Argumento
Egisto y Clitemnestra, asesinos de Agamenón, esposo de esta y rey de Argos y Micenas, después de su muerte casaron a su hija Electra con un labrador, hombre oscuro, para no exponerse a su venganza ni a la de sus hijos, y hasta quisieron matar a Orestes, hermano de Electra, salvándose solo merced a la fidelidad de un viejo servidor de su padre que lo llevó a la Fócida, al palacio de Estrofio, rey de esta región y padre de Pílades. Ya hombre, el dios Apolo le ordenó que vengase a Agamenón, y con este objeto penetró en el territorio argivo, llegando a la pobre morada en donde vivía su hermana Electra, virgen aún, merced al respeto que a su elevada alcurnia profesaba su esposo. Como era tan grande la pobreza de este matrimonio, Electra aconsejó a su esposo que buscase al servidor de su padre que salvó a Orestes, pastor entonces de ricos rebaños a las orillas del Tanao, para que trajese algunos presentes a aquel y a su compañero Pílades. Vino, en efecto, el anciano, y habiendo reconocido a Orestes por una cicatriz que tenía en la frente, concertáronse los cuatro (el anciano, Electra, Orestes y Pílades) para asesinar a Egisto y Clitemnestra. Casualmente había salido Egisto al campo a ofrecer a las ninfas un sacrificio, y presentándosele sus mortales enemigos, a quienes no conocía, como si fuesen extranjeros tesalios, tomaron parte en aquella religiosa ceremonia, siendo invitados por Egisto, que muere, mientras se celebraba, a manos de Orestes. Quedaba todavía otra víctima: la madre de sus asesinos. Electra, para atraerla a su casa, fingió que había dado a luz un niño, y lo participó a su madre para que viniese. Así sucedió, y sus propios hijos clavaron en ella sus puñales matricidas.
Entonces se aparecen los Dioscuros, hermanos de Helena y Clitemnestra, y ordenan a Pílades que se lleve a la Fócida a Electra, casándose con ella y dando a su esposo el labrador una libra de oro, y que Orestes se encamine a Atenas a ser juzgado en el Areópago, en donde Apolo será su defensor.
Como este mismo asunto ha servido a Esquilo y a Sófocles para la composición de dos tragedias, es conveniente que los estudiosos las comparen entre sí y noten las diferencias que las caracterizan. Así lo ha hecho Aug. Guill. Schlegel, cuyo juicio acerca de la de Eurípides es el siguiente:
«La tragedia de Eurípides es un singular ejemplo de poético, o más bien dicho, de absurdo antipoético; sería difícil exponer todas las faltas y contradicciones que contiene. ¿Por qué, verbigracia, engaña Orestes a su hermana tanto tiempo, sin darse a conocer? ¿Por qué abrevia el poeta tan fácilmente su trabajo, prescindiendo sin escrúpulo de sus invenciones, como sucede con el labrador, de cuyo paradero nada se sabe después que llega el anciano con los presentes? En parte quiso Eurípides dar a su tragedia novedad, en parte le pareció inverosímil que Orestes matase al rey y a su esposa en la misma ciudad, y por evitarlo ha sido aún más inverosímil. Lo trágico de esta obra no es suyo propio, sino de la fábula, de sus predecesores, de la tradición primitiva. Su plan no es tampoco de tragedia, sino de un cuadro familiar, en la significación que tiene hoy esta palabra. Los efectos de la miseria de Electra hacen una impresión lastimosa; el poeta ha descubierto su secreto en la grata exposición que ella hace de su triste estado. Todos los móviles de la acción son extremadamente superficiales y evidencian que no parten del convencimiento íntimo del autor; es inexplicable que Egisto conmueva con su generosa hospitalidad y Clitemnestra con la compasión que muestra a su hija: la acción, después de cumplida, remata desgraciadamente en deplorable arrepentimiento, el cual es de tal especie que, sin ofrecer sentido moral, puede tan solo calificarse de acceso ligero de moralidad. De los cargos que dirige al oráculo de Delfos nada queremos decir. Como en toda la composición se revela este espíritu, no puedo comprender qué objeto se propusiera Eurípides al escribirla, a no ser casar bien a Electra y hacer feliz al viejo labrador en premio de su continencia. Yo desearía, en verdad, que se verificase el enlace de Pílades, y que el labrador recibiese una cuantiosa suma de dinero; así todo acabaría como una comedia ordinaria, a satisfacción de los espectadores. Advertiré, para que no se me tache de injusto, que la Electra es quizá la peor tragedia de Eurípides. ¿Fue acaso su afán de novedades la causa que lo impulsó a escribir este absurdo? Sin duda sentía que dos predecesores de tal fama se le hubiesen adelantado. Pero ¿qué necesidad tenía de medirse con ellos y escribir una Electra?».
De acuerdo enteramente con este juicio de Schlegel, no obstante la complacencia con que señala todos sus defectos, sin indicar siquiera una belleza, solo debemos advertir que hasta el mismo Hartung, que rechaza la crítica de Schlegel, viene después a confirmarla, pues en su introducción a esta tragedia se limita, sin defenderla, a dar algunas reglas a los escolares que se dedican al estudio del griego.
En cuanto a la época de su representación, solo podemos atenernos a las indicaciones que hace el poeta en el texto, siguiendo a M. de Boissonnade, a Theod. Berghius (en su libro De reliq. aut. comœd., pág. 50), y a Théob. Fix en su Chronologia fabularum Euripides, página XI. En efecto, los Dioscuros (versos 1329-1337), dicen así:
νὼ δ᾽ ἐπὶ πόντον Σικελὸν σπουδῇ
σῴσοντε νεῶν πρῴρας ἐνάλους.
διὰ δ᾽ αἰθερίας στείχοντε πλακὸς
τοῖς μὲν μυσαροῖς οὐκ ἐπαρήγομεν,
οἷσιν δ᾽ ὅσιον καὶ τὸ δίκαιον
φίλον ἐν βιότῳ, τούτους χαλεπῶν
ἐκλύοντες μόχθων σῴζομεν.
οὕτως ἀδικεῖν μηδεὶς θελέτω
μηδ᾽ ἐπιόρκων μέτα συμπλείτω.
Por tanto, en atención a estas clarísimas alusiones que se hacen a la funesta expedición de Sicilia, al espíritu filosófico irreligioso de toda ella, al descuido de su versificación y a las faltas que hemos señalado más arriba, es de presumir que se representara hacia la olimpiada 91, 4.
Personajes
Un colono de Micenas.
Electra, hija de Agamenón.
Orestes, hijo de Agamenón
Pílades (personaje mudo).
Clitemnestra, viuda de Agamenón y ahora esposa de Egisto.
Coro de mujeres de Micenas.
Un anciano.
Un mensajero.
Los Dioscuros (Cástor y Pólux).
La acción es en el campo, no lejos de Argos.
Electra
Se ve en la escena una pobre y rústica casa, de la cual, al romper el día, sale el colono.
EL COLONO:
¡Oh Argos, antigua ciudad y corriente del Ínaco, desde el cual Agamenón navegó en otro tiempo hacia los campos troyanos llevando la guerra en mil naves! Muerto Príamo, que reinaba en Ilión, y tomada la ínclita ciudad de Dárdano, volvió a Argos y depositó en los elevados templos muchos trofeos de bárbaros. Y aunque allí fue, en verdad, afortunado, pereció en su palacio por engaño de su esposa Clitemnestra, y a manos de Egisto, hijo de Tiestes. Y al morir dejó el antiguo cetro de Tántalo, y Egisto reina en esta tierra, casado con su esposa, la hija de Tindáreo. De los herederos de su nombre que quedaron en su patria al navegar hacia Troya, a saber, Orestes y Electra, el primero, en gran peligro de muerte por el odio que le profesaba Egisto, fue llevado ocultamente por un viejo servidor de su padre al palacio de Estrofio, en la Fócida, para educarse en él, y la mano de Electra, que permaneció en el hogar paterno, fue solicitada por los próceres griegos cuando llegó a la pubertad. Pero Egisto la retenía en su palacio y no la dio a ninguno, temiendo que engendrara hijos argivos, vengadores de Agamenón; hasta quiso asesinarla, muy receloso que, de otra cualquier manera, se enlazase a algún hombre ilustre, y fue salvada por su madre, que si tuvo un motivo aparente para asesinar a su esposo, no se atrevió, temerosa del escándalo, a ensañarse en sus hijos. Tal fue la razón que movió a Egisto a ofrecer un premio al que matase al hijo desterrado de Agamenón y a casarme con Electra. Aunque mis padres fueron ciudadanos de Micenas (que en esta parte a nadie envidio, pues mi linaje es preclaro, aunque carezca de bienes, causa de mi oscuridad), la entregó a un esposo poco distinguido, para no exponerse a tanto peligro. Porque si la poseyese un hombre poderoso por su dignidad, lo excitaría a vengar el asesinato impune de Agamenón, y el castigo alcanzaría a Egisto. Yo puedo decir, poniendo a Afrodita por testigo, que jamás manché su lecho, y que todavía permanece virgen. Sería para mi vergonzoso empañar el lustre de estos hijos de varones opulentos, y deploro, aunque solo sea su pariente en el nombre, que el desdichado Orestes, si vuelve alguna vez a Argos, contemple el miserable consorcio de su hermana. Quien dijere que soy un necio, porque he recibido una virgen en mi hogar y continúa inmaculada, sepa que la continencia no es joya de las almas pervertidas, y que el que así pensare será el verdadero necio.
ELECTRA (llevando un cántaro en la cabeza):
¡Oh negra Noche, madre de los dorados astros (que me ves llevando en mi cabeza este cántaro para llenarlo de agua de la fuente, no obligada por la pobreza, sino para probar a los dioses la injuria que me hizo Egisto, y quejarme a mi padre en el seno del vasto éter)! Porque la malvada hija de Tindáreo, mi madre, me expulsó de su palacio por complacer a su esposo, tratándonos a mí y a Orestes como si no fuéramos sus hijos, mientras daba otros a Egisto.
