A Prueba

Felipe Trigo


Novela corta



I

Luis Augusto, sin chaleco aún, contemplaba en la baranda de la cama sus ciento seis corbatas. Dudaba cuál ponerse. Al fin, como en todos sus problemas graves, cerró los ojos, tendió la mano... y vio que había cogido una salmón y gris, a bandas transversales.

¡Bravo! Esto abreviaba —por más que hoy no caracterizasen las prisas su existencia.

Fiel al sistema, fue al armario y volvió a cerrar los ojos para tomar cualquiera de sus treinta (no; treinta y tres, con los tres de Alejandría) alfileres de corbata.

Se lo puso y le acudió a la mente un pensamiento filosófico:

«La abundancia es un castigo».

Cierto.

En corbatas, en zapatos y alfileres, en...

Una noche, en una fiesta madrileña, porque él pudo escoger, habló con diez cocotas, cenó con tres y se quedó con Sarah —¡casi horrible!— Es lo que sucede cuando alguien se ve agobiado de abundancia.

La espantosa indecisión repetíasele a cada instante.

Corriendo en automóvil había pensado algunas veces arrojar al camino sus maletas, y proveerse de un traje único, imitación-perro, o al estilo de los perros. ¡Ah, qué maravilla sus Kaiser, Sultán Stella y Machaquito! ¡Pfsui, aquí!... y voilá despiertos y vestidos a los canes, y siempre prontos a marchar.

Es decir, que Luis Augusto, sportsman por vocación, llegaba a la propia o parecida consecuencia, en cuestión de indumentaria, que los sabios alemanes profesores, vistos por él con el mismo levitón y el mismo panamá por las calles de Berlín y los lagos de Suiza y las pirámides de Egipto. Lógrase, pues, de igual manera, la ciencia de las ciencias, corriendo en Derecho Natural o en automóvil.

Tal conjunto de razones, instábale a casarse. Pensaba en Josefina, como quien piensa en la niña más bonita descubierta en otro cierraojos de viaje en un vapor. Corrió tras una regia golfa desde Berna; cruzó Italia; creyó que la encontraba, que la alcanzaba, que ella embarcaba en Nápoles (él engañado por unas grandes plumas de sombrero)... y... voilá que a bordo del steamer, recto hacia Argelia, se halló con la gentil y cosmopolita virgen negra y blanca.

Blanca, la tez —como de rubia de encanto. Negro, el cabello —como de trágico delirio. Misterio de inocencia que dormía. Su bella madre, en cambio, ya había tenido tiempo de despertar a cuanto era... ¡y no era más, de puro buena, que una infeliz medio simple, en toda la extensión de las palabras!

Por seguirlas al Cairo y al demonio, el sportsman había dejado su otó y su ayuda de cámara Godfrin en el centro de la Europa. —Telegrama: Godfrin le salvaría del martirio de elegirse los trajes cada día. Boda: Josefina libraríale de elegirse las cocotas cada noche.

Una delicadísima elección de gourmet de las mujeres, de exquisito diletante, de sabio del amor.

Mas... ¡ah! junto a la niña, junto a la bella junto a la pura... al sportsman de la gran velocidad en el amor y en los caminos, estaba el espejo diciéndole que tenía la cara dura... curtida por el sol, ajada por treinta arrugas a los treinta años.

Y le acudió otro pensamiento filosófico:

«La moda y los deportes nivelan de aspecto al elegante y al obrero».

Ni que cavase viñas, tendría él un moreno y seco rostro más de cavador; los dientes blancos, además, y el bigote recortado, prestábanle una apariencia de lobo en rabia o de vigilante de consumos. Absolutamente distinguido, sin embargo. El duque de hoy ha de tener cara de gañán. Lo intermedio, lo cursi y sin cachet, resulta la faz anémica del señorito ciudadano: habla de nómina y pobreza a diez kilómetros.

No obstante, le asaltó otra duda con sólo recordar el rostro de su niña y novia Josefina, dorado por las brisas, pero terso como un elástico marfil; ¿la igualaría él un tanto en juventud..., se quitaría de encima seis u ocho añitos, siquiera, afeitándose el bigote?

—¡Señor!

Un mozo.

—¿Qué hay?

—Le llaman por teléfono.

—¿Quién?

—Un amigo.

—¿Qué amigo?

—Calla su nombre. Un íntimo de usted, que le ruega se ponga al aparato.

—¡Ah!... bien.

Acabó de vestirse, intrigado. Viajero exótico había frecuentado poco Sevilla, y tenía pocos amigos en Sevilla. Íntimos, ninguno.

Bajó al salón. Púsose al teléfono.

—¿Quién llama?

—Hola, Augusto —oyó inmediatamente; —¿cómo estás?

—Bien, ¿y usted?

—¡Cómo, de usted! ¿No me conoces?

—Hombre... por la voz... ¿Quién eres?

—¡Brea!

—¿Brea? ¿Pepe Brea?... ¡Demonio!

—¡Chico, el mismo!... En un periódico acabo de ver tu nombre entre los viajeros de ese hotel... y digo, digo, ¡chacho, le saludo!... ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?

—¡Hombre, no lo sé! Y tú, ¿qué te haces en Sevilla?

—De paso. Salgo esta tarde en el Mazagán para Marruecos. Le voy a curar unas cataratas al Majzen, y llevo seis vagones de bellotas para hacer café.

—¡Demonio!

—Lo que oyes.

—Pero, tú ¿eres médico?... ¿Desde cuándo?... ¿Ni qué bellotas?...

—¡Negocios, hijo! Café para Marruecos: he montado en Fez un tostadero. Curo también la vista, con nitro y excremento de elefante. Vente a almorzar. ¡Tenemos que hablar mucho!... Me encontrarás rehabilitado, potentado, poderoso...

—Hombre, querido Brea, no me es posible. Vente tú, y aquí charlaremos. ¡En seguida!

Oyó faldas, Luis Augusto, y por volverse dejó el auricular.

Tres inglesas que venían a esperar la hora del almuerzo hojeando ilustraciones.

Augusto llamó de nuevo a Brea —y ya no estaba.

Dejó el teléfono. Sentóse en un sillón.

Se dedicó a pensar en su novia, en su niña, criatura-mujer encantadora.

Las esperaba, de paso también al comedor.

Pensaba pedirle a la mamá que la pusiese de largo en estos días.

II

A quien vio aparecer, al cuarto de hora, fue al amigo Brea, elegantísimo.

—¡Demonio!

—¡Chacho!

Se abrazaron.

La última vez, dos años antes, Luis Augusto había visto a Brea en Londres, de ambulante vendedor de panderetas.

Brea, ex-teniente, de Pavía, tenía veinticuatro años, había heredado a los veinte una fortuna, y la tiró a los veintidós.

En sendas poltronas, sentáronse.

—De modo que...

—Rico, chico. Tres meses más, y me encontrarías con un Panhard en plena Europa... O por los aires. Pienso dedicarme al monoplano.

Empezó el aristócrata perdido a detallarle su odisea.

Interesantísima... sólo que, al capítulo segundo, alzóse un cortinón de seda. En kimono de tono té, entró un arcángel. Detrás, una gran dama. Y el arcángel llevaba bajo hacia los hombros el nudo negro de su pelo, y por los tobillos el vuelo de la ropa.

Se levantó rápidamente Luis Augusto, y presentó al amigo. Palabras, cumplidos breves. Diéronse el brazo, y fueron a ocupar en el comedor una mesita.

Durante el almuerzo, Luis tuvo que dedicarse a conversar con la mamá, porque Brea floreaba y atendía incesante y absorbentemente a Josefina.

Un buquet de rojas fuschias, en un florero, impedíale a Luis recomendarle a Brea prudencia, con los ojos.

La virgen blanca sonreía. Su inocencia no sabía qué contestarle al importuno —que, por suerte, manteníase en lo cortés.

El novio la miraba. Ella alzaba de tiempo en tiempo, hacia el novio, aquellos ojos verdes, de muñeca, que llegábanla rasgados a las sienes. Ojos enormes, inmensos. Ojos de equívoco y misterio, con profundísimos fulgores muy extraños e ignorados siempre y totalmente por la infinita pureza roja y nácar de la boca.

La mamá era alta; y la niña, pareciendo muy pequeña, era aún más alta. La mamá era gentilmente corpulenta; y la niña, pareciendo frágil y sumamente delicada, era de casi igual esbelta corpulencia que la madre.

Ésta, a los postres, correspondió a las insinuaciones de curiosidad de Pepe Brea con los rasgos generales de su vida, que ya le había contado a Augusto: «Venían de Londres, donde habían vivido siete años. Ella, argentina; la hija, chilena; y de Méjico, el marido, y negociante en algodón. Murió. Viajaban».

Buenas. Ingenuas. ¡Sí!

La ingenuidad y la bondad de una y otra, de Carlota y Josefina, valían por una ejecutoria de noblezas y por un caudal de esperanzas o ilusiones.

¡Dos infelices! ¡Dos seres de candor y de obediencia!... Aparte su loca tenacidad en estos viajes, sin rumbo, sin término ni objeto, especie de insensata fuga del gran dolor por el muerto dejado en Londres; aparte tal tenacidad, sentimental y recóndita, que las llevaba en un zis-zas de laberinto incomprensible por tierras y mares, podíanselas guiar con un cabello. Carecían de voluntad. Llegaban a una población y les daba igual ir a uno que a otro hotel, o pasear por uno u otro sitio. No inspirábalas curiosidad ninguna maravilla. Pero, sentían de pronto el ansia de partir, y con urgencia ineludible del minuto pedían un automóvil, un tren, un buque. El punto de destino, fijado por ellas siempre, siempre; el punto de definitiva parada no sabido por nadie, jamás!...

—Mira, chico —le dijo Brea a Augusto, tomando Marie Brissard en el patio de limones y azucenas, y en tanto ambas se fueron a vestir para salir. —Alá que cure al Majzen, y que se zurzan sus bellotas!... ¡Me quedo!

—¿Dónde?

—¡Con vosotros! ¡Con ellas!... ¡Con ella! ¡Esa nena es una bruja!... me ha matado!... La sigo hasta el infierno.

Tosió Luis Augusto, púsose muy serio, y bebió agua. Luego, dijo:

—¡Pepe!... Líbrate de... variar tu viaje. Estas mujeres están en mi suerte y mi camino.

—¿Las dos?

—¡Las dos¡

—¡Hombre! ¡pensé que sólo la mamá!... ¡También guapa!

—Nada de mamá. La hija. Voy a casarme con ella.

Pepe le miró con súbito respeto.

—Chico, perdón. Había creído que fueses el amante de la madre.

