Hipólito

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

La diosa Afrodita, despreciada por Hipólito, hijo de Teseo, deseoso de conservar su virginidad, trama su ruina y la satisfacción de su venganza, inspirando a su madrastra Fedra un amor violento por él; pero no osando declarárselo, y víctima de su pasión vehemente, la confía a su nodriza en ausencia de su esposo Teseo, la cual comete la insigne imprudencia de participarla a Hipólito, que se indigna y la rechaza con toda su energía. La desdichada Fedra, sabedora del mal éxito de esta tentativa, resuelve suicidarse y ejecuta su proyecto ahorcándose, si bien se venga de su hijastro dejando al morir unas tablitas suspendidas de su cadáver, en las cuales dice que, contra su voluntad y forzada por Hipólito, ha manchado el lecho nupcial. Entonces Teseo, sin informarse con escrupulosidad de la certeza de esta acusación, y recordando que Poseidón le había prometido realizar tres votos suyos, le pide que mate a Hipólito, y lo destierra de su reino. El mísero e inocente joven, lleno de dolor, y no queriendo faltar a su juramento de no publicar la declaración de la nodriza, huye en su carro, acompañado de sus más fieles servidores, y perece en el camino acometido por un toro, que suscita contra él el dios marino. Cuando lo traen moribundo a la presencia de Teseo, se aparece Artemisa, su amiga y protectora, descubre su inocencia y lo consuela, profetizando los honores y fiestas que se le tributarán en lo sucesivo.

Esta tragedia, imitada por Séneca y por Racine, no puede juzgarse desde el punto de vista de nuestras ideas como lo han hecho de ordinario la mayor parte de los críticos. Han olvidado que este espectáculo era entre los griegos esencialmente religioso, dirigido a poner de relieve el incontrastable poder del destino y la debilidad humana, fortificando por el temor dicho sentimiento religioso, y que el Hipólito no solo no produce ese efecto, puesto que nos inspira odio y aversión justísima contra Afrodita, diosa vengativa y egoísta, sino que la base de su argumento es un amor adúltero e incestuoso, asunto mirado como indigno de la solemnidad y elevación de la tragedia, que suscitó con razón en su tiempo las censuras más acerbas. Por lo demás, no estamos, conformes con los que juzgan las obras dramáticas griegas como podrían juzgar una tragedia moderna. Hipólito no es un caballero andante de la Edad Media, sino un griego de los tiempos heroicos, excesivamente casto, que miraba a las mujeres con desprecio, y que justamente indignado de la declaración de la nodriza de Fedra, huye de ella y ni siquiera repara en el coro de mujeres que lo observa. Por consiguiente, no hay en su conducta la inverosimilitud y la grosería que se supone, sino, al contrario, un motivo más para que Fedra, a quien no ve, llena de vergüenza, precipite su resolución de suicidarse. Verdad es que su larga declamación contra las mujeres no es del mejor gusto; pero también convendremos en que pocas veces se debería hablar de ellas como Hipólito lo hace esta bajo la impresión de las infames proposiciones de la nodriza y del descubrimiento del amor criminal de la mujer de su padre. Si Teseo no aparece hasta el fin, no es por otra razón que para hacer más verosímil cuanto sucede en su ausencia y después de su llegada; solo así, y dejándose arrastrar del dolor que siente al contemplar el cadáver de su esposa, se concibe que, trastornado por la ira, condene a su hijo al destierro y pida a Poseidón su muerte. La de Fedra y su póstuma venganza son tan naturales y verosímiles, que lo contrario sería indudablemente afectado e inverosímil. ¿Fedra era cristiana o era griega? Suicidándose dominada por el amor, el despecho y la vergüenza, ¿qué cosa más natural que su venganza de Hipólito? Los héroes y heroínas de la Grecia, como el Áyax de Sófocles, no se arrepientan de su propósito, una vez decididos a ejecutarlo como debieran hacerlo si fueran buenos cristianos. Lo mismo acontece con las demás críticas superficiales que se han hecho de esta tragedia, que no refutamos tan fácilmente como las anteriores para no alargar más de lo justo estas líneas. En nuestro concepto, y prescindiendo del defecto capital indicado, el Hipólito es una obra dramática digna de la Grecia y de Eurípides, y hay en ella rasgos y escenas, como la del diálogo entre la nodriza y Fedra, en que esta le revela su pasión, que no ceden a las mejores de ninguna otra de cualquier época ni de cualquier pueblo.

Respecto a la fecha de su representación, no tenemos otros datos que los que nos ofrece el autor del argumento griego: sus palabras son las siguientes: ἐδιδάχθη ἐπὶ ᾿Επαμείνονος ἄρχοντος Ὀλυμπιάδι πζ’ ἔτει τετάρτῳ. πρῶτος Εὐριπίδης, δεύτερος ᾿Ιοφῶν, τρίτος Ἴων. ἔστι δὲ οὗτος ὁ Ἱππόλυτος δεύτερος, καὶ Στεφανίας προσαγορευόμενος. ἐμφαίνεται δὲ ὕστερος γεγραμμένος· τὸ γὰρ ἀπρεπὲς καὶ κατηγορίας ἄξιον ἐν τούτῳ διώρθωται τὸ δράματι.

Como al mismo tiempo los últimos versos de esta tragedia hablan de la muerte de los grandes hombres, se ha creído que Eurípides alude a la de Pericles, ocurrida en el año II de la guerra del Peloponeso, cuya fecha concuerda, en efecto, con la indicada por el autor citado: esto es, en la olimpiada 87, 4. Sépase, además, que esta tragedia, llamada Hipólito que trae la corona (στεφανηφόρος), es una refundición de otra, cuyo título era Hipólito velado (καλυπτόμενος), porque no se contentaba con ofrecer la corona a Artemisa, volviendo las espaldas a Afrodita, sino que se cubría el rostro al pasar por delante de la estatua de esta.

Personajes

Afrodita.
Hipólito, hijo de Teseo y de la amazona Antíope.
Servidores de Hipólito.
Coro de mujeres trecenias.
La nodriza de Fedra.
Fedra, esposa de Teseo, hija de Minos.
Un mensajero.
Teseo, rey de Atenas, hijo de Egeo.
Otro mensajero.
Artemisa.

Hipólito

La acción es en Trecén.

La escena representa el palacio de Teseo en esta ciudad, y a la izquierda y a la derecha de la puerta se ven las estatuas de Afrodita y de Artemisa.


AFRODITA:
Yo soy Afrodita, diosa célebre y venerada en la tierra y en el cielo, propicia a cuantos habitan entre el Ponto Euxino y los confines del Atlántico y ven la luz del sol, rindiendo homenaje a mi poder, y funesta a los que se ensoberbecen contra mí. Es conforme a la naturaleza de los dioses que reciban placer de los honores que se les tributan. Pronto probaré esta verdad, porque Hipólito, hijo de Teseo, descendiente de las Amazonas y discípulo del casto Piteo, es el único mortal que en Trecén se atreve a escarnecerme, diciendo que soy la peor de las deidades, y odia el lecho nupcial, y no quiere casarse, y rinde culto a Artemisa, hermana de Febo e hija de Zeus, creyendo que es la diosa de más poder, y vive siempre en su virginal compañía en la verde selva, persiguiendo a las fieras con sus ágiles perros, frecuentando su trato y dándose más que humana importancia. Seguramente no lo hago por envidia, pues ¿a qué vendría? Pero me vengaré hoy de él, porque me ha ofendido; y como hace ya tiempo que preparo mi venganza, no me será difícil realizarla. Muéveme a ella que cuando vino del palacio de Piteo al campo de Pandión para asistir a las fiestas y ceremonias de los sagrados misterios, lo vio Fedra, noble esposa de su padre, y la inspiré un amor ardiente, y antes de llegar a Trecén, y en la misma roca de Palas, que mira hacia aquí, edificó para mí un templo, ardientemente enamorada de Hipólito, que peregrinaba a la sazón, y en honor suyo quiso que en adelante se llamase el templo de Afrodita. Pero cuando Teseo abandonó el país de Cécrope, desterrado en castigo de la muerte de los Palántidas, y navegó hacia aquí con su esposa para sufrir voluntariamente penosa relegación, que ha de durar un año, ella no hace más que gemir, y estimulada por el aguijón del amor, sufre en silencio su desventura, y ninguno de sus servidores conoce la causa de su mal. Este amor no dejará de dar su fruto, y yo lo descubriré a Teseo, y se hará público. Y su padre matará a este enemigo mío, pronunciando terribles imprecaciones, que cumplirá Poseidón, dios del mar, por haberse obligado a hacer tres veces lo que le pidiera Teseo. Ínclita es Fedra y morirá, sin embargo, porque su ruina no pesará tanto en mi ánimo que consienta en que mis enemigos queden impunes y renuncie a mi propósito. Pero como veo a Hipólito, el hijo de Teseo, que viene hacia aquí para descansar de las fatigas de la caza, abandonaré estos lugares. Síguenle multitud de servidores cantando himnos en honor de Artemisa; no sabe que ya se abrieron para él las puertas de la muerte, y que este será el último día que ha de ver.

HIPÓLITO (que trae una corona, seguido de sus compañeros de caza):
Seguidme, seguidme cantando en honor de Artemisa, nuestra protectora celestial, hija de Zeus.

EL SÉQUITO DE HIPÓLITO :
Salve, diosa muy augusta, hija de Zeus, digna, digna de veneración; salve, Artemisa, hija de Leto y de Zeus, la más hermosa de las vírgenes, que en el vasto cielo habitas en el ilustre palacio paterno, resplandeciente con el oro de Zeus.

HIPÓLITO (dirigiéndose hacia la estatua de Artemisa):
Salve, ¡oh bellísima, bellísima Artemisa!, virgen que moras en el Olimpo: para ti traigo esta corona tejida de flores no libadas, que la adornan, y cogidas por mí en donde el pastor no se atreve a llevar sus rebaños ni ha entrado jamás el hierro: solo la primavera visita este prado y las abejas no le tocan, y el pudor lo nutre con húmedo rocío. El que nada adquirió con el estudio y en todo es igualmente casto por naturaleza, puede cortar sus flores, no los malvados. ¡Oh dueña querida!; recibe esta corona de mis manos piadosas para engalanar tus cabellos de oro. Solo entre los mortales disfruto de este privilegio; a tu lado estoy siempre, contigo hablo, y escuchas mi voz, aunque no vea tu rostro. Como he empezado, así acabaré mi vida.

