Argumento
Adrasto, rey de Argos, rechazado por Creonte, tirano de Tebas, en su demanda de sepultar los cadáveres de los cinco jefes que la atacaron, porque Polinices, hijo de Edipo, había sido inhumado por su hermana Antígona, y a Anfiarao se lo tragó la tierra, acude para lograr su objeto a Teseo, rey de Atenas, que al principio se niega a complacerlo y hasta lo trata con escasa cortesía y miramiento. Pero las madres ancianas de los insepultos son más afortunadas con Etra, madre de Teseo, a la sazón en Eleusis para celebrar la fiesta de Deméter. Imploran su piedad como suplicantes, consiguen que acceda a sus ruegos, recaba de su hijo lo que no pudo conseguir Adrasto, y los difuntos son al fin recuperados por la fuerza de las armas y traídos a Atenas. Evadne, esposa de Capaneo, se precipita en la pira de su marido, y Atenea aconseja a Teseo que conserve a su disposición para lo sucesivo testimonio fehaciente del favor dispensado entonces a Argos.
Para nosotros no ofrece esta tragedia grande interés en ningún concepto, aunque debió inspirarlo extraordinario a los atenienses, para quienes lo escribió el poeta. Celebrar las glorias de una ciudad, y más siendo tan pura y tan generosa como esta, siempre agrada a sus habitantes, averiguado como está ya hasta la saciedad que el amor propio del linaje humano es también la flaqueza mayor, la más constante y la más asequible a los encantos de la adulación. Atenas se constituía además en defensora de la religión helénica, que hasta entre enemigos exigía el respeto a los muertos contrarios, creencia que servía de base a esa costumbre tradicional observada en la guerra, y característica en general en los atenienses, el pueblo más compasivo y tolerante en tales materias. Recuérdese su conducta con sus rivales los lacedemonios cuando la guerra de Mesenia, rasgo de magnanimidad inmarcesible, rarísimo en la Historia. Socorrieron a sus mortales enemigos y los salvaron de su ruina contra sus propios intereses. Y si, como parece probable, se escribió y se representó esta tragedia durante la guerra del Peloponeso, cuando los argivos se aliaron con los lacedemonios e invadieron el territorio ático, su oportunidad y su interés hubieron de aumentar sobremanera. Ateniense era el héroe, Teseo, y atenienses los soldados que combatieron a sus órdenes.
El asunto no podía, pues, ser más trágico; sus personajes pertenecían al ciclo mitológico heroico, explotado para este linaje de composiciones, y la traza y disposición de la obra, en su conjunto y en sus detalles, sin prólogo en esta, con la intervención de Palas al fin y el suicidio de Evadne cuando menos se esperaba, la distinguen como obra de Eurípides, sin dar lugar a dudas de ningún género. Lo cual no obsta, sin embargo, para hacernos sonreír, por lo menos el diálogo y la disputa del heraldo tebano y de Teseo, que toca en lo cómico, o sus respectivas disertaciones acerca de las ventajas e inconvenientes de la monarquía y de la república, propias de escuela o de academia, o las alabanzas de Adrasto a los muertos, más aplicables a pacíficos ciudadanos de Atenas del tiempo de Eurípides que a los feroces guerreros que sucumbieron peleando ante las murallas de Tebas, ni cuadra tampoco con nuestro gusto y nuestras ideas modernas la aparición de Evadne en lo alto del peñasco, al terminarse la tragedia, aunque también es posible que en el auditorio hiciera por lo mismo singular y grato efecto.
Ateniéndonos a la indicación del autor griego que la encabeza, su representación se hizo bajo el arconte Antifón el año III de la olimpiada 90, o el 418 antes de nuestra era.
Personajes
Etra, madre de Teseo y esposa de Egeo.
Coro de ancianas, madres de los siete héroes
sitiadores de Tebas.
Teseo, hijo de Egeo.
Adrasto, rey de Argos.
Un pregonero o heraldo.
Un mensajero.
Evadne, esposa de Capaneo e hija de Ifis.
Ifis, padre de Evadne.
Niños, hijos de los siete jefes.
Atenea.
La acción pasa en Eleusis, aldea inmediata a Atenas.
Las suplicantes
Se ve en el teatro el templo de Deméter y de Perséfone, y delante de él a Adrasto, cubierta la cabeza y acompañado de siete niños, hijos de los siete jefes que sitiaron a Tebas. Cerca del ara yace Etra rodeada de las siete madres de los jefes, de rodillas y llevando los distintivos de las suplicantes. Detrás de ellas hay siete esclavas.
ETRA:
¡Oh Deméter!, divina protectora de esta tierra de Eleusis, y sacerdotes que habitáis en los templos de la diosa; que yo, Etra, sea feliz y mi hijo Teseo, y la ciudad de Atenas y la tierra de Piteo, en donde me educó mi padre en opulento palacio y me dio por esposo a Egeo, el hijo de Pandión, obedeciendo los oráculos de Apolo. Tal es mi súplica, compadecida de estas ancianas, que han abandonado sus hogares de Argos, víctimas de grave calamidad, y ciñen sus rodillas con el ramo de oliva de las suplicantes. Huérfanas han quedado de siete nobles hijos, muertos junto a las puertas de Cadmo, cuando fueron a las órdenes de Adrasto, rey de los argivos, a restituir a su yerno Polinices su parte de la herencia de Edipo. Las madres de estos héroes, que perecieron en la guerra, quieren sepultar sus cadáveres, y los poderosos lo prohíben y no acceden a sus ruegos, menospreciando las leyes divinas. Adrasto, su compañero de infortunio, implora también mi protección, llenos sus ojos de lágrimas, y yace aquí lamentándose de esa guerra y expedición muy desdichada que lo sacó de su palacio; exhórtame a que suplique a mi hijo para que recupere los cadáveres, y ya por la persuasión, ya por la fuerza de su lanza, que autorice su sepultura; tal es la única gracia que pide a mi hijo y a la ciudad de Atenas. Sacrifico ahora por mi patria, antes de ararse la tierra, y con ese objeto he venido desde mi palacio a este templo, en donde apareció primero lozana la fructífera espiga. Ceñida, pues, con este lazo de sagradas hojas que no ciñe, hállome junto a los santos hogares de las dos diosas Perséfone y Deméter, compadecida, en verdad, de estas madres de blancos cabellos, huérfanas de sus hijos por respeto a los venerables ramos, cubiertos de lana. Un heraldo ha ido de mi parte a la ciudad para llamar a Teseo y librar a esta región de su incómoda presencia, o dejarme en libertad después de probar a los dioses de algún modo mis piadosas intenciones. Conviene que en tales casos las mujeres prudentes se valgan siempre de los hombres.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Ruégote, anciana, con mis viejos labios, y cayendo a tus pies, que rescates a mis hijos de entre los muertos, que si no servirán de pasto sus cuerpos a las fieras de los montes, sin fuerza sus miembros por obra de la muerte.
Antístrofa 1.ª — Mira mis párpados llenos de lágrimas de mis ojos, que mueven a lástima, y el estrago que en mi rostro y en mis blancos cabellos han hecho mis arrugadas manos; ¿cómo, pues, demostraré mi pena, cuando ni he expuesto en mi casa a mis hijos difuntos, ni veo los túmulos de tierra de sus sepulcros?
Estrofa 2.ª — Tú también, ¡oh mujer venerable!, diste a luz un hijo hace tiempo, y llenaste a tu esposo de alegría; ponte, ponte, pues, en mi lugar, y considera cuánto es mi dolor y mi desventura por la pérdida de los hijos a quienes di la vida; persuade al tuyo, a quien suplicamos que vaya al Ismeno y que ponga en mis manos desdichadas los cuerpos insepultos de los jóvenes que han perecido.
Antístrofa 2.ª — No como mandan los ritos, sino impelida por la necesidad, me he prosternado en tu presencia, viniendo a suplicarte ante las aras de los dioses que reciben el fuego; justo es nuestro ruego, y tú, en cierto modo, ya que eres afortunada, puedes inclinar a tu hijo a que remedie mi desventura. Sufriendo males lamentables, yo, infeliz suplicante, te pido que pongas a mi hijo en mis manos para abrazar sus tristes restos.
Estrofa 3.ª — Nueva lucha, nuevo llanto sucede al mío; ya resuenan las manos de mis esclavas. Id, oh vosotras las que respondéis a mis lamentos; id, compañeras de dolor a componer el coro que Hades ama; llenad de sangre vuestras mejillas; desgarrad vuestro cuerpo con vuestras blancas uñas: los honores que se tributan a los muertos glorifican a los vivos.
Antístrofa 3.ª — Siento en llorar placer insaciable y molesto; como gota que cae de elevado y húmedo peñasco es mi perenne llanto; a raudales brotan las lágrimas de los ojos de las mujeres cuando la muerte se apodera de sus hijos. ¡Ay, ay de mí! ¡Ojalá que muerta no sintiese tales dolores!