Serio, más serio Augusto, acercó al del loco el sillón de mimbres, y prosiguió su confidencia de esta suerte.

—Mira, Pepe. No sé si tú sabrás que la primavera de Egipto congrega allí a las gentes más ricas de Rusia e Inglaterra, y a las damas más bellas del mundo. Pues en el Cairo, en un hotel yo he visto a Josefina, jugando al tennis, llamar hasta el mismo éxtasis la atención de todos. ¿No es verdad que nadie como ella puede reunir la distinción y la inocencia y la frescura y la beldad y la elegancia?... Sábelo y envídiame; ¡mi novia es!

—¿Ya?

—Desde nuestro trece día de conocernos. Oye mi pasión, y no sabe contestarme, la chiquilla. ¡Qué importa! Se la dije en una noche azul, sobre el lago de Ysmailia. Inclinábase en la borda, y yo miraba el reflejo de la luna en una perla de su oreja. Nunca he visto nada más tremendamente sensual que aquella luz de aquella perla, entre aquel pelo negro-infierno y aquella carne rosa de la gloria!... ¡Oh, tú no sabes cómo es el seno de esa virgen, y su pierna!... ¡Oh, su pierna, Brea, tú!

—¡Diábolo!... ¡Virgen, entonces... o... aún? ¡Mucho sabes!

No la ofendas. Me conoces. Soy un griego. Por mí, no habría quedado el querer saberlo todo ya a estas horas, de la niña Eva, de la niña-hechizo. Me contiene su candor. Además, filósofo, como lo soy, he llegado por la purísima beldad de Josefina a conclusiones formidables. Filósofo paradoxal... ¿entiendes?... ¡No, tú eres un salvaje, Brea; un inconsciente, un impulsivo! Tú seguirías a esa muchacha, te arruinarías por ella hasta vender de nuevo panderetas, y serías feliz guardando en tu memoria la de una noche entre sus brazos. Yo, al revés, me conceptuaría desdichadísimo si, en caso igual, reflexionase que había gozado fugaces el placer y la belleza, supremos como son, como serán, en Josefina, sin retenerlos para siempre. ¿Comprendes?... ¡Oh, no, no me comprendes! ¡Filosofía paradoxal!... Se casan otros por buscarse un refugio de paz a sus harturas, y yo me casaré, griego, epicureano, por ver reunido en una flor de vida el deleite sin fin de la gracia y la belleza, la pasión de todas las cocotas, el gozar de todas las cocotas, el mar de amor y de delicia que pudiesen darme juntas todas las cocotas!... ¡Oh, no, no me entiendes; Brea, tú eres un estúpido!

Había un fuego de ambición terrena de ideal en los ojos de Augusto, y se escondió. Tuvo que contemplar piadosamente al amigo loco y aturdido, que se limitaba a sonreír.

Fumó, bebió Marie Brissard, bebió agua, y se levantó, invitando a Brea a levantarse:

—¡Bueno, tú, mira, que vienen!

Josefina traía polo y guardapolvo. Su madre velo azul liado al sombrero y a la cara. Esperaba el automóvil.

—Qué, ¿nos acompañas?... A Tablada. Si partes esta noche, tienes tiempo. Al regreso te dejo en el hotel. Pero, oye, Brea... los hombros, las piernas, se los he visto yo únicamente a Josefina al bañarse en el Nilo y al jugar al lawn-tennis. ¡Yo también me voy mañana, y vuelvo! Tan resuelto a la boda estoy, que quiero traerme en regla mis papeles, de Madrid. ¡Me caso, antes que vuelva a salir de España la viajera!

Ellas, sonriendo, esperaban a los dos. Y Josefina se abrochaba una manopla.

III

Lisboa parecía el bello lugar de descanso elegido al fin por las damas. Junto a una quinta real, al otro lado del Tajo, frente al puerto, habían tomado en alquiler otra quinta. Era un viejo palacio de piedra, poéticamente obscurecido por das hiedras, por los musgos, por el mar. Hundíale en su verdor un bosque de araucarias. El parque, descendiendo en suavísimas colinas de palmas y de helechos, llevaba los muros de entrada hasta el río, donde un gran blasón de mármol pregonaba estirpes lusitanas.

Luis Augusto vivía perdido en la ciudad que se espaciaba enfrente. Alojado en el Palace-Hotel, de la Avenida, allí pasaba las noches; y las mañanas y las tardes, con su novia.

¡Para verla, cruzaba la ancha ría en un falucho. Y en él iba esta tarde —habiendo ya aprendido el nombre del patrón, que usaba faja roja y barretina: Ramahlo Raul d'Acosta.

«¡Mañana tendrá usted una sorpresa!» —había anunciado el día antes Carlota, que era la que siempre tomaba iniciativas en nombre de la hija y novia arcángel.

Llegó, desembarcó, y al cruzar el parque, en un macizo de arboleda, sintió el encanto de una cítara. Fue, casi de puntillas, como quien teme ahuyentar a una nereida, y descubrió que Josefina era la tañedora perezosa. Bajo la umbría de selva, la vio medio tendida en un ribazo. Vestía de blanco. Frisaban delicadamente su falda los miosotis, y el extremo rizoso y negro de su trenza deshacíase entre amapolas.

Ella, cantaba.

Él, tomado por el hechizo de la voz de oro, detúvose tras las ramas de un laurel.

Lo que cantaba ella eran canciones bohemias, en dialectos italianos. Pícaras —y más que por la letra, que Luis Augusto no lograba comprender enteramente, lo adivinaba por el gesto y por la profunda intención del frasear de Josefina.

Canto, a media voz, para recreo de la gentil, de la... intuitiva, de la bebé—mujer soberbia, que en su misma vida de inocencia y de esplendor tenía los gritos todos de todas las pasiones.

«Así —pensó el filósofo —están en los capullos, latentes, ignorados; los faustos de las rosas».

Resuelto, él se había afeitado el bigote. Esto, sabía muy bien Augusto (porque decíanselo largamente los espejos), que habíale rejuvenecido hasta acercarle algo a aquel encanto de su novia. Además, aquí sola, ella, con su propia alma en silencio, con su propio ser de bravo capullo de amorosa en el verde ensueño de la música y del bosque, representaban sus diez y seis años lo menos veinte, veintiuno, veintidós.

A no ser por el peinado, nadie la creyese ahora tan chiquilla, y menos por el arranque de la pierna. Calzaba botas de lona, sin tacón, de garganta baja; y el ligero desorden de su falda dejaba ver la seda blanca y calada de las medias. Esbeltísima opulencia de carne rosa, tras de los calados —que cobraban un matiz indefinible de fondos de flor o de fondos de nieve tintada por la aurora.

¿Qué fugitivos tonos de aurora, o de celeste violeta, hay en la rosa carne muy blanca de las blancas?


Vienne, ca'o notte e dolce
'o cielo ch'é nu manto;
tu duorme e i'te canto
'a nouna affianco a te.

 

Sí, esto se lo había oído Augusto a Tita Ruffo.

Sonreíase la cantora, expresándolo, y una luz diabla asomábase a sus ojos.

Al mismo tiempo, el novio estaba viéndola las piernas un poco más que cuando ella jugaba al tennis. Y con el ansia, sin tocarla, así, angélica, la habría querido desnudar completamente. Era su obsesión. Decir que él hubiera de haberse enamorado de la cara de ella nada más, fuese sandez... y puesto que la amaba toda, no quería amarla en el enigma, en el desconocimiento casi completo de su cuerpo, que habría de ser para el amor no menos principal.

¡Oh, sí!... no obstante esta faz suya de sportsman y de un poco cansado gustador de los placeres, ya muy arreglada sin bigote, los espejos del Palace Hotel decíanle también, a las horas de bañarse, cómo al fin su estatua atlética de Apolo era perfecta, y cómo era su ser entero una armonía. Pues... bien; desde tres noches atrás le constituyó un gran miedo en el amor de Josefina la duda, la terrible duda de que pudiera no formarle ella en la totalidad de su ser otra armonía; y fue que en el teatro de San Carlos había encontrado, para pasar la noche, a una joven austríaca, elegantísima, irreprochable de rostro y de líneas, a través de los vestidos... ¡Ay! lo que no estorbó que al despojarla apareciese con el pecho nada firme y las rodillas hacia dentro... ¿Quién lo habría creído, a juzgar por el escote y el tobillo?... Pues... bien; esto, para un diletante de la estética, podía pasar en fugaces amores de alquiler, despedida ella al fin por la mañana... mas, ¿cómo arreglarlo si «la cocota» que metiera en casa fuese nada menos que la propia famosa esposa del lazo indisoluble?... Pues... bien; a pesar del candor de Josefina, a pesar de todo, él debía saber a qué atenerse, antes de casarse.

Y tan impetuoso había sido el sentimiento, que entreabrió las ramas del laurel, y avanzó hacia Josefina.

—¡Oh! —hizo ésta, dejando súbita la cítara, para incorporarse y componerse el vuelo del vestido.

—Pues... bien, ¡sí! ¡vidita mía! —díjola él en reto de franqueza. —¡Estaba mirándote las piernas, yo!

—¡Aaah! —tornó a exclamar la candorosa, con un indefinible sonreír que aun se dijese el de su canto.

Él se sentó y la cogió una mano. La tendió su otro brazo por el hombro... y entonces Josefina huyó un poco la cabeza y le miró:

Contempláronse un momento, en ansia y susto; y luego él, le dijo a la asustada, a la extrañada:

—Dime, Josefina... ¿eres tan irreprochablemente bella como es tu cara... toda tú?

¡Ah, la niña... y su sonrisa... su sonrisa muerta en un asombro de rubores!... Rápida se levantó. Huyó. Por vez primera habíala hablado Augusto así. Él la vio tan blanca desaparecer en los laureles... ¡Le había entendido, cuando menos!

Tomó él la cítara, y partió detrás. Había perdido unos instantes. No la halló. Iba pensando que... acababa acaso de agraviar hondamente a su inocencia. La había tratado siempre como a niña... la mano entre las manos, con amor y con respeto... en las noches de luna sobre el mar. Pero, hacíale falta verla desnuda enteramente... y recordó, confiándole al recuerdo su designio, la gran ductilidad condescendiente de la niña y de la madre. Cosmopolitas, puras de intención, porque él lo quiso fueron en Suez una noche, desde un templo cristiano, donde ambas rezaron de rodillas, a un music-hall, donde serenamente vieron danzar a las lúbricas bayaderas punto menos que en pelota. Limpieza y castidad de corazón que defendíalas las serenidades de los ojos. —«Dicen que son como las sacerdotisas de esta religión» —dijo luego Josefina por breve comentario. Y el sensual, el libertino, confirmóla: —¡«Sí, las bayaderas!» —«¡Vaya, vaya!» —exclamó únicamente la mamá.