UN SERVIDOR (que se separa del coro):
¡Oh rey!, puesto que a nuestros señores debemos llamar como a los dioses, ¿quieres oír un consejo útil?

HIPÓLITO:
Con mucho gusto: si no lo hiciera, no parecería sabio.

SERVIDOR:
¿Conoces una ley que ha de regir a los mortales?

HIPÓLITO:
No; ¿a qué ley aludes?

SERVIDOR:
A la que nos manda evitar la ostentación y lo que no sea grato a todos.

HIPÓLITO:
Muy bien dicho; en verdad, ¿qué hay más repugnante que el hombre orgulloso?

SERVIDOR:
En la urbanidad, ¿no se nota cierta gracia, que nos concilia la benevolencia de las gentes?

HIPÓLITO:
Mucha, sin duda, y ofrece largo lucro con poco trabajo.

SERVIDOR:
¿Y crees que con los dioses sucede lo mismo?

HIPÓLITO:
Sí, porque los hombres, obrando así, obedecen las leyes divinas.

SERVIDOR:
¿Y por qué tú no saludas a una diosa veneranda?

HIPÓLITO:
¿A cuál? Guárdate de ofenderme.

SERVIDOR:
A Ciprina, la que preside a tus puertas.

HIPÓLITO:
Como estoy puro, la saludo desde lejos.

SERVIDOR:
Pero es digna de veneración, e insigne entre los mortales.

HIPÓLITO:
Cada dios y cada hombre eligen recíprocamente al que mejor les parece.

SERVIDOR:
Que seas feliz, si sabes cuanto te interesa.

HIPÓLITO:
No me agradan los que reverencian de noche a los dioses.

SERVIDOR:
Necesario es, ¡oh joven!, darles culto.

HIPÓLITO:
Id, compañeros, y cuidad en el palacio de preparar nuestro sustento, que es grata una mesa abundante después de la caza, y conviene que los caballos se repongan de sus fatigas, para que al uncirlos al carro, satisfecho mi apetito, lo rija sin trabajo; que tu Ciprina se conserve buena mucho tiempo. (Retírase con su séquito).

SERVIDOR (ante la estatua de Afrodita):
Por lo que hace a mí, que no debo imitar a los jóvenes, y pensando humildemente como siervo, adoro tu imagen, ¡oh Afrodita!, señora mía; perdona al que así delira hablando de ti, porque siento hervir en su pecho el fuego de la adolescencia; disimula si lo oyes, que los dioses han de ser más prudentes que los hombres.

EL CORO (que viene del campo):
Estrofa 1.ª — Fama tiene un peñasco a la orilla de la mar, que destila agua, del cual brota una fuente en donde se llenan las urnas. Cierta compañera mía lavaba allí vestidos de púrpura, y los ponía a secar después en el peñasco abrigado y tibio.

Antístrofa 1.ª — Ella, la primera, me contó el rumor de que mi dueña no salía de su palacio, consumiéndose en doliente lecho, y que sutiles telas velaban su cabeza. Tres días hace ya, según he oído, que su boca no saborea los frutos de Deméter ni se alimenta su cuerpo, y que oculta pena la arrastra a desear la muerte, término de su mísera existencia.

Estrofa 2.ª — Sin duda te ha tocado Pan, ¡oh joven!, o Hécate, o los venerables coribantes, o la madre que recorre los montes, y por eso deliras. Acaso pecaste contra Dictina, que vive gozosa entre las fieras, y no le has ofrecido sacrificios ni libaciones, y por esto te consumes, que también ella atraviesa los mares y va más allá de la tierra, en los salados remolinos del húmedo piélago.

Antístrofa 2.ª — ¿Acaso tu marido, el primero de los hijos de Erecteo, noble varón, se deleita en tu palacio profanando tu lecho con ilícitos amores? ¿Ha navegado algún marinero desde Creta a este puerto, el más hospitalario, trayendo a la reina algún fatal mensaje, y esa es la causa de su tristeza, y de que yazga en su lecho y esté afligido su corazón?

Epodo. — Solo en las mujeres se ven juntas la frivolidad natural a su sexo y cierta propensión a la melancolía, tan perjudicial como molesta, ya por temor a los dolores del parto, ya por su innata demencia. Por mis entrañas discurrió alguna vez este aura, e invoqué a la diosa que nos ayuda en tan apurado trance, a Artemisa, diestra en disparar sus saetas, y siempre propicios los dioses, me favoreció mucho en mis trabajos. Pero he aquí a la vieja nodriza que la saca del palacio: triste nube se mece en torno de sus cejas. Quisiera saber la causa funesta que ha alterado la salud de la reina. (Las esclavas traen a Fedra recostada en un lecho portátil).

LA NODRIZA:
¡Oh males humanos y tristes dolencias! ¿Qué haré por ti? ¿Qué no haré? Mira la clara luz que te alumbra, mira el aire. Fuera del palacio está ya el lecho en que descansas de tus dolores. Solo hablabas de venir aquí; pero no tardarás en volver a tu nupcial aposento. Pronto varías de parecer, y nada te divierte; no te agrada lo que posees, y anhelas lo que no tienes. (Dirigiéndose al público mientras Fedra dormita). Más fácil es enfermar que asistir al doliente, porque lo primero es sencillo y natural, y en lo segundo se junta la aflicción del alma al sufrimiento del cuerpo. Llena de tormentos está la vida humana, y no hay descanso en nuestras penalidades; y si tan dulce es vivir, a lo mejor nos envuelven las tinieblas de la muerte. Perdidamente nos enamoramos de esta luz, que brilla alguna vez en la tierra, sin saber lo que pasa en la otra vida, ni conocer nada de lo que sucede debajo de nosotros; temerarias son las ilusiones que nos arrastran.

FEDRA (revolviéndose inquieta):
Levantad mi cuerpo, sostened mi cabeza; no tengo fuerzas para mover mis miembros, ¡oh amigas! Acercaos, servidoras, y apoyaré mis brazos dulcemente. Pésame la diadema en las sienes; quítala, que mis cabellos se esparzan por mis hombros. (Dos esclavas sostienen a Fedra en los brazos; la nodriza recibe en su pecho la cabeza y le quita la diadema).

LA NODRIZA:
Ten ánimo, ¡oh hija!, y no te agites, que así se agravará tu padecimiento. Más tolerable será descansando tranquila y sufriendo con noble resignación: ley es de los mortales luchar con los dolores.

FEDRA:
¡Ay, ay! ¡Ojalá que yo beba agua cristalina de fresca fuente, y que bajo blancos álamos y en verde prado yazga reclinada!

LA NODRIZA:
¿Qué dices, hija? No hables así delante de esta gente, ni profieras palabras insensatas.

FEDRA (delirando y agitándose inquieta en su lecho):
Llevadme a las selvas; que vaya yo a los bosques y a los pinares, en donde corren los perros que matan a las fieras, saltando sobre los manchados ciervos; deseo, por los dioses, animarlos con mis gritos, y lanzar el dardo tesálico rozando con mi blonda cabellera, y vibrar en mi mano la saeta de acerada punta.

LA NODRIZA:
¿Por qué, ¡oh hija!, revuelves esto en tu ánimo? ¿A qué cuidarte ahora de la caza? ¿A qué apetecer las ondas de las fuentes? Cerca del palacio hay una colina húmeda, en donde puedes beber a tu gusto.

FEDRA:
¡Oh Artemisa!, señora de la marina Limnes y de los ecuestres gimnasios: ¡ay, si estuviera en tu campo domando caballos vénetos!

LA NODRIZA:
¿Por qué, delirando de nuevo, pronuncias tales palabras? Hace poco que, como si te hallaras en los montes, te arrastraba la afición a la caza; ahora, segunda vez, y lejos de las ondas, deseas regir caballos. Adivino consumado es preciso ser para explicar todo esto: ¿qué dios, ¡oh hija!, te hace tascar el freno y extravía tu juicio?

FEDRA (cayendo abatida en su lecho):
¡Infeliz de mí! ¿Qué he hecho? ¿Cuál ha sido mi absurdo delirio? He perdido la razón, he caído en las redes de alguna deidad funesta. ¡Ay, ay mísera de mí! Nodriza, cubre otra vez mi cabeza; me avergüenzo de lo que he dicho hace poco. Cúbrela; lágrimas brotan de mis ojos, y el pudor enrojece mis párpados. Porque he recobrado el seso, y el dolor me atormenta, y si la locura es un mal, más vale morir sin sentirla.

LA NODRIZA:
Ya la cubro; pero ¿cuándo la muerte velará también mi cuerpo? (Cubre su cuerpo y se dirige al público). Mucho me enseña mi larga vida; convendría que los mortales no contrajesen amistades estrechas, de las que penetran hasta lo íntimo del alma, y así sería fácil que se desvaneciese esta pasión, y que, como nace, muriese. Pero que uno sufra por dos, es grave carga, como a mí me acontece, sufriendo por esta. Dícese que el excesivo apego a la vida aflige más que deleita, y que es opuesto a la salud; pero los excesos son para mí menos laudables que practicar aquel otro precepto de nada demasiado y como yo opinarán los sabios.

EL CORO:
¡Oh anciana, fiel nodriza de la reina Fedra!; aunque sea testigo de estas calamidades, es para mí inexplicable su enfermedad; quisiéramos oírla y saberla de ti.

LA NODRIZA:
Ni preguntándolo lo sé, ni quiere decirlo.

EL CORO:
¿Ni cuál haya sido el origen de estos males?

LA NODRIZA:
Piensas como yo; pero ella lo calla todo.

EL CORO:
¡Qué enferma está, y cuán flaco su cuerpo!

LA NODRIZA:
¿Y cómo no ha de ser así, si hace tres días que no toma alimento?

EL CORO:
¿Pero es efecto de su mal, o porque desea morir?

LA NODRIZA:
Por morir; se abstiene del alimento por dejar la vida.

EL CORO:
Sorprendente es lo que has dicho, si agrada a su marido.

LA NODRIZA:
Oculta y niega su dolencia.

EL CORO:
¿Pero no la conoce él si le basta mirarla?

LA NODRIZA:
Lejos está ahora.

EL CORO:
¿Y tú no la violentas para averiguar su mal y la causa del extravío de su juicio?

