Reso

Eurípides


Teatro, Tragedia, Tragedia griega



Argumento

La fábula o acción de esta tragedia está tomada del canto o libro X de La Ilíada, y expone dramáticamente las dos muertes de Dolón y de Reso, troyano el primero, que se propone robar el carro y los caballos de Aquiles, y rey tracio el segundo, que llega en la misma noche al campamento de Héctor. Los dos mueren a manos de Odiseo y de Diomedes, que habían penetrado a favor de las tinieblas en el campamento troyano, y el último principalmente por consejo y a instigación de Atenea, que se aparece a los dos griegos y los salva. Reso, hijo de una de las Musas y del río Estrimón, es la verdadera víctima trágica del destino, porque sabiendo su madre la suerte que le esperaba en Troya, y habiendo intentado vanamente disuadirlo de su propósito, no lo consigue, y parece como que estaba decretada su muerte. Rey Reso, y rey poderoso, y además de origen divino por sus padres, el poder fatal del destino, que se burla del orgullo humano y lo humilla o anonada, muéstrase aquí conforme con la índole característica de este linaje de obras dramáticas.

La trama o el tejido de la acción es sencillo y sobrio, sin notables ni numerosas peripecias, ni sobresale tampoco por sus pasajes patéticos, en que más descuella Eurípides, si se exceptúa la intervención final de la Musa, madre de Reso, ante el cadáver de su hijo, bien trazada y expuesta, digna de su autor, y calculada hábilmente para dejar en los espectadores la impresión dolorosa propia de tales composiciones poéticas. Sin embargo, ninguno de los dos personajes más conspicuos del drama, ni Héctor ni Reso, logran inspirarnos interés ni simpatía, ni se ajustan tampoco a la idea que teníamos de ellos, y en particular el primero, que en nada se asemeja al Héctor del poema inmortal de Homero. El ingenio y el arte incomparables de este poeta brillan sin rival en la creación y diversidad infinita de sus héroes, ninguno de ellos abstracción sensible, seca, vaga ni confusa, sino individuos reales, distintos unos de otros, y de personalidad tan característica, casi tan palpable, que se nos figura conocerlos todos como si los hubiéramos visto y tratado. El Héctor de La Ilíada, valeroso, modesto y bueno, nos es más simpático que el mismo Aquiles, y en esta tragedia, ambos monarcas, orgullosos, fanfarrones e hinchados con su poder y con su grandeza, más mueven en nosotros la antipatía que la admiración o la benevolencia. Como carácter dramático, parécenos mejor el del cochero de Reso, muy natural y muy propio de su situación y de su clase.

Mucho se ha discutido también, e inútilmente, a nuestro juicio, acerca de la autenticidad de esta tragedia de Eurípides, negándole algunos críticos y eruditos sus títulos legítimos de paternidad por su demérito, comparada con otras composiciones del mismo autor.

Desde luego se comprende que su inferioridad respectiva no es ni puede ser por sí sola argumento suficiente para demostrar tal aserto, porque la juventud y la consiguiente inexperiencia de literatos, de poetas y de artistas puede influir sobremanera en el valor de sus obras, como influye también evidentemente en las de su vejez, y como lo confirman numerosos ejemplos. Aun en igual edad de la vida coexisten muchas causas que alteran y pueden alterar notablemente las facultades del hombre en general y diferenciar sensiblemente sus creaciones, en más o en menos, sin dejar por eso de ser suyas. Y las hay, en efecto, tan desemejantes que algunas, a no constar fijamente que lo son, serían unánimamente rechazadas si no lo asegurasen pruebas fidedignas.

Pero cuando la duda o la disputa versa sobre obras muy antiguas, como esta, no hay otro recurso que atenerse a la opinión de su autenticidad, afirmada constantemente por testimonios autorizados desde los coetáneos, o más próximos, hasta nuestros días. En Las Didascalias, o escritos diversos griegos conservados y relativos al arte escénico, y empezando por Aristóteles, de peso enorme en esta cuestión en todos conceptos, siempre se ha atribuido este drama a Eurípides sin contradicción ninguna seria y atendible, puesto que no merece ese dictado la de ningún escoliasta, sea el que fuere. Propio y característico de Eurípides es la intervención de los dioses en la acción en ocasión apurada, y en forma poco respetuosa y reverente, como la de Atenea; sus alardes democráticos contra los monarcas; sus lisonjas a los atenienses, como las de la Musa, madre de Reso, en su plegaria; el conjunto y el corte, por decirlo así, de la ostentación de sus conocimientos astronómicos; el diálogo irónico y eminentemente dramático de Palas y de Paris, y hasta el pensamiento y las palabras de la Musa al hablar de los padres que no tienen hijos iguales a los de Andrómaca. Y si carece, por último, de prólogo, siéndonos desconocida la causa de su existencia y de la fecha del primero que escribiera, no hay fundamento bastante para conceder a tan liviano razonamiento exagerada importancia.

El año de la representación de esta obra dramática es desconocido, y por tanto, solo puede sensatamente suponerse que hubo de ser en la primera juventud del poeta, puesto que si se supiera de cierto, dejaría de ser una presunción y se convertiría en rotundo aserto.

Personajes

Coro de centinelas troyanos.
Héctor, hijo de Príamo.
Eneas, hijo de Anquises y de Afrodita, yerno de Príamo.
Dolón, troyano.
Un mensajero.
Reso, hijo del Estrimón, río tracio, y de una Musa.
Odiseo, rey de Ítaca.
Diomedes, hijo de Tideo.
Atenea.
Paris, hijo de Príamo.
El cochero de Reso.
Una Musa, madre de Reso.


La acción pasa en el campamento troyano, cerca de Troya.

Reso

Es de noche, y se ve en el teatro la tienda de Héctor.


EL CORO:
Que algún vigilante del rey que no duerma entre en la tienda de Héctor y le pregunte si quiere oír un mensaje de los soldados que velan por todo el ejército en la cuarta vigilia de la noche. Levanta la cabeza, apóyate en el codo, abre tus ojos feroces; abandona, ¡oh Héctor!, tu lecho de hojas extendido en el suelo, que es tiempo de oírme.

HÉCTOR:
¿Quién es?; ¿por ventura una voz amiga? ¿Quién es este hombre? Di la seña; sepamos quiénes son los que en las tinieblas se acercan a nuestro lecho.

EL CORO:
Los vigilantes del ejército.

HÉCTOR:
¿Por qué mueves tal tumulto?

EL CORO:
Ten confianza.

HÉCTOR:
La tengo. ¿Se temen acaso asechanzas nocturnas?

EL CORO:
Aún no.

HÉCTOR:
¿Y por qué razón, abandonando tu puesto, turbas el ejército si no tienes que comunicarme nueva alguna? ¿Ignoras que nuestros soldados, inmediatos a los griegos, pasan la noche sobre las armas?

EL CORO:
Cíñete tu espada, Héctor; ve a las tiendas de tus aliados; exhórtales a que empuñen la lanza, despiértalos, envía a tus amigos para que vengan a reunirse a tu cohorte; poned los frenos a los caballos. ¿Quién irá en busca del hijo de Pántoo, o del de Europa, capitán de los guerreros licios? ¿En dónde están los que inspeccionan las víctimas? ¿En dónde los que mandan las tropas ligeras? Vosotros, flecheros frigios, atad los nervios a los arcos de cuerno.