Llegó al palacio. Dorotea, la doncella de Coimbra, le llevó al salón-estufa. Grandes sedas se tendían desde el techo hasta las palmas. Entre el ramaje erguíanse las estatuas; y las vidrieras de color daban tonos vivos a las venus. Carlota esperábale, leyendo en el Corriere della Sera un crimen de Millano y sentada a la mesa de té junto a un cersis. Josefina apareció con timidez por otra puerta... y sonreía —bajos los ojos.

Sentáronse los novios. El té transparentó sus oros en el fondo dorado de las tazas. Augusto le miraba a Josefina los tobillos... y ella recogió los pies.

¡Ah, nunca! Vio que constantemente los pudores saldríanle al encuentro a su designio... y, sin embargo, no se casaría, no se podría casar, absolutamente no debía casarse sin verla en cueros. En nombre del arte, harto desnudas tenía aquí mujeres de mármol delante de los ojos. Bien merecía la venus de carne ser vista desnuda en nombre del amor.

¡Oh, si un verdadero amateur fuese a adquirir una escultura, y se la diesen con falda y con levita y con boa, a salga luego, dentro, lo que salga!!...

Había acabado el té.

Carlota se levantó, y le hizo una señal de inteligencia a Josefina.

—Luis Augusto —dijo —¿espera?... Es nuestra sorpresa.

Fuéronse las dos. A fin de entretenerle dejáronle La Vie au grand air y un anillo persa de seis aros —rompecabezas, esto, dificilísimo de armar.

Tardaban. Tardaron. —No mucho, sin embargo, para la transfiguración de maravilla que al fin vio Augusto.

—¡Pasa! —había dicho Carlota, apareciendo y levantando en una arcada sederías.

Y entró una dama. Olímpica. Imperial. —Era la niña. Era Josefina vestida de mujer. Augusto vio joyas, bucles, encajes, líneas elegantes y poderosamente acusadas de corsé, por debajo de pálidas y ajustadas granadinas.

—¡De largo! ¡Su novia!... ¡Tal que la quería! —rió Carlota.

¡Voilá! —pudo asentir simplemente el encantado.

Y ella, púdica y coqueta... ¡bien de largo!, se recogió la cola y fue al piano que escondíase en la frondosidad de tamarindos. Púsose a tocar danzas rusas. Un estanque circular, bordeado por líquenes, orquídeas y orejas del profeta, había dejado entre ella y él, en su pedestal del centro, a la Aphrodita.

El embeleso le duró al griego Luis Augusto unos minutos. Luego se indignó. Filosofaba, con aquella gran filosofía que le había metido en el alma el automóvil. ¡Voilá! El traje, la modista, habíanle repentinamente transformado las castas curvas indecisas de la arcángel, en las bravas curvas de mujer. ¡El traje! ¡la modista!... y ¿qué había en ella, por debajo, de verdad?... Noble y profundamente enamorado como estaba, dispuesto a la boda que parecía esperar apenas esta especie de social sanción de indumentaria, se acordó... de tanto desengaño, del último desengaño aquél de la cocota. ¡Quién pensara por su paso y por su pie que tuviese las rodillas hacia dentro!... Claro, claro, se indignaba, se indignó; francamente se indignó. Había salido Carlota, y fue rápido al piano:

—¡Oh, tú, mi Josefina!

—¡Qué!!! —clamó ésta, imposibilitada de seguir la música, sujeta por el brazo.

—¡Oh, tú!

—¡¡Qué!! ¿No toco?

—¡No! ¡Aquí... la estatua; tú... donde la estatua... como la estatua... y yo, allí... para mirarte!

Era una orden insensata, que marcaba el ademán.

No te comprendo! —dijo la purísima virgen con su sonrisa de misterio en su cara de amapola.

—Mira, oye, Josefina... —prorrumpió violento él. —¡Te adoro!... ¿Te acuerdas de las sagradas danzas de Suez, de... aquellas bayaderas...

Cayó en un desalentado silencio repentino. La explicación, para la novia angélica, era difícil y brutal... como lo sería para un caballo que pudiera entenderle al futuro dueño desconfiar de sus bellezas. A tratarse en Josefina de una experta de salón, de una niña al menos no guardada eternamente por su madre, la investigación pudiera irse realizando en una lenta empresa de feliz galantería... Mas ¡no! ¡He aquí que entraba la mamá!

Estuvo triste Luis el resto de la tarde. Infantilmente pasada en hacerle ver uno por uno los diez trajes que le habían llegado a Josefina como primera remesa de París, los cuales ella se probaba muy contenta, yendo y volviendo veloz al tocador, el de la boda fue el que desoló más al prometido. ¡Bah, sí!... ¡quería decirse que se la tapaba más, que se le hacía aún más problema y enigma de aquel cuerpo, según se iba acercando el día el que lo hubiera de desvelar entero e irremisiblemente suyo para siempre!... Antes, al menos, por debajo de las faldas se le veían perfectamente los tobillos.

Y fue tanta, su zozobra, su inquietud, que en el parque de araucarias, cuando el sol habíase puesto, Carlota, delicada, se informó —aparte ambos un momento:

—¿Qué tiene, Luis Augusto? ¿Le apenan estas cosas de la boda?

—¡Carlota —dijo él parándose junto a ella y tomándola la mano en amistad —¡es solemne la ocasión! ¡Hay algo bien caro en la intimidad del sentimiento, del sentimiento de mi amor, y que yo no me atrevo a decirle a Josefina! ¡Venga usted, me va usted a oír cosas de una humana franqueza formidable... por lo mismo que las respeto a ustedes y que respeto mi felicidad y la de su hija!

Brindado el brazo, condújola principescamente hacia un cenador de pensamientos negros, grandes —en tanto se quedaba Josefina entonando con la cítara sus canciones del colegio:


Oh! j'avais une marguerite;
elle etait pâle comme moi...
Mais, hélas! se pasá bien vite.

Dans mia chambre
il fait si froid!

Je la trouvait
sur la montagne;
je la gardait
comme un tressor.

Petite fleur!
par ta compagne
mon coeur fleurise,
fleurise encore!

 

IV

Sentó a Carlota en un versallesco sofá de mármol, de la rotonda, y él dijo, sentándose al extremo, y muy cortés —para cuyo mayor efecto se había quitado la gorra y se había puesto el monóculo:

—Señora, voy a hablarla a usted en un lenguaje que no es quizá de país alguno, por su giro de conceptos, pero que es del mundo; pero, que es... del espíritu de una civilización del fondo del corazón y de la conciencia misma de la Europa, caído a él desde la práctica intuición del vivir refinadísimo del gran París, del gran Berlín, del grande Londres... Y discúlpeme que tome la cuestión por las alturas de la perennemente humana y más transcendental filosofía. ¡En primer lugar, soy un filósofo, soy un reflexivo!

Se quedó mirándola al través de la limpia lente transparente, y le hizo sonreír la sensación de su dominio sobre la criatura de ignorancia y de inocencia. Sin embargo, precisamente por estas cualidades, veía menos fácil la empresa de formular su petición. No empezaba mal, aturdiéndola con aquella filosofía que ni él mismo había entendido.

¡Diplomacia, qué caramba!

—Señora —repitió con el mismo tono galantesco, afirmándose el monóculo y guardando en el asiento perfecta compostura —ruego a usted que vea en mí, aquí, en este parque de Lisboa, en este delicioso extremo del más culto continente de la tierra, al hombre que ha viajado mucho, que ha pulsado y rectificado todos los sociales valores, y que se debe expresar, por consecuencia, con una sinceridad cosmopolita... ¡cosmopolita, sí, sí, esa es la palabra!... ¡cosmopolita... y absurda si se trata de medirla por la norma limitada de una moral portuguesa, española, inglesa o alemana... de una moral, en fin, con apellido; pero absolutamente natural y noble con respecto a la moral inmensa de la vida! Tras este ruego, ¿me concedería usted autorización para considerarla como a una culta dama de enorme comprensión, que a más de poseer el positivista espíritu del tiempo, por haber vivido en Londres, ha recorrido la tierra igual que yo, domando sus prejuicios de moral delante de los desnudos árabes de oriente, aquellos beduinos, por ejemplo, que en Aden abordaron el vapor, y delante de las lúbricas y bellas bayaderas de la India?

Guardó silencio. Esperaba la respuesta, y no la obtuvo. Todo confusión, en el ansia de Carlota. La pobre figurábase quizás que Luis Augusto iba a lanzarla una declaración de amor personalísima.

—¡No le comprendo! —suspiró.

—Pues... las bayaderas... ¡aquellas de Suez! ¿Eh, Carlota?

—Ah, sí... las... de la danza de vientre, sí. Las bayaderas... ¡Vaya, vaya!

—¿Eh?... Voilá! —marcó el sportsman satisfecho.

Sin embargo, más que la desorientación de la dama, le preocupó un momento su frase de memorativa aclaración... «las de la danza de vientre»! —¿Cómo diablos sabría el nombre de guerra de tal danza?...

Bueno. Se acercó en el banco versallesco, la pidió permiso para encender un jugoso habano y prosiguió:

—Carlota, ¿ha leído usted a D'Annunzio?... Bien, pues habré de memorarle que un bravo y noble personaje romancesco de ese escritor, que es el exquisito novelista de nosotros, los sportsmen, de nosotros, las mentales gentes distinguidas en un libro delicado, El Inocente, duda de que un tierno hijo de su mujer lo sea suyo: lo coge, aprovechando en la alta noche la ausencia de la infiel, le quita delicadamente las ropitas, y lo expone al frío horrible de un balcón, hasta hacerle tomar la pulmonía que haya de matarle. ¿Eh? ¡voilá!... la moral ultramoderna... el positivismo selecto y elegante que les deja a las bárbaras plebes miserables los aun para ellas tan precisos lazos de la ley. ¿Eh, Carlota?... Pues, yo, con usted, y con referencia a su bella hija, a mi adorada Josefina, no trato ni siquiera de transgredir ninguna ley penal, en nombre del honor y del buen tono; sino simplemente una costumbre imbécil, ciega y peligrosa, en nombre del amor... que es al fin perfectamente humano y lo único que hace hermosa la existencia.

—Usted dirá —pidió en la breve pausa la confundidísima señora.

Y él, imperturbable, siguiendo en su discurso la ruta tomada de improviso, aun le aumentó su gran curiosidad con nuevas incidencias.

