Ifigenia en Áulide

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

Detenida en Áulide la armada griega por vientos contrarios en su navegación a Troya, declara el adivino Calcas que no soplarán los favorables hasta que Ifigenia, hija de Agamenón y de Clitemnestra, sea sacrificada en el ara de Artemisa. Su padre, generalísimo del ejército, que está descontento e impaciente, instado por su hermano Menelao y por su propia ambición, accede a tan inhumana exigencia y escribe a su esposa mandándole que le envíe a Ifigenia para casarla con Aquiles. Pero se arrepiente después de su resolución, y le escribe otra carta diciéndole lo contrario. Carece de prólogo, y la acción comienza cuando el mensajero que ha de llevar la última carta se dispone a cumplir las órdenes novísimas de su señor. Pero esta última carta es interceptada por Menelao, y Clitemnestra e Ifigenia sobrevienen, deseosas de celebrar las bodas anunciadas. La mentira de Agamenón se descubre al fin; Ifigenia se conforma con su propio sacrificio, y al consumarse este, desaparece la víctima destinada a sufrirlo, siendo sustituida milagrosamente por una cierva.

No crea el lector, sin embargo, que el desarrollo y exposición detallada de esta tragedia nos afecte desagradablemente, como podrá pensarlo cualquiera si tiene solo en cuenta el argumento de ella, trazado en las líneas anteriores con la concisión que nos impone la naturaleza y objeto primordial de nuestra versión. Se desenvuelve con arte y maestría sin apelar a recursos dramáticos violentos ni inesperados más o menos verosímiles, y motivados en general los unos en absoluto, y desapercibidos los otros por el interés de la curiosidad y por las pasiones que nos mueven al leerla, y que debió ser mucho más poderoso para los espectadores que asistieron a su representación. A pesar de la extensión y de los defectos del primer coro, indicados en las notas; prescindiendo de los largos parlamentos de Agamenón y de Menelao, y aun haciendo el traductor caso omiso de las interpolaciones de este drama, que saltan a la vista, de la inexperiencia poética y escénica que se revelan en su autor o en sus autores, de sus innovaciones y faltas en la versificación, en los metros usados y hasta en la cantidad de las sílabas, y del escaso e imperfecto partido que saca, al parecer, el poeta de algunas partes de su composición; a pesar de todo esto, que no es poco, repetimos, está tan magistralmente trazada en su conjunto, ofrece situaciones y complicaciones de sus personajes tan dramáticas y trágicas como la de la llegada de Clitemnestra y de Ifigenia y su entrevista con Agamenón, de mérito extraordinario, y resplandece tal verdad y tanta ternura y naturalidad en su diálogo, y en las resoluciones varias y hasta contradictorias de Agamenón, de Menelao y de la misma Ifigenia, y se presentan tan bien la ambición característica de Aquiles, de Menelao y del mismo Agamenón, la nobleza, el amor filial y la resignación patriótica de Ifigenia, y un instinto poético tan recto, un gusto tan ático y seductor y un arte tan maravilloso e inesperado en la transición, que nos conduce sin sentirlo de los horrores y temores que nos asaltan en la entrevista de Agamenón con su esposa e hija, a la placidez y relativa dulzura del desenlace, que nos llena y encanta a su conclusión, y nos obliga a proclamar no solo que es su autor Eurípides, sino también que es esta tragedia, entre todas las suyas que conocemos, una de las más notables.

Racine la ha imitado con la alteración importante de transformar a Aquiles, el de los pies ligeros, discípulo del centauro Quirón, educado en las selvas y alcanzando a las ciervas en su carrera, y nada pulido, por tanto, en un galán almibarado, y a la estancia de la armada griega en Áulide en una sesión dramática del tiempo de Luis XIV.

La lectura y examen de esta tragedia y las manchas que la afean, juntamente con las noticias que dan acerca de ella el escoliasta de Aristófanes, Eliano y Hesiquio, su falta de prólogo y el uso de los anapestos en su principio, han inducido a los helenistas y eruditos a revisarla y disecarla de tal manera, con tanta desenvoltura y exceso de libertad y parsimonia de prudencia, que acaso si resucitara Eurípides le costaría harto trabajo y no poco dolor reconocerla como suya. La edición de Cambridge, una de las mejores, dice así hablando de la de Hermann, célebre helenista:

«Posible es que esa edición de la Ifigenia se haya escrito más ligeramente de lo que convenía; posible es que los años de su autor hayan trocado su perspicacia anterior en sutileza; posible que su indiscutible superioridad en este género de literatura, y el respeto que merecen a sus compatriotas sus juicios críticos, hayan exagerado su confianza en sí mismo, estimulándolo a emplear su talento sin la debida prudencia. No me atrevo a decidir acerca de las causas probables del hecho; pero, en mi opinión, paréceme evidente que ha empeorado el texto en vez de mejorarlo». Y no decimos más, porque basta lo citado para los lectores y para nuestro propósito.

Se representó después de la muerte de Eurípides por el hijo del poeta, del mismo nombre que su padre, y formaba parte de una trilogía con Las Bacantes y Alcmeón. Se ignora si le acompañaba o no drama satírico, y la fecha de su representación.

Personajes

Agamenón, rey de Argos y de Micenas, general de los griegos en el sitio de Troya.
Un anciano, servidor de Agamenón.
Coro de doncellas de Calcis (en la Eubea).
Menelao, hermano de Agamenón y esposo de Helena.
Clitemnestra, esposa de Agamenón,
hija de Tindáreo y hermana de Helena.

Ifigenia, hija de Agamenón y de Clitemnestra.
Aquiles, hijo de Peleo y de Tetis.
Un mensajero.


La escena es en Áulide, junto al Euripo.

Ifigenia en Áulide

Envuelta en las sombras de la noche se ve en el teatro una tienda suntuosa próxima al campamento griego. Agamenón sale de ella con una carta en la mano y como hablando consigo mismo, y pronuncia las palabras que siguen:


AGAMENÓN (dirigiéndose a la tienda):
Hola, anciano, sal de la tienda y ven acá.

EL ANCIANO:
Aquí estoy. Aunque viejo, no duermo, ni son torpes mis ojos. ¿Qué nueva orden quieres darme, rey Agamenón?

AGAMENÓN:
Ya la sabrás.

EL ANCIANO:
Pronto, pues.

AGAMENÓN:
¿Cuál es esa estrella que sigue su curso por el cielo?

EL ANCIANO:
Sirio, que guía junto a las siete Pléyades, todavía a la mitad de su carrera.

AGAMENÓN:
Aún no se oye el canto de las aves, ni la mar, y vientos silenciosos se deslizan en el Euripo.

EL ANCIANO:
Pero, ¿a qué sales de tu tienda, rey Agamenón? Todavía descansa Áulide, y no se mueven los centinelas de las murallas. Entremos.

AGAMENÓN:
Feliz eres, anciano; feliz es cualquier mortal que pasa su vida sin fama y sin gloria, y menos felices los que disfrutan de honores.

EL ANCIANO:
Y, sin embargo, son el encanto de los hombres.

AGAMENÓN:
Pero ocasionados a peligros; y aun cuando agrade ser el primero, trae también sus penalidades: ya porque descuidamos el culto de los dioses y nos castiguen, ya porque nos atormentan los juicios humanos, varios y descontentadizos.

EL ANCIANO:
No alabo tales palabras en boca de un príncipe. Atreo, ¡oh Agamenón!, no te engendró solo para gozar, sino para que sintieras placer y dolor, como mortal que eres. Y aunque no quieras, quiérenlo los dioses. Tú, a la luz de la lampara, has escrito esta carta, que todavía traes en tus manos, y borraste otra vez sus letras, y la sellaste, y la desataste y tiraste las tablillas por tierra, derramando abundantes lágrimas, y poco te faltaba para perder el seso. ¿Qué te aflige? ¿Qué te aflige? ¿Qué novedad ha ocurrido? ¿Qué novedad, rey? Vamos, habla conmigo, que soy bueno y leal, pues Tindáreo me dio a tu cónyuge al casarte como prueba de su liberalidad, y he sido su fiel compañero.

AGAMENÓN:
Tres vírgenes dio a luz Leda, hija de Testio: Febe, Clitemnestra, mi esposa, y Helena, cuya mano pretendieron los mancebos más nobles y ricos de la Grecia. Atroces amenazas profería, abundante sangre se preparaba a derramar cualquiera de ellos que no la lograse. Tindáreo, su padre, dudaba, pues, si la daría o no a alguno, preocupándole cuál sería el partido más acertado. Y se le ocurrió entonces obligar a los pretendientes, con juramento, juntando sus diestras y ofreciendo libaciones mientras el fuego consumía a las víctimas y pronunciaban terribles imprecaciones, a socorrer al que se casase con su hija si alguno la robaba de su palacio, arrancándola del lecho de su dueño, y que pelearían con él y derribarían su ciudad a mano armada, ya fuese griega, ya bárbara. Después que así lo hicieron todos y que el astuto viejo ejecutó su sagaz proyecto, dejó en libertad a su hija de elegir uno de ellos, el más favorecido por Afrodita, y ella (ojalá que nunca la tomase por esposa) prefirió a Menelao. Cuando desde la Frigia vino a Lacedemonia este juez de diosas (según es fama entre los hombres) con sus brillantes vestidos, lleno de oro resplandeciente y con su bárbaro lujo, enamorado de Helena y ella de él, la llevó a los pastos de Ida, ausente Menelao en lejanos países. Su esposo, al volver, recorrió toda la Grecia y recordó el antiguo juramento que sus rivales prestaron a Tindáreo, con arreglo al cual debían ayudar al ofendido. Por esta causa resolvieron los griegos hacer la guerra; tomaron las armas, y vinieron al estrecho de Áulide con naves y clípeos, y con muchos caballos y carros, y me eligieron su capitán por deferencia a Menelao, mi hermano. ¡Ojalá que otro cualquiera obtuviese en mi lugar esta dignidad! Reunido el ejército, permanecemos en Áulide sin poder navegar. El adivino Calcas contesta a nuestras preguntas y vacilaciones diciéndonos que sacrifiquemos a Ifigenia, mi hija, para honrar a Artemisa, que mora en este suelo, y que si así lo hacemos, seguiremos nuestro rumbo y destruiremos a los frigios; y que si no, nada lograremos. Cuando lo supe, ordené a Taltibio que licenciase sin dilación todo el ejército, ya que nunca conseguirá de mí que dé muerte a mi hija; pero después mi hermano, estrechándome vivamente, me ha persuadido que consienta en tales atrocidades. Y he escrito a mi esposa que me envíe a Ifigenia como para casarla con Aquiles; le pondero la grandeza de este, y le digo que no quiere navegar con los aqueos a no tener en la Ftía esposa de nuestra sangre: he pensado convencer a Clitemnestra pretextando el falso matrimonio de su hija; pero la verdad, entre todos los griegos, solo la sabemos yo, Calcas, Odiseo y Menelao. Pero cuanto prometí entonces sin razón, lo borro ahora de estas tablillas mejor aconsejado, favorecido por las sombras de la noche; y habiéndolas desatado y sellado de nuevo, las entregaré a un anciano fiel a mi linaje y a mi esposa. Ahora llevarás a mi esposa la carta que me has visto abrir y sellar varias veces, diciéndote antes su contenido.

EL ANCIANO:
Dímelo, decláramelo, para que, al hablar, mi lengua lo confirme.

AGAMENÓN:
Además de mi carta anterior, te remito esta, ¡oh hija de Leda!, para que no venga tu hija al estrecho sinuoso de la Eubea, a Áulide, abrigada de las olas. El año próximo inmediato celebraremos su himeneo.

EL ANCIANO:
Pero ¿cómo Aquiles, viéndose engañado, no se encolerizará, indignándose contra ti y contra tu esposa? Peligroso es esto. Dime lo que piensas.