HÉCTOR:
En parte amedrentas a quienes te oyen, en parte nos animas; pero no te explicas con claridad. ¿Te ha herido el trémulo látigo del crónida Pan, y alborotas al ejército, abandonando tu nocturno puesto? ¿Qué hablas? ¿Qué novedad anuncias? Aunque no has dicho poco, no se entiende lo que deseas.

EL CORO:
Todas las noches, ¡oh Héctor!, brillan los fuegos en el campamento griego, y las antorchas alumbran las estaciones navales. Y todo el ejército se acerca con tumulto a la tienda de Agamenón, ansioso de oír alguna nueva orden. Nunca antes ha habido en la armada tal algazara. Yo, pues, temiendo algún ataque, he venido a anunciártelo, para que no acuses mi negligencia.

HÉCTOR:
A tiempo has llegado, a pesar de tus nuevas, que espantan; sin duda esos guerreros quieren huir de aquí navegando a favor de las tinieblas, y se aprestan a emprender la fuga ocultándose de mi vista; alégranme las antorchas nocturnas. ¡Oh deidad que me arrebatas la victoria, como a león su presa, antes de aniquilar con esta lanza todo el ejército griego! Si no me lo hubiesen impedido los brillantes rayos del sol, no hubiera dejado mi lanza vencedora sin incendiar sus naves y recorrer sus tiendas, matando a mis enemigos con esta mano mortífera. Pronto estaba a pelear de noche y aprovecharme de mi fortuna, a no detenerme los sabios y los adivinos que conocen las voluntades de los dioses, persuadiéndome que esperase la luz del día, para no dejar aquí griego alguno. Ellos no aguardan el cumplimiento de los pronósticos de mis arúspices, que la oscuridad es preciosa para los fugitivos. Conviene formar cuanto antes al ejército; que los soldados tomen las armas y se abstengan del sueño, para que los sitiadores, saltando en las naves, heridos por la espalda, manchen las escalas con su sangre, y para que otros, cautivos cargados de cadenas, aprendan a labrar los campos de los frigios.

EL CORO:
Te precipitas, Héctor, antes de saber con certeza lo que sucede; aún no estamos seguros de la huida de los griegos.

HÉCTOR:
¿Por qué, pues, brillaron en su campamento esos fuegos?

EL CORO:
No lo sé; pero me infunden sospechas.

HÉCTOR:
Todo lo temerás, si temes esto.

EL CORO:
Nunca nuestros enemigos encendieron antes tantas hogueras.

HÉCTOR:
Ni tampoco antes, con vergüenza suya, fueron derrotados como ahora.

EL CORO:
Obra tuya fue cuidar, pues, de acabarla.

HÉCTOR:
Sencilla es mi arenga contra los enemigos: «Tomar las armas».

EL CORO:
He aquí a Eneas, que viene con ligero paso para anunciar a sus amigos alguna nueva.

ENEAS:
¿Por qué los vigilantes nocturnos, ¡oh Héctor!, atravesaron aterrados el ejército, dirigiéndose a tu tienda, e interrumpen con sus murmullos el silencio de la noche, y todo lo alborotan?

HÉCTOR:
Ármate, Eneas.

ENEAS:
Pero ¿qué hay? ¿Se dice, acaso, que los enemigos preparan algún ataque nocturno?

HÉCTOR:
Huyen y suben a las naves.

ENEAS:
¿En qué señal cierta te fundas?

HÉCTOR:
Toda la noche están encendidas sus hogueras, y paréceme que no aguardarán a mañana, sino que validos de ellas huirán desde aquí a su patria en sus naves, bien provistas de remos.

ENEAS:
¿Y qué piensas hacer armado contra ellos?

HÉCTOR:
Detendré con mi lanza a los fugitivos y a los que se refugien en las naves, y seré su azote; es vergonzoso para nosotros, y perjudicial además de vergonzoso, que cuando Dios lo permite dejemos escapar sin combatir a los enemigos que tantos males nos han causado.

ENEAS:
¡Ojalá que fueses tan prudente como esforzado!; pero la Naturaleza no concede a todos iguales dones, que a cada cual da el suyo, y así como a ti te concedió el de pelear, a otros el de obrar con cordura. Tú, oyendo hablar de las hogueras, diste ya por cierto que emprendían la fuga los griegos, y quieres sacar al campo el ejército y atravesar los fosos en medio de la noche. Y si lo consigues, a pesar de su profundidad, y no encuentras a tus enemigos fugitivos sino esperando el empuje de tu lanza, ¿no volverás aquí vencido? ¿Y cómo, en verdad, pasarás las empalizadas si eres derrotado? ¿Y cómo atravesarán los puentes los de los carros sin que se rompan los radios de las ruedas? Y aunque venzas, vendrá a su socorro el hijo de Peleo, que te impedirá incendiar las naves y exterminar a los griegos como presumes, que es fogoso guerrero y está orgulloso con su fuerza. Dejemos, pues, dormir tranquilo al ejército junto a las armas, descansando de sus bélicas fatigas; yo creo que debe enviarse un explorador al campamento enemigo, sea el que quiera, y si huyen, en efecto, que les sigamos y ataquemos a los argivos; y si estas hogueras encubren algún engaño, resolveremos lo que ha de hacerse después que el explorador lo averigüe. Tal es mi parecer, ¡oh rey!

EL CORO:
Apruébalo y varía de opinión. No me agradan las órdenes de capitanes temerarios. ¿Qué mejor precaución que acercarse a las naves ligero explorador, para saber la causa de esos fuegos que arden en la estación naval?

HÉCTOR:
Vosotros vencéis; hágase, pues, lo que agrada a todos. Vete y distribuye los aliados; quizás el ejército se alborote si tiene noticias de estas asambleas nocturnas. Yo enviaré un explorador al campo enemigo, y si llegamos a descubrir alguna asechanza te la participaré, y asistirás al consejo; pero si se desbandan y emprenden la huida, prepárate al oír el sonido de la trompeta, porque yo no me detendré, sino que, al contrario, me dirigiré esta misma noche a la estación naval a atacar a los argivos.

ENEAS:
Envíalo cuanto antes; ahora piensas con prudencia. A tu lado me verás, peleando con esfuerzo, cuando fuere necesario.

HÉCTOR:
¿Hay algún troyano de los que toman parte en este diálogo que quiera ir de explorador a las naves de los griegos? ¿Quién prestará ese servicio a su patria? ¿Quién se obliga a ello? Yo solo no puedo hacerlo todo, mandando a un tiempo a los troyanos y sus aliados.

DOLÓN:
Yo, exponiéndome al peligro por la salud de la patria, quiero espiar las naves de los griegos, y volveré después que conozca sus proyectos; con estas condiciones afrontaré la muerte.

HÉCTOR:
Tienes, ¡oh Dolón!, un nombre que conviene a tu empresa, y eres amante de tu patria, y duplicas la nobleza de tu paterno linaje, ya noble.

DOLÓN:
Debo, pues, acometer esta hazaña, pero el que trabaja ha de obtener proporcionada recompensa. Cuando esperamos ganar lucro, doble es nuestro deleite.

HÉCTOR:
Seguramente, y es justo, y no digo lo contrario. Fija, pues, tú el premio, excepto mi mando.

DOLÓN:
No apetezco tu mando, lleno de cuidados.

HÉCTOR:
Pero contraerás himeneo con una hija de Príamo y serás su yerno.

DOLÓN:
No quiero esposa de alcurnia más elevada que la mía.

HÉCTOR:
Hay también oro si lo deseas.

