EL ABISMO BAJO IRONSMOUTH

Nauseabundo, Voraz y Profundo Horror Cósmico

Federico Martin Vidal Alonso


Terror, Horror, Ciencia Ficción, Lovecraft, Steampunk, Fantasía


Martin Alonso @FedericoVidal19


Una valiente aventurera llamada Violet Wraithwood, que no duda en explorar el mundo y meterse en problemas. Viste un corsé protector y habitualmente utiliza gran variedad de armas.
Una audaz espiritista conocida como Rayne WitchGrim, interesada en los volúmenes antiguos y el conocimiento arcano. Intenta siempre aprender nuevos conjuros y desenterrar los secretos del pasado.
Viven, trabajan y se divierten en la Inglaterra Victoriana, donde la tecnología a vapor sigue siendo la predominante, en un mundo casi mágico donde conviven con lo barroco, lo alocado y lo grotesco.
Nuestras dos protagonistas oyen hablar sobre un pueblo minero llamado Ironsmouth y deciden visitarlo. Allí, unos seres extraños frecuentan las más profundas galerías trayendo prosperidad a cambio de un precio demasiado alto. Violet y Rayne deciden investigar guiadas por una curiosidad inexplicable que llevará su búsqueda hasta sus últimas consecuencias.
 
 
“Existen dificultades al intentar examinar todas las religiones desde un punto de vista histórico. Los dioses míticos personales, vivos y espirituales hicieron algunas promesas. Debemos habituarnos al concepto de que la fe en un orden del mundo creado por voluntad divina que se ha desarrollado durante siglos va a derrumbarse. Unos pocos años de investigación correcta ya ha hecho caer las creencias esenciales a las cuales no presentábamos ningún inconveniente.”
Henry Von Devonshire
 
 
1.    Puede que no haya oído usted hablar jamás de Ironsmouth.

Aquellos ciudadanos con la costumbre de leer la prensa diaria recordarán que durante el verano de 1892, las fuerzas de seguridad al servicio del Gobierno de su Majestad llevaron a cabo una investigación secreta sobre ciertas instalaciones de las antiguas minas subterráneas de la ciudad de Ironsmouth, en Sharptemple. El público general se enteró de ello en febrero, porque fue entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos de la quema y voladura sistemáticas; efectuadas con las precauciones convenientes, de una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas y supuestamente deshabitadas, que se alzaban en las cercanías de los abandonados barrios adyacentes a los pozos mineros. Las personas poco juiciosas no prestarían mayor atención a este suceso, y lo considerarían sin duda como un episodio más de la larga lucha contra el contrabando.
En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de detenciones, el desacostumbrado despliegue de las fuerzas armadas que se emplearon para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco cuales eran los cargos de los que se les acusaba. Se escribieron informes imprecisos acerca de enfermedades mentales y campos de concentración, y más tarde se habló de evasiones en varias prisiones militares, pero ninguna explicación concluyente fue revelada. La misma ciudad de Ironsmouth se había quedado casi despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer.
Las airadas protestas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron silenciadas tras largas deliberaciones en secreto; los representantes de dichas sociedades efectuaron varias visitas a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia de éstas, dichas organizaciones perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno de su Majestad. Sólo un periódico - un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón - hizo referencia a cierta misión militar secreta de un contingente del Ejército regular, cuya misión fue detonar cargas explosivas de gran potencia en los abismos del interior de la tierra justo debajo del Pozo De La Negra Cabra; mientras que el Real Cuerpo Aéreo destruía con sus nuevos dirigibles bombarderos grandes zonas en la superficie. Esta información, recogida casualmente en una taberna cercana, parecía un tanto fantástica ya que La Negra Cabra, oscura y abandonada, queda por lo menos a kilómetro y medio de la explotación minera de Ironsmouth.
Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos comentaron mucho la cuestión, pero se mostraron extremadamente reservados frente a las incómodas preguntas de los visitantes. Llevaban casi un siglo hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Ironsmouth y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde muchos años antes. Habían sucedido demasiadas cosas que les enseñaron a ser reservados en extremo, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, no eran conocedores de gran cosa en realidad, porqué materiales abandonados por los mineros a lo largo del camino; tales como gigantescas palas de excavación, cadenas y escombros, hacían la llegada a Ironsmouth muy complicada, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían alejados.
Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión. Estoy convencida de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los horrorizados agentes que irrumpieron en Ironsmouth no pueden causar ningún daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más en profundidad, ya que el caso, y el mal recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.
Fuimos nosotras quien, a primera hora de la mañana del 18 de agosto de 1891, huimos frenéticamente de Ironsmouth, y quienes suplicamos horrorizadas al Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio anteriormente relatado. Nosotras estábamos firmemente resueltas a guardar el secreto mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido interés y curiosidad, tenemos un extraordinario deseo de relatar, en voz muy baja, la terrible experiencia que pasamos en aquella población minera de tan siniestra reputación, sobre la que se cierne una sombra blasfema y mortal. El mero hecho de escribirlo firmando como Violet Wraithwood me ayudará a recobrar la confianza en mis menguadas facultades y a convencerme de que no fui simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva junto con mi compañera de investigación, la reconocida espiritista Rayne WitchGrim. Me servirá además, para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún tengo que dar.
Nunca habíamos oído hablar de la localidad de Ironsmouth hasta la víspera del día en que la visitamos por primera y; hasta ahora, última vez. Y fue en el despacho de nuestra agencia de investigación O.V.A. siglas de OuterGods Vaporizing Agency donde, de labios de uno de nuestros más antiguos clientes, oímos hablar por vez primera de Ironsmouth. El caballero, hombre delgado de rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mi interés por aquella ciudad de tan insólito nombre y no fueron pocos sus esfuerzos por hacerme conocer la historia antigua de aquella desconocida población.
-     Puede que no haya oído usted hablar jamás del pueblo ese... A la gente no le gusta.
Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Ironsmouth. Cualquier referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrado en las guías actuales de la moderna infovisión me habría interesado, pero además, la manera que tuvo el conocido cliente de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de atención para cualquier aventurera que se precie. Así que pedí al hombre que me informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó:
-     ¿Ironsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro. Está en la desembocadura del río Idris. Era casi una ciudad, una industria relativamente importante, pero se ha arruinado durante los últimos cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Ace — El caballero estaba dejando más que claro sus amplios conocimientos sobre la historia de aquella desconocida ciudad -. Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria, excepto la minería y las máquinas de carga. Años atrás había algunas fábricas, pero ahora no queda más que una planta de procesado que además se pasa largas temporadas sin funcionar. Sin embargo, esa planta de procesado fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Greison, el dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una grave enfermedad mental y no se deja ver. Es nieto del viajante Reginald Greison, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que procedía de los bosques del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Winterdrake, hace cincuenta años. A la gente de por aquí no le gustan los de Ironsmouth, y si alguno lleva sangre de Ironsmouth procurará siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Greison tienen un aspecto normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca.
¿Que por qué las cosas andan tan mal en Ironsmouth? — preguntó retóricamente nuestro amable cliente, continuando con su torrente imparable de información -. Bueno, muchacha, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí, Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Ironsmouth, y me figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo terrateniente Greison negociaba con el diablo y sacaba orcos oscuros del infierno para traérselos a vivir a Ironsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y sacrificios espantosos, cerca de los Pozos, y que lo descubrieron allá por el año 1845 más o menos... Pero yo soy de Blindheim, Alemania, y no me trago esas historias. Tendría usted que oír lo que cuentan los viejos de la mina más profunda... El Pozo De La Negra Cabra lo llaman. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios saliendo de esa mina, desparramados por allí o saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de aquellos bosques. Es un Pozo almenado y desigual, a bastante más de una milla de cualquier otra veta conocida. Últimamente los mineros solían desviarse bastante para evitarla - todos estos comentarios apenas susurrados pusieron en alerta a mi compañera, que cesó la lectura de un antiguo grimorio, dejándolo con delicadeza sobre una mesa para así prestar mayor atención a la historia que nos estaba contando el caballero -. Los mineros que no procedían de Ironsmouth, se entiende. Una de las cosas que tenían contra el terrateniente Greison era que, al parecer, bajaba hasta las galerías más profundas algunas veces por la noche, y hasta es posible que bajase en busca de algún tesoro legendario; pero lo que decían es que negociaba con los demonios subterráneos. Para mí, la pura realidad es que fue el terrateniente quien verdaderamente le dio fama de siniestro al Pozo — El caballero hizo una breve pausa y cerró con fuerza los ojos, como tratando de recordar algún dato importante que yacía olvidado en lo más profundo de su memoria -. Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que murió más de la mitad de la población de Ironsmouth. No se llegó a explicar completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trató de  algún gas nocivo procedente de las rocas. Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas.
Pero lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es un simple prejuicio racial... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Ironsmouth y no me gustaría ir a ese pueblo por nada del mundo.
Bueno, algo de eso debe haber detrás de la gente de Ironsmouth. El lugar siempre estuvo separado del resto de la comarca por profundos riscos y altas sierras, y no podemos estar seguros de lo que pasaba en realidad, pero está bastante claro que el viejo terrateniente Greison debió traerse a casa a unos tipos forasteros, cuando tenía sus tres explotaciones mineras en actividad, allá por los años veinte o treinta. Ciertamente, la gente de Ironsmouth posee un carácter huraño y repulsivo; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es una cosa que te pone la carne de gallina. Poseen una alternancia de estados de ánimo exaltados y eufóricos y periodos de melancolía. Algunas de sus mujeres fallecen durante el parto siendo aún muy jóvenes. Los más viejos son los que peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el espejo! Los animales les tienen aversión... Solían tener muchos problemas con los perros, antes de aparecer el automóvil. Nadie de por aquí, ni de Londres ni de Winterdrake, quieren tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con sequedad cuando vienen al pueblo o cuando alguien intenta comerciar en su pueblo. Lo raro es la cantidad de mineral de hierro que sacan siempre de la mina, si no hay ninguna veta más por allí cerca...
Sí, hay un hotel en Ironsmouth; se llama BlackCaster House, pero me parece que no es gran cosa. Yo les aconsejaría que no se quedaran. Es mejor que pase la noche aquí y mañana por la mañana coge el autobús a vapor de las diez; luego puede salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Londres. Hubo un inspector de Hacienda que paró en el BlackCaster hará unos dos años, y sacó de allí un sinfín de impresiones desagradables.
Lo que más le chocó al hombre ese; Clark se llamaba, era la forma con que le  miraba la gente de Ironsmouth; parecían talmente como policías vigilándole. La refinería Greison le pareció bastante rara... Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Idris, en su desembocadura.
Lo que contó estaba de acuerdo con lo que yo sabía ya. Libros mal llevados, ninguna cuenta clara, y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha habido siempre cierto misterio sobre la forma como los Greison obtienen el hierro que refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas extracciones de hierro, pero hasta hace unos años enviaban en grandes vagones de tren cantidades enormes de mineral.
Se solía hablar de ciertas joyas cuya génesis era desconocida y que los mineros y los trabajadores de la refinería vendían en secreto, o que llevaban a veces las altivas mujeres de la familia Greison. Algunos pensaban - y lo piensan todavía - que había encontrado un antiguo escondrijo de ladrones en el Pozo De La Negra Cabra. Pero lo más raro es que el viejo terrateniente murió hace sesenta años, y desde entonces no ha salido de Ironsmouth ningún gran cargamento de mineral de hierro.
 