AGAMENÓN:
Aquiles solo es el pretexto, no la verdadera causa de su venida, y nada sabe de tales nupcias, ni de nuestros proyectos, ni que yo haya dado palabra de casarlo con mi hija, ni de entregársela.

EL ANCIANO:
Grave es lo que meditas, rey Agamenón, pues en vez de casar a tu hija con el hijo de la diosa, piensas sacrificarla a los griegos.

AGAMENÓN:
¡Ay de mí, he perdido el juicio! ¡Ay, ay de mí, me precipito en mi daño! Pero vete ligero y olvídate de tu edad.

EL ANCIANO:
Ya corro, ¡oh rey!

AGAMENÓN:
Que no te detengas en las fuentes umbrosas ni te dejes dominar por el dulce sueño.

EL ANCIANO:
Ruégote que pronuncies palabras de buen agüero.

AGAMENÓN:
Siempre que atravieses una encrucijada mira alrededor, cuidando de que no se te oculte ningún carro de veloces ruedas que traiga a mi hija a las naves de los hijos de Dánao. Y si encuentras a los que la conducen, hazlos volver, apodérate de las riendas y llévalos a las murallas de los cíclopes.

EL ANCIANO:
Así lo haré.

AGAMENÓN:
Pero anda, sal cuanto antes de esta plaza.

EL ANCIANO:
Mas, dime, ¿cómo darán crédito a mis palabras tu esposa e hija?

AGAMENÓN:
Guarda el sello que cubre esta carta. Vete. Ya brilla la aurora y palidece esta luz, y asoma el fuego de la cuadriga del sol. Sírveme en mis trabajos. Ningún mortal es dichoso hasta el fin; ninguno ha habido hasta ahora que no conozca el dolor. (Vanse Agamenón y el anciano).

EL CORO:
Estrofa 1.ª — He venido a la arenosa costa de la marítima Áulide navegando por las ondas de Euripo hasta el angosto estrecho, y dejando la Cálcide, mi ciudad, bañada por la ínclita Aretusa, que se precipita en la mar, para ver el ejército de los aqueos y las mil naves de belicosos guerreros que se dirigen a Troya, mandados por el blondo Menelao y por el noble Agamenón. Tratan, según cuentan nuestros esposos, de recobrar a Helena, robada del Eurotas, abundante en cañas, por el pastor Paris, don que le hizo Afrodita cuando, cerca de la oculta fuente, la declaró más bella que sus dos rivales Hera y Palas.

Antístrofa 1.ª — Presurosa atravesé el bosque en donde se elevaba el humo de muchos sacrificios en honor de Artemisa, tiñendo mis mejillas juvenil rubor por contemplar las trincheras de los que llevan clípeos, las tiendas de campaña de los hijos de Dánao y los escuadrones de caballos. Y he visto a los dos Áyax, amigos, al hijo de Oileo y al de Telamón, gloria de Salamina, y a Protesilao, que con Palamedes, el nieto de Poseidón, juega con varias figurillas; y a Diomedes, aficionado a lanzar el disco, y junto a él a Meriones, de la raza de Ares, portento entre los hombres; y al hijo de Laertes, oriundo de insulares montes, y a Nireo, el más hermoso de los griegos.

Epodo. — Y vi también a Aquiles, ligero como el viento, hijo de Tetis, discípulo de Quirón, corriendo con sus armas por la arenosa ribera, disputando a pie la victoria a una cuadriga. Y gritaba el auriga Eumelo, del linaje de Feres, aguijando los hermosísimos caballos de insignes frenos llenos de oro: los de en medio, junto al yugo, eran pintados de blanco, y los otros dos, los de más largas riendas, que se ayudaban mutuamente en su carrera, de pelo rojo, con manchas en las piernas, más arriba de su casco sólido; y junto a ellos, y cerca de la rueda y de sus rayos, corría armado el hijo de Peleo.

Estrofa 2.ª — Vi también sus numerosas naves, espectáculo admirable y que satisfizo mi juvenil curiosidad, disfrutando de dulce deleite. Formaba el ala derecha de la armada la escuadra ftiota de los mirmidones, con cincuenta bajeles impetuosos. Doradas imágenes en su parte más alta representaban a las nereidas, distintivo de las naves que llevaban el ejército de Aquiles.

Antístrofa 2.ª — Cerca de ellas estaban los buques argivos, de igual número de remos, a cuyo frente iba el hijo de Mecisteo, educado por su abuelo Tálao, y Esténelo, el hijo de Capaneo. Seguían después las sesenta naves del Ática, mandadas por el hijo de Teseo, llevando a Palas en ecuestre y alado carro, signo fausto a los navegantes.

Estrofa 3.ª — Vi también la armada de los beocios, compuesta de cincuenta naves adornadas de símbolos, y entre ellos, y en la parte más elevada, a Cadmo, teniendo en sus manos un dragón dorado; Leitos, el hijo de la Tierra, los mandaba. Vi también a los de la Fócida, y a los locrenses, iguales en número, capitaneados por el hijo de Oileo, que abandonó a la ilustre ciudad Troniada.

Antístrofa 3.ª — El hijo de Atreo, de la ciclópea Micenas, iba al frente de cien naves, y con él su hermano, capitán también, como un amigo va con otro, para pedir en nombre de la Grecia estrecha cuenta a la que dejó su palacio para contraer, en las popas de las naves de Gerenio Néstor, que vino de Pilos, bárbaras nupcias. Vi además una imagen con pies de toro, símbolo del Alfeo.

Epodo. — Doce eran los bajeles de los enianes que obedecían al rey Guneo, y junto a ellos los príncipes de la Élide, llamados epeos por todo el pueblo, a las órdenes de Eurito. Las naves tafias, armadas de brillantes remos, las guiaba Meges, hijo de Fileo, habiendo dejado las islas Equínadas, inaccesibles a los marineros. Y Áyax, criado en Salamina, juntaba las últimas del ala derecha a la izquierda, en doce ligerísimos bajeles, apostado cerca de ellos, según observé al visitar la flota griega; y si algún buque bárbaro se atreve a atacarla, no podrá volver, según es de presumir de su formidable aspecto. Oiga lo que oyere, en mi patria conservaré eterna memoria de tan importante armada.

EL ANCIANO:
Menelao, ¿osas cometer atrocidades que no debías intentar?

MENELAO:
Aparta; eres demasiado fiel a tus señores.

EL ANCIANO:
Honrosa es la injuria que me haces.

MENELAO:
Llorarás si no desistes de tu propósito.

EL ANCIANO:
No debiste abrir la carta que yo llevaba.

MENELAO:
Ni tú llevarla, si habías de perjudicar a toda la Grecia.

EL ANCIANO:
Con otros puedes disputar; pero déjamela ahora.

MENELAO:
No la soltaré.

EL ANCIANO:
Ni yo tampoco.

MENELAO:
Pronto con mi cetro llenaré de sangre tu cabeza.

EL ANCIANO:
Pero es glorioso morir por sus señores.

MENELAO:
Suelta, que para esclavo hablas demasiado.

EL ANCIANO:
Injúriannos, señor: Menelao, ¡oh Agamenón!, me ha arrancado con violencia tu carta, y desoye la voz de la justicia.

AGAMENÓN:
¿Cómo? ¿Qué tumulto es este? ¿Qué sucede en las puertas? ¿Qué significan estas palabras descomedidas?

MENELAO:
Más vale que yo te hable, no este.

AGAMENÓN:
Pero, ¿por qué, ¡oh Menelao!, disputas y violentas a este esclavo?

MENELAO:
Mírame, para saber cómo he de hablarte.

AGAMENÓN:
¿Me impedirá el miedo abrir los párpados, siendo hijo de Atreo?

MENELAO:
¿Ves esta tablilla? ¿Conoces su odioso contenido?

AGAMENÓN:
La veo, y lo primero que hay que hacer es soltarla.

MENELAO:
No antes de enseñar a todos los griegos lo que hay escrito en ella.

AGAMENÓN:
¿Sabes acaso, habiendo roto el sello, lo que debías ignorar?

MENELAO:
Aflígete, que se han de descubrir tus ocultas maldades.

AGAMENÓN:
¿Cómo te apoderaste de ella? ¡Oh dioses, cuánta es tu impudencia!

MENELAO:
Esperando a tu hija de Argos, si ha de venir a reunirse con el ejército.

AGAMENÓN:
¿Y por qué tanto interés por mis asuntos? ¿No es inaudito descaro?

MENELAO:
Solo porque quería; yo no soy tu esclavo.

AGAMENÓN:
¿Y dejará de ser un abuso? ¿No podré gobernar mi casa?

MENELAO:
Fácilmente varías de parecer: ahora piensas así, antes de otra manera, después pensarás de otra distinta.

AGAMENÓN:
Sagaz eres en demasía; perjudicial la lengua hábil en hacerse odiosa.

MENELAO:
Los ánimos versátiles, no sinceros, son injustos con los amigos. Pero deseo convencerte, para que ni la ira te desfigure la verdad, ni digas que te hablo con desprecio. ¿Acuérdaste de cuando deseabas llevar a los griegos a Troya, no fingida, sino verdaderamente, cuán humilde eras y cómo estrechabas todas las diestras y dabas acceso en tu palacio a todo el pueblo, y audiencia aunque no quisieran, mostrándote afable con exceso, para que te confiasen el supremo mando? Y después, así que te lo concedieron, variaste de conducta, no fuiste ya amigo de tus amigos como antes, era difícil verte, y rara vez se te hallaba en tu palacio. El hombre probo que obtiene el mando, no debe ser tan inconstante, sino, al contrario, amar más a sus amigos, porque si la fortuna le sonríe, puede servirles mejor. Tales son tus primeras faltas. Después que llegaste a Áulide con todo el ejército, para nada servías, consternado con el contratiempo que te suscitaron los dioses, oponiéndose a nuestra navegación. Pero los griegos te pedían que disolvieras la armada, para no sufrir en Áulide inútilmente. ¡Qué triste era tu semblante y cuánta tu turbación si, capitán de cien naves, no llenabas con tus soldados los campos de Príamo! Y me mandabas llamar y me decías: «¿Qué haré? ¿Qué remedio pondré?». Y todo por temor de perder el mando y la preclara gloria que esperabas conseguir. Después, cuando Calcas sacrificó y te intimó que mataras a tu hija en honor de Artemisa, y que solo así podrían navegar los griegos, te llenó de gozo y prometiste hacerlo; y voluntariamente ordenaste a tu esposa, no obligado por la fuerza, como no te atreverás a sostener, que enviase aquí a tu hija con el pretexto de casarla con Aquiles. Luego cambias de parecer, y averiguamos que remites otras cartas y que no inmolarás a tu hija, lo cual, en verdad, no te favorece mucho. Así también se desprende de tus últimas palabras. Lo que a ti, sucede a muchos en la gestión de los negocios públicos: primero se afanan cuanto pueden, y a poco decaen vergonzosamente, ya por temor a necias hablillas, ya con razón, porque no pueden defender a la república. Duélome sobre todo de la mísera Grecia, que deseaba acometer gloriosa empresa y se ve forzada a dejar impunes a bárbaros que nada valen, y que se burlarán de ella por tu causa y por tu hija. A ninguno pondría yo al frente de un estado ni de un ejército por su interés personal; el que manda en una ciudad ha de ser prudente; así cualquiera puede gobernarla, con tal de que sea sensato.

EL CORO:
Amargo espectáculo es el de hermanos que se querellan, disputan y dan voces.