EL COLONO:
¿Por qué, ¡oh infortunada!, te fatigas por mi causa, pasando trabajos, educada antes con regalo, y no descansas a pesar de mis ruegos?
ELECTRA:
Te miro como a un amigo, y eres para mí tan venerable como un dios, porque no me insultaste en mis desdichas. Dulcísimo consuelo es para los mortales encontrar alivio en su desgracia, como yo en ti. Conviene, por tanto, que aun sin mandármelo, y a medida de mis fuerzas, te ayude en el trabajo para que sea menos molesto, y sufrir contigo cuando tú sufres; que si fuera de casa tienes ocupación bastante, yo debo cuidar de ella para que, al regresar cansado, nada te falte. (Retíranse en dirección opuesta, y al poco tiempo aparecen Pílades y Orestes).
EL COLONO (alejándose):
Anda, pues, si te agrada, que la fuente no está lejos; yo, así que amanezca, llevaré al campo los bueyes, y sembraré la tierra, que el perezoso, aunque siempre tenga en los labios el nombre de los dioses, no ganará el sustento sin fatiga.
ORESTES:
Para mí, ¡oh Pílades!, eres el más leal de los hombres, y al mismo tiempo mi amigo y huésped, y tú solo permaneces fiel al desdichado Orestes, que tanto sufría por causa de Egisto, asesino de mi padre y cómplice de mi depravada madre. Vengo al territorio argivo por orden secreta del dios Apolo, sin saberlo nadie, para castigar con la muerte a los asesinos de Agamenón. Esta noche he visitado su sepulcro, y llorado allí, y ofrecídole las primicias de mis cabellos, y derramado sobre el altar la sangre de una oveja, ignorándolo los tiranos que dominan en este pueblo. Pero mis pies no pasarán las murallas, que vengo aquí con dos objetos: para refugiarme en otro país, si algún espía me conoce, mientras busco a mi hermana (que, según dicen, se ha casado y ya no es virgen), y para verla y participarla mis proyectos de venganza y saber con certeza lo que sucede en la ciudad. Ahora, pues, que la aurora muestra su rostro refulgente, dejemos esta senda; algún labrador o alguna esclava podrán vernos, y entonces preguntaremos si mi hermana habita en estos parajes. En efecto, se acerca una esclava, que en su rasurada cabeza trae un cántaro de agua de la fuente; sentémonos y averigüemos de ella, si podemos, algo de lo que nos trae a esta región. (Ocúltanse detrás de un matorral. Llega Electra con el cántaro de agua).
ELECTRA:
Estrofa 1.ª — Apresura tus pasos, que ya es hora; entra, entra lamentándote. ¡Ay de mí, ay de mí! Engendrome Agamenón y pariome Clitemnestra, la odiosa hija de Tindáreo, y las gentes me llaman la desdichada Electra, con razón, es verdad, por los duros trabajos que sufro y por mi triste vida. ¡Oh padre, tú yaces en la morada de Hades, degollado por tu esposa y por Egisto!
Mesodo. — Anda, pues, quéjate como siempre; disfruta de tus tristes goces.
Antístrofa 1.ª — Apresura tus pasos, que ya es hora; entra, entra lamentándote. ¡Ay de mí, ay de mí! ¿En qué ciudad, en qué casa sirves, ¡oh hermano miserable!, dejando en el hogar paterno a tu hermana, mujer infeliz, presa de acerbos dolores? ¡Oh Zeus, Zeus, ven a librar a esta mísera de tantos males; ven a vengar el cruelísimo asesinato de un padre; ven alguna vez a Argos!
Estrofa 2.ª — Baja esta carga de mi cabeza para dar a mi padre quejas nocturnas, con voz clara, lamentos, cantos, fúnebres plegarias. ¡Oh padre, que yaces enterrado!; oye mis sollozos de cada día, mientras desgarro con las uñas mi cuello y lastimo mi cabeza sin cabellos para llorar tu muerte.
Mesodo. — ¡Ah, ah!, redobla tus golpes; como si el canto del cisne llamase a las ondas del río a un padre carísimo, asesinado en dolorosos lazos, así yo te lloro, ¡oh mísero Agamenón!
Antístrofa 2.ª — Tú lavaste por última vez tu cuerpo en el lecho acerbísimo de la muerte. ¡Ay de mí, ay de mí, ¡oh padre!, herido por cruel segur y por crueles asechanzas a tu vuelta de Troya! Tu esposa no te recibió con guirnaldas ni coronas, que la cuchilla de dos filos de Egisto te causó grave ofensa, y así conservó mi madre su adúltero amante. (Entra el coro de mujeres argivas).
EL CORO:
Estrofa 3.ª — ¡Oh Electra, hija de Agamenón!; llegué, por fin, a tu rústico albergue... Ha venido un hombre oscuro, un montícola de Micenas de los que se alimentan de leche, anunciando a los argivos que prevengan el sacrificio para dentro de tres días, y que todas las vírgenes se reúnan en el templo de Hera.
ELECTRA:
No me engalanan resplandecientes vestidos, ¡oh amigas!, ni ostento dorados collares, ni asisto a los coros de doncellas argivas, danzando con pie ligero, que, desgraciada, son las lágrimas mis coros, las lágrimas mis cuidados cotidianos. Mira si mi cabeza descuidada y mis rasgados vestidos convienen a la hija del rey Agamenón, el que tomó a Troya en otro tiempo.
EL CORO:
Antístrofa 3.ª — Poderosa es Hera. Ya que he venido, recibe este palio, que tejí para ti, y estos adornos dorados que aumentan la nativa gracia. ¿Crees acaso que bastan tus lágrimas, si no veneras a los dioses, para vencer a tus enemigos? Serás feliz, ¡oh hija!, no gimiendo, sino orando con frecuencia.
ELECTRA:
Ningún dios oye los clamores de la infeliz Electra, ni se acuerda de los sacrificios que ofreció mi padre. Lloro al que ya murió; a Orestes, que vive errante, hollando miserable extraña tierra, acaso esclavo, cuando es hijo de ínclito padre. Verdad es que yo habito en una pobre cabaña, atormentando mi alma el destierro del hogar paterno y morando en sus ásperas rocas, mientras mi madre, casada con otro, duerme en lecho nupcial, manchado con la sangre de su esposo.
EL CORO:
Helena, hermana de tu madre, fue causa de muchos males que afligieron a los griegos y a tu linaje.
ELECTRA:
¡Ay de mí, oh mujeres!; dejemos ya los lamentos; ciertos extranjeros, ocultos aquí cerca, salen de repente de su emboscada; huye tú por esa senda, que yo me refugiaré en mi cabaña, y escaparemos de estos criminales. (Orestes le sale al encuentro).
ORESTES:
Detente, ¡oh desdichada!; no temas.
ELECTRA (cayendo ante la estatua de Apolo
que está a la puerta de su cabaña):
¡Oh Febo Apolo, ruégote suplicante que me salves!
ORESTES:
Más bien que a ti, mataría a otros más odiosos.
ELECTRA:
Vete, no toques a quien no debes.
ORESTES:
A nadie podría tocar con mejor derecho.
ELECTRA:
Pero ¿por qué te ocultas armado cerca de mi cabaña?
ORESTES:
Detente y oye, y pronto pensarás como yo.
ELECTRA:
Sea, pues; cedo porque eres más fuerte.
ORESTES:
Te traigo noticias de tu hermano.
ELECTRA:
¡Oh mensajero muy amado!; ¿está vivo o ha muerto?
ORESTES:
Vive; quiero darte primero alegres nuevas.
ELECTRA:
Que seas feliz; que los dioses premien palabras tan gratas.
ORESTES:
Tal es mi deseo: que los dos seamos dichosos a un tiempo.
ELECTRA:
¿En qué país vive ese mísero desterrado?
ORESTES:
Sufre, y no obedece las leyes de una sola ciudad.
ELECTRA:
¿Carece acaso del sustento cotidiano?
ORESTES:
Aunque no le falte, siempre es pobre un desterrado.
ELECTRA:
¿Qué te encargó para mí?
ORESTES:
Que averiguara si vives, y cuáles son tus males.
ELECTRA:
Tú mismo observas mi cuerpo descarnado.
ORESTES:
Enflaqueciéronlo los dolores para hacerme gemir.
ELECTRA:
Y cortados los cabellos, sin rizos que me adornen.
ORESTES:
¿Sientes acaso la ausencia de tu hermano y la muerte de tu padre?
ELECTRA:
¡Ay de mí! ¿Qué prendas serán para mí más caras?
ORESTES:
¡Ay, ay! ¿Cuáles son, a tu juicio, los sentimientos de tu hermano?
ELECTRA:
Ausente, no presente, nos ama.
ORESTES:
¿Por qué habitas aquí, lejos de la ciudad?
ELECTRA:
Estoy casada, ¡oh extranjero!, en funesto matrimonio.
ORESTES:
Deploro la suerte de tu hermano. ¿Quizá con alguno de Micenas?
ELECTRA:
No, seguramente, como mi padre hubiera deseado.
ORESTES:
Explícate para decirlo a Orestes.
ELECTRA:
Vivo en esta casa lejos de él.
ORESTES:
El que habita en ella debe ser algún cavador o boyero.
ELECTRA:
Un hombre pobre, aunque noble y piadoso conmigo.
ORESTES:
¿Qué especie de piedad es la suya?
ELECTRA:
Jamás subió a mi lecho.
ORESTES:
¿Su castidad es sobrehumana, o hija del desprecio?
ELECTRA:
No ha querido deshonrar a mis padres.
ORESTES:
¿Y cómo no se alegró de casarse contigo?
ELECTRA:
Sabe que el que me dio a él en matrimonio no tenía derecho de hacerlo, ¡oh extranjero!
