En la brumosa Inglaterra victoriana, donde el vapor y la maquinaria conviven con lo arcano y lo grotesco, dos mujeres de espíritus intrépidos trazan su propio sendero en medio de la oscuridad. Violet Wraithwood, aventurera incansable, atraviesa el mundo con coraje y un corsé protector, lista para enfrentar cualquier peligro con su arsenal de armas. Rayne WitchGrim, en cambio, es una espiritista de corazón inquieto, fascinada por los saberes antiguos y los secretos arcanos que el tiempo ha sepultado.
Su amistad, forjada entre libros polvorientos y noches de misterio, las lleva a un remoto y oscuro rincón de Inglaterra: la ciudad minera de Ironsmouth, un lugar donde la riqueza fluye de las galerías subterráneas, pero a un precio que nadie se atreve a nombrar. Se dice que extrañas presencias rondan en lo profundo, atrayendo prosperidad y desventura a partes iguales.
Movidas por una curiosidad inquebrantable, Violet y Rayne se embarcan en una aventura que las conducirá hasta los límites de la razón y el peligro, donde secretos enterrados y fuerzas incontrolables aguardan, ansiosos de ser descubiertos. Esta búsqueda insaciable podría costarles mucho más que la vida…
“Existen dificultades al examinar todas las religiones desde un punto de vista histórico. Los dioses míticos personales, vivos y espirituales hicieron algunas promesas. Debemos habituarnos al concepto de que la fe en un orden del mundo creado por voluntad divina que se ha desarrollado durante siglos va a derrumbarse. Unos pocos años de investigación correcta ya ha hecho caer las creencias esenciales a las cuales no presentábamos ningún inconveniente.”
Henry Von Devonshire
Cántico de la Llama Amarilla en Honor a Shyg'Lith
"La Llama Amarilla danza, ¡Shyg’Lith despierta!
La tierra estremece, el útero celeste se abre.
Las semillas se agitan, el metal fluye con fuego.
Shyg’Lith, Madre del Hierro Estelar,
derrama tu néctar, bendice nuestra carne.
¡Oh gozo! ¡Oh gozo! Que la unión sea eterna!"
1. El Rumor sobre Ironsmouth
Aquellos ciudadanos que como mi compañera espiritista Rayne WitchGrim y yo, tienen la costumbre de leer la prensa diaria, recordarán que durante el verano de 1892 las fuerzas de seguridad al servicio del Gobierno de Su Majestad emprendieron una investigación secreta en las vetustas minas subterráneas de Ironsmouth, en Sharptemple. La verdad de los hechos sólo alcanzó al público en general en febrero, cuando se llevaron a cabo redadas masivas y arrestos numerosos, seguidos de la quema y voladura sistemática – cautelosa y minuciosa - de un enjambre de casas ruinosas, carcomidas y aparentemente deshabitadas, que se erigían como espectros en los barrios olvidados cerca de los pozos mineros. A ojos del ciudadano desprevenido, todo este despliegue pasaría como un capítulo más en la interminable guerra contra el contrabando, aunque, para quienes sabemos mirar más allá de las apariencias, aquella destrucción ocultaba secretos mucho más oscuros y terribles.
Sin embargo, a los más perspicaces no les sorprendió el insólito número de detenciones, el inusual despliegue de las fuerzas armadas para llevarlas a cabo, y, sobre todo, el hermetismo con que las autoridades cubrieron el destino de los detenidos. No hubo juicio alguno, ni se dio a conocer de qué cargos se les acusaba. Se escribieron informes imprecisos acerca de trastornos mentales y campos de concentración, y luego corrieron historias de fugas en varias prisiones militares. Pero nunca se ofreció una explicación concluyente. Ironsmouth misma había quedado casi desierta, y sólo ahora comienzan a asomar los primeros signos de un lento renacer en sus calles silenciosas.
Las airadas protestas formuladas por numerosas asociaciones civiles fueron silenciadas tras largas deliberaciones en secreto; los representantes de dichas asociaciones efectuaron varias visitas a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia de éstas, perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno de su Majestad. Sólo un periódico - un diario sensacionalista y, por esta misma razón, de escaso prestigio - hizo referencia a cierta misión militar secreta de asignada a una sección de la armada británica, cuyo objetivo fue detonar cargas explosivas de gran potencia en las galerías mineras bajo el Pozo De La Negra Cabra; mientras que el Cuerpo Real Aéreo destruía con sus dirigibles bombarderos de nueva construcción grandes zonas sobre la superficie. Esta información, recogida casualmente en una taberna cercana, parecía un tanto fantástica ya que La Negra Cabra, oscura y abandonada, queda por lo menos a milla y medio de la explotación minera de Ironsmouth.
Los campesinos de los alrededores y las gentes de las ciudades vecinas comentaron mucho toda esta cuestión, pero se mostraron extremadamente reservados frente a las incómodas preguntas de los visitantes. Llevaban casi cien años hablando entre ellos de la moribunda y casi deshabitada ciudad de Ironsmouth y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde muchos años antes. Habían sucedido demasiadas cosas que les enseñaron a ser de carácter reservado, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, en realidad, no disponían de demasiada información de primera mano, debido a que los materiales abandonados por los mineros a lo largo del camino - gigantescas palas de excavación, cadenas y escombros – dificultaban el acceso a Ironsmouth.
Pero yo voy a transgredir el velo de silencio impuesto en torno a todo el asunto Ironsmouth. Estoy convencida de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte de un primer sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron las fuerzas que irrumpieron en Ironsmouth no pueden causar ningún daño mayor. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto he llegado al conocimiento de toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más en profundidad, ya que el caso, y el mal recuerdo de lo que nos sucedió, me obliga a tomar medidas drásticas al respecto.
Fuimos nosotras quienes, a primera hora de la mañana del 18 de agosto de 1892, huimos frenéticamente de Ironsmouth, y quienes suplicamos horrorizadas al Gobierno que abriese una investigación y actuara en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio anteriormente relatado. Nosotras estábamos firmemente resueltas a guardar el secreto mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido toda curiosidad e interés, tenemos un extraordinario deseo de relatar, en voz muy baja, la única y terrible noche que pasamos en aquella población minera de tan siniestra reputación, sobre la que se cierne una sombra funesta y mortal. El mero hecho de escribirlo firmando como Violet Wraithwood me ayudará a recobrar la confianza en mis menguadas facultades y a convencerme de que no fui la primera víctima de una simple alucinación colectiva de pesadilla junto con mi compañera de investigación, la reconocida espiritista Rayne WitchGrim. Me servirá además, para decidirme a enfrentar sin miedo cierto paso terrible que, en un futuro no demasiado lejano, aún tengo que dar.
Nunca habíamos oído hablar de la localidad de Ironsmouth hasta la víspera del día en que la visitamos por primera y, hasta ahora, última vez. Y fue en el despacho de nuestra agencia de investigación O.V.A., que cómo la mayoría de ustedes sabrán son las siglas de OuterGods Vaporizing Agency, donde, de labios de uno de nuestros más antiguos clientes, oímos hablar por vez primera de Ironsmouth. El caballero, hombre de edad avanzada, rostro sagaz y acento del centro de Londres, consideró con simpatía mi interés por aquella ciudad de nombre evocador, y no fueron pocos sus esfuerzos por hacerme conocedora de las historias misteriosas de aquella antigua población minera.
- Puede que no haya oído usted hablar jamás de esa ciudad... Ironsmouth… a la gente no le gusta.
Esta fue la primera noticia que tuvimos de la férrea ciudad de Ironsmouth que yo ya imaginaba con edificios y estructuras hechas de metal robusto, reflejando una fortaleza inquebrantable. Cualquier referencia a una población que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrada en las guías de la moderna infovisión me habría interesado, pero además, la manera que tuvo el conocido cliente de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que una ciudad capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser un oasis sideral digno de atención para cualquier aventurera que se precie. Así que pedí al hombre que me informara un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó:
- ¿Ironsmouth? Sí, es una ciudad bastante extraña. Está en la desembocadura del río Idris. Era casi una ciudad, con una industria minera relativamente importante, antes de la guerra SilverRivets de 1777, pero se ha arruinado durante el último siglo. Por allí ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Ace — El caballero estaba dejando, más que claros, sus amplios conocimientos sobre la historia de aquella desconocida ciudad.
>> Debe haber más casas vacías que habitantes, y ya no hay ningún comercio ni industria, excepto la minería y las máquinas de carga. La gente prefiere venir aquí o a Winterdrake para hacer negocios. Años atrás había gran número de fábricas, pero a día de hoy, no queda más que una planta de procesado de hierro que además se pasa muchos meses sin funcionar.
>> Sin embargo, esa planta de procesado fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Greison, el dueño, debe de ser más rico que Rockefeller. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una grave enfermedad degenerativa ósea y que no se deja ver en público. Es nieto del general Reginald Greison, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que procedía de los bosques del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Winterdrake, hace cincuenta años.
>> A la gente de por aquí no le gustan los de Ironsmouth, y si alguno lleva su sangre procurará siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Greison tienen un aspecto completamente normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, hace bastante tiempo que no veo a los hijos mayores. Al viejo no lo he llegado a ver nunca.
>> ¿Que por qué las cosas andan tan mal en Ironsmouth? — preguntó retóricamente nuestro amable cliente, continuando con su torrente imparable de información -. Bueno, muchacha, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí, Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años inventando chismes sobre lo que sucede en Ironsmouth, y me figuro que están más atemorizados que otra cosa. Algunas historias de las que se cuentan por ahí me dan risa. Por ejemplo, dicen que el viejo general Greison negociaba con el mismísimo Satanás y sacaba orcos oscuros del infierno para que residieran en Ironsmouth, y también que celebraban una especie de culto demoníaco y sacrificios humanos espantosos, cerca de los pozos mineros, y que lo descubrieron allá por el año 1810 más o menos... Pero yo soy de Blindheim, Alemania, y no me trago ninguna de esas historias.
>> Tendría usted que oír lo que cuentan los viejos de la mina más profunda... aquella que llaman El Pozo De La Negra Cabra. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios en esa mina, bailando por todos los callejones de la ciudad, o entrando y saliendo de unos pozos situados en la parte alta de aquel bosque en la parte alta de la ciudad. Es un pozo almenado y desigual, a bastante más de una milla de cualquier otra veta conocida. Últimamente los mineros suelen desviarse bastante para evitarlo - todos estos comentarios apenas susurrados pusieron en alerta a mi compañera, que cesó la lectura de un antiguo grimorio, dejándolo con delicadeza sobre una mesa para así prestar mayor atención a la historia que nos estaba contando el caballero -. Los mineros que no procedían de Ironsmouth, ustedes ya me entienden, señoritas.
>> Una de las cosas que tenían contra el general Greison era que, al parecer, algunas noches descendía hasta las galerías más profundas. Y es posible que descendiera, pues algunas pinturas rupestres de las galerías de La Negra Cabra, y que datan aproximadamente del 13000 antes de Cristo son muy interesantes, y hasta es posible que fuese en busca de algún botín clandestino; pero lo que decían es que negociaba con los demonios subterráneos. Para mí, la pura realidad es que fue el general quien verdaderamente le dio fama de funesto al Pozo — El caballero hizo una breve pausa y cerró con fuerza los ojos, como tratando de recordar algún dato importante que yacía olvidado en lo más profundo de su memoria.
>> Eso fue antes de la epidemia Cthondrah de 1811, en que murió más de la mitad de la población de Ironsmouth. No se llegó a explicar con claridad qué fue lo que pasó, pero seguro que se trató de algún gas nocivo procedente de las cavernas más profundas de la Tierra. Debió de ser horrible; hubo desórdenes por culpa de aquello, y pasaron cosas terribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera de la ciudad. El caso es que con eso terminó de arruinarse para siempre. Nunca volvió a repetirse tan gran mortandad, pero jamás se recuperó y ahora apenas vivirán allí doscientas o trescientas personas.
>> Pero estoy seguro de que lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es una simple suspicacia étnica... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Ironsmouth y no me gustaría ir a esa ciudad por nada del mundo.
>> Pero lo que sí es cierto es que debe haber algo extraño detrás de la gente de Ironsmouth. El lugar siempre estuvo separado del resto de la comarca por profundos riscos y altas sierras, y no nunca pudimos estar seguros de lo que pasaba allí en realidad, pero está bastante claro que el viejo general Greison debió llevar a la ciudad a unos extraños tipos extranjeros, cuando tenía sus tres explotaciones mineras en actividad, allá por los años ochenta o noventa,
>> Ciertamente, la gente de Ironsmouth posee un carácter huraño y repudiable; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es una cosa que te pone los pelos de punta. Poseen una alternancia de estados de ánimo exaltados y eufóricos y periodos de melancolía. Algunas de sus mujeres fallecen durante el parto siendo aún muy jóvenes. Los más viejos son los que peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el espejo! Los animales, y solían tener muchos problemas con los perros, les tienen verdadera aversión...
>> Nadie de por aquí, ni de Londres ni de Winterdrake, quiere tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con sequedad cuando algún desconocido les visita o cuando algún minero trata intenta establecerse en su ciudad.
>> Lo extraordinario es la cantidad de mineral de hierro que sacan siempre de la mina, si no hay ninguna veta más por allí cerca... ¡Pero que intente picar cualquier forastero en este sitio y verá lo que tardan en echarlo!
- ¿Y hay algún lugar en el que hospedarse en una ciudad tan interesante? – pregunté, organizando inconscientemente nuestra futura visita a la umbrosa Ironsmouth, rodeada de sombras de interminables, entre el humo y la luz tenue de los hornos.
- Sí, hay un hotel en Ironsmouth. El BlackCaster House, pero, según he oído, no es gran cosa. Yo les aconsejaría que no se quedaran allí a pasar la noche. Es mejor que mañana por la mañana cojan el autobús a vapor de las diez; luego pueden salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Londres.
>> Deben saber, ahora que me viene a la memoria, que hubo un inspector de Hacienda que paró en el BlackCaster hará unos dos años, y sufrió allí un sinfín de experiencias incómodas. Parece que pasan la noche un sin número de gentes extrañas en ese hotel, porque el buen hombre no pudo pegar ojo debido a unas voces con tonos secos y repetitivos procedentes de las otras habitaciones que le producían escalofríos. Le sonaban tan poco humanas - como el golpeteo constante de engranajes metálicos al girar, decía él - que no se atrevió ni a desnudarse para meterse en la cama. Resumiendo: que pasó la noche en vela y se atrevió a apagar la luz a las primeras luces de la madrugada.
>> Lo que más le chocó al hombre ese; Clark creo que se llamaba, era la forma con que le miraba la gente de Ironsmouth; decía que parecían policías vigilándole.
>> La planta de procesamiento Greison le pareció bastante una construcción bastante extraña... Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Idris, en su desembocadura. Lo que contó el Inspector de Hacienda estaba de acuerdo con lo que yo sabía ya. Libros de contabilidad mal llevados, ninguna cuenta de resultados en orden, y no se veía a nadie trabajando por ninguna parte.
>> Además, ha habido siempre cierto misterio sobre la forma cómo los Greison obtienen el hierro que procesan. Nunca se ha visto que hicieran muchas extracciones de hierro, pero hasta hace unos años enviaban cantidades ingentes de este metal en grandes vagones de tren.
>> Se solía hablar de ciertas joyas cuya génesis era desconocida y que los mineros y los trabajadores del centro de procesamiento vendían en secreto, o que llevaban a veces las mujeres, de ademanes altivos, de la familia Greison. Algunos pensaban - y lo piensan todavía - que había encontrado un antiguo escondrijo de ladrones en el Pozo De La Negra Cabra. Pero lo más raro es que el viejo general murió hace sesenta años, y desde la guerra SteelChains no ha salido de Ironsmouth ni un solo cargamento importante de mineral de hierro.
>> La plaga del once debió de llevarse lo mejor de la ciudad. En todo caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Greison y los demás ricachones son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de trescientos en toda la ciudad, a pesar de lo grande que es. Son lo que en los barrios del Sur llamamos tipos huraños y disimulados, o sea, gente llena de secretos y misterios. Extraen mucho hierro, y lo exportan en camiones a vapor. Es anormal la cantidad de toneladas de hierro que sacan de ese trozo de tierra.
>> Nadie ha podido averiguar lo que hacen en esa ciudad. Las escuelas oficiales del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien recibidas en Ironsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre.
>> Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar.
>> Aunque supongo que durante el día no hay de qué preocuparse – confesó con una sonrisa franca - Yo no pondría un pie allí…
El viento silbó entre las rendijas de las ventanas oxidadas.
Arrastró partículas de polvo ferroso.
Creó remolinos fantasmales sobre el escritorio.
2. La Llamada del Hierro
- A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo hiciera. Si está usted haciendo investigaciones o buscando cosas antiguas, Ironsmouth es un lugar que le interesará.
Tras despedirnos de nuestro peculiar cliente, decidimos que debíamos dirigirnos a la Biblioteca Pública de Oldbury, ansiosas por reunir toda la información posible sobre Ironsmouth en las apenas cinco horas de que disponíamos antes de que cayera la noche.
Interrogué a los clientes de los comercios, a los parroquianos de las tabernas, e incluso a los policías de la comisaría, pero todos respondían con una desconfianza que rozaba lo hostil, como si hablar de Ironsmouth fuera una trasgresión. Cansadas de golpear contra un muro de negativas, terminamos en la Iglesia del Vivo Corazón de Jesús, un austero templo románico normando que parecía flotar en los recuerdos de mi niñez. Allí, cuando el reloj de su torre central marcaba las cinco y media, un sacerdote, amable pero tajante, trató de disuadirnos, describiendo la ciudad como un lugar corrompido y degenerado.
Finalmente, en la biblioteca, llegamos a las siete menos cuarto. La mayoría de los interrogados mostraban el mismo escepticismo, como si a sus ojos Ironsmouth fuera un simple caso de depravación cívica.
Los anales de historia, sin embargo, revelaron un pasado más fascinante. Fundado en 1608, la ciudad prosperó por su actividad minera, antes de la Revolución, alcanzando su apogeo industrial a finales del siglo XVIII; más tarde, se convirtió en un centro industrial de segundo orden, gracias al aprovechamiento de las aguas del Idris como fuente de energía. Sin embargo, las referencias muy veladas a la “epidemia” y los “acontecimientos oscuros” de 1811, estaban envueltas en un misterio que las palabras apenas podían desentrañar.
El proceso de decadencia de Ironsmouth apenas ocupaba unas líneas en lo registros, pero lo poco que se decía era contundente. Tras la Guerra SteelChains, la industria de la ciudad quedó reducida a un mero vestigio: la Compañía de Procesamiento Greison era lo único que permanecía en pie, mientras que el otrora floreciente comercio del hierro languidecía como un residuo del pasado. Aunque la eterna minería continuaba, el valor del férreo metal caía día a día, aplastado por la competencia de los gigantes industriales. Sin embargo, nunca faltó metal en los alrededores de las minas de Ironsmouth.
Pocos extranjeros se asentaban allí. Se hablaba de una breve oleada de inmigrantes polacos y rusos una década atrás, pero su llegada terminó en una expulsión brutal e injustificadamente violenta, como si la ciudad misma rechazara cualquier cambio en su esencia corroída.
Entre las notas del archivo, lo más intrigante era una referencia escueta casi perdida sobre unas joyas vagamente asociadas a Ironsmouth. Evidentemente, el caso había conmocionado a toda la región, ya que algunas de esas piezas se encontraban exhibidas en lugares de renombre como el Museo de la Universidad del Mercydrake, en Londres, y el salón de la Sociedad de Estudios Históricos de Underbury. Las descripciones eran frías y desprovistas de todo detalle, pero en su austeridad despertaron algo inexplicable en mi interior. La idea de esas joyas me perseguía con una mezcla de fascinación y desasosiego, hasta el punto de que, pese a lo avanzado de la hora, decidimos buscar la pieza que se conservaba en la localidad.
Según las notas, el objeto era de grandes dimensiones y semejaba una corona, aunque de proporciones extraordinarias y nada comunes. Intrigadas, solicitamos al bibliotecario que nos facilitara una carta de presentación para el conservador de la sociedad local. Llegamos allí justo cuando el reloj marcaba las nueve menos cinco, y lo que nos esperaba sacudió nuestras expectativas: el ambiente crepuscular y la inminencia de la hora de cierre sólo añadían una capa más de inquietud a lo que estaba por suceder.
La proximidad de la hora de cierre no fue del agrado del conservador que resultó ser una señora de porte distinguido. Se llamaba Josephine Sinclair, una dama soltera de edad avanzada que vivía cerca de la biblioteca. Tras una breve presentación y una explicación apresurada de nuestras pesquisas, la mujer, inicialmente escéptica, abandonó su lógica actitud reservada, y con una amabilidad que resultó reconfortante, se ofreció a guiarnos.
El museo de la sociedad aunque modesto, poseía una colección admirable, pero mi ánimo abatido sólo encontró fascinación en un único objeto: un artefacto que parecía haber sido extraído de los confines de otro mundo. Bajo el foco de luz eléctrica, en una vitrina algo olvidada en un rincón, refulgía una extraña corona cuya belleza me dejó sin aliento.
