Martin Alonso @FedericoVidal19
Una valiente
aventurera llamada Violet Wraithwood, que no duda en explorar el mundo y
meterse en problemas. Viste un corsé protector y habitualmente utiliza gran
variedad de armas.
Una audaz espiritista conocida como Rayne WitchGrim, interesada en los volúmenes
antiguos y el conocimiento arcano. Intenta siempre aprender nuevos conjuros y
desenterrar los secretos del pasado.
Viven, trabajan y se divierten en la Inglaterra Victoriana, donde la tecnología
a vapor sigue siendo la predominante, en un mundo casi mágico donde conviven
con lo barroco, lo alocado y lo grotesco.
Nuestras dos protagonistas oyen hablar sobre un pueblo minero llamado
Ironsmouth y deciden visitarlo. Allí, unos seres extraños frecuentan las más
profundas galerías trayendo prosperidad a cambio de un precio demasiado alto.
Violet y Rayne deciden investigar guiadas por una curiosidad inexplicable que
llevará su búsqueda hasta sus últimas consecuencias.
“Existen dificultades al intentar examinar todas las religiones desde un punto
de vista histórico. Los dioses míticos personales, vivos y espirituales
hicieron algunas promesas. Debemos habituarnos al concepto de que la fe en un
orden del mundo creado por voluntad divina que se ha desarrollado durante
siglos va a derrumbarse. Unos pocos años de investigación correcta ya ha hecho
caer las creencias esenciales a las cuales no presentábamos ningún
inconveniente.”
Henry Von Devonshire
1. Puede que no haya oído usted hablar
jamás de Ironsmouth.
Aquellos ciudadanos con la costumbre de leer la prensa diaria recordarán que
durante el verano de 1892, las fuerzas de seguridad al servicio del Gobierno de
su Majestad llevaron a cabo una investigación secreta sobre ciertas
instalaciones de las antiguas minas subterráneas de la ciudad de Ironsmouth, en
Sharptemple. El público general se enteró de ello en febrero, porque fue
entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos de la
quema y voladura sistemáticas; efectuadas con las precauciones convenientes, de
una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas y supuestamente deshabitadas,
que se alzaban en las cercanías de los abandonados barrios adyacentes a los
pozos mineros. Las personas poco juiciosas no prestarían mayor atención a este
suceso, y lo considerarían sin duda como un episodio más de la larga lucha
contra el contrabando.
En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de
detenciones, el desacostumbrado despliegue de las fuerzas armadas que se
emplearon para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades
en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco cuales
eran los cargos de los que se les acusaba. Se escribieron informes imprecisos
acerca de enfermedades mentales y campos de concentración, y más tarde se habló
de evasiones en varias prisiones militares, pero ninguna explicación
concluyente fue revelada. La misma ciudad de Ironsmouth se había quedado casi
despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento
renacer.
Las airadas protestas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron
silenciadas tras largas deliberaciones en secreto; los representantes de dichas
sociedades efectuaron varias visitas a ciertos campos y prisiones, y como
consecuencia de éstas, dichas organizaciones perdieron repentinamente todo
interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero
finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno de su Majestad. Sólo un
periódico - un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón -
hizo referencia a cierta misión militar secreta de un contingente del Ejército
regular, cuya misión fue detonar cargas explosivas de gran potencia en los
abismos del interior de la tierra justo debajo del Pozo De La Negra Cabra;
mientras que el Real Cuerpo Aéreo destruía con sus nuevos dirigibles
bombarderos grandes zonas en la superficie. Esta información, recogida
casualmente en una taberna cercana, parecía un tanto fantástica ya que La Negra
Cabra, oscura y abandonada, queda por lo menos a kilómetro y medio de la
explotación minera de Ironsmouth.
Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos
comentaron mucho la cuestión, pero se mostraron extremadamente reservados
frente a las incómodas preguntas de los visitantes. Llevaban casi un siglo
hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Ironsmouth y lo
que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se
comentaba en voz baja desde muchos años antes. Habían sucedido demasiadas cosas
que les enseñaron a ser reservados en extremo, de modo que era inútil intentar
sonsacarles. Además, no eran conocedores de gran cosa en realidad, porqué
materiales abandonados por los mineros a lo largo del camino; tales como
gigantescas palas de excavación, cadenas y escombros, hacían la llegada a
Ironsmouth muy complicada, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían
alejados.
Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión.
Estoy convencida de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que,
aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los
horrorizados agentes que irrumpieron en Ironsmouth no pueden causar ningún
daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé
exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas
razones para no desear indagar más en profundidad, ya que el caso, y el mal
recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.
Fuimos nosotras quien, a primera hora de la mañana del 18 de agosto de 1891,
huimos frenéticamente de Ironsmouth, y quienes suplicamos horrorizadas al
Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que
dio origen a todo el episodio anteriormente relatado. Nosotras estábamos
firmemente resueltas a guardar el secreto mientras el asunto estuviera reciente
en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha
perdido interés y curiosidad, tenemos un extraordinario deseo de relatar, en voz
muy baja, la terrible experiencia que pasamos en aquella población minera de
tan siniestra reputación, sobre la que se cierne una sombra blasfema y mortal.
El mero hecho de escribirlo firmando como Violet Wraithwood me ayudará a
recobrar la confianza en mis menguadas facultades y a convencerme de que no fui
simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva junto con mi
compañera de investigación, la reconocida espiritista Rayne WitchGrim. Me
servirá además, para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún
tengo que dar.
Nunca habíamos oído hablar de la localidad de Ironsmouth hasta la víspera del
día en que la visitamos por primera y; hasta ahora, última vez. Y fue en el
despacho de nuestra agencia de investigación O.V.A. siglas de OuterGods
Vaporizing Agency donde, de labios de uno de nuestros más antiguos clientes,
oímos hablar por vez primera de Ironsmouth. El caballero, hombre delgado de
rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mi
interés por aquella ciudad de tan insólito nombre y no fueron pocos sus
esfuerzos por hacerme conocer la historia antigua de aquella desconocida
población.
- Puede que no haya oído usted hablar
jamás del pueblo ese... A la gente no le gusta.
Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Ironsmouth. Cualquier
referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera
registrado en las guías actuales de la moderna infovisión me habría interesado,
pero además, la manera que tuvo el conocido cliente de mencionarlo acabó de
suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de
inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de
atención para cualquier aventurera que se precie. Así que pedí al hombre que me
informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía,
exclamó:
- ¿Ironsmouth? Sí, es un pueblo
bastante raro. Está en la desembocadura del río Idris. Era casi una ciudad, una
industria relativamente importante, pero se ha arruinado durante los últimos
cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó
abandonada la línea que lo unía con Ace — El caballero estaba dejando más que
claro sus amplios conocimientos sobre la historia de aquella desconocida ciudad
-. Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria,
excepto la minería y las máquinas de carga. Años atrás había algunas fábricas,
pero ahora no queda más que una planta de procesado que además se pasa largas
temporadas sin funcionar. Sin embargo, esa planta de procesado fue un buen
negocio en sus tiempos, y el viejo Greison, el dueño, debe de ser más rico que
Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada.
Dicen que ha contraído una grave enfermedad mental y no se deja ver. Es nieto
del viajante Reginald Greison, que fue el fundador del negocio. Parece que su
madre era extranjera, dicen que procedía de los bosques del Sur; así que se
armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Winterdrake, hace cincuenta
años. A la gente de por aquí no le gustan los de Ironsmouth, y si alguno lleva
sangre de Ironsmouth procurará siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los
hijos y los nietos de Greison tienen un aspecto normal. Me los señalaron una
vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores
no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca.
¿Que por qué las cosas andan tan mal en Ironsmouth? — preguntó retóricamente
nuestro amable cliente, continuando con su torrente imparable de información -.
Bueno, muchacha, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí, Les cuesta
empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado
los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Ironsmouth, y me
figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan
son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo terrateniente Greison negociaba
con el diablo y sacaba orcos oscuros del infierno para traérselos a vivir a
Ironsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y
sacrificios espantosos, cerca de los Pozos, y que lo descubrieron allá por el
año 1845 más o menos... Pero yo soy de Blindheim, Alemania, y no me trago esas
historias. Tendría usted que oír lo que cuentan los viejos de la mina más
profunda... El Pozo De La Negra Cabra lo llaman. Según cuentan, se ve a veces
una legión entera de demonios saliendo de esa mina, desparramados por allí o
saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de aquellos
bosques. Es un Pozo almenado y desigual, a bastante más de una milla de
cualquier otra veta conocida. Últimamente los mineros solían desviarse bastante
para evitarla - todos estos comentarios apenas susurrados pusieron en alerta a
mi compañera, que cesó la lectura de un antiguo grimorio, dejándolo con
delicadeza sobre una mesa para así prestar mayor atención a la historia que nos
estaba contando el caballero -. Los mineros que no procedían de Ironsmouth, se
entiende. Una de las cosas que tenían contra el terrateniente Greison era que,
al parecer, bajaba hasta las galerías más profundas algunas veces por la noche,
y hasta es posible que bajase en busca de algún tesoro legendario; pero lo que
decían es que negociaba con los demonios subterráneos. Para mí, la pura
realidad es que fue el terrateniente quien verdaderamente le dio fama de
siniestro al Pozo — El caballero hizo una breve pausa y cerró con fuerza los
ojos, como tratando de recordar algún dato importante que yacía olvidado en lo
más profundo de su memoria -. Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que
murió más de la mitad de la población de Ironsmouth. No se llegó a explicar
completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trató de algún gas nocivo procedente de las rocas.
Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas
horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso
es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe,
pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas.
Pero lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es un simple
prejuicio racial... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Ironsmouth
y no me gustaría ir a ese pueblo por nada del mundo.
Bueno, algo de eso debe haber detrás de la gente de Ironsmouth. El lugar
siempre estuvo separado del resto de la comarca por profundos riscos y altas
sierras, y no podemos estar seguros de lo que pasaba en realidad, pero está
bastante claro que el viejo terrateniente Greison debió traerse a casa a unos
tipos forasteros, cuando tenía sus tres explotaciones mineras en actividad,
allá por los años veinte o treinta. Ciertamente, la gente de Ironsmouth posee
un carácter huraño y repulsivo; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es
una cosa que te pone la carne de gallina. Poseen una alternancia de estados de
ánimo exaltados y eufóricos y periodos de melancolía. Algunas de sus mujeres
fallecen durante el parto siendo aún muy jóvenes. Los más viejos son los que
peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo
de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el
espejo! Los animales les tienen aversión... Solían tener muchos problemas con
los perros, antes de aparecer el automóvil. Nadie de por aquí, ni de Londres ni
de Winterdrake, quieren tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con
sequedad cuando vienen al pueblo o cuando alguien intenta comerciar en su
pueblo. Lo raro es la cantidad de mineral de hierro que sacan siempre de la
mina, si no hay ninguna veta más por allí cerca...
Sí, hay un hotel en Ironsmouth; se llama BlackCaster House, pero me parece que
no es gran cosa. Yo les aconsejaría que no se quedaran. Es mejor que pase la
noche aquí y mañana por la mañana coge el autobús a vapor de las diez; luego
puede salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Londres. Hubo un
inspector de Hacienda que paró en el BlackCaster hará unos dos años, y sacó de
allí un sinfín de impresiones desagradables.
Lo que más le chocó al hombre ese; Clark se llamaba, era la forma con que
le miraba la gente de Ironsmouth;
parecían talmente como policías vigilándole. La refinería Greison le pareció
bastante rara... Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Idris, en
su desembocadura.
Lo que contó estaba de acuerdo con lo que yo sabía ya. Libros mal llevados,
ninguna cuenta clara, y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha
habido siempre cierto misterio sobre la forma como los Greison obtienen el
hierro que refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas extracciones de
hierro, pero hasta hace unos años enviaban en grandes vagones de tren
cantidades enormes de mineral.
Se solía hablar de ciertas joyas cuya génesis era desconocida y que los mineros
y los trabajadores de la refinería vendían en secreto, o que llevaban a veces
las altivas mujeres de la familia Greison. Algunos pensaban - y lo piensan
todavía - que había encontrado un antiguo escondrijo de ladrones en el Pozo De
La Negra Cabra. Pero lo más raro es que el viejo terrateniente murió hace
sesenta años, y desde entonces no ha salido de Ironsmouth ningún gran
cargamento de mineral de hierro.
2. El Pozo De La Negra Cabra.
La plaga del cuarenta y seis debió de llevarse lo mejor del pueblo. En todo
caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Greison y los
demás ricachos son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de
cuatrocientos en todo el pueblo, a pesar de lo grande que es. Son lo que en el
Sur llaman tipos huraños y disimulados, llenos de secretos y misterios. Extraen
mucho hierro, y lo exportan en camiones a vapor. Es anormal la cantidad de
toneladas de hierro que sacan de ese trozo de tierra.
Nadie ha podido averiguar lo que hacen en ese pueblo. Las escuelas oficiales
del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra
vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien
recibidas en Ironsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de
negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de
uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un
susto tremendo a ese pobre hombre.
Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar. Nunca he estado en el pueblo
ese ni me apetece ir, pero me figuro que visitarlo de día no supone riesgo
alguno... A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo
hiciera. Si está usted haciendo investigaciones o buscando cosas antiguas,
Ironsmouth es un lugar que le interesará.
Después de lo que nos contó el buen hombre aquel, nos pasamos casi toda la
tarde en la Biblioteca Pública de Oldburycity, buscando datos sobre Ironsmouth.
Luego pregunté a las gentes de las tiendas, del restaurante, incluso en la
comisaría, pero pude comprobar que era más difícil de lo que había predicho el empleado
de la estación sacarles algo en limpio. Por lo demás, no disponía de tiempo
para vencer su instintivo recelo. Me pareció que desconfiaban por alguna razón,
como si fuera sospechoso todo aquel que se interesara demasiado por Ironsmouth.
Era evidente que a los ojos de las personas de formación Ironsmouth era
meramente un caso exagerado de degeneración cívica.
Los anuales de historia que nos sirvieron en la biblioteca decían bien poco:
que el pueblo se fundó en 1643, que era célebre por su actividad minera, antes
de la Revolución, y que llegó a gozar de gran prosperidad naval a principios
del siglo XIX; más tarde, se convirtió en centro industrial de segundo orden,
gracias al aprovechamiento de las aguas del Idris como fuente de energía. Se
referían muy veladamente a la epidemia y a los desórdenes de 1846, como si
constituyesen un descrédito para todo el condado.
