Argumento
Andrómaca, viuda de Héctor, esclava concubina de Neoptólemo, hijo de Aquiles, de cuya unión ha nacido Moloso, de tierna edad al comenzar la acción de esta tragedia, sufre las consecuencias de su rivalidad con Hermíone, esposa legítima de Neoptólemo, sin duda originada de las preferencias de este con Andrómaca y por su desvío o antipatía a Hermíone, y contenida por la presencia y la autoridad del amante y marido. Pero ausente este en Delfos en expiación de una injuria a Apolo, y libre Hermíone del freno que la reprimía, extremó de tal manera su odio que obligó a Andrómaca, amenazada de muerte con su hijo Moloso, a huir del palacio de Neoptólemo y demandar protección a la diosa Tetis, abrazando su estatua y sin separarse de ella. Moloso estaba oculto, y Menelao, padre de Hermíone y rey de Esparta, había venido para ayudarla en su abominable proyecto.
Por la fuerza no era lícito entre los griegos, dadas sus ideas religiosas, violar por ningún pretexto el asilo sagrado de Andrómaca, y Menelao recurre para lograrlo al engaño, prometiéndole salvar la vida de Moloso, ya en poder suyo. No cumple, sin embargo, su palabra, y hubiera sacrificado sin piedad al hijo y a la madre sin la llegada y la intervención de Peleo, abuelo de Neoptólemo y bisabuelo del niño, avisado oportunamente por Andrómaca del peligro mortal que la amenazaba. Menelao renuncia a su cruel empresa y abandona a Hermíone, y esta intenta suicidarse desesperada por el mal éxito de su plan, y sobre todo por el miedo que le inspira su marido, librándose al fin de la suerte que le aguardaba por la aparición de Orestes, hijo de Agamenón y primo suyo, que la ayuda a huir a su ruego y por vengarse de Neoptólemo, que se había casado con Hermíone sabiendo que era su prometida y sin hacer caso alguno de las súplicas y razones que le expuso. Anuncia también a Hermíone que los habitantes de Delfos, a instigación suya, se han conjurado para matar a Neoptólemo; y en efecto, preséntase poco después un mensajero que confirma el asesinato del hijo de Aquiles. La unidad de tiempo, como se ve, se quebranta evidentemente. Llega también el cadáver de Neoptólemo, y por último la misma diosa Tetis en persona, que desata el nudo o resuelve el conflicto dramático, ordenando que Neoptólemo sea sepultado en Delfos para recordar a la posteridad el crimen de sus habitantes; que Andrómaca vaya al país de los molosos para casarse con Héleno y perpetuar allí a los descendientes de Éaco, que serán sus reyes, y, por último, anuncia también a Peleo que será inmortal como los dioses y que vivirá siempre en su palacio y en su compañía.
Racine ha escrito una Andrómaca imitada de esta de Eurípides, y los franceses, en general, la estiman superior a su modelo. Se comprende fácilmente que así sea si tenemos en cuenta la ordinaria parcialidad de sus compatriotas en todo cuanto atañe a su vanidad nacional, como en parte acontece también a los demás pueblos; pero también se comprende sin grande esfuerzo que el culto ciego a las tres unidades, dogma de la mayoría de los literatos y críticos que las han comparado y juzgado, y la violación manifiesta de dos de ellas por Eurípides, y la posibilidad de que número no escaso de aquellos, habiéndola leído solo traducida, hayan tenido también influjo importante en esos fallos, erróneos en nuestro modesto juicio. La impresión que produce la obra del poeta griego desenvolviendo una fábula religiosa a la vez que popular, conforme con las costumbres, ideas y sentimientos nacionales; con personajes de caracteres naturales y pasiones sencillas y reales, dentro del círculo de la civilización helénica, y exornado este cuadro con una poesía sobria, viril y eminentemente dramática, pierde no poco de sus encantos leyendo en seguida la de Racine, que extrema las virtudes de Andrómaca hasta convertirla en una reina cristiana, y a Neoptólemo o Pirro en héroe semibárbaro, a pesar de sus galanterías francesas, y que ofrece personajes, pasiones y caracteres antihelénicos, amanerados e insípidos, y todo esto expuesto en una versificación y una rima tan monótona como insoportable.
Andrómaca es una tragedia griega notable, con todos sus elementos esenciales, porque el destino, o la voluntad divina, sobreponiéndose a las humanas, inspirándolas y moviéndolas como dóciles instrumentos, lleva a cabo sus acuerdos humillando su orgullo y sus pretensiones, y demostrando la flaqueza o inanidad de los cálculos de los mortales. Neoptólemo ha ofendido gravemente a Apolo y ha de expiar su pecado, y de aquí sus amoríos con Andrómaca, su casamiento con Hermíone y las consecuencias funestas de su predilección por la primera. Obra de un dios, solo otra diosa, Tetis, y cumplida la expiación, puede y debe resolver el conflicto suscitado. Pero ni Esquilo ni Sófocles la hubieran escrito como Eurípides, porque este prefiere, dentro de esa esfera tradicional, presentar a los hombres como son, no como deben ser ni superiores a la realidad, como sus dos ilustres predecesores. No hubieran llamado a Febo rencoroso como un hombre malvado, y habrían también omitido la exposición o prólogo de Andrómaca, y las dos justas forenses de Hermíone y de Andrómaca, y de Peleo y Menelao, y los flechazos contra las mujeres, con la agravante de ser ellas mismas las que las disparan para darlas más fuerza. Filósofo de su época y nada crédulo, pinta a nuestro linaje como es, desenvuelve la tesis de los males e inconvenientes de la poligamia, fin moral y político, y observa también los preceptos de la misma moral dramática, puesto que el principal culpable respecto a los dioses y a los hombres, o Neoptólemo, es castigado y premiada Andrómaca como merecía.
En cuanto a la fecha de su representación, basta su simple lectura para averiguar que debió ser durante la guerra del Peloponeso, porque el poeta no pierde nunca la ocasión de congraciarse con los espectadores, ensañándose en los lacedemonios, achaque muy democrático y causa probable de los largos parlamentos forenses ya citados, gratísimos a los atenienses, y objeto de las donosas burlas de Aristófanes en Las Avispas. Los eruditos dicen que se representó el año segundo de la olimpiada 89, 422 antes de Jesucristo.
Personajes
Andrómaca, viuda de Héctor y mujer de Neoptólemo.
Una esclava troyana.
El coro, compuesto de mujeres tesalias.
Hermíone, esposa de Neoptólemo, hija de Menelao.
Menelao, padre de Hermíone.
Moloso, hijo de Andrómaca y de Neoptólemo.
Ρeleo, abuelo de Neoptólemo.
Una nodriza.
Orestes, hijo de Agamenón y de Clitemnestra.
Un mensajero.
Tetis, diosa del mar y esposa de Peleo.
Andrómaca
El teatro representa el palacio de Neoptólemo, y enfrente el templo de Tetis, ante cuyo altar aparece Andrómaca suplicante.
ANDRÓMACA:
Ciudad de Tebas, honra del Asia, de donde en otro tiempo vine con opulenta dote a la regia morada de Príamo para casarme con Héctor y darle hijos; yo soy Andrómaca, feliz sin duda en los pasados días, y ahora la mujer más desventurada que hay y habrá jamás, pues presencié la muerte de mi esposo, Héctor, a manos de Aquiles, y la de Astianacte, su hijo y el mío, precipitado desde torres empinadas después que los griegos tomaron a Troya; sufro dura esclavitud, cuando fue libérrima mi familia, y he venido a la Grecia a manos del insular Neoptólemo, como trofeo de guerra elegido para él en el botín de Troya. Habito los campos vecinos a la ciudad de Farsalia y a la Ftía, en donde moraba con Peleo la marina Tetis, separada del comercio de los hombres y esquivando su trato, por lo cual el pueblo tesálico llama a este lugar Tetidio, en conmemoración del himeneo de la diosa con ese mortal. Aquí el hijo de Aquiles reside en su palacio, y deja a Peleo reinar en la Farsalia, no queriendo empuñar el cetro mientras ese anciano viva. Y yo he dado a luz en él un niño, hijo del hijo de Aquiles, mi señor. Antes, a pesar de las desdichas que me rodeaban, me consolaba la esperanza de que, viviendo mi hijo, encontraría en él alguna defensa y como el baluarte contra mis males; pero desde que mi dueño se casó con la lacedemonia Hermíone, despreciando mi tálamo servil, atorméntame su esposa con innumerables pesares. Dice que con ocultos filtros la hago estéril y odiosa a su marido, y que yo sola quiero mandar en este palacio, arrojándola por fuerza de su lecho cuando lo acepté en un principio contra mi voluntad, y ahora lo he abandonado. Bien sabe Zeus Máximo que yo no comparto de buena gana su tálamo. Pero no puedo convencerla, y quiere matarme, y su padre, Menelao, le ayuda en su propósito. Ahora está en el palacio, habiendo venido de Esparta. Yo, aterrada, me he refugiado en este santuario de Tetis, próximo al palacio, y aquí ruego a esa diosa que me libre de la muerte, puesto que Peleo y su descendencia lo respetan como monumento de sus nupcias con Tetis. En cuanto a mi hijo único, lo tengo oculto en otra parte para salvarle la vida; su padre ni se cuida de mí, ni en nada le sirve; ausente en Delfos, en donde paga a Apolo la pena impuesta a su furor, cuando fue en otro tiempo al templo Pitio a pedir al dios que se obligase a sufrir el castigo que merecía la muerte de su padre, con la mira de expiar ahora su falta anterior y obtener en lo futuro el favor de Febo.
