Hécuba

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

Cuando los griegos pusieron sitio a Troya y Príamo se vio acometido de tantos y tan fuertes enemigos, no solo acudió a la defensa de su reino poniendo al frente de sus tropas a sus numerosos hijos, que podían manejar las armas, sino que, presintiendo el fatal desenlace que esta guerra podría tener para su familia, confió su hijo impúbero Polidoro a la custodia de Poliméstor, rey del Quersoneso de Tracia, y depositó en sus manos al mismo tiempo un cuantioso tesoro. Poliméstor, mientras resistieron los troyanos, fue fiel a los deberes que le imponían sus antiguas relaciones con Príamo, en cuya mesa había apurado tantas veces la copa de la hospitalidad; pero cuando pereció el anciano rey de Ilión y los griegos la tomaron e incendiaron, repartiéndose su rico botín y las cautivas que habían hecho, según las leyes de la guerra entonces vigentes, codicioso del oro que guardaba, o por congraciarse con los vencedores, o sin temor ya a los parientes de su tierno pupilo, lo asesinó con alevosía, apoderándose de sus riquezas. A los tres días de muerto, y deseosa la sombra de Polidoro de que se diese sepultura a su cadáver, se apareció a su madre Hécuba, que, en compañía de las esclavas troyanas, esperaba en el Quersoneso vientos favorables a la navegación de los griegos. Hallábanse estos detenidos allí, aterrados con el fantasma de Aquiles, que, derecho sobre su túmulo, situado enfrente, había rogado que se le sacrificase Políxena, hija también de Príamo y de Hécuba, y hermana de Polidoro; y con tal premura que, a no hacerlo, no podrían navegar hacia su patria. Esta tragedia de Eurípides se propone representar dramáticamente los dolores de Hécuba, herida en su corazón por la muerte de sus dos hijos Políxena y Polidoro, y la venganza que toma de Poliméstor, cegado por ella y por sus esclavas, que matan también a sus hijos.

He aquí su argumento. Es fácil de observar que abraza dos acciones distintas, la venganza de Poliméstor por Hécuba, y la muerte de Políxena, si bien su centro de unidad es la mísera exreina de Troya, dolorosamente afectada por la muerte de sus hijos, corona de sus terribles infortunios. Es eminentemente trágico, quizá demasiado, y su desarrollo, aparte del defecto de la duplicidad de la acción, trazado con la maestría que caracteriza a Eurípides. Pertenece al ciclo troyano, y expone dramáticamente un episodio posterior a la guerra de Troya. Ofrece, por tanto, algunos puntos de contacto con Las Troyanas, si bien la fábula de esta última tragedia es anterior a la de Hécuba. El coro se compone en ambas de cautivas troyanas, y así en la una como en la otra describen los horrores del asalto y los males que la esclavitud les promete lejos de su patria. En Las Troyanas se reparten los griegos las esclavas, y en la Hécuba sirven ya a sus distintos dueños, como dice el verso 95, τὰς δεσποσύνους σκηνὰς προλιποῦσα. En ambas es también Hécuba la protagonista, perdiendo en una a su mísera hija Políxena y a Polidoro, y en la otra a su nieto Astianacte, hijo de Andrómaca y de Héctor.

En las demás peripecias de ambas tragedias hay ya notables divergencias, que podrán conocer los estudiosos, si quieren compararlas. Los caracteres, tales como se representan en el teatro griego, están bien sostenidos, y tanto Agamenón como Odiseo y Poliméstor conservan sus diferencias y cualidades tradicionales. El de Políxena, su heroica resolución y su muerte, es de gran mérito artístico, y ofrece esa belleza plástica de primer orden en que fueron inimitables los griegos. No podemos decir lo mismo de Hécuba, vengativa, furiosa y cruel, hasta el punto de apelar para el cumplimiento de su venganza (en el verso 789) a la deshonra de su hija Casandra, para conciliarse el favor de Agamenón, diciendo:


ποῦ τὰς φίλας δῆτ᾽ εὐφρόνας δείξεις, ἄναξ,
ἢ τῶν ἐν εὐνῇ φιλτάτων ἀσπασμάτων
χάριν τίν᾽ ἕξει παῖς ἐμή, κείνης δ᾽ ἐγώ;


ni aprobar sus sangrientos sarcasmos contra Poliméstor, ya ciego, y la ira insensata que la domina, la cual, si bien disculpable en cierto modo por su especial y desgarradora situación, no por eso nos parece hoy de buen gusto, ni creemos que tampoco lo fuese entre los griegos. La mitad o algo más de esta tragedia es de lo mejor que ha escrito Eurípides por su patético; lo restante vale mucho menos. Entre sus escenas dramáticas más curiosas debemos citar la de la llegada de Odiseo para llevar a Políxena al sacrificio; y entre sus más bellos trozos, por el aroma helénico que respira, la descripción de la muerte de Políxena hecha por el heraldo Taltibio. Los dos poetas latinos Ennio y L. Accio y el erudito Erasmo de Rotterdam la han traducido en versos latinos; Lodovico Dolce en italiano, y nuestro Fernán Pérez de Oliva ha escrito una traducción de ella; Racine ha copiado algunos versos en su Iphigénie, y Voltaire en su Mérope.

En cuanto a la época en que se representó, parece lo más probable que fuera en la olimpiada 88, 4. Así lo hace presumir la parodia de los versos 162 y 173 de esta tragedia, hecha por Aristófanes en los 708, 709 y 1148 de su comedia titulada Las Nubes; y como esta se representó en la olimpiada 89, 1, parece lo más verosímil fijar la de la Hécuba en el año anterior, porque esas alusiones del cómico griego no podían referirse sino a tragedias representadas poco tiempo antes, cuya memoria conservaba todavía el público. Esto debe entenderse dando por supuesto que Aristófanes no retocase su comedia, como todo lo hace sospechar, en cuyo caso viene a tierra todo el edificio levantado con tanto trabajo por los eruditos, puesto que la parodia indicada pudo ser muy bien una adición posterior. Teobaldo Fix, en su Chronologia fabularum Euripides, pág. 9, añade que debió ser en la época que hemos fijado, y da como razón que en el verso 558 y siguientes se alude a la fiesta instituida por los atenienses después de la toma de Delos, de que habla Tucídides (III, 104) y Plut. (Nic., c. 3); pero es poco convincente, porque la alusión, si existe, es tan vaga, que nada prueba. Aun sin haberse instituido esas fiestas, pudo Eurípides decir muy bien lo que aparece en los versos citados. Lo mismo sucede con lo que ha creído ver M. Artaud (Tragédies d’Euripide, tomo I, pág. 15) en los versos 649 y 650, alusivos, en su concepto, a la derrota de los espartanos en Pilos. Aun suponiendo que los espartanos no hubiesen sido derrotados, era natural que Helena llorase a las orillas del Eurotas, acordándose de Paris y de sus goces en Troya. Algo más vale lo que añade después, fundándose en la versificación de esta tragedia, indicio de ser de las más antiguas de Eurípides.

Personajes

La sombra de Polidoro, hijo de Hécuba.
Hécuba, reina cautiva de Troya.
Coro de cautivas.
Políxena, hija de Hécuba.
Odiseo.
Taltibio, heraldo griego.
Una esclava de Hécuba.
Agamenón, general de los griegos.
Poliméstor, rey de Tracia.

Hécuba

El lugar de la acción es la costa meridional del Quersoneso de Tracia, frente a la Frigia.

La escena representa el campamento de los griegos, y se ven en ella dos tiendas, a la izquierda la de Hécuba y las cautivas troyanas, y a la derecha la de Agamenón y Casandra. Empieza a romper el día.


LA SOMBRA DE POLIDORO:
Vengo de la mansión de los muertos y de las puertas de las tinieblas, en donde Hades habita, separado de los demás dioses; soy Polidoro, hijo de Hécuba, cuyo padre fue Ciseo, y del rey Príamo. Este, viendo el peligro que corría la ciudad de los troyanos de caer al empuje de las lanzas griegas, me llevó ocultamente de Ilión al palacio de Poliméstor, huésped suyo tracio que siembra las muy fértiles llanuras del Quersoneso, rigiendo con su cetro a un pueblo cabalgador. Mucho oro envió también conmigo mi padre, para no dejar sumidos en la miseria a los hijos que le sobreviviesen, si alguna vez se hundían las murallas de Ilión; y como yo era el más joven de los Priámidas, secretamente me alejó de mi patria, cuando ni podía soportar el peso de las armas, ni sostener la lanza con mi infantil brazo. Mientras no variaron las lindes troyanas y sus torres no se derrumbaron, y mientras mi hermano Héctor venció con su lanza, como a tierno renuevo me alimentó el varón tracio, huésped de mi padre. Pero cuando Troya sucumbió y exhaló el alma Héctor, y fue derribado mi hogar paterno, pereciendo Príamo junto al ara consagrada a manos del sanguinario hijo de Aquiles, el huésped de mi padre me mató sin compasión, codicioso del oro, y me arrojó a las ondas del mar, para guardar en su palacio mis riquezas. Yazgo, pues, en la ribera, a merced de las tempestades, agitado por las movibles olas, no llorado, insepulto. Ahora recurro a Hécuba, mi amada madre, habiendo abandonado mi cuerpo, y después de vagar durante tres días por el aire, ya que esa desgraciada ha venido desde Troya a esta región del Quersoneso. Todos los aqueos, que tienen naves, hállanse en esta costa tracia, porque Aquiles, el hijo de Peleo, apareciéndose sobre su túmulo, detiene a la armada griega, que movía hacia su patria los marinos remos, pidiendo que se le sacrifique sobre el túmulo mi querida hermana Políxena. Y lo conseguirá, y le harán esa ofrenda sus amigos, porque el destino ha fijado para este día la muerte de mi hermana. Mi madre verá dos cadáveres de dos hijos: el mío y el de esa infeliz doncella. Me apareceré, pues, para que me sepulten, a los pies de una esclava, en brazos de las olas. He rogado a los que imperan en el infierno que me concedan la sepultura y que me vea mi madre; se cumplirá mi mayor deseo; pero me apartaré un poco, que sale ahora la anciana Hécuba hacia la tienda de Agamenón, asustada de mi sombra. (Sale Hécuba de la tienda).