AGAMENÓN:
Quiero replicarte como mereces, aunque con dulzura y en pocas palabras, sin fruncir mi ceño con impudencia, sino con moderación, porque eres mi hermano. El hombre de bien suele ser con todos respetuoso. Dime, ¿a qué viene tu desagrado y esos ojos que respiran sangre? ¿Quién te injuria? ¿Qué necesitas? ¿Deseas rescatar tu buena esposa? Yo no puedo dártela; mal la educaste. Y yo, que en nada pequé, ¿expiaré tus faltas? ¿Te atormenta mi ambición? ¿O quieres estrechar en tus brazos a tu bella compañera, sin acordarte del honor ni de la justicia? Son vituperables deleites de hombre depravado. Y si yo, pensando mal primero, varié prudentemente de parecer, ¿estaré loco por eso? Más bien tú que, perdiendo una esposa culpable, gracias a algún dios que te favorecía, quieres recuperarla. Sus necios pretendientes, ansiosos de casarse con ella, prestaron a Tindáreo el consabido juramento. Pero la Esperanza es diosa, según creo, y contribuyó más a ello que tú y tu poder. Emprende, pues, con su ayuda la guerra, que, a mi juicio, no tardarás en arrepentirte de tu insensatez. No hay deidad sin inteligencia que no sepa distinguir el juramento informal y arrancado por la fuerza. Yo no mataré a mis hijos, ni será justo que tú logres tu deseo castigando a una mujer pésima, y me consuman las lágrimas noche y día si cometo iniquidades e injusticias contra los hijos que engendré. Pocas son mis palabras, pero claras, por lo cual, si no quieres moderarte, cuidaré de lo que me interesa.

EL CORO:
Distintas son estas frases de las pronunciadas antes; pero aconsejan con razón que miremos por nuestros hijos.

MENELAO:
¡Ay, ay de mí! ¡Que sea tanta mi desventura y me abandonen mis amigos!

AGAMENÓN:
Sí, si no intentas perder los que tienes.

MENELAO:
¿Cómo pruebas que eres también hijo de mi padre?

AGAMENÓN:
Deseo ser contigo prudente, no enfurecerme.

MENELAO:
Nuestros amigos deben participar de nuestras penas.

AGAMENÓN:
Aconséjame haciéndome bien, no llenándome de amargura.

MENELAO:
¿No piensas ya acabar con los griegos tu penosa empresa?

AGAMENÓN:
La Grecia, sin duda por decreto de algún dios, delira como tú.

MENELAO:
¡Envanécete, pues, con tu cetro, vendiendo a tu hermano! Apelaré a otros recursos y acudiré a otros amigos.

EL MENSAJERO:
¡Oh Agamenón, rey de todos los griegos! Tráigote a tu hija, a la que llamaste Ifigenia en tu palacio. Acompáñanla su madre, tu esposa Clitemnestra, y tu hijo Orestes, para que goces al verlos tras dilatada ausencia. Como el camino ha sido largo, lavan sus delicados pies en una clara fuente, como yeguas sueltas en verde prado, para que saboreen agradable pasto. Yo me adelanto para que te prepares, porque el ejército sabe (veloz fama ha corrido por él) que tu hija ha llegado. Presurosa muchedumbre acude a verla. ¡Bienaventurados los mortales que alcanzan preclara gloria! Mas dicen: «¿Qué nupcias son estas? ¿De qué se trata? ¿El rey Agamenón ha mandado llamar a su hija por regocijarse con su visita?». A otros hubieras oído estas palabras: «Van a iniciar a esa tierna doncella en los sacrificios de Artemisa, reina de Áulide. ¿Quién se casará con ella?». Pero date prisa en ofrecer los cestos sagrados, y que tú y el rey Menelao coronéis vuestras cabezas; celebra con pompa el himeneo, y que en el palacio resuenen la flauta y las ruidosas danzas, que brilló para la doncella el día de su ventura.

AGAMENÓN:
Está bien; pero entra en mi morada, que si es propicia la fortuna, no nos abandonará en lo demás. (Vase el Mensajero). ¡Ay de mí! ¿Qué diré yo, desventurado? ¿Cómo empezaré? ¿En qué lazo fatal hemos caído? El destino me previene, y es más sagaz que todas mis intrigas. ¡Cuántas ventajas trae el nacer en humilde cuna! Licencia tiene el hombre oscuro para llorar cuanto quiera y decir lo que le plazca, y esto es indecoroso para los nobles; vanas apariencias gobiernan nuestra vida, y servimos a la plebe. Temo seguramente dar rienda suelta a mis lágrimas, y después, en mi desdicha, siento no llorar, víctima de tantas calamidades. Veamos. ¿Qué diré a mi esposa? ¿Cómo recibirla? ¿Con qué ojos mirarla? Y ha venido sin ser llamada, añadiendo este nuevo mal a los que ya sufría. Sin embargo, con razón ha seguido a su hija para celebrar sus bodas y entregarla a su esposo, ya que tanto la ama, y solo encontrará aquí hombres pérfidos. A la desdichada virgen (¿pero a qué la llamo virgen? Hades, según creo, la tomará en breve por esposa) ¡cuánto la compadezco! Paréceme oírla, diciéndome suplicante: «¿Por qué me matas, padre? ¡Que nupcias como estas celebres tú y todos los que ames!». Orestes gritará junto a ella no sabiendo lo que sucede, pues todavía es niño. ¡Ay, ay, cómo me ha perdido Paris, el hijo de Príamo, causa de todos mis males, por casarse con Helena!

EL CORO:
Compasión me mueve, y, mujer peregrina, gimo, como debo, por la desdicha de mis príncipes.

MENELAO:
Hermano, déjame tocar tu diestra.

AGAMENÓN:
Sea así; tuya es la victoria, mía la derrota.

MENELAO:
Juro por Pélope, el que se llamaba padre del tuyo y del mío, y por Atreo, que me engendró, que te hablaré con franqueza y sin artificio ni disimulo. Cuando te vi llorar me compadecí de ti y lloré también, y abandono ahora mi anterior propósito, por no ser cruel contigo; pienso, pues, como tú, y te ruego que no mates a tu hija, ni solo atiendas a mi conveniencia. No es justo que tú gimas y yo goce, que los tuyos mueran y los míos vean la luz. ¿Qué pretendo? ¿No podré celebrar otras nupcias gloriosas si las deseo? Y perdiendo a mi hermano, lo cual es indigno para mí, ¿recibiré a Helena, o lo malo por lo bueno? Como aturdido joven discurría, hasta que reflexionando un poco he llegado a comprender que es un verdadero crimen matar a nuestros hijos. Duélome también de esta infeliz doncella, pensando en los lazos de la sangre que a ella me unen, y en su sacrificio en aras de mi himeneo. ¿Qué relación hay entre tu hija y Helena? Acábese la expedición en Áulide. Tú, hermano, no llenes tus ojos de lágrimas y no me fuerces a llorar. Y si te inquieta el vaticinio sobre tu hija, a mí no; cédote todo mi derecho. Repruebo ahora mi cruel propósito, como debo; varié de parecer por afecto al hijo de mi padre. Costumbre es del hombre de bien elegir siempre lo mejor.

EL CORO:
Has hablado con grandeza, digna de Tántalo, hijo de Zeus: no deshonras a tus mayores.

AGAMENÓN:
Alábote, Menelao, porque, contra lo que esperaba, has pronunciado palabras razonables, tales cuales debías. Causas de discordia ha de ser entre hermanos el amor y el deseo de enriquecer su familia: maldigo tal parentesco, amargo para ellos. Pero la necesidad me obliga a consumar el sangriento asesinato de mi hija.

MENELAO:
¿Cómo? ¿Quién podrá obligarte a matar a tu hija?

AGAMENÓN:
Todo el ejército aqueo aquí reunido.

MENELAO:
No, si ordenas a Ifigenia que se vuelva a Argos.

AGAMENÓN:
En esta parte podría engañarlos, pero no en la otra.

MENELAO:
¿Y cuál es la otra? Nunca conviene demostrar demasiado temor a la muchedumbre.

AGAMENÓN:
Calcas declarará los oráculos al ejército de los griegos.

MENELAO:
No si lo previenes, lo cual es fácil.

AGAMENÓN:
El linaje entero de los adivinos es ávido de males.

MENELAO:
Ni provechoso, ni útil en nada en que interviene.

AGAMENÓN:
¿Pero no te infunde recelo la idea que me ocurre?

MENELAO:
¿Cómo adivinarla?

AGAMENÓN:
El hijo de Sísifo lo sabe todo.

MENELAO:
Ni a ti ni a mí puede Odiseo dañarnos.

AGAMENÓN:
Es siempre astuto y defensor del pueblo.

MENELAO:
Domínalo la ambición, mal grave.

AGAMENÓN:
No dudes, pues, que asistirá a la asamblea de los griegos, declarará los oráculos de Calcas y hablará del sacrificio que he prometido; añadirá que intento engañar a Artemisa, faltando a mi palabra, y arrastrará al ejército, y matándonos a ti y a mí, mandará a los griegos que maten también a mi hija. Y si huyo a Argos, me seguirán y arruinarán las murallas ciclópeas y a mí con ellas, y devastarán mi reino. Tales son mis desdichas. ¡Oh, cuánta es mi desventura! ¡A qué angustia me reducen los dioses! Cuida solo, ¡oh Menelao!, atravesando el campamento, de que nada sepa Clitemnestra antes de inmolar a mi hija y de entregarla a Hades, para que, ya que soy infortunado, derrame las menos lágrimas posibles. Y vosotras, extranjeras, guardad silencio.

EL CORO:
Estrofa. — Felices los morigerados y castos que disfrutan del tálamo de Afrodita y de sus pacíficos goces libres de rabiosos ardores, cuando el Amor de cabellos de oro tiende contra nosotros sus dos arcos: el uno que da venturosa y duradera suerte, y el otro desordenada vida. Bellísima Afrodita, aparta este último de nuestro lecho: contenta con modesta hermosura que sean puros mis amores, que yo participe de tus placeres sin abusar de ellos.

Antístrofa. — Diversos son los caracteres de los mortales, diversas las costumbres, pero las buenas, dicha segura. Una educación escogida es de gran importancia para alcanzar la virtud. La vergüenza es sabiduría y da gracia que consuela, haciéndonos elegir lo que nos conviene, y en opinión de todos nos da inmarcesible gloria. Afanarse por el cumplimiento de nuestro deber es digno de alabanza; eviten, pues, las mujeres los amores ilícitos, y sean los hombres modestos sin afectación, que así servirán mucho a su patria.

Epodo. — Tú viniste, ¡oh Paris!, desde donde te educabas, apacentando los blancos novillos del Ida, al son de tus cantos bárbaros y modulando con la flauta frigia imitaciones de Olimpo; gozosas pacían la hierba las vacas, abundantes en leche, cuando te hicieron su juez las diosas, y de aquí tu embajada a los ebúrneos palacios de la Grecia, y el amor que al verte sintió Helena, y la herida que tú recibiste. De aquí también que la discordia, sí, que la discordia guiase a los griegos con sus lanzas y sus naves contra la Troya de Pérgamo. (Ven llegar el carro de Clitemnestra). ¡Viva! ¡Viva! Grandes son las felicidades de los poderosos: ved a mi reina Ifigenia, hija del rey, y a Clitemnestra, hija de Tindáreo, ambas de ilustre prosapia, y que han logrado afortunada suerte. Mucho pueden los dioses que conceden las riquezas a los mortales no desventurados. Detengámonos, ¡oh doncellas de Calcis!, ayudemos a la reina a descender de su carro y depositémosla en tierra con pie firme, extendiendo suavemente nuestras manos y con benévola sonrisa, para no afligir a la ínclita hija de Agamenón, que acaba de llegar a este país. Nosotras, extranjeras, no debemos infundir sobresalto ni terror a estas argivas, también extranjeras.

