Doña Rosita la Soltera

o el lenguaje de las flores

Federico García Lorca


Teatro



Personajes

DOÑA ROSITA: es el protagonista, es el reflejo de la típica mujer solterona de la época.
AMA
TÍA
MANOLA 1ª
MANOLA 2ª
MANOLA 3ª
SOLTERA 1ª
SOLTERA 2ª
SOLTERA 3ª
MADRE DE LAS SOLTERAS
AYOLA 1ª
AYOLA 2ª
TÍO
SOBRINO
CATEDRÁTICO DE ECONOMÍA
DON MARTÍN
MUCHACHO
DOS OBREROS
UNA VOZ

Acto Primero

Habitación con salida a un invernadero.

TÍO.—¿Y mis semillas?

AMA.—Ahí estaban.

TÍO.—Pues no están.

TÍA.—Eléboro, fucsias y los crisantemos, Luis Passy violáceo y altair blanco plata con puntas heliotropo.

TÍO.—Es necesario que cuidéis las flores.

AMA.—Si lo dice por mí…

TÍA.—Calla. No repliques.

TÍO.—Lo digo por todos. Ayer me encontré las semillas de dalias pisoteadas por el suelo. (Entra en el invernadero.) No os dais cuenta de mi invernadero; desde el ochocientos siete, en que la condesa de Wandes obtuvo la rosa muscosa, no la ha conseguido nadie en Granada más que yo, ni el botánico de la Universidad. Es preciso que tengáis más respeto por mis plantas.

AMA.—Pero ¿no las respeto?

TÍA.—¡Chist! Sois a cuál peor.

AMA.—Sí, señora. Pero yo no digo que de tanto regar las flores y tanta agua por todas partes van a salir sapos en el sofá.

TÍA.—Luego bien te gusta olerlas.

AMA.—No, señora. A mí las flores me huelen a niño muerto, o a profesión de monja, o a altar de iglesia. A cosas tristes. Donde esté una naranja o un buen membrillo, que se quiten las rosas del mundo. Pero aquí… rosas por la derecha, albahaca por la izquierda, anémonas, salvias, petunias y esas flores de ahora, de moda, los crisantemos, despeinados como unas cabezas de gitanillas. ¡Qué ganas tengo de ver plantados en este jardín un peral, un cerezo, un caqui!

TÍA.—¡Para comértelos!

AMA.—Como quien tiene boca… Como decían en mi pueblo:

La boca sirve para comer,
las piernas sirven para la danza,
y hay una cosa de la mujer…

(Se detiene y se acerca a la TÍA y lo dice bajo.)

TÍA.—¡Jesús! (Signando.)

AMA.—Son indecencias de los pueblos. (Signando.)

ROSITA.—(Entra rápida. Viene vestida de rosa con un traje del novecientos, mangas de jamón y adornos de cintas.) ¿Y mi sombrero? ¿Dónde está mi sombrero? ¡Ya han dado las treinta campanadas en San Luis!

AMA.—Yo lo dejé en la mesa.

ROSITA.—Pues no está. (Buscan.) (El AMA sale.)

TÍA.—¿Has mirado en el armario? (Sale la TÍA.)

AMA.—(Entra.) No lo encuentro.

ROSITA.—¿Será posible que no sepa dónde está mi sombrero?

AMA.—Ponte el azul con margaritas.

ROSITA.—Estás loca.

AMA.—Más loca estás tú.

TÍA.—(Vuelve a entrar.) ¡Vamos, aquí está! (ROSITA lo coge y sale corriendo.)

AMA.—Es que todo lo quiere volando. Hoy ya quisiera que fuese pasado mañana. Se echa a volar y se nos pierde de las manos. Cuando chiquita tenía que contarle todos los días el cuento de cuando ella fuera vieja: «Mi Rosita ya tiene ochenta años»…, y siempre así. ¿Cuándo la ha visto usted sentada a hacer encaje de lanzadera o frivolité, o puntas de festón o sacar hilos para adornarse una chapona?

TÍA.—Nunca.

AMA.—Siempre del coro al caño y del caño al coro; del coro al caño y del caño al coro.

TÍA.—¡A ver si te equivocas!

AMA.—Si me equivocara no oiría usted ninguna palabra nueva.

TÍA.—Claro es que nunca me ha gustado contradecirla, porque ¿quién apena a una criatura que no tiene padres?

AMA.—Ni padre, ni madre, ni perrito que le ladre, pero tiene un tío y una tía que valen un tesoro. (La abraza.)

TÍO.—(Dentro.) ¡Esto ya es demasiado!

TÍA.—¡María Santísima!

TÍO.—Bien está que se pisen las semillas, pero no es tolerable que esté con las hojitas tronchadas la planta de rosal que más quiero. Mucho más que la muscosa y la híspida y la pomponiana y la damascena y que la eglantina de la reina Isabel. (A la TÍA.) Entra, entra y verás.

TÍA.—¿Se ha roto?

TÍO.—No, no le ha pasado gran cosa, pero pudo haberle pasado.

AMA.—¡Acabáramos!

TÍO.—Yo me pregunto: ¿quién volcó la maceta?

AMA.—A mí no me mire usted.

TÍO.—¿He sido yo?

AMA.—¿Y no hay gatos y no hay perros, y no hay un golpe de aire que entra por la ventana?

TÍA.—Anda, barre el invernadero.

AMA.—Está visto que en esta casa no la dejan hablar a una.

TÍO.—(Entra.) Es una rosa que nunca has visto; una sorpresa que te tengo preparada. Porque es increíble la "rosa declinata" de capullos caídos y la inermis que no tiene espinas; ¡qué maravilla!, ¿eh?, ¡ni una espina!; y la mirtifolia que viene de Bélgica y la sulfurata que brilla en la oscuridad. Pero ésta las aventaja a todas en rareza. Los botánicos la llaman "rosa mutabile", que quiere decir mudable, que cambia… En este libro está su descripción y su pintura, ¡mira! (Abre el libro.) Es roja por la mañana, a la tarde se pone blanca y se deshoja por la noche.

Cuando se abre en la mañana.
roja como sangre está.
El rocío no la toca
porque se teme quemar.
Abierta en el mediodía
es dura como el coral.
El sol se asoma a los vidrios
para verla relumbrar.
Cuando en las ramas empiezan
los pájaros a cantar
y se desmaya la tarde
en las violetas del mar,
se pone blanca, con blanco
de una mejilla de sal.
Y cuando toca la noche
blando cuerno de metal
y las estrellas avanzan
mientras los aires se van,
en la raya de lo oscuro,
se comienza a deshojar.

TÍA.—¿Y tiene ya flor?

TÍO.—Una que se está abriendo.

TÍA.—¿Dura un día tan solo?

TÍO.—Uno. Pero yo ese día lo pienso pasar al lado para ver cómo se pone blanca.

ROSITA.—(Entrando.) Mi sombrilla.

TÍO.—Su sombrilla.

TÍA.—(A voces.) La sombrilla.

AMA.—(Apareciendo.) ¡Aquí está la sombrilla! (ROSITA coge la sombrilla y besa a sus tíos.)

ROSITA.—¿Qué tal?

TÍO.—Un primor.

TÍA.—No hay otra.

ROSITA.—(Abriendo la sombrilla.) ¿Y ahora?

AMA.—¡Por Dios, cierra la sombrilla, no se puede abrir bajo techado! ¡Llega la mala suerte!

Por la rueda de San Bartolomé
y la varita de San José
y la santa rama de laurel,
enemigo, retírate
por las cuatro esquinas de Jerusalén.

(Ríen todos. El TÍO sale.)

ROSITA.—(Cerrando.) ¡Ya está!

AMA.—No lo hagas más… ¡ca…ramba!

ROSITA.—¡Huy!

TÍA.—¿Qué ibas a decir?

AMA.—¡Pero no lo he dicho!

ROSITA.—(Saliendo con risas.) ¡Hasta luego!

TÍA.—¿Quién te acompaña?

ROSITA.—(Asomando la cabeza.) Voy con las manolas.

AMA.—Y con el novio.

TÍA.—El novio creo que tenía que hacer.

AMA.—No sé quién me gusta más, si el novio o ella. (La TÍA se sienta a hacer encaje de bolillos.) Un par de primos para ponerlos en un vasar de azúcar, y si se murieran, ¡Dios los libre!, embalsamarlos y meterlos en un nicho de cristales y de nieve. ¿A cuál quiere usted más? (Se pone a limpiar.)

TÍA.—A los dos los quiero como sobrinos.

AMA.—Uno por la manta de arriba y otro por la manta de abajo, pero…

TÍA.—Rosita se crió conmigo.

AMA.—Claro. Como que yo no creo en la sangre. Para mí esto es ley. La sangre corre por debajo de las venas, pero no se ve. Más se quiere a un primo segundo que se ve todos los días, que a un hermano que está lejos. Por qué, vamos a ver.

TÍA.—Mujer, sigue limpiando.

AMA.—Ya voy. Aquí no la dejan a una ni abrir los labios. Críe usted una niña hermosa para esto. Déjese usted a sus propios hijos en una chocita temblando de hambre.

TÍA.—Será de frío.

AMA.—Temblando de todo, para que le digan a una: "¡Cállate!"; y como soy criada, no puedo hacer más que callarme, que es lo que hago, y no puedo replicar y decir…

TÍA.—Y decir ¿qué…?

AMA.—Que deje usted esos bolillos con ese tiquití, que me va a estallar la cabeza de tiquitís.

TÍA.—(Riendo.) Mira a ver quién entra.

(Hay un silencio en la escena, donde se oye el golpear de los bolillos.)

VOZ.—¡Manzanillaaaaa finaaa de la sierraa!

TÍA.—(Hablando sola.) Es preciso comprar otra vez manzanilla. En algunas ocasiones hace falta… Otro día que pase…, treinta y siete, treinta y ocho.

VOZ DEL PREGONERO.—(Muy lejos.) ¡Manzanillaa finaa de la sierraa!

TÍA.—(Poniendo un alfiler.) Y cuarenta.

SOBRINO.—(Entrando.) Tía.

TÍA.—(Sin mirarlo.) Hola, siéntate si quieres. Rosita ya se ha marchado.

SOBRINO.—¿Con quién salió?

TÍA.—Con las manolas. (Pausa. Mirando al SOBRINO.) Algo te pasa.

SOBRINO.—Sí.

TÍA.—(Inquieta.) Casi me lo figuro. Ojalá me equivoque.

SOBRINO.—No. Lea usted.

TÍA.—(Lee.) Claro, si es natural. Por eso me opuse a tus relaciones con Rosita. Yo sabía que más tarde o más temprano te tendrías que marchar con tus padres. ¡Y que es ahí al lado! Cuarenta días de viaje hacen falta para llegar a Tucumán. Si fuera hombre y joven, te cruzaría la cara.

