Así Paga el Diablo

Felipe Trigo


Novela corta



I

Sentíase esta tarde perezoso, Juan.

Miraba caer la lluvia en el jardín, por los cristales.

Había comido mucho. Callos. Le gustaban. Aquí, al estar como diciéndoselo su estómago y su conciencia, recta, escrupulosa, sufría por ello un poco de rubor. Para venir a este magnífico hotel, a esta mansión aristocrática un joven, además, que habíase puesto en camino de ser tantas grandes cosas en la vida, no debiera comer callos. Si eructase dejaría en la biblioteca un tufillo mesonil. Si entrase Garona después, lo advertiría... Y ¿qué iba a pensar de él este pulcro prócer, este poderoso y bondadoso protector que era como su Dios y su padre.

Sí, hoy se había hartado de callos... por sorpresa; pusiéronselos como extraordinario en el almuerzo —en la casa digna, o al menos limpia y seria, donde pagaba cuatro pesetas de hospedaje. Y era que, de los tiempos en que pagaba dos, conservaba él el plebeyo gusto por los callos y judías y manos de cordero y otra porción de cosas de taberna.

Bruuu... Eructó... ¡no pudo menos! Rojo de vergüenza miró en torno. Nadie. Una flaqueza. Sacó el pañuelo y lo sacudió, aventando el posible olor villano por la amplia biblioteca.

Sin embargo, físicamente, se quedó más descansado. Tendría que ir combatiéndose, una porción de antiguos hábitos groseros. Cosas de aquella humilde Gerona, donde no enseñaban los maestros nada de una fina educación. Cosas, también, de este Madrid, del Ateneo, en cuya biblioteca no encontraban los jóvenes y estudiosos provincianos tratados de urbanidad.

Por ejemplo, el Sr. Garona, cuando fue tomando con él estas paternales confianzas, le dijo un día: «Querido Juan, ¿por qué no se limpia usted los dientes?» Y otro día: «Querido Juan, ¿por qué no se corta usted las uñas y se hace lustrar las botas a diario?... Las botas deben estar siempre como espejos y las uñas a rape y limpias con cepillo y jabón». Y otro día, por fin: «Querido Juan, ¿por qué no se riza el bigote, cortándose un poco las guías?... Así, lacias, como las tiene usted tan largas se las retuerce al escribir, hay veces que le quedan una para arriba y otra para abajo. Los dientes, ya veo que se los limpió; mas no basta: debe usted ir a un dentista».

Ah, qué razón tenía el Sr. Garona, cuyo talento abarcaba todos los detalles!... Fue Juan al dentista, y éste le hizo saltar el sarro de los dientes.

Al salir, ya con el bigote cortado y rizado, se desconoció ante el espejo de su casa. Una dentadura perfecta, ideal, sobre la que, aumentaban su frescura los labios sonrosados. Estaba guapo... ¡guapo!

No, no era vanidad. Él, sin dejar de haber tenido sus antojos y sus más o menos necias horas de pasión, no podía llamarse hombre de mujeres; pero el trato con Garona le iba convenciendo de que asimismo en un político, en un orador parlamentario, un bello y simpático aspecto personal entra por mucho. Desde que tuvo la plena posesión de esta verdad, imitó a Garona cuanto pudo.

Un par de trajes, barbero cada día, dentífricos, y cuellos y corbatas del mismo corte y del tono de matices de Garona, quien también le había advertido últimamente: —«Sí, Juanito, mire usted, en casa, a mi mujer y a mí nos gusta de una manera exagerada la limpieza. A ese otro chico secretario que teníamos, no lo pudimos soportar. Era poco grata su figura. A más, le olía el aliento; y mi mujer, sobre todo, lo advertía en cualquier habitación, con sólo que la hubiese cruzado el secretario».

Sintió ruido Juan, y se volvió. No, no era nadie. Sin embargo, volvió a aventar el aire alrededor con el pañuelo.

Al poco, en otro balcón volvió a pararse detrás de los cristales. Llovía menos. Llovía con esa tenaz serenidad de los otoños en que le da por llover. Las hojas de los árboles pingaban. Los pobres gorriones, con las plumas en ovillo, no dejaban de volar, buscando donde guarecerse.

De pronto, se abrió la verja, y volaron los gorriones, espantados. Una doncella del hotel llegaba, sin paraguas, de algún recado de la vecindad. Traía las faldas recogidas, e inclinaba la rubia cabeza hacia adelante, por evitarse en la cara la lluvia. Curvada así, medio corriendo, cruzó el jardín. Pero al tomar el sendero de esta puerta de servicio, se encontró cortada por un charco. Entonces se alzó más las faldas con ambas manos... ¡y cuánto, caramba... la bota, la media... hasta las corvas!... y pasó. En la escalerilla, aún veíale Juan las piernas... ¡Vaya unas piernas, la niña!... Creería la pobre que nadie estuvo viéndola cruzar...

El caso es que con mirarle las piernas no había tenido tiempo de mirarle la cara a la muchacha. ¿Era bonita?... Rubia, sí; esto lo vió. Luego no eran Martina, el ama de llaves, ni Andrea. Nueva.

Se entró Juan hacia el fondo, tratando de olvidar el suceso picaresco. Lo cierto es que no le caería esta chica completamente mal después de haber comido tanto.

Pero le hirió en seguida la desconsideración de su deseo. Él no había venido al noble hogar de su protector para conquistar doncellas, ni para desear siquiera a las doncellas. Compuso el gesto en dignidad, y pensó, con desprecio de sí mismo y de su estómago, que el mucho comer dispone el organismo a la pereza y a la más grosera liviandad. Volvió al rincón de las Gacetas y notó que todavía costábale trabajo doblarse y trepar por la escalera portátil.

Paseó de nuevo, tratando de poblar su mente con ideas del Diario de Sesiones.

«¡Ah, señores!, yo entiendo que la conducta de esa minoría pone en grave riesgo la pública tranquilidad. Amáis el motín. Esos aplausos al Sr. Soriano, que no es en el Parlamento español sino el representante de la procacidad y de la anarquía moral más espantosa...»

Se detuvo. En primer lugar, porque había ido alzando la voz sin quererlo, seducido por sus musicales inflexiones, y sería ridículo que cualquier sirviente le oyese desde fuera. En segundo lugar, porque Soriano, lejos de ser un diputado que contestase con ideas a las ideas, en seguida tiraba de lance, y hacíalo todo cuestión personal...; esto, a Juan, pacífico de suyo, le inquietaba..., si no de presente, de porvenir..., ante la eventualidad de que él, cuando lo fuese, tuviese que ser un diputado que no aludiera jamás al arisco diputado por Valencia. Pero, en fin, si ayer hubiera sido Rodríguez Sampedro, con ese vigor hubiese empezado él su réplica a Soriano.

Facha tenía Juan, ¡qué caramba! Con el fin de volver a comprobarlo, como siempre que se le ocurría la duda, pasó a la estancia contigua, en donde había un enorme espejo. Era un saloncito amarillo, de damasco, para fumar cuando se daba el té en la biblioteca.

Se puso ante el espejo y se miró. Marcó una reverencia, como si fuera el dueño del hotel que recibía a un amigo. Sonrió. Así inmóvil, con esta sonrisita que era, después de todo, la suya habitual (aunque acentuada ahora que tenía los dientes limpios), su aspecto resultaba amable y dulce. No muy alto. Sonrosado y gordito desde que poseía interior tranquilidad y pagaba cuatro pesetas del hospedaje. Elegante, desde que hacíale los trajes de veinticinco duros el mismo sastre que a Garona. Rubio, con los ojos medio verdes y con aquel profundo reposo de sabio en la faz, él mismo se sorprendía, aunque sin sorpresa, de que desde hacía dos meses le mirasen las señoritas por la calle. Sin sorpresa, porque le explicaba el agrado de ellas su radical transformación: antes no le miraba ninguna. Pero con sorpresa, al mismo tiempo, por la estultez de las mujeres, incapaces de comprender que un joven de veinte años se embelleciese y cuidase por resultar algún día un perfecto parlamentario con todos los perfiles.

Alzó un brazo, ensayando otro gesto de oratoria, y... lo volvió a bajar, por dos voces, de hombre y de mujer, que acababan de hacer irrupción en el billar, tejiendo un diálogo:

—¿Conque te irás resueltamente?

—Que sí, vidita.

—¿Y por mucho tiempo?

—¡No sé! ¡Ya ves, afecto a la embajada!

—Claro; tú lo que tienes es ganas de ver París.

—¿Yo?... ¡Bah!

—Te conozco bien.

—Que no, vidita. Te juro que ne ha nombrado el gobierno. Yo no, ¡por ti me resistía!

—¡Bah, no merecías ni que te despidiese; pero en fin!

—¡Qué buena eres!

Sonaron besos. Juan se acercó intrigado a la leve entreabertura que dejaban las cortinas.

Por la puerta del fondo del billar desaparecía don Gaspar (el joven y elocuente diputado protegido de Garona), abrazando a una mujer rubia.

¡Ah! ¿Quién era esta mujer?... La indignación y el asombro tenían trémulo a Juanito. Rubia..., mas no le vió el rostro. Habíanle parecido sedas y encajes los de su vestido. Una especie de gran bata de casa. ¿Quién era? ¿Una dama que entraba de la calle para avistarse con los amigos de Garona?... No, imposible. Nada de traje de calle, ni tocado..., y rubia, rubia como la doncella que cruzó antes el jardín.

Para ser la doncella, sin embargo, le sobraban lujos y estatura.

¡Oh! ¡oh! ¡ah!... ¿Quién era esta mujer?. Pensó en las intrigas de tragedia y de misterio que suele haber en los alcázares, en los palacios, en estos modernos y aristocráticos hoteles, también, sin duda...; y un poco sobrecogido y aterrado se retiró a la biblioteca. Él, humilde serviciario, después de todo, no tenía derecho alguno a espiar, a intervenir en la vida íntima y cordial de esta mansión.

Como si el delito fuese suyo, por haber estado en donde no debía, se puso con más fervor que jamás a seguir ordenando las Gacetas.

Durante toda la tarde pensó mil cosas, acerca del incidente. La dama sería quizás alguna amante que Garona tendría en las profundidades del hotel para consuelo de la ausencia de su esposa. La dama podría ser una de las tantas amigas galantes con que Garona y sus íntimos celebrasen por el otro lado de la casa alguna juerga regia. Sin embargo, no creía que Garona fuese hombre de estos trotes, y rechazaba ambos supuestos. ¡La doncella rubia, por lo tanto..., pescada al paso, en un pasillo, por el elegante don Gaspar!

Seguía, seguía poniendo Gacetas en los altos anaqueles.

Seguía, seguía pensando en el asunto, al mismo tiempo.

La falta de don Caspar, si ella fuese la doncella, no sería tan grave. Pero la lealtad, la gratitud que Juan sentía en el mismo corazón hacia Garona, impulsáronle a meditar si debía contarle a su protector el suceso. Mas si le detenía esta moral obligación (querido y estimado, cual estaba él por el prohombre, como un hijo, antes que como un simple empleado de la casa), si la dama aquella fuese la amante de Garona. En caso tal, querría ello decir que don Gaspar el diputado era un ingrato y un traidor... y que él propio, Juan, cooperaría a esa traición y a esa ingratitud con complicidades de silencio... Sólo que, ¿y si se trataba de una juerga en que también Garona estuviese con otra bella pecadora allá por los otros fondos del hotel?

Un lío, en fin, en el hotel y en la cabeza del joven licenciado.

Siguió colocando las Gacetas. Quince años de Gacetas.

Había Gacetas para más de seis semanas, y ya iban coronando todas las alturas de la enorme estantería.

A las siete, terminado su trabajo, disponíase Juan a partir. Antes quiso sentarse a descansar, fumándose un cigarro, y cuando descendía de la escalera portátil, algo anómalo le hizo, primero, detenerse y luego, al volverse, resbalarse de un peldaño con estruendo, porque rodaron hasta el suelo cinco tomos de Gacetas. Era que había oído un ruido discreto de conversación, y algo así como si alguien hubiese entreabierto las cortinas de la sala de fumar. Las cortinas, en efecto, se movían. Pasos de fuga, en seguida... y, últimamente el silencio.

¿Qué?

Juan acabó de bajar y se instaló en una poltrona. Descansaba, fumando. Además, volvía a pensar en estos ruidos de misterio, relacionados con la escena que horas antes presenció. Sus meditaciones fueron truncadas por otro cortinón que se movió del lado del pasillo y esta vez vio al ama de llaves, a la vieja Martina, asomando con cautela..., y que pudo ver, así de frente, que había sido vista por él.

—¡Hola don Juan! —le saludó.

—Hola, Martina.

—No sabía que estuviese nadie aquí. Pasaba, sentí ruido y me he asomado.

—¡Pues, si... aquí estoy!

