La Maiga

Federico Gana


Cuento


A Rene Brickles


Aquella mañana de invierno me sentía poseído de una incomprensible hipocondría.

Sentado frente al escritorio, trataba de contraer mi atención sobre el cuaderno de cuentas del fundo, que tenía abierto ante mí; pero al mirar por la ventana el día brumoso y obscuro, los húmedos ramajes de los pinos y naranjos del jardín, que se destacaban sobre un cielo de leche, volvía a sumerjirme otra vez en mi triste somnolencia, en mi inmotivado abatimiento.

—Hoy no hago nada, no puedo hacer nada, pensé, levantándome bruscamente de mi asiento y desperezándome.

En ese instante, la puerta del escritorio se abrió, y mi perro de caza, Mario, un gran pointer de pelo café, se lanzó con su acostumbrada violencia sobre mí, haciéndome las más exageradas caricias.

¿Qué haré hoy? pensaba, conteniendo de las orejas y las patas al nervioso animal que me manchaba el traje con su piel mojada por el rocío de la mañana. Por un instante me regocijó la idea de salir a cazar; pero me sentía fatigado para emprender una marcha, y, además, el pasto estaría demasiado húmedo aun.

Entonces me acordé de mi buen amigo, el párroco de la vecina aldea de Y. Iría a hacerle una visita matinal. Veía con la imaginación su redonda, seria y arrebolada cara de fraile gastrónomo; y me alentaba con la idea de desvanecer mi aburrimiento con su alegre charla y su grueso vinillo moscatel, que conservaba todo el áspero sabor del lagar de cuero.

Mandé ensillar mi caballo, y un instante después salía.

El caballo se estremecía de frío y de impaciencia bajo el corredor.

Subí rápidamente, y partí al galope.

Una espesa y fría neblina cubría toda la extensión del horizonte. A ambos lados se extendía la uniforme línea gris de los álamos desnudos de follaje, mojados por la constante llovizna, goteando el agua sobre la tierra negra y fangosa del camino real. De cuando en cuando, un sauce, una gran mata de zarzamora, asomaban sus obscuras siluetas entre la bruma; y más allá, la sucesión de potreros tapizados de trigo naciente, de terrenos recién arados, de cercas de espino, de alamedas y de vegas, teñían la niebla con vagos tonos verdes, sombríos, amarillentos y blanquecinos. Las perdices se llamaban alegremente en los cercados, y algunos zorzales pasaban muy altos, silbando, sobre mi cabeza...

A poco andar, el camino declinaba bruscamente, desembocando en un ancho y fangoso estero cubierto de lamas y batrales; sus aguas tenían un débil reflejo de acero bajo la bruma.

La niebla principiaba a romperse rápidamente, recogiéndose como un inmenso telón de teatro hacia las montañas lejanas. Sobre los surcos obscuros y los pantanos, vagaban todavía algunos tenues vapores; el aire adquiría una intensa claridad bajo las nubes espesas, y un soplo de extraña calma parecía adormecer todo el paisaje.

Después de pasar el estero, en un alto árido y pedregoso, divisé el cementerio del lugar. Por encima de las tapias ruinosas, entre viejos sauces y rosales, asomaban algunos mausoleos: enormes columnas truncadas teñidas de cal, ángeles de yeso, grandes cruces negras con adornos de papel blanco. ¡Pobres muestras de la vanidad lugareña!

En el corredor de la sucia y pobre casita del sepulturero, una mujer, embozada en un pañuelo rojo, soplaba el fuego, mientras sus hijos harapientos con los pies desnudos, jugaban en el camino real.

Al dar vuelta un recodo, me vi detenido de improviso por una pequeña partida de hombres a caballo.

Era un entierro de pobres, en descanso.

Reconocí a algunos inquilinos de las haciendas vecinas.

Permanecían casi todos inmóviles sobre sus flacos caballejos, espoleados y sudorosos.

En sus rostros tostados por el sol, bajo las gorras de algodón azul o los sombreros de anchas alas, vagaba una expresión de tristeza afectada, soñolienta, casi sonriente...