SOBRINO.—Yo no tengo culpa de querer a mi prima. ¿Se imagina usted que me voy con gusto? Precisamente quiero quedarme aquí, y a eso vengo.

TÍA.—¡Quedarte! ¡Quedarte! Tu deber es irte. Son muchas leguas de hacienda y tu padre está viejo. Soy yo la que te tiene que obligar a que tomes el vapor. Pero a mí me dejas la vida amargada. De tu prima no quiero acordarme. Vas a clavar una flecha con cintas moradas sobre su corazón. Ahora se enterará de que las telas no sólo sirven para hacer flores, sino para empapar lágrimas.

SOBRINO.—¿Qué me aconseja usted?

TÍA.—Que te vayas. Piensa que tu padre es hermano mío. Aquí no eres más que un paseante de los jardinillos, y allí serás un labrador.

SOBRINO.—Pero es que yo quisiera…

TÍA.—¿Casarte? ¿Estás loco? Cuando tengas tu porvenir hecho. Y llevarte a Rosita, ¿no? Tendrías que saltar por encima de mí y de tu tío.

SOBRINO.—Todo es hablar. Demasiado sé que no puedo. Pero yo quiero que Rosita me espere. Porque volveré pronto.

TÍA.—Si antes no pegas la hebra con una tucumana. La lengua se me debió pegar en el cielo de la boca antes de consentir tu noviazgo; porque mi niña se queda sola en estas cuatro paredes, y tú te vas libre por el mar, por aquellos ríos, por aquellos bosques de toronjas, y mi niña, aquí, un día igual a otro, y tú, allí; el caballo y la escopeta para tirar al faisán.

SOBRINO.—No hay motivo para que me hable usted de esa manera. Yo di mi palabra y la cumpliré. Por cumplir su palabra está mi padre en América, y usted sabe…

TÍA.—(Suave.) Calla.

SOBRINO.—Callo. Pero no confunda usted el respeto con la falta de vergüenza.

TÍA.—(Con ironía andaluza.) ¡Perdona, perdona! Se me había olvidado que ya eras un hombre.

AMA.—(Entra llorando.) Si fuera un hombre, no se iría.

TÍA.—(Llorando.) ¡Silencio!

(El AMA llora con grandes sollozos.)

SOBRINO.—Volveré dentro de unos instantes. Dígaselo usted.

TÍA.—Descuida. Los viejos son los que tienen que llevar los malos ratos.

(Sale el SOBRINO.)

AMA.—¡Ay, qué lástima de mi niña! ¡Ay, qué lástima! ¡Ay, qué lástima! ¡Estos son los hombres de ahora! Pidiendo ochavitos por las calles me quedo yo al lado de esta prenda. Otra vez vienen los llantos a esta casa. ¡Ay, señora! (Reaccionando.) ¡Ojalá se lo coma la serpiente del mar!

TÍA.—¡Dios dirá!

AMA.—

Por el ajonjolí,
por las tres santas preguntas
y la flor de la canela,
tenga malas noches
y malas sementeras.
Por el pozo de San Nicolás
se le vuelva veneno la sal.

(Coge un jarro de agua y hace una cruz en el suelo.)

TÍA.—No maldigas. Vete a tu hacienda.

(Sale el AMA. Se oyen risas. La TÍA se va.)

MANOLA 1ª.—(Entrando y cerrando la sombrilla.) ¡Ay!

MANOLA 2ª.—(Igual.) ¡Ay, qué fresquito!

MANOLA 3ª.—(Igual.) ¡Ay!

ROSITA.—(Igual.)

¿Para quién son los suspiros
de mis tres lindas manolas?

MANOLA 1ª.—Para nadie.

MANOLA 2ª.—Para el viento.

MANOLA 3ª.—Para un galán que me ronda.

ROSITA.—

¿Qué manos recogerán
los ayes de vuestra boca?

MANOLA 1ª.—La pared.

MANOLA 2ª.—Cierto retrato.

MANOLA 3ª.—Los encajes de mi colcha.

ROSITA.—

También quiero suspirar.
¡Ay, amigas! ¡Ay, manolas!

MANOLA 1ª.—¿Quién los recoge?

ROSITA.—

Dos ojos
que ponen blanca la sombra,
cuyas pestañas son parras,
donde se duerme la aurora.
Y, a pesar de negros, son
dos tardes con amapolas.

MANOLA 1ª.—¡Ponle una cinta al suspiro!

MANOLA 2ª.—¡Ay!

MANOLA 3ª.—Dichosa tú.

MANOLA 1ª.—¡Dichosa!

ROSITA.—

No me engañéis, que yo sé
cierto rumor de vosotras.

MANOLA 1ª.—Rumores son jaramagos.

MANOLA 2ª.—Y estribillos de las ollas.

ROSITA.—Lo voy a decir…

MANOLA 1ª.—Empieza.

MANOLA 3ª.—Los rumores son coronas.

ROSITA.—

Granada, calle de Elvira,
donde viven las manolas,
las que se van a la Alhambra,
las tres y las cuatro solas.
Una vestida de verde,
otra de malva, y la otra,
un corselete escocés
con cintas hasta la cola.
Las que van delante, garzas;
la que va detrás, paloma;
abren por las alamedas
muselinas misteriosas.
¡Ay, qué oscura está la Alhambra!
¿Adónde irán las manolas
mientras sufren en la umbría
el surtidor y la rosa?
¿Qué galanes las esperan?
¿Bajo qué mirto reposan?
¿Qué manos roban perfumes
a sus dos flores redondas?
Nadie va con ellas, nadie;
dos garzas y una paloma.
Pero en el mundo hay galanes
que se tapan con las hojas.
La catedral ha dejado
bronces que la brisa toma.
El Genil duerme a sus bueyes
y el Dauro a sus mariposas.
La noche viene cargada
con sus colinas de sombra;
una enseña los zapatos
entre volantes de blonda;
la mayor abre sus ojos
y la menor los entorna.
¿Quién serán aquellas tres
de alto pecho y larga cola?
¿Por qué agitan los pañuelos?
¿Adónde irán a estas horas?
Granada, calle de Elvira,
donde viven las manolas,
las que se van a la Alhambra,
las tres y las cuatro solas.

MANOLA 1ª.—

Deja que el rumor
extienda sobre Granada sus olas.

MANOLA 2ª.—¿Tenemos novio?

ROSITA.—Ninguna.

MANOLA 2ª.—¿Digo la verdad?

ROSITA.—Sí, toda.

MANOLA 3ª.—

Encajes de escarcha tienen
nuestras camisas de novia.

ROSITA.—Pero…

MANOLA 1ª.—La noche nos gusta.

ROSITA.—Pero…

MANOLA 2ª.—Por calles en sombra.

MANOLA 1ª.—

Nos subimos a la Alhambra
las tres y las cuatro solas.

MANOLA 3ª.—¡Ay!

MANOLA 2ª.—Calla.

MANOLA 3ª.—¿Por qué?

MANOLA 2ª.—¡Ay!

MANOLA 1ª.—¡Ay, sin que nadie lo oiga!

ROSITA.—

Alhambra, jazmín de pena
donde la luna reposa.

AMA.—Niña, tu tía te llama. (Muy triste.)

ROSITA.—¿Has llorado?

AMA.—(Conteniéndose.) No… es que tengo así, una cosa que…

ROSITA.—No me asustes. ¿Qué pasa? (Entra rápida, mirando hacia el AMA. Cuando entra ROSITA, el AMA rompe a llorar en silencio.)

MANOLA 1ª.—(En voz alta.) ¿Qué ocurre?

MANOLA 2ª.—Dinos.

AMA.—Callad.

MANOLA 3ª.—(En voz baja.) ¿Malas noticias?

(El AMA las lleva a la puerta y mira por donde salió ROSITA.)

AMA.—¡Ahora se lo está diciendo!

(Pausa, en que todas oyen.)

MANOLA 1ª.—Rosita está llorando; vamos a entrar.

AMA.—Venid y os contaré. ¡Dejadla ahora! Podéis salir por el postigo. (Salen.)

(Queda la escena sola. Un piano lejísimo toca un estudio de Cerny. Pausa. Entra el PRIMO, y al llegar al centro de la habitación se detiene porque entra ROSITA. Quedan los dos mirándose frente a frente. El PRIMO avanza. La enlaza por el talle. Ella inclina la cabeza sobre su hombro.)

ROSITA.—

¿Por qué tus ojos traidores
con los míos se fundieron?
¿Por qué tus manos tejieron,
sobre mi cabeza, flores?
¡Que luto de ruiseñores
dejas a mi juventud,
pues, siendo norte y salud
tu figura y tu presencia,
rompes con tu cruel ausencia
las cuerdas de mi laúd!

PRIMO.—(La lleva a un «vis-a-vis» y se sientan.)

¡Ay, prima, tesoro mío!,
ruiseñor en la nevada,
deja tu boca cerrada
al imaginario frío;
no es de hielo mi desvío,
que, aunque atraviesa la mar,
el agua me ha de prestar
nardos de espuma y sosiego
para contener mi fuego
cuando me vaya a quemar.

ROSITA.—

Una noche, adormilada
en mi balcón de jazmines,
vi bajar dos querubines
a una rosa enamorada;
ella se puso encarnada
siendo blanco su color;
pero, como tierna flor,
sus pétalos encendidos
se fueron cayendo heridos
por el beso del amor.
Así yo, primo inocente,
en mi jardín de arrayanes
daba al aire mis afanes
y mi blancura a la fuente.
Tierna gacela imprudente
alcé los ojos, te vi
y en mi corazón sentí
agujas estremecidas
que me están abriendo heridas
rojas como el alhelí

PRIMO.—

He de volver, prima mía,
para llevarte a mi lado
en barco de oro cuajado
con las velas de alegría;
luz y sombra, noche y día,
sólo pensaré en quererte.

ROSITA.—

Pero el veneno que vierte
amor, sobre el alma sola,
tejerá con tierra y ola
el vestido de mi muerte.

PRIMO.—

Cuando mi caballo lento
coma tallos con rocío,
cuando la niebla del río
empañe el muro del viento,
cuando el verano violento
ponga el llano carmesí
y la escarcha deje en mí
alfileres de lucero,
te digo, porque te quiero,
que me moriré por ti.

ROSITA.—

Yo ansío verte llegar
una tarde por Granada
con toda la luz salada
por la nostalgia del mar;
amarillo limonar,
jazminero desangrado,
por las piedras enredado
impedirán tu camino,
y nardos en remolino
pondrán loco mi tejado,
¿Volverás?

PRIMO.—Sí. ¡Volveré!

ROSITA.—

¿Qué paloma iluminada
me anunciará tu llegada?

PRIMO.—El palomo de mi fe.