—Yo digo, Carlota, que en el Nilo, que en Suez, ante aquellos cazadores de caimanes y ante aquellas bayaderas, la vi a usted con tranquila complacencia fijarse los impertinentes para mirar la desnudez... Usted y Josefina pudieron contemplar estéticamente el espectáculo, ¿no es eso?... ¡Bravo! Luego, la desnudez, la humana desnudez, puede ser un casto e importante elemento de la estética.

Fumó Augusto, ajustándose el monóculo; iba a escupir... pero no escupió, dándose cuenta de la incorrección delante de una dama; y dijo:

—Carlota, es para mí tan esencial en el desnudo humano la línea de belleza, la belleza llevada hasta su misma perfección, la divina belleza irreprochable, intachable, insuperable... que... que... que siempre he conceptuado como el más alto ideal de mi ambición el poseer... el poseer... el... ¡Bueno!... que siempre he conceptuado que... que...

Se le turbó la claridad en el discurso, se le amontonaron las razones, perdiendo toda sutileza, y ante el gesto apremiante de Carlota, hubo de atajar, completamete atropellado:

—Que... que, en fin, Carlota —que no me casaré si no veo antes desnuda, enteramente desnuda, a Josefina!

—¡¡Caballero!! —clamó ella en gesto de trágica sorpresa, medio levantándose.

Él la contuvo con la súplica de un gesto, gentilmente.

—Señora... esa es la consecuencia a que quería llegar con mis filosofías, y precisamente por ser un poco extraña he procurado desprenderla de un modo gradual. Fuerte, no lo niego; mas había que decirla, y ya está dicha. Ahora, escuche mis razones; y ante todo, ruégola que considere que no se trata para con su hija, por mi parte, de ningún proyecto irreverente, sino de mi boda!

—¡Por Dios, Augusto, de su boda! ¡Una indecencia tal, y... de su boda! ¡Quién hubiese de esperarlo!

—¡Justo, de mi boda!... Nada de indecencia. Y celebro muchísimo, Carlota, el sesgo de la conversación, puesto que él nos permitirá expresarnos francamente. Fíjese: en primer lugar, la prueba de que quiero casarme es que deseo ver desnuda a Josefina. ¿Por qué?... Porque aspiro a conocerla... a aquella de quien yendo a ser toda mía, apenas si conozco más que la cara, las manos y los pies... ¿Es que mi amor no tiene el derecho a la evidencia total de su belleza?

—¡Augusto! ¡Luis Augusto! ¡Por favor!

—¡Señora, por favor también la pido que me atienda y que me entienda. ¡Va en ello mi felicidad, y la felicidad y el porvenir de la adoradísima criatura. Hombre de mi siglo, de mi tiempo, y educado en un estético rigor que ha recaído principalmente en las mujeres, la sensación y el sentimiento son las bases de mi vida. En esto soy intransigente. Como al mismísimo D'Annunzio, la fealdad me constituye un tormento insoportable. Mi más grande desventura habría de ser el no encontrarle a mi mujer, en un cuerpo de beldad, un alma de amorosa!

—¡Ah! —suspiró ella, esta vez menos esquiva, tocada en sus orgullos de madre y de mujer —¿y por qué pensar, por qué temer que mi hija no sea bella?

—Señora, ser bella, no es bastante. Como sus manos, como su rostro, necesita ser perfectamente bella, desde la frente a los pies. Vuelvo a rogarla a usted que se fije en que, hombre de mi tiempo, rico, como ustedes ricas, y ni Josefina ni yo, pues, necesitados de una boda de descanso o conveniencia, sino todo lo contrario, de amor y de placer, para ella y para mí tendrá que formar la belleza el elemento principal y transcendente. Me dirá usted que todos los novios se casan sin este requisito, sin esta confirmación, sin esta previa seguridad que yo ansío aportarle a mi ventura; yo, aparte la condición original de mi criterio, pudiese contestarla que... así se ven por el mundo las desgracias que se ven. Dícelo el cantar, y parece hecho para el caso. Quién que en la noche de la boda en su mujer descubre un esqueleto, una vez desprovista ella de rellenos y prendidos; quién que se encuentra con un monstruo de gordura, una vez libertada del corsé...; y si es aun verdad que pudieran muchos novios argüirme que sabían a qué atenerse en cuanto a formas, desde mucho antes de casarse, y si tampoco deja de serlo que otros dícense enamorados del alma, del corazón, de las bondades de su esposa, y no de su hermosura, tampoco es menos indudable que los tanteos de aquéllos constituyen una muy grosera e hipócrita traición a los decoros, y que la resignación de éstos consuélase con lindas amantes cuando puede. Pues bien, Carlota, mi amor es tan leal, que ni busca como prólogo las rastreras artes del descuido, ni quiere la posibilidad de consolarse en su derrota con queridas. Noble, caballero, procedo en caballero, me parece... ¡y a ver, si no, a cuál madre de la tierra le ha hablado nunca su presunto yerno así!

«¡Así!» —se repitió interiormente Luis Augusto, satisfecho. Efectivamente, abandonadas las abstrusiones filosóficas, limitándose a los hechos, como cuando iba a comprar un automóvil, él mismo sorprendíase de la precisión de su elocuencia.

¿Comprende ahora —prosiguió, —¿por qué quiero ver desnuda a Josefina? En suma, amiga mía, la conferencia que estarnos celebrando, es la de solemnidad y rigor en cualquier boda; sino que a la moderna, porque es bien natural que habiendo alguna vez de empezar a transformarse las costumbres, en eso, como en todo, para amoldarlas a las justas exigencias de la vida, nosotros, gentes progresivas, seamos los que empecemos la modificación respecto a ésta. Lo tradicional es que las madres, en casos tales, informen a los novios de cuantas cosas de las hijas se refieren a condiciones de carácter, de riqueza, y de tal o cuál grave y más o menos ostensible enfermedad, si la tuviese; y no cabe negar que es eso lo que menos hace falta, por ser lo más sabido de antemano por el novio; así, estando él harto de ver las rarezas del genio de la chica, o, por ejemplo, que cojea, dícele la madre: «debo advertirle, señor mío, que, según el médico, sufre mi hija de histerismo» o «que es coja, a causa de un tumor blanco que padeció cuando pequeña»...; y en cambio, señora, de aquello que, si se cuenta con la corrección del novio y con el verdadero candor de la muchacha, él ignorará, no se le dice una letra; verbigracia: «advierto a usted, puesto que le he notado en los teatros predilección por los bellos senos, o por las rubias, o por tales otras singularidades de belleza, que mi hija, aunque bien armada por fuera, es por dentro algo delgada, o que no es tan rubia o tan blanca como aparenta por su pelo y por su cara, o...» ¿Comprende usted? Ahora bien, insisto en hacerla a usted notar mi estético temperamento, puesto que ello en mi vida y en mi boda es principal, y suplícola encarecidamente que se fije en que si un gran cuadro, considerado en su conjunto como obra de supremo arte por mi artística ambición, me daría el dolor del desengaño al descubrirle trazos o detalles imperfectos, mi decepción y mi infelicidad no tendrían término si impensadamente descubriese imperfecciones en la elegida que haya de formar el amoroso cuadro eterno de mi vida. Yo adoro a Josefina, yo me prendé de ella por la belleza incomparable de su cara y de sus manos, y yo la supuse y la supongo, desde luego, toda la beldad; mas, ¿por qué no cerciorarme a tiempo con mis ojos? ¿Es que voy a concederle menos importancia, señora, menos importancia que a la adquisición de un cuadro, a la viva adquisición de mi ideal?... Ah, sí, señora, esto es de una lógica aplastante y de una, suprema moral, si bien se mira; sin que pueda bastar, por otra parte, que usted me afirme y garantice, ni aun que me describa, los encantos de mi novia. Tal descripción, violenta para usted, si había de ser tan detallada como mis curiosidades exigieran, tampoco llenaría jamás mi aspiración, porque no siendo universal, sino personalísimo, el criterio de belleza, resultaría imposible que en la porme... pormeno... pormenorización de usted, yo quedara satisfecho.

Descansó del tropezón con el vocablo, y cerró con este sutil avance sus antojos:

—¡Un estético! ¡un crítico, un exigentísimo crítico de arte (todavía una vez) que ansía forjarse la perfecta y artística conciencia de su amor!... Tal es mi caso, Carlota! El arquetipo, yo lo he vislumbrado en Josefina. Me caso, por eso, y nada más... y es, de paso he de decirlo, la razón más bella y noble que le encuentro yo a una boda, por no añadir que la única razón: puesto que sobre las hermosuras físicas, inmutables, irreformables, las condiciones morales de una mujer se pueden adaptar, reformar y mejorar en cuanto sea capaz el que la educa... o si lo quiere usted mejor, el que la ama. Ahora, sí, señora, por lo mismo, y aspirando a una completa moral perfección, en su base, que es lo material, soy implacable. Esto obedece a un criterio de fundamental filosofía que yo he podido inferir al guiar mis automóviles: una bella máquina, solidamente bella, hasta en sus más pequeños muelles y ruedas y palancas, garantiza su función; si es bella y armónica, cumplirá perfectamente el fin para que hubo sido construida. Y ¡voilá!... considere usted a los humanos seres a la luz de este pensar moderno que nos reputa como máquinas de vida... y saque después la consecuencia. A los umbrales del viejo y cerrado alcázar de la moral, llego, pues, en los altos nombres del arte y de la ciencia. Inteligente en uno y otro, sólo con mis ojos podré adquirir la persuasión que espero irreprochable en Josefina. Línea a línea de su vida, de su cuerpo, de su estatua. Es la irremplazable condición para mi boda. Un solo rasgo irregular, no absolutamente bello en su belleza, haríame desistir puesto que yo, viajero de la Europa y gustador fugaz de las más famosas bellezas europeas, justamente por haber creído encontrar en Josefina a la más bella de todas las bellezas, he llegado de ella a enamorarme, al punto al punto de querer consagrarle mi existir. Llevado por este único móvil a mi boda, la decepción sería lamentable para todos. Y ahora, usted vea, señora, si su hija, según pregonan tanto su cara y sus vestidos, es en efecto tan bonita que pueda resistir a la prueba que nos es tan necesaria!

—¡Oh, Augusto! —volvió la dama a suspirar.

Y él, rápido, acosó:

—¿Lo es?... ¿Es que no lo es?... Su sola duda, Carlota, bastaría a hacerme desistir. En tal caso, sólo réstame pedirlas mil perdones, y rogarlas que reconozcan, por lo menos, mi nobilísima franqueza.

—No, no es eso... es que... ¡Mi hija es bella, pero... este trance, Augusto, amigo mío... pero... la forma... su decoro... sus...