CLITEMNESTRA (desde su carro):
De buen agüero es para nosotras tu bondadosa acogida y corteses palabras, y abrigo cierta esperanza de que la desposada que me acompaña contraerá feliz himeneo. Saca del carro los presentes nupciales que traigo para la virgen, y llévalos con diligencia al palacio. Tú, hija, baja también, poniendo en tierra tu pie tierno y poco seguro. Vosotras, jóvenes de Calcis, recibidla en vuestros brazos y ayudadle a descender, y a mí también, para apearme cómodamente; y otros sujeten a los caballos (que son asustadizos y no obedecen a la voz), y tomad a Orestes, hijo de Agamenón, que todavía no habla. ¿Duermes, hijo, arrullado por el movimiento del carro? Despierta, afortunado, y asistirás a la nupcias de tu hermana, que, siendo tú noble, vas a contraer ilustre parentesco con el nieto de Nereo, igual a los dioses. Ifigenia, hija mía, ven cerca de mí, cerca de tu madre, y prueba a estos extranjeros mi dicha, y saluda ya a tu amado padre. ¡Oh rey Agamenón!, para mí el más venerable de los hombres, ya hemos llegado, obedeciendo sin tardanza tus mandatos.

IFIGENIA:
¡Oh madre! (Saliéndole presurosa al encuentro), (y no te enojes conmigo), estrecharé contra mi pecho a mi padre. Quiero abrazarle corriendo. ¡Oh padre!, al cabo de tanto tiempo, deseo gozar mirándote; no te enfades.

CLITEMNESTRA:
Abandónate a tan puro placer, ¡oh hija!, que quisiste siempre a tu padre más que todos tus hermanos.

IFIGENIA:
¡Oh padre! Con cuánta alegría te veo tras ausencia tan larga.

AGAMENÓN:
Y yo a ti; tú sientes lo que yo.

IFIGENIA:
Salve, padre. Alabo tu propósito de hacerme venir junto a ti.

AGAMENÓN:
No sé, ¡oh hija!, si afirmarlo o negarlo.

IFIGENIA:
¡Ay de mí! Poco halagüeño es ahora tu semblante, tan plácido ha poco al verme.

AGAMENÓN:
Muchos son los cuidados de un rey y de un general.

IFIGENIA:
Piensa solo en mí, y olvídate de lo demás.

AGAMENÓN:
Y contigo estoy en cuerpo y alma, y no en otra parte.

IFIGENIA:
Desarruga, pues, tu ceño y mírame con ternura.

AGAMENÓN:
Ya me alegro; siempre me alegro al verte, ¡oh hija mía!

IFIGENIA:
¿Y sin embargo derramas lágrimas de tus ojos?

AGAMENÓN:
Larga será después nuestra ausencia.

IFIGENIA:
No sé lo que dices; no sé lo que dices, padre muy querido.

AGAMENÓN:
Cuanto más sensatas son tus palabras, más me mueves a lástima.

IFIGENIA:
Diré, pues, sandeces, si así te complazco.

AGAMENÓN:
¡Válganme los dioses! No puedo callar; alábote, sin embargo.

IFIGENIA:
Quédate en tu palacio, ¡oh padre!, al lado de tus hijos.

AGAMENÓN:
Lo deseo en verdad, y siento no poderlo hacer.

IFIGENIA:
Perezcan los guerreros con Menelao, origen de nuestros males.

AGAMENÓN:
Que a otros harán desdichados, como a mí me hicieron.

IFIGENIA:
¡Cuánto ha durado tu ausencia, detenido en Áulide!

AGAMENÓN:
Y algún obstáculo me impide también ahora proseguir mi rumbo con el ejército.

IFIGENIA:
¿En dónde dicen que habitan los frigios, padre?

AGAMENÓN:
En donde ojalá que nunca habitara Paris, hijo de Príamo.

IFIGENIA:
Lejos navegas, padre, abandonándome.

AGAMENÓN:
Igual es tu suerte, ¡oh hija!, a la de tu padre.

IFIGENIA:
¡Oh! ¡Ojalá que fuese lícito a ambos que yo te acompañara!

AGAMENÓN:
Y tú has de navegar ahora adonde te acordarás de tu padre.

IFIGENIA:
¿Navegaré sola o con mi madre?

AGAMENÓN:
Sola, separada de tu padre y de tu madre.

IFIGENIA:
¿Me llevarás a otro palacio, padre?

AGAMENÓN:
Hablemos de otra cosa; las doncellas no deben saber esto.

IFIGENIA:
Que de la Frigia vuelvas pronto a mi lado, después de realizar tus proyectos, ¡oh padre!

AGAMENÓN:
Antes he de hacer aquí cierto sacrificio.

IFIGENIA:
Pero conviene que lo prepares aconsejado por los sacerdotes.

AGAMENÓN:
Ya lo verás, porque has de estar cerca del vaso sagrado.

IFIGENIA:
¿Danzaremos en coros alrededor del ara, padre?

AGAMENÓN:
Más dichosa eres que yo, no sabiendo nada. Pero irás al palacio, para que te vean las doncellas, después de darme tu diestra y un ósculo amargo, ya que por largo tiempo te separarás de tu padre. ¡Oh pecho y mejillas, oh rubios cabellos, cuánto dolor nos ha causado Helena y la ciudad de los frigios! Pero callemos. Lágrimas incesantes corren de mis ojos cuando te abrazo. Vete al palacio. A ti ruego, ¡oh hija de Leda!, que te compadezcas de mí, pues voy a casar mi hija con Aquiles. Afortunada es esta separación, pero sensible para un padre llevar a palacio ajeno a los hijos que educó con trabajo.

CLITEMNESTRA:
No soy tan necia como crees. Advierte también que mi pena será igual a la tuya cuando lleve a la doncella al altar del himeneo, sin que te molestes en avisármelo; pero la necesidad y el tiempo mitigarán a una ese dolor. Sé el nombre del que desposaste con mi hija; pero deseo conocer su linaje y patria.

AGAMENÓN:
Egina fue hija de Asopo.

CLITEMNESTRA:
¿Qué mortal o qué dios es su esposo?

AGAMENÓN:
Zeus, que engendró a Éaco, príncipe de los enones.

CLITEMNESTRA:
¿Pero cuál de los hijos de Éaco empuñó el cetro?

AGAMENÓN:
Peleo, cónyuge de la hija de Nereo.

CLITEMNESTRA:
¿Pero la recibió por esposa consintiéndolo el dios, o contra la voluntad divina?

AGAMENÓN:
Zeus la desposó: se la dio quien tenía derecho de dársela.

CLITEMNESTRA:
¿En dónde celebró sus nupcias? ¿En las olas del mar?

AGAMENÓN:
En la estrecha morada del Pelión, en donde Quirón habita.

CLITEMNESTRA:
¿En donde dicen que habita también el linaje de los centauros?

AGAMENÓN:
Allí celebraron los dioses con banquetes las bodas de Peleo.

CLITEMNESTRA:
¿Y fue Tetis la que educó a Aquiles, o su padre?

AGAMENÓN:
Fue Quirón, para que no aprendiese las pervertidas costumbres de los hombres.

CLITEMNESTRA:
¡Bien! Sabio maestro, y más sabio aún el que le confió a su sabiduría.

AGAMENÓN:
He aquí el esposo de tu hija.

CLITEMNESTRA:
Seguramente no es despreciable. ¿Pero en qué ciudad de la Grecia reside?

AGAMENÓN:
A orillas del Apídano, en los confines de la Ftía.

CLITEMNESTRA:
¿Y allá ha de llevar a nuestra hija virgen?

AGAMENÓN:
Él, que ha de poseerla, lo decidirá.

CLITEMNESTRA:
Que sean, pues, felices. ¿Qué día se celebrará el himeneo?

AGAMENÓN:
Cuando en favorable auspicio la luna llegue a su plenitud.

CLITEMNESTRA:
¿Sacrificaste ya a la diosa víctimas propiciatorias por el casamiento de nuestra hija?

AGAMENÓN:
Lo haré; tal es ahora mi propósito.

CLITEMNESTRA:
¿Y habrá después festín nupcial?

AGAMENÓN:
Cuando inmole las víctimas que he de sacrificar a los dioses.

CLITEMNESTRA:
¿Y en dónde celebraremos nosotras el banquete de las mujeres?

AGAMENÓN:
Aquí, junto a las naves de los griegos, engalanadas sus popas.

CLITEMNESTRA:
Pláceme, y necesario es en verdad. En fin, que todo sea para bien.

AGAMENÓN:
¿Sabes, ¡oh esposa!, lo que has de hacer? Obedéceme.

CLITEMNESTRA:
¿Qué dices? Siempre acostumbro a obedecerte.

AGAMENÓN:
Nosotros, allí en donde está el esposo...

CLITEMNESTRA:
¿Cómo haréis sin la madre de la desposada lo que solo a ella incumbe?

AGAMENÓN:
Llevaremos a tu hija en medio de los dánaos.

CLITEMNESTRA:
Y mientras, ¿en dónde estaré yo?

AGAMENÓN:
Vete a Argos, y educa a las vírgenes que allí quedan.

CLITEMNESTRA:
¿Dejando a mi hija? ¿Quién llevará la antorcha?

AGAMENÓN:
Yo llevaré la que ha de alumbrar a los esposos.

CLITEMNESTRA:
No es esa la costumbre, aunque sea para ti poco importante.

AGAMENÓN:
Indecoroso parece que fuera de aquí te cerque innumerable soldadesca.

CLITEMNESTRA:
Pero no que como madre intervenga en las bodas de mis hijos.

AGAMENÓN:
Ni las doncellas han de estar solas en el palacio.

CLITEMNESTRA:
Bien las guardan seguros gineceos.

AGAMENÓN:
Obedéceme.

CLITEMNESTRA:
No, por la diosa, reina de los argivos. Atiende a tus negocios y deja a mi cargo los domésticos, y, entre ellos, el de casar a mis hijas. (Vase).

AGAMENÓN:
¡Ay de mí! Infructuosos han sido mis esfuerzos desvaneciose la esperanza de alejar a mi esposa para que no presencie el espectáculo que se prepara. Engaño y tiendo asechanzas a los que más amo, y soy vencido. Consultaré, no obstante, al adivino Calcas lo que puede ser grato a la diosa y a mí fatal, y pesada carga para Grecia. Conviene que el hombre sensato alimente en su casa a una mujer buena y complaciente o que no tenga ninguna. (Vase).

EL CORO:
Estrofa. — Vendrá al Simois y a sus argentados remolinos numeroso ejército de griegos armados y en sus naves, y llegarán a Ilión, en la febea tierra troyana, en donde dicen que Casandra esparce al aire sus rubios cabellos y se ciñe corona de verde laurel cuando la abrasa el fuego fatídico del dios.

Antístrofa. — Aguardarán los troyanos alrededor de las murallas y en la ciudadela de Pérgamo hasta que Ares, con su escudo de bronce y atravesando el mar en naves de afiladas popas, a fuerza de remos, se acerque al álveo del Simois, para arrancar del palacio de Príamo a Helena, hermana de los Dioscuros que están en el cielo, y llevarla a Grecia, y sean vencidos al empuje de las belicosas lanzas y de los clípeos griegos.

Epodo. — Y Pérgamo, ciudad de los frigios, después de presenciar sangrientos combates ante sus torres de piedra, y de ver separada de la cerviz la cabeza de sus hijos, será arrasada en sus cimientos, y hará derramar abundantes lágrimas a las hijas vírgenes y a la esposa de Príamo. Y Helena, hija de Zeus, llorará mucho al abandonar a su marido. Que ni yo ni los hijos de mis hijos vean nunca a las ricas lidias y a las esposas de los frigios hablando así unas con otras, mientras trabajan en sus labores: «¿Quién me arrancará de mi patria arruinada, arrastrando por lagrimoso surco mis cabellos bien peinados solo por tu causa, hija del cisne, orgulloso con su esbelto cuello? ¿Será cierto que Leda te concibió de ave voladora, transformándose en ella Zeus, o que las piérides contaron a los hombres estas fábulas tan inoportunas como temerarias?».