No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante el sobrenatural esplendor de aquella ardiente fantasía que descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo. Era una pieza indescriptible, no sólo por su estética singular, sino por la fuerza casi sobrenatural que emanaba. Incluso ahora sería incapaz de describirla con precisión, aunque no había duda de que era una corona, como decía la inscripción que había leído. Su frontal, elevado y compuesto de un cristal ovalado, irradiaba un fulgor amarillento que parecía contener secretos inconfesables. Su estructura, ancha y de bordes irregulares, parecía diseñada para una cabeza de proporciones fabulosas. Fabricada en obsidiana, pero con un brillo que recordaba al metal verdoso, evocaba una artesanía que desafiaba toda lógica. Parecía esculpida en los abismos de un planeta lejano, cargada de una belleza mineral que atrapaba la mirada y la imaginación; como un mineral que guarda secretos de colores brillantes, que hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente identificable. Su estado de conservación era casi perfecto.
Me quedé absorta frente a sus grabados intrincados y orgánicos, líneas que evocaban raíces o tentáculos que se entrelazaban y se curvaban hacia arriba. Rodeaban la cabeza con una simetría perturbadora, como si la corona, lejos de ser un simple ornamento, tuviera un propósito más profundo. Podría haber pasado horas enteras descifrando las enigmáticas orlas, tratando de acariciar suavemente, con los delicados movimientos de las frías yemas de mis dedos, las geométricas runas, sencillos motivos arcaicos cincelados con una elegancia casi insoportable, como si cada símbolo único tuviera una historia antigua de quietud y reverencia que contar.
Cuanto más la miraba, más me fascinaba, y en esta fascinación misma, que hacia que una ola de calidez atravesara mi cuerpo de arriba a abajo, encontraba algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una calidad artística extraordinaria lo que alimentaba mi fascinación. Todos los objetos de arte que había visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o racial conocida, o a alguna de esos movimientos artísticos modernos que rompen con toda tradición anterior. Pero aquella corona no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o moderna, que yo hubiera conocido. Jamás había visto nada parecido. Era como si aquella preciosa obra de artesanía proviniese de algún lejano planeta.
Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá igualmente poderosa, esto es, a la extrañeza general de sus motivos ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y arcanos secretos perdidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio.
La corona de hierro oscuro y frío, presentaba grabados de seres mucho más enigmáticos; figuras talladas con un estilo que recuerda a un relieve antiguo, mostrando detalles minuciosos en sus rostros y cuerpos como escamas y texturas alienígenas que se fusionan de manera armoniosa con la carne humana: masas de tentáculos que se organizaban de forma vagamente antropomorfa, como si estuvieran a medio camino entre una mitad orgánica y otra mitad incomprensible. Los cuerpos de aquellos seres eran fluidos, compuestos por hileras de tentáculos que se entrelazaban y se extendían en patrones casi simétricos, formando torsos, extremidades y rostros vagamente reconocibles, aunque en todo inhumanos.
Los rostros de aquellas entidades no tenían ojos detallados, sino depresiones vacías y bocas apenas sugeridas que parecían murmurar secretos perdidos en el tiempo. Los tentáculos, detalladamente grabados, se envolvían entre sí y emitían una sensación de movimiento, como si estuvieran en constante flujo, atrapados en el metal de la corona en un momento perpetuo de cambio.
Incrustadas en el hierro, diminutas gemas iridiscentes reflejaban destellos etéreos, como si los seres estuvieran mirando a través de la corona hacia otros planos de existencia.
En curioso contraste con el aspecto de la corona, estaba sus sórdidos y escasos antecedentes conocidos. Según me contó miss Sinclair, en 1838 cierto individuo de Ironsmouth, jugador y disoluto, la había empeñado por una suma irrisoria en una tienda de Providence Street, horas antes de ser asesinado en un ajuste de cuentas por deudas de juego. La Sociedad de Estudios Históricos la adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en uno de los lugares más destacados de su sala de exposiciones, con una etiqueta en la que se indicaba que probablemente provenía de Irak o de Anatolia, aunque ambas suposiciones eran, según nos declaró con total franqueza, dudosas.
Miss Sinclair, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen de la corona y su presencia en Londres, se inclinaba a creer que había formado parte de algún botín clandestino enterrado y descubierto por el viejo general Reginald Greison. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los Greison, al enterarse de la adquisición del precioso adorno, habían ofrecido una suma elevadísima por adquirirla que todavía mantenían pese a la firme determinación de la sociedad a no vender.
Mientras la amable señora nos acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis sobre el origen de la fortuna de los Greison estaba muy extendida entre los eruditos de la región. Ella nunca había estado en Ironsmouth, pero sentía antipatía hacia sus habitantes, según confesó, a causa de su degradación física, moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores existentes acerca de cierto culto diabólico practicado en Ironsmouth encontraban apoyo en el hecho de que allí hubieran ganado numerosos discípulos determinados ritos secretos que habían terminado por asimilar a todas las iglesias fieles.
Esos ritos eran practicados por la llamada «Hermandad de los Servidores Oscuros de Shyg’Lith», y se trataba sin duda de alguna religión idólatra y envilecida de origen asiático que había sido importada, al parecer, en una época en que la minería había escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen aceptado, ya que de pronto, a partir de su implantación, la extracción de metal había vuelto a ser próspera y abundante. La «Hermandad» no tardó en alcanzar un gran predominio en la ciudad, sustituyendo por completo a la tradición mística de los rosacruces e instalándose incluso en la antigua fraternidad Rosacruz de New Church Iron.
Todo esto, según la fervorosa miss Sinclair, constituía un argumento decisivo para rehuir la siniestra y pobre ciudad de Ironsmouth. A nosotras en cambio nos despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e histórica, se sumaba ahora una pasión antropológica, de tal modo que sólo pudimos conciliar el sueño cuando ya empezaba a salir el sol.
Con el amanecer como telón de fondo, preparamos nuestro equipaje tras una noche en la que el sueño sólo llegó con el primer rayo de sol. En mi maleta no podían faltar mis gemelas “Melena de León”, dos pistolas ornamentadas capaces de disparar rayos eléctricos, junto con mi fiel cañón de plasma aniquilador; compañero de incontables aventuras. Mi compañera, en cambio, optó por incluir varios volúmenes de magia olvidada, reliquias de un saber casi perdido, así como su elegante infovisor: un dispositivo enciclopédico de soporte eléctrico, en el que se contiene todo el conjunto de los conocimientos humanos o de los relativos a una ciencia en artículos separados.
Al despuntar la mañana, nos vestimos con nuestro atuendo habitual, cargado de detalles que hablaban tanto de practicidad como de estilo. Yo me decanté por una camisa blanca de suntuosos bordados que capturaba la luz como si fuera un lienzo tejido con hilos de plata. La ajusté con un corsé protector, diseñado no sólo para realzar la figura, sino también para aumentar la resistencia a cualquier riesgo que nos aguardara. Una falda corta, medias a rayas y botas de cuero curtido completaron mi indumentaria, otorgándome la mezcla perfecta entre audacia y funcionalidad. Rayne, en cambio, optó por un aire más oscuro y etéreo: una camisa negra de malla adornada con bordados delicados, acompañada de una falda gótica que parecía danzar al ritmo de encajes antiguos. Sus botas altas de cuero negro, decoradas con pálidas calaveras, parecían susurrar historias de rebelión y misterio con cada paso.
A media mañana, nos dirigimos hacia nuestro elegante y ligero automóvil a vapor, una obra maestra de la ingeniería moderna con la estética de un pasado glorioso. Los asientos de cuero negro, suaves como terciopelo, nos acogieron mientras mis manos encendían el quemador de combustible. Poco a poco, los manómetros comenzaron a trepar, anunciando con precisión el momento justo en que la máquina cobraría vida. Con un rugido mecánico y el zumbido de cadenas y engranajes, el vehículo avanzó, dejando escapar un suspiro de vapor por la válvula de seguridad.
Antes de detenerme en ningún detalle del paisaje, mi mirada se rindió ante la deslumbrante belleza de mi compañera, la célebre espiritista Violet Wraithwood. Su piel, pálida e inmaculada, parecía tejida con la más blanca de las sedas, mientras su cabello violeta, entrelazado con mechones negros, evocaba la elegancia de un ocaso mítico. “Es imposible que exista algo más bello”, me dije, atrapada en un pensamiento tan inevitable como el afecto que me invadió después. Fue un sentimiento puro e instintivo, incontenible en su intensidad y tan real que no podía, ni quería, negarlo. Finalmente, me fue imposible evitar el impulso de medir mi reflejo con el suyo. Mi cabello dorado bailaba al viento como una cascada de luz, igualmente imponente, pero de un modo distinto. Si Violet evocaba lo místico y lo etéreo, yo parecía encarnar la fuerza terrenal de un amanecer. Mi piel, bañada por un cálido resplandor, contrastaba con la palidez de la espiritista, mientras mis ojos parecían guardar la determinación y el fuego de quien ha conquistado adversidades. Los ojos de Violet, oscuros y profundos, parecían guardar secretos de otro mundo. Cada movimiento suyo era un poema en sí mismo, y su sola presencia bastaba para convertir la admiración en devoción silenciosa. La voz de mi compañera, suave como un susurro del viento, acariciaba el aire con una musicalidad hipnótica. Incluso el más leve de sus gestos tenía la fuerza de detener el tiempo, como si todo el Universo aguardara su próximo movimiento. En su figura, lo etéreo y lo humano se fundían, dejando tras de sí un rastro de asombro y fascinación.
Ambas éramos un equilibrio perfecto: luz y sombra, tierra y éter, belleza tangible frente a una gracia casi sobrenatural.
Avanzamos a una velocidad endiablada, rozando las 80 millas por hora, mientras las viejas fachadas de Old Shop Street quedaban atrás, temblando ligeramente al paso de nuestra máquina rugiente. Desde las aceras, las miradas de los transeúntes se desviaban, aunque sus gestos delataban un interés disimulado. Poco después, giramos hacia HellBells Street, donde el camino se volvió más suave. Allí, bajo un cielo azul y poderoso que prometía aventuras, cruzamos ante edificios majestuosos de la época de la Revolución Gloriosa, cuyos muros parecían susurrar historias de heroísmo y traición. Más adelante, nos despedimos de las casas de campo, vestigios de un Enrique VIII audaz y ambicioso, que nos miraban como fantasmas de un tiempo más antiguo aún, guardianes de un pasado que jamás perecerá del todo. Después de atravesar Tick-Tock Green y Rivets River, salimos finalmente a una zona montañosa de terreno insistente y pesado.
Yo, Rayne WitchGrim, la aventurera de cabello dorado, era un contraste perfecto: cálida y luminosa, con una belleza terrenal que irradiaba fuerza. Mientras Violet evocaba lo inalcanzable, yo parecía anclar la realidad, ambas opuestas y complementarias como el día y la noche.
Era un radiante día de primavera, con el calor acariciando la piel y el sol reinando en la bóveda celeste, derramando su luz dorada sobre el paisaje. El paisaje, pedregoso y de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos en nuestro viaje. A nuestro lado, se extendían las grandes peñas y el abismo oscuro de la sierra Plumb Hole. Después de desviarnos de la carretera general que seguía a Rothfield y Lilywith, tomamos un camino estrecho que siguió bordeando la sierra. Apenas se veía alguna casa, y por las condiciones del alquitrán del pavimento, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los altos y negros postes del teléfono que sostenían tan sólo dos solitarios cables tendidos a lo largo del arcén izquierdo, nos vigilaban como profetas de un porvenir más tecnológico y deshumanizado. De cuando en cuando, nos veíamos obligadas a cruzar la estructura de algún puente de hierro colapsado, con los cables de acero caídos como serpientes muertas en medio del polvo que, cuando los caudalosos ríos bajaban con la marea alta, contribuían a aislar aún más aquella región de evanescente belleza en la que nos internábamos.
De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y abruptos cimientos de lindes desmoronadas que emergían de entre las piedras. Recordé que en uno de los libros de historia que había consultado en la biblioteca se explicaba que, anteriormente, aquella había sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino, según pude concluir, debido a la epidemia bautizada por el extraño nombre de “Cthondrah” que había asolado la ciudad de Ironsmouth en 1811, pero sus habitantes habían llegado a otra conclusión bien distinta: que las causantes de la decadencia y mortandad eran ciertas potencias malignas y ocultas. De hecho, el mal radicaba en la absurda eliminación de toda vegetación cercana a las minas, que había privado al suelo de su mejor protección contra la áspera roca que ahora lo invadía todo.
El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada que no supuso ningún problema para el motor de nuevo diseño y potencia mejorada.
Sufrí los temblores de un escalofrío al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotras, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el íntegro y saludable cielo azul. Era como si nuestro coche a vapor fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá incomprensible. Un golpeteo constante que no provenía de ningún lugar específico, como si algo invisible golpeara desde las sombras nos llegaba cargado de ecos presagiosos. Yo, luminosa y firme, era el amanecer frente al misterio nocturno de Violet. Juntas encarnábamos un equilibrio imposibles de ignorar.
Al fin, coronamos la cuesta. Desde la cima se podía contemplar toda la extensión del valle, justo al norte de una larga muralla de grandes rocas que culmina en Queen Head y tuerce después hacia Cape Squirt. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero, de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: nos encontrábamos frente a la ciudad de Ironsmouth, donde el armonioso sonido de los martillos y los hornos formaba una melodía orquestal.
Era un núcleo urbano de extensión reducida, de casas arracimadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de todo el enredo de chimeneas hacinadas. Tres elevados campanarios descollaban de acero, sus estructuras de hierro retorcidas sobresalían entre los escombros, oxidándose lentamente bajo el férreo gris del cielo, vibrando sin cesar como un enjambre de insectos mecánicos. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban las columnas de hierro como si fueran ramas de un árbol roto, rodeadas por ladrillos caídos y restos de vidrio quebrado donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marea de techumbres de hierro abandonadas, sus paredes rotas y los pilares de acero colapsados, formaban un panorama de desolación. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados de hierro se habían desplomado y se cubrían de polvo y escombros desde hacía décadas. La mayoría de ellas estaban lejos de la mina; y, a decir verdad, algunas aún se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, bordeada por los guardianes postes del telégrafo, huérfanos de cables y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a las cercanas Rothfield y a Lilywitch.
El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el oxidado barrio minero, impregnado de un tinte rojizo y decadente, como si el tiempo mismo lo hubiera desgastado,. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la torre plateada de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica en la que se distinguían las diminutas siluetas de algunos trabajadores descansando. En el extremo más alejado de la fábrica aún eran visibles los cimientos circulares de un horno siderúrgico derruido. En el área industrial el polvo rojizo lo cubría todo, haciendo que el hierro oxidado luzca como un río seco de sangre sobre el cual había unas chabolas miserables, algunos camiones destartalados y algunas cadenas diseminadas, todo ello debajo de un zumbido cada vez más agudo. Y más agudo, persistente y punzante.
Los pozos mineros se asemejaban a gargantas metálicas, oxidadas y mudas tras décadas de silencio. Y allá lejos, donde la sideral montaña parecía tocar el firmamento, como un paisaje de otro planeta, pude distinguir una cicatriz profunda con bordes marcados por hierro oxidado y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Pozo De La Negra Cabra. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaba llamando desde allá para que me acercara, lo que casi me produjo molestas nauseas.
No encontramos a nadie en todo el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban cubiertas con cortinas sucias desgarradas. En los estercoleros se amontonaban tornillos y clavos de hierro como semillas de un pasado industrial que nunca germinaron. Algunos individuos trabajaban con aire aburrido en sus jardines secos o arrancaban las flores de más bellos colores, siempre en medio de un chillido metálico que rasgaba el aire como uñas sobre una pizarra, imposible de ignorar. Grupos de niños de rostros desfigurados y alargados, ojos desorbitados y vacíos y costillas expuestas, chillaban de forma ensordecedora y persistente, como sólo los niños saben divertirse en su infantil inocencia, en los portales invadidos por la piedra. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los más lúgubres edificios. La mayoría tenía la columna vertebral arqueada en ángulos imposibles, el cráneo completamente deformado, y la piel cenicienta y con cicatrices profundas que marcaban cada movimiento, como si la carne estuviera luchando por mantenerse en su lugar. Todo ello producía una repugnancia involuntaria e irreparable. Por un instante breve e incómodo me pareció que aquellos rasgos me recordaban alguna pintura negra visto anteriormente, que había obligado a latir a mi corazón de forma excepcionalmente acelerada. Pero esta imagen apenas recordada fue muy fugaz.
Al llegar con nuestro auto a vapor a la zona llana donde se alzaba la ciudad comencé a oír un martillo distante golpeando hierro con un ritmo irregular y discordante en medio de un impresionante gorgoteo metálico, como si el hierro líquido estuviera vivo y fluyera por venas invisibles bajo la ciudad. Las casas abandonadas, de desoladoras paredes rotas y pilares de acero colapsados, se fueron aproximando cada vez más entre ellas, alineándose a ambos lados de la carretera, hasta que ésta se convirtió en calle. En algunas zonas desgarradas se podía observar el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido entre gritas y surcos como heridas en el suelo, abiertas por la extracción de minerales. Todas las casas estaban, en apariencia, vacías. De cuando en cuando, entre los muros maestros, se abría la carcasa de un edificio, cuya estructura de hierro estaba expuesta al viento, oxidada y a punto de desintegrarse completamente. En todas partes reinaba un chillar constante e insoportable, como si cada partícula de polvo metálico se raspara contra otra al moverse.
No tardaron en abrirse los cruces y las bocacalles laterales. Las calles que salían a la izquierda en dirección a las explotaciones mineras estaban desempedradas y llenas de óxido del hierro, como si la tierra misma llorara lágrimas rojas. Aún no había visto a nadie en la ciudad, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un oxidado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas - edificios de piedra labrada y techumbre negra como el carbón de principios del siglo XIX - se apreciaba que todavía estaban en buenas condiciones. Fascinada por el interés de cuanto veía, me olvidé del chasquido punzante que se repetía rítmicamente, como el pulso errático de un corazón mal sincronizado y de la sensación opresiva que había experimentado a nuestra llegada.
Pero no habíamos de llegar a nuestro punto de destino final sin que yo recibiera otra impresión tremendamente desagradable. Desembocamos en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de un blanco inmaculado en tiempos atrás, estaba ahora manchada de un sucio color pardo-rojizo, además de presentar un triste aspecto escamoso y desconchado. Las letras forjadas en hierro sobre fondo negro del frontis estaban tan corroídas por la herrumbre que me costó bastante descifrar la inscripción: «Servidores Negros de Shyg’Lith». Se trataba, pues, del lugar de reunión de la antigua fraternidad de la Orden Rosacruz, actualmente consagrada a un maligno culto degradante y blasfemo. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, distrajeron mi atención los sordos tañidos de una campana resquebrajada. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenían de una iglesia ciclópea de fachada ondulante construida con enormes bloques de piedra verdinegros, representativa del barroco romano, cubierta por una impresionante cúpula, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de Ironsmouth. Tenía a un lado una torre octogonal que flanqueaba su monumental fachada, así como una cúpula octogonal, que se levantaba sobre el crucero, desproporcionadamente alta. El reloj de la torre tenía las agujas fabricas e de placas de hierro corroídas, como costras sobre la herida olvidada de la esfera aún plateada, pero supe que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. Las enormes puertas de hierro forjado de la iglesia, un ojo ciego rodeado por dos párpados de hierro corroídos. estaban abiertas y formaban un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, que veíamos desde que ingresamos en el casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un instante después me daba cuenta que se trataba tan sólo de un sacerdote; aunque de extremada estatura, columna torcida y cráneo irregular pero humano al fin y al cabo, que caminaba con lentitud por el claustro que cercaba el patio principal de la iglesia. Ciertamente, vestía una indumentaria ajena a cualquiera vista con anterioridad en los ritos religiosos que conocía, adoptada tal vez cuando los Servidores Negros de Shyg’Lith había decidido modificar la liturgia de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la corona de hierro con la que se ceñía la cabeza. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Sinclair nos había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro apenas vislumbrado y en el oscuro vestido talar de aquella silueta que cruzó torpemente ante las puertas. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo malicioso y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultaran especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de torso retorcido y manos como pálidas garras arrugadas, comenzaron a dejarse ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos que caminaban con un balanceo grotesco y de paso desigual. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El rugir ronco de la caída del agua se fue haciendo más intenso, hasta que apareció ante nosotras la profunda garganta de un río de ópalo que reflejaba tonos iridiscentes, como un mineral que guarda secretos de colores brillantes, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en una plaza muy amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A nuestra derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza cuadrada y espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era BlackCaster House.
Me alegré de bajar de nuestro bello automóvil a vapor. Miré mi reloj, sus agujas y el sol en lo alto señalaban el mediodía. Inmediatamente después, procedimos a consignar nuestras maletas en el sórdido vestíbulo del hotel. Únicamente había una persona a la vista, un hombre de bastante edad, que carecía de las deformidades que habíamos visto. Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban sobre el establecimiento. Así que salimos a dar una vuelta por la plaza. Nos entretuvimos con curiosidad en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a una parcela rocosa y abrupta tras la cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados inclinados que seguramente databan de 1765. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mis planes de marcharnos de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una decena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste y desolado, una droguería, un almacén de recambios para maquinaria de extracción y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria de la ciudad, las Refinerías Greison. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba de la zona comercial de Ironsmouth. Hacia oriente se podían ver las negruzcas polvaredas de los Pozos mineros en funcionamiento, tras los que se alzaban las ruinas de tres antiguas iglesias de hierro y cristal, ahora vacías, con las ventanas rotas y las campanas caídas entre los escombros del altar. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre, por detrás de un edificio ostentoso, con estructuras imponentes que destacaban por su diseño y grandiosidad que debía ser la refinería Greison.