ORESTES:
Ya entiendo; teme que Orestes lo castigue.
ELECTRA:
Sin duda; pero además es hombre humilde.
ORESTES:
Noble es su conducta y digna de premio.
ELECTRA:
Si regresa alguna vez el ausente.
ORESTES:
¿Y cómo lo consintió tu madre?
ELECTRA:
Las mujeres, ¡oh extranjero!, aman más a los esposos que a los hijos.
ORESTES:
¿Qué objeto se propuso Egisto al injuriarte así?
ELECTRA:
Que tuviese hijos tan oscuros como su padre.
ORESTES:
¿Para que no te vengasen?
ELECTRA:
Tal fue su propósito, y ojalá que lo expíe.
ORESTES:
¿Sabe acaso el esposo de tu madre que permaneces virgen?
ELECTRA:
No, se lo hemos ocultado.
ORESTES:
¿Y estas amigas tuyas que nos escuchan?
ELECTRA:
A nadie dirán tus palabras ni las mías.
ORESTES:
¿Qué hará, pues, Orestes, si viene a Argos?
ELECTRA:
¿Lo preguntas? Son palabras ociosas. ¿No han llegado ya las cosas al extremo?
ORESTES:
¿Pero cómo dará muerte a los asesinos de su padre?
ELECTRA:
Osando imitarlos.
ORESTES:
¿Y te atreverías a asesinar con él a tu madre?
ELECTRA:
Con la misma segur con que asesinaron a Agamenón.
ORESTES:
¿Podré decirlo a él? ¿Estás decidida?
ELECTRA:
Moriría de gozo si derramara la sangre de mi madre.
ORESTES:
¡Qué placer para Orestes si nos oyese!
ELECTRA:
Y yo no lo conoceré si lo veo, ¡oh extranjero!
ORESTES:
Nada tiene de extraño, separándoos tan jóvenes.
ELECTRA:
Solo uno de mis amigos podría reconocerlo.
ORESTES:
¿Quizá el que, según dicen, le salvó la vida?
ELECTRA:
Sí, el ayo de mi padre, ya muy anciano.
ORESTES:
¿Sepultaron a tu padre después de muerto?
ELECTRA:
Sí, arrojándolo del palacio.
ORESTES:
¡Ay de mí! ¿Qué has dicho? Tormento es para un hombre sentir demasiado los males ajenos. Habla, sin embargo, para que, instruido, lleve a tu hermano tristes nuevas que debe, no obstante, oír. La compasión, que no afectaría a un hombre grosero, aflige en ciertos casos a los más cultos, pues no carece de peligro la sabiduría de los sabios si pasa los límites ordinarios.
EL CORO:
Iguales son nuestros deseos, ¡oh extranjero!, desde que te he oído. Lejos de la ciudad, ignoro esas desdichas, y ya anhelo saberlas.
ELECTRA:
Hablaré si conviene, y conviene sin duda, contar a un amigo mis infortunios y los de mi padre. Ya que me instigas a declarártelos, ¡oh extranjero!, suplícote que los refieras a Orestes, pues también le alcanzan, y que, en primer lugar, sepa cuál es mi traje, cuánto mi desaliño, bajo qué techo habito yo, nacida en regia morada; yo he de tejer mis peplos (o andar desnuda, careciendo de vestido) y traer el agua del río; no tomo parte en los coros ni en las sagradas fiestas, y huyo de las demás mujeres, siendo virgen; huyo de Cástor, que es de mi linaje, y con el cual me desposaron mis padres antes que volase al cielo. Y mi madre se sienta en el trono entre despojos de troyanos, y la sirven esclavas asiáticas, cautivas de mi padre, que prenden sus palios frigios con broches dorados. Pero la negra sangre de Agamenón mancha todavía el pavimento, y su asesino se sirve de sus carros, empuñando gozoso en sus ensangrentadas manos el cetro con que rigió a los griegos. No se acuerdan de su sepulcro, ni le ofrecen libaciones, ni ramos de mirto, ni en la pira presentes de ningún género. Pero el esposo de mi madre, el ínclito Egisto, según dicen, orgulloso con su amor, insulta al sepulcro y arroja piedras al marmóreo monumento de mi padre, y se atreve a proferir contra nosotros estas palabras: «¿Dó yace el niño Orestes? Si lo sabe, ¿por qué no te defiende?». Tales injurias sufre ausente. Suplícote, pues, ¡oh extranjero!, que así se lo digas, pues muchos lo desean, siendo yo su intérprete, y mis manos, mi lengua, mi alma contristada, mi cabeza, mis cabellos y su propio padre; es vergonzoso que él aniquilara a los frigios y que Orestes no pueda matar a un solo hombre, cuando es joven e hijo de tan famoso padre.
EL CORO:
Veo al que llaman tu esposo cansado del trabajo, que se apresura a llegar a su morada.
EL COLONO:
¿Quiénes son esos extranjeros que están a la puerta? ¿Qué motivo los trae a mis umbrales? ¿Me necesitarán acaso? Indecoroso es para una mujer conversar con hombres jóvenes.
ELECTRA:
¡Oh carísimo!, nada sospeches de mí; sabrás lo que sucede; estos extranjeros me traen nuevas de Orestes. Dispensadme vosotros estas palabras.
EL COLONO:
¿Qué dicen? ¿Vive y ve la luz?
ELECTRA:
Vive, según aseguran, y al parecer no mienten.
EL COLONO:
¿Y se acuerda de su padre y de tus desdichas?
ELECTRA:
Así lo creo, pero poco puede un desterrado.
EL COLONO:
¿Y qué nuevas traen de su parte?
ELECTRA:
Los envía para averiguar mis males.
EL COLONO:
Algunos sabrán ya por sí mismos al verte; de los demás les habrás informado.
ELECTRA:
Ya los conocen; nada les he callado.
EL COLONO:
Más valiera llevarlos primero a casa. Id a ella, y recibiréis por tan alegres nuevas la hospitalidad que yo puedo daros; llevaos allá su equipaje, ¡oh siervos!, y no os opongáis a mi propósito, pues venís de parte de un ser querido al hogar de quien lo ama; y aunque pobre, no será villana mi conducta.
ORESTES:
¿No es este, ¡oh dioses!, el hombre que respeta ocultamente tu virginidad, no queriendo ofender a Orestes?
ELECTRA:
Llámanle el esposo de esta desgraciada.
ORESTES:
¡Ah! No hay señal cierta para conocer la nobleza, porque los ingenios de los mortales suelen padecer extrañas perturbaciones. Yo vi a un hijo de ilustre padre que no lo era, y después a hombres honrados hijos de otros malvados, y pobreza de espíritu en un opulento, y grandeza de ánimo en un miserable. ¿Quién, pues, podrá distinguirla y juzgar rectamente? ¿Atenderá a las riquezas? Sin duda será mal juez. ¿Se decidirá por los que nada poseen? La pobreza tiene sus inconvenientes; la necesidad obliga a veces a ser malo. ¿Apelará a las armas? ¿Pero quién, mirando una lanza, podrá testificar de la bondad del que la lleva? Lo mejor es abstenerse de juzgar. Este hombre, no distinguido entre los argivos, ni de familia ilustre, sino un pobre labrador, es, sin embargo, excelente. ¿No sabréis vosotros, los que os alucináis con falsas imágenes, llamar nobles a los hombres ateniéndoos a su índole y costumbre? Estos gobiernan bien las ciudades y las familias, y los ricos sin seso son estatuas del ágora. Un brazo robusto no resiste mejor la lanza enemiga que uno débil, pues la verdadera fuerza es la energía y el valor natural. (A Electra). Por esta razón, ya presente, ya ausente el hijo de Agamenón, que nos manda, aceptemos la hospitalidad que nos ofrecen; entrad, pues, ¡oh siervos! Más quiero que me hospede un pobre atento que un rico. Alabo la recepción que este hombre nos ha hecho, aunque exigiera quizá más si, feliz tu hermano, me trajese a una casa también feliz. Quizá venga él, que Apolo ha pronunciado sus oráculos; las adivinaciones humanas solo compasión me inspiran. (Retíranse Pílades, Orestes y los servidores, que entran en la casa).
EL CORO:
La alegría, ¡oh Electra!, fortalece ahora mi corazón más que antes; acaso la fortuna, que tan tristemente ha caminado hasta ahora, se detenga y nos favorezca.
ELECTRA:
¿Cómo te has atrevido, ¡oh desgraciado!, a recibir en tu casa tan ilustres huéspedes, conociendo tu pobreza?
EL COLONO:
Porque si, como parecen, son nobles, ¿no lo agradecerán, ya coman bien, ya mal?
ELECTRA:
Puesto que erraste, siendo tanta tu miseria, ve en busca del anciano servidor de mi padre que, desterrado de la ciudad, guarda el ganado en las orillas del río Tanao, límite de la tierra argiva y del suelo espartano, y dile que venga y traiga presentes para los extranjeros. Se alegrará y dará gracias a los dioses de que viva el joven a quien salvó en otro tiempo. Del palacio paterno y de nuestra madre nada recibiremos, que no habría tan mala nueva para ese miserable como la de saber que vive Orestes.
EL COLONO:
Iré, pues que te agrada, en busca de ese anciano; pero llégate a casa y prepara lo necesario. Como quiera, encontrará cualquier mujer abundante alimento. De lo que estoy seguro es de que, al menos, tenemos lo bastante para saciarlos un día. Cuando pienso en estas cosas siempre recuerdo lo que valen las riquezas para ofrecer la hospitalidad y curar el cuerpo si lo ataca alguna dolencia; pero con poco se satisface la necesidad de cada día, porque, estando harto, lo mismo es el rico que el pobre.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Ínclitas naves, que arribasteis un día a Troya con innumerables remos, danzando entre coros de nereidas, mientras que el delfín, apasionado de la flauta, envolvía las cerúleas proas llevando al hijo de Tetis, a Aquiles de pies ligeros, y al rey Agamenón a las orillas del Simois, que riega los campos de Ilión.