LA NODRIZA:
Vanos han sido todos mis esfuerzos. Sin embargo, aún no he desistido de mi propósito, como te habrás convencido, observando lo que hago con mi desventurada dueña. (A Fedra). Vamos, hija querida, olvidémonos ambas de lo que antes hablamos, y tú explícate, y desarruga tu ceño, y abandona tu resolución, y yo, por mi parte, sin acordarme ya de lo que he hecho hasta ahora que haya podido desagradarte, te hablaré con más dulzura. Si padeces algún mal oculto, estas mujeres lo calmarán; pero si lo han de curar los hombres, habla para declararlo a los médicos. Sea, pues, así; ¿por qué callas? No debes callar, hija, sino replicarme si no te parece bien lo que digo, o seguir mis consejos si lo merecen. Habla algo, mira hacia aquí. ¡Cuánta es mi desventura! En vano, ¡oh mujeres!, nos tomamos este trabajo; tan lejos estamos como antes de conseguir nuestro fin: ni le hacían mella nuestras palabras, ni ahora tampoco. Pero ten en cuenta, aun cuando seas más obstinada que la mar, que si mueres, abandonando tus hijos, no participarán de la herencia de su padre y le sucederá el noble y generoso bastardo, que dio a luz la reina Amazona aficionada a cabalgar, y será su señor. Bien sabes de quién hablo: ya sabes que aludo a Hipólito.

FEDRA:
¡Ay de mí!

LA NODRIZA:
Qué, ¿te interesa esto?

FEDRA:
Me has afligido, nodriza, y te ruego por los dioses que jamás me hables de ese hombre.

LA NODRIZA:
¿Ves? Eres prudente, y no querrás faltar a tus hijos, y cuidarás de tu vida.

FEDRA:
Amo a mis hijos; pero no es ese el mal que me atormenta.

LA NODRIZA:
Sin duda, ¡oh hija!, tus manos están puras de sangre.

FEDRA:
Puras están mis manos, pero no mi corazón, y es menester purificarlo.

LA NODRIZA:
¿Quizá por efecto del daño que te ha causado algún enemigo?

FEDRA:
Contra su voluntad y la mía me ha perdido un amigo.

LA NODRIZA:
¿Te ha faltado en algo Teseo?

FEDRA:
¡Ojalá que yo nunca le ofendiera!

LA NODRIZA:
¿Y cuál es esa pena cruel que te hace morir?

FEDRA:
Deja que yo falte; no eres tú la ofendida.

LA NODRIZA:
No, seguramente; líbrenme los dioses de pensarlo; pero tú puedes salvarme. (Arrójase a sus pies y estrecha sus manos y rodillas).

FEDRA:
¿Qué intentas? ¿Me haces violencia estrechando mi mano?

LA NODRIZA:
Y nunca soltaré tus rodillas.

FEDRA:
Lo sentirás, ¡oh desventurada!; lo sentirás si lo oyes.

LA NODRIZA:
¿Qué mayor sentimiento que perderte?

FEDRA:
Morirás, y sin embargo puede darme gloria.

LA NODRIZA:
¿Y me ocultas este bien, cuando yo te lo suplico?

FEDRA:
A males que me avergüenzan busco salida honesta.

LA NODRIZA:
Luego si los declaras será mayor tu ventura.

FEDRA:
Retírate, por los dioses, y suelta mi mano.

LA NODRIZA:
Jamás, si no me concedes lo que tan justamente pido.

FEDRA:
Lo haré, porque como religioso vínculo es para mí tu mano.

LA NODRIZA:
Callaré ya; ahora tú debes hablar.

FEDRA (después de algunos instantes de silencio):
¡Oh mísera madre, cuáles fueron tus amores!

LA NODRIZA:
¿Lo dices porque se enamoró del toro, o por qué?

FEDRA:
¡Y tú, hermana desventurada, esposa de Dioniso!

LA NODRIZA:
¿Qué te sucede, oh hija? ¿Hablas mal de tus parientes?

FEDRA:
¡Y yo, tercera desdichada, que muero de pena!

LA NODRIZA:
Horrorizada estoy en verdad. ¿Adónde irá a parar esto?

FEDRA:
¡Y yo después, y no hace poco tiempo, soy también infeliz!

LA NODRIZA:
Hasta ahora nada sé de lo que anhelo oír.

FEDRA:
¡Ay de mí! ¿Cómo me dirías tú lo que yo debo decir?

LA NODRIZA:
No soy adivino para comprender estos enigmas.

FEDRA:
¿Qué cosa es el amor? ¿Qué dicen de él los hombres?

LA NODRIZA:
Lo más dulce, ¡oh hija!, y al mismo tiempo lo más amargo.

FEDRA:
No es eso lo que yo sufro.

LA NODRIZA:
¿Amas, ¡oh hija!, a alguno?

FEDRA:
Cualquiera que sea, el hijo de la amazona...

LA NODRIZA:
¡Hablas de Hipólito!

FEDRA:
Tú lo dices, no yo.

LA NODRIZA:
¡Ay de mí, oh hija! ¿Qué has dicho? ¡Cómo has desgarrado mi corazón! Esto es intolerable, ¡oh mujeres! Ya no puedo vivir. ¡Día odioso, odiosa luz es la que veo! Yo me despeñaré, yo abandonaré mi cuerpo, yo dejaré esta triste vida; vivid vosotras, que yo aborrezco la existencia. Los que se contienen, aunque involuntariamente, aman, sin embargo, sus propios males. No es diosa Afrodita, sino más que diosa, y la ha perdido, y a mí, y a esta familia.

EL CORO:
¿Has oído, ¡oh!, has oído a la reina confesando sus malhadados amores, que no deben escucharse? Que muera yo, ¡oh amada!, antes de cometer el delito que embarga tu pensamiento. ¡Ay de mí! ¡Oh desventurada víctima de estos dolores! ¡Oh penas, alimento de los hombres! Tú misma te has perdido publicando tu mal. ¿Cuánto tiempo vivirás así? Alguna novedad va a ocurrir en este palacio. Ya no ignoramos, ¡oh desdichada joven cretense!, en dónde descargará la tempestad que Afrodita envía.

FEDRA:
Mujeres trecenias que habitáis en este vestíbulo, que da entrada a la tierra de Pélope: hace ya largo tiempo que reflexioné una noche en las causas de la corrupción humana, y me parece que no todos los hombres cometen las faltas más graves por sus escasas luces, porque en muchos se observa juicio recto; preciso es, por tanto, confesar que, aun conociendo lo bueno, no lo seguimos, unos por pereza y otros porque posponemos la virtud al deleite. Muchos placeres ofrece la vida, gratos coloquios y ocio, mal que tiene su encanto, y vergüenza. Esta es de dos clases: una no vituperable, azote la otra de las familias. Y si las ocasiones en que se manifiestan no diesen lugar a dudas, no serían iguales las dos palabras que las expresan. Y como he pensado antes todo esto, no hay poder bastante fuerte que me obligue a adoptar la opinión contraria. Pero te diré cómo he llegado a discurrir así. Después que el amor me hirió, traté de conciliarlo con la virtud, y comencé entonces a ocultar mi dolencia. No debía fiarlo a la lengua, que, si a veces rectifica los pensamientos ajenos, se expone otras a muchos males. Determiné resistir con entereza a este amoroso delirio y dominarlo castamente. Por último, no pudiendo vencer a Afrodita, he decidido morir. Nadie se opondrá a esta resolución. ¡Ojalá que no se olviden mis acciones honestas, ni que las presencien muchos testigos si son vergonzosas! No ignoraba cuán infame era mi apasionada dolencia, y sabía además que era mujer detestada de todos. Mala muerte tenga la que mancille el lecho conyugal con quien no fuese su esposo. De las mujeres nobles pasó este mal a las demás, porque cuando lo torpe agrada a los de elevada alcurnia, parece a los malos honesto. Odio a las que son castas en sus palabras y ocultamente lascivas. ¿Cómo, ¡oh Afrodita!, señora del mar, se atreven a mirar el rostro de sus esposos y no tienen horror a las tinieblas, cómplices de sus culpas? ¿Cómo no dan voces los techos de sus casas? Mátame, ¡oh amigas!, el temor de que mi marido sepa mi deshonra, o los hijos que he parido, pues quisiera que, libres y hablando sin temor, brillasen en la noble ciudad de los atenienses honrados en memoria de las virtudes de su madre, porque detiene mucho al hombre más osado saber las maldades de sus padres. Dicen que vale tanto como vivir ser justo y honesto. El tiempo descubre a los malos cuando llega la ocasión, como el espejo que refleja a la virgen. ¡Ojalá que nunca me cuenten entre ellos!

EL CORO:
¡Ay, ay de mí! ¡Qué bella es la modestia y qué gloria tan egregia ofrece a los mortales!

LA NODRIZA:
Gran temor, ¡oh señora!, me ha infundido de repente tu mal; ahora conozco mi ineptitud, y que entre los hombres los últimos pensamientos son los más prudentes. No es extraño lo que te sucede, ni fuera de razón se ha ensañado en ti la ira de la diosa. Tú amas; ¿por que nos ha de sorprender? Haces lo que muchos. ¿Y perderás la vida por eso? ¿De qué sirven a los enamorados sus amigos, y la inquietud que muestran, si al fin han de morir? Porque Ciprina es intolerable si nos ataca con violencia; a quien cede, persigue blandamente, y arrebata y atormenta al orgulloso y arrogante; ¿no lo crees así? Vuela por los aires, y la hallarás en las olas del mar, y de todo es origen. Ella inspira y alimenta al Amor, que a todos nos ha engendrado en esta tierra. Cuantos conocen los escritos antiguos y se consagran asiduamente al culto de las musas, saben cómo Zeus amó en otro tiempo a Sémele, y cómo la brillante Aurora robó enamorada a Céfalo, llevándolo con los demás dioses, y habitan en el cielo, y no huyen de las demás divinidades, sino que, según creo, sufren vencidos su suerte. ¿Y tú no la sufrirás? Debió engendrarte tu padre de distinta manera que los demás, y obedecerías a otros dioses si no habías de observar estas leyes. ¿Cuántos hombres de sano juicio fingirán ignorar la deshonra de su cónyuge? ¿Cuántos padres no protegen los amores ilícitos de sus hijos? Entre las sagaces precauciones de los hombres cuéntase la de ocultar lo que no es honesto. Ni conviene que vivan vida austera, como no cuidan tampoco de alinear con esmero las paredes y el techo de sus viviendas. Del abismo tan profundo en que has caído, ¿cómo piensas salir? Grande es tu ventura si, siendo mortal, son más numerosos tus bienes que tus males. Abandona, pues, ¡oh amada hija!, tus malos pensamientos; déjate de tales sacrilegios, que lo es sobreponerte a los dioses; sufre el amor con fortaleza, que una diosa lo envía. Ya que esa dolencia te aqueja, cúrala dulcemente. Hay encantos y palabras que la aplacan, y podrá encontrarse eficaz remedio. Tarde hallará algún hombre la medicina si nosotras las mujeres no la descubrimos.

