El Médico Rural

Felipe Trigo


Novela



Primera parte

I

Partió el tren, negro, largo, con sus dos locomotoras. Esteban y Jacinta, en el andén, al pie de las maletas, le vieron alejarse entre el encinar, con una emoción de adiós a algo doloroso de que habíales arrancado y despedido para siempre. Fue en los dos jóvenes, en los dos casi chiquillos, tan honda y compartida esta emoción, que al deshacerse las últimas volutas de vapor en el final del puente, ellos se miraron y cogiéronse la mano. Jacinta se acercó a darle un beso y a ordenarle los encajes de la gorra a su hijo, que dormía en brazos de la vieja y fiel criada; y Esteban, inundado por la bondad de su mujer, sintió en los ojos humedad de lágrimas, en una dulce angustia de la honradísima alegría que le causaba el poder empezar, al fin, a hacerla venturosa.

—Bueno, ¿y quién habrá venido por nosotros? ¿Nadie? —desconfió Nora, la sirviente, que había criado a Jacinta y que, por quererla como madre, trataba a Esteban con la misma confianza—. El pueblo no se ve. Sería bueno que tuviésemos que ir a pata con estos cachivaches.

—No, mujer —repuso Esteban—. El pueblo, a dos leguas. Yo escribí, y seguramente habrá alguien esperándonos.

Miraban, y no veían más que al jefe de la pequeña estación y al mozo, que andaban trajinando con unas cubas descargadas; a la pareja de la Guardia Civil, que entreteníase viendo la pelea de un pavo con un gallo, y a unos niños que al pie de la empalizada jugaban con un perro.

—¡Pregunta, hombre! —incitó Nora.

Y cuando el joven vacilaba sobre si ir a preguntar al jefe, a los guardias, a otros campesinos que allá lejos ocupábanse en cargar de jaras un vagón o a una fresca mujer que asomada a una ventana de encima del telégrafo consideraba curiosamente el porte señorial de los llegados, oyóse un carro que fuera se acercaba al trote.

Un momento después entraba en la estación, sombrero en mano, una especie de flaco y ágil pastor, vestido de zamarras:

—Dios guard'té, y a la güena compañía. ¿Es osté el médico que va a Palomas, y osté dispense?

—Sí, señor. ¿Viene por nosotros?

—Mesmamente. Acabo de allegá: vide el tren, y dije, digo: arrea, Cernical...; porque yo soy Cipriano Catalano, Cernical, por mal nombre, carrero del señó Vicente Porras, pa lo que gusten los señores.

—Gracias.

—Nos diremos de seguida, si les paece, que er pueblo está al doblá la sierra, y es un cuanti tarde y no mu, güeno que digamos el camino.

Cargó con un baúl, le dio Nora el niño a su madre, para ayudar también con Esteban en el transporte de cajas y de cestas, y salieron al exterior de la estación, cruzando el edificio.

—Desengancharé las bestias, pa que ostés suban —se apresuró a indicar Cernical, viéndoles la perplejidad de abordar aquel carro entoldado y cerrado con seras por detrás—. Güervo. Voy antes a traé los otros dos baúles. ¿No hay más trastes?

—No. Los muebles llegarán mañana.

—Perfectamente.

Desapareció, y los jóvenes se quedaron complacidos de la ingenua rusticidad que se le advertía al Cernical en sus prisas, en sus ademanes y en su cara aguda de podenco. Diríase que era un hombre que no podría evitarse correr tras de las liebres si le saliesen al camino.

Los dos civiles, puestos en marcha, llegaron a un próximo riachuelo que tenían que vadear. No debía de ser fácil, puesto que estudiaban por dónde y cómo, recorriéndole la orilla. Resolvieron desmanear una borrica que pastaba cerca, montarse ambos y salvar de esta manera la corriente; pero la borrica, en medio, tropezó y se derrengó, dando con los jinetes en el agua..., y mientras el animal volvíase bonitamente a su pradera, los guardias, riéndose, sumergidos hasta la rodilla, acabaron de dirigirse al otro lado, salvando en alto los fusiles.

—¡Por vía e Dios! —lamentó a gritos el Cernical, que volvía—. ¿Cómo no han esperao ostés al carro? ¡Estos señores hubián sabío dispensá un momento la molestia!

—¡Gracias, hombre! ¡Qué más da! —correspondió agradecidamente un guardia.

—¡Pa eso estamos, pa servinos!

—¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Igualmente!

La tarde era serena, en el septiembre caluroso; el remojón no tendría más consecuencias que el deterioro de la ropa. Cernical explicaba que estos guardias eran de otro pueblo. Desunció las mulas y procedió a cargar el equipaje. Traía en el carro dos sillas solamente, Y doblaba una manta a fin de improvisarle otro asiento a la criada. Los niños que jugaban con el perro habían acudido, y comiendo uvas miraban el embarque. La mujer del jefe, que asimismo había venido a presenciarlo desde una ventana posterior de la estación, ofreció la silla que faltaba; y al tiempo que con saludos e inclinaciones de cabeza lo agradecían Esteban y Jacinta, Cernical se apresuró a aceptarla, gracias a lo cual, minutos después, todos instalados, partió el carro despedido entre sonrisas de los niños y extremosas bondades de la jefa.

—¡Sí, verás —le dijo a su mujer Esteban—, vamos a vivir bien entre estas gentes!

—¡Sí, muy bien! —confirmó Jacinta—. Nos procuraremos una casa con corral y tendremos palomas, gallinas, conejos..., y flores; muchas flores. ¿Viste qué colorados y fuertotes esos niños?... El nuestro se criará igual.

Sonreían. Estrechábanse la mano. Un bamboleo de las ruedas sobre un pedruzco hízoles callarse.

Les agradaba la selvática sencillez de estas montañas. Las gentes, sin conocerse, se favorecían unas a otras. Nunca habían visto tal humano concierto de bondad, tanta solidez de tranquila dicha —en una modestia que les hacía a ellos dos avergonzarse de sus ciudadanos atavíos: Jacinta, perfumada con ilán, traía un traje y un sombrero demasiado elegantes, y Esteban venía vestido también con excesivos atildamientos de cuello y puños y corbata de alfiler presuntuoso.

En cambio, todo olía aquí a sana honradez de encinas, de tomillos y de oveja, desde el limpio percal de la mujer aquella y de sus niños, hasta los varales del carro y las pellicas del yugo y del carrero. Por las ventanas de la estación, llenas de geranios, habían podido vislumbrar la sólida felicidad de un hogar, confirmada en sendos colgaderos de melones y jamones. Triste les era comprenderlo a los dos ilusionarios, a los dos mimosos señoritos maltratados por la suerte; mas no cabía dudar que el bienestar de una familia radicaba en la despensa.

Fue Esteban esta vez quien se inclinó a besar la frente de su hijo, y la niña esposa le volvió a tomar la mano, susurrando:

—¡Cuánto hemos sufrido!

Dobló la cabeza. Se limpio una lágrima, a pretexto de quitarse el velo y el sombrero, que chocaba contra el toldo a cada instante, por la marcha áspera del carro, y quedáronse después unidos hombro contra hombro, en una mutua protección de sus cariños.

Así permanecieron largo rato, en tanto el carro, dando tumbos, caminaba lentamente.

Sabíanse solos en el mundo, en el mundo tan cruel, abandonados a ellos propios, a su esfuerzo. Sevilla, harto lejos ya, persistíales en la memoria como un brillante infierno, despiadado. Les parecía que con el ruido y la sucia carbonilla del vagón habían dejado definitivamente los sarcasmos y tormentos de la vida dura, de la vida atronadoramente veloz y falsa que volteó impasible por encima de sus penas. Lujo y hambre, opulencias y estrecheces, catedrales y procesiones que con su suntuosidad de oros y de palios eran la estupefacción del orbe y tristezas sin redención al lado y al mismo tiempo por las calles; lleno el puerto de vapores poderosos, de yates de príncipes a veces, y en el muelle los mendigos, los golfos, las pobres empaquetadoras de naranja, con tantos claveles blancos y rojos por el pelo como lívidas alburas o rojas rosas de la anemia y de la tisis por la faz. Maldito regocijo el de Sevilla, en un conjunto monstruoso que, no obstante, resultaba esplendente bajo el sol. A Esteban, ahora, desde lejos, simbolizábasele la ciudad famosa en una bella hambrienta agonizante que cantase bajo un cielo muy azul, tocando la guitarra.

Allá iba el tren, sucio y negro, brutal en su carrera con la fatigosa mole de sus máquinas, alejándoles la confusión y el ruido de una existencia absurda que tenía asimismo las entrañas de acero y de carbón. Sobrecogidos en el silencio inmenso de estos montes, creyeron que sus vidas recobraban una cristiana y dulcísima importancia de cosas amorosamente fundidas con la paz del Universo. Libres de la opresión de la ciudad, sus tesoros de amor y juventud se dilataban en una armonía maravillosa de esperanza con el canto de las ranas y los pájaros y los rumores de las aguas y las selvas.

Olía a tomillos, cada vez más, y todo alrededor se les iba confirmando recio y diáfano, en una plástica pureza generosa que parecía brotar de las encinas. Dejada atrás por la extensa vega del riachuelo una vacada, iban cruzando ahora, sierra arriba, entre hatos de carneros y chozas de pastores. Las piedras de las cercas eran del color del hierro y las talanqueras, fibrosas y resecas, igual que los arados. Volaban las tórtolas por encima del ramaje. Acudían leales y furiosos los mastines a ladrar al paso de las mulas.

Una guapa zagalota, descalza a media pierna, que de alguna fuente venía sola y descuidada entre los riscos, a una simple petición del Cernical, se detuvo y entregó para beber su cantarilla.

Porque el Cernical sudaba, con su incesante trajín de gritos y trallazos, que más que castigos parecían caricias a la yunta. «¡Anda con Dios, güena moza», había despedido jovialmente a la muchacha, tornando a poner en marcha el carro. Y Esteban y Jacinta, propensos a percibirle a todo su efluvio de poesía, recordaban que no eran éstos los palos y blasfemias de los carreteros en Sevilla, ni mucho menos los piropos con que por cualquier desierto camino de las huertas sevillanas se saludase, al ponerse el sol, a una linda joven que, como la que acababa de pasar, cruzaba los campos sola y gentilmente, sin miedo a que ultrajase a nadie sus pudores.

¡Ah, sí, indudablemente! Emanaba cada cosa aquí una rústica placidez encantadora. El carro, que en las piedras y baches del camino daba tremendos bamboleos, iba subiendo poco a poco, con un rudo tranquear de ruedas y de cubos que en nada parecíase a aquel estridor apremiantísimo del tren.

Dentro llevaba cuernos aceiteros, amarrados con cadenas, y mantas y cordeles que trascendían a monte fuertemente.

—¡Cudiao! —solía advertir Cernical en los pasos que ofrecían mayor dificultad.

Y entonces, mientras Jacinta y Esteban se afirmaban en las sillas, protegiendo de los golpes sobre todo al niño, que seguía durmiendo en brazos de la Nora, el Cernical, pasándose de rodillas al yugo desde el lomo de una mula, a fuerza de gritos y tirones del ronzal conducía el carro con una precisión que había acabado por tranquilizar a los viajeros. Unos zis, zas, tres o cuatro alternados movimientos de cuchara, otro más. violento caer a tierra firme, y he aquí el obstáculo salvado sin más que unos cuantos coscorrones.

Caminaban ya, ganando la mayor altura del camino, entre canchos y jarales. Un desfiladero de cobrizas rocas sobre cuyos picos cerníanse los murciélagos. Otra pastorcilla, seguida por dos perrazos tan altos como ella, guardaba cabras por la abrupta soledad. Y el carro, siempre resonando sus trancas, sus herrajes, tenía que aventurarse en desniveles y revueltas que poníanle a punto de volcar a cada paso.

Pero las alarmas de Jacinta las calmaba el marido dulcemente. Ella, luego, sonreía. Queríale mucho, y fiábale hasta sus emociones. Volvían a contemplar el paisaje bravo y pintoresco que se iba ensanchando delante de ellos con amplios horizontes del lado opuesto de la sierra, y dejábanse tomar de nuevo por la vasta calma de estos campos, que acogíalos en tan brusco y bello cambio de sus vidas.

Luego que ganaron el puerto, tornaron a ver el sol, que declinaba en un dilatadísimo celaje de oros y de púrpuras. Era una infinita sábana de nubes avellonadas, color de sangre, finamente festoneadas por la luz del astro, y que se prendían a él dejando a la derecha un claro cielo verde de nitidez maravillosa. Debajo abríase la enorme extensión ondulada de los valles, perdiendo en dorada niebla la fronda de sus dehesas, de sus olivares, de sus viñas, de sus huertas y sus tierras de cultivo. Un río, allá en el fondo, reflejaba en sus serenas tablas las lumbres del crepúsculo, y no muy lejos de la falda de la sierra veíase un caserío agrupado en torno de una torre cuya esbelta caperuza de pizarra parecía también saludar con sus llamas de reflejo a los viajeros.

¡Palomas! —se apresuró el Cernical a indicar—. Velayí el pueblo, que paice que se toca con la mano. Pues, tavía no hamos andao ni la mitad.

Lo miraron todos desde dentro.

—¡Qué pequeño! —opuso Nora la primera.

Y Jacinta y su marido, extasiados por el hermoso panorama, comentaron:

—¡Qué bonito!

—¡Qué bonito!

—Chiquirriquitín —cedió el carretero—, sí, qué concho, que lo es; pero a güeno y a bonito no hay por to er contorno quien le gane. Ahí van ostés, don Esteban, a viví lo mesmo que en la gloria. Ni enfermos que curá va usté a tené, que apuesto yo que no haiga más salú ni onde la crían.

—Nos lleva usted a la fonda, ¿sabe?

—¿Cómo fonda? Pero, ¿quié osté que vaya a habé fondas en Palomas?

—Bien; a la posada, a una hospedería, hasta que busquemos nuestra casa. ¿Las hay desocupadas, que sean buenas?

—Desocupás que desocupás, digo yo que no es sencillo, porque hasta osté no hamos tenido médico, médico propio, vamos ar decí, y no hay pal médico casa que se diga. Cada cualiscual tiene su apaño; pero no es que haigan de fartá, y en tan y mientras, por esta noche, se quearán ostés en la der señó Vicente Porras. ¡Riaá, Morita! ¡Riaá, Serrana! ¡Arsa!... ¡Jaup! ¡Jaup! ¡Jaup!...

Las mulas trompicaban en otro mal paso del camino; atendió a ellas Cernical.

Esteban, mirando al pueblo, trataba de compenetrar la impresión de su espectáculo con la única que de él había podido adquirir en un Diccionario enciclopédico donde se hubo procurado los informes. Brevemente, el libro le había dicho que Palomas era una aldea de ciento veinte vecinos, situada en las feraces estribaciones de Sierra Morena, con escuela pública, Juzgado municipal, a diez kilómetros del apeadero Los Torniscos, donde el tren hacía una hora les había dejado, y con producción de cereales, de vinos y de aceites.

Él y su mujer, además, por recuerdos de versos y novelas, apoyados con los de la infancia de la Nora, que había nacido en otro pueblecillo andaluz, y confirmados por la verdad tan dulce que la realidad les iba presentando, traían el alma rebosante de la visión de estos edenes perdidos entre idílicas montañas con sus gentes nobles, sencillotas; con sus ricos generosos, sus pastores, sus esquilas de ganados y sus bailes de alegres mozas en medio de una dicha patriarcal regida sonriosa y santamente por la torre de la iglesia y por el cura. Cada estación del año representábaseles con un diverso encanto, siempre lleno de cándidas bellezas: el invierno, de nieves y de fríos cortados por el humo en espiral de los hogares, en que a la hora del Angelus contaríanse cuentos de brujas y de lobos; la hermosa primavera, que tendería sus mantos de esmeralda como alfombras del amor y del trabajo; las eras del estío, con sus noches de chicharras y de estrellas...; y el otoño, en fin, que poblaría las viñas de lindas muchachas y zagales cuyos cestos les coronarían de pámpanos las frentes...

Sin decírselo, dándoselo a entender con medias frases, sentían Jacinta y Esteban la viva sugestión de todo esto, en tanto Nora dormitaba sobre el niño. Fatigados ellos también por el largo viaje, y con ganas de llegar, habían notado que el carro, siguiendo sierra abajo las largas eses de la cuesta, según fue anocheciendo parecía alejarse de Palomas.

El cielo perdía su esplendor de roja lumbrarada, y en los llanos encendíanse por sitios diferentes unas líneas de llamas que brillaban cada vez más, como si caídos del celaje los fuegos de sus púrpuras fuesen abrasando la campiña. El Cernical explicó que era la quema de rastrojos, útiles sus cenizas para abonar las tierras, luego que habíanlos esquilmado las espigadoras y las cabras.

—Por lo visto —dijo Jacinta, volviendo a reclinarse cansada en el hombro del marido—, no había habido nunca médico en Palomas.

—No. Se conoce que lo visitaría el de algún otro pueblo, como anejo.

—Mejor. Así, nosotros..., tú, fundas esa plaza, y estarán contigo más contentos.

El recordó un temor ingenuo, que hubo de servirles para reír mucho, en Sevilla, cuando resolviéronse a este viaje, y tornó a repetirlo, bromeando:

—Sí, sí, mujer... Lo único que siento es venir a un sitio donde... ni ¡médico tendremos!

—¡Tonto! —le acarició Jacinta.

Y se calló.

Se calló él también, y el silencio los lanzó en evocaciones muy amargas —porque además ambos sabían que aquel recelo sincerísimo tenía por fundamento la escasa fe de Esteban en sí propio, en su aptitud para ejercer la profesión.

Un rato después, a oscuras dentro y fuera del carro, al que por ir ya siguiendo el camino llano y arenoso del borde de un arroyo podía el Cernical guiarlo con descuido, el joven médico, siempre sintiendo en la mejilla el pelo de su niña esposa, de la madre de este hijo del alma de los dos, asimismo en su angélica inocencia tan abandonado a los amparos de él..., como en el centro de su conciencia lacerada contemplaba sus recuerdos. Un dolor los presidía; y era el de su madre, muerta sin haber logrado verle con la carrera concluida, sin haber podido disfrutar el gozo de saberle al fin en condiciones de ganarse la vida por sí mismo. Él iba a situarse entre honradas gentes útiles, para serles útil a su vez, y solamente, en tal consagración de dignidad pudo recibir en cartas de sus dos hermanas las alegrías de la victoria.

¡Muertas o tan lejos, todas las ternuras que hoy pudiesen festejarle su contento y rodearle en el amor de la pequeña y nueva familia suya que este carro conducía por las sombras de la noche y de los campos con ansias de un poco de fortuna!

«Palomas». Hasta el nombre del pueblo parecíale consagrado de blancuras e inocencias... Llamaríase así, quizá, porque en él abundasen las palomas.

Y el carro, al fulgor de las estrellas, seguía marchando lento, lento, entre fuertes y selváticos perfumes de hinojos y mastranzos, haciendo gemir ahora blandamente sobre la arena del camino sus trancas y sus cubos.

II

—Dispierte si le paice a las señoras, porque vamos allegando.

—¿Llegando? —extrañó Esteban, que no veía entre las sombrías siluetas de unas tapias luz alguna.

—Sí, señó. Estos son los corralones.

El camino hacíase otra vez desapacible; un rudo bamboleo a la vuelta de una esquina despertó a Jacinta y a la Nora antes que Esteban lo intentase.

Entraban en las calles. El carro, a juzgar por sus saltos y sus ruidos, cruzaba un piso donde sucedíanse a cada instante los barrancos de tierras y los manchotes de empedrado. No había más iluminación que la que trasponía tímidamente el portal de algunas casas. En una, a cuya puerta veíase mucha gente, detuviéronse.

El médico saltó al suelo y recibió afectuosísimos saludos. Hubo que quitar la yunta para que bajase la familia.

Pasaron al interior. En una gran cocina, alumbrada con dos reverberos de petróleo, vieron los recién llegados que les cumplimentaba la plana mayor del pueblo.

El concurso se instalaba en sillas alineadas por las paredes y en torno a una mesita donde lucíase abundante provisión de vino, leche, pestiños y aguardiente. La llegada del médico constituía, sin duda, un gran acontecimiento en el lugar. Con el desorden de alborozo, tardaban en sentarse. Esteban colegía que el señor Vicente Porras debía de ser aquel hombre más alto, más serio que los demás, vestido como ellos de faja y paño pardo, y tan toscamente campesino como todos; pero en quien advertíase una digna autoridad de amo, inconfundible.

Sentaron al médico y a su mujer en sendos sillones de brazos, que veíanse apercibidos en el testero del hogar, sin lumbre en este tiempo, y así los dos jóvenes quedaron presidiendo aquella recepción.

Obsequiáronles con cosas de la mesa las hijas del señor Vicente. Llanotas y toscas como el padre, vestían con la misma aldeana sencillez que las vecinas.

Andaban torpes; sobrecogidas, se dijese, por el fino aspecto de la médica, que tal que una rubia marquesita, vendría a ser el adorno de Palomas.

La distinción, el lujo y principalmente la juventud del matrimonio, causaban gratísima sorpresa.

Y pronto, bien pronto, al notarles su bondad y su timidez, de paso que una de las hijas de Vicente despertaba y se llevaba al niño en brazos, Vicente y su gorda esposa, Juana, empezaron a tratarlos en calidad de paternales protectores.

Bromeáronles un rato sobre aquellas ciudadanas vestimentas. Aquí podrían ahorrarse el gasto, vistiendo ella de percal y el médico un capote en el invierno. Sin embargo, se les veía contentísimos con la adquisición de estos médicos de fuste, y al tiempo que les ofrecían la casa, por esta noche, hicieron que un tío Zumba, allí presente, confirmáraseles propicio a cederles dos alcobas en la suya, hasta que encontrasen algo de su agrado.

—Pero, ¡Virgen, si paicen hermanitos! ¡Dos criaturas! —repetía la señora Juana.

—¡Dos criaturas! ¡Dos criaturas! ¡Como hermanos! —coreaban los demás, admirando a aquella rubia y linda señorita que incesantemente sonreía complacida de tan gran cordialidad, complacida de la eucarística blancura de la estancia en cuyas bóvedas veíanse por docenas las morcillas, y en cuyos muros brillaba limpia la espetera con sus cobres y sus hierros.

Truncóse la cordial algarabía con algo trascendente. Otras mujeres entraban buscando al médico. Sabiendo que acababa de llegar, querían que viese al tío Macario el guarda, que estaba con un cólico.

—¡Ah, qué bien! ¡Tener médico siempre tan a mano! —celebró el señor Vicente, dispuesto a acompañarle.

Fueron con él muchos más y condujéronle del brazo, entre dos, para que no tropezase cuesta arriba. Oscuro, todo oscuro; no se veía absolutamente nada.

—¡Arce usted los pies, y caigan donde caigan! —recomendábanle, en una cariñosa protección casi burlona.

Un perro les ladró, y uno de los acompañantes le despidió de una patada. Luego les ladró otro perro, y largáronle un trancazo.

—¡Pa los perros —aconsejó un hombrón que iba delante—, debe usted, don Esteban, procurarse un garrote como éste!

Y Esteban, trompicando, sentía el ridículo de su desmaño ante las cosas y los hábitos del pueblo, igual que cualquiera de estos hombres sería un paleto en Madrid, aturdido por los voltaicos focos y torpe para sortear los carruajes, él lo estaba siendo en Palomas, incapaz de marchar entre baches y tinieblas sin auxilio. Unas veces pisaba en blando, como paja; otras, aristas y picos de peñascos; pero los aldeanos tendrían ojos de lobo que les permitiese ver en las tinieblas.

Llegaron. Estaba llena la casa del enfermo, ansioso el pueblo por ver a su médico en funciones.

—¡Anda, anda! ¡Qué jovencito! —oyó Esteban que comentábanse de unas en otras las vecinas.

La alcoba no era grande. La cama, sí, y llegaba casi al techo, de cuyas negras vigas pendían botas de montar y arreos de caza. Tropezándose con ello, Esteban se instaló junto al paciente. No pudo en seguida intervenir, por respeto al acceso doloroso en que el guarda retorcíase lanzando clamorosísimos quejidos. El dolor y el calor tenían al pobre hombre sobre las ropas de la cama, al aire, además, el vientre, entre la camisa y el sucio calzoncillo. Esta desnudez no parecía alarmar el pudor de las vecinas, que se apretujaban dentro y a la puerta con el ansia de mirar a Esteban y de verle poner remedio a la grave situación.

Grave, sí, tal vez: parecía indicarlo la faz desencajada del paciente y la falta de pudor de las mujeres, que sólo suele darse, por piedad, en las grandes inminencias de peligro.

Comprendía el médico que iba a jugarse la opinión en que hubiesen de tenerle desde luego estos fiscales y fiscalas de su práctica primera (tan primera, ciertamente, aquí y fuera de aquí, que nunca habíase visto con un enfermo encomendado a su responsabilidad antes de ahora), y trataba de afinar su proceder, su lucimiento. Había al lado opuesto del lecho, sobre todo, una vieja con gafas redondas que le miraba fija y le azoraba. Según manifestó, ella le había puesto al guarda la cataplasma del vientre; tratábase de un cólico producido por un chorizo con guindillas y un potaje de habas secas.

Lo malo para Estaban, aun teniendo la fortuna de encontrar hecho el diagnóstico, era que no había estudiado el cólico jamás. Ni sus patologías ni sus maestros habláronle de las enfermedades del estómago, sino a partir de las gastritis; es decir, de efectos harto más fundamentales e importantes que la simple indigestión. Y entonces, ¿dónde haber aprendido él a curar la indigestión ni cómo tratar la de este hombre, que retorcíase de dolores igual que una serpiente?

En las treguas del dolor, reconocía e interrogaba:

—¿Cómo se llama usted?

—Macario Broza, pa servirle..., ¡ay!, ¡ay!

—¿Qué edad tiene usted?

—Cuarenta años.

—¿Es usted casado?

—Sí, ¡mecachi en diez!

—Le duele aquí, ¿no es esto?

—Uuuff... —rugió Macario, y enroscóse con otra crisis de dolor, lanzando gritos.

Aguardaba Esteban, pálido, con toda su universitaria ciencia puesta en conflicto de total inutilidad y de fracaso ante una de estas vulgares indisposiciones que cuando pequeño y sin necesidad de médico a él mismo curábale su madre. Las mujeres que estaban observándole y la vieja de las gafas sabrían en este caso más que él. Honradamente, debería entregar a los cuidados de ellas el enfermo, confesándolas la imprevisión de los libros y de los profesores de medicina al no enseñar el cólico.

Sino que..., ¡bah! ¿Cómo tomaría el público semejante candidez?... Su condición, el prestigio de su título, imponíanle la farsa, aunque hubiera de ser con perjuicio del enfermo.

Porque eso sí..., los recuerdos de sus libros, que no estudiaban tal dolencia, abrumábanle, además, al querer trazarle el plan de curación con dispensas y contrarias reflexiones. Veía delante dos urgencias: calmar el dolor y expulsar los nocivos alimentos. Sino que daba la casualidad maldita de que una y otra indicación fuesen decididamente inconciliables: si administrase láudano o morfina, en el aparato digestivo paralizaríanse los planos musculares, reteniendo las materias dañosas por quién supiere cuántas horas y provocando acaso reabsorciones, infecciones; y si, al revés, daba un emético, exacerbaría los espasmos dolorosos, tan tremendos ya, exponiéndose a romper el intestino... De donde inferíase la probabilidad, bien lamentable, de convertir en mortal, un trastorno pasajero por una torpe intervención.

La gente fatigábase de tantas inútiles preguntas como él seguía haciendo por darse tiempo a meditar y empezaban a mirarle recelosos. El maternal afecto que la juventud de Estaban había inspirado a las mujeres, creía él que se le iba transformando, al fin, en una condescendencia compasiva. No debía retardar más cualquier resolución. Pálido, temblando, sacó lápiz y papel, y entre aquellos dos remedios capaces de originar una catástrofe, prefirió el menos ofensivo. Púsose a escribir:


Ds.
Láudano de Sydesham...

 

Pero se detuvo al oírle a la vieja de las gafas:

—Vaya, don Esteban, disimule; le habemos molestao pa una simpleza, porque usté no diga que se mete una a excusá...; pues claro es que aquí no hace farta más que un vomi.

—¿Un qué?

—Un vomitivo y un buen jarrao de agua caliente pa detrás.

«¡Ah!» —sorprendióse el joven mentalmente, En seguida, supliendo con aquella tan persuadida de la vieja la experiencia que a él faltábale, siguió escribiendo en la receta:


Láudano de Sydesham........ 4 gr.
De ipecacuana en polvo........ 3 gr.
En 3 papeles.

 

—¡El vomitivo! —dijo—. Pongo también láudano, por si luego le siguiesen las molestias. Entonces le dan ustedes, en agua, doce gotas. Lleven un frasco a la botica.

Supo que no había botica en Palomas, como no había alumbrado público. Se surtían de Castejón, villa distante legua y media. Sin embargo, tío Potes, el barbero, y otros vecinos guardaban provisiones de todos los remedios usuales: purgas, vomitivos, calmantes, quinina, malvavisco...

Escapó un muchacho a casa del tío Potes.

Esteban, que había ido a esperar en la cocina, vio rato después entrar a un personaje que produjo expectación; le abrían calle en el pasillo las mujeres, y el recién llegado, solemne y mudo como un rey que se dignase presentarse ante otro rey, iba avanzando hacia Esteban con un papel en cada mano. No llevaba sombrero ni nada en la cabeza, y la frente, amplísima, orlada de pelo rizoso y gris, las gafas tras de las cuales brillábanle los ojos y el limpio y afeitado rostro audaz e inteligente le daban el aspecto de un convencional francés o el de uno de aquellos sabios a quienes mató la guillotina.

A seis pasos del médico marcó una reverencia; siguió acercándose, hizo otra cancilleresca inclinación y dijo esbozando una sonrisa y presentando sus papeles:

—Saludo al doctor, al joven doctor con todos mis respetos. ¿Querría el señor doctor decirnos, de estas dos clases de polvos, cuál es la ipecacuana y cuál la quina loja?

Adusto el continente, tendidas ambas manos, quedó en actitud de desafío. Esteban, que habíase levantado de la silla, no sabiendo, en verdad, cómo corresponder a tales ceremonias, no sabía tampoco qué pensar del tono aquel de la pregunta. Aunque su interlocutor vestía de paño pardo y de seglar, creyó que fuese el cura —juzgando por la especie de alzacuello que el alto chaleco le formaba—. Fuese quien fuese, no cabía dudar que le ponía en un compromiso. La consulta, más que para un médico, era para un farmacéutico acostumbrado a diferenciar las medicinas. Él no había visto nunca, quizá, estos medicamentos, aunque en la terapéutica estudiase su color y su sabor. Examinándolos, hallaba en ambos el mismo aspecto de canela, la misma finura entre los dedos... Gracias a que se le ocurrió tocarlos con la lengua y que el amargor intenso de la quina le dio la solución.

—¡Ésta, ésta es la ipecacuana! —resolvió, señalando el papel que precisamente le retiraba más el hombre aquel, como si ansiara hacerle incurrir, por la elección del otro, en desacierto.

—¡Ah, oh!.¡Muy bien! —exclamó con énfasis el extraño personaje—. Y diga el señor doctor: tratándose de un remedio enérgico de los que Hipócrates llamaba heroicos, ¿ha reparado usted bien, al propinarlo, si el enfermo padece alguna hernia que lo podría contraindicar? ¿Se ha fijado el señor doctor si el cólico de este enfermo es un cólico sencillo o un cólico cerrado, quizá, de miserere?

Las preguntas esta vez tenían un fondo que hizo a Esteban inmutarse. En realidad él, a pesar de sus irresoluciones anteriores, no había pensado en tales contingencias, y cualquiera de las dos podía hacer mortal el motivo.

—¿Es usted médico? —tuvo que inquirir, movido a la sincera duda por el tono magistral y por la técnica expresión del reparoso.

—¡No, señor doctor, un pobre rapabarbas! —repuso éste con dolido y humildísimo sarcasmo—: un pobre aficionado, nada más, que no sabe nada de cosa alguna de este mundo; pero que lleva cuarenta años curando a los dolientes cuando ustedes los señores doctores pídenle su ayuda o lo permiten! Así, si lo dispone usted, yo administraré la ipecacuana sin pérdida de tiempo, en dosis emética fuerte, en dosis débil, en dosis alterante, o expectorante, o un laxante, o aun antidisentérica, según empléase desde el tiempo de Galeno y se sigue empleando en el Brasil... ¿Cuánto, pues, en gramos..., ya que no dijésemos en dracmas, porque no le guste este sistema de pesas y medidas a los médicos modernos?

—¡Tres! —mandó ya firme Esteban, comprendiendo que se trataba de un barbero charlatán.

Además, había visto la necesidad de cortar el pugilato de rivalidades que el tío Potes quería entablar con él ante las gentes, y añadió, dándole a su tono toda la posible autoridad:

—Y no tenga cuidado..., ni hay hernia, ni obstrucciones. ¡Lo sé perfectamente!

Sin embargo, antes de salir, sumiso a los razonables temores del tío Potes, y mientras éste entre dos sillas preparaba aparatosamente el vomitivo, entró en la alcoba del enfermo y le reconoció las ingles para quedar tranquilo sobre que no sufriese de hernias...

Y en la calle, luego, conducido otra vez del brazo por la negra oscuridad, llevaba la íntima e inmensa persuasión de su fracaso; de su nulidad, de su derrota.

Como un general que previamente desconfiase de sí mismo, en la primera leve escaramuza había adquirido la total impresión del vencimiento. Más inútil que la vieja ante el trance de aliviar un simple cólico. ¿Qué iría a ser cuando se hallase frente a enfermos de importancia?... El barbero, este barbero que quizá hubiese recibido del alcalde o del señor Porras la misión de sondearle, de estimarle al joven médico los grados de su ciencia, pues que así tenía todo el aspecto de una escena preparada la que acababa de ocurrir, sabía más, a no dudarlo, que el mismo ex estudiante loco que habría venido aquí para engañar con su título a las gentes.

Poco importaba que esta primera vez hubiese podido escapar de las tretas del barbero. Iría a ser su rival, harto temible. Era éste, por tanto, un pueblo no sólo sin farmacia; sino sin médico, según él temió en Sevilla, desde luego, descontándose a sí propio; y se parecía ya francamente un farsante al seguir acogiendo las palabras y las bromas cariñosas de los buenos aldeanos, que acaso pronto le tuviesen que despedir a puntapiés.

¡Su ansiosa emoción de paz en las bellas y honradas calmas de Palomas, fundíansele y se le amargaban con la bien clara conciencia horrible de su ineptitud para merecerlas!

III

Dormía Jacinta, y su marido se incorporó junto a ella cautamente para ver el reloj, en la mesita.

Las tres.

Cerró el libro.

Llevaba estudiando siete horas. Había estudiado mucho, además, por la mañana y por la tarde. Necesitaba descansar. El otro barbero que le acompañaba a la visita hasta que él supiese las calles, vendría a las siete. Pueblo de trabajadores, de madrugadores, el propio Vicente Porras, instituido en consejero y protector, le había recomendado que viese temprano a los enfermos.

Estudiaba, sí; estudiaba como un loco, en una ansiosa excitación de toda la noche y todo el día, que le dejaba apenas tiempo de reposo. La pobre Jacinta, sin decirle nada, comprendiéndole no obstante los apuros, reservaba en un silencio dulce y compasivo sus tristezas.

Pero las de Esteban exaltábanse con el espectáculo de este camaranchón en que habíanles alojado. Digno de la mísera aldehuela a que los trajo la desdicha, encerraba como una grosera y destartalada cárcel las rotas ilusiones de los dos, las ternuras delicadas de sus almas, aquel pedazo del corazón que era el hijo de ellos, y que aquí también, con Nora, dormía en otra cama, protegido al menos por la angélica ignorancia de su suerte.

Contraste horrible el que formaban las doradas y coquetas camas, las colchas y sábanas casi lujosas que había ido bordando en Sevilla su mujer; los muebles modestos, pero finos, y que entre tanta fealdad parecían regiamente desplazados, con el suelo húmedo de tierra, con las paredes sólo blancas hasta la mitad, con el alto techo de pajar, a teja vana.

En obra esta casa y suspendida por la falta de recursos del tío Zumba, que intentaba levantarle un piso dedicándolo a desván, únicamente los muros exteriores habían logrado el suplemento que elevó dos metros el tejado; y dentro, los tabiques, con un festón de adobes por encima, establecían a través de los negros palos de la techumbre general una molesta comunicación de todas las estancias.

Así, escuchábase por el de la derecha las hondas respiraciones del sueño o los ronquidos de la familia entera, de los muchachos, de las mocitas, del matrimonio; y así oíase y percibíase por el de enfrente los pisotones y resoplidos de una mula y dos borricos en la cuadra, y los olores de la suela y de las botas viejas que uno de los hijos del tío Zumba tenía emplazadas con su tenderete de humilde zapatero en la cámara contigua.

Esteban, volviendo la mirada desde tantas desolaciones a su bella, a su delicadísima Jacinta, sufría el pesar de la degradación enorme a que habíala arrastrado torpemente. El mismo dolor con que estas cosas le herían a él, al señorito que allá en su hogar de Badajoz, y aun en los más modestos hospedajes de Madrid y Sevilla, había adquirido hábitos de dignidad y comodidad harto distintos, le daba la medida del que estuviese barrenando a la niña infeliz acostumbrada al mimo de sus padres.

¡Pobres padres, si supiesen siquiera sospechar la pocilga en que su hija reposaba! ¡Pobre madre, también, la suya!... Murió durante la plena tempestuosa vida del estudiante trasladado del Madrid feroz, donde dejaba un drama, al Sevilla loco, donde sólo pensó en emborracharse; esto la haría creerle perdido, incorregible, sin porvenir, con un más que mezquino capital como único recurso... «¡Sé un hombre, por Dios, hijo mío, y júralo por cuanto te quiero!», fueron sus últimas palabras. Lo juró él, pensando en la pequeña hermana, y fue tarde, a no dudar..., pues que sólo había podido obtener como premio el infierno de esta aldea...

Al menos Gloria, la pequeña hermana, tuvo al poco tiempo, cuando la familia se desarraigaba de Badajoz, enteramente con la forzosa marcha de la mayor para seguir a su marido a la comandancia militar de Reus, la suerte de casarse con el buen Daniel, con el vista de Aduanas, que se la llevó en seguida a Irún, siguiendo su destino.

Y no, no había tenido suerte él, viniendo a dar en este pueblo, y a pesar de que ni aun lo merecía. Tarde, muy tarde, sin duda, la regeneración que le prometió a la moribunda... No había tenido suerte, y de un modo cruel, fatal, parecía predestinado a transmitirles su desdicha a los dos ángeles que amó: a esta delicadísima Jacinta, a aquella Antonia de su drama.

¡Antonia! ¡Oh, Antonia, mártir de no sabríase qué implacables maldiciones! Su espectro, su recuerdo doloroso, le surgió en el corazón.

Ídolo del primer celeste amor de sus adolescentes y purísimos amores, reina y luz de salvación allá en Madrid para su suerte y su albedrío..., y hoy arrancada de su dicha y de sus brazos... quizá podrida por el vicio en el lecho de algún hospital donde Dios hubiese sido bien piadoso si cortó con la muerte sus tormentos...

Nadie hubiérale hecho creer a Esteban, cuando tres años antes, en la casa de bravos trabajadores dulces y amorosos de enfrente del Retiro soñaba con su Antonia la dicha de estos días..., que estos días habrían de ser de tantos infortunios y que, no ella, sino otra víctima de angélica inocencia fuese la que habría de acompañarle.

Se hundió más en el infinito pesar de sus memorias. Constituíanle un remordimiento y trataba de aplacarlo sincerándose en el secreto de sí mismo junto a esta amada compañera que también las conocía. Recordó la tarde en que, investido de tan dura potestad, fue su cuñado Ramón a apartarle de la Antonia venerada, de la Antonia infortunada. Enviáronle a Sevilla para que, lejos de la hundida en los horrores de Madrid, él continuase estudiando; y la desolación no le permitió otras treguas de consuelo que el del vino, entre aquellos estudiantes paisanos suyos, juerguistas y borrachos, que únicamente frecuentaban las tabernas. Vino el inopinado regreso a Badajoz por la muerte de su madre; acaeció más tarde, con la boda de Gloria y el traslado de Ramón, aquella dispersión de la familia, y el buen cuñado, aprovechando el azar de haber llegado a Sevilla unos de sus próximos parientes y advertido de la vida crapulosa del muchacho, le recomendó a la atención de aquéllos.

Cambió Esteban su conducta. Los parientes de Ramón eran los padres de Jacinta y de otras cinco niñas más pequeñas. Asimismo ingeniero militar, teniente coronel, el jefe de aquella casa, resultó para el descarriadísimo chiquillo un tutor afable que hacíale estudiar al lado suyo diariamente y comer a su mesa con frecuencia. Trató Esteban a Jacinta, criatura encantadora de dieciséis años que con su madre cuidaba como otra madrecilla a los hermanos, y poco a poco fueron ambos jóvenes pasando a una amistad confiadísima e inmensa. El estudiante trocaba su desorden en hábitos de aplicación, cuya gran fe se dijera sostenida por los claros ojos y la bondad inefable de Jacinta. Tanto el uno al otro confiábanse, que él llegó a contarla la tragedia de su Antonia; y hablando, hablando de ello muchos días, llorando juntos muchas veces por aquel siniestro amor, una tarde descubrieron en un santo beso de sus bocas, de sus llantos, que la compasión hacia la enormemente desdichada habíales ido enamorando de ellos mismos.

Esteban consideró su nueva pasión, así nacida entre piedades, como un grave problema que poníale en trance de traición y de peligro dentro de la casa paternal, a menos de arrancarse de ella para verse nuevamente en los yertos desamparos. El ansia de ternuras que le había recrudecido la, muerte de su madre, hízole afrontarlo con lealtad, con valentía.

Tenía aprobado el cuarto año; y le faltaban dos. Podía disponer de mil quinientos duros de su herencia y conceptuábalo suficiente para concluir sus estudios y tomar el título de médico. Su tenaz, su antigua idea de un hogar que permitiésele el trabajo fuera de inmundos hospedajes, prendió otra vez en su obsesión; y formalísimo una noche, solemne, consultó el plan con Jacinta. Lo midieron, lo pesaron, diéronle mil vueltas. Se trataba de casarse, procediendo a tal intento con las noblezas y cautelas, de cuya necesidad había sido él tan durante aleccionado cuando aquel otro proyecto parecido con Antonia. Primero quería obtener, y obtuvo, la aprobación de la asombradísima chiquilla; luego, encomendaríanle el éxito del plan a una carta que le escribiese a su cuñado, el cual, si lo aceptara, se tendría que encargar de descubrírselo a los padres de Jacinta, colaborando con ellos para la total realización, dado que a su vez quedaran convencidos...

No fácil la empresa ciertamente, mas supo acometerla con tanto ardor, con tanta elocuencia apasionada en aquella carta portadora de los ecos de su soledad espantosa por el mundo, que no tardaron la hermana y el cuñado, al meditar al mismo tiempo y de un modo principal sobre las buenas cualidades de Jacinta y sobre la triste situación y la invencible vocación del muchacho al matrimonio, en prestarle su concurso. Surgió después el de los padres de la novia, en mitad de su sorpresa, persuadidos también del talento y del excelente corazón del yerno en perspectiva; y la boda se realizó... un poco por gracia a tales condiciones y un no menos, quizá, por la estrechez que el sueldo del teniente coronel imponíale a la familia numerosa.

Quiso la desgracia que al año, cuando nacía este niño que habría venido a completar la felicidad de los esposos, un traslado militar a Ceuta le arrebatase de Sevilla la familia a esta otra joven familia del estudiante, condenado a no poder vivir en poblaciones que careciesen de la Facultad de sus estudios.

Instaláronse en una casita limpia y nueva, y la sombra de la soledad los puso tristes, completándoles exacta la noción de cómo no podrían fiarle el porvenir a nada que no fuese el propio esfuerzo. Vino con la inquietud el ansia de computar los medios económicos de que disponían y el tiempo que aún le hiciese falta al presunto médico para acabar la carrera y ponerse en condiciones de ganar; y esto, hora por hora, les formó un martirio contra el cual los dos se refugiaban en la mayor idealidad de sus cariños.

Época harto penosa, a través del Sevilla alegre del sol y de los faustos. El porvenir estaba suspendido sobre ellos con una precisión numérica, de contabilidad, en que el error de cálculo más leve los podría sumir en la miseria. Y por cálculo, por honrada previsión, antes que por verdaderas urgencias económicas, redujeron su presupuesto a una mezquindad anticipada que hacía muchas veces protestar a Nicanora en la cocina...

Tales habían sido durante los últimos meses sus zozobras, luego que Estaban se encontró hecho médico en Sevilla, pero sin clientes, sin vislumbre alguno de adquirirlos, que su proyecto de prepararse para cualesquiera oposiciones quedó truncado por la más expedita solución de requerir las vacantes de tres pueblos. En efecto, no obstante la severa economía del matrimonio en el segundo año, rayana en la miseria, vieron, espantados, que después de pagar los seis mil reales del título, les quedaba apenas cinco mil...

Palomas fue de los tres pueblos el único que le aceptó, otorgados sin duda los otros, de mucha mayor importancia en sueldo y vecindario, a médicos cuyas solicitudes habrían ido al concurso con hojas de estudio y méritos prácticos más considerables. Ciertamente, Esteban comprendía que había seguido la carrera a tropezones, en alternados lapsos de trabajo y de vagancia, que sembraron su expediente de notas buenas y de malas notas, entre las que no faltaban los suspensos. Dichoso, pues, de tener este Palomas, donde proponíase devorar los libros aprendiendo o metodizando cuanto con gran desorden se asimiló teóricamente en las escuelas, le bastó saber que entre la asignación como titular y el trigo de las igualas vendría a cobrar dos mil pesetas anuales. Sus miedos, sus penurias económicas, resolviéronle ya que esto estaba lejos de Sevilla, a renunciar al viaje de previa indagación, que habríale forzado a nuevos gastos si volviese por Jacinta, o que hubiérale impuesto a ella, tan chiquilla, la necesidad de andar sola en los trenes con Nora y con el niño.

Y le pesaba ahora, tardíamente. De haber venido solo no hubiese aceptado esta aldehuela mísera y horrible, donde tenían que dormir como los cerdos, en promiscuidad con bestias y gañanes.

¡Ah, qué techo, por favor!... Entre los negros palos y algunos resquicios del cañizo descubríanse los luceros.

Apagó la luz por no verlo..., por no pedirle llorando al sueño de Jacinta el perdón que no se atrevía a implorar de sus sonrisas dulces, de sus sonrisas tristes cuando la veía despierta.

Sin embargo, no lograron las tinieblas ahuyentarle la feroz preocupación. Sobre el suave respirar de su mujer y sobre el sutil aroma de violetas que las ropas de ella trascendían, seguía advirtiendo los ronquidos del tío Zumba y los olores a cuadra y a zapatos; y como si su presente situación no se integrase de consumados hechos, ya por lo mismo inevitables, estéril y constantemente la imaginación del joven debatíase en un problema: «¿Era mejor haber venido aquí, donde siquiera tendrían seguro el sustento material, o habría sido preferible quedarse en su pequeña y linda casita de Sevilla?» ¡Ah, sí, cuestión horrenda, aun considerada con un dilentantismo incapaz de transformarla, puesto que no podrían emprender el regreso sin una realidad de fuga vergonzosa, de desastre y sin un nuevo gasto que les acabase de poner en la miseria!... En Sevilla, el hambre, la desesperación. Aquí, la carencia eterna de todo halago de belleza, en un ambiente de domesticidad animal, lleno por el más sucio y pobre salvajismo.

El pueblo no podía ser más desdichado —especie de dantesco islote, de sarcástica zahurda en mitad de la hermosura de sus campos. De más lo vieron Esteban y Jacinta, y él muy singularmente al recorrerlo haciendo la visita desde el mismo día siguiente de llegar.

La única casa aceptable, de ocre y azul su fachada, de tres rejas, que daban al Ayuntamiento, era, en plena plaza, la de aquel señor Vicente, capitalista y cacique máximo, más aún que el Cernical enamorado de Palomas. El Ayuntamiento consistía en un zahurdón, cuyo piso bajo se destinaba a escuela; y la plaza venía a ser una un poco ancha calle irregular, desempedrada, llena de baches y de paja, donde cada vieja vivienda, la mayor parte sin revoco y construidas de piedra y barro, trazaba un ángulo, una esquina, utilizables para tener los carros y los cerdos.

Partían de aquí las calles, si de tal modo pudieran denominarse los zigzag y rinconadas laberínticas, en todas direcciones y con un desorden caprichoso. Cuestas, sin cesar; paja, más paja por el suelo, excepto en los sitios donde las rocas asomaban lo mismo que arrecifes. Y como la molida paja de las calles se debía a que en este tiempo recogían la de las eras, Esteban, pilotado siempre por aquel barbero enjuto y tuerto, veíase a punto de naufragar en los montones que cogían de lado a lado. Las casas permanecían cerradas, ahogando de calor a los vecinos, o abiertas al dichoso amarillo tamo que nada dejaba de invadir, pues desconocíanse en las puertas y ventanas los cristales. Un día de viento, había sido para el pueblo un insoportable e incesante torbellino, que lo tuvo envuelto en polvo y en doradas nubes hasta por lo alto de la torre, de cuyo campanario sin campanas, hendido por un rayo tiempo hacía, huyeron sofocadas las cigüeñas.

—Pero, oiga usted, Román, ¿y el cura? —le preguntaba Esteban al barbero.

—¿El cura? —respondía Román guiñando el ojo sano—. ¡Valiente mozo está! Es decir, mozo, no; que anda l'hombre alreó setenta abriles y tié un ama que aunque ya es tan vieja como él, dicen que ha sido un pero de bonita. Er cura no va más que a su misa, cuando va, y está con to er mundo enforruscao, porque no quié er pueblo comprarle otras campanas, hubo que quitarlas de orden del alcalde, al quearse la torre por un rayo, Dios nos libre, daleá, y paice ser que aluego aluego las vendieron.

Seguían pisando paja, asaltando entre los carros de redes y los bieldos aquellas fofas montañas amarillas, y aunque el uno al otro sacudíanse, por mutua caridad, Román tenía incrustada en las solapas y en el pelo y las pestañas la paja de tres meses... Esteban al concluir la visita, quitábasela de los calcetines, de todo el cuerpo, por medio del general lavoteo con que veíase forzado a sustituir el baño, imposible de tomar en un pueblo donde no había tinas, ni noción siquiera de su uso.

La familia del tío Zumba mostrábase asombrada, del gran consumo de agua que hacían el médico y la médica; tanto más empezaba esto en la aldea entera a comentarse, cuando que precisamente el trabajo principal de Esteban iba consistiendo en recibir mujeres que le llevaban a sus niños para saber si, como una medicina excepcional, peligrosísima, podrían bañarlos en la charca de la dehesa, preparándolos con una purga, lo primero. Aparte los chiquillos, que, además, habían de tener sarpullidos o picores y que iban rabiando hacia la charca igual que hacia el cadalso, nadie en Palomas bañaríase por nada de este mundo.

No otra sería la explicación de las verdes moreneces que advertíase en las mujeres, jóvenes o viejas, muy peinadas, sin embargo, con su raya al medio y su moño picaporte. Se lavaban la cara por las fiestas, y el cuerpo nunca, a pesar de que tenían a orgullo llevar muy limpios sus pañuelos, sus faldas, sus corpiños, lo cual hacíalas pasarse enjabonando ropas todo el día. Al amanecer, en su primera visita a los enfermos, Esteban solía ver hombres y mocitas que en las puertas o en el cuerpo delantero de las casas, chapuzábanse la cara tímidamente con el agua que cabía en un cuenquecillo de barro como un puño; luego, sí, ellas sentábanse despaciosas a peinarse con las gotas que quedaban, y adornábanse con albahaca y con claveles.

La gran diversión de estas mozas, hijas del señor Porras, inclusive, cifrábase en ir por las tardes con su cántaro al cuadril al pozo del ejido; los hombres concurrían también, con las bestias, para darlas de beber; y era tal la animación y tan escaso el manantial, que en el fondo del ancho pozo abarandado y rodeado de pilones, acababan por formar un barro los calderos.

Escena la más graciosa y pintoresca, no obstante, de la vida de Palomas. Esteban llevó por aquel sitio, en la segunda tarde, a su mujer, tratando de evitarla los otros alrededores de las cercas, llenos de estercoleros pestilentes, de latas y trapos viejos, de vidrios rotos, en un maldito cinturón de porquería que apartaba de la amplitud bella de los campos al triste pueblecillo; la mal impresionada Jacinta hízole notar la fealdad, como enferma y monstruosa, de la mayoría de las muchachas; rechonchas a fuerza de refajos, pálidas, tripudas, solían llevar de la mano niños en cueros o en camisa que, aún más que ellas, ostentaban la palúdica infección.

Los enfermos de Esteban consistían en tres o cuatro con tercianas, aparte un chico con un ojo escrofuloso y una vieja que sufría del hígado; aunque no le hubiese faltado razón, pues, al Cernical, al advertirle que tendría poco trabajo, no dejaba de ser cierto que apenas había casa sin dos o tres con fiebre. Se las curaban solos, y antes faltaríale a una familia el pan que un frasco de quinina.

—¡Bien, Palomas no es bonito; pero tal vez nos lo parezca menos a la primera impresión, viniendo de Sevilla! —díjole caritativamente Esteban a su mujer aquella tarde.

—¡Sí! —concedió Jacinta, asimismo afanosa de mitigarle a él la desilusión terrible; e internándose los dos en busca de consuelo, hacia la brava poesía de un encinar—. Recuerdo que cuando llegamos una vez a Soria con mi padre, nos pareció aquello un camposanto, y luego tuve amigas y vivimos muy contentos.

Mas, no; esta oscuridad oliente a establo y a zapatos, y sonora de ronquidos, con que aquí también acosaba a Esteban la obsesión desdichada de Palomas, decíale además que su buena, que su pobre Jacinta se engañaba..., que nunca podrían vivir bien en el pueblo ruin a que habíalos traído Dios por quién supiese cuántos años...

Y así se iba durmiendo en estas noches, y así trataba ahora de dormirse junto al libro, que yacía sobre las sábanas, junto a la sucia y pringosa capuchina que humeaba en la mesita...

IV

Seis días después, por influjo del señor Porras, lograron mudarse a una de las casas más decentes del lugar: la del tío Boni, viejo gordo y gigantesco, de cara y ademanes de arzobispo, que partía temprano hacia su viña, detrás y al paso lento de una yunta de borricas, no volviendo hasta la noche, y cuya mujer, alta, seca, garrotosa, pero limpia, padecía ataques epilépticos. Sin hijos, este matrimonio redújose a dos cuartos interiores, cediéndole al médico lo mejor de la vivienda.

Jacinta pudo ver sus muebles en una sala y una alcoba que, si bien pequeñas, tenían bóvedas, suelo de cal y ventana con un minúsculo cristal en un postigo; a desear más luz, podría abrirse completamente la ventana, poniéndola un bastidor de muselina, que defendía de la maldita paja de la calle.

Esteban instaló sus libros, su despacho en otra salita de enfrente, que a través de una portada sin puertas, adornada con un claro cortinaje, daba acceso al cuarto del niño y de la Nora.

Además, disponían de la despensa; e igual que los caseros, del ancho caño del pasillo, del corral y la cocina.

Fue un primor. Arreglada la casita al gusto de la médica, la gente desfilaba a verla en procesión inacabable. Esteban, por otra parte, hallábase contento; habíanle llamado para asistir a un tal Tomate, que se dislocó un codo, y sobre sus mismas desconfianzas en aquella activa intervención, contemplada también por medio pueblo, atúvose a los precisos recuerdos de sus libros y obtuvo un éxito brillante. Tanto más cuanto que, al llevarle, el tío Potes le fue diciendo «que estas cosas de brazos rotos eran muy acérrimas, impropias de los médicos, y únicamente entendidas por un famoso curiel de la comarca, que agarraba un gallo, le descoyuntaba los huesos uno a uno y volvía al instante a componerlo, soltándole tan listo en el corral». Ver, pues, la destreza con que el joven acertó a reducir la luxación, calmando los dolores del Tomate; ver aquellas vendas de algodones y gasas dextrinadas que le puso, y que asombraron al tío Potes, causó una admiradísima sorpresa, de la cual, por varios días, todo el mundo se hizo lenguas. En Palomas, a la cuenta, nunca un médico habría obtenido triunfo tal.

Así animado ante el público prestigio, el joven devoraba sus libros con más calma, con más fe, mientras Jacinta y Nora trajinaban alegremente por la casa. Al niño se lo llevaban las hijas del señor Vicente; y durante los ratos que a la amabilidad de las simpáticas chiquillas podían rescatárselo sus padres, ambos jugaban con él, enseñándole a balbucir los primeros nombres, llevándole al corral para que viese los conejos y gallinas, o poniéndole en el suelo y protegiéndole con los brazos extendidos los tres o cuatro pasos en que ya iba aprendiendo a sostenerse. Un hechizo, aquel loco reír de la criatura, precisa y siempre bien vestida, como un blanco ramillete de lazos y de encajes.

Lo que les contrariaba en esta felicidad incipiente, que hubiesen querido afirmar y ensanchar por ellos mismos con la dulce intimidad de sus afectos, era la costumbre de Palomas que hacía tener de par en par las casas todo el día. Jacinta, a pesar suyo, no podía verse libre de vecinas, que impedíanla sentarse a coser en el despacho del marido, o pasear con él y con su hijo y con la Nora algunas tardes. Visitas, amables importunas que traíanse sus labores, formando tertulias en la sala, y otra tertulia numerosa y más molesta, para Esteban, al acabar la de mujeres, cuando desde poco después de anochecer, ya cenados los que iban regresando de los campos, se les llenaba de hombres la cocina.

A las once, a las doce muchas noches, aún seguían allí fumando y conversando, tan a gusto. Cohorte política del señor Vicente Porras, ninguno se resolvía a partir, así Esteban mirase cien veces su reloj con nerviosísima impaciencia, hasta que aquél se levantaba. Iban sin chaqueta, por el calor, o el que la llevaba al hombro, la colgaba del palo de la silla. En cambio, no se quitaban los grandes sombrerotes sucios y pesados; y las claveteadas suelas de sus botas y el incesante manejo de sus chisques y petacas iban llenando el suelo de colillas y de barro.

Salvo el señor Porras, con su facha de romano emperador embastecido por el sol y por el traje, y el tío Boni, con su aspecto arzobispal, no había entre los demás tipos salientes. Los mismos calzones de paño pardo, las mismas fajas encarnadas y los mismos rostros afeitados, morenuchos, que igual que el del Cernical, también tertulio, y cual si ello fuese estigma étnico del pueblo, mostraban chocantes semejanzas con los de muy diversos animales: el alcalde tenía la absoluta expresión de un zorro de agudo hocico y de ojos vivarachos; el juez la de un mochuelo; la de un conejo el secretario, siempre haciendo gestos y relamiéndose los dientes... Y estaba allí lo más florido y selecto de Palomas, y no lograba Esteban aprender de algunos ni los nombres.

La conversación, saltando desde la política a las agrícolas faenas, recaía a menudo en sucesos pintorescos. Eran conservadores, constituidos en cantón libre, que por medio del señor Porras se entendían directamente con el diputado del distrito, y tenían enfrente un partidillo liberal en el que el cura se contaba. Socarrones, mofábanse de Dios, del cura y de los santos de la Iglesia. No sólo los hombres de uno y otro bando, sino también sus familias, cortaban todo trato, dedicados a odiarse cordialmente. Se abrumaban y arruinaban a causas y más causas; y, de éstas, había una famosísima, a la cual llamaban la causa madre los magistrados de la Audiencia, por haber dado origen a otras veinte. El gobernador de la provincia y toda autoridad importábanles un pito: a un delegado que vino no hacía mucho con el fin de revisar cuentas, no le consintieron entrar en el Concejo ni en el Pósito; y luego, viendo que se obstinaba en no marcharse, le cogieron, le llevaron entre unos cuantos al ejido, abrieron un burro muerto que había allí, y metieron dentro al delegado, cosiéndolo y dejándole fuera los pies y la cabeza; de madrugada, un leñador le libertó...; y al buen hombre le faltó tiempo para salir raspajilando de Palomas...

Supo también Esteban que este pueblo, antes de dárselo a él, habíalo visitado como anejo el médico de Orbaz, gran enredador político desde que se casó hacía quince años con una rica labradora, y cacique liberal; razones por las cuales, en su enojo de que al fin aquí los conservadores en esta época de mando hubiésenle quitado la pitanza, ni contestó siquiera a la tarjeta que hubo de enviarle por saludo el joven compañero.

Relatáronle una noche un famosísimo epitafio del tío Potes, puesto en el Camposanto, y que sabíase el burlón alcalde de memoria. Decía así:

«A la inopinada y párvula muerte de mi sobrino Andresito, hijo de mi hermana la casada, víctima de un error facultativo del médico de Villaleón, el autor indignado le dedica el siguiente soneto:


¡Oh, niño muerto, que en tu niñez temprana
un bárbaro doctor fue tu verdugo!
Cuando yo pienso esto, el ceño arrugo,
Porque perdiste tu beldad temprana.
Recuerdo fue un domingo por la mañana;
Te tragaste un güeso de conejo en un añugo,
y al ignorante médico le plugo
mandarte sanguijuelas, ¡cosa vana!
Y al terminar su misión las sanguijuelas
montado en un querube al cielo vuelas.

Tu tío del corazón,
Lorenzo Potes
 

Otras veces, y entre broma o no, venía la charla a dar en un suceso de actualidad que traía a la gente preocupada. En la alta noche, allá a las dos, oíase, por la oscuridad sin luna de las calles, unos pavorosísimos aullidos que no eran de lobo, desde luego, pues jamás en el verano bajaban de la sierra. Muchos vecinos, y en sitios diversos del lugar, habíanlos escuchado claramente; entreabriendo las ventanas, no vieron nada en las densísimas tinieblas. ¿Fantasma?... No. ¿Alma en pena?... Bah, de estas cosas se reía, quizá su incredulidad, tintada por un fondo de temor supersticioso; debía de ser algún ratero que robase los corrales aspirando a amedrentar a los hombres en sus camas, o algún perro vagabundo. Los más bravos augurábanle mal al perro o al ladrón, ya que iban a dormir teniendo a mano la escopeta...

Sino que todo sería invención de aquellos socarrones, creyendo asustar al forastero, o el aullón, según ya le llamaban, no recorrería este lado del lugar, porque Esteban, que de puro aburrimiento quedaba nervioso y desvelado al desbandarse la tertulia, no le oía ninguna noche.

El cuarto, la casa entera, olía a humo de cigarros; y los mosquitos y las moscas, en plaga irrechazable, no obstante los cuidados de Jacinta, dejábanle dormir difícilmente. Dedicaba sus desvelos a pensar en los enfermos y a lamentar la desdicha de que el médico de Orbaz, como enemigo, y aquí el cura, el maestro de escuela también, únicos con quienes pudiese establecer alguna intimidad, fuesen, por lo visto, liberales que no querían venir a la tertulia.

V

Por las mañanas, terminada la visita, solía el médico irse un rato a casa del señor Vicente, que convidábale a café y le esperaba cuidándolo en la lumbre.

—Bueno, y diga usted, señor Vicente —trató un día Esteban de informarse—: el maestro de escuela, ¿dónde anda, que aún no le conozco?

El señor Vicente se admiró. Chocábale que no conociera al maestro, concurrente a la tertulia algunas veces. ¡No, no era liberal!