TESEO:
¿Qué sollozos he oído y qué golpes de pechos y lamentaciones fúnebres, que parecen salir de estos templos? El miedo me deja en suspenso, temiendo que a mi madre, a quien busco, ausente del palacio hace tiempo, haya sucedido alguna desgracia. ¿Qué es esto?; todo me anuncia extraños sucesos. Veo a mi anciana madre sentada junto al ara, y acompáñanla mujeres extranjeras que dan inequívocas señales de dolor: de sus ojos venerables derraman lágrimas que mueven a lástima, sus cabezas están rasuradas y su traje no es el de las sagradas fiestas. ¿Quiénes son estas mujeres, madre?; a ti te toca decirlo; a mí, oírlo; de seguro será alguna novedad.
ETRA:
Hijo, estas mujeres son las madres de los siete capitanes que murieron junto a las puertas cadmeas; con los ramos de las suplicantes me cercan y me custodian como ves, ¡oh hijo!
TESEO:
¿Y quién es ese que gime tan miserablemente a las puertas del templo?
ETRA:
Adrasto, según dicen, rey de los argivos.
TESEO:
Y los niños que le rodean, ¿son acaso sus hijos?
ETRA:
No, que son hijos de los muertos.
TESEO:
¿Por qué nos imploran con sus manos suplicantes?
ETRA:
Lo sé; pero a ellos toca decírtelo, ¡oh hijo!
TESEO:
A ti me dirijo, que estás envuelto en tu manto: habla, descubre tu cabeza y deja de llorar; nada podrás conseguir si no te explicas antes.
ADRASTO:
¡Oh Teseo!, rey del Ática, ilustre por tus victorias, suplicante vengo en tu busca y en la de tu ciudad.
TESEO:
¿En demanda de qué? ¿Cuál es tu cuita?
ADRASTO:
Conoces mi funesta expedición.
TESEO:
Sin duda no atravesaste invisible la Grecia.
ADRASTO:
Allí perdí a los próceres argivos.
TESEO:
Tales son los efectos de una guerra desdichada.
ADRASTO:
Fui a pedir esos muertos a la ciudad.
TESEO:
¿Confiabas en los heraldos de Hermes para sepultarlos?
ADRASTO:
Pero sus matadores no me lo conceden.
TESEO:
¿Y qué dicen, siendo justa tu petición?
ADRASTO:
¿Qué ha de ser? Como les favoreció la fortuna, no saben contenerse.
TESEO:
¿Has venido acaso a consultarme, o con qué objeto?
ADRASTO:
Solo ansío, ¡oh Teseo!, que rescates a los hijos de los argivos.
TESEO:
¿Qué hizo vuestra Argos? ¿Fue vana su jactancia?
ADRASTO:
Frustrado nuestro empeño, recurrimos a ti.
TESEO:
¿Tú en particular, o en representación de los ciudadanos?
ADRASTO:
Todas las danaides te ruegan suplicantes que entierres a los muertos.
TESEO:
¿Por qué llevaste a Tebas siete carros?
ADRASTO:
Cumpliendo este deber en beneficio de mis dos yernos.
TESEO:
¿Con qué ciudadanos de Argos casaste a tus hijas?
ADRASTO:
Mi familia no ha contraído alianza con ninguno de ellos.
TESEO:
¿Pero diste a extranjeros esas doncellas argivas?
ADRASTO:
A Tideo y a Polinices, oriundo de Tebas.
TESEO:
¿Qué motivo te indujo a emparentar con ellos?
ADRASTO:
Los oscuros enigmas de Febo.
TESEO:
Pero ¿qué dijo Apolo aludiendo al casamiento de tus hijas?
ADRASTO:
Que las casase con el jabalí y el león.
TESEO:
¿Y cómo entendiste los oráculos del dios?
ADRASTO:
Al venir de noche a mi palacio desterrados...
TESEO:
¿Quién y quién?, di: hablaste de dos a un tiempo.
ADRASTO:
Tideo y Polinices, que se pelearon entre sí.
TESEO:
¿Y les diste tus hijas, como si fuesen fieras?
ADRASTO:
Semejante fue su combate al de dos fieras.
TESEO:
¿Cómo vinieron, dejando su patria?
ADRASTO:
Tideo vino de la suya por haber dado muerte a uno de sus parientes.
TESEO:
¿Y cómo vino el hijo de Edipo, abandonando a Tebas?
ADRASTO:
A causa de las maldiciones de su padre, para no matar a su hermano.
TESEO:
Prudente fue, en verdad, el destierro voluntario de que hablas.
ADRASTO:
Pero los que permanecieron en su patria obraron injustamente en su ausencia.
TESEO:
¿Acaso su hermano le usurpó su patrimonio?
ADRASTO:
Salí para castigarlo, y así me arruiné.
TESEO:
¿Consultaste a los adivinos y examinaste las llamas de las víctimas?
ADRASTO:
¡Ay de mí, adivinaste mi mayor pecado!
TESEO:
Según parece, no fuiste a la guerra contando con la protección de los dioses.
ADRASTO:
Lo que es peor, fui a ella contra la voluntad de Anfiarao.
TESEO:
¿Y cómo hiciste tan poco aprecio de la protección de los dioses?
ADRASTO:
Aturdiome el tumulto que promovieron los jóvenes.
TESEO:
Hiciste lo que te aconsejaba la audacia, no la prudencia, causa de la perdición de muchos generales.
ADRASTO:
Pero, ¡oh tú, rey de Atenas, el más fuerte de los griegos: aunque me sonroje, caeré en tierra abrazando con mis manos tus rodillas! Y aunque me acuerde de mis blancos cabellos y de que fui rey feliz en otro tiempo, véome obligado a ceder a la desgracia: ruégote, pues, que me entregues esos muertos; compadécete de mis males y de estas madres de hijos ya difuntos, también ancianas, huérfanas de canos cabellos. Tuvieron valor para venir aquí y andar a pie el camino, moviendo a lástima sus trémulos pasos; triste embajada, no para tomar parte en las ceremonias de Deméter, sino para sepultar muertos, cuando debieran haberlo sido por las manos de ellos, y mucho menos celebrar en su honra prematuros funerales. Prudente es que el rico se acuerde de los pobres y el pobre de los ricos, para que el amor al lucro lo estimule en vez de abandonarse, y que los afortunados se apiaden de las miserias, y que el poeta escriba alegre; a no ser así, a los demás no deleitará, y sí su alma afligida; lo contrario no sería natural. Acaso dirás: «¿Por qué no acudes al país de Pélope y echas esta carga sobre los atenienses?». Yo puedo explicártelo mejor que nadie: Esparta es cruel y cauta; las demás ciudades pequeñas y débiles. Así, solo tu Atenas puede ampararme, que suele compadecerse de las desdichas ajenas, y tú la gobiernas, joven y vigoroso. Por falta de tales gobernantes perecieron muchos estados.
EL CORO:
Y yo, Teseo, uno a los suyos mis ruegos, y te suplico que te compadezcas de mis calamidades.
TESEO:
Ya traté de esto con otros, que me hablaron como tú lo haces ahora. Alguno ha dicho que los males humanos son más numerosos que los bienes. Yo, sin embargo, creo lo contrario, y que los bienes aventajan en número a los males, porque, a no ser así, no existiríamos. Alabo, pues, al dios, sea el que fuere, que nos hizo de distinta condición que la confusa y grosera de los brutos, dándonos primero la razón; después, la palabra para expresar nuestras ideas y comunicárnoslas mutuamente, y los granos por alimento, y el húmedo rocío, que baja del cielo para regar los frutos, de suerte que lo que nace de la tierra vuelve a ella y la fertiliza; y además, abrigo contra el invierno y sombra para evitar el ardor del sol, y medios de navegar para que el comercio nos suministre todo aquello con que cuenta cada país. Lo desconocido y lo que no comprendemos con claridad, examinando las llamas y las entrañas de las víctimas, lo descubren los adivinos o lo conjeturan de los augurios. ¿No somos, pues, ingratos, cuando los dioses nos han dado tales medios de vivir y no nos bastan? Pero nuestra ambición aspira a superarlos en poder, y llevados de nuestra soberbia, pretendemos ser más sabios que ellos. Tu ligereza me inclina a pensar que eres de este número, puesto que diste tus hijas a extranjeros, como si fuesen dioses, obligado por el oráculo de Febo, y empañaste el lustre de tu distinguida familia enlazándola con otras de mala fama. El hombre prudente no debe mezclar a los inocentes con los culpables, sino ganar amigos opulentos. Los dioses confunden a todos a veces, y con sus calamidades suelen perder a un tiempo al culpable con el que no lo es tanto y con el que no pecó en nada. Llevaste a tu empresa a todos los argivos, aunque los adivinos te decían a gritos los oráculos, y tú los despreciaste, sin hacer caso de los dioses, y te dejaste arrastrar de tu violencia, y perdiste a tu ciudad, seducido por jóvenes, los cuales, como solo ansían honores, apetecen la guerra, y sin razón la fomentan, y pervierten a sus conciudadanos, uno, para ser general; otro, para satisfacer su ambición y mandar, y algunos, para adquirir riquezas, sin acordarse del daño que puede recibir el pueblo. Tres son los partidos de las ciudades: el primero, de los ricos inútiles, que siempre quieren más; el segundo, de los pobres, que carecen del sustento, vehementes en sus deseos, muy dados a la envidia, siempre prontos a herir a los ricos con sus malignos aguijones y engañados por sus malvados jefes; y el tercero, el de aquellos que están a igual distancia de ambos, que conserva los estados y defiende las leyes que la ciudad ha establecido. En vista de tales razones, ¿te debo yo auxiliar? ¿Cómo podré defenderme? Vete, pues, y sufre las consecuencias de tu mal consejo, no sea que tu mala fortuna nos contagie.