EL CORO:
Lo que esta dice, ¡oh Fedra!, puede servirte ahora, y yo te alabo. Pero mi alabanza es para ti menos grata que sus palabras, y la oirás con más trabajo.

FEDRA:
Con pláticas demasiado sabrosas se han arruinado familias y ciudades bien gobernadas. No conviene decir lo que agrada a los oídos, sino lo que puede traer gloria.

LA NODRIZA:
¿Por qué hablas tan sublime lenguaje? Tú no necesitas de palabras seductoras, buenas solo para ese hombre. Yo lo sondearé cuanto antes, y le hablaré como es debido. Si no peligrase tu vida en este trance y fueses mujer de juicio, jamás llegaría yo a ese extremo por proporcionarte ese deleite en tu lecho; pero ahora mi principal objeto es salvar tu vida, y nadie podrá reprobarlo.

FEDRA:
¿Cómo dices tales despropósitos? ¿No cerrarás tus labios y no volverás a pronunciar frases tan torpes?

LA NODRIZA:
Torpes son, pero más convenientes ahora que las honestas, y valdrán más si te salvare que la fama con que morirías orgullosa.

FEDRA:
No pases más adelante, no, que está bien lo que dices, aunque, ¡por los dioses!, sea vergonzoso; porque si hasta ahora, a pesar de mi amor, no he faltado, si con palabras especiosas me inspiras sentimientos indignos de mí, pereceré deslizándome en el abismo de que huyo.

LA NODRIZA:
Si tal te parece, no debiste darle entrada en tu pecho; pero como sucede lo contrario, obedéceme, que también redundará en tu beneficio. Yo tengo en casa filtros que aplacan la fuerza del amor, y ahora me he acordado de ellos, y sin vergüenza ni menoscabo de tu razón te librarán de ese mal si no eres débil; pero necesitamos alguna prenda del que amas, algún rizo o pedazo de su vestido, para que sea una misma vuestra amorosa pasión.

FEDRA:
Y ese filtro, ¿se unta o se bebe?

LA NODRIZA:
No lo sé; es menester que me ayudes y no me preguntes, ¡oh hija!

FEDRA:
No es para tranquilizarme tu refinada astucia.

LA NODRIZA:
Todo te asusta; ¿qué temes ahora?

FEDRA:
Que reveles algo al hijo de Teseo.

LA NODRIZA:
Déjame, hija, que yo te curaré bien. Solo te ruego que me favorezcas, ¡oh Afrodita, diosa marina! (Aparte). Lo demás que pienso hacer lo sabrán únicamente los amigos que hay dentro. (Se retira).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Amor, Amor que con la mirada inspiras los deseos e infundes suave deleite en los ánimos de aquellos a quienes haces la guerra: que nunca te vea con daño mío ni tiránico me domines. Ni el fuego ni los rayos que despiden los astros pueden compararse a la saeta que lanza Amor, hijo de Zeus.

Antístrofa 1.ª — En vano, en vano junto al Alfeo y en el templo pítico de Febo acumula hecatombes la Grecia; no adoramos al Amor, tirano de los corazones, que guarda la llave de los lechos más codiciados y nos pierde y nos infecta cuando nos acomete, enviándonos todo linaje de males.

Estrofa 2.ª — Pues Afrodita dio al hijo de Alcmena la doncella de Ecalia, que no había conocido el himeneo, y que por tanto ignoraba lo que era un esposo y un tálamo nupcial, llevándola desde su palacio en rápida nave, cual ministro veloz del Orco, con sangre y fuego, y celebrando terribles bodas. ¡Cuán desventuradas fueron sus nupcias!

Antístrofa 2.ª — ¡Oh santas murallas de Tebas! ¡Oh fuente Dircea! Vosotras fuisteis testigos del poder de Afrodita. Con ardiente rayo aletargó a la madre de Dioniso, engendrado por Zeus, unida a él en himeneo funesto. Abrasa lo que toca con su hálito, y vuela como una abeja.

FEDRA:
Callad, mujeres; somos perdidas.

EL CORO:
¿Qué sucede en tu palacio, ¡oh Fedra!?

FEDRA:
Estaos quietas; dejadme oír los clamores que suenan dentro.

EL CORO:
Callo; pero mal exordio es este.

FEDRA:
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Cuánta es mi desventura! ¡Cuántos mis males!

EL CORO:
¿Qué significan tus quejas? ¿Qué tus voces? Di, ¡oh mujer!, ¿qué súbito rumor te atorra?

FEDRA:
Perdidas somos. Acercaos aquí, y escuchad el ruido que se oye dentro.

EL CORO:
Tú estás a la puerta; en cuidado te han puesto los clamores que salen del palacio. Pero dime, dime qué desgracia sucede.

FEDRA:
Grita Hipólito, el hijo de la Amazona, aficionada a cabalgar, profiriendo horribles maldiciones contra mi esclava.

EL CORO:
Conozco su voz, pero no entiendo bien lo que dice. Por las hendiduras de la puerta oirás tú sus palabras.

FEDRA:
Y oigo claramente que la llama forjadora de males, y que la acusa de hacer traición a su dueño.

EL CORO:
¡Ay de mis desdichas! Te han vendido, ¡oh amiga! ¿Qué consejo te daré? Si ha descubierto el secreto, cierta es tu muerte.

FEDRA:
¡Ay, ay de mí!

EL CORO:
Vendida por tus amigos.

FEDRA:
Me ha perdido descubriendo mi dolencia, con buena intención, es verdad, pero sin curarla como debía.

EL CORO:
¿Y qué se hace? ¿Qué harás tú, que sufres males incurables?

FEDRA:
Solo me ocurre morir cuanto antes, único remedio de este infortunio.

HIPÓLITO (que sale por una de las puertas laterales, seguido de la nodriza. Como Fedra se halla en el hueco de la principal, y lejos, no la ve).

¡Oh tierra, nuestra madre, oh inmensa luz del sol! ¿Qué palabras nefandas han manchado mis oídos?

LA NODRIZA:
Calla, hijo, no te oiga alguien.

HIPÓLITO:
No es posible callar, habiendo oído tales horrores.

LA NODRIZA (suplicándole humildemente):
Suplícote por tu barba y tu hermosa diestra.

HIPÓLITO (rechazándola):
No acerques tu mano ni toques mi vestido.

LA NODRIZA (echándose a sus pies):
¡Por tus rodillas, que abrazo, no me pierdas!

HIPÓLITO:
¿Y cómo así, cuando, según aseguras, no has dicho nada malo?

LA NODRIZA:
Lo que yo he dicho, ¡oh hijo!, no debe saberlo el vulgo.

HIPÓLITO:
Mejor es, sin embargo, que el vulgo solo sepa lo bueno.

LA NODRIZA:
¡Oh hijo!, no quebrantes tu juramentos.

HIPÓLITO:
La lengua juró; el alma no ha jurado.

LA NODRIZA:
Hijo, ¿qué vas a hacer? ¿Perderás a tus amigos?

HIPÓLITO:
Les niego ese nombre: ningún malvado es mi amigo.

LA NODRIZA:
Perdona; siempre han errado los hombres, ¡oh hijo!

HIPÓLITO (dirigiéndose al público, mientras la nodriza se levanta):
¡Oh Zeus! ¿Por qué dispusiste que las mujeres viesen la luz del sol, si son cebo engañoso para los hombres? Si deseabas que estos se multiplicasen, no debías haberlas creado, sino que ellos en sus templos, pesando el oro, o el hierro, o el bronce, comprasen los hijos que necesitaran, pagando el justo precio de cada uno, y que viviesen en sus casas, libres de femenil compañía. Ahora, como han de morar con nosotros, agotan nuestros recursos. Manifiesto es de aquí qué azote tan grande es la mujer; pues el padre, que la engendra y la educa, da además la dote y la casa para librarse de ella: al contrario, el que recibe en su hogar esta peste destructora, goza engalanando a una pésima estatua, y la viste con sus mejores ropas, y el desventurado gasta así sus rentas. Obligado se ve, si ha de emparentar con familia ilustre, a mostrarse alegre y ser fiel en su amargo consorcio, o si es buena la esposa y pobres los suegros, a remediar bondadosamente su infortunio. Lο mejor, si ha de vivir con nosotros, es que la fortuna nos favorezca, dándonos una compañera inepta y demasiado sencilla. Aborrezco a la sabia; que no albergue un mismo lecho a la que sepa más que yo, y más de lo que conviene a una mujer. Porque Afrodita hace a las doctas las más depravadas, y la sencilla, por sus cortos alcances, está libre de deshonestidad. Convendría también que no las acompañasen esclavas, sino que habitasen con ellas monstruos mudos o fieras, con quienes no pudiesen hablar ni oír su voz. Ahora sus esclavas no cesan de urdir intrigas vituperables, y después las ejecutan fuera de su casa, como tú (A la nodriza), ¡oh malvada!, osando proponerme que profane el sagrado lecho de mi padre: yo me purificaré de esta mancha en agua corriente, lavando con ella mis oídos. ¿Qué me sucedería si fuese criminal, cuando ni aun me creo puro habiéndola oído? Ten muy presente lo que te digo, ¡oh mujer!; solo mi piedad te salva; a no haberme tendido una red con mi propio juramento, jamás me contuviera, y lo hubiese revelado a mi padre. Pero ya que Teseo está ausente por mucho tiempo, me iré de este palacio, y mis labios guardarán silencio. Veremos a ver cuando vuelva cómo arrostráis su presencia tú y tu señora: ya avisado, sabré hasta dónde llega tu audacia. ¡Que perezcáis ambas! Nunca me cansaré de odiar a las mujeres, aunque alguno diga que tal es siempre mi propósito; y no se engaña, en efecto, porque son siempre malvadas. Que aprendan a ser castas, o nunca dejaré de ensañarme con ellas. (Retírase).

