Helena

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

Hera, irritada contra Paris, raptor de Helena, la arrebata de sus manos y deja un su lugar un fantasma que pasa por Helena nada menos que diecisiete años, diez con los troyanos y siete en compañía de su esposo Menelao, después de tomada Troya. Menelao, errante por los mares, arriba al fin con su cónyuge aérea a la isla de Faro, en Egipto, en donde la Helena real había sido confiada por los dioses a Proteo, su rey, para que la guardase. Pero a la muerte de este, su hijo Teoclímeno, enamorado de la pupila de su padre, y no pareciendo a reclamarla Menelao, quiere obligarla a la fuerza a ser su esposa, por cuya razón la perseguida se refugia en el asilo del sepulcro de Proteo. Menelao, con su fantasma, después de su naufragio, la encuentra entonces, desapareciendo la aérea, y se reconocen, y combinan los medios de escaparse de la isla y del poder de Teoclímeno. Y logran cumplidamente su propósito, engañando al enamorado rey con la ayuda de su misma hermana, la profetisa Teónoe, que, sabedora de la venida de Menelao, la oculta a su hermano por respeto a la piedad y justicia de su padre.

En el sentido de llamarse tragedia esta Helena de Eurípides como representación dramática, destinada a las fiestas de Dioniso, nada tendríamos que decir contra esa palabra; pero en la significación moderna, como obra poética que ofrece y desenvuelve un asunto o fábula triste, es evidentemente impropia, porque su acción no tiene nada trágico, y podría denominarse sin reparo una comedia seria o de enredo. Cierto es que el fondo y los personajes están tomados de los tiempos heroicos, y que los dioses son los verdaderos causantes de todas sus peripecias, pero no lo es menos que la intervención divina de estos tiende a la consecución de un fin ajeno o contrario al de ese linaje de ficciones, deprimiéndolos y realzando a los hombres, y siempre sin acordarse del destino, superior a unos y otros. Todas las desdichas inseparables de la guerra de Troya, inmensas por su calidad, número y extensión para griegos y troyanos, son el resultado inmediato de los celos y de la vanidad de tres diosas principales, que sacrifican a sus rencillas y envidias miserables tantos millares de vidas humanas. En esto insiste el autor, y esto es lo que pone de relieve, no disminuir la excesiva población, ni aun llenar de gloria a Aquiles, como indica.

Apartándose de La Ilíada y de la tradición vulgar, y sin otro fin que dar cualquier base a su creación, apela al extraño recurso de suponer que la Helena robada por Paris era solo una sombra o vano fantasma formado por Hera para anular la obra de Afrodita, agradecida esta al triunfo conseguido por ella contra sus dos rivales en el juicio de Paris. Y si Eurípides no se muestra respetuoso en lo más mínimo con las creencias populares, sino que, al contrario, las desprecia y rechaza, no se piense por esto que aspira en cambio a ganar el título de original, porque la innovación no es tampoco suya, sino de un poeta griego de Himera, en Sicilia, llamado Estesícoro, que murió unos quinientos setenta años antes de Jesucristo, o unos ciento cincuenta antes que Eurípides. Este poeta lírico épico, que escribió dos poemas famosos, La Orestiada y La Destrucción de Troya, célebre también como fabulista y autor de himnos en alabanza de los dioses, y de odas en loor de los héroes, fue el inventor primero de esta nueva intriga de Hera. En los caracteres de los dos personajes principales de su tragedia, de Menelao y de Helena, tampoco fue consecuente consigo mismo, porque en Andrómaca, por ejemplo, el hermano de Agamenón, en sus acciones y palabras, es lo más abyecto, bajo, cobarde y miserable que puede imaginarse, y su digna esposa Helena, la mujer liviana, ligera y caprichosa por excelencia. El viejo Peleo dispara contra ambos una filípica tremenda, y el ínclito Atrida deja abandonada a su hija Hermíone en mortal peligro. Pero en esta tragedia Menelao es un verdadero héroe, y modelo de castas y fieles esposas Helena.

Acaso en ninguna otra de sus tragedias incurra como en esta en el defecto, que Aristóteles le achaca en su Poética, de prescindir de la verosimilitud en el trazado y desarrollo de sus poemas dramáticos. La casualidad, o el arbitrio interesado del autor, lo arregla todo a su conveniencia. Helena ha sido confiada a la guarda de Proteo, rey de Egipto, y allí se conserva incólume hasta que Menelao se pierde en los mares navegando, y naufraga en la costa de Faros, en donde está ella. Teónoe, la profetisa hermana de Teoclímeno, prefiere ayudar a Menelao y a Helena a escaparse, callando la verdad de la llegada de Menelao, que conoce, por amor a la justicia y por respeto a la buena reputación de su padre, porque de lo contrario se venía abajo todo el edificio levantado por Eurípides. Todo el enredo que maquinan los esposos fugitivos es tan burdo que, a no ser Teoclímeno el más torpe y confiado de los enamorados, cuando lo más ordinario es lo opuesto, no lo hubieran engañado ni un solo momento. Y cuando se dispone a perseguirlos se presentan los Dioscuros, y se resuelve satisfactoriamente el conflicto sin más consecuencias. Aquí encontramos también el consabido prólogo, que pronuncia Helena, altares de dioses y suplicantes, harapos y hambre en Menelao, un reconocimiento mutuo de los dos cónyuges separados, no muy expresivo ni rápido, repetidas alusiones a la facilidad y propensión de las mujeres a fraguar mentiras y enredos, fanfarronadas de miles gloriosus en el vencedor de Troya, y hasta doblez y malicia inoportuna en la hija de Zeus y de Leda. Sin embargo, no falta en esta tragedia de Eurípides alguno de esos rasgos dramáticos de fina malicia que lo distinguen, como, por ejemplo, la prisa en bañarse y lavarse juntos los dos esposos antes de emprender su huida.

Léese, no obstante, con gusto toda ella, y nos ofrece situaciones eminentemente dramáticas, no trágicas, sino cómicas, como la de Teoclímeno, aun teniendo en cuenta que su exceso de pasión y su misma ansia de poseer cuanto antes a su amada lo cieguen de una manera tan inexplicable. Los versos citados por Aristófanes de esta tragedia en una de las escenas de La fiesta de Ceres, parodiándola, no escasos por cierto, no se hallan en la que nosotros conocemos. ¡Cuánto habrá de esto en lo que se ha conservado de esa riquísima y variada literatura helénica!

De una indicación del mismo Aristófanes en la comedia citada, se conjetura que hubo de escribirse antes del año 413 de nuestra era.

Personajes

Helena, hija de Tindáreo, hermana de los Dioscuros y esposa de Menelao.
Teucro, de Salamina, hermano de Áyax.
Coro de cautivas griegas.
Menelao, esposo de Helena y hermano de Agamenón.
Una vieja, portera.
Un mensajero.
Teónoe, hermana de Teoclímeno, rey de Egipto, santa profetisa.
Teoclímeno, hijo de Proteo, rey de Egipto.
Otro mensajero.
Los Dioscuros (Cástor y Pólux), hijos de Zeus y de Leda y hermanos de Helena.


La acción es en Egipto, en la isla de Faro, a la desembocadura
del Nilo, cerca de la costa.

Helena

Se ve en el teatro el palacio del rey de Egipto, y delante, hacia uno de los lados, el sepulcro de Proteo, en el cual yace Helena suplicante.


HELENA:
He aquí las puras ondas del Nilo, que en vez de rocío del cielo se difunde por las sierras de Egipto al derretirse la blanca nieve, y riega sus campos. Proteo, cuando vivía, reinaba aquí, y habitaba en la isla de Faro, casado con Psámate, virgen marina, después que abandonó ella el lecho de Éaco. Tuvo dos hijos en este palacio, un varón llamado Teoclímeno, porque pasó su vida adorando a los dioses, e Ido, noble doncella, delicias de su madre en sus tiernos años, llamada Teónoe en edad núbil por su conocimiento de las cosas divinas, así presentes como futuras, don de su abuelo Nereo. Esparta es nuestra patria, no innoble, en verdad, y Tindáreo nuestro padre. Según dice la fama, Zeus, transformándose en alado cisne, voló al seno de mi madre Leda y fue su esposo clandestino, fingiendo huir de un águila que lo perseguía, si la tradición no miente. Me llamo Helena, y publicaré los males que he sufrido. Tres diosas, Hera, Afrodita y la virgen hija de Zeus, fueron al monte Ida en busca de Alejandro, a conquistar la palma de la belleza, haciéndolo su juez. Afrodita venció, prometiéndole mi mano y la posesión de mi hermosura, si tal puede llamarse la causa de mi desdicha. Y el ideo Paris, dejando sus rebaños, fue a Esparta para lograrla. Pero Hera llevó a mal no haber vencido a las otras diosas, y anuló mi matrimonio con Alejandro, y no consintió que me poseyera el hijo del rey Príamo, dándole en mi lugar una viva imagen mía formada de aire, y creyó falsamente disfrutarme, engañado por la diosa. Juntáronse a estos males ciertos proyectos de Zeus, que movió guerra entre los griegos y los infelices frigios, para aliviar a la madre Tierra de tan inmensa multitud de hombres y dar imperecedera gloria al más esforzado de los aqueos. En poder de los frigios (yo no, sino mi vano nombre), fui para sus enemigos galardón de la victoria, pero Hermes me llevó volando por los aires, y ocultándome en una nube (no se olvidó de mí Zeus), me trajo a este palacio de Proteo, por creerlo el más casto de los hombres, y con la mira de conservarme inmaculada para mi esposo Menelao. Y aquí estoy, y él, desdichado, al frente de su ejército, me busca como si me hubiesen robado en los alcázares de Troya. Muchos guerreros sucumbieron por mi causa a las orillas del Escamandro, y yo, a pesar de mis incomparables sufrimientos, soy para ellos una mujer execrable, causa única de grave guerra en la Grecia, por haber faltado a mi marido. ¿Por qué vivo, pues, aún? El dios Hermes me dijo que algún día habitaría con mi esposo en la ínclita tierra de Esparta, cuando supiese que yo no había estado en Troya, ni profanado mi lecho. Mientras vio Proteo la luz del sol, estuve libre de nuevos pretendientes: pero desde que se sepultó en las tinieblas de la tierra, me persigue su hijo, ansioso de casarse conmigo. Y yo, fiel a mi primer esposo, vengo a prosternarme suplicante en este monumento de Proteo, para pedirle que conservo puro mi tálamo y no sea deshonrado mi cuerpo, ya que mi nombre es infame en toda la Grecia.

TEUCRO (que llega del campo):
¿Quién es el señor de este palacio fortificado? Digno es de Pluto, según parece, por sus vastas y regias murallas y por sus elevadas almenas. ¿Qué es esto? ¡Cielos! ¿Qué veo? Es la mujer más odiosa, cuya funesta hermosura fue causa de mi perdición y de la de todos los griegos. Maldígante los dioses, porque pareces otra Helena. Si este no fuese un país extranjero, te daría muerte mi alada flecha, en castigo de tu semejanza con la hija de Zeus.

HELENA:
¿Por qué me rechazas, ¡oh desventurado!, quienquiera que seas, y por ajenas maldades me aborreces?

TEUCRO:
Me equivoqué. Me dejé llevar de la ira más de lo que debía, porque toda la Grecia odia a la hija de Zeus. Perdona mis palabras, mujer.

HELENA:
¿Quién eres? ¿De dónde vienes a esta región?

TEUCRO:
Soy, ¡oh mujer!, uno de los desdichados griegos.

HELENA:
No es maravilla entonces que detestes a Helena. Pero ¿quién eres? ¿De dónde? ¿Cómo te llamaré?

TEUCRO:
Teucro es nuestro nombre, Telamón mi padre y Salamina la patria que me crió.

HELENA:
¿Y por que has venido a estos campos que riega el Nilo?

TEUCRO:
Desterrado.

HELENA:
Grande debe de ser tu pena. ¿Quién te desterró?

TEUCRO:
Mi padre Telamón. ¿A quién podría yo amar más?

HELENA:
¿Y por qué causa? Sin duda por alguna desgracia.

TEUCRO:
La muerte de mi hermano junto a Troya me perdió.

HELENA:
¿Cómo? ¿Tú lo mataste con tu espada?

TEUCRO:
Él se atravesó con la suya.

HELENA:
¿Loco? ¿Quién puede hacer esto sino un loco?

TEUCRO:
¿Has oído hablar de Aquiles, el hijo de Peleo?

HELENA:
Pretendiente a la mano de Helena, según he sabido.

TEUCRO:
Pues bien; a su muerte se suscitó grave contienda entre sus compañeros por la posesión de sus armas.