—Entendido, ¡sus rubores! ¡la moral!... Usted Carlota, sin embargo, convencida de mis rectas intenciones, haga reflexionar a Josefina estas tres cosas: primera, que nada importa su rubor ante quien irá a ser su marido al poco tiempo: segunda, que el modo, lo dejo enteramente a su elección; y tercera, que suponiendo que por el resultado de mi investigación yo no pudiera casarme, soy un caballero para no decir jamás a nadie que la vi desnuda, sin tocarla más que con los ojos. ¡Les doy a ustedes mi palabra! Por lo demás, me permito recordar a usted que, a fin de decidirla, debe recordarla que en Ostende, en Biarritz, en Troaville, en todas las grandes playas elegantes, las más honestas mujeres van al mar medio desnudas, por delante de los hombres. Y si usted me lo permite, aun acabaré con una consideración de esta filosofía moderna en que vivimos; ¿no serán esas ostentaciones de las playas el paso de los viejos hábitos hipócritas a los novísimos... a la misma franca necesidad que sienten las mujeres de enamorar a sus maridos por una hechicera garantía mayor que las que puedan dar los encantos de sus rostros?... Y adiós, señora; y como tendrían algo de violentas nuestras nuevas entrevista en la duda, parto a Lisboa, y sólo volveré cuando ustedes me escriban avisándome el conforme!

Salió de la glorieta, y pasó por junto al bosque de laurel, en donde seguía cantando Josefina:


«... elle etait pâle comme moi
Mais, ¡helas! se pasá bien vite...»

 

V

Por fin, al tercer día, llegó al Palace-Hotel esta carta:

«Amigo Luis Augusto: venga usted esta noche, a las ocho. Cenará con nosotras: y usted, que es entendido, verá antes, un momento... la Venus que hemos adquirido para adorno del jardín. Espero que, después, guarde una absoluta discreción con Josefina. Su afma.

Carlota»

¡Bravo!

Se vestía ayudado por Godfrin, que le ahorraba enojosas elecciones de corbatas y de cosas.

Miró al reloj. Las cinco.

Pero le citaban a las ocho. Y siendo esta una cita de transcendencia y dignidad, él debería ser perfectamente exacto.

—Oye, Godfrin, avísale a José que me prepare el auto.

—¿No va el señor con madama?

—No. Desisto. Ve y dila que otro día.

Era una cocota que el experto servidor le había buscado. Adoraba a Josefina; pero entreteníase, habíase entretenido así en estos tres horribles días de la duda y de la espera.

—¿Y es guapa, dices? —inquirió con el leve y último dolor de su renuncia a la beldad desconocida.

—¡Oh, sí! ¡Le hubiera gustado al señor! Rubia, alta, elegantísima.

Sin embargo, tragó saliva, y se fue en el automóvil.

Recorrió Estoril, y llegó en Cascaes hasta la Gruta del Infierno. Le acompañaba un lisboeta, que mirando el abrupto antro de rocas y de olas, ensoñaba —para allí —cien vírgenes ondinas, a quienes devolviesen a los mares, entre ambos, desfloradas. Tarea para una tarde. ¡Y lástima que el amoroso poder de los humanos no pudiera ser mitológicamente vigoroso de tal modo!

Luis Augusto se acordaba de su novia, y encontraba un poco elegantemente bruto al portugués.

A las siete le volvió en el automóvil al centro de Lisboa, le dejó en un salón de esgrima, y él se fue al puerto.

Caballeroso, ni a este buen amigo de orgías habíale dicho la felicidad que le aguardaba.

«Sí —se confirmó ya dentro del falucho, en tanto que d'Acosta guiaba Tajo enfrente —sí, ¡felicidad! Cuando aceden es que ellas mismas no pueden dudar que sea mi ensueño Josefina».

Iba anocheciendo, y la luna desde la altura azul le derramaba a la anchurosa ría sus resplandores. Luna llena. Luna clara.

Luna casta, ¡Diana! también. Sus velos diáfanos de plata irían a acariciar la pura desnudez de Josefina; porque, seguramente, la cándida mamá, habría aprovechado aquella indicación del baño para ceder a la voluntad del exigente protegiendo con su piadoso engaño a la muchacha: la haría bañarse; le haría a él esconderse donde pudiera verla sin ser visto. Por esto, la carta le recomendaba discreción, para después, con la escultura.

¡Ah, virgen! ¡Su tan adorada idolatrada!

Cruzaron por ante la proa de un trasatlántico. A lo lejos, en la bruma argéntea, se descubrían recortados contra el cielo los bosques de araucarias. Había un remanso con escalinata al mar, cerrando una playa de conchas y arenitas, y allí era donde Josefina se bañaba por las tardes. Ella se lo había dicho en su candor. Y allí, en la plenitud de su candor, irían esta noche sus ojos a mirarla, poetizada por la luna.

Bogaban: llegaban. Luis Augusto, triunfador, ya de pie para saltar, sonreía al orgullo de su influjo sobre la buenísima Carlota, en la cual había causado su elocuencia un efecto sugestivo. ¿Cómo entender, de otro modo, damas de alcurnia las dos, honesta madre, Carlota, que contra todas las razones del mundo, y con ser tan poderosas las de él, accediese a mostrarle desnuda a la chica?

¡Victoria de la perspicacia y del talento!... Por más, también, que de tan buena, Carlota, ¡la infeliz! no podía negarse que era simple. Es decir, que si en vez de dar con él, dan con un truhán...

Saltó a tierra y mandó amarrar la barca, pensando comprar, así que se casase, una canoa-automóvil para efectuar la travesía. Larga, efectivamente. Volvió a mirar el reloj y eran las ocho. ¡Exactitud!

Le aguardaba una doncella, y le hizo cruzar salones, conduciéndole a la estufa:

—Pase, o senhor, y tenha la bondade d'esperar mientras eu aviso a minhas amas.

Luis Augusto, temblando de emoción, dio unos pasos entre las grandes hojas de palmera. Sentóse en el diván desde donde solía oírle la música a su novia. Había tirado el cigarro, y encendió otro. Indudablemente tardarían en disponer el baño y en venir a conducirle hacia la playa. ¿Cómo se habría arreglado Carlota para que se bañara su hija por la noche?

¡Pobre señora! ¡Mucho debía saber que a él le estuviese adorando Josefina, para prestarse a tanto con tal de ahorrarla la pena de abandono!

Las flores y macizos de la estufa bañábanse en la luz de dos globos eléctricos, colgados de cadenas; el uno blanco, sobre la estatua de Afrodita que se alzaba en el centro del estanque; el otro, completamente al fondo, y a la izquierda, rojo, rojo como un ascua, envolviendo en su fulgor sangriento la estatua de una Médicis. Además, el alto y combo techo de cristales filtraba azul la luna. Era fantástico en el vario juego de las luces el diáfano espectáculo.

Sí, sí, un fuerte ambiente de misterio y de poesía. Las delicadezas de Augusto, exasperándose ante las heroicas complacencias delicadas de Carlota, sugiriéronle una variación en el proyecto: «No cenaría con ellas. Así que viera a Josefina en la playa, partiría. La noble dama debía encontrarse ahora en harto azoramiento para que él, con su presencia, la impusiese luego, además, un tormento de sonrojos»... Él era un gran diablo de bondad y sinceridad que jugaba a su albedrío con la enorme candidez de dos mujeres. Noblemente se propuso, pues, dentro de la violencia imprescindible, centuplicarlas sus respetos.

Fumaba y esperaba.

Miraba a la Afrodita; miraba a la Hebe y al Pudor que se entreveían por el ramaje; y miraba, volvía a mirar a la Médicis de mármol que se teñía de fuerte rojo a la luz de aquel farol.

Esta Venus, sobre todo, resumíale, en punto a proporcionalidad y ritmo de las líneas, su ideal. Él tenía otra excelente reproducción de la celebérrima escultura en su casa de Madrid, en su dormitorio.

Sino que el prócer portugués dueño de esta quinta, debía de haber pagado un caudal por la copia que aquí extasiaba a Augusto y que le había extasiado tantas veces. De tamaño natural e irreprochable.

Por otra parte, la artística seducción de la escultura se aumentaba ahora con la roja luz que estábala alumbrando. En su inmovilidad, diríase que con tal luz cobraba el mármol blandura y palpitación de carne viva de mujer. ¡Oh, cuántas veces el adorador de la beldad por la beldad, el buscador infatigable del tesoro vivo de la forma, había hecho desnudarse a las amantes junto a aquella Venus de su casa! Cuántas veces, cuántas veces, para agotar la decepción de lo imposible!

Y la decepción, la maldita decepción, también aquí, empezaba a cuajársele en el pecho. Una casualidad adversa para la pobre Josefina, había querido ponerle a él, previamente, el modelo inimitable ante los ojos...

Una casualidad fatal, una casualidad cruel, puesto que, aun para mayor saña, el rojo resplandor le singularizaba a su atención y le exaltaba más las perfecciones de la Venus, entre las demás estatuas, por un azar inexplicable...

Sino que... vibró, tembló su corazón, de pronto suspenso en ansia de la gloria. Parecióle extraño que precisamente esta noche el azar maldito mostrásele a la Venus en singularización tan hechicera, tan determinada... y... ¡oh, sí!... se preguntó: «¿Por qué, por qué encuentro iluminada de tal modo la escultura, y por qué se me ha hecho entrar a verla... antes que haya de ver a Josefina?»...

No podía dudarlo: aquel rojo fanal no estuvo nunca en la estufa; expresamente había sido hoy puesto para algo... y ¡este algo no podía ser más que una audacia y un orgullo por parte de Carlota!

¿Se le excitaba, se le desafiaba a la comparación entre la inmortal belleza... y la que iba a ver en Josefina?

¡¡Ah!!

Sonrióse Augusto. Crispado en su ventura, y como un inmenso apasionado de su ídolo de piedra, ariscamente aceptaba en nombre de él el desafío, como un juez de serenidades implacables. Fumó, recostóse atrás en el diván, y reposó su mirar de idolatría en los encantos de la Venus.

No importaba que un azar también, o quizás una intención, esta noche le ocultase a la estatua enteramente la cabeza tras una volada rama de los cersis. Intención o azar, era lo cierto que sólo el cuerpo de la diosa y que sólo el cuerpo de la virgen constituíanle a él la comparación interesante. De la cara de su novia, ya sabía demás, y en triunfo, el estético sutil. Mas, ¡ah, su cuerpo de misterio... en plena rivalidad altiva con este inmortalizado por el mármol y consagrado por los siglos!

Eran suavísimas dulzuras las de aquellos hombros, las de aquellos brazos, las de aquellos dedos de la mano diestra tendidos en puente protector de rubores deliciosos ante las flores castas de los senos, y las de aquella otra mano de pudor que amparábase el regazo; eran bravuras de gentil ondulación, de soberana armonía, las de la cadera y los muslos, serenamente turbada su apacibilísima amplitud en las rodillas finas, en la pierna noble, por un juego ideal de relieves musculosos...

