Heracles Furioso

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

Once de sus famosos trabajos había ya cumplido Heracles, y estaba ausente de Tebas para terminar el último, que consistía nada menos que en traer al Cancerbero de las tinieblas a la luz. En esta ciudad había dejado a su esposa Mégara, y a tres hijos que había tenido de ella, bajo la custodia de su padre Anfitrión que, temeroso de las violencias de que pudieran ser víctimas por parte de Lico, rey de la Eubea, que mandaba en Tebas apoyado por un partido rebelde y victorioso, se refugia junto al altar de Zeus Salvador, asilo sacrosanto que podía resguardarlos de sus iras; pero el tirano entonces inventa el medio de realizar su sanguinario intento sin tocar el ara, mandando a sus esclavos que la cerquen de leña y abrasen de este modo a los heráclidas. Anfitrión y Mégara convienen en tal apuro en someterse a su voluntad, abandonándoles su vida y la de los hijos de Heracles, siempre que perezcan de otra manera, y lo consiguen del tirano, y además un breve plazo para prepararse a la muerte y adornarse en el palacio de Heracles con sus vestidos y galas funerarias.

Afortunadamente vuelve este héroe de los infiernos, y enterado por Anfitrión de lo que sucede, y aconsejado por él, entra en su morada, en donde después sorprende y mata a su enemigo al venir en busca de sus víctimas. Por desgracia, la diosa Hera, que siempre lo odia, y más ahora viendo que ha salido triunfante de la última y más peligrosa prueba, envía a su mensajera Iris y a la Locura para que trastornen su juicio y lo obliguen a matar a sus hijos. Así acontece, en efecto, y el héroe, víctima de su delirio, los sacrifica sin piedad con su madre, y aun intenta asesinar a su padre creyendo que todos eran de la familia de Euristeo, no de la suya, librando solo al último de la suerte que le aguarda la intervención de Atenea, que derriba a Heracles con una piedra, le infunde triste sueño y le devuelve la razón perdida. Al fin despierta de su letargo, llora su desventura cuando ya no tenía remedio, y se ausenta de Tebas con su amigo Teseo, que llega en tan crítico instante deseoso de auxiliarlo contra Lico, encargando a su padre Anfitrión que dé honrosa sepultura a Mégara y a sus hijos.

Tal es el argumento de esta tragedia, cuya acción parece doble a primera vista, según opinan críticos tan competentes como A. G. Schlegel y M. Artaud, quienes aseguran que la primera acaba cuando Mégara y sus hijos evitan la muerte por la llegada de Heracles y el castigo de Lico, y que la segunda expone el sacrificio de los heráclidas y de su desventurada madre. Sin embargo, con la desconfianza natural a quien intenta refutar juicios tan autorizados, debemos decir nosotros que esa primera acción es solo un complemento esencialísimo de la segunda, y está enlazada a ella tan íntimamente que ambas forman una sola, supuesta la intención del poeta y la misma índole de la tragedia, dirigida, como dice Aristóteles, a mover la piedad y la compasión. El principal interés que nos inspira esta obra de Eurípides proviene de la situación del padre, esposa e hijos de Heracles, los cuales, amenazados primero de muerte por Lico, se libran de ella por la llegada del héroe; y cuando su gozo debía ser mayor, cuando se veían ilesos, cuando nada debieran temer, teniendo a su lado a su padre y protector, sucumben a manos de este de una manera inesperada. Por consiguiente, si suprimimos la primera parte se desvanece casi todo el interés de la segunda, y no aparecen tan claras esas alternativas del destino que ha querido figurar el poeta. El defecto capital de esta tragedia no es, pues, ese, en nuestro concepto, sino otro muy distinto, que salta a los ojos al leerla; a saber: que su trama y su espíritu están en abierta contradicción, o lo que es lo mismo, que toda ella en su plan y accidentes supone la existencia de los dioses que determinan la acción, y en su espíritu la niega. La piedad y la compasión que excita el poeta cuando paramos la atención en la suerte de Heracles, de su esposa e hijos, se convierten en indignación y odio contra Hera, que solo por satisfacer su celosa venganza sacrifica víctimas inocentes, y contra su esposo Zeus, que siendo el soberano del cielo y padre de Heracles, contempla impasible la ruina de su propia descendencia. Esto solo, supuestas aquellas creencias y prescindiendo ahora de las nuestras, como debemos hacerlo, era inmoral y altamente irreligioso, justamente tratándose de un espectáculo cuyo objeto era fortificar este sentimiento y moralizar al pueblo. Por lo demás, es obra, como todas las de Eurípides, notable por sus bellezas dramáticas aisladas, por su pintura de afectos, por su poesía sobria y elegante, por sus rasgos sencillos y por la armónica distribución de sus partes. Hay de ella una imitación de uno de los Sénecas, no se sabe si del filósofo o del retórico, como casi todas las suyas llena de singularidades y absurdos, pues aun siendo español y poeta, y no obstante la cruzada que de algún tiempo a esta parte se ha levantado a su favor, para nosotros y para toda persona imparcial y sensata que lea sus imitaciones después de los originales, es y será siempre un trágico deplorable. El patriotismo tiene sus límites, y nunca debe hollar los del buen gusto, porque ni Lucano ni Séneca nos hacen falta, habiendo florecido tan famosos poetas españoles.

Si intentamos ahora fijar la época en que se representó esta tragedia, tendremos que contentarnos con presunciones más o menos fundadas, careciendo de datos positivos y fidedignos, ya transmitidos por los escoliastas, ya por otros escritores griegos. Parece lo más probable que la escribió Eurípides ya anciano, según se desprende de estos versos que pronuncia el coro y que indudablemente aluden al autor:


Οὐ παύσομαι τὰς Χάριτας
Μούσαις συγκαταμειγνύς,
ἁδίσταν συζυγίαν.
μὴ ζῴην μετ᾽ ἀμουσίας,
αἰεὶ δ᾽ ἐν στεφάνοισιν εἴην,
ἔτι τοι γέρων ἀοιδὸς
κελαδεῖ Μναμοσύναν.
ἔτι τὰν Ἡρακλέους
καλλίνικον ἀείδω, κ. τ. λ.


Calcúlase, por tanto, que no es anterior a la olimpiada 90 (420 antes de J.-C.), y que fue obra de un poeta sexagenario.

Personajes

Anfitrión, padre de Heracles.
Mégara, esposa de Heracles.
Coro de ancianos tebanos.
Lico, rey de Tebas.
Iris, mensajera de los dioses.
La Locura.
Un mensajero.
Heracles.
Teseo, rey de Atenas.


La acción es en Tebas.

Heracles furioso

Se ve en el teatro el palacio de Heracles, junto al templo de Zeus Salvador, cuya ara cerca la familia de aquel héroe. Anfitrión, abandonando los umbrales del templo, dice así:


ANFITRIÓN:
¿Qué mortal no conoce al argivo Anfitrión, padre de Heracles, que compartió su lecho con Zeus, y a quien engendró en otro tiempo Alceo, hijo de Perseo? Habitó en esta ciudad de Tebas, en donde nacieron los hijos de la Tierra, que se sembraron como el grano, de cuyo linaje salvó muy pocos Ares, heredando sus nietos tan rico reino. De ellos descendía Creonte, hijo de Meneceo, rey de este país, padre de Mégara, esposa de Heracles, cuyo himeneo celebraron los hijos de Cadmo en mi palacio al son de la flauta. Ausente de Tebas mi hijo, de donde yo emigré, y lejos de Mégara y de sus parientes, quiso vivir en Argos, ciudad ciclópea, de la cual me desterraron por haber dado muerte a Electrión; y como deseaba consolarme y restituirme a mi patria, ofreció a Euristeo, si permitía mi vuelta, nada menos que pacificar todo el orbe, ya lo atormentase Hera, ya lo guiase el destino. Y en verdad que ha sufrido duros trabajos; al fin se encaminó al palacio de Hades, atravesando las bocas del Ténaro, para sacar a la luz del sol al perro de tres cuerpos, de cuya expedición no ha vuelto. Antigua tradición hay entre los tebanos de que en otro tiempo se casó con Dirce cierto Lico, señor de esta ciudad de siete torres, antes que reinasen en ella Anfión y Zeto, los de los blancos caballos, hijos de Zeus. Uno de sus descendientes, llamado como su padre, no tebano, sino oriundo de la Eubea, quitó la vida a Creonte y reina aquí, habiéndose apoderado de esta ciudad, afligida por sediciones. Pero a nosotros, según parece, nos perjudica no poco nuestro parentesco con Creonte, porque mientras Heracles yace en el seno de la tierra, Lico, ínclito rey de Tebas, quiere exterminar a sus hijos y matar también a su esposa, para ahogar en sangre su estirpe, sin perdonarme a mí (si es lícito contarme entre los mortales, inútil anciano), temiendo que lleguen a ser hombres y venguen a su abuelo. Y yo (porque mi hijo me dejó en este palacio, encargándome de la educación de los suyos al bajar al oscuro seno de la tierra), para salvarlos de la muerte, me he refugiado con su madre en este ara de Zeus Salvador, erigida por su generoso padre como monumento de la victoria, que ganó con su lanza, sobre los minias. Y aquí estamos, careciendo de todo, del sustento, de agua, de vestido y durmiendo en el duro suelo; nos echaron de nuestro palacio, y aquí nos acogimos desesperados. De nuestros amigos, unos han probado no serlo en realidad, y los leales no pueden socorrernos. Así sucede en la adversidad (¡ojalá que nunca se ensañe ni aun en los que me aman sin pasión!), piedra segura de toque para conocer a los que nos rodean.