FEDRA:
Mísera y desventurada es nuestra suerte. ¿Qué artes emplearemos, qué recursos, frustrada nuestra esperanza, para desatar el nudo de esta intriga? Recibimos el castigo merecido, ¡oh tierra y luz! ¿Cómo evitaré estas calamidades? ¿Cómo, ¡oh amigas!, ocultaré mi mal? ¿Qué dios me favorecerá, qué hombre me ayudará? ¿Quién querrá hacerse cómplice de maldades tan impías? No veo medio alguno de alejar la tempestad que amenaza a mi vida. ¡Soy la más infeliz de las mujeres!

EL CORO:
¡Ay, ay! Ya no tiene remedio, y de nada sirvieron los artificios de tu esclava, ¡oh señora!, que el resultado ha sido desastroso.

FEDRA (acércase a Fedra la nodriza):
¿Qué has hecho en mi daño, ¡oh tú, la peor de las mujeres, ruina de tus amigos!? Que Zeus, mi progenitor, te hiera con sus rayos y te extermine. ¿Acaso no te dije, previniendo tu propósito, que no revelases mi mal? Pero no pudiste callar, y ya no moriremos sin mancha. Necesito ahora apelar a otros medios. Él, enfurecido ya contra mí, descubrirá tu falta con deshonra mía a su padre, contará al viejo Piteo sus desdichas, y pronunciará en todas partes los más denigrantes discursos. Que mueras tú y cualquier otro, pronto a hacer lo que no debe, repugnándolo sus amigos.

LA NODRIZA:
Razón tienes, ¡oh señora!, en reprenderme: como estás afligida, no dejas descanso a tu juicio; pero te responderé, si me lo permites. Te he criado, y te quiero bien: buscando remedio a tu dolencia, me dejé llevar de mi buen deseo. Si mi propósito se hubiera realizado, me creerían muy prudente, que el éxito favorable nos da de ordinario fama de tales.

FEDRA:
¿Es justo, acaso, y quedaré satisfecha, dándote la razón, después de afligirme tanto?

LA NODRIZA:
Ociosa es nuestra disputa: no he sido cuerda, pero todavía puedo salvarte.

FEDRA:
No hables más; antes erraste, y me has acarreado grave desdicha. Vete, pues, y piensa en ti; yo cuidaré de mí. Vosotras, nobles jóvenes trecenias, favorecedme solo en lo que os ruego, callando cuanto habéis oído hasta ahora.

EL CORO:
Juro por la casta Artemisa, hija de Zeus, que jamás publicaré tus males.

FEDRA:
Has dicho bien. Por más que pienso solo hallo un remedio a mi desventura para que mis hijos vivan honrados, y salga yo como pueda de este abismo. Jamás llenaré de oprobio a mi familia de Creta ni me presentaré a Teseo, torpemente manchada por la oficiosidad de mi única amiga.

EL CORO:
¿Te expondrás acaso a sufrir algún daño irreparable?

FEDRA:
Solo anhelo morir; el cómo, yo lo pensaré.

EL CORO:
No pronuncies palabras de mal agüero.

FEDRA:
Y tú aconséjame bien. Yo llenaré de gozo a Ciprina, que me ha perdido, dejando hoy de vivir, víctima de un amor cruel. Pero después de muerta, causaré daño a otro para que no se enorgullezca con mis males, y para que, participando también de mi pena, aprenda a ser más modesto. (Entra Fedra en el palacio).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Ojalá que ahora me viese en los profundos valles de las montañas y algún dios me convirtiera en ave alígera y me juntase con los demás volátiles! Desde lo alto de los aires contemplaría las olas del mar Adriático y las aguas del Erídano, en donde tres desventuradas doncellas, llorando a Faetón, aumentan las ondas purpúreas de su padre con los brillantes destellos de sus lágrimas de ámbar.

Antístrofa 1.ª — Y volaría a la costa de las cantatrices Hespérides, rica en manzanas, do el marino rey del purpúreo lago no da paso a los navegantes, defendiendo los límites venerandos del cielo, que sostiene Atlas, y adonde las fuentes destilan ambrosía en el palacio de Zeus, y la divina y alma tierra derrama para los dioses abundante dicha.

Estrofa 2.ª — ¡Oh nave cretense de blancas alas que, surcando las sonoras y marinas aguas del piélago, trajiste a mi señora de su feliz morada, para disfrutar del más desventurado himeneo! O de ambas regiones o de la tierra de Creta voló genio funesto a la ínclita Atenas; pero ataron las puntas de los torcidos cables en la ribera de Muniquia, y descendieron al continente.

Antístrofa 2.ª — Por esto aquejó su ánimo amorosa dolencia y pasión ilícita, y fue víctima de dura calamidad, y del techo que contempló su himeneo cuelga lazo fatal que ceñirá su blanco cuello en honor de triste diosa, prefiriendo morir sin infamia y librar su alma de amor molesto.

UNA ESCLAVA (desde dentro):
¡Ay, ay! Socorredme todos los que se hallen cerca de este palacio: mi señora, la esposa de Teseo, yace suspendida de lazo fatal.

EL CORO:
¡Ay, ay! Consumose ya el suicidio. Ya no existe la esposa del rey, ahorcada con nudo corredizo.

LA ESCLAVA:
¿No os daréis prisa? ¿Nadie traerá un cuchillo de dos filos para cortar la cuerda que rodea su cerviz?

PRIMER SEMICORO:
¿Qué hacemos, amigas? ¿Queréis entrar en el palacio y desatar los apretados lazos que ahogan a mi dueña?

SEGUNDO SEMICORO:
¿A qué, pues? ¿No hay servidores jóvenes? No es prudente a veces mezclarse en ciertos negocios.

LA ESCLAVA:
Extended el mísero cadáver de la dueña de este palacio, que llenará de amargura a mi señor.

EL CORO:
Según oigo ha perecido esta infeliz, puesto que extienden su cadáver.

TESEO (que llega coronado de laurel):
¿Sabéis, mujeres, qué significan estos clamores que se oyen en el palacio? Fuerte vocerío de esclavas ha llegado hasta mí. Mi familia no se digna, sin duda, salir a saludarme, abriendo las puertas con alegría cuando vuelvo de consultar al oráculo. ¿Ha sucedido algo a Piteo, ya de edad avanzada? Muchos son sus años, y, sin embargo, con sentimiento mío dejará este palacio.

EL CORO:
Esta desgracia, ¡oh Teseo!, no afecta en nada a los ancianos: muertos más jóvenes afligirán tu alma.

TESEO:
¡Ay de mí! ¿Ha fallecido acaso alguno de mis hijos?

EL CORO:
Viven; muerta su madre, pena dolorosa para ti.

TESEO:
¿Qué dices? ¿Ha perecido mi esposa? ¿De qué manera?

EL CORO:
Preparó un lazo en el techo para estrangularse.

TESEO:
¿De dolor a causa de algún accidente desgraciado?

EL CORO:
Solo esto sabemos; hace poco, ¡oh Teseo!, que yo, que deploro tus males, llegué a este palacio.

TESEO:
¡Ay, ay! ¿A qué me presento llevando en mi cabeza corona de hojas entrelazadas, consultor desventurado del oráculo? (Se arranca la corona). Abrid las puertas, servidores; quitad las barras, para que contemple el horrible espectáculo que va a ofrecerme mi esposa, cuya muerte me ha perdido. (Ábrense las puertas y dejan ver el cadáver de Fedra). ¡Ay, ay! ¡Cuán infortunado soy! ¡Cuán crueles mis males! Tú también has sufrido; tú que has osado cometer una acción que será la ruina de tu familia. ¡Ay, ay! ¡Cuánta ha sido tu audacia! ¡Oh tú, muerta violentamente con muerte impía y por tus mismas manos! ¿Qué dios, ¡oh desdichada!, te borró del libro de la vida? ¡Ay de los males que mísero sufro! Este es el mayor de todos. ¡Oh fortuna funesta para mí y para mi palacio, mancha inesperada, obra de las Furias, que pondrá término a mi vida intolerable! Solo vislumbro un piélago de desdichas, del cual nunca podré salir sin luchar con sus calamitosas olas. Quitad las barras, que yo contemple ese horrible espectáculo. ¿Con qué palabras, cómo, desgraciado, apostrofaré a tu adversa fortuna, ¡oh mujer!? Te escapaste de mis manos volando como un ave, y con salto rápido te lanzaste en la morada de Hades. ¡Ay, ay, ay, ay! Dignos de lástima son estos infortunios. Por alguna causa estaba condenado a esta pena hace tiempo; quizá por haber faltado a los dioses alguno de mis progenitores.

EL CORO:
No eres tú solo el que sufre estos males repentinos, que otros muchos han perdido también sus esposas.

TESEO:
A las infernales, a las infernales tinieblas quiero descender, y vivir sin ventura en ellas, privado de tu muy dulce trato. Mayor es mi desdicha que la tuya. ¿Quién declarará, ¡oh mujer!, la causa de ese fatal propósito? ¿Me lo dirán, o en vano estará lleno mi real palacio de esta muchedumbre de criados? ¡Cuánto lloro, ay de mí, desventurado, que ya veo el luto que ha de cubrir esta mansión, que ni puede expresarse ni tolerarse! Yo muero: desierto está mi hogar, huérfanos mis hijos. (Se precipita sobre ella y abraza su cadáver).

EL CORO:
Nos has abandonado, nos has abandonado, ¡oh amada!, la mejor de las mujeres que ven la luz del sol, y la luna, que alumbra de noche, rodeada de estrellas. ¡Desventurada de mí, cuántos males sufre este palacio! Mis párpados, húmedos de lágrimas, llorarán tu destino; ya preveo con horror el nuevo infortunio que nos amenaza.

TESEO (que se levanta, teniendo entre sus manos las de Fedra):
¡Ah, ah! ¿Qué significan estas tablillas suspendidas de una mano amada? ¿Anunciarán alguna nueva calamidad? ¿Dispondrá acaso la infeliz lo que debo hacer de su lecho y de sus hijos? No te inquietes, desventurada, que ninguna otra mujer entrará en el palacio y ocupará tu lugar al lado de Teseo. Y he aquí que el sello de la piedra preciosa, encerrada en el anillo de oro de la difunta, me enternece de nuevo. Veamos, desatando los lazos del sello, qué quieren decir estas letras.

EL CORO:
¡Ay, ay! Alguna deidad preparará un nuevo mal, no contenta con los pasados. Ya no podrá vivir después de lo que ha sucedido, qué grave desdicha, ¡ay, ay!, ha arruinado a la familia de mis reyes. ¡Oh numen fatal! Si es posible todavía, no destruyas este palacio, sino óyeme, atiende a mis súplicas, que, como adivino, me inquietan anticipadamente presagios de alguna nueva calamidad.