EL CORO:
Erró Adrasto, pero merece el perdón; arrastráronlo sus fogosos yernos.
ADRASTO:
Nunca te elegí para juez de mis males, sino que recurrimos a ti, ¡oh rey!, para que los remediaras; ni aun admitiendo que yo no obrara bien, tú no me has de reprender y castigar, sino solo socorrerme. Si no quieres hacerlo, no me queda otro recurso que obedecerte; ¿qué he de hacer, pues? Vamos, ancianas, marchaos dejando aquí la verde hoja de los ramos, ceñida de lana, y poned por testigos a los dioses, a la Tierra, a Deméter, diosa flamígera, y a la luz del Sol de que han sido inútiles las súplicas que les hicimos.
EL CORO:
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
el cual era hijo de Pélope, y nosotros, que somos de la tierra pelopea, tenemos la misma sangre en nuestras venas. ¿Qué haces? ¿Renegarás de tu origen y expulsarás de este territorio a ancianos, desoyendo sus justos ruegos? De ninguna manera: la fiera busca un refugio en los peñascos; el esclavo, en las aras de los dioses; y la ciudad, bamboleada por las tempestades, recurre suplicante a otra ciudad; en las cosas humanas nada hay perpetuamente feliz.
Vete, ¡oh desventurada!, del suelo sagrado de Perséfone; vete, y suplica por las rodillas que abraces con tus manos que traiga los cadáveres de mis hijos muertos, ¡oh desdichada de mí!, a quienes perdí en la flor de sus años bajo las murallas cadmeas.
¡Ay de mí! Coged mis trémulas manos, levantadme, llevadme, enderezad a esta desventurada. Suplícote por tu barba, ¡oh tú, muy querido!, ¡oh tú, el más ilustre de los griegos!, prosternándome a tus rodillas y delante de tu mano, ¡ay de mí, mísera!, que por mis hijos te apiades de mis súplicas, ya que como fugitiva doy flébil, flébil lamento, y te ruego con todas mis veras, ¡oh hijo!, que no dejes insepultos en la tierra de Cadmo, para servir a las fieras de juguete, a los que son de tu misma edad.
Mira las lágrimas que cubren mis párpados y cómo caigo a tus rodillas, para que sepultes a mis hijos.
TESEO:
Madre, ¿por qué lloras, cubriendo tus ojos con el sutil manto? ¿Acaso te compadeces de las lamentables querellas de estas mujeres? A mí también me han conmovido. Levanta tu blanca cabeza, no derrames lágrimas, sentada ante los sagrados hogares de Deméter.
ETRA:
¡Ay, ay de mí!
TESEO:
Tú no debes gemir por estos males.
ETRA:
¡Oh mujeres desdichadas!
TESEO:
Tú no eres una de ellas.
ETRA:
¿Diré algo, ¡oh hijo!, que pueda redundar en tu honor y en el de la ciudad?
TESEO:
Habla, que las mujeres suelen dar muchas veces sabios consejos.
ETRA:
Pero las palabras que callo me hacen vacilar.
TESEO:
Vergonzoso es que calles lo que conviene a tus amigos.
ETRA:
Ciertamente, no callaré si después me he de arrepentir de mi silencio y calificarlo de vergonzoso; si, por temor de que sean inútiles las bellas frases de las mujeres, reservara mi honesto consejo. Ordénote, ¡oh hijo!, primeramente, que obedezcas a los dioses y que no los ofendas despreciándolos, pues podría suceder que no los veneraras ahora, aunque en lo demás fueras sabio. Nada diría de seguro mi audacia si no hubiese de favorecer a los que sufren injustamente; pero será glorioso para ti, ¡oh hijo!, y no vacilaré en aconsejártelo, que con tu poder obligues a esos hombres desalmados, que se oponen a dar a los muertos la debida sepultura y a que se les tributen los últimos honores, a llenar este deber indispensable, y a que por fuerza los refrenes en castigo del desdén que muestran en la observancia de los ritos de toda la Grecia. La guarda cuidadosa de las leyes es el sostén de los estados. Dirá alguno quizás que pudiendo ganar para tu ciudad una corona de gloria, no la logras por cobardía, y que si has luchado con un feroz jabalí, sufriendo ese trabajo poco famoso, cuando debías mostrar tu esfuerzo contra cascos y lanzas en batalla, obrabas como un villano. De ningún modo lo harás, que yo te di a luz, ¡oh hijo! ¿Acaso no ves cómo tu patria, de cuya imprudencia se burlan, mira con torvos ojos a los que de ella se mofan? Con los peligros prospera. Las ciudades ociosas que pasan en la oscuridad su existencia, oscuras también quedan cuando temen más de lo justo. ¿No socorrerás, ¡oh hijo!, a muertos y mujeres desdichadas, que necesitan ayuda? Yo nada recelo contra ti cuando vas a defender la justicia; y al ver al afortunado pueblo de Cadmo, que no vacila en probar otra vez su suerte, debes tener confianza, que Dios suele trastornarlo todo.
EL CORO:
¡Oh tú, la muy querida, bien has hablado en nuestro favor, y doble es por esto mi alegría!
TESEO:
Las palabras que pronuncié, ¡oh madre!, contra este son razonables, y ya conoces mi opinión acerca de sus proyectos insensatos; pero yo convengo también en lo que me adviertes, y que no es conforme a mis hábitos huir del peligro. Después de ejecutar muchas honrosas hazañas hasta ahora entre todos los griegos, he acostumbrado siempre castigar a los malvados. ¿Qué dirán mis enemigos cuando tú, que me engendraste y que temes por mi vida, eres la primera en encomendarme este trabajo? Iré, pues, a cumplirlo, y rescataré los cadáveres, y con mis palabras los persuadiré a que me los entreguen; si no, se decidirá la cuestión por la fuerza de las armas, si no se oponen los dioses. Deseo que así lo decrete toda la ciudad, y lo hará queriendo yo; pero si dejo al pueblo el derecho de deliberar, me será más propicio; yo le he cedido la soberanía, haciendo libre a esta ciudad y facultándola para emitir sus sufragios. Adrasto me acompañará para probar con su presencia la verdad de mis palabras, y con él me presentaré ante la multitud, y convocada la juventud ateniense, vendré aquí, y ya preparados a la guerra, enviaré mensajeros a Creonte pidiéndole los muertos. Pero quitad a mi madre, ¡oh ancianas!, las sagradas coronas, para que la lleve al palacio de Egeo de su amada mano; que el hijo que no sirve a sus padres es infeliz. Solo de esta manera recibirá a su vez de los suyos lo que haya dado a sus padres.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh Argos, abundante en caballos, mi patrio suelo; ya has oído, ya has oído estas palabras del rey, testimonio de su piedad, que serán apreciadas en su justo valor en la Argólida y en la gran región de los pelasgos!
Antístrofa 1.ª — ¡Ojalá que poniendo término a mis males, y aun algo más, me traiga los sangrientos trofeos que llenarán de gozo a mi corazón maternal, y que contraiga conmigo alianza la tierra de Ínaco, agradecida a su auxilio!
Estrofa 2.ª — Tan piadoso servicio honra a las ciudades y engendra perpetua gratitud. Pero, al fin, ¿qué decretará la ciudad en mi favor? ¿Será mi aliada y obtendremos el derecho de sepultar a nuestros hijos?
Antístrofa 2.ª — ¡Socorre a una madre, socórrela, ciudad de Palas, que no sean holladas las leyes de los hombres! Tú rindes culto a la justicia, tú castigas a los injustos y ayudas a todos los afligidos cuando sufren sin razón.