Antístrofa 1.ª — Pero las nereidas, al dejar las riberas de la Eubea, llevaban las cinceladas armas que labró Hefesto en sus dorados yunques, y buscaron a Aquiles por el Pelión y las altas y sagradas arboledas del Osa, y por las grutas de las ninfas, testigos de sus amores, en donde el centauro Quirón educó a este sol de la Grecia, hijo de la marina Tetis y veloz auxiliar del Atrida.
Estrofa 2.ª — Contome cierto griego que volvió de Troya al puerto de Nauplia, que en tu escudo, ¡oh hijo de Tetis!, estaban esculpidos estos signos, terror de los frigios: en el cerco, Perseo volando sobre los mares con sus talares alígeras, mostrando la cabeza ensangrentada de la Gorgona, con Hermes, nuncio de Zeus, rústico hijo de Maya, y en el centro el Sol resplandeciente con sus alados caballos, y los coros etéreos de astros, las Pléyades, y las Híades, formidables a los ojos de Héctor. En su casco de áureas figuras, las Esfinges, oprimiendo entre sus garras su famosa presa; en la loriga, que protege su cuerpo, la leona Quimera, de rápido curso, respirando llamas, y en sus uñas el caballo Pegaso de Pirene.
Antístrofa 2.ª — Por último, en su mortífera lanza una cuadriga de fogosos caballos, envueltos en oscuro polvo. Al rey de tales guerreros mataste, ¡oh Tindáride!, mujer malvada, a tu mismo esposo, y los dioses en castigo decretarán tu muerte, y algún día, sí, algún día veré correr la sangre por tu cuello. (Llega el viejo ayo de Agamenón).
EL ANCIANO:
¿En dónde, en dónde está mi dueña y veneranda virgen, la hija de Agamenón, que eduqué en otro tiempo? De arduo acceso es esta casa para los pies de un anciano, lleno de arrugas. Preciso es, sin embargo, ver a mis amigos, a pesar de mi encorvado cuerpo y vacilantes rodillas. ¡Oh hija!, ya que te veo junto a tu casa; tráigote este tierno cordero del rebaño de mis ovejas, y guirnaldas, y enjutos quesos, y este tesoro añoso de Dioniso, que perfuma el ambiente, escaso, en verdad, pero de dulce sabor cuando se vierte en la copa. Que alguno lo lleve a la casa para los huéspedes, mientras yo enjugo con mis vestidos las lágrimas que derraman mis ojos.
ELECTRA:
¿Por qué lloras, anciano? Después de tanto tiempo, ¿renuevan mis males tus dolores, o gimes por Orestes, mísero desterrado, y por mi padre, que en vano educaste en otro tiempo para ti y para tus amigos?
EL ANCIANO:
Vanamente, es verdad; no puedo menos de llorar, que de paso visité su sepulcro, y solo derramé abundantes lágrimas, prosternado en tierra, y ofrecí libaciones del vino que he traído para tus huéspedes, y deposité alrededor del túmulo ramos de mirto; y en la misma pira vi vellón de negra oveja, y sangre recién vertida, y rizos de una rubia cabellera. Me admiré, ¡oh hija!, de que hubiese osado ningún hombre acercarse al túmulo, y no será ningún argivo, sino acaso tu hermano, que ha venido ocultamente, y ha tributado al mísero sepulcro de tu padre los honores debidos. Mira los cabellos de que hablo y compáralos con los tuyos, por si son como estos, cual suele suceder entre hermanos.
ELECTRA:
No es de sabio lo que hablas, ¡oh anciano!, si crees que mi animoso hermano ha vuelto y se esconde por miedo de Egisto. Además, ¿cómo han de ser iguales los rizos de ambos, cuando los unos serían de un hombro noble, educado en la palestra, y los otros de una mujer que se peina con frecuencia? Es, pues, imposible lo que pretendes, que encontrarás, ¡oh anciano!, muchos cabellos parecidos, aunque no sean parientes los que los llevan.
EL ANCIANO:
Compara al menos su huella, examina los pasos impresos, a ver si el pie es igual al tuyo, ¡oh hija!
ELECTRA:
¿Cómo se ha de imprimir la huella de los pies en la endurecida tierra? Y aunque así fuera, nunca es igual la de dos hermanos, si son varón y hembra, sino mayor la del primero.
EL ANCIANO:
¿Y no podrías reconocer, si estuviese de vuelta, la tela que tejiste con tu lanzadera, y en la cual lo oculté en otro tiempo para salvarlo de la muerte?
ELECTRA:
¿Ignoras que yo era jovencilla cuando huyó Orestes de este país? Y aunque la hubiera tejido, ¿cómo, siendo entonces niño, tendría ahora el mismo vestido, a no ser que crezca con el cuerpo? Así, pues, o algún peregrino se cortó el cabello, observando el abandono del sepulcro, o algún argivo, favorecido por las tinieblas.
EL ANCIANO:
¿Pero en dónde están los huéspedes? Quiero verlos y preguntarles por tu hermano. (Salen de la casa Pílades y Orestes con su séquito).
ELECTRA:
De mi morada salen con pies ligeros.
EL ANCIANO:
Y en verdad que parecen nobles, aunque la sola apariencia sea indicio falaz, pues muchos, nobles de aspecto, son villanos. Voy, sin embargo, a saludarles.
ORESTES:
Salve, ¡oh anciano! ¿De cuál de tus amigos, ¡oh Electra!, es esta sombra?
ELECTRA:
Es el que educó a mi padre, ¡oh huésped!
ORESTES:
¿Qué dices? ¿El que ocultó a tu hermano?
ELECTRA:
El que lo salvó, si de él queda algo.
ORESTES:
¡Hola! ¿Por qué me mira como si examinara una obra curiosa de plata cincelada? ¿Me confunde con alguno?
ELECTRA:
Acaso se alegra; creyéndote igual a Orestes.
ORESTES:
Varón amado en verdad; ¿con qué objeto da vueltas?
ELECTRA:
Yo misma me admiro, ¡oh huésped!, observándolo.
EL ANCIANO:
¡Oh amada hija Electra!, da gracias al cielo.
ELECTRA:
¿Por qué? ¿Está presente o no?
EL ANCIANO:
Y acepta el rico tesoro que un dios te ofrece.
ELECTRA:
He aquí cómo imploro a los dioses. ¿Pero qué dices, anciano?
EL ANCIANO:
Mira con atención a este hombre muy amado, ¡oh hija!
ELECTRA:
Temo, ya hace rato, que no está cabal tu juicio.
EL ANCIANO:
Lo pierdo, en efecto, viendo a tu hermano.
ELECTRA:
¿Qué extrañas palabras has proferido?
EL ANCIANO:
Que veo aquí a Orestes, hijo de Agamenón.
ELECTRA:
¿En qué señal te fundas que me inspire fe?
EL ANCIANO:
En una cicatriz junto a la ceja que se hizo en otro tiempo persiguiendo contigo un cervatillo en el palacio paterno, y cayendo al suelo ensangrentado.
ELECTRA:
¿Qué dices? Veo, en efecto, esa señal.
EL ANCIANO:
¿Y dudas abrazarlo?
ELECTRA:
Ya no, ¡oh anciano!, pues me ha convencido la prueba que adujiste. ¡Oh, por fin viniste, por fin te vuelvo a ver inesperadamente!
ORESTES:
¡Y al cabo también te encuentro!
ELECTRA:
Cuando jamás lo hubiera pensado.
ORESTES:
Ni yo tampoco.
ELECTRA:
¿Aquel Orestes eres tú?
ORESTES:
Tu solo compañero si, como el pescador, saco una vez la red que pienso echar. Confío, sin embargo, en que así sucederá, o no merecen fe los dioses, si los crímenes han de ser superiores a la justicia.
EL CORO:
Llegaste, llegaste, ¡oh día tardío!; luciste, mostraste el astro que alumbra a la ciudad, desterrado antes del hogar paterno, y que ahora viene errante. Un dios, algún dios nos trae la victoria, ¡oh amiga!; levanta las manos, esfuerza el habla, implora a los dioses para que tu hermano entre en la ciudad con favorables auspicios.
ORESTES:
Sea así, pues; gozaré en este momento de sus abrazos, y después me entregaré de nuevo a ellos. Pero tú, anciano, que tan a tiempo llegas, dime de qué modo podré castigar al asesino de mi padre, y a mi madre, su cómplice e impía esposa. ¿Tengo en Argos algunos amigos fieles? ¿Cómo la fortuna nos han abandonado todos? ¿A quién podré hablar de noche o de día? ¿Qué camino seguiré para caer de repente sobre mis enemigos?
EL ANCIANO:
¡Oh hijo, eres desdichado y no tienes un solo amigo! Pocos, por puro afecto, comparten nuestros bienes y nuestros males. Tú (que has perdido todos los tuyos y con ellos toda esperanza) ten muy presente que de ti solo depende recuperar tu palacio paterno y tu ciudad.
ORESTES:
¿Y qué haremos para conseguirlo?
EL ANCIANO:
Matar al hijo de Tiestes y a tu madre.
ORESTES:
He venido a recoger esta palma; pero ¿cómo lograrlo?
EL ANCIANO:
Si penetras dentro de las murallas no lo conseguirás, aunque lo desees.
ORESTES:
¿Están guardadas por centinelas y armados satélites?
EL ANCIANO:
Así es; te teme, sin duda, y no duerme tranquilo.
ORESTES:
Piensa, pues, lo que debemos hacer.
EL ANCIANO:
Escúchame; algo se me ocurre.
ORESTES:
¡Ojalá que sea feliz la idea y yo la apruebe!
EL ANCIANO:
Cuando venía hacia aquí encontré a Egisto.