MÉGARA:
¡Oh anciano, que en otro tiempo, al frente de guerreros de Tebas, arrasaste con tanta gloria la ciudad de los tafios! ¡Cuán cierto es que los dioses abandonan a los hombres a su ignorancia! Ni aun me fue contraria la fortuna, dándome ilustre padre, orgulloso en otro tiempo con sus riquezas y dueño de un reino cuya codiciosa posesión suelen disputar numerosas lanzas y ensañarse en sus felices soberanos; contento con sus hijos, me casó con el tuyo, y llegué a ser la noble esposa de Heracles. Y todos estos bienes se desvanecieron; ambos, ¡oh anciano!, moriremos, y con nosotros los heráclidas, tiernos hijuelos que abrigo bajo el calor de mis alas. Cércanme y me preguntan: «¿Adónde fue nuestro padre, madre mía? ¿Qué hace? ¿Cuándo volverá?». Engáñales su infantil inocencia, y lo buscan vanamente. Y yo los distraigo hablándoles de otras cosas, y me estremezco cuando rechinan las puertas, y todos se levantan como para abrazar sus rodillas. Ahora, pues, ¡oh anciano!, ¿cuál es tu esperanza? ¿Cómo podremos salvarnos, siendo tú solo nuestro defensor? Ni abandonaremos los confines de esta tierra (puesto que nos lo impide fuerza más poderosa que la nuestra), ni debemos esperar auxilio de amigos. Dime, pues, lo que piensas, para no perder tiempo, amenazándonos la muerte y siendo tan débiles para resistirla.

ANFITRIÓN:
¡Oh hija!, no es fácil en tan críticos momentos evitar ligeramente y sin trabajo tan graves males.

MÉGARA:
¿Hay dolor que no sufras, y sin embargo tanto amas la vida?

ANFITRIÓN:
Pláceme, en verdad, y aún no desespero del todo.

MÉGARA:
Ni yo; pero no esperemos imposibles, ¡oh anciano!

ANFITRIÓN:
Ganar tiempo es ya un alivio a nuestras desdichas.

MÉGARA:
Pero el que pasa, lleno de tristeza, me atormenta sin descanso.

ANFITRIÓN:
No dudes, ¡oh hija!, que nuestros males presentes se trocarán en bienes, y que algún día vendrá mi hijo, tu bien amado esposo. Tranquilízate, pues, y enjuga las lágrimas perennes de tus hijos, y consuélalos, y engáñalos con fingidas palabras, por triste que sea este recurso. También se cansan las calamidades humanas, y los vientos no soplan siempre con igual fuerza, y los afortunados no lo son perpetuamente; todo cambia y se trastorna. El hombre virtuoso siempre tiene esperanza, y solo el malo desespera.

EL CORO:
Estrofa. — Apoyado en mi báculo me acerco a la morada y al lecho del anciano Anfitrión, entonando lúgubre canto, como blanco cisne, y mi voz y mi aspecto son de fantasmas nocturnos, trémulo, aunque resuelto, ¡oh hijos sin padre!, ¡oh anciano!, y tú, madre infeliz, que lloras a tu esposo, ahora en el palacio de Hades.

Antístrofa. — No fatiguéis vuestros pies y vuestros miembros, agobiados por los años, cansándoos como el caballo uncido al yugo que, al arrastrar el carro por inclinada ladera, se detiene sin aliento. Ayúdente mis manos y mi vestido, si tropiezan mis pies vacilantes; que un anciano guíe a otro; en los pasados días sufrimos iguales trabajos, y jóvenes peleamos juntos, sin deshonrar a nuestra patria celebérrima.

Epodo. — Observad sus terribles miradas, semejantes a las de su padre; ni ha desaparecido su gracia, aunque el infortunio paterno alcance también a sus hijos; ¡oh griegos, de qué auxiliares, de qué auxiliares os priváis en la guerra si llegáis a perderlos! Pero veo a Lico, señor de este país, que se acerca.

LICO:
Pregunto al padre y a la esposa de Heracles si me es lícito (y lo es, en verdad, y puedo preguntaros, siendo señor de este territorio): ¿hasta cuándo queréis prolongar vuestra existencia? ¿En qué esperanza, en qué auxilio confiáis para no morir? ¿Creéis acaso que vendrá el padre de estos niños, ahora en los infiernos? Indigna es vuestra aflicción al ver cercana la muerte, cuando te jactaste vanamente en toda la Grecia de que Zeus compartió tu lecho, y engendró un nuevo dios (A Mégara), llamándote esposa de varón gloriosísimo. ¿Qué preclara hazaña ejecutó tu esposo? ¿Dar muerte a la hidra de la laguna, o a la fiera Nemea? La apresó en sus redes, y dice que la ahogó en sus brazos. ¿Osáis luchar conmigo por esto? ¿Y bastará para librar de la muerte a los hijos de Heracles? Ganó fama de esforzado sin merecerlo, peleando solo con fieras, no en más altas empresas, porque nunca embrazó el escudo ni manejó la lanza en la refriega; estuvo pronto siempre a huir, armado solo del arco, la más cobarde de todas las armas. Pero este no es indicio de fortaleza, sino formar impasible en las filas sin miedo al surco que abre formidable enemigo. No atribuyas a crueldad mi propósito, hijo solo de la previsión; sé muy bien que quité la vida a Creonte, padre de esta, y que poseo su reino. No consentiré, pues, que estos niños sean hombres, ni dejaré vivir a quienes se vengarán de mí.

ANFITRIÓN:
Defienda Zeus a su hijo; yo, ¡oh Heracles!, probaré por ti la necedad de este, y no dejaré que te desacredite. Apelo al testimonio de los dioses para lavarte, ¡oh Heracles!, de la mancha de cobarde, absurdo inaudito y el más inverosímil. Hablen los rayos y las cuadrigas de Zeus que te llevaron, desde las cuales clavaste tus rápidas flechas en el pecho de los gigantes, hijos de la Tierra, celebrando con los dioses el triunfo de tu gloriosa victoria. Hablen también los centauros; ve a Foloe, ¡oh tú el peor de los reyes!, y pregunta cuál es el varón más famoso, y te dirán que mi hijo, el que, según aseguras, solo es esforzado en apariencia. Si preguntas a Dirfis, la de los abantes, en donde te criaste, no te alabará, que en tu patria no has ejecutado hazaña alguna. Desprecias las saetas, sapientísima invención, como armas ofensivas. Óyeme y rectificarás tu juicio: el hombre pesadamente armado es esclavo de sus armas, y cuando los que forman con él en las filas no son valientes, sucumbe víctima de la cobardía de sus compañeros, y cuando se rompe su lanza no puede evitar la muerte, puesto que ella sola lo defiende. Pero el de ojo certero en disparar el arco disfruta del apetecido privilegio, después de lanzar millares de flechas, de defender a los demás, y desde lejos se venga de sus enemigos y hiere y ciega con ellas a los que ven, y no se expone a sus golpes situado en paraje seguro; lo esencial en el combate es guardar bien el cuerpo y hacer daño a los enemigos, sin exponerse a los caprichos de la fortuna. Mis palabras prueban, por tanto, lo contrario de lo que has dicho. Pero ¿por qué quieres matar a estos niños? ¿Qué te han hecho? Solo eres prudente, a mi juicio, temiendo, cobarde, a los hijos de varón tan ilustre. Pero es intolerable para nosotros morir víctimas de tu miedo. Lo justo hubiese sido que tú padecieses en nuestro lugar, si Zeus nos hiciese justicia, porque valemos más que tú. Si quieres reinar aquí, déjanos salir desterrados; nada conseguirás a la fuerza, y serás víctima de ella si cambia la fortuna. ¡Ay de mí! ¡Oh tierra de Cadmo, que yo te vea, que ensalces también mis maldiciones! ¿Así ayudas a Heracles y a sus hijos? Él solo peleó contra los minias y devolvió a Tebas su libertad. No alabo a la Grecia, ni callaré nunca paciente que sea impasible testigo de tu vituperable conducta con mi hijo, cuando debía venir al socorro de estos niños con fuego, con lanzas, con todo linaje de armas, y premiar los trabajos de Heracles, que ha purgado de enemigos el mar y la tierra. Ni la Grecia ni la ciudad de los tebanos os socorren, ¡oh hijos!, y cifráis en mí, débil amigo, vuestras esperanzas, cuando solo sirvo ya para hablar, y trémulos están mis miembros por los años, y desapareció mi antiguo vigor. Si fuese joven y de robusto cuerpo, empuñaría la lanza y llenaría de sangre la cabellera de este, para que, temeroso, huyera de mí más allá de los límites atlánticos.

EL CORO:
¿No encuentran ocasión de hablar los hombres buenos, aunque sea lenta su palabra?

LICO:
Desata contra mí tu lengua, que pronto sufriréis justo castigo. Andad, que vayan unos al Helicón y otros a los valles del Parnaso, y mandad a los leñadores que corten troncos de encina; y cuando los trajeren a la ciudad y los amontonéis alrededor del ara, prendedles fuego y quemadlos a todos, y así sabrán que no reina aquí el difunto Creonte, sino yo. A vosotros, ancianos, que os oponéis a mis proyectos, solo aseguro que lloraréis a los hijos de Heracles y los males que sobrevendrán a vuestras familias; así os acordaréis de que sois mis esclavos.

EL CORO:
Hijos de la Tierra, que sembró Ares en otro tiempo arrancándoos de la boca voraz del dragón, ¿no levantáis los cetros en que se apoyan vuestras diestras y ensangrentáis con ellos la cabeza de este impío? ¿Cómo no siendo tebano, sino un advenedizo, osas tiranizar a estos jóvenes? Al menos no te atreverás a ofenderme impunemente, ni poseerás lo que gané con tanto trabajo de mis manos; vete al país de donde viniste para sufrir el condigno castigo y hacer alarde de tu insolencia; mientras yo viva no matarás nunca a los hijos de Heracles, aunque él los haya abandonado y yazga bajo la tierra. Tú has arruinado este país, y el que tanto le sirvió no obtiene la recompensa merecida. ¿Por ventura no debo acordarme de mis amigos difuntos cuando más me necesitan? ¡Oh diestra mía! ¡Cuánto anhelas empuñar la lanza, aunque los años frustren tu deseo! Te haría callar a no ser por esto, ya que osas llamarme esclavo, y con gloria habitaremos en Tebas, cuya posesión tanto placer te infunde. Desacertada anduvo entregándose a sediciosos y pérfidos consejeros; de otro modo nunca hubiese consentido que reinases en ella.