AQUILES:
¿Dó yace el capitán de los griegos? ¿Cuál de sus servidores podrá decirle que lo busca Aquiles, el hijo de Peleo? No es igual la suerte de cuantos permanecieron junto al Euripo, porque algunos célibes, lejos de sus hogares, se hallan detenidos en estas riberas, y otros dejaron en ellos mujer e hijos. ¡Tanto ardor (no sin intención de los dioses) mostró la Grecia en esta empresa! Conviene que yo defienda mi derecho; que otros, si les parece, defenderán el suyo. He abandonado la Farsalia y a Peleo, y se oponen a mi navegación estos vientos suaves que soplan en el Euripo, y con trabajo contengo a los mirmidones, que a cada instante me dicen: «¿Qué esperamos, Aquiles? ¿Por cuánto tiempo se ha de dilatar todavía nuestra partida a Troya? Vamos, pues, si ha de ser, o que el ejército vuelva a su patria; no te cuides de las vacilaciones de los Atridas».

CLITEMNESTRA:
¡Oh hijo de la diosa nereida! Al oírte desde el palacio he salido a tu encuentro.

AQUILES:
¡Oh pudor venerable! ¿Quién es esta mujer que veo, de tan apuesta belleza?

CLITEMNESTRA:
No es de admirar que no conozcas a quien no has visto antes; alabo, no obstante, tu homenaje al pudor.

AQUILES:
Pero ¿quién eres? ¿Por qué tú, siendo mujer, has venido al ejército griego en busca de hombres armados de escudos?

CLITEMNESTRA:
Soy hija de Leda, me llamo Clitemnestra y es mi esposo el rey Agamenón.

AQUILES:
En pocas palabras has dicho muy bien cuanto debías; pero no es decoroso que yo hable con mujeres.

CLITEMNESTRA:
Detente. ¿A qué huyes? Que tu diestra toque la mía, prenda feliz del futuro himeneo.

AQUILES:
¿Qué dices? ¿Yo darte mi diestra? Respetemos a Agamenón no tocando lo que no es nuestro.

CLITEMNESTRA:
Puedo hacerlo porque te unes a mi hija, tú que naciste de la marina diosa nereida.

AQUILES:
¿De qué nupcias hablas? Admirado me dejas, ¡oh mujer!, a no ser que equivocada pronuncies tan extrañas frases.

CLITEMNESTRA:
Natural es que cualquiera se avergüence al ver a sus sinceros amigos que le hablan de su himeneo.

AQUILES:
Nunca, ¡oh mujer!, pretendí la mano de tu hija, y jamás los Atridas me hablaron de mi himeneo.

CLITEMNESTRA:
¿Qué habrá, pues, sucedido? Si mis palabras te sorprenden, no me maravillan poco las tuyas.

AQUILES:
Averígualo tú, que a ambos nos interesa; quizás nos habrán engañado.

CLITEMNESTRA:
¿Acaso tramarán contra mí alguna maldad? Concierto bodas que, según parece, no han de celebrarse. Avergüénzome de ello.

AQUILES:
Alguno acaso se ha burlado de ambos; pero no te aflijas y llévalo con paciencia.

CLITEMNESTRA:
Adiós; ya no puedo mirarte cara a cara, después de haber dicho una mentira y de sufrir tal sonrojo.

AQUILES:
Sucédeme lo mismo; voy, pues, a buscar a tu marido en este palacio.

EL ANCIANO:
¡Detente, extranjero, hijo de Éaco, detente, que te lo pido, ¡oh hijo de una diosa!, y tú también, hija de Leda!

AQUILES:
¿Quién me llama así, entreabriendo las puertas? ¡Cuán conmovido parece!

EL ANCIANO:
Un esclavo, aunque no insolente, pues soy muy desdichado.

AQUILES:
¿Cúyo eres? No mío, que mis bienes y los de Agamenón yacen separados.

EL ANCIANO:
De la que está delante del palacio; diome a ella Tindáreo, su padre.

AQUILES:
Henos aquí; di, si te place, por qué me llamas.

EL ANCIANO:
¿Estáis solos?

CLITEMNESTRA:
Puedes hablar como si lo estuviéramos; pero sal de la regia morada.

EL ANCIANO:
¡Oh fortuna, oh providencia, salva a los que deseo salvar!

AQUILES:
Tales voces indican ansiedad y cierto temor.

CLITEMNESTRA:
Por mi diestra no vaciles, si intentas decirme algo.

EL ANCIANO:
Sabes quién soy, y has experimentado mi fidelidad contigo y con tus hijos.

CLITEMNESTRA:
Sé que eres un antiguo servidor de mi familia.

EL ANCIANO:
Y que fui a poder del rey Agamenón como parte de tu dote.

CLITEMNESTRA:
Conmigo viniste a Argos, y fuiste siempre mío.

EL ANCIANO:
Así es; y a ti te quiero bien, más que a tu esposo.

CLITEMNESTRA:
Acaba, pues, de decirnos lo que deseas.

EL ANCIANO:
El padre que engendró a tu hija ha decretado su muerte...

CLITEMNESTRA:
Horrorízanme, ¡oh anciano!, tus palabras; a la fuerza has perdido el juicio.

EL ANCIANO:
Hiriendo con la cuchilla la blanca cerviz de la desventurada.

CLITEMNESTRA:
¡Oh, mísera yo! ¿Delira acaso mi esposo?

EL ANCIANO:
Está en su acuerdo, excepto en lo que a ti y a tu hija atañe, que en esta parte es insensato.

CLITEMNESTRA:
¿Por qué? ¿Qué genio maléfico le instiga?

EL ANCIANO:
Los oráculos, como dice Calcas, para que los dioses favorezcan la navegación del ejército.

CLITEMNESTRA:
¿Adónde? ¡Cuánta es mi desventura y la de esa desdichada que ha de morir a manos de su padre!

EL ANCIANO:
A la tierra de Dárdano, para que Menelao recobre a Helena.

CLITEMNESTRA:
¿Acaso ha decretado el destino que Helena vuelva con daño de Ifigenia?

EL ANCIANO:
Así es. El padre inmolará a tu hija en el ara de Artemisa.

CLITEMNESTRA:
Pero entonces, ¿a qué me llamó de mi palacio bajo el pretexto de casarla?

EL ANCIANO:
Para que de buen grado la trajeses, como si hubiese de enlazarla con Aquiles.

CLITEMNESTRA:
¡Oh hija, a morir has venido, y tu madre contigo!

EL ANCIANO:
Desdicha grande es la vuestra, y crueldad inaudita la de Agamenón.

CLITEMNESTRA:
Yo, infortunada, muero; ya mis ojos no pueden contener las lágrimas.

EL ANCIANO:
Seguramente que es amargo llorar por la pérdida de nuestros hijos.

CLITEMNESTRA:
¿Pero cómo lo has averiguado, ¡oh anciano!?

EL ANCIANO:
Encargome que te llevara otra carta distinta de la primera.

CLITEMNESTRA:
¿Prohibiéndome, o exhortándome a traer a mi hija a morir?

EL ANCIANO:
Prohibiéndotelo; al fin pensó tu esposo cuerdamente.

CLITEMNESTRA:
Pero ¿cómo habiendo llevado después esa carta no me la entregaste?

EL ANCIANO:
Arrebatómela Menelao, autor de estos males.

CLITEMNESTRA:
¿Lo oyes, hijo de la nereida, lo oyes, hijo de Peleo?

AQUILES:
He comprendido tu desdicha, aunque no deja también de afectarme.

CLITEMNESTRA:
Matarán a mi hija, engañándonos con el pretexto de casarla.

AQUILES:
Muéveme también a ira tu marido, y no lo sufro con paciencia.

CLITEMNESTRA:
No me avergonzaré de caer a tus rodillas, que soy mortal, y tú has nacido de una diosa. ¿De qué me serviría ya mi orgullo? ¿Qué podrá interesarme más que mi hija? Socórreme en mi infortunio, ¡oh hijo de una deidad!, y a la que llamaron tu esposa, vanamente, es verdad, pero socórrela, no obstante. Coronada de flores la traje para casarla contigo, y ahora la llevo a morir; será para ti una afrenta que no la auxilies. Aun cuando no os haya unido el himeneo, te han llamado caro esposo de virgen desventurada. Ruégotelo por tu barba, por tu diestra, por tu madre; tu nombre es causa de mi infortunio, y debes ayudarme. No tengo otra ara en donde refugiarme que tus pies, ni cerca amigo alguno, y ya conoces el proyecto cruel y bárbaro de Agamenón. Yo, siendo mujer, he venido a la armada, a una armada feroz y desenfrenada para el mal, pero que puede serme útil si quiere. Si tú te atreves a extender tu mano protectora, nos hemos salvado; si no, morimos.

EL CORO:
Grave es tener hijos, e inspiran grande amor, y todos padecen por los suyos.

AQUILES:
Rudo golpe sufre mi natural grandeza de ánimo; he aprendido a condolerme de ajenos males, y a gozar con moderación de los bienes. Los hombres de mi temple observan la regla segura de vivir esclavos de la prudencia. Ocasiones hay en que es agradable y útil seguir ciegamente sus consejos, y lo contrario otras. Yo, educado en el palacio de los dioses, aprendí de Quirón, hombre muy venerable, sencillas costumbres. Y me someteré a los Atridas, si gobiernan con justicia, pero si no, no los obedeceré; aquí y en Troya daré pruebas de mi libérrima índole, y me distinguiré en las batallas cuanto pueda. Mucha compasión me inspiras, sufriendo tales desdichas de los más amados, y te consolaré en cuanto puede un joven como yo; nunca será sacrificada por su padre la hija tuya, que se ha llamado esposa mía; no consentiré que Agamenón urda tan indignas tramas. Mi nombre solo, sin que yo levante el acero, podrá matar a tu hija; pero la verdadera causa es tu marido. Sin embargo, yo no sería inocente si bajo el pretexto de casarla conmigo muere una virgen, víctima de males atroces e intolerables y de las más extrañas e indignas afrentas. Sería el peor de los griegos, nada valdría, Menelao pasaría por hombre, y negarían que soy hijo de Peleo, creyendo que me engendró algún mal genio, si consintiese que bajo mi nombre cometiese tu esposo un asesinato. No, por Nereo, educado en las húmedas olas, y padre de Tetis, mi madre; por Nereo, no tocará a tu hija el rey Agamenón, ni aun con la punta de sus dedos llegará a su manto; de otro modo, Sípilo, aldea bárbara de donde son oriundos esos Atridas, será una ciudad, y nadie pronunciará nunca con respeto el nombre de Ftía. Amarga será la salsamola y el vaso de los sacrificios que consagre el adivino Calcas. ¿Qué es un adivino sino quien dice muchas mentiras y pocas verdades, si alguna vez acierta, y si yerra nadie se cuida de él? No hablo así pesaroso de perder a Ifigenia (que infinitas doncellas me pretenden), sino la injuria que nos ha hecho el rey Agamenón. Debía haberme anunciado que mi nombre serviría para tender el lazo que preparaba a su hija. Si por mi causa hubiese venido Clitemnestra para dármela en himeneo, no me hubiera contrariado, suponiendo que de esa suerte conseguíamos llegar a Troya; no rehusaré sin duda contribuir al buen éxito de mis compañeros de armas. Ahora nada valgo en el concepto de estos capitanes, y soy un miserable, ya obren bien o mal conmigo. Pronto hará conocimiento con esta espada (que mancharé con sangre antes de llegar a Troya) el que me arrebatare tu hija. Tranquilízate, pues; un dios grande te protege, pues si no lo soy, he de parecerlo.

