Metempsicosis

Enrique Gaspar y Rimbau


Cuento



I

Pues señor, era una vez un tal don Abundio Recogido con quien tan bien cuadraba el apellido por la morigeración de sus costumbres, como contrastaba el nombre por la escasez de sus recursos. Ex-profesor de Historia de un instituto de provincia, vivía reducido a los estrechos límites de su jubilación de catedrático de entrada, pues jamás pudo conseguir el ascenso. Era sin embargo feliz, tan feliz como puede serlo un hombre que a los sesenta años habita un piso cuarto en la calle de la Palma Alta de Madrid, posee una regular biblioteca, se hace servir por una maritornes alcarreña el chocolate con buñuelos a las siete de la mañana, come a las dos su eterno cocido, y digo eterno por carecer de principio y de fin, y cena a las once su inevitable guisado con patatas, precedido en invierno de unas sopas de ajo y seguido en la época canicular del indigesto pero refrescante gazpacho con pepino.

Por las tardes de tres a cinco o de cinco a siete, según la estación, se encaminaba pian pianino a la calle de la Victoria y, ya saboreando un vasito de café con leche, ya paladeando un chico de horchata, repasaba la prensa del día que el camarero le iba presentando, seguro de que los dos cuartos de propina no habían de faltarle. Todos los parroquianos del café de la Vizcaína conocían a don Abundio; pero ninguno le trataba. No tenía amigos, y desde diez años atrás se le había bautizado con el mote de Juan Palomo, por aquello de yo me lo guiso y yo me lo como que reza el refrán. Los domingos amenizaba el Moka con una copita de ron o las chufas con una ración de bizcochos. El primero de mes se permitía el despilfarro de una peseta para asistir al paraíso del teatro Real, y el quince se deleitaba con lo que entonces era literatura dramática en el teatro Español, donde por cinco reales ocupaba un asiento de galería alta. Practicaba las fiestas de precepto, nunca faltaban en su bolsillo los cuatro ochavos que destinaba diariamente a la limosna de un anciano, de una mujer, de un niño y de un lisiado, y así tranquilo, ordenado y solo, llevaba don Abundio su existencia calzada con chanclos, tanto para evitar el lodo del mundo como para pasar por él sin hacer ruido y evitar el molestar y que le molestasen.

Había con todo una nube en su horizonte, y el género de vida que se había impuesto era como una especie de expiación de su pasado. Hagamos historia.

Allá en sus mocedades, don Abundio había tenido por amigo fraternal a un don Serapio Benigno Prudencio Manso y Cordero, natural de Toro, propietario, viudo y padre de un niño llamado León, de quien el catedrático de historia había sido padrino al mismo tiempo que albacea testamentario de la madre. El lazo que los unía era tan estrecho que no tenían pan partido como suele decirse; y en casa del propietario había el cuarto de don Abundio, el cubierto de don Abundio y hasta las zapatillas de don Abundio, pues allí se descalzaba, comía a menudo y aun pernoctaba con frecuencia.

Fragility, your name is woman: Fragilidad, tu nombre es mujer, ha dicho Shakespeare, y aun cuando yo no sé lo que quiso dar a entender con ello el poeta de Stratford, aquí lo aplico por si viniera bien, pues la fragilidad de don Serapio le condujo a contraer segundas nupcias en cuanto hubo acabado de llorar los doce meses reglamentarios a su difunta esposa.

Ocioso creo consignar que don Abundio fue padrino de la boda y que, si bien retiró sus zapatillas del hogar conyugal, siguió compartiendo frecuentemente con sus amigos el cocido de la amistad sazonado con el chorizo de la abundancia.

Non bis in idem, dice el proverbio latino, que cito para que vean ustedes que lo mismo manejo yo las lenguas muertas que las vivas, y también para probar que efectivamente no se debe reincidir en nada si es esto lo que aquella máxima prescribe; pues así como le pudo salir bien a don Serapio la segunda edición de su esclavitud, le salió en la frente, como vulgarmente se dice, para dar a entender que algo le sale a uno mal.

Y en efecto, doña Remigia, pues así se llamaba la consorte, le salió rana; y no lo digo porque careciese de pelo, que mata era la de sus trenzas capaz de adornar la cimera del casco de un oficial de caballería; lo que ya creo que había tenido lugar cuando estuvo en relaciones con un teniente de lanceros de Calatrava; y en cuanto a guapa, llamábanla en su pueblo la hermosa Judit no solo por sus encantos personales sino porque hacía perder la cabeza a cuanto Holofernes se le ponía a tiro. Pero pagada de sí misma, esclava de su belleza, manirrota y poco dada al trabajo, resultó madrastra del hijastro y cara mitad del esposo; cara, en lo que tenía de dispendiosa, y mitad en lo que dividía al entero. Alegre como unas castañuelas eso sí; porque su cama podría parecer un plantel de espárragos por los cuarenta dedos que ella y su marido dejaban asomar por los agujeros de las sábanas, las calcetas asemejar a los desiertos africanos por no tener una planta, los baberos del niño competir en barbas con un albañil en sábado; pero ni una noche faltaría en su casa la tertulia de hombres solos, en la que se entretenían en juegos inocentes, entre los cuales el escondite, siendo don Serapio el encargado de buscar siempre sin encontrar nunca, especialmente a su mujer y a un empleado en consumos que tenían una habilidad notable para esconderse.

Hubo a la sazón una de esas expansiones populares que, como lluvia tras sequía, lo fecundan todo, y del chaparrón aquel brotó una milicia nacional. Don Serapio fue nombrado capitán de la cuarta del primero y don Abundio su teniente. Con este motivo las visitas del catedrático se sucedían sin interrupción, pues a los deberes de la amistad se agregaban las exigencias de la patria.

