Las Bacantes

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

La institución del culto de Dioniso, expuesta dramáticamente, es el asunto de esta tragedia y el fin del poeta que la compuso. Acudió para lograrlo a las tradiciones mitológicas existentes, numerosas y difundidas entre los gentiles, como lo demuestra la relación detallada que de la vida y hechos de este dios nos ha conservado Diodoro, historiador harto prolijo sin duda en este linaje de narraciones. Penteo, rey de Tebas, y la familia de Cadmo, fundador de esta ciudad, unos en más y otros en menos, son las víctimas de las iras del nuevo numen, por haberse opuesto a la admisión y establecimiento del culto del hijo, no adorado antes, de Zeus y de Sémele. Penteo, juguete miserable de Dioniso, que lo humilla y se burla de él sin piedad, perece al fin desgarrado por las bacantes, y entre ellas por su propia madre y sus tías, y los demás individuos de la familia cadmea son condenados unos a perpetuo destierro de Tebas, y otros, como Cadmo y su esposa Harmonía, hija de Ares, a ser metamorfoseados en dragones y a un destierro de siglos entre los bárbaros. Harmonía es rescatada de su pena por Ares.

De su autenticidad, como obra de Eurípides, responden unánimes autoridades críticas competentes, no solo por los datos y noticias que han llegado hasta nosotros, sino también, y quizás más principalmente, por atestiguarlo así la misma obra en su plan, peripecias y personajes, por el espíritu que la anima y por otros innumerables rasgos y signos elocuentes de la factura peculiar de este poeta. En cuanto a su mérito literario, reina gran disparidad de opiniones, no faltando algunos, como La Harpe, nada justos ni benévolos con ella. Ocasión y lugar es este oportuno para advertir que la manera de leer y estudiar fuera del teatro las obras dramáticas influye poderosamente en los juicios que después se emiten. Tal es el origen más frecuente de los errores, engaños y desengaños de los autores de estas obras, y de la contradicción, tantas veces repetida, de los juicios que acerca de ellas forman sus censores o jueces, que solo las leen, y el público, que no las lee, sino que asiste a su representación. Para fallar con acierto sería necesario verlas en el teatro: pero como esto no es posible, y mucho menos tratándose de tragedias griegas, es muy útil siempre leerlas representándolas imaginariamente el lector, nunca como se lee otro escrito cualquiera.

No nos sorprende, por tanto, que la impresión sentida por quien lee Las Bacantes, como indicamos, no le haya sido favorable. Ni el objeto que se propone Eurípides, ni su plan o la invención de los medios elegidos para realizarlo, ni sus personajes divinos ni humanos, ni sus caracteres, ni sus pasiones, ni su principio, medio, ni fin nos satisfacen. Pero cuando se leen como apuntamos y reconstituimos el teatro griego, nos identificamos con su religión, y en cuanto se puede nos transformamos en atenienses de los tiempos en que se escribió y representó esta tragedia; truécase esta en un drama trágico, soberbio, de espectáculo, de los más notables, vivos y característicos del mundo helénico. Su fábula está admirablemente concebida, trabada y desenvuelta; sus personajes, sus caracteres, sus pasiones y actos son como debieran ser, y en su conjunto y representación escénica hubo de distinguirse en muchos conceptos por su novedad, por su aparato escénico y por la admiración y la curiosidad y el interés que debió excitar en los espectadores.

Menester es que nos despojemos de nuestra idea cristiana y filosófica de Dios, como ser justo y bueno, y atribuyamos a esta palabra la significación que tenía en la casi totalidad de los espectadores, ni siquiera la que le daban Anaxágoras, Sócrates y los filósofos griegos con el mismo Eurípides. Dioniso era para ellos un ser humano en sus ideas, sentimientos y pasiones, aunque inmortal y de poder superior. Debía pensar, sentir y obrar como lo hace. Los bienes aportados por la invención del vino y su uso entre los mortales merecían de sobra ser recordados, ensalzados y recompensados con fiestas y signos exteriores sensibles, análogos en su apariencia exterior a los efectos más ordinarios y salientes del nuevo licor inventado, y establecidos además por su inventor. ¿Qué importancia podía tener el sacrificio de algunas víctimas, como Penteo y la familia de Cadmo, si se comparaba con la suma inmensa de placeres y alegrías que había el nuevo dios de dispensar al linaje humano? Al contrario, la pena que sufren sirve a los demás de escarmiento, y afirma y perpetúa su futura expansión por el mundo. Además, nada hay tan trágico ni tan humillante para la soberbia y el orgullo humanos; mala hierba tenaz, que asoma sin cesar en los sembrados todos de los hombres, como la flaqueza y la impotencia de los mortales más poderosos en pugna con los justos decretos, con los caprichos y hasta con las injusticias de los dioses. Esa caridad y conmiseración a que nos mueven sus desdichas y la razón de su oposición al nuevo culto, y su conducta, que aprobamos y justificamos, apenas si la sentía el público, y desde luego no la apreciaba como nosotros, sino como ceguera y obstinación imperdonable. Todo lo cual no quiere decir que no estemos nosotros, como cristianos, en terreno firme, y ellos, como paganos, en terreno falso.

Por lo demás, Eurípides nos sale aquí al encuentro de cuerpo entero. Empieza Dioniso descerrajándonos el consabido prólogo, y termina el drama apareciéndose en toda su gloria y resolviendo con su intercesión el conflicto suscitado. La deidad que figura aquí o interviene, como es uso suyo y costumbre, se conduce de tal modo que resulta inferior y más injusta que un mortal mediano. Sémele es la esposa de Zeus y la madre gloriosa de Dioniso; pero se ha pensado y dicho por alguno que pudo muy bien deslizarse con algún simple mortal, y aconsejada por su padre, y por salvar su honra, atribuir la hazaña al rey del Olimpo. El Universo está sujeto a las leyes divinas, y por consiguiente, el legislador es lógicamente un dios, sea el que fuere. Dioniso, numen egoísta, como la mayoría de los hombres de aquel tiempo y de los posteriores, es pro dominatione capaz de todo, y se cuida poco de proporcionar a las mujeres en sus orgías y bacanales ocasión propicia para abandonarse a Afrodita, por la sencilla y espeluznante razón de que la luz del día no las evita tampoco, o lo que viene a ser lo mismo, que él añadirá a los excesos diurnos, inevitables, los nuevos nocturnos que serán la consecuencia del nuevo culto. Y esta saeta va contra lo divino y lo femenino humano. Ni se olvida de lisonjear al rey de Macedonia, que lo protege, y en general al pueblo helénico extremando el valor de sus creencias populares, superior al de los sabios pensadores. Y, sin embargo, en esta obra como en casi todas las suyas, se encuentra también una situación o escena eminentemente trágica, como la de Ágave al recobrar la razón y darse cuenta del horror de su desdicha, y su buen gusto y su aticismo se revela en la manera de presentarla, sobria, interesante y conmovedora, sin esbozarla tan solo, porque su efecto dramático sería escaso, ni apurándola y alargándola con exceso, porque debilitaría y anularía la impresión que ha de nacer en los espectadores, como suele suceder comúnmente.

En cuanto o la fecha probable de su representación, y teniendo en cuenta la noticia del escoliasta de Aristófanes al verso 67 de Las Ranas, a la estancia de Eurípides en Macedonia, en la corte del rey Arquelao, en los últimos años de su vida, a lo escrito por Diodoro en el capítulo XVI de su libro VIII de los juegos públicos instituidos por ese rey en Díon, en honor del dios del vino, y hasta la métrica usada en Las Bacantes, parece lo más sensato fijar su representación en el año 3 de la olimpiada 93, lo más pronto en seguida de su muerte, o el 405 antes de Jesucristo, o con mayor seguridad poco después, sabiéndose que se puso en escena después de su muerte por su hijo del mismo nombre, juntamente con Alcmeón o Ifigenia en Áulide, las otras dos partes de la trilogía.

Personajes

Dioniso.
Coro de bacantes.
Tiresias, adivino.
Cadmo, fundador de Tebas.
Penteo, rey de Tebas, hijo de Ágave.
Un criado.
Un mensajero.
Otro mensajero.
Ágave, hija de Cadmo, madre de Penteo.


La acción pasa en Tebas.

Las bacantes

Se ve en el teatro el palacio de Penteo, y a un lado ruinas, de las cuales sale humo de tiempo en tiempo. Cércalas una empalizada, y entretejida en ella una vid frondosa.


