Los Heráclidas

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

El objeto de Los Heráclidas, como el de Las Suplicantes, es alabar a Atenas por sus leyes y sentimientos humanitarios favoreciendo al débil y al desdichado. Los descendientes de Heracles, con Hilo, hijo del héroe y de Deyanira, con Yolao, sobrino y escudero del hijo de Zeus y de Alcmena, y con esta, se han refugiado como suplicantes en el ara de Zeus, en Maratón, aldea de Ática, huyendo de la persecución constante de Euristeo, que no los deja tranquilos en toda la Grecia. En Atenas reinaban entonces Demofonte y Acamante, hijos de Teseo. Preséntase, en efecto, en seguida un heraldo argivo en nombre de Euristeo, que no puede arrancarlos de su asilo ni con amenazas ni con razones de conveniencia para Atenas y sus autoridades, concluyendo en declarar la guerra a los atenienses en nombre de Euristeo. Pelean después los dos ejércitos enemigos: el argivo, mandado por Euristeo en persona, y el de los atenienses y los heráclidas, por Hilo, Yolao y los reyes de Atenas, siendo vencidos los invasores y hecho prisionero Euristeo. El oráculo había declarado que para alcanzar la victoria contra los argivos los atenienses y los heráclidas, era necesario el sacrificio previo de una víctima humana, y Macaria, hermana de Hilo, entonces ofrece espontáneamente su vida, y se logra el triunfo deseado.

En la traza y desarrollo del plan de esta tragedia se observa, desde luego, mejor gusto que en otras más famosas de nuestro poeta, como si se hubiese escrito en una época más clásica y atildada, así en el ajuste y distribución de sus partes, como en la sobriedad que en toda ella reina, en la extensión menor de los coros, en la relación más estrecha y constante con el asunto que guardan, y en la falta o parsimonia de las digresiones del poeta, cuando se ofrece la ocasión de entremezclar disputas o alegatos jurídicos, o sostener opiniones más o menos inoportunas sobre política, religión o filosofía. No por esto se abstiene Eurípides, al hablar de Heracles, de decir que fue un héroe, esté donde estuviere, ni de afirmar de Euristeo que sus maldades no son tanto obra suya como de Hera, ni, por último, de asegurar rotunda y categóricamente, sin paliativos de ningún género, que esa misma diosa Hera lo ha engañado y vendido. El personaje de Alcmena, como el de Hécuba en la tragedia de este nombre, atrabiliario, desvergonzado e insolente, iracundo y cruel, como vaciados en el mismo molde, sírvenos además para confirmar el odio del poeta al bello sexo, comparando estos tipos de ancianas con sus semejantes del sexo masculino. Néstor es la personificación homérica del anciano griego, trazado magistralmente con sus largas y viejas narraciones, sus alabanzas exageradas a las cosas y a los hombres que fueron, y con sus arranques extemporáneos juveniles, pero experimentado, prudente y hábil en los consejos. Cuando Eurípides nos presenta ancianos, como el Yolao de esta tragedia o el Peleo de Andrómaca, no se nota en él antipatía, odio ni ensañamiento; no así cuando introduce en sus dramas mujeres ancianas, como las dos citadas, en cuyo trazado brilla siempre la benevolencia por su ausencia.

Esta tragedia y Las Suplicantes, fijándonos en su objeto y en la manera de conseguirlo, nos revelan ya, sin ulteriores disquisiciones, la decadencia sufrida en corto tiempo por la primitiva y verdadera tragedia griega. El espíritu, profunda y exclusivamente religioso, que anima desde el principio hasta el fin a las obras de Esquilo y de Sófocles, ha desaparecido casi por completo; porque lo que de él queda aparece casi siempre empequeñecido y degenerado, e injustos y malvados los dioses, inferiores a los hombres, ya sean Zeus o Hera, Artemisa o Apolo. La influencia del destino se nombra y señala solo por cumplir con la tradición, pero se ve con claridad que el poeta obedece a una fórmula, no a su convicción plena y sincera. Solo Atenea, la patrona de Atenas, sin duda por serlo, disfruta del privilegio de intervenir para hacer el bien de los atenienses, anunciándoles dichas y bienes futuros. El arte drámatico baja desde el cielo a la tierra, y se convierte en instrumento de adulación popular, como la elocuencia de sus oradores y demagogos, y llega en esta parte adonde no llegaron Tucídides, Jenofonte ni aun Heródoto, ni siquiera Demóstenes, que, cuando hay necesidad, no se muerde la lengua y dice al pueblo que lo oye amargas y saludables verdades. Llámanos también la atención la pobreza de inventiva que ambas obras ostentan, signo evidente de decadencia, puesto que son los mismos los motivos dramáticos, igual el enredo y la misma también su resolución. Todas las épocas de decadencia artística o literaria se distinguen generalmente por este fenómeno: porque parece que artistas y literatos pierden la inventiva y carecen del vigor, de la originalidad y de la energía de sus ilustres predecesores.

No hay dato o indicación alguna cierta para señalar, con apariencias siquiera de exactitud, la fecha de su representación, y por tanto, no queda otro recurso que atenernos a simples conjeturas, más o menos aceptables. La diferencia, entre las dos que se admiten, es nada menos que de veintitrés años, porque la fijada por Böckh en sus Tragicis graecis es la del año 3 de la olimpiada 90, o 418 años antes de Jesucristo, o el año 13 de la guerra del Peloponeso, y otros piensan que ha debido escribirse hacia la olimpiada 84, más de diez años antes de dicha guerra. Su factura más parece de esta última fecha.

Personajes

Yolao, escudero de Heracles.
Un heraldo de Euristeo, rey de Argos.
Coro de ciudadanos de Maratón.
Demofonte, hijo y sucesor de Teseo en Atenas.
Macaria, hija de Heracles.
Un criado, escudero de Hilo, hijo de Heracles.
Alcmena, madre de Heracles.
Un mensajero ateniense.
Euristeo, rey de Argos y de Atenas, pariente de Alcmena y de Heracles.


La acción pasa en Maratón.

Los heráclidas

Se ve en el teatro el templo de Zeus, y en torno del ara varios jóvenes, hijos de Heracles, con los distintivos de los suplicantes, y Yolao entre ellos, el escudero de Heracles.


YOLAO:
Por cierto tengo hace tiempo que el hombre honrado ha nacido para bien de los demás, y que el codicioso es inútil a la república y molesto en el trato social, por fructuoso que sea para sí. Así me lo ha enseñado la experiencia. Yo, por pundonor, fiel a los deberes que me imponía mi parentesco, he participado solo de los infinitos trabajos de Heracles mientras estuvo a mi lado, pudiendo vivir en Argos tranquilo; ahora, desde que habita en el cielo, solo cuido de proteger a sus hijos, cuando yo soy, en verdad, el que necesita de protección para salvarse. Después que su padre abandonó la tierra, quiso Euristeo matarnos; pero evitamos la muerte, y aun cuando perdimos la patria, conservamos la vida. Vagamos, pues, desterrados, emigrando de una en otra región. Además de otros males con que nos aflige Euristeo, envía también heraldos a las ciudades en donde nos fijamos, y nos reclama y nos expulsa de ellas, haciendo amenazador alarde del poder de Argos, temible como amigo o enemigo, de sus propias fuerzas y de los favores que le dispensa la Fortuna. Y ellos, cuando ven mis escasos recursos y contemplan a estos niños, de tierna edad y sin padre, obedecen a los más poderosos y nos destierran. Yo huyo entonces con mis hijos, y con los afligidos me aflijo, temeroso de hacerles traición y de que exclame alguno: «Ved cómo Yolao, desde que no tienen padre estos niños, no los socorre, y eso que es su pariente». Y rechazados por toda la Grecia, desde que hemos llegado a Maratón yacemos suplicantes junto a las aras de los dioses, pidiéndoles que no nos abandonen; dicen que en estas llanuras habitan dos hijos de Teseo, que las rigen alternativamente, del linaje de Pandión y parientes de los heráclidas, y por esta causa hemos venido a los confines de la ínclita Atenas. Dos ancianos los protegen en su triste destierro; yo defiendo a estos niños, y Alcmena, a las hijas de su hijo, dentro del templo, temerosa de que tan tiernas vírgenes se confundiesen con la multitud que rodea a las aras. Hilo y sus hermanos, de más edad, buscan algún alcázar donde refugiarnos, si nos echan de aquí a la fuerza. ¡Oh hijos, hijos míos!, acercaos y agarrad mis vestidos; ya veo al heraldo de Euristeo, que viene hacia nosotros a perseguirnos, y a hacernos vagar por todo el orbe. ¡Hombre odioso, que perezcas tú y quien te envía! ¡Cuántos males anunciaron también tus labios al noble padre de estos desdichados!

