Vida de Jesús

Ernest Renan


Historia, religión



Dedicatoria

Al alma pura de mi hermana Enriqueta
Muerta en Biblos el 24 de setiembre de 1861


¿Te acuerdas, desde el seno de Dios, donde reposas, de aquellos largos dias de Ghazir en que, solo contigo, escribia yo estas páginas, inspiradas por los lugares que acabábamos de recorrer? Silenciosa á mi lado, tú releias cada página y la copiabas apénas escrita, miéntras que á nuestros piés se extendian el mar, las aldeas, los barrancos y las montañas. Cuando á la sofocante luz de la tarde sucedia el innumerable ejército de estrellas, tus preguntas finas y delicadas y tus discretas dudas me hacian pensar en el objeto de nuestras comunes investigaciones. Un dia me dijiste que tú amarias este libro, por haber sido escrito en tu compañía, y porque te gustaba su espíritu. Y si algunas veces temias que le fuese contrario el juicio del hombre frívolo, siempre estuviste persuadida que al fin agradaria á las almas verdaderamente religiosas. El ala de la muerte nos hirió á entrambos en medio de aquellas dulces meditaciones; á la misma hora caimos en febril letargo... ¡Yo me desperté solo!... Tú duermes ahora en la tierra de Adónis, cerca de la santa Biblos y de las aguas sagradas, donde iban á mezclar sus lágrimas las mujeres de los misterios antiguos. Revélame ¡oh buen genio! á mí, á quien tanto amabas, esas verdades que dominan la muerte, que impiden temerla y casi nos la hacen amar.

Introducción

En donde principalmente se trata de las fuentes de esta historia


Una historia de los «Orígenes del cristianismo» deberá abarcar todo el período oscuro, subterráneo, si se me permite la frase, que se extiende desde los primeros pasos de esta religion hasta el momento en que su existencia vino á ser un hecho público, notorio, evidente á los ojos de todo el mundo. Esta historia se compondrá de cuatro libros:—el primero, que hoy ofrezco al público, trata del hecho mismo que sirvió al nuevo culto de punto de partida, y le llena completamente la persona sublime de su fundador. El segundo tratará de los apóstoles y de sus discípulos inmediatos; mejor dicho, de las revoluciones que sufrió el pensamiento religioso en las dos primeras generaciones cristianas. Le cerraré hácia el año 100, época en que habian ya muerto los últimos amigos de Jesús y en que se habian fijado todos los libros del Nuevo Testamento en la forma que tienen hoy dia. En el tercer volúmen expondré el estado del cristianismo bajo los Antoninos: verásele en él desarrollarse lentamente y sostener una guerra casi constante contra el imperio, el cual, habiendo llegado entónces al apogeo de la perfeccion administrativa, y hallándose dirigido por filósofos, combate en la secta naciente una sociedad secreta y teocrática que le niega con obstinacion y le mina sin cesar. Este libro contendrá todo el siglo segundo. En el tomo cuarto demostraré, por último, los progresos decisivos que hace el cristianismo á partir de los emperadores sirios. En él se verá el hundimiento de la sábia construccion de los Antoninos, la decadencia de la civilizacion antigua hacerse irrevocable, el cristianismo aprovechándose de su ruina, la Siria conquistando todo el Occidente, y á Jesús, en compañía de los dioses y de los sabios divinizados del Asia, tomar posesion de una sociedad á la cual no bastaba ya la filosofía del Estado puramente civil. Entónces es cuando las ideas religiosas de las razas agrupadas al rededor del Mediterráneo se modifican profundamente; cuando los cultos orientales extienden por todas partes su dominio; cuando el cristianismo, olvidando por completo sus ensueños miliarios, rompe los últimos lazos que le ligaban al judaismo y pasa entero al mundo greco-latino. Las luchas y el trabajo literario del siglo tercero, que ya se presentan sin rebozo, no se expondrán sino á rasgos generales. Más sumariamente referiré aún las persecuciones del principio del siglo cuarto, último esfuerzo del imperio por reivindicar sus antiguos principios, aquellos que no concedian ningun puesto en el Estado á la sociedad religiosa. Por último, me limitaré á presentir el cambio de política que invirtió los papeles bajo el cetro de Constantino é hizo del más libre y espontáneo movimiento religioso un culto oficial sujeto al Estado y perseguidor á su vez.

Ignoro si tendré vida y fuerzas suficientes para llenar un plan tan vasto. Me daria por satisfecho si, despues de haber escrito la vida de Jesús, pudiese referir, segun yo la comprendo, la historia de los apóstoles, el estado de la conciencia cristiana durante las semanas que siguieron á la muerte de Jesús, la formacion del ciclo legendario de la resurreccion, los primeros actos de la iglesia de Jerusalen, la vida de San Pablo, la crísis del tiempo de Neron, la aparicion del Apocalípsis, la ruina de Jerusalen, la fundacion de las cristiandades hebráicas de la Batanea, la redaccion de los evangelios y el orígen de las grandes escuelas del Asia Menor derivadas de Juan. Todo palidece junto á ese maravilloso primer siglo. Y por una singularidad rara en la historia, vemos mucho más claramente lo que pasó en el mundo cristiano desde el año 50 al 75 que desde el 100 al 150.

El plan que he adoptado en esta historia me ha impedido introducir en el texto largas disertaciones críticas sobre los puntos controvertidos. Un sistema contínuo de notas permite al lector comprobar por sí mismo en las fuentes que se citan, las proposiciones de la obra. En esas notas me he limitado estrictamente á las citas de primera mano, esto es, á la indicacion de los pasajes originales, sobre los cuales se apoya cada aserto ó cada conjetura. Comprendo que para las personas poco iniciadas en esta clase de estudios, serían indispensables explicaciones mucho más extensas. Pero no tengo costumbre de retocar lo que está hecho y bien hecho. Para no citar sino libros escritos en frances, aquellos que deseen profundizar la materia pueden proporcionarse las obras siguientes:


Études critiques sur l’évangile de saint Matthieu, par M. Albert Réville, pasteur de l’Église wallonne de Rotterdam.

Histoire de la théologie chrétienne au siècle apostolique, par M. Reuss, professeur à la Faculté de théologie et au séminaire protestant de Strasbourg.

Des doctrines religieuses des Juifs pendant les deux siècles antérieurs à l’ère chrétienne, par M. Michel Nicolas, professeur à la Faculté de théologie protestante de Montauban.

Vie de Jésus, par le Dr. Strauss, traduite par M. Littré, membre de l’Institut.

Revue de théologie et de philosophie chrétienne, publiée sous la direction de M. Colani, de 1850 à 1857.—Nouvelle Revue de théologie, faisant suite à la précedente, depuis 1858.

Les Évangiles, par M. Gustave d’Eichthal. Première partie: Examen critique et comparatif des trois premiers évangiles.


Los que quieran tomarse el trabajo de consultar estos excelentes escritos, encontrarán en ellos la explicacion de multitud de puntos sobre los cuales he tenido que ser muy conciso. En lo que particularmente se refiere á los textos evangélicos, su crítica detallada ha sido hecha por Strauss de un modo que deja muy poco que desear. Y aunque Strauss se haya engañado en su teoría sobre la redaccion de los evangelios, y aunque su libro tenga, en mi opinion, el defecto de afirmarse en gran manera sobre el terreno teológico y muy poco sobre el de la historia, preciso es, para apreciar los motivos que me han guiado en una infinidad de detalles, seguir la discusion, siempre juiciosa, aunque algo sutil en ocasiones, de la obra que tan bien ha traducido mi sabio cofrade M. Littré.

En materia de testimonios antiguos creo no haber descuidado ninguna fuente de informaciones. Sin contar un sinnúmero de datos esparcidos acá y allá, cinco grandes colecciones de escritos nos quedan respecto á Jesús y al tiempo en que vivió:—1.ª los evangelios y en general los escritos del Nuevo Testamento; 2.ª las composiciones llamadas apócrifas del «Antiguo Testamento»; 3.ª las obras de Filon; 4.ª las de Josefo; 5.ª el Talmud. Los escritos de Filon tienen la inapreciable ventaja de mostrarnos las ideas que, en tiempo de Jesús, fermentaban en las almas ocupadas en las grandes cuestiones religiosas. Verdad es que Filon vivia en otra provincia del judaismo, diferente de la en que habitaba Jesús; pero tambien lo es que su carácter, como el del fundador del cristianismo, estaba muy por encima de las pequeñeces que reinaban en Jerusalen:—Filon es en este concepto el hermano mayor de Jesús. Sesenta y dos años tenía cuando el profeta de Nazareth se hallaba en el apogeo de su actividad, y le sobrevivió diez años, por lo ménos. ¡Lástima es que los azares de la vida no le llevasen á Galilea! ¡Cuánto no nos habria enseñado!

El estilo de Josefo, que particularmente escribia para los paganos, no tiene la misma sinceridad. Sus escasas noticias sobre Jesús, Juan Bautista y Júdas el Gaulonita, son áridas y sin color. Se conoce á primera vista que trata de presentar aquellos movimientos, cuyo carácter era tan profundamente judáico, bajo una forma inteligible para los griegos y romanos. Sin embargo, tengo por auténtico el pasaje que se refiere á Jesús, porque se halla en perfecta armonía con la índole de Josefo; al mencionar este historiador á Jesús no debió hacerlo de otro modo. No obstante, se conoce que una mano cristiana ha retocado el pasaje añadiéndole algunas palabras, sin las cuales habria sido casi blasfematorio, y suprimiéndole ó modificándole algunas expresiones. Preciso es tener presente que Josefo debe su fama literaria á los cristianos, quienes adoptaron sus escritos como documentos esenciales á su historia sagrada. Probablemente se hizo de ellos en el siglo segundo una edicion corregida segun las ideas cristianas. De todos modos, lo que constituye el inmenso interes de Josefo con relacion á nuestro asunto, es la viva luz que arroja sobre los personajes de aquel tiempo. Gracias á él, Heródes, Herodías, Antipas, Felipe, Anás, Caifás y Pilátos, son figuras históricas que aparecen de relieve á nuestra vista con maravillosa exactitud.

Los apócrifos del Antiguo Testamento, y en particular la parte judía de los versos sibilinos y el Libro de Henoch, tienen, unidos al Libro de Daniel, que tambien es un verdadero apócrifo, inmensa y capital importancia para la historia del desarrollo de las teorías mesiánicas y para la inteligencia de las concepciones de Jesús sobre el reino de Dios. El Libro de Henoch, muy conocido de las personas que rodeaban á Jesús, nos da, sobre todo, la clave de la expresion de «Hijo del Hombre» y de las ideas que á ella se refieren. Gracias á los trabajos de MM. Alexandre, Ewald, Dillmann y Reuss, la edad de estos diferentes libros está ya fuera de duda. Todo el mundo conviene en que la redaccion del más importante de entre ellos data de los siglos segundo y primero ántes de Jesucristo. La fecha del Libro de Daniel es más incierta. El carácter de las lenguas en que está escrito, el uso de palabras griegas, el anuncio claro, determinado, preciso de los acontecimientos que alcanzan hasta la época de Antíoco Epifáneo, las falsas imágenes que en él se trazan de la antigua Babilonia, el colorido general del libro, que en nada se parece á los escritos del cautiverio, y que, al contrario, se armoniza por una infinidad de analogías con las creencias, las costumbres y los giros de imaginacion de la época de los Seléucidas, el sabor apocalíptico de las visiones, el sitio del libro en el cánon hebreo fuera de la serie de los profetas, la omision de Daniel en los panegíricos del capítulo XLIX del Eclesiástico, donde se hallaba su rango como indicado, multitud de otras pruebas que han sido cien veces deducidas, todo, en fin, induce á creer que el Libro de Daniel fué producto de la grande exaltacion que la persecucion de Antíoco ocasionó entre los judíos. Así, pues, no debe clasificarse este libro entre la antigua literatura profética, sino más bien al frente de la literatura apocalíptica, como primer modelo de un género de composiciones entre las cuales debian figurar despues de él los diversos poemas sibilinos, el Libro de Henoch, el Apocalípsis de Juan, la Ascension de Isaías y el cuarto libro de Esdras.

Mucho se ha descuidado hasta hoy el Talmud al tratarse de la historia de los orígenes del cristianismo. Pero yo creo, con M. Geiger, que la verdadera nocion de las circunstancias en que se produjo su fundador, debe buscarse en esta rara compilacion, tan abundante de preciosas noticias, que se mezclan y confunden con la más trivial escolástica. Habiendo seguido la teología cristiana y la judáica dos caminos paralelos en el fondo, no puede comprenderse bien la historia de la una sin la de la otra. Por otra parte, innumerables detalles materiales de los evangelios tienen su comentario en el Talmud. Ya las compilaciones latinas de Lightfoot, de Schœttgen, de Buxtorf y de Otho contenian á este respecto multitud de noticias. Por mi parte, me he impuesto el deber de comprobar en el original cuantas citas he admitido, sin exceptuar una sola. Y la colaboracion que en esta parte de mi trabajo debo á M. Neubauer, sabio israelita muy versado en la literatura talmúdica, me ha permitido ir más léjos y aclarar las partes más delicadas de mi asunto con algunas nuevas comparaciones. Extendiéndose la redaccion del Talmud desde el año 200 hasta el 500, próximamente, la distincion de las épocas es aquí muy importante. Nosotros las hemos examinado con todo el discernimiento que permite el estado actual de esta clase de estudios. Entre algunas personas acostumbradas á no conceder valor á un documento sino por la época misma en que fué escrito, excitarán acaso algunos temores tan recientes fechas. Pero semejantes escrúpulos estarian aquí fuera de lugar. La enseñanza de los judíos desde la época asmonea hasta el siglo segundo fué oral principalmente, y no debe juzgarse de aquella especie de estado intelectual por las costumbres de un tiempo en que tanto se escribe. Los Vedas y las antiguas poesías árabes se conservaron en la memoria del pueblo durante siglos, y sin embargo, esas composiciones presentan una forma decisiva y muy delicada. Por el contrario, la forma no tiene en el Talmud ningun valor. Añadamos que ántes de la Mischna de Júdas el Santo, que hizo olvidar todas las otras, hubo ensayos de redaccion cuyos principios se remontan acaso mucho más allá de lo que comunmente se supone. El estilo del Talmud es el de los resúmenes compilativos: probablemente los redactores no hicieron sino clasificar, bajo ciertos títulos, el enorme fárrago de escrituras que por espacio de muchas generaciones se habian acumulado en las diferentes escuelas.

Réstanos hablar de los documentos que, presentándose como biografías del fundador del cristianismo, deben ocupar naturalmente el primer rango en una vida de Jesús. Un tratado completo sobre la redaccion de los evangelios tendria que formar una obra aparte. Merced á los hermosos trabajos de que ha sido objeto esta cuestion desde hace treinta años, el problema que otras veces parecia inabordable, ha llegado á una solucion que, si bien deja todavía paso á muchas incertidumbres, satisface al ménos plenamente las necesidades de la historia. Siendo la composicion de los evangelios uno de los hechos más importantes para el porvenir del cristianismo, de cuantos en la postrera mitad del primer siglo ocurrieron, ocasion tendrémos de volver á examinarla en nuestro segundo libro. Aquí no tratarémos esta especie sino bajo el punto de vista indispensable á la solidez de nuestro relato. Sólo buscarémos, dejando aparte cuanto pertenece al cuadro de los tiempos apostólicos, la medida en que deben emplearse los datos que los evangelios nos ofrecen en una historia trazada con arreglo á principios racionales.

Que los evangelios son en parte legendarios, es cosa evidente, puesto que en ellos abundan los milagros y lo sobrenatural; pero hay leyenda y leyenda. Nadie pone en duda, por ejemplo, los rasgos principales de la vida de Francisco de Asís, sin embargo de hallarse en ella lo sobrenatural muy frecuentemente. Por el contrario, ninguno da crédito á la «Vida de Apolonio de Tiana.» ¿Por qué?—Porque fué escrita mucho tiempo despues del héroe, y bajo las condiciones de pura novela. ¿En qué época, por qué manos y en qué circunstancias fueron escritos los evangelios? Hé aquí la cuestion capital de que depende el juicio que de su autenticidad debemos formarnos.

Sabido es que cada uno de los cuatro evangelios lleva al frente el nombre de un personaje conocido, bien en la historia apostólica, bien en la misma historia evangélica. Pero esos cuatro personajes no se nos han presentado rigurosamente como sus autores. Segun la más antigua opinion, las fórmulas «segun Matheo», «segun Márcos», «segun Lúcas», «segun Juan», no implican que estos relatos fuesen escritos de extremo á extremo por Juan, Lúcas, Márcos y Matheo; esas fórmulas significan únicamente que se apoyan en las tradiciones que provienen de cada uno de aquellos apóstoles y que se escudan con su autoridad. Si esos títulos son exactos, claro es que los evangelios, sin que dejen de ser legendarios en parte, tienen sumo valor, puesto que nos llevan al medio siglo que siguió á la muerte de Jesús, y en dos de ellos, hasta á los testigos oculares de sus acciones.

Por lo que á Lúcas respecta, la duda no es posible. El evangelio de Lúcas es una composicion regular, fundada en documentos anteriores; es la obra de un hombre que elige, entresaca y combina. Indudablemente el autor de este evangelio es el mismo que el de los «Hechos de los Apóstoles», el cual fué un compañero de San Pablo, título que conviene perfectamente á Lúcas. Sé que á este razonamiento puede oponerse más de una objecion, pero al ménos una cosa está fuera de duda, y es, que el autor del tercer evangelio y de los «Hechos» fué un hombre de la segunda generacion apostólica, y esto basta á mi objeto. Por otra parte, la fecha de este evangelio puede determinarse con mucha precision por medio de consideraciones sacadas del libro mismo. El capítulo XXI de Lúcas, inseparable del resto de la obra, se escribió, á no dudarlo, despues del sitio de Jerusalen, pero poco despues. Aquí nos hallamos, pues, en un terreno sólido, porque se trata de una obra escrita de un extremo á otro por la misma mano y en la cual resalta la más perfecta unidad.

Los evangelios de Matheo y Márcos no tienen, ni con mucho, el mismo sello individual.—Son composiciones impersonales, en las cuales desaparece totalmente el autor. Un nombre propio escrito al frente de este género de obras dice muy poco. Pero si el evangelio de Lúcas se halla fechado, tambien lo están el de Matheo y el de Márcos, puesto que es indudable que el tercer evangelio es posterior á los dos primeros, y que ofrece el carácter de una redaccion mucho más avanzada. Tenemos sobre este punto, á mayor abundamiento, un testimonio capital que data de la primera mitad del siglo segundo, cual es el de Papias, obispo de Hierápolis, hombre grave, de tradicion, que empleó toda su vida en recoger con particular esmero cuantas noticias se referian á la persona de Jesús. Papias, despues de haber declarado que en semejantes materias prefiere la tradicion oral á los libros, menciona dos escritos sobre los actos y las palabras de Cristo: 1.º, un escrito de Márcos, intérprete del apóstol Pedro; escrito corto, incompleto, no clasificado por órden cronológico, el cual comprende relatos y discursos (λεχθέντα ἢ πραχθέντα), y fué compuesto en vista de los recuerdos y noticias del apóstol Pedro; 2.º, una compilacion de sentencias (λόγια) escrita por Matheo en lengua hebrea, «y que ha traducido cada uno como ha podido.» Es indudable que estas dos descripciones se armonizan bastante bien con la fisonomía general de los dos libros llamados ahora «Evangelio segun Matheo» y «Evangelio segun Márcos», los cuales se distinguen, uno por sus largos discursos, y otro por sus anécdotas, en particular, por ser mucho más exacto que el primero en relatar los acontecimientos de secundaria importancia, pobre en discursos, breve hasta la aridez y por estar bastante mal pergeñado. Que sean estas dos obras, tales como nosotros las leemos, absolutamente parecidas á las que leia Papias, no es sostenible en buena lógica; primero, porque el escrito de Matheo, segun Papias, se componia tan sólo de discursos en hebreo, de los cuales circulaban traducciones bastante diferentes; y segundo, porque la obra de Márcos y la de Matheo eran, para él, profundamente distintas, no tenian en su redaccion ningun punto de contacto, y á lo que parece, estaban escritas en diferente idioma. Esto supuesto, y ofreciendo el «Evangelio segun Márcos» y el «Evangelio segun Matheo», en el estado actual de sus textos, larguísimos trozos paralelos perfectamente idénticos, preciso es suponer ó que el redactor definitivo del primero tenía el segundo á la vista, ó que el del segundo consultaba el primero, ó que ambos redactores copiaron el mismo prototipo. Lo más verosímil es, que ni respecto á Márcos ni respecto á Matheo, tenemos las redacciones del todo originales, y que nuestros dos primeros evangelios son arreglos, en los cuales se trató de llenar, con un texto, los vacíos del otro. Cada uno quiso, en efecto, poseer un ejemplar completo: aquel que en el suyo no tenía sino discursos, deseó tener relatos, y recíprocamente. Sólo así se explica que el «Evangelio segun Matheo» comprenda casi todas las anécdotas de Márcos, y que el «Evangelio segun Márcos» encierre hoy un sinnúmero de rasgos que emanan de las Logia de Matheo. Además, cada uno bebia abundantemente en el manantial de la tradicion evangélica que continuaba manando en torno suyo. Y tan léjos estuvo aquella tradicion de haber sido agotada por los evangelios, que los «Hechos de los Apóstoles» y los Padres más antiguos citan várias palabras de Jesús que parecen auténticas y que no se hallan en los evangelios que poseemos.

No cumple á nuestro objeto actual el delicado análisis de reconstruir, hasta cierto punto, las Logia originales de Matheo, por una parte, y, por la otra, el relato primitivo tal como salió de la pluma de Márcos. Sin duda las Logia se nos representan como los grandes discursos de Jesús, que llenan una parte considerable del primer evangelio. Y efectivamente, estos discursos forman, cuando se separan del resto, un todo bastante completo. En cuanto á los relatos del primero y del segundo evangelio, parece que tienen una base comun, cuyo texto se halla tan pronto en uno como en otro, y del cual no es el segundo evangelio, tal cual le leemos hoy dia, sino una reproduccion poco modificada. En otros términos, el sistema de la vida de Jesús reposa entre los sinópticos en dos documentos originales: 1.º, los discursos de Jesús, recogidos por el apóstol Matheo; 2.º, la compilacion de anécdotas y de noticias originales que Márcos escribió en vista de los recuerdos de Pedro. Y todavía puede decirse que en los dos evangelios que, no sin razon, llevan el nombre de «Evangelio segun Matheo» y de «Evangelio segun Márcos», tenemos esos documentos mezclados con noticias de otra procedencia.

De todos modos, es indudable que los discursos de Jesús se escribieron en lengua aramea, así como tambien sus acciones notables. Pero aquéllos no fueron los textos definitivos y dogmáticamente fijados. Además de los evangelios que han llegado hasta nosotros, hay multitud de escritos que pretenden representar la tradicion de testigos oculares. Mas se les da poca importancia, y los conservadores, como Papias, prefieren á ellos la tradicion oral. Como quiera que todavía se creia próximo el fin del mundo, eran muy pocos los que se tomaban el trabajo de componer libros para el porvenir, y sólo se trataba de grabar en el corazon la imágen viva del que muy pronto habian de volver á ver en las nubes. De ahí la poca autoridad de que gozaron los textos evangélicos durante ciento cincuenta años. Nadie tenía escrúpulo en adicionarlos, combinarlos diversamente y completar unos con otros. El pobre que no poseia más que un libro, deseaba que contuviese todo cuanto interesaba á su corazon. Prestábanse aquellos libretos, y cada uno trascribia al márgen de su ejemplar las palabras y las parábolas que encontraba en otra parte y que conmovian su ánimo. Así es como la cosa más bella del mundo salió de una elaboracion oscura y completamente popular. Ninguna redaccion tenía valor absoluto. Justino, que recurrió con frecuencia á lo que él llama «Memorias de los apóstoles», tenía á la vista un estado de los documentos evangélicos muy diferente del que nosotros poseemos; de todos modos, no se tomó el trabajo de entresacarlos textualmente. El mismo carácter presentan las citas en los escritos seudo-clementinos, de orígen ebionita. La letra no se tenía en nada, el espíritu lo era todo. Los textos que llevan el nombre de los apóstoles no tuvieron autoridad decisiva ni fuerza de ley, sino cuando la tradicion se debilitó en la postrera mitad del siglo segundo.

¿Quién no conoce el valor de documentos que así se compusieron de los tiernos recuerdos y de los cándidos relatos de las dos primeras generaciones cristianas; de esos documentos llenos todavía de la fuerte impresion que habia producido su ilustre fundador y que parece haberle sobrevivido largo tiempo? Añadamos que los evangelios en cuestion provienen, á lo que parece, de aquella rama de la familia cristiana que estuvo más en contacto con Jesús. El último trabajo de redaccion, al ménos del texto que lleva el nombre de Matheo, parece haberse hecho en uno de los países situados al nordeste de Palestina, tales como la Gaulonítida, el Hauran ó la Batanea, adonde se refugiaron muchos cristianos en la época de la guerra con Roma, donde en el siglo segundo existian aún parientes de Jesús, y en donde se conservó más tiempo que en ninguna otra parte la primera direccion galilea.

Hasta ahora no hemos hablado sino de los tres evangelios llamados sinópticos:—réstanos hablar del cuarto, del que lleva el nombre de Juan. Las dudas son aquí mucho más fundadas, y la cuestion se halla más léjos de resolverse. Papias, que procede de la escuela de Juan, y que si no fué su auditor, como pretende Ireneo, frecuentó mucho á sus discípulos inmediatos, entre otros á Aristion y al que llamaban Presbyteros Joannes; Papias, que compilaba con pasion los relatos orales de aquel Aristion y de Presbyteros Joannes, no dice ni una sola palabra de una «Vida de Jesús» escrita por Juan. Si tal mencion se hubiese encontrado en su obra, la habria, sin duda, notado Eusebio, el cual recoge todo cuanto sirve á formar la historia literaria del siglo apostólico. No son ménos fuertes las dificultades intrínsecas deducidas de la lectura del cuarto evangelio mismo. ¿Cómo se hallan, junto á las noticias que tambien revelan al testigo ocular, esos discursos completamente diferentes de los de Matheo? ¿Cómo existen, junto á un plan de la vida de Jesús, que parece mucho más satisfactorio y completo que el de los sinópticos, esos pasajes singulares en los cuales se nota un interes dogmático, propio del redactor, esas ideas extrañas del todo á Jesús, y á veces esos indicios que nos previenen contra la buena fe del narrador? ¿Cómo, en fin, se ven, junto á las tendencias más puras, más justas, más verdaderamente evangélicas, esas manchas que parecen interpolaciones de un ardiente sectario? ¿Fué Juan, el hijo del Zebedeo, el hermano de Santiago (á quien ni una sola vez se menciona en el cuarto evangelio), el que escribió en griego esas lecciones de metafísica abstracta, de la cual no ofrecen ejemplo ni los sinópticos ni el Talmud? Todo esto es grave, y no seré yo quien se atreva á asegurar que el cuarto evangelio fué escrito completamente por la pluma de un antiguo pescador galileo. En suma, que el cuarto evangelio haya ó no salido hácia fines del primer siglo de la grande escuela del Asia Menor, que se derivaba de Juan; lo que se halla demostrado por testimonios exteriores y por el exámen del documento mismo es, que él nos representa una version de la vida del maestro muy digna de tenerse en cuenta y de ser preferida frecuentemente.

Desde luégo nadie pone en duda que hácia el año 150 existia ya el cuarto evangelio y era atribuido á Juan. Textos formales de San Justino, de Atenágoras, de Taziano, de Teófilo de Antioquía, de Ireneo, señalan este evangelio, mezclado desde entónces á todas las controversias y sirviendo de piedra angular al desarrollo del dogma. Ireneo es hombre grave, Ireneo procedia de la escuela de Juan, y entre él y el apóstol no habia sino Policarpo. No es ménos decisivo el papel que desempeña nuestro evangelio en el gnosticismo, en el sistema de Valentin particularmente, en el montanismo y en la querella de los cuartodecimanos. La escuela de Juan es aquella cuya continuacion durante el siglo segundo se distingue mejor, y esa escuela no puede explicarse á ménos de no colocar el cuarto evangelio en su misma cuna. Añadamos que la primera epístola atribuida á San Juan es, á no dudarlo, del mismo autor que el cuarto evangelio, y que Policarpo, Papias é Ireneo reconocen esa epístola como de Juan.

Pero lo que por su naturaleza causa más impresion es, sobre todo, la lectura de la obra. El autor habla siempre como testigo ocular y se presenta como el apóstol Juan. Si esta obra no es verdaderamente del apóstol, menester es admitir una superchería que el autor se confesaba á sí mismo. Pues bien, aunque las ideas de aquel tiempo en materia de buena fe literaria se diferenciasen mucho de las nuestras, el mundo apostólico no ofrece ningun ejemplo de una falsedad de esa especie, y el autor, no sólo pretende pasar por el apóstol Juan, sino que se ve claramente que escribe en el interes de este apóstol. En cada página traspira la intencion de fortificar su autoridad, de poner de manifiesto que fué el preferido de Jesús, y que en la Cena, en el Calvario, en el sepulcro, en todas las circunstancias solemnes tuvo el primer rango entre los discípulos. Sus relaciones fraternales con Pedro, si bien no exentas de cierta rivalidad, y su ódio contra Júdas, ódio tal vez anterior á la traicion, parecen traslucirse de cuando en cuando. Casi está uno tentado por creer que habiendo Juan, ya anciano, leido los relatos evangélicos que circulaban, y notado en ellos diferentes inexactitudes, se resintió de ver el puesto secundario que se le concedia en la historia del Cristo, y que entónces, con la intencion de manifestar que en muchos casos en que no se habla sino de Pedro, habia figurado con él y ántes que él, empezó á dictar multitud de cosas que sabía mejor que los demás. Esos ligeros sentimientos de celos entre los hijos del Zebedeo y los otros discípulos se habian manifestado ya en vida de Jesús. Al morir su hermano Santiago, Juan quedó como único heredero de los recuerdos íntimos de que estos dos apóstoles eran depositarios, segun la confesion de todos. De ahí su perpétuo y especial cuidado en recordar que él es el último sobreviviente de los testigos oculares, y su placer en referir circunstancias que sólo él podia conocer. De ahí tambien esa infinita minuciosidad de pequeños detalles que parecen como escolios de un anotador: «Eran las seis», «era de noche»; «este hombre se llamaba Malchus»; «habian encendido un brasero porque hacia frio»; «esta túnica no tenía costura.» De ahí, en fin, el desórden de la redaccion, la irregularidad de la marcha, la falta de trabazon en los primeros capítulos; defectos que son otros tantos rasgos inexplicables en la suposicion de que nuestro evangelio no fuese sino una tésis teológica sin valor histórico, pero que, por el contrario, se comprenden perfectamente si, conforme á la tradicion, se toman por los recuerdos del anciano, de prodigiosa frescura algunas veces, otras desfigurados por extrañas alteraciones.

En efecto, en el evangelio de Juan debe hacerse una distincion capital. Este evangelio presenta por un lado una trama de la vida de Jesús que difiere esencialmente de la de los sinópticos. Por otro, pone en boca de Jesús discursos cuyas doctrinas, tono, corte y estilo, no tienen nada de comun con las Logia de los sinópticos. La diferencia es tal, bajo este segundo punto de vista, que no hay término medio y es preciso elegir de una manera absoluta. Si Jesús hablaba como dice Matheo, no pudo hablar como pretende Juan. Ningun crítico ha vacilado ni vacilará entre las dos autoridades. El evangelio de Juan, á mil leguas del tono sencillo, desinteresado, impersonal de los sinópticos, manifiesta sin cesar las preocupaciones del apologista, la segunda intencion del sectario, el propósito de probar una tésis y de convencer á sus contradictores. No fué, por cierto, con tiradas pretenciosas, pesadas, mal escritas con lo que Jesús fundó su obra divina. Aunque Papias no nos dijese que Matheo escribió en su lengua original las sentencias de Jesús, la naturalidad, la inefable verdad, el encanto sin igual de los discursos sinópticos, el corte profundamente hebráico de esos discursos, las analogías que ofrecen con las sentencias de los doctores judíos de la misma época, su perfecta armonía con la naturaleza de Galilea; todos estos caractéres, comparados con la gnósis oscura y con la perfilada metafísica en que abundan los discursos de Juan, hablarian muy alto en favor de esta creencia. No quiere decir esto que en los discursos de Juan no haya admirables destellos y rasgos que verdaderamente emanan de Jesús. Pero el tono místico de esos discursos en nada corresponde al carácter de elocuencia del profeta nazareno, tal como nos la figuramos al leer los sinópticos. Un nuevo espíritu se introduce, ya la gnósis ha principiado, la era galilea del reino de Dios ha concluido, aléjase la esperanza de la próxima venida del Cristo, y se entra ya en las arideces de la metafísica, en las tinieblas del dogma abstracto. El espíritu de Jesús no está ya aquí, y si verdaderamente fué el hijo del Zebedeo el que trazó esas páginas, ¡mucho habia olvidado, al escribirlas, el lago de Genesareth y las deliciosas pláticas que en sus márgenes escuchara!

Hay además una circunstancia que prueba perfectamente que los discursos trasmitidos por el cuarto evangelio no son piezas históricas, sino composiciones destinadas á escudar, con la autoridad de Jesús, ciertas doctrinas á las cuales se hallaba muy apegado el redactor; consiste esa circunstancia en la perfecta armonía de los tales discursos con el estado intelectual del Asia Menor en el momento en que fueron escritos. El Asia Menor era entónces el teatro de un extraño movimiento de filosofía sincrética, y ya existian allí todos los gérmenes del gnosticismo. Juan, parece haber bebido en aquel manantial extranjero. ¿Quién sabe si, despues de la crísis del año 68 (fecha del Apocalípsis) y del 70 (ruina de Jerusalen), habiendo perdido el alma ardiente y móvil del viejo apóstol la esperanza de una próxima aparicion en las nubes del Hijo del hombre, se inclinó hácia las ideas que surgian al rededor suyo, algunas de las cuales se amalgamaban bastante bien con ciertas doctrinas cristianas? Al prestar aquellas ideas á Jesús no hizo sino obedecer á una propension bien natural. Nuestros recuerdos se trasforman como todo lo demás;—el ideal de una persona que hemos conocido, cambia con nosotros. Considerando Juan á Jesús como la encarnacion de la verdad, no podia ménos de atribuirle cuanto él mismo habia llegado á tener por verdadero.

Si hemos de decirlo todo, añadirémos que probablemente Juan tuvo poquísima parte en ese cambio, y que, más bien que por él, se operó en torno suyo. En ocasiones se inclina uno á creer que algunas preciosas notas, procedentes del apóstol, fueron empleadas por sus discípulos en un sentido muy diverso del primitivo espíritu evangélico. Y en efecto, ciertas partes del cuarto evangelio, tales como todo el capítulo XXI, en el cual parece haberse propuesto el autor rendir homenaje al apóstol Pedro, despues de su muerte, y responder á las objeciones que iban á deducirse ó que ya se deducian de la muerte del mismo Juan, fueron añadidas más tarde. En otros varios sitios se distingue la huella de raspaduras y correcciones.

Imposible es, á semejante distancia, encontrar la clave de todos esos problemas singulares, y si nos fuera permitido penetrar los secretos de aquella misteriosa escuela de Éfeso que se complugo en marchar por vias oscuras, muchas sorpresas habriamos de tener á no dudarlo. Pero puede hacerse una experiencia capital, y es la siguiente. Cualquiera persona que se ponga á escribir la vida de Jesús sin teoría determinada sobre el valor de los evangelios, y dejándose guiar únicamente por el sentimiento del asunto, propenderá, en una porcion de casos, á preferir la narracion de Juan á la de los sinópticos. Los últimos meses de la vida de Jesús no se explican sino por Juan, y una infinidad de rasgos de la pasion, ininteligibles en los sinópticos, adquieren verosimilitud y posibilidad en el relato del cuarto evangelio. Por el contrario, desafío á cualquiera á que componga una vida de Jesús que tenga sentido comun, basándola en los discursos que Juan atribuye al maestro. Esa manera de predicar de sí mismo y de evidenciarse incesantemente, esa perpétua argumentacion, esa exornacion sin ninguna sencillez, esos largos razonamientos con motivo de cada milagro, y esos discursos áridos y tortuosos, cuyo tono es tan á menudo falso y desigual, no pueden aceptarse por ningun hombre de mediano gusto y discernimiento, junto á las sentencias deliciosas de los sinópticos. Evidentemente son piezas artificiales que nos representan las predicaciones de Jesús como los diálogos de Platon nos representan las pláticas de Sócrates: son en cierto modo las variaciones de un músico que improvisa por su propia cuenta sobre un tema determinado. El tema podrá no carecer de alguna autenticidad, pero en la ejecucion se desborda el capricho del artista. El proceder facticio, la retórica, el estudio, se distinguen á la legua. Añádase á esto que, en los trozos de que hablamos, no aparece el vocabulario de Jesús. La expresion de «reino de Dios», que tan familiar era al maestro, se encuentra en ellos una vez solamente. En cambio, el estilo de los discursos que el cuarto evangelio atribuye á Jesús, ofrece completa semejanza con el de las epístolas de San Juan; échase de ver que el autor, al escribir los discursos, no seguia el hilo de sus recuerdos, sino el movimiento bastante monótono de sus propias ideas. Desplégase en ellos toda una lengua mística, de la que no tuvieron los sinópticos la menor nocion («mundo», «verdad», «vida», «luz», «tinieblas», etc.). Si Jesús se hubiese expresado en ese estilo, que nada tiene de hebreo, ni de judáico, ni de talmúdico, si así puede decirse, ¿cómo habria guardado tan bien el secreto solo uno de sus oyentes?

La historia literaria ofrece, además, otro ejemplo que tiene grande analogía con el fenómeno histórico que acabamos de exponer y que servirá para explicarle. Sócrates, de igual modo que Jesús, nada escribió; lo que de él conocemos nos lo trasmitieron dos de sus discípulos, Xenofonte y Platon.—El primero se asemeja á los sinópticos por su redaccion limpia, trasparente, impersonal; el segundo recuerda, por su vigorosa individualidad, al autor del cuarto evangelio. ¿Deben seguirse los «Diálogos» de Platon ó las «Pláticas» de Xenofonte, para exponer la enseñanza socrática? La duda no es posible en tal alternativa.—Todo el mundo se atiene á las «Pláticas» y no á los «Diálogos.» Pero, ¿nada nos enseña Platon respecto á Sócrates? Al escribir la biografía de este último, ¿sería juicioso, en buena crítica, desdeñar los «Diálogos»? ¿Quién se atreveria á sostenerlo? Por otra parte, la semejanza no es completa y la diferencia queda en favor del cuarto evangelio, cuyo autor es, en efecto, el mejor biógrafo, de igual modo que Platon, no obstante atribuir á su maestro ficticios discursos, conocia respecto á su vida muchas cosas capitales que Xenofonte ignoraba completamente.

Nosotros, sin pronunciarnos sobre la cuestion material de saber qué mano trazó el cuarto evangelio, é inclinándonos á creer que los discursos, cuando ménos, no son del hijo del Zebedeo, admitimos que ese escrito es el «Evangelio segun Juan» de igual manera y en el mismo sentido que el primero y segundo son los evangelios «segun Matheo» y «segun Márcos.» La trama histórica del cuarto evangelio es la vida de Jesús, tal como en la escuela de Juan se conocia; es el relato que Aristion y Presbyteros Joannes hicieron á Papias sin decirle que se hallaba escrito, particularidad á la que tal vez no daban ninguna importancia. Añadiré que, á mi juicio, aquella escuela sabía las circunstancias exteriores de la vida del fundador, mejor que el grupo de cuyos recuerdos se formaron los evangelios sinópticos. Ella tenía datos que los demás no poseyeron, sobre todo respecto á la permanencia de Jesús en Jerusalen. Los afiliados de la escuela trataban á Márcos de mediano biógrafo y habian imaginado un sistema para explicar las lagunas de sus escritos. Ciertos pasajes de Lúcas, en los cuales hay como un eco de las tradiciones joánicas, prueban además que esas tradiciones no eran completamente desconocidas del resto de la familia cristiana.

Paréceme que bastarán estas explicaciones para que el lector conozca, al seguir el relato, los motivos que me hayan impulsado á dar la preferencia á tal ó cual cronista de los cuatro que tenemos para la vida de Jesús. En resúmen, yo admito como auténticos los cuatro evangelios canónicos. En mi opinion todos alcanzan al primer siglo y son, próximamente, de los autores á quienes se les atribuye; pero su valor histórico es muy diverso. Matheo merece, en cuanto á los discursos, que se le conceda ilimitada confianza; ellos son las Logia, las notas tomadas bajo la impresion del recuerdo claro y palpitante de la enseñanza de Jesús. Una especie de destello, dulce y terrible á la vez, y una fuerza divina, si se me permite la frase, marcan esas palabras, y destacándolas del texto, permiten al crítico reconocerlas fácilmente. Aquel que se haya tomado el trabajo de hacer una composicion regular sobre la historia evangélica, posee, bajo este supuesto, una excelente piedra de toque. Las verdaderas palabras de Jesús se manifiestan por sí mismas, y no bien se las toca, vibran en medio de ese cáos de tradiciones de autenticidad desigual; ellas se traducen como espontáneamente y surgen del relato, conservando en él extraordinario relieve. Las partes narrativas que en el primer evangelio se agrupan al rededor de ese núcleo primitivo, no tienen la misma autoridad. Hállanse en ellas muchas leyendas bastante mal redondeadas, producto de la piedad de la segunda generacion cristiana. El evangelio de Márcos es mucho más firme, más preciso, ménos sobrecargado de extemporáneos é interesados detalles. De los tres sinópticos, él es el que ha conservado un sabor más antiguo, más original, y el que ménos mezcla ofrece de elementos posteriores. En Márcos, los detalles materiales son de una claridad que en vano se buscaria en los otros evangelistas. Gústale recordar ciertas palabras de Jesús en siro-caldeo, y las observaciones minuciosas en que abunda, no pueden venir sino de un testigo ocular. Nada se opone á que ese testigo ocular, que evidentemente siguió á Jesús, que le amó y le vió de cerca, conservando de él viva imágen, fuese el apóstol Pedro, segun lo pretende Papias.

En cuanto á la obra de Lúcas, su valor histórico es mucho más débil:—esa obra es un documento de segunda mano. La narracion tiene en ella mayor madurez, y las palabras de Jesús son más redundantes, más concertadas. Algunas sentencias se llevan hasta el exceso y adolecen de falsedad. Escribiendo fuera de Palestina y sin duda alguna despues del sitio de Jerusalen, el autor no indica los lugares con la misma exactitud que los otros dos sinópticos; tiene una falsa idea del templo, figurándosele como un oratorio adonde va cada uno á rezar sus devociones, trunca los detalles á fin de establecer una concordancia entre los diferentes relatos, modera ciertos pasajes que habian llegado á ser embarazosos bajo el punto de vista de una idea más exaltada de la divinidad de Jesús, exagera lo maravilloso, comete errores de cronología, omite las glosas hebráicas, no cita ninguna palabra de Jesús en esta lengua, y nombra, en fin, todas las localidades por sus nombres griegos. Adivínase fácilmente el escritor que compila, que no vió por sí mismo los testigos y que trabaja sobre los textos, permitiéndose violentarlos á fin de ponerlos de acuerdo. Es muy probable que Lúcas tuviese á la vista la compilacion biográfica de Márcos y las Logia de Matheo. Pero no tiene escrúpulo en tratar esos escritos con entera libertad:—unas veces reune dos anécdotas ó dos parábolas para formar de ellas una sola; otras, descompone una para hacer dos. Lúcas interpreta los documentos con arreglo á su particular juicio, y carece de la impasibilidad absoluta de Matheo y de Márcos. Puede decirse que sus escritos reflejan algo de sus gustos y de sus tendencias particulares:—Lúcas es un devoto sumamente exacto; muestra singular empeño en presentarnos á Jesús como estricto observador de los ritos judáicos, es demócrata y ebionita exaltado, esto es, muy opuesto á la propiedad, y se halla persuadido de que llegará el dia en que los pobres tengan su desquite; es aficionadísimo á las anécdotas, y se complace en poner de manifiesto la conversion de los pecadores y la exaltacion de los humildes, modificando las antiguas tradiciones á fin de darles este giro. En sus primeras páginas admite sobre la infancia de Jesús leyendas que refiere con esas largas exageraciones, esos cánticos y esos procedimientos de convencion que forman el carácter esencial de los evangelios apócrifos. Por último, en el relato de los postreros años de Jesús hay algunas circunstancias llenas de sentimiento y de ternura y algunas bellísimas palabras, atribuidas al maestro, que no se encuentran en los relatos de mayor autenticidad, en las cuales se deja conocer el trabajo de la leyenda. Probablemente Lúcas las tomaba de una compilacion más reciente, en la que se trataba, con preferencia, de excitar los sentimientos piadosos.

Á la vista de un documento de semejante naturaleza, la razon aconseja hacer uso de él con la mayor mesura. Desdeñarle completamente sería tan poco juicioso como emplearle sin discernimiento. Lúcas tuvo á su disposicion originales que ya no existen, y más bien que un evangelista, es un biógrafo de Jesús, un armonista, un corrector á la manera de Marcion y de Taziano. Pero tambien es un biógrafo del primer siglo, un artista divino que, además de las noticias que recogió en los más antiguos manantiales, nos presenta el carácter del fundador con una exactitud de parecido, una inspiracion de conjunto y un relieve que no se encuentran en los otros dos sinópticos. La lectura de su Evangelio es la que nos ofrece mayor atractivo, porque á la incomparable belleza del fondo comun se une cierta parte de artificio y de composicion que aumenta singularmente el efecto del retrato, sin perjudicar de un modo grave á la verdad.

En resúmen, puede decirse que la redaccion sinóptica ha tenido tres gradaciones: 1.ª el estado documentario original (λόγια de Matheo, λεχθέντα ἢ πραχθέντα de Márcos), redacciones primitivas que ya no existen; 2.ª el estado de simple mezcla, en la que se hallan amalgamados los documentos originales sin ningun esfuerzo de composicion y sin que se eche de ver ninguna mira personal de parte de sus autores (evangelios actuales de Matheo y de Márcos); 3.ª el estado de combinacion ó de redaccion intencional, discurrida, en que se deja conocer el esfuerzo que se ha hecho á fin de conciliar las diferentes versiones (evangelio de Lúcas). En cuanto al evangelio de Juan, forma, segun hemos dicho, una composicion de otro género y completamente distinta.

El lector notará que no hago uso ninguno de los evangelios apócrifos. Estas composiciones no deben en manera alguna confundirse con los evangelios canónicos, puesto que no son sino triviales y pueriles amplificaciones basadas en aquellos, y nada añaden que sea digno de aprecio. Por el contrario, he puesto suma atencion en recoger los trozos que los Padres de la Iglesia nos han conservado de los antiguos evangelios que otras veces existieron paralelamente á los canónicos, y cuyo texto se ha perdido, tales como el Evangelio segun los hebreos, el Evangelio segun los egipcios, y los Evangelios llamados de Justino, de Marcion, de Taziano. Los dos primeros son de mucha importancia, por cuanto á que se hallaban redactados en lengua aramea como las Logia de Matheo, constituian, segun parece, una variedad del evangelio de este apóstol, y fueron el evangelio de los ebionim, esto es, de aquellas reducidas cristiandades de Batanea que conservaron el uso del siro-caldeo, y que, hasta cierto punto, siguieron la línea trazada por Jesús. Pero menester es convenir en que esos evangelios, en el estado en que han llegado hasta nosotros, son inferiores, por lo que hace á la autoridad crítica, á la redaccion del evangelio que de Matheo poseemos.

Paréceme que ya se comprenderá el género de valor histórico que atribuyo á los evangelios. No son, á mi entender, ni biografías como las de Suetonio, ni leyendas ficticias semejantes á las de Filóstrato; son biografías legendarias. Yo las comparo á las leyendas de santos, á las Vidas de Plotino, de Proclo, de Isidoro y á otros escritos del mismo género, en que se combinan en diferentes grados la verdad histórica y la intencion de presentar modelos de virtud. En esos escritos se echa de ver la inexactitud de que adolecen todas las composiciones populares. Supongamos que tres ó cuatro veteranos del primer imperio se hubiesen puesto, hace diez ó doce años, á escribir cada uno en particular una vida de Napoleon con arreglo á sus propios recuerdos. Puede apostarse á que sus relatos ofrecerian infinitos errores y graves discordancias. Uno colocaria á Wagram ántes de Marengo; otro no vacilaria en escribir que Napoleon arrojó de las Tullerías al gobierno de Robespierre; otro, en fin, omitiria las expediciones de más importancia. Pero dos cosas claras, palmarias, llenas de verdad saldrian de esos ingénuos relatos:—el carácter del héroe y la impresion que produjo en torno suyo. Bajo este punto de vista, semejantes historias populares tendrian más valor que una historia solemne y oficial. Otro tanto puede decirse de los evangelios. Los evangelistas, cuidándose únicamente de ensalzar la excelencia del maestro, sus milagros, su enseñanza, se muestran indiferentes hácia todo lo que no es el espíritu de Jesús. Las contradicciones sobre el tiempo, los sitios y las personas se miraban como insignificantes; porque cuanto más alto era el grado de inspiracion que se prestaba á la palabra de Jesús, tanto menor era el que se concedia á los redactores. Estos no se consideraban sino como discípulos escribas, y á una sola cosa consagraban su atencion: á no omitir nada de cuanto sabian.

Es incuestionable que á esos recuerdos debió mezclarse una parte de ideas preconcebidas. Varios trozos, en parte de Lúcas, fueron inventados para dar mayor realce á ciertos rasgos de la fisonomía de Jesús. Áun esta misma fisonomía experimentaba á cada paso nuevas alteraciones. Jesús sería un fenómeno único en la historia si, teniendo en cuenta el papel que desempeñó, no hubiese sido transfigurado inmediatamente. La leyenda de Alejandro estaba ya terminada ántes que se extinguiese la generacion de sus compañeros de armas; la de San Francisco de Asís principió en vida del santo. De igual manera se operó durante los veinte ó treinta años que siguieron á la muerte de Jesús, un rápido trabajo de metamórfosis que prestó á su biografía esos giros absolutos de leyenda ideal. La muerte perfecciona áun al hombre más perfecto y le mejora á los ojos de los que le amaron. Por otra parte, al mismo tiempo que se queria retratar al maestro, se queria tambien demostrarle. Muchas anécdotas fueron concebidas para probar que las profecías consideradas como mesiánicas habian tenido en él su cumplimiento. Pero este proceder, cuya importancia no debe negarse, no basta á explicarlo todo. Ninguna obra judáica de la época nos ofrece una serie de profecías, exactamente redactadas, que el Mesías debió cumplir. Várias de las alusiones mesiánicas contenidas en los evangelios son tan sutiles, tan indirectas, que no puede suponerse que respondieran á una doctrina admitida generalmente. Unas veces se razona de este modo:—«El Mesías debe hacer tal cosa; Jesús la ha hecho; luego Jesús es el Mesías.» Otras se raciocina á la inversa:—«Tal cosa ha sucedido á Jesús; esa misma cosa debia sucederle al Mesías; luego Jesús es el Mesías». Cuando se trata de analizar el tejido de esas profundas creaciones del sentimiento popular que, por su riqueza y por su variedad infinita, echan por tierra todos los sistemas, las explicaciones demasiado sencillas son siempre falsas.

Compréndese fácilmente que para no ofrecer, con el auxilio de tales documentos, sino aquello que no admita contradiccion, es menester limitarse á las líneas generales. En casi todas las historias antiguas, áun en aquellas que son ménos legendarias que los evangelios, los detalles dan lugar á infinitas dudas. Áun poseyendo dos relatos sobre un mismo hecho, es cosa extremadamente rara que los dos se hallen en perfecta armonía. Siendo esto así, ¿no hay motivo para dudar cuando no se tiene sino uno solo, y en él se notan las mismas contradicciones? Puede asegurarse que entre los discursos, las anécdotas y las palabras célebres referidas por los historiadores, no hay ni una siquiera de rigurosa autenticidad. ¿Habia taquígrafos que fijaran aquellas rápidas palabras? ¿Se hallaba siempre presente un analista que anotase los gestos, los ademanes y los movimientos de los actores? Que se intente depurar lo que hay de verdadero en el modo como se realizó tal ó cual hecho contemporáneo, de seguro no se conseguirá. Dos relatos de un mismo acontecimiento hechos por testigos oculares difieren esencialmente. Mas ¿debe uno renunciar por eso al colorido de los relatos y limitarse á lo que enuncia el conjunto? Esto sería suprimir la historia. De buena gana concedo que, á excepcion de ciertos axiomas cortos y casi mnemónicos, ninguno de los discursos referidos por Matheo es textual; pero ¿lo son acaso nuestros resúmenes estenográficos? Tambien admito que ese admirable relato de la pasion contiene multitud de inexactitudes. Mas ¿podria escribirse la historia de Jesús haciendo caso omiso de esas predicaciones que de tan viva manera nos pintan el carácter de sus discursos, y limitándose á decir con Josefo y Tácito, «que fué condenado á muerte por Pilátos á instigacion de los sacerdotes?» Semejante proceder sería, en mi opinion, un género de inexactitud peor que aquel á que uno se expone admitiendo los detalles que los textos nos proporcionan. Esos detalles no son verdaderos al pié de la letra, pero son de una verdad superior, más verídicos que la misma verdad desnuda, por cuanto á que ellos constituyen la verdad expresiva y parlante, elevada á la altura de una idea.

Ruego á las personas que me tachen de conceder exagerada confianza á relatos legendarios en gran parte, que se dignen tener en cuenta la observacion que acabo de hacer. ¿Á qué se reduciria la vida de Alejandro si nos limitásemos á lo que materialmente hay en ella de cierto? Hasta las tradiciones, en parte erróneas, contienen una porcion de verdad que la historia no debe mirar con indiferencia. Nadie ha echado en cara á M. Sprenger el haber tenido en cuenta los hadith ó tradiciones orales sobre el profeta Mahoma, al escribir su vida, y atribuido frecuentemente á su héroe palabras, á veces textuales, que no se conocen sino en el citado escrito. Y sin embargo, las tradiciones sobre Mahoma no tienen un carácter histórico superior al de los discursos y relatos que componen los evangelios. Aquellas tradiciones fueron escritas desde el año 50 al 140 de la hégira. Cuando se escriba la historia de las escuelas judáicas pertenecientes á los siglos que precedieron y siguieron inmediatamente el cristianismo, ningun escrúpulo se tendrá en atribuir á Hillel, á Schammai y á Gamaliel las máximas que les atribuyen la Mischna y la Gemara, no obstante no haberse redactado estas grandes compilaciones sino varios centenares de años despues de los doctores en cuestion.

Respecto á las personas que, por el contrario, crean que la historia debe limitarse á reproducir sin comentarios los textos que han llegado hasta nosotros, les haré observar que semejante sistema no es lícito en el asunto de que se trata. Los cuatro principales documentos se hallan en flagrante contradiccion unos con otros, y además Josefo los rectifica algunas veces. Forzoso es elegir. Pretender que un acontecimiento no pudo efectuarse á la vez de dos maneras diversas ni de un modo imposible, no es imponer á la historia una filosofía à priori. Porque existan várias versiones diferentes de un mismo hecho, y porque á todas esas versiones haya mezclado la credulidad circunstancias fabulosas, no debe el historiador rechazar el hecho como falso; lo que debe hacer es, obrar con prudencia, discutir y proceder por induccion. Hay particularmente una clase de relatos respecto á los cuales se hace precisa la aplicacion de ese principio; tales son los relatos sobrenaturales. Querer explicar esos relatos ó reducirlos á leyendas no es mutilar los hechos en nombre de la teoría, sino partir de su misma observacion. De cuantos milagros hormiguean en las antiguas historias, ninguno pasó bajo condiciones científicas. Pruébase por una experiencia constante, jamás desmentida, que los milagros no suceden sino en los tiempos y en los países que creen en ellos y ante personas dispuestas á darles fe. No hay milagro que se haya producido ante una reunion de hombres capaces de comprobar el carácter milagroso del hecho. En tal materia no son competentes ni las personas del pueblo ni las de una clase más elevada: para ello se necesitan grandes precauciones y estar muy acostumbrado á las investigaciones científicas. ¿No se han visto en nuestros dias á muchas personas inteligentes siendo víctimas de groseros prestigios y pueriles ilusiones? Hechos maravillosos, que afirmaban ciudades enteras, se convirtieron en hechos reprobados, gracias á una informacion más severa y minuciosa. Pues bien, si se halla fuera de duda que ningun milagro contemporáneo puede resistir al exámen, ¿no es mucho más verosímil que los milagros de la antigüedad, ocurridos todos en reuniones populares, tuviesen tambien su parte de ilusion, la cual veriamos en ellos si nos fuese posible criticarlos detalladamente?

Si nosotros desterramos de la historia los milagros, no es á nombre de tal ó cual filosofía, sino á nombre de una constante experiencia. Nosotros no decimos: «Los milagros son imposibles»; afirmamos: «Que hasta hoy no ha habido un milagro comprobado.» Supongamos que se presentase mañana un taumaturgo, ofreciendo garantías bastante formales para ser discutibles, y que anunciase, por ejemplo, resucitar á un muerto; ¿qué se haria entónces? Se nombraria una comision compuesta de fisiólogos, físicos, químicos, de personas acostumbradas á la crítica histórica. Esta comision elegiria el cadáver, se aseguraria de que la muerte era real y verdadera, designaria el local en que debiera hacerse la experiencia, y tomaria todas las precauciones necesarias á fin de no dejar pretexto á ninguna duda. Si la resurreccion se operase en tales condiciones, se habria adquirido una probabilidad casi igual á la certidumbre. Sin embargo, como quiera que un experimento debe ser siempre susceptible de repetirse; que lo que se hace una vez puede hacerse dos ó veinte, y que en materia de milagros no puede ser cuestion de fácil ó difícil, el taumaturgo sería invitado á reproducir, en otras circunstancias, sobre otros cadáveres y en diferente medio, su acto maravilloso. Pues bien, si á cada nueva prueba se repitiese el milagro, dos cosas quedarian fuera de duda:—Primera, que en el mundo suceden hechos sobrenaturales; segunda, que la facultad de producirlos pertenece ó ha sido conferida á ciertas personas. Pero ¿quién no conoce que los milagros no han sucedido nunca en tales condiciones; que hasta hoy el taumaturgo ha elegido siempre el medio, el público y el asunto de sus milagros; que frecuentemente es el pueblo mismo el que, por esa invencible necesidad de ver en los grandes acontecimientos y en los grandes hombres algo de divino, crea, mucho despues, las leyendas maravillosas? Miéntras no se nos pruebe lo contrario, nosotros mantendrémos estos principios de crítica histórica:—que un relato sobrenatural no puede admitirse en tal concepto, porque implica siempre credulidad ó impostura, y que el deber del historiador consiste en desmenuzarle y en separar con esmero la parte verídica que en él se halle mezclada con el error.

Tales son las reglas que he seguido en la composicion de este escrito. Á la lectura de los textos he podido añadir un gran manantial de luz, consistente en la vista de los lugares donde pasaron los acontecimientos. Teniendo por objeto la mision científica que dirigí en 1860 y 1861 explorar la antigua Fenicia, tuve que residir en las fronteras de Galilea y que viajar por ella frecuentemente. Entónces atravesé en todos sentidos la provincia evangélica, visité á Jerusalen, á Hebron y la Samaria, y no escapó á mi exámen casi ninguna localidad importante de la historia de Jesús. Al recorrerlas, toda esa historia, que á distancia parece flotar en las nubes de un mundo imaginario, adquirió tal cuerpo y solidez, que no pudieron ménos de admirarme. La sorprendente concordancia de los textos con los lugares, y la armonía maravillosa del ideal evangélico con el país que le sirve de cuadro, fueron para mí como una revelacion. Un quinto evangelio, lacerado, pero todavía legible, apareció á mis ojos, y vi, á traves de los relatos de Matheo y de Márcos, no ya un sér abstracto, cuya existencia parece dudosa, sino una admirable figura humana llena de vida y de movimiento. Durante el verano, habiéndome sido preciso, á fin de reposar un poco, subir hasta Ghazir, en el Líbano, tracé á grandes rasgos la imágen que se me habia aparecido, y de aquel bosquejo resultó esta historia. Apénas me faltaban algunas páginas cuando una prueba cruel vino á precipitar mi partida. De manera que el libro fué compuesto por entero muy cerca de los mismos lugares en que nació y vivió Jesús. Despues de mi regreso he trabajado incesantemente en verificar y comprobar, detalle por detalle, el embrion que, sin más auxilio que cinco ó seis volúmenes, escribí de prisa bajo el techo de una cabaña maronita.

Quizás deploren algunos el giro biográfico de mi obra. Cuando por la primera vez concebí el pensamiento de escribir una historia de los orígenes del cristianismo, confieso que, en efecto, trataba de hacer una historia de doctrinas, en la cual no hubiesen tenido los hombres casi ningun lugar. Jesús mismo habria sido apénas mencionado, consagrándome, como pensaba, á demostrar de qué modo germinaron y cubrieron el mundo las ideas que se produjeron bajo su nombre. Pero despues comprendí que la historia no es un simple juego de abstraccion y que los hombres entran en ella por mucho más que las doctrinas. No fué por cierto la teoría sobre la justificacion y la redencion la que operó la Reforma, sino Lutero y Calvino. El parsismo, el helenismo, el judaismo habrian podido combinarse bajo todas las formas; las doctrinas de la resurreccion y del Verbo habrian podido desarrollarse por espacio de siglos sin producir ese hecho fecundo, único, grandioso, que se llama cristianismo. Ese hecho es la obra de Jesús, de San Pablo, de San Juan. Escribir la historia de Jesús, de San Pablo, de San Juan, es escribir la historia de los orígenes del cristianismo. En cuanto á los movimientos anteriores, ellos pertenecen á nuestro asunto, por cuanto á que sirven para explicar la existencia de aquellos hombres extraordinarios, los cuales tuvieron necesariamente su lazo de union con las cosas que los habian precedido.

Al hacer semejante esfuerzo para reanimar las grandes almas del pasado, debe permitirse una parte de adivinacion y de conjetura. Una gran vida es un todo orgánico que no puede representarse por la simple aglomeracion de hechos pequeños. Es menester que un sentimiento profundo abarque el conjunto y haga la unidad. En semejante asunto es un buen guía la razon del arte; el tacto exquisito de un Gœthe encontraria en él motivo para ejercitarse. La condicion esencial de las creaciones del arte estriba en formar un sistema viviente cuyas partes se armonicen unas con otras. La señal infalible de que, en las historias del género de ésta, se ha llegado á poseer lo verdadero, consiste en haber conseguido combinar los textos de manera que de su combinacion resulte un relato lógico, verosímil, sin ninguna discordancia. Las leyes íntimas de la vida, de la marcha de los productos orgánicos, de la gradacion de los matices, deben consultarse á cada paso; porque no se trata aquí de volver á encontrar la circunstancia material cuya prueba no es posible, sino el alma misma de la historia; no es la insignificante certidumbre de las bagatelas lo que se necesita buscar, sino la precision del sentimiento general, la verdad del colorido. Cada rasgo que se aleje de las reglas de la narracion clásica debe ser una advertencia de estar sobre aviso, porque el hecho que se trata de referir fué palpitante, natural, armonioso. Si no se consigue presentarle de esa manera, es porque de seguro no se llegó á conocerle bien. Supongamos que al restaurar la Minerva de Fidias con arreglo á los textos, se produjese un conjunto seco, duro, artificial. ¿Qué deberia deducirse? Una sola cosa: que los textos necesitan la interpretacion del buen gusto, siendo indispensable examinarlos y cotejarlos minuciosamente hasta conseguir de ellos un conjunto cuyos datos se armonicen y confundan sin ningun esfuerzo. ¿Se tendria entónces la seguridad de poseer, línea por línea, la estatua griega? No; pero, al ménos, no se poseeria la caricatura: se tendria el espíritu general de la obra, uno de los modos como pudo existir.

Nosotros no hemos vacilado en adoptar por guía en el arreglo general del relato ese sentimiento de un organismo viviente. La lectura de los evangelios basta para probar que sus redactores, sin embargo de tener en la mente un plan exacto de la vida de Jesús, no se guiaron por datos cronológicos bien rigurosos; Papias nos lo dice además expresamente. Las frases: «En aquel tiempo... despues de lo cual... entónces... sucedió que...», etc., no son sino simples transiciones destinadas á enlazar entre sí los diferentes relatos. Escribir la historia de Jesús dejando todas las noticias que nos suministran los evangelios en el desórden en que la tradicion nos las presenta, sería lo mismo que escribir la historia de un hombre célebre, ofreciendo en confusa mescolanza las cartas y las anécdotas de su juventud, de su vejez y de su edad viril. En el Coran, que tambien nos presenta en el más completo desórden las piezas de las diferentes épocas de la vida de Mahoma, una crítica ingeniosa ha concluido por hallar el secreto de su confeccion; conócese ya de una manera casi cierta el órden cronológico en que fueron compuestos aquellos escritos. Semejante sistema de reconstitucion es mucho más difícil respecto á los evangelios, porque la vida pública de Jesús fué más corta y ménos sobrecargada de acontecimientos que la del fundador del Islam. Esto no obstante, creo que no se calificará de sutileza gratuita la tentativa de encontrar un hilo que sirva de guía en este dédalo. Suponer que un fundador religioso empiece por adherirse á los aforismos morales que circulaban ya en su tiempo, y á las prácticas más admitidas; que entrando despues en plena posesion de su idea se complazca en un género de elocuencia tranquila, poética, ajena á toda controversia, suave y libre como el sentimiento puro; que poco á poco se anime y exalte al hallar oposicion, y concluya por las polémicas y las fuertes invectivas; suponer todo esto, no es ciertamente abusar de la hipótesis. Tales son los períodos que en el Coran se distinguen de un modo claro. Una marcha análoga supone el órden que los sinópticos adoptaron con tacto exquisito. Léase atentamente á Matheo, y se hallará en la distribucion de sus discursos una gradacion muy semejante á la que acabamos de indicar. Por otra parte, se observará la reserva de los giros de frase que empleamos cuando se trata de exponer el progreso de las ideas de Jesús. En las divisiones adoptadas á este propósito puede no ver el lector, si así lo prefiere, sino los córtes indispensables á la exposicion metódica de un pensamiento profundo y complicado.

Si el amor á un asunto puede servir á facilitarnos su inteligencia, se me concederá que no me ha faltado esta condicion. Para escribir la historia de una religion es indispensable, en primer lugar, haber creido en ella (sin esto no podria comprenderse cómo ha podido subyugar y satisfacer la conciencia humana); en segundo, no creer ya de una manera absoluta; porque la fe absoluta es incompatible con la sinceridad de la historia. Pero el amor existe sin la fe. Puede uno muy bien no adherirse á ninguna de las formas que cautivan la adoracion de los hombres, sin renunciar por eso á deleitarse con lo que ellas contienen de bueno y de hermoso. Ninguna manifestacion pasajera agota el manantial divino; Dios se habia revelado ántes de Jesús, Dios se revelará despues de él. Profundamente desiguales y tanto más divinas cuanto más grandes y espontáneas, las manifestaciones del Dios oculto en el fondo de la conciencia humana son todas del mismo órden. Jesús no pertenece únicamente á los que se dicen sus discípulos: él es la honra comun de todo el que siente latir en su pecho un corazon de hombre. No se le glorifica excluyéndole de la historia; ríndesele un culto más verdadero demostrando que sin él la historia entera sería incomprensible.

Capítulo I

Rango de Jesús en la historia del mundo


La revolucion por medio de la cual pasaron las más nobles porciones de la humanidad, de las antiguas religiones comprendidas bajo el vago nombre de paganismo, á una religion fundada sobre la unidad divina, la trinidad y la encarnacion del Hijo de Dios, es el acontecimiento capital de la historia del mundo. Esta conversion necesitó para consumarse cerca de mil años. Lo ménos trescientos invirtió la nueva religion sólo en formarse. Pero el orígen de la revolucion de que se trata es un hecho que tuvo lugar bajo los reinados de Augusto y de Tiberio. Entónces vivió una persona que, por su audaz iniciativa y por el amor que supo inspirar, creó el objeto y afirmó la base de la futura ley que debia regir á la humanidad.