¡Ay, madre mía, que de reina te has convertido en esclava, y de feliz en infortunada! Algún dios te castiga hoy por tu ventura anterior. (Sale Hécuba apoyada en sus esclavas, y se dirige con tardo paso a la tienda de Agamenón).

HÉCUBA:
Llevad delante de la tienda a esta anciana, ¡oh vírgenes troyanas!; sostened a vuestra consierva, antes vuestra reina; coged mi arrugada mano; guiadme, llevadme, ayudadme, que yo, apoyado en el corvo báculo, aceleraré cuanto pueda mi tardo paso. ¡Oh relámpagos de Zeus! ¡Oh tenebrosa noche! ¿A qué me despertáis con terrores y apariciones? ¡Oh tierra veneranda, madre de los sueños de negras alas!; libradme de esta visión nocturna, de la sombra de mi hijo, que vive en Tracia, y de la terrible aparición de mi hija Políxena, que he visto con mis ojos durante mi insomnio. ¡Dioses indígenas, proteged a mi hijo, áncora de mi linaje y el único que de él queda en la fría Tracia bajo la tutela del huésped de su padre!

Algo nuevo va a ocurrir; con lúgubres lamentos se mezclarán nuestros llantos. Nunca mi alma ha sentido tanto miedo ni tanto horror. ¿En dónde encontraré al divino Heleno o a Casandra, ¡oh troyanas!, para que me interpreten estos sueños? He visto una manchada cierva, que despedazaba un lobo con sus garras llenas de sangre, arrancándola violentamente de mis rodillas, que movía a compasión. También me aterró el espectro de Aquiles sobre lo alto del túmulo, que pedía se le sacrificase algunas de las desdichadas troyanas. ¡Que no sea mi hija, oh dioses, que no sea mi hija! ¡Yo os lo suplico!

EL CORO (apareciendo sobre la timele):
De prisa, ¡oh Hécuba!, he dejado la tienda de mi dueño para buscarte, ya que la suerte me ha hecho esclava suya, arrebatándome de Ilión, cautiva por la lanza de los aqueos, no para aliviar tus males, sino para anunciarte, mensajera de dolores, triste nueva. Dícese que en solemne asamblea han decretado los aqueos sacrificar a tu hija a los manes de Aquiles: tú sabes que se apareció sobre su túmulo con sus doradas armas, y detuvo las naves que surcaban las ondas con sus hinchadas velas, sujetas por cuerdas, exclamando así: «¿Adónde habéis de ir, ¡oh dánaos!, sin tributar antes a mi túmulo los honores debidos?». Gran tempestad se promovió entre ellos, dando origen a dos opiniones opuestas en el belicoso ejército de los griegos, y creyendo unos que debía ofrecérsele una víctima, y otros lo contrario. Agamenón no se olvidaba de ti, porque la profetisa Casandra tiene la honra de frecuentar su lecho; pero los Teseidas, nobles atenienses, pronunciaron dos arengas, conviniendo ambos en la necesidad de regar el túmulo de Aquiles con sangre caliente, y negando que el lecho de Casandra debiera ser nunca preferido a la lanza de Aquiles. Igual era el número de los que defendían estas dos opiniones antes que el hábil, ingenioso, elocuente y popular hijo de Laertes persuadiese al ejército, que no debía desairar al más fuerte de los griegos por víctimas serviles, no fuese que alguno de los que habitan en la mansión de Perséfone dijera que los dánaos, ingratos con sus hermanos, muertos por la Grecia, abandonaban los campos de Troya. Pronto, pues, vendrá Odiseo a arrancar de tu pecho y de tus arrugadas manos a la doncella. Acude a los templos, acude a los altares, prostérnate ante las rodillas de Agamenón y suplícale; invoca a los dioses que están en el cielo y debajo de la tierra. O tus ruegos impedirán que te arrebaten tu mísera hija, o la verás sucumbir sobre el túmulo, virgen manchada con su sangre, que, como río, correrá de su aurífero cuello.

HÉCUBA:
¡Ay de mí, mísera! ¿A qué he de gritar? ¿De qué servirán mis voces y mis lágrimas? ¡Vejez infortunada! ¡Intolerable servidumbre, que no podré sobrellevar! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¿Quién me defenderá? ¿Qué gente? ¿Qué ciudad? Murió el anciano Príamo, y morirán también sus hijos. ¿Iré por aquí o iré por allí? ¿Adónde me encaminaré? ¿Do habrá algún dios, o algún genio, que me socorra? Ya no me será grato ver la luz. ¡Oh, troyanas, mensajeras de malas nuevas, mensajeras de calamidades; me habéis dado muerte, habéis acabado conmigo! ¡Oh pies míseros! Llevadme, conducid a esta anciana a la tienda inmediata. (Volviendo hacia su tienda). ¡Fruto de mis entrañas, hija de misérrima madre! Sal, sal de tu habitación; oye la voz de tu madre, ¡oh hija!, para que conozcas la amenaza contra tu vida que ha traído la fama.

POLÍXENA:
Madre, ¿por qué te quejas? ¿Qué novedad anuncias, haciéndome salir de mi tienda, aterrada como un pajarillo?

HÉCUBA:
¡Ay de mí! ¡Oh hija!

POLÍXENA:
¿Por qué sollozas?

HÉCUBA:
¡Ay, ay de tu vida!

POLÍXENA:
¿Por qué dices esto?

HÉCUBA:
¡Hija, hija de desdichada madre!

POLÍXENA:
¿A qué llamas con esa voz de mal agüero? Nada bueno me indica. Habla, no me lo ocultes más tiempo. ¡Tengo miedo, madre, tengo miedo!

HÉCUBA:
Refiero, ¡oh hija!, un rumor fatal: dicen que los argivos han decretado arrancarme tu vida.

POLÍXENA:
¡Ay de mí, madre! ¿Cómo me anuncias tan horrendos males? Explícate, madre, explícate.

HÉCUBA:
Los argivos, de común acuerdo, tratan, ¡oh hija!, de sacrificarte sobre el túmulo del hijo de Peleo.

POLÍXENA :
¡Oh, madre, que tales penas sufres! ¡Oh tú, la más infeliz de las madres! ¡Oh mujer desdichada! ¿Qué numen ha suscitado contra ti de nuevo tantas infaustas e inauditas calamidades? Ya no seré tu compañera de esclavitud; ya no podré, siendo tu hija, consolarte en tu deplorable vejez. Como a leoncilla criada en las selvas, como a ternerilla nueva, me verás separada de ti, me verás degollar, y bajaré a las subterráneas tinieblas de Hades, en donde yaceré con los muertos. Por ti lloro, ¡oh madre desdichada!, por ti me lamento amargamente. No por mi vida, llena de males y de oprobio, porque es mejor mi suerte muriendo.

EL CORO:
He aquí a Odiseo, que viene con pies ligeros, ¡oh Hécuba!, a participarte sin duda alguna nueva.

ODISEO:
Paréceme, ¡oh mujer!, que conoces la decisión del ejército y el resultado de sus sufragios; pero te lo diré, sin embargo. Los griegos han decretado que tu hija Políxena muera sobre el alto túmulo del sepulcro de Aquiles. Quieren que yo sea quien acompañe y conduzca a la virgen, y que el hijo de Aquiles presida y ejecute el sacrificio. ¿Sabes, pues, lo que has de hacer? No me obligues a emplear la violencia ni intentes luchar conmigo; resígnate ante una fuerza mayor y, de lo contrario, teme mayores males. Sabido es que hasta las desdichas se han de sentir con moderación.

HÉCUBA:
¡Ay de mí! Gran lucha, según presumo, se prepara, y abundantes gemidos y no pocas lágrimas. ¡Y no morí cuando debía haber muerto, y Zeus no me mató; antes me conserva para que cada día sufra mayores males! Pero si es lícito a esclavas preguntar a los que son libres, sin amargura ni encono, dígnate contestarme, y que nosotras, que preguntamos, escuchemos.

ODISEO:
Te es lícito; interroga; te concedo sin obstáculo este plazo.

HÉCUBA:
¿Recuerdas que fuiste de espía a Ilión, disfrazado con viles harapos, y manchada tu barba con las gotas de sangre que caían de tus ojos?

ODISEO:
Me acuerdo; grande fue mi apuro.

HÉCUBA:
Pero te conoció Helena, y a mí sola lo dijo.

ODISEO:
No se me olvida que estuve en gran peligro.

HÉCUBA:
Y abrazaste humildemente mis rodillas.

ODISEO:
Y mi mano, fría como la de un difunto, se agarró a tus vestidos.

HÉCUBA:
¿Qué decías entonces cuando eras mi esclavo?

ODISEO:
Atormenté mi ingenio y mi lengua para no morir.

HÉCUBA:
Te salvé, y te dejé salir de Troya en libertad.

