El Arte de Agradar

Eugène Sue


Novela



1. El sastre

En el año de 1769, había en la calle de San Honorato, no lejos del palacio real, una modesta tienda de sastre, cuya insignia era un enorme par de tijeras doradas, suspendidas sobre la puerta por un gancho de hierro.

Existía un sorprendente contraste entre el maestro Landry, propietario de la tienda de las tijeras doradas, hombrecillo delgado, pálido y apático, y su mujer, madame Magdalena Landry.

Esta, de treinta y cinco a cuarenta años de edad, era activa y robusta; sus facciones pronunciadas, su modo de andar varonil, su tono brusco e imperioso daban a entender que ejercía un dominio absoluto en la casa.

Era un día de diciembre sombrío y lluvioso: acababan de dar las once.

El maestro Landry, sentado en su banquete, manejaba alternativamente las tijeras y la aguja, en compañía de Martin Kraft, su aprendiz, alemán grande, grueso y flemático, de cerca de veinte años, de hinchadas y encendidas mejillas, de cabello largo, más bien amarillo que rubio, y de empaque estúpido y lento.

La mujer del sastre parecía hallarse poseída de un violento acceso de mal humor. Landry y su aprendiz guardaban un silencio respetuoso.

Finalmente, Magdalena, dirigiéndose a su marido, le dijo con desprecio:

—Anda, que no tienes sangre en las venas… ¡te has de dejar quitar por imbécil hasta el último parroquiano!

Landry cambió un codazo y una mirada con Martin Kraft, se estuvo quedo, y maniobró con su aguja con doble agilidad.

Irritada sin duda madame Landry por la resignación de su marido, dijo dirigiéndose a este:

—¿A quién hablo yo?

El sastre y el aprendiz callaron.

Magdalena, exasperada, dio un fuerte bofetón a su marido, diciéndole:

—Me parece que cuando hablo de imbécil, a ti es a quien me dirijo, y debieras responderme… ¡Mal conoces lo que eres!

—¡Por santa Genoveva! —exclamó el sastre llevando la mano a la mejilla, y volviéndose hacia su aprendiz—; ¿qué tal te parece esto, Kraft?

El aprendiz respondió con un violento agujazo sobre las costuras de un vestido; pero había en este agujazo tal expresión de impaciencia que madame Landry, con prontitud, aplicó al flemático alemán la misma corrección que a su marido, diciéndole:

—¡Yo, yo te enseñaré a no censurar mi conducta, holgazán!

—¿Qué os parece esto, maestro Landry? —dijo a su vez el aprendiz, dirigiéndose a su maestro.

Este, para evitar la cólera de su mujer, le dijo con mayor calma:

—Por ahora, Magdalena, explicate tranquilamente; henos aquí a Kraft y a mí muy advertidos para atender a lo que digas.

—¡Muy bien!… En cuanto a lo que tengo que decirte, no seré larga… perezoso… indolente, mira como uno de nuestros mejores parroquianos, el ayuda de cámara del consejero del parlamento, se dirige a nuestro vecino Mathurin.

—¿Y qué, tu parroquiano nos deja?… —preguntó el maestro a su aprendiz, con un aire indignado, a fin de hacer caer cobardemente la cólera de su mujer sobre el desgraciado Kraft—: ¿cómo, Martin, esos son los clientes que tú nos das?, ¿no tienes vergüenza?, ¡no obran así los míos!… ¡Ira de Dios!… Me son fieles como el hilo a la aguja… como el dedal al dedo… como…

—Hola, hola… —dijo madame Landry interrumpiendo al sastre—, ¡cómo os propasáis!… Por eso el amanuense de M. Buston, procurador de Châtelet, que era vuestro parroquiano, os ha dejado también hace un mes, por ese condenado de Mathurin…

—Qué quieres, mujer —dijo tristemente Landry—; es menester que ese Mathurin tenga algún hechizo para atraerse así a los marchantes, porque yo desafío a cualquier artista de la respetable corporación de los sastres, a coser mejor y con más solidez que yo. ¡Santa Genoveva, patrona de nuestra ciudad, sabe si yo me agarro a una pulgada de las telas que me dan!… lo mismo me sucede con las vueltas, y…

—¡Dios mío! hacedme el favor de enumerar vuestras bellas cualidades, M. Landry; nuestro vecino Mathurin es un pícaro, un embustero, estoy conforme… pero al menos se ingenia, se las busca; y no se está todo el día como tú con los brazos cruzados.

—Perdonad, señora, las que tiene todo el día cruzadas M. Landry, son las piernas —dijo Kraft con tono sentenciosa.

—¡Escuche usted a este animal! —dijo la económica echando una mirada significativa al aprendiz, que bajó la cabeza y volvió a trabajar con ardor.

Madame Landry continuó, dirigiéndose a su marido:

—¡Buenos parroquianos tienes!… Siempre artesanos, escribientes de procuradores, empleados en las contribuciones; pero ¡nunca un caballero!

—Por lo que hace a caballeros, Magdalena —dijo el sastre arriesgando una tímida respuesta—, tengo uno y tú me impides que trabaje para él…

Magdalena se puso encendida de cólera, y exclamó:

—¿Aún te atreves a hablarme de tu marqués, de tu señorito encantador, de ese trucha que nos debe trescientas libras hace un año, y de quien aún no hemos podido sacar ni un ochavo?

—¡Mujer, tú quieres parroquianos nobles también!

—Yo quiero parroquianos nobles que paguen, y no esos pícaros que vienen desempedrando París, con la espada al lado y, el sombrerillo tras de la oreja, a comer con los imbéciles como tú… ¡con los artesanos como nosotros!

El sastre levantando las manos al cielo, contestó:

—Magdalena, bien se ve que tan bien conoces tú al señor marqués como al gran turco. ¡Él un pícaro!… ¡Él un trucha!… ¡Pobre joven! tan suave, tan gentil, tan triste… ¡y después tan bello!… se quedaría uno una hora no más que mirándolo… ¡parece un niño Jesús de cera!

—¡Tan bello… Tan bello!… —repitió ella remedando a su marido—: ¿y qué prueba eso? ¡Háyase visto necedad!, ¿nos paga más porque es bello? Lo repito, ¿qué nos viene a nosotros de eso?

—Me viene, que cuando veo a un tan gentil caballero, pobre y desgraciado, se me parte el corazón; y no tengo valor para pedirle mi dinero… He aquí lo que me viene. El mismo Martin Kraft lo ha sentido lo mismo que yo: tú lo enviaste en casa del señor marqués para presentarle su cuenta: pues bien, ¿qué fue lo que Martin dijo al volver? que en lugar de pedirle dinero, le había preguntado si necesitaba algún vestido nuevo.

—¡Todo eso prueba que Martin Kraft es un mentecato como tú!

—Lo cierto es, que ese señor era tan bello, que parecía una figura de madera pintada, de Nuremberg —dijo con gravedad el alemán, que no encontró otra comparación artística mejor para expresar su admiración.

—¡A otra, pues!… —dijo madame Landry encogiéndose de hombros, con menosprecio; después añadió—: pero paciencia… paciencia… hoy mismo iré yo a hacer ver a ese señor tan encantador, que Magdalena Landry, no se hace pagar en esta moneda de charlatanes…

Un coche se detuvo delante de la tienda del sastre, llovía entonces a torrentes; la económica tomó al punto un aspecto más sereno, creyendo ver salir del coche algún parroquiano; pero con gran sorpresa suya, el cochero, después de haber bajado lenta y pesadamente de su asiento miró la muestra de la tienda, y entró en ella.

—¿Está el maestro Landry? —preguntó con una voz gruesa, sacudiendo su capote chorreando agua.

—Por lo pronto —dijo agriamente Magdalena—, no tenéis necesidad de sacudiros, como un perro que sale del agua, para preguntar por el maestro Landry… ¿qué quiere usted con él?

—Señora mía, si yo me sacudo, es porque estoy empapado… anegado… como bien podéis ver, y lo que sacuda aquí es un poco de humedad menos.

—Bien obligada por la preferencia… —contestó ella.

—En cuanto al señor Landry, quiero hablarle de parte de un joven… ¡Ah!, ¡cáspita!, ¡qué señorito más encantador!… Tan cierto como me llamo Gerónimo Sicard, jamás he visto un señor más bello… Vamos, pues —dijo él cochero interrumpiéndose—, que mi sombrero me está haciendo un canal en el cuello… —y se puso a sacudir el cabello.

Madame Magdalena iba a estallar de nuevo, cuando el cristal del coche se bajó. Un hombre de cerca de cincuenta años, grueso, colorado, empolvado, vestido de negro, se puso a llamar al cochero con una voz estentórea. Viendo la inutilidad de sus gritos, abrió la portezuela, bajó del coche y entró en la tienda.

—Me dirás, tunante —gritó—, ¿por qué me detienes aquí en lugar de conducirme al palacio de Soubise?

—Perdone usted, caballero. Es que tenía que hacer una comisión de un bello señor…

—¡Y qué me importa a mi tu señor! Tengo prisa. ¡Vamos, marcha! a tu sitio…

—Señor, un minuto…, he prometido a ese caballero cumplir con su comisión, y es menester que lo haga.

—¡Hola!, ¡tú no quieres marchar!… Piénsalo bien, sino te vuelves a poner en camino al instante, tendrás noticias del señor prefecto de policía… te lo prevengo.

—Sea para bien, yo iré a pasar una noche al Fort-l’Evêque, si queréis; usted es muy dueño de ello, pero yo he de cumplir la palabra que he dado a ese joven caballero.

Después de nuevas instancias y nuevas amenazas, viendo sin duda que no conseguiría nada sobre la testarudez del cochero, el hombre grueso, vestido de negro, que era el intendente de la señora mariscala princesa de Rohan-Soubise, se sentó renegando.

—Pero ¿podéis decir, en fin, lo que queréis con mi marido? —dijo la colérica Magdalena agarrando a Sicard por la manga, y mostrándole a Landry que miraba esta escena con la boca abierta.

—Esta es la historia —dijo el cochero—: pasaba ha una hora por la calle del arrabal de San Honorato; llovía a cántaros. Veo, bajo la puerta del palacio Pompadour… un joven que se había puesto allí a cubierto; pero este joven era tan gentil, que parecía un ángel bueno; ¡a pesar de que estamos en invierno, llevaba un pobre vestido de dril oscuro con solapas negras!

—¡Un vestido de dril oscuro con solapas negras es nuestro vestido!… —exclamó Magdalena Landry—; esto es, ese señorito encantador, ese maldito marqués… no tiene sino ese vestido que le hemos fiado… es fácil de reconocer.

—¡Pues bien! cáspita, si alguno ha merecido jamas llevar vestidos bordados, seguramente es él; porque tan cierto como me llamo Gerónimo Sicard, jamas he visto a ninguno que se pareciese más a un ángel bueno…

—Pues bien, veamos lo que os ha dicho vuestro ángel bueno… ¿os ha dado dinero para remitírnoslo?… ¿nos paga, en fin, las trescientas libras que nos debe hace un año?

—¡Dinero!… pobre niño de Dios… no por cierto, no os envía nada… ¿quién tendría corazón para pedírselo, cuando yo mismo lo he conducido gratis al Palais-Marchand?

—Ves, mujer… —dijo el sastre con aire triunfante.

—Cállate, imbécil… él ha engañado a ese cochero como también a ti… otra prueba más que es un caballero de industria.

—Engañado… —exclamó el digno Sircard pateando con cólera—: ¡engañado! sabed, comadre, que ese caballero no engaña a nadie… si lo he conducido gratis, es porque me ha dado la gana… viéndolo así detenido por la lluvia, adelante mi coche cerca del palacio, y le dije: «Subid, caballero». «Gracias, muchacho», me responde con una vocecita dulce como una música. «Pero os vais a mojar hasta los huesos…». «Puede ser; dime solamente, amigo, ¿qué hora es?». «Las once, caballero». «Las once… y yo tengo que hacer en el Palais-Marchand a las once y media», exclamó a su pesar mirando tristemente la lluvia y los arroyos, que eran otros tantos ríos. «Subid, pues, caballero, que voy a seguir; en veinte minutos os llevó al Palais-Marchand, mientras que a pie, y con el tiempo, que hace, no llegareis hasta el medio día…». «Gracias, muchacho», me dijo medio suspirando medio sonriéndose, «no tengo dinero, así pues, no pierdas aquí tu tiempo». «¡Nada de dinero!», grité, abriendo la portezuela, y metiendo a este señor casi por fuerza en mi coche, porque era pequeño como una caña. «No ha de ser, ¡voto a sanes! Gerónimo Sicard, el que deje a un caballero como usted faltar a una cita por una pieza de veinte y cuatro sueldos. Tomad mi numero…, vos me encontrareis más tarde, caballero»… Y sin darle tiempo de responderme, saltó sobre mi asiento, y en diez y ocho minutos lo dejé en el Palais-Marchand.

—Vamos, esto es hecho, los va a hechizar a todos… hasta un cochero Simon —repuso madame Landry—; pero paciencia… paciencia…

—¿Acabarás pronto? —gritó el intendente de la princesa de Soubise.

—Al instante, caballero. Llegado al Palais-Marchand, mi joven me dice: «Muchacho, dame tu numero; todo lo que deseo, es poder algún día reconocer tu buen proceder y pagarte como mereces; porque sin tu socorro no hubiera llegado a una audiencia muy importante para mi pleito; mas como tú eres tan bondadoso, hazme otro favor: yo había salido para ir en casa de mi sastre, a decirle que no faltase en traerme el vestido que me ha prometido para esta tarde. Este sastre vive en la calle de San Honorato con la muestra de Las Tijeras de Oro; si este no te aparta mucho de tu camino pasa por esta tienda, y dile al sastre que el señor marqués de Let… Less… Létorière, eso es, Létorière, espera esta tarde el vestido de que se ha tomado medida hace quince días». «Que sea o no mi camino», le respondí «iré de todos modos. Después, vos, caballero, me tomáis por horas» —repitió el cochero dirigiéndose hacia el intendente—; paso por la calle de San Honorato, lo que no os hacía mucho perjuicio, y cumplo con mi comisión para con este digno caballero de dedal y aguja —prosiguió el cochero dirigiéndose a Landry—. Sobre todo, no olvidéis el vestido de ese caballero; si queréis decirme a qué hora estará listo, yo vendré para tomároslo y llevárselo a su casa… gratis… ¡votó a sanes! Siempre gratis… porqué estoy seguro que debe ser una felicidad hacer favores a cualquiera que se parezca tanto a un ángel bueno… Ahora, caballero —añadió dirigiéndose al intendente de madame Rohan-Soubise, dispensad, cuando usted guste, marcharemos.

El intendente, atento a esta escena singular, en la que se sentía a su pesar, interesado, no se apresuró a volver a su coche, sobre todo, cuando oyó a madame Landry gritar con ira lanzando a su marido miradas a la vez de admiración y de cólera.

—¿Os habéis atrevido, pues, a pesar de mi prohibición, a prometerle otro vestido a ese mala paga? pero vos, según espero, ¿no lo habréis aún empezado?

—Pero… mi querida…

—¡Responded, sin más peros!

—Lo tengo aún más que empezado, mi querida… lo he hecho… —dijo el sastre, bajando tristemente la cabeza.

—¿Habéis hecho ese vestido?, ¿y con qué?, ¿a qué hora?, ¿me responderéis?… hace ocho días no te he visto ni a ti ni a tu digno aprendiz trabajar en otra cosa más que en esas opalandas de ratina y en esos vestidos de felpa.

Queriendo Kraft venir en socorro de su maestro, se arriesgó a decir: «Yo soy, madame Landry, el que he comprado, con mis ahorros, cinco varas de paño de Segovia, de color de amaranto, a fin de hacer el vestido completo, con tres varas de tafetán para el forro del vestido y de la chupa… nosotros hemos trabajado durante la noche… para que no cargue esto sobre nuestro trabajo del día».

—¡Así mientras que yo dormía tranquila y honestamente, tú te levantabas como un criminal para hacer esa obra maestra! —exclamó Magdalena.

—Mujer… ¿qué quieres?… ¡ese pobre señorito nos inspiraba tanta compasión!, ¡por santa Genoveva! daba lastima de verlo con ese pobre vestido de dril oscuro. Nosotros no hemos podido resistir al placer de vestirlo como un caballero que es… tranquilízate, que tarde o temprano él nos pagará… pondría mis manos en el fuego, que es tan hombre de bien como encantador.

Gerónimo Sicard, hombre corpulento, de cerca de treinta años de edad, había escuchado la narración del sastre, con una satisfacción que iba en aumento. Cuando el maestro Landry hubo terminado, el cochero le tendió su ancha mano, diciéndole:

—Tocadla… digno sastre; enviad al instante a vuestra mujer en busca de una botella de vuestro mejor vino, para que ambos brindemos juntos, ¡voto a sanes! Y vos, también, bravo aprendiz, beberéis vuestra parte de la botella; porque honráis las tijeras y la banqueta, mejor que ninguno de vuestra respetable corporación.

—Si no bebierais más vino que el que os trajera, no os arriesgaríais a perder la poca razón que os queda —dijo con acritud madame Landry—; ¡vos en efecto, merecéis beber con mi necio marido; pues como él os dejáis hechizar por el primer pícaro que llega! pero ya que vos hacéis tan bien las comisiones de ese marqués charlatán, podéis irle a decir que el vestido no saldrá de aquí sin que antes nos haya pagado las trescientas libras que nos debe ya… podéis prevenirle también, para acabar, que yo voy en persona a llevarle su cuenta; si este bello marqués no está en su casa, lo esperaré… si no me da a lo menos un recibo, hoy mismo iré a buscar al comisario, y yo os haré ver… yo, que una mujer tiene más corazón que ustedes, gallinas mojadas…

—En cuanto a mojado… estoy mojado… lo confieso —dijo Sicard—; pero en cuanto a gallina… comadre, si fueseis mi esposa, y tuviera mi látigo, o solamente la vara que mi digno amigo tiene sobre el tablero, os haría ver a lo verde que no soy gallina, sino un gallo muy capaz de corregiros y de enseñaros a no rehusar un vaso de vino a los amigos… esto sin rencor… pero ¡quiera Dios que os dé esto la feliz idea de serviros de vuestra vara para con vuestra mujer, bravo sastre! —dijo Sicárd, y añadió después, dirigiéndose al intendente—: Caballero, estoy a vuestra disposición.

—Bien… —dijo este, sin mostrarse incómodo por la tardanza, pues esta escena lo había divertido.

Habiendo salido el cochero, madame Landry tomó su capuchón, su velo, un ancho paraaguas, mandó a su marido que le trajese el vestido de paño de Segovia destinado a Mr. de Létorière, puso este vestido bajo llave, y salió en toda la fuerza de su cólera, para ir a esperar en su casa al señorito encantador, como llamaba por burla al marqués.

2. El exregente de Plessis

La casa del marqués no distaba mucho de la tienda de su acreedor. Mr. de Létorière habitaba una alcoba y un gabinete en el quinto piso de una casa de la calle de San Florentin.

Este pobre asilo lo dividía con el doctor Juan Francisco Domingo, exregente de estudios en el colegio de Plessis.

Por un capricho de su destino, el joven marqués destinado a agradar a gentes de condiciones tan diversas, había ejercido su atracción mágica sobre este antiguo maestro, que le había cobrado el más tierno afecto.

A pesar de mil diabluras que hacía el travieso discípulo, el doctor Domingo había reconocido en él tanto talento y nobleza de alma, que se le había unido con particularidad. Quizás la rara capacidad que el marqués, uno de los más distinguidos humanistas del colegio de Plessis, mostraba para el estudio de las lenguas antiguas, había determinado también el extraño cariño del viejo profesor.

El abad de Vighan, tío de M. de Létorière, había pagado durante seis años la pensión de su sobrino, pobre huérfano, en el colegio de Plessis. Un viaje del abad, había hecho que se atrasase un trimestre. El marqués, interpretando de una manera incómoda para su delicadeza algunas palabras del principal, con respecto a este retardo de paga, se había resuelto a salir del colegio.

Domingo, instruido sobre los a designios de su discípulo, hizo todo lo posible por disuadirlo; pero el marqués tenía diez y nueve años y una voluntad libre. El pobre regente, no pudiendo impedirle este paso, quiso a lo menos acompañarlo en la fuga, pues temía mucho dejar al joven marqués solo en medio de los peligros de una ciudad populosa.

El mismo Domingo hizo todos los preparativos de evasión; y en una noche oscura, el maestro y el discípulo escalaron las paredes del colegio, no sin peligro de parte del anciano profesor, poco acostumbrado a esta clase de ejercicios.

El principal, satisfecho por verse libre de un colegial travieso y turbulento no dio paso alguno para buscar al fugitivo. Létorière poseía unos quince luises; Domingo tenía del erario una renta de cincuenta doblones: estos fueron los primeros fondos de su establecimiento.

El padre del marqués no había dejado a su hijo más que dos o tres pleitos interminables. El más considerable, que contaba cincuenta años de duración, había sido tramado contra los duques de Brunsswick-Oêls y los príncipes de Brandebourg-Bareuth, sobre el recobro de los bienes pertenecientes a la hermana de la abuela de M. Létorière, Mlle. de Olbreuse, que en tiempo de la revocación del edicto de Nantes, había emigrado y casado con uno de los parientes de los duques de Brunswick. Viéndose un pobre noble de Santoña sin apoyo ni crédito, Létorière perdía las esperanzas de poder seguir los pleitos de donde dependía una fortuna inesperada para él: veinte veces había estado a punto de engancharse y hacerse soldado; y otras tantas las instancias del buen Domingo le habían impedido que tomase este partido. El exregente de Plessis había recorrido cuidadosamente los autos de estos negocios.

Por amor a su discípulo había llegado a ser casi procurador. La razón del marqués le parecía evidente; y con la paciencia, decía, los pleitos se ganarían indudablemente un día u otro.

Cada vez más entusiasta por el marqués, lo comparaba a Alcibiades, por el encanto y seducción que reconocía en él. Domingo se reservaba para sí modestamente el papel austero de Sócrates, profetizando sin cesar a su educando la fortuna más brillante.

—Pero, mi pobre Domingo —le decía el joven—, yo no tengo más protectores que la capa y la espada, sin vos, estaría solo en el mundo.

—Pero vos sois encantador, hijo mío; se os ama desde que se os ve, se os quiere desde que se os conoce, por vuestro carácter generoso y bueno; tenéis talento, sabéis el latín y el griego tan bien como yo; entendéis el alemán tan bien como el francés, gracias al cuidado de vuestro difunto padre que os ha hecho educar por un ayuda de cámara alemán; sois muy buen caballero, aunque no os remontéis hasta Euryales, hijo de Ayax, como Alcibiades, a quien llamo mi héroe, porque os parecéis a él extraordinariamente. Tened, pues, paciencia, que vuestra carrera será tal vez más brillante que la de mi héroe… ¡sí, será!… ¡tan cierto como que Sócrates salvó la vida a su discípulo en Potidea! pero yo os conozco, y estoy seguro, que una vez puesto en la cumbre de la prosperidad, no olvidareis al viejo Juan Francisco Domingo, ¡como Alcibiades olvidó al viejo filosofo!

Por locas que pareciesen al joven marqués estas predicciones, bastaron para sostener bastante tiempo su valor, para darle alguna esperanza de ganar uno de sus pleitos; y sobre todo, para impedirle que se alistase como simple soldado, cuya intención había manifestado muchas veces, con gran desesperación de Domingo.

Magdalena Landry llegó pronto a la calle de San Florentin. Después de haber subido los cinco pisos que conducían a la habitación de su deudor, la mujer del sastre se detuvo un momento en la meseta, a fin de tomar aliento y poder dar un libre curso a su cólera.

Así que hubo descansado de su marcha precipitada, llamó. Oyéronse unos pasos pesados; la puerta se abrió.

Con gran sorpresa de Magdalena se presentó a su vista un hombre de una espantosa fealdad.

Este era el exregente de Plessis. Juan Francisco Domingo, tenía entonces cerca de cincuenta años; era alto y huesudo, su cara delgada, pálida y desmesuradamente larga, conservaba los vestigios de los destrozos de la viruela; su escaso cabello gris estaba atado con un hilo por detrás de su cabeza. Un viejo cobertor de lana, en el cual se envolvía majestuosamente, le servía de bata. Su fisonomía tenía una expresión muy notable de arrogancia y satisfacción de sí mismo.

El aspecto de la habitación que ocupaba era pobre; pero reinaba en ella un minucioso aseo. En el fondo de la alcoba había una cama de un solo colchón; una cómoda, una mesa y cuatro sillas de nogal primorosamente enceradas formaban todo el menaje. La puerta entreabierta de un gabinetito oscuro dejaba ver un catre cuidadosamente cubierto.

Aunque el invierno fuese en extremo rigoroso, no había señal de fuego en la chimenea de este helado aposento. Finalmente, a los pies de la cama de madera pintada, se veían dos pequeños retratos al pastel con molduras bastante ricas de madera dorada; el uno representaba a un hombre de una edad madura, adornado con una peluca a lo Luis XIV y con la cruz de San Luis colgada de uno de los broches de la coraza.

El otro retrato era de una mujer de rara belleza, vestida de Diana cazadora: la apariencia de pobreza altiva que reinaba en este cuarto, hubiera enternecido a otra mujer que no fuera Magdalena Landry.

—¿No es aquí donde vive un M. Létorière? —preguntó bruscamente al reverendo anciano, envuelto en su cobertor de lana, a manera de toca romana.

Estas palabras, un M. Létorière, debieron chocar desagradablemente al exregente del colegio de Plessis, el que respondió con una especie de dignidad ofendida:

—Lo que yo sé es, que el alto y poderoso señor Lancelote Maria Josef de Vighan, señor de Marsailles y marqués de Létorière… habita en este departamento, buena mujer…

—Buena mujer… ¡Ah!, ¡buena mujer!… —gritó Magdalena encolerizada—. Voy a haceros ver si soy una buena mujer. ¿Dónde está vuestro amo, vuestro lindo marqués, vuestro alto y poderoso señor de los bribones?

Domingo se enderezó dentro de su toga, extendió su largo brazo desnudo y descarnado hacia la puerta, diciendo con voz imperiosa:

—¡Salid de aquí al instante! el señor marqués, mi noble discípulo, aún no ha entrado… ignoro cuándo entrará, pero de todos modos, juzgo que no tendrá mucha satisfacción en veros… porque si la cólera desfigura los rasgos más encantadores, como dice el sabio, «¡a fortiori vuelve horribles a aquellos con quienes la naturaleza se ha portado como madrastra!» dirigiéndose esto particularmente a usted, hacedme el favor…

Y Domingo señaló de nuevo hacia la puerta con un gesto muy significativo.

La mujer del sastre, exasperada con este insulto, tiró su paraguas al suelo, y se sentó bruscamente en una silla, gritando:

—No te toca a ti por cierto, horrendo búho… hablar ahora de la fealdad de otro… ese lindo joven ¿dices que es tu discípulo?… ¡Bien creo que lo es, porque tú pareces ser un maestro consumado de tunantería, viejo miserable!… Lo que es yo, no salgo de aquí hasta que no me paguen, ¿lo oyes?… ¡que me paguen!… O, por santa Magdalena mi patrona, si salgo, será en busca del señor comisario…

—¿Qué se entiende eso? decid, si gustáis, ¿qué queréis que os paguen? —pregunto Domingo.

—Quiero que me paguen los vestidos que vuestro azotacalles tiene sobre los hombros…, yo soy la mujer del maestro Landry, sastre de Las Tijeras de Oro; y si mi marido ha sido tan necio para fiaros hasta el presente, no seré yo tan tonta que lo imite… necesito mi dinero… yo no salgo de aquí sin mi dinero…

—¡Cómo!… —exclamó Domingo cruzando los brazos con el mayor desdén—, ¿por tan miserable objeto vienes a romperme los oídos con tu horrible gritería, y a molestar al señor marqués?… ¿Olvidas, pues, que en otro tiempo las ciudades de Grecia se disputaban el honor de ofrecer sus servicios a Alcibiades?, ¿que los Efesios levantaban sus tiendas?, ¿que los de Chios daban de comer a sus caballos?, ¿que las de Lesbos servían a su mesa? y todo esto gratis…, ¿oyes?… ¡gratis todo, por tener solo el honor de ofrecer alguna cosa a Alcibiades!

»Y tú, miserable artesana… ¡por trescientas malas libras, que no hacen la décima parte de un talento!, ¡por una miseria! que te debe el señor marqués, mi discípulo, que ciertamente es o será otra cosa que Alcibiades, vienes o vocear aquí como una lechuza. ¡Debías, al contrario, vieja loca, bendecir el día en que mi discípulo se digno tender la vista sobre tu innoble mostrador! Sábete que el zapatero de Atenas que tuvo el primero la felicidad de hacer calzados a Alcibiades, ganó más dinero en un año, que tú puedes ganar en tu miserable vida, ¿oyes?

Magdalena Landry, viendo la exasperación de aquel hombre vestido con un cobertor, y que hablaba de Alcibiades, creyó tenérselas que haber con un loco.

—Pero a lo menos —repuso Domingo—, ¿traes el vestido que el señor marqués, ha tenido a bien mandarte a hacer? Piénsalo bien; ¡que redoble su atención y destreza para sacarlo perfecto, porque se trata de su fortuna como sastre! y si contenta a mi discípulo, hace su suerte… Veamos, ¿dónde está ese vestido? —Y Domingo se adelantó gravemente hacia Magdalena.

Esta se levantó bruscamente de su silla, decidida a saltar a los ojos del que creía un insensato.

—No te acerques —exclamó—, o te abro la cabeza con el paraguas.

—Pero vos estáis loca, mi querida… ¿quién piensa en violentaros?, ¿no traéis, pues, el vestido? —replicó Domingo con un aire menos amenazador.

—¿Qué es eso? —dijo Magdalena más alentada—: ¡que si yo no traigo el vestido!, ¡sinvergüenza! Ciertamente que no, no lo traigo: y no es culpa mía, si vuestro discípulo tiene el que mi imbécil marido le ha vendido, y cuyo pago vengo a exigir; porque, os lo repito, yo no salgo de aquí sin que me paguen… si no se me paga, hay todavía, gracias a Dios, hay todavía, sitio en el Fort-l’Evêque para meter los tunantes… Cuando no se tiene para pagar vestidos buenos, marqués y todo, se lleva un vestido de bayeta, y no se roba el tiempo y la mercancía a los pobres artesanos.

En este momento se oyeron unos pasos ligeros en la escalera.

—Es el señor marqués —dijo Domingo.

—¡Ah!, ¡nos veremos las caras! —exclamó Magdalena.

—Mi querida señora —dijo Domingo con un tono suplicante esta vez—: dejadlo en paz; a fe de Domingo, se os pagará…

—¡Pues!… ¡vamos a ver a ese marqués de contrabando!

En este momento la puerta se abrió lentamente, y el marqués entró.

—No tengo valor para asistir a esta escena —dijo Domingo, temblando; y se encerró en su oscuro gabinete.

3. El deudor

Al ver al marqués, Magdalena se irguió como un gallo de combate, clavando en el joven sus ojos brillantes por la cólera. El marqués de Létorière tenía entonces cerca de veinte años. Los retratos que se conservan de él, y los testimonios unánimes de sus contemporáneos, lo representan como el tipo de la más seductora idealidad.