Después de pensarlo un rato, decidimos empezar nuestras indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Ironsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información.
- Para mí es un alivio poder hablar con un par de forasteras jóvenes como ustedes – daba la impresión de que estaba deseoso de charlar con cualquiera -. Soy de Londres y vivo con una familia que procede de Thomsonwitch. Siempre que puedo, hago una escapada para visitar a mi familia. Aunque a ellos no les gusta que trabaje en Ironsmouth, pero la empresa hotelera me ha destinado aquí y yo no quiero dejar un empleo tan bien pagado.
>> No hay biblioteca pública, ni cámara de comercio en Ironsmouth, pero no les será difícil orientarse por sus calles. Seguramente encontraríamos numeroso monumentos de interés. La calle donde se han apeado se conoce como Silver Street. De aquí nacen una serie de calles residenciales en dirección a poniente - Broad, Wales, Leather y Albert - y al otro lado está el miserable barrio marinero. En ese barrio, cuya arteria principal es Machine Street, encontrarán unas viejas iglesias de estilo barroco, aunque completamente abandonadas. Aunque debo advertirles de que sería conveniente que no llamaran demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que la gente del vecindario es hosca y mal encarada. Incluso se dice que algunos forasteros han desaparecido en las sombras de algunas callejuelas.
>> Ciertos lugares son prácticamente territorio prohibido, según hemos aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no es aconsejable rondar por los alrededores del centro de procesamiento Greison, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallan abiertos al culto, ni por delante del edificio de los Servidores Negros de Shyg’Lith situado en New Church Iron - no tardé en descubrir que no le gustaba la ciudad, ni sus refunfuñados habitantes -. Los cultos que allí se practican permanecen en el más absoluto de los misterios. Todos ellos han sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Ironsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservan sus primitivos nombres, practican las más espeluznantes ceremonias y utilizan unas vestiduras sacerdotales sumamente extrañas. Sus credos heréticos y orgiásticos hacen alusión a ciertos apareamientos prodigiosos, a consecuencia de los cuales se obtiene una descendencia inmortal en este mundo. Mi pastor, el padre Wallace, de Londres, me ha instado encarecidamente a que no frecuente ninguna de las iglesias de Ironsmouth.
El viento movía la estructura de una vieja grúa abandonada, cuyos engranajes oxidados producían un gemido agudo y distante.
>> En cuanto a esta gente, si es por lo que ustedes están interesadas, yo apenas sé nada en concreto. Eso sí: son recelosos, se les ve muy de cuando en cuando y viven como los animales en sus oscuras madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedican, aparte de a la siempre presente minería. Aunque yo creo que a juzgar por las ingentes cantidades de licor clandestino que consumen, se deben de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez o durmiéndola. Parecen unidos por una especie de misteriosa relación de solidaria fraternidad, y una gran repulsa hacia el resto del mundo, como si ellos fueran los únicos elegidos para otro destino mejor. Lo más odioso es oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades; celebradas dos veces al año, el 30 de Abril y el 31 de Octubre y que ellos denominan “Apareamientos Sagrados”.
>> Son muy aficionados a las galerías subterráneas, y siempre estan bajando a los Pozos – vimos como su rostró palideció y se llevó las manos al estómago debido, según confesó asqueado, al constante gemido lastimero que parecía surgir desde las entrañas mismas de los edificios corroídos - Pensándolo bien, no cuesta darse cuenta de que las únicas personas que deambulan con paso arrastrado y andar reptante por las calles son de edad avanzada. Es muy raro encontrar jóvenes varones sin los huesos protuberantes ni las piernas torcidas, como el viejo empleado de este hotel, y hasta yo que llevo algún tiempo trabajando en esta ciudad me pregunto qué ocurre con las casi inexistentes jóvenes de sexo femenino.
Naturalmente, sólo una grave enfermedad hereditaria podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en los varones jóvenes… deformidades óseas tan graves y grotescas, que incluso les hacían parecer criaturas malformadas atrapadas en una inacabable agonía. En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría simplemente de una enfermedad. De todas formas, el muchacho nos dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que, por mucho que conviviese uno con ellos, jamás se llegaba a conocer personalmente a los más viejos del lugar.
- Estoy convencido de que hay individuos de cuerpos aún más retorcidos y piel aún más viscosa que los que se ven por la calle, pero desde su nacimiento los encierran en determinados lugares sólo conocidos por los naturales de Ironsmouth. Se oyen cosas muy extrañas al respecto – su rostro palideció de nuevo, y sus ojos casi se quedaron en blanco -. Se oyen toda clase de rumores acerca de que las casas cercanas al famoso Pozo de la Negra Cabra se comunican entre sí mediante una red de galerías subterráneas secretas, y de que el barrio está marcado por posturas quebradas, torsos distorsionados y piel ulcerada donde cada ser parece una sombra distorsionada de lo que alguna vez fue humano. Es imposible saber qué clase de sangre les corre por las venas, si es que les corre alguna. Cuando algún enviado del Gobierno o alguna personalidad importante llegan a la ciudad, ocultan a los desgraciados más señaladamente repulsivos.
Los rieles vacíos de una vieja mina vibran levemente, como si un tren fantasma los cruzara en la distancia.
- No crean que no lo he intentado, pero es inútil sonsacarles nada sobre este lugar. El único capaz de hablar es un viejo que vive en el asilo de la salida de la ciudad, y que suele dar un paseo por las calles próximas a la comisaría todas las tardes. Su nombre es Thaddeus Thomson, de setenta y tantos años, y tiene fama de estar mentalmente desequilibrado, por haber sido recluido durante los años de su juventud en un hospital para enfermos mentales. Es un individuo aprensivo y obcecado que siempre mira de soslayo, como si temiera algo de todo y de todos. En sus pocos momentos de lucidez, no se le puede sacar una palabra razonable del cuerpo. Sin embargo, es incapaz de rechazar la lectura de cualquier periódico que caiga en sus sucias manos, entre cuyas noticias busca con interés ciertos datos relacionados con imaginarias y peligrosas conjuras, y una vez se le obsequia uno de ellos, cuenta las historias más fantásticas.
>> De todos modos, poca información provechosa podrán sacar de él, ya que no habla más que de desatinos, hechos portentosos e indescriptibles horrores inverosímiles, propios de una mente enloquecida. Nadie le cree, pero a esta gente de Ironsmouth no les gusta verle leer las amarillentas páginas de sus viejos diarios, ni charlar amigablemente con los forasteros. Les sugiro que no les vean haciéndole preguntas. Aunque si quieren saber mi opinión sobre el tema, yo creo que los disparatados rumores que corren sobre Ironsmouth y sus habitantes provienen de él.
>> Es cierto que algunos vecinos de Ironsmouth procedentes de otras localidades afirman haber visto escenas horribles, pero las fabulosas historias del viejo Thaddeus, unidas a las deformidades de la mayoría de sus habitantes, son más que suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Después de charlar con Thaddeus ninguno de los forasteros que viven en la ciudad se atreven a salir de casa después de la puesta de sol. Dicen que las calles estan siempre a oscuras, y además, que es peligroso.
En la penumbra del hotel, las viejas tuberías gemían detrás de las paredes, susurros de agua y aire atrapados en los conductos. A veces, entre los crujidos, parecía escucharse una respiración.
- Por lo que se refiere al comercio, la abundancia del mineral de hierro es casi increíble; de todos modos, por lo que yo sé, en Ironsmouth se obtiene menos beneficio cada día. Los precios bajan continuamente y la competencia aumenta. Como comprenderán, lo que verdaderamete da dinero a la ciudad es el centro de procesamiento, cuyas oficinas habrán visto en la plaza, unos portales más allá. Pero el viejo Greison nunca se deja ver a la luz del día. A veces, eso sí, se le puede ver pasar en su automóvil con los cristales tintados.
>> Se pueden oir toda clase de rumores acerca de la gran transformación que ha sufrido el viejo Greison. En sus tiempos fue muy soberbio y se dice que, en escogidas ocasiones, viste aún un elegante chaqué de tiempos del rey Guillermo, aunque se lo habían tenido que arreglar a sus articulaciones hinchadas y sus hombros sobresalientes y dislocados. Al principio dirigían sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se han retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas han sufrido ciertos cambios extraños, especialmente los mayores, y se dice que también han comenzado a sufrir de mala salud.
>> Por lo visto, una de las hijas de Greison es verdaderamente horrible. Según se rumorea, sus extremidades se mueven de manera espasmódica, como patas mal articuladas que se doblaran hacia ángulos imposibles, creando un ritmo inquietante que evoca la torpeza de una araña aplastada. Va siempre ataviada con una gran cantidad de fantásticas joyas, e incluso coronas, fabricadas en hierro... Yo mismo se la he podido ver, más de una vez, ceñida en la grotesca cabeza. Sin duda proviene de algún tesoro escondido por los forajidos o por los mismísimos demonios. Los curas, o los pastores; o como se les llame a esos desviados sacerdotes suyos, también usan joyas del mismo tipo. Pero rara vez se les puede ver.
Un eco metálico subió y bajó en frecuencia, como si fuera una advertencia de algo que nadie debía comprender.
- Además de los Greison, hay otras tres familias de elevada posición: los Temple, los BlackCaster y los Hamilton. Todas son gente muy retraída. Viven a lo largo de Wales Street, en casonas inmensas. Se dice que con ellos viven ciertos familiares ocultos a la luz pública que también sufren de horribles cuerpos retorcidos y encorvados, y extremidades retorcidas y frágiles y cuyo fallecimiento ha sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho nos dibujó un plano rudimentario pero bien detallado de la ciudad, para que pudiéramos orientarnos. Después de examinarlo un momento, consideré que nos iba a servir de gran ayuda. Después de agradecérselo, me lo guardé en el bolsillo. No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que habíamos visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. A primera vista se notaba que la ciudad era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy socióloga ni antropóloga, de manera que, de momento, limité mis observaciones a la arquitectura.
El programa que me había trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si teníamos ocasión de ello, y coger el coche a vapor a eso de las ocho de la tarde, de vuelta a Londres.
Empezamos a buen paso un recorrido sistemático por las profundas y oscuras calles de Ironsmouth, que recordaban las entrañas de la tierra. Después de cruzar el puente, nos desviamos hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasamos junto al centro de procesamiento Greison, de la que salía un susurro metálico que se mezclaba con el viento, como si las paredes quisieran confesar algo, aunque no se notaba la menor actividad en su interior. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial de la ciudad, desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volvimos a cruzar la garganta por el puente de Machine Street, y desembocamos en un paraje tremendamente desolado. Los montones de metal retorcido y escombros, junto a los esqueletos de edificios de viviendas de varios pisos, con vigas de hierro oxidado que sobresalían como huesos expuestos en una tumba olvidada formaban una galería maléfica y deprimente que se recortaba contra un cielo azul acero. Dominando toda la escena, destacaba una antigua iglesia, cuyos marcos de hierro que sostenían las imágenes sagradas caían junto a los restos de cristales rotos y paredes destruidas. En Machine Street había algunas casas, al parecer, habitadas, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, el edificio de una vieja prisión, con las celdas de hierro derrumbadas y las puertas oxidadas abiertas como bocas lamentándose sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un crujir prolongado que resonaba desde el suelo, como si la tierra misma estuviera a punto de colapsar. Tuvimos que armarnos de valor para atravesar aquel lugar en dirección a la zona minera. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce un edificio abandonado aumenta exponencialmente cuando el número de edificios se multiplica hasta formar una ciudad de completa ruina y desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas cenicientas y miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros cubiertos de polvo gris, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.
En Iron Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. No se veía un alma, a excepción de los escasos mineros que iban y venían de los lejanos Pozos. Sólo se oía el rumor lejano de los saltos de agua del Idris. Minuto a minuto, una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y, sin dudarlo, miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Brass Street. El otro, el de Iron Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del río encontramos ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban con pasos reptantes y quebrados por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que el completo abandono del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuadas sus taras físicas que las que habíamos visto en el centro. De cuando en cuando también se oían crujidos secos, golpes de pies en carreras presurosas y un sin número de ruidos espesos y broncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no había escuchado pronunciar una sola palabra a ninguno de los habitantes de Ironsmouth, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces.
Después de detenernos a contemplar las dos iglesias; hermosas, aunque ya en ruinas, de Machine y de Church Street, apretamos el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio minero. A continuación, nuestro objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Iron, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuyo claustro había vislumbrado la fugaz silueta de aquel dantesco sacerdote con corona. Además, el muchacho de la tienda nos había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de los Servidores Negros de Shyg’Lith, no eran lugares aconsejables para forasteros.
Por consiguiente, continuamos por Machine Street hasta Martin Street, luego tomamos la dirección opuesta a los Pozos; cruzamos Silver Street por arriba de Gold Street para internarnos en el arruinado barrio aristócrata formado por las calles Broad, Wales, Leather y Albert Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su antigua dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Wales Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos; rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle hasta Leather Street, debía de ser la casona del viejo Greison, el infortunado propietario del centro del procesamiento.
En ninguna de estas calles encontramos alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos, e incluso pájaros, en Ironsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en este extraño villorrio de soledad y ecos metálicos. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento nos vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos, que no parpadeaban jamás.
Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana oxidada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Wales Street hacia el río, fuimos a parar a una zona que, en otro tiempo, debió de ser industriosa y comercial. Frente a nosotras se alzaban la sede de una empresa, cuyo letrero de hierro se había caído, dejando una marca oxidada en el suelo entre los escombros, un antiguo mercado cubierto con estructuras de hierro caídas, y la ruina de una estación de tren, donde las vías de hierro se cruzaban y las estructuras colapsadas dejaban rastros de su otrora esplendor. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde estábamos.
A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero nos arriesgamos y pasamos otra vez a la orilla sur, donde de nuevo no tropezamos con individuos furtivos de torpe andar que nos miraban con disimulo. También se volvieron hacia nosotras otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y lascivia. Ironsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcimos por Paine Street y nos encaminamos hacia el hotel con la esperanza de arrancar nuestro vehículo cuanto antes y regresar a Londres antes de la puesta de Sol.
Fue entonces cuando descubrimos la recién construida comisaría donde encontramos al viejo; la cara de un rojo encendido, hirsuta la barba mugrienta, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos sucios e indescriptibles, sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de guardias mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Thaddeus Thomson, el loco estigmatizado cuyos delirantes relatos sobre Ironsmouth tenían fama de alucinantes e inverosímiles.
No sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si sería posible marcharnos enseguida de aquella ciudad siniestra oprimida por los ecos de un lamento agudo que se arrastraba entre las grietas de los edificios como si algo estuviera vivo dentro del hierro.
Al ver al viejo Thaddeus Thomson se despertó en mí un renovado interés.
Y empecé a caminar más despacio.
3. El Viejo Thaddeus Thomson
Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias absurdas y disparatadas. Se nos había advertido, además, que era peligroso que nos vieran hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de entrevistar a un testigo de la decadencia de la ciudad, cargada de recuerdos sobre los buenos tiempos en que los barcos zarpaban cargados de hierro y funcionaban las factorías. Al fin y al cabo, se sabe que el más desquiciado relato tiene la mayoría de las veces un fondo de realidad… y era seguro que el viejo Thaddeus había presenciado las calamidades que cayeron sobre Ironsmouth durante los últimos noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de, con ayuda de algún diario que pudiera conseguir, desentrañar la verdad que podía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría.
No podíamos abordarle allí mismo, claro está, porque los policías de guardia en la comisaría tratarían de impedírnoslo. Planeé la manera de acercarme a él sin levantar sospechas. Compraría un periódico de tirada nacional. El muchacho de la tienda nos había dicho dónde nos lo podían vender. Después pasaríamos por la comisaría como por casualidad, en un paseo indiferente, y le saludaría en cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que el viejo Thaddeus era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas seguidas.
Nos resultó sencillo, aunque nada barato, hacernos con varias publicaciones en la trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza, en Hamilton Street. El tipo que nos despachó fue muy amable a su modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros: carreteros, compradores de oro y gentes de todo tipo; que, aunque no con demasiada asiduidad, pasaban por la ciudad.
Al llegar a la plaza vi que la suerte nos acompañaba: surgiendo de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Thaddeus Thomson. Como ya teníamos pensado, atraje su atención comentando algunas noticias y comentarios en voz bien alta. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un lugar solitario, que el viejo nos seguía con paso torpe.
Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y abandonado que había visto antes, al sur del barrio del minero, donde no se veían más seres vivientes que los trabajadores de las minas, allá a lo lejos. Allí podríamos interrogar a mis anchas al viejo Thaddeus sin que nadie nos viera. Antes de llegar a Machine Street, oí un « ¡eh, señorita!» Débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo Thaddeus me alcanzara y le permití que echara una buena ojeada al diario.
Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre fachadas ruinosas y torcidas. Pronto nos dimos cuenta de que el viejo no iba a soltar la lengua tan pronto como nos habíamos supuesto. Finalmente, llegamos a un solar invadido por las zarzas, rodeado de unas tapias desmoronadas que amortiguaban el silbido agudo que permanentemente cortaba el aire. Algunas piedras tapizadas de musgo, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo de miradas indiscretas, oculto por un caserón en ruinas. Decidimos que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así que condujimos allí a nuestro compañero, y tomamos asiento sobre las rocas. El ambiente era de un total abandono; un chirrido tan penetrante y antinatural que provocaba escalofríos en la columna, como si la propia ciudad gritara de dolor se arrastraba por la atmósfera, pero nada me haría desistir de mi propósito.
Disponíamos aún de unas cuatro horas, si queríamos regresar hacia Londres antes de las ocho. Le pasé un par de páginas al viejo y comenzamos a conversar con él. Procuré que el viejo no leyera demasiado porque no deseaba que su locuacidad se podría convertir con demasiada facilidad en somnolencia. Al cabo de una media hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque para nuestra desilusión, continuó soslayando nuestras preguntas sobre Ironsmouth y su siniestro pasado. Se limitaba a hablar de temas de actualidad general, poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad política y una marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los ancianos instruidos.
Una grúa enorme y desgastada, con cabinas cubiertas de polvo y cristales rotos, se movía apenas con el impulso del viento. Sus engranajes, rígidos y oxidados, emitían un chirrido agudo que cortaba el aire, un recordatorio de años de trabajo incesante ahora detenidos.
Llevábamos ya casi dos horas de charla, y yo empezaba a temerme que los periódicos iban a ser insuficientes. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano tomaron un derrotero que al instante renovó nuestro interés por sus vagas informaciones. Yo estaba de espaldas a la zona de la explotación minera de la que procedía aquel desagradable chirrido quebrado e intermitente desde las entrañas desde la tierra, pero el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con el Pozo De La Negra Cabra que se hundía en la tierra como una boca negra que ya no tiene nada que devorar. La visión pareció disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me tomo las manos entre las suyas, y empezó a hablar en voz muy baja:
- Ahí empezó todo... en ese maldito lugar. De ahí viene todo el mal, de las galerías más profundas. Para mí que es la boca del infierno... No hay sonda, por larga que sea, que llegue hasta el fondo. El general Reginald fue quien tuvo la culpa... Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en pactos con cierta entidad maligna que reside ahí abajo — A pesar de su completo estado de exaltación, Thaddeus desarrollaba un discurso, en apariencia, coherente -. Todo andaba mal en aquellos tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los forajidos mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1777. Nunca ha habido otro como el general Reginald... ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses más generosos, que los Grandes Antiguos proporcionaban mineral a cambio de ciertos pactos, y que esas fuerzas etéreas sí que escuchaban las plegarias de las gentes que se prostraban ante ellos.
>> Bartholomew Hamilton, el mejor amigo del general Reginald, también hablaba bastante. Incitaba a las gentes a ir en pos de esos Grandes Antiguos. Según decía, había una ciudad en el lejano país de Dunwich con una gran cantidad de ruinas de piedra, más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como las cuevas del lejano Nager, sólo que con la imagen de un ser esculpido en madera y piedra, como la de ningún otro lugar conocido. Allí cerca había también una caverna muy profunda, y en su interior existían unas ruinas completamente desplomadas y cubiertas de polvo, como si hubieran estado muchos siglos enterradas bajo tierra, que representaban los espantosos sacrificios ofrecidos a una escalofriante diosa de la virginidad.
>> Pues bien, señoritas — continuó con tono entristecido aquel pobre demente -, Bartholomew les decía a las gentes que los pobladores de aquel remoto lugar tenían todo el mineral que eran capaz de extraer con el que comerciaban en sus carros, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué aleación del hierro, con la imagen de su abominable diosa esculpida en las ruinas de la caverna. Eran un ser formado por una masa informe de la que emergían ojos, tentáculos y bocas babeantes.