TESEO (hablando con un heraldo):
Publicar los edictos es siempre tu obligación, y así me sirves y a la ciudad también. Encamínate ahora más allá del Asopo y de las aguas del Ismeno, y habla así al venerable tirano de los cadmeos: «Teseo te pide amistosamente los cadáveres que han de sepultarse; habita un país vecino y lo reputa justo, y desea granjearse el afecto de todos los hijos de Erecteo». Y si lo conceden, vuelve; si no, añade que esperen en breve mi escuadrón de jóvenes armados de escudo. Ya el ejército se apresta al combate, y lo revisto cerca del pozo sagrado de Calícoro. Y con placer y buena voluntad se encarga la ciudad de dar cima a este trabajo, conocido mi deseo. ¡Hola! ¿Quién interrumpe mis palabras? Un heraldo tebano, según parece, aunque no estoy de ello muy seguro. Espera a ver si te libra de tu pena y con su llegada previene mis proyectos.
EL HERALDO:
¿Quién es el tirano de esta región? ¿A quién he de anunciar la embajada de Creonte, que impera en la tierra de Cadmo, muerto Etéocles por su hermano Polinices junto a las siete puertas?
TESEO:
Errado vas desde el principio de tu discurso, ¡oh extranjero!, buscando aquí a un tirano; libre es esta ciudad, y no la rige uno solo; el pueblo gobierna por medio de sus magistrados anuales, y no da el mando a los ricos: el pobre disfruta de iguales derechos.
EL HERALDO:
Ventaja nos das en esto como en el juego de dados, pues en la ciudad que me manda, uno solo gobierna, no la muchedumbre, ni hay quien la llene de orgullo con vanos discursos, atentos solo a su interés personal, mientras otros la distraen indebidamente, y quien era grato ha poco y gozaba de mucho favor después la ofenda, y empleando nuevas calumnias para paliar sus anteriores faltas, evite su castigo. ¿Cómo, de otra manera, no apreciando bien el pueblo la razón, podrá gobernar la ciudad? La calma vale más que la precipitación. Pero el pobre rústico, aunque no sea ignorante, ocupado en su trabajo, no podrá atender al bien público. Y sin duda perjudicará a los de más valía que un malvado consiga las primeras dignidades, embaucando al pueblo con sus discursos, cuando antes no era nada.
TESEO:
Ingenioso es este heraldo, y hace gala de su elocuencia cuando la ocasión se presenta. Pero ya que concluiste tu arenga, oye: tú has iniciado esta cuestión; nada hay más dañoso para un estado que un tirano. En primer lugar, no hay leyes comunes; uno solo manda; en sus manos está la balanza de la justicia, y ya no es igual a los demás. Pero con legislación escrita, el pobre y el rico tienen iguales derechos, y es lícito a los indigentes echar en cara sus faltas a los más poderosos cuando no es buena su fama, y el inferior vence al superior teniendo razón. He aquí la libertad: «¿Quién quiere proponer públicamente lo que haya pensado en utilidad de la república?». Y el que mira por su bien adquiere gloria, y el que no, se calla. ¿Qué será más provechoso a la ciudad? Y seguramente en donde el pueblo es soberano se deleita con los ciudadanos esforzados que aparecen; pero el tirano es su mayor enemigo, y mata a los que lo aventajan en prudencia por el miedo que lo infunde su propia tiranía. ¿Cómo puede estar segura una ciudad si alguno, como a espiga en el prado de primavera, arranca los ciudadanos osados y siega a los jóvenes? ¿De qué sirve adquirir riquezas y dar a los hijos el sustento para que sea más opulenta la vida del tirano? ¿A qué educar con cuidado a las hijas vírgenes, grato deleite para el tirano y lágrimas para sus padres si él las quiere? Que yo no viva más si mis hijas se han de casar a la fuerza. Y así contesto a cuanto has dicho. ¿Qué has venido a pedir aquí? A llorar hubieses venido, ya que tanto hablas de más, si tu sagrado carácter no te salvase; porque el mensajero, dicho lo que se le encargare, debe volverse cuanto antes. Advierte a Creonte que en adelante no envíe a Atenas heraldos tan charlatanes como tú.
EL CORO:
¡Ay, ay! Cuando la fortuna favorece a los malvados, ¡cuán insolentes los hace, como si hubiesen de ser siempre felices!
EL HERALDO:
Hablaré ya: de nuestra cuestión puedes creer lo que has dicho, y yo lo contrario. Yo y todo el pueblo tebano te prohibimos que des asilo a Adrasto en este país, y si está aquí, que lo expulses antes que el dios oculte su cabellera, sin hacer caso del religioso respeto que puedan merecer estos suplicantes, ni te traigas los muertos por fuerza, puesto que nada te interesa de lo que sucede en Argos. Y si me obedecieres, gobernarás tu ciudad sin contratiempo; pero si no, tendremos guerra contigo y tus aliados. Reflexiona, pues, y sin enfurecerte al oír mis palabras, como gobernante que eres de una ciudad libre, no me respondas con soberbia, y no habrá necesidad de apelar a la violencia. La excesiva confianza es el mayor enemigo del hombre, y ha llevado la desolación a muchas ciudades, llenando de orgullo los ánimos. Cuando se ha de decidir la guerra por los sufragios, nadie piensa en su muerte, sino en la de los demás; pero si la tuviesen delante de los ojos al dar su voto, jamás la Grecia furiosa padecería tales desdichas. Y, sin embargo, todos los hombres conocemos lo mejor y distinguimos los bienes de los males, y preferimos la paz a la guerra; porque la primera es muy agradable a las Musas y enemiga de las lágrimas, y goza con abundante y alegre descendencia, y disfruta de las riquezas. Y sin hacer caso de estos beneficios por nuestra maldad, emprendemos la lucha, y al que puede menos lo reducimos a la servidumbre de otro hombre, y hacemos a una ciudad esclava de otra. Tú quieres servir a enemigos y a muertos, sepultándolos y cuidando de ellos cuando su sinrazón los perdió. En tu concepto, pues, no cayó justamente de las escalas derechas el cuerpo de Capaneo, abrasado por el rayo al arrimarlas a las puertas, jurando que arrasaría la ciudad, ya le fuesen propicios los dioses, ya adversos; ni el abismo se tragó justamente al augur, sepultándolo en sus simas con su carro de cuatro caballos, ni los demás capitanes yacen justamente junto a las puertas, aplastados por los peñascos las junturas de sus huesos. O te jactas de saber más que Zeus, o confiesas que los dioses pierden a los malos. Conviene que los sabios amen primero a sus hijos, y después a sus parientes y a la patria, a la cual se debe favorecer, no dañar. Peligroso es un capitán temerario, y el que gobierna la nave es sabio si permanece tranquilo cuando la ocasión lo pide, y tanto más cuanto la prudencia es también la verdadera fortaleza.
EL CORO:
Bastaba que Zeus fuese el vengador de la injusticia; vosotros no debíais ser insolentes.
ADRASTO:
¡Oh, tú, malvado como ninguno!
TESEO:
Calla, Adrasto; refrena tu lengua, no hables antes que yo; este heraldo no viene a buscarte a ti, sino a mí; luego yo debo replicarle. Y primero responderé a lo que primero dijiste. No reconozco a Creonte como a mi señor, ni sé que su poder alcance a obligar a Atenas a hacer lo que desea. ¡Bien andaría la república si él nos mandase! Yo no soy, no, quien declara la guerra, puesto que no fui con ellos a la tierra de Cadmo; pero sí creo justo sepultar los cadáveres de los que en ella murieron, sin ofender por eso a la ciudad, ni trabar con los hombres mortales combates solo por guardar una ley común a toda la Grecia. ¿Cuál de estos propósitos no es justo? Si sufristeis males de los argivos, muertos están; con gloria vuestra y con deshonra suya castigasteis a vuestros enemigos y os vengasteis plenamente. Dejad, pues, que la tierra cubra a los muertos; que vuelva a cada parte lo que vivió, el espíritu al éter, el cuerpo a nuestra madre común; no lo poseemos en propiedad sino mientras en él reside la vida, y la tierra que lo alimentó debe después recuperarlo. ¿Crees acaso que Argos recibirá daño si no dejas sepultarlos? De ninguna manera: toda la Grecia se encargará de obligaros a ello, como siempre que se defrauda a los muertos en lo que se les debe, y se les retiene insepultos; si vuestra ley se aprueba, infundirá cobardía en los fuertes. ¿Has venido aquí a hacerme atroces amenazas, y teméis a los muertos si los cubre la tierra? ¿Qué receláis acaso, que los sepultados arruinen a Tebas? ¿Que enterrados engendren hijos de quienes os venga el castigo? Inútil alarde has hecho de tu lengua, mostrando vano o infundado temor. No os olvidéis, ¡oh necios!, de la suerte miserable de los hombres; una lucha es nuestra vida: de los mortales, los unos son ahora afortunados, otros lo serán después, otros lo han sido antes. Inconstante es la fortuna: hónrala el desdichado para que se le muestre propicia, y el feliz la ensalza cuanto puede, temeroso de que su aura le abandone. Conocido esto, debemos resignarnos si no es grave su injuria, y sufrirla si no perjudica al estado. ¿Cómo, pues, lo lograremos? Concedednos que sepultemos a los muertos, que solo la piedad nos guía, o pronto os arrepentiréis. Decidido estoy a ir allá y sepultarlos a la fuerza. Jamás dirán los griegos que caen en desuso antiguas leyes de los dioses, hoy vigentes para mí y para la ciudad de Pandión.
