morgan preocupado, no temo nada. No niego que las fuerzas que tenemos enfrente sean imponentes; pero nosotros somos los filibusteros de las Tortugas. Don Rafael, ¿sabéis dónde está el palacio del conde de Medina?

—Sí —repuso el plantador.

—Apenas entremos en Panamá, nos llevaréis allá con Morgan. El conde no debe escapársenos.

—¡Si sois capaces de entrar! —dijo don Rafael—. Espero que mis compatriotas os darán dentro de poco tal paliza, que vais a ir corriendo hasta Chagres.

—Tenéis razón al hablar así, querido don Rafael. Sois español; pero dudo que los vuestros resistan mucho.

—Los toros se encargarán de despedazarnos.

Los primeros cañonazos de los españoles interrumpieron su conversación. La batalla iba a comenzar.

Morgan; que, como todos los demás, temía la irrupción de aquella masa de animales, había recomendado a los suyos que no rebasaran el lindero del bosque.

Siendo allí el terreno muy desigual, cortado por resquebrajaduras y hoyos, contaba con aquellos obstáculos para desorganizar las columnas de toros. Tuvo también la precaución de poner en primera fila a los bucaneros, tiradores temibles, acostumbrados a habérselas con aquellos animales en los bosques de Santo Domingo y de Cuba.

Los españoles se dirigían al ataque en grandes líneas flanqueadas de caballería y precedidas por los indios y los toros.

Cuando los filibusteros vieron aquella enorme masa lanzarse sobre ellos, azuzada por los aullidos salvajes de los indios, estuvieron prontos a abrir un formidable fuego para detenerlos antes de que llegasen al lindero del bosque.

La carga de aquellos dos mil animales era espantosa. Corría al asalto con la cabeza baja, los cuernos horizontales, mugiendo furiosamente y prontos a deshacer las líneas corsarias.

Pero el terreno no se prestaba a dar un asalto irresistible. Obligados a dividirse y a subdividirse por las anfractuosidades del terreno, fueron recibidos por los bucaneros con un terrible fuego, que en pocos minutos tumbó a más de la mitad.

Los otros se dispersaron y volvieron contra los españoles, esparciendo el pánico entre sus filas.

Enardecidos los corsarios, ya seguros de la victoria, salieron al bosque con desesperado ímpetu.

Se trabó una sangrienta batalla, que duró más de dos horas, con grandes pérdidas por ambas partes. Pero no obstante la encarnizada resistencia de los españoles, a las diez de la mañana infantes, alabarderos y arcabuceros huían en desorden hacia Panamá.

Toda la caballería había caído bajo el implacable fuego de los bucaneros, y seiscientos españoles quedaron muertos en el campo, además de un considerable número de heridos y prisioneros.

Morgan reunió a sus jefes, y les señaló las torres de Panamá, diciendo:

—Ahora sólo nos falta apoderarnos de la ciudad. ¡Adelante, héroes! ¡La reina del Pacífico está en nuestras manos!

XVII. LA MUERTE DEL CONDE DE MEDINA

Aunque la derrota de los españoles había sido completa, Panamá estaba aún en situación de oponer una larga resistencia y de hacer pagar cara su audacia a los filibusteros.

Además de ser la mayor ciudad de la América Central y la más opulenta, era también la más fortificada, pues estaba provista de muchas torres defendidas por formidable artillería.

Tenía, además, en la rada buen número de naves bien tripuladas y armadas, y la mayor parte de sus habitantes eran gente acostumbrada a los combates.

Morgan, que más que deseo de conquista tenía ansia de libertar a la hija del Corsario Negro, a la que ya estaba ligado por un cariño mucho más profundo que la amistad, no vaciló en ordenar el asalto, aunque conocía la intrepidez de los españoles.

Quería aprovechar la confusión que reinaba después de la derrota de las tropas que el presidente había enviado contra ellos con esperanza de exterminarlos.

Formadas cuatro columnas de asalto y dadas las órdenes necesarias a sus capitanes, media hora después de la victoria, sus hombres, seguros de apoderarse de la ciudad, estaban bajo los muros.

A pesar de la dolorosa impresión producida por la pérdida de la batalla, los soldados y ciudadanos habían organizado rápidamente la resistencia.