DIONISO:
A esta tierra tebana he venido yo, Dioniso, hijo de Zeus, a quien Sémele, hija de Cadmo, dio a luz en otro tiempo, ayudándola en su parto el rayo del cielo; de dios hecho hombre, hállome ahora junto a la fuente de Dirce y las aguas del Ismeno. Y veo inmediato a este palacio el sepulcro de mi madre, herida por el rayo, y las ruinas de su regia morada, cuyo humo anuncia la llama viva del divino fuego y el odio perpetuo de Hera. Pero alabo a Cadmo, que ha hecho inaccesible este lugar sagrado, convirtiéndolo en santuario de su hija, y yo le doy sombra por todas partes con los frondosos racimos de la vid. Y dejando los campos de los lidios, ricos en oro, las abrigadas llanuras de los frigios y los persas, las ciudades de los bactrianos, y después de recorrer el país de los medos, de áspero cielo, la Arabia feliz y toda el Asia que yace junto al mar salado en donde se ven ciudades populosas y bien defendidas por torres, habitadas a un tiempo por griegos y bárbaros, me he acercado primero a esta ciudad griega, después de establecer allí mi culto y mis fiestas, para que los hombres me adoren. Tebas es la primera ciudad griega que ha acudido a mi llamamiento, dando alaridos, cubiertos sus habitantes con una piel de ciervo y llevando en sus manos el tirso, dardo adornado de hiedra, porque las hermanas de mi madre, por su interés particular, negaban que yo, Dioniso, fuese hijo de Zeus, y afirmaban que Sémele me había concebido de algún mortal, atribuyendo a Zeus la falta a instigación de Cadmo, y que por eso repetían que el rey de los dioses le había dado muerte, alegando falsamente que la amase. Así es que yo, inspirándoles mis furores, las he obligado a abandonar su residencia, y delirantes habitan en el monte, adornadas con mis sagradas insignias; a todas las mujeres de los cadmeos, ya adultas, víctimas de mis furores, he arrebatado de sus casas, y mezcladas con las hijas de Cadmo, se hallan a la intemperie en las alturas bajo los verdes abetos. Conviene que esta ciudad, aunque no quiera, reconozca que ignora mis misterios, que defiendo a mi madre Sémele, y que, como dios, me he aparecido a los mortales después de engendrarme Zeus. Cadmo hizo heredero de su dignidad y de su imperio a Penteo, hijo de su hija, que rechaza mi culto y me niega las libaciones, y no se acuerda de mí en sus preces. Yo le probaré, pues, y a todos los tebanos, que soy dios. A otra región, fundado aquí mi culto, pasaré después, en donde haré lo mismo. Y si la ciudad de los tebanos, enfurecida, quiere obligar a las bacantes a abandonar el monte, daré la batalla al frente de las ménades. Con este objeto he trocado en humana mi divina naturaleza, revistiendo la forma mortal. Así, ¡oh mujeres!, mis amigas, que dejasteis el Tmolo, baluarte de la Lidia, y desde las naciones bárbaras habéis sido mis compañeras y auxiliares en tan larga peregrinación, levantad los tímpanos usados entre los frigios, invención mía y de la madre Rea, y encaminándoos al regio palacio de Penteo, tocad a vista y presencia de la ciudad de Cadmo. Yo danzaré también en los coros de las bacantes, dirigiéndome ahora a las alturas del Citerón, en donde se hallan.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Desde el Asia, abandonando el sagrado Tmolo, sufro por Bromio grato trabajo y dulce fatiga, alabando al dios Dioniso.

Antístrofa 1.ª — ¿Quién está en el camino? ¿Quién está en el camino? ¿Quién en su casa? ¡Apártese de aquí!, y que todos, con labios piadosos, guarden silencio, porque como esta solemnidad exige, cantaré las glorias de Dioniso.

Estrofa 2.ª — Feliz el bienaventurado que conociendo los divinos misterios purifica su alma, y les consagra su existencia errante en los montes, en expiación sagrada; y celebrando, según los ritos, las orgías de la madre Cibeles, agita el tirso, y adora a Dioniso, coronado de hiedra. Andad, bacantes; andad, bacantes, que desde los montes frigios acompañáis a Dioniso Bromio, a Dioniso Bromio, dios, hijo de dios, a las ricas ciudades de la Grecia.

Antístrofa 2.ª — Cuando en otro tiempo lo llevaba Sémele en sus entrañas, al sentir los dolores del parto cayó un rayo de Zeus, y la madre lo lanzó de su vientre, dejando también la vida, herida por el fuego sagrado. Zeus Cronida lo recogió del tálamo de su madre, y guardándolo en su muslo lo encerró en él con broches de oro, ocultándolo de la vista de Hera, y dio a luz al dios cornígero cuando lo acabaron las Parcas, y lo coronó con guirnaldas de dragones, y de aquí que las ménades, armadas de tirsos, entrelazaron con ellos su cabellera.

Estrofa 3.ª — ¡Oh Tebas!, en donde se crio Sémele, corónate de hiedra; florece, florece, con la verde férula de bellos racimos, y adórnate, según los ritos de Dioniso, con hojas de encina o de abeto y con vestidos manchados de pieles de ciervas, mezclándolos con blanca lana; muestra tu piedad cogiendo las férulas lujuriosas, que luego toda la tierra celebrará con danzas a Bromio, que lleva sus tropas al monte, al monte, en donde se halla femenil muchedumbre furiosa por obra de Dioniso, y olvidada de sus lanzaderas y sus telas.

Antístrofa 3.ª — ¡Oh templo de los curetes y santuarios divinos de Creta!, en donde Zeus celebra su natalicio, y en donde los coribantes, llevando en las cavernas su casco de triplicado cuero, inventaron en honor mío este círculo, cubierto de estirada piel, y mezclaron sus clamores báquicos con el dulce sonido de las flautas frigias, y lo entregaron a la madre Rea, formando coro con los alaridos de las bacantes; y los sátiros furiosos lo obtuvieron de la madre diosa y lo llevaron a los coros de las trietérides, con los cuales se deleita Dioniso.

Epodo. — Y se alegra cuando en los montes, dejando los ágiles coros, se recuesta en tierra, llevando el vestido sagrado del cervatillo, o persigue a los ciervos y goza en agrestes festines, recorriendo las cumbres de la Lidia y de la Frigia, y Bromio es el primero que cantó Evohé. Mana leche la tierra, mana vino, mana néctar de abejas, y parece perfumado el aire con el incienso sirio. El mismo Dioniso, con el rostro alumbrado por la negra antorcha de la férula, precipita su carrera, alienta a los coros errantes, y excitándolos con sus clamores, esparce al aire sus bellísimos cabellos. Al mismo tiempo, y con grandes alaridos, dice así: «Andad, bacantes; andad bacantes, delicias del Tmolo, que arrastra el oro, cantad a Dioniso, celebrad al dios con los tambores sonoros, gritando Evohé con gritos y clamores frigios, cuando la flauta de dulce sonido toca las sagradas danzas que celebran corriendo en el monte, en el monte». Gozosa la bacante, como el potrillo que pace la hierba con su madre, mueve en las danzas su pie ligero.

TIRESIAS:
¿Quién llamará a la puerta de esta casa a Cadmo, hijo de Agénor, que, dejando a Sidón, edificó la ciudad de Tebas? Que vaya alguno a anunciarle que Tiresias lo busca. Él sabe el motivo que me trae y el pacto que yo, anciano, he celebrado con quien lo es más, para que empuñe los tirsos y lleve las pieles de ciervo y corone su cabeza con hojas de hiedra.

CADMO:
¡Oh, tú, muy querido, que al oírte conocí tu voz desde allá dentro, voz sabia de sabio varón! Preparado vengo con este distintivo del dios. Conviene que yo tribute grandes honores a Dioniso en cuanto pueda, ya que nació de mi hija y como dios ha aparecido a los hombres. ¿Adónde llevamos los coros? ¿En dónde nos detenemos y agitamos nuestros blancos cabellos? Tú, anciano Tiresias, guía a otro anciano, que eres sabio. No me cansaré de noche ni de día de herir con el tirso la tierra, que placentero me olvido de mis años.

TIRESIAS:
Lo mismo sentimos ambos: yo me remozo y asistiré a los coros.

CADMO:
¿Iremos, pues, al monte en el carro?

TIRESIAS:
No se honrará al dios como se debe.

CADMO:
Yo, anciano, te llevaré a ti, también anciano, como si fueras un niño.

TIRESIAS:
El mismo dios nos llevará allá sin trabajo.

CADMO:
¿Y de todos los ciudadanos solo nosotros formaremos coros en honor de Dioniso?

TIRESIAS:
Nosotros solos somos sensatos; los demás deliran.

CADMO:
Mucho tardaremos; coge tú mi mano.

TIRESIAS:
Hela aquí, enlázala, y júntala con la tuya.

CADMO:
No soy yo, simple mortal, quien desprecia a los dioses.

TIRESIAS:
Tratándose de ellos, dejémonos de sutilezas. Respetamos las tradiciones de nuestros padres, sean cuales fueren, y no habrá razón que las destruya, aunque sean parto del más agudo ingenio. Quizá dirá alguno que no sienta bien a mis años danzar coronado de hiedra. El dios no ha establecido si ha de ser joven o viejo el que guíe los coros; solo quiere que todos le tributen comunes honores, y no fija que sean tantos o cuantos los que han de adorarle.

CADMO:
Ya que tú, ¡oh Tiresias!, no ves esta luz, yo seré para ti el adivino que ha de explicarte lo que suceda. Penteo, hijo de Equión, a quien di el cetro de Tebas, se acerca precipitadamente a este palacio. ¡Qué sorprendido parece! ¿Qué dirá de nuevo?

PENTEO:
Ausente estaba, y supe que en esta ciudad habían ocurrido extraños males; que nuestras mujeres habían abandonado sus casas por engañosas bacanales, y andan errantes en los umbrosos montes adorando con sus danzas a Dioniso, nuevo dios, o a un impostor cualquiera; que en sus conciliábulos circulan copas llenas, y que, huyendo unas de otras, se dejan abrazar de los hombres, pretextando, es verdad, que son ménades que celebran sagradas fiestas, pero, en rigor, honrando a Afrodita más que a Dioniso. En la cárcel guardan mis servidores a cuantas he atrapado, atadas las manos; también vendrán las que faltan cuando las prendan en el monte; esto es, Ino, Ágave, que me concibió de Equión, y Autónoe, la madre de Acteón, y les pondré férreas cadenas, y las apartaré de esta bacanal malvada. Dicen, no obstante, que ha llegado de la Lidia cierto farsante extranjero, cierto encantador de blondos rizos y perfumado cabello, de negros y agraciados ojos, que no las deja de día ni de noche, con achaque de celebrar con las doncellas sagradas bacanales. Si le llego a cautivar, cesarán de una vez sus gesticulaciones acompañadas del tirso, separándole la cabeza del cuerpo. Él dice que es el dios Dioniso; él, que en otro tiempo estuvo encerrado en el muslo de Zeus, y que el rayo lo abrasó con su madre, dando a entender falsamente que se había casado con el rey de los dioses. ¿No merece muerte infame la petulante conducta de ese extranjero, quienquiera que sea? Pero he aquí otro milagro: mirad al adivino Tiresias con pieles de cervatillo manchadas, y al padre de mi madre, ridícula pareja, que como bacantes agitan la férula. Me avergüenzo, padre, viéndote chochear tan viejo. ¿No tirarás la hiedra? ¿No soltarás el tirso, padre de mi madre? ¿Tú lo has seducido, Tiresias? ¿Quieres, acaso, difundiendo entre los hombres el culto de ese nuevo dios, observar el vuelo de las aves y enriquecerte examinando el fuego? Si no fuese por tu cana vejez, atado te había de ver en medio de las bacantes, ya que favoreces este culto dañoso. Cuando en los banquetes prueban las mujeres el zumo de la uva, se acabó ya el orden en las orgías.