EL CORO:
Has hablado cual conviene al hijo de Peleo y de la veneranda deidad marina.

CLITEMNESTRA:
¡Ay! ¿Cómo te alabaré ni más ni menos de lo que debo, ingrata a tu beneficio? Cuando celebramos a los buenos exageradamente, nos exponemos a incurrir en su odio. Me avergüenzo de hablarte solo para excitar tu compasión, sufriendo yo sola, ya que tú no puedes sentir mis males; pero es consolador espectáculo el que ofrece el hombre probo, aunque no sea nuestro deudo, al socorrer a los afligidos. Apiádate, pues, de mí, que lo merecen mis infortunios, ya que en un principio acaricié la vana esperanza de que serías mi yerno, y que la muerte de mi hija podrá ser de funesto agüero a tus próximas nupcias. Debes, por tanto, evitarlo. Hablaste bien al empezar, hablaste bien al concluir; mi hija se salvará si tú lo intentas. ¿Quieres que ella, suplicante, abrace tus rodillas? Verdad es que no conviene a una virgen, pero acudirá si te parece, y te mostrará su noble rostro, teñido de rubor. Ausente ella, ¿lo conseguiré de ti?

AQUILES:
Que no venga; yo respeto su decoro.

CLITEMNESTRA:
Pero solo hasta cierto punto debe respetarse.

AQUILES:
¡Oh mujer!, no me traigas a tu hija para que yo la vea, ni cometamos esa falta. Un numeroso ejército, libre de cuidados domésticos, propende a acoger falsos y escandalosos rumores. Lo mismo conseguirás, sin duda, ya me supliques o no; porque estoy firmemente decidido a libraros de vuestros males. No olvides tan solo que yo no falto a mi palabra; y si no la cumplo y os engaño, que muera en castigo; evitaré la muerte si salvo a tu hija.

CLITEMNESTRA:
Que seas feliz socorriendo siempre a los desdichados.

AQUILES:
Oye, pues, para obrar como debo.

CLITEMNESTRA:
¿Qué has dicho?, que sin duda me interesa.

AQUILES:
Hablemos antes con tu esposo. Acaso la razón recobre en él su imperio.

CLITEMNESTRA:
Es cobarde, y teme al ejército demasiado.

AQUILES:
Pero hay ciertas razones más convincentes que otras.

CLITEMNESTRA:
¡Triste esperanza! Di, no obstante, lo que he de hacer.

AQUILES:
Primero le suplicarás que no sacrifique a tu hija, y si se resistiese, recurre a mí. Si lo persuades, como deseas, no hay necesidad de que yo intervenga en nada, que así se salvará tu hija, y él, que es mi amigo, me lo agradecerá, y el ejército no me culpará porque haya empleado la persuasión, no la fuerza. Y si consigues tu objeto, tú y los demás os congratularéis de que todo se haya acabado sin mi mediación.

CLITEMNESTRA:
¡Cuán juiciosamente has hablado! Se hará como deseas. Y si no realizo mi propósito, ¿en dónde podré verte? ¿Adónde he de acudir en mi desventura, para encontrar tu mano, que ha de consolarme en mis males?

AQUILES:
A mí cargo queda defenderte cuando sea menester, y yo cuidaré también de que nadie te vea atravesar consternada el ejército; que no deshonres tu linaje paterno, porque Tindáreo es famoso entre los griegos.

CLITEMNESTRA:
Así será; manda y yo obedeceré. Si hay dioses, tú, que eres justo, serás premiado; si no, ¿para qué afligirnos?

EL CORO:
Estrofa. — ¿Qué epitalamio resonó acompañado de la flauta líbica y de la cítara, que alegra a los coros, y de las flautas de leve caña, como cuando atravesaron el Pelión las piérides de hermosos cabellos, e hirieron la tierra con sus doradas sandalias, y vinieron a las nupcias de Peleo, y en las selvas peliacas, en los montes de los centauros, alabaron a Tetis, al hijo de Éaco, con sus voces melodiosas? El hijo de Dárdano, delicia de Zeus, el frigio Ganimedes, escanció el néctar en copas profundas de oro, y las cincuenta hijas de Nereo celebraron juntas las bodas, saltando en círculo sobre la blanca arena.

Antístrofa. — Con dardos de abeto y coronas de grama acudió la ecuestre muchedumbre de los centauros al festín de los dioses, y a gustar el licor de Dioniso. Tales fueron las aclamaciones de las hijas de Tesalia: «Brillante, brillante astro, ¡oh hija de Nereo!, anuncian el profeta Apolo y el centauro Quirón (discípulo de las musas y conocedor de las generaciones futuras) que vendrá al campo troyano con los mirmidones armados de lanzas, a arrasar con el fuego la tierra ínclita de Príamo, revestido de armas de oro fabricadas por Hefesto, y don de su madre, la diosa Tetis, que lo dio a luz en hora afortunada». Entonces celebraron los dioses el noble enlace de Peleo con la primera de las nereidas.

Epodo. — Pero los griegos, ¡oh Ifigenia!, coronarán tu apuesta cabellera, gala de tu cabeza, como si fueses ternerilla inmaculada y de manchada piel que viene de las peñascosas cavernas de los montes, y llenarán de mugre tu cerviz, sin haberte criado al son de la flauta ni de los cantos de los pastores, sino al lado de tu madre, que te destinaba para esposa de alguno de los hijos de Ínaco. ¿Qué valdrán el pudor y la virtud en donde domina la impiedad, en donde los mortales desprecian lo bueno y la injusticia se sobrepone a las leyes, y no todos se afanan en huir de la cólera del cielo?

CLITEMNESTRA:
Separada ha tiempo de mi esposo, salí del palacio a verlo. Y mi hija mísera yace anegada en lágrimas, y exhala tiernas quejas desde que sabe el inhumano proyecto de su padre. Pero he aquí a Agamenón, que se acerca al nombrarlo, y que no tardará en cometer contra sus hijos impíos atentados.

AGAMENÓN:
A tiempo, ¡oh hija de Leda!, te encuentro fuera del palacio, para hablarte sin que la virgen nos escuche, que mis palabras no deben ser oídas de las que van a casarse.

CLITEMNESTRA:
¿Qué quieres? ¿Tanto te interesa aprovechar esta oportuna ocasión de hablarme?

AGAMENÓN:
Llama a tu hija del palacio, para que yo la acompañe; ya la aguarda el agua consagrada y la salsamola que consumirá el fuego lustral, y las ternerillas que se han de sacrificar a Artemisa antes de las bodas, derramando su negra sangre.

CLITEMNESTRA:
Buenas son tus palabras, pero no sé cómo calificar tus obras. Sal, hija mía; tú sabes cuanto trama tu padre; debajo de tu manto trae también a tu hermano Orestes. Hela aquí obediente a tus órdenes; en su nombre y en el mío diré lo que debes oír.

AGAMENÓN:
¿Por qué lloras, hija, y no me miras afable, sino que con tu manto cubres tu rostro, fijo en tierra?

CLITEMNESTRA:
¡Ay de mí! ¿Cuál será el exordio de mis males? ¿Cuándo brotará todo mi discurso, así en su principio como en su medio y fin?

AGAMENÓN:
¿Pero qué hay? ¿Por qué conspiráis todos contra mí, retratándose en vuestros semblantes la confusión y el miedo?

CLITEMNESTRA:
Contesta ingenuamente a mis preguntas, ¡oh esposo!

AGAMENÓN:
No necesitas rogármelo; yo deseo que me interrogues.

CLITEMNESTRA:
¿Quieres matar a tu hija y a la mía?

AGAMENÓN:
¿Cómo? ¡Horribles son tus palabras! Sospechas sin motivo.

CLITEMNESTRA:
No te alteres, y replícame a mi primera pregunta.

AGAMENÓN:
Si fuera sensata, lo sería también mi respuesta.

CLITEMNESTRA:
Solo esto te pregunto; contéstame, pues, y no divagues.

AGAMENÓN:
¡Oh fortuna veneranda! ¡Oh destino y genio maléfico que me persigues!

CLITEMNESTRA:
Y a mí también y a mi hija; es uno mismo el de estos tres desventurados.

AGAMENÓN:
¿Cuál es tu ofensa?

CLITEMNESTRA:
¿Tienes valor de hablar así? Tu disimulo es algo necio.

AGAMENÓN:
¡Muerto soy! ¡Descubriose mi secreto!

CLITEMNESTRA:
Todo lo sé; informáronme bien de tus inicuos proyectos. Tu mismo silencio y tus repetidos sollozos equivalen a una confesión. No pierdas tiempo en negarlos.

AGAMENÓN:
Mira cómo callo. ¿A qué agravar mis males fingiendo engañosa impudencia?

CLITEMNESTRA:
Oye, pues; seré franca y no usaré de enigmas, ajenos a mi propósito. En primer lugar, y para que esta sea también mi primera reconvención, te casaste conmigo contra mi voluntad, y me robaste a la fuerza, matando a Tántalo, mi primer esposo, y estrellaste en el suelo a mi tierno niño, arrancándolo violentamente de mis pechos. Y los hijos de Zeus, mis hermanos, apuestos caballeros, te hicieron la guerra, y te libró de ella a tu ruego Tindáreo, mi anciano padre, y entonces te di mi mano. Así me reconcilié contigo, y tú mismo podías atestiguar que he sido esposa fiel, digna de ti y de tu linaje, y casta, y económica, de suerte que cuando entrabas en tu palacio gozabas, y cuando salías de él eras feliz. Preciosa joya es para un hombre tal esposa, así como no es raro tenerla mala. Y además de tres hijas te di este hijo, y tú piensas arrebatarme bárbaramente una de ellas. Si alguno te pregunta por qué la matas, dime, ¿qué contestarás? ¿Debo yo hablar en tu nombre, para que Menelao recobre a Helena? Laudable costumbre, sin duda, que nuestros hijos paguen las culpas de una criminal mujer. Rescatamos lo más odioso a costa de lo que más amamos. Ea, pues; si vas a la guerra y me dejas abandonada en mi palacio largo tiempo, ¿cuáles serán mis pensamientos, viendo los solitarios aposentos que mi hija ocupaba, y solitaria también la morada de las vírgenes, y me halle sola llorando, y lamentándome siempre de este modo?: «Te ha perdido, hija mía, el padre que te engendró; él mismo te ha dado muerte, no otro, ni ajena mano; tal es el premio que da el traidor a su familia». Bastará entonces leve pretexto para que yo y las hijas que dejas te recibamos a tu vuelta como es justo. Por los dioses, no me obligues a faltarte ni tú me faltes. Pero supongamos que sacrificas a tu hija. ¿Qué preces recitarás en los altares? ¿Qué bien orarás dándole muerte? Seguramente será funesto tu regreso si así sales de tu palacio. Y yo, ¿qué podré pedir para ti? Creeríamos sin duda que son necios los dioses, si pidiésemos beneficios en pro de infanticidas. ¿Cómo abrazarás a tus hijos al tornar a Argos? No te será lícito. ¿Cuál de ellos podrá mirarte sin horror cuando deliberadamente has inmolado a uno de sus hermanos? ¿Reflexionaste en todo esto? ¿Solo anhelas llevar el cetro y mandar? En rigor, tal debía ser tu réplica a los griegos: «¿Queréis, ¡oh griegos!, navegar a la Frigia? Que decida la suerte cúya sea la hija que haya de morir». Esto sería equitativo; no que tú solo, entre todos, des a la tuya; o que Menelao, a quien más interesa, ofreciese a Hermíone por recobrar a su madre. Pero ahora me arrancan mi hija amada, cuando tan santamente cumplo mis deberes conyugales, y la que delinquió será feliz conservando a la suya en Esparta. Respóndeme si no tuviere razón en cuanto he dicho; pero si la tengo, no mates a Ifigenia, y serás prudente y justo.