 
2.    El Pozo De La Negra Cabra.

La plaga del cuarenta y seis debió de llevarse lo mejor del pueblo. En todo caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Greison y los demás ricachos son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de cuatrocientos en todo el pueblo, a pesar de lo grande que es. Son lo que en el Sur llaman tipos huraños y disimulados, llenos de secretos y misterios. Extraen mucho hierro, y lo exportan en camiones a vapor. Es anormal la cantidad de toneladas de hierro que sacan de ese trozo de tierra.
Nadie ha podido averiguar lo que hacen en ese pueblo. Las escuelas oficiales del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien recibidas en Ironsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre.
Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar. Nunca he estado en el pueblo ese ni me apetece ir, pero me figuro que visitarlo de día no supone riesgo alguno... A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo hiciera. Si está usted haciendo investigaciones o buscando cosas antiguas, Ironsmouth es un lugar que le interesará.
Después de lo que nos contó el buen hombre aquel, nos pasamos casi toda la tarde en la Biblioteca Pública de Oldburycity, buscando datos sobre Ironsmouth. Luego pregunté a las gentes de las tiendas, del restaurante, incluso en la comisaría, pero pude comprobar que era más difícil de lo que había predicho el empleado de la estación sacarles algo en limpio. Por lo demás, no disponía de tiempo para vencer su instintivo recelo. Me pareció que desconfiaban por alguna razón, como si fuera sospechoso todo aquel que se interesara demasiado por Ironsmouth. Era evidente que a los ojos de las personas de formación Ironsmouth era meramente un caso exagerado de degeneración cívica.
Los anuales de historia que nos sirvieron en la biblioteca decían bien poco: que el pueblo se fundó en 1643, que era célebre por su actividad minera, antes de la Revolución, y que llegó a gozar de gran prosperidad naval a principios del siglo XIX; más tarde, se convirtió en centro industrial de segundo orden, gracias al aprovechamiento de las aguas del Idris como fuente de energía. Se referían muy veladamente a la epidemia y a los desórdenes de 1846, como si constituyesen un descrédito para todo el condado.
También se decía poca cosa de su proceso de decadencia, aunque el capítulo final era bien elocuente. Después de la Guerra de Chain, toda la vida industrial de la localidad quedó reducida a la Greison Refining Company, y el mercado del hierro constituía tan sólo un pequeño residuo de lo que había sido su comercio. Pero el metal se pagaba cada día menos, a medida que bajaba el precio de la mercancía debido a la competencia de las grandes empresas, aunque nunca hubo escasez de metal alrededor de la explotación minera de Ironsmouth. Los extranjeros se asentaban raramente por allí. Se decía que lo había intentado cierto número de polacos y rusos, pero que fueron expulsados de una manera singularmente enérgica.
Lo más interesante de todo era una breve nota referente a ciertas joyas vagamente asociadas a la localidad de Ironsmouth. Evidentemente, el caso había impresionado a toda la región, ya que el libro hacía referencia a determinadas piezas que se hallaban en el Museo de la Universidad del Mercydrake, de Londres, y en el salón de exhibiciones de la Sociedad de Estudios Históricos de Underbury. Las descripciones fragmentarias de tales joyas eran escuetas y frías, pero nos causaron una impresión difícil de definir. Todo aquello me resultaba tan singular y excitante, que no se nos iba de la cabeza, y a pesar de la hora avanzada, decidimos acercarnos a ver la pieza que se conservaba en la localidad. Por lo visto era un objeto grande, de geniales proporciones, muy parecido a un collar.
El bibliotecario me dio una nota de presentación para el conservador de la sociedad. El conservador resultó ser una tal Josephine Sinclair, soltera, que vivía allí cerca, Tras una breve explicación, la anciana se mostró muy amable y nos sirvió de guía. El museo de la sociedad era notable en verdad, pero mi estado de ánimo era tal, que no tuve ojos más que para el raro objeto que relumbraba en la vitrina del rincón, bajo el foco de luz eléctrica.
No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante el sobrenatural esplendor de aquella portentosa fantasía que descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo. Incluso ahora sería incapaz de describirlo con precisión, aunque no había duda de que era un collar, como decía la inscripción que había leído. Su parte delantera era muy elevada, construido con un extraño cristal de forma oval alojado en su centro y con un contorno ancho y curiosamente irregular, como si hubiera sido diseñado para un cuello curiosamente ancho. Parecía de oro, aunque poseía una misteriosa brillantez que hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente identificable. Su estado de conservación era casi perfecto. Me podría haber pasado horas enteras estudiando los sorprendentes y enigmáticos adornos, geométricas runas, sencillos motivos arcaicos, cincelados o moldeados con maravillosa habilidad.
Cuanto más la miraba, más fascinada me sentía, y en esta fascinación encontraba algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una ajena calidad artística lo que alimentaba ni desasosiego. Todos los objetos de arte que había visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o racial conocida, o a alguna de esas tendencias modernas que rompen con toda tradición. Pero aquel collar no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o moderna. Jamás había visto algo parecido. Era como si aquella preciosa obra de artesanía perteneciese a algún lejano planeta.
Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá igualmente poderosa, esto es, a la extrañeza general de sus motivos ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y secretos remotos hundidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio. La naturaleza representada en los relieves, invariablemente monstruosa, resultaba casi siniestra. Había unos monstruos fabulosos, extravagantes y malignos, unos seres mitad humanos y mitad blasfemos que me obsesionaban hasta el extremo de despertar en mí una especie de casi recuerdos. Era como si yo misma tuviera de ellos una vaga memoria, remota y terrible, que emanase de las células secretas donde duermen nuestras imágenes ancestrales más espantosas. Me daba la impresión de que cada rasgo de aquellos horrendos seres desbordaba la última quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida.
En curioso contraste con el aspecto del collar, estaba su breve y sórdida historia. Según me contó miss Sinclair, en 1873 cierto individuo de Ironsmouth, borracho, la había empeñado por una suma ridícula poco antes de morir en una riña, en una tienda de Providence Street. La Sociedad de Estudios Históricos la adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en uno de los lugares más destacados de su salón, con una etiqueta en la que se indicaba que probablemente provenía de la India oriental o de Indochina, aunque ambas suposiciones eran francamente problemáticas.
Miss Sinclair, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen del collar y su presencia en Inglaterra, se sentía inclinada a creer que había formado parte de algún tesoro enterrado descubierto por el viejo terrateniente Reginald Greison. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los Greison, al enterarse del paradero de la joya, habían intentado adquirirla ofreciendo una suma elevadísima que todavía mantenían pese a la firme determinación de la sociedad de no vender.
Mientras la amable señora nos acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis sobre el origen de la fortuna de los Greison estaba muy extendida entre los intelectuales de la región. Ella nunca había estado en Ironsmouth, pero sentía aversión hacia sus habitantes, según dijo, a causa de su degeneración física, moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores existentes acerca de cierto culto satanista practicado en Ironsmouth encontraban apoyo en el hecho de que hubieran ganado allí numerosos adeptos determinados ritos secretos que habían terminado por absorber a todas las iglesias ortodoxas.
Esos ritos eran practicados por los llamados «Servidores Negros de R’yurath», y se trataba sin duda de alguna religión pagana y degenerada de origen oriental que había sido importada, al parecer, en una época en que la minería había escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen aceptado, ya que de pronto, a partir de su instauración, la extracción de metal había vuelto a ser próspera y abundante. La «Orden» no tardó en alcanzar una gran preponderancia en el pueblo, sustituyendo por completo a la tradición mística de los rosacruces e instalándose incluso en la antigua fraternidad Rosacruz de New Church Iron.
Todo esto, según la piadosa miss Sinclair, constituía un argumento decisivo para rehuir la diabólica y mísera ciudad de Ironsmouth. A nosotras en cambio nos despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e histórica que sentía se sumaba ahora un entusiasmo antropológico, de tal modo que sólo pudimos conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear.
A la mañana siguiente, poco antes de la diez, hicimos las maletas. Además de con varios ropajes, en la mía no podían faltar mi pareja de gemelas y elaboradas pistolas eléctricas de rayos y mi indispensable cañón de plasma aniquilador; mi compañera prefirió varios libros de gran antigüedad sobre antigua magia ya olvidada, así como su elegante infovisor, dispositivo enciclopédico en soporte eléctrico, en el que se expone el conjunto de los conocimientos humanos o de los relativos a una ciencia en artículos separados.
Nos vestimos con nuestras habituales ropas. Yo elegí mi habitual camisa blanca con encajes, un corsé protector, falda corta y medias a rayas y unas botas de cuero; mientras que Rayne se vistió con una camisa negra, falda gótica de encaje y unas botas altas y oscuras decoradas con pálidas calaveras.
Al amanecer, nos encontramos junto a nuestro ligero y bello vehículo. Nos sentamos en sus confortables asientos de cuero negro y arranqué el quemador de combustible de nuestro moderno automóvil a vapor. Cuando los varios manómetros marcaron la presión correcta, se escuchó el típico sonido de los engranajes y cadenas en movimiento y con una leve sacudida comenzó a moverse. Marchábamos a unas buenas 80 MPH. y pronto dejó atrás los viejos edificios de Old Shop Street, retemblando y soltando un ligero vapor por la válvula de seguridad. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirarnos... o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por Hell Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún.
Era un día de calor y de sol. El paisaje pedregoso, de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía las grandes rocas y el abismo oscuro de la sierra de Plumb Hole. Después de desviarnos de la carretera general que seguía a Rothfield y Lilywith, tomamos un camino que siguió bordeando la sierra. No se veían casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que, cuando los ríos bajaban altos, contribuían a aislar aún más la región.
El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada que no supuso ningún problema para el motor de nuevo diseño y potencia mejorada.
Sufrí los temblores de un escalofrío al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotras, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si nuestro coche a vapor fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. Un cielo lleno de nubarrones oscuros llegaba cargado de intimidantes sombras.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del valle, justo al norte de una larga muralla de grandes rocas que culmina en Queen Head y tuerce después hacia Cape Squirt. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Ironsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el gris del cielo. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. La mayoría de ellas estaban lejos de la mina, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de hierba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rothfield y a Lilywitch.
El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio minero. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica en la que se distinguían las menudas figuras de algunos trabajadores sentados.
Los Pozos se encontraban en un estado ruinoso. Y allá lejos, pude distinguir un agujero profundo y negro que apenas era visible y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Pozo De La Negra Cabra. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un gran malestar interior.
No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las herramientas y los escombros abandonados. Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines, siempre en medio de un desagradable sonido agudo. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la hierba. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Muchos tenían alguna deformidad, cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable.
Al llegar el auto a vapor a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oír el crujir de muelas de una cantera en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un eco agudo e insoportable.
No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salían a la izquierda en dirección a las explotaciones mineras estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un oxidado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas - edificios de piedra labrada y techumbre negra como el carbón de principios del siglo XIX - se veía que todavía estaban en condiciones. Fascinada por el interés de cuanto veía, me olvidé del chirriar repugnante y de la sensación opresiva que había experimentado al principio.
Pero no habíamos de llegar a nuestro punto de destino sin yo recibir otra impresión tremendamente desagradable. Desembocamos en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada del blanco más puro en tiempos atrás, estaba ahora de un sucio color gris ceniza, además de tristemente desconchada. Las letras metálicas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Servidores Negros de R’yurath». Se trataba, pues, de la antigua fraternidad de la Orden Rosacruz, actualmente consagrada a un maligno culto degradante y blasfemo. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana resquebrajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de Ironsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre tenía las manillas oxidadas y algo quebradas, pero sabía que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, que veíamos dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una indumentaria ajena a cualquiera vista con anterioridad en los ritos religiosos que conocía, adoptada tal vez cuando los Servidores Negros de R’yurath había decidido modificar la liturgia de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue el collar que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Sinclair nos había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de aspecto huraño se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en una plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A nuestra derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza cuadrada y espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era BlackCaster House.
Me alegré de bajar de nuestro bello automóvil a vapor. Inmediatamente después, procedimos a consignar nuestras maletas en el sórdido vestíbulo del hotel. Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Así que salimos a dar una vuelta por la plaza. Nos entretuvimos con curiosidad en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharnos de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una decena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria del pueblo, las Refinerías Greison. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba del centro comercial de Ironsmouth. Hacia oriente se podían ver las negruzcas polvaredas de los Pozos mineros, tras los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refinería Greison.
Después de pensarlo un rato, decidimos empezar nuestras indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Ironsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su constante chillido agudo, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Londres y vivía con una familia que procedía de Thomsonwitch. Siempre que podía, hacía una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Ironsmouth, pero la empresa lo había destinado allí y él no deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Ironsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Silver Street. De aquí nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales - Broad, Wales, Leather y Albert - y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio; cuya arteria era Machine Street, encontraría unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que nosotras no llamáramos demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se decía que algunos forasteros habían llegado a desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según habían aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinería Greison, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de los Servidores Negros de R’yurath situado en New Church Iron. Los cultos que se practicaban permanecían en el más absoluto de los misterios. Todos ellos habían sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Ironsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más espeluznantes ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y orgiásticos hacían alusión a ciertos apareamientos prodigiosos, a consecuencia de los cuales se obtenía una descendencia inmortal en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Londres, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Ironsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía raramente y vivían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna minería. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consumían, se debían de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Era lo más desagradable del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades; que ellos denominaban apareamientos sagrados, celebradas dos veces al año, el 30 de Abril y el 31 de Octubre.
Eran muy aficionados a las galerías subterráneas, y siempre estaban bajando a los Pozos. Las competiciones hasta el lejano Pozo De La Negra Cabra eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta que las únicas personas que aparecían en público eran de edad avanzada. Era muy raro encontrar jóvenes varones sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con las casi inexistentes jóvenes de sexo femenino.
Naturalmente, sólo una grave enfermedad hereditaria podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en los varones jóvenes… En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos.
Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas cercanas al famoso Pozo se comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear por las calles próximas a la comisaría. Este venerable personaje, Thaddeus Thomson, tenía noventa y seis años y tenía fama de estar mentalmente desequilibrado, por haber sido recluido durante los años de su juventud en un hospital para enfermos mentales. Era un individuo huidizo y testarudo que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. En sus pocos momentos de lucidez, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar la lectura de cualquier periódico entre cuyas noticias buscaba con interés ciertos datos relacionados con imaginarias y peligrosas conjuras, y una vez se le obsequiaba uno de ellos, contaba las historias más asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podríamos sacar de él, ya que no decía más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente trastornada. Nadie le creía, pero a los de Ironsmouth no les gustaba verle leer los amarillentos diarios y charlar con forasteros. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías que corrían por ahí provenían de él.
Es cierto que algunos habitantes de Ironsmouth que procedían de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Thaddeus, unidas a la deformidad de algunos de sus habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de metal era casi increíble; de todos modos, en Ironsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Greison nunca se dejaba ver.
Por lo visto, una de las hijas de Greison era verdaderamente horrible. Según se decía, parecía una cabra. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba un collar del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. El mismo se la había visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los forajidos o los demonios. Los curas, o los pastores; o como se les llamase a esos desviados sacerdotes, usaban joyas de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que existían varias en la ciudad.
Además de los Greison, había otras tres familias de elevada posición: los Temple, los BlackCaster y los Hamilton. Todas eran gente retraída. Vivían en casas inmensas, a lo largo de Wales Street. Se decía que con ellos vivían secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho nos dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiéramos orientarnos. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me había trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el coche a vapor a eso de las ocho de vuelta a Londres. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy socióloga, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura.
 