Detalló sus señas personales y Esteban no recordaba. Ninguno de cuantos conocía tenía trazas de maestro. Debió pasársele inadvertido en la confusión, en la mayor animación de las primeras noches. No habría vuelto, quizá, por no haberle correspondido a la visita. Deplorábalo, y le confesaba el señor Vicente el olvido que impedíale estar siendo amigo del maestro y pasear con él, ya que los demás se iban a sus fincas. Pero el señor Vicente, después de ponderar la llaneza del maestro, anunció que le enviaría recado para que fuese a buscar a Esteban y reunidos saliesen a pasear aquella misma tarde.

Esteban, luego que comió, lanzado de junto a su mujer y de la sala por la invasión de las comadres, quedó esperándole impaciente. Iría el maestro a ser su único rayo de luz y de espiritual consuelo en el tosco ambiente de la aldea. Sentado en el despacho, leía un libro de Augusto Nicolás, por empezar a ponerse con su propia voluntad un término a la obsesión de los enfermos y de los médicos estudios.

En el mes que llevaba aquí, habíasele resucitado su antiguo gran problema de dudas religiosas, tanto por rechazos de la repugnancia que le daba oír las burlas y blasfemias de estas gentes, cuanto por el conflicto en que él veíase, y que trascendido a la piedad y a la congoja de Jacinta, hacíala rezar con Nora por las noches el rosario, pidiéndole fervorosamente a Dios la salvación de todos, sobre el sueño de su hijo.

¡Sí, la idea de Dios, la fe del cielo, sería quizá lo único que pudiera resignarles a una vida tan negramente desolada!

Pero Esteban tenía la fe de su niñez casi muerta por algo más que el abandono y el deshábito que a su mujer, en Sevilla y en otras poblaciones, habíasela ido reduciendo a la misa del domingo; ávidas lecturas de filosofía y de teología, de catequismo, emprendidas con ansia de creer, le habían forzado a llenar las márgenes de aquellos libros, durante muchos años, con réplicas de su razón, con notas francamente heréticas.

Leía, leía mirando de tiempo en tiempo hacia la puerta. Las moscas no le dejaban; zumbaban por el aire, en una movible nube negra bajo el techo, y se le posaban en la cara, en el pescuezo y en las manos.

De pronto alzó los ojos; un hombre, desde el pasillo, sin atreverse a entrar, sonreíale idiotamente.

—¿Qué hay? —le preguntó, pensando que le vendría a llamar para un enfermo.

—¡Jú! —guturó la sonrisa del inmóvil, estirándole la boca de oreja a oreja.

Era un viejo con tipo de cretino, de nato criminal, que diría un adepto de Lombroso al verle las orejas grandes, inmensas, despegadas, el pelo ralo y a mechones, los hondos ojos simiescos, las piernas en paréntesis y los brazos péndulos que le hacían llegar las manos más abajo de las corvas. Por su pequeña talla, su actitud y su expresión, parecía absolutamente un chimpancé vestido con el desecho sucio y roto de los más toscos campesinos de Palomas.

—¡Qué hay! —volvió a inquirir el médico, ahora creyéndole un mendigo.

—¡Jú! jú! —tornó a esbozar con una especie de risa, en su sonrisa, el extraño personaje; y acercándose a la puerta, murmulló—. ¡El maestro! ¡El maestro de escuela! ¡Jú, jú!

—¡Ah, vamos! ¿Viene usted de parte del maestro?... ¡Entre!

—No, señor; el maestro... ¡Jú, jú! ¡Yo soy el maestro!

La incredulidad, que levantó a Esteban de la silla, no le consentía sino contemplar al estrambótico sujeto, sin decir una palabra.

Y el buen hombre, tras un rato de mirar desconfiado, que revolvíale los ojillos grises desde Esteban a los lados y hacia atrás, reafirmó tímidamente:

—Yo soy el maestro... Vengo porque el señor Vicente Porras dice que qui'usté pasear.

Había cesado su sonrisa.

El médico, siempre observándole, renegaba de la mala suerte y la torpeza que moviéronle a tal invitación.

Se había lucido. ¿De qué iba a hablar con un acompañante de este porte?... Eran las tres, y presentábasele con él la perspectiva de una tarde entera por el campo.

—Bien —dijo—; vamos allá. ¿Y a dónde?

—¡Aonde quiá usté...: a la dejesa!

—A la dehesa.

—O al puente del Juncal; también es mu bonito.

—O al puente del Juncal. Pero...

Ocurríasele llevar libros, pasar lo menos mal el tiempo en la lectura..., y al considerar de nuevo la traza del maestro, dudó sinceramente que el propósito fuese por su parte realizable.

—¿Sabe usted leer? —le interrogó, de un modo ingenuo.

Más ingenuo aún, el otro contestó:

—¡Claro! ¡Sí, señor, que sé leer!

Nada de ofensa, apenas nada siquiera de extrañeza le había causado la pregunta.

Le proveyó de una geografía buscada en el estante y tomó él la obra de Augusto Nicolás. Partieron.

No hablaron en el camino más que cuando el médico preguntábale cualquier cosa de las fincas que iban viendo. El maestro tenía un cerebro de reacción pasiva incapaz de funcionar, y eso en brevísima respuesta, si no se le hostigaba. En cambio iba siempre mirando de reojo, igual que si temiese ser objeto de una burla o que le largasen imprevistamente un bofetón; y siendo tan bajo, inclinaba lateralmente la cabeza, al modo de las gallinas, para mirar a Esteban a ras del ala del sombrero.

—Bueno, pues mire usted —propuso Esteban cuando estuvieron en la dehesa, junto al puente de un arroyo cuyas dos riberas tendíanse en un alto hierbazal—, usted se queda aquí, leyendo, y yo me voy a la sombra de aquel roble.

Dejándole sentado, fue a tumbarse lejos, a cien metros, por no interrumpir la lectura cuando el notabilísimo maestro, y pronto, según todas las señas, se hartase de su libro.

Efectivamente, a la media hora, miraba Esteban y le veía asomar la cabeza por encima de la hierba, desconfiado y aburrido, pero servilmente sumiso y sin atreverse a suplicarle que se marcharan ambos o que dejásele marchar. A la hora y media, el maestro poníase en pie de cuando en cuando, y se desperazaba y abría la boca con bostezos formidables; volvía a sentarse, y el joven se alegraba de aburrirle hasta el martirio, con tal de no dejarle ganas por jamás de otro paseo. Eran las seis cuando volvían hacia Palomas.

—Qué, ¿se ha leído mucho?

—Vaya, regular, sí que he leído.

—¿Qué ha leído?

—Esto, ya usté ve, la Jografía.

—¿Qué parte?

—Aquí, el encabezonamiento... Donde dice que es reonda la tierra, y que ella anda y que el sol no.

Aumentaba el maestro sus miradas recelosas, y Esteban, al poco de ir caminando sin hablar, comprendió que ansiaba consultarle alguna duda... alguna importante duda, fruto posible de sus reflexiones acerca de aquellos datos que el libro contenía sobre las quiméricas distancias de los astros.

—Oiga, don Esteban, ¡jú, jú! —le oyó, por fin, en un violentísimo esfuerzo que acreció los trismos desconfiados de su boca y de sus. ojos—; claro es que a uno se lo mandan, porque lo rezan los libros, y yo tamién les digo a los muchachos que el mundo es una bola y que el sol está parao... pero, vaya, vamos, ¡jú! ¿es esto verdad? ¿Pué ser verdá?

Le miró el joven.

Llegó incluso a sospechar que este maestro fuera un socarrón dispuesto a darle broma, como acaso aquellos otros que hablaban de fantasmas, sino. que le resplandecía en la cara tan grande estupidez, tan suplicante y sincerísimo afán de confidencia, que no vaciló en contestarle, con sorpresa que era por mitad de risa y de amargura:

—¡Claro, hombre, claro, claro es! ¿Cómo habrían de ser verdad tales patrañas?... ¡Se dicen por enredar, por complicar! ¡Porque algo que no sea lo que todo el mundo sabe, como usted comprenderá, se tiene que enseñar en las escuelas!

—¡Jú, jú! —agradeció el maestro, tirando de sus chisques para encender de nuevo la colilla.

Y Esteban, sin antojos de más comunicación con el idiota que de un modo oficial representaba la máxima cultura de Palomas, únicamente en el resto del camino quiso con un par de preguntas saber dónde y cómo había hecho su carrera.

Fue cuarenta años atrás, durante la República, durante un constitutivo período de desorden y revuelta, en que sin duda por difundir la enseñanza, la prisa reformadora del Gobierno improvisó maestros con bien simples exámenes en las cabezas de partido.

¡Pobre España, pobres aldeas españolas si aún quedasen muchos como éste!

Triste, muy triste, Esteban íbase acercando al pueblo, especie de infierno en cuya árida fealdad se contenían toda la suciedad y toda la ignorancia. Cruzaban ya el cinturón de estercoleros, y desde una casabarraca le dijo una anémica mujer, lúgubre como el barro de las tapias rotas que en torno a ella parecían inmundas sepulturas.

—Don Esteban, el ministro anda buscándole a usté de parte del alcalde.

El ministro era el nombre que se daba al alguacil.

—Pues ¿qué pasa?

—No sé. Quizá alguna quimera.

Sobresaltóse el médico, empalideciendo un poco. Sus desconfianzas profesionales llegaban al máximum, principalmente en lo que respectaba a cirugía. Ni la había aprendido apenas, ni le tenía afición, ni poseía más instrumental que el de un pequeño estuche de bolsillo.

Se despidió del maestro y tomó hacia el barrio de la iglesia, donde vivía el alcalde. Iba desoladísimo, midiendo su aflicción ante la idea de que aun siendo este Palomas horrible, detestable como era, peor era él como médico. Indigno e incapaz de ejercer aquí, presentábasele total su anulación para ejercer en parte alguna. Volvió a temblar al ver que venía buscándole el ministro, garrote al brazo, por la calle Rompepatas... Pero no se trataba de quimera, sino de probar el vino nuevo del alcalde, en una gran fiesta donde estaban los más conspicuos del lugar.

Llegó, y en el corral del alcalde fue recibido con vítores por el concurso bullicioso, donde ya abundaban los borrachos. Cantaban y reían. Le instalaron entre el dueño de la casa y el señor Vicente Porras, junto a la panzuda tinaja que vertía su espita en un barreño. Bebíase en jarras y pucheros que pasaban de unas a otras manos incesantemente, y para ir ayudando al vino tenían un durísimo chorizo de oveja, hecho con guindillas. Nada de pan ni de agua. —«¡Uuf, uuff! ¡Me caso en sanes!»— soplaban y bufaban blasfemando, algunos, de pie por los rincones comiendo a tarascadas el chorizo que hacíales con el picante rabiar y patear. Babeaban como furias, y mientras los más fuertes de boca mostraban el orgullo de poder mascar tranquilamente la especie de cantárida, otros, o porque les fuese intolerable o por escanciar del vino con mayor frecuencia, se cogían a los arados lo mismo que energúmenos y se revolcaban por el suelo.

El señor Vicente, digno, con su respetabilidad parcial de gran cacique, bebía poco e imponía el orden a menudo. No habían querido que el médico faltase a la fiesta, primera de las tan celebradas y frecuentes del otoño. Durante el año entero esperábase la época en que cada vecino ofrecíales a los demás la cosecha de sus viñas; esto constituía en Palomas la magna, la insuperable diversión. Algo así, recordaba irónicamente el joven, como la Semana Santa de Sevilla..., como los juegos olímpicos de Atenas.

En efecto, con la barbarie tosca de una degeneración de siglos que hubiese retornado a lo bestial, hubo luchas, pugilatos... Primero, sencillamente a ver quiénes se derribaban echándose la zancadilla; luego a tiraperro, o séase puestos dos a dos opuestamente en cuatro patas, con una soga atada al cuello y pasada entre los muslos... Tenía el corral sucios charcos que servían para que bebiesen los cerdos y gallinas, y el mérito de los campeones, celebrado con grandes risas, llegaba al colmo cuando los cruzaban arastrando ya de espaldas y embarrizando a los vencidos...

Originábanse conatos de reyerta seria que cortaba el señor Vicente separando a los borrachos, y con tal motivo se cambiaron tales luchas por cosas más suaves, como saltar a pies juntillos en los charcos, y apuestas de tabaco sobre quién se echaba al hombro los costales de tres fanegas de cebada.

Al llegar la noche, dispersáronse trazando eses por el pueblo; y he aquí que lo que no había ocurrido bajo la tutela poderosa del señor Porras, acaeció sin ella en un minuto: dos hermanos, que partieron juntos, el Monos y el Coguta, peleáronse a patadas y a mordiscos.

Esteban, apenas llegado a casa, se halló solicitado por el clamoreo de las vecinas. Fue, temblando. Herido el Coguta, vio llena espantosamente de sangre la cama en que yacía acostado; y el herido sujeto por seis hombres, pues en la furia alcohólica quería seguir peleándose con todos y se arrancaba y se chupaba los trapos empapados en aguardiente que le habían puesto.

—¡Es un muerdo, hijo! ¡Le ha arrancado la nariz! —le anunció a Esteban lacrimosamente el tío Potes, también borracho, desde el otro lado de la cama.

De un ímpetu logró el Coguta librarse un brazo, volviendo a dejarse la herida descubierta. La punta de la nariz colgábale partida. El médico recobraba su dominio; la lesión no exigiríale operaciones complicadas... Enhebró una aguja, y así que hubo lavado el traumatismo, conteniendo la hemorragia, disponíase a saturar, con la leve ayuda del barbero —nada «quirúrgico» tampoco, según su confesión. Sino que el diablo del borracho no cedía, no se estaba quieto; quería morder a Esteban cada vez que le pinchaba con la aguja, y hacía imposible todo auxilio, por más que sujetábanle entre siete, del pecho, de la frente, de los brazos y los pies; la sangre saltaba a todos lados. Aquello pareciase a la matanza de un furioso jabalí. Gracias a que llegó el señor Vicente, púdosele poner siquiera un tafetán y unos vendajes.

—¿Eh, doctor, hijito, no ves tú? —decíale ya en la calle, a Esteban, el tío Potes, tuteándole y llorando de sentimentalidad en su borrachera —¡Por algo le llaman a la medicina un sacerdocio! ¿Te ha mordido?

No iban por la esquina, y reclamáronle de nuevo. El Coguta había vuelto a arrancarse todo de un tirón. Procedió el médico a otra cura, cosiéndole esta vez; el señor Porras le propinó al rebelde una filípica y hasta un par de coscorrones, que tuvieron la eficacia de calmarle.

—¡Usté es mi pare! ¡Usté es mi pare, señó Porras!

—¡Sí, yo soy tu pare! Y tú un zopenco y un bodoque, y quítate otra vez la venda, so animal, verás qué lindas te quedan las narices, ¡que paice mentira que se puá poner un hombre tan acérrimo!

Ocho días después, las narices del Coguta habían cicatrizado, pero torcidas a la izquierda.

Esteban, aunque sin asistir a las diarias fiestas del vino y del chorizo, por consecuencia de ellas había tenido que curar a cinco heridos más. Pidió a la farmacia del inmediato pueblo abundante provisión de tafetanes, y estudiaba cirugía —cierto de que la borrachera general en que quedaban todos después de tales regocijos, daría de sí algún tremendo navajazo cualquier noche.

—¡Ca, hombre! ¡Si esto es mu tranquilo! —le respondía el alcalde siempre que le manifestaba el médico su temor de una catástrofe.

VI

A principios de noviembre seguía haciendo un calor como en agosto. Los aldeanos, ya bien acabados sus trabajos de las viñas y el acarreo de estiércol a las tierras, vagaban en una desesperación de ocio, para cuyo alivio últimamente no contaban con las fiestas de embriaguez tan de su agrado. Se habían bebido el vino. Sólo unos cuantos contumaces, que disponían de crédito o dinero, continuaban escanciándolo y jugando al mus en la taberna.

Unos íbanse por leña, con sus burros. Otros de caza, para cansarse de andar estérilmente, porque estaba cogido por grandes cotos el término rural, y en las viñas y barbechos juntábanse más hombres que liebres y perdices.

La mayor parte, al anochecer, acudían con el señor Porras al cerrillo del Cementerio, y contemplaban el cielo augustiadamente. Siempre azul. El aire inmóvil. El sol poníase en doradas agonías de su propia luz, sin una nube, áridas y tristes. Calma de ruina, de retraso de las siembras, de paralización de todas las tareas, de hambre y frío para el invierno, a seguir el tiempo así.

Esteban, viviendo una vida gris en este desolado limbo, compartíala con su Jacinta y sus enfermos.

Algunas tardes que al terminar la visita se fumaba con los aldeanos un cigarro en el cerrillo de San Blas, notábales sombríos, preocupadísimos, y menos irreverentes de lenguaje. Mostrábanse propicios a incluir en el presupuesto una partida para la compra de campanas, y ganosos de reanudar las amistades con el cura —según le saludaban de amable al verle cruzar con su jaula de perdiz y su escopeta; pero éste, que era un alto y cartonoso viejo de setenta años, tan llena de manchas su ropa como su cara de adustez, al darse cuenta de la gran tribulación en que la sequía iba poniendo a sus ariscos feligreses, tornábase cada vez más desdeñoso.

Pena daba mirar alrededor; el pueblo, el arrabal, el Cementerio, los cauces de los arroyos, que no mostraban en el fondo más que piedras... Aquello parecía un lento fin del mundo en la tórrida quietud y el polvo de los campos. Todo retostado por la paja y el calor del largo estío, la charca estaba seca, sin que al revolcarse en las resquebrajaduras de su fango pudiesen encontrar los cerdos ni vestigios de humedad. Las tierras, allá lejos cercadas por el contraste de los verdes encinares, tendíanse en una desolación de amarilla grama y de terrones, alternados con los secos sarmientos de las viñas.

—¡Agua, conchi, en menos de tres días! —gritaba uno de improviso.

—¿Por qué, Zurriago?

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—¡Porque acaban de repuntearme los rumas de esta pata!

—¡Y a mí anoche en el ijar! ¡Reconchi!

—¡Y a mí los callos!

Pasaban los tres días, y seguía el viento tan en calma y el cielo con su misma serenidad desesperante.

—¡Agua, agua, coile, en esta semana mesma! ¡Y ahora sí que sí!

—¿Por qué, tío Cruz?

—Pues porque... ¿no oís? Ese es mi burro: siempre que rosna a estas horas, llueve.

Quedábanse escuchando el poderosísimo rebuzno que partía de unos corrales; quedábanse esperando en balde la prometida lluvia por lo demás de la semana, y así, desacreditados poco a poco los augurios, en la tertulia saltó una tarde el propósito de recurrir a la divina intercesión.

Fue el secretario quien deslizó, relamiéndose con su cara de conejo:

—Mecachi en Ronda... ¡si hiciésemos sacar a San Juan en rogativa!

Todos se miraron. La misma ansia, a la verdad, germinaba desde tiempo hacía en muchos corazones. Sin embargo, políticamente, el caso vendría a significar un triunfo para el cura y una feroz claudicación para estos conservadores descreídos.

No podía resolverlo sino el señor Vicente y oyéronle mofarse.

—¡Sí, que será lo mesmo que si a mí me arrascáis las pantorrillas!

Ante la risotada que estalló, quiso el secretario volver por sus famas y fueros de sacrílego. Burlóse de sí propio y de San Juan. El quería decir... «que pedirle el agua dándole detrás con una porra».

Dos semanas después, ya a 20 de noviembre, y con una calma y un horrible calor que más bien aumentaban, otro volvió a lanzar la idea del santo, por último recurso:

—Después de tó... que llueve, ¡bien!; que no llueve... ¿qué perdemos?

El señor Vicente consentía, alzándose de hombros:

—Bueno... por mí... ¡dir si queréis! ¡Arsa y decíselo al cura!,

Partieron cuatro, en comisión. Volvieron con un holgorio de risas y chacotas lastimeras, en que habría sido difícil distinguir qué correspondía a lo descortés de la respuesta o a la fe contrariada de ellos mismos.

—¡Coile! ¡bah!... ¡Mecachi en Reus!... ¡Don Roque dice que nos acordamos d'él porque hace farta, y que nos vayamos al ajo, y que ni que tampoco él ni que estuviá tonto pa sacá a San Juan sin una nube!

La indignación fue indescriptible. Durante un rato se habló alzarse al obispo en queja colectiva, por escrito, para echar de Palomas a un cura que de nada les servía.

Llevó a la otra tarde el secretario la queja redactada y un tintero de cuerno, para que empezasen a firmar. Pero a la otra nueva tarde, soplaba el viento y se puso el sol con grandes nubes; a la siguiente, éstas se aumentaron; y cuando olvidados de la queja la rompían, llegó a escape el monaguillo:

—Señó Vicente: de parte de don Roque, que si quién ostés pué salí San Juan mañana.

¡Hombre! ¡Lástima de gracia!... ¡A la vista de un tiempo que ya estaba chorreandito!

—Oye, Tomín —mandó el señor Vicente—: vaite y dí al cura de mi parte, que se meta a San Juan...

—¡Ejem! ¡Ejem!... —tosió fuerte el secretario, cortando, tratando de evitar que sonase el final de la blasfemia. Íntimamente, no le abandonaba la creencia de que iría a llover por haberse acordado de San Juan. Él, y acaso todos, aunque el año entero importábales un pito de los santos, le habían venido rezando en estas noches.

—¡Y atiende, mira, Tomín! —le gritó el señor Vicente al muchacho, que ya corría hacia el pueblo—. ¡Dile también que habíamos pensao comprale las campanas, y que si las quié ahora, que cuelgue de la torre el almirez!

Llovió, efectivamente, al otro día.

Tranquilo el viento, las nubes seguían uniformemente densas, con una calma de fanal. A las ocho de la mañana chispeaba. Arreció en seguida una pedrea mansa de gotas que sembró de lunares negros el polvo de las calles.

—¡Agua, Santa Bárbara bendita! —gritaban las mujeres, asomándose a las puertas.


Que llueva, que llueva,
la virgen de la Cueva,
el pajarillo canta,
la nube se levanta.
 

Y Esteban y Jacinta, que estaban en la cocina tomando el chocolate, corrieron a la ventana, atraídos por el tumulto de alegría.

Los tules de agua tupíanse por los aires con una serena y abundantísima firmeza que no tardó en formar charcos. —¡Agua, Santa Bárbara bendita, agua!— continuaban chillando agudamente las vecinas, entre el fuerte rumor de la que con toda esplendidez iba cayendo. Ellas y los hombres, no satisfechos con mirar desde las puertas, hallaban una delicia en calarse al poner bajo el canal de cada teja cántaros y baños y pucheros y cazuelas. La calle quedó festoneada con dos rojas hiladas de vasijas, cuyos gorgoritos de flauta, al recibir el chorrear de los tejados, poníanle notas cristalinas al contento, al inmenso y clamoroso gozo general.

Seguía, seguía siempre el aguacero. Los chicos y los grandes,. refugiados al fin en los portales, miraban correr arroyo abajo la paja y los tronchos de hortaliza. El pueblo se limpiaba. Era un gusto saturarse de aquel olor a mojada tierra. Los campesinos que habían salido al amanecer, volvían de rato en rato, al trote de las mulas, cobijándose en sus mantas, empapados. A cada uno rendíasele una ruidosísima rechifla, como ovación de regocijo.

Duró la lluvia, no sólo todo el día, sino toda la semana.

Cuando a la siguiente despejó, el sol parecía más deslumbrante en la lavada blancura de las casas. Saltaban y cantaban los gorriones en las tapias, y el otoño reverdecía por las praderas. En los amaneceres, y al caer las tardes sonaban largamente por calles y caminos las caracolas de los que íbanse o volvían de sembrar las tierras con sus yuntas. La taberna vio aún más reducido a cinco, a seis habituales el grupo de borrachos; y el pueblo, durante los días enteros, yacía en una bella y melancólica soledad de calma laboriosa turbada apenas por el gruñir de los cerdos que hozaban en el barro, por el cacareo de las gallinas y por el metálico repiqueteo de las mujeres, que a toda prisa machacaban los ajos y el pimentón de las matanzas.

Así atareando la otoñada a las gentes, y en particular a los hombres, que de sus faenas volvían fatigadísimos y con más ganas de cenar y de dormir que de tertulias, salvo a Esteban y a Jacinta de aquéllas tan molestas que habíanles abrumado tiempo atrás. Pudieron encauzar su vida en una intimidad más dulce. Libres de intrusos, pasábase ella gran parte de las mañanas bordando junto al marido, en el despacho. El estudiaba con el método que permitíale la escasez de los enfermos, y primorosamente modelaba en barro piezas anatómicas, que luego de pintadas le servían para ir adornando las paredes. Hacia las doce sentían que el niño despertaba; corrían por él, a cual llegase antes, tirando libros y costuras, y besándole con ímpetus de rabia que le hacían llorar, traíanle a vestirle al pie de la ventana. No había que pensar en más trabajos que jugar con el chiquillo hasta la hora de comer. El sol filtrábase por el blanco tul del ventanuco. La casa, toda en orden, olía a flores, lejos ya de apestar a las colillas y al estiércol de que dejábanla infestada los sucios tertulianos. Únicamente seguían molestándoles las moscas.

Salían juntos por las tardes. Nora llevaba al pequeñín. Esteban una escopeta que el señor Porras le prestó, y mataba alondras y cogutas. Todos se divertían, comiéndose la merienda que Jacinta porteaba en un cestito. En las afueras solían encontrarse a un buhonero viejecete, a quien Jacinta comprábale puntillas. El hombre, sentado sobre la canasta, aguardaba a que su mujer diese una vuelta por Palomas cambiando agujas y alfileres por pieles de conejo.

—Bueno, y usted ¿por qué no entra?

—¿Aónde?

—A las calles.

—¿Pa qué?

—Para vender.

El vejete miró a Jacinta de alto abajo.

—¡Yo no entro, mujer, en un pueblo tan desinificante!

Y Esteban, alejándose, riéndose con Jacinta del cómico desprecio del buhonero, llevábase la un poco humilladora sensación de su modestia: el médico del pueblo desinificante lo era él.

Sin embargo, en el pobre pueblecillo, veíanse felices los dos, nada más con que así fuésenles dejando formarse de dulzuras de ellos mismos la existencia. Las noches, sobre todo, pasábanlas muy bien.

En cuanto el tío Boni y su mujer se acostaban, Nora barría la cocina, arreglaba el fuego, cargándole de leña; y como a Jacinta gustábala guisar, Esteban complacíase en ayudarla batiendo huevos y desplumando los pájaros cazados por la tarde. Luego, mientras saltaban alegremente el lomo y el aceite en la sartén, inundando el aire de aromas suculentos, la vieja criada ponía la mesa con blanquísimo mantel, y el niño jugaba y se reía en brazos de su padre.

Otra vez Nora, ya que habían cenado, ordenaba la cocina y con un trapo mojado recortábale a la lumbre la ceniza; al calor alegre de las llamas hervía el café, y jugando siempre con el niño, lo esperaba el joven matrimonio. Bien cerradas al fin las puertas de la calle, bien llena hasta las blancas bóvedas aquella limpia paz de ermita por las rosas del chiquillo, los padres sentíanse profundamente sepultados en una sensación de hogar que hacíales olvidarse del resto de la tierra. Cada pequeña cosa se les agrandaba en su ternura inmensamente. Nora, para halagarse y halagarles sus gustos ciudadanos, hacía el café en una rusa cafetera que ponía sobre las ascuas, por no tener alcohol pues todo se agotaba en un pueblo donde no había tiendas y al que sólo de fuera, y muy de tarde en tarde, podía traerse provisiones; luego lo servía en una mesita inglesa, con finísimo juego de tazas del Japón, que en la sala figuraban como adorno, y con gran lujo de servilletitas. Jacinta, ansiosa de aumentarse ilusiones de nobleza en tan grata soledad, traía también búcaros de flores contrahechas, y sentábase y tomaba su café hablándole a Esteban de Sevilla, de sus padres, de su época de novios, más feliz —mientras él fumaba y sonreía buscándose en la rubia belleza de ella y en el niño el descanso del alma y de los ojos.

—¡Sí, verás, acabaremos por vivir bien y muy contentos! —augurábale Jacinta, tan pronto como el niño, que ya corría, harto de jugar, dormíasele en la falda—. La mujer del tío Boni me ha dicho que tal vez se vayan ellos a su huerta y nos puedan dejar la casa entera.

Era el ensueño de ambos —una vivienda en donde aislar de extraños sus ternuras—. Prolongándose el encanto, cuando Nora y el pequeño se acostaban, ellos seguían de charlas hasta las doce, hasta la una, o jugaban a la brisca, o hacía labor Jacinta, y Esteban leía en voz alta los periódicos; pasábanse al fin por el cuarto de su hijo, le arropaban en la cuna, le besaban, le miraban, le adoraban... y unidos en gentil abrazo marchaban también a acostarse, casi llorando de mutua gratitud por la ventura que a fuerza de bondad y de corazón íbanse tejiendo.

VII

Mas no quiso el destino que ni tal menguada dicha les durase.

Días aciagos volvieron para Esteban, colmados de crueldad. Estalló una epidemia de fiebres malignas, biliosas cuya térmica alcanzaba grande altura, y de las cuales tenía seis atacados, y sus dos crónicos enfermos, además, el muchacho escrofuloso que padecía un glaucoma en el ojo izquierdo y la anciana que sufría del corazón, agraváronse notablemente.

El muchacho, de la noche a la mañana, se vio aquejado de agudísimos dolores que nada podía calmar, y pasábase las horas en un grito. Al principio, cuando llegó Esteban a Palomas, este enfermo tenía el ojo hinchado, duro y casi blanco; pero veía con él los bultos, como detrás de una niebla, y aun el chico iba a la escuela y jugaba por las calles; luego había ido abultándosele, poniéndosele sensible y adquiriendo un color de ámbar y una tensión alarmantísima. Sin embargo, su martirio databa de unos días: tanto se le inflamó, que no podía cerrar los párpados, y al lado de la niña, borrada en la confusión de aquella masa lamentable, iniciábase una ampolla de pus, un absceso que dejó al médico aterrado.

No era especialista. Hacía falta operar, tal vez, o cuando menos medicinar con un acierto y con un completo conocimiento de que sus libros de estudio general no bastaban a ilustrarle. Los leía desesperadamente, buscándole una salvación al ojo del chiquillo y a la vida de la anciana, que asimismo tenía en zozobra a su familia, y pasábase los días enteros estudiando sin descansar un minuto —a no ser cuando con apremiantísimas llamadas hacíanle ir a ver a estos enfermos.

La anciana, la tía Justa la Espartera, aún se hallaba en situación más deplorable; Esteban temía que... se muriese... ¡que se muriese!... Y que se muriese... ¡sin que él ni supiera quizá lo que tenía!

Volvíase hidrópica, habíasele iniciado desde la última semana un ataque cerebral, con gran torpeza en ambas piernas, y venía acusando fiebre por las tardes. Guardó cama, y quedaba su pobre casa, destartalada y fría, en muy triste desamparo. Tres nietecitas suyas, de seis años la mayor, sin madre, y cuyo padre tenía que irse a las faenas de los campos, halláronse atenidas a la ajena caridad. No cesaban las vecinas de ir a prodigarlas sus cuidados, estableciendo turnos de guardia, en lo posible; pero se cansaban, al prolongarse aquella situación, y frecuentemente el médico encontraba a la enferma sola, sin sentido, en el camastro, y a las infelices criaturitas en un rincón llorando y tiritando acurrucadas.

—¡Ah, por Dios! ¿No tenéis lumbre?

Las mujeres que acudían explicaban que no querían dejársela encendida porque no se fuesen a quemar.

Esteban acercábase a tía Justa, la reconocía una y otra vez con gran detenimiento y sentábase después, mirándola y perdiéndose en hondas reflexiones. ¿De qué índole pudiera ser el ataque que ya teníala sin movimiento medio cuerpo, la boca desviada y los párpados inertes?... Se iban perdiendo los reflejos y el coma aumentaba sin cesar la paralización de la garganta. Meditaba, sí, meditaba el médico, allí sentado y contemplando a la infeliz como a una esfinge impenetrable.

Era que en algún libro acababa de estudiar cualquier dolencia entre cuyas complicaciones figuraban los ataques y espontáneamente venía estas veces por comprobar si conviniera con el cuadro presentado por la enferma. El diagnóstico se le negaba, se le escapaba, se le había escapado siempre, también, lo mismo que el del ojo del muchacho, danzando entre una complejidad de síntomas que parecían corresponder no a uno, sino a varios procesos morbosos en tremenda confusión.

Él había encontrado a esta mujer padeciendo desde mucho tiempo atrás, reumática y palúdica, y cuando la reconoció por vez primera creyó hallarla afectados el hígado, el corazón y acaso los riñones. Pero en la cadena de afectos, ¿cuál había sido y seguía siendo el principal, el primitivo, el que exigiera fundamentalmente la atención y del cual los otros dependiesen?... No había logrado saberlo, y menos fácil, aunque más urgente, aparecíasele empeño tal ahora que no iba quedando nada sano en el débil organismo que rendíase a la muerte poco a poco.

Las vecinas le veían absorto, sin osar interrumpirle; él levantábase de tiempo en tiempo a contar el pulso, a retirar el termómetro, a percutir de nuevo el bazo, el corazón... y partía con desaliento, con ira y vergüenza de sí mismo, con un exasperado afán de continuar estudiando en otros libros nuevas cosas.

Repetíanse las visitas al niño y a la anciana varias veces cada día, y durante muchos siguieron repitiéndose sin que el joven consiguiese disipar sus confusiones. ¿Qué había de verdad de realidad, para él desconocida, en el fondo del ojo de aquel chico y en el cuerpo todo de esta enferma? Llegaba a casa y reanudaba su lucha con los libros; llamábanle a comer y no comía —amargo el paladar y él ansioso únicamente de volver a encerrarse en el despacho. Daban las doce, la una, las tres de la madrugada, y en vano su mujer le invitaba desde el lecho a descansar.

Jacinta no dormía tampoco. Transíala la inquietud, la tétrica y como insensata excitación de su marido. Si allá al amanecer lograba al fin que se acostase, sentíale dar vueltas junto a ella y encender la luz, a lo mejor, para tornar a la áspera obsesión de los estudios. En ocasiones, llamándola a la alcoba durante el día, o despertándola de noche, hacíala desnudarse o la desarropaba y descubría para ir adquiriendo en ella misma prácticas de percusión y auscultación. Poníale al aire la zona del corazón, del hígado, y allí, inclinado sobre el blanco y palpitante cuerpo de amorosa, trataba de perfeccionar su conocimiento normal de aquellas vísceras, por ver si al día siguiente podía con más destreza utilizarlo en el diagnóstico de la vieja infeliz cuyos edemas estorbábanle el examen.

—¡Mora, Jacinta, no sé nada! ¡Nada! —acababa por confesarla, en una explosión de llanto—. ¡Se muere esa mujer, y no puedo ni saber de qué se muere!

Llorando ella a su vez, al verle en tan profundo desconsuelo, trataba de calmarle:

—Pero, hombre, ¡de reúma al corazón! ¿No me lo has dicho?... ¡Además, de tantos años como tiene, que de algo la gente ha de morir!

—¡No, Jacinta, no! ¡Un médico, un médico que lo fuese de verdad, quizá la salvaría... y yo la estoy matando!

—¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Estrechaban el abrazo y seguían llorando largamente.

Así solían quedarse dormidos, o a mejor decir, amodorrados. Esteban, sobre todo, en unas horas demasiado breves para la acerbidad de su sufrir; por impío contraste, soñaba con plácidos recuerdos de otras épocas... —y al despertar, las moscas y mosquitos, que no faltaban ni en invierno, y el mezquino cuarto de baja bóveda, parecido a un panteón y lleno por los tufos de la vela y del tanto fumar en los insomnios, volvíale a la impresión de sus angustias.

Se levantaba y se iba a la visita.

Una mañana, cuando al curar al niño del glaucoma alegrábase de ir oyéndole a su madre que se le habían calmado los dolores; cuando él atribuía el milagro a la instilación de cocaína dispuesta en la tarde anterior..., en cuanto separó los apósitos sufrió un espanto que le hizo empalidecer como ante un crimen. El ojo habíase vaciado; llenas las vendas de pus, no quedaba entre los párpados hundidos más que una úlcera afrentosa. Temblaba. Aunque tanto temió que aquel absceso se rompiese, acarreando la pérdida del ojo, el hecho en sí, ya consumado, el hecho, con su bruta realidad, venía a presentarle al pobre médico la cruda acusación de su ineptitud para evitarlo. Sorprendidos los parientes del chiquillo, pero aún más sorprendido Esteban de verlos al poco conformarse, casi celebrar que el incidente pusiera término al penar de la criatura, «ya que el ojo de nada le servía»... no por esto, que habríale sido bien estúpida disculpa, partió de allí con menos desaliento.

Para su baldón, quedaría en Palomas el niño aquél, el tuerto aquél, cada vez que se lo tropezara por las calles, igual que el Coguta, a quien habíale dejado torcidas las narices... Y ¡ah!, ¡cómo lo grotesco de tal consideración hízole sonreír con un sarcasmo que se le hundía por las entrañas! ¡Tragedia cómica, la suya..., en un ridículo macabro, que quizá ni a su propia bonísima Jacinta podría inspirarla una piedad sin menosprecios!...

Marchaba como un borracho. Hacía un espléndido sol, y lo veía turbio, cual si la luz fuese filtrada en los espacios por lúgubres crespones.

Entró a visitar a dos palúdicos de aquellos que incluso sabían mejor que él administrarse la quinina, y al salir vio que venía buscándole Román el tuerto barberillo, todo en prisas, según por todas partes danzaba siempre, con el lío de las navajas en la mano.

—Don Esteban, váyase de contao a casa de Juan, que está dede va pa cinco días mu malo con la fiebre.

—¿Qué Juan? ¿Con qué fiebre?

—El albañil. El de la Cuesta de los Cojos. Con la fiebre que anda. Yo pasaba, ¿sabe usté?... Me dio por mirá por la ventana, al oí una juelga de borrachos, y alargáronme un vaso de seguía...; entré y le vi en la cama, y los borrachos alreó...; pero Odulia, su mujé, que lloraba en er pasillo, me hizo señas y ma pedío que vaya usté en secreto, pues no quiere el bestia del marío; ¡y condiós, que me espera pa afeitalo el tío Retumba!

Partió Román, y Esteban tomó hacia la Cuesta de los Cojos.

La mujer, que esperábale en la puerta, le enteró de que su hombre había pasado la noche horriblemente, con un calor que se abrasaba, cantando, delirando, pegándola hasta que accedió a llevarle morcilla y vino, y poniéndose después a dar por todo el cuarto vueltas de carnero. Le pasó al cuarto. Acompañaban ahora a Juan tres amigos de taberna, y uno de ellos, el ex caminero Pascasio, alegre viejecito de babosa boca y ojos oscilantes, hacía el juego, coreado por los demás, a las burlas insensatas del enfermo, las cuales no supo Esteban si atribuir a su embriaguez o a sus delirios. Borrachos todos, como cubas. Tenían dos jarras de vino, y empeñábanse en que el médico bebiera. Creían el mostagán la única medicina digna de tal nombre.

Mientras Esteban le reconocía, a grandes gritos cantaba el Himno del Riego el albañil. La lengua veíasele negra y seca; los ojos hundidos y amarillos; marcó el termómetro 35 grados, a pesar de que ardían las manos y la frente del enfermo entre sudores pegajosos, y aparecía, en fin, de extrema gravedad la situación. El joven, después de recetar, se creyó en el caso de advertírselo a los compadres, recomendándoles silencio, y ellos contestáronle con afables risotadas:

—¡Echese un trago!

—¡Qué grave ni qué nada, naide, mientras vea usté que empina el codo, don Esteban!

—¡Así mos curamos nosotros, y denguno estamos muertos!

Quedáronse bailando y jaraneando en torno de la cama.

Esteban, nuevamente en la calle, llegó a temer que hubiese pronunciado su pronóstico con harta ligereza. Si la situación del albañil debiérase a la borrachera más que al mal, quería decirse que el mal habría cedido y que el enfermo pudiera hallarse bueno por la tarde. Entonces se mofarían del médico los tres compadres, cuyo instinto no habría hecho esta mañana más que festejar la mejoría.

El aspecto bufo, pues, de sus médicas funciones, tanto por la falta propia de un sólido criterio, cuanto por la estupidez de clientes tales como Juan el albañil, seguía envolviéndole en ridículo; y reíase, él, reíase también de él mismo, con tristezas infinitas, de ante mano despreciándose más que nadie le pudiese despreciar...

¡Nada como semejante sensación hubiera nunca concebido de espantoso!

Pero en casa de tía Justa, la mala suerte, la implacable suerte, pudo retonarle aún a la dramática intensidad de su tormento. La anciana agonizaba. Fijos los opacos ojos en el techo, hervía en su boca inerte el estertor de un lúgubre agujero. Alrededor de la cama veíase a su hijo, a las vecinas y al barbero Potes —quizá para la urgencia llamado porque ya del médico desconfiara todo el mundo. El tío Potes, con las gafas puestas y con su ademán heroico, pulsaba a la enferma, reloj en mano; y al ver a Esteban, le hizo sitio y le indicó:

—Hijito, hijito... ¡Esto se va!

Bajó la voz, y díjole en la oreja, como un secreto de lata ciencia que sólo debiesen escuchar los iniciados:

—¡Fumaba en pipa y ha dejado de fumar con unos vexicantes!

—¿Qué? —tuvo que inquirir el joven.

—Que, ¡nada, que fumaba... y mira, mira hijito!

Por su borrachera, que hacíase sentimental en las desgracias, el tío Potes tuteaba a Esteban. Aludía a la soplante respiración del coma que la enferma había tenido, y a las cantáridas puestas en los pies.

El médico, consternadísimo, sin saber qué hacerse, pero resuelto a pelear por sus últimos prestigios con una comedia de relumbrón y de aparato, aplicó el termómetro, investigó la reacción de las pupilas a la luz, por medio de una lupa, y púsose a auscultar, últimamente. El fonendoscopio, con sus níqueles y sus rojos auditivos, causaba siempre efecto extraordinario.

—Hijito, hijito... —volvió a decirle solemnísimo el tío Potes—, ¿te parece a ti... le parece a usted... que le establezcamos a la enferma unas almorranas artísticas..., y la Unción, si le parece también a la familia?

—¿Qué? —tuvo nuevamente Esteban que indagar ante aquel sibilítico lenguaje.

Y hubiérase reído, a no impedirlo sus angustias. El tío Potes quería decir unas hemorroides artificiales, valiéndose del acíbar, y además los Santos Oleos.

Aceptó la idea de éstos, púsole a la enferma una inyección hipodérmica de éter, y se apresuró a alejarse de la estancia fúnebre en que un ignorantísimo barbero, y él, todavía más ignorante, así, con una tan risible como criminal impunidad, jugaban entre los incautos aldeanos a la muerte y a la vida.

Acabó de cualquier modo la visita, y fue a encerrarse en su despacho. No estudiaba... ¿a qué?... Sabíase vencido y agotado. A ratos lloraba; y en otros, al sentir a su mujer, que no cesaba de entrar a consolarle, quedábase en los éxtasis de una fija calma de locura.

—¡Vete, Jacinta, vete! ¡Dejame estudiar!

Abría el libro; y ella, con desolación tremenda, se recogía con Nora en la sala para rezar juntas el rosario, pidiéndole a Dios el término de tanto sufrimiento.

El murmullo del rezo iba creciendo en su fervor, y Esteban, a través de las puertas, escuchábalo como una oración fúnebre por todos. La ruina, sí, de su familia. El llanto o la vocecita del niño alguna vez, saltando sobre el clamor de la plegaria, clavábasele en el pecho como una inculpación de la inocencia. ¿Qué iba a ser del pobre ángel? ¿Por qué, incapaz él de sostenerla, creó esta vida de belleza y de candor?

Le echarían del pueblo. Iríanse a vivir o a morir como mendigos. Por la casa se tendían tétricas sombras según iba, allá en la suya, muriéndose la anciana.

Lo que predominaba en la desolación de Esteban era su áspera sensación de criminal cobarde, de hipócrita asesino. Tan cobarde, que se alegraba, al menos, de ver cómo iba transcurriendo el día, el día eterno, el día cruel, sin que le llamasen más, siquiera, para ver a aquella mujer que agonizaba. Tan hipócrita, que cuando noches atrás propúsole al hijo de ella una consulta, y éste se excusó por su confianza en él y su falta de recursos, no supo decidirse a pagarla de su bolsillo tras la neta confesión de que hacía falta para no dejar morir a un ser humano como a un perro. ¡No, pospuso al egoísmo de su crédito la vida de la enferma!

Había sido un desastre la comida. Comieron lágrimas y amarguras de sus bocas Jacinta y él; y Nora, también llorando, retiraba íntegros los platos. Luego volvió Esteban a encerrarse. Siempre con el libro abierto, en disculpa de su insano afán de soledad, fumaba mucho y miraba volar las moscas, cuyo monótono zumbido adormecíale la conciencia. La faz desencajada de tía Justa no se le borraba de delante de los ojos.

Pero a las cinco vino a llamarle una muchacha. Se moría..., no la vieja, sino Juan el albañil.

¡Gran Dios! Partió temblando. A mitad del camino se encontró a Román el barberillo, y supo que el albañil «acababa de liarlas».

—¡Pero de!...

—Sí, de expirar. En un ajunco. Tieso como un palo. De mo y manera, que ya, don Esteban, ¿pa qué va usté?

Cierto. En el aturdimiento, en la especie de vibración de alambres rotos que sintió el joven por la espalda, vio la necesidad de proseguir. La niña que había ido a buscarle, corría desalentada. Él torció una esquina y automáticamente emprendió la visita de la tarde.

No pensaba. No sufría. Iba como sin corazón y sin cerebro, en un aniquilamiento de toda su sensibilidad por el dolor. Veía al muerto, al muerto aquél, «¡tieso como un palo!».

No pudo invadirle ni el más leve regocijo al encontrar ya casi buenos a otros dos pacientes de la misma enfermedad que había matado al albañil, ni apenas inquietud al ser llamado al paso para otras nuevas invasiones.

La epidemia, pues, seguía. Daba igual. Lo que no seguía, por más que fuese andando, era el... médico, muerto por el muerto.

Llegó a la calle de tía Justa, y se paró, viendo que también y a todo escape volvía a salirle al encuentro el barberillo.

—¿Qué? —le interrogó Esteban, con los ojos muy abiertos.

—Nada, que tía Justa acaba de liarlas. No vaya usté ya. ¿Pa qué?

Giró Esteban y se encaminó recto a su casa, como si le hubiesen dado otro eléctrico escobazo.

La noche fue horrorosa. No cenó. Se acostó y fingió dormir para que cesaran los mudos llantos de Jacinta. En la oscuridad veía los ataúdes de los dos muertos, con los pies rígidos, calzados con botas nuevas y asomando por las tablas.

Los entierros que al día siguiente por la tarde pusieron al pueblo en conmoción, acabaron de romper cuanto de vida y de conciencia quedaba en el pobre destrozado.

El del albañil pasó por delante de la casa.

Ya que no había campanas en la torre, doblaba el esquilón del Camposanto con lenta y agudísima tristeza.

Jacinta y Nora rezaban en la sala, y su rezo aumentó su angustiada unción cuando cruzó la calle el lúgubre cortejo. Esteban, confinado en el despacho, tornó a sentir la fría galvanización del criminal. Oyó alejarse el rumor sordo de las gentes, y en la misma pétrea rigidez siguió escuchando aquel murmullo de ansias sobrehumanas, por él inmerecidas, con que su mujer y Nora pedíanle a Dios la salvación de lo imposible.

Los dos muertos maldeciríanle desde sus tumbas: parecíale ver subir juntos por los aires sus espectros irritados.

Cerraba los ojos y contemplaba el abandono de las tres nietas de tía Justa. ¿Quién las cuidaría?... Un salto del corazón le impuso el mínimo deber de recogerlas, poniéndolas bajo su amparo.

Sino que en seguida vio que tendría que proteger igualmente a las dos niñitas de Juan el albañil; que tendría que ir asimismo acogiendo, por la propia moral obligación de absurdo, a quién supiese cuántos huérfanos... hechos por él; y a él, sumido en la impotencia de no servir ni para sostener la vida de su mujer y de su hijo, se le apareció como una burla de sarcasmo y de sandez aquel impulso de convertir en un refugio de piedad su casa miserable...

¡Oh! Miró los libros, los inútiles libros que yacían en el estante como otro sarcasmo bien feroz, y vio cerca de ellos la escopeta; le recorrió un espasmo: ¡su única resolución de dignidad, tal vez, sería matarse!

Si adivinase la justicia humana, la Guardia Civil debiera venir a buscarle en cuanto acabasen los entierros, exigiéndole cuentas de dos muertes.

Entró Jacinta, quiso besarle, y la rechazó, brusco de recónditas ternuras, con un penosísimo orgullo de malvado que sólo se hallase a gusto abandonado a su ignominia.

Volvió a entrar luego con el niño, y la vista de, éste se le hizo insoportable, cual la de un ángel que se hubiese de manchar en el horror de un asesino. Se levantó y cerró tras ellos el despacho, quedando dentro. Los rezos de Jacinta y Nora oyéronse otra vez más clamorosos.

Noche de luto, días de luto los que fueron sucediéndose.

Por la mañana supo Esteban que el tío Potes visitaba por su cuenta a dos nuevos enfermos.

Sufrió en el corazón la puñalada.

Se le despreciaba. Se prescindía de él.

Así empezaban a despedirle de Palomas.

Nubláronsele más los ojos y el alma, y le inundó una gran vergüenza, que le impidió decirle tal noticia a su mujer.

Ella aprenderíala por los extraños.

Desde entonces se encerró con Jacinta en un silencio arisco para cuanto referíase a los enfermos, para cuanto pudiera referirse a su congoja, y Jacinta acabó por respetárselo.

Apenas se hablaban ni se veían. Echado él de la casa por el dolor que a ella producíala su presencia; echado también del pueblo por la humillación de su derrota, que creía ver reflejarse en la desconfiada resignación de sus enfermos, tan pronto como terminaba la visita cogía la escopeta y se iba al campo, lejos, muy lejos de Palomas, a pretexto de cazar.

A la tercera tarde se cruzó en la plaza con un señor gordo, montado en un caballo. Román enteró a Esteban de que aquel señor era el médico de Orbaz, y de que había venido a visitar a tío Marín el Disparao, riquito que mangoneaba el partido liberal a medias con el cura; de paso había visto y habíase encargado de los demás enfermos del tío Potes.

—Bueno, don Esteban, tos esos, al fin, son del otro partío, y na tié particulá que llamen a ese médico, liberal también, y que ya osté sabe que nos estuvo visitando como anejo hasta hace poco. Lo malo, ¡coile! ¡Me caso en Ronda!... ¿Iba usté a ver a Rigodón?

—Sí.

—¡Pues no vaya! ¡Acaba de visitarle el médico de Orbaz!... No vaya a verle, ¿pa qué?

Un frío de nieve recorríale a Esteban las entrañas.

¿Pa qué?... Breve y monótona esta frase de la irritada buena fe del barberillo, iba inconscientemente estrechándole, desde días atrás, en la noción de su fracaso.

¿Pa qué?, en efecto, pa qué ver a nadie más?... Ni por cortesía, aun siendo Rigodón enfermo suyo, el médico de Orbaz había exigido previamente la consulta. Su afrenta, su derrota, su deshonor no podían ser más ostensibles.

Se fue a casa y se le hizo intolerable el estar al lado de Jacinta y de su hijo. La candidez del rubio ángel, que reía sin poder medir la magnitud de su infortunio, y la dulce conformidad en que la madre iba confiándose ante las calmas aparentes del inmenso infortunado, formábanle un agudo martirio más en el martirio.

Cogió la escopeta y salió.

—¿A dónde vas? —díjole Jacinta, acudiendo hasta la puerta con el niño.

—De caza, un rato.

—Pero..., ¿no nos das un beso?

Iría a ser la primera vez que Esteban partía de junto a ellos sin esta despedida. Besó a su mujer, besó a su hijo..., y no supo qué avideces de imposible bebió calladamente en las tibias y suaves frentes de los dos.

¿A dónde iba?

¡A andar, a andar..., como otras tardes! ¡A perderse más que nunca en el abismo de sus penas!

La tarde estaba fría, desapacible. Había llovido, y había charcos y barro en los caminos. El pálido sol, asomando entre las nubes, alargaba sobre ellos la sombra del siniestro caminante.

Marchaba por los callejones donde solía esperar aquel buhonero que no entraba en Palomas por juzgarlo insignificante..., y la idea de su afrenta en la pobrísima aldehuela hundíale a la sensación de una insignificancia infinitamente mayor que la del astroso viejecillo.

Le envidiaba desde el fondo de todas sus angustias.

Sentíase el ser más desgraciado del mundo. El más inútil. El más ridículo.

Mezcla monstruosa de inteligencia y de ignorancia, de bondad y de maldad, de audacia y cobardía, había arrastrado en el torbellino de insensatez la suerte de Jacinta, creando una familia de infelices que iba recta a la catástrofe.

Estudió una carrera durante quince años, y encontrábase con que no servía para ejercerla. Libros, libros, teorías de libros, y a cada grave enfermo un problema pavoroso que iría resolviéndole la muerte. No. sólo las enfermedades en los libros eran enigmas de confusión que había que adivinar, que había que decidir entre unas y otras de muchas de ellas por matices sutilísimos, sino que además la práctica resultaba siempre una confusión de aquellas confusiones, donde aun del más leve matiz dependía todo el diagnóstico. Pero esto, al fin, no sabía Esteban si atribuirlo a una índole fatal de los médicos estudiosos o a torpeza propia...; pues que también hasta los rudos campesinos por un matiz lograban desde lejos diferenciar el trigo y la cebada, por ejemplo, ante aquellas monótonas parcelas de verdor que para los ojos imperitos no venían a ser más que un sembrado.

¡Ah, si al menos el error del médico no hubiese de pagarlo un infeliz con la existencia!...

Recordó la frase de un profesor suyo al aprobar como por limosna a un pésimo estudiante: «¡Para un pueblo, bueno está!»Y en un pueblo, sin embargo, no menos que en París, podían presentarse difíciles y extraños traumatismos, rápidas dolencias de urgente decisión de vida o muerte. Contra un mal abogado, siquiera, siempre le quedaría a la gente, a los ricos, únicos que pleitean o a quienes les cuesta el dinero pleitear, el recurso de buscarse fuera otro mejor, con toda calma.

Habíale cabido, pues, la desdicha de una profesión de responsabilidades delicadísimas, enormes, y sin cuyo completo dominio no podía ser aceptada por nadie dignamente. ¿Qué hacer?... ¡Desgracia, gran desgracia! Si el pueblo no le echase, bastara su conciencia a echarle de este pueblo y a impedirle seguir más con tal carrera en otro alguno. La culpa no sabríase tampoco si era suya o de quienes indebidamente le otorgaron el título oficial, con nota brillantísima, por cierto. En todo caso, y so pena de confirmarse por propia voluntad en una perenne situación de horror y de delito, tendrían que ser suyos la enmienda y el remedio.

Mas... ¡ah, el remedio! El remedio le abrumaba, le aturdía. Médico, según un título oficial, no valía ni para ejercer en el último de todos los pueblos miserables; y no siendo sino médico, es decir, esto que la irreplicable realidad rotundamente le probaba que no era, menos aún aquí ni en parte alguna podría vivir de un nuevo oficio.

¿Cuál..., que no exigiese una aptitud? ¿Cuál..., que improvisado le hubiera de permitir su desempeño, siendo así que incluso con una preparación tan larga negábasele en el propio?

Su lanzamiento de Palomas le significaba el lanzamiento del mundo entero y de la vida. Cerró los ojos un instante, por no verse tan solo en los impávidos campos de impiedad. Suspenso en su cerebro el pensamiento, andaba, andaba Esteban...; cual si ya no hubiese de hacer nunca más que andar sin norte y sin descanso. Errante como él, volvió a acordarse del buhonero. Le envidió. El viejo miserable tenía un papel entre las gentes; tenía, humilde o no, una profesión. ¡Él no tenía ninguna!

Seguía marchando, débil de espíritu y materia, con el peso de la escopeta sobre el hombro y con el de la tétrica cerrazón del universo encima de la frente.

Había subido a un cerro. Se paró. Miraba hacia la aldea y no veía más que la oscura confusión de barro, de sucias casas parecidas a ciénagas de cerdos, y entre cuya torpe vileza ahogábanse, por la aún mayor vileza de él, por su aún más grandes torpeza y cobardía, aquella niña, aquella rubia Jacinta que lloraba y aquel ángel que inocentemente sonreía ignorando su destino. Miraba los horizontes y no sentía más que el lejano y formidable zumbido de la cruel humanidad, rodeándole con su fiesta de locura en su vasto cerco de infortunio: Sevilla, la Sevilla de las flores, le tuvo en su abandono con Jacinta; Madrid, el Madrid de las grandezas, pudo dejarle morir de hambre, cuando él lo recorrió pidiéndole a cambio de trabajo un poco de pan para su Antonia, ¡para aquella otra flor de amor tan desdichada!... Miraba al cielo, en fin, y el gran piadoso Dios de su niñez perdíasele entre las dudas y las nubes que por el alma y los espacios parecía arrastrar un mismo viento de desastre...

Cansado, fue a un cancho que asomaba entre la hierba, no lejos del camino, y se tendió.

El ansia de fumar, única que en su desolado organismo persistía, hízole fumar. Sonreíase. En el destrozo de su ser sólo le quedaba voluntad para este vicio. Se encogía de hombros, y fumaba, fumaba, transigiendo amargamente. El humo era arrebatado de su boca por el aire... ¡Oh, si él pudiese en la nada disolverse como el humo!

Pero su carne, su humanidad, harto pesadamente afirmábase a sí misma en una afirmación de afrenta y de dolor.

Poníase el sol. El no tenía acción para moverse. Descansaba, en un descanso que quisiera ser más absoluto, y no desconocía que turbaríalo volviéndose a su casa. Su casa, su mesa, su cama sobre todo, sitios que en desgracia tanta debieran serle de reposo, llenábanle de horror. Roto el corazón, muertos los labios, besaba con la muerte a su Jacinta. Inmensamente amarga su boca, mascaba la amargura. Loca su alma, no dormía... ¡no! No dormía jamás y acrecíanle en las largas noches su tortura las tinieblas... Fumó otra vez; otro cigarro. ¿Por qué no?... Fumaba devorando el gusto del cigarro y la hiel de su sonrisa.

Vio venir por la vereda una cuadrilla de gitanos. Cruzaron, y los siguió largo trecho con los ojos. Entre los burros y los pobres guiñapos de colores, habíale pasado por delante la alegría... Y continuó fumando, fumando, el terco fumador..., pensando en la fatalidad que le impedía cambiarse él por un gitano, cambiar a Jacinta en la gitanilla que con su crío llevaba junto al pecho la despreocupación de quien tiene de uno u otro modo segura la existencia.

La envidia que le nacía de las entrañas y que sentía desde tiempo atrás por cuantos veía con un oficio, con una definida situación cualquiera, volvíale ahora más profunda.

Divisó en una viña a un hombre que cavaba, y le envidió.

Llegáronse a él, pidiéndole limosna, un lañador de platos y su hijo y su mujer, que al propio tiempo eran mendigos, y los envidió cordialmente y lloró al darles la limosna.

¡Cordialmente, sí! ¡Con una ansiosa intensidad que le dolía en el corazón!... Porque ni esto a él podría salvarle; porque él pudiese ser mendigo; pero su hijo, su Jacinta, no lo podían ser, no lo querrían ser, no lo sabrían ser..., ni él les podría obligar a que lo fueran.

Cruzaba entre el encinar un guarda, y Esteban le contemplaba fijamente. Gallardo en su potro, limpio y bien ataviado, con su bandolera nueva y su sombrero y sus polainas. Tras de los gitanos, tras de los mendigos, al lado incluso de aquel pobre cavador, aparecíasele como una codiciable representación de la fortuna. Tendría ocho o diez reales seguros de sueldo y una rústica vivienda donde albergar a su familia. Sería el guarda de algún coto, de algún conde. Feroz, muy feroz, dejóle aniquilado el pensamiento de que aquel conde negaríale a él, endeble, inútil, un cargo igual..., aunque se lo pidiese de rodillas. Negaríanselo, y se reirían de él el conde y hasta los amos de otras viñas como éstas de Palomas, cuando el débil señorito desease un azadón...; cuando otra vez, si no, en Madrid, igual que aquella vez de su calvario inolvidable, fuese implorando pan a cuenta de trabajo fábrica por fábrica, comercio por comercio... «Bah, sí —le habían dicho—; escribir es lo que sabe todo el mundo que no sabe de otras cosas...»

Tiró el cigarro y al ademán del brazo se le vino encima la escopeta.

La consideró. Tuvo el temblor de vísceras que acoge a toda resolución desesperada. Su mano oprimía el hierro, y su sien descansaba en el cañón.

Meditaba que él podía quitarse una bota, trabarse a un dedo del pie y al gatillo del arma la goma del estuche, poner la barba sobre la boca del cañón..., y..., ¡dormir, dormir..., hartarse de dormir en un descanso para siempre!

Pero seguía inmóvil, allí, al lado de la pena..., puesto ya el sol, y templando el infeliz los fuegos de su fiebre con el frío del aire y de la lluvia que empezaba con la noche.

VIII

Cuando Esteban volvió del campo, encontró a Jacinta y a Nora asustadísimas. El niño estaba atacado de violentas náuseas y de un frío que le tenía muy palidito, haciéndole temblar; al mismo tiempo, a la amenaza de un ataque, agitaba la cabeza y giraba medio estrábicos los ojos. Nora le tenía cerca de un gran fuego, en la cocina: y el tío Boni y su mujer, y la mujer y las hijas del señor Porras, que solícitamente habían venido, preparaban botellas calientes para mudarle las que íbanle poniendo, y agua y vinagre que le aplicaban a la frente.

La madre, en medio de la confusión, no sabía sino andar de un lado a otro sin concierto, consternada, llorando a gritos, como loca.

—¡Se muere! ¡Se muere nuestro niño! —clamó desgarradamente al ver a Esteban, echándose en sus brazos.

Buscaban a éste varios hombres por la dehesa, rato hacía.

El horror del cuadro, hecho ahora en carne de su carne, fue un mazazo para el médico. El egoísmo de su amor barrió con instantánea fuerza de vendaval todos sus desfallecimientos.

Se abrió paso en el grupo. Con augusta serenidad vio a su hijo inerte, blanco como el papel, descompuesta la belleza de su faz por los trimos musculares y deshechos los mojados rizos en las sienes.

Comprendió. Se trataba de algo serio.

La muerte, solemnemente clavada ahora con sus garfios de crueldad a las mismas entrañas de Esteban, le obligó, desde la no menos inmensa solemnidad de su cariño, a contemplarla cara a cara.

Sin decir palabra, cogió una silla y púsose a reconocer al enfermito. Decíanle los circunstantes que aquello podía ser «alferecía», por indigestión, o alguna perniciosa. No hacía caso. Era una invasión capaz de corresponder a cien afectos graves. Impuso respeto la muda seguridad del joven, y en torno a su atento y detenido examen reinó una angustia de silencio.

Se levantó por fin, meditando aún un momento. Del suspicaz, del caviloso, del cobarde, quedaba despierto de improviso un enorme corazón.

Mandó un baño. Mientras lo calentaban, fue al despacho y preparó una solución de antipirina y bromuro de sodio, cierto de que en la tempestad de nervios del pobre niño hacía falta un rápido calmante.

Él propio se admiraba de su tranquilidad, de su confianza, de la especie de científica clarividencia y del afán intenso y profundo por la vida que le volvían ante el peligro.

¡Su hijo! ¡Ah, su hijo! ¡Su Luisín!... ¿Qué eran ya, junto al riesgo mortal del niño, sus desesperaciones por todo lo demás? ¿Qué problema de porvenir pudiese perdurar al lado de este urgente y dolorosísimo problema de la madre que lloraba?

La antipirina, el baño también, reaccionaron al pequeño.