HELENA:
¿Y qué tiene esto que ver con la muerte de Áyax?

TEUCRO:
Se suicidó por habérselas llevado otro.

HELENA:
¿Y tú sufres ahora las consecuencias de esa desdicha?

TEUCRO:
Por no haber muerto con él.

HELENA:
¿Fuiste, pues, ¡oh extranjero!, a la ínclita Troya?

TEUCRO:
Y después de tomarla me condenó la suerte a perecer.

HELENA:
¿El fuego no la ha consumido y arrasado?

TEUCRO:
Hasta el extremo de no quedar ni señal de sus murallas.

HELENA:
¡Oh mísera Helena, por tu causa murieron los frigios!

TEUCRO:
Y los griegos también: sucedieron muchas desgracias.

HELENA:
¿Cuánto hace que fue derribada esa ciudad?

TEUCRO:
Cerca de siete revoluciones anuales de las que dan las cosechas.

HELENA:
¿Y cuánto estuvisteis junto a Troya?

TEUCRO:
Muchas lunas, hasta completar el número de diez años.

HELENA:
¿Y recobrasteis a la mujer espartana?

TEUCRO:
Menelao se la llevó, arrastrándola por los cabellos.

HELENA:
¿Viste tú a esa desdichada, o cuentas lo que te han dicho?

TEUCRO:
Como te estoy mirando ahora, con estos mismos ojos.

HELENA:
Quizá fuera alguna vana imagen con que os engañaron los dioses.

TEUCRO:
Habla de otra cosa; déjala en paz.

HELENA:
¿Tan seguro estás de lo que dices?

TEUCRO:
La vieron mis ojos y la contempló mi alma.

HELENA:
¿Y Menelao está ahora en su patria con su esposa?

TEUCRO:
No seguramente en Argos, ni en las márgenes del Eurotas.

HELENA:
¡Ay, ay de mí! Un mal has anunciado a quien debe sentirlo.

TEUCRO:
Se dice que ambos han perecido.

HELENA:
¿No navegaban juntos todos los griegos?

TEUCRO:
Sí; pero los dispersó una tempestad.

HELENA:
¿En qué parte del mar salado?

TEUCRO:
Al atravesar el Egeo.

HELENA:
¿Y nadie ha sabido después adónde ha arribado Menelao?

TEUCRO:
Nadie; pero se dice en Grecia que ha muerto.

HELENA:
¡Cierta es mi perdición! ¿Vive todavía la hija de Testio?

TEUCRO:
¿Hablas de Leda? Ya falleció.

HELENA:
¿La ha precipitado en la tumba la deshonra de Helena?

TEUCRO:
Dicen que ciñó con un lazo su noble cuello.

HELENA:
Y los hijos de Tindáreo, ¿viven o no?

TEUCRO:
Han muerto, y no han muerto; corren dos distintos rumores.

HELENA:
¿Cuál es el más grato? ¡Ay desventurada de mí, ay de mis males!

TEUCRO:
Dicen que son dioses convertidos en astros.

HELENA:
Agrádame lo que has dicho; ¿y cuál es el otro rumor que corre?

TEUCRO:
Que han muerto a manos de su hermana. Pero bastante he hablado; no quiero llorar dos veces. Y ya que he venido a este palacio en busca de la profetisa Teónoe, ayúdame para que pueda oír los oráculos y dirigir después mi nave hacia la marina Chipre, en donde el adivino Apolo ordena que me establezca y ponga a la ciudad que funde el nombre de Salamina, en recuerdo de mi patria.

HELENA:
Navega, ¡oh extranjero!, y sabrás lo que deseas; pero huye de esta tierra antes que sepa tu llegada el hijo de Proteo, su soberano; ausente está ahora persiguiendo a las fieras con sus perros; mata a todos los griegos que cautiva, y no me preguntes la causa que le mueve a ello, que no te lo diré, ¿pues de qué te serviría saberlo?

TEUCRO:
Bien has dicho, mujer. Que los dioses recompensen el bien que me haces. Aunque tu forma sea parecida a la de Helena, no solo no es tu alma como la suya, sino muy desemejante. Mala muerte tenga, que no vuelva a las orillas del Eurotas, y que tú, ¡oh mujer!, seas siempre feliz. (Retírase).

HELENA:
Principio ahora a deplorar mi infortunio y mis grandes dolores. ¿Cuáles serán mis lamentaciones? ¿Cuál mi lúgubre canto? ¿Golpearé mi pecho, gemiré o lloraré?

Estrofa 1.ª — Vírgenes sirenas, hijas de la Tierra, alígeras doncellas, ¡ojalá que vengáis a acompañar mis sollozos con la flauta líbica o la siringa, y las tristes lágrimas que me hacen derramar mis desdichas!; que vuestros dolores, que otros lúgubres cantos concuerden con los míos, y que vuestra musa, lamentándose como la mía, envíe a Perséfone funestas, funestas quejas, ofrenda regada de lágrimas, himnos en honor de los muertos, que penetrarán en su tenebroso palacio.

EL CORO (que aparece en el teatro):
Antístrofa 1.ª — Fui casualmente a la orilla del mar cerúleo a secar en delgadas cañas o sobre el entretejido césped purpúreos vestidos a los dorados rayos del sol, cuando oí flébil sonido de flauta melodiosa, mezclado de sollozos y lamentos, como de alguna náyade que llorase a su fugitivo amante, resonando en las cavernosas grutas el eco de su llanto, enamorada de Pan.

HELENA:
Epodo. — ¡Oh dolor!, ¡oh dolor!, doncellas griegas apresadas por bárbaro bajel; un navegante griego ha llegado, sí, ha llegado para aumentar mis lágrimas, anunciándome la ruina y el incendio de Ilión por sus enemigos, y todo por mi causa, por mi causa, por mi nombre desdichado, origen de muchas muertes. Leda pereció en fatal nudo, víctima del dolor de mi deshonra; mi esposo ha sucumbido, después de andar errante por los mares, y Cástor y Pólux, los dos gemelos, gloria de su patria, han desaparecido, sí, han desaparecido, dejando solitarios los campos que hollaron sus caballos y las orillas del Eurotas, llenas de delgadas cañas, gimnasio de sus ejercicios juveniles.

EL CORO:
¡Ay, ay, ay, ay de mí! ¡Fortuna deplorable, funesto destino, oh mujer! Mísera es tu suerte, mísera sin duda desde que Zeus, hendiendo brillante los aires con sus alas de cisne, blancas como la nieve, te engendró en tu madre. ¿Qué mal no te aflige? ¿Qué dolor no has sufrido? Murió Leda, y los dos gemelos, hijos queridos de Zeus, no son felices; no huellas tu suelo patrio, y en las ciudades de la Grecia corre un rumor, ¡oh mujer veneranda!, que te acusa de haber celebrado bárbaro himeneo; tu esposo ha perecido en las ondas del mar, y nunca serás dichosa en tu patria, ni en el templo de Atenea Calcieco.

HELENA:
¡Ay, ay de mí! ¿Qué frigio, qué griego cortó el pino que ha llenado de lágrimas a Troya, y construyó el bajel funesto en que navegó el hijo de Príamo a mis lares con bárbaros remeros, solicitando mi mano y mi hermosura infortunada? Dolosa Afrodita, causa de la muerte de muchos griegos y de los hijos de Príamo, ¡oh mísera, cuán grande es mi desdicha! Hera, la del dorado solio, esposa veneranda de Zeus, envió al ligero hijo de Maya, cuando yo recogía en mi seno frescas hojas de rosa para ofrecerlas a Atenea Calcieco, y, arrebatándome por los aires, me trajo a este país infortunado, convirtiéndome en manzana de discordia entre los griegos y los hijos de Príamo. Injusta es la Fama, que mancha mi nombre en las orillas del Simois.

EL CORO:
Sé que te aquejan graves dolores; pero es preciso sufrir con resignación las calamidades de esta vida.

HELENA:
Mujeres queridas, ¿qué fatal destino me persigue? ¿Diome a luz mi madre para que los mortales me miraran como a un prodigio? Porque ninguna mujer, ni griega ni bárbara, puso un blanco huevo, como cuentan de Leda, al darme la vida de su unión con Zeus. Portentosa es mi existencia y mi grave desdicha, ya por el odio de Hera, ya por mi belleza. ¡Ojalá que desapareciese borrada, cual pintada estatua, y los griegos olvidarían mi deshonra, y no me infamaría su memoria, como ahora! Grave es, aunque tolerable, una sola desdicha enviada por los dioses, no así la multitud de calamidades que me agobian. Porque, en primer lugar, sin haber sido deshonrada, me infaman como si lo fuera, y este mal es mucho mayor fundándose en un falso supuesto, como sucede cuando se atribuyen vicios al que no los tiene. Después me arrancaron los dioses de mi patria, y me trajeron a esta tierra bárbara, y sin amigos soy esclava, cuando nací de padres libres, pues entre los bárbaros todos lo son, excepto uno. El áncora, que sola me sostenía en medio de mis males, la esperanza de que vendría algún día mi marido y me libraría de ellos, ha desaparecido ya, puesto que ha muerto, y no podrá socorrerme. Murió también mi madre, y me imputan esta desdicha sin razón, es verdad, como lo es también que de sus resultas me mancilla la mala fama. Mi hija, honra de su linaje y de mi palacio, vegeta virgen, no al lado de un esposo, y Cástor y Pólux, que se dicen hijos de Zeus, no existen tampoco. Y como en todo me persigue la desgracia, mi perdición proviene de causas externas, no de mis hechos. Todavía resta que me encierren en una prisión si vuelvo a mi patria, creyéndome la Helena que estuvo en Troya, y en cuya persecución fue Menelao. Si él viviese nos reconoceríamos mutuamente en virtud de ocultas señales que nosotros solos sabemos. Pero ya no es posible, porque no existe. ¿A qué, pues, vivir? ¿Qué suerte me aguarda? ¿Elegiré otro esposo para atraerme nuevos males, y será un bárbaro mi perpetuo compañero, y me sentaré con él en opulenta mesa? Pero cuando un hombre aborrecido habita con nosotras, es odiosa la vida. Más vale morir, ¿pero cómo hacerlo sin deshonrarme? Vergonzoso hasta para un esclavo es suspenderse de un lazo en los aires; derramar la propia sangre es mejor y más noble, y en poco tiempo dejamos de existir. ¡Tan profundo es el abismo de males en que me veo sumergida! Si la hermosura es para otras mujeres fuente deleitosa, para mí lo es de perdición.

EL CORO:
No creas, Helena, que el extranjero que ha llegado ha dicho en todo la verdad.

HELENA:
Pero aseguró bien a las claras que había muerto mi esposo.

EL CORO:
Muchas veces se afirma lo que no es.

HELENA:
Con ningún otro se confunde el lenguaje de la verdad, y tal fue el suyo.

EL CORO:
Siempre te inclinas más a creer lo malo que lo bueno.

HELENA:
El miedo me domina, y todo lo temo.

EL CORO:
¿Cómo te tratan en este palacio?

HELENA:
Todos son amigos, excepto el que pretende casarse conmigo.

EL CORO:
¿Sabes lo que has de hacer? Dejar el sepulcro de Proteo...

HELENA:
¿Qué vas a decir? ¿Qué consejo quieres darme?

EL CORO:
Y entra en el palacio, y a la que todo lo sabe, a Teónoe, hija virgen de la marina nereida, pregunta si vive todavía tu marido o si no ve ya la luz; y cuando estés bien informada, y según sea lo que te dijere, abandónate al llanto o a la alegría. Porque antes de saberlo, ¿no son inoportunos tus lamentos? Sigue, pues, mi consejo: deja el sepulcro y busca a esa doncella, que todo te lo dirá. Teniendo en este palacio quien pueda declararte la verdad, ¿a qué buscarla tan lejos? Yo quiero entrar también contigo y oír los oráculos de la virgen; nosotras las mujeres debemos ayudarnos mutuamente.

HELENA:
Sigo vuestros consejos, ¡oh amigas!; id, id al palacio, y oiréis en él mis cuitas.

EL CORO:
Mandas a quien te obedece de buen grado.

HELENA:
¡Oh infausto día! ¿Qué nuevas deplorables, qué nuevas deplorables oiré yo, desventurada?

EL CORO:
No excites el llanto, ¡oh amada!, de siniestro agüero.

HELENA:
¿Qué habrá sufrido mi desdichado esposo? ¿Verá acaso la luz, y la cuadriga del sol y el curso de los astros..., o en el infierno subterráneo yacerá entre los muertos?

EL CORO:
No desesperes, sea cual fuere lo por venir.