3.    Thaddeus Thomson y sus delirantes relatos.

Empezamos a buen paso un recorrido sistemático por las sórdidas calles de Ironsmouth. Después de cruzar el puente, nos desviamos hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasamos junto a la refinería Greison, de la que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volvimos a cruzar la garganta por el puente de Machine Street, y desembocamos en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los renegridos tejados fundidos formaban una línea maléfica y fabulosa que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Machine Street había algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuvimos que armarnos de valor para atravesar aquel lugar en dirección a la zona minera. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas cenicientas y miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.
En Iron Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. No se veía un alma, a excepción de los escasos mineros de los lejanos Pozos. Sólo se oía el rumor lejano de los saltos del Idris. Una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Brass Street. El otro, el de Iron Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del río encontramos ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuada sus taras que las del centro. De cuando en cuando también se oían crujidos, carreras presurosas y ruidos espesos y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces.
Después de detenernos a contemplar las dos iglesias; hermosas, aunque ya en ruinas, de Machine y de Church Street, apretamos el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio minero. A continuación, nuestro objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Iron, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta había vislumbrado la fugaz silueta de aquel dantesco sacerdote con collar. Además, el muchacho de la tienda nos había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de los Servidores Negros de R’yurath, no eran lugares aconsejables para forasteros.
Por consiguiente, continuamos por Machine Street hasta Martin Street, luego tomamos la dirección opuesta a los Pozos; crucé Silver Street por arriba de Gold Street, y nos internamos en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Wales, Leather y Albert Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Wales Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos; rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle, hasta Leather Street, debía de ser la casa del viejo Greison, el infortunado propietario de la refinería.
En ninguna de estas calles encontramos alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Ironsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en este extraño villorrio de silencio y de muerte. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento nos vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.
Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana oxidada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Wales Street hacia el río, fuimos a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a nosotras se alzaban las ruinas de una factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde estábamos.
A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero nos arriesgamos y pasamos otra vez a la orilla sur, donde volvimos a tropezarnos con individuos furtivos de torpe andar que nos miraban con disimulo. También se volvieron hacia nosotras otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y lascivia. Ironsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcimos por Paine Street y nos encaminamos hacia el hotel con la esperanza de coger nuestro vehículo cuanto antes y conducir hasta Londres, para no esperar hasta la salida del Sol.
Fue entonces cuando descubrimos la recién construida comisaría donde encontramos al viejo; la cara de un rojo encendido, hirsuta la barba mugrienta, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos sucios e indescriptibles, sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de guardias mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Thaddeus Thomson, el loco estigmatizado cuyos delirantes relatos sobre Ironsmouth tenían fama de espantosos e increíbles.
No sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si sería posible marcharnos enseguida de aquel pueblo siniestro. Pero al ver al viejo Thaddeus Thomson se despertó en mí un nuevo interés y empecé a caminar más despacio.
Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias absurdas y disparatadas. Se nos había advertido, además, que era peligroso que le vieran a uno hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abordar a un viejo testigo de la decadencia del pueblo, cargado de recuerdos sobre los buenos tiempos en que zarpaban los barcos y funcionaban las factorías. Al fin y al cabo, el relato más desquiciado tiene la mayoría de las veces un fondo de realidad… y era seguro que el viejo Thaddeus había presenciado las calamidades que cayeron sobre Ironsmouth durante los últimos noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de desentrañar la verdad que podía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría con ayuda de algún diario que pudiera conseguir.
No podía abordarle allí mismo, claro está, porque los guardias tratarían de impedírmelo. Pensé en la manera de hacerlo. Me haría con una botella de contrabando. El muchacho de la tienda me había dicho dónde me lo podían vender. Después pasaríamos por la comisaría como por casualidad, y le hablaría en cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que el viejo Thaddeus era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas seguidas.
Nos resultó fácil; aunque no barato, hacernos con varias publicaciones en la trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza, en Hamilton Street. El tipo que nos despachó fue muy amable a su modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros; carreteros, compradores de oro y gentes de todo tipo, que estaban de paso en el pueblo.
Al llegar a la plaza vi que estaba de suerte: surgiendo de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Thaddeus Thomson. Como tenía pensado, atraje su atención leyendo algunas noticias y comentarios en voz bien alta. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un lugar solitario, que el viejo me seguía con paso torpe.
Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y abandonado que había visto antes, al sur del barrio del minero, donde no se veían más seres vivientes que los trabajadores, allá lejos. Allí podía interrogar a mis anchas al viejo Thaddeus sin que nadie nos viera. Antes de llegar a Machine Street, oí un « ¡eh, señorita!» Débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara una buena ojeada al diario.
Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre fachadas ruinosas y torcidas. Pronto nos dimos cuenta de que el viejo no soltaba la lengua tan pronto como yo había supuesto. Finalmente llegamos a un solar invadido de zarzas, rodeado de unas tapias desmoronadas. Algunas piedras musgosas, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo de miradas indiscretas, oculto por un caserón en ruinas que teníamos atrás. Pensamos que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así que conduje allí a mi compañero, y tomamos asiento en las rocas. El ambiente era de abandono y de muerte; un chirrido agudísimo y penetrante llenaba la atmósfera, pero nada me haría desistir de mi propósito.
Teníamos unas cuatro horas por delante, si queríamos marcharnos de aquel pueblo antes de las ocho hacia Londres. Le pasé unas pocas hojas al viejo y, mientras, nos dispusimos a tomar nuestra frugal comida. Procuré que el viejo no leyera demasiado porque no deseaba que su locuacidad se convirtiera en somnolencia. Al cabo de una hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque para nuestra desilusión, continuó soslayando nuestras preguntas sobre Ironsmouth y su tenebroso pasado. Se limitaba a hablar de temas generales, poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad periodística y una marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los campesinos.
Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que los periódicos no iban a ser suficientes. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano tomaron un derrotero que al instante renovó nuestro interés. Yo estaba de espaldas a la zona de minas de la que procedía aquel desagradable sonido, pero el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con el agujero negro y distante del Pozo De La Negra Cabra, que en aquella hora parecía con claridad y casi fascinante, desear tragarse todo a su alrededor. La visión pareció disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me cogió de la mano, y empezó a hablar en voz muy baja:
- Ahí empezó todo... en este maldito lugar. De ahí viene todo lo malo, de las galerías más profundas. Para mí que es la boca del infierno... No hay sonda, por larga que sea, que llegue hasta el fondo. El terrateniente Reginald fue quien tuvo la culpa... Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en tratos con ciertas entidades malignas — A pesar de su completo estado de exaltación, Thaddeus desarrollaba un discurso aparentemente coherente -. Todo andaba mal en aquellos tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los forajidos mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1812. Nunca ha habido otro como el terrateniente Reginald... ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses más generosos, que las divinidades primigenias proporcionaban mineral a cambio de ciertos tratos, y que ésos sí que escuchaban las plegarias de las gentes.
Bartholomew Hamilton, su mejor amigo, también hablaba bastante, también. Sólo que incitaba a las gentes a hacer herejías de paganos. Según decía, había una ciudad en el lejano país de Dunwich con una gran cantidad de ruinas de piedra, más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como las cuevas del lejano Nager, sólo que con unos seres esculpidos como los de ningún otro lugar conocido. Allí cerca había también una caverna muy profunda, donde existían unas ruinas completamente estropeadas, como si hubieran estado mucho tiempo enterradas bajo tierra, que representaban unos monstruos espantosos.
- Pues bien, señoritas — continuó con tono entristecido aquel pobre demente -, Bartholomew les decía a las gentes que los pobladores de aquel remoto lugar tenían todo el mineral que eran capaz de extraer con el que comerciaban en sus carros, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué especie de hierro, con motivos labrados imitando los seres abominables esculpidos en las ruinas de la caverna. Eran unos seres formados por horribles masas de vapor informe del que emergían ojos, tentáculos y bocas babeantes.
Nadie sabía de dónde habían sacado aquellos tesoros ni cómo se las arreglaban para extraer tanto, cuando en las ciudades vecinas apenas se sacaba para malvivir. Conque Bartholomew también se extrañó, lo mismo que el terrateniente Reginald. Y éste observó, además, que cada año desaparecían las mujeres jóvenes más bellas, y que no se veían apenas niños sanos. A la vez empezó a notar que algunos tipos tenían un aspecto deforme y enfermo, aún para ser de otro país.
Por último, Reginald descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero empezó comprándoles los objetos de hierro que usaban. Les preguntó de dónde los sacaban y si había más, y finalmente le sacó toda la verdad al viejo jefe. Sharp Shooter se llamaba. Otro que no fuera Reginald, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el terrateniente leía en los ojos de las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que ustedes tampoco... aunque ahora que me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Reginald.
La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su voz era tan sincera y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que la insana fantasía de un maniático.
- Pues bien, señorita; Reginald se enteró de cosas de las que mucha gente no a oído hablar de la vida... ni les creería nadie si las oyera. Parece que aquellas gentes engendraban siendo jóvenes con una especie de divinidad que vivía bajo la tierra, y obtenían toda clase de favores a cambio. Se reunían con aquel ser en las galerías más profundas, entre las espeluznantes ruinas, y parece que las imágenes monstruosas y blasfemas estaban copiadas de aquella entidad. Seguramente era como esas bestias que salen en todos los cuentos de trasgos y cosas por el estilo. Poseía muchas ciudades subterráneas. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron finalmente a un acuerdo.
A ese ser le gustaba tener hijos con los seres humanos, el relato de nuestro nuevo amigo se estaba volviendo cada vez más increíble. Hacía mucho había subido también a la superficie y había procreado, pero finalmente había perdido contacto con el mundo de arriba. Sabe Dios lo que harían con las parejas; me figuro que Reginald prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados. Así que, dos veces al año, se emparejaban cierto número de jóvenes con esa criatura subterránea: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. A cambio, su deidad se comprometía a darles grandes cantidades de mineral y ciertos objetos de hierro macizo.
Pues como digo, aquellos hombres y mujeres se reunían con ese ser en las galerías más profundas... Bajaban con los jóvenes y demás, y regresaban con las joyas que les entregaban. Al principio, no querían ir a la mina más profunda, pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que le apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, puede vivir dentro o fuera de la tierra, aunque a día de hoy parece preferir los abismos subterráneos.
Aquel ente les advirtió de que los habitantes de las demás ciudades los matarían si se enteraran de que estaba allí, pero ellos le contestaron que no se preocupara, que tenía poderes suficientes para destruir a toda la raza humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos llamaban Los Primordiales. Pero como no deseaba intromisiones en sus planes, se ocultaba cuando alguien visitaba la mina.
Cuando a este ente le llegó la época de celo, los humanos pusieron reparos, pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. A lo que parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con esta bestia subterránea, porque todas las formas de vida terrestre proceden de este ser y de sus hermanos. La criatura aquella explicó a los hombres que si se mezclaran sus sangres, nacerían hijos de leve apariencia humana, pero muy parecidos a ellos, que finalmente vivirían bajo tierra para reunirse con los enjambres de seres que bullen en los abismos subterráneos. Y aquí viene lo importante, joven: aquella descendencia procedente de ellos, no moriría jamás. Esas bestias no morirán nunca, excepto si se las mata de forma violenta.
Pues bien, señorita — el pobre desgraciado se dirigía desde hacía un largo rato exclusivamente a mí, ignorando por completo a Rayne -; para cuando Reginald llegó a aquel poblado, ya se habían emparejado muchas veces con aquella blasfemia como ya se conocía a la todopoderosa criatura entre los no pertenecientes a su culto. Como las mujeres morían durante el parto, ya se veían muy pocas mujeres en el pueblo, las no deseadas por los Dioses por tener alguna enfermedad o ser ya de muy avanzada edad. Por su parte, los hombres perdían un poco más la razón con cada apareamiento. Algunos tenían más hijos subterráneos que otros, y también se daba el caso de que nacían bebes casi humanos incapaces de vivir en el fondo; pero en fin, casi todos los que nacían serían monstruos como ya se les había advertido. Los que se parecían más a ellos de nacimiento se quedaban abajo; los que nacían más humanos, vivían en la ciudad, a veces hasta pasados varios cientos de años, aunque bajaban a menudo al fondo de la mina para conocer y ver de cerca a su adorada divinidad. Y los que se habían quedado ya abajo desde su nacimiento, jamás ascendían de visita.
Ya nadie tenía miedo a morir... Sencillamente, se pasaban la vida esperando procrear con ese dios subterráneo, ya se habían acostumbrado a él y ya no les parecía tan horrible. Pensaban que aquella descendencia impía valía la pena, y me figuro que Reginald pensaría lo mismo cuando meditó lo que le había contado el viejo Sharp Shooter.
Sharp Shooter le enseñó a Reginald una gran cantidad de ritos y conjuros relacionados con aquella bestia subterránea.
A Bartholomew no le gustaba nada el asunto y le pidió a Reginald que se mantuviese alejado de aquel país, pero el terrateniente estaba ansioso por ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos objetos antiguos de hierro, que acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante unos años, hasta que Reginald sacó el hierro suficiente para poner en marcha la refinería en el edificio de una vieja fábrica de Temple. No vendía las joyas tal como le venían a las manos porque la gente habría hecho demasiadas preguntas. Pero a veces, alguno de sus trabajadores robaba alguna que otra pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Reginald permitía que las mujeres de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres del mundo.
Pues bien, hacia el año treinta y ocho; tenía yo entonces siete años, Reginald se encontró con que aquellos hombres y mujeres habían desaparecido. Parece ser que los de las otras ciudades habían oído contar lo que pasaba, y decidieron cortar por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos mágicos que, como decía el monstruo subterráneo, eran lo único que le asustaba. Ya se sabe que los habitantes de tan lejanas tierras son unos linces, y no le quiero decir, si ven aparecer de pronto una caverna con ruinas más antiguas que el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no dejaron títere con cabeza, ni en la ciudad grande ni en el poblado minero, salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados lugares dejaron unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban grabado encima un signo de esos que llaman ahora la esvástica. Debían de ser símbolos de los Primordiales. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni rastro de aquellos objetos de hierro, y que ningún habitante de los alrededores quería decir después ni una palabra del asunto. Incluso juraban que nunca había vivido nadie en aquella ciudad.
Naturalmente, a Reginald le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su negocio. Todo Ironsmouth sufrió las consecuencias también, porque en aquellos tiempos, lo que beneficiaba al industrial beneficiaba al mismo tiempo a la población. La mayoría de las gentes de por aquí tomó las cosas con resignación; pero estaban arruinados, porque la veta se agotaba y ninguna de las fábricas marchaba bien.
Entonces Reginald empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que él conocía otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que concedían de verdad lo que se les pedía, y dijo que si conseguía un puñado de hombres decididos a secundarle, él se las apañaría para encontrar la protección de esos poderes capaces de proporcionarles abundante mineral y también algunas joyas. Naturalmente, los trabajadores y comerciantes, que habían estado en la ciudad, comprendieron enseguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia tener que arrimarse a los monstruos subterráneos; pero había muchos que no sabían nada de aquello y les hizo mucha impresión lo que Reginald dijo de estos dioses nuevos; o viejos, según se mire, y empezaron a preguntarle cosas sobre esa religión que tanto prometía.
Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una silenciosa meditación. Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo, y luego volvió a contemplar fascinado el círculo negro del lejano Pozo. Le pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar la botella. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que expresaba de manera simbólica el ambiente malsano de Ironsmouth visto a través de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban al collar que había visto en Underbury. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento procediera de alguna isla perdida, y que el extravagante relato de Thaddeus fuera una patraña más del difunto Reginald, y no un delirio suyo de grillado.
 