ROSITA.—

Mira que yo bordaré
sábanas para los dos.

PRIMO.—

Por los diamantes de Dios
y el clavel de su costado,
juro que vendré a tu lado.

ROSITA.—¡Adiós, primo!

PRIMO.—¡Prima, adiós!

(Se abrazan en el «vis-a-vis». Lejos se oye el piano. El PRIMO sale. ROSITA queda llorando. Aparece el TÍO, que cruza la escena hacia el invernadero. Al ver a su TÍO, ROSITA coge el libro de las rosas que está al alcance de su mano.)

TÍO.—¿Qué hacías?

ROSITA.—Nada.

TÍO.—¿Estabas leyendo?

ROSITA.—Sí. (Sale el TÍO. Leyendo.)

Cuando se abre en la mañana
roja como sangre está;
el rocío no la toca
porque se teme quemar.
Abierta en el mediodía
es dura como el coral,
el sol se asoma a los vidrios
para verla relumbrar.
Cuando en las ramas empiezan
los pájaros a cantar
y se desmaya la tarde
en las violetas del mar,
se pone blanca, con blanco
de una mejilla de sal;
y cuando toca la noche
blando cuerno de metal
y las estrellas avanzan
mientras los aires se van,
en la raya de lo oscuro

se comienza a deshojar.

Telón

Acto Segundo

Salón de la casa de doña ROSITA. Al fondo el jardín.

SEÑOR X.—Pues yo siempre seré de este siglo.

TÍO.—El siglo que acabamos de empezar será un siglo materialista.

SEÑOR X.—Pero de mucho más adelanto que el que se fue. Mi amigo, el señor Longoria, de Madrid, acaba de comprar un automóvil con el que se lanza a la fantástica velocidad de treinta kilómetros por hora; y el sha de Persia, que por cierto es un hombre muy agradable, ha comprado también un Panhard Levassor de veinticuatro caballos.

TÍO.—Y digo yo: ¿adónde van con tanta prisa? Ya ve usted lo que ha pasado en la carrera París-Madrid, que ha habido que suspenderla, porque antes de llegar a Burdeos se mataron todos los corredores.

SEÑOR X.—El conde Zboronsky, muerto en el accidente, y Marcel Renault, o Renol, que de ambas maneras suele y puede decirse, muerto también en el accidente, son mártires de la ciencia, que serán puestos en los altares el día en que venga la religión de lo positivo. A Renol lo conocí bastante. ¡Pobre Marcelo!

TÍO.—No me convencerá usted. (Se sienta.)

SEÑOR X.—(Con el pie puesto en la silla y jugando con el bastón.) Superlativamente; aunque un catedrático de Economía Política no puede discutir con un cultivador de rosas. Pero hoy día, créame usted, no privan los quietísmos ni las ideas «oscurantistas». Hoy día se abren camino un Juan Bautista Say, o Se, que de ambas maneras suele y puede decirse, o un conde León Tulstuá, vulgo Tolstoi, tan galán en la forma como profundo en el concepto, yo me siento en la Polis viviente; no soy partidario de la Natura Naturata.

TÍO.—Cada uno vive como puede o como sabe en esta vida diaria.

SEÑOR X.—Está entendido, la Tierra es un planeta mediocre, pero hay que ayudar a la civilización. Si Santos Dumont, en vez de estudiar Meteorología comparada, se hubiera dedicado a cuidar rosas, el aeróstato dirigible estaría en el seno de Brahma.

TÍO.—(Disgustado.) La botánica también es una ciencia.

SEÑOR X.—(Despectivo.) Sí, pero aplicada; para estudiar jugos de la Anthemis olorosa, o el ruibarbo, o la enorme pulsátila, o el narcótico de la Datura Stramonium.

TÍO.—(Ingenuo.) ¿Le interesan a usted esas plantas?

SEÑOR X.—No tengo el suficiente volumen de experiencia sobre ellas. Me interesa la cultura, que es distinto. «Voilá». (Pausa.) ¿Y… Rosita?

TÍO.—¿Rosita? (Pausa. En voz alta.) ¡Rosita!..

VOZ.—(Dentro.) No está.

TÍO.—No está.

SEÑOR X.—Lo siento.

TÍO.—Yo también. Como es su santo, habrá salido a rezar los cuarenta credos.

SEÑOR X.—Le entrega usted de mi parte este pendentif. Es una Torre Eiffel de nácar sobre dos palomas que llevan en sus picos la rueda de la industria.

TÍO.—Lo agradecerá mucho.

SEÑOR X.—Estuve por haberla traído un cañoncito de plata por cuyo agujero se veía la Virgen de Lurdes, o Lourdes, o una hebilla para el cinturón hecha con una serpiente y cuatro libélulas, pero preferí lo primero por ser de más gusto.

TÍO.—Gracias.

SEÑOR X.—Encantado de su favorable acogida.

TÍO.—Gracias.

SEÑOR X.—Póngame a los pies de su señora esposa.

TÍO.—Muchas gracias.

SEÑOR X.—Póngame a los pies de su encantadora sobrinita, a la que deseo venturas en su celebrado onomástico.

TÍO.—Mil gracias.

SEÑOR X.—Considéreme seguro servidor suyo.

TÍO.—Un millón de gracias.

SEÑOR X.—Vuelvo a repetir…

TÍO.—Gracias, gracias, gracias.

SEÑOR X.—Hasta siempre. (Se va.)

TÍO.—(A voces.) Gracias, gracias, gracias.

AMA.—(Sale riendo.) No sé cómo tiene usted paciencia. Con este señor y con el otro, don Confucio Montes de Oca, bautizado en la logia número cuarenta y tres, va a arder la casa un día.

TÍO.—Te he dicho que no me gusta que escuches las conversaciones.

AMA.—Eso se llama ser desagradecido. Estaba detrás de la puerta, sí, señor, pero no era para oír, sino para poner una escoba boca arriba y que el señor se fuera.

TÍA.—¿Se fue ya?

TÍO.—Ya. (Entra.)

AMA.—¿También éste pretende a Rosita?

TÍA.—Pero ¿por qué hablas de pretendientes? ¡No conoces a Rosita!

AMA.—Pero conozco a los pretendientes.

TÍA.—Mi sobrina está comprometida.

AMA.—No me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar, no me haga usted hablar.

TÍA.—Pues cállate.

AMA.—¿A usted le parece bien que un hombre se vaya y deje quince años plantada a una mujer que es la flor de la manteca? Ella debe casarse. Ya me duelen las manos de guardar mantelerías de encaje de Marsella y juegos de cama adornados de guipure y caminos de mesa y cubrecamas de gasa con flores de realce. Es que ya debe usarlos y romperlos, pero ella no se da cuenta de cómo pasa el tiempo. Tendrá el pelo de plata y todavía estará cosiendo cintas de raso liberti en los volantes de su camisa de novia.

TÍA.—Pero ¿por qué te metes en lo que no te importa?

AMA.—(Con asombro.) Pero si no me meto, es que estoy metida.

TÍA.—Yo estoy segura de que ella es feliz.

AMA.—Se lo figura. Ayer me tuvo todo el día acompañándola en la puerta del circo, porque se empeñó en que uno de los titiriteros se parecía a su primo.

TÍA.—¿Y se parecía realmente?

AMA.—Era hermoso como un novicio cuando sale a cantar la primera misa, pero ya quisiera su sobrino tener aquel talle, aquel cuello de nácar y aquel bigote. No se parecía nada. En la familia de ustedes no hay hombres guapos.

TÍA.—¡Gracias, mujer!

AMA.—Son todos bajos y un poquito caídos de hombros.

TÍA.—¡Vaya!

AMA.—Es la pura verdad, señora. Lo que pasó es que a Rosita le gustó el saltimbanqui, como me gustó a mí y como le gustaría a usted. Pero ella lo achaca todo al otro. A veces me gustaría tirarle un zapato a la cabeza. Porque de tanto mirar al cielo se le van a poner los ojos de vaca.

TÍA.—Bueno; y punto final. Bien esta que la zafia hable, pero que no ladre.

AMA.—No me echará usted en cara que no la quiero.

TÍA.—A veces me parece que no.

AMA.—El pan me quitaría de la boca y la sangre de las venas, si ella me los deseara.

TÍA.—(Fuerte.) ¡Pico de falsa miel! ¡Palabras!

AMA.—(Fuerte.) ¡Y hechos! Lo tengo demostrado, ¡y hechos! La quiero mas que usted.

TÍA.—Eso es mentira.

AMA.—(Fuerte.) ¡Eso es verdad!

TÍA.—¡No me levantes la voz!

AMA.—(Alto.) Para eso tengo la campanilla de la lengua.

TÍA.—¡Cállese, mal educada!

AMA.—Cuarenta años llevo al lado de usted.

TÍA.—(Casi llorando.) ¡Queda usted despedida!

AMA.—(Fortísimo.) ¡Gracias a Dios que la voy a perder de vista!

TÍA.—(Llorando.) ¡A la calle inmediatamente!

AMA.—(Rompiendo a llorar.) ¡A la calle!

(Se dirige llorando a la puerta y al entrar se le cae un objeto. Las dos están llorando.) (Pausa.)

TÍA.—(Limpiándose las lagrimas y dulcemente.) ¿Qué se te ha caído?

AMA.—(Llorando.) Un portatermómetro, estilo Luis Quince.

TÍA.—¿Sí?

AMA.—Sí, señora. (Llora.)

TÍA.—¿A ver?

AMA.—Para el santo de Rosita. (Se acerca.)

TÍA.—(Sorbiendo.) Es una preciosidad.

AMA.—(Con voz de llanto.) En medio del terciopelo hay una fuente hecha con caracoles de verdad; sobre la fuente, una glorieta de alambre con rosas verdes; el agua de la taza es un grupo de lentejuelas azules, y el surtidor es el propio termómetro. Los charcos que hay alrededor están pintados al aceite, y encima de ellos bebe un ruiseñor todo bordado con hilo de oro. Yo quise que tuviera cuerda y cantara, pero no pudo ser.

TÍA.—No pudo ser.

AMA.—Pero no hace falta que cante. En el jardín los tenemos vivos.

TÍA.—Es verdad. (Pausa.) ¿Para qué te has metido en esto?

AMA.—(Llorando.) Yo doy todo lo que tengo por Rosita.

TÍA.—¡Es que tú la quieres como nadie!

AMA.—Pero después de usted.

TÍA.—No. Tú le has dado tu sangre.

AMA.—Usted le ha sacrificado su vida.

TÍA.—Pero yo lo he hecho por deber y tú por generosidad.

AMA.—(Más fuerte.) ¡No diga usted eso!

TÍA.—Tú has demostrado quererla más que nadie.

AMA.—Yo he hecho lo que haría cualquiera en mi caso. Una criada. Ustedes me pagan y yo sirvo.