HELENA:
Yo te invoco, yo te suplico, ¡oh Eurotas de verdes cañas!, que me declares si es cierta la fama que hasta mí ha llegado de la muerte de mi esposo. ¿A qué tan necias dudas? Lazo mortífero oprimirá mi cerviz o letal cuchilla me dará muerte, y la sangre correrá de mi cuello, y empuñando yo misma el hierro lo hundiré en mis carnes, y me sacrificaré en honor de tres diosas y del hijo de Príamo, que en otro tiempo cantaba al son de la flauta, guardando los rebaños de bueyes.

EL CORO:
Que no te aflijan esos males, y la dicha sea tu inseparable compañera.

HELENA:
¡Ah mísera Troya, iniquidades te arruinan, y sufriste duras pruebas! Merced al don que me hizo Afrodita se ha derramado mucha sangre, y muchas lágrimas, y unos dolores siguieron a otros, y el llanto al llanto, y las madres perdieron sus hijos, y las vírgenes hermanas de los muertos cortaron su cabellera para depositarla en las orillas del frigio Escamandro. Voz resonante dio la Grecia, y oyéronse tristes clamores, y golpeó la cabeza con sus manos, y lastimosas heridas llenaron de sangre tiernas mejillas. ¡Oh virgen Calisto, feliz en otro tiempo en la Arcadia, que en innoble forma subiste al lecho de Zeus! ¡Cuán preferible fue tu suerte a la de mi madre! Transformada en fiera de miembros robustos, trocaste tu hermoso rostro en cabeza feroz de leona, y se mitigaron tus penas, como la beldad expulsada en otro tiempo de sus coros por Artemisa, cierva de dorados cuernos, titánide, hija de Mérope. Yo he derruido, sí, he derruido a la troyana Pérgamo, y ocasionado la muerte de muchos griegos. (Vase con el Coro).

MENELAO (miserablemente vestido):
¡Oh Pélope!, que en los pasados días venciste en tu cuadriga a Enómao, cerca de Pisa; ojalá que cuando te sirvieron hecho pedazos en la cena de los dioses, hubieses perecido entre ellos antes de haber engendrado a mi padre Atreo, que de su unión con Aérope nos procreó a Agamenón y a mí, Menelao, ínclito par de reyes. Glorioso es, sin duda, y lo digo sin jactancia, que yo llevase a Troya un ejército a fuerza de remos, rey a quien obedecía voluntariamente, no por la violencia, la brillante juventud griega. Y unos ya no se cuentan entre los vivos, mientras otros, que con no poca alegría suya evitaron los peligros del mar, llevan a su patria los nombres de los que perecieron. Mas yo, desventurado, navego errante por las marinas ondas del salado piélago desde que arruiné las torres de Ilión, y, deseando volver a mi país, muéstranseme adversos los dioses. He recorrido todos los desiertos e inhospitalarias costas de la Libia, y cuando me acerco a mis hogares, el viento me rechaza y nunca llena mis velas aura favorable. Y ahora, mísero náufrago, después de perder a mis amigos me ha arrojado aquí el mar, y mi nave se ha estrellado en los peñascos pereciendo muchos de mis compañeros. Solo queda la quilla y parte de su armazón, en la que con dificultad y contra mis esperanzas me he salvado con Helena, que traigo de Troya. Pero ignoro el nombre de esta región y el de los pueblos que la habitan. Avergonzábame de presentarme así a la multitud, temiendo que viesen mis vestidos manchados, a pesar de mis esfuerzos en ocultar mi humillante miseria. Cuando un hombre cae desde la cúspide de la fortuna en el abismo de la desdicha, como no está acostumbrado a ella, su suerte es más amarga que la del que ya la conocía. La pobreza me atormenta; ni tengo qué comer, ni vestidos para cubrir mi cuerpo, como es fácil de ver contemplando los tristes restos del naufragio en que me envuelvo. El mar me llevó mis peplos, mis vestiduras espléndidas y todas mis galas; y vengo aquí dejando oculta en una cueva a mi esposa, causa de todos mis males, confiada a la custodia de mis amigos que han sobrevivido. Solo, pues, doy vueltas y me afano en llevar lo más necesario, dudando si lo lograré, a mis compañeros que me esperan. Al ver este palacio cercado de almenas y sus puertas suntuosas, propiedad, sin duda, de algún hombre opulento, me he llegado a él con la esperanza de recibir algo de tan magnífica morada, para auxiliar a mis amigos. De seguro que quien apenas tenga para vivir no podrá socorrerme aunque quiera. (Llamando a la puerta). ¡Hola! ¿Qué portero acudirá aquí del palacio, que cuente a sus dueños mis males?

UNA VIEJA (entreabriéndola):
¿Quién hay a la puerta? ¿No te alejarás de este recinto sin molestar a sus dueños en el atrio? Morirás si eres griego, que a ellos no se da hospitalidad.

MENELAO:
¡Oh anciana!, bien me parece cuanto has dicho. No te molestaré más, y quiero obedecerte, pero déjame hablar.

LA VIEJA (rechazándolo):
Vete; mi obligación es, ¡oh extranjero!, impedir que ningún griego se acerque a este palacio.

MENELAO:
¡Ah!, no me amenaces con el puño ni me rechaces tan despiadadamente.

LA VIEJA:
No haces ningún caso de mis palabras; la culpa es solo tuya.

MENELAO:
Ve a decirlo a tus amos.

LA VIEJA:
Bien segura estoy de que si lo saben sufrirás daño.

MENELAO:
Soy un náufrago, un extranjero, contra quienes no es justo emplear la violencia.

LA VIEJA:
Llama a otra puerta y abandona esta.

MENELAO:
No, que he de entrar; déjame.

LA VIEJA:
Eres un importuno, y lo peor para ti es que te echarán pronto a viva fuerza.

MENELAO (aparte):
¡Ay, ay de mí! ¿Dó yace mi valeroso ejército?

LA VIEJA:
En otra parte te respetarán acaso, no aquí.

MENELAO (aparte):
¡Oh calamidad, cómo me insultas!

LA VIEJA:
¿Por qué humedecen las lágrimas tus párpados? ¿Por qué te lamentas?

MENELAO:
¡Oh pasada dicha mía!

LA VIEJA:
¿Por qué no vas a llorar a tus amigos?

MENELAO (reanimándose):
¿Qué país es este? ¿Cúyo este regio palacio?

LA VIEJA:
Proteo lo habita, y este país es el Egipto.

MENELAO:
¿El Egipto? Desdichado de mí, ¿adónde he venido?

LA VIEJA:
¿Qué dices contra las aguas del Nilo?

MENELAO:
No es contra el Nilo; solo me quejo de mi desgracia.

LA VIEJA:
Muchos son los desdichados, no tú solo.

MENELAO:
¿Y está en el palacio el rey, o como tú quieras llamarle?

LA VIEJA:
Este es su sepulcro; su hijo es el soberano de este país.

MENELAO:
Pero ¿en dónde está? ¿Dentro o fuera del palacio?

LA VIEJA:
No está en él ahora; pero es el más implacable enemigo de los griegos.

MENELAO:
¿Por qué razón? ¿Por qué he de ser yo víctima de su odio?

LA VIEJA:
Helena, la hija de Zeus, habita también aquí.

MENELAO:
¿Qué dices? ¿Qué palabra has pronunciado? Repítela.

LA VIEJA:
La hija de Tindáreo, que vivía antes en Esparta.

MENELAO:
¿De dónde la han traído? ¿Quién entenderá esto?

LA VIEJA:
Vino de la Laconia.

MENELAO:
¿Cuándo? (Aparte). ¿Habrán arrebatado de la cueva a mi esposa?

LA VIEJA:
Antes que los griegos fuesen a Troya, ¡oh extranjero! Pero aléjate de aquí, porque reina en el palacio cierta plaga, causa de no poco desorden. A mal tiempo llegaste, porque si mi dueño te cautiva, en vez de hospitalarios dones, recibirás la muerte. Yo amo a los griegos, y no juzgues de mí por mis ásperas palabras, hijas del miedo que a mi señor tengo. (Retírase y cierra la puerta).

MENELAO:
¿Qué diré? ¿Cómo expresaré mi sorpresa? Nuevas penas vienen a aumentar las antiguas si al traer conmigo de Troya a mi esposa y dejarla segura en la cueva, habita otra de su mismo nombre en este palacio. Dijo que era hija de Zeus. ¿Habrá en las orillas del Nilo algún mortal que se llame también Zeus? Porque en el cielo no hay más que uno. ¿Hay otra Esparta en donde las bellas ondas del Eurotas reflejan las verdes cañas de sus orillas? ¡Solo se celebró a un Tindáreo! ¿Habrá también alguna tierra que se llame Lacedemonia, y otra Troya? Yo no sé qué decir. Muchos, según es de presumir, tienen en una misma región iguales nombres, y lo propio sucede a las ciudades y a las mujeres, y no por eso debemos admirarnos. Ni tampoco huiré del peligro que me indicó la esclava; no hay mortal alguno tan bárbaro que, al oír mi nombre, no aplaque mi hambre. Todos conocen el incendio de Troya, y el nombre de Menelao, su autor, no es ignorado tampoco en país alguno. Esperaré al dueño de este palacio, como me lo aconsejan dos prudentes razones: si es, en efecto, cruel, me ocultaré e iré en busca de los destrozados restos de mi nave; y si pareciese bondadoso, le pediré el auxilio que reclama mi desgracia. El único mal que me quedaba por sufrir es que, siendo rey, pida a otros reyes el sustento, pero no hay otro remedio. Sentencia es de los sabios, no mía, que nada hay tan poderoso como la necesidad. (Apártase a un lado al ver al Coro).

EL CORO:
Según he oído a la fatídica doncella que profetiza en la regia morada, Menelao aún no ha bajado al negro Erebo, ni lo cubre la tierra, sino que todavía lucha con las olas, sin poder arribar a su patria, y vive errante separado de sus amigos, y ha recorrido muchas regiones desde su salida de Troya al compás de los remos.

HELENA:
Vedme aquí; segunda vez vengo a este sepulcro, después de oír las gratas profecías de Teónoe, tan sabia en todo. Dice que mi marido ve la luz del sol, y disfruta de ella, y que después de navegar por mil mares, siempre errante, ha de llegar a Egipto, libre al fin de tantos males. Verdad es que no dijo si en caso de venir saldría de él en salvo. Yo no quise preguntárselo claramente, entregada al deleite que me causó tan dulce nueva. Y decía que no estaba lejos, habiendo naufragado con pocos amigos. ¿Cuándo te veré? ¡Cuánto he deseado tu llegada! ¡Hola! (Preséntase Menelao). ¿Quién es este? ¿Quizá algún satélite del hijo de Proteo, impío instrumento de sus insidiosas miras? ¿Me alejaré veloz de este sepulcro, como bacante o ligera yegua? Feroz es en verdad el aspecto de este que viene a robarme.

MENELAO (cortándole el paso):
Tranquilízate, ¡oh tú que corres con tanta presteza hacia este sepulcro a ofrecer ardientes libaciones!, ¿por qué huyes? ¡Cuánta es, al verte, mi admiración y mi sorpresa!

HELENA:
Que nos amenazan con violencia, ¡oh mujeres!; este hombre nos ahuyenta del sepulcro, y quiere apoderarse de mí para entregarme al tirano, cuyo himeneo detesto.

MENELAO:
No somos salteadores, ni satélites de malvados.

HELENA (apartándose):
Miserables son los vestidos que te cubren.

MENELAO:
Detén tu pie ligero, y nada temas.

HELENA (ya junto al sepulcro):
Me detengo, pues ya llegué.

MENELAO (mirándola frente a frente):
¿Quién eres? ¿A quién te semejas, ¡oh mujer!?

HELENA:
¿Y tú? Ambos preguntamos lo mismo.

MENELAO:
Nunca he visto una mujer más parecida.

HELENA:
¡Oh dioses!, pues obra vuestra es encontrar a los que amamos.

MENELAO:
¿Eres griega o egipcia?

HELENA:
Griega; pero también deseo saber cuál es tu linaje.

MENELAO:
Eres, ¡oh mujer!, lo más semejante a Helena que he visto.

HELENA:
Y tú eres para mí viva imagen de Menelao; no sé qué decir.

MENELAO:
Muy pronto has reconocido al hombre más desventurado.

HELENA (corriendo hacia él):
¡Oh tú, qué tarde llegas a los brazos de tu esposa!

MENELAO:
¿De cuál? No toques mis vestidos.

HELENA:
La que te dio Tindáreo, mi padre.

MENELAO:
¡Oh Hécate lucífera, qué gratos fantasmas nos ofreces!

HELENA:
No soy nocturna visión de Perséfone, como piensas.

MENELAO:
Positivamente sé que no tengo dos mujeres.