4.    ¡Váyanse, por lo que más quieran!

Le alargué un periódico nuevo, y el viejo empezó a leerlo desde el principio hasta la última noticia. Leía la pequeña  tipografía de una manera asombrosamente rápida; a pesar del tiempo que llevaba conversando, mas no se le trabó la lengua ni una vez. Después de hojear el último periódico lo dobló con sumo cuidado y se la metió en el amplio bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurrar para sí cosas inaudibles. Me acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció sorprenderle una sonrisa burlona tras sus bigotes hirsutos y manchados. Efectivamente, estaba hablando. Y pude entender que decía:
-     Pobre Bartholomew... No se estuvo quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo echaron del pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se llamaba Resolved Babcock, no se le volvió a ver... ¡Ira de Yaveh! Yo no era más que un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Shub-Niggurath y Azathoth... Byatis y Nyarlathotep... El Becerro de Oro y los ídolos de Canaan y de los  filisteos… Abominaciones de Babilonia... Yig, Yig, Tsathoggua, Cthulhu.
Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules, que había perdido cualquier contacto o vínculo con la realidad. Pero cuando lo sacudí levemente del hombro, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas cuantas frases aún más misteriosas:
-     Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je, je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué descendía el terrateniente Reginald de noche, junto con otros veinte tipos, al Pozo De La Negra Cabra, y allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, que podía oírseles desde cualquier parte del pueblo? ¿Por qué, eh? ¿Y me puede explicar qué letanías entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿Y por qué los nuevos sacerdotes de las iglesias, que habían sido antes mineros, se vestían con escalofriantes atuendos y se ponían esas coronas de hierro que Reginald había traído? ¿Eh?
Los aguanosos ojos azules de Thaddeus Thomson tenían ahora un brillo lunático, casi demencial, y erizados los sucios pelos de su barba descuidada. Debió percatarse de mi involuntario gesto de aprensión, porque se echó a reír con perversidad.
-¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa, las cosas que pasaban cerca de la mina. ¡Bueno! Yo era pequeño, pero también son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡no me perdía ni palabra de lo que contaban del terrateniente Reginald y de los que bajaban con él al Pozo! ¡Je, je, je! ¿Y la noche que me asomé con el catalejo de mi padre, y vi en el Pozo una forma que salía de la más profunda galería en el momento de llegar aquellos hombres? Reginald y los demás caminaban por una galería, en la parte de acá, pero aquella forma se ocultó en una cámara por el otro lado, donde el Pozo es más profundo, y no volvió a aparecer. ¿Le habría gustado ser chiquilla y estar solo allá arriba viendo aquella criatura que no era en nada humana?.. ¡Je, je, je!
El anciano se estaba volviendo histérico, cosa que me empezó a alarmar. Me puso en el hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva.
-     Imagínese que una noche se asoma por el terrado y ve que en el carro de Reginald se llevan un bulto pesado, que lo echan al Pozo por el otro lado de la mina, y luego se entera usted al día siguiente de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece?
Pues bien, señorita; fue entonces cuando Reginald empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar adornos de hierro que nunca se les había visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas de la refinería. A los demás también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante metal, de manera que no tenía uno más que bajar, picar y cargar, y sabe Dios las toneladas de metal que embarcábamos para Underbury. Fue entonces cuando Reginald consiguió que se tendiera el ferrocarril. Algunos mineros de Queensport oyeron hablar de lo que se cogía por aquí y se vinieron en sus carros, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en ese tiempo se organizó la Orden de los Servidores Negros de R’yurath. Compraron la antigua fraternidad de la Orden Rosacruz y la convirtieron en su cuartel general... ¡Je, je, je! Bartholomew pertenecía a los rosacruces y se quiso negar a que vendieran la fraternidad... Pero justamente entonces desapareció.
Fíjese bien que yo no digo que Reginald quisiera que las cosas pasaran igual que en aquella ciudad extranjera. Estoy por asegurar que al principio no quería que la gente llegara a mezclar su sangre con la de las bestias subterráneas, para luego engendrar hijos que vivieran bajo tierra y  fueran inmortales. Él lo que quería era el hierro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en principio los demás estarían conformes...
Por el año cuarenta y seis, el pueblo dio mucho que hablar. Ya morían demasiadas mujeres, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... Y a todas horas se hablaba del Pozo. Creo que algo puse yo también de mi parte porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto en el fondo de aquel agujero. Una noche salió la pandilla de Reginald en dirección al acceso, y oí un tiroteo entre muchos hombres. Al día siguiente, Reginald y treinta y dos más estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiésamos podido prever lo que había de pasar dos semanas después, porque en todo ese tiempo no se había echado ni un solo bulto más a la mina!
Se notaban en Thaddeus Thomson los síntomas del terror y el agotamiento. Dejé que guardara silencio durante un rato. Yo no hacía más que mirar el reloj con recelo. El viento había cambiado. Ahora empezaba a soplar más fuerte, y parecía como si el frío despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente con la noche, el tono agudo se atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír las palabras que susurraba en voz baja.
-     Aquella noche espantosa... los vi. Yo estaba escondido cerca del Pozo... eran como una horda... El Pozo estaba atestado. Bajaban a las galerías más profundas y descendían hasta aquella bóveda cavernosa que ya conocía... ¡Dios mío, qué cosas pasaron bajo la ciudad de Ironsmouth aquella noche! Llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero mi padre no quiso abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old Square, en Town Square, en New Church Iron. Las puertas de la cárcel fueron abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después, cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más que los partidarios de Reginald y los que estaban dispuestos a no hablar... Ya no volví a ver a mi padre...
El anciano jadeaba, sudaba copiosamente. Su mano me atenazaba los hombros con furia.
-     A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero los monstruos habían dejado sus huellas... Reginald tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, para fornicar con su Dios y ciertas casas serían seleccionadas para procrear con el Todopoderoso... una bestia subterránea que quería mezclar su sangre con la nuestra, como había hecho con otros pueblos, y no sería él quien lo impidiera. Reginald estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traería mineral y tesoros, y que había que darle lo que quería.
Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento de R’yurath. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales; metales preciosos y demás. Era inútil rebelarse porque en el fondo de la tierra había cientos de ellos. No tenía interés en aniquilar al género humano, pero si no hubieramos cumplido sus órdenes, no nos habría enseñado de qué era capaz. Nosotros no teníamos conjuros contra él, como los de Dunwich, porque aquellos no revelaron jamás sus secretos.
Había que ofrecerle bastantes sacrificios, proporcionales extraños artefactos del mundo superior y procrear con él cuando se le antojara. Entonces nos dejaría en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con historias... En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de los fieles - o sea, los Servidores Negros de R’yurath - y sus hijos subterráneos, no morirían jamás, sino que alcanzarían el poder de Yog-Sothoth, El Que Lo Ve Todo Y Lo Sabe Todo, y Shub-Niggurath, La Cabra De Los Diez Mil Retoños, de donde todos hemos salido... ¡Uing! ¡Uing! ¡Cthulhu Maednis! ¡Maedyik Amnipre-sons Laif Omni-potont Pauor Speis Taim Emba-dimont!...
El viejo Thaddeus estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la locura y de su aversión al mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba.
-¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡ Yig, Yig, Tsathoggua, Cthulhu! Las personas enloquecían, se mataban entre sí... Cuando fueron contándolo por Londres, y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo mismo que piensan ustedes ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que he visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos  demuestre que he contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar... Antes muerto que prestarlo.
Cuando la Guerra HyperGas, la cosa se puso aun peor, porque las jóvenes que quedaban en la ciudad tenían graves enfermedades de nacimiento y empezaban a hacerse mayores, y los hombres estaban como enloquecidos, por lo menos algunas de ellas. Yo estaba asustado. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Desde entonces, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio minero se paralizó, y se abandonó el ferrocarril. Pero esa cosa seguía habitando el Pozo, viviendo en las profundidades y sus vástagos pululando por las galerías
La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo han oído ustedes también, a juzgar por las preguntas que me hacen. Dicen que sí se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas sin origen conocido que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de hierro provienen de un botín que escondieron los forajidos y están convencidos de que las gentes de Ironsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad hereditaria. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies; y si se quedan, no les quedarán demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el automóvil, desapareció ese problema.
Reginald murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha muerto o enloquecido ya.
El ruido del creciente viento iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lagrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al Pozo, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Thaddeus se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte.
¿Por qué no dicen nada, eh ustedes? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos bajo tierra que se arrastran y le taladran a uno la mente con sus voces inhumanas y brincan en sus cuevas tenebrosas? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos que salen bajo las iglesias y del local de los Servidores Negros de R’yurath, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío chirriante que se levanta desde ese Pozo de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero ustedes piensan que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señoritas! ¡Todavía no le he contado lo peor!
Thaddeus gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación.
-     ¡Malditas seáis! ¡No me miréis así, que lo único que he dicho es que Reginald Greison está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je... !¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie... ¡Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme con atención, muchacha, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas! - ¿Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que ya ha hecho ese engendro infernal, sino ¡lo que va a hacer! Lleva años entregando al pueblo cosas que recoge de los abismos de la tierra. Las casas que hay al norte del río, entre Brass Street y Machine Street, están repletas de cosas que se han traído, y cuando esté preparado... digo que cuando esté preparado...
¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que es... que lo vi una noche, cuando... ¡eh-ahhh-ah! ¡eyahhh!...
El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia ese Pozo oscuro con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Sus dedos huesudos se clavaron dolorosamente en mis hombros, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él.
No había nada. Sólo una oscuridad creciente en una noche estrellada y sin luna. Pero entonces Thaddeus comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante.
-     ¡Váyanse de aquí! ¡Váyanse; nos han visto... ¡Váyanse, por lo que más quieran! No se queden ahí... Lo saben ya... Corran, deprisa. Márchense de este pueblo.
El loco susurro del viejo se convirtió en un alarido terrible que helaba la sangre:
-     ¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ...
Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mis hombros y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la ruinosa fachada del almacén.
Eché un vistazo al Pozo, pero seguí sin ver nada. Cuando llegamos a Brass Street y miramos a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Thaddeus Thomson.
Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles nos había preparado de antemano, y no obstante, la realidad nos había dejado aturdidas y confusas. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Thaddeus me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible.
Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se nos estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y los últimos rayos del sol se apagarían a las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminamos a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde habíamos consignado nuestras maletas, delante del cual habíamos aparcado nuestro automóvil.
La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía recelosa. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del sonido afilado del pueblo de Ironsmouth. Sin embargo, no quería correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, teníamos tiempo de sobra.
Cuando ya nos alejábamos del centro del pueblo, Rayne con su intensa mirada azul, dirigió mi atención hacía una roca de grandes dimensiones situada en el centro de la Plaza Mayor. Lentamente, intentando no llamar la atención, nos acercamos, en un paseo indiferente en apariencia, hacia aquel resto rocoso de origen desconocido y mi compañera comenzó a describirlo con su característica voz profunda:
-     Nos encontramos sin ninguna duda ante el fragmento de un meteoro que ha resistido el impacto con la atmósfera y ha alcanzado la superficie de la Tierra antes de consumirse. Aunque, actualmente, se cree que la mayor parte de los meteoritos son fragmentos procedentes de los asteroides o cometas, recientes estudios geoquímicos han demostrado que algunas rocas de la fría Antártida proceden de la Luna y de Marte, desde donde, presumiblemente, fueron lanzadas por el impacto explosivo de asteroides.
Los meteoritos tienen generalmente una superficie irregular y una capa exterior carbonizada, fundida. Pero este fragmento no posee ninguna de esas características típicas y a primera vista, su composición no es ni ferrosa ni pétrea.
A la vez que Rayne daba muestra de sus conocimientos enciclopédicos, caminábamos lentamente alrededor del meteoro, observándolo con detenimiento. Para mi sorpresa, mi compañera se paró repentinamente ante un perturbador detalle, a la vez que con sus las yemas de sus suaves dedos acariciaba unos jeroglíficos grabados en la corteza de la roca.
-     La cenicienta superficie de este meteorito parece mostrar ciertas pruebas de haber llegado desde alguna fría región del espacio profundo donde existía una vida desconocida para el hombre. Además, observa con atención estos curiosos símbolos grabados sobre su superficie, no corresponden a ningún signo visual del lenguaje humano.
-     ¿Rayne? – conseguí sacar a mi ensimismada compañera de su profundo estado de concentración, con unos leves golpecillos en su brazo. Esta se giró hacia mí con un gesto entre contrariado y ausente, y miró acobardada a su alrededor en busca del motivo de mi nerviosismo. Varias decenas de los astrosos y deformes habitantes de Ironsmouth, individuos callados y de mirada estúpida y dañina se habían acercado hasta escasos metros de nosotras en el más completo de los silencios y nos observaban, sin ningún movimiento, con aviesa curiosidad. Los ojos engañosos y perversos de aquellos seres reflejaban una expresión imprecisa entre disgusto y maldad.
-     Vámonos – le sugerí intimidada a Rayne, aunque aparentando tranquilidad, sin desviar la fría mirada de los seres retorcidos que nos rodeaban, adoptado una postura rígida para amedrentarnos y reafirmar así su superioridad numérica. Mi compañera espiritista, por otro lado, me cogió con fuerza de la mano derecha muy asustada.
-     Hay que irse – le dije en un susurro, a la vez que tiraba con delicadeza de su mano.
Comenzamos a caminar pausadamente, fingiendo indiferencia y aburrimiento, acercándonos cada vez más a aquel grupo de hombres retorcidos que nos miraban sombríos, maléficos.
Rayne, asiendo siempre con fuerza mi mano derecha, no podía desviar la vista de aquella multitud de rostros dañinos y crispados, que nos miraban con negro afán como si fuésemos simples objetos inferiores dignos de curiosidad.
-     ¿Qué haces con eso? – Rayne jugueteaba nerviosa con una hebra de lana entre sus largos dedos.
-     Trato de realizar un hechizo de deslumbramiento. Este encantamiento nublará el escaso entendimiento de estas criaturas. Con un poco de suerte nos dejarán marchar en paz.
Una vez llegadas al límite exterior del grupo, no pude evitar volverme nerviosa hacia el individuo más cercano y situado, según creo recordar, a mi izquierda, que me devolvió una mirada altanera e intimidante. Continuamos caminando con lentitud durante varios metros, alejándonos decididamente de aquel amenazador aunque quieto rebaño, pues ninguno se movió de su posición y no volvimos nuestras cabezas atrás, hasta que no llegamos a una esquina que según creímos nos garantizaba una relativa seguridad. Aquellas más de dos decenas de deformes anormales se habían girado en el más completo de los silencios en el mismo lugar en el que se encontraban inicialmente y continuaban observándonos sombríos y soberbios.
-     ¡Abandonaremos este maldito pueblo en el automóvil! – grité balbuceando y atemorizada, tirando de mi compañera para que corriese lo más deprisa que le fuese posible – Llegaremos al hotel sin parar, pase lo que pase.
-     ¿Qué quieres decir? – preguntó nerviosa y con el pálido rostro contraído en un gesto de terror.
 - ¡Tenemos que llegar al hotel! – acobardada, volví a tirar de ella con tanta brusquedad, lo admito, que a punto estuve de hacerla caer.
Estudié el plano del dependiente de la tienda y nos metimos sin dudarlo por Greison Street, que no conocíamos, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes chismosas y furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la amplia plaza donde se levantaba el hotel, vi que casi todos los haraganes se habían congregado alrededor de la puerta de BlackCaster House. Parecía como si aquella infinidad de ojos bobalicones y grotescos estuvieran fijos en nosotras, mientras pedía mi maleta en el vestíbulo.
Un poco antes de la ocho, arrancó petardeando nuestro automóvil. Un individuo de aspecto equívoco, desde la acera, nos gritó unas palabras incomprensibles. Salí del coche y abrí la tapa del motor, pero no hice más que mirar dentro, cuando reapareció aquel tipo sospechoso y empezó a chillarnos con un repugnante acento gutural.
Al parecer estábamos de mala suerte. El motor no iba bien; habíamos podido llegar a Ironsmouth, pero era imposible regresar de vuelta a Londres. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Tendríamos que hacer noche en el BlackCaster. Probablemente el conserje me haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadada por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizadas ante la idea de pasar allí la noche, dejé el coche a vapor y volvimos a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche nos dijo que en el penúltimo piso tenía una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche.
A pesar de lo que me habían contado en Underbury sobre este hotel, firmamos en el registro, pagamos dos libras, dejamos que el conserje recogiera nuestras maletas, y subimos tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a nuestra habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extendía hacia poniente, hasta las sierras que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo.
Como aún era de día, bajamos a la Plaza a ver si podíamos cenar, Y una vez más observé que los ociosos nos miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuvimos más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como no había mesas, tuvimos que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuvimos bastante con un tazón de sopa de verduras para cada una y regresamos enseguida a la fría habitación del BlackCaster.
Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que tenía comenzada. Me pareció conveniente no conversar con mi colega Rayne de los oscuros descubrimientos del día y mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos.
Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había vislumbrado en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me habría resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si nuestra habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además el sonido como de afilar cuchillos era general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de oscuridad deprimente, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de oscuridad y perversión.
Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de nuestra habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido la puerta. Rayne, experta en artes ocultas, se encontraba recostada en su cama, totalmente tranquila, sonriendo con picardía ante mis pruebas de inquietud y observándome con curiosidad. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviada al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a nuestra seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados.
No me desnudé y recomendé a mi colega que tampoco lo hiciera. Decidí estar leyendo hasta que me entrase sueño. Rayne, por el contrario, decidió consultar en su infovisor algunos datos que consideraba podían sernos útiles. Aunque la mayoría de estos dispositivos enciclopédicos son de tipo general y abarcan todas las ramas del saber de forma selectiva; otros, como el de Rayne, más especializados, además se centran en una determinada materia estudiándola en profundidad, en el caso de la espiritista, en ciencias ocultas, fenómenos paranormales y entidades preternaturales.
Saqué la linterna de la maleta y la metí en uno bolsillo del cinturón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta que inconscientemente estaba tensa, alerta, con el oído atento, a la espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por qué. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí.
Con sus ojos abiertos de asombro en su pálido rostro, iluminado por la esfera luminosa en la que aparecían los datos, Rayne me leyó el resultado de su consulta:
-     Lo que está ocurriendo en este pueblo perdido podrían ser unos sucesos de la más extrema gravedad. Escucha con atención, Violet, según los datos que acabo de obtener del “Catálogo De Mitos Y Deidades Informes”, sus anómalos habitantes están manteniendo relaciones con una criatura de gran poder, no ligada a las leyes de la naturaleza y que llegó desde el espacio exterior, junto a otra deidad gemela, en el pasado más remoto. En la antigüedad gobernaron la Tierra, aniquilaron a la mayor parte de la humanidad existente en aquel tiempo y produjeron un hombre nuevo, quizás el primer “homo sapiens”.
Además, en las páginas de una reciente publicación arqueológica, se da crónica del hallazgo de un volumen de antigüedad inmemorial...
De esta suerte llegué a oír las espantosas líneas aquellas, y me estremecí doblemente, puesto que no era nuevo para nosotras: lo que contaban, lo habíamos oído nosotras ya, y sería mejor olvidar el lugar donde lo habíamos escuchado. Si acaso, recordaré únicamente un párrafo leído por mi compañera en aquella aventura, Rayne WitchGrim.
-     Las cavernas inferiores son insondables para los ojos que ven, porque sus prodigios son pavorosos y terribles. Excavadas son, secretamente, inmensas galerías donde debían bastar los poros de la tierra, y ha aprendido a caminar una criatura que sólo debería arrastrarse...
Llevaba un rato oyéndola; que por lo espantoso de la información se me hizo interminable, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos, como si alguien estuviese caminando con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, nosotras no teníamos el aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado nuestra curiosidad? Porque, evidentemente, nos habían visto recorrer plano en mano los barrios más característicos de la localidad… Pero de pronto, pensé que muy asustada tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, dejé mis armas a mano.
Finalmente, vencida por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme del corsé, ni de la falda ni de las botas. La oscuridad parecía amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía demasiado cansada para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de nuestra puerta.