De relieves óseos, musculosos, en vital prodigio que esta noche acentuaba asimismo por el talle de la estatua la luz roja...; y tanto, y con tal vigor de suprema humanidad en lo divino, que dijera Augusto que la sombra proyectada por la mano aquélla en el regazo fingíale la ilusión de un breve musgo de amor... bien humano, bien humano... ¡vive el cielo!...

Se levantó. Se iba, acercando a la Venus lentamente, en la fascinación de la realísima existencia viva que prestábala el fulgor sangriento. Llegó cuanto cerca pudo, detenido al fin por tina barrera de latanias, y su intensa idolatría, en lírica excitación, aumentó la fantasía irreal de su mirada hasta hacerle creer que la escultura no tenía esta noche la rígida fijeza de la piedra: ¡no! ¡no!... habría jurado Augusto que la Venus vacilaba, que habíase movido un poco en el alto pedestal que la hacía ocultar la cara entre los cersis... Y... (¡se fijó!)... ¿por qué, además, brillaban córneas las tiñas de sus pies y parecían como tocados de carmín las puntas de sus pechos? ¿Por qué destellaban sus ojos como vivos en el fondo obscuro de las ramas, y su pelo...

No pudo ver más. La sombra lo envolvió todo y a él mismo. Alguien, desde fuera, había apagado los focos. Se oyó dentro un leve ruido de ramaje, se oyó después una blanda huida de pies descalzos, en un firme y rápido pisar de Nereida fugitiva... y luego, luego, al fin... ¡nada!

Luis Augusto no había sabido ni moverse, ni siquiera respirar, en trance tal de brujería. Pero alguien desde fuera volvió a dar luz, al globo blanco, al globo rojo... y ya no estaba la Venus bajo el cersis.

Retrocedió un paso Luis Augusto, a caer en un sillón —rendidos sus ojos, fulgurado el corazón, abrumado todo él de verdad de la verdad!

¡Josefina!! ¡Ella! ¡Ella la que estuvo allí en el pedestal, y no la Venus!

¡Oh, la divina! ¡Oh, la suprema!

¡Bien ¡habíala visto diosa como diosa!

Loco, vencido, admirando en las excelsas valentías de ella y de su madre el amor de la bella enamorada, el respeto hacia tantos heroísmos le creció en el corazón.

Se levantó, y se salió de la estufa y del palacio, sin que nadie le detuviese en su camino.

Su voluntad de no verlas esta noche, era piedad.

La pobre honesta, las dos pobres damas honradísimas, debían hallarse destrozadas.

—¡Rema D'Acosta! —díjole al patrón.

Y recogido hacia la proa, veía su felicidad por la clara inmensa noche y por el Tajo.

VI

Había quedado como un dichoso que realiza enteramente su ideal, como un hombre que en el descanso ya logrado del ensueño, no tiene por qué de nada preocuparse; y sólo mucho después, al acostarse para adormir sus venturas en la cama de la fonda, cayó en la cuenta de que su partida de la quinta, debió dejar en grandes confusiones a Carlota y Josefina.

Efectivamente, ellas atribuirían la inexplicable fuga a la desilusión... ¡qué atrocidad! por la estatua que había visto.

Supuso llorando a Josefina; supuso consternada a la mamá; y el contraste de tal pena con la dicha sin límite y sin fin que él disfrutaba, le hizo levantarse.

Se vistió una bata, por hábitos de consideración a sí mismo, y fue a la mesa escritorio. Ansiaba tranquilizarlas.

Y escribió, en un papel de holanda elegantísimo que tenía en metálicos colores el escudo de su casa:

«Amiga Carlota: ¡gracias, mil gracias! ¡soy feliz... La estatua llena mi aspiración en absoluto. Mañana, cuando vaya a verlas, fijaremos la pronta fecha de la boda. ¿Me convidan a almorzar?

Salude con mi corazón a Josefina.

¡Gracias! ¡Gracias, Carlota!

Luis Augusto».

Puso el sobre. Llamó en la sonería. Godfrin encargaríase de llevar la fausta nueva sin pérdida de tiempo.

Sino que desde la chimenea llegáronle las doce campanadas de un reloj, y tuvo que pensar que ni Godfrin encontraría un barco, ni las damas abriríanle la quinta a media noche.

—Nada, Godfrin, vete! —díjole al sirviente. —Mañana será cuando lleves esta carta a su destino. En cuanto apunte el día, ven y despiértame.

Volvió a acostarse, y no le dejaba dormir la inquietud por las dos pobres mujeres de candor y de inocencia y de dócil complacencia.

Hasta las dos, en lo obscuro de la estancia, no cesó de representárselas unidas, abrazadas, llorando, procurándole a la hija la madre sus consuelos. Le dolía que, al menos esta noche, tuviéranle por desconsiderado, hasta el extremo de haber partido de junto a ellas sin siquiera despedirse. La carta, debió escribírsela y dejársela a Carlota en la quinta, antes de partir.

Pero, en fin... ¡cuánto se les iba a cambiar la impresión al día siguiente!

Desde las dos a las tres, más tranquilo al considerar el menos tiempo que íbalas quedando de dolor, tornó a la roja visión de aquella estatua.

Y desde las tres, por último, en esa hora intensamente sensual que para los insomnes suele ser la última de la noche, Luis Augusto fingióse la ilusión de que la bella estatua descendía del pedestal para llegar hasta sus brazos...

¡Oh, en el lecho, su virgen! ¡Su divina! ¡Josefina!

¿Cómo sería de fogosa en la pasión?

¡Terrible! —ciertamente.

Imaginábala gritando, suspirando, sollozando..., sofocada, con una angustia de emoción suprema del amor, cual debía corresponder en perfección de nervios a la impecable perfección de su figura.

¡Terrible, sí, terrible!... Máquina perfecta de humanidad de maravilla, el —gozo en ella debía llegar a la infinita sutileza, a la infinita perfección...; y así había visto el corresponder la función de ligera y suelta marcha a la mecánica perfección de su automóvil.

No obstante, de improviso, una duda, envuelta en evocaciones y recuerdos, le aturdió: «¿Podía afirmarse que en el ser humano existiese esta completa relación entre la función y el mecanismo?»... La lógica, teóricamente, decía que sí; pero la realidad y la experiencia (¡a él, que tenía tanta en amores!) decíanle lo contrario.

Se acordó de Clara, de Justa, de Marieta; se acordó de Juana la Churrera y de Rita Delaunay; se acordó de sus queridas de más tiempo, Libia y Araceli...; guapas, todas guapas; casi dignas las dos últimas de servirle a un escultor, y no por eso más sensibles que si fuesen de cauchú o de badana. En cambio, no podía negar que otras menos lindas, chatas generalmente, y con un no sé supiese qué de recóndito en los ojos, llegaban en la pasión a verdaderas tempestades.

¡Luego...

No, no quería extraer la conclusión, por miedo a ver otra vez envuelta en duda a Josefina.

Al revés, empeñóse en recordar a otras mujeres que, siendo muy bonitas, eran al mismo tiempo muy ardientes. Ejemplos netos de su historia, Dulce Ruiz y Álvara Rendón, Inesita la Utrereña, Lucy Worm, de las de Londres, y la Picatoste, la Sobrenatural y la marquesa aquella de Aix-les-Bains.

De todas suertes, seguía la indecisión. De sus recuerdos, sólo se inferiría la consecuencia de que las feas o las bonitas pueden lo mismo ser que no ser grandes amorosas, según el temperamento, y sin que ello tenga que ver con la beldad.

¡Ah, por Dios! ¡Y qué desagradable encontrar entre los brazos la fría estatua de una linda, la yerta carne de una preciosísima mujer que no comparte ni un momento la ilusión y el entusiasmo!

Hembras que se daban sin saber por qué ni para qué, por hábito, por trivial e insustancial coquetería, por hacer lo que todas las demás...; y tan absurdas, algunas, que llegaban hasta blasonar de su impasibilidad total como de un mérito.

¡Por Dios! ¡Por Dios!

El alba vino a sorprender a Luis Augusto con las cejas fruncidas y con esta consideración indescifrable delante de las cejas:

«Fuese horrendo que hubiera de reservarme Josefina la más imperturbable frialdad de la pasión, en la estatua más perfecta!»...

Sonaron tinos golpes.

—¿Quién?

—Soy yo, señor Godfrin. ¿Llevo la carta?... Ya amanece.

«Sería horrendo, horrendo!» —insintíase el diletante del amor; y sus manos, en ímpetu de ira, rompieron la carta que yacía bajo la almohada.

—Entra, Godfrin, y espérate —le ordenó al criado. —Acércame tinta y papel!

Otra idea de salvación se le había ocurrido de repente.

«Amiga Carlota —escribió, apoyando en las rodillas la carpeta—: su hija, mi adorable y adorada Josefina, es de una belleza que nadie nunca supiese debidamente ponderar. Iré a verlas esta tarde. Quiero hablar con usted, sin embargo, todavía, de algo de infinita y nueva trascendencia.—

Su affmo.

Luis Augusto

—Toma, Godfrin. Para la quinta del Tajo. Pero acuéstate si quieres. No importa que no lleves esa carta hasta las diez.

Y al tiempo que el buen alemán sonreía, saliendo con la caricia del sueño a que aún podía entregarse, su amo, tranquillo por la decisión que acababa de tomar, se envolvió en las sábanas y se dispuso a dormir hasta las doce.

VII

—Señora —empezó esta tarde Luis Augusto, en el mismo cenador de pensamientos, y sobre el mismo mármol versallesco del sofá—, le debo a usted enorme gratitud, y le debo inmensa admiración a esa obra de Dios que es Josefina. Heroica y razonable, usted me entendió y me complació; enamorada ella, sin —duda, pudo obedecerla; y artistas, supremas artistas ambas, supieron salvar el difícil trance con ideales y discretísimas poesías. Mi corazón, como le decía en la carta, saluda a la adorable; mi alma entera a usted, Carlota, madre abnegada, madre de tanta inteligencia y de tal instinto delicado, que bien, tras lo de anoche, me es dado esperar que siga noblemente comprendiéndome.

—¡Gracias, Luis Augusto! —rindió Carlota con dulce dignidad.

No alzaba ella los ojos, y eran estas las primeras palabras que le dirigía a aquel cuya presencia habíala impuesto un silencio de violentísimo deber cumplido. Por cuanto a Josefina, no había aparecido en el jardín.