DOLÓN:
Tengo en mi casa; no me aflige la pobreza.

HÉCTOR:
¿Qué deseas, pues, de lo que guarda Troya?

DOLÓN:
Si vences a los griegos, prométeme alguna parte del botín.

HÉCTOR:
La tendrás; pide la que quieras, excepto los capitanes de las naves.

DOLÓN:
Mátalos; no me opondré a que dejes caer tu mano sobre Menelao.

HÉCTOR:
¿No quieres el hijo de Oileo?

DOLÓN:
Las manos acostumbradas al regalo son perezosas para labrar la tierra.

HÉCTOR:
¿Acaso el precio del rescate de algún griego vivo?

DOLÓN:
Ya te he dicho antes que tengo oro en mi casa.

HÉCTOR:
Tú mismo elegirás los despojos que quieras.

DOLÓN:
Cuélgalos en los templos de los dioses.

HÉCTOR:
¿Anhelas más rico don?

DOLÓN:
Los caballos de Aquiles: el que expone su vida a los azares de la suerte, debe obtener digna recompensa.

HÉCTOR:
Me disputas estos caballos, que yo también deseo: inmortales e hijos de inmortales, llevan al belicoso hijo de Tetis. Dicese que Poseidón, rey de los mares, después de domarlos, los dio a su padre Peleo. Pero ya que te sonríe esa esperanza, no la verás frustrada. Te daré, pues, como deseas, el más bello adorno de tu casa, el carro de Aquiles.

DOLÓN:
Bien; si lo consigo, diré que entre todos los frigios he recibido el más rico presente en premio de mi valor. No debes tenerme envidia; tú poseerás otros muchos presentes que te han de deleitar, ya que eres el más esforzado de los troyanos.

EL CORO:
Grande es el peligro; grande la recompensa. Feliz serás cuando disfrutares de ella, y gloriosa tu hazaña. Y honor insigne es también casarse con la hija de príncipes. Por lo que hace a los dioses, que te proteja la Justicia; de mano de los hombres obtendrás la más preciosa recompensa.

DOLÓN:
Iré; pero voy antes a mi casa, a mis lares, y me vestiré como conviene, y desde allí enderezaré mis pasos a las naves de los argivos.

EL CORO:
Dime si tu vestido será distinto del que ahora llevas.

DOLÓN:
Adecuado a esta empresa y a mi furtiva peregrinación.

EL CORO:
Bueno es conocer hasta dónde llega tu astucia; di, ¿cuál será tu traje?

DOLÓN:
Cubrirá mis espaldas una piel de lobo; la abertura de su boca caerá sobre mi cabeza, sus garras delanteras vendrán a mis manos, y a mis pies las traseras, e imitaré su paso; así será difícil que me sientan los enemigos, y me acercaré al foso y a las trincheras de las naves. Al penetrar en algún lugar desierto andaré en dos pies; tal es mi estratagema.

EL CORO:
Que Hermes, el hijo de Maya, te lleve y te traiga con felicidad, que él es rey de los ladrones. Bien lo has pensado; solo falta que la fortuna te favorezca.

DOLÓN:
Así me escaparé de la muerte, mataré a Odiseo y verás su cabeza. Seguro podrás decir entonces que Dolón estuvo junto a las naves de los griegos. Quizá muera el hijo de Tideo; no volveré a mi casa sin llenar de sangre mis manos, antes que la luz alumbre de nuevo a la tierra.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — ¡Oh Apolo Delio, que moras en tu templo de Timbrea y de Licia!; ¡oh numen divino!, ven armado de tu arco, ven y sirve de guía salvador en esta peregrinación nocturna; ven y socorre a los hijos de Dárdano, que eres todopoderoso y el fundador de las antiguas murallas de Troya.

Antístrofa 1.ª — Que el espía llegue a las naves, y se salve, después de observar al ejército griego, y vuelva otra vez a los lares de Troya, su patria, y que suba en el carro tirado de yeguas ftiotas, presente que el dios de la mar hizo a Peleo, el hijo de Éaco, cuando Héctor, nuestro dueño, derrotare al Ares griego.

Estrofa 2.ª — Él solo, por sus lares y su patria, osa explorar las estaciones navales de los griegos. Yo admiro su valor, pocos son en verdad los hombres esforzados, cuando las tinieblas envuelven la mar y la ciudad se estremece. Algún frigio, sí, alguno hay animoso; hay una lanza bastante osada para atacar a los que desprecian mi alianza con los misios.

Antístrofa 2.ª — ¿A cuál de los aqueos herirá en sus tiendas este guerrero que camina a pie imitando el paso de una fiera? ¡Perezca Menelao, y traiga la cabeza de Agamenón, para aliviar el llanto que derrama la infortunada Helena, y entréguesele en castigo de haber venido contra la patria y contra Troya al frente de mil naves!

EL MENSAJERO:
¡Oh rey!, que siempre anuncie yo a mis soberanos nuevas como las que sabrás en breve.

HÉCTOR:
Necios son de ordinario los rústicos; tú, sin duda, creerás participar a tus dueños noticias importantes si les hablas de la fecundidad de sus rebaños en ocasión inoportuna. ¿No sabes a mi palacio o al de mi padre, adonde debías dirigirte si la fortuna sonríe a tus rebaños?

EL MENSAJERO:
Necios somos los pastores, no lo niego; pero, sin embargo, es fausto mi mensaje.

HÉCTOR:
No me hables de dichas pastoriles, que ahora solo nos preocupan las batallas y los combates.

EL MENSAJERO:
De lo mismo vengo a hablarte: un capitán, al frente de numeroso ejército, se acerca a tus tiendas para ayudarte en la guerra como amigo y aliado.

HÉCTOR:
¿Y cuál es la patria que ha abandonado por socorrerme?

EL MENSAJERO:
La Tracia; él se llama el hijo del Estrimón.

HÉCTOR:
¿Dices que Reso pisa el suelo troyano?

EL MENSAJERO:
Así es, y me ahorras las molestias de un largo discurso.

HÉCTOR:
¿Y cómo camina por los bosques del Ida, alejándose de los caminos llanos y trillados?

EL MENSAJERO:
No lo sé de cierto, pero no es difícil conjeturarlo. Peligroso es mover de noche un ejército, sabiendo que la llanura está cubierta de tropas enemigas. Gran terror ha infundido en los rústicos pastores que habitamos en el monte Ida, primer hogar de este pueblo, penetrando de noche en selvas llenas de fieras. El ejército tracio marchaba con gran ruido, como la mar, y nosotros, consternados y atónitos, nos llevamos los rebaños a los montes más altos, temiendo que los griegos nos atacaran y robasen tus ganados, hasta que nuestros oídos percibieron voces amigas y perdimos el miedo. Salí yo entonces a su encuentro, y pregunté en lenguaje tracio a los exploradores que enviaba su general, y de ellos supe el nombre y el linaje del guerrero que venía a socorrer a la ciudad de Príamo. Y después que oí cuanto deseaba, me detuve y vi a Reso, que, como un dios, regía un carro tracio. El yugo, de oro, sujetaba el cuello de caballos más blancos que la nieve. En los hombros traía una pelta de bronce, de dorados relieves, y las frentes de los caballos relucían como la Gorgona de la diosa, sembrando el terror al agitar sus numerosas campanillas. No hubieras podido contar sus tropas. ¡Tanta era su numerosa caballería, las multiplicadas filas de los armados de peltas, los infinitos flecheros y la multitud de los armados a la ligera que vestían el traje tracio! Formidable aliado se presenta; ya huya, ya le aguarde para combatir, el hijo de Peleo no podrá escapársele.