Aunque don Abundio frisaba ya en los cuarenta años, conservaba rasgos de esa belleza a lo Espartaco que tanto cautiva a ciertas Evas idólatras de la forma. Además en su calidad de catedrático de historia, relataba con frecuencia la de España a doña Remigia que, a fuer de mujer, se encantaba aprendiendo vidas ajenas. Si a esto se añade el aliciente del uniforme y la veleidad de la dama, fácilmente se deducirá de todo junto que, nueva edición de la señora de Putifar, doña Remigia trató de quedarse entre las manos más de una vez la capa de don Abundio. Fiel este al que, imitando los tiempos de la Edad Media, llamaba su hermano de armas, rechazó como pudo las obsesiones de aquel súcubo tentador en quien la virtud de la víctima no hacía sino aguijonear el deseo.

Pero ce que femme veut, Dieu ou le diable le veut. ¡Cuidado si sé yo lenguas! Vamos al decir que doña Remigia se empeñó en que allí fuera Troya, y Troya hubo con su Paris y su Menelao correspondientes.

Un día de parada, estando reunido el batallón en el patio de un ex-convento de carmelitas, don Serapio se apercibió de que se había dejado olvidada en su casa la alocución que debía dirigir a su compañía en el convite que después de la formación había de darle, para agradecer el honor de haberle elegido capitán. Don Abundio fue el encargado de ir en su busca. Al entrar en el domicilio de su jefe, lo primero que vio fue a doña Remigia acabando de ataviarse para asistir a la parada. Estaba hecha un brazo de mar; pero si hemos de ser justos, él no la iba en zaga. Aquellos pantalones blancos y relucientes cuya posesión se disputaban por arriba dos tirantes con las hebillas corridas hasta los hombros y por debajo unas trabillas con las que parecía llevar los pies en cabestrillo, eran el summum de la marcialidad de afición. ¿Pues dónde me dejan ustedes la casaca de paño verde botella con vivos y golpes de color de canario, que amarillo era el distintivo de los fusileros, y botones de metal numerados a un lado y otro del péti cerradito en forma de pechuga de pichón? No había medio de resistir a un hombre que sobre sus cinco pies y cinco pulgadas se ponía un morrión de un palmo cumplido, con una visera como el pescante de un coche, una chapa hasta la imperial despidiendo rayos de latón y un par de carrilleras con escamas. Pues no digo nada cuando repicaban gordo y le añadían el último piso al chacó. El golpe maestro era aquella cuarta de plumero en forma de nabo arqueado hacia delante, utensilio de triple utilidad, pues no solo quitaba el sol, sino que aventaba las moscas y llenaba de cortesías a los transeúntes. En esta forma, más la espada en el biricú y el corbatín de suela, se presentó don Abundio ante la esposa de don Serapio; y si hoy estaría para pegarle un tiro, entonces no cabe duda que estaba seductor.

Doña Remigia al verle lanzó una exclamación de asombro que le hizo dar tres o cuatro vueltas al plumero. Él se descubrió, y arreglándose el cucuné le expuso el objeto de su visita. Busca por aquí, busca por allá, ni sombra de alocución en el pupitre de don Serapio. Con la confusión y las prisas debieron ponerse tan cerca uno del otro, que el fleco de la berta de doña Remigia se enredó en uno de los botones de la casaca del catedrático, y cátenlos ustedes trabajando por desasirse. Primero todo fueron risas, después ya empezaron como a ponerse formales, el fleco no se desprendía y los dedos se enredaban. En suma, cuando don Serapio que había encontrado el discurso en el fondo del morrión, entró en la casa para decirle a su amigo que no se molestase en buscarlo, pues había dado con él donde menos lo presumía, es decir cerca de su cabeza, encontró al teniente ascendido, y, señalándole la puerta, dimitió la capitanía y se retiró con su mujer a Toro de donde ya he dicho que era natural.

Los remordimientos, la vergüenza y el desprecio de sí mismo que le inspiraba su conducta, produjeron en don Abundio unas viruelas que le pusieron entre la vida y la muerte. Por fin se restableció; pero ya no volvió a ser ni sombra de lo pasado. Transcurrido el tiempo reglamentario pidió su jubilación y retiróse a Madrid donde le tenemos buscando por la paz del cuerpo la tranquilidad del espíritu.

Pero nada hay duradero sobre la tierra, ha dicho el sabio (y no lo repito en griego no sé por qué).

Un día recibió una carta que, si empezó llamándole la atención por la ridícula forma del sobre, le llenó de alarma al abrirla y verla fechada en Toro. Decía así; salvo la ortografía:

«Muy señor mío y mi dueño: Tengo el gusto de participar a usted que ayer se murió el difunto don Serapio Manso, lo que hemos sentido mucho y rogad por él. Lo hemos enterrado junto con doña Remigia (q. b. s. p.) que también se murió hace dos días de una indigestión en el vientre que el médico dice que es cólera; pero yo no quiero que sea cólera que para eso soy alcalde, servidor de usted, y después se asustarán los vecinos.

»El niño está en mi casa, jugando a la pelota de luto, porque son criaturas que nada entienden de aflicciones, y el sastre que es el pregonero se lo ha cosido en dos trancos.

»Don Serapio ordena y manda que usted sea tutor y curador de Leoncito, y se lo remitiremos si usted no viene según la disposición del difunto cuya vida Dios guarde muchos años. Juan Artola — Alcalde. Por no saber firmar hace la señal de la cruz, †.»

Don Abundio lloró al amigo, rezó por la pecadora, comprendió que aquella disposición testamentaria era el castigo impuesto a su felonía, y quince días después entraba en Madrid con su pupilo León.

II

El angelito acababa de cumplir los quince años y tenía ya la cara llena de vello como melocotón verde de Calatayud. Mal criado y voluntarioso como si fuera hijo de su madrastra, había que darle gusto en todo, so pena de que escandalizase el barrio a berridos. Insolente a fuer de rico ignorante, y desarrollado por las faenas agrícolas de su pueblo, don Abundio no tenía sobre él dominio alguno físico ni moral. En vano trató de inculcarle algunas nociones de Historia; los resultados fueron nulos. Una vez al preguntarle quién era Colón respondió que un hombre que había puesto un huevo de punta; y en Geografía sostenía que la capital de Holanda era Bola, de donde tomaba su nombre el queso.