El hombre fué religioso desde el momento en que se distinguió del animal; esto es, en que vió en la naturaleza algo más que la realidad, y sintió en sí mismo alguna cosa que no concluia en el sepulcro. Durante millares de años, este sentimiento se extravió del modo más extraño;—en muchas razas, se limitó á la creencia en los hechiceros bajo la grosera forma que la vemos todavía en algunas partes de la Oceanía; en otras, el sentimiento religioso conducia á vergonzosas y sangrientas escenas, tales como las que formaron el carácter de la antigua religion de Méjico; en otras, y particularmente en África, llegó á convertirse en puro fetichismo, esto es, á ceñirse á la adoracion de un objeto material, al cual se atribuian poderes sobrenaturales. Así como el instinto del amor, que á veces eleva y ennoblece al hombre más vulgar, suele cambiarse en perversion y ferocidad; de igual manera esta facultad divina de la religion pudo trasformarse por largo tiempo en una especie de cáncer que era preciso extirpar de la raza humana; en una causa de errores y de crímenes que los sabios debian tratar de suprimir.

Las brillantes civilizaciones que desde remotísima antigüedad se desarrollaron en China, en Babilonia y en Egipto, imprimieron á la religion cierto progreso. En China imperó desde muy temprano una especie de mediano buen sentido que impidió á aquel pueblo caer en los grandes extravíos de otras razas.—Allí no se conocieron ni las ventajas ni los abusos del genio religioso. Pero por lo mismo no ejerció, bajo este aspecto, ninguna influencia sobre la direccion de la gran corriente de la humanidad. Las religiones de Babilonia y de Siria conservaron siempre un fondo de extraño sensualismo; hasta su extincion en los siglos cuarto y quinto de nuestra era, aquellas religiones fueron escuelas de inmoralidad, de las cuales, por una especie de intuicion poética, salian á veces algunos destellos del mundo divino. Á traves de un fetichismo aparente, Egipto poseyó quizás desde muy temprano dogmas metafísicos y un simbolismo revelado. Pero sus interpretaciones de una teología refinada no eran sin duda primitivas. Cuando el hombre posee una idea clara, no se entretiene jamás en revestirla de símbolos; casi siempre que se buscan ideas bajo antiguas imágenes misteriosas, cuyo significado se ha perdido, es á consecuencia de prolongadas reflexiones y á causa de la imposibilidad en que se halla el espíritu humano de resignarse con lo absurdo. Sin embargo, no fué en Egipto donde surgió la fe de la humanidad. Los elementos que á traves de mil trasformaciones pasaron de Siria y Egipto á la religion cristiana, son formas exteriores de escasa trascendencia, ó bien escorias semejantes á las que siempre existen en el fondo de los cultos más depurados. El gran defecto de las religiones mencionadas era su carácter esencialmente supersticioso; si de algo llenaron el mundo fué de millones de amuletos y de abraxas. Ninguna grande idea moral podia salir de razas abatidas por un despotismo secular y acostumbradas á instituciones que hacian casi nulo el ejercicio de la libertad en los individuos.

La poesía del alma, la fe, la libertad, la honradez y la abnegacion, aparecieron sobre la tierra con las dos grandes razas que hasta cierto punto formaron la humanidad: con la raza indo-europea y la raza semítica. Las primeras instituciones de la raza indo-europea fueron esencialmente naturalistas; pero era un naturalismo profundo y moral, un enlace amoroso de la naturaleza y el hombre, una poesía deliciosa llena del sentimiento de lo infinito; un principio, en fin, de lo que habia de constituir con el trascurso de los siglos el genio céltico germánico, de lo que habian de expresar Gœthe y Shakspeare. Aquello no era religion ni moral reflexionadas; sino melancolía, ternura, imaginacion, y sobre todo, algo de grave y serio, cualidades indispensables á la moral y á la religion. Sin embargo, la fe de la humanidad no podia venir de allí, porque aquellos antiguos cultos se desprendian trabajosamente del politeismo encarnado en ellos, y porque no conducian á un símbolo bien claro. Si el bramanismo ha llegado hasta nosotros, se debe sin duda al asombroso privilegio de conservacion que la India parece poseer. El budismo fracasó en todas sus tentativas por extenderse hácia el Oeste. El druidismo permaneció como forma exclusivamente nacional y sin tendencias universales. Las tentativas griegas de reforma, el orfismo y los misterios no bastaron para dar á las almas un alimento sólido. Persia tan sólo llegó á formarse una religion dogmática semi-monoteista y sábiamente organizada; pero es más que posible que aquella misma organizacion no fuese sino una imitacion ó un plagio. De cualquier modo, Persia se convirtió cuando en sus fronteras vió aparecer el lábaro de la unidad divina proclamada por el Islam.

La gloria de haber formado la religion de la humanidad pertenece toda entera á la raza semítica. Bajo su tienda, no contagiada por los desórdenes del mundo, ya corrompido, y mucho más allá de los confines de la historia, el patriarca beduino preparaba la fe del género humano. Una invencible antipatía hácia los cultos voluptuosos de Siria, una gran sencillez en el ritual, ausencia completa de templos, y el ídolo reducido á insignificantes terafim, hé aquí su superioridad. Entre todas las tribus de semitas nómadas, la de los Beni-Israel estaba ya señalada para el cumplimiento de inmensos destinos. Sus antiguas relaciones con Egipto, de las que acaso resultaron algunas imitaciones puramente materiales, no hicieron sino aumentar su aversion por la idolatría. Una «ley» ó thora, escrita desde muy antiguo sobre tablas de piedra, y cuyo orígen hacian remontar á su gran libertador Moisés, era ya el código del monoteismo y contenia poderosos gérmenes de igualdad social y de moralidad, comparada con las instituciones de Egipto y de Caldea. Un cofre ó arca provista de dos anillos laterales para poder trasportarla por medio de una palanca atravesada, constituia todo el material religioso.—En ella estaban reunidos los objetos sagrados de la nacion, sus reliquias, sus recuerdos, el «libro», en fin, diario de la tribu siempre abierto, pero en el cual no se escribia sino muy discretamente. Bien pronto la familia encargada del trasporte y custodia de aquellos archivos portátiles adquirió grande importancia, hallándose cerca del libro y disponiendo de él. Sin embargo, la institucion que decidió del porvenir de la humanidad no vino de allí; el sacerdote hebreo difiere muy poco de los otros sacerdotes de la antigüedad. El carácter que esencialmente distingue á Israel de los otros pueblos teocráticos consiste en que allí el sacerdocio estuvo siempre subordinado á la iniciativa individual. Además de los sacerdotes, cada tribu nómada tenía su nabi ó profeta, especie de oráculo viviente á quien se consultaba para la solucion de cuestiones oscuras que exigian un alto grado de prevision. Los nabis de Israel, organizados en grupos ó escuelas, tuvieron gran superioridad. Defensores del antiguo espíritu democrático, enemigos de los ricos y opuestos á toda organizacion política y á cuanto pudiera encaminar á Israel por la via de las naciones, ellos fueron los verdaderos instrumentos de la supremacía religiosa del pueblo judío. Desde muy temprano anunciaron esperanzas ilimitadas; y cuando el pueblo, víctima hasta cierto punto de sus consejos impolíticos, fué subyugado por el poder asirio, ellos proclamaron que le estaba reservado un reino sin límites; que Jerusalen sería un dia la capital del mundo entero y que el género humano se haria judío. Jerusalen y su templo se les aparecian como una ciudad colocada en la cumbre de una montaña, hácia la cual se dirigirian todos los pueblos de la tierra; como un oráculo de donde debia salir la ley universal; como el centro de un reino ideal en donde el género humano, pacificado por Israel, volveria á encontrar los goces del Eden.

Para exaltar el martirio y celebrar el poder del «hombre de dolor», déjanse ya oir acentos desconocidos. Á propósito de alguno de aquellos sublimes pacientes que, á la manera de Jeremías, regaban con su sangre las calles de Jerusalen, un inspirado compuso un cántico sobre los sufrimientos y el triunfo del «servidor de Dios», cántico en el cual parece reconcentrarse toda la fuerza profética del genio de Israel.


«Crecia como humilde planta y brotaba como una raíz en tierra árida; no tenía aspecto bello ni esplendoroso. Despreciado y desechado de los hombres, nadie hacia caso de él. Cubierto de vergüenza y afrentado, era una nada. Es verdad que él mismo tomó sobre sí nuestras dolencias y cargó con nuestras penalidades, pero se le reputaba como un leproso y como hombre herido de la mano de Dios y humillado. Por causa de nuestras iniquidades fué él llagado y despedazado por nuestras maldades; de su castigo debia nacer nuestra paz, y con sus cardenales fuimos nosotros curados. Como ovejas descarriadas hemos sido todos nosotros; cada cual se desvió y á él sólo le ha cargado Jehová sobre las espaldas la iniquidad de todos. Despreciado, humillado, no abrió su boca, fué conducido á la muerte, como va la oveja al matadero; como un corderito que está mudo delante del que le esquila, no abrió la boca. Su sepulcro será como el sepulcro de un malvado, su muerte como la muerte de un impío. Pero despues de sufrida la opresion é inicua condena, verá levantarse una generacion numerosa y los intereses de Jehová prosperarán entre sus manos.»


Al mismo tiempo se operaron en la Thora profundas modificaciones. Produjéronse nuevos textos, como el Deuteronomio, que pretendian representar la verdadera ley de Moisés, y en realidad ellos inauguraron un espíritu muy diferente del de los antiguos nómadas. El carácter dominante de aquel espíritu fué un gran fanatismo. Creyentes furibundos provocaban contínuas violencias contra todo lo que se separaba del culto de Jehová, y un código sanguinario, estableciendo la pena de muerte por delitos religiosos, consigue abrirse camino. La piedad trae consigo casi siempre singulares contrastes de vehemencia y de dulzura. Aquel celo religioso, que no conoció la grosera sencillez del tiempo de los Jueces, inspira entonaciones de conmovedora predicacion y de uncion ternísima, tales como el mundo no las habia escuchado hasta entónces. Déjase ya sentir una poderosa tendencia hácia las cuestiones sociales, y las utopias, los ensueños de una sociedad perfecta penetran en el seno del código. El Pentateuco, mezcla de moral patriarcal y de ardiente devocion, de instituciones primitivas y de refinamientos piadosos como los que llenaron el alma de un Ezequías, de un Josías ó de un Jeremías, se fijó de esta manera en la forma en que le vemos, y por espacio de siglos llegó á ser la regla absoluta del espíritu nacional.

Una vez creado aquel gran libro, la historia del pueblo judío se desarrolla con irresistible rapidez. Los grandes imperios que se sucedieron en el Asia occidental, arrebatándole toda esperanza de un reino terrestre, le obligan á que se eche, con una especie de sombría pasion, en brazos de los ensueños religiosos. No cuidándose entónces de dinastía nacional ni de independencia política, acepta todos los gobiernos, siempre que le dejen practicar libremente su culto y seguir sus costumbres. En adelante Israel no tendrá otra direccion que la de sus entusiastas religiosos, otros enemigos que los de la unidad divina, ni otra patria que su ley.

Y preciso es notarlo, aquella ley era toda ella social y moral; era la obra de hombres penetrados de un elevado ideal de la vida presente, que habian creido encontrar los mejores medios de realizarle. Todo el mundo se halla convencido de que la Thora bien observada no puede ménos de conducir á la perfecta felicidad. En aquella Thora nada hay de comun con las «leyes» griegas ó romanas, las cuales, no teniendo presente más que el derecho abstracto, penetran poco en las cuestiones de felicidad y moralidad privadas. Conócese de antemano que los resultados que saldrán de ella serán de órden social y no de órden político; que la obra en que trabaja aquel pueblo es un reino de Dios y no una república civil; una institucion universal, más bien que una nacionalidad ó una patria.

Israel, en medio de numerosos desfallecimientos y flaquezas, sostiene admirablemente esta vocacion. Una serie de hombres piadosos abrasados por el celo de la ley, tales como Esdras, Nehemías, Onías y los Macabeos, se suceden en la defensa de las antiguas instituciones. La idea de que Israel es un pueblo de santos, una tribu elegida por Dios y ligada hácia él por medio de un contrato, echa hondas raíces, que se hacen cada dia más sólidas y profundas. Una inmensa esperanza llena las almas. Toda la antigüedad indo-europea habia colocado el paraíso en el orígen; todos sus poetas habian llorado una edad de oro desvanecida:—Israel coloca la edad de oro en el porvenir. Los Salmos, esa eternal poesía de las almas religiosas, brotan con su divina y melancólica armonía de este pietismo exaltado. Miéntras que en torno suyo las religiones paganas se reducen más y más á un charlatanismo oficial en Persia y Babilonia, á una grosera idolatría en Siria y Egipto, y á vanos simulacros en el mundo griego y latino, Israel llega á ser verdaderamente y por excelencia el pueblo de Dios. Lo que los mártires cristianos hicieron en los primeros siglos de nuestra era, lo que hasta nuestros tiempos han hecho las víctimas de la ortodoxia perseguidora en el seno mismo del cristianismo, eso fué lo que los judíos realizaron en los dos siglos que precedieron á la era cristiana. Un movimiento extraordinario de ideas que iban á parar á los más opuestos resultados hacia de ellos en aquella época el pueblo más chocante y original del mundo. Su dispersion por todo el litoral del Mediterráneo, y el uso de la lengua griega que adoptaron fuera de Palestina prepararon el camino á una propaganda de que las antiguas sociedades no habian ofrecido todavía ningun ejemplo, divididas como se hallaban en pequeñas nacionalidades.

Á pesar de su persistencia en anunciar que un dia llegaria á ser la religion del género humano, el judaismo conservó hasta el tiempo de los Macabeos el carácter de todos los otros cultos de la antigüedad, ciñéndose á un culto de familia y de tribu. El israelita creia que su culto era el mejor, y hablaba con desprecio de los dioses extranjeros:—creia más, creia que el culto del verdadero Dios no se habia hecho sino para él solo. El que ingresaba en el seno de una familia judía, abrazaba el culto de Jehová, y á esto se reducia todo. Por lo demás, ningun israelita pensaba en convertir al extranjero á un culto que se creia patrimonio exclusivo de los hijos de Abraham. El desarrollo del espíritu pietista que se produjo despues de Esdras y de Nehemías, trajo consigo una concepcion mucho más firme y más lógica. Desde entónces, el judaismo llegó á ser de un modo absoluto la verdadera religion; concedíase á todo el mundo el derecho de ingresar en él, y bien pronto fué una obra pía y meritoria conducir á sus filas el mayor número posible. Es indudable que aún no existia el delicado sentimiento que elevó á Juan Bautista, á Jesús, á San Pablo, sobre las mezquinas ideas de raza, puesto que, por una extraña contradiccion, aquellos convertidos (prosélitos) eran mal vistos y tratados con desden. Pero la idea de una religion exclusiva, la idea de que en este mundo hay algo superior á la patria, á la sangre, á las leyes; esa idea que habrá de producir los apóstoles y los mártires estaba ya cimentada. El sentimiento de todo el pueblo judío se resume en adelante en una profunda piedad por los paganos, cualquiera que sea el brillo de su fortuna mundana. Los guías del pueblo tratan, sobre todo, de inculcarle la idea de que la virtud consiste en una adhesion fanática á determinadas instituciones religiosas, y para ello se valen de un ciclo de leyendas destinadas á presentar modelos de inquebrantable firmeza, tales como Daniel y sus compañeros, la madre de los Macabeos y sus siete hijos, y la novela del Hipódromo de Alejandría.

Las persecuciones de Antíoco Epifáneo convirtieron esta idea en pasion, casi en frenesí, viéndose entónces algo de muy análogo á lo que doscientos treinta años más tarde pasó bajo el imperio de Neron. La desesperacion y la rabia arrojan á los creyentes en el mundo de las visiones y de los ensueños. Aparece el primer apocalípsis, el «Libro de Daniel», y con él renace el profetismo, pero bajo una forma bien diferente de la antigua y un sentimiento mucho más ámplio de los destinos del mundo. El libro de Daniel fué hasta cierto punto la última expresion de las esperanzas mesiánicas. El Mesías no era ya un rey á la manera de David y Salomon, ni un Ciro teocrático y mosaista; sino un «hijo del hombre» apareciendo en las nubes, un sér sobrenatural con apariencia humana, encargado de juzgar al mundo y de presidir la edad de oro. Quizás proporcionó algunos rasgos á este nuevo ideal el Sosiosch de Persia, el gran profeta del porvenir que debia preparar el reinado de Ormuzd. De todos modos, es indudable que el desconocido autor del Libro de Daniel ejerció una influencia decisiva en el acontecimiento religioso que iba á trasformar el mundo:—él proporcionó el aparato y los términos técnicos del nuevo mesianismo, y sin duda pueden aplicársele aquellas palabras de Jesús respecto á Juan Bautista: «Hasta él, los profetas; despues de él, el reino de Dios.»

Sin embargo, no debe creerse que aquel movimiento, tan profundamente religioso y apasionado, tuviera por móvil dogmas particulares, como ha sucedido en todas las luchas que han estallado en el seno del cristianismo. Los judíos de aquella época eran poco teólogos y no especulaban sobre la esencia de la divinidad; sus creencias respecto á los ángeles, á los fines del hombre, á las hipóstasis divinas, cuyo primer gérmen se dejaba ya entrever, eran creencias libres, meditaciones á las cuales se entregaba cada uno segun la índole de su espíritu, pero de las que no tenian ni la más remota idea multitud de personas. Los más ortodoxos eran los que más se alejaban de esas imaginaciones particulares, ateniéndose á la sencillez del mosaismo. Entónces no existia ningun poder dogmático semejante al que defirió á la Iglesia el cristianismo ortodoxo. La fiebre de las definiciones, esa fiebre que hace de la historia de la Iglesia la historia de una inmensa controversia, no empezó sino cuando, á partir del siglo tercero, cayó el cristianismo en manos de razas ergotistas, sedientas de dialéctica y metafísica. Tambien entre los judíos se disputaba:—ardientes escuelas combatian en buscar para todas las cuestiones que entónces se agitaban opuestas soluciones; pero en aquellas luchas, de las cuales nos ha trasmitido el Talmud los principales detalles, no habia ni una sola palabra de teología especulativa. Observar y mantener la ley, porque la ley es justa y porque bien observada conduce á la felicidad, hé ahí á lo que se reducia el mosaismo. Ningun Credo, ningun símbolo teórico. Moisés Maimonida, un discípulo de la filosofía árabe más avanzada, llegó á ser oráculo de la sinagoga, porque era un canonista muy ejercitado.

La exaltacion creció más todavía durante los reinados de los últimos Asmoneos y de Heródes, en cuya época tuvo lugar una serie no interrumpida de movimientos religiosos. El pueblo judío, á medida que el poder se secularizaba, pasando á manos incrédulas, vivia cada vez ménos para los intereses terrenales y se absorbia más y más en el extraño trabajo que se operaba en su seno. Distraido el mundo con otros espectáculos, no tiene ningun conocimiento de lo que pasa en aquel olvidado rincon de Oriente. Sin embargo, las almas superiores y al corriente de la marcha de su siglo, ven con más claridad. El tierno y previsor Virgilio parece responder, como un eco secreto, al segundo Isaías:—el nacimiento de un niño le sumerge en ensueños de palingenesia universal. Estos ensueños eran muy comunes y formaban como un género de literatura designado con el nombre de Sibilas ó Sibilismo. La formacion reciente del imperio exaltaba las imaginaciones: la grande era de paz que entónces empezaba, y esa impresion de melancólica sensibilidad que experimentan las almas despues de largos períodos de revolucion, hacian surgir en todas partes esperanzas ilimitadas.

En Judea la espectativa habia llegado al último límite. Santas personas, entre las cuales figuran un anciano Simeon, quien, segun la leyenda, tuvo á Jesús en sus brazos, y Ana, hija de Phanuel, considerada como profetisa, pasaban su vida al rededor del templo, orando y ayunando, á fin de que Dios les concediese bastante vida para ver el cumplimiento de las esperanzas de Israel. Siéntese por donde quiera una poderosa incubacion y como la proximidad de algo extraordinario y desconocido.

Aquella amalgama confusa de presentimientos y de ensueños, aquella alternativa de decepciones y de esperanzas, aquellas aspiraciones rechazadas incesantemente por la odiosa realidad, tuvieron, al fin, su intérprete en el hombre incomparable á quien la conciencia universal ha concedido, con justicia, el título de Hijo de Dios, puesto que él hizo dar á la religion un paso, al cual no puede y no podrá probablemente compararse ningun otro.

Capítulo II

Infancia y juventud de Jesús. Sus primeras impresiones


Jesús nació en Nazareth, pequeña ciudad de Galilea, la cual no tuvo ántes de su nacimiento ninguna celebridad. Durante toda su vida se le designó con el nombre de «Nazareno», y para hacerle nacer en Bethlehem, como afirma su leyenda, ha sido indispensable recurrir á un rodeo bastante embarazoso. Luégo verémos el motivo de esta suposicion y de qué modo fué consecuencia obligada del mesiánico papel concedido á Jesús. Ignórase la fecha precisa de su nacimiento; pero se sabe que tuvo lugar bajo el reinado de Augusto, hácia el año 750 de Roma, y probablemente algunos ántes del primero de la era que todos los pueblos civilizados cuentan desde el dia en que vino al mundo.

El nombre de Jesús, que le fué dado, es una alteracion de Josué, que entónces era muy comun; pero, como es natural, buscáronse luégo en él significaciones misteriosas y una alusion á su papel de Salvador. Quizás el mismo Jesús, como todos los místicos, llegó á fortalecerse en esta creencia. Un nombre dado sin intencion á un niño ha sido á veces causa de grandes vocaciones:—la historia nos ofrece más de un ejemplo. Y es porque las naturalezas ardientes no pueden resignarse nunca á ver la mano de la casualidad en todo aquello que les concierne. Para ellas todo ha sido dispuesto por Dios, y hasta en las circunstancias más insignificantes de la vida ven un signo de la voluntad suprema.

La poblacion de Galilea, segun indica el nombre mismo del país, se hallaba muy mezclada. En tiempo de Jesús, aquella provincia contaba entre sus habitantes muchos que no eran judíos (fenicios, sirios, árabes y hasta griegos). Las conversiones al judaismo no escaseaban en aquella especie de países mistos. Imposible sería establecer aquí ninguna cuestion de raza, y no ménos difícil determinar la sangre que circulaba en las venas del que más poderosamente ha contribuido á borrar de la humanidad las distinciones de sangre.

Jesús salió de las filas del pueblo; su padre José y su madre María eran personas de mediana condicion, artesanos que vivian de su trabajo, y cuyo estado social consistia en ese término medio, tan comun en Oriente, que no es ni la comodidad ni la miseria. La extremada sencillez en semejantes comarcas impide conocer la necesidad de lo confortable, hace casi inútil el privilegio del rico, y convierte á todo el mundo en pobres voluntarios. Por otra parte, la falta total de gusto por las artes y por todo lo que á la elegancia de la vida material contribuye, presta al interior del hogar doméstico, áun de aquellos que viven en la abundancia, cierto aspecto de pobreza y desnudez. Á excepcion de lo que el aislamiento lleva consigo por do quiera de sórdido y repugnante, la ciudad de Nazareth se diferenciaba tal vez muy poco, en tiempo de Jesús, de lo que es hoy dia. Las calles donde jugó siendo niño las vemos todavía en aquellos senderos pedregosos ó en aquellas encrucijadas que separan los edificios. La casa de José era, sin duda, muy semejante á aquellas pobres tiendas, alumbradas por la puerta, que sirven al mismo tiempo de establecimiento, de cocina, y de alcoba, y que por todo mueblaje tienen una estera, algunos cojines sobre el suelo, uno ó dos vasos de arcilla y un cofre pintado.

La familia, ya proviniese de un matrimonio ó de varios, era numerosa:—Jesús tenía hermanos y hermanas, de los cuales parecia ser el primogénito. Pero todos permanecieron oscuros, porque los cuatro personajes que se citan como hermanos suyos, y uno de los cuales, Santiago, llegó á adquirir gran importancia en los primeros años del cristianismo, eran, segun parece, primos carnales. En efecto, María tenía una hermana, que tambien se llamaba María, la cual se casó con un tal Alfeo ó Cleofás (estos dos nombres parecen designar una misma persona), y tuvo varios hijos que desempeñaron un papel considerable entre los primeros discípulos de Jesús. Miéntras que sus verdaderos hermanos le hacian la oposicion, estos primos carnales se adhirieron al jóven maestro y tomaron el título de «hermanos del Señor». Los verdaderos hermanos de Jesús, así como su madre, no tuvieron importancia sino despues de la muerte del Salvador. Y áun entónces mismo no alcanzaron, á lo que parece, la misma consideracion que sus primos, cuya conversion habia sido más espontánea, y en cuyo carácter hubo, sin duda, más originalidad. Tan conocidos eran sus nombres, que cuando el evangelista pone en boca de la gente de Nazareth la enumeracion de los hermanos, segun la naturaleza, son los hijos de Cleofás los primeros que se presentan á su memoria.

Sus hermanas se casaron en Nazareth, en cuyo punto pasó él los primeros años de su juventud. Era Nazareth una pequeña ciudad situada en un repliegue del terreno que forma la ancha meseta del grupo de montañas que limitan al norte la llanura de Esdrelon. Hoy dia la poblacion es de tres á cuatro mil almas, y acaso no haya variado mucho desde entónces. El frio es agudo en el invierno y muy saludable el clima. Como todos los villorrios judíos de aquella época, la ciudad era un monton de casas construidas sin estilo, y probablemente ofreceria ese aspecto árido y pobre que ofrecen las aldeas de los países semíticos. Los edificios, segun es de inferir, tendrian gran semejanza con esos cubos de piedra, sin elegancia exterior ni interior, que aún se ven hoy en las comarcas más ricas del Líbano, y que, mezclados con las viñas y las higueras, no dejan de ser agradables. Por otra parte, los alrededores son deliciosos, y en ningun país del mundo se hallaria un lugar más á propósito para alimentar y dar pábulo á los ensueños de absoluta ventura. Nazareth es todavía un sitio delicioso y acaso el único punto de Palestina en que el alma se siente aliviada del opresivo afan que experimenta en medio de aquella desolacion sin igual. Los naturales son agradables y risueños, frescos y llenos de verdura los huertos y jardines. En el siglo sexto, Antonino Mártir hizo un cuadro encantador de la fertilidad de sus alrededores, comparándolos con el paraíso. Algunos valles del lado del oeste justifican plenamente su descripcion. La fuente donde otras veces se reconcentraba la vida y la alegría de la pequeña ciudad está ya destruida; de sus caños desportillados no mana hoy sino un agua turbia. Pero la belleza de las mujeres que allí se reunen durante la noche, aquella belleza notada ya en el siglo sexto, y de la cual era una personificacion la Vírgen María, se ha conservado de un modo admirable:—aquél es el tipo sirio en toda su gracia llena de languidez. Es indudable que María fué allí casi diariamente, y que á menudo, con el cántaro sobre el hombro, formó entre la fila de sus ignoradas compatriotas. Antonino Mártir hace notar que las mujeres judías, que en otras partes miraban con desden á los cristianos, eran allí dulces y afables. Áun hoy dia los odios religiosos no son en Nazareth tan exaltados como en otros puntos.

El horizonte de la ciudad es reducido; pero cuando se asciende un poco hasta llegar á la meseta que domina los edificios más elevados, meseta que barren contínuas brisas, la perspectiva se agranda y se hace espléndida. Al Oeste se extienden las hermosas líneas del Carmelo, terminadas por una punta abrupta que parece sumergirse en el mar. En seguida se desarrollan, la doble cima que domina á Mageddo, las montañas del país de Sichem con sus lugares santos de la edad patriarcal, el monte Gelboé, el pequeño y pintoresco grupo al cual van unidos los recuerdos, risueños ó terribles, de Sulem y de Endor, y el Tabor, con su bella forma esferoidal que los antiguos comparaban á un seno. Por una depresion entre la montaña de Sulem y el Tabor, se entrevén el valle del Jordan y las elevadas llanuras de la Perea, que forman hácia el Este una línea continuada. Al norte las montañas de Safed se inclinan hácia el mar, ocultando á San Juan de Acre, pero dejan que la mirada se pierda en el golfo de Khaifa. Tal fué el horizonte de Jesús. Aquel círculo encantado, cuna del reino de Dios, le representó el mundo durante muchos años. Su vida entera salió muy poco de aquellos límites familiares á su infancia. Porque más allá, por el lado del norte y casi entre los flancos del Hermon, se descubre Cesárea de Filipo, su punto más avanzado hácia el mundo de los gentiles, y por la parte del sur, detrás de aquellas montañas de Samaria ya ménos rientes, se adivina la triste Judea desecada por un viento abrasador de abstraccion y de muerte.

Si teniendo mejor nocion de lo que constituye el respeto á los orígenes, el mundo permaneciese cristiano y quisiese reemplazar los santuarios apócrifos y mezquinos, á que se adhirió la piedad de las edades bárbaras, por auténticos lugares santos, en aquella altura de Nazareth es donde construiria su templo. Allí, en el sitio donde apareció el cristianismo, en el centro de accion de su fundador, deberia elevarse la grande iglesia en que todos los cristianos pudiesen orar. Allí tambien, en aquella tierra, bajo la cual duermen el carpintero José y millares de olvidados nazarenos que no franquearon jamás el horizonte de su valle nativo, se hallaria el filósofo mejor colocado que en ningun sitio del mundo para contemplar el curso de las cosas humanas, consolarse de su contingencia y tranquilizarse respecto al fin divino que el mundo prosigue á traves de infinitos desfallecimientos y no obstante la vanidad universal.

Capítulo III

Educación de Jesús


Aquella naturaleza, á la vez risueña y grandiosa, constituyó toda la educacion de Jesús. Sin duda aprendió á leer y á escribir segun el método de Oriente, el cual consistia en colocar entre las manos del niño un libro cuyo texto repetia cadenciosamente, en union de sus compañeros, hasta concluir por aprenderle de memoria. Sin embargo, es muy dudoso que comprendiera bien los escritos hebreos en su lengua original. Sus biógrafos se los hacen citar como traducciones en lengua aramea: sus principios de exegésis, si hemos de juzgar por los de sus discípulos, se parecian bastante á los que en aquella época se hallaban en boga, los cuales forman el espíritu de los Targums y de los Midraschim.

En las pequeñas aldeas judías, el maestro de escuela era el hazzan ó lector de las sinagogas. Jesús frecuentó poco las escuelas, más elevadas, de los escribas ó soferim (tal vez en Nazareth no habia ninguna), y no poseyó ninguno de esos títulos que dan á los ojos del vulgo derecho á la sabiduría. Sin embargo, sería grave error imaginarse que Jesús era lo que nosotros llamamos un ignorante. Bajo el punto de vista del valor personal, se hace en nuestros dias una distincion profunda entre los que han recibido una educacion escolástica y los que de ella carecen. Pero en Oriente, y por regla general en toda la buena época antigua, no sucedia lo mismo. El estado de rudeza en que permanece entre nosotros, á consecuencia de nuestra vida aislada y puramente individual, aquel que no ha frecuentado las escuelas, se desconoce en esas sociedades en que la cultura moral, y sobre todo, el espíritu general del tiempo se trasmiten por el contacto contínuo de los hombres. Frecuentemente el árabe que no ha tenido ningun maestro es sin embargo persona muy distinguida, y consiste en que su tienda viene á ser una especie de escuela, siempre abierta, de donde, gracias al constante roce de gente bien educada, nace un gran movimiento intelectual y hasta literario. La delicadeza de los modales y la finura del espíritu no tienen en Oriente nada de comun con lo que nosotros llamamos educacion. Al contrario, allí los hombres escolásticos son los que pasan por pedantes y mal educados. La ignorancia, que entre nosotros condena al hombre á un rango inferior, es en aquel estado social la condicion de las grandes cosas y de la grande originalidad.

Tampoco parece probable que supiese Jesús el griego. Á excepcion de las clases que participaban del gobierno de las ciudades habitadas por los paganos, como Cesárea, esta lengua estaba poco vulgarizada en Judea. El idioma de Jesús era el dialecto sirio con mezcla de hebreo que entónces se hablaba en Palestina. Con mucha más razon debe suponerse que no tuvo ningun conocimiento de la cultura griega. Aquella cultura se hallaba proscripta por los doctores palestinos, los cuales envolvian en la misma maldicion «al que criaba puercos y al que enseñaba á su hijo la ciencia helénica». De todos modos, aquella ciencia no habia penetrado hasta las pequeñas ciudades como Nazareth, si bien es verdad que, no obstante el anatema de los doctores, algunos judíos habian adoptado aquella cultura. Sin contar la escuela judía de Egipto, donde las tendencias para amalgamar el helenismo y el judaismo se continuaban desde hacia cerca de doscientos años, un judío, Nicolás de Damasco, llegó á ser por aquel tiempo uno de los hombres más notables, instruidos y considerados de su época. Josefo debia ofrecer bien pronto otro ejemplo de judío completamente helenizado. Pero Nicolás no tenía de judío sino la sangre, Josefo declara ser una excepcion entre sus contemporáneos, y toda la escuela cismática de Egipto se separó de Jerusalen tan completamente, que ni en el Talmud ni en la tradicion judía se encuentra el menor recuerdo. Lo que se halla fuera de duda es que el griego se estudiaba muy poco en Jerusalen; que los estudios helénicos se consideraban como peligrosos y hasta serviles, creyéndose buenos, á lo sumo, para servir de adorno á las mujeres. Sólo el estudio de la ley pasaba por liberal y digno de un hombre grave. Un ilustrado rabino, á quien preguntaron cuándo debia enseñarse á los niños la «sabiduría griega», respondió:—«Cuando no sea ni de dia ni de noche, puesto que está escrito en la Ley: tú la estudiarás dia y noche».

Ningun elemento de cultura griega llegó, pues, á Jesús ni directa ni indirectamente. Nada conoció fuera del judaismo, y su espíritu conservó esa cándida franqueza que una cultura extensa y variada debilita siempre. Áun en el seno mismo del judaismo permaneció extraño á muchos esfuerzos frecuentemente paralelos á los suyos. Fuéronle desconocidos el ascetismo de los Essenios ó Terapeutas y los hermosos ensayos de filosofía religiosa intentados por la escuela judáica de Alejandría, de los cuales era ingenioso intérprete su contemporáneo Filon. Las semejanzas que se encuentran á menudo entre él y Filon, esas excelentes máximas de amor de Dios, de caridad, de confianza en el Eterno, que vienen á ser como un eco entre el Evangelio y los escritos del ilustre pensador alejandrino, proceden de las comunes tendencias que las necesidades del tiempo inspiraban á todas las almas elevadas.

Por fortuna suya, no conoció tampoco la rara escolástica que se enseñaba en Jerusalen y que muy pronto debia constituir el Talmud. Quizás algunos fariseos la habian llevado ya á Galilea, pero Jesús no tuvo trato con ellos; y cuando vió de cerca aquella necia casuística, no le inspiró sino profunda repugnancia. Sin embargo de lo dicho, debe suponerse que los principios de Hillel no le fueron desconocidos. Hillel habia pronunciado, cincuenta años ántes que él, aforismos que tenian mucha semejanza con los suyos. Si fuese permitido hablar de maestro cuando se trata de tan elevada originalidad, podia decirse que Hillel, por su pobreza humildemente soportada, por la dulzura de carácter y por la oposicion que hizo á los hipócritas y á los sacerdotes, fué el verdadero maestro de Jesús.

Mayor impresion le produjo la lectura de los libros del Antiguo Testamento. De dos partes principales se componia el Cánon de los libros santos: de la Ley, esto es, del Pentateuco, y de los Profetas, tales como hasta nosotros han llegado. Aplicábase á todos esos libros una vasta exegésis, la cual trataba de deducir de ellos lo que en realidad no existia, pero que se hallaba conforme con las aspiraciones de la época. La Ley, que no representaba las antiguas leyes del país, sino más bien las utopias, las leyes facticias y los fraudes piadosos del tiempo de los reyes pietistas, habia llegado á ser un tema inagotable de sutiles interpretaciones, desde que la nacion dejó de gobernarse á sí misma. En cuanto á los profetas y á los salmos, la persuasion general era que casi todos los rasgos un poco misteriosos de aquellos libros se referian al Mesías, y de antemano se buscaba en ellos el tipo del que habria de realizar las esperanzas de la nacion. Jesús participaba de la opinion general respecto á aquellas interpretaciones alegóricas. Sin embargo, la verdadera poesía de la Biblia, que los pueriles exegetas de Jerusalen no comprendian, se revelaba plenamente á su hermoso genio. La Ley no tuvo para él mucho atractivo; sin duda tenía el convencimiento de poder realizar algo mejor que aquello. Pero la poesía religiosa de los salmos se halló en maravillosa consonancia con su alma lírica; los salmos son el alimento y el apoyo de toda su vida. Los profetas, particularmente Isaías y su continuador del tiempo de la cautividad, fueron sus verdaderos maestros, con sus brillantes ensueños del porvenir, su impetuosa elocuencia y sus invectivas mezcladas de cuadros encantadores. Sin duda leyó tambien várias de las obras apócrifas, es decir, varios de aquellos escritos modernos, cuyos autores se ocultaban tras el nombre de los profetas y de los patriarcas, á fin de darles una importancia y autoridad que no se concedian sino á los escritos muy antiguos. Uno de aquellos libros le llamó entre todos la atencion: tal fué el libro de Daniel. Escrito por un judío exaltado del tiempo de Antíoco Epifáneo, y puesto bajo la egida de un antiguo sabio, aquel libro era el resúmen del espíritu de las últimas épocas. Verdadero creador de la filosofía de la historia, su autor es quien por la vez primera se atrevió á mirar en el movimiento del mundo y en la sucesion de los imperios una funcion subordinada á los destinos del pueblo judío. Jesús llegó desde muy pronto á penetrarse de aquellas elevadas esperanzas. Acaso leyó tambien los libros de Henoch, venerados entónces al igual de los libros santos, y los demás escritos del mismo género que mantenian en contínuo y vivo movimiento la imaginacion popular. El advenimiento del Mesías con sus glorias y sus terrores, las naciones derrumbándose unas sobre otras, el cataclismo del cielo y de la tierra, tales fueron las ideas que formaban el alimento ordinario de la imaginacion de Jesús; y como quiera que aquellas revoluciones se anunciaban como próximas, y que muchas personas trataban de computar el tiempo en que habrian de ocurrir, el órden sobrenatural á que nos trasportan semejantes visiones le pareció en un principio la cosa más natural y sencilla.

De cada rasgo de sus más auténticos discursos resulta de un modo claro que no tuvo ningun conocimiento del estado general del mundo. Imaginábase que la tierra se hallaba todavía dividida en reinos que se hacian la guerra, y parece ignorar la «paz romana» y el nuevo estado social que inauguraba su siglo. Tampoco tuvo ninguna idea precisa del poderío romano; la sola cosa que llega hasta él es el nombre de «César.» Vió construir en Galilea y en sus inmediaciones á Tiberiade, á Juliade, á Diocesárea, á Cesárea, obras pomposas de los Heródes, los cuales trataban de probar con aquellas construcciones magníficas su admiracion por la cultura romana y su adhesion á los miembros de la familia de Augusto, cuyos nombres, extravagantemente alterados, sirven ahora por un capricho de la suerte para designar miserables villorrios de beduinos. Es probable que tambien viese á Sebaste, obra de Heródes el Grande, ciudad de aparato cuyas ruinas dan lugar á suponer que fué trasportada allí pieza á pieza como una máquina ya concluida que debia montarse en lugar determinado. Aquella arquitectura de ostentacion llevada á Judea por cargamentos, aquellos centenares de columnas, todas del mismo diámetro, ornato de alguna insípida «calle de Rivoli», hé ahí lo que Jesús llamaba «los reinos del mundo y todas sus glorias.» Pero aquel lujo de encargo y aquel arte administrativo y oficial le causaban repugnancia. Sus aldeas galileas, mezcla confusa de cabañas, de eras y de prensas talladas en la roca, de pozos, de sepulcros, de higueras y de olivas, eso era lo que él amaba. Jesús permaneció siempre cerca de la naturaleza. La córte de los reyes se le representaba como un lugar en donde las personas llevan hermosos vestidos. Las deliciosas imposibilidades en que abundan sus parábolas siempre que pone en escena á los reyes y á los poderosos prueban que no concibió nunca la sociedad aristocrática sino como un jóven aldeano que ve el mundo por el prisma de su candidez.

Ménos aún conoció la idea nueva creada por la ciencia griega, esa idea que sirve de base á toda filosofía, que la ciencia moderna ha confirmado plenamente y que consiste en la exclusion de los dioses caprichosos á quienes la sencilla credulidad de las antiguas edades atribuia el gobierno del mundo. Cerca de un siglo ántes de él, Lucrecio habia expresado ya de una manera admirable la inflexibilidad del régimen general de la naturaleza. En las grandes escuelas de todos los países que habian recibido la ciencia griega, la negacion del milagro, deducida de la idea que en el mundo se produce todo por leyes invariables, sin ninguna intervencion personal de seres superiores, era ya un principio admitido. Quizás habia penetrado tambien en Babilonia y Persia. Jesús no tuvo noticia de aquel progreso. No obstante haber nacido en una época en que el principio de la ciencia positiva era ya proclamado, vivió en pleno sobrenatural. Tal vez nunca se hallaron los judíos tan sedientos como entónces de lo maravilloso. Filon, sin embargo de vivir en un gran centro intelectual y de haber recibido una educacion completísima, no poseia sino una ciencia quimérica y de mala ley. Bajo este supuesto, Jesús no se diferenciaba en nada de sus compatriotas. Creia en el diablo, al cual consideraba como una especie de genio del mal, y, como todo el mundo, se imaginaba que las enfermedades nerviosas eran producidas por los demonios, que se apoderaban del paciente, agitándole de contínuo. Para él no era lo maravilloso la excepcion, sino el estado normal. La nocion de lo sobrenatural, con sus imposibilidades, no apareció sino con la ciencia experimental de la naturaleza. El hombre ajeno á toda idea de física, que cree por medio de las preces se puede cambiar la marcha de los astros, detener las enfermedades y hasta la muerte misma, no encuentra en lo milagroso nada de extraordinario, puesto que el curso entero de las cosas es en su concepto el resultado de la voluntad libre de la divinidad. Ese estado intelectual fué siempre el de Jesús, pero semejante creencia producia en su grande alma efectos contrarios á los que ocasionaba en el vulgo. Entre las almas vulgares, la fe en la accion particular de Dios conducia á una credulidad simple y á los engaños de los charlatanes. En la suya se elevaba á una nocion profunda de las relaciones familiares entre el sér humano y Dios, y á una creencia exagerada en el porvenir del hombre; bellos errores que fueron el principio de su fuerza, porque, si bien ellos debian más tarde evidenciar sus preocupaciones á los ojos del físico y del químico, le dieron sobre sus contemporáneos un poder de que no hay ejemplo ántes ni despues de él.

Su carácter extraordinario se reveló desde muy temprano. La leyenda se complace en mostrarle desde su infancia en rebelion contra la autoridad paterna, y separándose de las vias comunes para seguir su vocacion. Lo que al ménos hay de seguro es, que tuvo en poca cosa las relaciones de parentesco. Su familia no parece haberle amado, y en ocasiones se le nota cierta dureza para con ella. Como todos los hombres verdaderamente preocupados de una idea, Jesús llegó á tener en poco los lazos de la sangre. El único que esa clase de naturalezas reconoce es el lazo de la idea: «Hé ahí á mi madre y á mis hermanos—decia extendiendo las manos hácia sus discípulos;—aquel que cumple la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano y mi hermana.» Las gentes sencillas no lo comprendian así, y un dia, dicen que una mujer que pasaba cerca de él exclamó: «¡Dichoso el vientre que te concibió y los pechos que te alimentaron!»—«¡Dichoso más bien—respondió—aquel que escucha la palabra de Dios y la practica!» Su atrevida rebelion contra la naturaleza debia llevarle pronto mucho más léjos, y no tardarémos en verle menospreciando la sangre, el amor, la patria, cuanto constituye al hombre, para no albergar en su alma y su corazon sino la idea que se le presentaba como la forma absoluta del bien y de la verdad.

Capítulo IV

Orden de ideas en cuyo seno creció Jesús


Así como la tierra ya enfriada por haberse apagado el fuego que la penetraba no permite comprender los fenómenos de la creacion primitiva, de igual modo las explicaciones discurridas dejan siempre algo que desear cuando se trata de aplicar nuestros débiles medios de induccion á las revoluciones de las épocas creadoras que decidieron la suerte del género humano. Jesús vivió en uno de esos momentos en que la parte de la vida pública se juega con franqueza, en que se centuplica la apuesta de la actividad humana. Todo gran destino conduce entónces á la muerte, porque tales movimientos suponen una libertad y una ausencia de medidas preventivas que no pueden existir sin terribles contrapesos. En nuestros dias, el hombre arriesga poco y gana poco:—en las épocas heróicas de la actividad humana aventura el todo por el todo. Los buenos y los malos, ó al ménos los que se creen y pasan por tales, forman dos ejércitos opuestos. Llégase á la apoteósis por el camino del cadalso, y los caractéres tienen facciones pronunciadas que los graban como tipos eternales en la memoria de los hombres. Ningun medio histórico, excepto el de la Revolucion francesa, fué tan á propósito como aquel en que se formó Jesús para desarrollar esas fuerzas ocultas que la humanidad tiene como en reserva y que no descubre sino en sus dias de fiebre y de peligro.

Si el gobierno del mundo fuese un problema especulativo, y si el más gran filósofo fuese el hombre más apto para enseñar á sus semejantes lo que deben creer, esas grandes reglas morales y dogmáticas que se llaman religiones saldrian de la calma y de la reflexion. Pero no sucede así. Los grandes fundadores religiosos, si se exceptúa Sakia-Muni, no fueron metafísicos. El budismo, que salió de la idea pura, conquistó la mitad del Asia por motivos puramente políticos y morales. En cuanto á las religiones semíticas, son tan poco filosóficas cuanto cabe en lo posible. Moisés y Mahoma no fueron hombres especulativos: fueron hombres de accion, y proponiéndola á sus compatriotas y á sus contemporáneos, consiguieron dominar la humanidad. De igual manera, Jesús no fué ni un teólogo, ni un filósofo, ni tuvo un sistema más ó ménos bien combinado. Para ser discípulo suyo no se necesitaba firmar ningun formulario ni pronunciar ninguna profesion de fe; bastaba una sola cosa: adherirse á él, amarle. Jesús no disputó jamás sobre Dios, porque directamente le sentia en sí mismo. El escollo de las sutilezas metafísicas, contra el cual tropezó el cristianismo á partir del siglo tercero, no fué en manera alguna creado por el fundador. Jesús no tuvo ni dogma ni sistema, sino una resolucion personal fija que, sobrepujando en intensidad á toda otra voluntad creada, dirige todavía en este momento los destinos de la humanidad.

Desde el cautiverio de Babilonia hasta la edad media, el pueblo judío tuvo la ventaja de hallarse constantemente en una situacion muy crítica. De ahí el que los depositarios del espíritu de la nacion escribiesen durante aquel largo período como bajo el dominio de una fiebre intensa que los coloca, unas veces fuera de los límites de la razon, otras demasiado dentro, casi nunca en el justo medio. Hasta entónces, nunca el hombre se habia apoderado del problema del porvenir y de su destino con un valor más desesperado, más resuelto á atropellar por todo á fin de resolverle. Asimilando la suerte de la humanidad con la de su pequeña raza, los pensadores judíos son los primeros que se cuidan de una teoría general de la marcha de nuestra especie. La Grecia, encerrada siempre en sí misma y atenta sólo á sus querellas locales, tuvo admirables historiadores; pero en vano se buscaria en ella ántes de la época romana un sistema general de filosofía de la historia que abrace la humanidad entera. Por el contrario, el judío hizo entrar la historia en la religion, merced á una especie de sentido profético que á veces presta al semita maravillosa aptitud para entrever las grandes líneas del porvenir. Quizás debe á la Persia una parte de ese espíritu. La Persia, desde una época muy remota, concibió la historia del mundo como una serie de revoluciones á cada una de las cuales preside un profeta. Cada profeta tiene su hazar ó reinado de mil años (quiliasma), y de esas edades sucesivas, análogas á los millones de siglos pertenecientes á cada buda de la India, se compone la trama de los acontecimientos que preparan el reino de Ormuzd. Al fin de los tiempos, cuando el círculo de los quiliasmas se haya agotado, empezará el paraíso definitivo. Entónces los hombres vivirán dichosos, la tierra será como una llanura, y no habrá sino una lengua, una ley y un gobierno para todo el mundo. Pero terribles calamidades precederán á este acontecimiento. Dahak (el Satanás de Persia) romperá los hierros que le encadenan y se abatirá sobre la tierra. Dos profetas vendrán á consolar á los hombres y á preparar el gran acontecimiento. Estas ideas recorrian entónces el mundo y penetraban hasta en Roma, donde inspiraron un ciclo de poemas proféticos, cuyas ideas fundamentales eran la division de la historia de la humanidad en períodos, la sucesion de dioses correspondientes á esos períodos, una renovacion completa del mundo y el acontecimiento final de una edad de oro. El libro de Daniel, el de Henoch y algunos de los libros sibilinos son expresiones judáicas de la misma teoría. Menester era que esas ideas fuesen las de todos. En un principio no las abrazaron sino algunas personas de imaginacion viva y aficionadas á las doctrinas extranjeras. El árido y mezquino autor del libro de Ester no pensó nunca en el resto del mundo, y si pensó, fué para menospreciarle y zaherirle. El epicúreo desengañado que escribió el Eclesiastés, se cuida tan poco del porvenir, que hasta cree inútil trabajar para sus hijos: á los ojos de aquel célebre egoista, la esencia de la sabiduría consiste en no tener cuenta sino de sí mismo. Pero en todos los pueblos, la minoría es la que hace las grandes cosas. Y á pesar de sus enormes defectos, á pesar de ser duro, burlon, mezquino en sus miras, cruel, sofista y lleno de sutilezas, el pueblo judío es el autor del más hermoso movimiento de entusiasmo desinteresado que menciona la historia. La oposicion ocasiona siempre la gloria de un país:—los más grandes hombres de una nacion son los que ella condena á muerte. Sócrates fué la gloria de Aténas, y Aténas le dió á beber la cicuta. Spinosa es el más grande de los judíos modernos, y la sinagoga le ha excluido de su seno ignominiosamente. Jesús fué la gloria de Israel, y murió crucificado.

El pueblo judáico perseguia desde hacia siglos un gigantesco desvarío que le rejuvenecia á cada paso en su decrepitud. Ajena á la teoría de las recompensas individuales, propagada por la Grecia bajo el nombre de inmortalidad del alma, la Judea habia reconcentrado toda su potencia de amor y deseo en su porvenir nacional. Creyéndose posesora de las promesas divinas de un porvenir sin límites, y siendo rechazada en sus aspiraciones por la amarga realidad que á partir del siglo nono ántes de nuestra era sometia más y más el destino del mundo al imperio de la fuerza bruta, se arrojó en la via de absurdas amalgamas ideales y ensayó las más extrañas contradicciones. Ántes del cautiverio, cuando todo el porvenir terrestre se desvaneció al separarse las tribus del Norte, la restauracion de la casa de David, la reconciliacion de las dos fracciones del pueblo y el triunfo de la teocracia y del culto de Jehová sobre los cultos idólatras, sirvieron de alimento al delirio comun. En la época del cautiverio, un poeta lleno de armonía entrevió el esplendor de una Jerusalen futura, de la cual eran tributarios los pueblos y las islas lejanas; y la entrevé por un prisma de tan dulces y suaves colores, que hubiérase dicho que un rayo de la mirada de Jesús penetraba en su imaginacion á una distancia de seis siglos. La victoria de Ciro pareció realizar por algun tiempo todas aquellas esperanzas. Los graves discípulos del Avesta y los adoradores de Jehová se creyeron hermanos. Al desterrar los devas múltiples y al trasformarlos en demonios, la Persia habia conseguido extraer de las antiguas imaginaciones arianas, esencialmente naturalistas, una especie de monoteismo. El tono profético de algunas enseñanzas de Iran tenía mucha analogía con ciertas composiciones de Oseas y de Isaías. Israel toma aliento bajo los Acheménidas, y durante la dominacion de Jérjes (Asuero) se hace temer de los mismos Iranios. Pero la entrada triunfante y á menudo brutal de la civilizacion griega y romana en Asia, le arroja de nuevo en sus delirios. Entónces más que nunca invoca al Mesías como al Juez vengador de los pueblos. Para satisfacer la sed de venganza que le inspiraban el sentimiento de su superioridad y el espectáculo de sus humillaciones, hacíale falta una renovacion completa, una revolucion que abarcase el mundo y le conmoviera hasta en sus cimientos.

Si Israel hubiese poseido la doctrina llamada espiritualista, esa doctrina que divide al hombre en dos partes, cuerpo y alma, y que encuentra la cosa más natural que el alma sobreviva miéntras el cuerpo se corrompe, aquel acceso de rabia y de enérgica protesta no habria tenido su razon de ser. Pero semejante doctrina, producto de la filosofía griega, no se hallaba en las tradiciones del espíritu judáico. Ninguna huella de remuneraciones ó de penas futuras contienen los antiguos escritos hebreos. Miéntras existió la idea de la solidaridad de la tribu, natural era que no se pensase en una estricta retribucion segun los méritos de cada uno. Si un hombre piadoso tenía la desgracia de venir al mundo en una época de impiedad y participaba de las calamidades públicas originadas por la iniquidad comun, tanto peor para él. Esta doctrina, trasmitida por los sabios de la época patriarcal, conducia paso á paso á insostenibles contradicciones. Ya en tiempo de Job habia recibido fuertes ataques; los ancianos de Theman que la profesaban eran hombres atrasados, y el jóven Elihu, que fué á disputar con ellos, se atrevió á emitir desde sus primeras palabras este axioma revolucionario: ¡que la sabiduría no era ya patrimonio de los ancianos!. Con las complicaciones ocurridas en el mundo despues de Alejandro, el antiguo principio themanita y mosaista se hizo todavía más intolerable. Nunca Israel habia sido más fiel observador de la Ley, y sin embargo sufrió la atroz persecucion de Antíoco. Sólo un retórico pedante y acostumbrado á repetir vetustas frases vacías de sentido podia atreverse á sostener que aquellas desgracias eran hijas de las infidelidades del pueblo. ¡Cómo! ¿esas víctimas que mueren por la fe, esa madre con sus siete hijos, esos heróicos Macabeos serán olvidados eternamente por Jehová y abandonados á la podredumbre de la fosa?. Un saduceo incrédulo y mundano podia muy bien admitir semejante consecuencia; un sabio consumado, como Antígono de Soco, podia sostener que no debe practicarse la virtud como el esclavo que aspira á una recompensa, sino desinteresadamente y sin esperanza de premio. Pero la gran masa de la nacion no se contentaba con eso. Unos se adherian al principio de la inmortalidad filosófica y se figuraban á los justos viviendo en la memoria de Dios, glorificados en el recuerdo de los hombres, juzgando al impío que los persiguiera. «Viven á los ojos de Dios;... Dios los reconoce», hé ahí su recompensa. Otros, y en particular los fariseos, recurrian al dogma de la resurreccion. Los justos resucitarán para ser partícipes del reinado mesiánico. Resucitarán con los mismos cuerpos que tuvieron para vivir en el mundo del cual serán reyes y jueces, y asistirán al triunfo de sus ideas y á la humillacion de sus enemigos.

En el antiguo pueblo de Israel no se encuentran sino huellas muy indecisas de este dogma fundamental. En realidad, el incrédulo saduceo, al rechazarle, permanecia fiel á la antigua doctrina judáica, y el verdadero innovador era el fariseo partidario de la resurreccion. Pero en materia religiosa, el partido más exaltado es siempre el que innova, el que avanza, el que deduce las consecuencias. Por otra parte, la resurreccion, idea totalmente distinta de la inmortalidad del alma, se desprendia sin esfuerzo de las doctrinas anteriores y de la situacion del pueblo. Quizás la misma Persia proporcionó algunos principios elementales. De todos modos, formó, á no dudarlo, combinándose con la creencia en el Mesías y con la doctrina de una próxima renovacion del mundo, esas teorías apocalípticas que, sin ser artículos de fe (el sanhedrin ortodoxo de Jerusalen no parece haberlas adoptado), llenaban todas las imaginaciones y producian de un extremo á otro del mundo judío extraordinaria fermentacion. La carencia total de rigor dogmático permitia que nociones del todo contradictorias pudiesen admitirse al mismo tiempo, áun tratándose de un punto tan capital. Unas veces el justo debia esperar la resurreccion; otras, era recibido en el seno de Abraham desde el momento de su muerte. Ya la resurreccion era general, ya estaba reservada únicamente para los fieles. Aquí suponia un mundo renovado y una nueva Jerusalen; allá implicaba el aniquilamiento prévio del universo.

Desde que Jesús tuvo uso de razon, entró en la ardiente atmósfera que formaban en Palestina las ideas que acabamos de exponer. Aquellas ideas no se enseñaban en ninguna escuela; pero flotaban en el aire y penetraron en su alma desde muy temprano, en su alma tranquila, que no conoció nunca nuestra incertidumbre ni nuestras vacilaciones. En la cima de la montaña de Nazareth, en aquella cima donde ningun hombre moderno pone la planta sin experimentar cierta inquietud sobre su destino, Jesús se sentó veinte veces sin que su corazon fuese combatido por la sombra de una duda. Ajeno al egoismo, á ese manantial de nuestras tristezas, que rudamente nos obliga á buscar por móvil de la virtud un interes de ultratumba, no pensó sino en su obra, en su raza, en el bien de la humanidad. Aquellas montañas, aquel mar, aquellas elevadas llanuras que se extienden al horizonte, no fueron para él la vision melancólica de un alma que interroga la naturaleza sobre su destino; fueron el símbolo cierto, la sombra trasparente de un mundo invisible y de un nuevo cielo.

Jesús no dió nunca mucha importancia á los acontecimientos políticos de su tiempo, los cuales no conocia probablemente muy á fondo. La dinastía de los Heródes vivia en un mundo tan distinto del suyo, que sin duda no la conoció más que de nombre. El gran Heródes murió en la época misma en que él vino al mundo, dejando recuerdos imperecederos, monumentos que debian obligar áun á la posteridad más prevenida en contra suya á asociar su nombre al de Salomon; pero su obra quedó inacabada, imposible de continuar. Aquel Idumeo astuto, profano ambicioso extraviado en un dédalo de luchas religiosas, tuvo en su favor la ventaja que dan la sangre fria y la razon, exentas de moralidad, en medio de fanáticos apasionados. Pero aunque su idea de un reino profano de Israel no hubiese sido un anacronismo en el estado en que se hallaba el mundo cuando él la concibió, habria fracasado contra las dificultades nacidas del carácter mismo del pueblo, como fracasó el proyecto, muy parecido al suyo, concebido por Salomon. Los tres hijos de Heródes no fueron sino lugartenientes de los romanos, semejantes á los radjas de la India bajo la dominacion inglesa. Antíper ó Antipas, tetrarca de Galilea y Perea, del cual fué súbdito Jesús durante toda su vida, era un príncipe nulo y perezoso, favorito y adulador de Tiberio, sometido casi siempre á la fatal influencia de su segunda mujer Herodías. Felipe, tetrarca de Gaulonítida y de Batanea, á cuyos territorios hizo Jesús frecuentes viajes, era mucho mejor soberano. En cuanto á Arquelao, etnarca de Jerusalen, Jesús no pudo conocerle, porque hacia cerca de diez años que aquel hombre débil, sin carácter y violento en ocasiones, habia sido depuesto por Augusto. Así perdió Jerusalen hasta el último resto de autonomía. Reunido desde entónces el territorio judáico al de Samaria y al de Idumea, formó una especie de anexo de la provincia de Siria, de donde era legado imperial el senador Publio Sulpicio Quirino, personaje consular de gran nombradía. Una serie de procuradores romanos, sometidos en las grandes cuestiones al legado imperial de Siria, tales como Coponius, Marcus Ambivius, Annius Rufus, Valerius Gratus y Pontius Pilatus (año 26 de nuestra era) se suceden allí, ocupándose incesantemente en apagar el volcan de la insurreccion que ardia bajo sus piés.

En efecto, durante toda aquella época, agitan á Jerusalen contínuas sediciones provocadas por los celosos partidarios del mosaismo. Los sediciosos hallaban una muerte segura; pero cuando se trataba de la integridad de la Ley, la muerte se buscaba con avidez. Derrocar las águilas, destruir las obras de arte levantadas por los Heródes, en las cuales no siempre se habian respetado los reglamentos mosaistas, rebelarse contra los escudos votivos que elevaban los procuradores, y cuyas inscripciones parecian contaminadas de idolatría, eran tentaciones permanentes para hombres fanáticos que habian llegado á ese grado de exaltacion en que se desprecia la vida. Júdas, hijo de Sarifeo, y Matías, hijo de Margaloth, célebres doctores de la Ley ambos á dos, formaron un partido de audaz agresion contra el órden existente, partido que se continuó despues de su suplicio. Un movimiento análogo agitaba á los samaritanos. Diríase que la Ley no tuvo jamás sectarios tan apasionados como en el momento en que vivia ya aquel que habia de abrogarla con la grandeza de su alma y con el poder de su genio. Los «Zelotas» (Kenaim) ó «Sicarios», asesinos piadosos que se imponian por deber matar á cualquiera que delante de ellos quebrantase la Ley, asomaban al horizonte. Á consecuencia de la necesidad imperiosa de lo sobrenatural y extraordinario que experimentaba el siglo, algunos taumaturgos y representantes de otras ideas eran considerados como personas de especie divina y alcanzaban crédito entre la credulidad pública.

Mayor influencia ejerció en el ánimo de Jesús el movimiento provocado por Júdas el Gaulonita ó el Galileo. Entre todos los vejámenes que Roma imponia á los países nuevamente conquistados, ninguno era tan impopular como el censo. Esta medida, que siempre extrañan los pueblos no acostumbrados á las cargas de las grandes administraciones centrales, era particularmente odiosa á los ojos de los judíos. Un empadronamiento habia ya provocado en tiempo de David violentas recriminaciones y las amenazas de los profetas. En efecto, el censo era la base del impuesto, y éste, con arreglo á las ideas de la teocracia pura, casi una impiedad. Siendo Dios el único dueño que el hombre debe reconocer, pagar el diezmo al soberano terrenal es deificarle hasta cierto punto. La teocracia judía, completamente extraña á la idea de estado, no hacia en esto sino deducir su última consecuencia, es decir, la negacion de toda sociedad civil y de todo gobierno. El dinero de las arcas públicas se miraba como dinero robado. El empadronamiento que ordenó Quirino (año 6 de nuestra era) despertó vigorosamente esas ideas y produjo inmensa fermentacion, haciendo al fin estallar un movimiento en las provincias del Norte. Un tal Júdas, natural de la ciudad de Gamala, sobre la orilla oriental del lago de Tiberiade, y un fariseo llamado Sadok, se atrajeron, negando el impuesto, numerosos partidarios que bien pronto se declararon en abierta rebelion. Las máximas fundamentales de aquel partido consistian en que, siendo Dios el único «dueño», no debia darse á nadie este título, y en que la libertad es preferible á la vida. Probablemente Júdas profesaba otros muchos principios, que Josefo, siempre cuidadoso de no comprometer á sus correligionarios, omite con marcada intencion; porque, á la verdad, no se comprende que por una idea tan sencilla le concediese el historiador judío un rango elevado entre los filósofos de su nacion, y le mirase como el fundador de una cuarta escuela paralela á las de los Fariseos, Saduceos y Esenios. Júdas fué, á no dudarlo, el jefe de una secta galilea, preocupada por el mesianismo, que acabó por llegar á un movimiento político. El procurador Coponius domó la sedicion del Gaulonita; pero la escuela subsistió y conservó sus jefes, como lo prueba el encontrarla de nuevo, sumamente activa, tomando parte en las últimas luchas de los judíos contra los romanos, capitaneada por Manahem, hijo del fundador, y por un tal Eleazar, pariente del primero. Quizás Jesús conoció á aquel Júdas que de tan diferente modo que él concibió la revolucion judáica; por lo ménos conoció su escuela, y probablemente el error del Gaulonita le inspiró el axioma de «dad al César lo que es del César», etc. Léjos de toda sedicion, el prudente Jesús se aprovechó de la falta de su predecesor, y soñó con otro reino y con otro rescate.

La Galilea era, pues, una vasta hornaza donde se hallaban en ebullicion los más opuestos elementos. La consecuencia de aquellas agitaciones fué un extraordinario desprecio de la vida, ó mejor dicho, una especie de afan por salir al encuentro de la muerte. En los grandes movimientos de fanatismo, las lecciones de la experiencia sirven de poco ó nada. En Argelia, durante los primeros años de la ocupacion francesa, inspirados que se decian invulnerables y enviados por Dios para arrojar á los infieles, aparecian cada primavera: su muerte se olvidaba apénas ocurrida, y el pueblo concedia la misma fe á los nuevos fanáticos que se levantaban al año siguiente. La dominacion romana, si bien rudísima bajo cierto aspecto, no era todavía muy quisquillosa, y dejaba ancho campo á la libertad. Aquellas grandes dominaciones brutales, terribles en la represion, estaban léjos de ser tan recelosas como las potencias que tienen un dogma que guardar, y abrian la mano hasta el momento en que creian oportuno emplear el rigor. En su carrera vagabunda, Jesús no fué ni una sola vez molestado por la policía. Aquella libertad, y sobre todo la ventaja que tenía Galilea de hallarse mucho ménos ligada que el resto de la Judea por los lazos del pedantismo farisáico, daban á aquella comarca gran superioridad sobre Jerusalen. La revolucion, ó mejor dicho el mesianismo, agitaba allí todos los corazones:—creíanse en vísperas de la gran renovacion, y los textos de la Escritura, torturados en diferentes sentidos, servian de pábulo á las más colosales esperanzas. En cada línea de los sencillos escritos del Antiguo Testamento imaginaban hallar la seguridad, y hasta cierto punto, el programa del reino futuro que debia traer la paz á los justos y poner eterno sello á la obra de Dios.

Bajo el punto de vista del órden moral, aquella division en dos partes opuestas, en interes y en espíritu, habia sido siempre un principio fecundo para la nacion hebrea. Todo pueblo susceptible de grandes destinos debe ser un mundo en miniatura, pero completo, encerrando en su seno polos opuestos. Grecia tenía á algunas leguas de distancia á Esparta y á Aténas, dos antípodas á los ojos del observador superficial, pero en realidad hermanas rivales indispensables la una á la otra. Lo mismo sucedia en Judea. El desarrollo del Norte, ménos brillante bajo cierto aspecto que el de Jerusalen, fué mucho más fecundo; las obras más notables del pueblo judío procedieron siempre de allí. La ausencia completa del sentimiento de la naturaleza, que conduce á la sequedad, al desabrimiento, á la barbarie, marcó todas la obras puramente hierosolimitanas con un sello grandioso, pero árido, triste, repugnante. Jerusalen, con sus doctores solemnes, sus insípidos canonistas y sus devotos hipócritas y atrabiliarios, no habria conquistado la humanidad. El Norte dió al mundo la cándida Sulamita, la humilde Cananea, la apasionada Magdalena, el buen padre adoptivo José, la Vírgen María. Sólo el Norte formó el cristianismo: Jerusalen es, por el contrario, la verdadera patria del judaismo obstinado que fundaron los fariseos, que el Talmud consagró y que, atravesando la Edad Media, ha llegado hasta nosotros.