Desaparecido el frío, encedíasele la fiebre. A modo de delirio, persistíanle la agitación de la cabeza y la vaguedad de la mirada.

A las diez, marcaba el termómetro treinta y nueve y siete décimas. Como síntomas especiales, habíale notado Esteban tos ronca e infartos en el cuello.

La casa quedó constituida en la inquieta vigilancia de enfermo grave; pero reducida a la familia, porque el médico, agradeciendo las ofertas de las hijas y de la mujer del señor Porras por quedarse, afirmó que no veía razón de próximas alarmas.

A las doce, ya acostados también el tío Boni y su mujer, entre Esteban y Jacinta y Nora diéronle otro baño al enfermito. Bajó la fiebre, aplacáronse más los síntomas nerviosos, y al gozo de la mejoría, sin apartarse los padres de la cuna, Nora les sirvió una cena improvisada.

Esteban, el desolado y agotado Esteban de la tarde, el que no pudo tragar en tantos días atrás bocado con las ásperas hieles de su boca, volvió a sorprenderse del gusto, del hondo y como nuevo afán de vida que esta noche permitíale comer aquel jamón y aquellos huevos. Sentíase en una honrada reconciliación con su deber y su existencia, que eran al propio tiempo las de su Jacinta y su Luisín. Mientras él sufrió, pudo mostrarse pusilánime y vencido; ahora, en riesgo su hijo y en infinito sufrimiento su mujer, pasaba de protegido a protector... a protector y amparador de pujanzas inauditas. Jacinta, mirando al niño, llorando, arropándole y cuidándole, le confiaba al médico su fe y entregábale al padre y al esposo su dolor y su ternura. Esteban, sintiendo acrecérsele en la amorosa y adorable debilidad de ella su energía, la consolaba, acariciándola la frente.

—¿Qué irá a tener, Esteban? —preguntaba la afligida, no pudiendo rechazar los lúgubres presagios ante la lívida estupefacción que parecía petrificar a la criatura.

—¡Nada, mujer, nada! ¡Tranquilízate!

—¡No! ¡Ha caído como herido por un rayo!

—¡Oh! ¡No será nada!

—¡Quiéralo Dios!

—¡Dios lo querrá! ¡Y en todo caso —añadía el joven, invadido por el fervor de su mujer— Dios querrá que yo le salve!

Habían concluido la cena.

Nora dormitaba en un rincón.

Pasaban las horas lentas de la noche. La blanca cuna yacía en un santo reposo, turbado solamente por la ruda respiración del niño, y sobre los hierros y las sábanas reclinábase el joven matrimonio recogido en un abrazo de piedad. A ratos, el por tanto tiempo atormentado de tenacísimos insomnios, dormíase con un sueño muy suave, contra el hombro de la amada, en la caricia de un dulcísimo refugio. Despertaba al musitar de los rezos de Jacinta, y sobre la paz de su cariño y su dolor creía ver que un ángel tendíales sus alas protectoras. Al rezo de Jacinta, él iba respondiendo a veces mentalmente, meciendo el alma toda al inefable gozo de la beatitud en que renacía. Esto de su hijo pudiera ser una perniciosa o la invasión de la fiebre hepática que en el pueblo persistía... Pero él y Jacinta le estaban pidiendo a Dios con tanto afán que no lo fuese; que fuese cualquier afecto pasajero, que Dios querría escucharlos!...

Al día siguiente tuvo cinco urgentísimas llamadas. Una, para un nuevo atacado de la fiebre, y las otras cuatro para niños. Halló a dos de éstos con el cuerpo lleno de erupción de escarlatina y a otros dos roncos, con tos de perro e infartos anginosos.

Se aterró.

No pudo dudarlo. Las fauces y la nariz de uno de aquellos enfermitos tapizábanse de membranas resistentes, que eran expulsadas con la tos. ¡Difteria!... Persuadióse el médico... ¡y no sería otra cosa lo que su hijo padecía!

La sana aldea tan ponderada por Cernical y por todos se hallaba, pues, bajo el rigor de tres graves epidemias.

Corrió a casa del señor Porras, expúsole su alarma y logró que sin pérdida de tiempo un mozo partiese en una mula hacia Oyarzábal, pueblo de importancia que distaba siete leguas, y en el cual había farmacias excelentes.

Llevaba la misión de traer cánulas laríngeas y suero antidiftérico.

—Pero ¿pa qué? ¿Pa qué en resumen?... ¡Angelitos al cielo, y buena gana del viaje, don Esteban! —decíale aún incrédulo el señor Vicente, sentándose de nuevo ante la lumbre y moviendo su café, luego que el mozo salió al trote—. La dicteria como la dicteria, si es que ya tenemos la dicteria lo mesmo que otros años, ¡no hay Cristo que la cure!

Esteban, por no darle al premioso viaje del criado tintes egoístas, habíase callado el recelo de que también su hijo sufriera la espantosa enfermedad. Llegó a casa y examinó al niño nuevamente. Por desdicha, quedaron confirmados sus temores. Abultábanse los infartos cervicales y la difícil respiración hacía un tiro de fuelle en todo el pecho.

Pasó el día estudiando, cuanto consintiéronle los cuidados a su Luis y los numerosos enfermos de la calle. Llovía a mares, y hacia la tarde le asaltó la desesperanza de que el enviado a Oyarzábal no tuviese en esta noche tiempo de volver. Tronaba por la sierra. Debían de hallarse intransitables los caminos.

A la hora de cenar el mozo no había vuelto. Heroico Esteban, no le descubría a Jacinta la tremenda situación. Ella, sin embargo, y cuantos llenaban la casa adivinábanla de sobra en el estado de Luisín, que empeoraba por momentos. No podía respirar; se ahogaba. Su cara veíase hundida, azul, demacradísima. Una horrenda mueca en que la muerte iba respetando apenas nada de la espléndida belleza del chiquillo. Los padres, la madre sobre todo, contemplándole, estallaban en explosiones de llanto que les hacían salirse abrazados de la sala.

Pero Esteban dejaba a la desesperadísima Jacinta por cualquier rincón, con las mujeres, y salía al corral tratando de investigar por encima de las bardas los caminos; nada veíase ni se oía entre el diluvio, el huracán y las tinieblas. Abandonábale Dios, no consintiendo que a tiempo le llegase la salvación de aquel remedio; pero Dios quería a la vez probarle e infundíale a él mismo una seguridad casi insensata. Volvíase junto a la cuna, y médico, austero médico, sin besar siquiera al hijo de su corazón, contemplábale y palpábale la garganta atentamente.

La mala suerte había dispuesto que esta enfermedad adquiriese una espantosa fulminancia de centella. Los otros niños, incluso el que desde por la mañana presentó inundados de membranas la nariz y el fondo de la boca, mantuviéronse el día entero en una dispnea de progresión menos terrible,

Salía otra vez. Tornaba a darle un abrazo de inútil consuelo a su Jacinta, y se encerraba en el despacho. Estudiaba y revisaba su bolsa de curar, mala, pobre, no provista siquiera de una cánula de entubamiento. En cambio, como una burla de reto audaz al cirujano, al mísero cobarde que ni sabía coger un bisturí, tenía la cánula de traqueotomía..., y en el estante, entre los libros, un termocauterio.

A las doce, el niño se asfixiaba. Un ataque de tos dejóle exánime. Estuvo la madre con su paroxismo de dolor a punto de acabar de ahogarle, aferrada a él, queriendo al menos recogerle en los besos de su boca el último suspiro, y Esteban, entonces, despótico, implacable, la arrancó de allí, y la arrojó de allí, encerrándose por dentro. Auxiliado por Nora y por el señor Vicente, que en la trágica entereza del joven prendían sus esperanzas, le hizo respirar éter, tratando de resolver el espasmo de la glotis; diéronle fricciones secas, y lograron que volviese a su ritmo la dispnea.

Pero Jacinta, atajada por la puerta y contenida lejos por la caridad de las vecinas, creía muerto a su hijo; oíanse sus sollozos, sus lamentos, sus aullidos de furor.

Dentro de la sala, sobre una mesa, estaban ya el termocauterio y el estuche. Esteban, dispuesto a practicar la traqueotomía, le participó al señor Porras su resolución desesperada de incluso matar a su hijo, tratando de salvarle, antes de dejar que se muriese. Abriríale la garganta, para que pudiese respirar en tanto dispusiese de aquel socorro de Oyarzábal. Le explicaba la cruenta operación, para que él y Nora le ayudasen. Transmitíales su fe, y túvolos al cabo de su parte, poniéndose los tres a hacer preparativos.

Aguas hervidas, sublimados, algodones, gasas y jofainas e instrumentos quemados con alcohol. Advirtiéndose Jacinta de estas entradas y salidas, pensó que habíase muerto la criatura y que trataban de vestirla. En otro acceso de alaridos, reclamaba para ella el póstumo cuidado. Las mujeres sujetaban su furia difícilmente en la cocina. Esteban tuvo que ir a persuadirla de su error. Nada consiguieron hasta permitirla mirar de nuevo al moribundo. Fue otro abrazo, otro rapto de dolor en la fiereza, y otro violentísimo arrancamiento de la madre infeliz de al pie de aquella cuna. Para que no los viese, habían cubierto los instrumentos con un paño. Siguieron disponiéndolos. Esteban, llorando con el corazón, pero dominándose con un severo esfuerzo de deber el llanto de los ojos, cosíale las cintas a la cánula. No cesaba de vigilar el momento en que la tremenda intervención hubiera de imponerse.

Hacia las dos, a otra formidable angustia del niño, su padre le besó, pronto a jugarse el todo por el todo. No obstante, tornó una calma relativa y sólo quedó trazada con tinta en la garganta la línea por donde debiese penetrar la brasa del cuchillo.

La noche seguía infernal. La lluvia, impulsada por el viento, azotaba torrencialmente la ventana.

Y el momento horrible, el decisivo, llegó poco después, con urgencias indudables. Otro golpe de tos vidrió los ojos del enfermo, dejándole en un colapso del que no le reaccionaban las fricciones.

—¡¡Vamos!! —mandó Esteban, empalideciendo.

Nora tomó en brazos a Luisín, liado en una sábana, para poder con la otra mano sujetarle la cabeza. Parecido ya a un cadáver, no harían falta grandes mañas. Se encargó de la bandeja de instrumentos y algodones el señor Porras, y Esteban encendió el termocauterio.

¡Oh, en su hijo! ¡Tener que hundir el cuchillo ardiente en el cuello de su hijo!... Llorábale, sí, llorábale el corazón; pero aún comprobó que no temblaba. La feroz grandeza de su deber, de su dolor, le dejaba en total dominio de los nervios y en perfecta claridad de inteligencia. Al dirigirse al niño con aquel puñal de fuego llameante, que pudiera ser su muerte, que pudiera ser su vida, era un hombre de hierro que sabría no vacilar...

Pero se contuvo.

Fuera, en la ventana misma, sobre el estruendo del viento y de la lluvia, resonaban los cascos de una mula y grandes golpes.

Se abalanzó a la puerta de la sala, abrió, y después la de la calle..., dejando entrar al valiente mozo, que volvía como una sopa. Le arrebató de entre la manta la caja que traía, la abrió convulso, desenvolvió los papeles..., y llorando, sí, llorando al cabo de alborozo, tomó una pinza, prendió una cánula..., introdujo el índice izquierdo en la inerte boca del pequeño, se guió por él..., y con una facilidad, con una diestra sencillez de encantamiento, dejó aquel tubo en la laringe.

Miró ansioso, para ver si el niño respiraba... El niño respiró. Esteban lanzó un agudísimo grito de victoria que llenó toda la casa:

—¡Ven, Jacinta, ven!... ¡¡Vive nuestro Luis!!

La recibió en los brazos y la estrujó contra su alma en un llanto de benéficas venturas que los tuvo unidos largo tiempo.

Las mujeres, los hombres, acudían de la cocina sin saber cómo explicarse tal resurrección. Luisín, en efecto, respiraba con una libre avidez que parecíase al milagro de una vuelta de la muerte.

Esteban era el dios de aquel milagro.

Restaba destruirle al niño la infección por medio del suero, que también había traído el mozo. Poniéndole las inyecciones, luego de hervir y lavar con toda pulcritud la aguja y la jeringa de cristal, el médico, auxiliado esta vez por su mujer, que descubríale amorosamente al hijo adorado la espaldita, adquiría por vez primera la íntegra y noble sensación de la grandeza divina de su ciencia.

El resto de la noche no fue ya más que el principio de una espera de calma y de consuelo en aquella salvación. El amor de Jacinta hacia el marido habíase agrandado en una admiración de excelsas gratitudes.

Velaban al niño, pero de cara a la esperanza, a la paz, a no sabríase qué felicidad recóndita y firmísima que hacíales oprimirse sin cesar las manos estrechadas.

Del sueño reparador que allí junto a su Jacinta le turbó a Esteban la luz del alba entrando por el ventanillo, pasó a la sorpresa de advertirse confiadísimo y feliz, plenamente satisfecho de la vida que antes pesábale tan triste. Había arrancado de la muerte a un ángel y de la desolación a su Jacinta; su vida, pues, servía de mucho más que para pasársele en inútiles lamentos...

IX

Un mes después, cuando ya Esteban jugaba al sol alegremente con Luis y con Jacinta; cuando terminaba aquel tráfago de enfermos, aquella lucha sin reposo con que afrontó las epidemias..., pudo darse cuenta de lo enorme de su triunfo.

A sus libros, a su aplicación, a su tenaz constancia en el trabajo, al rígido concepto de su dignidad y sus deberes, debíanle la existencia muchos niños y muchos atados por la fiebre, y, sin embargo, habían vuelto a cruzar las calles diez o doce entierros. De éstos, sólo uno correspondió a un cliente que a Esteban recurrió casi en la agonía, traspasado del médico de Orbaz; los otros, empezando por el tío Marín el Disparao y por Rigodón, y siguiendo por una jovencita, por tres o cuatro mocetones y por unos cuantos chicos a quienes hubo de ahogar la difteria entre mantas de algodón y cataplasmas, fueron víctimas de la torpeza del médico —que así en la competencia entablada por él mismo, y a pesar de su antigua amistad con estas gentes, cayó al descrédito con plena rapidez desde lo alto de la autoridad de su caballo y de sus fachendas de cacique y de gordo labrador y ganadero. Una tarde, delante del último ataúd, se le vio partir en fuga; el potro conducíale a Orbaz tan briosamente como le trajo tantas veces; pero él iba con menos gallardía. Preocupado con los cerdos y los campos, aunque ansioso de aumentarse las ganancias, no importara cómo, en las visitas, debía de desconocer los baños, los sueros e inyecciones, los preciosos sistemas curativos de que al principio maldijo y se mofó, sabiendo que Esteban los usaba.

Bien. No le quedaba al joven ningún remordimiento. Con malas artes, el compañero descortés y falso aspiró a desprestigiarle; en liza abierta, él había sabido reconquistarse la clientela, humillándole con la fuerza de los hechos y debiéndole, además, por la pública comparación de los tan distintos resultados, la fe que le faltaba para ejercer su profesión.

El vecindario todo, sin distinción de políticos partidos, admiraba y respetaba al simpático muchacho que habíale unido a su modestia y a su afable juventud los altos timbres de su ciencia. Esteban supo, pues, gracias a la ola de infortunio tendida sobre el pueblo por aquel colega sin conciencia, que hubo de exagerar insensatamente los terrores de la suya al despreciarse como un necio y un malvado porque no pudo curar a una vieja centenaria y a un borracho. Supo, pudo así saber, que había médicos para quienes una defunción, o ciento, no implicaban sino la contrariedad de tener que firmar con la misma mano y en el mismo instante el certificado judicial y la nota de honorarios...; y esto, al hombre de sutil sensibilidad y gran corazón que Esteban era, resultábale un bien inestimable,

En cambio, y además, habíasele ofrecido la ocasión de ser como definitivamente consagrado por otro médico de fama. Un comprador de granos, residente en Oyarzábal, y venido al pueblo por sus compras, en la posada cayó repentinamente enfermo con una terrible enfermedad que le agarrotaba todo el cuerpo en espasmos convulsivos. Las piernas, los brazos, los músculos del pecho y de la cara, contraíansele a cada contacto con calambres espantosos. No podía tragar ni respirar. Si en los trismos se cogía la lengua con los dientes, partiásela y se desangraba. El tétanos, el horrible y espantoso tétanos, en fin. Grave, dispuso Esteban que se avisara a su familia, luego de ver la impotencia del cloral y los baños que dispuso. Peor al cuarto día, le anunció a la recién llegada esposa la necesidad de que trajeran suero antitetánico de las farmacias de Oyarzábal, y, a no haberlo, de Madrid. La afligida señora mandó un propio, y éste, al mismo tiempo que el suero, trajo al doctor Peña —el doctor de más renombre en la comarca—. Consulta. Un poco azorado sentíase Esteban al principio, tanto por la multitud de gente que la presenciaba, pues era para el pueblo un acontecimiento la presencia del doctor y del coche del doctor, como por su ignorancia de la forma profesional de las consultas (que nadie jamás le había enseñado) y por su científica modestia ante el ilustre compañero; y claro es, anduvo torpe en si debía o no con sus observaciones ilustrarle a la cabecera de la cama, y en quién debía después hablar primero; mas así que salvó sagaz estas levísimas torpezas, y expuso tan modernamente razonados la historia clínica, el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento, tuvo la sorpresa de oír que el viejo y elegante doctor Peña rompía su silencio casi adusto con estas frases dirigidas al concurso y a la esposa del paciente: «Señoras; señores: Me felicito de no poder añadir ni una palabra a las que acabo de oír, y os felicito por tener un joven médico de tanta inteligencia y tanta ilustración. Procurad que os dure mucho, lo cual dudo, porque es de la talla de los que pueden ejercer no importa dónde.»

El enfermo curó. El crédito de Esteban quedó asentado con firmeza inconmovible.

Ahora, vagando otra vez por el pueblo en la descansada normalidad de sus visitas, reanudaba una serenísima amistad con el sol y con los libros, con los verdes campos, con la vida. Feliz al lado de su hijo y su mujer, mirábalos en los paseos gozosos lo mismo que si acabasen de salir a una eterna aurora desde un túnel del infierno.

Jacinta, arcángel rubio, con su cándida expresión, hacíale pensar frecuentemente, y más en el misterio de las noches, contemplándola dormida, que acaso Dios, el gran Dios de ella (el gran Dios de él también en otros tiempos, hundido y borrado actualmente entre sus dudas), habría querido tocar el alma del incrédulo, abrumándole a infortunios, para hacer de ellos resurgir tal redención —en prueba de su poder y de sus recónditos designios contra la mísera razón humana.

Porque, sí, a la vida; tornaba a la vida, victorioso, el cándido niño luchador que por segunda vez había sufrido la sorpresa de verla sobre su frente misma conjurársele en horrores; pero victorioso, con una victoria de triste majestad, de melancólicos dolores impregnados en hondas y desorientadas angustias de infinito. Dijérase que el negro torbellino le había cogido y alzado en su vértice para alzarle a una salvación que estaba por encima de las nubes; para dejarle, sin saber cómo, en las alturas de una azul montaña de paz y de silencio, de soledad, de augustas meditaciones capaces de dominar y comparar la pequeñez de la humana existencia deleznable con la sideral y eterna grandeza de los cielos... Allá en Madrid, cuando la lucha fue de amor junto a su Antonia, la lucha aquélla, aunque brutal, cruel, harto cruel, correspondió al mundo toda entera, a la vida, y realizóse dentro de la vida y en el ardiente afán de un poco de ideal y un poco de belleza que los mismos absurdos de la vida obstináronse en negarle; sin embargo, hasta en el dolor de la derrota quedóle la evidencia de que resultó el vencido como pudo resultar el vencedor, sin que ello dependiese (según vino pronto a confirmárselo en gentil lauro su Jacinta) sino del mayor o menor brío del corazón, que en nuevos ímpetus supiese disputarle su afán a los prejuicios, a los odios, a los tremendos engaños y torpezas de las gentes. Ahora, aquí, no; la batalla, en la que él había sido testigo e instrumento casi pasivo de acción aturdida víctima a la vez, entablóse lúgubre y terrible entre la tierra y los espacios, entre lo tangible y lo incorpóreo, entre la Vida y la Muerte; y la vida, la pobre vida, frágil y fugaz, había saltado rota a cada golpe del invisible adversario formidable, rodando con sordos ruidos siniestros al torrente de la nada, al mar de lo infinito, donde acaban y se funden las ansias que en el mundo nos agitan por un poco de placer... ¿Cuál poderío, ¡ah!, cuál tremendo poderío fuese el que así ostentábase a su arbitrio capaz de disponer en un momento de tanto orgullo o tanto ensueño, de tanta dicha o tanta rabiosa desventura, de tanta loca sensación de perennidad, de todos modos, con que en medio de las flores o los áridos peñascos cada ser constituye su existencia?... ¡Para comprenderle a esta su efímera insignificancia, no bastaba el espectáculo que a un hombre le ofreciese de tarde en tarde el despojo de otro, como aislada víctima digna del olvido en la constante y perpetua batalla universal, sino que hacía falta haber asistido a la pavorosísima batalla como él, como Esteban, en los mismos confines de lo eterno!

¡Bah!, la vida, tan llena de desgracia, y a menos de tornarse a cada paso inexplicable, necesitaría prender la fe y los débiles amores de sí propia en el inmortal aliento de otra fe, de otros amores perpetuos, poderosos, únicos capaces de mantener encendida la esperanza sobre el fondo mismo del sufrir; y Dios, el gran Dios que refulgía en la pálida mirada noble y en los fervorosos rezos de Jacinta, habría querido demostrárselo a Esteban con la extraña paradoja de esta salvación a que le hubo de llevar rebosándole con un dolor terrible su colmo de tortura: por no poder resistir más, deseó matarse en la tarde inolvidable..., y, sin embargo, la gran desgracia nueva de ver a su hijo en el peligro le volvió al mundo plenamente.

¡Providencial, sin duda, cuanto le venía ocurriendo!

Providencial, tal vez, asimismo, y sólo para él dispuesto por una magna voluntad, el hecho de encontrarse a la sazón dos misioneros recorriendo la comarca.

Una tarde, cuando él, dichoso (y en su dicha agradecidamente reflexivo) marchaba por el campo detrás de Jacinta y de Luisín, que cogían en los ribazos margaritas y amapolas —por el astroso buhonero aquel a quien hubo de envidiar en otros días, y a quien ahora, satisfecho de sí propio, reducía piadoso a su piedad, supo que estaban en Orbaz los misioneros...; es decir, precisamente en el pueblo que le pareció nefasto, porque de él le vino el imprudentísimo rival, el médico enemigo que trató de aniquilarle: y en tal dato de situación, por asociación de ideas, de presentimientos, ya que también de Orbaz, y de tan raro modo, habíale llegado el gozo de sus materiales triunfos, creyó ver claro un nuevo indicio de la caridad divina que asimismo quisiera colmarle el alma de victorias...

Tratando de afianzarle la fe, su pobre razón, desde la áspera y ya un poco lejana época de estudiante madrileño, habíase extraviado por una multitud de libros de teología y de catequismo, que sólo consiguieron asaeteársela de dudas...; pero los sabios libros no podían con su impasible método salirle al encuentro de las dudas que ellos mismos suscitaban; y esto debía de serle fácil a un teólogo, a un experto jesuita (maestros todos en deshacer heréticos errores), con el cual pudiese larga y entregadamente departir.

Tal deseo, esta tarde, le arraigó y crecíale en el corazón sobre una beata humildad de predispuesto. Veía a su Jacinta coger flores, guiada por el niño, y sonreía él, sin querer decirla nada de su empeño, siguiéndola siempre con su agradecida y muda reflexión, en abandono de delicias, cual si el ángel inocente y la santa de bondad que le habían sacado de los yertos infortunios, le fuesen ahora conduciendo a la mansión de los amores suprahumanos por la idílica pradera... Caía el sol, en glorias rosa de fulgor suave, y de un arroyo cuya trenza de cristal rompía sonora entre las piedras, surgían el canto como eterno de las ranas y aromas de tréboles, de juncos, de mastranzos... de esas hierbas de todos los selváticos arroyos que huelen a creación, a eternidad, a Jueves Santo, a jugosas y eucarísticas honradeces de la gloria.

Al volver al pueblo, hallábase resuelto enteramente.

Amigo del cura, por haberle asistido como enfermo, fue en seguida a visitarle. El cura estaba viendo cómo el ama asaba unos torreznos. Sin descubrirle su cuita le encomió Esteban la conveniencia de que los misioneros viniesen a Palomas. ¿Cómo? ¡ah!... Más hecho el viejo cazador al gusto de su comodidad silvestre, a las manchas de su ropa, a sus uñas negras, a su buen fuego de sarmiento y a su perro y su perdiz, que no a la redención de feligreses, se mostró contrariado y sorprendido: lo primero, porque pobre, y con una vieja ama que no entendía de cocinera, pondríase en el caso de alojar a los padres jesuitas sin hacerlo con decoro; y lo segundo, porque jamás había visto a Esteban en misa, ni un domingo. Sin embargo, insistía el médico, aludiendo a la rudeza de los aldeanos, por nada nunca ni por nadie invitados como no fuese a las tabernas, y no supo el cura dignamente resistir. El propio Esteban redactó y púsole a la firma la petición para el obispo.

X

Y a la mañana siguiente, a pie, precedidos por su fama y esperados en las afueras del lugar por el alcalde, el juez, algunos concejales y todas las mujeres y chiquillos, llegaron los dos ilustres jesuitas, el P. Galcerán y el P. Sartos. Acompañábanles los párrocos de Orbaz, de Valleleón y Medinilla. Encaminados a la iglesia, viéronse favorecidos desde luego con un lleno rebosante.

Lo que más atrajo para ellos la atención, hasta que hablaron, fueron los fajines, las gafas de oro, que aumentábanle un diáfano centelleo de inteligencia y de dominio a sus limpios rostros afeitados, y las tejas... felpudas, pequeñas y redondas, casi como sombreros de paisano, tan distintas de aquellas otras grandes tejas de los curas.

¡Ah, pero cuando hablaron!... el éxito, el entusiasmo que subrayó a las gentes fue tan colosal, que Esteban, perdido y apretujado por la muchedumbre en el rincón del baptisterio, tuvo que reconocer el poderío de la elocuencia.

Sí, elocuentes, cada uno a su manera. La fuerte voz de trompeta del P. Sartos y la voz susurradora y persuasiva del P. Galcerán, dijérase que habían rodado en esta primer noche por los ámbitos del templo y por las almas.

Al nuevo día, no se habló sino de ellos en Palomas.

Los poquísimos vecinos y vecinas que no habían acudido a la función formaban grupos con los otros, oyéndoles elogios. «¿Qué tenían que ver los títeres?... ¡Qui t'allá malemo!» —argüíanle en todas partes al tuerto barberillo, que no se asomó a la iglesia («Pa qué») pensando que no habría ido don Esteban. Y así que supo que su ídolo, su maestro, don Esteban, concurrió y pensaba no faltar, él también resolvió no negarles a los padres, «¡me caso en diez!», su herética presencia.

Tratábase, realmente, de algo que turbaba la estúpida calma como secular del pueblecillo. Quitando los comisionados de apremio y los candidatos en tiempo electoral, nadie venía a él de cuanto andaba por el mundo.

Inicióse una semana de gran fiesta. Al anochecer sonaba alegremente el esquilón del Camposanto. El templo, cuyas telarañas colgaban en las bóvedas, pero cuyo suelo y cuyo altar luchase casi sin mujeres, se iba llenando de mujeres, que acudían en profusión con su negro manto a la cabeza. Había hasta forasteras, llegando de otros pueblos donde aún no había estado la misión. Los hombres, en retraso al volver del campo, se agolpaban por las puertas.

Esteban sentábase con el señor Porras en el banco del Concejo. Acaso reconfortando más su fe en la rubia y viva imagen de Jacinta, allá siempre arrodillada bajo el púlpito, que no en la misma imagen de la Virgen, un poco pregonadora de la sordidez del cura, con su roto manto azul, no tardó en formar juicio acerca de la complexión mental de uno y otro misionero. El P. Sartos pertenecía al tipo de orador tonante y emotivo; gran pintor, y a grandes trazos, o a grandes voces, de horripilantes cuadros del infierno, con sus múltiples acentos, poderosos como una trompetería de apocalipsis, pasaba sin cesar una especie de electrización de despeluzno sobre la ingenua concurrencia: «¡Es él! ¡Miradle allí! ¡Luzbel! ¡El mismísimo demonio!», y miraban las mujeres al sitio imaginario del Averno que aquel terrible dedo señalaba, y asomábase el terror a los semblantes y se encogían los corazones. El P. Galcerán, menos corpulento y tronador, venía de catequista y cuadraba en su papel perfectamente; las palabras fluían como una miel invitadora de sus labios, de su alma, de su propio pensamiento hecho verbo convencido de la hermosa redención; lejos de abusar de la simplicidad de sus oyentes (como hubiérale sido harto sencillo) captándoles la razón entre sofismas, ponía y afrontaba los teológicos problemas en su medio justo, resolviéndolos con lógica intachable; sin perder su intensidad y su sutileza, manteníase claro y al alcance del rústico auditorio; esta modestia, además, de los campesinos que le oían, creyérase (y bien al revés que al P. Sartos, aristocrático orador cuyos sermones tenían aquí un poco de desdén condescendiente) que le gustaba, por una excelsa estirpe de su espíritu, capaz de comprender que tanto valen el pobre como el rico, el ignorante como el sabio, en la amorosa compasión, reflejo de la de Dios mismo, hacia la bondad de todas las criaturas.

Nunca descendía de sus dulces discreciones el padre Galcerán. El otro, sí; juzgándose autorizado por su fama, hecha acaso entre reyes y entre duques, si ya no por su hercúlea humanidad y por sus años, en que aventajaba mucho al compañero, desde la tercer noche, y viendo que era el médico la única persona importante que aún no había ido a visitarlos, se obstinó en dirigirle desde el púlpito transparentes alusiones. Le adulaba, le halagaba, con pretextos de comparar la medicina del alma y del cuerpo a que uno y otro consagrábanse; pensando que el joven fuese un volteriano, concurrente a los sermones por el gusto de ridiculizarlos después entre las gentes, anticipábase a desarmarle con elogios excesivos, buscando en su presunta vanidad su gratitud, o, al revés, lanzándole retos tanto más pérfidamente infantiles cuanto que el retado no podría subirse a contestar en el púlpito de enfrente. «¿Queréis fe?... Pues tenedla en mí, en mis palabras, como la tenéis en vuestro médico, cuya ciencia es para vosotros un misterio, lo mismo que la mía.» «¿Pensáis que el hombre por sí solo se basta a saber nada del mundo?... ¿Por qué llueve entonces? ¿Por qué truena? ¡Decídmelo! Y si creéis que no pudieseis contestar porque os falte la cultura, ¡ahí tenéis a vuestro médico...!, y a él también se lo pregunto, a él que nos escucha...; ¡y ya veis que tampoco sabe responderme!... «Sus argumentos terminaban en las voces estentóreas que atraían el terror sobre los fieles con aquellas evocaciones pavorosas del demonio, de Luzbel...; y la iglesia entera, entre el tufo de los cirios, el sudar de las mujeres y el olor a estiércol y a colillas de los buenos labradores, parecía llenarse de rojos llamarazos y de azufres encendidos al rudo choque de las alas y cuernos y pezuñas demoníacas por muros y por bóvedas...

—Y bueno, don Esteban —le dijo el juez una mañana—, y han güerto a preguntarme los Padres que y usté qué y por qué y no ha dío a velos entavía.

Se dispuso a visitarlos. Tenía ya bien conocido el mérito del P. Galcerán y bien forjado su deseo de elegirle confidente.

Iba viendo a los enfermos. Miró el reloj: las doce y media... ¡Un poco tarde! Sin embargo, partió hacia la casa de don Roque.

Según acercábase, le apuraba la elección de las palabras en que hubiera de exponerles, sin jactancia, pero con franqueza plena, su conflicto.

A juzgar por las medias frases que de ellos le habían traído el alcalde, el juez y el señor Porras, que asimismo como prohombre habíase visto en la cortés obligación de cortejarlos, insistían los misioneros en creerle un presumidillo lector de España Nueva, de Las Dominicales y El Motín, pronto a discutir lo humano y lo divino; ahora, al verle efectivamente llegar en guisa de polemista, corría el riesgo de que le confirmaran en concepto tan ridículo —y debía evitarlo a todo trance.

Llegó. Aunque estaban de par en par las puertas, golpeó con los nudillos. El corazón latíale como en la inminencia de la cita de una novia. También venía buscando amores..., amores para el alma, y que, no menos que los del corazón, pudieran oponerle los obstáculos y equívocos humanos a sus ansias inefables. Si por no entenderle el P. Sartos y el P. Galcerán, piadosamente se burlasen de sus dudas, él llevaríase de junto a ellos un tremendo desconsuelo, una última y horrible sensación de desamparo.

Volvió a llamar.

La vieja ama apareció, sacando de la sala platos sucios.

—¡Ah! ¿Vi usté a velos, don Esteban?... ¡Pase! ¡Están comiendo!

A gritos anunció:

—¡El señor médico está aquí!... ¡Pase, don Esteban! ¡Pase!

Cruzaron un polvoriento despacho lleno de santos y escopetas. En la sala, modestísima, vio a los misioneros y a don Roque sentados a la mesa y rodeados de tres perros y dos gatos, que roían huesos con gran ruido de colmillos. Por la dificultad de levantarse entre tantos animales, o por el recelo que el tardío visitador les inspiraba, los Padres, lanzando unos «¡Hola! ¡Hola!» de reserva e inquietud, limitáronse a enfocarle en el diáfano campo de sus gafas.

El cura se hizo paso a puntapiés, y fue por una silla.

—¡Siéntese, amiguito! ¡Corcio, que ya de veras le esperábamos! ¿Quiere usted melón?

—¡Gracias! —repuso Esteban, sintiéndose observado por ambos jesuitas.

Aun en la pobreza de la estancia y de aquella mesita baja y de mantel gordo, más propia de patanes, saltaba indiscutible el hábito principesco de los dos.

—¡Bueno, bueno, bueno, señor médico! —dijo al fin con plena impertinencia el P. Sartos, aplicándose a comer—. ¡Caramba, y con lo amigo que a mí me gusta ser de los doctores! ¿Podría saberse a qué se debe su tardanza?

Tosió el médico. Comprendió que el Padre confirmábale como un pobre pedantuelo, tras su examen ligerísimo. Pero la pregunta le brindaba la oportunidad de sincerarse y de empezar a descubrirles sus anhelos, y no la desaprovechó.

—He tardado —dijo— y, sin embargo, aquí don Roque sabe que soy la causa de que estén ustedes en Palomas.

—¡Cómo! ¡A ver, a ver!

—Yo, Padres, que necesitaba oírles y hablarles (si ustedes quieren dispensarme esta merced), hablar con ustedes largamente en una especie de sincera confesión... vine a pedírselo. Vean, pues —terminó con su acento de modestia—, si por lo que pudiese parecer descortesía no está mi tardanza disculpada.

Los Padres habían vuelto a contemplarle; luego, buscando comprobar la revelación insólita, miraron a don Roque, y cuando éste, adusto y franco como viejo cazador, y ocupado ahora en la para él ardua tarea de prepararse un cigarrillo, afirmó con la cabeza, quedáronse perplejos.

Se le esperaba en la expectación despertada por él mismo, y Esteban terminó:

—Deseaba hablarles y escucharles, para que me disipen ciertas dudas. Yo he leído algo, inútilmente, con tal fin, y más que nada, yo, ¡ah, sí, he sufrido mucho. Quiero volver a creer lo mismo que de niño, y las dudas me lo impiden. Entonces he pensado que sólo a ustedes podría deberles ese infinito bien que ansío con toda el alma.

Hízose otro silencio de meditación y de rectificación de posiciones. Don Roque fue esta vez quien traslucía la sorpresa más ingenua: no esperaba descubrir un tal atormentado en el cortés incrédulo que no iba a misa ni le habló jamás de estos problemas; sin embargo, su atención, débil para cuanto no se refiriese a conejos y perdices, volvió a ser reclamada por la gigantesca y resobadísima petaca a cuyo interior restituía los chisques y el librito de fumar.

El P. Sartos sonreía, a la vez que limpiábase las manos con una servilleta, porque había acabado de comer.

Luego recostóse atrás en su incómoda silla de madroño, y comentó:

—¡Hombre, hombre, de modo que... dudas! ¡Tenemos nuestras dudas, grandes dudas, de seguro y, por otra parte, deseos más grandes de creer! ¡Bueno, bueno, bueno, bueno... bueno!

Se afirmó las gafas, prosiguiendo:

—Es natural. ¡Los libros! Tratamos de explicar las cosas por la ciencia, prescindiendo del misterio, prescindiendo de Dios, que quiso que las desconozcamos; pues claro está que en otro caso habríalas dispuesto de manera que sin ciencia se entendiesen, y no es otro para la soberbia de la Humanidad el absurdo resultado. Fíjese —continuó, aumentando el torrente de su voz, como siempre que hablaba del demonio— en que ángel y todo, criatura de Dios predilecta, ése fue el caso de Luzbel... cuya inicua rebeldía...

Pero tosió, sofocadísimo, porque hablaba con un palillo entre los dientes y habíalo absorbido hasta las fauces en una aspiración de su discurso..., y el padre Galcerán aprovechó la coyuntura para preguntarle a Esteban suavemente.

—¿Quiere el señor médico decirnos cuáles son sus dudas?

Agradecido el joven a la oportuna intervención del catequista, accedió, reconcentrando su atención y su humildad:

—Son varias; por ejemplo, una, respectiva a la armonía entre la definición del libre arbitrio y la posibilidad de que sean libres Dios y el hombre; otra, relativa a la concordancia de la presciencia y la eternidad divinas con la Creación, como tal hecho en el tiempo; otra, referente a cómo deba conciliarse que, siendo todo lo creado obra de la suprema bondad, de la suma perfección, resultara la Creación tan imperfecta, tan absurda (puesto que Dios entonces fuese el creador del mal) que el mal surgiese en ella por la rebeldía de Lucifer.

—¡De Lucifer! —atrapóle el P. Sartos el vocablo, como eléctrico, pues todo esto del demonio correspondía a su negociado, a no dudar—. ¿Y usted ve en ello imperfección? ¿Concibe usted siquiera que la perfección, precisamente, pueda surgir de otro modo para el hombre que en su lucha contra el mal, por tanto, necesario?... No habría concepto posible de justicia sin premio, sin castigo, sin los libres merecimientos de cada uno en la tendencia al mal o al bien; y Dios, justo ante todo, nos creó imperfectos y dejó así que el mal apareciese.

—Pero el mal, entonces... —fue Esteban a argüir, tímido ante la autoritaria voz del jesuita.

—¡Qué!

—¡Oh, no! nada... No sé si a ustedes les molestará que yo, a menos de guardarles el respeto de un silencio o de una falsa convicción que dejase íntegras mis dudas, con mayor respeto aún me permita alguna réplica cuyo objeto no sería más que exponerlas en toda su extensión, para que aún más fácilmente puedan destruirlas...

—Sí, sí, ¡habla! ¡Qué! —excitó rudo el misionero.

Había en su tono tal exasperado desafío, que Esteban, lejos de contestar, bajó los ojos.

Por suerte volvió a acudir en su amparo el padre Galcerán.

—¡Basta! —le oyó decir al tiempo que se levantaba, y con decisión tan suave, pero tan firme, que pareció incluso dominar al vehemente compañero—.—Son problemas que han preocupado a cien cónclaves de sabios y que no debemos tratar de sobremesa. Señor médico, nosotros paseamos por las tardes. ¿Quiere usted desde hoy acompañarnos?

Esteban se levantó a su vez y agradeció:

—Con mucho gusto.

—A las cinco —puntualizó el Padre tendiéndole la mano—. Nos vamos al campo, por ahí.

Era un cordial emplazamiento y una despedida. Los jesuitas, atareadísimos con sus devociones, y buenos regladores del tiempo y del descanso, dormirían siesta... Saludó Esteban. Se marchó.

No iba descontento. El P. Galcerán parecía expedito y dulce, en su rápida y certera comprensión: forma de la autoridad algo agradable; el otro, quizá un poco intemperante por exceso de fervores. Tanto como la esperanza en las racionales persuasiones que hubiera de deberles, predisponíanle a la fe esta inmensa paz, esta mansedumbre, esta resignación con la errante vida que ambos arrastraban. Hombres de talento, y cuyos tipos acusaban la originaria distinción de sus familias acaso nobles, no se comprendería que sin un pleno y gran convencimiento hacia la religiosa idea, hacia la verdad, hubiesen renunciado a todas las comodidades y placeres mundanos para pasarse la existencia viajando a pie, comiendo mal, rezando a todas horas y diciendo de pueblo en pueblo sus sermones...

Esteban, ya en la mesa aguardado por Jacinta, la dijo, sí, que venía de visitarlos; mas no el afán que le acuitaba. Para volver con ella a la gran intimidad, desde la de él rota en sus almas por cien secretos de vergüenza y cobardía, juzgaba preferible llegar primero a la redención espiritual que habría de dignificarle, que hubiese nuevamente de igualarlos. ¡Sólo entonces podría alzarse hasta ella en fuerza de sinceridad y de arrepentimiento..., obteniendo su perdón!

XI

A las cinco se hallaba en casa de don Roque. Para el habitual paseo, acompañaban a los tres sacerdotes el alcalde, el juez y otras personas. El P. Galcerán adelantóse a todos, con Esteban.

A preguntas del curioso, íbale diciendo que no tenía aún cuarenta años, que había pasado siete en África, y tres de profesor de Filosofía en su Colegio-residencia. Su acento afable, impregnado de no se supiera qué desinterés de juventud, invitaba a la confidencia fuertemente; la hermosura primaveral de la campiña predisponía asimismo a la abundancia efusiva de las almas, y el médico, con la ágil complacencia melancólica que hubiese podido referirle a un camarada sus dolores, púsose a contarle su infancia, su pasado tormentoso, como una explicación de su presente.

Pisando hinojos y amapolas, iban por el lindero de unos trigos frondosísimos, cuyas verdes espigas les llegaban a los hombros. Las codornices cantaban. Creeríanse solos y perdidos en el mar fofo de esmeraldas, sin ver siquiera a los otros paseantes. Hablaba, hablaba el médico, evocando ahora de su Antonia la historia terrible, y el P. Galcerán seguía aquel drama de pasión con tanto anhelo como si también en sus recuerdos fuesen despertando algunos parecidos.

Con tanto anhelo, que Esteban juraría que le causó contrariedad cuando al fin hubo de pasar a los teológicos problemas. Era de los mencionados por la mañana, y plantearon, en primer lugar, el referente al libre arbitrio: el médico entendía sin la menor dificultad que, siendo la libertad la facultad de escoger entre dos contrarias solicitaciones, el bien y el mal, el hombre fuese libre; mas no lograba entender que Dios, según tal definición, pudiera serlo; puesto que Dios, la bondad suma y absoluta, no sufriría solicitación de mal alguno. ¿Cómo, si el mal no era sino la negación de Él mismo; todo cuanto no fuese Él, precisamente? En la imposibilidad de obrar el mal, ni de sentir su estímulo siquiera, su libertad quedaba anulada por completo. El misionero contestaba que tal definición del libre albedrío, defectuosa, había sido sustituida por ésta: libertad es la facultad de querer (no de escoger), y entonces, claro veíase que Dios, pudiendo querer el bien, y nada más que el bien, gozaba de una libertad aún más perfecta. La cuestión habíase dilucidado en la célebre polémica del Padre Gaduel con el marqués de Valdegamas, transcrita por éste a uno de sus libros más notables, y en la cual intervinieron Luis Veuillot, director de L'Univers, y últimamente la Civiltà Catolica, con su casi pontificia autoridad. Callado Esteban un segundo, por respeto, volvía, no obstante, a protestar de la necesidad de que le consintiera sus réplicas el Padre; y animado a ellas, tornaba a responderle. Él conocía también el libro del marqués de Valdegamas, y a pesar del fallo de la Civiltà, continuaba pareciéndole que tendrían razón los que sustentaban con el P. Gaduel que al reducir la libertad a la facultad de querer, restándole la de elección, se la dejaba confundida con la simple voluntad e incurríase en los heréticos errores de Bayo y de Jansenio. Perdíase a continuación el jesuita en cien distingos metafísicos acerca de que no es libre quien puede querer el mal, porque sólo el bien posee los títulos de legítima dominación sobre las almas..., y un poco embarullados ambos, al fin, por la torpeza o los reparos del joven para acabar de comprender, regresaron del paseo en esta primera tarde sin provecho positivo.

A la siguiente, trataron el tema de la presciencia divina y la Creación. Un arquitecto, un ingeniero —según Esteban— comprendíase que no se decidieran a una obra hasta adquirir la suficiente aptitud por sus estudios, y hasta que, además, un motivo extraño o una conveniencia surgida de improviso en ellos mismos, les determinase a realizarla; pero en la eterna sabiduría de Dios, ¿qué preparación pudo El necesitar, o qué motivos eternos pudieron impulsarle a ejecutar la obra de la Creación en un determinado momento, y... no antes?... Si era buena y sabia, Dios, infinitamente sabio y bueno, debió verlo así desde el infinito, y tenerla creada desde el infinito. Un «¡se me ocurre ahora!» no cabía suponérselo sino a un ser de imprevisión, de imperfección... Oponíale el P. Galcerán que el error, aquí, tenía que ser atribuido a la índole de la razón humana, incapacitada para comprender el tiempo, como no fuera en los falsos plazos de su fugacidad marcados por la misma sucesión de los fenómenos vitales. Tratándose de Dios, Creación no podía significar «una nueva cosa que empezaba», sino algo que por pertenecer a no importase cuál período de infinito era ya infinito, y algo, además, que infinitamente estaba en la mente de Dios como potencia, lo cual equivalía a estar en hecho en realidad, puesto que la potencialidad en un ser de infinita perfección era, no podía ser sino ejecución y acto, desde luego. Se le fundían a Esteban, pues, en un concepto de absurda elasticidad lo creado y lo increado, y su terquedad ingenua resistíase insatisfecha: Si la Creación, como hecho nuevo, no existía, Dios no podía ser autor de ella, porque no se puede ser autor de nada sin precederlo en el tiempo; porque no se podría ser causa de aquello que, desde el mismo infinito origen de la causa, ya existía infinitamente.

A la tercera tarde hablaron de otras dudas, y entre ellas expuso el joven su temor de que la fe y la razón fuesen filosóficamente inconciliables. Decíalo, porque al leer la filosofía fundamental, de Balmes, y por cierto con el ansia de quien iría a encontrar la religión bien razonada, vio sorprendidísimo cómo en sus primeras páginas, al tropezarse el autor con una previa cuestión inevitable, la de certeza, la de la posibilidad de la certeza racional, pasábale por alto con sólo una disculpa: «Discutir o no admitir desde luego el concepto de certeza, equivaldría a encontrar en el dintel mismo del alcázar de la Filosofía sentada a la Locura» —Esto, según Esteban, era quitarles a todas las sucesivas filosóficas afirmaciones su valor; mas esto, también, según el P. Galcerán, ya que en realidad el concepto de certeza resultaba racionalmente irresoluble, puesto que equivalía a contrastar la veracidad de la razón con la razón misma (lo cual fuese tan absurdo como si un tendero pretendiese con su balanza misma comprobar la bondad de su balanza), significaba la miseria de la razón y la necesidad de recurrir a la fe divina como única fuente de evidencia y de verdad—. Pero, en caso tal, ¿pensaba bien Esteban?, ¿era insensato aplicar la razón a los problemas religiosos?, ¿para qué Dios nos dotó de la razón?, ¿por qué Balmes y los filósofos cristianos obstinábanse en escribir filosofía, dirigiéndose a la humana inteligencia, siendo así que fuese más sencillo hablar del sentimiento y dirigirse al corazón?... Inútilmente el misionero afinaba su dialéctica; siempre Esteban le ponía nuevos reparos...

—Mire, amigo mío —cortó por fin el Padre—, no hablemos más de estas cuestiones. Son tan arduas, que durante siglos vienen manteniendo viva la discusión de los teólogos y provocando incluso cismas, muchas veces. Antes de marchar, le dejaré a usted una lista de libros en donde habrá de encontrarlas en toda su extensión y que le proporcionarán, si los estudia con calma y método, la preparación que para acabar de entenderlas necesita.

Y bueno, aparte de esto, la bizarra cuestión de la certeza había despertado en el P. Galcerán el gusto de seguir conversando de otros filosóficos problemas, curiosos, aunque enteramente ajenos, en verdad, a la tribulación del catecúmeno: de las categorías de Leibnitz..., de las antinomias de Hegel..., de los positivismos de Bacon y de Spencer..., de las condiciones determinadas de Bernard... Un poco informado Esteban de ellos, la charla hubo de animarse gallarda y desinteresadamente entre los dos, como entre amigos, como entre dos espíritus juvenilmente generosos que admiraban lo admirable allí donde al azar lo iban descubriendo. Los entusiasmos del Padre eran para Hegel, de un modo principal.

—¡Oh, si yo no fuese cristiano —llegó a decir— sería hegeliano!

Así continuaron hablando el resto de la tarde, y las dos siguientes. Por sus afinidades ideológicas, desde la filosofía pasaban con frecuencia al derecho, a la sociología y a la literatura. Ferri, Lombroso, Garófalo, Tolstoi, y Zola, merecíanle bravos comentarios al P. Galcerán. La claridad dialéctica que Esteban le había echado de menos al tratar de sus dudas religiosas, brotaba ahora en las disquisiciones del Padre llena de esplendor. El joven, remitiéndose a la esperanza de los textos ofrecidos, veía que en el redentor de almas buscado ansiosamente no había hallado, por lo pronto, más que al inteligente camarada que también en vano buscó en el triste pueblecillo tiempo atrás.

Feliz hallazgo, pero efímero. En efecto; otra tarde más de estas pláticas gentiles, y he aquí que al regresar hacia la iglesia, el Padre, cambiando su tono y su aspecto de improviso, le llevó a la sacristía, sacó una gran medalla de San Luis, hízole que se desabrochara el chaleco, se la colgó al cuello, en tanto le decía:

—Usted es bueno. No se quite nunca esta medalla. Quiere creer, y creará. Tiene usted la voluntad de creer, y basta, porque eso es lo importante. Ya sabe que mañana a media tarde nos marchamos. Por la mañana, a las siete, venga a confesar. ¡Le espero!

—Pero... ¡Padre!

—¡Le espero! —insistió el P. Galcerán con los ojos bajos, con el manso acento de súplica y de imperio, por mitad, en que hacía su reaparición el jesuita.

La cosa era de tal modo inexplicable, que aún Esteban protestó:

—Pero... ¡Padre!, ¿quiere usted?...

—¡Le espero!... ¡y usted no querrá, sin duda, desairarme!

—¡Ah!... como... como una... deferencia personal...

—Usted es bueno. ¡Hasta mañana!

Le estrechó la mano, que había conservado entre las suyas, y partió.

Esteban se quedó confundidísimo. Salió del templo. No llevaba más que este nuevo misterio de la decisión del Padre ante los ojos.

¡Sí... sí..., el jesuita, el cura, el «hombre de oficio» resurgía!... No intentaba más que ganarse la apariencia de un triunfo ante las gentes..., ante el P. Sartos también que sabíale mejor que nadie en su tarea de catequismo, y que habría quizá que sonreír, con gozo profesional de compañero, al advertir que sólo Esteban dejara de confesarse entre todo el vecindario de Palomas. Tres días atrás, habíase confesado hasta el señor Vicente..., no sin que aquel acto de social obligación sirviérale después de burla y de chacota. La única abstención de Esteban, siendo quien era, y luego de habérsele visto en su comunidad campestre con el Padre, iría, en efecto, a llamar grandemente la atención.

La idea de aquella traición a su conciencia, fuese cual fuese la del P. Galcerán, le repugnaba. Sin embargo, apesarado por la debilidad que habíale comprometido, que habíale hecho acceder al fin con el silencio, y recordando por detrás del jesuita al afable camarada de bondades innegables que habíasele revelado en los paseos, se decidió a complacerle. Claro está que hubiese sido forzar su condescendencia hipócrita hasta el colmo el ponerse a hacer preparación espiritual alguna para semejante confesión, y no la hizo.

Además, a medianoche le llamaron para un parto, de casa de tía Hortensia la Jilguera, y creyó hipócrita, asimismo, resistirse a tomar el chocolate con bizcochos que ofreciéronle de madrugada.

Dos horas después, a las siete en punto, y en tal disposición, se fue a la iglesia. Había unos cuantos hombres y mujeres. Aguardábale el P. Galcerán, y le llamó por señas, desde un confesonario.

Se aproximó. Se arrodilló. Dispuesto cuando menos a honrar con una violenta sinceridad dolorísima este acto que habíale constituido el más augusto de su vida en la niñez, empezó por decirle al confesor que no podía rezar el Credo entero, por habérsele olvidado. Lo repitió fríamente, según lo fue dictando el P. Galcerán. Singularísima, en verdad, iba resultando aquella confesión. El penitente declaraba que no iba allí como penitente, puesto que no hizo examen de conciencia ni habíase abstenido de almorzar, lo cual impediríale tomar la comunión, ni podía llevar, en fin, propósitos de enmienda acerca de pecados de los cuales no estaba cierto que lo fuesen.

—Y de serlo, Padre, los más grandes míos los conoce usted de todas estas tardes: se refieren a mis dudas sobre Dios mismo; a todos esos problemas del libre albedrío, de la Creación, de la justicia...

—Bien, sí. Usted es bueno —cortó impasiblemente dulce el P. Galcerán—. En la sacristía tengo la lista de los libros que debe usted leer, y aún más que a ellos debe confiarse a su propio corazón, a su propia voluntad, porque la fe divina...

Zurció por un minuto una plática de consejos y advertencias, con el acento frívolo que habría podido decírselo a un chicuelo cuyas culpas consistiesen en media docena de mentiras, y acabó con esta frase:

—Rece cinco Padrenuestros y vaya a comulgar.

De la penumbra interior de la rejilla desapareció el brillo de las gafas. Sonó la portezuela. El Padre se marchaba. Esteban, asombradísimo, abrumadísimo bajo el peso de aquella mala cosa que estaba sucediendo, fue al altar.

Y un rato después, la mala cosa, la infame cosa..., la cosa monstruosamente inexplicable cuando menos, quedaba realizada enteramente. Un cura, un sacerdote de Dios, en persona el mismo P. Galcerán, que musitaba unos latines..., y unas hostias de albura inmaculada que iba pasando a las bocas de unas viejas..., y a la boca de Esteban, también..., del triste y destrozado incrédulo que aún creía cometer un espantoso sacrilegio hacia el respeto sacrosanto que estas mismas hostias le infundieron cuando niño.

Acabó aquello, sin que los cielos y la tierra retemblasen —y el joven abandonó la iglesia con frío y con repugnancia.

¿A qué lista de libros? ¿A qué nada de nada más?

El P. Galcerán habíale dicho con hechos lo bastante.

Le odió por muchas horas. Aunque Esteban hubiese temido que en este último empeño su fe pudiera morir definitivamente, no esperaba que un sabio sacerdote se la asesinase con la alevosía de tanta farsa.

Y, sin embargo, preso en la farsa él propio, puesto que no en vano la sagacidad del fracasado catequista contó con su discreción, con la delicadísima prudencia que ahora mismo impediríale salir gritando la hazaña por el pueblo, apenas sonó por la tarde el esquilón, anunciando la partida de los Padres, él apercibióse a despedirlos.

Le acompañaba Jacinta. Tampoco a ella, que sabía que habíase confesado, díjola una palabra del fondo del suceso. ¿A qué?... Más piadoso que los curas, ni a la compañera de su vida quería descubrirle su dolor, a costa de exponerse a desgarrarla su gran fe tejida de candores.

En el adiós al P. Sartos y al P. Galcerán, en las afueras de Palomas, aquél le sonrió, como siempre, con su autoritaria suficiencia..., y éste... ¡ah, la sonrisa de éste!... ¿Qué tuvo, qué volvió a tener la sonrisa de éste, como cuando allá en los trigos confesábale que sería hegeliano si no fuese cristiano; como cuando en las bellas tardes de inmensa confidencia hablaban de Zola y de Tolstoi..., qué tuvo, qué volvió a tener de humana, de humilde, de bondadosamente confidente?

¡Oh, aquella sonrisa no la olvidaría jamás Esteban!

¡Fue la luz de su inmensa gratitud y su perdón..., fue, y más refulgente que nunca en su miseria, la del amigo, la del hombre también bueno e incrédulo, en el P. Galcerán, que al verse llegar a otro hombre bueno en consulta, habríale manifestado la verdad con el hecho de aquella confesión sacrílega; es decir, de la única y más eficaz manera que podía hacerlo quien tenía un duro oficio, ingrato y ya imposible de cambiar, como Esteban el de médico!

Y al volver del brazo de Jacinta, entre las gentes, por los anchos campos donde tendía la primavera su triunfo de esmeralda, él iba desorientado, sin comprenderle a nada su razón ni su sentido.

En casa hallaron esta carta:

Castellar, viernes 6 de mayo.

Querido Esteban: Por mi tío, el doctor Peña, he sabido que te encuentras en Palomas y que eres el excelente médico que hacía esperar tu aplicación. Aquí tenemos vacante la titular: representa, con el igualatorio, tres mil quinientas pesetas, sin perjuicio de llegar a cinco mil, de consultas en los pueblos inmediatos, a nada que trabajes. ¿La quieres?... No tienes más que enviarme la solicitud, porque mi padre cuenta con el Ayuntamiento. Pero, eso pronto. La cosa deberá resolverse en la sesión del miércoles. No sabes cuánto me alegraría y se alegraría el pueblo. Contéstame en seguida. Tu buen amigo que te abraza,

JUAN ALFONSO MÁRQUEZ.

Habían leído juntos, Jacinta y él, y contempláronse asombrados.

—¡Un antiguo compañero mío en Sevilla, que empezó la carrera de Derecho! —dijo Esteban.

El asombro, la aurora repentina de esperanzas, deslumbrábalos, no les consentía ni hablar. Los dos temblaban, a la emoción indefinible. La carta les había caído como un raudal de luz entre la nube espesísima de moscas.

Abrazáronse, por fin, y sin saber todavía lo que la oferta pudiese encerrar de realidad, Esteban estrechaba el papel de salvación contra el pecho de Jacinta, oprimiéndolo y oprimiéndola como el premio, como el único positivo bien que la tierra le ofrecía en el desastre de los cielos...

Segunda parte

I

—«¡Castellar! ¡Oh!... ¡Tres mil... cinco mil pesetas»... Feliz obsesión de Esteban y de todos.

Desde que se levantaban, abriendo los ojos a la persuasión que les imponía en la hermosa casa la bella realidad, reíanse y saltaban de contentos. Nora les mostraba los regalos que íbanles haciendo: jamones y quesos y gallinas; aparte los carros de leña con que les llenaban los corrales. Él y Jacinta, tomando el desayuno en el amplio comedor, cuyas dos rejas, sombreadas por la fronda de un parrón, daban a un patio de baldosas en que a sus anchas podía jugar Luisín sin ensuciarse, se asombraban de tanta esplendidez. Quedábanse por un rato en cónclave de locos regocijos.—« ¡Anda, anda, el doctor Peña!» — «¡Anda, anda, Juan Alfonso!» — «¡Y un buen pueblo, de gente fina, con campanas, con buñuelos, ¿eh?..., con buena carne de carneros matados cada día!» — «¿Ves, Nora, mujer?... Cinco mil pesetas... ¡porque sí, se sacarán!... ¡nada menos que mil duros, como un teniente coronel! ¡Como mi padre, de un golpe!» —«Pero, ¿qué vas a hacer con tanto, pelagatos?...» Gritaban, reían, besábanse. Besaba incluso Nora a Esteban, más alucinada que ellos mismos de tal caudal futuro en tanta juventud.

En vano delante de las gentes, como esta tarde en el agradabilísimo paseo con el cura y la sobrina, el joven matrimonio pretendía volver a su circunspección de graves personajes. Dos niños, y aún más que en el dolor en la alegría. Se admiraban de que todo el mundo asimismo en Castellar, les llamasen «don» y «doña» a todo trapo, incluso una señora, doña Claudia de Guzmán, vecina por las traseras de los huertos, a quien solían ver desde las tapias (dama muy simpática, que con su pelo medio cano, con su altiva corpulencia y sus nobles ademanes lentos, ceremoniosos, dábale a Esteban el recuerdo de su madre), y Esteban tuvo que confesarle a Jacinta, al notar lo ingenuamente que ella se extrañaba de que la señora la hablase con igual jovialidad que si fuese otra chicuela o Jacinta una matrona: —«Sí, mujer, ¡eres graciosa!... Te trata como a casada, como mamá, como lo que es ella también. ¡Tú y yo, con nuestros diecinueve y veintidós años, no acabamos de darnos cuenta de nuestro papel en el mundo! ¡Cuando más serio algún señor me dice «don Esteban», me dan ganas de reír y ponerme a jugar a los bolindres!»...

Así el médico tendía a tratar al cura, como un chiquillo que en los sesenta años y en la indudable discreción de este don Luis, hubiérase descubierto un refugio de consejos paternales.

Lucía serenísima la tarde. Por todas partes se tendía fastuosa la campiña. Allá abajo alzábase la fábrica de harinas, blanca, con su arboleda y sus penachos de humo, cerca de la roja y pintoresca edificación de la fábrica de luz. A la izquierda, curso abajo del Almira, las huertas, las verdes alamedas, los molinos, las presas rumorosas con sus saltos de aguas y de espumas, las riberas de carrizos en que sonaba inmenso por las noches el estruendo de las ranas. El río torcíase luego entre angosturas de las sierras que cerraban por aquella parte el horizonte con sus valles de encinas y alcornoques, con sus faldas de olivares, con sus jarales agrestes y sus plomizos canchos en las crestas.

Campos de riqueza y de trabajo. Campos de caza y de constante animación. Por el camino, bordeado de madreselvas silvestres y zarzales se encontraban carros, arrieros, ricos señoritos a caballo rodeados de galgos y que llevaban al arzón las escopetas.

Jacinta adelantábase a menudo con el niño y con Rosita, la sobrina de don Luis. Habían simpatizado en cuatro días; vivían frente por frente, habíanseles ofrecido desde luego, hospedándose una noche, y Rosa, la gentil muchacha que parecía, en efecto, una rosa por su color y su sencillísima bondad, había ayudado igual que una solícita hermana a desempaquetar y colocar los muebles. Esta tarde, libres del arreglo de la casa, salían por primera vez a pasear y a comerse en la huerta del cura una ensalada.

Sí, siempre Jacinta, a no dudar, la misma pasiva y dulce alma candorosa; en Palomas, con ocasión del largo y árido tormento, sufrió y rezó; aquí reía sin el menor recuerdo del pasado. Sentíase Esteban también gozoso; pero con ese gozo tintado de melancolía que dejan las grandes y tristes experiencias. La amistad del párroco hacíale un bien. No obstante sus años, este señor tenía un juvenil espíritu y una serenidad de inteligencia que alternaban con sonrisas de fácil comprensión o de disculpa para todo en su boca aristocrática. Limpio, ágil, tan cuidado de su sotana de gola cuando vestía de sacerdote como de su negro traje con alzacuello cuando montaba en su jaca con la gallardía de un capellán de regimiento, leía mucho, pescaba, era un gran conversador, y, atento por igual al cielo y a la tierra, sabía tanto de las cosas del vivir como de física, historia y teología. En el pueblo profesábanle respeto.

¡Qué diferencia de pueblo a pueblo, de este Castellar y aquel Palomas, y qué distancia de este párroco a aquel don Roque montaraz!... Jacinta había encontrado en Rosa una de las varias amigas señoritas, de su clase, con quien poder tratarse; y él, Esteban, en don Luis, un grato compañero de paseo —sin contar el boticario y el notario y aquellas tertulias de la Cruz y del casino, adonde concurrían, con Juan Alfonso, muchachos finos que habían cursado algunos años de carrera.