ODISEO:
Por esto veo la luz ahora.

HÉCUBA:
¿Y no podré echarte en cara tu ingratitud, habiendo confesado lo que acabo de oír, y no haciéndome bien, sino todo el mal que puedes? Ingratos sois los que anheláis alcanzar fama en las asambleas; que yo no os mire, que para nada os acordáis de vuestros amigos que sufren, ganosos de decir algo que os concilie la gracia del pueblo. ¿Pero a qué astuta invención habéis recurrido para decretar la muerte de esta niña? ¿Manda acaso el destino sacrificar hombres sobre el túmulo, en donde debieran sacrificarse toros? ¿O Aquiles reclama esa sangre con justicia para matar a su vez a los que le mataron?

Pero esta no le hizo mal alguno. Mejor fuera que pidiese a Helena, víctima más grata a su sepulcro, causa de todas sus desdichas y de su venida a Troya. Si conviene que muera alguna cautiva ilustre, de notable hermosura, esto no nos atañe, que Helena es bellísima, y ha hecho no menor daño que nosotras. Oblígame la equidad a defender así mi causa; oye lo que debes exigir en cambio, siendo yo quien te lo pide. Tocaste mi mano, como tú mismo dices, y estas débiles rodillas, cayendo a mis pies; yo ahora toco las tuyas, y te suplico que me pagues mi anterior beneficio, y te ruego que no arrebates de mis manos a mi hija, y que no la sacrifiquéis. Bastantes han muerto ya: esta es mi alegría; esta sola el olvido de mis males; esta me consuela por muchos, y es a un tiempo mi ciudad, mi nodriza, mi báculo, la estrella de mi vida. Los que vencen no han de mandar injusticias, ni porque son felices creer que lo han de ser siempre. Yo también lo era y ya no lo soy, y un solo día me arrebató para siempre mi dicha; respétame, pues; ten compasión de mí, vuelve al ejército de los argivos, y adviértele que es odioso matar mujeres cuya vida perdonasteis al arrancarlas de los altares, apiadándoos de ellas. Prohibición de derramar sangre hay por la ley entre vosotros, tan favorable a los libres como a los siervos. Basta tu autoridad para persuadir a los demás, aunque defendieras peor causa, porque las palabras de villanos y nobles, siendo las mismas, no valen lo mismo.

EL CORO:
No hay hombre, por feroz que sea, que al oír tus gemidos y continuos sollozos no llore también.

ODISEO :
Escúchame atenta, ¡oh Hécuba!, y que la ira no te ciegue hasta el punto de interpretar mal mis benévolas frases. Pronto estoy a protegerte, porque tú me salvaste, y así lo he dicho siempre, que no negaré lo que todos han oído. Tomada Troya, es preciso que tu hija sea sacrificada al más valeroso de nuestro ejército, que la pide, si es cierto que los males de muchas ciudades provienen de que se recompensa lo mismo a los fuertes y buenos que a los cobardes. Aquiles merece entre nosotros ese honor, ¡oh mujer!, habiendo muerto como un valiente por los griegos. ¿No es vergonzoso que al que en vida tuvimos por amigo no lo sea después de muerto? ¿Qué, pues, se dirá si es preciso juntar otro ejército y venir de nuevo a las manos con el enemigo? ¿Pelearemos, o cuidaremos solo de nuestra vida, viendo que ningún homenaje honroso se tributa a los difuntos? Bástame cualquier cosa mientras yo exista, aunque tenga poco; mi mayor deseo es que sea honrado mi sepulcro, porque esta gracia dura mucho tiempo. Si dices que sufres males dignos de lástima, oye de mí en cambio que hay entre nosotros ancianos y ancianas como tú, y muchas esposas que perdieron esforzadísimos esposos, a quienes hoy cubre la tierra idea. Ten, pues, paciencia; si hicimos mal decretando honrar al fuerte, habremos pecado sin saberlo; vosotros, bárbaros, ni tratáis a los amigos como a amigos, ni honráis a los muertos, y por eso es la Grecia afortunada y vosotros sufrís las consecuencias de vuestro yerro.

EL CORO:
¡Ay! ¡Qué dura es la esclavitud, y vivir en ella, y sufrir lo que no debemos, y ser víctimas de la violencia!

HÉCUBA:
¡Oh, hija! El aire se ha llevado mis palabras, proferidas en vano para librarte de la muerte; si tú puedes más que tu madre, no pierdas tiempo; habla en diversos tonos, como el ruiseñor, para que no te arranquen la vida. Abraza las rodillas de Odiseo, que acaso excites su compasión y lo persuadas; sobrado justa es tu causa, y acaso lo muevas a lástima, porque tiene también hijos.

POLÍXENA:
Te veo, ¡oh Odiseo!, ocultando tu diestra bajo el vestido e inclinándote hacia atrás para que no toque tu barba. Alégrate, que has esquivado mis súplicas, que ensalza Zeus; yo te seguiré, obligada por la necesidad y sin rehuir la muerte, que si otra cosa hiciera parecería mujer cobarde y demasiado amante de la vida. ¿Para qué he de vivir habiendo sido mi padre rey de toda la Frigia? Plácida comenzó mi existencia, haciéndome esperar que después me casaría también con reyes, y que haría envidiable la suerte del que me tomase por esposa y me hiciese compañera de su casa y de su hogar. Yo, ahora infeliz, reina era de las mujeres del Ida, virgen notable e igual a los dioses, y solo me diferenciaba de ellos en que estaba expuesta a la muerte. ¡Y soy esclava! Este solo nombre me hacía desearla en un principio, no pudiendo acostumbrarme a oírlo. Acaso tocaría después a dueños crueles que me comprarían por dinero, siendo hermana de Héctor y de tantos héroes, y me obligarían a amasar el pan, a barrer su casa y a tejer con la lanzadera, pasando triste vida; y mi lecho, antes digno de un rey, sería profanado por cualquier esclavo. No será así; al Orco entregaré mi cuerpo, y mis ojos, siempre libres, no verán ya la luz. Llévame, pues, y mátame de paso, ¡oh Odiseo! No debemos esperar nada ni confiar en nadie, que el destino me fuerza a sufrir esta desventura. No te opongas, ¡oh madre!, a mi propósito ni con palabras ni con obras; déjame morir antes que apelar a ruegos vergonzosos, indignos de mí. Quien no está acostumbrado a los males, los sufre en verdad, pero le duele sujetar a ellos su cerviz; el muerto es, bajo este aspecto, más feliz que el vivo; que una vida sin honra es la mayor de las desdichas.

EL CORO:
Favor insigne y señalado entre los hombres es nacer de nobles padres, y más nobles aún son aquellos que a la nobleza de su linaje añaden la de sus acciones.

HÉCUBA:
Con dignidad has hablado, ¡oh hija mía!, pero con dignidad no exenta de amargura. Mas si conviene honrar al hijo de Peleo y podéis evitar el oprobio que os amenaza, no quitéis a esta la vida, ¡oh Odiseo!, sino conducidnos a ambas a la hoguera que arderá junto al sepulcro de Aquiles, y sacrificadnos sin compasión. Yo di a luz a Paris, que mató al hijo de Tetis, hiriéndole con sus flechas.

ODISEO:
La sombra de Aquiles, ¡oh anciana!, no pidió a los griegos que fueses tú la víctima, sino solo esta.

HÉCUBA:
Matadme al menos con mi hija, y beberá la tierra y el que la pide doble raudal de sangre.

ODISEO:
Basta la muerte de tu hija; no añadiremos otra, y ojalá que ni aun la suya fuese necesaria.

HÉCUBA:
Morir con mi hija es mi más ardiente deseo.

ODISEO:
¿Cómo así? Yo no sabía que también tuviese dueños.

HÉCUBA (abrazando a Políxena):
Como la hiedra a la encina me adheriré a ella.

ODISEO:
No lo harás si obedeces a quienes son más prudentes que tú.

HÉCUBA:
Jamás consentiré que se la lleven.

ODISEO:
Y yo no me iré sin ella.

POLÍXENA:
Escuchadme: tú, hijo de Laertes, muéstrate más generoso con madres justamente irritadas; y tú, madre, no luches con los vencedores. ¿Quieres caer en tierra, y que se lastime tu débil cuerpo, vencida por la fuerza, profanándote un brazo vigoroso que te separará de mí? Así sucederá sin duda. Nada hagas que no debas hacerlo. Dame tu dulcísima mano, ¡oh madre amada!, y que tus mejillas toquen las mías, que nunca después (esta es la vez postrera) veré el disco y los rayos del sol. Y no volverás a oírme hablar, ¡oh madre!, ¡oh tú que me diste a luz!, que ya voy a los infiernos. (Abrazadas las dos entablan el siguiente diálogo):

HÉCUBA:
Nosotras, ¡oh hija!, seremos esclavas en la tierra.

POLÍXENA:
Sin haber conocido esposo, ni casarme como a mi linaje convenía.

HÉCUBA:
Digna eres de lástima; yo también soy desgraciada.

POLÍXENA:
Allá en el Orco yaceré separada de ti.

HÉCUBA:
¡Ay de mí! ¿Qué hacer? ¿En dónde acabaré mi vida?

POLÍXENA:
Moriré esclava, habiendo sido mi padre libre.

HÉCUBA:
Y yo he perdido cincuenta hijos.

POLÍXENA:
¿Qué he de decir a Héctor o a tu anciano esposo?

HÉCUBA:
Diles que soy la mujer más digna de lástima.