LA ESCLAVA:
¡Oh señora!, que no temo darte este nombre, habiéndolo pronunciado tantas veces en tu palacio, cuando residíamos en Troya, y te amaba, y a tu marido, entonces vivo; ahora te hablo para anunciarte nuevas que te interesan, con miedo, es verdad, por si lo saben mis señores, pero compadecida de ti: Menelao y su hija maquinan atroces crueldades, que debes precaver.
ANDRÓMACA:
¡Oh consierva muy amada!, pues consierva eres de una reina, feliz en otro tiempo, ahora infortunada: ¿qué hacen, qué lazos nuevos me tienden, queriendo matarme sin compasión por mis desdichas?
LA ESCLAVA:
Tratan, ¡oh mujer sin ventura!, de matar a tu hijo, al que alejaste de tu palacio.
ANDRÓMACA:
¡Ay de mí! ¿Ha sabido ella que está oculto mi hijo? ¿Cómo? ¡Oh desventurada de mí, que voy a perecer!
LA ESCLAVA:
No lo sé; pero he averiguado que Menelao ha salido a buscarlo.
ANDRÓMACA:
¡Cierta es mi muerte! ¡Oh hijo!, estos dos buitres te arrebatarán y te sacrificarán inhumanamente. ¡Y el que se llama tu padre, todavía en Delfos!
LA ESCLAVA:
Creo que si él estuviera aquí no sería tanta tu desventura; pero ahora careces de amigos.
ANDRÓMACA:
¿Ni se sabe nada de Peleo, cuya próxima venida se anunciaba?
LA ESCLAVA:
Es más viejo de lo necesario para servirte su presencia.
ANDRÓMACA:
Y lo he llamado, y no una sola ver.
LA ESCLAVA:
¿Piensas acaso que se cuida nadie de tus mensajes?
ANDRÓMACA:
¿Cómo pensarlo? ¿Quieres ser tú mi mensajera?
LA ESCLAVA:
¿Y qué diré si falto mucho tiempo del palacio?
ANDRÓMACA:
Ya encontrarás razones; eres mujer.
LA ESCLAVA:
Es peligroso, porque Hermíone nos vigila sin descanso.
ANDRÓMACA:
¿Lo ves? Abandonas a tus amigos en la desgracia.
LA ESCLAVA:
Nunca podrás reconvenirme por esa falta. Iré, pues, aunque me exponga, que ni aun envidiable es la vida de una esclava.
ANDRÓMACA:
Ve, y yo, como siempre, dirigiré al cielo mis gemidos, mis lamentos y mis lágrimas, que es ingénito en las mujeres deleitarse con sus desdichas y tenerlas siempre en los labios. No por un solo motivo, sino por muchos debo gemir: por mi ciudad patria, por la muerte de Héctor, por la cruel fortuna, que me agobia condenándome a indigna servidumbre. Ningún mortal puede llamarse feliz hasta su día postrimero y su descenso en los infiernos. Paris, en la alta Ilión, al casarse con Helena y hacerla compañera de su tálamo, no llevó a él a una recién desposada, sino a alguna Furia. Por su causa, ¡oh Troya!, a hierro y fuego te devastó el ligero Ares, que de Grecia vino en una nave, y a Héctor, al marido de esta desventurada, lo arrastró alrededor de las murallas, rigiendo su carro el hijo de la marina Tetis; yo misma fui arrancada del tálamo a la orilla del mar, y sujeta a triste esclavitud. Muchas lágrimas corrieron por mi rostro cuando abandoné la ciudad y el tálamo, y a mi marido cubierto de polvo. ¡Ay de mí, desventurada! ¿Por qué había de ver yo más la luz, esclava de Hermíone? Afligida por ella, suplicante, recurro a la estatua de la diosa, y la abrazo, y me consumo llorando como la fuente que se desliza por la peña gota a gota.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh mujer!, que por tanto tiempo resides en el templo y en el suelo consagrado a Tetis, y no lo abandonas; aunque yo sea ftiota y tú asiática, vengo, sin embargo, en tu ayuda, y a ofrecerte algún remedio a tus males, que os han convertido a ti y a Hermíone en rivales odiosas, sin duda porque compartes con ella el lecho del hijo de Aquiles.
Antístrofa 1.ª — Piensa en tu suerte, reflexiona en el infortunio que te agobia. Tú, joven troyana, luchas con tus señores, oriundos de Lacedemonia. Deja el palacio de la diosa del mar, en donde sacrificamos nuestras ovejas. ¿De qué te sirve macerar tu cuerpo, desfigurado por las penas, y ser víctima de las violencias de tus dueños? La fuerza te someterá. ¿A qué sufrir trabajos, no pudiendo?
Estrofa 2.ª — Vete, pues; abandona la espléndida mansión de la diosa nereida, y no olvides que eres esclava en extranjera tierra, en peregrina ciudad, en donde no vea ningún amigo, ¡oh infelicísima, oh esposa digna de lástima!
Antístrofa 2.ª — Porque tú, mujer troyana, viniste a este palacio y excitaste mi compasión; pero no me atrevo a moverme por miedo a mis dueños, y sufro con pena tu desdicha, temerosa de que la nieta de Zeus advierta mi benevolencia.
HERMÍONE:
Ni las joyas de oro que ciñen mi cabeza y son su encanto, ni este vestido y el lujoso manto que cubre mi cuerpo me acompañaron como primicias nupciales, dones de la casa de Aquiles o Peleo, cuando aquí vine, sino que mi padre, Menelao, me los trajo de la región espartana, con rica dote para hablar con libertad; con estas palabras os respondo. Pero tú, cautiva y esclava, quieres poseer este palacio expulsándome de él; mi esposo me odia por tus filtros, y por tu causa mis entrañas no conciben, que es sagaz en tales artes el ingenio de las mujeres de Asia. Y yo pondré freno a tu maldad y no te servirá esta mansión de la nereida, ni el ara ni el templo, y habrás de morir. Si algún dios o algún hombre quiere salvarte, es menester que en vez de tu anterior orgullo, hijo de tu dicha, te inspire la humildad y te haga caer a mis rodillas, y barrer mi casa, y derramar con tu mano el agua del Aqueloo de los vasos de oro, y conocer el país en que vives; no tienes aquí a Héctor, ni a Príamo, ni riquezas, sino solo una ciudad griega. A tal extremo ha llegado tu locura, ¡oh desventurada!, que te atreves a dormir con el hijo del que mató a tu esposo y a dar descendientes a su asesino. Tales son los bárbaros: el padre se casa con la hija, el hijo con la madre y la hermana con el hermano; mátase a los que más se ama, y nada de esto prohíben sus leyes. No introduzcas esas costumbres entre nosotros, que no es decoroso que un hombre solo tenga las riendas de dos mujeres, sino un solo amor conyugal, y que, contento con él, pueda vivir tranquilo en su hogar.
EL CORO:
Envidiosa es la mujer, y aborrece más que nada a las compañeras de su lecho nupcial.
ANDRÓMACA:
¡Ay, ay de mí! Fatal, sin duda, es para los mortales la juventud, y cuando son jóvenes, sentir injustas pasiones. Yo temo que me trates como a esclava y me impidas hablar, cuando tantas razones me asisten; y que si venzo reciba también daño. Los arrogantes oyen difícilmente sólidos argumentos de sus inferiores; sin embargo, nunca podré decidirme a faltarme a mí misma. Di, ¡oh jovencilla!, ¿qué motivos justos alegas para oponerte a los deseos legítimos de tu esposo? ¿Será la ciudad Lacedemonia inferior a la de los frigios, y más envidiable mi fortuna? ¿Me odias porque me ves libre, o porque te inquieta mi robustez y juventud, mis grandes riquezas y numerosos amigos, y mi ambición de poseer el palacio que tú sola poseerías? ¿Quizá porque tengo hijos esclavos, para colmo de mis desdichas? ¿Acaso porque será preciso sufrir con resignación que mis hijos sean reyes de la Ftía, si tú no los tienes? Y en verdad que me aman los griegos porque también estimaban a Héctor, y soy mujer oscura, no reina de los frigios. No te aborrece tu esposo por mis filtros, sino porque careces de prendas amables. Tal es el verdadero filtro: no la hermosura, ¡oh mujer!, sino las virtudes deleitan a los maridos. Pero tú, si algo te ofende, hablas con arrogancia de la ciudad Lacedemonia, menosprecias a Esciros, y entre pobres haces ostentación de tus riquezas; y Menelao es, en tu concepto, superior a Aquiles. Por esto seguramente te odia tu marido. Conviene que la mujer, aunque se case con un esposo malo, trate de agradarle y no de disputar con él, llena de orgullo. Si te hubieses casado con un rey de la nevada Tracia, en donde un solo lecho sirve a un hombre y a muchas mujeres, ¿las matarías acaso? Esa mancha hubiera recaído en todo tu sexo, y lo deshonrarías haciéndolo aparecer como aquejado de insaciable lujuria; vergonzoso sería, sin duda; y aunque esta enfermedad nos ataca con más fuerza que a los hombres, nos refrenamos por propio decoro. ¡Oh cariñoso Héctor! Por ti amaba yo a las que te inclinaba la astuta Afrodita, y muchas veces, para agradarte, di mi pecho a tus hijos bastardos. Y al hacerlo así, mi virtud aumentaba la estimación que me profesaba mi esposo; pero tú, por miedo, no consientes que una leve gota de celestial rocío toque siquiera al tuyo. Cuida de no superar a tu madre, ¡oh mujer!, en tu amor a los hombres, porque los hijos de sano corazón no deben imitar las costumbres de sus madres cuando son malas.