EL CORO:
¿No respetas a la piedad venerable, ¡oh extranjero!, ni a Cadmo, el que sembró los hijos de la Tierra? ¿Cómo siendo tú hijo de Equión deshonras así tu linaje?

TIRESIAS:
Cuando el sabio encuentra ocasión oportuna, no es difícil que hable bien. Voluble es tu lengua como de hombre sagaz, pero insensatas tus palabras. El atrevido, como sea poderoso y elocuente, perjudica más que aprovecha si le falta el juicio. Este dios nuevo, de quien tú te burlas, ha de ser tan grande en la Grecia, que yo no puedo expresarlo. Dos dioses, ¡oh joven!, son los principales entre los hombres: Deméter (la Tierra es, llámala como quieras), que les da alimentos secos, y en segundo lugar, y distinto de ella, el hijo de Sémele, que inventó el llamado licor de la uva y quiere divulgarlo entre los mortales, librándolos de dolores en sus infinitas miserias cuando de él se hartan, y entregándolos al sueño, olvido de los males cotidianos. Ningún otro filtro es tan poderoso para desterrar sus cuidados. Con este mismo dios se hacen libaciones a los demás, para que, intercediendo él, seamos dichosos. ¿Te ríes de que Zeus lo haya guardado en su muslo? Te lo explicaré de la mejor manera. Después que lo libró del fuego fulmíneo y llevó al Olimpo al recién nacido, quiso Hera expulsarlo del cielo; pero Zeus se valió de cierta astucia, digna de un dios. Cortando parte del aire que rodea a la tierra, lo transformó en Dioniso y lo dio en rehenes a Hera para evitar disputas, y después dijeron los hombres que acabó de formarse criado en el muslo de Zeus, alterando la palabra por el motivo indicado, y fingieron esa fábula. Es dios adivino, porque el mismo desorden y la locura que produce ayudan a profetizar. Cuando se apodera de nosotros nos obliga a predecir lo futuro, haciéndonos perder la razón. También se asemeja a Ares, que aterra a los ejércitos armados puestos en orden de batalla, antes de acometer con la lanza; también este furor es obra de Dioniso. Algún día le veréis en las rocas de Delfos danzando con antorchas en su peñasco de dos puntas, y vibrando y sacudiendo el báquico ramo. No dudes que será grande en la Grecia. Obedéceme, pues, Penteo; no creas que el mandar vale algo entre los hombres, ni, si lo crees (vana es tu opinión), te tengas por sabio; acoge al dios en tus dominios, y ofrécele libaciones, y celebra bacanales, y corona tu cabeza. Dioniso no incita a las mujeres a ser deshonestas, al contrario, según la naturaleza de cada uno, enseña siempre en todo la continencia. Considera que, aun en las bacanales, la que es casta no se pervierte. ¿Ves? Tú gozas cuando vienen muchos a tus pnertas y ensalza la ciudad el nombre de Penteo, y él, a mi parecer, gozará también cuando le tributan honores. Así, yo y Cadmo, a pesar de tus burlas, nos coronaremos de hiedra y danzaremos, ancianos los dos y de cabellos blancos, y por mi parte no resistiré al dios arrastrado por tus consejos. Deliras de la manera más desdichada y no hay remedio que pueda sanarte, y si no empleas los indicados, cierta es tu ruina.

EL CORO:
¡Oh anciano, tus palabras no deshonran a Febo, y eres prudente adorando a Bromio, dios grande!

CADMO:
Buenos, ¡oh hijo!, son los consejos de Tiresias; imítanos y no desprecies las nuevas leyes. Tu entendimiento se ha extraviado y tu razón es sinrazón. Aun cuando no sea dios, como dices, afírmalo, sin embargo, y miente en honra suya, y se creerá que Sémele le dio a luz, y no padecerá nuestro linaje. ¿No recuerdas la mísera muerte de Acteón? Devoráronlo en las selvas rabiosos perros que crio, por sostener que era mejor cazador que Artemisa. Para que no te suceda esto, ven y coronaré de hiedra tu cabeza; alaba con nosotros al dios.

PENTEO:
No me toques siquiera; vete a celebrar tus bacanales y no me hagas partícipe de tu necedad. Castigaré a este maestro tuyo en tales delirios. Que alguno, sin perder tiempo, se encamine a la casa de Tiresias, en donde examina los auspicios, y fuerce las puertas y las derribe, y lo revuelva todo, y entregue las coronas a los vientos y a las borrascas, que así será grande su tormento. Recorred vosotros toda la ciudad en busca de ese afeminado extranjero que intenta pervertir aún más a las mujeres y desunir los matrimonios; y si os apoderáis de él, traedlo aquí atado, y que muera a pedradas, ya que ha promovido en Tebas acerbas bacanales.

TIRESIAS:
¡Oh desventurado! ¡Cómo ignoras las consecuencias de tus órdenes! Ya estás furioso, cuando hace poco eras solo insensato. Vámonos nosotros, Cadmo, y roguemos al dios por él, a pesar de su crueldad, y por Tebas, y que nos libre de mal. Pero sígueme con tu báculo de hiedra, para que me sostengas como puedas y yo a ti. Es vergonzoso que caigan en tierra dos ancianos; pero, en fin, suceda lo que quiera. Es preciso servir a Dioniso, hijo de Zeus. ¡Ojalá que Penteo, ¡oh Cadmo!, no lleve el luto a tu palacio!; y no mires esto como una profecía, sino como el efecto natural de lo que intenta; su necedad le hace decir sandeces.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh santidad, diosa venerable! ¡Oh santidad, que recorres el orbe con tus alas de oro! ¿Oyes las palabras de Penteo? ¿Oyes sus impías injurias contra Bromio, hijo de Sémele, entre los inmortales el primero, cuando las alegres coronas adornan los banquetes? Suyo es guiar en las fiestas a los coros, infundir la alegría al son de las flautas y disminuir los cuidados cuando el licor de la uva circula en la mesa de los dioses, o cuando la copa invita al sueño a los mortales en los festines en que abunda la floreciente hiedra.

Antístrofa 1.ª — Fin infortunado tienen la lengua desenfrenada y la demencia que desprecia las leyes; al contrario, la vida práctica y la moderación permanecen inalterables y conservan las familias, pues aunque los dioses habiten lejos el éter, no descuidan las cosas humanas. La sabiduría demasiado sutil no es sabiduría, ni el ambicionar lo que no está al alcance del hombre. Breve es la vida, y el que acomete grandes empresas no goza de los bienes presentes. Inclinaciones son estas, en mi juicio, de insensatos y necios.

Estrofa 2.ª — Que yo vaya a Chipre, isla de Afrodita, en donde moran los amores que difunden dulce deleite entre los mortales, hacia donde las cien bocas del Nilo, río bárbaro, fecundan la tierra sin las lluvias del cielo; que vaya a la bellísima morada de las Piérides, colina sagrada del Olimpo. Llévame allá, Bromio; Bromio, dios que las bacantes adoran: allí están las gracias, allí el amor, allí es lícito celebrar báquicas orgías.

Antístrofa 2.ª — Este dios, hijo de Zeus, goza con los alegres banquetes y ama la Paz, madre de las riquezas, diosa que alimenta a los jóvenes y distribuye por igual entre el rico y el pobre los placeres del vino, que destierran la tristeza; aborrece a quien no se cuida de sus bienes, y nos da grata vida de día y de noche. Lejos de ti el sutil ingenio y los pensamientos de los muy sabios; lo que el humilde vulgo sigue y aprueba será también mi divisa.

UN CRIADO:
Aquí nos tienes, Penteo, con la presa que anhelabas, que tus órdenes no han sido vanas. Dulce fue con nosotros esta fiera, y no huyó, entregándose a nosotros sin repugnancia, y risueña nos mandó que la trajésemos aquí atada, y se estuvo quieta, facilitando nuestro trabajo. Yo le dije con respeto: «¡Oh extranjero, no te llevo por mi voluntad, sino por mandato de Penteo, que me envió!». Pero las bacantes que habías encerrado, apoderándote a la fuerza de ellas y maniatándolas en la cárcel pública, se han escapado y danzan en los bosques lejanos invocando al dios Bromio. Sus grillos se abrieron por sí mismos, y las prisiones las dejaron atravesar sus puertas sin intervenir la mano del hombre. Muchos milagros acompañan en Tebas a este varón. A ti te toca cuidar de lo demás.

PENTEO:
Desata las manos de este prisionero, que, ya en mis redes, no es tan ligero que pueda escapárseme. Y seguramente, ¡oh peregrino!, no es deforme tu cuerpo para seducir a las mujeres, motivo que te trajo a Tebas; larga es tu cabellera, no para la lucha, y oculta parte de tus mejillas excitando al deleite, y blanco y bello tu color, hijo de la sombra, no de los rayos del sol, que fascina por su belleza. Dime primero cuál es tu linaje.

DIONISO:
No seré jactancioso; fácil es decirlo. Acaso hayas oído hablar del florido Tmolo.

PENTEO:
Sí, el que rodea por todas partes a la ciudad de Sardes.

DIONISO:
De allí soy, y la Lidia es mi patria.

PENTEO:
¿De dónde importas este culto en la Grecia?

DIONISO:
Dioniso nos inició, hijo de Zeus.

PENTEO:
¿Y hay allí, en efecto, algún Zeus que engendra nuevos dioses?