HELENA:
¿Pues de cuál otra eres señor?

MENELAO:
De la que está oculta en la cueva y traje de Troya.

HELENA:
Yo sola soy tu esposa.

MENELAO:
¿Pero estoy en mi juicio, o me engañan mis ojos?

HELENA:
Al mirarme, ¿no te parece verla?

MENELAO:
En el cuerpo eres semejante a ella; pero mi razón, bien serena, lo niega.

HELENA:
Reflexiona. ¿Qué necesitas para convencerte? ¿Quién mejor que tú puede saberlo?

MENELAO:
Eres igual a ella; no lo negaré.

HELENA:
¿Quién podrá probártelo como tus ojos?

MENELAO:
Mi tormento es que tengo otra.

HELENA:
Yo no fui a Troya, sino mi imagen.

MENELAO:
¿Pero quién puede crear cuerpos vivos?

HELENA:
El Éter, que te dio una esposa obra de los dioses.

MENELAO:
¿Pero qué dios la formó? Inaudito es lo que dices.

HELENA:
La artificiosa Hera, para que no me poseyese Paris.

MENELAO:
¿Y cómo habías de habitar a un tiempo aquí y en Troya?

HELENA:
Mi nombre puede estar en muchas partes, no mi cuerpo.

MENELAO:
Déjame en paz, que bastantes desdichas me afligen.

HELENA:
¿Me abandonarás, llevándote esa vana imagen?

MENELAO (haciendo ademán de irse):
Adiós, pues, porque eres semejante a Helena.

HELENA:
¡Ay de mí! ¿Encuentro a mi marido para perderlo?

MENELAO:
Los grandes males que allí sufrimos me hacen más fuerza que tus razones. (Aléjase).

HELENA:
¡Ay de mí! ¿Quién más desventurada? Los que más amo, me abandonan; nunca volveré ya a la Grecia ni a mi patria.

EL MENSAJERO (que se acerca a Menelao
desde la extremidad de la orquesta
):
¡Oh Menelao!, buscándote vengo por orden de tus compañeros, y con trabajo te hallo después de andar vagando por esta tierra bárbara.

MENELAO:
¿Qué sucede? ¿Acaso os han robado los bárbaros?

EL MENSAJERO:
¡Sorprendente maravilla!; lo que vengo a decirte es superior a toda expresión.

MENELAO:
Habla, que tu traza me anuncia alguna novedad importante.

EL MENSAJERO:
Has de saber que tus innumerables trabajos han sido infructuosos.

MENELAO:
Deploras antiguos males; pero ¿qué me anuncias de nuevo?

EL MENSAJERO:
Tu esposa se ha desvanecido en los aires, desapareciendo de la vista de los hombres, y se ocultó en el cielo, abandonando la sagrada cueva en donde la guardábamos. Solo pronunció estas palabras: «¡Oh míseros frigios y griegos, que por mi causa y por engaño de Hera habéis muerto a las orillas del Escamandro, creyendo falsamente que Paris poseyese a Helena! Yo, después de estar allí el tiempo que me convino, cumplido el fatal decreto, vuelvo al aire que me formó; infame, sin razón, es el nombre de la mísera hija de Tindáreo, libre de toda culpa». (Acércase Helena mientras habla, y al verla dice así): Salve, ¡oh hija de Leda!; ¿estabas aquí? Yo hablaba de ti como si te hubieses refugiado en los astros, ignorando que fuese tu cuerpo aéreo fantasma. No te reconvendré, pues, de nuevo por los infructuosos trabajos que Menelao y sus aliados en la guerra sufrieron junto a Ilión.

MENELAO:
Vamos, así es; tus palabras convienen con las de esta, y por lo visto son verdaderas. ¡Oh día deseado, que te vuelve otra vez a mis brazos!

HELENA:
¡Oh Menelao, el más querido de los hombres!; larga ha sido nuestra separación, pero al fin llegó la hora deseada. Alegre, ¡oh amigos!, recobro a mi esposo, y lo abrazo con cariño, después que el sol ha contemplado por tanto tiempo nuestro duelo.

MENELAO:
Y yo a ti; teniendo tanto que decirte, no sé por dónde empezar.

HELENA:
Grande es mi gozo, y parece que mis cabellos saltan de placer, y al mismo tiempo lloro; con mis brazos ciño tu cuerpo, para disfrutar de este deleite, ¡oh esposo!

MENELAO:
¡Oh momento deseado! Ya no me quejo de la fortuna; ya poseo a mi esposa, la hija de Zeus y de Leda; feliz, sí, feliz en otro tiempo, cuando te acompañaron llevando antorchas los jóvenes de blancos caballos, los hermanos gemelos; pero los dioses me abandonaron, arrebatándote de mi palacio.

HELENA:
Más feliz es mi suerte ahora que antes; por obra del cielo en bien se ha convertido tu naufragio infortunado, ¡oh esposo!, y, aunque tarde, volvemos a juntarnos; ¡ojalá que esta dicha sea duradera!

MENELAO:
Lo será, sin duda; tus deseos son los míos, como ha sido igual nuestra desventara.

HELENA:
Amigas, amigas, no deploremos nuestros antiguos males, que ya cesó mi duelo. Ya poseo, ya poseo a mi esposo, a quien esperaba, sí, a quien esperaba, a su vuelta de Troya, al cabo de muchos años.

MENELAO:
Ya me ves, y yo a ti, que he sufrido trabajos inolvidables, hasta que al fin descubrí con pena los artificios de la diosa. Mis lágrimas de alegría me consuelan más que me afligen.

HELENA:
¿Qué diré? ¿Qué mortal podría esperarlo nunca? Contra lo que pensaba, te oprimo ahora contra mi pecho.

MENELAO:
Y yo a ti, cuando creía que habías ido a la ciudad idea y atravesado las míseras murallas de Ilión. Por los dioses, ¿cómo saliste de mi palacio?

HELENA:
¡Ay, ay de mí! ¡Exordio acerbo deseas oír! ¡Ay, ay de mí! ¡Acerba narración quieres escuchar!

MENELAO:
Habla, que los beneficios de los dioses deben publicarse.

HELENA:
Contrístame, en verdad, cuanto voy a decirte.

MENELAO:
Pero dilo, sin embargo; es grato recordar los trabajos que hemos pasado.

HELENA:
No subí al tálamo de ningún joven bárbaro llevada por remo volador o en alas del deleite de ilícitos goces.

MENELAO:
¿Qué dios, qué hado te alejó de tu patria?

HELENA:
El hijo, el hijo de Zeus, ¡oh esposo!, me trajo al Nilo.

MENELAO:
Maravíllame lo que dices. ¿Quién lo envió? ¡Oh palabras inauditas!

HELENA:
Lloro, y las lágrimas humedecen mis párpados; la esposa de Zeus me perdió.

MENELAO:
¿Hera? ¿Qué males quería causarte?

HELENA:
¡Ay de mis penas, ay de las fuentes en donde se lavaron las bellas diosas antes del juicio!

MENELAO:
¿Mas por qué Hera lo convirtió en daño tuyo?

HELENA:
Para arrancarme del poder de Afrodita...

MENELAO:
¿Cómo, di?

HELENA:
Que había prometido entregarme a Paris.

MENELAO:
¡Oh desventurada!

HELENA:
¡Desventurada, desventurada! Por eso me trajo a Egipto.

MENELAO:
Y, según aseguras, en tu lugar dejó una imagen tuya.

HELENA:
¡Ay de las calamidades, ay de las calamidades de mi familia! ¡Ay de mí, madre mía!

MENELAO:
¿Qué dices?

HELENA:
Mi madre no existe; por causa mía, deshonrada por mi vergonzoso himeneo, se ahorcó en funesto lazo.

MENELAO:
¡Ay de mí! ¿Vive acaso mi hija Hermíone?

HELENA:
Sin esposo, sin hijos, ¡oh marido mío!, llora avergonzada mi fatal enlace.

MENELAO:
¡Oh Paris, que no dejaste piedra sobre piedra de mi palacio! He aquí la causa de tu ruina y de la de muchos millares de griegos, armados de bronce.

HELENA:
Un dios me separó de mi ciudad y de ti, sin apiadarse de mi pena, consagrándome al infierno, por abandonar mis lares y mi lecho en demanda de torpe himeneo, cuando verdaderamente nada de esto hice.

EL CORO:
Si en adelante os es propicia la fortuna, podrá mitigar vuestros pasados males.

EL MENSAJERO:
Déjame, ¡oh Menelao!, gozar también de este placer, aunque no entienda lo que sucede.

MENELAO:
Toma también parte en nuestro diálogo, ¡oh anciano!

EL MENSAJERO:
¿No fue causa esta de los trabajos que sufriste en Troya?

MENELAO:
No, que los dioses nos engañaban con una imagen funesta, formada de nubes.

EL MENSAJERO:
¿Qué dices? ¿Sufrimos vanamente tantas penalidades por una nube?

MENELAO:
Obra de Hera, efecto de la discordia de las tres diosas.

EL MENSAJERO:
Pero esta, mujer verdadera, ¿es acaso tu esposa?

MENELAO:
Sí; no lo dudes.

EL MENSAJERO:
¡Oh hija, qué inconstante es cierta deidad, y cómo se burla de nuestros cálculos! Cambia fácilmente, y se inclina a un lado o a otro; hace a este desgraciado, y el otro, libre en un principio de infortunios, perece después de muerte desastrosa; caprichosa es siempre para distribuir sus dones. Graves penas habéis sufrido: tú a causa de los deshonrosos rumores que acerca de ti corrieron; él arrastrado por sus bélicas inclinaciones. Y cuando más se afanaba no adelantó nada, y ahora la más feliz casualidad le ofrece gratísimo presente. No llenaste de oprobio a tu anciano padre y a los hijos de Zeus, ni hiciste lo que dijeron. Ahora recuerdo tus bodas, y las antorchas que yo llevaba junto a tu carro de cuatro caballos, cuando en compañía de tu esposo dejabas tu palacio paterno. Malo es, sin duda, el que no se interesa por la suerte de sus amos, y ni se alegra cuando son dichosos, ni llora en sus adversidades. Yo, aunque nací esclavo, cuéntome, no obstante, entre los siervos nobles, y aunque no puedo llamarme libre, lo soy por mis pensamientos. Más vale esto que en un solo hombre se junten dos males: un corazón dañado y la esclavitud que lo sujeta a sus semejantes.

MENELAO:
Anciano, que soportaste conmigo en la guerra innumerables trabajos, ahora, partícipe de mi felicidad, ve y anuncia a mis compañeros lo sucedido, y cuéntales mi próspera fortuna, y diles que permanezcan en la costa y aguarden el resultado de la lucha que, según creo, me espera; quizá nos llevemos de aquí a Helena si me ayudan, y aprovechando la ocasión, dejaremos incólumes este país bárbaro.

EL MENSAJERO:
Así se hará, ¡oh rey! Ahora comprendo cuán perjudiciales son los adivinos y cuán falsas sus profecías. No nos revelan lo futuro ni las llamas ni el canto de las aves; pura necedad de los mortales es la creencia en tales auspicios. Nada dijo Calcas, nada anunció al ejército, como lo hubiera hecho si supiera que sus amigos morían por una nube, ni tampoco Heleno, y Troya fue saqueada inútilmente. Dirás acaso que Dios no lo permitió. Pero entonces, ¿a qué consultar a los adivinos? Al sacrificar a los dioses, pidámosles lo que nos convenga, y dejémonos de oráculos, que son artificios y vanas invenciones, y nadie sin trabajar se ha enriquecido, examinando solo las llamas. La prudencia y la sensatez son los mejores adivinos.

EL CORO:
Lo mismo que este anciano pienso yo de los adivinos; los dioses nos sean propicios, y tendremos a nuestro favor la mejor de las profecías.

HELENA:
Sea, pues, enhorabuena, que hasta aquí todo va bien. Pero nada se pierde en saber cómo has venido en salvo desde Troya, y es natural que deseemos conocer las desdichas de nuestros amigos.

MENELAO:
Con una sola pregunta, y de una sola vez, quieres que te conteste a tantas cosas. ¿A qué te he de contar las calamidades que sufrí en el mar Egeo y hablarte de hogueras de Nauplio, en la Eubea, de Creta y de las ciudades de la Libia que he cruzado, y de las grutas de Perseo? Mis palabras no te satisfarían; al referirte mis trabajos los recordaría con pesar, y ahora, después de pasados, siento natural fatiga, y sin fruto alguno me afligirían dos motivos de tristeza.

HELENA:
Preferible es tu respuesta a mi pregunta. Dime tan solo, dejando lo demás, cuánto tiempo has andado errante por los mares.