>> Nadie sabía de dónde habían sacado todos aquellos tesoros, ni cómo se las arreglaban para extraer tanto hierro de sus minas, y más cuando en las ciudades vecinas apenas se sacaba para malvivir. Todo esto hizo que Bartholomew se extrañara, así como el general Reginald. Y los dos, además, pudieron observar, que cada año desaparecían las mujeres jóvenes más bellas del poblado, y que no se veían apenas niños sanos corretear por allí. A la vez, empezaron a darse cuenta de que algunos de aquellos tipos tenían cuerpos torcidos con huesos sobresalientes, piernas quebradas y dobladas de forma antinatural y piel grisácea y necrosada que parecía a punto de caer en pedazos, aún para ser nacidos en otro país de inferior naturaleza.
>> Al final, como no pudo ser de otra forma, Reginald descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero empezó comprándoles algunos de los objetos de hierro que usaban cotidianamente. Les preguntó de dónde los sacaban y si allí había más como aquellos, y de este modo le sacó toda la verdad al viejo alcalde de la ciudad. Sharp Shooter se llamaba. Otro que no fuera Reginald, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el general leía en los ojos de las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que ustedes tampoco... aunque ahora que me fijo, reconozco en sus ojos la misma mirada del viejo Reginald.
La voz del viejo se hizo aún más susurrante bajo el crujir de una puerta oxidada que golpeaba contra su marco con un sonido seco y repetitivo, marcado por el ritmo del viento. Su voz era tan sincera y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no podía ser más que la insana fantasía de un maniático.
- Pues bien, señorita; Reginald se enteró de cosas de las que mucha gente no ha oído hablar en su vida... ni las creería nadie si las oyera. Parece que aquellas gentes engendraban siendo jóvenes con una especie de extraordinaria entidad que vivía en las profundidades, y concedía favores a cambio. Se postraban ante su diosa en las galerías más profundas, entre las espeluznantes ruinas, y parece que las imágenes monstruosas y blasfemas que habían vislumbrado en sus paredes polvorientas a la luz de las velas estaban copiadas de la imagen de aquella misma entidad. Seguramente era como esos monstruos fabulosos que salen en todos los cuentos de niños sobre brujas y trasgos. Según la palabra dicha por boca de su profeta, poseía muchas ciudades subterráneas. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ella mediante señales de luz, para finalmente llegar al pacto de no ofrecer holocaustos ni sacrificios a otros dioses sino a ella.
>> A esa entidad le gustaba tener hijos con los seres humanos - el relato de nuestro nuevo amigo se estaba volviendo cada vez más delinrante -. Hacía muchos eones había ascendido también a la superficie y se había apareado con humanos prehistóricos bajo el sol, pero finalmente había perdido contacto con nuestro el mundo de la superficie. Sabe Dios lo que haría con sus parejas; me figuro que Reginald prefirió ni preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados. Así que, dos veces al año, cierto número de jóvenes se emparejaban con su divinidad subterránea: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. A cambio, la diosa se había comprometido a entregarles grandes cantidades de mineral y ciertos objetos de hierro macizo.
>> Pues como digo, aquellos hombres y mujeres se reunían con ese ser en las galerías más profundas de sus minas... Bajaban con las jóvenes víctimas en vagones y demás, y regresaban con las joyas que les entregaban. Al principio, la entidad no quería ir a cierta cámara subterranea, que los lugareños llamaban La Sala de la Reina Verde, pero de pronto, una noche, sin una razón conocida, dijo que sí estaba de acuerdo, que estaba deseosa de reunirse con ellos allí. Al parecer, le apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ven, puede desplazarse desde los abismos a la superficie de la Tierra, aunque a día de hoy parece preferir sólo las galerías más profundas.
>> Sus servidores le advirtieron de que los habitantes de las demás ciudades intentarían matarla si se enteraban de que estaba allí, pero ella les contestó que no se preocuparan, que tenía el poder de derramar su colera sobre toda la raza humana sin que se apagara, si así lo deseaba, excepto sobre los que tenían no sé qué señales o signos de aquellos a los que ella se refería como El Panteón. Pero como no deseaba intromisiones en sus planes, cuando alguien visitaba la mina descendía a los niveles más profundos.
>> Cuando a su divinidad le llegó la época de celo, sus adoradores, en un principio, pusieron reparos, pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. Según parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con esta entidad subterránea, porque según su testimonio todas las formas de vida terrestre proceden de ella y de sus otras hermanas. También les explicó por boca de su profeta que si se mezclaran sus semillas, nacerían hijos de leve apariencia humana, pero muy parecidos a ellos, que finalmente vivirían bajo tierra para reunirse con los enjambres de extraordinarios seres que bullen en los abismos subterráneos. Y aquí viene lo importante, joven: aquella descendencia de ellas, no moriría jamás. Esas bestias no morirán nunca, excepto si se las mata de forma violenta.
Un bidón vacío metálico rodó por una pendiente, chocando ocasionalmente contra el suelo y creando ecos huecos.
- Pues bien, señorita — el pobre desgraciado se dirigía desde hacía un largo rato exclusivamente a mí, ignorando por completo a Rayne -; para cuando Reginald llegó a aquel poblado, ya se habían emparejado muchas veces con aquella blasfemia como ya se conocía a la todopoderosa criatura entre los no pertenecientes a su culto. Como las mujeres morían durante el parto, ya se veían muy pocas en la ciudad, tan sólo aquellas que por tener alguna enfermedad o ser ya de muy avanzada edad no eran deseadas por la diosa. Por su parte, los hombres perdían un poco más la razón con cada apareamiento. Algunos tenían más hijos subterráneos que otros, y también se daba el caso de que nacían bebes casi humanos incapaces de vivir en las profundidades. En fin, casi todos los nuevos nacidos, como ya les había advertido, serían criaturas de deformidad grotesca, espalda arqueada y piel tensa. Los recién nacidos que se parecían más a ella se quedaban abajo; los que nacían con aspecto más humano, vivían en la ciudad, a veces hasta pasados varios cientos de años, aunque bajaban a menudo al fondo de la mina para conocer y ver de cerca a su adorada deidad. Y los que se habían quedado ya abajo desde su nacimiento, jamás ascendían para visitar a sus familiares.
>> Ya nadie tenía miedo a morir... Sencillamente, se pasaban la vida esperando copular con su divinidad subterránea, ya se habían acostumbrado a ella y ya no les parecía un acto tan horrible. Pensaban que aquella descendencia impía era el orgullo de su ciudad, la suprema gloria de una nueva raza, sin contar con sus dones. Me figuro que Reginald pensó lo mismo cuando meditó sobre lo que le había enseñado el viejo Sharp Shooter: ritos y conjuros relacionados con la monstruosidad subterránea.
>> A Bartholomew no le gustaba nada el asunto y le pidió a Reginald que se mantuviese alejado de aquel país, pero el general estaba ansioso por ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos artefactos antiguos de hierro, que acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante varios años, hasta que Reginald obtuvo el hierro suficiente para poner en marcha el centro de procesamiento en el edificio de una vieja fábrica de Temple. No vendía las joyas tal como le venían a las manos, porque la gente habría hecho demasiadas preguntas. Pero a veces, alguno de sus trabajadores robaba alguna pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Reginald permitía que las mujeres de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres presumidas del mundo.
Desde lo alto de una vieja torre de extracción, una cadena larga y cubierta de óxido se balanceaba lentamente, produciendo un eco metálico que resonaba en las calles desiertas. El viento, frío y seco, arrastraba el sonido por los callejones vacíos, haciéndolo parecer más cercano y, a la vez, inalcanzable.
- Hacia el año veinticinco; tenía yo entonces unos siete años, Reginald se encontró con que aquellos hombres y mujeres habían desaparecido. Parece ser que los de las ciudades vecinas habían oído contar lo que pasaba allí, y decidieron cortar con todo el asunto por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos mágicos que, como decía la monstruosidad subterránea, eran lo único que le asustaba. Ya se sabe que los habitantes de tan lejanas tierras son unos linces, y no le quiero ni contar lo que podría ocurrir, si se enteran de la existencia de una caverna con ruinas más antiguas que el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no dejaron títere con cabeza, ni en la ciudad grande ni en el poblado minero, salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados lugares dejaron unas piedras pequeñas que llevaban grabado encima un signo parecido al que ahora llaman ahora la esvástica. Debían de ser talismanes de protección mágica. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni rastro de aquellos objetos de hierro, y que ningún habitante de los alrededores quería decir después ni una palabra del asunto. Incluso juraban que no había vivido nadie en aquella ciudad desde hacía siglos.
>> Naturalmente, a Reginald le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su negocio. También sufrió las consecuencias todo Ironsmouth; porque en aquellos tiempos, lo que beneficiaba al industrial beneficiaba al mismo tiempo a la población. La mayoría de las gentes de por aquí se tomó las cosas con resignación; pero estaban arruinados, porque la veta se agotaba y ninguna de las fábricas marchaba bien.
>> Entonces Reginald empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que él conocía otros pueblos que adoraban a otros dioses que verdaderamente concedían lo que se les pedía, y añadió que si conseguía un puñado de hombres decididos a secundarle, él se las arreglaría para encontrar la protección de esas potencias capaces de proporcionarle abundante mineral y las más preciadas joyas. Naturalmente, los trabajadores y comerciantes, que habían estado en la ciudad, comprendieron enseguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia tener que pactar con los monstruos subterráneos; pero hubos muchos otros que se cegaron con el fulgor de las futuras riquezas y a los que impresionó lo que Reginald dijo de estos nuevos dioses; o viejos, según se mire, y empezaron a preguntarle cosas sobre esa religión que tanto prometía.
Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una silenciosa meditación. Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo, y luego volvió a contemplar fascinado las oscuras fauces del lejano Pozo rodeado por un anillo de hierro oxidado, como un cerco que intenta contener su oscuridad y del que procedía un eco metálico que se alargaba más allá de lo que parecía posible, como si algo invisible lo amplificara. Le pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar de leer aquella página. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que expresaba de manera simbólica la maldición ancestral que mantenía a la ciudad atrapada en una eternidad de sufrimiento visto a través de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban a la corona que había visto en Underbury. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento sólo proviniera de alguna isla olvidada
Que el extravagante relato de Thaddeus no fuera más que otra de las patrañas del difunto Reginald.
Que no hubiera nada de cierto en sus delirios.
Nada.
Entonces, la voz de Thaddeus continuó en la penumbra.
4. El Culto de Shyg’Lith
Le pasé una nueva página de periódico y el viejo comenzó a leerla desde la primera hasta la última noticia. Leía la pequeña tipografía de una manera asombrosamente rápida; a pesar del tiempo que llevaba conversando no se le trabó la lengua ni una vez. Después de hojear la última noticia de la hoja, la dobló por la mitad con sumo cuidado y, sin más contemplaciones, se la metió en el bolsillo de la chaqueta. Luego comenzó a cabecear y a murmurar para sí. Me acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció sorprenderle una sonrisa burlona detrás de su barba sucia e hirsuta. Efectivamente, estaba hablando. Y no sin gran esfuerzo por mi parte, pude entender que decía:
- Pobre Bartholomew... No pudo estarse quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo echaron de la ciudad, el metodista se largó, al anabaptista, que le llamaban Resolved Badcock, no se le volvió a ver... ¡Ira de Yaveh! Yo no era más que un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Shub-Niggurath y Azathoth... Hastur y Nyarlathotep... El Becerro de Oro y Baal y a las Astartés… Abominaciones de Babilonia... Tsathoggua, Cthulhu, Yog-Sothoth.
Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules, que había perdido cualquier vínculo con la realidad. Pero cuando le sacudí el hombro con levemente, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas cuantas frases aún más misteriosas:
- Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je, je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué descendía el general Reginald de noche, junto con otros veinte tipos, al Pozo De La Negra Cabra, y allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, de tal modo que podía oírseles desde cualquier esquina de la ciudad? ¿Por qué, eh? ¿Y me puede explicar qué letanías entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿Y por qué los nuevos sacerdotes de las iglesias, que antes habían sido mineros, se vestían con escalofriantes atuendos y se ponían esas coronas de hierro que Reginald había traído? ¿Eh?
Los enrojecidos ojos de Thaddeus Thomson tenían ahora un brillo lunático, casi demencial, y su barba descuidada todos los pelos erizados. Debió percatarse de mi gesto de aprensión, porque se echó a reír con perversidad.
-¡Je, je, je, je! Empieza a verlo todo claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa, las cosas que pasaban cerca de la mina. ¡Bueno! Yo era pequeño, pero también son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡procuraba no perderme ni una palabra de lo que contaban del general Reginald y de los que bajaban con él a ese maldito Pozo! ¡Je, je, je! ¿Y la noche en que me asomé con el catalejo de mi padre y aún puedo recordar ver salir de la más profunda galería del Pozo, en el momento de llegar aquellos hombres, un ser inmenso que no se puede describir con adjetivo humano alguno? Reginald y los demás caminaban por una galería, en la parte de acá, pero aquella blasfemia aberrante creo que se ocultó en una galería por el otro lado, donde el Pozo es más profundo, y no volvió a aparecer. ¿Le habría gustado ser chiquilla y estar sóla allá arriba viendo aquella monstruosidad que en nada pertenecía al mundo de los hombres?.. ¡Je, je, je!
El anciano estaba empezando a dar grandes voces, cosa que me empezó a alarmar. Su risa histérica se mezclaba con el retumbar lejano de una máquina apagándose sola. Me puso en el hombro su mano nudosa y me aferró de manera convulsiva.
- Imagínese que una noche se asoma por la ventana y ve que en el carro de Reginald se llevan un bulto pesado, que lo echan al Pozo por el otro lado de la mina, y luego se entera usted, al día siguiente, de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece?
>> Pues bien, señorita; fue entonces cuando Reginald empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar joyas de hierro que nunca se les había visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas del centro de procesamiento. A las demás familias poderosas también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante metal en las minas, de manera que no tenía uno más que bajar, picar y cargar, y sabe Dios las toneladas de metal que embarcábamos para Underbury. Fue entonces cuando Reginald consiguió que el ferrocarril llegara hasta Ironsmouth. Algunos mineros de Queensport oyeron hablar de lo que se extraía por aquí y se vinieron en sus carros, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en ese tiempo, se organizó la Orden de los Servidores Negros de Shyg’Lith. Compraron la antigua fraternidad de la Orden Rosacruz y la convirtieron en su cuartel general... ¡Je, je, je! Bartholomew pertenecía a los rosacruces y se quiso negar a que vendieran la fraternidad... Pero justamente entonces, también él desapareció.
>> Fíjese bien que yo no digo que Reginald quisiera que sucedieran las mismas cosas que en aquella lejana ciudad extranjera. Estoy por asegurar que al principio no quería que la gente llegara a mezclar su semilla con la de la entidad subterránea, para luego engendrar hijos que vivieran bajo tierra y fueran inmortales. Él lo que quería era el hierro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en un principio los demás estarían de acuerdo...
El viento arrastraba pequeños fragmentos de vidrio que crujían sobre el asfalto, produciendo un sonido áspero y frágil.
>> Por el año once, ya había muchos rumores sobre lo que sucedía en Ironsmouth. Fallecían demasiadas mujeres sin determinarse una causa clara de la muerte, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... A todas horas se hablaba del Pozo de la Negra Cabra. Creo que algo puse yo también de mi parte porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto en el fondo de aquel agujero. Una noche salió la pandilla de Reginald en dirección al acceso, y oí un tiroteo entre muchos hombres. Al día siguiente, Reginald y treinta y dos más estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiéramos podido prever lo que había de pasar tan sólo dos semanas después… en todo ese tiempo no se había tirado a la mina ni un solo bulto más!
Se notaban en Thaddeus Thomson los síntomas del agotamiento nervioso. Dejé que descansara permitiéndole guardar silencio durante algunos minutos. Yo no hacía más que mirar el reloj una y otra vez, sin darme cuenta, en verdad, de la hora que marcaban las agujas. El viento había cambiado. ¿Ya habían pasado las seis? Ahora empezaba a soplar más fuerte, y parecía como si el frío despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente con la caída de la tarde, su tono agudo se atenuaría algo. ¿Acaso podían ser ya casi las siete? De nuevo me incliné hacia él para oír las palabras que susurraba en voz baja.
- Aquella noche espantosa... apenas pude verlos desde la ventana... eran como una tropa desalmada y feroz... las inmediaciones del Pozo de la Negra Cabra estaba atestado. Ascendían desde las galerías y venían caminando hasta el centro de la ciudad...
>> ¡Dios mío, qué cosas pasaron bajo la ciudad de Ironsmouth aquella noche! Aquellas seres crueles y sanguinarios, dirigidos por algunos de sus adoradores llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero mi padre se negó a abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old Square, en Town Square, en New Church Iron. Las puertas de la cárcel fueron abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después, cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más que los partidarios de Reginald y los que estaban dispuestos a guardar silencio sobre lo ocurrido... Ya no volví a ver a mi padre...
El anciano jadeaba, como si sus entrañas gimieran bajo el peso de su revelación. Luchaba con toda la fuerza de su débil musculatura por detener los espasmos que le castigaban. Me atenazaba los hombros con decisión.
- A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero la entidad había forjado su nuevo pacto... Reginald tomó el mando y dijo que, a partir de entonces las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, para fornicar con la diosa y ciertas familias serían seleccionadas para engendrar una extraordinaria descendencia con la todopoderosa divinidad... una divinidad subterránea que quería mezclar su semilla con la nuestra, como había hecho con otros pueblos, y no sería él quien lo impidiera.
Reginald estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que ella nos otorgaría todo el mineral y todos los tesoros que deseáramos, pero que a cambio, había que darle lo que quisiera.
>> Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que, por nuestro propio bien, teníamos que esquivar a los forasteros. Todos tuvimos que prestar el Juramento de Shyg’Lith. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales; además de cantidades ingentes de metales preciosos y el privilegio de engendrar una nueva especie de millones de seres, amos y señores del planeta entero. Era inútil rebelarse, porque la divinidad subterranea era única y generosa, justa y todopoderosa. No tenía interés en exterminar al género humano, pero si no hubiéramos cumplido sus órdenes, no nos habría mostrado la grandeza de su poder. Nosotros desconocíamos los conjuros contra ella, aquellos que los de Dunwich dominaban, porque no revelaron jamás sus secretos.
>> Había que ofrecer sacrificios a Shyg’Lith, nuestra diosa, según ella nos ordenaba, le teníamos que ofrecer sacrificios y holocaustos en su altar de comunión, allí abajo, en La Sala de la Reina Verde. Buscar por ella extraños artefactos de poder del mundo superior y, tres veces al año según nos había prescrito, copular con ella. Entonces extendería su poder sobre nosotros y obraría prodigios. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí contando historias sobre lo que ocurría en Ironsmouth... En otras palabras: prohibido espiar.
Una cadena ennegrecida y corroída, suspendida de una torre minera arqueada como una espina dorsal fracturada, se balanceaba lentamente, emitiendo ecos secos y metálicos que resonaban por las calles vacías.
- Los que formaban el grupo de los fieles - o sea, los Servidores Negros de Shyg’Lith y sus hijos subterráneos -, no morirían jamás, sino que alcanzarían el poder de Yog-Sothoth - El Que Lo Ve Todo Y Lo Sabe Todo - y Shub-Niggurath - La Cabra De Los Diez Mil Retoños – fuerzas etereas que buscan su entrada desde el vacío ¡Uing! ¡Uing! ¡Cthulhu Maednis! ¡Maedyik Amnipre-sons Laif Omni-potont Pauor Speis Taim Emba-dimont!...
El viejo Thaddeus estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimoso mundo de alucinaciones se veía arrastrado por culpa de su aversión a aquella ciudad orlada que le rodeaba! Prorrumpió en una ronca lamentación, seguida de un crujido hueco y seco de su mandíbula y las lágrimas que le surcaron sus mejillas arrugadas se apresuraban a esconderse entre los pelos de la barba.
- ¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡Azathoth, Nyarlathotep, Miggarak! Toda la gente enloqueció, se mataban entre sí... Cuando los rumores llegaron hasta por Londres, dijeron que todos lo de Ironsmouth estábamos locos, lo mismo que ustedes piensan ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que yo he podido ver! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos demuestre que he contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar... Antes prefiero estar muerto...
>> Cuando la Guerra HyperGas, todo fue a peor, porque las jóvenes que quedaban en la ciudad tenían graves malformaciones de nacimiento y empezaban a hacerse demasiado mayores, y los hombres estaban como enloquecidos, por lo menos algunos de ellos. Yo estaba muy asustado. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Desde entonces, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio minero se paralizó, y se abandonó el ferrocarril. Pero esa maldita blasfemía seguía habitando bajo el Pozo, viviendo en las profundidades y sus vástagos pululando por las galerías.
>> La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo han oído ustedes también, a juzgar por su curiosidad hacia esta ciudad. Dicen que sí se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas de origen poco claro que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Creen que los objetos de hierro provienen de un botín que escondieron los forajidos y están convencidos de que las gentes de Ironsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad hereditaria. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies en alguna de nuestras calles; y si se quedan, no les quedarán demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los perros en particular; más adelante, con la construcción de la comisaría, desapareció ese problema.
>> Reginald murió en el once, y toda la generación siguiente ha enloquecido con las espaldas encorvadas y duras y los brazos desproporcionados y rígidos.
El ulular del viento de poniente que parecís mezclar el lamento de un viento helado y el crujir de engranajes oxidados iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lagrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al Pozo, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Thaddeus se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte.