EL CORO:
Confía en tu piedad; rinde culto al astro de la Justicia, y evitarás la reprobación de muchos hombres.
EL HERALDO:
¿Quieres que resuma en pocas palabras mi réplica?
TESEO:
Hazlo, si gustas; nada tienes de taciturno.
EL HERALDO:
Jamás sacarás de nuestros campos a los hijos de los argivos.
TESEO:
Y a tu vez, óyeme ahora, si te place.
EL HERALDO:
Te oiré; conviene que alternemos.
TESEO:
Sepultaré los cadáveres, y antes me los llevaré de la tierra asopia.
EL HERALDO:
Has de probar primero la suerte de las armas.
TESEO:
Otros muchos trabajos he sufrido ya.
EL HERALDO:
¿Te engendró acaso tu padre para resistir a todos?
TESEO:
A los malos, sí; a los buenos no los castigamos.
EL HERALDO:
Tú y tu ciudad acostumbráis a arriesgaros a menudo sin necesidad.
TESEO:
Pero así y todo es también muy feliz.
EL HERALDO:
Ven, pues, para que la lanza tebana te cautive junto a la ciudad.
TESEO:
¿Y habrá algún guerrero esforzado, hijo del dragón?
EL HERALDO:
Lo sabrás con tu daño; eres todavía demasiado fogoso.
TESEO:
No podrán encolerizarme tus palabras soberbias. Pero aléjate de aquí, mensajero de vanas frases; nada conseguimos hablando. Conviene que se encaminen a la tierra cadmea todos los armígeros infantes, los que manejan los carros y los sendos caballos enjaezados que destilan espuma de su boca. Yo mismo me presentaré ante las siete puertas de Cadmo, llevando en mi mano el afilado acero, y seré también heraldo. Mándote, ¡oh Adrasto!, que no salgas de aquí para que no me contagie tu mala fortuna, que con la mía capitanearé esforzadas huestes que me llenarán de gloria. Solo me falta que me ayuden todos los dioses defensores de la justicia. Solo así ganaré la victoria, que el valor de nada sirve a los hombres si algún dios no los favorece.
EL SEMICORO A:
¡Oh madres desventuradas de infelices capitanes! ¿Cómo el pálido miedo penetra en mis entrañas?
EL SEMICORO B:
¿Qué nueva voz pronuncias?
EL SEMICORO A:
¿En dónde se junta el pueblo de Palas?
EL SEMICORO B:
¿Has dicho que lo decidirán las armas, o negociaciones pacíficas?
EL SEMICORO A:
Mejor sería lo último; pero si las matanzas de Ares, si los combates, si los golpes y heridas de quienes pelean se repiten otra vez, ¡oh desventurada!, ¿qué dirán de mí, señalándome como causa de todo?
EL SEMICORO B:
¡Y si alguna vuelta de la fortuna derriba al que se ha ilustrado con gloriosas hazañas! Esta confianza me sostiene.
EL SEMICORO A:
Tú dices que los dioses son justos.
EL SEMICORO B:
¿Quiénes sino estos deciden de la suerte de los hombres?
EL SEMICORO A:
De distinta manera afectan sus decretos a los mortales.
EL SEMICORO B:
Mátate tu antiguo miedo: la venganza evoca a la venganza; la sangre, a la sangre también; los dioses consuelan a los hombres en sus males, puesto que en sus manos está el éxito de todo.
EL SEMICORO A:
¿Cómo llegaremos a los campos de bellas torres, dejando las aguas de la diosa de Calícoro?
EL SEMICORO B:
¡Ojalá que algún dios me diese alas para llegar a la ciudad situada entre dos ríos! Conocerías, sí, conocerías, sin duda, la fortuna que aguarda a tus amigos.
EL SEMICORO A:
Desconocida es todavía la suerte reservada al valeroso príncipe de esta tierra.
EL SEMICORO B:
Invoquemos otra vez a los dioses que invocamos, que en estos pongo mi principal esperanza para librarme de mis temores.
EL SEMICORO A:
¡Oh Zeus, esposo de nuestra antigua madre, de la tierna hija de Ínaco! Protege a los atenienses. Favoréceme.
EL SEMICORO B:
Dame, dame los que fueron tu gloria, los que destinaste a habitar en la ciudad y padecen grave injuria para que yo los lleve a la pira.
EL MENSAJERO:
Vengo, ¡oh mujeres!, a anunciaros alegres nuevas, habiéndome salvado (hiciéronme prisionero en la batalla, junto al río Dirceo, en donde pelearon los escuadrones de los siete capitanes muertos), y a contaros la victoria ganada por Teseo. No te molestaré con largo discurso: yo era esclavo de Capaneo, a quien Zeus abrasó con ardiente rayo.
EL CORO:
¡Oh tú, el muy querido, grata me es tu vuelta y lo que refieres de Teseo! Si está en salvo el ejército de los atenienses, me regocijará cuanto digas.
EL MENSAJERO:
En salvo, y todo se ha hecho como Adrasto debió hacerlo con los argivos que llevó del Ínaco contra la ciudad de los cadmeos.
EL CORO:
¿Cómo el hijo de Teseo y sus compañeros de armas erigieron los trofeos a Zeus? Dilo, que ya que lo presenciaste, alegrarás, refiriéndolo, a los que no lo vieron.
EL MENSAJERO:
Brillante rayo del sol, presagio favorable, alumbraba a la tierra; yo lo observaba todo junto a la puerta Electra desde una torre elevada que dominaba a la llanura. Vi las tres filas de los tres cuerpos de ejército, y la multitud de guerreros de pesadas armas que se extendía por las alturas próximas al Ismeno, como se había dicho, y al mismo rey, al ínclito hijo de Egeo, y a los habitantes de la antigua Cecropia, que lo acompañaban en el ala derecha; en la izquierda los paralios armados de lanza, junto a la misma fuente de Ares, y el escuadrón de caballería a los flancos del ejército, distribuido en partes iguales, y los carros más allá del sepulcro sagrado de Anfión. El pueblo de Cadmo se extendía delante de las murallas, y a su retaguardia yacían los cadáveres, causa de la batalla, y la caballería tebana enfrente de la ateniense, y los carros enfrente de los carros de cuatro corceles. Entonces el heraldo de Teseo habló así: «Callad, pueblos; callad, tropas tebanas, y oíd: venimos a pedir los cadáveres para sepultarlos, como manda una ley que se observa en toda la Grecia, y sin ánimo de derramar sangre». Y Creonte nada respondió, permaneciendo armado en silencio; pero los que guiaban los carros de cuatro caballos comenzaron después la pelea, y en su primer ímpetu rompieron las filas de los carros enemigos, mientras desde estos peleaban los soldados esgrimiendo el acero, y dando lugar a que retrocedieran los caballos para combatir otra vez con los armados de lanzas. Viendo Forbas, capitán de la caballería ateniense, la confusión que habían producido los carros, el ataque de la caballería cadmea tomó parte en el combate con sus tropas, que alternativamente vencían y eran vencidas. Yo, que lo he visto con estos ojos, y no oído de otros (en el mismo lugar en donde peleaban los carros, y los soldados que en ellos iban), y los infinitos horrores que se sucedían, no sé por dónde empezar, si por el polvo tan espeso que llegaba al cielo, o por los que eran arrastrados en todos sentidos, envueltos en las riendas, mientras la sangre corría, ya cayendo los unos, ya precipitados con violencia los otros de cabeza cuando los carros se rompían, y expirando entre sus destrozados restos. Al observar Creonte que la caballería ateniense venía, se adelantó embrazando el clípeo antes que se desanimaran sus soldados. Ni Teseo anduvo tampoco ocioso, saliéndole al encuentro con sus brillantes soldados; trabaron, pues, la batalla, y los enemigos mataban mezclados con sus adversarios, y morían a sus manos, y se animaban con grandes clamores. «Herid, resistid a los hijos de Erecteo con vuestra fuerte lanza». El ejército de los descendientes del dragón peleaba con valor, y cejaba nuestra ala izquierda; pero al mismo tiempo vencía la derecha a la contraria, y era igual la batalla. Teseo, mientras tanto, ganaba nuevos lauros, y no solo estuvo en donde los suyos derrotaron a sus enemigos, sino que acudió al socorro del ala que cedía. Dio un grito espantoso, que repitieron los ecos: «¡Oh hijos!, si no resistís con vuestros pechos a la enhiesta lanza de estos espartos, perece la ciudad de Palas». Y así inspiró nuevo aliento a los hijos de Cránao. Y empuñó la clava formidable de Epidauro, y la esgrimió a una y otra parte; separaba los cuellos de los troncos y aplastaba las cabezas cubiertas de cascos, derrotándolos al fin. Yo grité también entonces, salté de gozo y aplaudí mientras se dirigían hacia las puertas. En la ciudad se oían clamores y alaridos de jóvenes y ancianos, y el terror llenaba los templos. Teseo, que hubiera podido entrar en ella, contuvo a su gente, asegurando que no venía a asaltarla, sino solo a pedir los cadáveres. Así debe ser el capitán que vaya al frente de las tropas: valiente en el peligro y poco amigo de dejarse llevar de la insolencia del populacho, porque este, intentando subir las últimas gradas de la escala, cuando la fortuna le favorece, suele perder la felicidad, de que en otro caso disfrutaría.