En esta edad, sus proporciones, de una elegancia exquisita, se parecían más a las del amor griego que a las del Antinoo.

Todos los tesoros de la estatuaria antigua, no ofrecían, según se dice, nada que se pudiese comparar a la belleza armoniosa de sus formas. Bajo este exterior irresistible, la naturaleza había ocultado unos músculos de acero, un valor de león, un espíritu eminente, un alma elevada, y un carácter generoso. Su rostro encantador no era de una belleza severa y masculina; pero no se podía imaginar nada más bello… y de una belleza muy a propósito. Una talla y fuerza hercúleas hubieran sido una especie de falta de sentido, pues no tenía ya por qué cubrirse de hierro.

Un aire digno y grave hubiera sido fuera de tiempo, pues las imponentes pelucas leoninas del siglo de Luis XIV, no estaban ya de moda.

Si Létorière usó con tanta gracia de los polvos, encajes, cintas, seda y pedrería, es porque todos sus rasgos, todas sus maneras estaban dotadas de una gracia casi femenina, admirable con relación al vestido y adorno de una elegancia casi afeminada que usaban los hombres de aquel tiempo. Si él poseyó hasta el más alto grado el arte de agradar y seducir, fue porque su atractiva fisonomía sabía expresar a su vez la astucia, la burla, el orgullo, la audacia, la ternura y la melancolía.

Según las gentes de su tiempo, la mirada y el metal de la voz del marqués de Létorière tenían sobre todo un encanto y poder irresistibles, que los partidarios de una ciencia nueva atribuirían sin duda a una atracción magnética.

Pero en la época de que hablamos, el marqués no era sino un pobre adolescente, y magnético o no, su atracción iba a ser sometida a una dura prueba por la mujer de su sastre.

Magdalena Landry sintió exasperarse su cólera a la vista de su deudor.

Létorière, mojado por la lluvia, tenía las manos azules de frío, y la frente casi oculta por los húmedos rizos de sus hermosos cabellos castaños, que llevaba entonces sin polvos; cuando vio a Magdalena, no pudo reprimir un movimiento de triste admiración; sin embargo, la saludó cortésmente, y fijando en ella sus grandes y negros ojos, a la vez tan tristes y tan dulces, le dijo con voz armoniosa y suave:

—¿Que me queréis, señora?

—Quiero que me paguéis el vestido que tenéis puesto, porque me pertenece… a mí y a mi marido Landry, sastre del señor marqués —replicó Magdalena con actitud, y zamarreando insolentemente a su deudor.

Las mejillas del joven se pusieron encendidas de sonrojo, un movimiento de amarga impaciencia contrajo sus párpados; pero él reprimió esta emoción y contestó con dulzura:

—Desgraciadamente no puedo pagaros aún, señora…

—¡No podéis pagarme! eso es fácil de decir, pero ¡a mí no me sirve esa moneda! Cuando uno no tiene con que pagar sus vestidos, no se los manda a hacer… yo no salgo de aquí sin mi dinero… —Y Magdalena Landry se sentó con grosería, quedando Létorière en pie.

—Escuchadme, señora… De aquí a un mes, tengo la certidumbre de poderos satisfacer, os doy mi palabra de caballero… tened solamente la bondad de concederme un plazo… os lo ruego…

Estas palabras, «os lo ruego», fueron pronunciadas con una inflexión de voz tan noble y sentimental, que Magdalena, ya conmovida por este profundo infortunio, que parecía sufrido con valor, estuvo a pique de compadecerse. Decidiose por fin a partir por todo, y respondió a la suplica de su deudor, con una injuria grosera:

—¡Bella garantía! Vuestra palabra de caballero… ¿Qué queréis que haga con eso?

—¡Señora! —exclamó el marqués; mas después conteniéndose, repuso con una voz altiva y dolorosa—: señora es crueldad en usted el hablarme así… sois una mujer, os debo dinero… estoy en mi casa… ¿Qué os puedo responder? ¡No procuréis, pues, hacer más penosa aún una posición que deseo no conozcáis jamas!

—Pero ¡usted tanto dinero tendrá dentro de un mes como ahora! —dijo con dureza Magdalena—: ¡me estáis contando un cuento!

—Si en un mes, mi tío, el señor abad de Vighan, al cual pienso dirigirme, no ha vuelto de Hanovre, me hago soldado, y el precio de mi enganche, os será remitido fielmente… ¿Veis, señora, cómo os puedo dar mi palabra de caballero que os pagaré?

El marqués hablaba de esta resolución desesperada con tanta dignidad, con un acierto tan sincero, que Magdalena conmovida, se arrepintió de haberse adelantado demasiado, y respondió:

—Yo no pretendo obligaros a que os enganchéis; pero en fin, yo quiero que me paguen: ha mucho tiempo que dura esto. Vended alguna cosa… entonces…

—¿Vender alguna cosa aquí, señora?

Y con una expresiva mirada, le mostró aquel pobre aposento frío y desnudo. A este gesto tan cruelmente significativo, Magdalena bajó los ojos, su corazón se oprimió; sin embargo, añadió balbuciente señalando a los dos cuadros dorados:

—Pero esos dos cuadros…

—¿Esos dos cuadros?… —Y el marqués añadió con tono noble y grave—: esto es todo lo que me queda de mi padre, de mi madre… Señora, esos son sus retratos, y por la primera vez ven a su hijo avergonzarse de su pobreza…

Al oír estas últimas palabras, Magdalena comparó el interior de su casa, donde a lo menos había comodidad, con aquel frío aposento, miserable morada de un caballero (entonces aún no se creía en los caballeros); y sintió casi cambiarse en lástima su cólera, sobre todo, cuando observó que el joven marqués temblaba de frío, bajo sus vestidos mojados…

En las organizaciones violentas, los extremos se tocan; Magdalena Landry se había mantenido en un estado de cólera casi exasperada desde que salió de la tienda; este parasismo no podía durar: su cólera, como todos los sentimientos exagerados, desapareció a la primera reflexión que su corazón, naturalmente bueno, le sugirió.

El marqués era tan bello, había respondido a sus injurias con una dignidad tan triste y tranquila; él, criado sin duda en la opulencia, parecía ahora sufrir tanto por el frío, que la buena mujer, sintiendo por otra parte la irresistible atracción que inspiraba este personaje singular, pasando casi sin transición del ultraje al respeto, de la dureza a la conmiseración, se arregló apresuradamente sus adornos, balbució algunas palabras ininteligibles, y desapareció con gran sorpresa del marqués.

El exregente, que esperaba sin duda el fin de la conversación para salir de su cueva, dijo entreabriendo la puerta del gabinete:

—¿Se ha ido ya esa miserable harpía?, ¡perdonadme! he huido cobardemente ante el enemigo…

—¡Estabais ahí, mi buen Domingo!… Y bien, ¿habéis oído?… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡Qué humillación! ¡Pasar ante esta mujer por un hombre de mala fe!… ¡Ah! esto es horrible… Domingo, estoy resuelto… Si mi tío no llega, me hago soldado: con el precio de mi enganche pagaré esa maldita deuda… así a lo menos no tendré por qué avergonzarme…

—¡Engancharos!… ¡renunciar a todas vuestras esperanzas!…

—¡Locuras!… hoy he ido al palacio… no hay esperanzas… para continuar el pleito contra los príncipes alemanes o la intendencia de Santoña, sería menester darle al procurador más dinero del que tenemos: renuncio. Pero apartaos, Domingo… no me siento bueno; tengo frío… —Y el marqués se sentó temblando sobre el borde de la cama.

—¡Pobre muchacho! lo creo —dijo el regente suspirando dolorosamente—. Recibir esta lluvia helada… entrar sin encontrar una chispa de fuego… y ser recibido a gritos por esa hechicera, que quisiera poder meter en la chimenea en lugar de leña… porque, ¡ay!, lo que es eso… Dios sabe cuando…

—Buen Domingo… —dijo Létorière poniéndole la mano en la boca—, ¿no habéis hecho bastante por mí?… ¿no habéis abandonado vuestra clase?… ¿vuestro estado?…

—¿Y Sócrates? ese sabio, ese gran filósofo, no abandonó todo… por seguir a Alcibiades. Como si no hiciese tanto frío en Atenas como en París… Es verdad que Sócrates no tenía la mortificación de ver a su educando tiritar de frío; pero… mas ¿qué tenéis? creedme… acostaos… quitaos vuestros vestidos mojados, estaréis más caliente en la cama…

—Tenéis razón… Domingo… porque no sé; pero… me parece que tengo calentura…

—Vamos… no faltaría más que esto… ¡Veros caer malo! Tú eres, ¡hechicera maldita! —repuso Domingo señalando con un aire irritado a la puerta, por la que había salido Magdalena—; ¡tú eres la causa de este trastorno de mi infeliz discípulo, por tus imprudentes gritos! Siento no haberte echado por la escalera abajo…

En medio del apóstrofe de Domingo, se abrió la puerta, y el regente vio con asombro entrar a un mozo cargado con dos enormes haces de leña y algunos hacecillos de sarmiento…

—Muchacho, te has equivocado, esta leña no es para nosotros —dijo suspirando Domingo.

—¿No es aquí donde vive el señor marqués de Létorière, caballero?

—Sí, señor.

—Pues bien, la leña es para él… La señora gruesa del pañolón oscuro dijo que ella iba a volver con carbón y avíos para hacer un candiel al señor marqués.

—¿La señora gruesa del pañolón oscuro? —pregunto Domingo estupefacto.

—Sí, caballero, esa es la que me ha pagado la leña.

—¿Ha pagado la leña?… ¿oís, mi digno discípulo?, ¡vamos a tener fuego! —exclamó con gozo Domingo, volviéndose a Létorière, que acometido casi súbitamente por un violento acceso de calentura se había metido en la cama.

Felizmente vino la misma madame Landry, confusa, a explicar este enigma.

La digna mujer del sastre, tenía en una mano una cafetera de agua hirviendo, y en la otra una pala con algunas brasas encendidas…

Cuando salió el mozo, madame Landry, exclamó, viendo la palidez del marqués:

—Pobre caballero… seguramente tiene calentura… el frío lo habrá cogido… y yo… que no he tenido vergüenza de detenerlo para charlar, mientras que él tiritaba… ea, ea, señor, no me estéis mirando como una estatua de cera: meted leña en la chimenea… encended fuego, mientras yo voy a batir los huevos para hacer el candiel… ¿tenéis a lo menos una taza bien limpia? —después yendo a la cama, y viendo su pequeño cobertor—; pero, Dios mío —exclamó—, el señor marqués está destapado… Id, pues, a buscarle dos o tres cobertores calientes… ¿Y su cabeza?… está muy baja… necesitaría una almohada… id, pues, a buscársela. ¿Y las cortinas?… ¿cómo es que esta alcoba no tiene cortinas?… ¿ni las ventanas tampoco?… ¿No veis que la claridad del día lastimará los ojos del señor marqués?… pero andad, andad, ¡yo no puedo hacerlo todo!

El digno regente, a quien se dirigían estas ordenes, tan diversas y precipitadas, estaba absorto delante de Magdalena, pensando en la causa de esta súbita mudanza. De pronto exclamó hablando consigo mismo: «¡Su encanto! No hay duda, el encanto natural de que está dotado… ha seducido a la mujer del sastre, como Alcibiades sedujo a Timea, mujer de Agis, rey de Lacedemonia, y esto, sin ofender la virtud, lo que es aun más hermoso y meritorio».

—Mi querida señora —repuso tristemente Domingo—, os lo confieso, por desgracia no tenemos ni almohada, ni cortinas, ni cobertores…

—¡Que miseria! —dijo Magdalena en voz baja y conmovida; y viendo que el regente continuaba envuelto en su toga, repuso—: pero mientras la cama no está mejor armada, dadme acá ese cobertor… ¿no tenéis vergüenza de embozaros a vuestra edad como una máscara del martes de carnestolendas? —Y ella tiraba con resolución, al decir esto de uno de los picos de la toga improvisada de Domingo.

Mas este, reteniendo su cobertor enérgicamente, exclamó:

—Señora, escuchadme… Dejadme… no tiréis tan fuerte… esta es cuestión de conveniencia… yo no puedo confiar esto… a vos, que, sois de una edad respetable, y, además mujer de un sastre…

Y repuso en voz baja:

—Mis calzones están absolutamente fuera, de servicio… y no teniendo camisa, me es preciso sustituir esta especie de toga romana a otro vestido más cómodo.

—¿Es posible? —dijo Magdalena soltando el pico del cobertor—: siendo así, os enviare esta tarde a Landry. ¿El señor marqués duerme? —preguntó después en voz baja, atizando un fuego luminoso y brillante que reflejaba su alegre claridad en aquel humilde aposento—: si no duerme, hacedle que tome esto… —y le dio una taza llena de una bebida caliente.

Domingo se acercó de puntillas a la cama.

—¿Cómo estáis? —preguntó a su discípulo.

—Tengo frío… me duele la cabeza… —respondió este con voz débil—. Mas ¿qué fuego es ese? ¿Cómo tenemos fuego?

—Hay fuego, porque sois encantador; tomad una bebida excelente… Esta buena y digna mujer la ha hecho… bebedla que está caliente. Valor… valor… Ved ya por fin nuestra estrella que se levanta bajo la respetable fisonomía de madame Landry.

El marqués, acometido de una violenta jaqueca, tomó la taza, bebió, y cayó en un profundo sueño, sin haber comprendido nada de lo que había dicho Domingo, y sobre todo lo de la estrella que te levantaba. Entonces la digna mujer se acercó a la cama, conteniendo la respiración, y arregló las cubiertas con un cuidado enteramente maternal, volviendo después con Domingo.

—Señor —le dijo—, es menester que seáis generoso y me perdonéis; ha poco he estado bastante grosera, con respecto al señor marqués; pero bien veis que estaba acalorada con él; ¡también es menester decir que yo no había visto aún a ese pobre caballero!… ¡tan joven y huérfano de padre y madre!… y después un señor como él, sin fuego en medio del invierno, cuando los artesanos como nosotros tienen siempre una estufa bien caliente… Mirad, digno señor; yo me reprocharé siempre el haberme atrevido a hablar tan descaradamente al señor marqués; pero a lo menos, estad seguro que Magdalena Landry será su más humilde servidora mientras viva. Finalmente, señor —y la buena Magdalena bajó los ojos al sacar de su bolsa un saquillo— al venir aquí, me he traído un billete de trescientas libras. El señor marqués está en cama; tendrá quizás necesidad de alguna cosa, de un médico… nunca hubiera osado proponerle esto a él; pero con usted soy más atrevida… Tomad, señor; lo pondremos en cuenta, y sobre todo, olvidad las odiosas palabras que os dije.

—En cuanto a eso, estamos pagados, señora, usted me ha tratado de búho, yo os he llamado lechuza; no hablemos más de ello; pero en cuanto a ese préstamo, os debo prevenir, que el señor abad de Vighan puede retardar su vuelta, y que en mucho tiempo nos será imposible volveros lo que con tanta generosidad nos ofrecéis; y después de la escena de esta mañana, es de temer…

—No habléis más de eso, señor, o, así como soy mujer honrada, que me moriré de vergüenza. El señor marqués nos volverá eso cuando pueda; nosotros, gracias a Dios, no necesitamos sesenta doblones para vivir.

—Tomo, pues, sobre mí la responsabilidad de este préstamo, mi buena señora: el semestre próximo de mi renta, os responderá de la suma.

—Sea para bien; me parece que estoy medio perdonada de mi insolencia. Vuelvo a mi casa a buscar todo lo que le falta al señor marqués, y vendré todos los días, si me lo permitís, a cuidarlo, porque, los hombres, esto sin ofenderos, no sirven para cuidar de los enfermos.

Y dicho esto, Magdalena dejó a Domingo a la cabecera de la cama de su discípulo en posesión de un excelente fuego, gozo que el anciano no conocía ha largo tiempo.

4. Misterios

La enfermedad del marqués tocaba a su fin, gracias a los asiduos cuidados de Magdalena, de su marido y del aprendiz Martin Kraft. Todos habían rivalizado en afecto con el buen Domingo. El marqués se había mostrado tan afectuosamente reconocido a estas tiernas pruebas de interés, de tal modo parecía justificarlas y merecerlas por su delicadeza y bondad, que el sastre y su mujer se mostraban cada día más amantes de su lindo señor, como ellos lo llamaban.

La primavera se acercaba: un día que Domingo había salido para hacer por decidir a un procurador a que siguiese uno de los pleitos de Létorière, volvió a entrar con un aire a la vez alegre y admirado, seguido del aprendiz Kraft, que llevaba con trabajo un gran canasto de los más raros frutos y flores.

En un papel clavado con un alfiler en una magnífica banana, estaban escritas estas palabras: «Al señor marqués de Létorière», después de haber admirado este regalo con una curiosidad pueril, e indagado en vano por qué conducto podía haber venido, pues un hombre desconocido había dejado el canasto al portero, el marqués reemplazó la dirección de este presente, poniendo en lugar del papel que tenía, este otro: «A mis buenos amigos Landry y su mujer», y encargó a Kraft que llevase los frutos y flores al maestro Landry.

—Les dirás que ignoro de dónde me viene este regalo pero es la primera y única cosa que les puedo ofrecer, y se la envío como un gaje de mi eterno reconocimiento.

Algunos días después experimentaron otra nueva sorpresa: en un primoroso necessaire de escribir que entregó al portero un muchacho de Bordier, célebre ebanista, el marqués se encontró este billete:

Vuestro corazón no desmiente lo que se esperaba de vos. Está bien. Enviad estas dos cartas a su destino.

En una de las divisiones del necessaire, Létorière encontró dos cartas ocultas.

El sobre de la una era:

«A M. Landry, sastre de Las Tijeras de Oro».

Y el de otra:

«A M. Buston, procurador de Chatelet».

Este último, era el letrado encargado de los pleitos del marqués, que no había querido hasta entonces dar ningún paso, temeroso de que no le reembolsasen sus gastos.

Létorière y Domingo se miraron con asombro.

—¿Qué os decía? —exclamó el exregente—, ¿me creeréis ahora?, ¿desconfiareis de vuestro destino? ¡Cuando os digo que no tendréis nada que envidiar al hijo de Clinias!

El marqués, aturdido con esta ventura, cuyas consecuencias no comprendía, rogó a Domingo que llevase la carta del procurador a su destino, y envió la del maestro Landry con el portero. Una hora después, el sastre, Magdalena y el aprendiz, estaban de rodillas ante él.

—¡Por vos, señor marqués, tengo la casa de monseñor el duque de Borbon! —exclamó Landry—. ¡Es una renta clara y limpia de seis mil libras al año!, ¡ya estoy rico para siempre!

—Por vos, señor marqués —decía Magdalena, nuestro vecino Mathurin que nos quitaba todos nuestros parroquianos, va a reventar de rabia.

—¡Por vos, señor marqués —decía Martin Kraft—, la señora Magdalena no me dará más bofetones cuando esté colérica por ver que se van nuestros marchantes!

—Amigos —decía Létorière—, estoy encantado de vuestra felicidad; pero os juro que por desgracia no tengo parte en ella.

—¡Ah! señor marqués, ¿a qué decir eso? —exclamó Magdalena en tono de queja; y sacando de su bolsa la bienhechora misiva, leyó:

Sepa el maestro Landry, que por expresa recomendación del señor marqués de Létorière, S. A. R. Monseñor el duque de Borbon, se digna nombrarlo sastre de su cuerpo y casa.

—Veis, señor marqués —repuso Magdalena; y mirando a Létorière con los ojos bañados en alegres lágrimas, añadió—: este empleo nos hace felices para siempre… ¡pues bien! tan cierto como que soy mujer honrada, me ha dado quizás más gusto el canasto de flores y el billete que el señor marqués tuvo la bondad de mandarnos ayer.

—Y tenéis razón, amigos —dijo Létorière—, porque ayer era seguramente yo el que enviaba ese presente, aunque ignoraba su origen. Pero hoy, no sabía lo que contenía aquella carta, es un misterio que no puedo penetrar.

En este momento entró Domingo con todas las facciones desencajadas; había subido los cinco pisos con tanta prisa, que apenas podía hablar… y se arrojó en los brazos de su discípulo…

—Mi buen Domingo, sosegaos —le dijo el marqués—: decidme qué nueva feliz os transporta…

—Sí… ¡gracias a Dios! sois feliz —dijo el exregente, aún hijadeando—. Figuraos que voy a casa de Buston… ese ave de rapiña… vuestro procurador… Cuando los amanuenses me ven entrar en el despacho, empiezan con las indecentes chocarrerías que acostumbran, yo los desprecio socráticamente, y pregunto por el señor de Buston. Como por costumbre esos imprudentes truhanes me responden en coro: «¡No está!, ¡no, está!». En medio de este tumulto infernal, me acerco al primero, y le enseño mi carta… ¡si hubierais visto qué cara puso! —exclamó Domingo riéndose a carcajadas y golpeándose los muslos…

—¡Vamos!, ¡vamos! acabad —prorrumpió el marqués.

—¡Pues bien! el primer escribiente abría ya la boca para entregarse a su insolente alegría; pero desde que reconoció el sobre de la carta, se puso más serio que un asno apaleado, impuso silencio a sus camaradas; se levantó y dijo respetuosamente:

»—“Quiero tener el honor de conduciros ante mi jefe”.

»Llego delante del procurador, hasta entonces invisible o insolente. ¡Otra escena! El buitre se vuelve tórtola, y me dice estas palabras, después de haber leído la carta.

»—“Yo no he dudado nunca que se gane el pleito del señor marqués contra la intendencia de Santoña, sobre los bosques de Brion… Esta carta resuelve las dificultades que se oponían a que se prosiguiese este negocio, del que voy a ocuparme ahora mismo, mientras se ponen en orden los autos del gran pleito contra los príncipes alemanes. Por otra parte, tengo tanta fe en la causa del señor marqués, que os ofrezco abrirle en mi casa un crédito de veinte mil libras… y como esta suma no llega a la quinta parte de la que le pertenece, por el recobro contra la intendencia de Santoña, no dudo tenerla asegurada”.

—¡Pero esto es sueño!… ¡un sueño!… —dijo el marqués poniéndose las manos en la cabeza.

—Francamente —dijo Domingo—, yo no lo creía, y para asegurarme de que era verdad, acepté en vuestro nombre, la oferta de M. Buston.

—¡Y bien! —exclamó Létorière…

—¡Y bien! —dijo Domingo entregándole una cartera al marqués—: sobre mi simple recibo, me ha dado veinte mil libras que están aquí en letras a la vista.

Sería imposible pintar la admiración y alegría de los actores de esta escena.

Después de haber dado un sin numero de gracias y bendiciones; el sastre, su mujer y el aprendiz se retiraron.

Habiendo quedado el marqués solo con Domingo, agotó sus ideas en vanas conjeturas para adivinar cuál era el origen de aquella misteriosa protección. Bordier, el ebanista, no pudo dar ninguna seña sobre el comprador del necessaire. El procurador guardó el más obstinado silencio, tanto sobre el contenido, como sobre el autor de la carta que había producido un cambio tan grande en su opinión sobre el pleito del marqués. Más tarde, el secretario de las órdenes del señor duque de Borbon, declaró que su alteza misma había ordenado el nombramiento del maestro Landry, como sastre de su casa.

Cuando el marqués se halló restablecido del todo, pasó a ocupar con Domingo un pequeño departamento en el arrabal de San German. El bravo Gerónimo Sicard, el cochero que había conducido gratis a Létorière porque se parecía a un ángel bueno, fue instalado con grande alegría suya, como ayuda de cámara.

Esta fue la sola recompensa que pidió, cuando el marqués le preguntó de qué modo podía mostrarle su reconocimiento.

Es inútil decir que los cuidados de Sicard, el maestro Landry y su mujer fueron por otra parte recompensados generosa y delicadamente.

¡Cosa singular! todas las nobles acciones del marqués eran conocidas de su misterioso protector. Al punto llegaba por la posta un billete con estas palabras:

Está bien… continuad… se os vigila…

Otras veces recibía sabios consejos; se le estimulaba a que gozase de los placeres del mundo, propicios a su edad, pero a que conservase siempre la rectitud y legalidad de su carácter; porque se contaba con él para lo futuro… otras veces, se le persuadía a que hiciese los ejercicios corporales, que convienen a un caballero. Él siguió este consejo, sobresaliendo pronto en la esgrima, en la equitación y en todos los juegos que requieren ligereza y agilidad.

Estas cartas, que descubrían un afecto creciente y reflexivo llegaban hasta el marqués por medios nuevos e inesperados: ya venían en un magnífico vaso de Sèvres, lleno de flores, que un desconocido dejaba al portero, ya en un saquillo de raso, primorosamente bordado con su cifra y armas, que encontraba en su escarcela al volver del juego del volante.

Al año de esta singular correspondencia, ganó Létorioère su pleito contra la intendencia de Santoña.

Al día siguiente del juicio, un palafrenero, vestido con la librea del marqués, trajo dos magníficos caballos ingleses, cuya moda empezaba entonces a difundirse; sus mantas y jaeces eran el tipo de la elegancia y riqueza. Acompañaba este nuevo presente, una carta concebida en estos términos:

Vuestro pleito está ganado, podéis vivir como conviene a un caballero de vuestra clase. Id en casa de Cherin el genealogista; el que reasumirá vuestros títulos de nobleza; los que depositareis en el archivo, a fin de poderos presentar al rey y tener entrada en la corte. Sin duda tendréis el honor de seguir a S. M. a la caza: estos caballos os servirán… se está contento de usted.

El palafrenero no respondió otra cosa a todas las preguntas de Létorière, sino que un desconocido había comprado los caballos en casa de Gabar, famoso traficante en este género de aquella época, diciendo que después traería los jaeces. En cuanto al desconocido, era un hombre grueso, vestido de negro, y de cerca de cincuenta años.

Algún tiempo después de esta nueva sorpresa el marqués recibió este billete:

Id esta noche al baile de la ópera, llevad un dominó negro con una cinta azul y blanca: esperad en el ángulo del rey entre doce y una.

Létorière no había ido en su vida al baile de la ópera. Sin, vivir como un recluso, había empleado su tiempo, hasta entonces, en ejercicios académicos, en paseos con Domingo, en largas lecturas de los poetas griegos y latinos, y en frecuentes idas al teatro francés.

Aunque Domingo no tuviese un gran conocimiento del corazón humano, se había inquietado algunas veces, viendo a su discípulo tan tranquilo en una edad en que las pasiones se levantan por lo regular con tanta violencia: el buen hombre había pensado un momento que el misterioso protector del marqués era una mujer; pero aún no había dado parte de sus sospechas a Létorière.

Este avisó a Domingo que iría al baile de la opera, y el exregente tuvo la feliz idea de acompañar a su discípulo. Létorière se alegro mucho de ello, y partió con Domingo…

Una vez lanzado en este torbellino, los dos amigos, tan desorientados como los provinciales, pasaron mil trabajos antes de encontrar el ángulo del rey, siendo víctimas de las burlas de los espectadores; el marqués tenía una estatura tan pequeña, un talle tan elegante, un pie tan lindo y unas manos tan bonitas, que con facilidad lo tomaron por una mujer, mientras que Domingo, alto, huesudo y torpe, pasó por su marido. Létorière se encendía de cólera bajo su máscara y fue necesaria toda la autoridad y súplicas de Domingo para impedir el que estallase.

Por fin, se acercaron a ellos dos dominós. El mayor tomó el brazo de Domingo, mientras el más pequeño, se acercó a Létorière, y le dijo estas palabras al oído:

—Continuad… se está contento… Tomad… y esperad…

El marqués sintió que le ponían en la mano una cajita, y antes que pudiese decir una palabra o hacer un movimiento, el dominó desapareció entre el tumulto.

Létorière estaba encantado. La voz que le había dicho al oído aquellas mismas palabras que su protector desconocido le había escrito tantas veces, era una voz de mujer de infinita dulzura; le había parecido también ver brillar dos grandes ojos azules al través de la seda de la máscara.

El marqués, loco de alegría, sintiendo despertarse en su corazón nuevas emociones, olvidó enteramente a Domingo, y tuvo la insensata idea de volver a encontrar a su dominó, creyendo reconocer entre mil los grandes ojos azules que se habían detenido sobre los suyos, con una expresión tan singular de ternura. Hasta las cinco de la mañana no comprendió la inutilidad de sus tentativas, y volvió a entrar en su casa, impaciente, por saber lo que contendría la caja.

Dentro de esta había una de esas sortijas de engarce ancho, que entonces estaban muy de moda; la cual estaba guarnecida de brillantes, y pintado sobre el esmalte, con admirable delicadeza, un hermoso ojo azul en medio de una nube, cuya expresión era tal, que Létorière reconoció al punto la mirada dulce y tierna de su dominó. Alrededor se leían estas palabras en caracteres microscópicos: «Se os sigue por todas partes».

La carta contenía estas palabras:

Tenéis veinte años, sois joven, bello, noble y encantador; poseéis bastante dinero para ser pródigo. Vuestra fortuna está en vuestras manos… se quiere ver si los consejos que se os dan hace un año, continuarán dando fruto… no se os escribirá más… tenéis vuestro libre albedrío «pero se os sigue por todas partes». En cuatro años, contados desde este día, haya respondido o no vuestra conducta a lo que se esperaba de vos, recibiréis una carta… mientras llega ese término, valor, esperanza, y perseverancia…

……………

Durante un mes el marqués estuvo a pique de volverse loco de curiosidad, recorría los paseos como un insensato, observando con ansiedad todos los ojos azules que encontraba, y comparándolos con el de su sortija; muchos de ellos se bajaron tímidamente ante su mirada ardiente e inquieta, otros le respondieron con languidez, otros con cólera, mas él no descubrió nada. Acordose por fin que le habían ordenado que depositase sus títulos en el archivo, para ser recibido en la corte; y esperó la vuelta de uno de sus parientes lejanos, el señor conde de Apreville, para tener el honor de ser presentado al rey Luis XV.

5. El jinete

Paseábase un día el marqués a la orilla del gran canal de Versailles, soñando tristemente y creyéndose abandonado de su misteriosa protectora.

Venía del picadero, y su vestido de montar hacía superiormente resaltar la elegancia de su talle. Era verde con galones de oro, unos pantalones escarlata, una chupa del mismo color, y botas altas de ante negro y luciente, que parecían salir de su rodillera de fina batista. A algunos pasos de distancia, vio Létorière un jinete de bastante edad, que a pesar de todos sus esfuerzos no podía hacer pasar a su cabalgadura por delante de un pedestal de mármol. Dos personas asistían a este debate: la una, de cincuenta a sesenta, años de edad, vestida de tafetán gris, con mangas de seda del mismo color, tenía una fisonomía a la vez bella, noble y bienhechora; daba el brazo a otra persona de edad más avanzada, muy pequeña, ligeramente encorvada, soberbiamente vestida a la antigua moda de la regencia, y cuyo pálido rostro estaba surcado por profundas arrugas.

El más sencillamente vestido de los dos caballeros dijo al otro señalándole a Létorière:

—¡Qué hermoso rostro!… ¡qué lindo talle!… Nunca he visto nada más encantador… ¿Y vos mariscal?