—¡Como estos días trabajaba usted arriba, en su despacho!

En la bondadosa humildad de Martina había un poco de turbación. Sonreía como pidiéndole perdones por haberle molestado.

Juan pensó que esta buena mujer habría podido percatarse de la imprudencia de la doncella, y que vendría buscándola.

—¿Está en casa el señor? —la interrogó compartiendo su interés y con cierto intento policíaco.

—No. Salió esta tarde. No ha vuelto del Congreso todavía.

—¡Ah! Entonces... ¿no hay nadie en el hotel?

—¿Cómo, nadie?

—Vamos..., digo... de visitas, de amigos del señor.

—Está la señora, solamente.

—¿Qué señora?

—La del señor.

—Ah, pero... ¿la mujer..., la señora del señor?

—¡Claro! Ha llegado esta mañana con las amas y los niños, del Norte. Tienen un hotel cerca de Gijón, y se pasa allí todo el verano.

—¡Aaah!

—¿Usted no la conoce?

—No. ¿Es rubia?

—Rubia.

—Conque... ¡rubia!... y... joven... y...

Juan se contuvo. Su asombro y su indecisión habían tenido ya tales matices de alarma, que Martina los advirtió, no obstante, y dijo como impulsada por un vago y súbito respeto de defensa:

—Sí, joven... más joven que el señor... pero ¡una santa! ¡Oh, don Juan, usted verá en cuanto la conozca! Como joven, alegre y suelta, claro es; vamos al decir, de buen humor...; pero también como ella sola buena, y madre de sus hijos.

Sintió la lección de respeto en la conciencia, el pobre licenciado. Definitivamente, con la vergüenza de haber injuriado en pensamiento a Garona y a su esposa, tuvo que admitir que se trató, en el suceso aquél, de la doncella. ¡Qué estúpido! ¡Haber supuesto también que un personaje que tenía tantas preocupaciones políticas y esta biblioteca fuese a andar, y en su propia casa, de juergas y jarana!

Cogió el sombrero y el abrigo y el paraguas, y se fue. Inmediatamente, Martina subió al encuentro de su ama, en un lejano tocador.

—¡Sí —le dijo,— señorita! ¡El que sintieron ustedes es don Juan, un joven secretario que ha tomado en estos meses el señor! Mas no importa; ¡perdóneme!... Él no ha sentido nada.

—¡Sí, hija, sí! —repuso Casilda con enojo—. ¡Pues mira que si no lo llegamos a advertir y salgo con don Gaspar biblioteca alante, nos lucimos!

—¡Perdón, por Dios! ¡No me acordé de advertirle a la señora que hay un nuevo secretario! ¡Además, no creí que estaría en la biblioteca, sino arriba!

—¡Torpe!

—¡Aparte de que pensé que no vendría don Gaspar hasta la noche!

—¡Torpe!, ¡torpe!... Bueno, vete.

Obedeció Martina, y Casilda continuó volviendo al orden sus rubios rizos, delante del espejo.

II

—Siéntese. Ahora saldrá don Juan.

Victorino se sentó y volvió a asombrarse. Un cuarto en toda regla.

¡Caramba! ¡Luego era verdad que era Juan aquello! ¡Luego podía ser verdad que un chico serio y tonto de remate, licenciado en ciencias morales y políticas, y socio del Atenco, por añadidura, podía ser tenido en cuenta para algo!

El comedor, que no debía de estar muy lejos, enviaba emanaciones de jamón, de ternera, de manteca..., de todo eso a que huelen solamente las casas de huéspedes de a tres pesetas para arriba.

Vio sobre la mesa una boquilla de pitillo y la cogió y se la guardó, con un rápido movimiento de la mano. Luego vio un diccionario inglés, nuevo, manuable, y lo cogió también y se lo sepultó en el gabán.

¡Demonio! Pero, ¡si, no era éste su paisano! ¿Confusión de nombres?... La duda acababa de ocasionársela un retrato. Sólo que se parecían, las caras también, y... ¡bah!, ¡sí, Juan! ¡El mismo! ¡Con qué transformación!... Bien peinado, limpio..., casi guapo, en realidad... Si lo ven en Tarragona no lo conoce ni su hermana... ¡Guapo, nada! ¡casi guapo!... ¡Parecía mentira lo que cambia un joven sabio en cuanto come de fonda!

Volvió a sentarse Victorino, y se guardó de paso un lapicero.

No apartaba del retrato la mirada, después de haberla paseado por la sólida mesa de despacho, por la estera, por la buena cama que se veía en la habitación.

Su concepto de la vida trastornábase. La equivocación estaba acaso de su parte. Él, con talento, con más talento cien veces que este Juan, se había propuesto la conquista de Madrid en fuerza de cinismo. Por resumen doloroso de tres años pintorescos, quedábale ahora mismo un gabán roto y el recuerdo de algunos puñetazos dados y recibidos. Verdad es que tenía su nombradía por los cafés...

—¡Hola!

Victorino se volvió, se levantó y fue a recibir al prohombre.

—Hola, chico, ¿cómo estás?

—Bien, ¿Y tú?

—Tirando, hijo. ¡Caracoles, déjame que te felicite!... Llegué anteayer de la Coruña, de dirigir El Demócrata, y me lo dijeron ayer. Vine anoche, y no estabas... Pero, ¡demonio, Juanillo! ¡Cuenta, cuenta! ¿Cómo ha sido esto?... ¡Si estás hecho un marqués!...

Se reportó Victorino. Juan había aumentado su empaque grave con el cambio. Hoy, que Victorino venía a pedirle unas pesetas, favor, algo, debía atemperarse a su «modo», en vez de hacerle objeto de burlas e ironías.

Se sentaron.

—Un momento. Tengo prisa, ¿sabes?... He de volver a casa de Garona hasta las once.

—¡Ah, conque Garona! ¡De modo que Garona! ¡Vaya, cuenta, hombre! ¿Cómo te conoció?

—Pues, nada... ahí verás, querido Victorino, lo que son casualidades. Que acababa él de construir un hotel, y al mudarse necesitaba ordenar su biblioteca. Parece que fue un antiguo y asiduo ateneísta, de los buenos tiempos de la casa. Conoce a Teodoro, y le envió recado una tarde pidiéndole un chico capaz. Teodoro, que me quiere, me buscó, me lo dijo... y llevo dos meses con Garona, y me va tomando estima, y creo que acabaré por ser su secretario...: por lo pronto me ha puesto diez mil reales.

—Bravo, Juan. Eso es suerte. Yo, en cambio, vengo sin un cuarto de Galicia. El Demócrata tronó. Si tú pudieses hacer que Garona me diese un destinejo... ¿Tienes con él confianza?

—Hombre, confianza, no. Me estima... porque ve que soy trabajador y útil. ¡Me quiere, vamos... y se ha propuesto protegerme! Esto es cosa de los libros, de que te reías tú.

—Sí, hijo, en fuerza de machacar...

—Ha visto que los conozco por fuera y por dentro, y confía en mí para que le saque notas y estadísticas, sabes?... Tanto, que el arreglo de la biblioteca, lo que se llama el trabajo manual, de colocación, lo tengo casi interrumpido... Por cierto que... ¡sí, Victorino!... Si tú me prometieses ser formal, ¡bien sabes que te quiero!... en eso podrías desde mañana mismo emplearte. Mira, Garona ha despedido a su secretario cuando ha visto que yo lo puedo ser, y con ventaja. Lo seré. A ti... ya veremos, andando el tiempo. Lo importante es que te hagas grato a Garona. Desde mañana, por lo pronto —terminó Juanito levantándose— puedes ir. Te señalo dos pesetas.

—¿De tu peculio?

—No. Es que ya Garona me ha indicado varias veces que convendría llevar a alguien provisional, hasta terminar la biblioteca. Arreglarás la biblioteca. Realmente a mí me necesita para otra clase de trabajos.

Victorino meditó. Sintió un poco la humillación del escaso sueldo y de la subalternidad que le ofrecía este sabio botarate.

—Bueno, escucha tú —le dijo—; lo que podemos hacer es otra cosa. Yo voy mañana, y me presentas. Se trata de que me dé un destino. Si tú le ves esta noche, le dices de antemano que yo he hecho en El Demócrata furiosas campañas contra él, como es verdad, por eso de las Salinas, y que sabiendo tú que vengo a Madrid dispuesto a continuarlas, no ves manera mejor de desarmarme que...

—¡Quita, hombre! —le interrumpió Juan, asustado.— ¡Digo! Te creerás tú que se puede tratar a un hombre de estos... ¡Si es como mi padre!... ¡Ah, hoy, te lo juro... bailaría de coronilla si él me mandase bailar de coronilla!

—¡Mal hecho!

—¿Cómo?... ¡Le debo cuanto soy... cuanto seré!

—¡No llegarás a arzobispo! ¡Ya verás! Ése no es camino de ir a parte alguna.

—¿Tú crees?

—¡Claro que lo creo!

Juan se volvió, desdeñoso.

—Bien, pues cada cual con su creencia. Por mi parte, me dejaría picar por ese hombre.

—¡Es una acémila!

Juan, esta vez, no respondió. Cogió el sombrero e invitó a salir a Victorino. Por la escalera, en silencio, iba pensando en cómo pudiera a un listo darle Dios tanta torpeza. Él se sentía feliz, orgulloso, al fin, de aquella simplicísima y filosófica bondad que le habían dado los libros. Su tesoro, que se empeñaban en negar los contumaces, descreídos aun ante los más tangibles resultados. Por bueno, por trabajador y por sumiso habíale concedido un prócer su resuelta protección. Y todavía este pobre Victorino escéptico sería capaz de repetirle, como le había repetido tantas veces, que él no conocía ni jota de la vida. ¡Bien, allá el pobre Victorino, que creía ir aprendiéndola en cafés, y por ahí, piropeando a las muchachas!

—Oye, Juan, ¿me das tres duros? —le dijo Victorino en la puerta, al despedirse cada uno para un lado.

Juan se los dió, y aun le hizo comprender por el sonido, con cierta delicia saludable y generosa, que tenía en el portamonedas lo menos otros siete.

—Gracias. Voy a ver si en estos días me meto en alguna redacción. Si no, ya tendré presente tu oferta. Adiós, Juanito.

—Adiós.

El uno se fue por la calle abajo.

El otro, por la calle arriba.

Y Victorino pensaba: «Será capaz este melón de hacer algo de provecho»...

III

Trabajaba.

Trabajaba esta mañana en su despacho.

Buscaba, por medio de la estadística, una demostración de que la incultura y la pobreza de un país no guardan relación con el número de crímenes. Si se aumentan las públicas escuelas y se alimentan las clases populares, gracias al abaratamiento de las subsistencias, disminuyen los atentados contra la propiedad, pero crecen en el mismo grado los delitos contra el pudor y los de sangre. Esto era natural, y hacía falta estar ciegos para no verlo: un bruto que no come, roba; pero un bruto que se harta, aunque se le enseñe a leer, mata... por celos, por furias de fiera alimentada, por una simple sinrazón de majería. La idea, o mejor dicho, el «hecho de observación», era de Colajanni o de Trerate, de uno de estos dos sociólogos amigos de Lombroso; pero el propio Juan habíalo comprobado en sí mismo, con un hartazgo de callos: la bestia humana surgió inmediatamente, con sólo haberle visto a una doncella las piernas... Sí, la tarde aquella turbáronle instintos de lascivia.... de irrespetuosidad hacia esta honesta casa de su protector, de crimen moral, por consecuencia... Si tal le sucedía a un culto ateneísta y licenciado, que a fuerza de la conciencia fuerte formada por sus libros supo dominarse, ¿pudiera nadie predecir adónde llegaría un bárbaro cualquiera bien comido, aunque se le enseñase a leer?

¡Bah, leer! ¡Para que leyese periódicos, media docena de folletos que le metiesen el anarquismo en la cabeza!

Inglaterra, Francia, Alemania, los Estados Unidos, con todas sus escuelas y su industria, no habían visto disminuir su criminalidad, sino simplemente transformarse. El apache es un producto parisién: come, lee y escribe.

¡Oh, la dialéctica! Juan, que en sus primeros tiempos de Madrid no sabía si era demócrata, ahora se había hecho conservador, aristocrático, más que Garona aún. Y por si Garona lo quisiese aprovechar, iba a ofrecerle este tema de discurso contundente contra la interpelación que sobre la enseñanza y los consumos anunciaban ciertos diputados radicales: «Las clases pobres, ya que es imposible hacer un doctor de cada ciudadano, deben permanecer en aquella santa ignorancia medioeval que mantuvo un régimen de orden, y comer lo estrictamente necesario. No había otro modo de conservar un pueblo perfectamente dócil, perfectamente gobernable.»

Cogió otro libro y se dispuso a formular la estadística italiana.