MENELAO:
Además de los diez años que estuve en Troya, han pasado después otros siete.

HELENA:
¡Ay dioses! Largo tiempo es, ¡oh desventurado! Y allí te salvaste, y ahora vienes a morir.

MENELAO:
¿Qué es eso? ¿Qué dices? ¡Tú me has perdido, mujer!

HELENA:
Te dará muerte el dueño de este palacio.

MENELAO:
¿Pues qué delito he cometido para merecerla?

HELENA:
Has venido a contrariar sus deseos y a impedir mi enlace.

MENELAO:
¿Pues quién desea contraerlo con mi mujer?

HELENA:
Y afligirme con nueva afrenta.

MENELAO:
¿Algún particular poderoso, o el soberano de este país?

HELENA:
El hijo de Proteo, que aquí reina.

MENELAO:
Vamos, ya comprendo el enigma de aquella esclava.

HELENA:
¿A qué puerta bárbara te acercaste?

MENELAO:
A esta, y de ella me rechazaron como a un pordiosero.

HELENA:
¿Pedías acaso que socorriesen tu necesidad? ¡Oh desventurada de mí!

MENELAO:
Así era, en efecto; pero sin llevar ese nombre de mendigo.

HELENA:
¿Luego, según parece, sabes cuanto ocurre acerca de mi himeneo?

MENELAO:
Lo sé; pero ignoro si has procurado evitarlo.

HELENA:
No dudes que mi tálamo te aguarda intacto.

MENELAO:
¿Cómo lo probarás? Grato es lo que dices, siendo cierto.

HELENA:
¿Ves mi asilo, cerca de este sepulcro?

MENELAO:
Veo, desventurada, este lecho en tierra; pero ¿qué tiene de común contigo?

HELENA:
Aquí venía yo suplicante a pedir que el cielo me librase de esas nupcias.

MENELAO:
¿Sin haber ara en él? ¿Es esa la costumbre de los bárbaros?

HELENA:
Este sepulcro nos protege, como si fuese un templo de los dioses.

MENELAO:
¿Y no podré llevarte a mi patria?

HELENA:
En vez de un lecho, te espera homicida cuchilla.

MENELAO:
Soy, pues, el mortal más desdichado.

HELENA:
No te desanimes, sino huye de esta tierra.

MENELAO:
¿Abandonándote? Por ti derribé a Troya.

HELENA:
Más te conviene huir que perder la vida por ser mi esposo.

MENELAO:
Como cobarde me aconsejas lo que es indigno del destructor de Ilión.

HELENA:
No puedes matar al rey, como quizá deseas.

MENELAO:
¿Es acaso su cuerpo invulnerable al hierro?

HELENA:
Lo sabrás. Acometer imposibles no es de hombre prudente.

MENELAO:
¿Entregaré callado mis manos a las esposas que han de sujetarlas?

HELENA:
Ahora no sabes qué hacer. Es preciso inventar algún artificio.

MENELAO:
Es más glorioso morir después de ejecutar alguna hazaña, que sin hacer nada.

HELENA:
Una sola esperanza hay de salvarnos.

MENELAO:
¿Recurriendo al soborno, a la audacia, o a la persuasión?

HELENA:
Si el rey ignora que has venido...

MENELAO:
¿Quién me ha de descubrir? Seguramente no sabrá quién soy.

HELENA:
Allá dentro le auxilia alguna semejante a los dioses.

MENELAO:
¿Algún oráculo?

HELENA:
No, una hermana; llámanla Teónoe.

MENELAO:
Fatídico es el nombre; pero dime, ¿qué he de hacer?

HELENA:
Todo lo sabe, y revelará a su hermano tu llegada.

MENELAO:
Moriremos, porque no es posible ocultarme.

HELENA:
A no ser que a fuerza de súplicas logremos persuadirla...

MENELAO:
¿Qué? ¿Qué esperanza me dejas entrever?

HELENA:
Que nada anuncie a su hermano de lo ocurrido.

MENELAO:
Y si la persuadiéramos, ¿podríamos dejar este país?

HELENA:
Fácilmente, si ella nos ayuda, pues ocultárselo es imposible.

MENELAO:
A ti te toca esto, porque las mujeres se avienen bien unas con otras.

HELENA:
No dejaré, sin duda, de abrazar sus rodillas.

MENELAO:
¿Y si no aprueba nuestro proyecto?

HELENA:
Tú morirás, y yo, desdichada, me casaré con él a la fuerza.

MENELAO:
Tú me vendes; esa violencia es un pretexto.

HELENA:
Lo juro por tu cabeza: el más santo juramento.

MENELAO:
¿Qué dices? ¿Que morirás tú y no contraerás nuevas nupcias?

HELENA:
A ambos nos matará la misma cuchilla, y después yaceré a tu lado.

MENELAO:
Toca entonces mi diestra.

HELENA:
Tócola, pues, y te juro que, muerto, dejaré también la luz.

MENELAO:
Y yo, sin ti, acabaré mi vida.

HELENA:
¿Y cómo moriremos gloriosa muerte?

MENELAO:
Después de inmolarte en este sepulcro, me suicidaré. Mas primeramente acometeremos por tu posesión peligrosa lucha. Acérquese quienquiera, no ajaré la gloria ganada en Troya, ni volveré a la Grecia para servir de mofa, ya que Tetis perdió por mi causa su hijo Aquiles, y presencié la muerte de Áyax Telamonio, y vi sin hijo al que engendró Neleo. Después de esto, ¿no osaré morir por mi esposa? Sí, sin duda, porque si son sabios los dioses, cubrirán de leve tierra el sepulcro del varón esforzado que muera a manos de sus enemigos, pues en el duro suelo echan sobre los cobardes pesada carga.

EL CORO:
¡Oh dioses, que alguna vez sea afortunado el linaje Tantáleo, y se vea libre de males!

HELENA:
¡Desventurada de mí! ¡Funesta es mi suerte, oh Menelao! Todo se acabó para nosotros. Del palacio sale la fatídica Teónoe. La puerta suena, las barras crujen; huye. Pero ¿a qué huir? Ya esté ausente, ya presente, sabe que has llegado. ¡Oh infeliz de mí, cuán cierta es mi muerte! Lejos ya de Troya y de los bárbaros, por segunda vez te amenazan bárbaras espadas.

TEÓNOE (que sale del palacio, precedida
de dos esclavas con antorchas
):
Precédeme tú, llevando la brillante luz de las antorchas, y purifica con azufre el aire, como manda la religión, para que aspiremos las auras puras del cielo. Que la llama lustral alumbre el sendero, por si alguno lo ha hollado, profanándolo con su pie impío, y sacude la antorcha ardiente antes que yo pase; y observando el rito que me han enseñado los dioses, llevad otra vez el fuego al hogar doméstico. (Volviéndose hacia Helena). ¿Qué hay, Helena? ¿Qué dices de mis vaticinios? Vino al fin tu esposo Menelao: este es, sin sus naves y sin tu imagen. (A Menelao). ¡Oh desventurado!, de cuántos trabajos te libra tu venida, y no sabes si volverás a tu patria o si te quedarás aquí; causa de discordia eres entre los dioses, y hoy mismo, en presencia de Zeus, celebrarán consejo para decidir de tu suerte. Hera, hasta ahora tu enemiga, te ama ya, y quiere que vuelvas a Esparta con Helena, para que sepa la Grecia que fueron falsas las nupcias de Alejandro, don de Afrodita. Esta diosa se opone a vuestro regreso, temiendo duras reconvenciones, no se crea que ganó la palma de la belleza por la promesa que hizo a Paris de casarlo con Helena. En mi mano está la postrera resolución de este asunto, ya perdiéndote, como Afrodita desea, si digo a mi hermano que estás aquí, ya salvándote la vida, si me inclino al parecer de Hera y lo oculto a mi hermano, que me ordenó participarle tu venida. ¿Quién irá a anunciarle a Teoclímeno que está aquí Menelao, para librarme de responsabilidad?

HELENA:
¡Oh virgen!, suplicante caigo a tus rodillas, y en tan humilde postura permaneceré impetrando tu gracia en nuestro favor, puesto que apenas encuentro a mi esposo cuando lo veo en peligro de muerte; no reveles a Teoclímeno su llegada a mis brazos, que tanto le aman; sálvalo, que te lo pido suplicante; por tu hermano no faltes a tu piedad, conciliándote su amor mala e injustamente. Dios odia la violencia, y nos manda que conservemos cuanto nos pertenezca, prohibiéndote el empleo de la fuerza. De todos los hombres es la tierra y el cielo, y conviene que los poderosos no se apropien lo ajeno, ni tampoco lo arrebaten. Hermes, por orden divina, pero con harta desdicha mía, me confió a tu padre, encargándole que me guardase para este esposo que ha venido ahora, ávido de recobrarme. ¿Cómo podrá lograrlo si muere? ¿Cómo me entregará viva al que no existe? Piensa, pues, en lo que debes al divino numen y a la religiosa memoria de tu padre, y si Hermes y él han de devolver o no ajeno depósito. Yo, en verdad, creo que sí. No ha de ser preferido tu hermano inicuo a tu honrado padre. Porque siendo tú profetisa, y creyendo en los dioses, te olvidas de la gloriosa justicia de tu padre por congraciarte con tu injusto hermano. Te deshonrarás si conociendo todas las cosas divinas, y cuánto es y no es, ignoras lo que es justo. Líbrame, pues, de los malos que me afligen, compadeciéndote de mi desdicha; no hay mortal que no aborrezca a Helena, a la que en Grecia fue infiel a su marido y habitó después en el opulento palacio de los frigios. Si vuelvo a mi patria y otra vez entro en Esparta y saben que han sido víctimas de los artificios de las diosas, y que yo no falté a mis amigos, me devolverán mi honesta fama, casaré a mi hija, virgen ahora, y tranquila y dichosa gozaré de mis riquezas. Si Menelao hubiese muerto y el fuego de la pira lo consumiera, ausente y separada de él siempre lo lloraría; pero ¿me lo arrebatarán ahora, vivo y en salvo? Que no sea así, ¡oh virgen!, yo te lo ruego; de todo corazón te suplico que me concedas esta gracia, y que imites al piadoso Proteo: es en los hijos la mayor gloria, si nacieron de padres buenos, imitar las costumbres de los autores de sus días.

EL CORO:
Digna eres tú de lástima, y a compasión mueven tus palabras; pero deseo oír a Menelao defendiendo su vida.

MENELAO:
No me es posible caer a tus rodillas, ni humedecer con lágrimas mis párpados; disminuiría muy mucho la gloria que gané en Troya, si mostrase timidez, aunque, según dicen, es de nobles corazones llorar en la adversidad. Pero nunca lo haré, decoroso y todo como es, en desdoro de mi fortaleza. Pero si te place libertar a un extranjero que con derecho quiere recuperar a su esposa, devuélvemela y sálvame además; si así no piensas, por grande que sea mi desdicha presente, igual a las pasadas, tú parecerás siempre mujer injusta. Diré, pues, a este monumento lo que es digno de mí, lo que creo justo y lo que tocará tu corazón, recurriendo a tu padre: «¡Oh anciano!, que habitas en este sepulcro de dura piedra, dame mi esposa, que yo te la pido, la que te entregó Zeus en depósito, para que me la guardases. Sé que, muerto, no me la devolverás jamás; pero tu hija no sufrirá que se invoque vanamente a su padre, que yace bajo la tierra, y que se aje su fama, en vida tan gloriosa; en su mano está el hacerlo. ¡Oh infernal Hades!, también imploro tu auxilio, ya que por causa de Helena recibiste a tantos en tu reino que murieron al filo de mi espada, y fueron tu recompensa: o restitúyelos la vida, u obliga a Teónoe a devolverme mi esposa, si su poder no ha de superar al de su piadoso padre». Si me arrebatáis a Helena, os expondré las razones que ha callado ella. Un juramento me obliga, ¡oh virgen!, a pelear primero con tu hermano, y él o yo hemos de morir; nada hay más sencillo. Y si no nos encontramos uno frente a otro, y el hambre nos sitia, mientras yacemos suplicantes en este túmulo, he resuelto matar a esta y hundir después mi espada de dos filos en mis entrañas, para que corra dentro la sangre y ambos muramos sobre sus pulimentadas piedras, que serán testimonio de perpetuo dolor para ti y de la deshonra de tu padre. Ni tu hermano ni otro alguno se casará nunca con ella, que yo me la llevaré, ya que no a mi patria, al menos a los infiernos. Pero ¿por qué digo esto? Si femenil molicie me hiciera derramar lágrimas, sería más digno de lástima que haciendo alarde de mi entereza. Mata, pues, si lo deseas, que no será sin gloria mía; o, más bien, sigue mi consejo, para que seas justa, y yo recibiré a mi esposa.