 
 
5.    Linternas en la oscuridad.

La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas intenciones, así que desperté a Rayne y nos quedamos quietas, calladas como muertas, en espera de los acontecimientos.
Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la nuestra. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con nuestro cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto.
La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras había estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado abrir representaba un peligro con el que no debíamos enfrentarnos, sino huir cuanto antes. Teníamos que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debíamos emplear la escalera ni el pasillo.
Nos levantamos de nuestras camas sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me había confundido.
Con ayuda de la linterna cogí lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo en los bolsillos y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de nuestro descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel, y nuestras ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podíamos saltar a ninguno de los dos desde nuestras ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas.
Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde nuestros pasos serían oídos sin duda alguna, y donde nos tropezaría con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Únicamente podríamos tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con nuestros hombros, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podríamos hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de nuestra propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastramos cautelosamente para hacer el menor ruido posible.
Me daba cuenta de que nuestras probabilidades eran muy escasas, pero estábamos enteramente dispuestas a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lográsemos alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A nuestro favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrían en sus tejados.
Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia nosotras; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandonamos esa dirección y corrimos la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser nuestro camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Wales Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Wales Street. En cualquier caso, tenía que dirigirme a Wales Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que la comisaría podía estar abierta toda la noche.
Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las vías herrumbrosas y la carretera de Rothfield que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Lilywitch brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzábamos a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Londres, donde pensábamos dirigirnos.
Estábamos reflexionando, discutiendo, hechas un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibimos abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable.
Por un momento nos limitamos a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurría una eternidad. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendimos que había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y nos dispusimos a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que íbamos a hacer nosotras. Por fin comenzamos a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparnos del dolor que nos producía en los hombros. La puerta resistió más de lo que habíamos calculado, pero continuamos en nuestro empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de nuestra puerta.
Finalmente cedió la puerta contra la que estábamos cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oímos un fatídico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la nuestra. Nos precipitamos a la otra habitación y conseguimos echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran, pero entonces oímos cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendíamos alcanzar.
Por un instante, nos sentimos totalmente desesperadas. Nos iban a atrapar en una habitación cuya ventana no nos ofrecía salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir que los intrusos también habían tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovistas de toda lucidez, corrimos a la siguiente puerta de comunicación y nos dispusimos a derribarla.
La suerte nos fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entramos en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Cogí desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acabábamos de franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oímos que disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un confuso alboroto en nuestra primitiva habitación, cuya puerta lateral habíamos atrancado con la cama. Evidentemente, el tropel de nuestros asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de nosotras por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estábamos rodeadas.
La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. Debíamos confiar en estas barreras improvisadas hasta que hubiéramos saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror que yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a mí me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores - aparte de ciertos insoportables sonidos cortantes y agudos - había pronunciado una sola palabra inteligible o humana.
Mientras corría los muebles y me precipitaba hacia la ventana, se oyó una carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que nos encontrábamos nosotras. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente que la mayoría de nuestros adversarios se estaba congregando ante la débil puerta lateral. Afuera, la luna bañaba el tejado de abajo. Calculé que era un salto arriesgado, debido a la inclinación que tenía el sitio donde habíamos de aterrizar.
De acuerdo con mi plan, elegí la ventana más cercana que tenía nuestra habitación. Queríamos saltar en la vertiente del tejado que daba al patio y escabullirnos por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos edificios, teníamos que contar con que nos perseguirían. Pero confiaba en poder alcanzar la planta baja y evadirnos por una de las puertas abiertas del patio, desembocar finalmente en Wales Street, y salir del pueblo en dirección sur.
El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder. Los asaltantes habían traído un objeto pesado y lo estaban empleando como ariete. No obstante, la cama aún se mantenía firme contra la puerta, de forma que todavía teníamos la posibilidad de huir. La ventana estaba flanqueada por pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de latón. Descubrí que en el exterior había unos sólidos ganchos para sujetar los batientes de la ventana. Viendo que aquello nos proporcionaba los medios de evitar un salto peligroso, di un tirón a las cortinas y las arrojé al suelo con barra y todo. Rápidamente enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el cortinaje al vacío. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado. Comprobé que las anillas y el gancho podían soportar mi peso y luego nos deslizamos por la improvisada escala, dejando atrás para siempre el siniestro edificio de BlackCaster House.
Pusimos pie en las sueltas pizarras del tejado. La pendiente era muy pronunciada. Conseguimos llegar a una de las claraboyas sin resbalar. Me volví para mirar la ventana por donde habíamos salido. Aún estaba a oscuras. Allá lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veían diversas luces. Se trataba del edificio de los Servidores Negros de R’yurath, de la iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo me producía escalofríos. Como no vi a nadie en el patio, confié en poder salir por allí antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya y vi que no había escalones que me permitieran bajar. No obstante, la altura no era excesiva, de modo que nos dejé caer, yendo a parar a una habitación llena de polvo y atestada de cajas medio deshechas y de barriles.
El sitio era lúgubre, pero apenas me produjo impresión alguna. Nos precipitamos inmediatamente por unas escaleras que descubrí gracias a la linterna. Miré la hora: eran las dos de la madrugada. Los peldaños crujieron levemente bajo nuestro peso. Corrimos escaleras abajo, cruzamos una especie de granero, en la segunda planta, y llegamos a la planta baja. Reinaba en ella la más completa desolación; sólo el eco respondía al ruido de nuestros pasos presurosos. Por fin llegamos al vestíbulo. En un extremo se veía un débil rectángulo de luz que recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomamos la otra dirección y nos encontramos con que la puerta de atrás también estaba abierta. Bajamos cinco peldaños de piedra y nos hallamos al fin en el patio de losas y césped.
La luz de la luna no llegaba hasta aquí, pero se veía el camino sin necesidad de linterna. Algunas de las ventanas de BlackCaster House estaban débilmente iluminadas, e incluso nos pareció oír ruido en su interior. Caminamos cautelosamente en dirección a la salida que daba a Wales. Encontramos varias puertas abiertas y elegimos la más cercana. Atravesamos un pasillo  oscuro y al llegar al otro extremo, vimos que la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada.  Decidimos probar en otro edificio. Volvimos a tientas sobre nuestros pasos, pero nos detuvimos en seco junto a la puerta del patio.
Por una puerta del BlackCaster salía un enjambre de siluetas dudosas… Agitaban sus linternas en la oscuridad; el graznido acre de sus voces se mezclaba con unos gritos horribles y rasposos imposibles de ser pronunciados por ninguna lengua humana. Me di cuenta de que no sabían qué dirección habíamos tomado, y no obstante, me sacudió un escalofrío de horror. Lo más desagradable era la gigantesca silueta anómala que avanzaba al frente de la repugnante comitiva. Al ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, nuestros temores aumentaron. ¿Y sino encontráramos ninguna salida a la calle? El insoportable sonido agudo se hizo tan intenso, que dudé si seríamos capaces de soportarlo sin desmayarnos. Nuevamente nos metimos a tientas, en busca de una salida. Abrimos una puerta y entramos en una habitación vacía; las ventanas estaban cerradas, pero carecían de contraventanas. Alumbrándonos con las linternas pudimos abrir las contraventanas. Un momento después saltamos al exterior y cerramos cuidadosamente la ventana, dejándola como la habíamos encontrado.
Estábamos, pues, en Wales Street. Por el momento no se veía un alma, ni había más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones, se oían agudos afilados y carreras precipitadas. No teníamos tiempo que perder. Mi compañera sabía orientarse en la oscuridad, de modo que casi agradecí que estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las poblaciones rurales atrasadas. Algunos ruidos provenían del sur; no obstante, persistí en mi deseo de escapar en esa dirección. Sabía que encontraríamos gran número de portales desiertos donde podríamos refugiarnos, caso de tropezarnos con alguien.
Caminábamos deprisa, con cautela, pegadas a las fachadas ruinosas. Aunque íbamos desaliñadas por culpa de nuestra fuga precipitada, nada había en mí que llamara especialmente la atención. Tal vez pudiéramos pasar desapercibidas si nos cruzábamos con algún transeúnte. En Bates Street nos metimos en un portal abierto y aguardamos a que cruzaran dos individuos sospechosos que venían en dirección contraria. Volvimos a salir enseguida y proseguimos nuestro camino. Nos acercábamos a la plaza donde Hamilton Street y Wales Street se cruzan oblicuamente. Aunque este barrio nos era desconocido, nos pareció peligroso a juzgar por el plano del muchacho de la tienda. La luna iluminaría completamente la plaza, pero era inútil intentar evitarla; cualquier otra dirección supondría una serie de rodeos que nos harían perder mucho tiempo y supondrían más ocasiones de que nos vieran. Lo único que nos cabía hacer era cruzar por las buenas ocultándonos en las sombras, y esperar que nadie se fijara en nosotras.
No tenía idea de cómo habían organizado exactamente la persecución ni qué motivos tenían para perseguirnos. En el pueblo parecía haber una agitación insólita, aunque estábamos convencidas de que todavía no se había propagado la noticia de nuestra huida del BlackCaster. Naturalmente teníamos que desviarnos enseguida de Wales Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo que había salido del hotel en nuestra persecución venía sin duda detrás de nosotras. Probablemente habíamos dejado huellas en el polvo de la última casa, y no les resultaría difícil averiguar por dónde habíamos logrado salir a la calle. Divisé a lo lejos varios carros cargados con aproximadamente una decena de aviesos habitantes cada uno, girando con acelerada velocidad en distintas direcciones desde varias callejuela oscuras para registrar los alrededores en nuestra búsqueda. Acaso pudiera atemorizarlos y acabar con la perversa caza, razoné, si conseguía matar a alguno de nuestros detestables acosadores, disparé mi aniquiladora contra ellos, mas la falta de iluminación me impidió hacer blanco a pesar de que se habían aproximado ya a unos cincuenta metros de nosotras. Así, tomamos una difícil decisión que pudo haber tenido consecuencias fatales para quien esto escribe: separarnos y seguir caminos diferentes hasta la salida del pueblo, donde permaneceríamos ocultas hasta la salida del Sol. De este modo, tal vez, conseguiríamos confundir a nuestros incansables perseguidores.
 