Pero cantaba por la calle un ciego, y Juan se levantó con el objeto de cerrarle al balcón las vidrieras. Las había entreabierto para que entrase el sol, en este primer día claro después de tantos días de lluvia.

Cerró. Una visión le detuvo, sin embargo, a través de los visillos. En el mirador del centro, alzado sobre el templete de la entrada principal, cuidaba los canarios la señora. Él veíala casi enfrente, desde este despacho, desde este balcón que estaba en otra de las torretas laterales del hotel.

Suntuoso el mirador, con sus cristales curvos y sus adornos de mármol y de bronce. Grande como una sala; lleno de sol como una gloria. Recogidos a lo alto sus estores, veíanse colgar del techo las canastillas de orquídeas. Dentro, a pesar de ser Noviembre, podía estar la señora de claro, de verano..., según estaba siempre en esta confortable mansión calentada por estufas invisibles. Los canarios pipiaban, saltando en la dorada jaula, magnífica, de soberbio pie, y que parecía propiamente una custodia. La señora, al alzar por los alambres las manos llenas de sortijas, enseñaba ambos brazos hasta el codo, derribadas sus amplias mangas de sedas y de encajes. ¡Oh, qué disparate el socialismo! ¿Cómo iba cada ciudadano a poder tener una jaula como ésta, sólo para canarios, que valdría sus mil pesetas, y un hotel y unos jardines como éstos?

Pero los brazos, la albura y la elegancia de aquella especie de gran bata de la dama, llamaban su atención. Juraría Juan que esta bata fue la misma que le vió en la famosa tarde a la compañera de Gaspar. Y... ¡oh!... ¿era entonces que llevó su avilantez Marieta, la rubia doncellita, hasta adornarse para cosa tal con los lujos de su ama?

Se retiró de los cristales. Volvió a la mesa. Sin embargo, no pudo trabajar, con la obsesión del mirador, que seguía ostensible enfrente. Esta bata clara le inquietaba. En doce días de estar tratando a la señora, veíala por primera vez con el traje que acababa de traerle a la memoria la escena tremebunda. La duda tornaba a acometerle, y rubia también. ¿Fue ella, o fue Marieta?... En fin, sí... ¡fue Marieta!... por más que le tuviesen que caer demasiado holgadas, demasiado grandes, las ropas de tan espléndida mujer...

No lograba persuadirle, a pesar de todo, la afirmación que él quería dejar inconmovible en su conciencia por no profanar ni con sospechas la pureza de este hogar. Contra su voluntad, acordábase de ciertos pormenores observados en su trato con la dama... Sí, sí... de... ciertos pormenores que ella...

«Imbécil» —se injurió a sí propio. Y el disgusto le levantó.

¿Qué, que fuese, como joven, algo alegre y espontánea?... «¡Una santa, una santa! ¡Un modelo de esposas y una verdadera madre de sus hijos!» —según le dijo Martina.

Juan juzgose indigno. Cogió el libro y los papeles y se marchó del despacho. Por un sagrado terror, huía hasta de la distante e ignorada presencia de ella, evitándose las divagaciones injuriosas.

Bajó la escalerilla de caracol que conducía a la biblioteca y se dispuso en una mesita a continuar las estadísticas.

Mas no pudo. Su disgusto interior era muy grande. ¿Por qué insultaba en pensamiento a esta señora? ¿Por qué ofendía a su protector? Se quedó reflexionando... recordando. Al ser presentado a ella por Garona, tuvo el espanto de creer reconocer a la que llevaba abrazada D. Gaspar. Y... ¡oh, qué absurdo! ¡un hombre, D. Gaspar, que debía a Garona cuanto era!, un abolgadillo que también dos años antes había venido de secretario a la casa, y actualmente habíase encaramado ya nada menos que en la embajada de Francia!... Imposible. El concepto de tamaña ingratitud no cabíale a Juan en la conciencia.

A pesar de lo cual, una terquedad estúpida le hacía recordar con recelo ciertas cosas, ciertos «pormenores de su trato con la dama.»

Reíase mucho, ella; era desenvuelta y miraba de un modo singular.

Cuando le encontraba en los pasillos, se le quedaba mirando y sonriendo.

Él almorzó con el matrimonio un día, porque habíase retardado en el trabajo, y no dejó la señora de mirarle ni un segundo desde el frente de la mesa. Además tendría tal hábito de sentarse con las piernas estiradas, que él, por no tocar a los de ella, se vió en la precisión de encoger los pies algunas veces.

Desde entonces, no había tarde ni mañana en que hubiese dejado de entrar con cualquier motivo en el despacho. ¡Mujer más deliciosa, más insinuante!

—«Sí, sí —fue anoche mismo a anunciarle—, ya le he dicho a mi marido que me parece usted inteligente. Le pondrá tres mil pesetas. Al lado suyo usted prosperará con rapidez». —Charlaron, y la dulce bondadosa...

Sonó la puerta.

¡Ella!

Juan se estremeció. Púsose de pie instantáneamente.

—¡Hola! —oyó que saludaba, lanzándole una de sus sonrisas.

—Buenos días, señora —se apresuró Juan a responder con una inclinación.

Dejó ella de sostener con la alhajada mano el portiére, que le había formado un dosel verde-ceniza a su elegancia perla, y, avanzó hacia el interior.

—Siéntese, hágame el favor; y siga, siga su tarea. Yo vengo en busca de unos libros.

—¿Qué libros, señora?

—Oh, nada. ¡Yo los buscaré! Hágame el favor de sentarse y proseguir. No quiero distraerle. ¿Estorbo?

—¡Oh! ¡usted, señora! ¡Encantado!

—Bien. Con su permiso. Gracias.

—¡De nada, señora, por Dios! ¡Usted es muy dueña!

Ella, lanzándole otra sonrisa, se torció hacia la estantería de la derecha. Había caído sobre los lomos rojos de la Revue Diplomatic.

Él se sentó azoradísimo por esta sonrisa, que esta vez había tenido no se supiese qué particular dedicación o qué sorpresa. Quiso trabajar, ruboroso y preocupado. Poco hecho a cortesías, llegaba a dudar si cada vez que metíase en cumplimientos y en frases de etiqueta, por ser fino, no dijera alguna estupidez. Ella habría sonreído por esto. Ella quizás le miraba siempre con curiosidad como... a un bicho raro del Ateneo, incapaz de decirle a una gran dama dos cosas a derechas ni de hacer dos reverencias sin tropezarse con los muebles.

Así, el día que comió con ellos, vertió el vino en el mantel, como entrada!...

Mientras allá lejos, al otro lado de la gran mesa de roble, examinaba ella las monótonas hileras de La Revue Diplomatic, y de la Monitor Financiero, luego, y de la Gaceta de la Banca..., examinaba Juan las frases que acababa de decirla. «¡Usted es muy dueña!», una. ¡Claro!, ¿no iba a ser muy dueña, si era el ama del hotel? Creció el rubor del joven. La majadería de lo que quiso ser cumplido estaba en haberla querido conferir un permiso perfectamente bufo. Debió decir: «La señora manda siempre!» Tragó saliva. ¡Bien! ¿qué hacerle ya?

—¡De nada! —fue otra frase. Y esta sí, caía justa, puesto que habíale dado ella las gracias. Pero, el de nada, substituyendo al no hay de qué... ¿no era una innovación cuya misma sencillez la había vulgarizado?... Oíasele a todos los camareros, a todos los cocheros, a todos los barberos... y a los guardias. Repetirla aquí, con ciertas pretensiones, valdría como ponerse a cantar la Serenata de Schubert... después de haber dado con ella tanta lata por las calles la mujer de la guitarra.

El «de nada», pues, aumentándole ahora el rubor, le sonaba a fineza de barbero.

¡Bah!, ¿y el «encantado»? ¿y aquel dichoso «encantado»?... ¿Tenía tal vez (dicho en esta ocasión de soledad con una dama joven), a más de la cursilería, un tinte de impertinencia?

Juan acabó de sentirse el calor de la sangre en las orejas. El encantado, que él decía por primera vez, y que había escuchado entre amigos, solamente pudiera hacerle vislumbrar a una mujer una osadía amorosa... ¡oh!, ¡oh!... ¡por favor!... ¡y a la esposa de todo un personaje, de todo un... protector!, ¡y a una millonaria con landó de dos caballos y siendo él un mísero empleadote! Comprendía, en fin, que ella se hubiese sonreído y le mirase siem pre de aquel modo. Aparte la facha, debía de resultarle tan divertidamente ridículo como Carreras, el de Apolo, con su torpe timidez...

Volvió a observarla. La veía sacar libros, dejar libros. Ahora iba por los Tratados de Política General, de Campoom. Pensó de pronto que él debiera interrogarla acerca de qué libro buscaba, con el objeto de dárselo; pero pensó también que ella había rehusado antes el mismo ofrecimiento, y que fuese de poco respeto el insistir. Era alta, esbelta, llena de maciza y elástica belleza. Cuando se empinaba hacia los altos anaqueles, quebrábasele gallarda la cintura. Cuando se doblaba hacia los bajos, marcábanse sus caderas deliciosas... Por un momento, volvió a la mente, de Juanito la sospecha de Gaspar: esta mujer, porque creyese que aquí estaban los números corrientes de La Revue Diplomatique y que en ellos hablase de... par, vendría buscando sus noticias... Tal vez el tal Gaspar no la escribiría... con nuevos amores en Francia...

Pero se turbó el joven licenciado. La dama se había vuelto de cara a él, con un brusco girar, y en el más brusco ademán con que el escribiente quiso volver a su escritura, ella debió advertir que había estado contemplándola.

Juan no pudo dejar de notar que la señora sonreía, que sonreía mirándole otra vez, al acercarse a la gran mesa del centro. Y no vio más, después, en tanto la sentía enredar con revistas y papeles.

Al poco, y cuando mas atareado fingíase Juan, ella, llevando en la mano una revista, fue a sentarse en la poltrona. Mejor dicho, fue a tumbarse, fue a tenderse..., como quien con toda cómoda pereza quisiera buscar tenaz algo que le importa.

—¡Encontró el número del mes! —pensó Juanito.

Y se tuvo en seguida que acusar de mal pensado. Gracias a que ella, tan tirada atrás, le ocultaba completamente la faz con el periódico, pudo leer en la cubierta: Ilustración Española y Americana. En aquel número, que había hojeado él, no se hablaba poco ni mucho de Francia. Y Juan era un villano, un vil, con sus sospechas. En su hotel una honesta esposa y madre de familia, bien podía permitirse leer La Ilustración.

Trabajó. Pero le había chocado desde luego ver lo alta que quedábale a la honrada esposa el borde de la falda, y hasta sin querer se fijaba en sus tobillos. La poltrona, lejos, en el otro extremo del salón, estaba enfrente. A menos de cambiar de sitio, Juan tenía que verle los tobillos a la dama. Medias color hueso, caladas desde el mismo arranque del zapato. La piel clareábase entre las mallas y dibujos, ambarina. Sus manos eran muy blancas, y sus brazos, caídas las mangas hasta el codo sobre los brazos del mueble.

Trabajó. Hizo números y números. Llenó de ellos una plana. La lectora, en tanto, y luego de haber vuelto las hojas viendo los grabados, leía... quieta.

Habría encontrado algo interesante.

Nunca se quitaba La Ilustración de ante la faz. Al revés, habíase ido hundiendo en la poltrona y... ¡oh, sí, esto lo divisó Juan con asombro!.., Se le veía más de la mitad la pierna izquierda. Cruzada la otra encima, desde el empiene del pie que estaba en alto formaban un bravo pabellón las sedas de la bata...

¡Oh, Dios! ¡Qué calados y qué pierna! Estallaba la media y parecía estirada por cinco doncellas de servicio. Juan se acordaba de haber oído que a los toreros les ponían la faja tirando de una punta entre otros tres. Y por los ceñidos y sedosos uníanse en su imaginación el talle de los toreros y esta pierna.

¡Bah, claro, más de la mitad!

Descubría hasta la terminación de unos bordados celestes, por arriba... esa plena expansión de la carne firme y poderosa. El bordado celeste, que trazaba una especie de reja como la que gastan los húsares en el calzón los días de gala, no era celeste, en realidad, sino entre azul y verde y amarillo..., un color de esos pálidos de moda, que no se sabe cómo son, quebrados en todos los colores. Así la media podía decirse color hueso, y era más bien entre heliotropo y barquillo.

Además, la señora no debía tener puesta enagua. En el fondo de penumbras marcantes, vislumbrábase el forro rosa de la bata, nada más, y que no era rosa tampoco, sino tirando a limón, o a salmón.

¿Sería una bata, aquello, o un saut de lit, sencillamente?

El pobre Juan no lo sabía.

El tenía noticias vagas de estos lujos.

Ignoraba en absoluto si la dicha prenda servía para dormir, o para salir del lecho hasta arreglarse (como indicaba su nombre), o también como traje casero de mañana.