Á formar aquel espíritu ménos austero, ménos ásperamente monoteista, por decirlo así, contribuia el aspecto de una naturaleza riente y deliciosa que imprimia á todos los sueños de Galilea un giro idílico y encantador. En el mundo no hay quizás país más árido y triste que los alrededores de Jerusalen. Por el contrario, la Galilea era una comarca fértil, cubierta de verdura, umbrosa, risueña, el verdadero país del Cántico de los cánticos y de las canciones del muy amado. Durante los meses de Marzo y Abril, la campiña se cubre de una alfombra de flores de matices vivísimos y de incomparable hermosura. Los animales son pequeños, pero sumamente mansos. Tórtolas esbeltas y vivarachas, mirlos azules, de tan extremada ligereza, que se posan sobre los tallos herbáceos sin hacerlos inclinar, empenachadas alondras deslizándose casi entre los piés del viajero, galápagos de ojillos vivos y cariñosos, y cigüeñas de aire púdico y grave se agitan aquí y allá, deponiendo toda timidez y aproximándose tan cerca del hombre que parecen llamarle. En ningun país del mundo ofrecen las montañas líneas más armónicas ni inspiran tan elevados pensamientos. Jesús parece haberlas amado particularmente. Los actos más importantes de su carrera divina tienen lugar sobre las montañas; allí tenía mayor inspiracion; allí conversaba muda y misteriosamente con los antiguos profetas, y allí se manifestaba ya transfigurado á los ojos de sus discípulos. Aquel hermoso país, hoy tan triste y melancólico, á consecuencia del empobrecimiento que el islamismo ocasiona en la vida humana, pero que todavía respira en todo aquello que el hombre no ha podido destruir, deliciosa ternura y apacible encanto, rebosaba en tiempo de Jesús de bienestar y de alegría. Los galileos pasaban por enérgicos, valientes y laboriosos. Á excepcion de Tiberiade, ciudad de estilo romano, construida por Antipas en honor de Tiberio (hácia el año 15), Galilea no tenía grandes poblaciones. Sin embargo, el país estaba muy poblado; cubríanle pequeñas ciudades y grandes aldeas, y todas sus comarcas se cultivaban con esmero. La campiña debia ser deliciosa; abundaban en ella los manantiales y era rica en toda especie de frutos; las viñas, las higueras, los naranjos, los granados y los limoneros sombreaban las granjas y formaban con sus ramas siempre verdes las aromáticas bóvedas de espaciosas huertas. Si se juzgase por el que los judíos cosechan todavía en Safed, el vino era excelente y se hacia de él no pequeño consumo. Aquella vida sin cuidados y fácilmente satisfecha no conducia al grosero materialismo de nuestros campesinos, á la rústica satisfaccion de un normando, á la tosca alegría de un flamenco:—espiritualizábase en ensueños etéreos, en una especie de poético misticismo que confundia el cielo con la tierra. ¡Dejad que el austero Juan Bautista predique la penitencia en su desierto de Judea, truene incesantemente, y se alimente de langostas en compañía de los chacales! ¿Por qué razon ayunarian los compañeros del esposo miéntras el esposo está con ellos? ¿No formará la alegría parte del reino de Dios? ¿No es ella la hija de los humildes de corazon, de los hombres de buena voluntad?

Toda la historia del cristianismo naciente llega á ser de ese modo una pastoral deliciosa. Un Mesías en una comida de bodas, la cortesana y el buen Zacheo convidados á sus festines, los fundadores del reino del cielo como una comitiva de paraninfos: hé ahí á lo que se atrevió Galilea, lo que legó al mundo haciéndoselo aceptar. La Grecia, por medio de la escultura y de la poesía, trazó hermosos cuadros de la vida humana; pero sin fondos fugaces, sin horizontes lejanos. Aquí faltan el mármol, los obreros excelentes, el idioma exquisito y refinado. Pero Galilea, con el solo auxilio de la imaginacion popular, creó el ideal más sublime; porque detrás de su idilio se agita el destino de la humanidad; porque la luz que ilumina su cuadro es el sol del reino de Dios.

Jesús vivia y crecia en aquel medio embriagador. Desde su infancia hizo casi anualmente el viaje á Jerusalen por la época de las fiestas. Para los judíos provincianos aquella peregrinacion era una solemnidad llena de atractivo. Series enteras de salmos estaban consagradas á cantar las dulzuras de caminar en familia durante algunos de los primeros dias primaverales, á traves de los valles y de las colinas, teniendo en perspectiva los esplendores de Jerusalen, los terrores del sagrado pórtico, y el gozo de vivir juntos por algun tiempo. El camino que ordinariamente seguia Jesús en aquellos viajes era el mismo que hoy se sigue por Ginæa y Sichem. Desde este último punto á Jerusalen la via es agreste en extremo. Pero las inmediaciones de los antiguos santuarios de Silo y de Bethel, cerca de los cuales se pasa, sorprenden el ánimo agradablemente. Ain-el-Haramie, la última etapa, es un lugar melancólico y encantador: pocas impresiones igualan á la que se experimenta cuando allí se pernocta. El valle es estrecho y sombrío;—de entre las rocas, perforadas por los sepulcros, mana un agua negruzca. Si no me engaño, aquél es el «Valle de las lágrimas» ó de las aguas rezumantes, cantado como una de las estaciones del camino en el delicioso salmo LXXXIV; valle que el dulce y triste misticismo de la Edad Media convirtió en el emblema de la vida. Llégase al dia siguiente á Jerusalen, y áun hoy dia la esperanza de arribar á sus muros, sostiene á la caravana, acorta la noche de la víspera y hace ligero el sueño.

Aquellos viajes, durante los cuales la nacion reunida se comunicaba sus ideas, viajes que eran casi siempre focos de grande agitacion, ponian á Jesús en contacto con el alma de su pueblo, y sin duda le inspiraban ya viva antipatía por los defectos de los representantes del judaismo. Preténdese que el desierto fué para él desde muy temprano otra escuela donde se formó su alma, y que permaneció allí largas temporadas. Pero el Dios que allí encontraba no era el suyo:—era cuando más el Dios de Job, severo y terrible, sin piedad ni misericordia. Otras veces era Satanás el que iba á tentarle. Entónces regresaba á su querida Galilea y volvia á encontrar á su Padre celestial en medio de las verdes colinas y de los arroyos trasparentes, en medio de aquellos grupos de mujeres y niños que esperaban la salud de Israel, con la alegría en el alma y el cántico de los ángeles en el corazon.

Capítulo V

Primeros aforismos de Jesús. Sus ideas de un Dios Padre y de una religión pura. Primeros discípulos


José murió ántes que su hijo entrase en la vida pública. Desde entónces María quedó como jefe de la familia, y esta razon explica el por qué llamaban á Jesús «hijo de María» cuando querian distinguirle de sus numerosos homónimos. Despues de la muerte de su marido, viniendo á ser como forastera en Nazareth, se retiró á Caná, segun parece, de cuyo punto era tal vez originaria. Caná era una pequeña ciudad situada en la falda de las montañas que limitan al norte la llanura de Asochis, y á dos horas ó dos horas y media de Nazareth. La vista, ménos grandiosa que en este punto, se extiende por toda la llanura, terminándola al norte, del modo más pintoresco, las montañas de Nazareth y las colinas de Seforis. Jesús parece haber fijado por algun tiempo su residencia en aquel sitio, y probablemente allí pasó una parte de su juventud y tuvieron lugar sus primeros destellos.

Jesús ejercia, como su padre, el oficio de carpintero, circunstancia que nada tenía de extraordinario ni de humillante, en razon á que, segun la costumbre judáica, todos los hombres consagrados á los trabajos intelectuales ejercian una ocupacion material. Los más célebres doctores tenian un oficio; el mismo San Pablo, cuya educacion habia sido tan esmerada, era fabricante de tiendas. Jesús no se casó: todo su amor se reconcentró en lo que él consideraba como su vocacion celestial. El sentimiento de extremada delicadeza que en él se nota respecto á las mujeres se confundió siempre con la decision exclusiva que á su idea consagraba. De igual modo que Francisco de Asís y Francisco de Sáles, trató como á hermanas á las mujeres que se prendaban de su misma obra. Como aquéllos tuvo tambien sus santas Claras y sus Franciscas de Chantal; sólo que las de Jesús probablemente amaban más al maestro que la doctrina que enseñaba; de todos modos, es indudable que amó mucho ménos que fué amado. La ternura de corazon se trasformaba en él, como en todas las naturalezas elevadas, en infinita dulzura, en vaga poesía, en atractivo universal. Sus relaciones íntimas y libres, pero de un órden completamente moral, con mujeres de conducta equívoca, se explican de igual manera por la pasion que consagraba á la gloria de su Padre; pasion que le inspiraba una especie de celos por todas las bellas criaturas que podian servirle para aumentarla.

¿Cuál fué la marcha del pensamiento de Jesús durante aquel oscuro período de su vida? Nada se sabe, por haber llegado su historia hasta nosotros en forma de relatos dispersos y sin cronología exacta. Pero siendo el desarrollo de los productos humanos el mismo en todas partes, de suponer es que el crecimiento de una personalidad como la de Jesús obedeciese á leyes rigurosas. Una elevada nocion de la divinidad, nocion que no debió al judaismo, sino más bien á las inspiraciones y á la grandeza de su alma, fué en cierto modo el principio de su fuerza. Menester es, tratándose de este punto, renunciar á las ideas que nos son familiares y á esas discusiones en que se extravian los espíritus mezquinos. Para comprender bien la piedad de Jesús, es indispensable hacer abstraccion de cuanto ha venido á colocarse entre el Evangelio y nosotros. Deismo y panteismo han llegado á ser los dos polos de la teología. Las raquíticas discusiones de la escolástica, la aridez de espíritu de Descártes, y la profunda irreligion del siglo décimo octavo han ahogado en el seno del moderno racionalismo todo sentimiento fecundo de la divinidad, al empequeñecer á Dios y al limitarle hasta cierto punto con la exclusion de todo cuanto no es Dios mismo. En efecto, si Dios es un sér determinado que existe fuera de nosotros, la persona que cree tener relaciones particulares con Dios es un «visionario»; y como las ciencias físicas y fisiológicas nos enseñan que toda vision sobrenatural es una ilusion, el deista un poco consecuente se halla en la imposibilidad de comprender las grandes creencias del pasado. El panteismo, suprimiendo por su parte la personalidad divina, se aleja cuanto es posible del Dios vivo de las antiguas religiones. ¿En qué momentos de su agitada vida fueron deistas ó panteistas los hombres que más elevadamente comprendieron á Dios, tales como Sakia-Muni, Platon, San Pablo, San Francisco de Asís y San Agustin? Semejante cuestion no tiene sentido. Las pruebas físicas y metafísicas de la existencia de Dios hubieran sido para ellos del todo indiferentes, sintiendo como sentian al ser divino en sí mismos.—Pues bien, Jesús debe colocarse en el primer rango de esa gran familia de verdaderos hijos de Dios. Jesús no tiene visiones, Dios no le habla como si estuviese fuera de él; Dios está en él, siéntele dentro de sí, y cuanto dice de su Padre brota de su corazon. Vive en el seno de Dios y se halla con él en comunicacion constante; no le ve, pero le oye, sin que para ello necesite de truenos ni de zarza ardiente, como Moisés, ni de tempestad reveladora, como Job, ni de oráculo, como los antiguos sabios griegos, ni de genio familiar, como Sócrates, ni de ángel Gabriel, como Mahoma. La imaginacion y alucinacion de una Santa Teresa, por ejemplo, no tienen nada que hacer aquí, ni tampoco la embriaguez del sofí que se proclama idéntico á Dios. Jesús no enuncia ni por un solo instante la idea sacrílega de que él sea Dios.—Créese en relacion directa con Dios, hijo de Dios. El más elevado sentimiento de Dios que haya existido en el seno de la humanidad fué sin duda el de Jesús.

Por otra parte, se comprende que, partiendo de semejante disposicion de ánimo, no fuese Jesús un filósofo especulativo como Sakia-Muni. Nada hay tan léjos de la teología escolástica como el Evangelio. Las especulaciones de los Padres griegos proceden de otro espíritu. Dios concebido inmediatamente como Padre; á esto se reduce toda la teología de Jesús. Y esto no era en él un principio teórico, una doctrina más ó ménos probada que pretendia inculcar á los demás; léjos de eso, Jesús no hacia ningun razonamiento á sus discípulos, no exigia de ellos ningun esfuerzo de atencion; no predicaba sus opiniones, sino su sentimiento. Las almas grandes y desinteresadas presentan frecuentemente, sin perjuicio de su mucha elevacion, ese carácter de perpétua atencion de sí mismas y esa extremada susceptibilidad personal que de ordinario son patrimonio de las mujeres. Su persuasion de que Dios está en ellas, de que las atiende constantemente, es tan poderosa, que no vacilan en imponérsela á los demás: tales almas no conocen nuestra reserva ni nuestro respeto por la opinion ajena, lazos que en parte contribuyen á nuestra impotencia. Y sin embargo, esa personalidad exaltada no es el egoismo, porque semejantes hombres, una vez poseidos de su idea, no vacilan en sacrificarle su misma vida ni en sellar su obra con su sangre; es la identificacion del yo con el objeto que él abraza; identificacion llevada al último límite. Es el orgullo para los que no ven en la aparicion nueva sino la idea personal del fundador; es el dedo de Dios para los que observan sus resultados. En este terreno, muchas veces se confunde el loco con el hombre inspirado; pero el loco no deja en pos de sí nada estable. El extravío de la razon no ha tenido hasta hoy ninguna influencia en la marcha del género humano.

De suponer es que Jesús no llegase desde un principio á esa elevada afirmacion de sí propio; mas tambien es probable que desde sus primeros pasos se considerase respecto á Dios en la relacion de un hijo respecto á su padre. En esto consiste su grande acto de originalidad, y en esto es en lo que nada se parece á los individuos de su raza. Ni el judío ni el musulman comprendieron jamás esa deliciosa teología de amor. El Dios de Jesús no es ese dueño fatal que mata, condena ó salva, segun mejor le acomoda; no, el Dios de Jesús es nuestro Padre, y cada uno le siente al escuchar una voz misteriosa que grita en nosotros esta dulcísima palabra: «Padre». El Dios de Jesús no es el déspota parcial que eligió á Israel por su pueblo, protegiéndole contra todos los otros; es el Dios de la humanidad. Jesús no será un patriota, como los Macabeos, ni un teócrata, como Júdas el Gaulonita; pero, elevándose audazmente sobre las preocupaciones de su nacion, fundará la universal paternidad de Dios. El Gaulonita sostenia que se debe morir ántes que dar á otro que no sea Dios el título de «amo»; Jesús prescinde de ese título y reserva para Dios otro mucho más dulce. Concediendo á los poderosos de la tierra, que son á sus ojos los representantes de la fuerza, un respeto lleno de ironía, funda el supremo consuelo, el recurso al Padre celestial, el verdadero reino de Dios que cada uno lleva en su corazon.

Ese nombre de «reino de Dios» ó de «reino del cielo» fué el término favorito de que se valia Jesús para expresar la revolucion que su doctrina iba á operar en el mundo, y como casi todos los términos mesiánicos, procedia del Libro de Daniel. Segun el autor de este libro extraordinario, un quinto imperio, que sería el de los Santos y duraria eternamente, sucederia á los cuatro imperios profanos destinados á derrumbarse. Como es de suponer, ese reino de Dios sobre la tierra se prestaba á infinitas interpretaciones. Para la teología judáica, el «reino de Dios» no es sino el mismo judaismo, la verdadera religion, el culto monoteista, la piedad. Jesús creyó en los últimos años de su vida que aquel reino iba á realizarse materialmente por una brusca renovacion del mundo; pero sin duda no fué ése su primer pensamiento. La admirable moral que deduce de la nocion de Dios Padre no es por cierto la de los ilusos que, creyendo próximo el fin del mundo, se preparan por el ascetismo á una catástrofe quimérica; es la de un mundo que vive y vivirá mucho tiempo. «El reino de Dios está en vosotros»,—decia á los que buscaban con sutileza signos exteriores.—La concepcion realista del acontecimiento divino fué una sombra, un error pasajero, que la muerte hizo olvidar. El Jesús que fundó el verdadero reino de Dios, el reino de los mansos y de los humildes, ése fué el Jesús de los primeros dias, dias castos y serenos en que la voz de su Padre celestial resonaba en su corazon con timbre más puro. Hubo entónces algunos meses, tal vez un año, durante los cuales habitó Dios verdaderamente sobre la tierra. La voz del jóven carpintero adquirió de pronto extraordinaria dulzura, un atractivo infinito se exhalaba de su persona, y los que ántes le habian visto ya no le reconocian. En aquella época aún no tenía discípulos; el grupo que le rodeaba no era ni una secta ni una escuela; pero animábale ya un espíritu comun y un no sé qué de dulce y penetrante. El carácter amable de Jesús, y sin duda una de esas caras maravillosas que frecuentemente se ven en la raza judía, formaban al rededor de él como un círculo de fascinacion, al cual no podian sustraerse aquellas poblaciones benévolas y sencillas.

Si las ideas del jóven maestro no hubiesen traspasado mucho ese nivel de mediana bondad, más arriba del cual no ha podido elevarse hasta hoy la especie humana, el paraíso habria sido en efecto trasportado á la tierra. La fraternidad de los hombres, hijos de Dios, y las consecuencias morales que de ella resultan, se deducian con exquisito sentimiento. Jesús, como todos los rabinos de su época, era poco aficionado á los razonamientos encadenados y encerraba su doctrina en aforismos concisos y de una forma expresiva, á veces rara y enigmática. Algunas de aquellas máximas procedian de los libros del Antiguo Testamento; otras eran pensamientos de sabios más modernos, particularmente de Antígono de Soco, de Jesús, hijo de Sirach, y de Hillel; máximas que habian llegado hasta él, no á consecuencia de sabios estudios, sino como proverbios que circulaban entre el pueblo. La sinagoga era rica en máximas de muy feliz expresion, las cuales formaban una especie de literatura proverbial bastante conocida. Jesús adoptó casi toda aquella enseñanza oral, pero animándola de un espíritu superior. Encarecia de ordinario los deberes trazados por la Ley y por los antiguos, pero aspirando á perfeccionarlos. Todas las virtudes de humildad, de perdon, de caridad, de abnegacion, de rigidez para consigo mismo, virtudes que se han llamado con razon cristianas, si por ello se entiende que fueron predicadas por Cristo, se hallaban en gérmen en aquella enseñanza. Respecto á la justicia, Jesús se contentaba con repetir la máxima ya conocida: «Haced vosotros con los demás hombres todo lo que deseais que hagan ellos con vosotros». Pero esta máxima, todavía bastante egoista, no le bastaba. Pronto debia llegar hasta el exceso:


«Si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuélvele tambien la otra. Y al que quiera armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale tambien la capa.

»Si tu ojo derecho es para tí una ocasion de pecar, sácale y arrójale fuera de tí.

»Amad á vuestros enemigos, haced bien á los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen y calumnian.

»No juzgueis á los demás, si quereis no ser juzgados. Perdonad, y seréis perdonados. Sed pues misericordiosos, así como tambien vuestro Padre es misericordioso. Mucho mayor dicha es el dar que el recibir.

»Quien se ensalzáre será humillado, y quien se humilláre será ensalzado».


Respecto á la limosna, á la piedad, á las buenas obras, al amor de la paz y al completo desinteres del corazon, habia poco que añadir á la doctrina de la sinagoga. Pero su acento, lleno de uncion, hacia nuevos, por decirlo así, los aforismos conocidos de muy antiguo. La moral no se compone de principios más ó ménos bien expresados. La poesía del precepto es lo que hace amarle, y entra por más que el precepto mismo considerado como verdad abstracta. Es innegable que aquellas máximas que Jesús tomaba de sus predecesores producen en el Evangelio distinto efecto que en la antigua Ley, en el Pirké Aboth ó en el Talmud. Ni el Talmud ni la antigua Ley han conquistado el mundo ni cambiado su faz. La moral evangélica, poco original por sí misma, si por ello se entiende que podria recomponerse toda entera con máximas mucho más antiguas, no deja de ser por eso la más elevada creacion que haya salido de la conciencia humana, el más hermoso código de la vida perfecta que haya trazado ningun moralista.

Jesús no hablaba contra la Ley mosáica, pero claramente se conoce que la encontraba insuficiente, y á cada paso dejaba traslucir su pensamiento. Repetia sin cesar que era preciso hacer más de lo que habian dicho los antiguos sabios; prohibia la menor palabra áspera ó desabrida, así como el divorcio y el juramento; condenaba la pena del talion; vituperaba la usura; conceptuaba el deseo voluptuoso tan criminal como el adulterio, y recomendaba, en fin, el perdon universal de las injurias. El motivo en que apoyaba estas máximas de elevada caridad, era siempre el mismo:


«Para que seais hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos. Que si no amais sino á los que os aman, ¿qué premio habeis de tener? ¿no lo hacen así áun los publicanos? Y si no saludais á otros que á vuestros hermanos, ¿qué tiene eso de particular? ¿por ventura no hacen esto tambien los paganos? Sed pues vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto».


Un culto puro, una religion sin sacerdotes y sin prácticas exteriores, basándose toda ella en los sentimientos del corazon, en la imitacion de Dios y en la comunicacion inmediata de la conciencia con el Padre celestial: tales eran las consecuencias de estos principios. Jesús no retrocedió nunca ante esas atrevidas deducciones que hacian de él un revolucionario de primer órden en el seno del judaismo. ¿Á qué fin establecer intermediarios entre el hombre y su Padre? ¿Á qué fin aquellas purificaciones, aquellas prácticas externas y del todo corporales; siendo así que Dios no ve sino el corazon? La tradicion misma, tan respetable y santa para los judíos, es poca cosa comparada con el sentimiento puro. La hipocresía de los fariseos, que al orar volvian la cabeza para ver si álguien los observaba, que daban sus limosnas ostensiblemente y que ponian en sus vestidos señales para que por ellas los reconociesen como personas piadosas, toda esa mojigatería de la falsa devocion indignaban á Jesús. «En verdad os digo que ya recibieron su recompensa,—decia;—mas tú, cuando des limosna, haz que tu mano izquierda no perciba lo que hace tu derecha, para que tu limosna quede oculta, y tu Padre, que ve lo oculto, te recompensará.

»Asimismo cuando orais no habeis de ser como los hipócritas que de propósito se ponen á orar de pié en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres: en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, al contrario, cuando hubieres de orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora en secreto á tu Padre, y tu Padre, que ve lo secreto, te premiará. En la oracion no afecteis hablar mucho, como hacen los gentiles, que se imaginan haber de ser oidos á fuerza de palabras; que bien sabe vuestro Padre lo que habeis menester, ántes de pedírselo».

Jesús no afectaba ningun signo exterior de ascetismo, contentándose con orar, ó mejor dicho, con meditar en las montañas, ó en los lugares solitarios, en esos sitios adonde siempre ha ido el hombre á buscar á Dios. Esa elevada nocion de la comunicacion entre el hombre y el Sér divino, de la cual muy pocas almas han sido capaces, áun despues de él, se resumia en la oracion que desde entónces enseñaba á sus discípulos: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre; venga el tu reino. Hágase tu voluntad como en el cielo así tambien en la tierra. El pan nuestro de cada dia dánosle hoy. Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos á nuestros deudores. Libranos del mal.» Insistia particularmente sobre el pensamiento de que el Padre celestial sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y de que es casi hacerle una ofensa el pedirle tal ó cual cosa determinada.

En esto no hacia Jesús sino deducir las consecuencias de los grandes principios que el judaismo habia poseido y que las clases oficiales de la nacion tendian á desconocer más y más. Las plegarias de los griegos y de los romanos fueron casi siempre una palabrería llena de egoismo. Un alma pagana jamás habria dicho al creyente:

«Si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, allí te acuerdas que tu hermano tiene alguna queja contra tí; deja allí mismo tu ofrenda delante del altar y vé primero á reconciliarte con tu hermano, y despues volverás á presentar tu ofrenda».

En la antigüedad, únicamente los profetas judíos, y en particular Isaías, por su antipatía contra el sacerdocio, entrevieron la verdadera naturaleza del culto que el hombre debe á Dios.

«¿De qué me sirve á mí la muchedumbre de vuestras víctimas? Ya me tienen fastidiado. Yo no gusto de los holocaustos de carneros, ni de la gordura de los pingües ni de la sangre de los becerros; abomino el incienso, porque vuestras manos tienen sangre. Lavaos, pues, purificaos, aprended á hacer bien, buscad lo que es justo, y entónces venid».

En los últimos tiempos, algunos doctores, tales como Simeon el Justo, Jesús, hijo de Sirak, é Hillel, llegaron casi á la misma doctrina, declarando que la Ley debia compendiarse. En el mundo judeo-egipcio, Filon sustentaba al mismo tiempo que Jesús doctrinas de elevada moral, cuya consecuencia era el abandono de las prácticas legales. Schemaia y Abtalion se mostraron asimismo en más de una ocasion libérrimos casuistas. Rabbi Iohanan iba pronto á elevar las obras de misericordia sobre el estudio de la Ley. Pero sólo Jesús pronunció esas humanitarias máximas de una manera eficaz. Ninguno ha sido tan poco aficionado como Jesús al sacerdocio ni más enemigo de las formas que ahogan la religion so pretexto de protegerla. Bajo el punto de vista de la sencillez de su doctrina, todos somos sus discípulos y continuadores; con ella puso la piedra fundamental de la religion verdadera, y, si la religion es la cosa más esencial de la humanidad, por ella mereció el rango divino que se le ha concedido. La idea de un culto fundado en la pureza del corazon y en la fraternidad humana, idea que Jesús trajo al mundo, era tan absolutamente nueva y de tal modo elevada, que la iglesia cristiana debia sobre este punto desconocer por completo sus intenciones: áun en nuestros dias, sólo algunas almas son capaces de adherirse á ella.

Un sentimiento exquisito de la naturaleza proporcionaba á Jesús á cada instante imágenes expresivas. Sus aforismos revelaban á veces notable finura y hasta eso que nosotros llamamos ingenio; otras, su forma viva se prestaba al oportuno empleo de proverbios populares. «¿Cómo dices á tu hermano: deja que te quite esa pajita del ojo, siendo así que tienes una viga en el tuyo? ¡Hipócrita! quita primero la viga de tu ojo, y entónces podrás sacar la mota del de tu hermano».

Estas lecciones, contenidas largo tiempo en el corazon del jóven maestro, atraian ya á algunos iniciados. El espíritu del tiempo tendia marcadamente á la formacion de pequeñas iglesias: aquélla fué la época de los Esenios ó Terapeutas. Por todas partes aparecian rabinos, cada cual con diferente enseñanza, como Schemaia, Abtalion, Hillel, Schammai, Júdas el Gaulonita, Gamaliel y otros muchos cuyas máximas formaron el Talmud. Pero entónces se escribia poco; los doctores judíos de aquel tiempo no componian libros; todo se reducia á pláticas ó lecciones públicas, á las cuales se daba un giro sencillo á fin de que pudieran retenerse fácilmente en la memoria. El dia en que el jóven carpintero de Nazareth principió á predicar aquellas máximas—conocidas ya en su mayor parte, pero que sin embargo debian regenerar el mundo—nadie lo tuvo por un acontecimiento. Fué un rabino de más dedicado á la enseñanza (pero ciertamente el más embelesador de todos), al rededor del cual se agrupaban algunos jóvenes deseosos de oirle y amantes de la novedad. La atencion de los hombres necesita para ser cautivada el auxilio del tiempo. Allí no habia todavía cristianos; sin embargo, el cristianismo estaba ya fundado y nunca fué tan perfecto como en aquel primer instante. Jesús no le añadirá ya nada que sea permanente. Al contrario, le comprometerá hasta cierto punto, porque toda idea llamada á tener éxito necesita de sacrificios; porque jamás se sale inmaculado de la lucha de la vida.

En efecto, no basta concebir el bien, es preciso popularizarlo, hacérselo admitir á los hombres, y para ello hay que poner la planta en vias ménos puras. Seguramente que el Evangelio sería más perfecto si se limitara á algunos capítulos de Matheo y de Lúcas, y se prestaria ménos á tantas objeciones; pero ¿habria, sin los milagros, conquistado el mundo? Si Jesús hubiera muerto en aquel momento de su carrera, no habria en la historia de su vida ciertas páginas que nos disgustan; pero, aunque más grande á los ojos de Dios, habria permanecido ignorado de los hombres:—su nombre se habria perdido entre la multitud de grandes almas desconocidas, que son casi siempre las mejores de todas; la verdad no habria sido promulgada, y el mundo no se habria aprovechado de la inmensa superioridad moral que su Padre le habia concedido. Jesús, hijo de Sirak, é Hillel, emitieron aforismos casi tan elevados como los de Jesús. Y sin embargo, Hillel no pasará jamás por ser el verdadero fundador del cristianismo. En la moral, así como en el arte, el hablar no conduce á nada; el obrar conduce á todo. La idea que se oculta bajo un cuadro de Rafael significa muy poco; el valor está en el cuadro. Lo mismo sucede en la moral; la verdad no tiene realce hasta que no pasa al estado de sentimiento y no adquiere todo su brillo sino cuando se realiza en el mundo como hecho. Hombres de mediana moralidad han escrito hermosas máximas; de igual manera ha habido hombres muy virtuosos que no han hecho nada por continuar en el mundo la tradicion de la virtud. El lauro pertenece, pues, al que ha sido poderoso en palabras y obras, al que, sintiendo el bien, le hizo triunfar sellándole con su sangre. Jesús no tiene rival bajo este doble punto de vista; su gloria permanece entera y será renovada constantemente.

Capítulo VI

Juan Bautista. Viaje de Jesús hacia Juan y su permanencia en el desierto de Judea. Adopta el bautismo de Juan


Por aquel tiempo apareció y se halló en relacion con Jesús un hombre extraordinario, cuya vida, á causa de la escasez de documentos, es para nosotros enigmática hasta cierto punto. Aquellas relaciones tendieron en un principio á separar al jóven profeta de Nazareth del camino que habia adoptado; pero tambien le sugirieron la idea de varios accesorios importantes de su institucion religiosa, y proporcionaron á sus discípulos gran autoridad para recomendar á su maestro á los ojos de cierta clase de judíos.

Hácia el año 28 de nuestra era (décimoquinto del reinado de Tiberio) se extendió por toda Palestina la reputacion de un tal Iohanan ó Juan, jóven asceta impetuoso y apasionado. Juan era de raza sacerdotal, y á lo que parece habia nacido en Jutta, cerca de Hebron, ó acaso en Hebron mismo. Situada en las inmediaciones del desierto de Judea y á algunas horas del gran desierto de Arabia, Hebron era entónces la ciudad patriarcal por excelencia, y como hoy, uno de los baluartes del espíritu semítico en su más austera forma. Juan fué nazir desde su infancia, esto es, que habia hecho voto de someterse á ciertas abstinencias. Desde muy temprano, el desierto, de que en cierto modo se hallaba rodeado, ejerció sobre él poderosa atraccion. Vestido de pieles ó de telas groseras tejidas con pelos de camello, hacia allí la vida de un yogui de la India, alimentándose de langostas y de miel silvestre. Cierto número de discípulos, agrupados en torno suyo, participaban de su género de vida y meditaban sus máximas severas. Si algunos rasgos particulares no hubiesen denunciado en aquel solitario al último descendiente de los grandes profetas de Israel, se habria uno creido trasportado á las orillas del Gánges.

Desde que la nacion judáica se puso á reflexionar con desesperado empeño sobre su futuro destino, la imaginacion del pueblo se complacia en evocar las figuras de los antiguos profetas. De todos los personajes del pasado, cuyo recuerdo venía, como las visiones de una noche agitada, á despertar y conmover al pueblo, el más grande era el profeta Elías. Aquel gigante de los profetas, que vivió entre las asperezas del monte Carmelo, teniendo por toda compañía la vecindad de las bestias feroces y habitando en las concavidades de las rocas, de donde salia como el rayo para hundir y levantar reyes, se habia convertido por una serie de trasformaciones sucesivas en una especie de sér sobrehumano, unas veces visible, otras invisible, á quien la muerte respetaba. Creíase generalmente que Elías iba á venir de nuevo á fin de restaurar á Israel. La vida austera que habia hecho en el desierto, los recuerdos terribles que habia dejado, recuerdos, bajo cuya impresion vive todavía el Oriente; aquella sombría imágen que áun en nuestros tiempos atemoriza; toda esa mitología, llena de venganza y de terrores, influia vivamente en los ánimos y marcaba con su sello todas las concepciones populares. Cualquiera que aspiraba á ejercer grande influencia sobre el pueblo debia imitar á Elías; y como la vida solitaria habia sido el rasgo característico de aquel profeta, habíase adquirido la costumbre de no considerar al «hombre de Dios» sino como un eremita. Creíase que todos los santos personajes habian tenido sus dias de penitencia, de vida agreste, de ásperas austeridades. La permanencia en el desierto llegó á ser de este modo la condicion indispensable y el preludio de altos destinos.

Es indudable que esta idea de imitacion influyó muchísimo en Juan. La vida anacorética, tan opuesta al antiguo espíritu judáico y con la cual nada tenian que ver los votos semejantes á los de los nazires y rechabitas, alcanzaba gran boga en Judea. Los Esenios ó Terapeutas se hallaban agrupados cerca del país de Juan, sobre las márgenes orientales del mar Muerto. Imaginábase todo el mundo que los jefes de secta debian ser eremitas ó solitarios y tener sus reglas é institutos propios como los fundadores de órdenes religiosas. Los maestros de la juventud eran tambien en ocasiones una especie de anacoretas bastante parecidos á los gurus del brahmanismo. ¿Se dejaba quizás sentir en esto la influencia más ó ménos remota de los munis de la India? ¿Habian llegado hasta Judea, como llegaron indudablemente á Siria ó Babilonia, algunos de aquellos vagabundos frailes budistas que recorrian la tierra en todas direcciones predicando con su exterior edificante y convirtiendo á personas que ni siquiera sabian su lengua, así como la recorrieron despues los primeros franciscanos? Se ignora por completo. Desde hacia algun tiempo, Babilonia habia llegado á ser un verdadero foco de budismo; Budasp (Bodhisattva) tenía reputacion de ser un sabio caldeo y se le consideraba como el fundador del sabismo. Y ¿qué era el sabismo en sí? Lo que indica su etimología; el baptismo, es decir, la religion de los bautismos multiplicados, el orígen de la secta que todavía existe con el nombre de «cristianos de San Juan» ó mendaistas, y á los cuales llaman los árabes el-mogtasila, esto es, «los baptistas». No es empresa fácil desembrollar estas vagas analogías. Las sectas que en los primeros siglos de nuestra era flotaban, allende el Jordan, entre el judaismo, el sabismo y el cristianismo, ofrecen á la crítica, á causa de la confusion de las noticias, el más singular é inextricable problema. De todos modos, puede admitirse que várias de las prácticas exteriores de Juan, de los Esenios, y de los preceptores espirituales judíos de aquella época, procedian de una influencia reciente del alto Oriente. La práctica fundamental que caracterizaba la secta de Juan, y que sin duda motivó su nombre, tuvo siempre su centro en la baja Caldea, constituyendo una religion que se ha perpetuado hasta nuestros dias.

Aquella práctica era el bautismo ó la inmersion total. Las abluciones estaban ya en uso entre los judíos como en todas las religiones de Oriente. Los Esenios le habian dado una extension particular. El bautismo habia llegado á ser una ceremonia ordinaria al ingresar los prosélitos en el seno de la religion judía; una especie de iniciacion. Sin embargo, ántes de nuestro Bautista no se habia dado á la inmersion aquella importancia ni aquella forma. Juan habia fijado el centro de su actividad en la parte del desierto de Judea próxima al mar Muerto. En las épocas en que administraba el bautismo, se trasladaba á las márgenes del Jordan, cerca de Bethania ó Bethabara, sobre la orilla oriental (probablemente frente á Jericó), ó bien al sitio llamado Ænon ó «las Fuentes», no léjos de Salim, donde el agua era mucho más abundante. Considerable muchedumbre, en particular de la tribu de Judá, corria hácia aquel paraje para recibir el bautismo de manos del anacoreta. Y tanto creció su fama, que en pocos meses llegó á ser uno de los hombres más influyentes de la Judea.

El pueblo le consideraba como un profeta, y várias personas se imaginaban que era Elías resucitado. La creencia en tales resurrecciones era muy general: creíase que Dios haria salir de sus sepulcros á varios de los antiguos profetas para que sirvieran de guía al pueblo de Israel y le condujeran hácia su destino. Otros tomaban á Juan por el Mesías mismo, sin embargo de que él no manifestó nunca semejante pretension. Los sacerdotes y los escribas, opuestos á aquel renacimiento de profetismo, y siempre enemigos de las almas entusiastas, despreciaban al rígido eremita. Pero la popularidad del Bautista les imponia respeto y no se atrevian á hablar en contra de él, lo cual era una victoria que el sentimiento de la muchedumbre alcanzaba sobre la aristocracia sacerdotal. Cuando se obligaba á los jefes de los sacerdotes á que se explicáran claramente sobre este punto, no sabian cómo hacerlo.

Pero el bautismo no era para Juan sino un signo destinado á causar impresion y á preparar los ánimos á algun gran movimiento. Es indudable que abrigaba en alto grado las esperanzas mesiánicas y que su accion principal se dirigia en este sentido. «Haced penitencia, exclamaba, porque se aproxima el reino de Dios». Anunciaba tambien una «cólera suprema», esto es, terribles catástrofes que habrian de realizarse, y declaraba que el hacha amenazaba ya la raíz del árbol, el cual no tardaria en ser arrojado al fuego. Juan representaba á su Mesías con una criba en la mano recogiendo el buen grano y arrojando la paja á las llamas. Para el Bautista, la penitencia, cuya forma consistia en el bautismo, la limosna y la enmienda de las costumbres, eran los grandes medios de prepararse á los acontecimientos que se hallaban próximos. No se sabe exactamente de qué manera comprendia él esos acontecimientos; pero está fuera de duda que predicaba con grande energía contra los mismos adversarios de Jesús, tales como los fariseos, los sacerdotes ricos, los doctores, en una palabra, contra el judaismo oficial; y que, así como á Jesús, le acogian favorablemente las clases menospreciadas. El anacoreta de Judea daba poquísima importancia al título de hijo de Abraham, y decia que Dios podia convertir en hijos de Abraham los guijarros del camino. La grande idea de una religion pura, idea que fué el triunfo de Jesús, no parece haberla poseido ni áun en gérmen; pero sustituyendo el rito privado á las ceremonias legales rodeadas de sacerdotes, sirvió de poderoso auxiliar á aquella idea, así como los Flagelantes de la edad media, arrebatando el monopolio de los sacramentos y de la absolucion al clero oficial, sirvieron de precursores á la Reforma. El tono general de los sermones del Bautista era severo y áspero. Las expresiones que usaba contra sus adversarios tenian, á lo que parece, el sello de extremada violencia. Sus discursos eran una ruda y contínua invectiva. Probablemente no permaneció ajeno á la política; Josefo, que sin duda tuvo de él ámplias noticias por medio de su maestro Banú, lo deja traslucir á medias palabras, y así lo hace tambien suponer la catástrofe que puso fin á sus dias. Sus discípulos hacian una vida muy austera, ayunaban frecuentemente y afectaban un aire triste y receloso. Vése por momentos asomar en aquel grupo la idea de la comunidad de bienes y la de que el rico debe repartir lo que posee. El pobre aparece ya figurando en primera línea entre los que el reino de Dios debe colmar de beneficios.

Aunque la Judea era el centro de accion de Juan, la fama de su nombre llegó pronto á oidos de Jesús, el cual habia ya formado en torno suyo un pequeño círculo de oyentes, atraidos por sus primeros discursos. Jesús, no gozando todavía de mucha autoridad, y aguijado, sin duda, por el deseo de ver á un maestro cuya enseñanza tenía tantos puntos de contacto con sus propias ideas, salió de Galilea con su reducida escuela y se dirigió hácia Juan. Los recien llegados se hicieron bautizar, como todo el mundo. Juan acogió bastante bien á aquel enjambre de discípulos galileos y no le pesó que formasen en distintas filas que los suyos. Los dos maestros eran jóvenes, y entre ellos habia muchas ideas comunes; así es que no tardaron en amarse, dándose públicamente repetidas muestras de deferencia y aprecio recíprocos. Semejante hecho sorprende á primera vista, y casi está uno por negarle, si se tiene en cuenta el carácter de Juan. La humildad no fué nunca en el pueblo judío el rasgo característico de las almas fuertes, y parece más probable que aquella voluntad de bronce, aquella especie de Lamennais siempre irritado, fuese en extremo colérico, y no sufriese ni rivalidad ni semi-adhesion. Pero esta manera de concebir las cosas estriba en la falsa idea que se tiene respecto á Juan. Ordinariamente nos le representamos como un anciano, cuando, por el contrario, era de la misma edad de Jesús y muy jóven, segun las ideas de la época. En el órden espiritual, no fué el padre de Jesús, sino más bien su hermano. Esto supuesto, ¿qué tiene de particular que siendo los dos jóvenes entusiastas, y abrigando las mismas esperanzas, hicieran causa comun y se apoyaran recíprocamente? Un maestro encanecido en la enseñanza de su doctrina se habria indudablemente indignado al ver que un jóven sin celebridad se llegaba á él con pretensiones de independencia: no hay ejemplo de que un jefe de escuela acoja con oficiosidad y cariño al que ha de sucederle. Pero la juventud es capaz de todas las abnegaciones, y se comprende que Juan, reconociendo en Jesús un espíritu semejante al suyo, le acogiera sin ninguna prevencion. Aquellas buenas relaciones sirvieron despues á los evangelistas de punto de partida para desarrollar todo un sistema que consistió en dar por primera base á la mision divina de Jesús el testimonio de Juan. Tal era el grado de autoridad que supo conquistar el Bautista, que ninguna garantía pareció tan eficaz y á propósito como la suya. Pero el anacoreta de Judea estuvo muy léjos de abdicar ante Jesús; por el contrario, miéntras permaneció junto á él, Jesús le reconoció como superior y no desarrolló su propio genio sino muy tímidamente.

En efecto, no obstante su profunda originalidad, Jesús parece haber sido el imitador de Juan, al ménos durante algunas semanas. Su vida era todavía oscura en comparacion de la del Bautista. Además, en el curso de su carrera, Jesús no dejó de plegarse muchas veces á la corriente de la opinion, admitiendo algunas cosas que no entraban en sus proyectos, sólo porque eran populares; pero esos accesorios no perjudicaron nunca á su idea principal, y estuvieron siempre subordinados á ella. Gracias á Juan, el bautismo habia llegado á obtener gran boga; Jesús se creyó obligado á adoptarle; él y sus discípulos bautizaron tambien desde entónces, y sin duda acompañaban el bautismo de predicaciones parecidas á las de Juan. Así es que las orillas del Jordan se cubrieron por doquiera de Baptistas, cuyos discursos alcanzaban más ó ménos éxito. No tardó el discípulo en igualar al maestro, siendo muy solicitado su bautismo. Un sentimiento de rivalidad ó de celos se despertó entónces entre los partidarios del anacoreta de Judea y del profeta de Nazareth; los discípulos de Juan se le quejaron del éxito creciente del jóven galileo, cuyo bautismo iba muy pronto, segun decian, á oscurecer el suyo; pero semejantes pequeñeces no ejercieron ninguna influencia en el ánimo de los dos maestros. Por otra parte, la superioridad de Juan era demasiado incontestable á los ojos de Jesús, apénas conocido, para que tratase de combatirla. Deseaba únicamente crecer á su sombra, y á fin de ganar terreno entre la muchedumbre, se creia obligado á emplear los medios exteriores que dieron á Juan tan asombrosa fama. Cuando, despues de la prision del Baptista, volvió Jesús á reanudar sus predicaciones, las primeras palabras que se le atribuyen no son sino la repeticion de una de las frases que tan familiares eran á aquél. Otras muchas expresiones de Juan se encuentran textualmente en sus discursos. Á lo que parece, las dos escuelas vivieron en buena inteligencia durante mucho tiempo, y al ocurrir la muerte de Juan, Jesús, como hermano confidente, fué uno de los primeros á quienes se notició aquel acontecimiento.

Juan fué bien pronto detenido en su carrera profética. De igual modo que los antiguos profetas judíos, dirigió frecuentemente filípicas terribles contra los poderes establecidos. La vivacidad y acritud de sus palabras á este respecto, no podia ménos de ocasionarle graves inconvenientes. En Judea, Juan no parece haber sido molestado por el procurador Pilato; pero la Perea, al otro lado del Jordan, confinaba con el territorio de Antipas, y el gérmen político que ocultaban las predicaciones de Juan inquietó á aquel tirano. Las grandes reuniones de hombres que el entusiasmo religioso y patriótico formaba al rededor del Bautista tenian algo de sospechoso. Un agravio personal vino á añadirse á aquellas razones de estado, haciendo inevitable la pérdida del austero censor.

Entre los caractéres más fuertemente acentuados de aquella trágica familia de los Heródes, uno de ellos era Herodías, nieta de Heródes el Grande. Violenta, ambiciosa y apasionada, Herodías aborrecia el judaismo y despreciaba sus leyes. Habíase casado, probablemente contra su voluntad, con su tio Heródes, hijo de Mariamno, á quien Heródes el Grande habia desheredado y el cual no desempeñó nunca ningun papel público. La posicion humilde de su marido, respecto á los otros miembros de la familia, era para ella motivo de profundo disgusto; Herodías queria ser soberana á todo trance, é hizo de Antipas el instrumento de su ambicion. Hallándose perdidamente enamorado de ella, aquel hombre débil y sin carácter la prometió tomarla por esposa, despues de repudiar á su primera mujer, la hija de Hareth, rey de Petra y emir de las tribus fronterizas de la Perea. La princesa árabe llegó á tener noticia del proyecto y determinó huir: disimulando su designio, fingió un viaje á Machero, punto situado en las tierras de su padre, y se hizo acompañar por los oficiales de Antipas.

Makor ó Machero era una fortaleza colosal, construida por Alejandro Janeo, y restaurada despues por Heródes, la cual se alzaba en uno de los sitios más escarpados de cuantos existen en la parte oriental del mar Muerto. Era aquél un país áspero, salvaje, poblado de extravagantes leyendas y, segun la creencia general, frecuentado por los demonios. La fortaleza estaba justamente en el límite de los estados de Hareth y de Antipas, y en aquel momento se hallaba en posesion del primero. Advertido Hareth, habia preparado cuanto era indispensable á la fuga de su hija, la cual fué, de tribu en tribu, conducida hasta Petra.

Entónces tuvo lugar la union, casi incestuosa, de Antipas y de Herodías. Entre los judíos severos y la irreligiosa familia de los Heródes, las leyes judáicas sobre el matrimonio eran incesantemente una piedra de escándalo. Hallándose los miembros de aquella numerosa, pero aislada, dinastía reducidos á casarse entre ellos, resultaban de aquí frecuentes violaciones de los impedimentos que la ley establecia. Juan se hizo el eco del sentimiento general y censuró enérgicamente la conducta de Antipas. No se necesitaba tanto para atizar el ódio de aquél y decidirle á tomar medidas violentas: mandó prender al Bautista y ordenó que se le encerrase en la fortaleza de Machero, de la cual se habia, sin duda, apoderado despues de la fuga de la hija de Hareth.

Antipas, más débil y cobarde que cruel, no deseaba la muerte de Juan, porque, segun algunos, temia que produjese una sedicion popular. Otros aseguran que habia llegado á escuchar con placer las doctrinas del prisionero, y que las palabras de éste habian sido para él motivos de grandes perplejidades. Sea como fuere, lo cierto es que el cautiverio de Juan se prolongó, y que áun desde el fondo de su encierro traspiraba su influjo al exterior. No sólo se hallaba en correspondencia con sus discípulos, sino que volverémos á encontrarle en relacion con el mismo Jesús. Afirmóse más y más su fe en la próxima venida del Mesías, y desde su calabozo seguia atentamente los movimientos exteriores, tratando de descubrir en ellos los signos favorables al cumplimiento de las esperanzas que alimentaba.

Capítulo VII

Desarrollo de las ideas de Jesús sobre el reino de Dios


Hasta el arresto de Juan, que aproximadamente le hacemos constar en el verano del año 29, Jesús no se separó de las cercanías del mar Muerto y del Jordan. La permanencia en el desierto de Judea era generalmente considerada como el preparativo de grandes acontecimientos, como una especie de «retiro» que precedia á los actos públicos. Jesús, á ejemplo de los demás, se sometió á él, pasando cuarenta dias sin otra compañía que la de las fieras y ayunando rigurosamente. La imaginacion de los discípulos se ejercitó muchísimo respecto á aquel retiro.

El desierto, segun las creencias vulgares, era considerado como la residencia de los diablos.

Pocos sitios existen en el mundo más desiertos, más abandonados de Dios, más inaccesibles á la vida que la cascajosa falda que forma la orilla occidental del mar Muerto. Así pues, créese, que durante el tiempo que Jesús permaneció en aquel horroroso país sufrió terribles pruebas; que Satanás le aterrorizó con su falsa apariencia ó que le acarició con embriagadoras promesas, y que despues los ángeles, para premiarle por su triunfo, habian venido en su ayuda.

Probablemente al abandonar el desierto fué cuando Jesús supo el arresto de Juan Bautista.

No existian ya motivos para prolongar su permanencia en un país que le era casi extraño. Quizás temia tambien verse envuelto en las sospechas que se desplegaban acerca de Juan, y no queria exponerse en un tiempo en que su muerte no hubiera podido servir de nada al progreso de sus ideas, en vista de la poca celebridad que gozaba. Volvió á Galilea, su verdadera patria, fortalecido por una importante experiencia y habiendo adquirido con el contacto de un gran hombre, muy diferente á él, el sentimiento de su propia originalidad.

En suma, la influencia de Juan más bien habia sido desagradable que útil á Jesús. Fué un dique para su desarrollo: todo conduce á creer que tenía, cuando descendió al Jordan, ideas superiores á las de Juan, y que por una especie de concesion se inclinó por un momento hácia el bautismo.

Quizás si el Bautista, á cuya autoridad le hubiera sido difícil sustraerse, hubiese permanecido libre, no rechazara el yugo de los ritos y de las prácticas exteriores, y entónces sin duda hubiera permanecido un oscuro sectario judío, porque el mundo no hubiera abandonado sus prácticas por otras nuevas.

El cristianismo sedujo las almas elevadas por el atractivo de una religion exenta de toda forma exterior. Una vez preso el Bautista, su escuela disminuyó bastante, y Jesús cedió á su propio movimiento. Lo único que debió á Juan fué, en parte, algunas lecciones de predicacion y de accion popular. En efecto, desde este momento predica con más ardor, imponiéndose á la muchedumbre con autoridad.

Tambien parece que su permanencia al lado de Juan, no tanto por la accion del Bautista como por la marcha natural de sus propios pensamientos, corroboró mucho sus ideas sobre «el reino del cielo.» Su palabra favorita desde entónces es la «buena nueva», el anuncio que el reino de Dios está cercano. Jesús no será solamente un moralista ingenioso, aspirando á encerrar en algunos aforismos cortos y conmovedores lecciones sublimes; es el revolucionario trascendental, que ensaya regenerar el mundo por sus mismas bases y poner en práctica sobre la tierra el ideal que ha concebido. «Esperar el reino de Dios» será sinónimo de ser discípulo de Jesús. Esta frase de «reino de Dios» ó «reino del cielo», como ya lo hemos dicho, era familiar á los judíos hacia mucho tiempo. Pero Jesús la dió un sentido moral, una importancia social que el mismo autor del Libro de Daniel no se atrevió á entrever en su entusiasmo apocalíptico.

En el mundo, tal como es, el mal impera. Satanás es «el rey de este mundo», y todo le obedece. Los reyes matan á los profetas. Los sacerdotes y los doctores no ejecutan siempre lo que mandan hacer á los otros. Los justos son perseguidos, y el único patrimonio de los buenos es llorar. El «mundo» es así el enemigo de Dios y de sus santos; pero Dios se despertará y vengará á los suyos. El dia se acerca, porque la abominacion llega á su término. Al reino del bien le tocará su vez.

El advenimiento de ese reino del bien será una grande y súbita revolucion. El mundo parecerá trasformado: siendo malo el estado actual, para representarse el porvenir, basta sólo con idear, poco más ó ménos, lo contrario de lo que existe. Los primeros serán los últimos. Un nuevo órden regirá á la humanidad. Al presente el bien y el mal están mezclados como la miés y la cizaña en un campo. Su dueño los deja crecer á la vez; pero la hora de la separacion violenta llegará. El reino de Dios será como una gran redada, que juntos trae el pescado bueno y malo: el bueno se deposita en los cestos, desembarazándose del resto.

El gérmen de esa gran revolucion será desde luégo desconocido. Será como la simiente de la mostaza, la más pequeña de las simientes, pero que una vez arrojada en tierra, se convierte en árbol, á la sombra de cuyas hojas vienen los pájaros á descansar; ó bien como la levadura, que unida á la masa, hace que toda fermente. Una serie de parábolas, muchas veces oscuras, estaba destinada á manifestar la sorpresa de ese súbito advenimiento, sus injusticias aparentes, su carácter inevitable y definitivo.

¿Quién será el que establezca ese reino de Dios? Recordemos que la primera idea de Jesús, idea tan profunda en él, que probablemente no reconoció ningun orígen, fué que él era el hijo de Dios, el íntimo de su padre, el ejecutor de su voluntad. La respuesta de Jesús á tal cuestion no podia ser dudosa. La persuasion de que él haria reinar á Dios se apoderó de su espíritu; se consideró como el reformador universal de una manera absoluta. El cielo, la tierra, la naturaleza en todas sus partes, la locura, la enfermedad y la muerte sólo son instrumentos para él. En su heróico acceso de voluntad, se cree todopoderoso. Si el mundo no se aviene á esta suprema transformacion, el mundo será pulverizado, purificado por la llama y el aliento de Dios. Se creará un nuevo cielo, y el mundo entero será poblado de ángeles del Señor.

Una revolucion radical, abarcando hasta la misma naturaleza, tal fué, pues, el pensamiento fundamental de Jesús. Desde entónces, sin duda, habia renunciado á la política; el ejemplo de Júdas el Gaulonita le habia demostrado la inutilidad de las sediciones populares. Jamás pensó en sublevarse contra los romanos y los tetrarcas. El principio anárquico y desenfrenado del Gaulonita no era el suyo. Su respeto á los poderes establecidos, sarcástico en el fondo, era completo en la forma. Pagaba el tributo al César por no llamar la atencion. La libertad y el derecho no son de este mundo: ¿por qué, pues, turbar su vida por vanas susceptibilidades?

Despreciando el mundo y convencido de que el presente no merece que se tenga zozobra por él, se refugió en su reino ideal: fundó esa gran doctrina del desprecio trascendente, verdadera doctrina de la libertad de las almas, que es la sola que proporciona la paz. Pero aún no habia dicho: «Mi reino no es de este mundo.» Numerosas tinieblas se presentaban á sus más rectas miras. Algunas veces extrañas tentaciones cruzaban por su mente. En el desierto de Judea, Satanás le habia brindado con el reino de la tierra. No conociendo el poder del imperio romano, podia, con el fondo de entusiasmo que existia en Judea y que poco tiempo despues vino á convertirse en una terrible resistencia militar; podia, deciamos, abrigar la esperanza de fundar un reino por la audacia y el número de sus partidarios. Muchas veces, quizás, asaltó su imaginacion la cuestion suprema: ¿El reino de Dios se realizará por la fuerza ó por la dulzura, por la rebelion ó por la paciencia? Cuentan que un dia las sencillas gentes de Galilea quisieron levantarle y hacerle rey.

Jesús huyó á la montaña, donde permaneció algun tiempo solo. Su privilegiada naturaleza le preservó del error que hubiera hecho de él un perturbador ó un jefe de rebeldes, un Theudas ó un Barkokebas.

La revolucion que quiso hacer fué siempre una revolucion moral; pero para ello, no era llegado el caso de emplear en su ejecucion los ángeles y la trompeta final. Queria proceder sobre los hombres y por los mismos hombres. Un visionario que no hubiera tenido otra idea que la proximidad del juicio final, no se habria cuidado de mejorar al hombre y no habria podido fundar la mejor enseñanza moral que la humanidad ha recibido. Por su pensamiento cruzaba bastante de vago, y un sentimiento noble, más bien que un designio determinado, le guiaba en la obra sublime realizada á causa de él, aunque de otra manera bien diferente á la que él se imaginaba.

Ciertamente que era el reino de Dios, quiero decir el reino del espíritu, el que fundaba en efecto; y si Jesús, desde el seno de su Padre, ve fructificar su obra en la historia, puede decir en verdad: Hé ahí lo que yo he querido. Lo que Jesús fundó, lo que eternamente quedará de él, salvo las imperfecciones que lleva consigo toda cosa realizada por la humanidad, es la doctrina de la libertad de las almas. Ya la Grecia habia tenido acerca de esto magníficos pensamientos. Diferentes estóicos habian hallado el medio de ser libres bajo la dominacion de un tirano. Pero, en general, el mundo antiguo se habia figurado la libertad como sujeta á ciertas formas políticas: los más libres se llamaban Harmodio y Aristógiton, Bruto y Casio. El verdadero cristiano está más libre de toda traba: aquí abajo es un desterrado: ¿qué le importa el dueño pasajero de esta tierra, que no es su patria? La libertad para él es la verdad. Jesús no conocia bastante la historia para comprender cuán á tiempo llegaba semejante doctrina, en un momento en que la libertad republicana espiraba y en que las pequeñas constituciones municipales de la antigüedad fallecian bajo la unidad del imperio romano. Pero su admirable buen sentido y el instinto verdaderamente profético que tenía de su mision, le guiaron en esto con admirable seguridad. Por esta frase: «Dad al César lo que es del César y á Dios lo que es de Dios», creó una cosa extraña á la política, un refugio para las almas en medio del imperio de la fuerza bruta. Seguramente que tal doctrina tenía sus peligros. Establecer en principio que la señal para reconocer el poder legítimo es mirar la moneda, proclamar que el hombre perfecto paga el impuesto por desprecio y sin discutir, era destruir la república á la manera antigua y favorecer todas las tiranías. El cristianismo, en este sentido, ha contribuido no poco á debilitar el sentimiento de los deberes del ciudadano y á exponer al mundo al poder absoluto de los hechos consumados. Pero al constituir una numerosa asociacion libre, que durante trescientos años supo vivir sin política, el cristianismo compensó ámpliamente el perjuicio que ocasionara á las virtudes cívicas. El poder del Estado quedó reducido á las cosas de la tierra; libertó el espíritu, ó al ménos la terrible segur de la omnipotencia romana quedó rota para siempre.

Sobre todo, el hombre que se halla preocupado con los deberes de la vida pública, no dispensa á los otros que pongan de su parte algo por cima de las querellas de partido. Condena sobremanera á los que subordinan á las cuestiones sociales las políticas, y siente por éstas una especie de indiferencia; y en un sentido tiene razon, porque toda direccion exclusiva es perjudicial al buen gobierno de las cosas humanas. Pero los partidos, ¿qué progreso han hecho experimentar á la moralidad general de nuestra especie? Si Jesús, en lugar de fundar su reino celeste, hubiera ido á Roma á conspirar contra Tiberio, ó á echar de ménos á Germánico, ¿en qué hubiera venido á parar el mundo? Republicano austero, patriota celoso, no hubiera detenido el gran curso de los negocios de su siglo, miéntras que, declarando insignificante la política, reveló al mundo esta verdad: que la patria no es el todo, y que el hombre es anterior y superior al ciudadano.

Nuestros principios de la ciencia positiva se dan por agraviados de la parte de ensueños que encerraba el programa de Jesús. Nosotros conocemos la historia del globo; las revoluciones cósmicas como la que esperaba Jesús no se producen sino por causas geológicas ó astronómicas, de las que no se ha podido jamás probar el vínculo con las cosas morales. Pero para ser justo con los grandes seres, no es preciso examinar minuciosamente las preocupaciones de que han podido participar. Colon descubrió la América partiendo de ideas sumamente erróneas; Newton creia su loca explicacion del Apocalípsis tan cierta como su sistema acerca del mundo. ¿Podrán colocar una mediana capacidad por cima de un Francisco de Asís, de un San Bernardo, de una Juana de Arco, de un Lutero, por hallarse exenta de los errores que éstos profesaron? ¿Se querrá medir á los hombres por la rectitud de sus ideas en física y por el conocimiento más ó ménos exacto que poseen del verdadero sistema del mundo? Comprendamos mejor la posicion de Jesús y lo que fué causa de su poder. El deismo del siglo diez y ocho y un cierto protestantismo, nos han acostumbrado á considerar al fundador de la fe cristiana como un gran moralista, un bienhechor de la humanidad. No vemos en el evangelio sino buenas máximas, y corremos un prudente velo sobre el extraño estado intelectual donde tuvo orígen. Tambien hay personas que sienten que la revolucion francesa se separase más de una vez de los principios y que no fuese realizada por hombres sabios y prudentes. No impongamos nuestros pequeños programas de hombres comunes y sensatos á esos extraordinarios movimientos tan elevados que están muy por cima de nuestra talla. Continuemos admirando «la moral del evangelio»; suprimamos en nuestras enseñanzas religiosas la quimera que le dió el sér; pero no creamos que con las simples ideas de dicha y de moralidad individual se conmueve el mundo. La idea de Jesús fué más profunda; fué la idea más revolucionaria que jamás pudo concebir cerebro humano; debe considerarse en general, y no con esas débiles supresiones que justamente aminoran lo que la ha hecho eficaz para la regeneracion de la humanidad.

En el fondo, lo ideal es siempre una utopia. Cuando pretendemos hoy dia representar el Cristo de la nueva conciencia, el consolador, el juez de los tiempos modernos, ¿qué es lo que hacemos? Lo mismo que hizo Jesús hace mil ochocientos treinta años. Suponemos las condiciones del mundo real muy diferentes de las que son; representamos un libertador moral rompiendo sin armas las cadenas del esclavo, aliviando la condicion del proletario, librando las naciones oprimidas. No olvidemos que esto es suponer el mundo trocado, modificados los climas de la Virginia y el Congo, cambiada la sangre y la raza de millones de hombres, nuestras complicaciones sociales llevadas á una sencillez quimérica, las estratificaciones políticas de la Europa separadas del órden natural. La «reforma de todas las cosas» que Jesús queria no era más difícil. Ese mundo nuevo, ese cielo nuevo, esa Jerusalen nueva que baja del cielo; este grito: «¡Hé aquí que renuevo todas las cosas!» son rasgos comunes á todos los reformadores. Siempre el contraste que resulta de lo ideal con la triste realidad producirá en la humanidad esas resistencias contra la fria razon que las inteligencias limitadas tratan de locura, hasta el dia en que triunfan y en que los mismos que las han combatido son los primeros en reconocer su poderosa razon de ser.

No se tratará de negar que existió una contradiccion entre la creencia de un próximo fin del mundo y la moral habitual de Jesús, concebida en vista de un estado sólido de la humanidad, bastante análogo al que en efecto existe. Esa contradiccion fué justamente la que consolidó la fortuna de su obra. El milenario sólo no hubiera hecho nada durable; el moralista aislado no hubiera hecho nada robusto. El milenarismo dió el impulso; la moral aseguró el porvenir. Así, pues, el cristianismo reunió las dos condiciones de éxito completo en este mundo, un punto de partida revolucionario y la posibilidad de existir. Todo lo que se hace para lograr un éxito seguro debe corresponder á esas dos necesidades; porque el mundo quiere á la vez variar y durar. Jesús, al mismo tiempo que anunciaba un trastorno sin igual en las cosas humanas, proclamaba los principios, sobre los cuales reposa la sociedad hace mil ochocientos años.

Lo que en efecto distingue á Jesús de los agitadores, no sólo de su tiempo, sino de los de todos los siglos, es su perfecto idealismo. Jesús, hasta cierto punto, es un anarquista, porque no tiene idea alguna del gobierno civil. Este gobierno le parece pura y sencillamente un abuso. Habla de él en términos vagos y como una persona del pueblo que no tiene ninguna nocion de la política. Todo magistrado le parece un enemigo de los hombres de Dios; anuncia á sus discípulos que tendrán altercados con los agentes de la fuerza pública, sin pensar ni por asomo que por ello habria por qué abochornarse. Pero nunca la idea de sustituirse á los fuertes y ricos se apodera de él. Quiere confundir la riqueza y el poder, pero no apoderarse de ellos. Predice á sus discípulos persecuciones y suplicios; pero ni una vez siquiera deja entrever el pensamiento de una resistencia violenta. La idea de ser todopoderoso por el sufrimiento, y de que se triunfa de la fuerza por la pureza del corazon, es ciertamente una idea propia de Jesús. Jesús no es un espiritualista, porque todo conduce en él á una palpable realidad; no tiene ni la más ligera nocion de un alma separada del cuerpo. Pero es un completo idealista; la materia sólo es para él la señal de la idea, y lo real la expresion cierta de aquello que no se ve.

¿Á quién dirigirse, con quién poder contar para fundar el reino de Dios? El pensamiento de Jesús no vaciló en esto jamás. Lo que para los hombres es elevado, es abominable á los ojos de Dios. Los fundadores del reino de Dios serán los cándidos. No los ricos, ni los doctores, ni los sacerdotes; sí las mujeres, los hombres del pueblo, los humildes, los niños. La gran señal del Mesías es «la buena nueva» anunciada á los pobres. La naturaleza idílica y dulce de Jesús se prestaba á ello maravillosamente. Su ensueño consistia en una revolucion social en que los rangos serán invertidos, quedando humillado cuanto en este mundo es oficial y grande. El mundo no le creerá; el mundo le condenará á muerte. Pero sus discípulos no pertenecerán al mundo; ellos formarán un pequeño rebaño de humildes y sencillos; rebaño que por su mansedumbre llegará á conseguir el triunfo. El sentimiento que ha hecho del «mundano» la antítesis del «cristiano» tiene en las ideas del maestro plena justificacion.

Capítulo VIII

Jesús en Capharnahum


Poseido de una idea cada vez más imperiosa y exclusiva, Jesús marchará en adelante con una especie de impasibilidad fatal por la senda que su admirable genio y las circunstancias extraordinarias en que vivia le trazaran. Hasta entónces no habia hecho sino comunicar sus pensamientos al escaso número de personas atraidas secretamente hácia él; su enseñanza será en lo sucesivo pública y continuada. Jesús contaba entónces treinta años, poco más ó ménos. Sin duda el pequeño grupo de oyentes que le acompañaron cerca de Juan se habia ya aumentado, y tal vez se le habian unido algunos discípulos del Bautista. Contando con este primer núcleo de iglesia, anuncia resueltamente la «buena nueva del reino de Dios», tan pronto como regresa á Galilea. Ese reino iba á venir, y era él, Jesús, aquel «Hijo del hombre» que Daniel apercibió en su vision como el ministro divino de la última y suprema revelacion.

Es menester recordar aquí que las ideas judáicas, opuestas al arte y á la mitología, consideraban la simple forma del hombre como superior á la de los cherubes y de los animales fantásticos que la imaginacion del pueblo, á causa de la influencia asiria, suponia en torno de la divina majestad. En Ezequiel, el gran revelador de las visiones proféticas, el sér que se halla sentado en el trono supremo, dominando los monstruos del carro misterioso, tiene ya la figura de un hombre. En el Libro de Daniel, en medio de la vision de los imperios representados por animales, y cuando principia el gran juicio y los libros se hallan abiertos, un sér «parecido á un hijo del hombre» se adelanta hácia el Antiquior de los dias, quien le confiere el poder de juzgar el mundo y de gobernarle eternamente. En las lenguas semíticas, y en particular en los dialectos arameos, hijo del hombre no es sino un simple sinónimo de hombre. Pero aquel pasaje capital de Daniel ejerció gran influencia en los ánimos; la palabra hijo del hombre llegó á ser, al ménos para ciertas escuelas, uno de los títulos del Mesías, considerado como juez del mundo y como rey de la nueva era que iba á comenzar. Al aplicársele Jesús á sí mismo no hacia sino proclamar su mesiazgo y afirmar la próxima catástrofe en que debia figurar como juez investido de los plenos poderes delegados por el Antiquior de los dias.

El éxito de la palabra del nuevo profeta fué entónces decisivo. Un grupo de hombres y mujeres, con el alma llena de candor juvenil y de ingenua inocencia, se adhieren á él y le dicen: «Tú eres el Mesías.» Y como el Mesías debia ser hijo de David, le concedieron naturalmente ese segundo título, que en rigor no era sino sinónimo del primero. Jesús le aceptó con gusto, aunque, á decir verdad, érale algo embarazoso á causa de lo humilde de su nacimiento. Pero el título que él preferia era el de «Hijo del hombre», título modesto en apariencia, aunque muy importante en el fondo, puesto que se relacionaba con las esperanzas mesiánicas. Servíale esta palabra para designarse á sí mismo, y tanto le servia, que, en su lenguaje, «el Hijo del hombre» era equivalente al pronombre «yo», del cual evitaba hacer uso. Pero nunca le apostrofaban de esa manera, porque, sin duda, el nombre de que se trata no deberia convenirle plenamente sino el dia de su futura aparicion.

