(Cuento de Navidad)
Asistía en aquella tarde de primavera a una fiesta de Pascua
organizada por una dama de mis relaciones en un lugar veraniego vecino a
Santiago. Numerosas personas de mi conocimiento hallábanse allí
reunidas: señoras, hermosas niñas, jóvenes; un pino cargado de juguetes
estaba colocado en medio del gran salón de la casa; servíanse helados,
cerveza, sandwiches, a los invitados. Pero el objeto principal de la
fiesta era la invitación hecha a los huerfanitos del asilo del pueblo, a
los que iban a repartirse refrescos, dulces y juguetes. La banda de
músicos del lugar tocaba a cada instante animados valses, marchas
militares: todo era alegría, entusiasmo y animación. El hermoso y
simpático rostro de la dueña de casa resplandecía de íntima
satisfacción, porque el buen éxito de aquella fiesta de caridad
aumentaba el prestigio social de la distinguida invitante; al día
siguiente el periódico del pueblo diría: “En casa de la caritativa
señora de X, los huerfanitos del asilo tal, han pasado un agradable día
de Navidad”.
Yo observaba con interés desde un rincón de la sala los detalles de aquella hermosa fiesta: los rostros de los pequeños huerfanitos embebidos en el brillante árbol de Pascua, del que pendían tantas cosas maravillosas, farolillos, trompetas, payasos, cajas de música, muñecas, fusiles, esferas de colores; las rápidas miradas de las hermosas niñas y de los jóvenes, que pronto habían de bailar en la animada y rápida matinée con que terminaría la fiesta. El sordo zumbido de las conversaciones me adormecía.
De improviso, en las ventanas del salón que daban a la calle, advertí la figura de un pequeñuelo que, con las manos pegadas a los cristales y los ojos ardientes, miraba atentamente hacia adentro. El chicuelo, de cuatro o cinco años, era flacucho, moreno, desarrapado, astroso; en sus grandes ojos negros había esa profunda e indefinible seriedad con que la desgracia marca como una sombra fúnebre a sus elegidos.
Llegó por fin el instante en que debían repartirse los juguetes. Después de una pieza de música por la banda militar, las señoras y algunos de los íntimos de la casa principiaron a descolgar nerviosamente los numerosísimos juguetes que pendían del árbol y a repartirlos aquí y allá entre los niños. Los huerfanitos, vestidos con sus trajes de mezclilla azul, permanecían inmóviles, formados militarmente, atentos a las órdenes de la maestra, esperando la prebenda. De pronto, en la muchedumbre de los numerosos niñitos lujosamente vestidos, entre los que se distinguían los hijos de la dueña de casa, en el barullo de aquella rapidísima repartición, vi aparecer al muchacho que antes divisara en la ventana; había entrado furtivamente al salón y trataba de ocultar su harapienta figurilla entre todos aquellos frescos trajes primaverales: nadie fijaba su atención en el intruso, porque a todos les interesaba solamente el árbol y sus tesoros.
De repente vi que el muchachuelo, con rapidísimo salto, como el de un mono, llegó hasta una de las altas ramas del árbol de la que pendía un hermoso muñeco o arlequín, el que cogió con toda seguridad; nadie, excepto yo, observó el robo.
Después de la repartición de juguetes, los huerfanitos e invitados dispersáronse por el extenso parque que rodeaba las casas, y yo, no sé por que, seguí a mi pequeño ladrón, que marchaba ahora revuelto con la chiquillería, contemplando embelesado el arlequín con platillos que se había hurtado, y aquellos ojos antes sombríos y severos, brillaban ahora húmedos de pura e inocente alegría, contemplando nerviosamente todos los complicados secretos del juguete.
Seguí andando sin perder de vista al péqueñuelo. Este ya se detenía para contemplar largamente al muñeco, ya lo estrechaba amorosamente entre sus bracitos.
De pronto, en una avenida del parque cruzada por sinuosos caminillos, sombreados por enormes pinos, vi un cochecillo o silla de ruedas sobre la que reposaba una ninita como de seis años, en la que reconocí a una de las hijas de la dueña de casa. Sabía yo que esta niñita, atacada de un mal terrible, desconocido y misterioso, agonizaba desde hacía varios meses en aquel lugar veraniego, esperando la muerte inevitable.
Era bellísima, con sus largos y ondulados cabellos rubios, su dulce rostro, al que la enfermedad había dado el tono inimitable del mármol. Los nítidos ojos azules, muy vagos, parecían mirar muy lejos. Sus manecitas enflaquecidas, blancas como un lienzo, reposaban sobre la colcha.
Así, vestida de blanco con lazos azules, el pálido rostro, los rubios cabellos, la inmovilidad del cuerpo, el silencio que la rodeaba, la sombra de los árboles, daban la impresión de una aparición seráfica.
El pequeñuelo se detuvo; toda su atención parecía haberse fijado en aquella imagen que tenía delante; el muñeco colgaba, olvidado, de una de sus manos.
Y como poseído de una sugestión misteriosa, avanzó lentamente, a trancos cortos, hacia el cochecito en que la niñita yacía, y con rápido movimiento cogió el muñeco con las dos manos y, respetuosamente, como quien hace una ofrenda, exclamó, depositándolo en las faldas de la enfermita, con voz ronca y breve:
—Señorita, tómelo, es suyo. Yo se lo doy.
La pequeñita tendió las débiles manos; cogió el juguete; lo examino un instante con un rápido resplandor de alegría en sus vagos ojos azules. Después le dijo con desmayado acento:
—Esto es tuyo; te lo han dado. Llévatelo.
El muchacho cogió el juguete, miró rápidamente a la enfermita... Después se alejó corriendo por los senderos del parque.