—Hum… hum… —dijo este último con una voz seca—. Ese chico me choca… es algo lindo… pero tiene el aire siniestro; como un dador de agua bendita —respondió el señor duque de Richelieu, que había conservado el modo de hablar antiguo y vulgar, en otro tiempo adoptado por los taimados de la regencia.

—¿Quién?, ¡él!… ¡con tan bello rostro!, ¿estaría destinado para dar agua bendita a santos de vuestra calaña? —dijo el otro sonriéndose con malicia.

El caballo resistía aún; el jinete, cansado de los medios suaves, empleaba a su vez el látigo y la espuela, sin obtener de su cabalgadura más que coces y botes.

M. de Richelieu y su compañero se fueron acercando a Létorière, el que viendo aproximarse hacia él personas de una edad venerable, saludó respetuosamente.

—Y bien, joven… ¿quién tendrá razón en esta disputa, el hombre o el caballo? —dijo el amigo de M. de Richelieu.

—¡A fe mía, señor, que no lo sé! El jinete se expresa a latigazos, y el caballo responde a coces: esa conversación tiene trazas de durar mucho tiempo.

Esta respuesta dada sin certidumbre, pero con la alegre confianza de la juventud, hizo sonreír al desconocido.

—Habláis con mucha facilidad, joven… yo querría veros… en lugar de ese… sabéis que ese animal es una yegua de Ukrania… Ha llegado de Alemania, es un verdadero demonio…, el mismo La Guerinière no ha podido conseguir nada…

—Si yo estuviera en lugar de ese escudero, quizás sería no más hábil pero más feliz —dijo con resolución el marqués.

—¿De veras?, ¿queréis ensayaros?, ¿queréis montar a Bárbara?

—La yegua es tan hermosa… —respondió alegremente Létorière— tan altiva… a pesar de su malignidad… que acepto con mucho gusto; por otra parte, la yerba está tan verde, que no se puede desear otro tapiz mejor para dejarse caer.

—Tengo miedo no se rompa la cabeza —dijo en voz baja el compañero de M. de Richelieu.

—Con un aire tan travieso y charlatán, no se temen ni caballos, ni hombres, ni mujeres… y si se cae… no cae nunca solo… vuelvo a lo dicho; tiene un aire muy resuelto.

—¡Hola! Saint-Clair —repuso el otro dirigiéndose al caballerizo—, no te empeñes más en ello; baja del caballo… Este joven —añadió sonriéndose—, necesita una lección, y vas a dársela.

Saint-Clair, obedeció y bajó del caballo.

Létorière, a quien habían chocado un poco las últimas palabras del desconocido, le respondió con una respetuosa firmeza:

—Señor, yo recibiré siempre con placer o resignación las lecciones que pida o merezca; pero aquí, no creo hallarme en ninguno de los dos casos.

El desconocido y M. de Richelieu se miraron comprimiendo una violenta gana de reír.

—Cuidado —dijo en voz baja el mariscal—, ¡parece un famoso veterano!

—Vais a ver cómo me propone un cartel, y esto ante vos, el decano de los mariscales de Francia, el presidente del tribunal, en punto de honor —dijo el otro; y añadió, mirando seriamente al marqués—: ¡Picáis muy alto, joven!

—¡Vive Dios!, ¡pico como quiero, señor! —prorrumpió Létorière, irguiéndose con resolución.

Al oír esta bravata se echaron a reír M. de Richelieu y el desconocido, y el marqués empezaba a irritarse, cuando Saint Clair, que se había bajado, no sin trabajo, del caballo, se acercó con el sombrero en la mano, y dijo al caballero del vestido gris:

—Sire, no se puede conseguir nada con esta yegua.

—¡El rey!… —exclamó el marqués con confusión, e hincó una rodilla en tierra, bajando con arrepentimiento la cabeza.

—Por San Luis, joven —dijo Luis XV sonriéndose—, por poco no nos advertís que todos los caballeros son nuestros iguales, y que en tiempo de antaño podía un caballero cruzar la lanza con un soberano.

—¡Ah!… Sire, perdón…

—Vamos… levantaos, gentil paladín.

Y por un movimiento lleno de aquella gracia majestuosa, que este rey, el más amable y encantador de los reyes, ponía en sus menores acciones, tocó con la punta de su dedo la mejilla de Létorière, que todavía arrodillado, besó con una veneración profunda aquella real mano… Létorière se levantó, con la frente cubierta de un atractivo pudor; y sus hermosos ojos negros húmedos de lágrimas; tan profundamente conmovido estaba por la inefable bondad de su rey.

Luis XV advirtió con placer esta emoción tan pura, tan sencilla. La más diestra lisonja, no le hubiera causado tan dulce impresión…

—¿Cómo os llamáis, hijo mío? —preguntó mirando con interés al marqués.

—Carlos Luis de Vighan, marqués de Létorière.

—Seréis de Santoña —dijo el rey, que conocía a fondo la genealogía de su nobleza—. Habiendo, pues, depositado vuestros títulos —añadió—, debíais haberos presentado a mí… ¿por qué no lo habéis hecho?

—Sire, esperaba la vuelta del señor conde de Apreville, mi pariente, para tener el honor…

—Mariscal de Richelieu… —dijo el rey dirigiéndose al duque, que respondió con una inclinación respetuosa—, ¿queréis servirle de padrino?

—¡Ah!… —añadió el rey—, no he olvidado… hijo mío, que casi habéis criticado a Saint-Clair… es menester darle una satisfacción… ¿os atreveréis todavía con Bárbara? —y al decir esto, el rey señaló con la mano a la yegua, que tenida por la brida, se resistía y levantaba de manos, a pesar de las caricias y amenazas del caballerizo—. ¿No teméis esa fogosa?

—Sire, yo no temo más que mostrarme indigno del gran favor con que el rey se digna honrarme, mandándome montar a caballo delante de él.

—Dios mío, qué hechicero es; responde con una gracia perfecta… con un tacto exquisito —dijo el rey a M. de Richelieu, mientras que Létorière, con el corazón palpitando de emoción, se acercaba a la temible Bárbara.

—El rey… me dice algunas veces que soy un viejo fisonomista; pues bien, me atrevo a profetizarle al rey, que antes de seis meses, este polluelo de buitre habrá tomado su vuelo… y entonces cuidado con él, porque se tragará muchas palomas; respondo de ello.

—Vuestra protección le habría hecho feliz —dijo el rey sonriéndose, y después exclamó de pronto aterrorizado—: ¡Ah!, ¡desgraciado joven! va a matarse… Saint-Clair le ha abandonado la brida, y la condenada yegua no le deja acercarse…, ¡qué coces!, ¡qué brincos!… no va a poder montarla… Es un demonio para la silla… Saint Clair, ¿por qué no le has tenido la brida para que la pueda montar?…

—Sire —respondió el viejo picador con tono brusco—, ese señor me ha dicho que él se saldría solo del paso…

—¡Y se sale!… —dijo el rey con asombro—, ¡mirad, mariscal!… a fe mía… la ha hechizado… Mirad cómo se le acerca, y ella no se resiste más… la acaricia… y la maldita ya no responde a dentelladas… ¿qué dices tú a esto, Saint-Clair?…

—Sire… digo… digo que no absolutamente lo comprendo… ordinariamente, no se puede montar en ella sino con la ayuda del acial, por lo esquiva y asustadiza que es…

—Ya está en la silla… a fe mía —prorrumpió el rey maravillado—, que está prodigiosamente lleno de gracia y agilidad… ¿Qué decís, Richelieu?… ¿Qué dices, Saint-Clair? —repuso Luis XV, cuya fisonomía estaba radiante de placer, al ver la habilidad de su joven protegido.

—A fe mía —respondió el mariscal—, diría al rey, que ese muchacho, tan joven como es, es un buen jinete… pero es preciso que posea algún encanto para haber apaciguado a esa mala yegua, que no sabe dar sino coces…

—Sire —dijo el viejo Saint-Clair—, no se puede decir que la posición de ese caballero sea absolutamente mala. No le falta asiento; su cuerpo y sus piernas están bien colocadas; parece tener la mano a la vez firme y ligera…

—¿Y qué diablo más quieres?… —dijo el rey—. Pero veamos si pasa por delante de esa estatua de mármol que la asusta tanto. No, no, se resiste… ¡qué mordiscones!… ¡Ah!, ¡desgraciado!

—Parece que está clavado sobre el lomo —exclamó el mariscal—. No le falta más que una pulgada: con su aire lindo, es menester que sea fuerte como un hércules.

—Monseñor —respondió Saiat-Clair—, sabe que no consiste el soportar los botes de un caballo… que la ciencia está en prevenirlos e impedirlos…

—En ese caso —replico el rey—, debes estar satisfecho. Mira, mira, como pasa por delante de la estatua tan fácil, tan cómodo como en una hacanéa… ¡parece hechicero! —prorrumpió Luis XV mirando con asombro al mariscal y a Saint-Clair, no menos sorprendidos que él.

Létorière, después de haber hecho pasar y repasar muchas veces la yegua por delante de la estatua que antes la había asustado tanto, se acercó al rey; tenía su sombrero en la mano derecha, y con la izquierda dirigía a Barbara, que piafaba y tascaba el freno bizarramente de tal modo, que parecía orgullosa con su ligero peso. La figura del joven caballero, aún animada por este ejercicio y por la orgullosa alegría de haber salido tan bien delante del rey, resplandecía de belleza y felicidad.

Viendo a su protegido tan bello, tan radiante, tan joven, Luis XV lo miraba con aquel interés dulce y melancólico que los hombres avanzados en edad o hartos de placeres sienten muchas veces al contemplar la alegre confianza, el loco ardor de la juventud.

Este excelente príncipe se juzgaba feliz en poder, por un generoso capricho de soberano, abrir a aquel joven un porvenir brillante como un cuento de hadas.

—¡Alguna vez es bueno ser rey! —dijo a M. de Richelieu con un enternecimiento involuntario.

El viejo mariscal, antes de responder, pareció interrogar la mirada del príncipe, a fin de penetrar el sentido de aquella exclamación que no comprendía. Todo estaba muerto en aquel corazón gastado por una ambición estrecha, pero desenfrenada, y endurecido por un implacable egoísmo, incapaz de descubrir la intención del rey, el mariscal respondió con una cortesana insipidez:

—Sire, si alguna vez es bueno ser rey, siempre es bueno ser súbdito de vuestra majestad.

Luis XV respondió sonriéndose con un aire fino y frío:

—Es un placer verse uno adivinado así.

Después, dirigiéndose a Létorière que esperaba sus ordenes, añadió:

—Venid acá, hijo mío, decidme: ¿cómo habéis hecho para domar tan pronto y con tanta facilidad esa bestia indomable?

—Vuestra majestad me había dicho que esta yegua había llegado de Alemania; sabiendo que los alemanes hablan mucho con sus caballos, y los conducen casi tanto con la palabra, como con la mano o con la espuela, le he hablado en alemán: reconociendo sin duda una lengua a que estaba acostumbrada, se ha tranquilizado al momento.

—Tiene razón —dijo el rey—. Nada más sencillo. ¿Ves, Saint-Clair?…

—Sí, Sire —replicó con timidez Létorière, echando una mirada al viejo Saint-Clair, que parecía profundamente humillado—; sí, Sire… nada más sencillo… cuando se habla alemán…

Esta respuesta casi atrevida, estaba dictada por un sentimiento tan delicado y generoso, que Luis XV vivamente conmovido, exclamó:

—¡Bien!… ¡muy bien! hijo mío, tenéis razón; si mi viejo Saint-Clair hubiera sabido hablar en alemán, lo hubiera hecho también… pero como tiene bastante edad para aprenderlo y Bárbara no parece tener ningún gusto por la lengua francesa, quedaos con esa yegua… marqués de Létorière, el rey os la regala.

El marqués saludó respetuosamente.

—Richelieu —dijo el rey al mariscal—, me lo presentareis mañana al levantarme —y haciendo un gesto afectuoso a Létorière, Luis XV volvió al castillo.

Al otro día fue Létorière oficialmente presentado; pocos días después, Luis XV lo hizo su caballerizo, y después le dio una tenencia de mosqueteros.

Desde este momento el favor de Létorière empezó a crecer más cada día, al par de la afección que el rey le manifestaba.

Largo sería decir cómo el favorito llegó a ser el hombre a la moda por excelencia: esta progresión es sencilla y natural.

A todas las raras ventajas del talento, belleza, nacimiento y valor, se unió pronto en Létorière un gusto exquisito en todo. Sus caballos, sus muebles, su vestido llegaron a ser el tipo de la elegancia y del buen gusto. Finalmente, al cabo de cuatro años, el pobre colegial de Plessis era uno de los más brillantes señores de la corte, e inspiraba a la vez la admiración, la envidia, el odio y la adoración, como todos los que están dotados de facultades superiores. En esta narración no entra el relato de las numerosas conquistas, cuyo héroe fue, o a lo menos se supuso, ser el marqués, porque su discreción era profunda y absoluta.

Solamente, lo que bien se supo, nunca pudo criticársele una bajeza o una perfidia en amor. En dos duelos se mostró lleno de valentía y generosidad; el solo defecto que pudo reprochársele, era una gran prodigalidad, que podía sostenerse gracias a la ganancia de su pleito contra la intendencia del Poitou, y a la munificencia y bondad del rey, que le nombró sucesivamente abad comendatario de la Trinidad de Vendôme, comendador de las órdenes reunidas de san Lázaro y de Nuestra señora del Monte Carmelo, maestre de campo de caballería, consejero de estado, y gran senescal de Aunis.

Tal era la prodigiosa fortuna a que había llegado Létorière, cerca de cuatro años después de su feliz encuentro con el rey. En medio de todos estos sucesos, no había olvidado nunca los grandes ojos azules del baile de la ópera, y casi todos los días contemplaba tristemente su sortija.

A pesar de la divisa: «Se os sigue por todas partes», escita bajo aquel ojo de un azul tan encantador, que parecía mirarlo con una ternura llena de confianza y serenidad, el marqués temía ser completamente olvidado por su misteriosa protectora. Hacía cuatro años que no recibía nueva alguna. Ya temblaba al pensar que su reputación de hombre de conquistas, despertando en la desconocida justos celos, la hubiese apartado de él para siempre; ya temía que la ausencia, una enfermedad, la muerte misma le hubiese arrebatado aquel singular afecto.

Por un sentimiento bizarro é inexplicable, Létorière, en el curso de sus galanterías había huido siempre rigurosamente de la seducción de los ojos azules… por cruel que le hubiera parecido muchas veces esté sacrificio. Hubiera temido profanar, quizás sin saberlo, un amor que se figuraba tan poco semejante a los otros.

Mientras unas avanzaba en una vida que el destino la hacía tan bella y quizá muy fácilmente dichosa, más pensaba con idolatría, casi con pesar, en aquel tiempo de calma y felicidad tranquila, en que la sola emoción de su existencia, era la esperanza de recibir una de aquellas cartas en que la desconocida le daba consejos tan llenos de sabiduría. Veía con terror llegar el término fatal que se le había asignado, al cabo del cual debía recibir una última carta, que decidiría de su destino: esta carta la recibió, cuatro años justos después de su encuentro en el baile de la ópera. Estaba concebida en estos términos:

Hace cinco años que os amo… Hace cinco años que os he seguido por todas las fases de vuestra vida, oscura o brillante, pobre o afortunada… Sois digno de un corazón que os ofrezco con confianza… Soy huérfana, libre para dar mi mano a cualquiera; os la ofrezco… Ningún poder humano me hará cambiar la resolución de ser vuestra. Si rehusáis realizar mis más queridos proyectos, encerrada en un claustro, pediré diariamente al cielo que os conceda una felicidad de que yo hubiera querido colmaros.—Julia de Soissons, princesa de S*** C***.

6. La señorita de Soissons

Mlle. Victoria Julia de Soissons, princesa de S*** C***, habitaba con su tía la mariscala princesa de Rohan-Soubise. La princesa Julia, de edad de cerca de veinticinco años, era más linda que bella; su talle mediano era de una gracia perfecta. Aunque dominase entonces la moda de los polvos, con trabajo consentía alguna que otra vez en empolvar sus magníficos cabellos rubios, que, por capricho, rizaba ella misma, con gran ventaja de su hechicero rostro. Sus ojos eran azules, sus labios rojos, sus dientes perlas, el óvalo de su cara fino y estrecho; su color demasiado moreno para una rubia, era sin embargo tan puro, tan fresco y animado, que no se echaba de menos una blancura más brillante. La expresión habitual de los rasgos de la joven princesa, era dulce y melancólica.

Su carácter a la vez sensible y reservado hacía que sus mejillas y su blanco cuello se tiñesen de un vivo encarnado a la menor emoción…

Sus ojos se cubrían de lágrimas cuando oía contar algún suceso tierno y lastimoso. Aunque princesa de sangre real, no sentía en nada el orgullo de su rango; las exigencias de su eminente posición, le pesaban más que a nadie. Con gusto preferiría una vida sencilla y oscura a la existencia fastuosa a que se veía condenada. Reconcentrada en sí misma, altiva con aquella noble altivez que conoce su superioridad, la princesa Julia pasaba por desdeñosa siendo tímida y delicada.

Causábanle horror sobre todo los caracteres vulgares, descontentadizos o egoístas. El rasgo principal de su carácter era una voluntad firme. Su delicado exterior, ocultaba un corazón valiente y resuelto. Ninguna consideración humana influía en sus decisiones, cuando las creía fundadas en la justicia y en la razón. Por un contracto singular, la princesa Julia, a pesar de su ilustre nacimiento, la nobleza de su corazón, su firmeza y su espíritu tan amable como cultivado, mostraba casi siempre una increíble timidez, aun delante de personas que no podían igualarla en nada.

Mlle. Soissons, huérfana, y viviendo hacía siete años con la señora mariscala de Rohan-Soubise, no experimentaba ninguna simpatía con su parienta. Todos los secretos de su corazón estaban reservados para Marta, su nodriza, mujer sencilla y buena, que la había criado y la quería con la ciega ternura de una madre.

Hacía cinco años, que Mlle. de Soissons había rehusado constantemente los partidos más brillantes, tanto en nacimiento como en fortuna; hacía cinco años que amaba al marqués de Létorière.

Su corazón, singularmente bueno, su carácter un poco romántico, su espíritu independiente no habían podido permanecer insensibles al oír la narración de la miseria sufrida con tanto valor por el joven caballero.

Cuando Gerónimo Sicard había venido a hacer la comisión de Létorière, después de haberlo conducido al Palais-Marchand, recordará el lector que un hombre que salió del coche había visto a madame Landry exasperada contra el marqués. Deseoso de conocer el desenlace de esta aventura, el intendente de la señora de Rohan-Soubise, volvió algunos días después a la tienda de Las Tijeras de Oro, donde encontró a Magdalena entusiasmada con su deudor.

El intendente refirió este hecho singular a Marta, añadiendo detalles más circunstanciados. Marta se lo dijo todo a la princesa Julia: estas fueron las primeras causas del vivo interés que tomó pronto por Létorière.

Durante la enfermedad del joven marqués, Julia envió muchas veces a su fiel nodriza, muy tapada, a que se informase del estado de su salud.

Cuando la convalecencia de Létorière, Marta se encargó de hacer llevar secretamente a su casa la cesta de frutas y flores de que se ha hablado, sin descubrir de dónde venían aquellos regalos, y de indagar el día en que saldría, pues la princesa deseaba vivamente ver a ese hechicero, que encantaba a los más pedantes regentes de colegio, a las más rebeldes mujeres de sastres y a los más groseros cocheros de alquiler. Como una mujer de su condición no podía salir sola ni a pie, Marta se informó si había en la calle de San Florentin, alguna tienda donde pudiesen entrar para acechar al joven enfermo, con pretexto de hacer alguna compra.

Casualmente se encontró una pobre modista casi enfrente de la casa en que vivía Létorière. Sabiendo la hora a que por lo regular salía el marqués, Julia, a riesgo de pasar por muy caprichosa, subió en el coche con una de las damas de su tía y fue a casa de esta modista desconocida a mandar hacer algunos adornos.

Pronto vio, al través de los vidrios, al exregente y a su discípulo. El hermoso rostro del joven caballero tenía una expresión de melancolía tan conmovedora, y Domingo parecía prodigarle cuidados tan tiernos, tan paternales, que Mlle. de Soissons se conmovió hasta derramar lágrimas.

Hecha su compra, la princesa se hizo conducir a las Tullerías: Létorière llegó poco después, y fue a sentarse al sol con Domingo.

Cuando Mlle. de Soissons pudo contemplar despacio la atractiva fisonomía de aquel joven, experimentó una impresión profunda y nueva, su corazón latió con fuerza, tembló, se avergonzó… Amaba.

En el carácter singular de la princesa, es indudable que uno de los mayores atractivos de Létorière a sus ojos, fue la desgracia que lo perseguía. Para su alma generosa y elevada, había allí un defecto del destino que reparar. Dueña de considerables rentas, segura del secreto y fidelidad de Brissot, que había dependido del príncipe su padre, le encargó que se informase de los negocios de Létorière. Instruido de todo el intendente, escribió al procurador, que era el suyo, para que siguiese el pleito, e hiciese al marqués los adelantos necesarios. Este fue también el que obtuvo el empleo de Landry, por medio de un regalo hecho a uno de los oficiales subalternos del señor duque de Borbon, encargado de estos nombramientos. La princesa se contentó largo tiempo con pensar en secreto en este amor casto y apasionado, con esperar ávidamente las raras ocasiones en que encontraba al marqués y con escribirle de tiempo en tiempo. Cuando por sus ocultos cuidados hubo ganado su pleito, resolvió dejarlo vivir a su libre albedrío, y ver si era digno de ella. Le escribió por última vez, le entregó el billete en la ópera, y esperó. El mismo día en que el marqués fue presentado al rey, Mlle. de Soissons acompañaba a la delfina; estaba bastante cerca de Luis XV, y oyó que este rey decía a todo el que llegaba, mostrándole a su joven protegido:

—¡Confesad que es hechicero!

Con qué alegría, con qué orgullo, vio la princesa su elección aprobada, por decirlo así, por aquellas palabras del rey, que como se ha dicho, unió pronto al marqués a su persona.

Mlle. de Soissons, que hasta entonces había gustado muy poco de las fiestas de la corte y desde los pequeños viajes de Marly, buscó desde entonces todas las ocasiones de hallarse en ellos. Luis XV amaba mucho a su joven escudero que pronto hizo entrar en la guardia real. En la caza, en el paseo, en todas partes hacía advertir con complacencia la gracia y destreza de Létorière, cuyas respuestas agudas y delicadas citaba.

A los dos años de estar en la corte, el favor y felicidad del marqués estaban en su colmo. Se le atribuían mil conquistas. ¡Cosa singular! el celo de Mlle. de Soissons no se despertaba. La pasión casta y altiva de esta joven le daba valor para mirar con lástima los locos y efímeros amores que se atribuían al marqués. Estaba tan segura, era tan digna de ser adorada sobre todas, de ser preferida a todas, desde que se le descubriese que permaneció largo tiempo casi indiferente a las numerosas galanterías de Létorière.

La princesa Julia había querido seguir con la vista al que amaba; para juzgar si sería digno de ella… Creía cosa sencilla que gozase de los buenos sucesos que debían conseguirle sus nuevos atractivos, pero quería saber si su corazón sería noble y generoso, en medio de tanta dicha.

En los sentimientos elevados no hay pequeños indicios; los hechos diarios tienen bajo este respecto una autoridad quizá más fuerte que la de los grandes actos de afectuosos servicios; los unos son accidentes, los otros costumbres de la vida. Así, tres personas pobres y oscuras habían hecho verdaderos servicios a Létorière en su desgracia: Domingo, el sastre y su mujer.

Mlle. de Soissons supo con alegría por Marta que el marqués continuaba teniendo a Domingo al lado suyo, y que lo trataba con una respetuosa amistad.

Létorière contaba muchas veces con un sentimiento de orgullosa gratitud, lo que le debía a estas buenas gentes.

Un hombre de su edad, que la más rara prosperidad, que los más brillantes sucesos no ciegan, que se conserva sencillo, bueno y sobre todo altamente reconocido a tan humildes bienhechores, debía ser mirado como un hombre de corazón noble.

El proyecto de Mlle. de Soissons estaba irrevocablemente fijado: quería ofrecer franca y atrevidamente su mano al que encontraba tan digno de ella.

Ninguna objeción de nacimiento a fortuna hubiera podido cambiar sus proyectos. Era huérfana y se consideraba libre para elegir un marido. La princesa Julia, profundamente indiferente a todas las razones que continuamente le presentaba su tía, para probarle la necesidad de ciertas alianzas, como princesa de una casa real, respondía claramente que no tenía necesidad de autorizarse con ejemplo, que Mlle. de Montpensier había casado con M. de Lauzun; en cuanto a ella se casaría sin escrúpulo con un artesano, si un artesano le parecía digno de su amor.

Mme. de Rohan-Soubise, completamente ignorante del secreto de su sobrina, juzgaba estas máximas de locuras y sueños fantásticos puestos de moda por el romance de Rousseau. Mlle. de Soissons no respondía nada y seguía sordamente su plan con una constancia increíble.

Su amor crecía, por decirlo así, con los triunfos del que amaba. Parecía que esperaba que el marqués estuviese en el apogeo de su gloria para ofrecerle su amor como un último sello.

Cuando estuvo cierta de la nobleza y solidez de su elección, sin remordimientos, sin vergüenza, con toda la seguridad de la inocencia, con toda la serena confianza de un alma cándida, escribió a M. de Létorière la carta mencionada para ofrecerle su mano.

Felizmente para él y para Mlle. de Soissons, Létorière comprendió toda la magnanimidad y religión de este amor. Fastidiado de sus conquistas demasiado fáciles, se dedicó para siempre a la adoración de aquella joven que acababa de confesarle con tanta nobleza su porvenir.

Muchas veces se vio con la princesa; unas solo, otras en presencia de Marta.

Mlle. de Soissons quería que sin tardanza la pidiese el marqués a madame de Rohan-Soubise, como pura formalidad. La joven pensaba usar de su derecho y de su firme voluntad, según la negativa o consentimiento de su tía.

Létorière, como hombre de honor y de razón, hizo saber a Mlle. de Soissons, que según ganara o no el importante pleito que seguía aún contra los duques de Brunswick-Oêls y el príncipe Brandebourg-Bareuth, sería o no reconocido como descendiente de casa real, y tendría o no una fortuna suficiente para sostener su rango. Según su opinión, convenía, esperar el fin del pleito para dar este paso con la mariscala princesa de Rohan-Sonbise.

Ganando el pleito la posición del marqués llegaba a ser tan eminente, que no había inconveniente en su casamiento con la princesa Julia; si se perdía, quedaba en su primer estado, y estaban en tiempo de casarse sin consentimiento de la tía, si esta desaprobaba el matrimonio.

Este fue el parecer de Létorière, contrario al de la princesa Julia, el carácter resuelto de esta no acomodaba a tantas dilaciones.

El marqués propuso que se sometiesen al juicio del rey que cada día le daba nuevas muestras de una tierna y afectuosa bondad.

Mlle. de Soissons aceptó este partido. Luis XV aprobó la delicadeza de Létorière, y le prometió escribir a su embajador de Viena, para que hiciese lo posible por que saliesen bien sus justas pretensiones.

En caso que se perdiese el pleito, este excelente rey hablaría a madame de Rohan-Soubise, y allanaría las dificultades que la casa de Saboya pusiera a esta alianza.

El buen Domingo había partido hacía un mes para Viena, a fin de adquirir noticias exactas sobre la disposición de los miembros del consejo áulico, nombrados para decidir en último caso sobre este importante pleito, que ya contaba cerca de un siglo.

Júzguese con qué impaciencia esperaría Létorière la vuelta de su antiguo profesor. Del buen o mal éxito de su causa, dependía casi su matrimonio con Mlle. de Soissons.

7. El palacio de Soubise

Mr. de Létorière ocupaba, en la época de que se trata, una hermosa casa aislada, cuyo jardín daba a la muralla, no lejos del pabellón de Hanovre, una de las dependencias del magnífico palacio del mariscal de Richelieu.

La habitación del marqués se parecía más a una casa pequeña, como se decía entonces, que a un palacio.

Todo era allí suntuoso, elegante, misterioso y retirado.

En el estío, grandes árboles formaban alrededor del jardín una pared de verdura impenetrable al exterior; en el invierno una gran cortina de yedra, artísticamente dispuesta, cubría las varas de un enrejado redondeadas en forma de árboles, se elevaba sobre las paredes, reemplazando las hojas de la estación florida.

Létorière, retirado en su gabinete, esperaba a Domingo que debía llegar aquel día de Viena.

Los príncipes contra quienes pleiteaba el marqués ejercían una gran influencia en Alemania: se decía que el consejo áulico estaba de su parte; Létorière tenía que luchar solo contra tan temibles adversarios.

El viejo profesor había partido con cartas muy solícitas de Mr. Choiseul para el embajador de Francia en Viena. Luis XV decía en la persona de su representante, que tenía un gran interés en que se ganase el pleito de Mr. de Létorière, y le ordenaba que favoreciese todo lo posible los pasos secretos del agente del marqués.

Por fin, se oyó el ruido de una silla de posta, y Juan Francisco Domingo entró en el gabinete de Létorière.

—¡Hola, Domingo!, ¿tenemos alguna esperanza? —pregunto el marqués abrazándolo cordialmente.

—Lo dudo… señor marqués…

—¿Son intratables esos consejeros áulicos?…

—¡Ay! ¡Lo creería, si no me acordara de Alcibiades, que al fin sedujo a Tísafernes! Pero ¡creo que esos alemanes son aún más duros y feroces que aquel desconfiado sátrapa!

—¿Y quiénes son esos consejeros?, ¿tenéis alguna noticia de ellos?

—Bastantes… ¡demasiadas noticias tengo! Eso es lo que me desconsuela… Los consejeros son tres: el barón de Henferester, el cazador y bebedor más temible de toda la Alemania; un Nemrod, que no deja sus selvas sino para asistir al consejo dos veces a la semana. El otro es el doctor Aloysio Sphex, un erudito comentador de Persio, según creo… que está como un puerco-espín, siempre erizado de latinazos; y por último, el señor Flacsinfingen, más glotón que un avestruz, dirigido por su mujer, que es la protestante más seca, áspera y bronca que se conoce.

—Vuestros retratos están hechos con maestría, Domingo, y son bastante agrios. ¿Y estos señores están absolutamente de parte de los príncipes alemanes?

—Hasta los cabellos. Esta es la primera vez que estos tres consejeros, que se detestan cordialmente sin duda por la diferencia de sus gustos, están acordes… ¡Cosa rara! porque por lo regular la defensa de uno sirve para atraer la contrariedad de los otros.

—Así los príncipes alemanes…

—Tienen tanta esperanza como vos poca, porque pasáis en Viena por algo peor que el demonio.

—¡Yo!… ¿habláis de veras, Domingo?