EL CORO:
Accede a sus ruegos, Agamenón, que honra a los padres conservar a sus hijos la vida, y ningún mortal osará contradecirlo.

IFIGENIA:
Si yo tuviese la elocuencia de Orfeo, ¡oh padre!, y las piedras me siguiesen cuando cantara, y mis palabras ablandasen los corazones, a ello apelaría. Pero lloraré ahora, que tal es mi única elocuencia y lo que puedo hacer. Y estrecho tu cuerpo, como rama de suplicantes, con este que dio a luz mi madre, no para que me sacrifiques prematuramente, ni me obligues a visitar las entrañas de la tierra. Yo la primera te llamé padre, y tú a mí hija; yo la primera, sentada en tus rodillas, te infundí dulce deleite y lo sentí a mi vez. Así hablabas tú: «¿Te veré feliz algún día, ¡oh hija!, al lado de tu esposo, llena de vida y de vigor, como mereces?». Y yo a mi vez te decía estas palabras, cerca de tus mejillas, que ahora tocan mis manos: «¿Y qué haré yo contigo? ¿Te recibiré anciano en mi palacio, ¡oh padre!, dándote grata hospitalidad en premio de las penalidades que sufriste al criarme?». Conservo el recuerdo de estas pláticas, pero tú las olvidaste y quieres matarme. ¿Por qué he de ser víctima de las nupcias de Alejandro y de Helena? ¿Por qué, ¡oh padre!, ha de ser su venida causa de mi perdición? Mírame, déjame tu rostro, y dame tierno ósculo, para que, a lo menos, al morir tenga esta memoria tuya, si no accedes a mi ruego. Tú, hermano, eres débil socorro a tus amigos, pero lloras sin embargo, y pides suplicante a tu padre que no muera tu hermana; hasta los niños que no hablan tienen cierto presentimiento de los males. Mira, padre, cómo te suplica callado; compadécete de mí y de mi vida. Sí, por tus rodillas te rogamos dos a quienes amas: este, que aún no habla, y yo, mísera jovencilla. Basten estas frases para refutar todos tus argumentos. Ver la luz es lo más grato a los mortales; los muertos nada son, y delira el que anhela perecer. Más vale penosa vida que gloriosa muerte.

EL CORO:
¡Oh infausta Helena! Por ti y por tu himeneo aflige horrible lucha a los Atridas y a sus hijos.

AGAMENÓN:
Conozco, sin duda, cuándo debo compadecerme y cuándo no, y amo a mis hijos, que de otro modo sería insensato. Mucho, ¡oh mujer!, me aflige realizar mí proyecto, mucho también no osarlo, pero es mi deber. Ya veis qué formidable escuadra está aquí reunida, y cuántos griegos armados de bronce, a quienes no es permitido acercarse a las torres de Ilión si no te sacrifico, como ha dicho el adivino Calcas, ni les es lícito arruinar a la famosa Troya. Cierto afán insano de navegar cuanto antes a la tierra de los bárbaros se ha enseñoreado del ejército, y de castigar el rapto de una esposa griega, y matarán en Argos a mis hijos, y a vosotras y a mí, si por mi culpa no se cumple el oráculo de Artemisa. No me arrastra Menelao, ¡oh hija!, ni me conformé con su opinión, sino Grecia me obliga, en cuyo provecho, ya quiera o no, he de inmolarte, porque somos más débiles. Conviene que sea libre en cuanto de ti y de mí dependa, ¡oh hija!, y que los bárbaros no roben a los griegos sus esposas. (Vase).

CLITEMNESTRA:
¡Oh hija, oh extranjeras, cuán desventurada me hace tu inevitable pérdida! Tu padre huye, entregándote a Hades.

IFIGENIA:
¡Ay de mí, madre, madre mía, un mismo canto de muerte conviene a nuestra común desgracia, que ya se acabó para mí la luz y este resplandor del sol! ¡Ay, ay de mí! Montes nevados de los frigios y selvas del Ida, en donde Príamo en otro tiempo expuso tierno niño lejos de su madre, y condenó a Paris a funesta muerte, y se llamaba Ideo, sí, llamábanle Ideo en la ciudad de Dárdano. Ojalá que nunca se criase con sus toros el boyero Paris, por orden de Príamo, cerca de cristalinas aguas, en donde yacen las fuentes de las ninfas, y el verde prado de lozanas flores, y rosas y jacintos que habían de coger las diosas. Allí vino después Palas, y la dolosa Afrodita, y Hera, y Hermes, el mensajero de Zeus; Afrodita, envanecida con sus atractivos; Palas con su lanza, y Hera con su esposo el rey Zeus. Y acorrieron a juicio odioso y a disputar cuál era la más hermosa, y también a darme muerte, único medio de que logren fama los hijos de Dánao; tales son, ¡oh doncellas!, las princesas que Artemisa pide para favorecer la expedición contra Troya. Mas quien engendró a esta desventurada, ¡oh madre, madre mía!, huye y me abandona y me vende. ¡Ay de mí, mísera, que he visto a la funesta, a la funesta e infausta Helena sacrificarme, y perezco por orden impía de un padre, también impío! ¡Ojalá que no se refugiasen en Áulide las popas de mis naves con sus espolones de bronce, ni la armada que ha de llevar los griegos a Troya, ni que Zeus enviase al Euripo contrarios vientos, él, que a unos concede propicias auras, que llenan plácidamente sus velas, causa para otros de llanto; a estos para envolverlos el destino en sus redes, a aquellos para dejar puerto, a otros para recoger las velas, y a otros, en fin, para morir! Desdichado es, sin duda, sí, desdichado es el linaje humano, y fatal desgracia que los hombres se atraigan además nuevos infortunios. ¡Ay, ay de mí! Fuente de graves males, fuente de graves dolores es para los griegos la hija de Tindáreo.

EL CORO:
Compadézcome de ti; triste es tu suerte, y ojalá que nunca te amenazase.

IFIGENIA:
¡Oh madre, que me diste a luz, yo veo multitud de hombres que se acercan aquí!

CLITEMNESTRA:
Y el hijo de la diosa, causa de tu venida.

IFIGENIA:
Abrid, esclavas, las puertas, que voy a ocultarme.

CLITEMNESTRA:
¿Por qué huyes, hija?

IFIGENIA:
Me avergüenzo de ver a Aquiles.

CLITEMNESTRA:
¿Por qué?

IFIGENIA:
El malogrado éxito de mi himeneo tiñe de rubor mis mejillas.

CLITEMNESTRA:
No es lisonjera tu derrota. No te muevas; tan grande es nuestro dolor, que ni aun lugar deja a la vergüenza.

AQUILES:
¡Oh hija de Leda, mujer desventurada!

CLITEMNESTRA:
No es falso lo que dices.

AQUILES:
Óyense horribles clamores entre los argivos.

CLITEMNESTRA:
¿Qué clamores son esos? Dímelo.

AQUILES:
Acerca de tu hija.

CLITEMNESTRA:
De mal agüero son tus primeras palabras, y nada bueno anuncian después.

AQUILES:
Dicen que es menester sacrificarla.

CLITEMNESTRA:
¿Nadie lo contradice?

AQUILES:
Yo vengo, como ves, exponiéndome al peligro.

CLITEMNESTRA:
¿A cuál, ¡oh extranjero!?

AQUILES:
A morir apedreado.

CLITEMNESTRA:
¿Porque deseas salvar a mi hija?

AQUILES:
Ciertamente.

CLITEMNESTRA:
¿Quién sería tan osado que se atreviera a tocarte?

AQUILES:
Todos los griegos.

CLITEMNESTRA:
¿Y no te defenderá el ejército de los mirmidones?

AQUILES:
Son mis mayores enemigos.

CLITEMNESTRA:
Sin duda perecemos, ¡oh hija!

AQUILES:
Afirmaban que me había seducido Ifigenia.

CLITEMNESTRA:
¿Y qué respondiste?

AQUILES:
Que por los dioses no mataran a mi futura esposa.

CLITEMNESTRA:
Bien dicho.

AQUILES:
La que me prometió su padre.

CLITEMNESTRA:
Llamada por él de Argos.

AQUILES:
Pero sus clamores ahogaban los míos.

CLITEMNESTRA:
Intolerable es la muchedumbre.

AQUILES:
Te ayudaré, sin embargo.

CLITEMNESTRA:
¿Y pelearás solo contra tantos?

AQUILES:
¿No ves esos que vienen armados?

CLITEMNESTRA:
Que los dioses premien tu nobleza.

AQUILES:
Así lo harán.

CLITEMNESTRA:
¿No morirá ya mi hija?

AQUILES:
No, a lo menos con mi asentimiento.

CLITEMNESTRA:
¿Llegará acaso alguno que me la arrebate?

AQUILES:
Muchos, sin duda, y Odiseo a su frente.

CLITEMNESTRA:
¿El nieto de Sísifo?

AQUILES:
El mismo.

CLITEMNESTRA:
¿Espontáneamente, o en nombre del ejército?

AQUILES:
Elegido por él y por su propia voluntad.

CLITEMNESTRA:
Mala elección, de seguro, para mancharos de sangre.

AQUILES:
Pero yo lo impediré.

CLITEMNESTRA:
¿Y se la llevarán resistiéndose?

AQUILES:
Arrastrándola de sus rubios cabellos.

CLITEMNESTRA:
¿Y qué haré yo entonces?

AQUILES:
No soltarla.

CLITEMNESTRA:
Si de esto depende su salvación, no la matarán.

AQUILES:
Pero vendrán sin tardanza.

IFIGENIA:
Madre, escúchame: veo que te indignas en vano contra tu esposo, pretendiendo imposibles. Justo es que alabemos por su decisión a este extranjero; pero tú debes evitar las acusaciones del ejército, y que por nuestra resistencia sobrevenga a Aquiles alguna calamidad. Oye, madre, lo que pensando se me ha ocurrido: resuelta está mi muerte, y quiero que sea gloriosa, despojándome de toda innoble flaqueza. Vamos, madre, atiéndeme, aprueba mis razones: la Grecia entera tiene puestos en mí sus ojos, y en mi mano está que naveguen las naves y sea destruida la ciudad de los frigios, y que en adelante los bárbaros no osen robar mujer alguna de nuestra afortunada patria, si ahora expían el rapto de Helena por Paris. Todo lo remediará mi muerte, y mi gloria será inmaculada, por haber libertado a la Grecia. Ni debo amar demasiado la vida, que me diste para bien de todos, no solo para el tuyo. Muchos armados de escudos, muchos remeros vengadores de la ofensa hecha a su patria acometerán memorables hazañas contra sus enemigos, y morirán por ella. ¿Y yo sola he de oponerme? ¿Es acaso justo? ¿Podremos resistirlo? Pero vengamos a lo principal. No conviene que Aquiles pelee contra todos los griegos por una mujer, ni que por ella muera. Un solo hombre es más digno de ver la luz que infinitas mujeres. Y si Artemisa pide mi vida, ¿me opondré, simple mortal, a los deseos de una diosa? No puede ser. Doy, pues, mi vida en aras de la Grecia. Matadme, pues; devastad a Troya. He aquí el monumento que me recordará largo tiempo, esos mis hijos, esas mis bodas, esa toda mi gloria. Madre, los griegos han de dominar a los bárbaros, no los bárbaros a los griegos, que esclavos son unos, libres los otros.

EL CORO:
Generosos sentimientos, ¡oh tierna joven!, víctima de tu adversa suerte y de Artemisa.