DIONISO:
No; es el mismo que se casó aquí con Sémele.

PENTEO:
¿Quizá de noche en sueños, o se te apareció despierto excitándote a celebrar su culto?

DIONISO:
Yo lo vi y él me veía, y me inició en sus misterios.

PENTEO:
¿Pero qué significan esas orgías?

DIONISO:
Está prohibido que lo sepan los hombres no iniciados en los misterios de Dioniso.

PENTEO:
¿Y para qué sirven?

DIONISO:
Tú no puedes oírlo, pero importa conocerlos.

PENTEO:
Sagazmente lo encubres, cuando quiero saberlo.

DIONISO:
Los misterios del dios no son para los impíos.

PENTEO:
Si dices que viste al dios claramente, ¿cómo era?

DIONISO:
Como quiso; yo nada le mandaba.

PENTEO:
Esquivas deliberadamente mi pregunta para no replicar nada.

DIONISO:
El que habla a un necio, aunque sea prudente parecerá también necio.

PENTEO:
¿Fuiste tú el primero que vino aquí adorando ese nuevo dios?

DIONISO:
Todos los bárbaros con danzas celebran tales orgías.

PENTEO:
En prudencia son muy inferiores a los griegos.

DIONISO:
En esto, al menos, son superiores, no obstante la diversidad de sus costumbres.

PENTEO:
Y su culto, ¿se celebra de noche o de día?

DIONISO:
Generalmente de noche: hay en las tinieblas yo no sé qué de santo.

PENTEO:
Peligroso es para las mujeres y expuesto a graves males.

DIONISO:
Quienquiera encontrará torpezas a la luz del día.

PENTEO:
Castigo merecen tus perjudiciales sofismas.

DIONISO:
Y tu estolidez y tu impiedad.

PENTEO:
¡Osado es este sectario de Dioniso, y, a la verdad, no imperito en el decir!

DIONISO:
Dime... la pena que me aguarda: ¿qué castigo piensas darme?

PENTEO:
En primer lugar, cortaré tus delicados rizos.

DIONISO:
Son sagrados: los dejo crecer en honor del dios.

PENTEO:
Dame ahora el tirso que llevas en la mano.

DIONISO:
Quítamelo tú; el mismo Dioniso me lo dio.

PENTEO:
Y seguras cadenas te guardarán.

DIONISO:
Me libertará cuando yo quiera el mismo dios.

PENTEO:
Cuando puedas invocarlo en medio de las bacantes.

DIONISO:
Y ahora, junto a mí, ve lo que sufro.

PENTEO:
¿En dónde está? Yo no lo veo.

DIONISO:
Conmigo; tú no lo ves porque eres impío.

PENTEO:
A él, servidores: se burla de mí y de Tebas.

DIONISO:
Yo, en mi sano juicio, mando a insensatos que no me aten.

PENTEO:
Y yo, que mando más que tú, ordeno que te sujeten.

DIONISO:
Ni conoces tu destino, ni lo que haces, ni quien eres.

PENTEO:
Soy Penteo, hijo de Ágave, y Equión es mi padre.

DIONISO:
Bien indica tu nombre la desgracia que te aguarda.

PENTEO:
Vete; atadlo junto al pesebre, y que lo rodeen oscuras tinieblas. Baila allí: en cuanto a las que te acompañan, cómplices de tus crímenes, o las venderemos o acabaremos con su alboroto y sus tambores, y serán mis esclavas y tejerán mis telas.

DIONISO:
Voime: lo que no está decretado, no debe sufrirse; pero no dudes que Dioniso, a quien niegas, te castigará por tus ultrajes, porque ofendiéndome, lo llevas también a la prisión.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ..., hija del Aqueloo, venerable y noble virgen Dirce, que en otro tiempo recibiste en tus ondas al hijo de Zeus, cuando su padre lo libró del fuego inmortal y encerrándole en su muslo exclamó: «Andad, Ditirambo, sufre un nuevo y varonil útero: con este nombre te mostraré, ¡oh Dioniso!, y así te llamará Tebas». Y tú, ¡oh bienaventurada Dirce!, ¿tú me rechazas, cuando te traigo coronada muchedumbre? ¿Por qué me desprecias?¿Por qué huyes? En verdad te digo que en adelante, sí, por los racimos de la vid, delicias de Dioniso, que en adelante cuidarás de Bromio.

Antístrofa 1.ª — Mira, mira cuán cruel es el linaje de Penteo, hijo de la Tierra, que nació del dragón, hijo de Equión, parto de la Tierra, monstruo cruel, no hombre mortal, sino como sanguinario gigante enemigo de los dioses, que en un momento ató mis manos, siendo sacerdotisa de Dioniso, y en el palacio guarda en cárcel tenebrosa a mi compañero en los coros. ¿Lo ves tú, ¡oh Dioniso!, hijo de Zeus, ves a tu sacerdote en peligro? Ven, ¡oh rey!, atravesando el Olimpo, agita tu tirso florido de color de oro, y refrena la osadía de este hombre impío.

Epodo. — ¿En dónde, pues, ¡oh Dioniso!, presides con tu tirso en los coros? ¿En Nisa, madre de fieras, o en la cima del Coricio? ¿Quizá en las cavernas frondosas del Olimpo, en donde Orfeo tocaba la cítara en otro tiempo, arrastrando con su canto a los árboles y a las fieras de los montes? ¡Oh Pieria, tierra desventurada! Evios te adora, y vendrá con sus coros y sus bacantes, y, pasando solamente las corrientes del Axio, guiará a las ménades danzando y atravesará el Lidias, que derrama la dicha y riega con sus aguas, según he oído, esa fértil región de muchos y buenos caballos.

DIONISO:
¡Alerta, bacantes; alerta bacantes! ¡Oíd, oíd mi voz!

EL CORO:
¿De quién es esta voz?, ¿de quién? ¿Desde dónde me llama Dioniso?

DIONISO:
Venid, venid, que por segunda vez os llamo, yo, hijo de Sémele y de Zeus.

EL CORO:
¡Vítor, vítor; dueño mío, dueño mío! Ven a nosotras, que juntas te aguardamos, ¡oh Bromio, oh Bromio! ¡Temblor sagrado de la tierra! ¡Ah, ah! ¡No tardará el palacio de Penteo en convertirse en ruinas! En él está Dioniso. ¡Adoradlo! Nosotros te adoramos, ¡oh Dioniso! Ved cómo saltan las piedras que se apoyan en las columnas. Bromio da triunfales clamores bajo su techo.

DIONISO:
Enciende la tea, ardiente como el rayo. Incendia, incendia el palacio de Penteo.

UN SEMICORO:
¡Ah, ah! ¿No ves el fuego, ni el sagrado sepulcro de Sémele, y la llama que en otro tiempo se desprendió del rayo de Zeus, hiriéndole?

EL OTRO SEMICORO:
Prosternaos en tierra, prosternad vuestros trémulos cuerpos, ménades: el rey, hijo de Zeus, se acerca, arruinando este palacio.

DIONISO:
Mujeres bárbaras, ¿tanto es vuestro pavor que habéis caído en tierra? Según parece, sentisteis a Dioniso que sacude el palacio de Penteo. Pero levantaos y recobrad ánimo, no tembléis.

EL CORO:
¡Oh astro el más resplandeciente de las báquicas fiestas, cuánto ha sido mi placer al verte, antes solitaria!

DIONISO:
¿Os desesperasteis acaso cuando me llevaban, creyendo que habían de encerrarme en la negra cárcel de Penteo?

EL CORO:
¿Cómo no? ¿Quién me defendería si eras víctima de alguna desdicha? ¿Pero cómo te has salvado, luchando con ese impío?

DIONISO:
Yo mismo, sin ajeno auxilio, me salvé fácilmente.

EL CORO:
¿Y no puso esposas en tus manos?

DIONISO:
También me burlé de él, porque creyendo sujetarme, ni me tocó ni me prendió, y fue vana su esperanza. Encontrando un toro en la cuadra adonde nos llevó para encerrarnos, lo enlazó por las rodillas y los pies, respirando cólera, sudando y mordiéndose los labios, y yo, tranquilo, comtemplaba su faena sentado. Entonces vino Dioniso, e hizo temblar el edificio, y encendió el fuego del sepulcro de su madre, y así que Penteo lo vio, creyendo que ardía su palacio, corrió a uno y otro lado pidiendo agua a sus servidores, y todos le ayudaron en este inútil trabajo. Receloso de que yo me escapara, se precipita en el palacio, desenvainando su negra espada. Después Bromio, según me pareció, salvo error, evocó un fantasma en el palacio, al cual acometió Penteo, dando sendas cuchilladas al brillante éter, como si tratara de degollarme. Dioniso le suscitó además nuevos males: hizo que el regio alcázar cayera en tierra, lo redujo a polvo mientras examinaba mis dolorosas ligaduras; y soltando fatigado la espada, descansaba sin aliento. Siendo mortal, osó pelear contra un dios. Yo salí tranquilo del palacio y he venido a buscaros sin cuidarme de Penteo. Pero, según creo, se oyen pasos solitarios, y no tardará en llegar al vestíbulo. ¿Qué dirá después de todo esto? Lo sufriré sin indisponerme, aunque lo exalte furiosa ira, ya que es propio del sabio ser afable y tolerante.

PENTEO:
¡Extraño es lo que me pasa! Se me escapó el extranjero cargado hace poco de cadenas, ¡Hola, hola! Aquel es. ¿Qué es esto? ¿Cómo desde el vestíbulo contemplas mi palacio, libre de tu prisión?

DIONISO:
Detente y reprime tu cólera.

PENTEO:
¿Cómo sacudiendo tus cadenas te has escapado?

DIONISO:
¿No te he dicho, o no lo has oído, que alguno me libertaría?

PENTEO:
¿Quién? Siempre dices cosas nuevas.

DIONISO:
El que crea la vid, provechosa a los hombres.

