Un Carácter

Federico Gana


Cuento


A Gustavo Valledor S.


Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maulé, vecina al pueblo donde yo vivía.

El reo está frente al juez. Es un hombre como de cuarenta y cinco a cincuenta años, de larga y espesa barba negra, nariz aplastada, frente estrecha, carnosa, surcada de arrugas, ojos bizcos y mandíbula inferior saliente y temblorosa. Su cuerpo es fuerte y robusto, aunque deforme: los brazos extremadamente largos, las espaldas anchas y gruesas y las piernas muy cortas, torcidas en forma de arco. Viste un raído y manchado pantalón de mezcla, una camisa de tocuyo y un harapo en forma de manta. Los pies desnudos. Ha entrado cojeando a causa de los grillos y de su natural deformidad, con la cabeza baja y la frente contraída, como sumergido en una profunda abstracción.

Al llegar al medio de la sala, ha levantado la vista y paseado una larga mirada por toda la habitación.

El juez lo contempla fijamente y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

Tarda un instante en contestar y, al fin, responde con voz ruda y sonora:

—No sé.

—¡Cómo! ¿No sabes?

—En el pueblo me llaman Juan, «Juanito», contesta con indiferencia.

—¿Y tu padre?

—No tengo padre.

—¿Y tu madre?

—No tengo madre.

—¿No tienes pariente alguno, entonces?

—Soy solo —dice sencillamente y vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho.

El juez permanece un instante en silencio. En seguida le dice:

—¿Tú mataste al señor Gómez?

—Sí, señor, yo lo maté; yo le deshice la cabeza a garrotazos hasta hacerle saltar los sesos y quebrarle todo el cuerpo con ese palo que hay sobre la mesa. Mucho tiempo lo esperé para matarlo detrás de la cerca... Ahí me pasé varios días. Bien sabía que al fin había de verlo solo. Y cuando lo vi que venía para su quinta me le fui encima con ese palo y le pegué hasta dejarlo convertido en una masa. ¡Así lo hice, señor juez!

Al terminar, la mandíbula inferior del reo tiembla ligeramente.

Un largo silencio sigue a estas palabras.

—¿No sabías, entonces, que te habían de fusilar?

—Sí, lo sabía, señor, pero lo que hice hecho está y ¡ni el mismo Dios lo podría deshacer! Pero antes que me condenen, quiero decir algo a Su Señoría. Diré lo que tengo aquí, en el pecho. A nadie importa lo que tengo que decir, pero escúcheme, se lo ruego. Él era un caballero principal, muy rico. Sí, él tenía mucha plata y casas, y padre, madre, mujer, muchos hijos. Todos lo querían a «él». Él comía bien, siempre; andaba abrigado. Debía pasarlo muy bien, digo yo. Yo no he dicho antes nada, por esto. Ahora yo no tenía que comer, sino lo que me daban, he tenido frío y hambre y nadie, nadie se ha acordado de mí. Yo he padecido todo sin quejarme. Y ¿qué hubiera conseguido? ¡Nada!

Pues, ahora quiero que Su Señoría oiga esto que voy a decir, y es que yo, que no tenía a nadie, porque, como ya lo dije, soy solo, había recogido del agua a un perro que se estaba ahogando, y le di que comer y lo crié... Diez años vivimos juntos; y me acompañaba por los caminos a pedir limosna; y cuando no había qué comer, él no se separaba de mí hasta que venían los días buenos. Y ahora pregunto yo: ¿Los hombres hacen esto? Nó. Cuando falta la comida ellos se separan. Mil veces le pegaron a él por defenderme a mí. Me cuidaba, y yo lo quería más que a todo en el mundo. Sabía que una vez muerto él, nadie se acordaría ya más de mí, nadie jugaría conmigo, porque todos me odian y me desprecian. Y ahora, dígame Su Señoría: por qué él, que era un caballero, a quien nada le faltaba, y yo un miserable infeliz, que no le había hecho ningún mal ¿por qué vino y me buscó para matar al animal?... ¿Porqué él, que era tan rico, vino a quitarme mi única riqueza?

El animal era juguetón y un día que el caballero pasaba frente al camino, le salió a ladrar. Entonces él sacó un trabuco y lo hirió, y lo mató. Murió, pues, y ¡quién lo creyera! al morir me conoció y meneaba la cola como haciéndome cariño!...

Se detiene un instante para tomar aliento; en seguida se inclina hacia adelante como avergonzado, y toma entre sus manos una de las hilachas de la manta y principia a retorcerla con fuerza entre sus dedos. Después continúa, con voz sorda:

—Ahora, yo quedé solo, y todo por culpa de ese hombre a quien jamás había hecho daño. ¿Para qué me servía la vida sin mi perro? Para nada. Y entonces creí que lo debía matar como él mató al animal: sin compasión, sin compasión. Y así fué, señor juez, como lo esperé y lo maté a palos!

Hice mal, lo sé, pero esa ha sido mi suerte; él mató al animal, yo debía matarlo a él. Porque yo siento aquí —continuó golpeándose con fuerza el pecho— algo que nadie puede comprender. Yo sólo lo sé, y me lo guardo, y me callo. Y no diré más.

Pronuncia esta especie de discurso, alzando grotescamente sus largos brazos, con voz grave y profunda e iluminado su horrible semblante por una sonrisa forzada.

El juez, entre tanto, se cubre la frente con las manos y parece reflexionar profundamente.


Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.
Leído .