¿Asistir a las academias? Perdone por Dios, hermano. De pedrea todos los días, eso sí, con los pilletes de la puerta de Santa Bárbara; y llenos andaban los encantes de sus libros de enseñanza que malvendía para comprar un tendido de sol en los novillos, su pasión dominante. Él era siempre el primero en saltar a la arena en cuanto tocaba el turno de los embolados para el público, y más de un revolcón le costaba la aficioncilla. Su aula predilecta era el matadero, de donde siempre volvía con algún chirlo más y unas tajadas menos.

En la casa todos eran sus víctimas. Tan pronto era el perro de aguas, compañero inseparable de don Abundio, el que atado por el rabo y sujeto a una escarpia de la pared, pasaba media hora boca abajo atronando la manzana con sus aullidos, como el minino el que, con un mazo de cohetes encendidos en la cola, salía bufando por la calle como alma que lleva el diablo. El pobre tutor le hacía reflexiones amenizadas siempre con su poquito de Historia para ver si, por la misma puerta por donde trataba de inculcarle la morigeración y el respeto, le entraba también la instrucción; pero, nada; era como lavarle la cara con jabón a un burro negro.

Un día en que León había atado mano con mano y pata con pata a los dos pobres bichos, unidos así de costado como los hermanos siameses, y los había lanzado a la calle con unas alcuzas en las extremidades posteriores, don Abundio, que atropellado por los fugitivos midió el suelo, habló así a su pupilo:

—Tu conducta es salvaje, León. El que hace daño a los animales está en camino de hacérselo a los hombres. Además, si tú no fueses un ignorantón, sabrías que los egipcios creían en la metempsicosis o transmigración de las almas, por la cual el hombre que no había cumplido con todos sus deberes morales y sociales, en vida, pasaba al morir a la condición de bruto o bestia inmunda. Esta creencia, más generalizada de lo que algunos suponen, la profesan también los chinos, quienes consideran como un don celeste el transmigrar a un cerdo, porque de ese modo solo ha de durar un año la esclavitud de su espíritu en una envoltura irracional. Ahora bien; ¿quién te asegura que semejante castigo no es una de las manifestaciones de nuestras penas eternas? ¿Por qué no ha de formar parte eso del infierno o del purgatorio de los creyentes? Y si es así ¿quién te dice que al martirizar a un pobre bruto no estás lastimando a un amigo, a un pariente, acaso a los mismos que te dieron el ser?

Yo no sé el efecto que esta homilía produjo en el ánimo del adolescente; pero lo que sí puedo atestiguar es, que algunos días más tarde, la maritornes volvió de la plazuela trayendo una marranilla de leche que su padre (el de la criada, no el de la lechona) remitía a don Abundio, por vía de regalo, con el ordinario de su pueblo; y que León, aprovechando un descuido, cargó con ella y la vendió al primer transeúnte para, con su producto, asistir a la corrida de toros. El ex-profesor de Historia, enfurecido ante la pérdida de aquel suculento manjar, raro en su mesa, repetía:

—¡Vender una marranilla de tres meses!

—Esos hace que lloramos a doña Remigia —contestó el pupilo—. ¿Querría usted que me expusiera a comerme a mi madrastra?

Y efectivamente, desde aquel día, empezó a dejar en paz a los animales; pero la emprendió con las personas; y así llenaba de recortes de ortiga la cama de su tutor, como conteniendo el aliento y de puntillas, se acercaba por detrás a la alcarreña mientras espumaba el puchero, de bruces sobre el fogón, y metiendo una mano entre el zagalejo corto y sus piernas sin medias, le clavaba los dedos en la robusta pantorrilla al par que imitaba el ladrido de un perro; con lo que la pobre muchacha al principio se asustaba mucho; pero luego se fue acostumbrando.

Las cosas iban llegando a tal punto que el infeliz don Abundio no gozaba momento de reposo. César Cantú, Lafuente, Mariana y multitud de historiógrafos habían desaparecido de su biblioteca y tomado la forma de tendidos; el uniforme de teniente de nacionales yacía en una casa de préstamos de donde salió el dinero para una tienda de manzanilla. Finalmente una noche en que, a hora muy avanzada, León se dirigía a oscuras desde su cuarto al de la alcarreña con intención de darle algún susto, tropezó en las sombras con su tutor que, con los brazos abiertos, buscaba la manera de orientarse por el pasillo.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad don Abundio.

—¿Y usted? —le replicó el mozalbete.

—Yo he sentido pasos; y temeroso de alguna trastada de las de usted, me he levantado a velar por el reposo de esa inocente criatura.

—Pues yo he venido a preguntarle si había puesto a remojo los garbanzos.

Y al día siguiente, con el pretexto de dar un paseo matinal, tutor y pupilo se encaminaron a la calle de Sal si puedes, donde Leoncito quedó como pensionista en el colegio de don Tranquilino Verdugo, bajo la advocación de San Juan Capistrano.

Ustedes habrán oído decir, y por si no yo se lo digo, que no hay nada peor que un chico travieso a no ser dos chicos traviesos. Pues bien, en el colegio de don Tranquilino había treinta pensionistas, de los que pronto se hizo jefe nuestro héroe; y si antes León valía por cuatro, concluyó por hacerse insoportable con la emulación de sus compañeros.

El desgraciado director, hombre entrado en edad y cuyas narices eran una bomba aspirante de rapé, apeló a todos los correctivos imaginables para meterlo en cintura; pero no alcanzó mejor suerte que don Abundio. Ya era un bramante sujeto por un extremo a la mampara y prendido por el otro con un alfiler a su peluca el que dejaba al profesor con la calva al aire cada vez que abrían la puerta; ya una vejiga provista de un pito la que, al ir a sentarse en el sillón, aplastaba con su cuerpo y le hacía saltar hasta las vigas creyendo, con el quejido que daba al deshincharse, que había despanzurrado a su gata de Angora. Por supuesto que no cejó en su manía de asustar a las criadas; pero a la de don Tranquilino, que era del Escorial, le cayó en gracia el chico, y lejos de incomodarse, engordaba, como suele decirse, con las travesuras de León.