EL CORO:
¡Oh señora!, si puedes hacerlo, transige siquiera con ella.
HERMÍONE:
¿Por qué hablas con arrogancia y te atreves a disputar conmigo? ¡Como si tú sola fueras casta y yo no!
ANDRÓMACA:
Si a tus palabras nos atenemos, nada tienen de castas.
HERMÍONE:
Que nunca piense yo como tú, ¡oh mujer!
ANDRÓMACA:
Eres jovencita y hablas de lo que debiera ruborizarte.
HERMÍONE:
Tú no hablas así, en verdad, pero me ofendes cuanto puedes.
ANDRÓMACA:
¿No sufrirás, pues, los dolores que da Afrodita?
HERMÍONE:
¿Y por qué? ¿No miran sus goces todas las mujeres como el bien supremo?
ANDRÓMACA:
Sí, cuando lo hacen con decoro; si no, no son honestas.
HERMÍONE:
No gobernamos a nuestros súbditos con las leyes de los bárbaros.
ANDRÓMACA:
Lo que es vergonzoso entre ellos es aquí infame.
HERMÍONE:
Astuta, astuta eres; pero has de morir.
ANDRÓMACA:
¿Ves la estatua de Tetis que te contempla?
HERMÍONE:
Y que seguramente aborrece a tu patria por la muerte de Aquiles.
ANDRÓMACA:
Tu madre, Helena, lo perdió; no yo.
HERMÍONE:
¿Todavía me has de causar más disgustos?
ANDRÓMACA:
Callo, pues, y refreno mi lengua.
HERMÍONE:
Di, pues, la razón que aquí me trae.
ANDRÓMACA:
Digo tan solo que tú no sabes lo que te conviene.
HERMÍONE:
¿Dejarás este templo de la diosa del mar?
ANDRÓMACA:
Sí, si no muero; pero si no, nunca.
HERMÍONE:
Así se ha decretado, y no esperaré a que venga mi esposo.
ANDRÓMACA:
Y hasta que no llegue no me pondré en tus manos.
HERMÍONE:
Y el fuego te ahuyentará sin cuidarme de ti.
ANDRÓMACA:
Enciéndelo, pues; los dioses lo tendrán presente.
HERMÍONE:
Y llenaré tu cuerpo de graves y dolorosas heridas.
ANDRÓMACA:
Hiéreme; mancha con sangre el ara de la diosa, que ella te castigará.
HERMÍONE:
¡Oh tú, bárbara bestia, dura y obstinada, sufrirás la muerte! Yo te obligaré a que desalojes pronto este lugar, y para lograrlo emplearé cierto cebo. Pero más vale callar, que no tardará en saberse. Persiste en tu propósito, que aun rodeándote por todas partes plomo derretido, te haré huir antes que venga el hijo de Aquiles, en quien confías.
ANDRÓMACA:
Y en él sigo confiando: maravilla es que algún dios hallase remedios contra las ponzoñosas serpientes y ninguno contra las mujeres, peores que la víbora y el fuego, y calamidad verdadera para los hombres.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Causa de grandes desdichas fue sin duda la llegada a los montes ideos del hijo de Zeus y de Maya, guiando el hermoso carro de las tres diosas, para oír el funesto fallo acerca de su belleza, encaminándose a los establos del boyero en busca del joven y solitario pastor y de los lares desiertos de su cabaña.
Antístrofa 1.ª — Cuando las tres llegaron a las umbrosas selvas de los montes, lavaron sus refulgentes cuerpos en las aguas de las fuentes y buscaron al hijo de Príamo. Dirigiéronle a porfía palabras lisonjeras; y Afrodita venció con sus frases insinuantes, gratas al oído, causa de la deplorable ruina de la ciudad de los frigios y de los alcázares de la infortunada Troya.
Estrofa 2.ª — Ojalá que alejase tal desdicha de su cabeza la que dio a luz en otro tiempo al malhadado Paris, antes de enviarlo al Ida, cuando Casandra clamó junto al laurel sagrado que era preciso matarlo, porque sería causa de grande estrago para la ciudad de Príamo. ¿A quién no incitó a ello? ¿A qué anciano del pueblo no rogó que matase al niño?
Antístrofa 2.ª — El yugo de la servidumbre no pesaría sobre Troya, y tú, mujer, hubieses disfrutado de tu real palacio, y los griegos no habrían sufrido nuevos trabajos, vagando los jóvenes diez años alrededor de Troya, víctimas de bélicas fatigas, y ni los lechos nupciales hubiesen quedado desiertos, ni los ancianos sin hijos.
MENELAO:
En mi poder está ya tu hijo, escondido por ti en otra casa, sin que Hermíone lo supiese. Pensabas que te salvaría la imagen de Tetis, y a tu hijo el estar oculto; pero sabes menos que Menelao, ¡oh mujer! Y si no abandonas este lugar, morirá por ti. Decídete, pues, si quieres, a sacrificarte por él, o al contrario, único medio de expiar las ofensas que nos has hecho a mí y a mi hija.
ANDRÓMACA:
¡Oh fama, fama!, a miles de mortales que nada eran concediste gloriosa vida. Felices juzgo a los que disfrutan de renombre merecido; pero los falsamente famosos no los tengo por ilustres, puesto que su reputación de sabios solo de la casualidad depende. Tú, hombre tan cobarde, ¿tú mandaste en otro tiempo griegos escogidos y arrebataste a Príamo su ciudad de Troya? ¿Te han bastado las palabras de tu hija, todavía niña, para hacer alarde de tu orgullo y descender hasta el extremo de luchar con una pobre esclava? No eres digno adversario de Troya, ni Troya de ti. En apariencia brillan tales hombres, pero por dentro son semejantes a los demás, sin otra diferencia que las de sus riquezas, de mucho precio en verdad. Dejémonos de hablar, ¡oh Menelao!; tu hija es causa de mi ruina y de mi muerte; ya no podrá evitar la pena de su delito, y para el pueblo también tú serás reo, porque tu complicidad te acusa. Pero si yo conservo la vida, ¿mataréis acaso a mi hijo? ¿Cómo lo llevará su padre con paciencia? Troya no lo llama cobarde; ha ido adonde debe; y su conducta no es indigna de Peleo ni de su padre Aquiles; expulsará a tu hija del palacio, y tú, después de darla a otro en matrimonio, ¿qué le dirás?, ¿que su castidad la ha obligado a huir de un mal esposo? Pero esto será falso. ¿Y quien se casará con ella? ¿Le alcanzará viuda la vejez cana, sin marido que la acompañe? ¡Oh varón infortunado!, ¿no te compadeces de los infinitos males que me persiguen?; ¿cuántos amantes indignos quisieras que deshonrasen a tu hija antes que sufrir lo que te digo? Por pequeñas causas no se deben cometer grandes maldades; y si nosotras las mujeres somos una calamidad funesta, los hombres no deben asemejársenos. Si yo, pues, doy a tu hija veneno para que aborte, como dice, a ciencia cierta, no involuntariamente, ni prosternándome ante el ara con ese objeto, me someteré, sin que nadie me obligue, al juicio a que me sujete tu yerno, puesto que tiene derecho para condenarme, dejándolo sin hijos. Tal es mi ruego; pero me infundes no poco temor, recordando que por cuestiones mujeriles perdiste a la desventurada ciudad de los frigios.
EL CORO:
Demasiado has dicho; has hablado con los hombres más de lo justo, y tu modestia, dejándose llevar del fuego de la pasión, ha agotado sus dardos.
MENELAO:
Todo esto, ¡oh mujer!, es poco importante y no digno de mi cetro, como dices, ni tampoco de la Grecia. Pero has de saber que cualquiera estima en más lo que le interese que tomar a Troya; y como para mí es muy grave que mi hija pierda su esposo, la ayudo, teniendo en cuenta que todo lo demás que pueda sufrir una mujer vale menos que perder a su marido, porque entonces pierde la vida. Natural es que Neoptólemo mande a mis siervos, y los que me tocan de cerca y yo mismo, a los suyos. Los verdaderamente amigos no tienen nada propio: son comunes sus bienes. Si, por esperar a los ausentes, no proveo lo mejor, soy descuidado, no cauto. Anda, pues, y retírate de este templo de la diosa, porque si tú mueres, este niño no morirá; pero si lo rehúsas, lo mataré; es necesario que uno de los dos deje de existir.