Observé sin dificultad que casi todos esos dolientes ecuestres estaban ebrios; el alcohol bebido durante la noche y la madrugada, mientras se velaba el cadáver, los excitaba tal vez a esa inconsciente melancolía.

Me acerqué a uno de ellos, un viejo de luenga barba gris, un campañista de uno de los fundos colindantes, y le pregunté en voz baja:

—¿A quién llevan?

—Es a la Maiga, señor, la hija de don Manuel, el que vive en las «Tres esquinas»,—me respondió, sacándose lenta y respetuosamente su agujereado sombrero.

Dirigí la mirada a mi alrededor, y entonces vi sobre la tierra negra del camino unas angarillas sobre las que se amontonaba un bulto envuelto en una tela sucia y harapienta. En la parte superior del cuerpo, que tal vez correspondía al seno, había atada una pequeña cruz blanca de madera de álamo; y a poca distancia, los angarilleros sentados en el suelo, con las mangas arremangadas, fumaban tranquilamente sus cigarrillos de hoja.

Contemplaba casi sin atrever a moverme, como entumecido de frío, las angarillas, el bulto negruzco, inmóvil, esos hombres tan pobres...

La Margarita, la Maiga: y una imagen de mujer venía a mi memoria... Yo la había conocido en otro tiempo. Un día nebuloso y frío como éste, en que, acompañado de algunos amigos jóvenes y alegres, iba de caza, me había detenido a beber una copa en la fonda donde vivía aquella muchacha.

Me parecía ver aún su enmarañada cabellera castaña, sus largas trenzas, sus grandes ojos pardos inclinados ante las bruscas galanterías de mis compañeros de caza, mientras ella sostenía respetuosamente el platillo, esperando que bebiésemos, sonriéndose como avergonzada...

Miré una vez más hacia la tierra, y entonces advertí unos pequeños zapatos manchados de barro que sobresalían de la mortaja.

No sé si la calma de ese día de invierno o el silencio de aquel cortejo campesino me inclinaban a la contemplación; el hecho es que permanecí inmóvil sobre mi caballo, observando minuciosamente los detalles de la escena.

En medio del círculo de jinetes, había dos individuos desmontados, con la cabeza descubierta, a poca distancia del cadáver.

El uno era don Manuelito, el propietario de la chingana de las «Tres Esquinas», a quien apodaban el Peuco en los alrededores, a causa de ciertas rapacerías antiguas y modernas. Era un viejecillo flacucho y encorvado, con ese aspecto sucio y miserable que se advierte generalmente en nuestros campesinos ancianos. Vestía una larga manta vieja y deshilachada, unos pantalones de mezcla muy cortos y unas ojotas embarradas. Su rostro escuálido y anguloso, sus ojos pequeños, oblicuos y vivaces; sus cejas que se alzaban a cada instante con un movimiento nervioso y maquinal; su escasa barbilla gris y la contracción de sus delgados labios, le daban una expresión de malicia siniestra. Dirigía rápidas y penetrantes miradas en todas direcciones, como inquiriendo la causa de todo aquello; de cuando en cuando, pasaba lentamente su gruesa mano de trabajador por la cabeza amarrada con un pañuelo de rayas coloradas.

El otro individuo era un muchacho de elevada estatura, esbelto y desgarbado, de rostro muy moreno, y al parecer de unos veintidós a veintitrés años.

Su traje de campesino casi nuevo, la pequeña manta de colores resaltantes, el sombrero de pita, las grandes espuelas enchapadas en plata y un pañuelo de seda azul que llevaba anudado al cuello, formaban vivo contraste con la pobreza de la indumentaria de los otros dolientes. Permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada y los brazos caídos. Sus ojos, enrojecidos y dilatados, fijos con persistente atención en el cadáver que tenía delante, brillaban como ascuas bajo las cejas fruncidas. Su barba, un poco alargada, temblaba convulsivamente.

De pronto, el muchacho alzó bruscamente la cabeza, dirigió la mirada hacia un punto indefinido, lanzando un hondo suspiro, exclamó con voz fuerte:

—¡Ya la Maiga no aposentará más por estas tierras!

