Confidencias

Federico Gana


Cuento


La trilla había terminado por fin ese día. Y en la tarde, mientras las primeras estrellas principiaban a brotar, dulcemente, del cielo sin nubes, yo estaba muellemente recostado en la enorme era de paja.

Hasta mí llegaban en la calma del atardecer, los rumores del hondo camino real vecino: traqueteos de carretas, cantares vagos, ladridos de perros, todo envuelto en confusas nubes de polvo. A mis espaldas, en la región de los potreros y las vegas, principiaban las ranas y sapos a ensayar su melopea al crepúsculo. Contemplaba tranquilamente sumergido en suave embriaguez, el gran motor mudo e inmóvil; el enorme cono de trigo que se ensombrecía poco a poco, las casas bajas del mayordomo, que tenía al frente; la enorme masa de los Andes, que servían de fondo a las múltiples alamedas que se proyectaban muy pequeñas. Ahí cerca escuchaba el suave rumor de las aguas del estero deslizándose suavemente, besando las húmedas raíces de los grandes sauces llorones. Todo era tranquilidad, dulzura, preludios del hondo silencio de la noche.

De pronto, muy cerca de mí, en el gran montón de paja, escuché una conversación. Era un diálogo lento, desmayado, interrumpido por suspiros, bostezos, largos intervalos de silencio. Eran dos trabajadores que se hacían confidencias.

—Sí, Juan, decía uno, es buena, buena mujer la Tomasa. Yo la conocí cuando estaba casada con don Sosa. ¡Qué vida la de ella! Lavar, planchar, coser, hacer la comida; recogerlo todos los sábados borracho de los negocios donde iba el caballero y traerlo a él y a su yegua, a su casa en la tarde. Nunca pedía un cinco ni decía una palabra: ella bastaba para todo; y tú te acuerdas lo «chatre» que andaba el viejo; todos los sábados camisa limpia, ropa nuevecita; parecía un caballero! Y cuando se enfermó, qué de trajines para cuidarlo, para el entierro! Y, ¿cómo fué, Juan, cuando se concertaron?

—Aquella noche, don Bartolo había ido a las Tres Esquinas; no tenía cobre porque todo lo debía a la hacienda; llegan unos niños y me convidan con un trago de ponche, y vamos poniéndole... Tanto le puse que, según me contaron, como andaba mal comido hacía días, ahí me quedé dormido cerca de la vara. Pasa la Tomasa, me ve, me remece —usted sabe las fuerzas que tiene— me levanta... y yo a tastabillones, y así del brazo me lleva hasta su casa con mi sombrero bien apretado en la mano. Cuando al día siguiente desperté durmiendo en el corredor, al lado de la quincha, ella estaba parada frente a mí, don Bartolo, con un mate en la mano. Cuando me dijo muy seria: Juan, sírvase este matecito, le hará bien —yo no sé qué me dió de decirle: Tomasa, ¿quiere que me quede aquí para que vivamos juntos siempre? Al oirme ella se alejó callada, pero vi que le había gustado; y así me he ido quedando todos estos días allá hasta que me resolví. ¿Qué le parece?

—Muy bien, Juan; como te dije, la Tomasa es una mujer de esas que mandan. Tú eres solo, no tienes a nadie por estos contornos; es cierto que ella es mucho mayor que tú, podría ser tu madre, pero, mejor, porque te librará de los peligros. ¡Qué vida vas a llevar! Te envidio. Tú trabajarás para ti y ella para ti y para ella, como debe ser. El hombre no debe casarse sino cuando sea su conveniencia. Y yo, fíjate, Juan, yo que ya soy un viejo, ¿qué hice? ¡la «burrá» del siglo. Hace varios años de esto. Llega la señora de Santiago y trae una chiquilla nada fea, muy elegante, parecía que no pisaba en el suelo. Y ahí le da al patrón y a la señora, porque yo me reía con la chicuela, que nos habíamos de casar; y así se hizo. Para qué te digo nada todo lo que tuve que padecer con ella después. —¡Que yo no estoy acostumbrada a esto! —¡Que yo soy una señorita! —¡Qué hombre más borracho! Y ella cuidándose sola, y el pobre Bartolo echando los pulmones para mantenerla a ella y al sartal de chiquillos que vinieron después. Para qué te cuento los pleitos y las patadas. —¡Que voy donde el juez para que nos separemos! Y esto era de todos los días. ¡Naranjas! Y ahora que está vieja y ha puesto ese tambo que tiene, a mí no me gusta, porque todo seré yo, pero que le anden con historias a las chiquillas, eso sí que no lo aguanto! Pero ella manda. —¡Que el negocio; que no seas bruto; que lo echas todo a perder. —En fin, que estoy viejo, enfermo y fregado por haberme casado con una china aseñorada! No diré que sea mala, Juan, porque todo lo hace por vivir. Muchas veces el patrón me dice riéndose cuando me paga: ¿cómo le va, don Bartolo, con la María? Y yo tengo que contestarle: ahí lo pasamos, patrón, entre un garrotazo y una patada. ¡Cásate, cásate luego con la Tomasa, Juan! ¿Qué te falta?

—Algunos mediecitos a los que ella va a juntar, y después ir donde el cura don Delfín, para que nos ponga las bendiciones.

Y mientras escuchaba este diálogo íntimo, me imaginaba a los dos interlocutores: Juan Sierra, muchacho de veintitantos años, alto, de anchas y gruesas espaldas, de tipo araucano, peón solitario y vagabundo, que, de cuando en cuando, aparecía por la hacienda, y don Bartolo Sepúlveda, inquilino del fundo, vejete de setenta años, célebre en el lugar por sus eternas y risibles reyertas con su mujer, la vieja María.

La noche había caído ya por completo: infinitas estrellas brillaban en el negro cielo sin luna; la inmensa vía láctea parecía titilar, también, acercándose a la tierra.

Y en el profundo silencio, aquella banal conversación de dos gañanes campesinos que hablaban, confidencialmente, de sus pequeñas vidas miserables, ofrecíame un interés tan hondo como los millares de mundos resplandecientes que rutilaban sobre mi cabeza.


Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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