6.    Incansables perseguidores

Sin dudarlo, corrimos en direcciones opuestas, cada una por un callejón. La plaza estaba tal como yo temía: plenamente iluminada por la luna. Por fortuna no había un alma en los alrededores, pero me pareció oír un rumor lejano, procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducía hacia el Pozo, cuesta abajo. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la Luna.
Avancé sin obstáculo. No se oía ningún ruido alarmante. Al final de la calle la superficie de tierra era negra y espantosa bajo la brillante luz de la luna, y al contemplarla sentí un sobresalto de terror. Allá, muy lejos del camino, se observaba la confusa silueta del Pozo De La Negra Cabra, e involuntariamente me vinieron a la imaginación las terribles historias que nos había contado el viejo Thaddeus, según las cuales este Pozo desgarrado daba acceso a regiones desconocidas, preñadas de horrores y monstruos inconcebibles.
De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en las lejanas calles. Eran claros y distintos, y despertaron en mí un pánico cerval. Mis músculos se tensaron a punto de dispararse en alocada fuga, contenidos tan sólo por una especie de fascinación hipnótica. Y para empeorar las cosas, otros destellos vinieron a responder desde la elevada cúpula del BlackCaster.
Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguía expuesta a cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi fingida marcha por las calles más oscuras. Pero mientras buscaba una salida a aquella pesadilla, mis ojos siguieron fijos en aquel ominoso Pozo. De momento, no comprendí lo que significaban los destellos. Tal vez formasen parte de algún rito impío relacionado con el Pozo De La Negra Cabra. Puede también que hubiera llegado algún vehículo a aquel Pozo siniestra. Sin previo aviso, las sucesivas detonaciones de tres disparos cuyos peligrosos proyectiles impactaron contra la pared a mi espalda, me hicieron salir de mis cavilaciones. Tan sólo sería capaz de tomar ventaja frente a perseguidores y escapar con éxito si conseguía ser más hábil y rápida que ellos en mi desesperada huída. Torcí a la izquierda y rodeé el parque abandonado. Sin quererlo había hasta las calles adyacentes al Pozo que brillaba bajo una luz espectral. Fascinada por el centelleo de aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del Pozo. Fue entonces cuando sufrí la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que, olvidándome del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente a la carrera por la calle negra y vacía, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales. Bajo la luz de la luna había divisado a los habitantes del pueblo junto a decenas de formas que descendían a las profundidades del Pozo infernal. Incluso podría decir, a pesar de la distancia, que aquellas cabezas y aquellos brazos como tentáculos que se agitaban eran tan deformes y anormales, que no encuentro palabras para describirlos.
Observar aquellas criaturas en todo alienígenas me hizo pensar en Rayne, mi colega perdida, experta en ocultismo y ectoplasmia. ¿Se encontraría también ella afligida por una situación tan angustiosa como la mía?
Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina, porque en ese momento oí a mi izquierda el rumor inequívoco de una persecución en toda regla: pasos enérgicos, gritos filosos, ruido de motores... En el acto tuve que cambiar todos mis planes. Me habían cortado la carretera sur, de modo que debía buscar otra salida de Ironsmouth. Paré y me refugié en un portal abierto. Después de todo, había tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de que mis perseguidores aparecieran por la esquina.
La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no me seguían los pasos. No sabían dónde nos encontrábamos, pero no cabía duda de que su conducta conducía a un plan general encaminado a cortarnos las salidas. Esto requería que se vigilasen todas las carreteras por igual, lo que nos obligaría a huir a campo traviesa y mantenernos alejadas de todas las carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la región era rocosa y estaba plagada de sierras y desfiladeros? Durante unos momentos, me sentí vencida por una negra desesperación, angustiada por la rapidez con que aumentaba los gritos insoportables.
Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Ironsmouth a Rothfield, cuya sólida línea de balasto, cubierta de zarzas, se extendía aún hacia el noroeste, desde la derruida estación situada junto a la garganta del río. Era posible que no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacían casi impracticable. Desde la ventana del hotel la habíamos contemplado, y conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde la carretera de Rothfield y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser vista. En todo caso, éste era el único medio de evasión, y no tenía alternativa.
Me introduje en el vestíbulo de la casa desierta en cuyo portal me había refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer problema era llegar a la antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar hacia Babson Street, torcer luego a poniente hasta Leather Street, dar un rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando por Leather, Bates Albert y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta del río y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street evitaría cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia.
Eché a correr y crucé a la derecha de la calle con el fin de avanzar pegado a la fachada y meterme por Babson Street sin que me vieran. Aún se oía cierto alboroto en Silver Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver un destello de luz cerca del edificio del que acababa de salir. Ansiosa por llegar a Wales Street, continué corriendo con la esperanza de no tropezarme con nadie. En la esquina de Babson Street vi con sobresalto que una de las casas estaba habitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas, pero no había luces en el interior y pasé sin dificultad.
En Babson Street, que es perpendicular a Silver Street, corría riesgo de ser descubierta; por tanto, me pegué cuanto pude a los torcidos y ruinosos edificios. Dos veces me detuve en un portal, al notar que aumentaban los ruidos tras de mí. El cruce de las dos calles se abría amplio y desolado bajo la luna, pero mi camino no me obligaba a cruzarlo. Durante el segundo que estuve parada, comencé a oír una nueva serie de ruidos confusos; poco después pasaba un automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metía por Hamilton Street, entre Babson y Leather.
Un momento después desembocó una multitud de hombres retorcidos y grotescos que caminaba torpemente en la misma dirección. Sin duda era el grupo destinado a vigilar la salida hacia Lilywitch, puesto que dicha carretera es una prolongación de Hamilton Street. Entre ellos iban dos figuras inmensas, una de las cuales portaba un enorme collar que relumbraba pálidamente a la luz de la luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos, que sentí escalofríos. Me pareció que aquella criatura caminaba como patas de cabra. Si Rayne se hubiera encontrado allí conmigo, de seguro habría sabido explicarme en qué profundo y oscuro paraje se escondían estos seres monstruosos y desconocidos.
Cuando desapareció el último de la expedición seguí mi camino. Atravesé la esquina de la calle Leather y crucé en cuatro saltos Hamilton Street. El alboroto se oía ahora más lejos, por Town Square. Lo que más miedo me daba era tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba las minas; pero no tenía otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Hamilton Street, lo más probable sería que me descubriese inmediatamente.
Cuando apareció de nuevo la vista de las minas; esta vez a la derecha, me hice el firme propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegada a las fachadas, me volvía de cuando en cuando y miraba de reojo. No había ningún vehículo a la vista, lo que, a decir verdad, no me sorprendió. En cambio me quedé perplejo al descubrir un carro con mulas que caminaban hacia las galerías abandonadas. Iba cargado con un bulto envuelto en un paño de hule. Los viajeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos, tenían un cuerpo particularmente deforme. Aún se distinguían algunos hombres llegando a las minas. Muy lejos, en el negro Pozo, se veía un débil resplandor fijo, distinto de la luz parpadeante que había observado anteriormente. Era un resplandor casi indescriptible, de un color que me fue imposible identificar. Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del BlackCaster, completamente oscura. El chirrido afilado, que había disminuido últimamente, comenzó pronto a dejarse sentir con una intensidad insoportable.
No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Wales Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrada ante la anormalidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Me pareció el mismo grupo que había visto en el patio de BlackCaster House. Era, pues, la patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección mía y saltaron a la embestida, y yo me sentí traspasada de terror. Con un esfuerzo supremo efectué varios disparos con las pistolas de rayos de plasma y seguí la marcha en la oscuridad, pues pareció ser la mejor medida que había adoptado. Todavía ignoro si acabé con la vida de alguno de ellos o no.
Una vez protegida por las sombras seguí corriendo como antes y dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra acera, doblé la esquina siguiente y me metí por Bates Street, pegada a los edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior había una luz; una de ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al torcer por Albert Street sentí cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente hacia mí haciendo eses. Pero el sujeto iba demasiado bebido y ni siquiera me llegó a ver. De esta forma llegué sana y salva a las lúgubres ruinas de los almacenes de Bank Street.
Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. Había una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación - o lo que quedaba de ellos - y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vía.
Los raíles estaban oxidados y llenos de orín, aunque casi intactos; más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar; y más, correr por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Si era buenamente posible, lo cruzaría; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mí y estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las traviesas. Por un momento pensé que no lo podría salvar. Finalmente me arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caí bien al otro lado.
Cuando salí de aquel puente horrible respiré con alivio. Los viejos raíles cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el horripilante sonido que reinaba en todo Ironsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rothfield.
Muy pronto empezó una región rocosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una especie de isla de terreno firme, algo más elevado, y la línea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto regresar a la zona del Pozo protegida por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según había podido apreciar desde la venta del BlackCaster, la línea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rothfield, la cual venía a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero de momento debía actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía. Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Ironsmouth resplandecían grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre saliese del pueblo por la carretera de Winterdrake. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Incluso me pareció oír ruidos y voces, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo, pero el viento me impidió cerciorarme.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres monstruosos y desconocidos que, según se decía, se ocultaban en las galerías más profundas de la mina.
Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con dificultad, cuando otra vez se extendió el insoportable sonido agudo. ¿Había cambiado el viento repentinamente y venía ahora de la mina? Así debía de ser, en efecto, porque también empezaron a oírse horribles cánticos en estos parajes hasta entonces silenciosos.
No tardaron en aumentar los ruidos y el chirriar, de manera que me paré, mortalmente asustada, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rothfield cruzaba la vía, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, así que me tumbé en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habría valido con el sonido punzante que imperaba en toda la región. Encogida bajo los arbustos, me sentí segura un cuando sabía que mis perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de distancia. Yo podría verlos, pero ellos a mí no, a no ser que se diera una funesta casualidad.
Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Caminaban de manera irregular, muy erguidos, casi desfilando militarmente, sin duda se trataría de los seres más deformes y horribles que cobijaba el pueblo de Ironsmouth… No me sería agradable recordar el espectáculo después.
El sonido se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse en un bestial chismorreo de letanías, aullidos y alaridos. ¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin embargo, yo no había visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por Ironsmouth. Mientras los oyese caminar por delante de mi escondite, mientras aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos firmemente cerrados. El aire vibraba de roncos chillidos, el suelo casi se estremecía al ritmo acelerado y frenético de sus pisadas. Contuve la respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados.
Cuando el último de aquellos creyentes pasó por delante de mi escondrijo se giraron con gran violencia; un inocente mirlo negro al que por poco no había aplastado al tumbarme en el suelo, alzó finalmente el vuelo trinando de alegría al verse a salvo. Él había escapado, pero, no tengo ninguna duda, atrajo su atención sobre mí. Mis incansables perseguidores, para mi horror, se habían percatado de mi presencia. Aullando de alegría por haber atrapado a su presa y con unos gritos animalescos me agarraron férreamente varias decenas de manos, cuyo tacto me resultaba repugnante, de las que me fue imposible soltarme aún sirviéndome de todas mi fuerzas. Del mismo modo, mis esfuerzos por alcanzar el cañón aniquilador guardado en la funda de mi pierna derecha resultaron por completo infructuosos.


... Misericordiosamente, perdí todos mis sentidos de un fuerte golpe en la cabeza...
 
7.    Un rito más antiguo que el género humano.

…Finalmente, llegó el silencio y me sumí en la más profunda oscuridad...

Desde el interior de aquella negrura fui despertando sin saber a que lugar me habían llevado ni cuánto tiempo había pasado desde que mis captores habían apresado mi maltrecho cuerpo. Poco a poco, con una actitud de completa sumisión debida a algún tipo de narcótico, comencé a tener conciencia de donde me encontraba y de lo que sucedía a mi alrededor; al mismo tiempo que para mi completo terror me daba cuenta de que habían rasgado mis medias, me habían despojado de mi falda y de mi corsé y de que habían dado varias vueltas a mi cuello con una cuerda gruesa y muy áspera, con la que habían amarrado fuertemente mis manos a la espalda. En vano me retorcía, gritaba y gemía, pues ninguno de entre los devotos humanos parecía apiadarse de mis lágrimas; antes más, algunos de ellos me miraban sonriendo de forma malsana.
Seguramente me habían bajado hasta los niveles más profundos del Pozo De La Negra Cabra. Me asustaba pensar en la antigüedad de aquella población infestada, socavada por aquellas cavernas corrompidas. Luego vi el ominoso resplandor de una luz amenazadora y oí el murmullo insidioso de unas voces enfebrecidas
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de nuestras denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una ponzoñosa realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal y tenebrosa como la que envolvía aquel villorrio poblado de demonios? Lugares como ése conservan propiedades desconocidas para el hombre común y tal vez sus perversas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Ironsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión de Thaddeus Thomson? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Thaddeus, ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?
Antes de que aparecieran me creía preparada para afrontar lo peor. Ya había visto bastantes cosas desagradables en el término de un día, y no imaginaba que fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habían perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el agudo clamor se hizo ensordecedor. Se encontraban ya varios cientos de devotos delante de mí, observándome con deseosa alegría. Me agarraron sin ningún pudor por las ataduras que tenía en mis manos, me arrastraron esclavizada por las interminables galerías y todos se iban aglomerando a medida que se acercaban al centro del Pozo...
Yo caminaba tambaleándome, descalza y llorando, junto a mis guías mudos, en medio de una muchedumbre silenciosa. Iba empujada por codos que se me antojaban de una blandura sobrenatural, estrujada por barrigas y pechos anormalmente pulposos.
La caverna apenas resultaba iluminada, a pesar de todas las luces que habían entrado, porque la mayor parte de la multitud había desaparecido. Todos se dirigían por las galerías laterales hacia una abertura que había al pie de una gran roca tallada con extraños símbolos, y se deslizaban por ella sin hacer el menor ruido. Avancé en silencio y tiritando; me metieron tirando de las cuerdas de mi cuello en la abertura y desesperada comencé a bajar descalza por los gastados peldaños de una estrecha escalera de caracol húmeda, impregnada de un color muy peculiar; que se enroscaba interminablemente en las entrañas de la tierra, entre muros de chorreantes bloques de piedra y peldaños tallados en la roca viva. Después de un descenso que duró una eternidad, vi unos pasadizos laterales o túneles que, desde ignorados nichos de tinieblas, conducían a este misterioso acceso vertical. Los pasadizos aquellos no tardaron en hacerse excesivamente numerosos. Eran como impías catacumbas de apariencia amenazadora, y el agudo sonido que despedían fue aumentando hasta hacerse completamente insoportable.
Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Ni dando crédito al espeluznante relato del viejo Thaddeus en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demoníaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de describirla. ¿Es posible que bajo este planeta sobrevivan medrando tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenecía solamente al reino de la pesadilla y la locura?
Lo que más me llenaba de espanto era la columna de fuego. Brotaba como un surtidor volcánico de las negras profundidades; no arrojaba sombras como una llama normal, y bañaba las rocas de un amarillo salobre y ponzoñoso. Toda aquella hirviente combustión no producía calor, sino únicamente la viscosidad de la corrupción
Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, junto al resplandor de la fría llama, apareció danzando rítmicamente una horda de híbridos seres grotescos que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha podido contemplar jamás celebrando el encuentro con sus divinidades. El desfile de toda una cohorte de seres repulsivos, realidad o no, aparecieron desde las galerías cercanas, mientras yo permanecía sumisamente arrodillada. ¿Cómo podía sentirme tan indefensa, mientras una legión de seres brutales cruzaba y me observaba, chillando con voces afiladas, junto al lugar donde me encontraba yo? Seres horribles de mayor altura que un hombre corriente. Unos llevaban enormes joyas de hierro… otros iban ataviados con ropajes de inimaginable antigüedad…
Estaban todos ellos constituidos por enormes masas contorsionadas formadas por tentáculos de un color pizarra azulado, con la cabeza pardusca. Aquí y allá, por toda su gruesa piel, estropajosas y traviesas fauces baboseaban babas verdes. Sus figuras recordaban vagamente a la de un gran simio, pero sus cabezas bulbosas estaban coronadas por una maraña de tentáculos de varios tamaños, siempre incluyendo cuatro más gruesos, con unas esferas iridiscentes que no se apagaban jamás. Sus voces roncas eran una especie de gritos punzantes y ácidos; pero evidentemente, constituía un lenguaje con todos los siniestros matices de expresión de los que carecían sus cuerpos monstruosos.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en mi memoria la imagen del collar de Underbury? Se trataba de los mismos seres cuyas imágenes abominables ornaban la joya de hierro… pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el sacerdote del collar que vislumbré en la cripta de la fraternidad. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres, aunque desde mi cautiverio no podía abarcar toda la catedral subterránea y mi agotamiento físico y mental me impedía ver con claridad los acontecimientos que se desarrollaban a mi alrededor.
Desfallecida, hirviendo de fiebre y con la respiración agitada por la paranoia, contemplé aquel Averno profano de leproso resplandor; y en aquella gruta estigia vi cómo ejecutaban todos su rito litúrgico y adoraban aquella nauseabunda columna de fuego pálida y amarillenta. Y vi también, al alcance de la sucia luz, un colosal bulto amorfo, una espantosa entidad demoníaca. Una horrible masa que englobaba numerosas estructuras especializadas y orgános, grasienta e informe en las que se formaban y desaparecían sin cesar decenas de ojos, tentáculos y fauces temporales; una depravada y cruel criatura arquetípica. Faltó poco para que me desplomara sobre la fría roca, traspasada por un espanto que no provenía de este mundo ni de ningún otro conocido, sino de los espacios enloquecedores y anónimos que se abren entre las estrellas.
Aquellas violentas alimañas subterráneas se estaban preparando para una de las liturgias más importantes de todo el año. Percibí el doliente ritmo rápido y violento en que se habían transformado sus voces punzantes. Danzas frenéticas se ejecutaban con negras y fornidas pezuñas; los subterráneos hacían girar y retorcerse sus babosos tentáculos siguiendo un ritmo brusco y sostenido, rindiendo así culto durante horas a sus repulsivos gobernantes, mientras sus súbditos humanos se desnudaban, acercándose en comunión a aquella blasfemia gemela que por todo su cuerpo hacía burbujear repugnantes órganos genitales.
Era el rito de la reproducción, más antiguo que el género humano y destinado a sobrevivirle. Y en aquella gruta inmemorial vi cómo todos los devotos humanos ejecutaban el impío rito sexual hasta el agotamiento y adoraban a la nauseabunda criatura. Y vi también, fuera del alcance de la venenosa luz, a las afortunadas mujeres embarazadas que habíamos visto deambular por el pueblo. Estas eran conducidas a unos corruptos nichos ceremoniales excavados en la roca, donde durante un ritual de alumbramiento abominable, reventaban sus vientres debido al grotesco tamaño del recién nacido. Sus cuerpos, convertidos en unas masas hinchadas y sanguinolentas, eran abandonados allí sin una muestra de humanidad para dar la bienvenida con generosas muestras de alegría a la monstruosa nueva criatura.
Y mientras, las alimañas subterráneas emitían también unas notas sutiles y apagadas en la fétida oscuridad donde apenas nada podía ver. Pero lo que más me llenaba de espanto era el inmenso diablo que retorcía sus asquerosos tentáculos en las negras profundidades. Ahora conocía el destino que sus aliados me tenían reservado. Una vez más, sin miramientos, tiraron de mí hasta un obsceno y repugnante altar de piedra delante de la horrible llama, donde me obligaron a arrodillarme, desnuda y empapada, con el rostro pegado a la sucia piedra. En un rito de ofrecimiento y fertilidad, entregaron mi cuerpo agotado, helado y tembloroso para su reproducción a aquella maldición.
 