ANDRÓMACA:
¡Ay de mí! Amarga es mi suerte y la mortal opción que me propones, y ya elija mísera, ya no, siempre seré una desdichada. ¡Oh tú, que tramas grandes maldades por causas pequeñas!, oye: ¿con qué objeto me matas?, ¿por qué causa?, ¿qué ciudad he vendido?, ¿a cuál de tus hijos he dado muerte?, ¿qué población he incendiado? Por fuerza comparto el lecho de mi señor, y, sin embargo, intentas sacrificarme, no al autor de todo; pero ¿por qué, prescindiendo del origen de tu ofensa, diriges tus ímpetus contra sus consecuencias, que es lo último? ¡Cuánta es mi desventura por estos males! ¡Oh mísera patria mía, qué trato sufro tan indigno! ¿Qué necesidad había de añadir esta doble carga a la antigua? Pero ¿a qué me lamento de este mal del momento, y no me acuerdo de otros? Yo presencié la muerte de Héctor, destrozado por el carro, y el deplorable incendio de Ilión, y subí esclava a las naves de los argivos, arrastrada por los cabellos; y después que vine a la Ftía me casé con los asesinos de Héctor. ¿Qué dulzuras tiene para mí la vida?; ¿qué debo considerar, mi presente o mi pasada desventura? Un solo hijo me quedaba, querido como las niñas de mis ojos, y solo porque les place tratan de matarlo. No morirá, de seguro, por salvar yo mi vida infeliz; él es mi esperanza, y no perecerá; que para mí sería una deshonra no sacrificarme por mi hijo. Voy, pues, a abandonar el ara; ya me entrego a las manos que me han de degollar, que me han de matar, que me han de atar, que me han de ahorcar. ¡Oh hijo mío!, yo, tu madre, iré al Orco por salvarte; pero si escapas de la muerte, acuérdate de ella y de su desdicha y sufrimientos; y cuando veas a tu padre, bésalo, llora y abrázalo y cuéntale mis tormentos. Para todos los hombres, los hijos son tan amados como el vivir; quienquiera que me critique sin saber lo que son, sufrirá menos; pero su felicidad no es envidiable.
EL CORO:
Compadézcote al oírte; dignas de lástima son las desdichas de todos los mortales, aunque sean extranjeros. ¡Oh Menelao!, tú y tu hija debíais reconciliaros con ella y librarla de sus males.
MENELAO:
Sujetadla, esclavas, que oirá palabras amargas. Yo te amenacé con la muerte de tu hijo para que abandonaras el ara de la diosa, y así te engañé para que cayeras en mis manos, y después matarte. Y esto, por lo que a ti atañe; por lo que hace a este niño, mi hija decidirá si ha de morir o no. Pero anda al palacio, para que aprendas, ya que eres esclava, a no insultar jamás a los que son libres.
ANDRÓMACA:
¡Ay de mí! Con fraude obraste: me has engañado.
MENELAO:
Publícalo a todos; no lo negamos.
ANDRÓMACA:
¿Así pensáis vosotros, los que habitáis las orillas del Eurotas?
MENELAO:
Y los que moran en Troya, cuando ofendidos se vengan.
ANDRÓMACA:
¿Crees que los dioses no son dioses, y no castigan a los culpables?
MENELAO:
Si lo hacen, lo sufriremos; pero te mataré.
ANDRÓMACA:
¿Y también a este hijo mío, arrancado de debajo de mis alas?
MENELAO:
No, seguramente; lo entregaré a mi hija para que lo mate si quiere.
ANDRÓMACA:
¡Ay de mí! ¿Cómo no te he de llorar, ¡oh hijo!?
MENELAO:
Ya ves la lisonjera esperanza que debes alimentar acerca de su muerte.
ANDRÓMACA:
¡Oh habitantes de Esparta!, mortales muy enemigos de todos los hombres, conciliábulo engañoso, los primeros en mentir, forjadores de dolosos males, de torcidos pensamientos y llenos de falsía: sin razón florecéis en la Grecia. ¿Qué delito no se comete entre vosotros? ¿No se repiten con frecuencia los asesinatos? ¿No sois ávidos de torpes ganancias? ¿No habéis probado siempre que decís una cosa y sentís otra? ¡Que los dioses me oigan y perezcáis! No es para mí mal tan grave el morir como tú piensas. Perdiéronme otras desdichas, perdiome la ruina y el incendio de la mísera ciudad de los frigios, y mi ilustre marido, que con su lanza te obligó a probar tu cobardía y a ser soldado de mar, no de tierra. Ahora me matas, convertido en esforzado guerrero contra una pobre mujer. Mátame, pues, que seguramente mi lengua no te adulará, ni a tu hija tampoco; si eres grande en Esparta, yo lo soy en Troya, y si mi presente fortuna es adversa, no te jactes de la tuya, que de un momento a otro puedes sufrir la mía.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Nunca alabaré a los mortales que tienen dos lechos nupciales, ni que engendran hijos de diversas madres, causa de disensión en las familias y de tristes calamidades. Que mi marido, cuando me case, se contente con un solo tálamo, y que con ninguna otra lo comparta.
Antístrofa 1.ª — Ni en las ciudades son más útiles dos gobernantes que uno solo, y en realidad son dos verdaderas cargas y cuna de sedición entre los ciudadanos; hasta las Musas siembran la discordia entre dos que compongan himnos a un tiempo.
Estrofa 2.ª — Y cuando los ligeros vientos se llevan a los marineros, dos que rijan el timón y gran multitud de sabios valen menos que una inteligencia inferior que mande sola, y es más útil en casas y ciudades cuando se quiere gobernar con fruto.
Antístrofa 2.ª — Pruébalo la lacedemonia, hija del capitán Menelao; furor ardiente la arrastra contra la rival de su tálamo, y trama la muerte de esa infeliz troyana y de su hijo, dominada por la envidia. Impío, injusto, odioso es el asesinato. Acaso algún día sienta laudable arrepentimiento. Pero veo juntos delante del palacio a los dos desdichados que aguardan la muerte. ¡Mísera mujer, y tú, niño desventurado, víctima del himeneo de tu madre, sin participar de su cuerpo, sin haber cometido crimen alguno contra los reyes!
ANDRÓMACA:
Ved cómo me llevan debajo de la tierra, y las ligaduras que llenan de sangre mis manos.
MOLOSO:
Madre, madre, bajo tus alas desciendo también al infierno.
ANDRÓMACA:
¡Mísera víctima! ¡Oh príncipes de la Ftía!
MOLOSO:
¡Oh padre, ven a socorrer a los que te aman!
ANDRÓMACA:
Tú, hijo querido, yacerás junto a los pechos de tu madre, muerto bajo la tierra, con ella, también muerta.
MOLOSO:
¡Ay de mí, ay de mí! ¿Qué haré? Desventurado soy sin duda, y tú también, ¡oh madre!
MENELAO:
Andad a los infiernos, que vinisteis de torres enemigas. Los dos habéis de morir por dos causas inevitables: mi interés te mata, y a este niño mi hija Hermíone. Es gran imprudencia dejar hijos enemigos de los que lo han sido nuestros, pudiendo matarlos, y no librar de ese peligro a las familias.
ANDRÓMACA:
¡Oh esposo, esposo, hijo de Príamo, ojalá que mi mano fuese tan robusta como la tuya y empuñara tu salvadora lanza!
MOLOSO:
¡Infeliz de mí! ¿A quién invocaré para evitar la muerte?
ANDRÓMACA:
Arrástrate, y besa las rodillas de tu señor, ¡oh hijo!
MOLOSO:
¡Oh señor, oh señor, perdóname la vida!
ANDRÓMACA:
Riegan las lágrimas mis mejillas; de mis ojos caen poco a poco, como gota opaca de empinado risco.
MOLOSO:
¡Ay de mí, ay de mí! ¿Qué remedio podré hallar a mis males?
MENELAO:
¿Por qué imploras mi perdón y me suplicas, cuando soy solo ola o marino peñasco? Yo solo ayudo a los míos, y nunca podré reconciliarme contigo, puesto que ya en edad adulta tomé a Troya y cautivé a tu madre; para que goces de su compañía descenderás a la morada del infernal Hades.
EL CORO:
Veo cerca a Peleo, que dirige hacia aquí de prisa sus trémulos pasos.
PELEO:
A vosotros pregunto, y a este maestro de asesinos: ¿Qué sucede? ¿Cómo reina tal desorden en este palacio? ¿Por qué causa? ¿Por qué hacéis esto, condenando al suplicio sin juzgar antes? Detente, Menelao; no te precipites sin oír a las partes. (Al servidor que le acompaña). Precédeme tú, apresúrate; según me parece, esto no admite dilación; que aquí, y no en otra parte, quisiera recobrar mi fuerza juvenil. Y primero, en verdad, con viento favorable, como bajel de hinchadas velas, enderezaría hacia este mi rumbo. Di: ¿con qué derecho, atadas tus manos, se llevan estos a ti y a tu hijo? Como la oveja que defiende a su cordero, mueres tú en nuestra ausencia y en la de tu señor.