EL CORO:
Cuando los hombres aplacan sumisos la cólera de los dioses, la fortuna siempre los favorece.

HÉCTOR:
Encontraré muchos amigos, ya que vence mi lanza con ayuda de Zeus. Pero no necesitamos de los que no compartieron antes nuestros trabajos, cuando encarnizada guerra rasgaba con violencia las velas de esta nave. La llegada de Reso en estos momentos prueba bien a las claras la clase de amistad que profesa a Troya; viene a disfrutar del festín, no habiendo acompañado a los cazadores que se apoderaron de la presa, ni manejado con ellos sus armas.

EL CORO:
Con razón desprecias y acusas a esos amigos; disimula, no obstante, tu enojo, y no rechaces a los que vienen en ayuda de la ciudad.

HÉCTOR:
Bastamos nosotros, que la hemos defendido largo tiempo.

EL CORO:
¿Crees ya haber vencido a tus enemigos?

HÉCTOR:
Sí; lo probarán los rayos del sol de mañana.

EL CORO:
Ignoramos lo futuro; recuerda los cambios que decretan los dioses.

HÉCTOR:
Odio a los que socorren tarde a sus amigos.

EL MENSAJERO:
Rechazar a los aliados es peligroso. Bastará su presencia para aterrar a los argivos.

EL CORO:
Que el que llega ahora no se siente como aliado a nuestra mesa, sino como simple huésped; no son para él los favores de los hijos de Príamo.

HÉCTOR:
Bien me aconsejas (Al coro), y oportuna es tu advertencia; ese Reso, de brillantes y doradas armas, según anuncia el mensajero, será recibido como aliado nuestro.

EL CORO:
Estrofa 1.ª — Que Adrastea, hija de Zeus, ahuyente la envidia que puedan excitar mis palabras; diré ya lo que me agrada. Viniste, ¡oh hijo!, de un río; viniste, te acercaste a la tienda frigia y salgo a saludarte, ya que te envió al fin tu madre, una de las Piérides, y el Estrimón, de bellos puentes.

Antístrofa 1.ª — Este te engendró en otro tiempo, revolviendo sus ondas por el inmaculado seno de la cantora Musa. Tú has venido a buscarme como Zeus esplendente arrastrado por veloces caballos. Ahora, ¡oh patria!, ¡oh Frigia!, si Dios nos es propicio, podrás entonar cánticos en alabanza de Zeus salvador.

Estrofa 2.ª — ¿Celebrará otra vez ahora la antigua Troya, durante todo el día, estas fiestas acompañadas de cantos amorosos, embriagándose con las copas que circulan alternadamente por la huida a Esparta de los Atridas, que atravesarán el mar desde las troyanas costas? ¡Oh rey amado, ojalá que después de darles muerte con tu mano y con tu lanza vuelvas a tu patria!

Antístrofa 2.ª — Ven, comparece, muestra a los ojos del hijo de Peleo tu pelta de brillante oro, levantándola oblicuamente junto a la abertura circular de tu carro, mientras animas a los caballos y vibras el dardo de dos puntas. Ninguno podrá resistirte; ninguno volverá jamás a danzar en el templo de la argiva Hera; que esta tierra soportará esa carga muy deseada después que muera a manos de un tracio. (Reso se acerca). ¡Viva, viva! ¡Oh gran rey!, ¡oh Tracia! Criaste un hijo de noble aspecto, hoy tu soberano. Mira las armas de oro que lo defienden; oye el ruido de las campanillas de la embrazadura de su escudo. Un dios, ¡oh Troya!, un dios, el mismo Ares es este hijo del Estrimón y de la Musa cantora, que viene a socorrerte.

RESO:
¡Salve, Héctor, buen hijo de buen padre, señor de esta región! Al fin te hallo después de tanto tiempo. Alégrome que venzas, y que sities las torres de tus enemigos; yo también vengo a derribar las trincheras de los griegos y a incendiar sus naves.

HÉCTOR:
Hijo de madre cantora, una de las Musas, y del Estrimón, río tracio, agrádame decir siempre la verdad, porque no soy hombre artificioso. Mucho tiempo ha, sí, mucho tiempo ha que debías haber venido a nuestro socorro, y no consentir, en cuanto pudieras, que los argivos sitiasen armados a Troya. No dirás que no te llamaron tus amigos, y que por eso no viniste a auxiliarnos ni te has cuidado de nosotros. ¿Cuántos heraldos o embajadas de los frigios, llegando hasta tu palacio, no te han rogado que socorrieses a nuestra ciudad? ¿Qué presentes no te han llevado de nuestra parte? Tú, pariente nuestro y también bárbaro, nos has abandonado a merced de los griegos. Y yo, con esta diestra, cuando era reducido tu imperio, te di el cetro de la vasta Tracia, cerca del monte Pangeo y de las llanuras peonias, acometiendo a los más valerosos tracios, y destrocé sus escudos y sometí este pueblo. Olvidaste tan grandes beneficios, y tarde socorres a tus amigos que padecen. Algunos, que por cierto no son nuestros parientes, habiendo venido hace mucho tiempo, yacen muertos en apiñados túmulos, en prueba de su lealtad; otros, armados y cerca de sus ecuestres carros, continúan arrostrando esforzadamente los vientos helados, y el fuego del dios que engendra sed, no como tú, haciendo frecuentes libaciones en los lechos del festín. Tales son los cargos que te hago; tales mis recomendaciones, para que conozcas la franqueza de Héctor.

RESO:
Igual al tuyo es mi carácter: de los que buscan en sus palabras el camino más corto; no falaz ni artificioso. Mayor que la tuya era mi indignación y el dolor que roía mis entrañas al verme lejos de ti, pero los escitas, mis vecinos, me hicieron la guerra cuando pensaba venir a Troya, y me dirigí a las costas del mar Euxino, al frente de mi ejército. Allí la sangre escita, al par que la tracia, derramada por la lanza, ha empapado la tierra. Tal ha sido la causa que me detenía, impidiéndome venir a esta guerra como aliado tuyo. Después que los derroté y que me dieron en rehenes a sus hijos, obligándose a pagar un tributo anual, emprendí mi marcha, pasando en naves las gargantas del Ponto, y recorriendo otros países, no, como tú dices en mi oprobio, bebiendo en grandes copas ni descansando bajo artesonados de oro, sino azotado por los vientos que combaten el mar de Tracia y por las brisas heladas de la Peonia, sin dormir, y arrostrándolas con estos vestidos. Pero aunque tarde, todavía llego a tiempo; diez años ha que peleas y nada consigues, sino que pasa un día y otro día sufriendo los inconstantes azares de la guerra; uno solo me bastará a mí para asaetear sus torres, acometer las estaciones navales y destruirlos, y al siguiente tornaré a mi patria desde Ilión, dando breve fin a tus trabajos. Que ninguno de vosotros levante con sus manos el clípeo; yo, aunque haya venido tarde, refrenaré a los aqueos, orgullosos con sus lanzas.

EL CORO:
¡Viva, viva! Gratas son tus palabras; amigo eres de Zeus...; pero que Zeus Máximo aleje la invencible envidia que pueden excitar tus palabras. Ni ahora ni antes trajo la armada de Argos varón más ilustre que tú. ¿Cómo Aquiles, cómo Áyax podrán resistir tu empuje? ¡Ojalá, oh rey, que yo vea el día en que los castigues con tu lanza, llenando de sangre tus manos!