PENTEO:
A Dioniso atribuyes, pues, tan rico presente.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

PENTEO:
Que se cierren todas las torres vecinas.

DIONISO:
¿Y para qué? ¿No atraviesan los dioses las murallas?

PENTEO:
Sabio, sabio eres, excepto en lo que más te interesa.

DIONISO:
Sabio soy, sin duda, en lo que es más necesario. Pero entérate primero de lo que quiere decirte ese mensajero que viene del monte a anunciarte alguna novedad, que nosotros nos estaremos quietos y no huiremos.

EL MENSAJERO:
¡Oh Penteo, rey de esta tierra de Tebas! Vengo del Citerón, en donde siempre hay blanca nieve, de resplandeciente brillo.

PENTEO:
¿Y qué vienes a anunciarme?

EL MENSAJERO:
Habiendo visto a las furiosas bacantes que de aquí, agitadas del divino estro, huyeron con sus blancos pies, he venido deseando anunciarte, ¡oh rey!, y también a la ciudad, los milagros portentosos y superiores a todo encarecimiento que hacen. Pero desearía saber si puedo hablarte libremente, o si he de hacerlo con las consideraciones debidas. Temo, ¡oh rey!, tus ímpetus y tu cólera, y tus hábitos tiránicos.

PENTEO:
Habla: por mi parte estás libre de toda pena, que cuando hay razón nunca me enfurezco. Cuanto más grave sea lo que tienes que decirme de las bacantes, tanto mayor será el castigo de este que ha enseñado a las mujeres tan malas artes.

EL MENSAJERO:
Al llevar los rebaños de bueyes a la cumbre del monte, cuando el sol, calentando a la tierra, le enviaba sus rayos, vi tres coros de mujeres, presididos el uno por Autónoe, el otro por tu madre Ágave y por Ino el tercero. Todas dormían descuidadas, descansando unas en hojas de abeto, otras en hojas de encina, apoyando humildemente sus cabezas en el suelo, y en distintas actitudes, no, como tú dices, ebrias por las libaciones y por el sonido de las flautas para entregarse a Afrodita en las solitarias selvas. Tu madre, que yacía en medio de las bacantes, las despertó al oír el mugido de los cornígeros bueyes. Ellas, entonces, sacudiendo el profundo sueño que cerraba sus ojos, se levantaron con maravillosa modestia, tanto las más jóvenes como las de más edad y las vírgenes no casadas. Primero desataron sus cabellos y cubrieron sus hombros, y se pusieron las pieles de ciervo, sin lazo alguno, ciñéndolas después con serpientes que les besaban las mejillas. Otras tenían en sus brazos cabritillos o fieros lobeznos, y les daban blanca leche, sin duda recién paridas que habían abandonado sus hijos, según era de presumir de sus hinchados pechos, y se pusieron coronas de hiedra y de encina y de florida férula. Una de ellas tomó su tirso e hirió una piedra, de la cual brotó clara corriente; otra dejó caer la férula y el dios hizo salir una fuente de vino, y las que apetecían leche entreabrían la tierra con los dedos de sus pies y la tenían abundante, y de los tirsos de hiedra corría dulce miel, de tal suerte que si la hubieses visto, con tus ardientes votos habrías llamado al dios que ahora rechazas. Todos los boyeros y pastores de ovejas resolvimos juntarnos para hablar y discutir lo que conviniese en vista de tantos milagros, y uno que se explica bien, y que va con frecuencia a la ciudad, dijo a los demás: «¿Queréis, vosotros los que habitáis las sagradas cimas de estos montes, que cautivemos a Ágave, madre de Penteo, que se halla entre las bacantes, que esto agradará al rey?». Parecionos prudente su consejo, y nos pusimos en acecho, ocultándonos entre las hojas de los árboles. Ellas, a la hora acostumbrada, aprestaban ya sus tirsos para celebrar las bacanales invocando a un tiempo a Yaco, hijo de Zeus, y a Bromio, y el monte entero comenzó a bailar entonces, arrastrando en su curso a fieras y a cuanto contenía. Casualmente danzaba Ágave no lejos de mí y di un salto para apresarla, saliendo del arbusto que me ocultaba. Pero ella exclamó: «¡Oh perros míos ágiles, que estos hombres nos cautivan; seguidme, seguidme, armados de tirsos!». Nosotros huimos al oírla y evitamos así que nos despedazaran las bacantes, y ellas entonces acometieron inermes a los novillos que pastaban. Te hubieras maravillado de ver a una que tenía en sus manos una vaquilla de hinchada ubre, partida por medio y mugiendo todavía, mientras las otras desgarraban a las restantes, y hubieras contemplado sus costillas o sus pezuñas hendidas diseminadas aquí y allí, y los pedazos de sus carnes palpitantes, que en los abetos manaban sangre. Los toros feroces, que furiosos embestían antes con sus cuernos, yacían tendidos en tierra por mano de innumerables doncellas, y las pieles que los cubrían, hechas pedazos en un abrir y cerrar de ojos. Después, cual bandada de aves que levantan por los aires su vuelo, se extendieron por la ancha llanura que a orillas del Asopo da a Tebas abundantes cosechas, y atacando como enemigos a Hisias y Eritras, a la falda del Citerón, todo lo destruyen y saquean: arrebatan a los niños de sus casas, y cuanto cargan en sus hombros sin ataduras, ya fuese de bronce, ya de hierro, ni se mueve ni se cae en el oscuro suelo: luego radiaban sus cabellos y, sin embargo, no los abrasaba. Los atacados, furiosos, tomaron las armas al verse despojados por las bacantes. Admirable era aquel espectáculo, ¡oh rey! El dardo de acerada punta no las hería, y ellas, lanzando los tirsos, destrozaban a sus enemigos, y siendo mujeres, ponían en fuga a los hombres, no sin ayuda de algún dios. Otra vez volvieron a las mismas fuentes que hizo brotar el dios, de donde habían salido, y se lavaron la sangre, y las serpientes con su lengua limpiaban las gotas que de las mejillas corrían por su cuerpo. Adora, pues, a este dios, ¡oh soberano de Tebas!, quienquiera que sea, porque en las demás ciudades es muy venerado, y dicen de él, según he oído, que da a los mortales la vid, que destierra los cuidados. Si el vino desaparece, se acabó Afrodita y escasos serán los goces de los hombres.

EL CORO:
Temo hablar al rey con demasiada libertad; pero lo haré, sin embargo: Dioniso no es inferior a ningún dios.

PENTEO:
Ved cómo se acerca ya a nosotros hasta tocarnos, semejante al fuego, la vituperable osadía de las bacantes, deshonra de la Grecia. No hay, pues, que vacilar; ve a la puerta Electra y manda que se preparen todos los armados de escudos, los que montan ligeros caballos, cuantos vibran las peltas y tienden los nervios de los arcos, para hacer la guerra a las bacantes. Cansado estoy ya de sufrir las locuras de estas mujeres.

DIONISO:
No haces caso alguno de lo que te digo, ¡oh Penteo!; pero aunque me maltrates te aconsejaré que no hagas la guerra al dios, sino al contrario, que te sosiegues. Bromio no sufrirá que lances a las bacantes de los montes evios.

PENTEO:
Déjate de corregirme, que si tuviste la fortuna de escaparte cargado de cadenas, aprovéchate de ella, pues de otro modo te expones todavía a sufrir el condigno castigo.

DIONISO:
Yo, simple mortal, preferiría rendirle culto a rechazarle obstinado, siendo un dios.

PENTEO:
Haré sacrificios en su honor matando a muchas mujeres, como merecen, en la cima del Citerón.

DIONISO:
Todos huiréis; es vergonzoso que os pongan en fuga los tirsos de Dioniso, armados vosotros con sendos escudos de bronce.

PENTEO:
Intratable es el extranjero con quien nos las habernos, y no callará, ya sufra, ya obre.

DIONISO:
¡Oh amigo!, todavía puede arreglarse todo.

PENTEO:
¿Cómo? ¿Me haré esclavo de mis esclavos?

DIONISO:
Yo traeré aquí a las mujeres, desarmadas.

PENTEO:
¡Ay de mí! Ya preparas en daño mío indignos artificios.

DIONISO:
¿Cómo así, si yo solo deseo salvarte con ellos?

PENTEO:
¿Os habéis convenido todos en celebrar perpetuas bacanales?

DIONISO:
Es cierto, y no dudes que he hecho ese pacto con el dios.

PENTEO:
Vengan mis armas; calla tú ahora.

DIONISO:
¡Ah! ¿Quieres verlas juntas en los montes?

PENTEO:
Sí, sin duda, y aun daré por lograrlo mucho oro.

DIONISO:
¿Y por qué es tan vehemente tu deseo?

PENTEO:
Por observarlas agobiadas por el vicio, con gran pesar suyo.

DIONISO:
¿Y presenciarás de buen grado lo que te será fatal?

PENTEO:
No lo dudes, y me estaré callado bajo los abetos.

DIONISO:
Pero te descubrirán, aunque vayas con cautela.

PENTEO:
Iré sin ocultarme; has dicho bien.

DIONISO:
¿Vendrás, pues, sirviéndote yo de guía?

PENTEO:
Anda cuanto antes; te doy todo el tiempo que sea necesario.

DIONISO:
Ponte, pues, un vestido de lino.

PENTEO:
¿Y para qué, siendo hombre, he de disfrazarme de mujer?

DIONISO:
Para que no te maten si ven allí a un hombre.

PENTEO:
Has dicho bien, y se conoce que la experiencia te ha hecho maestro.

DIONISO:
Así nos lo enseñó Dioniso.

PENTEO:
¿Y cómo llevaremos a cabo lo que me aconsejas?

DIONISO:
Yo me encargo de tu persona si entramos en el palacio.

PENTEO:
¿Cómo?, ¿con traje de mujer? Me da vergüenza.

DIONISO:
No muestras ya tanto deseo de ver a las ménades.

PENTEO:
¿Cómo dices que vas a vestirme?