ANDRÓMACA:
Como ves, ¡oh anciano!, me llevan a morir con mi hijo. ¿Qué te diré, habiéndote llamado no una sola, sino mil veces? Acaso tienes noticia de la cuestión que se ha promovido en este palacio, si has hablado con la hija de Menelao, autores ambos de mi muerte. Y ahora me arrastran arrancándome del ara de Tetis, que te dio a luz noble hijo, y a la que rindes venerable culto, no juzgándome con arreglo a derecho, ni esperando a los ausentes, sino prevalidos de mi aislamiento y del de mi hijo, al que quieren matar también, inocente de toda culpa. Pero te ruego, pues, ¡oh anciano!, cayendo a tus rodillas, ya que mis manos no puedan tocar tu muy amada barba, que me salves por los dioses; de otro modo moriremos con vergüenza vuestra, ¡oh anciano!, y miserable daño nuestro.
PELEO:
Os mando desatar sus ligaduras, si no queréis arrepentiros, y soltar sus manos.
MENELAO:
Y yo, no inferior a ti, te lo prohíbo, porque mis derechos señoriales en esta son superiores a los tuyos.
PELEO:
¡Cómo! ¿Acaso, y solo por venir aquí, gobiernas ya mi palacio? ¿No te basta mandar a los habitantes de Esparta?
MENELAO:
Yo me apoderé de esta cautiva troyana.
PELEO:
Y diéronla a mi nieto y la aceptó como parte del botín.
MENELAO:
¿No es lo mío suyo y lo suyo mío?
PELEO:
Para hacer el bien, no el mal, ni para matar tampoco.
MENELAO:
Ten entendido que nunca la sacarás de mi poder.
PELEO:
Con este cetro llenaré de sangre tu cabeza.
MENELAO:
Toca, acércate a mí y sabrás quién soy.
PELEO:
Y querrás que te llamen hombre, ¡oh tú, el más malvado e hijo de malvados! ¿Cómo te han de contar entre los hombres? Un frigio robó tu esposa, que abandonaste en un palacio no cercado y sin siervos que lo guardasen, como si en él tuvieras una mujer casta, no la peor de todas. Ni aunque quiera puede ser honesta ninguna doncella espartana, acostumbrada a salir de su casa y a tomar parte con muslos desnudos y suelta túnica en las carreras y palestras de los jóvenes; lo cual, en mi concepto, no debe tolerarse. ¿Y es después sorprendente que no eduquéis mujeres castas? Convendría preguntarlo a Helena, que procaz huyó con un joven a tierra extraña, abandonando sus lares conyugales. Y por ella capitaneaste contra Troya tan grande ejército de griegos, cuando hubiera sido mejor que la despreciaras y no movieses guerra, puesto que estabas seguro de su crimen, dejándola allí. Hasta debieras haberla recompensado y no admitirla en tu palacio. Pero no tuviste tan feliz inspiración, sino que perecieron muchas vidas preciosas, y a muchas ancianas privaste de hijos y arrebataste a muchos padres de blancos cabellos sus nobles descendientes. Yo soy uno de estos infortunados; mírote como al matador de Aquiles, como a una deidad malévola; tú solo viniste sin heridas de Troya, y trajiste tus bellas armas guardadas en ricas vainas, como allá las llevaste. Y yo mismo intenté persuadir a mi hijo que no se casase ni contrajese contigo parentesco, ni admitiese en su palacio a la hija de una mujer mala, teniendo presente que se heredan las faltas maternales. Aprended, ¡oh enamorados!, la conveniencia de casaros con hijas de buenas madres. Además, ¡cuánta no fue tu sinrazón con tu hermano, mandando matar neciamente a su hija! ¡Tanto temiste no poseer una mujer adúltera! Tomada Troya, para seguirte también en este terreno, no mataste a esa mujer que volvía a tu potestad, sino que al ver su pecho tiraste a un lado la espada, recibiste sus ósculos y adulaste a una perra traidora vencido por la lujuria, ¡oh tú, el más villano de los hombres! Y después vienes al palacio de mis hijos, no respetas su ausencia y matas con infamia a una pobre mujer y a un niño, cuya muerte os hará llorar a ti y a tu hija, la que mora en el palacio, aun cuando fuese tres veces bastardo. Muy a menudo las cosechas de tierras áridas son superiores a las que nacen en pingües terrenos, y muchos bastardos aventajan a los hijos legítimos. Pero llévate tu hija. Mejor es para los hombres amar a un yerno pobre y honrado que a uno criminal y rico, y tú nada vales.
EL CORO:
Por causas insignificantes la lengua promueve entre los hombres grandes disputas, y por esto los prudentes no discuten con sus amigos.
MENELAO:
¿Cómo dirás que los ancianos son sabios, y los que por tales tiene la Grecia? Tú, Peleo, hijo de ilustre padre y unido conmigo por los lazos de la afinidad, ¿no debieras avergonzarte de hablar así y de afrentarme por una mujer bárbara, a quien te convendría desterrar mas allá del Nilo y del Fasis, y excitarme tú mismo a hacerlo, solo recordando que es oriunda del continente de Asia, en donde yacen muchos cadáveres de griegos muertos por las lanzas, y manchada con sangre de tu hijo? Paris, que mató a Aquiles, era hermano de Héctor, y esta, esposa también de Héctor. Y, sin embargo, a ti y a ella os cobija el mismo techo y te dignas sentarte con ella a la mesa, y consientes que dé a luz hijos odiosos a tu linaje; por estas razones, ¡oh anciano!, y atendiendo a tu interés y al mío, quiero matarla, y tú me la arrancas de las manos. Pero veamos, pues, si, como creo, no es vergonzoso que hablemos ahora: si mi hija no tiene descendientes y esta sí, ¿los harás señores del territorio ftiótico, y, siendo bárbaros, mandarán a los griegos? ¿No soy, pues, prudente evitando tales iniquidades? ¿Tienes tú razón? Reflexiona también en esto: si casaras a tu hija con alguno, ¿sufrirías tales injurias en silencio? No lo creo. ¿Por una mujer extranjera insultas así a tus amigos y parientes? Igual derecho tiene el marido y la mujer, ya ultraje a esta, ya lo sea él por la deshonestidad de su cónyuge. El hombre tiene en sus manos medios de lograrlo; pero la mujer solo puede conseguirlo valiéndose de sus padres y amigos. ¿No es justo, por tanto, que yo socorra a mis parientes? Anciano, anciano eres, y cuando hablas de mi campaña más me favoreces que callando. Helena no sufrió voluntariamente tantas penas sino por decreto de los dioses, y esa guerra fue muy útil a Grecia, porque, poco perita antes en las armas y combates, salió aguerrida de esta empresa: en todo es la experiencia maestra de los mortales. Y si yo, al ver a mi esposa, me contuve y no la maté, fue por prudencia. ¡Ojalá que tú no hubieras matado a Foco! Tal es mi benévola réplica, no inspirada por la ira; pero si te encolerizas, tú perderás por tu locuacidad lo que ganaré por mi previsión.
EL CORO:
Lo mejor será que os dejéis de vanas palabras y no incurráis ambos a un tiempo en la misma falta.
PELEO:
¡Ay de mí! ¡Qué depravadas costumbres reinan en Grecia! Cuando el ejército erige trofeos de sus victorias, no se atribuyen a los soldados que pelearon, sino a su general, que se lleva toda la gloria, cuando él maneja la lanza como otros muchos, y sin aventajarles en nada logra mayor fama. Y en la ciudad se sientan después orgullosos con los magistrados, y miran a la plebe con desdén, cuando nada valen, y en cambio los plebeyos suelen ser mucho más sabios si a un tiempo están dotados de voluntad y osadía. Así tú y tu hermano os habéis enorgullecido con la toma de Troya y por haber mandado a los griegos, y os llenan de arrogancia las fatigas y trabajos de los demás. Yo te probaré, después de esto, que no debes mirar al ideo Paris como a un enemigo superior a Peleo, si tú y tu hija estéril no os alejáis cuanto antes enhoramala de este palacio, puesto que mi nieto, agarrándola por los cabellos, la arrastrará por el suelo, porque es estéril y tiene envidia a la que no lo es. ¿Acaso porque ella sea infeliz sin hijos no los hemos de tener nosotros? Dejad a Andrómaca, esclavos; veremos si alguno me impide desatar sus manos. Levántate, que yo, aunque anciano trémulo, aflojaré los apretados nudos de estas ligaduras. ¡Así, oh tú, el peor de los hombres, has lastimado estas manos! ¿Creías atar algún toro o algún león? ¿Temiste que desenvainando su espada te obligase a huir? Ven, niño, a mis brazos; desata conmigo a tu madre; yo te educaré en la Ftía, y serás grande enemigo de estos. Sabed que los espartanos, sin su bélica gloria y su valor en las batallas, en ninguna otra cosa serían superiores a los demás.
EL CORO:
Desenfrenados son los ancianos, y la cólera los arrastra más allá de los justos límites.
MENELAO:
Te dejas llevar demasiado de la propensión a la injuria. Yo, que a la fuerza he venido a la Ftía, ni haré nada indigno de mí, ni lo sufriré tampoco. Y ahora, que no tengo tiempo para vagar, vuelvo a mi palacio, porque hay una ciudad no lejos de Esparta, que antes era amiga y ahora no; quiero castigarla al frente de mis tropas y reducirla a mi dominio. Y cuando lo arregle todo a mi placer, volveré. Presente yo entonces, y también mi yerno, hablaré sin ambages, y oiré sus razones. Y si Neoptólemo castiga a Andrómaca, y después es prudente, yo lo seré también; si se enfurece, me enfureceré, y mis acciones corresponderán en todo a las suyas. No me ofenden tus palabras, porque eres a modo de sombra que habla, y no sirves más que para esto.