Hablaban de Palomas, y el minucioso don Luis interrogaba:

—Vería usted el cielo abierto, si es tan pobre, ¿no es verdad?... ¿Y lo habrán sentido ellos?

—Mucho; y yo, también; por un señor Porras que se ha portado a maravilla con nosotros. No obstante, le consulté y acabó por comprender mi conveniencia.

—¿Le pagaron?

—Ahí estuvo lo difícil... Tenían poco dinero. De mis fondos, más los trimestres de la titular, habíamos ido ocho meses sosteniéndonos: faltaban cuatro para el año y para cobrar las igualas. ¿Me habrían esperado aquí hasta agosto?... Afortunadamente, un compañero de Orbaz, que había procedido siempre conmigo de lo peor que pueda imaginarse, por recobrar a Palomas, como anejo, se prestó a pagarme y a suplirme.

—Vaya, menos mal. Pues en este pueblo vivirán ustedes lindamente. Es rico y se encuentra circundado por otros menos importantes, que vendrán a ser como su feudo.

—Sí. Ya me han llamado. Ayer estuve en Medinilla. Parece también que vienen en consulta. Por cierto, don Luis, que en la cuestión de honorarios ando a ciegas.

—¿Qué cobró?

—En Medinilla, pedí tres duros y me dieron cinco. A los forasteros, en mi casa, les puse una peseta y me pagaron dos.

—¡Sí, hombre, claro! Llevo treinta años de trato con los médicos, y lo sé perfectamente: cinco duros la salida, la consulta en casa diez reales. Si alterase la costumbre, creerían que usted no estima su trabajo, y no vendrían. ¡Hay que hacerse un capital!

—¿Un capital?

—¿Un capital? —repitió también Jacinta, que habíase aproximado.

—Vamos, un pasar para los hijos. Aquí, a nada que uno tenga orden, y más los médicos, se ahorra. Esto trae la tradición de buenos médicos.

Esteban y su mujer mirábanse con los ojos muy abiertos, al augurio de fortuna.

—Lo que sí le convendrá —prosiguió don Luis— es algo de comedia. Castellar es novelero. Empaque y rotunda afirmación, como el doctor Peña, que cuando viene de Oyarzábal da el golpe con su coche, con su anillo de brillantes y con su acento autoritario y las palabritas en francés que de tiempo en tiempo larga. El despacho debe deslumbrar a la gente en las consultas. Sus antecesores lo tenían lleno de ojos reventados, de láminas con destrozos anatómicos, de cosas de hospital... y, además, de títulos y de un instrumental complicadísimo. ¡Qué sé yo —terminó volterianamente sus leales advertencias—, he visto allí tantas cajas de trépanos, y de ojos, y de punzar y abrir hasta creo que el corazón..., que llegado el caso no se usaban!... Pero hace falta, ¡relumbrón!... ¡Castellar es un pueblo extraordinario!

Volvían a mirarse Esteban y Jacinta. Ellos mismos, desde luego sospechándolo, habían tratado de instalarse dignamente. Grande y buena la casa que tenían, siempre destinada a médicos, y aun a puesto de la Guardia Civil años atrás, sus muros y arcadas parecían de fortaleza, impenetrables al calor como a las moscas.

No, no había moscas ni mosquitos en los grandes dormitorios de altas bóvedas, donde cabían las camas con dosel, y limpios y bailando los lavabos. Disponían de luz eléctrica, lo mismo que en Sevilla, y buena parte de la renovada frescura de Jacinta debíase a ir desapareciendo de su cara la erupción que en Palomas hubieron de causarla los terribles picotazos.

Lucían mucho sus modernos y airosos muebles de la boda entre adornos y palmeras comprados al pasar por Oyarzábal. Necesitaban butacas, cortinas y remates, sin embargo. Cautos en gastar, tampoco se atrevieron a gran cosa en el despacho. Una vitrina y el aumento del menguado arsenal con varios instrumentos: fórceps, venda de Esmart, pinzas, cánulas, jeringas, un bisturí grande que podía servir de cuchillete...; pero tan pocos, al fin, que para medio llenar siquiera la diáfana ostentación del bello mueble, Esteban desparramaba dentro las tijeras y escalpelos de su estuche, dejando éste vacío y cerrado al pie; el estereóscopo, el fonendoscopio, los cuatro lentes de un gemelo de teatro desarmado, el espejo de un juguete de Luisín, parecido a un reflector, y hasta... el irrigador de Jacinta. Sonreíase mirándolo, y ya lo había él dicho en un anticipado acuerdo con los consejos de don Luis: «¡Tendré que ser un poco cómico, hasta ir adquiriendo lo preciso!»

Llegaron al Almira. Lo cruzaban por un viejo puente de tres ojos. En medio, el cura les hizo detenerse a ver el pueblo, que reaparecía en su verde colina de huertos y alamedas, igual que entre jardines. Blanco limpio. Sobre los rojos tejados descollaban las torres de la iglesia parroquial y de Jesús, la soberbia edificación de las escuelas, y algunas casas particulares, nuevas, de dos pisos.

Poco después, estaban en la huerta. El dueño, orgulloso del buen cuidado de su finca, la fue enseñando palmo a palmo. No se trataba de un rinconcito de recreo, como hubo de imaginarse Esteban, sino de un extenso vergel que al propio tiempo y a diario enviaba sus productos a Oyarzábal... Rendimientos de tres mil pesetas anuales.

«¡Jauja!... este hermoso Castellar» —tornaban a pensar y a decirse con los ojos Esteban y Jacinta.

Y Jacinta, animada con Rosa y con Luisín, se fue en un holgorio de risas y gritos a coger flores, hundiéndose en el espesor de una alameda. Don Luis hizo que le trajese la hortelana lechugas excelentes, cebollas, aceite, vinagre y sal, y púsose a confeccionar la ensalada por sí mismo. Nadie como él era especialista.

Fumaba Esteban, entretanto, tumbado a la sombra de un nogal. Las albercas, de aguas verdes y limosas, rebosaban hortalizas. Olía a higos no maduros, y una mula daba vueltas en la noria. Vergel, sí, vergel aquello. Por todas partes frondas, por todas partes selváticos rumores de hojas y de arroyos; trinos de pájaros, aromas, tibia humedad de paraíso.

Mientras don Luis lavaba y preparaba las lechugas, el médico recogía hacia su interior la voluptuosidad de esta pereza. Castellar se le ofrecía como un premio de la tierra y de la vida al pobre heroico fracasado en sus últimos afanes por el cielo. Nada habíale hablado de religión don Luis, harto hecho a la indulgente amistad con médicos, que no solían brillar por sus creencias, y nada tampoco habíale él dicho de su catástrofe moral ni de aquella confesión sacrílega que le hizo hacer el misionero. Verdad es que, en tan pocos días, don Luis y él no habían tenido ocasiones de conversar íntimamente.

Además, Esteban, con dolor de corazón, reservaba y reservaría para él solo su desdichado trance con los Padres; bastábale haber sacado la persuasión de que no debía, de que no podía creer. El sabio jesuita que hubo de comulgarle en tales condiciones, no creería tampoco.

No obstante, incapaz de resignarse a seguir cruzando por la vida sin un norte ideal, ni la carta de Juan Alfonso, llegada para el destrozado místico al modo de halago positivo en otro orden de esperanzas, hubo de evitarle una reacción de urgentes meditaciones. En el propio desastre de su razón, ya que no pudiendo contrastarse ella a sí misma como instrumento de análisis, destruía la filosófica certeza, había logrado cimentar un racionalismo escéptico y extraño, rectificable, y cuya fórmula inicial concretaba de esta suerte: «Sé, y no puedo saber si lo que sé es falso; pero sé». Atenido, pues, a la razón (así estigmatizada) en su actuación sobre los directos testimonios sensoriales, únicamente parecíale cuerdo admitir la vida como una variante de la existencia universal, y conceptuar eterno al Universo. Las teorías cosmogónicas de Laplace y el transformismo darwiniano, eran hipótesis sin pruebas concluyentes y no menos inaptas e inútiles para explicar la aparición de los mundos, primero, y la de la vida, después, que la inútil Teología. Los mundos existirían desde el infinito, cual hoy existen, con su orden inmutable, y la Tierra, entre ellos, con sus árboles, con sus piedras, con sus hombres. ¿Por qué no?... ¡costaba igual imaginarse la nebulosa o el Dios increados, que el Universo increado... cuyo eterno fin no sería otro que realizar la existencia de la materia, dentro de una impávida y perfecta perfección que vendría desde el infinito infinitamente proyectada al infinito!

Dentro de la lógica amoralidad de una universal perfección concebida en esta forma, la humana vida hallaríase sujeta fatalmente a una serie de mudanzas capaces de engendrarse una moral que, al impulso del egoísmo y bajo la dirección inteligente, podría llamarse conveniencia. Conviniendo a cada cual y a todos ser buenos, lo seríamos. Siendo perturbadores e innecesarios el robo, el homicidio, el crimen, la transgresión en cualquier forma a los derechos acordados, estas acciones quedarían reputadas por tan malas y penables como si su virtualidad estuviese escrita en un código divino. ¿Qué más daba?... El resultado idéntico —por una transmutación de la ley moral a la conciencia—, más noble, al fin, que el aceptarla por los miedos a un altísimo castigo.

Y en tanto que la Ciencia y la Belleza fuesen transformando el paso del hombre por el mundo en un reinado de trabajo y del amor y de las flores, bueno fuese vivir la pobre vida indiferente y limitada en paz y al sol. La suya, la de Esteban, con no más haberla comprendido, parecía querer brindarle cuanto hiciese falta para un buen poco de ventura; salud, esperanza de dinero y de prestigio, dulces amistades, amor en su Luisín y en su Jacinta... Bueno él y buenos todos, con divina fe o sin ella, vivirían dentro del bien, de los naturales gozos y de los rústicos placeres. Cuando se normalizasen, dejando él ordenados su tiempo, sus visitas, sus cumplimientos en el Casino a los amigos nuevos, por las noches, y Jacinta se viese más despreocupada de las tareas caseras y de sus compañías con Rosa en todo el día, ambos podrían irse arreglando una existencia de dulce intimidad. Dedicadas muchas horas al trabajo y al estudio, que enriquecen y ennoblecen, levantaríanse al amanecer, pasearían juntos, para higiene de ellos y del niño, conversarían, no tendrían una emoción ni un pensamiento que no fuera de los dos; disfrutaría de la lectura en las veladas, y en medio de su tranquilo amor y de la inmensa calma de estos campos, como desde un paraíso de hermosura y de honradez, delectaríanse con la perspectiva de un porvenir en que este hijo, y otros que tuviesen, hubieran de encontrar una selecta educación y una fortuna dadas como a besos de sus padres...

¡Ah, sí, el bello salvajismo! ¡La patriarcal y primitiva sencillez!... ¡Qué error el de las grandes ciudades con sus vicios, con sus lujos!... ¡Todo, en ellas, neurastenia y muerte..., siendo así que la verdadera vida podía constituirse en todas sus venturas con tan poco!

Venturoso, por ejemplo, veía el joven filósofo a este señor cura que, tras largos años consagrados a educar y enriquecer a su sobrina, aquí estaba poniendo su alma entera en el simplicísimo placer de picar una ensalada.

Había para amarlo todo, que amar lo pequeño, lo trivial; había que ser siempre un poco niños...

Y sorprendido de encontrase en mitad de estos proyectos con un cándido misticismo absolutamente igual que el que durante la infancia hubo de inspirarle su inmensa fe cristiana, no obstante hacerlo ahora derivarse de un materialismo brutal y desolado en la apariencia, sentía su corazón una ola de firmeza, de nobleza, de purezas exquisitas.

II

De los señoritos, ninguno usaba bastón; pero alguien advirtió a Esteban, regalándole uno, que era propio de médicos; y al salir a la visita se apoyaba en él —fuerte, de acebuche—. El donador le había explicado que el puño, tallado con navaja, representaba una cabeza de pato con un higo en el pico. ¡Bien!

Servíale para no tropezar en los guijarros. Acostumbrado a orientarse, no necesitaba al alguacil que le guió los tres primeros días.

Grande el pueblo; sin embargo, bastante rectas y bien rotuladas las calles y todas las puertas con número. Entre las bajas viviendas blancas, alzábanse de cuando en cuando otras de dos pisos, azules, nuevas, en muchas de las cuales entraba el joven estirándose los puños, por tratarse de gente encopetada.

Señores y señoras que imponían, casi todos parientes entre sí, de las familias de los Guzmán o de los Márquez, deudos de un conde de otro pueblo, senador por el distrito, y llenos de igual aristocrática tiesura que si todos fuesen condes.

Esteban temía a veces haber pasado con demasiada rapidez desde una aldea de pobres botarates a un pueblo de gente ilustre y principal. Los saludos de entrada y de salida poníanle siempre un poco torpe, de tan ceremoniosos.

—¡Vaya con Dios, don Esteban! ¡Buenos días!

—¡Buenos días!

—¡Caramba! —miró, y vio a una dama en una reja. Aunque tarde, quitóse el sombrero cortésmente. Debió decir: «¡A los pies de usted!» o «¡usted siga bien!», al menos. Habíale sonreído finísimo la dama. Alejábase confuso. Habiendo reconocido en ella a doña Claudia de Guzmán, la vecina por las traseras del huerto, tan simpática con sus canas y su aspecto que recordábanle a su madre, ni le dio siquiera las gracias por los tres jamones que ella acababa de enviarle. Espléndida de veras. Días atrás, estuvo a visitarlos, luego de haberles regalado también doce quesos de oveja, riquísimos, dos carros de leña y seis gallinas.

No era cosa de volverse a subsanar la incorrección. Jacinta y él irían a cumplirla la visita antes que a nadie.

Volvió a pensar en los enfermos. Muchos, como era consiguiente en una clientela no pequeña donde contábanse desde pescadores y artesanos hasta delicadas señoritas, tenía que ser amplia y muy otra que en Palomas la terapéutica de uso.

Efectivamente, aquí tenían costumbre de específicos modernos, de cosas nuevas, de alcaloides, de esencias y artimañas para encascararles a las drogas el sabor. La práctica, o séanse las señoras (que lo sabrían por otros médicos), les enseñaba procedimientos útiles a que no aludían los libros: una buchada de aguardiente fuerte, por ejemplo, encallaba la boca y dejaba tomar sin repugnancia el aceite de ricino.

Deteníase en la farmacia y, a título de curiosidad (que al ingenuo farmacéutico, tomándola por celo, forzábale a tenerlo todo en orden), miraba las cajas y los frascos a fin de conocer algunos medicamentos que veía por primera vez. Iba anotando la dosificación de los activos en un hojita del carnet, y, frecuentemente, antes de recetar, la consultaba al disimulo.

Así lograba bandearse, y nada mal hasta el presente. En clase de notabilidad, ya le habían llamado a Quintanilla, donde le extirpó al alcalde una falange necrosada, y a Torres de Morón para un delirium tremens; aliviados los pacientes, goteaban de ambos pueblos los que venían a consultarle. Veinticinco pesetas cada viaje y dos cincuenta las visitas... ¡trece duros en diez días!

Hoy, domingo, tocando en la iglesia las campanas, andaba la gente peripuesta por las calles. Apenas si encontraba a los enfermos leves en sus casas. De los de algún cuidado, el que inquietábale más era un porquero que vivía en el Altozano; aquejábanle dolores al oído. El buen hombre, en su ignorancia, se empeñaba en que tenía una gusanera. Reconocido con una lente, que mal que bien enfocaba dentro el sol (ya que Esteban carecía de espéculum auricular), había podido verse una acumulación de porquería; y quitada ésta con inyecciones béricas, quedaba el fondo nacáreo y supurante de la otitis.

—¡Don Esteban, que no, que no es inflamación, que son gusanos! ¡V'usté que como duerme y anda uno siempre con los cerdos!...

—¡Sí, hombre, bueno, sí! ¡Sí, son gusanos! —dejábale creer al testarudo—. ¡Pues con esto van todos a morirse y a salir!

Sonreíase. Transigía con la ignorancia de estas gentes. Muchos decíanle que sentían un bicho en el estómago.

Le cambió el calmante de láudano y aceite de almendras dulces por otro de cocaína, y se marchó.

Ya acabada la visita, volvía a las calles céntricas.

Seguía encontrándose señoras y artesanas: aquéllas de negro, con mantilla y con una erguida dignidad que hacíales caminar mirando al suelo; éstas provocativas, con trajes colorinescos y muy pintadas las mejillas, los labios y los ojos.

—¡Eh, eh, Esteban! ¡Hombre, ven!

Juan Alfonso estaba con otros dos en la puerta de la iglesia.

Le dieron un cigarro. Quedóse allí, charlando y viendo entrar la gente.

—¡Adiós, niñas; adiós, tita! —no cesaba de repetir a cada grupo de damas Juan Alfonso, mientras los otros quitábanse el sombrero.

Se hacía un silencio como una estela de respeto al paso de ellas, y en seguida, en este corro y en otros, formado el más numeroso por señores viejos, tíos y parientes también de Juan Alfonso, resurgían discretos los picarescos comentarios ante cualquier pastorcita que cruzaba. Cambios de miradas rápidas, sonrisas leves, expresivas, en que Esteban hubiese creído vislumbrar secretos dulces.

No tuvo que adivinar, porque de sobra íbanle informando los gestos y palabras del francote Juan Alfonso, del audaz y rígido Macario y del pobre diablo Cascabel.

—¡Contra, la Felisa!

—¡Qué guapota!

—¿Sigue con tu primo Andrés?

—Sí.

Pasaba la Felisa, morena almibarada, miraba a Andrés, y no obstante la expectación de todos, más disimulada en el corro de señoras respetables, y de «seguir» con el allí presente primo de Juan Alfonso, en un coquetón jugar de ojos rendíale a éste su buena voluntad.

—¡Aire la Florencia!

—¡Qué ladrona!

—¡Y con su golpe de barriga!

—¿De Perico?

—¡Claro!

—¡Hay quien dice que tuya, Juan Alfonso!

—¡Quiá! ¡No me ha gustado nunca, por guarra!

Sumióse en la oscura puerta la Florencia, no sin haber sonreído amablemente a Perico en primer lugar, y luego al desdeñoso, y se hizo otro obligado silencio, porque llegaban señoras. Todo el mundo saludaba. Esteban reconoció a la hermana y a la madre de su amigo, altas como él, graves como reinas, y acompañadas por el padre, que se quedó en un grupo de parientes.

No fue obstáculo para que el hijo continuase acogiendo y contestando tiernos homenajes. Además, le pareció a Esteban notar que el mismo padre recibíalos con disimulo. Juan Alfonso debía ser, en Castellar, el tenorio indiscutible. Cuantas veíanle, en no siendo señoritas, tenían para él una más o menos tímida o descocada admiración. Hallábase arrogante, todo afeitado, con el pantalón de punto, el marsellés, y el gris sombrero de ala ancha. ¿Por qué sus primas y la sobrina del cura y las hijas del notario eran las únicas que pasaban a su lado indiferentes?... Como explicación, tuvo Esteban que recordar lo que en paseos de confidencia habíale dicho días atrás el propio Alfonso: «No tenemos novias. Se trata de un pueblo tan decente, que nunca verás a las señoritas por las rejas. Ni van a bailes, ni a visitas; las bodas las conciertan las familias, y es mejor, ¡no como en Sevilla!, y así puede uno casarse cierto de que no le han sobajeado a su mujer cuarenta mil»...

—¡Chacho!, ¿eh? ¡Tu Eulogia!

Le avisaban. Acercábase esta vez una muchachota de negros ojos y labios gordos y encendidos. Mirando a Juan Alfonso, lucía con tanto orgullo la ostentación de estar siendo su querida, como la cruz y el calabrote de oro que caíala sobre el alto pecho por la roja y enflecada pañoleta.

—¡Concho, si está de buten, tú! —la aduló Macario, sabiendo que siempre sus elogios de hombre experto éranle gratos al amigo.

—¡Psé! —aceptó con displicencia Juan Alfonso.

Y Macario, tocado por Cascabel con la rodilla, se engalló. Su Irene presentábase a la vista. Casi tan guapa y menos charra que la Eulogia, traía pendientes y sortijas de más lujo, de más gusto.

—«¡Je-jem!» —contestó el discreto a otra no menos discreta guturación de su querida.

Juego de prudencias. Esteban, advertido, pudo observarle al esquelético Macario, alto como un siniestro y rubio Mefistófeles, el ademán de disimulo con que afrontó el paso de su coima. Casado y maestro de escuela (si bien habíale tomado Juan Alfonso un auxiliar, a fin de librarle de las clases), no era jactancioso. Valiente y hábil, levantábase a las once, ayudaba en todo lo que fuese chanchulleo de la política y sabía mejor que nadie tallar y pagar la banca en el Casino, cuando poníala con su dinero Juan Alfonso, o en las ferias de los pueblos inmediatos, donde establecíala con gran provecho por su cuenta. Hombre simpático, de gesto duro, de palabra terminante, gozaba de omnímoda influencia. Su dominación suave, pero enérgica, efectiva, llegaba a recelar a sus mismos protectores; por ejemplo, ahora, ante aquella Irene, que habría quizá parecido más bonita que la Eulogia, Juan Alfonso se creyó en el caso de apartarse con Esteban y advertirle:

—La deshonró mi padre, ¿sabes?... Luego la tuve yo; pero me hartó, porque es una borrica, y se la he dejado a ése.

—¡Tu padre!

—Sí. ¡El primero!

Sonaba el tercer toque de campana; removiéronse los hombres y entraron: la misa iba a empezar.

Esteban tenía que acabar de arreglar su despacho, y partió con Cascabel —más aficionado, según iba diciendo, a ver a las «hijas de su alma» que al cura.

Grande hablador este Cascabel, y con el sonoro descuido o inconsciencia a que parecía aludir su mote, era pequeñín y desmedrado hasta el ridículo. Flaco y rubio como una empequeñecida contrafigura del maestro, con el cual tenía ciertos bohemios puntos de contacto, la mansa audacia trágica de éste volvíase en él cinismo cómico e insulso... Hijo de una rica familia extinguida por la tisis, tosía como un desesperado, desde que a los veintiún años se quedó huérfano y solo; púsose un plan de juego, niñas, juerga y aguardiente, para cuya realización emprendió viajes a todas las ciudades andaluzas, y en poco espacio se arruinó. Volvióse a Castellar, vendió la última tierra, y con los once mil reales estableció una tiendecilla de ultramarinos y licores que se iba comiendo y bebiendo poco a poco. Contaba que, después de haber sido o pasado por un gran señor en muchas partes, durante las épocas de ahogo fue en Cádiz marinero, por los pueblos torero de capea, y limpiabotas en Jerez. En Málaga solicitó, y no quisieron darle, por falta de influencias, la plaza de verdugo. En fin, conservaba su tisis en alcohol y hallábase dispuesto a no estirar la pata mientras le quedase en el comercio siquiera un salchichón, siquiera una botella.

—Bueno, vamos, señor médico —inquirió—, ¿le gusta el mujerío?

—¡Sí! —repuso Esteban, que justamente iba preocupado con lo que acababa de ver en el desfile—. Por cierto que oiga, diga, amigo Casc... ¿cómo es su nombre?

—Diego; pero Cascabel es mi alias del toreo, y entiende uno mejor.

—Bien. Decía que me ha chocado ver tantas muchachas... alegres: la querida de éste, la de aquél, la de... ¡tantas casi como han ido pasando! ¿Es que en Castellar... son todas alegres?

—Hombre, no. Ya ve usted que ha entrado también el señorío, y...

—¡No, claro! ¡Refiérome a las otras!

—Pues las otras, como las otras..., si se quiere decir la clase media, la clase baja, tampoco, en general: por más que tenga su alma en su armario cada hija de mi alma y ande la que más y la que menos con la mosca en la oreja por el lujo y el aquel de los ricachos. Lo que hay es que a misa de diez acuden las señoras, y con ellas los señores, naturalmente; y para timotearse con éstos y lucirse entre ellos y ellas con sus rumbos, acuden también las siete u ocho lumias del pueblo como moscas a la miel.

—¡Ya, vamos! —admiró el médico—. De modo que... en esta misa de elegancia, los dos extremos: la alta representación de la virtud, por una parte, y por otra... ¡Claro es que las señoras no conocerán a esas muchachas!

—¿Que no? ¡De sobra! ¿No ve usted que al liarse con los señoritos de la casa han sido todas sus criadas o pastoras? Además, eso de la alta virtud habría que verlo: ¡mujeres al fin, las de abajo y las de arriba!... Y muchas de arriba, no diré que no... por feas o por el punto de orgullo de no rebajarse de su clase, si no han de apañarse con parientes, que no es lo natural, pero algunas, cuando menos, y por cierto de entre la gente más pintada, como la doña Juanita Gloria Márquez, hilvanada con el coadjutor de la parroquia, y como la señora de don Anselmo Cayetano, que se ha acostado ya con tres o cuatro médicos... ¡Mire! ¡En nombrando al ruin de Roma...! ¡Allí viene el marido!

Siguiendo la indicación de Cascabel, vio Esteban por la acera de enfrente a un señor que acababa de aparecer entre unos carros. A pesar de la confusión en que se hallaba con tanta gente nueva, con tantas presentaciones, reconoció en éste a un Guzmán de los que más habían intervenido con los Márquez al darle a él la titular. Saludáronse. Era un hombre alto, fuerte, tosco, que no mostraba su alcurnia más que en las ropas de labrador endomingado, en el gran puro que llevaba entre los recios dientes y en el lento y majestuoso modo de marchar.

—¡Ése! ¡El mismo que viste y calza! —añadió bajando el tono Cascabel—. ¡Su mujer le va poniendo hecho un bosque la cabeza! ¡Le gustan los doctores a la hija de mi alma!

—¿Los doctores? —admiró Esteban, intrigado por lo que pudiese afectarle en la noticia y sintiéndose dentro despertar al animoso de sus tiempos de estudiante.

—Le gustan y lleva tres: uno, a quien yo no conocí; otro, don Justo Zenara, hace seis años, y este don Ramón que acaba de marcharse, porque un pariente le ha nombrado no sé qué de La Coruña. Especialmente con don Ramón, un escándalo. Fueron muchos a despedirle a él y a su familia, en Oyarzábal, y al salir el tren dicen que los dos armaron una juerga de adioses, de llantos, de pañuelos, que tiritaba el nuncio.

—¡Caramba!

—Sí, señor. Andaba loca por él; y eso que, aunque jaquetón, era feúcho. ¡Ella es la que es buena moza de verdad!... Conque ojo, don Esteban, y a irse preparando; porque ya se sabe que el médico, así que llega, toma posesión de la barbiana más barbiana de este pueblo.

—¡Hombre, por Dios!

Despidióse Cascabel, al verse cerca de su casa. Esteban continuó hacia la suya sorprendido, pensando que estaba en un pueblo singular; en un pueblo de perversiones, de extraña mezcla de honradez y de imprudencia, de virtud y prostitución; en un pueblo donde la vida reaparecía jovial y loca con todos sus absurdos, lo mismo que en Sevilla, lo mismo que en Madrid, y más acentuados los contrastes por el minúsculo conjunto, así que sentíase libre de las hambres y miserias de Palomas.

Sin embargo, no debía ser cierto lo que el trasto aquél refería de las señoras.

¡Oh, no! ¡Estas señoras de Castellar, por encima de calumnias, debían de permanecer tanto más encastilladas en su orgullo y en su honor, cuanto que sus mismos hombres, y a conciencia de ellas, para la defensa de aquel honor, de aquel orgullo, las tenían en torno la indecencia organizada!

Al entrar en casa, con la idea de pedir sin pérdida de tiempo el espéculum auricular para el porquero, se admiró de ver el portal lleno de gente que esperaba a la consulta. Forasteros. Lo menos quince. Como cada enfermo solía venir acompañado de dos o tres parientes, quería decirse que iba a tener sus cinco o seis... a diez realitos. ¡Ah, la mina que era Castellar!

La sorpresa le aumentó al divisar al porquero mismo, con un papelito en la mano y muy contento y sonriente. Fue el primero que entró tras él en el despacho.

—¿Eh? ¡Ar pelo! ¡Mire, don Esteban! ¡Qué medecina aquélla, recristo!... No se han muerto; pero se atontaron deseguía, salieron! ¡y aquí los tiene usted!

En el papel mostraba cinco gusanos, semejantes a grandes granos de arroz cocido, con un negro puntito brillante por cabeza, y que no cesaban de agitarse.

—Tiene usté que darme, pa guardarla, esta receta. ¡Ar pelo!, ¡ar pelo!... ¡bueno ya!... Fue la mujé por ella a escape, y en ve de cuatro gotas, que usté dijo dije yo, poniéndome de lao: «Anda y échame to el frasco, a ver si se ajogan mejó los maldecíos...» Asín fue: al minuto, fuera los gusanos. La mujé me los acabó de quitá con una horquilla.

En su gozo, expresaba la gratitud hacia Esteban, tras haber manifestado una grande admiración por el éxito admirable ante aquellos forasteros que llenaban el portal.

Y Esteban, aturdido, sin decir palabra, cuando el buen hombre se marchó, tuvo que rehacerse.

¡Gusanos, sí! Los había visto por sus ojos.

La cocaína los desprendió narcotizados.

Esto es, que se trataba de un efecto que él no leyó jamás en libro alguno; pero, fuese por lo que fuese, de una insigne torpeza suya, digna de haberle puesto en ridículo, y... al revés, convertida en triunfo por la casualidad de haber recetado un narcótico y por la aún mayor torpe imprudencia del porquero al soplarse de una vez aquella enormidad de cocaína.

El porquero y su mujer, igual que aquí, habrían contado y contarían por el barrio y por el pueblo tal victoria.

¡Oh!

Fue a la puerta, y abrió, grave, estirado, comediante...; llamó al primer enfermo.

Más que nunca, en el misterio o en la compleja dificultad de su carrera, acababa de aprender cuán era indispensable una circunspección de farsa en los diagnósticos.

Por brutos que fuesen los pacientes, tomaríales en cuenta su opinión, así viniesen a decirle que tenían un caimán en la cabeza.

III

Terminadas las cuentas pesadísimas que la tenían hacía hora y media en el despacho haciendo números, dejó la pluma doña Claudia y púsose a guardarlo todo. A cada carpeta rotulada volvieron los recibos y contratos; a los bolsos los duros, la plata suelta, el cobre; a sendos departamentos de la gran cartera de billetes, los de veinticinco pesetas, los de cincuenta, los de ciento, los de quinientas, los de mil..., en gruesos fajos.

Se levantó y fue ordenadamente depositando cosa a cosa en la caja de caudales. Sentía la satisfacción que da la exactitud. Según costumbre, no habíase equivocado ni en un céntimo. El numerario y sus notas convenían. ¡Ah, pobre administración si el talento y la actividad de ella no supliesen el corto alcance del marido!

Desde los arriendos y el trabajo de bufete, hasta los más mínimos pormenores de la casa, pesaban en su responsabilidad.

Ahora iba a vigilar y ayudar, a los sirvientes.

Ya en la cocina aguardaban tres pastores con reses muertas. Sintiéronla por el campaneo de llaves que pendían de su cintura, y pusiéronse de pie. Cinco ovejas, dos carneros. ¡Lástima! Los examinó. Los del Galapagar morían modorros, sirviendo, pues, para el tasajo; los de la Jarosa y los Canchales, de bacera, que, según los médicos, contagiaban el carbunco; mas no era cosa de tirarlos, y mandaba abrirlos en canal, salarlos y curarlos al humo, para las meriendas de los mozos. Dio las oportunas órdenes y partió, grave, enlutada, llena de la sencilla majestad de sus deberes.

A un lado del portal, Ciriaco y Pedro apaleaban lana de colchones; al otro, Rosenda y Berta rajaban aceitunas. Investigó. Miró la lana y el modo de tratarla con los palos; sentóse junto a las mujeres un instante, y hábil, a pretexto de admirar las aceitunas en tamaño y calidad, sacó del agua unas pocas por ver si íbanlas haciendo las cinco cortaduras consabidas. En seis puñados halló algunas con cuatro solamente; se levantó y se las arrojó a la falda a las mujeres:

—¿Eh?... ¡Cuidado, hijas! ¡Ya sabéis que me gustan bien las cosas! ¡Nadie os corre!

Pasó a las cuadras. Martín seguía poniéndole el varal al carro roto, y Tomasón se disponía a echarle el pienso a las borricas. A esta hora las veinte mulas estaban por los campos, y sólo una, herida de una coz, quedaba allí.

—¿Vino el albéitar?

—Sí, señora.

—¿Qué ha dicho?

—Que se siga con el vino de romero y con los polvos.

Entró en la cuadra la señora, palpó la herida atentamente, vio que remanaba pus, y se indignó:

—¡Bah, ese albéitar es un tonto! ¿A qué tener esto descubierto? ¿Quiere que se infecte?... Mira, Tomasón, tráete otra vez el cocimiento de quina, el bismuto y trapos limpios.

La coz era en la pata. Volvió con lo pedido el mozo y bajo la dirección del ama le dejó puesto un vendaje al animal.

Aún, antes de marcharse, ella le tomó a la mula el pulso en una oreja.

—No tiene calentura. Ponla medio pienso.

Continuó para el corral. Sebinilla, a la sombra del parrón, jugaba descosida con la hija de la Torca, en vez de estar fregando los calderos. La riñó. Menos mal que ya les habían echado de comer a las palomas y gallinas, todas las cuales se agrupaban en bandada inmensa y grandísima algazara de alas y cacareos y picotazos.

Últimamente volvióse a la bodega, en donde Curra y otros dos apercibían para el verano los quesos, los chorizos, las morcillas, quitándoles el moho y metiéndolos en las zafras del aceite. Aquí, su inspección fue entretenida. Aunque confiase en Curra, no creía demás intervenir un poco por sí propia en la delicada operación. En efecto, sólo con ir levantando y remirando algunos colgaderos de chorizo, de los que ya tenían las tres mujeres apartados como limpios, les descubrió el hollín, la suciedad que emporcaría el aceite comunicándole mal gusto. Sin decir más que leves frases de advertencia, se dispuso a corregirlo. Sentada, tomó un cernadero para encima de la falda, y con otro limpiaba los embutidos que empuñaba valerosa con sus blancas manos nobles... ¡Ah, cómo hacíanla sonreír estos trabajos rudos y vulgares, estos contrastes de la pringue con sus dedos delicados y llenos de sortijas!

Pero a los diez minutos consultó el reloj, que para mayor puntualidad llevaba siempre en la muñeca. ¡Las cinco!... Dejó el trabajo, dejólo todo. No sólo hallábase rendida, sino que, además, era la hora en que su hábito, desde mucho tiempo, desde mucho tiempo atrás, tornábala a la vida de descanso, de ilusión... al verdadero señorío. Hasta el anochecer, porque volvían del campo los mozos, ella recluíase en sus habitaciones, dejándole a Curra los cuidados.

Es decir, vida de ilusión, no ahora... cortada en un paréntesis insulso; mas sí vida de nuevas esperanzas, de inquietud, de dudas, aún, por vez primera, que habíanla impuesto a su voluntad una resolución trascendentísima.

Y pensándola, considerando la tal resolución, temblaba casi... mientras en el pilón de la cisterna, y con jabón duro, se quitaba la pringue de las manos.

Creyó que iban siguiéndola cuando dirigíase al fin a realizar en esta tarde aquella cosa inusitada. Cerró la sala por dentro, con llave, y todavía en la soledad la acompañaba una sensación de seres y ojos y gritos espectrales que intentaran contenerla... Decidida y rápida (¡Ah, sí, esta vez!... ¡o habría de ser que jamás se decidiese!) se dirigió a la cómoda sacó de lo profundo del cajón el envoltorio, y cruzó a soltarlo y desliarlo en la mesa tocador, sentándose al espejo.

El momento terrible, gravísimo, llegaba.

Sólo ya este esfuerzo, había sido colosal.

Recapacitó. Desfallecía. Tuvo que reposarse.

Entero e inminente ofrecíasele el problema, aquí. Enfrente tenía el cristal que copiaba su figura; dentro de sí misma, y toda alerta, su altiva conciencia de mujer acostumbrada al triunfo y al dominio por la simple ostentación de sus prendas naturales; y sobre la mesa (y los miraba ella con alucinador horror, igual que se miran los abismos) la blanca crema, la pasta de carmín, los lápices, los cepillos... el frasco de agua química que hubiese de tornarle encantos de mentira también a sus cabellos.

Sí, con la horrible seducción que a los abismos. Hermosura de espíritu y de luz de inteligente dignidad, la suya, más aún que de líneas y matices, nunca, y siguiendo así la limpia tradición de su familia, de las señoras todas de este pueblo... nunca habíase pasado siquiera una borla de polvos por el rostro. Pintarse y adobarse ahora, como las criaditas y pastoras que hacíanse públicas perdidas indecentes, parecíala... el paso a la prostitución.

¡¡A la prostitución!!

Y, sin embargo, volvían sus ojos a caer sobre el espejo; y éste, allí enfrente, no menos implacable que en ella propia la conciencia, devolvíala la cruel verdad de su física beldad marchita, de su pelo gris, de sus arrugas, de sus pálidos labios, ásperos y secos...

¿No sería él, quizá, demasiado guapo e inexperto, y su mujer demasiado linda y joven, para que de otra pudiera empezar a interesarse más que en una competencia de frescura?...

Temíalo, ciertamente; clavábasele en el corazón el temor, y caía de nuevo el ansia de su mirada irresoluta en los cepillos, en los lápices, en el frasco, en la pasta de carmín... en todo aquello tan histrionesco y bochornoso que con gran secreta había traído la fiel Curra de Oyarzábal.

Suspenso el pensamiento en la decisión, cerró los ojos y quedó desalentada con los codos en la mesa y la frente entre ambas manos.

El pasado empezó a desfilar por su memoria, como una explicación que era justificación al mismo tiempo, Ramón; Justo Zenara; antes Hipólito; y primero aún que ninguno, el juez. ¡Sus amantes!

¿Túvolos por vicio, por mísera y ruin coquetería?... ¡No! Los tuvo por talento, por serenidad, por diplomacia... por un noble instinto de superioridad, más tarde, que impulsábala a tratarse con personas distinguidas.

Casada con el buenazo Anselmo Cayetano, incapaz en la vida, en la vida tan difícil y compleja, de toda eficaz resolución, ella, desde el primer momento, habíase visto forzada a asumir la alta dirección de los negocios; y en el principal, en el respectivo a aquella testamentaría del pobre sobrino tonto, destinado por familiar acuerdo a ser marido de su hija, y que habíales hecho encontrarse manejando desde luego y disfrutando como propio un capital importantísimo, nadie sino la divina Providencia y ella, con la oportuna seducción del juez, realizaron el milagro.

Alzó la frente. Miró la estancia.

Humana mujer en el fondo, no podía negar que su carne habíase estremecido de delicia con estas aventuras a que arrastrábanla, no obstante, las ansias del espíritu. Mas, ni un detalle de trivial provocación en su persona, en su conducta ni en sus cosas, había jamás menoscabado la orgullosa autoridad de gran señora en que supo mantenerse.

Este era, por ejemplo, el departamento de la casa que más y más dulcemente pudiese hablar de sus misterios; y ¿dónde estaban los lujos frívolos, las sedas claras, las amplias lunas, los divanes de indecencia y de pecado... las trazas, en fin, de la menor galantería?... El salón, herencia señorial de los abuelos, con sus muebles de damasco; el tocador, con sus viejas sillas y su mesa de caoba, y el lecho, en el hondo dormitorio, antiguo, conyugal, enteramente serio y respetable entre los sombríos tonos del palosanto y bajo el crucifijo de ébano y marfil... ¡Oh, ella podría afirmarle al mundo entero que siempre, siempre había sabido con sus amantes comportarse con tanta o más dignidad que con su marido, como una augusta emperatriz, sin descomponer, ni en la sonrisa afable ni en los álgidos momentos de pasión, su gravedad de gran señora!...

Hermosa (volvía a pensar, mirando nuevamente las cajas y los frascos), habíase hecho adorar, ante todo, por la majestad en que envolvíanla su alma inmensa y sus estirpes. Para el mismo Ramón, a quien ya había conocido no chiquilla, supo confiada y despreocupadamente hacer méritos de lo que otra necia habría juzgado defectos y tachas de la edad; empezaba a perder el rosa de los labios, y no se los pintó; empezaba a encanecer su pelo, el tesoro negro de su pelo, y lució los hilos blancos, brava, cierta de cautivarle, más tal vez con su nueva y melancólica beldad de otoñera rosa; pudo haber recurrido a lujos y perfumes, y prefirió esta austeridad sencilla y estos honrados efluvios del pan y del aceite que en las manos, en las ropas dejábala el trabajo.

Pero... ¡ah, el espejo, ahora! Hacía de aquello siete años, y tampoco en fechas tales se podía decir Ramón ningún chiquillo. Esteban, este don Esteban, ¡sí!...; y a ella desde entonces el tiempo la había inferido hartas injurias; la imagen, al otro lado del cristal, seguía sarcástica insistiéndola en que ya era casi blanca su cabeza, en que su frente y sus mejillas eran lívidas y opacas..., en que el menor desaliento acentuábala en el rostro una fatiga prematura y en que hasta sus grandes ojos, en otro tiempo tan intensos, mostraban un como anémico cansancio tintado por la bilis...

En un impulso de rebeldía contra el destino, lanzó su mano a la pasta de carmín; pero a otro impulso, en seguida, la arrojó.

Tal lucha no era nueva, por más que hoy un nuevo afán hubiérasela casi resuelto. Llevaba quince días preocupadísima, desde que una tarde le habló en las tapias al joven matrimonio, y creyó advertir que Esteban acogíala simpáticamente sus miradas; desde que otra tarde volvió a verlos, con dolor, paseando en amoroso idilio entre el forraje...; y llevaban cinco días aquí, estos frascos y estas cajas, sin que lograra la indecisa vislumbrarle solución al conflicto de su debilidad sentimental con sus reparos.

La obsesión suya oscilaba entre dos planes: llamarle así, al médico, como ella era, con el eterno motivo de los nervios; ir intimando poco a poco, invitarle al té todas las tardes, intrigarle y envolverle, por último, discreta, muy discreta, igual que a los demás, en los encantos de su educación finísima y en las gracias aristocráticas y selectas de su alma; llamarle así..., o rejuvenecerse y lograr lo mismo haciéndole a la vez contar, y desde luego, con el halago de los ojos.

Y como no podía, como no sabía resolverse, como no acababa de resolver nunca... alzóse del tocador y abrumada fue a caer a la butaca. ¿Por qué, después de todo, el joven médico constituíala esta tortura?...

Tradición. Algo que había pasado a ser derecho de ella, respetado y sancionado en Castellar. En días lejanos, Curra, la fiel criada, habíala dicho: «Sí, mi ama; se sabe, corre por ahí que es usted la amiga de los médicos». Alarmada al pronto la sensata, tardó nada en advertir que no por ello había perdido el respeto, la suerte de veneración que rendíanla el pueblo y los parientes. Había sido a la sazón «la amiga» de dos médicos, y lo fue al poco del tercero... ¿Por qué no serlo igual de don Esteban, ya que hasta por lo que pudiese respectar a la pública opinión, antes el dejar de serlo se la apuntaría como vejez, como fracaso?

Sino que el conseguirlo a costa de la farsa, repugnábale a ella misma, tal que una prostituida renunciación de dignidad, y expondríala entre las gentes al ridículo... ¡Ah, la transfiguración de juventud!... ¿Qué iban a decir, qué extrañezas no fuesen a sufrir sus cuñadas, sus sobrinas, su marido, sus criadas, las primeras, al verla esta tarde salir del tocador desconocida, así, de pronto, con la cara blanca, rosa, tersa, con los labios rojos, con el pelo de azabache?... ¿Qué iría a pensar el propio don Esteban, tras de haberla visto ya en el huerto?... Vendrían explicaciones difíciles y tumultuosas a todo el mundo que tuviese algún derecho a preguntar...; vendrían, acaso, burlas y sonrisas..., piadosas condescendencias de desprecio, hundiéndola en el corazón sus puñaladas, y hundiendo el alcázar de su orgullo entre...

Se irguió. Llamaban fuera.

Pronta a recoger aquellos trastos de vergüenza y de impudor, por si fuese su marido, quedó en escucha nuevamente.

—Doña Claudia, ¿puede usted?... ¡Soy Curra!

—¡Ah!

Se acercó y entreabrió la puerta de la sala:

—¿Qué?

—¡Que están ahí los médicos!

—¿Qué médicos? —inquirió aturdida doña Claudia, en la alucinación de sus «espectros».

—El médico y la médica nuevos, que vienen de visita —explicó Curra, con cautelas en la voz—. Les he dicho que no sé si está usted, por si no quiere recibirlos.

Pasmada la señora..., en un arranque impetuoso, decidió:

—Sí, mira; ¿dónde están?

—En el despacho.

—¡Pásalos aquí!

Corrió, dejando la sala franca, cerrando bien la vidriera que en el tocador había de aislarla, hasta guardar «aquellas cosas»; y tan pronto como las embutió en la cómoda, dispúsose a salir sin cambiarse de vestido, sin tocarse siquiera ni humedecerse la cabeza, a pesar de que el agua oscurecía las canas por un rato. Ya que la casualidad venía en su auxilio, la brava y noble decisión quedaba firme: ¡nada de mejunjes! Veríala así, ahora y siempre..., ante aquella misma mujercita suya, linda y joven... ¿Qué importaba?

Abrió y se presentó serena, protectora, sonriente..., con aquella fácil adaptación emocional que permitíala entregarse a cada nueva ocupación, a cada nueva situación, con alma y vida... lo mismo al curar bestias y limpiar quesos y chorizos (¡ah, únicamente, tras la puerta, habíase llevado a la nariz las manos, no fuesen a oler a pringue todavía!, ¡y no!) que al plantearse las más asiduas cuestiones en la intimidad de su conciencia.

Volvía a ser la dulce y poderosa gran señora, amable, afable:

—¡Hola, doña Jacinta! ¡Hola, don Esteban! ¡Tanto gusto! ¿Cómo va?

—Bien, ¿y usted?

—Perfectamente. Contentísima de verlos. Siéntense; tengan la bondad de sentarse. Y... ¿me perdonan?... i Iba a tomar el té; es mi hora por las tardes! ¿Una taza?

—Oh, gracias. ¡No se moleste!

—Molestia, ninguna; por Dios... ¡Mira, Curra, sirve el té también a los señores!... Es decir, a menos que ustedes prefieran café, doña Jacinta, o don Esteban.

—No, no, té. ¡Gracias!

—Pues, un momento. Con permiso.

Salió también, quizá a sacar de algún armario las galletas, y Jacinta y Esteban se miraron sonrientes. Sin decírselo, mostrábanse la extrañeza mutua de la amabilidad de todos los señores de este pueblo, de la manía por decirles a ellos «doña» y «don», y de aquella costumbre de los convites a café, a todas horas. Entre los que se tomaba Esteban después de las comidas y los que le ofrecían en los Casinos y en las casas, igual que en Palomas el señor Porras, había días que salía por seis o siete.

Doña Claudia, en efecto, volvió con unas bandejas de galletas. Siempre hablando, ayudando a Curra a disponer las tazas, advertíase tarde de que, por su imprevisión, los dos jóvenes habían ocupado los asientos que daban espaldas a las rejas. No la quedaba otro remedio que sentarse a plena luz... en una cruda exposición no favorable.

Mientras servía, Curra, que había charlado también con Nora por las tapias, informó a «doña Jacinta» de una niñerita que ésta quería tomar para Luisín; se la enviaría.

Y partió Curra, quedándose el matrimonio y doña Claudia conversando acerca de las casas, de la mala servidumbre, de la vida en Castellar. Buenas impresiones, los dos recién llegados. Contenta, muy contenta «doña Jacinta»: familias de tan esplendidez como la propia doña Claudia, íbanla abrumando a regalos, que la llenaban la despensa y el corral.

—¡Ah, pero sobre todo, señora, usted!... Ayer han vuelto con más leña sus carros. ¡Gracias! ¡No sabemos ya cómo agradecerle tanto obsequio!

—Bah, doña Jacinta, déjese de gracias. Los regalos es natural que se les hagan a los médicos cuando están recién venidos, porque entonces se hallan desprovistos en unos pueblos donde de todo se carece. Y usted, don Esteban, ¿qué tal lo va pasando?... ¡Ah, si posible nos fuese, para ustedes también, para los hombres, que están acostumbrados a otras cosas, volverles la vida menos ingrata que en ese aburridero del Casino!

—¡Oh, no, no, señora! ¡Me va muy bien! —repuso Esteban, bajo el hondo mirar de doña Claudia.

—¿Bien?... ¡Imposible!... Habrá encontrado a los amigos algo toscos. ¡Ustedes, los de población, sueñan otras ilusiones!

Seguía mirándole y sonriéndole con un recóndito interés que Esteban y Jacinta ponían a cuenta del maternal carácter generoso de la dama, y ésta cortó al fin:

—¿Son ustedes de Sevilla, creo?

Explicáronla. De Badajoz, él, y había estudiado tres años en Madrid; Jacinta, nacida en Barcelona, recorrió muchas ciudades con su padre, ingeniero militar, teniente coronel. Contó en seguida doña Claudia que había viajado un poco: a Córdoba, claro es, por ser la capital, frecuentemente; a Huelva, a Cádiz y a Málaga por los baños; y además, una vez, en el último verano, a Oviedo: tenía allí a su hija Inés, la pobre, la pobre criaturita, a fin de que viviese menos aburrida que en este Castellar empecatado. Inés, que por estar lejos venía de tarde en tarde, educábase con su tío don Lucas Bernabé, director del Banco del Nervión, sin hijos, y cuya esposa era la hermana mayor de doña Claudia.

—¡Pobre, pobre niñina mía! ¡La quiero tanto!... ¡Y ya ven, única y verme sin ella! ¡Horrible, horrible!... Mas ¿cómo, por Dios, ahora que empieza la criatura de mi alma a ver el mundo, traerla y enterrarla en un desierto?

Enternecíase hasta el punto de atajar con el pañuelo una lágrima invisible, y Jacinta, sin querer, hubo de aumentar sus aflicciones preguntándola si había tenido más familia. Sí; había tenido otro hijito, que murió, y luego abortos.

—¡Lo menos seis abortos!... Una de sangre de este cuerpo, que ha sido una desdicha. ¡Así —añadió mirando a Esteban— estoy destrozada!

Hábil, aprovechaba la coyuntura para empezar a darle a entender al médico las posibles diferencias entre los encantos de su belleza mustia y las lozanías de su mujer. Mas no pudo recoger la impresión de Esteban, porque entraba otra visita.

Una señora y un joven.

Doña Claudia presentó:

—Mi cuñada doña Antonia; mi sobrino.

Estrambóticos de veras, y el sobrino sobre todo; lacio y largo, lucía un bigote y una barba de cuatro pelos, que le colgaban como si acabara de bañarse, y había entrado con la boca abierta y el sombrero encasquetado hasta los hombros; traía en una mano una bellota y en la otra un cortaplumas; sentóse no cerca de la mesa y quedó con la boca abierta, con la cabeza ladeada, doblado hacia delante y con las manos colgando entre los muslos; sin embargo, estiraba los pies y uno pisaba a plomo la falda de su tía, quien hubo de avisarle quitándole el sombrero.

—¡Hombre, Alberto! ¡Estamos en visita!

Él, que había permanecido mirando a Esteban fijamente, varió los ojos en un rápido gesto de estornino y siguió igual mirando a doña Claudia, fijo, estúpido...

—¡Guarda esas bellotas, hombre! ¡Ah, el pobre Alberto! —disculpó la dueña de la casa.

No les hizo falta más a Esteban y a Jacinta para entender que era un imbécil; decíalo todo, y con triste sombra de elocuencia, en su figura, en su expresión.

Confirmábalo, además, el aspecto de la madre. Baja y gorda, tenía los ojos redondos, la cara llena de pecas, nada limpia, lo mismo que el negro traje de percal, y miraba también al médico con una especie de memez sumisa y bondadosa.

Inmediatamente se puso a consultarle sus achaques. Hacía mal las digestiones, padecía mucho de histérico, de flatos y dolíanle todos los «güesos». Además, sufría jaquecas a menudo y herpetismo a temporadas. Rogábale que fuese a verla, y Esteban lo prometió, suponiendo, dada tanta cosa, que fuera a ser su crónica enferma para tiempo.

—Oye, escucha, Claudia, mira bien —exclamó tras un silencio, en tanto el médico anotaba su dirección en el libro de visitas—. Me estoy fijando en cómo se parece este señor, salvo en que es más joven, a tu hijo Gil, que en paz descanse.

No respondió la cuñada, mirando a Esteban con no se supiera cuál desagrado de la comparación, e insistió la otra:

—Pero que ¡mucho!, ¡mucho! ¿No?

—Sí —accedió de mala gana doña Claudia, ya molesta con mostrar estos parientes; y añadió, tratando de torcer su contrariedad, hacia Esteban, en melancólico misterio de bondades—. Tal vez hay en usted una grata semejanza con mi hijo, y por eso me ha sido usted desde luego muy simpático..., muy simpático.

—Gracias —correspondió el médico, en ligera turbación bajo aquella mirada cariñosa—. ¡Usted también nos ha sido simpática en extremo!

—Y tal vez por lo mismo —saltó Jacinta, ingenua—. ¡Es particular!... Siempre, al verla en el jardín, mi marido me lo ha dicho: «¡Cómo me recuerda a mi madre esta señora!»

Hubo una inmutación y una sorpresa en la faz de doña Claudia, que miraba a Esteban de modo indefinible, y éste confirmó:

—Es cierto. ¡Se parece usted a mi madre!

—¡A su madre! ¿En qué?

—¡En la cara, en el pelo blanco, en la edad... en todo!

Contra lo que podría esperar el matrimonio, a estas halagadoras frases sucedió un fatídico silencio.

Únicamente había lanzado triunfal la simple doña Antonia.

—¿Eh? ¿Si digo yo? ¡Te pareces a su madre!... ¡y usted a mi sobrino! ¡Trae, Claudia, trae el retrato, que lo vean!

Lejos de obedecerla, limitóse la aludida a preguntar con acento lúgubre:

—¿Qué edad tiene su madre, don Esteban?

—Tendría ahora... sesenta años. ¡Murió la pobre!

Y como la penosa evocación hízole bajar los ojos, no advirtió el nuevo y terrible centelleo de lividez que le causó a la dama la respuesta; pero oyó que la madre de Alberto comprobaba:

—¡Ah! ¡Tres más que tú!

Sobre la mudez sombría de doña Claudia, que respiraba mal, y cubierta de un frío sudor pasábase a menudo el pañuelo por la frente, redújose la conversación al necio y ya libre monologar de doña Antonia. Jacinta y Esteban se miraban y pretendían en vano explicarse la extraña situación. ¿Habríase puesto enferma la señora, o apenaríala el recuerdo de su hijo?

Pero la explicación se le ofreció súbita a Esteban con un nuevo personaje que llegaba, y a quien también la medio muerta dama presentó:

—Mi marido.

¡Ah, Dios santo!... ¡Él! ¡Aquél!

Aunque al venir a la visita no ignoraba Esteban que el dueño de la casa llamábase don Anselmo Cayetano, tenía aún, con respecto al pueblo entero, una confusión de nombres y personas que impedíale relacionar unos con otras; mas si por el nombre había perdido la noción de este señor, no así por su presencia, que inmediatamente lo evocó aquello de «la cabeza hecha un bosque», que le había contado Cascabel cuando le encontraron el domingo camino de la plaza. Y si el don Cayetano era éste, y ésta doña Claudia su mujer..., ésta, esta doña Claudia, esta obsequiosísima vecina de la leña y los jamones... ¡era, tendría que ser la amiga de los médicos!

¿De él también..., en designio y esperanza, sin que significasen más sus regalos, sus bondades, sus miradas de ahora, hondamente afectuosas, tomadas torpemente por un filial afecto del que habrían sido justa explicación las diferencias de edad y los familiares parecidos?... Pero, entonces, ¿qué desilusión, qué desengaño de feroz insulto formidable no había acabado de inferirla al compararla con su madre, poniéndola de vieja?

Las arrugas y las canas, la ancianidad de esta mujer, acusadísima en su lamentable situación presente de disgusto y de destrozo, le inundaron de una indignada repulsión, que todavía aumentaba por insólito contraste la fe respetuosa que al compararla con su madre habíala rendido... ¡no, no! Deploraba aquella semejanza. ¿Cómo parecerse a la faz santa de su madre la innoble faz de esta inmunda vieja lujuriosa!

Un momento después, partían.

—¡Caramba! —manifestó Jacinta, apenas en la calle—. ¿Verdad que es rara esta familia?... El sobrino y la cuñada, tontos; el marido un mentecato; la hija única en Oviedo; y doña Claudia, tan redicha y animosa, y tan desigual, al mismo tiempo, que por el recuerdo del hijo que perdió no ha podido ahora ni salir a despedirnos.

—¡Verdad! —repuso Esteban—. ¡Bastante rara!

Habría deseado decirla la razón de lo ocurrido, y se contuvo. Para la intimidad de ciertas emociones de demasiada crudeza o de excesiva estupidez, los candores de Jacinta inspirábanle respeto.

Doña Claudia sufrió una grave crisis que la retuvo en cama dos días sin comer y sin dormir.

No consintió que el médico la viese.

¡Oh, el asombro del marido..., ella que tanto por nada los llamaba tiempo atrás!

Al levantarse, y a fuerza de meditaciones larguísimas, había encontrado que era llegada la ocasión de traer de Oviedo a Inés, de casarla con Alberto, y de irse preocupando un poco, en fin, de la niña de su alma.

IV

El edificio de las escuelas, nuevo, alzado con planos del arquitecto provincial, y bajo los auspicios del poderosísimo señor don Indalecio Márquez (padre de Juan Alfonso), que ejecutaba cuanto bueno y malo pudiera ejecutarse en Castellar, tenía el fanfarrón aspecto de un palacio. Su larga y altísima fachada de tres pisos, con hileras de grandes ventanas y balcones, destacábase aún más que la de la iglesia, así que se miraba al pueblo desde no importase qué lugar de la campiña; y sin embargo, dejado a la mitad por construir, no tenía más que tres salones superpuestos, sin encaladura al exterior, donde aún veíanse los hondos agujeros que había dejado el andamiaje, y los muros de arranque, por la parte de atrás, que habrían de haber constituido las magníficas viviendas para las familias de la maestra y el maestro.

Estos, por lo pronto, agotado el presupuesto de las obras, quedáronse sin casa. Durante los primeros cuatro años, las niñas concurrieron a un salón, los niños a otro, y en el último estuvo funcionando el Juzgado y parte de las oficinas del Consejo. Pero desde hacía dos, y a consecuencia de ser chico y malo el Casino, causa por la cual dio la gente en concurrir a una especie de titulado Círculo Republicano, que hubieron de fundar Pablo Bonifacio y Gironza el albañil, tuvo don Indalecio Márquez la felicísima ocurrencia de partir el salón alto en tres, por medio de tabiques, reduciendo allí ambas escuelas y el Juzgado, y de ocupar los otros con el Casino Principal, a cuya regia y moderna instalación contribuyó con su dinero.

«¡Oh, oh, este hombre!» —decían admirados los vecinos, viendo las paredes repintadas, los muebles nuevos, la mesa de billar. Y el golpe fue terrible para el estúpido y tenaz republicanismo de Pablo Bonifacio y de Gironza, que viéronse inmediatamente abandonados por el público versátil.

Durante el día, el salón bajo, de billar, de tute y de tertulia, estaba animadísimo; durante la noche, la banca y la ruleta, establecidas en el piso principal, y asimismo confortable. Tenían buenas vidrieras las ventanas y balcones de todo el edificio, excepto los de arriba; y era que por llenarse aquellos agujeros de la fachada de aviones y murciélagos, los habituales del Casino, adiestrándose en la caza, matábanlos al vuelo y rompían a tiros los cristales. Al anochecer, y especialmente en primavera, formábase en la plaza un escopeteo de mil demonios.

—¡Hombre! ¡Hombre! —asomábase alguna vez a gritar el juez, con precaución—. ¡Hacedme el repijotero favor de esperar a que uno acabe!

—¡Qué! ¡Ya han salido los chiquillos! ¡Ya anochece!

—¡Pero yo tengo que hacer!

—¿Qué haces?

—Trabajar.

—¡Lo dejas y te bajas!

¡Plum!

Al disparo, el juez se entraba más que listo; y un minuto después, veíasele aparecer también con su escopeta.

¡Plumba!

¡Aire! ¡El último cristal veníase al suelo!

A la sala baja, que diariamente limpiaba el conserje muy temprano, no empezaba por las mañanas a acudir nadie hasta las once.

Ramón Guzmán solía ser de los primeros. Llegaba lentamente, con su paso de hombre menudito, aseado, circunspecto, respetable, y dábale al amplísimo salón un par de vueltas, mirando cada cosa y complacido del buen orden de los tacos, de las mesas, de las sillas. Barrido y regado el piso, la luz entraba por las seis ventanas esparciendo en la soledad interior una paz conventual. Algo viejo, alzábase negro y grave el piano en un testero; el otro, con el mostrador y los anaqueles del despacho, lucía la radiación de las bandejas y botellas.

«¡Oh! —pensaba Ramón, bajo los altos techos y ante los cuidados del conserje—. ¡Que así se arregle esto para que tanto vago lo ensucie en todo el día, y para que aquí se diga tanta estupidez!»

Queríalo para él solo; y a lo sumo, para tres o cuatro más de los que, acerca de mil cuestiones trascendentales, arte, política, problemas internacionales o sociales, le escuchaban su opinión. Su casa le abrumaba, con nueve hijos, y con aquellas bóvedas que casi le tocaban la cabeza.

Sentábase, por último; pedía café, liábase un cigarro, de la petaca perfumada con palitos de vainilla, y poníase a leer El Imparcial.

Cobraba aristocrática aureola entre el humo del cigarro y de la taza. Usaba lentes. Vestía de luto, con chalinas que le cerraban el escote del chaleco, prestándole apariencias de cura protestante; y aunque no contaba más que treinta y siete años, desde hacía muchos tenía completamente canas la artística melena que emergía en torno al flexible sombrerito y la gran barba apostólica que le llegaba al esternón: apreciábasele, no obstante, la relativa juventud, en la pálida tersura del cutis, en la negra viveza de los ojos, y en la totalidad del rostro, en fin, de poderoso, agudo y ágil.

No se llamaba simplemente Ramón Guzmán, sino Ramón Guzmán y Márquez Alvarado del Río y Pérez Gil Sánchez del Castillo, sin contar otros seis o siete ilustres apellidos que contenía su ejecutoria; y por los cuatro costados era más hidalgo que los demás Guzmanes y Márquez de este pueblo y que el propio tío de todos, conde y senador y hasta millonario por caprichos de la suerte. Él, en cambio, tras algunos intentos políticos en Granada y en Madrid, cuando estudió hasta la mitad su carrera de Derecho, se casó y habíase retirado al ostracismo de este Castellar, para ir con toda dignidad engendrando una copiosa familia de hidalgos herederos e ir viviendo modesta, pero hidalgamente, de sus rentas.

Nadie como él sabía no descender jamás a los plebeyos menesteres. Nadie como él sabía tener los dientes limpios, las uñas limpias, y limpio el traje que servíale igual para fiestas y diario, a fin de aparecer al público en todo día con plena respetabilidad —bien al revés que sus parientes, muy peripuestos y cursis los domingos, y de botazas blancas y marsellés lo demás de la semana.

Ni cazaba ni iba al campo, como ellos iban con pretexto de las fincas, y, en realidad, para acostarse con caseras y pastoras. Casto por temperamento y por estirpe, pues jamás perdonaríase la súplica de humillación ante una puerca pobretona, aparte de que hasta le causaba horror la idea de tener bastardos descendientes, no tenía más noble ocupación que un rato de billar y la lectura de la prensa: al despertar, en la cama misma, se leía La Época; luego, aquí, El Imparcial, El Liberal, enteros; y algo de El País, por no ignorar lo que pensasen los necios demagogos.