Quiso continuar su tarea. La dama, absorta en la lectura, hacía subir y bajar rítmicamente el pie de encima, cual si llevase un compás... y a cada revuelo de la falda, veíase el misterio más profundo y tentador en la pierna de debajo.

Se horrorizó.

Hasta en ayunas, hoy, con cuadro semejante, habíase sorprendido la... «delectación morosa» de que hablan los teólogos.

Tratando de enfrascarse en sus cifras se inclinó más sobre el papel.

Se, equivocaba.

Buscábale la explicación a «tal manera de sentarse».

Su acojo de sí mismo creyó encontrarla —y harto natural.

Tan natural, que se acusó inmediatamente de salvaje y mentecato.

Una honrada esposa y una buena madre de sus hijos, siendo aristócrata, podía sentarse, así. Las aristócratas —según él tenía entendido— son por educación despreocupadas: no le dan importancia a las piernas.

«¡Necio! ¡Salvaje!» —se apostrofó.

Sentía vergüenza, por su falta de mundo, lamentable. Era como un lugareño que no hubiese estado nunca en el Real, y que se escandalizase y se excitase viendo los escotes.

Quería escribir, y érale imposible. Copiaba cifras, sin concierto, poniendo a los alcohólicos en la casilla de impulsivos, y la pluma acababa por alzarse del papel, y él acababa por quedarse mirando aquella pierna...

Una de estas veces, la pluma se le cayó de entre los dedos.

Pero había causado un ruido seco y rebotante, y la dama, la ensimismada lectora, abatió la Ilustración, mirando al joven. Rápida, en seguida, descruzó las piernas y arreglóse el vuelo de la bata.

—¡Ah, por Dios, qué tonta! ¡Creíame sola! ¡Me había olvidado de usted!... ¡Perdóneme! ¡Perdóneme!

Juan veíala un poco sofocada, sonriente como en una calma bondadosa de rubor que espera alguna frase de aliento. Él debía de estar como una brasa. No supo contestar. Y entonces, la dama dejó la Ilustración, y se marchó lentamente, púdica, con la cabeza baja, sin desprenderse de los labios aquella sonrisa indescifrable...

¡Indescifrable!

Púdica, ella... e indescifrable, sin embargo, la dichosa sonrisita. Quedose pensativo el licenciado. Perdían firmeza sus ideas.

Habíase equivocado, pues, creyendo que ella enseñase la pierna por despreocupación aristocrática.

Esto no era cierto... Es decir, no existía en las aristócratas tal despreocupación, puesto que dábale a su pierna importancia esta señora. «¡Perdóneme! ¡Perdóneme!» —le había pedido. Luego pensaba ella que algo tenía que perdonar, por su descuido.

En cuanto a él, había sido un grosero. Debió de responderla y no le respondió.

Sí, sí. «¡Perdóneme! ¡Perdóneme!» —pidió ella. Pues bien: —«¡de nada!»— pudo haberla dicho; y mucho mejor que el «¡No hay de qué!», en esta ocasión tan especial.

También habría sido oportuno afirmarla: «¡No he visto nada, señora; tranquilícese!».—Sino que esto hubiésela parecido una falsa candidez llena de malicia, porque mal sabría, de no haber visto, que se tendría que disculpar con no haber visto.

«¡Miserable!» —volvió el licenciado a apostrofarse. Se hallaba torpe y desleal. Achacaba a despreocupación aristocrática la actitud de esta mujer, y resultó que la estaba calumniando, porque demás pudo verla los rubores cuando ella notó su inadvertencia. ¡Qué sencillamente lo explicó: «Me había olvidado de usted!»... ¡Claro! ¿Era que una casta esposa no pudiera distraerse? ¿Era que una honesta esposa, creyéndose en completa soledad, no pudiera tumbarse y cruzar las piernas a su gusto?

«¡Miserable, sí, bien miserable!»... Este descuido de la excelsa dama, habíalo aprovechado él villanamente para solazarse mirándole las piernas —y ella ¡era lo peor! habíalo visto, y no reconocería otra causa la complejidad de aquella sonrisita. —¡Traición y deslealtad! ¡Torpeza, sobre todo, mucha torpeza!

Recobró la pluma y púsose a escribir.

Su torpeza le escocía.

Todo le hacía pensar que esta mujer era una zorra... hasta sus recuerdos del billar.

Todo le hacía creer, no obstante, al mismo tiempo, que esta mujer era una santa... hasta sus cándidos olvidos y descuidos.

En efecto, una mujer que entra y que se sienta a leer donde hay un hombre, ¿podría a los diez minutos haberse olvidado su presencia si no fuese la de ella un alma noble y pura que en nada se preocupa de los hombres?

¿Podría siquiera admitirse, además, que una dama de esta distinción, bella y rica, viniese a provocar a nadie enseñándole las piernas como una friega platos?

¡Oh, y a él.... un humilde serviciario de la casa! Escribió, desechando de la mente tanto absurdo. Se atuvo a su estadística.

IV

Terminaba la estadística al día siguiente, En la biblioteca habíase instalado desde luego, tanto por dedicarle hoy un par de horas a los libros, después de este trabajo, como por no ver en el mirador a la señora cuando arreglase la jaula. Eran las once. Garona, después de la firma con él, acababa de partir en el coche. Iría a los ministerios, como siempre. Lo abrumaban con tanta petición.

Sintió un ruido, leve de pasos y de puertas. Tras él, en el fumadero, dijo una voz dulce:      —¡Hola, amigo mío!

La señora.

Juan se levantó.

—¡Vaya! —dijo ella.—¿Quiere usted hacerme la partida?

—¿Qué partida?

—De billar.

—¡Oh, señora!

El colmo. Se asombraba el joven. No sabía que al billar jugasen las mujeres.

—Acabo de bañarme y de vestirme, y me he quedado..., así, algo enervada. Puse caliente el baño, demás. Voy a salir en el coche, y necesito antes un poco de reacción, un poco de ejercicio, yo suelo hacerlo con la polea, pero me aburro. ¡Vamos! ¿Quiere?... ¡Oh, no se puede figurar cómo me aplana el baño tan caliente!

—¡Señora!

Juan se inclinaba, sin moverse de su sitio.

—¿Qué? ¿No sabe usted el billar?... ¡Un juego que juega todo el mundo!

—Sí, un poco.

—Pues ¡vamos!

Obedeció.

Pasaron el fumadero, ella delante. Llegaron al billar. Tomó la dama un taco fino hecho con piezas ensambladas de adelfa y de boj y de marfil, y la invitó Juan a la salida.

—Nada de eso. Al que le toque. ¿Juega usted mucho?

—Señora... ¡regular!

—Pues, ¡hala!... A todo rigor, amigo mío.

A cara de perro, que dicen.

—Justamente.

Ella sonrió, y él tiró, junto a ella, «a mano», conturbado. Temía ya haber dicho una frase de garito de café, impropia de este lugar y de esta distinguida compañera. Aquel «a cara de perro» era una frase de sus tiempos de estudiante, cuando fue casi un maestro al billar en Tarragona.

Su bola quedó más cerca de la banda que la otra. Salió, pues. Hizo la carambola, de tres tablas, y le quedaba reunión. Hizo la segunda, la tercera, la cuarta..., sin más que tocarlas suavemente.

—¡Vaya, vaya un profesor!

—¡Señora!

La señora sonreía. Juan, con un poco de vergüenza, temiendo que le juzgase un tahúr que hubiérase pasado la vida en tal oficio, dispersó las bolas, tirando fuerte. Y a la nueva tacada erró el recodo.

—¡Cinco, apúntese! —dijo la dama haciendo su primera, por una tabla.

Al jugar la segunda, advirtió:

—¡También yo juego, no crea usted! ¡Picó!

Saltó la bola.

—¡Otra vez, señora!

—No. ¡A cara de perro!

—¡Señora!

—Nada, usted. Y no me llame señora: ¡Casilda!

Hizo tres, el licenciado.

Luego, ella, dos —y deploró, en tanto se apuntaba:

—¡A nuevos! ¡Me he vendido!

Juan respiró.

No parecía Casilda jugar mucho, pero conocía el argot de los cafés.

Aun tirando con desgaire, hizo siete seguidas, el joven. Esto le inquietó otro poco, porque así vería la dama que las hacía él por todas partes. No, no quería pasar por un tahúr..., por un estudiante vago y calavera.

—No crea usted, señora, es casualidad. Jugué mucho cuando niño. Luego, en la Universidad, con la carrera...

—¿Qué carrera tiene usted?

—Filosofía.

—Ah, muy bien. ¡Recodo limpio!... y ha sido.

Además quedábale reunión, junto a la banda. Quiso ella aprovecharla, muy despacio. Tuvo que estirarse una vez, desde el lado opuesto, y le vio Juan la pantorrilla. ¡Diablo! Las medias, hoy eran de un tono tabaco... Tuvo otra vez que casi tenderse en el paño, y no sólo le vio Juan el arranque de la bota, nada baja, sino que sólo entonces advirtió que la dama tenía puesto un traje verdoso tan ceñido, de estos de moda, que dibujaba el muslo y la cadera lo mismo que en camisa. Por la campana de la falda asomaban su desorden las rizadas sederías de una enagua oro-naranja.

Mas era la posición tan violenta, así sobre una mano toda en vilo, que, al querer alzarse, se torció y quedó de codo, casi de espaldas en la mesa, derribada. Rió, y se recobró luego por sí misma..., viendo que el susto de Juan se limitaba a una expectación inerte, confusa..., casi llena de los rubores que a ella misma le causó por un momento el desatino de sus pies y de su falda al perder el equilibrio.

—¿Se ha hecho usted daño, señora?

—¡No, bah, ca! ¡Y me he vendido! ¡No podrá usted quejarse, Juan! ¡Así se las ponían a Fernando VII!

Juan no dió bola, azoradísimo. Pero ella se había formalizado de repente, y él pensó que fuese esto la reacción de aquella involuntaria mostración en que la tuvo, un tanto libre. Él no se dio cuenta del todo, porque aquello había sido un remolino de sedas y de cosas...; sin embargo, hasta en la forzadísima postura ella había sabido conservar un aire de recato y de elegancia.

—A veces, amigo mío —la oyó decir, mientras la emprendía él con la reunión— yo he pensado que el billar no sea muy propio de señoras. Por esto, justamente..., porque tiene una que extenderse... ¡A menos de jugar con pantalones! No obstante me he tranquilizado, pensando que más se enseñan las piernas en las playas... ¡Y ya ve usted, hay más gente, porque aquí sólo está usted!

Juan la miró. Volvió a bajar los ojos, viendo cómo ella le miraba y sonreía. Si no era una ladina, esta mujer debía de ser un poco simple. De buena gana la hubiese hecho observar que... estando sola con alguno, era cuando era peor que le viesen las piernas a una dama. Siguió tirando. Siguió haciendo carambolas. Encima sentíase, adivinábase la mirada de ella, como un pesante enigma de doblez o de inocencia.

Y la dama, franca y gentil, dando tiza, proseguía:

—En verdad que son problemas, estos del pudor. En la calle y en visita, no debe verle nadie a una mujer más que la cara y las manos. En un teatro, ya pueden verle los brazos, el pecho. En una playa, las piernas. Y con los besos, lo mismo: Llega uno, me da un beso en la mano, y... cortesía; en cambio, en la cara, sería malo... ¡y todo es piel! Francamente, no lo entiendo. Tenía ganas de hablar alguna vez con un doctor en ciencias para preguntarle de estas cosas... ¿No es usted doctor en ciencias?

—En Letras, en Filosofía y Letras, señora; y nada más que licenciado.

Se le fue la carambola.

Jugó ella, no la hizo, y expresó —sentándose:

—Es igual. Y acaso preferible, porque son cuestiones filosóficas. Varnos a ver: ¿en qué se funda todo esto del pudor?

¡Demonio! Tragó saliva el licenciado. Tiró, dio pifia, y fue a decir frente a ella —que continuaba sentada en el diván y apoyándose en el taco:

—Del... del pudor. ¡No comprendo bien, señora!

—Sí, mire; digo yo: nosotras..., yo, por ejemplo, tengo sitios en mí misma, como acabo de indicar, que todo el mundo puede ver a todas horas: la cara y las manos; otros, como las piernas y los brazos y el escote, que sólo se me deben ver en determinadas circunstancias. Sitios, también, en que puede besarme un extraño, cortés, a guisa de saludo, tal que la punta de los dedos, y sitios que en una fiesta de salón puede tocarme un hombre impunemente, según hacen con mi talle al cogerme para un vals... ¿No es cierto? ¡En todo ello no hay ni sombra de pecado!

—¡Cierto, señora!