TESEO:
¡Ay de mí! Un nuevo infortunio sucede al otro, que ni se puede expresar ni sufrir. ¡Ay desventurado de mí!

EL CORO:
¿Qué hay? Dilo, si puede interesarme.

TESEO:
Estas letras, sí, estas letras dicen a voces lo que no puede tolerarse. ¿Adónde huir? ¿Cómo evitaré tal cúmulo de males? Perdido muero: triste queja, triste queja publican estas líneas. ¡Ay de mí, mísero!

EL CORO:
¡Ay, ay de mí! Profieres palabras preludio de nuevas desdichas.

TESEO:
Ya mis labios no callarán más tiempo este funesto mal, que cuesta trabajo decir, ¡oh ciudad! Hipólito se ha atrevido a manchar por fuerza mi lecho, despreciando el ojo venerando de Zeus. Pero, ¡oh padre Poseidón!, que en otro tiempo me prometiste cumplir tres votos míos, cumple uno contra mi hijo: que muera hoy, si me concediste ese don.

EL CORO:
Desdícete, ¡oh rey!, por los dioses, que después, mejor informado, te arrepentirás de tu falta; obedéceme.

TESEO:
No es posible. Además, lo desterraré de aquí; uno de estos dos destinos ha de alcanzarle: o Poseidón lo enviará muerto al palacio de Hades, cumpliendo mis votos, o lejos de este territorio y vagando en tierra extraña, pasará triste vida.

EL CORO:
Mira cuán oportunamente se presenta tu hijo Hipólito: aplaca, ¡oh rey Teseo!, tu injusta ira, y resuelve lo que más convenga a tu familia.

HIPÓLITO (seguido de sus amigos y compañeros de caza):
Al oír tus clamores, ¡oh padre!, he venido precipitadamente, y aunque no sé cual sea la causa que te hace gemir ahora, deseo oírla de tus labios. Vamos, ¿qué hay? Veo muerta a tu esposa, ¡oh padre!, con gran sorpresa mía, puesto que la dejé no ha mucho mirando esta misma luz. ¿Qué le ha sucedido? ¿Cómo ha muerto? Quiero, ¡oh padre!, oírlo de ti. ¿Callas? Cuando los males nos cercan no es ocasión de callar, porque nuestro corazón, deseoso de saberlo todo, quiere conocer también las desdichas. No es justo, ¡oh padre!, que a tus amigos, y a los que son algo más que esto, ocultes tus males.

TESEO (que miraba fijamente a Hipólito mientras hablaba, y ahora separa de él la vista):
Hombres que tanto y tan vanamente estudiáis, ¿a qué aprendéis innumerables artes, y sobre todo investigáis y pensáis, y la única que no sabéis ni podéis enseñar es la de hacer bueno al que no lo es?

HIPÓLITO:
Has llamado sabio consumado a cualquiera que sea capaz de hacer buenos a los que no lo son. Pero como no me parece oportuno descender ahora a sutiles disputas, ¡oh padre!, temo que tu lengua, dejándose dominar del infortunio, no guarde moderación.

TESEO:
¡Ay! Convenía que hubiese una señal cierta entre los hombres para conocer a los amigos, y distinguir el verdadero del falso, y debían tener también dos voces, una de ella veraz y otra no, fuese la que fuese, para que, al pensar cosas injustas, le arguyese la voz justa y no nos engañase.

HIPÓLITO:
Acaso me ha calumniado alguno de tus amigos, deslizándose en tu oído, y me acusas sin culpa. Maravíllanme, sin duda, tus palabras, aberraciones de un sano juicio, que me ofenden.

TESEO:
¡Oh pensamiento humano! ¿Hasta dónde llegarás? ¿Cuál será el término de tu temeridad y de tu audacia? Si con la edad crece la osadía, y a la larga ha de ser peor que antes, valiera más que los dioses creasen otra tierra para los perversos y criminales. (Al coro). Mirad a este que, siendo hijo mío, ha profanado mi lecho, convicto de su grave falta por declaración de una muerta. (Volviéndose hacia Hipólito aterrado). Deja ver tu rostro a tu padre, ya que en tal pena has incurrido. ¿Conversarás tú con los dioses, cual varón irreprochable? ¿Tú eres el casto y el no corrompido? Ya no me hará fuerza tu jactancia, pues equivaldría a pensar que los dioses ignoraban tu delito. Ya puedes vanagloriarte: engáñalos alimentándote de vegetales; sigue las lecciones de Orfeo; abandónate a tu estro; envanécete con tu vasta sabiduría, que te llena de humo; ya no puedes negar tu delito. A todos aconsejo que huyan de tales seres: seducen con palabras pomposas, y solo maquinan torpezas. Fedra ha muerto; pero ¿crees salvarte por eso? Al contrario, por lo mismo es más segura tu perdición. ¡Oh tú, el más malvado de los hombres! ¿Que juramento, qué razones tendrán más fuerza que su muerte? ¿Cómo podrás defenderte? ¿Dirás que ella te odiaba, y que los hijos bastardos son aborrecidos de los legítimos? En poco estimaba, sin duda, su vida si, siendo lo más grato, como dices, la ha perdido por la aversión que te tenía. Dirás acaso que la lujuria no es natural en nuestro sexo, sino innata en las mujeres; pero yo he conocido jóvenes iguales a ellas en esa parte, cuando Afrodita perturbaba su ánimo juvenil, aunque su misma virilidad les sirviese al fin de baluarte. ¿Pero a qué disputo así contigo, presente este cadáver, testigo el más irrecusable? Sal de aquí desterrado cuanto antes y no vuelvas a Atenas, edificada por los dioses, ni a los últimos confines de la tierra que obedece a mi cetro. Si tú me vencieras, siendo tanta la justicia que me asiste, de nada serviría que el istmio Sinis atestiguase a mi favor con su muerte (que más bien debiera envanecerte), ni que los peñascos del mar, amigos de Escirón, confesaran que soy terrible azote de los malvados.

EL CORO:
No puedo llamar dichoso a ningún mortal, cuando tales vueltas da la fortuna.

HIPÓLITO:
Violenta es tu ira, ¡oh padre!, y la conmoción de tu alma; pero el asunto que da origen a un bello discurso, si se examina por el lado opuesto, no parece tan bueno. Yo, poco versado en hablar al vulgo, solo valgo en esta parte cuando lo hago a mis compañeros y amigos. Mas esto tiene también sus ventajas, porque los de ninguna valía entre los sabios son los más a propósito para arengar a la multitud. Sin embargo, necesario es que desate mi lengua, ya que soy víctima de tal desdicha; comenzaré al fin por donde me has atacado, como si no pudiera defenderme ni tampoco replicarte. ¿Ves esta luz y esta tierra? No hay ninguno en ella, aunque tú lo niegues, más casto que yo. Enseñáronme primero a adorar a los dioses y a tener amigos incapaces de faltar a la justicia, y que se avergonzarían de mandar nada vituperable, y de ayudar a otros en las torpezas que pudieran discurrir. No me burlo de mis familiares, ¡oh padre!, que lo mismo son para mí ausentes que presentes. De una sola mancha estoy libre, aunque pienses haberme convencido de lo contrario. Mi cuerpo, hasta hoy, está puro de todo trato con mujeres. Jamás las he conocido sino de oídas o por pinturas, y ni aun ver esto quisiera, por conservar mi alma virginal. Podrá suceder, no obstante, que mi pudor no te persuada, aunque tú debieras probar cómo me han pervertido. ¿Acaso superaba esta en belleza a todas las demás? ¿Esperé, quizá, que, manchando tu lecho paternal, sería después cabeza de esta familia? Vano hubiese sido mi propósito, y sin razón que lo abonara. ¿Quizá porque el reinar es grato a los castos? De ninguna manera, a no ser que el deseo de mandar corrompa las almas de aquellos a quienes agrada. Quisiera vencer en los juegos a todos mis compatriotas, y ser el primero en ellos, y el segundo en la ciudad, y vivir feliz con mis mejores amigos. Así también podría gobernar, y, libre de riesgos, disfrutar mandando de mayor deleite. Fáltame exponer un argumento en mi favor, ya que sabes los demás: si tuviese un testigo como yo, y defendiese mi causa, viviendo esta, depurada la verdad, conocerías también entonces a los verdaderos criminales. Pero júrote por Zeus, que castiga a los perjuros, y por la Tierra, que jamás he tocado a tu esposa, que nunca lo deseé, que ni aun siquiera lo pensé jamás. Que, a no ser así, muera yo de muerte innoble e infame, desterrado de mi patria, sin hogar, fugitivo y errante; que el mar y la tierra rechacen mi cadáver si soy delincuente. No sé si por temor ha perdido la vida, ni es lícito decir más. En apariencia ha sido casta, aunque no lo fuese en realidad, y yo, que lo soy, sufro esta desdicha.

EL CORO:
Bastante has dicho en defensa del crimen que se te imputa, jurando por los dioses, prueba de no escaso valor.

TESEO:
¿Es este mágico, o capaz de hacer milagros, cuando espera aplacarme con su dulzura después de llenar a su padre de ignominia?

HIPÓLITO:
Y me maravilla, ¡oh padre!, porque si tú fueses mi hijo y yo tu padre, de cierto te matara; no solo te desterraría si osases tocar a mi esposa.

TESEO:
¡Qué bien has hablado! No morirás fácilmente si te lo has propuesto, que una pronta muerte es lo más grato para el hombre infortunado, sino que, errante y lejos de tu patria, pasarás triste vida en tierra extraña, pues tal es la pena que merece el impío.

HIPÓLITO:
¡Ay de mí! ¿Qué haces? ¿No esperarás que el tiempo, maestro de verdades, aclare esta, sino que me desterrarás de aquí?

TESEO:
Te lanzaría más allá del Océano y de las orillas del Atlántico, si pudiese y atendiera al odio que me inspiras.

HIPÓLITO:
¿Y sin apelar a los juramentos, sin examen de pruebas, sin oír a los adivinos, me desterrarás indefenso?

TESEO:
Esta carta, sin necesidad de más adivinaciones, por sí sola, cual testigo fidedigno te condena, y vuelen cuanto quieran las aves que pasan por encima de mi cabeza.

HIPÓLITO:
¿Por qué, ¡oh dioses!, no despliego mis labios, puesto que vosotros, a quienes doy culto, me perdéis? No, seguramente; no persuadiría a quienes quisiera, y violaría inútilmente mi juramento.