TÍA.—Siempre te hemos considerado como de la familia.

AMA.—Una humilde criada que da lo que tiene y nada más.

TÍA.—Pero ¿me vas a decir que nada más?

AMA.—¿Y soy otra cosa?

TÍA.—(Irritada.) Eso no lo puedes decir aquí. Me voy por no oírte.

AMA.—(Irritada.) Y yo también.

(Salen rápidas una por cada puerta. Al salir, la TÍA se tropieza con el TÍO.)

TÍO.—De tanto vivir juntas, los encajes se os hacen espinas.

TÍA.—Es que quiere salirse siempre con la suya.

TÍO.—No me expliques, ya me lo sé todo de memoria… Y sin embargo no puedes estar sin ella. Ayer oí cómo le explicabas con todo detalle nuestra cuenta corriente en el Banco. No te sabes quedar en tu sitio. No me parece conversación lo más a propósito para una criada.

TÍA.—Ella no es una criada.

TÍO.—(Con dulzura.) Basta, basta, no quiero llevarte la contraria.

TÍA.—Pero ¿es que conmigo no se puede hablar?

TÍO.—Se puede, pero prefiero callarme.

TÍA.—Aunque te quedes con tus palabras de reproche.

TÍO.—¿Para qué voy a decir nada a estas alturas? Por no discutir soy capaz de hacerme la cama, de limpiar mis trajes con jabón de palo y cambiar las alfombras de mi habitación.

TÍA.—No es justo que te des ese aire de hombre superior y mal servido, cuando todo en esta casa está supeditado a tu comodidad y a tus gustos.

TÍO.—(Dulce.) Al contrario, hija.

TÍA.—(Seria.) Completamente. En vez de hacer encajes, podo las plantas. ¿Qué haces tú por mí?

TÍO.—Perdona. Llega un momento en que las personas que viven juntas muchos años hacen motivo de disgusto y de inquietud las cosas más pequeñas, para poner intensidad y afanes en lo que está definitivamente muerto. Con veinte años no teníamos estas conversaciones.

TÍA.—No. Con veinte años se rompían los cristales…

TÍO.—Y el frío era un juguete en nuestras manos.

(Aparece ROSITA. Viene vestida de rosa. Ya la moda ha cambiado de mangas de jamón a 1900. Falda en forma de campanela. Atraviesa la escena, rápida, con unas tijeras en la mano. En el centro se para.)

ROSITA.—¿Ha llegado el cartero?

TÍO.—¿Ha llegado?

TÍA.—No sé. (A voces.) ¿Ha llegado el cartero? (Pausa.) No, todavía no.

ROSITA.—Siempre pasa a estas horas.

TÍO.—Hace rato debió llegar.

TÍA.—Es que muchas veces se entretiene.

ROSITA.—El otro día me lo encontré jugando al uni-uni-doli-doli con tres chicos y todo el montón de cartas en el suelo.

TÍA.—Ya vendrá.

ROSITA.—Avisadme. (Sale rápida)

TÍO.—Pero ¿dónde vas con esas tijeras?

ROSITA.—Voy a cortar unas rosas.

TÍO.—(Asombrado.) ¿Cómo? ¿Y quién te ha dado permiso?

TÍA.—Yo. Es el día de su santo.

ROSITA.—Quiero poner en las jardineras y en el florero de la entrada.

TÍO.—Cada vez que cortáis una rosa es como si me cortaseis un dedo. Ya sé que es igual. (Mirando a su mujer.) No quiero discutir. Sé que duran poco. (Entra el AMA.) Así lo dice el vals de las rosas, que es una de las composiciones mas bonitas de estos tiempos, pero no puedo reprimir el disgusto que me produce verlas en los búcaros. (Sale de escena.)

ROSITA.—(Al AMA.) ¿Vino el correo?

AMA.—Pues para lo único que sirven las rosas es para adornar las habitaciones.

ROSITA.—(Irritada.) Te he preguntado si ha venido el correo.

AMA.—(Irritada.) ¿Es que me guardo yo las cartas cuando vienen?

TÍA.—Anda, corta las flores.

ROSITA.—Para todo hay en esta casa una gotita de acíbar.

AMA.—Nos encontramos el rejalgar por los rincones. (Sale de escena.)

TÍA.—¿Estas contenta?

ROSITA.—No sé.

TÍA.—¿Y eso?

ROSITA.—Cuando no veo la gente estoy contenta, pero como la tengo que ver…

TÍA.—¡Claro! No me gusta la vida que llevas. Tu novio no te exige que seas hurona. Siempre me dice en las cartas que salgas.

ROSITA.—Pero es que en la calle noto cómo pasa el tiempo, y no quiero perder las ilusiones. Ya han hecho otra casa nueva en la placeta. No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo.

TÍA.—¡Claro! Muchas veces te he aconsejado que escribas a tu primo y que te cases aquí con otro. Tú eres alegre. Yo sé que hay muchachos y hombres maduros enamorados de ti.

ROSITA.—¡Pero, tía! Tengo las raíces muy hondas, muy bien hincadas en mi sentimiento. Si no viera a la gente, me creería que hace una semana que se marchó. Yo espero como el primer día. Además, ¿qué es un año, ni dos, ni cinco? (Suena una campanilla.) El correo.

TÍA.—¿Qué te habrá mandado?

AMA.—(Entrando en escena.) Ahí están las solteronas cursilonas.

TÍA.—¡María Santísima!

ROSITA.—Que pasen.

AMA.—La madre y las tres niñas. Lujo por fuera y para la boca unas malas migas de maíz. ¡Qué azotazo en el… les daba…! (Sale de escena.)

(Entran las tres cursilonas y su mamá. Las tres solteronas vienen con inmensos sombreros de plumas malas, trajes exageradísimos, guantes hasta el codo con pulseras encima y abanicos pendientes de largas cadenas. La madre viste de negro pardo con un sombrero de viejas cintas moradas.)

MADRE.—Felicidades. (Se besan.)

ROSITA.—Gracias. (Besa a las solteronas.) ¡Amor! ¡Caridad! ¡Clemencia!

SOLTERA 1ª.—Felicidades.

SOLTERA 2ª.—Felicidades.

SOLTERA 3ª.—Felicidades.

TÍA.—(A la MADRE.) ¿Cómo van esos pies?

MADRE.—Cada vez peor. Si no fuera por éstas, estaría siempre en casa. (Se sientan.)

TÍA.—¿No se da usted las friegas con alhucemas?

SOLTERA 1ª.—Todas las noches.

SOLTERA 2ª.—Y el cocimiento de malvas.

TÍA.—No hay reuma que resista.

(Pausa.)

MADRE.—¿Y su esposo?

TÍA.—Está bien, gracias.

(Pausa.)

MADRE.—Con sus rosas.

TÍA.—Con sus rosas.

SOLTERA 3ª.—¡Qué bonitas son las flores!

SOLTERA 2ª.—Nosotras tenemos en una maceta un rosal de San Francisco.

ROSITA.—Pero las rosas de San Francisco no huelen.

SOLTERA 1ª.—Muy poco.

MADRE.—A mí lo que mas me gusta son las celindas.

SOLTERA 3ª.—Las violetas son también preciosas.

(Pausa.)

MADRE.—Niñas, ¿habéis traído la tarjeta?

SOLTERA 3ª.—Si. Es una niña vestida de rosa, que al mismo tiempo es barómetro. El fraile con la capucha está ya muy visto. Según la humedad, las faldas de la niña, que son de papel finísimo, se abren o se cierran.

ROSITA.—(Leyendo.)

Una mañana en el campo
cantaban los ruiseñores
y en su cántico decían:
"Rosita, de las mejores."
¿Para qué se han molestado ustedes?

TÍA.—Es de mucho gusto.

MADRE.—¡Gusto no me falta; lo que me falta es dinero!

SOLTERA 1ª.—¡Mamá…!

SOLTERA 2ª.—¡Mamá…!

SOLTERA 3ª.—¡Mamá…!

MADRE.—Hijas, aquí tengo confianza. No nos oye nadie. Pero usted lo sabe muy bien: desde que faltó mi pobre marido hago verdaderos milagros para administrar la pensión que nos queda. Todavía me parece oír al padre de estas hijas cuando, generoso y caballero como era, me decía: "Enriqueta, gasta, gasta, que yo gano setenta duros"; ¡pero aquellos tiempos pasaron! A pesar de todo, nosotras no hemos descendido de clase. ¡Y qué angustia he pasado, señora, para que estas hijas puedan seguir usando sombrero! ¡Cuántas lágrimas, cuántas tristezas por una cinta o un grupo de bucles! Esas plumas y esos alambres me tienen costado muchas noches en vela.

SOLTERA 3ª.—¡Mamá…!

MADRE.—Es la verdad, hija mía. No nos podemos extralimitar lo más mínimo. Muchas veces les pregunto: "¿Qué queréis, hijas de mi alma: huevo en el almuerzo o silla en el paseo?" Y ellas me responden las tres a la vez: "Sillas."

SOLTERA 3ª.—Mamá, no comentes más esto. Todo Granada lo sabe.

MADRE.—Claro, ¿qué van a contestar? Y allá vamos con unas patatas y un racimo de uvas, pero con capa de mongolia o sombrilla pintada o blusa de popelinette, con todos los detalles. Porque no hay más remedio. ¡Pero a mi me cuesta la vida! Y se me llenan los ojos de lágrimas cuando las veo alternar con las que pueden.

SOLTERA 2ª.—¿No vas ahora a la Alameda, Rosita?

ROSITA.—No.

SOLTERA 3ª.—Allí nos reunimos siempre con las de Ponce de León, con las de Herrasti y con las de la baronesa de Santa Matilde de la Bendición Papal. Lo mejor de Granada.

MADRE.—¡Claro! Estuvieron juntas en el colegio de la Puerta del Cielo.

(Pausa.)

TÍA.—(Levantándose.) Tomarán ustedes algo. (Se levantan todas.)

MADRE.—No hay manos como las de usted para el piñonate y el pastel de gloria.

SOLTERA 1ª.—(A ROSITA.) ¿Tienes noticias?

ROSITA.—El último correo me prometía novedades. Veremos a ver éste.

SOLTERA 3ª.—¿Has terminado el juego de encajes valenciennes?

ROSITA.—¡Toma! Ya he hecho otro de nansú con mariposa a la aguada.

SOLTERA 2ª.—El día que te cases vas a llevar el mejor ajuar del mundo.

ROSITA.—¡Ay, yo pienso que todo es poco! Dicen que los hombres se cansan de una si la ven siempre con el mismo vestido.

AMA.—(Entrando.) Ahí están las de Ayola, el fotógrafo.

TÍA.—Las señoritas de Ayola, querrás decir.