- ¿Por qué no dicen nada, eh, usted? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos bajo tierra que se arrastran por las galerías, le taladran a uno la mente con sus voces inhumanas y brincan en sus cámaras tenebrosas? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche el alarido distante que parece provenir de las profundidades mecánicas de las iglesias y del local de los Servidores Negros de Shyg’Lith, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío áspero y chillón, semejante al sonido de cadenas arrastradas sobre piedra que se levanta desde ese Pozo de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero usted piensa que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señorita! ¡Todavía no le he contado lo peor!
Thaddeus gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación.
- ¡Maldita sea! ¡No me mire así, que lo único que he dicho es que Reginald Greison está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je... !¡He dicho en el infierno! ¿Y no podéis hacerme nada! Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie... ¡Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme con atención, muchacha, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas!
>> ¿Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que ya ha hecho ese engendro del infierno, sino ¡lo que va a hacer! Lleva años entregando al pueblo cosas que extrae de los abismos de la tierra. Las casas que hay al norte del río, entre Brass Street y Machine Street, están repletas de cosas que se han traído de allí abajo, y cuando esté preparado... digo que cuando esté preparado...
>> ¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que es... que lo vi una noche, cuando... ¡eh-ahhh-ah! ¡eyahhh!...
El viejo lanzó de pronto un alarido breve y agudo, seguido de un eco que parecía resonar en un túnel sin fin y que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia la boca del Pozo de la Negra Cabra con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Sus dedos huesudos se clavaron dolorosamente en mis hombros, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él.
No había nada. Sólo los túneles que partían del pozo, intestinos oscuros, forrados con hierro desgastado. Pero entonces Thaddeus comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante.
- ¡Váyanse de aquí! ¡Váyanse; nos han visto... ¡Váyanse, por lo que más quieran! No se queden ahí... Lo saben ya... Corran, deprisa. Márchense de este pueblo.
El loco susurro del viejo se convirtió en un alarido terrible que helaba la sangre:
- ¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ...
Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mis hombros y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de un edificio administrativo abandonado, con puertas de hierro torcidas y ventanas rotas, donde los vestigios de la estructura se disolvían en el aire.
Eché otro vistazo al Pozo de la Negra Cabra, donde los túneles oscuros de la mina parecían gargantas que una vez gritaron con el eco de las máquinas de hierro, pero seguí sin ver nada. Cuando llegamos a Brass Street y miramos a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Thaddeus Thomson.
Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles nos había preparado de antemano, y no obstante, la realidad nos había dejado aturdidas y confusas. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Thaddeus me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible.
Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se nos estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y los últimos rayos del sol se apagarían sobre las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia las necesidades más inmediatas y caminamos a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde habíamos consignado las maletas, delante del cual habíamos aparcado nuestro automóvil.
La dorada luz del atardecer comunicaba a los tejados decrépitos y chimeneas colapsadas cierto encanto místico y sereno. No obstante, recelaba. Miraba hacia atrás con desasosiego. Pensaba con alivio en verme lejos del gemido prolongado de un hierro estirado hasta el límite del pueblo de Ironsmouth. Sin embargo, no quería, o no podía, correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, teníamos tiempo de sobra.
Cuando ya nos alejábamos del centro del pueblo, Rayne con su intensa mirada azul, dirigió mi atención hacía una roca de grandes dimensiones situada en el centro de la Plaza Mayor. Lentamente, esforzándonos por no llamar la atención, nos acercamos, en un paseo indiferente en apariencia, hacia aquel resto rocoso de origen desconocido y mi compañera comenzó a describirlo con su característica voz profunda:
- Nos encontramos sin ninguna duda ante el fragmento de un meteoro que ha resistido el impacto con la atmósfera y ha alcanzado la superficie de la Tierra antes de consumirse. Aunque, actualmente, se cree que la mayor parte de los meteoritos son fragmentos procedentes de los asteroides o cometas, recientes estudios geoquímicos han demostrado que algunas rocas de la fría Antártida proceden de la Luna y de Marte, desde donde, presumiblemente, fueron lanzadas por el impacto explosivo de asteroides.
>> Los meteoritos tienen generalmente una superficie irregular y una capa exterior carbonizada, fundida. Pero este fragmento no posee ninguna de esas características típicas y a primera vista, su composición no es ni ferrosa ni pétrea.
A la vez que Rayne daba muestra de sus conocimientos enciclopédicos, caminábamos lentamente alrededor del meteoro, observándolo con detenimiento. Para mi sorpresa, mi compañera se paró repentinamente ante un perturbador detalle, a la vez que con sus las yemas de sus suaves dedos acariciaba unos jeroglíficos grabados en la corteza de la roca.
- La cenicienta superficie de este meteorito parece mostrar ciertas pruebas de haber llegado desde alguna fría región del espacio profundo donde existía una vida desconocida para el hombre. Además, observa con atención estos curiosos símbolos grabados sobre su superficie, no corresponden a ningún signo visual del lenguaje humano.
Un leve crujido de huesos, seco y chirriante, como una anómala articulación que pareciera no encajar del todo y estuviera ajustándose a cada movimiento, resonando en un silencio repulsivo.
- ¿Rayne? – conseguí sacar a mi ensimismada compañera de su profundo estado de concentración, con unos leves golpecillos en su brazo. Esta se giró hacia mí con un gesto entre contrariado y ausente, y concentró toda su atención en cuanto nos rodeaba en busca del motivo de mi alarma. Varias docenas de individuos de piernas alargadas y torcidas, mandíbulas desplazadas y quebradas, y la piel cubierta de cicatrices, manchas y arrugas oscuras se habían acercado a escasos metros de nosotras en el más completo de los silencios y nos observaban, sin ningún movimiento, con aviesa curiosidad. Los ojos de aquellos hombres, tan grises y fríos como el hierro de sus minas, reflejaban una expresión imprecisa entre disgusto y maldad.
- Vámonos… ¡Ya! – le sugerí a Rayne, sintiéndo una estranguladora presión en la garganta, aunque aparentando tranquilidad, sin evitar el afilado destello de la mirada azul acero de los seres de mandíbula dislocada y caderas sobresalientes que nos rodeaban, adoptando una postura rígida para amedrentarnos y reafirmar así su superioridad numérica. Mi compañera espiritista, menos asustada que yo, me cogió de la mano derecha con fuerza.
- ¡Debemos… irnos! – le dije en un susurro, a la vez que tiraba con delicadeza de su mano – Sin atraer… más… su atención.
Comenzamos a caminar pausadamente, simulando conversar y fingiendo un renovado interés por el meteorito, acercándonos cada vez más a aquel grupo de hombres de manos crispadas y pálidas, y caderas desiguales que nos miraban con un fulgor rojizo en unos ojos que nunca parpadeaban.
Rayne, asiendo siempre con fuerza mi mano derecha, no desvió la vista ni un instante de aquella multitud de rostros de dañinos ojos encendidos y nocivos labios retorcidos por maligno placer que nos miraban con dañino afán, como si fuésemos simples criaturas inferiores con las que divertirse.
- ¿Qué… qué haces con… con eso? – pregunté con la garganta seca, mientras Rayne jugueteaba de continuo con una hebra de lana entre sus largos dedos.
- Trato de realizar un hechizo de deslumbramiento. Este encantamiento nublará el escaso entendimiento de estos hombres. Con un poco de suerte nos dejarán marchar en paz.
Caminamos despacio hasta el perímetro del grupo de acosadores, donde me volví con el aliento contenido hacia el individuo más cercano y situado, según creo recordar, a mi izquierda, que me devolvió una mirada altanera e intimidante. Mi corazón golpeaba pesadamente más y más fuerte no sólo en mi pecho, sino también en mi cabeza, aunque ensordecido por el siempre presente silbido desgarrador que se desvaneció en un crujido seco, como si el metal se contrajera por el frío. Continuamos caminando con lentitud durante varios metros, alejándonos decididamente de aquel amenazador aunque inmóvil rebaño, pues ninguno se movió de su posición, y evitando mirar hacia atrás, hasta que no llegamos a una esquina que según creímos nos habría de garantizar una relativa seguridad. Aquellas más de tres decenas de asediadores de huesos protuberantes se habían girado con lentitud, y nos estaban siguiendo. Su cuerpo se retorcía de forma sinuosa, como una serpiente con la columna rota, arrastrándose de manera lenta y agónica, dejando un leve susurro en el suelo detrás de sí. Continuaban observándonos con sus rojizos ojos aherrumbrados de pupilas como fosos oscuros.
- ¡Abandonar… Irons… automóvil ya! – grité, articulando apenas las palabras y con un escalofrío recorriéndome la columna arriba y abajo, tirando de mi compañera para que corriese lo más deprisa que le fuese posible – Llegaremos al hotel… sin detenernos… pase lo que pase.
- ¿Qué quieres decir? – preguntó con un debil temblor en la voz.
- ¡Tenemos que llegar al… hotel! –volví a tirar de ella con una desfallecida convulsión, con tanta brusquedad que lo admito, a punto estuve de hacerla caer.
Corrímos rápido. Tomámos decisiones aún más rápido.
Estudié el plano. Nos metimos por Greison Street. Sin dudas. No conocíamos aquella calle. Aceptamos el riesgo. Tropiezos. Salimos a Town Square.
A la carrera. Sin respiro.
La esquina de Fall Street. Mi pecho reventaba. Grupos de gente. Chismosas. Furtivas.
Un pitido persistente. Subía. Bajaba. Un sonar buscando en la distancia.
La amplia plaza donde se levantaba el hotel. Los hostigadores se habían congregado alrededor de la puerta del BlackCaster House. Parecía como si aquella infinidad de ojos con la parte interior de la pupila forrada de hierro, desgastados como si el tiempo los hubiera limado con paciencia, estuvieran fijos en nosotras, mientras pedía las maletas en el vestíbulo.
Minutos después de las ocho, nuestro automóvil arrancó con un sordo ladrido mecánico y el zumbido ahogado de los engranajes. Un individuo con la cara cortada por una amplia sonrisa poco sincera, nos gritó desde la acera contraria con una voz que tenía el tono rasposo de un pico rechinando furiosamente contra la piedra, unas palabras que no comprendimos. Salí del coche y abrí el capó del motor. No hice más que inclinarme hacia adentro, cuando reapareció caminando con un balanceo grotesco aquel tipo sospechoso, y empezó a chillarnos con una voz que rechinaba como el crujido de cristales rotos.
Al parecer estábamos de mala suerte. El motor no iba bien; habíamos podido llegar a Ironsmouth, pero era imposible regresar de vuelta a Londres aquella misma noche. Era imposible repararlo aquella misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Nos vimos obligadas a hacer noche en el BlackCaster. Probablemente el conserje nos haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Mi corazón martilleaba acelerado y Rayne permanecía reclinada sobre el mostrador poco dispuesta a mirarme a los ojos.
Salimos al exterior. Los brazos apretados contra el cuerpo. Los rostros cenicientos y líbidos. Me olvidé del coche a vapor, y volvimos a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche nos dijo que en el penúltimo piso había una habitación libre, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, al precio de un dólar la noche.
A pesar de lo que me habían contado en Underbury sobre este hotel, firmamos en el registro, pagamos dos libras, dejamos que el conserje recogiera nuestras maletas y subimos tras él los tres tramos de escaleras que serpenteaban como venas de hierro que han dejado de bombear vida. Los pasillos superiores eran intestinos oscuros, forrados con hierro desgastado que crujía al contacto. Nuestra habitación era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, encerrado entre dos edificios de oficinas de metal derrumbado, donde las columnas de hierro rotas y las vigas caídas se entrelazaban con las ruinas de las paredes, y desde ellas se podía contemplar todo un panorama de tejados derrumbados, las chimeneas caídas se mezclaban con las vigas rotas y trozos de mobiliario destruido, que se extendía hacia poniente, hasta las montañas de cumbre puntiaguda que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante débil, cuatro paredes despintadas y un sinnúmero de tuberías de plomo retorcidas como dedos artríticos.
Como aún no era noche cerrada, bajamos a la Plaza a ver si podíamos cenar. Una vez más observé que los hostigadores nos miraban con unos ojos oscuros que parecían gargantas que una vez gritaron con el eco de las máquinas de hierro.
Piedras y pedazos de mineral férreo cayeron de una pila al suelo, rodando con un tintineo que se perdió rápidamente.
La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuvimos más remedio que entrar en el restaurante. Nos atendió un hombre de cráneo deformado y piel ceniza, y una moza de nariz fracturada y manos de piel decaída y agrietada que caminaban entre las escasas media docena de mesas con pasos torpes y vacilantes, con un movimiento errático que se asemejaba a un ave con una pata quebrada, avanzando a saltos cortos y nerviosos. Como no había mesas libres, tuvimos que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuvimos bastante con comer un tazón de sopa de verduras para cada una.
Tan pronto terminamos de cenar, regresamos sin pérdida de tiempo a la fría habitación del BlackCaster, no sin dejar de resolver que el hedor nauseabundo que infestaba el oscuro local era desprendido de las venas inflamadas y la piel podrida de la clientela.
Llegó el crepúsculo y cayó la oscuridad total de la noche sobre Ironsmouth. Encendí la única luz de la habitación, una bombilla mortecina que emitía un grave zumbido vacilante sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura del libro romántico que llevaba leyendo algunas semanas.
El viejo reloj de pie del vestíbulo marcó las diez con un tañido profundo y hueco de sus campanillas. Su eco resonó por los pasillos vacíos, como si el tiempo se deslizara lentamente en la penumbra.
Por nuestra tranquilidad, me pareció conveniente no conversar con mi compañera Rayne de los azarosos sucesos del día y mantener la imaginación ocupada durante las siguientes horas en cosas más serenas. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquella ciudad. La descabellada patraña que le había oído al viejo loco no me auguraba sueños demasiado agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecedores.
Asimismo, era menester apartar de mi imaginación la silueta del sacerdote que había vislumbrado en la negra entrada del claustro, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me habría resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si nuestra habitación no hubiese sido un lugar tan tremendamente siniestro. Reinaba una atmósfera de escasez deprimente, lo que me sugería inevitablemente impregnaciones de desgracia e inmoralidad.
Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de nuestra habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de aquel mugriento edificio.
Temblando de frio, aunque con las manos templadas y húmedas de sudor, rebusqué en cada cajón de habitación y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que debía haber tenido la puerta. Rayne, experta en artes ocultas, se encontraba recostada en su cama, en total tranquilidad, observándome con curiosidad y sonriendo con picardía ante mis claros gestos de inquietud. Aunque sólo fuera por tranquilizar esta tensión de nervios que me estaba empezando a dominar, me dediqué a colocarlo yo misma con la ayuda de la navaja suiza que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviada al ver que, cuando nos fuéramos a acostar, quedaría bien cerrado. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a nuestra seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban bien pasados.
No me quité las ropas de diario y recomendé a mi compañera que tampoco lo hiciera. Decidí continuar con la lectura de “Rivales en el Amor Verdadero” hasta que me entrara sueño. Rayne, por el contrario, decidió consultar en su infovisor algunos datos que consideraba podían sernos útiles. Aunque la mayoría de estos dispositivos enciclopédicos son de tipo general y abarcan todas las ramas del saber de forma selectiva; otros, como el de Rayne, más especializados, además se centran en una determinada materia estudiándola en profundidad, en el caso de la espiritista, en ciencias ocultas, fenómenos paranormales y entidades preternaturales.
Saqué la linterna de la maleta y la metí en uno bolsillo del cinturón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo durante el que no legré conciliar el sueño. Cuando conseguí dejar la mente en blanco y pude detenerme a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que estaba tensa, alerta, con el oído atento y a la espera de algún sonido que me produciría un estado de alerta total, aun sin saber cuál podría ser su causa. Traté de reanudar la lectura, pero no conseguí concentrarme.
Una puerta crujió en el extremo del pasillo. No se oyó ninguna voz, pero se abrió unos centímetros, dejando escapar un leve chirrido que se mezcló con el silencio opresivo.
Con los ojos abiertos por el asombro como dos abismos oscuros en su pálido rostro, iluminado por la esfera luminosa en la que aparecían los datos, Rayne me leyó el resultado de su consulta:
- Lo que ha estado ocurriendo en Ironsmouth durante las últimas décadas podría ser de la más extrema gravedad… y no sólo para sus habitantes sino para todo el género humano. Escucha con atención, Violet, según los datos que acabo de obtener del “Catálogo De Mitos Y Deidades Informes”, los ciudadanos de Ironsmouth están manteniendo relaciones con una entidad de gran poder, manifestación Subterranea del Poder de los Grandes Antiguos y que llegó, desde el espacio exterior en el pasado más remoto, junto a otra fuerza etérea gemela.
Un ligero golpe, repetitivo, provino de la habitación de al lado. Como si alguien tocara suavemente la pared, esperando respuesta, obligando a Rayne a elevar la mirada e interrumpiendo por un segundo su discurso.
- Gobernaban el planeta cuando la humanidad comenzó a multiplicarse sobre la haz de la tierra. Pero viendo que el hombre prehistorico no estaba dispuesto a cumplir sus preceptos se indignaron, y decidieron exterminar a la humanidad existente y producir un hombre nuevo, quizás el primer “homo sapiens”.
Además, en las páginas de una reciente publicación arqueológica, se da crónica del hallazgo de un volumen de antigüedad inmemorial...
De esta suerte llegué a oír las espantosas líneas aquellas, y me estremecí doblemente, puesto que no era nuevo para nosotras: lo que contaban, lo habíamos oído nosotras ya, y sería mejor olvidar el lugar donde lo habíamos escuchado. Si acaso, recordaré únicamente un párrafo leído por mi compañera Rayne WitchGrim.
- Las cavernas inferiores son insondables para los ojos que ven, porque sus prodigios son pavorosos y terribles. Excavadas son, secretamente, inmensas galerías donde debían bastar los poros de la tierra, y ha aprendido a caminar una criatura que sólo debería arrastrarse...
Llevaba escuchándola durante un buen rato que por lo espantoso de la información se me hizo interminable, cuando me pareció oír que crujían los tablones del pasillo, chasquidos como costillas de un pecho hueco, como si alguien estuviese caminando con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oía ninguna conversación. Pero aún así, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Nada de todo aquello me estaba gustando, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquella ciudad eran de lo más sospechoso, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones nocturnas en el mismo hotel. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles sus pertenencias? Desde luego, nosotras no teníamos el aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso odiaban a los visitantes y curiosos hasta el extremo de asesinarles? ¿Les había molestado nuestras pesquisas? Porque, evidentemente, nos habían visto recorrer plano en mano los barrios más peculiares… Pero de pronto, sonriendo nerviosamente y con los ojos abiertos como platos, llegué a la conclusión de que no debía haber nada amenazador en todo aquello y que me hallaba ante unos simples crujidos casuales de la madera. Así y todo, dejé mis armas a mano.
Finalmente, vencida por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme del corsé, ni de la falda, ni de las botas. El viento golpeaba suavemente las ventanas, haciendo que las persianas temblaran con un murmullo inquietante. Parecían susurrar palabras incomprensibles a la oscuridad.
Me invadieron un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero estaba demasiado cansada para levantarme y volverla a encender. Más tarde, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la escalera y el pasillo, oí unos pasos suaves, apenas un roce. Parecían moverse por el pasillo, acercándose, pero cuando el oído intentaba seguirlos, desaparecían en la nada, concretando en un instante tan solo todas mis sospechas. Un sonido casi imperceptible, pero suficiente para helarme la sangre.
No había ninguna duda: alguien, al otro lado, deslizaba una llave en la cerradura. Con cautela. A tientas. De manera furtiva.
El mecanismo crujió.
No era un error. No era el viento.
Alguien estaba intentando entrar.
5. La Huida Imposible
La sensación de peligro que hizo que mi corazón martilleará más y más deprisa no fue, en realidad, tan turbadora. Mis cinco sentidos estaban confusos debido a los vagos temores que venía experimentando desde hacía demasiadas horas. De modo instintivo, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis difusas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una conmoción profunda. No se me ocurrió pensar, ni por un momento, que el que estaba manipulando en la cerradura se habría equivocado de habitación. Desde el primer instante supe que se trataba de alguien con malas intenciones, así que desperté a Rayne, le advertí con la garganta como las áridas arenas que no hiciera ningún ruido y nos quedamos en espera de los acontecimientos calladas como muertos.
Al cabo de un rato, que a mí se me hizo una eternidad, cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la nuestra. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con nuestra habitación. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido metálico apagado que resonó en los corredores del hotel. Estaban abriendo la puerta de la habitación contigua. A continuación, probaron a abrir la puerta que comunicaba con la nuestra, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de nuestra habitación estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto.
La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras había estado calculando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendí que aquel desconocido que nos acechaba representaba un peligro al que no debíamos enfrentarnos, sino del que debíamos huir cuanto antes. Teníamos que salir del hotel lo antes posible, y desde luego, no debíamos emplear la escalera ni el pasillo.
Con un simple gesto, indiqué a Rayne que debíamos levantarnos de nuestras camas sin hacer el menor ruido. Sentía los brazos pesados pero enfoqué hacia la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger cuanto pudiera sernos necesario de mi maleta, cargarlo al hombro en mi bolso y huir con las manos libres. Pulsé el interruptor, una, dos y hasta tres veces, pero seguimos conteniendo la respiración en la oscuridad: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin separar el dedo índice del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor lejano que flotaba en el aire. No era una voz clara, solo un murmullo sin forma, como si las paredes guardaran los secretos de antiguos huéspedes. Pero un momento después llegué a la conclusión de que había sido producto de mi mente confundida.