Un domingo del mes de diciembre en que había novillos con mojiganga y dos toros estoqueados, el director tuvo la desgraciada ocurrencia de llevarse de paseo a sus alumnos por la calle de Alcalá para que asistiesen al espectáculo de la ida de la gente a la plaza. León, que formaba a la cola de la ruta, contemplaba con ojos de envidia aquel torrente humano que a pie, en berlina, en ómnibus, en calesa y aun en tartana, se precipitaba desde la Puerta del Sol hasta la Cibeles como desbordando por un embudo invertido. La cara de satisfacción de los transeúntes, la idea de las emociones que iban a experimentar aquellos con quienes se codeaba al paso y de quienes tan lejos estaría dentro de poco, el humo de los cigarros, pues hasta los que no van a los toros fuman el día de corrida para hacer creer a los que los ven que van; el ruido, el sol, el conjunto, en fin, trastornaron el juicio del hijastro de doña Remigia, y unas se le iban y otras se le venían sin cocérsele el pan en el cuerpo. De repente la luz parece como que adquirió más intensidad y el ambiente un olor como de carne muerta y tripas rotas. Todas las miradas convergieron a un punto dado. Era la cuadrilla de chulos que en coches abiertos se dirigían al redondel luciendo colores, lentejuelas, moñas y pasamanería. La sangre afluyó al corazón del aficionado y un velo cubrió su vista; pero no tan tupido que le impidiese percibir entre la comitiva a un picador que, caballero en una alimaña, llevaba a la grupa a uno de esos pilletes que les sirven de escuderos y que, bajo la égida de su protector, tienen entrada triunfal y gratuita en la plaza. León no resistió más; echó a correr como deudor perseguido por acreedores y, agarrando de un tobillo al escudero, lo desmontó de una sacudida y de un salto ocupó su lugar. Aunque se subía el embozo del capote para no ser conocido, sus camaradas de colegio le olfatearon y fueron con el soplo a don Tranquilino que, ahogado por la pena, y en la imposibilidad de darle alcance, volvió a casa con la ruta y participó a don Abundio lo ocurrido, consignando en la carta su irrevocable resolución de despedir al mozalbete.

El ex-catedrático de Historia, que le estaba poniendo a la alcarreña unos pendientes de similor que le había regalado por su buen comportamiento, recibió la misiva como si fuera el casero, es decir, de mal humor, y se echó a la calle confeccionando un discurso con que ablandar a don Tranquilino y evitarse la irrupción del ahijado en su hogar, si bien metiéndose tres reales en el bolsillo del chaleco para, si no lograba convencer al señor Verdugo, comprar a su criada unas medias de estambre. En todo pensaba el bendito señor.

Llegado que hubo al colegio de San Juan Capistrano, pudo convencerse de que la determinación de don Tranquilino no tenía vuelta de hoja. Le ofreció aumentarle los honorarios, le habló de Cicerón y de Séneca probándole que sabía más que ellos. Nada, ni las dádivas, ni la adulación quebrantaron aquella naturaleza de diamante: «Usted que tiene criada —concluyó por decirle— comprenda usted lo que a la mía le espera».

En estas estaban departiendo en el refectorio, pues ya había anochecido y los muchachos cenaban bajo la vigilancia del director que andaba viendo a quienes tocaba el turno del castigo para ahorrarse las diez raciones que diariamente suprimía bajo el pretexto de penas correccionales, cuando se presentó León con la gorra encasquetada y embozado en un capote que, si no tan roto como el del lazarillo de Tormes, quien tiraba piedras sin desembozarse, estaba reducido al tercio de su peso específico en virtud de tanto agujero por donde se tamizaba su individuo.

Verle llegar y caer sobre él una granizada de improperios de don Tranquilino y don Abundio acompañada de una rechifla de los imberbes fue cosa simultánea. León impávido se mantenía de pie en un rincón.

Restablecido el orden y penetrado el tutor de que no tenía más remedio que compartir el hogar con su ahijado, pronunció su discurso de despedida y exhortó al reo a que pidiera perdón a su víctima. Resistióse aquel, y como don Abundio se empeñara en apelar a la violencia, el muchacho dejó caer su capa en el suelo, blandió un par de banderillas que ocultas llevaba y, aprovechando la actitud de don Tranquilino que había dejado caer su pañuelo de yerbas y se disponía a recogerlo, se las clavó de frente en medio de las dos paletillas y emprendió la fuga entre la algazara de los alumnos, los berridos del director y las convulsiones de don Abundio que, con la boca a un lado y agitando pies y manos como si nadase, se revolcaba por los suelos. Media hora después sucumbía el desgraciado a un ataque de apoplegía fulminante, y a don Tranquilino, de bruces en la cama, le hacían la primera cura.

De este no volveremos a saber nada. De los demás nos ocuparemos en los capítulos siguientes.

III

Han transcurrido cinco años desde los últimos acontecimientos y nos hallamos donde Tajo a Jarama el nombre quita, o sea en la provincia de Aranjuez, como decía un amigo mío que se gastó todo su patrimonio en que le eligieran diputado con el objeto de ser nombrado gobernador, lo que no pudo lograr ni siquiera del punto en que tiene lugar esta escena.

Yo les describiría a ustedes Aranjuez; pero temo abusar, porque pocos serán mis lectores que no hayan estado allí, y además porque con la explicación de los países pasa lo que con la de las personas en las novelas, que por más que los autores se empeñen en pintarnos la forma de sus narices, el color de sus ojos y el timbre de su voz, los personajes pasarían impunemente al lado de uno sin cuidado de ser conocidos, a no haberlos visto antes, pues en la cara es donde se admira la fecundidad y la inventiva de la naturaleza: todas están compuestas de los mismos órganos y ninguna se parece.