POLÍXENA:
¡Oh seno maternal! ¡Oh pechos que tan suavemente me alimentasteis!

HÉCUBA:
¡Deplorable e inesperada desdicha!

POLÍXENA:
Vivo feliz, madre mía; adiós, Casandra...

HÉCUBA:
Otros podrán vivir, no una madre.

POLÍXENA:
Y tú, hermano Polidoro, ahora entre los caballeros tracios...

HÉCUBA:
Si vive, que lo dudo, siendo tanta mi desgracia.

POLÍXENA:
Vive, y cerrará tus ojos al morir.

HÉCUBA:
Matáronme mis males antes de haber llegado mi última hora.

POLÍXENA (arrancándose de los brazos de su madre):
Llévame, Odiseo; cubre con el peplo mi cabeza, porque, antes de sacrificarme, desgarran mi corazón los gritos de mi madre, y yo el suyo con los míos. ¡Oh luz! ¡Siquiera puedo invocar tu nombre! Nada tuyo me pertenece, sino el espacio que media entre este lugar, y la cuchilla y el túmulo de Aquiles. (Se retira).

HÉCUBA:
¡Ay de mí! Ya no puedo sostenerme, y desmaya mi fuerza. ¡Oh hija! ¡Abraza a tu madre, extiende tu mano, dámela! (Acuden sus esclavas y la sientan en el suelo). ¡No me dejes sin hijos! Yo muero, ¡oh amigas! (Con la vista fija en Políxena). ¡Oh, si yo viera a la lacedemonia Helena, hermana de los Dioscuros, la de los bellos ojos, que arruinó a Troya ignominiosamente!

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh aura, aura marina, que impeles a las ligeras naves, surcando las olas! ¿Adónde llevarás a esta mísera? ¿Qué dueño me comprará para arrastrarme a su hogar? ¿Iré a las riberas de la Dóride, o a las de la Ftía, en donde dicen que el Apídano, río de cristalinas ondas, fertiliza los campos?

Antístrofa 1.ª — ¿O a alguna de las islas, al son del marino remo, para vivir triste vida, a do crece la primera palma que vieron los hombres, y el laurel sagrado en honor de Leto y de sus hijos, delicias de Zeus? ¿Cantaré himnos con las vírgenes delias a la diosa Artemisa, y celebraré sus blondos cabellos y su arco?

Estrofa 2.ª — ¿O en la ciudad de Palas y en el peplo amarillo de Atenea labraré con la aguja la cuadriga y sus caballos, sembrándolo de tejidas y artificiosas flores, o al linaje de los titanes, a quienes Zeus, el hijo de Cronos, condenó con sus rayos a perpetuo sueño?

Antístrofa 2.ª — ¡Ay de mis padres, ay de mis hijos, ay de mi patria, que cayó envuelta en humo, vencida en la guerra por los griegos! Yo dejo el Asia sierva de la Europa, trocando el tálamo por el Orco, y me llamarán esclava en tierra extraña.

TALTIBIO:
¿En dónde, ¡oh doncellas troyanas!, podré encontrar a Hécuba, la que hace poco era reina de Ilión?

EL CORO:
Es la que miras, ¡oh Taltibio!, junto a ti, tendida en tierra y envuelta en su vestido.

TALTIBIO:
¿Qué diré, oh Zeus? ¿Te interesas por los hombres, o ellos lo creen falsamente, pensando que hay dioses, y que la fortuna domina al mismo tiempo a los mortales? ¿No fue Hécuba reina de los frigios, ricos en oro? ¿No fue esposa de Príamo, gloriosamente afortunado? La lanza ha derribado su ciudad, y ella, esclava y anciana, huérfana de sus hijos, yace en tierra, manchando con el polvo su cabeza desventurada. ¡Ah!, ¡ah! Viejo soy, pero más quiero morir que sufrir vergonzosos males. (Acercándose a Hécuba). Levántate, ¡oh mujer infeliz! Que tu cuerpo y tu blanca cabeza abandonen la tierra.

HÉCUBA (levantándose):
¡Ah! ¿Quién turba mi reposo? Quienquiera que seas, ¿por qué no respetas mi aflicción?

TALTIBIO:
Yo soy Taltibio, heraldo de los hijos de Dánao, qué vengó a llamarte de orden de Agamenón.

HÉCUBA:
¿Has venido acaso, y entonces llenarás mis deseos, para sacrificarme ante el túmulo por mandato de los griegos? ¡Oh, cuán grato me sería! Vayamos cuanto antes, apresurémonos; guíame, ¡oh anciano!

TALTIBIO:
Vengo a llamarte, ¡oh mujer!, para que sepultes a tu hija, ya muerta. Encárganmelo los dos Atridas y el pueblo aqueo.

HÉCUBA:
¡Ay de mí! ¿Qué dices? ¿No has venido a buscarme, cuando estoy a punto de morir, sino para anunciarme males? Pereciste, ¡oh hija!, arrancada de los brazos de tu madre: yo quedo sin hijos, sin ti al menos; ¡oh, cuán desgraciada soy! ¿Cómo la sacrificasteis? ¿Con respeto, os ensañasteis en ella, ¡oh anciano!, como si fuese un enemigo? Habla, aunque tus frases me aflijan.

TALTIBIO :
Me harás llorar dos veces, ¡oh mujer!, compadecido de tu hija; ahora humedeceré mis ojos recordándolo, y al morir lloré también junto al sepulcro. La muchedumbre infinita del ejército aqueo acudió alrededor del túmulo para presenciar el sacrificio de Políxena: el hijo de Aquiles la llevó de la mano hasta colocarla en lo alto del túmulo, teniéndome a su lado; seguíanle los principales jóvenes aqueos para sujetar a la víctima en las convulsiones de la agonía. El hijo de Aquiles, con el vaso dorado de las libaciones, las hizo a los manes de su padre, ordenándome después que impusiese silencio a todo el ejército. Yo entonces, en medio de ellos, dije: «Callad, ¡oh griegos!; haya silencio en el pueblo; que ninguno hable, que todos guarden compostura», y la muchedumbre calló en efecto. Él, a su vez, se expresó así: «Recibe, ¡oh padre mío!, hijo de Peleo, estas libaciones que evocan a los muertos, y muéstrate propicio: ven a beber la negra y no libada sangre de esta virgen, que el ejército y yo te ofrecemos; favorécenos, desata nuestras popas, suelta nuestras naves, y concédenos a todos que tornemos con felicidad desde Troya a nuestra patria». Así dijo, y todo el ejército le acompañó en su oración. Cogió luego la empuñadura de oro de su espada, y, desenvainándola, hizo seña a los jóvenes griegos para que sujetaran a la víctima. Ella, al conocerlo, habló de esta manera: «De buen grado muero, ¡oh argivos que arruinasteis mi patria!; nadie toque mi cuerpo, que ofreceré al hierro mi cerviz con ánimo esforzado; pero por los dioses os ruego que no me sujetéis, para que muera como debe morir una mujer libre, que me avergonzará ante los manes el nombre de esclava, siendo reina». Murmullos de aprobación se oyeron en la muchedumbre, y el rey Agamenón ordenó que los jóvenes soltasen a la virgen. Ella, al escucharlo, desgarró su peplo desde los hombros hasta la cintura, y enseñó su pecho, tan hermoso como el de una estatua, e hincó en tierra sus rodillas, y pronunció esta frase muy animosa: «He aquí mi pecho; hiérelo, ¡oh joven!, si lo deseas; si ha de ser en la garganta, prepara la cuchilla». Él vacilaba, movido a compasión; pero al fin la dio muerte, y su sangre corrió a raudales. Al morir no se olvidó de su decoro, y ocultó a nuestras miradas lo que no deben ver los hombres. Después que exhaló el alma, ocupáronse los griegos en distintos menesteres, ya cubriéndola de hojas, ya llenando la pira con ramas de pino. Los que nada hacían, oyéronles expresarse así: «¿Te estarás quieto, ¡oh perezoso!, y no ofrecerás a esta doncella ni fúnebres galas ni tu peplo? ¿Nada darás a esta víctima tan valerosa como noble?». Esto es lo que puedo decirte acerca de la muerte de Políxena, considerándote, si miro a tus numerosos hijos, la más feliz de las mujeres, y si a tu suerte, como a la más infortunada.

EL CORO:
Horribles desgracias han sobrevenido a los hijos de Príamo y a mi patria por decreto inexorable de los dioses.

HÉCUBA:
¡Oh, hija! En medio de tantos males, no sé a cuál atender: si uno me alcanza, el otro no me deja: sucédense sin cesar y acumúlanse sin descanso. Y ahora no puedo olvidar tu triste suerte y dejar de gemir; pero no lo haré con exceso, sabiendo con cuánta grandeza has muerto. No es, pues, de admirar si una tierra estéril, favorecida por el cielo, produce rica cosecha, y que la fértil, privada de este bien, dé amargo fruto: solo entre los hombres el malo es siempre malo, el bueno siempre bueno, y no le dañan las calamidades, y siempre es virtuoso. ¿Proviene esto del linaje, o acaso de la educación? No puede negarse que algo contribuye la educación, enseñando la virtud, que quien bien la aprende distingue lo bueno de lo malo. Pero todo esto es inútil: tú, Taltibio, vete y di a los argivos que nadie toque a mi hija, y que la preserven de la multitud, que no faltarán atrevidos en tan numeroso ejército, y cuando la licencia entre marinos es más violenta que el fuego, teniéndose por malo al que no lo es. (Vase Taltibio).