ORESTES:
Con atención te escucho: ¿en dónde lo viste?
EL ANCIANO:
Cerca de estos campos, en los pastos de sus yeguadas.
ORESTES:
¿Qué hacía? Vislumbro una esperanza en mi desesperación.
EL ANCIANO:
Según me pareció, preparaba una fiesta a las ninfas.
ORESTES:
¿Por los hijos que ya tiene, o por los que espera?
EL ANCIANO:
No sé más que lo dicho, que se ceñía para sacrificar toros.
ORESTES:
¿Con cuántos hombres? ¿Estaba solo con los esclavos?
EL ANCIANO:
No estaba presente ningún argivo, sino algunos siervos.
ORESTES:
¿Podrá descubrirme alguno si me ve, ¡oh anciano!?
EL ANCIANO:
Son gentes de su servicio que jamás te vieron.
ORESTES:
Si vencemos, ¿estarán de nuestra parte?
EL ANCIANO:
Propio es de siervos, y útil a tu propósito.
ORESTES:
¿Cómo podré acercarme a él?
EL ANCIANO:
Si vas adonde sacrifica ahora...
ORESTES:
Según parece, está en los campos próximos al camino.
EL ANCIANO:
Probablemente te invitará al banquete cuando te vea.
ORESTES:
Amarga invitación será, sin duda, si los dioses quieren.
EL ANCIANO:
Piensa lo que has de hacer después, según lo que ocurra.
ORESTES:
Hablas con prudencia. Y mi madre, ¿en dónde está?
EL ANCIANO:
En Argos; pero vendrá pronto a la cena.
ORESTES:
¿Por qué no ha acompañado a su esposo?
EL ANCIANO:
Temiendo las murmuraciones del pueblo, se ha quedado en su palacio.
ORESTES:
Ya entiendo: recela que, como siempre, su conducta infunda sospechas en sus súbditos.
EL ANCIANO:
Así es: la aborrecen por su impiedad.
ORESTES:
¿Cómo mataré a los dos a un tiempo?
ELECTRA:
A mi cargo queda la muerte de mi madre.
ORESTES:
La fortuna nos favorecerá en todo.
ELECTRA:
Este anciano nos servirá a ambos.
EL ANCIANO:
Cierto; pero ¿cómo piensas asesinar a tu madre?
ELECTRA:
Ve, ¡oh anciano!, y di a Clitemnestra que he dado a luz un hijo varón.
EL ANCIANO:
¿He de decir que recientemente, o que hace algún tiempo?
ELECTRA:
Di que ha llegado el momento de purificarme.
EL ANCIANO:
¿Y qué tiene que ver esto con su muerte?
ELECTRA:
Cuando sepa que he sufrido los dolores del parto, vendrá sin falta.
EL ANCIANO:
¿Por qué? ¿Crees que se cuida acaso de ti, hija?
ELECTRA:
Sin duda, y llorará al recordar la humilde condición de mis hijos.
EL ANCIANO:
Quizá llore; pero tratemos de nuestro asunto.
ELECTRA:
Si llega a venir, morirá sin remedio.
EL ANCIANO:
Y entrará por las puertas de tu casa.
ELECTRA:
Y entonces será fácil que descienda al Orco.
EL ANCIANO:
¡Que yo muera después de verlo!
ELECTRA:
Lo primero que has de hacer es servir a este de guía.
EL ANCIANO:
¿Adonde Egisto sacrifica ahora a los dioses?
ELECTRA:
Busca después a mi madre, y dile lo que te he encargado.
EL ANCIANO:
Creerá oírlo de tus mismos labios.
ELECTRA:
Ahora te toca a ti, Orestes: la suerte ha decidido que mates primero a Egisto.
ORESTES:
Allá voy, si alguien me enseña el camino.
EL ANCIANO:
Yo te llevaré, y no de mala gana.
ORESTES:
¡Oh Zeus, tronco de mi linaje, vengador nuestro; compadécete de nosotros, que hemos sufrido males deplorables!
ELECTRA:
¡Apiádate de tus descendientes!
ORESTES:
¡Y tú, Hera, que presides en los altares de Micenas, danos la victoria si pedimos justicia!
ELECTRA:
¡Déjanos vengar a mi padre!
ORESTES:
¡Y tú, padre mío, que en los infiernos moras, infamemente asesinado, y soberana Tierra, a quien tiendo mis manos, socorre, socorre a estos tus hijos muy queridos! ¡Ven, Agamenón, y acompáñente en nuestra ayuda todos los muertos que contigo aniquilaron a los frigios, y cuantos detesten a los execrables asesinos! ¿Lo oíste, tú que has sufrido tales horrores de mi madre?
ELECTRA:
Sé bien que todo lo oye mi padre, pero es hora de obrar. Y te recuerdo que Egisto ha de perecer, porque si vencido, por hado fatal, cayeres, también yo moriré; y no se dirá que vivo, pues herirá mi cabeza cuchilla de dos filos. Voy a mi hogar a realizar mis proyectos, porque si de los tuyos viniese buena nueva, toda la casa saltará de júbilo; si sucumbes, sucederá lo contrario. Esto te digo.
ORESTES:
Ya comprendo.
ELECTRA:
Preciso es que pruebes tu valor. (Vase Orestes). Vosotras, ¡oh mujeres!, indicadme con claridad las tumultuosas alternativas de este combate. Yo esperaré empuñando cortadora espada; jamás se vengarán de mí mis enemigos, ni vencida injuriarán ni afrentarán mi cuerpo.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Famosa es la antigua tradición, según la cual Pan, protector de los campos, que espira dulcísonos versos, trajo en mimbres donosamente tejidos una hermosa cordera de vellón dorado, amamantada por su tierna madre en las montañas de la Argólida, y subiéndose en las gradas de piedra, exclamó: «Al ágora, al ágora, ¡oh habitantes de Micenas!: venid y veréis terribles prodigios de felices tiranos».
Antístrofa 1.ª — Y los coros llenaban el palacio de los Atridas, y se descubrían los dorados templos, y ardía el fuego en las aras de la ciudad de los argivos, y la flauta de Lotos, servidora de las musas, daba suavísimos sonidos, y se entonaban gratos cantos en honor del dorado cordero y de Tiestes. Seducida por él la esposa amada de Atreo en oculto lecho, llevó a su palacio el prodigio, y volviendo al ágora, dijo en alta voz que era suya la cornígera corderilla de maravilloso vellón dorado.
Estrofa 2.ª — Pero entonces, entonces torció Zeus el brillante rumbo que siguen los astros, la luz del sol y el rutilante rostro de la Aurora; la ardiente llama encendida en el cielo descendió por las llanuras del occidente; las nubes, llenas de agua, se encaminaron a la constelación ártica, y el seco domicilio de Amón, careciendo de rocío y privado por Zeus de las bienhechoras lluvias, aparece desde entonces árido y desierto.
Antístrofa 2.ª — Así dicen; pero yo doy poco crédito a esos insólitos giros del ardiente Sol, que, por castigar a los hombres, abandonó su dorado asiento en daño de ellos. Fábulas en verdad formidables a los mortales y útiles para mantener vivo en los hombres el culto de los dioses.
¿Por qué no te has acordado de ellas, tú, que mataste a tu esposo, madre de ínclitos hermanos? Callad, callad; ¿no habéis oído, ¡oh amigas!, un grito, o me engaña la fantasía, como si escuchase (Se detiene y escucha) el trueno infernal de Zeus? Más claros son ya estos clamores. (Llamando en alta voz). Electra, nuestra dueña, sal de tu casa.
ELECTRA (saliendo de su casa):
¿Qué hay, amigas? ¿Cómo se muestra nuestra fortuna en esta lucha?
EL CORO:
Solo sé que he oído el gemido de un moribundo.
ELECTRA (escuchando):
Yo también; desde lejos, es verdad, pero lo he oído.
EL CORO:
De lejos viene la voz; pero es, sin embargo, clara.
ELECTRA:
¿Será de algún argivo este gemido, o de alguno de mis amigos?
EL CORO:
No lo sé; es un clamor confuso.
ELECTRA:
Me anuncias que debo suicidarme; ¿por qué me detengo?
EL CORO:
Aguarda hasta conocer tu suerte.
ELECTRA:
No es posible; hemos sucumbido; ¿en dónde están los mensajeros?
EL CORO:
Vendrán; no es fácil matar a un rey.
EL MENSAJERO (que llega corriendo):
Preclara victoria, ¡oh vírgenes de Micenas!, hemos alcanzado; sepan todos mis amigos que Orestes ha vencido, y que Egisto, asesino de Agamenón, yace postrado en tierra; pero demos las gracias a los dioses.
ELECTRA:
¿Quién eres tú? ¿Cómo he de creer lo que me dices?
EL MENSAJERO:
¿No recuerdas que soy uno de los servidores de tu hermano?
ELECTRA:
¡Oh tú, el muy amado!; no te conocí de miedo; ya sé quién eres. ¿Qué dices? ¿Murió el odioso asesino de mi padre?
EL MENSAJERO:
Murió; dos veces te he dicho lo que tanto deseas saber.
ELECTRA:
¡Oh dioses, y tú, Justicia, que todo lo ves, al fin venciste! Pero explícame todos los pormenores de la muerte del hijo de Tiestes.