Con ayuda de la linterna, cogí lo que necesitaba de mi maleta, lo metí todo en mi bolso y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de nuestro descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en esta fachada del hotel, y nuestras ventanas correspondían al cuarto piso. Como ya he explicado, daban a un patio oscuro y encerrado entre dos edificios de oficinas derrumbados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podíamos saltar a ninguno de los dos desde ninguna de nuestras ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, desde uno o desde el otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a cualquiera de ellas sin ser vistas.
Decidí no arriesgarme a salir al pasillo. Nuestros pasos serían oídos sin duda alguna, y encontraríamos grandes dificultades para entrar en la habitación adecuada. Sólo podríamos tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con mis hombros, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Nos pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podríamos hacerlo sin que se escucharan los golpes contra la madera por todo el hotel. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de nuestra propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastramos cautelosamente para hacer el menor ruido posible.
Me daba cuenta de que nuestras probabilidades de escapar eran muy pocas, pero estábamos enteramente dispuestas a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lográramos alcanzar el tejado opuesto, no habríamos resuelto el problema por completo, porque nos quedaría llegar al suelo y escapar del pueblo. A nuestro favor estaban el gran número de claraboyas que se abrían en los tejados de los edificios vecinos, desolados y ruinosos.
Consulté el plano del muchacho de la tienda. La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia nosotras; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que iba a ser muy difícil forzarla. Abandonamos esa dirección. Corrimos la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser nuestro camino. Estaba cerrada con llave y tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podíamos llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondía a Paine Street, y conseguíamos bajar hasta el suelo, quizá pudieramos cruzar el patio en cuatro zancadas y atravesar uno de los dos edificios para salir a Wales Street o Bates Street. También podíamos saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meternos por Wales Street. En cualquier caso, teníamos que dirigirnos a Wales Street como fuera, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que la comisaría podía estar abierta toda la noche.
Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de carcasas de tejados antiguos, con sus vigas de hierro retorcidas y las escaleras colapsadas, que se extendía bajo la luz de la luna, dejando solo el eco del pasado,. A la derecha, la negra herida de la garganta del río cruzada sobre el terreno formaba un esqueleto metálico a medio enterrar. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril cubiertos de escombros de muros caídos se aferraban como garrapatas a una ribera y a otra. Detrás se veían las vías herrumbrosas del ferrocarril y la carretera de Rothfield que atravesaban las montañas invadidas por un olor metálico, como si el hierro oxidado aún respirara. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua estancadas de brillo rojizo, teñidas por el hierro que se desmorona lentamente, la estrecha carretera de Lilywitch brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzábamos a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Londres, donde pensábamos dirigirnos.
Estábamos reflexionando, discutiendo, hechas un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando escuchamos en el piso de abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido que golpeó la madera con un sonido hueco, como si alguien pesado y oculto caminara lentamente en la oscuridad de las escaleras. Rompió la densa oscuridad de nuestra habitación el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y del entarimado del corredor brotó un gemido rítmico, pesado y espeso.
Por un momento nos limitamos a contener la respiración y a esperar. Crujidos óseos. Me pareció que transcurría una eternidad.
Un teléfono sonó en alguna parte del hotel, su timbre agudo resonaba en los pasillos, el silencio denso y cargado informaba de nuestra presencia.
Había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los crujidos irregulares en el corredor y que se confundían con el susurro del viento eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que íbamos a hacer nosotras. Embestí una y otra vez. Sin dolor. La puerta resistió más de lo que habíamos calculado. Embestidas. El alboroto de algo que se hubiera movido en las sombras del corredor delante de nuestra puerta resuena demasiado fuerte en la noche.
Embestí. La puerta cedió. El golpe seco de la madera al ser arrancada del marco resonó como una llamada insistente en la noche. Tuvieron que oírlo. Golpes. Violentas arremetidas. Llaves corroídas abren las dos puertas contiguas.
Nos precipitamos a la otra habitación y conseguimos echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran. Oímos cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendíamos alcanzar.
Por un instante, nos sentimos totalmente desesperadas. Nos detuvimos por un instante, y mientras meditábamos en nuestro siguiente paso, mi corazón resuena en el interior de mi cabeza levantando los ecos más fuertes que puedo escuchar en la noche. Atrapadas. La ventana no ofrecía salida posible. Ahogada y sin aire. La puerta lateral forzada. Desprovistas de toda lucidez. La siguiente puerta de comunicación. Había que derribarla.
La suerte nos fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Salto. Apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento, se estaba abriendo. Cogí desprevenido al que trataba de abrir. Suerte. Pasé el cerrojo. Otra puerta. Otro cerrojo. Breves instantes de alivio. Disminuían las embestidas.
Un sonido irregular, tembloroso. Uñas que buscan desesperadamente salir de su encierro en nuestra habitación. Puerta atrancada. Evidentemente, el tropel de asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de nosotras por el mismo camino.
En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estábamos rodeadas.
La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo para contener la del vestíbulo, que ya se estaba abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que acababa de hacer con la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesilla contra otra, y la mesa de escritorio contra la del pasillo. Debíamos confiar en que esas barreras improvisadas aguantar hasta que hubiéramos saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que me horrorizaba era que ninguno de nuestros perseguidores - aparte de ciertos insoportables gemidos y silbidos - había pronunciado una sola palabra.
Mientras desplazábamos los muebles y nos precipitábamos hacia la ventana, se oyó una carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que nos encontrábamos nosotras. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente que la mayoría de nuestros adversarios se estaba congregando ante la débil puerta lateral. En el exterior, la luna bañaba el tejado desplomado y cubierto de polvo y escombros de abajo. Calculé que era un salto arriesgado, debido a la inclinación que tenía el lugar donde debíamos aterrizar.
De acuerdo con mi plan, elegí la ventana más cercana que tenía nuestra habitación. Quería que saltáramos hacia la vertiente del tejado que daba al patio y escabullirnos por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos edificios abandonados, teníamos que contar con que nos perseguirían hasta allí. Pero confiaba en poder alcanzar la planta baja y evadirnos por una de las puertas abiertas del patio, desembocar finalmente en Wales Street, y salir del pueblo en dirección sur.
El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta cedía. Los asaltantes habían traído un objeto pesado. Ariete. La cama aún se mantenía firme contra la puerta.
La ventana estaba flanqueada por pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de latón. Descubrí que en el exterior había unos sólidos ganchos para sujetar los batientes de la ventana. Aquello nos proporcionaba los medios de evitar un salto peligroso. Di un tirón a las cortinas y las arrojé al suelo con barra y todo. Enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el cortinaje al vacío. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado. Las anillas y el gancho podían soportar nuestro peso. Nos deslizamos por la improvisada escala. Hasta nunca BlackCaster House.
Hicimos pie en el tejado. Pizarras sueltas. Pendiente muy pronunciada. Tropezando. Resbalando. Claraboya. Me volví para mirar hacia la ventana por donde habíamos huido. Aún estaba a oscuras.
Un ulular grave y lejano recorría la ciudad, el eco de una sirena antigua que ya no debería funcionar. Vibraba en el aire como un recuerdo de advertencia, como si la mina intentara hablar.
Allá, a lo lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veían diversas luces. Se trataba del edificio de los Servidores Negros de Shyg’Lith, de la iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo aún me producía escalofríos. No vi a nadie en el patio. Confié en poder salir por allí antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya. No había escalones que me permitieran bajar. La altura no era excesiva. Nos dejamos caer, yendo a parar a una habitación llena de polvo, atestada de cajas medio deshechas y barriles.
Se trataba de un edificio de apartamentos abandonado, con sus pasillos de hierro colapsados y las puertas de entrada arrugadas por el tiempo. No me produjo impresión alguna. Nos precipitamos inmediatamente por unas escaleras que descubrí gracias a la linterna. Miré la hora: las dos. Madrugada. Los peldaños crujían. Carreras. Escaleras abajo.
Segunda planta: cruzamos un almacén de hierro destruido. Techos caídos. Viejas vigas desmoronadas. Polvo, escombros.
Planta baja. Desolación; los ecos respondían al ruido de nuestros pasos.
Por fin, el vestíbulo. En un extremo se veía un débil rectángulo de luz que recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomamos la otra dirección. La puerta de atrás también estaba abierta. Bajamos cinco peldaños de hierro. El patio de losas y césped.
La luz de la luna no llegaba hasta allí, pero se veía el camino sin necesidad de linterna.
Algunas de las ventanas de BlackCaster House estaban débilmente iluminadas, e incluso nos pareció oír ruido en su interior.
Caminamos cautelosamente en dirección a la salida que daba a Wales. Encontramos varias puertas abiertas y elegimos la más cercana. Atravesamos un pasillo oscuro y al llegar al otro extremo, vimos que la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada. Decidimos probar en otro edificio. Volvimos a tientas sobre nuestros pasos, pero nos detuvimos en seco junto a la puerta del patio.
Por una puerta del BlackCaster salía un enjambre de siluetas de postura torcida y tensa… Agitaban sus linternas en la oscuridad; cada uno de sus pasos parecía una lucha contra la gravedad, con un pie arrastrándose pesadamente mientras el otro intentaba avanzar con dificultad. Me di cuenta de que no sabían qué dirección habíamos tomado, y no obstante, recorrió mis vértebras un eléctrico escalofrío de horror. Lo más desagradable era la gigantesca silueta al frente de la repugnante manada. Se desplazaba casi pegada al suelo, con las extremidades arrastrándose de forma pesada, como un caimán cruzando el fango. Al ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, nuestros temores aumentaron. ¿Y sino encontráramos ninguna salida a la calle?
El insoportable chirrido metálico se hizo tan intenso, que dudé si sería capaz de soportarlo sin desmayarme. Nuevamente nos metimos a tientas, en busca de una salida. Abrí la puerta con lentitud y entramos en una habitación vacía; las ventanas estaban cerradas con tablones, y carecían de contraventanas. Alumbrándonos con las linternas desclavamos los tablones. Un momento después saltamos al exterior y cerramos la ventana con lentitud, dejándola como la habíamos encontrado. No había nadie allí.
En la lejanía, un chirrido metálico rompió el silencio. Era una vagoneta olvidada que se movía lentamente en los rieles corroídos. Nadie la empujaba, pero su lamento resonaba en la noche como un eco del pasado.
Estábamos, pues, en Wales Street. No había más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones, las calles estaban vacías, pero el aire se sentía denso, como si las sombras de aquellas criaturas malformadas aún rondaran en carreras precipitadas, atrapadas en la misma agonía.
No teníamos tiempo que perder.
Mi compañera sabía orientarse en la oscuridad, de modo que casi agradecí que estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las poblaciones rurales atrasadas.
Ruidos provenientes del sur. Persistí en mi deseo de escapar en esa dirección. Sabía que encontraríamos gran número de portales abandonados donde podríamos refugiarnos, en el desafortunado caso de tropezarnos con alguien.
Caminábamos deprisa. Con cautela. Pegadas a las fachadas ruinosas. Aunque íbamos desaliñadas por culpa de nuestra fuga precipitada, nada había en mí que llamara especialmente la atención. Tal vez pudiéramos pasar desapercibidas si nos cruzábamos con algún transeúnte. Bates Street.
Un portal abierto. Entramos. Dos individuos sospechosos venían en dirección contraria. Salimos. Nos acercábamos a la plaza donde Hamilton Street y Wales Street se cruzan oblicuamente. Aunque este barrio nos era desconocido, nos pareció peligroso a juzgar por el plano del muchacho de la tienda. La luna iluminaría completamente la plaza, pero era inútil evitarla; cualquier otra dirección supondría una serie de rodeos que nos harían perder mucho tiempo y supondrían más ocasiones de que fueramos detectadas. Lo único que podíamos hacer era rezar para que nadie se fijara en nosotras y cruzar la plaza por las buenas, ocultándonos en las sombras.
No tenía idea de cómo habían organizado tan rápidamente nuestra persecución ni qué motivos tenían para perseguirnos. Parecía haber una agitación insólita por toda la ciudad, aunque estábamos convencidas de que todavía no se había propagado la noticia de nuestra huida del BlackCaster. Naturalmente teníamos que desviarnos enseguida de Wales Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo que había salido del hotel en nuestra persecución venía sin duda ya detrás de nosotras. Probablemente habíamos dejado huellas en el polvo de la última casa, y no les resultaría difícil averiguar por dónde habíamos logrado salir a la calle.
Divisé a lo lejos varios carros cargados con aproximadamente una decena de rastreadores. Sus manos, afiladas como garras, se crispaban con ansias depredadoras mientras sus torsos se inclinaban en ángulos inhumanos con cada movimiento. Giraban bruscamente en distintas direcciones, emergiendo desde las callejuelas oscuras como sombras vivientes, escudriñando cada rincón en nuestra búsqueda.
El pánico me atenazaba, pero aún tenía una última esperanza: si lograba abatir a uno de nuestros detestables perseguidores, quizá podría sembrar el caos y frenar la perversa cacería. Apunté con mi aniquiladora y disparé. Un destello rasgó la oscuridad… pero fallé. La falta de iluminación jugaba en mi contra, y los hostigadores ya estaban a menos de cincuenta metros.
Nos miramos fugazmente. No hacía falta hablar. Solo quedaba una opción: separarnos. Cada una correría en una dirección distinta hacia la salida del pueblo, esperando que la confusión nos diera una oportunidad de sobrevivir hasta el amanecer.
Corrí. Corrí sin mirar atrás.
El sonido de las pisadas resonaba a mi alrededor, pero no sabía si eran los rastreadores… o ella. La noche nos envolvía, tragándonos por completo, y de pronto, todo quedó en silencio.
Demasiado silencio.
Los rastreadores ya no estaban tras nosotras.
O peor aún… nos esperaban más adelante.
6. Incansables perseguidores
Corrimos en direcciones opuestas. Cada una por un callejón. La plaza estaba tal como yo temía: plenamente iluminada por la luna. Por fortuna no había un alma en los alrededores, pero me pareció oír un rumor lejano, procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducía hacia el Pozo, cuesta abajo. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la Luna.
Avancé sin obstáculo. Ningún ruido alarmante. Un sobresalto. Allá, a lo lejos, se observaba la confusa silueta del Pozo De La Negra Cabra, las compuertas de hierro que sellaban el pozo estaban caídas, abiertas como mandíbulas sin fuerza y me vinieron a la imaginación las terribles historias que nos había contado el viejo Thaddeus, según las cuales este Pozo se hundía en un abismo infinito, preñado de horrores y monstruos inconcebibles.
De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en las lejanas calles. Eran claros y distintos, y despertaron en mí un pánico cerval. Músculos tensos. A punto de dispararse en alocada fuga. Fascinación hipnótica. Para empeorar las cosas, otros destellos vinieron a responder desde la elevada cúpula del BlackCaster.
Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguía expuesta a cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi marcha por las calles más oscuras. Pero mientras buscaba una salida a aquella pesadilla, mis ojos siguieron fijos en las vetas de hierro expuesto que se retuercían como venas oxidadas en la piel de la montaña, abandonadas a la intemperie alrededor del Pozo. De momento, no comprendí lo que significaban los destellos. Tal vez formaran parte de algún rito impío relacionado con el Pozo De La Negra Cabra. Puede también que hubiera llegado algún vehículo a aquel Pozo siniestro.
Tres disparos. Impactaron a mi espalda. Dejé atrás mis cavilaciones. Tan sólo sería capaz de tomar ventaja frente a tantos perseguidores y escapar con éxito si conseguía ser más hábil y rápida que ellos en mi desesperada huída. A la izquierda. Rodeé el parque abandonado. Las calles adyacentes al Pozo. Una luz espectral. Fascinada por el centelleo de aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del Pozo.
Fue entonces cuando sufrí la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que, olvidándome del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente a la carrera por la calle negra y vacía, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales. Bajo la luz de la luna había divisado a los habitantes del pueblo junto a decenas de formas que descendían a las profundidades del Pozo infernal. Incluso podría decir, a pesar de la distancia, que aquellos brazos alargados y retorcidos, aquellas cabezas distorsionadas la piel viscosa y pegajosa que cubría la carne, dejando rastros de una sustancia grisácea que se deslizaba lentamente por sus manos deformadas, estaban tan quebrados y podridos que no encuentro palabras para describirlos.
Observar aquellas criaturas de huesos sobresalientes y piel necrosada me hizo pensar en Rayne, mi compañera perdida. ¿Se encontraría también ella afligida por una situación tan angustiosa como la mía?
Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina. Oí a mi izquierda el rumor inequívoco de una persecución en toda regla. Pasos enérgicos. Hedor nauseabundo. Ruido de motores...
Cambié todos mis planes. Carretera sur: cortada. ¿Otra salida?
Me refugié en un portal abierto. Después de todo, había tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de que mis perseguidores aparecieran por la esquina.
Las puertas de los barracones de los mineros se abrieron y cerraron con lentitud.
La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no seguían mis pasos. No sabían dónde nos encontrábamos, pero no cabía duda de que su conducta conducía a un plan general encaminado a cortarnos las salidas. Esto requería que se vigilaran todas las carreteras por igual, lo que nos obligaría a huir campo a través y mantenernos alejadas de todas las carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la región era rocosa y estaba plagada de sierras y desfiladeros? Durante unos momentos, me venció una negra desesperación, angustiada por la rapidez con que se acercaba aquel hedor repugnante.
Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Ironsmouth a Rothfield, cuya sólida línea de balasto, cubierta de zarzas, se extendía aún hacia el noroeste, desde la derruida estación situada junto a la garganta del río. Era posible que no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacían casi impracticable. Desde la ventana del hotel la habíamos contemplado, y conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde la carretera de Rothfield y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser vista. En todo caso, éste era el único medio de evasión, y no tenía alternativa.
Me introduje en el vestíbulo de la casa desierta en cuyo portal me había refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer problema era llegar a la antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar hacia Babson Street, torcer luego a poniente hasta Leather Street, dar un rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando por Leather, Bates Albert y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta del río y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street evitaría cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia.
Corrí. Crucé a la derecha. Avancé pegada a las fachadas.
Babson Street. No me habían visto.
Alboroto en Silver Street. Miré atrás. Un destello de luz cerca del edificio del que acababa de salir.
Ansiosa por llegar a Wales Street, continué corriendo con la esperanza de no tropezarme con nadie.
En la esquina de Babson Street vi que una de las casas tenía cortinas en una de las ventanas. No había luces en el interior. Pasé sin dificultad.
En Babson Street, perpendicular a Silver Street, corría riesgo de ser descubierta. Me pegué a los torcidos y ruinosos edificios. Me detuve en un portal. Ruidos tras de mí. Me volví a detener. Otra vez aquel insoportable hedor.
El cruce de las dos calles se abría amplio y desolado bajo la luna. No estaba obligaba a cruzarlo. Ruidos confusos. Pasó un automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metía por Hamilton Street, entre Babson y Leather.
Un momento después desembocó a la carrera una multitud de hombres. Caminaban torpemente en la misma dirección. Sus huesos deformes chasqueaban entre sí. El crujido de tendones tensos en exceso hacían que fueran aún más insoportables. Sin duda, era el grupo destinado a vigilar la salida hacia Lilywitch, puesto que dicha carretera era una prolongación de Hamilton Street. Entre ellos iban dos figuras inmensas que caminaban como insectos. Los pasos eran rápidos. Coordinados. Con un leve golpeteo de extremidades. Una de ellas portaba una enorme corona que relumbraba pálidamente a la luz de la luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos, que sentí escalofríos. Me pareció que aquella criatura caminaba como un escarabajo. Si Rayne se hubiera encontrado allí conmigo, seguro que habría sabido explicarme de qué lugar desconocido procedían aquellos seres monstruosos.
Cuando desapareció el último de la expedición seguí mi camino más tranquila. Entre los escombros de un taller derrumbado, un trozo de metal cayó con estrépito.
Atravesé la esquina de la calle Leather.
Crucé Hamilton Street.
El alboroto se oía ahora más lejos, por Town Square. Lo que más miedo me daba era tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba las minas; pero no tenía otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Hamilton Street, lo más probable sería que me descubriese inmediatamente.
Cuando El Pozo de la Negra Cabra apareció de nuevo a la vista, esta vez a la derecha, me hice el propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegada a las fachadas, me volvía de cuando en cuando y miraba de reojo. Ningún vehículo a la vista. No me sorprendió. En cambio, si me quedé perpleja al descubrir un carro de mulas que se dirigía hacia las galerías abandonadas. Iba cargado con un bulto envuelto en un paño de hule. Los viajeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos, tenían un cuerpo particularmente deforme. Aún se distinguían algunos hombres llegando a las minas.
A lo lejos, las estructuras que rodeaban el Pozo eran como jaulas de hierro vacías, esperando eternamente a sus prisioneros. Se veía un débil resplandor fijo, distinto de la luz parpadeante que había observado anteriormente. Era un resplandor casi indescriptible, de un color que me fue imposible identificar. Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del BlackCaster, con sus ventanas completamente a oscuras. El chirrido incisivo e inhumano que provocaba descargas eléctricas en la nuca y que había disminuido últimamente, comenzó pronto a dejarse oir con una intensidad insoportable.