EL CORO:
En tu mano está, ¡oh doncella!, decidir esta contienda. Falla, pues, y contenta a todos.

TEÓNOE:
Amo la piedad por natural inclinación, no por la fuerza, y no me olvido de mí misma, y no mancharé la gloria de mi padre ni obtendré el favor de mi hermano llenándome de ignominia. Por naturaleza tributo a la justicia el más respetuoso culto, y ya que heredé de Nereo don inestimable, intentaré salvar a Menelao. Hera desea favorecerte, y yo seguiré su dictamen; séame propicia Ciprina, aunque nunca me ha servido, pues quiero permanecer siempre virgen. Respecto a la invocación que hiciste a este sepulcro de mi padre, pienso como tú; obraré injustamente si no te la devuelvo, que él, si viviera, te la entregaría para que la poseyeses, porque en el infierno y en el cielo hay una justicia que venga las maldades de todos los hombres. El alma de los que mueren, propiamente no vive si no siente su inmortalidad cuando camina en alas del sempiterno Éter. Para acabar en pocas palabras, accederé a tu súplica, guardando silencio, y no ayudaré a mi hermano en su necio empeño. Aunque no lo parezca, es un verdadero beneficio borrar su impiedad y traerlo al buen sendero. Buscad, pues, vosotros el medio de resolver estas dificultades; yo me retiro, y os prometo callarme. Pero comenzad vuestra obra suplicando a los dioses, y especialmente a Afrodita, que os deje volver a vuestra patria, y rogad a Hera que persista en su propósito de salvaros. A ti, ¡oh mi difunto padre!, jamás llamarán impío habiendo sido piadoso. (Entra en el palacio).

EL CORO:
Nunca fue el injusto afortunado; solo en la justicia hay esperanza de salud.

HELENA:
Nos salvamos en cuanto depende de esta virgen. Menester es ahora que veamos el medio de librarnos de estos males.

MENELAO:
Oye, pues, tú que has estado largo tiempo en este palacio y has vivido con los servidores del rey.

HELENA:
¿Por qué lo dices? Me infundes alguna esperanza que podrás hacer algo en nuestro provecho.

MENELAO:
¿Podrías persuadir a alguno de los que tienen cuadrigas que nos diese una?

HELENA:
Sí. Pero ¿cómo hemos de huir no conociendo estos campos y tierras bárbaras?

MENELAO:
¿Dices que es imposible? ¿Y si ocultándome en el palacio mato al rey con esta cuchilla de dos filos?

HELENA:
No lo sufriría su hermana, ni se callaría tampoco, sabiendo que intentabas matarlo.

MENELAO:
Ni aun nave tenemos en donde huir, en el mar está la única que poseíamos.

HELENA:
Óyeme, si es que la mujer puede hablar con prudencia. ¿Quieres fingirte muerto?

MENELAO:
De mal agüero es eso; pero si hemos de ganar algo, preparado estoy a morir de esa manera, no en realidad.

HELENA:
Y yo golpearé mis mejillas delante de ese rey impío, y cortaré mis cabellos y me lamentaré amargamente.

MENELAO:
¿Y de que nos servirá? Algo callas.

HELENA:
Pediré licencia al tirano para ocultarte en un cenotafio, como si hubieses muerto en la mar.

MENELAO:
Supongamos que la concede. ¿Cómo nos escaparemos sin nave, si depositas mi cuerpo en un cenotafio?

HELENA:
Le rogaré que me conceda una, en la cual llevaremos tus fúnebres galas para lanzarlas a las olas del mar.

MENELAO:
¡Qué bien me parece! El único inconveniente que se me ocurre, es que si manda que me sepultes en tierra es inútil tu invención.

HELENA:
Pero diremos que en Grecia no es costumbre sepultar en la tierra a los que perecieron en la mar.

MENELAO:
También apruebo esto. ¿Y yo navegaré contigo, y en la misma nave irán mis fúnebres galas para arrojarlas a la mar?

HELENA:
Es necesario que subas en ella cuanto antes con tus compañeros de navegación que se libraron del naufragio.

MENELAO:
Y cuando me embarque, echada el áncora, cada griego, armado de su espada, podrá atacar a nuestros enemigos.

HELENA:
A ti te toca esto: que los vientos nos sean después favorables para llenar nuestras velas y dirigir nuestro rumbo.

MENELAO:
Basta ya; los dioses pondrán término a mis sufrimientos. Pero ¿cómo dirás que supiste mi muerte?

HELENA:
Diré que de ti la supe; tú fingirás que eres el único que se ha salvado cuando navegabas con el hijo de Atreo, y que lo viste morir.

MENELAO:
Y al contemplar estos harapos que cubren mi cuerpo, restos del naufragio, quedará más convencido.

HELENA:
A propósito vinieron; lástima ha sido que se perdieran tus vestidos; pero acaso este mal redundará en beneficio nuestro.

MENELAO:
¿He de entrar contigo en el palacio, o permaneceremos en este sepulcro?

HELENA:
Quédate aquí, porque si emplea contra ti la fuerza, este sepulcro y tu espada podrán defenderte. Yo entraré en el palacio, y cortaré antes mis cabellos, y en vez de vestidos blancos me los pondré negros, y con mis manos llenaré de sangre mis mejillas. Grande es el peligro, y resultará una de dos cosas: o moriré si descubren nuestro artificio, o volveré a mi patria, salvándote. ¡Oh Hera veneranda! que yaces en el lecho de Zeus, protege a dos desdichados que te lo ruegan tendiendo sus brazos al cielo, en donde habitas entre sus espléndidos astros. Y tú, Afrodita, que obtuviste la palma de la belleza al precio de mis nupcias, no me pierdas. Bastante daño me has hecho ya, dando a los bárbaros mi nombre, no mi cuerpo. Si quieres que muera, que sea en mi patria. ¿Nunca te compadecerás de los míseros mortales, olvidándote de amores, artificios y engaños, manantial de sangre que brota del seno de las familias, seducidas por tus dulces atractivos? Si te moderases serías la diosa más amada de los hombres. Nada más diré. (Vase).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Ruiseñor de triste canto, rey de las aves cantoras, que revuelas gozoso en las umbrías arboledas habitadas por las musas; ven a acompañar mis lamentaciones y modula tus trinos con tu garganta, recordando los trabajos de la mísera Helena y las desdichas deplorables de los hijos de Troya, vencidos por las lanzas griegas, cuando guiado por Afrodita vino Paris, tu infausto esposo, ¡oh Helena!, turbando la mar con bárbaros remeros, y llevándose de Lacedemonia la compañera de Menelao, tan funesta a los hijos de Príamo.

Antístrofa 1.ª — Muchos aqueos sufrieron dolorosa muerte, ya atravesados por la lanza, ya heridos por las piedras, obligando a cortar sus cabellos a sus esposas, que desde entonces yacen viudas en solitario hogar. A muchos perdió también el marino que usa un solo remo y alumbra con luz ardiente la isla de Eubea, encendiendo luminar engañoso, y arrastrándolos a las rocas Cafereas o a las costas del mar Egeo. Funestos fueron los montes sin hospitalarios puertos, cuando el soplo de las tempestades llevó a Menelao lejos de su patria, acompañado de bellísimo portento, vestido a la bárbara usanza, causa de contienda entre los griegos, sagrada imagen que formó Hera de la niebla.

Estrofa 2.ª — ¿Qué hombre de los que investigan la razón de todo podrá afirmar que hay dioses o que no los hay, viéndolos girar en todos sentidos por los accidentes más imprevistos? Tú, ¡oh Helena!, hija de Zeus que transformado en ave te engendró en el seno de Leda, infame has sido en la Grecia, que te llama deshonesta, traidora, pérfida e impía, y al fin no sé lo que creerán los hombres. Pero la palabra de los dioses ha sido para mí verdadera.

Antístrofa 2.ª — Insensatos sois cuantos ansiáis bélica gloria, dirimiendo neciamente las míseras contiendas humanas con la punta de la guerrera lanza. Si ha de resolverlas lucha sangrienta, nunca huirá la discordia de las ciudades. También invadió los lechos nupciales de la tierra de Príamo, cuando por medios pacíficos hubiesen podido arreglar sus encontradas pretensiones acerca de tu posesión, ¡oh Helena! En el Orco yacen ahora los troyanos, y la llama arrasó, cual rayo de Zeus, las murallas, y unas desdichas siguen a otras, y nunca cesan las calamidades que afligen a los míseros troyanos. (Mientras canta el Coro, Menelao se esconde detrás del sepulcro de Proteo. Así permanece oculto a la vista de Teoclímeno, que llega del campo acompañado de monteros y perros).

TEOCLÍMENO:
Salve, sepulcro de mi padre: a la puerta de mi palacio te sepulté, ¡oh Proteo!, atento solo a mi salvación, y siempre tu hijo Teoclímeno, cuando sale o entra en él, te saluda respetuosamente, ¡oh padre mío! Vosotros, servidores, llevad a la regia estancia los perros y las redes de las fieras. Muchas veces me he arrepentido de no castigar a los malvados con la muerte. Y ahora poco supe que cierto griego había arribado públicamente a esta costa y engañado a los espías, ya él también lo sea, ya trate de robar a Helena; pero morirá si cae en mis manos. ¡Hola! Ya, según parece, ha realizado su propósito, porque, abandonando el sepulcro, la hija de Tindáreo ha huido en alguna nave de este país. Eh, servidores, abrid las puertas, desatad los caballos y sacad los carros, para que en cuanto pueda no me engañen, arrebatándome la esposa que deseo. (Sale Helena del palacio vestida de luto, cortados los cabellos y derramando lágrimas). Pero no os mováis, que en el palacio está la que vamos a perseguir, y no ha huido. ¡Hola! ¿Por qué te vistes de negro, no de blanco, y has cortado con el hierro los cabellos de tu bella cabeza y lloras, regando tus mejillas lágrimas abundantes? ¿Te hacen gemir nocturnos sueños o la fama te ha traído triste nueva, llenándote de aflicción?

HELENA:
¡Oh señor!, que ya te debo llamar así, muerta soy. Completa es mi ruina, todo se acabó ya para mí.

TEOCLÍMENO:
¿Qué calamidad te aqueja? ¿Qué ha ocurrido?

HELENA:
Menelao, ¡ay de mí!, ¿cómo lo diré?, ha muerto.

TEOCLÍMENO:
No creas que me alegra esa noticia, aunque por otra parte me haga feliz. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo dijo acaso Teónoe?

HELENA:
Ella me lo dijo, y además quien presenció su muerte.

TEOCLÍMENO:
¿Ha llegado acaso alguno que lo anuncie con toda certeza?

HELENA:
Sí, y ojalá que se presente como yo deseo.

TEOCLÍMENO:
¿Quién es? ¿En dónde está? Quiero saberlo con seguridad.

HELENA:
El que se sienta trémulo cerca de este monumento. (Aparece entonces Menelao).

TEOCLÍMENO:
¡Oh Apolo!, y qué traza tan miserable es la tuya.

HELENA:
¡Ay de mí! Paréceme que veo a mi marido.

TEOCLÍMENO:
¿Cuál es la patria de este hombre y de dónde viene?

HELENA:
Es griego, y uno de los aqueos que navegaban con mi esposo.

TEOCLÍMENO:
¿Y dice cómo pereció Menelao?

HELENA:
Del modo más deplorable, en las húmedas ondas del mar.

TEOCLÍMENO:
¿En qué paraje bárbaro navegaba?

HELENA:
La tempestad le arrojó contra los escollos inaccesibles de la Libia.

TEOCLÍMENO:
Y estando en la misma nave de Menelao, ¿cómo no pereció también?

HELENA:
A veces los malos son más afortunados que los buenos.

TEOCLÍMENO:
Y el recién venido, ¿en dónde dejó los restos de la nave?

HELENA:
En donde valiera más que hubiese muerto, en vez de Menelao.

TEOCLÍMENO:
Murió, pues. ¿Qué buque ha traído a ese mensajero?

HELENA:
Según dice, lo recogió uno que sobrevino en el momento del naufragio.

TEOCLÍMENO:
¿Y qué se hizo de la calamidad que en tu lugar estuvo en Troya?

HELENA:
¿Aludes a mi vaporosa imagen? Se desvaneció en el aire.

TEOCLÍMENO:
¡Oh Príamo y míseros troyanos, cuán vanamente perecisteis!

HELENA:
Víctima soy también de las desdichas de los troyanos.

TEOCLÍMENO:
¿Dejó insepulto a tu marido, o lo enterró?