EL MENSAJERO:
Después que salimos de aquí, entramos en el camino trillado por los carros, junto al cual estaba el ínclito príncipe de Micenas tejiendo coronas de tierno mirto. Al vernos dijo: «Salve, ¡oh huéspedes!; ¿quiénes sois?, ¿de dónde venís?, ¿en dónde habéis nacido?». Orestes respondió: «Somos de la Tesalia, y vamos al Alfeo a adorar a Zeus Olímpico». Al oírlo Egisto replicó: «Hoy me acompañaréis a la cena, porque sacrificaré bueyes a las ninfas, y mañana temprano saltaréis del lecho y llegaréis al término de vuestro viaje. Pero entremos en la casa». Mientras decía esto nos guiaba a ella, y nosotros le seguíamos, no pareciéndonos bien rechazarlo. Ya dentro, dijo: «Tráiganse baños cuanto antes a estos huéspedes, para que se acerquen al altar y al agua lustral». Orestes le contestó así entonces: «Nos hemos purificado en las ondas puras de un río; pero si es lícito a los extranjeros sacrificar con los ciudadanos, ¡oh Egisto!, preparados estamos, y no nos opondremos, ¡oh rey!». Acabada esta plática, y dejando las lanzas los servidores que formaban su guardia, todos pusieron manos a la obra. Unos traían el vaso lustral, otros los cestos, otros encendían el fuego y ponían los vasos alrededor del hogar, y todos hacían gran ruido en el edificio. El esposo de tu madre derramaba la salsamola en las aras, profiriendo estas palabras: «Ninfas que habitáis en las rocas, que yo os sacrifique muchas veces bueyes, y que mi esposa, la hija de Tindáreo, que está en el palacio, sea, como yo ahora, afortunada en cuanto emprenda, y desdichados mis enemigos». (Aludía a ti y a Orestes). Pero mi señor hacía votos contrarios, no, en verdad, en voz alta, para recuperar su patrimonio. Egisto tomó del cesto un cuchillo recto; cortó los pelos del novillo, echándolos con su mano derecha en el fuego; hirió a la víctima en los lomos al levantarla los sacrificadores, y dijo a tu hermano: «Los tesalios, entre otras artes insignes, se envanecen de ser maestros en despedazar un toro y domar caballos. Toma el acero, ¡oh huésped!, y prueba que la fama no miente cuando así habla de los hijos de Tesalia». Orestes cogió en sus manos el bien templado cuchillo dórico; sujetó el manto con el broche, y echándolo hacia atrás, eligió por sacrificador a Pílades, e hizo que se apartasen los demás servidores; y tomando un pie del novillo, descubría sus blancas carnes extendiendo la mano, y despojaba sus lomos de la piel en menos tiempo que tarda el jinete en recorrer dos veces el estadio. Abría después las entrañas, y Egisto, recibiéndolas en su mano, las examinaba con cuidado porque faltaba el lóbulo en los intestinos, y así esta falta como el cuello de la vejiga de la hiel, presagiaban desdichas al que las escudriñara. Contrajo, pues, su rostro y, al observarlo, le preguntó mi dueño: «¿Por qué te entristeces?». «¡Oh huésped! —replicó—; temo fuera de aquí alguna asechanza; el hijo de Agamenón es mi más mortal enemigo, y también de mi familia». Él respondió: «¿Temes asechanzas de un desterrado, reinando tú en la ciudad? ¿No me dará alguno un cuchillo ftío, en vez del dórico, para que, acabada la exploración, celebremos el banquete, después de abrir el pecho de la víctima?». Entonces Egisto se apoderó de las vísceras pectorales y se puso a examinarlas; mas al bajar la cabeza, tu hermano, levantándose sobre la punta de los pies, le descargó un golpe, rompiéndole las vértebras y tirando en tierra cuan largo era su cuerpo palpitante, que se revolcó en su sangre. Enteráronse sus servidores y tomaron las armas, y todos ellos, muchos en número, atacaron a los dos; pero los detuvo el valor de Pílades y Orestes, vibrando sus armas, y el último dijo: «No vengo como enemigo contra esta ciudad ni contra mis servidores; yo soy el mísero Orestes, que ha castigado al asesino de su padre. No me matéis, vosotros que sois mis antiguos súbditos». Contuviéronse ellos al oírlo, y fue reconocido por cierto anciano que sirvió en su palacio. Regocijáronse entonces, y al punto lo coronaron. A buscarte viene, a enseñarte la cabeza, no de la Gorgona, sino de Egisto, a quien aborreces; su sangre paga con triste usura la derramada por él en otro tiempo.
EL CORO:
Estrofa. — Prepara los pies para la danza, ¡oh amiga!, como el potrillo que salta con gracia en el aire. Tu hermano trajo una corona de más valor que la ganada en lucha victoriosa a las orillas del Alfeo. Pero canta el himno triunfal en mi coro.
ELECTRA:
¡Oh luz, oh crines de los cuatro caballos del Sol, oh tierra y tinieblas, que antes me envolvíais!; ahora están mis ojos libres y clara mi vista desde que sucumbió Egisto, el asesino de mi padre. Ea, amigas; con las galas que guardo en mi casa, coronaré la cabeza de mi hermano vencedor.
EL CORO:
Hace bien en engalanar su cabellera, que nuestros coros seguirán gratos a las musas. Ahora que al rigor de la justicia perecieron estos hombres inicuos, gobernarán nuestro país sus antiguos y queridos reyes. Prosigan, pues, nuestros unánimes y alegres vítores. (Aparecen Orestes y Pílades con su séquito, trayendo el cadáver de Egisto. Electra sale al encuentro de Orestes con coronas y cintas).
ELECTRA:
¡Oh victorioso Orestes, hijo de padre también victorioso en las guerras de Ilión!; toma para ti estas coronas entrelazadas. Vuelves a mi casa, no después de recorrer vanamente el estadio, sino después de matar a nuestro enemigo Egisto, asesino de tu padre y del mío. Y tú, Pílades, educado por un varón muy piadoso, que estás a su lado, toma de mi mano otra corona, que te expusiste a iguales peligros. Siempre desearé vuestra dicha.
ORESTES:
A los dioses solo, ¡oh Electra!, la debemos; después puedes alabarme, que solo soy instrumento suyo y de la Fortuna. No me jacto vanamente de haber dado muerte a Egisto, y para que nadie lo dude te traigo su cadáver, ya por si quieres echarlo a las fieras que lo despedacen, o suspenderlo de un poste y ofrecer sus restos a las aves hijas del Éter. El que antes se llamaba tu señor es ahora tu siervo.
ELECTRA:
De buena gana diría, a no ser por vergüenza...
ORESTES:
¿Qué? Habla, ya no tendrás miedo.
ELECTRA:
De que me aborrezcan si insulto a los muertos.
ORESTES:
No hay quien lo reprenda.
ELECTRA:
Nuestra ciudad es descontentadiza e inclinada a la maledicencia.
ORESTES:
Di cuanto quieras, hermana; odio inextinguible profesamos siempre a Egisto.
ELECTRA:
Sea, pues: ¿cuál será mi primera injuria? ¿Cuáles otras le seguirán? Jamás, al levantarme, dejaba de pensar en lo que te diría al verte, si alguna vez no embargaba el temor mi lengua. Ya llegó ese día, y ahora, ¡oh Egisto!, me oirás como si vivieras. Tú me perdiste, huérfana de mi caro padre; también a este, no provocado por agravio alguno; sedujiste a mi madre, y sin haber peleado contra los frigios mataste al general de los griegos. Tan lejos fue tu locura que creíste que no te sería infiel mi madre, con la cual te casaste, profanando el lecho de mi padre. Sepa, pues, todo el que corrompa a mujer ajena, que si después se ve obligado a tomarla por esposa, será infeliz si piensa que guarda para él solo el pudor que antes no tuvo. Desgraciada era tu suerte, aunque no lo creyeras así: no ignorabas que habías contraído un himeneo impío, ni mi madre que impío era también su esposo. Como los dos erais malvados, participasteis ambos de vuestras respectivas desdichas: tú de la suya, ella de la tuya. Todos los argivos decían a una: «Aquel es el esposo de esta mujer; esta mujer no es esposa de este hombre». Y era vergonzoso que una mujer estuviese al frente de un palacio, no un hombre, y yo aborrezco los hijos que en la ciudad llevan, no el nombre de su padre, sino solo el de su madre. Si alguno se casa con esposa más ilustre que él, nadie se acuerda del esposo y todos de la mujer. Te engañaste muy mucho y diste pruebas de ignorante si pensabas que eras algo porque tenías riquezas, que nada son y se disfrutan poco tiempo. Duradero es el ingenio, no ellas; mientras que poseyéndolo vencemos a los males, la opulencia es injusta y vive con los malvados, y vuela fácilmente y efímera es su flor. Callo lo que has hecho con las mujeres (que una virgen no debe decirlo); pero lo indicaré con reserva, para que se entienda: tu conducta era insolente, porque morabas en un palacio y eras hermoso. Que un marido tenga corazón varonil, no rostro virginal. Buenos son los mismos hijos de Ares, no los hombros bellos, gala de los coros. Muere, pues, necio como pocos; nunca sospechaste que pagarías la pena merecida. Ninguno me diga que por haber dado con felicidad el primer paso en la carrera ha vencido, mientras no llegue a la meta y alcance el término de la vida. (Dale con el pie).
EL CORO:
Cometió atentados horribles, y horriblemente os vengasteis tú y tu hermano. ¡Grande es el poder de la justicia!
ORESTES:
Ea, servidores, llevaos ese cadáver y ocultadlo en las tinieblas, para que no lo vea mi madre antes de morir. (Llévanse el cadáver).
ELECTRA:
Calla; hablemos de otra cosa.
ORESTES:
¿Qué hay, pues? ¿Vienen a socorrerlo de Micenas?
ELECTRA:
No; es la madre que me dio a luz.
ORESTES:
A tiempo viene a caer en la red.
ELECTRA:
Soberbia se presenta con su carro y con su estola.
ORESTES:
¿Qué hacemos? ¿Matamos a nuestra madre?
ELECTRA:
¿Sientes compasión al verla?
ORESTES:
¡Ay de mí! ¡Cómo he de matar a la que me alimentó y me dio a luz!
ELECTRA:
Como ella mató a tu padre y al mío.
ORESTES:
¡Oh Febo, seguramente es insensato tu oráculo!
ELECTRA:
Si es Apolo necio, ¿quiénes serán los sabios?