Complacióse Augusto de advertirla a la dama su solemnidad de reina triste, y prosiguió:

—Lo hecho, amiga mía, es digno por mi parte de una estimación sin nombre ni medida, por cuanto que ello constituye un caso insólito en el mundo; un caso único, absolutamente nuevo, y lleno de grandeza, a no dudar, en la historia de las más francas y honorables gestiones de una boda. Puesto en él, yo faltaría cobardemente a la hermosa sinceridad que nos impulsa, si no añadiese aún que no puede bastarnos con la prueba efectuada. No, no puede bastarnos, ni a mí ni a Josefina; no puede bastarle a la felicidad que buscamos ella y yo en el matrimonio.

—¡Cómo, Luis?

—Sí, señora. Perdóneme, mas yo estoy en la obligación estrecha de guiarlas. Quedamos la otra tarde en que este proceder no es más que la innovación de una serie de estúpidas costumbres, y cúmpleme consignar que, justamente por ser sistema nuevo, mi línea de conducta ha de irse definiendo por tanteos. Como en toda novedad, las deficiencias surgen según vase planteando; y así, Carlota, yo, que en nuestra pasada entrevista juzgué del todo suficiente ver desnuda en su espléndida belleza a mi adorada, anoche, meditando, meditando, he llegado a persuadirme de que necesito más... de que necesito más... ¡bastante más, señora!... si no he de dejar en el aire la dicha eterna de los dos, de ella y mía, y por mía exclusivamente la responsabilidad del triste engaño bien posible.

—Usted dirá! —repuso atónita Carlota.

—Señora, lo diré, y bien sabe Dios que lo que tengo que decirla no es sencillo. Para escucharlo, recuérdese bien, ante todo, las cien razones de moral que expuse el otro día. Resumámoslas en ésta, por ejemplo, si no prefiere que se las vuelva a repetir una por una; «en toda relación o contratación humana, el previo convencimiento de los medios que se aportan para el fin, es importantísimo». Cada cual debe saber lo que pone, y lo que acepta. Si no, en uno ambos, o en los dos estaría implícito el engaño, consciente o inconscientemente, y el tal contrato será desde su origen anómalo y absurdo. ¿Qué podría decir quien lanzándose a una empresa agrícola, y arriesgando para ella un capital, encontrase que su socio había contribuido únicamente con tierras vírgenes de tanta bella y fértil apariencia como resultase luego su esterilidad al explotarlas? En el fatal efecto de ruina irremediable, advertirá usted, señora, la insensatez de tal asunto, sin que valga más que a disculparla, cuando mucho, la torpeza: el desengañado seguiría con su pesada obligación por todo el tiempo del convenio; y esto es una crueldad legal inconcebible y una injusticia evidente, de las cuales se deduce, según antes afirmé, la inmoralidad de todo contrato en que le falte a cada cual, y del otro con respecto a cada uno, la plena conciencia de sus medios. Pues bien, Carlota, el matrimonio, encantador y delicado contrato de dos vidas, tiene por base el amor, y por objeto las delicias amorosas. Además, no es un contrato temporal, sino perpetuo. La inmoralidad de una contingencia siquiera de equivocación en él, resulta formidable; y más aún, imperdonable, indisculpable, si uno de los futuros cónyuges, que yo lo fuera en este caso, por su experiencia prolongada del amor y de la vida no pudiese alegar torpeza o candidez que al fin hiciese perdonable su imprevisión en el asunto.

Hay, por otra parte, señora, una fatalidad humana, por culpa de la cual, las más bellas mujeres, como quizá las tierras de aspecto más frondoso, no son por esa sola condición externa las mejor dispuestas a su fin. La belleza es la condición del amor, no ha de negarse: pero la emoción amorosa deja de ser frecuentemente patrimonio y aptitud de la belleza; y si esto es así, como lo es, yo me pregunto ahora, igual que me lo he preguntado en la pasada noche, sin cesar, con la obsesión de la cegadora beldad de Josefina: ¿Residirán en la insuperable estatua de prodigio de mi amada, se despertarán por la carne y por los nervios de esa virgen-mujer de maravilla todas las perfectas y exquisitas emociones del amor?... ¡Si a la pregunta esa hay, Carlota, quien pueda contestarme, que conteste!!

—¡Oh, Luis Augusto! —replicó en vago aturdimiento y por única respuesta la señora.

Admiró Luis Augusto una vez más la inocencia de ella, que aún tal vez no alcanzaba a adivinarle, y hasta la celebró en su intimidad, puesto que así no se habría dado cuenta tampoco del involuntario equívoco ofensivo que a él le resultó en las últimas palabras. «Si hay quien pueda contestarm...» ¡oh, pura, virgen, Josefina, niña... ¿quién, cómo lo iba a haber?

—Carlota —la acosó por fin— ¿no me comprende?

—Sí, en...—vaciló ella. —¡No, no le comprendo!

—Pues, digo... vuelvo a decir, que hombre a la moderna, hombre de mi tiempo, rico yo, rica y joven Josefina, apasionados los dos, en nuestra boda yo no busco, ni ella tampoco puede buscar, otras cosas que la gloria y la armonía del amor en toda su amplitud, en su ideal, en su colmo de perfección y delicia y mi experiencia y mi conciencia oblíganme a velar por la íntegra consecución de tal anhelo. De mí, sé lo bastante para fiarme en que lo puedo realizar. De ella sólo sé que es bella, y ella lo sabe también; pero ignoro, como ignora, sin que por sí propia pueda decírmelo jamás, si en efecto su belleza de los cielos está hecha por Dios mismo en modo tal que pueda temblar en todas las pasiones; y siendo esto de una importancia capital, de tanta o más que el haberla visto desnuda para la artística evidencia de mis ojos..., en ella, en ella, en su hija, en mi amada, quiero, Carlota, poder saberlo por mí mismo!

—¡Cómo!... ¿Poder saberlo? ¿De qué modo? —inquirió la noble dama alarmadísima.

—Del único posible, Carlota, amiga mía; del único posible. Con su posesión, antes de casarme.

La estupefacción no dejó a Carlota decir una palabra, por lo pronto. Luego, protestó:

—¡Oh, Augusto! ¡Caballero! ¿Qué pretende?... ¡Debo decirle que se engaña! ¡Debo decirle que... jamás! ¡No podía pensar que tal perfidia hubiese envuelta en su conducta!

—¡Perfidia! —recogió el noble amargamente, con tal hondo acento de dignísima bondad, que hubo de afectar desde luego a la indignada. —¡Señora!... ruego a usted que considere este detalle: si yo fuese un pérfido seductor sin alma, y no un hombre que procede según las grandes lealtades del amor y de la vida, en vez de suplicarle a usted esto que intento, y cara a cara y no ignorando que así tengo que afrontar las clásicas y enormes resistencias del prejuicio, habríame sido harto más fácil recurrir con la niña candorosa al dulce engaño halagador por las frondas de este parque. Interróguela, y ella no podrá decir que yo haya deslizado en sus oídos la más leve insinuación indecorosa. ¿Es éste el proceder de un hombre serio, o no lo es, amiga mía?

Fuerte el argumento, en realidad. Por no ceder, Carlota no supo contestarle.

Y él, concentrándose en su lógica, reafirmó:

—Debo insisitir en que, casándonos Josefina y yo por amor, o sea por el único móvil racional del matrimonio, en este libre y verdadero matrimonio de elegancia a que aspiramos, a ella, y a mí muy principalmente, gran refinado en toda suerte de aventuras amorosas, nos importa dejar sabido de antemano que hay en cada uno de nosotros mismos la perfectísima aptitud para la perfecta realización de tal propósito. La fealdad plástica, como la imperfección emocional, me son intolerables. Extraordinariamente bella Josefina, justo es que yo quiera también probar si es la exquisita apasionable de mi ensueño. Esta es la cuestión, Carlota. Para averiguarlo bien, nos bastarán algunas noches. Y en colmo de lealtad, quiero advertirla a usted que la menor desilusión en la experiencia, tornaríame a renunciar a nuestra boda: esto conviene que no lo olviden usted y Josefina, puestas a aceptar.

—Puestas a aceptar... ¡Oh puestas a aceptar... Pero, ¿usted, Augusto, cree que eso sea posible?

—¿Por qué no, amiga mía?... Y en todo caso, si ustedes creyesen lo contrario, sólo me restaría partir, rogándolas que siquiera viesen la alta y delicada intención de mi conducta, y con el dolor del bien perdido en esa niña idolatrada; pues que no puedo dudar, por más que previsoramente quiera cerciorarme, de que su beldad y su juventud deben guardar en el fondo a la exquisita apasionable. En todo ello no habría habido más que un conflicto entre el honor y la pasión; pero el honor, señora, bueno es hacerla notar que no es sino un concepto artificioso y falso creado por los hombres.

—¡Oh, por Dios! ¿Cree usted eso, Luis?

—Completamente. Y aun no creyéndolo, tendría al menos que creer que es un algo imbécilmente rival del amor humano, al que molesta o engaña o destroza casi siempre. En nuestro caso, por ejemplo, él tendría la culpa de la infelicidad de Josefina, ya que me adora ella, y nos habríamos perdido mutuamente por no haber podido realizar una simple prueba razonable.

—¡Simple prueba! ¡por favor! —tornó a comentar en repetición de frases la azorada.

Y él recogió con viveza.

—Simple. Intranscendente. Se lo afirmo yo, Carlota; y no obstante, indispensable. Con sólo acudir a sus recuerdos, quizá, o si no a las confidencias de amigas de usted, si usted es franca tendrá que concederme que hay mujeres de tal temperamento de frialdad, a pesar de su tierno amor por los esposos, que el material contacto con ellos las inflige cada vez un tormento de indiferencia de obediencia, si no un real martirio de martirios. Cualquiera de ambas situaciones, comprenda usted el desastre que indujese en las bodas de un hombre como yo, que se casa sólo por creer haber visto en su amada... al amor mismo, a la mujer más bella y sensible de la tierra. Esto como consideración de consecuencias; y en cuanto al miedo por el fantasma del honor, tranquilícese con que otro honor hubiese de cubrir al de la buena Josefina, en trance de fracaso: el honor mío, de noble español, de caballero: yo, efectivamente, empeño a ustedes el secreto bajo todos los prestigios de mi nombre!

—Bien; mas no sería tan sólo eso, Luis; sino, además, la contingencia de abandono si en la prueba... si en... la prueba... (ah, sí, a prueba! ¡a prueba!... rara es la palabra, pero a prueba hay que decir que quiere usted esta boda)... si en la prueba, digo, la pobre Josefina resultase... no agradable para usted. No ya sólo por el lado del honor que implica escándalo, sino por el que dejan en confirmación de la deshonra los rastros materiales, ella, sobre haberle perdido a usted, no podría casarse tampoco ya con nadie, de un modo decente.