—¡Así no hablará! es mucha verdad… Vuestra reputación de hombre de conquistas, de voluptuoso, de pisaverde, de sibarita, ha llegado hasta Viena; a los ojos de esos graves alemanes, pasáis por un duende, por un trasgo, por un silfo, por alguna cosa en fin tan brillante como sutil, tan incomprensible como peligrosa… Dos siglos antes, os hubieran recibido con exorcismos y agua bendita… Pero en este siglo filosófico e ilustrado, se contentarán con cerraros la puerta en los hocicos, diciéndoos: Vade retro! porque creerían recibir al diablo en persona, ¡y por desgracia vuestro pleito va a ser juzgado en quince días por esos tres jueces!… ¡Ah!, ¡que Plutón… los tenga algún día en su reino! —añadió Domingo a manera de imprecación. Después de un largo silencio el marqués se levantó, escribió algunas palabras, tocó la campanilla, y entregó la carta a uno de sus criados, diciéndole:

—Llevadla al palacio de Rohan-Soubise; preguntareis por Marta, y esperareis la respuesta.

»Esta tarde parto para Viena —dijo Létorière a su viejo profesor.

—¿Queréis pues seducir a vuestros jueces? Eso es, Alcibiades comía el caldo negro en Esparta, montaba a caballo en Tracia; y se coronaba de violetas para cantar en la lira los voluptuosos versos de la muelle Jonia.

—No pretendo seducir a mis jueces, mi antiguo amigo: pero en estos negocios es bueno ver por sus ojos.

La conversación entre Domingo y su antiguo discípulo, duró todavía algún tiempo, extendiéndose a las circunstancias particulares del pleito.

Al cabo de media hora, volvió el lacayo, y entregó un billete a Létorière, que exclamó con gran sorpresa:

—¿Qué piensa?… Pero ¡ya que ella lo quiere así, sea!…

Y pidiendo su coche, salió, después de haber encargado a Domingo que tuviese listos los preparativos de su partida para aquella misma tarde.

Conduciremos entretanto al lector al palacio de Soubise.

Cuatro personas hablaban en un lindo gabinetito de laca roja de Coromandel. Los muebles de esta deliciosa pieza, una de las maravillas del palacio de Rohan-Soubise, estaban cubiertos de brocado con fondo de plata con ramos anchos de color carmesí. Las cortinas de la ventana y de las puertas de la misma tela, caían en majestuosos pliegues. Un vaso del Japón, de color de oro, púrpura y azul, lleno de flores y puesto delante de la ventana, parecía una cortina pintada de vivos colores. Sobre pilastras de plata maciza, delicadamente trabajadas e incrustada de lindos medallones de coral, debidos al cincel de algún hábil artista florentino, se veía una multitud de figuras chinescas imposibles de describir, por sus caprichosas formas.

Cerca de la chimenea del más bello rojo antiguo, y cuyo friso estaba adornado de una guirnalda de flores y fruto en piedras finas, había una pequeña cama a la duquesa, verdadera miniatura; cortinas, cielo raso, gasa, plumeros en el techo, nada faltaba: un pequeño dogo negro con manchas, de color de fuego, de pelo largo, primorosamente sujeto con cintas de plata y color de cereza, dormía en aquella cama, medio tapado por una manta de plumas.

Una taza de losa antigua de Sèvres, azul de Prusia, llena de pasta de almendras esperaba al delicado Puff cuando se despertase.

Los actores de la escena siguiente, eran:

La señora mariscala princesa de Rohan-Soubise; su sobrina, Mlle. de Soissons; el señor conde de Lugeac, y el señor abad de Arcueil.

M. de Lugeac acababa de llegar al palacio de Rohan-Soubise.

—Cuánto os habéis perdido, señora mariscala —dijo—, por no haber asistido ayer al concierto espiritual… ¡hubierais visto la cosa más extraordinaria del mundo!

—¿Qué cosa? —preguntó el abad—. ¿Juan Jacobo y Arouet se han abrazado en público? ¿Se han cantado las alabanzas del canciller?

—Decidnos, pues, esa extraña aventura —replicó la mariscala.

—Ayer en el concierto, Mr. de Létorière ha sido aplaudido… pero aplaudido a más no poder… —dijo Mr. de Lugeac con un sentimiento muy manifiesto de envidia.

—¿Aplaudido?… no siendo Mr. de Létorière ni príncipe de sangre real ni cómico, a lo menos que yo sepa, no sé por qué lo habrán aplaudido… —dijo con sequedad la mariscala, que sin motivo conocido, y por previsión sin duda, detestaba con todo su corazón al marqués.

Mlle. de Soissons se puso en extremo encendida, y rompió un hilo de su tapicería en un movimiento de impaciencia que su tía no percibió.

Mr. de Létorière ha sido aplaudido por su vestido… —respondió el conde.

—¡Qué locura!… —dijo el abad—; ese lindo marqués hace que hablen siempre de él…

—No locura…, pero en verdad estaba tan magnífico y elegante a la vez, que yo, que no me precio de ser muy amigo del marqués, soy bastante generoso para confesar que en mi vida he visto a nadie más hechicero que él con aquel vestido… Pero cuando se pasa la vida en semejantes futilezas, no es extraño que se obtengan esos triunfos…

—Describidnos, pues, ese alarmante vestido —dijo la mariscala—, yo os referiré en seguida una anécdota bastante singular sobre Mr. de Létorière, que hace un curioso contraste con sus magnificencias de hoy día.

—Y yo también… —dijo el abad—, ¡esta misma mañana el señor arzobispo de París me ha contado cien historias sobre ese lindo marqués!

—Cuando se cantó la primera parte del concierto —dijo M. de Lugeac—, Létorière entró en el palco del señor Bailio de Solard, embajador de S. M. el rey de Cerdeña. —Y Mr. de Lugeae se inclinó hacia la señorita de Soissons, prima de dicho rey—. El palco estaba vacío; el marqués quedó en pie algunos momentos para examinar la sala. Llevaba un vestido de moaré paja todo en una pieza, con las botamangas de tela bordada de oro y verde mar, en el hombro una agujeta oro y verde; veis, señora, que hasta aquí nada hay más sencillo…

—Todo consiste —dijo el abad—, en que los colores estén bien escogidos.

—Pero lo que estaba magnífico —repuso el conde—, eran los adornos de este vestido. La cinta de Steinkerke del marqués, estaba sujeta por un magnífico broche de esmeraldas; los botones grandes y pequeños de su vestido, las hebillas de sus zapatos y hasta la empuñadura de su espada, estaban revestidas de magníficos ópalos, que arrojaban luces verdes, azules y anaranjadas, casi tan relucientes como los soberbios brillantes que había entremezclados.

—¡Pero un vestido como ese vale más de veinte mil escudos!… —exclamó el abad.

—Así lo creo —respondió Mr. de Lugeac—; es una loca prodigalidad; así desde que el marqués apareció en el palco, tan magníficamente vestido, con sus cabellos ligeramente empolvados a la givre, cayendo en ondulantes bucles a cada lado de las sienes, se manifestó en el público una especie de éxtasis, de admiración, después sucedió un murmullo cada vez más general, y en fin, resonaron bravos casi universales.

—Parece una ovación enteramente pagana esta ridícula apoteosis de la belleza de un hombre —dijo la mariscala sonriéndose desdeñosamente—. Tan divertido es el entusiasmo de los parisienses por los atractivos de Mr. de Létorière, como la profunda satisfacción que tiene de sí mismo. La vanidad de ese nuevo Narciso, dicen que se ha exaltado tan ridículamente hace algún tiempo, que es enteramente intratable por su soberbia; por todas partes hay bellas desesperadas que en vano invocan a ese orgulloso Celadon… Ninguna mujer le parece sin duda digna de sus obsequios.

—Puede ser, señora, que no haya más que una digna de su amor —dijo Mlle. de Soissons levantando su noble y hermoso rostro radiante de felicidad, de amor y de orgullo, oyendo este elogio indirecto de la fidelidad del marqués.

La mariscala, no apercibiendo la emoción de Mlle. de Soissons, continuó:

—Mi querida princesa, si fuese así, se sabría cuál era ese fénix, porque la discreción no es la virtud de Mr. de Létorière. No, no, creedme, si se ha fijado como decís… su elección es entonces tan indigna, que se ve obligado a ocultarla a todo el mundo.

—Al contrario —repuso Mlle. de Soissous—, ¿quizás el mundo no es, a los ojos de Létorière, digno de conocer el secreto?

Esta segunda respuesta sorprendió a la mariscala, que exclamó:

—En verdad, querida Julia, ¡bien se ve que no conocéis a M. de Létorière cuando lo defendéis!

—Nosotros hablamos, aquí generalmente, señora: pero estad segura que si yo hubiese de tomar la defensa de alguno, la tomaría atrevidamente y sin ficción… cuando me pareciera llegada la hora —dijo Mlle. de Soissons con un tono singular.

—¡Oh! sé que estáis dotada de una rara valentía en este punto, mi querida, defendéis a vuestros amigos; pero en cambio oprimís a vuestros enemigos. Sufrid, pues, que yo tenga también mis preferencias y mis antipatías… y con franqueza, M. de Létorière entra en estos últimos; aborrezco todo lo que huele a intriga y oscuridad. Ese marqués no tenía hace cinco años más que la capa y la espada; pregunto, ¿cómo puede haber llegado a tener adornos de un vestido que valgan veinte mil escudos, un gran tren, los mejores caballos, y jugar mayores cantidades que un arrendador general?

—Creo, señora —dijo con sequedad Julia—, que las personas que hacen esas preguntas saben siempre cómo resolverlas.

—Lo que es yo, querida —dijo la mariscala con la mayor naturalidad—, os juro que me hallaría muy apurada; pero si tuviese la desgracia de contarme entre los amigos de M. de Létorière no desearía nada mejor para su reputación que verlo quemar como hechicero, porque no creo en la piedra filosofal.

Al oír este último sarcasmo, Mlle. de Soissons miró el reloj con inquieta impaciencia, y se contuvo.

—Su magnificencia es en verdad inconcebible —respondió Mr. de Lugeac—. Unos dicen que es feliz en el juego, otros que el rey y madame Dubarry lo quieren bien, y le han hecho ganar dos pleitos muy importantes; lo cierto es que S. M. está hechizado como todo el mundo, y después parece que todo lo que toca ese marqués se vuelve oro… ¿Creéis, señora, que ha podido poner en moda a un pobre diablo de sastre que le fiaba cuando empezaba a andar sin ayo? El marqués no lo oculta, y lo publica en alta voz. Ese Landry de Las Tijeras de Oro, que es ahora uno de los más ricos artesanos de París, debe toda su fortuna inesperada a la sola influencia de estas palabras repetidas por toda la ciudad: «¡Es el sastre del bello Létorière!».

—Con franqueza —dijo impaciente la mariscala, todo eso se parece mucho a los cuentos de Perrault.

—Lo que se parece mucho a un cuento —repuso Mr. de Lugeac—, es la descripción de su alcoba. Se dice que hay un tocador completo de oro cincelado por Gouttierc, y enriquecido con pedrerías…

—Yo —dijo el abad—, he oído al señor arzobispo de París decir mil veces que M. de Létorière es casi la serpiente del paraíso terrenal. «Si aún le quedan negocios en la oficialidad de París, me decía esta mañana el buen prelado, lo haré cubrir con una capucha como un penitente negro para ocultar su mirada y ahogar el metal de su voz: porque en una cuestión de precedencia que interesaba a uno de sus parientes, ese tentador ha revuelto mi capítulo y hechizado a mis canónigos que no hablan sino en su favor».

En este momento se abrió la mampara del gabinete, y un criado anunció en alta voz:

—El señor marqués de Létorière.

—¡Mr. de Létorière en mi casa!… —exclamó la mariscala tan sorprendida como encolerizada—; si yo no he recibido nunca… ¡Qué atrevimiento!

8. La partida

Madame de Rohan-Soubise se había levantado al oír nombrar al marqués; el conde, el abad y la princesa Julia hicieron lo mismo.

El marqués al entrar encontró a las cuatro personas de pie. La mariscala lujosamente vestida, el mirar arrogante, soberbio e irritado; el abad acariciaba a Puff, que se había levantado de pronto, y gruñía por lo bajo; el conde, apoyado en la chimenea, jugaba con negligencia con su cadena de reloj; Mlle. de Soissons, tranquila y resuelta, apoyada una mano en sus avíos de bordar, fijaba en Létorière una mirada a la vez tierna y reconocida.

Apenas saludó el marqués respetuosamente a Madame de Rohan-Soubise, cuando esta se volvió a Mr. de Lugeac, y le preguntó señalando a Mr. de Létorière con un gesto de alto desprecio:

—¿Quién es ese caballero?

El conde, bastante embarazado, estaba pensando qué respondería, cuando el marqués dijo con sequedad:

Mr. de Létorière dispensa a Mr. de Lugeac de ser su fiador para con la señora mariscala.

—Señora —dijo la princesa Julia con voz firme y decidida—: a mis solos ruegos ha tenido a bien Mr. de Létorière venir aquí.

—¡A vuestros ruegos!… —exclamó la mariscala sumamente admirada—. Vos… Julia… ¡Es imposible!

—Aunque por desgracia soy desconocido para la señora mariscala, me atrevo a esperar que comprenderá que han sido precisas las órdenes de Mlle. de Soissons, para que me haya presentado en el palacio de Soubise… honor que hasta aquí he tenido el mérito o la modestia de no ambicionar —replicó a su vez el marqués con un tono muy notable de burla.

—Princesa Julia… —gritó imperiosamente la mariscala—; ¡explicaos… esto ha durado mucho!…

El conde y el abad hicieron un movimiento para salir; pero Mlle. de Soissons les dijo:

—Hacedme el favor de quedaros, caballeros, para ser testigos de lo que tengo que decirle a la señora mariscala…

Los dos caballeros se inclinaron respetuosamente.

Mlle. de Soissons dijo entonces dirigiéndose a su tía:

—¡Señora, he rogado a M. de Létorière que viniese aquí, porque quería decirle ante vos y deciros cuáles son mis intenciones irrevocables!… Soy huérfana y libre en mis acciones, mientras sean dignas de mi cuna, pero como sois mi parienta, señora, y sé lo que os debo, no puedo probaros mi gratitud de otro modo mejor que participándoos una resolución de que depende mi destino…

A excepción del marqués los actores de esta extraña escena estaban en el colmo de la admiración. Madame de Rohan-Soubise, estupefacta por el firme lenguaje de Julia, no podía creer lo que oía.

Mlle. de Soissons, continuó:

—He ofrecido mi mano a Mr. de Létorière; la ha aceptado…

—¡Habéis ofrecido vuestra mano!… —prorrumpió la mariscala—: princesa Julia… no estáis en vuestro juicio… o todo esto no es sino una indigna chuscada.

—¡Ah!, ¡señora!… —dijo Létorière en tono de queja, al ver que la joven había faltado a la palabra que le había dado de esperar el fin del proceso para tomar una decisión.

La princesa Julia se volvió hacia él diciendo:

—Vais a saber por qué obro así… —y añadió dirigiéndose a su tía con aire solemne—: Tengo toda mi razón, y lo que digo es serio… ante Dios que me oye; ante vos, señora; ante vos, conde de Lugeac, y ante vos, abad de Arcueil, yo, Julia Victoria de Soissons, juro no tener otro esposo que el señor marqués de Létorière que está presente.

Y le tendió la mano con un gesto sublime de grandeza y sencillez.

El marqués tomó aquella mano encantadora que besó con la más viva y respetuosa ternura.

Esta escena era tan imprevista, tan solemne, que la mariscala quedó muda algunos momentos mirando al conde y al abad no menos petrificados.

—Y yo —respondió el marqués—, juro consagrar mi vida a la noble y generosa princesa que se digna honrarme con su elección…

—¡Y yo —exclamó impetuosamente madame de Rohan-Soubise, saliendo de su estupor—; por toda la autoridad que me dan mi parentesco y la ley, os declaro, señorita de Soissons, que esa vergonzosa alianza es imposible, y que no se realizara!

—El honor que se digna hacerme Mlle. de Soissuns —dijo el marqués vivamente conmovido—, me dispensa, señora, de responder a los ultrajes que acabáis de decir.

La princesa Julia contestó dirigiéndose a su tía:

—M. de Létorière, con la delicadeza que debía caracterizar al hombre a quien confié mi destino, quería esperar el fin del pleito de que va a ocuparse el consejo áulico del imperio, para aceptar formalmente la mano que libremente le había ofrecido; porque, si gana su pleito, será reconocido de casa real, y no habrá entre nosotros diferencia de rango como dicen; pero si esta proposición era por su parte noble y delicada, sería yo muy baja en aceptarla, parecería reconocer exigencias que no admito, y esperar que se ganase el pleito para decidirme. Esto no podía convenirme, por lo que he querido legal y abiertamente, declararos mi firme voluntad, ganase a no el pleito. M. de Létorière parte esta tarde para Viena… Esta tarde me iré a la abadía de Montmartre, a esperar su vuelta; porque debéis saber, señora, que entretanto me es imposible permanecer aquí un día más…

—Sin duda el palacio de Soubise os disgusta mucho, señorita; sin embargo, será menester que os resignéis a no salir de él si no para contraer un matrimonio digno de vuestra casa, o para entrar para siempre en un convento…

—Excepto, señora, si su majestad tiene por agradable concederme la libertad de retirarme al instante con la abadesa de Montmartre —dijo Mlle. de Soissons, entregando a madame de Rohan-Soubise, una carta que sacó de su bolsa.

—¡El sello del rey! —exclamó la mariscala.

—Ayer escribí a su majestad, que sabe mi resolución, leed su respuesta que os está dirigida, señora.

Mi querida prima: por razones que conocemos, deseamos que la señorita de Soissons se retire a la abadía de Montmartre hasta nueva orden. Vuestro afectísimo: Luis.

Madame de Rohan-Soubise, extraordinariamente sorprendida, volvió a leer dos veces la carta.

—¡Bien —dijo con concentrado encono—; vencéis, señorita!… Pero su majestad puede reflexionar… reflexionará sin duda sobre una determinación que le ha sido arrancada por sorpresa… Ahora mismo voy a hablar al rey sobre esto.

—Señora —dijo Mlle. de Soissons—, creo conocer bastante las intenciones de S. M. para estar cierta de la inutilidad de vuestro paso. —Y tendiendo la mano a Mr. de Létorière, añadió—: Id con Dios, amigo mío, id a Viena… Os espero en la abadía de Montmartre…

Aquella misma tarde, partió Létorière para Viena.

9

A diez leguas al N. de Viena, se elevaba el vasto castillo de Henferester; este antiguo edificio, ennegrecido por el tiempo, con las paredes cubiertas de yedra y los techos de musgo, parecía desierto y abandonado. El cuerpo principal del edificio, y una gruesa torre que lo flanqueaba al E., estaban arruinados. La sola parte habitable del castillo era la torre del O.; algunos vallados de box, corriendo en todas direcciones sobre la explanada rodeada de tilos que se extendían delante de la puerta del antiguo castillo, indicaban la existencia de un antiguo jardín, entonces invadido por las espinas y las yerbas parásitas. El otoño declinaba hacia su fin, las hojas de los grandes árboles que se descubrían en el horizonte, empezaban a tomar ricas tintas de púrpura.

El cielo estaba oscuro y lluvioso, el aire húmedo y frío; la noche se acercaba, la alta y estrecha ventana que daba luz al piso bajo de la torre, se iluminó de pronto; los colores de sus vidrieras, aunque un poco ennegrecidos por el humo, brillaron con un vivo resplandor, y las armas de los señores de Henferester se divisaron en medio de la oscuridad.

La sala baja de la torre formaba una inmensa pieza circular, que servía a la vez de comedor y cocina al castellano de Henferester. Los pisos superiores contenían muchos aposentos arruinados, a los que se subía por una espiral de piedra tosca y estrecha. Una cuerda, sujeta a la pared por armellas de hierro enmohecido, ayudaba a subir esta incómoda escalera. Un vivo fuego brillaba en la gran chimenea de la cocina; un velón de cobre, de tres piqueras, colgado de una de las vigas del techo, alumbraba esta pieza; en las paredes, apenas revocadas, se veían cuernos de siervos que sostenían fusiles y cuchillos de caza, por otra parte colmillos y pezuñas de jabalíes, así como muchas cabezas de lobo metidas en paja.

El suelo, apisonado como la era de un cortijo, estaba cubierto de paja picada a manera de tapiz. Una enorme barrica de cerveza estaba en un rincón atravesada sobre dos polines. Encima de esta había otros dos toneles de diferentes tamaños. El uno contenía vino del Rin; el otro, más chico, kirschwasser de la selva negra. A cada lado de los toneles, estaban colocados vasos de diferentes capacidades. Un poco más lejos, estaban contra la pared dos barriles grandes, el uno lleno de tocino, y otro de encurtidos. Un tenedor y una cuchara de hierro, colocados sobre los barriles, hacían, por decirlo así, simetría con los vasos puestos cerca de los toneles.

En fin, un cajón donde había una docena de panes del tamaño de piedras de molino, completaba los atavíos de cocina de dicha sala.

A excepción de un cuarto de venado que se asaba ante el enorme brasero de la chimenea, y una marmita de bronce donde hervían el tocino y la berza, nada descubría allí la apariencia de una cocina. No se veían ni esas ingeniosas hornillas, ni esos moldes, ni esas cacerolas tan ingeniosamente variadas y tan queridas de los glotones.

No se encontraban más utensilios que unas parrillas enganchadas a la boca de un horno que había bajo la campana de la chimenea, y un tosco asador puesto en movimiento por un perro.

Finalmente, un cuarto de venado, semejante al que se estaba asando, estaba colgado, aún chorreando sangre; en un gancho de hierro, cerca de la puerta principal.

Las emanaciones combinadas de la caza, del tocino, de la berza, de la cerveza y del kirschwasser, hacían reinar en esta pieza abovedada una atmósfera tan densa, o por mejor decir, tan alimenticia, que los estómagos delicados hubieran podido fácilmente saciarse.

La lluvia, mezclada con granizo, caía hacia afuera con violencia, y golpeaba en los vidrios.

Dos viejos alemanes, con los cabellos blancos, vestidos con casacas grises, sujetas con cinturones de piel de búfalo, se ocupaban de los preparativos de la comida del castellano de Henferester que aún no había vuelto de la caza.

Estos preparativos eran sencillos; los criados acercaron a la chimenea una mesa de encina maciza sumamente larga; en su testero pusieron la silla también de encina, también del castellano, donde estaban sus armas groseramente esculpidas, cuyo respaldar terminaba en forma de dosel, y cuya dureza no mitigaba ningún cojín.

Delante de la silla, pusieron una fuente o más bien un plato de plata, un pedazo de pan de dos libras, y tres vasos también de plata y sellados, que servían al castellano de vasos y botellas. El primero, destinado a la cerveza, era de dos pintas; el segundo al vino, una pinta; y el tercero al kirschwasser, media pinta.

Estos vasos se llenaban dos veces por lo regular durante la comida; por lo que hace a manteles, servilletas, y cubiertos, estos objetos eran mirados como una superfluidad ridícula. Los cazadores de aquella época tenían entonces dos cuchillos de caza a la cintura; uno recto y largo para clavarlo en la bestia, otro ancho, corvo, poco mayor que un cuchillo de mesa ordinario, para cortar la ración de los perros; este último era también el que le servía para cortar la vianda en sus comidas.

Los criados pusieron en seguida platos de estaño y pedazos de pan a cada lado de la mesa. Estos lugares inferiores, estaban reservados a los diversos sirvientes del castellano, según su grado.

El señor Henferester, fiel a las viejas y patriarcales tradiciones germánicas, comía con sus criados. A su derecha se sentaba Erhard Truches, su picador, a su izquierda Selbitz, su mayordomo.

Este ultimo, después de haber puesto la berza a hervir y la carne a asar, se ocupaba en preparar la mesa con ayuda de Link, viejo palafrenero.

Por lo que hace a mujeres nunca se veían en el castillo. Todos los sábados, la vieja Wilhelmina ama de gobierno del cura, venía a hacer y cocer el pan para la semana, mientras el castellano estaba de consejo en Viena. El miércoles que era otro día de consejo, la señora Wilhelmina arreglaba la ropa del castillo, siempre en ausencia de su señor, que tenía la antipatía más profunda para con el bello sexo.

—El señor tarda mucho —dijo el mayordomo mirando tristemente el cuarto de venado que empezaba a quemarse.

—La noche está oscura y la lluvia cae a torrentes, maestro Selbitz… quizás la caza habrá llevado al señor hasta la selva de Harterrassen… Erhard Truches había mandado decir esta mañana, por Karl, el criado de los perros, que el señor iba a cazar un jabalí… y los jabalíes salen siempre de los bosques de Tersenfak, ganan la llanura de los pantanos, entran en la selva de Harterrassen, y van a caer en el estanque del Priorato… lo que hace a lo menos ocho leguas de ida y otras tantas de vuelta, maestro Selbitz…

—Y con la noche, y con la lluvia, y con los malos caminos de la selva, se hace más largo… pero escucha, Link —dijo el mayordomo poniendo el oído—, ¿no es esa la trompa del señor?

—No, señor Selbitz, es el viento que silba en la veleta…

—¿Qué hora será? —pregunto el mayordomo, pues los relojes eran tan desconocidos en el castillo como en Otahiti.

—Debe ser de seis a siete, señor Selbitz; porque Elphin, el caballo rodado del señor, pide su avena con grandes relinchos hace tiempo… callad ¿lo oís?, ¡paciencia… paciencia!, viejo Elphin —dijo el palafrenero volviéndose hacia la puerta—, cuando tus compañeros Kook y Lipper lleguen, tendrás tu ración; pero ¡no antes, viejo glotón!…

—Ahora sí que es la trompa del señor la que oigo —exclamó el mayordomo—, bendito sea Dios… ¡Qué tiempo! Vamos… a tenerle el estribo, Link… mientras yo voy a echar al fuego una espuerta de piñas para chamuscarlas.

—Esta sí que es la trompa del señor —dijo Link después de haber escuchado con atención—; pero no suena tan alegremente la retirada… ¡Ah! señor Selbitz hoy no hay caza.

—Tanto más para no hacerlo esperar. ¡Vamos, apresúrate, apresúrate!

El palafrenero salió corriendo, y Selbitz, después de haber avivado el fuego, puso sobre el plato de plata del castellano una gran carta con sello encarnado, que un expreso de Viena había traído aquel mismo día.

En este momento se oyó el chasquido de un látigo, y una voz estentórea, retumbante y gruesa, que gritaba:

—¡Vamos, al demonio!… ¡malditos perros!… Erhard, mira si el caballo pío come bien; porque el día ha sido ajetreado.

Oyose después el ruido de gruesas botas con clavos y espuelas; la puerta se abrió, y el castellano de Henferester entró en medio de una docena de perros corriendo, cubiertos de lodo y chorreando agua, que se precipitaron en la cocina para colocarse delante de la chimenea y secarse.

El castellano les concedía este privilegio, tanto por amor hacia la raza canina, como por interés para su placer, sabiendo que los perros que entran en la perrera mojados y fríos, caen por lo regular enfermos.

El castellano de Henferester, hombre colosal, de edad de cuarenta y cinco a cincuenta años, parecía dotado de una fuerza hercúlea. Al entrar echó en el cajón su viejo sombrero de fieltro. Sus cabellos bermejos estaban muy cortados; su barba roja, que no afeitaba sino los días de consejo, estaba tan espesa que le cubría casi todo su rostro. Sus rasgos, muy pronunciados, curtidos por el viento, aunque duros no estaban faltos de cierta nobleza. Su vieja casaca verde estaba mojada y abotonada hasta la barba. Sus calzones de cuero parecían negros por su antigüedad, y sus gruesas botas muy cubiertas de lodo le subían casi hasta medio de los muslos; en su cinturón de cuero estaban metidos cuchillos de caza con mango de cuerno. Llevaba a la espalda una gran trompa de cobre, y tenía en su ancha y velluda mano un látigo y su pesada carabina.

Después de haber entregado dicha arma y la trompa a su mayordomo, que las colgó en la pared, el castellano se acercó al fuego con aire descontento, distribuyó algunos fuertes botazos a sus perros para hacerse lugar, y se sentó pesadamente en su silla, diciendo a su traílla con irritada voz:

—Andad, holgazanes, torpes, mejor mereceríais hacer andar la rueda del asador, que seguir las huellas de un noble animal de montería… ¡Perderlo después de cinco horas de caza!… Y todo porque el jabalí se ocultó en lo intrincado de unas malezas, ¿no es? ¡Os habéis vuelto muy delicados!… hum… ¡y hasta tú también, viejo Ralph! —añadió furioso alargando un puntapié al perro a quien se dirigía esta interpelación.

Viendo el mayordomo el humor de su amo, quiso calmarlo, recordándole la esperanza de cazas más felices:

—Comprendo que monseñor estará descontento cuando no hay buena caza porque no está acostumbrado; pero…

—Bueno…, bueno… —dijo el castellano con tono brusco—, quita ese venado del asador, y tráemelo para cenar: tengo un hambre terrible; ese jabalí nos ha llevado hasta la selva de Henterfussen. Allí lo han perdido los perros en unas malezas tan enmarañadas, que hubiera sido menester toda la coraza de un jabalí para penetrarla…

—Monseñor ve que no es toda la culpa de esos valientes perros… Pero monseñor está mojado; ¿quiere mudar de ropa?

—¡Mudar de vestido!… ¿Y por qué queréis que mude, señor Selbitz el delicado? —exclamó el castellano enfurecido—; ¿me tomáis por una doncella, por un francés?… ¿Acostumbro acaso mudarme al volver de la caza?, ¿mudan mis perros ni mis caballos?

—No, señor; pero vuestros vestidos humean sobre vuestro cuerpo como la cuba en que la señora Wilhelmina hace la lejía…

—Prueba de que se secan y que la humedad se va.

Pero… ¿monseñor?

—Callaos, necio, charlatán, y dadme un trago de kirschwasser.

En este momento vio la carta que estaba en su plato, y añadió:

—¿Qué es esto, Selbitz?

—Una carta que ha traído el correo del señor conde de Hasfeld.

—¡Vayan al diablo los negocios! —dijo el castellano rasgando el sobre—; ¡no es bastante ir a Viena dos veces a la semana!

La carta estaba concebida en estos términos:

Mi querido barón; os debo prevenir que el marqués francés Mr. de Létorière, debe llegar hoy a vuestra casa para hablaros sobre su pleito; no tengo necesidad de recordaros la promesa formal que me habéis hecho de unir vuestro voto al de vuestros colegas, para hacer triunfar la causa de monseñor el duque de Brandebourg… Aprobad, mi querido barón, etc.

—¿Y qué diablos viene a hacer aquí ese francés? —prorrumpió arrebatado el castellano—. ¡Por los santos reyes de Colonia, yo no puedo estar un momento tranquilo!… Ahora viene ese afeminado de Versalles a acosarme aquí como a un jabalí en su cubil… Según pienso, su pleito está perdido… más que perdido… ¿qué más quiere? ¿Creerá tal vez que me intereso por él? ¿Yo por un sin vergüenza, petimetre, que según dicen, borda al tambor y se pone lunares y colorete? Pero ¡yo no puedo huirle la cara a ese marqués de todos los demonios!… Si viene, estoy obligado a darle hospitalidad… hay quince leguas de aquí a Viena: no puedo despedirlo sin verlo. ¡Vayan al diablo los pleitos y los pleiteantes!… ¿Y si llega esta noche?… Será menester ofrecerle cama; ¿en dónde lo ponemos?… todo está aquí arruinado… ¡Y ese lindo joven va a llegar en una litera como una parida!