HELENA:
Dejolo insepulto. ¡Ay de mi desventura, ay de mis males!

TEOCLÍMENO:
¿Y por eso cortaste los rizos de tu blonda cabellera?

HELENA:
Ámolo siempre, aunque yazga en los infiernos.

TEOCLÍMENO:
¿Y es verdad que deploras esta desdicha?

HELENA:
¿Es fácil acaso ocultarla a tu hermana?

TEOCLÍMENO:
De ninguna manera. Y después de esto, ¿continuarás habitando en este sepulcro?

HELENA:
¿Por qué me mortificas con preguntas y ni aun a los muertos respetas?

TEOCLÍMENO:
Fiel eres, sin duda, a tu esposo, negándote siempre a acceder a mis deseos.

HELENA:
Pero ya no; dueño eres de mi mano.

TEOCLÍMENO:
Tarde has consentido, y sin embargo lo apruebo.

HELENA:
¿Sabes lo que has de hacer? Olvidémonos de lo pasado.

TEOCLÍMENO:
¿Bajo qué condición? Un favor se paga con otro.

HELENA:
Hagamos las paces; roconcíliate conmigo.

TEOCLÍMENO:
Desaparezca, pues, mi indignación contra ti, y que el viento la lleve.

HELENA (arrojándose a sus pies):
Por estas rodillas te ruego, ya que me amas...

TEOCLÍMENO:
¿Qué deseas, suplicándome así?

HELENA:
Que me dejes sepultar a mi difunto esposo.

TEOCLÍMENO:
¿Cómo, pues? ¿Se sepulta a los ausentes? ¿Enterrarás acaso una sombra?

HELENA:
Es costumbre entre los griegos, si alguno muere en la mar...

TEOCLÍMENO:
¿Qué se hace? Astutos son los Pelópidas en tales ocasiones.

HELENA:
Sepultar el vacío tejido de un peplo.

TEOCLÍMENO:
Celebra sus funerales; levántale un túmulo en el campo, en donde quisieres.

HELENA:
No sepultamos así a los navegantes que murieron.

TEOCLÍMENO:
¿Cómo, pues? Ignoro los ritos funerarios de los griegos.

HELENA:
Lanzamos al mar cuanto se consagra al muerto.

TEOCLÍMENO:
¿Qué quieres, pues, que te conceda en su favor?

HELENA:
No lo sé. (Mirando a Menelao). Nuevo es para mí todo, habiendo sido antes feliz.

TEOCLÍMENO:
¡Oh extranjero!, grata nueva has anunciado.

MENELAO:
No para mí, al menos, ni tampoco para el difunto.

TEOCLÍMENO:
¿Cómo sepultáis a los muertos que perecieron en la mar?

MENELAO:
Con arreglo a la fortuna de cada uno.

TEOCLÍMENO:
No repares en gastos y di lo que quieras, que lo conseguirás, si algo vale mi amor a Helena.

MENELAO:
Primeramente se les ofrecen libaciones de sangre.

TEOCLÍMENO:
¿Sangre de qué? Dilo, que se te facilitará cuanto quieras.

MENELAO:
Manda tú lo que mejor te parezca; bastará lo que dieres.

TEOCLÍMENO:
Entre los bárbaros se acostumbra inmolar un caballo o un toro.

MENELAO:
Pero no nos hagas algún presente que sea de poco valor.

TEOCLÍMENO:
En mis numerosos rebaños no escasean nobles víctimas.

MENELAO:
Y se lleva un lecho preparado, por supuesto sin el cadáver.

TEOCLÍMENO:
Se cumplirán tus deseos. ¿Y qué otra cosa falta con arreglo a vuestros ritos?

MENELAO:
Bronceadas armas, porque era aficionado a ellas.

TEOCLÍMENO:
Dignas del hijo de Pélope serán las que te demos.

MENELAO:
Y además cuantas bellas flores produzca la tierra.

TEOCLÍMENO:
¿Y para qué? ¿De qué manera arrojáis a la mar todo esto?

MENELAO:
Necesitamos una nave con sus remeros.

TEOCLÍMENO:
¿Y a qué distancia se ha de alejar de la tierra?

MENELAO:
Apenas se han de ver desde la orilla las ondas que la cerquen.

TEOCLÍMENO:
¿Con qué objeto? ¿Quién instituyó entre los griegos esta costumbre?

MENELAO:
Para que las ofrendas no sean rechazadas por las olas contra la costa.

TEOCLÍMENO:
Pondré a vuestra disposición ligera nave fenicia.

MENELAO:
Basta esto, y lo agradecerá Menelao.

TEOCLÍMENO:
¿Y puedes hacerlo sin el concurso de Helena?

MENELAO:
Al contrario, ha de presidir la madre, la esposa o los hijos.

TEOCLÍMENO:
¿Ella, pues, según dices, ha de celebrar las exequias de su marido?

MENELAO:
Piadosa obligación es para los justos no defraudar las legítimas esperanzas de los muertos.

TEOCLÍMENO:
Así sea. Interésame que sea piadosa la compañera de mi lecho. Iré, pues, al palacio y enviaré las fúnebres galas; y cuando te vayas, no será con las manos vacías, si en algo estimo el favor que Helena me dispensa. Por haberme traído tan fausta nueva, recibirás, en vez de tus sórdidos harapos, un nuevo traje y abundantes provisiones, para que puedas volver a tu patria, ya que tu estado es tan miserable. Tú, ¡oh desventurada!, no te atormentes deplorando una desgracia irreparable. Se ha cumplido el destino de Menelao, y muerto ya, no puede resucitar.

MENELAO (a Helena):
Deber tuyo es, ¡oh joven!, amar a tu esposo mientras exista, y cuando muera no acordarte de él; paréceme lo mejor que puedes hacer ahora. Si llego con felicidad a la Grecia, lavaré tu antigua mancha, si, como espero, te comportas cual debes con tu marido.

HELENA:
No lo dudes; no podrá quejarse, como tú mismo has de ver. Pero entra, ¡oh desventurado!, lávate y deja esos harapos. No tardaré en probarte mi bondad. Con más afición harás a mi querido Menelao sus exequias, si de nosotros consigues lo que mereces. (Vanse los tres).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — La rústica madre de los dioses recorrió en otro tiempo con pies ligeros los agrestes bosques, y atravesó las corrientes de los ríos, y las ondas del mar que resuena gravemente buscando a su perdida hija, que no debemos nombrar, mientras las báquicas campanillas se agitaban con ruido, y al carro de la diosa, tirado por fieras, acompañaban ágiles doncellas, en busca de la que fue arrebatada de los coros virginales, y Artemisa, armada de sus saetas, y Palas, de semblante adusto, empuñando la lanza. Pero Zeus, mirándolas desde el cielo...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
otra cosa decretaba.

Antístrofa 1.ª — Cuando después de vagar incesante descansó de sus trabajos la afligida madre y supo el pérfido rapto de su hija, tan difícil de hallar, recorrió las nevadas rocas de las ninfas del Ida, y se arrojó llorosa sobre los peñascos cubiertos de nieve; y como el arado no surcaba los campos, nada producían para los mortales, y el hambre azotaba a los pueblos; no brotaba lozana y abundante hierba, alegre pasto de los ganados; faltó el alimento a las ciudades, cesaron los sacrificios a los dioses, las ardientes libaciones no regaban las aras y de las húmedas fuentes no manaban límpidas aguas; anunciaba todo el dolor que sentía por la pérdida de su hija.

Estrofa 2.ª — Cuando los dioses y el linaje humano llegaron a carecer de su ordinario sustento, Zeus, para aplacar la ira funesta de la triste madre, dijo: «Andad, Gracias venerandas, id a desvanecer con vuestro canto la aflicción de Deméter, airada por el rapto de su hija, y vosotras, Musas, cantad himnos en vuestro coro». Afrodita, la más bella de los bienaventurados, tocó primero la resonante trompeta, y tomó el tambor, cubierto de piel, y sonrió la diosa, y cogió en sus manos la flauta de sonido grave, deleitándose con sus modulaciones.

Antístrofa 2.ª — (A Helena). Y te olvidaste, orgullosa, de celebrar en tu aposento tan santa fiesta, e incurriste en la cólera de la divina madre, ¡oh hija!, no sacrificando a los dioses. Mucho pueden, en verdad, las pieles de los manchados cervatillos, y las sagradas férulas, y las fuentes ceñidas de hiedra, y las ondulaciones que en el aire imprimen las campanillas dispuestas en círculo, y la cabellera desordenada de las bacantes, y las fiestas nocturnas de la diosa ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Pero solo te envanecías con tu hermosura.

HELENA (que sale del palacio con Menelao, ya armado):
Todo va bien en el palacio, ¡oh amigas! La hija de Proteo, que favorece nuestro engaño, interrogada por su hermano acerca de la muerte de mi marido, que estaba presente, no lo ha descubierto; al contrario, dijo que había muerto y que ya no veía la luz. Muy importante es para mi esposo tan oportuno beneficio; lleva las armas, que debe lanzar al mar, y embrazando el escudo con siniestra mano, y empuñando con la diestra la lanza, se prepara a celebrar conmigo tan gratos funerales. No esquivará así la pelea, y triunfará de innumerables bárbaros cuando entremos en la nave, armada de numerosos remos. Ya dejó los vestidos de náufrago y se puso otros, y yo misma le ayudé a lavarse en agua de río, después de tanto tiempo. Pero debo callar, porque sale del palacio quien se lisonjea de celebrar conmigo en breve su himeneo; ruégote (Al Coro) que me pruebes tu afecto, y que cierres tus labios, si es posible, para que todos nos salvemos.

TEOCLÍMENO:
Adelantaos en buen orden, servidores, a celebrar las marinas exequias, como ha dispuesto el extranjero. Tú, Helena, obedéceme, si no te desagrada mi consejo; quédate aquí; lo mismo honrarás a tu marido presente que ausente. Temo que tu aflicción y tristes recuerdos te trastornen lo bastante para que te precipites también a las olas del mar; aunque no asistas a esa ceremonia, lo llorarás, sin embargo, cuanto quieras.

HELENA:
¡Oh ínclito esposo mío!, necesario es que yo honre al primero que visitó mi lecho nupcial tan grande es mi amor a él, que quisiera morir también. Pero ¿de qué servirá? Déjame, pues, que vaya y que celebre sus exequias. Que los dioses te concedan lo que deseo, y a este extranjero que ahora nos ayuda. Y en el palacio seré para ti tan buena esposa como anhelas, por los beneficios que a Menelao y a mí dispensas. Parece que la fortuna protege estos funerales; pero manda que nos entreguen la nave en que hemos de llevarlo todo, para que el favor sea completo.

TEOCLÍMENO (a uno de sus servidores):
Ve tú y dales una nave sidónica de cincuenta remos, con los necesarios remeros.

HELENA:
¿Pero no manejará el timón el que ha dispuesto los funerales?

TEOCLÍMENO:
Sin duda, y lo obedecerán mis marineros.

HELENA:
Repite, pues, tus órdenes con toda claridad.

TEOCLÍMENO:
Lo mandaré dos y hasta tres veces, si quieres.

HELENA:
Que seas feliz y que el mejor éxito corone mis proyectos.

TEOCLÍMENO:
No llores demasiado, que marchitarás tu belleza.

HELENA:
Hoy sabrás hasta dónde llega mi gratitud.

TEOCLÍMENO:
Vano trabajo nos tomamos por los muertos.

HELENA:
Aquí y allí hay algunos a quienes aludo.

TEOCLÍMENO:
En mí tendrás un esposo en nada inferior a Menelao.

HELENA:
Exento estás de culpa; solo falta que me proteja la fortuna.

TEOCLÍMENO:
De ti dependo, si me amas.

HELENA:
Hace ya tiempo que aprendí a estimar a los amigos.

TEOCLÍMENO:
¿Quieres, acaso, que yo te acompañe y gobierne la nave?

HELENA:
No, rey, que no has de servir a tus esclavos.

TEOCLÍMENO:
Ea, pues, olvidemos ya los ritos de los hijos de Pélope; puro está nuestro palacio, pues Menelao no expiró en él. Anuncíese a mis sátrapas que me traigan presentes nupciales; conviene que en todo mi reino resuenen faustos epitalamios por mi himeneo con Helena, y que celebre mi dicha. Vete, extranjero, y cuando abandonares en los brazos de la mar al primer esposo de esta, vuelve pronto a mi palacio con Helena para solemnizar mis bodas, ya regreses luego a tu patria, ya prefieras quedarte con nosotros y ser feliz. (Retírase).