MÉGARA:
Alabo vuestra conducta, ¡oh ancianos!; justo es indignarse contra los que hacen sufrir a los amigos, pero que ningún daño padezcáis por causa nuestra de este rey airado. Oye, pues, mi parecer, ¡oh Anfitrión!, si en tu juicio lo merece. Ciertamente amo a mis hijos, ¿y cómo no, si los di a luz? La muerte es para mí una desdicha, pero luchar contra la necesidad, necia pretensión. Ya que hemos de perecer, que sea de otra manera, no devorados por el fuego y sirviendo de escarnio a nuestros enemigos, mal más intolerable que la muerte, cuando, por otra parte, no debemos deshonrar a nuestros abuelos. Gloriosa fama alcanzaste tú en la guerra para morir sin valor; pero mi ínclito esposo, ¿no expresó también su deseo de que no viviesen sus hijos mancillados? Afligen a los nobles las acciones torpes de sus hijos, y yo no debo olvidar el ejemplo de Heracles. He aquí, pues, mi opinión acerca de tus esperanzas. Crees que tu hijo vendrá del centro de la tierra, pero ¿qué muerto ha vuelto jamás de los infiernos? ¿Podremos acaso aplacar con ruegos a Lico? De ninguna manera: que el necio intente huir de su enemigo; los prudentes, los que han recibido educación distinguida, solo deben ceder, porque más fácilmente se apiadarán de ti si te resignas. Ya he pensado en solicitar el destierro de estos hijos a fuerza de súplicas. Miserable será, no obstante, su suerte si han de vivir pobres y sin ventura, pues, según dicen, los que dan hospitalidad a los desterrados solo el primer día los miran con buenos ojos. Soporta, como nosotros, la muerte que te aguarda. Apelamos a tu nobleza, ¡oh anciano! El que intente luchar contra las calamidades que mandan los dioses, por grande que sea su ánimo, no dejará de ser un insensato, pues nadie logrará evitar lo que ha de suceder necesariamente.

EL CORO:
Si mi brazo fuese vigoroso y os injuriaran, fácilmente castigaría a quien tal osase; ahora nada somos; así, ¡oh Anfitrión!, piensa en la mejor manera de evitar esos males.

ANFITRIÓN:
Seguramente no es timidez ni afición a la vida lo que me impide morir, sino mi deseo de salvar a los hijos de mi hijo, aunque, por otra parte, parezca que pretendo imposibles. He aquí mi cerviz, que ofrezco al suplicio; hiéranla, sepárenla del tronco, precipítenla de elevado peñasco; solo te pedimos, ¡oh rey!, que a nosotros dos nos concedas una gracia: mátame a mí y a esta desventurada antes que a mis hijos, para no presenciar el espectáculo impío de su martirio llamando a su madre y al padre de su padre; no esperamos auxilio alguno que nos libre de la muerte.

MÉGARA:
Y yo te ruego suplicante que me concedas otra gracia, para que tú solo nos dispenses dos a un tiempo: déjame entrar en nuestro palacio, y preparar las fúnebres galas de estos niños; ahora poco nos echaron de él. Así, al menos, poseerán los únicos restos de los bienes de su padre.

LICO:
Se hará lo que pides; ordeno, pues, a mis servidores que abran las puertas. Entrad y preparad esas fúnebres galas, que mi odio no va tan lejos; pero cuando los hayáis vestido, vendré a buscaros para enviaros a la mansión subterránea. (Vase).

MÉGARA:
Seguid, hijos míos, los tristes pasos de vuestra madre al hogar paterno, en donde otros poseen lo que os pertenece, y solo queda vuestro nombre. (Entra en el palacio con sus hijos).

ANFITRIÓN:
¡Oh Zeus!, en vano disfrutaste de mi lecho, y en vano te llamábamos padre de mi hijo; me amas menos de lo que aparentabas; y yo, simple mortal, te aventajo en virtud, siendo tú dios poderoso, porque no he hecho traición a los heráclidas. Tú sabías venir furtivamente a ajeno tálamo, o introducirte en él sin licencia de nadie, pero no salvar a tus amigos. Eres, por tanto, dios injusto o poco sabio. (Entra también en el palacio).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Entona, ¡oh Febo!, alegre canto, pulsando la sonora cítara con dorado plectro, que yo quiero celebrar con alabanzas, corona de sus trabajos, al que penetró en las tinieblas subterráneas de los infiernos, ya le llame hijo de Zeus, ya de Anfitrión; cantar sus nobles hazañas es honrar a los muertos. Y primeramente mató al león de la selva de Zeus, y con su cabeza y con la terrible piel de la retinta fiera abrigó sus espaldas.

Antístrofa 1.ª — E hirió en otro tiempo con su arco mortífero al linaje de los crueles centauros que vagaban por los montes, y les dio muerte con sus veloces saetas. Testigo fue el Peneo, de deleitosa corriente, y las espaciosas y estériles llanuras, y los valles del Pelión, y las peñas vecinas a Hómola, desde donde, armados con pinos, devastaban con sus correrías el país de los tesalios. Y después que mató a la cierva de manchado lomo, envanecida con sus cuernos de oro, azote de los rústicos labradores, la ofreció a la diosa de Énoe, cazadora de fieras.

Estrofa 2.ª — Y subió en las cuadrigas, y domó los caballos de Diomedes, que, furiosos y sin freno, devoraban en sus letales pesebres ensangrentado pasto, disfrutando el nefando banquete del placer de desgarrar carne humana. Y pasó el Hebro, de argentadas ondas, para cumplir el trabajo que le ordenó Euristeo, el tirano de Micenas, y atravesó las cumbres del Pelión, junto a la corriente del Anauro. Y con su arco mató a Cicno, asesino de extranjeros, inhospitalario habitante de Anfanas.

Antístrofa 2.ª — Y llegó al palacio Hesperio, en donde moraban las vírgenes cantoras, para coger el fruto de los manzanos de hojas de oro resplandeciente, después de exterminar al dragón rojo, que, enrollado en el árbol, lo guardaba de todos. Y entró luego en el seno del espacioso mar, y lo limpió de monstruos para que los mortales navegaran. Y con sus brazos sostuvo el cielo en su centro, cuando fue al palacio de Atlas, y merced a su fortaleza la estrellada mansión de los dioses no vaciló en sus cimientos.

Estrofa 3.ª — Y hendiendo las olas del Euxino, buscó al escuadrón de las amazonas cerca de la laguna Meótide, en donde desaguan muchos ríos. ¿Cuántos amigos suyos de la Grecia no lo acompañaron en demanda del vestido de oro de la virgen, hija de Ares, y del tahalí mortífero? La ínclita Grecia recibió los despojos de la virgen bárbara, que se guardan en Micenas. Y cauterizó las heridas de la hidra de Lerna, perro homicida de mil cabezas, y la mató con sus saetas, y al pastor de tres cuerpos de la Eritea.

Antístrofa 3.ª — Y en otros combates ganó afortunada palma; y navegó en busca de Hades, que hace derramar tantas lágrimas, su último trabajo, y allí murió el desdichado, y aún no ha vuelto. Sin amigos está su palacio, y la barca de Caronte espera a sus hijos, que, desde la orilla de la vida, emprenderán peregrinación nefanda e impía, de la cual jamás se regresa; solo en tu brazo confía tu familia, y no te presentas. Si mis fuerzas fuesen ahora las de mi juventud; si yo pudiera vibrar la lanza en la pelea, con mis compañeros de Tebas socorrería a tus hijos; pero ya pasó ese tiempo.

Veo venir a los hijos de Heracles, antes tan famoso, con sus vestidos mortuorios, y a su esposa amada, que los guía con tardo paso, y al anciano Anfitrión. ¡Ay de mí, desventurado, que no puedo contener las lágrimas que a torrentes brotan de mis viejos ojos!

MÉGARA:
Veamos. ¿Quién es el sacerdote, quién el sacrificador de estos desdichados, quién el verdugo de mi mísera ánima? Prontas están las víctimas que se han de enviar al infierno. ¡Oh hijos, el carro que ha de conducirnos después de muertos no ofrecerá bello espectáculo, confundidos ancianos, jóvenes y madres! ¡Oh hado mío funesto, y de estos hijos a quienes veo por última vez! Yo, en verdad, os di a luz; pero os crié para que vuestros enemigos os deshonrasen, para que os sacrificasen, para servirles de ludibrio. ¡Ay de mí! ¡Cómo se han desvanecido las esperanzas que en otro tiempo me hizo concebir vuestro padre! (A sus hijos). Él, ahora difunto, te instituía heredero de Argos, en donde te esperaba el palacio de Euristeo, rey de la fértil Pelasgia, y cubría tu cabeza con los despojos del fiero león, que él mismo usaba. Tú habías de ser rey de Tebas, aficionada a carros, y poseer mis campos, según hubiesen convenido Heracles y mi padre; y a tu diestra entregaba esa incontrastable clava, vano don de Dédalo. Y a ti te prometió, por último, que te daría la Tesalia, que despobló en otro tiempo con sus flechas de largo alcance. Como sois tres y era tanta la grandeza de su ánimo, os dejaba también tres reinos. Yo os buscaba bellas esposas y provechosas alianzas del campo ateniense, de Tebas y de Esparta, para que con tan dulces lazos vivieseis venturosos. Y todo se desvaneció, y cambió la fortuna, y la muerte es la esposa que os aguarda, y mis lágrimas infortunadas os servirán de ablución nupcial. Y vuestro abuelo os ofrece el banquete de bodas, y seréis yernos del Orco, cruel pariente. ¡Ay de mí! ¿Cuál de vosotros será el primero, cuál el último que estrecharé contra mi pecho? ¿A quién besaré? ¿A cuál abrazaré? Ojalá que, como la abeja de transparentes alas, recoja todas vuestras lágrimas y, reuniéndolas, derrame abundantes las mías. ¡Oh tú, el muy amado!; si en los infiernos hay algún muerto que pueda oírme, óyeme, ¡oh Heracles!; mueren tu padre y tus hijos, y yo también, la que los hombres apellidaban feliz en otro tiempo por ser tu esposa; socórrenos; ven, aunque no seas más que una sombra; solo así nos salvarás, y cobardes serán en tu presencia los asesinos de tus hijos.