Tú, anciana servidora, toma esta urna, y sumergiéndola en la mar, tráeme agua para lavar por última vez a mi hija, esposa y no esposa, virgen y no virgen, para exponerla al público como merece; pero ¿cómo lo haré sin recursos? ¿De qué medio me valdré? Reuniré las joyas de estas cautivas que me acompañan en la tienda, si han podido ocultar algo suyo de la vista de sus nuevos dueños. (Vase la esclava).

¡Oh suntuosas moradas! ¡Oh palacio, feliz en otro tiempo! ¡Oh afortunado Príamo, padre de tantos y tan hermosos hijos! ¡Oh madre suya anciana! Trocose en humo nuestra soberbia. ¡Y todavía nos enorgullecemos, ya por nuestras riquezas, ya por los honores que nuestros ciudadanos nos dispensan! Y nada es todo esto sino causa de cuidados y motivo de vanidad. ¡Feliz entre los felices el que no sufre un mal cada día! (Entra en la tienda).

EL CORO:
Estrofa. — Calamidades, horribles pérdidas había yo de llorar sin falta, desde el momento en que Alejandro cortó los abetos del Ida para navegar por el hinchado Ponto hacia el tálamo de Helena, hermosísima mortal que contempló asombrado el sol de cabellos de oro, inundándola con sus rayos.

Antístrofa. — Duros trabajos y un destino más cruel aún nos esperaban. Daño mortífero por nuestra propia locura, y calamidades causadas por nuestros enemigos han caído sobre la tierra que baña el Simois. Fallada está la contienda que se suscitó en el Ida entre un pastor y tres hijas de dioses, terminando en guerra y muerte y ruina de mi patria.

Epodo. — Pero también gime y llora la joven lacedemonia en las orillas del Eurotas, de deleitosa corriente, y la madre de tantos hijos muertos se arranca sus blancos cabellos, y lastima sus mejillas, y llena de sangre sus uñas.

LA ESCLAVA:
¿En dónde está, oh mujeres, la muy desgraciada Hécuba, cuyos males superan a los de todos los mortales? Nadie podrá arrebatarle esta palma.

EL CORO:
¿Qué buscas con esos clamores de mal agüero? ¿Dejaremos de oír alguna vez tus tristes anuncios?

LA ESCLAVA (entra la esclava, trayendo un cadáver, que deposita en el teatro):
Vengo a traer a Hécuba un nuevo dolor: cuando las desdichas nos agobian, no es fácil proferir palabras alegres.

EL CORO:
Mírala salir de la tienda, apareciendo tan a tiempo para oírte.

LA ESCLAVA:
¡Oh dueña infeliz, y más aún de lo que digo! Llegada es tu última hora, no siendo posible vivir, aunque te vea la luz, sin hijos, sin esposo, sin patria, sin ninguna esperanza.

HÉCUBA:
Nada nuevo dices, que bien conocemos la extensión de nuestra ignominiosa desgracia. ¿Pero a qué me traes el cadáver de Políxena, habiéndoseme dicho que todos los aqueos le darían honrosa sepultura?

LA ESCLAVA (aparte):
Nada sabe, y solo llora a Políxena: ignora sus nuevos males.

HÉCUBA:
¡Cuánta es mi desgracia! ¿Me traes acaso el cadáver de Casandra, la inspirada profetisa?

LA ESCLAVA:
Casandra vive: pero ¿no gimes por este muerto? Mira su cuerpo desnudo y, contra lo que esperabas, contemplarás un prodigio.

HÉCUBA:
¡Ay de mí! El muerto que veo es mi hijo Polidoro, el que me guardaba el tracio. ¡Yo muero; ya no puedo vivir más! ¡Oh hijo! ¡Hijo de mi corazón! Ya comienzo otro lúgubre canto, puesto que un numen maléfico me anuncia nuevas calamidades.

LA ESCLAVA:
¿Sabías, ¡oh desdichada!, que tu hijo había sido asesinado?

HÉCUBA:
Nuevo, nuevo es para mí esto; increíble, increíble; los males se suceden a los males, y ni un solo día dejaré de llorar y de gemir.

EL CORO:
Horrendas, ¡oh mísera!, horrendas son nuestras desdichas.

HÉCUBA:
¡Oh hijo, hijo de madre infortunada! ¿Qué destino fatal te ha hecho perecer? ¿Qué accidente? ¿Quién ha sido tu asesino?

LA ESCLAVA:
No lo sé; lo encontré en la orilla del mar.

HÉCUBA:
¿Arrojado por las olas en la apretada arena, o víctima de lanzada cruel?

LA ESCLAVA:
El oleaje lo arrastró a la orilla.

HÉCUBA:
¡Ay de mí! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ya entiendo el sueño y la visión de mis ojos! No me engañó el fantasma de negras alas, que lo vi enseñándomelo, privado de la luz del cielo.

EL CORO:
¿Quién lo asesinó? ¿Podrás decirlo, instruida por el sueño?

HÉCUBA:
Mi amado, mi amado caballero tracio, a quien lo confió en secreto su anciano padre.

EL CORO:
¿Qué dices? ¡Ay de mí! ¿Para apoderarse de sus tesoros después de muerto?

HÉCUBA:
¡Crimen nefando, superior a todo encarecimiento, impío e intolerable! ¡Así se agradece la hospitalidad! ¡Oh, execrable malvado! ¿Cómo osaste desgarrar su cuerpo y cortar sus infantiles miembros con tu espada sin sentir compasión?

EL CORO:
¡Oh, mujer infeliz! ¡Cómo te ha hecho la más infortunada de las mortales el numen que te es adverso! Pero me parece que veo venir a Agamenón: callemos, pues.

AGAMENÓN :
¿Por qué no vienes, ¡oh Hécuba!, a sepultar a tu hija, según me anunció Taltibio, encargándome de tu parte que no la tocase ningún argivo? Así lo hemos hecho, y no la hemos tocado; pero tú tardas hasta el punto de excitar mi sorpresa; vengo por ti: todo se ha hecho bien allá, si es que puede hacerse bien. ¿Pero quien es el troyano que veo muerto en esta tienda? Los vestidos que lo envuelven me indican que no es ninguno de los griegos.

HÉCUBA (aparte):
¡Infeliz Hécuba, pues hablo conmigo misma hablando contigo! ¿Qué haré? ¿Abrazaré las rodillas de Agamenón, o sufriré mis males en silencio?

AGAMENÓN:
¿Por qué lloras volviendo el rostro, y no me dices la causa de tu llanto, ni quién es este?

HÉCUBA (aparte):
Pero si me rechaza de sus rodillas, tratándome como a esclava y enemiga, será mayor mi pena.

AGAMENÓN:
No soy adivino para conocer lo que piensas, si no me lo dices.

HÉCUBA (aparte):
¿Sospecharé quizá que me es hostil, y no lo es en verdad?

AGAMENÓN:
Si nada quieres descubrirme, somos del mismo parecer, porque tampoco quiero oír nada.

HÉCUBA (aparte):
Sin su ayuda no podré vengar a mis hijos. ¿A qué pienso en esto? Es menester atreverme, consiga o no lo que quiero. (Hablando con Agamenón). ¡Oh Agamenón! Te suplico, por estas rodillas que abrazo, y por tu barba y afortunada diestra...

AGAMENÓN:
¿Qué quieres? ¿Deseas vivir en libertad? Esto es fácil para ti.

HÉCUBA :
No es eso ciertamente, sino castigar a hombres malvados, que así serviré de buen grado toda mi vida.

AGAMENÓN:
¿Pero con qué objeto imploras mi auxilio?

HÉCUBA:
No solicito lo que supones. ¿Ves este cadáver que me hace llorar?

AGAMENÓN:
Ya lo veo; pero no por eso te entiendo.

HÉCUBA:
Lo llevé en mis entrañas, y lo di a luz.

AGAMENÓN:
¿Es quizá alguno de tus hijos, mujer desventurada?

HÉCUBA:
No es ninguno de los hijos de Príamo que murieron por defender a Troya.

AGAMENÓN:
¿Tuviste algún otro?

HÉCUBA:
Sí; pero, según ves, de nada me ha servido.

AGAMENÓN:
¿En dónde estaba cuando arruinamos la ciudad?

HÉCUBA:
Su padre lo alejó de ella, temiendo su muerte.

AGAMENÓN:
¿Adónde? ¿Separándolo de los demás que vivían?

HÉCUBA:
Mandándolo a esta región, en donde se le ha encontrado muerto.

AGAMENÓN:
¿Confiándolo a Poliméstor, rey de ella?

HÉCUBA:
Enviolo a esta tierra, y además un funestísimo tesoro.

AGAMENÓN:
¿Quién le ha dado muerte? ¿Cómo ha sido esto?

HÉCUBA:
¿Quién puede ser? Lo mató el huésped tracio.

AGAMENÓN:
¡Oh infeliz! ¿Codicioso sin duda del tesoro?

HÉCUBA:
Así fue, desde que supo los males de los troyanos.

AGAMENÓN:
¿En dónde lo hallaste? ¿Quién trajo el cadáver?

HÉCUBA:
Esta, que lo encontró a la orilla del mar.

AGAMENÓN:
¿Buscándolo porque lo sabía, o casualmente?

HÉCUBA:
Fue a traer agua para lavar a Políxena.

AGAMENÓN:
¿Lo arrojaría a él el huésped después de matarlo?

HÉCUBA:
Así lo hizo, destrozando antes su cuerpo.

AGAMENÓN:
¡Oh desventurada! ¡Cuán grandes son tus males!

HÉCUBA:
No puedo resistirlos; no hay calamidad que no sufra.