EL HERALDO COPREO:
Equivocadamente crees ya, sin duda, que has encontrado la tranquila residencia que buscabas llegando a una ciudad aliada. Nadie preferirá tu débil poder al de Euristeo. Vete. ¿Por qué te afanas? En derechura debías ir a Argos, en donde morirás apedreado.

YOLAO:
De ninguna manera; el ara del dios y la tierra libre en que estamos no me abandonarán así.

COPREO:
¿Quieres hacer más penoso mi trabajo?

YOLAO:
Nunca me arrastrarás por la fuerza, ni tampoco a estos.

COPREO:
Ya veremos; que, a mi juicio, también ahora te equivocas.

YOLAO:
No será mientras yo viva.

COPREO:
Apártate; me los llevaré contra tu voluntad, autorizado por Euristeo, cuyos súbditos son.

YOLAO:
¡Oh vosotros los que habitáis en Atenas desde los pasados tiempos!: socorrednos, que suplicantes de Zeus Agoreo nos hacen violencia, y los ramos envueltos en lana se manchan con desdoro de la ciudad y ofensa de los dioses.

EL CORO:
¡Hola, hola! ¿Qué significa este clamor que se levanta junto al ara? ¿Anunciará, acaso, alguna calamidad?

YOLAO:
Mirad a este débil anciano tendido en tierra; ¡ay de mí, desdichado!

EL CORO:
¿Qué desgracia te ha postrado?
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

YOLAO:
Este, ¡oh extranjeros! en cuya tierra busco hospitalidad, despreciando vuestros dioses, me arrastra con violencia desde el vestíbulo del ara de Zeus.

EL CORO:
¿De dónde, ¡oh anciano!, has venido a esta tetrápolis y en busca de sus habitantes? ¿Acaso de la región opuesta os ha traído el marino remo, dejando las costas de la Eubea?

YOLAO:
No vivo en ninguna isla, ¡oh extranjeros!; desde Micenas hemos venido a este país.

EL CORO:
¿Qué nombre, ¡oh anciano!, te daba el pueblo de Micenas?

YOLAO:
Quizá hayáis oído hablar de Yolao, el escudero de Heracles; no es oscuro su nombre.

EL CORO:
En efecto, lo he oído antes; mas di cúyos son los hijos impúberes que te acompañan.

YOLAO:
Son hijos de Heracles, ¡oh extranjeros!, que recurren suplicantes a ti y a tu ciudad.

EL CORO:
¿De qué necesitan, dime? ¿Impetran algo de esta ciudad?

YOLAO:
Que no los entregue ni los arranquen a la fuerza de tus templos para llevarlos a Argos.

COPREO:
Pero ninguna de tus razones satisfará a tus dueños, a quienes debes obediencia en dondequiera que te encuentren.

EL CORO:
Preciso es, ¡oh extranjero!, respetar a los suplicantes, y no obligarles a abandonar a la fuerza la mansión de los dioses; no lo sufrirá la Justicia venerable.

COPREO:
Expulsa, pues, de aquí a estos súbditos de Euristeo y no apelaré a medios violentos.

EL CORO:
¡Impía es la ciudad que desprecia a extranjeros suplicantes!

COPREO:
Pero sensato no entrometerse en asuntos que no interesan, y más útil es seguir los consejos de la prudencia.

EL CORO:
Después que lo sepa nuestro rey podrás hacerlo, no como intentas, arrancando a los extranjeros de los templos sin respetar este país libre.

COPREO:
¿Quién es vuestro rey y el de esta ciudad?

EL CORO:
Demofonte, hijo del ínclito Teseo.

COPREO:
Pues con él trataré primero de este asunto; nada valga cuanto he dicho.

EL CORO:
Helo aquí, que viene apresurado con su hermano Acamante. Ambos te oirán.

DEMOFONTE:
Ya que tú, más anciano, nos precediste acudiendo a este ara de Zeus, di: ¿qué causa ha traído aquí a tanta gente?

EL CORO:
Esos suplicantes que, como ves, coronan con ramas el ara, son, ¡oh rey!, los hijos de Heracles, y Yolao, fiel compañero de su padre.

DEMOFONTE:
¿Y por qué daban tales clamores?

EL CORO:
Porque este heraldo intentaba arrancarlos del ara a la fuerza; dio esos gritos el anciano y dobló sus rodillas, obligándome a derramar lágrimas de compasión.

DEMOFONTE:
Y, sin embargo, griegos son su traje, sus galas, aunque no lo sean sus hechos. Ahora puedes hablarme sin demora y decirme de dónde vienes.

COPREO:
Soy argivo, ya que quieres saberlo. Te diré, además, el motivo que me trae y quién me envía. Euristeo, rey de Micenas, me manda aquí para llevarme a estos fugitivos, y mi misión, ¡oh extranjeros!, y cuanto expondré en su apoyo, será arreglada a justicia. Yo, argivo, me llevo estos argivos que han huido de su patria, condenados a muerte por las leyes, que nos autorizan, como sucede en tales casos, a llevar a ejecución nuestros fallos. Y cuando se han refugiado en los altares de otros estados, empleamos los mismos medios, y ninguno osa atraerse desdichas merecidas. Han venido aquí, o para aprovecharse de tu imprudente condescendencia si con ellos la tienes, o desesperados, temiendo el peligro que corrían, ya se haga lo que desean, ya no. No esperan seguramente que tú, mientras conserves sana la razón, y solo entre todos los soberanos de la Grecia cuyos dominios recorrieron, te compadezcas de su triste situación. ¿Calcularás, pues, lo que puedes ganar si dejas que nos los llevemos? Cuenta desde luego con todo el numeroso ejército argivo y con el poder de Euristeo, que serán aliados de esta república. Pero si después de oírlos te apiadas de ellos y tu corazón se ablanda, se decidirá la cuestión por la fuerza de las armas, para que no creas que cederemos sin apelar al hierro. ¿Qué contestarás? ¿Te han despojado los tirintios y argivos de parte de tus dominios para declararles la guerra? ¿Será, acaso, por socorrer a tus amigos? ¿Cómo podrás dar justa sepultura a los que mueran en la guerra? Mala fama tendrás entre los atenienses si por un anciano al borde del sepulcro, si por una sombra, por decirlo así, y por estos niños te precipitas en tal abismo. Dirás quizá, lo cual es muy especioso, que lo haces mirando a lo que podrá suceder más adelante. Sin embargo, es preferible lo que te propongo; mal pelearán contra los argivos estos niños armados cuando lleguen a la pubertad, suponiendo que así lo esperes, y mientras tanto ha de transcurrir largo tiempo y te expones a morir. Sigue, pues, mi consejo; sin dar tú nada, deja que me lleve lo que me pertenece, y contrae amistad con Micenas, para que no te suceda lo que a tus conciudadanos, que pudiendo tener aliados poderosos eligen los más débiles.