Así pues plantemos árboles, tracemos alamedas, hagamos brotar abundantes pastos, dejemos serpentear por allí brazos de ríos, y que cada cual se lo forme en su imaginación como le parezca que ha de estar más bonito y más adecuado a un sitio real cantado por los poetas y atravesado por el ferrocarril. Solo les exijo a ustedes no dar al olvido que allí hay dehesas en donde se crían toros que, después de corridos y martirizados en el espectáculo más típico y peculiar de nuestro país, nos los comemos en estofado los españoles y las españolas.

La luna de octubre siete meses cubre, dice el proverbio; y, como la de aquel año hubiera sido esplendente y limpia, he aquí por qué en el mes de enero, en que empieza este relato, el sol brillaba en el cielo como el ojo de una muchacha bonita; que si a soles comparan los poetas los ojos, no hay razón para que a ojo no compare yo el sol, si es verdad aquello de que el orden de los factores no altera el producto.

En fin, eran las dos y sereno de una tarde del mes de los gatos, y la yerbecilla, caldeada por los rayos de Febo, parecía cama de canónigo atemperada por confortante calentador.

Sobre aquella sábana de esmeralda, rumiando los tallos tiernecitos, como quien después de una comida abundante no desdeña el paladear una golosina, un enorme cabestro yacía muellemente tendido haciendo firmas con la cola sobre el suelo, como las hace cualquiera con el bastón cuando está sentado pensando en las musarañas. Un colosal cencerro pendiente de un collarín de baqueta cortaba las líneas de su cuello, y era su pelo cárdeno como espalda de azotado. Colmillos de elefante de Bankok eran sus astas, y por la redondez de su cuerpo parecía ir diciendo a todos: «Pues señor, no estoy descontento de mi suerte.»

Y apuesto a que ya han reconocido ustedes en él al cónyuge de doña Remigia, al bueno de don Serapio que, después de seis años de transmigración, estaba reducido a custodiar cornúpetos jarameños, del mismo modo que entre los seres racionales se cuida de las odaliscas en el harem.

No olviden ustedes que, aunque transmigrado, don Serapio conservaba recuerdos de su vida anterior, porque de lo contrario ¿dónde estarían la gracia y el castigo de la metempsicosis? Sentado este precedente, asistamos a su soliloquio penetrando en sus reflexiones.

«Lo que es este año se puede decir que no tenemos invierno. Miren ustedes qué días estos. Yo estoy con un palmo de lengua fuera; y si es los muchachos, andan por ahí revueltos como en canícula; hace materialmente calor. La verdad es que esta existencia no deja de tener su encanto, sobre todo para las naturalezas pacíficas como la mía. Nadie se mete con uno, a uno le importa un pito todo cuanto pasa a su lado; buena yerba, buen establo y ningún quebradero de cabeza. Verdad es que tampoco me la quebraba mucho cuando era hombre; pero me la quebraban los demás, porque ya era el inquilino que no pagaba, el investigador de hacienda que me aumentaba la contribución, y eso que siempre que pasaba por el pueblo venía a vivir a mi casa; por más señas que como al maldito no le gustaba acostarse temprano, mi pobre mujer se tenía que quedar acompañándole hasta las tantas para hacerle la tertulia, porque lo que es yo con la primera campanada de las diez las buenas noches y a dormir. Ahora, nada; en cuanto amanece viene el mayoral, me dice: arriba, Manteca, y yo dolón, dolón, dolón a llevar a pacer a la gente del bronce; una vez en la pradera, a comer y a revolcarse; si hay alguna disputilla, de las que siempre tienen la culpa las vacas, los meto en cintura, porque, parece mentira; pero ahora que no tengo ni voluntad, ni inteligencia, ni raciocinio, ni nada, soy más valiente que cuando lo tenía todo. Y así que empieza a anochecer vuelve a decir el mayoral: arriba, Manteca, y yo dolón, dolón, dolón, a casa con ellos. Y ¡cómo me obedecen! ahora sí que puede decirse que soy capitán y no cuando lo era de nacionales, que tenía descuidados todos mis asuntos con la bendita patria, y el tiempo se me pasaba en recibir a los subalternos que me venían a pedir la orden, hasta que tuve que tomar la determinación de que fuera mi mujer la que se entendiera con los oficiales. ¡Pobre Remigia! ¿Qué habrá sido de ella? La echo mucho de menos, no porque la necesite, que maldita la falta que me hace el que venga a turbar mi sosiego, sino por saber qué suerte ha sido la suya. ¡Cómo lloró su extravío! se empeñó en hacer testamento porque quería suicidarse, lo que hubiera llevado a cabo a no ser porque me previno el escribano y convinimos él y yo en que pretextaría un quehacer apremiante siempre que ella fuera a su casa con objeto de testar.

»Pues así y todo estuvo Remigia yendo diariamente por espacio de un año en busca de don José, hasta que se le pasó aquello no sé cómo. La verdad es que yo procedí muy cruelmente; llevármela a Toro donde no tenía trato con nadie, ella, acostumbrada toda la vida a alternar con los unos y con los otros... Pues no digo nada, despedir de mi casa a Abundio, al amigo de toda la vida; porque de aquel incidente, como de ello me convenció mi mujer, solo era responsable la casualidad, el demonio que anda suelto y hace que se enrede un fleco en un botón, precisamente en el momento en que a mí se me ocurre volver a mi casa; porque si yo me quedo con el batallón en el convento, nada. ¿Y cómo estará mi hijo? ¡Qué adelantos habrá hecho bajo la inspección de Abundio para quien lo mismo eran griegos y romanos que paja y avena para mí! ¿Vivirán? ¿Serán infelices? ¿Dónde estarán?»

Y así pensando, y con la boca abierta se fue quedando dulcemente dormido, cayéndosele la baba de gusto.

Pocos minutos hacía que se hallaba entregado al reposo, cuando un alboroto promovido en la torada vino a sacarle de su letargo.

—¿Qué será ello? —se preguntó don Serapio levantándose y dirigiéndose hacia el teatro de la lucha. En esto vio llegar una vaca que desalentada corría hacia él gritando:

—Señor Manteca, señor Manteca; venga usted pronto, que se matan.

—Pero ¿qué ocurre?