Se hallaba a gusto, porque muy pocas personas a estas horas venían a interrumpirle.

Otro de los que solían llegar era Alberto, el pobre primo tonto, que se apartaba hacia un rincón, pedía café, abría la boca y permanecía inmóvil mirando las golondrinas y guirnaldas pintadas en el techo.

Otro era Frasquito, el discretísimo Frasquito, primo doble de Ramón, así por parte de los Guzmán como de los Márquez. Se saludaban, respetábale Frasquito a Ramón su interés por la lectura, pedía café junto al piano, y poníase inmediatamente a ejecutar preciosas habaneras. Hablaba poco, no cazaba ni iba al campo, usaba barbita negra, vestía siempre también como Ramón, de señorito y con pulquérrima modestia por ser muchos hermanos y sin mucho capital, y poseía una actividad y unas habilidades para todo que hubiéranle llevado lejos de haber podido pasar del bachillerato en su carrera. Aficionado a las ciencias y a las artes, proyectaba o construía pequeños globos y aeroplanos; tocaba el piano, el violín y la bandurria sin saber música; pintaba, sin haber aprendido con maestros, cuadros al óleo, habitaciones al temple, cristales con albayalde y aguarrás, dejándolos llenos de grecas y de cifras igual que los de fábrica...; y claro es que con su amabilidad y tantas aptitudes, le traían loco de trabajo los parientes. Últimamente, había pintado una Purísima para el estandarte de la iglesia, y sus primas, las Hijas de María, le regalaron un alfiler de corbata y un jamón.

Otro de los que habitualmente tomaban su café por la mañana era el propio y poderosísimo don Indalecio Márquez. Pero a éste, rey del pueblo, listo como un diablo, y a pesar de sus cincuenta y nueve años, simpático y jovial como un chiquillo, rendíale Ramón sus pleitesías con sumo gusto. Dejaba de leer al verle y conversaban. No se sabía el porqué de su afecto mutuo. Grande, hercúleo, don Indalecio, y con su fina ropa de buen sastre llena de polvo y manchas, porque no se cepillaba en la vida y no se cambiaba de traje hasta romper otro, lucía una rizosa barba gris e hirsuta, entre verde y amarilla, en las cercanías de la boca y la nariz, por el tabaco, y mostraba en las manotas sucias las uñas negras, lamentables. Contraste uno de otro, así por lo que atañe a la riqueza cuanto por lo que respectaba a sus gustos y aficiones, resultaban, sin embargo, confiadísimos amigos. Don Indalecio no sólo le consultaba a Ramón las cosas de política, en el círculo de hombres serios, sino que considerándole, además, como un último enlace de juventud, en su perdida juventud, que le impedía pregonarlas entre jóvenes, le contaba sus conquistas. Así, Ramón, antes que nadie, había ido sabiendo historias y lances suyos, muchos de los cuales permanecían en el secreto. Por ejemplo, una vez, don Indalecio, siempre con su sonrisa fanfarrona y dominante, habíale referido el chasco de su propio hijo Juan Alfonso, creyendo deshonrar a una linda Petrita de un vaquero, ya deshonrada por él cuando apenas cumplió los catorce años la muchacha. Lo de la cerca de la virgen, famosa en Castellar, igualmente lo conoció Ramón de los primeros: tratábase de una tierra de catorce mil reales regalada a una viuda muy decente por acostarse con su hija, preciosa morenota que estaba ya para casarse, y que se casó... seis días después —tomando inmediatamente posesión de la finca con acuerdo y gozo del marido; y era lo singular que éste, medio riquete ya sobre aquella base, al nombrar la cerca ahora, y siguiendo la denominación que habíala dado el pueblo, decía también la cerca de la virgen...; y era lo más singular, todavía, que el marido y la mujer habíanse mantenido en un respeto de honorabilísima conducta, como antes, como cuando fueron novios, luego del suceso. Si ella se cruzaba con don Indalecio por las calles, bajaba los ojos y limitábase a decirle pudorosa: «¡Vaya usted con Dios, don Indalecio!...»

¡Qué de cosas de éstas pudiera él recordar en su pasado, y cuántas más tenía a la vista!

Pero las charlas de tal intimidad, que siempre oía Ramón con interés, no podían sostenerse mucho tiempo. Entraba gente y les formaban corro. Deshacíase luego la tertulia entre el hambre y la languidez del mediodía, y un ruidosísimo bostezo del tonto Alberto, allá constantemente solo en el rincón, pelando sus bellotas, venía a ser como la señal de cien bostezos... Todo el mundo abría la boca, cesaba el buen Frasquito de tocar las malagueñas, y desfilaban a comer...

Había que ver el gozo, la satisfacción con que después de la comida, el mismo personal de antes, aumentado por Juan Alfonso, por el notario y el boticario; por el cura, por don Anselmo Cayetano y sus parientes; por el maestro de escuela Macario, por Cascabel, por muchos más... sentábanse a las mesas. Fumaban, reían, dábanse bromas. Mostrábanse todos contentísimos, rozagantes, como bien mantenidos animales, y dijérase que en las cucharaditas de café iban absorbiendo el elixir inmortal de la alegría... —y no era así; esta alegría, con el café, habíase agotado antes de quince minutos... y las moscas empezaban a pasear entre el silencio por encima del azúcar y las tazas llenas de pavesas...; un primer bostezo, de Alberto o de cualquiera, daba la señal de otros bostezos y del horrendo fastidio de la tarde. Unos se volvían a sus tareas, otros jugaban al tute, y los más, en grupos, ya al fin de categorías calificadas, se iban de paseo al camino de la fuente del Corozo, por la Cruz...

Esteban, algunas tardes, yendo con Juan Alfonso, Frasquito y Ramón Guzmán, se había extrañado de ver enfrente de la Cruz y entre el ramaje espeso de una huerta las cornisas de un chalet.

—¿De quién es? —inquirió, pensando que Juan Alfonso contestase: «¡Mío!», igual que todo lo que valía la pena por rico o por hermoso.

La vivienda aquélla, verdaderamente, aunque mal vista desde fuera, en lo profundo de las frondas, parecía lo más gentil del pueblo.

—¡Bah, de nadie! —contestóle Juan despreciativo—. ¡De un tiazo!

—¿De quién?

—¡De nadie! ¡De un cualquiera! —confirmó Ramón Guzmán—. ¡Ahí vive el Colita, un torerucho hijo de un borracho carnicero de este pueblo y que ha querido el hombre retirarse!

—¡No, que le han retirado los toros a cornadas! —cerró Frasquito no menos desdeñoso.

Y como no le concedían otro interés, y aun parecía que molestábales hablar del torerucho, Esteban redújose al silencio.

Llegaban a la fuente del Corozo, en un repliegue pintoresco de montañas, adonde no obstante la distancia solían ir criaditas y mujeres con cántaros, por un agua finísima excelente..., y hasta que iba cayendo el sol no volvían hacia el Casino.

Eso sí, el Casino, la terraza del Casino, marcada ante la puerta y las ventanas por un ancho acerado de granito que adornaban macetones de evónimos, lo mismo que en la Corte, cobraba entonces su mayor animación. Sobre todo, los días en que, como hoy, los periódicos habían traído abundancia de sucesos comentables. Telegramas de Córdoba, de Bujalance, de Montilla, de incluso el tan próximo Oyarzábal, daban cuenta de una casi revolución obrera en la provincia. Además, había habido en Madrid dos crímenes horrendos: uno, el de un valiente de oficio que hirió en una taberna a cinco hombres; otro, el de una alemana institutriz que, seducida y embarazada, y abandonada luego por su dueño, el marqués de Campoblanco, le mató y se suicidó.

Cuando llegó Esteban, que en la Cruz se había apartado de los otros para vez sus enfermos, el amplio corro discutía el segundo crimen. Ramón Guzmán, con Juan Alfonso, Frasquito y varios más, entre los que se contaban sus tíos y gentes de respeto, llevaban la voz cantante en defensa del marqués, o lo que es igual, de la aristocracia y de todos los burgueses derechos consagrados; el maestro, el farmacéutico, Cascabel, Zurrón y Pepe el barbero, con el mudo asentimiento de algunos infelices, defendían a la alemana. Eran, sin embargo, los verdaderos campeones Ramón Guzmán y el maestro, el elocuentísimo y enérgico Macario.

—Bien, yo afirmo —decía Ramón tremolando sus lentes en la mano diestra y haciendo nerviosamente temblar en la indignada emoción sus barbas apostólicas que una mujer mayor de edad, puesto que hace constar La Época que tenía veinticinco años, extranjera, conocedora de las cosas y del mundo, por tanto, y harta de rodar sola por Londres, por París..., ni es lógico que fuese virgen, ni aunque lo fuese cabe suponerla en la ignorancia de aquello que se hacía entregándose a un casado. ¿Por qué cedió? Por sacarle los cuartos al marqués, sin mirar que exponía la tranquilidad de una familia. ¿Por qué, después, hubo de matarle?... Por ira, por odio, por venganza en su fracaso de una indigna explotación. ¡La hazaña, pues, no es más que un bajo crimen repulsivo, de ambición y de intento de chantage!

Prodújose una explosión aprobatoria en muchos del concurso. Ramón Guzmán, no obstante su pecho escuálido, tenía una aguda voz de clarinete que imponía sus argumentos.

Pero también, y a pesar de su seca contextura, disponía Macario de una voz de corneta, intensa, dominante sobre toda clase de entusiasmos y tumultos.

—Y yo contesto —proclamó atrayéndose la atención de todos desde luego—, que si esa infeliz muchacha, mayor de edad, no desconocía el mal que podía causarle a una honorabilísima familia al entregarse, tampoco el jefe de ésta, mayor de edad, debía desconocer el daño que fuese a ocasionarle a una mujer sola y extranjera, deshonrándola, haciéndola un chiquillo..., y lanzándola en seguida al desamparo, sin recursos, y cuando ella embarazada no podría en ninguna parte ejercer su profesión. A ella, como amante y como madre, asistíala el derecho de defensa o de venganza de ella propia y de su hijo; al señor marqués faltábale hasta la consideración de humanidad que pierde quien se niega a todo como hombre y como padre. Hiena, más que hiena, porque ni las hienas dejan de querer a sus cachorros, encontróse a una leona que le aplastó bajo su garra y a quien todavía para sí misma le sobró el coraje de matarse.

Hubo otra explosión de comentarios. Juan Alfonso y sus parientes, que tenían el pueblo lleno de chiquillos por reconocer, futuros y anónimos pastores y porqueros, protestaban.

—¡Coile! ¿Y quién demuestra que fuese el embarazo del marqués?

—¡Concho! ¿Quién sostiene que no fuese una zorra la alemana?

—¡La que se acuesta con uno, con ciento! ¡Qué más da!

—¡Digo, institutriz!

—¡Digo, harta de correr, la yegua loca!

Creía Ramón Guzmán que el trance mismo de negarla los socorros acreditaba en el marqués la persuasión de que no era suyo el chico, y opinaba Macario opuestamente, por el hecho de haberlo la madre demostrado, no sólo en su carta, sino con el sacrificio de su vida, última y suprema razón de todas las razones: fue a matar y a morir, y lo cumplió.

—¡Perfectamente hecho!

—¡Por el ole!

—¡Concho, sí!

—¡Contra, no!

—¡Asesina despreciable!

—¡Heroína y mártir de muchos derechos de mujer, aún sin letra en nuestras leyes!

Así seguía la discusión, irresoluble como todas. Partida al fin en sueltos comentarios, según la impresión de cada uno, hubo quienes filosóficamente abogaban por la necesidad, por la fatalidad de ver divididas a las mujeres en dos razas: la de las prostitutas y la de las virtuosas. ¿Cómo haber de éstas, para casarse con ellas y perpetuar una sociedad de orden, si los hombres no tuviesen a las otras para antes de casarse? ¿Qué sería, si no, de la familia, base de la vida?... Pero Macario hallaba que también las prostitutas... eran familia; echábanle en cara las que prostituía él...; y entonces poníanse aparte las conductas e intimidades personales.

Y lo particular no estaba en que Macario, protegido de burgueses y uña y carne con ellos en todas las prácticas cuestiones, por un alarde de independencia, al discutir en público, sistemáticamente se pusiera al lado de los pobres, de los humildes, de los débiles...; estaba en que casi siempre coincidía con él Rómulo Márquez, un recio y rico muchachote de buena fe que andaba siempre por montes y por breñas a caballo, y que ahora mismo, entregándoselo al conserje para que se lo llevara a casa, dejaba el caballo en la puerta del Casino. Hablaba poco; pero cuando hablaba era contundente. Enterado de la cuestión, comentó con su aplomo poderoso, en tanto le arrancaba a una gaseosa el corcho y los alambres:

—¡Pum!... Vamos, hombre, ¡qué virtud de las señoras! ¡Me río yo de una virtud que tiene que estar guardando por las chais!... ¿Y para quién?... ¡Para unos socios que el que más y el que menos le va a largar a su mujer una sífilis que la parte por el eje!... Éste y tú y aquél, la trajisteis de Sevilla.

Notable, Rómulo. Simpático de veras, con su franca juventud hercúlea y su rubia traza de suizo. Parecía un clown, a lo mejor, o un príncipe turista. Renegaba de que no hubiese en el pueblo carreteras, por comprarse un automóvil. En su defecto era ciclista y caballista, remador nadador excelentísimo, gimnasta... y por menos de nada que alguien pusiese en duda su ágil aptitud, gateábase pared arriba del Casino hasta el tejado, cogiéndose a las grietas y relieves.

La polémica se había agotado por sí propia.

Llegó el albéitar, hombre colorado y gordo, que tenía su título en alta estimación, y sentóse en un extremo:

—Buenas tardes, señores.

Vio a Esteban de lejos, y le saludó también particularmente:

—¡Hola, compañero!

—¡Hola!

—¿Qué?

—¿Qué es eso de compañero, tú?

—¿Compañero?... ¿Acaso somos burros?

—¿Te crees que somos burros?

Todos, como clientes de Esteban, rechazábanle al albéitar tal compañerismo. Y el albéitar salió de su bochorno lanzando una noticia: «Venía de Oyarzábal, donde la revolución obrera alcanzaba feroces proporciones: estaban ardiendo los consumos, querían prenderle fuego a la casa del alcalde, y había muertos y heridos; entre éstos, dos civiles...»

Un estremecimiento pasó por la tertulia. Era la primera vez que de tal modo trastornábase Oyarzábal. Tranquila la comarca, hasta dos años atrás, siempre se habían considerado estos conflictos sociales y anarquistas como cosas bien distantes —allá cosas de Jerez, de Madrid, de Barcelona—. Ahora, andaban cerca. Sabíase incluso que una Sociedad obrera de Oyarzábal envió por estos días al siempre tranquilo Castellar algunos emisarios. Propagandistas que, avistándose con Gironza el albañil, trataron de organizar en el Círculo Republicano algunas conferencias. Por suerte, a tiempo se enteró don Indalecio Márquez, prendió a los forasteros y a Gironza, y soltándolos después, con orden para aquéllos de partir halló manera de dejar al albañil envuelto en una causa (por ciertas irregularidades de un tiempo en que había sido concejal) que le iba a poner verde...

—¡Hombre, hombre, conque socialismo!

—¡Qué barbaridad!

—¡Qué brutalidad!

—¡Pero... yo no sé qué quieren esas gentes!

—Qué han de querer, Alfonso, hombre: ¡el robo!, ¡la granujería!... El socialismo no es más que eso: ¡gandules que quieren vivir sin trabajar, y estupidez y cobardía de estos Gobiernos de España que no saben impedirlo!... ¡Que vengan aquí! ¡Que vuelvan, y ya se las verán con nosotros, con tu padre!... ¡Canallas!, ¡granujas!, ¡sinvergüenzas!

Hubo un silencio de aprobación y sumisión a estas iracundas palabras, y al fin el espontáneo, el indiscreto Rómulo, con la misma brusca sencillez que galopaba por los campos o subía por las paredes, atrevióse a limitar:

—Hombre, no, Ramón...; como granujas ni gandules, no: podrán ser equivocados, a lo más; ellos siguen una idea, y hay que haber estudiado el socialismo.

—¿Lo has estudiado tú?

—Yo no; pero me basta haber leído algo en los periódicos, y comprender que hay miseria de sobra por ahí: fíjate en que llegan jornales de invierno que pagamos a dos reales... ¡para un hombre y su familia todo un día, matándose a cavar!

—¡Menos cuando caen del cielo cuatro gotas y se están la semana entera descansando!

—Claro, y sin comer. ¿Quién les da trabajo entonces?

—¡Se les da dinero, que es mejor!

—¡De limosna!

—De estricnina, debería ser, como a los perros. Se juntan en manadas, y no trabajan porque no quieren, a pretexto de la lluvia... ¿Es que todo es cavar y escardar? ¿No podían ir por leña al monte?...

Incapaz Rómulo de seguir las discusiones mucho tiempo, pues tenía una discreta y rápida intuición de las cosas antes que hábitos reflexivos, esquivóse de descender a pormenores con esta brusca y cordial increpación:

—Vaya, Ramoncete; convengamos en que no tienen los trabajadores, los pobres trabajadores, de aquí ni de ninguna parte, nada que envidiar; pasan frío y hambre, mientras que nosotros nos hartamos y tenemos que nos sobra en la gaveta y el granero; aran o siegan de sol a sol, arrecidos entre el barro en el invierno y tostándose los sesos en verano, en tanto que yo voy en mis caballos tan orondo, que tú te lees El Imparcial, que éste pinta y toca malagueñas, y que éste y todos nos acostamos si podemos con sus hijas... ¿Qué? ¿Es que te figuras que si fuese lo contrario, que si se divirtiesen ellos y estuviésemos nosotros con la hoz, que si pasásemos hambre y frío y ellos por un cochino pañuelo se acostasen con tu hija o con mi hermana... nosotros todos, o al menos yo, tardaríamos ni un momento en poner bombas?

—¡Ah! ¡Ah!... —sonó un largo rumor de asombro.

—¡Qué bárbaro eres!

Dignos, aunque disculpándose por ser Rómulo quien era, ni en supuesto aceptaban Ramón y Frasquito y Juan Alfonso aquellas brutas alusiones familiares. Los otros primos y titos, por su parte, limitáronse a toser, adoptándose graves continentes.

Y Macario, el plástico Macario, ante la leve confusión de Rómulo y el ansioso efecto que la ingenua arenga había causado entre ciertos humildes contertulios, trató discreto de volver la discusión a su terreno:

—Don Ramón, decía usted que son torpes y cobardes los Gobiernos españoles porque no se atreven a extinguir el socialismo, y me extraña mucho, cuando lee usted tanto la prensa. ¿Lo extinguen, ni siquiera intentan extinguirlo, quizá, los Gobiernos franceses, ingleses y alemanes?... Pues no creo que tenga nadie por naciones torpes ni atrasadas a Francia, Alemania e Inglaterra, donde, al revés, estudian y tratan de llevar a su leyes las aspiraciones socialistas. Lo que pasa es que los tiempos y el progreso...

Perdió de pronto la atención de todos. Sonaba el cascabeleo de un coche, que no tardó en desembocar a la plaza por la esquina.

Un coche, en un pueblo donde no había ninguno, formaba siempre un suceso de interés. O era gente rica de Oyarzábal, o era el diputado...

Mas no; esta vez, aunque del camino de Oyarzábal... ¡ah, qué estupefacción!, no traía aquel coche forasteros. Se vio, y se vio con una certidumbre, con una realidad que no dejaba dudas. El vehículo, flamante, pintado de amarillo, era una jardinera, de la cual, enjaezadas con gran rumbo de madroños, de correas blancas y de hebillas, tiraban al trote dos mulas poderosas; dentro... ¡ah, ah, sí, qué estupefacción!... dentro iban el Cachunda y su mujer... ¿Lo habrían comprado? ¿Vendrían de la estación de recogerlo, y pasaban por aquí para causar la envidia del Casino?...

Efectivamente, algo extraordinario. Hasta el propio Esteban, callado en las discusiones por prudencia, y que no tenía por qué sentir envidias, sufrió al paso del coche intentísima emoción.

Había visto en el Cachunda aquél, según oíalo nombrar, un tipo enteramente exótico, guapote, vestido de flamenco, y en la mujer que le acompañaba una real moza elegantísima, con un colosal sombrero de plumas blancas y un rico vestido de claras sedas y de encajes. La cara no había podido vérsela bien, por la oscuridad del anochecer y por culpa del velillo.

—¿Quién es? ¿Qué Cachunda es éste? —preguntó.

No le contestaban; desaparecido ya el coche por la calle del Peral, seguían aquí los picados comentarios. ¡Lo habrían comprado!

Zurrón participaba que había visto al matrimonio salir en caballerías por la mañana, y entonces llevaba ella puesto un guardapolvo y el sombrero en una caja. El albéitar se los había encontrado en Oyarzábal. Otros tenían recuerdo de haber oído decir que pensaban ellos traerse un coche de Sevilla...

—¿Quiénes son? —volvió a preguntar Esteban—. ¿Son de aquí?

—Nada, nadie... ¡El Cachunda y su mujer! —contestó, por fin, Alfonso con desdenes infinitos...—. ¡Los de la huerta ésa de la Cruz! El Colita, el torerazo, ¿sabes?... Aquí le llamamos el Cachunda porque era el mote de su padre... ¡El pobre hombre se ha casado con esa lumia indecente, que sabe Dios en dónde encontraría!

El albéitar se levantó y se acercó al centro del grupo para dar otra noticia:

—Señores, ¿saben ustedes que se dijo el mes pasado, cuando vinieron aquí los socialistas, que ellos, con Pablo Bonifacio y Gironza el albañil, donde se reunían era en casa del Cachunda? ¿Saben ustedes, además, que me extraña que hoy, día de revolución precisamente, vengan de Oyarzábal estos pájaros?... Porque lo que nadie ignora es que son muy amigotes del abogado don Hiligio, jefe de la huelga...

Abriendo los ojos grandemente, mirándose unos a otros en el grupo que se había formado en torno al albéitar, fue Juan Alfonso quien tomó autoritariamente la palabra, en ausencia de su padre:

—¡Conque republicano! ¡Conque socialista!... Vamos, hombre, tendría que ver que quisieran revolvernos este pueblo. ¡Desgraciados! ¡Que se sepa tanto así... y tardan en salir de zumba lo que yo en decir Jesús!

—¡Eso, eso!

—¡Largo! ¡A freír chicharros!

—¡Que tengan ojo!

Alguien acababa de aparecer en un balcón del principal dando gritos decisivos:

—¡Ases! ¡Ases!...

Subieron muchos y se quedó casi desierta la terraza.

Iba a empezar el monte.

V

Cansado de la monotonía de las tertulias que hasta medianoche retenían a la gente en el Casino, vio Esteban llegada la ocasión de reconstituirse una vida independiente en plena consonancia con sus gustos. Ansioso de sencillez, sus días de niño se le ofrecieron por modelo. Nunca había sido más dichoso.

Sí; era indispensable tornar a las infantiles inocencias. A los quince años, gozó de todo en un bello y candoroso misticismo, al cual podría volver desde un punto de vista diferente. Pintaba entonces cromos y muñecos, estudiaba, pasaba las horas muertas aprendiendo solo a toquetear una bandurria, y en las tardes buenas solía huir de los amigos y salirse al campo con una escopetilla a matar pájaros.

Empezó por comprarse una escopeta y una caja de pinturas —y además un perdigón—. Hizo que también le trajesen de Oyarzábal una magnífica bandurria de diez duros y un juego de ajedrez.

Con esto, con los periódicos del día y cinco o seis novelas, tuvo cuanto Jacinta y él necesitarían para ser felices.

Ella, en verdad, lo era enteramente con sólo ver a su marido satisfecho del éxito profesional y las ganancias que el pueblo le brindaba. Firme al fin como buen médico en su fe, había pasado para Esteban el martirio de Palomas; estudió mucho, mucho, allí, y pudo ventajosamente compararse hasta con el doctor Peña, el más célebre colega de toda la comarca.

Jacinta, pues, notábale bien de qué manera, no obstante atender ahora a más enfermos, reía y gozaba y disponía de tiempo para descansar de sus estudios. Menos atareado con los libros incluso que en Sevilla, aparecíasele a su mujer en un jovial resurgimiento. Entre las tareas de la visita, que por hacerla temprano acabábase a las diez, hasta las de la consulta, dispuesta para las doce, instalaba sus lienzos y pinceles en el fresco comedor, cerca de donde ella y Rosa, la simpática vecina, bordaban o cosían; después de comer íbanse los dos a la caza de perdices; volvían anochecido, visitaban de paso a los tres o cuatro enfermos de la tarde, y en tanto ella iba haciendo otras labores o jugando con Luisín, el casero y ordenadísimo marido se aplicaba a la bandurria; a las nueve cenaban en el patio, al fresco, teniendo entre las ramas del parrón la bombilla de la luz y en el brocal de la cisterna las botellas y el gazpacho; fumaba él de sobremesa y tomaban el café entretenidos con el niño.

Últimamente, dormíase éste, y empezaban las partidas de ajedrez en que jugaban besos los jóvenes esposos. Es decir, jugaban si no seguían Rosa y su tío don Luis hasta muy tarde acompañándoles; y como Jacinta desconocía el juego que Esteban le enseñaba, perdía siempre y tenía que darle al ganancioso muchos besos.

—¡Sí, sí, arza, aire, recontra! —solía comentar la Nora, apareciendo inopinadamente en el portal, cuando ellos creíanla de siete sueños— ¡Buen juego te dé Dios, y así que os acostaréis y os podréis dormir ahora por el ole! ¡Lo que yo creo es que andáis encargando otro chiquillo más que a escape!

Se reían, dejando de besarse. Nora tenía razón. El chiquillo... mucho fuera que no estuviese ya encargado desde hacía un mes; desde que arribaron a este pueblo donde todo era amor y bienandanza.

Lograba el médico arrancarle a la bandurria primorosos punteados. Cuantos aires recordaba, sacábalos a oído con mucho sentimiento —harto al revés que Frasco Guzmán en las duras e idiotas melopeas que enristraba en el Casino. En cambio, Esteban, andaba mal de compás; hízoselo notar el cura, marcando con la mano un tres por cuatro, y se lo confirmó Jacinta, que estudió solfeo cuando pequeña.

—¡Nada, que no llevas compás, hombre! ¡Más despacio!

¡Caracoles! El artista sorprendíase, convencíase —y una idea se le ocurrió: comprarle a su mujer una guitarra, hacerla aprender algunos tonos, cosa fácil conociendo la música por música, y... dejársela así asociada en tan bella distracción.

Al día siguiente, el correo les trajo la guitarra. Bajo la dirección del marido, Jacinta se adiestraba. Sin embargo, le faltaba la afición; y como la de él, con la armonía del conjunto musical y el hecho de ir metiéndose en compás, iba aumentando, resultaba que no se cansaba nunca, y que ella se dormía poco a poco sobre el mástil.

—¡Coile, déjate ya de más vihuela y arsa a acostar! gritaba Nora, despertando en la cocina.

¡La una! —se asombraba Esteban mirando su reloj; y todavía se encaminaba hacia la alcoba, detrás de su mujer, arrancando los últimos acordes.

Tal vida, con el cariño inmenso y la belleza de Jacinta, su hermana por el día, su amante apasionada tantas noches, tejíase en un honrado fondo de delicia y de trabajo que le hacían olvidarse del Casino —si bien quedaba por fuera de él, dándole la noción de que le rodeaba además la vida de los otros, con placeres de otra índole, y de los cuales podría participar cuando sintiera antojos del billar o de un poco de tertulia.

No obstante, lejos de sentir tales antojos, y por más que tampoco llegara a molestarle la intimidad de Jacinta con Rosa, le contrariaba ver que a la casa de ésta se iban las dos muchos ratos, dejándole en el comedor con sus pinturas. Un robo, una especia de cordial despojo que Esteban quiso subsanar. Para hacerla compartir más sus aficiones, emprendió un retrato de Jacinta, al óleo. Ardua la empresa, salvaríala a fuerza de atención y de paciencia el pobre aficionado. Apercibió un bastidor de un metro, y gracias a una fotografía cuadriculada logró un dibujo de cierta semejanza. Los pinceles irían perfeccionándolo despacio.

Esteban, si no un técnico, era, dentro de su artística intuición, un crítico implacable..., un crítico que forzaríale a enmendar cien veces lo hecho hasta conseguir la línea justa. Paciencia, pues, paciencia, y nada más.

Tanta paciencia, que a los cinco días la no muy convencida ni dócil modelo quejábase dulcemente de aquella larga obligación de la pose, que la evitaba coser y atender a muchas cosas.

Al pintor todo se le volvía raspar y poner colores sobre colores en el lienzo.

—¡Je, je... vamos, no está mal! —opinaba el cura, lleno de indulgencia cada vez que entraba a verlo—. ¡Creo que tiene larga la nariz y la boca algo torcida!

Enmendaba Esteban. En conjunto parecíase la figura, más no acababa de encajarse. Obsesionado con esa acomodación errónea que da la atención constante, justamente veía afortunados rasgos allí donde le indicaban los defectos. Sin embargo, reconocíalos al fin cada mañana, al contemplar de nuevas el retrato, y emprendía las correcciones... Lo malo estaba en que la obra, día por día, lejos de ganar, perdía en frescura y parecido...

—Déjalo, hombre, ¡si eso es muy difícil!

—Tonta, Jacinta, ¿por qué?... Si sale, sale, ¡y si no, se rompe y en paz!

Humilde ella, resignábase. Empeñado él por amor propio, no advertía el martirio que estábala infligiendo; sólo la veía inconstante y con cara de disgusto, incapaz de estarse quieta dos minutos, niña siempre, abandonándole e impacientándole en esperas con toda clase de pretextos, ya porque tenía que sacar aceite o carbón de la despensa, ya porque en la calle pregonaban coles y lechugas... lo mismo, en fin, que en cuanto poníase con la guitarra, y esto le dolía al sentimental marido, que habría querido hallarla ahora enteramente identificada con sus gustos.

He aquí, pues, que la pintura, la música, la caza del perdigón y el ajedrez, formándoles el complemento venturoso del hogar, vinieron asimismo a originarle los primeros sinsabores. El silencio y la inmovilidad a que el retratista condenaba a la modelo acababan por aburrir también a Rosa, que recogía sus labores y escapaba. Fatigadísima después Jacinta, la impaciente, se iba por cualquier cosa a cada instante y costaba un triunfo volverla al comedor. Como consecuencia, y ya que no había podido coser durante la mañana con la amiga, prefería quedarse sin ir de caza por las tardes, y últimamente la música, luego de cenar, cogíala rendida del día entero y con ganas de acostarse...

En suma, que Esteban, quejoso y dolorido, dejó el retrato, dejó la caza, en la cual, ciertamente, jamás había matado una perdiz, y conformóse con copiar otra vez oleografías; con salir con Jacinta y Rosa y don Luis a los paseos y con tocar la bandurria, acompañado el breve espacio que tardaba su mujer en caer sobre la guitarra, todo sueño.

Entonces dejábala dormir al fresco, iba por sus libros y estudiaba... amargo, roto, no sin comprender que aquellos horrendos siete meses de Palomas, confinándole a él en un secreto infierno de dolores y acostumbrándola a ella a los caseros hábitos de charla y de labor con las vecinas, habían marcado entre los dos un cruel y acaso irreparable apartamiento.

Por lo demás, en lo tocante a su trabajo, ganaba y se acreditaba Esteban; pero no le dejaban vivir tranquilo, ésta era la verdad. No sólo la llamada de los pueblos inmediatos, llevando para conducirle borricos, mulos falsos y caballos medio locos (con lo cual él, que no había montado en su vida, iba aprendiendo), sino que cuando había cualquier enfermo de aquellas familias principales, le sacaban incluso de la mesa y de la cama a todas horas.

Actualmente, y aparte la perpetua achacosa doña Antonia, tenía dos de estos pacientes: una señorita de los Márquez, hermana de Frasquito, con reúmas, y un chiquitín de los Guzmán, con algo de infección febril al intestino. Aunque ninguna de ambas cosas revistiera importancia, por jactanciosa ostentación de potentados, o por tener a mano un famoso médico pariente que no les cobraba las consultas, ya habían hecho venir para los dos al doctor Peña, cuya espléndida berlina causaba siempre admiración, y el cual, por cierto, si bien con visos de protector afable, no se había mostrado hacia Esteban tan científicamente noble y generoso como en la entrevista de Palomas: el doctor, conforme en todo, había creído oportuno modificar un poco las recetas, a fin, sin duda, de dejar su alta autoridad sentada por encima de la del joven compañero.

Un horror, las tales casas honorables, donde por no tener otra diversión u otros quehaceres, a cualquier leve enfermedad constituíanse las familias en continuo velatorio. Entonces mandaban por el médico de día; de noche, cuarenta veces, a nada que la fiebre o el dolor se acentuasen; y el médico quedaba pendiente de la indisposición de un nene que estaba a lo mejor harto de castañas, igual que si se tratase de un príncipe heredero cuya posible muerte hubiese de trastornar la Europa. Cerrábanse las puertas y ventanas, quedaba todo a oscuras, se hablaba bajo, y era difícil, entrando de la calle, no tropezar con las negras damas sentadas por los tétricos salones en mitad de las tinieblas.

Así, con esta angustia, y tarde, porque mientras calentaban y tomaba la señorita Reyes un baño sulfuroso habíanle hecho esperar fuera de la alcoba los efectos, no fuese a desfallecer el corazón, llegaba por fin a la huerta de la Cruz, requerido desde las ocho con urgencia.

Eran las diez. Al empujar la cancela pensaba irónicamente que iba, a pesar suyo, sometiéndose a la tiranía de los señores de este pueblo en lo de no conceptuar lo mismo las visitas puntuales para ellos o los otros. Este despreciado Cachunda, por ejemplo.

Pero se asombró, apenas húbose encontrado detrás de la cancela. Como los viajeros que en un tren y por un túnel pasan inesperadamente a un paraíso desde una árida comarca, él, viniendo de la horrible austeridad de aquellas salas, creyó en el ensueño de un vergel. Hallábase bajo un entoldado de madreselvas, de jazmines, que asaetaba de lunares de sol el piso de cuidada arena; cantaban los pájaros en la verde bóveda de hojas y veíanse llenos de rosas los linderos. La estatua de una Venus se alzaba sobre el cáliz de una fuente en mitad de la avenida; y tras de la estatua, blanca también, apareció una mujer rubia, fastuosísima.

¿La dueña de la huerta?... Sí; su gentileza convenía con la que él la había entrevisto a la puerta del Casino, quince días atrás, al paso rápido del coche. Le aguardaría, impaciente, y al verle se acercaba...

Se acercaba, se acercaba con una suelta elegancia de gasas y de encajes, con un ritmo ideal de gallardías. No debía de enojarla mucho la tardanza, pues que sonreíase, mostrando entre los rojos labios la blanca gloria de sus dientes.

Llegó, detúvose ante Esteban alargándole la mano, la mano fina y llena de esmeraldas y brillantes, envolvióle en su sonrisa y en la nube de perfumes que emanaba de su túnica ligera, y dijo, con una voz de timbre de oro, que era a la vez arrullo y música:

—Señor médico... ¡perdón! No quisiera haberle molestado; le llamé con prisa porque tuvo mi marido un fuerte acceso doloroso. Sufre de ciática. Pasó la noche mal.

—Señora —juzgó él preciso mentirla, por disculpa—, no estaba en casa cuando llevaron su recado. Lo he sabido ahora, cuando he vuelto..., apresurándome a venir.

—Gracias. Afortunadamente va aliviándose. ¿Tiene la bondad de entrar?...

¡Oh, qué voz, qué voz de ángel!, ¡qué cara!, ¡qué cuerpo!, ¡qué tesoro de mujer!

La siguió Esteban, bajo el túnel de verdura; al llegar a la explanada confirmó que la residencia entera de que ella hacía su edén, armonizaba con ella misma en gracia y en buen gusto; un cenador, a un lado, con canapés y sillas japonesas, una estufilla de flores, al otro, y enfrente el chalet de castilletes, de escalinata de mármol, pintorescamente cobijado en un macizo de eucaliptos. Cruzaron, ya dentro de la casa, el vestíbulo y dos o tres claras estancias de finos muebles, y entraron en un ancho y elegante dormitorio. Entre las sedas y batistas del lecho imperio, de caoba fileteado en bronce, el enfermo yacía medio incorporado sobre almohadas.

El médico se alarmó. La facies del hombre aquél delataba un enorme sufrimiento. No podía moverse, ni apenas hablar, contestando a los saludos y a las primeras médicas preguntas. El dolor le contraía. Lívido, azul por la angustia, parecían los ojos querer saltársele, en la ansiedad de su tortura. Sería difícil reconocer, en tal estado, al fuerte hombretón del coche. ¡Oh, si tal era el alivio, cómo no hubo de verse cuando le llamaron con urgencia! Por la mitad, cualquier señor del pueblo no habríale consentido alejarse de su cama ni un instante... Y éstos, la señora al menos, sonreía, sin reprocharle siquiera la tardanza. Gente que habría aprendido por el mundo tolerancia, trato afable...

—¡Ciática! —indicó otra vez la voz suave de la dama—; pero tenga la bondad de reconocerle el corazón. En París, al regreso de América, el doctor Dubois nos dijo que lo tiene algo afectado.

El joven la miró con la nueva admiración de aquel prestigio de América y París. ¡Habían estado en París, y consultado con célebres doctores! ¡La competencia, pues, de su diagnóstico, no sería sencilla!

Por un rato tuvo que atender al examen de los puntos dolorosos de las piernas, pues tenía ambas afectadas. Luego auscultó el tórax, encontrando una zona mate con roce áspero, pleural, y ruidos cardíacos normales, aunque débiles. En el costado izquierdo apreció una extensa cicatriz y en la espalda otra.

—¡Son cornadas, doctor!

—¡Ah!

—Tiene cinco más, por el cuello, por los brazos. ¡Mi Luis pecó siempre de valiente!

Siendo imposible establecer una opinión sobre examen tan ligero, el médico, advirtiéndolo así, y dispuesto a combatir los dolores, por lo pronto, sacó lápiz y papel.

—¡Oh, no! ¡Venga! —protestó gentil la dueña de la casa—. ¡Escriba a gusto!

Le condujo a un gabinete del otro lado del hotel, y Esteban, pensando con un poco de bochorno que esto de recetar de pie y con lápiz fuese ridícula costumbre de médico aldeano, vio ya apercibidos tintero, pluma y finísimo papel vitela sobre un escritorio elegantísimo, como los demás muebles y adornos de la estancia.

—¿Qué le parece, doctor? —preguntó la dama invitándole a sentarse junto a ella, en un estrecho confidente.

—Señora, insisto en que no he podido formar juicio. Mi impresión es la de una dolencia larga y quizá no leve; o mejor dicho, de un conjunto de dolencias, porque tiene también la pleura interesada.

—¿Y el corazón?

—Nada anómalo le noto. ¿Qué dijeron en París?

—Verá usted. Voy a enseñarle el dictamen... ¿Parlez-vous franqais, monsieur?

—Oui, madame —repuso el joven sorprendido—; mais... trés mal... Sin embargo, si es para leer, lo entiendo.

Habíase ella levantado, sonriente, y en los cajoncillos del escritorio fue a buscar el dictamen del doctor Dubois y de dos o tres celebridades españolas. Esteban, asombrado siempre de la finísima belleza, de la soltura, de la suprema distinción de esta mujer, considerábala cada vez más como un algo extraño y prodigioso, que inopinadamente le traía mundiales auras al modesto pueblecillo.

Volvió ella a sentarse, y dejándose en la falda los papeles que traía, se puso a dar antecedentes. La enfermedad de su marido databa de la cogida que sufrió en Méjico, hacía doce años, dos antes de casarse. Pero tenía la señora muy viva la imaginación, y como se encontraba la tarde aquella en la plaza, presenciando la corrida desde un palco, el imborrable recuerdo la extravió de su misión informadora, haciéndola relatar con toda suerte de detalles el suceso. La acompañaba un general de la República y una italiana: la princesa Clara Montebello. El público, loco de entusiasmo. Sucedíanse las ovaciones. Un triunfo. Su marido había matado un toro recibiendo; al citar al segundo para la misma suerte... ¡ah, qué horrible!... resbaló, la fiera le encunó, le corneó, le arrojó tres veces por alto... Quince meses con las heridas abiertas y sin haber vuelto más a torear. A partir de entonces, enfermo, débil, dedicado a ver médicos, sin lograr la vuelta a la salud...

—Sí, doctor; el pobre Luis pecó siempre de arrojo, aquella tarde estuvo como cuando le conocí en La Habana: ¡admirable!, ¡colosal!

—¿En La Habana?

—Sí.

—¿Es usted de América?

—No, doctor; que estaba allí. Yo soy, o era, artista lírica, y he corrido el mundo.

—¡Oh! ¡Artista lírica! ¿De ópera?

—¡No! —respondió la muy gentil, graciosamente—. Tengo una buena preparación, y voz no mala; sin embargo... mi predilección es el género ligero, el couplet. ¿Le gusta a usted la música?

—¡Mucho, señora! —repuso el médico, mirando ávidamente el magnífico piano que se alzaba en un rincón—. ¡Mucho, mucho me gusta la música..., y con más ansia en estos pueblos donde no puede escucharse!

—A mí también. Sin música me moriría. No comprendo la vida sin el arte.

—¡Pues, ya ve usted, señora; yo que estoy sin oír música, buena música, hace un año!

Tal sincera pena puso en el lamento, que la dama sonrió y se levantó:

—¡Caramba!... ¡Va usted a oírla!

—¡Gracias, señora!

—Y no me llame señora, doctor: Evelina. ¡Señora es para viejas! —dijo ella, sentada ya en el taburete—. A ver si le gusta esta canción. Yo suelo tocar tarde, a las doce, o a la una, cuando duermen todos. ¿No me ha oído alguna noche? Se conoce que no viene usted a la Cruz.

—No, a esas horas no he venido nunca, ciertamente.

—Pues vienen; vienen por oír, muchos de esos brutos del Casino.

Preludió, y Esteban, encantado de la sencillez con que esta mujer iba a ofrecerle el lírico regalo, no obstante encontrarse en un grito su marido, pudo estimar desde luego la maestría de ella y la bondad del instrumento. Evelina empezó a cantar con hermosa voz de contralto, flexible, bien timbrada...


Apriti, ¡oh fenestrela!
fanmi abachar María...

 

El aire, el gusto, el conjunto armoniosísimo del canto y de la música..., el compás, sobre todo..., ¡ah, el compás!, hiciéronle recordar lamentablemente su bandurria. Extasiado, allí escuchando, comprendía que Jacinta, con alguna preparación musical también, aunque leve, no encontrase divertido acompañarle. La voz de esta mujer evocábale, además, la perfección de todas las músicas que él había escuchado en los teatros... e inspirábale una especie de horror retrospectivo hacia sí propio como tal bandurrista de afición...

—¡Oh, muy bien, señora; gracias! —dijo al verla volver al confidente.

—¿Le place?

—¡Oh, señora!

—¡Evelina, llámeme Evelina! —tornó a pedir ella, sentándose.

—¡Bien, sí... Evelina!... ¡Es usted una gran artista!

—¡Psé!... al menos, regular. Y vea, ¡quién hubiese de decirme que vendría a parar en un pueblucho! Los médicos le aconsejaron a Luis vida de campo, tranquila; él es de Castellar, y el buen clima y el cariño hacia su tierra, por más que no había vuelto por aquí y que familia no le quede, nos dieron en mal hora el pensamiento de comprarnos esta huerta y construir este chalet. Los pueblos, doctor (¡usted tampoco es de pueblo, bien se nota!), embrutecen, empobrecen y envilecen. Lo dice un refrán, y es verdad... Lo que siento es que llevamos aquí más de un año, y aunque buscamos esto por el calor, huyendo de Madrid, donde siempre hemos vivido, no sólo tuvo Luis la ciática en la época del frío, sino que otra vez le empieza, y doble, en pleno junio... ¡para durarle Dios qué sepa cuánto, como siempre!

Contristada, guardó silencio y empezó a buscar dictámenes médicos dentro de los sobres. Esteban, tan cerca, en el pequeño confidente, a cada ademán de ella percibía oleadas de los sutilísimos perfumes que emanaban de su escote abierto y de sus brazos desnudos en las mangas de ángel. ¿Tendría veinticinco, treinta, treinta y cinco años?... No podría saberlo; como en las magnolias, como en las gardenias, sólo se estimaba en ella la fragante lozanía de una eterna flor de juventud.

A ratos Esteban se estremecía y retiraba la rodilla, porque mórbida y dulce la de ella le tocaba sin querer, en la estrechura del asiento y bajo el creciente obstáculo de aquellos papeles con que llenábase la falda.

—¡Ah, por fin, voilá el de París!

Leyó el médico: Hidropericardias de origen traumático. Ciática reumática.

Los demás, de eminencias madrileñas, afirmaban con no menos decisión, pero todos cosas diferentes, con grandes lujos de gráficas y de diseños. Diabetes sintomática. Bronquitis. Focos de pneumonía crónica. Pleuresía, con o sin derrame. Artritismo. Lesión cardíaca aórtica. Lesión tricúspide... Y en suma, tristemente contento Esteban de hallar tal divergencia entre los sabios, así que se trataba de una compleja afección, recetó y partió, proponiéndose hacer en las visitas sucesivas su diagnóstico, según lograra desechar o comprobar cada uno de los otros.

¡El Colita, el Colita!.. —Iba después queriendo recordar camino de su casa. ¿No era el Colita un matador que tomó la alternativa cuando él estudiaba primer año?... ¡Aunque no! Si estaba sin torear desde hacía doce o trece, él no pudo conocerle de estudiante. Además, entonces tendría su mujer lo menos treinta y cinco o treinta y seis años... De todos modos, el Colita sonábale a famoso... y mucho en verdad debió de serlo cuando en Méjico se trataba su mujer con las princesas...

¡Oh, el torerucho y la mujer del torerucho!... Hubiese creído él, por los desprecios del Casino, que se trataba de un tripero y de una golfa. No comprendía que Juan Alfonso y los demás, tan amigos de muchachas, al hablar de esta mujer divina hubiesen tenido para ella igual desdén que si fuese un esperpento.

¿La envidia? ¿La imposibilidad de sentir cualquier desinteresada admiración?... Evelina vivía aquí tal que una marquesa, y esto, aparte la humilde procedencia del marido (si no también a causa de ello), heriría la estúpida y tosca vanidad de los ricachos.

VI

Había realmente en Esteban mucha experiencia dormida; conteníase en él un crítico de sobra experto, para que pudiese por demasiado tiempo transigir con aquellas triviales distracciones. No se podía ser niño sin la inocencia del niño; él la había perdido, y «la inocencia, igual que la virginidad, no se recobra».

Si durante su ya no breve permanencia en estos pueblos de barbarie y de falsa sencillez pudo engañarse con un ansia de vida simple y primitiva, Evelina vino a ser el reactivo que le despertó bruscamente a lo pasado..., a su antigua aventurera y tormentosa vida madrileña.

La veía diariamente, en largos ratos que íbanles llevando a una rápida amistad, y sus cantos y sus músicas, que sin ser, en verdad, una maravilla, eran algo de positiva aptitud y de innata gracia y de aprendida técnica, hiciéronle menospreciarse en el ridículo aspecto de bandurrista de afición, tanto como los cuadritos y tablas y retratos que ella poseía, hechos por artistas de renombre, en el de espontáneo pintor ignorantísimo. Por extensión, advirtió que ni siquiera resultaban menos risibles sus condiciones de cazador improvisado. Mató la perdiz, que no cantaba y que habíale costado viva una peseta; hízola echar en el puchero, y dejó arrumbadas en un rincón del comedor la bandurria y las pinturas.

Mirándolas, le acosaban amargas reflexiones. Lo que le divirtió cuando chiquillo, cuando tenía el candor de la existencia, le afrentaba como hombre. Había oído y visto mucho en Sevilla y en Madrid, por San Fernando, por el Real, por los Museos...; sabía, sabía, y el saber habíale erigido en una especie de eunuco artístico incapaz de realizar nada por sí propio, y dispuesto únicamente a admirar el arte extraño... Es decir, que la ilustración social en tal sentido, condenábale a ser un pasivo e inútil diletante, restándole placeres, mientras que un barbero o Frasco Guzmán, aporreando una guitarra o el piano, sacaban de ellos los mismos gozos que si Wagner los tocase. ¿No sería el saber, pues, en música como en todo, una triste maldición?

Lo peor estaba en que Evelina, excitándole también en éstos sus recuerdos..., su saber, causábale con aquellos lujos de marquesa un daño a las molestias de Jacinta.

Evelina olía a perfumes; vestía gasas, sedas, medias caladas; deslumbrábale sin querer, en fin, de hermosura, de brillantes, de elegancia..., de todo eso que forma el seductor conjunto de una dama que se pasa el día al espejo..., y a pesar suyo Esteban, viniendo del chalet, encontraba a su mujer descuidada en el traje y el adorno... muchas veces sin peinar, con una chambra cualquiera y soltados o arrancados unos cuantos botones en las botas...

¿Era que el embarazo de Jacinta, por una parte, y por otra los domésticos quehaceres y la influencia del pueblo, íbanla quitando los gustos señoriles?

¿Era que él... se fuese enamorando de Evelina?

¡No!... El filósofo rechazaba tal suposición; pero, aun rechazándola, filosofaba acerca de ella: veía a Jacinta tan a sus anchas con Rosa y sus trabajos, tan contenta, se diría, de la libertad en que la dejaba el abandono de la música, la pintura y el ajedrez, que aun sabiéndola dulce y buena, tesoro de corazón y de ternura, no tenía más remedio que reconocer la distancia inmensa que, de alma a alma, iba desde aquella ingenua, ahora convertida en madre y ama de un hogar, según el molde de estos pueblos, hasta el «consciente» un poco poeta que era él, que él fue cuando la conoció e hízola su novia de ilusión, y que él querría siempre seguir siendo lo mismo en Madrid que en Castellar o en Londres o en la Luna. ¿Por qué las señoritas, si habían de dar en amas de su casa y atentas sólo a la despensa y la costura, no se presentaban como novias de otro modo? Al revés, se perfilaban, procuraban no hablar sino de modas y teatros, permitían entresoñar una existencia de poesía, y antes se dejarían matar que presentarse al novio de trapillo. Tratábase de la consabida caza de marido, con trampa, por más que Esteban no pudiera decirlo así en lo que a su noviazgo respectó. De todas suertes, terrible, bien terrible la educación de las pobres señoritas, plantel perenne de honestísimas esposas en un nivel no menos perenne de incapacidad e inferioridad junto a los hombres. La distinta ilustración de los sexos, fatalmente tenía que dar este resultado de incomprensión, de vida aparte en cuanto fuese el verdadero nexo ideal del matrimonio.

¡No, no era, pues, que Esteban se fuese enamorando de Evelina..., sino que, con dolor del corazón, sentíase mental y moralmente desamparado por Jacinta en el justo instante en que él ambicionaba, sobre el bienestar material que iban consiguiendo, constituirse y completarse la vida bellamente!...

—¿Dónde vas, hombre? ¡Ya no tocas la bandurria! —decíale ella, apenas extrañada, viéndole salir todas las noches.

Quedábase con Rosa, y él se iba, primero, al Casino, y luego, en compañía de Juan Alfonso y los demás al fresco de la Cruz hasta las doce, hasta la una, para oír el canto y el piano de Evelina por encima de las frondas de la huerta.

—¡Concho, qué tía! ¡Yo la ahogaba! —solía exclamar Alfonso—. ¡Mira que tener tan enfermo a su marido y ponerse ella a cantar!

Enfermo y grave. A más de la ciática, el médico le había descubierto una diabetes intensísima. Cuidábale su mujer con mimo y con esmero, mas no perdía el humor de divertirse. Por hábitos de la vida nómada de artista, no podía pasar sin cambiarse tres o cuatro trajes cada día, sin piano, sin tertulia... Sin embargo, lista como una ardilla, sobrábala el tiempo para todo. En un dos por tres le disponía los caldos al paciente, le daba una fricción, lavábase las manos y volvía a quedar tan suelta... sin parar apenas en la alcoba.

Luis en verdad, guapote, buen mozo y resignado, no echábala de menos. Era uno de esos hombres capaces de estarse solo los días enteros, sin aburrirse, sin hacer nada. Poco hablador también con los amigos que le iban a ver por las mañanas, estimábanle ellos como honrado a carta cabal, como valiente, como hombre que había sabido crearse una buena posición; pero dejándole en el aislamiento mudo de su no mucha inteligencia, prescindían de él para todas las cuestiones de política que allí trataban a menudo.

En cambio, Evelina se iba de ellas apasionando poco a poco y daba acertadísimas direcciones y consejos, con un creciente rencor hacia los toscos señores y señoras del pueblo, que la odiaban, Por ella se creó el Círculo Republicano, y Luis había dado parte del dinero.

Necesitada de una cohorte alrededor, habíala formado, por último recurso, con los antiguos amigos del esposo; gente burda, tal que Pablo Bonifacio, Gironza el albañil, Pepe el barbero, Zurrón y cuatro o cinco más. Los asiduos, y a la vez apóstoles del republicanismo naciente en Castellar, eran Gironza y Pablo Bonifacio —ya encausado aquél y próximo éste a serlo, pues sabíase que los «señores» (¡con qué insidias pronunciaban la palabra!) andaban buscándole las vueltas. A Luis y a su mujer también se sonaba que los iban a baldar en el reparto de consumos.

Evelina sonreíase.

—¡Bah! ¡Líbrelos Dios! ¡Todo sea que yo me harte, que escriba dos renglones a Madrid y bailen el juez y el alcalde y todo el mundo de corona!

No la creían. Ateniéndose a su espléndida amistad, de la cual sentíanse envanecidos, mirábanla con embeleso los contertulios. Al menos era una hermosísima mujer de talento y brava. Nadie como ella osó nunca alzar el gallo en Castellar; la especie de fascinación que producíales bastó para lanzarles, de republicanos platónicos que fueron siempre, a esta protesta activa de que al fin, por sentir ya el castigo en las espaldas, íbanse tornando temerosos. Ella no dejaba de hablar de sus grandes relaciones con duques y ministros; pero conocían el mecanismo tradicional de la política y el arraigo de los «señores», que formaban en el pueblo un partido formidable.

Rara y singular ofrecíase a los ojos de Esteban, ciertamente, aquella tertulia de paletos, de hombres de paño pardo o de blusa (puesto que el propio Pablo Bonifacio, el más caracterizado, no era sino un infeliz labradorzuelo), presidida en el bello cenador de delante del chalet por la mujer elegantísima, que si no fuese en realidad amiga de tantos personajes, de tantos aristócratas, según ella repetía, mereciera serlo por su empaque. Estaba vestida y alhajada siempre, desde los pies hasta el peinado, con lujo y riqueza tal, que no desentonase en un salón.

Si el enfermo había pasado bien la noche, levantabanle, vestíanle, traíanle al cenador ella y un criado y lo instalaban en el canapé chino de bejuco lleno de almohadones; si no, dejábanle en el lecho y reuníanse Evelina y los demás a ocupar las artísticas mecedoras del jardín, a cuyo blando balanceo habían tenido que irse acostumbrando, entre risas indulgentes de la dueña de la casa, los rústicos amigos. Logró, además, poniéndoles una escupidera, que no escupiesen ni tirasen al suelo las colillas.

Cierto Esteban de que habrían de entretenerle (y no podría dilucidar si contra su gusto o con su agrado) las charlas de Evelina, dejaba para la última la visita del chalet. Era el modo de no perjudicar a otros enfermos. Cuando llegaba, a punto de las diez, ya estaban los demás —y sobre todo y constantemente Pablo Bonifacio, que en su calidad de pequeño propietario no tenía grandes quehaceres—. Evelina acogía sumamente amable al médico, como única persona que pudiese comprenderla y que sufría asimismo, bajo sus recuerdos de Madrid, el destierro de estos campos. Gustábala verle cerca, bien vestido; y estuviera la reunión como estuviese, levantaba a todos y sentábale a su lado. Para cada cosa que decía le buscaba la aquiescencia y el apoyo; y si había que burlarse un poco de las torpezas de Pablo Bonifacio o de Gironza hablando de la corte, o de la alta vida y de las cosas que ellos ignoraban, la burla surgía sobreentendida y suave de los dos. El bueno y guapote Luis, en tanto, tendido en el canapé, callaba y miraba al aire, añorando sus tiempos de torero; diríase a veces que Evelina, cuando remontándose a las evocaciones mundiales de sus viajes teorizaba acerca de la moral y del amor en remotísimos países —y por cierto con plena libertad en presencia del marido—, envolvíale también un poco en las piadosas burlas de que hacía al médico secreto confidente.

Se discutía, por ejemplo, la distinta condición social del hombre y la mujer, y ella, contra todos los demás, excepto contra Esteban, que opinaba en su favor, sostenía puntos de vista peregrinos: «Una muchacha no debía educarse en el candor, equivalente en suma a la ignorancia, sin que esto la hubiese de servir más que... para caer de un modo candoroso, o para estar siendo durante la vida entera una inconsciente y estúpida enjaulada en su jaula de virtud; en cambio, sabiéndolo todo, la virtud era más fuerte y meritoria». «Una mujer soltera a quien la gustase un hombre, debiera declarársele, ni más ni menos que haría él en caso inverso.»

—¿Qué, no es cierto, Luis?... ¿No me enamoré de ti en la tarde aquélla de La Habana, y no fui yo quien por la noche te envió al hotel una tarjeta?

—¡Cierto, cierto! —confirmaba saliendo de su abstracción el matador.

—Pues ésta fue la base de nuestra felicidad, que yo hubiera dejado pasar por la tonta razón de que tú no me conocieses, y la de una fidelidad y una virtud que, no obstante haberme sobrado siempre adoradores, aún más descansan en mi cariño que no en que hubieras de matarme y matar al que osara propasarse. ¿No es cierto, Luis? ¿No es cierto?

—¡Claro! —concedía el torero, revolviendo en momentánea furia los ojos, lo mismo que si ya buscase a quien darle un volapié.

Y como al decir ella «adoradores» había paseado la vista por el corro en una especie de suave delación aviesa que todos entendían, aquella otra mirada del bravo matador, que tantas veces se las había entendido con las fieras, causaba una impresión de desconcierto.

De pánico tal vez, en Pablo Bonifacio, señalado de una manera especial por la intención juguetonamente perversa de Evelina; de reflexiones y prudencias en el médico, sobre el que había ido a extinguirse aún más lenta y dulcemente irónica la sonrisa de la audaz. Esteban, en verdad, estremecido por lo que había de infierno y paraíso en tales coqueterías, de la que a un tiempo mismo ofrecía y amenazaba, tornaba íntimamente a preguntarse «si no iría de ella enamorándose»...; y por un rato, sin poder al cabo definirlo, quedábase fijo, fijo en Evelina..., fijo después en el marido, con la no grata visión del drama a que su impresionabilidad y esta mujer pudieran conducirle.

Por cuanto a Pablo Bonifacio, no había duda; estaba saturado por la pasión de ella hasta los tuétanos, y de los torvos celos hacia Esteban, que habría venido a interponerse entre los dos, a distanciársela tanto, cuando menos, como sus miedos al torero y la propia conciencia de su fealdad y su rustiquez. Dábale muchas veces a Esteban compasión, y particularmente si Luis quedábase en la cama, el advertir el sufrimiento, el vencimiento de que sentíase víctima el pobre ganapán así que entraba él y le concedía sus preferencias la coqueta.

¡La coqueta! ¡La coqueta, sí!... ¡La temibilísima coqueta que complacíase en incendiarle al buen hombre sangre y alma, igual que al albañil, igual que a todos, por una peligrosa y cruel necesidad de saberse ambicionada no la importara por quién, y hasta por el gigantesco orangután de faja roja y sucio sombrerote que era el tal Pablo Bonifacio!...

—Evelina —díjola el médico una mañana en que el burdo adorador, herido y humillado, los dejó solos de improviso—, es usted mala, mala de verdad con ese hombre.

—¿Yo, doctor, por qué?

—Porque le trae usted loco.

—¿Loco?

—Enamorado.

—¡Bah!... ¡Quizá!... ¿Y es culpa mía!... ¡Qué desgracia! He tenido siempre la fatalidad de que tantos como me hablan se enamoren. ¡No incurra usted mismo, doctor, en esa tontería! ¡Resulta fastidioso!

Tragó saliva Esteban, y hábil se esquivó de la perversa fatua (que le miraba y sonreía con una provocadora seducción cuyo poderío no fuese tanto si no fuera tan hermosa), diciendo:

—¡No! ¡Ése, más que los demás!... ¿No la ha dicho nunca nada?

—Nunca. Y sufre el infeliz. Pero sabe que no se juega con Luis, y sabe, más y mejor, que una declaración suya me haría estallar de risa. ¿Se ha hecho la miel para la boca del asno, doctor?

—Entonces... usted debía desengañarle.

—¡Cómo!... ¿Sin que me diga nada me voy a anticipar?...

—La dice a usted todo con los ojos, y usted puede dejar de decirle con los ojos muchas cosas.

—¡Vamos! —lanzó Evelina, en una carcajada—. ¿Está usted celoso de él? —Y cesando de reír, añadió, mirando a Esteban intensamente y echándose atrás en la mecedora, al mismo tiempo que cruzaba una pierna sobre otra (con lo cual lucía hasta la mitad la de debajo): —Pero, ¡señor!... ¡Qué le haré yo a ese pobre hombre ni a ninguno!... ¡Ellos lo sabrán!... Por mi parte, sólo observo, complacida, que mi trato, cuanto menos, los va volviendo limpios. Se lavan, se peinan, se cepillan... Hay que ver la diferencia de cómo están, a cómo eran.

Sufrió Esteban un bochorno. A él propio, con la revelación de una vergozante pasión igual por Evelina, se le impuso la noción de que asimismo, desde que la estaba tratando, cuidaba más de su persona. En vez de afeitarse cada tres días, se afeitaba diariamente; preocupábase mucho de los puños y de los cuellos, del discreto color de las corbatas, y no había vuelto a usar botas de becerro. La conmiseración en que quedaba unificado, le irritó y le hizo sentir otro arranque de soberbia desdeñosa:

—¡Tiene usted la pierna muy bonita! —dijo mirándola con fría insolencia el bajo de la falda.

—¿Qué?... ¡Oh, qué excusado! —clamó ella, bajándose la ropa, y sonriéndose, aunque sorprendida por el seco atrevimiento.

En seguida, fingióse tocada de pudor y le habló de la ciática de Luis.

No entraba en sus cuentas de dominadora, de fascinadora de hombres, el tono de rebeldía y confiada falta de respeto que acababa de escuchar. Como a una diosa, placíala la libertad de mostrarse irresistible, sumiendo en un mudo y deslumbrado fanatismo a los adeptos.

Un poco de intranquilidad llevóse Esteban, hoy, sobre si hubiese o no cometido una imprudencia irreparable. Sin embargo, halló a Evelina en su visita de la tarde tan gentil, tan gozosa y pronta a llevarle, como siempre, al gabinete donde recluíanse los dos para charlar a tales horas, luego de haber visto al enfermo, que la imprudencia, si lo fue, no pudo por menos de quedar como una norma de mayor jovialidad en lo sucesivo. Luis, rendido del canapé durante el día, acostábase después de comer y no volvía a levantarse. Pablo Bonifacio con pretexto de su era, dejó de concurrir a la tertulia vespertina; en verdad debíase la retirada a la presencia del médico, el cual, no obstante, seguía encontrándosele en el cenador por las mañanas, torvo y siniestro como una trágica amenaza... ganada por el infeliz la delantera con el fin de disfrutar a solas de su muda idolatría ante el ídolo perverso.

