La Historia del Pobre Giuseppe

Federico Gana


Cuento


Habíamos hablado largo de mil tópicos; no faltó, naturalmente, en esa charla el del alcoholismo, sus males, sus características, el empuje y la decisión de los norteamericanos para cortar de raíz el terrible vicio.

De pronto, un amigo mío dado a las letras, o, más bien dicho, a la pobreza y a la bohemia, dijo alegremente:

—¿Se han fijado ustedes en cómo excita la imaginación el alcohol, en tal forma que casi todos los borrachos son embusteros, verdaderos novelistas, aunque en su estado natural sean los hombres más verídicos del mundo?

Les referiré —agregó— a este propósito algo que yo observé hace poco, la otra noche, y que daría materia para una historia sentimental.

Como ustedes saben —continuó—, hace ya algunos años que estoy separado de mi familia: la vida vagabunda que llevo no me permitiría albergarme en un hogar decente. Estoy hospedado muy lejos del centro, en un barrio que yo me sé y ustedes no conocen, en una piececilla donde no hay más muebles que una cama, un trípode que me sirve de velador y una silla que hace las veces de lavabo. Allí, en estas noches de invierno, hilvano todas esas novelillas y articulejos que ustedes ven aparecer siempre en diarios y en revistas.

Una de estas frías y lluviosas noches de fines del pasado otoño, subo a un tranvía para dirigirme a mi domicilio. Era un atardecer heladísimo; lloviznaba y del cielo nebuloso y sombrío parecía derramarse sobre los hombres y las cosas tristeza, aburrimiento, desazón. El tranvía, casi desierto; algunas mujeres andrajosas aquí, allá, en silencio. De pronto oigo una conversación en voz alta, tan alta que el que la entabla parece querer llamar la atención de todos los pasajeros sobre su persona. Me vuelvo y veo a dos individuos sentados frente a frente.

Uno, a quien conozco de vista y de referencias de barrio desde hace poco tiempo, gordo, mofletudo, de erizados bigotes castaños, entrecanos; los ojos grandes, pardos, a flor de cara; la nariz bulbosa, el cuello corto, grueso, envuelto en una bufanda; vestido de gris y un pequeño sombrero blando calado descuidadamente sobre la cabeza. En las gruesas manos, amoratadas por el frío, un gran paquete.

Habla como para sí, pero mira con sus ojos brillantes, entrecerrados, con insistencia impertinente, a su vecino del frente, a quien se ve no conoce, y que es un sujeto moreno, chato, de cara arrugada y resuelta, de vestido negro, sin sobretodo, a pesar del frío. Una cadena de oro en dos haces brilla sobre su chaleco. Un anillo de metal en el meñique de su musculosa mano empuñada. Sus negros ojos se fijan con estupefacción en el descuidado y charlador individuo de la bufanda. Este dice, más o menos, como hablándose a sí mismo:

—Ahora que está lloviendo con este frío, pienso yo en una pobre chiquitína que en estos momentos es muy probable que ande pidiendo limosna por estas calles...

El hombre de negro, al escuchar estas palabras insólitas, dice con voz cortante, tan alta como la de su vecino:

—Y esa chiquitína ¿es suya?

—¡Es mi hija, señor!

—¿Y por qué la tiene usted abandonada?

—¡Porque es hija de una mujer que tiene tres o cuatro maridos!...

—¿Y qué culpa tiene la chiquitína de las faltas de la madre?...

El hombre gordo, de gris, mira vagamente hacia la calle y masculla entre dientes:

—¡Esas cosas me las sé yo, señor!

Al escuchar estas últimas palabras, el hombre de negro se pone de pie y mirando con severidad y desconfianza a su improvisado interlocutor, dice con voz fuerte:

—¡Hasta luego, señor! —lo que significaba para mi este pensamiento: ¡Qué tengo yo que meterme en cosas ajenas!

Y yo, que conozco al hombre de gris como un borracho profesional, he terminado imaginariamente esta historia.

El hombre de la bufanda ha llegado a su casa, situada en los confines de la ciudad, en una cité donde desde el amanecer se escuchan notas de piano, que resuenan tristemente en la soledad de las callejas borrosas, cantares en boga, rasgueos de guitarra, insultos groseros a cada instante. Aquí, en unos pequeños altos, reside Giuseppe (así se llama el hombre da la bufanda).

Ya golpea la estrecha puerta. Se escucha una destemplada voz femenina que dice con enfado y desabrimiento:

—Vayan a abrir; ¡de seguro es tu padre que viene borracho, como acostumbra!

Se oyen pasitos precipitados y una pequeñuela, que es Marieta (la hija única o, más bien dicho, la chiquitína abandonada y mendicante a que aludiera Giuseppe en su fantástico diálogo alcohólico del tranvía), corre desalada a abrir. La puerta se abre y la pequeñuela, que aparenta tener unos ocho años de edad, se estrecha contra las vacilantes piernas de su padre, al mismo tiempo que hurga nerviosamente el paquete que Giuseppe trae en la mano, y murmura:

—¿Qué me traes, papacito?

Él se deja hurgar el contenido con paternal voluptuosidad: son comestibles, cosas ricas, sabrosas, dulces, pasteles, caramelos, hasta una pequeña muñequita de celuloide que ha comprado en el centro. Viene borracho, es cierto; pero ¡quiere tanto a su hija, que es el vivo retrato de su padre, que acaso le recuerda tiempos lejanos de felicidad, de amor, de juventud perdida para siempre!

Su mujer, en tanto, sin saludarle, casi rígida, sombría, vestida de negro, con los ojos enrojecidos tal vez por las veladas sin sueño en las largas noches de trabajo inclinada sobre la maquina de coser, pone la mesa diciendo palabras desagradables:

—Marieta, no te muevas así; va a quebrarlo todo esta chiquilla, ¡como si tuviéramos tanto, con lo que trabaja este borracho de tu padre!

Y lanza una mirada fría, de odio concentrado, al bueno de Giuseppe, que con los ojos entornados por la embriaguez y el amor paternal, se entretiene ahora ya en hacer bailar sobre la mesa a la muñequita de celuloide, ya en atracar torpemente de caramelos y pasteles a Marieta, que lo contempla embelesada; tal vez la pobrecilla, con esa ciega intuición de la infancia, siente, en su corazoncito inocente, que entre su padre y su madre no hay otro sentimiento que el odio.

Puesta la mesa y allí todas las cosas que trajera Giuseppe, atenta la mujer estrictamente al servicio, con las cejas fruncidas contempla a hurtadillas a su marido, que, entre bocado y bocado y grandes vasos de vino, acaricia, pasándole la temblona mano por la cabeza, a la pequeña Marieta.

Después de la comida, la mujer, siempre en silencio, se sienta a la máquina de coser a continuar su interrumpida costura. El rumor monótono de la máquina ha producido sueño primero en la pequeña Marieta, que, sentada en un piso bajo, se ha quedado dormida, con la cabecita apoyada sobre las rodillas de Giuseppe. Este, contemplando la pieza alumbrada por la débil luz de la lámpara, piensa, en su cerebro entorpecido, volver a la felicidad conyugal perdida, al sentir como una caricia la dulce presión de la cabeza de su hija dormida. Sus ojos enrojecidos de borracho se humedecen, se nublan; se ha quedado dormido.

Una voz juvenil le despierta:

—Papacito, es tarde; vamos a acostarnos.

Pero llegará un día, no muy lejano, en que, cuando la niñita despierte sobresaltada e invite a su padre a irse al lecho, como éste no despierte, le tocará la mano y la encontrará fría... muy fría —terminó gravemente nuestro amigo.


Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.
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