El barón pegó una patada en el suelo con cólera, llamó a su mayordomo, y le dijo:

—Quizás llegue aquí esta noche un marqués… un litigante… No se le puede dejar volver a Viena con el tiempo que hace… ¿Dónde colocaremos a él y a su comitiva? porque sin duda viaja con más séquito que una mujer…

—A fe mía, monseñor —dijo el mayordomo rascándose la oreja—, la única pieza que no se llueve es el cuarto de las ratas.

—Pues bien, al cuarto de las ratas… —dijo el barón, y después prosiguió con una amarga ironía—: Y para dar una brillante idea de la hospitalidad que se recibe en el castillo de Henferester; y sobre todo, para que ese mico se halle a toda su comodidad, no olvidéis, mayordomo, de cubrir la cama con sus mejores cortinas de seda, de ponerle una manta de plumas, y sábanas de fina tela de Frisia, de sacudir bien el tapiz de Turquía, de poner bujías perfumadas en los candelabros de plata sobredorada, y de calentar la cama con carbones de aloe… ¿Oís, mayordomo?

—Sí, sí, monseñor —dijo Selbitz ocupado en sacar del fuego el cuarto de venado, el tocino y la berza, muy satisfecho de la agudeza de su señor—; estad tranquilo, os oigo; la paja de la cama será fresca y mullida, el cobertor de lana bien sacudido, el suelo bien barrido, las cortinas y tapices de la tela de araña bien sacudidas, y los postigos bien abiertos, para que la claridad de la luna penetre en el cuarto de nuestro huésped; en fin, ya que es tan afeminado, se calentará su cama… con el perro del asador.

El castellano no pudo menos de reírse del chiste de su mayordomo, cuya descripción del cuarto de las ratas, era exacta, y muy semejante a la del que ocupaba el barón: tan indiferente era este a las costumbres del bienestar vulgar.

—A la mesa —dijo el castellano impaciente, acercando su silla y empuñando su cuchillo de caza.

En este momento se oyó sonar la trompeta que acostumbran llevar los postillones alemanes.

—Quizás sea ese condenado marqués —exclamó el castellano—. Hola… ¡Erhard!… ¡Selbitz!… corred a recibirlo.

Y el barón, levantándose pesadamente de su silla, se adelantó hacia la puerta, diciendo con tono brusco:

—Es preciso que tenga el diablo en el cuerpo para viajar con este tiempo… Pero, ¡bah!, metido en su silla de posta, mejor esté que en el castillo. Veamos, pues, un poco a esa linda figura… ¡a ese afeminado entre los afeminados de la corte de Francia!…

Y el barón salió para cumplir, a pesar suyo, los deberes de la hospitalidad con respecto a su huésped.

10. La comida

Al revés de lo que esperaba el castellano, Létorière no bajó de la silla de postas, sino del caballo; que abandonó a los cuidados de su postillón.

El de Henferester comprendía demasiado bien los deberes de su posición para dar una mala acogida a un caballero que venía a pedirle un favor.

Por otra parte encontró a Létorière mucho menos delicado y petimetre de lo que se había figurado. Se necesitaba una cierta energía para andar quince leguas sobre un caballo de posta a media noche y con un tiempo espantoso.

Cuando el marqués entró, por poco no queda sofocado por la atmósfera sustancial de que hemos hablado; a lo que se juntaba un fuerte olor a perros que exhalaba la traílla…

Al ver a una persona extraña, los perros empezaron a ladrar con un compás admirable…

El marqués se detuvo, pareció escuchar aquellos ladridos con una satisfacción indecible, y exclamó en buen alemán:

—¡A fe mía, barón, que no he oído perros de mayor voz que los vuestros! ¡Por san Huberto!, ¡esto sí que hace latir el corazón de un antiguo cazador!

Y sin atender al castellano, el marqués se puso a examinar con curioso interés las cualidades de los perros que se acercaban, y repuso con un tono de admiración creciente:

—¡Buenos perros!, ¡hermosos perros! los nuestros de Normandía y del Poitu, no valen tanto… los vuestros tienen mejor pelo, mejores piernas. Estos sí que son, ¡vive Dios!, ¡los mejores perros de caza que he visto en mi vida!… Ven aquí, hermoso…

Y Létorière agarró un gran perro blanco con una mancha negra en el lomo, por las dos patas delante, lo miró como inteligente durante algunos minutos, y dijo con tono de aprobación al atónito castellano:

—He aquí uno de vuestros mejores perros, barón… este es vuestro sabueso, ¿no es verdad? ¿Hace mucho tiempo que os sirve? Tanto mejor… los sabuesos mientras más viejos, mejores…

El castellano, franco cazador, y demasiado orgulloso con sus perros para serlo más por la atención que excitaba, aturdido por la confianza y volubilidad del marqués, sobre el sabueso, respondió casi maquinalmente:

—Pero ¿quién os ha dicho que ese perro… Moick, es mi sabueso?

—¿Cómo?, ¿quién me lo ha dicho, barón? la señal del collar que se ve en su cuello pelado, tan claramente como se ven las señales del correón sobre el pecho de un caballo de tiro, y además su voz sorda, que prueba que ladra poco… He aquí lo que es menester para descubrir un sabueso al que no es novicio en la cofradía de los alegres cazadores. Y ademas ¡qué nariz más desarrollada! ¡Y el hueso de la caza!… ¡tan saliente como el dedo! Creedme, barón; en vuestra vida encontrareis un sabueso más fino… Cuidadlo pues… ¡Ah! allí veo un cuarto de venado que se enfría; no dejéis que pierda más el calor; tengo un hambre de todos los diablos… Vais a ver cómo meneo las quijadas… Tocad esos cinco, barón. Por San Huberto, nuestro común patrono, vos sois un valiente de la antigua Alemania… me lo han dicho y estoy seguro de ello…

—Caballero, ¿podría yo saber a quién tengo el honor de hablar? —preguntó el barón cada vez más sorprendido de las libres maneras del marqués.

—Es justo, barón. Me llamo el marqués de Létorière; vengo para hablaros de mi pleito… pero como es menester ver claro en este caos, más negro que el infierno, y es de noche, esperaremos el día… esto es, mañana por la mañana, para hablar de ello… Entretanto, a la mesa, ya que me he convidado sin ceremonia; excusad la rudeza de mis maneras, porque como soy un hijo de las selvas…

El castellano estaba estupefacto, esperaba ver un petimetre, redicho, presuntuoso, perfumado, delicado, tan ignorante en cacería como un tendero de Leipsik; y encontraba a un joven alegre, franco, resuelto, que parecía hábil cazador, y cuyo vestido parecía competir en negligencia con el suyo.

El barón se hallaba pues en disposiciones casi favorables a Létorière. La admiración que había manifestado este último por los perros, aumentaba aun la benevolencia del castellano, que le respondió con cordialidad:

—El castillo de Henferester está a vuestra disposición, señor marqués; solamente quisiera poderos ofrecer una hospitalidad mejor.

—Barón, sois muy difícil… Si me conocieseis mejor, veríais que no puedo desear otra más de mi gusto… ¡A la mesa, barón!

Y el marqués se acercó al fuego.

Létorière había sufrido una completa transfiguración moral y física.

El caballero a quien habían aplaudido en el teatro por la superior elegancia de su vestido, por la gracia y encanto de su persona, llevaba entonces un viejo vestido azul, con cuello de terciopelo en otro tiempo rojo, y grandes botas, no menos fuertes, no menos enlodadas, que las del Nemrod alemán. Sus cabellos sin polvo y desordenados por el viaje, estaban atados detrás de su cabeza con una cinta de cuero; su barba estaba crecida, y la blancura delicada de sus manos desaparecía bajo una ligera capa de hollín, que las hacía parecer tan curtidas como las del castellano. Todo en fin había cambiado en el marqués, hasta el metal encantador de su voz entonces brusca y enronquecida.

Ninguna de estas particularidades se le escaparon al barón.

—¿Sabes, Erhard —dijo en voz baja a su picador—, que ese francés ha reconocido en el viejo Moikc un sabueso y uno de nuestros mejores perros?

—¿De veras, monseñor? —dijo Erhard, con tono de duda.

—De veras, Erhard; empiezo a creer que en Francia saben lo que es cazar. —Después dirigiéndose al mayordomo, mientras el marqués se secaba al fuego, el barón le dijo—: Quita los cubiertos, Selbitz; los franceses no están acostumbrados a nuestros usos alemanes.

Selbitz iba a ejecutar esta orden con descontento suyo y de Erhard, cuando Létorière, temiendo granjearse dos enemigos para con el castellano por una susceptibilidad mal entendida, exclamó:

—Hola, barón, ¿queréis que pida mi caballo y me vuelva a Viena sin comer? ¿Y por qué diablos queréis quitar el cubierto de esas buenas gentes?, ¿soy acaso menos caballero que vos para extrañar vuestras costumbres domesticas?

—Es verdad —dijo el castellano—, que es nuestra antigua, costumbre alemana; pero yo creía que en Francia…

—Barón, nosotros estamos aquí en Alemania, en casa de uno de los más dignos representantes de la antigua nobleza del imperio. La regla de su casa, debe ser, inviolable, y así vos, mi digno cazador, y vos, bravo director de la familia de las barricas, toneles y barriles, ocupad vuestro lugar con consentimiento del barón, que espero no me rehusará esta gracia…

A una señal de este, los dos alegres sirvientes volvieron a poner sus platos en el otro extremo de la mesa. El barón señaló con la mano una silla al marqués, cada uno se preparó a atacar el cuarto de venado, y el inmenso plato de berza y tocino que humeaba encima de la mesa.

El barón metía su cuchillo en la carne para cortarla, cuando Létorière exclamó con aire grave y solemne, poniendo su mano sobre el brazo del castellano:

—¡Un momento! barón… lléveme el diablo, si como antes que se diga el benedicite.

El castellano frunció las cejas, y respondió con aire impaciente y embarazado:

—Desde la muerte de mi capellán, he olvidado un poco el texto, pero lo digo de intención… ¡Hola!, ¿tú no sabes el benedicite… Erhard?

—No, monseñor —dijo Erhard bruscamente—. Yo lo digo un día para todo él año y ya ayer hice mi provisión.

—¿Y tú, Selbitz?

—Monseñor, mi hermano el cura de Blumenhal lo dice todos los días por mí…

—¡Hola! barón, ¿vos y vuestros criados sois turcos? Yo recitaré el benedicite.

Y levantándose el marqués dijo en alta voz:

—«Insigne San Huberto, haced, si os agrada, que la caza sea abundante, el vino rico, el apetito franco, y la sed insaciable». —Y de un trago agotó al decir esto el vaso que contenía una pinta de vino del Rin; se limpió los bigotes con el dorso de la mano, y dijo amén al poner el vaso sobre la mesa.

Esta broma hizo reír a carcajadas al digno castellano; y mientras la hazaña de su huésped bebió de un trago su pinta de vino, y repitió amén con voz estentórea, encontrando en el litigante un agradable convidado.

Los dos criados, tan alegres como su amo por el extraño benedicite del marqués, moderaron sin embargo los excesos de su alegría.

—Selbitz —dijo el castellano animado pronto por la comida y por las agudezas de Létorière—, llena nuestros vasos; no olvides el tuyo y el de Erhard; hoy hay fiesta en Henferester en obsequio de mi huésped…

El barón tendió al decir esto su ancha mano al marqués, cuya muñeca apretó fuertemente, tanto por cordialidad como por deseo de mostrar su fuerza.

Létorière, que bajo un exterior delicado ocultaba una fuerza atlética, respondió con igual vigor a la opresión. El castellano, que no esperaba esta prueba de robustez, dijo riéndose admirado:

—Una varilla de acero es tan fuerte como una barra de hierro, huésped.

—Pero por desgracia —repuso el marqués—, un vaso grande contiene más que uno pequeño.

Pronto circularon el vino y la cerveza; el barón vio con una especie de orgullo nacional, como Létorière, después de haber comido cinco o seis tajadas de carne, atacó bravamente la berza y el tocino, cuyo apetitoso sabor alabó, y vació dos o tres veces el vaso grande y el mediano.

Létorière no callaba mientras saciaba su gran apetito. Poniendo su espíritu vivo y natural a la altura del de su huésped, lo divertía con mil chistes; tanto, que Selbitz y Erhard vieron con gran sorpresa a su amo, ordinariamente grave y taciturno, reír durante aquella tarde como no lo había hecho en muchos años.

El picador reconocía en Létorière un jinete consumado, escuchando con atención sus más indiferentes palabras, cuando en el colmo de su admiración le mandó el barón conducir los perros a su perrera y darles de comer. Apartose del fuego otra marmita destinada para la traílla.

El mayordomo quitó las viandas, puso sobre la mesa los dos vasos de kirschwasser, y una olla grande de barro llena de tabaco, y presentó al barón una pipa que este llenó, diciéndole a Létorière a quien cada vez trataba con más confianza:

—Marqués, ¿os incomodaba el humo del tabaco?

Por toda respuesta sacó el marqués de su bolsillo una enorme pipa que contaba largos y numerosos servicios, y la comenzó a llenar con una experimentada facilidad.

—¿Fumáis también, marqués? contestó el absorto castellano.

—¿Y cómo se vive sin fumar… barón? A la vuelta de una caza; después de una buena comida, hay algo preferible al placer de fumar en una pipa, con los pies apoyados en los morillos, bebiendo de cuando en cuando un trago de kirschwasser… ese tosco hijo de la Selva Negra… que a mi parecer es tan superior al aguardiente de Francia, como un gallo silvestre a uno doméstico.

Y al acabar esta atrevida lisonja, el marqués se rodeó de una espesa nube de humo…

El castellano, animado por las frecuentes libaciones, y cuya cabeza no estaba tan tranquila y fría como la de su huésped, miraba al marqués con admiración y sorpresa; no podía comprender cómo un cuerpo en apariencia tan débil era tan vigoroso, cómo en fin un francés podía beber y fumar tanto como él, que era «la cuba virgen», el vencedor de los bebedores más temibles del imperio.

—A la salud de vuestra dama, huésped —dijo alegremente al marqués.

—¿Mi dama?… ¿Lo decís por mi carabina? —dijo Létorière extendiéndose hacia el fuego, y meneándolo con la punta de sus gruesas botas, cuyas suelas eran del grueso de una pulgada—. Vayan al diablo las mujeres que no pueden sufrir el olor del tabaco, del aguardiente o de los perros, sin llevarse el pomo a las narices. ¿Os dominan las mujeres, barón?

—Me gusta más el ruido de las espuelas que el chichisbeo de las faldas; pero a mi edad es sabiduría —y dijo esto cada vez más admirado de ver que el marqués participaba sus gustos y antipatías.

—A toda edad es sabiduría, barón, y yo daría de buena gana todas las guitarras amorosas, y los melancólicos laudes de los trovadores, por la vieja trompa de un guardabosque.

—Sabéis una cosa, huésped —dijo el barón chocando su copa contra la del marqués.

—Decid, barón —repuso el marqués, llenando su pipa.

—¡Pues bien! antes de haberos visto, sabiendo que veníais para interesarme en vuestro pleito, que por desgracia…

—¡Fuera pleitos!… Barón —exclamó Létoriére—, ¡que el que hable de ello esta noche sea condenado a beber una pinta de agua!

—Bueno, marqués… Pues bien; antes de haberos visto, me parecía mejor hallarme en un monte vacío que recibiros, francamente, temía vuestra llegada… os creía un petimetre, un fatuo.

—Gracias, barón… Pues bien, yo os creía un Alcindor, un pastor amoroso.

—Aunque no os conozco —respondió el barón—, más que de esta noche, os confesaré francamente, que cuando dejéis el pobre castillo de Henferester, habré perdido el mejor compañero que hubiera podido encontrar para pasar alegremente junto al fuego una larga noche de invierno. Y también para pasar un buen día de caza en medio de las selvas.

—Al diablo el necio que prefiera el baile y la galantería, a la botella, a la pipa, y a la caza. Si queréis probarme, barón, que vuestros perros son tan buenos como hermosos, estoy; pronto a sostenerlo.

—¡Tocad esta mano!… mi huésped… mañana al rayar el día estaremos en la caza…

—Sea, barón… no hablaremos del pleito hasta pasado mañana… ¡una pinta de agua a quien lo miente!…

—Bravo, huésped —dijo el barón—; pero ya es tarde; si estáis fatigado, el viejo Selbitz va a conduciros a vuestro cuarto; esto es una especie de granero sin más muebles que una mala cama, que es todo lo que os puedo ofrecer… mi cuarto es todavía peor.

—¡Ah! sin ceremonia, barón; si esto os estorba, me dais un poco de paja, una de estas botas me servirá de almohada, y pasaré una excelente noche ante ese fuego que arderá hasta el día.

—Bastantes noches he pasado yo también en chozas de carboneros —dijo el castellano suspirando dolorosamente—, cuando cazaba en la Selva Negra; pero en fin, mi huésped, por mala que sea vuestra cama, algo más valdrá que este suelo apisonado como una era.

—Mañana por la mañana yo mismo tocaré el despertamiento —dijo el marqués—, pero ahora dejadme tocar las buenas noches.

Y tomando Létorière la trompeta del castellano colgada de la pared, tocó esta última sonata con tal perfección, con un tono de caza tan franco y entendido, que el barón, entusiasmado, exclamó:

—¡En treinta años que cazo, no he oído una trompa semejante!

—Pues barón, esto es sencillo; vos no habéis podido aún oíros; vuestra trompa es muy buena para que no seáis consumado en esta noble ciencia… Pero hasta mañana […] ¡no soñéis con agua, ni con vinagre, ni con botellas vacías!

—¡Hasta mañana, marqués!

Y llamando el barón a Selbitz, le mandó que condujese a su huésped al cuarto de las ratas, cuya descripción se conoce, donde solamente había encendido un gran fuego.

Létorière, con la fatiga del día, se quedó pronto profundamente dormido, y el castellano lo imitó, después de haber repetido muchas veces sus órdenes para el día siguiente, diciendo que era lástima que ese joven fuese francés, porque era digno de ser alemán.

11. Las confianzas

Cuando el barón se despertó al día siguiente supo por Selbitz que el marqués había partido al rayar el día con Erhard Trusches, para ir al bosque, y había encargado al mayordomo que presentase sus excusas al castellano.

—Selbitz —dijo el castellano— ¿quién hubiera esperado, con lo que se dice del marqués, encontrar en él un cazador tan fuerte y un bebedor tan grande?, ¿visteis cómo ayer estuvo conmigo a la mesa, y hemos agotado alegremente nuestros vasos?

—Sí, monseñor, y ha subido al cuarto de las ratas con un paso tan firme como si no hubiera bebido más que leche.

—Vamos, vamos —dijo el barón recibiendo de mano de su mayordomo lo necesario para vestirse y cazar—, ¡vamos, Selbitz, es menester confesar que después de todo ese marqués es un bravo y digno caballero, con una alegría que regocija el corazón! Que agudezas decía… bien quisiera que pasase algunos días en el castillo; porque a fe mía, es una agradable compañía. Aunque hay más de 20 años de diferencia entre nosotros, parece que nos hemos criado juntos; en fin, si no fuera un conocimiento de ayer acá, diría… y lléveme el diablo si sé por qué Selbitz, diría que le tengo amistad; ¡a fe mía, vivan los genios francos!, ¡no hay cosa mejor!

Después de haber comido apresuradamente una tajada de venado frío, una taza de cerveza migada, y bebido dos pintas de vino del Rin, el barón subió a caballo y llegó pronto al lugar que le había señalado Erhard Trusches en una de las encrucijadas de la selva, donde encontró al picador y a la traílla; Erhard Trusches parecía triste y absorto; el barón, sorprendido de no ver a Létorière en la cita, le preguntó por él…

Después de un momento de silencio, Erhard dijo con timidez e inquietud:

—¿Monseñor conoce bien a su huésped?

—¿Qué dices, Erhard? —prorrumpió el barón—. ¿Donde esta el marqués?, ¿no te acompañó esta mañana?

—Sí, monseñor; por eso os pregunto si estáis seguro de él… Estoy arrepentido de haber embromado ayer en la mesa sobre el benedicite.

—Pero… ¡explícate!

—Quiero deciros, monseñor… —y Erhard añadió en voz baja y casi temblando—; que temo que el qué llamáis vuestro huésped, no sea el que se aparece algunas veces a la claridad de la luna, en las encrucijadas solitarias de las selvas, para ofrecer a los cazadores desesperados, tres balas; una de oro, otra de plata y otra de plomo… A costa de su alma —añadió Erhard con aire sombrío y asustado.

—¡Ah!, ¡tú crees que mi huésped es el diablo! —exclamó el barón encogiéndose de hombros—. ¡Vamos, tu trago de mañana te ha trastornado la cabeza, viejo Erhard!

El picador meneó la cabeza.

—Entonces, monseñor, explicadme cómo el que llamáis vuestro huésped, que nunca ha venido a esta selva la conoce también como yo.

—Eso no puede ser —contestó el barón admirado.

—Cuando partí esta mañana con él al rayar el día, me dijo: «Erhard, si quieres prestarme un sabueso, nos dividiremos la batida de la selva. Yo registraré los recintos del Priorato, de la capilla en la ermita, del olmo quemado y del pantano negro…».

—¿Eso te ha dicho? —respondió estupefacto el castellano.

—Como os digo, monseñor y añadió: «Tengo, esperanza de levantar un venado, porque el bosque de la capilla en la ermita es muy bueno para el ciervo… Tú, Erhard, procura por tu parte levantar un jabalí. En las malezas de Henrichs hay muchos, por lo llenas que están de abrojos. Así el barón podrá escoger entre el pie y la huella…». «Pero, señor marqués, le dije admirado, ¿conocéis nuestra selva?, ¿habéis cazado en ella muchas veces?». «Nunca he cazado en ella, me dijo, pero la conozco tan bien como tu… Con Dios, Erhard, que tengáis buena suerte»; y al decir esto, desapareció en los bosques llevándose al pobre Moick, nuestro mejor sabueso, que tal vez va a transformar por sus artificios diabólicos en lobo cerval o en bestia de siete patas.

El barón no era nada supersticioso; pero no comprendía lo que decía Erhard, a quien juzgaba demasiado serio y grave para una broma de esta clase. Sin embargo, no podía comprender cómo el marqués estuviese dotado de los conocimientos topográficos que le atribuía el picador.

—¿Y tú qué has encontrado? —pregunto a Erhard.

—El que llamáis vuestro huésped me ha puesto en desgracia, monseñor: Nada.

—¡Nada! ¡Cómo nada!… ¡Esta es la primera vez en dos años que no has encontrado nada! ¡Y un día que debemos cazar delante de un extranjero!

—Cuando el demonio trabaja, los hombres no pueden nada —dijo Erhard con tono grave—. En cuanto el que llamáis vuestro huésped suene la trompa, todos los animales de la selva vendrán a él como el pájaro a la serpiente.

—¡Anda al infierno, viejo loco! —exclamó el castellano con despecho.

—No me alejaré por eso, monseñor —murmuró Erhard, señalando a Létorière que salía de un coto llevando atado al viejo Moick.

—Viva, barón —exclamó Létorière—, sí os place podéis correr un venado de la capilla, y cogerlo en derechura. Por la anchura de sus manos apostaría a que es uno de esos ciervos grandes de frente y piernas blancas; el rey de Franca tiene algunos en su posesión de Chambord; conozco sus pies entre mil: son de una hermosa talla.

—Marqués —dijo el barón— tenéis buena fortuna; pero sois hechicero.

—Barón, no soy yo hechicero, vuestro sabueso es el que es excelente. A él le debo el ciervo. Si tú lo tuvieses, valiente Erhard, hubieras hecho lo mismo. ¡Hola barón, a caballo! Hay una legua de aquí a mi señal, y los días de noviembre son cortos. Toma tu sabueso, Erhard…

Y el marqués puso un luis en la mano del cazador.

Este, aprovechando un momento en que el marqués no podía verlo, arrojó la pieza como si estuviese hecha ascua, y con la punta de su bota la ocultó entre hojas secas…

—Moneda infernal —dijo en voz baja—, si la hubiese metido en el bolsillo al cuarto de hora me convertirías en un murciélago encargado o una rana negra. —Y el picador tomó el cordel de su sabueso, con tanta precaución como si el marqués estuviese apestado… y miró a su perro con inquieta ternura, creyéndolo maleficiado para siempre.

El marqués, después de haberse puesto sus fuertes botas sobre sus polainas de piel de venado, montó en el viejo Elphein, y el barón vio con un nuevo placer que su huésped era un excelente jinete.

—Barón… —exclamó Létorière al llegar a un lugar de la selva— aquí está mi señal… soltad los perros, yo voy a entrar en lo intrincado con tres o cuatro de los más experimentados para atacar…

—Un momento —dijo con gravedad el barón—, pasáis por un hechicero a los ojos de Erhard Trusches; cazará mal si os toma por el diablo, porque pensará más en su alma que en la huella del ciervo.

—¿Cómo? Explicaos, barón.

—Ven aquí, Erhard —dijo el castellano.

El picador se adelantó con inquietud y temor.

—¿No es verdad —continuó el castellano—, que tú no comprendes cómo mi huésped, que no ha venido nunca a esta selva, la conozca tan bien? ¿Cómo sabe que el bosque de la capilla en la ermita es donde hay más ciervos, y que es menester colocar los perros en la cruz blanca y en los lindes de la llanura del Priorato?

—Es verdad —dijo Erhard en voz baja—. Los hombres no pueden saber tanto…

—Y lléveme el diablo —dijo el barón—, si comprendo yo tampoco nada, marqués.

El marqués se encogió de hombros sonriéndose, sacó de su bolsillo un librito forrado de cuero, y adelantándose hacia Erhard, le dijo:

—Toma… viejo jabalí, este es mi libro mágico…

El picador retrocedió asustado…

El marqués abrió el librito y desplegó sobre el arzón de su silla una carta de los bosques destinada especialmente para cazar en el imperio, y en la cual estaban exactamente indicados y explicados los recintos, rutas, residencias y caminos de los animales.

—¡La carta de la caza imperial!… —exclamó el barón—. Debiera dudarlo… ya está explicado el misterio: pero es menester, mi gran afición a la caza para hacer uso de esto. ¡Ah! marqués… sois el primero… en Europa… Correr una selva la primera vez que se caza en ella… ¡no lo he visto nunca! ¿Comprendes ahora, viejo loco? —dijo el barón al picador—. ¡Todos de rodillas delante del marqués… es nuestro maestro!…

—Sí, sí, monseñor; lo comprendo, gracias a Dios, porque hubiera podido suceder una desgracia. —Y al decir Erhard estas palabras tomó su sacatrapos y descargó su carabina.

—¿Qué haces?… ¡Erhard! —dijo el barón.

El picador mostró al marqués una bala negra sobre la que estaba trazada una cruz, diciéndole:

—A la primera ocasión le hubiera disparado esta bala encantada al marqués que tomaba por un diablo… El viejo Ralph dice que es lo único para conjurar sortilegios.

—¡Desgraciado!… —exclamó el barón.

—Tiene razón —dijo Létorière con la mayor sangre fría—: pero has olvidado, Erhard, que para que el efecto sea completo es indispensable tener tres piezas de oro en el bolsillo izquierdo, para que el diablo no pueda entrar en él.

Y al decir esto el marqués echó tres luises a Erhard, que, esta vez no los enterró entre hojas.

Pronto se levantó el ciervo atacado.

Es inútil describir los diversos sucesos de esta cacería, en la que mostró Létorière una experiencia consumada, el animal fue cogido, y el marqués, llegando el primero al sitio, mató valerosamente de una cuchillada al ciervo que tenía en peligro a los perros.

Los cazadores llegaron al castillo al caer el día. Selbitz había preparado como en la víspera el tocino, la berza, la carne, y llenado los vasos grandes, chicos y medianos.

Como la víspera, el barón y el marqués honraron la comida; como la víspera llenaron su pipa después de comer, y se arrimaron al fuego, mientras el mayordomo se ocupaba en los quehaceres domésticos.

Aunque el barón se sentía dominado por el carácter jovial, franco y resuelto del marqués, experimentaba algún despecho al ver un rival tan joven e invencible, tanto en la caza como en la mesa.

Létorière, demasiado diestro para no comprender al barón, le economizaba un brillante triunfo.

El castellano, que, por lo demás, se interesaba verdaderamente por su huésped, quiso rodear él mismo la conversación del pleito.

—¡Al diablo el pleito! —exclamó el marqués—. Es mi refrán… si pierdo mi causa, gano un buen compañero… ¡Tocadla, barón!… ¡quisiera tener cien pleitos para perderlos así!… Pero mi vaso está vacío… ¡Hola, Selbitz!… viejo Satanás… El kirschwasser ha desaparecido ante mi sed, como el rocío ante el sol.

—Pobre muchacho —pensó el castellano—; sin duda quiere distraerse: no debo dejarlo beber solo.

Y el barón hizo llevar su copa.

—¡Barón!, ¡una canción! —dijo con animación Létorière—. ¿Sabéis «La retirada»? Dicen que la música y la letra han sido compuestas por uno de vuestros antiguos cazadores.

—Cantad, marqués, yo os diré si la conozco.

Létorière, después de haber agotado de nuevo su vaso, preludió por medio de algunos sonoros ¡hem!, ¡hem! y entonó la canción siguiente:


¡A lo lejos la trompa ya suena!
Compañeros el ciervo murió;
Y a la lid por los campos resuena,
Que un venado, nos muestra se halló.
 

—Ea, barón, en coro… ¡Vive Dios! esto viene hoy bien.

—Con toda mi alma, marqués, no conocía ese canto de retirada; pero ¡es digno de Mozart!

Y el barón repitió este estribillo con un tono de voz tan poderoso, que hizo temblar las vidrieras.

—Escuchad la otra, barón… es melancólica como los últimos sones de una trompa lejana en una hermosa noche.

Y el marqués continuó con una voz menos estrepitosa y cada vez más lenta.


Ya el lucero se ve vespertino,
Con sus sombras, cubierto ya el día:
Fin pongamos al largo camino;
Todo calla en la selva sombría.

Ya se acercan nocturnos terrores:
Sus, ligero, atraillad al lebrel;
A caballo montad, picadores,
Aguijad con la espuela al corcel.

Ya la luna nos muestra su brillo
Ya la noche nos roba el placer.
Compañeros, llegad al castillo,
A ese negro montero sin ver.
 

La voz del marqués pareció debilitarse al cantar estas últimas palabras en un ritmo melancólico y casi triste; sus facciones perdieron su expresión de alegre indiferencia, y apoyó sobre su mano la frente cubierta por una nube de tristeza.

Selbitz, que estaba en este momento detrás de la silla de su amo, le dijo en voz baja señalando al marqués:

—Cuando la flor está muy empapada, se inclina sobre su tallo; cuando se trata de beber, no es hoy el mismo de ayer. ¡Vamos!, ¡vamos! monseñor, todavía seréis «la cuba virgen». Mirad cómo el francés apoya la frente sobre su mano izquierda; así empezaba siempre la borrachera del guardabosque general de Hasbruk, pero es menester ser justo, esta se le manifestaba desde el primer día.

El barón se sonrió con orgullosa satisfacción, y respondió en voz baja.