8.    Groseros gritos de placer.

Uno de los seres subterráneos, con vestiduras ceremoniales y tocado con un elaborado collar de hierro se movió con gran ceremonia hasta colocarse frente al horrible altar y ejecutó unos rígidos ademanes rituales hacia el semicírculo que le miraba.
En determinados momentos del rito, los subterráneos rindieron homenaje de acatamiento, especialmente cuando levantó por encima de su cabeza el arquetípico y detestable grimorio Necronomicon, escrito por el árabe loco Al-Azrad. Yo también me vi obligada a tomar parte en todas las reverencias, puesto que cada vez que el monstruoso sacerdote aquel recitaba ciertas palabras, algunos de los devotos se dedicaban a torturar todo mi cuerpo de las formas más infames. Después, el sacerdote hizo una señal a los que danzaban y cantaban en la oscuridad; éstos cambiaron su punzante chirrido por un tono más incisivo, provocando con ello un horror inimaginable e inesperado. Faltó poco para que me desplomara sobre la piedra del altar, traspasada por un espanto desconocido y cósmico.
Con un horror sin límites, retorcía indefensa mis brazos y piernas intentando liberarme de las sogas que me esclavizaban. Varias de aquellas malolientes criaturas subterráneas, impasibles ante mi dolor, sujetaban fuertemente mis manos heladas a la espalda, mientras otros abrían mis piernas hasta colocarme ante la depravada criatura que se desplazaba extendiendo el volumen de su cuerpo hacia el altar donde yo yacía completamente agotada; moviendo de forma lujuriosa sus viscosos y excitados órganos mientras los devotos que me rodeaban proferían groseros gritos de placer.
Con mi rostro descompuesto y lleno de lágrimas, cuando ya pensaba que hasta mi desolada vida estaba perdida, pude apenas ver la que me pareció una silueta bien conocida oculta entre unas rocas, la de mi querida colega Rayne WitchGrim.
Debíamos salvarnos a toda costa de la sombra maligna de Ironsmouth, así que trató de valerse de sus miembros entumecidos y fatigados. En el último momento, antes de que mi cuerpo fuera brutalmente saqueado por aquella pareja de seres repulsivos, se lanzó en una loca carrera entre aquella muchedumbre de las entrañas de la Tierra, antes de que sus furiosos chirridos pudieran hacer caer sobre ella las legiones de devotos que aquellos abismos de ecos cortantes ocultaban. Para sorpresa de todas aquellas horribles criaturas, alcanzó el centro de la bóveda cavernosa en una rabiosa carrera y una vez allí utilizó una hoja de cuchilla para hacerse, según me explicó más tarde, un corte en la palma de su mano izquierda de la que comenzaron a manar unas gotas de sangre, con las garras de un animal en su otra mano invocó un hechizo fantasma que provocó manifiestas heridas y laceraciones sangrantes por todo el cuerpo de sus objetivos.
Un furibundo rayo de un increíble color blanco surgió con un ligero toque de las puntas de sus dedos e insufló un embrujo que se lanzó violentamente como el proyectil de una honda hasta la parte superior de la pútrida gruta en la que nos encontrábamos atrapadas. Cuando la bomba arrojadiza asestó el golpe esperado contra la bóveda cavernosa, miles de purificadoras e inocentes bolas de luz explotaron contra las paredes rocosas bajo la superficie cegando a los retorcidos y monstruosos habitantes de las profundidades y sus impíos adeptos que lanzaban sorprendidos y agudos chillidos de dolor, a la vez que se tapaban los ojos heridos desacostumbrados a tan fuertes fuentes de luz. A pesar de la debilidad y el hambre, el horror y el aturdimiento, Rayne se sintió al cabo con fuerzas para ayudarme a ascender hasta la superficie y caminar. Mi cabeza era un caos y tan solo podía balbucear confesiones incoherentes. Acabábamos de salir del Pozo cuando se produjo un gran alboroto en el interior. Nos detuvimos por un instante, pero cuando aquellos horribles gritos cesaron, corrió cargando con mi cuerpo desmayado hasta el camino más cercano donde nos dejamos caer fatigadas.
9.    Tumbada sobre la hierba.

... Un lugar cálido y luminoso...
... Más tarde, el Sol calienta mi cuerpo tibio...
... Sobre las suaves hojas de los árboles vuelan insectos pintados de vivos colores...
Me encontraba tumbada sobre la hierba, bajo la sombra de un árbol frondoso. Contemplé el cielo a través de las hojas del árbol, verde sobre azul. Escuché el zumbido de los insectos y el bello trinar de un pájaro, noté un pequeño movimiento en las hierbas próximas, que seguramente indicaba el paso de algún animalillo y, me maravillé de la melancólica paz del lugar y de la abismal diferencia con el anterior chirrido continuo y agudo. Levanté la cabeza, aún aturdida, y vi a mi compañera de aventuras, caminando bajo el cálido sol, según parecía libre de toda inquietud. No había una sola huella en el barro fresco, ni sonidos horrendos en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos campanarios de Ironsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía ni un ser viviente en toda la zona desolada de las minas. Mi reloj andaba todavía. Eran más de las doce.
En el fondo de mi mente palpitaba el sentimiento de algo tremendamente espantoso.
Rayne me mostró donde se encontraba nuestro automóvil y el camino que salía de aquella región maldita y emprendimos la marcha, sin prisas ya, por la enfangada carretera de Rothfield.
-     No creo que le quede mucho tiempo a este mundo – supuso mi adorada Violet, temblado y con los ojos llenos de lágrimas.
-     Lo sé – contesté esforzándome por no llorar, apenas sentía las manos -, no he sido tan fuerte como presumo de serlo. Me atraparon. Casi hago que nos maten... o algo aún peor.
Avanzamos con marcha insegura, como sonámbulas, y no nos atrevimos a mirar hacia atrás hasta que habíamos recorrido un buen trecho. De ningún modo hubiéramos osado regresar a las inmediaciones del Pozo De La Negra Cabra...
Lo que pasó fue sencillamente que caí desvanecida de nuevo, sin decir palabra, igual que ya me había ocurrido en la tenebrosa cavernosidad aquella, entre las inmundas criaturas, apenas unas horas antes.
¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Ironsmouth como una maldición?
¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión del viejo loco Thaddeus Thompson? Por cierto, que los agentes del Gobierno jamás encontraron al pobre Thaddeus, ni supieron explicar cuál había sido su destino.
 
10.   ¿Thaddeus...? Estas embarazada, Violet.

Al anochecer nos encontrábamos en Rothfield, bien comidas y con ropas presentables. Cogimos el tren de la noche para Winterdrake, y al día siguiente nos presentamos a las autoridades locales para hacer unas largas declaraciones, que repetimos a nuestra llegada a Londres. El público ya conoce las consecuencias de nuestra denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada más que añadir. Tal vez la locura se está apoderando ya de mí.
A partir de ese momento mi vida ha sido una pesadilla de lucubraciones y pensamientos tenebrosos. Y a no sé dónde termina la espantosa realidad y dónde comienza la locura. Eso ocurrió hace unos nueve meses, pero la tenebrosa amenaza de la que escapamos aún existe para mí, como los ecos de un sueño que se demora en el despertar.
Anoche una mano acarició delicadamente mi mejilla. Me desperté todavía entre nubes para mirar a mí alrededor.
Sentado al borde de mi cama, lucía casi igual que la última vez que conversé con él. Su rostro antes amargo y sucio me observaba ahora sonriente, terso y con una barba pulcramente afeitada. Vestía un impermeable con capota.
-     ¿Thaddeus...? Estás muerto.
Me regala una sonrisa plácida y gentil.
-     Lo sé. Esto es un sueño, Violet.
Nos miramos a los ojos durante lo que en verdad me pareció una eternidad. Y ante la misteriosa muerte de él y el horror por el que he que pasado me prometió protegerme para siempre. La voz de Thaddeus se volvió extrañamente fría.
- Por favor, abrázame – me fundí en sus brazos como un bebé asustado.
-     Estas embarazada, Violet. Tu hija será su objetivo ahora. Debe morir de inmediato. Ella será quien les abra de par en par el camino hacia la ruina y la perdición de la humanidad.
Abrí de nuevo los ojos y ya no estaba entre sus  brazos. Se encontraba  al otro lado de la habitación. Observándome con una incomprensible mirada acusadora.
-     Lo sé.
-     No lo olvides, Violet. Debes acabar con la criatura.
-     Lo sé, pero no soy tan fuerte como aparento – lágrimas amargas se deslizaban por mis mejillas -. No puedo hacerlo. Seré la única responsable de tan funesto destino.
Se dirigió con lentitud hacia la puerta cerrada.
-     ¡Thaddeus, no te vayas! – grité angustiada a la vez que alargaba mis brazos hacia él.
Pude ver a Thaddeus atravesar la puerta y salté de la cama desconsolada. Tiré del pomo de la puerta pero no había nadie detrás de ella. Salí dando tumbos del dormitorio. Thaddeus se encontraba ya, de algún modo imposible, caminando a grandes pasos al otro lado del oscuro y lúgubre corredor. Una enigmática silueta vestida con una larga gabardina que desapareció a la vuelta de la esquina.
Corrí tras él, mientras mis pies desnudos palmeaban el frío linóleo. Mi camisón blanco flotaba detrás de mí a la vez que corría en mi sueño por un pasillo en apariencia infinito. Alcancé la esquina, resbalé y...
Y mi embarazo sigue así adelante. O, para ser más precisa, mi embarazo de concepción no humana, pues aún no he conocido varón.
¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?
Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror; o acaso de un prodigio, aún mayor.
 
FIN

Gracias por leer esta historia. Si la has disfrutado; por favor, dedícale un momento y califícala o escribe un comentario en twitter @FedericoVidal19

Gracias.

Federico Vidal





Publicado el 12 de diciembre de 2018 por Federico Martin Vidal Alonso.
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