¡Sí, sí, Esteban, más ciego por la sensación misma del peligro, presentía que iba el azar reuniendo en el chalet cuanto hiciese falta para producir algún desastre!... Una mujer divina e insensata, un marido que no tenía pizca de cobarde, por mucho que tuviese de torpón y confiado, un temperamento de vehemencia, que era él mismo, y, finalmente, dos o tres recónditos celosos, desairados y traidores. Gironza y Pablo Bonifacio mirábanle a ratos, cuando él y Evelina se miraban, con una envidiosa crispación que daba miedo, y Esteban, muchas veces también, se iba a casa pensando que no merecía la frívola preciosa, no ya la pena de exponerse a un drama terrorífico, que ni siquiera a un escándalo que llenase el pueblo y llegara a su mujer.

Mas... ¡oh, propósito de enmienda!, veíala otra vez, forzado a ello por deber de profesión... y la hechicera le inundaba los ojos y el corazón con sus hechizos. Entonces, sus prudencias, causándole una vergonzosa impresión de cobardía, llevábanle a igualar y aun sobrepasar en audacias a la audaz inconcebible.

Rivalidad de atrevimientos insensatos, cuyo término nadie pudiese predecir.

Él entraba en la huerta a las cinco de la tarde, y había noches que se estaba hasta las diez. El gabinete donde se refugiaban hallábase en el ángulo del chalet opuesto diagonalmente al cuarto del marido. Éste, de tiempo en tiempo, la llamaba a voces, o por medio de los timbres; y la conversación o las canciones se interrumpían para llevarle agua o medicinas, cuando no porque avisase la criada, con un tanto de recelo misterioso, que era tarde, hora de cenar, y que el señor se impacientaba.

Generalmente, si ella no cantaba, se complacía en hacerle oír y en enseñarle relatos y recuerdos de sus viajes. Mirándola Esteban, veíala a lo mejor los senos, por el amplio escote, flojo, así que se inclinaba a él para mostrarle un retrato, una postal, o vislumbrábala el oscuro vello en las axilas, descubiertas por las anchas mangas de los kimonos de tul cuando alzábase las manos hacia el pelo con pretexto de afirmarse las peinetas.

—Tiene usted, Evelina —la decía, fiel a su estrategia de mero observador comentador—, más rubia la cabeza que... ahí bajo los brazos.

Súbita los bajaba ella; reprendíale por la insolencia, pues rehuía constantemente el lanzarle en conversaciones personales, escabrosas, y por un rato, como una tita mayor a un niño terco, ponía en su acento cierta seriedad al seguir contándole cosas de Londres, de París, del Japón, de Buenos Aires...

Sino que el observador seguía observando y comentando, tan tranquilo —para lo cual, hasta en las más recatadas aptitudes de la bella ruborosa, prestábanle ocasiones los tules de su traje:

—¡Mire! ¡diáfano! ¡aquí!... ¡Se ve muy bien: azul la liga, dorado el broche!

—¡Bueno, doctor! ¿Quiere ser formal?... ¡Vaya unas salidas!

Agolpábase los tules al punto señalado, dejándolos transparentar por otras partes, y proseguía sus anécdotas e historias: «En Valparaíso, un ex presidente de república pronto a casarse con ella, prometíala asesinar a su mujer». «A bordo del Mafalda, con rumbo a Buenos Aires, rifó un beso en una fiesta, y dio por él un ruso seis mil francos...»

Táctica, en la una y en el otro. Ella, con sus sonrisas, con sus miradas, con la ostentación de su íntimos encantos en sus ademanes y en la transparencia de sus ropas, procuraba apasionarle, por el único placer de uncirle al carro de sus triunfos desdeñosos; él, escondíala altivo su interés, decíala aquellas cosas insolentes, que eran flores impávidas sin serlo, y la irritaba. La mayor fuerza, en este pugilato, proveníale a Esteban, no sólo de su inmensa superioridad sentimental sobre la torpe, sino de la consideración de que ella, con menos o más empeño, intentase equipararle, a aquellos bestias Pablo Bonifacio y Gironza el albañil...

Llegaba incluso a mortificarla, como nadie, acaso, nunca, con los impasibles comentarios:

—¡Evelina, de perfil es usted menos guapa que de frente!

¡Ah!... Comentaban, discutían la observación. Sin derecho a sentirse herida, por el tono de dulce indiferencia, hízola más efecto cuanto que era la verdad: algo chata su nariz, también decíanselo siempre los espejos. Luego, acababa por querer envolver más en sus mañas y en sus gracias al sutil que parecía constantemente deslizársele.

Una noche, tras de haberse desbocado una vez más en denuestos contra las necias, contra las feísimas y puercas «señoras» de Castellar que tanto la aborrecían por envidia, quiso enseñarle a Esteban su cuarto tocador. Fueron. Estaba detrás del gabinete, en la misma ala de la casa. Comunicaba al paso el dormitorio coquetón, lleno de flores, y en donde ella dormía sin el marido. Deseaba mostrarle bien el contraste de unas mujeres que en la vida se aseaban, y lo que debía ser, lo que era otra mujer exquisitamente limpia. La gran pila de mármol, con grifos niquelados, lucíase regia en un rincón; sus llaves daban el agua a torrentes, y lo mismo las de un lavabo empotrado en la pared, para lo cual, obra nada fácil, habían tenido que construir fuera un depósito y alimentarlo con bomba, de la noria. Dos mesitas, vestidas de encajes y de cintas, como altares, sostenían todo un bazar de perfumes, jabones, peines y cepillos; una de ellas destinábase exclusivamente al cuidado de los pies.

—Beso a usted los pies, ¿eh?... ¡Me río yo, si la fórmula de las cartas tuviera que realizarse con cualquiera en Castellar, o si se les dislocara uno entrando en misa!... ¡Menuda roña, Esteban, vería usted al quitarlas el zapato!

Fue al armario, y por vanidad de pulcritud púsose excitadamente a mostrar sus ropas íntimas: enaguas, camisas, pantalones, saltos de cama como espumas; pañuelos y medias por docenas, riquísimas; corsés, ligas y zapatos. Una inundación que llenaba poco a poco los muebles de la estancia... Esteban contemplábala y contemplaba todo aquello. En el delicioso nido de voluptuosidad y galantería, sentíase transportado a un paraíso sensual, como él no vio nunca, ni en Madrid... puesto que la propia Antonia, con su grande amor y su simpática belleza, no fue una de estas célebres y lujosísimas beldades: Evelina tenía las manos cuajadas de brillantes, de esmeraldas y de ópalos, ni más ni menos que él habíale visto en los retratos de la Otero...; había bajo su túnica una divina bestia como aquellas por quienes príncipes y duques se arruinaban, se mataban..., y era, por tanto, una más que suficiente explicación de todas las locuras para él, para el pobre médico de pueblo que en la vida volvería a encontrarse una mujer, una ocasión por el estilo. El propósito de arriesgarlo todo por ella, si riesgos hubiese de haber en el empeño, quedó en su voluntad completamente firme.

—Oiga, Evelina —dijo, cuando ella dejó las ropas y quiso todavía probarle cuán pronto abriendo el grifo se llenaba la bañera—. Si por un beso el ruso aquél dio seis mil francos... ¿por cuánto querría usted que yo la viese desnuda en esta pila?

—¡Ah, usted! —lanzó ella irguiéndose y cerrando el grifo—. ¡Usted no es millonario! ¿Cómo iba a pagar?

—En ilusiones. ¡Mi caudal está en el corazón y no hay ruso que me iguale!

—¡Bah! —le sonrió.

—¿Qué?... ¿Valen más los francos para usted?

Ella reía, apoyándose hacia atrás en el mármol. Él enfrente, y tan cerca que la obligaba a echar el busto atrás, la miraba codicioso.

—Olvida usted que no fueron para mí; de haberlo sido, no hubieran bastado a pagar mi beso los millones de la tierra.

—Entonces, si yo la diese uno...

—¡Le daría una bofetada!

Pues...

Rápida la escena. Sonó el beso, estallado en plena boca, y sonó la bofetada en pleno rostro del doctor.

Inmediatamente, ofendida, indignadísima, Evelina se parapetó tras una silla llena aún de enaguas y corsés.

—¡Salga! ¡Salga, Esteban!... ¡Salga! ¡Usted no sabe lo que ha hecho!

Esteban, sereno, la seguía mirando sonriente. Sin embargo, pronto, y no por miedo, sino por la absoluta persuasión de toda inútil insistencia, obedeció.

Era tarde; la noche oscura. En el portalón de la huerta sufrió el miedo que no logró inspirarle la agraviada; una sombra, una silueta que recortaba un lejano foco eléctrico de enfrente, hízole reconocer a Pablo Bonifacio dirigiéndose a la Cruz.

¡Espiándole!

Esto le pareció aún más temible que el enojo de Evelina.

Pasó la noche inquieto. Por la mañana, a sus dudas de si iría, o de qué modo, al menos, presentaríase en el chalet, le trajo expedita solución un recado urgente. Le llamaban. Luis se había agravado.

Encontró a Evelina alarmadísima. Unos forúnculos que desde hacía media semana aquejaban al marido, hinchados de improviso, teníanle rabiando de dolores, sin poder mover el cuello, y fusionados en la enorme inflamación, con la apariencia de un ántrax.

Ántrax en efecto. El médico lo confirmó. Había fiebre. Tuvo que hacer desbridamientos. Por seis días, la situación fue peligrosa, y Evelina, contristada, no se movió de junto al lecho. En suspenso las tertulias del jardín y el gabinete, la gratitud de las frases de ella al buen médico que salvábala el marido, y aun sus ojos de coqueta delante de Gironza, de Pablo Bonifacio y del barbero habían ido otorgándole el perdón.

Tardías e ineficaces, por tanto, las explicaciones que ella provocó el primer día en que volvieron a verse solos, cuando Luis, fuera de peligro, quedaba nuevamente reducido a sus reúmas.

—Doctor, usted abusó de su situación con nosotros. Después de lo ocurrido no habría vuelto a recibirle; pero ¡no hay más médico que usted! Así y todo, si quiere que no perdamos la amistad, prometa respetarme.

El doctor, por primera providencia, doblóse a darla otro beso en la desnudez del codo, que ella retiró ligera del brazo del sofá. Sobrevino otra escena de tirantez, en que el reincidente le planteó el dilema de besarla siempre, siempre, o no entrar y salir jamás sino directo al cuarto del marido... y ella, la coqueta, leyéndole la decisión en la impávida sonrisa, tornó a sentarse un poco lejos. Esteban demostró en seguida que la falta de respeto y el agravio por parte de cualquier hombre en presencia de una mujer tan reladronamente guapa no estaría en besarla, sino en dejar de sentir el ansia de besar, irresistible... Homenaje a la hermosura. Reacción bien natural. Si la vista de una bella rosa despierta el impulso lógico de olerla y el de una buena fruta el de comerla, el de una soberana beldad despierta el de los besos... Él, por ejemplo, maldito si tenía que contenerse en tal sentido ante las «señoras del pueblo», feísimas y puercas... Y, por lo demás, un beso ¿qué?... ¿No era el saludo de etiqueta?

—¡Ah, pero en la mano! —puntualizó Evelina, tendiéndole la suya—. ¡Ahí ya puede usted besar cuanto le plazca!

La tomó Esteban y hartóse del antojo. Besaba a menudos besos las uñas, los anillos, que le daban una sensación de fausto sensual con su rica y dura pedrería, la muñeca... luego púsose a chupar la punta de los dedos, como caramelos de los Alpes, y Evelina, que abandonábale la mano sonriendo, tembló y la retiró...

Trataron un convenio: si esto, fórmula al fin de cortesía, le bastaba a él como saludo al verla y al partir, no veía la menor dificultad en concederlo la que, por otra parte, quería demás a su marido y tenía sobradísima conciencia de sus deberes conyugales.

—Conste, pues, para que usted no se ilusione; antes que faltarle a Luis me mataría.

Se conformó el médico, seguro de haber sentido en el estremecimiento de ella a una terrible lujuriosa sujeta ahora a la abstinencia.

Para dejar el pacto en una más pérfida invitación de intimidad, hízola saber que Pablo Bonifacio le había espiado cierta noche. A los ojos de él y de los otros contertulios, quizás estuviesen ya pasando por amantes.

No le importó a Evelina, por no ser cierto «ni haber de serlo nunca», lo primero, y, además, porque contaba con la servil discreción de Gironza y Pablo Bonifacio.

Este había venido justamente hoy a noticiarla, afligidísimo, que ya le estaban formando causa los «señores», igual que al albañil; que habían cerrado el Círculo Republicano, y que a Luis y a ella teníanles puestas (¡qué barbaridad!) ochocientas pesetas de consumo; en vista de lo cual, ella había escrito a Madrid pidiendo la destitución del juez, la no aprobación del reparto y la reapertura del Casino. ¡Cuestión de pocos días!... ¡Y ya iban a ver quién era ella!... ¡Bah!...

Iban cumpliendo lo pactado, salvo alguna que otra extralimitación de confianza. Llegaba el joven y besábala la mano. Sentábanse sin hablar más que como íntimos amigos, como buenos camaradas, y en la estrechez del confidente, viendo postales o portafolios, se juntaban dulces sus rodillas. Otras veces al descuido, y en tanto ella contaba cualquier cosa interesante, él se apoderaba de la mano seductora y teníala entre los labios. Su trato y sus conversaciones tocaban en franquezas sorprendentes. Siempre comedido él y Evelina vanidosa de sí misma, de su beldad, así que Esteban se permitía la más ligera duda referente a los treinta años no cumplidos que ella decía tener, probábale su juventud, la frescura y morbidez de su cuerpo con irrefragables argumentos. «¡Mire, toque!» —hubo de intimarle repentina un día, descruzándose la bata y enseñándole los blancos senos ideales... Tocó Esteban. Se rindió, se convenció. Ni vírgenes ni mármoles se la pudieran comparar. «¡Mire, vea!» —dijo en otra ocasión alzándose la falda a medio muslo, sólo porque el médico creyó imposible piernas más perfectas que las de una bailarina retratada en Nuevo Mundo; y añadió, dejando caer el cendal deliciosísimo —«¿Ve usted la Médicis que tengo en el jardín?... ¡Pues si fuese más grande, de tamaño natural, me comprometía a ponerme en cueros una noche junto a ella pintándome de blanco, sin que usted pudiera saber cuál era yo y cuál la estatua!» Lo ya visto por Esteban hacíalo harto creíble.

No eran frecuentes, sin embargo, estos rasgos de Evelina. Además, o surgían imprevistos y espontáneos, o resultaba inútil que él la provocase. Testaruda, ni logró Esteban (que porque sí, porque quiso, había empezado a tutearla) que correspondiérale a su vez. Insistía, llamándola al fin siempre de tú, y ella, molesta la primera y segunda tarde, acabó por no hacer caso, pero sin apearle a él el tratamiento.

Y... ¡ah, sí!, ¡lo maravilloso!, ¡lo estupendo!... Ocurrió, incluso en el plazo previsto, lo que ni el médico ni los mismos interesados esperaban. Una orden de Madrid, a rajatabla, transmitida por el Gobierno provincial, echaba abajo el reparto de consumos; otras, de la Audiencia, decretaban la reapertura del Círculo, sobreseían las causas de los dos amigos de Evelina, destituían al juez, y nombraban para sustituirlo, ¡el colmo!..., a Pablo Bonifacio.

Una bomba, en Castellar.

Esteban, al recorrer la visita, ya advirtió una sorda agitación sombría entre los «señores». Iban tristes y apremiados de un lado para otro, al Ayuntamiento, al telégrafo, al Casino, celebrando conferencias y consultas. Macario llevaba y traía recados con más celeridad que en bicicleta... Todos, con cara de estupor, acudían últimamente a casa de don Indalecio Cayetano, cuyo cacicazgo sufría tan rudo golpe.

El chalet, por el contrario, rebosaba de alegría. Evelina, sentada como una reina al lado del yacente esposo, repartía en su cenador café coñac y merengues. Allí estaban, llenos de admiración y asombro, Gironza, Pepe el barbero, Zurrón, tres o cuatro más y Pablo Bonifacio, el nuevo juez —a cuya expresión de inmensa gratitud unía la suya su mujer, horrible y gorda como un sapo—. Se brindaba por la jefa, por la bella influyente inverosímil, por la todopoderosa. A las once, y después de haber corrido Castellar entero triunfalmente, vino un grupo de obreros en manifestación de regocijo delante de la huerta. La agasajada hízoles pasar, y mandó por vino y por tabaco. Vivas, gritos, algazara..., pequeña arenga, también, de Evelina, que les prometió solemne, sin dejar de sonreír, destruir enteramente el poder de los «señores»... ¡de los ridículos «señores»!... Para que más éstos rabiasen, y para que no pudiesen dudar de dónde el golpe les venía, tuvo una ocurrencia maquiavélica: enganchar su coche, que en él montaran el nuevo juez y la Junta directiva del Círculo, allí presente, y que seguidos por los demás fuesen primero al Círculo a consagrar la reapertura y luego a darle posesión del cargo a Pablo Bonifacio.

Lanzáronse unos cuantos a la cuadra. El vehículo estuvo listo en un minuto. Quisieron por aclamación que ella fuese tal que en una apoteosis de teatro, y no accedió; pero vio partir el tumulto con Esteban, un tanto escondido para que no creyese nadie que él mezclábase en política, desde una azoteilla de las tapias exteriores que daba hacia la Cruz.

—¿Eh? ¡Caramba, tú! ¡¡Madama de Valois!! —aduló él, no muy seguro de la exactitud del parangón, por andar flojo en historia.

Pero le entendió Evelina.

—¿Eh? ¿Qué te parece? ¿Qué creías? —dijo a su vez, tuteándole en su ímpetu de orgullo y entusiasmo—. ¿Qué habíanse imaginado, que soy yo los pobres tontos de este pueblo?

—Oye, ¿y de quiénes te has valido?

—¿De quiénes?... ¡Bah, de cualquiera, para esto tengo amigos por docenas!

Pensó Esteban que esta mujer, antes de casarse, habría sido la querida de muchos personajes de Madrid, alguno de los cuales conservaríale afecto.

Al día siguiente el flamante juez hallábase en funciones. Al otro celebrábase en el Círculo Republicano un mitin social, con propagandistas de Oyarzábal; los «señores», aterrados, consternados, no se atrevían ni a andar siquiera por la calle...

Y he aquí que en la tarde del mitin, rebosante Evelina de victoria, y acaso de champaña (pues habíanselo traído de Oyarzábal para darles a los forasteros y amigos predilectos un semibanquete), Esteban, que de intento no fue a verla hasta que todos se marcharon en caballos y en el coche, la encontró contenta y excitada como nunca. Ebria, se podría decir. Visto el enfermo, se trasladaron los dos al gabinete, y aún quiso ella con dos últimas botellas festejarle. Había dulces también. Comieron y bebieron. Reíase mucho Evelina, sentábase al piano, cantaba y tuteaba al joven con frecuencia.

De pronto, conteniéndose y conteniéndole al beber la cuarta copa, le plantó:

—¡Verás! ¡Verá usted, Esteban!... ¡Vamos a beber el champaña en carácter! ¡Cómo me recuerda esto los tiempos de Madrid, del mundo!... ¡Te voy a dar una sorpresa!

Pasó a la alcoba, cerró las vidrieras, y veinte minutos después aparecía soberbia, magnífica, toda llena de joyas, con un riquísimo traje de cupletista que dejábala al aire las piernas, los brazos, los pechos...

Volvió a sentarse junto a Esteban, casi encima, y brindaron y bebieron. El besábala en un hombro, la abrazaba la cintura... y no parecía Evelina darse cuenta, más borracha cada vez... Pero la besó en la boca, y entonces sí... le largó una bofetada. Al segundo de estos besos protestó.

—No, oiga usted, oye tú. ¡Basta, Esteban!... Eso... nunca, bien lo sabes... Mira, vas a ver mis trajes... todos, todos... ¿Quieres? ¡Un caudal!

Desapareció de nuevo y sacó otro, más escotado aún, verde y cuajado de imbricadas lentejuelas que la hacían parecer una sirena. De pie Esteban para examinarla en sus detalles por el peto y por los hombros, la dio otro beso en la boca... y Evelina, aceptándoselo en unos más que largos instantes que embriagaron de otras embriagueces a los dos, huyó y le retiró, al fin, sus prevenciones...

—¡Que no, Esteban! ¡Sé formal!... Ahora, ¡espérate!... Voy a tardar un poco, porque son mallas. Y no te asomes, ¡ojo!, ¿eh?

Cuerdamente creyó el apasionado que ésta era la feliz invitación. Temblaba. No sabía por qué, temía y ansiaba con ansias del infierno lo que iba a suceder. Mirando a través del vidrio, veíala borrosamente desnudarse, porque el visillo era espeso. Entreabrió luego la puerta, sigiloso, y pudo contemplarla en cueros, por la espalda, poniéndose la malla, al lado opuesto del lecho.

Entró..., llegó hasta ella de puntillas; la abrazó. Evelina ahogó un grito y se le deslizó rápida y suave como un pez de entre los brazos. Corrió, y arrancó la colcha de la cama, envolviéndose cuando él volvía a alcanzarla. Fue una lucha feroz y lamentable..., larga, de esfuerzos y gemidos. Ella, teniendo que atender a ocultar su desnudez entre aquellas derribadas sedas de la colcha y a rechazarle, mordíale furiosa: «¡Que no! ¡Que no! ¡Que me haces daño!...» Enérgica, logró escapar cuando ya veíase casi tendida encima de él y de la cama..., y con un tal esfuerzo de brutalidad y de violencia, que Esteban, vencido y renegado, sin moverse, le lanzó con toda la rabia del dolor de sus mordiscos y de tantas burlas al fuego de su sangre:

—¡Oh, tú! ¡Maldita seas!

Y fue un conjuro que tuvo la virtud de contenerla, de convulsionarla, de petrificarla... allí de pie, mal envuelta por las sedas, tocada en no sabríase cuál galvánico resorte de sus supersticiones de bruta o de su orgullo.

Por un momento no se oyó más que la fuerte respiración de su nariz y el jadear del insensato.

Luego, ella, que miraba cómo a él fluíale sangre de los dedos, prorrumpió:

—¿Por qué..., por qué me has dicho eso?

Dobló la frente, llevóse a los ojos ambas manos, empuñadas en la colcha, y fue presa de una súbita y trémula explosión de llanto de borracha.

Acercábase a la cama, lenta. Tomó la inerte mano herida, y la besaba.

—¿Por qué me has dicho eso?

Las lágrimas se confundían en los besos con la sangre. Esteban la enlazaba, la atraía...

—¿Por qué me has dicho eso? ¿Por qué, por qué me has dicho eso?

Era una aterrada. Era una sumisa entregada por un absurdo conjunto inexplicable de terror, de bestialidad, de piadosa vanidad, de inconsciencias del alcohol y la lujuria...

VII

Dos caballos negros, hermosísimos, montado uno por un mozo y el otro de la rienda, detuviéronse en la puerta del médico, llamando la atención del vecindario.

Salió Esteban al sentirlos, y reconoció a los de don Teodobaldo Paluzie, personaje de Oyarzábal, que ya había mandado a buscarle tiempo atrás. No venían de parte de su dueño, sino del amigo de éste, doctor Lázaro Aspreaga. El mozo entregó a Esteban la carta en que el ilustre compañero le suplicaba su concurso para una grave operación.

—¡Anda, ve! ¡Y a la tarde haces la visita! —apremió Jacinta, orgullosa, porque ganaba mucho su marido y le llamaban de poblaciones importantes. La otra vez le pagó el espléndido señor Paluzie veinte duros; ahora, de la operación, traería cuarenta o cincuenta, por lo menos.

Le dio un beso, con aquel amor de niña, de ama de Casa, siempre como acrecido por la sensación del económico bienestar que permítíala hacer más dulces, tener mayores comodidades para todos e irle preparando a su futuro nene buenas ropas, y Esteban, deplorando la falta de atención de ella en cosas más sutiles e importantes, pero agradecido a la sólida honradez de su cariño, entró a ponerse las espuelas. Volvió a salir. Montó.

En las correas del arzón halló una fusta con la empuñadura de plata. Los estribos parecían de plata también, por lo limpios, y la silla crujía con el dulzor del cuero nuevo. A fuerza de encaramarse en toda clase de animales, aprendía. Le despidieron en su puerta. además de su mujer, Luisín, Nora y otra muchachita que habían tomado de niñera; en las inmediatas, hombres y mujeres, asomados al ruido de los cascos; y más abajo, el cura, don Luis..., el reparón y excelente caballista don Luis, con los lentes puestos y admirando la apostura del jinete:

—¡Bravo! ¡Bravo!... Así, ¡muy bien!

No obstante, hízole pararse y le corrigió un descuido reprochable. El estribo izquierdo habíalo tomado del revés, torciendo la correa.

—¡Aire, ahora!... ¡A las orejas las puntas de los pies!

Esteban, desde la esquina, giróse a saludar. Marchaba a paso castellano. Estos caballos nerviosos, briosos, que piafaban y estremecíanse por el vuelo de una mosca, habíanle alarmado un poco el otro día; hoy los conocía ya, nobles y educados, más seguros que las bestias muertas de hambre que le llevaban muchas veces y que se ponían a lo mejor a dar de coces...

Se acercaban a la Cruz. Divisó la huerta. Sintió que no le viese Evelina a caballo, en tal caballo, como habíanle visto y admirado tantas gentes del pueblo, y tuvo el impulso de entrar, llegando hasta el chalet sin desmontarse. Le pareció esto puerilmente fanfarrón, y halló el término conciliatorio: entrar a pie, hacerle al marido la visita, y... que le viese ella partir cuando viniese a despedirle en la cancela.

Tal lo hizo, y le resultó perfectamente. Evelina permaneció en la terraza de las tapias en tanto él se perdió por el camino. Era tan esplendorosamente guapa, que hasta el mozo, deslumbrado, le preguntó a Esteban quién fuese, y la elogió.

Era, además, ¡su querida!

Él feliz, que parecería un duque a caballo, lamentó no poder decirle al mozo que ella era una duquesa.

¡Amante, querida digna de un duque, a la verdad!

La mañana estaba hermosa. Agreste el paisaje de jarales y alcornoques, cantaban las perdices, sonaba en la profundidad del valle algún torrente, y el médico fumaba. Para ser dichoso, ¿qué más pedirle al Destino? ¡Ah, sí! ¡La dicha no debía ser algo que se busca o se construye, sino algo que se encuentra y que la vida ofrece cuando quiere!...

Poseía dinero, prestigio, salud, un tranquilo hogar con una angélica mujer, un hijo a quien quería con toda el alma, y... una Venus de ámbar, de marfil, para recreo de los sentidos. Puesto que le hacía falta, compraría, además, un caballo como éste.

—Oiga, ¿cuánto podrán valer estos caballos? —inquirió del mozo, que iba atrás.

—Son del coche. Han costado los dos tres mil pesetas.

¡Caramba, cada uno seis mil reales! Así parecían ellos de muelles, butacas. Compraríalo más modesto.

Pensó en su Venus. Desnuda, aquí, surgiendo entre los árboles del bosque, pudiese parecer una nereida. Se la imaginaba corriendo tras un ciervo, también Diana rubia cazadora..., y le estremeció el imaginarse a Jacinta apareciendo en otro lado.

Como siempre. A pesar de todo, el recuerdo de la esposa amargábale al traidor el recuerdo de la amante. Llevaban de lío un mes. La primera noche aquélla, él había partido de la huerta con una compleja sensación de orgullo y de disgusto. ¡Suya, al fin! ¡Realizada, pues, el ansia de no haber pasado por la vida sin haber saboreado una beldad, una de esas positivas diosas de encanto y maravilla que parecen únicamente reservadas para los magnates de la tierra!...; pero ¡qué desolación, al mismo tiempo!... Fue aquello brutal y breve, infame, cortado por las voces del marido que llamaba desde lejos, y también, y más que nada, la primera inicua falsedad que él cometía con su Jacinta. Esta le recibió asustada de verle llegar cerca de las once, torvo, oliendo a vino..., y el malvado tuvo que explicar los mordiscos de sus manos achacándoselos a un perro.

¡Una fiera, ciertamente, la beldad!... Él, recordándola, pasó el resto de la noche sin dormir, aterrado con la idea de haberla quizá engendrado un hijo..., ¡un hijo como aquel Luis encantador, un hijo como otro que ya amoroso germinaba en las entrañas de Jacinta! ¡Oh, Dios, un hijo suyo y... de tal madre!

Al día siguiente casi se alegró oírla reprocharle, entre altiva y lastimera, que había abusado de la embriaguez de ella, y que no volvería a ocurrir más. Luego, cuando volvió a ocurrir, porque era Evelina demasiado guapa y múltiples las ocasiones, aunque siempre bajo los apremios del timbre o de las voces del marido, se alegró también, siquiera, de escucharla en réplica a sus miedos de embarazo: «¡Bah, hombre, bah!..., ¡descuida! ¡No paren las estatuas!... ¡Eso tu mujer y las burras de la leche!»... Tendría experiencia de más para saberlo; y Esteban agradeció la tranquilidad, aun a costa del insulto a su mujer. Pero otra tranquilidad de porvenir con que no contaba referíase a Luis, al torero, cuando se aliviase del reúma y pudiera sorprenderlos algún día. Tal temor avergonzaba al cobarde, que no supo respetarle enfermo y desvalido.

Por suerte, Evelina, contra todos los supuestos, era de temperamento sensual indiferente, casi frío; y lejos de afectarse de vehemencias capaces de arrastrarla a cualquier insensatez, dijérase que se abandonaba pasiva y por orgullo, por la idiota y suprema vanidad de ver a un hombre extasiado en su belleza. La falta, maldito si alteró el ritmo despreocupado de su vida. Alma y corazón de prostituta, como casi todas las mujeres demasiado bellas e incensadas por la general adulación, Esteban pensaría que se dio a él sin emoción, por subyugarle, por acabar de hechizarle y dominarle con el material tesoro pleno de su estatua, ya que no pudo de otro modo. Y no debía ser la vez primera que, cediendo a tal u otro motivo, engañaba a su torero.

—Allí está la ciudad —dijo el mozo al doblar una colina—. Yo no sé si don Lázaro querrá ir en coche o en el tren. Por si acaso, debemos darnos prisa, que aún falta media legua. Picaron las espuelas. Tomaron los caballos un cómodo y veloz paso de andadura.

A la vista del extenso caserío, Esteban púsose a pensar en la operación para la que iba a servirle de ayudante al compañero. Tratábase de una extirpación de mama, por un cáncer, a una rica labradora de Belem, pueblo no distante de Oyarzábal.

Conoció al extraño y elegantísimo Aspreaga el día de la consulta de Paluzie —una consulta excepcional de siete médicos—. Se admiró de hallar a tantos juntos. Aparte de Aspreaga y Álvarez Molino, concurrían dos más, de la ciudad: el doctor Peña, como indispensable; otro afamado forastero, el doctor Pérez Rendón, y él —llamado por indicaciones y previas alabanzas de don Indalecio Márquez, grande amigo de Paluzie.

Era la enferma la señora, y sufría de gripe. Más que de un caso de verdadera dificultad o gravedad, se trataba de la rumbosa ostentación de un millonario. Como en Castellar, las familias pudientes de esta poblacioncita, donde tampoco abundaban las fiestas, convertían las enfermedades en sendas ocasiones de sus faustos. Aquello parecía el coro de doctores de El rey que rabió. Nadie se entendía. Siete médicos..., siete variantes en el diagnóstico, en el pronóstico, en el tratamiento; porque asimismo, comprendiendo todos que ante la gente que presenciaba la consulta érales llegada una conspicua ocasión de lucimiento, ninguno renunciaba a la tercera imposición de su criterio con un discurso magistral. Tres horas de polémica. Al fin, la terapéutica que los de cabecera tenían establecida, buena o mala, pero suficiente para un mal que iría a curarse solo, sufrió siete modificaciones por mutua y compañeril condescendencia entre los siete... Alargaríase por ello quince días más la enfermedad, si no hubiera arrojado el señor Paluzie tanta droga a la basura.

La timidez moral de Esteban en presencia de los colegas ciudadanos se resolvió en desilusión. Comediantes..., que doraban su ignorancia en gentil palabrería. El famoso Álvarez Rendón resultábale, dentro de un orador floridamente cursi y amigo de latines, un clínico anticuado, y el doctor Peña le oponía sus frasecitas y sentencias en francés. Pero el singular, el extraordinario, bajo todos los conceptos, era el doctor Lázaro Aspreaga. Imposible competir con sus gestos y aptitudes de desdén, de indolente suficiencia, con su chaqué y su cuello y su corbata, ornada, lo mismo que sus manos, de clarísimos brillantes y de un chic indiscutible, y con sus citas y alusiones a libros folletos y revistas ingleses, alemanes, recién acabados de recibir por él, y que ninguno conocía. Habló, por ejemplo, de la séptima circunvolución cerebral; y al argüirle alguno que «no había más que tres», le miró con lástima, y replicó que acababa de descubrir y estudiar todas las demás el sabio fisiólogo Curningalem, de Londres... ¡Un nombre y un hecho nuevos!... ¿Quién se los negaba?

El tal doctor, con un empaque y un equipaje de príncipe, que perrmitíale cambiarse de ropa cinco o seis veces al día, había caído deslumbrador en Oyarzábal, meses atrás, lo mismo que un aerolito. Valenciano, procedía del extranjero, habiendo elegido esta población, por su clima, para un gran sanatorio nacional de nerviosos que pensaba establecer. Dotado de verbosidad y de don de gentes, empezó por instalar su gabinete de radioterapia a pleno lujo, con tratamientos de faradiración contra la neurastenia y de causticación con nieve de ácido carbónico contra el lupus, y cautivó de paso a tres o cuatro ricos —uno de ellos Paluzie, dispuesto pecuniariamente a coadyuvar en el negocio aquél del sanatorio—. Los médicos de Oyarzábal, aturdidos ante el rival que íbales quitando lo mejor de la clientela y lo más lucido de los pueblos, pusiéronle la proa..., y él, apenas acabada la consulta, ganoso de un amigo que le pudiera ayudar en ciertos casos, invitó a Esteban a comer.

Simpatizaron. El modesto y reflexivo médico de Castellar admiró las máquinas y aparatos que Aspreaga le mostró, y la serie de cosas estupendas que hubo de escucharle; dejaron convenido reunirse para la intervención quirúrgica de hoy, y, en fin, partió Esteban sin saber si aquel desahogado compañero era un danzante o, al revés, un sabio, y él un científico paleto, que ya no conociese las innovaciones que traerían aquellos libros y revistas de Inglaterra, de Alemania.

—¡El tren!... Un mercancías. No es el mixto —previno el mozo—. Llegamos con veinte minutos de adelanto.

Se avisparon los caballos al paso del convoy...

Los trenes le causaban a Esteban una delectación infantil desde que estaba en donde nunca los veía... Iban entrando en la ciudad, cuyas vías aceradas y llenas de comercios producíanle asimismo admiración y envidia al médico aldeano.

Había un coche a la puerta de Aspreaga.

—¡Hola! —apareció éste, saludando—. ¿Vamos, querido compañero?

Le acompañaba un practicante, que subió también al coche con cajas y paquetes.

Breve el camino. Belem distaba tres kilómetros. El doctor encarecíale a Esteban que pusiese tres mil reales de honorarios, puesto que él pondría doce mil, por tratarse de gente adinerada. «¡Caramba, para el caballo!» —Pensó Esteban, tocado de avaricia—. Sin embargo, en la conversación acerca de la enferma no tardó en advertir que el colega, vestido hoy de botas, polainas y elegante traje campesino, como un rey en trance de cazar, soltaba enormes disparates, aludía a la mama como a una glándula de «estructura tubulosa», no arracimada; le llamaba tejido cedular al tejido celular, y confundía con la trinitrina la eserina. Se alarmó. El doctor Peña, el mismo día de la consulta, habíale prevenido que Astreaga era un osadísimo farsante, atenido a sus revistas. Cuestión, pues, de ir temiendo que no supiese ni una jota.

Ruidosa la recepción que les hicieron. Desde los ejidos del pueblo entraron escoltados por hombres y muchachos, como acróbatas. La casa de la enferma estaba llena; nueva, grande, en la sala habían dispuesto una especie de quirófano otros practicantes enviados muy temprano; la mesa operatoria, de metal; mesitas de cristal para instrumentos; autoclave que hervía a todo vapor; gasas, vendas, pinzas, agujas y cuchillos; un pulverizador Lucas-Championière; hules nuevos, irrigadores antisépticos y ampollas de sueros diferentes.

—¿Eh? —le confidenció a Esteban el doctor, viéndole asombrado—. ¡Creo que bien valdrá la pena nuestra cuenta!

Y se fue a prepararle el baño de previa desinfección a la paciente.

Esteban, a quien el anticuado pulverizador de Lucas Championière volvió a darle mala espina, pasó a otra alcoba, donde estaba la señora, y púsose por curiosidad a reconocerla. Le extrañó no hallarla caquéxica, flaca al menos, sino con una esplendidez de carnes y un rosado color que no habría más que pedir, ni verla el terrible cáncer ulcerado que hacía esperar tanto aparato. Los pechos aparecían fláccidos, normales, y tan semejantes uno al otro, que tuvo que inquirir cuál fuera el enfermo.

—¡Éste, señor! ¡El izquierdo! —indicó el esposo.

Lo contempló atentamente, lo palpó despacio, palpó la axila... y no pudo apreciar ni retracciones del pezón, ni durezas cirrósicas profundas, ni asomo de infartos ganglionares, ni nada, en fin, absolutamente nada, que delatase el cáncer... u otra enfermedad. Entre ambas mamas, grandes y flojas las dos, como de una mujer gruesa y nada joven, no existía más que ligeras diferencias de tamaño y un poco de mayor dureza y desarrollo en los racimos glandulares de la izquierda.

Interrogó. La señora había criado nueve hijos. Aprensiva, porque de zaratanes habíanse muerto hacía poco tres vecinas, consultó al médico del pueblo, honrado viejecito que ya apenas sabía de nada; éste la preguntó si sentía punzazos, dolores. No los sentía, pero creyó pronto sentirlos, y consultó de nuevo en Oyarzábal con don Juan Rivas... Confirmado el mal, había resuelto entregarse al doctor Lázaro Aspreaga, tan famoso...

Reflexionó Esteban, y quedóse persuadido de que la buena mujer se encontraba sana como un perro. No obstante sus riquezas, era una trabajadora infatigable; habría adoptado en la crianza de los hijos la general costumbre de darles preferentemente el pecho izquierdo, dejándose el brazo derecho libre para atender a la calceta, al puchero, a la sartén..., y esto, poniendo los dolores en cuentas de una autosugestión histérica, explicaba que una glándula hubiese adquirido sobre otra el leve exceso de desarrollo que en realidad, y no más, se le apreciaba...

¡Ah, qué horror! Iba a cometerse con la operación una torpeza, una infamia y un robo...; ¡un crimen, por tanto!

Pálido, cierto también, aunque tarde, de que el doctor era un falsario, fue en su busca.

—Tenga la bondad. Quiero que hablemos —díjole con intimador acento.

Se lo llevó al corral, a una cuadra, porque el resto de la casa llenábalo la gente, y le plantó en seco que aquella mujer estaba buena y no necesitaba operación. Su tono suave, pero resuelto y convencido, sulfuró a Aspreaga. Primero trató éste de echarle encima el peso de su autoridad, de su larga práctica en tal clase de afecciones; luego, al oír que el testarudo proponíale que un tercero resolviese la discordia (el doctor Peña), verbigracia, por el que pudiese ir el coche a escape, y que defendía su juicio con razones abundantes, a las cuales no sabía oponer ninguna, como no fuesen las punzadas sentidas por la enferma y el diagnóstico de Rivas..., intimó rabioso, aunque ahogadamente, porque no trascendiera afuera la cuestión:

—Bien, compañero... ¡Después discutiremos! ¡Ahora urge más operar que discutir!

—No, compañero —opuso Esteban más enérgico—. ¡No discutiremos! ni antes ni después, y aún puede operar si se empeña..., pero sin mí, porque me marcho!

Golpe terrible. Aspreaga quedóse consternado. Trató de disuadirle y nada conseguía, ni siquiera con su argumento principal del colega de Oyarzábal, que había hecho el mismo diagnóstico de cáncer. En efecto, no debía ser otro el precedente que indújole a creer en la fantástica afección; y para Esteban, sabiendo que el tal Rivas era una especie de carnicero barbarote, capaz de todo por cobrar unas pesetas, esto no tenía valor alguno.

Babeaba, pateaba el célebre doctor sobre el estiércol. Crispadas sus manos unas veces por la frente y otras por el aire, no sabríase si iban a buscar a su mala suerte o al esquivo testarudo, para ahogarlos. Al fin cruzáronse en una angustiosísima y urgente demanda de piedad, porque la gente acercábase allí fuera y los buscaba. Casi de rodillas, el ahora humillado altivo le pedía que le salvase; tratándose de la primera operación que iba a realizar, un fracaso hundiría todos sus trabajos, todos sus gastos de fastuosa instalación en Oyarzábal. Descubríase en la franqueza total de su miseria, buscándose con mayor celeridad la compasión: no era más que un pobre hombre, un infeliz en lucha con la vida, y sólo él podía saber a costa de qué esfuerzos...

—¡Sálveme, por Dios y por lo que más quiera! ¡Salve a un compañero! ¡Si no operamos ahora mismo a esta mujer estoy perdido!

Triste y difícil situación la de Esteban. Hallábase en el duro potro de desacreditar escandalosamente a un compañero o de consentir y ayudar a una infamia, a un asesinato tal vez, si la innecesaria operación hecha por manos imperitas acarrease la muerte de la enferma, y tenía además, despótico, que decidir entre una u otra enormidad sin pérdida de instante. Vio una solución, indigna, desde luego, pero la única, y la propuso: ir, darle un poco de cloroformo a la señora..., que abriésela Aspreaga un centímetro de piel para que la sangre manchase algunos trapos..., y que la vendase y dijésele al marido que había tenido la fortuna de encontrar el tumor y sacarlo íntegro sin que hiciese falta amputar la mama entera...

Aceptado, marcharon a la sala, hicieron transportar a la fatídica mesa a la señora, y echaron fuera a todo el mundo, practicantes inclusive, evitándose testigos.

Lo que allí Esteban sufrió con aquella infeliz martirizada, con aquella cruenta comedia ignominiosa, sólo él pudo saberlo.

—¡Basta! ¡Basta! —impúsole al farsante, que para justificarse más pretendía cortar un pedazo de carne, echándolo en el cubo.

La señora se quejaba, a medio cloroformizar, pues no había por qué exponerla a los plenos riesgos anestésicos. Dos puntos en la incisión hecha por el torpe cuchillete de Aspreaga, y la vendaron lentamente con un verdadero lujo de algodones, de gasas, de imperdibles... ¡Tapar, sí, tapar aquello en forma que no pudiese nadie a destiempo descubrirlo, y... mandarlos a la cárcel!

Aspreaga hizo un envoltorio de trapos, lo reató, lo manchó de sangre por fuera, y hubo de servirle, cuando entró gozosísimo el marido y todo el mundo, para simular que llevábase el tumor con el fin de estudiarlo al microscopio...

Un cuarto de hora después partían en el lujoso coche, despedidos en triunfo por la gente. El doctor iba tan fresco, completamente recobrado a los imperios de su farsa; Esteban, lleno de tristeza y de pesar..., prometíase solemne no tener más contacto con semejante compañero en el resto de su vida.

Cuando a las tres de la tarde llegó a casa, se sintió sin ánimo, lleno de vergüenza, para contarle a Jacinta ni a nadie lo ocurrido.

—¡Sí, sí, se hizo todo felizmente!

VIII

Durante el mes de agosto habían ocurrido en Castellar grandes novedades. El Colita murió de otro formidable ántrax, que no pudo curarle Esteban, a pesar de su interés. Ya veinte días antes —a los muy pocos de haber caído en Madrid el Gobierno— fue Gironza nombrado juez, en sustitución de Pablo Bonifacio, y éste, alcalde; y fue el primer acto de las dos autoridades el de procesar a muchos concejales, cambiándolos por amigos. Mas para que los atribuladísimos «señores» no pudiesen dudar que las influencias eran de Evelina, exclusivamente de Evelina, sin maldita la intervención del esposo, he aquí que el flamante partido republicano socialista, bajo los auspicios de la viuda, y con el genuino apoyo de la Sociedad cooperativa, apercibíase ahora lleno de pujanza a la elección de diputados: dueños de los gubernativos resortes y de la mayoría del censo, una Comisión de obreros acababa de visitar al candidato don Juan de Dios Martínez Navas, casi perpetuo representante en Cortes, por lo demás, de este distrito (y no hay que decir si uña y carne con don Indalecio Márquez), ofreciéndosele a condición de que instituyese jefe local a Pablo Bonifacio, y de que se mostrase en resuelta hostilidad contra sus antiguos amigos los «señores». Don Juan de Dios aceptó. La concordia quedó hecha, y gracias a una suprema razón de la sinrazón política, sin alma, sin entrañas, rota con los «señores» y con el propio don Indalecio la amistad del diputado.

Cuando ellos tuvieron que rendirse a la dura realidad, al ver que el don Juan de Dios —¡un medio pariente, y sin que el otro pariente senador se le opusiera!— sosteníales los procesos, ponían el grito en la luna y no acertaban a explicarse qué clase de mujer o de demonio fuese aquélla con tantas influencias, con tantas osadías, y que habría venido a su propio deudo a aniquilarlos.

¡Increíble! ¡Inverosímil!... Los hechos, sin embargo, eran los hechos, y tenían una gran fuerza de penosa convicción los que podían mirar por todas partes; presos, detenidos por seis horas, sin más que haberse permitido gritar contra Gironza, Ramón Guzmán y el intrépido Macario; copados el Juzgado y el Concejo; desierto el hermoso Casino Principal y el otro lleno siempre hasta los topes... Hasta la Guardia Civil, ¡quién lo diría!, habíaseles vuelto de espaldas, sorprendiéndoles una noche la ruleta..., y el albéitar, los barberos, los pastores y criados bailábanle el agua a la Cachunda y engrosaban la Sociedad cooperativa sin miedo a sus dueños legítimos de siempre..., antes bien, burlándoseles e imponiéndoles una huelga colectiva en las casas y en los campos si era alguno despedido.

¡Ah, sí, sí!...; ¡hasta los guardias!... En persona, don Indalecio hubo de ordenarle al cabo que prohibiese la manifestación hecha por los republicanos en el entierro del torero, y la viuda tiota e indecente, que hallábase dirigiéndolo tan fresca, se le rió al cabo en los bigotes, le amenazó con sus influencias de Madrid y le plantó en la puerta de la calle.

Tan fresca, cierto, la famosísima Evelina. Las negras ropas servíanla para realzar su blanca tez de rubia con mayor coquetería. Libre de los cuidados de enfermera, habíasela visto ir a Oyarzábal en el coche que antes no tenía tiempo de lucir, a pretexto de modistas y de lutos. Hallábase con demasiadas preocupaciones en los líos de la política para haber sentido al muerto. Esteban, al expirar Luis, lloró la lágrima de remordimiento y de piedad que no asomó a los ojos del amante...; pero tuvo que admirarla en sus solícitas y serenas atenciones al cadáver, lavándolo, vistiéndolo, dulcemente respetuosa con él como una amiga, ayudada por los otros (pues que al fin el joven se marchó un poco horrorizado) y dijérase que luciendo en esto, igual que en todo, su vanidad de mujer valiente y superior a no importara qué trances o desgracias.

¿Por qué era tan bonita?... Querría Esteban aborrecerla, sentía incluso que llegaba a despreciarla muchas veces, y no acababa de adquirir la persuasión de que pudiese dejarla sin esfuerzo. Tan sentimentalmente impasible como linda, ni antes ni después de viuda había tenido para él una chispa de emoción. Los días, ahora, ocupábanselos las conferencias y políticos conciliábulos con el juez, con el alcalde, dueña del pueblo en forma tal que no se movía sin su orden ni una rata. Iba a verla el médico después de anochecer, y más que a la bella amante se encontraba a la alta jefa dispensadora de mercedes.

—Pero a ti, mujer, ¿desde cuándo acá te ha dado por ahí la chifladura?

—¿Chifladura?... ¡No seas necio! ¿Iba a consentir que me atropellasen porque sí, que se estuviesen creyendo que es una un guiñapo?

Comentaba con fuego los sucesos, desprendíase de sus brazos para hablarle largamente de política, y en vano una y otra noche se obstinaba en el empeño de meterle en ella activamente.

—Pues mira, hijo, es una simpleza desperdiciar la ocasión de hacerte el amo político del pueblo. ¿Qué temes?... Si en situación liberal mandamos los demócratas, los avanzados, los casi socialistas, como es lógico, pero con la jefatura reconocida y aceptada por ese pobre don Juan Martínez que es conservador, figúrate si no tendremos mejor el mando cuando vuelva su partido... ¡Ah, los «señores» harán bien en despedirse!

Efectivamente, una ensalada; un absurdo revoltijo de esos que sólo se dan en las aldeas: con el concurso popular, republicano, el nuevo partido dominante ostentaba la representación gubernamental y dejaba arrinconados a los monárquicos de siempre.

Se disculpaba Esteban con su falta de afición y su desconocimiento total de la política, que no tenía que ver con su carrera, y ella le pintaba cuadros tentadores: la política invadíalo todo y le importaba a todo el mundo: un médico, por ejemplo, aumentaríase la titular, descargaríase en los consumos, baldando a los contrarios, e impondríase a los «señores», dejando de ser el pito a quien traían en danza noche y día así que un chico estornudaba...

—Además, hombre —díjole una vez, como argumento magno, al testarudo—, me lo reservaba, porque hubiese preferido verte ceder por mí y por afición, y voy a revelarte una cosa: mis designios contigo son más altos; no se trata de que fueses el monterilla del lugar, que para eso ya me sirven Gironza y Bonifacio; sino de que tú, con tu talento y mi influencia, llegaras a alcanzar la posición de un personaje en el distrito. Fíjate en lo que te ofrezco, y acuérdate de que no tengo más que una palabra: no esta vez, pues ya no hay tiempo; pero en otras elecciones, si quieres, te saco diputado.

—¡Caracoles! ¿Diputado?

—A Cortes; sí, señor. ¡Conque: lo piensas!...

Alucinado por las firmezas de ella y por las pruebas ya vistas de su influjo, Esteban, el modesto médico rural, consideró por un momento aquella contingencia de encontrarse de la noche a la mañana personaje. Puntualizaron el asunto. Examinaron, con respecto al porvenir, su trascendencia y los bellos cambios que impondríale. Cuestión de que al llegar la oportunidad ella escribiese dos letras a Madrid o fuesen juntos.

—Pero, oye, tú —inquirió Esteban una noche, viéndola, hasta en la cama, radiante y expansiva en su papel de protectora—, ¿quién te ayuda en esto? ¿A quién le escribes tú en Madrid?

Lo supo: por acabar de convencer al incrédulo, ella saltó en camisa de su lado, fue a su secreter y trajo cartas y retratos. «A mi queridísima Avelina». «A la bellísima Avelina inolvidable»... Era el duque de Arteaga; ex ministro, buen mozo, y temible orador parlamentario.

¡Ah, sí! ¡Claro que conocíalo Esteban, de ver su nombre y sus caricaturas en la prensa!

—¿Ves?... Pues ya lo ves; pues ya lo sabes.

—¿Tu amante?

—¡Estúpido!... Mi novio. Nos quisimos mucho tiempo, mucho, y... no me casé con él porque era entonces secretario de Embajada y quería llevarme a China.

¡Bien!... El que la deshonró, el que la compró, el que la lanzó..., según la interpretación del médico. Poco le importaba, en no siendo como halagüeña confirmación de que esta mujer pertenecía a la estirpe de beldades digna de magnates.

—Si quieres —añadió Evelina, yendo a guardar las cartas—, él, de un puntapié, te hace diputado.

El giro, involuntariamente justo («de un puntapié»), derramó su oprobio sobre el joven. Además, aparte de que la tal diputación aparecía como un mundo nuevo y de inciertos rumbos para él, ni dispuesto al vilipendio de aceptarla, había de resultar cosa asequible para ella. Por buen recuerdo que un querido de fuste la guardase, no daría lo mismo utilizarlo en quitar y poner alcaldes y en trastornar un pueblecillo, que en disponer de los escaños de las Cortes.

Manías, en suma, éstas de la protección de la hechicera bruta, y en cuyo fondo no palpitaban más que los secos egoísmos y los luzbélicos orgullos que formaban íntegra su alma. Obsesión suya los «señores», aún les quisiera ocasionar el disgusto de hacerles ver en rebeldía, incluso al médico que debíales la gratitud de haberle traído de Palomas; ambiciosa e ilusionariamente cegada por sus triunfos, creíase también una excelsa gobernante digna y capaz de extender su poderío a mucho más que Castellar.

—¡Ah, si yo fuese hombre, tú! —la oyó Esteban cien veces, desde esa noche en que al fin quedó la futura acta rechazada; y a su vez contestaba interiormente, sonriéndose con burla: «¡Ah, si yo no fuera el único hombre presentable de tu trato, el único que en Castellar puede un poco sostenerte la vanidad del señorío..., cuán lejos de tu lado y de tu amor hubieses de lanzarme!... «A pesar de todos los desdenes, sosteníale tal prestigio, tales ansias de ella por no verse exclusivamente rodeada de paletos.

¿Por qué ya Evelina, viuda y libre, no emigraba?... Con gusto lo hubiera visto el médico, quizá, y sufrió la decepción de comprender que no se iba ni se iría por múltiples motivos. La huerta y el chalet eran de venta difícil o imposible, y el resto del pequeño capital, formado con los ahorros de ella y del Colita, e invertido en públicos valores, no sería lo suficiente para permitirla en Madrid la vida a que aspirase. Rentista, sin embargo, burguesa y satisfecha su inmensa vanidad con los triunfos en el pueblo, no debía de seducirla, luego de encontrarse imprevistamente aquí como una reina, dueña de caciques, dueña de «señores», la degradación de volver a ser la cupletista que divirtiese al público y tuviese que halagar a otros «señores», aunque éstos fuesen duques. Por otra parte (y por si todo esto no sobrase), para con el suyo, que tendría otras jóvenes queridas y para meterse en competencias de escenario, ¿no se presentiría ella misma su excesiva madurez? No obstante su beldad perenne e impecable, estaba un tanto matronescamente abultada por los años —pues si no frisaba en los treinta y seis o treinta y ocho poco faltaría—. Pero, independientemente de que Evelina, en su papel de personaje, tomado en serio por demás, se fuese tornando insoportable, y de que el luto, impidiéndola cantar, la hiciese menos divertida, se debilitaba el afecto de Esteban hacia ella por otras grandes novedades que marcábanle a su vida nuevos rumbos; desde hacía un mes tenía caballo... ¡Un buen caballo tordo, procedente del Ejército, de mucha alzada, que le costó dos mil quinientos reales!

Unas veces lo sacaba para irse con el cura de paseo; otras (si no servíale para las visitas forasteras a que expresamente y con frecuencia le llamaban), como quien no quiere la cosa, y por consejos de don Luis, se acercaba a cualquiera de los inmediatos pueblecillos, atábalo a una reja, entraba él a charlar con el colega, y le llamaban los enfermos y volvíase con unos cuantos duros. ¡Qué mina el tal caballo!

Otras tardes, en fin, puesto que esa martingala no debía menudearse, marchábase con Juan Alfonso a cazar el perdigón en lo más lejano y agreste de los montes. Nadie le hubiera dicho que volvería no sólo a aficionarse, sino a sentir un verdadero fanatismo por la cacería del perdigón; el milagro, sin embargo, era perfectamente comprensible: su amigo Juan Alfonso, maestro en estas cosas, cobró once piezas el primer día que hubo de llevarle; no hizo falta más: por sus consejos e instrucciones compró Esteban un macho y una hembra de a veinte duros, magníficos reclamos; aprendió a disponer los puestos, cubriéndolos de jara, y tuvo que reírse, en fin, de aquellos tiempos en que él, ignorantísimo, pretendía matar perdices llevando en la jaula un cuco de a peseta, y poniéndose como un imbécil las horas y las horas detrás de unos matujos del ejido donde no había más que lagartos. El toque, pues, estaba en saber y en tener preparativos. Ahora, ni más ni menos que el propio Juan Alfonso volvíase siempre a casa con sus buenos pares colgados del arzón.

Una delicia aquellas tardes hermosísimas, percibiendo el verdadero olor salvaje a jara y a tomillo, en el silencio de las sierras, cortado nada más por las distantes esquilas de las cabras y por el incesante cantar de las perdices. De tiempo en tiempo, ¡plum!..., un tiro; y tan ciegos los animalitos, que apenas se espantaban de las detonaciones ni de los muertos, y, pisándolos, volvían al pérfido desafío del de la jaula...

—La emoción de estos momentos, la de recoger después la caza y retornar con los caballos en la bella noche de los campos, a la luna, fumando, charlando con el buen amigo de las peripecias de la tarde, contenían el secreto de la paz dichosa, de la suspensión de toda otra clase de inquietudes, de la paralización, diríase, del universo entero en una infinita calma de honradez... que había presentido Esteban sin poder nunca antes conocerla en el alma de estos pueblos.

Tanto le cautivó la rusticidad hermosa y saludable, gracias a la cual dormía como un lirón, comía como un demonio y sentíase alegremente dispuesto a sus trabajos, que comprendiendo cómo hasta ahora no había empezado a entrar en el ambiente de la vida campesina, y comprendiendo al mismo tiempo las en apariencia burdas y estúpidas costumbres de Juan Alfonso y de sus primos, del notario, de don Justo el farmacéutico..., encargóse y usaba, igual que ellos, guayaberas, botas de montar y sombreros de ala ancha. Poníaselos para cazar únicamente; pero muchas noches, cómodo y fresco con tal, indumentaria. no se la cambiaba al ver a los enfermos, y así se iba al Casino y aun a casa de la amante, que reñíale y le reprochaba sus trazas de patán.

—¡Hombre, hombre..., qué facha!

—¡Vida, lo da el aire; ya ves tú! ¡He matado seis perdices!

—¡Dejate de perdices..., que te van volviendo lo mismito que los otros las perdices!

Y Esteban, al revés, lejos de dejarlas, cada día se apasionaba más por sus cacerías, por su caballo..., por todo lo que con sus nuevas diversiones tuviese relación. Las tardes, al campo; las mañanas, en buena parte cuando menos, limpiando los estribos, el bocado, las espuelas..., arreglando la puerta de la cuadra..., poniendo a la sombra o al sol los perdigones, picándoles bellotas, echándoles mastuerzo..., del cual forraje había sembrado, y escardaba y regaba por sí mismo en el huerto, que tenía además algunas flores y dos álamos, una linda praderita. Olvidado, profundamente entretenido allí con estas cosas, había veces que Jacinta y Nora le creían fuera de casa cuando iban a buscarle los enfermos.

Sin embargo, no desatendía la profesión, y estaba satisfecho de sus éxitos crecientes, por más que desde el propio huerto, mirando al más frondoso de doña Claudia de Guzmán, de la «amiga de los médicos...», sintiese a ratos ciertos resquemores. Esta notabilísima señora, desencantada quizá de su fracaso con él en la tarde memorable, o por lo que quiera que fuese, habíase desterrado desde entonces a una finca de campo, distante dos leguas de Castellar, y allí seguía; pero había hecho venir de Oviedo a su hija Inés, enferma, por lo visto, y visitábala el doctor Peña, sin que se hubiese acordado de Esteban para nada. ¿Por qué?... ¿Odio de la madre al que tanto hubo de agraviarla sin saberlo?... El caso era que el coche del doctor llevaba ya dos meses cruzando el pueblo, de paso para la finca, cada seis o siete días, y que si no daño, tampoco así ganaba nada el crédito de Esteban.

—Di —le preguntó una tarde a Juan Alfonso, cuando iban a cazar el perdigón—, ¿qué tiene tu prima?

—Ah, pues... creo que está bastante mal. Mi tío, el doctor Peña, con quien he hablado esta mañana, dice que histerismo, y además una tisis que la apunta.

¡Caramba! Casi celebró Esteban que no se hubiesen acordado de su nombre. Si iba a morirse la muchacha, que se le muriese al compañero.

Pero otra pregunta le espetó Juan Alfonso a quemarropa, la cual traíala preparada desde que montaron a caballo:

—Oye, atiende, Esteban... Sabes que vive mi querida en el llano de la Fuente, cerca de la Cruz, por lo cual salgo de su casa a las dos o dos y media muchas noches; bueno, pues anoche, no iba yo a cien metros de chalet de la Cachunda, y sonó la talanquera de la huerta y salió otro... ¿Puedes decirme quién?

El médico se inmutó:

—¡Ah, yo no lo sé!

—¡Vaya, niño, que eres tú!... Me detuve y torciste por la esquina del estanco. ¡Ni me viste, y hacía luna! ¡Así ibas de ligero!

Rotunda la afirmación. Juzgóse el descubierto en trance de no negarse al buen amigo, y durante el trayecto hacia el monte le fue contando la historia.

La hermosura de la tarde, la soledad como religiosa de los campos, tenían una fuerte invitación de confidencia.

Juan Alfonso, político y tenorio, en quien, según los giros del relato, despertábanse los odios a la perversa enredadora o las envidias a la amante, escuchábale en silencio.

—¿Qué amigotes de Madrid son ésos que la apoyan? —inquirió al llegar al cazadero.

—Lo ignoro —se esquivó Esteban ante el llagadísimo enemigo de la que habíaselo en secreto confiado—. ¡Algún querido antiguo, pienso yo!

Mortificante y áspero cayó el supuesto, que era también el de todo Castellar, en la altivez de Juan Alfonso. Esto de verse dominada su familia por los simples favores desdeñosos de un prócer madrileño a una prostituta resultaba insoportable.

—Debe ser muy bestia esa mujer, y además mala persona. ¡Ya ves la inquinia que nos tiene, sin más que porque sí!

—¡Bah, no creas; en rigor, una infeliz, Alfonso! —suavizó Esteban, por fueros de hidalguía con la ausente maltratada—. Lo que a no dudar le duele a ella es no haber podido tratarse con vosotros, con gentes que no fuesen de la cáñama de esos mil que la rodean. En el fondo, no te puedes figurar el desprecio que la inspiran.

—¿Quiénes?

—Gironza y Pablo Bonifacio, para empezar por los de arriba; con que ya ves tú los otros. Y más aún —siguió Esteban, insistiéndole en un no sabía cuál conciliador impulso de piedad, puesto que al fin la suerte habíale colocado entre Evelina y este amigo—: sé que tu padre y tú les sois simpáticos; de ti, en particular, la he oído muchas veces hablar bien.

—¿De mí?... ¡Concho! ¿Y qué dice..., si nunca la he tratado ni puede conocerme?

Ya en el tren de su mentira, el médico no vaciló en redondearla:

—Que eres guapo y arrogante, que tienes cara de listo, que montas perfectamente a caballo..., ¡lo que cabe, en fin, decir de un conocido de vista!

La faz contraída y dura del político se rasgó en destello satisfecho por una sonrisa del tenorio.

—¡Aire, a cazar! —dijo.

Y volviéndole a Esteban la espalda se fue al puesto, para no tener que traicionar quizá también con alguna palabra agradecida sus odios hacia la bellísima, hacia la aborrecidísima mujer.

Esteban, como un Maquiavelo bondadoso, quedábase asimismo sonriendo, de haberle visto sonreír. ¡Cuán fácil le sería a la adulación deshacer todos los odios!

IX

Tal era la prisa, que para apremiarle había salido a legua y media otro mozo con un mulo; y aun a dos kilómetros de la finca apareció don Anselmo Cayetano galopando con su jaca.

—¡Hola, don Esteban!... ¡Vamos! ¡La niña está muy mal!

Ni le preguntó por la salud, en su azoramiento. Revolvióse, picando las espuelas, y Esteban le siguió con el caballo.

Quedaban atrás los mozos.