PELEO:
Ve delante de mí, ¡oh hijo!, protegido por mi brazo, y tú también, ¡oh desventurada!, que después de tan recia tempestad, habéis encontrado seguro puerto.
ANDRÓMACA:
Que los dioses, ¡oh anciano!, sean propicios a ti y a los tuyos, ya que nos has salvado a mí y a mi hijo. Pero ten cuidado, no sea que estos, ocultos en el camino solitario, me arrebaten a la fuerza viéndote viejo, y a mí débil y a mi hijo niño; no lo olvides, y evita el peligro presente, sin exponernos a ser cautivados después.
PELEO:
No hables el tímido lenguaje de las mujeres. Anda. ¿Quién osará tocaros? Llorará, sin duda, el que lo haga; por la gracia de los dioses mandamos en Ftía, y disponemos de escuadrones de caballería y de muchos infantes. Todavía conservamos todas nuestras fuerzas, y no nos ha gastado la vejez, como tú piensas; me bastaría mirar a ese hombre para vencerlo, aunque sea viejo. Si el anciano es animoso, vale más que muchos jóvenes; ¿qué aprovecha al cobarde su robusto cuerpo?
EL CORO:
Estrofa. — O que yo no nazca, o que mis padres sean buenos y me sea dado disfrutar de la opulencia de ciertas familias. No falta a los nobles consuelo en sus desdichas, y a las claras prosapias pertenece la gloria y el honor, que da la fama; nunca borra el tiempo la memoria de los grandes varones, y la virtud de los muertos brilla también perenne.
Antístrofa. — Más vale no ganar deshonrosa victoria que hollar a la justicia por la envidia y por la fuerza; al pronto agrada esto a los hombres, pero con el tiempo se hace molesto y redunda en desdoro de su linaje. Quiero que me alaben, que este sea el bálsamo de mi vida, y que no haya potestad alguna ilegítima ni en la familia ni en el gobierno.
Epodo. — ¡Oh anciano, hijo de Éaco!; creo que con los lapitas peleaste contra los centauros con lanza celebérrima, y que en la nave Argos atravesaste el inhospitalario mar de las Simplégades, ilustre empresa; y cuando en otro tiempo el hijo preclaro de Zeus destruyó a la ciudad de Ilión, participaste de su gloria y volviste luego a Europa.
LA NODRIZA:
¡Oh mujeres muy amadas!, como el mal nunca viene solo, otro nos amenaza en este día: Hermíone, la que manda en el palacio, abandonada de su padre y arrepentida de su atentado, cuando quiso matar a Andrómaca y a su hijo, desea morir, temiendo que su marido la castigue alejándola ignominiosamente de su lado, o dándola muerte en represalias de la que quiso dar a quien no debía. Trabajo cuesta a los servidores que la celan impedir que se ahorque, como quiere, y arrebatarle de las manos el acero; y entonces se lamenta amargamente y confiesa su falta. Yo, amigas, hago cuanto puedo para disuadirla de su propósito suicida; entrad vosotras en el palacio y evitad su muerte, porque los amigos recientes persuaden con más facilidad que los antiguos, aunque sean íntimos.
EL CORO:
Oímos, en efecto, los gritos de los servidores, originados, sin duda, de la causa que anunciaste. Parece que la infortunada desea hacer público su sentimiento por las atrocidades que antes cometiera. Ahora sale del palacio, escapándose de las manos de los criados, arrastrada de suicida anhelo.
HERMÍONE:
¡Ay de mí, ay de mí! Yo arrancaré mis cabellos y me desgarraré el pecho con mis uñas enemigas.
LA NODRIZA:
¿Que haces, hija? ¿Afearás así tu belleza?
HERMÍONE:
¡Ay, ay, ay, ay de mí! Vuela por los aires, lejos de mis cabellos, ¡oh velo sutil!
LA NODRIZA:
Cubre tu pecho, hija; cúbrelo con tu manto.
HERMÍONE:
¿Por qué he de cubrir mi pecho con el manto? Manifiesto y público, no oculto, ha sido mi atentado contra mi esposo.
LA NODRIZA:
¿Deploras tu tentativa de sacrificar a la compañera de tu tálamo?
HERMÍONE:
Gimo, sin duda, por mi osadía al cometer ese atentado, haciéndome execrable, sí, execrable a los hombres.
LA NODRIZA:
Tu marido te perdonará.
HERMÍONE:
¿Por qué arrancaste la espada de mi mano? Dámela, dámela, ¡oh querida!, para que con ella me mate; ¿por qué me quitas los lazos que han de acabar conmigo?
LA NODRIZA:
¿Y he de consentir que mueras víctima de tu furor?
HERMÍONE:
¡Oh ruina!, ¿en dónde hay fuego que me devore?; ¿desde qué escollo me precipitaré?; ¿en qué mar, en qué selva solitaria, abandonada de todos, me salvará la muerte? ¿Cómo me entregaré a los dioses infernales?
LA NODRIZA:
¿Por qué te afliges así? Las calamidades divinas aquejan a todos los hombres, ya en un tiempo, ya en otro.
HERMÍONE:
Me has abandonado, me has abandonado, ¡oh padre!, dejándome solitaria en la orilla, sin remo para navegar. Tú me pierdes, tú me pierdes; ya no habitaré más este palacio conyugal. ¿A qué estatuas acudiré suplicante? ¿Caeré como esclava a las rodillas de mi esclava? ¡Ojalá que me alejase de la Ftía ave de cerúleas alas, o nave de pino, como la que arribó primero a las costas cianeas!
LA NODRIZA:
¡Oh hija!, ni aprobé tus excesos contra la troyana, ni tampoco el miedo que ahora te domina y tanto te acobarda. Tu marido no te rechazará tan fácilmente, persuadido por los desatinados discursos de una mujer bárbara. No eres ninguna cautiva de Troya, sino hija de varón ilustre, y has traído rica dote, y vienes de una ciudad no poco afortunada. Ni tu padre, ¡oh hija!, te abandonará, como temes, ni consentirá que te expulsen de este palacio. Entra, pues, y no salgas de él, que te deshonrarás si te ven de esta manera, ¡oh hija!
EL CORO:
Mirad cómo apresura su paso ese huésped extranjero, dirigiéndose hacia nosotras.
ORESTES:
Decidme, ¡oh mujeres!, ¿es este acaso el real palacio en donde habita el hijo de Aquiles?
EL CORO:
Sí; pero ¿quién eres tú, que así me interrogas?
ORESTES:
El hijo de Agamenón y de Clitemnestra, y me llamo Orestes; ahora voy a consultar el oráculo de Zeus que hay en Dodona; pero ya que he llegado a la Ftía, he querido preguntar si vive mi prima, la espartana Hermíone, y si está buena; pues aunque habite lejos de aquí la amo todavía.
HERMÍONE:
¡Oh, hijo de Agamenón!, puesto que apareces en medio de la tempestad, ruégote por estas rodillas, que abrazo, que te apiades de mí, no dichosa, ya que llegaste a tiempo para ser testigo de mi desventura. Con mis brazos te oprimo, no con menos fuerza que lo haría a los ramos de los suplicantes.
ORESTES:
¡Cómo! ¿Qué es esto? ¿Me equivoco acaso, o veo claramente a la hija de Menelao, reina de este palacio?
HERMÍONE:
Ciertamente: la sola hija que la tindáride Helena tuvo de mi padre; nada debo ocultarte.
ORESTES:
Ayúdame, Febo, y líbrala de sus males. ¿Qué es esto? Las desdichas que sufres, ¿son obra de los dioses o de los hombres?
HERMÍONE:
En parte, de mí misma; en parte, de mi esposo; en parte, de algún dios; la muerte me rodea por todos lados.
ORESTES:
No teniendo hijos, ¿qué calamidad puede afligir a una mujer, a no ser alguna que a su amor se oponga?
HERMÍONE:
Esa es, en efecto, la causa de mi mal; me has comprendido; sábelo, pues.
ORESTES:
¿Tu esposo ama, acaso, a otra?
HERMÍONE:
A la que fue esposa de Héctor, hoy cautiva.
ORESTES:
No es conveniente, sin duda, que un hombre tenga dos mujeres.
HERMÍONE:
Y así es, sin embargo; y además me he vengado de ella.
ORESTES:
¿Has maquinado, acaso, contra tu rival alguna asechanza de las que traman en esos casos las mujeres?
HERMÍONE:
He querido matarla, y a su hijo bastardo.
ORESTES:
¿Y los mataste, o lo frustró algún accidente?
HERMÍONE:
El viejo Peleo, que tomó bajo su protección a los más malos.
ORESTES:
¿Hubo alguno que fuese tu cómplice en este delito?
HERMÍONE:
Mi padre, que vino de Esparta con ese objeto.
ORESTES:
¿Y fue vencido por un anciano?
HERMÍONE:
Se avergonzó, sin duda, y se fue, abandonándome.