RESO:
Disculparás mi larga ausencia cuando te deje gozar de esos deleites; dígote, pues, con perdón de Adrastea, que después de librar a Troya de sus enemigos, y cuando apartes los despojos que has de consagrar a los dioses, iremos juntos a la tierra argiva y devastaré con mis armas a toda la Grecia, para que a su vez sufran tan aflictivos males.

HÉCTOR:
Sí; libre del que ahora nos aqueja, habitaré en Troya, segura como en otro tiempo, y daré eternas gracias a los dioses. Por lo que toca a Argos y a la Grecia, no es tan fácil devastarla como aseguras.

RESO:
¿No dicen que los sitiadores son los más esforzados de los griegos?

HÉCTOR:
No, en verdad; rebajamos su valor; bástanos rechazarlos siempre.

RESO:
Muertos, pues, estos, lo demás será fácil empresa.

HÉCTOR:
No pienses ahora en lo más remoto, olvidándote de lo que tienes más a la mano.

RESO:
¿Y te contentas con sufrir, no con curar males?

HÉCTOR:
Vasto es mi imperio, aun sin salir de aquí; llévate, pues, los armados de peltas, y acampa tu ejército, ya en el ala izquierda, ya en la derecha, ya en el centro de los aliados.

RESO:
Mi único deseo es pelear con los enemigos, ¡oh Héctor! Así, si no te avergüenzas de no incendiar conmigo las popas de las naves, ya que tantas han sido tus bélicas fatigas, déjame acampar frente a las huestes de Aquiles.

HÉCTOR:
Es imposible que le ataques con irresistible lanza.

RESO:
Se dijo que había navegado también contra Troya.

HÉCTOR:
Navegó y vino, en efecto; pero airado con los generales, dejó ociosa su mano.

RESO:
Después de él, ¿cuál se distingue más?

HÉCTOR:
En mi concepto, no le son inferiores Áyax y el hijo de Tideo; Odiseo es también elocuentísimo hablador, bastante animoso, y fautor de muchos males que afligen a Troya. Penetró de noche en el templo de Atenea, robó el Paladión y lo llevó a las naves de los argivos. Merodeando otra vez, disfrazado de mendigo, atravesó las murallas y pedía a los dioses que enviasen a los argivos muchas desdichas, y vino de espía a Ilión, y se escapó, después de matar a los centinelas y capitanes de las puertas; siempre está armando asechanzas cerca de la ciudad, junto al altar Timbreo, y sostenemos con él frecuentes luchas, hijas de su sagacidad maléfica.

RESO:
Ningún varón esforzado quiere matar a su enemigo a traición, sino atacándolo frente a frente. A mis manos vendrá vivo el que tú dices que trama dolorosas asechanzas y espía ocasión oportuna para ejecutar sus insidiosos intentos, y lo clavaré por la espalda a la salida de las puertas, y será pasto de los buitres y demás aves; que si es un salteador y despoja los templos de los dioses, debe sufrir este género de muerte.

HÉCTOR:
Ahora ocupad vuestro puesto en los reales, que es de noche. Yo te enseñaré el lugar en donde pernoctará tu ejército, separado de las filas. No olvides, por si fuera menester, que la seña es «Febo», y anuncíalo a los tracios. Adelantaos vosotros (A los vigilantes) un poco y vigilad con cuidado, y aguardad a Dolón, que ha ido a explorar las naves, que, si se salva, no tardará en volver al campamento troyano.

EL CORO:
¿A quién toca hacer la guardia? ¿Quién me releva? Ya se ocultan las primeras estrellas y se ven las siete Pléyades, y el águila vuela en los aires. Despertad. ¿Por qué vaciláis? Levantaos del lecho; despertad, que la vigilia os aguarda. ¿No veis la luz de la luna? Ya se acerca, ya se acerca la aurora, precedida del matutino lucero.

EL SEMICORO:
¿A quién toca la primera guardia?

EL OTRO SEMICORO:
Dicen que a Corebo, el hijo de Migdón.

EL SEMICORO:
¿Y a quién después?

EL OTRO SEMICORO:
El ejército peonio relevó a los cilicios, y nosotros a los misios.

EL SEMICORO:
Tiempo es ya, según ha dispuesto la suerte, de que nosotros llamemos a los licios para la cuarta vigilia.

EL CORO:
Ya oigo al ruiseñor de artificioso canto, asesino de sus hijos, que a las orillas ensangrentadas del Simois canta sus penas; ya los rebaños pastan en el Ida, ya se percibe el sonido de la flauta, que interrumpe el silencio de la noche; el sueño solicita dulcemente mis ojos, y al despuntar la aurora, se desliza suavísimo en mis párpados.

EL SEMICORO:
¿Por qué no vendrá el espía que envió Héctor a explorar las naves?

EL OTRO SEMICORO:
Algo temo; mucho dura su ausencia.

EL SEMICORO:
¿Habrá perecido víctima de ocultas asechanzas? Casi estoy por creerlo.

EL OTRO SEMICORO:
Llamemos a los licios, a quienes la suerte ha designado para montar la quinta vigilia.

ODISEO:
¿Oíste, Diomedes? ¿Son vanos ruidos que se deslizan hasta mí? ¿Es estrépito de armas?

DIOMEDES:
No; son las cadenas de hierro de los carros ecuestres; el miedo me sobrecogió también antes de asegurarme que era el crujir de las cadenas de los caballos.

ODISEO:
Cuida no tropieces con los centinelas nocturnos.

DIOMEDES:
Mío es ese cuidado, aunque nos oculten las tinieblas.

ODISEO:
Si despierta alguno, ¿te acordarás de la seña del ejército troyano?

DIOMEDES:
«Febo» es la seña, según dijo Dolón.

ODISEO:
Vamos; abandonadas están estas tiendas.

DIOMEDES:
Mas Dolón dijo que era la tienda de Héctor, contra cuyo pecho viene esta lanza.

ODISEO:
¿Qué será, pues? ¿Se habrá ido a otra parte su cohorte?

DIOMEDES:
Quizá a armarnos alguna asechanza.

ODISEO:
Audaz es Héctor; audaz porque ahora vence.

DIOMEDES:
¿Qué hacemos, Odiseo? No encontramos a nuestro hombre en la tienda, y vano ha sido nuestro empeño.

ODISEO:
Vayamos cuanto antes a la estación naval. Sálvalo algún dios que lo favorece; no debemos pelear contra la fortuna.

DIOMEDES:
Busquemos, pues, a Eneas, o a Paris, el más odioso de los frigios, y cortemos en castigo su cabeza.

ODISEO:
Pero ¿cómo podrás encontrarlos de noche, en medio de un ejército enemigo, y matarlos sin peligro?

DIOMEDES:
Es vergonzoso volver a las naves de los argivos sin ejecutar ninguna hazaña que humille a los troyanos.

ODISEO:
¿Cómo que no? ¿No matamos a Dolón, espía de nuestras naves, y guardamos sus despojos? ¿Crees que tú solo acabarás con todo el ejército? Obedéceme y volvámonos. ¡Que la fortuna nos favorezca!