EL CORO:
¿Quién fallará bien tal contienda y conocerá a fondo este litigio sin oír a las dos partes?

YOLAO:
¡Oh rey!, confesaré que soy deudor a tu patria de no leve beneficio, pudiendo hablar y oír a mis enemigos sin correr el riesgo de ser arrojado antes de aquí como en otras partes. No hay lazo alguno legal entre este y nosotros; en nada dependemos de Argos, habiéndose cumplido el decreto que de allí nos desterraba; ¿cómo podrá reclamarnos en justicia como argivos, cuando nos han expulsado de nuestra ciudad? Ahora somos extranjeros; ¿creéis justo lanzar de los confines de la Grecia, para que padezcan la pena del destierro, a todos los que lo han sido de Argos? No, seguramente, de Atenas, que por miedo a los argivos no será tan inhumana con los hijos de Heracles, ni como Traquinia, o la pequeña plaza aquea, de donde tú, sin derecho alguno, exagerando el poder de Argos como ahora, nos expulsaste cuando nos refugiamos en ellas suplicantes dentro de los altares. Si logras tu deseo y los atenienses lo aprueban, no diré jamás que Atenas es una ciudad libre. Conozco bien cómo piensan y sienten estos ciudadanos; preferirán morir si el honor, en los hombres dignos, vale más que la vida. Pero no hablemos de esto; odioso es alabar sin tasa, y así me parecía cuando me ensalzaban demasiado. Quiero ahora demostrarte que debes proteger a estos suplicantes como rey de Atenas. Piteo es hijo de Pélope; de Piteo nació Etra, y de Etra tu padre Teseo. Veamos ahora cuál es el linaje de los heráclidas. Heracles era hijo de Zeus y de Alcmena, y Alcmena de Pélope. Así, eran primos tu padre y el de estos niños. El parentesco te une, pues, a ellos, ¡oh Demofonte! Pero además de los deberes que te impone, te indicaré otros que debes cumplir; aludo ahora a la navegación que su padre hizo con Teseo cuando era yo su escudero, en demanda de cierto tahalí, origen de muchas desgracias, y el servicio que te prestó sacándolo de las oscuras mansiones del infierno, como toda la Grecia puede atestiguarlo. Por cuyos beneficios a su vez te piden que no los entregues a sus enemigos ni consientas que los arranquen a viva fuerza de tus templos y los expulsen de aquí. Sería para ti vergonzoso y una desdicha para tu ciudad que tus parientes, cuando imploran el favor de Zeus, desterrados y errantes (¡ay de mí, ay de mis males; míralos, míralos!), fuesen víctimas de la violencia. Ruégote, pues, tocándote con este ramo, que no abandones a los hijos de Heracles, que demandan tu ayuda, sino que vean en ti un pariente, un amigo, un padre, un hermano, su señor; todo esto es preferible a caer otra vez en manos de los argivos.

EL CORO:
Al oírlo muévenme a lástima sus males, ¡oh rey! Ahora me he convencido como nunca de que la fortuna vence a la nobleza, pues estos, hijos del mejor de los padres, son infelices sin merecerlo.

DEMOFONTE:
Tres razones, ¡oh Yolao!, me inducen a no rechazaros: la primera y principal es Zeus, en cuya ara te has refugiado, protegiendo a estos tiernos hijuelos; después, el parentesco y la deuda antigua que tengo con ellos de hacerlos el bien, agradecido a su padre; y por último, la torpe fama que de lo contrario ganaría, lo cual debo evitar a todo trance. Si consiento que un extranjero se los lleve del ara a la fuerza, nadie creerá que este país es libre, sino que he vendido a unos suplicantes por miedo a los argivos, infamia digna de la horca. ¡Ojalá que tu llegada hubiese sido más feliz!; pero así y todo no tiembles, que nadie te arrebatará de aquí con violencia, ni a esos niños tampoco. Y tú vuelve a Argos, y dilo así a Euristeo: si acusa a estos extranjeros de algún delito, se le hará justicia; pero llevártelos, nunca.

EL HERALDO:
¿Y si mi pretensión es fundada y te convence?

DEMOFONTE:
¿Cómo ha de serlo nunca arrancar a un suplicante de los altares?

COPREO:
Luego para mí solo es la vergüenza, sin daño tuyo.

DEMOFONTE:
Seguramente lo sería para mí, si consiento que te los lleves.

COPREO:
Relégalos, pues, de tu territorio, y entonces nos los llevaremos.

DEMOFONTE:
Necio eres, si piensas saber más que los dioses.

COPREO:
Según parece, este es el refugio de todos los malos.

DEMOFONTE:
Asilo de todos es el templo de los dioses.

COPREO:
No pensarán así los de Micenas, por ventura.

DEMOFONTE:
¿No soy yo aquí soberano?

COPREO:
Siempre que no los ofendas, si presumes de prudente.

DEMOFONTE:
Pero me importa, si no soy sacrílego.

COPREO:
No deseo que te muevan guerra los argivos.

DEMOFONTE:
Y, sin embargo, tales son mis sentimientos; no los abandonaré.

COPREO:
No obstante, me apoderaré de ellos, y me los llevaré.

DEMOFONTE:
No será fácil tu vuelta a Argos.

COPREO:
Pronto lo sabré, haciendo la prueba.

DEMOFONTE:
Guárdate de tocarles, si no quieres llorar también pronto.

EL CORO:
No, por los dioses; no osarás maltratar a un heraldo.

DEMOFONTE:
Sin duda, si no aprende a conducirse con humildad.

EL CORO:
Vete. Tú, ¡oh rey!, no le toques.

COPREO:
Voyme. Poco vale uno solo en la pelea; pero vendré con numeroso ejército de argivos, cubiertos de bronce, que me esperan infinitos, armados de clípeos, y el mismo rey Euristeo, que se pondrá a su frente, y que me aguarda en los últimos límites de Alcátoo, preparado a todo evento. Cuando conozca la injuria que le haces, terrible será para ti y para los ciudadanos, y para esta tierra y estos árboles; inútiles serían tantos jóvenes como hay en Argos si no te castigáramos.

DEMOFONTE:
Vete enhoramala; que no me infunde miedo tu ciudad de Argos. Nunca de aquí, llenándome de ignominia, arrancarás a estos a la fuerza: que gobierno una ciudad libre, no sujeta a los argivos.

EL CORO:
Tiempo tienes de reflexiones, antes que el ejército argivo se acerque a nuestro territorio; esforzados en la guerra son los de Micenas, y en vista de lo ocurrido lo serán mucho más; y como es costumbre de los heraldos exagerarlo todo, es probable que diga al rey, entre otras cosas, que ha sufrido bárbaros tratamientos, y quizá que ha estado a punto de perder la vida.