Un formidable fuego de artillería acogió a las columnas de ataque de los filibusteros, causándoles verdaderos estragos.

Especialmente en los profundos fosos, un gran número de asaltantes dejó la vida, fulminados por las tremendas descargas de metralla; pero los supervivientes no se acobardaron.

Tres horas duró la lucha ante los muros, poniendo a dura prueba el legendario valor de aquellos ladrones de mar; pero a la cuarta, no obstante el infernal fuego de los españoles, Pedro el Picardo, al frente de un puñado de héroes, logró apoderarse de uno de los más sólidos bastiones después de haber destruido hasta el último de sus defensores, incluso los frailes que el presidente de la Audiencia había enviado a los muros para animar con su presencia a los defensores.

Vuelta la artillería contra la ciudad y sus defensas, aquella primera hazaña dio tiempo a los demás de escalar los muros y lanzarse por las calles como un torrente desbordado.

Ya nadie oponía gran resistencia: huían los soldados, huían los ciudadanos entre un horrendo estrépito, y las andanadas que las naves disparaban desde las radas perjudicaban más a las casas que a los filibusteros.

Un indescriptible pánico se había apoderado de todos así que faltó la defensa interior, que quizás hubiera podido disputar la victoria a los terribles corredores del mar.

Además, los jefes, que ya habían perdido la autoridad, eran arrollados por los fugitivos u obligados a rendirse, como el presidente de la Real Audiencia.

Temiendo que sus hombres se entregaran a la orgía, Morgan se apresuró a hacer correr la voz de que los españoles habían envenenado las viandas y las bebidas, y los dejó sin freno, libres de saquear la desgraciada ciudad.

Mientras sus hombres, ocupando los puntos estratégicos, bombardeaban las naves de la bahía, que eran ya las únicas que resistían, con una escolta de corsarios elegidos, entre los cuales iban Pedro el Picardo, Carmaux y Van Stiller, se dirigió velozmente hacia el centro de la ciudad. Don Rafael, amenazado de muerte, los guiaba al palacio del conde de Medina, uno de los más notables y bellos de Panamá.

Le urgía al filibustero impedirle la huida y apoderarse de Yolanda. Ya por algunos prisioneros había sabido que aún estaba en la ciudad, aunque tenía hechos preparativos para huir al Perú, para lo cual había fletado una nave.

Seguramente el inesperado ataque de los filibusteros le había impedido escapar a tiempo.

Un cuarto de hora después el destacamento, que pasaba por entre turbas fugitivas, llegaba a una vasta plaza en cuyo centro se elevaba un bellísimo edificio de dos pisos y en cuyo portalón se veía el blasón del conde: dos leones rampantes en campo de azur.

Muchos siervos huían en aquel momento cargados de paquetes que, probablemente, contenían objetos preciosos.

Viendo aparecer aquel destacamento de hombres armados, lo tiraron todo al suelo para estar más libres en su carrera; pero Pedro el Picardo llegó a tiempo de detener a uno.

—¡No me matéis! —gritaba el pobre hombre—. ¡Yo soy un miserable siervo!

—Eso es lo que queríamos —dijo Pedro—. Si contestas a nuestras preguntas, no te haremos nada.

—¿Dónde está el conde de Medina? —le preguntó Morgan, mientras dos hombres ocupaban el atrio del palacio para impedir que nadie huyese.

—¡No lo sé, señor! —dijo palideciendo el siervo.

—¡Pedro —dijo Morgan—, haz fusilar este hombre, ya que trata de engañarnos!

—¡Le mataré de un tiro! —repuso el lugarteniente sacando su pistola de la cintura.

Comprendiendo que su vida pendía de un hilo, el siervo levantó las manos, gritando:

—¡No, señores; hablaré!

—¿Dónde está? —preguntó Morgan con voz terrible.

—En el palacio.

—¿No ha huido?

—Le ha faltado tiempo. No creía que la ciudad cayese en vuestras manos tan pronto.

—¿Está una joven con él?

—Sí, señor.

Morgan no pudo contener un grito de gozo.

—¡Al fin, Yolanda es mía! ¡Si quieres conservar la vida, guíame a donde está!

—¡Cuidado, Morgan! —dijo Pedro—. ¿Quién está con el conde?

—El capitán Valera y dos oficiales.