—¿Qué quieres, Selbitz? es tan joven… pero a pesar de su juventud, es un gran mantenedor. Ayer se sostuvo; dos días seguidos, era demasiado para él. Mas, después de mí, no conozco quien le iguale…

—Rematadlo, pues, monseñor… —dijo el traidor mayordomo—; rematadlo pues en honor de la antigua Alemania.

—Y bien, marqués —dijo el castellano en voz alta—, ¿se acabó ya vuestra canción?, ¿no bebemos a vuestra gloriosa caza de hoy?

—Bebamos —dijo el marqués alzando su vaso con un brazo al parecer pesado… Después de haber bebido repitió en voz baja y triste estos últimos versos de su canción:


Ya la luna nos muestra su brillo,
Ya la noche nos roba el placer;
Compañeros, llegad al castillo,
A ese negro montero sin ver.
 

—Tiene el vino lúgubre —dijo el barón a su mayordomo.

—Me recuerda al conde Ralph, que, como vos sabéis, a la décima botella entonaba el de profundis —respondió Selbitz en voz baja.

—¡Vamos, marqués, al primer jabalí que tomemos! —dijo el castellano, queriendo dar el último golpe a la razón de Létorière.

—¡Bebamos…! —dijo este que empezaba a dar algunas ligeras señales de embriaguez, hablando de un modo, ya lento, ya brusco, ya triste, ya alegre.

—La caza… barón… es buena la caza… el vino también… aturde… arrebata… no da tiempo para pensar… y después pone alegre… y por dentro… Pero, bah… callad, barón… es preciso que os haga una confianza…

—¡Oh! ya hay confianzas… —dijo el mayordomo—, esto es como el cura de Blunemthal… pero el reverendo no las empezaba hasta el octavo vaso… ¿os acordáis, monseñor… de la historia que nos contaba de la hermosa molinera del Val-aux-Primedères?

—Cállate, y escucha —dijo el castellano y añadió en voz alta—: hablad, hablad, marqués… vamos a beber por vuestras confianzas…

—Bueno, barón… figuraos que mi pleito me calienta la cabeza…

—De veras, marqués —dijo en voz alta.

»—Estaba seguro —repuso en voz baja—, que ese pobre muchacho quería distraerse…

—Tan verdad como que está mi vaso vacío… yo no quería decíroslo, barón… pero sois mi amigo… debo confiároslo todo… sabed pues, que he visitado a mis jueces…

—Ah, bah —dijo el barón muy satisfecho por la expansión involuntaria de su huésped, y muy deseoso de sorprender el secreto de sus pasos—; ¿habéis visto a vuestros jueces?…

—Sí… barón… primeramente, a uno llamado… llamado… Espectro…

—¿Sphex querréis decir, marqués?

—Sphex o Espectro… es igual… Pero ¡mil carabinas! barón, dejadme reír… aunque sea uno de vuestros colegas… pero no es culpa mía… tanto caso hago de un saldo en moda, que de un vaso roto o de un caballo enfermo…

—Tenéis razón, marqués, sois lo mismo que yo… no servís para andar con librotes.

—Figuraos, pues, barón, que ese viejo Espectro, me gusta más llamarlo Espectro, porque su nombre y figura es de eso… ha tenido la insolencia de preguntarme al cabo de dos minutos de conversación, si sabía latín…

—Vos, marqués… vos, saber latín —dijo el barón tan indignado como el marqués—: ¿dónde había dejado sus gafas? ¿Tenéis facha de saber latín? háyase visto viejo sin vergüenza… ¿Por quién os tomaba?

—Veis, barón, que esto no se puede oír con calma… ni en boca de su juez… «Hola, le dije, ¿tengo yo facha de un ratón roedor de libros viejos?, ¿de un bebedor de tinta?, ¿de un monigote? Saber latín… ¡mil diablos! Si no viniera para pediros vuestro voto… os haría ver cómo trato a los que me preguntan si sé latín».

—Bien hecho, mi huésped… hubiera dado cien florines por haber asistido a esa escena —dijo el barón riéndose a carcajadas.

—Entonces el doctor me declaró francamente que no tenía nada que decirme, y que podía considerar mi causa como perdida, porque estaba conocido… Vive Dios, barón… que estaba conocido… esto era demasiado, después de haberme preguntado si sabía latín… No pude dominarme y le propuse francamente un desafío…

—A Sphex, un desafío… —repuso el castellano, riendo a más no poder—: el viejo mico se quedaría horrorizado… ¿Y qué dijo?

—Nada, levantó las manos al cielo y desapareció como por encanto tras un montón de librotes; entonces me fui, creyendo que el doctor no me guardaría rencor: porque se puede tener un desafío con otro, y a pesar de eso ser amigos…

—Es sumamente sencillo —dijo en voz baja el castellano—, es necesario que abusen singularmente de sus maneras y exterior.

Létorière repuso:

—Me quedaba por ver al consejero Flacsinfingen: llego a su casa; pregunto por él, me presentan ante una vieja hechicera, que por lo seca y demacrada podía pasar por sabia: llevaba una biblia en la mano. «Quiero ver al señor consejero, y no a su mujer», dije al lacayo. «Lo mismo es a mí que al consejero, respondió la hechicera, decidme a mí lo que hayáis de decirle a mi marido». Entonces, barón, yo, que no me falta astucia, imagino un medio para hacer huir la mujer y venir el marido.

—Veamos, marqués —dijo el castellano, y añadió en voz baja—: cuando este sea diestro y astuto, beberé agua pura… es fuerte y nudoso como la encina, pero dócil como una seda. Y bien, ¿qué medio, marqués?

—«Señora, dije a la consejera, lo que tengo que deciros es demasiado repugnante para vuestros castos oídos: es un negocio que se debe discutir a puerta cerrada». «Decid, sin embargo, caballero», me contesto.

»Entonces, barón, me pongo a contarle un cuento de cuartel que hubiera avergonzado a un Panduro.

Al oír este chiste, el barón se echó a reír de nuevo, y exclamó:

—¡Un cuento de cuartel, a la gazmoña y devota Flacsinfingen!… daría de buena gana mi sabueso Moick por haber estado allí. Y ¿qué dijo ella?

—Se puso encendida como un cangrejo, me llamó insolente y me hizo seña que saliera.

—Si procedéis así —dijo el castellano—, para interesar a vuestros jueces en vuestra causa, os doy la enhorabuena.

—¿Y qué diablos queréis que diga a un sabio y a una vieja gazmoña?

—Ciertamente —murmuro el barón—, el pobre muchacho es como yo, le costaría trabajo acostumbrarse a la jerigonza de un doctor y a la charlatanería de una vieja.

—No me quedaba más que vos por visitar, barón. Lo he hecho… sois excelente… temo fastidiaros con mis negocios… pero ese pleito… si supieseis… ¡si lo perdiese! —exclamó Létorière con energía—, no sobreviviría a él; voto a Sanes, me pegaría un tiro.

Después de haber dejado escapar su siniestro secreto, Létorière pareció reunir sus ideas, pasó la mano por la frente, y mirando con admiración alrededor, dijo:

—¿Dónde diablos estoy?, ¿estáis ahí, barón?… vamos, vamos, vuestro vino del Rin se sube mucho a la cabeza; creo que he dormido… —Y el marqués bajaba a pesar suyo sus párpados al parecer cargados.

—No habéis dormido, huésped, pero según creo tenéis gana… y vuestro vaso está lleno.

—Bebedlo por mí, barón… porque… el pleito… el ciervo… hoy… Ah fuera pleitos… ¡viva la caza… a beber… a vuestra salud, barón!

Y Létorière, fingió dejar caer adormecido la cabeza sobre los brazos.

—Rehúsa beber, ¡soy vencedor! —exclamó el castellano; y llamó al punto a Selbitz y Erhard, para hacer constar su triunfo sobre el francés, y para mandar que lo ayudasen a subir al cuarto de las ratas.

Létorière, cuya cabeza estaba tan serena como la del barón, se prestó a la ayuda que le daban, pareció subir maquinalmente la escalera que conducía a su cuarto, y se dejó caer pesadamente sobre su cama.

El barón estaba extrañamente embarazado. Aunque se interesaba profundamente por Létorière, sobre todo desde que este último le había hecho creer que no sobreviviría a la pérdida de su pleito, el buen castellano había prometido también formalmente su voto a los príncipes alemanes, cuyos derechos creía más fundados. Para cumplir su deseo de obligar al marqués con la palabra ya dada, recurrió el barón a un singular compromiso:

Según el carácter de Sphex y Flacsinfingen, por otra parte muy partidario de los príncipes, se dijo, es indudable que votarán los dos contra ese pobre Létorière, sobre todo después de la mofa que ha hecho al doctor y a la consejera. Su hostilidad asegura el triunfo de la parte contraria. Ahora bien, con tal que esta parte gane, ¿qué importa que sea por unanimidad o por mayoría de votos? Lo que quiero es poder, sin faltar a mi convicción, despedir a ese marqués con buenas palabras y con una prueba de su amistad; pues no hubiera tenido valor para decir que no a un compañero tan franco y jovial.

Habiendo tomado el castellano esta resolución, esperó con impaciencia que se despertase su huésped, y le anunció que habiendo reflexionado toda lo noche en su pleito; su convicción se había modificado y le daba su palabra de votar por él.

Létorière, después de haber dado mil gracias al barón, se puso en camino para Viena. A pesar de lo que le había dicho al castellano, el marqués no había visto aún al consejero Sphex ni a la mujer del consejero Flacsinfingen.

12. El factor Sphex

El doctor Aloysio Sphex vivía en una casa retirada en uno de los arrabales de Viena. Pesadas barras de hierro guarnecían las ventanas y aumentaban la solidez de una puerta baja y estrecha resguardada por una fuerte cerradura.

Era menester atravesar entre dos enormes mastines encadenados detrás de dicha puerta, para llegar a un pequeño patio interior cubierto de yerba por todas partes, y que conducía a la cocina. En esta pieza fría y desnuda estaba la vieja ama de gobierno del doctor acurrucada cerca de dos tizones apagados.

El doctor tenía en el primer piso una vasta biblioteca llena de polvo, desordenada, cubierta de volúmenes en folio, que parecían no haber sido abiertos en mucho tiempo. Una alta ventana con pequeñas vidrieras, con marcos de plomo, y medio tapadas con paños de antigua tapicería, arrojaba en este aposento una claridad dudosa y rara. Una vasta chimenea con las columnas retorcidas de piedra y con campana esculpida había sido transformada en un cuerpo de biblioteca, porque el doctor no encendía nunca fuego por miedo de incendiar sus libros…

A fin de resguardarse del agudo frío del otoño, el consejero había imaginado meterse en una vieja silla de manos, que había hecho colocar en medio de su gabinete de estudio: cerrando los vidrios de dicho mueble, se encontraba con bastante comodidad para leer y escribir.

El doctor Sphex, viejecillo delgado, delicado, de cejas espesas, ojos vivos y sonrisa mordaz, con la quijada inferior muy prominente, y las mejillas arrugadas, tenía una fisonomía singularmente sardónica y maligna.

Cuando dieron las dos en su antiguo reloj, el consejero salió de su silla con una exactitud casi automática.

Llevaba un vestido negro muy raído; se embozó en una especie de capote gris, se puso un sombrero de ala ancha sobre su peluca rubia, y para sujetársela mejor se sirvió de un pañuelo a cuadros, doblado triangularmente, cuyas dos puntas ató bajo su barba.

Después de haberse metido sus gafas en uno de sus bolsillos, y en el otro un primoroso Elzevir, librito encuadernado en tafilete negro, el doctor Sphex tomó su bastón y se preparó a salir.

Pero como impulsado por una reflexión súbita, volvió atrás, atravesó la biblioteca, y entró en otra pieza, cuya puerta cerró cuidadosamente. Acercándose entonces a la ensambladura de las tablas que cubrían la pared, tocó un resorte, se abrió una puertecita, y en el hueco que quedó en la pared se dejó ver un cofre de hierro.

Los ojos del viejo estaban radiantes de alegría; tomó una llave colgada en la cadena de su reloj y sacó con religioso respeto una caja de cedro llana y oblonga, que contenía un manuscrito en cuarto en vitela. La forma de los caracteres de escritura era la empleada en el décimo siglo; los títulos y letras capitulares estaban doradas y adornadas con viñetas. Después de haber contemplado este manuscrito con la avidez e inquietud con que el avaro su tesoro, el doctor Sphex puso la caja en su lugar, cerró el cofrecillo, y ajustó hacia adentro de la puerta secreta un resorte destinado a hacer jugar la batería de una pistola cargada. Esta arma invisible debía castigar la audacia del que hubiera querido tocar con mano imprudente y sacrílega este precioso monumento de caligrafía.

Asegurado de la existencia y conservación de su más querido bien, el consejero salió para dar su paseo de costumbre.

Al pasar por delante de la cocina de su ama de gobierno, le dijo con tono brusco:

—Si el marqués francés vuelve otra vez, esté en casa o no, decidle que estoy ausente…

—Ha vuelto esta mañana, señor.

—Bueno, bueno, no tengo necesidad de ver a ese presumido, a ese fatuo, a ese pisaverde, que «non pudet ad morem dis cincti vivere Nattae».

El viejo se dirigió a un pequeño valle situado detrás de la ciudad llamado el Hondo de los Tilos.

Como ciertos amantes desdeñosamente exclusivos no admiten más que una escuela de pintura y no admiran más que a un jefe de ella, así el doctor Sphex se había apasionado por las sátiras de Persio, y encomiaba a este sobre todos los otros poetas latinos de la antigüedad.

Además de poseer todas las ediciones de esta obra desde la más antigua princeps de Brescia (mil cuatrocientos setenta) hasta la más moderna de Homs (1770), había adquirido a precio exorbitante, el manuscrito mencionado, que consideraba como un tesoro inestimable.

El consejero había traducido y comentado a Persio, y lo comentaba aun todos los días, a fuerza de penetrarse del espíritu de este autor, había acabado por asimilar de tal modo los pensamientos, que se aplicaba continuamente a sí mismo y a los otros, situaciones tomadas de este satírico estoico.

Su admiración rayaba en monomanía. Así como el microscopio descubre a los ojos del observador mundos desconocidos en un pedazo de yerba o en una gota de agua, la imaginación exaltada del doctor encontraba las significaciones más profundas en las más sencillas palabras de este poeta.

El consejero se encaminó a pasos lentos hacia el lugar de su paseo cotidiano, se acercó al árbol derribado que le servía ordinariamente de asiento, cuando oyó hablar en alta voz.

Contrariado por hallar ocupado su lugar, el doctor se detuvo detrás de un matorral de acebos.

Pero qué sorpresa, cuando oyó una voz pura y suave recitar con la acentuación más sabiamente prosódica y expresiva, estos versos de la primera sátira de Persio:


Ocuras hominum!
O quantum est in rebus inane!
 

El consejero suspendió su respiración, escuchó, y cuando la voz se detuvo se adelantó bruscamente para ver cuál era el extranjero que parecía quitar tanto del autor de su predilección. Vio a un joven negligentemente vestido; muchos rollos de papel salían de los bolsillos de su vieja chupa negra; a su lado tenía un libro en cuarto bastante voluminoso. El exterior de Létorière, porque era él, daba en fin la más justa idea de un pobre poeta; estrecha corbata de tela gruesa, sombrero viejo, rostro pálido y algo hambriento, nada faltaba a esta nueva transfiguración.

Al ver al viejo consejero, el marqués se levantó respetuosamente.

—¿No es verdad, joven, que nuestro Persio es el rey de los poetas? —exclamó vivamente Sphex golpeando con la mano en el Elzevir que acababa de sacar del bolsillo, y acercándose gozoso hacia Létorière.

—Señor —dijo este con aire admirado—; no se…

—Yo estaba ahí detrás de ese matorral de acebos, os he oído recitar el principio de la primera sátira de nuestro poeta, de nuestro dios, porque, ¡por Hércules, joven!, veo que lo apreciáis como yo: nunca ningún toscano ha pronunciado con más pureza que vos la inimitable poesía de nuestro común héroe; y francamente, mi viejo corazón se ha alegrado mucho con este encuentro tan feliz como inesperado.

«Hunc Macrine, diem memora meliore lapillo».

Exclamó el viejo, y tendió cordialmente la mano a su nuevo conocimiento, después de haber tomado esta cita de su autor predilecto.

—Si no fuera demasiado pretender, caballero —respondió humildemente Létorière—, me atrevería a responderos:


Non equidem hoc dubites, amborum foedere certo.
Consentire dies, et ab uno sidere duci.
 

—¡Bravo! joven, es imposible responder con más tino y discreción. Es preciso que conozcáis a mi Persio, mi inimitable estoico, tan bien como yo: pero lo que vos tenéis ¡ay, y yo no, es esa bella y armoniosa pronunciación que me ha transportado! También —añadió el consejero vacilante—, si me atreviera, os pediría, en nombre de nuestra común admiración, que me repitieseis el primer verso de la tercera sátira.

—Con mucho gusto, caballero, dijo sonriéndose Létorière.

Haec cedo, ut admoveam templis et farre litabo.

—Cada vez mejor —exclamó el sabio aplaudiendo—: pero a propósito de esta citación, ¿qué significación dais a «far»? Y el doctor clavó al decir esto una mirada inquieta sobre el joven, cuya ciencia quería poner a prueba con esta pregunta.

—Según mi modesta experiencia —respondió el marqués—, «far» significa el grano de que se hace la harina, y al contrario de la opinión de Casaubon y Scaligero, creo que esta expresión se aplica no al pan sino al trigo, a la cebada, en una palabra, a toda especie de granos; porque como sabéis, el «fart» con sal era la ofrenda más común; la que, según creo, designa Virgilio con estas palabras fruges salsae… salsa mola… En obsequio, pues, de nuestra común divinidad, voy a recitar los versos que os gustan.

Y Létorière recitó generosamente la sátira entera, dando a su voz armoniosa una expresión tan fina, tan mordaz o enérgica, que el doctor Sphex entusiasmado, exclamó:

—¡Nada deja escapar!, ¡ni un contraste!, ¡ni una intención!, ¡no se detiene en las palabras! las escudriña, las penetra bajo esa cubierta brillante, y descubre el sentido profundo y oculto… joven… joven… —añadió Sphex levantándose—, ¡gloria a vos, porque leer así es traducir! ¡Traducir así, es asimilar de tal modo el espíritu del original, que casi se sustituye la individualidad del autor a la suya propia!… Os declaro pues que un hombre que fuera bastante feliz, bastante dotado de raras cualidades para ser individualizado con Persio, merece a mis ojos casi tantas consideraciones como él mismo; ¡pues considero esta especie de asimilación como un parentesco, de generación intelectual!

»¡Tocadla joven! si no fuera por la inmensa diferencia de edad que nos separa, diría que somos hermanos de inteligencia, ¡engendrados por un mismo padre!

El doctor Sphex había hablado con tanta vehemencia y entusiasmo, que Létorière lo miraba con una profunda admiración, temiendo engañarse, y hablar con un loco en lugar del consejero áulico que esperaba.

El doctor, interpretando de otro modo el silencio de Létorière, le dijo: «Mas ved; yo me porto como un viejo loco… Os llamo hermano, y no pienso en preguntar a qué sabio humanista tengo el honor de hablar».

—Mi nombre es Létorière, señor —dijo el marqués saludando.

—Létorière —exclamó Sphex irguiéndose bruscamente—: ¿seríais acaso pariente del marqués del mismo nombre?

—Yo soy el marqués de Létorière, caballero.

—¿Vos?… ¿vos?… ¿vos?… —dijo el doctor en tres tonos diferentes—. Vamos, es imposible. El marqués de Létorière dicen que es más ignorante que una carpa, más voluble que una mariposa; uno de esos insulsos, incapaces de comprender una palabra de latín, y que no conocen a Persio ni aun de nombre —añadió el consejero muy satisfecho de este ridículo chiste.

—Veo con pesar —dijo el marqués—, que me han calumniado.

—¿De veras, de veras seríais el marqués de Létorière? —dijo Sphex estupefacto.

—Tengo el honor de afirmároslo, señor —dijo el marqués.

—¿Pero vos estáis aquí para un pleito?… responded, señor… responded, no me engañéis.

—¡Caballero! —dijo el marqués disgustado de la indiscreción del consejero…

—Perdonad mi viveza, señor… si os parezco demasiado instruido en lo que os pertenece, es porque…

Y el doctor vaciló:

—Es porque tengo algunos parientes en el consejo áulico, y estoy informado de todo lo que pasa allí…

—¡Pues bien! es verdad, caballero —dijo suspirando Létorière—; por desgracia estoy aquí por un pleito.

—Pero, joven —le dijo—, permitidme que os diga que me parecéis muy negligente en vuestros negocios… Venís a recitar versos a los céfiros… admirables versos, es verdad, pero, entre nosotros, no es este el medio de ganar vuestro pleito… creedme, joven, si la justicia es ciega, no es sorda… hay mil medios para interesar a vuestros jueces.

—¡Ay! señor, he visto a mis jueces, y por lo mismo que los he visto, conservo poca esperanza… Las letras me consuelan y enseñan en mi tristeza; y sobre todo mi poeta favorito… Procuraba hallarme con fuerza para luchar contra la desgracia, leyendo sus versos. ¿No juzgáis que su poesía enérgica, altiva y sonora, debe reanimar las almas debilitadas, así como el guerrero sonido de un clarín reanima a los abatidos soldados? —esta expresión a la vez simple y digna con que Létorière pronunció estas últimas palabras, conmovió profundamente al doctor.

—Perdonad a un anciano —le dijo—, el interés que por vos se toma; pero ¿no exageráis las malas disposiciones de vuestros jueces?… ¿Habéis hecho todo lo posible para interesarlos en vuestra causa, antes de desesperaros así?

—Los jueces que he visto, no podían simpatizar mucho conmigo, y por otra parte no debía esperar yo agradarles.

—¿Por qué, joven?

—Nuestro poeta pudiera, responderos a propósito, señor.


Velle suum cuique est; nec voto vivitur uno…
……………
Hic satur iniquo mavult turgescere sommno;
Hic campo indulget…
 

—Comprendo, comprendo —dijo el consejero sonriéndose con la justa y maligna aplicación de estos versos—: sé que dicen en Viena que el consejero Flacsinfingen hubiera podido figurar entre los glotones convidados del festín de Trimalcion, y que el brutal castellano de Henferester hubiera podido luchar en el circo de Roma contra las bestias salvajes. Efectivamente, ¡qué relaciones podíais tener vos, pobre letrado!, ¡pobre poeta pobre ruiseñor de dulce canto!… ¿con ese panzón inerte de Flacsinfingen, que no piensa más que en comer? A quien hubierais podido decir:


Quae tibi suma boni est? ancta vivisae patella,
Semper?…
 

»Lo mismo que a ese gladiador, a ese bruto de Henferester… cuya masa enorme y pesada no puedo ver sin recordar estos versos de nuestro dios:


Hic aliquis de gente hircosa centurionum
Dicat: quod satis est sapio mihi: non ego curo
Esse quod Arcesilas aerumnosique Solones.
 

—¡Pues bien! confesareis, señor —dijo el marqués sonriéndose—, que no teniendo nada que decir a mis jueces, no debía esperar interesarlos. ¡Ay!… yo no soy un corredor de selvas ni un glotón… si lo fuera quizás hubiera excitado alguna simpatía en mis jueces.

—Pero todos los consejeros no son gladiadores, ni glotones dirigidos por sus mujeres, amigo…

At me nocturnis juvat impallescere chartis.

—Ah señor… toda mi desgracia es no tener jueces que se os parezcan…

—Me habían hablado de un cierto doctor Sphex —dijo el consejero clavando sus ojos en el marqués—, de un buen viejo que no carecía de estudios… que juzgaba por la mañana, y se entregaba por la tarde a sus queridas letras…

His mane edictum post prandia Callirhoe do!

—Muchas veces me he presentado a la puerta del señor consejero Sphex —dijo Létorière—, y si lo que decís es verdad, lo siento más, porque quizás es el único de mis jueces a quien hubiera podido inspirar algún sentimiento bienhechor, o reclamar algún interés en nombre de nuestros gustos comunes…

—Por Hércules no lo dudéis, joven… no está todo tan desesperado… conozco bastante a ese original Sphex, si queréis acompañarme, tendré un gusto en recomendaros y aun en presentaros a él.

—Señor, ¿cómo podría reconocer y merecer ese gran favor?

—Joven, las personas como vos y el consejero Sphex son raras; y debéis ganar los dos en el encuentro que os propongo. Dadme vuestro brazo y marchemos.

El viejo se forjaba un maligno placer en la sorpresa que preparaba a Létorière; efectivamente, este se alegró mucho, cuando, al llegar a casa del consejero, este descubrió su incógnito.

Con gran sorpresa de la vieja Catalina, el doctor le mandó poner dos cubiertos, pues Létorière no había podido rehusar el convite del consejero, que le había dicho aludiendo a la frugalidad de su vida.


…………… Positum est algente catino,
Dorom olus, et populi cribro decussa farina.
 

Lo que por otra parte se realizó exactamente. Apenas hubieran bastado para un anacoreta los manjares que la vieja Catalina sirvió en la biblioteca.

El consejero, cada vez más encantado con su huésped, le leyó sus traducciones, sus comentarios, y por favor inesperado, y último término y prueba de confianza, le mostró el precioso manuscrito.

Létorière al verlo manifestó una admiración tan apasionada y celos, que el doctor empezó a mirar a su huésped con inquietud, y se arrepintió casi de su imprudente confianza.

—¿Habitáis solo esta casa con vuestra ama de gobierno? —dijo de pronto el marqués con aire sombrío apretando entre sus manos el precioso manuscrito como si hubiese querido apropiárselo.

«¿Sería tan entusiasta por Persio que quisiese asesinarme y robarme mi manuscrito?» —se preguntó el consejero con un estúpido terror mezclado de admiración, y se acercó a la pistola que hacía mover el resorte de la puerta, preparándose a una defensa desesperada.

Pero el marqués, volviéndole el manuscrito con aire extraviado, exclamó:

—¡Por amor de Dios! señor, ocultad esto… ¡Perdonad a un insensato!

Y salió precipitadamente del cuarto, con las manos en los ojos.

El consejero cerró el secreto y encontró a su huésped sentado con abatimiento en la biblioteca…

—¿Qué tenéis, joven? —le preguntó con interés.

—¡Ay!, ¡señor, perdonadme!…, al ver ese manuscrito me ha asaltado un pensamiento infame, monstruoso… a pesar de la santa ley de la hospitalidad.

—¿Habéis deseado quitarme mi tesoro?

Létorière bajó la cabeza con confusión.

—Tocadla, amigo. Os comprendo… os comprendo demasiado —dijo el consejero suspirando—. Acabáis de dar un grande honor a nuestro autor, y si supieseis la historia de ese manuscrito… Veríais —añadió después de un momento de silencio—; que debo excusar la terrible tentación que no habéis podido evitar.

La confianza del consejero se detuvo aquí por desgracia.

Los dos amigos pasaron el resto del día en analizar con gran erudición los juicios de Casaubon, Keenig y Ruperti sobre su poeta favorito. Descubrieron en él muchas bellezas ocultas que se habían escapado a todos los editores.

Létorière, por su feliz memoria, había llevado hasta el éxtasis la admiración de Sphex, haciéndole notar que el pasaje de la sátira tercera: «Las lecciones del sabio pórtico donde está pintada la derrota del Medo», se refería a Zenón, jefe del estoicismo. En una palabra, en esta larga y docta conversación, Létorière, servido admirablemente por sus recuerdos, por el profundo estudio que había hecho recientemente de Persio, por la recomendación de Domingo, y por la gran flexibilidad de su espíritu, cautivó completamente al doctor Sphex. Sin embargo, aún no se había dicho una palabra sobre el pleito. El marqués callaba por prudencia, el consejero por embarazo; porque aunque estaba en favor de Létorière, pensaba con amargura que su voto no bastaría para la ganancia de la causa de su joven protegido.

—¡Qué lastima! —exclamó el consejero—; que dejéis tan pronto Viena; habríamos pasado largos y deliciosos días en la admiración renaciente de nuestro Dios, y hubiéramos dicho como él:


Unum opus est requiem pariter disponimus ambo.
Aique verecunda laxamus seria mensa.
 

—Siento esta privación tanto como vos, señor consejero. Por desgracia es menester sacrificar los placeres a las obligaciones.

Y Létorière se levantó al decir esto.

El consejero, extrañando la reserva del marqués sobre su pleito, le dijo, clavando una mirada penetrante en su huésped:

—Pero ese pleito… lo olvidamos…

—Pensar, señor, en tristes intereses materiales cuando se habla del objeto de nuestro culto con alguno que participa de nuestra admiración.

—¡Hum!, ¡hum! —dijo el doctor meneando la cabeza, y sonriéndose con aire mordaz, recitó estos versos:


Mens buna, fama, fides! haec clare et ut audiat hospes;
Illa sibi introrsum et sub lingua inmurat: Oh! si
Ebullit patrui praeclarum funus!
 

—¡Sí!… sí… se dice en voz alta; olvido mi pleito… y en voz baja se encomienda a los dioses infernales al mal consejero que no nos da esperanza… ¿no es verdad?

»¿Qué queréis, señor? —dijo el marqués sonriéndose, y respondiendo por una cita del mismo autor:

Messe tenus propria vive!

—¿Y queréis hacer un acopio de indiferencia, joven? —exclamó el doctor riendo de esta oportunidad—. ¡Pues bien! os desengañare… No se dirá que el voto del viejo Sphex no protestara al menos contra el juicio de un panzudo como Flacsinfingen, o de un viejo cabrón de centurión, de un gladiador brutal como Henferester. En mi opinión, el equilibrio entre vos y los príncipes alemanes estaba tan perfectamente igual, que no era menester más que un soplo para hacer inclinar la balanza…


Scis etenim justum gemina suspendere lance,
Anticipitis librae…
 

Dijo el marqués:

—No dudando nunca de la integridad del juez, no he dudado del buen éxito de mi causa por su parte.

El consejero, encantado con esta nueva citación, exclamó:

—Y habéis hecho bien, joven; mi voz aunque solitaria, protestará con energía contra un juicio que miraré como inicuo, si os es contrario. Id con Dios… pasado mañana decidimos sobre vuestro pleito… ¡que los dioses os sean favorables! En cuanto a mí, por Castor, ¡sé lo que tengo que hacer!

Y el doctor terminó la conversación con esta ultima cita:


Ast vocat officium; trabe rupta, Bruttia saxa
Prendit amicus inops; remque omnem, surdaque vola.
Coadidid Jonio…
 

13. El consejero Flacsinfingen

Una agitación extraordinaria reinaba en la casa del consejero áulico Flacsinfingen el día después de haberse despedido Létorière del doctor Sphex.

Eran las once de la mañana: la señora Marta Flacsinfingen, mujer alta, de cerca de cuarenta años, seca, pálida y grave, vestida con una gran bata oscura, con una gorguera almidonada y una especie de capillo de terciopelo negro, estaba en conferencia con su marido, el consejero, hombre grueso y barrigón, colorado, y de rostro jovial y alegre.

El consejero, embozado en una bata de lustrina, en la cabeza un gorro de dormir apretado con una cinta de color de fuego, parecía escuchar a su mujer con impaciente deferencia.