Don Anselmo daba excusas por las visitas del doctor Peña. Llegada la niña directamente al campo desde Asturias, y habiendo venido aquél a saludarla en los primeros días, pues queríala mucho, se hizo cargo de ella al verla endeble. En dos meses, lejos de mejorar, empeoraba: tenía clorosis, cansancio, tosecilla sospechosa y ataques. Uno de éstos habíala invadido hacía ocho horas, y no podían volverla en sí.

—¡Vamos! ¡Está muy mal! —apuró de nuevo.

Corrieron más.

No iba contento el médico de este aviso en que recurrían a él por la menor distancia y por la urgencia.

Llegaron. La niña era una morena gitanota de veinte abriles. Esteban se alarmó de hallarla palidísima, inerte y teniendo al lado un sacerdote.

Pero la madre, que lloraba, le aclaró:

—¡No!... Este señor es el coadjutor de Castellar; sólo que como también atiende a la capellanía de Boria, que está aquí cerca, para mucho con nosotros.

¡El coadjutor! Luego debía de ser el célebre coadjutor liado con doña Juanita Gloria Márquez, la coloradita y arriscada cincuentona, que aún presumía de encanto y juventud. A ella conocíala Esteban; a él, no, porque nunca andaba visible por el pueblo. Viejo, grande, enorme, parecido a un trabucaire, tenía la cara dura, y rojas y colgonas las narices, como un rábano.

Además advirtió Esteban en la alcoba a su crónica cliente doña Antonia, la madre del tonto Alberto, a quien había visto pelando bellotas bajo un árbol.

Se consagró a la enferma.

De espaldas en la cama, vestida, aunque sin zapatos y suelta la ropa en la cintura, con el pelo deshecho en greñas y mojado de vinagre, cerraba y abría los ojos, fijándolos a ratos en estrabismos de patética expresión. Su pulso regular y su aspecto persuadieron pronto al médico de que el ataque carecía de gravedad: un poco de histérico... un mucho de aquella gana de marcar que por la menor cosa y para todos sus enfermos tenían siempre los «señores».

Fastidiado por las circunstancias que concurrían en la visita, pidió éter y se lo acercó a la joven, que, al sentirlo, cerró los ojos, esquivando la cabeza. Entonces la palmoteó la cara, llamándola:

—¡Inés! ¡Inés!... ¿Qué tiene?... ¡Míreme! ¡Contésteme!

—¡No! ¡Es inútil! —intervino doña Claudia, sabia por sus largos contactos con los médicos—. He apurado los medios suaves. Tendrá usted que ponerla cualquier estimulante en inyección. ¿Trae la jeringuilla?

Y Esteban, sin hacerla caso, seguía enérgico, imperioso, con un acento que parecíales a los circunstantes descortés:

—¡Inés!... ¡Inés!... ¡Contésteme!... ¡Míreme, la digo!

Hubo un asombro.

Los ojos de la enferma, luego de pasar de sus inercias a sus éxtasis, claváronse en Esteban..., pero claváronse no insensatos, sino como hoscamente fascinados ante la seca voz, ante el desconocido que de aquel modo la hablaba y la mandaba.

—¿Qué tiene? ¿Qué la duele?

Gimió ella. Sus manos perdieron la crispación, y por un instintivo pudor llevóselas al pecho, donde dejaba entreasomar blancuras de batista la blusa sin botones.

—¡Siéntese! —la ordenó Esteban todavía.

Le obedeció, siempre mirándole. Divisó él un frasco de bromuro y la dio una cucharada, que fue aceptada dócilmente.

—¡Ah! ¡Sí!... ¡Traiga! —exclamó la madre—. ¡Un caldo! ¡Un caldo! ¡No toma nada desde ayer!

Voló a traerlo, y al regresar halló a su hija instalada en una silla, cumpliendo las órdenes del joven. Quiso hacerla beber, e Inés no parecía darse cuenta de que hablábala su madre; en cambio, Esteban cogió la taza, y con una simple intimación logró entregársela y que por sí propia la apurase.

¡Maravilloso!

La alucinada, muda en tanto tiempo para todos, contestaba a las preguntas. No la dolía nada. No sentía más molestias que algo de pesadez en las sienes y de opresión al corazón. No comía, porque le repugnaba la comida. Sin embargo, tenía limpia la lengua, y Esteban, levantándose y aprovechando aquella sumisión insólita, la dijo dulcemente, aunque sin abandonar su tono imperativo:

—Bien, Inés; su padre y yo nos vamos un rato a pasear; usted mientras va a calzarse, va a arreglarse, y en el comedor, pues no hay por qué permanecer aquí encerrada estando buena, comerá un muslo de gallina.

Salió con don Anselmo y con el cura. Recorrieron las proximidades de la finca. Al volver, doña Claudia participó la estupenda noticia de que la «niña», seria, sin hablar, igual que una sonámbula, se había lavado y peinado y ahora cambiábase de traje.

El mismo médico se asombraba de aquellos efectos prodigiosos.

—¿La ha hipnotizado usted, verdad? —opinó la madre.

—Sí, señora —disimuló él, con suficiencia.

Así sería; habríala hipnotizado sin saber ni jota de hipnotismo. Vista su eficacia, proponíase estudiarlo.

Pasaron al comedor. Por ser la hora, doña Claudia había dispuesto que todos almorzasen. En la mesa esperaba la gallina para Inés; vino ésta, y una vez más Esteban apreció lo importante del arreglo en las mujeres. Había gran diferencia entre aquella gitana desgreñada de la alcoba, negra, casi fea, y la que llegaba ahora y ocupaba una silla frente a él, muy encorsetada bajo un sencillo y lindo traje, blanquísimos los dientes y con un griego peinado lleno de ondas y de rizos. La sorpresa y la científica curiosidad por el cambio operado en la paciente hacíanle observarla: su aspecto era el de una mimada voluntariosa, el de una recóndita sentimental incorregible. La trataban sus padres como a una chiquitina de seis años, llamándola «niña», «nenita», «hijita mía», y ella, avergonzada, tan sólo dirigíale su fugaz atención a Esteban..., al joven médico aquel que habíanla dicho que iría a curarla, y que, en efecto, de tal modo habíase apoderado de sus nervios y de su voluntad, en un instante. A veces, la científica curiosidad de él, y la curiosidad como asustada de ella, se encontraban al mirarse, y el tenedor de Inés perdía un tanto el camino de la boca...

Miedo, miedo, sí; encendida su faz, dijérase que hasta causábala rubor y miedo comer con un extraño.

Otra singular observación que pudo hacer el médico referíase a la estatura de la joven; abandonada y a medio desvestir en el lecho, le pareció más corpulenta; y no pasaba de ser lo que podría llamarse una esbelta mujercita «bien empaquetada» —una muchacha agradable, ni fea ni linda, con un cierto gracioso hechizo en su morena cara llena de lunares y de sombras.

Pero dejó de mirarla, porque la aturdía; y se entretuvo en advertir el contraste que, no lejos de ella, formaba el idiota irremisible, cuyo modo de chascar parecíase al de los cerdos: Alberto mondaba un hueso a dentelladas, chorreándole la pringue por los dedos.

Junto al pobre tonto estaba el coadjutor, que todavía le proporcionó al médico otro asombro: mirábase y sonreíase sin cesar con doña Claudia, y con expresión tan inequívoca que no cabía dudar que eran amantes. ¡El colmo! ¡Ella, después de su desastre doloroso, se habría retirado al campo, buscándose el consuelo de quitarle o compartirle a la doña Juanita Gloria Márquez su famoso coadjutor!

Acabaron de almorzar; pero se hablaba de caza, conversación ya seductora para Esteban; y al fresco del comedor, y entre el café y los cigarros, se alargó la sobremesa. Todos, excepto el cura y don Anselmo, habían ido desertando. Cuando disponíase el médico a partir, entró y le reclamó un momento doña Claudia.

—Mire, don Esteban —le dijo en la intimidad de una salita—: quiero que reconozca detenidamente a mi pobre niña. Pero bien reconocida, ¿sabe?..., a fondo. Nos trae muertos. El doctor Peña, a más de los ataques, cree que está un poco picada del pulmón.

Enjugándose las lágrimas le guió hacia otro gabinete, donde ya tenía a Inés apercibida sobre un sofá; cubríala desde los hombros una toca, y se puso encarnadísima y cerró los ojos al sentirlos.

—¡Oh, no es nada, mi nenita! ¡Pobrecilla! —trató de confortarla su madre; y dirigiéndose a Esteban añadió, a la vez que abría la toca hacia los lados—: ¡Es tan cobarde! ¡No puede imaginar lo que nos cuesta que su propio tío la reconozca!

La toca había dejado al descubierto la desnudez de un firme escote; en él se iniciaban espléndidos los senos a medio velar entre cintas y encajes de la camisa, suelta completamente por los hombros y abajo recogida en el desorden del corsé y de la falda desabrochada. Era una de esas mujeres que suelen engañar vestidas, de muñecas y tobillos y cintura finos, de hombros anchos, de muslos poderosos.

Púsose a percutirla. El contacto de su mano estremecíala en un martirio de rubor; lentamente le fue arrancando a aquel bien constituido tórax sonoridades claras, que no pudo estimar como anormales. Cuando tuvo que auscultar, la camisa le constituía un estorbo con tanto lazo y tanto encaje; y doña Claudia, expedita conocedora de los fueros de la ciencia, y además interesada en que el examen resultase concienzudo, tiró del pico de una cinta que enjaretaba el canesú, y, rápida, rebatió éste por debajo de ambos senos.

—¡Así! —dijo—. ¡Los médicos son ustedes igual que confesores!

Todavía, discreta para con su «niña», que había lanzado un pequeño grito, ocultándose los ojos con un brazo, se alejó un poco, a fin de ahorrarla la mortificación de su presencia.

Admirado Esteban por la altiva solidez de aquellos senos, sonreíase de la comparación de doña Claudia, sólo en ella exacta con su bravo coadjutor, pues no sería lo corriente que las demás les dejasen ver a sus confesores estas cosas... A la notabilísima señora, por otra parte, debería de inspirarla tal concepto de infantilidad su hija, con relación al médico, que no viese entre ambos ocasión posible de vergüenzas ni malicias.

Tornó a auscultar. Los soplos fluían tan sanos como los sonidos que antes exploró. Una expansión respiratoria suave y dulce en todas partes. Por fatalidad de las violentas oposiciones, su cara y la de Inés, a veces, quedaban cerca. Obligada ella a retirarse el brazo de la frente, veíala él encarnadísima, sofocadísima, pestañeando a ratos, para volver a cerrar los ojos en fuga y disimulo cuando al abrirlos se encontraba fijos los del médico; respiraba en un abrasado aliento que la dilataba la nariz y la entreabría la boca como el ansia de un beso apasionado e imposible, mas ya que al sobrecogimiento de ninguna clase de temores, y estaba siendo aquello, en fin, a pesar de Esteban, una semiposesión, una enorme violación de todos los pudores de la virgen... ¡Ah, sí, sí; crueldades de la médica profesión ejercidas por hombres en estas sensibilísimas muchachas!... Tuvo un momento la mirada de ella una tan quieta y trágica serenidad terrible, que Esteban retiró la suya, retiró la mano que sobre el corazón la hundía el seno, afirmando el estetoscopio, y sintió la caridad de terminarla tal tortura.

—¡Puede usted vestirse!

Nuevamente pasó a la sala con la madre.

Del breve interrogatorio que debía integrarle el juicio, las dos respuestas principales quedaban hechas por las ojeras y por la excitabilidad de la ardiente carne de la joven. Lo emprendió con maña, tratándose de investigaciones de índole moral delicadísima, y supo que Inés, desde los cinco años, se educó en un buen colegio; que desde los catorce vivía en Oviedo con sus tíos, y que sí, que habría tenido novios, porque el tío, con una mujer joven todavía, sin hijos, y en desahogada posición como director de un banco, hízola disfrutar de una vida de sociedad brillante e incesante... Ahora, venía para quedarse en Castellar.

Lo que esperaba Esteban. Le fue dable causarle a doña Claudia una alegría, que hubiera sido mayor a poder expresarse con franqueza; pero, lo mismo que otras veces, en su práctica, la franqueza estábale prohibida; y en esta ocasión no sólo por lo que de raro, de absolutamente inaudito habría de tener lo que dijese, sino también por cortesías de compañero al doctor Peña: la «niña», aun hallándose amenazada de tisis, no sufría más que de un poco de anemia y de un vital desequilibrio.

—¡Higiene, mucha higiene, doña Claudia..., y volverla a Oviedo con sus tíos. Esto es lo importante. Su mal quedará en absoluto conjurado así que llegue.

Mas no podía ser aquello que era justamente lo importante; la «niña» tendría ya que permanecer en Castellar, por altas conveniencias de familia. Insistió él en el viaje, e insistió en la negativa doña Claudia. ¡Lo de siempre! La dificultad de poner en su propicio ambiente a cada enfermo. Pedíasele, en cambio, una, receta, y la dio con amargura.

Esperábale el caballo. Partió, acompañado por el mozo.

La amargura le siguió en la soledad del encinar. Por propios egoísmos o por ridículos respetos a las gentes, su profesión llenábase de limitaciones que la convertían a menudo, de augusto ministerio de verdad que podría ser, en farsa. Hierro, recetó —con una harto consciente y casi vil contribución al crimen de lesa vida que iba a consumarse—. Si no tísica, actualmente, lo estaría pronto aquella Inés, cuya larga preparación en un colegio y en una capital, aprendiendo distinción, música y francés, teniendo amigas y novios, servía para traerla al desencanto de este pueblo. Ojos trágicos, los suyos, por debajo de todas las mártires obediencias infantiles habíanle revelado que ella conocía tal vez demás trances amorosos en las rejas, a la luna, con aquellos capitancitos artilleros de la fábrica de armas que también habríanla auscultado el corazón. Ahora desilusionada para siempre ante la ristra de sus primos botarates, consumida poco a poco al fuego de sus ansias de besar, ya empezaba en su pecho la seca tosecilla que no le había dado al doctor Peña más que un engaño de anticipo.

¡Hierro, sí! —dispúsola en una fórmula de infame hipocresía. A recetarle breve lo preciso, lo infalible..., la madre, el padre y hasta el coadjutor le hubieran echado de la casa y de Castellar a puntapiés, tomándole por un loco sinvergüenza—. Con sólo indicar discretamente que la volviesen a Oviedo y a sus novios, ya saliéronle al encuentro las absurdas conveniencias de familia...

Le intrigaban las tales conveniencias. ¿Cuáles podían ser? ¿El tardío y repentino afán de doña Claudia por hacerse ayudar en el cuidado de quesos y chorizos?... Deslizó su curiosidad en charla con el mozo, que acaso las supiera, y pronto pudo verla satisfecha al preguntarle si la señorita Inés continuaría en el pueblo mucho tiempo.

—Sí, señor; creo que se queda; creo que la han traído pa casarla.

—¿Con quién? —inquirió él doblemente sorprendido por la fundamental equivocación, y por la reserva que la madre le había guardado en este punto.

—Con su primo don Alberto.

—¿Qué don Alberto?

—Pues, don Alberto..., su primo de mi señorita; ese que ha almorzao a la mesa con ustedes.

—Pero, con... ¿ése?... ¿Con el ton..., con Alberto?

—Sí, señor; sí —confirmó el otro—; con su primo. —Y viendo la admiración incrédula del médico, añadió en explicación—: ¡Un poco corto, don Alberto no se pué negarlo; pero, ¡concho!, el primer caudal del pueblo, y al pelo administrao por doña Claudia a la mira d'esta boa.

—¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!

Y aún el hombre lo expresaba en un aplauso de codicia. La indignación le hizo a Esteban adelantarse, picándole al caballo las espuelas. Esta monstruosidad que iba a realizarse con Inés, y que Inés no aceptaría sino por respeto hacia los padres, por esclavitud, por sacrificio, le confirmaba exuberantemente el crimen que con ello se estaba cometiendo. Peor mil veces que lo que antes sospechó de su condena a la decepción de Castellar y de sus toscos primos Juan Alfonso, Frasco Guzmán, Rómulo Márquez..., puesto que imponíanle a su carne y a sus dignidades de mujer un imbécil asqueroso.

La madre, la famosa doña Claudia, se juzgaría con su hija bien cumplida habiéndola dejado divertirse...

Sonó un coche tras unos olmos. El doctor Peña, tal vez... ¡Ah, Evelina..., que venía en su jardinera paseando! Le hizo ella pararse, y él se acercó y la saludó:

—Hola, ¿a dónde vas?

—Al molino; ¿me acompañas?

—Gracias. Llevo prisa.

—¿De dónde vienes tú?

—De visitar una enferma.

—Creí que volvías con tu amigote, porque acabo de encontrarle.

—¿Qué amigote?

—Juan Alfonso.

—¡Ah!

—Y..., ¡oye! —díjole Evelina, ya al oído, en tanto atendía a las inquietas mulas el cochero—. ¡Hay que ver, el bruto, qué modo de mirarme!... ¡Me mata si tiene pistolas en los ojos!... ¡No, no me tragan estas gentes!

—Pues, mira, mujer —insistió el conciliador Esteban, por el mismo innato sentimiento de bondad que le hizo mentirle al amigo la otra tarde—; no creo yo tal de Juan Alfonso; al revés, le gustas; le he oído hablar de ti muy bien, muy bien, y antes juraría que le traes enamorado.

—¡Hombre!... ¿Enamorado? —saltó la vanidosa, sensible al embuste certerísimo.

Pero había tanta vivacidad de admiración, de como intensa e inesperada luz reveladora en su acento y en su gesto, que aún más tuvo que admirarse Esteban de escucharla:

—¿Enamorado? ¿Dices que... enamorado?... Pues... ¿sabes tú que... sí? ¡El burro! Mira, oye, Esteban, tiene gracia...; ahora entiendo muchas cosas: le he encontrado aquí mismo muchas tardes; y, además, claro, sí, hombre, claro, ¡quién lo hubiese de pensar!... ¡Además, sin falta, desde hace quince días, todas las mañanas, en la huerta que él tiene cerca de la mía, le estoy viendo de plantón!

Esteban la miraba sonriendo..., aunque sin saber qué matiz darle a la sonrisa: o Evelina, que en tratándose del poderío de su beldad era de un ilusionismo prodigioso, vería visiones, o él, con su cándida mentira bonachona, habría acertado en la más congruente, en la más inverosímil de todas las verdades.

Acabó creyendo lo primero, de puro parecerle incomprensible que pusiérase a rondarla Juan Alfonso, y aduló aún a la orgullosa visionaria:

—¿Lo ves? ¿No te digo yo?

—¡Calla, calla, hombre! ¿Y qué te ha dicho? ¿Y por qué, además, habláis de mí?

Una chispa de egoísmo pasional que le saltó al amante en las entrañas, le hizo aprovechar la ocasión para dejarla advertida de que Juan Alfonso conocía las relaciones de los dos. Era una discreta advertencia para la veleidad de la mujer, aunque en este lance no hubiera de encontrar ocasión de ejercitarse, y al mismo tiempo, en el corazón de ella, y contra el amigo, una especie de humillación anticipada. Le contó que Juan Alfonso le vio salir una noche de la huerta, y que él no pudo negarle la verdad...

—¡Cómo! ¡Vamos, tú!... —clamó Evelina, enojadísima—. ¿De modo que eso es lo que te importo?... ¡Hijo, hijo, sí, anda... que lo sepan! ¡Ponte a pregonarlo, ponte a...!

—¡Calla! Fíjate en que tú eres la que ahora mismo lo pregonas.

El cochero prestábale atención a la que surgía como reyerta. Vaciló Evelina, y por fin cortó rabiosamente:

—¡Oh, a la noche, Esteban! ¡Ya hablaremos!

Apartáronse el coche y el caballo.

Incluso habituado el amante a la inmensa y vacua vanidad de esta mujer tan guapa, tan insuperablemente guapa, seguía asombrado de que en su trivial mentira hubiese podido prender aquel complicadísimo castillo de visiones con respecto a Juan Alfonso. Y todo para darse de un modo más el placer de despreciarle. «¡El bruto! ¡el bruto!» —había oído.

Lo extraño, aún, en las incongruencias de Evelina, que, no obstante sus falsos enojos de reserva, hacía lo posible y lo imposible porque supiese todo el mundo estos amores con él, estaba en que no parecían las gentes enterarse. Un secreto singular, guardado milagrosamente para el pueblo. Las dos sirvientas madrileñas del chalet callarían por afecto o servilismo; Pablo Bonifacio, por respeto y conveniencia, y Juan Alfonso, quizá por el orgullo donjuanesco que no le permitiría ni hablar de que otro tuviese tal encanto de querida.

Gracias a lo cual iba Esteban tirando sin disgustos.

X

—Bueno, tú, tontito; y ahora, ¿qué?..., ¿lo crees?

Por absurdo, por inverosímil que ello fuese, allí, en persona, Juan Alfonso estaba demostrándolo. Se le veía junto a la noria, apoyado en un astial y mirando hacia el chalet. Evelina, para convencerle, había hecho ir esta mañana al testarudo Esteban, que, siempre incrédulo, al oírselo afirmar, se sonreía.

—Y vienes veinte veces, y lo mismo le verás, a esta hora en que yo cuido mi jardín.

Debió de advertirla, de advertirle, de verle a él, de pronto, Juan Alfonso, porque disimuló volviéndose, y luego se ocultó.

—¡El bestia! ¡El bruto!... ¿Qué se habrá creído? —burlóse la coqueta, radiante, sin embargo, de haber podido atestiguar su adoración.

Perplejo Esteban, buscábale la explicación al ilógico suceso. Absurdo y todo, sabía que existe una lógica inflexible dentro de lo ilógico y dentro del absurdo. Creyó encontrarla en la misma duplicidad de Juan Alfonso, como cacique y como don Juan, que hubo de desarmar sus odios a Evelina sólo porque a él, aquella tarde, se le ocurrió decirle que érala simpático. El donjuán, torpe y tosco, resurgiendo ante la inesperada simpatía de una hermosísima mujer, de esta mujer divina que habríale parecido tan remotamente fuera de su alcance, al verla viuda y descubrir que él la placía, habría vencido al cacique con su larga rastra de rencores.

Y... ¡oh!, si asimismo al en su simplicidad complejo carácter de ella le amargara Esteban este triunfo, revelándola que sólo tenía por base unos embustes... Le arañaría... la que le forzó a venir esta mañana sin otro objeto que persuadirle de cómo sus hechizos poseyesen tal poder, tal dominio irresistible, que hasta sus más grandes y heridos enemigos rendíansela personalmente. La rabia de saber que aquel cortejo se debiese a lo contrario, a que el rústico donjuán la juzgase de antemano tocada por sus portes y arrogancias, y más siendo mentira, sería capaz de enloquecerla.

Pérfida y mala, no dudó el amante que Evelina, desde que por él y en otro conato de mentira, que resultó una sorprendentísima verdad, había sabido los designios que allí llevaban diariamente a Alfonso, saldría a su vez con hora fija, con pretexto del jardín, a dejarse ver, fingiendo indiferencia, a dejarse desear, a ir fomentando y preparándose en el pobre incauto un triunfo más de sus desdenes de amorosa.

¡Sí, sí, algo de insaciable sirena-hiena, esta mujer! ¡Algo de insólitamente imprevisto y monstruoso, además, cuanto al influjo de su nefasta beldad se refería!... ¿Pudiera darse nada más chocante que el estúpido galanteo de Juan Alfonso, por encima y a pesar de los daños e insultos inferidos a su padre y a su casta?...

Cuando se le reunió Esteban por la tarde, el sorprendido en delito se apresuró a buscarle la disculpa:

—¡Ya, ya te vi con Evelina, chacho, en su jardín!

—¿Chacho, eh? —repuso Esteban, ¡Y que estaba guapa, chacho!

—¡Sí lo estaba!

—¿Tú vas a tu huerta con frecuencia?...

—¡Psé!... Algunas veces, ¿sabes?... Por dalias para mis primas.

—¡Ah!

Guardó silencio Esteban, y guardó silencio Alfonso, satisfecho de haber salido del apuro con tan breve sencillez. Y, sin embargo, Esteban le hubiese dicho más, bastante más..., puesto que pesábale Evelina, fastidiábale, empezaba a resultarle peligrosa con sus continuas imprudencias, y no habría tenido la menor dificultad, incluso en cedérsela, a ser esto posible.

Mujer nada fácil de ser abandonaba sin exasperarla y ponerse en riesgo de un escándalo, ya, por el solo hecho de advertir el desvío de Esteban, se obstinaba en retenerle, en absorberle..., dispuesta al mismo escándalo con tal de conseguirlo.

Querríale esclavo, como amante, siquiera por compensación de no haber podido convertirle en político vasallo. Desorientada e incapaz de comprender que de su total carencia de espíritu venía la desilusión del joven, con torpes diplomacias se revolvía contra Jacinta, creyéndola el motivo. No perdonaba ocasión (y a no haberla, la inventaba) de hablarle pestes de ella.

—Oye, ¿y a tu mujer —le había dicho en estos días le va tan ricamente fregando las sartenes y con esas amistades de Inés y de Rosita? ¡Tales para cuales! ¡Debe de ser muy bruta!

Serio, muy serio, ni intentó siquiera Esteban su defensa, juzgando que el silencio fuese la más digna y la mejor; la que, al menos, evitaba que sus respetos a Jacinta se vieran discutidos.

—Inés —respondió tan sólo, por oponerla algo indirecto— es una muchacha finísima, educada en un colegio, y que sabe música y habla el francés correctamente, como tú.

Era la verdad. Inés, traída al pueblo por su madre, en vista del éxito en el campo, para que él se encargase de tratarla, había intimado con Rosita y con Jacinta; pasaba a todas horas de casa a casa, por los huertos, y leía novelas francesas con Esteban largos ratos.

—Di: ¿ha criado tu mujer? —inquirió Evelina otra vez que estaban acostados y ella mostrándole los pechos.

—Sí; claro. Al niño; y ahora, al que nos nazca.

—Habrá que verla, entonces. Qué piltrafas que tendrá: blandas, negros los pezones... ¡Vamos! ¡Como yo!

Enarcábase de espaldas para erguir más sus senos blancos y perfectos..., y no podía la imbécil ni soñar la delicadísima fruición con que hubo Esteban de pensar, por tal instante, en aquellos otros de la madre, de la santa...

Llegaba casi a inspirarle repugnancia la fría belleza de la estéril.

Muchas noches, invitándole a cenar, obstinábase después en no dejarle partir hasta que iba amaneciendo. ¡No amorosa, a la verdad, ni por ficción; maquiavélica y estúpida! Le hablaba de política y del creciente asedio aquél de Juan Alfonso, contenta de notar los celos que fingía Esteban, procurándose un enojo para irse cuanto antes («¡Sí, mujer; será que tú le alientas! ¡Nadie hay tan mentecato que insista al ver que le desaíran!...»), o se dedicaba a hacerse contemplar como una estatua, creyendo así causarle una delicia superior a la de su entrega —que no menudeaba por miedo a estropearse, igual que nunca consintió ni consentía que tocáranla los pechos, Desde la una a las dos, él no cesaba de mirar la hora,.impacientísimo; ella, artera, le abrazaba, y se daba entonces..., o traíale en promesa jerez y salchichón, organizando primero otra cenilla.

De uno u otro modo no podía verse libre de Evelina antes del alba. Juan Alfonso, gran trasnochador, y que saliendo también de con su Eulogia esperábale en la Cruz, le aconsejaba prudencia al advertir cómo se iban encontrando gentes por las calles; además, se exponía, si le buscasen para un enfermo alguna de estas noches. El médico lo reconocía; y, principalmente, inquietábase a la idea de que su mujer se diese cuenta de las horas a que él se estaba recogiendo. Renegaba de Evelina; entraba en casa, deslizábase en la alcoba y en la cama como un gato, para no despertar mucho a la durmiente, y llegaba a sospechar que aquella bestia no se propondría sino advertir del lío a Jacinta, y ponerle a él en trance de seguirlo por encima y a pesar de la infeliz.

¡Ah, sí, mujer-hiena, cuya vanidad necesitaba inocentes víctimas hasta en quienes menos la estorbasen!

No pudo dudar de tal designio cuando la oyó en otra ocasión:

—Pero, oye, tú..., Jacinta, ¿no se entera?

—¿De qué?

—De las horas a que vas. Anoche... ¡amanecía!

—No se entera. Está durmiendo. Y si despierta, la digo que es la una, y que he cenado y me he quedado al fresco en el Casino.

—Hijo... ¡debe de ser muy bruta!

Se enojó él, a la insistencia del insulto, y la rogó que no volviese a hablarle de Jacinta.

Pero dos días después ocurrió algo que le aterró completamente y que por misericordia de Dios no fue el comienzo del escándalo temido. El correo le llevó un anónimo con el sobre a nombre de Jacinta y que decía:

«Vigila bien. Tu marido está en relaciones con esa señora tan bonita de la huerta.»

Temblaba, con el inicuo papel ante los ojos. Se lo guardó y salió al campo, a meditar, a cavilar. No podía ser más que de Evelina. Urgíale cortar su trato, de raíz..., y halló la solución: le bastaría explotar cerca de ella sus celos en hábil combinación con las ansias vehementísimas de Alfonso. Todo sería posible de aquella burda maquiavélica, hasta lo absurdo, si él se diese trazas a aparecer como un vencido doloroso de sus orgullos tremendos.

Por la tarde invitó al amigo a cazar, y marchando en los caballos, camino de los montes, sincera y extensamente le expuso sus angustias, sus temores, su proyecto. Mujer peligrosa para un casado, Evelina, dado su carácter, e ideal para un soltero, creía sencillo presentársela, inhibirse él a cuenta de celos y disgustos combinados por los dos..., y dejársela en propicias condiciones de conquista, de traspaso... «¡¡Chacho!!», saltó el ingenuo, con el alma y con los ojos llenos de ambición. Lanzáronse a examinar el fondo del asunto. Concertaron el plan. Por lo pronto, sobraría con que Alfonso no faltase de su huerta. Cerró el pacto un efusivo apretón de manos, y Esteban sintió en sus egoísmos un poco de piedad, porque más sinceros sus deseos que sus pronósticos, sabía que no iba a conducirle sino a un fracaso lamentable...

Comenzó aquella misma noche la campaña.

—¡Ah, mira lo que le han mandado hoy a mi mujer! —le dijo Esteban a Evelina con indiferencia, sacando y entregándola el anónimo, y tras de haberla hablado indiferente de otras cosas.

Lo tomó Evelina en torpe falsa de sorpresas que fue su acusación, y, en tanto fingía enterarse, añadió él, previniéndose de otros, y con la misma displicencia:

—Por suerte, soy yo quien abre siempre la correspondencia en mi casa... ¡Que escriban, pues! ¡Perder el tiempo!... Lo único que me fastidia, en cierto modo, es que tú tienes la culpa.

—¡¡Yo!!

—Sí; con tus dichosos coqueteos en el jardín..., porque no es otro el autor que Juan Alfonso.

Perfecta la candorosidad de Esteban y sutil el sonreír de la taimada. Aunque sólo fuese por esquivar lo del anónimo, ella prefirió aceptar la cuestión por aquel lado de los celos. Hubo una escena. El amante, buen celoso, supo mostrarse altivo e irascible... Y como ante la triunfal sonrisa de Evelina, que así sentíase idolatrada, sonaron por primera vez las ásperas palabras de «¡Me tienes sin cuidado!», «¡Llámale si quieres!», «¡Yo te lo traeré!»..., al cómico le fue dable partir enojadísimo esta noche en menos de una hora, y no volver en las siguientes..., trocando a las mañanas sus visitas.

—Así, así me gustas, nene rabiosito —decíale Evelina mientras vagaba con la regadera entre las flores—, ¡guardándome del otro... que está allí! Sal, si quieres, a verlo. ¿Y por qué no viniste anoche?

—¡Porque no; ni volveré ésta ni ninguna!... ¡Porque no me importas!

—¡Hombre! ¿No te importo?... Y, entonces, ¿qué haces aquí vigilándome a estas horas? ¿A qué vienes?

—A que... ¡quiero!

Ella reíase, con un fresco triunfo de rosas en la boca.

—¡Ah, Esteban, necio!... ¡Nunca me has querido como ahora!... ¡Igual que todos, al fin! ¡Los hombres, para querer, necesitáis de estas mañitas!

Feliz al advertírselo, casi mimosa, iba a ocultarse junto a él en el macizo, y le besaba y le abrazaba...

Pero rechazábala el arisco; y por último se entraban a seguir la discusión en el chalet. Llegaban Gironza, el barbero, Pablo Bonifacio; hablaban de los políticos asuntos..., y Esteban largábase tan fresco.

Pronto estos coloquios, llevados por Esteban en un equilibrio de ruegos y de cóleras que hacíanlos envenenarse día tras día bajo el no menos creciente contento de Evelina, permitiéronle llegar a la ocasión decisiva y deseada. Fue una mañana en que la propia fuerza de su farsa envolvió al farsante, dolorosa, al influjo de la siempre y por encima de todo innegable realidad de la hechicera. Hallábanse en el tocador; ella, semidesnuda, peinándose, había querido aplacar las iras del celoso en fuerza de zalamerías...; él, sintiendo encima la magia de aquella desnudez, no supo calcular el momento dulce de una tregua; la injurió más, la rechazó..., y cuando a su vez quiso atraérsela resultó ella la ofendida. Sufría ante la beldad que se le negaba adusta y obstinadamente. Mejor, al fin. Así, este paso del final de su comedia podía tintarse con la sombría verdad de un rencor de sus entrañas.

Callaban ambos; lejos, ella, peinándose de nuevo y respirando llamas de su enojo por la boca; de improviso se volvió:

—Mira, tú, Esteban; te vas poniendo ya demasiado imbécil, y no podemos seguir este camino.

—¡Lo mismo digo yo!

—Pues si lo dices... ¡enmiéndate!

—Eso tú, mujer..., dejándote de más jardín y dejándome en paz de Juan Alfonso.

—¿Yo? ¡Ah! ¿Conque resulta que soy yo la que de él te habla?... ¡Hombre, ni que, además, fuese a no regar las flores por él ni por ninguno!

—Puedes hacerlo a otras horas.

—¡No eres quién para mandarme!... Riego cuando me da la gana, y miro o dejo de mirar al que me place.

—¡A él! —bramó Esteban, levantándose—. ¿Te place él?

Su rabia tocó en la vanidosa, que inmediatamente sonrió:

—¡Pobre celoso!... ¡Estás ridículo de veras!

Sonrió a su vez Esteban; sostuvo crispadamente inmóvil su mirada; se acercó luego y la dijo:

—Mira, Evelina: tan celoso estoy..., tan me importáis tus flores, tú y Alfonso, que te he dicho otras veces que yo te le traería...; y si quieres, esta misma tarde, aquí, te le presento.

—¡¡Tú!!

—¡¡Yo!!

Era un desafío, y no se desafiaba en balde a la brava, a la orgullosa.

Puesta de pie, recogió:

—¡Aire por él! ¡Vamos a verlo!

Salió Esteban como un rayo, como un niño, y Evelina, piadosa y satisfecha de tanto coraje de amor que disiparíasele en la puerta, estuvo por salir, por llamarle y... darle el premio de sus besos, de sus brazos, de su estatua... No lo hizo porque no pudo seguirle, desnuda... Y, aparte de esto..., ¡ah, qué singular idea la de aquel Juan Alfonso, viniendo aquí como a humillarle todas las antiguas altiveces de su casta!... Si el pobre Esteban no tuviese en realidad aquellos celos tan tremendos, ella misma le pediría que lo trajese: ¡a Juan Alfonso!

XI

Iban todos a la feria de Torres de Morón, en cabalgata: Macario, Juan Alfonso, Cascabel, Frasquito Márquez, el médico, don Anselmo Cayetano, Rómulo, Ramón Guzmán, el notario, el boticario... Ganoso Esteban de hablar aparte con Alfonso, extrañábale advertir cómo le huía, picando hacia adelante su caballo si él iba detrás, y viceversa. No pudo dudarlo más, a los dos o tres intentos. No se lo explicaba. ¿Qué tenía para con él, y hoy, precisamente, el buen amigo?

Transcurridos trece días desde su presentación en el chalet, sabía Esteban (porque Evelina, en otro rapto de satánico cinismo, se lo hubo de avisar la tarde antes) que acababan de pasar juntos la noche.

Alfonso llevaba además en el pálido y fatigadísimo semblante los rastros delatores; pero llevaba también una expresión de avara felicidad sombría y reconcentrada que hacíale ir marchando silencioso, pensativo..., en un verdadero contraste de abstracción entre el bullicio de los otros.

Asimismo Esteban acabó por preocuparse. Hecho ya esto..., efectuada la ruptura, un dolor le bullía por las entrañas al recuerdo de la viva estatua irreprochable que no volverían sus brazos a estrechar. La singularísima gravedad de Alfonso debía de ser la fascinación de la belleza, que aún le duraría...

Mas fue breve, afortunadamente, el tal dolor. Para borrárselo, le bastó fundirlo en la no menos viva y áspera memoria de las torpezas, de los groserísimos desplantes, de las estúpidas soberbias de aquella mujer cuya alma de ramera no tenía un solo rasgo delicado. Lo que empezó por un pasmo de ella y por una indignación contra el amante, al ver que le llevaba aquella tarde a Juan Alfonso, lo cambió en un solo segundo de su idiota y estupenda vanidad en el designio de esclavizarlo absorberlo de hechizar y envolver para siempre en su hermosura dé sirena, ya que no pudo lograrlo con el médico, al buen mozo simplón que habíasele quedado delante respetuosamente estupefacto, lo mismo que delante de una diosa, y que, más que un pobre mediquillo, al fin, era uno de aquellos orgullosísimos «señores» con cuya amistad, con cuya adhesión, con cuyo fanatismo querría verse halagada sobre los asombros de todo Castellar...

Fue fácil, sí, el resto de comedia que Esteban siguió desempeñando en estos trece días. Marchaba la farsa sola, desde entonces, cuesta abajo. Ofrecida la casa por la impúdica que se dejó admirar en afable y altiva gran señora, el ingenuo volvió todas las tardes, y al salir le contaba al cómplice y amigo sus progresos. «Mira, hoy me ha enseñado el tocador.» «Mira, hoy la he dicho que me gusta.» «Mira, hoy la he dicho que la quiero... Y es fina, una dama correcta; no es tan bruta como tú me has dicho esa mujer»... Por las mañanas, en cambio, la dama proseguía sosteniendo con el médico sus diálogos de rabanera: «Sí, sí, hombre, sí...; ¡me hace el amor!..., y hasta creo que no voy a dejarte desairado, en tu aspecto de alcahuete, ya que le has traído»... « ¡Cuando quieras, y me avisas!»... «¡Sí, hombre, sí; te avisaré!»...

Breve, muy breve el dolor de Esteban ante el hecho consumado. Significábale su redención, su dignidad y su alegría... Veníale ya sirviendo para no ir al chalet más que el rato aquél de las mañanas; y una visita más de parca y comedida explicación, de triste resignación, acabaría por despedirle y aun dejarle como simple amigo entre granuja y doloroso de la brava camarada... Libres sus noches, dedicábalas de nuevo a las dulzuras del hogar, de su Jacinta, de aquellas gratísimas tertulias en que resonaban las cándidas risas de Rosita y de Luisín, y en que Inés jugaba con él al ajedrez o enseñábale la pronunciación francesa leyendo juntos algún libro... ¡Oh, dulce amistad ésta de la simpática gitana, en la que había siquiera tanta alma!...

Pero volvió a ver a Alfonso cerca, torvo, constituyendo un enigma, y, refrenando el caballo, le pidió:

—¡Ven, haz el favor, Alfonso!

Fue de mal talante complacido. Quedáronse atrás, sin embargo, y Esteban le oyó preguntar secamente:

—¿Qué quieres?

—Quiero... saber qué te pasa. Saber por qué vienes como huyéndome y evitando hablar conmigo. ¿Qué es lo que tienes?

Le miró por encima del hombro Juan Alfonso, y dijo con desdén:

—Pues mira, tengo... o mejor dicho, tú tienes... ¡que eres un niño!

—¡Un niño! ¡Un niño! Pero... ¿por qué?

—¡Porque sí! —exclamó Alfonso, mirando a los de delante, con ánimo de alcanzarles, sin más explicación.

Sino que le forzó Esteban:

—No; habla, Alfonso... ¿Por qué soy un niño?

—Porque te has hartado de contarme niñerías... ¡porque no te has acostado nunca con quien sabes tú!

—¿Con... Evelina?

—¡¡Eso!!

Se quedó Esteban de una pieza. Miraba a Alfonso. No comprendía. ¡No, no comprendía... o tendría que comprender lo incomprensible en el ingenuo que le había esperado tantas noches en la Cruz.

—¿Ella te lo ha dicho?

—¡Ella! —lanzó, con perdonadora indulgencia, Juan Alfonso, alejándose hasta los demás, con un golpe de espuelas al caballo.

Ni tendría más que decirle a Esteban, ni Esteban tendría nada más que contestar.

Atónito el ex amante de Evelina, detrás siguió un rato, condensando todos sus asombros en esta reflexión:

«¡Sí, sí; las sedas, los perfumes, las elegancias y la divina beldad maldita de aquella mujer, con finuras y embelesos cocotescos para duques, eran mucho, debían de haber trastornado enteramente, el corazón y la cabeza del pobre botarate, hecho nada más al burro amor de sus pastoras!»

Y marchaban, seguían marchando todos a la feria de Torres de Morón.

XII

He aquí unos impresos circulados por el pueblo:

«DIEGO ROVIRA CAMARGO

(a) Cascabel,

del Comercio de Castellar; antiguo novillero

y limpiabotas; ex aspirante a verdugo

de la Audiencia de Granada

B. L. M.

Al Sr. D. .................................................................................

tiene el honor de invitarle a la juerga de despedida del mundo, que celebrará esta noche, a las nueve, con los últimos salchichones y botellas de su tienda.

Al mismo tiempo le convida para su entierro, que se celebrará mañana, por lo civil o eclesiástico, si no lo impiden las autoridades competentes.

Castellar, a 11 de octubre de 1910.

* * *

Oyarzábal. Imprenta y Litografía La Primavera.»

Se lo envió el interesado a todo el mundo, y fue celebradísima la broma. Muchos concurrieron, y entre ellos Macario, Frasco Guzmán y Rómulo Márquez, que en calidad de sportman, apasionado por lo intrépidamente original, lamentaba que la idea se le hubiese ocurrido a Cascabel, incapaz de hacerle daño a un gato, y no a otro con las agallas suficientes para dejarla realizada —a él, por ejemplo—. Sí, sí; él lo efectuaría, causando la general admiración con una última hazaña estupenda...; ¡vaya si lo efectuaría, puesto en la situación de ruina del inofensivo Cascabel, que sólo querría despedirse y volverse a Cádiz a ser de nuevo limpiabotas!

Se bebió, se comió, rióse de lo lindo, bailó Cascabel encima de una mesa tangos, garrotines..., sin que nadie, al poco de empezada la jarana, se acordase más de chunguear con la fúnebre tarjeta, y cuando no quedaba ni una gota de jerez y de coñac, cuando hubieron devorado los once salchichones hasta el último pellejo, trazando eses por la plaza desfilaron los quince comensales. Iba amaneciendo. En cuanto amaneció bien, Cascabel se encaró desde su puerta con el primer labriego que pasó y le encargó, haciéndole reír:

—Anda, tú, Relincha, ve y avisa al juez que me voy a pegar dos tiros en mitad de la cabeza.

Entró y se los pegó de una vez, porque era de dos cañones la pistola. Se había desbaratado el cráneo. Los sesos estaban en el techo, contra el gancho de donde había descolgado el último hermoso salchichón.

Y esta tarde Esteban hallábase atareado con la autopsia, al tiempo que llovía y tronaba con toda la rabia de los cielos, y que todo Castellar, y especialmente Rómulo Márquez y Macario, comentaban el suceso asombradísimos. ¿Habría sido Rómulo capaz de llevarlo a término con tal exactitud? ¿No habríase Macario expuesto anoche con sus burlas hacia el que siempre le hubo parecido un memo y un gallina?... ¡Increíble en Cascabel... y cualquiera, tras de esto, sabría quién era un valiente y quién era un cobarde!

Hasta Jacinta, tan metida siempre en sus trabajos, los tenía hoy abandonados por hablar del trágico incidente con Rosa y con Inés. Pero otro la absorbió de pronto, y en verdad bien agradable: el arribo de un hombre forastero con un mulo y con una carta acompañada de tres mil reales.

La carta era del esposo de la operada en Belem hacía tres meses; ésta seguía perfectamente; antes de la semana, el operador había quitado los vendajes y los puntos, y ni apenas la cicatriz se conocía; daba las gracias por la prodigiosa operación, y añadía que le enviaba a Esteban esa suma (en vista de que él, y a pesar de las excitaciones reiteradas, no ponía la cuenta) por consejos del doctor..., «pero si fuese más, dígalo, porque hemos quedado contentísimos; mi señora está mejor que nunca».

Marchó el mozo, gratificado con dos duros.

Anochecido, al tornar del cementerio Esteban lleno de barro, loca de alegría, Jacinta le entregó, extendidos en baraja, los billetes.

—Y esto, ¿qué es?

—De la operación, hombre; de Belem. ¡Tres mil reales!

Quemáronle los dedos. Empalideció y sufrió una angustia inconfesable. No puso cuenta ni contestó a las invitaciones a ponerla, porque no quería cobrar.

Atribuyó Jacinta la pálida emoción de su marido al contento por la enorme cantidad, y dominó el suyo para volver con las amigas.

Esteban se metió en el despacho, dejó en la mesa los billetes, y los contemplaba como el precio de una vil claudicación de su conciencia. Pensaba devolverlos.

Mas... ¿cómo? ¿Cómo explicarle la devolución a aquel señor, ni cómo explicársela a Jacinta... sin horrorizarla, haciéndola saber lo sucedido?

¡Un robo, este dinero!

Meditaba, tratando al menos de aquilatar qué parte de responsabilidad cabíale en el asunto, y qué móviles hubieron de impulsarle.

Puesto en la inevitable alternativa de impedir un disparate o desacreditar a un compañero, no había hecho sino la buena obra, al fin, de ahorrarle a la señora un destrozo, del que tal vez hubiese muerto en las manos imperitas de Aspreaga. Merecía, pues, los tres mil reales mejor que los doce mil y el gran renombre de la operación aquel bandido.

¡Así eran a menudo en medicina las famas y renombres!

Además, si por escrúpulo rechazaba esto, ¿con qué derecho o por cuál razón de mejor servicio, él ni los demás pudieron aceptar los veinte duros en la consulta de Paluzie?

Sonrió. El caballo, que le había desnivelado el presupuesto, saldríale gratis. Cogió el dinero y lo guardó con el temblor de una codiciosa complacencia miserable. No él, la condición de su carrera..., santo sacerdocio por mitad y la otra mitad canallería. ¡Oh, la acrecida fama de Aspreaga! ¡Qué barbaridad!

Llegaban por él para un niño que se había tragado un perro.

—¿Eh?

—¡Sí, señor! ¡Una moneda! ¡Se ahoga! ¡Corra usted!

Tomó el impermeable, pinzas, espejuelos..., y partió.

Fatigosamente, por hallarse la moneda más abajo de la glotis, la extrajo, tras una hora de pelea con el indómito chiquillo.

Cuando se marchaba fueron en su busca para Inés..., de pronto fulminada por un dolor que la solía atacar algunos meses.

Rosa y Jacinta habíanla conducido medio muerta. Ya desnuda y acostada, quejábase en el lecho junto a ellas y la madre. «Dismenorrea», con reflexiones espasmódicas al corazón y a la garganta. Esteban empezó a reconocer, palpándola a través de la camisa el vientre y la región de los ovarios.

—¡Bah, como al confesor! —le oyó decir a doña Claudia, al tiempo que la «niña» se encogía y se estremecía.

De un tirón habíala subido al talle la camisa, la expedita madre cariñosa; y tan resuelto, que ella propia tuvo que apresurarse a ocultar cierta oscura bellísima vislumbre con las ropas de la cama derribadas a los muslos... El coadjutor, el «confesor» de doña Claudia veíase en la casa frecuentemente, mientras el buen don Indalecio se iba al campo, e Inés con Rosa y con Jacinta.

Y la reconocía el médico, a Inés, a la que era al fin su amiga dulce y delicada; a pesar de sus angustias, estremecíala con el contacto de la mano en aquellas carnes virginales para él desveladas tantas veces.

Dispuso un baño caliente y embrocaciones clorofórmicas. Luego, morfina. Insignificante el alivio, temblaba y mordía un pañuelo la pobre Inés. Su titas y primas, al husmeo del sufrimiento, llegaban a bandadas, como grajos. Sabían cuánto con esto se sufre y que nada lo calmaba, hasta que fuese pasando poco a poco. Sin embargo, el médico recordó una fórmula de acetato amónico perdida en un viejo manual de terapéutica, y el éxito fue rápido y magnífico: a los diez minutos de ingerirla se vió la enferma libre de dolores.

Le aplaudían el triunfo las señoras, y muchas pedíanle la receta. Siguió allí largo rato, asegurándose de la mejoría. El gozo no le impidió reiterar su antigua observación: estas familias de los Guzmán y de los Márquez, a pesar de sus aparentes cariños extremosos, nunca se reunían sino con ocasión de males o de entierro; lúgubres las jovencillas, lo mismo que sus madres, parecían desdeñar envidiosamente a Inés, a la ciudadana y peripuesta señorita; y ésta, a su vez, las despreciaba..., o, cuando menos, continuaban siendo ahora sus mimos y atenciones, desde el lecho, para Rosa, para Jacinta, para el amigo y médico, que una vez más la había salvado de torturas. ¡Ah, mirándole... qué embeleso agradecido el de la tímida y simpática gitana!

Cerca de las doce, al fin, pudo Esteban sentarse a cenar con Jacinta, en la calma de su casa. Fría la noche, sucedíanse unas a otras las tormentas. El cumplimiento del deber, ¡qué apetito despertaba! No comía, devoraba las perdices cazadas por él mismo. Recobrado a sus afectos, libertado de líos y trapisondas, sentíase tan plácidamente lejos de Evelina, como de un tigre encontrado años hiciese en una selva. Harto le daba derechos a la satisfacción y al descanso la ruda labor de hoy. Día excepcional, no le habían dejado ni un minuto los enfermos. Caíale como un bien en la conciencia el trabajo realizado. Si a su profesión el social ambiente hundíale a veces, y no menos ni más que a las demás, en ciertas impurezas, quizá como ninguna tenía compensaciones inmensas, inefables... La operación que realizó por la mañana (sin contar lo de la moneda del chiquillo y el triunfo de Inés) eran de las que bien pueden acrecer prestigios no usurpados: fractura doble del antebrazo, con herida y prodicencia de ambos huesos en una extensión de diez centímetros; reducción en la anestesia; vendaje inamovible, fenestrado, artístico... y alborozo y consideraciones de Dios rendidas al experto cirujano por la familia del paciente... ¡Sí, estas cosas afianzaban a la larga los renombres, y no las farsas de Aspreaga!

Acabada la cena, se acostaron. Diluviaba. Siempre el amor lauro de victorias, en preludio lento y dulcísimo de besos disponíase Jacinta a rendirle el suyo a su marido. Y sonaron unos golpes.

—¡Oh, Esteban!... ¿Oyes?

Retumbaron los golpes otra vez.

—¡Llaman, Esteban! ¡Llaman!

—¡Sí!

Escuchaban, sin siquiera respirar, tal que si quisiesen extinguirse en ellos mismos, como muertos, hasta hacer pasar aquellos golpes.

Pero insistieron con violencia... y de endiablado humor tuvo el joven que ir al gabinete. Al abrir la ventana entró una bocanada de lluvia y frío, con un relámpago; luego, la voz de un hombre de Alcaucín, en llamada apremiantísima para un parto que traía atravesada la criatura. Habló con él informándose, y a pesar de que el hombre aquél, en nombre de su amor, ofrecía cuanto pidiese, resistíase a partir en noche semejante; sí el médico del pueblo no tenía instrumentos, él se los daría.

—¡Oh, Esteban!... —intercedió Jacinta al verle retornar con un fórceps por el cuarto—. ¡Mala es la noche... pero... se debe estar muriendo esa señora cuando así y todo mandan a buscarte!...

Esteban, que ya en el egoísmo de quedarse estaba sintiendo la amargura de su deserción ante el deber, vaciló apenas un segundo.

—Sí, tienes razón —dijo secamente—. Iré.

Veinte minutos después, los dos jinetes, azotados por el agua, dejaban las débiles luces de las calles y se hundían en la negrura de los montes. Mejor que su caballo, había preferido Esteban una de las fuertes mulas que llevaba el mozo para tal horrenda cabalgata entre el huracán y las tinieblas. No los podía guiar, a la vez que los cegaba, más que el fulgurar de los relámpagos. Los truenos estallaban espantosos.

¡Qué noche, Dios! De lobos. De ladrones. Y qué dura profesión su profesión. El desconocido que le había sacado de la cama y ahora llevábale la mula del diestro, igual que un hombre honrado, podía ser un bandolero. Le irritaba la impiedad de su mujer. Ella, siempre ella (que habría oído la oferta espléndida del pago) lanzábale por ambición a estas empresas, contra no importase qué molestias o peligros... Sin embargo, pronto la misma crudeza de su encono la halló disculpas, pensando en su cariño inmenso y en su gran ingenuidad: la pobre, irreflexiva y niña, no tendría ni idea de los horrores de una marcha como ésta... Era, en suma, que él cumplía su obligación, amparándoles la vida al hijo y a la esposa, además, embarazada Jacinta, expuesta con la perspectiva de un parto a riesgos parecidos, habríala inspirado compasión el abandono de la infeliz mujer que para un parto le llamaba.

A fuerza de asistirlos, Esteban, en los partos, había cobrado fama y una habilidad que acaso faltaríale al colega de Alcaucín, hombre extraño a quien aún no conocía, ni tampoco al pueblo miserable, a pesar de que venían a consultarle sus vecinos.

Se calaba. Volábasele el impermeable, de cara al vendaval. Sin ver dónde pisaban; sin ver al compañero, sentía tan sólo que cruzaban arroyos despeñados lo mismo que torrentes; los relámpagos permitíanles vislumbrar algunas veces la salida.

—¡Riaá! ¡Jup!... ¡Agárrese? —le oyó gritar al mozo.

Un riachuelo. Y a tiempo se agarró Esteban. Las mulas, con el agua hasta las cinchas, tropezaban, y la suya arrodilló. Heroico o resignado a la miseria de sí mismo, persuadióse de que el guía íbale guiando sin ver tampoco una palabra. Perdió el camino, los relámpagos no alumbraban ante ellos más que canchos y maleza.

—¡Oiga! —gritó el médico, haciéndose entender difícilmente en el fragor de aquel diluvio—. ¿Pero usted sabe a dónde va?

—Sí, señor, sí; no tenga cuidia que no hay más que dejá a los animales, que saben más que uno!

Y si no fuese verdad, que la Divina Providencia se apiadase de ellos, salvándolos de estrellarse en cualquiera de aquellas simas cuyas rocas ardían a las centellas y parecían a cada trueno desgajarse y rodar por los abismos... Se arregló el impermeable como pudo; cobijó más la boca en la bufanda, cerró los ojos, y, «mejorando lo presente», púsose a soñar un lejano porvenir en que los médicos no fuesen sacados del descanso de su lecho, tras un día entero de fatigas, con noches tan horribles, y en que las rubias mujeres lindas de los médicos sintiesen el amor y la piedad más que la ambición... marineras de este mar de las tinieblas, las mulas, tuvo Esteban que admirarse efectivamente de que llegasen a Alcaucín. El mozo lo conoció porque pisaban unas rampas empedradas. Rompió en luz el ruido de una puerta, y un hombre apareció, reclamando al intrépido viajero. El médico, que le aguardaba.

—Vete, Pericón; y di a tu amo que ya vamos —le encargó al mozo; y añadió, entrando con Esteban—: ¡Es usted un valiente, amigo! Dudaba que viniera. Pase, y podrá enjugarse un poco y confortarse con una taza de café sin las prisas de la enferma. ¡Aquello está muy mal! ¡Paralizado!

Chorreaba Esteban. Se quitó el impermeable y las polainas, y el colega le hizo cambiar por otras suyas las botas. Quería darle también pantalón y calzoncillos mas era tan largo el amable dueño de estas prendas, que halló mejor enjugárselos al fuego. Las botas le sobraban media cuarta. Además, inspirábale reparo el no muy limpio don Eulogio. Soltero, flaco, muy negro, y con las grises y lacias barbas descuidadas, vivía absolutamente solo y tenía en los ojos tristezas de la bilis y en la boca una enferma sonrisa de ermitaño. Disculpábase de no haber ido a visitarle personalmente a Castellar, cuando recibió, al llegar Esteban, su tarjeta de saludo. Hombre sin ilusiones, sin familia; nacido en las montañas vascas, aquí hacía treinta años, se instaló, apenas acabada en Santiago su carrera; y aquí había de morir, como un hongo arraigado por el viento en un peñasco.

—¡Ah; ya, ya verá usted mañana el pueblecito!

Volvieron a la cocina, no menos sucia y miserable que la alcoba. La casa, o la cabaña, mejor dicho, no se componía más que de la cocina, de aquella alcoba y del corral. Su dueño no tenía criada, y contaba que por sí propio lavaba las cazuelas y freíase los huevos y torreznos. De cuchillo servíale un bisturí.

—Pero... no le dé asco, compañero —aclaró al cortar para el café unas rebanadas—; ¡no me ha servido jamás para otra cosa!

En vano buscaba Esteban con los ojos la escopeta, la guitarra, el retrato de mujer, las flores, el altar con crucifijo..., el algo, en fin, que le pudiese explicar la vida de este hombre por no importase cuál afecto de la tierra o de los cielos; y lo que más le chocaba era su aspecto de seco hidalgo inteligente, lejos de tener el de un botarate bien hallado en su ruindad.

—Oiga, don Eulogio, y... la enferma... —insinuó, ya bebiendo su café y notando que el colega hablábale de todo menos de lo que era al fin lo urgente.

Se encogió de hombros don Eulogio, sonrió con su bilioso sonreír entre socarrón y bondadoso, y expuso sin rodeos:

—¡La enferma!..., usted hará de ella lo que guste; porque, mire, la verdad... ¡no sé jota de partos ni de nada, ni tengo más que un libro que me resuelve como puede todas las cuestiones! ¿Lo quiere usted?

Interpretó como aquiescencia la mudez, que era admiración a su franqueza, y fue al cuarto por el libro. El Valdivieso, un viejo manualito de medicina enciclopédica, que le había servido en el repaso general al licenciarse. A cada enfermedad dedicábale seis líneas. Buscó el registro que marcaba los casos de distocia, y le presentó a Esteban el risible manual, a la vez que lamentaba:

—Le llamo el Remediavagos. Siento no poder brindarle textos de mejor ilustración, si antes de operar le hiciesen falta. El caso es grave, a mi corto parecer. Operada o no, creo que se muere esa infeliz; ya está que no puede con el alma. La criatura tiene un brazo fuera desde ayer, y presenta las costillas. Pues bien; dice para esto mi buen Remediavagos: «Versión, cefalotripsia, embriotomía, según los casos.» Lo peor es que la partera, antes de llamarme, le había atizado el cornezuelo cuatro veces..., ¡cuatro!..., y, en fin, seamos claros, compañero: la primera por mi culpa, porque vino a consultarme, leí yo aquí, y hallé: «Si retarda el parto la atonía de la matriz, masaje y cornezuelo»... ¡Una atrocidad, lo reconozco, según las consecuencias!

Tan atrocidad, que Esteban se aterró. Iba a encontrarse con uno de los más comprometidos casos de obstetricia, y todavía dificultado y agravado por la ignorancia de aquella bestia comadrona y de este hombre.

El cual, sin ceder en su impávida sonrisa de tristeza, siguió diciendo:

—Supongo que no le habré parecido a usted ninguna lumbrera de la ciencia, don Esteban; pero... ¡qué caramba!... solo aquí, sin sombra de ilusión ni más aspiraciones que ir tirando y que me entierren... paréceme que bien se está uno como está para un pueblo y unas gentes como éstas. Mire... si necesito botas, el zapatero me hace esos faluchos; si quiero un traje, o habrá de ser de fuera o el sastre me planta un albardón; si compro pan, ¡vea!... como perrunas; me pelan, y me deja el barbero propiamente que una oveja, a trasquilones...; salgo de noche, sin luz por esas calles, y voy rompiéndome la crisma en los baches y en los tronchos... Dicen que van a echarme; pero como lo están diciendo desde hace tanto tiempo, y también lo dicen del secretario y del alcalde, que no saben más que yo su obligación y roban lo que pueden, y del juez municipal, que no hace justicia, y del maestro, que es un pobrecito..., resulta que todos nos queremos echar unos a otros y que nadie nos echamos. Pues, bueno, compañero, si todos los oficios y servicios son tan malos, ¿de qué se quejan porque no sea el de médico mejor?

Un filósofo, en resumen, este don Eulogio melancólico que padecería del hígado, o que guardaría Dios supiese cuál lejano o tremendo desengaño. No quiso Esteban decirle que, sin tanta adaptación, había él estado en Palomas, en un lugar por el estilo; y otra vez pensando en un remoto porvenir que fundaría las ciudades y estos pueblos en una dispersión mundial de bien más nobles y rústicas aldeas, salieron... cuando justamente llegaba con un farol en busca de ellos el marido de la enferma.

Tratábase del riquito de Alcaucín, un merchante de cerdos que por el trayecto iba reiterando su propósito de pagar no importase cuánto, con tal de que le salvasen la señora.

Esta, agotada por los inútiles esfuerzos, yacía de espaldas en la cama, cubierta de sudor, y con un brazo de la criatura, hinchadísimo, en completa procidencia. Seguíala el terrible tetanismo que hubo de causarla el cornezuelo, y parecía imposible pensar en más que una operación desesperada... sacándola a pedazos aquel hijo, ya sin vida...

Esteban se retiró a la sala, e inquieto, pues que iría a afrontar la operación sin más ayuda que la del inepto compañero, revisó y apercibió los aparatos: pinzas, cefalotribo, sondas, fórceps, tijeras... Valía la pena ensayar primero cualquier suave intervención, y volvió junto a la enferma. En nuevo examen, consideró hasta qué punto fuese incorregible el tetanismo que había matado al feto e imposibilitaba la versión. No consentíale el paso de la mano el cuello de la matriz, ceñido al hombro edematoso como un círculo de acero.

—Bien, don Eulogio —le dijo aparte al escéptico colega—; intentaremos la versión.

—¡Bien, don Esteban! —repuso el otro—. Aunque lo mejor sería no intentar nada, hacer tiempo para que se muera sola esa infeliz, y ahorrarse usted que se le quede en la faena.

La misma falta de fe del compañero estimulaba al joven. Mandó preparar un baño tibio, y de su botiquín portátil le propinó una gran dosis de láudano a la enferma. Mientras el agua se calentaba, él mismo se dedicó a esterilizar aceite, al fuego.

El láudano, por lo pronto, hizo a la parturienta descansar y expeler algún líquido amniótico, lo cual constituía una prueba de que el espasmo de la matriz iba cediendo. El baño, media hora después, acabó de disiparlo.

Esteban se llenaba de esperanzas. Ahora no se acordaba de las botas grandes que trajo a rastra por las calles, de lo sufrido en el camino ni del cansancio que rendíale. La iluminaba la divina filantropía de su trabajo, de su ciencia capaz de luchar frente a frente con la muerte y de arrebatarle la esposa y la madre de un marido y de unos hijos que lloraban... ¡Oh, cómo una sola hora de éstas resarcíale de toda la dura ingratitud de su carrera!