—Un toro que han traído de las dehesas del Norte, donde nadie le podía domeñar y que, dada la fama de usted, le ponen bajo su vigilancia. Apenas entró en el prado se empeñó en decirme chicoleos, y como mi Caramelo es tan celoso, se trabaron de palabras, de las palabras vinieron a las manos, sus amigos tomaron parte por él, y allí los tiene usted a todos revueltos sin que zagales ni mansos los puedan hacer entrar en razón.

Un silbido acompañado de un grito de Manteca lanzado por el mayoral, le hizo apretar el paso a don Serapio que, sonando el cencerro, se interpuso entre los combatientes. El intruso era un toro de cinco años berrendo en negro, bonito de estampa y duro de cabeza; pero en cuanto don Serapio metió la suya en el corro, allá fue rodando el otro como tente-tieso de mojiganga.

—¿Conque contigo no ha podido nadie? Pues a ver si yo te enseño a tratar a las personas decentes.

Y a darle se disponía un nuevo revolcón, cuando el vencido bajando la voz para no ser oído de nadie le dijo al cabestro:

—Detente, Serapio. ¿No me reconoces?

—¡Abundio! —murmuró este con un ahogado gemido solo perceptible del catedrático. Y los dos quedaron mirándose silenciosos.

Los demás testigos de la escena fueron a comentar el triunfo de Manteca diseminados en corrillos por el prado, y cuando los dos estuvieron solos se hablaron de esta manera:

—¿Tú por aquí, Abundio? ¡Qué alegría! Pero déjame que te mire. Te encuentro hasta buen mozo. Al pronto no te había reconocido.

—Pues yo a ti, Serapio, al momento. No has cambiado nada; estás lo mismo.

—Cuéntame qué ha sido de ti. ¿Te has casado? ¿Y mi hijo? ¿Vive? ¿Es hombre de bien? ¿Estudia mucho?

Aquí el berrendo lanzó un suspiro y, tomando sus precauciones para no dar a su amigo tan triste noticia de sopetón, fue poco a poco y con rodeos detallándole las proezas de León hasta el paso de las banderillas, último detalle de que había podido ser testigo el profesor de historia. Por supuesto que bien pudo ahorrarse ceremonias, porque don Serapio en vez de afligirse lanzó una sonora carcajada y pareció divertirse mucho con el relato.

—¡Qué diablillo! ¡Qué diablillo! —decía sin dejar de reír—. La misma afición de su madre, que esté en gloria, que se moría por los toreros. Y en cuanto a lo de asustar a las criadas, vamos, no lo ha robado de nadie, ¡que yo también cuando chico las daba cada susto! ¡Qué diantre! Todos hemos sido jóvenes. ¿Verdad, Abundio?

Y diciendo así le daba con el cuerno en el hombro maliciosos golpecitos.

—Serapio, tu grandeza de sentimientos me humilla y me degrada más y más a tus ojos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no obstante mi conducta para contigo, me conservas tu amistad y...

—¿Vas a ponerte de mal humor por una niñería que no vale un pito? Ya sé yo que en el fondo ninguno de los dos teníais la culpa de aquello. ¡Ea! lo pasado, pasado y abracémonos.

—Pero... —insistía el profesor titubeando.

—Si no me abrazas para probarme que no me guardas rencor por haberte echado de mi casa, me incomodo.

Y los dos amigos se confundieron en un estrecho abrazo.

—Ahora vente conmigo y te enseñaré una praderita donde hay unos pastos con los que te vas a chupar los dedos, pero te encargo que delante de gente no me llames Serapio sino Manteca. Y tú, ¿qué nombre tienes?

—A mí me llaman Pendenciero.

—Y lo eres, según me han referido.

—Chico, no es esto revolverme contra lo que ya no tiene remedio; pero encuentro que mi transmigración no es justa.

—Hombre, no le dan a uno a elegir. Yo tampoco merecía esta suerte; pero ¿qué hacer? Hay que conformarse. Después de todo, esto no es tan malo; y si en vez de mostrarte bravucón y gallito haces por aparecer reflexivo y prudente, llegarás a verte como yo, y ya tienes tu vida asegurada.

Y departiendo así, los dos amigos recorrieron la dehesa con gran contentamiento de los pastores, que en aquella unión no veían sino el ascendiente de Manteca, cuya fama de cabestro número uno quedó asegurada para siempre.

Y así transcurrió como medio año, hasta que un domingo del mes de julio...

Pero lo que sigue merece capítulo aparte.

IV

—¿En dónde estoy? —se decía para sí don Abundio dando vueltas y más vueltas en un pequeño espacio sin luz alguna cuyos límites medía con la cabeza y con la cola—. Vamos a ver, recojamos las ideas —se repetía—. Ayer por la tarde con cinco compañeros más y acompañado de don Serapio y algunos otros cabestros, me metieron en una jaula de madera y me empaquetaron en un vagón del ferrocarril; pero las portezuelas eran tan altas que no pude orientarme en todo el trayecto. Por la noche, que era oscura como boca de lobo, nos desembarcaron a todos juntos; custodiados por zagales, vinimos a un corralón en donde sin pegar los ojos, la hemos pasado tratando inútilmente de explorar el terreno y haciendo comentarios sobre lo que nos ocurría. Esta mañana, obligándome a pasar por un corredor con puertas a los lados, una de las cuales estaba abierta, y con gente por arriba, a quien no he visto, si bien oía su algazara, han empezado a pincharme y a hacer conmigo tales cosas, que me metí no sé por dónde y de repente me encontré encerrado en este cuchitril. Mi primer cuidado fue llamar a gritos a Manteca; pero en lugar de la suya, fueron las cinco voces de mis camaradas las que me contestaron contándome que también ellos se hallaban en idéntica situación. Yo creo sin embargo que esto no ha de durar mucho, porque mis compañeros han ido saliendo por turno, y al pasar por aquí delante decían a los que quedábamos: «¡Una puerta abierta! ¡Sálvese el que pueda!» Y ya no he vuelto a oírlos; lo que me prueba que han logrado evadirse. Hasta ahora van cuatro, de modo que solo gemimos presos el Carabinero y yo.