—¿Dónde están?

—Se han escondido.

—Guíanos —dijo Morgan—. ¡Carmaux y Stiller, conmigo! ¡Los demás, que rodeen el palacio y hagan fuego sobre quien trate de salir!

—Y vos, don Rafael, seguidnos —dijo Carmaux—. ¡Veréis cómo trato a ese bribón de capitán!

Mientras los filibusteros rodeaban el palacio, Morgan, Pedro, Carmaux, Van Stiller y don Rafael seguían al siervo.

En vez de subir la marmórea escalinata que conducía al piso superior, el prisionero los llevó a un corredor en cuya extremidad había un cuadro de la Virgen de grandes dimensiones.

—¿Adónde vamos? —preguntó receloso Pedro.

—Os llevo a donde está el conde —dijo el siervo.

—¿Está la joven con él? —preguntó Morgan.

—Sí, señor.

—¡Mano a las espadas, amigos! —dijo el corsario—. ¡Recordad los golpes que os enseñó el Corsario Negro!

—¡Silencio, señores! —dijo el siervo—. ¡Parece que disputan!

Todos se acercaron al cuadro aguzando el oído.

Se oía la voz del conde y otra que le respondía.

Parecía que discutían animadamente.

Morgan, que tenía el corazón en un puño, escuchaba atentamente conteniendo la respiración. De pronto, tras un brevísimo silencio, oyó al Gobernador de Maracaibo decir con amenazador acento:

—¡Firmad, señorita; aún estáis a tiempo! ¡Firmad, o no saldréis viva de aquí!

Morgan palideció como un muerto.

—¡Atención, amigos! ¡Está la señorita de Ventimiglia, y el conde podría matarla! ¡Tú, abre!

El siervo tocó un botón oculto entre los frisos de la cornisa: el cuadro resbaló, desapareciendo en una ranura del pavimento.

Ante el filibustero apareció una sala asaz grande iluminada por candelabros. No había más que una larga mesa colocada en el centro, en la cual se hallaban varios mapas.

El conde de Medina estaba apoyado en ella, teniendo en la mano una pluma. Tras él estaban el capitán Valera y dos oficiales, que tenían las espadas desenvainadas.

De frente, al otro lado de la mesa, se encontraba Yolanda en actitud resuelta y altiva.

—¡No; no firmaré nunca! —decía cuando los cuatro filibusteros entraron en la sala, gritando.

—¡Con nosotros, señores!

Pedro el Picardo, que era el primero, se dirigió hacia Yolanda, mientras Van Stiller y Carmaux, con un irresistible empujón, hicieron rodar la mesa para que no sirviese de barrera a los cuatro españoles.

Viendo entrar a aquellos cuatro hombres, a quienes ya conocía, el conde de Medina lanzó un grito de furor.

Tiró la pluma, sacó rápidamente una pistola que llevaba en el cinto, y antes que nadie pudiese impedirlo disparó sobre Yolanda, gritando:

—¡Muere a manos del bastardo!

Un grito de dolor siguió al disparo; pero no era Yolanda quien lo había lanzado, sino Pedro el Picardo.

El bravo filibustero, con fulmíneo movimiento, había cubierto a la joven, y recibió la bala en el pecho.

Aún estaba en pie. Se apoyó en el muro, y levantando su pistola hizo fuego contra el grupo de los cuatro españoles, derribando a uno de los dos oficiales.

—¡Estoy vengado! —tuvo apenas tiempo para decir; y cayó al suelo mientras Yolanda se inclinaba sobre él.

Aquella escena fue tan rápida, que Morgan no pudo impedirla. Ciego de rabia se lanzó sobre el conde, que le esperaba a pie firme con la espada en la mano, diciéndole:

—¡Defendeos, señor, porque no os concederé cuartel!

Carmaux se lanzó a su vez contra el capitán, mientras Van Stiller cargaba contra el otro oficial.

Don Rafael, alelado, estaba quieto en un rincón. La presencia del capitán, su implacable enemigo, le tenía clavado en el suelo.

Los seis hombres combatían ferozmente, decididos a matarse unos a otros.

Eran todos muy hábiles espadachines que conocían a fondo todas las sutilezas de la terrible escuela del acero. Si valientes eran los corsarios, discípulos del Corsario Negro, no menos lo eran los tres españoles, sobre todo el conde de Medina.