También se decía poca cosa de su proceso de decadencia, aunque el capítulo
final era bien elocuente. Después de la Guerra de Chain, toda la vida
industrial de la localidad quedó reducida a la Greison Refining Company, y el
mercado del hierro constituía tan sólo un pequeño residuo de lo que había sido
su comercio. Pero el metal se pagaba cada día menos, a medida que bajaba el
precio de la mercancía debido a la competencia de las grandes empresas, aunque
nunca hubo escasez de metal alrededor de la explotación minera de Ironsmouth.
Los extranjeros se asentaban raramente por allí. Se decía que lo había
intentado cierto número de polacos y rusos, pero que fueron expulsados de una
manera singularmente enérgica.
Lo más interesante de todo era una breve nota referente a ciertas joyas
vagamente asociadas a la localidad de Ironsmouth. Evidentemente, el caso había
impresionado a toda la región, ya que el libro hacía referencia a determinadas
piezas que se hallaban en el Museo de la Universidad del Mercydrake, de
Londres, y en el salón de exhibiciones de la Sociedad de Estudios Históricos de
Underbury. Las descripciones fragmentarias de tales joyas eran escuetas y
frías, pero nos causaron una impresión difícil de definir. Todo aquello me
resultaba tan singular y excitante, que no se nos iba de la cabeza, y a pesar
de la hora avanzada, decidimos acercarnos a ver la pieza que se conservaba en
la localidad. Por lo visto era un objeto grande, de geniales proporciones, muy
parecido a un collar.
El bibliotecario me dio una nota de presentación para el conservador de la
sociedad. El conservador resultó ser una tal Josephine Sinclair, soltera, que
vivía allí cerca, Tras una breve explicación, la anciana se mostró muy amable y
nos sirvió de guía. El museo de la sociedad era notable en verdad, pero mi
estado de ánimo era tal, que no tuve ojos más que para el raro objeto que
relumbraba en la vitrina del rincón, bajo el foco de luz eléctrica.
No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante
el sobrenatural esplendor de aquella portentosa fantasía que descansaba sobre
un cojín de terciopelo rojo. Incluso ahora sería incapaz de describirlo con
precisión, aunque no había duda de que era un collar, como decía la inscripción
que había leído. Su parte delantera era muy elevada, construido con un extraño
cristal de forma oval alojado en su centro y con un contorno ancho y
curiosamente irregular, como si hubiera sido diseñado para un cuello
curiosamente ancho. Parecía de oro, aunque poseía una misteriosa brillantez que
hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente
identificable. Su estado de conservación era casi perfecto. Me podría haber
pasado horas enteras estudiando los sorprendentes y enigmáticos adornos,
geométricas runas, sencillos motivos arcaicos, cincelados o moldeados con
maravillosa habilidad.
Cuanto más la miraba, más fascinada me sentía, y en esta fascinación encontraba
algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una ajena calidad
artística lo que alimentaba ni desasosiego. Todos los objetos de arte que había
visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o
racial conocida, o a alguna de esas tendencias modernas que rompen con toda
tradición. Pero aquel collar no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba
claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque
totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o
moderna. Jamás había visto algo parecido. Era como si aquella preciosa obra de
artesanía perteneciese a algún lejano planeta.
Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá
igualmente poderosa, esto es, a la extrañeza general de sus motivos
ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y secretos remotos
hundidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio. La naturaleza
representada en los relieves, invariablemente monstruosa, resultaba casi
siniestra. Había unos monstruos fabulosos, extravagantes y malignos, unos seres
mitad humanos y mitad blasfemos que me obsesionaban hasta el extremo de
despertar en mí una especie de casi recuerdos. Era como si yo misma tuviera de
ellos una vaga memoria, remota y terrible, que emanase de las células secretas
donde duermen nuestras imágenes ancestrales más espantosas. Me daba la
impresión de que cada rasgo de aquellos horrendos seres desbordaba la última
quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida.
En curioso contraste con el aspecto del collar, estaba su breve y sórdida
historia. Según me contó miss Sinclair, en 1873 cierto individuo de Ironsmouth,
borracho, la había empeñado por una suma ridícula poco antes de morir en una
riña, en una tienda de Providence Street. La Sociedad de Estudios Históricos la
adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en
uno de los lugares más destacados de su salón, con una etiqueta en la que se
indicaba que probablemente provenía de la India oriental o de Indochina, aunque
ambas suposiciones eran francamente problemáticas.
Miss Sinclair, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen del
collar y su presencia en Inglaterra, se sentía inclinada a creer que había
formado parte de algún tesoro enterrado descubierto por el viejo terrateniente
Reginald Greison. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los
Greison, al enterarse del paradero de la joya, habían intentado adquirirla
ofreciendo una suma elevadísima que todavía mantenían pese a la firme
determinación de la sociedad de no vender.
Mientras la amable señora nos acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su
hipótesis sobre el origen de la fortuna de los Greison estaba muy extendida
entre los intelectuales de la región. Ella nunca había estado en Ironsmouth,
pero sentía aversión hacia sus habitantes, según dijo, a causa de su
degeneración física, moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores
existentes acerca de cierto culto satanista practicado en Ironsmouth
encontraban apoyo en el hecho de que hubieran ganado allí numerosos adeptos
determinados ritos secretos que habían terminado por absorber a todas las
iglesias ortodoxas.
Esos ritos eran practicados por los llamados «Servidores Negros de R’yurath», y
se trataba sin duda de alguna religión pagana y degenerada de origen oriental
que había sido importada, al parecer, en una época en que la minería había
escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen
aceptado, ya que de pronto, a partir de su instauración, la extracción de metal
había vuelto a ser próspera y abundante. La «Orden» no tardó en alcanzar una
gran preponderancia en el pueblo, sustituyendo por completo a la tradición
mística de los rosacruces e instalándose incluso en la antigua fraternidad
Rosacruz de New Church Iron.
Todo esto, según la piadosa miss Sinclair, constituía un argumento decisivo
para rehuir la diabólica y mísera ciudad de Ironsmouth. A nosotras en cambio
nos despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e
histórica que sentía se sumaba ahora un entusiasmo antropológico, de tal modo
que sólo pudimos conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear.
A la mañana siguiente, poco antes de la diez, hicimos las maletas. Además de
con varios ropajes, en la mía no podían faltar mi pareja de gemelas y
elaboradas pistolas eléctricas de rayos y mi indispensable cañón de plasma
aniquilador; mi compañera prefirió varios libros de gran antigüedad sobre
antigua magia ya olvidada, así como su elegante infovisor, dispositivo
enciclopédico en soporte eléctrico, en el que se expone el conjunto de los
conocimientos humanos o de los relativos a una ciencia en artículos
separados.
Nos vestimos con nuestras habituales ropas. Yo elegí mi habitual camisa blanca
con encajes, un corsé protector, falda corta y medias a rayas y unas botas de
cuero; mientras que Rayne se vistió con una camisa negra, falda gótica de
encaje y unas botas altas y oscuras decoradas con pálidas calaveras.
Al amanecer, nos encontramos junto a nuestro ligero y bello vehículo. Nos
sentamos en sus confortables asientos de cuero negro y arranqué el quemador de
combustible de nuestro moderno automóvil a vapor. Cuando los varios manómetros
marcaron la presión correcta, se escuchó el típico sonido de los engranajes y
cadenas en movimiento y con una leve sacudida comenzó a moverse. Marchábamos a
unas buenas 80 MPH. y pronto dejó atrás los viejos edificios de Old Shop
Street, retemblando y soltando un ligero vapor por la válvula de seguridad. Me
dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirarnos... o
al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por Hell Street y el camino
se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que
databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias
casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún.
Era un día de calor y de sol. El paisaje pedregoso, de maleza desmedrada, se
hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía
las grandes rocas y el abismo oscuro de la sierra de Plumb Hole. Después de
desviarnos de la carretera general que seguía a Rothfield y Lilywith, tomamos
un camino que siguió bordeando la sierra. No se veían casas, y según estaba el
firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los
negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables. De cuando en cuando,
cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que,
cuando los ríos bajaban altos, contribuían a aislar aún más la región.
El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada que no supuso
ningún problema para el motor de nuevo diseño y potencia mejorada.
Sufrí los temblores de un escalofrío al ver la cima solitaria que se elevaba
ante nosotras, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo.
Era como si nuestro coche a vapor fuera a continuar su ascensión abandonando la
tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. Un
cielo lleno de nubarrones oscuros llegaba cargado de intimidantes
sombras.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del
valle, justo al norte de una larga muralla de grandes rocas que culmina en
Queen Head y tuerce después hacia Cape Squirt. En la bruma lejana del horizonte
se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba
aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de
momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante
mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Ironsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de
vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres
elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el gris del cielo. A
uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los
negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa
marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje
desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los
tejados estaban totalmente hundidos. La mayoría de ellas estaban lejos de la
mina, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que
había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril
abandonado, invadida de hierba, bordeada por los postes del telégrafo sin
cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a
Rothfield y a Lilywitch.
El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio minero. Sin
embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de
ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica en la que se
distinguían las menudas figuras de algunos trabajadores sentados.
Los Pozos se encontraban en un estado ruinoso. Y allá lejos, pude distinguir un
agujero profundo y negro que apenas era visible y que al instante ejerció sobre
mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Pozo De La Negra
Cabra. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación
de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un gran malestar
interior.
No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie
de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas,
cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban
las herramientas y los escombros abandonados. Algunos individuos trabajaban con
aire ausente en sus jardines, siempre en medio de un desagradable sonido agudo.
Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales
invadidos por la hierba. Había algo en aquella gente que resultaba más
inquietante aún que los lúgubres edificios. Muchos tenían alguna deformidad,
cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable.
Al llegar el auto a vapor a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a
oír el crujir de muelas de una cantera en medio de un silencio impresionante.
Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras,
alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En
algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de
baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban
aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se
abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un eco
agudo e insoportable.
No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salían a la
izquierda en dirección a las explotaciones mineras estaban desempedradas,
llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo,
pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un
oxidado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se
iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante
viejas - edificios de piedra labrada y techumbre negra como el carbón de
principios del siglo XIX - se veía que todavía estaban en condiciones.
Fascinada por el interés de cuanto veía, me olvidé del chirriar repugnante y de
la sensación opresiva que había experimentado al principio.
Pero no habíamos de llegar a nuestro punto de destino sin yo recibir otra
impresión tremendamente desagradable. Desembocamos en una especie de plaza
flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y
seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La
fachada, pintada del blanco más puro en tiempos atrás, estaba ahora de un sucio
color gris ceniza, además de tristemente desconchada. Las letras metálicas y
negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la
inscripción: «Servidores Negros de R’yurath». Se trataba, pues, de la antigua
fraternidad de la Orden Rosacruz, actualmente consagrada a un maligno culto
degradante y blasfemo. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción,
sonaron los sordos tañidos de una campana resquebrajada que vinieron a distraer
mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la
plaza.
Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo
gótico, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de
Ironsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de
cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre tenía
las manillas oxidadas y algo quebradas, pero sabía que aquellos golpes sordos
correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante
la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin
haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y
formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo
algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, que veíamos dentro del casco urbano. De
haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado
nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta que se trataba
tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una indumentaria ajena a
cualquiera vista con anterioridad en los ritos religiosos que conocía, adoptada
tal vez cuando los Servidores Negros de R’yurath había decidido modificar la
liturgia de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención,
lo que me llenó de aquel repentino horror, fue el collar que llevaba. Se
trataba de una reproducción exacta de la que miss Sinclair nos había mostrado
la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación
y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella
silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después
resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer
como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual
del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales
que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados
en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de aspecto huraño se dejaron ver por las aceras. Se
trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la
planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y
despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de
la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la
profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro
que desembocaba en una plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro
lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de
maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del
puente, el agua era muy abundante. A nuestra derecha, río arriba, se veían dos
poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El
ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza
cuadrada y espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de
un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la
puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era BlackCaster
House.
Me alegré de bajar de nuestro bello automóvil a vapor. Inmediatamente después,
procedimos a consignar nuestras maletas en el sórdido vestíbulo del hotel.
Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se
contaban de este hotel. Así que salimos a dar una vuelta por la plaza. Nos
entretuvimos con curiosidad en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba
a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un
semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente
databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche,
habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación
bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharnos de allí antes del
anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y
albergaban quizá una decena de establecimientos comerciales de lo más
corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un
restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por
mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única
industria del pueblo, las Refinerías Greison. Habría unas diez personas por
allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera.
Evidentemente, se trataba del centro comercial de Ironsmouth. Hacia oriente se
podían ver las negruzcas polvaredas de los Pozos mineros, tras los que se
alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre
desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una
torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refinería
Greison.
Después de pensarlo un rato, decidimos empezar nuestras indagaciones en la
tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus
dependientes no fueran de Ironsmouth, como así resultó. En efecto, el único
empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y
simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba
deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su
constante chillido agudo, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio
poder hablar con cualquier forastero. Era de Londres y vivía con una familia
que procedía de Thomsonwitch. Siempre que podía, hacía una escapada para
visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Ironsmouth, pero la
empresa lo había destinado allí y él no deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Ironsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero
que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría
monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Silver Street. De aquí
nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales - Broad, Wales,
Leather y Albert - y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese
barrio; cuya arteria era Machine Street, encontraría unas viejas iglesias muy
bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que
nosotras no llamáramos demasiado la atención por aquellas inmediaciones,
especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal
encarada. Incluso se decía que algunos forasteros habían llegado a
desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según habían aprendido
a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores
de la refinería Greison, ni por las proximidades de cualquiera de los templos
que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de los
Servidores Negros de R’yurath situado en New Church Iron. Los cultos que se
practicaban permanecían en el más absoluto de los misterios. Todos ellos habían
sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de
Ironsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres,
practicaban las más espeluznantes ceremonias y utilizaban unas vestiduras
sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y orgiásticos hacían alusión
a ciertos apareamientos prodigiosos, a consecuencia de los cuales se obtenía
una descendencia inmortal en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor
Wallace, de Londres, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de
Ironsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía
raramente y vivían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba
muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna minería. A juzgar
por las cantidades de licor clandestino que consumían, se debían de pasar la
mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de
misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo,
como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Era lo más desagradable
del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus
grandes festividades; que ellos denominaban apareamientos sagrados, celebradas
dos veces al año, el 30 de Abril y el 31 de Octubre.
Eran muy aficionados a las galerías subterráneas, y siempre estaban bajando a
los Pozos. Las competiciones hasta el lejano Pozo De La Negra Cabra eran muy
frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones
de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba
cuenta que las únicas personas que aparecían en público eran de edad avanzada.