AMA.—Ahí están las señoronas por todo lo alto de Ayola, fotógrafo de Su Majestad y medalla de oro en la exposición de Madrid. (Sale.)

TÍA.—Hay que aguantarla; pero a veces me crispa los nervios. (Las solteronas están con ROSITA viendo unos paños.) Están imposibles.

MADRE.—Envalentonadas. Yo tengo una muchacha que nos arregla el piso por las tardes; ganaba lo que han ganado siempre: una peseta al mes y las sobras, que ya está bien en estos tiempos; pues el otro día se nos descolgó diciendo que quería un duro, ¡y yo no puedo!

TÍA.—No sé dónde vamos a parar.

(Entran las NIÑAS DE AYOLA, que saludan a ROSITA con alegría. Vienen con la moda exageradísima de la época y ricamente vestidas.)

ROSITA.—¿No se conocen ustedes?

AYOLA 1ª.—De vista.

ROSITA.—Las señoritas de Ayola, la señora y señoritas de Escarpini.

AYOLA 1ª.—Ya las vemos sentadas en sus sillas del paseo. (Disimulan la risa.)

ROSITA.—Tomen asiento. (Se sientan las solteronas.)

TÍA.—(A las de Ayola.) ¿Queréis un dulcecito?

AYOLA 2ª.—No; hemos comido hace poco. Por cierto que yo tomé cuatro huevos con picadillo de tomate, y casi no me podía levantar de la silla.

AYOLA 1ª.—¡Que graciosa! (Ríen.)

(Pausa. Las Ayola inician una risa incontenible que se comunica a ROSITA, que hace esfuerzos por contenerse. Las cursilonas y su madre están serias. Pausa.)

TÍA.—¡Qué criaturas!

MADRE.—¡La juventud!

TÍA.—Es la edad dichosa.

ROSITA.—(Andando por la escena como arreglando cosas.) Por favor, callarse. (Se callan.)

TÍA.—(A la SOLTERA 3ª.) ¿Y ese piano?

SOLTERA 3ª.—Ahora estudio poco. Tengo muchas labores que hacer.

ROSITA.—Hace mucho tiempo que no te he oído.

MADRE.—Si no fuera por mí, ya se le habrían engarabitado los dedos. Pero siempre estoy con el tole tole.

SOLTERA 2ª.—Desde que murió el pobre papá no tiene ganas. ¡Como a él le gustaba tanto!

AYOLA 2ª.—Me acuerdo que algunas veces se le caían las lágrimas.

SOLTERA 1ª.—Cuando tocaba la tarantela de Popper.

SOLTERA 2ª.—Y la plegaria de la Virgen.

MADRE.—¡Tenía mucho corazón!

(Las Ayola, que han estado conteniendo la risa, rompen a reír en grandes carcajadas. ROSITA, vuelta de espaldas a las solteronas, ríe también, pero se domina.)

TÍA.—¡Qué chiquillas!

AYOLA 1ª.—Nos reímos porque antes de entrar aquí…

AYOLA 2ª.—Tropezó ésta y estuvo a punto de dar la vuelta de campana…

AYOLA 1ª.—Y yo… (Ríen.)

(Las solteronas inician una leve risa fingida con un matiz cansado y triste.)

MADRE.—¡Ya nos vamos!

TÍA.—De ninguna manera.

ROSITA.—(A todas.) ¡Pues celebremos que no te hayas caído! Ama, trae los huesos de Santa Catalina.

SOLTERA 3ª.—¡Qué ricos son!

MADRE.—El año pasado nos regalaron a nosotras medio kilo.

(El AMA entra con los huesos.)

AMA.—Bocados para gente fina. (A ROSITA.) Ya viene el correo por los alamillos.

ROSITA.—¡Espéralo en la puerta!

AYOLA 1ª.—Yo no quiero comer. Prefiero una palomilla de anís.

AYOLA 2ª.—Y yo de agraz.

ROSITA.—¡Tú siempre tan borrachilla!

AYOLA 1ª.—Cuando yo tenía seis años venía aquí y el novio de Rosita me acostumbró a beberlas. ¿No recuerdas, Rosita?

ROSITA.—(Sería.) ¡No!

AYOLA 2ª.—A mí, Rosita y su novio me enseñaban las letras A, B, C. ¿Cuánto tiempo hace de esto?

TÍA.—¡Quince años!

AYOLA 1ª.—A mí, casi, casi, se me ha olvidado la cara de tu novio.

AYOLA 2ª.—¿No tenía una cicatriz en el labio?

ROSITA.—¿Una cicatriz? Tía, ¿tenía una cicatriz?

TÍA.—Pero ¿no te acuerdas, hija? Era lo único que le afeaba un poco.

ROSITA.—Pero no era una cicatriz; era una quemadura, un poquito rosada. Las cicatrices son hondas.

AYOLA 1ª.—¡Tengo una gana de que Rosita se case!

ROSITA.—¡Por Dios!

AYOLA 2ª.—Nada de tonterías. ¡Yo también!

ROSITA.—¿Por qué?

AYOLA 1ª.—Para ir a una boda. En cuanto yo pueda, me caso.

TÍA.—¡Niña!

AYOLA 1ª.—Con quien sea, pero no me quiero quedar soltera.

AYOLA 2ª.—Yo pienso igual.

TÍA.—(A la MADRE.) ¿Qué le parece a usted?

AYOLA 1ª.—¡Ay! ¡Y si soy amiga de Rosita es porque sé que tiene novio! Las mujeres sin novio están pochas, recocidas, y todas ellas… (Al ver a las SOLTERAS.) Bueno, todas, no; algunas de ellas… En fin, ¡todas están rabiadas!

TÍA.—¡Ea! Ya está bien.

MADRE.—Déjela.

SOLTERA 1ª.—Hay muchas que no se casan porque no quieren.

AYOLA 2ª.—Eso no lo creo yo.

SOLTERA 1ª.—(Con intención.) Lo sé muy cierto.

AYOLA 2ª.—La que no se quiere casar deja de echarse polvos y ponerse postizos debajo de la pechera, y no se está día y noche en las barandillas del balcón atisbando la gente.

SOLTERA 1ª.—¡Le puede gustar tomar el aire!

ROSITA.—Pero ¡qué discusión más tonta! (Ríen forzadamente.)

TÍA.—Bueno. ¿Por qué no tocamos un poquito?

MADRE.—¡Anda, niña!

SOLTERA 1ª.—(Levantándose.) Pero ¿qué toco?

AYOLA 2ª.—Toca «¡Viva Frascuelo!».

SOLTERA 2ª.—La barcarola de «La fragata Numancia».

ROSITA.—¿Y por qué no «Lo que dicen las flores»?

MADRE.—¡Ah, sí, «Lo que dicen las flores»! (A la TÍA.) ¿No la ha oído usted? Habla y toca al mismo tiempo. ¡Una preciosidad!

SOLTERA 3ª.—También puedo decir «Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón los nidos a colgar».

AYOLA 1ª.—Eso es muy triste.

SOLTERA 1ª.—Lo triste es bonito también.

TÍA.—¡Vamos! ¡Vamos!

SOLTERA 3ª.—(En el piano.)

Madre, llévame a los campos
con la luz de la mañana
a ver abrirse las flores
cuando se mecen las ramas.
Mil flores dicen mil cosas
para mil enamoradas,
y la fuente está contando
lo que el ruiseñor se calla.

ROSITA.—

Abierta estaba la rosa
con la luz de la mañana;
tan roja de sangre tierna,
que el rocío se alejaba;
tan caliente sobre el tallo,
que la brisa se quemaba;
¡tan alta!, ¡cómo reluce!
¡Abierta estaba!

SOLTERA 3ª.—

"Sólo en ti pongo mis ojos",
el heliotropo expresaba.
"No te querré mientras viva",
dice la flor de la albahaca.
"Soy tímida", la violeta.
"Soy fría", la rosa blanca.
Dice el jazmín: "Seré fiel";
y el clavel: "¡Apasionada!"

SOLTERA 2ª.—

El jacinto es la amargura;
el dolor, la pasionaria.

SOLTERA 1ª.—

El jaramago, el desprecio;
y los lirios, la esperanza.

TÍA.—

Dice el nardo: "Soy tu amigo".
"Creo en ti", la pasionaria.
La madreselva te mece.
la siempreviva te mata.

MADRE.—

Siempreviva de la muerte,
flor de las manos cruzadas;
¡qué bien estas cuando el aire
llora sobre tu guirnalda!

ROSITA.—

Abierta estaba la rosa,
pero la tarde llegaba,
y un rumor de nieve triste
le fue pesando las ramas;
cuando la sombra volvía,
cuando el ruiseñor cantaba,
como una muerta de pena
se puso transida y blanca;
y, cuando la noche, grande
cuerno de metal sonaba
y los vientos enlazados
dormían en la montaña,
se deshojó suspirando
por los cristales del alba.

SOLTERA 3ª.—

Sobre tu largo cabello
gimen las flores cortadas.
Unas llevan puñalitos;
otras, fuego, y otras, agua.

SOLTERA 1ª.—

Las flores tienen su lengua
para las enamoradas.

ROSITA.—

Son celos el carambuco;
desdén esquivo, la dalia;
suspiros de amor, el nardo;
risa, la gala de Francia.
Las amarillas son odio;
el furor, las encarnadas;
las blancas son casamiento,
y las azules, mortaja.

SOLTERA 3ª.—

Madre, llévame a los campos
con la luz de la mañana,
a ver abrirse las flores
cuando se mecen las ramas.

(El piano hace la última escala y se para.)

TÍA.—¡Ay, qué preciosidad!

MADRE.—Saben también el lenguaje del abanico, el lenguaje de los guantes, el lenguaje de los sellos y el lenguaje de las horas. A mí se me pone la carne de gallina cuando dicen aquello:

Las doce dan sobre el mundo
con horrísono rigor;
de la hora de tu muerte
acuérdate, pecador.

AYOLA 1ª.—(Con la boca llena de dulce.) ¡Qué cosa más fea!

MADRE.—Y cuando dicen:

A la una nacemos,
la, ra, la, la,
y este nacer,
la, la, ran,
es como abrir los ojos,
lan,
en un vergel,
vergel, vergel.

AYOLA 2ª.—(A su hermana.) Me parece que la vieja ha empinado el codo. (A la madre.) ¿Quiere otra copita?

MADRE.—Con sumo gusto y fina voluntad, como se decía en mi época.

(ROSITA ha estado espiando la llegada del correo.)

AMA.—¡El correo!

(Algazara general.)

TÍA.—Y ha llegado justo.

SOLTERA 3ª.—Ha tenido que contar los días para que llegue hoy.

MADRE.—¡Es una fineza!

AYOLA 2ª.—¡Abre la carta!