YOLAO:
Nada es tan honroso para los hijos como haber nacido de un padre bueno y valiente, y casarse con mujeres que pertenezcan a familias honradas. El que, dominado por pasión libidinosa, se junta con los malos, no oirá mis alabanzas, ya que por disfrutar de vituperable deleite deja sin honra a sus hijos. Más preserva del infortunio la nobleza de la estirpe que la oscuridad del nacimiento. Nosotros, víctimas de males extremos, hemos hallado amigos y parientes que solos nos defienden en toda la Grecia, a pesar de ser tan grande y tan ensalzada. Dadles, ¡oh niños!, vuestra diestra; dádselas, y vosotros a ellos, y andad juntos. ¡Oh hijos!, nos han probado su amistad; si algún día tenéis la dicha de volver a vuestra patria y habitar vuestros palacios, y alcanzáis los honores de que disfrutaron vuestros padres, acordaos siempre de que fueron bondadosos y os salvaron, y no empuñad contra su país lanza hostil, teniendo presentes tales beneficios, sino amadlos más que a nadie. Dignos son de vuestra estimación, ya que nos han librado del pueblo pelásgico y de su inmenso poder, concitando su odio, y que, al veros miserables y sin hogar, no os entregaron a vuestros enemigos ni os expulsaron de su suelo. Yo, por mi parte, ahora que vivo y cuando muera, ¡oh amigo!, te alabaré en presencia de Teseo; lo llenaré de alegría refiriéndole todo lo ocurrido, ya que nos acogiste humano y has socorrido a los hijos de Heracles, y porque, generoso, conservas en la Grecia la gloria de tu padre, y, nacido de claro linaje, no lo deshonras. Quizás, entre muchos, solo encuentres uno que no sea inferior a tu padre.

EL CORO:
Siempre este país ayuda a los débiles; los protege la justicia. Así ha sufrido por sus aliados innumerables trabajos, y ahora veo ya otra lucha que amenaza.

DEMOFONTE:
Y tú has dicho bien, anciano, y espero que cumplirán los deberes a que has aludido. Yo, por mi parte, convocaré la asamblea de los ciudadanos todos, y tendré preparado, para oponer al ejército de Micenas, numerosas tropas. Enviaré primero espías para que no me encuentren desprevenido, ya que los de Argos son ágiles guerreros, y celebraré los sacrificios, congregados los adivinos. Entra tú en el palacio con los niños y deja el ara de Zeus, que no faltará quien te ampare, aunque yo me ausente. Anda, pues, al palacio, anciano.

YOLAO:
No abandonaré el ara; como suplicantes permanecemos aquí, para que tu ciudad consiga la victoria; iremos adonde deseas cuando deis glorioso término a esta lucha; los dioses que nos auxilian, ¡oh rey!, no son inferiores a los de los argivos; y si entre ellos la primera es Hera, esposa de Zeus, tenemos de nuestra parte a Atenea. Yo aseguro que para obtener buen éxito en esta empresa es muy importante invocar a los dioses más poderosos, porque Palas no consentirá que se le humille.

EL CORO:
Estrofa. — Si te llena de orgullo tu poder, a otros es indiferente, ¡oh extranjero de Micenas!; no temas que tus palabras jactanciosas me aterren. Nunca lograrás amedrentar a la famosa Atenas, la de bellos coros. Y tú eres un insensato, y el hijo de Esténelo, el tirano de Argos.

Antístrofa. — Que has llegado a una ciudad en nada inferior a la tuya, para arrancar con violencia a desterrados que suplican a mis dioses y se refugian en mi país, siendo tú también extranjero, y no obedeces a nuestros reyes ni es justo lo que reclamas. ¿Cómo podrán nunca aprobarlo los hombres prudentes?

Epodo. Pláceme la paz; pero te digo, ¡oh necio rey!, que si vienes a buscarnos no quedará impune tu osadía. Tú solo no estás armado de lanza y de clípeo cubierto de bronce. Sin embargo, no me agrada la guerra. No molestes a mi ciudad, floreciente con los dones de las Gracias, sino modérate, como debes.

YOLAO:
¡Oh hijos!, ¿por qué venís, mostrando tanta ansiedad en vuestros ojos? ¿Me anunciaréis algo nuevo de los enemigos? ¿Se pondrán en marcha? ¿Están aquí ya? ¿Qué sabéis? No serán vanas las amenazas del heraldo; su general, favorecido antes de la fortuna, vendrá, lo sé bien, y no con pocas pretensiones, a hacer a Atenas la guerra. Pero Zeus castiga a los soberbios.

DEMOFONTE:
Han llegado el ejército argivo y su rey Euristeo; yo los he visto. Conviene que el buen general, si sabe su deber, no observe a sus enemigos con ojos ajenos. Aún no acampan sus tropas en estas llanuras, sino en la pendiente de un collado, y espía (según presumo) la ocasión oportuna para traer aquí su ejército y situarse en lugar seguro. Por mí parte, bien prevenido me halla: armados estamos, prontas las víctimas que se han de inmolar a los dioses, y ya los adivinos purifican la ciudad para ahuyentar a los enemigos y salvarla. Y aun cuando sean diversos los oráculos, todos claramente convienen en mandarme sacrificar a Perséfone, hija de Deméter, una virgen de noble estirpe. Decidido, como ves, estoy a defenderte; pero ni mataré a mi hija, ni obligaré a ningún ciudadano a hacerlo contra su voluntad: ¿quién, en efecto, pierde la razón hasta el punto de entregar a la muerte a los hijos, que tanto se aman? Y ahora podrías observar agitadas asambleas, sosteniendo unos que es justo socorrer a los extranjeros, y otros que me acusan de imprudente; si realizo, pues, lo que deseo, sobrevendrá una guerra civil. Considera todo esto, y pensemos ambos en los medios de salvarte, así como a esta región, sin exponerme a las reconvenciones de los ciudadanos. No soy tirano, como sucede entre los bárbaros; si es justo lo que hago, justos serán conmigo.

EL CORO:
¿Se oponen acaso los dioses a que esta ciudad, a pesar de sus deseos, socorra pronto a los extranjeros?

YOLAO:
¡Oh hijos!, parecemos navegantes que habiendo escapado de tempestad violenta, tocan la tierra con sus manos, y los vientos y la mar los rechazan. Tal es nuestra triste suerte después que, ya en salvo, pisamos la ribera. ¡Ay de mí! ¿A qué me lisonjeaste, ¡oh mísera esperanza!, si no habías de ser nunca realidad? Perdón merece Demofonte si no quiere sacrificar a las hijas de los ciudadanos; alabo su bondad y la de sus conciudadanos; y si mi desgracia es obra de los dioses, no por eso será menor mi agradecimiento. ¡Oh hijos, no sé qué hacer por vosotros! ¿Adónde nos dirigiremos? ¿Qué dioses no hemos coronado? ¿A qué ciudad bien guardada no recurrimos? Moriremos, ¡oh hijos!; nos entregarán sin duda. Poco me cuido de mi suerte, si debo morir, a no ser por el gozo que sentirán mis enemigos; pero deploro la vuestra y os compadezco, ¡oh hijos!, y a la vieja Alcmena, madre de vuestro padre. ¡Oh infortunada por tu larga vida, e infortunado yo también, que tanto he sufrido inútilmente! Oblíganos, sí, oblíganos el destino a caer en manos de nuestro enemigo, y a morir miserable y torpemente. ¿Pero sabes tú un remedio a nuestros males, ya que todavía no he perdido por completo la esperanza de salvarlos? Entrégame a los argivos; por ellos, ¡oh rey!, no te expongas al peligro, y que mis hijos se libren de la muerte; yo no debo amar la vida; piérdola, pues. Mucho anhela Euristeo, hombre sin entrañas, apoderarse de mí e injuriarme, por haber sido compañero de Heracles. El sabio prefiere enemistarse con el sabio, no con el necio, porque hasta el más despreciable encuentra en aquel protección.

EL CORO:
¡Oh anciano!, no acuses a esta ciudad, que si pudiera sernos útil vender a los que imploran nuestra ayuda, nos cubriría de infamia.

DEMOFONTE:
Generoso es lo que has dicho, pero imposible. Ese rey no ha traído aquí su ejército para cautivarte. ¿Qué ganaría Euristeo dando muerte a un anciano? Solo quiere matar a los heráclidas. Tremenda amenaza es para los enemigos la existencia de hijos esforzados y nobles que no olvidan las injurias de su padre, y así lo habrá pensado Euristeo. Quizás se te ocurra algún otro remedio, porque no sé qué hacer, conociendo ya los oráculos, y me embarga el miedo. (Vase).