Era muy raro encontrar jóvenes varones sin rastro de desviación biológica
alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con
las casi inexistentes jóvenes de sexo femenino.
Naturalmente, sólo una grave enfermedad hereditaria podía acarrear tales y tan
grandes modificaciones anatómicas en los varones jóvenes… En ese caso, la cosa
ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De
todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar
conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer
personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre
ellos.
Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que
los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares.
Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas cercanas al famoso Pozo se
comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el
barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué
clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando
llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían
ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar
era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear
por las calles próximas a la comisaría. Este venerable personaje, Thaddeus
Thomson, tenía noventa y seis años y tenía fama de estar mentalmente
desequilibrado, por haber sido recluido durante los años de su juventud en un
hospital para enfermos mentales. Era un individuo huidizo y testarudo que
siempre miraba de soslayo como si temiese algo. En sus pocos momentos de
lucidez, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz
de rechazar la lectura de cualquier periódico entre cuyas noticias buscaba con
interés ciertos datos relacionados con imaginarias y peligrosas conjuras, y una
vez se le obsequiaba uno de ellos, contaba las historias más asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podríamos sacar de él, ya que no decía más
que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente
trastornada. Nadie le creía, pero a los de Ironsmouth no les gustaba verle leer
los amarillentos diarios y charlar con forasteros. No era prudente que le
vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías
que corrían por ahí provenían de él.
Es cierto que algunos habitantes de Ironsmouth que procedían de otras localidades
afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del
viejo Thaddeus, unidas a la deformidad de algunos de sus habitantes, eran
suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de
los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía
que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de metal era casi increíble;
de todos modos, en Ironsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios
bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero
negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos
portales más allá. El viejo Greison nunca se dejaba ver.
Por lo visto, una de las hijas de Greison era verdaderamente horrible. Según se
decía, parecía una cabra. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas
fantásticas; hasta llevaba un collar del mismo estilo que la del museo, por lo
que me dijo el muchacho. El mismo se la había visto en la cabeza más de una
vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los forajidos o los
demonios. Los curas, o los pastores; o como se les llamase a esos desviados
sacerdotes, usaban joyas de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que
él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que
existían varias en la ciudad.
Además de los Greison, había otras tres familias de elevada posición: los
Temple, los BlackCaster y los Hamilton. Todas eran gente retraída. Vivían en
casas inmensas, a lo largo de Wales Street. Se decía que con ellos vivían
secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y
cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho nos dibujó
un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiéramos
orientarnos. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de
gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la
idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de
queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me había
trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien
que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el coche a vapor a eso
de las ocho de vuelta a Londres. A primera vista se notaba que el pueblo era un
caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy socióloga, de manera
que limité mis observaciones a la arquitectura.
3. Thaddeus Thomson y sus delirantes
relatos.
Empezamos a buen paso un recorrido sistemático por las sórdidas calles de
Ironsmouth. Después de cruzar el puente, nos desviamos hacia el fragor de los
saltos de agua que había río abajo. Pasamos junto a la refinería Greison, de la
que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba
situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió
de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la
actual Plaza Mayor.
Volvimos a cruzar la garganta por el puente de Machine Street, y desembocamos
en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los renegridos
tejados fundidos formaban una línea maléfica y fabulosa que se recortaba contra
el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una
antigua iglesia. En Machine Street había algunas casas habitadas al parecer,
pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos
edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías
sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban
peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio
imponente. Tuvimos que armarnos de valor para atravesar aquel lugar en
dirección a la zona minera. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce
una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar
una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones
desiertos y fachadas cenicientas y miserables, la infinidad de cuchitriles
oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor
que ninguna filosofía puede disipar.
En Iron Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque
ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y
ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. No se veía un alma, a
excepción de los escasos mineros de los lejanos Pozos. Sólo se oía el rumor
lejano de los saltos del Idris. Una creciente inquietud se iba apoderando de
mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el
vacilante puente de Brass Street. El otro, el de Iron Street, estaba en ruinas
según el plano.
Al otro lado del río encontramos ruidos indeterminados y unos pocos individuos
que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este
barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las
gentes aquí tenían más acentuada sus taras que las del centro. De cuando en
cuando también se oían crujidos, carreras presurosas y ruidos espesos y roncos
que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que
había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún
no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi
alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de
sus voces.
Después de detenernos a contemplar las dos iglesias; hermosas, aunque ya en
ruinas, de Machine y de Church Street, apretamos el paso para salir cuanto
antes de aquel inmundo barrio minero. A continuación, nuestro objetivo debería
haber sido lógicamente el templo de New Church Iron, pero sin saber bien por qué,
no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta
había vislumbrado la fugaz silueta de aquel dantesco sacerdote con collar.
Además, el muchacho de la tienda nos había advertido que las iglesias, lo mismo
que el local de los Servidores Negros de R’yurath, no eran lugares aconsejables
para forasteros.
Por consiguiente, continuamos por Machine Street hasta Martin Street, luego
tomamos la dirección opuesta a los Pozos; crucé Silver Street por arriba de
Gold Street, y nos internamos en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Wales,
Leather y Albert Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un
pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido
totalmente su primitiva dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas
decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en
cuando se veía alguna vivienda habitada. En Wales Street había una fila de
cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables.
Pensé que el más suntuoso de todos; rodeado de parterres inmensos que se
extendían a todo lo largo de la calle, hasta Leather Street, debía de ser la
casa del viejo Greison, el infortunado propietario de la refinería.
En ninguna de estas calles encontramos alma viviente. Me extrañaba la completa
ausencia de perros y gatos en Ironsmouth. Otra cosa que me chocó fue que,
incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso
permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el
misterio parecían generales en este extraño villorrio de silencio y de muerte.
Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento nos
vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.
Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana oxidada.
Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo
por Wales Street hacia el río, fuimos a parar a una zona que antiguamente debió
de ser industriosa y comercial. Frente a nosotras se alzaban las ruinas de una
factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de
ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la
derecha de donde estábamos.
A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero nos
arriesgamos y pasamos otra vez a la orilla sur, donde volvimos a tropezarnos
con individuos furtivos de torpe andar que nos miraban con disimulo. También se
volvieron hacia nosotras otros rostros, más normales éstos, pero con expresión
de curiosidad y lascivia. Ironsmouth se me estaba haciendo intolerable por
momentos. Torcimos por Paine Street y nos encaminamos hacia el hotel con la
esperanza de coger nuestro vehículo cuanto antes y conducir hasta Londres, para
no esperar hasta la salida del Sol.
Fue entonces cuando descubrimos la recién construida comisaría donde
encontramos al viejo; la cara de un rojo encendido, hirsuta la barba mugrienta,
ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos sucios e indescriptibles, sentado
en un banco allí enfrente y hablando con un par de guardias mal vestidos,
aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Thaddeus Thomson,
el loco estigmatizado cuyos delirantes relatos sobre Ironsmouth tenían fama de
espantosos e increíbles.
No sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi
propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía
prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si sería posible marcharnos enseguida
de aquel pueblo siniestro. Pero al ver al viejo Thaddeus Thomson se despertó en
mí un nuevo interés y empecé a caminar más despacio.
Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias
absurdas y disparatadas. Se nos había advertido, además, que era peligroso que
le vieran a uno hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de
abordar a un viejo testigo de la decadencia del pueblo, cargado de recuerdos
sobre los buenos tiempos en que zarpaban los barcos y funcionaban las
factorías. Al fin y al cabo, el relato más desquiciado tiene la mayoría de las
veces un fondo de realidad… y era seguro que el viejo Thaddeus había
presenciado las calamidades que cayeron sobre Ironsmouth durante los últimos
noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra
parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de desentrañar la verdad que
podía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría con ayuda de
algún diario que pudiera conseguir.
No podía abordarle allí mismo, claro está, porque los guardias tratarían de
impedírmelo. Pensé en la manera de hacerlo. Me haría con una botella de
contrabando. El muchacho de la tienda me había dicho dónde me lo podían vender.
Después pasaríamos por la comisaría como por casualidad, y le hablaría en
cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que
el viejo Thaddeus era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas
seguidas.
Nos resultó fácil; aunque no barato, hacernos con varias publicaciones en la
trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de
la Plaza, en Hamilton Street. El tipo que nos despachó fue muy amable a su
modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros; carreteros, compradores
de oro y gentes de todo tipo, que estaban de paso en el pueblo.
Al llegar a la plaza vi que estaba de suerte: surgiendo de Paine Street,
apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Thaddeus Thomson. Como
tenía pensado, atraje su atención leyendo algunas noticias y comentarios en voz
bien alta. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un
lugar solitario, que el viejo me seguía con paso torpe.
Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y
abandonado que había visto antes, al sur del barrio del minero, donde no se
veían más seres vivientes que los trabajadores, allá lejos. Allí podía
interrogar a mis anchas al viejo Thaddeus sin que nadie nos viera. Antes de
llegar a Machine Street, oí un « ¡eh, señorita!» Débil y jadeante a mi espalda.
Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara una buena ojeada al
diario.
Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre
fachadas ruinosas y torcidas. Pronto nos dimos cuenta de que el viejo no
soltaba la lengua tan pronto como yo había supuesto. Finalmente llegamos a un
solar invadido de zarzas, rodeado de unas tapias desmoronadas. Algunas piedras
musgosas, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo
de miradas indiscretas, oculto por un caserón en ruinas que teníamos atrás.
Pensamos que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así
que conduje allí a mi compañero, y tomamos asiento en las rocas. El ambiente
era de abandono y de muerte; un chirrido agudísimo y penetrante llenaba la
atmósfera, pero nada me haría desistir de mi propósito.
Teníamos unas cuatro horas por delante, si queríamos marcharnos de aquel pueblo
antes de las ocho hacia Londres. Le pasé unas pocas hojas al viejo y, mientras,
nos dispusimos a tomar nuestra frugal comida. Procuré que el viejo no leyera
demasiado porque no deseaba que su locuacidad se convirtiera en somnolencia. Al
cabo de una hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque
para nuestra desilusión, continuó soslayando nuestras preguntas sobre
Ironsmouth y su tenebroso pasado. Se limitaba a hablar de temas generales,
poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad periodística y una
marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los campesinos.
Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que los periódicos no
iban a ser suficientes. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar
más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis
preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano
tomaron un derrotero que al instante renovó nuestro interés. Yo estaba de
espaldas a la zona de minas de la que procedía aquel desagradable sonido, pero
el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con el agujero negro y
distante del Pozo De La Negra Cabra, que en aquella hora parecía con claridad y
casi fascinante, desear tragarse todo a su alrededor. La visión pareció
disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron
en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me
cogió de la mano, y empezó a hablar en voz muy baja:
- Ahí empezó todo... en este maldito lugar. De ahí viene todo lo malo, de las galerías
más profundas. Para mí que es la boca del infierno... No hay sonda, por larga
que sea, que llegue hasta el fondo. El terrateniente Reginald fue quien tuvo la
culpa... Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en tratos con ciertas
entidades malignas — A pesar de su completo estado de exaltación, Thaddeus
desarrollaba un discurso aparentemente coherente -. Todo andaba mal en aquellos
tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los forajidos
mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1812. Nunca ha habido otro
como el terrateniente Reginald... ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece
que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia
y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses más generosos,
que las divinidades primigenias proporcionaban mineral a cambio de ciertos
tratos, y que ésos sí que escuchaban las plegarias de las gentes.
Bartholomew Hamilton, su mejor amigo, también hablaba bastante, también. Sólo
que incitaba a las gentes a hacer herejías de paganos. Según decía, había una
ciudad en el lejano país de Dunwich con una gran cantidad de ruinas de piedra,
más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como las
cuevas del lejano Nager, sólo que con unos seres esculpidos como los de ningún
otro lugar conocido. Allí cerca había también una caverna muy profunda, donde
existían unas ruinas completamente estropeadas, como si hubieran estado mucho
tiempo enterradas bajo tierra, que representaban unos monstruos
espantosos.
- Pues bien, señoritas — continuó con tono entristecido aquel pobre demente -,
Bartholomew les decía a las gentes que los pobladores de aquel remoto lugar
tenían todo el mineral que eran capaz de extraer con el que comerciaban en sus
carros, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué
especie de hierro, con motivos labrados imitando los seres abominables
esculpidos en las ruinas de la caverna. Eran unos seres formados por horribles
masas de vapor informe del que emergían ojos, tentáculos y bocas
babeantes.
Nadie sabía de dónde habían sacado aquellos tesoros ni cómo se las arreglaban
para extraer tanto, cuando en las ciudades vecinas apenas se sacaba para
malvivir. Conque Bartholomew también se extrañó, lo mismo que el terrateniente
Reginald. Y éste observó, además, que cada año desaparecían las mujeres jóvenes
más bellas, y que no se veían apenas niños sanos. A la vez empezó a notar que
algunos tipos tenían un aspecto deforme y enfermo, aún para ser de otro país.
Por último, Reginald descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero
empezó comprándoles los objetos de hierro que usaban. Les preguntó de dónde los
sacaban y si había más, y finalmente le sacó toda la verdad al viejo jefe.
Sharp Shooter se llamaba. Otro que no fuera Reginald, no se habría creído lo
que le contó el viejo del demonio, pero el terrateniente leía en los ojos de
las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie
cuando me pongo a contarlo, y supongo que ustedes tampoco... aunque ahora que
me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Reginald.
La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su voz era tan sincera y terrible
que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que la insana
fantasía de un maniático.
- Pues bien, señorita; Reginald se enteró de cosas de las que mucha gente no a
oído hablar de la vida... ni les creería nadie si las oyera. Parece que
aquellas gentes engendraban siendo jóvenes con una especie de divinidad que
vivía bajo la tierra, y obtenían toda clase de favores a cambio. Se reunían con
aquel ser en las galerías más profundas, entre las espeluznantes ruinas, y
parece que las imágenes monstruosas y blasfemas estaban copiadas de aquella
entidad. Seguramente era como esas bestias que salen en todos los cuentos de
trasgos y cosas por el estilo. Poseía muchas ciudades subterráneas. Conque, en
cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron
finalmente a un acuerdo.
A ese ser le gustaba tener hijos con los seres humanos, el relato de nuestro
nuevo amigo se estaba volviendo cada vez más increíble. Hacía mucho había
subido también a la superficie y había procreado, pero finalmente había perdido
contacto con el mundo de arriba. Sabe Dios lo que harían con las parejas; me
figuro que Reginald prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les
importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban
desesperados. Así que, dos veces al año, se emparejaban cierto número de
jóvenes con esa criatura subterránea: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. A
cambio, su deidad se comprometía a darles grandes cantidades de mineral y
ciertos objetos de hierro macizo.