EL CORO:
Yo, ahora, que veo este día inesperado, creo en los dioses, y siento menos mis desdichas al recordar el castigo que han sufrido.
ADRASTO:
¡Oh Zeus! ¿Por qué se llaman sabios los míseros mortales? De tu voluntad dependemos, y cumplirla es nuestro destino. Estrechos nos encontrábamos en Argos, y éramos muchos jóvenes y de robusto brazo; y cuando Etéocles quiso transigir, no aceptamos, y después perecimos. Él, afortunado entonces, como el pobre que se ve rico de repente, se llenó de orgullo para que no quedase impune el necio pueblo de Cadmo, y perdió la batalla. ¡Oh vanos mortales, que, como el que tiende el arco más de lo justo, sufrís con razón tristes males y no hacéis caso de los que os aman, sino solo de la fortuna, y vosotras, ciudades, que pudiendo evitar pacíficamente vuestra ruina resolvéis vuestras cuestiones derramando ríos de sangre! Pero ¿a qué viene esto? Quiero saber ahora cómo te has salvado; después preguntaré lo restante.
EL MENSAJERO:
Cuando el tumulto que ocasionó la batalla alborotó a la ciudad, me escapé por la puerta por donde entraba el ejército.
ADRASTO:
¿Recuperasteis acaso los cadáveres causa del combate?
EL MENSAJERO:
Sí; los de los capitanes de las siete ínclitas cohortes.
ADRASTO:
¿Qué dices? ¿Y los demás muertos?
EL MENSAJERO:
Han sido enterrados en los valles del Citerón.
ADRASTO:
¿Del lado allá o del lado acá? ¿Quién los enterró?
EL MENSAJERO:
Teseo, junto al umbroso peñasco de Eleuterís.
ADRASTO:
¿Y en dónde ha dejado los muertos no enterrados?
EL MENSAJERO:
Cerca; que cerca está cuanto se hace con actividad.
ADRASTO:
Sin duda indignos esclavos los han sacado de entre los muertos.
EL MENSAJERO:
Ningún esclavo tomó parte en este trabajo.
ADRASTO:
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
EL MENSAJERO:
Así habrías hablado si hubieras sido testigo de los cuidados que Teseo prodigó a los muertos.
ADRASTO:
¿Él mismo lavó los cadáveres de esos desventurados llenos de sangre?
EL MENSAJERO:
Y preparó los lechos mortuorios y cubrió sus cuerpos.
ADRASTO:
Importante era este deber y no exento de humillación.
EL MENSAJERO:
¿Qué humillación cabe en los males humanos comunes a todos?
ADRASTO:
¡Ay de mí! ¡Cuánto mejor hubiese querido morir con ellos!
EL MENSAJERO:
En vano lloras y haces derramar lágrimas a estas desventuradas.
ADRASTO:
Ellas son, al contrario, las que me enseñan a hacerlo. Pero vamos, levantaré mis manos, saliendo al encuentro de los muertos, y cantaré a sus manes triste canción invocando a mis amigos, privado de los cuales vegeto en triste soledad; daño irreparable para los mortales es perder la vida, que recobrar lo demás es posible.
EL CORO:
Estrofa 1.ª — Nuevas alegres en parte, en parte tristes; los honores de la victoria duplican la fama de la ciudad y de sus capitanes; amargo será para mi ver a mis hijos muertos, y sin embargo, grato espectáculo alcanzar este día venturoso, aunque sufra al mismo tiempo el mayor de los dolores.
Antístrofa 1.ª — ¡Ojalá que el viejo padre de los días me hubiese conservado perpetuamente libre de los conyugales lazos! ¿Qué necesidad tenía yo de hijos? Si no me hubiese casado, nunca podría esperar tan horrible calamidad; ahora soy víctima de manifiesta desdicha sin mis hijos muy amados. Pero he aquí sus cuerpos sin vida. ¡Cuánta es mi desventura! ¡Ojalá que con ellos muera, bajando a la común morada de Hades!
ADRASTO:
Estrofa 2.ª — Gemid, ¡oh madres!, por los muertos que han de ir debajo de la tierra; responded a mis lamentos.
EL CORO:
¡Oh hijos! ¡Oh amargo nombre de madre, yo te hablo, y muerto no me oyes!
ADRASTO:
¡Ay, ay de mí!
EL CORO:
¡Ay de mis males!
ADRASTO:
¡Ah, ah!
EL CORO:
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
ADRASTO:
¡Ay de mí! ¡Cuánto hemos sufrido!
EL CORO:
Las más espantosas calamidades.
ADRASTO:
¡Oh ciudad argiva! ¿No te apiadas de mi destino?
EL CORO:
¡Mírame también huérfana de mis hijos!
ADRASTO:
Acercad los cuerpos llenos de sangre de estos desventurados, que ni merecían la muerte ni han perecido a manos de dignos adversarios en medio del combate.
EL CORO:
Dádmelos, que yo los estreche y en mis brazos los sustente.
ADRASTO:
Ya los tienes, ya los tienes en tus brazos.
EL CORO:
¡Carga bastante pesada es la de mis dolores!
ADRASTO:
¡Ay, ay de mí!
EL CORO:
Pero hablas con madres.
ADRASTO:
Vosotras me oís.
EL CORO:
Gimes por nuestros males comunes.
ADRASTO:
¡Ojalá que las tropas tebanas me hubiesen dado muerte entre el polvo!
EL CORO:
¡Ojalá que nunca hubiese dormido al lado de mi esposo!
ADRASTO:
¡Contemplad este piélago de desdichas, madres desventuradas que habéis perdido vuestros hijos!
EL CORO:
¡Con las uñas nos hemos lacerado, y sobre nuestras cabezas hemos derramado las cenizas!
ADRASTO:
¡Ay, ay de mí, ay de mí! ¡Que a mí solo me trague la tierra, que la tempestad me despedace, que el rayo de Zeus me hiera!
EL CORO:
Asististe a tristes nupcias, y funesto fue el oráculo de Apolo; el genio maléfico de Edipo, abandonando su palacio, ha venido a hacerte la guerra sembrando lágrimas.
TESEO:
Deseaba interrogaros cuando os lamentabais delante del ejército; pero dejémoslo ahora, aunque os interese, y preguntemos a Adrasto. Dime, ¿por qué estos mortales se hacen ilustres por su fortaleza? Responde tú, más sabio que estos jóvenes y hombre de experiencia. He admirado sus hazañas, superiores a toda expresión, en virtud de las cuales esperaban apoderarse de la ciudad. Nada diré para no excitar la risa, ni para averiguar con cuál ha peleado cada uno en el campo de batalla, ni la lanza enemiga que los ha herido. Vanas son las palabras de los que escuchan y del que cuenta, si después de asistir a la pelea y de contemplar espeso bosque de lanzas se quiere referir quién ha sido valiente. Ni yo lo preguntaría, ni daría crédito a los que se atreviesen a narrarlo, porque estando enfrente del enemigo apenas se puede ver lo que más nos interesa.