En aquella época de su vida, el centro de accion de Jesús fué la pequeña ciudad de Capharnahum, situada á la orilla del lago de Genesareth. El nombre de Capharnahum, en el cual entra la palabra caphar, que quiere decir aldea, parece designar un burgo del antiguo sistema, en oposicion á las grandes ciudades, como Tiberiade, construidas al estilo romano. De todos modos, este nombre tenía entónces tan poca importancia, que Josefo, en un pasaje de sus escritos, le toma por el de una fuente cuya celebridad era sin duda mayor que la del pueblo situado cerca de ella. Capharnahum, así como Nazareth, carecia de renombre y no participó en nada del movimiento profano que los Heródes habian favorecido. Jesús tomó cariño á aquella poblacion, llegando á considerarla como una segunda patria. Al poco tiempo de su regreso, dirigió sobre Nazareth una tentativa que no tuvo éxito ninguno. Como dice con admirable candor uno de sus biógrafos, no pudo hacer allí ningun milagro. Indudablemente perjudicaba á su autoridad el conocimiento que se tenía de su familia, la cual no era muy considerada. ¿Cómo habian de tomar por hijo de David á aquel cuyos hermanos, hermanas y cuñados veian todos los dias? Además, debe notarse que su familia se le opuso vivamente, rehusando creer en su mision. Los nazarenos se le mostraron todavía más agresivos, puesto que, segun dicen, quisieron matarle, precipitándole de una cima escarpada. Jesús hizo notar con mucho ingenio que aquella aventura era propia de todos los grandes hombres, y se aplicó el proverbio de «no hay profeta sin honra, sino en su patria y en su propia casa.»

Pero no le desanimó aquel contratiempo; volvió á Capharnahum, en cuyo punto encontraba disposiciones mucho más benévolas, y desde allí organizó una serie de misiones hácia las aldeas circunvecinas. Los habitantes de aquel hermoso y fértil país no se reunian sino el sábado, cuyo dia eligió Jesús para su enseñanza. Cada ciudad tenía entónces su sinagoga ó lugar de reuniones, el cual era una sala rectangular, no muy espaciosa, precedida de un pórtico, decorado segun el gusto griego. Careciendo los judíos de arquitectura propia, no trataron nunca de construir aquellos edificios con arreglo á un estilo original. Todavía existen en Galilea los restos de algunas antiguas sinagogas: todas ellas están construidas con buenos y sólidos materiales; pero su estilo es bastante mezquino, á causa de esa profusion de ornamentos vegetales, de follajes, de espirales, que caracteriza los monumentos judáicos. Los accesorios del interior consistian en algunos bancos, en una tribuna ó púlpito para las lecturas públicas y en un armario destinado á encerrar los sagrados rollos. En aquellos edificios, que nada tenian de templo, se reconcentraba toda la vida judía. En el dia del sábado se reunia allí todo el mundo para hacer oracion y escuchar la lectura de la Ley y de los profetas. Como quiera que en el judaismo, á excepcion de Jerusalen, no habia clero propiamente dicho, las lecturas del dia (parascha y haphtara) se desempeñaban en las sinagogas por el primero que deseaba hacerlas, quien añadia un midrasch ó comentario de cosecha propia, en el cual exponia el lector sus ideas particulares. Aquél fué el orígen de la «homilía», cuyo cumplido modelo encontramos en los trataditos de Filon. El pueblo tenía derecho de oponer objeciones á los argumentos del lector, y por consiguiente, la reunion degeneraba en una especie de asamblea popular. En ella habia un presidente, «antiquiores», un hazzan, lector ó ministro titular, «agentes» ó secretarios mensajeros encargados de mantener la correspondencia entre dos ó más sinagogas, y por último, un schmmasch ó sacristan. Las sinagogas venian á ser de este modo pequeñas repúblicas independientes, cuya jurisdiccion era muy extensa. Y á la manera de las corporaciones municipales, que funcionaron hasta una época muy avanzada del imperio romano, promulgaban decretos honoríficos, votaban resoluciones, que tenian fuerza de ley para la comunidad, y pronunciaban penas corporales, cuyo ejecutor era el hazzan ordinariamente.

Á pesar de los rigores arbitrarios que entrañaba, semejante institucion no podia ménos de dar lugar á discusiones animadísimas, máxime si se tiene en cuenta la extremada actividad de espíritu que siempre caracterizó al pueblo judío. Gracias á las sinagogas, el judaismo pudo atravesar intacto diez y ocho siglos de persecucion. Ellas eran otros tantos mundos en pequeño, donde se conservaba el espíritu nacional y donde las luchas intestinas hallaban un terreno perfectamente preparado. Las discusiones eran allí muy apasionadas, y no ménos vivas las disputas de preeminencia. El premio de una elevada piedad, ó el privilegio que más se codiciaba á la riqueza, consistia en tener un puesto de honor en primera fila. Por otra parte, la libertad de poder constituirse en lector y comentador del texto sagrado facilitaba maravillosamente la propagacion de nuevas doctrinas. Ella fué una de las palancas más poderosas de Jesús y el medio habitual de que se valió para fundar su enseñanza. El profeta de Nazareth entraba en la sinagoga y subia á la cátedra, el hazzan le daba el libro, desarrollábale, y despues de leer la parascha ó la haptara del dia, pasaba á deducir de aquella lectura ciertos principios conformes con sus ideas. Como en Galilea habia muy pocos fariseos, las réplicas que se le daban no tenian ese grado de pasion ni ese tono de acritud que en otras partes, en Jerusalen, por ejemplo, le habrian detenido desde sus primeros pasos. Aquellos buenos galileos no habian oido jamás una palabra tan en armonía con su risueña imaginacion; admiraban al jóven profeta, creíanle, parecíales elocuente y encontraban sus razonamientos dignos de fe. Jesús resolvia sin desconcertarse las objeciones más difíciles, y el atractivo de su palabra y de su persona cautivaba á aquellos pueblos sencillos, no contaminados por el pedantismo de los doctores.

La autoridad del jóven maestro crecia de dia en dia, y como es natural, á medida que aumentaba su crédito para con los otros, más confianza tenía en sí mismo. El círculo de su accion era entónces muy limitado:—reducíase á los alrededores del lago de Tiberiade, y áun en aquella comarca habia una region que preferia á las demás. El lago tiene cinco ó seis leguas de longitud por tres ó cuatro de anchura, y aunque ofrece la apariencia de un óvalo bastante perfecto, forma desde Tiberiade hasta la entrada del Jordan una especie de golfo cuya curva mide cerca de tres leguas. Tal fué el campo donde la semilla arrojada por Jesús halló una tierra propicia á un rápido crecimiento. Recorrámosle paso á paso, y tratemos de rasgar el sudario de aridez y de luto en que le ha envuelto el demonio del islamismo.

Al salir de Tiberiade, lo primero que se ofrece á la vista son rocas escarpadas, una montaña que parece derrumbarse en el mar:—luégo, las montañas se separan y se abre una llanura (El-Ghueir) casi al nivel del lago; es un bosque delicioso de elevados arbustos que fecundan y atraviesan en todos sentidos las abundantes aguas que salen de un gran estanque circular de construccion antigua (Ain-Medawara). Á la entrada de la llanura, ó sea del país de Genesareth propiamente dicho, se encuentra la miserable aldea de Medjdel. Al otro extremo (siguiendo siempre la orilla del mar) se hallan el sitio de una poblacion (Khan-Minyeh), hermosas aguas y un buen camino estrecho y profundo, tallado en la roca viva, camino que indudablemente recorrió Jesús muy á menudo y que sirve de paso entre la llanura de Genesareth y la escarpa septentrional del lago. Á cosa de un cuarto de legua se atraviesa un arroyo de agua salada (Ain-Tabiga) que no léjos del lago mana de la tierra por anchas aberturas y que va á perderse en medio de espesos matorrales. Por último, á cuarenta minutos más allá, sobre la árida cuesta que se extiende desde Ain-Tabiga á la desembocadura del Jordan, se ven algunas cabañas y un conjunto de ruinas bastante monumentales llamadas Tell-Hum.

Cinco pequeñas ciudades, cuyos nombres permanecerán en la memoria del género humano tal vez más tiempo que los de Roma y Aténas, se hallaban en tiempo de Jesús diseminadas por el territorio comprendido entre la aldea de Medjdel y Tell-Hum. De aquellas cinco ciudades—Magdala, Dalmanutha, Capharnahum, Bethsaide y Chorazin—solamente la primera se encuentra hoy dia de un modo positivo: es indudable que el nombre y el sitio de la repugnante aldea de Medjdel corresponden al burgo donde nació la más fiel amiga de Jesús. Dalmanutha se hallaba probablemente cerca de allí, y no es imposible que se alzase Chorazin en el mismo territorio hácia la parte del norte. En cuanto á Bethsaide y á Capharnahum, difícil es averiguar si estuvieron en Tell-Hum, Am-et-Tin, Khan-Minyeh ó en Ain-Medawara, y cuanto respecto á ello se asegure es aventurado. No parece sino que, así en geografía como en historia, un designio misterioso se complugo en borrar los vestigios del gran fundador. Creo que en aquel suelo, profundamente devastado, nunca podrá conseguirse el fijar con exactitud los sitios en que la humanidad desearia besar la huella que dejaron sus piés.

Todo lo que hoy nos resta de la reducida comarca de tres ó cuatro leguas en que Jesús fundó su obra divina, se reduce al lago, al horizonte, á los arbustos y á algunas pobres flores, resto de la antigua fertilidad. Los árboles han desaparecido completamente. Y en aquel país cuya vegetacion era tan rica otras veces, que á Josefo le parecia casi milagrosa; en aquel país donde la naturaleza, segun el historiador citado, habia reunido las plantas de los climas frios, las producciones de las zonas ardientes y los árboles de las latitudes templadas, cargados todo el año de flores y de frutos; en aquel país que ántes parecia un eden, ahora se calcula con veinticuatro horas de anticipacion el sitio donde podrá encontrar el viajero un asiento de césped y un árbol cuya sombra proteja su desayuno. El lago se ha convertido en un desierto. Una sola barca, medio desvencijada, surca hoy aquellas linfas silenciosas, tan llenas de vida y de alegría en otro tiempo. Sólo las aguas son todavía puras y trasparentes. Las riberas, formadas de rocas ó de menudos guijarros, se parecen más bien á las de un mar en miniatura que á las de un lago como el de Huleh: son limpias, nada fangosas, y el cadencioso y ligero movimiento de las olas las bate siempre en el mismo sitio. Vense acá y allá pequeños promontorios cubiertos de laureles de Alejandría, de tamariscos y de espinosos alcaparros: próximos á la salida del Jordan, junto á Tiberiade y en la orilla formada por la llanura de Genesareth, hay dos sitios poblados de embriagadores jardines, contra cuya alfombra de yerbas y de flores va á espirar el apacible oleaje de las aguas. El arroyo de Ain-Tabiga forma un pequeño estuario lleno de lindísimas conchas. Nubes de pájaros nadadores cubren el lago. El horizonte ofusca la vista á fuerza de ser luminoso. Las aguas, profundamente encajonadas entre rocas abrasadoras, son de un hermoso color azul celeste, y cuando se las observa desde la cumbre de las montañas de Safed, diríase que ocupan el fondo de una copa de oro. Al norte los barrancos nevosos del Hermon destacan sus líneas blancas sobre el cielo; al oeste, las elevadas y undosas mesetas de la Gaulonítida y de la Perea, siempre áridas y envueltas en una atmósfera de fuego, forman una montaña compacta, ó por mejor decir, un inmenso y altísimo terraplen que á partir de Cesárea de Filipo se prolonga indefinidamente hácia el sur.

El calor es ahora muy sofocante en las orillas del lago, el cual ocupa una depresion de doscientos metros bajo el nivel del Mediterráneo, y por consiguiente participa de las condiciones tórridas del mar Muerto. Aquel ardor excesivo se hallaba otras veces templado por una vegetacion abundante: la cuenca del lago se hace inhabitable apénas concluye el mes de Mayo, y difícilmente se comprende hoy cómo pudo semejante hornaza ser el teatro de tan prodigiosa actividad. Josefo encontraba el país muy templado. Sin duda allí, como en la campiña de Roma, hubo algun cambio de clima debido á causas históricas. El islamismo, y sobre todo, la reaccion musulmana contra las cruzadas, fueron los que asolaron como un viento de muerte la comarca favorita de Jesús. Aquella hermosa tierra de Genesareth estaba muy léjos de sospechar que su futuro destino habia de salir del cerebro del que tan pacíficamente la paseaba. Peligroso compatriota, Jesús ha sido un personaje fatal para el país que tuvo el formidable honor de producirle. Codiciada la Galilea por dos fanatismos rivales, y habiendo llegado á ser para todos un objeto de amor ó de ódio, debia alcanzar por premio de su gloria el triste privilegio de ser trasformada en un desierto. Pero ¿habria sido Jesús más dichoso si hubiese vivido tranquilo y oscuro en el fondo de su aldea? Y ¿quién se acordaria hoy de aquellos ingratos nazarenos si, á riesgo de comprometer el porvenir de su modesto villorrio, no hubiese uno de los suyos reconocido á su Padre y no se hubiese proclamado hijo de Dios?

En la época á que hemos llegado de la vida de Jesús, todo su mundo se reducia á cuatro ó cinco burgos de grande extension. No parece probable que hubiese estado en Tiberiade, ciudad del todo profana, que los paganos habitaban casi por completo y de la cual habia hecho Antipas su residencia habitual. Sin embargo, algunas veces se alejaba de su region favorita é iba embarcado á Gergesa, poblacion de la ribera oriental. Otras iba hácia el norte, y se le ve en Paneas ó Cesárea de Filipo, en la falda del Hermon. Por último, una vez dirige sus pasos por la parte de Tiro y de Sidon, país que entónces debia estar floreciente en sumo grado. En todas aquellas comarcas se hallaba Jesús en pleno paganismo. En Cesárea vió la célebre gruta del Panium, sitio donde se colocaban las fuentes del Jordan, y sobre el cual referia la credulidad del pueblo extravagantes leyendas; cerca de allí pudo admirar el templo de mármol que Heródes levantó en honor de Augusto, y probablemente vió tambien las numerosas estatuas votivas á Pan, á las Ninfas y al Eco de la gruta que la piedad amontonaba ya en aquel hermoso sitio. Un judío evemerista, acostumbrado á no mirar en los dioses extranjeros sino hombres divinizados ó demonios, debia considerar todas aquellas representaciones figuradas como otros tantos ídolos. Las seducciones de los cultos naturalistas, que embriagan á las razas más sensitivas, le hicieron poca impresion. Sin duda no tuvo ningun conocimiento de lo que el antiguo santuario de Melkarth, en Tiro, podia encerrar aún de un culto primitivo más ó ménos análogo al judáico. El paganismo, que en Fenicia habia elevado sobre cada colina un templo y un bosque sagrado, toda aquella apariencia de grandeza industrial y de riqueza profana debió sonreirle muy poco. El monoteismo priva al hombre de toda aptitud para comprender las religiones paganas; un musulman trasladado á los países politeistas mira sin ver lo que hay en torno suyo. Jesús no aprendió nada en aquellos viajes, y de ellos regresaba impaciente á su querida ribera de Genesareth: allí estaba el centro de sus pensamientos; allí encontraba fe y amor.

Capítulo IX

Los discípulos de Jesús


En aquel paraíso terrenal, que hasta entónces no habia probado apénas los efectos de las grandes revoluciones de la historia, vivia una poblacion en perfecta armonía con el país, esto es, activa, honrada, alegre y afectuosa. El lago de Tiberiade es acaso el más abundante en peces de cuantos existen en el mundo; en aquella época habia establecidas pesquerías muy productivas, particularmente en Bethsaide y en Capharnahum, las cuales permitian á los naturales vivir con cierta comodidad. Aquellas familias de pescadores formaban una sociedad dulce y apacible, que se extendia por toda la comarca del lago que hemos descrito, gracias á numerosos lazos de parentesco. Sus escasas ocupaciones les dejaban tiempo y libertad suficientes para ejercitar su imaginacion: en aquellas reuniones de hombres sencillos y bondadosos, las ideas sobre el reino de Dios encontraron más crédito y mejor acogida que en ninguna otra parte. Nada de cuanto en sentido griego y mundano se llamaba civilizacion, habia penetrado hasta ellos. Aunque la bondad de aquellas poblaciones se hallase muchas veces más bien en la superficie que en el fondo, sus costumbres eran tranquilas, y no carecian de finura ni de inteligencia. Puede uno figurárselas como semejantes hasta cierto punto á los mejores pueblos del Líbano, pero con la ventaja de producir grandes hombres, la cual no tienen éstos. Jesús encontró allí su verdadera familia. Instalóse en medio de ellos, como si Capharnahum fuera su «ciudad natal», y en aquel reducido círculo que le adoraba, olvidó á sus escépticos hermanos, á la ingrata Nazareth y su burlona incredulidad.

Una familia de Capharnahum le ofreció, entre todas, un asilo agradable y discípulos adictos. Componíanla dos hermanos, hijos de un tal Jonás, que probablemente murió en la época en que Jesús fué á establecerse á las márgenes del lago:—aquellos dos hermanos eran Simon, llamado Cephas ó Pedro, y Andrés. Nacidos ambos en Bethsaide, habian ya trasladado su domicilio á Capharnahum cuando Jesús comenzó su vida pública. Pedro estaba casado y tenía hijos; su suegra vivia con él. Jesús amaba á aquella familia y hacia de su morada su residencia habitual. Andrés parece haber sido discípulo de Juan Bautista: quizás le conoció Jesús en las orillas del Jordan. Los dos hermanos continuaron siempre ejerciendo su oficio de pescadores áun en la época en que se hallaban más unidos al maestro. Jesús, á quien no disgustaban los retruécanos, decia algunas veces que los convertiria en pescadores de hombres. Y efectivamente, no tuvo discípulos más adictos ni más fieles que los dos hermanos.

Tambien la familia de Zabdia ó de Zebedeo, pescador acomodado y patron de várias barcas, dispensó á Jesús afectuosa acogida. Zebedeo tenía dos hijos; Santiago, que era el mayor, y Juan, cuyo papel debia ser tan importante y decisivo en la historia del cristianismo naciente. Ambos eran discípulos celosos. La mujer del Zebedeo, María Salomé, tuvo tambien gran afeccion á Jesús, y le acompañó hasta la hora de su muerte.

En general, las mujeres le acogian con solicitud. Jesús poseia esas maneras reservadas que permiten una dulcísima union de ideas entre ambos sexos. Sin duda entónces, como hoy, la separacion de hombres y mujeres que ha impedido en los pueblos semíticos todo perfeccionamiento delicado, era ménos rigurosa en las campiñas y en las aldeas que en las grandes poblaciones. Tres ó cuatro galileas de las más adictas acompañaban siempre al jóven maestro, disputándose el placer de cuidarle y de escuchar su palabra. Aquellas mujeres llevaban á la nueva secta un elemento de entusiasmo y de maravilloso, cuya importancia se deja ya comprender. Una de ellas, María de Magdala, que tan célebre debia hacer en el mundo el nombre de su pobre villorio, fué á lo que parece persona muy exaltada. Segun el lenguaje del tiempo, habia estado poseida de siete demonios, ó lo que es lo mismo, habia padecido enfermedades nerviosas, cuya causa era entónces inexplicable. La belleza, la bondad y la dulzura de Jesús, calmaron aquella imaginacion desarreglada. La Magdalena le permaneció fiel hasta en el Gólgota, y al dia siguiente al de su muerte desempeñó un papel de primer órden; porque, segun verémos despues, su testimonio fué la base principal sobre la que se estableció la fe en la resurreccion. Juana, mujer de Kuza, uno de los intendentes de Antipas, Susana y otras mujeres, cuyos nombres permanecen en el olvido, seguian sus pasos, prestándole incesantes servicios. Algunas de entre ellas eran ricas, y los recursos que proporcionaban al jóven profeta, le permitian vivir sin ejercer el oficio que hasta entónces habia profesado.

Otros muchos discípulos le seguian y le aclamaban por maestro, como por ejemplo, un tal Felipe de Bethsaide, Nathanael, hijo de Talmai ó Ptolomeo, natural de Caná, el cual perteneció tal vez á la primera época, y Matheo, que probablemente era el mismo que habria de convertirse despues en Xenofonte del cristianismo naciente. Matheo habia sido publicano, y como tal, manejaba sin duda el kalam con más facilidad que sus compañeros. Quizás pensaba desde entónces en escribir sus Logia; las cuales sirven de base á todo cuanto sabemos respecto á la enseñanza de Jesús. Cítanse tambien entre los discípulos á Tomás ó Didymo, el cual fué, segun parece, hombre de corazon y de generosos arranques, si bien algo incrédulo, á Lebeo ó Tadeo, á Simon el Zelador ó el Cananeo, discípulo tal vez de Júdas el Gaulonita, y perteneciente á aquel partido de los Kenaim, que ya entónces existia, y que tan importante papel debia muy pronto desempeñar en los movimientos del pueblo judío, y por último, á Júdas, hijo de Simon, natural de Kerioth, que fué el único desleal entre aquel grupo de fieles adeptos, y cuya traicion debia granjearle tan triste renombre. Ménos Júdas, todos eran galileos. La ciudad de Kerioth se hallaba situada en la extremidad Sur de la tribu de Judá, á cosa de una jornada más allá de Hebron.

Hemos dicho ántes que la familia de Jesús no le era, en general, muy adicta. Sin embargo, sus primos carnales, Santiago y Júdas, hijos de María Cleophás, figuraban desde entónces entre sus discípulos, y la misma María Cleophás se halló en el número de las personas que le acompañaron y le siguieron al Calvario. Su madre no aparece en aquella época cerca de él: sólo despues de la muerte de Jesús fué cuando María adquirió gran consideracion y cuando los discípulos trataron de atraerla hácia ellos. Entónces fué tambien cuando, bajo el título de «hermanos del Señor», formaron los miembros de la familia del fundador un grupo influyente que por espacio de mucho tiempo estuvo al frente de la Iglesia de Jerusalen, y que se refugió despues en la Batanea, cuando la ciudad fué entrada á saco. Así como las mujeres y las hijas de Mahoma, que ninguna importancia tuvieron en vida del profeta, adquirieron despues de su muerte grande autoridad, de igual manera el solo hecho de ser pariente de Jesús fué entónces una recomendacion decisiva.

Entre aquella muchedumbre amiga, Jesús tenía indudablemente sus preferencias, y hasta cierto punto, su círculo de elegidos. Los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, parecen haber formado parte de los últimos. Ambos eran vehementes y apasionados en extremo. Á causa de su impetuosidad y de su celo excesivo, Jesús les aplicaba con mucho ingenio el sobrenombre de «hijos del trueno», significándoles que harian uso de los rayos si los tuvieran á su disposicion. Al parecer, Juan tenía con Jesús cierta familiaridad que los otros no alcanzaron. Pero muy posible es que este discípulo, que escribió despues sus recuerdos de una manera que deja conocer demasiado el interes personal, exagerase el cariño que el maestro le profesaba. De todos modos, se comprende por la lectura de los evangelios sinópticos, que Simon Barjona ó Pedro, Santiago, hijo del Zebedeo, y su hermano Juan, formaban una especie de comité ó círculo íntimo, al cual se dirigia Jesús en ciertas ocasiones en que dudaba de la fe y de la inteligencia de los demás. Por otra parte, se ve que los tres se hallaban asociados en sus pesquerías. La afeccion que Pedro inspiraba á Jesús era profunda: su carácter sincero, recto, decidido, franco y leal, gustaba mucho al maestro, á quien hacian sonreir á veces sus movimientos irreflexivos. Pedro, poco místico de suyo, le comunicaba sus dudas y sus debilidades humanas con una ingenuidad y una honrada franqueza que recuerdan las de Joinville respecto á San Luis. Jesús le reprendia amistosamente, probándole con aquellas afectuosas reprensiones su aprecio y su confianza. En cuanto á Juan, su juventud, la ternura exquisita de su corazon y lo vivo de su inteligencia debian tener mucho atractivo. La personalidad de aquel hombre extraordinario, que tan vigoroso giro imprimió al cristianismo naciente, no se desarrolló sino en edad más avanzada. Era ya viejo cuando escribió respecto á su maestro ese evangelio rarísimo que tan preciosas noticias contiene, pero en el cual, á nuestro juicio, se halla falseado el carácter de Jesús con harta frecuencia. La naturaleza de Juan era demasiado impetuosa y profunda para que pudiera amoldarse al tono impersonal de los primeros evangelistas. De ahí el que hiciese una biografía de Jesús como la que Platon hizo de Sócrates. Acostumbrado á remover sus recuerdos con la agitacion febril de un alma exaltada, trasformó á su maestro al querer pintarle, y su relato (á ménos que no le hayan alterado manos extrañas) permite á veces sospechar que en la composicion de tan singular escrito no siempre sirvió de norma al cronista una completa buena fe.

En la secta naciente no habia ningun grado jerárquico propiamente dicho: todos debian llamarse «hermanos», y Jesús prohibia de un modo absoluto los títulos de superioridad, tales como rabbí, «maestro», «padre», en razon á que él era el único maestro, y Dios el único padre. El mayor debia ser el más humilde y servir á los demás. Sin embargo, Simon Barjona se distingue entre sus iguales por un grado de particular importancia. Jesús habitaba en su domicilio, enseñaba en su barca, y la casa de Simon era el centro de las predicaciones evangélicas. El público le consideraba como el jefe del grupo, y á él era á quien se dirigian los recaudadores del tributo en reclamacion de los derechos que debia la comunidad. Simon fué el primero que reconoció á Jesús como al Mesías. Preguntando Jesús á sus discípulos en un momento de impopularidad: «¿Quereis tambien vosotros retiraros?» Simon le respondió: «Señor, ¿á quién iriamos? tú tienes palabras de vida eterna». En diferentes ocasiones Jesús le confirió cierta supremacía en su iglesia, y le dió el sobrenombre siriaco de Kepha (piedra), como significándole que de él hacia la piedra angular del edificio. Tambien parece prometerle «las llaves del reino de los cielos» y concederle el derecho de pronunciar sobre la tierra decisiones que serían ratificadas en la eternidad.

La supremacía de Pedro excitó sin duda algunos celos entre sus compañeros, celos que se aumentaban con la perspectiva de aquel reino de Dios en que los discípulos habrian de sentarse en los tronos, á derecha ó á izquierda del maestro, para juzgar á las doce tribus de Israel. Preguntábanse quién de entre ellos se hallaria entónces más cerca del Hijo del hombre, siendo hasta cierto punto como su primer ministro ó su asesor. Los dos hijos del Zebedeo aspiraban á ese rango, y preocupados por tal pensamiento, recurrieron al influjo de su madre Salomé, la cual llamó un dia aparte á Jesús y solicitó de él que otorgase á sus hijos los dos puestos de honor. Jesús esquivó la demanda repitiendo su principio habitual de que el que se exalta será humillado y que el reino de los cielos pertenecerá á los pequeños. La noticia de semejante peticion ocasionó algunos rumores en la comunidad y produjo gran descontento contra Juan y Santiago. La misma rivalidad se trasluce en el evangelio de Juan;—el cronista declara á cada paso que él fué el «discípulo querido», á quien el maestro confió su madre al morir, y trata sistemáticamente de colocarse al nivel de Simon Pedro (y con frecuencia ántes que él) á propósito de circunstancias importantes en que los evangelistas más antiguos ni siquiera citan su nombre.

Todos los personajes que acabamos de enumerar, ó al ménos aquellos de cuya vida se sabe algo, habian principiado por ser pescadores. Ninguno de ellos pertenecia á una clase elevada de la sociedad. Únicamente Matheo, ó Leví, hijo de Alpheo, habia sido publicano. Pero aquellos á quienes en Judea se designaba con ese nombre, no eran los recaudadores generales, personas de rango elevado (y siempre caballeros romanos) que á orillas del Tíber llamaban publicani; sino agentes de esos arrendadores generales, empleados de baja estofa, simples cobradores subalternos. En el gran camino de Acre á Damasco, uno de los más antiguos del mundo, que atravesaba la Galilea costeando el lago, habia considerable número de esa especie de cobradores. Capharnahum, que quizás se hallaba situada sobre la via, contaba tambien un numeroso personal. Semejante profesion no encontró nunca grandes simpatías en ningun país del mundo; pero los judíos la miraban con particular ojeriza y tenian por criminales á los que la ejercian. El impuesto, cosa nueva para ellos, era el signo de su vasallaje; la escuela de Júdas el Gaulonita sostenia que abonarle era cometer un acto de paganismo. Así es que todos los celosos conservadores de la ley aborrecian de muerte á los aduaneros. Su nombre iba siempre asociado al de los asesinos, ladrones y gentes de mala vida. Los judíos que tales funciones aceptaban eran excomulgados y quedaban inhábiles para testar; considerábase su caja como maldita de Dios, y los casuistas prohibian al público el que fuese á ella á cambiar dinero. Desterrados aquellos infelices del seno de la sociedad, tenian que formar una sociedad aparte reuniéndose entre sí. Jesús aceptó una comida que le ofreció Leví, en la cual habia, segun el lenguaje de la época, «muchos aduaneros y pecadores»; el hecho produjo gran escándalo. La reputacion de aquellas casas era malísima, y el que á ellas iba se arriesgaba á no encontrar muy buena compañía. Pero frecuentemente verémos á Jesús cuidándose muy poco de las preocupaciones que abrigaban las personas que se tenian por juiciosas, tratando de ensalzar las clases humilladas por los ortodoxos, y exponiéndose por ello á las amargas reconvenciones de los devotos.

Jesús debia aquellas numerosas conquistas al atractivo irresistible de su persona y de su palabra. Una frase conmovedora, una mirada dirigida al fondo de alguna sencilla conciencia, dispuesta á entreabrirse al soplo de la verdad, le bastaban para captarse un ardiente discípulo. Jesús se valia en ocasiones de un artificio inocente que tambien empleó Juana de Arco:—aparentaba saber algun secreto íntimo respecto á la persona que deseaba atraer hácia sí, ó bien le recordaba alguna circunstancia querida, propia á conmover su corazon. Así fué como enterneció y se atrajo á Nathanael, á Pedro, á la Samaritana. Disimulando la verdadera causa de su fuerza, esto es, su gigantesca superioridad sobre los demás, y á fin de satisfacer las ideas de la época, ideas que por otra parte eran tambien las suyas, dejaba creer que una revelacion de lo alto le descubria los secretos y le permitia leer en los corazones. Nadie dudaba que viviese en una esfera superior á la de la humanidad. Decíase que en la cumbre de las montañas conversaba con Moisés y con Elías, y se creia que en sus momentos de soledad bajaban los ángeles á rendirle homenaje y á establecer un comercio sobrenatural entre el cielo y él.

Capítulo X

Predicación del lago


Tal era el grupo que rodeaba á Jesús en las márgenes del lago de Tiberiade. La aristocracia estaba representada por un aduanero ó cobrador y por la mujer de un intendente;—el resto se componia de pescadores y de gentes sencillas. Todos eran ignorantes en extremo, débiles de espíritu y todos creian en los espectros y en las apariciones. En aquel primer cenáculo no habia penetrado ni un solo elemento de cultura helénica, y áun la instruccion judáica era en él bastante escasa; pero en cambio abundaban el sentimiento y la buena voluntad. El hermoso clima de Galilea convertia la existencia de aquellos honrados pescadores en delicioso y perpétuo encanto. Sencillos, buenos, dichosos, blandamente mecidos por las cristalinas olas de un mar en miniatura, ó bien arrullados por su oleaje miéntras dormian sobre el césped de sus risueños bordes, aquellas familias de pescadores preludiaban á no dudarlo el reino de Dios. Difícil es figurarse la embriaguez de una vida que de ese modo se desliza á la faz del cielo, el robusto y dulce entusiasmo que infunde en el alma el contínuo contacto con la naturaleza, y los sueños de aquellas noches pasadas bajo la inmensidad de la azulada bóveda al trémulo fulgor de las estrellas. En una noche semejante fué cuando Jacob, apoyada la cabeza sobre una piedra, leyó en los astros la promesa de una posteridad innumerable y vió la escala misteriosa por la cual iban y venian los Elohim del cielo á la tierra. En la época de Jesús, el cielo continuaba abierto y la tierra no se habia enfriado. Las nubes se entreabrian aún sobre el hijo del hombre, y los ángeles subian y bajaban, sirviéndole de mensajeros; las visiones del reino de Dios se hallaban en todas partes, puesto que el hombre las abrigaba en su propio corazon. La mirada tranquila y dulce de aquellas almas sencillas contemplaba al universo en su orígen ideal; quizás el mundo descubria sus misterios á la conciencia divinamente lúcida de aquellos seres dichosos, cuya pureza de corazon les mereció un dia ver á Dios.

Jesús vivia casi siempre al aire libre rodeado de sus discípulos. Unas veces subia á una barca y desde allí predicaba á la muchedumbre estacionada en la orilla del lago; otras, tomaba asiento sobre las montañas de la ribera, allí donde el aire es tan puro y tan luminoso el horizonte. El grupo de fieles adeptos iba de este modo, alegre y vagabundo, recogiendo en sus primeros gérmenes las inspiraciones del maestro. Si por casualidad surgia alguna ingenua duda, alguna pregunta inocentemente escéptica, una sonrisa ó una mirada de Jesús bastaban para desvanecer la objecion. Á cada momento creian notar las señales del reino de Dios; en el paso de una nube, en la germinacion de un grano, en la madurez de una espiga, en la cosa más insignificante: imaginábanse que se hallaban en vísperas de ver á Dios, de ser los dueños del mundo, y las lágrimas se cambiaban en gozo. Aquello era el advenimiento á la tierra del consuelo universal:


«Bienaventurados,—decia el maestro,—los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

»Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

»Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.

»Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

»Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

»Bienaventurados los que tienen puro su corazon, porque ellos verán á Dios.

»Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

»Bienaventurados los que padecen persecucion por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos».


Su predicacion era dulce y suave, como las armonías de la naturaleza y el perfume de los campos. Gustábanle las flores y servíanle de punto de comparacion en sus más deliciosas lecciones. El mar, las montañas, las aves del cielo, los bulliciosos é inocentes juegos de los niños, todo entraba sucesivamente en las metáforas de su enseñanza. Su estilo se separaba de la forma del período griego, y tenía mucha semejanza con los giros de los parabolistas hebreos, y en particular con las sentencias de los doctores judíos, contemporáneos suyos, tales como las vemos en el Pirké Aboth. Sus disertaciones no formaban una peroracion continuada y homogénea; eran sentencias cortas, parecidas á las del Coran, las cuales compusieron despues, unidas entre sí, esos largos discursos escritos por Matheo. Ninguna transicion enlazaba aquellas diferentes sentencias; sin embargo, una misma inspiracion hace de ellas frecuentemente un todo compacto. Donde más sobresalia el maestro era en la parábola:—en este género delicioso nada habia en el judaismo que pudiera servirle de modelo; por consiguiente, él fué quien le inventó. Verdad es que en los libros búdicos se encuentran parábolas cuyo tono y forma son exactamente iguales á los de las evangélicas; pero no es admisible que una influencia búdica llegase hasta Jesús. Estas analogías pueden explicarse por el espíritu de mansedumbre y la profundidad del sentimiento que fueron comunes al budismo y al cristianismo naciente.

La consecuencia inmediata de la vida apacible y sencilla que se hacia en Galilea era una indiferencia completa por el vano aparato del lujo y de la comodidad, tristes é imperiosas necesidades en nuestros países. Los climas frios, obligando al hombre á una lucha contínua contra las intemperies, hacen que se dé grande importancia al lujo y al bienestar material. Por el contrario, las comarcas favorecidas del cielo, donde apénas hay necesidades que satisfacer, son el país del idealismo y de la poesía. Los accesorios de la vida son allí insignificantes en comparacion del placer de vivir. Permaneciendo casi siempre en el campo, en las calles, el ornato interior de las habitaciones se hace superfluo. El alimento fuerte y regular de los climas ménos favorecidos pareceria pesado y desagradable. Y en cuanto al lujo en el vestir, ¿cómo rivalizar con el que Dios presta á la tierra y á las aves del cielo? En esos climas, hasta el trabajo parece inútil:—su producto no vale la molestia que ocasiona. Los animales de los campos, que nada hacen, están mejor vestidos que el hombre más opulento. Ese desprecio de los goces materiales, desprecio que da mucha elevacion á las almas cuando no tiene su orígen en la pereza, inspiraba á Jesús lindísimos apólogos:


«No querais,—decia,—amontonar tesoros para vosotros en la tierra, donde el orin y la polilla los consumen, y donde los ladrones los desentierran y roban. Atesorad más bien para vosotros tesoros en el cielo, donde no hay orin, ni polilla, ni ladrones. Donde está tu tesoro, allí está tambien tu corazon. Ninguno puede servir á dos señores, porque ó tendrá aversion al uno y amor al otro, ó si se sujeta al primero, mirará con desden al segundo. No podeis servir á Dios y á Mammon. En razon de esto os digo, no os acongojeis por el cuidado de hallar que comer para sustentar vuestra vida, de dónde sacaréis vestidos para cubrir vuestro cuerpo. ¡Qué! ¿no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad las aves del cielo, cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Pues no valeis vosotros mucho más que ellas? Y ¿quién de vosotros á fuerza de discursos puede añadir un codo á su estatura? Y acerca del vestido, ¿á qué propósito inquietaros? Contemplad los lirios del campo; ellos no labran, ni tampoco hilan. Sin embargo, yo os digo, Salomon en toda su gloria no se vistió como uno de estos lirios. Pues si una yerba del campo, que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios así la viste, ¿cuánto más á vosotros, hombres de poca fe? Así que no vayais diciendo acongojados: ¿Dónde hallarémos qué comer y beber? ¿Dónde hallarémos con qué vestirnos? Como hacen los paganos, los cuales andan tras todas estas cosas, que bien sabe vuestro Padre la necesidad que de ellas teneis. Así pues, buscad primero el reino de Dios, y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No andeis, pues, acongojados por el dia de mañana; que el dia de mañana harto cuidado traerá por sí: bástale ya á cada dia su propio afan ó tarea».


Ese sentimiento, esencialmente galileo, tuvo sobre el destino de la secta naciente una influencia decisiva. Confiando para la satisfaccion de sus necesidades en el Padre celestial, el grupo feliz tenía por regla de conducta considerar los cuidados de la vida como un mal que sofoca en el hombre el gérmen de todo bien. Cada dia pedian á Dios el pan del dia siguiente. ¿Á qué fin atesorar? ¿No iba á venir el reino de Dios? «Vended lo que poseeis, y dad limosna,—decia el maestro.—Haceos unas bolsas que no se echen á perder: un tesoro en el cielo que jamás se agota, adonde no llegan los ladrones, ni roe la polilla». ¿Qué cosa más insensata que acumular economías para herederos que jamás se conocerán?. Jesús se complacia en citar, como ejemplo de la locura humana, el caso de un hombre que despues de haber agrandado sus graneros y acumulado bienes terrenales para mucho tiempo, murió ántes que pudiera disfrutarlos. El bandolerismo, que en aquella época se hallaba muy extendido en Galilea, contribuia no poco á semejante manera de ver las cosas. El pobre, á quien ningunas vejaciones ocasionaban aquellos latrocinios, debia considerarse como favorecido de Dios, miéntras que el rico era el verdadero desheredado, gracias á lo contingente é inseguro de aquello que poseia. En nuestras sociedades, basadas sobre una idea rigurosísima de la propiedad, la posicion del pobre es horrible; el infeliz no tiene bajo el sol ni un palmo de tierra donde sentar la planta. Las flores, la sombra, el banco de césped, hasta el aire que agita las ramas de los árboles, todo pertenece al dueño de la tierra. En Oriente, esos dones de Dios no pertenecen á nadie. El propietario no tiene sino un mínimo privilegio; la naturaleza es el patrimonio de todos.

Bien mirado, el cristianismo naciente no hacia en esto sino seguir las huellas de los Esenios ó Terapeutas y de las sectas judías fundadas en el sistema de vida cenobítica. Todas aquellas sectas entrañaban un elemento de comunismo que ni los fariseos ni los saduceos miraban de buen ojo. El mesianismo, idea completamente política entre los judíos ortodoxos, se consideraba en ellas bajo un punto de vista del todo social. Aquellas pequeñas iglesias creian inaugurar sobre la tierra el reino de Dios por medio de una existencia tranquila, arreglada y contemplativa, que dejaba al individuo su parte de libertad. Las utopias de vida venturosa, que se cimentaban en la fraternidad de los hombres y el culto puro del verdadero Dios, preocupaban á las almas elevadas y producian por doquiera ensayos atrevidos, sinceros, pero de escaso porvenir.

Jesús, cuyas relaciones con los Esenios son muy difíciles de establecer (porque en historia no siempre las semejanzas suponen hechos), era en esto su verdadero hermano. La regla de la nueva sociedad fué durante algun tiempo la comunidad de bienes. La avaricia era el pecado capital; segun esto, menester es recordar que el pecado de «avaricia», contra el cual se ha mostrado tan severa la moral cristiana, consistia entónces en el simple apego á la propiedad. Para ser discípulo de Jesús, la primera condicion era vender los bienes y repartir su producto entre los pobres. Los que retrocedian ante la idea de tal sacrificio no ingresaban en la comunidad. Jesús repetia frecuentemente que aquel que ha encontrado el reino de Dios debe adquirirle con el precio de todo su caudal, y que áun así hace una adquisicion ventajosa. «Es semejante el reino de los cielos,—decia,—á un tesoro escondido en el campo, que si le halla un hombre vende todo cuanto tiene y compra aquel campo. Es asimismo semejante á un mercader que trata en perlas finas; y en viniéndole una de gran valor, va, y vende cuanto tiene y la compra». Por desgracia, muy pronto habian de experimentarse los inconvenientes de ese régimen. Necesitábase un tesorero, y se eligió para este cargo á Júdas de Kerioth, á quien, con razon ó sin ella, se le acusó de robar la caja comun. Sea como quiera, lo cierto es que el tal Júdas tuvo malísimo fin.

Más versado en las cosas del cielo que en las de la tierra, el maestro enseñaba algunas veces una economía política áun más singular. En una curiosa parábola se alaba á un mayordomo por haberse granjeado amigos entre los pobres á expensas de su amo, á fin de que los pobres le introdujesen á su vez en el reino de Dios. Debiendo, en efecto, ser los pobres los dispensadores de aquel reino, sólo recibirán en él á los que los hubieren dado limosna. Por consiguiente, un hombre prudente que piense en el porvenir debe tratar de tenerlos propicios. «Estaban oyendo todo esto los fariseos, que eran avarientos,—dice el evangelista,—y se burlaban de él». ¿Comprendieron, por ventura, la terrible parábola siguiente?

Hubo cierto hombre rico que se vestia de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada dia espléndidos banquetes; al mismo tiempo vivia un mendigo, llamado Lázaro, el cual, cubierto de llagas, yacia á la puerta de éste, deseando saciarse con las migajas que caian de la mesa del rico. Y los perros venian y lamíanle las llagas. Sucedió, pues, que murió el mendigo y fué llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió tambien el rico y fué sepultado. Y cuando estaba en los tormentos, levantando los ojos, vió á lo léjos á Abraham y á Lázaro en su seno y exclamó diciendo: «Padre Abraham, compadécete de mí y envíame á Lázaro, para que mojando la punta de su dedo con agua me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas.» Respondióle Abraham: «Hijo, acuérdate que recibistes bienes durante tu vida, y Lázaro, al contrario, males: así éste ahora es consolado, y tú atormentado».

¿Qué cosa más justa? Á esta parábola se le dió despues el nombre de parábola del «mal rico.» Pero fué un nombre de convencion: ella es pura y sencillamente la parábola «del rico.» Está en el infierno sólo porque es rico, porque no da sus bienes á los pobres, porque se regala miéntras que hay á sus puertas otros que padecen hambre. Por último, en un momento en que Jesús, ménos exagerado, no presenta la obligacion de vender sus bienes y repartirlos á los pobres sino como un consejo de perfeccionamiento, hace todavía esta declaracion terrible: «Porque más fácil es á un camello el pasar por el ojo de una aguja, que á un rico el entrar en el reino de Dios».

En todo esto, un sentimiento de admirable profundidad animó á Jesús, así como tambien al grupo de alegres pescadores que le acompañaban, é hizo de él por toda una eternidad el verdadero creador de la paz del alma, el consolador de la vida. Desprendiendo al hombre de lo que él llamaba los «afanes de este mundo», Jesús llegó tal vez hasta el exceso, y socavó las condiciones esenciales de la sociedad humana; pero al mismo tiempo fundó ese elevado espiritualismo, que durante muchos siglos llenó las almas de alegría en su peregrinacion por este valle de lágrimas. Jesús comprendió con perfecta exactitud que la inadvertencia de los hombres y su falta de filosofía y de moralidad provienen frecuentemente de las distracciones á que se entregan, de los cuidados que los asaltan, cuidados que la civilizacion multiplica al infinito. Bajo este supuesto, el Evangelio ha sido el remedio supremo de las penalidades de la vida vulgar, un perpétuo sursum corda, una poderosa distraccion de los míseros cuidados terrenales, un dulce llamamiento semejante al que Jesús hacia al oido de Marta: «Marta, Marta, tú te inquietas por muchas cosas, siendo así que una sola es necesaria.» Gracias á Jesús, la existencia más oscura, más precaria, más agobiada bajo el peso de tristes ó humillantes deberes, ha podido refugiarse en un rincon del cielo. El recuerdo de la vida libre de Galilea ha sido para nuestras afanosas civilizaciones como el perfume de otro mundo, como el fresco «rocío que desciende sobre el monte Hermon,» y ha impedido á lo árido y lo vulgar invadir completamente el campo de Dios.

Capítulo XI

El reino de Dios concebido como el advenimiento de los pobres


Esas máximas, buenas en un país donde los elementos de la vida se componian de aire y de luz, y ese dulce comunismo de un grupo de hijos de Dios, que descansaban confiados en el seno de su padre, podian convenir á una secta inocente que abrigaba á cada momento la persuasion de que su utopia iba á realizarse; pero claro es que no podian arrastrar en pos de sí á la sociedad entera. Muy pronto comprendió Jesús que al mundo oficial de su época no satisfaria la perspectiva de su reino. Mas tomó una resolucion atrevida, cual fué dirigirse á los humildes, prescindiendo de todo aquel mundo de corazon seco y de mezquinas preocupaciones. Una vasta sustitucion de raza tendrá lugar. El reino de Dios se ha hecho: 1.º, para los niños y para aquellos que se les asemejan; 2.º, para los desechados del mundo, víctimas del rigor social que rechaza al hombre bueno cuando es humilde; 3.º, para los heréticos y cismáticos, publicanos, samaritanos y paganos de Tiro y de Sidon. Una parábola enérgica explicaba y legitimaba ese llamamiento al pueblo: «Un rey dispuso un gran banquete para celebrar las bodas de su hijo, y envió á sus servidores á llamar á los convidados. Mas éstos se excusaron, y áun algunos maltrataron á los mensajeros. Irritado entónces el Rey, dijo á sus criados: Salid luégo á las plazas y barrios de la ciudad, y traedme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos y cojos halláreis, á fin de que se llene mi casa. Pues os prometo que ninguno de los que ántes fueron convidados probará mi banquete.»

El ebionismo puro, es decir, la doctrina de que solamente los pobres (ebionim) serán salvados, de que el reinado de los pobres va á llegar, fué, pues, la doctrina de Jesús. «¡Ay de vosotros los ricos!—decia,—porque ya teneis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros los que andais hartos! porque sufriréis hambre. ¡Ay de vosotros los que ahora reis! porque os lamentaréis y lloraréis». Y añadia: «Tú, cuando des una comida, no convides á tus amigos, ni á tus hermanos, ni á los parientes ó vecinos ricos; no sea que tambien ellos te inviten á tí, y te sirva esto de recompensa; sino que cuando hagas un convite has de convidar á los pobres, y á los tullidos, y á los cojos, y á los ciegos, y serás afortunado, porque no pueden pagártelo, pues serás recompensado en la resurreccion de los justos». Quizás en un sentido análogo repetia con frecuencia estas palabras: «Sed buenos banqueros», esto es: «Haced buenas imposiciones para el reino de Dios, dando vuestros bienes á los pobres, conforme al antiguo proverbio: compadecerse del pobre es dar prestado á Dios».

Bien mirado, esa doctrina no era completamente nueva. Un movimiento democrático, el más exaltado que recuerda la historia (y el único tambien que haya tenido éxito, porque sólo él ha permanecido en el dominio de la idea pura), agitaba á la raza judáica desde hacia mucho tiempo. En cada página de los escritos del Antiguo Testamento se encuentra la idea de que Dios es el vengador del pobre y del débil contra el rico y el poderoso. No hay sino abrir la historia de Israel para ver en ella, más que en ninguna otra, al espíritu popular dominando constantemente. Los profetas, verdaderos tribunos (y tribunos de extraordinaria audacia, bajo cierto punto de vista), habian anatematizado siempre á los grandes y establecido estrecha relacion entre las palabras «rico», «impío», «violento», «malvado», de una parte, y «pobre», «manso», «humilde», «piadoso», de la otra. La asociacion de tales ideas se robusteció considerablemente bajo los Seleúcidas, en cuya época apostataron y abrazaron el helenismo casi todos los aristócratas. El libro de Henoch contiene maldiciones contra el mundo, los ricos y los poderosos, mucho más violentas que las del Evangelio. El lujo se considera en él como un crímen. En ese original apocalípsis, el «Hijo del hombre» destrona los reyes, los arranca de su voluptuosa existencia y los precipita en el infierno. La iniciacion de la Judea en los refinamientos de la vida profana, y la reciente introduccion de un elemento de lujo y bienestar mundanos, provocaban una furibunda reaccion en favor de la sencillez patriarcal. «¡Ay de vosotros, los que despreciais la choza y la heredad de vuestros padres! ¡Ay de vosotros los que construis vuestros palacios con el sudor de los demás! Cada una de las piedras, cada uno de los ladrillos que los componen es un pecado». El nombre de «pobre» (ebion) habia llegado á ser sinónimo de «santo» y de «amigo de Dios.» Ése era el nombre que los discípulos galileos de Jesús se daban de preferencia; ése fué tambien durante mucho tiempo el nombre de los cristianos judaizantes de la Batanea y del Hauran (Nazarenos, Hebreos) que permanecieron fieles á la lengua y enseñanza primitivas de Jesús y que se enorgullecian de poseer entre ellos á los descendientes de su familia. Aquellos pobres sectarios, ajenos al gran movimiento que arrastró á las otras iglesias, fueron en el siglo segundo calificados de heréticos (ebionitas), y hasta se inventó, á fin de explicar su nombre, un pretendido heresiarca llamado Ebion.

Compréndese fácilmente que esa aficion exagerada á la pobreza no podia ser durable: tal exageracion no era, en realidad, sino un elemento de utopia semejante á los que se mezclan siempre á las grandes creaciones, elementos que reduce á su verdadero valor el trascurso del tiempo. El cristianismo, una vez trasportado á la vasta escena de la sociedad, debia consentir facilísimamente en poseer riquezas, así como el budismo, que en su orígen fué del todo monacal, se apresuró despues á admitir á los seglares, tan pronto como las conversiones se multiplicaron. Pero nunca desaparece por completo la señal de la procedencia. El ebionismo, no obstante haber sido olvidado muy luégo, dejó en toda la historia de las instituciones cristianas una levadura que no debia perderse. La coleccion de las Logia ó discursos de Jesús se formó en el medio ebionita de la Batanea. La «pobreza» continuó siendo el ideal de los sinceros partidarios de Jesús, la carencia de toda propiedad el verdadero estado evangélico, y la mendicidad una virtud, un estado santo. El gran movimiento umbrío del siglo trece, que entre todos los ensayos de fundacion religiosa es el que más semejanza tiene con el movimiento galileo, se efectuó en nombre de la pobreza. Francisco de Asís, el hombre del mundo que más se parece á Jesús por su exquisita bondad y por su trato delicado y afectuoso, no fué sino un pobre. Las órdenes mendicantes y las innumerables sectas comunistas de la Edad media (pobres de Lyon, Begardos, Bongomilos, Fratricellos, Humillados, pobres evangélicos, etc.), que se agrupaban bajo la bandera del Evangelio eterno, pretendieron ser, y fueron en efecto, los verdaderos discípulos de Jesús. Pero áun esta vez los más imposibles sueños de la nueva religion quedaron infecundos. La mendicidad, que tan sérias inquietudes causa á nuestras sociedades industriales y administrativas, tuvo en su dia, y bajo el cielo que le era favorable, poderoso atractivo; ella ofreció á una multitud de almas dulces y contemplativas el único estado que podia convenirles. Hacer de la pobreza un objeto de amor y de codicia, elevar al mendigo sobre el altar, santificar el humilde traje del hombre del pueblo, es un golpe maestro que tal vez no satisfaga á la economía política, pero ante el cual no puede el verdadero moralista permanecer indiferente. Para que la humanidad pueda soportar su pesada carga, necesita abrigar la creencia de que su paga no consiste sólo en el precio de su salario:—el mayor servicio que puede hacérsele es repetirle con frecuencia que no vive únicamente del pedazo de pan que lleva á sus labios.

Jesús, como todos los grandes hombres, amaba al pobre y se complacia en hallarse en contacto con él. En su pensamiento, el Evangelio es para los pobres, para ellos trae el Mesías la buena nueva de salvacion. Sus elegidos eran todos los que el judaismo ortodoxo despreciaba. El amor del pueblo, la piedad por su impotencia y el sentimiento del jefe democrático que en sí mismo abriga el espíritu de la muchedumbre, y que se reconoce como su intérprete natural, traspiran á cada instante en sus actos y en sus discursos.

El grupo de elegidos ofrecia, en efecto, una mezcla de condiciones cuyo carácter debia sorprender sobremanera á los rigoristas: en su seno contaba personas que un judío que se respetase en algo no habria querido tratar. Y sin embargo, quizás encontraba Jesús en aquella sociedad fuera de las reglas comunes, mejores sentimientos y más nobleza de alma que entre las clases pedantes y formalistas, orgullosas de su aparente moralidad. Á fuerza de exagerar las prescripciones mosáicas, los fariseos habian llegado á creer que el trato con personas ménos severas que ellos, bastaba para mancillarlos; en los convites, casi se descendia á las pueriles distinciones de castas de la India. Despreciando esas miserables aberraciones del sentimiento religioso, Jesús se complacia en comer en casa de los párias de la sociedad judáica, y tomaba asiento á la mesa junto á personas de mal vivir, reputacion que tal vez tenía por orígen el solo hecho de que no participaban de las ridiculeces de los devotos y mojigatos. Los fariseos y los doctores se escandalizaban de semejante conducta: ¡Mirad con qué gentes come!—decian.—Jesús les daba entónces agudas respuestas que exasperaban á los hipócritas: «No son los que están sanos, sino los enfermos, los que necesitan de médico»; ó bien: «¿Quién de vosotros que teniendo cien ovejas y habiendo perdido una, no deje las noventa y nueve en la dehesa, y no vaya en busca de la que ha perdido hasta encontrarla? En hallándola, se la pone sobre los hombros muy gozoso»; ó ya: «El hijo del hombre ha venido á salvar lo que se habia perdido»; ó ya, en fin: «Porque los pecadores son, y no los justos, á quienes he venido yo á llamar». Otras veces respondia con esa hermosa parábola del hijo pródigo, en que se presenta al que ha delinquido como acreedor á mayor compasion y cariño que el que siempre fué justo. Sorprendidas de tanto atractivo y experimentando por primera vez el dulce encanto de la virtud, mujeres débiles ó culpables se aproximaban libre y confiadamente al jóven maestro. Los hipócritas se admiraban de que no las rechazase. «¡Oh!—decian los puritanos,—este hombre no es profeta, pues si lo fuese conoceria que la mujer que le toca es una pecadora.» Jesús respondia con la parábola de un acreedor que perdonó á dos de sus deudores las sumas que le debian: la del uno era de quinientos denarios, la del otro de cincuenta: ¿cuál de ellos le estará más agradecido? Sin duda aquel á quien se le perdonó más. Jesús apreciaba el estado del alma en proporcion del amor que en ella se contenia. Las mujeres que por sus faltas experimentaban sentimientos de humildad y le ofrecian un corazon lleno de lágrimas, estaban más próximas á entrar en su reino que las naturalezas medianas, las cuales tienen frecuentemente escaso mérito en no haber delinquido. Por otra parte, encontrando aquellas almas tiernas un medio de fácil rehabilitacion al convertirse á la secta, se comprende que se adhiriesen á su doctrina con el mayor entusiasmo.

Jesús, no sólo no trataba de acallar las murmuraciones que su desprecio por las susceptibilidades sociales de la época producia entre los hipócritas, sino que parece experimentar placer en excitarlas. Nadie proclamó nunca tan audazmente ese desprecio del «mundo», condicion indispensable de las grandes cosas y de la grande originalidad. No perdonaba al rico, sino cuando el rico era á su vez la víctima del desden social á consecuencia de alguna preocupacion. Preferia las personas de vida equívoca y de poca ó ninguna consideracion á los judíos ortodoxos que aparentaban una conducta irreprochable, á los cuales decia: «Publicanos y rameras os precederán en el reino de Dios. Vino Juan: los publicanos y las rameras le creyeron; mas vosotros ni con ver esto os movisteis á penitencia». Compréndese cuán sangrienta debia ser, para los que afectaban gravedad y rigidez de principios morales, la reconvencion de no haber seguido el buen ejemplo de los hombres de mal vivir y de las mujeres de costumbres livianas.

Jesús no aparentaba autoridad, ántes bien se complacia en tomar parte en los festejos de casamientos: precisamente uno de sus milagros fué hecho para amenizar una boda de aldea. En Oriente, las comidas de boda tienen lugar por la noche; cada convidado lleva un farol ó lamparilla, y aquel movimiento de luces que van y vienen produce un efecto muy agradable. Á Jesús le gustaba ese aspecto alegre y animado, el cual le proporcionaba motivo para deducir de él algunas parábolas. Semejante conducta, cuando la comparaban con la de Juan Bautista, escandalizaba á los devotos. Un dia en que los discípulos de Juan y los fariseos guardaban el ayuno, le preguntaron: «¿Cómo es que los discípulos de Juan ayunan á menudo, y oran, como tambien los de los fariseos; al paso que los tuyos comen y beben?» Á lo que respondia Jesús: «¿Por ventura podréis vosotros recabar de los compañeros del esposo el que ayunen miéntras el esposo está con ellos? Tiempo vendrá en que el esposo les será arrebatado y entónces ayunarán». Su carácter dulce y alegre se manifestaba continuamente por medio de reflexiones y bromas amables y festivas: «¿Á quién compararé yo esta raza de hombres?—decia.—Es semejante á los muchachos sentados en la plaza que dando voces á sus compañeros dicen: Os hemos entonado cantares alegres, y no habeis bailado; cantares lúgubres, y no habeis llorado. Así es que vino Juan, que no come, ni bebe, y dicen: Está poseido del demonio. Ha venido el Hijo del hombre, que come, y bebe, y dicen: Hé aquí un gloton y un vinoso, amigo de publicanos y de gente de mala vida. Pero la sabiduría queda justificada por sus obras».

De este modo recorria la Galilea en medio de una fiesta contínua. En sus excursiones, Jesús se servia de una mula, animal que constituye en Oriente buena y segura montura y cuyos negros ojos sombreados de largas pestañas son de extremada melancolía. Los adeptos desplegaban algunas veces en torno del maestro una pompa rústica, bien colocando sus vestidos sobre la mula en que cabalgaba, ó bien extendiéndolos ante sus pasos á guisa de alfombra. Cuando entraba Jesús en alguna casa, era su presencia motivo de regocijo y de bendicion: deteníase de ordinario en las aldeas y en las granjas, donde hallaba siempre afectuosa hospitalidad. En Oriente, basta que un extranjero se detenga en una casa para que en seguida se convierta en un sitio público:—toda la aldea se reune en ella, la invaden los muchachos, y aunque traten de alejarlos, vuelven otra vez á la carga. Jesús no podia tolerar que maltratasen á aquellos cándidos oyentes; atraíalos hácia sí y los abrazaba con ternura. Animadas las madres con tal acogida, le presentaban sus niños de pecho para que los tocase con sus manos. Otras mujeres se acercaban á él y derramaban aceite y perfumes sobre su cabeza y sobre sus piés. En ocasiones, sus discípulos querian rechazarlas como importunas; pero Jesús, á quien gustaban las costumbres antiguas y todo lo que indicaba sencillez de corazon, reparaba cariñosamente la ofensa hecha por sus demasiado celosos amigos. Protegiendo siempre á los que deseaban honrarle, se convertia en el ídolo de los niños y de las mujeres. La reconvencion que más frecuentemente le dirigian sus enemigos, era que trataba de separar de sus familias aquellos seres delicados y fáciles de seducir.

Así es que en cierto modo la religion naciente fué un movimiento de mujeres y de niños. Estos últimos formaban al rededor de Jesús como una guardia infantil en la inauguracion de su inocente reino; preparábanle pequeñas ovaciones, que no dejaban de complacerle, llamábanle «hijo de David», gritaban Hosanna, y llevaban palmas marchando en torno de él. Quizás Jesús, como Savonarola, los dejaba servir de instrumento á misiones piadosas; de todos modos, no se mostraba descontento de que aquellos jóvenes apóstoles, que no le comprometian, marchasen de vanguardia concediéndole títulos que él no osaba proclamar. Dejábalos, pues, hacer, y cuando le preguntaban si los oia, respondia de un modo evasivo, que la alabanza que sale de labios inocentes es la más agradable á Dios.

Jesús no desperdiciaba ninguna ocasion de repetir que los niños deben considerarse como seres sagrados; que el reino de Dios pertenece á los pequeñitos; que para entrar en él es necesario ser como un niño, pues como á tal han de recibirle, y que el Padre celestial oculta sus designios á los ángeles y se los revela á los pequeños. La idea de sus discípulos se confunde casi en él con la de los niños. Un dia en que disputaban por cuestiones de preeminencia, disputas que eran frecuentes entre los discípulos, Jesús, llamando á sí á un niño, le colocó en medio de ellos y dijo: «aquí está el mayor; cualquiera, pues, que se humilláre como este niño, ése será el mayor en el reino de los cielos».

Y en efecto, la infancia era la que en su divina espontaneidad, en su cándida ofuscacion de gozo, se posesionaba de la tierra. Creíase á cada instante que iba á amanecer el dia de un reino tan deseado, y cada cual se veia ya sentado en un trono junto al maestro. Repartíanse los puestos del futuro eden, y se trataba de computar el tiempo que tardaria su inauguracion. Esto se llamaba la «Buena nueva»; la doctrina no tenía otro nombre. La antigua palabra paraíso, que el hebreo, como todas las lenguas de Oriente, habia tomado de la Persia, y que en un principio sirvió para designar los parques de los reyes aqueménidas, resumia el sueño de todos, la aspiracion universal; ¡el paraíso! jardin delicioso, donde se continuaria para siempre una vida llena de inefables encantos. ¿Cuánto tiempo duró aquella embriaguez? Se ignora. Durante el curso de aquella mágica aparicion, nadie midió el tiempo, así como nadie mide la duracion de un éxtasis. El vuelo de las horas quedó en suspenso; una semana fué como un siglo. Pero ya durase años ó meses, aquel ensueño fué tan hermoso, que despues de él la humanidad ha continuado viviendo de su recuerdo, y todavía es su debilitado perfume nuestra suprema consolacion. Nunca dilató el pecho humano un gozo tan puro ni tan inmenso. En aquel esfuerzo, el más vigoroso que haya hecho la humanidad para elevarse sobre el barro de nuestro planeta, hubo un momento en que olvidó los lazos de plomo que la ligan á la tierra y las angustias de la vida. ¡Feliz el que entónces pudo ver la luz de aquella aurora divina, y participar, siquiera por un dia, de aquella ilusion mágica y sin igual! Pero ¡más dichoso todavía—nos diria Jesús—el que, libre de toda ilusion, reproduzca en sí mismo la aparicion celestial, y sin ensueños milenarios, sin paraíso quimérico, sin otro móvil que la rectitud de su voluntad y la poesía del alma, sepa crear de nuevo en su corazon el verdadero reino de Dios!

Capítulo XII

Embajada de Juan á Jesús. Muerte de Juan. Conexión de su escuela con la de Jesús


Miéntras que la risueña Galilea celebraba con festejos la venida del muy amado, el triste Juan se consumia de impaciencia y deseo en su prision de Machero. Las doctrinas y el éxito que alcanzaba el jóven maestro, á quien pocos meses ántes habia visto en las orillas del Jordan, llegaron hasta él. Decíase que el Mesías anunciado por los profetas, aquel que debia restaurar el reino de Israel, habia ya venido, y que sus hechos maravillosos demostraban su presencia en Galilea. Juan quiso cerciorarse de la veracidad de aquellos rumores, y como comunicaba libremente con sus discípulos, eligió á dos de ellos para que fuesen á ver á Jesús.

Los dos discípulos encontraron al profeta de Nazareth en el apogeo de su reputacion, y causóles no poca sorpresa la alegría que reinaba en derredor suyo. Acostumbrados á los ayunos, á la oracion, á una vida de aspiraciones y de rigidez, se admiraron al hallarse de pronto en medio de los regocijos de la bienaventuranza. En cumplimiento de su cometido, expusieron á Jesús la causa de su mensaje, diciéndole: «¿Eres tú el que debia venir? ¿Debemos esperar á otro?» Jesús, que ya entónces no vacilaba respecto á su papel de Mesías, les enumeró los hechos que debian caracterizar el advenimiento del reino de Dios, tales como la cura de las enfermedades y la buena nueva de salvacion anunciada á los pobres, obras que él ejecutaba. «Dichoso, pues,—añadió,—aquel que no dudáre de mí.» Ignórase si esta respuesta encontró vivo á Juan Bautista, y el efecto que ella produjo en el ánimo del austero asceta. ¿Murió consolado y con la seguridad de que vivia ya aquel que él anunciára, ó conservó sus dudas respecto á la mision de Jesús? Nada hay á este respecto que pueda sacarnos de incertidumbre. Sin embargo, al notar que su escuela se continuó despues durante muchos años paralelamente á las iglesias cristianas, se inclina uno á creer que, no obstante su deferencia por Jesús, Juan no le consideró como aquel que debia realizar las promesas divinas. La muerte vino, por otra parte, á poner término á sus perplejidades. El martirio debia ser el digno coronamiento de la carrera inquieta y agitada, y de la indomable libertad del solitario.

Las disposiciones indulgentes que Antipas manifestó en un principio respecto á Juan, no fueron, á lo que parece, de mucha duracion. Segun la tradicion cristiana, en las entrevistas que Juan tuvo con el tetrarca, no cesaba de repetirle que su matrimonio era ilícito y que debia rechazar léjos de sí á Herodías. No es difícil imaginarse el ódio inmenso que la nieta de Heródes el Grande debió concebir contra aquel consejero importuno, y se comprende el afan con que acecharia la ocasion de perderle.

Su hija Salomé, fruto de su primer matrimonio, y tan ambiciosa y disoluta como ella, fué el instrumento de sus designios. Antipas se encontraba á la sazon (probablemente en el año 30 de la era cristiana) en la fortaleza de Machero, y era dia del aniversario de su nacimiento. Heródes el Grande habia construido en el interior de la fortaleza un magnífico palacio, en el cual residia algunas veces el tetrarca. Con el motivo indicado, preparó allí un gran festin, durante el cual ejecutó Salomé una de esas danzas algo libres que en Siria no se consideran como impropias de una persona distinguida. Encantado Antipas de tanta gracia y soltura, preguntó á la bailarina lo que deseaba, y ésta, obedeciendo á las instigaciones de su madre, respondió: «La cabeza de Juan sobre esta fuente.» La exigencia no agradó mucho á Antipas; mas no tuvo fuerza bastante para rehusar. Un guardia cogió la fuente, fué á degollar al prisionero, y á los pocos instantes volvió á entrar con la sangrienta cabeza del Bautista.