Pues como digo, aquellos hombres y mujeres se reunían con ese ser en las
galerías más profundas... Bajaban con los jóvenes y demás, y regresaban con las
joyas que les entregaban. Al principio, no querían ir a la mina más profunda,
pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que le
apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la
noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, puede vivir dentro o fuera de la
tierra, aunque a día de hoy parece preferir los abismos subterráneos.
Aquel ente les advirtió de que los habitantes de las demás ciudades los
matarían si se enteraran de que estaba allí, pero ellos le contestaron que no
se preocupara, que tenía poderes suficientes para destruir a toda la raza
humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos
llamaban Los Primordiales. Pero como no deseaba intromisiones en sus planes, se
ocultaba cuando alguien visitaba la mina.
Cuando a este ente le llegó la época de celo, los humanos pusieron reparos,
pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. A lo que
parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con esta bestia
subterránea, porque todas las formas de vida terrestre proceden de este ser y
de sus hermanos. La criatura aquella explicó a los hombres que si se mezclaran
sus sangres, nacerían hijos de leve apariencia humana, pero muy parecidos a
ellos, que finalmente vivirían bajo tierra para reunirse con los enjambres de
seres que bullen en los abismos subterráneos. Y aquí viene lo importante,
joven: aquella descendencia procedente de ellos, no moriría jamás. Esas bestias
no morirán nunca, excepto si se las mata de forma violenta.
Pues bien, señorita — el pobre desgraciado se dirigía desde hacía un largo rato
exclusivamente a mí, ignorando por completo a Rayne -; para cuando Reginald
llegó a aquel poblado, ya se habían emparejado muchas veces con aquella
blasfemia como ya se conocía a la todopoderosa criatura entre los no
pertenecientes a su culto. Como las mujeres morían durante el parto, ya se
veían muy pocas mujeres en el pueblo, las no deseadas por los Dioses por tener
alguna enfermedad o ser ya de muy avanzada edad. Por su parte, los hombres
perdían un poco más la razón con cada apareamiento. Algunos tenían más hijos
subterráneos que otros, y también se daba el caso de que nacían bebes casi
humanos incapaces de vivir en el fondo; pero en fin, casi todos los que nacían
serían monstruos como ya se les había advertido. Los que se parecían más a
ellos de nacimiento se quedaban abajo; los que nacían más humanos, vivían en la
ciudad, a veces hasta pasados varios cientos de años, aunque bajaban a menudo
al fondo de la mina para conocer y ver de cerca a su adorada divinidad. Y los
que se habían quedado ya abajo desde su nacimiento, jamás ascendían de
visita.
Ya nadie tenía miedo a morir... Sencillamente, se pasaban la vida esperando procrear
con ese dios subterráneo, ya se habían acostumbrado a él y ya no les parecía
tan horrible. Pensaban que aquella descendencia impía valía la pena, y me
figuro que Reginald pensaría lo mismo cuando meditó lo que le había contado el
viejo Sharp Shooter.
Sharp Shooter le enseñó a Reginald una gran cantidad de ritos y conjuros
relacionados con aquella bestia subterránea.
A Bartholomew no le gustaba nada el asunto y le pidió a Reginald que se
mantuviese alejado de aquel país, pero el terrateniente estaba ansioso por
ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos objetos antiguos de hierro, que
acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante
unos años, hasta que Reginald sacó el hierro suficiente para poner en marcha la
refinería en el edificio de una vieja fábrica de Temple. No vendía las joyas
tal como le venían a las manos porque la gente habría hecho demasiadas
preguntas. Pero a veces, alguno de sus trabajadores robaba alguna que otra
pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Reginald permitía que las mujeres
de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres del
mundo.
Pues bien, hacia el año treinta y ocho; tenía yo entonces siete años, Reginald
se encontró con que aquellos hombres y mujeres habían desaparecido. Parece ser
que los de las otras ciudades habían oído contar lo que pasaba, y decidieron
cortar por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos
mágicos que, como decía el monstruo subterráneo, eran lo único que le asustaba.
Ya se sabe que los habitantes de tan lejanas tierras son unos linces, y no le
quiero decir, si ven aparecer de pronto una caverna con ruinas más antiguas que
el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no
dejaron títere con cabeza, ni en la ciudad grande ni en el poblado minero,
salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados
lugares dejaron unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban grabado
encima un signo de esos que llaman ahora la esvástica. Debían de ser símbolos
de los Primordiales. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni
rastro de aquellos objetos de hierro, y que ningún habitante de los alrededores
quería decir después ni una palabra del asunto. Incluso juraban que nunca había
vivido nadie en aquella ciudad.
Naturalmente, a Reginald le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su
negocio. Todo Ironsmouth sufrió las consecuencias también, porque en aquellos
tiempos, lo que beneficiaba al industrial beneficiaba al mismo tiempo a la
población. La mayoría de las gentes de por aquí tomó las cosas con resignación;
pero estaban arruinados, porque la veta se agotaba y ninguna de las fábricas
marchaba bien.
Entonces Reginald empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando
estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que
él conocía otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que concedían de verdad
lo que se les pedía, y dijo que si conseguía un puñado de hombres decididos a
secundarle, él se las apañaría para encontrar la protección de esos poderes
capaces de proporcionarles abundante mineral y también algunas joyas.
Naturalmente, los trabajadores y comerciantes, que habían estado en la ciudad,
comprendieron enseguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia
tener que arrimarse a los monstruos subterráneos; pero había muchos que no
sabían nada de aquello y les hizo mucha impresión lo que Reginald dijo de estos
dioses nuevos; o viejos, según se mire, y empezaron a preguntarle cosas sobre
esa religión que tanto prometía.
Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una
silenciosa meditación. Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo,
y luego volvió a contemplar fascinado el círculo negro del lejano Pozo. Le
pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar la
botella. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba
profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que
expresaba de manera simbólica el ambiente malsano de Ironsmouth visto a través
de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni
por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y
sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de
aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban al collar que había
visto en Underbury. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento
procediera de alguna isla perdida, y que el extravagante relato de Thaddeus
fuera una patraña más del difunto Reginald, y no un delirio suyo de
grillado.
4. ¡Váyanse, por lo que más
quieran!
Le alargué un periódico nuevo, y el viejo empezó a leerlo desde el principio
hasta la última noticia. Leía la pequeña
tipografía de una manera asombrosamente rápida; a pesar del tiempo que
llevaba conversando, mas no se le trabó la lengua ni una vez. Después de hojear
el último periódico lo dobló con sumo cuidado y se la metió en el amplio
bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurrar para sí cosas inaudibles. Me
acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció
sorprenderle una sonrisa burlona tras sus bigotes hirsutos y manchados.
Efectivamente, estaba hablando. Y pude entender que decía:
- Pobre Bartholomew... No se estuvo
quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los
predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo
echaron del pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se llamaba
Resolved Babcock, no se le volvió a ver... ¡Ira de Yaveh! Yo no era más que un
chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Shub-Niggurath y Azathoth...
Byatis y Nyarlathotep... El Becerro de Oro y los ídolos de Canaan y de los filisteos… Abominaciones de Babilonia... Yig,
Yig, Tsathoggua, Cthulhu.
Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules,
que había perdido cualquier contacto o vínculo con la realidad. Pero cuando lo
sacudí levemente del hombro, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas
cuantas frases aún más misteriosas:
- Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je,
je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué descendía el terrateniente
Reginald de noche, junto con otros veinte tipos, al Pozo De La Negra Cabra, y
allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, que podía oírseles desde
cualquier parte del pueblo? ¿Por qué, eh? ¿Y me puede explicar qué letanías
entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿Y por qué
los nuevos sacerdotes de las iglesias, que habían sido antes mineros, se
vestían con escalofriantes atuendos y se ponían esas coronas de hierro que
Reginald había traído? ¿Eh?
Los aguanosos ojos azules de Thaddeus Thomson tenían ahora un brillo lunático,
casi demencial, y erizados los sucios pelos de su barba descuidada. Debió
percatarse de mi involuntario gesto de aprensión, porque se echó a reír con
perversidad.
-¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar
en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa,
las cosas que pasaban cerca de la mina. ¡Bueno! Yo era pequeño, pero también
son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡no me perdía
ni palabra de lo que contaban del terrateniente Reginald y de los que bajaban
con él al Pozo! ¡Je, je, je! ¿Y la noche que me asomé con el catalejo de mi
padre, y vi en el Pozo una forma que salía de la más profunda galería en el
momento de llegar aquellos hombres? Reginald y los demás caminaban por una
galería, en la parte de acá, pero aquella forma se ocultó en una cámara por el
otro lado, donde el Pozo es más profundo, y no volvió a aparecer. ¿Le habría
gustado ser chiquilla y estar solo allá arriba viendo aquella criatura que no
era en nada humana?.. ¡Je, je, je!
El anciano se estaba volviendo histérico, cosa que me empezó a alarmar. Me puso
en el hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva.
- Imagínese que una noche se asoma por
el terrado y ve que en el carro de Reginald se llevan un bulto pesado, que lo
echan al Pozo por el otro lado de la mina, y luego se entera usted al día
siguiente de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece?
Pues bien, señorita; fue entonces cuando Reginald empezó a levantar cabeza de
nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar adornos de hierro que nunca se les
había visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas de la refinería. A
los demás también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante
metal, de manera que no tenía uno más que bajar, picar y cargar, y sabe Dios
las toneladas de metal que embarcábamos para Underbury. Fue entonces cuando
Reginald consiguió que se tendiera el ferrocarril. Algunos mineros de
Queensport oyeron hablar de lo que se cogía por aquí y se vinieron en sus
carros, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en
ese tiempo se organizó la Orden de los Servidores Negros de R’yurath. Compraron
la antigua fraternidad de la Orden Rosacruz y la convirtieron en su cuartel
general... ¡Je, je, je! Bartholomew pertenecía a los rosacruces y se quiso
negar a que vendieran la fraternidad... Pero justamente entonces
desapareció.
Fíjese bien que yo no digo que Reginald quisiera que las cosas pasaran igual
que en aquella ciudad extranjera. Estoy por asegurar que al principio no quería
que la gente llegara a mezclar su sangre con la de las bestias subterráneas,
para luego engendrar hijos que vivieran bajo tierra y fueran inmortales. Él lo que quería era el
hierro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en principio
los demás estarían conformes...
Por el año cuarenta y seis, el pueblo dio mucho que hablar. Ya morían
demasiadas mujeres, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... Y a
todas horas se hablaba del Pozo. Creo que algo puse yo también de mi parte
porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto en el fondo de aquel
agujero. Una noche salió la pandilla de Reginald en dirección al acceso, y oí
un tiroteo entre muchos hombres. Al día siguiente, Reginald y treinta y dos más
estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente
y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiésamos podido prever lo que había de
pasar dos semanas después, porque en todo ese tiempo no se había echado ni un
solo bulto más a la mina!
Se notaban en Thaddeus Thomson los síntomas del terror y el agotamiento. Dejé
que guardara silencio durante un rato. Yo no hacía más que mirar el reloj con
recelo. El viento había cambiado. Ahora empezaba a soplar más fuerte, y parecía
como si el frío despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente
con la noche, el tono agudo se atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír las
palabras que susurraba en voz baja.
- Aquella noche espantosa... los vi.
Yo estaba escondido cerca del Pozo... eran como una horda... El Pozo estaba
atestado. Bajaban a las galerías más profundas y descendían hasta aquella
bóveda cavernosa que ya conocía... ¡Dios mío, qué cosas pasaron bajo la ciudad
de Ironsmouth aquella noche! Llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero
mi padre no quiso abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su
escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran
cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old
Square, en Town Square, en New Church Iron. Las puertas de la cárcel fueron
abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después,
cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que
faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más
que los partidarios de Reginald y los que estaban dispuestos a no hablar... Ya
no volví a ver a mi padre...
El anciano jadeaba, sudaba copiosamente. Su mano me atenazaba los hombros con
furia.
- A la mañana siguiente, todo había
vuelto a la normalidad. Pero los monstruos habían dejado sus huellas...
Reginald tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a
nuestras ceremonias para orar con nosotros, para fornicar con su Dios y ciertas
casas serían seleccionadas para procrear con el Todopoderoso... una bestia
subterránea que quería mezclar su sangre con la nuestra, como había hecho con
otros pueblos, y no sería él quien lo impidiera. Reginald estaba muy
comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traería mineral y
tesoros, y que había que darle lo que quería.
Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a
los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento
de R’yurath. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron
algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían
recompensas especiales; metales preciosos y demás. Era inútil rebelarse porque
en el fondo de la tierra había cientos de ellos. No tenía interés en aniquilar
al género humano, pero si no hubieramos cumplido sus órdenes, no nos habría
enseñado de qué era capaz. Nosotros no teníamos conjuros contra él, como los de
Dunwich, porque aquellos no revelaron jamás sus secretos.
Había que ofrecerle bastantes sacrificios, proporcionales extraños artefactos
del mundo superior y procrear con él cuando se le antojara. Entonces nos
dejaría en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con
historias... En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de
los fieles - o sea, los Servidores Negros de R’yurath - y sus hijos
subterráneos, no morirían jamás, sino que alcanzarían el poder de Yog-Sothoth,
El Que Lo Ve Todo Y Lo Sabe Todo, y Shub-Niggurath, La Cabra De Los Diez Mil
Retoños, de donde todos hemos salido... ¡Uing! ¡Uing! ¡Cthulhu Maednis!
¡Maedyik Amnipre-sons Laif Omni-potont Pauor Speis Taim Emba-dimont!...
El viejo Thaddeus estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas
alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la locura y de su aversión al
mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le
surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la
barba.
-¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡ Yig, Yig,
Tsathoggua, Cthulhu! Las personas enloquecían, se mataban entre sí... Cuando
fueron contándolo por Londres, y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo
mismo que piensan ustedes ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que he
visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el
Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado
formado por ellos demuestre que he
contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar...
Antes muerto que prestarlo.
Cuando la Guerra HyperGas, la cosa se puso aun peor, porque las jóvenes que
quedaban en la ciudad tenían graves enfermedades de nacimiento y empezaban a
hacerse mayores, y los hombres estaban como enloquecidos, por lo menos algunas
de ellas. Yo estaba asustado. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un
poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron
diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las
tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres.
Desde entonces, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer
nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio minero se
paralizó, y se abandonó el ferrocarril. Pero esa cosa seguía habitando el Pozo,
viviendo en las profundidades y sus vástagos pululando por las galerías
La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo han oído ustedes también, a
juzgar por las preguntas que me hacen. Dicen que sí se ven ciertas cosas por
aquí, y se habla también de joyas sin origen conocido que aparecen aún de
cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo,
no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de hierro provienen de un botín
que escondieron los forajidos y están convencidos de que las gentes de
Ironsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad hereditaria.
Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los
pies; y si se quedan, no les quedarán demasiadas ganas de curiosear, sobre todo
por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les
ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el
automóvil, desapareció ese problema.
Reginald murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha muerto o
enloquecido ya.
El ruido del creciente viento iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo
que el humor lagrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se
interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al Pozo, y a pesar de
lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La
voz de Thaddeus se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el
ánimo hablando más fuerte.
¿Por qué no dicen nada, eh ustedes? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste,
donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos bajo
tierra que se arrastran y le taladran a uno la mente con sus voces inhumanas y
brincan en sus cuevas tenebrosas? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los
aullidos que salen bajo las iglesias y del local de los Servidores Negros de
R’yurath, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío
chirriante que se levanta desde ese Pozo de Satanás, cada noche de Walpurgis y
cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero ustedes piensan que estoy completamente
chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señoritas! ¡Todavía no le he contado lo
peor!
Thaddeus gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda
turbación.
- ¡Malditas seáis! ¡No me miréis así,
que lo único que he dicho es que Reginald Greison está en el infierno, y que se
lo tiene merecido! ¡Je, je... !¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme
nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie... ¡Ah, está usted aquí, joven!
En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir.
Siéntese ahí y escúcheme con atención, muchacha, porque esto es un secreto: Ya
le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo,
uno se entera de las cosas! - ¿Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues
bien, ahí va: lo espantoso no es lo que ya ha hecho ese engendro infernal, sino
¡lo que va a hacer! Lleva años entregando al pueblo cosas que recoge de los
abismos de la tierra. Las casas que hay al norte del río, entre Brass Street y
Machine Street, están repletas de cosas que se han traído, y cuando esté
preparado... digo que cuando esté preparado...
¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que es... que lo vi una noche,
cuando... ¡eh-ahhh-ah! ¡eyahhh!...
El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba
hacia ese Pozo oscuro con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara
era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Sus dedos huesudos se
clavaron dolorosamente en mis hombros, y no me soltó cuando me volví a mirar
hacia el punto donde miraba él.
No había nada. Sólo una oscuridad creciente en una noche estrellada y sin luna.
Pero entonces Thaddeus comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado
terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin
recobró la voz, una voz temblona y susurrante.
- ¡Váyanse de aquí! ¡Váyanse; nos han
visto... ¡Váyanse, por lo que más quieran! No se queden ahí... Lo saben ya...
Corran, deprisa. Márchense de este pueblo.
El loco susurro del viejo se convirtió en un alarido terrible que helaba la
sangre:
- ¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ...
Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mis hombros y se lanzó
como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la
ruinosa fachada del almacén.
Eché un vistazo al Pozo, pero seguí sin ver nada. Cuando llegamos a Brass
Street y miramos a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de
Thaddeus Thomson.
Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio
lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho
de la tienda de comestibles nos había preparado de antemano, y no obstante, la
realidad nos había dejado aturdidas y confusas. Aunque era un relato pueril, la
absurda seriedad y el horror del viejo Thaddeus me habían producido una alarma
que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía
envuelto por una sombra intangible.
Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de
cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se nos estaba echando el
tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y los
últimos rayos del sol se apagarían a las ocho, así que traté de orientar mis
pensamientos hacia lo práctico y caminamos a toda prisa por las calles
miserables y desiertas en busca del hotel donde habíamos consignado nuestras
maletas, delante del cual habíamos aparcado nuestro automóvil.
La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas
cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía recelosa.
Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme
lejos del sonido afilado del pueblo de Ironsmouth. Sin embargo, no quería
correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena
contemplar; además, teníamos tiempo de sobra.
Cuando ya nos alejábamos del centro del pueblo, Rayne con su intensa mirada
azul, dirigió mi atención hacía una roca de grandes dimensiones situada en el
centro de la Plaza Mayor. Lentamente, intentando no llamar la atención, nos
acercamos, en un paseo indiferente en apariencia, hacia aquel resto rocoso de
origen desconocido y mi compañera comenzó a describirlo con su característica
voz profunda:
- Nos encontramos sin ninguna duda
ante el fragmento de un meteoro que ha resistido el impacto con la atmósfera y
ha alcanzado la superficie de la Tierra antes de consumirse. Aunque,
actualmente, se cree que la mayor parte de los meteoritos son fragmentos
procedentes de los asteroides o cometas, recientes estudios geoquímicos han
demostrado que algunas rocas de la fría Antártida proceden de la Luna y de
Marte, desde donde, presumiblemente, fueron lanzadas por el impacto explosivo
de asteroides.
Los meteoritos tienen generalmente una superficie irregular y una capa exterior
carbonizada, fundida. Pero este fragmento no posee ninguna de esas
características típicas y a primera vista, su composición no es ni ferrosa ni
pétrea.
A la vez que Rayne daba muestra de sus conocimientos enciclopédicos,
caminábamos lentamente alrededor del meteoro, observándolo con detenimiento.
Para mi sorpresa, mi compañera se paró repentinamente ante un perturbador
detalle, a la vez que con sus las yemas de sus suaves dedos acariciaba unos
jeroglíficos grabados en la corteza de la roca.
- La cenicienta superficie de este
meteorito parece mostrar ciertas pruebas de haber llegado desde alguna fría
región del espacio profundo donde existía una vida desconocida para el hombre.
Además, observa con atención estos curiosos símbolos grabados sobre su
superficie, no corresponden a ningún signo visual del lenguaje humano.
- ¿Rayne? – conseguí sacar a mi
ensimismada compañera de su profundo estado de concentración, con unos leves
golpecillos en su brazo. Esta se giró hacia mí con un gesto entre contrariado y
ausente, y miró acobardada a su alrededor en busca del motivo de mi
nerviosismo. Varias decenas de los astrosos y deformes habitantes de
Ironsmouth, individuos callados y de mirada estúpida y dañina se habían
acercado hasta escasos metros de nosotras en el más completo de los silencios y
nos observaban, sin ningún movimiento, con aviesa curiosidad. Los ojos
engañosos y perversos de aquellos seres reflejaban una expresión imprecisa
entre disgusto y maldad.
- Vámonos – le sugerí intimidada a
Rayne, aunque aparentando tranquilidad, sin desviar la fría mirada de los seres
retorcidos que nos rodeaban, adoptado una postura rígida para amedrentarnos y
reafirmar así su superioridad numérica. Mi compañera espiritista, por otro
lado, me cogió con fuerza de la mano derecha muy asustada.
- Hay que irse – le dije en un
susurro, a la vez que tiraba con delicadeza de su mano.
Comenzamos a caminar pausadamente, fingiendo indiferencia y aburrimiento,
acercándonos cada vez más a aquel grupo de hombres retorcidos que nos miraban
sombríos, maléficos.
Rayne, asiendo siempre con fuerza mi mano derecha, no podía desviar la vista de
aquella multitud de rostros dañinos y crispados, que nos miraban con negro afán
como si fuésemos simples objetos inferiores dignos de curiosidad.
- ¿Qué haces con eso? – Rayne
jugueteaba nerviosa con una hebra de lana entre sus largos dedos.
- Trato de realizar un hechizo de
deslumbramiento. Este encantamiento nublará el escaso entendimiento de estas
criaturas. Con un poco de suerte nos dejarán marchar en paz.
Una vez llegadas al límite exterior del grupo, no pude evitar volverme nerviosa
hacia el individuo más cercano y situado, según creo recordar, a mi izquierda,
que me devolvió una mirada altanera e intimidante. Continuamos caminando con
lentitud durante varios metros, alejándonos decididamente de aquel amenazador
aunque quieto rebaño, pues ninguno se movió de su posición y no volvimos
nuestras cabezas atrás, hasta que no llegamos a una esquina que según creímos
nos garantizaba una relativa seguridad. Aquellas más de dos decenas de deformes
anormales se habían girado en el más completo de los silencios en el mismo
lugar en el que se encontraban inicialmente y continuaban observándonos
sombríos y soberbios.
- ¡Abandonaremos este maldito pueblo
en el automóvil! – grité balbuceando y atemorizada, tirando de mi compañera
para que corriese lo más deprisa que le fuese posible – Llegaremos al hotel sin
parar, pase lo que pase.
- ¿Qué quieres decir? – preguntó nerviosa
y con el pálido rostro contraído en un gesto de terror.
- ¡Tenemos que llegar al hotel! –
acobardada, volví a tirar de ella con tanta brusquedad, lo admito, que a punto
estuve de hacerla caer.
Estudié el plano del dependiente de la tienda y nos metimos sin dudarlo por
Greison Street, que no conocíamos, para salir a Town Square. Cerca de la
esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes chismosas y
furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la amplia plaza donde se
levantaba el hotel, vi que casi todos los haraganes se habían congregado
alrededor de la puerta de BlackCaster House. Parecía como si aquella infinidad
de ojos bobalicones y grotescos estuvieran fijos en nosotras, mientras pedía mi
maleta en el vestíbulo.
Un poco antes de la ocho, arrancó petardeando nuestro automóvil. Un individuo
de aspecto equívoco, desde la acera, nos gritó unas palabras incomprensibles.
Salí del coche y abrí la tapa del motor, pero no hice más que mirar dentro,
cuando reapareció aquel tipo sospechoso y empezó a chillarnos con un repugnante
acento gutural.
Al parecer estábamos de mala suerte. El motor no iba bien; habíamos podido
llegar a Ironsmouth, pero era imposible regresar de vuelta a Londres. No, era
imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte.
Tendríamos que hacer noche en el BlackCaster. Probablemente el conserje me
haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadada por este
contratiempo imprevisto, y realmente atemorizadas ante la idea de pasar allí la
noche, dejé el coche a vapor y volvimos a entrar en el vestíbulo del hotel
donde el conserje del turno de noche nos dijo que en el penúltimo piso tenía
una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba
un dólar la noche.
A pesar de lo que me habían contado en Underbury sobre este hotel, firmamos en
el registro, pagamos dos libras, dejamos que el conserje recogiera nuestras
maletas, y subimos tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente
recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a nuestra habitación.
Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y
gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos
edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de
tejados decrépitos que se extendía hacia poniente, hasta las sierras que
rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia
deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz
bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo.
Como aún era de día, bajamos a la Plaza a ver si podíamos cenar, Y una vez más
observé que los ociosos nos miraban de manera especial. La tienda de
comestibles estaba cerrada, así que no tuvimos más remedio que entrar en el
restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una
moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como
no había mesas, tuvimos que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar
que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuvimos bastante con un
tazón de sopa de verduras para cada una y regresamos enseguida a la fría
habitación del BlackCaster.
Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla
mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura
que tenía comenzada. Me pareció conveniente no conversar con mi colega Rayne de
los oscuros descubrimientos del día y mantener la imaginación ocupada en cosas
saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel
pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La
descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños
muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos
aguanosos y enloquecidos.
Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había
vislumbrado en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me
causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me habría resultado más
sencillo desechar todas esas inquietudes si nuestra habitación no hubiese sido
un lugar tremendamente lúgubre. Además el sonido como de afilar cuchillos era
general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de oscuridad
deprimente, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de oscuridad y
perversión.
Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de nuestra habitación carecía de
cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo
habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas
otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí
y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido
la puerta. Rayne, experta en artes ocultas, se encontraba recostada en su cama,
totalmente tranquila, sonriendo con picardía ante mis pruebas de inquietud y
observándome con curiosidad. Nada más que para tranquilizar esta tensión de
nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una
navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí
aliviada al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que
yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a
nuestra seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales
que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente
cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados.
No me desnudé y recomendé a mi colega que tampoco lo hiciera. Decidí estar
leyendo hasta que me entrase sueño. Rayne, por el contrario, decidió consultar
en su infovisor algunos datos que consideraba podían sernos útiles. Aunque la
mayoría de estos dispositivos enciclopédicos son de tipo general y abarcan
todas las ramas del saber de forma selectiva; otros, como el de Rayne, más
especializados, además se centran en una determinada materia estudiándola en
profundidad, en el caso de la espiritista, en ciencias ocultas, fenómenos paranormales
y entidades preternaturales.
Saqué la linterna de la maleta y la metí en uno bolsillo del cinturón con el
fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún
tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me
di cuenta que inconscientemente estaba tensa, alerta, con el oído atento, a la
espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por
qué. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí.
Con sus ojos abiertos de asombro en su pálido rostro, iluminado por la esfera
luminosa en la que aparecían los datos, Rayne me leyó el resultado de su
consulta:
- Lo que está ocurriendo en este
pueblo perdido podrían ser unos sucesos de la más extrema gravedad. Escucha con
atención, Violet, según los datos que acabo de obtener del “Catálogo De Mitos Y
Deidades Informes”, sus anómalos habitantes están manteniendo relaciones con
una criatura de gran poder, no ligada a las leyes de la naturaleza y que llegó
desde el espacio exterior, junto a otra deidad gemela, en el pasado más remoto.
En la antigüedad gobernaron la Tierra, aniquilaron a la mayor parte de la
humanidad existente en aquel tiempo y produjeron un hombre nuevo, quizás el
primer “homo sapiens”.
Además, en las páginas de una reciente publicación arqueológica, se da crónica
del hallazgo de un volumen de antigüedad inmemorial...
De esta suerte llegué a oír las espantosas líneas aquellas, y me estremecí
doblemente, puesto que no era nuevo para nosotras: lo que contaban, lo habíamos
oído nosotras ya, y sería mejor olvidar el lugar donde lo habíamos escuchado.
Si acaso, recordaré únicamente un párrafo leído por mi compañera en aquella
aventura, Rayne WitchGrim.
- Las cavernas inferiores son
insondables para los ojos que ven, porque sus prodigios son pavorosos y
terribles. Excavadas son, secretamente, inmensas galerías donde debían bastar
los poros de la tierra, y ha aprendido a caminar una criatura que sólo debería
arrastrarse...
Llevaba un rato oyéndola; que por lo espantoso de la información se me hizo
interminable, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos,
como si alguien estuviese caminando con sigilo. Me dije que seguramente los
demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con
todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo.
Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en
vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que
habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas
donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, nosotras no
teníamos el aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo
odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado
nuestra curiosidad? Porque, evidentemente, nos habían visto recorrer plano en
mano los barrios más característicos de la localidad… Pero de pronto, pensé que
muy asustada tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me
pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, dejé mis armas a
mano.