ANFITRIÓN:
Tú, ¡oh mujer!, te has acordado de cuanto a Hades se debe; yo, elevando mis manos al cielo, te invoco, ¡oh Zeus!, para que auxilies a estos niños si en algo quieres servirlos, que no podrás dentro de poco. Verdad es que te llamé otras muchas veces... Vano es mi deseo; según parece, moriremos sin remedio. Breve es la vida, ¡oh ancianos!; pasadla, pues, lo más alegremente que os sea posible, y que no os visiten los dolores ni de noche ni de día. Porque el tiempo no sabe acariciar nuestras esperanzas, sino solo volar cuando acaba sus obras. Contempladme: yo, en concepto de los hombres, disfrutaba de los favores de la fortuna. Un día me los arrebata veloz, como el ave que hiende los aires. Ignoro si la felicidad y la gloria han sido siempre duraderas. Adiós, pues; por última vez veis a vuestro amigo y compañero.

MÉGARA:
¿Qué es esto, ¡oh anciano!? ¿Veo acaso al hombre más querido? ¿Qué diré?

ANFITRIÓN:
No sé, hija; el estupor embarga también mi ánimo.

MÉGARA:
Este, según afirmaban, yacía bajo la tierra, a no ser que nos engañe algún sueño a la luz del día. ¿Qué diré? ¿Deliro acaso y veo vano fantasma? Este no es otro que Heracles, ¡oh anciano! Agarraos, ¡oh hijos!, de los vestidos de vuestro padre; daos prisa, no lo soltéis, ya que para vosotros en nada cede a Zeus Salvador.

HERACLES:
Yo te saludo, palacio y vestíbulo de mis lares; ¡con qué gozo te miro de vuelta a la luz! ¡Hola! ¿Qué sucede? Delante de él veo a mis hijos, cuyas cabezas ornan fúnebres galas, y a mi esposa rodeada de hombres, y a mi padre, que llora alguna desdicha. Me acercaré a ellos, y averiguaré qué novedad ha ocurrido.

ANFITRIÓN:
¡Oh, el más amado de los mortales!; ¡oh luz que alumbras a tu padre!; ya te veo, ya te salvaste; a tiempo apareces a tus amigos.

HERACLES:
¿Qué dices? ¿Qué desgracia ha sobrevenido, ¡oh padre!?

MÉGARA:
Estábamos a punto de morir; perdóname, anciano, si te interrumpo, que las mujeres son en cierto modo más dignas de lástima que los hombres, e inminente era la muerte de mis hijos y también la mía.

HERACLES:
¡Oh Apolo, triste es el exordio de tu discurso!

MÉGARA:
Perecieron mis hermanos y mi anciano padre.

HERACLES:
¿Qué nueva oigo? ¿De qué manera? ¿Qué lanza les dio muerte?

MÉGARA:
Matolos Lico, ínclito señor de este país.

HERACLES:
¿En lucha armada, o favorecido por sediciones que hayan agitado a esta ciudad?

MÉGARA:
Una sedición le dio el cetro de Tebas, la de las siete puertas.

HERACLES:
¿Y por qué te embarga tal terror, y a este anciano?

MÉGARA:
Porque intentaba matar a tu padre, a mí y a tus hijos.

HERACLES:
¿Qué dices? ¿Por qué temía a mis hijos, huérfanos?

MÉGARA:
No vengasen algún día la muerte de Creonte.

HERACLES:
¿Y por qué los veo revestidos de un traje que solo a los muertos conviene?

MÉGARA:
Pusímonos ya nuestras fúnebres galas.

HERACLES:
¿Y habíais de morir víctimas de la tiranía? ¡Cuánta es mi desventura!

MÉGARA:
Y sin amigos: dijéronnos que habías sucumbido.

HERACLES:
¿Y quién os trajo esa nueva, causa de vuestro abatimiento?

MÉGARA:
Los mensajeros de Euristeo.

HERACLES:
Pero ¿por qué habéis dejado mi palacio y mis lares?

MÉGARA:
A la fuerza arrancaron a tu padre de su lecho.

HERACLES:
¿Y no se avergonzó de insultar así a un anciano?

MÉGARA:
La vergüenza habita lejos de la violencia.

HERACLES:
¿Y porque me ausento os abandonan los amigos?

MÉGARA:
¿Y quiénes lo son del desgraciado?

HERACLES:
¿Se olvidaron ya de la lucha que sostuve contra los minios?

MÉGARA:
La desgracia, para decírtelo otra vez, no conoce amigos.

HERACLES:
¿No arrojaréis esas lúgubres cintas que ornan vuestros cabellos, y miraréis la luz, contemplándola gozosos con vuestros ojos, en vez de las tinieblas infernales? Ya que hay necesidad de mi brazo, buscaré al nuevo tirano y derribaré su palacio, y después de cortarle la cabeza la echaré a los perros para que la devoren, y someteré con esta clava victoriosa a todos los tebanos que me han abandonado después de recibir de mí tantos beneficios; mis aladas saetas arrancarán a otros la vida, y con su estrago llenaré de muertos el Ismeno, y de sangre las claras ondas de Dirce. ¿A quién he de socorrer con más razón que a mi esposa, a mis hijos y a este anciano? De nada me servirían mis trabajos si los sufrí sin provecho alguno mío, y no doy cima a este ahora. Yo debo morir defendiéndolos, ya que ellos habían de perecer en breve por causa de su padre. ¿Qué no se dirá de mí si después de vencer a la hidra y al león por orden de Euristeo no puedo auxiliar a mis infortunados hijos? No me llamarán, como antes, Heracles el de las gloriosas hazañas.

EL CORO:
Justo es que un padre ayude a sus hijos, y un hijo a su padre anciano y a su compañera.

ANFITRIÓN:
Digno es de ti, ¡oh hijo!, amar a tus amigos y aborrecer a tus enemigos; pero no te precipites.

HERACLES:
¿Y cómo, ¡oh padre!, puede haber precipitación en esto?

ANFITRIÓN:
El rey tiene muchos auxiliares miserables, aunque los hombres los llamen opulentos, que promovieron la sedición y perdieron la ciudad por despojar a los otros; sus gastos y su vituperable holganza han dado fin a sus bienes. Te han visto llegar a la ciudad; guárdate, pues, de morir, contra lo que te figuras, si se reúnen tus adversarios.

HERACLES:
Poco me importaría que toda la ciudad me viera, pues al observar cierta ave en paraje infausto, comprendí que alguna calamidad había ocurrido a mi familia, y sin rodeos, deliberada y públicamente, he venido aquí.

ANFITRIÓN:
Está bien; acércate ahora a saludar a tus lares, que vea tu rostro el hogar paterno. El rey en persona vendrá a arrastrar a la muerte a tu esposa e hijos, y a sacrificarnos a los demás. Estate, pues, allí, y sin peligro saldrá todo como deseas, y no alborotarás tu ciudad, ¡oh hijo!, hasta no acabar esta empresa.

HERACLES:
Así lo haré, y bien me aconsejaste; iré a mi palacio. Al fin, de vuelta de los subterráneos sin sol, donde moran Hades y su esposa, saludaré primero a mis dioses domésticos.

ANFITRIÓN:
¿Y descendiste verdaderamente al palacio de Hades, hijo mío?

HERACLES:
Y traje a la claridad del día a la fiera de tres cabezas.

ANFITRIÓN:
¿En lucha vencedora, o por concesión de la diosa?

HERACLES:
Después de vencerla; también tuve la fortuna de ser iniciado en los santos misterios.

ANFITRIÓN:
¿Y está ahora esa fiera en el palacio de Euristeo?

HERACLES:
En la selva de Deméter y en la ciudad de Hermíone.

ANFITRIÓN:
¿Ignora acaso Euristeo que has vuelto a la tierra?

HERACLES:
No lo sabe; yo, a mi regreso, deseaba visitar cuanto antes a mi familia.

ANFITRIÓN:
¿Y cómo estuviste tanto tiempo en el infierno?

HERACLES:
Me detuve por sacar de él a Teseo, ¡oh padre!

ANFITRIÓN:
¿Y en dónde está? ¿Fue a su patria?

HERACLES:
Encaminose a Atenas, lleno de alegría al verse fuera del Orco. Pero seguid a vuestro padre a su palacio, ¡oh hijos!; vuestra entrada en él os será más grata que vuestra salida. Cobrad ánimo y no derramad a torrentes las lágrimas. Tú también, ¡oh esposa!, reanímate y no tiembles; soltad mis vestidos, que no soy ningún ave, ni quiero huir de mis amigos. ¡Ah! ¡No me obedecen, sino los estrechan con más fuerza! ¡Tan inminente era el peligro! Como si fuesen navecillas los llevaré de la mano y los remolcaré, que no me opongo a salvarlos. Todos los hombres son semejantes: aman a sus hijos los que más valen, y los que nada son; en punto a riquezas hay diversidad entre ellos: unos las tienen, otros no; pero todos los aman igualmente.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Grata es para mí la juventud, no la vejez, carga más pesada que los peñascos del Etna, que agobia mi cabeza y oscurece con sus tinieblas la luz de mis ojos. Ni todo el lujo del imperio del Asia, ni un palacio lleno de oro valen para mí lo que ella, que si es muy dulce en la opulencia, también lo es en la pobreza. Aborrezco la triste y letal senectud; ojalá que desaparezca bajo las olas, pues nunca debió acercarse a los hombres y a las ciudades, sino volar por los aires.

Antístrofa 1.ª — Si la prudencia y la humana sabiduría fuesen patrimonio de los dioses, disfrutaríamos de doble juventud los que la mereciésemos por nuestras virtudes, para que, después de muertos, volviésemos a ver de nuevo el sol y viviésemos dos veces, y así se distinguirían los buenos de los malos como los marineros distinguen las innumerables estrellas del firmamento. Pero ahora no hay señal alguna para conocerlos, y vivimos vida agitada, pensando solo en acumular riquezas.

Estrofa 2.ª — No cesaré de adorar a las Gracias y a las Musas, unidas en dulcísimo consorcio. Que yo no viva sin las nueve hermanas, y que las coronas ornen siempre mis sienes. Todavía el anciano poeta celebra a Mnemósine; todavía cantaré el triunfo de Heracles, ya en el templo de Dioniso, que nos da aromático vino, ya al son de la lira de siete cuerdas y de la flauta líbica; aún alabaremos a las Musas, que me invitaron a formar estos coros.