AYOLA 1ª.—Más discreto es que la leas tú sola, porque a lo mejor te dice algo verde.

MADRE.—¡Jesús!

(Sale ROSITA con la carta.)

AYOLA 1ª.—Una carta de un novio no es un devocionario.

SOLTERA 3ª.—Es un devocionario de amor.

AYOLA 2ª.—¡Ay, qué finoda! (Ríen las Ayola.)

AYOLA 1ª.—Se conoce que no ha recibido ninguna.

MADRE.—(Fuerte.) ¡Afortunadamente para ella!

AYOLA 1ª.—Con su pan se lo coma.

TÍA.—(Al AMA, que va a entrar con ROSITA.) ¿Dónde vas tú?

AMA.—¿Es que no puedo dar un paso?

TÍA.—¡Déjala a ella!

ROSITA.—(Saliendo.) ¡Tía! ¡Tía!

TÍA.—Hija, ¿qué pasa?

ROSITA.—(Con agitación.) ¡Ay, tía!

AYOLA 1ª.—¿Qué?

SOLTERA 3ª.—¡Dinos!

AYOLA 2ª.—¿Qué?

AMA.—¡Habla!

TÍA.—¡Rompe!

MADRE.—¡Un vaso de agua!

AYOLA 2ª.—¡Venga!

AYOLA 1ª.—Pronto.

(Algazara.)

ROSITA.—(Con voz ahogada.) Que se casa… (Espanto en todos.) Que se casa conmigo, porque ya no puede más, pero que…

AYOLA 2ª.—(Abrazándola.) ¡Olé! ¡Qué alegría!

AYOLA 1ª.—¡Un abrazo!

TÍA.—Dejadla hablar.

ROSITA.—(Más calmada.) Pero como le es imposible venir por ahora, la boda será por poderes y luego vendrá él.

SOLTERA 1ª.—¡Enhorabuena!

MADRE.—(Casi llorando.) ¡Dios te haga lo feliz que mereces! (La abraza.)

AMA.—Bueno, y "poderes", ¿qué es?

ROSITA.—Nada. Una persona representa al novio en la ceremonia.

AMA.—¿Y qué más?

ROSITA.—¡Que está una casada!

AMA.—Y por la noche, ¿qué?

ROSITA.—¡Por Dios!

AYOLA 1ª.—Muy bien dicho. Y por la noche, ¿qué?

TÍA.—¡Niñas!

AMA.—¡Que venga en persona y se case." ¡"Poderes"! No lo he oído decir nunca. La cama y sus pinturas temblando de frío, y la camisa de novia en lo más oscuro del baúl. Señora, no deje usted que los "poderes" entren en esta casa. (Ríen todos.) ¡Señora, que yo no quiero "poderes"!

ROSITA.—Pero él vendrá pronto. ¡Esto es una prueba más de lo que me quiere!

AMA.—¡Eso! ¡Que venga y que te coja del brazo y que menee el azúcar de tu café y lo pruebe a ver si quema. (Risas.)

(Aparece el TÍO con una rosa.)

ROSITA.—¡Tío!

TÍO.—Lo he oído todo, y casi sin darme cuenta he cortado la única rosa mudable que tenía en mi invernadero. Todavía estaba roja, abierta en el mediodía, es roja como el coral.

ROSITA.—

El sol se asoma a los vidrios
para verla relumbrar.

TÍO.—Si hubiera tardado dos horas más en cortarla te la hubiese dado blanca.

ROSITA.—

Blanca como la paloma
como la risa del mar;
blanca como el blanco frío
de una mejilla de sal.

TÍO.—Pero todavía, todavía tiene la brasa de su juventud.

TÍA.—Bebe conmigo una copita, hombre. Hoy es día de que lo hagas.

(Algazara. La SOLTERA 3ª se sienta al piano y toca una polka. ROSITA está mirando la rosa. Las Solteronas 2ª y 1ª bailan con las Ayolas y cantan.)

Porque mujer te vi
a la orilla del mar,
tu dulce languidez
me hacía suspirar,
y aquel dulzor sutil
de mi ilusión fatal
a la luz de la luna
lo viste naufragar.

(La TÍA y el TÍO bailan. ROSITA se dirige a la pareja SOLTERA 2ª y AYOLA 2ª. Baila con la SOLTERA 2ª. La AYOLA 2ª bate palmas al ver a los viejos y el AMA al entrar hace el mismo juego.)

Telón

Acto Tercero

Sala baja de ventanas con persianas verdes que dan al Jardín del Carmen. Hay un silencio en la escena. Un reloj da las seis de la tarde. Cruza la escena el AMA con un cajón y una maleta. Han pasado diez años. Aparece la TÍA y se sienta en una silla baja, en el centro de la escena. Silencio. El reloj vuelve a dar las seis. Pausa.

AMA.—(Entrando.) La repetición de las seis.

TÍA.—¿Y la niña?

AMA.—Arriba, en la torre. Y usted, ¿dónde estaba?

TÍA.—Quitando las últimas macetas del invernadero.

AMA.—No la he visto en toda la mañana.

TÍA.—Desde que murió mi marido está la casa tan vacía que parece el doble de grande, y hasta tenemos que buscarnos. Algunas noches, cuando toso en mi cuarto, oigo un eco como si estuviera en una iglesia.

AMA.—Es verdad que la casa resulta demasiado grande.

TÍA.—Y luego…, si él viviera, con aquella claridad que tenía, con aquel talento (Casi llorando.)

AMA.—(Cantando.) Lan-lan-van-lan-lan… No, señora, llorar no lo consiento. Hace ya seis años que murió y no quiero que esté usted como el primer día. ¡Bastante lo hemos llorado! ¡A pisar firme, señora! ¡Salga el sol por las esquinas! ¡Que nos espere muchos años todavía cortando rosas!

TÍA.—(Levantándose.) Estoy muy viejecita, ama. Tenemos encima una ruina muy grande.

AMA.—No nos faltará. ¡También yo estoy vieja!

TÍA.—¡Ojalá tuviera yo tus años!

AMA.—Nos llevamos poco, pero como yo he trabajado mucho, estoy engrasada, y usted, a fuerza de poltrona, se le han engarabitado las piernas.

TÍA.—¿Es que te parece que yo no he trabajado?

AMA.—Con las puntillas de los dedos, con hilos, con tallos, con confituras; en cambio, yo he trabajado con las espaldas, con las rodillas, con las uñas.

TÍA.—Entonces, gobernar una casa ¿no es trabajar?

AMA.—Es mucho más difícil fregar sus suelos.

TÍA.—No quiero discutir.

AMA.—¿Y por qué no? Así pasamos el rato. Ande. Replíqueme. Pero nos hemos quedado mudas. Antes se daban voces. Que si esto, que si lo otro, que si las natillas, que si no planches más…

TÍA.—Yo ya estoy entregada, y un día sopas, otro día migas, mi vasito de agua y mi rosario en el bolsillo, esperaría la muerte con dignidad… ¡Pero cuando pienso en Rosita!

AMA.—¡Esa es la llaga!

TÍA.—(Enardecida.) Cuando pienso en la mala acción que le han hecho y en el terrible engaño mantenido y en la falsedad del corazón de ese hombre, que no es de mi familia ni merece ser de mi familia, quisiera tener veinte años para tomar un vapor y llegar a Tucumán y coger un látigo…

AMA.—(Interrumpiéndola.) … y coger una espada y cortarle la cabeza y machacársela con dos piedras y cortarle la mano del falso juramento y las mentirosas escrituras de cariño.

TÍA.—Sí; sí; que pagara con sangre lo que sangre ha costado, aunque toda sea sangre mía, y después…

AMA.—… aventar las cenizas sobre el mar.

TÍA.—Resucitarlo y traerlo con Rosita para respirar satisfecha con la honra de los míos.

AMA.—Ahora me dará usted la razón.

TÍA.—Te la doy.

AMA.—Allí encontró la rica que iba buscando y se casó, pero debió decirlo a tiempo. Porque ¿quién quiere ya a esta mujer? ¡Ya está pasada! Señora, ¿y no le podríamos mandar una carta envenenada, que se muriera de repente al recibirla?

TÍA.—¡Qué cosas! Ocho años lleva de matrimonio, y hasta el mes pasado no me escribió el canalla la verdad. Yo notaba algo en las cartas; los poderes que no venían, un aire dudoso… no se atrevía, pero al fin lo hizo. ¡Claro que después que su padre murió! Y esta criatura…

AMA.—¡Chist…!

TÍA.—Y recoge las dos orzas.

(Aparece ROSITA. Viene vestida de un rosa claro con moda del 1910. Entra peinada de bucles. Está muy avejentada.)

AMA.—¡Niña!

ROSITA.—¿Qué hacéis?

AMA.—Criticando un poquito. Y tú, ¿dónde vas?

ROSITA.—Voy al invernadero. ¿Se llevaron ya las macetas?

TÍA.—Quedan unas pocas.

(Sale ROSITA. Se limpian las lágrimas las dos mujeres.)

AMA.—¿Y ya está? ¿Usted sentada y yo sentada? ¿Y a morir tocan? ¿Y no hay ley? ¿Y no hay gárvilos para hacerlo polvo…?

TÍA.—Calla, ¡no sigas!

AMA.—Yo no tengo genio para aguantar estas cosas sin que el corazón me corra por todo el pecho como si fuera un perro perseguido. Cuando yo enterré a mi marido lo sentí mucho, pero tenia en el fondo una gran alegría…, alegría no…, golpetazos de ver que la enterrada no era yo. Cuando enterré a mi niña…, ¿me entiende usted?, cuando enterré a mi niña fue como si me pisotearan las entrañas, pero los muertos son muertos. Están muertos, vamos a llorar, se cierra la puerta, ¡y a vivir! Pero esto de mi Rosita es lo peor. Es querer y no encontrar el cuerpo; es llorar y no saber por quién se llora, es suspirar por alguien que uno sabe que no se merece los suspiros. Es una herida abierta que mana sin parar un hilito de sangre, y no hay nadie, nadie en el mundo, que traiga los algodones, las vendas o el precioso terrón de nieve.

TÍA.—¿Qué quieres que yo haga?

AMA.—Que nos lleve el río.

TÍA.—A la vejez todo se nos vuelve de espaldas.

AMA.—Mientras yo tenga brazos nada le faltará.

TÍA.—(Pausa. Muy bajo, como con vergüenza.) Ama, ¡ya no puedo pagar tus mensualidades! Tendrás que abandonarnos.

AMA.—¡Huuy! ¡Qué airazo entra por la ventana! ¡Huuy! … ¿O será que me estoy volviendo sorda? Pues… ¿y las ganas que me entran de cantar? ¡Como los niños que salen del colegio! (Se oyen voces infantiles.) ¿Lo oye usted, señora? Mi señora, más señora que nunca. (La abraza.)