AGAMENÓN:
¿Qué mujer hubo nunca tan desventurada como esta?

HÉCUBA:
No la hay, a no ser la misma desventura; pero óyeme, ya que me prosterno a tus rodillas. Si crees que sufro con justicia, haré lo posible por sobrellevarlo; pero si no lo piensas así, ayúdame a vengarme de este huésped, el más impío de todos los hombres, que, sin temor a dioses celestes ni infernales, perpetró un crimen de los más nefandos, habiendo bebido muchas veces a mi mesa, y siendo el primero de mis amigos por la hospitalidad que le di; y después de recibir cuanto fue necesario, y de conocer nuestros más fervientes deseos, lo mató; y no satisfecho con esto, lo privó de la sepultura, arrojándolo a la mar. Esclavas y débiles somos, pero poderosos los dioses, y la ley más que todos: la ley nos dice que hay dioses, y nos enseña en la vida a distinguir lo justo de lo injusto. Si, pues, imploro tu ayuda para que se observe, y en vez de esto se huella, impunes quedarán los que matan a sus huéspedes, o los que cometen sacrilegios, y no habrá justicia entre los hombres. Si condenas también estos crímenes, respeta mi desdicha, compadécete de mí, y como el pintor que mira desde lejos, mírame también, y considera los males que sufro. ¡Antes reina, y hoy tu esclava; antes feliz, con larga prole, y ahora anciana y sin hijos, sin patria, abandonada, la más infeliz de las mujeres! (Agamenón se aparta conmovido). ¡Ay de mí! ¡Cuán grande es mi desdicha! ¿Por qué retiras tu pie? Ya veo que nada conseguiré. ¡Oh desventurada! ¿A qué fin los mortales cultivan y aprenden tantas artes útiles, si a la elocuencia, reina sola entre los hombres, no la perfeccionamos más que a otra alguna, ni recompensamos a los que la poseen, para persuadir lo que deseamos, y lograrlo al mismo tiempo? ¿Quién, después de esto, podrá tener ventura en lo que emprenda? De tantos hijos no me queda ya ninguno, y cautiva estoy, llena de ignominia, y todavía veo el humo que se escapa de la ciudad. Y acaso de nada me sirva invocar a Afrodita, aunque se diga que mi hija la profetisa, la que llaman Casandra los frigios, descansa en el lecho a tu lado. ¿En dónde, ¡oh rey!, pasarás noches agradables, y disfrutarás de tiernos abrazos en el lecho? ¿No has de probar tu amor a mi hija, y a mí que soy su madre? Oye ahora, por último. ¿Ves a este muerto? Hazle bien, y lo harás a un pariente tuyo. Réstame solo decirte pocas palabras. Ojalá que pudiesen hablar mis brazos y mis manos, mis cabellos y todos mis miembros, por arte de Dédalo o de algún dios, para adherirme a tus rodillas, y llorar a la vez con todo mi cuerpo, y a un mismo tiempo rogarte con todo género de súplicas: accede a ellas, que eres mi señor, el sol resplandeciente de la Grecia; ofrece a esta anciana tu mano vengadora, aunque ella nada sea; ofrécela por tu vida, que es de hombres honrados amar la justicia y castigar sin consideración a los criminales.

EL CORO:
Sorprendente es observar cómo se trastorna todo entre los mortales, y cómo la necesidad se sobrepone a leyes y costumbres, haciendo amigos a los que eran enemigos y enemigos a los que se amaban antes.

AGAMENÓN :
Compadézcome de ti, ¡oh Hécuba!, de tu hijo, de tus desdichas y de tus ruegos, y en gracia de los dioses, y por amor a la justicia, quiero castigar a ese huésped impío si hay medio de hacer lo que deseas sin que sospeche el ejército que maquino la muerte del rey tracio por amor a Casandra. No estoy tranquilo, sin embargo, porque el ejército lo mira como amigo y como a enemigo a este muerto, pues que si tú lo amas, afecto tuyo es solo, no común a los griegos. Piénsalo, pues, que pronto estoy a socorrerte, pero tardo si han de acusarme los griegos.

HÉCUBA (levantándose):
¡Ay, que ningún mortal es libre! O son esclavos del dinero o de la fortuna, o el pueblo o las leyes le impiden seguir los impulsos de su corazón. Pero ya que temes y das tanta importancia a la muchedumbre, yo te libertaré de ese temor. Bástete saber los medios de que pienso valerme para castigar a mi enemigo; no me ayudes tú mismo; pero si los aqueos se alborotan y quieren socorrerlo, si le sobreviene algún daño, refrénalos y no descubras que lo haces por favorecerme. Confía por lo demás, que a mi cargo corre arreglarlo todo bien.

AGAMENÓN:
¿Pero de qué manera? ¿Qué vas a hacer? ¿Empuñarás la espada con tus débiles manos y matarás a ese rey bárbaro, o con veneno o con ayuda ajena? ¿Quién te dará auxilio? ¿En dónde encontrarás un amigo?

HÉCUBA:
Bajo estos techos se albergan muchas troyanas.

AGAMENÓN:
¿De las cautivas hablas, presa de los griegos?

HÉCUBA:
Con ellas castigaré al homicida.

AGAMENÓN:
¿Pero cómo han de vencer a los hombres estas mujeres?

HÉCUBA:
Mucho puede el número, y con la astucia es invencible.

AGAMENÓN:
Verdad es que puede mucho, pero valen poco las mujeres.

HÉCUBA:
¿Por qué no? ¿No fueron mujeres las que mataron a los hijos de Egipto y exterminaron a los hombres en Lemnos? Así se hará, y no hablemos más de esto; manda que no detengan a esta esclava en todo el campamento, y tú, sierva, acércate al huésped tracio, y dile: «Hécuba te llama, la que era hace poco reina de Ilión, porque así conviene a ti y a ella; que contigo vengan tus hijos, que ellos deben saber también lo que piensa hacer». Retarda, ¡oh Agamenón!, el entierro de Políxena, para que ambos, el hermano y la hermana, doble objeto de mi maternal amor, ardan en una misma pira y sean sepultados juntos.

AGAMENÓN:
Así se hará, porque si navegase el ejército, no podría concederte esta gracia; pero ahora, y ya que por obra de los dioses no soplan vientos favorables, debemos permanecer aquí, esperando tranquilamente hacernos después a la vela. Que todo suceda con felicidad; es de interés de todos en general, de cada uno en particular y de la república que el malo sufra el mal y que el bueno sea afortunado. (Vanse los dos en distintas direcciones).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh Troya, mi patria! ¡Ya no te llamarán la inexpugnable! Te cercó una nube de griegos, y con la lanza, sí, con lanza te arruinaron. Derribaron la corona de tus torres, y la triste mancha del humo desfigura tu desventurado rostro; jamás te volveré a visitar.

Antístrofa 1.ª — Consumose a media noche mi desastre, cuando el blando sueño que sigue a la cena cierra suavemente los ojos; mi esposo yacía en el lecho, descansando de sus cánticos y alegres fiestas, colgada su lanza, y sin ver la muchedumbre de enemigos que desde las naves acometía a la ilíaca Troya.

Estrofa 2.ª — Y yo sujetaba mis cabellos con cintas, y miraba los varios resplandores de los dorados espejos antes de subir al tálamo. Un ruido se oyó entonces, y una voz que resonaba en toda Troya, y decía de esta manera: «¿Cuándo, ¡oh hijos de los griegos!, cuándo volveréis a vuestra patria después de arruinar la ciudadela troyana?».

Antístrofa 2.ª — Y yo dejé el dulce lecho, sencillamente vestida como una doncella dórica, y nada conseguí, intentando en vano que me fuese propicia Artemisa, y me arrastran, matando a mi esposo, al mar salado. Y miré desde lejos la plaza cuando las naves se alejaron, y me separé de mi patria, ¡ay de mí!, exhalando de dolor el alma.

Epodo. — Y maldije a Helena, hermana de los Dioscuros, y al pastor del Ida, al funesto Paris, porque me arrancaron de mi país natal, y abandoné mi hogar, no a causa de himeneo legítimo, sino por obra de numen maléfico. Que el marino piélago no la lleve en su seno, y que nunca vuelva a su patria. (Antes de concluir el coro aparece Poliméstor con sus hijos y séquito, y las esclavas corren a la tienda a llamar a Hécuba).

POLIMÉSTOR:
¡Oh Príamo, el más querido de los hombres, y tú, Hécuba, mujer la más amada! Lloro al verte, a tu ciudad y a esa hija tuya, muerta hace poco; ni es duradera la gloria, ni feliz después el que lo es ahora; complácense los dioses en desconcertar a los hombres, ignorantes de lo futuro, para que los reverencien. Pero ¿a qué llorar si no he de aliviar tus males? No te quejes, sin embargo, de mi ausencia, que cuando llegaste aquí me hallaba en los últimos confines de la Tracia. A mi vuelta, y al tiempo de salir de mi palacio, me encontró esta esclava tuya y me habló de tu parte, y por esta causa me ves aquí.

HÉCUBA (cubriéndose el rostro):
Me avergüenzo, ¡oh Poliméstor!, de mirarte frente a frente, siendo tantas mis desdichas. Tú me conociste feliz, y tu recuerdo, cuando lo comparo con mi infortunio presente, me hace bajar los ojos. No lo atribuyas a malevolencia, ¡oh Poliméstor!; otra es la causa, y las mujeres no deben mirar a los hombres con descaro.