TESEO:
¡Ah! ¡Cómo me atormenta tu hipocresía! ¿No huirás cuanto antes de tu patria?

HIPÓLITO:
¿Adónde me dirigiré? ¿En dónde pediré hospitalidad, desterrado por este delito?

TESEO:
No faltan quienes reciban placer en darla a los seductores de mujeres, ni escasearán criminales, autores como tú de delitos domésticos.

HIPÓLITO:
Hasta el corazón me traspasas, y estoy a punto de llorar, porque parezco criminal y soy infortunado.

TESEO:
Debiste gemir y ser más precavido cuando pensabas deshonrar a la mujer de tu padre.

HIPÓLITO:
¡Oh palacio! ¡Ojalá que hablases, y testificaras si yo era delincuente!

TESEO:
¿A testigos mudos apelas? Esta carta, que no habla, claramente prueba tu culpa.

HIPÓLITO:
¡Ay de mí! ¡Ay, si pudiera mirarme frente a frente para llorar los males que sufro!

TESEO:
Mucho más te has cuidado de ti mismo que de ser, como debías, piadoso con tus padres.

HIPÓLITO:
¡Oh infelicísima madre! ¡Oh funesto día en que nací! Que ninguno de mis amigos sea jamás bastardo.

TESEO:
¿No os lo llevaréis, esclavos? ¿No habéis oído hace ya tiempo que lo destierro?

HIPÓLITO:
Llorará el que ose tocarme: si lo deseas, expúlsame tú de esta región.

TESEO:
Así lo haré, si no obedeces mis órdenes; tu destierro no excita en mí la más ligera compasión.

HIPÓLITO:
Decretado está, según parece. ¡Cuánta es mi desventura! Aunque sé lo que ha sucedido, no acierto, sin embargo, a declararlo. ¡Oh, hija de Leto, diosa la más amada, tú que vives conmigo en las selvas y eres mi compañera de caza! ¡Huiremos de la ínclita Atenas! Adiós, pues, ciudad y tierra de Erecteo; adiós, suelo de la Trecenia, que tantos solaces ofreces a la juventud; yo te saludo por última vez. Venid, ¡oh jóvenes amigos!, despedidme y llevadme de aquí; jamás veréis otro hombro más casto, aunque no lo crea mi padre. (Retírase con su séquito. Teseo entra en su palacio).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Sin duda mi piedad para con los dioses me libra de los dolores que pueden aquejar mi ánimo; pero cuando más confío en la divina Providencia, desmayo contemplando la varia suerte y las acciones de los mortales. Todo cambia en este mundo, e inconstante es la vida humana, y sujeta a muchos errores.

Antístrofa 1.ª — Que el cielo oiga mis súplicas y me dé fortuna próspera; que viva feliz, libre de penas; no sea mi fama insigne ni de mala ley, suaves mis costumbres, variables según la necesidad de cada día, y que ninguna duda turbe mi dicha.

Estrofa 2.ª — Perdí la tranquilidad de mi alma; engañome mi esperanza desde que vi a la estrella más brillante de la Grecia lanzada a otras regiones por la ira paternal. ¡Oh arena de las riberas de mi país natal! ¡Oh selvas de los montes, en donde con tus ágiles perros matabas a las fieras, acompañado de la casta Dictina!

Antístrofa 2.ª — No subirás más al carro tirado de yeguas vénetas, refrenando en Limne con tu diestro pie a los dóciles caballos, y tu no interrumpido canto, que acompañado de la lira se oía antes, no resonará en el palacio paterno, y escasearán las guirnaldas en los santuarios en que habita la hija de Leto en la profunda selva, y con tu destierro se acabará la lucha que por obtener tu mano han entablado las doncellas.

Epodo. — Yo lloraré tu triste destino, y recordaré tu desdicha. ¡Oh mísera madre, en vano lo diste a luz! ¡Ay! Me indigno contra los dioses. ¿Cómo vosotras, Gracias fraternales, lanzáis de su palacio a tierra extraña a este infortunado, inocente de toda culpa? Pero veo al servidor de Hipólito, que triste y con paso rápido se dirige hacia aquí.

EL MENSAJERO:
¿En dónde, ¡oh mujeres!, encontraré a Teseo, rey de este país? Si lo sabéis, decídmelo. ¿Está acaso en el palacio?

EL CORO:
Míralo ya, que sale de él.

EL MENSAJERO:
Triste mensaje, ¡oh Teseo!, traigo a ti y a los ciudadanos que habitan en la ciudad de los atenienses y en los confines de la Trecenia.

TESEO:
¿Qué hay? ¿Alguna calamidad ha invadido acaso a las dos ciudades vecinas?

EL MENSAJERO:
Para decírtelo en pocas palabras, Hipólito morirá, aunque todavía lo queden algunos momentos de vida.

TESEO:
¿Cómo así? ¿Ha muerto quizá a manos de algún enemigo, cuya esposa violara, como la de su padre?

EL MENSAJERO:
Su propio carro ha sido la causa de su muerte, y las imprecaciones que pronunciaste pidiendo su cumplimiento a tu padre, señor de los mares.

TESEO:
¡Oh dioses, y tú, Poseidón! Seguramente eres mi padre, pues si no lo fueras, no hubieras oído mis imprecaciones. Di cómo ha muerto, cómo lo hirió la espada de la justicia por haberme deshonrado.

EL MENSAJERO:
Peinábamos nosotros llorando las crines de sus caballos, junto a las riberas que el mar lava con sus olas, por haber venido cierto mensajero diciendo que Hipólito no pisaría más esta tierra, y que lo habías condenado a triste destierro. Él mismo llegó después confirmando tan lamentable nueva, y le seguían muchos de sus amigos y compañeros. Cuando sus llantos cesaron, dijo: «¿Por qué lloro? Es preciso obedecer las órdenes de mi padre. Esclavos, uncid los caballos al yugo de los carros; Atenas murió ya para mí». Todos, pues, nos apresuramos, y en un momento llevamos a nuestro dueño los caballos enjaezados. Fijó las riendas en el extremo delantero del carro, y aseguró sus pies en los borceguíes adheridos a él. Primero suplicó a los dioses de esta manera, levantando al cielo las manos: «Si soy criminal, ¡oh Zeus!, que no viva más, y que mi padre conozca que ha sido injusto conmigo, ya después de mi muerte, ya mientras vea la luz». Y mientras tanto, cogió el látigo y aguijó los caballos; nosotros, sus servidores, seguíamos cerca del carro a nuestro dueño, que se encaminó en derechura a Argos y Epidauro. Poco después que entramos en lugares desiertos, más allá de esta tierra, y llegamos a la orilla del mar Sarónico, se oyó cierto ruido horrible, como si fuera el de un trueno subterráneo de Zeus, que nos hizo temblar a todos; los caballos levantaron la cabeza y enderezaron las orejas; nosotros teníamos gran miedo, no sabiendo cuál fuese la causa que lo producía; pero habiendo mirado a la orilla del alborotado mar, vimos una espantosa ola que amenazaba al cielo, hasta el punto de ocultarnos la ribera Sarónica, y el istmo y el promontorio de Esculapio. Hinchándose más después, y derramando en torno mucha espuma, y bramando horriblemente, se estrelló en la orilla, en donde estaba la cuadriga, y del seno de la tempestad y de las agitadas olas salió un toro, monstruo fiero, con cuyos mugidos resonaba pavorosamente la tierra; a todos los que presenciamos este espectáculo parecía espantoso, y no podíamos mirarlo sin estremecernos. El miedo se apoderó de los caballos, y mi señor, muy diestro en manejarlos, cogió en sus manos las riendas y tiró hacia atrás, como el marinero hace con el remo, y con ellas ciñó su cuerpo; pero los caballos, tascando el bocado endurecido al fuego, arrancaron con ímpetu, sin cuidarse de la mano que los regía, ni e las riendas, ni de los carros bien labrados; siempre que en tierra llana, y sin soltar las riendas, cambiaba su carrera, aparecía el toro delante, como para acometer al carro, e infundía en los caballos invencible miedo; si con furia lo llevaban contra los peñascos, seguía acercándose en silencio, hasta que le embistió y volcó, rompiendo las ruedas contra una peña. Todo fue entonces confusión; los rayos de las ruedas y los clavos de los ejes saltaron en todas direcciones. El desventurado, sujeto por las riendas, se estrelló la cabeza contra los peñascos y se magulló el cuerpo, exclamando con la mayor amargura: «Deteneos, caballos alimentados en mis pesebres; no me matéis. ¡Oh, cruel maldición de mi padre! ¿Quién quiere socorrerme y salvar a un hombre bueno si los hay?». Muchos que lo deseábamos, con tardo paso le seguíamos de lejos. Al fin, desenredándose de las riendas, cayó no sé de qué modo, y le quedan pocos instantes de vida, y los caballos y el malhadado y milagroso toro se escondieron no sé en qué lugar montañoso. Yo soy, en verdad, un siervo de tu palacio, ¡oh rey!, pero jamás podré creer que tu hijo ha delinquido, aunque se ahorquen todas las mujeres y escriban tantas tablillas cuantas pueden hacerse de las selvas del Ida, seguro como estoy de su inocencia.

EL CORO:
¡Ay, ay de mí! Consumáronse nuevos desastres, e inevitable es el destino.

TESEO:
Gozo me infundieron tus palabras por el odio que tengo a la víctima de estos males; venerando ahora a los dioses, y recordando que es mi hijo, ni sus desdichas me placen ni me afligen.

EL MENSAJERO:
¿Qué hacemos, pues? ¿Lo traemos aquí? ¿Cuáles son tus órdenes acerca de ese desventurado? ¿Cómo te agradaremos? Piénsalo bien, y si quieres seguir mi consejo, no seas cruel con tu infortunado hijo.

TESEO:
Traedme para que vean mis ojos al que negó haber profanado mi lecho, y lo convenzan mis palabras, y la desgracia que le agobia, obra de los dioses.

EL CORO :
Tú, Afrodita, doblegas el ánimo inflexible de los hombres y de los dioses con ayuda de tu hijo, revestido de variado plumaje, que los cobija bajo sus alas velocísimas. Vuela por toda la tierra y por el salado mar, que profundamente resuena. Cupido ablanda los corazones y los asalta con su antorcha, resplandeciente como el oro, que inspira el furor, y a las fieras que viven en los montes, y a los peces del mar, y a cuanto alimenta la tierra, que el sol purifica con sus rayos: todos los hombres están sujetos a su imperio, y Afrodita sola manda en todos a un tiempo como reina.