Convencido Morgan desde los primeros golpes de que tenía enfrente un peligroso adversario que no ignoraba las estocadas secretas de los más famosos maestros de aquella época, después de los primeros ataques se había hecho prudente y contenía la excitación de sus nervios.

Ya no atacaba con el ímpetu primero. Por el contrario, estaba a la defensiva, esperando que el conde, mucho menos vigoroso y fuerte, se cansase, para intentar alguna estocada secreta enseñada por el señor de Ventimiglia.

El Gobernador de Maracaibo, que acaso había conocido la intención de su adversario, se reservaba lo más posible, limitándose a hacer fintas y no atacando más que de tarde en tarde.

Carmaux y el capitán Valera se embestían rabiosamente, haciendo chispear los aceros.

—¡Esta vez no os perdonaré como la otra! —decía Carmaux atacando vigorosamente—.

¡Os descoseré el vientre! ¡Buen golpe! ¿Eh, capitán? ¡Era uno de los del Corsario Negro!

¡Ah!… ¡Bien parada!… ¡Tiráis bien, señor; pero aún no hemos acabado, y ya veréis la estocada que os daré dentro de poco!

El capitán guardaba un silencio feroz. Parecía que algún siniestro pensamiento le preocupase más que la espada de Carmaux y el peligro de caer con tres pulgadas de hierro en el pecho.

Con las cejas fruncidas y los labios contraídos, lanzaba a diestro y siniestro miradas oblicuas, como si buscase algún refugio.

Rompía con frecuencia, como si no pudiese hacer frente a los ataques, cada vez más impetuosos, de Carmaux, y, por cálculo o por casualidad, se acercaba poco a poco a don Rafael, que seguía junto a la pared, a poca distancia de la señorita de Ventimiglia.

El hamburgués, más flemático que Carmaux, aunque no menos hábil, cambiaba vigorosas estocadas con el oficial, empujándolo poco a poco hacia la puerta, donde pensaba clavarle. Yolanda, arrodillada junto al cadáver de Pedro el Picardo, parecía orar.

De repente, un aullido salvaje estalló en la sala, cubriendo el fragor de los aceros, y se oyó un grito de dolor y una voz que decía:

—¡Muerto soy!

Era el capitán Valera, que había logrado su designio.

Poco a poco, siempre retrocediendo, se había acercado a don Rafael, y después de haberse asegurado con uña ojeada de que estaba a su alcance, con un salto de fiera se salió de la línea de la espada de Carmaux, y clavó su acero en la garganta del plantador.

El desgraciado, herido de muerte, cayó al suelo lanzando aquel grito.

Viendo huir a su adversario, Carmaux cayó sobre él gritando:

—¡Ahora os vengaré, don Rafael!

Ágil como un gato, el capitán se apartó a un lado y se precipitó hacia la señorita de Ventimiglia, que no había previsto el peligro.

Ya iba a hundirle la espada entre los hombros, cuando Van Stiller, que estaba a pocos pasos y que había oído el grito de Carmaux, con una poderosa estocada clavó al oficial en la pared, y retirando el sangriento acero, extendió el brazo armado para cubrir a la joven.

El capitán, que no esperaba a aquel nuevo adversario, empujado por su propio impulso, se clavó él mismo la espada del hamburgués.

Lanzó un grito feroz, alzó las manos y cayó lanzando una última blasfemia.

El acero le había atravesado el corazón. La señorita de Ventimiglia, viendo caer en torno suyo a aquellos dos hombres, se puso en pie, haciendo un gesto de horror. Parecía que sólo en aquel momento había notado que en la sala luchaban seis hombres decididos a vencer o a morir.

—¡Basta, basta de sangre! —exclamó.

Un grito de rabia y dolor la contestó: el conde de Medina había sido tocado por Morgan bajo la axila izquierda.

—¡Ésta es la estocada secreta del Corsario! —gritó el filibustero, tirándole un segundo golpe de abajo arriba, doblándose hasta casi tocar el suelo.

Al oír aquella voz y ver retroceder al conde, Yolanda gritó:

—¡No, Morgan! ¡Perdonadle!