La consejera tenía entre sus descarnados dedos un billete, que leía por segunda vez con atención.

Este billete estaba concebido en estos términos:

El señor marqués de Létorière tendrá el honor de presentarse mañana, al mediodía, en casa de la señora consejera de Flacsinfingen, si esta se digna recibirlo.

Después de haberlo leído, dijo:

—¡Presentarse en casa de la señora consejera!, ¡qué audacia!

—Pero, Marta —dijo humildemente el consejero—, no veo qué haya de audaz en…

—¡No veis!, ¡oh! ciertamente, penetráis mucho. ¿No veis que una carta como esta, de parte de un voluptuoso, de un borracho, de un Nabuconodosor como ese marqués de Létorière, es peor que un insulto? Porque es por decirlo así una premeditación una amenaza de insulto.

—¿Cómo, Marta?

—¿Habéis olvidado pues, todo lo que se cuenta de ese hombre abominable, que, dicen, no deja tras sí sino jóvenes seducidas… y esposas culpables?… ¡No sabéis que es un faraón que cree hechizaros con una mirada… una especie de Tarquino que la primera vez que ve a una mujer se atreve a hablarla en el lenguaje de la más desenfrenada galantería!

—El hecho es —repuso el marido riéndose a carcajadas—, que es uno de esos pisaverdes de quien los padres y las madres reniegan veinte veces al día, eh, eh, eh.

Este acceso de inoportuna alegría fue severamente castigado por la consejera, que pellizcó fuertemente a su marido, exclamando:

—¿Sois un miserable en reír tan neciamente cuando tenéis una prueba en la mano que ese desenfrenado pretende acaso colmar sus triunfos infernales atacando el honor de vuestra mujer?

El consejero miró a su mujer con aire absorto juntando las manos.

—¿Atacar vuestro honor, Marta? Dios mío, ¿quién piensa en ello?

—¡Oh!, ¡qué hombre, qué hombre! Pero escuchad.

Y la consejera leyó la carta por tercera vez: «M. de Létorière tendrá el honor de presentarse hoy al mediodía en casa de la señora Flacsinfingen».

—¿Comprendéis? en casa de «la señora». Está claro. No es al señor consejero a quien quiere presentarse, es a la señora consejera. Me pide pues una especie de cita. No lo oculta, ni lo dice con rodeos, sino descaradamente; y vos no os encolerizáis, quedáis indiferente a esta afrenta, andad, ¡no sois digno de tener una mujer honrada! Pedirme una cita, el impúdico —repitió indignada la consejera.

—¿Cómo, Marta —exclamó el consejero impaciente—, creéis seriamente que el marqués piensa?… ¡Vamos, estáis loca, archiloca! Si os pide una cita es para hablaros sobre su pleito; nada más sencillo. Como todo el mundo sabe que he puesto mi confianza en vos, es decir, que me lleváis por las narices; pues bien, para conseguir de mí, quiere primero conseguir de vos… Marta.

—¡Conseguir de mí! —exclamó la consejera con heroicidad—; ¡eso es lo que impediré a costa de mi vida!

En este momento se oyó parar un coche a la puerta.

—¡Cielos! él es —exclamó la consejera apoyándose en el brazo del sillón de su marido—. No tengo una gota de sangre en las venas. Flacsinfingen, no me abandonéis; en nombre del cielo, defendedme.

Pero el coche continuó su camino; era una falsa alarma.

Marta se pasó la mano por la frente, y dijo con emoción:

—El valor me ha faltado, lo confieso: pero no es una dueña de su terror.

—Hola —preguntó sencillamente el consejero—, si teméis tanto a ese marqués, ¿por qué diablos lo recibís?

—¿Por qué? —respondió Marta con indignación señalando a su marido con un gesto de alto desprecio—. ¿Me pregunta por qué? esto es lo que pregunta un alma vergonzosamente absorbida en la glotonería… ¿Por qué?, ¿porque queda deshonrado el guerrero que huye cobardemente ante el enemigo? ¿Por qué se prueba el oro por el fuego? ¿Por qué el justo que ha combatido y resistido es superior al justo que no ha luchado? Porque la escritura —y Marta mostró su Biblia abierta en el libro de los Jueces— dice: «Vosotros que os habéis expuesto voluntariamente al peligro, bendecid al Señor. Hablad, vosotros que montáis en jumentas de una singular hermosura y que marcháis sin miedo en…».

—Pero —exclamó el consejero interrumpiendo con impaciencia a su mujer—, por segunda vez, estáis loca. ¿Quién piensa en combatiros sobre vuestra jumenta, en atacaros, ni en luchar con vos, ni en probaros por el fuego?… ¿Acaso a vuestra edad…? Bah… Vamos, Marta, me haríais decir algún disparate.

—Unid el insulto a la grosería; nada es extraño en vos.

—Pero una y mil veces os lo digo, no recibidlo, no recibidlo —exclamó el consejero exasperado—; pues vos lo queréis así, he tomado mi partido por sostener los derechos de los príncipes alemanes.

»Lo que os diga ese Nabucodonosor, ese faraón, ese Tarquino, no añadirá ni quitará nada al asunto. Estad tranquila, no necesito que os ataque, como decís, ni que vos le resistáis, para teneros por la mujer más honrada de Alemania. Así, no penséis más en él, cerrad vuestra puerta, y dejadme ir a ver las hornillas de Ripper; mi estómago me avisa que es mediodía, y yo espero un sollo asado al horno, con una salsa de jugo de grosellas, con que he soñado toda la noche…

Después de haber dejado hablar a su marido, madame de Flacsinfingen, repuso con tono de desprecio, tranquilo y concentrado:

—Comprendo, señor, que no pensáis sino en vuestra innoble sensualidad, cuando la virtud de vuestra mujer puede ser atacada… Yo me encargaré pues de defender vuestro honor y el mío. Nueva Judit, combatiré con ese Holofernes, y como ella diré: «Dadme, señor, bastante constancia para despreciarlo, y bastante fuerza para perderlo…».

—Vamos —exclamó con lástima el consejero— ya es Holofernes…

—Pero a pesar de mi resolución —continuó Marta—, como no soy más que una débil mujer, y ese impío es capaz de llegar a los más horribles excesos… todo lo que os pido es que esteis bien armado y prevenido para socorrerme si mis esfuerzos saliesen por desgracia vanos.

—Pero, Marta, animaos; nunca se juzga bien por sí mismo… y os juro que hay en vos… cierto aire… un no sé qué… que ningún imprudente se atreverá… a faltaros al respeto… por lo que no hay necesidad de armarse para…

—Sabéis si lo quiero —dijo la consejera interrumpiendo a su marido, y lanzándole una mirada que pareció fascinarlo—. Aunque siento mucho retardar vuestra comida, id sin embargo a tomar un arcabuz, y, oculto bajo esta mesa, asistiréis a la entrevista… listo para ayudarme, si se necesitase, cuando yo grite: «A mí, Flacsinfingen».

—¡Que me oculte debajo de esa mesa con un arcabuz! y ¿por qué? ¡Dios mío! yo…

—Os digo que así ha de ser, y así será.

La escena pasaba en el gabinete del consejero; un gran número de armas de la edad media estaban colgadas de la pared como un objeto de curiosidad.

La consejera escogió un arcabuz y un puñal, que puso sobre la mesa; examinó algún tiempo un ligero escudo persa y una cota de mallas de acero, y estuvo a punto de revestirse de aquellas armas defensivas para resistir más seguramente los soñados ataques del marqués; pero creyéndose suficientemente defendida con el puñal, volvió con su marido.

—Este puñal será para mí; este arcabuz será para vos. Débora no tuvo más armas que un clavo; Judit una espada; Dalila unas tijeras, Marta tendrá un puñal.

—Pero, Marta, tened cuidado, ese arcabuz ha quedado cargado desde el día en que quiso ensayarlo… ¡justo cielo!, ¿a qué viene todo ese aparato?

Un coche se detuvo de nuevo a la puerta. La consejera experimentó una fuerte emoción de terror, cuando su criada vino a decirle:

—Es un marqués francés que pregunta por la señora.

—¡Dios mío… es él… valor! —dijo en voz baja, y añadió—: Clara, cuando yo llame, introducid a ese extranjero.

Habiendo salido la criada, la consejera abrazó solemnemente a su marido, y le dijo con conmoción:

—Vamos, Flacsinfingen; el momento ha llegado… armad vuestro arcabuz y que Dios me salve… —Y levanto el tapiz haciendo seña a su marido que se metiese bajo la mesa.

—Pero, mujer, me voy a ahogar… es un absurdo.

—¿Me entendéis? —dijo Marta con imperio.

—Pero… es inútil…

—Flacsinfingen, ¿me habéis oído? —dijo la consejera furiosa agarrando a su marido por el brazo, y acentuando, por decirlo así, cada palabra con un pellizco enérgico.

—Vive Dios, que es menester que yo sea tan débil como vos loca para consentir en ello —dijo él frotándose el brazo, e introduciéndose no sin trabajo bajo de la mesa.

—Cuando yo grite: «¡A mí, Flacsinfingen!» salid y haced fuego sin piedad sobre el filisteo —le dijo su mujer, y bajó el tapiz que ahogó algunos últimos murmullos del consejero.

Segura de este auxiliar oculto, Marta hizo sabios preparativos de defensa. La mesa, bajo la cual estaba su marido, debía encontrarse entre ella y el temido adversario. Además estaba flanqueada por dos sillas y rodeada de un biombo; a su lado tenía también un largo puñal de Toledo.

La consejera sonó entonces su campanilla con el corazón oprimido, después de haber dicho:

—Estad listo… Flacsinfingen…

Algunos sonidos inarticulados se oyeron bajo el tapiz, la puerta se abrió, Létorière entró, y la consejera echó mano a su arma.

14. La entrevista

La metamorfosis del marqués era esta vez completa. No representaba más de 20 años; sus cabellos castaños sin polvo, divididos en medio de su frente, rodeaban su hermoso rostro, entonces cándido e ingenuo. Estaba vestido de negro, con los ojos tímidamente bajos, dando vueltas a su sombrero entre las manos con turbación, y parado en la puerta sin atreverse a dar un paso.

La consejera que conmovida, irritada, amenazadora, con una mano en la guarnición de su puñal, esperaba ver entrar un opulento y atrevido señor de mirar altivo, empaque audaz e intención resuelta, quedó admirada al ver a un adolescente de rara belleza, que parecía intimidado y vacilante al acercarse a ella.

Marta, no creyendo a sus ojos, le preguntó con acritud:

—¿Sois el marqués de Létorière?

—Sí, señora consejera —respondió Létorière muy encendido y sin levantar los ojos.

—¿Venís de Francia?

—Sí, señora consejera, hace tres días que he llegado…

Al oír esta voz tan dulce, creció la admiración de Marta, que abandonó sus armas, y se inclinó hacia el marqués diciéndole con voz menos severa:

—¿Sois pues Mr. de Létorière que solicitáis para un pleito?

—Sí, señora consejera…

—¿Contra los duques de Brunswick y Brandebourg?

—Sí, señora consejera…

Al oír estas respuestas tan sencillas y balbucidas con todas las apariencias de la timidez, Marta, animada se levantó y dio dos pasos hacia la puerta, diciendo al marqués:

—Pero acercaos…

Létorière levantó por primera vez sus grandes ojos tiernos y melancólicos, y los fijó algún tiempo en la consejera, ocultándolos en seguida bajo sus párpados.

En su vida había encontrado Marta una mirada a la vez tan dulce y seductora; sintiose conmovida, y dijo al marqués con una especie de brusca impaciencia:

—Acercaos… parece que os infundo miedo.

—Oh, no, señora consejera… no me infundís miedo… porque, como dice la escritura «La mujer virtuosa es un excelente premio que se dará al hombre por sus buenas acciones».

—Cita la escritura —exclamó Marta con admiración, y animada repuso—: ¿Os intimido acaso?

—Pero… señora… tenéis el aire tan imponente… os parecéis tanto a una de las hijas de nuestro rey… que el corazón late a pesar mío… —y Létorière se llevó por un movimiento lleno de gracia la mano al corazón—. Dios mío… apenas puedo hablar… ¡Ah! perdonad, señora; no es uno dueño de ello… —dijo Létorière echando una mirada tímida e implorante a Marta, singularmente lisonjeada por el efecto que producía, y por su semejanza con una de las hijas del rey de Francia.

—Yo no sé si sueño o velo —se decía la consejera—; este es el descarado, el audaz, el implacable seductor, mas quizás se burlé de mí, quizás sea apariencia cándida, es una ficción abominable del demonio. Quizás es un ardid, del tigre que se acerca a pasos lentos a su presa para cogerla y devorarla mejor.

A medida que estas sospechas asaltaban su ánimo, la consejera, imitando hasta cierto punto en su retirada la marcha oblicua y sospechosa del tigre, volvió prudentemente a su fuerte; esto es, a la mesa; y dijo en voz baja a su marido:

—Preparad el arcabuz, Flacsifingen: el momento se acerca.

Al brusco movimiento que hizo el tapiz, no fue posible adivinar si el consejero armaba su arcabuz o si hacía un gesto de impaciencia.

Ya bien defendida y con su puñal al lado, Marta recobró su acento imperioso, su fisonomía áspera, y dijo con dureza a Létorière:

—¡Y bien!, ¿que queréis? Mi marido está convencido de la justicia de los derechos de los príncipes alemanes, y todas vuestras tentativas serán inútiles.

—Quedad con Dios, señora… ya que no queréis oírme… No tengo esperanza… ¡Ay! ¡Dios mío!, ¡qué desgraciado soy!

Y el marqués, poniéndose una mano en los ojos, se dirigió hacia la puerta con doloroso abatimiento.

Este movimiento que estaba lejos de anunciar intenciones hostiles, este acento profundamente desconocido, disipó todas las sospechas de la consejera, que saliendo por segunda vez de su fuerte, se acercó al marqués, y le dijo con una voz muy suave que ocultaba algún despecho.

—Pero, joven, ¿quién dice que no quiero oíros? ¿Por qué os vais?… Aunque la ganancia de vuestro pleito esté muy comprometida, mi marido debe escuchar vuestras reclamaciones… Confiádmelas… serenaos; ¿soy tan terrible? Veamos, acercaos; no tengáis miedo. —Y diciendo esto, Marta llevó con lentitud por la mano a Létorière cerca de un sillón, repitiéndole—: Serenaos; es menester no ser tan corto, hijo mío.

En este momento se oyó una ruidosa carcajada, el tapiz de la mesa se levantó de pronto y el gordo consejero apareció con su arcabuz en la mano, exclamando con doble alegría:

—¿Dónde está vuestro puñal, Marta? ¿Dónde están vuestra coraza y escudo?… ¡Vos sois la que estáis obligada a animar a ese faraón! a ese Nabucodonosor… ah, ah, ah… ¡Ved a Judit que calma la emoción de Holofernes!

Todo esto era incomprensible para Létorière, que sorprendido un momento por la brusca aparición del consejero, tuvo que comprimir la risa que excitaba la grotesca hechura de Flacsinfingen.

Marta, tan airada como humillada por las burlas de su marido sobre las pocas precauciones que había tomado, se precipitó hacia el consejero gritando:

—¿No tenéis vergüenza de recurrir a medios tan viles para espiar a vuestra mujer? ¡Oh!, ¡odioso tirano, abominable celoso! ¿Cuándo le he dado lugar para que dude de mi virtud?

Y Marta levantó los ojos al cielo para poner a Dios por testigo de la injusticia de las sospechas del pobre consejero que aturdido, entorpecido por este enojo inesperado, estaba con la boca abierta y su arcabuz en la mano.

—¿Cómo, mujer —dijo— vos…?

—No quiero oír nada —exclamó Marta agarrándolo por el brazo—. Dejadme…

—Pero…

—Salid, caballero, salid, vuestra presencia me incomoda… —y Marta empujaba a su marido hacia la puerta de un gabinete que daba a esta pieza.

—Pero, mujer —y el consejero se resistía aún.

—¡Y delante de este joven! —exclamó Marta—. ¡Dios mío, qué va a pensar de mí!

—Pero, ¡por el diablo!, vos sois la que…

—Esconderse traidoramente con un arcabuz —añadió Marta.

—Pero… ¡mujer! —y el consejero perdiendo terreno era cada vez más empujado hacia la puerta.

—¡Una verdadera alevosía, digna de un bandido italiano! —repuso Marta con horror.

—Sin embargo, mujer, vos sois la que…

—Un consejero áulico hacer un papel semejante. Ah, me asustáis… salid, salid.

Y después de una lucha bastante larga, Flacsinfingen desapareció en fin en el gabinete, cuyo cerrojo echó su mujer.

—Hola —dijo riéndose Létorière cuando se vio encerrado con Marta—, ¡vive Dios! que no va a ser ella sino yo el que quizás voy a necesitar defensor… Echo de menos la presencia del hombre del arcabuz —añadió mirando con cierto terror alrededor de sí.

Marta volvió pronto, con los ojos bajos como una gazmoña ofendida:

—¡Qué confusa estoy de esta escena!… ¡Ay!, ¡mi marido es por desgracia celoso… horriblemente celoso… Dios mío! sin el menor motivo… En fin, es tan visionario que sabiendo que debía tener una conversación con vos… con un joven caballero —y la consejera vacilaba— de quien se decía tanto… en fin… cuya reputación estaba de tal modo… en una palabra… mi marido se había ocultado… para… Pero, Dios mío. Vos me comprendéis… lo demás.

—Sí, señora —dijo tímidamente el marqués—: ya me habían dicho que el señor consejero era muy celoso.

—¡Eso os habían dicho! —dijo Marta haciendo figuras.

—Sí, señora, me habían dicho que el señor consejero estaba muy celoso de la influencia que ejercíais sobre sus clientes que se dirigían siempre a vos más bien que a él… Se sabe que sois tan buena… de un juicio tan recto… Y por lo tanto vuestro marido debería bendeciros diariamente, porque la escritura dice que «el marido que tiene una buena mujer es feliz, y su edad se duplicará».

Esto fue pronunciado con una expresión de inocencia tan virginal, con un acento tan dulce y religioso, que Marta estupefacta después de haber mirado largo tiempo aquella fisonomía encantadora, le dijo:

«Es un verdadero cordero pascual… pobre inocente… siempre con los textos santos en la memoria… cómo me interesa…» y repuso en voz alta:

—Pero decidme, ¿cómo tan joven vuestros parientes os dejan viajar solo?… ¿Cómo confían a vuestra inexperiencia los cuidados de un pleito semejante?

—Ay, señora, soy huérfano… soy pobre… no tengo apoyo, ni más amigo o guía, que mi viejo preceptor…

—Pero ¿cómo tan interesante como sois tenéis una reputación tan mala?

—Yo, señora —preguntó Létorière con una sencillez angelical—: ¿y qué reputación, Dios mío?

La consejera estaba admirada: creía en la exageración de ciertas opiniones, pero no podía comprender, cómo un adolescente de tan raro candor, de tan santa educación, pudiese pasar por un seductor desenfrenado.

—¿No tenéis pariente de vuestro nombre en la corte de Francia? —preguntó con inquietud al marqués.

—No, señora…

—Sin duda —pensó Marta—, los príncipes alemanes habrán esparcido esos rumores deshonrosos sobre su adversario. Pero decidme, ¿qué pasos habéis dado hasta el presente?

—Ay… inútiles, señora… he ido primeramente a casa del señor barón de Henferester…

—Justo cielo… pobre joven, ¿os habéis aventurado a entrar en la cueva de ese horrible Polifemo?

—Sí, señora. ¡Oh! me ha asustado mucho… y después…

—Vamos… decidme todo, y para que habléis con facilidad, sabed que mi marido y yo, detestamos cordialmente al barón.

—No lo sabía, señora… Por eso temía deciros…

—No, no, decidlo todo.

—Pues bien, señora, fui al castillo de Henferester. El señor barón, principió a burlarse de mí porque venía en coche en lugar de venir a caballo.

—El centauro… —dijo Marta con desprecio—, se figura que todo el mundo es de hierro como él.

—Cuando empecé a hablarle de mi pleito, me dijo con su gruesa voz: «A la mesa… hablaremos mejor con el vaso en la mano».

—El borracho… bien lo reconozco.

—No atreviéndome a contrariar al señor barón, me senté a la mesa; pero a riesgo de desagradarle; por ejemplo, como no había dicho el benedicite, le pedí licencia para decirlo…

—Pobre mártir… Bien, bien, hijo mío…, y ese bruto ¿os lo habrá dejado decir?…

—Sí, señora, pero en seguida se ha reído mucho, lo que me escandalizó a pesar mío…

—Lo creo… desgraciada oveja… ¡a dónde habéis ido a parar, Dios mío!

—Como comía muy poco, el señor barón me dijo: «¿Habéis comido?». «—No, señor, pero la escritura dice: “No os apresuréis en un festín…”».

—Bien respondido a ese glotón, hijo mío, hubierais podido añadir en forma de predilección: «Que el insomnio, los cólicos y retortijones eran la herencia del hombre intemperante». Que es lo que le deseo a ese bruto —añadió la consejera.

—Entonces, señora, me dio un gran vaso lleno de vino puro, diciéndome que bebiese con él… «Pero, señor, le dije, yo no bebo nunca vino puro». Entonces, señora, se echó a reír a carcajadas; y me respondió: «Eso no importa… bebed… a la salud de vuestra amada».

—Hablar así a un joven de esa edad, qué corrupción abominable.

Y la consejera levantó las manos al cielo.

—No comprendí lo que quería decirme el señor barón, mojé mis labios en el vaso, y lo volví a poner encima de la mesa, con confusión. Entonces el barón me miró de reojo, diciéndome con su gruesa voz: «Vos, ni bebéis, ni coméis, ni habláis. Quizás seréis más tratable entre un vaso de kirschwasser y una pipa bien llena de tabaco».

—¡Kirschwasser!, ¡una pipa! ¡Vaya, con el viejo Panduro! Querer introducir sus odiosos gustos de cuartel a ese adolescente, que se parece más bien a una doncella que a un joven.

—«Yo no bebo licores fuertes, le respondí al señor barón, ni he fumado nunca…». Entonces se puso a jurar de un modo vergonzoso para él, y me dijo: «Ni fumáis, ni bebéis; veo que no nos entenderemos; porque yo no me intereso sino por las gentes que se me parecen… ¿A lo menos cazáis?…».

—Sí, señor barón, he cazado pajaritos con un espejo.

—Entonces, señora —juró y se rio mucho más, y me dijo—: «Joven, excusad mi franqueza; pero el castellano de Henferester se quedaría sin tocar un vaso, una brida o un cuchillo de caza en su vida, antes que interesarse por un cazador de pajarillos… No puedo hacer nada por vos». Ved señora cómo dejé al señor barón, desesperado…

—¿Y al doctor Sphex no lo habéis visto? —dijo Marta reflexionando.

—Sí, señora. Pero me preguntó lo primero si conocía literatura profana… y a un cierto autor pagano llamado Persio, que dicen que es ilegible para los jóvenes de mi edad. Le dije que no; entonces me dijo que mi causa era mala, que mis adversarios tenían derechos ciertos… y vi que por este lado había tanta esperanza como por el otro.

La consejera estaba profundamente conmovida.

—Escuchad, hijo mío —dijo al marqués—, me interesáis más de lo que parece… Estoy apesadumbrada por ver a los otros consejeros tan contrarios a vuestros intereses; pero yo no puedo remediarlo: lo que depende de mí, es, aseguraros el voto de mi marido…

—Ah señora, sería verdad —exclamó Létorière con la expresión del más profundo reconocimiento—. Ah, la Escritura tiene razón cuando dice: «La mujer fuerte es la alegría de su marido; ella le hará pasar en paz todos los días de la vida…». Sí, señora porque bendeciré a vuestro marido; y él estará orgulloso, por haber hecho, gracias a vos, triunfar la razón.

—¡Siempre con la escritura! parece un pequeño pastor —dijo Marta con abandono—. Pero no vayáis por eso a concebir locas esperanzas —añadió— ni os desesperéis tampoco; quizás el barón y el doctor pueden volver de sus prevenciones… —y Marta añadió para consigo, misma—: cuánto, me cuesta engañarlo, él tiene poca suerte; pero yo no tengo valor para desesperarlo.

—Ah señora —exclamó Létorière echándose a sus pies—; lo veo, sois mi ángel custodio… A vos atribuiré todo lo bueno que me suceda de aquí en adelante… ¡Dios mío!, señora, qué buena y generosa sois. ¡Oh! dejadme daros gracias aún a vuestros, pies.

La consejera, conmovida, enternecida, volvió la cabeza y dijo con dulzura al marqués, dándole a besar su mano:

—Vamos, hijo, levantaos, no os quedéis así…

El marqués siempre de rodillas, tomó, resueltamente la mano que le daba, y la llevó con gallardía a sus labios, cerrando los ojos, y diciendo con una voz reconocida y apasionada:

—¡Oh! señora, cómo reconocer tantas bondades.

—¡Vamos!, loquillo —dijo Marta separando con suavidad su mano, y tocando con la otra la mejilla de Létorière—: ¿Vais a hacer que me arrepienta de mis bondades?…

Cuando el marqués se había echado a los pies de Marta, la figura alegre del consejero, siempre armado con su arcabuz había aparecido gradualmente a una claraboya que estaba encima de la puerta del gabinete que le servía de prisión.

Cuando vio a su mujer tan poco dispuesta a recurrir al puñal para rechazar al Holofernes, al Tarquino, al Nabucodouosor, quiso vengarse alegremente de su encarcelamiento, y disparó al aire su arcabuz, diciendo:

—Marta, no habéis gritado: «¡A mí, Flacsinfingen!».

Y apoyado en la ventana se puso a reír a carcajadas…

La consejera, ultrajada por este nuevo chiste de su marido, tomó el partido de ponerse mala.

Létorière se salvó clamando socorro, y dejó a Marta en poder de sus criadas y de su marido, que viendo el mal éxito de su broma, había bajado apresuradamente para hacerse perdonar su impertinencia.

15. El juicio

El día en que se debía juzgar el pleito de Létorière, los tres consejeros fueron al palacio. Su voto debía ser secreto y depositado en una urna.

Antes de la sesión, Henferester, Flacsinfingen y Sphex cambiaron algunas frías civilidades, examinándose con bastante inquietud; un momento pensó el doctor en interesar a Flacsinfingen en favor de Létorière, pero temió comprometer la causa de su protegido en vez de servirle. Como cada uno de los consejeros sentía poco más o menos el mismo temor, se ocultaron mutuamente el partido de su voto, y hablaron de cosas indiferentes a la causa.

—Ese bravo joven sin duda va a perder su pleito; será víctima de la injusta parcialidad de mis colegas; pero al menos una voz protestará en su favor.

Estas fueron las reflexiones que hizo cada juez para sí.

Cuando los autos del pleito fueron expuestos de nuevo por los comisarios relatores, después de una larga sesión empleada en escuchar y no en discutir los hechos, los tres consejeros se levantaron y depositaron solemnemente sus votos en la urna. El castellano de Henferester, que aquel día presidía el consejo, mandó al secretario que examinase los votos.

Cada consejero había escrito en un boletín el nombre de la parte que le parecía deber ganar el pleito.

El secretario metió la mano en la urna, sacó un boletín, y leyó:

—«El marqués de Létorière…».

—Ese es mi voto —se dijo cada consejero.

Al segundo boletín, el secretario leyó:

—«El marqués de Létorière».

Los consejeros empezaron a mirarse can inquietud.

Al tercer boletín, el secretario leyó:

«El marqués de Létorière».

La admiración de los tres magistrados fue completa.

El secretario hizo constar el juicio. Todas las formalidades judiciales estaban cumplidas, y los consejeros entraron en su sala de deliberación.

A pesar de la alegría de ver al marqués ganar su causa por unanimidad, estaban singularmente admirados de esta extraña coincidencia de opiniones; por lo que se apresuraron a venir a las explicaciones.

—¿Cómo diablos habéis votado por el marqués? —exclamó impetuosamente el barón dirigiéndose a Flacsinfingen y Sphex con asombro.

—La misma pregunta iba a haceros, barón. ¿Cómo os habéis decidido a darle vuestro voto? y ¿vos también, Flacsinfingen?

—Yo, es diferente —dijo el castellano—. Entre nosotros, podemos hablar francamente; me confesareis que en igualdad de derecho, se inclina uno hacia sus preferencias, ¿no es verdad?, ¡pues bien! le he dado mi voto al marqués porque mis perros y los suyos cazan juntos como se dice. En una palabra, es un hombre cuyo carácter, cuyas maneras, cuyas costumbres me agradan. Le había prometido mi voto si no había esperanza, sabiendo que ustedes dos debíais serle contrarios. Me alegro porque lo ha ganado; pero ¡que el diablo me ahogue, si comprendo por qué habéis votado por él!

—¡El carácter y las costumbres del marqués os gustan! —dijeron a la vez Sphex y Flacsinfingen con admiración.

—Ciertamente, ningún cazador más atrevido sonó la trompa en nuestras selvas… ningún compañero más alegre, ningún bebedor más franco ha agotado su vaso tinto.

Los dos consejeros se echaron a reír en los hocicos del castellano.

—¡Un gran bebedor!… ¡un alegre compañero!… ese cándido adolescente, que cita la biblia a cada paso… ¡ese jovencito tímido que no puede mirar a mi mujer sin ponerse encendido hasta las orejas!… —dijo Flacsinfingen con una risa no menos sardónica.

—¿Él, el marqués?… ¿un letrado?… ¿un humanista?… ¡El marqués citar la biblia y ponerse encendido delante de una mujer! —repuso a su vez el castellano con extremas carcajadas—. Ah, queridos, estáis los dos locos, o más bien veis todo al través de vuestras gafas.

—¡Vos sois el que estáis loco con vuestras trompas y vuestros vasos! —exclamó Sphex con impaciencia—, ¡qué puede haber de común entre el marqués y esas groseras diversiones de gladiadores y borrachos! —añadió el doctor con un gesto despreciativo—. ¡No estaríais en ese error, mi querido barón, si hubieseis oído a Létorière recitar y comentar los admirables versos del rey de los poetas latinos de la antigüedad!…

—Y yo —exclamó el barón irritado—, creo en lo que mis ojos han visto, y no en los sueños de vuestra imaginación enferma. ¡Delante de mí ha matado el marqués un ciervo de la cuchillada más limpia que ha dado nunca un cazador!, ¡delante de mí, ha tocado la trompa mejor que el primer picador de la cacería imperial! ¡Delante de mí, ha bebido más cerveza, más vino del Rin y más kirswasser que vos no beberéis en vuestra vida, doctor Sphex! ¡Delante de mí ha montado mi viejo Elphin que sería difícil para muchos picadores!… En una palabra, os digo a vos y a Flacsinfingen, que Létorière, ese fuerte y atrevido jinete, se sirve demasiado bien de la espuela, de la trompa y del vaso, para perder su tiempo en palidecer delante de libros viejos, en ponerse encendido delante de una mujer… os lo repito, estáis locos…

Al oír este apostrofe del barón, los dos consejeros se exaltaron, y la discusión llegó pronto a ser tan violenta, que hablando los tres jueces a la vez, y no pudiendo entenderse, vinieron a las personalidades.

Fue necesaria la presencia de un ujier del consejo para terminar esta incomprensible disputa.