Finalmente, vencida por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño,
eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin
despojarme del corsé, ni de la falda ni de las botas. La oscuridad parecía
amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de
pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía
demasiado cansada para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo
rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la
escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se
concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con
cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una
llave la cerradura de nuestra puerta.
5. Linternas en la oscuridad.
La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado
turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo
instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que
suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me
aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real
e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me
ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría
equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas
intenciones, así que desperté a Rayne y nos quedamos quietas, calladas como
muertas, en espera de los acontecimientos.
Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación
contigua a la nuestra. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que
comunicaba con nuestro cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el
suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido
apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación
probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el
cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese,
había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo
y había renunciado a su proyecto.
La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que,
subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas
enteras había estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de
escapar. Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado
abrir representaba un peligro con el que no debíamos enfrentarnos, sino huir
cuanto antes. Teníamos que salir del hotel lo más pronto posible, y desde
luego, no debíamos emplear la escalera ni el pasillo.
Nos levantamos de nuestras camas sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz
con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas
en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no
sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso
ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué
finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un
apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de
conversación, pero un momento después pensé que me había confundido.
Con ayuda de la linterna cogí lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo
en los bolsillos y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las
posibilidades de nuestro descenso. A pesar de las reglas de seguridad
establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel,
y nuestras ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un
patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados
inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podíamos saltar
a ninguno de los dos desde nuestras ventanas, sino desde dos habitaciones más
allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades
de llegar a una cualquiera de ellas.
Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde nuestros pasos serían oídos sin
duda alguna, y donde nos tropezaría con dificultades insuperables para entrar
en la habitación elegida. Únicamente podríamos tener acceso a través de las
puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras.
Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con nuestros
hombros, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo
más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no
podríamos hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad
de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran
tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de nuestra
propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastramos
cautelosamente para hacer el menor ruido posible.
Me daba cuenta de que nuestras probabilidades eran muy escasas, pero estábamos
enteramente dispuestas a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lográsemos
alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me
quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A nuestro favor
estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de
claraboyas que se abrían en sus tejados.
Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del
pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación
correspondiente. Se abría hacia nosotras; por lo tanto, después de descorrer el
cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy
difícil forzarla. Por consiguiente, abandonamos esa dirección y corrimos la
cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La
otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser nuestro camino, a
pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado
por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que
correspondía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar
el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a
Wales Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street,
dar un rodeo hacia el sur y meterme por Wales Street. En cualquier caso, tenía
que dirigirme a Wales Street como fuese, y huir de los alrededores de Town
Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que la comisaría podía estar
abierta toda la noche.
Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que
se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la
garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de
ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las
vías herrumbrosas y la carretera de Rothfield que atravesaban la llanura
pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en
un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la
estrecha carretera de Lilywitch brillaba con el blanco reflejo de la luna.
Desde la ventana del hotel no alcanzábamos a ver la carretera que iba hacia el
sur, hacia Londres, donde pensábamos dirigirnos.
Estábamos reflexionando, discutiendo, hechas un mar de dudas, sobre el momento
más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibimos abajo unos
ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las
escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta,
y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable.
Por un momento nos limitamos a contener la respiración y a esperar. Me pareció
que transcurría una eternidad. Después se repitieron las llamadas con
insistencia, más impacientes cada vez. Comprendimos que había llegado el
momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y nos dispusimos a
cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez
disimularían el ruido que íbamos a hacer nosotras. Por fin comenzamos a
embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparnos del dolor que
nos producía en los hombros. La puerta resistió más de lo que habíamos
calculado, pero continuamos en nuestro empeño. Mientras tanto, el alboroto del
pasillo iba en aumento delante de nuestra puerta.
Finalmente cedió la puerta contra la que estábamos cargando, pero con tal
estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en
violentas arremetidas, y a la vez, oímos un fatídico sonido de llaves en las
dos puertas vecinas a la nuestra. Nos precipitamos a la otra habitación y
conseguimos echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la
abrieran, pero entonces oímos cómo trataban de abrir con una llave la tercera
puerta, la de la habitación cuya ventana pretendíamos alcanzar.
Por un instante, nos sentimos totalmente desesperadas. Nos iban a atrapar en
una habitación cuya ventana no nos ofrecía salida posible. Una oleada de horror
me invadió al descubrir que los intrusos también habían tratado de forzar la
puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovistas
de toda lucidez, corrimos a la siguiente puerta de comunicación y nos
dispusimos a derribarla.
La suerte nos fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada
la llave, sino que estaba entreabierta. Entramos en un salto y apliqué la
rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba
abriendo. Cogí desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí
pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acabábamos de
franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oímos que
disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un
confuso alboroto en nuestra primitiva habitación, cuya puerta lateral habíamos
atrancado con la cama. Evidentemente, el tropel de nuestros asaltantes había
entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de nosotras
por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la
puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estábamos rodeadas.
La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No
había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único
que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual
que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de
escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. Debíamos confiar
en estas barreras improvisadas hasta que hubiéramos saltado por la ventana al
tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror
que yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a
mí me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores - aparte de ciertos
insoportables sonidos cortantes y agudos - había pronunciado una sola palabra
inteligible o humana.
Mientras corría los muebles y me precipitaba hacia la ventana, se oyó una
carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que nos
encontrábamos nosotras. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente
que la mayoría de nuestros adversarios se estaba congregando ante la débil
puerta lateral. Afuera, la luna bañaba el tejado de abajo. Calculé que era un
salto arriesgado, debido a la inclinación que tenía el sitio donde habíamos de
aterrizar.
De acuerdo con mi plan, elegí la ventana más cercana que tenía nuestra
habitación. Queríamos saltar en la vertiente del tejado que daba al patio y
escabullirnos por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos
edificios, teníamos que contar con que nos perseguirían. Pero confiaba en poder
alcanzar la planta baja y evadirnos por una de las puertas abiertas del patio,
desembocar finalmente en Wales Street, y salir del pueblo en dirección
sur.
El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder.
Los asaltantes habían traído un objeto pesado y lo estaban empleando como
ariete. No obstante, la cama aún se mantenía firme contra la puerta, de forma
que todavía teníamos la posibilidad de huir. La ventana estaba flanqueada por
pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de
latón. Descubrí que en el exterior había unos sólidos ganchos para sujetar los
batientes de la ventana. Viendo que aquello nos proporcionaba los medios de
evitar un salto peligroso, di un tirón a las cortinas y las arrojé al suelo con
barra y todo. Rápidamente enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el
cortinaje al vacío. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado.
Comprobé que las anillas y el gancho podían soportar mi peso y luego nos
deslizamos por la improvisada escala, dejando atrás para siempre el siniestro
edificio de BlackCaster House.
Pusimos pie en las sueltas pizarras del tejado. La pendiente era muy
pronunciada. Conseguimos llegar a una de las claraboyas sin resbalar. Me volví
para mirar la ventana por donde habíamos salido. Aún estaba a oscuras. Allá
lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veían diversas
luces. Se trataba del edificio de los Servidores Negros de R’yurath, de la
iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo me producía
escalofríos. Como no vi a nadie en el patio, confié en poder salir por allí
antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya y
vi que no había escalones que me permitieran bajar. No obstante, la altura no
era excesiva, de modo que nos dejé caer, yendo a parar a una habitación llena
de polvo y atestada de cajas medio deshechas y de barriles.
El sitio era lúgubre, pero apenas me produjo impresión alguna. Nos precipitamos
inmediatamente por unas escaleras que descubrí gracias a la linterna. Miré la
hora: eran las dos de la madrugada. Los peldaños crujieron levemente bajo
nuestro peso. Corrimos escaleras abajo, cruzamos una especie de granero, en la
segunda planta, y llegamos a la planta baja. Reinaba en ella la más completa
desolación; sólo el eco respondía al ruido de nuestros pasos presurosos. Por
fin llegamos al vestíbulo. En un extremo se veía un débil rectángulo de luz que
recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomamos la otra dirección y nos
encontramos con que la puerta de atrás también estaba abierta. Bajamos cinco
peldaños de piedra y nos hallamos al fin en el patio de losas y césped.
La luz de la luna no llegaba hasta aquí, pero se veía el camino sin necesidad
de linterna. Algunas de las ventanas de BlackCaster House estaban débilmente
iluminadas, e incluso nos pareció oír ruido en su interior. Caminamos
cautelosamente en dirección a la salida que daba a Wales. Encontramos varias
puertas abiertas y elegimos la más cercana. Atravesamos un pasillo oscuro y al llegar al otro extremo, vimos que
la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada. Decidimos probar en otro edificio. Volvimos a
tientas sobre nuestros pasos, pero nos detuvimos en seco junto a la puerta del
patio.
Por una puerta del BlackCaster salía un enjambre de siluetas dudosas… Agitaban
sus linternas en la oscuridad; el graznido acre de sus voces se mezclaba con
unos gritos horribles y rasposos imposibles de ser pronunciados por ninguna
lengua humana. Me di cuenta de que no sabían qué dirección habíamos tomado, y
no obstante, me sacudió un escalofrío de horror. Lo más desagradable era la
gigantesca silueta anómala que avanzaba al frente de la repugnante comitiva. Al
ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, nuestros temores
aumentaron. ¿Y sino encontráramos ninguna salida a la calle? El insoportable
sonido agudo se hizo tan intenso, que dudé si seríamos capaces de soportarlo
sin desmayarnos. Nuevamente nos metimos a tientas, en busca de una salida.
Abrimos una puerta y entramos en una habitación vacía; las ventanas estaban
cerradas, pero carecían de contraventanas. Alumbrándonos con las linternas
pudimos abrir las contraventanas. Un momento después saltamos al exterior y
cerramos cuidadosamente la ventana, dejándola como la habíamos
encontrado.
Estábamos, pues, en Wales Street. Por el momento no se veía un alma, ni había
más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones,
se oían agudos afilados y carreras precipitadas. No teníamos tiempo que perder.
Mi compañera sabía orientarse en la oscuridad, de modo que casi agradecí que
estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las
poblaciones rurales atrasadas. Algunos ruidos provenían del sur; no obstante,
persistí en mi deseo de escapar en esa dirección. Sabía que encontraríamos gran
número de portales desiertos donde podríamos refugiarnos, caso de tropezarnos
con alguien.
Caminábamos deprisa, con cautela, pegadas a las fachadas ruinosas. Aunque
íbamos desaliñadas por culpa de nuestra fuga precipitada, nada había en mí que
llamara especialmente la atención. Tal vez pudiéramos pasar desapercibidas si
nos cruzábamos con algún transeúnte. En Bates Street nos metimos en un portal
abierto y aguardamos a que cruzaran dos individuos sospechosos que venían en
dirección contraria. Volvimos a salir enseguida y proseguimos nuestro camino.
Nos acercábamos a la plaza donde Hamilton Street y Wales Street se cruzan oblicuamente.
Aunque este barrio nos era desconocido, nos pareció peligroso a juzgar por el
plano del muchacho de la tienda. La luna iluminaría completamente la plaza,
pero era inútil intentar evitarla; cualquier otra dirección supondría una serie
de rodeos que nos harían perder mucho tiempo y supondrían más ocasiones de que
nos vieran. Lo único que nos cabía hacer era cruzar por las buenas ocultándonos
en las sombras, y esperar que nadie se fijara en nosotras.
No tenía idea de cómo habían organizado exactamente la persecución ni qué
motivos tenían para perseguirnos. En el pueblo parecía haber una agitación
insólita, aunque estábamos convencidas de que todavía no se había propagado la
noticia de nuestra huida del BlackCaster. Naturalmente teníamos que desviarnos
enseguida de Wales Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo
que había salido del hotel en nuestra persecución venía sin duda detrás de
nosotras. Probablemente habíamos dejado huellas en el polvo de la última casa,
y no les resultaría difícil averiguar por dónde habíamos logrado salir a la
calle. Divisé a lo lejos varios carros cargados con aproximadamente una decena
de aviesos habitantes cada uno, girando con acelerada velocidad en distintas
direcciones desde varias callejuela oscuras para registrar los alrededores en
nuestra búsqueda. Acaso pudiera atemorizarlos y acabar con la perversa caza,
razoné, si conseguía matar a alguno de nuestros detestables acosadores, disparé
mi aniquiladora contra ellos, mas la falta de iluminación me impidió hacer
blanco a pesar de que se habían aproximado ya a unos cincuenta metros de
nosotras. Así, tomamos una difícil decisión que pudo haber tenido consecuencias
fatales para quien esto escribe: separarnos y seguir caminos diferentes hasta
la salida del pueblo, donde permaneceríamos ocultas hasta la salida del Sol. De
este modo, tal vez, conseguiríamos confundir a nuestros incansables
perseguidores.
6. Incansables perseguidores
Sin dudarlo, corrimos en direcciones opuestas, cada una por un callejón. La plaza
estaba tal como yo temía: plenamente iluminada por la luna. Por fortuna no
había un alma en los alrededores, pero me pareció oír un rumor lejano,
procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducía
hacia el Pozo, cuesta abajo. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando
hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la Luna.
Avancé sin obstáculo. No se oía ningún ruido alarmante. Al final de la calle la
superficie de tierra era negra y espantosa bajo la brillante luz de la luna, y
al contemplarla sentí un sobresalto de terror. Allá, muy lejos del camino, se
observaba la confusa silueta del Pozo De La Negra Cabra, e involuntariamente me
vinieron a la imaginación las terribles historias que nos había contado el
viejo Thaddeus, según las cuales este Pozo desgarrado daba acceso a regiones
desconocidas, preñadas de horrores y monstruos inconcebibles.
De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en las lejanas calles. Eran
claros y distintos, y despertaron en mí un pánico cerval. Mis músculos se
tensaron a punto de dispararse en alocada fuga, contenidos tan sólo por una
especie de fascinación hipnótica. Y para empeorar las cosas, otros destellos
vinieron a responder desde la elevada cúpula del BlackCaster.
Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguía expuesta a
cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi fingida marcha por las calles más
oscuras. Pero mientras buscaba una salida a aquella pesadilla, mis ojos
siguieron fijos en aquel ominoso Pozo. De momento, no comprendí lo que
significaban los destellos. Tal vez formasen parte de algún rito impío
relacionado con el Pozo De La Negra Cabra. Puede también que hubiera llegado
algún vehículo a aquel Pozo siniestra. Sin previo aviso, las sucesivas
detonaciones de tres disparos cuyos peligrosos proyectiles impactaron contra la
pared a mi espalda, me hicieron salir de mis cavilaciones. Tan sólo sería capaz
de tomar ventaja frente a perseguidores y escapar con éxito si conseguía ser
más hábil y rápida que ellos en mi desesperada huída. Torcí a la izquierda y
rodeé el parque abandonado. Sin quererlo había hasta las calles adyacentes al
Pozo que brillaba bajo una luz espectral. Fascinada por el centelleo de
aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del Pozo. Fue entonces
cuando sufrí la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que,
olvidándome del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente a la carrera por la
calle negra y vacía, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales.