Los discípulos de éste obtuvieron su cuerpo y le colocaron en un sepulcro. El descontento del pueblo fué grande. Seis años despues, queriendo Hareth reconquistar á Machero y vengar el ultraje hecho á su hija, atacó á Antipas y le derrotó completamente; el desastre del tetrarca se consideró entónces como un castigo por la muerte de Juan.

Los discípulos del Bautista llevaron á Jesús la noticia de su suplicio. El postrer mensaje que Juan envió á Jesús habia concluido de establecer entre las dos escuelas estrecha intimidad. Temiendo entónces Jesús que le alcanzase tambien el ódio de Antipas, tomó algunas precauciones y se retiró al desierto. Siguiéronle allí muchas personas, y gracias á una extremada frugalidad, el santo rebaño pudo vivir en aquellos eriales, circunstancia que despues se tomó naturalmente por un milagro. Á partir de aquel momento, Jesús no habló de Juan sin manifestar profunda admiracion. Declaraba sin vacilar que el Bautista era más que un profeta; que la Ley, de igual modo que los profetas antiguos, no habia tenido fuerza sino hasta él; que Juan los habia abrogado, pero que á su vez le abrogaria el reino del cielo. Y en fin, le asignaba en la economía del misterio cristiano un puesto de honor, convirtiéndole como en el lazo de union entre el Antiguo Testamento y el advenimiento del nuevo reino.

El profeta Malaquías, cuya opinion respecto á esto se realzó entónces extraordinariamente, habia anunciado con grande insistencia un precursor del Mesías, que debia preparar á los hombres al acontecimiento final; una especie de mensajero enviado á la tierra para facilitar el camino al elegido de Dios. Este mensajero no era otro que el profeta Elías, quien, segun la creencia general, iba muy pronto á descender del cielo, adonde habia subido, á fin de reconciliar á Dios con su pueblo y de hacer que los hombres se preparasen al grande acontecimiento por medio de la penitencia. Al nombre de Elías asociaban algunas veces el del patriarca Henoch, al cual se atribuia, desde hacia uno ó dos siglos, alto grado de santidad, ó bien el de Jeremías, á quien se consideraba como al genio protector del pueblo, ocupado siempre en rogar por él ante el trono de Dios. La idea de que dos antiguos profetas deben resucitar para servir de precursores al Mesías, se halla de una manera tan sorprendente en la doctrina de los Parsis, que se inclina uno á admitir la hipótesis de que los israelitas la tomaron de allí. Sea como quiera, ella formaba en la época de Jesús parte integrante de las teorías judáicas. Todo el mundo creia que la aparicion de dos «testigos infieles», vestidos de hábitos de penitencia, serviria de prólogo al gran drama que iba á desarrollarse con asombro del universo.

Abrigando semejantes ideas, compréndese que Jesús y sus discípulos no vacilasen respecto á la mision de Juan. Cuando los escribas les objetaban que áun no podia tratarse de Mesías en razon á que Elías no habia venido, les contestaban afirmativamente, diciendo que Elías habia venido; que Juan era Elías resucitado. En efecto, Juan, por su género de vida, por su oposicion á los gobiernos políticos, recordaba aquella figura original y terrible de la antigua historia de Israel. Jesús no cesaba de encarecer los méritos y la excelencia de su precursor. Decia que entre los hijos de los hombres no habia nacido uno más grande, y anatematizaba á los fariseos y á los doctores por no haber aceptado su bautismo, por no haberse convertido á su voz.

Los discípulos de Jesús permanecieron fieles á esos principios del maestro. El respeto á Juan fué una tradicion constante en la primera generacion cristiana; supúsosele pariente de Jesús, y para fundar la mision de éste sobre un testimonio de todos admitido, se dijo que Juan, desde la primera entrevista con Jesús, le proclamó por el Mesías; que se reconoció inferior á él é indigno de desatar las cintas de sus sandalias; y que en un principio rehusó bautizarle, sosteniendo que él debia ser bautizado por Jesús. Tales exageraciones quedan plenamente refutadas por la forma dubitativa del último mensaje de Juan. Sin embargo, en un sentido más general, el Bautista permaneció en la leyenda cristiana siendo lo que en realidad fué, esto es, el austero cenobita que prepara el camino á la nueva era, el triste predicador de penitencias ántes de las alegrías que traerá consigo la llegada del esposo, el profeta que anuncia el reino de Dios y muere ántes de verle. Aquel gigante de los orígenes del cristianismo, aquel comedor de langostas y de miel silvestre, aquel rígido enderezador de entuertos, fué el ajenjo que preparó los labios á las dulzuras del reino de Dios. La víctima de Herodías abrió la era de los mártires cristianos, siendo el primer testimonio de la nueva conciencia. Los mundanos reconocieron en él su verdadero enemigo y no pudieron tolerar su vida: su cadáver mutilado y tendido sobre el umbral del cristianismo, trazó la sangrienta via por donde tantos mártires habrian de pasar despues de él.

La escuela de Juan no se extinguió con la muerte de su fundador: separada de la de Jesús, vivió algun tiempo, hallándose al principio en buena armonía con la de aquél. Varios años despues de la muerte de ambos maestros se practicaba todavía el bautismo juanista. Algunas personas pertenecian simultáneamente á las dos escuelas, entre otras, el célebre Apolos, el rival de San Pablo (hácia el año 50), y un gran número de cristianos de Éfeso. Josefo ingresó (año 53) en la escuela de un asceta llamado Banú, que tiene gran semejanza con Juan Bautista y que tal vez habia sido su discípulo. Aquel Banú vivia en el desierto, formaban su vestido hojas de árboles, alimentábase de plantas ó de frutas silvestres, y lo mismo de dia que de noche, se bautizaba frecuentemente, á fin de purificarse. Santiago, aquel á quien se llamaba el «hermano del Señor» (quizás hay aquí alguna confusion de homónimos), observaba tambien un ascetismo análogo. Algunos años despues (hácia el 80), el bautismo estuvo en lucha abierta con el cristianismo, particularmente en el Asia Menor. Juan el Evangelista le combate de una manera embozada. Uno de los poemas sibilinos proviene, á lo que parece, de aquella escuela. En cuanto á las sectas de Hemerobatistas, Baptistas y Elcaitas (Sabiens, Mogtasila de los escritores árabes), que se propagaron por Siria, Palestina y Babilonia en el siglo segundo, y cuyos restos subsisten aún entre los Mandeitas llamados «cristianos de San Juan», sin duda tuvieron el mismo orígen que el movimiento del Bautista y no debe considerárselas como la descendencia auténtica de Juan. La verdadera escuela de éste, medio confundida con el cristianismo, llegó á mirarse como una herejía cristiana y se extinguió oscuramente. Juan vió sin duda hácia qué parte se inclinaba el porvenir. Si hubiese obedecido á una rivalidad mezquina, su nombre yaceria hoy en el olvido entre la muchedumbre de los sectarios de su época. Su abnegacion le condujo á la gloria, dándole un puesto único en el panteon religioso de la humanidad.

Capítulo XIII

Primeras tentativas sobre Jerusalen


Jesús, casi todos los años iba á Jerusalen á la fiesta de la Pascua. Los pormenores de cada uno de aquellos viajes son poco conocidos, porque los sinópticos no hablan de ellos, y las notas del cuarto evangelio son muy oscuras respecto á este particular. Lo cierto es, segun parece, que el año 35, y seguramente despues de la muerte de Juan, fué cuando tuvo lugar la más importante de las residencias de Jesús en la capital. Muchos discípulos le siguieron. Aunque entónces Jesús daba poca importancia á la peregrinacion, se sometió á ella por no lastimar la opinion judía, con la que no habia roto aún abiertamente. Por otra parte, esos viajes entraban en sus proyectos; porque comprendia ya que para representar un papel de primer órden era preciso salir de Galilea y atacar el judaismo en su plaza fuerte, que era Jerusalen.

La pequeña comunidad de Galilea estaba bastante fuera de su centro en la capital. Jerusalen, poco más ó ménos, era entónces lo mismo que es hoy dia, una ciudad de pedantismo, de acrimonia, de disputas, de odios y de nimiedades de ingenio. El fanatismo era allí extremado, y muy frecuentes las sediciones religiosas. Los fariseos imperaban en ella; el estudio de la Ley, llevado á las más insignificantes pequeñeces y reducido á cuestiones de casuística, era la única enseñanza. Aquella cultura exclusivamente teológica y canónica no contribuia en nada á ilustrar los entendimientos. Tenía algo de semejante á la estéril doctrina del faquir musulman, á esa ciencia fútil que se agita al rededor de una mezquita, disipacion considerable de tiempo y de dialéctica del todo vana, sin que la buena disciplina del entendimiento se aproveche de ella. La educacion teológica del clero moderno, aunque árida, no puede dar idea alguna de aquélla; porque el Renacimiento ha introducido en todas nuestras enseñanzas, áun en las más rebeldes, una parte de bellas letras y de buen método, que ha hecho que la escolástica tome más ó ménos una tintura de humanidades. La ciencia del doctor judío, del sofer ó escriba, era puramente bárbara, absurda sin compensacion, desprovista de todo elemento moral. Para colmo de desgracia, llenaba de un ridículo orgullo á todo el que se empeñaba en abrazarla. Orgulloso del pretendido saber que tanto trabajo le costára, el escriba judío sentia por la cultura griega el mismo desprecio que el sabio musulman de nuestros dias experimenta por la civilizacion europea, y que el antiguo teólogo católico tenía por el saber de las gentes del mundo. Es propio de esas culturas escolásticas el alejar el espíritu de todo lo delicado, el no apreciar sino las difíciles nimiedades en cuya adquisicion se ha gastado la existencia, considerándolas como la obligacion de las personas que hicieron profesion de gravedad.

Aquel mundo odioso no podia ménos de oprimir gravemente las almas sensibles y delicadas del Norte. El desprecio de los Hierosolimitanos hácia los Galileos hacia la separacion aún más inaccesible. En aquel magnífico templo, objeto de todos sus deseos, no encontraban sino afrenta. Un versículo del salmo de los peregrinos: «He preferido quedarme á la puerta de la casa de mi Dios» parece hecho exprofesamente para ellos. Un sacerdote desdeñoso sonreia de su inocente devocion, casi como en otro tiempo en Italia el clero, familiarizado con los santuarios, presenciaba indiferente y burlon quizás, el fervor del peregrino que de léjos habia venido. Los Galileos hablaban un dialecto bastante corrompido: su pronunciacion viciosa, confundiendo las diversas aspiraciones, hacia que resaltasen quid pro quos que excitaban no poco la hilaridad.

En religion se los tenía por ignorantes y poco ortodoxos: la frase «simple Galileo» se habia hecho proverbial. Se creia (y no sin razon) que la sangre judáica estaba entre ellos muy mezclada, y se tenía por axioma que la Galilea no podia producir un profeta. Llevados así al último extremo del judaismo, y casi fuera de él, los pobres Galileos no contaban con otra cosa para reanimar sus esperanzas, sino con un pasaje de Isaías bastante mal interpretado:

«¡Tierra de Zabulon y tierra de Nefthalí, camino del mar, Galilea de los gentiles! El pueblo que marchaba en la oscuridad ha visto una gran luz; el sol se ha levantado para los que se hallaban sumidos en las tinieblas.»

La reputacion que gozaba la ciudad natalicia de Jesús era particularmente detestable. Hubo un proverbio popular que decia: «¿Acaso de Nazareth puede salir cosa buena?».

La completa aridez de la naturaleza en los alrededores de Jerusalen debia acabar de disgustar á Jesús. Sus valles no tienen agua; el suelo es árido y pedregoso. Cuando se clava la vista en la depresion del mar Muerto se experimenta algo de embriagador: fuera de ese lugar, todo es monótono. Sólo la colina de Mizpa, con sus recuerdos de la más antigua historia de Israel, atrae las miradas. La ciudad presentaba en tiempo de Jesús casi el mismo aspecto que hoy dia. No poseia ni el más pequeño monumento antiguo, porque hasta los Asmoneos, los judíos permanecieron extraños á todas las artes: Juan Hircano comenzó á embellecerla, y Heródes el Grande hizo de ella una de las más suntuosas ciudades de Oriente. Las construcciones herodianas rivalizaban con las mejores de la antigüedad por su carácter grandioso, lo perfecto de la ejecucion y la belleza de los materiales. Un crecido número de sepulcros, de un gusto original, se elevaba hácia el mismo tiempo en los alrededores de Jerusalen. El estilo de aquellos monumentos era el griego, pero amoldado al uso de los judíos y notablemente modificado segun sus principios. Los ornamentos de escultura viva, que los Heródes se permitieron, con gran disgusto de los rigoristas, fueron desterrados, reemplazándolos por una decoracion vegetal. El gusto de los antiguos moradores de la Fenicia y de la Palestina por los monumentos monolitos tallados en piedra viva parecia renacer en aquellos singulares sepulcros abiertos en las rocas y en los que los órdenes griegos están caprichosamente aplicados á una arquitectura de trogloditas. Jesús, que consideraba las obras de arte como una pompa fútil de la vanidad, vió todos aquellos monumentos con disgusto. Su absurdo espiritualismo y su opinion inmutable de que la figura del viejo mundo debia desaparecer, le quitaron el gusto para todo lo que no tocaba al corazon.

El templo, en la época de Jesús, era todo nuevo, y sus obras exteriores aún no se habian concluido. Heródes habia hecho que su reconstruccion empezase el año 20 ó 21 ántes de la era cristiana, para ponerle al nivel de sus otros edificios. La nave del templo se acabó en diez y ocho meses, y los pórticos en ocho años; pero las partes accesorias continuaron poco á poco, no terminándose sino poco tiempo ántes de la toma de Jerusalen. Jesús vió trabajar probablemente en él, no sin cierto disgusto interior. Aquellas esperanzas de un porvenir durable eran una especie de insulto á su próximo advenimiento. Más perspicaz que los incrédulos y fanáticos, comprendia que aquellas magníficas construcciones estaban llamadas á gozar una corta duracion.

Por lo demás, el templo formaba un conjunto maravillosamente conmovedor, y cuyo haram actual, á pesar de su belleza, puede apénas dar una idea. Las galerías y pórticos que le cercaban servian ordinariamente de punto de reunion á una muchedumbre considerable, y aquel vasto sitio era á la vez el templo, el foro, el tribunal y la universidad. Todas las discusiones religiosas de las escuelas judías, todas las enseñanzas canónicas, hasta las mismas causas civiles y criminales, en una palabra, toda la actividad de la nacion se concentraba allí. Aquél era un choque contínuo de argumentos, un palenque de disputas, oyéndose por todas partes sofismas y cuestiones sutiles. El templo tenía, pues, mucha semejanza con una mezquita musulmana. Llenos de miramiento en aquella época hácia las religiones extranjeras, cuando éstas permanecian en su propio territorio, los romanos se prohibian la entrada en el santuario; inscripciones griegas y latinas marcaban el punto hasta dónde era permitido llegar á los no judíos. Pero la torre Antonia, cuartel general de la fuerza romana, dominaba todo el recinto, permitiendo observar lo que pasaba allí.

El cuidado material del templo estaba á cargo de los judíos; un capitan del templo tenía su mayordomía, haciendo abrir y cerrar las puertas é impidiendo que se atravesara su circuito llevando baston en la mano, con el calzado sucio ó con paquetes, ó pasar por él para acortar el camino. Se vigilaba sobre todo escrupulosamente para que nadie entrase en los pórticos interiores en estado de impureza legal. Las mujeres tenian una tribuna completamente separada.

Allí fué donde Jesús pasaba sus dias durante el tiempo que permanecia en Jerusalen. La época de las fiestas hacia concurrir á aquella ciudad un inmenso gentío. Reunidos en una misma habitacion diez ó veinte personas, los peregrinos lo invadian todo, viviendo en ese hacinamiento desordenado, que tanto agrada en Oriente. Jesús se confundia entre la muchedumbre, y sus pobres galileos agrupados en su derredor hacian poco efecto. Presentia, sin duda, que aquél era un mundo hostil para él, que no lo acogeria sino con desprecio. Todo lo que veia le disgustaba. El templo, como en general todos los parajes de devocion demasiado frecuentados, ofrecia un aspecto poco edificante. El servicio del culto llevaba consigo un número de detalles, sobre todo operaciones mercantiles, á consecuencia de las cuales se establecieron verdaderas tiendas en el sagrado circuito. Allí se vendian reses para los sacrificios, y se encontraban mesas para facilitar el cambio de la moneda: á veces se hubiera tomado aquello por un bazar. Los ínfimos empleados del templo llenaban sin duda su mision con la vulgaridad irreligiosa de los sacristanes de todas las edades. Aquel aire profano é indiferente en el manejo de las cosas santas heria el sentimiento religioso de Jesús, llevado, á veces, hasta el escrúpulo. Decia que de la casa del Señor habian hecho una cueva de ladrones. Un dia, cuentan que se dejó llevar de la cólera, y que dió de latigazos á aquellos mercaderes innobles, tirando por tierra sus mesas. En general, gustaba poco del templo: el culto que concibió por su Padre, nada tenía que ver con las sangrientas escenas de los sacrificios. Todas aquellas rancias instituciones judías le disgustaban, y sufria al verse obligado á consentirlas. Así pues, el templo y su local no inspiraron sentimientos piadosos, en el seno del cristianismo, sino á los cristianos judaizantes. Los verdaderos hombres nuevos sintieron aversion por aquel antiguo lugar sagrado. Constantino y los primeros emperadores cristianos dejaron subsistir donde estaban las construcciones paganas de Adriano. Sólo fueron los enemigos del cristianismo, como Juliano, los que pensaron en aquel paraje. Cuando Omar entró en Jerusalen, el lugar del templo fué profanado de intento en ódio á los judíos.

El Islam, es decir, una especie de resurreccion del judaismo, en toda su forma exclusivamente semítica, fué el que le devolvió sus honores. Aquel lugar fué siempre anti-cristiano.

El orgullo de los judíos acababa de descontentar á Jesús y de hacerle penosa la permanencia en Jerusalen. Á medida que las grandes ideas de Israel se fortalecian, el sacerdocio se humillaba. La institucion de las sinagogas dió al intérprete de la Ley, al doctor, una grande superioridad sobre el sacerdote. No existian sacerdotes sino en Jerusalen, y áun allí mismo, limitados á las funciones simplemente rituales, casi como nuestros sacerdotes de parroquia, excluidos de la predicacion, estaban pospuestos al orador de la sinagoga, al casuista, al sofer ó escriba, por más lego que fuese este último. Los hombres célebres del Talmud no son sacerdotes; son sabios segun las ideas del tiempo. El alto sacerdocio de Jerusalen gozaba, en verdad, de un rango muy elevado en la nacion, pero no estaba en manera alguna á la cabeza del movimiento religioso. El sumo pontífice, cuya autoridad habia sido ya deshonrada por Heródes, se convertia cada vez más en un funcionario romano, que se mudaba frecuentemente para que muchos se aprovechasen del empleo. En contraposicion de los fariseos, celosos seglares muy exaltados, casi todos los sacerdotes eran saduceos, es decir, miembros de aquella aristocracia incrédula que se formó al rededor del templo, viviendo del altar y teniendo en él su vanidad. La casta sacerdotal se habia separado hasta tal punto del sentimiento nacional y de la gran direccion religiosa que conducia al pueblo, que el nombre de «saduceo» (sadoki), que designaba de antemano solamente á un miembro de la familia sacerdotal de Sadok, vino á ser sinónimo de «materialista» y de «epicúreo».

Pero aún vino un elemento peor, despues del reinado de Heródes el Grande, á corromper el alto sacerdocio. Habiéndose Heródes enamorado de Mariana, hija de un tal Simon, hijo éste de Boethus de Alejandría, y habiendo querido casarse con ella (hácia el año 28 ántes de J. C.), no encontró otro medio para ennoblecer al padre de su futura y elevarle hasta él, que hacerle gran sacerdote. Aquella intrigante familia permaneció dueña del soberano pontificado durante treinta y cinco años, casi sin interrupcion. Estrechamente ligada á la familia reinante, no se separó de él sino despues que fué depuesto Arquelao, volviéndose á apoderar del pontificado (el año 42 de nuestra era) despues que Heródes Agrippa rehizo por algun tiempo la obra de Heródes el Grande. Bajo el nombre de Boethusim, se formó así una nueva nobleza sacerdotal, muy mundana, muy poco devota, que casi se confundió con los Sadokitas. Los Boethusim, en el Talmud y en los escritos rabínicos, están presentados como dos especies de incrédulos, y siempre cerca de los saduceos. De todo esto resultó al rededor del templo una especie de córte de Roma, viviendo de la política, poco dada á los excesos de celo, áun esquivándolos, no queriendo oir hablar de personajes santos, de innovadores, porque se aprovechaba de la rutina establecida. Estos sacerdotes epicúreos no tenian la violencia de los fariseos; sólo querian el reposo: su frivolidad moral y su fria irreligion hacian sublevarse á Jesús; y aunque diferentes en sí, le eran de igual modo antipáticos. Pero extranjero y sin crédito, debia guardar para sí, durante bastante tiempo, su disgusto y no comunicar sus sentimientos sino á la sociedad íntima que le acompañaba. Ántes de la última residencia, más larga con mucho que todas las que permaneció en Jerusalen, y que terminó por su muerte, Jesús ensayó, no obstante, hacerse escuchar. Predicó; se habló de él; se ocuparon de ciertos actos que consideraban como milagrosos. Pero de todo esto no resultó ni el establecimiento de una iglesia en Jerusalen, ni un número de discípulos hierosolimitanos. El elocuente doctor que perdonaba á todos con tal que le amasen, no debia encontrar eco en un santuario de disputas vanas y de sacrificios arraigados. Sólo consiguió con esto algunas buenas relaciones, de las que más tarde recogió el fruto. No es de suponer que entónces trabase conocimiento con la familia de Bethania que le prodigó, en medio de las pruebas de sus últimos meses, tantos consuelos. Pero desde el principio llamó la atencion de un tal Nicodemo, rico fariseo, miembro del sanedrin, y muy considerado en Jerusalen. Ese hombre, que parecia honrado y de buena fe, se sintió arrastrado hácia el jóven galileo. No queriendo comprometerse, fué á verle de noche y tuvo con él una larga conferencia. De ella guardó, sin duda, una favorable impresion, porque más tarde defendió á Jesús contra las prevenciones de sus cofrades, y, á la muerte de Jesús, volvemos á hallarle prodigando piadosos cuidados al cadáver del maestro. Nicodemo no se hizo cristiano; creyó que su posicion se lo impedia en un momento revolucionario, en que la religion no contaba aún prosélitos ilustres. Pero evidentemente prodigó gran amistad á Jesús dispensándole servicios, aunque sin poder arrancarle á una muerte cuyo decreto, á la época en que llegamos, estaba como escrito.

En cuanto á los doctores célebres de su tiempo, no parece que Jesús tuviera relaciones con ellos. Hillel y Schammai habian muerto: la mayor autoridad de la época era Gamaliel, nieto de Hillel, inteligencia clara y hombre de mundo, dedicado á los estudios profanos, y acostumbrado á la tolerancia por su comercio con la alta sociedad. Al reves de los fariseos, muy severos, que caminaban envueltos en un velo ó con los ojos cerrados, él miraba á las mujeres, sin exceptuar á las paganas. La tradicion le excusó, así como haber sabido el griego, porque le acercaba á la córte. Despues de la muerte de Jesús manifestó sobre la nueva secta miras muy templadas. San Pablo salió de su escuela. Pero es muy probable que Jesús jamás entró en ella.

Un pensamiento al ménos que Jesús sacó de Jerusalen, y que desde entónces parecia arraigarse en él, fué que no habia pacto posible con el antiguo culto judío; la abolicion de los sacrificios, que le causaron tanto disgusto; la supresion de un sacerdocio impío y altanero, y hasta cierto punto la abrogacion de la ley, le parecieron de absoluta necesidad.

Á partir de ese momento, se coloca, no como reformador judío, sino como destructor del judaismo. Algunos partidarios de las ideas mesiánicas habian admitido ya que el Mesías sería el portador de una nueva Ley, comun á toda la tierra. Los Esenios, que apénas eran judíos, parecian ser tambien indiferentes al templo y á las observancias mosáicas. Pero sólo eran atrevimientos aislados y no consentidos. Jesús fué el primero que se atrevió á decir que á partir de él, ó mejor á partir de Juan, la Ley no existia ya. Si alguna vez empleaba términos más discretos, era por no chocar abiertamente con las preocupaciones admitidas. Cuando le ponian en el disparador, descorria todos los velos y declaraba que la Ley no tenía ninguna fuerza. Á propósito de esto, se valia de enérgicas comparaciones: «Nadie á un vestido viejo echa un remiendo de paño nuevo; tampoco echa nadie vino nuevo en cueros viejos».

Hé ahí en la práctica, su acto de maestro y de creador. Aquel templo excluyó de su seno los no judíos por medio de carteles afrentosos. Jesús rechaza el templo. Aquella Ley estrecha, dura, sin caridad, no se hizo sino para los hijos de Abraham. Jesús pretende que todo hombre de buena voluntad, todo hombre que le acoja y le ame es hijo de Abraham. El orgullo de la sangre le parecia el enemigo capital que debia combatir. Jesús, en otros términos, no es ya un judío. Es revolucionario al más alto grado; llama á todos los hombres á un culto fundado sobre su sola cualidad de hijos de Dios. Proclama los derechos del hombre, no los derechos del judío; la religion del hombre, no la religion del judío; la salvacion del hombre, no la salvacion del judío. ¡Ah, cuán léjos estamos de un Júdas Gaulonita, de un Matías Margaloth, predicando la revolucion en nombre de la Ley! La religion de la humanidad, establecida, no sobre la sangre, sino sobre el corazon, queda fundada. Se ha ido más allá que Moisés; el templo no tiene ya razon de ser, y es irrevocablemente condenado.

Capítulo XIV

Relaciones de Jesús con los gentiles y los samaritanos


Consecuente á estos principios, Jesús despreciaba todo lo que no era la religion del corazon. Las vanas prácticas de los devotos y el rigorismo exterior, que espera alcanzar la salvacion por medio de mojigaterías, hallaban en él un enemigo mortal. Se cuidaba poco del ayuno y preferia el perdon de una ofensa á los sacrificios. El amor de Dios, la caridad, el perdon recíproco, hé ahí toda su ley; nada ménos sacerdotal que esto. El sacerdote, por su estado, induce siempre al sacrificio público, del cual es el ministro obligado, y disuade de la oracion privada, que es un medio de no necesitar de él. En vano se buscará en el Evangelio una práctica religiosa recomendada por Jesús. El bautismo sólo tiene para él una importancia secundaria; y en cuanto á la oracion, nada establece, sino que se haga de corazon.

Muchos, como sucede siempre, creyeron reemplazar por el buen deseo de las almas débiles el verdadero amor del bien, y se imaginaron ganar el reino del cielo diciéndole: «Señor, Señor.» Jesús los rechazaba proclamando que su religion era el hacer bien. Frecuentemente citaba el pasaje de Isaías: «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazon está léjos de mí».

El sábado era el punto capital sobre el que se elevaba el edificio de los escrúpulos y de las sutilezas farisáicas. Aquella excelente y antigua institucion vino á ser un pretexto de mezquinas disputas de casuitas y una causa perenne de supersticiosas creencias. Se creia que la naturaleza guardaba su observancia; todos los manantiales intermitentes pasaban por «sabáticos». Éste era tambien el punto sobre que Jesús se complacia en retar á sus adversarios. Quebrantaba abiertamente el sábado, y no respondia á los cargos que se le hacian, sino por medio de sátiras ingeniosas. Con mayor motivo despreciaba una porcion de preceptos modernos, que la tradicion habia añadido á la Ley, y que, por la misma razon, eran más apreciados de los devotos. Las abluciones, las diferencias demasiado sutiles de las cosas puras ó impuras no encontraban en él compasion ni misericordia. «¿Podeis lavar vuestra alma de esa manera?—les decia:—No mancilla al hombre lo que come, sino lo que sale de su corazon.»

Los fariseos, propagadores de esas hipócritas nimiedades, eran el blanco á que se dirigian todos sus tiros. Los acusaba de exagerar la Ley, de inventar preceptos imposibles, á fin de crear á los hombres ocasiones de pecar. «Ciegos, lazarillos de ciegos,—decia,—cuidado con caer en el hoyo.»—«Raza de víboras,—añadia en secreto,—no hablan sino del bien, pero en su interior son malvados; desmienten el proverbio: “La boca no vierte sino lo que rebosa el corazon”.» Jesús no conocia bastante á los gentiles para pensar establecer sobre su conversion alguna cosa sólida. La Galilea contaba gran número de paganos, pero no, á lo que parece, un culto organizado y público de los falsos dioses. Jesús pudo ver desplegarse este culto en todo su esplendor en el país de Tyro y de Sidon, en Cesárea de Filipo y en la Decápola. De todo eso hizo poco caso. Jamás se encuentra en él ese pedantismo insoportable de los judíos de su época, esas declamaciones contra la idolatría tan familiares á sus correligionarios, á partir de Alejandro, y de que está lleno, por ejemplo, el libro de la «Sabiduría». Lo que le chocaba en los paganos no era su idolatría, sino su servilismo. El jóven demócrata judío, hermano en esto de Júdas el Gaulonita, no reconociendo por dueño sino á Dios, se agraviaba de los honores que se tributaban á la persona de los soberanos y de los títulos frecuentemente falaces que se les prodigaban. Excepto en esto, en la mayor parte de las circunstancias en que se encontraba con los paganos mostraba con ellos una gran indulgencia; á veces parecia concebir más esperanzas sobre ellos que sobre los judíos. El reino de Dios les será transferido. «Cuando un propietario está descontento de aquel á quien ha alquilado su viña, la arrienda á otros labradores que le paguen los frutos á su tiempo». Jesús debia mantenerse tanto más en esta opinion, cuanto que la conversion de los gentiles era, segun las ideas judías, una de las señales más ciertas de la venida del Mesías. En su reino de Dios hace sentar al festin, al lado de Abraham, de Isaac y de Jacob, hombres originarios de todas partes, miéntras que rechaza á los herederos legítimos del reino. Cierto es que frecuentemente se cree hallar en las órdenes que da á sus discípulos una tendencia del todo contraria: parece recomendarles que no prediquen la salvacion sino solamente á los judíos ortodoxos, y habla de los paganos de una manera conforme á las prevenciones de los judíos. Pero es necesario acordarse de que los discípulos, cuyo escaso entendimiento no se avenia á esa gran indiferencia por la cualidad de hijos de Abraham, pudieron muy bien hacer doblegar las instituciones del maestro en el sentido de sus propias ideas. Por otra parte, es muy posible que Jesús variase respecto á este punto de la misma manera que Mahoma habla de los judíos en el Coran, tan pronto del modo más conveniente como con una extrema dureza, segun espera ó no atraerlos hácia sí. La tradicion, en efecto, concede á Jesús dos reglas de proselitismo enteramente contrarias y que pudo practicar sucesivamente: «Quien no es contrario vuestro, de vuestro partido es;—el que no está por mí, contra mí está». Esta especie de contradicciones ocasiona, casi necesariamente, una lucha apasionada.

Lo cierto es, que entre sus discípulos contaba diferentes personas de las que los judíos designaban con el nombre de «Helénicos». Esta palabra tenía en Palestina muy diversas significaciones. Unas veces se designaba con ella á los paganos, otras á los judíos que hablaban griego y vivian entre aquéllos, otras á las personas de orígen pagano convertidas al judaismo. Lo probable es que Jesús encontrase más simpatías en esta última clase de Helénicos. La afiliacion al judaismo tenía muchos grados, pero los prosélitos permanecian siempre en un estado de inferioridad con respecto al judío de nacimiento. Los que nos ocupan al presente eran llamados «prosélitos de la puerta» ó «personas timoratas de Dios», que se sometian á los preceptos de Noé, y no á los mosáicos. Esa misma inferioridad era sin duda alguna la causa que los acercaba á Jesús y les valia su estimacion.

De la misma manera obraba con los samaritanos. Cercada como un islote entre las dos grandes provincias del judaismo (la Judea y la Galilea), la Samaria formaba en Palestina una especie de territorio ó distrito, donde se conservaba el antiguo culto del Garizim, hermano y rival del de Jerusalen. Aquella pobre secta, que no tenía ni el genio ni la sábia organizacion del judaismo propiamente dicho, era tratada por los hierosolimitanos con extremada dureza. Los que á ella pertenecian eran considerados por el mismo prisma que los paganos, concediéndoles un grado de mayor desprecio. Jesús, por una especie de oposicion, estaba animado en su favor. Muchas veces prefiere los samaritanos á los judíos ortodoxos. Si en algunas ocasiones parece prohibir á sus discípulos que vayan á predicarles, reservando su Evangelio para los israelitas puros, es sin duda un precepto hijo de las circunstancias, al cual los apóstoles dieron un sentido demasiado absoluto. Algunas veces los samaritanos le recibian mal, suponiéndole imbuido en las preocupaciones de sus correligionarios; del mismo modo que en nuestros dias, el europeo despreocupado es para los musulmanes un enemigo á quien siempre se cree cristiano fanático. Jesús sabía colocarse por cima de esos errores. Tuvo muchos discípulos en Sichem, donde pasó dos dias. En cierta situacion, no encuentra ni gratitud, ni verdadera piedad, sino en casa de un samaritano. Una de sus mejores parábolas es la del hombre herido en el camino de Jericó. Un sacerdote pasa, le ve y prosigue su camino. Un levita pasa y no se detiene. Un samaritano le compadece, se acerca á él, derrama aceite en sus heridas y las venda. Jesús deduce de esto que la verdadera fraternidad se establece entre los hombres por la caridad y no por la fe religiosa.

El «prójimo», que en el judaismo era sobre todo el correligionario, es para él el hombre que tiene piedad de sus semejantes, sin distincion de sectas. La fraternidad humana en el sentido más lato rebosaba en todas sus lecciones.

Estos pensamientos, que asediaban á Jesús á su salida de Jerusalen, encontraron su viva expresion en una anécdota que ha sido conservada respecto á su regreso. El camino de Jerusalen, en Galilea, pasa á una media hora de Sichem delante de la explanada del valle que dominan los montes Ebal y Garizim. Los peregrinos judíos evitaban en general aquel camino, prefiriendo en sus viajes dar el gran rodeo de la Perea más bien que exponerse á las vejaciones de los samaritanos ó á pedirles alguna cosa. Estaba prohibido comer y beber con ellos; el axioma de algunos casuistas era «que un pedazo de pan de los samaritanos es carne de puerco». Cuando se emprendia aquel camino, se hacian, pues, de antemano las provisiones; y áun así raramente se evitaban las pendencias y los malos tratamientos. Jesús no participaba ni de aquellos escrúpulos, ni de esos temores. Cuando hubo llegado al punto del camino en que hácia la izquierda se abre el valle de Sichem, se sintió fatigado y se detuvo cerca de un pozo. Los samaritanos tenian, lo mismo entónces que hoy en dia, la costumbre de poner á todos los parajes de sus valles, nombres sacados de los recuerdos patriarcales; aquel pozo le miraban como dado á José por Jacob; probablemente era el mismo que áun hoy dia se llama Bir-Iakoub. Los discípulos entraron en el valle y fueron á la ciudad á comprar provisiones; Jesús se sentó en el borde del pozo, teniendo á su vista á Garizim.

Era mediodía próximamente. Una mujer de Sichem vino á sacar agua. Jesús la pidió de beber, lo cual la asombró muchísimo, porque los judíos se prohibian de ordinario todo comercio con los samaritanos. Subyugada por la plática de Jesús, la mujer reconoció en él un profeta, y esperando sin duda reconvenciones acerca de su culto, tomó la delantera, diciendo: «Señor, nuestros padres adoraron sobre esta montaña, miéntras que vosotros decís que en Jerusalen está el lugar donde se debe adorar.»—«Mujer, créeme á mí, le respondió Jesús:—ya llega el tiempo en que ni en este monte ni en Jerusalen adoraréis al Padre; ya llega el tiempo en que los verdaderos adoradores le adorarán en espíritu y en verdad».

El dia en que pronunció esa frase fué verdaderamente hijo de Dios, diciendo por vez primera la palabra sobre la cual descansará el edificio de la religion eterna. Con ella fundó el culto puro, sin fecha, sin patria; el culto que practicarán las almas elevadas hasta el fin de los siglos. Desde aquel dia, no solamente su religion fué la religion de la humanidad, sino la absoluta; y si en otros planetas hay habitantes dotados de razon y de moralidad, su religion no puede ser diferente de la que Jesús proclamó junto al pozo de Jacob. El hombre no ha podido permanecer en ella, porque lo ideal no se alcanza sino por un momento. La palabra de Jesús fué un relámpago en una noche oscura; han sido necesarios mil ochocientos años para que los ojos de la humanidad (es decir, de una parte sumamente ínfima de la humanidad) se hayan habituado á ella. Pero el relámpago se convertirá en luz permanente, y despues de haber recorrido todos los círculos de los errores, la humanidad volverá á esa palabra, como á la expresion inmortal de su fe y de sus esperanzas.

Capítulo XV

Principio de la leyenda de Jesús. Idea que tiene él mismo de su misión sobrenatural


Cuando Jesús volvió á Galilea, no conservaba en su corazon ni un átomo de fe judía, y entónces se le ve lleno de entusiasmo revolucionario, expresando sus ideas con perfecta claridad. Los inocentes aforismos de su primera edad profética, tomados en parte de la doctrina de los rabinos anteriores á él, y las bellas predicaciones morales de su segundo período, se han convertido en una política decisiva. La Ley quedará abolida, y es él quien la abolirá. El Mesías ha venido, y no es otro que él, Jesús; el reino de Dios se revelará bien pronto á los hombres, y es él quien habrá de revelarle. Jesús sabe que será víctima de su atrevimiento; pero el reino de Dios no puede ser conquistado sin violencia; debe establecerse por medio de las conmociones y de las penalidades. El «Hijo del hombre» vendrá despues de su muerte, lleno de gloria y en compañía de legiones de ángeles, á confundir á aquellos que le rechazaron.

No debe sorprendernos la audacia de semejante concepcion. Desde hacia mucho tiempo, Jesús se consideraba respecto á Dios, como un hijo respecto á su padre. Lo que en otros habria sido vanidad insoportable, no debe mirarse en él como un atentado.

El primer título que aceptó fué el de «Hijo de David», y probablemente le aceptó sin recurrir á los inocentes fraudes por medio de los cuales se trató de asegurársele. Segun parece, la familia de David se habia extinguido desde hacia mucho tiempo; los Asmoneos no pretendieron jamás atribuirse tal descendencia; y ni á Heródes ni á los romanos les pasó por la mente el que existiese en torno de ellos un representante de los derechos de la antigua dinastía. Pero desde el fin de los Asmoneos, todas las imaginaciones deliraban con un descendiente desconocido de los antiguos reyes, el cual vengaria á la nacion de sus enemigos. La creencia general era que el Mesías sería hijo de David, y que, como él, naceria en Bethlehem. Sin duda no fué éste el primer sentimiento de Jesús; el recuerdo de David, que preocupaba á la mayoría del pueblo judío, nada tenía de comun con su reino celestial. Creíase hijo de Dios y no de David; su reino y el rescate que meditaba, eran de otra especie muy distinta. Pero respecto á esto, la opinion general violentó hasta cierto punto sus intenciones. La consecuencia inmediata de esta proposicion: «Jesús es el Mesías», era esta otra: «Jesús es hijo de David.» Así, pues, dejóse dar un título, sin el cual no podia prometerse éxito alguno, y concluyó, á lo que parece, por adoptarle con el mayor gusto, puesto que se apresuraba á ejecutar los milagros que se le pedian, interpelándole de ese modo. Verdad es que en esto, como en otras várias circunstancias de su vida, Jesús no hizo sino amoldarse á las ideas que más boga alcanzaban en su tiempo, aunque aquellas ideas no fuesen precisamente las suyas. Á su dogma del «reino de Dios» asociaba todo cuanto podia contribuir á enardecer el corazon y la imaginacion del pueblo. Así es como le hemos visto adoptar el bautismo de Juan, ceremonia que en rigor no debia importarle gran cosa.

Una grave dificultad se presentaba respecto al título mencionado, cual era su nacimiento en Nazareth, circunstancia conocida de todo el mundo. ¿Tuvo Jesús que luchar contra esta objecion? Se ignora. Quizás este inconveniente no se presentó nunca en Galilea, en cuya comarca no se hallaba muy extendida la idea de que el hijo de David habia de ser un bethlehemmitano. Para el idealista galileo, el título de Hijo de David estaba, por otra parte, suficientemente justificado con tal de que aquel á quien se le concediese, realzase la gloria de su raza é hiciera lucir dias de ventura en el oriente de Israel. ¿Autorizó Jesús con su silencio las genealogías ficticias que sus partidarios imaginaron para probar su régia estirpe?. ¿Tuvo noticia de las leyendas inventadas para hacerle nacer en Bethlehem, y en particular del rodeo de que se valieron para relacionar su orígen bethlehemmitano con el empadronamiento que se verificó por órden del legado imperial Quirinus?. Nada se sabe. La incertidumbre y las contradicciones de las genealogías hacen creer que fueron el resultado de un trabajo popular que se operaba en diversos puntos, y que ninguna de ellas fué sancionada por Jesús, el cual no se designa jamás como hijo de David. Ménos ilustrados que él, sus discípulos exageraban á menudo sus palabras, sin que Jesús tuviera muchas veces conocimiento de aquellas exageraciones. Añadamos que, durante los tres primeros siglos de nuestra era, considerables fracciones del cristianismo negaron con obstinacion la descendencia régia de Jesús y la autenticidad de las tales genealogías.

Su leyenda era, pues, el fruto de una gran conspiracion completamente espontánea, y se elaboraba á su alrededor áun ántes de su muerte. Todos los grandes acontecimientos de la historia han dado lugar á un ciclo de fábulas más ó ménos inverosímiles, y aunque Jesús hubiese querido, no le habria sido fácil sustraerse á esas creaciones populares. Una vista un poco sagaz habria podido reconocer desde entónces el gérmen de los relatos que debian atribuirle un nacimiento sobrenatural, bien en virtud de la idea, muy general entre los antiguos, de que ningun hombre extraordinario puede nacer de las relaciones comunes entre ambos sexos; bien para responder á un capítulo mal interpretado de Isaías, en el cual creian ver que el Mesías naceria de una vírgen; bien, en fin, como consecuencia de la idea de que el «Hálito de Dios», erigido ya en hipóstasis divina, es un principio de fecundidad. Tal vez circulaba ya respecto á su infancia más de una anécdota concebida con la intencion de demostrar en su biografía el cumplimiento del ideal mesiánico, ó, mejor dicho, de las profecías que la exegésis alegórica de la época enlazaba con el Mesías. Otras veces supónesele relacionado desde la cuna con hombres célebres, tales como Juan Bautista, Heródes el Grande, astrólogos caldeos que, segun dicen, hicieron por aquel tiempo un viaje á Jerusalen, y por último, con dos ancianos, Simeon y Anna, que habian dejado recuerdos de gran santidad. Á todas esas combinaciones, fundadas en su mayor parte sobre hechos verdaderos, aunque desfigurados, presidia una cronología bastante tímida. Pero en todas esas fábulas resaltaba un espíritu de dulzura y bondad y un sentimiento completamente popular, que hacia de ellas como un suplemento de la predicacion. Esos relatos se propagaron de un modo extraordinario despues de la muerte de Jesús; sin embargo, puede creerse que ya circulaban en vida del maestro, no encontrando sino una piadosa credulidad y una cándida admiracion.

Lo que de todos modos se halla fuera de duda es, que Jesús no pensó nunca en hacerse pasar por una encarnacion de Dios. Esta idea era completamente extraña al espíritu judáico, y ningun indicio de ella se encuentra en los evangelios de los sinópticos; sólo se halla indicada en algunas partes del evangelio de Juan, el cual no puede aceptarse como el eco del pensamiento de Jesús. Y áun este mismo evangelista parece tomar de cuando en cuando sus precauciones para rechazar semejante doctrina. La acusacion de que Jesús se proclama Dios ó el igual de Dios se presenta, áun en el evangelio de Juan, como una calumnia de los judíos. En el último evangelio, Jesús declara que es inferior á su Padre, y en otras partes confiesa que su Padre no se lo ha revelado todo. Cree, sí, que es algo más que un hombre extraordinario, aunque separado de Dios por una distancia inmensa. Jesús es hijo de Dios; pero todos los hombres lo son ó pueden llegar á serlo en grados diferentes. Dios es el padre á quien debe llamarse con ese nombre cada dia, á cada momento, y todos los resucitados serán hijos suyos. La filiacion divina se atribuia en el Antiguo Testamento á seres que de ningun modo se trataba de igualar con Dios. En los idiomas semíticos, así como en el lenguaje del Nuevo Testamento, se da á la palabra «hijo» un sentido sumamente lato. Además, la idea que Jesús forma del hombre no es esa idea humilde que introdujo despues un glacial deismo. En su poética concepcion de la naturaleza, un hálito único penetra el universo; Dios habita en el hombre, vive en él, de igual manera que el hombre habita en Dios y vive en Dios. El eminente idealismo de Jesús no le permitió nunca tener una idea bien clara de su propia personalidad:—Él es su Padre, y su Padre es él; vive en sus discípulos, está con ellos en todas partes, y él y sus discípulos son uno, así como su Padre y él no son sino una misma cosa. Para él, la idea es el todo; el cuerpo, que forma la distincion de las personas, no es nada.

De este modo, el título de «Hijo de Dios», ó de «Hijo» sencillamente, llegó á ser para Jesús un título análogo al de «Hijo del hombre», y, como éste, sinónimo de «Mesías»; pero con la diferencia de que él se llamaba á sí mismo «Hijo del hombre» y de que nunca hizo uso, á lo que parece, de la palabra «Hijo de Dios». El título de «Hijo del hombre» expresaba su cualidad de juez; el de «Hijo de Dios» su poder y su participacion en los supremos designios. Ese poder no tiene límites; su Padre le ha conferido ámplias facultades para todo, hasta para cambiar el sábado. Nadie conoce al Padre sino por él. El Padre le ha trasmitido exclusivamente el derecho de juzgar. La naturaleza le obedece, pero tambien obedece á cualquiera que cree y ora, porque la fe lo puede todo. Es menester recordar que ni en la mente de Jesús, ni en la de aquellos que le escuchaban, no habia ninguna idea, respecto á las leyes de la naturaleza, capaz de marcar el límite de lo imposible. Los testigos de sus milagros dan gracias á Dios por haber concedido á los hombres semejante potestad. Jesús perdona los pecados, y es superior á David, á Abraham, á Salomon y á los profetas. Ignoramos bajo qué forma y de qué manera se producian esas afirmaciones. Jesús no debe ser juzgado por la regla de nuestras mezquinas conveniencias. La admiracion de sus discípulos sacaba sus ideas fuera del cauce primitivo, y es evidente que ya no le satisfacia el título de rabbí con que en un principio se contentara; áun el título mismo de profeta ó de enviado de Dios no respondia ya á su pensamiento. Atribuíase la posicion de un sér sobrenatural y queria que se le considerase respecto á Dios en una relacion más inmediata, más íntima que los demás. Pero es necesario tener presente que las palabras «sobrehumano» y «sobrenatural», tomadas de nuestra mezquina fraseología, carecian de sentido en la elevada conciencia religiosa de Jesús. La naturaleza y el desarrollo de la humanidad no eran para él reinos limitados fuera de Dios, no eran ruines realidades sujetas á las leyes de un desesperante empirismo. Para él no habia sobrenatural, porque no habia naturaleza. Embriagado de amor infinito, olvidaba la pesada cadena que retiene cautivo al espíritu, y franqueaba de un solo salto el abismo, para muchos infranqueable, que la pobreza de las facultades humanas traza entre el hombre y Dios.

No puede negarse que en esas afirmaciones de Jesús se hallaba ya el gérmen de la doctrina que debia luégo convertirle en hipóstasis divina, identificándole con el Verbo, ó en «segundo Dios», ó en hijo mayor de Dios, ó en ángel metatrono, doctrina que la teología judáica creaba tambien por su parte. Á fin de corregir el extremado rigor del antiguo monoteismo, aquella teología experimentaba la necesidad de colocar cerca de Dios un asesor, en el cual delegase el Padre eterno el gobierno del universo. La creencia de que ciertos hombres eran encarnaciones de facultades ó de «potencias» divinas se hallaba muy generalizada; por aquella misma época habia entre los Samaritanos un taumaturgo, llamado Simon, á quien se identificaba con la «gran virtud de Dios». Desde hacia casi dos siglos, los entendimientos especulativos del judaismo tendian á personificar ó, mejor dicho, á formar personas diferentes de los atributos divinos y de ciertas expresiones que se relacionaban con la divinidad. El «Hálito de Dios», de que frecuentemente se hace mérito en el Antiguo Testamento, se consideraba como un sér aparte, llamado Espíritu Santo. De igual manera la «Sabiduría de Dios» y la «palabra de Dios» llegan á ser personas que existen por sí mismas. El gérmen del procedimiento fué, pues, el que engendró los Sephiroth de la cábala, los Æons del gnosticismo, las hipóstasis cristianas, toda esa árida mitología que consiste en abstracciones personificadas, y á la cual tiene que recurrir el monoteismo cuando quiere introducir en Dios la multiplicidad.

Jesús parece haber permanecido extraño á esos teológicos refinamientos, que muy pronto debian llenar el mundo de estériles disputas. La teoría metafísica del Verbo, tal como se encuentra en los escritos de su contemporáneo Filon, en los Targums caldeos, y hasta en el libro de la «Sabiduría», no traspira ni en las Logia de Matheo, ni en general en ninguno de los sinópticos, intérpretes tan auténticos de las palabras de Jesús. En efecto, nada tenía de comun con el mesianismo la doctrina del Verbo; ni el Verbo de Filon, ni el de los Targums es el Mesías. Los que despues trataron de probar que Jesús era el Verbo y crearon en este sentido toda una nueva teología, muy diferente de la del reino de Dios, fueron Juan el evangelista ó los discípulos de su escuela. El papel esencial del Verbo es el de creador y de providencia; esto supuesto, Jesús no pretendió jamás haber creado el mundo, ni mucho ménos gobernarle. Su mision será juzgarle, renovarle. El atributo esencial que Jesús se atribuye, el que le conceden todos los primeros cristianos, es el de presidente del juicio final del género humano. Hasta entónces, permanece sentado á la diestra de Dios como su Metatrono, como su primer ministro y futuro vengador. El Cristo de las bóvedas bizantinas, juez del mundo, sentado en medio de apóstoles semejantes á él y superiores á los ángeles, que no hacen sino asistir y servir, es la exacta representacion figurada de esa concepcion del «Hijo del hombre», cuyos primeros rasgos aparecen ya fuertemente indicados en el Libro de Daniel.

De todos modos, el rigor de una escolástica discurrida no se hallaba en semejante órden de cosas. El conjunto de ideas que acabamos de exponer formaba en el ánimo de los discípulos un sistema tan inseguro, que hacen obrar al Hijo de Dios, á esa especie de division de la divinidad, como si fuera un hombre ni más ni ménos que los otros. Jesús es tentado por el demonio, ignora muchas cosas y corrige ó rectifica sus propias palabras; se muestra abatido, desanimado, pide á su padre que le evite la amargura de las pruebas, y se somete á la voluntad de Dios como un hijo. Él, que debe juzgar el mundo, no sabe cuándo llegará el dia del juicio. Vésele tambien tomar precauciones respecto á su seguridad, amenazada por sus enemigos. Poco tiempo despues de su nacimiento, su familia se ve obligada á esconderle á fin de evitar la persecucion de hombres poderosos, que quieren matarle. En los exorcismos, el diablo disputa con él y no abandona el cuerpo del paciente á la primera intimacion. Al operar los milagros, nótase en él un penoso esfuerzo, como aquel que violenta su voluntad. Todo esto no es sino la obra de un enviado de Dios, de un hombre á quien Dios protege y favorece. Inútil sería buscar en semejante exposicion de ideas lógica y consecuencia. La necesidad que tenía Jesús de acreditarse, y el entusiasmo de sus discípulos, aglomeraban nociones contradictorias. Para los mesianistas de la escuela milenaria, para los apasionados lectores de los libros de Daniel y de Henoch, Jesús era el «Hijo del hombre»; para los judíos de la creencia comun, para los lectores de Isaías y de Miqueas, era el «Hijo de David»; para los afiliados, era el «Hijo de Dios» ó simplemente el «Hijo». Otros, sin que por ello merecieran la censura de los discípulos, le tomaban por Juan Bautista resucitado, por Elías, ó por Jeremías, conforme á la creencia popular de que los antiguos profetas vendrian á preparar la época del Mesías.

El entusiasmo, produciendo la conviccion y alejando hasta la sombra de una duda, servia de escudo á esas atrevidas afirmaciones. Á nosotros, naturalezas frias y timoratas, no nos es fácil comprender cómo la idea de que el hombre se hace apóstol puede llegar á poseerle hasta ese extremo. La conviccion, con arreglo al prisma racional y severo á traves del cual miran las acciones los individuos de nuestras razas pensadoras, significa la sinceridad para consigo mismo. Pero en los pueblos orientales, poco acostumbrados á las delicadezas del espíritu crítico, la sinceridad para consigo mismo no significa gran cosa. Á los ojos de nuestra rígida conciencia, la buena fe y la impostura se rechazan entre sí como dos términos irreconciliables. En Oriente no sucede lo mismo: entre uno y otro término caben innumerables subterfugios y sutilezas. Los autores de los libros apócrifos (por ejemplo, de Daniel y de Henoch), esos hombres tan ensalzados, cometian en favor de su causa, y de seguro sin la menor sombra de escrúpulo, lo que nosotros calificariamos de falsedad y fraude. Los orientales dan poca importancia á la verdad material, y todo lo ven por el prisma de sus ideas, de sus intereses y de sus pasiones.

Si no se admiten respecto á la sinceridad diferentes grados, la historia es imposible. El pueblo es el autor de todas las grandes cosas, y siendo así, para conducirle es menester doblegarse á sus ideas. El filósofo que sabiendo esto se aisla y encierra en la integridad de carácter, sin duda merece los más sinceros elogios. Pero no debe censurarse al que acepta la humanidad tal como es, con sus ilusiones y sus delirios, y trata de obrar con ella y sobre ella. César sabía perfectamente que no era hijo de Vénus; la Francia no sería lo que es hoy, si no hubiese creido por espacio de mil años en la santa ampolla de Reims. Fácil nos es á nosotros, pobres impotentes, calificar todo eso de impostura, y orgullosos de nuestra tímida honradez, tratar desdeñosamente á los héroes que aceptaron la lucha de la vida en otras condiciones. Pero cuando con nuestros escrúpulos hayamos hecho lo que ellos hicieron con sus falsedades, entónces y sólo entónces tendrémos derecho de tratarlos con severidad. Es preciso, cuando ménos, establecer profunda distincion entre sociedades como la nuestra, donde todo se pasa por el tamiz de la crítica y de la reflexion, y sociedades crédulas y sencillas como aquellas en que nacieron las creencias que han dominado los siglos. Todas las grandes fundaciones descansan en alguna leyenda. Si hay en ello un culpable, es sin duda la humanidad, que quiere ser engañada.

Capítulo XVI

Milagros


Segun los contemporáneos de Jesús, dos medios de prueba podian solamente establecer una mision sobrenatural: tales eran los milagros y el cumplimiento de las profecías. Jesús, y en particular sus discípulos, emplearon con la mejor buena fe esos dos procedimientos de demostracion. Jesús se hallaba convencido desde hacia mucho tiempo de que los profetas habian escrito refiriéndose á él. Veia en sus oráculos sagrados su propia figura, y se consideraba como el espejo en que todo el espíritu profético de Israel habia leido el porvenir. Tal vez la escuela cristiana trató de probar, áun en vida de su fundador, que Jesús correspondia perfectamente á cuanto los profetas habian predicho respecto al Mesías. Pero, en muchos casos, las semejanzas eran del todo exteriores y tan vagas, que nosotros apénas podemos apreciarlas. Frecuentemente, circunstancias fortuitas ó insignificantes de la vida del maestro, recordaban á los discípulos ciertos pasajes de los salmos y de los profetas, en los cuales, gracias á su constante preocupacion, creian ver imágenes relativas á Jesús. Así, pues, casi toda la exegésis de la época consistia en juegos de palabras, en citas traidas por los cabellos, en inducciones artificiales y arbitrarias. La sinagoga no tenía una lista oficial y segura de los pasajes referentes al reino futuro. Las aplicaciones mesiánicas eran libres, y más bien que una argumentacion importante y razonada, constituian artificios de estilo.

En cuanto á los milagros, ellos eran en aquella época el signo indispensable de lo divino, el sello de las vocaciones proféticas. En las leyendas de Elías y de Elíseo, hormigueaban los hechos maravillosos, y todo el mundo estaba persuadido de que el Mesías realizaria gran número de ellos. Á algunas leguas del punto en que vivia Jesús, en Samaria, un mago llamado Simon alcanzaba, merced á sus prestigios, una reputacion casi divina. Y andando el tiempo, cuando se pretendió poner en boga al taumaturgo Apolonio de Tiana y probar que su vida habia sido el viaje de un dios sobre la tierra, nada se creyó tan á propósito para conseguirlo como inventar respecto á él un vasto ciclo de milagros. Los mismos filósofos de Alejandría, Plotino y demás compañeros, tienen fama de haberlos hecho. Jesús se encontró, pues, en esta alternativa: ó renunciar á su mision, ó convertirse tambien en taumaturgo. Es preciso tener presente que, á excepcion de las grandes escuelas científicas de la Grecia y de sus adeptos romanos, toda la antigüedad admitia los milagros, y que Jesús, no solamente creia en ellos, sino que no tenía ni la más remota idea de un órden natural sujeto á leyes invariables. Sus conocimientos sobre este punto en nada eran superiores á los de sus contemporáneos. Léjos de ello, puesto que una de las opiniones más profundamente arraigadas en Jesús era, que la fe y la oracion dan al hombre ilimitado poder sobre la naturaleza, la facultad de hacer milagros nada tenía entónces de sorprendente, en razon á que se la consideraba como un permiso en toda regla concedido por Dios á los hombres.

La diferencia de los tiempos y la distinta manera de apreciar las cosas, hacen que nos disguste y ofenda aquello mismo que sirvió de poderosa palanca al gran fundador; y si el culto de Jesús se debilita alguna vez en la humanidad, será justamente á causa de los actos que hicieron creer en él. Ante esa especie de fenómenos históricos, la crítica no experimenta ninguna perplejidad. En nuestros dias un taumaturgo, á ménos que no sea de una candidez extrema, como ciertas estigmatizadas de Alemania, es un ente odioso, porque hace milagros sin creer en ellos; es lo que se llama un charlatan. Pero la cuestion cambia de aspecto, si aplicamos nuestro juicio á un Francisco de Asís;—el ciclo milagroso del orígen de la órden de San Francisco, léjos de chocarnos, nos causa un verdadero placer. Los fundadores del cristianismo vivian en un estado de poética ignorancia, tan completo como aquel en que vivió Santa Clara y los tres socii. Parecíales la cosa más sencilla del mundo que su maestro tuviese entrevistas con Moisés y Elías, curase los enfermos é hiciese que los elementos obedecieran á su voz. Por otra parte, es menester no olvidar que todas las ideas pierden algo de su primitiva pureza tan pronto como aspiran á realizarse: no se llega á obtener éxito sin que la delicadeza del alma saque algunas heridas de la lucha. Tal es la flaqueza del entendimiento humano, que las mejores causas se ganan casi siempre con malas razones. Las demostraciones de los primeros apologistas del cristianismo se fundan en pobrísimos argumentos. Moisés, Cristóbal Colon, Mahoma y tantos otros no triunfaron de los obstáculos, sino teniendo presente á cada momento la debilidad de los hombres y ocultando con frecuencia la verdad. Es muy probable que los milagros impresionasen más á las personas que rodeaban á Jesús que las predicaciones tan profundamente divinas del maestro. Añádase que ántes y despues de la muerte de Jesús la fama exageró sin duda extraordinariamente el número de los hechos sobrenaturales. Los tipos de los milagros evangélicos no ofrecen, en efecto, mucha variedad; repítense á cada paso los mismos, y parecen calcados sobre un reducido número de modelos, en armonía con las exigencias y los gustos del país.

Entre el cúmulo de relatos milagrosos, cuya fatigosa enumeracion contienen los evangelios, es imposible distinguir los milagros que la opinion atribuyó á Jesús de aquellos en que él se avino á desempeñar un papel activo. Y es todavía más imposible el averiguar si esas chocantes circunstancias de esfuerzos, estremecimientos y demás rasgos que tienen cierto sabor de juglería son históricas, ó si son fruto de la creencia de los redactores, cuyas almas vivian en un mundo lleno de preocupaciones teúrgicas, muy semejante al mundo en que viven nuestros modernos espiritistas. Casi todos los milagros que Jesús creyó ejecutar parecen haber sido milagros de curacion. En aquella época, la medicina era en Judea lo que es todavía en Oriente, esto es, nula bajo el punto de vista científico, un arte rudimentario sometido completamente á la inspiracion individual. La medicina científica, fundada por los griegos desde hacia quinientos años, era en tiempo de Jesús desconocida entre los judíos de la Palestina. En semejante estado de ignorancia, la presencia de un hombre superior que trate al paciente con dulzura y le dé, mediante algunos signos sensibles, la seguridad de su restablecimiento, es con frecuencia un remedio decisivo. Nadie negará que en muchos casos, exceptuando los de lesiones completamente caracterizadas, los consuelos de una persona exquisita valen tanto como los recursos de la farmacia. El placer de verla produce alivio; y aunque no ofrezca al enfermo sino aquello que puede, esto es, una sonrisa, una esperanza, sus dones no carecen de precio.

Jesús, de igual manera que sus compatriotas, no tenía idea de una ciencia médica racional; como todo el mundo, creia que la cura de las enfermedades debia operarse por medio de las prácticas religiosas: semejante creencia era en extremo lógica y consecuente. Considerándose la enfermedad como el castigo de un pecado, como obra de los demonios, y de ninguna manera como el resultado de causas físicas, natural era que el mejor médico fuese el hombre santo, aquel que tenía poder en el órden maravilloso. La cura de las enfermedades pasaba por una cosa moral; Jesús, teniendo conciencia de su fuerza moral, debia, pues, creerse especialmente dotado para practicarla. Convencido de que el contacto de su túnica y la imposicion de sus manos eran favorables á los enfermos, habria sido cruel si hubiese negado á los que sufrian un alivio que tan fácilmente podia concederles. Mirábase tambien la curacion de los enfermos como una de las señales del reino de Dios, idea que iba siempre asociada á la emancipacion de los pobres. Ambas eran los signos de la gran revolucion que debia conducir al alivio de todas las enfermedades.

El exorcismo ó la expulsion de los demonios es uno de los géneros de curacion que Jesús opera más frecuentemente. La creencia en los demonios reinaba entónces en todos los ánimos; y tan general era esa opinion, que no sólo en Judea, sino en el mundo entero, se creia que los demonios se amparaban del cuerpo de ciertas personas, obligándolas á obrar contra su voluntad. Un div persa, Aeschma-daeva, «el div de la concupiscencia», nombrado várias veces en el Avesta, y adoptado por los judíos bajo el nombre de Asmodeo, llegó á ser la causa de todas las perturbaciones histéricas de las mujeres. La misma explicacion se daba respecto á la epilepsia, á las enfermedades mentales ó nerviosas, que ponen fuera de sí al paciente, y á aquellas cuya causa no se echa de ver, como la sordera y la mudez. El admirable tratado «De la enfermedad sagrada», de Hipócrates, que estableció sobre este punto, cuatro siglos y medio ántes de Jesús, los verdaderos principios de la medicina, aún no habia desterrado del mundo semejantes errores. Suponíase que para lanzar los demonios habia procedimientos más ó ménos eficaces:—el estado de exorcista era una profesion regular como la de médico. Es indudable que Jesús tenía fama de poseer los últimos secretos respecto á ese arte. En aquella época habia muchos locos en Judea, fenómeno producido sin duda por la grande exaltacion de los ánimos. Aquellos locos se dejaban en completa libertad, como sucede áun hoy dia en las regiones de Siria, y habitaban las grutas sepulcrales ya abandonadas, las cuales eran el retiro ordinario de los vagabundos. Jesús ejercia mucha influencia sobre aquellos infelices. Á propósito de esas curas se referian mil singulares historias, en las que se daba rienda suelta á la credulidad de la época. Pero tampoco en esto se deben exagerar las dificultades. Los desórdenes que entónces se explicaban por la posesion de los diablos, eran frecuentemente insignificantes. En Siria se miran todavía, en pleno siglo décimo nono, como locos ó poseidos del demonio (estas dos ideas se confunden en una, medjnum) á los que sólo adolecen de alguna extravagancia. En semejante caso, una palabra dulce y cariñosa basta á veces para lanzar al demonio:—es más que probable que Jesús no emplease otros medios. ¿No cabe tambien en lo posible que su fama de exorcista se extendiera sin que él tuviese casi conocimiento de ello? Las personas que residen en Oriente se quedan á veces sorprendidas de encontrarse, al cabo de algun tiempo, con una gran reputacion de médico, de hechicero ó de zahorí; reputacion que el vulgo les cuelga sin que ellas puedan darse cuenta de los hechos que hayan podido motivar esas extravagantes suposiciones.

Hay, además, muchas circunstancias que indican que Jesús no fué taumaturgo sino tarde y á su pesar. Á menudo no ejecuta sus milagros sino á fuerza de súplicas, y los hace con una especie de mal humor, y echando en cara á los que se los piden la rudeza de su entendimiento. Una rareza, en apariencia inexplicable, pero fácil de comprender, es el cuidado que pone en hacer sus milagros de un modo oculto, y sus recomendaciones á las personas curadas de que no digan nada á nadie. Cuando los demonios quieren proclamarle hijo de Dios, les prohibe que despeguen los labios; si le reconocen, es á pesar suyo. Estos rasgos son muy característicos en Márcos, que es el evangelista por excelencia de los milagros y de los exorcismos. No parece sino que el discípulo que suministró las noticias fundamentales del segundo evangelio importunaba á Jesús con su admiracion por los prodigios, y que, aburrido el maestro de una reputacion que le disgustaba, le recomendaba frecuentemente no hablar de ello. Esa discordancia produce en una ocasion un destello singular, un acceso de impaciencia que prueba el enojo que causaban á Jesús aquellas contínuas é importunas peticiones de los espíritus débiles. Diríase que su papel de taumaturgo le es algunas veces insoportable, y que trata de dar la menor publicidad posible á las maravillas que en cierto modo brotan bajo la huella de sus piés. Cuando sus enemigos le piden un milagro, y en particular un prodigio celeste, un meteoro, rehusa categórica y obstinadamente. Permitido es, pues, creer que le impusieron su reputacion de taumaturgo, que si no la rechazó, tampoco hizo nada por consolidarla, y que de cualquier manera comprendia cuán infundada y vana era la opinion respecto á esto.

Dejarnos llevar demasiado de nuestras repugnancias, y por sustraernos á las objeciones que puedan hacérsenos contra el carácter de Jesús, prescindir de hechos que á los ojos de sus contemporáneos figuraron en primera fila, sería faltar al buen método histórico. Decir que ellos son adiciones de discípulos muy inferiores al maestro; que, no pudiendo comprender su verdadera grandeza, trataron de realzarle con prodigios indignos de él, sería sumamente cómodo. Pero es el caso que los cuatro narradores de la vida de Jesús se hallan unánimes en ensalzar sus milagros; uno de ellos, Márcos, intérprete del apóstol Pedro, insiste de tal manera sobre este punto, que si para trazar el carácter del Cristo no se tuviera presente más que su evangelio, habria que representarle como un exorcista posesor de encantos y de filtros de rara eficacia; como un poderoso y temible hechicero que infunde temor, y del cual desea uno desembarazarse. Nosotros admitimos, pues, sin vacilar que en la vida de Jesús hubo muchos actos que ahora se considerarian como otros tantos rasgos de ilusion ó de locura. Pero ¿debe sacrificarse á esta faz ingrata la faz sublime de semejante vida? ¡Guardémonos bien de ello! Un simple hechicero, semejante á Simon el Mago, no habria realizado una revolucion moral como la que realizó Jesús. Si el taumaturgo hubiera sobrepujado en Jesús al moralista y al fundador religioso, no habria dejado en pos de sí el cristianismo, sino una escuela de teurgia.