El ujier se acercó a Flacsinfingen, y le habló al oído:

—Señores —dijo este—, mi mujer desea hablarme; ¿queréis oiría? Ella puede aclarar la confusión, porque ha Hablado durante dos horas con M. de Létorière… Escuchadla y veréis que lo que digo es la más exacta verdad.

—Que entre, si quiere —exclamó el castellano—: pero a pesar de todas las mujeres de Alemania; repito que he visto a Létorière matar un ciervo por su mano, y beber tanto como yo.

—Y a pesar de todos los cazadores, picadores y bebedores de Alemania —exclamó el doctor Sphex—, sostengo que he oído a Létorière recitar versos de Persio, y comentarlos más doctamente que el más sabio doctor de nuestras universidades. Y vos, barón, no me haréis nunca creer que un hombre tan letrado, y de tan sublime talento, vaya a correr las selvas como un guardabosques, y a beber como un Panduro.

—Y yo —exclamó a su vez Flacsinfingen exasperado—; a pesar de todos los profesores, picadores y bebedores del imperio, sostengo que he visto a Létorière temblar como un niño delante de mi mujer, que se ha visto obligada a animarlo, y que le ha oído citar la biblia tan santamente como un pastor; no hay más que ver al marqués para asegurarse que no tiene nada de gladiador.

La consejera entró en medio de estas aserciones tan diversas.

—Sin duda, señores —dijo Flacsinfingen—, mi mujer os va a poner acordes: ella ha sido hasta aquí extraña a nuestra discusión, y…

Pero Marta no dejo acabar a su marido, y dirigiéndose al barón y al doctor con aire afable y cumplimentero, les dijo:

—Señores, no se habla en palacio sino de la ganancia del pleito de Létorière; permitidme que os felicite por esta unanimidad tan inesperada. ¡Gracias a vuestra sabia unión, señores, se puede decir que la causa de la inocencia y de la religión ha triunfado!… porque en verdad, M. de Létorière, ese pobre niño, representa maravillosamente la inocencia y la religión en lo moral y aun en lo físico, porque se parece a un ángel.

—¡Y bien!, ¿que os decía, señores? —exclamó Flacsinfingen.

—Mas ¿de qué diablo de ángel o de niño habláis, señora? —prorrumpió el barón.

—Hablo, señor —respondió la consejera con alguna acritud, de un joven que conocéis tan bien como yo, de una inocente criatura a quien habéis querido hacer beber, fumar y cazar cuando fue a visitaros para que os interesaseis en su causa. ¡Oh! lo sé todo, señor barón; pero ese ángel ha resistido valerosamente a vuestras tentaciones; bebido agua pura como su alma, y no ha temido recordaros los deberes religiosos que habíais olvidado…

—Pero, ¡voto a Sanes!, ¡señora! —exclamó el castellano—, no sabéis…

—¡Lo sé todo, lo sé todo, os digo! —repuso con volubilidad la consejera—: pero os perdono, viendo por vuestro voto que el solo ascendiente de la inocencia ha bastado para deshacer vuestras injustas prevenciones.

El castellano se puso carmesí, y se dijo:

—Si esto dura diez minutos más, me da un insulto; estoy seguro…

—Pero, señora, dijo el doctor Sphex, os engañáis… y…

—Y vos también, señor —respondió la consejera—, le habéis dado vuestro voto: gloria a Dios. Habéis hecho bien, pero decidme: ¿cómo habéis podido creer que un joven tan religiosamente educado y nutrido con la sagrada Escritura… haya podido manchar su casta memoria con vuestra abominable literatura pagana? porque le habíais hecho un crimen por no conocer los versos de un cierto… Persio… que dicen que es el más desvergonzado de los satíricos…

—Pero, por Hercules… señora… Él fue el que…

—Ah… ¡por Hercules!… ¡qué horrible juramento pagano! —exclamó la consejera levantando las manos al cielo—: Lo sé todo… os digo… pero os repito; lo que le dije al barón: Pues habéis vuelto de vuestras injustas prevenciones… pues os habéis unido a mi marido para hacer triunfar a nuestro virginal protegidos… gloria a vos… honor os sea dado.

—Mi querido barón… esta escena me toca los nervios —dijo el doctor pálido, y tomando una de las manos del castellano por un movimiento de impaciencia convulsiva—; no me siento bueno…

—Y yo… mi pobre doctor… me sofoco, tengo vértigos… ¡mi cabeza esta mala!… me ahogo… ¡necesito aire!…

La puerta se abrió, y el ujier vino a anunciar que el señor marqués de Létorière pedía tener el honor de saludar y dar las gracias a los señores consejeros.

—¡Dios nos lo envía! —exclamó la consejera—, que entre… que entre, ese dulce cordero pascual…

—Vais a ver a ese cordero que bebe agua pura… —dijo el barón con sonrisa sardónica.

—¡Vais a ver a ese enemigo de la antigüedad profana! —dijo el doctor en el mismo tono, frotándose alegremente las manos.

—¡Vais a ver a ese Nemrod! —dijo Flacsinfingen.

—Vais a ver la perla de los jovencitos —dijo Marta con la más profunda e íntima convicción.

Létorière entró.

La sorpresa de los cuatro espectadores fue extrema; quedaron petrificados, y se miraron con asombro.

El marqués estaba vestido con la más notable elegancia: llevaba un vestido de terciopelo azul, bordado con ramos de oro y plata de una extrema delicadeza: su chupa, de tisú de plata, bordada de oro, como también sus calzones azules; medias de seda blanca salpicadas de oro, zapatos rojos; una espada con empuñadura de oro, realzada con adornos de plata del más fino trabajo: una agujeta azul, plata y oro, y un sombrero de plumas blancas que el marqués tenía en la mano, completaba tan brillante vestido.

Esta completa metamorfosis, hubiera bastado para destruir todas las conjeturas o más bien todos los recuerdos de los consejeros y de Marta, pero lo que excitaba aún más su admiración, era la imposibilidad de encontrar en la fisonomía de Létorière ninguno de los rasgos que le habían individualmente sorprendido.

Así, en aquel caballero tan magníficamente vestido, con un aire a la vez ingenioso y maligno… con un talle de una elegancia y gracia perfecta, aunque un poco afeminado, el barón no encontraba su agreste cazador, tan suelto y negligente… el doctor buscaba en vano su sabio humanista con cara de poeta hambriento, y Marta no hallaba en los ojos negros y brillantes del marqués, la mirada tímida y baja del adolescente citador de la biblia.

Létorière, viendo la necesidad de poner un término a la admiración de sus jueces, los saludó profundamente, y dijo:

—¿Me será permitido, señores, atestiguaros aquí toda mi profunda gratitud, y reiterároslo a cada uno de vosotros en particular?

Los tres alemanes se miraron estupefactos, y esperaron en silencio el fin de esta extraña escena…

—Sabia, señora —dijo Létorière con voz dulce y grave, adelantándose hacia Marta, y tomándole la mano que llevó a sus labios con un movimiento de la más amable galantería—; que para merecer vuestro interés y estar a la altura de vuestro noble carácter, se necesitaba tener como vos un alma pura y religiosa… mostrándome a vos bajo estos exteriores, no he mentido… he tomado un momento vuestro lenguaje, y creed que es demasiado noble y bello para que yo lo olvide jamás… —y la saludo respetuosamente.

»En cuanto a vos, señor barón, para probaros que siempre soy un miembro de la alegre cofradía de los cazadores, no tengo otro medio sino suplicaros que vengáis el año que viene por la Saint-Hubret a mi castillo de Obhreuse… Si os dignáis acompañar al señor barón —dijo al doctor Sphex—, continuaremos nuestros comentarios sobre nuestro poeta favorito. En fin, señores, en otro tiempo solo amaba por gusto la caza, los poetas antiguos y la escritura; de aquí en adelante será por reconocimiento y por recuerdo de vuestro precioso interés.

Y Létorière saludó profundamente a los tres consejeros que quedaron mudos, y salió.

Alegre por este suceso que aseguraba su matrimonio con Mlle. de Soissous, Létorière entraba en su casa, cuando recibió este billete, que la princesa le había mandado por un correo.

El rey se muere… mi libertad, nuestro porvenir están amenazados… Venid, venid.

Pasando de la más alegre esperanza a la más horrible angustia, el marqués partió al instante para París.

16. La vuelta

El mismo día de su llegada a París, en el momento en que M. de Létorière se quitaba las botas del camino para ir apresuradamente a Versalles a ver al rey, recibió la visita del señor barón de Ugeon, pariente de la señora de Soubise. Acompañado de dos padrinos venía a pedir satisfacción al marqués de la conducta que había usado con la señora mariscala, en el palacio de Soubise, antes de partir a Alemania.

Muy admirado Létorière de una recriminación que nada motivaba, sin rehusar el duelo, declaró que habiendo llegado de Viena en posta para ver por ultima vez al rey su señor, que, según decían, estaba moribundo, no se batiría sino después de haber cumplido ese deber sagrado. La valentía del marqués era demasiado conocida, para que su proposición no fuese aceptada. Se convino que cuando M. de Létorière estuviese listo para aceptar el desafío, sus padrinos lo avisarían al barón de Ugeon.

Después de haber suplicado el marqués a Domingo que fuese a la abadía de Montmartre; y que le entregase de su parte una carta a la princesa Julia, partió para Versailles.

Luis XV se moría de las viruelas negras.

Esta terrible enfermedad, tan rápidamente contagiosa, y que dejaba horribles huellas, había espantado tanto a los cortesanos, que Létorière encontró casi desiertas las alcobas ocupadas por el rey moribundo. Este terror era tanto mayor, cuanto que no se conocía entonces la vacuna. Apenas los criados permanecían en sus puestos. Luis XV había prohibido formalmente que dejasen entrar en su cámara al delfín y a los demás príncipes y princesas, por miedo de exponer a la familia real a este funesto contagio.

El señor vizconde de T***, uno de los gentiles hombres de cámara que estaba entonces de servicio, se hallaba en la pieza anterior a la habitación del rey, cuando Létorière llegó pálido y dolorosamente conmovido.

El marqués, olvidando en este momento terrible los usos de la corte, iba a abrir la mampara del gabinete, cuando el vizconde, acercándose vivamente a él, le dijo en voz baja, agarrándolo por el brazo:

—Deteneos, señor, no tenéis entrada en la cámara de su majestad.

—Dicen que el rey está casi abandonado por sus servidores, que temen el contagio… Si es verdad que la muerte reina en ese aposento, se puede despreciar la etiqueta, para entrar en él —dijo con amargura Létorière, haciendo un movimiento para pasar adelante.

—Os lo repito —dijo el vizconde de T***—, no podéis presentaros en el aposento de su majestad… por otra parte, no sé si consentiría en recibiros.

—Preguntádselo, caballero: el rey no rehusará los servicios del que siempre ha colmado de bondades.

La proposición de entrar en el cuarto de Luis XV pareció asustar mucho a M. de T***, que respondió con altivez al marqués, y siempre en voz baja:

—No tengo que recibir órdenes sino del primer gentilhombre en servicio, caballero.

En este momento una voz bastante débil y bien conocida de los dos interlocutores, pregunto:

—¿Quién esta ahí?, ¿quién habla en voz baja?

—¡Es el rey!… Os ha oído, señor. Responderéis de las consecuencias —dijo M. de T***, y repuso en voz alta—: Dígnese excusarme vuestra majestad, si le respondo sin entrar, pero ejecuto sus órdenes formales… La persona que está ahí, Sire, es…

—Es Létorière que suplica al rey que le permita acercarse —dijo el marqués a medía voz, interrumpiendo a M. de T***.

—De veras… ¿sois vos, hijo mío?, ¿habéis vuelto ya? —exclamó Luis XV con expresión de contento. Mas reflexionando después que podía exponer al marqués al peligro del contagio, permitiéndole la entrada en su cuarto, añadió—: No… no… el aire de este aposento es mortal… No entréis: os lo prohíbo.

—Por la primera vez de mi vida me atreveré a desobedecer a mi rey… Pero tengo un deber que cumplir, y lo cumpliré —exclamó Létorière: y abriendo la mampara, se adelantó hacia el lecho del monarca.

—¡Salid… salid al instante desgraciado! —exclamó el rey incorporándose y extendiendo su mano hacia la puerta con ademán imperioso.

Pero Létorière se precipitó sobre la mano de Luis XV besándosela repetidas veces, y se arrodilló cerca de la cama, diciendo:

—Perdóneme el rey mi audacia… pero no hay motivo para que rehúse mis cuidados.

—¡Salid… dejadme! —repuso Luis XV, retirando vivamente su mano.

—Hace cuatro años era más feliz… el rey se dignaba darme a besar su real mano en el jardín de Versailles… —dijo el marqués con un acento de veneración filial.

—Hace cuatro años…, mi mano no podía comunicaros una espantosa enfermedad… quizás la muerte —exclamó Luis XV dolorosamente conmovido.

La valerosa resistencia de Létorière, conmovía tanto más a este excelente rey, cuanto que, a excepción de algunos criados interiores, había sido abandonado por casi todos los cortesanos.

Los grandes oficiales de su corona, cuyo deber hubiera debido retener cerca de su persona, habían obedecido con demasiada fidelidad a sus órdenes que se lo prohibían…

Las bellas facciones del rey, desfiguradas por la violencia de la enfermedad, descubrían la proximidad de su muerte. En este ultimo momento las funestas disensiones, las sombrías agitaciones políticas que habían oscurecido el fin de su reinado, le causaban preocupaciones crueles. El noble afecto de Létorière distrajo un momento los pensamientos tristes que hacían tan penosos los últimos instantes del rey.

—Sois un insensato… merecíais que me encolerizase por atreveros a desobedecerme, y exponeros así… —exclamó Luis XV con acento triste y severo, echando una tierna mirada a Létorière, que continuaba arrodillado junto a la cama, guardando un profundo silencio.

—¡Compadecedme!… pero esta ocasión es la sola en que puedo mostraros mi reconocimiento.

—Pero, os lo repito, esta enfermedad es contagiosa… no veis que todos me abandonan… que estoy solo… ¡que quiero estar solo! —se apresuró a decir el rey con amargura, como si hubiese querido ocultar su primer pensamiento; pues el afecto del marqués hacía parecer aún más horrible a sus ojos la ingratitud de sus cortesanos.

—Corazón hermoso y noble —dijo Luis XV contemplando con ternura al marqués—. Tú no temes… tú eres fiel…

—Recompense pues el rey mi fidelidad concediéndome lo que no concede a nadie… ¡el derecho de servirle, de estar con él! —dijo Létoriére juntando sus manos en ademán suplicante.

—Es necesario… —dijo Luis XV, y añadió casi con desesperación—: Eres joven, bello, querido y ¡todo lo arriesgas por venir a verme!, ¡todo lo sacrificas quizás, pobre joven!… Cuando otros… —y después de un momento de silencio, Luis añadió—: Debe haber mucha gente en el departamento del delfín, para saludar al rey Luis XVI.

—¿Qué decís, sire?…

—Es la suerte de los reyes que mueren, hijo mío… ¡Ah! si yo no tuviese que temer más que el olvido y la muerte… Pero la Francia… la Francia…, ¿qué será de ella?, ¿cuál será el porvenir de mi nieto?

—Sire, la Francia os ha llamado el muy amado; aún justificareis ese nombre largo tiempo, y el señor delfín lo merecerá algún día.

—No me engaño… estoy débil, mi muerte se acerca… —añadió Luis XV meneando tristemente la cabeza—, y además, creó que ciertas muertes son significativas; el mariscal de Armentières, el marqués de Chanvelin se han muerto de repente delante de mí… en mi gabinete… es un aviso del cielo…

—No penséis en eso, sire. Esta enfermedad es peligrosa; pero los cuidados…

—Los cuidados serán impotentes, lo conozco; pero lo que es horroroso para mí pensar que quizá he comprometido inútilmente vuestra existencia… pero ya es tarde… Vuestra imprudencia… más bien, vuestro generoso afecto ha hecho estéril todo llanto… Pero decidme; he sabido con alegría que se ha ganado vuestro pleito. Ya no hay obstáculo a vuestra unión con la princesa Julia… ¡Oh! bastantes lanzas he roto con la mariscala y con la casa de Saboya —añadió Luis XV sonriéndose dulcemente con una agradable expresión de bondad—. Ha sido menester usar de toda mi autoridad para impedir que no sacasen a Mlle. de Soissons de la abadía de Montmartre.

—¡Ah! Sire, cuántas bondades os dignáis dispensar…

—Mañana quizá sería tarde… todo mi temor es que después de mi muerte no encuentre Julia apoyo en mi nieto… Pero si Dios me concede algunos días, le avisaré de ello: será un placer para mí dejaros tan feliz como merecéis, hijo mío…

* * *

La enfermedad del rey hizo progresos rápidos y terribles. Létorière no lo dejó un minuto. Es inútil decir los cuidados tiernos y respetuosos que le prodigó al rey moribundo. La vista del marqués parecía calmar los dolores de Luis XV.

Muchas veces le tendía la mano en silencio con una dulce expresión de gratitud. La esperanza de salvar al rey se desvaneció pronto, y Létorière, con la vista fija y triste, asistió a la agonía del soberano que había hecho con él como un padre.

* * *

Después de la muerte de Luis XV, el marqués de Létorière salió de Versailles apresuradamente, para ir a París, y de allí a la abadía de Montmartre, para ver a la princesa Julia. Sintiéndose durante el camino, alternativamente ardiente y helado, atribuía estas dolorosas incomodidades a las crueles emociones que acababa de experimentar. Apenas llegó, preguntó a Domingo por la princesa. Luis XV al morir había profetizado bien lo futuro. Un exento del prebostazgo de Francia se había establecido en la abadía por orden de Luis XVI, para impedir que Mlle. de Soissnns saliese o recibiese personas que no tuviesen una autorización de Madame de Soubise. Domingo no había podido pues ni ver a la princesa ni entregarle cartas del marqués.

Esta noticia fue un rayo para Létorière. Sin duda contaba con la firmeza del carácter de la señorita de Soissons; pero sabía también la omnipotencia de la casa de Saboya, y la influencia de madame de Soubisse en la nueva corte. Estaba sumergido en estas reflexiones, cuando los padrinos del barón Ugeon vinieron a preguntarle a qué hora le parecía conveniente asignar el prometido desafío. Pareciole cruel al marqués correr el albur de un duelo antes de haber visto a la princesa Julia, pero habiendo ya solicitado una dilación, no podía exigir otra. Resolviose pues a efectuarlo el día siguiente a las tres de la tarde, con sus testigos, detrás de las paredes de la granja de los Mathurins, lugar entonces muy aislado.

El marqués tenía treinta y seis horas de tiempo: durante este intervalo, esperaba encontrar un medio para introducirse y ver a Mlle. de Soissons, o a lo menos hacer llegar a sus manos una carta.

Magdalena Landry fue enviada a la abadía de Montmartre, disfrazada de prendera ambulante; con un surtido completo de linón, batista, crespón, cintas y encajes. Para congraciarse con la tornera, le regaló una hermosa toca. La hermana, encantada, le prometió dejarla entrar en los corredores a la hora del paseo de las señoras, que no dejarían de hacerle muchas compras. Magdalena se informó de las personas de distinción que habitaban la abadía. La tornera nombró a la princesa Julia.

—¿La señora Marta, su nodriza, está con ella? —preguntó la mujer del sastre.

—Sin duda —respondió la hermana—, y pronto la veréis, porque baja casi siempre a esta hora para servir a su ama.

—A ella me han recomendado —respondió Magdalena—, y estoy segura que por su protección podría vender algunas cosas a la princesa; sobre todo esta… una pieza de encaje digna de una reina —y abriendo la mujer del sastre su pañuelo, enseñó una magnífica muestra a la tornera.

—Dios mío, qué hermoso. El señor arzobispo no los tiene mejores en su alba, cuando viene aquí a decir misa.

—Quizás —dijo Magdalena—, la princesa compre esta rareza para regalársela a monseñor; a lo menos así me lo ha dicho la persona que me ha recomendado a madame Marta.

—Allí está —dijo la tornera.

Marta entró con tristeza y languidez.

—Aquí está una prendera que os han recomendado, señora Marta —dijo la tornera—. Tiene los mejores encajes que se pueden ver.

—No necesito nada —dijo Marta con tristeza.

—Pero, señora… —replico Magdalena vacilando y procurando hacer signos de inteligencia a la nodriza—. Me habían dicho que la señora princesa… quería comprar encajes, y…

—Os han engañado, o más bien queréis engañarme —replicó agriamente Marta—. Parecéis mucho una de esas prenderas ambulantes que se guardan bien de venir a ver si una está contenta con lo que le han vendido.

—No me confundiríais con esas miserables, señora —dijo Magdalena redoblando sus signos de inteligencia—, si supieseis la persona que me ha recomendado.

—¿Y quién es?

—El señor marqués de Létorière…

Al oír este nombre, Marta cambió una mirada rápida y profunda con Magdalena. Las dos mujeres se habían comprendido. La tornera ignoraba el nombre y aun la existencia del marqués. Sin embargo, no queriendo la nodriza despertar sus sospechas rindiéndose tan pronto a este nombre, repuso con tono brusco:

—Querida, buscad otros tontos; no conozco a ese marqués.

—Es el sobrino del señor abad de Vighan —replicó Magdalena…

—¡El sobrino del señor abad de Vighan! —exclamó la nodriza—; eso es diferente, ¿por qué no me lo dijisteis antes? El sobrino del señor abad de Vighan no puede recomendar sino personas honradas. ¿Y qué tenéis que vender?

—Esta pieza de encaje. —Y Magdalena echo una mirada expresiva a Marta—. Es hermosa y rica de punta a punta; la princesa puede desdoblarla y no encontrará un solo defecto.

—Voy a enseñársela… ¿y no tenéis más que esto?

—No tengo otra cosa que sea digna de vuestra señora.

—Esperadme, volveré —dijo Marta.

En el centro de esta pieza de encaje estaba una carta del marqués en que preguntaba a Julia el medio de penetrar hasta ella. Mlle. de Soissous le respondió que considerándose como su mujer delante de Dios, estaba resuelta a huir de la abadía, si encontraba ocasión para ello, a pesar del cuidado con que se la vigilaba. Ella podía a todas horas ir a orar a la capilla. Esta capilla estaba separada del claustro por un largo pasaje subterráneo. Una parte de las paredes del claustro daba al campo, escalando estas paredes en un lugar designado por Mlle. de Soissons, se encontraba junto a una fuente la puerta del pasaje subterráneo. Forzada esta puerta se llegaba hasta la capilla. Mlle. de Soissous avisaba a Létorière que lo esperaría allí todas las noches a una hora fija, para jurarle su fidelidad al pie de los altares, y combinar los medios de ir a Inglaterra, y sustraerse a las persecuciones de su familia.

La princesa Julia puso esta carta apresuradamente en el lío de encajes, y Marta se lo volvió a Magdalena, diciéndole que la princesa no había encontrado bastante primor en el bordado.

El marqués, instruido de las resoluciones de Mlle. de Soissons, envió a Gerónimo Sicard a examinar el sitio. Las paredes del claustro estaban muy elevadas, pero rodeadas de barrancos desiertos. Se podía escalarlas con seguridad. Por desgracia los preparativos indispensables para la empresa no permitieron al marqués ponerlo en ejecución hasta la noche del día siguiente.

Por primera vez temió la muerte al pensar que su duelo debía preceder a su entrevista con Mlle. de Soissons.

Létorière pasó una noche penosa y agitada. Su sueño fue turbado por extrañas visiones. Al despertarse se sintió débil y abatido. Su médico reconoció en efecto síntomas alarmantes de viruelas negras; pero la enfermedad no debía llegar a su entero desarrollo hasta el día siguiente. Por un punto de honor mal entendido, y contrario al parecer de sus padrinos, el marqués se empeñó en batirse aquel mismo día, a pesar de su debilidad contra el barón de Ugeon…

El desafío tuvo lugar a las tres y cuarto: los amigos del marqués, viendo su color febril y su abatimiento, creyeron deber apelar a la legalidad de M. de Ugeon, y suplicarte que dilatase el duelo, sin haber advertido de este paso a Létorière. Pero una palabra picante de aquel sobre esta nueva dilación, hizo toda reconciliación imposible, y empezó el combate. Létorière estaba dotado de una fuerza superior para esgrimir, y de una experimentada valentía; pero los rápidos progresos del contagio lo debilitaban tanto, que perdió todas sus ventajas, y recibió una estocada en medio del pecho. Sus padrinos lo transportaron a su casa, y lo abandonaron a los cuidados del pobre Domingo.

17. La capilla

Acababan de dar las once en el reloj del claustro de la abadía de Montmartre. La noche estaba tempestuosa: el cielo oscuro y encapotado, a pesar de la luna que lucía a largos intervalos, bajo nubes negruzcas, desgarradas por el viento. Para ir a la capilla tenía Mlle. de Soissons que salir de su aposento, y atravesar una galería abierta, cuyos arcos daban a uno de los patios interiores de la abadía.

En medio de este patio se elevaba la tumba de la condesa de Egmont, la hermosa y desgraciada hija del cardenal de Richelieu. La princesa Julia había recibido por medio de su nodriza y de madame Landry, una carta de Létorière, en que le anunciaba que haría todo lo posible para introducirse en la abadía aquella misma noche. Eran las once, y Mlle. de Soissons, oprimida por inexplicables presentimientos, se puso a orar en las gradas de la tumba de Mlle. de Egmont. Todo estaba en un profundo silencio, solamente interrumpido por los gemidos del viento que silbaba bajo los arcos. A pesar de su resolución, del noble y generoso designio que dictaba sus acciones, y de la pureza de su alma, la princesa Julia se espantaba casi de haber dado una cita a Létorière en la capilla de la abadía. Le parecía un sacrilegio. Sus terrores se disiparon poco a poco, para dar lugar a una ansiedad, a una inquietud devorante.

Una lámpara ardía en la capilla y arrojaba una claridad confusa en medio de las tinieblas.

Mlle. de Soissons arrodillada junto a la puerta que comunicaba al subterráneo del claustro, escuchaba con ansiedad hacia este lado. Por fin, se oyeron algunos pasos, saltó la cerradura, y Létorière apareció ante la princesa, que no pudo retener un grito de sorpresa y amor.

—En fin, sois vos… ¡os vuelvo a ver, amigo mío!… —exclamó con delirante alegría y añadió al punto—: pero venid a la galería; salgamos de este santo lugar.

Cuando la claridad de la luna permitió a la princesa ver al marqués, quedó sorprendida de la palidez de sus facciones. Estaba embozado en una capa oscura, y andaba con trabajo.

A pesar de la herida recibida aquel mismo día, de los progresos del contagio, y de los ruegos y suplicas de Domingo, el marqués, acompañado de Gerónimo Sicard, había llegado a escalar los muros de la abadía.

—Os vuelvo a ver en fin, Julia —dijo con un acento de ternura inexplicable.

—Para no separarnos jamás, amigo mío —dijo la princesa tendiendo su mano al marqués.

—¡Mi mano… no… no… cielos! —exclamó Létorière retrocediendo asustado y embozándose más estrechamente en su capa.

Mlle. de Soissons, sumamente admirada, lo miraba en silencio.

—Julia, Julia… perdón… si me separo así de vos… pero sabiendo la enfermedad del rey, sabiendo que estaba abandonado de todos, fui a verlo; no lo dejé hasta su muerte…

—¡Ah! comprendo —exclamó la princesa—. Esta terrible enfermedad es contagiosa; y vuestro afecto os costará quizá la vida. ¡Nos costará quizá nuestra felicidad!

—No, no, animaos, Julia… no hemos perdido toda esperanza… aunque sufro, he querido veros para quitaros toda inquietud, para deciros que mi pleito estaba ganado… y que por ahora ningún obstáculo se opone a nuestra felicidad…

—Ninguno… ninguno acaso más que la muerte —exclamó la princesa con desesperación—. ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡en qué horrible inquietud voy a vivir!

—Animaos… —dijo el marqués con voz débil—; Magdalena Landry procurará venir diariamente a dar noticias de mí a Marta. Veis… no estoy gravemente enfermo, cuando he venido…

—No podría vivir en tan mortal inquietud —repuso la princesa—: huiré con vos esta misma noche.

—Julia… es imposible… no hay nada preparado… En nombre del cielo, esperad… no comprometáis nuestro porvenir con una fuga precipitada…

—Pero veo que sufrís horriblemente… No os dejaré solo en este estado… es imposible. La energía y el valor no me faltan: donde vos habéis pasado, pasaré yo… Saldré de aquí e iré a ponerme bajo la protección del bailío de Solard. Nadie se atreverá a arrancarme abiertamente del asilo que escoja en casa del embajador de Cerdeña. Al menos allí, cada día, cada hora, tendré noticias de vos.

—Os lo repito, Julia, es imposible —dijo Létorière sosteniéndose apenas y apoyándose en una de las columnas de la tumba de madame de Egmont.

—¿Y creéis —respondió exaltada Julia—, que durante cinco años os he seguido con la solicitud de una madre, que he luchado contra la opinión de mi familia, para abandonaros ahora casi moribundo, bajo yo no sé que pretexto de conveniencia?… No, no, este amor es demasiado puro y santo para temer manifestarse con la frente erguida.

—Julia, perdonadme —murmuró Létorière cayendo sobre una de las gradas de la tumba—: no os lo he dicho todo.

—¡Dios mío!… Dios mío… está malo.

—Silencio… Julia, una última suplica… que sienta vuestros labios sobre mi frente.

—Pero ¡¡va a morir!! pero muere Carlos, mi querido Carlos… —exclamó la princesa desesperada arrodillándose junto al marqués, que continuaba embozado tan estrechamente, que en vano buscó Mlle. de Soissons su mano.

—No os he dicho todo… el barón de Ugéon me había desafiado… —continuó Létorière con una voz cada vez más débil.

—¡Un pariente de la mariscala!… ¡lo han asesinado… traidoramente asesinado!…

—No… me he batido… esta mañana… con él… se ha portado con legalidad… he recibido… en el pecho… una herida… Julia… —añadió el marqués con voz apagada— he querido veros… Adiós… esta sortija… lo sabéis… tomadla… vuestra mirada me ha seguido siempre… hasta la muerte… Dios mío… perdonadme, me creía bastante fuerte para no morir hasta mañana… Julia… otra vez… A Dios…

Y Létorière murió al pronunciar esta ultima palabra.

* * *

Se leen estas líneas en las memorias de la señora marquesa de Crequy:


La princesa Julia, pobre y desgraciada joven, no ha vuelto a ver a su bello amigo M. de Létorière… sus heridas se habían vuelto a abrir, y se desangró durante la noche… Expiró sin ningún socorro y a la mañana siguiente fue encontrado muerto sobre las gradas del claustro. Quizás sería sobre la piedra que cubre la tumba de mi pobre amiga, Madame de Egmont. Habiendo sido criada en la abadía de Montmartre, había solicitado como un favor que la enterrasen junto a Madame de Vibraye, su amiga de infancia y dignataria de dicho casa.

Se quedó en silencio este horrible asunto.

Este cadáver era principal; se cubrió con un sudario, se le hizo llevar a su cama, y se publicó que M. de Létorière había muerto de la viruela.
 


Publicado el 12 de febrero de 2019 por Edu Robsy.
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