—Bien, pues yo he pensado que habría de ser, no curioso solamente, sino hasta necesario para la firme educación moral de una mujer, que alguien que lo sepa le dijese: «mira, lo mismo que en una vaca cuando se vende por kilos hay carne de primera, y de segunda, y de tercera, y hasta despojos que valen poca cosa y que no importa reglar; hay en vuestro cuerpo tales y tales sitios que no afectan al pudor, y cuales y cuales otros completamente reservados. El límite, además, es éste..., y la razón... ¡oh, sí, la razón es lo importante!... ésta que te explico». Es decir, amigo mío, ésta que debe usted explicarme. ¿Cuál?

—¡Ah, señora!...

Juan se sonreía, rojo como un fuego. Fija en el piso la vista, la había girado en torno al taco y parecía incitarla a jugar su carambola.

Pero ella le invitó donosamente:

—¡Siéntese, bah! ¡Siéntese aquí, y, respóndame!... Son cuestiones filosóficas. ¿Es que hay cinco o seis clases de pudor, y que el pudor varía a cada momento? Un pudor de mar, otro de teatro, otro de calle, otro... ¡Usted lo habrá estudiado, claro es!

Por lo pronto, el licenciado no había hecho sino sentarse encogido y respetuoso junto a ella. Luego habló..., requerido en la ciencia de sus libros, como estaba, y sin lograr discernir qué especie de señora fuese esta señora...

—Señora: usted lo ha dicho... yo creo también que los límites y el concepto del pudor se definen por la misma moda de los trajes. En la antigua Grecia, por ejemplo...

Enmudeció. La historia iba a forzarle a hablar de cosas absurdas.

Y la dama, que esperaba, opuso a su argumento:

—El traje, no, bah, tampoco. Aun contando los de teatro y de baño, limítanse a descubrir hasta la rodilla, y los hombros y el escote. No obstante, ya me ha oído que en un baile puede un extraño abrazarme la cintura... ¿Es que toda esta parte de mi espalda no corresponde tampoco al dominio del pudor?... Pues, ¡eso...! ¡la medida! ¡la medida! ¡saber exactamente a cuántos milímetros por encima y por debajo, y por delante y por detrás empieza lo prohibido, y el por qué..., puesto que acabamos de probar que hay sitios inocentes asimismo en lo que ocultan las ropas. Además, hayo otros pudores que se pudieran llamar de médico, de zapatero, de sastre... cuando nos prueba alguna cosa... ¡Oh!, el médico, ya ve usted..., para él no vale reservarse... Y por cierto que si receta un parche, dice claro, cuando menos: aplíqueselo desde aquí hasla aquí, porque más allá pudiera hacerle daño inútilmente. ¿Por qué al aplicarnos sus parches, el pudor no nos marca tan exacto sus regiones.?... y me refiero a los bailes, siempre, por el brazo que nos ciñe y por lo mucho más que se ciñen en plena calle las parejas, con las murgas. No será inmoral esto, tampoco, desde el punto en que los guardias lo consienten. ¿No?

—¡Verdad, señora! Es decir...

Volvió a callarse Juan. Iba a haberla dicho una sandez: que los bailes de la calle son de gente sin vergüenza. Pero ya se lo había invalidado ella, en vista de que lo consentía la autoridad. Parecíale todo esto una discusión estúpida; y tanto más molesta, cuanto que en su misma estupidez estaba oyendo cosas que ponían en un brete al licenciado. ¡El colmo! ¡una señora, con un poco de desaprensión, venciendo a la ciencia de sus libros!... Por otra parte, inquietábale su falta de mundo, que no le permitía conocer si fuesen estas las verdaderas despreocupaciones de las aristócratas o... El coche había rodado y sonaba hacía rato en el jardín.

—Créalo usted, amigo mío —añadió ella con un recogimiento ruboroso. —Lo malo es que damos las mujeres en querer ahondar estos problemas. Lo digo porque, francamente, desde que una cae en la cuenta de que todo lo que tapa es una indecencia, sufre una. Vestida y todo, y aquí mismo, ahora con usted, yo misma pienso, por más que no se vea, que usted puede imaginarse toda la indecencia que en vano ocultan mis vestidos.

«¡Atiza!» Juan se quedó, mirándola, pasmado.

Ella se quedó abismada en su sonrisa triste y dulce, con la barba caída al pecho.

Y como él nada decía, y era trernendo este silencio, ella se levantó:

—Es horrible, horrible esto de saber que lleva una en su ser tanta vergüenza, y que cualquiera puede adivinársela debajo de unas sedas y batistas... Esto es horrible ¿verdad?

—¡Señora! —dijo Juan, sin osar siquiera levantarse.

—Yo le ruego que delante de mí no me deje nunca pensar que me adivina, amigo mío.

—¡Señora, por Dios!... ¡Oh, señora!

—Adiós. Yo se lo ruego. Me haría sufrir.

—Bien, señora.

—Y no me llame «señora» ¿sabe? Prefiero que me llamen Casilda mis amigos. Usted y yo no podemos menos de serlo, después de tanta involuntaria intimidad. ¡Hasta mañana!

Partió.

El joven licenciado quedose en el diván con un taco en cada mano. El de Casilda, al levantarse y dejarlo, había rodado, y lo había cogido él.

En la mesa yacían las tres bolas casi juntas. Había perdido la noción de si le tocaría jugar a ella o si le hubiese tocado a él.

Pero esta reunión le recordó la otra...

«¡Así se las ponían a Fernando VII!»

Bah, sí, concho... ¡Qué frasecita!

Soltó los tacos y quedose entre los dos, recostado en la pared.

No había nadie en el billar y díjose el licenciado que estaban tocando allí una música de Wagner. Tal le había quedado la cabeza. Oía trompas, bombardinos, clarinetes...

V

Juan pasaba días de sobresalto.

Había perdido la calma y le atormentaban grandes miedos de conciencia.

Cuando llevábale a Garona la firma, sentía una turbación cruel en las entrañas. Un dolor. Calambres. Porque, sin querer, la imaginación del joven rompía la armónica figura de aquel prócer, de aquel su bondadoso protector, con unos apéndices cónicos y tiernos, como los que les van apuntando a los becerros... ¡Oh, en la noble frente!

Esto era de un triste cómico-trágico espantoso. Hay que saber lo que se sufre viendo caer uno de estos emblemas de ridículo sobre una persona respetable y respetada y bien querida.

Por suerte, la mujer de Garona llevaba siete días ausente de Madrid. Se había marchado al siguiente de la partida de billar. A la boda de una hermana, en Huesca, según dijo.

—Desde este mes —le había manifestado Garona a la entrada de Noviembre— cobrara tres mil pesetas, Juan, y queda nombrado secretario. Me satisface usted. Tiene usted talento, constancia, seriedad. ¡Irá usted lejos!

¡Su padre!

¡Más que su padre! Conmovido, Juan, dio las gracias, a punto de llorar.

¡Oh, y no poder dejar de imaginarle!...

Lo peor era que no sabía si infería este ultraje horrible porque su esposa se hubiese enamorado de él o porque él fuera un mentecato que se lo estaba creyendo... ¡para más grande indignidad de sí mismo y más escarnio de una y otro!

«¿Me quiere ella?» Tal problema constituía la clave de sus dudas y martirios.

En cuanto a este otro punto obscuro: «¿La quiero yo?», tenía menos importancia.

Dormía poco y mal a fuerza de empeñarse en ver claro en las tinieblas de sus noches. Pero las negras tinieblas no le presentaban sino la imagen de Casilda, ya en un blanco resplandor de santidad, ya en fosforescencias diabólicas, sobre la mesa del billar, con las ropas en desorden. Pronto una nueva visión sombría ocultaba a la bella visión de un puntapié: la de Garona. Y en seguida la sombría visión se liaba a puntapiés con el mismo visionario.

Entonces, con sudores fríos y con una contrita angustia hacia la justa furia de Garona, le acudía la persuasión, y repetíase: —«¡No, no; yo no quiero a esa mujer; yo no estoy enamorado!»

¡Ah, si pudiese afirmar lo mismo con respecto a ella!... No podía, y el tormento del recto licenciado tomaba nuevas formas. De semejante pasión, que dibujábales para el porvenir una catástrofe, él tenía la culpa, quizás por echárselas de fino. Así, en la mañana que ella púsose a leer enfrente de él, temía Juan haberla parecido provocador e impertinente. «¡Encantado!», hubo de decirla. Que era como haberla dicho:—«¡Señora, no sólo no me estorba usted, sino que su presencia es para mí el mayor embeleso del mundo!»

¡Horrible! ¡Horrible!

Ahora..., si el enseñar ella luego las piernas fue olvido o fue malicia de una pobre apasionada que no sabe ya lo que se pesca, formaba una cuestión nueva en el embrollo de cuestiones tan complejo. «Que es de vidrio la mujer...»

El más pequeño choque puede echar abajo todas sus purezas.

Y Juan, si estaba comiendo en casa cuando de modo tan feroz le acornetían las reflexiones, bebía vino, buscando el olvidarlas. Si estaba en el hotel hundíase en sus trabajos. Delante seguía siempre la sombra de Garona, increpándole: «¡Traidor, ingrato!... ¿Qué estás a punto de hacer con mi decoro?»

Pero otras veces, viendo el jardín por los balcones, viendo el magnífico landó, viendo en el suntuoso mirador de vidrios curvos y de mármoles y bronces, la jaula de lo menos mil pesetas, que parecía una gótica custodia..., pensaba en su humildad de empleadillo de la casa, con menos sueldo tal vez que el cocinero, y llegaba también a persuadirse de que la bella reina-dueña de tanta maravilla no habríase nunca preocupado de todas estas necedades que él solo, por su cuenta se estaría forjando como un solemne botarate.

Estuvo una noche a visitarle Victorino, completamente desastrado.

—Querido Juan, aquí me tienes. Si es tiempo, llévame a ordenar la biblioteca. No encuentro nada por Madrid... ni la cena de esta noche.

—¡Hombre, sí! ¡Es tiempo todavía! Irás mañana..., pero, ¿no tienes más ropa? Allí quieren gente pulcra bien vestida.

—Hazme un adelanto y desempeño mi traje de invierno y el gabán.

—¿Cuánto?

—Veinte duros. Le debo también a la patrona.

—No; ¡no eres formal, los gastarías! Si quieres..., voy contigo y pago el desempeño.Y ahora mismo. Y cenamos por ahí.

En respuesta, Victorino sacó las papeletas. No había en su vieja cartera sino esto y cartas y retratos de mujeres.

Juan fue al dormitorio por su abrigo. Victorino aprovechó la breve ausencia para cogerle y guardarse un puro y un Método de Ahn.

Partieron. En una peluquería de la calle Ancha, hizo Juan que pelasen y afeitasen a su amigo. Tomaron un simón y recogieron del Monte los efectos empeñados. Había incluso botas y corbatas y camisas, de los tiempos del periodismo coruñés. Pagó Juan medio mes a la patrona del loco Victorino, mientras éste se vestía, y eran ya las diez cuando fueron a cenar.

En Fornos. Sección de vida. El metódico quería darle al golfo ejemplo de las comodidades que ocasionan el orden y el trabajo.

Mas, era lo particular que Victorino conocía mejor que Juan el comedor de Fornos. Apenas entraron, fue Victorino a saludar a una especie de lujosísima cocota y a un señor de frac, que estaban cenando en otra mesa. Además, veía Juan a su paisano completamente transformado con el cambio aquel de indumentaria. Guapo, fino, con un juvenil aspecto de gentileza perversa y diabólica. La cocota le había dado un ramillete de muguet, y traíalo en la solapa.

Durante parte de la cena, Victorino y la cocota se lanzaron miraditas y sonrisas. Juan, viéndose con su compañero reflejado en un espejo, llegó a tener... ¡sí, sí, quién lo dijese!... celos de su galante figura y de su aspecto. Quizás no por la cocota..., sino por aquel concepto nuevo que el rubio secretario había adquirido sobre la necesidad de ser guapo y elegante para llegar a gran orador parlamentario. ¡Victorino, siendo tan guapo como él, era más suelto en sus maneras!... Y comparando, Juan se encontraba su serena expresión y su natural belleza un poco bobas.

Por si acaso, él lo confinaría en la biblioteca, procuranclo que Garona le viese pocas veces. ¡Tendría gracia que se ganase Victorino la preferente protección del protector con esta simpatía que emanaba su persona!

La cocota, a las once, se fue con el del frac; pero dedicándole al lindo golfo saludos y sonrisas.

—¿Quién es? —preguntó Juanito.

—Nadie. Una que baila en los cines. Fue mi querida.

Juan, por rechazo vanidoso, se acordó de Casilda y su problema. ¡Bah, tenía asimismo una mujer que le quisiese y de harta más valía!... Es decir, si él no estaba siendo un visionario al creerse amado por la bella esposa de... ¡oh, de... de su protector..., del que venía a ser como su padre!...