ADRASTO:
Óyeme, pues; no contraríes mi voluntad permitiéndome alabar a amigos de quienes solo diré lo que sea justo y verdadero. ¿No ves a aquel a quien atravesó el instantáneo dardo de Zeus? Ese es Capaneo, que disfrutaba de opulentas riquezas, aunque sin insolencia ni más orgullo que un pobre, y huía de los que se jactan de sentarse a mesa abundante y desprecian la frugalidad; en su concepto, la virtud no era la glotonería, sino contentarse con el sustento necesario. Amigo leal de sus amigos, presentes y ausentes (cuyo linaje de hombres no es, en verdad, numeroso), de costumbres sencillas, afable lenguaje y fiel a sus promesas, ya las hiciese a siervos, ya a ciudadanos. El segundo es Etéocles, también bondadoso como pocos, joven, con escasa fortuna, y, sin embargo, obtuvo en Argos muchos honores. A menudo le ofrecieron oro sus amigos, y no lo aceptó para no esclavizarse por dinero. Odiaba a los malos, no a la república, porque no debe culparse a esta si no tiene buena fama porque no es bueno quien la gobierna. El tercero fue Hipomedonte, que no se consagró desde niño a los placeres de las Musas ni a vivir muellemente; habitaba en el campo, y agradábanlo los ejercicios corporales y las empresas arriesgadas, la caza, los caballos, tirar el arco, y deseaba servir a su patria con su esfuerzo. El otro el niño Partenopeo, hijo de la cazadora Atalanta, de bellísima forma, nacido en la Arcadia, aun cuando después vino a las orillas del Ínaco y se educó como extranjero en Argos; a nadie molestaba ni excitó la envidia de los ciudadanos, ni le gustaban las disputas, defecto intolerable así en el ciudadano como en el extranjero; formaba humildemente en las filas como si fuese argivo, defendía su territorio cuando era menester; si la ciudad prosperaba era grande su alegría, y grande su tristeza si recibía daño; y aunque tuvo muchas amantes y no pocas que se enamoraron de él, nunca faltó en nada. En pocas palabras haré la mayor alabanza de Tideo: no era claro en su lenguaje, sino esforzado sofista en las armas y muy perito en bélicas estratagemas. Inferior en prudencia a su hermano Meleagro, alcanzó igual renombre en el arte de la guerra y mucha pericia militar: ánimo ávido de gloria, ingenio fecundo en obras, no así en el decir. No te admires, pues, ¡oh Teseo!, recordando mis palabras, que osaran arrostrar la muerte delante de las torres. La buena educación es madre del pundonor, y el hombre que acostumbra a bien obrar se sonroja de aparecer malo. La fortaleza puede enseñarse si desde niño se aprende a decir y a oír lo que no se conoce, y lo que se ha aprendido se conserva hasta la vejez. Así, educad bien a vuestros hijos.
EL CORO:
¡Oh hijo!, te crié desventurado, y te llevé en mis entrañas, y sufrí por ti los dolores del parto; y ahora se lleva Hades el fruto de mis míseros cuidados; yo, desdichada, no tendré en mi vejez hijo que me sustente.
TESEO:
Al noble hijo de Oicleo, arrebatado en vida por los dioses a los ocultos senos de la tierra con su cuadriga, lo han colmado de claras alabanzas; y si alabamos al hijo de Edipo, a Polinices, no mentiremos; me dio hospitalidad antes de dejar la ciudad de Cadmo, y dejome pasar a Argos en destierro voluntario. Pero ¿sabes lo que desearía hacer de estos?
ADRASTO:
No lo sé; pero obedeceré tus órdenes.
TESEO:
A Capaneo, herido por el rayo de Zeus...
ADRASTO:
¿Quieres quemarlo aparte como cadáver sagrado?
TESEO:
Seguramente, y a todos los demás en una misma pira.
ADRASTO:
¿Y en dónde edificarás en su honor un monumento separado de los otros?
TESEO:
Cerca de este palacio se levantará su sepulcro.
ADRASTO:
De esto cuidarán los siervos.
TESEO:
Y nosotros de los demás; vayan delante los que llevan los cadáveres.
ADRASTO:
Id cerca de vuestros hijos, madres desdichadas.
TESEO:
De ningún modo, ¡oh Adrasto!, debe hacerse lo que dices.
ADRASTO:
¿Por qué no ha de ser conveniente que las madres toquen a sus hijos?
TESEO:
Morirán si los ven desfigurados; horrible espectáculo ofrecen los cadáveres a poco de expirar. ¿A qué, pues, os ruego, queréis aumentar su dolor?
ADRASTO:
Ya me convences. Es menester que os quedéis aquí; tiene razón Teseo. Después que los hayamos puesto en la pira, acompañaréis sus restos. ¡Oh, míseros mortales!, ¿a qué aprestáis las lanzas para ruina vuestra? Deteneos; descansad de vuestros trabajos, y tranquilos conservad vuestras ciudades en compañía de otros también pacíficos. Breve es la vida, y debemos pasarla lo más agradablemente que se pueda, no con penas.
EL CORO:
Estrofa. — Ya no feliz con mis hijos, ya no dichosa con mi prole, ni puedo participar de la ventura de las madres argivas, ni nos saludará Artemisa, que asiste a las que sufren los dolores del parto, huérfanas de los nuestros. Miserable es mi vida; como a vaga nube, impéleme airado viento.
Antístrofa. — Nosotras, siete madres desdichadas, dimos a luz siete hijos, los más ilustres de los argivos, y ahora, sin ellos, envejezco víctima de tristísima suerte, y ni me cuentan entre los muertos ni entre los vivos, sufriendo en la orfandad una acerba fortuna.
Epodo. — Lágrimas solo quedan para mí, desventurada: yacen en mi casa, como recuerdos de mi hijo, lúgubres cabellos cortados, tristes coronas y las libaciones que se hacen a los muertos; cantos que no agradan a Apolo, de dorada cabellera, y al rayar el día lloraré mi infortunio, y mis lágrimas humedecerán el manto que cubre mi pecho. Pero ya veo el último lecho de Capaneo y el sagrado túmulo, y fuera de los atrios las ofrendas que Teseo consagra a los muertos, y a Evadne, que se acerca, ínclita esposa del que pereció herido por el rayo, e hija del rey Ifis. Pero ¿por qué se detiene en ese peñasco elevado que domina a este palacio después de andar esta senda?
EVADNE:
¿Qué luz, qué resplandor derramó el sol con su carro cual la luna por el cielo, precedida en las tinieblas de ligeras ninfas que llevaban antorchas, cuando en mis suntuosas nupcias la ciudad argiva cantó mi epitalamio deseándome la dicha, y a mi esposo, el guerrero Capaneo? Desolada, vengo de mi palacio buscando las llamas y su sepulcro, para acabar en el palacio de Hades mi trabajosa vida y mis eternos dolores. Dulcísima es la muerte, y perecer con los que amamos si Dios lo decreta.
EL CORO:
Tú ves esta pira, tesoro de Zeus, cerca de la cual estás, en donde yace tu marido herido por el rayo.
EVADNE:
Ya veo el término de mi carrera; en él estoy ahora; la fortuna dirige mis pasos. Me precipitaré desde aquí para probar mi honesta fama saltando en el fuego desde esta roca; y confundiendo en la ardiente llama mi amado cuerpo con el de mi esposo, mis miembros yacerán junto a los suyos, y descenderé al tálamo de Perséfone; fiel te seré también bajo la tierra, ya que has muerto. Adiós, luz; adiós, bodas. ¡Ojalá que mis hijos contraigan en Argos legítimo himeneo, y que casto compañero acompañe en su lecho a mi noble hija!
EL CORO:
Mira a tu padre, el anciano Ifis, que se acerca a saber tristes nuevas; dolor sentirá al escucharlas; y más le valiera no oírlas.
IFIS:
¡Oh desventurada, y yo también, mísero anciano! Vengo llorando dos desgracias de mi familia: la muerte de mi hijo Etéocles por la lanza tebana, que volverá a su patria sin vida, y la desaparición de mi hija, la esposa de Capaneo, que salió precipitadamente de su palacio, anhelando morir con su esposo, Guardábala antes en él; pero aprovechose de un leve descuido, hijo de los malos presentes, y pudo escaparse. Presumí que estuviera aquí: decídmelo vosotras si lo sabéis.
EVADNE:
¿Por qué interrogas a estas? Mírame en este peñasco, como un ave, ¡oh padre!, sobre la pira de Capaneo, pronta a levantar mi triste vuelo.
IFIS:
¿Qué viento te trajo? ¿Qué senda? ¿Por qué después que huiste del palacio te viniste aquí?
EVADNE:
Ira sentirás si conoces mi propósito; pero no quiero que lo oigas, ¡oh padre!
IFIS:
¿Por qué, pues, no es justo que tu padre lo sepa?
EVADNE:
Serías juez mío no imparcial.
IFIS:
¿Por qué te has vestido de esta manera?
EVADNE:
Algo nuevo indican estas galas, ¡oh padre!
IFIS:
No es tu aspecto de quien llora a su marido.
EVADNE:
Preparada estoy a osar inaudita empresa.
IFIS:
¿Y por qué te has puesto tan cerca del sepulcro y de la pira?
EVADNE:
He venido aquí a ganar preclara palma.
IFIS:
¿Qué palma ganarás? Deseo saberlo.
EVADNE:
Seré superior a todas las mujeres que el sol alumbra.
IFIS:
¿En las labores de Atenea o en prudencia?
EVADNE:
En fortaleza; muerta yaceré al lado de mi marido.
IFIS:
¿Qué dices? ¿Qué das a entender con tan necio enigma?
EVADNE:
Me precipitaré en esa pira de Capaneo.
IFIS:
¡Oh hija!, no profieras tales palabras delante del vulgo.
EVADNE:
Justamente deseo que lo sepan todos los argivos.
IFIS:
Pero yo no lo consentiré.
EVADNE:
Lo mismo da, no pudiendo impedirlo. Ya me precipito, aunque no te sea grato; pero lo será para mí y para el esposo que se ha de quemar conmigo.