DIONISO:
Una larga cabellera caerá de tu cabeza.

PENTEO:
¿Y qué más?

DIONISO:
Manto talar y una mitra.

PENTEO:
¿Y qué más?

DIONISO:
Un tirso en las manos y una piel de manchado cervatillo.

PENTEO:
No puedo yo vestirme traje mujeril.

DIONISO:
Entonces te acarrearás la muerte peleando con las bacantes.

PENTEO:
Está bien; exploraremos primero el campo.

DIONISO:
Preferible es a emplear otros medios violentos, fecundos en males.

PENTEO:
¿Y cómo atravesaré la ciudad sin ser visto de los tebanos?

DIONISO:
Iremos por calles excusadas; yo seré tu guía.

PENTEO:
Cualquier medio es bueno, siempre que las bacantes no se burlen de mí.

DIONISO:
Cuando entremos en el palacio resolveremos lo más acertado.

PENTEO:
No me opongo a ello; a todo estoy dispuesto. Voy a entrar y marcharé allá, acompañado de soldados, o seguiré tus consejos. (Penteo entra en el palacio).

DIONISO:
Mujeres, este hombre ha caído en la red, y buscará a las bacantes, y morirá allí como merece. Manos, pues, a la obra, ¡oh Dioniso!, que no estás lejos; venguémonos de él. Perturba primero su mente inspirándole leve furor, porque mientras conserve sano el juicio no querrá vestirse traje mujeril. Al contrario, si su imaginación se extravía, no vacilará en hacerlo. Quiero que se burlen de él los tebanos, llevándolo en ese traje ridículo por toda la ciudad, que recordará sus anteriores amenazas, tan terribles en apariencia. Pero voy a vestirlo y componerlo; irá a los infiernos después de que muera a manos de su madre. Al fin conocerá a Dioniso, hijo de Zeus, dios de los más sensibles, y al mismo tiempo muy benévolo con los mortales.

EL CORO:
Estrofa. — Luego, en los nocturnos coros moveré, como bacante, mi blanco pie, agitando mi cuello en el húmedo aire, como el cervatillo que juega en los verdes prados, sus delicias, libre ya de los crueles cazadores, y se escapa de sus emboscadas y atraviesa las redes bien tejidas, mientras el cazador, dando voces, alienta a sus ágiles perros; y con trabajo, como rápido torbellino, salta por la llanura que riega el río, y goza, lejos de los hombres, en las umbrías y espesas selvas. ¿Qué don más útil, cuál más precioso han concedido los dioses a los mortales que tener sus manos vencedoras pendientes sobre la cabeza de sus enemigos?

Antístrofa. — Tarde llega, pero cierta es la divina providencia, y castiga a los hombres que rinden culto a la iniquidad, e insensatos desprecian a los dioses. Astutos son, y ocultos acechan los tardos pasos del tiempo, y persiguen al impío. Nunca debemos pensar, jamás proyectar nada contrario a las leyes. Poco cuesta creer que son poderosos los dioses, sean quienes fueron, como lo ha consagrado siempre un largo tiempo y como nos enseña la misma naturaleza.

Epodo. — ¿Qué don más útil, cuál más precioso han concedido los dioses a los mortales que tener sus manos vencedoras pendientes sobre la cabeza de sus enemigos? Lo que es bello es siempre grato. Dichoso aquel que se escapa de las olas del mar, y arriba al puerto; dichoso también el que sale triunfante de sus trabajos. En otro sentido, algunos superan a los demás en felicidad y en poder. Innumerables son las esperanzas humanas: las hay que terminan en la opulencia, al paso que otras se desvanecen; pero yo tengo por feliz al que vive siempre tranquilo.

DIONISO:
Yo te llamo, ¡oh Penteo!, que anhelas ver lo que no debes, y acometer lo que no debe intentarse; sal del palacio, veámoste adornado como una ménade para servir de expiación a tu madre y a la tropa de que forma parte; te asemejas a una hija de Cadmo.

PENTEO:
Paréceme ver dos soles y dos Tebas de siete puertas; que tú, convertido en toro, me precedes, y que en tu cabeza han nacido dos cuernos. ¿Eres acaso fiera? Ahora tienes figura de toro.

DIONISO:
Con nosotros va el dios, antes adverso y ya nuestro aliado. Ya verás lo que te interesa ver.

PENTEO:
¿Qué parezco yo? ¿Ino o mi madre Ágave?

DIONISO:
Imagino que al mirarte miro a ella. Pero no está bien este rizo, como yo te lo puse, debajo de la mitra.

PENTEO:
Tales movimientos hice allá dentro en todos sentidos, como una bacante, que descompuso mi peinado.

DIONISO:
Pero nosotros, que nos hemos encargado de tu aliño, volveremos a arreglártelo. Levanta la cabeza.

PENTEO:
Anda, pues; a tu disposición estamos...

DIONISO:
Flojo está el cinturón, y los pliegues de tu vestido no caen con elegancia.

PENTEO:
Así me parece por este lado izquierdo; mas por el otro creo que el manto cae bien.

DIONISO:
Seguramente seré tu mejor amigo, cuando, contra tu opinión, observes la modestia de las bacantes.

PENTEO:
¿Cómo me asemejaré más a una bacante, llevando el tirso en la mano derecha o en la izquierda?

DIONISO:
Es menester levantarlo con la derecha y con el pie del mismo lado; alabo tu cambio de opinión.

PENTEO:
¿No puedo llevar en mis hombros con las bacantes la cima del Citerón?

DIONISO:
Podrás, si quieres; antes no estabas en tu sano juicio; ahora piensas como debes.

PENTEO:
¿Llevaremos palancas, o lo arrancaré con mis manos y llevaré su cumbre sobre mis hombros o en mis brazos?

DIONISO:
No trastornes los lugares en donde residen las ninfas o Pan, y en los cuales suele tocar la flauta.

PENTEO:
Has dicho bien: por la fuerza no se vence a las mujeres; así me ocultaré entre los abetos.

DIONISO:
Te esconderás como debes, ya que vas engañado a servir de expiación a las ménades.

PENTEO:
Y espero cautivarlas, como si fueran aves, en las muy dulces redes de sus lechos.

DIONISO:
Todo tu afán es presenciar ese espectáculo; quizá las cautives, si no te cautivan antes.

PENTEO:
Llévame ahora por medio de la sierra tebana, que soy el único habitante de esta ciudad que osa acometer tal empresa.

DIONISO:
Tú solo te ufanas en provecho de Tebas, tú solo; así te aguardan luchas que han de darte gloria. Sígueme, que yo seré el guía que te salve; de allí te traerá otro.

PENTEO:
Sin duda mi madre.

DIONISO:
Es claro.

PENTEO:
Allá voy.

DIONISO:
De allí te traerán.

PENTEO:
¿Aludes a mi molicie?

DIONISO:
En brazos de tu madre.

PENTEO:
Y me obligas a consagrarme al deleite.

DIONISO:
Tales son los que para ti prevengo.

PENTEO:
Digna de mí es la empresa que acometo.

DIONISO:
Temible eres, temible eres, y vas a presenciar espantosa matanza para alcanzar la gloria que en el cielo te aguarda. (Vase Penteo). Extiende tu mano, ¡oh Ágave!, y vosotras, hermanas, hijas de Cadmo; llevo a este joven a sufrir terrible lucha; yo y Bromio seremos vencedores; lo que después suceda os enseñará lo demás.

EL CORO:
Estrofa. — Andad, andad al monte, ágiles perros del Furor, en donde las hijas de Cadmo celebran las bacanales; excitadlas contra este espía rabioso de las ménades revestido de adornos mujeriles. Su madre le verá primero acechando detrás de pulida piedra, o en algún árbol, y gritará a las bacantes: «¿Quién, ¡oh bacantes!, es este explorador de los cadmeos, que ha llegado con felicidad al monte? ¿Quién lo engendró? No ha nacido de sangre de mujer, sino de alguna leona o del linaje de las Gorgonas líbicas». Preséntese la justicia armada de su cuchilla y húndala en el cuello de este impío, de este malvado, de este engendro de la tierra, hijo de Equión, violador del derecho.

Antístrofa. — Con inicua atención y criminal furor viene, ¡oh Dioniso!, a tus orgías y a las de tu madre, lleno de furia, y delirante como si fuera a vencer a tu deidad invicta. El hombre modesto, pronto a tributar a los dioses los honores que les deben los mortales, y de humanos sentimientos, vive sin dolor. Con placer sería sabio, sin excitar su envidia; honor grande e ilustre es también vivir de día y de noche honradamente, ser piadoso y adorar a los dioses, rechazando cuanto se opone a las leyes establecidas. Preséntese la justicia armada de su cuchilla y húndala en el cuello del impío, del malvado engendro de la tierra, hijo de Equión, que viola el derecho.

Epodo. — Aparécete, toro o dragón de muchas cabezas, o león rojo como el fuego. Ea, Dioniso, echa tu lazo fatal con semblante risueño al que viene en busca de las bacantes, que caerá en medio de las ménades.

EL MENSAJERO:
¡Oh linaje del anciano sidonio, que florecías en otro tiempo en la Grecia y sembraste la semilla serpentina del dragón, hijo de la tierra! ¡Cómo deploro tu suerte, aunque esclavo, ya que el esclavo leal comparte también las desdichas de sus dueños!

EL CORO:
¿Qué hay? ¿Anuncias algo nuevo relativo a las bacantes?

EL MENSAJERO:
Murió Penteo, hijo de Equión.

EL CORO:
¡Oh rey Bromio! ¡Has probado cuán grande, cuán grande eres!

EL MENSAJERO:
¿Qué dices? ¿Por qué hablas así? ¿Te alegran acaso, ¡oh mujer!, los males de mis señores?

EL CORO:
Extranjera soy, y prorrumpo en versos bárbaros, acompañados de báquicos clamores, que ya no me hacen temblar las cadenas.