TÍA.—Oye.

AMA.—Voy a guisar. Una cazuela de jureles perfumada con hinojos.

TÍA.—¡Escucha!

AMA.—¡Y un monte nevado! Le voy a hacer un monte nevado con grageas de colores.

TÍA.—¡Pero, mujer!

AMA.—(A voces.) ¡Digo!… ¡Si está aquí don Martín! Don Martín, ¡adelante! ¡Vamos! Entretenga un poco a la señora.

(Sale rápida. Entra DON MARTÍN. Es un viejo con pelo rojo. Lleva una muleta con la que sostiene una pierna encogida. Tipo noble de gran dignidad, con un aire de tristeza definitiva.)

TÍA.—¡Dichosos los ojos!

MARTÍN.—¿Cuándo es la arrancada definitiva?

TÍA.—Hoy.

MARTÍN.—¡Que se le va a hacer!

TÍA.—La nueva casa no es esto. Pero tiene buenas vistas y un patinillo con dos higueras donde se pueden tener flores.

MARTÍN.—Más vale asi. (Se sientan.)

TÍA.—¿Y usted?

MARTÍN.—Mi vida de siempre. Vengo de explicar mi clase de Preceptiva. Un verdadero infierno. Era una lección preciosa: "Concepto y definición de la Harmonía", pero a los niños no les interesa nada. ¡Y que niños! A mí, como me ven inútil, me respetan un poquito; alguna vez un alfiler que otro en el asiento, o un muñequito en la espalda; pero a mis compañeros les hacen cosas horribles. Son los niños de los ricos, y, como pagan, no se les puede castigar. Así nos dice siempre el director. Ayer se empeñaron en que el pobre señor Canito, profesor nuevo de Geografía, llevaba corsé; porque tiene un cuerpo algo retrepado, y cuando estaba solo en el patio, se reunieron los grandullones y los internos, lo desnudaron de cintura para arriba, lo ataron a una de las columnas del corredor y le arrojaron desde el balcón un jarro de agua.

TÍA.—¡Pobre criatura!

MARTÍN.—Todos los días entro temblando en el colegio esperando lo que van a hacerme, aunque, como digo, respetan algo mi desgracia. Hace un rato tenían un escándalo enorme, porque el señor Consuegra, que explica latín admirablemente, había encontrado un excremento de gato sobre su lista de clase.

TÍA.—¡Son el enemigo!

MARTÍN.—Son los que pagan, y vivimos con ellos. Y créame usted que los padres se ríen luego de las infamias, porque como somos los pasantes y no les vamos a examinar los hijos, nos consideran como hombres sin sentimiento, como a personas situadas en el último escalón de gente que lleva todavía corbata y cuello planchado.

TÍA.—¡Ay, don Martín! ¡Qué mundo éste!

MARTÍN.—¡Qué mundo! Yo soñaba siempre ser poeta. Me dieron una flor natural y escribí un drama que nunca se pudo representar.

TÍA.—¿"La hija de Jefté"?

MARTÍN.—¡Eso es!

TÍA.—Rosita y yo lo hemos leído. Usted nos lo prestó. ¡Lo hemos leído cuatro o cinco veces!

MARTÍN.—(Con ansia.) ¿Y qué…?

TÍA.—Me gustó mucho. Se lo he dicho siempre. Sobre todo cuando ella va a morir y se acuerda de su madre y la llama.

MARTÍN.—Es fuerte, ¿verdad? Un drama verdadero. Un drama de contorno y de concepto. Nunca se pudo representar. (Rompiendo a recitar.)

¡Oh madre excelsa! Torna tu mirada
a la que en vil sopor rendida yace;
¡recibe tú las fúlgidas preseas
y el hórrido estertor de mi combate!

¿Y es que esto está mal? ¿Y es que no suena bien de acento y de censura este verso: "y el hórrido estertor de mi combate"?

TÍA.—¡Precioso! ¡Precioso!

MARTÍN.—Y cuando Glucinio se va a encontrar con Isaías y levanta el tapiz de la tienda…

AMA.—(Interrumpiéndole.) Por aquí.

(Entran dos obreros vestidos con trajes de pana.)

OBRERO 1º.—Buenas tardes.

MARTÍN y TÍA.—(Juntos.) Buenas tardes.

AMA.—¡Ese es! (Señala un diván grande que hay en el fondo de la habitación.)

(Los hombres lo sacan lentamente como si sacaran un ataúd. El AMA los sigue. Silencio. Se oyen dos campanadas mientras salen los hombres con el diván.)

MARTÍN.—¿Es la Novena de Santa Gertrudis la Magna?

TÍA.—Sí, en San Antón.

MARTÍN.—¡Es muy difícil ser poeta! (Salen los hombres.) Después quise ser farmacéutico. Es una vida tranquila.

TÍA.—Mi hermano, que en gloria esté, era farmacéutico.

MARTÍN.—Pero no pude. Tenía que ayudar a mi madre y me hice profesor. Por eso envidiaba yo tanto a su marido. Él fue lo que quiso.

TÍA.—¡Y le costó la ruina!

MARTÍN.—Sí, pero es peor esto mío.

TÍA.—Pero usted sigue escribiendo.

MARTÍN.—No sé por qué escribo, porque no tengo ilusión, pero sin embargo, es lo único que me gusta. ¿Leyó usted mi cuento de ayer en el segundo número de "Mentalidad Granadina"?

TÍA.—¿El cumpleaños de Matilde"? Sí, lo leímos; una preciosidad.

MARTÍN.—¿Verdad que sí? Ahí he querido renovarme haciendo una cosa del ambiente actual; ¡hasta hablo de un aeroplano! Verdad es que hay que modernizarse. Claro que lo que más me gusta a mí son mis sonetos.

TÍA.—¡A las nueve musas del Parnaso!

MARTÍN.—A las diez, a las diez. ¿No se acuerda usted que nombré décima musa a Rosita?

AMA.—(Entrando.) Señora, ayúdeme usted a doblar esta sábana. (Se ponen a doblarla entre los dos.) ¡Don Martín con su pelito rojo! ¿Por qué no se casó, hombre de Dios? ¡No estaría tan solo en esta vida!

MARTÍN.—¡No me han querido!

AMA.—Es que ya no hay gusto. ¡Con la manera de hablar tan preciosa que tiene usted!

TÍA.—¡A ver si lo vas a enamorar!

MARTÍN.—¡Que pruebe!

AMA.—Cuando él explica en la sala baja del colegio, yo voy a la carbonería para oírlo: "¿Qué es idea?" "La representación intelectual de una cosa o un objeto." ¿No es así?

MARTÍN.—¡Mírenla! ¡Mírenla!

AMA.—Ayer decía a voces: "No; ahí hay hipérbaton", y luego… "el epinicio"… A mí me gustaría entender, pero como no entiendo me dan ganas de reír, y el carbonero, que siempre está leyendo un libro que se llama "Las ruinas de Palmira", me echa unas miradas como si fueran dos gatos rabiosos. Pero aunque me ría, como ignorante, comprendo que don Martín tiene mucho mérito.

MARTÍN.—No se le da hoy mérito a la Retórica y Poética, ni a la cultura universitaria.

(Sale el AMA rápida con la sábana doblada.)

TÍA.—¡Qué le vamos a hacer! Ya nos queda poco tiempo en este teatro.

MARTÍN.—Y hay que emplearlo en la bondad y en el sacrificio.

(Se oyen voces.)

TÍA.—¿Qué pasa?

AMA.—(Apareciendo.) Don Martín, que vaya usted al colegio, que los niños han roto con un clavo las cañerías y están todas las clases inundadas.

MARTÍN.—Vamos allá. Soñé con el Parnaso y tengo que hacer de albañil y fontanero. Con tal de que no me empujen o resbale… (El AMA ayuda a levantarse a DON MARTÍN.)

(Se oyen voces.)

AMA.—¡Ya va! ¡Un poco de calma! ¡A ver si el agua sube hasta que no quede un niño vivo!

MARTÍN.—(Saliendo.) ¡Bendito sea Dios!

TÍA.—Pobre, ¡qué sino el suyo!

AMA.—Mírese en ese espejo. Él mismo se plancha los cuellos y cose sus calcetines, y cuando estuvo enfermo, que le llevé las natillas, tenía una cama con unas sábanas que tiznaban como el carbón y unas paredes y un lavabillo…, ¡ay!

TÍA.—¡Y otros, tanto!

AMA.—Por eso siempre diré: ¡Malditos, malditos sean los ricos! ¡No quede de ellos ni las uñas de las manos!

TÍA.—¡Déjalos!

AMA.—Pero estoy segura que van al infierno de cabeza. ¿Dónde cree usted que estará don Rafael Salé, explotador de los pobres, que enterraron anteayer, Dios le haya perdonado, con tanto cura y tanta monja y tanto gori-gori? ¡En el infierno! Y él dirá: "¡Que tengo veinte millones de pesetas, no me apretéis con las tenazas! ¡Os doy cuarenta mil duros si me arrancáis estas brasas de los pies!"; pero los demonios, tizonazo por aquí, tizonazo por allá, puntapié que te quiero, bofetadas en la cara, hasta que la sangre se le convierta en carbonilla.

TÍA.—Todos los cristianos sabemos que ningún rico entra en el reino de los cielos, pero a ver si por hablar de ese modo vas a parar también al infierno de cabeza.

AMA.—¿Al infierno yo? Del primer empujón que le doy a la caldera de Pedro Botero hago llegar el agua caliente a los confines de la tierra. No, señora, no. Yo entro en el cielo a la fuerza. (Dulce.) Con usted. Cada una en una butaca de seda celeste que se meza ella sola, y unos abanicos de raso grana. En medio de las dos, en un columpio de jazmines y matas de romero, Rosita meciéndose, y detrás su marido cubierto de rosas, como salió en su caja de esta habitación; con la misma sonrisa, con la misma frente blanca como si fuera de cristal, y usted se mece así, y yo así, y Rosita así, y detrás el Señor tirándonos rosas como si las tres fuéramos un paso de nácar lleno de cirios y caireles.

TÍA.—Y los pañuelos para las lágrimas que se queden aquí abajo.

AMA.—Eso, que se fastidien. Nosotras, ¡juerga celestial!

TÍA.—¡Porque ya no nos queda una sola dentro del corazón!

OBRERO 1º.—Ustedes dirán.

AMA.—Vengan. (Entran. Desde la puerta.) ¡Ánimo!

TÍA.—¡Dios te bendiga! (Se sienta lentamente.)

(Aparece ROSITA con un paquete de cartas en la mano. Silencio.)

TÍA.—¿Se han llevado ya la cómoda?

ROSITA.—En este momento. Su prima Esperanza mandó un niño por un destornillador.