Antístrofa 2.ª — Himnos entonan las delíades, danzando en bellos grupos a las puertas del templo en loor de los bienaventurados hijos de Leto; yo, anciano poeta, como el cisne cantaré también himnos en tu palacio, ¡oh Heracles!, con voz trémula; fausto argumento me da para ello el hijo de Zeus, que, superando con sus hazañas a sus nobles progenitores, ha logrado con sus trabajos que los mortales vivan tranquilos, sin miedo a las fieras. (Sale Anfitrión del palacio, y aparece Lico).

LICO:
A tiempo sales del palacio, ¡oh Anfitrión!; no habéis tardado poco en vestiros el traje mortuorio. Pero ve y ordena que lo dejen ya los hijos y la esposa de Heracles, según prometisteis espontáneamente, sabedores de vuestra próxima muerte.

ANFITRIÓN:
¡Oh rey! Me persigues sin apiadarte de mi suerte, y tu conducta es insolente, cuando sabes que ha muerto mi hijo, y que, por lo mismo que mandas, debías ser mesurado y compasivo. Pero ya que nos obligas a morir, necesario es someternos a nuestro destino y obedecerle.

LICO:
¿En dónde está Mégara? ¿Dó los hijos del hijo de Alcmena?

ANFITRIÓN:
Figúraseme, en cuanto puedo presumir desde aquí fuera...

LICO:
¿Qué? ¿En qué te fundas?

ANFITRIÓN:
Que pide suplicante en el santuario de sus lares...

LICO:
Seguramente suplica en vano que la salven.

ANFITRIÓN:
Y en vano llama también a su esposo.

LICO:
Que ni la oye, ni jamás vendrá.

ANFITRIÓN:
No, a no ser que algún dios lo resucite.

LICO:
Ve a buscarla, y arráncala del palacio.

ANFITRIÓN:
Sería cómplice de este asesinato si lo hiciera.

LICO:
Nosotros, libres de esos terrores que la religión te inspira, traeremos a los hijos y a la madre. Seguidme, servidores, para que, libres de inquietud, logremos al fin el descanso apetecido.

ANFITRIÓN:
Ve tú también; ve adonde debes ir; quizá otro se encargue de lo restante. Pero ya que obras mal, lo sufrirás también. ¡Oh ancianos! Buen camino lleva; en lazos mortales ha de enredarse el malvado que espera matar a otros. Pero iré y le veré caer, que es grato presenciar la ruina de un enemigo cuando paga la pena de su delito.

PRIMER SEMICORO:
Truécase la suerte; el que antes era gran rey, descenderá a los infiernos. ¡Ay de la justicia! ¡Ay de las alternativas del destino!

SEGUNDO SEMICORO:
Tarde llegaste, ¡oh tú que injuriabas a quienes valían más que tú!, adonde expiarás con la vida tu crimen.

PRIMER SEMICORO:
Pero veamos, ¡oh anciano!, lo que sucede en el palacio, y si alguno se encarga de realizar mi deseo. (Acércanse a la puerta del palacio).

LICO:
¡Ay, ay de mí!

PRIMER SEMICORO:
Ya escucho desde aquí canto grato a mis oídos; cercana está la muerte. Los clamores y los gemidos del rey son el prólogo que precede a su ruina.

LICO:
¡Oh tierra entera de Cadmo! ¡Pérfidamente muero!

SEGUNDO SEMICORO:
¡Así mataste a otros! Sufre, pues, ahora la pena que mereces, que tal debe ser el castigo de tus delitos.

PRIMER SEMICORO:
¿Qué mortal, acusando injustamente a los dioses, profiere necias injurias contra los celestiales bienaventurados, diciendo que nada pueden?

SEGUNDO SEMICORO:
Ancianos, ya no existe el impío. El silencio reina en el palacio; volvamos a nuestros coros; felices son aquellos a quienes amo. (Vuelven los semicoros a su puesto, y se reúnen de nuevo).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Danzas, danzas y festines se celebran en la ciudad sagrada de Tebas; trocáronse las lágrimas, trocose la fortuna, y se oirán, se oirán nuestros cantos. Pereció este nuevo rey, y el antiguo impera, recién venido de las orillas del Aqueronte. Inopinadamente se realizó nuestra esperanza.

Antístrofa 1.ª — Los dioses, los dioses no se olvidan cuando es conveniente premiar a los piadosos o castigar a los impíos. El oro y la fortuna borran la modestia del corazón humano, y consigo traen la arbitrariedad y la injusticia. El que huella las leyes no arrostra las vicisitudes de la suerte, y el inicuo rompe por sí mismo el negro carro de la felicidad.

Estrofa 2.ª — ¡Oh Ismeno!, corónate de guirnaldas; danzad vosotras, moradas brillantes de esta ciudad de siete puertas, y tú, Dirce de bellas ondas, y vosotras, vírgenes ninfas del Asopo, andad, dejad las aguas de vuestro padre y cantad en coro la gloriosa lucha y la preclara victoria de Heracles. ¡Oh rocas de Apolo, cubiertas de selvas, y Helicón, albergue de las musas!; alabad con alegre algazara mi ciudad, alabad mis murallas, en donde apareció un linaje de hombres sembrados que, embrazando sus escudos de bronce, formaron armado escuadrón y dejaron en herencia esta tierra a los hijos de sus hijos, luz sagrada de Tebas.

Antístrofa 2.ª — ¡Oh lecho, que en dulce consorcio fuiste visitado por un mortal y por Zeus, fogoso amante de la ninfa, hija de Perseo!; si no lo dudé en otro tiempo, ahora lo creo más firmemente, porque no lo esperaba; probado está el incomparable valor de Heracles, que volvió del centro de la tierra, después de haber visto el palacio infernal de Hades. Prefiero tu imperio al de reyes degenerados, como el que ha sucumbido en esta lucha, señal de que la justicia agrada todavía a los dioses. (Aparécese la Locura en negro carro encima del palacio, e Iris a su lado). ¡Hola!, ¡hola! ¿Volvemos, ¡oh ancianos!, a sentir el aguijón del temor? ¿Qué fantasma es ese que veo sobre el palacio? Huye, huye, aligera tu tardo paso, aléjate de aquí. ¡Oh rey Apolo, líbrame de estos males!

IRIS:
No os alarméis, ancianos, de ver a la Locura, hija de la Noche, y a mí, Iris, mensajera de los dioses; no venimos a hacer daño a esta ciudad, sino a la familia de un solo hombre, llamado hijo de Zeus y de Alcmena. Porque antes de terminar sus duros trabajos, guardábalo el destino, y no permitía Zeus que ni Hera ni yo le infiriésemos la más leve ofensa; pero ya que ha obedecido las órdenes de Euristeo, Hera y yo queremos castigarlo, obligándolo a matar a sus hijos y a derramar la sangre de sus más allegados parientes. Anda, pues, hija virgen de la negra Noche, de corazón inexorable; inspírale la locura, trastorna su juicio hasta que extermine a sus hijos y se muevan sus pies en danzas insensatas; agítalo, envuélvelo en tus redes letales, para que sus hijos, muertos a sus manos siendo su más bella corona, atraviesen el estrecho Aqueronte, y sepa lo que es la ira que a Hera y a mí animan; nada valdrán los dioses, y mucho los mortales, si no sufre ese castigo.

LA LOCURA:
Nací de padre y madre nobles, de la sangre del Cielo y de la Noche, y ni me es dado aborrecer a mis amigos, ni ofender a los que lo son de los hombres. Pero quiero hacer una advertencia a ti y a Hera antes que te vayas, por si la tenéis en cuenta. Ni en la tierra ni en el Olimpo es desconocido este héroe a cuyo palacio me enviáis, pues pacificó regiones inaccesibles y el alborotado mar, y solo él reconstruyó los altares de los dioses que abandonaron los impíos, y por todo esto te aconsejo que no le suscites graves males.

IRIS:
No te opongas a mis deseos y a los de Hera.

LA LOCURA:
La senda que yo trazo es la mejor.

IRIS:
La esposa de Zeus no te ordenó que vinieses aquí para mostrarte afable.

LA LOCURA:
Sea testigo el Sol de que la obedezco contra mi voluntad. Si es necesario que yo cumpla vuestros mandatos sin vacilar, como el perro del cazador, iré allá; ni la mar con sus olas que braman, ni el horrible terremoto, ni el incontrastable rayo, fuente de dolores, me igualarán cuando me enseñoree del pecho de Heracles, y pulverice los techos, y derribe su palacio, matando antes a sus hijos; y él no sabrá que los sacrifica, habiéndolos engendrado, hasta que no se vea libre de mi rabia.

Ved cómo el toro, pronto a embestir, sacude ya su cabeza y revuelve en silencio sus ojos extraviados, de mirar siniestro, y respira con trabajo, y muge terriblemente, invocando a las Furias del Tártaro. Luego te atormentaré más y te llenaré de terror. Vete al Olimpo, Iris; levanta tus pies generosos, que voy a penetrar invisible en la regia morada de Heracles. (Retíranse Iris y la Locura).

EL CORO:
¡Gime, ay de mí, ay de mí, ¡oh ciudad!, que cortan tu flor, el hijo de Zeus! ¡Grecia infeliz, que pierdes tu bienhechor, víctima de los furores de la Locura, que no desaparece al son de las flautas! Causa de muchos gemidos, alejose en su carro y aguijó sus caballos para hacer el mal, que es la Gorgona, hija de la Noche, cuyas sierpes silban a un tiempo con sus cien cabezas, la Locura de ojos ardientes. Pronto destruye un dios su felicidad, pronto expirarán los hijos a manos de su padre. ¡Ay de mí, desventurado! ¡Oh Zeus! En breve las crueles Furias, rabiosos ministros de venganza, azotarán a tu linaje, que se extinguirá. ¡Oh palacio! ¡Danza sin tímpanos, sin el grato tirso de Dioniso! ¡Oh palacio!, que inundará de sangre, no del jugo de báquicos racimos. Huid, ¡oh hijos!; ya suena, ya suena el canto de guerra, y comienza a perseguir a sus hijos; la Locura no se desencadenará en vano en el palacio. ¡Ay de mí, ay de mis desdichas; ay, ay de mí, que lloro a su padre anciano, y a la madre de estos niños, en mal hora nacidos! Mirad, mirad; la tempestad conmueve el edificio, el techo se desploma. ¡Ay de mí! ¿Qué haces, hijo de Zeus? Desorden infernal promueves en tu morada, como Palas en otro tiempo luchando con Encélado.