EL CORO:
Atroz hazaña, ¡oh mujer!, has ejecutado.
IFIS:
Yo, desventurado, muero, ¡oh mujeres argivas!
EL CORO:
¡Ay, ay! Horrible, ¡oh desdichado!, es tu suplicio; has presenciado un acto inaudito de osadía.
IFIS:
No encontraréis otro más infortunado que yo.
EL CORO:
¡Oh infeliz! Hasta cierto punto, ¡oh anciano!, tú y tu mísera ciudad habéis participado de la muerte de Edipo.
IFIS:
¡Ay de mí! ¿Por qué no es lícito a los hombres ser dos veces jóvenes y otras tantas viejos? Si en nuestro palacio hay algo que no nos parezca bien, podemos corregirlo, no así en la vida. Si fuésemos dos veces jóvenes y ancianos y faltásemos, dotados de dos vidas podríamos enmendarnos. Al ver yo a otros con hijos también los deseaba, y atormentábame ese deseo; pero si hubiera experimentado lo que es su pérdida para un padre, jamás sufriera el infortunio que ahora me aqueja por haber contraído himeneo y dado vida a un fortísimo joven, que me han arrancado después. Pero así es. ¿Qué debo hacer en mi desventura? ¿Iré a mi palacio? ¿Veré allí la espantosa soledad que en él reina, desesperación de mi vida? ¿Me encaminaré a la morada de Capaneo? Mucho gozaba antes en ella cuando mi hija vivía, pero ya no existe: ella besaba siempre mis mejillas, y con sus manos sustentaba mi cabeza. Nada es más sabroso para un padre anciano que una hija, pues aunque sean más nobles los varones son menos cariñosos. ¿No me llevaréis cuanto antes a mi palacio, y me sepultaréis en las tinieblas, para que el hambre acabe al fin con mi viejo cuerpo? ¿De qué me servirá tocar las cenizas de mi hija? ¡Oh vejez incontrastable, cómo te aborrezco! Odio a cuantos quieren alargar la vida y previenen la muerte con determinados alimentos, con abrigos y artes mágicas, cuando lo que convenía, ya que de nada sirven, es que dejaran de existir y cedieran su puesto a los más jóvenes.
EL CORO:
¡Ay, ay de mí! ¡Ved cómo traen los restos de nuestros hijos, consumidos por el fuego! Tomadlos, esclavas de ancianas débiles (que las lágrimas que por ellos hemos derramado nos han dejado exánimes) que han vivido largo tiempo y se desvanecen agobiadas por las desdichas. ¿Qué desventura hay mayor para el hombre que contemplar las cenizas de sus hijos?
UN NIÑO:
Estrofa 1.ª — Traigo, traigo de la pira, ¡oh mísera madre!, los restos de mi padre, peso no leve por los dolores que causa, y reducido cuanto me es caro a breve espacio.
EL CORO:
¡Ay, ay de mí! ¿A qué traes lágrimas a la madre amada de estos muertos, y un puñado de cenizas, en vez de los cuerpos de aquellos que en otro tiempo fueron ilustres en Micenas?
EL NIÑO:
Antístrofa 1.ª — ¡Oh dolor, oh dolor! Desventurado huérfano de mi mísero padre, viviré en desierto palacio, no en los brazos del que me engendró.
EL CORO:
¡Ay, ay de mí! ¿Qué se hizo mi dolor al dar a luz mis hijos? ¿Qué mis desvelos y mi educación maternal, y los insomnios que sufrí por ellos y mis tiernos besos?
ADRASTO:
Estrofa 2.ª — Desaparecieron, ya no existen para ti, ¡oh madre!, ya no viven tus hijos; volverán al éter reducidos a cenizas por el fuego, y después de visitar veloces el palacio de Hades.
EL NIÑO:
Padre, ¿oyes tú también los gemidos de tus hijos? ¿No vengaré algún día tu muerte con las armas?
EL CORO:
¡Ojalá, hijo, que así sea!
EL NIÑO:
Antístrofa 2.ª — Alguna vez, con ayuda de los dioses, vengaré a mi padre; aún no duerme en el olvido esta desgracia.
EL CORO:
¡Ah, ah! ¡Bastante he llorado mi desdicha; bastantes dolores sufro!
EL NIÑO:
¿No me verán las corrientes del Asopo capitaneando huestes argivas armadas de bronce para vengar la muerte de mi difunto padre?
EL NIÑO:
Estrofa 3.ª — Paréceme, ¡oh padre!, que todavía te miran mis ojos...
EL CORO:
... dando un dulce beso en tus mejillas.
EL NIÑO:
Que te oigo hablar.
EL CORO:
Y que sus palabras se han desvanecido en el aire.
EL NIÑO:
Para dos dejó llantos y también para una madre.
EL CORO:
Antístrofa 3.ª — Y nunca te abandonará la amarga memoria de tu padre. Tan grave es el peso que me agobia, que me ha perdido. Vamos, en el pecho guardaré las cenizas.
EL NIÑO:
Me lamento al oír esta tristísima palabra; llegome al corazón.
EL CORO:
¡Desapareciste, ¡oh hijo!; no te veré ya más, imagen querida de una madre que te amaba!
TESEO:
¡Oh Adrasto y mujeres argivas! ¿Veis a estos niños, que en sus manos llevan los restos de sus esforzadísimos padres, rescatados por mí? A mí y a la ciudad los debéis. Conservadlos, acordándoos de este favor que de mí habéis recibido. Lo mismo digo a estos niños: honrad a Atenas, y que los hijos de vuestros hijos no lo olviden nunca. Testigo es Zeus y los dioses del cielo del beneficio que os hago al ausentaros.
ADRASTO:
Conocemos bien, ¡oh Teseo!, todo lo que has hecho en pro del territorio argivo cuando más necesitaba de bienhechores, y nuestro agradecimiento será eterno; porque si tu servicio ha sido señalado, nuestra gratitud debe ser lo mismo.
TESEO:
¿En qué otra cosa puedo mostraros mi afecto?
ADRASTO:
Libre estás: digno eres de tu ciudad y ella de ti.
TESEO:
Así sea; que la dicha también te acompañe.
ATENEA:
Oye, Teseo, las palabras de Atenea, para que sepas lo que has de hacer en provecho de Atenas. No des estos restos mortales a los niños que han de llevarlos al campo argivo, ni los dejes ir tan fácilmente sin exigirles que presten juramento, en justa reciprocidad de tus servicios y de los de tu ciudad: conviene que jure Adrasto por toda la tierra de las danaides que, como rey, tiene autoridad. Ha de obligarse a impedir que los argivos pisen nunca el territorio ateniense con ejército enemigo, y que si vienen otros, los rechazará con las armas, y si violando su solemne promesa acomete a esta ciudad, ruega a los dioses que perezca. Yo te señalaré el lugar en donde has de sacrificar las víctimas. En tu palacio tienes un trípode de pies de bronce que te dio en otro tiempo Heracles para el ara pítica, derribadas las murallas de Ilión y presuroso de dar cima a otro trabajo suyo. En él cortarás los cuellos de tres ovejas e inscribirás el juramento en su cavidad, y lo darás después a guardar al dios que cuida de Delfos, como monumento de tu alianza y testimonio irrecusable para la Grecia. La afilada cuchilla con que abrirás las víctimas y las matarás, será escondida por ti en la tierra, junto a las piras de los siete muertos; que bastará mostrarla para inspirarles miedo si alguna vez vinieren contra esta ciudad, y les deparará vuelta funesta. Hecho esto, saca de aquí las cenizas, y que junto a la misma encrucijada istmia sea en adelante un bosque consagrado a Apolo el lugar en donde sus cuerpos han sido purificados por el fuego. Esto para ti; a los hijos de los argivos anuncio que conquistarán la ciudad que besa el Ismeno, y vengarán a sus padres. Tú, Egialeo, joven capitán, mandarás en lugar del tuyo, y el hijo de Tideo, que vendrá de la Etolia, a quien el suyo llamó Diomedes. Que la barba cubra cuanto antes vuestras mejillas para que al frente del ejército bien armado de los danaides vengáis contra las siete torres de los cadmeos; cuando seáis hombres, las acometeréis con terrible ímpetu como leoncillos que las han de conquistar. No sucederá de otra manera: vosotros, con el nombre de epígonos, daréis en toda la Grecia a la posteridad abundante materia para la poesía: a tales tropas mandaréis, y Dios os será propicio.
TESEO:
Atenea, mi señora, obedeceré tus órdenes (que tú me diriges para que no yerre) y me obligaré a ello con juramento: llévame tú tan solo por el camino derecho, porque si tú eres propicia a la ciudad, siempre viviremos seguros.
EL CORO:
Vamos, Adrasto, prestemos ese juramento a este héroe y a Atenas: bien merece lo que han sufrido antes que nosotros que les demos esta prueba de gratitud.