No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Wales Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Llegaron a la amplia explanada. Me fijé en ellos. Con tranquilidad, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrada ante sus rostros, donde ojos desorbitados y narices achatadas observaban en silencio, ante su arrastre húmedo y marcha torcida al andar. Me pareció la misma manada que había visto en el patio de BlackCaster House. Era, pues, la patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en mi dirección. Saltaron. Embistieron. Atravesó mi pecho un puñal helado. Varios disparos de las pistolas de rayos de plasma. Un esfuerzo supremo. Seguí la marcha en la oscuridad. Aún hoy ignoro si acabé con la vida de alguno de ellos o no.
Protegida por las sombras seguí corriendo como antes. Dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado.
Crucé a la otra acera.
Doblé la esquina siguiente.
Me metí por Bates Street. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior había luz. Una de ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. No me vio nadie.
Torcí por Albert Street. Tranquilidad. Un susto repentino: Un hombre salió de un portal oscuro. Vino directamente hacia mí haciendo eses. Iba demasiado bebido. Ni siquiera me vió. Llegué sana y salva a las ruinas de los almacenes de acero colapsado de Bank Street, donde los restos de las tiendas y las columnas de hierro se mezclaban con escombros y polvo.
Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. Había aún una larga distancia hasta la estación derruida; los muros de acero de los almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación o lo que quedaba de ellos.
Las enormes puertas de acero aparecieron frente a mí, la última barrera entre la libertad e Ironsmouth. Pude oir cómo una válvula rota y olvidada expulsaba un hilo de vapor, emitiendo un silbido agudo que se mezclaba con el aire frío. Una orden pintada en el acero con color sangre: “¡Extranjeros FUERA!”
Inspiré profundamente. Yo ya había escapado docenas de veces de situaciones más peligrosas; ya me había enfrentado a aventuras más arriesgadas. Soy fuerte, soy valiente. Conseguiría salir de Ironsmouth de una pieza. Y aún así me temblaba la mano cuando así la manija de hierro.
Fui directamente al extremo donde arrancaba la vía. Los raíles estaban oxidados y retorcidos; aún así, más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar; y más, correr por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Lo cruzaría si era posible; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna, cubierto de maleza y óxido, un recuerdo silencioso de una era industrial perdida. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y entré. Voló sobre mí una nube de murciélagos despavoridos. Estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las traviesas dobladas como columnas vertebrales que no soportaron el peso del olvido. Pensé que no lo podría salvar. Tenía que arriesgarme.
Las cadenas del puente colgaban rotas sobre el abismo. Collares férreos que se soltaron de un cuello invisible. La corriente inferior exhalaba un aire frío, como un suspiro metálico atrapado durante siglos.
Dejé atrás el corsé protector, ocultó tras una de las costillas de hierro colapsadas. Solté los botones del cuello de mi blusa y con ambas manos levanté mi falda hasta los muslos.
Un salto desesperado.
Salí de aquel puente reforzado con vigas de hierro oxidado. Respiré con alivio. Los viejos raíles cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el eco horripilante que reinaba en todo Ironsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rothfield.
Muy pronto empezó una región rocosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una isla de terreno firme, algo más elevado, y la línea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Regresé a la zona del Pozo protegida por la zanja. Según había podido apreciar desde la venta del BlackCaster, la línea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rothfield, la cual venía a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Debía actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía.
Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Ironsmouth resplandecían grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo. Lo que vi me heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre saliese del pueblo por la carretera de Winterdrake. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Incluso me pareció oír ruidos y voces, peor aún que el sonido apagado de carne y huesos de las patrullas del pueblo, pero el viento me impidió cerciorarme.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres monstruosos y desconocidos que, según se decía, se ocultaban en las galerías más profundas de la mina.
Me interné en la maleza. Me abrí camino con dificultad.
El insoportable chirrido agudo perforaba los tímpanos. ¿Había cambiado el viento? ¿Venía ahora de la mina? La garganta de un gigante muerto.
En aquellos parajes hasta entonces silenciosos, empezaron a oírse cánticos blasfemos.
Aumentaron los ruidos, el afilado chirrido. Me detuve. Mortalmente asustada. Di gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rothfield cruzaba la vía, antes de alejarse definitivamente.
La horda se acercaba. Me tumbé en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos.
Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habrían servido con el zumbido hueco y punzante que imperaba en toda la región.
Encogida bajo los arbustos, me sentí segura. Sabía que mis perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de distancia. Yo podría verlos. Ellos a mí no, a no ser que se diera una casualidad funesta.
Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Caminaban de manera lenta y desigual, el cuerpo se inclinaría hacia un lado, como si intentara mantener el equilibrio en un suelo imaginariamente inclinado. Sin duda se trataría de los seres más retorcidos y putrefactos que cobijaba el pueblo de Ironsmouth… No me sería agradable recordar el espectáculo después.
El zumbido monótono se hizo más opresivo.
Pies deformes. Golpes secos y desiguales.
Gemidos. Cuerpos que no deberían moverse
Un bestial chismorreo. Letanías. Aullidos. Alaridos.
¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo?
Yo no había visto a ningún amigo del hombre en nuestros paseos por Ironsmouth.
Mientras oyese el eco húmedo de sus pies desnudos pasar por delante de mi escondite, mientras aquellos seres de extremidades torcidas y piel desgarrada no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos cerrados.
El aire vibraba de roncos chillidos, el suelo casi se estremecía al ritmo acelerado y frenético de sus pisadas.
Contuve la respiración. Concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados.
El último de aquellos servidores pasó por delante de mi escondrijo. Se giraron con violencia. Un inocente mirlo negro al que por poco no había aplastado al tumbarme en el suelo, alzó finalmente el vuelo trinando de alegría al verse a salvo. Él había escapado, pero, no tengo ninguna duda, atrajo su atención sobre mí. Gritos animalescos. Mis incansables perseguidores, para mi horror, se habían percatado de mi presencia. Aullaron de alegría. Habían atrapado a su presa.
Me sujetaron férreamente varias decenas de manos deformes y viscosas. Tacto repugnante. Me fue imposible soltarme.
Resultaron inútiles mis esfuerzos por alcanzar el cañón aniquilador
Mi estómago se retorció recorrido por espinosos tentáculos.
Misericordia… Mi respiración se detuvo.
Un fuerte golpe en la cabeza…
Perdí el sentido…
7. El Vientre del Horror
… Y llegó el silencio. Me sumí en la más abismal oscuridad...
Desde el interior de aquella negrura fui despertando sin saber a dónde me habían llevado, ni cuánto tiempo había pasado desde que mis captores habían apresado mi maltrecho cuerpo. Poco a poco, completamente sumisa debido a la algún tipo de narcótico que recorría mi organismo, comencé a tener conciencia de donde me encontraba y de lo que sucedía a mi alrededor. Me veía rodeada por formas distorsionadas apenas visibles en aquella oscuridad que todo lo consumía. Mis medias colgaban hechas jirones. Me habían despojado de mi falda y de mi blusa. Las ataduras gruesas y ásperas en mis muñecas, amarradas mis manos fuertemente a la espalda, daban varias vueltas alrededor de mi cuello, exponiendo mi pecho desnudo, me dolían, me cortaban la piel. En vano me retorcía, gritaba y gemía, pues ninguno de entre los servidores parecía apiadarse de mis lágrimas; antes más, sus malsanas sonrisas encendían retorcidos destellos en la oscuridad.
El eco irregular de los pasos resonaba de forma dispareja, marcando un ritmo errático.
Seguramente me habían bajado hasta los niveles más profundos del Pozo De La Negra Cabra. Me asustaba pensar en la antigüedad de aquella población infestada, socavada por aquellas cavernas corrompidas. Luego vi el ominoso resplandor de una luz amenazadora. El murmullo insidioso de sus voces enfebrecidas resonaba como restos de herramientas de hierro mezclados con tierra… dientes perdidos en la boca de la mina.
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla creada por la combinación de sensaciones intensas y contradictorias. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de nuestras denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trató de una ponzoñosa realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal y tenebrosa como la que envolvía aquella ciudad poblada de demonios? Lugares como ése conservan propiedades desconocidas para el hombre común y tal vez sus perversas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas sobre esqueletos oxidados donde los restos de metal se alzaban entre las ruinas y sus iglesias convertidas en ruinas, con las columnas caídas y los adornos de metal retorcidos entre las paredes destruidas. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Ironsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión de Thaddeus Thomson? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Thaddeus, ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi última experiencia no sea más que una engañosa ilusión?
Antes de que aparecieran me creía preparada para afrontar lo peor. Ya había visto bastantes cosas desagradables en el término de un día, y no imaginaba que fuera posible que superaran en monstruosidad y deformidades a los que me habían perseguido por las calles.
Logré mantener los ojos apretados hasta que el agudo clamor se hizo ensordecedor. Se encontraban ya varios cientos de devotos delante de mí, observándome con deseosa alegría.
Me agarraron sin ningún pudor por las ataduras que tenía en las laceradas muñecas, me arrastraron esclavizada a través de interminables galerías. Todos se iban aglomerando a medida que se acercaban a la entrada del Pozo de la Negra Cabra; hundido en el terreno como una lápida, con bordes de hierro que parecían epitafios escritos por la herrumbre.
En el interior, el aire era denso, pegajoso… cargado de respiraciones entrecortadas y movimientos que rompían el silencio.
Yo caminaba sobre un suelo cortante y gélido que me quemaba las piernas; tambaleándome descalza, llorando. Junto a mí, los guías mudos, rodeados por una muchedumbre silenciosa, me empujaban con tanta fuerza que en varias ocasiones casi perdí el equilibrio, pero antes de que pudiera recuperarme, sentía una mano fuerte alzándome por los hombros.
La presión era insoportable, me seguían empujando hacia adelante sin piedad. Presionada y aplastada por torsos retorcidos y malformados. La piel plagada de cicatrices, arrugas y manchas oscuras. Tropecé. Mi rostro chocó contra el frió suelo, y sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones por el impacto. Dolor. Todo giraba a mi alrededor. Mis muñecas estaban atadas, y todo lo que podía hacer era esperar. Oscuridad. Dolor. Frío. Nada más.
Temblaba de miedo. La presión de falanges rotas y expuestas a través de la fétida piel rota y sangrienta me continuaba empujando hacia delante y hacia abajo. No podía ver nada, no podía gritar, solo sentía el pánico invadiendo mi pecho, mi mente luchaba por encontrar una salida, pero el miedo me paralizaba.
Cada respiración era una batalla, los dedos de una mano me recorrieron la cara, otra me apretó aún con más fuerza la soga del cuello. Estaba completamente a su disposición. Intenté mantener la calma, pero me fue imposible. No había luz, solo la sensación de manos ajenas anormalmente distorsionadas. La piel cubierta de costras negras. Sombras que recorrían mi cuerpo, tocando cada centímetro de piel, despojándome de todo lo que soy. Llagas abiertas que supuraban un líquido espeso y repugnante. El miedo se apoderó de mí.
Estoy en la oscuridad. Ni una chispa de luz, a pesar de todas las antorchas que habían bajado. La mayor parte de la multitud había desaparecido. Se dirigían en un avance espasmódico por las galerías laterales hacia una abertura que había al pie de una gran roca tallada con extraños símbolos, cada movimiento era un salto tenso, con espasmos que sacudían sus cuerpos, como si los músculos y los cuerpos se resistieran a moverse en sincronía.
Mi cuerpo tiritaba, las manos atrapadas, el pecho ahogado en una mezcla de pánico y agotamiento, intentando recordar cómo había llegado hasta allí, cómo podía escapar de aquella pesadilla
Sentí cómo me empujaron con fuerza hacia la abertura tirando de las cuerdas atadas a mi cuello, los brazos me temblaban al intentar no caer de bruces. Pero no pude evitarlo. Me fallaron las rodillas sobre el suelo frío y áspero. No había marcha atrás.
Bajé, sintiendo como estallaban las plantas de mi pies descalzos, los fríos y húmedos peldaños de una estrecha escalera de caracol, impregnada de un color muy peculiar; que se enroscaba interminablemente en las entrañas de la tierra, entre muros de chorreantes bloques de piedra y peldaños tallados en la roca viva. Después de un descenso en el que los minutos se arrastraban, deformados por el dolor y el miedo, vi unos pasadizos laterales. Nichos de tinieblas. Otro acceso vertical. Impías catacumbas. Un ensordecedor griterío interminable y completamente insoportable, como si una pizarra enfermiza fuese arañada por cinco uñas afiladas de hierro oxidado.
Las sombras parecían devorar mis últimos restos de esperanza.
Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Ni dando crédito al espeluznante relato del viejo Thaddeus hasta en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demoníaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando retrasar el horror de describirla. ¿Es posible que bajo este planeta sobrevivan medrando tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenecía solamente al reino de la locura y las pesadillas?
Lo que más me llenaba de espanto era la columna de fuego, erecta y palpitante, alzándose con fervor. Brotaba como un surtidor ardiente, ascendente y vibrante desde las negras profundidades; no arrojaba sombras como una llama normal, y bañaba las rocas de un amarillo salobre y ponzoñoso. Toda aquella hirviente combustión no producía calor, sino únicamente la viscosidad rígida y fulgurante de la corrupción espiritual.
Realidad o no, apareció desde las galerías cercanas el desfile de toda una cohorte de seres antinaturales. Una horda de seres de grotescas proporciones que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha podido contemplar jamás danzando rítmicamente al encuentro con su divinidad.
No podía ver nada. La mano gruesa en mi espalda me empujó con fuerza. Caí de rodillas. Intenté gritar, pero la mordaza en mi boca ahogó cualquier sonido. Cientos de manos ásperas como el asfalto recorrían mi cuerpo. Sentí una presión heladora contra mi pecho, pero no pude reaccionar, no pude resistirme. Estaba completamente a su merced, mis muñecas estaban atadas con algo que cortaba la piel. Mi corazón latía desbocado. Mi cuerpo no respondía.
El mundo exterior era un recuerdo borroso. Allí abajo, solo existía el dolor. Yo me sentía indefensa… tan, tan indefensa… mientras una legión de seres brutales cruzaba y me observaba. Con cada paso, las manos deformes golpeaban el suelo para mantener el equilibrio, dejando huellas húmedas y pegajosas. El ruido sonaba a carne viscosa contra metal, como si algo vivo y en descomposición se desplazara lentamente. Seres de mayor altura que un hombre corriente que se deslizaban con agilidad por el suelo. Unos llevaban enormes joyas de hierro de singular estilo… otros iban ataviados con ropajes que no pude identificar con ninguna cultura conocida.
Estaban todos ellos constituidos por enormes masas contorsionadas formadas por tentáculos de un color pizarra azulado. Aquí y allá, diseminadas por toda su piel gelatinosa, hambrientas fauces baboseaban babas espesas verdes. Sus figuras hinchadas recordaban vagamente a la de un gran simio, pero sus cabezas bulbosas estaban coronadas por una maraña de tentáculos de varios tamaños, siempre incluyendo cuatro más gruesos, con unas esferas iridiscentes que no se apagaban jamás. Sus voces roncas eran una especie de gritos punzantes y ácidos; pero evidentemente, constituía un lenguaje con todos los siniestros matices de expresión de los que carecían sus cuerpos monstruosos.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en mi memoria la imagen de la corona de Underbury? Se trataba de los mismos seres cuyas imágenes abominables ornaban la joya de hierro… pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el sacerdote de la corona que vislumbré en el claustro de la fraternidad. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Aunque desde mi precaria posición no podía abarcar toda la catedral subterránea y mi agotamiento físico y mental me impedía ver con claridad los acontecimientos que se desarrollaban a mi alrededor supe que eran miles y miles, un verdadero enjambre.
Mi cuerpo entró en un estado de alerta. Tensión muscular. Disociación. Cada sentido era un hilo que se estiraba hasta el límite, a veces a punto de romperse, pero siempre sosteniendo el peso de lo que sucedía. Y en ese torbellino, mi cuerpo se perdía, o quizá se encontraba, obligada a beber de un cáliz sobrecargado de sensaciones que no cesaba.
Estrés agudo. Sombras que se movían, cuerpos que se cruzaban, líneas que se difuminaban en la penumbra. Dificultad para respirar debido a la paranoia.
Un Averno profano de leproso resplandor donde todos ejecutaban su rito litúrgico y adoraban aquella nauseabunda columna de fuego pálida y amarillenta.
Todo era movimiento, un caos de formas que se entrelazaban y se separaban. Y cuando mis ojos se cerraban, el mundo no desaparecía; se transformaba en una danza de sensaciones que no necesitaban ser vistas para ser sentidas.
Y vi también, al alcance de la sucia luz, un colosal bulto amorfo, una espantosa entidad demoníaca. Una horrible masa grasienta e informe, que englobaba numerosos órganos y estructuras especializadas y en la que se formaban y desaparecían sin cesar decenas de ojos, tentáculos y fauces temporales; una depravada y cruel criatura arquetípica.
Mi corazón estuvo a punto de reventar. Sudor. Faltó poco para que me desplomara sobre la fría roca, traspasada por un espanto que no provenía de este mundo ni de ningún otro conocido, sino de los espacios enloquecedores y anónimos que se abren entre las estrellas.
Aquellas desalmadas criaturas subterráneas se estaban preparando para su liturgia más importante. Todo era un doliente ritmo rápido y agresivo, un compás desordenado que subía y bajaba, que aceleraba y se detenía, pero nunca paraba del todo. A veces, un gemido se escapaba, alto, claro, y por un instante parecía que todo se detenía para escucharlo. Pero no, seguía, siempre seguía.
Danzas frenéticas se ejecutaban con negras y fornidas pezuñas; los subterráneos hacían girar y retorcerse sus babosos tentáculos siguiendo un ritmo brusco y sostenido, rindiendo así culto durante horas a sus repulsivos gobernantes, mientras sus súbditos humanos se desnudaban dejando a la vista la piel que parecía podrida, llena de ulceras abiertas que emitían un olor penetrante a carne en descomposición, acercándose en comunión a aquella blasfemia gemela que hacía burbujear por todo su cuerpo repugnantes órganos genitales.
El brillo del sudor, el contorno de una mano, la curva de un hombro. El suave roce de la piel contra la piel, de los cuerpos que se movían, que buscaban, que chocaban.
Era el rito de la reproducción, más antiguo que el género humano y destinado a sobrevivirle. Y en aquella gruta inmemorial vi cómo todos los devotos humanos adoraban a la impía criatura y ejecutaban hasta el agotamiento el nauseabundo rito sexual.
Y vi también, fuera del alcance de la venenosa luz, a las afortunadas mujeres embarazadas que habíamos visto deambular por el pueblo. Estas eran conducidas a unos nichos ceremoniales excavados en la roca donde sus vientres reventaban durante un ritual de alumbramiento abominable, como un capullo de rosa que florece en primavera, debido al grotesco tamaño del recién nacido. La sangre goteaba desde la base del nicho y dibujaba oscuros patrones de un lado a otro del suelo de piedra. Sus cuerpos, convertidos en unas masas hinchadas y sanguinolentas, eran abandonados allí sin una muestra de humanidad para dar la bienvenida con generosas muestras de alegría al recién nacido monstruo.
Y en las entrañas de aquel infierno, los subterráneos dejaron escapar también unas notas ahogadas y sutiles, ecos lejanos de un horror que medraba en la fétida negrura.
Cada célula de mi piel se convirtió en un mapa de sensaciones que se superponían, como si mi cuerpo entero fuera un lienzo bajo pinceles incansables. Hacía frío, mucho frío, surgía desde mi corazón y se extendía hasta mis piernas.
Como una muñeca rota con la que divertirse, me arrastraron sin piedad, tirando con brutalidad de las ataduras alrededor de mi cuello hasta que mi cuerpo, exhausto y humillado, se estrelló contra un altar, de piedras húmedas y nudos malignos de musgo, profanado de blasfemia. Las manos, los cuerpos, las presencias, todo acariciaba, todo presionaba. A veces era un roce suave, casi eléctrico, que erizaba la piel; otras, una fricción áspera que quemaba y dejaba un rastro de fuego. Me obligaron a arrodillarme delante de la horrible llama, ígnea, alzada y palpitante, de un último empujón brutal. El frío glacial de la piedra azotando mi rostro.
Había un regusto metálico en mi lengua, quizá de la tensión que apretaba mis dientes, o de la adrenalina que corría por mis venas. Era un sabor dulce, íntimo, pero siempre fugaz, que se acumulaba, que se quedaba en el paladar como un eco de lo que pasaba en el exterior.
La humedad se mezclaba, propia y ajena, y mi cuerpo no sabía ya dónde empezaba ni dónde terminaba.
Un vaivén entre un odioso placer que estallaba en oleadas y la tensión que atenazaba mis músculos, como si mi propio cuerpo dudara entre rendirse o resistir.
Pero nada de esto se comparaba con la visión diabólica que se alzaba ante mí: un demonio colosal que desplegaba con deleite sus repugnantes tentáculos rígidos y palpitantes, retorciéndolos con un latido primigenio. Supe en ese instante el destino que sus cómplices habían tejido para mí.