EL MENSAJERO (que sale del palacio):
¡Ancianos de blancos cabellos!

EL CORO:
¿Por qué me llamas con esas voces?

EL MENSAJERO:
Terribles sucesos ocurren no lejos de aquí.

EL CORO:
No preguntaré a ningún adivino.

EL MENSAJERO:
¡Perecieron sus hijos!

EL CORO:
¡Ay, ay de mí!

EL MENSAJERO:
Llorad, que lo merece esta desdicha; cruel muerte fue la suya.

EL CORO:
Cruel también su padre, ¡oh!

EL MENSAJERO:
Es increíble lo que hemos sufrido.

EL CORO:
¿Cómo cuentas tan lamentable, tan lamentable desgracia, causada por un padre a sus hijos? Dime cómo la cólera divina ha descargado en esa familia, y cuál ha sido el fin miserable de los nietos de Creonte.

EL MENSAJERO:
Preparadas estaban las víctimas ante el ara de Zeus para purificar el palacio, libre ya del odioso cadáver del rey de este país; asistía a esta ceremonia el coro de sus bellos hijos, y Heracles y Mégara, y ya el cesto sagrado circulaba en torno del ara y guardábamos silencio. Cuando el hijo de Alcmena se disponía a tomar con su diestra el tizón y sumergirlo en el agua lustral, detúvose sin decir palabra, y al verlo vacilar, miráronle sus hijos. Pero ya no era él; había perdido el juicio, y tenía los ojos extraviados y llenos de sangre, y de su poblada barba caía copiosa espuma. Entonces dijo con risa insensata: «¡Oh padre!, ¿a qué preparo el agua lustral antes de matar a Euristeo, y anticipo inútilmente esta expiación, que podrá hacerse después? Cuando traiga aquí su cabeza purificaré mis manos de sangre. Derramad el agua y tirad los cestos. ¿Quién me da el arco? ¿Quién mi arma terrible? Iré a Micenas; llevemos palancas y azadones para derribar con su corvo hierro la ciudad en donde habitaron los cíclopes, después de edificarla con ayuda de su regla roja y de haber observado los astros». Se apartó un poco, y no habiendo allí carro alguno, él lo afirmaba, y fingió subir en él, y agitaba la mano como si manejase el aguijón. Y a un mismo tiempo infundía risa y miedo en sus servidores, y uno de ellos se expresó así, mirando a los demás: «¿Está loco nuestro señor, o se divierte con nosotros?». Mientras tanto él subía y bajaba las escaleras, y apareciéndose de repente en el aposento de los hombres, aseguraba que había llegado a la ciudad de Niso, cuando realmente no había salido de su palacio. Recostándose luego en tierra como si estuviera en aquella ciudad, preparó su alimento, pero a los pocos instantes decía hallarse en las cumbres frondosas del Istmo, y despojándose de sus vestidos luchaba solo, y se proclamaba vencedor, hablando a espectadores imaginarios. Profiriendo contra Euristeo palabras horribles, creía hallarse en Micenas. Su padre, estrechando su robusta mano, le habló así: «¡Oh hijo!, ¿qué sufres? ¿Qué peregrinación es esta a que aludes? ¿Acaso te ha trastornado el juicio la muerte de los que ha poco perecieron a tus golpes?». Pero él, creyendo ver al padre de Euristeo en ademán suplicante, lo rechaza, y amenaza a sus hijos con su ligera aljaba y su arco, persuadido de que eran los de Euristeo. Ellos, consternados, huyeron en diversas direcciones, refugiándose uno bajo los vestidos de su mísera madre, otro detrás de una columna, y el último, en fin, como temblorosa ave, cerca del altar. Mégara exclamó: «¡Oh padre!, ¿qué haces? ¿Matas a tus hijos?». El anciano y todos los servidores dan voces; pero él, persiguiendo al pobre niño alrededor de la columna con pasos terribles, cuadrose enfrente y le hirió las entrañas, y cayó en tierra, tiñendo con su sangre, al morir, las columnas de piedra. Dio entonces un grito de júbilo, y vanagloriándose de su acción, dijo: «Ya murió un hijo de Euristeo, y yace en tierra en expiación de la enemistad paternal». Y tiende el arco contra el otro, que temblaba al pie del altar, pensando escaparse. Cayó el desdichado de rodillas ante su padre, y extendiendo sus manos hacia su cuello y barba, dijo: «¡Oh padre muy amado, no me mates!; hijo tuyo, hijo tuyo soy, no de Euristeo». Pero él, revolviendo con furor sus ojos gorgónicos, y viendo que estaba demasiado cerca para dispararle sus saetas, como el herrero que golpea en la encendida masa descargó su clava en la blonda cabeza del niño y desbarató sus huesos. Y después que dio muerte al segundo de sus hijos, fue en busca de la tercera víctima. Prevínole su madre mísera, y cerró las puertas; pero él entonces, como si se hallase junto a los muros de los cíclopes, remueve la tierra, da golpes en las puertas con las palancas y, arrancando los postes, postró en tierra de un flechazo al hijo y a la madre. De allí corre apresurado a matar al anciano; mas se apareció Palas, según creímos, blandiendo en su mano aguda lanza, y tiró una piedra enorme que, dándole en el pecho, impidió que perpetrase su rabioso crimen, y le infundió sueño; cayó al suelo, recostándose en un trozo de columna que quedó en pie en el umbral después de caer el techo. Y nosotros, cuando volvimos, lo atamos con cuerdas a ella ayudados del anciano, para que al despertar no derramase más sangre. El desdichado, ya sin esposa y sin hijos, duerme mísero sueño. No hay mortal más infortunado.

EL CORO:
Celebérrimo e increíble fue en la Grecia el asesinato que en la región argólica osaron cometer las hijas de Dánao; pero supéralo este, y aún es más deplorable que tan antiguo crimen. Yo puedo decir que la muerte que dio Procne a su generoso y único hijo redundó en honor de las musas; pero tú, ¡oh desventurado!, asesinaste rabiosamente a los tres que engendraste. ¿A cuál gemiré o lloraré, por cuál entonaré fúnebre plegaria o pronunciaré los versos que cantan los coros infernales? ¡Ay, ay de mí! (Ábrense las dos puertas del palacio y se ve a Heracles dormido y atado a un trozo de columna, rodeado de los cadáveres de su mujer e hijos). Ved cómo se abren las dos puertas y se descubren los altares del palacio; contemplad los míseros hijos, que yacen cerca de su infortunado padre, mientras duerme profundamente lejos de este estrago, y los lazos y multiplicados nudos que envuelven su cuerpo, atado a la columna de piedra. Como el ave que llora a sus hijuelos implumes, así se acerca aquí el anciano con tardo paso, atravesando esta escena horrible. Helo ya aquí.

ANFITRIÓN:
Ancianos de Tebas, ¿no guardaréis silencio para que olvide durmiendo sus males?

EL CORO:
Por ti lloro y gimo, y por estos hijos, y por el varón ilustre que ganó tan preclaras victorias.

ANFITRIÓN:
Alejaos; no hagáis ruido, no gritéis, para que no despierte, pues duerme plácida y sosegadamente.

EL CORO:
¡Ay de mí! ¡Cuántos horrores!

ANFITRIÓN:
¡Ah, ah! Vosotros me desesperáis.

EL CORO:
El que estaba tendido en tierra se levanta.

ANFITRIÓN:
¿No os lamentaréis en silencio, ancianos? Cuidado no despierte y rompa las cuerdas que lo sujetan, y pierda a la ciudad, y pierda a su padre, y acabe de derribar el palacio.

EL CORO:
¡Imposible, imposible!

ANFITRIÓN:
Calla, que observaré cómo respira; vamos, me acercaré a escuchar.

EL CORO:
¿Duerme?

ANFITRIÓN:
Sí, duerme sueño parricida; mató a su esposa, mató a sus hijos, los hirió con su rechinante arco.

EL CORO:
Gime, pues...

ANFITRIÓN:
Gimo...

EL CORO:
Por la muerte de sus hijos.

ANFITRIÓN:
¡Ay de mí!

EL CORO:
Y por el tuyo.

ANFITRIÓN:
¡Ah, ah!

EL CORO:
¡Oh anciano!...

ANFITRIÓN:
Calla, calla, que ha despertado y se revuelve. Ea, pues, me ocultaré en el palacio.

EL CORO:
No tengas miedo, que las tinieblas envuelven los párpados de tu hijo.

ANFITRIÓN:
Mirad, mirad. Agobiado por males tan intolerables no temo dejar la luz, sino que cometa también el crimen de matar a su padre y aumente sus infortunios, y que además de las Furias, que ya lo agitan, vengan las que castigan a los parricidas.

EL CORO:
Debiste morir cuando vengaste la muerte de los hermanos de tu esposa, derribando la ciudad de los tafios, bañada por las olas.

ANFITRIÓN:
Huid, ancianos, huid de este palacio; huid de este hombre furioso, que despierta de su sueño. Pronto presenciaréis un nuevo asesinato, y alborotará a la ciudad de Tebas.

EL CORO:
¡Oh Zeus! ¿Por qué tan sin mesura odias a tu hijo y lo sumerges en este abismo funesto?

HERACLES (que vuelve en sí poco a poco):
¡Ah! Ya respiro. (Anfitrión y el coro se ocultan cuando oyen las exclamaciones de Heracles). Y veo lo que más anhelo, el aire, la tierra y estos rayos del sol; pero figúraseme que he sufrido grave borrasca y perturbación en mi juicio, y que abrasa mi aliento, saliendo de mis pulmones con trabajo, no como antes. ¿Qué es esto? ¿Por qué, como a una nave, sujetan cuerdas mi pecho y vigorosos brazos, y estoy sujeto a este trozo de columna, cercado de cadáveres? Flechas aladas y un arco yacen esparcidos por el suelo, que antes no se separaban de mí, y me defendían, y yo los conservaba con cuidado. Según presumo, no he vuelto otra vez a los infiernos por orden de Euristeo, habiendo venido hace poco. Ni veo el peñasco de Sísifo, ni a Hades, ni el cetro de la hija de Deméter. Admirado estoy; ignoro en dónde me hallo. ¡Hola! ¿Hay cerca o lejos algún amigo que disipe mis dudas? Paréceme que me son desconocidos todos estos objetos.