ORESTES:
Ya te he entendido: temes que tu marido castigue tu atentado.
HERMÍONE:
Así es; y con razón me perderá. ¿Qué he de decir, pues? Pero te ruego, invocando a Zeus, tronco de mi linaje, que de aquí me lleves a algún lugar muy remoto o al palacio de mi padre, porque temo que el de Neoptólemo, maldiciéndome como si tuviera voz, me expulse, y que la misma tierra Ftía me odia. Si antes viene mi marido, después de consultar el oráculo de Febo, me matará en castigo de mis acciones muy torpes, o serviré a la concubina a quien yo mandaba. Pero ¿cómo has obrado así?, dirá alguno. Perdiéronme mujeres malvadas llenándome de orgullo con estas palabras: «¿Sufrirás tú que una vil cautiva, esclava en tu palacio, sea la compañera de tu lecho? ¡Por la reina te juro que en mi casa no vería la luz usurpando mis más caros derechos!». Y yo, oyendo estas pláticas de astutas sirenas seductoras, redomadas y locuaces, me llené de necia vanidad. ¿Por qué tomarme estos cuidados por mi marido, cuando nada me faltaba? Muchas eran mis riquezas, y mandaba en el palacio; yo hubiese dado a luz hijos legítimos, y los de ella, bastardos, casi hubiesen sido siervos de los míos. Pero nunca, nunca conviene, y no lo diré una sola vez, que los hombres casados, si son prudentes, dejen entrar en sus casas a las amigas de sus esposas, de ordinario sus maestras en maldades. Una, por ganar algo, corrompe a la casada; otra, que delinque, quiere que ella la imite, y muchas lo hacen por su natural perversidad, y de aquí los disgustos de las familias. Guardad bien de ellas las puertas de vuestras casas con cerraduras y barras, porque estas mujeres de fuera, en vez de hacer algo bueno, son causa de muchos males.
EL CORO:
Demasiado te has ensañado en tu propio sexo; debe perdonársete; pero bueno es que las mujeres disimulen sus defectos.
ORESTES:
Sabio fue, sin duda, el que nos enseñó a oír las razones de los mismos labios de los interesados. Cuando llegaron a mi noticia las disensiones de esta familia y tu contienda con la esposa de Héctor, estaba esperando, o que te decidieras a permanecer aquí, o que aterrada por el miedo que te infunde esa cautiva querrías alejarte de este palacio. Yo vengo aquí, no para obedecerte en lo que me ordenes, sino para llevarte lejos de la Ftía, si, como dijiste hace poco, optas por ese extremo. Porque, habiendo sido antes mía, vives con Neoptólemo por la deslealtad de tu padre, que antes de acometer a Troya te desposó conmigo, y después te prometió a tu actual esposo si la tomaba. Cuando volvió aquí el hijo de Aquiles, perdoné a tu padre y rogué a aquel que renunciase a este matrimonio, contándole mis penas y mi reciente desgracia, porque podría solo casarme con alguna de mi familia y no de otra manera, desde que desterrado de mi palacio ando vagando tristemente. Él, entonces, me insultó por la muerte de mi madre; dijo que era justa la persecución de las terribles diosas de mirada torva. Y yo, agobiado por mis desdichas domésticas, lo sentí, sí, lo sentí en el alma y sufrí con paciencia este nuevo infortunio, y sin esperanza de lograr tu mano me retiré contra mi voluntad. Ahora, pues, que la fortuna te ha vuelto la espalda, te llevaré de aquí y volverás a poder de tu padre. Mucho pueden los lazos de parentesco, y en la adversidad nada hay mejor que un amigo de la familia.
HERMÍONE:
Mi padre cuidará de mis nupcias; a mí no me corresponde resolverlo. Pero llévame cuanto antes de este palacio, no sea que vuelva mi marido y prevenga mi fuga, o Peleo me persiga a caballo sabiendo que abandono el palacio de su hijo.
ORESTES:
No temas a un anciano ni el daño que pueda hacer el hijo de Aquiles después de los agravios que me infirió el insolente, que esta mano ha preparado contra él mortales asechanzas, de las cuales no podrá escapar, y que no publicaré hasta que se realicen y las sepa el peñasco délfico. El matricida, si se mantienen firmes mis aliados de la tierra ftiota, le enseñará a no casarse con ninguna de mis prometidas. Con daño suyo pedía que el rey Febo fuese castigado por la muerte de su padre; no le valdrá haber mudado de parecer, que ahora paga al dios lo que debe, que por su causa y por mi acusación tendrá muerte desastrosa y se acordará de mi enemistad. El dios trueca la fortuna de los hombres, que odia y no tolera su arrogancia.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh Febo!, que en Ilión ceñiste de murallas colina bien defendida, y tú, Poseidón, que hiendes el marino piélago con tus cerúleos caballos, ¿por qué consentisteis primero en edificar con vuestras manos cuanto había de ser profanado por Enialio, perito en lides, y abandonasteis a la mísera Troya?
Antístrofa 1.ª — ¿Y para qué juntasteis muchos carros tirados de briosos caballos a las orillas del Simois e instituisteis allí luchas homicidas no premiadas con coronas? Y murieron los reyes de Ilión, y jamás lucirá el fuego ni subirá el humo del incienso de las aras de los dioses de Troya.
Estrofa 2.ª — También murió el Atrida a manos de su esposa, y ella pagó con la vida su delito, asesinada por sus hijos. El decreto fatídico del dios, sí, del dios, la castigó cuando el hijo de Agamenón vino de Argos y la mató, asesino de su madre, después de visitar tu templo. ¡Oh Dios, oh Febo! ¿Cómo he de creerlo?
Antístrofa 2.ª — Muchas esposas troyanas, en el campamento de los griegos, gemían por la muerte de sus desdichados hijos, y dejaron sus hogares y cayeron bajo el dominio de otros esposos. No tú sola, ¡oh Hermíone!, ni solo tus amigos sufrieron tristes dolores. Grecia entera lloró esa calamidad, esa misma calamidad, y el rayo hendió otros fértiles campos después que los frigios, sembrando la infernal muerte.
PELEO:
Mujeres ftiotas, contestadme a lo que os pregunto: ha llegado a mis oídos vago rumor de que la hija de Menelao, abandonando este palacio, había huido de aquí. Vengo, pues, con deseo de saber si es verdad, porque es nuestro deber cuidar de cuanto interese a los amigos y ausentes.
EL CORO:
Cierto es lo que oíste, ¡oh Peleo!; yo no debo ocultar los males que me afligen; es verdad que la reina ha huido de su palacio.
PELEO:
¿Y que temía? Replícame.
EL CORO:
Que su marido la desterrase.
PELEO:
¿Quizá por haber atentado a la vida de su hijo?
EL CORO:
Sí, y por miedo a la cautiva.
PELEO:
¿Huyó con su padre o con algún otro?
EL CORO:
El hijo de Agamenón se la ha llevado.
PELEO:
¿Con qué objeto? ¿Para casarse con ella?
EL CORO:
Y maquinando la muerte del hijo de tu hijo.
PELEO:
¿Por medio de asechanzas, o peleando con él frente a frente?
EL CORO:
En el templo sagrado de Apolo, ayudado de los de Delfos.
PELEO:
¡Ay de mí! ¡Horrible trama! ¿No habrá alguno que vaya cuanto antes al ara pítica, y cuente lo que pasa a nuestros amigos antes que el hijo de Aquiles muera a manos de sus enemigos?
EL MENSAJERO:
¡Ay de mí, ay de mí! ¡Qué calamidades vengo a anunciarte, ¡oh anciano!, y a los amigos de mi señor!
PELEO:
¡Ay, ay de mí! Mi ánimo, tristemente preocupado, espera saber alguna desdicha.
EL MENSAJERO:
Dígote, anciano Peleo, que ya no existe el hijo de tu hijo; mortales fueron las heridas, y obra de los hombres de Delfos y del huésped de Micenas.
EL CORO:
¡Ay, ay de mí! ¿Qué haces, anciano? ¡No te caigas; levántate!
PELEO:
Nada soy, yo muero; mi voz se apaga, mis miembros desfallecen.
EL MENSAJERO:
Oye; si quieres vengar a tus amigos, reanímate para informarte de lo que ha sucedido.
PELEO:
¡Oh destino, cómo me has cercado, llenándome de amargura en mi extrema vejez! ¿Cómo ha muerto el hijo único de mi único hijo? Dilo, que deseo oírlo, aunque sea intolerable.