ATENEA:
¿Adónde, pues, os volvéis desde el campamento troyano, agobiado vuestro corazón por la tristeza, porque los dioses no os conceden matar a Héctor ni a Paris? ¿No sabéis que ha venido Reso, aliado de Troya, con pomposo aparato? Si mañana viene, ni la lanza de Aquiles ni la de Áyax le impedirán destruir el campamento griego, arruinar las trincheras y abrirse con su esfuerzo ancha puerta dentro de ellas. Si lo matas, todo es tuyo. Deja la tienda de Héctor, y no pienses en cortarle la cabeza, que otra mano ha de matarlo.

ODISEO:
Hiriome, ¡oh Atenea soberana!, el eco conocido de tu voz; tú siempre me socorres en el peligro; dinos en dónde yace ese guerrero y en qué parte del ejército bárbaro tiene su puesto.

ATENEA:
Aquí cerca, separado de sus compañeros, fuera de las filas, por orden de Héctor, hasta que suceda a la noche la luz del día. Caballos blancos, visibles en la noche, están próximos, atados a sus carros tracios; brillan como el plumaje del cisne de los ríos. Robadlos, pues, que son riquísimo botín, después de matar a sus dueños; en todo el orbe no se encontrará un carro semejante.

ODISEO:
O mata tú, Diomedes, a los tracios, o déjame a mí que lo haga y tú robarás los caballos.

DIOMEDES:
Yo mataré y tú sujetarás los caballos. Mucha es tu experiencia en tales hazañas y grande tu sagacidad. Es menester que se utilicen los servicios de cada uno según sus facultades.

ATENEA:
Alejandro se acerca a nosotros, sin duda porque algún centinela le habrá comunicado sus vagas sospechas acerca de la llegada de los enemigos.

DIOMEDES:
¿Solo o acompañado?

ATENEA:
Solo; según parece, viene a la tienda de Héctor a participarle que espías griegos rondan el campamento.

DIOMEDES:
¿Muere este primero?

ATENEA:
Tú no podrás más que el destino, el cual no consiente que perezca a tus manos. Pero aproxímate cuanto antes a Reso, a quien has de dar muerte fatal; yo me apareceré a Paris como si fuese Afrodita que le socorre en sus peligros, y me burlaré a mansalva de mi enemigo. Y esto solo vosotros lo sabéis, que quien debe padecer, ni lo conoce ni lo oye, aunque esté inmediato.

PARIS:
¿Duermes, Héctor, mi capitán y hermano? ¿No debías velar? Enemigos se acercan a nuestro ejército, ya sean ladrones, ya espías.

ATENEA:
Nada temas; yo, Afrodita, que te estimo, cuido de ti. Yo también me intereso en esta guerra, y no me olvido de la palma que me diste, y agradecida te favorezco. Y ahora vengo a salvar al ejército troyano y te traigo un guerrero esforzado, amigo tuyo, hijo tracio de la divina Musa que canta, y a cuyo padre llaman Estrimón.

PARIS:
Siempre eres benévola conmigo y con mi patria; gran tesoro aseguré en favor de Troya dándote la palma. He venido, no por saber claramente lo que pasaba, sino guiado por cierto rumor vago. Los centinelas dicen que se han acercado espías griegos; y el que no los ha visto lo afirma, y el que los vio no puede indicar el camino que han tomado. He aquí el motivo que me trajo a la tienda de Héctor.

ATENEA:
Nada temas; no amenaza al ejército peligro alguno. Tu hermano, ausente, da sus órdenes para que acampe el ejército tracio.

PARIS:
Tus palabras me persuaden, y dándoles la fe que merecen, voy, libre de temor, a conservar el orden en el campo.

ATENEA:
Vete; no te olvides que velo por cuanto te interesa, y que nada me satisface tanto como contemplar felices a mis amigos. Algún día sabrás hasta dónde llega mi benevolencia. (Vase Paris). A ti digo, ¡oh hijo de Laertes!, que te dejas arrastrar de tu ánimo, fogoso en demasía, y que ocultes sin tardanza tu afilado acero. Por tierra yace el capitán tracio, y vuestros son sus caballos; pero los enemigos, sabedores de lo que sucede, vienen a buscaros. Huid, pues, cuanto antes a la estación naval. ¿Por qué vaciláis? Salvad vuestra vida, que llega un tropel de troyanos.

EL CORO:
¡Ea, ea; hiere, hiere, hiere, hiere: mata, mata! ¿Quién es este hombre? Helo aquí; este digo. Ladrones son que de noche perturban el ejército. Que venga, que venga por aquí alguno. Aquí están, ya son míos. ¿Que dices? ¿De dónde has venido? ¿Cuál es tu patria?

ODISEO:
No te interesa saberlo; hoy morirás si me haces algún mal.

PRIMER SEMICORO:
¿No dirás la seña antes que te atraviese el pecho con mi lanza?

ODISEO:
Detente; nada receles.

SEGUNDO SEMICORO:
Acércate más. (A uno de los soldados que le acompañan). Hiere, quienquiera que sea.

PRIMER SEMICORO:
¿Fuiste tú, acaso, el que mataste a Reso?

ODISEO:
No; el que había de matarlo.

SEGUNDO SEMICORO:
Quietos todos.

PRIMER SEMICORO:
De ninguna manera.

SEGUNDO SEMICORO:
Cuidado, no mates a algún amigo.

PRIMER SEMICORO:
Pero ¿cuál es la seña?

ODISEO:
Febo.

SEGUNDO SEMICORO:
Ya entiendo. Que nadie mueva su lanza.

PRIMER SEMICORO:
¿Sabes, acaso, hacia dónde se dirigieron esos guerreros?

SEGUNDO SEMICORO:
Por esta senda los vimos.

PRIMER SEMICORO:
Que alguno siga sus huellas. ¿Se da la voz de alarma?

SEGUNDO SEMICORO:
No es conveniente alborotar a los aliados durante la noche, madre de terroríficos fantasmas.

EL CORO:
Estrofa. — ¿Qué guerrero es el que ha venido aquí? ¿Quién, haciendo alarde de su audacia, se jactará de escaparse de mis manos? ¿En dónde lo alcanzaré? ¿A quién lo compararé? ¿Ha venido, intrépido, durante la noche, atravesando las cohortes y los vigilantes? ¿Es acaso tesalio, o habitante de la ciudad marítima de los locrenses? ¿Se crio en alguna de las Espóradas? ¿Quién era? ¿De qué gente? ¿De qué patria? ¿A qué dios venera?

PRIMER SEMICORO:
¿Será esa hazaña obra de Odiseo? ¿Quién será este héroe?

SEGUNDO SEMICORO:
¿Por qué no, si así nos lo hace presumir lo que ha sucedido hasta ahora?

PRIMER SEMICORO:
¿Lo crees, acaso?

SEGUNDO SEMICORO:
¿Por qué no?

PRIMER SEMICORO:
Osado es, sin duda, en daño nuestro.

SEGUNDO SEMICORO:
¿Quién? ¿A quién alabas por su valor?

PRIMER SEMICORO:
A Odiseo.

SEGUNDO SEMICORO:
No celebres a un guerrero que solo se distingue hurtando.

EL CORO:
Antístrofa. — También vino antes a la ciudad y era su apariencia de imbécil, y estaba cubierto de harapos, y bajo ellos llevaba escondida su espada. Mendigando el sustento iba como siervo fugitivo, con sus cabellos desaliñados y sucios; muchas imprecaciones lanzó contra el linaje de los Atridas como si fuese enemigo. ¡Ojalá que hubiese perecido, que hubiese perecido en rigurosa justicia antes de pisar la tierra de los frigios!