ARTEMISA (en un carro de nubes doradas):
Óyeme, que tal es mi voluntad, noble hijo de Egeo; yo soy Artemisa, hija de Leto, ¡oh Teseo! ¿Por qué, mísero mortal, te deleitan estos males, y has dado injusta muerte a tu hijo, creyendo lo que no es cierto, seducido por las falsas palabras de tu esposa? Manifiesta es la desdicha que te pierde. ¿Cómo no te precipitas con rubor en los abismos de la tierra, o evitas este daño volando? Ya no podrán contarte entre los justos. Entérate, Teseo, de sus desdichas, que esto, aunque de nada te sirva, te llenará al menos de dolor. No tiene otro objeto mi venida que probar la piedad de tu hijo, y su gloria al morir, y el furor de tu esposa, y hasta cierto punto su nobleza. Estimulada por la diosa más aborrecida de los que rendimos grato culto a la virginidad, se enamoró de Hipólito, intentó vencer su pasión, y murió inesperadamente por la imprudencia de su nodriza, que la descubrió a tu hijo mediante juramento. Él, como era honrado, no accedió a sus deseos ni fue impío, a pesar de tu enojo, violando después su juramento. Pero Fedra, temiendo que supieras su delito, escribió una carta falsa y te persuadió lo que quiso, y perdió con engaño a tu hijo.

TESEO:
¡Ay, ay de mí!

ARTEMISA:
¿Te afligen mis palabras? Tranquilízate, oye lo restante y llorarás más. ¿No sabías que tu padre había de cumplir tres votos tuyos? Contra tu hijo, ¡oh tú, el más malvado de los hombres!, fulminaste uno de ellos, como si hubiese sido tu mayor enemigo. Tu marino padre, que bien te quiere, te concedió lo que debía, puesto que lo había prometido; pero tú has sido criminal con él y conmigo, y no esperaste que las pruebas te convencieran, ni oíste a los adivinos, ni nada averiguaste, ni aguardaste a que el tiempo descubriese la verdad, sino que más pronto de lo que convenía maldijiste a tu hijo y ocasionaste su muerte.

TESEO:
Que yo muera, ¡oh diosa!

ARTEMISA:
Cometiste atrocidades, pero aún puedes obtener el perdón. Afrodita ha sido causa de todo por saciar su ira: es ley entre los dioses que ninguno se oponga a los deseos del otro, y que todos cedan cuando es menester. Ten por cierto que, de otra manera, y a no temer a Zeus, no me deshonraría hasta el punto de consentir en la muerte del mortal que más amo. Tu ignorancia demuestra que has faltado sin malicia, y además tu esposa al morir destruyó las pruebas orales que te hubiesen convencido. Sobre ti principalmente descargan ahora estos males, aunque yo también los sienta. No agrada a los dioses la muerte de los piadosos, sino la ruina de los malvados, con sus hijos y su familia. (Hácese invisible).

EL CORO:
Ya llega el infeliz, desgarrados horriblemente sus miembros juveniles y desaliñada su blonda cabellera. ¡Oh palacio infortunado! ¡Que doble calamidad te agobia por mandato del cielo!

HIPÓLITO (que llega en una camilla):
¡Ay de mí! ¡Ay de mi! ¡Ay de mí! ¡Cuánta es mi desventura!, despedazado injustamente a causa de las imprecaciones de un padre, también injusto. No tiene remedio mi desdicha; ¡ay de mí, mísero! ¡Ay, ay! Dolores intolerables atormentan mi cabeza, e incesantes espasmos acometen mi cerebro. Dejadme descansar, dejad que reciba algún consuelo mi fatigado cuerpo. (Ponen en tierra la camilla). ¡Ay, ay de mí! ¡Oh caballos odiosos que alimentó mi mano, me habéis perdido, me habéis dado la muerte! (Mientras lo sientan sus servidores). ¡Ay, ay, por los dioses! ¡Oh esclavos, tocad con cuidado mis doloridos miembros! ¿Quién está a mi derecha? Levantadme con amor, con suave movimiento, que mi desdicha es grande y mi padre me maldijo equivocado. Zeus, Zeus, ¿ves esto? Yo soy aquel varón casto que daba a los dioses culto, el que en la práctica de esta virtud superó a todos, y ahora pierdo la vida y me aguarda la muerte debajo de la tierra; en vano fui piadoso entre los hombres y sufrí grandes molestias, ¡ay, ay, ay, ay de mí!, y ahora el dolor, sí, el dolor me aflige de nuevo. Dejadme abandonado a mi desventura; no prolongad mi martirio, y que la muerte cure mis males. Matadme, matadme, que soy un desdichado; ojalá que me hiera una espada de dos filos y acabe de una vez conmigo. ¡Oh malhadada imprecación de mi padre! ¡Oh parientes manchados de sangre! Mi desdicha corona ahora sin vacilar las de mis viejos progenitores, y viene contra mí, que nada tengo que ver con ellas. ¡Ay de mí, ay de mí! ¿Qué diré? ¿Cómo me libertaré de este dolor cruel? Que la negra y nocturna Necesidad, que habita en el palacio de Hades, aletargue mis sentidos.

ARTEMISA (invisible):
¡Oh infeliz! ¡Qué calamidad te atormenta! La grandeza de tu alma ha sido causa de tu ruina.

HIPÓLITO:
¡Ay de mí! ¡Oh divino y embriagador perfume! Aun en medio de mis males te he percibido, y mi cuerpo siente consuelo. Aquí está la diosa Artemisa.

ARTEMISA:
¡Oh mísero! A tu lado está la diosa que más te ama.

HIPÓLITO:
¿Vesme, señora, en la desventura en que me hallo?

ARTEMISA:
Te veo; pero no me es lícito derramar lágrimas de mis ojos.

HIPÓLITO:
Ya no sobrevivirá a su desdicha tu cazador y sacerdote.

ARTEMISA:
No, seguramente; pero mueres amado de mí.

HIPÓLITO:
Ni el que guiaba tus caballos y guardaba tus estatuas.

ARTEMISA:
Obra es de la engañosa Afrodita.

HIPÓLITO:
¡Ay de mí! Ya reconozco la deidad causa de mis males.

ARTEMISA:
Enojada porque no la adorabas, se vengó de tu castidad.

HIPÓLITO:
Ella sola, según veo, nos ha perdido a los tres.

ARTEMISA:
A tu padre, a ti, y en tercer lugar a su esposa.

HIPÓLITO:
También deploro los infortunios de mi padre.

ARTEMISA:
Ha sido engañado por las sugestiones de la diosa.

HIPÓLITO:
¡Oh padre infeliz! ¡Grande es tu desventura!

TESEO:
Perecí, ¡oh hijo!; no me deleita ya la vida.

HIPÓLITO:
Deploro tu suerte más que la mía, a causa de tu yerro.

TESEO:
¡Ojalá, ¡oh hijo!, que yo hubiese muerto en tu lugar!

HIPÓLITO:
¡Oh dones crueles de tu padre Poseidón!

TESEO:
Quisiera no haberlo evocado nunca.

HIPÓLITO:
¿Y por qué? Segura era siempre mi muerte, siendo tanta tu ira.

TESEO:
Los dioses habían perturbado mi juicio.

HIPÓLITO:
¡Ay de mí! ¡Ojalá que los mortales pudiesen maldecir a los dioses!

ARTEMISA (invisible):
Déjame, que ni aun cuando vayas a las tinieblas que hay debajo de la tierra se ensañarán en ti impunemente las iras de Afrodita, acordes con su deseo, pues de ellas te libraron tu piedad y buenos pensamientos. Yo, con mi misma mano, y con mis inevitables saetas, te vengaré, dando muerte a uno de sus favoritos, al mortal que más ame. Te concederé, ¡oh desventurado!, por tus graves desdichas los más grandes honores en la ciudad de Trecén; las doncellas, antes de casarse, cortarán en tu honor sus cabellos, y gozarás largo tiempo de sus lágrimas copiosas. Siempre te honrará música de vírgenes, y se hará público el amor que inspiraste a Fedra. Y tú, hijo del viejo Egeo, toma en tus brazos a tu hijo, y oprímelo contra tu pecho. Involuntariamente lo has perdido, pero errar es natural en los hombres, consintiéndolo los dioses. Ruégote, ¡oh Hipólito!, que no odies a tu padre, que el destino ha sido causa de tu muerte. Adiós, que no me es lícito mirar los muertos ni empañar mis ojos con el aliento del moribundo, y veo que se aproxima ya tu última hora.

HIPÓLITO:
Adiós, tú también, virgen bienaventurada; olvida sin pena mi trato cotidiano. Perdono a mi padre, accediendo a tus ruegos, como antes te obedecí siempre en todo. (Retírase Artemisa). ¡Ay, ay de mí! ¡Que las tinieblas envuelven ya mis ojos! Abrázame, padre, y levanta mi cuerpo.

TESEO:
¡Ay de mí, hijo mío! ¿Cómo me abandonas así, sumido en la mayor desventura?

HIPÓLITO:
Yo muero; ya veo las puertas de los infiernos.

TESEO:
¿Y me dejas el alma mancillada?

HIPÓLITO:
De ningún modo, puesto que no te imputo este desastre.

TESEO:
¿Qué dices? ¿Me absuelves de haber derramado tu sangre?

HIPÓLITO:
Por testigo pongo a Artemisa, la de las irresistibles saetas.

TESEO:
¡Oh hijo el más amado! ¡Cuánta es tu generosidad para con tu padre!

HIPÓLITO:
Adiós, tú también, ¡oh padre!; adiós muchas veces.

TESEO:
¡Ay, cuán piadoso y bueno eres!

HIPÓLITO:
Pide que así sean tus hijos legítimos.

TESEO:
No me abandones, ¡oh hijo!; recobra tus fuerzas.

HIPÓLITO:
Mis fuerzas se acaban; yo muero, ¡oh padre!; cubrid cuanto antes mi rostro con el peplo.

TESEO:
¡Oh maldita región de Atenas y de Palas! ¡Qué hombre has perdido! ¡Oh desventurado de mí! ¡Cuántas veces, ¡oh Afrodita!, recordaré los males que me causas!

EL CORO:
A todos nos sorprende esta desgracia; ríos correrán de lágrimas, porque la memoria de los grandes hombres debe llorarse mucho tiempo.


Publicado el 15 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
Leído 62 veces.