Bajo la luz de la luna había divisado a los habitantes del pueblo junto a
decenas de formas que descendían a las profundidades del Pozo infernal. Incluso
podría decir, a pesar de la distancia, que aquellas cabezas y aquellos brazos
como tentáculos que se agitaban eran tan deformes y anormales, que no encuentro
palabras para describirlos.
Observar aquellas criaturas en todo alienígenas me hizo pensar en Rayne, mi
colega perdida, experta en ocultismo y ectoplasmia. ¿Se encontraría también
ella afligida por una situación tan angustiosa como la mía?
Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina, porque en ese momento
oí a mi izquierda el rumor inequívoco de una persecución en toda regla: pasos
enérgicos, gritos filosos, ruido de motores... En el acto tuve que cambiar
todos mis planes. Me habían cortado la carretera sur, de modo que debía buscar
otra salida de Ironsmouth. Paré y me refugié en un portal abierto. Después de
todo, había tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de
que mis perseguidores aparecieran por la esquina.
La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la
persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no me seguían
los pasos. No sabían dónde nos encontrábamos, pero no cabía duda de que su
conducta conducía a un plan general encaminado a cortarnos las salidas. Esto
requería que se vigilasen todas las carreteras por igual, lo que nos obligaría
a huir a campo traviesa y mantenernos alejadas de todas las carreteras. Pero,
¿cómo escapar, si toda la región era rocosa y estaba plagada de sierras y
desfiladeros? Durante unos momentos, me sentí vencida por una negra
desesperación, angustiada por la rapidez con que aumentaba los gritos
insoportables.
Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Ironsmouth a Rothfield, cuya
sólida línea de balasto, cubierta de zarzas, se extendía aún hacia el noroeste,
desde la derruida estación situada junto a la garganta del río. Era posible que
no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacían
casi impracticable. Desde la ventana del hotel la habíamos contemplado, y
conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde
la carretera de Rothfield y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá
pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser vista. En todo caso, éste era el
único medio de evasión, y no tenía alternativa.
Me introduje en el vestíbulo de la casa desierta en cuyo portal me había
refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer
problema era llegar a la antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar hacia
Babson Street, torcer luego a poniente hasta Leather Street, dar un rodeo en
vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando
por Leather, Bates Albert y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta
del río y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street
evitaría cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia.
Eché a correr y crucé a la derecha de la calle con el fin de avanzar pegado a
la fachada y meterme por Babson Street sin que me vieran. Aún se oía cierto
alboroto en Silver Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver un destello de
luz cerca del edificio del que acababa de salir. Ansiosa por llegar a Wales
Street, continué corriendo con la esperanza de no tropezarme con nadie. En la
esquina de Babson Street vi con sobresalto que una de las casas estaba
habitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas, pero no había luces
en el interior y pasé sin dificultad.
En Babson Street, que es perpendicular a Silver Street, corría riesgo de ser
descubierta; por tanto, me pegué cuanto pude a los torcidos y ruinosos
edificios. Dos veces me detuve en un portal, al notar que aumentaban los ruidos
tras de mí. El cruce de las dos calles se abría amplio y desolado bajo la luna,
pero mi camino no me obligaba a cruzarlo. Durante el segundo que estuve parada,
comencé a oír una nueva serie de ruidos confusos; poco después pasaba un
automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metía por Hamilton Street, entre
Babson y Leather.
Un momento después desembocó una multitud de hombres retorcidos y grotescos que
caminaba torpemente en la misma dirección. Sin duda era el grupo destinado a
vigilar la salida hacia Lilywitch, puesto que dicha carretera es una
prolongación de Hamilton Street. Entre ellos iban dos figuras inmensas, una de
las cuales portaba un enorme collar que relumbraba pálidamente a la luz de la
luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos,
que sentí escalofríos. Me pareció que aquella criatura caminaba como patas de
cabra. Si Rayne se hubiera encontrado allí conmigo, de seguro habría sabido
explicarme en qué profundo y oscuro paraje se escondían estos seres monstruosos
y desconocidos.
Cuando desapareció el último de la expedición seguí mi camino. Atravesé la
esquina de la calle Leather y crucé en cuatro saltos Hamilton Street. El
alboroto se oía ahora más lejos, por Town Square. Lo que más miedo me daba era
tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba las minas; pero no
tenía otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Hamilton Street, lo más
probable sería que me descubriese inmediatamente.
Cuando apareció de nuevo la vista de las minas; esta vez a la derecha, me hice
el firme propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso
vacilante, pegada a las fachadas, me volvía de cuando en cuando y miraba de
reojo. No había ningún vehículo a la vista, lo que, a decir verdad, no me
sorprendió. En cambio me quedé perplejo al descubrir un carro con mulas que
caminaban hacia las galerías abandonadas. Iba cargado con un bulto envuelto en
un paño de hule. Los viajeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos,
tenían un cuerpo particularmente deforme. Aún se distinguían algunos hombres
llegando a las minas. Muy lejos, en el negro Pozo, se veía un débil resplandor
fijo, distinto de la luz parpadeante que había observado anteriormente. Era un
resplandor casi indescriptible, de un color que me fue imposible identificar.
Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del BlackCaster, completamente
oscura. El chirrido afilado, que había disminuido últimamente, comenzó pronto a
dejarse sentir con una intensidad insoportable.
No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Wales Street
avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia
explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la
luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la
distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrada ante la
anormalidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Me pareció el
mismo grupo que había visto en el patio de BlackCaster House. Era, pues, la
patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección
mía y saltaron a la embestida, y yo me sentí traspasada de terror. Con un
esfuerzo supremo efectué varios disparos con las pistolas de rayos de plasma y
seguí la marcha en la oscuridad, pues pareció ser la mejor medida que había
adoptado. Todavía ignoro si acabé con la vida de alguno de ellos o no.
Una vez protegida por las sombras seguí corriendo como antes y dejé atrás las
casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra
acera, doblé la esquina siguiente y me metí por Bates Street, pegada a los
edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior había una luz; una de
ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al
torcer por Albert Street sentí cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto
repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente
hacia mí haciendo eses. Pero el sujeto iba demasiado bebido y ni siquiera me
llegó a ver. De esta forma llegué sana y salva a las lúgubres ruinas de los
almacenes de Bank Street.
Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del
río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos.
Había una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los
almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado
atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación - o lo que quedaba
de ellos - y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vía.
Los raíles estaban oxidados y llenos de orín, aunque casi intactos; más de la
mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil
andar; y más, correr por una superficie semejante. De todos modos procuré
adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante
un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente
en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo.
El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Si era buenamente
posible, lo cruzaría; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y
buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se
encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y
entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mí y estuvo a
punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las
traviesas. Por un momento pensé que no lo podría salvar. Finalmente me
arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caí bien al otro lado.
Cuando salí de aquel puente horrible respiré con alivio. Los viejos raíles
cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona
cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el horripilante
sonido que reinaba en todo Ironsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas
me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba
yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de
peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la
carretera de Rothfield.
Muy pronto empezó una región rocosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de
poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una especie
de isla de terreno firme, algo más elevado, y la línea la atravesaba encajonada
en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto regresar a la zona del
Pozo protegida por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según había
podido apreciar desde la venta del BlackCaster, la línea férrea se hallaba en
este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rothfield, la cual venía a
cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero
de momento debía actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía. Los viejos
campanarios y los tejados ruinosos de Ironsmouth resplandecían grandiosos y
etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto
que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre
él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia
el sur. Era como si una muchedumbre saliese del pueblo por la carretera de
Winterdrake. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud,
pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Incluso me pareció oír
ruidos y voces, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo, pero el
viento me impidió cerciorarme.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos
seres monstruosos y desconocidos que, según se decía, se ocultaban en las
galerías más profundas de la mina.
Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con
dificultad, cuando otra vez se extendió el insoportable sonido agudo. ¿Había
cambiado el viento repentinamente y venía ahora de la mina? Así debía de ser,
en efecto, porque también empezaron a oírse horribles cánticos en estos parajes
hasta entonces silenciosos.
No tardaron en aumentar los ruidos y el chirriar, de manera que me paré,
mortalmente asustada, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la
zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rothfield cruzaba la
vía, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, así que me tumbé
en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a
Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado,
de poco les habría valido con el sonido punzante que imperaba en toda la
región. Encogida bajo los arbustos, me sentí segura un cuando sabía que mis
perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de
distancia. Yo podría verlos, pero ellos a mí no, a no ser que se diera una
funesta casualidad.
Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por
la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de
naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Caminaban de
manera irregular, muy erguidos, casi desfilando militarmente, sin duda se
trataría de los seres más deformes y horribles que cobijaba el pueblo de
Ironsmouth… No me sería agradable recordar el espectáculo después.
El sonido se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse
en un bestial chismorreo de letanías, aullidos y alaridos. ¿Eran ésas realmente
las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin
embargo, yo no había visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por
Ironsmouth. Mientras los oyese caminar por delante de mi escondite, mientras
aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos
firmemente cerrados. El aire vibraba de roncos chillidos, el suelo casi se
estremecía al ritmo acelerado y frenético de sus pisadas. Contuve la
respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados
apretados.
Cuando el último de aquellos creyentes pasó por delante de mi escondrijo se
giraron con gran violencia; un inocente mirlo negro al que por poco no había
aplastado al tumbarme en el suelo, alzó finalmente el vuelo trinando de alegría
al verse a salvo. Él había escapado, pero, no tengo ninguna duda, atrajo su
atención sobre mí. Mis incansables perseguidores, para mi horror, se habían
percatado de mi presencia. Aullando de alegría por haber atrapado a su presa y
con unos gritos animalescos me agarraron férreamente varias decenas de manos, cuyo
tacto me resultaba repugnante, de las que me fue imposible soltarme aún
sirviéndome de todas mi fuerzas. Del mismo modo, mis esfuerzos por alcanzar el
cañón aniquilador guardado en la funda de mi pierna derecha resultaron por
completo infructuosos.
... Misericordiosamente, perdí todos mis sentidos de un fuerte golpe en la
cabeza...
7. Un rito más antiguo que el género
humano.
…Finalmente, llegó el silencio y me sumí en la más profunda oscuridad...
Desde el interior de aquella negrura fui despertando sin saber a que lugar me
habían llevado ni cuánto tiempo había pasado desde que mis captores habían
apresado mi maltrecho cuerpo. Poco a poco, con una actitud de completa sumisión
debida a algún tipo de narcótico, comencé a tener conciencia de donde me encontraba
y de lo que sucedía a mi alrededor; al mismo tiempo que para mi completo terror
me daba cuenta de que habían rasgado mis medias, me habían despojado de mi
falda y de mi corsé y de que habían dado varias vueltas a mi cuello con una
cuerda gruesa y muy áspera, con la que habían amarrado fuertemente mis manos a
la espalda. En vano me retorcía, gritaba y gemía, pues ninguno de entre los
devotos humanos parecía apiadarse de mis lágrimas; antes más, algunos de ellos
me miraban sonriendo de forma malsana.
Seguramente me habían bajado hasta los niveles más profundos del Pozo De La
Negra Cabra. Me asustaba pensar en la antigüedad de aquella población
infestada, socavada por aquellas cavernas corrompidas. Luego vi el ominoso
resplandor de una luz amenazadora y oí el murmullo insidioso de unas voces
enfebrecidas
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una
espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas
adoptadas por el Gobierno a consecuencia de nuestras denuncias desesperadas,
permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una ponzoñosa realidad.
Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal
y tenebrosa como la que envolvía aquel villorrio poblado de demonios? Lugares
como ése conservan propiedades desconocidas para el hombre común y tal vez sus
perversas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por
sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios
desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en
lo más profundo de Ironsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo
con certeza, después de haber oído la confesión de Thaddeus Thomson? Por
cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Thaddeus,
ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza
la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una
engañosa ilusión?
Antes de que aparecieran me creía preparada para afrontar lo peor. Ya había
visto bastantes cosas desagradables en el término de un día, y no imaginaba que
fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habían
perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el agudo
clamor se hizo ensordecedor. Se encontraban ya varios cientos de devotos
delante de mí, observándome con deseosa alegría. Me agarraron sin ningún pudor
por las ataduras que tenía en mis manos, me arrastraron esclavizada por las
interminables galerías y todos se iban aglomerando a medida que se acercaban al
centro del Pozo...
Yo caminaba tambaleándome, descalza y llorando, junto a mis guías mudos, en
medio de una muchedumbre silenciosa. Iba empujada por codos que se me antojaban
de una blandura sobrenatural, estrujada por barrigas y pechos anormalmente
pulposos.
La caverna apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que habían
entrado, porque la mayor parte de la multitud había desaparecido. Todos se
dirigían por las galerías laterales hacia una abertura que había al pie de una
gran roca tallada con extraños símbolos, y se deslizaban por ella sin hacer el
menor ruido. Avancé en silencio y tiritando; me metieron tirando de las cuerdas
de mi cuello en la abertura y desesperada comencé a bajar descalza por los
gastados peldaños de una estrecha escalera de caracol húmeda, impregnada de un
color muy peculiar; que se enroscaba interminablemente en las entrañas de la
tierra, entre muros de chorreantes bloques de piedra y peldaños tallados en la
roca viva. Después de un descenso que duró una eternidad, vi unos pasadizos
laterales o túneles que, desde ignorados nichos de tinieblas, conducían a este
misterioso acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse
excesivamente numerosos. Eran como impías catacumbas de apariencia amenazadora,
y el agudo sonido que despedían fue aumentando hasta hacerse completamente
insoportable.
Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para
siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el
espíritu del hombre. Ni dando crédito al espeluznante relato del viejo Thaddeus
en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demoníaca y blasfema
que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de
describirla. ¿Es posible que bajo este planeta sobrevivan medrando tales
abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que
hasta ahora pertenecía solamente al reino de la pesadilla y la locura?