EL SEMICORO:
Ya haya sido Odiseo, ya otro cualquiera, el miedo me sobrecoge.

PRIMER SEMICORO:
Héctor se enfurecerá contra nosotros, que estábamos de centinela.

SEGUNDO SEMICORO:
¿Y cómo nos ha de reconvenir?

PRIMER SEMICORO:
Lo llevará a mal.

SEGUNDO SEMICORO:
Pero ¿en qué faltamos? ¿Qué temes?

PRIMER SEMICORO:
Que entre nosotros pasaran...

SEGUNDO SEMICORO:
¿Quiénes?

PRIMER SEMICORO:
Los que han venido esta noche al campamento frigio.

EL COCHERO:
¡Ay, ay! ¡Grave golpe de la fortuna! ¡Ay, ay!

EL CORO:
Pist..., callad todos; estaos quietos; alguno caerá, acaso, en la red.

EL COCHERO:
¡Ay, ay de mí! ¡Cuán funesta es la desdicha que sufren los aliados tracios!

EL CORO:
¿Quién gime?

EL COCHERO:
¡Ay, ay de mí! ¡Desventurado soy, y tú también, rey de los tracios! ¡Oh, en mal hora viniste en ayuda de la funestísima Troya! ¡Cuál ha sido el término de tu vida!

EL CORO:
¿Quién eres, en fin, de nuestros aliados? Las tinieblas de la noche no me dejan ver ni conocerte claramente.

EL COCHERO:
¿En dónde encontraré a algún príncipe troyano? ¿En dónde duerme Héctor, resguardado con su escudo? ¿A cuál de los capitanes del ejército contaré, ¡ah, ah, ah, ah!, los males que hemos sufrido, la desgracia de que hemos sido víctimas, obra de un desconocido, pródigo en desdichas deplorables para los tracios?

EL CORO:
Algún infortunio ha sobrevenido al ejército de Reso, según parecen indicar las palabras de este.

EL COCHERO:
¡Pereció el ejército, cayó el rey, víctima de pérfida mano! ¡Dolor mortal me causa la herida que me consume! ¡Que yo muera! ¡Ah, ah, ah, ah! Reso y yo debíamos perecer miserablemente por socorrer a Troya.

EL CORO:
No hay duda que estos lamentos indican alguna calamidad; claramente dan a entender que han perecido los aliados.

EL COCHERO:
Calamidad grave y afrentosa, doblemente intolerable, nos ha herido. El morir con gloria, si al fin se ha de morir, paréceme amargo al que lo sufre; ¿cómo no? La nobleza y el lustre de las familias es goce de los vivos; nosotros, al contrario, perecemos temeraria y torpemente. Después que Héctor nos señaló nuestro puesto en los reales, y nos comunicó la seña, dormíamos recostados en la tierra, vencidos del cansancio, y no velaban por el ejército nocturnos centinelas, ni estaban a mano las armas ni guardados los yugos de los caballos, confiando el rey en que vosotros erais vencedores y amenazabais a las popas de las naves; descuidados nos entregábamos todos al reposo. Yo, solícito, desperté de mi sueño y di abundante pienso a los caballos, creyendo que mañana pelearíamos con ellos. Vi entonces a dos hombres que, en la oscuridad de la noche, rondaban nuestro campamento, y que al moverme se deslizaron y huyeron; les di voces para espantarlos, pensando que fuesen ladrones que venían a robarnos. Pero nada replicaron; yo no sé mas; volví a mi tienda y me dormí. Y en sueños se me apareció cierto fantasma; en sueños, según creía, vi dos lobos que se cebaban en los lomos de los caballos que yo crie y a los cuales regía, unidos al carro de Reso, y que azotándolos con sus colas los aguijoneaban, dando ellos resoplidos de ira y resistiéndose de miedo. Despierto entonces pugnando por ahuyentar a esas fieras de los caballos, y agitado de nocturnos terrores. Al levantar la cabeza oigo gemidos de moribundo. Un río de sangre juvenil caliente me inunda al acercarme a mi señor, víctima de triste muerte. Sobresalteme, sin tener a mano la lanza, y al buscar y requerir mi espada, hiriome un robusto brazo en el costado; sentí el golpe que abrió en mi cuerpo profundo surco. Caí en tierra, y ellos, dueños del yugo ecuestre, aceleran en su huida el paso de los caballos. ¡Ay, ay de mí! ¡El dolor me atormenta, y ya, desventurado, no puedo sostenerme! Y aunque he presenciado esta desgracia, no puedo decir quiénes han sido sus autores, ni cómo la han causado. Presumo, sin embargo, que deben ser amigos.

EL CORO:
Cochero del mísero tracio, no sospeches que no son enemigos los que han perpetrado ese crimen. Pero Héctor, sabedor de él, se acerca; como es justo, se conduele de tus males.

HÉCTOR:
¿Por qué, ¡oh fautores de gravísimos males!, se os escaparon vergonzosamente los espías griegos que han asesinado a vuestros compañeros, y no los rechazasteis ni al entrar ni al salir del campamento? ¿Quién expiará esta falta? Tú, que guardabas nuestro ejército. Ilesos huyeron, burlándose del descuido de los frigios y de mí, que soy vuestro capitán. Tened, pues, por cierto, y os lo juro por el poder de Zeus, que, en castigo, serás azotado o muerto. Creed, si no lo hago, que Héctor es un cobarde y para nada sirve.

EL CORO:
¡Ay, ay! ¡A mí grande, grande...! ¡Oh general, defensor de la ciudad!; sin duda penetraron cuando vine a anunciarte que se veían luces junto a las naves del ejército argivo; ni mis ojos vigilantes se cerraron esta noche, ni un momento durmieron, no, por las fuentes del Simois; no te encolerices conmigo, ¡oh rey!; yo no he faltado a mi deber. Y si después llega a tu noticia algún hecho o dicho mío intempestivo, entiérrame vivo, que no pediré perdón.

EL COCHERO:
¿A qué tales amenazas? ¿Por qué, siendo tú también bárbaro, intentas engañarme con artificiosos discursos? Obra tuya es todo; ningún otro fue autor de la muerte de Reso ni de la herida que he recibido; larga y sagaz oración necesitas, sin duda, para persuadirme de que no has asesinado a tus amigos. Tu deseo de poseer los caballos te arrastró a matar a tus aliados. Recuerdo bien las protestas que hiciste. Los desdichados llegaron y murieron. Menos criminal fue Paris violando el derecho de la hospitalidad que tú, que asesinaste a los que te socorren. No digas que algún argivo, acercándose a nosotros, ha sido el delincuente. ¿Quién, en verdad, atravesando las cohortes troyanas, podría llegar oculto a nuestros reales? Tú y el ejército argivo estabais aquí antes. ¿Cuál otro fue herido, cuál de tus aliados ha muerto, si vinieron los griegos, como dices? Las víctimas que han derramado su sangre nosotros somos y lo que es más sensible, nuestros son también los que ya no ven la luz. En suma: no acusamos a ningún griego. ¿Quién podría encontrar la tienda de Reso en las tinieblas de la noche, a no decirlo algún dios? Ni aun sabían que hubiese llegado; luego tú eres el verdadero criminal.