«¡Canalla!» —se apostrofó. —Y el impulso vanidoso redújosele en el alma a tortura de conciencia.

Le asaltó el afán de consultarle sus dudas de una manera indirecta, hábil, delicada, a este amigo tan experto en cosas de mujeres. Necesitábalo para acomodar con ella conscientemente su conducta cuando volviese del viaje.

—Vamos a ver, Victorino —dijo, después de pensarle formas a su argucia.— Ayer estuvo a visitarme un compañero, secretario de otro personaje... y me consultó sus apuros. No, no te digo el nombre, porque es grave la cuestión. Quiero también consultarte. Se trata de saber si la mujer del personaje, que es guapa, se va enamorando de él, o de si es que él se engaña con respecto a esto por simples apariencias. En efecto, esa señora, siendo honradísima, puede parecerle a mi amigo, que no tiene costumbre de tratar con aristócratas, todo lo contrario..., por culpa de la despreocupación aristocrática. El equívoco es, pues, la base del asunto, y surge de las siguientes situaciones:

—Vengan.

—Primera: un día oyó mi amigo besos en una contigua habitación, y vio a otro, amigo del palacio que llevaba en sus brazos a la dama.

—¡Concho, Juanito! ¿A... la honradísima señora?

—No, hombre, no. Le pareció ella por el pelo y por el traje; pero la vio de espaldas y no puede afirmarlo. Quizás fuese una doncella!

—Bueno. Sigue. Segunda situación.

—Segunda y tercera. Escucha. Son las más importantes. Una mañana entró la dama en el despacho de mi amigo y se sentó, y se puso a leer la Ilustración. Leyendo, leyendo, se olvidó de él, cruzó las piernas... y se las veía mi amigo.

—¿Mucho?

—Pse... la mitad próximamente, dice. O acaso algo más de la mitad.

—¿Y qué hizo tu amigo?

Empezar a sospechar que ella hubiese ido a provocarle. Pero, ya verás... al día siguiente, la señora le invitó a jugar a carambolas, solos, y en un billar, naturalmente, del palacio. Ella sube... ¡fíjate, fíjate, que ahora viene el equívoco!... ella se tiende en la mesa, por no coger la mediana, y al volverse cae... sobre la mesa, con las faldas otra vez en algo de desorden. Él, aturdido, la mira. Ella, viendo que no acude a auxiliarla, se baja por sí misma, diciendo porque a la vez se había vendido: «¡Hijo, así se las ponían a Fernando VII!»

—¡Oh!... y va tu amigo..., y ¿qué hace?

—Nada. Sigue sospechando que ella le provoca. ¿Eh?... ¡ya ves qué equívoco, qué doble sentido el de la frase en semejante situación!

—¡Reconcho con los equívocos!

¿No te lo parece?

—Lo que me parece es que ella es una golfa, y tu amigo tonto de remate. Es tonto el pobre, ¿verdad?

—¿Por qué?

—¡Pues hombre, Juan, porque sí! ¡porque hay cosas tan claras como el agua!

—Ten en cuenta que ella es una mujer distinguidísima, riquísima, y... duquesa!

—¡Así fuera emperatriz!

—¿Cabe en cabeza humana que vaya una duquesa a provocar a nadie como una lavandera?

—Si le sale de dentro, ¿por qué no? Puestas a ello, lo mismo da una lavandera que una duquesa. Acuérdate de las que se enredan a sombrillazo limpio por ahí, por esos bars elegantes y por estos restaurants, y de las que se lían con su chauffeur o su cochero!

Juan no replicó. Se inclinó hacia el plato de langosta. Aquella granizada de lógicas crudezas, había ido rompiéndole en el alma los tenues cristales de sus dudas... «¡Me quiere!» pensó, con la tristísima evidencia que le daba el juicio de este conocedor de las mujeres y con el hondo disgusto que causábale su exacta proclamación de tontería.

Al rato, Victorino, que le observaba, preguntó:

—Oye... ¿Sabes que estoy temiendo... ¡sí, sí, te ha enojado mi franqueza, perdóname!... que estoy temiendo que ese otro secretario seas tú mismo?

—¿Yo? —exclamó Juan aterrado.— ¡¡Quita, hombre!!

—¿Es la mujer de Garona... duquesa?

—¡Quita, hombre!... ¡No es duquesa! ¡Qué ha de ser!...

El mismo miedo, el pavor de haber descubierto la deshonra de Garona, habíale dado al rechazo una viveza, que calmó a Juan en lo posible. No quiso añadir ni una palabra.

VI

Partió con Garona el coche.

Juan sintió a Martina.

—Don Juan, la señora llegó ayer. Me ha encargado que le ordene usted su biblioteca ahora, antes que ella se levante.

—¿Su biblioteca?

—Sí. Está por el otro lado de este piso. Venga usted. Es cuestión de un rato.

Juan, que tenía mucho que escribir y que estaba viendo además en Martina un algo de perversa confidencia, pensó en hacerse substituir por Victorino. Victorino estaba viniendo a la biblioteca desde hacía tres días. Garona habíale visto ya, y había quedado prendado de él... ¡No, no debiera Juan meterle en confianzas! Se levantó, y cruzó el hotel guiado por Martina... Salones, gabinetes... todo con alfombras, todo medio a obscuras.

—Aquí. Son esos libros. Se ve poco; pero no abra mucho más ni haga ruido, porque está durmiendo la señora.

Y le dejó en un camarín de sedas color malva.

Apenas se veía. La luz del jardín entraba por una abertura del balcón y tamizábase en un tendido transparente. Fue a abrir más, y no supo alzar el transparente. No le entendía el mecanismo. Además, al mover las colgaduras, había hecho vacilar una vitrina. Miró. En otra portada, otro amplio cortinaje recogido en pabellones, cerraba su gran hueco con un tul. Habíanle dicho que estaba durmiendo la señora. Quizás allí, o cerca. No debía hacer ruido.

Conformose con aquella claridad, y se sentó junto al estantillo giratorio. Los libros, primorosamente encuadernados, eran poco más de tres docenas. Estaban en desorden, en el suelo. La escasa luz dejábale leer los títulos con pena.

Hombre... ¡religiosos!... El áncora de salvación, el Kempis, Meditaciones... Pero el cuarto que cayó en sus manos... ¡ah!... de Antonio de Hoyos, A flor de piel... y el quinto una Claudine, de Willy... ¡Caracolitos! Empezó a clasificarlos.

De pronto, volvió la cabeza hacia el rameado tul de la otra estancia. Nada, obscuro, negro. Había creído notar algo así como el crujir de unos muelles. ¿Estaría tan cerca durmiendo la señora?... Tras el tul, habría puertas que la interceptasen la luz. Aparte de que habíala él aumentado. No obstante, acentuó sus sigilos... con un miedo de... de... ¡sí, de respetos...!; porque según íbanle abrumando los íntimos faustos de esta casa, y a pesar de la indiscreta opinión de Victorino, hallaba más absurda su inquietud de estar siendo la grosera ansia de una mujer tan distinguida. Victorino era un golfo que creía a una duquesa capaz de conquistar a su chauffeur y a su cochero..., y él, Juan, en todo caso, acogido por Garona como listo, no iba a haberle parecido a la esposa tan zoquete como un cochero o un chauffeur.

Volvió a mirar, porque sonaban los muelles. El tul permanecía en su reposo de gran velo tendido, y detrás la obscuridad. Pero de pronto, se alumbró. Unos eléctricos focos, invisibles, acababan de encenderse; y el diáfano telón dejaba clarear perfectamente la alcoba y un lecho doselado. ¡Oh, qué magia! ¡Qué teatro de locura! ¡Por Dios!... Un brazo descorrió unas sedas y tules en el lecho, y apareció Casilda sentada entre damasco...

El primer impulso de Juan fue correr. Detuviéronle el asombro y el miedo de ser visto. Y miraba, miraba, sin siquiera respirar. No era capaz de concebir la procaz insolencia de esta escena, si fuese preparada. Y si no lo fuese...

Pero..., la dama salía de entre las sábanas;... ¡qué barbaridad!... ¡por dónde tenía el escote!... Y las piernas... Juan tornó súbito la faz y se la cubrió con las manos. ¡A qué pequeña cosa llamaba una elegante una camisa!... ¡Qué barbaridad!...

Un minuto. Menos tal vez. Sentía detrás un rumor de broches, como de ligas y zapatos. Sintió después rumor de sedas... Volvió a mirar, y vio que la dama se ponía un amplio ropón blanco con franjas bordadas color fuego... Menos mal. Sino que el ropón no tenía lazos ni botones. Delante cerrábaselo cruzado con una banda. Ésta debía de ser el famoso saut de lit.

Y se horrorizó el joven. La dama, lenta, y anudándose la banda del ropón, se dirigía hacía el transparente... ¡Oh, sí, sí, qué barbaridad!... Llegó... y entró... y le vio... Juan, convulso, había acertado a levantarse, y sonreía. Ella, con la sorpresa en la faz, fulguró:

—¡Oh, Juan! ¡Usted aquí!... ¡Por Dios, amigo mío! ¡Qué imprudencia! ¡Qué audacia!... Y me habrá usted estado viendo... ¡Ah! se ocultó la cara entre los dedos, llenos de brillantes, y parecía desoladísima.

—Yo, señora, había venido...

—¡Chist! ¡Si le sintiesen! —cortó ella en baja voz y mirando alrededor como aterrada.

Tras un dramático silencio, se sentó. Se llevó un momento a los ojos el pañuelo, y rogó en seguida con un tono resignado de desgracia:

—¡Siéntese, Juan, amigo mío! ¡Se impone una leal explicación entre nosotros!

El licenciado, atónito, fulminado también por ciertas vislumbres nacarinas que había la rubia dama descubierto al sacarse el pañuelo del pecho, tomó puesto a su lado —según se le indicaba.

—Yo, Juan, en verdad, todo lo esperaba de usted; ¡mas no tanta osadía!...

—¡Perdón, señora! ¡Estoy aquí porque me ha dicho Martina que esos libros!...

—¡Bah, bien, sí! —volvió ella incrédula y dulcemente dolorosa a interrumpirle— ¡y vaya una ocasión de transmitirle mi orden! Comprendido. Un poco imprudente ha sido usted al aliarse con Martina; pero fuerza es perdonar, ya que lo ha hecho. ¿Cómo no?... Sería yo en balde hipócrita si no le confesase que ya no es tiempo..., que ya no es ocasión más que de perdonar..., tras la enorme, tras la terrible conmoción causada en mi vida toda por su asedio. ¡Sí, sí, muy tarde, Juan! ¡y más habiendo usted puesto en el secreto de los dos a una criada que, después de esto, creerá mi falta irremediable!

Volvió a sacarse del seno el perfumado pañolillo, y volvió a llevárselo a los ojos.

Juan exclamó:

—¡Señora!

Y lloraba tanto la señora, con unos secos y ahogados sollozos tan sinceros, que el joven se inclinó hacia ella levemente, tendiendo en el aire una mano:

—¡Señora! ¡Por Dios, señora!

—¡Juan —exclamó ella arrojando de pronto el pañuelo y cogiéndole la mano con pasión— es inútil que me finja ese respeto! ¡Él ha sido su sistema, bien lo he visto!... Primero, me indignó; después quise persuadirme de sus verdaderas intenciones la tarde aquella..., en el billar... y ¡oh, su hábil modo de hacerme insensiblemente escuchar y decir inconveniencias!... Quise luego aprovechar la boda de mi hermana, por alejarme de mi obsesión y del peligro, y he aquí que en la primera mañana de mi vuelta, me pone usted en esta situación de la que ya, ni mi misma heroica voluntad de resistencia podría evitar que lo pensase todo una criada! ¡Cruel! ¿De qué me sirviese luchar más con mi deber y mis impulsos?

Fue tan grande su aflicción, que cayó tronchada a gemir y como a ocultar su vencimiento, contra el hombro trémulo del joven. Éste, sujeto además histéricamente por la mano, permaneció rígido, aguantándola —toda su carne y su ser en una trepidación atónita de dudas. De dudas —de opuestas emociones. Era la primera, puesto que él había cerrado los ojos, y temblaba, si habríala dado algún ataque... ¿salir entonces? ¿Pedir auxilio?... Era la segunda el... balazo con que Garona, si volviese en este instante, los atravesaría a los dos desde una puerta. Y en fin, contra la misteriosa seducción de aquellas penumbras de los senos que él miraba de reojo en el abierto saut de lit, contra el abrasado contacto de aquella mano y de aquel pelo de seda en su garganta; contra el fuego de suspiros dolorosos de aquellos labios, que podría significar la pasión loca de una honrada sin ventura... flotaba por su espíritu de sabio, no exento de altiveces, el enojo por la burla de que hacíale objeto de la... ladina, la insolente, que intentaba conquistarle lo mismo que a un cochero. ¡Querer hacerle tragar que él la asedió, que él la provocó a las impudencias del billar!... Veía bien claro; al fin, gracias a Victorino. Tenía razón Victorino... Y supondríale a él esta mujer una idiotez digna de un pescante.