Así discurría Pendenciero cuando de repente encontróse inundado en luz; la puerta de su mazmorra se había abierto de par en par como movida por un resorte, e inútil es decir que se echó fuera dando brincos de alegría y gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Carabinero, Carabinero! ya me han soltado, estoy libre. ¡Viva la libertad! ¡Viva Riego!

—Acérquese usted por acá —le contestaba el otro— y ayúdeme usted a derribar esta maldita puerta a ver si podemos escaparnos juntos.

Y don Abundio por una parte y Carabinero por la de dentro, pusieron a prueba sus testuces; pero aquello era más duro que pan de limosna. En esto el liberto sintió un agudo dolor entre las paletillas y notó que le colgaban unas como cintas escaroladas por el lomo.

—¡Brutos! —exclamó con un prolongado bramido.

—¿Qué es eso?

—Una cerbatana que algún mal intencionado acaba de propinarme. ¡Y cómo me pica! Carabinero, compóngaselas usted como pueda que yo no aguanto más. Aquí hay una salida y por ella me escurro. Hasta más ver.

Y colóse en efecto por una como boca de antro que, apenas lo recibió en su seno, cerróse herméticamente dejándolo tan a oscuras como lo estuviera hasta entonces.

—Pues, vaya, que esto es salir de Málaga y entrar en Malagón —decía el pobre don Abundio frotándose contra las paredes tanto para orientarse como para calmar el escozor de la espaldilla.

Aplicó el oído y percibió en confusa mezcla, aplausos, gritos y música hacia la parte exterior. Un rayo de luz, que entraba por un agujero en forma de calabaza, hirió su vista, velada por el dolor y el enojo, y, colocando su cuerpo de modo que la armadura no le molestase, guiñó un ojo y aplicó el abierto al de la cerradura.

—¡Horror! —gritó retrocediendo y alcanzando toda la medida de su situación—. ¡Estoy en una plaza de toros! ¡Soy el quinto; el predilecto de la corrida!...

Y empezó a revolverse con furia loca, embistiendo a todas partes y haciendo ariete de su cabeza con que producir brecha y escapar. Pero fue inútil. Una serie de puyazos dirigidos por una ventanilla que abrieron en el techo del toril, acabaron de hacerle perder el juicio: y, cuando al son de los clarines y timbales giró sobre sus goznes la ferrada puerta, salió a la plaza dispuesto a comerse al que se le pusiera delante.

Del primer arranque despanzurró a dos jamelgos cuyos jinetes quedaron sepultados bajo las cabalgaduras.

—¡Caballos! ¡Caballos! —aullaba el público, o sea la fiera de los tendidos, entusiasmado con aquel prólogo que tan bello porvenir prometía.

La gente de a pie apenas si tenía tiempo de saltar el olivo.

—El toro de la tarde —decían unos.

—El de la temporada —argumentaban otros.

—Sentarse —gritaban los de arriba, poniéndose de pie como los de abajo.

Un picador de los de reserva, que quería contraer méritos para asegurar su contrata, se acercó al ángulo cinco, y echando al aire su sombrero,

—Vaya por ustedes —dijo, y se encaminó sobre su sardina en busca de don Abundio.

—¡Bravo! ¡bravo! —fue el grito general.

Pero apenas se había puesto en suerte cuando caballo y caballero fueron rodando por la arena con gran peligro del segundo que, solo dando vueltas como una perinola, logró escapar de una muerte segura, llevando dos pisotones en la cabeza, un varetazo en el muslo y un susto en todo su cuerpo.

—¿Me haría usted el favor de repetir esa suerte, que estaba distraído y se me ha pasado? —le dijo un chusco; pero como en aquel momento se apercibiera el público de que, con el marronazo, el reserva había despaldillado al toro, se armó una de silbidos que ni en un teatro en noche de estreno infeliz.

—¡A la cárcel! —decía la sombra.

—¡Que lo ahorquen! —coreaba el sol, siempre partidario de los recursos extremos.

Y las botellas y los proyectiles andaban por los aires como murciélagos perseguidos, mientras los alguaciles agitando sus penachos y luciendo sus pantorrillas, se llevaban al reserva al palco presidencial e intimaban a los picadores la orden de salir a los medios.

Restablecida la calma y normalizada la corrida, don Abundio empezó a experimentar cansancio, y ya le era preciso traer a la memoria su desesperada suerte para que se decidiera a tomar varas.

Un prolongado punto de clarín despejó de cuadrúpedos el redondel, no sin que el presidente se llevara una silba por no haber dejado al toro dar todo su juego, y don Abundio creyó que todo había concluido. Pero como viese delante a un mozalbete que, con unos palitos en la mano, se entretenía en dar saltos, ya corriendo hacia delante ya hacia atrás:

—Tú vas a pagar por todos —dijo el berrendo, y fuese a él en derechura; pero el chulo, dándole un gracioso quiebro como bolero en salida, le dejó clavadas en el morrillo dos banderillas que le hicieron dar un bote y exclamar:

—¡Pobre don Tranquilino! ¡Qué rato pasaría usted!...

Al segundo par sintió no haberse fingido cobarde como le aconsejó don Serapio, cuya condición envidiaba; y al tercero se decidió a vender cara su vida y se entableró pegando la cola a la valla sin que los capotes de los chicos lograran hacerle arrancar.

—Ande usted, que nos ha engañado —gritó una voz femenina desde la barrera—. Salió usted más valiente que el Cid y se ha quedado usted más reflexivo que un catedrático de Historia.

Al oír la alusión volvió don Abundio la cabeza y se encontró con una hermosa muchacha, vestida de manola, apoyada sobre la capa de paseo del matador puesta a guisa de colgadura en el antepecho.

—¡Sí, señor!, yo se lo digo a usted —proseguía ella—, la moza de Pinturita que va a mandarle a usted de un volapié a la eternidad, en cuanto el señor presidente acabe de sonarse y pueda hacer seña con el pañuelo.