AQUILES:
Algún dios, ¡oh hija de Agamenón!, me hubiese hecho feliz concediéndome tu mano. ¡Bienaventurada es la Grecia por tu causa, y tú por ella! No oponiéndote a una deidad más poderosa que tú, has pensado lo que es útil y necesario. Mayor es mi deseo de casarme contigo ahora que conozco tu noble índole y tu sin par grandeza. Escúchame, pues: quiero hacerte dichosa y llevarte a mi palacio, y sentiré, poniendo a Tetis por testigo, no salvarte y pelear contra toda la Grecia. Mira que la muerte es mal grave.

IFIGENIA:
Hablo así sin acordarme de nadie. Baste a la hija de Tindáreo ser causa, por su hermosura, de batallas y muertes entre los hombres. Tú, ¡oh extranjero!, no mueras por mí, ni mates a nadie, sino déjame que si puedo, salve a la Grecia.

AQUILES:
¡Oh criatura nobilísima! Nada te replicaré ya si así piensas. Generosos son tus sentimientos; ¿por qué no se ha de decir la verdad? Pero quizás te arrepientas de tu propósito. Para que comprendas bien mis intenciones, me colocaré junto al ara y apostaré allí estos soldados, no para asegurar, sino para impedir tu muerte, que acaso sigas luego mis consejos, al ver la cuchilla que amenaza a tu cuello. No te dejaré, pues, morir tan audaz y temerariamente, sino que iré acompañado de estos guerreros al templo de la diosa, y allí te esperaré. (Vase).

IFIGENIA:
Madre, ¿por qué lloras en silencio?

CLITEMNESTRA:
Bastante es mi desdicha para llorar.

IFIGENIA:
Déjame, no me intimides; aprueba mi resolución.

CLITEMNESTRA:
Habla, hija, porque yo no seré contigo injusta.

IFIGENIA:
Que no cortes los rizos de tu cabellera ni te cubran negros vestidos.

CLITEMNESTRA:
¿Qué has dicho, hija? ¿Cuándo te perderé?

IFIGENIA:
Tú a mí no; me he salvado; por mi causa será más ilustre tu nombre.

CLITEMNESTRA:
¿Qué dices? ¿Por qué no he de llorar tu muerte?

IFIGENIA:
De ninguna manera, porque no me elevarán túmulo alguno.

CLITEMNESTRA:
Qué, ¿la muerte no es una sepultura?

IFIGENIA:
El ara de la diosa, hija de Zeus, será mi sepulcro.

CLITEMNESTRA:
Te obedeceré, pues, ¡oh hija!, porque eres generosa.

IFIGENIA:
Como feliz que soy, y causa de bien para la Grecia.

CLITEMNESTRA:
Pero ¿qué diré de tu parte a tus hermanas?

IFIGENIA:
No las obligues a ponerse negros vestidos.

CLITEMNESTRA:
¿Qué diré en tu nombre que sea grato a las vírgenes?

IFIGENIA:
Que deseo su felicidad. A Orestes edúcamelo como conviene a un hombre de su calidad.

CLITEMNESTRA:
Abrázalo, que no volverás a verlo.

IFIGENIA:
¡Oh tú, el más amado, ayudásteme cuanto podías!

CLITEMNESTRA:
¿Qué haré en Argos en tu obsequio?

IFIGENIA:
No aborrecer a mi padre y a tu esposo.

CLITEMNESTRA:
Terrible desastre le acarreará tu muerte.

IFIGENIA:
Contra su voluntad me sacrifica por salvar a la Grecia.

CLITEMNESTRA:
Pero con dolo, no cual cumple al linaje de Atreo.

IFIGENIA:
¿Quién me llevará antes que me arrastren por los cabellos?

CLITEMNESTRA:
Yo iré contigo...

IFIGENIA:
De ninguna manera; no dices bien.

CLITEMNESTRA:
Sin soltar tu vestido.

IFIGENIA:
Obedéceme, madre, no te muevas, que así lo aconseja tu decoro y el mío. Alguno de estos servidores de mi padre me acompañará hasta el prado de Artemisa, en donde me han de sacrificar.

CLITEMNESTRA:
¡Oh hija, te separas de mí!...

IFIGENIA:
Y no volveré más.

CLITEMNESTRA:
Y abandonas a tu madre.

IFIGENIA:
Y, como ves, sin merecerlo.

CLITEMNESTRA:
Detente, no me dejes.

IFIGENIA:
No quiero que llores más. Vosotras, ¡oh doncellas!, cantad lúgubre himno en honor de Artemisa, hija de Zeus, y que felices presagios favorezcan a los griegos. Así, que se preparen los cestos y arda el fuego destinado a la salsamola; que mi padre toque el ara con su diestra, porque voy a dar a los griegos victoria salvadora. Llevadme al sacrificio, que triunfo de Troya y de los frigios. Traed las coronas que han de ceñir mis sienes, y dádmelas; ved mi cabellera, pronta a recibirlas, y el agua lustral dispuesta. Danzad vosotras alrededor del templo y del altar, alabad a Artemisa, a Artemisa, reina y bienaventurada, que, a costa de mi sangre y de mi vida, por ser necesario, cumpliré voluntaria el oráculo. ¡Oh madre mía veneranda, para ti son estas lágrimas que derramo, no lícitas en los sacrificios! ¡Oh doncellas, alabad conmigo a Artemisa, protectora de este lugar frontero a Calcis, en cuyo puerto estrecho de Áulide anclaron las naves griegas, y hará inmortal mi nombre! ¡Oh tierra mía natal, oh pelásgico Argos, oh Micenas, en donde me he criado!

EL CORO:
¿Invocas a la ciudad fundada por Perseo, obra de los cíclopes?

IFIGENIA:
Eduqueme en su seno, y glorificará a Grecia, y no me apena la muerte.

EL CORO:
Imperecedera será tu fama.

IFIGENIA:
¡Oh día claro y luz de Zeus!, vivamos otra vida y sea otra nuestra suerte. ¡Adiós luz, para mí grata! (Vase).

EL CORO:
Vedla, vedla cómo se encamina a regar con su sangre el ara de numen cruento, la vencedora de Troya y de los frigios, purificada con el agua lustral y coronada su cabeza, que se doblará en el sacrificio sobre su elegante cuello. Aguárdante las aguas lustrales paternales, y los sagrados vasos, y el ejército griego, impaciente por llegar a Troya. Pero invoquemos a Artemisa, hija de Zeus, divina reina, para que favorezca al ejército. ¡Oh deidad augusta, a quien deleitan víctimas humanas, lleva al ejército griego al país de los frigios y a la pérfida Ilión, y concede a Agamenón llenar de gloria inmarcesible al ejército griego y ceñir sus sienes con aureola eterna!

EL MENSAJERO:
¡Oh Clitemnestra, hija de Tindáreo, deja el palacio y óyeme!

CLITEMNESTRA:
He venido al escuchar tu voz, temblando de miedo y temerosa de que me anuncies alguna nueva calamidad.

EL MENSAJERO:
Al contrario, quiero contarte maravillas y portentos acerca de tu hija.

CLITEMNESTRA:
No vaciles, pues; habla sin tardar.

EL MENSAJERO:
Claramente lo sabrás todo, ¡oh cara dueña! Todo te lo contaré, desde el principio, a no ser que la emoción que siento trabe mi lengua. Después que llegamos con Ifigenia al prado florido de Artemisa, hija de Zeus, en donde estaba reunido el ejército de los griegos, acudió a verla inmensa muchedumbre. Cuando el rey Agamenón vio a la doncella que se encaminaba a la muerte, gimió y volvió hacia atrás su cabeza, y lloró ocultando los ojos bajo el manto. Al detenerse ella junto a su padre dijo así: «¡Oh padre, aquí me tienes, que de buen grado vengo a dar mi vida por mi patria y por la Grecia, para que me sacrifiquéis en el ara de la diosa, ya que así lo pide el oráculo! Mi único deseo es que seáis afortunados, y que alcancéis insigne victoria, y regreséis después a vuestra patria. Así, que ningún griego me toque; callada y animosa entregaré mi cerviz al hierro». Tales fueron sus palabras, sorprendiendo a cuantos las oyeron la grandeza de ánimo y el valor de la virgen. Taltibio, de pie en medio de todos, como heraldo del ejército, pidió a los dioses felices presagios, e impuso silencio. Y el adivino Calcas, desenvainando la afilada cuchilla, la depositó en el dorado cesto, y coronó a la doncella. Pero Aquiles entonces se acercó presuroso al ara, y apoderándose del cesto y del agua lustral, dijo: «¡Oh Artemisa!, hija de Zeus, que gozas matando fieras y mueves de noche tu luz brillante, acepta propicia esta víctima que te ofrecemos el ejército de los griegos y el rey Agamenón, sangre inmaculada de la bella cerviz de una virgen; concédenos favorable navegación y que conquistemos con nuestras armas la ciudadela de Troya». Y los Atridas y todo el ejército quedaron suspensos mirando a la tierra. El sacerdote empuñó la cuchilla, recitó sus preces y examinó el cuello antes de herirlo. Dolor no leve afligía mi corazón, y no separaba mis ojos de la tierra. Entonces ocurrió un milagro repentino: todos oyeron claramente el ruido del golpe al herir, pero ninguno vio en dónde se había ocultado la virgen. Clama el sacerdote, conclama todo el ejército, admirado de tal portento, obra sin duda de los dioses, y al cual, aun presenciándolo, no se daba crédito. En lugar de Ifigenia, yacía en tierra una cierva palpitante, muy grande y de maravillosa hermosura, inundando con su sangre el ara de la diosa. Imagínate, pues, con qué gozo pronunciaría Calcas estas palabras: «¡Oh capitanes del ejército griego!, ¿veis esta víctima, esta cierva de los montes, que la diosa ha traído al ara? Acéptala con preferencia a la doncella, para que tan noble sangre no mancille su altar. Y lo hace de buen grado, y nos concede favorable navegación y que conquistemos a Ilión. Cobren ánimo los marinos, y váyanse a las naves; hoy atravesaremos el mar Egeo, dejando las sinuosas ensenadas de Áulide». Después que la llama de Hefesto consumió a la víctima, pidió a los dioses que favoreciesen la vuelta del ejército. Agamenón me envió, pues, para anunciarte estas nuevas y el acuerdo de los dioses, y la gloria inmortal que ha alcanzado en Grecia. Yo que, presente, lo vi todo, te aseguro que Ifigenia ha volado al Olimpo. Que desaparezca, pues, tu dolor y se aplaque tu indignación contra tu esposo; inesperados sucesos ocurren a los mortales por mandato de los dioses, y así salvan a los que aman. Hoy he visto a tu hija viva y muerta.

EL CORO:
¡Cuánta es mi alegría al oír estas nuevas! El Mensajero dice que tu hija vive entre los dioses.

CLITEMNESTRA:
¡Oh hija! ¿Qué dios te ha arrebatado? ¿Cómo te invocaré? ¿Cómo hablarte? ¿Si habrá fingido este discurso para consolarme y para que cesen mis tristes lágrimas?

EL CORO:
Mira al mismo rey Agamenón, que viene a repetirte sus palabras.

AGAMENÓN:
Nada debemos temer por nuestra hija, ¡oh esposa! No dudes que se halla ahora con los dioses. Conviene que regreses a tu palacio, en compañía de este tierno novillejo, pues el ejército se prepara a darse a la vela. Adiós; largo tiempo ha de transcurrir antes que oigas mi voz y vuelva de Troya. Que la dicha te acompañe.

EL CORO:
Que gozoso, ¡oh Atrida!, llegues a la Frigia, y que tornes contento, trayéndome de Troya bellísimos despojos.


Publicado el 12 de julio de 2025 por Edu Robsy.
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