EL MENSAJERO:
¿Crees tú acaso que Tebas es tan cobarde?...

EL CORO:
Dioniso, Dioniso es mi soberano, no Tebas.

EL MENSAJERO:
Digna eres de perdón; pero no es honesto, ¡oh mujeres!, alegrarse de los males ajenos.

EL CORO:
Dime, cuéntame cómo ha muerto ese hombre, fautor de injusticias.

EL MENSAJERO:
Después de pasar más allá de Terapnas la tebana y de las aguas del Asopo, comenzamos a subir la pendiente del Citerón Penteo, yo, su fiel servidor, y el extranjero que nos guiaba para enseñarnos las bacantes. Primero hicimos alto en un valle lleno de hierba, andando con cuidado y en silencio para que viésemos sin ser vistos. Estaba cercado de peñascos por ambas partes, con arroyos que lo regaban, y lleno de umbrosos pinos, y en él yacían las ménades, ocupadas en gratos trabajos. Unas coronaban otra vez de hiedra sus tirsos, ya despojados de ella; otras, como los potrillos que dejan sus pintorescos pastos, se respondían cantando báquicos versos. El desdichado Penteo, no viéndolas, no obstante su número, dijo: «¡Oh extranjero!, no veo aquí a las ménades por más que miro; quizá si me subo a alguna eminencia o en algún elevado abeto presenciaré claramente sus torpezas». Entonces fui yo testigo de un milagro que hizo el extranjero; agarró la rama más alta de un abeto, la dobló hasta el oscuro suelo, encorvola como un arco o cual rueda cuando gira moviéndose alrededor de su eje, y de este modo, atrayéndolas, él las doblaba hasta tocar la tierra, haciendo lo que no hubiera hecho ningún hombre. Colocado Penteo en las ramas del abeto, las soltó otra vez con cuidado, de modo que no lo dejase caer si se enderezaba de pronto. El abeto, ya derecho, elevaba al cielo su cima, y en ella aparecía sentado mi dueño. Viéronlo las ménades antes que él las viese, apenas llegó a lo alto, desapareciendo el extranjero y oyéndose cierta voz, al parecer de Dioniso, que exclamó desde los aires: «¡Oh tiernas jóvenes!, os traigo al que se burla de vosotras, de mí y de mis orgías; castigadlo, pues». Y mientras esto decía relampagueaba el fuego sagrado en la tierra y en el cielo. El aire quedó mudo, callaron las hojas del umbrío bosque, y ni se percibían los aullidos de las fieras. Ellas, al escuchar confusamente la voz, se levantaron y miraban a todas partes. Volvió entonces él a exhortarlas. Cuando las hijas de Cadmo conocieron distintamente la báquica trompeta, se precipitaron en veloz carrera, no más tardas que palomas, Ágave, su madre, sus hermanas y todas las bacantes, y recorrían las rocas y el valle dividido por el torrente, agitadas del estro furioso del dios. Cuando vieron a mi señor en el abeto, primero le tiraron piedras con gran fuerza, subiéndose a un peñasco como si fuera una torre; después ramas; otras lanzaron al aire sus tirsos contra Penteo, blanco desdichado, pero nada conseguían. El infeliz, a una altura a la cual no podían llegar las bacantes a pesar de sus esfuerzos, no se movía, sin saber qué hacer. Al fin rompieron ramas de encina, y con tales palancas intentaban arrancar de raíz al abeto; pero cansadas de sus inútiles tentativas, dijo así Ágave: «Andad, ménades, cercad el árbol para apoderarnos de la fiera que se ha subido en él, y evitaremos que publique las danzas misteriosas del dios». Todas ellas sacudieron juntas el abeto y lo arrancaron de la tierra, y Penteo, sentado en lo más alto, cayó desde allí al suelo dando un gran gemido, presintiendo sin duda la desdicha que le amenazaba. Su madre, la primera, comenzó como sacerdotisa el sacrificio, y le acometió; él se quitó la mitra de la cabeza para que la mísera Ágave, conociéndolo, no lo matase, y dijo tocando sus mejillas: «Yo, madre, soy tu hijo Penteo, que diste a luz en el palacio de Equión; compadécete de mí, ¡oh madre!, y, por sus pecados, no mates a tu hijo». Mas ella, echando espuma por la boca y revolviendo sus ojos extraviados, sin sentir compasión y poseída de Dioniso, no se apiadó de él. Cogió con sus dos manos la izquierda de Penteo, y apoyando su pie en el cuerpo del desventurado, le arrancó el brazo no a impulso de su fuerza, sino ayudada del dios. Ino acababa la obra, por otra parte, desgarrando sus carnes, y Autónoe y toda la muchedumbre de las bacantes le amenazaba también. Oíanse clamores de toda especie, y él gemía mientras respiraba, y ellas aullaban a un tiempo. Y una le arrancaba el otro brazo, otra un pie con su calzado y desgarraba sus entrañas, y otras, llenas de sangre las manos, rasgaban sus carnes. Yace, pues, su cuerpo hecho pedazos, parte bajo ásperos peñascos, parte en las espesas ramas de la selva, y no es fácil encontrarlos; y la cabeza, de que se apoderó su madre, clavada está en un tirso como la de un león, y la pasean por el Citerón mientras danzan sus hermanas en el coro de las ménades. Y envanecida con tan triste trofeo regresa a estas murallas invocando a Dioniso, su compañero y victorioso auxiliar en la conquista de este botín, fuente para ella de lágrimas, no de placer. Yo me alejaré de este teatro de calamidades antes que Ágave llegue al palacio. Someterse a las leyes divinas y obedecerlas es para mí lo mejor y lo más prudente, y dignos de alabanza los mortales que así lo hacen. (Vase.)

EL CORO:
Celebremos con danzas a Dioniso, cantemos la desdicha de Penteo, descendiente del dragón, que, al vestirse el traje mujeril y empuñar la férula, recibió segura muerte, coronado de bellas hojas, arrastrándolo un toro al abismo. Bacantes, descendientes de Cadmo, en luto y lágrimas trocasteis vuestro egregio canto de victoria. Grata lucha la de despedazar un hijo con manos que gotean sangre. Pero veo a Ágave, madre de Penteo, que viene apresurada a su palacio con los ojos extraviados. Acoged a las compañeras del dios Evio.

ÁGAVE:
¡Bacantes asiáticas!

EL CORO:
¿Para qué me llamáis?

ÁGAVE:
Traemos de los montes al palacio hiedra recién cortada y rica presa.

EL CORO:
Ya la veo: bienvenida seas, ¡oh compañera de mis danzas!

ÁGAVE:
Cogí sin lazos... este león nuevo, como puedes verlo.

EL CORO:
¿En qué desierto?

ÁGAVE:
En el Citerón.

EL CORO:
¿Qué hizo el Citerón?

ÁGAVE:
Lo mató.

EL CORO:
¿Cuál fue la primera que lo hirió?

ÁGAVE:
Mío es este honor. Yo, la bienaventurada Ágave, seré inmortal en las asambleas báquicas.

EL CORO:
¿Y cuál después?

ÁGAVE:
Los descendientes...

EL CORO:
¿Qué descendientes?

ÁGAVE:
Los de Cadmo; pero después que yo, después que yo se acercaron a esta fiera.

EL CORO:
¡Felices vosotras, que os apoderasteis de tal presa!

ÁGAVE:
Ya participarás del banquete.

EL CORO:
¿De qué banquete, desventurada?

ÁGAVE:
Este novillo, tierno aún, tiene en sus mejillas vello reciente, y suaves cabellos adornan su cabeza.

EL CORO:
Notable es su melena; como de salvaje alimaña.

ÁGAVE:
Dioniso, prudente cazador, excitó sabiamente a las ménades a cazarlo.

EL CORO:
Este rey es el que preside a la caza.

ÁGAVE:
¿Lo apruebas?

EL CORO:
¿Cómo no? Lo apruebo.

ÁGAVE:
Y después también los cadmeos...

EL CORO:
Y Penteo también a su madre...

ÁGAVE:
Alabará por haber apresado a este león.

EL CORO:
Hermoso, en verdad.

ÁGAVE:
Hermoso, en efecto.

EL CORO:
¿Te alegras?

ÁGAVE:
Me alegro por las grandes, por las grandes hazañas que se han ejecutado en esta región.

EL CORO:
Enseña, pues, ¡oh desventurada!, enseña a los ciudadanos el trofeo que traes de tu victoria.

ÁGAVE:
¡Oh vosotros!, que habitáis la ciudad bien fortificada de este campo tebano, venid y veréis esta presa, esta fiera que apresamos nosotras las hijas de Cadmo, no valiéndonos de los aguzados dardos tesalios, no de redes, sino de los dedos de nuestras blancas manos. ¡Vanagloriaos, pues, ahora, y preparad, fabricando lanzas, inútiles armas! Nosotras con esta mano nos apoderamos de él y en diversos trozos portamos sus miembros. ¿En dónde está mi anciano padre? Que se acerque. Y mi hijo Penteo, ¿en dónde está? Que traiga escalas de compactos peldaños, y clave en los esculpidos artesonados esta cabeza de león que os presento.

CADMO:
Seguidme, cargados con el cadáver del mísero Penteo; seguidme, siervos, al palacio: con mucho trabajo encontré su pecho despedazado en las gargantas del Citerón, no en donde lo inmolaron, sino en lo más áspero de la selva, en lugar oculto y de difícil acceso. Contáronme las maldades que han cometido mis hijas al atravesar las murallas y penetrar en la ciudad, acompañado de Tiresias a mi vuelta de las bacanales; y regresando otra vez al monte traigo aquí a mi hijo, muerto a manos de las ménades. Y vi a Ino y a Autónoe, que de Aristeo dio a luz en otro tiempo a Acteón, danzando todavía furiosas, y alguno me dijo que Ágave se dirigía aquí con pie báquico, y no fue falso, en verdad, que la veo, y al mismo tiempo un espectáculo nada grato.