MACARIA:
Extranjeros, no atribuid a audacia mi venida; es mi primer ruego, pues la mayor gloria de una mujer es el silencio y la modestia y vivir tranquila en su casa. Pero he salido al oír tus lamentos, ¡oh Yolao!, aunque mi linaje no me impusiese ese deber. Sin embargo, en cierto modo soy a propósito para cumplirlo, porque he puesto todo mi cariño en mis hermanos, y quiero saber también por mí misma si te atormenta algún nuevo mal, además de los antiguos.

YOLAO:
¡Oh hija!, con mayor razón debo alabarte que a los demás hijos de Heracles. Cuando creíamos que la suerte favorecía a nuestra familia, le amenaza de nuevo peligro inevitable. Según afirma Demofonte, los adivinos han dicho que no se ha de sacrificar toro ni novillo, sino una virgen hija de noble padre, si todos hemos de salvarnos. Tal es nuestra angustia, resistiéndose él a matar a sus hijas o a las de los demás ciudadanos. Y aunque no me lo haya dicho claramente, me ha dado a entender que si no encontramos algún medio de evitar esas desdichas, nos encaminemos a otro territorio, que él no quiere comprometer la paz de Atenas.

MACARIA:
¿Nada debemos temer si se cumple esa condición?

YOLAO:
Basta esa sola, la única que se opone a nuestra dicha.

MACARIA:
Que no te espante ya el enemigo ejército de los argivos; dispuesta estoy, ¡oh anciano!, antes que me lo manden, a morir y entregar mi cuello al dios. ¿Qué diremos si la ciudad quiere exponerse por nosotros a grandes peligros y nos infunde pavor la muerte, nuestro solo recurso? ¿Qué, cuando somos causa de ajenos trabajos? No, sin duda; que sería ridículo estar aquí gimiendo y suplicando, cuando nos engendró tal padre, y aparecer como cobardes. ¿Quién lo creería decoroso? Más vale, pues, hacerlo que exponer a esta ciudad (¡ojalá que nunca suceda!) a caer en manos de sus enemigos, y perecer yo misma al fin, después de sufrir ultrajes indignos de la hija de tan noble padre. ¿Me desterrarán y andaré errante? Que el rubor nunca tiña mis mejillas, si ha de decir alguno: «¿A qué vinisteis con ramos de suplicantes si tanta afición mostráis a la vida? Alejaos, que no auxiliaremos a pusilánimes». Y ni aunque mis hermanos muriesen y yo no, espero ser feliz, aunque muchos, con esa esperanza, vendieron a sus amigos. ¿Quién querría casarse con una doncella abandonada y tener hijos de ella? Mejor es perecer que exponerme a tan indignos peligros. A algún otro que no fuese noble, como yo, convendría esto acaso. Llevadme, pues, adonde han de inmolarme, y coronadme, y comenzad los auspicios si os parece, pero venced a los enemigos; pronta está mi existencia, de buen grado, no forzada; protesto que muero por mis hermanos y por mí. Tal es el honroso medio que he encontrado, yo que no amo la vida, para dejarla con gloria.

EL CORO:
¡Hola, hola! ¿Qué diré al oír las palabras de esta doncella valerosa, que quiere sacrificarse por sus hermanos? ¿Quién hablará más noblemente? ¿Qué hombre haría otro tanto?

YOLAO:
¡Oh hija!, tus divinos pensamientos demuestran bien a las claras que eres hija de Heracles, no de otro alguno. No me hacen sonrojar tus palabras, aunque me aflija la desgracia; pero te diré cómo, en justicia, puede hacerse esto: convoca aquí a todas tus hermanas, y que muera por ellos la que designe la suerte, que no es razonable que tú sola seas la víctima, sin correr las demás ese riesgo.

MACARIA:
Nunca moriré por obra de la casualidad, pues no habría que agradecerlo; no te cuides de ello, ¡oh anciano! Pero si aceptas mi ofrecimiento y pronto queréis utilizarlo, de buen grado doy por ellos mi vida, lo cual no haría obligada.

YOLAO:
¡Ah dioses! Más generosas que antes son tus palabras de ahora, y eran, no obstante, las mejores; pero superas en fortaleza a lo más fuerte y eres más buena que la bondad misma. No te mando, ni prohíbo tampoco, ¡oh hija!, que te sacrifiques, pues así salvas a tus hermanos.

MACARIA:
Prudente es tu resolución; no temas contaminarte llevándome al sacrificio, que moriré por mi voluntad. Pero sígueme, que deseo morir en tus manos y que cubras con tus vestidos mi cuerpo, que yo arrostraré el horror de esta fúnebre ceremonia, ya que he nacido de un padre que es todo mi orgullo.

YOLAO:
Yo no podré presenciar tu muerte.

MACARIA:
Ruega a estos, al menos, que no lance mi último suspiro en manos de hombres, sino de mujeres.

EL CORO:
Se cumplirá tu deseo, ¡oh virgen desdichada!, porque sería vergonzoso para mí no cuidar de tu decoro corporal por muchas razones, por la grandeza de tu ánimo y por ser contigo justo; que mis ojos te han admirado y eres valerosa como ninguna. Pero si quieres despedirte de tus hermanos y de este anciano, apresúrate a darles el último adiós.

MACARIA:
Adiós, adiós, ¡oh anciano!; enseña a estos niños a ser tan sabios como tú; nada más tengo que decirte de ellos. Mira por su vida y no apetezcas la muerte; hijos tuyos somos, a tus manos nos hemos criado. Ya ves cómo en edad núbil muero por salvarlos. Vosotros, mis hermanos, sed felices y que os favorezca la suerte dándoos todo aquello que me mueve a perder la existencia. Y honrad a este anciano y a Alcmena, madre de mi padre, que se halla en el palacio, y a los que nos ofrecen asilo hospitalario. Y si os conceden los dioses que os veáis libres de tantos males, y que volváis a vuestra patria, recordad que debéis sepultar a vuestra salvadora, sin duda con magnificencia, porque no os ha faltado, sino al contrario, ha muerto por vuestro linaje. Vosotros, en vez de hijos, seréis mis más gloriosos monumentos; vosotros la palma de mi virginidad, si algo se siente bajo la tierra, y ¡ojalá que así no sea! Si allí hemos de sufrir también trabajos, no sé adónde dirigirme, que la muerte se mira como el mayor remedio de todos nuestros males.

YOLAO:
Sabe, ¡oh tú la más animosa y magnánima de todas las mujeres!, que serás muy honrada por nosotros mientras vivas y después de muerta. Y, adiós, temo que mis palabras ofendan a la diosa, hija de Deméter, a quien se ha consagrado tu cuerpo. ¡Oh hijos!, llegó nuestra última hora; el dolor hiela nuestra sangre; venid a mi lado y dejadme en un asiento cubriéndome con este vestido, ¡oh hijos!, porque este sacrificio no me agrada, y sin embargo, no podremos vivir si no se cumple el oráculo, y aun nos expondríamos a mayor peligro, lo cual en esta situación sería una verdadera calamidad.

EL CORO:
Estrofa. — Yo digo que ningún hombre es feliz ni desdichado sino por obra de los dioses, y que no hay familia siempre dichosa; uno a otro se suceden los golpes del destino, que humilla al afortunado y eleva al hombre oscuro. Inevitables son sus decretos; la sabiduría no puede resistirlos, y vano es el trabajo de quien lo intente, que su desastre no es menos seguro.