El aire se llenó de olores que se pegaban a la garganta. Una mezcla densa, casi animal. Había algo primitivo en todo ello, algo que recordaba a la tierra húmeda después de la lluvia, pero más crudo, más carnal. Cada inhalación era un recordatorio de la cercanía, de la falta de espacio, de la intensidad que no da tregua.
Incómoda y dolorida. Fricción excesiva, movimientos bruscos. Fatiga muscular, deshidratación, laceraciones.
Ofrecida a aquella cosa maldita en su rito de reproducción.
8. Violación de la Sangre y la Razón
Sólo los más inspirados poetas o los locos más extremos podrían haber imaginado los ruidos que oí mientras sentía un cataclismo que desgarró mi cuerpo y mi mente, un torbellino de sensaciones que me arrastró al borde del abismo entre el éxtasis y el terror absoluto. Fue una experiencia que no pidió permiso, que me engulló y me escupió, dejándome temblando en un charco de adrenalina, miedo y una intensidad que quemaba como ácido.
Y entonces, vislumbré apenas un par de inquietantes ojos luminosos y una enorme masa abultada y viscosa detrás de las estalactitas más cercanas. Se trataba de uno de los seres subterráneos, consagrado con vestiduras sagradas, de cráneo de proporciones irregulares, huesos sobresalientes y tentáculos escamosos, ceñido con una elaborada corona de hierro, cuyo frontal, adornado con un cristal ovalado, irradiaba un lúgubre fulgor amarillo que parecía contener envidias sórdidas y perturbadoras, se movió con gran autoridad hasta colocarse frente al severo altar y ejecutó unos rígidos ademanes rituales. Los subterráneos, al oír que su Shyg’Lith les había visitado de nuevo y había visto su aflicción, se postraron delante de ella y la adoraron, ofreciéndome en supremo sacrificio.
El aire era un veneno que me asfixiaba, un hedor a sudor rancio, aliento podrido, sexo crudo y sucio que me envolvía como una nube tóxica y que me hacía querer vomitar. Cada inhalación, un recordatorio brutal de que no había escapatoria, en el centro de una jauría que no se detendría.
En determinados momentos del rito, los subterráneos tenían que ofrecer un sacrificio de comunión y cumplir sus votos, especialmente cuando levantó por encima de su cabeza el rito sagrado que identifiqué como el arquetípico y detestable Sacramentum Ex Abyssum, escrito por el griego loco Martios Alkesandros. Yo también me vi obligada a reverenciar con toda mi alma a su divinidad, y a venerar a su monstruoso sacerdote, puesto que cada vez que éste recitaba sus oraciones, himnos y cánticos inspirados, sus devotos me torturaban en un asalto total, un huracán de carne que me desarmaba y me dejaba temblando, con la piel en carne viva y el cuerpo gritando por clemencia. Después, el sacerdote hizo una señal a los que danzaban y cantaban en la oscuridad; éstos cambiaron su punzante chirrido por un tono más incisivo.
Gritos y aullidos del éxtasis más extremo. Furia bestial. Lujuria orgiástica. Rugidos hediondos surgidos de los inimaginables abismos del infierno que me perforaban los tímpanos. Un caos que me envolvía y me aplastaba.
De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de roncas voces infernales entonaba aquella odiosa salmodia:
Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai!
Vel’karesh oth’zul, mahn-thara yel’uun!
Koth’ra zyul-nath, shun’kresh dal’voroth!
Shyg’Lith, Mareth’kal uz’ra thaan,
ashur vel’keth, thol’raan zur’kai!
Nhal’kesh! Nhal’kesh! Thun’raal vel’zhor!
Faltó poco para que me desplomara sobre la piedra del altar, traspasada por un infierno auditivo que me hacía desear ser sorda, porque cada sonido era un recordatorio de que estaba atrapada en una pesadilla cósmica que no terminaría nunca.
Con un horror sin límites, retorcía indefensa mis brazos y piernas luchando por liberarme de las sogas que me esclavizaban. Varias de aquellas criaturas subterráneas, impasibles ante mi dolor, sujetaban mis manos fuertemente a mi espalda, mientras otros abrían mis piernas sin pudor. Sentí cómo los músculos de mis muslos se desgarraban de tanto tensarse, cómo las articulaciones de mis caderas crujían bajo el peso del cuerpos que me aplastaban, que me inmovilizan, que no me dejaban ni un centímetro para escapar, hasta presentarme como ofrenda a la depravada entidad que se desplazaba extendiendo el volumen de su cuerpo y extendiendo de forma lujuriosa sus viscosos tentáculos que vibraban en un movimiento rítmico, pulsante, voraz.
Los devotos que me rodeaban proferían palabras groseras, sucias, cortantes, que me golpeaban como cuchillos: órdenes, insultos, risas que me helaban la sangre.
Grité. No porque pensara que alguien me escucharía, sino porque sentí cómo mi cuerpo se desgarraba.
El dolor era un monstruo que me devoraba desde adentro, pero hubo momentos aterradores y en que el placer se colaba como un relámpago, un espasmo que me hacía jadear y odiarme por sentirlo.
Mi lengua se sentía sucia, contaminada, pegajosa, como si me estuvieran marcando desde adentro.
Manos como garras me sujetaban, me retorcían, me arrancaban pedazos de dignidad con cada roce. La fricción fue un infierno: todo raspa, desgarra, quema como si me estuvieran frotando por dentro con papel de lija empapado en sal.
No era solo sentir; era ser destrozada y reconstruida en cada segundo, un torbellino de terror y emoción que me dejó al borde del colapso, con el corazón latiendo tan fuerte que parecía que iba a estallar, y el cuerpo temblando entre el instinto de luchar y el de rendirse.
Gruñidos de bestias. Gemidos que no sabía si eran suyos o míos. Jadeos como tambores de guerra.
Cerré los ojos para escapar. Imágenes grabadas en mi mente. Un torbellino de carne, movimiento, violencia. Cuando los abrí de nuevo, el horror seguía allí, más cerca, más real. Una pesadilla que me perseguía incluso estando despierta.
Y luego, un grito — tal vez mío — que cortó el aire como un relámpago, pero nadie me escuchó, nadie… nadie se detuvo.
Mi boca se llenó de sabores que me revolvieron el estómago, que me hicieron querer escupir pero no pude. Un regusto metálico que podría ser sangre o simplemente el sabor del miedo puro. Pero hubo algo más, algo más íntimo, más crudo, que me obligaron a probar aunque no quise, y cada trago fue un acto de violencia contra mi propia voluntad.
Con mi rostro descompuesto y lleno de lágrimas, cuando ya pensaba que hasta mi desolada vida estaba perdida, me atreví a abrir los ojos, y vi un caos que me paralizó de terror. Sombras que se movían como depredadores, cuerpos retorcidos y descompuestos que se cernían sobre mi, bloqueando aquella luz sucia, amarillenta, que se reflejaba en los charcos que se formaban debajo de mí. Una invasión que me hizo sentir que nunca volvería a estar limpia.
Todo estaba borroso, pero no lo suficiente: veía el brillo del sudor, la piel agrietada y cubierta de ampollas que parecían a punto de reventar en los brazos que me sujetaban, las miradas que me devoraban como si fuera su presa.
Pude apenas ver la que me pareció una silueta bien conocida oculta entre las más lejanas estalactitas, la de mi querida compañera Rayne WitchGrim.
Debíamos salvarnos a toda costa de la sombra maligna de Ironsmouth. En aquel último momento, brutal, aterrador, y de una intensidad que me marcó para siempre, irrumpió en una loca carrera en medio de la horda nacida en las entrañas de la Tierra, antes de que sus furiosos chirridos pudieran hacer caer sobre ella las legiones de devotos que ocultaban aquellos abismos de ecos húmedos y gemidos. Para sorpresa de todas aquellas criaturas de extremidades torcidas y piel desgarrada, alcanzó el centro de la bóveda cavernosa en una rabiosa carrera y una vez allí utilizó una hoja de cuchilla para hacerse, según me explicó más tarde, un corte en la palma de su mano izquierda de la que comenzaron a manar unas gotas de sangre, con la garra de un perro en su otra mano invocó un hechizo fantasma que provocó manifiestas heridas y laceraciones sangrantes en los huesos sobresalientes y piel ulcerada de sus víctimas.
Un furibundo rayo de un increíble color del blanco más puro surgió con un ligero toque de las puntas de sus dedos e insufló un embrujo que se lanzó violentamente como el proyectil de una honda hasta la parte superior de la pútrida gruta en la que nos encontrábamos atrapadas. Cuando la bomba arrojadiza asestó el golpe esperado contra la bóveda cavernosa, miles de purificadoras e inocentes bolas de luz explotaron contra las paredes rocosas bajo la superficie cegando a los retorcidos aterrorizados habitantes de las profundidades y sus sorprendidos devotos, desacostumbrados a tan potentes estallidos de luz, que a la vez que se tapaban los ojos heridos lanzaban agudos gritos de dolor.
Durante cinco segundos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo dolorosos golpes, explosiones y precipitadas huidas hacia las galerías inferiores.
A pesar de la debilidad y el hambre, el horror y el aturdimiento, Rayne se sintió al cabo con fuerzas para ayudarme a ascender hasta la superficie y caminar. Mi cabeza era un caos y tan solo podía balbucear confesiones incoherentes.
Y entonces sobrevino el gran desastre. Al cruzar a ciegas a través de las sucesivas galerías, incapaces de ver que el el abismo que caía bruscamente al otro lado, varios de nuestros hostigadores perdieron pie y resbalaron, envueltos en un alud de rocas que se desmoronaban levantando un estruendo ensordecedor, cuyos ecos retumbaron una y otra vez por todos los rincones.
Luego, advirtiendo que nos acercábamos a la superficie, llegamos a la conclusión de que nuestros hostigadores estaban relamente heridos. Sin embargo, no podíamos arriesgarnos, ya que evidentemente podía haber aún algunos aún capaces acercarse, y no huyendo de otra cegadora e hiriente explosión mágica. Sentimos una verdadera alegría ante la idea de abandonar a aquella raza de antiguos monstruos, a un destino horrible.
No tengo idea de cómo pudimos salir de aquel caos; sin embargo, tengo el vago recuerdo de que nos lazamos a la carrera por la galería más cercana, sin esperar a que se apagaran los ecos. Rayne me sujetaba por los hombros e iluminaba el camino con la linterna.
No nos detuvimos. La oscuridad había vuelto a espesarse, y nos rodeaba con una velocidad cada vez mayor.
Luego, al acercarnos a aquellos pilares de hierro olvidados que se alzaban como huesos metálicos en un cementerio de rocas, se volvió a apoderar de mí la más completa de las locuras. Al apagarse todos los ruidos, se hizo audible de nuevo aquel espantoso y resonante crujir de huesos que tan bien conocíamos. Y, lo que era peor, provenía de atrás, y cada vez más próximo a nosotras.
Los subterráneos corrían. Chillaban. Cada paso era un golpe hueco. Desigual. Como si los pies fueran masas amorfas de carne y hueso malformado. Golpeaban el suelo con una fuerza antinatural. Ecos casi húmedos. El suelo impregnado de sangre. Mostraban un pánico de veras sorprendente, teniendo en cuenta que apenas habían visto a Rayne.
Creo que grité con todas mis fuerzas. Sin saber cómo atravesamos en una huída desesperada aquella cámara de metal y roca construida por entidades anteriores al hombre prehistórico. Desde las profundidades abismales bajo nuestros pies seguía brotando un rugido preternatural.
Una vez más nos llegó aquella siniestra salmodia: ¡Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai! ¡Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai! ¡Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai!
Sin preocuparnos por no hacer ruido, saltamos cada uno de los escalones y nos encontramos de nuevo en las escaleras de hierro que conducían a la superficie. Torcidas, como espinas dobladas por la carga del tiempo.
Eché una mirada a los clavos de hierro que sobresalían de las paredes. Parecían huesudas garras oxidadas que intentaban aferrarse al vacío, y estuve a punto de gritar. Pero en vez de gritar, comencé a repetirme entre dientes, una y otra vez, frases incoherentes: el abismo negro. Yo soy próxima y remota. La sombra sobre Ironsmouth. Siempre presente en toda su vasta creación. Las inteligencias de la quinta dimensión. La plenitud de la que todo lo llena en todos.
Pensé en los subterráneos que acaso acechasen, vivos aún, en los abismos tenebrosos que se abrían bajo los restos de los muros de contención, reforzados con hierro, que se derrumban como costillas rotas en un pecho hueco.
¡Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai!
La luz de la linterna se iba debilitando, pero un confuso recuerdo me advirtió de que nos encontrábamos bajo la boca del pozo.
Pronto vimos la cámara a la que se abrían varias galerías. Conclusión: los subterráneos podían perder nuestro rastro en aquel confuso laberinto de galerías. Si Rayne apagaba todo lo posible la luz de la linterna, y si la proyectaba ante nosotras quizás pudiéramos desorientar en la oscuridad a los monstruos.
¡Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai!
Miramos, hacia atrás. Simultáneamente. El movimiento de una fue imitado por la otra. La linterna apuntó a la oscuridad. Más y más luz. Un esfuerzo por cegar a nuestros perseguidores.
Perdido el juicio. Ansiedad abrumadora. Olvido. Un instinto animal de huir. Ascensión. Vigas colapsadas. Un enredo metálico. Las visceras de una bestia mecánica muerta.
¡Xhorr’valesh thun’kai, Shyg’Lith oronai!
Rayne apagó la linterna. Las sombras protegieron nuestra huida.
Sobrevivimos. Los subterráneos se equivocaron de camino.
De pronto, llegamos a la salida del Pozo de la Negra Cabra. Restos de hierro quebrado. Ofrendas oxidadas a una diosa de la industria olvidado.
Un salto furioso. Un cegador torbellino de luz dorada de gloria sobrenatural e indescriptible belleza exquisita, a la vez numinosa y divina.
9. Un Instante de Eternidad
... Un lugar cálido y luminoso...
... El Sol calienta mi cuerpo tibio...
... Sobre las suaves hojas de los árboles vuelan insectos pintados de vivos colores...
Poco después de haber escapado de lo que nos pareció una experiencia de total aniquilación, me esforzaba por tranquilizarme tumbada sobre la hierba y bañada por una luz divina. Contemplé, a través de las hojas del árbol bajo el que descansaba, toda una exhibición en el cielo del magnífico espectro de colores del arco iris, verde primavera sobre un azul cielo profundo. Escuché el grave zumbido de los insectos y los cristalinos y musicales trinos de un ave, noté un pequeño movimiento en las hierbas próximas, que seguramente indicaba el paso de algún animalillo y, me maravillé de la bucólica paz que reinaba en todo aquel lugar.
Levanté la cabeza, aún aturdida, y vi a mi compañera de aventuras, caminando embelesada bajo el cálido y luminoso sol de la mañana, redimida y bendecida, al igual que yo misma.
No había una sola huella en el barro fresco, ni sonidos horrendos en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos campanarios de Ironsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía ni un solo ser viviente en toda la zona desolada de las minas.
Aunque en el fondo de mi mente aún palpitaban los débiles ecos de algo tremendamente espantoso, sentía que después de haber experimentado una muerte y renacimiento tanto física como espiritual, todo mi ser vibraba en arrebatado extasis, y tenía un ilimitado deseo por reivindicar mi naturaleza divina y mi estado cósmico.
Rayne me mostró donde se encontraba nuestro automóvil y el camino que salía de aquella región maldecida y emprendimos la marcha, sin prisas ya, por la enfangada carretera de Rothfield.
- No creo que le quede mucho tiempo a este mundo – afirmó mi adorada Violet, temblando y con los ojos llenos de lágrimas.
- Lo sé – contesté, esforzándome por no llorar -, no he logrado ser tan fuerte como presumo de serlo. Me atraparon. Casi hago que nos maten... o algo aún peor.
Avanzamos con marcha insegura, como sonámbulas, y no nos atrevimos a mirar hacia atrás hasta que habíamos recorrido un buen trecho. De ningún modo hubiéramos osado regresar a las inmediaciones del Pozo De La Negra Cabra...
Lo que pasó a continuación fue que sencillamente me desvanecí de nuevo, sin decir palabra, igual que ya me había ocurrido, apenas unas horas antes, en el interior del tenebroso abismo.
¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Ironsmouth como una maldición?
¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión del viejo loco Thaddeus Thompson?
Por cierto, los agentes del gobierno jamás le encontraron… ¿Cuál habría sido su destino?
10. Génesis de la Abominación
Al anochecer nos encontrábamos en Rothfield, bien comidas y con ropas presentables. Cogimos el tren de la noche para Winterdrake, y al día siguiente nos presentamos a las autoridades locales para hacer declaraciones durante varias largas horas, que a nuestra llegada a Londres nos vimos obligadas a repetir. El público ya conoce las consecuencias de nuestra denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada más que añadir. Tal vez la locura se esté apoderando ya de mí.
A partir de ese momento mi vida ha sido una pesadilla de lucubraciones y pensamientos macabros. Ya no sé dónde termina la realidad y dónde comienza la locura. Todo lo narrado hasta ahora ocurrió hace unos siete meses, pero la espantosa amenaza de la que escapamos aún existe para mí, como los ecos de un sueño olvidado que se demoran al despertar.
Anoche, una gélida mano de delicados dedos acarició mi mejilla, y un caudal de lágrimas apasionadas goteaban a través de ellos. Me desperté, todavía envuelta entre insólitas nubes, y miré a todos los objetos, de ordinaria calidad, a mí alrededor. Reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación fabulosa que se cernía sobre el dormitorio y lo envolvía en una vestidura luminosa y bien visible.
Un latido profundo y cálido, como el eco de mi propio corazón, resuena en todo el pequeño dormitorio, marcando un pulso tranquilo.
Sentado al borde de mi cama, lucía casi igual, aunque no del todo, que la última vez que conversé con él. Su rostro, antes amargo y sucio me observaba ahora sonriente, terso y con una barba pulcramente afeitada; aunque con una palidez mayor que la habitual. Vestía un largo impermeable blanco con capota. De pronto una intensa luz celestial se proyectó sobre la cama. Cerré los ojos, pero al instante los volví a abrir para ver de dónde podía brotar claridad tan singular. La argentada irradiación provenía de la alta figura que tenía ante mí, y que ahora brillaba con una fantástica viveza.
- ¿Thaddeus...? Estás muerto.
Me regaló una débil sonrisa que tembló sobre sus labios, plácida y gentil. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió toda su ser.
- Lo sé. Esto no es más que un sueño, Violet.
Le miré a los ojos durante lo que en verdad me pareció una eternidad. Eran unos ojos grandes, aguamarinas y luminosos sin comparación; unos labios finos y muy pálidos, pero de una curva indescriptiblemente bella. Y ante la misteriosa muerte de él y el horror por el que he que pasado yo, con esa sonrisa clara y rápida que es tan grata en la vida me prometió protegerme para siempre. La voz de Thaddeus varió rápidamente a una indecisión trémula.
- Por favor, abrázame – me fundí en sus fuertes brazos como un bebé asustado.
Un zumbido dorado, casi imperceptible, envuelve a Thadeus como una vibración mágica y celestial.
- Violet, estas embarazada - susurró suavemente, después de permanecer algunos momentos en silencio mirándome -. Tu hija será ahora su deseado objetivo. Debes hacerla morir cuanto antes. Ella será quien abra de par en par las puertas hacia la ruina y la perdición de toda la humanidad.
Abrí de nuevo los ojos y ya no estaba entre sus brazos. Mi mirada buscó instintivamente la cara de Thadeus, se encontraba al otro lado de la habitación. Y supe de aquella mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última. Que no vería ya nunca más a aquel hombre, vivo al menos.
- Lo sé.
- No lo olvides, Violet. Debes acabar con la criatura.
- Lo sé, pero no soy tan fuerte como aparento –por mis mejillas goteaban abundantes lágrimas sufridas. -. No puedo hacerlo. Seré la única responsable de tan funesto destino.
Se dirigió con lentitud hacia la pálida puerta cerrada.
- ¡Thaddeus, no te vayas! – grité angustiada a la vez que alargaba mis demacrados brazos hacia la luminosa figura de blancos ropajes.
Pude ver a Thaddeus atravesar la puerta y salté de la cama desconsolada. Tiré del pomo de la puerta pero no había nadie detrás de ella. Salí del dormitorio con un paso descuidado, precipitado y desigual. Thaddeus, de un color más lívido aunque la luminosidad de sus ojos no había desaparecido aún por completo se encontraba ya, de algún modo imposible, caminando a grandes pasos y en silencio, a través de muchos corredores oscuros e intrincados. Escucho los ecos de sus pasos desapareciendo, mas no en suelo firme, sino en una superficie inmaterial – como si caminara sobre luz o sobre el recuerdo.
Corrí tras él. De estancia en estancia. Un paso precipitado, sin objeto. Mis pies desnudos palmeaban sobre el frío linóleo. Mi camisón blanco flotaba detrás de mí a la vez que corría en mi sueño por un corredor en apariencia infinito. Alcancé la esquina, resbalé y...
Sólo escucho mi respiración contenida, que parece volverse parte de la oscuridad que me envuelve, que me acoje, como si también escuchara junto a mí.
¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?
…y mi embarazo sigue adelante. O, para ser más precisa, mi embarazo de concepción no humana, pues aún no he conocido varón.
Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror; o acaso de un prodigio, aún mayor.