Por otra parte, el problema se presenta de la misma manera respecto á todos los santos y fundadores religiosos. Hechos que hoy se hallan patentizados de morbosos, tales como la epilepsia y las visiones, fueron otras veces un principio de poder y de grandeza. La medicina conoce el nombre de la enfermedad que formó la reputacion de Mahoma. Casi hasta nuestros dias, los hombres que más han contribuido al bien de la humanidad (sin excluir al excelente Vicente de Paul), han pasado, con razon ó sin ella, por taumaturgos. Si se parte del principio de que todo personaje histórico á quien se atribuyan hechos que en el siglo décimo nono pasan por insensatos ó charlatanescos fué un loco, la crítica es imposible, porque se falsea por su base. La escuela de Alejandría fué una noble escuela, y sin embargo, se entregó á las prácticas de una teurgia extravagante. Sócrates y Pascal no estuvieron tampoco exentos de alucinaciones. Los hechos deben, pues, explicarse por causas que les sean proporcionadas. Las debilidades del espíritu humano no engendran sino debilidad; en la naturaleza del hombre, las grandes cosas tienen siempre grandes causas, por más que á menudo se produzcan escoltadas de multitud de pequeñeces que ofuscan su grandeza á los ojos de los espíritus superficiales.

Puede decirse con verdad que, generalmente hablando, Jesús no fué taumaturgo y exorcista sino á pesar suyo. El milagro es á menudo obra del público más bien que de aquel á quien se atribuye. Aunque Jesús se hubiese obstinado constantemente en no hacer prodigios, la muchedumbre los habria creado para reputárselos:—el milagro mayor de todos habria sido el que no hubiese hecho ninguno; eso habria sido la completa derogacion de las leyes de la historia y de la sicología popular. Los milagros de Jesús fueron una violencia de su siglo, una concesion que le arrancó la necesidad pasajera. Por eso el exorcista y el taumaturgo se han desvanecido, miéntras que el fundador religioso vive y vivirá eternamente.

Hasta aquellos que no creian en Jesús se hallaban impresionados por la fama de sus hechos, y trataban de presenciarlos. Los gentiles y las personas poco iniciadas experimentaban un sentimiento de temor y hacian lo posible por alejarle de su territorio. Tal vez algunos pensaban en abusar de su nombre á fin de provocar movimientos sediciosos. Pero la direccion completamente moral y nada política del carácter de Jesús, le salvó de aquellas seducciones. Su verdadero reino consistia en el círculo de niños que una frescura de imaginacion semejante á la suya y un mismo sentimiento del cielo agrupaban y retenian á su alrededor.

Capítulo XVII

Forma definitiva de las ideas de Jesús sobre el reino de Dios


Suponemos que esa última fase de la actividad de Jesús duró aproximadamente diez y ocho meses, desde su vuelta de la peregrinacion de la Pascua del año 31, hasta su viaje á la fiesta de los Tabernáculos en el año 32.

Durante ese espacio de tiempo el pensamiento de Jesús no parece haberse enriquecido de ningun nuevo elemento; pero todas sus ideas se desarrollaron y produjeron en un grado siempre creciente de poder y de audacia.

La idea fundamental de Jesús fué, desde un principio, el establecimiento del reino de Dios, el cual, segun ya hemos dicho, parece haberle entendido de diferentes modos. En ocasiones se le podria tomar por un jefe democrático, queriendo simplemente el reino de los pobres y de los desheredados. Otras veces el reino de Dios es el cumplimiento literal de las visiones apocalípticas de Daniel y de Henoch, y frecuentemente, por último, ese reino es el de las almas, y el rescate próximo, es el rescate por el espíritu. La revolucion deseada por Jesús es, en tal caso, la que en realidad tuvo lugar; el establecimiento de un culto nuevo, más puro que el de Moisés.—Todos esos pensamientos parecian haber existido á la vez en la conciencia de Jesús. El primero, es decir, el de una revolucion temporal, no parece haberle detenido demasiado. Jesús no reparó nunca ni en el mundo, ni en los ricos, ni en el poder material como cosas dignas de llamar su atencion. No tuvo ninguna ambicion exterior; algunas veces, por una consecuencia natural, su grande importancia religiosa estaba á punto de cambiarse en importancia social. Diferentes personas iban á pedirle que se constituyese en juez y árbitro en cuestiones de intereses; Jesús rechazaba esas proposiciones con orgullo, casi como si hubieran sido injurias. Poseido de su celeste ideal, no salia nunca de su desdeñosa pobreza. Con respecto á las otras dos concepciones del reino de Dios, Jesús parece haberlas conservado simultáneamente. Si él no hubiese sido nada más que un entusiasta, alucinado por los apocalípsis que servian de alimento á la imaginacion popular, habria permanecido siendo un sectario oscuro, inferior á aquellos cuyas ideas imitaba. Si sólo hubiera sido un puritano, una especie de Channing ó de «Vicario saboyano», es indudable que no habria obtenido ningun triunfo. Las dos partes de su sistema, ó por mejor decir, sus dos concepciones del reino de Dios, están basadas la una en la otra, y este apoyo recíproco fué la causa de su incomparable resultado.

Los primeros cristianos son visionarios, viviendo en un círculo de ideas que nosotros calificamos de sueños, pero al mismo tiempo ellos son los héroes de la guerra social que produjo la franquicia de la conciencia y el establecimiento de una religion, cuyo culto puro, anunciado por el fundador, acabará, á la larga, por efectuarse.

Las ideas apocalípticas de Jesús, en su forma más completa, pueden resumirse de la manera siguiente:

El órden actual de la humanidad toca á su término; este término será una revolucion inmensa, «una agonía», semejante á los dolores del parto; una palingenesia ó «renacimiento» (segun la misma frase de Jesús), precedido de negras calamidades y anunciado por fenómenos extraños. En pleno dia, brillará en el cielo la señal del Hijo del hombre; y será una vision ruidosa y luminosa como la del Sinaí, un gran huracan rasgando la nube, un dardo de fuego cruzando en un abrir y cerrar de ojos, de Oriente á Occidente. El Mesías aparecerá en las nubes, revestido de gloria y de majestad, al sonido de las trompetas y rodeado de ángeles. Sus discípulos se sentarán á su lado en los tronos. Los muertos resucitarán entónces y el Mesías procederá al juicio.

En ese juicio, los hombres serán clasificados en dos categorías, segun sus obras. Los ángeles serán los ejecutores de las sentencias. Los elegidos entrarán en una mansion deliciosa que les fué preparada desde el principio del mundo; allí se sentarán radiantes de luz, á un festin presidido por Abraham, los patriarcas y los profetas. Este número de elegidos será el menor. Los otros irán á la Gehenna. La Gehenna era el valle occidental de Jerusalen. Allí se habia ejercido en diversas épocas el culto del fuego, y aquel lugar habia llegado á ser una especie de cloaca. La Gehenna es, pues, en la imaginacion de Jesús, un valle tenebroso, impuro, lleno de fuego. Los excluidos del reino serán quemados allí y roidos de gusanos en compañía de Satanás y de los ángeles rebeldes; habrá tambien allí lágrimas y rechinamientos de dientes. El reino de Dios será como una sala cerrada, luminosa en su interior, en medio de ese mundo de tinieblas y de tormentos.

Ese nuevo órden de cosas será eterno. El paraíso y la Gehenna no tendrán fin. Un abismo inaccesible los separará uno del otro. El Hijo del hombre, sentado á la diestra de Dios, presidirá ese estado definitivo del mundo y de la humanidad.

Que todo esto fué tomado al pié de la letra por los discípulos y hasta por el mismo maestro, en ciertos momentos, es lo que salta á la vista en los escritos de la época de una manera absoluta. Si la primera generacion cristiana tiene una creencia profunda y constante, es sin duda la de que el mundo está á punto de acabar, y que la gran «revelacion» de Cristo se va á cumplir bien pronto. Esa viva proclamacion: «¡El tiempo está cerca!», que comienza y acaba el Apocalípsis; ese llamamiento repetido sin cesar: «¡Que todo aquel que tenga oidos escuche!», son gritos de esperanza y de reunion de toda la edad apostólica. Una expresion siria, Maran atha, «¡Nuestro Señor llega!», se convirtió en una especie de santo y seña que los creyentes se decian entre ellos para fortalecerse en su fe y en sus esperanzas. El Apocalípsis escrito el año 68 de nuestra era, fija el término á tres años y medio, y la «Ascension de Isaías» admite un cálculo muy aproximado á éste.

Jesús nunca llegó á tal precision. Cuando se le preguntaba acerca del tiempo de su advenimiento, siempre rehusaba responder; y una vez hasta declara que la fecha de ese gran dia sólo es conocida del Padre, que no se la ha confiado ni á los ángeles, ni al Hijo. Jesús decia que el momento en que se espiaria el reino de Dios con una curiosidad impertinente, no sería precisamente en el que llegase; y repetia sin cesar, que sería una sorpresa como en los tiempos de Noé y de Lot; que era preciso estar siempre prevenido á partir; que cada uno debia tener encendida su lámpara como para un cortejo de bodas que llega desprevenidamente; que el Hijo del hombre vendria de la misma manera que un ladron, esto es, á la hora en que no se le esperase, y que apareceria como un rayo que recorre el horizonte de uno á otro extremo. Pero sus declaraciones acerca de la proximidad de la catástrofe no daban lugar á equivocacion alguna. «La generacion presente, decia, no pasará sin que se realice todo esto. Muchos de los que están aquí presentes no morirán sin haber visto al Hijo del hombre venir á tomar posesion de su reinado». Vitupera á los que creen que él no sabe leer los pronósticos del reino futuro. «Cuando va llegando la noche decís: Hará buen tiempo, porque está el cielo arrebolado. Y por la mañana: Tempestad habrá hoy, porque el cielo está cubierto y encendido. ¿Cómo sabeis adivinar por el aspecto del cielo, y no podeis conocer las señales de estos tiempos?».

Gracias á una ilusion comun á todos los grandes reformadores, Jesús se figuraba el fin mucho más próximo de lo que era en realidad; no tenía en cuenta la lentitud de los movimientos de la humanidad: imaginábase realizar en un dia lo que mil ochocientos años más tarde no debia estar aún acabado.

Esas declaraciones tan precisas preocuparon á la familia cristiana casi por espacio de setenta años. Estaba admitido que algunos de sus discípulos verian el dia de la revelacion final ántes de morir. Juan en particular era considerado en este número, y muchos creian que no moriria nunca. Quizás era esto una tardía opinion producida hácia el fin del siglo primero, por la avanzada edad á que Juan parece haber llegado, y que daba ocasion á creer que Dios queria conservarle indefinidamente hasta el gran dia, á fin de realizar la palabra de Jesús. Sea de ello lo que quiera, á su muerte la fe de muchos vaciló, y sus discípulos dieron á la predicacion del Cristo un sentido más moderado.

Al mismo tiempo que Jesús admitia plenamente las creencias apocalípticas tales como se encuentran en los libros apócrifos de los judíos, admitia el dogma, que es el complemento de ellas, ó más bien la condicion de la resurreccion de los muertos. Tal doctrina, como ya lo hemos dicho, era aún nueva en Israel; muchas personas no la conocian ó no creian en ella. Sin embargo, era de fe para los fariseos y para los fervientes adeptos de las creencias mesiánicas. Jesús la aceptó sin reserva, pero siempre en el sentido más idealista. Muchos se figuraban que en el mundo de los resucitados se comeria, se beberia y se casarian. Jesús admite en su reino una nueva Pascua, un festin y un vino nuevo; pero excluye de él formalmente el casamiento. Los saduceos tenian, respecto á esto, un argumento grosero en la apariencia, pero bastante conforme en el fondo con la antigua teología. Se acordaban de que, segun los sabios antiguos, el hombre no sobrevivia sino en sus hijos. El código mosáico habia consagrado esa teoría patriarcal por una institucion extravagante, el Levirat, y los saduceos deducian de ahí sutiles consecuencias en contra de la resurreccion. Jesús las evadia declarando formalmente que en la vida eterna no existiria ya la diferencia de sexo y que el hombre sería semejante á los ángeles. Algunas veces parece que no promete la resurreccion sino á los justos; el castigo de los impíos consistiria en morir enteramente y permanecer en la nada. Más frecuentemente, sin embargo, Jesús quiere que la resurreccion se aplique á los malos para su eterna confusion. Como se ve, nada era completamente nuevo en esas teorías. Los evangelios y los escritos de los apóstoles no contienen absolutamente, en punto á doctrinas apocalípticas, sino lo que se encuentra ya en «Daniel», «Henoch», y los «oráculos sibilinos» de orígen judío. Jesús aceptó esas ideas extendidas generalmente entre sus contemporáneos, convirtiéndolas en base de su accion, ó por mejor decir, en uno de sus puntos de apoyo; porque tenía un sentimiento demasiado profundo de su verdadera obra para establecerla únicamente sobre principios tan frágiles, tan expuestos á recibir de los hechos una fulminante refutacion.

Cierto es, en verdad, que una doctrina semejante, tomada por sí misma de una manera literal, no tenía porvenir alguno. El mundo, obstinándose en vivir, la hacia hundirse, y la edad que vive un hombre le estaba reservada á lo sumo. La fe de la primera generacion cristiana se explica, pero no así la de la segunda. Despues de la muerte de Juan, ó del último superviviente, cualquiera que fuese, del grupo que vió al maestro, la palabra de éste quedaba desmentida. Si la doctrina de Jesús sólo hubiese sido la creencia en un próximo fin del mundo, ciertamente que hoy dormiria en el olvido. ¿Qué es, pues, lo que la ha salvado? La gran latitud de las concepciones evangélicas, que ha permitido encontrar en el mismo símbolo doctrinas apropiadas á estados intelectuales muy diversos. El mundo no ha acabado, como Jesús lo anunció y como sus discípulos lo creyeron, pero está renovado del modo que Jesús deseaba. Si su pensamiento ha sido fecundo, débelo á su doble fase. Su quimera no ha corrido la suerte de otras muchas que han cruzado por el espíritu humano, gracias á que abrigaba un gérmen de vida que, introducido, merced á una apariencia fabulosa, en el seno de la humanidad, ha producido en él frutos eternos.

Y no se diga que ésa es una benévola interpretacion, imaginada para lavar el honor de nuestro gran maestro del cruel mentís dado á sus sueños por la realidad. No, no; ese verdadero reino de Dios, ese reino del espíritu que hace á cada uno rey y sacerdote; ese reino que, como el grano de la simiente de mostaza, ha llegado á ser un árbol que presta sombra al mundo, y bajo cuyas ramas los pájaros tienen sus nidos, Jesús le comprendió, le quiso, le fundó. Al lado de la idea falsa, fria, imposible, de un advenimiento de ostentacion, concibió la verdadera ciudad de Dios, la «palingenesia» exacta, el sermon en la montaña, la apoteósis del débil, el amor del pueblo, el gusto del pobre, la rehabilitacion de todo lo que es humilde, verdadero é inocente. Esa rehabilitacion la hizo, como artífice incomparable, por rasgos que durarán eternamente. Cada uno de nosotros le debe lo que en sí tiene de mejor. Perdonémosle su esperanza de un vano apocalípsis, de una venida en gran triunfo sobre las nubes del cielo. Quizás ése era el error de los demás más bien que el suyo; y si es cierto que él participó de las ilusiones de los otros, ¿qué importa, una vez que su sueño le hizo esforzado contra la muerte y le sostuvo en una lucha, en la que sin eso tal vez habria sucumbido?

Preciso es, pues, conservar diversos sentidos á la divina ciudad concebida por Jesús. Si su único pensamiento hubiese sido que el fin de los tiempos estaba cercano y que era necesario prepararse á él, no habria ido más allá que Juan Bautista. Renunciar á un mundo próximo á hundirse, desprenderse poco á poco de la vida presente, aspirar á un reino que iba á llegar, tal hubiera sido la última frase de su predicacion. La enseñanza de Jesús tuvo siempre por objeto miras más elevadas. Se propuso crear un nuevo estado de la humanidad, y no preparar sólo el fin del que existe. Elías ó Jeremías, volviendo á aparecer para preparar á los hombres á las supremas crísis, no hubieran predicado como él. Tan cierto es esto, que esa moral pretendida de los últimos dias ha resultado ser la moral eterna, la que ha salvado á la humanidad. El mismo Jesús, en muchas ocasiones, emplea modos de hablar que no entran absolutamente en la teoría apocalíptica. Frecuentemente declara que el reino de Dios ha comenzado; que todo hombre le lleva consigo mismo, y puede, si de ello es digno, disfrutar de él; que cada uno crea tácitamente ese reino por la verdera conversion del corazon.

El reino de Dios no es entónces sino el bien, es un órden de cosas mejor que el que existe, es el reino de la justicia, que el fiel, segun sus fuerzas, debe contribuir á fundar, ó es áun la libertad del alma, ó bien algo de análogo al «rescate» búdico, fruto de la desaficion. Esas verdades, que para nosotros son puramente abstractas, para Jesús eran vivas realidades. Todo en su pensamiento es concreto y sustancial: Jesús es el hombre que más enérgicamente creyó en la realidad de lo ideal.

Al aceptar las utopias de su tiempo y de su raza, Jesús supo hacer de ellas tambien grandes verdades, gracias á fecundos errores. Su reino de Dios era, sin duda, el próximo apocalípsis que iba á desarrollarse en el cielo. Pero, además de todo esto, probablemente era, sobre todo, el reino del alma, creado por la libertad y por el sentimiento filial, el que el hombre virtuoso experimenta en el seno de su padre. Aquélla era la religion pura, sin prácticas, sin templo, sin sacerdotes; era el juicio moral del mundo decretado á la conciencia del hombre justo y al poder del pueblo. Hé ahí lo que estaba hecho para vivir, y hé ahí lo que ha vivido. Cuando, al cabo de un siglo de aguardar en vano, se apura la esperanza materialista de un próximo fin del mundo, el verdadero reino de Dios aparece á ella. Lisonjeras explicaciones echan un velo sobre el reino real que no acaba de llegar. Estando el Apocalípsis de Juan, primer libro canónico del Nuevo Testamento, demasiado sériamente plagado de la idea de una catástrofe inmediata, queda pospuesto á segundo lugar y es tenido por ininteligible, torturado de mil modos y casi rechazado. Al ménos, se aplaza el dia de su cumplimiento para un porvenir indefinido. Algunos pobres obstinados que guardan aún, en plena época de reflexion, las esperanzas de los primeros discípulos, se convierten en heréticos (Ebionitas, Milenarios), perdidos en las clases inferiores del cristianismo. La humanidad creia en otro reino de Dios. La parte de verdad contenida en la idea de Jesús habia triunfado de la quimera que la ofuscaba.

No despreciemos, sin embargo, esa quimera, que ha sido la tosca corteza del sagrado bulbo de que nosotros vivimos.

Ese fantástico reino del cielo, ese perseguimiento sin fin de una ciudad de Dios, que siempre ha preocupado al cristianismo en su larga carrera, ha sido el principio del gran instinto de porvenir que ha animado á todos los reformadores, discípulos obstinados del Apocalípsis, desde Joaquin de Flora hasta el sectario protestante de nuestros dias. Ese impotente esfuerzo por fundar una sociedad perfecta ha sido la fuente de la tension extraordinaria que ha hecho del verdadero cristiano un atleta en lucha contra el presente. La idea del «reino de Dios» y el Apocalípsis, que en esto es la imágen completa, son pues, en cierto modo, la expresion más grande y más poética del progreso humano. Ciertamente que de ella debian salir grandes errores. Suspendido sobre la humanidad como una constante amenaza, el fin del mundo, por los horrores periódicos que causó durante muchos siglos, perjudicó no poco á todo desarrollo profano. La sociedad, no estando segura de su existencia, contrajo una especie de temor y aquellas costumbres de baja humildad que presentan á la Edad media tan inferior á los tiempos antiguos y á los modernos. Por otra parte, se habia producido un cambio radical en el modo de considerar la venida de Cristo. La primera vez que se anunció á la humanidad que su planeta iba á acabar, de la misma manera que el niño que acoge la muerte con una sonrisa, experimentó el más vivo acceso de alegría que jamás pudo sentir. Al envejecer, el mundo se habia apegado á la vida. El dia de gracia, esperado tan largo tiempo por las almas puras de Galilea, habia llegado á ser para aquellos siglos de hierro un dia de cólera: Dies iræ, dies illa! Pero áun en el mismo seno de la barbarie, la idea del reino de Dios permaneció fecunda. Á pesar de la Iglesia feudal, de las sectas, de las órdenes religiosas, santos personajes continuaron protestando en nombre del Evangelio contra la iniquidad del mundo. En nuestros mismos dias, dias confusos en que Jesús no tiene continuadores más auténticos que aquellos que parecen repudiarle, los sueños de organizacion ideal de la sociedad, que tanta analogía tienen con las aspiraciones de las sectas cristianas primitivas, sólo son, en cierto modo, el ensanche de la misma idea, una de las ramas de ese árbol inmenso, donde germina toda idea de porvenir, y del cual el «reino de Dios» será eternamente el tronco y la raíz. Todas las revoluciones sociales de la humanidad serán ingertas en esa palabra, pero infectadas de un tosco materialismo, aspirando á lo imposible, es decir, á fundar la dicha universal sobre medidas políticas y económicas, las tentativas «socialistas» de nuestra época permanecerán infecundas, hasta que tomen por norma el verdadero espíritu de Jesús, es decir, el idealismo absoluto, ese principio que consiste en que, para poseer la tierra, es preciso renunciar á ella.

La frase de «reino de Dios» expresa, por otro lado, muy felizmente, la necesidad que siente el alma de un suplemento de destino, de una compensacion de la vida actual. Aquellos que no se avienen á concebir el hombre como un compuesto de dos sustancias y que hallan el dogma deista de la inmortalidad del alma en contradiccion con la fisiología, desean mantenerse en la esperanza de una reparacion final, que bajo una forma desconocida, satisfará á las necesidades del corazon del hombre. ¡Quién sabe si el último término del progreso, dentro de millones de siglos, traerá consigo la conciencia absoluta del universo, y en esa conciencia el despertar de todo lo que ha vivido! Un sueño de un millon de años no es más largo que el sueño de una hora. San Pablo en esta hipótesis hubiera podido decir aún con razon: In ictu oculi!. Es indudable que la humanidad moral y virtuosa tendrá su desquite; que un dia el sentimiento del pobre honrado juzgará el mundo, y que en ese dia la figura ideal de Jesús será la confusion del hombre frívolo que no creyó en la virtud, del hombre egoista que no supo alcanzarla. La palabra favorita de Jesús permanece, pues, llena de un encanto perenne. Una especie de adivinacion grandiosa parece haberla tenido en una sublime vaguedad, abrazando á la vez diferentes órdenes de verdades.

Capítulo XVIII

Instituciones de Jesús


Lo que prueba, además, que esas ideas apocalípticas no absorbieron nunca por completo á Jesús es que, al mismo tiempo en que más se preocupaba de ellas, establecia con extraordinaria seguridad de miras las bases de una iglesia destinada á larga duracion. Que entre sus discípulos eligió los que por excelencia se llaman los «apóstoles» ó los «doce», cosa es que está fuera de duda, puesto que poco despues de su muerte se los encuentra formando un cuerpo y llenando por eleccion las vacantes que se operaban en su seno. Los doce eran los dos hijos de Jonás, los dos hijos del Zebedeo, Santiago, hijo de Cleofás, Felipe, Nathanael-bar-Talmai, Tomás, Leví, hijo de Alfeo ó Matheo, Simon el Zelador, Tadeo ó Lebeo, y Júdas de Kerioth. Es muy posible que el pensamiento de las doce tribus de Israel no fuese extraño á la eleccion de este número. De todos modos, los «doce» formaban un grupo de discípulos privilegiados, entre los cuales conservaba Pedro, á quien Jesús confió el cuidado de propagar su obra, una supremacía completamente fraternal. Nada habia entre ellos que se pareciese á colegio sacerdotal organizado en regla; las listas de los «doce» que han llegado hasta nosotros ofrecen muchas inexactitudes y contradicciones. Dos ó tres de los discípulos que en ellas figuran permanecieron oscuros. Algunos, por lo ménos Pedro y Felipe, estaban casados y tenian familia.

Es evidente que Jesús confiaba á los doce secretos que prohibia comunicasen á los demás. En ocasiones parece que su plan era rodear su persona de algun misterio, aplazar las grandes pruebas para despues de su muerte, y no revelarse por completo sino á sus discípulos, confiándoles el cuidado de demostrarle al mundo. «Lo que os digo de noche, decidlo á la luz del dia; y lo que os digo al oido, predicadlo desde los terrados.» Así se evitaba las declaraciones demasiado precisas y concluyentes, y creaba una especie de intermediarios entre él y la opinion. Lo que está fuera de duda es, que tenía para sus discípulos enseñanzas particulares y que les explicaba el sentido de algunas parábolas, indeciso y oscuro para el vulgo. La enseñanza de los doctores de aquel tiempo, como se ve por las sentencias del Pirké Aboth, adolecia de un giro enigmático y algo raro en la trabazon de las ideas. Jesús explicaba á sus amigos íntimos lo que en sus apotegmas ó en sus apólogos habia de singular, presentándoles su enseñanza desnuda del lujo de las comparaciones que algunas veces la oscurecian. Muchas de aquellas explicaciones se conservaron, al parecer, cuidadosamente.

Los apóstoles predicaron ya en vida de Jesús, pero sin separarse mucho de la doctrina del maestro. Verdad es que su predicacion se limitaba á anunciar la venida del reino de Dios. Iban de pueblo en pueblo recibiendo la hospitalidad, ó, mejor dicho, tomándola ellos mismos, segun era uso y costumbre. El huésped tiene en Oriente grande autoridad y es superior al dueño de la casa, al cual inspira la confianza más absoluta. Esa predicacion á domicilio, en el seno del hogar doméstico, es excelente para la propaganda de nuevas doctrinas. Ella sirve de pago al beneficio que se recibe y, provocada por la política y las buenas relaciones, facilita la emision de las ideas y la conversion de las familias. Sin la hospitalidad de Oriente, la rápida propaganda del cristianismo sería un hecho incomprensible. Jesús, que tenía gran apego á las viejas costumbres, con tal de que fuesen buenas, aconsejaba á sus discípulos que no tuviesen escrúpulo en aprovecharse de aquel antiguo derecho público, que probablemente estaba ya abolido en las grandes ciudades, á causa del establecimiento de las hosterías. Cuando los apóstoles se instalaban en casa de alguno, debian permanecer allí, comiendo y bebiendo lo que les dieran, hasta que no terminasen su mision.

Jesús deseaba que los mensajeros de la buena nueva, tomando de él ejemplo, hiciesen agradable su predicacion por medio de la amabilidad y de la benevolencia. Queria que cuando entrasen en una casa diesen al dueño el selam ó salutacion de paz. Siendo el selam entónces en Oriente lo que todavía es hoy, esto es, un signo de comunion religiosa que no se cambia con las personas cuyas creencias no se conocen, algunos vacilaban en seguir el mandato. «No temais nada, les decia Jesús; si el amo de la casa no la merece, vuestra paz se volverá con vosotros». Y en efecto, los apóstoles del reino de Dios eran á veces mal recibidos y se quejaban de ello á Jesús, el cual trataba siempre de calmarlos. Persuadidos como se hallaban de la omnipotencia del maestro, algunos se mostraban disgustados de tamaña longanimidad: los hijos del Zebedeo querian que hiciese llover el fuego del cielo sobre las ciudades inhospitalarias. Jesús acogia aquellos trasportes de celo con fina ironía, y los calmaba diciéndoles: «No he venido á perder las almas, sino á salvarlas.»

El maestro trataba siempre de establecer el principio que sus apóstoles eran él mismo ó semejantes á él, y todos creian que les habia comunicado sus maravillosas virtudes. Y en efecto, los discípulos ahuyentaban los demonios, profetizaban y formaban una escuela de renombrados exorcistas, si bien es verdad que muchas cosas eran superiores á sus fuerzas. Tambien curaban las enfermedades, bien por la imposicion de las manos, ó bien por la uncion del aceite; éste es uno de los procedimientos fundamentales de la medicina oriental. Por último, podian manosear las serpientes y beber impunemente licores venenosos. Á medida que uno se aleja de Jesús, esa teurgia llega á ser cada vez más chocante. Pero no cabe duda que ella fué de derecho comun en la Iglesia primitiva, y que los contemporáneos le consagraron particular atencion. Como sucede casi siempre, no faltaron charlatanes que explotasen aquel movimiento de credulidad. Ya en vida de Jesús, algunos, sin ser discípulos suyos, lanzaban los demonios en su nombre; los verdaderos discípulos se resentian de tal audacia y trataban de impedirla; pero Jesús, que veia en la conducta de los intrusos un homenaje tributado á su fama, no se mostraba muy severo con ellos. Por otra parte, el poder ó la facultad de exorcizar habia llegado en cierto modo á convertirse en oficio. Ciertas personas, llevando hasta el extremo la lógica de lo absurdo, lanzaban los demonios en nombre de Belzebú, príncipe de los diablos. Figurábanse que, debiendo tener aquel soberano de las legiones infernales autoridad absoluta sobre sus subordinados, no podrian ménos de huir los espíritus intrusos, obrando en nombre suyo. Algunos hasta pretendian comprar á los discípulos de Jesús el secreto de los poderes milagrosos que el maestro les habia conferido.

Un gérmen de Iglesia empezaba ya á columbrarse. Esa idea fecunda del poder de los hombres reunidos (ecclesia) parece haber pertenecido á Jesús. Rebosando su corazon la doctrina idealista de que la union por el amor es lo que constituye la presencia de las almas, declaraba que siempre que algunos se reuniesen en nombre suyo, él estaria entre ellos. Jesús confia á la Iglesia el derecho de atar y desatar (esto es, de hacer que ciertas cosas sean lícitas ó ilícitas), de perdonar los pecados, de reprender y amonestar con autoridad, y de rogar con la certidumbre de que las preces sean atendidas favorablemente. Posible es que muchas de esas palabras hayan sido atribuidas al maestro, á fin de que sirvieran de apoyo á la autoridad colectiva por la cual se pretendió despues reemplazar la suya. De todos modos, las iglesias particulares no se constituyeron sino despues de su muerte, y áun aquella primera constitucion se hizo con arreglo al modelo de las sinagogas. Varios de los personajes que habian amado entrañablemente á Jesús y fundado en él grandes esperanzas, como José de Arimathea, Lázaro, María de Magdala y Nicodemo, no formaron, á lo que parece, parte de aquellas iglesias, y se atuvieron al tierno y respetuoso recuerdo que de él habian conservado.

Por lo demás, en la enseñanza de Jesús no hay ningun indicio de una moral aplicada ni de un derecho canónico, siquiera sea poco definido. Una sola vez se pronuncia de una manera clara respecto al casamiento, prohibiendo el divorcio. Tampoco se echa de ver ninguna teología ni símbolo alguno. Sólo hace algunas vagas indicaciones referentes al Padre, al Hijo y al Espíritu, de las que habrian de deducir la Trinidad y la Encarnacion, pero que entónces permanecian aún en estado de imágenes indeterminadas. Los últimos libros del cánon judáico admitian ya al Espíritu Santo, especie de hipóstasis divina que algunas veces se identificaba con la Sabiduría ó el Verbo. Jesús insistió sobre ese punto y anunció á sus discípulos un bautismo por el fuego y el espíritu preferible al de Juan; bautismo que, despues de la muerte del profeta de Nazareth, creyeron recibir bajo la forma de un gran viento acompañado de lenguas de fuego. El Espíritu Santo enviado por el Padre les enseñará así la verdad, y al mismo tiempo les dará testimonio de las que el mismo Jesús promulgara. Para designar ese Espíritu, Jesús empleaba el nombre de Paráclito, nombre que el siro-caldeo habia tomado del griego (παράκλητος), y que parece haber tenido en su mente la significacion de «abogado», «consejero», y algunas veces la de «intérprete de las celestes verdades», ó bien la de «doctor encargado de revelar á los hombres los misterios todavía ocultos». Jesús mismo se consideraba respecto á sus discípulos como un paráclito, y el Espíritu que vendrá despues de su muerte no hará sino reemplazarle. Esta era una aplicacion del procedimiento que la teología judáica y la teología cristiana habrian de seguir por espacio de siglos, y que debia producir toda una serie de asesores divinos, como el Metatrono, el Sinadelfo ó Sandalfon y demás personificaciones de la Cábala. Pero con la diferencia de que esas creaciones debian permanecer en el judaismo siendo especulaciones particulares y libres, miéntras que en el cristianismo constituyeron, á partir del siglo cuarto, la esencia de la ortodoxia y del dogma universal.

Paréceme inútil hacer observar que la idea de un libro religioso que encerrase un código y artículos de fe estaba muy léjos del pensamiento de Jesús. No sólo no escribió nunca el maestro, sino que la produccion de libros sagrados era contraria al espíritu de la secta naciente. Estaban persuadidos de que se hallaban en vísperas de la gran catástrofe final, y de que el Mesías venía, no á promulgar nuevos textos, sino á poner el sello á la Ley y á las palabras de los profetas. Así, pues, á excepcion del Apocalípsis, único libro revelado del cristianismo naciente, los demás escritos de la edad apostólica son obras de circunstancia que de ningun modo tienen la pretension de proporcionar un conjunto dogmático completo. Los evangelios no tuvieron en un principio sino un carácter puramente privado y una autoridad bien inferior á la tradicion.

Sin embargo, ¿no tenía la secta algun sacramento, algun rito, algun signo de union y de mútuo reconocimiento? Sí, tenía uno que todas las tradiciones hacen remontar hasta Jesús. Una de las ideas favoritas del maestro, consistia en que él era el nuevo pan, superior al maná, de que la humanidad viviria en adelante. Esa idea, gérmen de la Eucaristía, adquiria á veces en boca de Jesús formas singularmente concretas. En una ocasion obedeció en la sinagoga de Capharnahum á un movimiento atrevido que le costó la pérdida de varios de sus discípulos. «En verdad, en verdad os digo: Moisés no os dió pan del cielo; mi Padre es quien os le da verdaderamente». Y añadió: «Yo soy el pan de vida; el que viene á mí, no tendrá hambre; y el que cree en mí, no tendrá sed jamás». Estas palabras excitaron un vivo murmullo. «¿Qué entiende por esas palabras «yo soy el pan de vida?»—decian.—¿No es éste aquel Jesús, hijo de José, cuyo padre y cuya madre conocemos? ¿Cómo dice entónces que ha descendido del cielo?» Y Jesús, insistiendo con mayor energía, les replicaba: «Yo soy el pan de vida; vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que desciende del cielo, á fin de que quien comiere de él no muera. Yo soy el pan vivo: quien comiere de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi misma carne, para la vida del mundo». El escándalo llegó á su colmo. «¿Cómo puede éste darnos á comer su carne?»—decian. Y Jesús insistia aún: «En verdad, en verdad os digo que si no comiéreis la carne del Hijo del hombre y no bebiéreis su sangre, no tendreis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último dia. Porque mi carne verdaderamente es comida, y mi sangre es verdaderamente bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive, y yo vivo por el Padre; así quien me come, tambien vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo, y no es como el maná que vuestros padres comieron y que no les impidió morir; quien come este pan vivirá eternamente.» Semejante obstinacion en la paradoja sublevó la conciencia de varios de sus discípulos, que desde entónces dejaron de seguirle. Jesús no se retractó; únicamente añadia: «El espíritu es quien da la vida: la carne de nada sirve. Las palabras que os he dicho, espíritu y vida son.» Á pesar de esa rara predicacion, los doce permanecieron fieles, y ella dió motivo á Cephas ó Pedro para demostrarle un afecto sin límites y para repetirle: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.»

Probablemente desde entónces se introdujo en las comidas de la secta algun uso que se relacionaba con la predicacion que halló tan mala acogida en la sinagoga de Capharnahum. Pero las tradiciones apostólicas son respecto á esto muy divergentes y, quizás adrede, muy incompletas. Los evangelios sinópticos suponen que un acto sacramental único sirvió de base al rito misterioso, y señalan ese acto en la última Cena. Juan, que es precisamente quien nos ha conservado el incidente de la sinagoga de Capharnahum, no dice ni una palabra de semejante hecho, sin embargo de referir muy al pormenor cuanto en la última Cena tuvo lugar. Por otra parte, vemos que se reconocia á Jesús en la manera de partir el pan, como si para aquellos que le habian tratado hubiese sido esa accion la más característica de su persona. Así que murió, la forma bajo la cual aparecia á los piadosos recuerdos de sus discípulos era la de presidente de un místico banquete, bendiciendo el pan y repartiéndole á los circunstantes. Es muy posible que ésta fuese una de sus costumbres, y esos momentos aquellos en que más particularmente se mostraba amable y afectuoso. Una circunstancia material, la presencia del pescado sobre la mesa (indicio que prueba que el rito indicado tuvo orígen en las márgenes del lago de Tiberiade), fué tambien casi sacramental, y formó parte integrante de las imágenes que los discípulos hicieron del sagrado festin.

En la naciente comunidad, los instantes consagrados á la comida habian llegado á ser los más agradables. En aquellos momentos en que todos se reunian al rededor de la misma mesa, el maestro hablaba á cada uno y mantenia siempre una conversacion jovial y llena de atractivo. Jesús amaba aquellos instantes y se complacia en ver en torno suyo á su familia espiritual. La participacion del mismo pan era considerada como una especie de comunion, de lazo recíproco. Los términos extremadamente enérgicos que el maestro usaba respecto á este punto, se tomaron despues al pié de la letra de una manera absoluta y lastimosa. Jesús era, al mismo tiempo, muy espiritualista en las concepciones y muy materialista en la expresion. Queriendo hacer palpable el pensamiento de que el creyente no vive sino de él, y que él todo entero (cuerpo, sangre y alma) era la vida del verdadero fiel, decia á sus discípulos:—«Yo soy vuestro alimento»; frase que cambiada en estilo figurado, se convertia en esta otra: «Mi carne es vuestro pan, mi sangre es vuestra bebida.» La costumbre de hacer uso de un lenguaje sustancial en extremo le llevaba más léjos aún. En la mesa decia á los discípulos, señalándoles el alimento: «Héme ahí»; y repartiéndoles el pan: «Tomad, éste es mi cuerpo»; y alargándoles el cáliz con vino: «Tomad, ésta es mi sangre»; maneras de hablar que eran todas el equivalente de: «Yo soy vuestro alimento.»

Ese rito misterioso alcanzó en vida de Jesús grande importancia; probablemente se hallaba establecido mucho tiempo ántes del último viaje á Jerusalen, siendo tambien posible que fuese el resultado de una doctrina general más bien que de hecho determinado. Despues de la muerte de Jesús, llegó á ser el gran símbolo de la comunion cristiana, y se relacionó su orígen con el momento más solemne de la vida del Salvador. Pretendíase entónces ver en la consagracion del pan y del vino una memoria del adios que Jesús dió á sus discípulos ántes de abandonar la vida, y se volvió á encontrar al mismo Jesús en ese sacramento. La idea completamente espiritualista de la presencia de las almas, idea que tan familiar era al maestro y que le obligaba, por ejemplo, á decir á sus discípulos que cuando se reunieran en su nombre estaria en persona en medio de ellos, hacia la hipótesis admisible. Como ya hemos dicho, Jesús no tuvo nunca una nocion fija de lo que constituye la individualidad. La idea, en el grado de exaltacion á que habia llegado, tenía en él tal supremacía y tan absoluto imperio, que el cuerpo no figuraba para nada. Dos seres que se aman no forman sino uno, viven uno en otro;—¿cómo no habian de ser uno él y sus discípulos? Éstos adoptaron el mismo lenguaje. Y los que por espacio de algunos años habian vivido de él, continuaron viéndole siempre con el pan y el cáliz «entre sus manos santas y venerables» ofreciéndose á ellos. Á él fué, pues, á quien comieron y bebieron, y él llegó á ser la verdadera Pascua, puesto que la antigua quedó abolida por su sangre. Imposible es traducir á nuestro idioma determinado, que tan profunda distincion exige entre el sentido propio y el metafórico, esas costumbres de estilo cuyo carácter esencial consiste en prestar á la metáfora, ó mejor dicho, á la idea, una forma palpable y de exuberante realidad.

Capítulo XIX

Progresión creciente de entusiasmo y exaltación

Es evidente que semejante sociedad religiosa, fundada sólo en la esperanza del reino de Dios, debia ser muy incompleta por sí misma. La primera generacion cristiana vivió toda ella de expectacion y de ensueños. Creyéndose en vísperas del fin del mundo, se consideraba como cosa inútil cuanto contribuye á continuarle. Prohibíase la propiedad, y debian esquivarse todos los lazos que sujetan al hombre á la tierra, todo cuanto le separa del cielo. Aunque algunos discípulos estaban casados, se renunciaba, segun parece, al matrimonio desde el momento en que se ingresaba en la secta. Preferíase abiertamente el celibato, y en el matrimonio mismo se recomendaba la continencia. Hay un momento en que el maestro parece dar su aprobacion á los que se mutilasen con la esperanza de ser más dignos del reino de Dios. En lo cual era consecuente con su principio; «Si tu mano ó tu pié te dan ocasion de escándalo ó pecado, córtalos y arrójalos léjos de tí; pues más te vale entrar en la vida eterna manco ó cojo, que con dos manos ó dos piés ser precipitado en el fuego eterno. Y si tu ojo es para tí ocasion de pecado, sácale y tírale léjos de tí:—mejor te es entrar en la vida eterna con un solo ojo, que tener dos y ser arrojado al fuego del infierno». La falta de generacion fué considerada frecuentemente como la señal y la condicion del reino de Dios.

Segun se ve, aquella Iglesia primitiva no hubiera formado nunca una sociedad durable, sin la gran variedad de gérmenes que Jesús depositó en su enseñanza. Para que la verdadera Iglesia cristiana, la Iglesia que convirtió al mundo, se desprenda de aquella pequeña secta de santos y llegue á ser un cuadro aplicable á la sociedad entera, necesitará todavía más de un siglo. Lo mismo sucedió con el budismo, cuya doctrina fué en un principio fundada por frailes. Lo mismo habria tambien sucedido con la órden de San Francisco, si la pretension de aquella órden, que aspiraba á convertirse en regla de la sociedad humana, hubiese tenido éxito. Nacidas en estado de utopias, y consiguiendo abrirse camino á causa de su misma exageracion, las grandes fundaciones que acabamos de mencionar no llenaron el mundo sino á condicion de modificarse profundamente y de renunciar á sus excesos. Jesús no traspasó ese primer período monacal en que el hombre se cree autorizado á intentar lo imposible. Así es que predicó atrevidamente la guerra á la naturaleza, la total ruptura de los lazos de la sangre: «En verdad, en verdad os digo,—exclamaba,—ninguno hay que haya dejado casa, ó padres, ó hermanos, ó esposa, ó hijos, por amor de Dios, el cual no reciba mucho más en este siglo, y en el venidero la vida eterna».

La misma exaltacion respiran las instrucciones que se suponen dadas por Jesús á sus discípulos. En efecto, él, que tan fácil y tolerante se muestra para con los extraños, que á veces se contenta con débiles afecciones, manifiesta para con los suyos extraordinario rigor. No le satisfacen los términos medios. Diríase que su escuela era una «órden» basada en las más austeras reglas. Jesús, fiel á su idea de que los cuidados de la vida turban y empequeñecen al hombre, exige un completo desprendimiento de la tierra, una adhesion absoluta por su obra. Sus discípulos no deben llevar dinero, ni provisiones para el camino, ni siquiera una alforja, ni una muda de ropa; deben practicar la pobreza absoluta, vivir de las limosnas y de la hospitalidad que les ofrezcan. «Dad graciosamente lo que graciosamente habeis recibido»,—les decia en su hermoso lenguaje. Si los prenden, si los llevan ante los jueces, no deben preparar su defensa; el abogado celestial, el Paráclito, les inspirará lo que han de decir. El Padre les enviará de lo alto su Espíritu, el cual llegará á ser el principio de todas sus acciones, el director de sus pensamientos, su guía á traves del mundo. Cuando los echen de una ciudad, deben sacudir, al abandonarla, el polvo de sus piés, aunque no sin notificarle la proximidad del reino de Dios, á fin de que no pueda alegar ignorancia. Y añadia: «No acabareis de recorrer las ciudades de Israel ántes que venga el Hijo del hombre.»

Un fuego extraño anima todos esos discursos, que tal vez sean en parte creacion del entusiasmo de los discípulos; pero áun así, provienen directamente de Jesús, puesto que obra suya era ese entusiasmo. Jesús anuncia á los que quieren seguirle grandes persecuciones y que serán objeto del ódio del género humano. Envíalos como ovejas en medio de lobos, y les dice que serán azotados en las sinagogas y conducidos á las prisiones. El hermano será entregado por el hermano y el hijo por su padre. Aconséjales que cuando los persigan en un país huyan á otro. «El discípulo no es más que su maestro,—les decia,—ni el siervo más que su amo. Nada temais á los que matan al cuerpo y no pueden matar el alma. ¿No es así que dos pájaros se venden por un cuarto, y no obstante, ninguno de ellos caerá en tierra sin que lo disponga vuestro padre? Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados; no teneis, pues, que temer; valeis vosotros más que muchos pájaros». Y añadia: «Todo aquel que me reconociere delante de los hombres, yo tambien le reconoceré delante de mi Padre; mas á quien me negare delante de los hombres, yo tambien le negaré delante de mi Padre que está en los cielos».

En esos accesos de rigor, Jesús se exaltaba hasta el extremo de suprimir la carne. Sus exigencias no tenian ya límites. Desconociendo la manera de ser de la naturaleza del hombre, quiere que no se viva sino para él, que no se ame sino á él únicamente. «Si alguno de los que me siguen,—decia,—no aborrece á su padre y madre, y á la mujer, y á los hijos, y á los hermanos y hermanas, y áun á su vida misma, no puede ser mi discípulo».—«Cualquiera de vosotros que no renuncie á todo lo que posea, no puede ser mi discípulo». Entónces se mezclaba á sus palabras algo de extraño y sobrehumano; algo semejante á un fuego devorador que agostaba las raíces de la vida, que lo convertia todo en horrible desierto. El áspero y triste sentimiento de disgusto por el mundo y de abnegacion ilimitada, que caracteriza la perfeccion cristiana, tuvieron por fundador, no al ingenioso y jovial moralista de los primeros dias, sino al sombrío gigante á quien una especie de grandioso presentimiento arrojaba más y más fuera del género humano. En aquellos momentos de guerra contra las necesidades más legítimas del corazon, diríase que Jesús habia olvidado el placer de vivir, de amar, de ser y de sentir. Y llevando su exaltacion hasta el extremo, exclamaba: «Si alguno quiere ser mi discípulo, que renuncie á sí mismo y me siga. Quien ama al padre ó á la madre más que á mí, no merece ser mio; y quien ama al hijo ó á la hija más que á mí, tampoco merece ser mio. Quien conserve su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mio, la volverá á hallar. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde á sí mismo?». Dos anécdotas pertenecientes al género de aquellas que no deben tomarse por históricas pintan perfectamente, aunque exagerándole, ese reto lanzado por Jesús á la naturaleza. «¡Sígueme!»—dijo el maestro á un hombre.—«Señor,—le respondió—permíteme que ántes vaya á dar sepultura á mi padre.» Mas Jesús replicó:—«Sígueme tú, y deja que los muertos entierren á sus muertos; pero tú vé y anuncia el reino de Dios.»—Y otro le dijo: «Señor, yo te seguiré; pero primero déjame ir á despedirme de mi casa.» Respondióle Jesús: «Ninguno que despues de haber puesto su mano en el arado vuelve los ojos atras, es apto para el reino de Dios». Un extraordinario aplomo, y á veces un acento de singular dulzura, hacian tolerables esas exageraciones: «Venid á mí—exclamaba—todos los que andais agobiados de trabajos y cargas, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros; aprended de mí, que soy manso y humilde de corazon, y hallaréis el reposo para vuestras almas; porque suave es mi yugo y ligero el peso mio».

De esa moral exaltada, que se expresaba en un lenguaje hiperbólico y espantosamente enérgico, debia resultar un gran peligro para el porvenir. Á fuerza de desprender al hombre de la tierra, se atacaba á la vida en sus mismas fuentes. En adelante, el cristiano que sea mal hijo, mal padre, mal patriota, merecerá por ello elogios, si sus atentados contra la patria y la familia reconocen por orígen el amor de Cristo. La ciudad antigua, la república, madre de todos, el Estado, ley comun de todos, quedan constituidos en hostilidad abierta con el reino de Dios, sembrando en el mundo un gérmen fatal de teocracia.

Otra consecuencia se deja tambien entrever desde entónces. Esa moral, hecha para un momento de crísis, parecerá imposible cuando se trasporte á un medio más tranquilo, al seno de una sociedad segura de su duracion. El Evangelio queda así destinado á convertirse en una utopia que muy pocos cristianos intentarian realizar. Para el mayor número, esas fulminantes máximas deberán dormir en profundo olvido, con el asentimiento del mismo clero; porque el hombre evangélico será un hombre peligroso. El más interesado, el más orgulloso, el más déspota, el más terrenal de todos los humanos, un Luis XIV, por ejemplo, debia encontrar sacerdotes que le persuadiesen, á despecho del Evangelio, de que era buen cristiano. Pero tambien debian encontrarse santos que tomasen al pié de la letra las sublimes paradojas de Jesús. No pudiendo alcanzarse la perfeccion dentro de las condiciones ordinarias de la sociedad, ni practicarse completamente la vida evangélica sino fuera del mundo, quedaba asentado de una manera tácita el principio del ascetismo y del estado monacal. Las sociedades cristianas tendrán, pues, dos reglas morales, una medianamente heróica, para la generalidad de los hombres; otra exaltada hasta el exceso, para el hombre perfecto; y este será el fraile sujeto á reglas que pretendan realizar el ideal evangélico. Es indudable que ese ideal no podia ser de derecho comun, puesto que implicaba la obligacion del celibato y de la pobreza. Bajo este punto de vista, el fraile es en cierto modo el solo cristiano verdadero. El sentido comun se revela contra semejantes excesos, porque para él lo imposible es la señal de la debilidad y del error. Pero, cuando se trata de grandes cosas, el sentido comun es malísimo juez. Para obtener algo de la humanidad, necesario es pedirle mucho. El inmenso progreso moral debido al Evangelio proviene de sus mismas exageraciones. Bajo este supuesto, él ha sido, así como el estoicismo, pero con muchísima más amplitud, un vivo argumento de las fuerzas divinas que el hombre tiene en sí, un monumento elevado al poder de la voluntad.

Compréndese fácilmente que, en el momento á que hemos llegado de la vida de Jesús, todo lo que no era el reino de Dios habia desaparecido para él de un modo absoluto. Jesús se hallaba fuera de la naturaleza, si así puede decirse; la familia, la amistad, la patria no tienen ya para él valor alguno. Sin duda habia hecho desde entónces el sacrificio de su vida. En ocasiones se inclina uno á creer que, viendo en su propia muerte un medio de fundar su reino, concibió deliberadamente el propósito de hacerse matar. Otras veces, la muerte se presenta á él como un sacrificio destinado á apaciguar á su Padre y á salvar á los hombres, idea que despues habia de convertirse en dogma. Domínale un gusto singular de persecucion y de suplicios, considera su sangre como el agua de un segundo bautismo que debe recibir, y parece poseido de una extraña precipitacion por salir al encuentro de ese bautismo, único que puede calmar su sed.

Su grandeza de miras respecto al porvenir era á veces sorprendente. Jesús no desconocia la terrible tempestad que iba á desencadenar sobre el mundo. «No teneis que pensar—decia enérgica y atrevidamente—que yo he venido á traer la paz á la tierra; no he venido á traer la paz, sino la guerra. En una misma casa habrá cinco entre sí desunidos, tres contra dos y dos contra tres. Pues he venido á separar al hijo de su padre, á la hija de su madre, y á la nuera de su suegra. Y los enemigos del hombre serán las personas de su misma casa».—«Yo he venido á poner fuego á la tierra; y ¿qué he de querer sino que arda?».—«Os echarán de las sinagogas—añadia—y va á venir tiempo en que quien os matare se persuada hacer un obsequio á Dios. Si el mundo os aborrece, sabed que primero que á vosotros me aborreció á mí. Acordaos de aquélla sentencia mia, que os dije: no es el siervo mayor que su amo. Si me han perseguido á mí, tambien os han de perseguir á vosotros».

Arrastrado por esa espantosa progresion de entusiasmo y obedeciendo á las necesidades de una predicacion cada vez más exaltada, Jesús no era ya dueño de sí mismo, pertenecia á su papel y á la humanidad, hasta cierto punto. Hubiérase dicho á veces que su razon se turbaba. Sentia angustias y agitaciones interiores. La gran vision del reino de Dios que incesantemente brillaba ante sus ojos le producia vértigos. Hubo momentos en que sus discípulos le creyeron loco, y en que sus enemigos declararon que estaba poseido. Su apasionadísimo temperamento le llevaba á cada instante fuera de los límites de la naturaleza humana. No siendo su obra una obra de razon, sino de aquellas que burlan todas las clasificaciones del humano entendimiento, lo que Jesús exigia más imperiosamente era la «fe». Esta palabra, base de todos los movimientos populares, era la que más se repetia en el pequeño cenáculo. Claro es que ninguno de esos movimientos se realizaria, si fuese condicion indispensable que aquel que los provoca conquistase uno á uno sus discípulos por medio de pruebas lógicas y bien deducidas. La reflexion no conduce sino á la duda: si los autores de la revolucion francesa, por ejemplo, hubiesen exigido un convencimiento prévio, fruto de largas meditaciones, todos ellos habrian llegado á la vejez sin haber hecho nada. Jesús de igual manera aspiraba á seducir más bien que á convencer. Exigente, imperativo, no sufria ninguna oposicion ni demora, era preciso convertirse. Hasta su dulzura natural parecia haberle abandonado, y en ocasiones se manifestaba rudo y extravagante. Habia momentos en que sus discípulos no le comprendian y en que les inspiraba una especie de temor. Su mal humor contra los obstáculos le hacia cometer á veces actos inexplicables y absurdos en apariencia.

Y no es porque su virtud menguase, sino porque su lucha en nombre del ideal contra la realidad llegaba á ser insostenible. La resistencia le irritaba; el contacto de la tierra le exasperaba y le hacia daño. Y su nocion de Hijo de Dios se turbaba y exageraba. La ley fatal que condena á la idea á decaer y empobrecerse desde el momento en que trata de convertir á los hombres, tenía en él su aplicacion. Al tocar los hombres á Jesús, le rebajaban á nivel de ellos. La entonacion que habia adoptado no podia ser mantenida sino por algunos meses; tiempo era ya de que la muerte pusiese fin á una situacion tan violenta, y de que viniera á sustraerle á las imposibilidades de un camino sin término, á libertarle de una prueba demasiado prolongada, á introducirle impecable y para siempre en su celestial serenidad.

Capítulo XX

Oposición contra Jesús


Jesús no encontró, á lo que parece, gran oposicion durante el primer período de su carrera. Gracias á la extremada libertad de que se gozaba en Galilea y al infinito número de maestros que aparecian en todas partes, su predicacion no fué entónces conocida sino entre un círculo de personas bastante reducido. Pero la tormenta empezó á rugir tan pronto como puso la planta en una senda brillante de prodigios y de éxito público. Más de una vez tuvo que huir y ocultarse por temor á las persecuciones. Sin embargo, Antipas no le molestó nunca, como pudiera inferirse por la severidad con que Jesús se expresó algunas veces respecto á él. Tiberiade, residencia ordinaria del tetrarca, no distaba sino una ó dos leguas del país que Jesús habia elegido por centro de su actividad; Antipas oyó desde allí hablar de sus milagros, que, sin duda, tomaba por rasgos de habilidad, y curioso, como lo eran entónces todos los incrédulos, de aquella especie de prestigios, deseó presenciarlos. Pero Jesús, con su tacto ordinario, rehusó satisfacer la curiosidad del tetrarca, guardándose muy bien de extraviarse en un mundo irreligioso, que sólo pretendia verle para disfrutar de un vano pasatiempo. No aspirando á ganar sino al pueblo, guardó para las gentes sencillas medios que únicamente para ellas podian ser eficaces.

Hubo un momento en que se esparció el rumor de que Jesús no era otro sino Juan Bautista, que habia resucitado de entre los muertos. La noticia inquietó un poco á Antipas, el cual empleó la astucia á fin de alejar de sus dominios al nuevo profeta. So pretexto de interesarse por Jesús, algunos fariseos fueron á decirle que Antipas queria hacerle matar. Pero no obstante su gran sencillez, Jesús conoció el lazo que se le tendia y no abandonó el país. Su carácter pacífico y su ninguna implicacion en las agitaciones populares concluyeron por tranquilizar al tetrarca y por alejar el peligro.

La acogida que se dispensó á la nueva doctrina en todas las ciudades de Galilea no fué igualmente benévola. No sólo la incrédula Nazareth continuaba rechazando al que debia darle inmarcesible gloria; no sólo sus hermanos persistian en no creer en él, sino que algunas de las ciudades del lago, que en general no le eran hostiles, se hallaban muy léjos de estar completamente convertidas. Jesús se queja á menudo de la incredulidad y de la dureza de corazon que encuentra á cada paso; y aunque en tales reconvenciones haya gran parte de exageracion, propia del predicador, y aunque en ellas se eche de ver esa especie de convicium seculi, á que Jesús se mostraba aficionado, á imitacion de Juan Bautista, conócese, no obstante, que no todo el país se mostraba adicto al reino de Dios.


«¡Ay de tí, Corazin!—exclamaba.—¡Ay de tí, Betsaida! que si en Tyro y en Sidon se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo há que habrian hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto os digo que Tyro y Sidon serán ménos rigorosamente tratados en el dia del juicio que vosotras. Y tú, Capharnahum, ¿piensas acaso levantarte hasta el cielo? Serás, sí, abatida hasta el infierno; porque si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros que en tí, Sodoma quizá subsistiera áun hoy dia. Por eso te digo que el país de Sodoma en el dia del juicio será con ménos rigor que tú castigado.»

«La reina de Saba,—añadia,—hará de acusadora en el dia del juicio contra esta raza de hombres, y la condenará; por cuanto vino de los extremos de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomon, y con todo, aquí teneis quien es más que Salomon. Los naturales de Nínive se levantarán en el dia del juicio contra esta raza de hombres, y la condenarán; por cuanto ellos hicieron penitencia á la predicacion de Jonás. Y con todo, el que está aquí es más que Jonás».


Su vida errante y vagabunda, que en un principio se le presentaba llena de atractivo, empezaba tambien á fatigarle.


«Las raposas,—decia,—tienen sus madrigueras, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del hombre no tiene sobre qué reclinar la cabeza».


Su corazon destilaba en grado progresivo la reconvencion y la amargura:—acusaba á los incrédulos de resistirse á la evidencia, y decia que habia personas que, áun en el momento en que el Hijo del hombre apareciese rodeado de gloria celestial, dudarian todavía de él.

Jesús no podia, en efecto, acoger la oposicion con la calma del filósofo que, comprendiendo la razon de la diversidad de opiniones que se disputan el mundo, encuentra muy natural el que no todos adopten sus principios. Uno de los principales defectos de la raza judía es la acritud en la controversia y el tono injurioso que mezcla en ella. Nunca hubo en el mundo tan acaloradas disputas como las que los judíos tenian entre sí. Lo que hace al hombre político y moderado es el sentimiento de la variedad de opinion. La falta de ese sentimiento es uno de los rasgos que caracterizan el espíritu semítico. Las obras delicadas, como, por ejemplo, los diálogos de Platon, son completamente extrañas á esos pueblos. Jesús, no obstante hallarse exento de casi todos los defectos de su raza, y sin embargo de ser su cualidad predominante una delicadeza infinita, se vió obligado, á pesar suyo, á usar en la polémica del estilo general. De igual manera que Juan Bautista, empleaba contra sus adversarios términos durísimos. Su carácter, de exquisita mansedumbre para con los humildes, se exasperaba ante la incredulidad ménos agresiva. Ya no era aquel apacible maestro del «Discurso sobre la montaña», que aún no habia encontrado ni resistencia ni dificultades. La pasion, que formaba el fondo de su naturaleza, le arrastraba al terreno de las más violentas invectivas. Esa mezcla original de encontrados afectos no debe causarnos sorpresa. Un hombre de nuestra época, M. de Lamennais, ha ofrecido, con raro vigor, el mismo contraste. En su hermoso libro «Palabras de un creyente», la cólera más desenfrenada y los giros más suaves y delicados alternan á cada paso. Y ese hombre, que en el trato comun de la vida era amable y bondadoso para con todo el mundo, se hacia intratable y se exasperaba hasta la locura con aquellos que disentian de sus opiniones. De igual manera, Jesús se aplicaba, no sin razon, el pasaje del libro de Isaías: «No contenderá con nadie, no voceará, ni oirá ninguno su voz en las plazas; no quebrará la caña cascada, ni acabará de apagar la mecha que aún humea». Y sin embargo, várias de las recomendaciones que hace á sus discípulos encierran el gérmen de un verdadero fanatismo, gérmen que la Edad media debia desarrollar de una manera cruel. Pero ¿debe censurársele por ello? Ninguna revolucion se ha cumplido sin algo de rudeza. Ni la Reforma, ni la Revolucion francesa se habrian llevado á cabo si Lutero y los actores del gran drama de 1789 hubiesen debido observar los miramientos que exige la buena crianza. Felicitémonos, pues, de que Jesús no encontrase una ley que castigara el ultraje hecho á una clase de ciudadanos;—entónces los fariseos habrian sido inviolables. Todos los grandes casos que registra la historia de la humanidad se han efectuado en nombre de principios absolutos. Un filósofo crítico hubiera dicho á sus discípulos: «Respetad la opinion ajena y creed que, en este mundo, nadie posee completamente el tesoro de la verdad»; pero la accion de Jesús no tiene nada de comun con las desinteresadas especulaciones del filósofo. Para un alma ardiente, el pensamiento de haber tocado por un instante el ideal y de haber sido detenida por la maldad de los hombres, es de una amargura insoportable. ¿Qué no sería para el fundador de un mundo nuevo?

El obstáculo invencible que hallaban las ideas de Jesús procedia del judaismo ortodoxo representado por los fariseos. Éstos eran los verdaderos judíos, el nervio y la fuerza del judaismo, miéntras que Jesús se alejaba cada vez más de la antigua Ley. Aunque el centro de aquel partido se hallaba en Jerusalen, habia, sin embargo, algunos adeptos en Galilea, establecidos en el país ó permaneciendo en él accidentalmente. Por regla general, eran hombres de limitado entendimiento, de grande apego á las vanas exterioridades y de una devocion desdeñosa, oficial y muy satisfecha de sí misma. Sus modales eran ridículos y hacian sonreir á los mismos que los respetaban. Pruebas de ello son los satíricos apodos con que los distinguia el pueblo. Habia el «fariseo patizambo» (Nikfi), que marchaba por las calles arrastrando los piés y tropezando contra los guijarros; el «fariseo frente-sangrienta» (Kizai), que á fuerza de obstinarse en mirar al suelo por no ver á las mujeres se magullaba la frente contra las esquinas, teniéndola siempre ensangrentada; el «fariseo esteva» (Medukia), que permanecia plegado constantemente como el mango de un arado; el «fariseo robusto de hombros» (Sckimi), que andaba con la espalda encorvada como si todo el peso de la Ley gravitase sobre sus hombros; el «fariseo ¿qué hay que hacer? aquí estoy yo», siempre á caza de un precepto que cumplir; y, por último, el «fariseo barnizado», en el cual no eran las devotas exterioridades sino un barniz de hipocresía. Y en efecto, ese rigorismo no era muchas veces sino vana apariencia que en el fondo ocultaba una gran relajacion moral. Sin embargo, la credulidad pública no sospechaba todo lo que habia de falaz en aquellas mojigaterías. El pueblo, cuyo instinto es siempre recto, hasta en aquellos instantes en que padece mayores extravíos respecto á las cuestiones personales, se deja engañar fácilmente por los falsos devotos. Lo que en ellos ama es sin duda bueno y digno de ser amado; pero no tiene bastante penetracion para discernir la apariencia de la realidad.

No es difícil comprender la antipatía que, en un mundo tan apasionado como aquél, debió estallar desde un principio entre Jesús y las personas del carácter farisáico. Jesús no queria sino la religion del corazon; la de los fariseos consistia, casi únicamente, en meras fórmulas, en vanas observancias. Jesús atraia hácia su doctrina á los humildes y abria los brazos á aquellos que la sociedad rechazaba; los fariseos veian en ello un insulto á su religion de personas decentes. Un fariseo era un hombre infalible é impecable, un pedante seguro de tener siempre razon, que en la sinagoga ocupaba siempre el primer sitio, que oraba en las calles y daba limosna á són de trompeta, y que miraba si le dirigian un saludo. Jesús, por el contrario, sostenia que cada uno debe esperar con temor y humildad el juicio de Dios. Sin embargo, la mala direccion religiosa que el farisaismo representaba no reinó exclusivamente. Ántes de Jesús, y áun en su misma época, muchos hombres, tales como Jesús, hijo de Sirach, uno de los verdaderos antepasados de Jesús de Nazareth, Gamaliel, Antígono de Soco, y sobre todo, el tierno y noble Hillel, habian enseñado doctrinas mucho más elevadas y casi evangélicas. Pero aquellas buenas semillas quedaron sofocadas en gérmen. Las hermosas máximas de Hillel, que resumian toda la Ley en la equidad, y las de Jesús, hijo de Sirach, que hacian consistir el culto en la práctica del bien, fueron olvidadas ó anatematizadas. El espíritu mezquino y exclusivista de Schammai habia obtenido sobre ellas el triunfo. Una masa enorme de «tradiciones» habia llegado á desnaturalizar la Ley, so pretexto de protegerla y de interpretarla. Esas medidas tuvieron sin duda su lado útil; debe mirarse como un bien el que el pueblo judío haya amado su ley hasta el frenesí, puesto que ese amor frenético fué el que salvó el mosaismo bajo Antíoco Epifáneo y bajo Heródes, y el que nos conservó la levadura de que más tarde debia salir la religion cristiana. Pero todas aquellas antiguas precauciones, consideradas en sí mismas, no eran sino otras tantas puerilidades. La sinagoga, entre cuyas manos estaba el sagrado depósito, se habia convertido en fuente de errores. Su reinado habia concluido; pero pedirle que abdicase era pedirle un imposible, porque ningun poder establecido abdica, ni abdicará nunca voluntariamente.

Las luchas de Jesús con la hipocresía oficial eran, pues, contínuas. La táctica ordinaria de los reformadores que aparecian en el estado religioso que acabamos de describir, estado que puede llamarse «formalismo tradicional», consistia en oponer á las tradiciones el «texto» de los libros sagrados. El celo religioso es siempre innovador, áun en aquellos mismos momentos en que pretende ser esencialmente conservador. Y así como los neo-católicos de nuestros dias se alejan cada vez más del Evangelio, de igual modo se alejaban los fariseos á cada instante de la Biblia. Hé ahí por qué el reformador puritano, partiendo del texto inmutable para criticar la teología corriente, que marcha de generacion en generacion, es casi siempre «bíblico» por excelencia. Lo mismo hicieron despues los caraítas y los protestantes. Jesús aplicó el hacha á la raíz con mayor energía. Verdad es que á veces se le ve invocando los textos contra las falsas Masoras ó tradiciones de los fariseos; pero, en general, se cuida poco de exegésis y prefiere dirigir su llamamiento á la conciencia. Bajo su segur innovadora caen al mismo tiempo texto y comentarios. Demuestra, sí, á los fariseos que con sus tradiciones alteran gravemente el mosaismo; pero no pretende de ningun modo volverse hácia Moisés, porque su objeto se hallaba en el porvenir, y no en el pasado. Más bien que el reformador de una antigua religion, Jesús era el creador de la religion eterna de la humanidad.