Antístrofa. — Pero no te postres en tierra para sufrir el rigor del hado, ni atormentes tu alma con el más acerbo dolor; gloriosa es la muerte de esta desventurada por sus hermanos y por Atenas, y su fama brillará siempre entre los hombres. El sendero de la virtud es el de los trabajos. Digno es el hijo de su padre, digno también de su noble linaje.

UN CRIADO:
¡Oh hijos, yo os saludo! ¿En dónde están Yolao y la madre de vuestro padre?

YOLAO:
Mírame cómo debo estar ahora.

EL CRIADO:
¿Por qué yaces en tierra y está triste tu semblante?

YOLAO:
Atormentábame cierto disgusto doméstico que acabo de experimentar.

EL CRIADO:
Levántate; endereza la cabeza.

YOLAO:
Viejo soy y no tengo fuerza alguna.

EL CRIADO:
Vengo, sin embargo, a comunicarte gratísima nueva.

YOLAO:
Pero ¿quién eres? ¿En dónde te he visto? No lo recuerdo ahora.

EL CRIADO:
Soy un servidor de Hilo; ¿no me has conocido?

YOLAO:
¡Oh tú el más amado! ¿Vienes, pues, a aliviar nuestras penas?

EL CRIADO:
Sí; y desde este instante puedes disfrutar de tales bienes.

YOLAO:
¡Oh madre de esforzado hijo!, ¡oh Alcmena!, sal y oye tan dulcísimo mensaje, que, angustiada hace tiempo por las desdichas de los que aquí vinieron, te consumías esperando a tus demás hijos.

ALCMENA:
¿Qué significan tan desusados clamores en este recinto? ¡Oh Yolao! ¿Ha vuelto otro heraldo de Argos? Débiles, en verdad, son mis fuerzas, pero ten entendido, ¡oh extranjero!, que nunca mientras yo viva podrás llevarte a mis hijos, si me han de llamar madre de Heracles; si a tanto te atreves, no lucharás con gloria con dos ancianos.

YOLAO:
Alégrate, anciana, no temas; no viene ningún heraldo de Argos a traer nuevas hostiles.

ALCMENA:
¿Por qué levantaste la voz como si tuvieras miedo?

YOLAO:
Para llamarte; para que te acerques a mí y a este templo.

ALCMENA:
Nada sabía. ¿Quién es este?

YOLAO:
Anuncia la llegada del hijo de tu hijo.

ALCMENA:
¡Salve, pues, por este mensaje! Pero si al fin vino, ¿en dónde está? ¿Qué causa le impide acompañarte y llenarme de ventura?

EL CRIADO:
Dispone y ordena el ejército que manda.

ALCMENA:
Sabido esto, ya nada me interesa.

YOLAO:
Sí; pero yo debo informarme de todo.

EL CRIADO:
¿Qué deseas saber?

YOLAO:
¿Cuántos son sus auxiliares?

EL CRIADO:
Muchos; no puedo decir su número.

YOLAO:
¿Lo sabrán, sin duda, los generales atenienses?

EL CRIADO:
Lo saben; ya ocupan su puesto en el ala izquierda.

YOLAO:
¿Está el ejército preparado a la pelea?

EL CRIADO:
Lejos de las filas se han llevado a las víctimas.

YOLAO:
¿A qué distancia se hallan los argivos?

EL CRIADO:
Se distingue claramente a su general.

YOLAO:
¿Y qué hace? ¿Ordena, acaso, las tropas enemigas?

EL CRIADO:
Así lo presenciamos, aunque no lo hayamos oído. Pero iré allá; líbrenme los dioses, en cuanto pueda, de que mis señores den la batalla en mi ausencia.

YOLAO:
También yo iré contigo; los dos pensamos, sin duda, ayudar a nuestros amigos.

EL CRIADO:
No debías decir tal necedad.

YOLAO:
¿Por qué no he de tomar parte con mis amigos en lo más recio de la pelea?

EL CRIADO:
La vista sola no hiere, si la mano está quieta.

YOLAO:
¿Cómo, pues? ¿No heriré yo también si asisto a la batalla?

EL CRIADO:
No digo que no, pero podrías caer antes.

YOLAO:
No habrá enemigo que me resista.

EL CRIADO:
No tienes ya la fuerza de otros tiempos.

YOLAO:
Pelearé, no obstante, con igual número que en otras épocas.

EL CRIADO:
De poco servirás a tus compañeros.

YOLAO:
No me detengas cuando estoy dispuesto a hacer algo por ellos.

EL CRIADO:
Acaso, aunque quieras, será inútil tu ayuda.

YOLAO:
Puedes decir cuanto te plazca, pero no me harás desistir de mi propósito.

EL CRIADO:
¿Cómo te has de oponer, inerme, a hombres armados?

YOLAO:
En este palacio hay armas, botín de guerra, que manejaremos y las volveremos a traer si sobrevivimos; que si muero, los dioses no las reclamarán. Pero entra, y descolgándolas de los clavos que las sustentan, vísteme cuanto antes los militares arreos; vergonzosa es nuestra tardanza mientras pelean unos y otros se esconden de miedo.

EL CORO:
El tiempo no quebranta tu ánimo, tan esforzado como antes; pero nada vale tu cuerpo. ¿Por qué intentas valiente lo que ha de perjudicarte y aprovechar poco a Atenas? Debes reconocer tu debilidad, hija de tus años, y no acometer imposibles. Aunque lo desees ardientemente, no podrás ser dos veces joven.

ALCMENA:
¿Cómo, pues, insensato, quieres dejarme aquí abandonada con estos niños?

YOLAO:
La pelea es para los hombres; a ti te toca cuidar de ellos.

ALCMENA:
Pero si mueres, ¿cómo me salvaré?

YOLAO:
Los hijos de tu hijo que sobrevivan velarán por ti.

ALCMENA:
¿Y si (¡lo que no suceda!) son víctimas de nuevas desdichas?

YOLAO:
Estos extranjeros nunca faltarán; nada temas.

ALCMENA:
Solo en ellos confío; no en otro alguno.

YOLAO:
Y Zeus, estoy seguro de ello, se conduele también de sus trabajos.

ALCMENA:
¡Bah! Nada que le desagrade oirá de mí; pero bien sabe si es justo o no conmigo.

EL CRIADO:
Ya tienes aquí las armas necesarias para que te las pongas cuanto antes; se acerca el momento de dar la batalla, y Ares odia a los tardos; pero si temes su peso, déjalas ahora y en las filas podrás armarte. Yo las llevaré.

YOLAO:
Bien has dicho; encárgate, pues, de su custodia hasta que yo te las pida; dame la lanza y sostén mi brazo izquierdo para dirigir mis pasos.

EL CRIADO:
¿Cuándo se ha visto a un soldado a quien guían como a un niño?

YOLAO:
Marchemos sin tropezar, que es señal de buen agüero.

EL CRIADO:
¡Ojalá que tu vigor igualase a tu buen deseo!

YOLAO:
Date prisa; sentiré mucho no asistir a la batalla.

EL CRIADO:
Vacilas tú, sin duda, y no yo, aunque creas lo contrario.

YOLAO:
¿Pero no ves con qué vigor ando?

EL CRIADO:
Veo que tu imaginación va mucho más allá de la realidad.

YOLAO:
No dirás eso cuando lleguemos.

EL CRIADO:
¿Qué has de hacer? Quisiera, sin duda, que salieras con felicidad de este trance.

YOLAO:
Hiriendo a algún enemigo en la lucha.

EL CRIADO:
Si llegamos allí alguna vez, temo que no.