Y luego, volviendo lentamente hacia el viejo su rostro contraído que parecía animarse con una sonrisa, agregó con acento de dulce y dolorosa reconvención:

—Don Manuel, don Manuelito, si Ud. me hubiese escuchado cuando le hablé, esto no habría sucedido. Ud. se acordará de cuando fui a su casa y le dije lo que había.

El viejo, al oir estas palabras, volvió violentamente la cabeza a otro lado, y dijo con tono breve y seco:

—Y qué sacas con venir a hablar de eso ahora!

El muchacho insistía dulcemente:

—Pues ahora es cuando hay que hablar, don Manuel, para que se sepan las cosas, ahora que es el último día... Ud. lo sabía muy bien que la Maiga y yo estábamos palabreados.

El viejo movió despreciativamente la cabeza, murmurando entre dientes:

—A buen caballero le iba yo a entregar mi hija.

Y en seguida agregó, irónicamente, en voz alta:

—Ya que estás hablando tanto ¿por qué no cuentas aquí cuánto tiempo estuviste en la cárcel?

Al escuchar esto, el muchacho le dirigió al viejo una mirada torva, cargada de contenido rencor, y le dijo con voz sorda y amenazadora:

—Don Manuel, don Manuel, no me venga a decir esas cosas...

De repente, su vista, turbada por el alcohol y la cólera, me percibió, y entonces, alzando violenta y descompasadamente los brazos, echando atrás la cabeza en ademán de súplica, avanzó hacia donde yo me encontraba, dando traspiés, enredado en las espuelas y gritándome a grandes voces con ese acento agudo y discordante del ebrio excitado por la pasión:

—¡Mi señor, mi caballero, por favor no se vaya; oiga, óigame, porque don Manuel me quiere avergonzar aquí, y yo voy a contarle a Ud. lo que ha hecho él!

Llegó cerca de mí, y apoyando pesadamente uno de sus brazos en el cuello de mi caballo, mientras accionaba con el otro, principió a hablarme con voz monótona y entrecortada:

—Mi caballero, —y ahí están todos para que atestigüen si no es cierto lo que digo— cuandó vivía mi padre, fui un día a ver a don Manuel y le dije: Don Manuel, yo he palabreado a su hija de matrimonio, y vengo a saber si Ud. consiente. Y él me dijo que sí, al principio; pero, después, como le llegaba gente a su casa y la Maiga les cantaba, y como vió que también venían caballeros a gastar por ella, me dijo que nó. Al poco tiempo supe que el negocio iba muy bien, porque los caballeros venían por la Maiga, y andaban detrás de ella con el consentimiento de don Manuel, que le pegaba a su hija porque no era condescendiente. Cuando me contaron que don Manuel la había entregado a un caballero, por plata que recibió, y ya mi padre era muerto, la Maiga se quería venir conmigo, pero yo no quise nunca. Y ella sufría por mí, y me mandaba recados de que fuese a verla. Casi siempre la encontraba por el camino, muy elegante, y se sonreía, y como que quería hablarme; pero yo, que tenía partido el corazón, le picaba las espuelas a mi caballo, porque ella había andado en cosas que no podía aguantar. Después, lo vendí todo y me puse a remoler por culpa de ella, hasta que le di una puñalada a uno, y me metieron a la cárcel; y ahí he estado padeciendo, señor, y todo a causa de este hombre que vendió a su hija y me ha hecho desgraciado!

Y ahora, mi caballero, dígame si no tendré razón para avergonzar a este viejo delante de todo el mundo, ahora que vamos en este entierro a dejar a la Maiga, que se murió de pena porque yo no me acerqué a ella... porque me quería!

Al terminar, dejó caer violentamente la cabeza sobre el cuello de mi caballo, restregó con desesperación la frente contra las crines, y prorrumpió en un largo e inarticulado gemido de borracho...

Lo aparté suavemente y me alejé al galope...


Publicado el 14 de enero de 2022 por Edu Robsy.
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