POLIMÉSTOR:
No lo extraño; mas ¿para qué me necesitas? ¿Por qué me mandaste llamar?

HÉCUBA:
Quiero hablar en secreto contigo y con tus hijos; ordena, pues, a tu guardia que nos deje solos.

POLIMÉSTOR (a los soldados):
Alejaos, que no hay motivo de desconfianza en esta soledad. (A Hécuba). Tú eres mi amiga, y amigo mío es también el ejército aqueo. Indícame, por tanto, lo que pueden hacer los felices por los infortunados, porque estoy dispuesto a ello.

HÉCUBA :
Respóndeme primero si vive en tu palacio mi hijo Polidoro, el que te entregamos en persona yo y su padre; después te preguntaré lo demás.

POLIMÉSTOR:
Sin duda alguna; y por lo que a él toca, puedes estar tranquila.

HÉCUBA:
¡Oh amigo el más querido! ¡Qué dignidad y hombría de bien respiran tus palabras!

POLIMÉSTOR:
¿Qué más quieres saber de mí?

HÉCUBA:
¿Se acuerda algo de su madre?

POLIMÉSTOR:
Tanto, que quería venir a verte ocultamente.

HÉCUBA:
¿Y está seguro el oro que trajo de Troya?

POLIMÉSTOR:
Seguro, y guardado en mi palacio.

HÉCUBA:
Consérvalo, y no codicies los bienes ajenos.

POLIMÉSTOR:
De ninguna manera; gozaré de lo que tengo.

HÉCUBA (en voz baja):
¿Sabes lo que quiero decirte y a tus hijos?

POLIMÉSTOR (con curiosidad):
No; ahora me lo dirás.

HÉCUBA:
Hay, ¡oh amigo!, para que me estimes...

POLIMÉSTOR:
¿Qué hay que yo y mis hijos debamos saber?

HÉCUBA:
Un antiguo tesoro escondido por los hijos de Príamo.

POLIMÉSTOR:
¿Quieres que lo sepa el tuyo?

HÉCUBA:
Justamente, y por tu conducto, porque eres hombre piadoso.

POLIMÉSTOR:
Y entonces, ¿para qué es necesaria la presencia de mis hijos?

HÉCUBA:
Por si mueres, que lo sepan ellos.

POLIMÉSTOR:
Dices bien; más prudente es.

HÉCUBA:
¿Conoces tú acaso el lugar en donde se eleva el templo de Atenea troyana?

POLIMÉSTOR:
¿Está allí el tesoro? Pero ¿qué señal podrá indicarlo?

HÉCUBA:
Un peñasco negro que sobresale de la tierra.

POLIMÉSTOR:
¿Quieres decirme más acerca de esto?

HÉCUBA:
Deseo que guardes tú el dinero que he traído conmigo.

POLIMÉSTOR:
¿En dónde está? ¿Lo ocultas bajo tus vestidos?

HÉCUBA:
No; entre los despojos que aquí se guardan.

POLIMÉSTOR:
¿En dónde? Estas son las tiendas que cercan a las naves aqueas.

HÉCUBA:
Solo las habitan cautivas.

POLIMÉSTOR:
¿Tienes en ellas confianza? ¿No hay hombre ninguno?

HÉCUBA:
No hay dentro ningún aqueo; estamos nosotras solas. (Entra detrás de él en la tienda). Pero entra, porque los griegos anhelan soltar los cables para dirigirse a su patria desde Troya; prepara, pues, lo necesario para que vuelvas con tus hijos adonde dejaste el mío.

EL CORO:
Aún no has expiado tu delito, pero quizá, pronto lo expíes, como el que cae de improviso en mar embravecido, perdiendo su vida, que tanto amaba. Mortal, mortal daño amenaza a quien ofende a la justicia y a los dioses. La esperanza que te mueve, ¡oh desgraciado!, te llevará al Orco, en donde habitan los muertos, y una débil mano te arrancará la vida.

POLIMÉSTOR (dentro de la tienda):
¡Ay de mí, que apagan la luz de mis ojos!

EL CORO:
¿Habéis oído, ¡oh amigas!, los lamentos del tracio?

POLIMÉSTOR:
¡Ay de mis hijos y de su funesta suerte!

EL CORO (corriendo hacia la tienda):
Nuevas calamidades, ¡oh amigas!, suceden en esta tienda.

POLIMÉSTOR:
En vano huiréis con pies ligeros; yo venceré a la fuerza todos los obstáculos que estas tiendas me ofrecen.

EL CORO:
Posada mano descargó este golpe. ¿Entramos? ¡Socorramos a Hécuba y a las troyanas!

HÉCUBA (saliendo de la tienda con sus esclavas):
Golpea, nada perdones; rompe las puertas; nunca verán tus ojos la luz, ni tampoco a tus hijos, muertos a mis manos.

EL CORO:
¿Venciste al tracio, triunfaste de él, ¡oh mi dueña!, e hiciste lo que pensabas?

HÉCUBA:
Lo veréis ciego delante de la tienda, vacilando con pies torpes, y los cadáveres de sus dos hijos, a quienes dimos muerte yo y las valerosas troyanas. Ya me he vengado. Míralo cómo sale de la tienda; pero huyo para escapar de la rabia de tan feroz tracio.

POLIMÉSTOR (sale vacilante de la tienda, a cuya entrada deja los cadáveres de sus hijos):
¡Ay de mí! ¿Adónde iré? ¿A quién acudiré? ¿A quién llamaré? Andando con las manos como los animales que frecuentan las selvas, ¿por dónde me dirigiré para apresar a las homicidas troyanas que me hirieron? ¡Malvadas, malvadas doncellas frigias! ¡Malditas seáis! ¿Adónde se habrán refugiado, huyendo de mí medrosas? ¡Si curaras, si curaras, ¡oh sol!, mis ensangrentados párpados y disiparas las tinieblas que me cercan! (Se detiene y escucha). Pero callemos; siento aquí tímidos pasos de mujeres. (Corriendo ciego). ¿Adónde me arrojaré para saciarme de huesos y de carne, celebrando un festín como el de las fieras de los montes y vengando mi mano la mutilación que he sufrido? ¡Oh desgraciado! (Se detiene y vuelve a la tienda). ¿Adónde, por dónde caminaré, dejando entregados mis hijos a estas infernales bacantes, que los despedazarán después de haberlos asesinado, y los ofrecerán llenos de sangre a los perros, o los arrojarán a las fieras de las montañas? ¿En dónde me detendré? ¿Adónde iré? ¿Adónde tornaré, como nave de fuertes cordajes que pliega sus velas de lino, precipitándome hacia este lecho mortal para guardar el cuerpo de mis hijos? (Se sienta al lado de sus hijos).

EL CORO:
¡Oh desventurado! ¡Qué intolerables son para ti tus males! Pero has cometido un crimen infame, y grave ha de ser su expiación.

POLIMÉSTOR:
¡Ah, ah! ¡Tracios belicosos, caballeros de robustas lanzas, tan hábiles en el manejo de las armas! ¡Aqueos! ¡Atridas! Oíd mis clamores; oíd mis clamores; oíd mis clamores; andad, venid, por los dioses. ¿Me oye alguno? ¿Ninguno me socorre? ¿Por qué vaciláis? Mujeres cautivas me perdieron; graves, graves males hemos sufrido. Compadeceos de mi daño. ¿Adónde me volveré? ¿Adónde me encaminaré? ¿Volaré al celeste éter, a los aéreos palacios, en donde Orión o Sirio lanzan rayos de sus ojos, o me precipitaré en las negras aguas de Hades?

EL CORO:
Digno es de lástima el que, sufriendo males insoportables, desea morir.

AGAMENÓN:
He oído clamores, y vengo aquí, que Eco, la hija jamás dormida de las agrestes rocas, ha resonado en todo el campamento, promoviendo gran alboroto; y, si no supiésemos que las torres de los frigios han caído al empuje de la lanza griega, nos hubiese infundido tal clamoreo temor inmenso. (Acércanse a Agamenón Poliméstor y Hécuba).

POLIMÉSTOR:
¿Ves, ¡oh tú!, el muy amado (que he conocido la voz de Agamenón), los males que sufro?

AGAMENÓN:
¡Ah, infeliz Poliméstor! ¿Quién te mutiló? ¿Quién cegó tus ojos, ensangrentando sus pupilas, y mató a tus hijos? Cualquiera que haya sido ha obrado así sin duda contra ti y contra ellos movido por ira poderosa.

POLIMÉSTOR:
Hécuba y las cautivas me perdieron; no me perdieron, que hicieron algo más.

AGAMENÓN:
¿Qué oigo? ¿Tú has hecho esto tal como él lo dice? ¿Tú, Hécuba, has tenido tanta audacia?

POLIMÉSTOR:
¡Ay de mí! ¿Qué hablas? ¿Hay alguien aquí cerca? Indícame en dónde está, para desgarrarla con mis manos y llenarla de sangre.

AGAMENÓN (conteniéndolo):
Desgraciado, ¿qué te sucede?

POLIMÉSTOR:
Por los dioses te ruego que dejes a mi furiosa mano apoderarse de ella.

AGAMENÓN:
Detente, y despojándote de esa bárbara furia explícate, para que os oiga a ambos y juzgue con conocimiento de causa de tu desdicha.