Las disputas estallaban casi siempre á causa de una infinidad de prácticas exteriores que la tradicion habia introducido, y que ni Jesús ni sus discípulos observaban; cosa que escandalizaba á los fariseos y por la cual le dirigian vivas reconvenciones. Cuando comia en casa de ellos, hacian grandes aspavientos al ver que no se sujetaba á las abluciones de costumbre. «Dad limosna,—les decia Jesús,—y todas las cosas estarán limpias en órden á vosotros». Lo que lastimaba en grado superlativo su tacto delicado era, el aire de seguridad que los fariseos afectaban respecto á las cosas religiosas, y su mezquina devocion, cuyo móvil consistia siempre en las preeminencias y en los títulos, y nunca en el mejoramiento de los corazones. Jesús expresaba esa idea, con gran exactitud y atractivo, en una admirable parábola:


«Dos hombres subieron al templo á orar; el uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo puesto en pié oraba en su interior de esta manera: «¡Oh Dios! yo te doy gracias de que no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como este publicano; ayuno dos veces á la semana, pago los diezmos de todo lo que poseo.» El publicano, al contrario, puesto allá léjos, ni áun los ojos osaba levantar al cielo; sino que daba golpes de pecho, diciendo: «Dios mio, ten misericordia de mí, que soy un pecador.» Os declaro, pues, que éste volvió á su casa justificado, mas no el otro».


La consecuencia de aquellas luchas era un ódio que no podia satisfacerse sino con la muerte. Juan Bautista habia provocado ya enemistades del mismo género. Pero la aristocracia de Jerusalen, que le despreciaba, habia dejado que las personas sencillas le tomasen por un profeta. Mas esta vez la guerra era á muerte, porque un espíritu nuevo aparecia en el mundo, marcando con el sello de la proscripcion cuanto le habia precedido. Juan Bautista era profundamente judío; Jesús lo era muy poco. Jesús se dirige siempre á la delicadeza del sentimiento moral. No es ergotista sino cuando argumenta contra los fariseos, cuando el adversario le obliga, como sucede siempre, á adoptar su propio tono. Su exquisita ironía, sus malignas provocaciones iban siempre derechas al corazon. Estigmatos eternos, ellos han permanecido coagulados en la llaga. Esa túnica de Neso del ridículo, cuyos girones arrastra en pos de sí el judío descendiente de los fariseos, desde hace diez y ocho siglos, es obra de Jesús; él fué quien la tejió con artificio divino. Obra maestra de elevada ironía, sus rasgos se han inscrito en líneas de fuego sobre la piel del hipócrita y del falso devoto. ¡Rasgos incomparables, dignos de un hijo de Dios! Porque sólo un Dios sabe matar de esa manera. Sócrates y Molière no hacen sino arañar la epidérmis. Jesús introduce el hierro candente hasta la médula de los huesos.

Natural era que ese gran maestro en ironía pagase con la vida su triunfo. Ya en Galilea los fariseos habian tratado de perderle empleando contra él la maniobra que más tarde debia secundar en Jerusalen sus proyectos siniestros, maniobra que consistia en interesar en su querella á los partidarios del nuevo órden político existente. Las facilidades que Jesús tenía en Galilea para ocultarse, y la debilidad del gobierno de Antipas hicieron abortar aquellas tentativas. Pero él mismo fué bien pronto á ofrecerse al peligro. Jesús conocia que permaneciendo confinado en Galilea, su accion tendria que ser necesariamente muy limitada. La Judea era para él un iman de irresistible atraccion; así, pues, quiso tentar un último esfuerzo á fin de convertir la ciudad rebelde; no parece sino que se empeñó en justificar el proverbio de «ningun profeta debe morir fuera de Jerusalen».

Capítulo XXI

Último viaje de Jesús á Jerusalen


Hacia ya mucho tiempo que Jesús tenía conciencia de los peligros que le rodeaban. Durante un período que puede calcularse de diez y ocho meses evitó ir en peregrinacion á Jerusalen. Por la fiesta de los Tabernáculos del año 32 (segun la hipótesis que hemos adoptado), sus parientes, siempre incrédulos y nada bien dispuestos á su favor, le excitaron á que emprendiese el viaje á la capital. El evangelista Juan parece indicar que semejante excitacion ocultaba algun proyecto malévolo. «Date á conocer al mundo—le decian—nadie hace las cosas en secreto si quiere ser conocido. Véte á Judea para que vean allí las obras que haces.» Sospechando alguna traicion, Jesús rehusó en un principio; mas así que partió la caravana de peregrinos, se dirigió tambien á Jerusalen, casi solo y como ocultándose de los demás. Aquel fué su último adios á Galilea. La fiesta de los Tabernáculos se celebraba en el equinoccio de otoño; por consiguiente, aún faltaban seis meses para el fatal desenlace. Pero durante ese intervalo, Jesús no volvió á ver sus queridas provincias del norte. Ha pasado, pues, el tiempo de las dulzuras, y menester es recorrer ahora paso á paso la dolorosa via que terminará en las angustias de la muerte.

Sus discípulos y las piadosas mujeres que le servian volvieron á encontrarle en Judea; pero ¡cuán trocadas estaban allí las cosas para él! En Jerusalen, Jesús era un extranjero y conocia que una muralla inexpugnable se alzaba en aquella ciudad ante sus pasos. La malevolencia de los fariseos le perseguia constantemente, rodeándole de asechanzas y de objeciones. En vez de la credulidad ilimitada, patrimonio feliz de las naturalezas vírgenes, que encontraba en Galilea; en vez de esos pueblos buenos, afectuosos é incapaces de objeciones (porque la objecion es siempre, en cierto modo, hija de la perversidad y del orgullo), Jesús no hallaba en Jerusalen sino una incredulidad obstinada, contra la cual iban á estrellarse los medios de accion que tan buen éxito le habian ofrecido en el norte. Sus discípulos eran allí despreciados por la sola cualidad de ser galileos. Nicodemo, que habia tenido con él en uno de sus precedentes viajes una entrevista nocturna, estuvo á pique de comprometerse por haber querido defenderle en el sanedrin.—«¿Eres acaso tú, como él, galileo?—le preguntaron.—Examina las escrituras y verás que un profeta no puede venir de Galilea».

Como ya hemos dicho, Jesús no gustaba de las grandes ciudades. Hasta entónces habia evitado siempre los centros populosos, prefiriendo desplegar su accion en las campiñas y en los burgos de mediana importancia. Muchos de los preceptos que daba á sus apóstoles eran absolutamente inaplicables á una sociedad ménos sencilla que la de una aldea. Acostumbrado á su amable comunismo galileo y no teniendo ninguna idea de lo que era el mundo, aventuraba á cada instante candideces que en Jerusalen debian parecer muy singulares. Entre aquellas murallas, su risueña imaginacion y su amor á la naturaleza estaban fuera de su centro. La verdadera religion no debia salir del tumulto de las ciudades, sino de la tranquila serenidad de los campos.

Érale desagradable el átrio del templo á causa de la arrogancia de los sacerdotes. Algunos de sus discípulos, que conocian mejor que él á Jerusalen, quisieron un dia hacerle notar la belleza de las construcciones del templo, la buena calidad de los materiales y las riquezas de las ofrendas votivas que cubrian las paredes. «¿Veis todos esos edificios?—les respondió—pues yo os digo de cierto que no quedará de ellos piedra sobre piedra». Nada de todo aquello excitó, pues, su admiracion; más que el templo se la excitó una pobre viuda que pasaba en aquel instante y que depositó un óbolo en el arca ó cepillo de las ofrendas: «En verdad os digo—exclamó—que esta pobre viuda ha echado más en el arca que todos los otros. Por cuanto los demás han echado algo de lo que les sobraba; pero ésta ha dado de su misma pobreza todo lo que tenía». Esa manera de criticar todo lo que se hacia en Jerusalen, de realzar al pobre que daba poco, rebajando al rico que daba mucho; de censurar al clero opulento que nada hacia por el bien del pueblo, exasperó naturalmente la casta sacerdotal. El templo, como el haram musulman que le ha sucedido, era el asiento de una aristocracia conservadora; y por consiguiente el sitio ménos á propósito del mundo para proclamar con éxito ideas revolucionarias. ¡Intentar semejante cosa era lo mismo que si un innovador de nuestros dias predicase al rededor de la mezquita de Omar la abrogacion del islamismo! Y sin embargo, allí se hallaba el centro de la vida judáica, y en aquel punto era preciso vencer ó morir. En ese calvario, donde seguramente sufrió Jesús mucho más que en el Gólgotha, sus dias se deslizaban en medio de amargas disputas, de enojosas controversias de derecho canónico y de exegésis, para las cuales, no sólo no le daba ninguna ventaja su grande elevacion moral, sino que, por el contrario, le hacia aparecer como inferior á sus contrincantes.

El corazon sensible y bondadoso de Jesús halló, sin embargo, en medio de aquella vida agitada, un apacible asilo en el cual él olvidaba sus habituales amarguras. Despues de haber pasado el dia cuestionando en el templo, Jesús descendia por la tarde al valle de Cedron, descansaba un rato bajo la arboleda de un establecimiento agrícola (probablemente algun molino de aceite), llamado Gethsemaní, el cual servia de punto de recreo á los habitantes, é iba á pasar la noche sobre el monte de los Olivos que termina al Oriente el horizonte de la ciudad. Aquél es el único sitio de los alrededores de Jerusalen que ofrece un aspecto algo umbroso y risueño. Las plantaciones de olivos, higueras y palmas, eran allí numerosas, y de ellas tomaban nombre las aldeas, granjas ó cercados de Bethphage, Gethsemaní y Bethania. Sobre el monte de los Olivos habia dos grandes cedros, cuyos recuerdos conservaron por espacio de mucho tiempo los judíos dispersos; nubes de palomas iban á buscar asilo entre sus ramas, y bajo su espléndido follaje habia establecidas algunas tiendas. Aquellos arrabales fueron, en cierto modo, el barrio favorito de Jesús y de sus discípulos, y se echa de ver que le conocian palmo á palmo.

Pero la aldea de Bethania, situada en la cumbre de la colina, sobre la vertiente que mira hácia el Jordan y el mar Muerto, y distante una hora de Jerusalen, era particularmente el lugar predilecto de Jesús. Allí entabló conocimiento con una familia compuesta de tres personas, dos hermanas y un hermano, cuya amistad tuvo para él mucho atractivo. La una de las dos hermanas, llamada Martha, era complaciente, buena, obsequiosa y solícita; por el contrario, la otra, llamada María, gustaba á Jesús por su languidez de carácter y por lo desarrollado de sus instintos especulativos. Muchas veces, sentada á los piés de Jesús, olvidaba, escuchándole, los deberes de la vida real. Entónces su hermana, sobre la cual recaia todo el peso de las labores domésticas, se quejaba dulcemente: «Martha, Martha—la decia Jesús—tú te afanas y acongojas por muchísimas cosas, y á la verdad que una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor suerte, de que jamás será privada». Jesús amaba tambien entrañablemente al hermano Eleazar ó Lázaro. Por último, un tal Simon el Leproso, propietario de la casa en que vivia la familia, formaba, á lo que parece, parte de ésta. Allí era donde Jesús olvidaba en el seno de una piadosa amistad los disgustos de la vida pública, y en aquel interior tranquilo se consolaba de los enredos que los fariseos le suscitaban á cada paso. Jesús se sentaba con frecuencia sobre el monte de los Olivos, frente al monte Moria, teniendo á sus piés la espléndida perspectiva que ofrecian los terrados del templo y sus techumbres cubiertas de láminas resplandecientes. Aquella vista llenaba de admiracion á los extranjeros; sobre todo, al salir el sol, la montaña sagrada deslumbraba los ojos como si fuese una masa de oro y nieve. Pero aquel espectáculo, que tanto orgullo y alegría causaba á los demás israelitas, inspiraba á Jesús un sentimiento de profunda tristeza. «Jerusalen, Jerusalen, que matas á los profetas, y apedreas á los que á tí son enviados,—exclamaba en sus momentos de amargura—¡cuántas veces quise recoger á tus hijos, á la manera que el ave cubre su nidada debajo de sus alas, y tú no has querido!».

Y no porque allí, como en Galilea, no hubiese algunas almas predispuestas á recibir el gérmen de la nueva doctrina; pero tal era el influjo de la ortodoxia dominante, que muy pocos se atrevian á abrazarla abiertamente. Confesar que seguian la escuela de un galileo, hubiera sido, en su concepto, desacreditarse á los ojos de los hierosolimitanos y exponerse á que los echaran de la sinagoga, lo cual, en una sociedad mojigata y mezquina como aquélla, era el baldon más afrentoso. Además, la excomunion llevaba consigo la pérdida de todos los bienes en provecho del fisco. El que dejaba de ser judío, no por eso se convertia en romano; sino que permanecia sin defensa bajo la férula de una legislacion teocrática de la más terrible severidad. Un dia, los ministros subalternos del templo asistieron á uno de los discursos de Jesús, y quedaron maravillados de escucharle; en seguida fueron á confiar sus dudas á los sacerdotes: «¿Acaso alguno de los príncipes ó de los fariseos ha creido en él?—les respondieron.—Sólo ese populacho, que no entiende la Ley, es el maldito». Jesús continuaba siendo en Jerusalen un provinciano, á quien admiraban los provincianos como él, pero rechazado por toda la aristocracia de la nacion. Los jefes de escuela y de secta eran demasiado numerosos para que nadie se conmoviera por la aparicion de uno más. Su palabra tuvo, pues, muy escaso eco en Jerusalen, donde se hallaban demasiado arraigadas las preocupaciones de raza y de secta, esos enemigos capitales del espíritu evangélico.

En aquel nuevo mundo, su enseñanza tuvo necesariamente que modificarse no poco. Sus hermosas predicaciones, cuyo efecto se calculaba de antemano cuando se dirigian á oyentes de cándida imaginacion y de conciencia pura, se perdian allí como el rocío que cae sobre calcinada arena. Y él, que tan dueño de sí mismo y tan desembarazado se encontraba en las márgenes del risueño lago de Tiberiade, se sentia incómodo y como fuera de su centro junto á aquellos pedantes. Sus perpétuas afirmaciones de sí mismo llegaron á tener algo de fastidioso, y, á su pesar, tuvo que hacerse controversista, jurista, exegeta y teólogo. Su conversacion, tan llena de gracia ordinariamente, llega á ser un fuego graneado de disputas, una sucesion interminable de luchas escolásticas. Su armonioso genio se gasta en insípidas argumentaciones sobre la Ley y los profetas, en las cuales deseariamos no verle hacer algunas veces el papel de agresor. Con una condescendencia que nos disgusta, préstase á los exámenes capciosos que le hacen sufrir ergotistas sin tacto. Pero, en general, su ingenio le sacaba en bien de aquellos apuros. Verdad es que sus razonamientos eran con frecuencia sutiles; pero tambien lo es que la sencillez de ingenio y la sutileza se dan la mano:—siempre que las personas sencillas quieren razonar son un poco sofistas. Algunas veces parecia buscar equívocos y empeñarse en prolongarlos á propósito. En resúmen, su argumentacion, juzgada segun las reglas de la lógica aristotélica, es bastante débil. Pero cuando el atractivo sin igual de su ingenio conseguia tomar vuelo, entónces el triunfo era suyo. Un dia creyeron ponerle en grave apuro presentándole una mujer adúltera y preguntándole cómo era preciso tratarla. Conocida es la admirable respuesta de Jesús. La fina ironía del hombre de mundo, modificada por una bondad divina, no podia expresarse en un rasgo más exquisito. Pero lo que más difícilmente perdonan los necios es el ingenio unido á la grandeza moral. Con esta frase tan llena de un sentimiento de pureza y justicia: «¡El que de vosotros se halle sin pecado tire contra ella la primera piedra!», hirió Jesús en el corazon á la hipocresía y firmó al mismo tiempo su sentencia de muerte.

En efecto, sin la exasperacion causada por tantas amargas reconvenciones, es muy posible que Jesús hubiese pasado desapercibido, yendo á perderse en la espantosa tormenta que bien pronto habia de arrastrar á toda la nacion judáica. El alto sacerdocio y los saduceos sentian por él más bien desprecio que ódio. Las grandes familias sacerdotales, los Boethusim, la familia de Annás, si de algo se mostraban fanáticas, era de reposo. En cuanto á los saduceos, rechazaban, como Jesús, las «tradiciones» farisáicas. Por una rara originalidad, aquellos incrédulos, que negaban la resurreccion, la ley oral y la existencia de los ángeles, eran los verdaderos judíos; en otros términos, no satisfaciendo ya la sencillez de la antigua Ley las necesidades religiosas de la época, los que á ella se atenian estrictamente rechazaban las invenciones modernas, pasaban á los ojos de los devotos por impíos, ni más ni ménos que un protestante evangélico pasa hoy por incrédulo en los países ortodoxos. De todos modos, no era de aquel partido de donde podia venir una reaccion séria contra Jesús. El sacerdocio oficial, con la vista fija en el poder político, é íntimamente ligado á él, no comprendia tampoco gran cosa de aquellos movimientos entusiastas. La doctrina del nuevo maestro amenazaba particularmente las preocupaciones y los intereses de los fariseos, de aquella innumerable clase de los soferim ó escribas, que vivian de la ciencia de las «tradiciones», y esa clase era la que experimentaba graves inquietudes.

Los fariseos hacian constantes esfuerzos por atraer á Jesús al terreno de las cuestiones políticas, á fin de comprometerle en el partido de Júdas el Gaulonita. La táctica era hábil, porque se necesitaba toda la profunda ingenuidad de Jesús para no haber tenido todavía desavenencias con la autoridad romana, sin perjuicio de su proclamacion del reino de Dios. Queriendo rasgar el velo de ese equívoco y obligarle á explicarse, cierto dia se acercó á él un grupo de fariseos y políticos, llamados «herodianos» (probablemente de los Boethusim), y so pretexto de celo piadoso: «Maestro,—le dijeron,—sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios sin respeto á nadie. Dínos qué te parece de esto:—¿es ó no lícito pagar el tributo á César?» Sin duda esperaban una respuesta que les diese pretexto para entregarle á Pilato. Pero la de Jesús fué admirable. Hizo que le enseñáran la efigie de la moneda, y les dijo: «Dad á César lo que es de César y á Dios lo que es de Dios». ¡Frase profunda que decidió el porvenir del cristianismo! ¡Frase espiritualista por excelencia y de maravillosa exactitud, que fundó la separacion de lo espiritual y de lo temporal y asentó los cimientos del verdadero liberalismo y de la verdadera civilizacion!

Cuando Jesús se hallaba á solas con sus discípulos, su genio dulce y penetrante le inspiraba acentos llenos de atractivo: «En verdad, en verdad os digo, que quien no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que sube por otra parte, el tal es un ladron y un salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor es de las ovejas. Las ovejas escuchan su voz, y él llama por su nombre á las ovejas propias y las saca fuera. Va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. El ladron no viene sino para robar y matar, y hacer estrago. El mercenario de quien no son propias las ovejas, en viendo venir al lobo, desampara las ovejas y huye. Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas, y las ovejas mias me conocen á mí, y doy mi vida para ellas». La idea de una próxima solucion de la crísis de la humanidad volvia á asaltarle frecuentemente: «Cuando las ramas de la higuera,—decia,—retoñecen y brotan hojas, conoceis que está cerca el verano. Alzad vuestros ojos y ved el mundo;—la miés está ya blanca y á punto de segarse».

Su robusta elocuencia reaparecia cada vez que se trataba de combatir á los hipócritas.


«Los escribas y los fariseos están sentados en la cátedra de Moisés. Practicad, pues, y haced todo lo que os dijeren; pero no arregleis vuestra conducta por la suya, porque ellos dicen y no hacen. El hecho es que van liando cargas pesadas é insoportables, y las ponen en los hombros de los demás, cuando ellos no quieren ni aplicar la punta del dedo para moverlas.

»Todas sus obras las hacen con el fin de ser vistos de los hombres; por lo mismo llevan las filacterias más anchas, y más largas las franjas del vestido. Aman tambien los primeros asientos en los banquetes y las primeras sillas en las sinagogas y el ser saludados en la plaza, y que los hombres les den el título de «Maestro». Pero ¡ay de ellos!...

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! que cerrais el reino de los cielos á los hombres; porque ni vosotros entrais, ni dejais entrar á los que entrarian.

»¡Ay de vosotros! que devorais las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones: por eso recibiréis sentencia mucho más rigurosa. ¡Ay de vosotros! porque andais girando por mar y tierra á trueque de convertir un gentil, y despues le haceis digno del infierno. ¡Ay de vosotros! que sois como los sepulcros que están cubiertos, y que son desconocidos á los hombres que pasan por encima de ellos.

»¡Insensatos y ciegos! que pagais diezmo de la yerbabuena y del eneldo y del comino, y habeis abandonado las cosas más esenciales de la Ley, la justicia, la misericordia y la buena fe. Éstas debiérais observar, sin omitir aquéllas.

»¡Oh guías ciegos! que colais un mosquito y os tragais un camello.

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! que limpiais por fuera la copa y el plato que por dentro están llenos de rapacidad é inmundicia. ¡Fariseo ciego!, limpia primero por dentro la copa y el plato, si quieres que lo de afuera sea limpio.

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! porque sois semejantes á los sepulcros blanqueados, los cuales por afuera aparecen hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos, de todo género de podredumbre.

»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! que fabricais los sepulcros de los profetas, y adornais los monumentos de los justos, y decís: si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la muerte de los profetas. Con lo que dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de los que mataron á los profetas. Acabad, pues, de llenar la medida de vuestros padres. Por eso dijo la sabiduría de Dios: yo voy á enviaros profetas y sabios y escribas, y de ellos degollareis á unos, crucificareis á otros, á otros azotareis en vuestras sinagogas, y los andareis persiguiendo de ciudad en ciudad, para que recaiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, á quien matasteis entre el templo y el altar. En verdad os digo que todas estas cosas vendrán á caer sobre la generacion presente».


Su dogma terrible de la sustitucion de los gentiles, esto es, la idea de que el reino de Dios iba á ser transferido á otros, no habiéndole querido aquéllos para quienes estaba destinado, era como una amenaza sangrienta dirigida á la aristocracia; y su título de Hijo de Dios, que Jesús confesaba abiertamente en fogosas parábolas, en las cuales presentaba á sus enemigos desempeñando el papel de verdugos de los enviados celestiales, era un reto al judaismo legal. El audaz llamamiento dirigido á los humildes era todavía más sedicioso. Declaraba que habia venido á dar vista á los ciegos y á cegar á los que creian ver. Su mal humor contra el templo le inspiró un dia esta imprudente frase: «Yo destruiré este templo hecho de mano de los hombres, y en tres dias fabricaré otro sin obra de mano alguna». Se ignora, ó por lo ménos, no se sabe á punto fijo lo que Jesús quiso decir con esas palabras, en las cuales buscaron sus discípulos forzadas alegorías. Pero como sus enemigos no deseaban sino un pretexto para perderle, tomaron inmediatamente acta de ellas. La frase debia figurar luégo entre los considerandos de la sentencia de muerte y llegar hasta los oidos de Jesús en medio de las últimas agonías del Gólgotha. Esas irritantes discusiones concluian siempre por provocar alguna tormenta. Los fariseos le arrojaban piedras, en lo cual no hacian sino ejecutar un artículo de la Ley, que ordenaba apedrear, sin oirle, á todo profeta, siquiera fuese taumaturgo, que intentara separar al pueblo del antiguo culto. Otras veces le llamaban loco, poseido y samaritano, y trataban hasta de matarle. Y por último, tomaban acta de todas sus palabras, á fin de invocar contra él las leyes de una teocracia intolerante, no abrogadas aún por la dominacion romana.

Capítulo XXII

Maquinaciones de los enemigos de Jesús

Jesús pasó el otoño y una parte del invierno en Jerusalen, en donde esa estacion es bastante fria. El pórtico de Salomon, con sus corredores cubiertos, era el sitio en que se paseaba de ordinario. Aquel pórtico se componia de dos galerías, formadas por tres órdenes de columnas y cubiertas de una techumbre de madera tallada. Dominaba el valle de Cedron, que estaba sin duda ménos lleno de escombros que hoy en dia. La vista, desde lo alto del pórtico, no alcanzaba al fondo del barranco, y parecia, á consecuencia de la inclinacion de los taludes, que se abria un abismo á pico bajo el muro. El otro lado del valle poseia ya su adorno de suntuosas tumbas. Algunos de los monumentos que se ven allí hoy dia, eran quizás aquellos cenotafios en honor de los antiguos profetas que Jesús mostraba con la mano, cuando, sentado sobre el pórtico, fulminaba amenazas contra las clases oficiales, que escudaban detrás de aquellas colosales masas su hipocresía ó su vanidad. Á fines del mes de Diciembre, Jesús celebró en Jerusalen la fiesta establecida por Júdas Macabeo en conmemoracion de la purificacion del templo, despues de los sacrilegios de Antíoco Epifáneo. Tambien se la llamaba la «Fiesta de las candelas», porque durante los ocho dias de la funcion se tenian en las casas las lámparas encendidas. Jesús emprendió poco despues un viaje á Perea y á las orillas del Jordan, es decir, al mismo país que visitó algunos años ántes, cuando seguia la escuela de Juan y donde él mismo habia administrado el bautismo. Allí, y sobre todo en Jericó, recibió, á lo que parece, algunos consuelos. En aquella ciudad, bien como punto principal de caminos muy importantes, ó bien á causa de sus perfumados jardines y de su rica cultura, habia una aduana de bastante consideracion. El recaudador principal, Zacheo, hombre rico, deseó ver á Jesús. Como era de estatura pequeña, se subió sobre un sicomoro que se hallaba cerca del camino por donde debia pasar la comitiva. Jesús se conmovió de tal inocencia en un personaje de consideracion, y quiso entrar en casa de Zacheo, áun á riesgo de producir un escándalo. Se murmuró muchísimo, en efecto, de verle honrar con su presencia la casa de un pecador. Al partir, Jesús declaró que su huésped era buen hijo de Abraham; y como para aumentar el despecho de los ortodoxos, Zacheo llegó á ser un santo; dió, segun dicen, la mitad de sus bienes á los pobres y reparó con exceso los males que pudo haber ocasionado. No fué ésta solamente la única alegría de Jesús. Al salir de la ciudad, el mendigo Bartimeo le produjo gran placer al llamarle obstinadamente «hijo de David», aunque le ordenaron callarse. El ciclo de los milagros galileos parece volver á abrirse por un momento en aquel país que muchas analogías semejaban á las provincias del norte. El delicioso oasis de Jericó, bien regado entónces, debia ser uno de los parajes más hermosos de la Siria. Josefo habla de él con la misma admiracion que de la Galilea, y le llama, como á esta última provincia, un «país divino».

Jesús, despues de haber llevado á cabo aquella especie de peregrinacion á los lugares de su primera actividad profética, volvió á su querida estancia de Betania, en donde acaeció un hecho singular que parece tuvo consecuencias decisivas para el fin de su vida. Cansados de la mala acogida que el reino de Dios encontraba en la capital, los amigos de Jesús deseaban un gran milagro que hiriese vivamente la incredulidad hierosolimitana. La resurreccion de un hombre conocido en Jerusalen debió parecer la cosa más convincente. Es necesario recordar aquí que la condicion esencial de la verdadera crítica es comprender la diversidad de las épocas y despojarse de las repugnancias instintivas que son el fruto de una educacion puramente razonable. Es necesario recordar tambien que, en aquella ciudad torpe é impura de Jerusalen, Jesús no era ya el mismo. Su conciencia, por la falta de los hombres, y no por la suya, habia perdido algo de su primordial limpidez. Desesperado, llevado al último extremo, no era ya dueño de sí. Su mision se le imponia y obedecia al torrente que le empujaba. Como sucede siempre en todas las grandes carreras divinas, la opinion era la que le imponia los milagros que hacia contra su voluntad. Á la distancia en que nos encontramos de aquella época, y en presencia de un solo texto, que ofrece señales evidentes de artificios de composicion, es imposible decidir si, en el caso presente, es todo ficcion, ó si un hecho real, sucedido en Betania, sirvió de base á los rumores extendidos. Es necesario reconocer, sin embargo, que el giro de la narracion de Juan tiene algo de enteramente diverso de los relatos de los milagros, nacidos de la imaginacion popular, de que están llenos los sinópticos. Añadamos que Juan es el solo evangelista que tiene un conocimiento exacto de las relaciones de Jesús con la familia de Betania, y que no se comprende que una creacion popular viniese á tomar puesto en un círculo de recuerdos tan personales. Lo que parece probable es que el prodigio de que se trata no fué uno de esos milagros completamente legendarios y de los que nadie es responsable. En otros términos, nosotros creemos que sucedió en Betania alguna cosa que fué considerada como una resurreccion.

La fama atribuia ya á Jesús dos ó tres hechos de esa naturaleza. La familia de Betania fué inducida, quizás sin saberlo, al hecho importante que se deseaba. Jesús era allí adorado. Parece que Lázaro estaba enfermo, y que á consecuencia de un mensaje de sus hermanas alarmadas, Jesús abandonó la Perea. La alegría de su llegada pudo hacer volver á Lázaro á la vida. Quizás tambien el ardiente deseo de tapar la boca á los que con ultraje negaban la mision divina de su amigo, condujo á aquellas apasionadas personas más allá de todos los límites. Quizás Lázaro, pálido aún á causa de su enfermedad, se hizo cubrir de vendas como un muerto y encerrar en su sepulcro de familia. Aquellos sepulcros eran espaciosas habitaciones talladas en la roca, en las que se entraba por una abertura cuadrada que cerraba una enorme baldosa. Marta y María acudieron delante de Jesús, y sin dejarle entrar en Betania, le condujeron á la gruta. La emocion que Jesús sintió al lado del sepulcro de su amigo, que creia muerto, pudo ser considerada por los concurrentes como esa turbacion, ese estremecimiento que acompañaba á los milagros; la opinion popular se empeñaba en que la virtud divina fuese en el hombre como un principio epiléptico y convulsivo. Jesús (siempre en la hipótesis enunciada más arriba) deseó ver aún una vez al que habia amado, y habiendo sido separada la piedra, Lázaro salió envuelto en sus vendas y cubierta la cabeza de un sudario. Esa aparicion debió mirarse naturalmente por todos como una resurreccion. La fe no conoce otra ley que el interes de aquello que cree positivo. Siendo para ello enteramente santo el objeto que se propone, no tiene el menor escrúpulo en invocar en favor de su tésis malos argumentos cuando con los buenos no logra lo que desea. Si tal prueba no es sólida, ¡cuántas hay que lo son!... Si tal prodigio no es verdadero, ¡cuántos otros lo han sido!... Íntimamente persuadidos de que Jesús era taumaturgo, Lázaro y sus dos hermanas pudieron ayudar á la ejecucion de uno de sus milagros, como tantos hombres piadosos que, convencidos de la verdad de su religion, han tratado de triunfar de la obstinacion de los hombres por medios que consideraban bien débiles. El estado de su conciencia era el de las estigmatizadas, el de las convulsionarias, de las poseidas de los conventos arrastradas por la influencia del mundo en que vivian, y por su propia creencia, á actos fingidos. En cuanto á Jesús, no era más dueño que San Bernardo, que San Francisco de Asís de moderar la avidez de la muchedumbre y la de sus propios discípulos por lo maravilloso. La muerte, por otra parte, iba dentro de algunos dias á devolverle su divina libertad, y á sustraerle á las necesidades fatales de un papel que cada dia se hacia más exigente, más difícil de sostener.

Todo hace creer, en efecto, que el milagro de Betania contribuyó sensiblemente á acelerar el fin de Jesús. Las personas que habian sido testigos de él fueron á la ciudad y hablaron muchísimo de la ocurrencia. Los discípulos contaron el hecho con detalles de aparato combinados en vista de la argumentacion. Los otros milagros de Jesús eran actos pasajeros, aceptados espontáneamente por la fe, aumentados por la reputacion popular, y sobre los cuales, una vez sucedidos, no se hablaba ya más. El de Betania era un verdadero acontecimiento que se pretendia de pública notoriedad, y con el cual esperaban tapar la boca á los fariseos. Los enemigos de Jesús se irritaron sobremanera á causa de aquellos rumores, y trataron, segun dicen, de matar á Lázaro. Lo que hay de cierto es, que desde aquella hora se formó un consejo compuesto de los jefes de los sacerdotes, en el cual fué presentada netamente la cuestion: «Jesús y el judaismo ¿pueden vivir juntos?» Presentar la cuestion era resolverla, y sin necesidad de ser profeta, como lo pretende el evangelista, el gran sacerdote pudo muy bien pronunciar su sangriento axioma: «Es necesario que muera un hombre por todo el pueblo.»

El «gran sacerdote de aquel año», valiéndonos de una expresion del cuarto evangelista, que da perfectamente cuenta del estado de humillacion á que se encontraba reducido el sumo pontificado, era José Caifás, nombrado por Valerio Grato y perteneciente en cuerpo y alma á los romanos. Desde que Jerusalen dependia de los procuradores, el cargo de gran sacerdote habia llegado á ser un destino amovible, y las destituciones se sucedian casi todos los años.

Caifás, sin embargo, se mantuvo más tiempo que los demás. Habia sido provisto de su empleo el año 25, y hasta el 36 no le perdió. Nada se sabe acerca de su carácter, y muchas circunstancias inducen á creer que su poder era sólo nominal. Á su lado, y por cima de él, vemos en efecto otro personaje que parece haber ejercido en el momento decisivo que nos ocupa un poder preponderante.

Aquel personaje era el suegro de Caifás, Hanan ó Annás, hijo de Seth, antiguo gran sacerdote depuesto, que, en medio de esa instabilidad del pontificado, conservó en el fondo toda la autoridad. Annás habia recibido el soberano sacerdocio del legado Quirinus el año 7 de nuestra era, cesando en su cargo el año 14 al advenimiento de Tiberio; pero permaneció muy considerado. Se continuó llamándole «gran sacerdote», por más que él no tuviese ya el empleo, y consultándole en todas las cuestiones graves. Durante cincuenta años, el pontificado permaneció casi sin interrupcion en su familia; cinco de sus hijos se revistieron sucesivamente de aquella dignidad, sin contar Caifás, que era su yerno. Por eso se la llamaba la «familia sacerdotal», como si el sacerdocio hubiera sido en ella hereditario. Casi todos los grandes cargos del templo estaban entre sus manos. Cierto es que otra familia alternaba en el pontificado con la de Annás, cual era la de Boethus. Pero los Boethusim que debian el orígen de su fortuna á una circunstancia muy poco honrosa, eran ménos estimados de los fariseos piadosos. Annás era, pues, en realidad el jefe del partido sacerdotal. Caifás no hacia nada sin contar con él: se habian acostumbrado á asociar sus nombres, y el de Annás se mencionaba siempre el primero. Compréndese, en efecto, que bajo aquel régimen de pontificado anual, trasmitido alternativamente segun el capricho de los procuradores, debia ser personaje muy importante un antiguo pontífice que habia conservado el secreto de las tradiciones, visto derrumbarse muchas fortunas más recientes que la suya, y guardado bastante crédito para hacer que por su influencia delegasen el poder á personas que le estaban sometidas completamente. Como toda la aristocracia del templo, Annás era saduceo, «secta, dice Josefo, sumamente severa en los procedimientos.» Todos sus hijos fueron tambien ardientes perseguidores. Uno de ellos, llamado Annás, como su padre, hizo apedrear á Santiago, hermano del Señor, en circunstancias que tienen alguna analogía con la muerte de Jesús. El carácter de la familia era audaz, altanero y cruel, teniendo esa especie particular de maldad desdeñosa y solapada que caracteriza la política judía. Así, pues, debe pesar sobre Annás y los suyos, la responsabilidad de todos los actos que van á seguirse. Annás fué (ó si se quiere, el partido que él representaba) el que dió muerte á Jesús. Annás fué el actor principal de aquel terrible drama, y áun más bien que Caifás y que Pilato deberia sufrir el peso de las maldiciones de la humanidad.

En boca de Caifás es donde el evangelista coloca las palabras decisivas que acarrearon la sentencia de muerte de Jesús. Se suponia que el gran sacerdote poseia cierto dón profético; la frase llegó á ser, en este supuesto, para la comunidad cristiana un oráculo lleno de profunda significacion. Pero esas palabras, cualesquiera que ellas fuesen, tradujeron el pensamiento de todo el partido sacerdotal. Ese partido estaba muy expuesto á las sediciones populares, y trataba de detener á los entusiastas religiosos, previendo con razon que, por su predicacion exaltada, traeria la ruina total de la nacion. Bien que la agitacion provocada por Jesús no tuviese nada de temporal, los sacerdotes vieron, como última consecuencia de ella, un agravamiento del yugo romano y la ruina del templo, fuente de sus riquezas y de sus honores. Pero las causas que debian traer, treinta y siete años más tarde, la ruina de Jerusalen consistian en otra cosa que en el cristianismo naciente; estaban en el mismo Jerusalen, y no en Galilea. Sin embargo, no puede decirse que el motivo alegado en aquella circunstancia por los sacerdotes, careciese de verosimilitud hasta el punto de no ver en su procedimiento sino un acto de insigne mala fe. En cierto modo, si Jesús conseguia su propósito, acarreaba realmente la ruina de la nacion judía. Partiendo de principios admitidos como cosa corriente por toda la antigua política, Annás y Caifás estaban en su derecho al decir: «Vale más la muerte de un hombre que la ruina de un pueblo.» Ese razonamiento es, á nuestro juicio, detestable; pero él ha sido el de los partidos conservadores desde el orígen de las sociedades humanas. El «partido del órden» (tomo esta frase en el sentido pobre y mezquino) ha sido siempre el mismo. Creyendo que la última palabra del gobierno consiste en impedir las emociones populares, imagina hacer acto de patriotismo previniendo por la muerte jurídica la efusion tumultuosa de sangre. Poco inquieto del porvenir, no conoce que declarando la guerra á toda iniciativa, corre peligro de lastimar las ideas destinadas á triunfar un dia. La muerte de Jesús fué una de las mil aplicaciones de esa política. El movimiento que él dirigia era enteramente espiritual; pero era un movimiento, y por consiguiente los hombres de órden, persuadidos de que lo esencial para la humanidad es el reposo, debian impedir que se desarrollase el nuevo espíritu. Nunca se vió ejemplo más palpable de la ineficacia de semejante conducta, y del resultado opuesto á que ella conduce. Dejado en libertad, Jesús se habria consumido en una lucha desesperada contra lo imposible. El inteligente ódio de sus enemigos decidió el éxito de su obra, poniendo el sello á su divinidad.

La muerte de Jesús fué, pues, resuelta á fines del mes de Febrero ó á principios de Marzo. Pero Jesús escapó aún por algun tiempo. Se retiró á una ciudad poco conocida nombrada Efrain ó Efron, hácia el lado de Betel, á una jornada escasa de Jerusalen. Allí vivió algunos dias con sus discípulos, dejando pasar la tempestad. Pero se habia dado órden de prenderle tan pronto como se le viese en Jerusalen. La solemnidad de la Pascua se acercaba, y se presumia que Jesús, segun su costumbre, iria á la capital á celebrar aquella fiesta.

Capítulo XXIII

Última semana de Jesús


Y en efecto, partió con sus discípulos para ver por última vez la ciudad incrédula y rebelde. Las esperanzas de las personas que le rodeaban habian llegado al último grado de exaltacion: al subir esta vez á Jerusalen, todos creian que el reino de Dios iba á manifestarse allí. Habiendo llegado á su colmo la impiedad de los hombres, esta circunstancia era, en su concepto, una señal evidente de que la consumacion del esperado acontecimiento se hallaba cercana. Y tal era la persuasion respecto á este punto, que hasta disputaban acerca de la preeminencia que cada cual habria de tener en el futuro reino. Entónces fué, segun parece, cuando Salomé, la mujer de Zebedeo, solicitó de Jesús que concediese á sus hijos los dos puestos preferentes, á derecha é izquierda del Hijo del hombre. La imaginacion de Jesús se hallaba, por el contrario, acosada de graves pensamientos. Á veces dejaba traslucir un profundo y sombrío resentimiento hácia sus enemigos.—Referia la parábola de un hombre noble que partió á un país lejano á tomar la investidura de un reino; mas apénas volvió la espalda, sus conciudadanos se declararon en contra suya. Á su regreso, el rey ordenó que condujesen delante de él á los que no habian querido que volviese á reinar sobre ellos, y los condenó á la última pena. Otras veces se complacia en desvanecer las ilusiones de sus discípulos. Cuando marchaban por los caminos pedregosos del Norte de Jerusalen, Jesús iba pensativo á la cabeza de sus compañeros.—Todos le miraban silenciosamente, experimentando un sentimiento de temor y sin atreverse á interrogarle. Ya en diferentes ocasiones les habia anunciado sus futuros padecimientos, cosa con la cual no podian avenirse los discípulos. Jesús tomó, por último, la palabra, y no ocultándoles ya sus presentimientos, les habló de su próximo fin, anuncio que fué acogido con muestras de profunda tristeza. Los discípulos esperaban que pronto apareceria la señal en las nubes, y ya resonaban en sus oidos los alegres acentos del grito inaugural del reino de Dios: «Bendito sea el que viene en nombre del Señor». Sin embargo, aquella sangrienta perspectiva los llenaba de inquietud. En el espejismo de sus ensueños, el reino de Dios se aproximaba ó retrocedia á cada paso que daban en el camino fatal. En cuanto á Jesús, la idea de que iba á morir, pero de que su muerte salvaria al mundo, se arraigaba más y más en su mente. La equivocacion, ó sea la divergencia de miras, entre él y sus discípulos se hacia cada vez más profunda.

Era costumbre establecida el que los peregrinos fuesen á Jerusalen algunos dias ántes de la Pascua á fin de prepararse para la fiesta. Jesús llegó despues de los demás, y hubo un momento en que sus enemigos perdieron la esperanza que habian concebido de apoderarse de su persona. El sexto dia ántes de la fiesta (sábado, 8 de nisan—28 de Marzo), Jesús entró por fin en Bethania, y como de costumbre, fué á parar á casa de Lázaro, Marta y María, ó sea de Simon el Leproso, donde le recibieron con grandes demostraciones de regocijo. Simon el Leproso preparó con tal motivo una comida, á la que asistieron multitud de personas atraidas por el deseo de ver á Jesús, y tambien por el de ver á Lázaro, cuya milagrosa resurreccion se comentaba de mil modos desde hacia algun tiempo. Lázaro se hallaba sentado á la mesa y parecia ser el blanco de todas las miradas. La hacendosa Marta desempeñaba el servicio, segun costumbre. Á fin de realzar la alta dignidad del huésped y de vencer la frialdad del público, se pretendió, á lo que parece, dispensarle entónces mayores muestras de respeto. Durante la comida, y con objeto de dar al banquete más solemne apariencia, entró María con un vaso de perfumes que derramó sobre los piés de Jesús. En seguida rompió el vaso, conforme á la antigua costumbre, que ordenaba romper la vajilla que habia servido para obsequiar á un huésped de distincion. Por último, llevando las demostraciones de su deferencia á un extremo no conocido hasta entónces, se hincó de rodillas y enjugó con sus largos cabellos los piés del maestro. Los agradables efluvios de los perfumes llenaron toda la casa, produciendo gran contentamiento en los circunstantes, excepto en el avaro Júdas de Kerioth. Verdad es que en atencion á las costumbres económicas de la comunidad, semejante conducta era un verdadero despilfarro. El ávido tesorero calculó en seguida en cuánto hubieran podido venderse los perfumes, y el producto que su venta habria hecho ingresar en la caja de los pobres. Ese mezquino y poco afectuoso sentimiento, que parecia demostrar más aprecio por el valor de ciertas cosas que por su persona, disgustó sobremanera á Jesús, el cual amaba los honores, porque ellos contribuian á sus propósitos y afirmaban su título de hijo de David. Así es que cuando oyó hablar de pobres, respondió con bastante viveza: «Los pobres los tendreis siempre con vosotros; pero á mí no me tendreis siempre.» Y exaltándose más, prometió la inmortalidad á la mujer que en aquel momento crítico le daba tan relevante prueba de amor.

Al dia siguiente (domingo, 9 de nisan), Jesús descendió de Bethania á Jerusalen. Cuando al revolver un recodo del camino vió, desde la cima del monte de los Olivos, extendida á sus piés la ciudad, dicen que lloró sobre ella y que le dirigió un último llamamiento. Al llegar á la falda de la montaña, no léjos de la puerta que se abria en el muro oriental de la ciudad sobre la zona llamada Bethphage, sin duda á causa de las higueras que la poblaban, Jesús tuvo todavía un instante de satisfaccion humana. Habiéndose extendido la noticia de su llegada, los galileos que se hallaban en Jerusalen con motivo de la fiesta, salieron gozosos á su encuentro y le prepararon una pequeña ovacion. Buscaron una jumenta, á la cual seguia un jumentillo, segun costumbre, extendieron sobre su lomo sus más hermosos vestidos, á guisa de gualdrapa, y le hicieron sentar sobre aquella pobre montura. Otros extendian sus túnicas sobre el camino, mezclando con ellas una alfombra de ramos verdes. La muchedumbre iba delante y detrás de él, llevando palmas en la mano y exclamando: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!» Algunas personas le daban el título de rey de Israel. «Rabbi,—le decian los fariseos—diles que se callen.»—«Si éstos callan, las piedras darán voces»,—respondió Jesús,—y en seguida entró en la ciudad. Los hierosolimitanos, que apénas le conocian, preguntaban que quién era: «Es Jesús, el profeta de Nazareth, en Galilea»,—les respondieron.—Siendo Jerusalen una ciudad de cincuenta mil almas, poco más ó ménos, un acontecimiento como la entrada de un forastero de alguna celebridad, el concurso de provincianos ó un movimiento popular en las avenidas de la poblacion debia en circunstancias ordinarias propalarse rápidamente. Pero como la confusion era extremada en la época de las fiestas, Jerusalen pertenecia en aquellos dias á los forasteros:—así pues, la emocion parece haber sido más viva entre estos últimos. Algunos prosélitos familiarizados con el idioma griego, que habian ido á la fiesta de la Pascua, tuvieron curiosidad de ver á Jesús, á cuyo efecto se dirigieron á sus discípulos;—se ignora lo que resultó de aquella entrevista. En cuanto á Jesús, fué, como tenía de costumbre, á pasar la noche á su querida aldea de Bethania, volviendo igualmente á Jerusalen durante los tres dias sucesivos (lúnes, martes y miércoles). Una vez puesto el sol, subia la colina de Bethania, ó bien se dirigia á las granjas del flanco occidental del monte de los Olivos, en las cuales habitaban muchos amigos suyos.

En sus últimos dias, una profunda tristeza parece dominar su alma, de ordinario tan jovial y serena. Todos los relatos están de acuerdo en atribuirle, ántes de su arresto, un instante de incertidumbre y de vacilacion, una especie de agonía anticipada. Segun algunos, Jesús exclamó de repente: «Mi alma se ha conturbado; ¡oh Padre mio! líbrame de esta hora». En aquel momento creyeron que se habia dejado oir una voz del cielo; otros decian que un ángel habia descendido á confortarle. El hecho, segun la version más autorizada, tuvo lugar en el huerto de Gethsemaní. Miéntras dormian sus discípulos, Jesús se alejó de ellos á distancia de un tiro de piedra, no conservando á su lado sino á Cephas y á los dos hijos de Zebedeo. Entónces, postrada la faz contra la tierra, se puso en oracion, y su alma contristada experimentó angustias de muerte, pero al fin triunfó en él la resignacion á la voluntad divina. Á consecuencia del arte instintivo que presidió á la redaccion de los sinópticos, arte que á menudo les hace obedecer en el arreglo del relato á razones de conveniencia ó de efecto, aquella escena fué colocada en la última noche de Jesús, precediendo al momento de su arresto. Pero si esa version fuese la verdadera, no se comprenderia que Juan, testigo íntimo de tan conmovedor episodio, no dijese respecto á él ni una sola palabra en el circunstanciadísimo relato que hace de la noche del juéves. Sea como quiera, lo cierto es que, durante los últimos dias gravitó cruelmente sobre Jesús el peso enorme de la mision que habia aceptado. La naturaleza humana se despertó por un momento; y ¡quién sabe si entónces dudó de su obra! El error y la incertidumbre se apoderaron de él, produciéndole un desfallecimiento más angustioso que la misma muerte. El hombre que ha sacrificado á una grande idea su reposo y las recompensas legítimas de la vida, experimenta siempre un instante de infinita tristeza cuando por primera vez se le presenta la imágen de la muerte, pretendiendo persuadirle de que todos sus sacrificios serán en vano. Quizás cruzaron entónces por la imaginacion de Jesús algunos de esos conmovedores recuerdos del pasado que se encarnan hasta en las almas de mejor temple, atravesándolas con un agudo puñal. ¿Se aparecian á su memoria las claras fuentes de la risueña Galilea, sus alfombras de verdura, los viñedos y las higueras, á cuya sombra hubiera podido vivir tranquilo, y las cándidas jóvenes que acaso hubieran consentido en amarle? ¿Maldijo entónces la rudeza de su destino, que le privó de los goces concedidos á los demás seres? ¿Se lamentó de su elevada naturaleza, y víctima de su valor moral, sintió no haber permanecido siendo un simple artesano en Nazareth? ¡Quién sabe!... Todas esas turbaciones interiores fueron evidentemente un enigma para sus discípulos, enigma del cual no comprendieron ni una palabra, tratando por medio de cándidas conjeturas de suplir lo que para ellos habia de oscuro é incomprensible en la grande alma de su maestro. Pero aquel desfallecimiento fué momentáneo; es indudable que la naturaleza divina de Jesús recobró pronto su acostumbrado imperio. Todavía estaba en su mano evitar la muerte.—Mas no lo quiso; el amor de su obra triunfó en él, y aceptó el cáliz decidido á apurarle hasta las heces. En adelante Jesús aparece tal como es, y las sutilezas del polemista, la credulidad del taumaturgo y del exorcista se borran por completo ante la figura sublime del héroe incomparable de la Pasion, del fundador de los derechos de la conciencia libre, del cumplido modelo cuyo ejemplo servirá de confortacion y consuelo á todas las almas afligidas.

El triunfo de Bethphage, aquella audacia de provincianos festejando á su rey-mesías á las mismas puertas de Jerusalen, acabó de exasperar á los fariseos y á la aristocracia del templo. Celebróse el miércoles (12 de nisan) un nuevo consejo en casa de José Caifás, y en él quedó resuelta la inmediata prision de Jesús. Á todas aquellas medidas presidió un gran sentimiento de órden y de policía conservadora. Como la fiesta de la Pascua, que aquel año empezaba el viérnes por la noche, era siempre motivo propicio á los tumultos y á la exaltacion, se resolvió avanzar el arresto algunos dias, á fin de evitar el escándalo y las desgracias que acaso pudieran ocurrir. Temíase que la popularidad de Jesús ocasionase alguna asonada. Por consiguiente, se determinó que en vez de apoderarse de él en el templo, adonde iba todos los dias, se espiasen sus costumbres á fin de prenderle en algun lugar apartado. Con este objeto, los agentes de los sacerdotes sonsacaron á sus discípulos, en la esperanza de obtener de su debilidad ó de su sencillez algunas noticias útiles, cosa que encontraron en Júdas de Kerioth. Aquel desgraciado, por motivos imposibles de explicar, hizo traicion á su maestro, y no sólo dió todas las indicaciones que se le pedian, sino que se encargó de conducir la brigada ó patrulla que debia operar el arresto, aunque semejante exceso de maldad parece casi increible. El recuerdo de horror que la necesidad ó la infamia de aquel hombre dejó en la tradicion cristiana, ha debido introducir sobre este punto alguna exageracion. Hasta entónces Júdas habia sido un discípulo como los demás, tenía el título de apóstol y hasta habia hecho milagros y lanzado los demonios. La leyenda, que rechaza los términos medios, no ha podido admitir en el cenáculo sino once santos y un réprobo. Pero la realidad no procede por categorías tan absolutas. La avaricia, que los sinópticos señalan como el móvil del crímen en cuestion, no basta á explicarle satisfactoriamente. Sería por cierto bien extraño que un hombre que administraba el fondo comun, y que sabía lo que iba á perder con la muerte del jefe, hubiese cambiado los provechos de su empleo de tesorero por una cantidad insignificante. ¿Se habia resentido el amor propio de Júdas á causa de la reprimenda que recibió en el banquete de Bethania? Tampoco esta razon parece suficiente. Juan se empeña en presentarle desde un principio como un ladron y un incrédulo, cosa que es de todo punto inverosímil. Inclínase uno más bien á creer que obedeciese á algun sentimiento de rivalidad, á la irritacion producida por disensiones intestinas. El ódio particular que Juan manifiesta contra Júdas confirma esta última hipótesis. De un corazon ménos puro que los otros, Júdas pudo muy bien haberse dejado dominar, sin apercibirse de ello, de los sentimientos propios de su cargo, y por un sesgo sumamente comun en el ejercicio de las funciones activas, haber llegado á dar más importancia á los intereses de la caja que á la obra misma á que estaban destinados. El murmullo que se le escapa en Bethania deja sospechar que la grandeza del apóstol habia sucumbido en él ante la mezquindad del administrador, y que algunas veces le parecia que el maestro costaba demasiado caro á su familia espiritual. Esa ruin economía habia causado sin duda en la reducida sociedad algunos otros disgustos.

Sin negar que Júdas contribuyese á la prision de su maestro, nosotros creemos que hay alguna injusticia en las maldiciones que sobre él se lanzan. Quizás hubo en su conducta mayor parte de torpeza que de perversidad. La conciencia moral del hombre del pueblo es viva y justa, pero instable é inconsecuente, y no sabe resistir á un impulso momentáneo. Las sociedades secretas del partido republicano abrigaban en su seno profunda conviccion y gran sinceridad, y sin embargo, los delatores eran en ellas numerosos. El más ligero despecho bastaba para convertir un sectario en un traidor. Pero si el loco deseo de adquirir algunas miserables monedas trastornó la cabeza del pobre Júdas, no parece que hubiese perdido completamente el sentimiento moral, puesto que, viendo las consecuencias de su falta, se arrepintió, segun dicen, y hasta se dió la muerte.

Cada minuto de los que van á seguirse es un momento solemne y ha valido por siglos enteros en la historia de la humanidad. Hemos llegado al juéves 13 de nisan (3 de Abril). La fiesta de la Pascua empezaba el dia siguiente por la noche, inaugurándose con el festin del cordero. Luégo se continuaba por espacio de siete dias consecutivos, durante los cuales se hacia uso de los panes ácimos. El primero y el último de aquellos siete dias tenian un carácter de particular solemnidad. Los discípulos se ocupaban ya en los preparativos de la fiesta:—en cuanto á Jesús, todo parecia indicar que no le era desconocida la traicion de Júdas y que no se hacia ilusiones respecto á la suerte que le esperaba. Aquella noche celebró con sus discípulos su última cena, la cual no era el festin ritual de la Pascua, segun despues se supuso, cometiendo el error de un dia; pero la cena del juéves fué para la Iglesia primitiva la verdadera Pascua, el sello de la nueva alianza. Cada discípulo trasfirió á ella sus más caros recuerdos, y la multitud de rasgos conmovedores que cada uno conservaba del maestro se reconcentraron en aquella cena, la cual llegó á ser la piedra angular de la piedad cristiana y el punto de partida de las más fecundas instituciones.

En efecto, en aquel momento solemne debió desbordarse el amor y la ternura que abrigaba el corazon de Jesús por la reducida iglesia que veia en torno suyo. Su alma, fuerte y serena, superior al peso de las sombrías preocupaciones que la asaltaban, supo encontrar una palabra de cariño para cada uno de sus amigos. Dos de entre ellos, Juan y Pedro, fueron particularmente objeto de tiernas muestras de afeccion. Juan (segun asegura él mismo) se hallaba recostado en el divan, cerca de Jesús, con la cabeza reclinada sobre el pecho del maestro. Al final de la comida, el secreto que oprimia el corazon de Jesús estuvo á pique de escapársele: «En verdad os digo,—exclamó,—que uno de vosotros me hará traicion». Semejantes palabras produjeron en aquellos hombres ingénuos y sencillos un momento de horrible angustia; miráronse unos á otros, y cada uno se preguntó si sería él quien habria de cometer tal felonía. Júdas se hallaba presente; quizás Jesús, que desde hacia algun tiempo tenía motivos para desconfiar de él, trató con aquellas palabras de sondar su corazon y de ver si en su continente embarazado encontraba la certidumbre de su falta. Pero el discípulo infiel permaneció impasible, y hasta dicen que se atrevió á preguntar, como los demás: «¿Seré yo, maestro?»

Sin embargo, el alma noble y recta de Pedro estaba como sobre ascuas, é hizo seña á Juan para que tratara de saber á quién habia querido aludir el maestro. Juan, que podia conversar con Jesús sin que los demás lo oyeran, le suplicó por lo bajo que le diese la clave de aquel enigma. Pero Jesús, que no tenía sino sospechas, no quiso pronunciar nombre alguno; únicamente dijo á Juan que reparase en aquel á quien iba á ofrecer el pan mojado en la salsa. Y al mismo tiempo ofreció una sopa á Júdas. Por consiguiente, sólo Juan y Pedro tuvieron conocimiento del hecho. Jesús dirigió á Júdas algunas palabras que envolvian una amarga reconvencion; pero no fueron comprendidas de los circunstantes, los cuales creyeron, al ver salir á Júdas en seguida, que Jesús le habia dado alguna órden relativa á la fiesta del dia siguiente.

Por el momento, aquella comida no llamó la atencion de nadie, y exceptuando las aprensiones que el maestro confió á sus discípulos y que no fueron comprendidas sino á medias, nada pasó en ella de extraordinario. Pero, despues de la muerte de Jesús, se atribuyeron á aquella noche solemnes significados, y la imaginacion de los creyentes derramó sobre ella una tinta de suave y dulce misticismo. Los últimos momentos de una persona querida son los que más profundamente se graban en la memoria. Por una ilusion inevitable, se atribuyen á las conversaciones que entónces se tuvieron con ella una significacion que no habrian adquirido sin la muerte, y se aglomeran en el espacio de algunas horas los recuerdos de años enteros. Despues de la cena de que acabamos de hablar, la mayor parte de los discípulos no volvieron á ver al maestro. Aquél fué, pues, el último adios, el banquete de despedida. En aquella cena, de igual modo que en otras muchas colaciones, Jesús practicó su rito misterioso del fraccionamiento del pan. Como quiera que desde un principio se creyó que el citado banquete habia tenido lugar el dia de Pascua, siendo, por consiguiente, el festin pascual, natural fué que se concibiese la idea de haber quedado fundada en aquel momento supremo la institucion de la Eucaristía. Partiendo de la hipótesis de que Jesús conocia de antemano el momento preciso de su muerte, los discípulos debian suponer que el maestro habia reservado para sus últimos momentos una multitud de actos importantes. Y como quiera que una de las ideas fundamentales de los primeros cristianos consistia en que la muerte de Jesús habia sido un sacrificio destinado á reemplazar todos los de la antigua Ley, la «Cena» (que por última vez repetimos se suponia haberse celebrado en la víspera de la Pasion) llegó á ser el sacrificio por excelencia, el acto constitutivo de la nueva alianza, el signo de la sangre derramada por la salvacion de todos. Así, pues, el pan y el vino, puestos en relacion con la misma muerte, se convirtieron en la imágen del Nuevo Testamento, que Jesús habia sellado con sus dolores, en la conmemoracion del sacrificio de Cristo hasta su advenimiento.

Ese misterio se fijó desde muy temprano en un pequeño relato sacramental, que poseemos bajo cuatro formas muy análogas entre sí. Y sin embargo, Juan, á quien tanto preocupan las ideas eucarísticas, que refiere con tanta prolijidad el último banquete, relacionando con él tantas circunstancias y tantos discursos; Juan, único entre los narradores evangélicos que tiene sobre este punto el valor de un testigo ocular, no conoce el relato en cuestion, lo cual prueba que no consideraba la institucion de la Eucaristía como una particularidad de la Cena. En su concepto, el rito de la Cena es el lavatorio de los piés, rito que probablemente obtuvo entre ciertas familias del cristianismo primitivo una importancia que perdió con el tiempo. Sin duda Jesús le habia practicado en algunas ocasiones para dar á sus discípulos una leccion de humildad fraternal. Pero se trasfirió á la víspera de su muerte, á causa de la tendencia que despues hubo en agrupar al rededor de la Cena todas las grandes recomendaciones morales y rituales de Jesús.

Por lo demás, un elevado sentimiento de amor, de caridad, de concordia y de mútua deferencia, animaba los recuerdos que los discípulos creian conservar de las últimas horas de Jesús. El alma de los símbolos y de los discursos, que la tradicion cristiana colocó en aquel sagrado momento, es siempre la unidad de su Iglesia, constituida por él ó por su espíritu: «Un nuevo mandamiento os doy—decia—que os ameis unos á otros, y que del modo que yo os he amado á vosotros, así tambien os ameis recíprocamente. Por aquí conocerán todos que sois mis discípulos, si os teneis amor unos á otros. Ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas á vosotros os he llamado amigos; porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre. Lo que os mando es que os ameis unos á otros».

Algunas rivalidades, algunas luchas de preeminencia se produjeron todavía en aquellos postreros momentos. Jesús hizo notar que si él, que era el maestro, habia estado entre sus discípulos como su servidor, con mayor motivo debian ellos subordinarse unos á otros. Segun algunos, parece que les dijo al beber el vino: «Yo os declaro que no beberé ya más desde ahora de este fruto de la vid, hasta el dia en que beba con vosotros el nuevo en el reino de mi Padre». Otros afirman que les prometió para muy pronto un banquete celestial, en el cual se hallarian sentados en tronos cerca de él.

Hácia el fin de la velada, los presentimientos de Jesús se propagaron, á lo que parece, al alma de sus discípulos. Todos sentian que se hallaban cercanos á una crísis y que un grave peligro amenazaba al maestro. Hubo un instante en que Jesús pensó en tomar algunas precauciones:—habló de espadas, y como le dijeran que habia dos entre los circunstantes, «basta»—respondió—. Pero desechó la idea y no volvió á hablar de ello, comprendiendo sin duda que aquellos tímidos provincianos no podrian oponer resistencia á la fuerza armada de los grandes poderes de Jerusalen. Cephas, impulsado por su gran corazon y lleno de confianza en sí mismo, juró que le acompañaria á la prision y que moriria con él. Jesús le opuso algunas dudas con su acostumbrada delicadeza de ingenio; y segun una tradicion, que probablemente se remonta hasta el mismo Pedro, le emplazó para el canto del gallo. Todos, á imitacion de Cephas, juraron que no le abandonarian.

Capítulo XXIV

Arresto y causa de Jesús


La noche habia cerrado ya completamente cuando salieron de la sala. Segun su costumbre, Jesús atravesó el valle del Cedron, y acompañado de sus discípulos se dirigió al huerto de Gethsemaní, situado al pié del monte de los Olivos. Sentóse allí, y dominando á sus discípulos con su inmensa superioridad, permanecia en vela y en oracion miéntras ellos dormian. De pronto una patrulla armada y provista de antorchas invade el huerto. Eran los agentes del templo, especie de brigada de policía que se habia dejado á los sacerdotes: iban armados de palos y escoltados de un destacamento de soldados romanos con espadas. La órden del arresto emanaba del gran sacerdote y del sanedrin. Conociendo Júdas las costumbres de Jesús, les habia indicado que en aquel sitio podrian sorprenderle más fácilmente. Júdas, segun la tradicion unánime de los primeros tiempos, acompañaba á la patrulla, y si hemos de creer lo que algunos afirman, llevó la infamia hasta el extremo de designar con un beso á la víctima de su negra traicion. Sea como quiera, lo cierto es que hubo un principio de resistencia de parte de los discípulos. Uno de ellos (Pedro, segun testigos oculares) desenvainó la espada é hirió en una oreja á uno de los servidores del gran sacerdote, llamado Malek. Jesús detuvo aquel primer movimiento y se entregó voluntariamente á los soldados. Los discípulos, débiles, é incapaces de obrar de concierto contra autoridades que gozaban de tanto prestigio, huyeron cada cual por su lado. Sólo Juan y Pedro siguieron desde léjos al maestro sin perderle de vista. Otro jóven desconocido, cubierto de una ligera túnica, le seguia tambien: los soldados quisieron prenderle, pero el jóven huyó, dejando la túnica entre sus manos.

La conducta que los sacerdotes habian resuelto observar contra Jesús se hallaba en un todo conforme con el derecho establecido. El procedimiento contra el «seductor» (mesith) que trata de atentar á la pureza de la religion se explica en el Talmud con detalles cuya ingenua impudencia hace sonreir. La asechanza, la alevosía, están en él erigidas en parte esencial de la instrucción criminal. Cuando hay un hombre acusado de «seduccion» se colocan dos testigos ocultos detrás de un tabique, y se arreglan las cosas de un modo que el prevenido éntre en una habitacion contigua, á fin de que los dos testigos en cuestion puedan oirle sin que él lo sospeche. Á mayor abundamiento se encienden dos luces junto á él para que los testigos ocultos puedan declarar que «le han visto». Preparadas las cosas de este modo, se hace que repita su blasfemia, induciéndole á que se retracte. Si persiste en ella, los testigos le conducen al tribunal y es apedreado. El Talmud añade que de esta manera fué como se procedió con Jesús, que fué condenado por las declaraciones de los consabidos testigos, y que, además, el crímen de «seduccion» es el único para el cual se preparan tan originales testimonios.

En efecto, los discípulos de Jesús nos dicen que la «seduccion» era el crímen de que acusaban á su maestro, y, á excepcion de algunas anotaciones, fruto de la imaginacion rabínica, el relato de los evangelios concuerda rasgo por rasgo con el procedimiento que describe el Talmud. El plan de los enemigos de Jesús era convencerle, por informe testimonial y por su propia confesion, de blasfemia y de atentado contra la religion mosáica, condenarle á muerte con arreglo á la Ley y remitir despues la sentencia á Pilato para que éste la confirmase. Como ya hemos visto, la autoridad sacerdotal residia de hecho en manos de Annás. La órden de arresto procedia de él probablemente, y á casa de aquel poderoso personaje fué adonde, en un principio, condujeron á Jesús. Annás le interrogó acerca de su doctrina y de sus discípulos; pero Jesús rehusó con noble altivez entrar en largas explicaciones. Remitiéndose á su enseñanza, que habia sido pública, declaró que jamás habia tenido doctrina secreta, y dijo al gran sacerdote que interrogase á aquellos que le habian escuchado. Nada más natural que esa respuesta; pero el exagerado respeto que inspiraba el antiguo pontífice la hizo aparecer osada é irreverente, y uno de los circunstantes replicó á ella—segun dicen—dando á Jesús un bofeton.

Pedro y Juan habian seguido al maestro hasta la morada de Annás: Juan, que no era desconocido en la casa, penetró sin dificultad, mas su compañero fué detenido á la entrada, y el hijo del Zebedeo tuvo que suplicar á la portera que le dejase paso.

La noche era fria.

Pedro permaneció en la antecámara y se acercó á un brasero al rededor del cual se calentaban algunos sirvientes, quienes no tardaron en reconocerle como discípulo del preso. Denunciado por su acento galileo y apremiado por las preguntas que le dirigian los lacayos, entre los cuales se hallaba un pariente de Malek que le habia visto en Gethsemaní, el desventurado aseguró por tres veces que jamás habia tenido relacion alguna con Jesús. Pedro creia que el maestro no podia oirle y estaba léjos de imaginar cuán digno de reprobacion era aquel acto de disimulada cobardía. Pero su excelente naturaleza le reveló bien pronto la falta que acababa de cometer. Una circunstancia fortuita, el canto del gallo, vino á recordarle las palabras que le habia dicho el maestro. Entónces se enterneció su corazon, salió afuera y se echó á llorar amargamente.