—Eso, es verdad, señora mía, y no hay por qué negarlo; pero tan previsto lo tenía yo, desde mis reflexiones de anoche, que puedo ofrecerla desde luego la natural derivación consoladora. Veamos, los dos casos: que su hija, como espero, corresponde en su emoción a su belleza: perfectamente, entonces, triunfo de los dos, mi mujer por siempre y mi ideal; que no, que no corresponde porque su complexión es apacible; pues también perfectamente... ¿qué habría perdido de su porvenir en esta prueba? ¡nada, sino al revés, también ganar!... saber ya que no tiene aptitudes, que no tiene temperamento de casada, y libremente poder pensar, ella que no necesita el matrimonio como amparo de riqueza, en una vida independiente y noble, consagrada a otros placeres. ¿A qué casarse, entonces?... El dilema, Carlota, como ve, no puede ser más favorable aun para ella: si sirve, mía; si no, de nadie, cierta ya de que no casándose se ahorra los enojos, las fatigas, las que pudiéramos llamar molestias repugnantes de servir de indiferente esclava a un hombre por una obligación incautamente contraída!

Volvía a ser de una gran fuerza al raciocinio, y Luis Augusto, al observar el profundo efecto de convicción en la señora, quiso dejarla bajo el peso abrumador de tal verdad.

Se levantó, y se despidió, añadiendo generoso:

—Señora... piense además que todavía otra contingencia de... sucesión, pudiese formarle a nuestra prueba un contratiempo si (y usted debe saberlo, usted que ha vivido en Londres y en París), si no existiesen tan eficaces como múltiples maneras de impedirlo. Eso queda por mi cuenta, y puede en tal sentido dejar fiado a ella enteramente el candor de Josefina. ¡Adiós, Carlota! Igual que la otra tarde, parto a esperar sus decisiones. Sólo me resta indicarle que, por ser más grave la cuestión, no me extrañará que se tome al resolverla todo el tiempo que le plazca. Por cuanto a la forma, lo dejo a su elección; un yate, por ejemplo; un yate alquilado para emprender con Josefina un paseo de cinco días, de siete días por el mar. Cuando viajábamos juntos, observé que es tan fuerte como yo contra el mareo.

La dio la mano, y la atribuladísima señora la estrechó en silencio.

Partió.

Cruzó el parque gentilmente, dignamente.

VIII

«Sí; ellas optan por el yate, en cuanto al modo —utilizando ahora también mi indicación!»

Y pensado esto, con la prisa de llegar, puso a toda marcha el automóvil, dejando carros atrás, espantando mulas y borricos por la angosta carretera.

Era él un gran demonio de nobleza y de bondad que guiaba a su placer, como a este coche,

el candor de aquellas damas!

Habiéndole dicho el conde Almeida de Alburquerque que en Oporto encontraría a un señor que podía alquilarle un yate, se iba a Oporto.

Llegó, y efectivamente, lo alquiló.

Dos días después estaba el yate esperando en aguas de Lisboa. Frente a Belem, en mitad de la bahía. Era blanco, fino, de dos palos y con un magnífico salón y tres estancias. En la proa tenía esculpida en oro una Sirena.

Dos tardes empleó Augusto (consagró) en el arreglo de la estancia principal. Flores, muchas flores, entre el lujo de las sedas. Lecho imperial, y encima un dosel de guirnaldas en que podían a voluntad encenderse un solo farol rosa o cien bombitas de colores. Agotó todas las camelias de dos tiendas y tres huertos. Pidió a Valencia más.

Una ilusión... el bello y blanco buque cuya orden era tener siempre las calderas encendidas.

«Sí, sí —repetíase Luis Augusto; —como aquella noche por mi indicación de las estatuas, optarán por lo del yate».

En efecto, dada la delicadeza de Carlota, ella encontraría violento someterse a aquella dura prueba de la entrega de su hija llamándole al palacio, teniendo que autorizar el impudor con su presencia —porque, claro que no tendría más remedio que verlos por el día.

—Capitán —decíale Luis al del buque. —¿Están los fuegos vivos? ¿Estamos siempre listos a zarpar?

—Siempre, señor, cuando disponga. A no importa qué hora del día o de la noche.

—Muy bien... o de la noche. De noche, probablemente! ¡Cualquier noche! ¡El viaje habrá de resolverse en un minuto!

Juntos, sentados bajo el puente, fumando habanos y bebiendo whiski, trazaban itinerarios con las cartas delante de los ojos.

Luis prefería no tocar en tierra alguna, buscando climas templados y hallándose constantemente en alta mar. Prevaleció, pues, por tres días, el rumbo a América, rectos como hacia Nueva York hasta la mitad del Océano.

Sin embargo, más experto el capitán, le aconsejaba al menos la vista de las costas, de los floridos islotes que pudiesen ir formándoles por África un encanto en la azul serenidad del plenilunio.

Porque, en efecto, si no tardaban, les iba a coger la luna llena en todo el viaje.

Pero... tardaban, si tardaban, ¡qué demonio!

Tres días.

Seis días.

Once días.

Tornaba al yate cada tarde, el impaciente, y revisaba sus vastas provisiones de champaña. Luego dedicábase a mirar a la quinta de su amor con los gemelos.

Unos prismáticos excelentes, que le permitían ver las araucarias rama a rama; que le permitían ver las ventanas altas del palacio entre la fronda, y hasta la playa de conchas y arenitas donde un falucho estaba siempre amarrado a su cadena. Pero nadie, nadie jamás en el falucho. No paseaban Carlota y Josefina. ¡No las veía jamás!

¡Las pobres estarían pensando como locas en aquella ofrenda de la virgen!

Bien. Reconocíalo el griego. ¡Condición un poco fuerte!

O mejor, más que un poco fuerte. Y así reconociéndolo, no quería ni por un instante turbar con su visita la que debiera ser libre y espontánea resolución de las señoras.

Pero a la doceava tarde ¡oh, dicha!, cuando iba muriendo dulce la luz de la bahía, cuando al par que el sol agotaba sus últimos reflejos salía la luna bella y grande por Oriente, él con sus prismáticos divisó en la playa de conchas y arenitas un algo seductor: desamarrado el falucho, cargaba maletas y baúles... ¡muchas maletas! ¡muchos baúles!... y eran d'Acosta el lanchero y la doncella de Coimbra quienes dirigían la maniobra...

Miró un rato. Confirmaba. No quiso esperar más.

—Capitán —díjole al del yate; —¡prepárese a levar anclas!

—¿Cuándo?

—¡Pronto!¡No lo sé! ¡Antes de dos horas! Desde luego, mande que reciban y retiren un equipaje que va a venir... ¡que ya viene de camino!

Lo comprobó con los gemelos. El falucho, efectivamente, allá lejos, ya se separaba de la playa.

Él bajó la escalera, a toda prisa, y tomó un bote. Habíase pasado aquí la tarde entera, y no podía dudar que en el Hotel Palace le aguardaba la carta de Carlota... ¡y quién supiese si la propia Josefina!

¡Oh!

Al tocar a tierra quiso aún ver el falucho. Se había dejado a bordo los prismáticos. Además, la luz agonizaba, y la pequeña embarcación navegaría perdida entre otras mil por el inmenso puerto.

Llegó al hotel.

No tenía carta. Lo inquirió de Godfrin, del hostelero, de los mozos...

Resolvió esperarla, puesto en el balcón. Sin duda le enviarían la carta al mismo tiempo y con el mismo que llevaba al yate los baúles... las galas del amor para el amor. El, en efecto, lo único que había hecho desde que tuvo el barco disponible, fue avisarlas, con dulce laconismo: «El yate espera enfrente de Belem, se llama Golondrina, y su capitán Santos de Ribeiro».

Sino que... la carta no llegaba.

Dos horas. Un infierno.

A las nueve y media, cenó, y envió a tomar noticias del yate.

Godfrin volvió diciendo que no había llevado nadie los baúles.

¡Cosa extraña!

Pasó una horrible noche de tortura.

Se durmió al amanecer... y hasta quiso la fatalidad que fuese entonces cuando tuvo Godfrin que despertarle por la carta.

¡Había llegado, al fin! ¡la había llevado un marinero!

Rompió el sobre, y leyó:

«A bordo del Santa Cruz. Tres de la mañana de hoy miércoles.

«Amigo Luis Augusto: cuando lea ésta, mi hija y yo habremos partido de Lisboa con rumbo a América.

Por muy fuertes que juzgue sus razones, hasta el punto de no haber podido o sabido rechazarlas, y aun de haberlas seguido para una de sus pruebas, las mías, sentimentales, que quizás no lo serán, pero que son también invencibles, impídenme acceder a esa otra prueba que usted encuentra absolutamente indispensable.

Adiós; en nombre propio y en el de mi hija, debo decirle que no dudamos al menos de su caballerosidad y que esperamos mucho de ella siempre que se acuerde de nosotras.

Su affma.

Carlota».

    ¡Diablo! Luego...

Luego el equipaje aquel se dirigía hacia el Santa Cruz... hacia otro buque!...

Luis restregábase los ojos.

¡Diablo! ¡Diablo!

¡Si él, forzando máquinas, saliese con el yate en pos de...

Sino que, ¿a qué?

Sobraban dudas, comentarios, nuevas intenciones: la respuesta se la daban concluyente con el hecho de partir.

¡Diablo, sí!... Pero, que... ¡diablo!

¡Lástima de amor, lástima de dicha, lástima de posible excelente matrimonio estorbado por una simple prueba razonable!

Porque... claro es que sin tales pruebas, él no habría aceptado ni aceptaría jamás la inmensamente transcendente alianza cuya equivocación le duraría lo que la vida!

¡Oh, no!... ¡Voilá! ¡Filósofo ante todo!

Se echó a la almohada, mandó cerrar las puertas, y trataba de dormirse.

* * *

Y aquella tarde, pensando en las viajeras, pensando en las camelias y el champaña almacenados en el lindo yate que ya esperaba inútilmente la fiesta del amor y del candor, llamó a Godfrin y le previno:

—Mira, puesto que la francesa aquella dices tú que es linda, y puesto que también dices que lo es otra alemana y otra holandesa, ve y dilas a las tres que las aguardo en el yate. Explícalas. Noventa botellas de champaña, Cordon Roux. Adviértelas que iremos a resultar adonde gusten.

¡Un desastre! Por un lado las honradas. Por otro los honrados que quieren ser algo previsores.

Así el mundo le forzaba al vicio y al desorden..., a la orgía...

«Llamé al cielo, y no me oyó!...» —se limitó a declamar como el Tenorio.

¡Voilá!


Publicado el 11 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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