EL MENSAJERO:
Después que llegamos a la tierra preclara de Febo, saciamos primero nuestra curiosidad visitando cuanto era digno de verse, mientras el sol giró tres veces en su órbita brillante. Y esto bastó para infundir sospechas, y el pueblo, que adora a Apolo, se juntaba en conciliábulos y corrillos. El hijo de Agamenón, recorriendo toda la ciudad, deslizaba en todos los oídos frases hostiles: «Mirad a este —decía— que visita las cavernas del dios llenas de riquezas, tesoros de los hombres; por segunda vez viene aquí con igual propósito que lo trajo la vez primera, por robar el templo de Apolo». Circularon, pues, por la ciudad rumores malvados, y los magistrados cuidaban del tesoro, se congregaban en las curias, y privadamente pusieron centinelas en el templo de Febo, rodeado de columnas. Pero nosotros, llevando ovejas criadas en el frondoso Parnaso, y sin saber nada, lo veneramos, y nos acercamos a las aras con los que nos hospedaban, y con los adivinos píticos. Y alguno habló así: «¡Oh joven! ¿Qué pediremos al dios para ti? ¿Qué motivo te ha traído?». Él respondió: «Queremos expiar nuestro anterior pecado, cuando yo mismo exigí de él en otro tiempo que expiase la muerte de mi padre». Entonces hizo su efecto la infame calumnia de Orestes, de que mi señor mentía, y de que había venido con siniestro propósito. Entró en el templo para invocar a Febo ante el oráculo, y comenzó a examinar las víctimas mientras el fuego las consumía. Muchos hombres, con armas, coronados de laurel, estaban enfrente, y entre ellos el hijo de Clitemnestra, autor de esta trama. Él, a la vista de todos, suplicaba al dios que le fuese propicio, cuando los armados de cortantes espadas acometieron a traición al desprevenido hijo de Aquiles. Retrocedió, haciéndoles frente, porque sus heridas no eran mortales, desenvainando la espada arrebatada del pórtico con otras armas suspendidas de los clavos, y se detuvo junto al ara, guerrero de terrible aspecto, gritando así e interrogando con sus voces a los hijos de Delfos: «¿Por qué queréis matarme, cuando solo he venido aconsejado de mi piedad? ¿Por qué causa muero?». Ninguno, aunque eran muchos, replicó una palabra, sino le contestaron tirándole piedras. Agobiado de innumerables dardos se defendía con su armas, y esquivaba los golpes, presentando a todos el escudo que embrazaba. Pero de nada le servía; toda clase de armas arrojadizas, saetas, jabalinas, dardos sueltos, flechas mortales, volaban hacia él y caían a sus pies. Hubieras de ver entonces los maravillosos saltos que daba tu hijo para evitarlos; pero cercado y sin refugio, y no dejándole respirar, abandonó el hogar del ara, que recibía las víctimas, y dando un salto troyano los acometió de repente; ellos, como palomas que ven al gavilán, emprendieron la fuga. Muchos cayeron juntos, ya heridos, ya atropellados en los angostos tramos de las puertas. Clamor nefando resonó en el templo sagrado y peñascoso; pero como bajo sereno cielo mi señor se detuvo, resplandeciendo sus brillantes armas, hasta que del centro del templo se oyó una voz espantosa y terrible, y la multitud volvió otra vez a la pelea. Entonces cayó el hijo de Aquiles, herido su costado por la aguda espada de un hombre de Delfos, que perdió la vida con otros muchos. Después de caer en tierra, ¿quién no le acometió con espadas y lanzas?, ¿quién no lanzó piedras?, ¿quién no le aplastó con ellas? Y crueles heridas destrozaron su hermoso cuerpo. Su cadáver, que yacía junto al altar, fue arrastrado fuera del templo, rico en víctimas. Nosotros, apoderándonos de él lo más pronto que nos fue posible, te lo traemos para que lo llores, ¡oh anciano!, y para que le des honrosa sepultura. El rey que profetiza, el defensor de la justicia entre los hombres, castigó así al hijo de Aquiles, y como un mortal malvado guardó su rencor por antiguos ultrajes. ¿Cómo, pues, ha de ser sabio?
EL CORO:
He aquí al rey, que desde Delfos lo traen a su palacio. ¡Oh desventurado que sufriste tales oprobios!, ¡oh desventurado!, y tú también, anciano; tú recibes en su palacio al hijo de Aquiles, no como quisieras: fatal desdicha te hiere; su calamidad es también la tuya.
PELEO:
Estrofa. — ¡Ay de mí! ¡Qué infortunio contemplo! ¡Cómo lo recibo en mi propio palacio! ¡Ay de mí, ay de mí, ah, ah! ¡Oh ciudad tesálica, morimos, perecemos, desapareció ya mi linaje; ya no me sobrevivirán mis hijos en mi palacio patrimonial! ¡Qué desdichado me hacen estos males! ¿En qué ser amado se recrearán mis ojos? ¡Oh labios y mejillas tan queridos! ¡Ojalá que el destino te hubiese arrancado la vida junto a Ilión, a las orillas del Simois!
EL CORO:
Y muerto entonces, ¡oh anciano!, lo fuera con más honra, no como ahora, y más feliz hubieras tú sido.
PELEO:
Antístrofa. — ¡Oh nupcias, oh nupcias, causa de perdición, causa de perdición para esta familia y para mi ciudad! ¡Ah, ah, ah, ah! ¡Oh hijo, ojalá que el linaje de tu esposa, infausto para mí, para mis hijos y para mi palacio, no te hubiese acarreado la muerte a que te destinaba Hermíone, ¡oh hijo!, sino que ella pereciese, herida por el rayo, por haber cometido el sangriento crimen! ¡Ojalá que nunca acusases a Febo de lanzar contra tu padre mortíferas saetas, tú mortal y él dios!
EL CORO:
¡Ay, ay! Mis lamentos acompañarán los fúnebres cantos que voy a entonar a los manes de mi señor, muerto.
PELEO:
¡Ay, ay de mí! ¡Yo también lloro, anciano mísero y desventurado!
EL CORO:
¡Destino del dios, calamidad obra de un dios!
PELEO:
¡Oh tú, que dejas desierto tu palacio, abandonando a un anciano sin hijos!
EL CORO:
Tú, viejo Peleo, debías morir, sí; debías morir antes que tus hijos.
PELEO:
¿No arrancaré mis cabellos, no golpearé mi cabeza con mis manos al llorarlo? ¡Oh ciudad!, Febo me arrebató dos hijos.
EL CORO:
¡Oh infeliz anciano, que contemplas y sufres estos males, qué triste será tu existencia!
PELEO:
Sin hijos, solitario, sin ver el fin de mis desdichas, pasaré trabajos hasta la muerte.
EL CORO:
De nada te sirvió que los dioses te hicieran feliz en tus nupcias.
PELEO:
Todo se desvaneció en los aires, humo fue tan vana pompa.
EL CORO:
Solitario discurrirás en tu desierto palacio.
PELEO:
Ni ciudad quiero tampoco, ni ciudad; que este cetro vegete en la tierra; y tú, hija de Nereo, que vives retirada en las cavernas, me verás postrado sin vida ni movimiento.
EL CORO:
¡Hola, hola!, ¿qué sucede?; ¿tiembla el suelo?; ¿qué numen se presenta? Ved, mirad, doncellas; algún dios, atravesando el blanco éter, penetra en los campos de la Ftía, fecunda en caballos.
TETIS:
Dejando el palacio de Nereo vengo yo, Tetis, acordándome de los nupciales lazos que antes nos unieron, ¡oh Peleo! Ruégote primero que no te dejes abatir por tus males, puesto que yo misma, que nunca debí llorar a mis hijos, perdí a Aquiles, de pies ligeros, príncipe de la Grecia e hijo tuyo. Pero te diré el motivo que aquí me trae, para que le conozcas. Sepulta al difunto hijo de Aquiles junto al ara de Apolo Pítico: eterno oprobio será de Delfos y monumento que recuerde el sangriento atentado de Orestes. La cautiva Andrómaca debe, ¡oh anciano!, habitar en la Molosia, unida a Héleno en legítimas nupcias, y con ella ese niño, el único que queda de la estirpe de Éaco; de él descenderán los felices reyes de la Molosia, porque no ha de perecer tu linaje y el mío y el de Troya, que de ella cuidan también los dioses, aunque la perdiera el odio de Palas. Y para que sepas lo que vale tu himeneo conmigo, que nací diosa e hija de un dios, te libertaré de los humanos y te haré inmortal e incorruptible. Y en adelante, ya dios, vivirás conmigo, también diosa, en el palacio de Nereo; y desde él, saliendo del mar con los pies secos, verás a Aquiles, hijo tuyo y mío muy amado, que mora en los palacios de la isla de Leuca, en el estrecho Euxino. Ve, pues, a la divina ciudad de Delfos, y acompaña a este muerto; y cuando lo cubra la tierra, vuelve a la lejana caverna de la antigua roca de Sepia, y detente allí y espérame, que yo iré a buscarte desde el mar acompañada de un coro de cincuenta nereidas. Así lo ha dispuesto el destino, así agrada a Zeus. No llores más a los muertos; todos los hombres están sujetos a este decreto inevitable de los dioses.
PELEO:
¡Oh esposa noble y veneranda, hija de Nereo, salve!; digna de ti y de tus hijos es tu conducta. Calmaré mi dolor, que tú, diosa, lo mandas, y sepultado este, iré a las cavernas del Pelión, en donde mis manos palparán tu hermosísimo cuerpo. ¿No conviene, pues, elegir noble esposa, de honrada familia, y no es esto lo más sensato, y no anhelar funestos himeneos, aun cuando la desposada aporte riquísima dote? Jamás los que así obran temerán el castigo del cielo.
EL CORO:
Vario es el destino de los hombres; inesperadas son muchas veces las órdenes de los dioses, y las que se aguardan no llegan, y en ocasiones desenlazan lo que parecía inextricable. Así ha acontecido ahora.