YOLAO:
¡Ay de mí! ¡Ojalá, ¡oh brazo mío!, que seas tan buen compañero como allá en mi pubertad, cuando domaste a Troya con Heracles! ¡Ojalá que ponga en fuga a Euristeo!: es cobarde, y no resistirá al empuje de la lanza. No es cierta la fama de esforzados que tienen los poderosos, creyéndose falsamente que el hombre feliz lo sabe todo bien.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh Tierra, y Luna, que luces toda la noche, y espléndida cabellera del dios, que alumbras a los mortales!; sed hoy mis mensajeros, y llevad al cielo mi voz, y al regio solio, y a Atenea de ojos azules. Por mi patria, por mi hogar, por haber protegido a suplicantes, canto el peligro que conjuraré con mi espada.

Antístrofa 1.ª — Formidable es una ciudad como la de Micenas, afortunada y célebre por sus bélicas hazañas, que arde en ira contra mi patria; pero sería vergonzoso, ¡oh Atenas!, que entregásemos, obedientes a los argivos, a los que suplicantes nos piden hospitalidad. Zeus es mi aliado en esta guerra, y nada temo. Zeus, con justicia, aprecia la rectitud de nuestras intenciones. Nunca mis dioses más reverenciados serán inferiores a los mortales.

Estrofa 2.ª — Tuyo es este suelo, ¡oh virgen veneranda!, tuyo es, y esta ciudad, de quien eres madre, y dueña y protectora; aleja de ella al que trajo aquí de Argos ejército enemigo, y no castigues mi piedad consintiendo en que me expulse del hogar en que nací.

Antístrofa 2.ª — Numerosos sacrificios se hacen aquí en tu honra, y nunca nos olvidamos del día que cierra el mes, y con vasos sagrados y coros de jóvenes celebramos tus fiestas, y en la colina que azota el viento resuenan nuestros vítores al compás nocturno de los pies de las vírgenes.

EL CRIADO:
¡Oh señora!, tráigote una nueva que oirás en un instante, la más grata para mí: vencimos a los enemigos, y ya se erigen trofeos de todas las armas que han caído en nuestro poder.

ALCMENA:
¡Oh tú el más querido!; por la nueva que me traes, recobrarás tu libertad. Pero aún no has disipado mi inquietud, pues no sé si viven aquellos cuya vida me es cara.

EL CRIADO:
Viven, y han ganado en el ejército gloria incomparable.

ALCMENA:
Y el anciano Yolao, ¿ha sobrevivido?

EL CRIADO:
Sí, y con ayuda de los dioses ha hecho brillantes hazañas.

ALCMENA:
¿Cómo, pues? ¿Se ha distinguido en la batalla?

EL CRIADO:
Joven se ha vuelto, siendo viejo.

ALCMENA:
Me sorprenden tus palabras: pero deseo que me describas primero la acción en que vencieron nuestros amigos.

EL CRIADO:
De una vez te lo referiré todo. Después que ordenamos nuestras huestes enfrente de los enemigos, Hilo bajó de su carro de cuatro caballos, y colocándose a igual distancia de ambos ejércitos, ya preparados a la pelea, habló así: «¡Oh capitán que has venido de Argos!, ¿por qué hemos de causar daño en esta región? Ni aun perjudicarás en nada a Micenas si la privas de un solo hombre. Yo te desafío a singular combate: si me matas, te llevas a los hijos de Heracles, y si tú mueres, me devolverás mi palacio y disfrutaré de los honores debidos a mi padre». El ejército aprobó su resolución, ya por la grandeza de ánimo que revelaba, ya mirándola como el fin de tantos males. Pero Euristeo ni mostró su deferencia a tan justo y universal deseo, ni, siendo general, se atrevió por cobardía a combatir con la lanza, y se condujo indignamente. Y, sin embargo, vino a reducir a esclavitud a los hijos de Heracles. Hilo, en virtud de su negativa, volvió a incorporarse a las filas. Los adivinos, sabedores de que no se obtendría la paz en singular combate, se apresuraron a sacrificar a Macaria y derramaron sangre salutífera de humana garganta. Unos subían en los carros, otros resguardaban sus cuerpos con los clípeos, y el rey de los atenienses, varón esforzado, animaba así a su ejército: «¡Oh ciudadanos!: necesario es que todos, según vuestras fuerzas, ayudéis a la patria que os engendró y alimentó». El otro, por su parte, rogaba a sus aliados que no deshonrasen a Argos y a Micenas. Cuando la trompeta tirrénica dio claramente la señal y trabaron la batalla, ¡cuánto choque de escudos, cuántas voces, cuántos gemidos! En la primera acometida, el ejército argivo nos puso en desorden, pero después retrocedió. Pie con pie luego, y cuerpo a cuerpo, resistían con denuedo, y caían muchos. Dos exhortaciones se oían a un tiempo: «Vosotros los que habitáis en Atenas; vosotros los que sembráis los campos de Argos, ¿no libraréis de oprobio a vuestra patria?». Con trabajo y esforzándonos cuanto nos era dable, derrotamos al ejército argivo. Entonces el viejo Yolao, viendo a Hilo que, ansioso de pelear, se salió de las filas, extendiendo su diestra le rogó que lo subiese en su carro, y tomando en su manos las riendas, lo dirigió contra los caballos de Euristeo. Lo que sucedió después lo sé por haberlo oído, no así lo demás, que yo mismo presencié. Al atravesar la aldea de Palene, consagrada a la diosa Atenea, vio el carro de Euristeo, e hizo un voto a Hebe y a Zeus si le devolvían el vigor de sus juveniles años y lo vengaban de sus enemigos. Ahora sabrás el milagro: dos dioses se aparecieron en el yugo de los caballos y envolvieron su carro en oscura nube; los más sabios aseguran que eran tu hijo y Hebe. En efecto; el ínclito Yolao recobró la fuerza de su brazo, alcanzando la cuadriga de Euristeo cerca de los peñascos escironios, y, atado de manos y gozoso con tan rica presa, trajo al general enemigo, antes el hijo de la dicha. Tan feliz casualidad anuncia a los mortales que aprendan a no llamar afortunado al que por tal celebran antes de que muera, porque la fortuna cambia a cada instante.

EL CORO:
¡Oh Zeus!, a quien debemos estos trofeos; ya puedo, libre de espantoso miedo, mirar el día.

ALCMENA:
¡Oh Zeus!, aunque tarde, te apiadaste de mis males; agradezco tu beneficio. Ahora me convenzo de que mi hijo vive en el cielo, lo cual no creía antes. ¡Oh hijos!, al fin, ya libres de trabajos, no debéis temer a Euristeo, que recibirá muerte desastrosa, y veréis la ciudad de vuestro padre, y poseeréis su herencia, y sacrificaréis a los dioses patrios, ya que hasta ahora no habéis podido hacerlo viviendo errantes mísera vida. Pero decidme la oculta causa que ha movido a Yolao a perdonar la vida a Euristeo; en mi juicio, no es prudente cautivar a su enemigo y no castigarlo como merece.

EL CRIADO:
Por honrarte y para que lo contemplasen tus ojos sujeto a tu poder, y pendiente de tu voluntad. Lo trajo a la fuerza, no de buen grado, pues no quería venir vivo a tu presencia y sufrir justo castigo. Alégrate, pues, ¡oh anciana!, y acuérdate de lo que dijiste antes: dame la libertad, porque en ocasiones como esta deben ser veraces los labios de los ingenuos.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Grata es para mí la danza cuando suena la flauta en el festín; grata es también Afrodita, y dulcísimo ver dichosos a nuestros amigos, humillados antes. Poderosa entre los hombres es la Parca, que decreta nuestra muerte, y el Tiempo, hijo de Cronos.

Antístrofa 1.ª — Con razón, ¡oh ciudad! (esto nunca debe aplazarse), adorarás a los dioses; insensato es el que se oponga a ello mediante tales pruebas, y cuando con gloria nuestra el dios nos exhorta a hacerlo, quebrantando para siempre la soberbia de los malvados.