ANFITRIÓN:
Ancianos, ¿me acercaré ya al autor de mis males?

EL CORO:
Y yo contigo, para compartir tu desgracia (Acércanse a él el coro y Anfitrión, este sollozando y cubierto el rostro).

HERACLES:
Padre, ¿por qué lloras y ocultas tu rostro, apartándole de tu hijo muy querido?

ANFITRIÓN:
¡Oh hijo, que eres mi hijo, aunque desdichado!

HERACLES:
Pero ¿cuál es mi infortunio, para que así llores?

ANFITRIÓN:
Si algún dios lo sufriese, gemiría.

HERACLES:
Tus palabras son graves, pero aún no has dicho lo ocurrido.

ANFITRIÓN:
Tú mismo lo ves, si estás en tu juicio.

HERACLES:
Di si me acusas de algún crimen que yo haya cometido.

ANFITRIÓN:
Te lo diré, si ya no eres esclavo de Hades.

HERACLES:
¿Qué es esto? Por dos veces has hablado en términos enigmáticos.

ANFITRIÓN:
Estoy observándote, hasta cerciorarme de que has recobrado la razón.

HERACLES:
No recuerdo haber padecido nunca dolencia alguna de ese género.

ANFITRIÓN:
Ancianos, ¿desato a mi hijo? ¿Qué hago?

HERACLES:
Dime también el nombre del que me sujetó, que al verme así me avergüenzo.

ANFITRIÓN:
Piensa solo en tus males, y deja lo demás.

HERACLES:
¿Basta, acaso, tu silencio para saber lo que deseo?

ANFITRIÓN:
¡Oh Zeus!, ¿impasible contemplas estas desdichas, fraguadas en el solio de Hera?

HERACLES:
¿He recibido, por ventura, algún nuevo daño de esa diosa?

ANFITRIÓN:
Olvídate de ella y acuérdate solo de tu infortunio.

HERACLES:
¡Perdidos somos! ¿De qué calamidad hablas?

ANFITRIÓN:
Mira, contempla estos cadáveres de tus hijos.

HERACLES:
¡Ay de mí! ¡Horrible espectáculo! ¡Oh desgracia!

ANFITRIÓN:
Guerra nefanda, ¡oh hijo!, has hecho a los tuyos.

HERACLES:
¿De qué guerra hablas? ¿Quién los mató?

ANFITRIÓN:
Tú y tu arco, y el dios que te sugirió ese crimen.

HERACLES:
¿Qué dices? ¿Quién es el asesino? ¡Oh padre, mensajero de desdichas!

ANFITRIÓN:
Víctima de tu delirio, deseas oír narración deplorable.

HERACLES:
¿También soy yo el asesino de mi esposa?

ANFITRIÓN:
Todos estos atentados obra son de la misma mano.

HERACLES:
¡Ay, ay de mí! Tristes tinieblas me cercan.

ANFITRIÓN:
¡Tus males me hacen llorar!

HERACLES:
¿Furioso derribé, pues, mi palacio?

ANFITRIÓN:
Solo sé que en todo eres desdichado.

HERACLES:
¿Cuándo me acometió la locura? ¿Cuándo se ensañó en mí?

ANFITRIÓN:
Al purificar con el fuego tus manos junto al ara.

HERACLES:
¡Ay de mí! ¿Cómo no me arranco la vida, cuando he asesinado a los hijos de mi corazón, o me precipito de algún peñasco escarpado, o atravieso mi pecho con la espada, para que yo sea también el vengador de su muerte, o abrase el fuego mi cuerpo para lavar esta infamia que me agobia? Pero aquí viene Teseo, mi pariente y amigo, que se opondrá a mi suicidio. ¿Me verán los ojos de mi huésped más amado lleno de sangre de mis hijos? ¡Ay de mí! ¿Qué haré? ¿A qué soledad dirigiré mis pasos para librarme de estos males? ¡Ay, si pudiera volar por los aires, o esconderme en la tierra! Ocultaré mi rostro, que me avergüenzo de mis crímenes, y ya que estoy manchado con esta sangre, no quiero contaminar a los demás. (Aparece Teseo con su séquito de guerreros atenienses).

TESEO:
Acompáñanme otros jóvenes guerreros de Atenas, que acampan a las orillas del Asopo, para auxiliar a tu hijo, ¡oh anciano! A la ciudad habitada por los descendientes de Erecteo llevó nueva la fama de que Lico, después de apoderarse de esta región, os había declarado la guerra y se preparaba a pelear con vosotros. He venido, pues, a pagar a Heracles el beneficio que me hizo sacándome de los infiernos, y por si necesitáis de mi auxilio o del de mis aliados. ¿Qué es esto? ¿Qué hacen aquí estos cadáveres? ¿He venido acaso tarde para evitar esta desgracia? ¿Quién mató a estos niños? ¿Cúya es esta esposa que miro? Porque presumo que no han muerto en la guerra, sino que han sido víctimas de alguna otra calamidad.

ANFITRIÓN:
¡Oh rey, dueño de la colina cubierta de olivos!...

TESEO:
¿Por qué comienzas tu plática con tan triste exordio?

ANFITRIÓN:
Hemos sufrido graves males, obra de los dioses.

TESEO:
¿Quiénes son estos niños a quienes lloras?

ANFITRIÓN:
Engendrolos mi desventurado hijo, y él mismo los mató; él osó asesinarlos.

TESEO:
Otras palabras quiero oír.

ANFITRIÓN:
Y de buen grado te obedeciera.

TESEO:
¡Horribles son las que has proferido!

ANFITRIÓN:
¡Perdidos somos! ¡Perdidos somos!

TESEO:
¿Qué dices? ¿Cómo lo hizo?

ANFITRIÓN:
Arrastrado por la locura; los mató con veneno de la hidra de cien cabezas.

TESEO:
Débelo al odio de Hera. ¿Quién es ese que yace entre los muertos, anciano?

ANFITRIÓN:
Mi hijo, mi hijo mísero, que, armado de su escudo, combatió en mortal pelea a favor de los dioses, y luchó contra los gigantes en los campos de Flegra.

TESEO:
¡Ay, ay de mí! ¿Qué mortal fue nunca tan desdichado?

ANFITRIÓN:
No hallarás otro víctima de tantas calamidades ni de tan inauditos infortunios.

TESEO:
¿Por qué el infeliz oculta su cabeza bajo sus vestidos?

ANFITRIÓN:
Porque se avergüenza de verte, recordando tu amistad fraternal y la muerte de sus hijos.

TESEO:
También vine a compartir su dolor; descúbrelo.

ANFITRIÓN (que se arrodilla delante de Heracles):
¡Oh hijo!, quita ese vestido de tus ojos, sepáralo a un lado, muestra tu faz al sol, que un noble amigo viene a enjugar tus lágrimas. ¡Por tu barba, por tus rodillas y tu mano te lo suplico, por el llanto que vierte este anciano! ¡Hijo mío, aplaca tu ira de fiero león, que te arrastra fuerza mortífera e impía, y quieres añadir nuevos males a los que ya sufrimos!

TESEO:
Vamos; a ti me dirijo, que yaces en tan deplorable postura; muestra tu rostro a tus amigos. ¡No hay nube tan negra que pueda encubrirnos la plaga de tus males! ¿Por qué extiendes hacia mí tu mano, y me señalas esos muertos? ¿Temes acaso contaminarme si me hablas? No rehúso compartir tus desdichas, que fui feliz algún día, y no olvido que me sacaste de las tinieblas a la luz. Detesto a los que muestran fría gratitud a sus amigos, y al que quiera disfrutar con ellos de sus placeres y abandonarles en la desgracia. Levántate, descubre tu cabeza desdichada, míranos. (Quítale el vestido del rostro). El mortal que es noble sufre con resignación la cólera del cielo.

HERACLES:
¡Oh Teseo!, ¿no eres testigo del estrago que he hecho en mis hijos?

TESEO:
Ya me lo han referido, y mis ojos contemplan el desastre a que aludes.

HERACLES:
¿Por qué descubriste mi cabeza a la luz del sol?

TESEO:
¿Y por qué no? Tú, siendo hombre, ¿ofendes acaso a los dioses?

HERACLES:
Evita, ¡oh desdichado!, mi contagio impío.

TESEO:
Nunca contagian los amigos.

HERACLES:
Te alabo; no me arrepiento de los beneficios que te hice.

TESEO:
Y yo que los recibí, me compadezco ahora de ti.

HERACLES:
Digno soy de lástima por haber asesinado a mis hijos.

TESEO:
Lamento tu desdicha y la mudanza de tu suerte.

HERACLES:
¿Viste nunca a algún otro víctima de mayores males?

TESEO:
Desde la tierra llegan los tuyos al cielo.

HERACLES:
Dispuesto estoy a morir.

TESEO:
¿Crees, acaso, que se cuidarán los dioses de tus amenazas?

HERACLES:
Crueles son conmigo, y yo lo seré con ellos.

TESEO:
Refrena tu lengua, que agravarás tus dolores si hablas con soberbia.

HERACLES:
Tantos son ya mis males, que no hay lugar para más.

TESEO:
¿Qué harás? ¿En dónde descargarás tu ira?

HERACLES:
Muerto iré al infierno, de donde he venido.

TESEO:
Palabras son las tuyas de un hombre vulgar.

HERACLES:
Tú me aconsejas así porque no sufres lo que yo.

TESEO:
¿Cómo? ¿Así se expresa Heracles, el que padeció tantos trabajos?

HERACLES:
No los sufriré tan crueles, suponiendo que pueden tolerarse.

TESEO:
¿El bienhechor y grande amigo de los hombres?