Ya era tarde: la estocada había sido tirada y el acero habíase hundido más de la mitad en el pecho del conde. El bastardo del duque había dejado caer su espada, y se llevó ambas manos al corazón.

Dio tres pasos atrás como un autómata, con los ojos extraviados, los labios blancos y cayó al suelo como árbol tronchado por el huracán.

Yolanda se había precipitado sobre el conde, pálida como una muerta.

—¡Señor conde! —le dijo arrodillándose junto a él y tomándole las ya frías manos—.

¡Perdonadme! ¡No quería vuestra muerte!

El bastardo abrió los ojos, velados por las sombras de la muerte, y los fijó en la joven.

Una espuma sanguinolenta manchaba sus cárdenos labios.

Hizo señas de que le incorporasen.

Morgan tiró su espada con un gesto de horror, se arrodilló junto al moribundo y le ayudó a incorporarse para que la sangre no le ahogara.

—¡Fui… perverso!… —murmuró con voz apagada—. ¡Perdonadme!… ¡Yolanda…, perdonadme!… ¡Decíd… me…lo!

—¡Os perdono, señor conde! —repuso sollozando la joven.

El conde volvió la cabeza hacia Morgan, que estaba profundamente conmovido.

—¡La… amá… is…! ¿Ver… dad? —preguntó.

Morgan afirmó con la cabeza.

El conde le cogió una mano y se la estrechó fuertemente; luego inclinó a un lado la cabeza, mientras una bocanada de sangre salía de sus labios.

Había muerto.

Yolanda se puso en pie llorando. Cogió de una pared un crucifijo y le colocó sobre el pecho del conde, al cual cerró los ojos.

—¡Vamos, señorita! —dijo Morgan, secándose dos lágrimas—. ¡Toda esta sangre me horroriza!

Y la arrastró con dulce violencia fuera de la sala, en la que cinco cadáveres yacían iluminados por la fúnebre luz de los candelabros.

Dos semanas duró el saqueo de Panamá, y aún hubiera durado más, porque inmensas riquezas quedaban por recoger, aunque los habitantes ocultaron las de más valor, cuando estalló un incendio espantoso que envolvió a la reina del Pacífico en una mar de fuego.

Los españoles acusaron a los filibusteros de haberlo provocado, o mejor a Morgan; éstos acusaron a aquéllos de que habían sido ellos los autores de la catástrofe con intento de interrumpir el saqueo y con intención de asfixiarlos.

Fuera lo que fuese, la ciudad entera quedó totalmente destruida; pero hasta en las cenizas encontraron los filibusteros oro, plata y gemas.

Cuatro semanas después los corsarios abandonaban definitivamente las costas del Océano con un convoy de seiscientas quince bestias de carga, que llevaban el fruto de tanta rapiña.

El botín fue evaluado en cuatrocientas cuarenta y tres mil libras de plata.

Un mes después los filibusteros, con Morgan, la señorita de Ventimiglia, Carmaux y Van Stiller, desembarcaban en las Tortugas sin haber sido molestados por las escuadras españolas del golfo de México, y ocho días más tarde se celebraban los esponsales de la hija del Corsario Negro con el audaz y afortunado filibustero.

Morgan, aunque riquísimo por la parte que le correspondió en el saqueo de Panamá y por las inmensas posesiones y castillos de la señorita de Ventimiglia, tenía en la mente otros grandiosos proyectos, entre ellos el de establecer un centro de filibusteros en la isla de Santa Catalina.

Estando por entonces Inglaterra en paz con España, y teniendo orden el Gobernador de Jamaica que vedase a cualquier filibustero lanzarse al mar, los corsarios se dividieron en grupos para hacer corso por su cuenta y riesgo.

Morgan se retiró a Jamaica para vivir tranquilo con su joven esposa, a quien adoraba; y fue tanta la estimación en que se le tuvo, que el conde de Carlisle, Gobernador entonces de aquella isla, le nombró su lugarteniente y deseó tenerle por sucesor, y el rey Carlos II de Inglaterra le armó caballero. ¡Singulares condescendencias de la época!

Carmaux y Van Stiller, ya envejecidos y cansados, siguieron a su antiguo lugarteniente y pasaron en paz los últimos años de su atribulada y aventurera existencia.


Publicado el 4 de febrero de 2019 por Edu Robsy.
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