HÉCTOR:
En tantos años como han transcurrido desde que nos ayudan nuestros aliados y el pueblo aqueo sitia a Troya, nadie me ha reconvenido por ningún delito; tú eres el primero que lo hace. Por grande que fuese mi afición a esos caballos, nunca me hubiese arrastrado a dar muerte a mis amigos. Obra es de Odiseo. ¿Qué otro argivo podría haber concebido ese proyecto? ¿Cuál realizarlo? Le temo, y me aflige que hayan encontrado a Dolón y perecido a sus manos; hace ya largo tiempo que se ausentó, y por ninguna parte parece.

EL COCHERO:
Nada sé de ese Odiseo a que aludes; pero estoy seguro de que ningún enemigo nos ha herido.

HÉCTOR:
Piensa tú lo que quieras, si tal es tu placer.

EL COCHERO:
¡Oh tierra patria, ojalá que muriese en tu seno!

HÉCTOR:
No morirás; bastantes han muerto ya.

EL COCHERO:
¿Adónde volveré mis ojos, no existiendo mis dueños?

HÉCTOR:
Mi palacio te acogerá y te cuidará.

EL COCHERO:
¿Y cómo me han de curar las manos de mis asesinos?

HÉCTOR:
No dejarás de repetir siempre lo mismo.

EL COCHERO:
Muera el que lo hizo; no te maldigo, como piensas; pero la Justicia lo sabe mejor que yo.

HÉCTOR:
Lleváoslo a mi palacio, y cuidad de que no sufra; y vosotros encaminaos a la ciudad, y decid al Senado que mande sepultar los muertos en las encrucijadas de los caminos.

EL CORO:
¿Qué objeto se propone el numen adverso, que, después de tanta ventura, llena otra vez a Troya de lágrimas? Pero ¿qué es esto, ¡oh, oh!? ¿Qué diosa, ¡oh rey!, lleva en sus brazos por el aire el cuerpo de Reso? Estupefacto quedo al contemplar este portento.

MUSA:
Podéis mirar, troyanos; yo, Musa adorada de los sabios, una de las nueve hermanas, me presento a vosotros; vengo por este hijo mío, asesinado miserablemente por sus enemigos. El pérfido Odiseo, que lo mató, pagará algún día su crimen. Con lágrimas míseras, ¡oh hijo!, te lloro, con dolor de madre. Funesta ha sido tu venida a Troya, funesta tu obstinación, sin haber celebrado los auspicios, prohibiéndotelo yo y desoyendo los ruegos de tu padre. ¡Ay de mí, mísera! ¡Oh hijo amado!, ¡oh hijo amado! ¡Ay de mí!

EL CORO:
En cuanto debo, no uniéndome contigo lazo alguno de parentesco, deploro la triste suerte de tu hijo.

LA MUSA:
¡Perezca el nieto de Eneo; perezca también el de Laertes, que me han arrebatado el mío nobilísimo, y Helena, que abandonó su palacio, navegando, robada, al tálamo frigio y perdiéndote miserablemente junto a Ilión, ¡oh tú, el muy querido!, arrancando de innumerables ciudades esforzadísimos varones! Mucho, ¡oh hijo de Filamón!, ya mientras viviste, ya al descender al Orco, atormentaste mi corazón; tu arrogancia, que te perdió, y tu lucha con las Musas, fueron causa de que yo diese a luz este hijo desdichado. Atravesando las ondas del río, llegué al lecho en que te engendró el Estrimón, cuando nosotras las Musas fuimos al monte Pangeo, rico en oro terrenal, a celebrar cantando famoso certamen con el ilustre tracio, y cegamos a Tamiris, que había lanzado contra nuestro arte muchas injurias. Y después que te di la vida, por respeto a mis vírgenes hermanas, te deposité en los remolinos de tu caudaloso padre; pero Estrimón, para criarte, no te confió a manos mortales, sino a las ninfas de las fuentes. Allí, bien educado por ellas, llegaste a ser el más famoso, ¡oh hijo!, y el soberano de la Tracia. No temía que murieses en tu patrio suelo, cuando ordenabas las huestes ávidas de sangre; sabedora de tu destino, te prohibía que auxiliases a Troya. Las embajadas de Héctor y los frecuentes mensajes del Senado te indujeron a venir al socorro de tus amigos. No creas que ignoro que a Atenea se debe esta desdicha; nada hizo Odiseo ni el hijo de Tideo, aunque lo parezca. Y sin embargo, nosotras las Musas adoramos todas a Atenas, ciudad de esa diosa, y con ella tenemos frecuente trato, y Orfeo, primo de Reso, a quien tú mataste, reveló en ella secretos misterios, y a Museo, tu santo ciudadano, y uno de los que más se distinguieron en el arte, enseñamos nosotras las nueve hermanas y el mismo Febo, y en premio de esto lloro ahora a mi hijo, llevándolo en mis brazos. No tengo necesidad de acudir a nadie que me explique esta desgracia.

EL CORO:
Temerariamente, ¡oh Héctor!, nos calumnió el cochero tracio diciendo que habíamos maquinado ese crimen.

HÉCTOR:
Ya lo sabía; no necesitaba oír a ningún adivino para asegurar que había perecido por obra del astuto Odiseo. Pero al ver que el ejército griego sitiaba a mi patria, ¿por qué no había de enviar mensajeros a mis amigos para que viniesen a socorrer a Troya? Los envié, pues; como debía, vino a ayudarme en esta guerra. No me alegro, en verdad, de su muerte. Y ahora estoy pronto a erigirle un sepulcro y a quemar en la pira muchos y ricos vestidos; vino como aliado, aunque haya muerto miserablemente.

LA MUSA:
No lo cubrirá el negro manto de la tierra; yo pediré a la esposa de Hades, a la hija de Ceres, diosa frugífera, que me lo entregue; débeme este favor, agradecida a mis esfuerzos en hacer creer que honra a los amigos de Orfeo. Y para mí será en adelante como un muerto y como quien no ve la luz; nunca me acompañará ni verá a su madre; oculto en las cavernas de la tierra argentífera, de hombre convertido en dios, vivirá, sacerdote de Dioniso, en la roca Pangea, en donde habita el dios, a quien adoran los iniciados en sus divinos misterios. Yo lo lloraré con moderación, imitando a la diosa marina, cuyo hijo ha de morir también fatalmente. Nosotras, las nueve hermanas, entonaremos en su honor fúnebres cánticos, y después celebraremos a Aquiles, hijo de Tetis, que llorará también. Palas, que te mató, no podrá librarlo de la muerte; que en el carcaj de Apolo se guarda la flecha que ha de quitarle la vida. ¡Cuántos cuidados dan los hijos! ¡Cuántas penas afligen a los mortales! Alejad de vosotras pensamientos temerarios y pasad sin ellos la vida, y no os veréis en el duro trance de sepultarlos.

EL CORO:
La madre de Reso cuidará de sus funerales; si tú, Héctor, meditas algún proyecto, ocasión es de realizarlo, que dentro de poco nos inundará la luz del día.

HÉCTOR:
Andad, y que los aliados tomen al punto las armas y ajusten el yugo al cuello de los caballos. Conviene, no obstante, que, provistos de antorchas, aguarden la señal de la trompeta tirrena. Espero derrotar el ejército, asaltar las trincheras de los aqueos e incendiar sus naves, y que los rayos del sol, que se acerca, solemnicen con su esplendor el día de nuestra libertad.

EL CORO:
Obedece al rey; cúbrannos nuestras armas, y hagamos saber a los aliados las órdenes de Héctor; y que el dios que nos protege nos conceda la victoria.


Publicado el 13 de julio de 2025 por Edu Robsy.
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