TÍA.—Estarán armando las camas para esta noche. Debimos irnos temprano y haber hecho las cosas a nuestro gusto. Mi prima habrá puesto los muebles de cualquier manera.

ROSITA.—Pero yo prefiero salir de aquí con la calle a oscuras. Si me fuera posible apagaría el farol. De todos modos las vecinas estarán acechando. Con la mudanza ha estado todo el día la puerta llena de chiquillos, como si en la casa hubiera un muerto.

TÍA.—Si yo lo hubiera sabido no hubiese consentido de ninguna manera que tu tío hubiera hipotecado la casa con muebles y todo. Lo que sacamos es lo sucinto, la silla para sentarnos y la cama para dormir.

ROSITA.—Para morir.

TÍA.—¡Fue buena jugada la que nos hizo! ¡Mañana vienen los nuevos dueños! Me gustaría que tu tío nos viera. ¡Viejo tonto! Pusilánime para los negocios. ¡Chalado de las rosas! ¡Hombre sin idea del dinero! Me arruinaba cada día. "Ahí esta Fulano"; y él: "Que entre"; y entraba con los bolsillos vacíos y salía con ellos rebosando plata, y siempre: "Que no se entere mi mujer." ¡El manirroto! ¡El débil! Y no había calamidad que no remediase… ni niños que no amparase, porque…, porque…, tenía el corazón más grande que hombre tuvo…, el alma cristiana más pura…; no, no, ¡cállate, vieja! ¡Cállate, habladora, y respeta la voluntad de Dios! ¡Arruinadas! Muy bien, y ¡silencio!; pero te veo a ti…

ROSITA.—No se preocupe de mí, tía. Yo se que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y esto es lo que me duele.

TÍA.—Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses.

ROSITA.—¿El día que lo use?

TÍA.—¡Claro! El día de tu boda.

ROSITA.—No me haga usted hablar.

TÍA.—Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado el correo?

ROSITA.—¿Qué se propone usted?

TÍA.—Que me veas vivir, para que aprendas.

ROSITA.—(Abrazándola.) Calle.

TÍA.—Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia.

ROSITA.—(Arrodillada delante de ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aun a mí misma me asombraba. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachas y muchachos me dejan atrás porque me canso, y uno dice: "Ahí está la solterona"; y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: "A esa ya no hay quien le clave el diente." Y yo lo oigo y no puedo gritar, sino vamos adelante, con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón.

TÍA.—¡Hija! ¡Rosita!

ROSITA.—Ya soy vieja. Ayer le oí decir al ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y… con quien quiero. Todo está acabado… y, sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía…, ¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad? Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez.

TÍA.—¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te casaste con otro?

ROSITA.—Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y desbordante para procurarse mi cariño? Ninguno.

TÍA.—Tú no les hacías ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón.

ROSITA.—Yo he sido siempre seria.

TÍA.—Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir.

ROSITA.—Soy como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mi sola.

TÍA.—Eso es lo que yo no quiero.

AMA.—(Saliendo de pronto.) ¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos repartimos el sentimiento.

ROSITA.—¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas; y si las hubiera, nadie entendería su significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me podríais ni entender ni quitar esta mano oscura que no sé si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola.

AMA.—Ya está diciendo algo.

TÍA.—Para todo hay consuelo.

ROSITA.—Sería el cuento de nunca acabar. Yo sé que los ojos los tendré siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres. (Pausa.) Pero ¿por qué estoy yo hablando todo esto? (Al AMA.) Tú, vete a arreglar cosas, que dentro de unos momentos salimos de este carmen; y usted, tía, no se preocupe de mí. (Pausa. Al AMA.) ¡Vamos! No me agrada que me miréis así. Me molestan esas miradas de perros fieles. (Se va el AMA.) Esas miradas de lástima que me perturban y me indignan.

TÍA.—Hija, ¿qué quieres que yo haga?

ROSITA.—Dejarme como cosa perdida. (Pausa. Se pasea.) Ya sé que se está usted acordando de su hermana la solterona…, solterona como yo. Era agria y odiaba a los niños y a toda la que se ponía un traje nuevo…, pero yo no seré así. (Pausa.) Le pido perdón.

TÍA.—¡Qué tontería!

(Aparece por el fondo de la habitación un MUCHACHO de dieciocho años.)

ROSITA.—Adelante.

MUCHACHO.—Pero ¿se mudan ustedes?

ROSITA.—Dentro de unos minutos. Al oscurecer.

TÍA.—¿Quién es?

ROSITA.—Es el hijo de María.

TÍA.—¿Qué María?

ROSITA.—La mayor de las tres Manolas.

TÍA.—¡Ah!

Las que suben a la Alhambra
las tres y las cuatro solas.
Perdona, hijo, mi mala memoria.

MUCHACHO.—Me ha visto usted muy pocas veces.

TÍA.—Claro, pero yo quería mucho a tu madre. ¡Qué graciosa era! Murió por la misma época que mi marido.

ROSITA.—Antes.

MUCHACHO.—Hace ocho años.

ROSITA.—Y tiene la misma cara.

MUCHACHO.—(Alegre.) Un poquito peor. Yo la tengo hecha a martillazos.

TÍA.—Y las mismas salidas; ¡el mismo genio!

MUCHACHO.—Pero claro que me parezco. En carnaval me puse un vestido de mi madre…, un vestido del año de la nana, verde…

ROSITA.—(Melancólica.) Con lazos negros…, y bullones de seda verde nilo.

MUCHACHO.—Sí.

ROSITA.—Y un gran lazo de terciopelo en la cintura.

MUCHACHO.—El mismo.

ROSITA.—Que cae a un lado y otro del polisón.

MUCHACHO.—¡Exacto! ¡Qué disparate de moda! (Se sonríe.)

ROSITA.—(Triste.) ¡Era una moda bonita!

MUCHACHO.—¡No me diga usted! Pues bajaba yo muerto de risa con el vejestorio puesto, llenando todo el pasillo de la casa de olor de alcanfor, y de pronto mi tía se puso a llorar amargamente porque decía que era exactamente igual que ver a mi madre. Yo me impresioné, como es natural, y dejé el traje y el antifaz sobre mi cama.

ROSITA.—Como que no hay cosa más viva que un recuerdo. Llegan a hacernos la vida imposible. Por eso yo comprendo muy bien a esas viejecillas borrachas que van por las calles queriendo borrar el mundo, y se sientan a cantar en los bancos del paseo.

TÍA.—¿Y tu tía la casada?

MUCHACHO.—Escribe desde Barcelona. Cada vez menos.

ROSITA.—¿Tiene hijos?

MUCHACHO.—Cuatro.

(Pausa.)

AMA.—(Entrando.) Déme usted las llaves del armario. (La TÍA se las da. Por el MUCHACHO.) Aquí, el joven, iba ayer con su novia. Los vi por la Plaza Nueva. Ella quería ir por un lado y él no la dejaba. (Ríe.)

TÍA.—¡Vamos con el niño!

MUCHACHO.—(Azorado.) Estábamos de broma.

AMA.—¡No te pongas colorado! (Saliendo.)

ROSITA.—¡Vamos, calla!

MUCHACHO.—¡Qué jardín más precioso tienen ustedes!

ROSITA.—¡Teníamos!

TÍA.—Ven y corta unas flores.

MUCHACHO.—Usted lo pase bien, doña Rosita.

ROSITA.—¡Anda con Dios, hijo! (Salen. La tarde está cayendo.) ¡Doña Rosita! ¡Doña Rosita!

Cuando se abre en la mañana
roja como sangre está.
La tarde la pone blanca
con blanco de espuma y sal.
Y cuando llega la noche
se comienza a deshojar.

(Pausa.)

AMA.—(Sale con un chal.) ¡En marcha!

ROSITA.—Sí, voy a echarme un abrigo.

AMA.—Como he descolgado la percha, lo tienes enganchado en el tirador de la ventana.

(Entra la SOLTERA 3ª, vestida de oscuro, con un velo de luto en la cabeza y la pena, que se llevaba en el año doce. Hablan bajo.)

SOLTERA 3ª.—¡Ama!

AMA.—Por unos minutos no nos encuentra aquí.

SOLTERA 3ª.—Yo vengo a dar una lección de piano que tengo aquí cerca y me llegué por si necesitaban ustedes algo.

AMA.—¡Dios se lo pague!

SOLTERA 3ª.—¡Qué cosa más grande!

AMA.—Sí, sí; pero no me toque usted el corazón, no me levante la gasa de la pena, porque yo soy la que tiene que dar ánimos en este duelo sin muerto que está usted presenciando.

SOLTERA 3ª.—Yo quisiera saludarlas.

AMA.—Pero es mejor que no las vea. ¡Vaya por la otra casa!

SOLTERA 3ª.—Es mejor. Pero si hace falta algo, ya sabe que en lo que pueda, aquí estoy yo.

AMA.—¡Ya pasará la mala hora!

(Se oye el viento.)

SOLTERA 3ª.—¡Se ha levantado un aire!…

AMA.—Sí. Parece que va a llover.

(La SOLTERA 3ª se va.)

TÍA.—(Entra.) Como siga este viento no va a quedar una rosa viva. Los cipreses de la glorieta casi tocan las paredes de mi cuarto. Parece como si alguien quisiera poner el jardín feo para que no tuviésemos pena de dejarlo.

AMA.—Como precioso, precioso, no ha sido nunca. ¿Se ha puesto su abrigo? Y esta nube… Así, bien tapada. (Se lo pone.) Ahora, cuando lleguemos, tengo la comida hecha. De postre, flan. A usted le gusta. Un flan dorado como una clavellina. (El AMA habla con la voz velada por una profunda emoción.)

(Se oye un golpe.)

TÍA.—Es la puerta del invernadero. ¿Por qué no la cierras?

AMA.—No se puede cerrar por la humedad.

TÍA.—Estará toda la noche golpeando.

AMA.—¡Como no la oiremos…!

(La escena está en una dulce penumbra de atardecer.)

TÍA.—Yo, sí. Yo sí la oiré.

(Aparece ROSITA. Viene pálida, vestida de blanco, con un abrigo hasta el filo del vestido.)

AMA.—(Valiente.) ¡Vamos!

ROSITA.—(Con voz débil.) Ha empezado a llover. Así no habrá nadie en los balcones para vernos salir.

TÍA.—Es preferible.

ROSITA.—(Vacila un poco, se apoya en una silla y cae sostenida por el AMA y la TÍA, que impiden su total desmayo.)

«Y cuando llega la noche
se comienza a deshojar.»

(Salen, y a su mutis queda la escena sola. Se oye golpear la puerta. De pronto se abre un balcón del fondo y las blancas cortinas oscilan con el viento.)

Telón final


Publicado el 21 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
Leído 1.957 veces.