MENELAO:
¡Oh Zeus!, llamado padre y dios sabio, míranos y líbranos de nuestros males, y ayúdanos diligente, ya que hasta ahora arrastro penosa cadena de males. Basta que nos toque tu dedo, y alcanzaremos la dicha que deseamos. Innumerables trabajos hemos sufrido ya. Muchas veces, ¡oh dioses!, os he invocado en vano para que os compadezcáis de mis miserias; no siempre he de ser desdichado; concededme al fin próspera fortuna. Acceded ahora a mis ruegos, y seré después feliz. (Vase con Helena).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Veloz nave fenicia de Sidón, que cortas las ondas mugidoras, amada de los remeros, y precedes danzando a los graciosos coros de los delfines, cuando los vientos no agitan las olas; que Galanea, la azulada hija del Ponto, diga así: «Tended las velas a las marinas brisas, y empuñad los remos de abeto, ¡oh marineros!, y llevad a Helena a los puertos de Perseo».

Antístrofa 1.ª — (A Helena). Cerca de la corriente del río hallarás a las doncellas Leucípides, o ante el templo de Atenea, mezclándote al fin, aunque tarde, en los coros o en las fiestas nocturnas de Jacinto, muerto a manos de Apolo cuando intentó llegar a la meta con el disco, origen de las fiestas anuales que fundó entonces en la Laconia el hijo de Zeus. Y casarás a la tierna doncella que dejaste en su casa ... pues todavía no han lucido en su honor las antorchas.

Estrofa 2.ª — ¡Ojalá que aladas cortáramos los aires, formando escuadrón como las aves líbicas, cuando emigran huyendo del invierno, obedientes a la voz de su capitán, resonando a su paso por los campos áridos y los llenos de frutos! ¡Oh aves de largo cuello, que rivalizáis con las nubes, llegad hasta las Pléyades y el nocturno Orión, y anunciad, deteniéndoos en la orilla del Eurotas, que Menelao, después de tomar a la ciudad de Dárdano, volverá a su patria!

Antístrofa 2.ª — Surcando el aire de vuestro carro, venid al fin, hijas de Tindáreo, que habitáis en el cielo bajo los torbellinos de los brillantes astros, y velad por Helena en el mar azulado, y en sus olas espumosas y cerúleas, enviando desde vuestra morada vientos propicios a los navegantes; no consentid que llene a vuestra hermana de ignominia su bárbaro himeneo, resultado de la contienda del Ida, causa para ella de graves penas, aunque nunca haya pisado las torres febeas del Ilión.

EL MENSAJERO:
¡Oh rey!, muy oportunamente te encuentro en tu palacio; pronto oirás males inesperados.

TEOCLÍMENO:
¿Qué hay?

EL MENSAJERO:
Busca otra mujer, que Helena desapareció ya de aquí.

TEOCLÍMENO:
¿Volando, u hollando la tierra?

EL MENSAJERO:
Menelao, el mismo que se presentó a anunciarte su propia muerte, se la llevó en la nave.

TEOCLÍMENO:
¿Qué prodigio cuentas? ¿Pero cúyo era el bajel en que huyeron? Increíble es lo que dices.

EL MENSAJERO:
El mismo que cediste al extranjero. En una palabra, se escapó con tus marinos.

TEOCLÍMENO:
¿Cómo? Deseo saberlo. No puedo creer que uno solo haya vencido a tantos como te acompañaban.

EL MENSAJERO:
Después que la hija de Zeus se encaminó desde este palacio a la orilla del mar, astuta, andaba con molicie, y gemía al lado de su esposo, no en verdad muerto. Cuando llegamos a la cerca en que se guardan tus naves, sacamos a la mar un bello buque sidonio, que contaba cincuenta remos con sus bancos. Todos trabajaban a porfía: uno preparaba el mástil, otro ponía el remo al alcance de su mano, estos desataban las blancas velas, aquellos soltaban las riendas del timón. Mientras nos afanábamos así, ciertos griegos, compañeros de viaje de Menelao, que nos esperaban, se acercaron a la orilla, vestidos como náufragos y de escuálido aspecto, al menos en la apariencia. Cuando los vio el hijo de Atreo, les habló así, fingiendo dolor engañoso: «¡Oh desdichados!, ¿en qué lancha os salvasteis? ¿Qué nave griega os trajo? ¿Queréis acompañarnos a celebrar los funerales del difunto Atrida, al cual, aunque ausente, tributa los últimos honores la hija de Tindáreo, que aquí veis?». Ellos, derramando falsas lágrimas, entraron en la nave, ofreciendo a Menelao las libaciones que él mismo hacía a la mar. Mas nosotros empezábamos ya a desconfiar y hablábamos unos con otros, viendo la multitud que llenaba el buque, y callábamos, sin embargo, obedientes a tus órdenes insensatas, pues habías mandado que el extranjero manejase el timón. Ya todo estaba pronto, no con mucho trabajo, y solo faltaba que el toro salvase el tablado por donde se entraba en la nave; mugía, revolviendo los ojos a todas partes, y bajaba la cabeza y nos miraba, sin permitir que nos acercásemos. Entonces exclamó el marido de Helena: «Vosotros los que derribasteis a Troya, ¿no cargaréis al toro en vuestros hombros, como los griegos acostumbran, y lo arrojaréis a la proa, y mi cuchilla, ya pronta, herirá la víctima, que se ha de inmolar al muerto?». Ellos, dóciles a su mandato, se apoderaron de él y lo llevaron a las tablas de la nave, y Menelao, acariciando su cuello y su frente, sujeta con un solo nudo, lo hizo entrar en ella. Al fin, después que todo estuvo preparado, subió Helena las escalas con sus pies bellos, y tomó asiento en medio de la nave, y junto a ella Menelao, el que se decía difunto. Los griegos, sin separarse unos de otros, formando grupos iguales a la derecha y a la izquierda de ambos, sentáronse también, ocultando sus espadas bajo los vestidos. Al oír la voz del capitán de los remeros, resonaron en la mar nuestros clamores. Cuando estábamos a cierta distancia de la tierra, el piloto que regía el timón hizo esta pregunta: «¿Navegamos más allá, ¡oh extranjero!, o nos quedamos aquí, ya que tú eres nuestro capitán?». Él dijo «Basta», y empuñando la espada en la diestra se encamino a la proa a degollar al toro, aunque sin hacer mención del muerto, y al cortar su cuello, se expresó así: «¡Oh marino Poseidón, que habitas en el salado piélago, y castas hijas de Nereo, de aquí llevadme en salvo, con mi esposa, hasta la costa Nauplia!». Ya la sangre saltaba a borbotones a la mar, feliz presagio de la navegación del extranjero. Alguno exclamó entonces: «Nos engaña, marineros, retrocedamos; tú ordena la maniobra, y tú da vuelta al timón». Pero el hijo de Atreo, así que mató al toro, derecho, en medio de sus compañeros, los exhortó con estas palabras: «¿Por qué titubeáis, ¡oh flor de la Grecia!, en degollar y matar a estos bárbaros y en arrojarlos a la mar?». Tu prefecto entonces, por la otra parte, arengó de esta suerte a los marineros: «¿No habrá quien empuñe un trozo de lanza, quien rompa un banco, ni quien arranque un remo para resistir, como nos sea posible, a estos extranjeros?». Y todos se levantaron, unos con remos y otros con espadas. La sangre corrió por el navío. Helena animaba así a los suyos desde la popa: «¿Qué se hizo de la gloria que ganasteis en Troya? Probad vuestro esfuerzo contra estos bárbaros». Caían unos, que se precipitaban demasiado, otros se levantaban y otros yacían sin vida. Pero Menelao, bien armado, observaba cuándo cedían sus compañeros, y acudía allí, esgrimiendo sus armas hasta echarnos del buque y quitar los remos a tus marineros. Después, apoderándose del timón, dirigió el rumbo hacia la Grecia. Levantaron el mástil, soplaron vientos favorables, y se alejaron de la costa. Yo, por evitar la muerte, me tiré al mar junto al áncora, y me echaron una cuerda desde la orilla, que me salvó, y llegué a tierra para anunciarte lo ocurrido. Nada es tan útil a los hombres como una prudente desconfianza.

EL CORO:
Nunca hubiese creído, ¡oh rey!, que Menelao en persona te engañase a ti y a nosotros, como lo ha hecho.

TEOCLÍMENO:
¡Desventurado de mí, víctima de artificios mujeriles! Desvaneciéronse mis bodas. Si pudiese salir en persecución de la nave y apoderarme de ella, me consolaría, vengándome pronto de los extranjeros; ahora castigaré a mi hermana, que me ha vendido, y que, viendo a Menelao en mi palacio, no me lo dijo. No volverá a engañar a nadie con sus vaticinios.

EL CORO:
¿Adónde te diriges, señor? ¿Vas a derramar sangre?

TEOCLÍMENO:
Adonde me lleva la justicia. Pero no me lo impidas.

EL CORO:
No soltaré tu vestido: te precipitas en vasto abismo de males.

TEOCLÍMENO:
¿Y mandarás a tu señor, siendo su esclavo?

EL CORO:
Bien sé lo que digo.

TEOCLÍMENO:
No lo creeré, si no me dejas...

EL CORO:
Al contrario, no te dejaremos...

TEOCLÍMENO:
Matar a mi hermana, malvada si las hay...

EL CORO:
Te equivocas; es la más piadosa.

TEOCLÍMENO:
Que me vendió...

EL CORO:
Traición honrosa en verdad, para que no fueses injusto.

TEOCLÍMENO:
Entregando mi esposa a otro...

EL CORO:
Que tiene más derecho a ella.

TEOCLÍMENO:
¿Quién es dueño de lo mío?

EL CORO:
El que la recibió de su padre.

TEOCLÍMENO:
Pero la fortuna me la dio.

EL CORO:
Y el destino te la quitó.

TEOCLÍMENO:
Tú no eres juez de mis asuntos.

EL CORO:
Sin duda, si son más sensatas mis palabras.

TEOCLÍMENO:
Luego servimos, no mandamos.

EL CORO:
Para ser piadoso, no para cometer injusticias.

TEOCLÍMENO:
Paréceme que deseas la muerte.

EL CORO:
Mata. No consentiré que sacrifiques a tu hermana. Aquí me tienes. Nada glorifica tanto a nobles esclavos como morir por sus dueños.

LOS DIOSCUROS:
Refrena, ¡oh Teoclímeno!, rey de este país, la ira que te extravía; somos los gemelos Dioscuros, hijos de Leda y hermanos de Helena, que huyó de tu palacio. Te enfureces al verte obligado a renunciar a un himeneo que no aprobaba el destino; ni Teónoe, tu hermana, la doncella que nació de la diosa nereida, te hizo injuria; adora a los dioses y obedece los justos mandatos de tu padre. Hasta ahora debía Helena residir en tu palacio; pero arruinada Troya y desvaneciéndose su imagen, obra de Hera, ha de unirse otra vez a su primer esposo, y volver a su palacio y habitar en su compañía. Aleja, pues, de tu hermana la negra espada, y no dudes que su conducta ha sido prudente. Ya ha mucho tiempo que protegemos a Helena, desde que Zeus nos hizo dioses; pero cedimos al destino y a las deidades autoras de estos sucesos. Tales son las palabras que te dirigimos. Tú, ¡oh hermana!, navega con tu marido; soplará viento favorable, velarán por ti tus hermanos gemelos y, cabalgando a tu lado en los mares, te llevaremos a tu patria. Y cuando llegues al término de la vida y fallezcas, te llamarán diosa y, con los hijos de Zeus, participarás de los sacrificios: así lo quiere Zeus. Y el lugar en donde te depositó el hijo de Maya, cuando te robó de Esparta, dejando las mansiones celestiales, para que no te llevase Paris, isla que como baluarte se extiende junto al Ática, se llamará Helena en adelante por los hombres, porque te hospedó después de tu rapto. Fatalmente han ordenado también los dioses que Menelao, que tanto ha peregrinado, habitará en las islas Afortunadas. Los dioses no odian a los nobles, y reservan los trabajos para los hombres vulgares, que son innumerables.

TEOCLÍMENO:
¡Oh hijos de Leda y de Zeus!; reprimo mi rabia al verme sin vuestra hermana, y no mataré ya a la mía. Que vaya, pues, a su patria, si así place a los dioses. Pero sabed vosotros, unidos a ella por un lazo común de parentesco, que es la mejor y la más casta. Adiós, pues, que noble es su corazón, prenda rara en muchas mujeres.

EL CORO:
Varia es la forma sensible con que los dioses nos revelan su voluntad, y muchas veces es contraria a lo que esperábamos; y lo que aguardábamos no sucede, y Dios, sin tener en cuenta nuestros cálculos, resuelve lo que le parece. Así ha sucedido ahora.


Publicado el 12 de julio de 2025 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.