Aunque verdadero autor del homicidio jurídico que iba á consumarse, Annás no tenía poderes para pronunciar la sentencia de Jesús; por eso le remitió á su yerno Caifás, que era el posesor del título oficial. Ciego instrumento de su suegro, Caifás debia naturalmente ratificar en todo y por todo las insinuaciones de aquél. El sanedrin se hallaba reunido en su casa. Empezóse la vista, y varios testigos, preparados de antemano con arreglo al procedimiento inquisitorial expuesto en el Talmud, comparecieron ante los jueces. La frase fatal que Jesús habia realmente pronunciado: «Yo destruiré el templo de Dios y le reconstruiré en tres dias», fué citada por dos testigos. Blasfemar del templo de Dios era, segun la ley judáica, blasfemar de la misma Divinidad. Jesús guardó silencio, rehusando explicar las palabras que se le acriminaban. Si hemos de creer lo que dice un relato, el gran sacerdote le conminó entónces que dijera si él era el Mesías. Jesús respondió afirmativamente y proclamó ante los jueces el próximo advenimiento de su reino celestial. Sin embargo, parécenos que el valor de Jesús, decidido ya á morir, no exige semejante confesion: es muy probable que en casa de Caifás, como en la de Annás, guardase ese mismo silencio que fué su regla de conducta en los últimos instantes de su vida. La sentencia estaba resuelta de antemano, y sólo se buscaban pretextos para justificarla: conociéndolo Jesús, no trató de emprender una defensa inútil. Bajo el punto de vista del judaismo ortodoxo, Jesús era real y verdaderamente un blasfemo, un destructor del culto establecido; esto supuesto, la ley castigaba con pena de muerte semejantes crímenes. La asamblea le declaró por voto unánime culpable de crímen capital. Los miembros del consejo que tenian por él secretas simpatías, se hallaban ausentes ó no votaron. La frivolidad propia de las aristocracias de antigua data no permitió á los jueces reflexionar mucho tiempo sobre los resultados de la sentencia que acababan de firmar. La vida de un hombre se sacrificaba entónces con suma ligereza; de seguro no pensaron los miembros del sanedrin en la terrible cuenta que de aquel decreto, pronunciado con tan indolente desden, tendrian sus hijos que dar á la posteridad irritada.

El sanedrin no tenía derecho para hacer ejecutar una sentencia de muerte. Pero, gracias á la confusion de poderes que entónces reinaba en Judea, no por eso dejaba Jesús de hallarse condenado desde aquel momento. Así es que permaneció el resto de la noche expuesto á los insultos y malos tratamientos de la más ínfima chusma, la cual no le escaseó ninguna afrenta.

Á la siguiente mañana se reunieron de nuevo los ancianos y los jefes de los sacerdotes, para tratar de que Pilato aprobase la condena pronunciada por el sanedrin, condena que no podia tener cumplido efecto sin tal requisito, indispensable desde la ocupacion romana. El procurador no se hallaba investido, como el legado imperial, del derecho de vida y muerte; pero como Jesús no era ciudadano romano, bastaba la autorizacion del gobierno para que se diera curso al decreto pronunciado contra él. Los romanos, como sucede siempre que un pueblo político somete á una nacion en la que se confunden la ley civil y la religiosa, habian llegado á prestar una especie de apoyo oficial á la ley judáica. El derecho romano no se aplicaba á los judíos; éstos permanecian sometidos al derecho canónico que vemos consignado en el Talmud, de igual manera que los árabes de Argelia se hallan todavía regidos por el código del Islam. Aunque neutros en religion, los romanos sancionaban con mucha frecuencia las penas que se imponian por delitos religiosos. La situacion era, pues, muy semejante á la de las ciudades santas de la India bajo la dominacion inglesa, ó más bien á la en que se encontraria Damasco el dia en que la Siria fuese conquistada por una potencia europea. Josefo pretende (aunque en ello cabe mucha duda) que si un romano traspasaba las estelas en que se hallaban las inscripciones que prohibian avanzar á los gentiles, los procuradores le entregaban á los judíos para que le diesen muerte.

Los agentes de los sacerdotes ataron á Jesús y le condujeron al pretorio, antiguo palacio de Heródes, inmediato á la torre Antonia. Era la mañana del dia en que debia comerse el cordero pascual (viérnes, 14 de nisan,—3 de Abril). Los judíos se habrian mancillado entrando en el pretorio y no habrian podido celebrar el festin sagrado; por esta razon permanecieron fuera. Noticioso Pilato de su presencia, subió al bima, ó tribunal, que se hallaba situado al aire libre, en el sitio que tenía por nombre Gabbatha, en griego Lithostrotos, á causa del embaldosado que recubria el suelo.

Tan pronto como se le informó de la acusacion, Pilato manifestó el disgusto que le causaba el tener que mezclarse en aquel asunto. En seguida se encerró con Jesús en el pretorio. Los detalles precisos de la entrevista que allí tuvo lugar, no habiendo podido ningun testigo revelárselos á los discípulos, quedaron envueltos en el misterio; sin embargo, Juan parece haberlos adivinado con bastante exactitud. Su relato se halla en perfecta consonancia con lo que la historia nos refiere respecto á la situacion recíproca de los dos interlocutores.

El procurador Pontius, apellidado Pilatus, sin duda á causa del pilum ó dardo de honor con que fué condecorado él ó alguno de sus progenitores, no habia tenido hasta entónces ninguna relacion con la secta naciente. Indiferente á las querellas intestinas de los judíos, no veia en todos aquellos movimientos de sectarios sino el efecto de imaginaciones acaloradas y de cerebros extraviados. En general, los judíos le inspiraban poquísimo cariño. Pero si el procurador detestaba á los nietos de Moisés, éstos le pagaban con usura; encontrábanle duro, violento, despreciativo, y le acusaban de crímenes increibles. Jerusalen, como centro de una gran fermentacion popular, era una poblacion sumamente sediciosa y un punto de residencia insoportable para un extranjero. Los exaltados pretendian que el nuevo procurador habia hecho propósito firme de abolir la ley. Su mezquino fanatismo y sus odios religiosos no podian ménos de sublevar ese ámplio sentimiento de justicia y de gobierno civil que el más incapaz de los súbditos romanos llevaba consigo adonde quiera que iba. Todos los actos que de Pilato conocemos nos le presentan como un buen administrador. En el primer período del ejercicio de su cargo habia tenido con sus administrados sérias dificultades, que zanjó de una manera bastante brutal; pero áun entónces parece que la razon se hallaba de su parte. Los judíos debian parecer al procurador Pontius, gentes atrasadísimas, y sin duda le merecian el mismo juicio que á un prefecto liberal merecieron en otro tiempo los Bajos-Bretones, los cuales se insurreccionaban contra la apertura de un nuevo camino ó el establecimiento de una nueva escuela. En sus mejores proyectos por el bien del país, y con particularidad en todo cuanto se relacionaba con las obras públicas, Pilato habia encontrado siempre la Ley como un obstáculo insuperable. La Ley, en su espíritu absurdamente conservador, restringia la vida hasta el extremo de oponerse á todo cambio y á toda mejora. Las más útiles construcciones romanas eran para los judíos celosos objeto de particular ojeriza. Dos escudos votivos con inscripciones, que el procurador Pontius habia hecho colocar en su palacio, el cual se hallaba contiguo al sagrado recinto, provocaron una borrasca aún más violenta. Pilato hizo en un principio muy poco caso de aquellas susceptibilidades; pero ellas le obligaron despues á hacer uso de sangrientas represiones, cuya severidad debia más tarde ocasionar su destitucion. La experiencia de tantos conflictos le habia, pues, hecho prudente en sus relaciones con aquel pueblo intratable, que se vengaba de sus dominadores obligándolos á usar con él de odiosas crueldades. El procurador experimentaba supremo disgusto al verse obligado á desempeñar, por una ley que detestaba, un papel activo y abominable en aquel nuevo asunto. Pilato sabía que el fanatismo religioso, así que ha obtenido alguna violencia de los gobiernos civiles, es despues el primero en arrojar sobre ellos la responsabilidad, y áun casi se permite dirigirles amargas acusaciones. ¡Suprema injusticia, puesto que, en semejante caso, el verdadero culpable es el instigador!

Pilato, á quien acaso impresionó la actitud digna y tranquila del acusado, deseaba, pues, salvar á Jesús, el cual, si hemos de dar crédito á una tradicion, encontró tambien apoyo en la propia mujer del procurador. Quizás ésta habia visto al dulce galileo desde alguna de las ventanas del pretorio que dominaban el pórtico del templo, y ¡quién sabe si el espectáculo de la sangre de aquel hermoso jóven, sangre inocente que iba á derramarse, le produjo alguna terrible pesadilla! Sea como quiera, lo cierto es que Jesús encontró á Pilato prevenido en su favor. El gobernador le interrogó bondadosamente, demostrando el deseo de recurrir á cuantos medios le fuesen posibles á fin de absolverle.

El título de «rey de los judíos», que Jesús nunca se habia dado, pero que sus enemigos dedujeron de su papel y de sus pretensiones, era naturalmente el que más inquietudes debia causar á la autoridad romana. Así, pues, se tuvo especial cuidado de acusarle en este sentido, presentándole á los ojos del procurador como sedicioso y culpable de crímen de estado. Y no obstante, nada era más injusto, puesto que Jesús habia siempre reconocido la autoridad civil del imperio romano. Pero sabido es que los partidos religiosos conservadores no tienen costumbre de retroceder ante ninguna calumnia. Deducian á pesar suyo todas las consecuencias de su doctrina, trasformábanle en discípulo de Júdas el Gaulonita, y pretendian que vedaba pagar el tributo á César. Pilato le preguntó si era efectivamente rey de los judíos, y Jesús respondió sin ocultarle su pensamiento. Pero el gran equívoco que habia sido el orígen de su fuerza, y que debia constituir su reino despues de su muerte, le perdió entónces. Jesús, el idealista que no distinguia el espíritu de la materia, y cuya palabra, segun la imágen del Apocalípsis, era una espada de dos filos, no supo nunca tranquilizar completamente á las potencias de la tierra. Juan afirma que Jesús confesó ante Pilato su dignidad real, pero que al mismo tiempo añadió esta profunda frase: «Mi reino no es de este mundo.» Y que despues explicó la naturaleza de su reino, el cual se resumia completamente en la posesion y en la proclamacion de la verdad. Pilato no comprendió una palabra de ese idealismo sublime, y sin duda Jesús le produjo el efecto de un soñador inofensivo. Los romanos de aquella época, merced á su carencia de filosofía y de proselitismo religioso, consideraban como una quimera el sacrificio por la verdad. Semejantes debates les parecian fastidiosos y vacíos de sentido, y no viendo el peligro que de esas nuevas especulaciones pudiera resultar al imperio, natural era que no hallasen motivo ninguno para emplear contra ellas la violencia. Todo su descontento recaia, pues, sobre los que, por vanas sutilezas, iban á pedirles el suplicio de algun innovador. Veinte años más tarde, Gallion se conducia todavía con los judíos de la misma manera. La regla de conducta que siguieron los romanos hasta la ruina de Jerusalen fué siempre la más absoluta indiferencia respecto á esas querellas de sectarios.

Para conciliar sus propios sentimientos con las exigencias de aquel pueblo fanático, cuya presion habia sufrido tantas veces, un medio plausible se presentó á la mente del gobernador. Con motivo de la fiesta de la Pascua, era costumbre dar libertad á un criminal. Conociendo Pilato que la prision de Jesús era debida al ódio y á la envidia de los sacerdotes, intentó hacerle participar del beneficio de aquella costumbre. Al efecto, subió de nuevo al bima y propuso á la muchedumbre libertar «al rey de los judíos.» Hecha en tales términos, la proposicion tenía cierto carácter de amplitud y de ironía, propio á favorecer su intento. Los sacerdotes conocieron el peligro. En consecuencia obraron prontamente, y á fin de combatirla, sugirieron á la muchedumbre el nombre de un preso que gozaba en Jerusalen de gran popularidad. Por una singular coincidencia se llamaba tambien Jesús y tenía por sobrenombre Bar-Abba ó Bar-Rabbas. Este personaje era muy conocido, y segun parece habia sido preso por delito de homicidio y por haber tomado parte en un motin. Al repetirles Pilato su propuesta, se elevó un clamor general diciendo: «No á ése, sino á Jesús Bar-Rabbas.» Entónces Pilato se vió en la precision de indultar el preso que le pedian.

Sus apuros se aumentaban, y temia que le comprometiese la demasiada indulgencia para con un acusado á quien daban el título de «rey de los judíos.» Además, todos los poderes se ven siempre obligados á transigir con el fanatismo. Pilato creyó que debia hacer algunas concesiones; pero, vacilando todavía en derramar sangre para satisfacer el deseo de personas que detestaba, trató de imprimir al negocio un giro risible y mandó azotar á Jesús, aparentando burlarse del título pomposo que le daban. La flagelacion era el preliminar ordinario del suplicio de la cruz. Quizás Pilato quiso hacer creer que esa condena estaba ya pronunciada, confiando en que el preliminar sería suficiente. Entónces tuvo lugar, segun afirman todos los relatos, una escena odiosa y repugnante. Los soldados cogieron á Jesús, le desnudaron y le cubrieron con un manto de grana; luégo, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, y una caña en la mano derecha. Así adornado, le hicieron subir á la tribuna del pretorio, y abofeteándole y escarneciéndole, se arrodillaban delante de él y le decian: «Dios te salve, rey de los judíos». Otros le escupian, tomaban la caña y le herian en la cabeza. Difícil es comprender cómo la gravedad romana pudo prestarse á tan vergonzosos actos. Verdad es que, en su calidad de procurador, Pilato no tenía bajo sus órdenes sino tropas auxiliares; los ciudadanos romanos que componian las legiones no habrian descendido á semejante indignidad.

¿Creyó Pilato poner á cubierto su responsabilidad con aquel infame simulacro? ¿Esperaba separar el golpe que amenazaba á Jesús concediendo alguna cosa al ódio de los judíos? ¿Se prometia evitar un trágico desenlace con aquel entremes grotesco, haciendo ver en cierto modo que el asunto no merecia otra solucion? Si tales fueron sus intenciones, ningun éxito tuvieron. El tumulto crecia, amenazando convertirse en verdadera sedicion: por todas partes resonaba el grito: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» Adoptando un tono cada vez más exigente, los sacerdotes declararon que peligraba la Ley si el seductor no era condenado á muerte. Pilato conoció que para salvar á Jesús sería indispensable sofocar un motin sangriento. Sin embargo trató de ganar tiempo, y al entrar en el pretorio se informó de qué país era Jesús, á fin de buscar un pretexto para declinar su propia competencia. Y segun una tradicion, remitió el acusado á Antipas, quien, segun parece, se hallaba accidentalmente en Jerusalen. Jesús se prestó poco á secundar esos benévolos esfuerzos; como habia hecho en casa de Caifás, se encerró en un silencio digno y grave, que llamó sobremanera la atencion de Pilato. Los gritos del populacho se hacian cada vez más amenazadores, y hasta se murmuraba ya del poco celo del funcionario, acusándole de proteger á un enemigo de César. Los mayores adversarios de la dominacion romana se trasformaron entónces en súbditos leales de Tiberio, para tener derecho de acusar de lesa-majestad al demasiado tolerante procurador. «Aquí no hay más rey que el emperador,—le decian:—Si sueltas á ése no eres amigo de César; puesto que cualquiera que se hace rey se declara contra César». El débil Pilato, temeroso del informe que sus enemigos enviarian á Roma, informe en que se le acusaria de haber apoyado á un rival de Tiberio, dejó de insistir. Ya en el asunto de los escudos votivos los judíos habian escrito al Emperador y conseguido el objeto de su solicitud. El procurador vió amenazado su destino, y por una condescendencia que debia entregar su nombre á la execracion universal, cedió al fin, dejando á los judíos,—segun dicen,—toda la responsabilidad de lo que pudiera suceder. Los judíos la aceptaron plenamente, y á creer la tradicion cristiana, respondieron: «Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos».

¿Fueron pronunciadas, en efecto, esas palabras? Dudoso nos parece. Pero, de todos modos, ellas son la expresion de una profunda verdad histórica. Si se tiene en cuenta la actitud de los romanos en Judea, se comprenderá que Pilato no pudo hacer sino lo que hizo. ¡Cuántas sentencias de muerte no han sido dictadas y arrancadas al poder civil por la intolerancia religiosa! El rey de España, que por complacer á un clero fanático, entregaba á la hoguera centenares de súbditos, era mil veces más censurable que Pilato, porque en él residia un poder mucho más completo que el que los romanos tenian entónces establecido en Jerusalen. Siempre que el poder civil, á instigacion del sacerdocio, se convierte en perseguidor ó en quisquilloso, prueba con ello su falta de energía. Pero si hay algun gobierno que sobre este punto se halle sin pecado, que arroje á Pilato la primera piedra. El «brazo secular», tras el cual se esconde la crueldad del clero, no es el culpable. ¿Podrá alguno decir con justicia que tiene horror á la sangre, porque la hace derramar por sus lacayos?

Esto supuesto, ni Tiberio, ni Pilato, fueron los que condenaron á Jesús; fué el antiguo partido judío, la ley mosáica. Segun nuestras ideas modernas, el demérito moral no se trasmite de padre á hijo: ante la justicia humana y divina, nadie es responsable sino de sus propias faltas. Por consiguiente, el judío que sufre todavía por la muerte de Jesús tiene derecho á quejarse, porque, si hubiese vivido entónces, quizás habria sido un Simon Cirineo; quizás no se habria hallado entre los que gritaron: «¡Crucifícale!» Pero las naciones, como los individuos, tienen su responsabilidad, y segun esto, si en el mundo hubo crímen cometido por una nacion entera, fué sin duda la muerte de Jesús. La Ley mosáica, en su forma moderna, es verdad, pero aceptada, pronunciaba pena de muerte contra toda tentativa hecha para cambiar el culto establecido. Jesús atacaba el culto, á no dudarlo, y aspiraba á destruirle. Los judíos dijeron á Pilato con una franqueza cuya verdad y sencillez no pueden negarse: «Nosotros tenemos una Ley, y segun esta Ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios». La Ley era detestable; pero ella era la Ley de la ferocidad antigua, y el héroe llamado á abrogarla debia ante todo sufrir sus terribles decisiones.

Para que la sangre que Jesús va á derramar produzca sus frutos serán menester mil ochocientos años. Pensadores tan nobles como aquel mártir sublime sufrirán en su nombre, durante muchos siglos, la tortura y la muerte. Áun hoy dia, en países que se tienen por cristianos, se castigan con penas severas los delitos religiosos. Pero Jesús no es responsable de esos extravíos: el mártir del Gólgota no podia prever que el fanatismo de algunos pueblos habia de llegar á convertirle en una especie de horrible Moloch, ávido de carne quemada. El cristianismo ha sido intolerante; pero la intolerancia no es un hecho esencialmente cristiano: es un hecho judío, por cuanto á que el judaismo fué el primero que erigió la teoría de lo absoluto en materia religiosa; el primero que asentó el principio de que todo innovador, aunque haya milagros en apoyo de su doctrina, debe ser apedreado sin misericordia y sin juicio prévio. Tambien el mundo pagano tuvo sus violencias religiosas; pero, si hubiese estado regido por una ley semejante, ¿se habria convertido á la religion cristiana? El Pentateuco fué, pues, en el mundo, el primer código del terror religioso, y el judaismo el primer ejemplo de un dogma inmutable, armado de la cuchilla. Si el cristianismo, en vez de perseguir con ódio ciego á los judíos, hubiese abolido el régimen que mató á su fundador, habria sido más consecuente y sería mucho más acreedor á la gratitud del género humano.

Capítulo XXV

Muerte de Jesús


Aunque el verdadero motivo de la muerte de Jesús fué completamente religioso, sus enemigos habian conseguido presentarle en el pretorio como culpable de crímen de Estado; de otro modo, esto es, por crímen de heterodoxia, no hubieran obtenido del escéptico Pilato la sancion de la condena. Consecuentes con esta idea, los sacerdotes, valiéndose de la muchedumbre, pidieron que se aplicase á Jesús el suplicio de la cruz. Este suplicio no era de orígen judío.—Si la condenacion de Jesús hubiera sido puramente mosáica, se le habria aplicado la lapidacion. La cruz era un suplicio romano que se reservaba para los esclavos y del cual se hacia uso cuando se pretendia agravar la pena de muerte añadiéndole la ignominia. Al aplicarla á Jesús, se le trataba, ni más ni ménos, como á un salteador de caminos, como á un facineroso, ó como á esos enemigos de baja estofa á quienes no concedian los romanos el honor de morir bajo la cuchilla. Así, pues, se castigaba, no el dogma heterodoxo, sino la quimera de «rey de los judíos.» Sabido es que, entre los romanos, los soldados, cuyo oficio era matar, hacian las veces de verdugos. Jesús fué entregado á una cohorte de soldados auxiliares, y se desplegó para su ejecucion todo el odioso aparato de las crueles costumbres introducidas por los nuevos conquistadores.

Eran las doce del dia, aproximadamente. Volvieron á ponerle los vestidos que le habian quitado para el simulacro de la tribuna, y teniendo la cohorte dispuestos á dos ladrones que tambien debia ejecutar, reunieron los tres condenados, y la comitiva se puso en marcha hácia el lugar del suplicio.

Aquel lugar era un sitio llamado Gólgotha, situado fuera de Jerusalen, aunque no muy léjos de sus muros. El nombre de Gólgotha significa cráneo; corresponde, al parecer, á nuestra palabra Chaumont y probablemente designaba una colina escueta que tenía la forma de un cráneo calvo. No se sabe con exactitud el sitio donde se hallaba aquella colina; pero es indudable que estaba al Norte ó al Nordeste de la ciudad en la elevada y desigual meseta que se extiende entre los muros y los valles de Cedron y de Hinnom, zona bastante vulgar y que áun hoy dia conserva un aspecto triste á causa de los repugnantes detalles que le presta su vecindad con una gran poblacion. Difícil es colocar el Gólgotha en el sitio preciso en que, á partir de Constantino, le ha venerado la cristiandad entera. Ese sitio ocupa un punto demasiado céntrico en la ciudad, y es de suponer que en la época de Jesús se hallase comprendido en el recinto de la muralla.

El condenado á muerte debia llevar sobre sus hombros el instrumento de su suplicio. Pero Jesús, teniendo una constitucion física más débil que sus dos compañeros, no pudo soportar el peso del suyo. La tropa encontró en el camino á un tal Simon de Cirene, que volvia del campo, y los soldados, con esos brutales procederes de las guarniciones extranjeras, le obligaron á llevar el árbol fatal. Al obrar de ese modo, quizás usaban de un derecho reconocido, puesto que estaba prohibido á los romanos cargar ellos mismos con el madero infame. Simon perteneció despues, segun parece, á la comunidad cristiana, en la cual eran muy conocidos sus dos hijos Alejandro y Rufo. Tal vez refirió luégo, como testigo ocular, más de una circunstancia relativa á aquellos últimos instantes. Ninguno de los discípulos se hallaba en aquel momento cerca de Jesús.

El lúgubre cortejo llegó, en fin, al sitio de las ejecuciones. Con arreglo á la costumbre judía, inspirada por un sentimiento de piedad, se daba á beber á los pacientes, á fin de aturdirlos, una bebida embriagadora compuesta de cierto vino fuertemente aromatizado. Parece ser que las mismas señoras de Jerusalen llevaban á los infelices que conducian al suplicio aquel vino de gracia; cuando ninguna de ellas le ofrecia, se compraba con los fondos del erario público. Jesús, despues de haber acercado el vaso á los labios, rehusó beber aquel brebaje. Ese triste alivio de los condenados vulgares no se avenia con su elevada naturaleza:—prefirió abandonar la vida en toda la plenitud de su razon y esperar con la conciencia lúcida y serena la muerte que con tanto heroismo habia provocado. Entónces le despojaron de sus vestidos y le ataron á la cruz, la cual se componia de dos maderos enlazados en forma de T. La cruz tenía de ordinario tan poca elevacion, que á veces los piés del condenado tocaban al suelo. Empezábase por izar y fijar en tierra el madero y en seguida se procedia á suspender al paciente, atravesándole las manos con clavos;—los piés se enclavaban tambien algunas veces; otras, se contentaban con atarlos. Una especie de tajo de madera, ó más bien de pequeña antena fija hácia el medio del mástil de la cruz, pasaba por entre las piernas del condenado, sirviéndole de punto de apoyo. Sin esto las manos se habrian desgarrado y venido el cuerpo á tierra. Otras veces, el punto de apoyo consistia en una tableta que se fijaba á la altura de los piés.

Jesús saboreó uno por uno todos los horrores de tan atroz suplicio. Sentíase devorado por una sed abrasadora, que no es el menor de los tormentos de la crucifixion, y pidió de beber. Estaba cerca de allí una vasija llena de la bebida ordinaria de los soldados romanos, la cual consistia en una mezcla de vinagre y agua llamada posca, bebida que los soldados debian llevar consigo en todas las expediciones, en cuyo número entraban tambien las ejecuciones capitales. Un soldado tomó una esponja, la empapó en aquel brebaje, y, poniéndola en la punta de una caña, se la dió á chupar á Jesús. Á derecha é izquierda del profeta de Nazareth estaban crucificados los dos ladrones. Los ejecutores, entre cuyas manos se abandonaban los despojos (pannicularia) de los ajusticiados, «repartieron entre sí sus vestidos, echando suerte, y sentándose al pié de la cruz, le guardaban». Segun una tradicion, Jesús pronunció las siguientes palabras, que, si no salieron de sus labios, estuvieron al ménos en su corazon: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

Con arreglo á la costumbre romana, se colocó un rótulo en lo alto de la cruz, con esta frase escrita en tres idiomas, hebreo, griego y latino: EL REY DE LOS JUDÍOS. Semejante redaccion constituia una angustiosa injuria dirigida al pueblo. Muchas personas de las que por allí pasaban se resintieron al leerla, y los sacerdotes hicieron observar á Pilato que debia escribirse el letrero de modo que explicase que Jesús habia pretendido ser rey de los judíos. Pero el procurador, aburrido ya de aquel asunto, se negó á complacerlos, contestando que lo escrito, escrito se quedaba.

Los discípulos de Jesús habian huido. Sin embargo, Juan declara haber permanecido constantemente al pié de la cruz. Con mayor certidumbre puede afirmarse que las que le acompañaron al Calvario sin abandonarle fueron las fieles amigas de Galilea que le habian seguido á Jerusalen. María Cleophás, María de Magdala, Juana, mujer de Kuza, Salomé y algunas otras mujeres permanecian á cierta distancia sin perderle de vista. De creer á Juan, María, madre de Jesús, estaba tambien al pié de la cruz, y al ver el moribundo á su madre y á su discípulo querido, dijo á éste: «Hé ahí á tu madre»; y á aquélla: «Hé ahí á tu hijo». Pero no se comprende cómo los sinópticos, que en su relato mencionan á las otras mujeres, hubiesen hecho caso omiso de María, cuya presencia era un rasgo tan interesante. Hasta la suprema elevacion del carácter de Jesús hace tambien inverosímil semejante enternecimiento personal en el momento en que, preocupado únicamente de su obra, no existia ya sino para la humanidad.

Á excepcion de aquel reducido grupo de mujeres que desde léjos le consolaban con sus miradas, Jesús no veia en torno suyo sino el espectáculo de la bajeza ó de la estupidez humana. Insultábanle los que por allí pasaban, y oia á su alrededor necios sarcasmos que convertian sus gritos de supremo dolor en odiosos juegos de palabras:—«Ahí está el que se llamaba Hijo de Dios—decian,—¡que su padre venga ahora á librarle!—Á otros ha salvado y no puede salvarse á sí mismo. Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz y creerémos en él.—¡Hola! añadian, tú que derribas el templo de Dios y en tres dias le reedificas, sálvate á tí mismo:—¡si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz!».—Algunos, poco al corriente de sus ideas apocalípticas, creyeron oirle llamar á Elías, y dijeron: «Veamos si viene Elías á librarle.» Parece que los dos ladrones crucificados en su compañía le insultaban tambien.

El cielo estaba sombrío, y la tierra tenía, como todos los alrededores de Jerusalen, un aspecto árido y triste. Segun lo que ciertos relatos refieren, el corazon de Jesús desfalleció por un momento, ocultóle una nube la faz de su Padre, y entónces tuvo una agonía de desesperacion mil veces más acerba que todos los tormentos. No vió sino la ingratitud de los hombres, y, arrepintiéndose quizás de sufrir por una raza abyecta, exclamó:—«Dios mio, Dios mio, ¿por qué me has desamparado?» Pero su instinto divino volvió aún á recobrar su imperio. Á medida que el hálito vital se extinguia, su alma se serenaba y volvia otra vez á su celeste orígen. Experimentó de nuevo el sentimiento de su mision, vió en su muerte la salvacion del mundo, desapareció de su vista el repugnante espectáculo que se desarrollaba á sus piés, y, profundamente unido á su Padre, empezó en el patíbulo la vida divina que por siglos iba á gozar en el corazon de la humanidad.

En el suplicio de la cruz, la particularidad más horrible era, que la víctima podia vivir tres ó cuatro dias en aquel estado espantoso, enclavado sobre aquel escabel de dolor. La hemorragia de las manos cesaba pronto y no era mortal. La verdadera causa de la muerte consistia en la posicion violenta del cuerpo, la cual ocasionaba un completo desarreglo en la circulacion de la sangre, terribles dolores de cabeza y de corazon, y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexion robusta no morian sino de hambre. La idea capital de aquel suplicio cruel no era matar directamente al condenado por medio de lesiones determinadas; sino exponer al esclavo enclavándole por las manos, de que no supo hacer buen uso, y dejarle abandonado hasta que se pudriera sobre el madero. La organizacion delicada de Jesús le preservó de esa lenta agonía. Todo induce á creer que la ruptura de un vaso del corazon le produjo al cabo de tres horas una muerte repentina. Algunos momentos ántes de espirar su voz era todavía vigorosa. De pronto, lanzó un terrible grito, en el que algunos oyeron oir:—«¡Oh Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!»; y otros, más preocupados por el cumplimiento de las profecías, supusieron que dijo: «¡Todo está consumado!» Su cabeza se inclinó sobre el pecho, y exhaló el último suspiro.

Reposa en tu gloria, noble iniciador de la más sublime doctrina. Tu obra se halla concluida; tu divinidad queda fundada. No temas ya que una falta venga á echar por tierra el edificio debido á tus esfuerzos. Léjos del alcance de la fragilidad humana, en adelante asistirás desde el seno de la paz divina á las infinitas consecuencias de tus actos. Á costa de algunas horas de sufrimientos, que ni siquiera pudieron abatir la grandeza de tu alma, has conseguido la más completa inmortalidad. ¡Tu nombre, gloria y orgullo del mundo, va á exaltarte durante millares de años! Lábaro de nuestras contradicciones, tú serás la bandera á cuyo alrededor se librará la más ardiente de todas las batallas. Y mil veces más vivo, más amado despues de tu muerte que miéntras cruzaste por este valle de lágrimas, llegarás á ser de tal modo la piedra angular de la humanidad, que borrar tu nombre de los anales del mundo sería conmoverle hasta en sus cimientos. Entre Dios y tú ya no habrá distincion ninguna. ¡Toma, pues, posesion de tu reino, sublime vencedor de la muerte, de ese reino adonde te seguirán, por la ancha via que trazaste, siglos de adoradores!

Capítulo XXVI

Jesús en el sepulcro


Con arreglo á nuestra manera de contar, eran las tres de la tarde poco más ó ménos cuando Jesús espiró. Una ley judáica prohibia que los cadáveres de los ajusticiados quedasen suspendidos al patíbulo más allá de la noche del dia en que se verificaba la ejecucion. Sin embargo, es muy probable que no se observase tal medida en las ejecuciones hechas por los romanos. Pero como quiera que el siguiente era sábado, y un sábado de extraordinaria solemnidad, los judíos expresaron á la autoridad romana su deseo de que no mancillase aquel santo dia con semejante espectáculo. Accedióse á la demanda, y se dieron las órdenes oportunas para que se precipitase la muerte de los ajusticiados, á fin de retirarlos cuanto ántes de la cruz. Los soldados ejecutaron la consigna aplicando á los dos ladrones el crurifragium ó rompimiento de piernas, segundo suplicio mucho más expeditivo que el de la cruz, y que de ordinario se imponia á los esclavos y á los prisioneros de guerra. En cuanto á Jesús, como los soldados le encontraron muerto cuando fueron á ejecutar la órden, creyeron inútil aplicar el crurifragium. No obstante, uno de ellos, á fin de evitar toda incertidumbre respecto á la muerte del tercer crucificado, y de acabarle, si algun resto de vida le quedaba, le dió una lanzada en el costado. Vióse entónces salir de la herida sangre y agua, lo cual se consideró como la señal de un completo fallecimiento.

Juan, que pretende haber presenciado la escena, insiste mucho sobre este pormenor. Y en efecto, es evidente que surgió más de una duda respecto á la realidad de la muerte de Jesús. Á las personas acostumbradas á presenciar crucificamientos, algunas horas de suspension en la cruz no les parecian suficientes para producir tal resultado. Citábanse muchos casos de crucificados que, desprendidos á tiempo, habian vuelto á la vida merced á curas enérgicas. Orígenes creyó despues que un fin tan rápido debia considerarse como un hecho milagroso. En el relato de Márcos se halla tambien el mismo sentimiento de admiracion. Sin embargo, nosotros creemos que la mejor garantía que puede tener el historiador, respecto á un hecho de esta naturaleza, es el ódio receloso de los enemigos de Jesús. No parece probable que los judíos abrigasen entónces el temor de que hicieran pasar á Jesús por resucitado; pero de todos modos, lo natural era que cuidasen de que estuviese muerto y bien muerto. Cualquiera que haya sido en ciertas épocas la negligencia de los antiguos en todo lo que se relacionaba con la comprobacion legal y con la estricta inspeccion de los negocios, no es de creer que los interesados dejáran de tomar algunas precauciones en el caso que nos ocupa.

Segun la costumbre romana, el cadáver de Jesús deberia haber quedado suspendido al patíbulo para que le devorasen las aves de rapiña, y con arreglo á la ley judáica, una vez descolgado durante la noche debia depositarse en seguida en el sitio infame donde se enterraban los ajusticiados. Éste habria sido el destino del cuerpo de Jesús, si el maestro no hubiese tenido más discípulos que sus pobres galileos, tímidos y sin crédito. Pero ya hemos visto que, á pesar del poco éxito que Jesús obtuvo en Jerusalen, habia conseguido captarse las simpatías de algunas personas considerables que esperaban el reino de Dios y que, sin declararse abiertamente discípulos suyos, le eran en extremo adictas. Entre aquellas personas figuraba un tal José, natural de la pequeña ciudad de Arimathea (Ha-ramathaim), el cual fué aquella noche á pedir el cuerpo al procurador Pilato. José era hombre rico, muy notable en la ciudad y miembro del sanedrin. Además, en aquella época la ley romana prescribia que se entregase el cadáver del ajusticiado á la persona que lo reclamase. Pilato, que ignoraba la circunstancia del crurifragium, se admiró de que Jesús hubiese muerto tan pronto, é hizo venir al centurion que habia presidido la ejecucion, para informarse de lo que habia sobre el particular, y despues de haber escuchado las afirmaciones de aquel funcionario, concedió á José el objeto de su solicitud. Probablemente habian descendido ya el cuerpo de la cruz, y se lo entregaron al solicitante, para que dispusiera de él como mejor le pareciera.

Otro amigo secreto de Jesús, Nicodemo, á quien ya hemos visto más de una vez empleando su influencia en favor del maestro, apareció tambien en aquel instante junto á la cruz, llevando consigo gran provision de las sustancias necesarias al embalsamamiento. José y Nicodemo amortajaron, pues, á Jesús con arreglo á la costumbre judáica, esto es, envolviéndole en un sudario preparado con mirra y áloe. Las mujeres galileas se hallaban presentes, y sin duda acompañaban la escena con lágrimas y agudos sollozos.

Como ya era tarde, todos aquellos preparativos se hicieron de prisa. Aún no se habia elegido el lugar en que habria de depositarse el cuerpo definitivamente, y como quiera que el trasporte podria tal vez prolongarse hasta una hora muy avanzada y ocasionar la violacion del sábado, los discípulos, que todavía observaban escrupulosamente las prescripciones de la ley judía, se decidieron á colocarle en una sepultura provisional. En un huerto, no léjos de aquel sitio, habia un sepulcro recien abierto en la roca, sepulcro que aún no habia servido y que sin duda pertenecia á algun afiliado. Las grutas funerarias destinadas á un solo cadáver se componian de un pequeño compartimiento en cuyo fondo se hallaba abierto en la pared, sostenido por un arco, el espacio ó séase el nicho donde se colocaba el cuerpo. Como aquellas grutas estaban abiertas en el flanco de rocas inclinadas, tenian la entrada á nivel del suelo y les servia de puerta una pesada losa muy difícil de manejar. Depositaron, pues, el cadáver de Jesús en aquel sepulcro provisional, adaptaron la piedra á la abertura y convinieron en volver á fin de colocarle en una sepultura definitiva. Pero siendo el siguiente dia un sábado solemne, se aplazó la operacion para el domingo.

Las mujeres se retiraron despues de haber notado minuciosamente la manera como habia sido colocado el cuerpo, y pasaron el resto de la noche en hacer nuevos preparativos para el embalsamamiento. El sábado todo el mundo descansó.

Apénas amaneció el domingo, las galileas se dirigieron al sepulcro; la primera que llegó fué María de Magdala. Mas la losa habia sido retirada de la abertura y el cuerpo no estaba ya en el sitio en que le habian dejado. Los más extraños rumores circularon al mismo tiempo entre la comunidad cristiana. El grito de «¡ha resucitado!» corrió con la rapidez del rayo entre los discípulos, y, gracias al amor, semejante creencia halló fácil acogida. ¿Qué habia tenido lugar en el sepulcro de Jesús? Al tratar de la historia de los apóstoles examinarémos este punto é investigarémos el orígen de las leyendas relativas á la resurreccion. Para el historiador, la vida de Jesús concluye con su último suspiro. Pero tan profunda era la huella que habia dejado en el corazon de sus discípulos y de algunas amigas adictas, que por espacio de várias semanas Jesús permaneció vivo, siendo el consolador de aquellas almas. ¿Fué arrebatado su cuerpo del sepulcro, ó fué el entusiasmo, siempre crédulo, el que produjo mucho despues el conjunto de relatos por medio de los cuales se pretendió establecer la fe en la resurreccion? Hé aquí lo que siempre ignorarémos, por la falta absoluta de documentos contradictorios. Digamos, sin embargo, que en aquella circunstancia la exaltada imaginacion de María de Magdala desempeñó un papel de primer órden. ¡Poder divino del amor! ¡Sagrados momentos aquellos en que la pasion de una alucinada dió al mundo un Dios resucitado!

Capítulo XXVII

Suerte de los enemigos de Jesús


La muerte de Jesús acaeció en el año 33 de nuestra era, segun el cálculo que hemos adoptado. De todos modos, no pudo tener lugar ántes del año 29, en razon á que la predicacion de Juan y de Jesús principió el año 28, ni despues del 35, puesto que Pilato y Caifás perdieron ántes de la Pascua del año 36 sus cargos respectivos. En la destitucion de aquellos funcionarios no parece haber tenido ninguna influencia la muerte de Jesús. Probablemente el procurador Pilato, al entrar en la vida privada, no volvió á pensar en el olvidado episodio que debia trasmitir su triste renombre á la más remota posteridad. En cuanto á Caifás, tuvo por sucesor á Jonathan, cuñado suyo, é hijo de aquel mismo Annás, principal motor del procedimiento contra Jesús. El pontificado continuó durante mucho tiempo en manos de la familia saducea de los Annás, la cual, más influyente y poderosa que nunca, siguió haciendo á los discípulos y á los parientes de Jesús la encarnizada guerra que declarara al fundador. El cristianismo le debió, no sólo el acto definitivo de su fundacion, sino tambien sus primeros mártires. Annás fué conceptuado como uno de los hombres más felices de su siglo; y el verdadero culpable de la muerte de Jesús terminó su vida colmado de honores y de consideraciones, sin sospechar ni por un instante el inmenso servicio que habia hecho á la nacion. Sus hijos continuaron reinando en el templo, á duras penas reprimidos por los procuradores romanos, de cuya autoridad y beneplácito prescindian muchas veces á fin de satisfacer sus instintos de dominacion y violencia.

Antipas y Herodías desaparecieron tambien muy pronto de la escena política. Habiendo Calígula elevado á Heródes Agrippa á la dignidad de rey, la celosa Herodías juró que ella tambien sería reina. Antipas, hostigado constantemente por aquella mujer ambiciosa, que le trataba de cobarde porque toleraba que hubiera en su familia una persona superior á él, venció su natural indolencia y se dirigió á Roma á fin de solicitar el título que acababa de obtener su sobrino (año 39 de nuestra era). Pero el negocio tuvo malísimo resultado. Heródes Agrippa, ganándole por la mano, predispuso el ánimo del Emperador en contra suya, y Antipas fué destituido, arrastrando despues su mísera existencia de destierro en destierro, unas veces en Lyon y otras en España. Herodías le acompañó en su mala fortuna. Ántes que el nombre de su oscuro súbdito, convertido en Dios, volviese á recordar sobre sus sepulcros en aquellas comarcas lejanas la muerte de Juan Bautista, debian trascurrir todavía cien años.

En cuanto al desgraciado Júdas de Kerioth, circularon terribles leyendas respecto á su muerte. Pretendióse que con el precio de su perfidia habia comprado un campo en las inmediaciones de Jerusalen. Y en efecto, al sur del monte Sion habia un sitio llamado Hacéldama (campo de sangre), que supusieron ser la propiedad adquirida por el traidor con el dinero de su infame venta. Segun una tradicion, Júdas se dió la muerte. Otros afirman que dió una terrible caida en su propiedad, de cuyas resultas quedaron sus entrañas esparcidas por tierra. Otros suponen, por último, que murió de una especie de hidropesía acompañada de circunstancias repugnantes que se consideraron como un castigo del cielo. Quizás dió lugar á todas esas leyendas el deseo de manifestar que se habian cumplido en Júdas las amenazas que el Salmista pronuncia contra el amigo pérfido. Posible es que Júdas pasase en su campo una vida tranquila y oscura, miéntras que sus antiguos amigos conquistaban el mundo, propagando el rumor de su infamia. Posible es tambien que el espantoso aborrecimiento que se atrajo con su conducta le impulsase á cometer algun atentado contra su propia vida, y que en ese acto se viera el castigo de la divina justicia.

Por lo demás, todavía se hallaba muy lejano el tiempo de las grandes venganzas cristianas, y el cristianismo nada tuvo que ver con la gran catástrofe que el pueblo judío sufrió poco despues. La sinagoga no comprendió sino mucho más tarde los resultados á que se exponen aquellos que aplican las leyes de la intolerancia. En cuanto al imperio, se hallaba á mil leguas de sospechar que hubiese nacido su futuro destructor; por espacio de cerca de trescientos años, siguió su marcha sin echar de ver que á su lado crecian y se fortificaban los principios que iban á trasformar al mundo. La idea sembrada por Jesús, idea teocrática y democrática á la vez, fué unida á la invasion de los germanos, la causa que más contribuyó á la ruina del edificio de los Césares. Ella proclamaba el derecho de todos los hombres á participar del reino de Dios, y establecia en lo sucesivo el principio de una religion separada del Estado. Los derechos de la conciencia, independientes de la ley política, llegan á constituir un nuevo poder, el «poder espiritual.» Verdad es que ese poder ha renegado muchas veces de su orígen; por espacio de siglos, los obispos han sido príncipes y el papa rey; y el pretendido imperio de las almas, cambiándose con frecuencia en horrible tiranía, ha recurrido para mantenerse al tormento y á la hoguera. Pero llegará un dia en que la separacion de lo humano y de lo divino produzca sus frutos; en que el dominio de las cosas espirituales deje de llamarse «poder» para tomar el nombre de «libertad». El cristianismo germinó en la conciencia de un hombre del pueblo, creció en el seno del pueblo, y la clase popular fué la que en un principio le consagró su cariño y admiracion; el sello impreso á su carácter original no se borrará nunca. Él fué el primer triunfo de la revolucion, la victoria del sentimiento popular, el advenimiento de los sencillos de corazon, la inauguracion de lo bello, tal como el pueblo lo comprende. La palabra de Jesús abrió, pues, en las sociedades aristocráticas de la antigüedad, la brecha por donde habian de pasar las futuras generaciones.

El poder civil, aunque inocente de la muerte de Jesús (puesto que no hizo sino poner el visto-bueno en la sentencia, y eso á pesar suyo), debia sin embargo tener tambien una terrible responsabilidad. Al presidir la escena del Calvario, el Estado se infirió á sí mismo una herida gravísima. No tardó en prevalecer y en dar la vuelta al mundo una leyenda llena de toda especie de irreverencias, leyenda en que las autoridades constituidas desempeñan un papel odioso, y en la que el acusado es inocente, homicidas los jueces, y la policía una falange coligada contra la verdad. Sediciosa en el más alto grado, la historia de la Pasion, propagándose por millares de imágenes populares, presentó las águilas romanas sancionando el más inícuo de los suplicios, á un gobernador expidiendo la órden para ejecutarle, y á los soldados del imperio haciendo las veces de verdugos. ¡Qué terrible golpe recibieron entónces los poderes establecidos! Nunca han podido reponerse de él completamente. ¿Cómo adoptar un tono infalible respecto á los subordinados, cuando se tiene sobre la conciencia el enorme error de Gethsemaní?.

Capítulo XXVIII

Carácter esencial de la obra de Jesús


Como se ve, la accion de Jesús no salió nunca del círculo judío. Aunque sus simpatías por todos aquellos que la ortodoxia despreciaba le impulsase á admitir á los paganos en el reino de Dios, y no obstante haber residido más de una vez en tierra de gentiles y haberse hallado en una ó dos ocasiones en relaciones benévolas con infieles, puede decirse que su vida entera se deslizó en el reducido mundo en que sus ojos vieron la luz. En los países griegos y romanos, ni siquiera oyeron hablar de él; su nombre no figura en los autores profanos sino cien años despues, y de una manera indirecta; esto es, á propósito de los movimientos sediciosos provocados por su doctrina ó de las persecuciones de que eran objeto sus discípulos. Áun en el mismo seno del judaismo no fué muy durable la impresion que Jesús produjo. Filon, muerto en el año 50, ni siquiera sospecha su existencia. Josefo, que nació en el año 37 y escribia hácia fines del primer siglo, menciona su ejecucion en algunas líneas, como si fuera un acontecimiento de importancia secundaria, y en la enumeracion de las sectas de su tiempo omite á los cristianos. Por su parte, la Mischna no ofrece ningun indicio de la nueva escuela; los pasajes de las dos Gemaras en que se nombra al fundador del cristianismo no alcanzan más allá del siglo cuarto ó quinto. La obra esencial de Jesús consistió en crear al rededor suyo un círculo de discípulos á quienes inspiró un afecto sin límites y en cuyo seno depositó el gérmen de su nueva doctrina. Hacerse amar «hasta el extremo de no cesar de amarle despues de su muerte», hé ahí la obra maestra de Jesús, la que más admiracion causó á sus contemporáneos. Su doctrina era tan poco dogmática, que jamás se le ocurrió escribirla ni mandar que la escribiesen. Para ser discípulo de Jesús no se necesitaba creer en tal ó cual cosa; lo que se necesitaba era adherirse á él, amarle entrañablemente. Lo que despues de su muerte quedó de él, fueron algunas sentencias que desde muy temprano se recogieron de memoria, y sobre todo, su tipo moral y la impresion que habia producido. Jesús no es un fundador de dogmas, ni un inventor de símbolos; es el iniciador del nuevo espíritu llamado á regenerar al mundo. Los hombres ménos cristianos de cuantos han pretendido merecer ese título, fueron los doctores de la Iglesia griega que, á partir del siglo cuarto, empeñaron el cristianismo en una senda de pueriles discusiones metafísicas, y los escolásticos de la edad media latina, que quisieron deducir del evangelio millares de artículos de una «Suma» colosal. Adherirse á Jesús en la esperanza del reino de Dios:—tal fué lo que en un principio se llamó ser cristiano.

Así es como se comprende que, por una especie de destino excepcional, se presente todavía el cristianismo puro, al cabo de diez y ocho siglos, con el carácter de una religion universal y eterna. Y es porque, en efecto, la religion de Jesús contiene en sí el gérmen de la religion definitiva. El cristianismo, producto de un movimiento de las almas perfectamente espontáneo, desprendido en su cuna de toda presion dogmática, y habiendo luchado trescientos años por la libertad de la conciencia, recoge todavía los frutos de su excelente orígen, á pesar de las caidas que ha sufrido. Para renovarse no necesita sino volver al Evangelio. El reino de Dios, tal como nosotros le concebimos, difiere notablemente de la aparicion sobrenatural sobre las nubes que los primeros cristianos esperaban; pero el sentimiento que Jesús introdujo en el mundo es el nuestro, y su perfecto idealismo la más elevada norma de la vida pura y virtuosa. Jesús creó el cielo de las almas puras, ese refugio donde se halla lo que en vano se busca en la tierra; creó la pureza absoluta, la total absolucion de la mancilla del mundo, y, por último, la libertad que las sociedades excluyen de su seno, como un imposible, y que no tiene entera amplitud sino en el dominio de la idea. Para los que se refugian en ese ideal reino de Dios, Jesús es todavía el gran maestro. Él fué el primero que proclamó la soberanía del espíritu, el primero que dijo, dando ejemplo con sus hechos: «Mi reino no es de este mundo.» El fundamento de la religion verdadera es, pues, obra suya, y, despues de él, sólo falta fecundar y cultivar la divina semilla que su mano arrojó al mundo.

Y de tal manera es así, que la palabra «cristianismo» ha llegado casi á ser sinónima de religion. Todo cuanto se practique prescindiendo de esa grande y hermosa tradicion cristiana será estéril. Jesús fundó la religion de la humanidad, así como Sócrates fundó la filosofía, como Aristóteles fundó la ciencia. Ántes de Aristóteles y de Sócrates hubo ciencia y filosofía:—despues de ellos, la filosofía y la ciencia han hecho inmensos progresos; pero todos sus adelantos descansan en la ancha base establecida por aquellos grandes hombres. De igual manera, la idea religiosa habia atravesado ántes de Jesús muchas revoluciones; despues de Jesús ha hecho grandes conquistas; pero ni se ha salido ni podrá salirse nunca de la nocion creada por el mártir del Gólgotha, porque él fué quien fijó para siempre la idea del culto puro. Bajo este punto de vista, la religion de Jesús es ilimitada. La Iglesia ha tenido sus épocas y sus diferentes fases; los símbolos en que frecuentemente se ha encerrado fueron ó serán pasajeros:—Jesús fundó la religion absoluta, religion que nada excluye, que nada determina sino imágenes susceptibles de infinitas interpretaciones. En vano se buscará en el Evangelio una proposicion teológica. Todas las profesiones de fe desfiguran y falsean el pensamiento de Jesús, así como la escolástica de la Edad media, al proclamar á Aristóteles único maestro de una ciencia perfeccionada, falseaba el pensamiento de aquel sabio. Si Aristóteles hubiera asistido á los debates de la escuela, de seguro habria rechazado aquella raquítica doctrina y aplaudido á sus contradictores, pasándose á las filas de los progresistas para combatir á los rutinarios que se escudaban con su autoridad. De igual modo, si Jesús volviese hoy al mundo recogeria por sus discípulos, no á los que pretenden encerrarle completamente en algunas frases de catecismo, sino á los que trabajan en continuar su obra. En todos los órdenes de grandeza, la mayor gloria, la inmortal, consiste en poner la primera piedra. Posible es que en la «Física» y en la «Meteorología» de las ciencias modernas no se halle ni una sola palabra de los tratados de Aristóteles que tienen ese mismo título; pero no por eso deja de ser Aristóteles el fundador de la ciencia de la naturaleza. Cualesquiera que sean las trasformaciones del dogma, Jesús permanecerá siendo en religion el creador del sentimiento puro, y no habrá nada más allá del Sermon sobre la montaña. Ninguna revolucion podrá impedir que sigamos en materia religiosa la gran línea intelectual y moral á cuyo frente brilla el nombre de Jesús. Bajo este concepto, somos cristianos áun separándonos sobre casi todos los puntos de la tradicion que nos ha precedido.

Esa gran fundacion fué obra personal de Jesús. Para hacerse adorar hasta ese punto menester es que fuese adorable. El amor no existe sin un objeto digno de inspirarle; y aunque nada supiéramos respecto á la vida de Jesús, la pasion que supo inspirar á las personas que le rodearon nos bastaria para creer que fué grande y puro. La fe, el entusiasmo y la constancia de la primera generacion cristiana no se explican sino suponiendo en el orígen del movimiento un hombre de proporciones colosales. Cuando se examinan las maravillosas creaciones de las edades de fe, experimenta el ánimo dos impresiones igualmente funestas á la buena crítica histórica. Por una parte, se inclina uno á suponer esas creaciones demasiado impersonales, atribuyendo á una accion colectiva lo que á menudo fué obra de una voluntad poderosa y de un espíritu superior. Y por otra parte, cuesta trabajo imaginarse que los autores de esos movimientos extraordinarios que han decidido el destino de la humanidad fueron hombres como nosotros. Tengamos, pues, un sentimiento más lato de los poderes que la naturaleza abriga en su seno. En nuestras civilizaciones regidas por una minuciosa policía no podemos tener idea de lo que valia el hombre en épocas en que la originalidad de cada uno tenía un campo mucho más libre en que desarrollar su accion. Supongamos por un momento que en las canteras vecinas á nuestras capitales vive un solitario que de cuando en cuando sale de su guarida para presentarse, forzando la consigna, en los palacios de los reyes y anúnciales con voz de trueno revoluciones cuyo promotor ha sido él. Esta sola idea nos hace sonreir. Pues sin embargo, tal fué el profeta Elías. Hoy, Elías el Thesbita no podria franquear ni la verja de las Tullerías. La predicacion de Jesús y su libre actitud en Galilea se separan tambien completamente de las condiciones sociales á que nos hallamos acostumbrados. Exentas de nuestras pulcras invenciones y de la educacion uniforme, que al paso que nos pule, disminuye en gran manera nuestra individualidad, aquellas almas llenas de entereza demostraban en la accion sorprendente energía. Ellas se nos aparecen, vistas á distancia, como gigantes de una edad heróica de fabulosa existencia. ¡Profundo error! Aquellos hombres eran nuestros hermanos, tuvieron nuestra talla y sintieron y pensaron como nosotros. Pero el soplo de Dios se hallaba libre en ellos, miéntras que en nosotros está encadenado por los férreos lazos de una sociedad mezquina y condenada á irremisible medianía.

Coloquemos, pues, la personalidad de Jesús en la cima de la grandeza humana, sin dejarnos extraviar por exagerada desconfianza, hija de una leyenda que nos tiene siempre en un mundo sobrehumano. Tambien la vida de San Francisco de Asís es un tejido de milagros, y sin embargo, ni su existencia ni el papel que desempeñó se han puesto nunca en duda. Tampoco se diga que la gloria de la fundacion del cristianismo pertenece á la primera generacion cristiana, y no á aquel á quien deificó la leyenda. En Oriente, la desigualdad de los hombres es mucho más notable que entre nosotros; con frecuencia descuellan allí, en medio de una atmósfera general de malicia, caractéres cuya grandeza nos causa admiracion. Jesús, léjos de haber sido creacion de sus discípulos, aparece siempre superior á todos ellos. Exceptuando á San Pablo y á San Juan, los otros apóstoles eran hombres vulgares, sin genio y sin invencion. El mismo San Pablo no puede de ninguna manera compararse con Jesús; y en cuanto á San Juan, en otro lugar demostraré que su mision, aunque elevada en cierto modo, estuvo muy léjos de ser irreprochable. De ahí la inmensa superioridad que tienen los Evangelios sobre los demás escritos del Nuevo Testamento. De ahí el penoso descenso que se experimenta al pasar de la historia de Jesús á la de los apóstoles. Los mismos evangelistas que nos legaron la imágen de Jesús son tan inferiores al maestro, que, no pudiendo comprender su grandeza, le desfiguran á cada paso y le rebajan á su propio nivel. Sus escritos están plagados de errores y de contrasentidos:—á cada línea se echa de ver que los redactores, no pudiendo comprender la belleza divina de ciertos discursos, los trasforman con arreglo á sus propias ideas. En suma, el carácter de Jesús, léjos de haber sido embellecido por sus biógrafos, aparece en ellos más inferior. Para volver á encontrarle tal como fué, la crítica necesita prescindir de ciertos errores originados de la medianía de los discípulos. Éstos le pintaron tal como le concebian; pero, muchas veces, creyendo engrandecerle, no hicieron sino rebajarle extraordinariamente.

No se me oculta que esa leyenda, concebida para otra raza, bajo otro cielo y en medio de otras necesidades sociales, tiene cosas que lastiman á veces nuestras ideas modernas. Hay virtudes que, en cierto modo, se hallan más en armonía con nuestros gustos. El honrado y suave Marco-Aurelio y el humilde y dulce Spinosa, no habiendo creido en los milagros, estuvieron exentos de algunos errores de que participó Jesús. En su profunda oscuridad, el segundo de esos personajes tuvo una ventaja que Jesús no solicitó. Por nuestra delicadeza extremada en el empleo de los medios de conviccion, y por nuestra sinceridad absoluta y nuestro amor desinteresado de la idea pura, todos los que consagramos nuestra vida á la ciencia hemos fundado un nuevo ideal de moralidad. Pero las apreciaciones de la historia no deben encerrarse en consideraciones de mérito personal. Marco-Aurelio y sus nobles maestros no ejercieron sobre el mundo una accion durable. Marco-Aurelio dejó en pos de sí libros lindísimos, un hijo execrable, un mundo que desaparecia:—Jesús continúa siendo para la humanidad un principio inagotable de morales renacimientos. Para la gran mayoría de las personas no basta la filosofía, es preciso que la acompañe la santidad. Un Apolonio de Tiana debia alcanzar más éxito con su leyenda milagrosa que un Sócrates con su fria razon. «Sócrates—decian—deja á los hombres en la tierra, miéntras que Apolonio los trasporta al cielo; Sócrates no es más que un sabio, Apolonio es un dios». Hasta hoy, la religion no ha podido existir sin una parte de ascetismo, de piedad, de maravilloso. Cuando, despues de los Antoninos, se pretendió establecer la religion de la filosofía, necesario fué trasformar á los filósofos en santos, escribir la «Vida edificante» de Pitágoras y de Plotino, arreglarles una leyenda, y concederles virtudes de abstinencia y de contemplacion y poderes sobrenaturales, sin cuyos requisitos no hubieran tenido ni crédito ni autoridad.

¡Guardémonos, pues, de mutilar la historia para satisfacer nuestras mezquinas susceptibilidades! ¿Quién de nosotros, miserables pigmeos, podrá realizar lo que realizó el extravagante Francisco de Asís ó la histérica Santa Teresa? ¿Qué importa que la medicina posea nombres para explicar esos grandes extravíos de la naturaleza humana? ¿Qué importa que sostenga que el genio es una enfermedad del cerebro, que no vea en cierta delicadeza de moralidad sino un principio de tísis, y que clasifique el entusiasmo y el amor entre los accidentes nerviosos? Las palabras sano y enfermo son hasta cierto punto relativas. ¿Quién no prefiere hallarse enfermo como Pascal á estar saludable como el vulgo? Las mezquinas ideas que acerca de la locura se han propagado en nuestra época extravian de una manera gravísima, en las cuestiones de este género, nuestros juicios históricos. Hoy, el hombre que dijese cosas de las cuales no tuviera conciencia, ó expusiera pensamientos sin que los reglase la voluntad, se expondria á que le encerraran por alucinado en alguna casa de orates. Pues bien, ese estado se llamaba en otro tiempo inspiracion profética. Las más grandes cosas del mundo se han hecho bajo el imperio de la fiebre; toda la creacion eminente implica en el sér que la produce un estado violento, una ruptura de equilibrio.

Tambien hay que tener presente, y nosotros lo reconocemos sin dificultad, que el cristianismo es una obra demasiado compleja para ser el hecho de un solo hombre. Puede decirse que, en cierto modo, la humanidad entera ha colaborado en él. No hay en el mundo comarca, por aislada que sea, que no reciba algunas impresiones del exterior. La historia del espíritu humano está llena de extraños sincronismos, los cuales patentizan que, muchas veces, diferentes fracciones de la especie humana, situadas léjos una de otra y sin haber comunicado entre sí, producen ideas casi idénticas y llegan á resultados semejantes. En el siglo décimo tercero, y desde York á Samarkand, los Latinos, los Griegos, los Siriacos, los Musulmanes y los Judíos se entregan con pasion á disputas escolásticas, casi del mismo género; en el siglo décimo cuarto, Italia, Persia, la India, todo el mundo se siente acometido por la fiebre de la alegoría mística; en el décimo sexto se desarrolla el arte de una manera análoga en Italia, en el Monte-Athos, en la córte de los grandes Mogoles, y esto sin que entre Santo Tomás, Barhebræus, los rabinos de Narbona y los motecallemin de Bagdad hubiese ninguna relacion, sin que Dante y Petrarca hubiesen visto á ningun sofí, sin que ningun discípulo de las escuelas de Perusa ó de Florencia hubiese pasado á Delhi. Diríase que, á la manera de las epidemias, hay grandes influencias morales que recorren el mundo de polo á polo, sin reparar en razas ni en fronteras. En la especie humana, el comercio de las ideas no se opera únicamente por medio de los libros y de la enseñanza directa. Jesús hasta ignoraba los nombres de Budha, de Zoroastro y de Platon; no habia leido ningun libro griego, ningun sutra búdhico, y sin embargo, se hallan en él muchos elementos que, sin que Jesús lo sospechase, procedian del budismo, del parsismo y de la sabiduría griega. Esas corrientes se operan por conductos misteriosos, por esa especie de simpatía que existe entre las diferentes porciones de la humanidad. Los grandes hombres, si bien dominan la época en que viven, tambien reflejan hasta cierto punto las ideas que en ella circulan. Demostrar que la religion fundada por Jesús fué la consecuencia natural de lo que ántes habia existido, no es disminuir su excelencia, sino probar que tuvo su razon de ser, que fué legítima, esto es, conforme con los instintos y con las necesidades del corazon en un siglo determinado.

¿Sería justo decir por eso que Jesús lo debe todo al judaismo y que su grandeza no es sino la grandeza del pueblo judío? Yo soy el primero en reconocer la grande elevacion de ese pueblo, único en la tierra, cuyo dón particular parece haber sido contener en su seno los opuestos gérmenes del bien y del mal. Jesús salió, sin duda, del judaismo; pero salió de él como Sócrates salió de las escuelas de sofistas, como Lutero de la Edad media, como Lamennais del catolicismo, como Rousseau del siglo diez y ocho. El hombre pertenece á su siglo y á su raza, aunque su accion se dirija contra su raza y contra su siglo. Jesús, léjos de continuar el judaismo, representa, por el contrario, la ruptura con el espíritu judío. Áun suponiendo que sobre este punto pudiera su pensamiento prestarse á algun equívoco, la direccion general del cristianismo no dejaria ninguna duda, puesto que le vemos desde su cuna, alejándose más y más del judaismo. Su perfeccionamiento consistirá en volver á Jesús, pero no al espíritu judáico. La grande originalidad del fundador permanece, pues, entera, sin que su gloria admita ningun participante legítimo.

Es indudable que las circunstancias contribuyeron mucho al éxito de esta maravillosa revolucion; pero tambien lo es que las circunstancias no secundan sino lo que es justo y verdadero. Cada ramo del desarrollo de la humanidad tiene una época determinada, en la cual, por una especie de instinto espontáneo, llega sin violencia á adquirir su mayor perfeccionamiento. Ningun trabajo de reflexion consigue producir inmediatamente las obras maestras que en esos momentos de fiebre crea la naturaleza por medio de genios inspirados. El siglo de Jesús fué á la religion lo que fueron á las artes y á las letras profanas los hermosos siglos de la Grecia. La sociedad judáica ofrecia entónces el más extraordinario estado moral é intelectual que haya conocido jamás la especie humana. Aquélla fué verdaderamente una de esas horas divinas en que mil fuerzas ocultas conspiran á la produccion de lo grande y lo sublime, en que brotan por doquiera raudales de admiracion y simpatía para servir de apoyo á las almas elevadas. El mundo rescatado de la menguada tiranía de las repúblicas municipales, gozaba entónces de gran libertad. El despotismo romano no se dejó sentir de una manera fatal sino mucho despues, y además, en aquellas lejanas provincias fué siempre ménos abrumador que en el centro del imperio. Nuestras mezquinas y suspicaces medidas preventivas (mucho más perjudiciales para las cosas del espíritu que la misma muerte) no existian en aquella época. La vida que Jesús hizo por espacio de tres años le habria conducido veinte veces, en nuestra sociedad, ante los tribunales de justicia. Sólo nuestras leyes sobre el ejercicio ilegal de la medicina habrian bastado para detenerle al principio de su carrera. Por otra parte, la incrédula dinastía de los Heródes miraba con indiferencia los movimientos religiosos; bajo los Asmoneos es muy probable que Jesús no hubiese ido más allá de sus primeras tentativas. En semejante estado social, un innovador no arriesgaba sino la vida; mas ¿no es la muerte la que facilita el camino á los que trabajan para el porvenir? ¡Que cualquiera se imagine á Jesús reducido á soportar hasta sesenta ó setenta años el peso de su divinidad, perdiendo la celeste llama que en él ardia y gastándose poco á poco bajo las necesidades de un papel inaudito! Aquellos que nacen marcados con un sello de grandeza van á la gloria por una especie de atraccion irresistible, de órden fatal, y todo conspira á facilitarles el camino.

Permitido es, pues, llamar divina á esa personalidad sublime que todavía preside los destinos del mundo; mas no porque Jesús haya absorbido en sí todo lo divino, ó (para emplear los términos de la escolástica) porque le haya sido adecuado; sino porque él es el individuo que ha hecho dar á su especie el paso más avanzado hácia la divinal region. La humanidad, considerada en globo, ofrece un conjunto de seres abyectos, egoistas, que son superiores al animal, por cuanto á que su egoismo es más reflexionado. Pero en medio de esa uniforme vulgaridad se elevan hácia el cielo columnas cuya celsitud da testimonio de un destino más noble. De todas esas columnas que enseñan al hombre de donde procede y á dónde debe dirigirse, Jesús es la más elevada, la más grandiosa. En él se reconcentró cuanto de noble y bueno se contiene en nuestra naturaleza. Jesús no fué impecable, y tuvo que vencer las mismas pasiones que nosotros combatimos; si algun ángel le confortó, fué el de su buena conciencia; si algun Satanás se llegó á tentarle, fué el que cada uno abriga en su propio corazon. Posible es que muchas de sus faltas hayan quedado ocultas, así como ha desaparecido una parte de su grandeza á causa de la pobre interpretacion de sus discípulos. Pero nadie como él supo durante su vida someter las pequeñeces del amor propio al interes de la humanidad. Consagrado sin reserva á su idea, se lo subordinó todo á tal extremo, que, hácia el fin de su vida, el universo no existia ya para él. Ese acceso de voluntad heróica fué el que le conquistó el cielo. No ha habido ningun hombre (exceptuando quizás á Sakia-Muni) que haya despreciado hasta ese punto los lazos de la familia, los goces del mundo, todas las preocupaciones terrenales. Jesús no vivia sino para su Padre y para la mision divina, cuyo íntimo convencimiento abrigaba.

En cuanto á nosotros, niños sempiternos condenados á la impotencia; nosotros, que trabajamos sin cosechar, y que no verémos nunca el fruto de nuestra siembra, ¡inclinémonos con respeto ante la grandiosa figura de esos semidioses! Ellos supieron lo que nosotros ignoramos, esto es:—crear, afirmar, obrar. ¿Renacerá otra vez la grande originalidad, ó se contentará el mundo en adelante con seguir marchando por las vias que trazaron los audaces creadores de las antiguas edades? Lo ignoramos; pero cualesquiera que sean los fenómenos que se produzcan en el porvenir, nadie sobrepujará á Jesús. Su culto se rejuvenecerá incesantemente; su leyenda provocará lágrimas sin cuento; su martirio enternecerá los mejores corazones, y todos los siglos proclamarán que entre los hijos de los hombres no ha nacido ninguno que pueda comparársele.


Publicado el 1 de mayo de 2021 por Edu Robsy.
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