ORESTES:
Cualquiera que me aconseje matar a mi madre, lo cual no es lícito.
ELECTRA:
¿Pero qué mal te aguarda vengando a tu padre?
ORESTES:
Tendré que huir, reo de parricidio, cuando antes era inocente.
ELECTRA:
Y si no vengas a tu padre serás impío.
ORESTES:
Yo expiaré el asesinato de mi madre.
ELECTRA:
¿Y no serás castigado si no vengas a tu padre?
ORESTES:
¿Si el oráculo será obra de algún mal genio, no del dios?
ELECTRA:
¿Sentándose en el sagrado trípode? No lo creo.
ORESTES:
Ni yo que es piadoso ese oráculo.
ELECTRA:
No te desalientes y pierdas el ánimo.
ORESTES:
¿La mataré también dolosamente?
ELECTRA:
Como a Egisto, su esposo.
ORESTES:
Entraré; cruel es esta lucha y cruel será mi acción. Si los dioses lo quieren, así sea; combate es este para mí dulce y amargo a un tiempo.
EL CORO:
Viva la hija de Tindáreo, reina de la tierra argiva, hermana de los fuertes hijos de Zeus que moran entre los astros del ardiente éter y socorren a los mortales afligidos en medio de los mares. Salve: venérote como a los bienaventurados, que grandes son tus riquezas y tu dicha; tiempo es ya, ¡oh reina!, de rendir homenaje a la fortuna.
CLITEMNESTRA:
Bajad del carro, troyanas, y dadme la mano para ayudarme a salir. Adornados están los templos de los dioses con los despojos frigios, aunque en mi palacio posea, en vez de la hija que perdí, estas esclavas escogidas de la tierra de Troya, don exiguo, pero grato.
ELECTRA:
¿No me será lícito, ¡oh madre!, a mí, esclava arrojada del hogar paterno, que habito en pobre casa, tocar tu bienaventurada mano?
CLITEMNESTRA:
Para eso sirven estas esclavas; no me atormentes.
ELECTRA:
¿Por qué no? Como a cautiva me lanzaste del hogar paterno; sin él, cautiva soy también como estas, huérfanas de padre, abandonadas.
CLITEMNESTRA:
Así pensaba también tu padre de amigos que no lo merecían. Me explicaré, sin embargo, aunque se crea, y a mi parecer sin razón, que es interesado el lenguaje de una mujer de mala fama. Si después de oírme estima alguno que debe odiarme, hágalo en buen hora; si no, ¿por qué aborrecerme? Tindáreo me dio a tu padre, no para que me matase ni tampoco a mis hijos, y Agamenón, al dejar su palacio, arrastró a Ifigenia a Áulide, en donde estaban detenidas las naves, pretextando que la casaría con Aquiles; y allí, llevándola a la pira, manchó con sangre sus blancas mejillas. Y esto podría perdonarse si lo hubiera hecho por librar de asedio a Argos o por salvar a su familia y los demás hijos, perdiendo uno por todos; pero no arrancármela por recobrar a la libidinosa Helena y porque su esposo no pudo refrenarla. Esto solo, a pesar de ser injusto, no me habría precipitado a asesinarlo; pero volvió en compañía de una bacante de inspirado estro, y compartió con ella su lecho y quiso tener a un tiempo dos esposas en un mismo palacio. No diré que las mujeres no sean deshonestas; pero aun siendo cierto, si el esposo peca y rechaza sus abrazos, ella quiere imitarlo y buscar otro amante. ¡Y para nosotras es ignominioso, y si los hombres lo hacen nadie se admira! Si hubiesen robado a Menelao, ¿debía yo sacrificar a Orestes por salvar al esposo de mi hermana? ¿Y el que mató a mi hija no debía morir y yo sí? Yo lo maté; yo le salí al encuentro, y fueron mis cómplices sus enemigos; si no, ¿qué amiga hubiese osado ayudarme a perpetrar ese crimen? Di lo que quieras con toda libertad, y prueba que tu padre no sufrió el castigo merecido.
ELECTRA:
Defendiste tu causa, pero es injusta. Conviene a la mujer prudente ceder siempre a su esposo; de la que así no piense, ni aun hablar quiero. Acuérdate, ¡oh madre!, de tus últimas palabras concediéndome completa libertad de replicarte.
CLITEMNESTRA:
Lo mismo repito ahora, y no me vuelvo atrás de lo dicho.
ELECTRA:
Y después de oírme, ¿no me harás ningún mal, madre?
CLITEMNESTRA:
De ningún modo, y seré contigo indulgente.
ELECTRA:
Sea así, pues, y este será mi exordio. ¡Ojalá, ¡oh madre!, tuvieses mejores pensamientos, porque es grande tu hermosura y la de tu hermana Helena!; pero sois dos hermanas igualmente frívolas e indignas de Cástor. La una consintió en su rapto y tú perdiste al más ilustre de los griegos, pretextando que le dabas muerte por haber degollado a tu hija, pues no todos saben como yo la verdad del caso, y que tú, antes de cerciorarte de ello y a poco de separarte de tu esposo, peinabas al espejo los rubios rizos de tu cabellera. Pero la mujer que, ausente de su esposo, se adorna para agradar, merece vituperio; nunca sale de su casa sino en demanda de traiciones. Tú fuiste la única griega que se alegraba de los triunfos de los troyanos, nublándose tus ojos cuando sucumbían, y deseando que Agamenón no volviese de Troya. Y justo motivo tenías para ser casta, pues en nada le aventaja Egisto, y los griegos le eligieron general; y por lo mismo que tu hermana Helena había cometido tales maldades más gloria reportarías, porque los delitos ajenos ofrecen a los justos útil enseñanza. Pero aun suponiendo, como dices, que mi padre matase a tu hija, yo y mi hermano, ¿qué daño te hemos hecho? ¿Por qué, después de muerto tu esposo, no nos llevaste al palacio paterno en vez de traer a él otro lecho, y das una corona en precio de su crimen, ni destierras a tu esposo en vez de a tu hijo, ni por vengarme lo asesinas, cuando él en vida me ha hecho perecer, no una, como mi padre a mi hermana, sino dos veces? No hay duda que si un asesinato se venga con otro, yo y tu hijo Orestes vengaremos en ti el de nuestro padre. Si su muerte fue justa, lo será también la tuya. Todo el que se casa con una mujer malvada solo por sus riquezas o ilustre linaje, es un necio; que un himeneo modesto y casto es la bendición de una familia.
EL CORO:
La fortuna juega un gran papel en los casamientos de las mujeres, y hace la felicidad o la desdicha de los mortales.
CLITEMNESTRA:
Obedeces, ¡oh hija!, a la ley natural amando al que te engendró. También sucede que unos hijos quieren solo a sus padres, y otros prefieren a la madre. Te perdono, porque no siempre, ¡oh hija!, me alegran mis recuerdos. ¿Pero así estás sin purificarte, y mal abrigada, y recién parida, sin embargo? ¡Oh, cuán desgraciada soy, solo por mi causa, excitando las iras de mi esposo más de lo justo!
ELECTRA:
Tarde gimes, cuando no puedes remediarlo. Mi padre ha muerto; ¿cómo no llamas a tu hijo, que anda errante lejos de su patria?
CLITEMNESTRA:
Tengo miedo; así me lo aconseja mi interés, no el suyo, porque, según dicen, se enfurece al recordar el asesinato de Agamenón.
ELECTRA:
¿Y por qué nos trata tu esposo con tanto rigor?
CLITEMNESTRA:
Tal es su carácter, pero no mejor el tuyo.
ELECTRA:
Lo siento, aunque no me indigno.
CLITEMNESTRA:
Ya no te hará ningún daño.
ELECTRA:
Se llena de orgullo porque habita en mi palacio.
CLITEMNESTRA:
¿Lo ves? ¿Promueves nuevas disputas?
ELECTRA:
Me callo: le temo, y yo me entiendo.
CLITEMNESTRA:
No hables más de esto. ¿Para qué me llamabas, hija?
ELECTRA:
Según creo, tienes ya noticia de mi parto; sacrifica en mi nombre, porque yo ignoro la costumbre observada cuando tiene el niño diez días, y no es extraño, por ser el primero.
CLITEMNESTRA:
Eso corresponde a la que te asistió en el parto.
ELECTRA:
Nadie me ayudó, y sola di a luz un hijo.
CLITEMNESTRA:
¿No tenéis ningún amigo?
ELECTRA:
Nadie codicia pobres amistades.
CLITEMNESTRA:
Iré, pues, para sacrificar a los dioses, ya que el niño tiene el tiempo debido; pero así que recibas esta gracia volveré al campo, en donde mi esposo sacrifica a las ninfas. Vosotros, servidores, llevad a los pesebres los caballos uncidos a la lanza, y regresad cuando calculéis que he concluido el sacrificio, pues también debo complacer a mi esposo. (Entra en la casa).
ELECTRA:
Entra en mi pobre casa; cuida de que su ennegrecido techo no deslustre tu peplo; sacrificarás como conviene a los dioses. Pronto está el cesto para los sagrados auspicios, y aguzado el cuchillo que dio muerte al toro, junto al cual caerás tú misma herida; en el palacio de Hades te casarás también con quien dormías en el imperio del Sol: tan grande será la gracia que te dispense en pago de la pena que debes a mi padre. (Entra tras ella).
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Una cadena terrible forman los males, y vientos varios agitan a las familias. Mi príncipe, sí, mi príncipe sucumbió en otro tiempo en el baño, y resonó el pavimento, y resonaron las almenas de piedra del palacio mientras él exclamaba: «¡Oh mujer criminal!, ¿por qué me matas cuando vuelvo a mi patria amada después de diez sementeras?».