POLIMÉSTOR :
Hablaré, pues. Polidoro, el menor de los hijos de Príamo y de Hécuba, me fue confiado por su padre para educarlo en mi palacio, presintiendo, sin duda, la ruina de Troya. Yo le maté, pero oye la razón que me movió a hacerlo, y aprecia mi previsión y sabiduría: recelaba que este niño, tu enemigo, se pusiese a la cabeza de los troyanos y reconstruyese la ciudad; y que los griegos, sabiendo que vivía alguno de los hijos de Príamo, acometiesen otra vez a la Frigia y devastasen después los campos de la Tracia y que, por nuestra proximidad a los troyanos, fuésemos víctimas de los mismos males que ahora sufrimos. Al conocer Hécuba la suerte fatal de Polidoro, me llamó pretextando indicarme el lugar en donde se ocultaba cierto tesoro de los hijos de Príamo, y me hizo venir solo con los míos, para que ningún otro lo supiese. Me siento en medio del lecho, dobladas las rodillas, y muchas doncellas troyanas se sentaron también a mi izquierda y a mi derecha, tratándome como a un amigo, y miraban mi manto, obra de mano edónica, y lo celebraban y revolvían a la luz, mientras otras examinaban mi dardo tracio, despojándome así de mi doble defensa. Las que eran madres tomaban en sus brazos a mis hijos, como para admirarlos, separándolos de su padre, y los pasaban de mano en mano. Después de gratos coloquios, ¿cómo lo creerás?, sacan puñales, que llevaban ocultos bajo sus vestidos, y las unas matan a mis hijos, y las otras, como si fuesen mis enemigas, sujetan mis pies y mis manos; y cuando quería socorrerlos y levantar mi cabeza, me retenían por los cabellos; si movía las manos, nada conseguía contra tantas mujeres. Al fin, añadiendo un daño a otro, perpetraron un crimen espantoso: con sus broches hirieron las niñas de mis ojos y las llenaron de sangre; después huyeron de la tienda. Yo salté entonces como una fiera que persigue a sanguinarios perros, tentando la pared como un cazador, y rompiendo y destrozándolo todo. Esto he sufrido, ¡oh Agamenón!, por hacerte bien y matar a tu enemigo. Para no pronunciar más largo discurso, resumiré en pocas palabras cuanto mal se ha dicho antes de las mujeres, cuanto ahora se diga y se dirá después: ni la tierra ni los mares albergan ningún ser que pueda comparárseles, lo cual, en verdad, saben como yo los que las tratan.

EL CORO:
No seas audaz ni insolente, ni hables así de todas las mujeres, excitado por tus males; muchas de nosotras somos objeto de envidia, aunque otras seamos malas en efecto.

HÉCUBA:
La lengua de los hombres, ¡oh Agamenón!, nunca debía valer más que sus hechos, sino solo hablar bien si bien obraban, y si sus acciones eran vituperables, que sus palabras ahuyentasen a las gentes, y no revestir sus injusticias con elocuentes frases. Sabios los hay, en verdad, hablando con exactitud; pero es difícil serlo siempre, y cada cual recibe su premio o su castigo, y ninguno lo ha evitado hasta ahora. Y así es como debo empezar por lo que a ti atañe; pero ahora toca a él, y será a su vez interrogado, ya que ha dicho que por ahorrar dos trabajos a los griegos, y por afecto a Agamenón, ha dado muerte a mi hijo. Pero advierte en primer lugar, ¡oh infame!, que nunca fueron los bárbaros amigos de los griegos, ni podrán serlo. ¿Qué esperabas conseguir? ¿Intentabas acaso contraer algún matrimonio ventajoso, o vengar a tus parientes? ¿Qué motivo te impulsaba? ¿Temías quizá que, volviendo los griegos con sus naves, destrozasen tus sembrados? ¿A quién lo persuadirías? El oro y tu codicia, si quieres decir la verdad, han sido los asesinos de mi hijo. Pruébame, si no, por qué cuando Troya era feliz, cercada de sus murallas, y Príamo vivía, y Héctor empuñaba su robusta lanza, no lo mataste entonces por conciliarte la gracia de este, y lo alimentabas y lo hospedabas en tu palacio. ¿Por qué no lo entregaste vivo a los griegos? ¿Por qué cuando se nubló nuestra fortuna y los enemigos llenaron de humo la ciudad, mataste a tu huésped, al que se había refugiado en tu hogar? Oye además otras razones que probarán tu delito. Si eras amigo de los griegos, debiste dar el oro que guardabas, y que confiesas no ser tuyo, a los que tanto lo necesitaban peregrinando tan largo tiempo lejos de su patria; ni aun ahora quieres soltarlo, sino que persistes en retenerlo; y sin embargo, si hubieses alimentado, como era justo, y defendido a mi hijo, mucha gloria ganaras, si es cierto que los amigos verdaderos se conocen en la adversidad, y que la buena fortuna los atrae por sí misma. Si hubieses necesitado dinero y la suerte te hubiera sido propicia, mi hijo habría sido rico tesoro para ti, y ahora no puede ser este tu amigo, y has perdido esas riquezas y tus hijos, y te ves reducido a este extremo. Y te digo, ¡oh Agamenón!, que si socorres a este, te creerán también malvado, porque no serás benéfico con un huésped piadoso, ni fiel a los que debías serlo, ni santo, ni justo; antes bien, diremos que, si lo haces, es porque te agrada favorecer a los criminales. Pero no quiero proferir injurias contra mis dueños.

EL CORO:
En verdad, en verdad que una buena causa inspira o los hombres discursos elocuentes.

AGAMENÓN :
Molesto es para mi juzgar pleitos ajenos, y, sin embargo, es preciso, porque sería indecoroso aceptar un compromiso y no cumplirlo. Has de saber, pues, que, en mi concepto, ni por favorecerme, ni por conciliarte la benevolencia de los aqueos has dado muerte a tu huésped, sino por guardar su tesoro en tu palacio. Tú hablas como te conviene, obligado por tus males. Fácil os será, acaso, matar a quienes dais hospitalidad; pero entre nosotros, los griegos, es una infamia. ¿Cómo, pues, si te absuelvo, evitaré el vituperio? Seguramente no puedo. Pero ya que osaste cometer lo que no era justo, sufre sus tristes consecuencias.

POLIMÉSTOR:
¡Ay de mí! Vencido, a lo que parece, por una esclava, hasta los seres más despreciables me castigarán.

HÉCUBA:
¿Y por qué no, habiendo cometido tantos delitos?

POLIMÉSTOR:
¡Ay de mí, mísero, de mis hijos y de mis ojos!

HÉCUBA:
¿Te lamentas? ¿Y yo? ¿Crees que no lloro al mío?

POLIMÉSTOR:
¡Gozas insultándome, oh mujer maliciosa!

HÉCUBA:
¿No he de alegrarme, habiéndome vengado de ti?

POLIMÉSTOR:
Pero bien pronto se disipará tu gozo, cuando las saladas ondas...

HÉCUBA:
¿Me llevarán en las naves hasta los confines de la Grecia?

POLIMÉSTOR:
Al contrario, te tragarán cayéndote de lo alto de los mástiles.

HÉCUBA:
¿Quién me hará dar tan mortal salto?

POLIMÉSTOR:
Subirás por tus pies al mástil.

HÉCUBA:
¿Con alas en mis espaldas, o de qué modo?

POLIMÉSTOR:
Serás transformada en perra, y tus ojos parecerán de fuego.

HÉCUBA:
¿Y cómo sabes que mi forma ha de cambiar?

POLIMÉSTOR:
Dioniso, oráculo de los tracios, me lo ha dicho.

HÉCUBA:
¿Y no te anunció ninguno de los males que padeces?

POLIMÉSTOR:
Nunca hubiese sido víctima de tus asechanzas.

HÉCUBA:
Y lo que dices, ¿me sucederá en vida, o después de muerta?

POLIMÉSTOR:
Después de muerta, y tu nombre designará tu sepulcro.

HÉCUBA:
¿Que signifique mi nueva forma, o de qué manera?

POLIMÉSTOR:
Sepulcro de una perra desdichada, y señal para los navegantes.

HÉCUBA:
Poco me importa, siempre que me haya vengado de ti.

POLIMÉSTOR:
También morirá tu hija Casandra.

HÉCUBA:
Caiga sobre ti mi maldición, y ojalá que tú sufras esos males.

POLIMÉSTOR:
La matará la esposa de este, cruel defensora de su palacio.

HÉCUBA:
Que la hija de Tíndaro no delire hasta ese punto.

POLIMÉSTOR:
Y también a Agamenón, levantando segunda vez su segur.

AGAMENÓN:
¿Has perdido el juicio, desventurado? ¿Quieres ser víctima de nuevos infortunios?

POLIMÉSTOR:
Mátame, que en Argos te espera el agua lustral de este homicidio.

AGAMENÓN:
Llevadlo arrastrando de mi vista, ¡oh servidores!

POLIMÉSTOR:
¿Te duele oírme?

AGAMENÓN:
¿No le cerraréis los labios?

POLIMÉSTOR:
Cerradlos, que ya lo dije todo.

AGAMENÓN:
¿Y no lo arrojaréis a alguna isla desierta, ya que tanto ha abusado de su lengua? (Llévanse a Poliméstor). Tú, desdichada Hécuba, ve a sepultar tus dos hijos muertos. Encaminaos vosotras, ¡oh tróades!, a las tiendas de vuestros dueños, que ya sopla el viento favorable que ha de llevarnos a nuestra patria. ¡Que sea feliz nuestra navegación! ¡Que libres de tantos infortunios, veamos gozosos a los que dejamos en nuestros hogares!

EL CORO:
A las tiendas y al puerto, amigas, a trabajar como esclavas: la dura necesidad lo manda.


Publicado el 15 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
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