Don Abundio dio un bramido horroroso. ¿Ustedes creen que de indignación? Nada de eso; es que acababa de reconocer en aquella manola a la alcarreña su criada. El pobre señor ya no tuvo momento de reposo; se fue al centro de la plaza y, tomando carrera, saltó el olivo con tal empuje que a no haber maroma, se cuela en el tendido con ánimo de dar un abrazo a su antigua maritornes. Tres veces repitió la tentativa, y solo a duras penas, y después de haberle clavado un rejón en al anca, se logró que fuera a entablerarse al lado opuesto.

Por fin, tocaron a matar; Pinturita tomó los trastos, y después del correspondiente brindis, se fue solo a la fiera, paró los pies y se puso en facha.

Tres pases al natural y dos de pecho forzados llevaba cumplidos el matador con gran contentamiento del público y absorta extrañeza de Pendenciero que no le quitaba ojo, cuando, liando el trapo y armándose para el volapié, echó atrás la cabeza el diestro y dejóle ver al toro un lunar como una pieza de dos reales que tenía junto a la nuez. Descubrir don Abundio aquel signo y echarse a correr por la plaza todo fue uno.

—¡Está huido! —vociferaban todos silbando al toro como pudieran hacerlo con un actor que no supiera su papel.

Y sin embargo, el pobre cornúpeto llevaba la razón en su fuga; quería evitar una horrorosa catástrofe. Había reconocido en Pinturita a su ahijado León.

En vano fue que este cambiara de muleta y apelara a todos los recursos para traer al toro a jurisdicción; don Abundio, transido de pena, esquivaba la lucha. Lo que pasó por su pupilo, nadie lo sabe. ¿Temía el fiasco? ¿Recordaba lo que sobre la metempsicosis le había repetido tantas veces su tutor y, compulsando fechas, abrigaba algún temor sobre el caso presente? Lo ignoro; lo cierto es que se puso pálido, y volviendo a la barrera depositó trapo y estoque y se sentó en el estribo diciendo que él no podía hacer más.

—¡Perros! ¡perros! —gritó el público; porque se me olvidaba decir a ustedes que esto pasaba antes de que la media-luna se hubiera introducido en la lidia.

Y, en efecto, la traílla salió a la arena con gran contentamiento de don Abundio que, no hallando motivos de consideración para los canes, los fue despanzurrando por turno después de llevarlos y traerlos como pelota en trinquete. La única que se le resistía era una perra con cara de patrona de casa de huéspedes sin principio, que siempre encontraba modo de escabullírsele entre las patas.

—También llevarás tu merecido —murmuró el catedrático dando un derrote al aire.

—¿Yo? —le contestó la perra soltando una de esas carcajadas más insultantes que un bofetón—. ¡Si no ha podido conmigo mi marido! Caro va usted a pagar el haberme puesto en el caso de ir a acabar mis días en Toro con Serapio.

—¡Remigia! —pues la mastina no era otra— argüía Pendenciero falto de fuerzas para resistir a tanta tribulación. Mira que yo no soy manso, y si me buscas camorra la encontrarás.

—Calle usted la boca, teniente de papel. Ni a usted ni a todo Jarama junto temo yo. Y el toro que sea hombre, que salga.

Y daba brincos procurando hincar el diente donde podía; hasta que convencida de la inutilidad de sus esfuerzos y oyendo al tendido pedir a voz en cuello que se llevaran al toro al corral, porque la noche se venía encima, se dirigió resueltamente a donde León estaba, y ladrando y enseñándole los dientes, le increpó de esta manera:

—Lo mismo que tú, torero de invierno, ¿así vuelves por la honra de tu familia? ¿Por qué no le diste un golletazo? ¡Si me voy convenciendo de que eres hijo de tu padre!...

León no entendía; pero no quitaba los ojos de la perra y meditaba.

Por fin soltaron a los cabestros y, en cuanto doña Remigia reconoció a su marido, se le abalanzó a una oreja diciéndole con transportes de fingido gozo:

—¡Serapito mío! Esta vez sí que no nos separaremos; yo quiero ir a donde tu vayas. Mira, aquí tienes a Leoncito que se hará pastor, y reunidos pasaremos la existencia. Hasta si tú quieres consentiré en que nos acompañe don Abundio.

Y don Serapio, inmóvil, conmovido y con la cabeza inclinada por el peso de su esposa, cuyas virtudes admiraba, quiso hablar, pero solo tuvo fuerzas para decir: Muuu...

Todo parecía augurar un feliz desenlace, cuando uno de los pastores, creyendo por la actitud de Manteca que la perra le martirizaba en vez de acariciarle, tomando por odio de raza lo que era expansión de familia, llegó con el garrote enarbolado a donde los cónyuges estaban, y descargó con él tan tremendo como infortunado golpe sobre la cabeza de doña Remigia, que esta, dando media vuelta, cayó exánime a los pies de su marido.

—¡Pobrecita! ¡tan buena! —murmuró Serapio.

Y, dirigiéndose a donde el catedrático estaba:

—La hemos perdido —exclamó—. ¡Valor, amigo!

Y ambos tomaron el camino del toril, lanzando al pasar junto a León una mirada y un mugido que conmovieron al émulo de Costillares. Pero al llegar a la puerta, don Abundio dobló las rodillas y, sin proferir una queja, quedó muerto de repente.

En las reseñas de los periódicos dijeron que le había ocasionado la muerte la despaldilladura del reserva. ¡Así se escribe la Historia! En el matadero se vio que tenía el corazón deshecho. Había muerto de un aneurisma.

Don Serapio siguió llevando el cencerro y acabó por olvidar y ser feliz.

Lo que pasó por León nadie lo sabe; pero es lo cierto que al día siguiente se cortó la coleta con asombro de sus admiradores; se volvió misántropo y concluyó por fundar en Madrid la primera sociedad protectora de los animales.

En cuanto a la alcarreña, continuó sirviendo.


Publicado el 15 de junio de 2020 por Edu Robsy.
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