No se movía. Ella, en cambio, le apretaba más la mano; había vuelto la cara, y le suspiraba o le besaba en una oreja. ¿Le besaba... o eran aquel dulzor y aquel húmedo calor los de su aliento? ¡Qué barbaridad! Los respetos y enojos de Juan se iban disipando. De la oreja le bajaba a todo el cuerpo un cosquilleo de todos los diantres... ¡Ah, qué infierno de delicia!

Sentíase desfallecer... sentíase vencido... En una turbación, miró a la puerta y creyó ver a Garona apuntándole... «¡Miserable qué estás haciendo de mi honor?» Y no, no dejaríale calma para nada esta alucinación con Garona... Y no, no estaba aquí... pero el revólver... la traición!... de todas suertes, podía el fantasma servirle de pretexto.

Se levantó. Y con tal ímpetu, que quedó desenlazado de la dama y a dos pasos del diván.

—¡¡Señora!!

—¡Qué! —inquirió Casilda, tomada en susto por aquel súbito terror.

—¡El señor Garona! ¡Su marido! ¡He creído sentir un coche en el jardín!

Y escapó del gabinete.

VII

Llegó jadeando a su despacho. No se conceptuó seguro, por si viniese a buscarle, y recogió sus papeles y bajó a la biblioteca para trabajar con la protección de Victorino. Éste leía El Imparcial, fumándose un magnífico Caruncho de Garona.

—¿Qué traes? ¿Estás desemblanzado?

—No... nada... que tú tenías razón... que las... ¡que he perdido una carta de importancia!

—¡Bah! —dijo Victorino, habituado a las simplezas de su amigo.

Y siguió fumando y leyendo.

El secretario, por no imponerle a sus nervios una quietud imposible, fingió buscar la carta por entre las revistas de la mesa.

Al poco llegó Martina.

—Don Juan, que la señora que suba usted.

—¿Qué... qué?

—Que suba usted. Que tiene usted que acabar su biblioteca.

—Bien... Diga que voy.

Partió Martina. Juan, así que la sintió alejarse, buscó su abrigo y su sombrero.

—¡Pero, chico! ¿qué te pasa? —le preguntó, lleno de asombro y malicia, Victorino.

—¡Nada!... Mira, ¡adiós! ¡Si vuelve Garona, dile... que estoy malo! ¡Tengo que buscar la carta en mi casa! ¡Adiós!

Partió, disparado. Cruzó el jardín y salvó la calle velozmente. Hallábase frente al Retiro, y se internó en lo más oculto de las frondas.

Pero estaba como eléctrico, y se levantó del banco. Durante más de dos horas paseó. No pensaba nada. Unas veces iba de prisa; otras se sorprendía parado y mirando los troncos de los árboles. ¿Qué iba a hacer?... Lo futuro, contado desde este mismo instante ofrecíasele cerrado a toda previsión. Según los giros de no sabía qué internas mutaciones creía tan pronto que su alma era otra especie de Retiro, lleno de bosques y sombras, como que reducíasele el pensamiento en una hermética oquedad de calabaza.

Como si fuese su cerebro una rota maquinilla de pensar, pero que aún siguiese sin freno disparada, sorprendíase coordinando fragmentos de discursos, que de pronto se cortaban en visiones de aquel lecho de detrás del transparente...

A las doce le estremeció el corazón por un segundo la disparatada voluntad de ir a curarse esta obsesión con una lumia... Mas, ¡oh! no entraba esto en la horriblemente bella solemnidad de la situación que le acuitaba... Él debía pensar, debía pensar... como ante un suceso de sentimentales explosiones que podía determinarle el porvenir. Se fue a almorzar..., y por no estar entre los huéspedes de casa, prefirió Los Italianos.

Dábale igual que le pusiesen macarrones o roatsbeff. No sabía lo que comía. Metódico al fin, habíase planteado la doble cuestión de esta manera: «Cedo a las invitaciones de Casilda, o no cedo; veamos qué puede ocurrir en cada caso.»

«Si cedo...»

Sí; para complacerla y complacerse en esta delicia infernal, siempre sería tiempo. Ella tornaría a buscarle. El diríala que se escapó esta mañana por tenerla con más calma en una noche, fuera del hotel. Se citarían, se encontrarían... ¿dónde? —Aquí tornaban los escollos. No pudiendo pensar para estas citas en un galante gabinete de alquiler, seríale indispensable tornar y amueblar un pisito por su cuenta. Flores buenas, cenas con champaña... pues no le iba a ofrecer claveles ni vino peleón a una amante de su fuste...; pero, ¿de dónde sacar para estos lujos un pobre secretario? ¡Qué barbaridad!... Y que hacía falta, era indiscutible. Verla en el hotel, valdría como exponerse uno u otro día al justo castigo de Garona; y aunque inexperto en aventuras, sabía, por algo de novelas que él leyó, que siempre tales gastos eran del amante... ¡Bah, claro! Dejar que los sufragase Casilda, sería una indignidad; sería permitir que le siguiese tratando lo mismo que a un cochero, lo mismo que... a un capricho, del cual se cansaría, lanzándole al fin de ella y del hotel, y de... Garona.

¡Oh, con qué fatal sencillez veía Juanito que de todos modos se llegaba... a perder la protección del noble protector!

Habíase estremecido. Con el cuchillo mondaba una yema de coco creyendo que era otra manzana. La visión de su abandono por Garona... por su padre, y más que su padre social, podría decirse, poníale loco.

Su gratitud se disolvía como un terrón de azúcar en el océano de lascivia de unos muslos blancos. Reaccionó, y le inundaba la amargura.

«¡Canalla! ¡Miserable! ¡Miserable!» —se insultó.

Se levantó. Se fue a tomar café, a la cervecería. Ya que no pudo apartarse la Casilda del recuerdo, la erigió en objeto de sus odios Iba aplacándose aquella dispersa y terrible voracidad amorosa que habíale levantado por el ser. El amor le pareció una pequeña cosa indigna de preocupar sino a los imbéciles. ¡Oh, mujeres!... ¿Quién que contase con ellas había llegado a nada de importancia?...

Dieron las tres y resolvió pasar la tarde en el Congreso.

Estaba al pie. Entró, satisfecho ya por el saludo que le rindieron los ujieres, como adjunto de un prohombre, y por no encontrar a éste, subió directo a las tribunas. Gran sesión. No se cabía. Estirando el cuello, vio que hablaba el ministro de Instrucción pública. Luego, el ministro de Hacienda. Soriano los interrumpía, levantando tempestades. ¡Sí, sí, la interpelación de la enseñanza! Tomaron parte el presidente del Consejo y dos republicanos. En seguida Canalejas, y a éste empezó a contestarle Garona. La discusión tomaba vuelos. Garona se imponía con su torrente de voz. Juan pensó en la repulsiva iniquidad de que él a esta misma hora estuviese abrazando a su mujer ¡Cuán lejos aquellas porquerías!..¡Oh, trepidaron de gozo sus entrañas!... Garona utilizaba los argumentos y estadísticas que él confeccionó. Turati, Colajanni, Lombroso. La escuela antropológica... «Señores diputados, ¿queréis ver en la criminalidad los efectos de ese aumento de falso bienestar y de falsa educación? Menos delitos de robo, pero más crímenes de sangre. Y en suma, igual. Y esto pasa en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Alemania, en Dinamarca, en Grecia, en...» «¡No! —cortó al llegar aquí una voz perfectamente modulada. —Perdone su señoría, pero... en Suecia ¡no!...» ¡Soriano! ¡Concho con el hombre! «Bueno, en Suecia, ¡no!»— hubo de conceder Garona, turbado un punto por las risas de la Cámara. Sino que se supo reponer de la sorpresa, y recobró muy pronto la atención con sus bríos insuperables. «¡En Suecia, sí!» —hubiese dicho Juan, cierto de ello, descacharrándole el chiste al diputado por Valencia. De todos modos, hizo efecto el discurso y se pasó a la votación. Garona fue festejadísimo.

Y Juan salió a la calle reventando de grandeza y de victoria. Garona le felicitaría. Garona le ayudaría. Garona le impulsaría hasta hacerle tocar en algún tiempo las cimas del prestigio y del poder. ¡Eran su talento y sus estudios los que habían ganado esta tarde la batalla!

¡Oh, Garona! ¡Su padre! ¡Su Dios!

¡No sería él quien tan villanamente le ofendiese con la esposa!

Esta promesa le dejó una calma que le permitió ir a pasearse en la Moncloa, paseo de políticos también. Hubiérase encaminado hacia el hotel de mejor gana, a ver qué le decía el prohombre, Esto érale imposible sin llevar bien meditado su plan de conducta con Casilda. Renunciada, desde luego; mas ¿qué disculpas, disimulos o (al revés) severos reproches oponerle?... No fue capaz de hallarlos mientras corrió en el tranvía.

Cuando se apeó frente a la Escuela de Ingenieros, moría la tarde. Luego, borrose completamente el crepúsculo del sol, y quedó la luna alumbrando las florestas. En dos horas de esta soledad no fue el joven capaz de hallar la solución. Por una parte, él no era quién para amonestar a aquella dama, ni para adoptar con ella severas actitudes: le echaría a la calle... y en paz...; ¡y adiós protecciones del marido!... Por otra parte, su resistencia pasiva sería inútil, completamente inútil, si ella le acosase, poniéndole de nuevo en... la peligrosa situación de esta mañana... Uno u otro día, acabaría por ceder... ¡como el mismísimo José o el santo Job, en su pellejo!

Sin embargo, su conciencia le forzaba a renunciar. El fantasma del ultrajado se le aparecía por lo más negro de las frondas. El sacrificio se le imponía, por difícil que fuera su realización, por duro que fuese para él mismo, por estéril que le resultase, además, con respecto a aquel en cuya consideración lo efectuaba... ¡Estéril, sí, estéril en absoluto para el agradecimiento de Garona, puesto que lo ignoraría!

Salió de la Moncloa por no perder el juicio. No había resuelto nada. Un genio macabro, burlón, parecía estarse complaciendo en presentarle el mal como absolutamente inevitable. Sobre su honrada y firme voluntad de esquivarse de Casilda, triunfaba cruel aquel dilema: «Si callas y la esquivas con dulzura, te vencerá, y habrás sido un inicuo desleal con el marido, que es como tu Dios; y si la rechazas violento, te echará a la calle, y la habrás perdido a ella y al marido!...»¡Ah! Lo primero era espantoso, indigno de él; pero lo segundo, terrible, porque ni siquiera le podría agradecer Garona este hundimiento suyo para siempre en el abandono y la pobreza. En prueba, acordábase del secretario antecesor. Garona mismo lo decía: «aun siendo listo, tuvo que prescindir de él por mal fachado, porque le olía el aliento...» O lo que es igual, porque Casilda conspirase contra el pobre sordamente. ¿Y no iba a conspirar contra Juan, si le fuese con rigores moralistas?

Paseó al azar, por las calles, hasta las nueve, hasta las diez. Su errar sombrío iba teniendo un poco de la locura y la cerrazón desesperada del hombre que ha hecho un crimen. Todo le inducía a creer que, si no lo había hecho, tendría que hacerlo. A las diez y media estaba en San Marcial. A las once en el Viaducto. Pensó si la verdadera solución del conflicto entre su honradez y su miseria no fuera suicidarse... Faltábale el valor; mas no era menos cierto que en el mundo, en la casa de Garona (que era el mundo para Juan), sobrasen él... o Casilda.

Miró hacia abajo. No sólo le faltaba el valor para arrojarse, sino que parecíale horrible que ni siquiera Garona pudiese luego saber por qué mártir abnegación se suicidaba.

La idea cruel tornaba escueta: «Sus heroísmos, cualesquiera que ellos fueran: el de la renunciación a su existencia o el de la renunciación a Casilda, tendrían que resultar estériles, ignorados, sin obtener la gratitud más mínima de aquel en cuyo loor se realizasen».

¿Qué favor era éste que te dispensaba un presunto amante generoso a un marido, si él no lo sabía?... Y no obstante, ni discursos, ni estadísticas, ni toda una vida de secretario inteligente, valdrían lo que una lealtad de tal estirpe. El saberlo, y caballero antes que político y que todo, el caballero, le obligaría a una eterna fraternidad con el leal.

De pronto creyó ver Juan una centella por los aires. Era una idea... una idea de luz, nada más. En su pensamiento la había forjado el contacto de tres negros nubarrones: «la incompatibilidad suya con Casilda», «la indecencia de Casilda con Gaspar» y «el apuro de su lealtad de hombre de conciencia»; y la idea, la idea de luz purificadora y siniestra que había saltado como un rayo, se concretaba en lo siguiente: «DECÍRSELO A GARONA».