HERACLES:
De nada me sirve esto, que vence Hera.

TESEO:
No consentirá la Grecia que tan temerariamente mueras.

HERACLES:
Oye, pues, y mis palabras desvanecerán tus escrúpulos; yo te explicaré por qué no debo vivir ahora, ni debía vivir antes. Recuerda, en primer lugar, que este es mi padre, manchado con la sangre del anciano que engendró a mi madre Alcmena, su esposa. Cuando es vicioso el tronco de un linaje, es necesario que sean desgraciados sus descendientes. Zeus, sea quien fuere, me dio el ser y me hizo odioso a Hera; no te ofendas, anciano, que para mí eres tú mi padre, no Zeus. Y cuando todavía mamaba envió a mi cuna terribles serpientes aquella diosa para que me ahogasen. ¿A qué contar los trabajos que después sufrí, cuando la pubertad sombreó mi labio? ¿Qué luchas no he sostenido con leones, con tifones de tres cuerpos, con gigantes o con innumerables centauros? Y después de dar muerte a la hidra, perro de muchas cabezas que sin cesar renacían, terminé otras muchas empresas, y fui a los infiernos por orden de Euristeo, para sacar a la luz del sol al monstruo de tres cabezas que guarda la entrada. Y ahora, por último, me aflige la desdicha de haber asesinado a mis hijos, para poner el colmo a los males que se ensañan en mi familia. A tal extremo he llegado; ni aun me es lícito habitar en mi amada Tebas, porque si permanezco en ella, ¿qué templo visitaré, qué amigos? Tan grande es mi desventura que no puedo hablar con nadie. ¿Me encaminaré a Argos? ¿Cómo, estando desterrado de mi patria? ¿A qué otra ciudad iré? Me mirarán con malos ojos, porque todos me conocerán y amargamente murmurarán así de mí: «¿No es ese aquel hijo de Zeus que mató en otro tiempo a sus hijos y a su esposa? ¿No se irá de aquí a expiar en otra parte su crimen?». Tristes son las mudanzas de la fortuna para los que se reputan felices, que quien fue siempre desdichado no siente los nuevos males que le atormentan. Pienso que algún día ha de ser tan extremada mi desventura que la tierra me dará voces para que no la toque, y el mar para que no lo atraviese, y las fuentes de los ríos, y que sufriré un suplicio análogo al de Ixión en la rueda. Lo mejor es, por tanto, que ningún griego vuelva a verme, ya que entre ellos fui feliz. ¿Para qué he de vivir ya? ¿Qué ganaré, hombre inútil y deshonrado? Dance ya contenta la ínclita esposa de Zeus, hiriendo el Olimpo con sus pies; logró lo que deseaba, aniquilar por completo al héroe más ilustre de la Grecia. ¿Quién adorará a semejante deidad? Por celos de una mortal, amada de Zeus, ha perdido al bienhechor de la Grecia, de todo punto inocente.

TESEO:
La esposa de Zeus ha sido la única autora de todo: con razón lo has creído. (Más fácil es aconsejarle que soportar sus males). En todos los seres se ensaña la fortuna, hasta en los dioses, si no son falsas las narraciones de los poetas. ¿No han contraído entre sí incestuosos himeneos? ¿Por mandar, no han cargado a sus padres de ignominiosas cadenas? ¡Y habitan en el cielo y no se afligen mucho recordando sus faltas! ¿Y qué dirás tú, mísero mortal, que sufres tan impaciente los males de esta vida, y quieres superar a los dioses? Deja, pues, a Tebas, si la ley te prohíbe residir en ella, y sígueme a la ciudad de Palas. Allí, purificando tus manos de este crimen, te daré un palacio, y parte de mis bienes, y los presentes que me hicieron los ciudadanos por haber salvado la vida a los catorce jóvenes, después de dar muerte al toro de Creta. Campos tengo propios en toda esta región: mientras vivas, tuyos los llamarán los hombres; y cuando mueras y desciendas al infierno, edificarán en ellos monumentos, se instituirán sacrificios en tu honor y te rendirá culto toda Atenas. Bello galardón es para sus ciudadanos alcanzar fama entre los griegos por servir a un hombre eminente. Y yo te lo debo por haberme salvado; además, no tienes ahora amigos. Cuando los dioses favorecen a un mortal, no los necesita, que nos basta su celestial protección si quieren dispensárnosla.

HERACLES:
¡Ay de mí! Leve es este consuelo para mitigar mis males. No pienso probar que los dioses han celebrado himeneos incestuosos, ni he creído nunca, ni creeré jamás que encadenaron a otros, ni que haya uno que domine a los demás. El dios que lo es verdaderamente, de nadie necesita: esas son deplorables invenciones de los poetas. Pero temo que alguno me llame cobarde si abandono la luz por evitar mis males. Porque el hombre que no sabe soportar los embates de la adversidad no podrá resistir tampoco los dardos enemigos. Aguardaré impávido la muerte; iré a tu ciudad, y desde ahora agradezco infinito tus dones. Pero ya he sufrido innumerables trabajos que no me hicieron mella alguna, ni mis ojos derramaron lágrimas, ni creí nunca que llegara al extremo de derramarlas. Ahora, según parece, debo también resignarme. Sea así: ya ves cómo me destierro, asesino de mis hijos, ¡oh anciano! Dales sepultura y adorna sus cadáveres, y hónralos con tu llanto (la ley no me lo permite), acercándolos al pecho de su madre y depositándolos en sus brazos; unión deplorable, obra involuntaria de mi mísera locura. Y después que la tierra los reciba en su seno, habita, infortunado, en esta ciudad y cobra ánimo para sufrir conmigo estos males. ¡Oh hijos!, el mismo padre que os engendró os ha perdido y ningún fruto sacasteis de mis triunfos, ni de lo que gané para vosotros en mis trabajos, la más grata recompensa para vuestro padre. También te perdí, ¡oh desventurada!, no pagándote como debía, que fielmente guardaste mi lecho, encerrada tan largo tiempo en mi palacio. ¡Ay de mi esposa y de mis hijos! ¡Ay de mí! ¡Lastimoso fue mi delito, y ya me separo de ellos y de mi amada compañera! ¡Oh amargos ósculos! ¡Oh funestas armas! No sé si conservarlas o abandonarlas, pues pendientes de mis hombros me reconvendrán así: «Con nuestra ayuda mataste a tus hijos y a tu esposa; no nos dejas y somos sus asesinos». ¿Y yo las he de llevar? ¿Qué podré replicarles? Pero sin ellas, instrumentos de tan gloriosas hazañas en la Grecia, ¿me expondré a que mis enemigos me den muerte ignominiosa? No las soltaré nunca, para mi mayor tormento. ¡Oh Teseo!, solo te ruego que ayudes a este desdichado. Acompáñame a Argos a pedir conmigo el premio que se me prometió si traía al Cancerbero, no me suceda alguna otra desgracia, sin amigos y afligido por la pérdida de prendas tan caras. ¡Oh tierra de Cadmo y pueblo entero de Tebas!: cortad vuestros cabellos, llorad, sepultad a mis hijos, y gemid a un tiempo por los muertos y por mí. ¡Todos perecimos! Hera nos ha herido: a ella debemos esta horrible calamidad.

TESEO:
Levántate, ¡oh infeliz!; bastantes lágrimas has derramado.

HERACLES:
No puedo; rígidos están mis miembros.

TESEO:
También las desdichas abaten a los fuertes.

HERACLES:
¡Ay de mí! ¡Ojalá que me convierta en monumento imperecedero de mis males!

TESEO:
Basta ya; da la mano a un amigo que te ama.

HERACLES:
Cuidado, no llene de sangre tus vestidos.

TESEO:
Llénalos, no tengas miedo; poco me importa.

HERACLES (levantándose):
Huérfano de mis hijos, tú harás sus veces conmigo.

TESEO:
Apóyate en mi cuello; yo te guiaré.

HERACLES (abrazándole):
He aquí dos amigos verdaderos, pero el uno es desdichado. ¡Oh anciano!, así deben ser los tuyos.

ANFITRIÓN:
Afortunada es la patria madre de tales hijos.

HERACLES:
Teseo, déjame mirar de nuevo a mis hijos.

TESEO:
¿Podrá esto consolarte? ¿Sentirás así algún alivio?

HERACLES:
Lo anhelo, y quiero abrazar también a mi padre.

ANFITRIÓN:
Aquí me tienes, ¡oh hijo!; dulce es para mí tu recuerdo.

TESEO (mientras Heracles y Anfitrión se abrazan):
¿Te olvidaste ya de tus trabajos?

HERACLES:
Inferiores son a estos todos ellos.

TESEO:
Si alguno observa tu abatimiento, no te alabará.

HERACLES:
Débil te parezco ahora, no antes, según creo.

TESEO:
Seguramente: ¿qué se hizo el famoso Heracles? ¿Es este acaso?

HERACLES:
¿Y cómo pensabas cuando yacías mísero en los infiernos?

TESEO:
Encontrábame más abatido que otro cualquier hombre.

HERACLES:
¿Y cómo dices que los males me humillan?

TESEO:
Prosigamos nuestro camino.

HERACLES (desprendiéndose de los brazos de su padre):
Adiós, anciano.

ANFITRIÓN:
Adiós, hijo.

HERACLES:
Que sepultes a los míos como te he dicho.

ANFITRIÓN:
Y a mí, ¿quién me sepultará, ¡oh hijo!?

HERACLES:
Yo.

ANFITRIÓN:
¿Cuándo volverás?

HERACLES:
Cuando entierres a mis hijos.

ANFITRIÓN:
¿Cómo, pues?

HERACLES:
Desde Tebas te llevaré a Atenas. Pero cuida tú de depositar a mis hijos en su última morada. ¡Triste encargo, en verdad! Nosotros, que deshonramos a nuestra familia, seguiremos a Teseo como perdida navecilla. Se engaña el que apetece el poder o las riquezas y las prefiere a los buenos amigos.

EL CORO:
Alejémonos de aquí llenos de tristeza y derramando abundantes lágrimas, que hemos perdido a nuestro mejor amigo.


Publicado el 12 de julio de 2025 por Edu Robsy.
Leído 6 veces.