Lo que más me llenaba de espanto era la columna de fuego. Brotaba como un
surtidor volcánico de las negras profundidades; no arrojaba sombras como una
llama normal, y bañaba las rocas de un amarillo salobre y ponzoñoso. Toda
aquella hirviente combustión no producía calor, sino únicamente la viscosidad
de la corrupción
Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, junto al
resplandor de la fría llama, apareció danzando rítmicamente una horda de
híbridos seres grotescos que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha
podido contemplar jamás celebrando el encuentro con sus divinidades. El desfile
de toda una cohorte de seres repulsivos, realidad o no, aparecieron desde las
galerías cercanas, mientras yo permanecía sumisamente arrodillada. ¿Cómo podía sentirme
tan indefensa, mientras una legión de seres brutales cruzaba y me observaba,
chillando con voces afiladas, junto al lugar donde me encontraba yo? Seres
horribles de mayor altura que un hombre corriente. Unos llevaban enormes joyas
de hierro… otros iban ataviados con ropajes de inimaginable antigüedad…
Estaban todos ellos constituidos por enormes masas contorsionadas formadas por
tentáculos de un color pizarra azulado, con la cabeza pardusca. Aquí y allá,
por toda su gruesa piel, estropajosas y traviesas fauces baboseaban babas
verdes. Sus figuras recordaban vagamente a la de un gran simio, pero sus
cabezas bulbosas estaban coronadas por una maraña de tentáculos de varios
tamaños, siempre incluyendo cuatro más gruesos, con unas esferas iridiscentes que
no se apagaban jamás. Sus voces roncas eran una especie de gritos punzantes y
ácidos; pero evidentemente, constituía un lenguaje con todos los siniestros
matices de expresión de los que carecían sus cuerpos monstruosos.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo
familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en
mi memoria la imagen del collar de Underbury? Se trataba de los mismos seres
cuyas imágenes abominables ornaban la joya de hierro… pero vivos y en todo su
horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el
sacerdote del collar que vislumbré en la cripta de la fraternidad. Esa fue la
visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres,
aunque desde mi cautiverio no podía abarcar toda la catedral subterránea y mi
agotamiento físico y mental me impedía ver con claridad los acontecimientos que
se desarrollaban a mi alrededor.
Desfallecida, hirviendo de fiebre y con la respiración agitada por la paranoia,
contemplé aquel Averno profano de leproso resplandor; y en aquella gruta
estigia vi cómo ejecutaban todos su rito litúrgico y adoraban aquella
nauseabunda columna de fuego pálida y amarillenta. Y vi también, al alcance de
la sucia luz, un colosal bulto amorfo, una espantosa entidad demoníaca. Una
horrible masa que englobaba numerosas estructuras especializadas y orgános,
grasienta e informe en las que se formaban y desaparecían sin cesar decenas de
ojos, tentáculos y fauces temporales; una depravada y cruel criatura
arquetípica. Faltó poco para que me desplomara sobre la fría roca, traspasada
por un espanto que no provenía de este mundo ni de ningún otro conocido, sino
de los espacios enloquecedores y anónimos que se abren entre las
estrellas.
Aquellas violentas alimañas subterráneas se estaban preparando para una de las
liturgias más importantes de todo el año. Percibí el doliente ritmo rápido y
violento en que se habían transformado sus voces punzantes. Danzas frenéticas
se ejecutaban con negras y fornidas pezuñas; los subterráneos hacían girar y
retorcerse sus babosos tentáculos siguiendo un ritmo brusco y sostenido,
rindiendo así culto durante horas a sus repulsivos gobernantes, mientras sus
súbditos humanos se desnudaban, acercándose en comunión a aquella blasfemia
gemela que por todo su cuerpo hacía burbujear repugnantes órganos
genitales.
Era el rito de la reproducción, más antiguo que el género humano y destinado a
sobrevivirle. Y en aquella gruta inmemorial vi cómo todos los devotos humanos
ejecutaban el impío rito sexual hasta el agotamiento y adoraban a la
nauseabunda criatura. Y vi también, fuera del alcance de la venenosa luz, a las
afortunadas mujeres embarazadas que habíamos visto deambular por el pueblo.
Estas eran conducidas a unos corruptos nichos ceremoniales excavados en la
roca, donde durante un ritual de alumbramiento abominable, reventaban sus
vientres debido al grotesco tamaño del recién nacido. Sus cuerpos, convertidos
en unas masas hinchadas y sanguinolentas, eran abandonados allí sin una muestra
de humanidad para dar la bienvenida con generosas muestras de alegría a la
monstruosa nueva criatura.
Y mientras, las alimañas subterráneas emitían también unas notas sutiles y
apagadas en la fétida oscuridad donde apenas nada podía ver. Pero lo que más me
llenaba de espanto era el inmenso diablo que retorcía sus asquerosos tentáculos
en las negras profundidades. Ahora conocía el destino que sus aliados me tenían
reservado. Una vez más, sin miramientos, tiraron de mí hasta un obsceno y
repugnante altar de piedra delante de la horrible llama, donde me obligaron a
arrodillarme, desnuda y empapada, con el rostro pegado a la sucia piedra. En un
rito de ofrecimiento y fertilidad, entregaron mi cuerpo agotado, helado y
tembloroso para su reproducción a aquella maldición.
8. Groseros gritos de placer.
Uno de los seres subterráneos, con vestiduras ceremoniales y tocado con un
elaborado collar de hierro se movió con gran ceremonia hasta colocarse frente
al horrible altar y ejecutó unos rígidos ademanes rituales hacia el semicírculo
que le miraba.
En determinados momentos del rito, los subterráneos rindieron homenaje de
acatamiento, especialmente cuando levantó por encima de su cabeza el
arquetípico y detestable grimorio Necronomicon, escrito por el árabe loco
Al-Azrad. Yo también me vi obligada a tomar parte en todas las reverencias,
puesto que cada vez que el monstruoso sacerdote aquel recitaba ciertas
palabras, algunos de los devotos se dedicaban a torturar todo mi cuerpo de las
formas más infames. Después, el sacerdote hizo una señal a los que danzaban y
cantaban en la oscuridad; éstos cambiaron su punzante chirrido por un tono más
incisivo, provocando con ello un horror inimaginable e inesperado. Faltó poco
para que me desplomara sobre la piedra del altar, traspasada por un espanto
desconocido y cósmico.
Con un horror sin límites, retorcía indefensa mis brazos y piernas intentando
liberarme de las sogas que me esclavizaban. Varias de aquellas malolientes
criaturas subterráneas, impasibles ante mi dolor, sujetaban fuertemente mis
manos heladas a la espalda, mientras otros abrían mis piernas hasta colocarme
ante la depravada criatura que se desplazaba extendiendo el volumen de su
cuerpo hacia el altar donde yo yacía completamente agotada; moviendo de forma lujuriosa
sus viscosos y excitados órganos mientras los devotos que me rodeaban proferían
groseros gritos de placer.
Con mi rostro descompuesto y lleno de lágrimas, cuando ya pensaba que hasta mi
desolada vida estaba perdida, pude apenas ver la que me pareció una silueta
bien conocida oculta entre unas rocas, la de mi querida colega Rayne
WitchGrim.
Debíamos salvarnos a toda costa de la sombra maligna de Ironsmouth, así que
trató de valerse de sus miembros entumecidos y fatigados. En el último momento,
antes de que mi cuerpo fuera brutalmente saqueado por aquella pareja de seres
repulsivos, se lanzó en una loca carrera entre aquella muchedumbre de las
entrañas de la Tierra, antes de que sus furiosos chirridos pudieran hacer caer
sobre ella las legiones de devotos que aquellos abismos de ecos cortantes
ocultaban. Para sorpresa de todas aquellas horribles criaturas, alcanzó el
centro de la bóveda cavernosa en una rabiosa carrera y una vez allí utilizó una
hoja de cuchilla para hacerse, según me explicó más tarde, un corte en la palma
de su mano izquierda de la que comenzaron a manar unas gotas de sangre, con las
garras de un animal en su otra mano invocó un hechizo fantasma que provocó
manifiestas heridas y laceraciones sangrantes por todo el cuerpo de sus objetivos.
Un furibundo rayo de un increíble color blanco surgió con un ligero toque de
las puntas de sus dedos e insufló un embrujo que se lanzó violentamente como el
proyectil de una honda hasta la parte superior de la pútrida gruta en la que
nos encontrábamos atrapadas. Cuando la bomba arrojadiza asestó el golpe
esperado contra la bóveda cavernosa, miles de purificadoras e inocentes bolas
de luz explotaron contra las paredes rocosas bajo la superficie cegando a los
retorcidos y monstruosos habitantes de las profundidades y sus impíos adeptos
que lanzaban sorprendidos y agudos chillidos de dolor, a la vez que se tapaban
los ojos heridos desacostumbrados a tan fuertes fuentes de luz. A pesar de la
debilidad y el hambre, el horror y el aturdimiento, Rayne se sintió al cabo con
fuerzas para ayudarme a ascender hasta la superficie y caminar. Mi cabeza era
un caos y tan solo podía balbucear confesiones incoherentes. Acabábamos de
salir del Pozo cuando se produjo un gran alboroto en el interior. Nos detuvimos
por un instante, pero cuando aquellos horribles gritos cesaron, corrió cargando
con mi cuerpo desmayado hasta el camino más cercano donde nos dejamos caer
fatigadas.
9. Tumbada sobre la hierba.
... Un lugar cálido y luminoso...
... Más tarde, el Sol calienta mi cuerpo tibio...
... Sobre las suaves hojas de los árboles vuelan insectos pintados de vivos
colores...
Me encontraba tumbada sobre la hierba, bajo la sombra de un árbol frondoso.
Contemplé el cielo a través de las hojas del árbol, verde sobre azul. Escuché el
zumbido de los insectos y el bello trinar de un pájaro, noté un pequeño
movimiento en las hierbas próximas, que seguramente indicaba el paso de algún
animalillo y, me maravillé de la melancólica paz del lugar y de la abismal
diferencia con el anterior chirrido continuo y agudo. Levanté la cabeza, aún
aturdida, y vi a mi compañera de aventuras, caminando bajo el cálido sol, según
parecía libre de toda inquietud. No había una sola huella en el barro fresco,
ni sonidos horrendos en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos
campanarios de Ironsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía
ni un ser viviente en toda la zona desolada de las minas. Mi reloj andaba
todavía. Eran más de las doce.
En el fondo de mi mente palpitaba el sentimiento de algo tremendamente
espantoso.
Rayne me mostró donde se encontraba nuestro automóvil y el camino que salía de
aquella región maldita y emprendimos la marcha, sin prisas ya, por la enfangada
carretera de Rothfield.
- No creo que le quede mucho tiempo a
este mundo – supuso mi adorada Violet, temblado y con los ojos llenos de
lágrimas.
- Lo sé – contesté esforzándome por no
llorar, apenas sentía las manos -, no he sido tan fuerte como presumo de serlo.
Me atraparon. Casi hago que nos maten... o algo aún peor.
Avanzamos con marcha insegura, como sonámbulas, y no nos atrevimos a mirar
hacia atrás hasta que habíamos recorrido un buen trecho. De ningún modo
hubiéramos osado regresar a las inmediaciones del Pozo De La Negra Cabra...
Lo que pasó fue sencillamente que caí desvanecida de nuevo, sin decir palabra,
igual que ya me había ocurrido en la tenebrosa cavernosidad aquella, entre las
inmundas criaturas, apenas unas horas antes.
¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más
profundo de Ironsmouth como una maldición?
¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión
del viejo loco Thaddeus Thompson? Por cierto, que los agentes del Gobierno
jamás encontraron al pobre Thaddeus, ni supieron explicar cuál había sido su
destino.
10. ¿Thaddeus...? Estas embarazada,
Violet.
Al anochecer nos encontrábamos en Rothfield, bien comidas y con ropas
presentables. Cogimos el tren de la noche para Winterdrake, y al día siguiente
nos presentamos a las autoridades locales para hacer unas largas declaraciones,
que repetimos a nuestra llegada a Londres. El público ya conoce las
consecuencias de nuestra denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada
más que añadir. Tal vez la locura se está apoderando ya de mí.
A partir de ese momento mi vida ha sido una pesadilla de lucubraciones y
pensamientos tenebrosos. Y a no sé dónde termina la espantosa realidad y dónde
comienza la locura. Eso ocurrió hace unos nueve meses, pero la tenebrosa
amenaza de la que escapamos aún existe para mí, como los ecos de un sueño que
se demora en el despertar.
Anoche una mano acarició delicadamente mi mejilla. Me desperté todavía entre
nubes para mirar a mí alrededor.
Sentado al borde de mi cama, lucía casi igual que la última vez que conversé
con él. Su rostro antes amargo y sucio me observaba ahora sonriente, terso y
con una barba pulcramente afeitada. Vestía un impermeable con capota.
- ¿Thaddeus...? Estás muerto.
Me regala una sonrisa plácida y gentil.
- Lo sé. Esto es un sueño,
Violet.
Nos miramos a los ojos durante lo que en verdad me pareció una eternidad. Y
ante la misteriosa muerte de él y el horror por el que he que pasado me
prometió protegerme para siempre. La voz de Thaddeus se volvió extrañamente
fría.
- Por favor, abrázame – me fundí en sus brazos como un bebé asustado.
- Estas embarazada, Violet. Tu hija
será su objetivo ahora. Debe morir de inmediato. Ella será quien les abra de
par en par el camino hacia la ruina y la perdición de la humanidad.
Abrí de nuevo los ojos y ya no estaba entre sus
brazos. Se encontraba al otro
lado de la habitación. Observándome con una incomprensible mirada
acusadora.
- Lo sé.
- No lo olvides, Violet. Debes acabar
con la criatura.
- Lo sé, pero no soy tan fuerte como
aparento – lágrimas amargas se deslizaban por mis mejillas -. No puedo hacerlo.
Seré la única responsable de tan funesto destino.
Se dirigió con lentitud hacia la puerta cerrada.
- ¡Thaddeus, no te vayas! – grité
angustiada a la vez que alargaba mis brazos hacia él.
Pude ver a Thaddeus atravesar la puerta y salté de la cama desconsolada. Tiré
del pomo de la puerta pero no había nadie detrás de ella. Salí dando tumbos del
dormitorio. Thaddeus se encontraba ya, de algún modo imposible, caminando a
grandes pasos al otro lado del oscuro y lúgubre corredor. Una enigmática
silueta vestida con una larga gabardina que desapareció a la vuelta de la
esquina.
Corrí tras él, mientras mis pies desnudos palmeaban el frío linóleo. Mi camisón
blanco flotaba detrás de mí a la vez que corría en mi sueño por un pasillo en
apariencia infinito. Alcancé la esquina, resbalé y...
Y mi embarazo sigue así adelante. O, para ser más precisa, mi embarazo de
concepción no humana, pues aún no he conocido varón.
¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último
temor no sea más que una engañosa ilusión?
Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror; o acaso de un prodigio,
aún mayor.
FIN
Gracias por leer esta historia. Si la has disfrutado; por favor, dedícale un momento y califícala o escribe un comentario en twitter @FedericoVidal19
Gracias.
Federico Vidal