ÁGAVE:
Mucho, ¡oh padre!, puedes vanagloriarte por haber engendrado dos hijas de las más ilustres; todas ellas lo son y yo principalmente, que, dejando la tela en la lanzadera, acometo más altas empresas, apresando en persona a las fieras. Ves en mis brazos la recompensa que ha tenido mi valor, para que puedas clavarla en tu palacio. Acéptala, ¡oh padre!, y gozoso con el fruto de mi caza, convida a tus amigos: bienaventurado, bienaventurado eres por haber dado el ser a hijas capaces de tales hazañas.

CADMO:
¡Oh asesinato funesto, fuente de inagotable llanto! ¡Y tú lo has perpetrado con tus manos desventuradas! Inspirada por los dioses celebraste este sacrificio y me invitas al festín y también a Tebas. ¡Ay de mí! ¡Qué desdicha para ti y para mí también! Justamente, aunque con rigor, nos perdió el dios, el rey Bromio, a pesar de su parentesco con nosotros.

ÁGAVE:
¡Cuán molesta es para los hombres la vejez, y cuán triste su aspecto! ¡Ojalá que mi hijo sea afortunado en la caza, y tan ingenioso como su madre, cuando persiga a las fieras con los jóvenes tebanos! Pero solo sabe resistir a los dioses. Tú, ¡oh padre!, y yo también debemos aconsejarle que no se complazca siguiendo las lecciones de malhadados maestros. ¿En dónde está? ¿Quién lo llamará para que venga a verme tan gozosa?

CADMO:
¡Ay, ay de mí! Grave dolor ha de causarte tu acción, cuando recobres el juicio; si siempre permanecieras así, aunque no fuerais felices, no conoceríais, sin embargo, toda la extensión de vuestro infortunio.

ÁGAVE:
¿Pero hay en todo esto algo que no te parece bien o es causa de pena?

CADMO:
Primeramente mira el aire con tus ojos.

ÁGAVE:
Así lo hago. ¿Por qué me lo mandas?

CADMO:
¿Es para ti el mismo, o crees que ha variado?

ÁGAVE:
Figúraseme más transparente y que brilla más que antes.

CADMO:
¿Sientes todavía en tu alma la misma perturbación?

ÁGAVE:
No entiendo lo que dices, pero poco a poco recobro mi juicio y vuelvo a mi estado natural.

CADMO:
¿Oirás lo que te diga? ¿Me responderás con claridad?

ÁGAVE:
Como que ya no me acuerdo de lo que acabo de decir, ¡oh padre!

CADMO:
¿A que palacio viniste después de celebrar tu himeneo?

ÁGAVE:
Me casaste con Equión, hijo, según dicen, de los dientes del dragón, que se sembraron.

CADMO:
¿Qué hijo nació en ese palacio, de tu marido y tuyo?

ÁGAVE:
Penteo, fruto de nuestra unión.

CADMO:
¿Y cúya es la cabeza que sostienes con tus brazos?

ÁGAVE:
De un león, según dijeron las cazadoras.

CADMO:
Mírala con cuidado; poco cuesta observarla.

ÁGAVE:
¡Ay de mí! ¿Qué veo? ¿Qué es esto que traigo en mis manos?

CADMO:
Contémplalo y examínalo atenta.

ÁGAVE:
¡Desventurada de mí! ¡Contemplo la mayor desventura!

CADMO:
¿Te parece ahora semejante a un león?

ÁGAVE:
No. ¡Qué infortunada! Tengo en mis manos la cabeza de Penteo.

CADMO:
Llorado antes de ser reconocido.

ÁGAVE:
¿Quién lo mató? ¿Cómo ha venido a mi poder?

CADMO:
¡Mísera realidad, cuán intempestiva eres!

ÁGAVE:
Habla, porque tiemblo al pensar en lo que vas a decir.

CADMO:
Tú y tus hermanas lo matasteis.

ÁGAVE:
¿En dónde pereció? ¿En el palacio, o en qué lugar?

CADMO:
En donde tus perros despedazaron antes a Acteón.

ÁGAVE:
¿Y por qué fue al monte este desdichado?

CADMO:
Fue a burlarse del dios y de tus bacanales.

ÁGAVE:
¿Pero cómo nosotras nos acercamos a él?

CADMO:
Estabais furiosas, y toda la ciudad corría al mismo tiempo agitada por el ardor báquico.

ÁGAVE:
Dioniso nos perdió; al fin lo entiendo.

CADMO:
Lo injuriabais no adorándolo.

ÁGAVE:
¿Pero en dónde está el cuerpo de mi hijo muy querido, ¡oh padre!?

CADMO:
Aquí, habiéndolo encontrado con no poco trabajo.

ÁGAVE:
¿Pero no ha sufrido mutilación alguna?
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

ÁGAVE:
¿Y qué relación hay entre Penteo y mi locura?

CADMO:
Os imitó no adorando al dios. Sin duda por esto padecisteis igual daño así él como vosotras, y arruinasteis a esta familia y a mí, que, no teniendo hijos varones, veo, ¡oh desventurada!, muerto torpe y tristemente a este fruto de tu vientre; que en ti, ¡oh hijo!, cifrábamos todos nuestra esperanza, y tú eras nuestro báculo, hijo de mi hija, venerado de los ciudadanos; ninguno, solo al mirarte, se atrevía a ofenderme en mi vejez, que pronto le hubiese alcanzado justo castigo. Despreciado ahora, me echarán de este palacio, a mí, aquel famoso Cadmo que sembró el linaje de los tebanos y segué óptima mies lisonjera. ¡Oh hijo!, el más amado de los hombres, aunque no existas, siempre serás el más querido, ya que no tocaré más esta barba con mi mano ni abrazarás más al padre de tu madre, diciéndole: «¿Quién te injuria, anciano? ¿Quién te desprecia? ¿Quién aflige tu corazón? ¿Quién te ofende?, dímelo que yo castigaré al que tal haga, ¡oh padre!». Ahora soy desdichado, y tú también, y tu madre y tus infelices hermanas dignas de lástima. Así, si alguno no venera a los dioses, acuérdese de la muerte de Penteo y crea en ellos.

EL CORO:
Duéleme tu suerte, ¡oh Cadmo!; tu nieto ha recibido el castigo que merecía, aunque te llene de amargura.

ÁGAVE:
¡Oh padre!, ya ves cuánto he cambiado... si no cometiese este crimen que debo expiar.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

DIONISO:
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
dragón serás, cambiando de forma, y tu esposa Harmonía, hija de Ares, con la que te casaste, siendo tú mortal, será convertida en fiera serpiente. Con tu esposa guiarás una yunta de novillos, como dice el oráculo de Zeus, y reinarás entre los bárbaros. Y con tropas innumerables derribarás muchas ciudades; pero cuando devastaren el oráculo de Apolo será infeliz su vuelta. Ares, sin embargo, te salvará, y también a Harmonía, y te llevará a vivir al país de los bienaventurados. Yo, Dioniso, lo digo, no nacido de padre mortal, sino de Zeus. Si hubieseis sido prudentes, cuando no queríais, os hubiese ayudado el hijo de Zeus, y sería feliz vuestra suerte.

ÁGAVE:
¡Oh Dioniso!, nosotros te suplicamos que nos perdones nuestros pecados.

DIONISO:
Tarde lo conocéis, no cuando debíais.

ÁGAVE:
Así lo confesamos; pero es cruel tu venganza.

DIONISO:
Vosotros, siendo yo dios, me injuriabais.

ÁGAVE:
Los dioses no han de imitar a las mortales.

DIONISO:
Zeus, mi padre, lo había decretado largo tiempo hacía.

ÁGAVE:
¡Ay, ay de mí! Condenados estamos, ¡oh Cadmo!, a mísero destierro;

DIONISO:
¿Por qué, pues, vaciláis en cumplir vuestro destino?

CADMO:
¡Oh hija, qué deplorable es nuestra suerte, y tú qué desdichada, y cuánto tus hermanas! Yo, mísero anciano, pediré hospitalidad en tierra extranjera, y obediente al triste hado, traeré a la Grecia mis tropas de bárbaros, y a la hija de Ares, a Harmonía, mi esposa, convertida en dragón espantoso, como yo, al frente de mi ejército, a devastar los altares y sepulcros griegos, y será tanta mi desdicha, que nunca me veré libre de males, ni tranquilo pasaré el Aqueronte en la navecilla.

ÁGAVE:
¡Oh padre!, y yo, separada de ti, seré también desterrada.

CADMO:
¿Por qué me abrazas, ¡oh hija desdichada!, como si fuese un cisne, blanca ave agobiada por los años?

ÁGAVE:
¿Adónde iré, expulsada de mi patria?

CADMO:
No lo sé, hija; de poco puede servirte tu padre.

ÁGAVE:
¡Adiós, palacio, adiós, ciudad en que nací; mísera desterrada de mi hogar, te dejo presa de amarga pena!

CADMO:
Busca, ¡oh hija!, a Aristeo...

ÁGAVE:
¡Por ti lloro, padre!

CADMO:
¡Y yo por ti, hija, y por tus hermanas!

ÁGAVE:
Cruel es el castigo que el rey Dioniso da a tu familia por la injuria que le hicisteis.

CADMO:
Atroz fue también el agravio no honrándose en Tebas su nombre.

CADMO:
¡Adiós, hija desdichada! Difícilmente recobrarás tu alegría.

ÁGAVE:
Guiadme, ¡oh amigas!, en busca de mis hermanas, que me acompañarán en el destierro. Lejos iré del abominable Citerón, en donde no lo vean mis ojos, ni sepan lo que es tirso. De él cuidarán otras bacantes.

EL CORO:
Bajo múltiples formas se muestra el hado, y muchas cosas que no se esperan hacen los dioses y lo que se aguardaba no viene, y el cielo les da fin inopinado. Así ha sucedido ahora.


Publicado el 13 de julio de 2025 por Edu Robsy.
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