ANFITRIÓN:
Defienda Zeus a su hijo; yo, ¡oh Heracles!, probaré por ti la necedad de este, y no dejaré que te desacredite. Apelo al testimonio de los dioses para lavarte, ¡oh Heracles!, de la mancha de cobarde, absurdo inaudito y el más inverosímil. Hablen los rayos y las cuadrigas de Zeus que te llevaron, desde las cuales clavaste tus rápidas flechas en el pecho de los gigantes, hijos de la Tierra, celebrando con los dioses el triunfo de tu gloriosa victoria. Hablen también los centauros; ve a Foloe, ¡oh tú el peor de los reyes!, y pregunta cuál es el varón más famoso, y te dirán que mi hijo, el que, según aseguras, solo es esforzado en apariencia. Si preguntas a Dirfis, la de los abantes, en donde te criaste, no te alabará, que en tu patria no has ejecutado hazaña alguna. Desprecias las saetas, sapientísima invención, como armas ofensivas. Óyeme y rectificarás tu juicio: el hombre pesadamente armado es esclavo de sus armas, y cuando los que forman con él en las filas no son valientes, sucumbe víctima de la cobardía de sus compañeros, y cuando se rompe su lanza no puede evitar la muerte, puesto que ella sola lo defiende. Pero el de ojo certero en disparar el arco disfruta del apetecido privilegio, después de lanzar millares de flechas, de defender a los demás, y desde lejos se venga de sus enemigos y hiere y ciega con ellas a los que ven, y no se expone a sus golpes situado en paraje seguro; lo esencial en el combate es guardar bien el cuerpo y hacer daño a los enemigos, sin exponerse a los caprichos de la fortuna. Mis palabras prueban, por tanto, lo contrario de lo que has dicho. Pero ¿por qué quieres matar a estos niños? ¿Qué te han hecho? Solo eres prudente, a mi juicio, temiendo, cobarde, a los hijos de varón tan ilustre. Pero es intolerable para nosotros morir víctimas de tu miedo. Lo justo hubiese sido que tú padecieses en nuestro lugar, si Zeus nos hiciese justicia, porque valemos más que tú. Si quieres reinar aquí, déjanos salir desterrados; nada conseguirás a la fuerza, y serás víctima de ella si cambia la fortuna. ¡Ay de mí! ¡Oh tierra de Cadmo, que yo te vea, que ensalces también mis maldiciones! ¿Así ayudas a Heracles y a sus hijos? Él solo peleó contra los minias y devolvió a Tebas su libertad. No alabo a la Grecia, ni callaré nunca paciente que sea impasible testigo de tu vituperable conducta con mi hijo, cuando debía venir al socorro de estos niños con fuego, con lanzas, con todo linaje de armas, y premiar los trabajos de Heracles, que ha purgado de enemigos el mar y la tierra. Ni la Grecia ni la ciudad de los tebanos os socorren, ¡oh hijos!, y cifráis en mí, débil amigo, vuestras esperanzas, cuando solo sirvo ya para hablar, y trémulos están mis miembros por los años, y desapareció mi antiguo vigor. Si fuese joven y de robusto cuerpo, empuñaría la lanza y llenaría de sangre la cabellera de este, para que, temeroso, huyera de mí más allá de los límites atlánticos.
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