Estrofa 2.ª — En el cielo vive tu hijo, ¡oh anciana! (nunca pienses que ha bajado a la morada de Hades, cuando llama ardiente consumió su cuerpo), y Hebe es la amada compañera de su lecho en el palacio de oro. ¡Oh Himeneo!, tú has llenado de gloria a dos hijos de Zeus.

Antístrofa 2.ª — Igual es la suerte de muchos mortales; si dicen que Palas protegió a Heracles, su ciudad y su pueblo salvaron a sus hijos castigando la insolencia de un hombre que, dominado de furor violento, llegó a hollar la Justicia. Que nunca sean insaciables mi espíritu ni mi corazón.

EL MENSAJERO:
¡Oh señora!, aunque ya lo veas, te diré, sin embargo, que te traemos a Euristeo cuando menos lo esperabas y él también. Jamás creyera caer en tus manos cuando salió de Micenas al frente de sufrido ejército, arrastrado por su orgullo, no por su sed de justicia, para derribar a Atenas; pero el cielo lo dispuso de otro modo, retirándole su protección. Hilo y el valiente Yolao han consagrado a Zeus vencedor triunfal estatua, y me ordenaron que te presentase el prisionero para complacerte. Dulcísimo es contemplar desdichado a un enemigo, antes feliz.

ALCMENA:
¡Hombre odioso, ya estás aquí; al fin caíste en poder de la Justicia; vuelve primero hacia mí tu rostro, y ten valor bastante para mirar cara a cara a tus enemigos; en nuestros manos estás, no nosotros en las tuyas! ¿Eres, acaso, aquel (pues quiero saberlo) que osó, ¡oh malvado!, afrentar a mi hijo, esté en donde estuviere? ¿Qué tormento no le hiciste sufrir? ¿No lo mandaste en vida a los infiernos, y a matar hidras y leones? Omito por brevedad otros males que le causaste. Y no contento con esto nos rechazaste de toda la Grecia a mí y a mis hijos cuando éramos suplicantes, ancianos los unos, de tierna edad los otros. Pero tropezaste con una ciudad y con unos hombres libres, que no te temieron. Debes morir miserablemente y siempre ganarás, que no debías perecer una sola vez, siendo tantos tus crímenes.

EL MENSAJERO:
Tú no puedes decretar su muerte.

ALCMENA:
Inútil ha sido entonces qué lo cautivemos. ¿Qué ley prohíbe inmolarlo?

EL MENSAJERO:
La voluntad de los principales de este país.

ALCMENA:
¿Por qué, pues? ¿Reputan acaso torpe matar a los enemigos?

EL MENSAJERO:
Así lo creen, tratándose de un prisionero de guerra.

ALCMENA:
¿Hilo lo consiente?

EL MENSAJERO:
Debe respetar las costumbres de esta ciudad.

ALCMENA:
Lo cierto es que no debía vivir ni ver más la luz.

EL MENSAJERO:
En un principio no se le hizo justicia, conservándole la vida.

ALCMENA:
Luego conviene imponerle la pena que merece.

EL MENSAJERO:
No hay quien lo mate.

ALCMENA:
Yo misma; por lo menos me cuento en el número de los vivos.

EL MENSAJERO:
Te expondrías a oír duras reconvenciones si lo hicieras..

ALCMENA:
Amo a esta ciudad, y en ninguna otra cosa me opondré a sus decretos; pero no hay mortal que lo arranque de mi poder, ya que en él ha caído. Diga, pues, quienquiera que soy audaz y orgullosa más de lo justo; a pesar de todo lo haré.

EL CORO:
Confieso, en verdad, que es grande y disculpable, ¡oh mujer!, el odio que profesas a este hombre.

EURISTEO:
Te advierto, Alcmena, que no he de adularte, ni por salvar mi vida incurrir en la nota de cobardía. No por mi voluntad me empeñé en esta contienda (yo sabía que Demofonte era sobrino tuyo y pariente de tu hijo); pero quisiera o no, Hera, que es diosa, me inspiró ese odio tenaz contra Heracles; cuando rompí con él y conocí la lucha que me amenazaba, maquiné muchos males en su daño, siempre fraguándolos en el silencio de la noche, para que, vencidos y muertos mis enemigos, pudiese vivir tranquilo en adelante, aun sabiendo que tu hijo no era un hombre vulgar, sino un varón esforzado. Aunque haya sido mi enemigo, nunca ofenderán mis labios a un héroe tan verdadero. Muerto él, ¿debía yo, detestado de estos herederos de su odio, descansar un momento hasta desterrarlos y matarlos, acumulando sobre ellos todo linaje de males? Solo así podía salvarme. Tú misma, si te pones en mi lugar, ¿no serías el perpetuo azote de los hijuelos de ese león odioso? ¿Los dejarías vivir tranquilos en Argos? Nadie lo creerá. Ahora, pues (ya que no me mataron antes cuando estaba dispuesto a morir, como acostumbran los griegos), si me sacrifican no será piadoso mi verdugo, y los ciudadanos, obrando con prudencia, me han concedido la libertad, más atentos a honrar a los dioses que a dejarse llevar de su odio. Ya has oído mi réplica, por la cual comprenderás que debes mirarme como a valeroso suplicante. Tal es la disposición de mi ánimo, que si no deseo la muerte, tampoco sentiré perder la vida.

EL CORO:
De buen grado te aconsejaría, ¡oh Alcmena!, que dieses libertad a este hombre, mostrando tu deferencia a los ciudadanos.

ALCMENA:
¿Y si hay medio de que muera y al mismo tiempo de complacerlos?

EL CORO:
Sería lo mejor; pero ¿cómo puede ser eso?

ALCMENA:
Fácilmente te convenceré: después que yo lo mate entregaré el cadáver a sus amigos, que han de reclamarlo; de esta manera, por lo que hace a su cuerpo exánime, respetaré las costumbres de este país, y dándole muerte me pagará lo que me debe.

EURISTEO:
Mátame, que no te rogaré lo contrario; pero ya que los ciudadanos me han restituido la libertad, y llenos de respeto no han querido inmolarme, les descubriré un oráculo antiguo de Apolo, que acaso más adelante pueda aprovecharles. Me sepultaréis, cuando muera, en el lugar señalado por el destino, delante del templo de la divina virgen palénide. Y a los atenienses seré siempre propicio, y en mi sepulcro bajo tierra les serviré, y perseguiré cruelmente a los descendientes de los heráclidas cuando vinieren aquí con numeroso ejército, sin acordarse de este beneficio. ¡Tales son los extranjeros a quienes protegéis! ¿Cómo, pues, sabiendo lo que había de suceder, he venido aquí sin respetar el oráculo? Pensaba que Hera sería superior a él y no me vendería. Pero no consientas que me hagan libaciones, ni que en mi túmulo se derrame sangre; yo haré que quien me desobedezca sea desdichado a su vuelta en castigo de su inhumanidad, y conmigo ganaréis en dos sentidos cuando muera; a saber: protegiéndoos y haciendo daño a estos.

ALCMENA:
¿Por qué, pues, vaciláis si sabéis de sus labios que matándolo decreta el destino que salve a vuestra ciudad y a vuestros descendientes? Segurísima es la senda que os traza; ahora vuestro enemigo será, al morir, vuestro amigo. Lleváoslo, pues, servidores, y cuando expire echadlo a los perros. No volverás ya en vida a desterrarme de mi patria.

EL CORO:
Paréceme bien. Andad, servidores; absteniéndonos nosotros, nuestros reyes estarán libres de esa mancha.


Publicado el 15 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
Leído 34 veces.