¡Decírselo todo, todo!... Lo de Gaspar y lo de él, y (¡cómo lo veía de claro, rotas al fin en su cerebro las densas brumas de la duda!) no se le imponía otra cosa a la verdadera lealtad de una conciencia; porque sin contar con que de este modo obtendría su debida compensación de gratitud al sacrificio, de otro modo, en el callar, quedaríale al cobarde silencioso la complicidad de aquella escena del Gaspar infame, la complicidad del deshonor de un caballero, ya consumada.

Imperativo, categórico.

Se detuvo con el fin de confirmarlo. Iba ahora por los jardines de Oriente. ¿No era Garona su padre? ¿Más que un padre?... Pues si de su padre supiese Juan que, por ejemplo, una madrastra le ofendía, que hacía escarnio de su hogar y su cariño y su respeto... Juan sería tan miserable como ella o se lo diría a su padre. Con más razón, si llevase su desvergüenza la madrastra hasta provocar al hijo.

Sí, sí.... imperativo, categórico para el caballero, para el hombre agradecido, para el leal, hasta para el cerebral de conciencia filosóficamente recta formada por los libros. ¿De qué servirían sino tantos tratados de ética como él leyó? ¿Era que iban a ser una cosa las cuestiones en los libros y otras en la vida?

Todavía, si del heroico silencio suyo pendieran la salvación de la dicha y de la honra de Garona, de aquélla por que nada supiese, y de ésta porque aún la mujer no hubiérasela perdido, se comprendía la generosidad de tal heroísmo en el silencio. Entonces, incluso podía meterse a predicador de la pobre extraviada, imponiéndola el deber, bajo amenaza de contárselo al esposo...; pero con Casilda... ¡bah!

Era resuelto. Iba a descubrirla.

Garona la encerraría en un convento, la confinaría en algún departamento del hotel, cuando menos. El secretario quedaría noblemente tranquilo por la casa. Muy duro esto, en verdad, pero justo; y Juan era un juez erigido por un supremo código moral, si ya no fuese bastante el estar siendo, a pesar suyo, con respecto de la inicua, un rival por ella misma forzado contra ella a un duelo a muerte.

Razones, pues, de justicia, de lealtad, de gratitud, de bien nobles y humanos egoísmos. Todo confluía sobre aquella decisión para fiarla. Únicamente le callaría a Garona el nombre de Gaspar, con el fin de evitar un lance inútil, puesto que purificar su casa era lo que urgíale al hombre honrado y ultrajado.

Marchó de prisa, pronto a la acción..., fortificado con tal cúmulo de consideraciones filosóficas.

Por cuanto a la forma, lo había resuelto, desde luego: carta.

La palabra es indecisa e imprudente. No había como lo escrito para decir las cosas con una perfecta precisión.

Halló frente al Real un café, y entró y pidió cerveza, papel y tintero.

A la una menos cuarto, tenía escrito lo siguiente:

«Excmo. e Ilmo. Sr. D. Ángel Garona:

«Mi respetable protector y entrañable amigo: me veo en la dolorosísima necesidad de hacerle confidencias. Son enormes. Pero el deber y el cariño me guían, y yo espero que usted comprenderá mi situación. Su señora de usted (perdóneme que se lo diga de una vez, pues fueran vanos los rodeos), no es digna. Entre escarnecer con ella el honor de usted, o revelarle su impudicia, opto por lo último. No quiero determinar hechos concretos. Básteme decirle que desde que llegó de Asturias, me asedia y me provoca osadamente. Esta mañana, su audacia llegó a un término increíble. Por eso partí desolado de esa casa, que yo venero, y no he vuelto en todo el día.      Antes de dar este paso, mi respetable señor y protector, he pasado un horrendo calvario. Si me decido a él, después de hondas y largas reflexiones, es porque no es la primera vez que su esposa falta a sus deberes. El día mismo de su llegada, la sorprendí en brazos de un señor a quien no conozco.

Creo poder ser creído por usted, en cuanto a lo que a mí personalmente se refiere, sobre todo, sin necesidad de testimonios. Pero si hiciesen falta, podrían servir los de Martina, el ama de llaves, y los de mi amigo Victorino, quienes esta mañana presenciaron mi extraña turbación.

Harto sé cuán grave es lo que acabo de escribirle. Insisto en que a ello me mueven mi deber de caballero y la lealtad y la gratitud hacia el hombre noble a quien debo cuanto soy. Ahora, si cree usted que hice mal, con la verdad, impóngame el castigo que juzgue conveniente.

Lo espera resignado, su siervo,

Juan García

Una vez cerrada la carta, se fue Juan a la Puerta del Sol, le puso el sello, y la echó en el buzón del estanco —como quien echa en una caja su destino.

Luego, tranquilo, descansado, con el sereno terror de quien está cierto de haber provocado un drama de justicia irremediable, se dirigió lentamente hacia su casa calle San Bernardo.

Llevaba el trágico orgullo de haber sabido renunciar, en nombre del deber, a una mujer encantadora..., a esto que por nada del orbe renunciarían los fatuos..., los imbéciles...

VIII

Había dormido Juan muy mal. Hacia Casilda sentía la profundísima piedad del juez por su condenado a muerte. Piedad tardía..., una vez firmada la sentencia —y la sentencia era aquella carta que ya estaría quizás en el hotel... ¡Cerraba los ojos, por no figurarse la tragedia!

Durante la noche halló oportuno requerir esta mañana amistosamente a Victorino, puesto que en su acusación le aludía, forzándole a una directa intervención en el asunto. Por eso iba camino de su casa, calle del Pez.

Llegó, y se lo encontró durmiendo, aunque eran cerca de las nueve.

—Oye, Victorino. Sería tonto que te ocultase lo de ayer, ya que has de saberlo, y ya que, además, tú estás en la pista de todo por mi consulta de Fornos. En efecto, el secretario del cuento soy yo..., y la mujer de Garona, la duquesa. Ayer, ya viste...

Se interrumpió. Con el fin de puntualizar nuevamente la historia. Se la refirió íntegra, y le dio cuenta del alto acto de justicia ejecutado con la carta.

Victorino se restregó los ojos. Creía soñar.

—Pero... ¡demonio!

El asombro no le dejaba hacer más comentario.

—¡Sí, chico! Me lo ha impuesto mi conciencia. Yo soy, ante todo, un hombre de conciencia.

—Pero... ¡demonio!...; pero eso es una barbaridad, Juanito de mi alma... No temes que...

—Es tarde para reconvenciones. Ya está hecho. Ahora, lo que espero de tu amistad, cuando Garona te llame, es que digas que, efectivamente, yo te conté toda esa historia disfrazada, y que ayer viste cómo me llamaba Martina. ¡Nada, ve al hotel! Yo no volveré hasta que Garona me avise. ¿Estamos de acuerdo en esto?

—¡Demonio! —repetía el asombrado Victorino.

Juan, para no desvirtuar su requerimiento con inútiles palabras, le estrechó la mano y se marchó.

—«¡Demonio! ¡Demonio!» —seguía repitiendo Victorino.

Su cara expresaba alternativamente la preocupación y la alegría.

Luego se vistió con desatino, y se echó a la calle. Tanto la prisa le importaba, que tomó un coche... Pero luego corrigió: —¡No!... Sobra tiempo. ¡Mi oferta debe, poco más o menos, coincidir con la carta en manos de Garona!»

Llegó al hotel, y trabajó en la biblioteca hasta las once. Desde esta hora púsose a espiar por el balcón la llegada del cartero. Garona trabajaba en su despacho. Su mujer no había salido.—Entró el cartero. ¡Bien!... Victorino se lanzó en busca de Martina.

Quiso la suerte que se ahorrase a esta intermediaria, porque al cruzar los fondos del hotel, descaradamente, con la audacia de su papel de salvador, tropezó en un saloncillo a Casilda leyendo una novela. Admirado de su elegancia y su belleza, se inclinó:

—Señora tengo el honor de hablar con la dueña de la casa, ¿no es cierto?... Pues bien; yo vengo a prevenirla de algo horrible, de parte de mi amigo y compañero Juan García..., aprovechando la afortunada circunstancia de hallarme también aquí como auxiliar de secretario. Ese Juan, señora, es un idiota. A mí me ha ido contando día por día sus incidentes con usted. A su marido de usted le ha escrito anoche una carta acusándola de todo, ¡y de lo de ayer mañana!

—¡Acusándome! —profirió Casilda, dejando caer el libro.

—Y del modo más villano, señora, sin la menor noción de lo que le debe a una dama un caballero. A mí me cita por testigo.

—¡A usted!

—Sí. De sus confidencias, y de haber presenciado ayer la llamada de usted, señora, por medio de Martina.

—¡Oh! —exclamó Casilda, loca de terror.

Victorino, acercándose, intimó:

—La carta debe de estar leyéndola ahora mismo su marido, porque el correo acaba de llegar. Por eso he osado buscarla a todo trance, señora, tras de haber buscado toda la mañana a Martina inútilmente. Mi objeto es ponerme a sus órdenes. Excuso, pues, de advertirla que yo al Sr. Garona le diré todo lo contrario: esto es, que ese idiota de Juan había tenido la locura de apasionarse de usted, y que despechado... hace lo que hace. Creo que esto mismo debe usted decirle.

    —¡Oh! ¡Gracias, gracias! —murmuró esta vez Casilda, con las manos cruzadas en la barba.

Y no viendo tiempo que perder, tocó un timbre e hizo que llamasen a Martina. Apenas medio informada ésta, oyéronse los pasos de Garona. Traía un papel —la carta; y en la faz un gesto de enojos, que se acentuó profundamente al ver la escena de complot.

—¡Sé lo que traes! —se apresuró a manifestar Casilda, con una sonrisa de altivez y de amargura. —¡La carta de un imbécil!... ¡Mira!... Los que te cita por testigos.

Señalaba a Victorino y a Martina, y esto hizo crecer la estupefacción en el prohombre.

—Ese desdichado —añadió la dama— tuvo la loca pretensión de cortejarme..., de apasionarse de mí. Ayer promovió un escándalo, del que se enteraron Martina y este joven, y preferí callártelo, después de arrojarle de esta casa. Viendo que no podía volver, su venganza es esa carta, de cuyo exacto contenido acaba de informarme, como ves, ¡este señor!

El prohombre se quedó mirando a Victorino.

—Sí, señor Garona; esta mañana ha tenido el indecente e hipócrita de Juan la avilantez de contarme su... estúpida venganza.

Dejó caer Garona el brazo de la carta, paseó una fiera mirada por el aire, y salió como un león que busca a un gato.

—¡Ah, bandido! ¡Yo sabré qué hacer! —había rugido únicamente.

Y Casilda, la bella rubia atribulada, la salvada por el lindo Victorino de un modo tan seguro y rápido, tan exquisitamente galante y eficaz, acercose a él, y dijo cogiéndole ambas manos:

—¡Ah! ¡Gracias! ¡De todo corazón! ¡No podré haberle pagado jamás, ni con la vida!... Ahora le ruego que vaya a disuadir a mi marido de que busque a ese... infeliz. ¡Que esto no transcienda! ¡No deben hablarse!...

Certero y rápido siempre, escapó de la sala Victorino.

IX

Dos horas después, recibía Juan esta misiva:

«Señor D. Juan García.

«Es usted un pobre mentecato, a quien le propinaré un puntapié si alguna vez llego a encontrarle en mi presencia. Procure, por su bien, que esto no le suceda en la vida. —Ángel Garona».

A no ser tan breve la carta, el temblor de las manos del recto licenciado la hubiese dejado caer antes de concluirla. El temblor, que habíasele iniciado en el corazón y en los labios, habíale pasado a la nuca, descendiendo por la columna vertebral a los brazos, a las piernas. La carta rodó al suelo, y el recto licenciado a una silla.

Había querido ver a Victorino, y éste no le recibió. Ni en la tarde del viaje, ni dos días antes. Victorino se había mudado al Hotel del Universo.

Dos años después, el recto licenciado, escribiente en los consumos de Gerona, tenía sarro en los dientes, las uñas sucias y las largas guías del bigote, una para arriba y otra para abajo.

En un periódico acababa de leer que Victorino había jurado el cargo de diputado, afecto al grupo de Garona. Miró Juan en torno su oficina. Vio un jamón, sogas y moscas.

Y no pudo menos de pensar lo que ya venía pensando hacía dos años: así paga el diablo a quien bien le sirve.

Pero, filosóficamente, el diablo, para el pobre recto licenciado, eran Garona..., Gerona..., el Congreso..., Victorino..., España..., París y Londres..., el mundo todo... ¡gobernado acaso por unas ancas formidables de mujer, en una especie de machicha, cuyo ritmo llevan millares de Casildas por la tierra!


Publicado el 12 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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