Antístrofa 1.ª — Pero sonó la hora de la venganza para esta infame, que profanó el lecho nupcial y mató con sus propias manos a su esposo desdichado, que regresaba tarde a su patria, a los muros de los cíclopes, que se elevan en los aires, blandiendo ella misma el puñal afilado. ¡Oh mísero esposo, qué ofensa tan grande te hizo esta furia ensañándose criminal en ti, como salvaje leona que mora en las espesuras de los montes!
CLITEMNESTRA (dentro):
¡Por los dioses, hijos, no matéis a vuestra madre!
EL CORO:
¿Oyes una voz bajo el techo?
CLITEMNESTRA:
¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
EL CORO:
Deploro que sucumba a manos de sus hijos. La justicia divina ejerce su ministerio cuando la ocasión se presenta. Adversa es tu suerte, ¡oh desgraciada!, pero impíos fueron también tus hechos.
Vedlos, vedlos aquí manchados con la sangre de su madre, que salen de la casa, señal manifiesta de la victoria, como los lamentos que oímos antes. Nunca hubo palacio más funesto que el habitado por los hijos de Tántalo. (Al salir Electra y Orestes ábrense las puertas, y se ven los dos cadáveres de Clitemnestra y Egisto).
ORESTES:
Estrofa 2.ª — Ensalcemos a la Tierra y a Zeus, que ve cuanto hacen los mortales; contemplad, ¡oh dioses!, estos crímenes sangrientos y nefandos; dos cuerpos tendidos en tierra al golpe de mi mano, único remedio a mis desdichas.
ELECTRA:
Lamentables son en verdad, ¡oh hermano!; autora soy también de ellos. Con furor me he ensañado en esta madre que me dio a luz.
ORESTES:
¡Oh madre infortunada y criminal que me diste la vida! ¡Oh calamidad, oh calamidad, obra voluntaria de tus propios hijos! Sin embargo, has expiado el asesinato de mi padre.
Antístrofa 2.ª — Me instigaste, ¡oh Febo!, a cumplir esta venganza, y cometiste horrible y manifiesto delito, y desataste funesto himeneo en la tierra helénica. ¿A qué ciudad iré? ¿Qué hombre piadoso me dará hospitalidad y mirará tranquilo el rostro del matador de su madre?
ELECTRA:
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Y yo, ¿adónde iré? ¿Qué coro podré formar? ¿Quién me querrá por esposa? ¿Qué hombre querrá recibirme en su lecho conyugal?
ORESTES:
Como el viento, sí, como el viento has cambiado; ahora piensas piadosamente, antes no, y excitaste a tu hermano, ¡oh hermana amada!, a cometer terribles atentados que no aprobaba. ¿No viste cómo la desdichada se despojó de su manto, me presentó su pecho para que lo hiriera, ¡ay de mí, ay de mí!, y, enterneciéndome, arrastró por tierra el cuerpo que me engendrara?
ELECTRA:
Sé que vacilaste al oír el flébil clamor de la madre que te dio a luz.
ORESTES:
Así habló, tocando mi barba: «¡Oh hijo mío, por los dioses te lo pido!». ¡Y besaba mis mejillas, y se me cayó el arma de las manos!
EL CORO:
¿Cómo te has atrevido, ¡oh desgraciada!, a presenciar el asesinato de tu madre?
ORESTES:
Yo la maté ocultando mi rostro con el palio y atravesando su cuello con mi espada.
ELECTRA:
Pero yo te animé y esgrimí también el acero.
ORESTES:
Envuelve en el manto a tu madre, quítala de nuestra vista, lava sus heridas. (Dirigiéndose al cadáver de Clitemnestra). ¡Oh madre de tus asesinos!
ELECTRA (mientras cubre el cadáver):
He aquí cómo amigas y enemigas te ocultamos bajo nuestros vestidos, última víctima de nuestra familia.
EL CORO:
Mirad cómo aparecen ciertos seres sobrenaturales sobre lo alto de la casa; quizá sean algunos dioses, porque así no vienen los mortales. ¿Por qué se presentan de este modo a los hombres?
LOS DIOSCUROS (habla Cástor):
Oye, hijo de Agamenón, que te hablan los gemelos hijos de Zeus, hermanos de tu madre, Cástor y mi hermano Pólux. Después que aplacamos en la mar una borrasca fatal a las naves, vinimos a Argos, en donde presenciamos el asesinato de nuestra hermana, madre tuya. La justicia se ha cumplido, pero tú no has sido su ministro, que Apolo, Apolo... Pero es mi rey y callo, pues aunque sabio, no pudo inspirarte sabiduría. Mas después de todo, es menester resignarse, porque se han de obedecer los decretos del destino y de Zeus: que Electra sea esposa de Pílades y la lleve consigo; abandona tú a Argos, pues habiendo asesinado a tu madre, no debes entrar en ella. Las terribles Furias, diosas de feroces miradas, te perseguirán errante, víctima del delirio; pero encamínate a Atenas y abraza la sagrada imagen de Palas, que ahuyentará a tus perseguidoras, azotándolas también con crueles dragones, y no osarán acercarse a ti, y te protegerá con la terrible égida y la cabeza gorgónica. Hay allí cierta colina de Ares, en donde los dioses se juntaron primero para dar sus votos y fallaron sobre el homicidio de Halirrotio, hijo del rey del mar, que pereció a manos del dios cruel de la guerra, enfurecido a causa de las impías nupcias que celebró con su hija, desde cuyo suceso es para los dioses santísima o irrevocable la sentencia que allí se pronuncia. En este mismo lugar te sujetarás al fallo que recaiga en tu causa. Votos iguales salvarán tu vida y no morirás por tu crimen, pues Febo será responsable de haberte aconsejado el parricidio. Y las crueles diosas, presas de profundo dolor, se precipitarán en una sima cerca de esa eminencia, oráculo sagrado desde entonces y temido de los hombres. Ley será en adelante para la posteridad que el reo se salve siempre que el mismo número de votos lo condene y lo absuelva. Conviene que después habites a las orillas del Alfeo, en la Arcadia, cerca del templo Liceo, y se fundará además una ciudad que lleve tu nombre. Esto es lo que te digo. El cadáver de Egisto será enterrado por los argivos. Menelao, dueño ya de los campos troyanos, y su esposa Helena, llevarán a tu madre a Nauplia, en donde le darán sepultura. Helena viene ahora del palacio de Proteo, dejando a Egipto; no ha estado en Troya, pues Zeus, para suscitar guerras y muertes de hombres, envió a Ilión una falsa imagen suya. Pílades llevará a su virgen esposa a la tierra aquea, y al país de los focidios al esposo de tu hermana, tu pariente solo en el nombre, dándole una libra de oro. Tú irás por el Istmo a la afortunada roca de Cécrope, y cuando cumplieres tu fatal destino y expiares tu parricidio, serás feliz, libre de estos males.
EL CORO:
¡Oh hijos de Zeus!, ¿nos dais licencia de hablaros?
LOS DIOSCUROS:
Podéis hacerlo, si no os habéis contaminado.
ORESTES:
Y yo, ¿puedo hablar con vosotros, ¡oh hijos de Tindáreo!?
LOS DIOSCUROS:
También tú, porque a Febo imputo este crimen sangriento.
EL CORO:
¿Cómo siendo dioses y hermanos de esta, ahora cadáver, no habéis alejado de aquí a las Furias?
LOS DIOSCUROS:
El destino lo ordenaba y la voz imprudente de Febo.
ELECTRA:
¿Y qué me mandó Febo? ¿Qué oráculos me prescribieron dar muerte a mi madre?
LOS DIOSCUROS:
Crimen común y común destino, y el delito de vuestro padre os perdió a ambos.
ORESTES:
¡Oh hermana mía! Hoy que te veo después de tanto tiempo, me alejan al punto de tu presencia, y te abandono, y tú a mí.
LOS DIOSCUROS:
Ya tiene hogar y esposo; solo en dejar la ciudad de los argivos participa de tus males.
ORESTES:
¿Y qué cosa hay más deplorable que ser desterrado de su patria? Pero yo, reo de la muerte de mi madre, abandonaré los lugares en que vivió mi padre para sujetarme al fallo de un tribunal extranjero.
LOS DIOSCUROS:
No desmayes; resígnate, que vas a la santa ciudad de Atenea.
ELECTRA:
Abrázame, ¡oh hermano muy amado!; las horribles imprecaciones de una madre nos alejan del hogar paterno.
ORESTES:
Anda, pues, abrázame tú, y llora como si lo hicieses ante mi sepulcro.
LOS DIOSCUROS:
¡Ay, ay! Tristes hasta para los dioses son tus lamentos. Nosotros y los demás habitantes del cielo nos compadecemos de las desdichas humanas.
ORESTES:
¡No te veré ya más!
ELECTRA:
¡Ni yo a ti tampoco!
ORESTES:
Esta es la última vez que me hablas.
ELECTRA:
Adiós, ¡oh ciudad!; adiós por largo tiempo vosotras, mujeres que la habitáis.
ORESTES:
¡Oh hermana fidelísima!, ¿ya te vas?
ELECTRA:
Me voy derramando tiernas lágrimas.
ORESTES:
Alégrate tú, Pílades, que Electra será tu esposa.
LOS DIOSCUROS:
Celebrar su himeneo será, en efecto, su primer cuidado; pero tú, si has de huir de estas Furias, encamínate a Tebas. Con sus manos armadas de dragones y su negro cuerpo te acometerán con terrible ímpetu, y te causarán atroces dolores. Nosotros vamos ahora volando al mar Sículo a proteger en sus aguas las proas de los bajeles. Cuando atravesamos el éter no socorremos a los impíos, salvando tan solo de graves trabajos a los que rinden culto a la Piedad y a la Justicia. Que nadie, pues, navegue que sea injusto ni perjuro. Yo, dios, lo anuncio a los hombres.
EL CORO:
Y yo me despido de vosotros. Entre los mortales es solo feliz el que no sufre infortunios y está contento con su suerte.