Tomó la sonda e inyectó el aceite; así librificado aquel espacio que antes no existía más que de un modo virtual entre la matriz y la presentación, pudo con infinito gozo advertir que ésta se movilizaba. El brazo procidente cedió mucho en su edema, con un masaje pertinaz..., y, en fin, desapareció hundido en la vulva, obedeciendo a las combinadas maniobras interiores y exteriores del joven médico, que sudaba y se afanaba, en tanto el otro sonreíase mirándolo... Diez minutos después, hecha la versión, el pobre niño muerto estaba fuera, y la madre desmayada, pero en salvo.

* * *

Esplendente y como nuevo el sol, lavado el firmamento, al otro día.

El vencedor, a quien le habían rendido una ovación digna de dioses, y que había dormido nueve horas en la casa de la enferma, iba en la mula con un tesoro de alegría en el corazón y con un caudal en el bolsillo... ¡Dos mil reales!... Sin pedirlos él, el merchante se los entregó en un sobre, añadiéndole con harto más motivo que aquel pobre estafado de Aspreaga: —¡Si es más, dígalo, aunque me arruine..., que me queda mi mujer, y estoy contento!

Una lágrima de Esteban ennobleció el momento aquél, siempre un poco mercantilmente fastidioso, de cobrar.

¡Dinero, pan, bienestar para sus hijos!

¡Y bendita fuese también la Jacinta rubia y buena que con su honradísima ambición de madre le excitaba al médico sus honradísimos deberes!

XIII

«¡Los literatos!»

Les llamaban «los literatos». Jacinta y Rosa; y muchas noches, dejándoles en el comedor con su ajedrez y sus francesas lecturas, que ellas no entendían, se iban a la casa de enfrente para hacer dulces o para charlar con más libertad mientras bordaban.

Inés y Esteban, al verse solos, mirábanse en una honda complacencia de amistad, de intimidad, de la grande intimidad a que habían ido llegando poco a poco. Se hablaban de los cuatro, por acuerdo de Jacinta, a quien le había parecido mal que el marido no tratase con la misma confianza a sus amigas; y siempre Esteban ponía término a aquel agrado de los ojos de los dos con un breve comentario:

—¡Se aburren! ¡Las gustan más sus cosas!

—¡Sí! ¡Tienen otras aficiones! —decía Inés, tornando a la novela el dulzor de su mirada.

Una vaga emoción ponía en su voz recónditos temblores y distraíala del libro.

Y si fuese el ajedrez lo que ocupábalos, perdía, perdía ella..., volviese torpe a pesar de su destreza, y a cada jaque y a cada mate se reía nerviosamente.

—¡Fíjate, mujer!

—¡Si me fijo! ¡Es que juegas mucho!

—¡No, me ganas tú; pero no pones cuidado cuando no tenemos gente y no puedes lucirte!

—¡Será eso!

—¡Vanidosa!

—¡Hombre! ¿Y confieso que sabes más que yo?...

—¡Cá, no sé!

—¡Sí, sí sabes!

—Bueno, sal.

Otro juego. Otra vez los negros ojos de gitana desprendiéndose de los de él hacia el tablero con pereza deliciosa.

Lista, verdaderamente, y delicada en su trato, por ingénita generosidad tendía a reconocerle mejores disposiciones para todo; y ya que él no debía cederla en gentileza, ambos se encontraban en un amable pugilato que les hacía la amistad más noble, más considerada... más arraigada en mil sutiles gratitudes.

Sin embargo, la cortesía no impedíales una espontaneidad muy grata, y que a Inés, principalmente, la mostraba con frecuencia en franquezas seductoras.

—Di —preguntaba Esteban una noche en que dejaron en suspenso un mate, a pesar de su interés—, y aquel día del campo, cuando tú con el ataque, ¿qué diablos te pasó? ¿De verdad te sentiste hipnotizada?

—¡Hipnotizada!... ¡Quita, hombre! —contestábale riendo.

—Entonces... ¿qué fue aquello?... Porque tú volviste a ti y me obedeciste; y luego no te han repetido los ataques.

—¡Claro! ¡Me hablaste con un tono..., que por ver siquiera quién y por qué de tal modo me mandaba!... Además, mis ataques... no eran ataques.

—¿Qué eran?

—Disgustos. Un disgusto grandísimo al saber que no iría a Oviedo, que iba a quedarme en este pueblo para siempre. No comía, no me levantaba y estaba sin hablar tanto tiempo, sin saber a lo mejor si soñaba o si dormía..., porque la pena y los respetos a mi madre no me consentían más que llorar.

Una tristeza de fugaz evocación vibró en su acento; pero la deshizo la melancolía de una sonrisa. Sería el recuerdo de sus rejas en Oviedo, de sus novios, unido al de este pobre Alberto con quien iban a casarla. Nunca le hablaba de Alberto a nadie, y Esteban, por piedad, por seguir el jovial ritmo en que estaban conversando, dijo, sin querer tocarla el dolor de su secreto lamentable:

—¿De manera, mujer, que te gusta Oviedo?

—¡Ya lo creo que me gustaba!

—¿Que te gustaba o qué te gusta?

—Vaya, ¡que me gusta!

—Sin embargo, tu pena pasa, me parece, y estás mejor, y tu madre y todos te encuentran más contenta.

Salió ella de entre sus recuerdos, le miró y repuso:

—He ido poco a poco resignándome; y... ¡sí, estoy mejor! ¡Me curas tú!

Sus ojos le vertían la intensa gratitud de un modo extraño. Sintió él que su corazón perdía un latido, y bajando los suyos el primero la intimó, por no dejarse arrastrar quizá a la imprudencia y al ridículo en un equívoco inocente:

—¡Bueno, hala, Inés: al rey! Defiende ese peón.

Siguió el juego. El discreto se recogía al concepto justo de que Inés no era sino una también discreta amiga llena de espíritu y de gracia, franca en los abandonos de su expresión con él, como con nadie. ¿Qué valdría la amistad, esta lealísima amistad de hombre y mujer, y más bella y exquisita por lo mismo, si forzáranla a tener suspicaces aduanas de recelo?

Llena, además, Inés, de travesura.

Otra noche en que ella, más aficionada que Jacinta a la música (y que poetizándoselas de nuevo con perfumes infantiles, realizaba el milagro de resucitarle a Esteban el gusto por todas sus aficiones fracasadas), buscando un rebelde arpegio en la guitarra se inclinaba al mástil, él enfrente, en otra silla, inclinábase también, ayudándola a buscar. De pronto notó Inés que tenía sueltos los corchetes de la blusa y que por el hueco la podría mirar el bandurrista; se inmutó; trató rápida y disimuladamente de entrecerrarse los encajes: mal conseguido, tornaba a apartarse..., y dejaríanle ver un poco, acaso, del pecho, del corsé. Se azoraba, se azoraba...; por no llamarle la atención, no se atrevía a abrocharse, ni siquiera a observar si era mirada; sus dedos andaban torpes en las cuerdas... y, como al fin un revuelo de los ojos la persuadió de que el amigo-médico se complacía burlonamente en su cándida inquietud, puesto que debiera hallarse harto de contemplarla en bien amplias desnudeces, ella, resignada, con un ya resuelto ademán de trabarse los corchetes, hubo de dolerse con pública malicia:

—¡Bah! ¡Los médicos, hijo, sois los confesores!

Recordaba la frase de su madre. Y así la valentía moral de su talento supo resolverla un necio conflicto de pudor en una gracia.

Porque sí; la concentrada con su alma inmensa ante las gentes; la tímida hasta lo inverosímil con sus padres, mostraba en la soledad con el amigo una admirable valentía moral que le probó otra noche con ocasión de la lectura. Agotadas las insípidas novelillas en francés que ella conservaba del colegio, recurrieron a una que Esteban tenía en su biblioteca. Tratábase de una moderna literatura de célebres autores, de grandes maestros del análisis, y por mucho que eligió él la menos escabrosa, de Flaubert, Madame Bovari, no pudo evitar que al cabo la lectora se encontrase con la escena famosísima de los dos amantes en el coche... Temblaba, temblaba Inés, conforme línea a línea iban aumentando los sensuales fuegos del pasaje...; roja corno una guinda, llegó un momento en que sus ojos se cerraron, y el libro en las desmayadas manos le cayó sobre la falda; pero «¡Es arte!, ¡es vida eso!», clamó en sinceración Esteban, ansioso de evitar que la virgen púdica creyera que él habíala tendido un lazo de perfidias; y aceptó con tal augusto acento, a no dudar que la virgen, si bien temblando aún, pasó heroica con su apagada voz sobre toda aquella cruda descripción de un adulterio.

Llegaron poco después Jacinta y Rosa y, a punto de las once, igual que siempre, Curra, para recoger a Inés y acompañarla por los huertos.

Y en los huertos, donde el médico cuidaba su caballo y sus perdices, se veían cada mañana al volver ella en busca de Jacinta. A veces se anunciaba arrojándole claveles por lo alto de la tapia; Pasaba luego, hablaban un instante y él quedábase mirándola marchar...

¿Se buscaban? ¿Se espiaban?... ¡No! Amigos; simplemente una gran amistad purísima y sincera, la de ambos, y si fuese otra sospecha ganas de negar hasta la posibilidad de tal efecto entre el hombre y la mujer.

Esteban comprendía que no manchaba el suyo ningún designio reprochable; puesto en trance de carnales egoísmos, no tendría para qué haberlos fijado en quien físicamente no valía quizá lo que Jacinta, y menos tras de haber sabido despreciar a la Evelina estatua, junto a cuya beldad suprema qedaríasele anulada la pobre gitanilla a cualquier comparación de sus recuerdos.

¡Oh, no! ¡No era un sensual! ¡Cómo se había olvidado de Evelina... de la fría belleza que los duques no olvidaban, más que ellos gran duque él del sentimiento!... Perdió en el lance a la querida y al amigo. No había vuelto a verla a ella. Con él, aunque saludábanse en las calles, ni tuvo más intimidad ni cazó más el perdigón, por lo cual Esteban, ya aficionadísimo, cazaba solo o con el cura.

Una tarde de estas excursiones, en tanto marchaba a caballo, el giro de la conversación fue oportuno y Esteban alarmó a don Luis contándole su confesión inolvidable.

—¡Hombre, hombre! ¿Y dice usted que... el padre Galcerán?

—Sí, señor: el padre Galcerán.

—¡Hombre, hombre! —repetía el digno sacerdote, tratando de explicarse tal conducta en un sabio misionero. Y hallaba al fin la explicación (que no pudo colegir Esteban si era franca o era nada más una hábil defensa del colega y de la clase). Concluyó—: Mire, don Esteban, en el orden del buen proceder y al objeto de evitar escándalos, nosotros, en casos especiales, estamos facultados para simular actos de comunión con hostias no benditas; el padre Galcerán debió juzgarse en uno de ellos. Sin embargo, debo también decirle que el padre Galcerán, hombre de talento y conocidísimo por los libros que publica, encuéntrase tachado de una cierta ligereza en su conducta y de un cierto racionalismo peligroso al tratar muchas cuestiones. ¡No goza de gran predicamento!

Sería o no verdad, pero la última parte, al menos, coincidía con el juicio de más simpática y mayor sinceridad amistosa que religiosa, formado por Esteban a propósito del Padre.

Otra tarde don Luis le habló del lío de Alfonso y Evelina, público a más no poder, y que había encendido un cisma en la familia del muchacho. Efectivamente, Esteban, admirado del misterio en que seguían hundiéndose las suyas, sabía también los disturbios e incidentes de aquellas relaciones que ahora iban comentando. El tenorio ingenuo por una parte, y por otra los maquiavelismos y orgullos de Evelina, desde luego, habían hecho lo preciso y más de lo preciso para exponer el suceso a la libre luz de Castellar. Los parciales políticos de ella, Gironda, Zurrón, Pablo Bonifacio... fueron los primeros en pasmarse al ver al rival hijo del cacique entrar y andar por el chalet «como Pedro por su casa». Se contaba que Evelina hubo de calmarles, con cinismo: «Ganado por el corazón, Alfonso no iría a ser sino un liberal más, es decir, un republicano..., un desertor de sus parientes», y Alfonso, el orondo Alfonso, tal que un rey consorte al lado de la reina, presidía y daba su consejo en aquellas políticas reuniones. ¡Gran luna de miel! Se les caía la baba a Gironda y a Zurrón y a Pablo Bonifacio, contentos con las amorosas conquistas del buen mozo y conquista al mismo tiempo para ellos...

¡Oh, el efecto en la familia, en el padre singularmente, del gentil conquistador, así que empezó la noticia a divulgarse, y así que la noticia, la estupenda noticia, a pleno cascabeleo del coche fue insolentemente confirmada y pregonada por el pueblo!... Queríalo ella, y hacían cada tarde, solos los dos, guiando Alfonso, que la gualda jardinera regresase de los campos por delante del Casino.

¡Ah! ¡Ah! ¡Oh!... ¡Jesús, María y José!... Santiguábanse espantadas las tías y hermanas y primas del héroe al ver cruzar aquello del infierno por sus rejas... Trinó la parentela, a coro, rugió el padre lo mismo que un león, y referían malignamente gozosos los vecinos que el hijo le sostuvo más de una semana reyertas iracundas cuyas voces salían por puertas y corrales.

Últimamente, el rebelde, el testarudo, el empecatado de todos los demonios, el traidor, el contumaz, comía y dormía y casi vivía en casa de la amante, sin aparecer apenas por la suya, donde era recibido como un perro.

Pero seguía el hombre tan orondo, tan feliz, tan envidiado, en fin, en el Casino, según se resignaban parientes y habinientes. Macario, perpetuo conciliador, aún más que el tiempo, contribuía a esta tolerancia con sus fogosísimas arengas. Ramón Guzmán era el último y más irreductible intransigente: «¡Oh, entregarse con alma y vida a una tiota! ¡A la viuda del Cachunda

Discusiones que hervían en las tertulias públicas, como era público el asunto, y de tal fuerza e interés, que hasta Frasco, por oírlas, dejaba a la mitad sus habaneras.

—Pero, oiga, don Ramón —le oponía Macario al hidalgo y barbudo contrincante—; aparte la política y todos los respetos, ¿vale esa mujer menos, ni es menos ni más aristocrática, por ejemplo, que la Eulogia?... ¡Pues a la Eulogia tuvo Alfonso y a nadie le chocó, y bien se puede afirmar que con el cambio... nos da dentera a todos!

—¿Cómo qué, ni qué aparte de política? —puntualizaba Rómulo Guzmán, el siempre franco, el siempre intrépido—. ¡Y policía inclusive! ¡Cachunda o no, es el caso que desde que están liados no han vuelto los republicanos ni el alcalde a meterse con nosotros, y que no nos han puesto el alza con que nos pensaban partir por el mismo eje en los consumos!

—¡Eso es verdad!

—¡Eso es verdad! —rodaba por la reunión en un satisfecho rumor de cosas innegables.

Y Esteban, que había escuchado estos coloquios, y que ahora, riéndose, los glosaba con el cura, seguía asombrándose de que un tal escándalo no le hubiese envuelto a él, y pensaba, con horror retrospectivo, en aquella época de la bochornosa inquietud de sus lujurias, tan distinta de la calma que Inés constituíale con su serenísima amistad.

Pero... pasaban días, pasaban días, y la serenísima amistad iba extendiéndose y turbándosele por la fuerza de sí propia y de los hechos.

Con la desconsideración que la plebe mostraba actualmente a los «señores», de boca en boca circulaba contra ellos una historia picante y divertida. Entre otros conductos, la supo Esteban por Braulia la Chinarra, mozuela no sin gracia, tan falta de recato, que por menos de dos cuartos se daba en fiesta a los trajinantes y arrieros del mesón en que servía, y más que desenfadada heroína del suceso. Se relacionaba éste con la proyectada boda de Alberto y la pobre Inés, y consistía en una prueba de indecencia insigne realizada por la madre. Sin duda recordando doña Claudia el antiguo y público temor de que el tonto no pudiese servir para marido, previsora y expedita se alió con Curra, a fin de averiguarlo. Curra propuso a la Chinarra —¡quién más fácil ni mejor!—; vino del campo, la buscó, se la llevó, comprada en sus trabajos y reservas por diez duros... y se la echaron al tonto tal que a un garañón una borrica.

Bien, ésta era la frase de burla de las gente; pero la Chinarra volvía las cosas a su punto al referírselo al médico con grandes risotadas: —«¡Qué contra, garañón! ¡Qué más quisieran!»... Ni nada de que le echasen así, lo cual, ¡vamos!, no lo hubiera ella consentido. Hiciéronla dormir dos noches puerta al medio con Alberto, pronta a zampársele en su cama sí él a la de ella no viniese... y ¡música!, ni acudió, ni en el cuarto del tonto fue posible nada de este mundo, a pesar de todas las faenas. «Lleno de cosquillas, ¡el pobre!... se reía; y yo tuve a la tercer mañana que plantarle a señá Curra: —¡Señá Curra, no es posible, no hay de qué!

¡Ah!

Después de oírle la bruta relación a la Chinarra, Esteban ahogábase en indignaciones hacia la inicua madre y de congojas de piedad hacia la hija. El experimento debió de haber sido la causa de que doña Claudia desistiera de la boda; pero... ¡a costa de qué escarnio y de qué mofas caídos sobre Inés! Lloraba el alma del sensible, desde entonces, contemplando a la que no sabía siquiera, a la que no podía saber el bestial ridículo en que habíala puesto quien más debiese velar por sus decoros. El nido de ternuras que la madre no acertaba a hacerla, trataba él de suplírselo en sus abandonos por las noches...

Sino que una tarde oyó sollozos al otro lado de la alta tapia por donde ella le arrojaba los claveles; creyó reconocerla; trepó al nogal que derramaba encima su ramaje, y ¡ah, sí, Inés!..., abatida entre las flores, no cerca junto al pozo. Por la noche la interrogó. Sorprendida ella de haber sido sorprendida, se puso triste y se limitó vaga a contestar «que habían vuelto en su casa los disgustos».

—¿De nuevo quieres irte? ¿A Oviedo?

—¡No! ¡Se trata de otra cosa!

Tan horrible, que lloró la desdichada. Él la adivinó.

—¡Dime lo que sea! ¡Dímelo!... ¡O confírmalo, mejor, puesto que lo sé: se empeñan en casarte con Alberto!

Le miró en asombro de vergüenza la mártir infeliz, la pobre descubierta que ignoraba que el proyecto conociésenlo las gentes, y otra explosión de llanto la tronchó sobre el pañuelo. Temblaban sus hombros de congoja. La consideraba él cariñosísimo, cruel, mudo ante la tormenta dolorosa por él mismo suscitada, y no acertando a prodigarla otro consuelo, la hacía participar de su pena de rechazo acariciándola las manos y la frente.

—¡No llores, Inés, no llores!... ¡Calla, mujer! ¡Pueden oírte!

Y como esto era verdad, y ella no había podido aliviarse nunca el alma descubriéndole a nadie sus torturas, serenóse de un esfuerzo y se las confió a Esteban, con nobleza, en que no faltaron para los demás exculpaciones. Porque era rico, querían casarla con Alberto; ella apenas tenía capital, y sus padres repetíanla que por esta circunstancia no la solicitaría ninguno otro de los primos; insistían en presentarla el dilema de la boda o de un porvenir de estrecheces y abandono, así que la administración de lo de Alberto pasara a quien supiese quién cuando ellos se muriesen; e Inés, comprendiendo..., deseando comprender que asistíale la razón, inútilmente les oponía su conformidad con las futuras soledades y modestias... La trataban, en fin, como a una niña, y el asunto, irresoluble, contenido por sus crisis de dolor y repugnancia, resurgía a cada momento.

¡Ah, sí; la mártir de las delicadezas infinitas! ¡La esclava de la absurda lógica del mundo!... Esteban la veía nimbada por aquel embrollo ignominioso, y saltaba su indignación desde la microscópica estupidez de doña Claudia a la de toda la infame sociedad con su vil imperio del dinero. Lo que no pudo decirle Inés, demasiado cándida quizá para estimarlo, completábalo él en el drama vulgarísimo: aparte sus conveniencias de galantesca soledad, la madre la habría tenido ausente tantos años esperando una boda de ilusión que la salvase de Alberto...; y la boda de ilusión no llegaría, no habría llegado, porque los novios de Oviedo desistiesen, no menos ni más que los de aquí, al descubrir a Inés en su pobreza... Otro aspecto del asunto, aún, que le había irritado más, se le desvaneció en el amargor de una sonrisa: había juzgado ya el colmo de la insensatez de doña Claudia su insistencia en la boda, tras de hallarse persuadida de la impotencia de Alberto, y... ¡bah! ¡Como si, dispuesta al sacrificio, no fuese ello para la futura casada virgen la única redención que salvaría su carne, al menos, de los ascos al imbécil!

—¡No digas nada, por Dios, Esteban, de estas cosas! —pidió Inés, soltándose de la de él la mano.

—¡No, no diré nada, Inés! —la tranquilizó Esteban y sólo entonces advirtiendo, que, en la efusión de ambos, y no obstante su anterior aviso de prudencia, había retenido la mano de la amiga entre las suyas durante todo el tristísimo relato.

Y estas cosas, acreciendo en ambos la fraternal intimidad, tendiéndoles al ser entero un ansia de sentirse a cada instante en abandonos de caricia, dábanles a sus cuerpos mismos una infantil pureza que les hacía estar muy juntos, con el descuido inmenso de los niños. Si leían, en la proximidad hacia el libro trocábanse sus hombros; si jugaban al ajedrez, frente a frente en un pico de la mesa, no reparaban en que sus pies o sus rodillas se encontrasen...

Es decir, no se daban cuenta hasta que, algunas veces, el calor de un más amplio contacto inquietaba a Inés, haciéndola apartarse; entonces se preguntaba Esteban si ella pudiera concederle miedos de intención a tanta confianza. ¡No!... La amiga seguía serena jugando al ajedrez, leyendo...; y pronto, los dos en nuevo olvido, tornaban sus piernas o sus brazos a sentirse...

Sin embargo, cierta noche, las cautelas de la joven, que siempre era la cauta, tuvieron para él incomprensiblemente obstinado en inocencias una significación clarísima. Leían muy juntos, y tenían muy juntos los hombros. De improviso, y sin dejar de leer, Inés se separó; volvió él a aproximarse, al interés de la lectura, y ella, apartándose otra vez, y en más alarma, tuvo fugaz que prevenirle, interrumpiéndose un segundo:

—¡¡Por Dios, que vienen!!

Entraban Jacinta y Rosa, buscando unas puntillas. El pálido susto de Inés fue para Esteban la revelación de lo que él se empeñaba en negar con candidez inverosímil... Aturdido por la súbita verdad, y un poco maligno en la reacción de su torpeza, en cuanto salieron las otras tornó a acercarse.

—¡Ahora no están! —le impuso dulce a la que aun quiso esquivarse, con la emoción de la audacia involuntaria que le había dejado el alma desvelada enteramente.

Su hombro, su brazo, descansaban sobre el blando calor de los de Inés, y recogíanla conscientes como nunca en el nido de caricia.

Y ¡oh, la sumisión de la lectora, roja por todas las lumbres de su alma y de su sangre!

¡Oh, la noble y confiada resignación, al fin, del miedo aquél de la lectora, que se iba disipando en la triste miel feliz de una sonrisa!

Mirándola, mirándola él, lleno de asombro y de respeto, no tenía más remedio que pensar y comprender que era el afecto de ellos un espiritual amor tranquilo, casto, tan lleno de purezas como el que le inspiró por los paseos de Badajoz su primera novia de once años.

Tal lo sabrían perpetuar.

No había para enorgullecerse de hacer podido retornar a tales inocencias?

Pero... pasaba el tiempo, pasaba el tiempo, fatal, insensible e implacable con su germinación de cosas que en las entrañas de la tierra y en las entrañas de la vida, y... y una noche soñó Esteban con Inés...; soñó de nuevo a las pocas noches con Inés...; y cuando aún en otra noche, otro carnal místico delirio con Inés hubo de despertarle estremecido..., besó con pena, sin despertarla, a la descuidadísima Jacinta rubia que siempre así dijérase deprimida al lado de sus sueños igual que al lado de sus ansias.

¡Ah, pobre! ¡Hermana, hermana de infinitas bondades de candor! Ella propia, en su cariño ingenuo hacia la amiga, que siéndolo tanto del marido librábala de la constante obligación de entretenerle y permitíala atender con Rosa a sus trabajos, le ponderaba a menudo los encantos de la dulcísima gitana.

—¿Te has fijado, Esteban, en la gracia de su boca, en lo grande y negro de sus ojos, que miran y parece que se clavan..., en lo esbelto de su cuerpo?...

¡Pobre!

Y en otra noche, jugando con la gentil gitana al ajedrez, él se distraía, perdía la atención hacia el tablero, la iba mudo concentrando en ella y en la ávida presión de una rodilla que habíala aprisionado entre las suyas..., y turbábala.

—¡Juega, hombre; a ti te toca!

Pasivo, obedecía.

—¡Pero, anda, hombre! ¡Ese caballo!

La turbaba, la turbaba..., con la sorda rabia de estar al fin tanto tiempo contemplando a la que, en paz con su delicia inconfesada, aquí movía las piezas y luego se iría a dormir y dormiríase en la misma paz, sin inquietudes...

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

Inés, temiendo o esperando no supiera qué, acabó también por no jugar y por esquivarle la rodilla.

—Oye, Inés —la preguntó él, de pronto, cortando aquel silencio en que yacían con los codos en la mesa—: tú, cuando te vas, cuando te acuestas, ¿duermes?

—¡Oh, claro!

—¿Te duermes en seguida?

—¡Claro, sí!

—Pues... ¡yo no!

—¿Por qué?

—Por culpa tuya.

—¿Por culpa mía?

—Por culpa tuya! ¡Porque sueño! ¡Porque me haces soñar mucho, mucho, y me despierto y me desvelas!

La confesión plena del amor estaba ya en la firmeza de los ojos, más aún que en las palabras; y ella, medrosa, alarmadísima, bajó la vista y no supo replicarle.

—Sí, mira —se resolvió Esteban a expresarlo de una vez, juzgando hipócritamente inútil todo circunloquio—, sueño contigo, he soñado ya tres noches que me quieres, que te abrazo, que me besas...; que te quiero yo con todo el corazón..., y luego, al despertar, sin poder dormirme en las sombras y el silencio..., he visto, Inés, que... dormido y despierto es ésa la verdad: ¡Que yo te quiero!...

—¡Oh!

—¿Me quieres tú?

Un gemido. Fue un gemido o un sollozo lo que agitó a Inés en una convulsión, y encendiéronse los fuegos de su cara y los ocultó sobre la mano.

—¿Me quieres, Inés?

Volvió a convulsionarla otro gemido. Con los ojos cerrados y tapados, no veía sino la turbación enorme de su alma. El miedo recogíala en sí misma de tal modo, que ni habiendo escuchado más cerca y más suavemente ahogada la voz de Esteban, osó mirarle.

—¿Me quieres? —oyó aún que la acosaba aquella voz cruel; pero tan bajo ya, tan cerca, que sintió en la sien algo así como un aliento o como un beso..., y entonces, sí: se alzó rápida, la tímida; huyó lenta y espantada buscándose un refugio, y no halló más que un sillón en un rincón: cayó en él, y abrumó de nuevo la vergüenza roja de su faz entre los brazos... Mudo, lento también, se acercó Esteban y besó en calladas ansias su frente, su pelo, sus sortijas...; fue a besar su boca, buscándola entre las inertes manos con dulce pesadez, y en otro ímpetu tornó a levantarse y a escapar la horrorizada de espantos de la gloria...

—¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Él seguía cerca del sillón.

Ella a pocos pasos, le miraba, y miraba hacia la puerta.

—¿Me quieres —inquirió todavía él, ávido de oírse. lo a sus labios, como ya habíaselo sentido en la vida entera y en el alma abrasadas con sus besos.

—¡Por Dios, Esteban; por Dios! —decía Inés,. únicamente, mirándole y concentrándole con la angustia de los ojos el roto volcán de su pasión en un ruego de piedad.

Podían oírlos. Podían verlos. Era harto razonable esta aterrada súplica de discreción de la medrosa.

Un minuto después, el triunfador y la dulce prisionera de su amor mismo y del peligro de ser por las criadas, desde la próxima cocina descubierta, en una prudencia forzosa volvían a sentarse juntos y a jugar al ajedrez.

Mas ¿quién jugaba?

—¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Era tarde. Era urgente que se le calmasen a Inés su sobresalto y sus rubores, y ni la miraba Esteban ni la hablaba más que lo preciso para fingir la inocente distracción en el silencio. Nora trasteaba allí bien cerca con platos y cacharros. Jacinta tardaría poquísimo en venir.

Y al revés que antes, ahora Esteban excitaba a la pobre dichosa medio muerta:

—¡Juega, Inés, a ti te toca!... ¡Anda, mujer, al rey!... ¡A la reina y al alfil!...

XIV

Salía un enfermo y entraba otro, escoltados por tres o cuatro de familia.

Un hidrocele que Esteban había punzado con el trocar; un carbunco que había cauterizado con el termo; un epitelioma del labio que excindió...

Nutrida la consulta, más acreditada cada día, constituíale un manantial de experiencia y de ingresos, pero asimismo un semillero de tristezas al médico filósofo.

Concurrían a ella los crónicos, los casos difíciles de toda la comarca, y muchos que, hallándose bajo el rigor de trances secretos de la vida, traíanle solapada o candorosamente críticos enigmas y éticos problemas de harto delicada solución; maridos honradísimos, con sífilis o venéreo, y a los cuales no podría descubrírsele la índole del mal sin que ellos tuviesen que deslomar a sus mujeres; solteritas en cinta, a quienes acompañaban sus madres, creyéndolas hidrópicas...

Acudían también (como éstos que acababan de partir) algunos infelices extenuados por la miseria y el trabajo, y que, no solamente apremiados por su afán de volver a la faena, buscarían con Dios supiera cuánto apuro los diez reales que el médico tomaba a cambio de inútiles recetas..., ¡en vez de no cogerlos y darles otros diez para alimentos!

Lo hizo así, habíalo hecho Esteban al principio, hasta el punto de liquidar a cero algunos días, tras de haberles entregado a unos lo que otros le pagaban; y don Luis, el buen cura, oyéndole sus lástimas, no menos amargo le convenció de la esterilidad y la insensatez de tales caridades: ni les podría salvar con un banquete, ni ellos, creyéndose enfermos, ante todo, y creyendo a Esteban un ignorante compasivo, desistirían de ir a entregarles el dinero a otros colegas.

Efectivamente; el doctor Peña y Aspreaga (que por cierto acababa de desaparecer de estos contornos en fuga y en descrédito por una traqueotomía que le dejó al paciente degollado entre las manos), le habían hablado tiempo atrás de estar asistiendo en sus consultas a varios de los socorridos por él y no reputados como enfermos. «Y si los habían de estafar..., si ellos se empeñaban los primeros en que los estafasen..., ¿a qué limosnas?»

Una crueldad, bien de veces. Llegaba uno quejándose del estómago, a fuerza de no haber podido comer lo suficiente para sostenerse trabajando, a fuerza de no poder al fin trabajar para comer..., y el médico, endureciéndose a su vez el corazón a fuerza de dolores, ateníase al sarcasmo severo de su ciencia así ejercida y le imponía un largo y principesco régimen de higiene, de paseos, de huevos y de leche...

¡Ah, sí, sí! ¡Una crueldad! ¡Un sarcasmo!

Entraba ahora un viejo ronco y con la garganta entrapajada. Contrarió a Esteban; porque otros tormentos que infligíale la profesión, por otro estilo, provenían de la múltiple variedad de enfermedades. Apenas visto alguien del hígado, del pulmón, del corazón..., presentábansele casos de la piel, o de los ojos... Medicina y cirugía. Policlínica imposible de atender con la necesaria competencia en cada cosa. Ni podía especializarse en todo, ni su instrumental, de que ya estaban rebosantes la vitrina y el armario, pudiera ser un arsenal quirúrgico completo sin un derroche inútil e imposible.

Aquí, pues, de las comedias preconizadas por don Luis y tan probadas como indispensables por él mismo. Cerró la ventana; encendió la lámpara del oftalmoscopio; miró con lentes; le metió en la boca al viejo un espéculo vaginal; hizo aún funcionar una maquinilla eléctrica..., justamente porque había que deslumbrar con una suerte de magia negra a estos desdichados por quienes nada podía hacer..., y lo de siempre... ¡yoduro de potasio!

—¿Cuánto?

—¡Dos cincuenta! —respondía el forzadísimo farsante con donosa gravedad; y añadía en un impulso de honradez—. ¡No estará de más que otro médico le vea!

Al partir el viejo, que tendría probablemente un cáncer, apareció una numerosísima familia compuesta por la enferma, dos hermanas, dos cuñadas, el suegro y el marido..., hombrote bobalicón y colorado, con cara de abadesa y cuya voz tranquila informó del mal de su mujer. Un tumor seco, según el médico del pueblo. Eran de Torres de León, labradorcitos bien acomodados, bien vestidos, y de una burguesa honestidad que les ruborizó y les puso a todos los ojos en el suelo en cuanto tuvo que aflojarse de ropas la paciente.

Se comprendía que ésta, tímida en exceso, a pesar veintiocho o treinta años y de su aire de matrona, habíase traído a la extensa parentela como guarda del pudor. Por la misma causa, no había consentido en que la reconociese nadie hasta estos días, hasta verse abarrancada...

Empezó el reconocimiento, y ella se cubría la cara, encendidísima; la animaban las hermanas y cuñadas («¡Vamos, tonta! ¡Si es preciso!»); y con un cerco de faldas ocultábanla a la vista de los hombres. Entero cogía el abdomen el tumor. Esteban se alegró de comprobar un embarazo, lo menos de ocho meses, cuyo anuncio le tornaría la calma a la familia.

Por anunciar con más solemnidad la fausta nueva, cuando todos le escuchasen, escribió en el libro clínico sus notas, en tanto la imaginaria enferma se vestía. Luego le lanzó al corro, que ya aguardaba en alta expectación:

—No hay tumor; no hay dolencia alguna. Se trata de embarazo. Antes de un mes tendrá un hermoso niño esta señora.

¡Ooooh!

La noticia produjo un súbito efecto de estupor y de rechazo,

—¡Imposible!

—¡Imposible, imposible, don Esteban!

—¡Imposible!

—Imposible, señor médico; eso de mi mujer no pué ser que sea que se encuentre embarazada, porque hace muchos meses que empezó.

—Claro! ¡Muchos meses!... Ocho.

—Justo; ¿no ve usted? ¡Y no hace más que dos que nos casamos!

Confesión ingenua del marido.

Esteban quedóse atónito.

Sin embargo ni ante la sincerísima protesta de aquel hombre podía dudar de su diagnóstico, integrado con plena claridad por los ruidos del corazón de la criatura.

—¡Imposible!

—¡Imposible!

Seguían todos repitiendo.

—¿Y no tuvo usted con ella —quiso el joven deslizar— alguna..., ¡vamos!... alguna confianza, antes de...?

—¡No! ¡Ninguna! —cortó rotundamente el hombre honrado, entre el nuevo coro de mujeres que, con las manos en cruz y el escándalo en los ojos, persistían en sus protestas:

—¡Imposible!

—¡Imposible, señor médico, imposible!

—¡Imposible! ¡Imposible! ¡Se equivoca!

Crecía la tribulación de Esteban. Cierto, absolutamente seguro de su juicio, querría decirse que tenía delante un drama..., un caso de adulterio anticipado, y un problema irresoluble sin que padeciese su renombre o sin que este confiadísimo marido, o quizá junta toda la indignada y honestísima familia, hiciesen picadillo a la traidora.

Recordó las bofetadas que aquí mismo le largó, no hacía tres días, una madre a una linda muchachita, al descubrirla por él un embarazo; y mirando a ésta del tumor, asombrábale la terca bestialidad de las tantas casadas y solteras que solían venir a la consulta en el mismo caso y con la misma pretensión: la de sostener hasta última hora su inocencia, contra el dictamen de un médico, si no podían, al menos, engañarle y obtener para su farsa un autorizado testimonio que les duraba tanto cuanto tardaban en parir y en volver en el descrédito de ellas propias al incauto.

Pero, además de la defensa de su crédito, Esteban hallábase ahora como árbitro ante una grave cuestión de familia, que no podía resolverse con la cólera fugaz de aquella madre que hubo de enredarse con la hija a bofetones.

¿Qué decirles?

Para darse tiempo a meditar, volvió a reconocer a la taimada por encima de las ropas.

—Bien —concluyó—; está usted embarazada. De qué tiempo, no lo sé, y será de un par de meses, justo que aseguran que de más es imposible. Sin embargo, creo que va usted a descuidar... antes de tiempo.

—¿Cómo? —inquirió el marido bonachón un poco receloso.

—Sí; hay partos prematuros, de ocho meses, de siete meses.

—¿Y de menos? —inquirió el suegro de la esposa.

—No. De menos, no; o a lo menos, no es frecuente; pero, en fin, pudiera ser de mucho menos, y ello el infante lo dirá..., ¡porque esto marcha!

Acogida la tenaz afirmación sobre un hostil silencio, mirábanse unos a otros. Por último, pagaron y se marchaban...; pero, desde la puerta, el padre, que remolonamente iba detrás, se volvió, lleno de misterio.

—Vamos a ver, señor médico: ¿opina usted que si mi yerna pariese de aquí a un mes, mi hijo podría creer suya la cría?...

Acento de anómala y extraña confidencia el de aquel hombre. Desorientado el médico, repuso:

—¿Cómo... creerlo?... Pienso que no; a menos que sea suya, de más fecha.

—De mo y manera —fue a puntualizar el otro— que si mi yerna pariese el mes que viene, o antes quizá, poniendo una pintura...

Se interrumpió, echándose mano a un lobanillo del pescuezo. La puerta abríase nuevamente.

—¿Vamos, padre?

—Sí, hija; dir andando, que allá voy... Me va el señor médico a mirar el lobanillo.

Y en cuanto desapareció la indiscreta, él apremió —otra vez con la diabólica ansiedad en el semblante, y bajando las dos manos a la faja para sacarse un bolsillo verde con dinero:

—Vaya, hablemos claro, don Esteban: la chica, que es mi sobrina, y güérfana, y vivía en casa la probe arrecogía, está, en efecto, empreñada de ocho meses, y de mí; que no se diga que de naide de la calle, porque es honrá, y lo ha sido siempre hasta los tuétanos... ¡Qué vamos a hacerle! ¡Uno con la mujer con paralís, y ella cuarto al lao!... No ha habido a última hora, como usté comprenderá, más remedio que casarla con el hijo. Bien, pues pa ahorrá conversaciones, yo venía a esto a tiro hecho: si aceta usteé, los hago gorver aquí, entercaos en que no pué sé lo del preñao; usté la mira, opina otra vez por el tumor... y quié decise que se dice que se quié decir que por tres o cuatro días me queo con ella sola en la posá..., que usté la saca el crío..., que yo le doy a usté estos quince duros... ¡y tos contentos y tan listos!

En una mano ofrecía los quince duros, que había ido sacando del bolsillo. Sonreía, sonreía con la persuadida fuerza de su tentación de avaro, al ver que Esteban le había escuchado sonriendo...

Y la sonrisa se le cortó en un pasmo de sorpresa al ver al médico levantarse y oírle breve responder:

—Guarde ese dinero. Lo de la «yerna» es asunto que ella y usted y su hijo ventilarán como les plazca.

No hubo lugar a réplicas. El médico, yendo a la puerta, la abrió y llamaba a otros enfermos. Guardó el hombre el bolsillo, y salió desconcertado, con la humildad y el recelo de un can que temiese un puntapié. Se había cruzado con una mujer y una muchacha, a quienes no miró Esteban al pronto, y la voz de aquélla, en saludo afectuoso, le inmutó:

—¡Hola, Curra! ¿Usted aquí?

¡Curra! ¡La sirvienta fiel de doña Claudia!... Traía enferma a una sobrina; a las protestas cariñosísimas del joven por haberse molestado en venir y aguardar, le explicaba no menos cariñosa que llegó hacía poco y que quiso entrar la última para que viese con más calma a Maricuela.

—Anda, Maricuela, quítate el justillo.

Púsose a ayudarla. Esteban se alegraba de hallarla tan amable. Cuatro o cinco noches antes les dio un tremendo susto a Inés y a él. Al llegar en la hora de costumbre a recogerla, sin ruido por la estera, los sorprendió besándose, abrazados... Inés quedóse lívida; él se volvió rápido, y aún pudo advertir a Curra, torva y muda, cuando desaparecía con su discreto asombro hacia el pasillo... Se había ido a la cocina, con la Nora. Sin duda, no sabiendo qué hacer ni qué decirles, no volvió hasta que llegaron también Jacinta y Rosa. ¡Y hubo que ver el miedo y la vergüenza que pasó en el rato aquél de infierno la pobre sorprendida!... Más tranquila Inés a la siguiente noche, le contó que Curra se había limitado a reprocharla al paso por los huertos con esta exclamación: «¡Oh, niña, niña, quién lo hubiera de pensar!... ¡Si tu madre se enterase!» Y como ella, muerta de bochorno, nada respondía, prosiguieron en silencio. Aún por la mañana trató Curra de aludir al incidente, e Inés no se sintió con ánimos para escucharla ni para pedirla, siquiera de rodillas, que guardásela el secreto con su madre... Y así estaban, y así Inés bajaba siempre confundidísima la vista cuando Curra, anunciándose con ya inútiles toses y bufidos, seguía viniendo a buscarla cada noche.

Inútiles... porque escarmentados los dos con su imprudencia, que pudo ser gravísima si en vez de Curra les llegan Jacinta o Rosa a sorprender, no volvieron más a abandonarse a la dulce embriaguez de aquellos besos... Charlaban en sus ratos de soledad de las veladas, con el libro o el ajedrez delante, por pretexto, y apenas si el ansia de sus labios lograba mitigarse en alguna fugacísima caricia... «¿Ves? ¡Oh, tú, cuánto te quiero! —decíale ella—, ¡cuánto no te querré, que he vuelto a pesar de lo de Curra! ¡Me da una vergüenza verla y que nos vea aquí, sabiendo lo que sabe!»... Angustiado Esteban con la privación de besarla y abrazarla, corno antes, como novios, la había propuesto «tenerla toda para él... como esposos consagrados por su alma y por su carne y por el cielo»... La aterró; pero insistía noche tras noche, y no tardó en convencer a la infeliz enamorada, que no iría a ser, si no, de nadie. Suya en voluntad, sólo les faltaba «un sitio de recato y de decoro»; porque Esteban no quería inferirla un desengaño entre prisas e inquietudes, allí en el comedor, y aún menos el grosero ultraje de llevarla a una cuadra o a un pajar, en las tantas veces que cruzaba ella los huertos...

—¡Hala, don Esteban! ¡Lista ya! —avisó Curra—. ¡Véale esto a mi ratilla!

Presentábasela con el brazo izquierdo en alto para mostrarle un o grano del sobaco. Se acercó Esteban, y pudo haber reducido a bien poco su inspección; pero la alargaba, simulando un interés que le congraciase con Curra enteramente.

—¡Un «golondrino»! ¡Esto no es nada!

Fue al sillón; escribió, y esperó con la receta a que la niña se vistiese.

Contemplaba a Curra. Era la clásica comadre lista de los pueblos: limpia, vivaracha, desdentada, con boca de jareta, con ojos chicos y moño picaporte. Había pensado complicarla en esto de su Inés, luego de saberla en el secreto, e Inés lo rechazó no sólo con su espanto, con sus pudores invencibles para con quien habíala criado desde chica, sino con razones. «¿A qué, hombre, a qué decirla nada? ¿Qué iba ella a poder hacer...,» Hubo de desistir el impaciente. Castellar no era un Madrid, donde pudiera meterse en pleno día y en cualquier sitio una señorita discretamente acompañada por las calles.

Y el impaciente, el que sufría la pena de no poder aprovecharse de la expertísima comadre, sintió, en cambio, una inquietud cuando la vio despedir de un pescozón a la chiquilla (« ¡Aire, que yo la llevaré a tu madre la receta!»), y acercársele y sentársele junto a la mesa con aire diplomático.

—Don Esteban: tenía que hablar despacio con usté, y no encontrando la ocasión, la he buscao de esta manera.

Estaba grave, solemnísima no obstante la sonrisa de su boca de jareta. ¡Desearía advertirle lo que quizá no lograba hacerse escuchar por Inés, con sus vergüenzas, de que hallárase pronta a enterar de todo a doña Claudia, si no se corrigiesen!... ¿Iría a avisarle de que ya la había enterado y de que doña Claudia la mandase a prevenirle que no volvería más Inés como amiga de Jacinta, ni que él volviera por su casa como médico?

Temblaba... ¡porque ya el amor de Inés era el hechizo de su vida!

Curra giróse erguida frente a él y le plantó:

—Vengo atento de mi niña; usté, que tié con ella mano, no la debía impedir que se casase.

—¿Yo?

—Sí, don Estebita. Aunque sin decir ná ni de por qué, llora y se resiste con su madre, que en vista de ello no se adetermina a encargarle el ajuar para la boa. Mi ama doña Claudia no sabe el motivo; yo... ¡sí, don Estebita!

—¿Usted, Curra? ¿Cuál motivo?

—¡Vamos, que demás también usted sabe que lo sé, bien sabío y cómo y dende cuándo!... Es decí, no dende cuándo, que ya me lo golía endeantes de verlo tan clarito. ¡Gracias sean das a Dios, una no es tonta y tie más que quiere deprendío de las cosas de este mundo!

En un abrumo de experiencia y suficiencia bajó la frente, y en seguida prosiguió:

—No en balde, como usted calculará, ha comío una treinta años el pan de una familia. ¿Pa qué asina, si cuando estas ocasiones de servirlos se apresentan se los va a quear abandonaos?... Usté afigúrese: mis amos y mi niña y eso de la boa, que es custión pa tos de vida o muerte..., pues ¡un conflicto! Y aquí tié usté que una se interesa, que trata de ayudá, que busca... que descubre que anda usté por medio... y... ¡no creo yo que afuese a ser entonces mi papel el de ir con cuatro alcahuetás que to lo echasen al demóngano!... ¿Qué? ¿A qué el soplo al padre y al ama doña Claudia, capaz de matalos del dijusto y capaz de que hundiesen pa siempre amén en un convento a la criatura? ¿Eschangar la boa así y enterar al pueblo y amolar de paso a usté y a su mujé con una campaná tan sin sentío?... No iba a golverle la honra por eso a la probecita niña de mi alma, y digo yo que deshonra por deshonra, bien se está San Pedro en Roma, y tos podemos quear mejor, don Esteban, con na que usté ponga de su parte.

Guardó silencio; y por no prestar su asentimiento desde luego en aquel delicadísimo secreto de su Inés no supo Esteban contestar, ni aun en protesta de la plena deshonra que ya Curra creía indudablemente consumada.

Sólo al cabo de un momento atrevióse de indirecto modo a confesar y a estimularla:

—Hable, Curra; explíquese. No comprendo qué pueda yo hacer en el asunto.

—Lo primero (ya lo he dicho), convencerla de que es un bien pa tos el que se case, y principalmente pa ustés; y lo segundo, y tan y mientras de la boa, que ella y usté, don Esteban, se confíen a mí, dejándose de más tontás, aonde, iguar que yo, la noche que lo piensen menos va la gente a descubrilos.

—¡Cómo! ¿A ver?

—Mire —puntualizó Curra, doblándose al oído de él en confianza y poniéndole una mano sobre el muslo—: dende que los vi ando que no duermo, atosigá con la que pué armásele a la niña, de na que naide más se lo goliese. Pues doy con el remedio, quió decírselo a mi Inés... y, ¡velaquí las cosas de este mundo!, yo jerre que jerre a hablarla como manda Dios, a favorecela; y ella, toíta una brasa de vergüenza y de arremilgos, la infeliz (¡que no sé cómo usté s'haiga arreglao pa que la toque!), apensándose quizá que quió reñila, y corre que te corre, espantá y llorando y colorá y a pique de dala un acidente. Bueno; si a ella no, lo cual hubiá sío muy naturá, a usté, don Esteban de mi alma, tengo que decírselo, y este es el remedio: mi ama doña Claudia me tié de muchos años entregá...

Bajó más la voz y repitió:

—Mi ama doña Claudia...

Pero se interrumpió otra vez, levantándose y mirando hacia la puerta:

—¿No será mejor que cierre?

—No, nadie entrará; descuide, Curra.

Llegaba, por lo visto, a lo esencial, a la clave del misterio.

—Mi ama doña Claudia —expresó, sentándose de nuevo—, al quearme viuda y sola, va pa muchos años: «Atiende, Curra, y tú —me dijo—, ¿a qué pagá una casa pa los trastos?»..., y fue y medió, bendígala la Virgen, la casita del lagá, que no sé si habrá usté arreparao que cae aquí detrás del huerto... ¿Qué?, ¿s'ha fijao, don Estebita?... Por dentro, con paso sin más que cuele una el portillo y los naranjos; por fuera, con su entrá y con su salía y su buena puerta a la calle Rinconá, propiamente en el rincón, número cinco. No lo orvide.

—¡No! ¡Y qué! —apremió Esteban esta vez, pensando que aquella casa le habría servido mucho a doña Claudia y a «sus médicos».

—Que, ¡nada!...; que dambos a dos se dejan ustés de tanto tertulio; que mi Inés sigue viniendo y usté se va ar Casino y la quea de parla con las otras; que yo, en las noches convenías, al recogé a mi niña, la llevo por er huerto y usté acude por la calle... y que, ¡usté verá, don Esteban de mi alma, si así no estará to mejó y con pesqui, sin que puan enterarse ni las moscas!

—¡Oh, Curra! ¡Curra! ¡Gracias! —prorrumpió él, anegado en tanta dicha, cogiéndola, casi besándola, la mano.

Era cuanto Inés y él necesitaban en la gloria de su amor. Sintió en el transporte venturoso el ingenuo impulso de hacerla conocer lo inmenso de su gratitud, informándola de cómo aún no había sido suya la adorada, y el miedo de ver tal vez arrepentirse a la que creía lo contrario firmemente, a la que no sabía que de este modo brindábale una virgen, le hizo desistir y deslizar la esperanza de tanto gozo inesperado, entre disculpas:

—Gracias, gracias, Curra; y conste, además, que no me opongo, que yo no me he opuesto nunca a que ella se case con Alberto.

¡Ah, eso sí! —recogió la suelta Curra, a escape—. ¡Es la condición que de palabra hamos aquí mesmo de queá usté y yo firmá como escritura!... Pero, sa menester, don Estebita, que sea usté quien le diga tó a mi niña y la convenza, ya que no pueo lográ ni que me escuche. A usté y a ella, ¿qué le puén vení, sino ventajas?... Se case o no se case, toa pa usté, tar que ahora, que el pobrecito tonto desdichao... ¡como si na!...; y afigúrese también que a mi niña le resurta cuarquiel cosa..., pues, sortera. ¡Dios nos libre!..., en antiguá, que, casaíta, naide le tendrá ni esto que decí, y que allá en su casa cristiana se componga... Y me voy —terminó, levantándose de pronto—, que estoy tardando y pue chocá. ¡Conque, aquí esa mano, y venga esa palabra y a dejala empeñá en el cumplimiento como un rey!

Le alargó la mano, se la estrechó él, con toda la fuerza de su alma, y partió radiante Curra, triunfal...

XV

—¡Anda, anda, los literatos! —decía Jacinta al ver que su marido, según volvía a tomar por maña en estas noches, preparábase a salir, apenas llegó Inés y acabaron ellos de cenar—. Pero tú, Esteban, ¿dónde vas?... Este, hija, Inés, nos abandona; cánsase de todo... ¡es una veleta!

—¡Claro, sí! —repuso él, en tanto Inés bajaba ruborosa la cabeza y sonreía—. ¡Como no quieras darme también una aguja y que me ponga con vosotras a coser!

Su compañera de juego y de lectura, Inés, ahora, con las prisas del ajuar, traíase siempre labores y bordados y se ponía a trabajar con las amigas.

Cogió Esteban el sombrero, y se marchó.

Llegó al Casino.

Púsose a jugar al billar con Rómulo.

En un corro estaban Juan Alfonso, su padre y sus parientes.

Perdonado, y más que perdonado, el arisco amante de Evelina, tornaban todos a una paz maravillosa, estupenda, inverosímil..., a base de la amante.

Las cosas habían ido poco a poco, hasta llegar a tal concordia. Primero, un cierto disgusto de Gironza ante aquella completa captación de Evelina y del chalet no sólo por Alfonso, sino también por Macario, a quien su leal amigo presentó, y que se hizo inmediatamente el árbitro de las políticas reuniones, hubo de provocar un medio motín: Evelina, la indiscutible soberana, la siempre diplomática, la todopoderosa, percatada del desvío..., tardó nada en quitar a Gironza de juez y en sustituirle con... ¿quién hubiese de pensarlo?... con el enemigo de ella más irreductible..., más necesitado de algún sueldo, al mismo tiempo, dadas sus barbas apostólicas y sus doce o trece de familia...: ¡con Ramón Guzmán y Márquez Alvarado del Río y Pérez Gil del Castillo!... El nombramiento llevado por Macario, que cada vez le venía notando al «aristócrata» mayor dificultad para sostener dignos sus trajes y los de su comía de muchachos, sublevó al favorecido... (« ¡Oh, ah, de tal tiota!... ¡Él, que ni a sus parientes jamás pidióles nada!»)... Pero, al otro día, domado por la necesidad, y acaso hidalgamente enardecido por las públicas bravatas de Gironza sobre si iba o no a costar sangre arrancarle de su puesto..., se fue al Juzgado como un águila, con Alfonso, con Macario, con Pablo Bonifacio, con dos guardias civiles, y se hizo cargo del bastón...

En la plaza estacionaba un centenar de socialistas fieles a Gironza, que abrieron calle sin gritar, por respeto a los tricornios... Sin embargo, luego, con el juez saliente a la cabeza, le atizaron a las ventanas altas del Casino cuatro o cinco peñascazos que hicieron caer sus restos de cristales...

—Bueno —pidió Ramón—, que se asomen los guardias y que apunten. ¡Fuego, si es preciso! Y les debo advertir a ustedes que acepto a condición de que me pongan aquí inmediatamente una estufa y los cristales, y de que no ha de considerárseme obligado para nada con... esa señora del chalet.

Tres días después, y en grata sustitución de Aguirre, amigo de Gironza, se encontró a Frasco Guzmán de secretario. Cuatro días después, halló el salón reconfortado con vidrios nuevos, con burletes, y con una hermosísima chuvesqui. Deferencias y regalos de Evelina al desdeñoso.

¡Oh, la diplomática! ¡Oh, el conciliador Macario Mefistófeles!... Sintió el friolero hidalgo removérsele todos sus caballerescos sentimientos contra toda su altivez.

Hombre —dijoles a Alfonso y a Macario, contempolando la chuvesqui—, estaba por soltarle a esto un puntapié!...; pero, en fin, si os empeñáis, iré a darle las gracias esta tarde a esa señora.

Fue. No volvió, no obstante la amabilidad exquisita con que quiso ella demostrarle que sabía tratar a sus rendidos.

—¡Es fina, diablo! ¡Fina! ¡Qué caramba! —tuvo el bien nacido Ramón que confesarle en confidencia, a su grande amigo y tío don Indalecio.

—¡Y guapa, concho!, ¡y guapa! —reconoció éste también—. ¡No, lo que es en eso, hay que declarar que se ha calzado mi hijo una real hembra!

Suavizábasele al león cacique, en lo posible, el rencor de su derrota.

La amabilísima exquisita proseguía sembrando sus mercedes. El reparto de consumos se aprobó sin un céntimo de más para los Guzmán, para los Márquez. Mandó arreglar con fondos municipales el pésimo camino de una finca de don Indalecio, cosa a que él mismo no había osado ni en sus épocas de mayor dominación..., y, últimamente, cuando llegó el tiempo de matanzas, encontráronse el ex cacique y otros personajes con que no se les cobraba los arbitrios de degüello. «¡Hombre, hombre!», admiró con su mujer don Indalecio, ya que el pleito estaba siendo de familia; y como no debía ganarle nadie a cortés, al repartir la cachuela, según costumbre, con bandeja de plata le mandaron a Evelina un limpio pucherete y doce solomillos. Evelina les devolvió la bandeja colmada de pasteles.

Empezó lo más selecto del Casino a sorprenderse, y a comentar afablemente tal conducta.

¡Hombre, hombre!..., pero ¿qué se propone ese diablo de mujer..., esa... señora?

Se veía en todo la habilidad y el conciliador talento de Macario; el cual, estrechando las distancias (¡ah, valía un mundo el maestro!), en nombre de Evelina les consultaba al ex cacique y sus parientes los problemas que iban presentando los públicos negocios.

Y entablada así la relación de cortesía, sobrevino un capitalísimo asunto relativo a la contribución territorial y a la ocultación de la riqueza; urgente, porque había llegado un emisario del Gobierno, al que había que despachar untándole las manos... Por consejo de Macario, y previas las invitaciones de Evelina, congregáronse a discutir y resolver, en el chalet, todos los conspicuos...

Desde entonces, el chalet estaba convertido en una suerte de amable club adonde casi diariamente concurrían don Indalecio Márquez, Macario, Ramón Guzmán, Frasquito, Pablo Bonifacio, con el fin de llevar como una seda las cosas de política menuda, y el conclave completo de «señores», a nada que ocurriese algo trascendente, bajo la gentil y bizarra presidencia de Evelina y Juan Alfonso.

Paz octaviana. Gran satisfacción por todas partes, si se descontaba a Gironza el albañil y a sus pobres socialistas. Desierto el Círculo Republicano, que, además, se iba a cerrar de orden del alcalde (Pablo Bonifacio, salvado en los afectos de Evelina), veíase el Casino en plena animación, y habían ido tornando a la buena fe en sus antiguos amos los gañanes, los criados, los pastores... Total, al lado de Gironza: ocho o nueve pelagatos... Circulaba el coche de Evelina, como el de una emperatriz, entre saludos, que contestaban ella y Juan Alfonso, y decíase que éste se iba a casar con ella y que ella iba a sacarle diputado...

Mas no; lo de la boda, al menos, no se confirmaba en forma que se pudiese reputar como indudable. Rumor, tal vez, sin otro origen que un lamento de la madre y de las tías de Alfonso —perplejas frente a una nueva obligación de gratitud—; dos primas de él, Juanita y Nizereta, le vieron una tarde una flor rara en el ojal, una gardenia (nunca vistas en el pueblo)...; bastó que Alfonso le hablase a la amante del agrado de sus primas para que ella les mandara un ramo de gardenias: «¡De parte de doña Evelina, que aquí tienen estas flores!»... Las mimadísimas muchachas lo aceptaron, sonrojadas. Un éxito, las flores —entre todas las demás primas de Juanita y Nizereta—. Evelina repitió, y menudeaba a las otras casas el obsequio —y, en cambio, la agasajaban las señoras con quesos, perrunillas, mantecadas y fruta de sartén—. Mas, ¡ah!, un domingo, hecha una diosa de lujos, la dama del chalet se plantó en misa, nada menos; las damas de Castellar, a la salida, halláronse en un terrible compromiso: la veían parada con los hermanos y maridos en el atrio, de gran conversación, y tenían que saludarla desde lejos, y aun muchas dudaban un momento si acercarse... ¡Horrible! ¡Horrible! Las niñas llevaban sobre el pecho las gardenias...; y en este día fue cuando la madre y las tías de Juan Alfonso, atónitas, en grupo, según se iban de la plaza, comentaron doloridas:

—¡Nos habríamos acercado, y aun podríamos visitarla!...; pero ¡cómo, por favor, con ese niño!... Si siquiera se casasen...

No tendría otro fundamento que tal honesto dicho de las damas honorables honradísimas, aquello de la boda.

Y el reloj de cuco del Casino cantó las once.

Esteban, terminada su partida, y que desde hacía un rato lo miraba y comprobaba con el suyo, dejó inmediatamente la tertulia.

Caminó despacio por las calles. Saboreaba su cigarro y la ansiedad de su ventura. Había jugado al billar por distraerse de la obsesión feliz de aquella que tanto pensaría en él mientras bordaba... —los dos esperando por tercera vez, por tercera noche, la hora deliciosa. Él, en realidad, no se había opuesto nunca a la boda de su Inés (¡Oh, sí, mi Inés!, ¡qué mía!); fue ella la que ni le habló más del tonto repugnante y desdichado, en su instinto de delicadezas excesivas—. Pero Curra tenía razón, y el amante acabó por persuadir a la rebelde, a la dulcísima gitana, a la enamorada virgen... que al dejar de serlo reclamó aún con todos los imperios de su carne en gloria estremecida: «¡Tuya, tuya!, ¡de mi Esteban, siempre!... ¡y nada más!»... Sí, sí, en el fondo de aquel abismo de inmensas confianzas en que halláronse los dos, él pudo convencerla, al fin, sin más que hacerla saber lo que únicamente ella ignoraba: la imposibilidad del pobre imbécil para ser físicamente su marido. «¡Tu marido lo soy yo; lo seré yo..., y para nosotros será el ajuar que debes empezar... de nuestra boda A esto Inés le impuso rápida, en réplica vehemente: «¡Bien, de nuestra boda!... Entonces, júrame una cosa: que en la iglesia, cuando el cura nos pregunte a él y a mí, tú y yo seremos quienes, con el corazón y con los ojos, nos vayamos respondiendo!» ¡Divina ingenuidad! Él lo juró besando contra la boca de ella la cruz familiar de coral y oro que se posaba entre sus pechos.

No pasaban ya, pues, juntos las veladas con el libro o el ajedrez, y ¡qué compensación de hechicería en aquellas breves horas infinitas del sueño de los otros! Curra había vuelto a arreglar para la hija el cuarto coquetón, dispuesto sin duda para ella por la madre en otros tiempos. Curra la llevaba a través del misterio de la noche y de los huertos; amparábala él de sus rubores de chiquilla entre los brazos..., y al dejarlos Curra al fuego del hogar, donde les tenía también puesta a hervir la cafetera, y no lejos una mesa con pasteles y jamón («¡Ah, está mi niña tan endeble!... «). Inés pedíale a él con el primer beso de su amor y de su susto: « ¡Ven siempre, por Dios, antes que nosotras; me mataría la vergüenza si tuviese que estar aquí esperándote con Curra!...»; y cuando ésta volvía a la una en punto a recogerla, él tenía que ayudar a vestirse a escape a la nuevamente avergonzada, azoradísima, sorprendida de la fugacidad del tiempo en mitad de los embelesos de su amor, y sólo preocupada de que la Curra complaciente e impaciente, que apresurándola sería capaz de entrar, pudiese verla allí en la cama, tan desnuda...

Llegó a la callejuela, profundamente sumida en el silencio de la noche y en las sombras de la ermita de Jesús. En el cielo brillaban los luceros. Graznaban las lechuzas y el viento volteaba chirriando las veletas.

Fumó, miró el reloj a la lumbre del cigarro; faltaban seis minutos para el cuarto. Los que dentro esperaría, sentándose a la lumbre y reposando su emoción.

Sacó la llave, abrió, entró..., volvió a cerrar.

En el cielo seguían brillando impasiblemente eternos los luceros, y en las tapias seguían graznando siniestramente las lechuzas.

Nadie en la noche negra y fría, rato después, al pasar, pudiera imaginarse que allí, tan cerca, se moría de muertes deshechas e inmortales de la vida la señorita Inés, tan famosa de rubores en el pueblo.

XVI

Jacinta, tendida en la otomana, y débil aún en el novenario de su parto, sonreía hechizadamente mirando a Rosa vestir a la niñina; bordaba Inés, y calcaba Esteban dibujos de bordados contra un vidrio, al trasluz de la ventana.

—¡Cartero! —se oyó al peatón en el pasillo.

—¡Entre, Julián!...

Sobre la mesa dejó el cartero los papeles, que a nadie le ofrecían curiosidad. Calcó Esteban otro rato, y vino a descansar, a fumar y a revisarlos.

Una carta..., entre el agobio de anuncios de específicos y médicas revistas mercantiles que diariamente recibía. Rasgó el sobre.

«Querido Esteban: Como me dijiste...»

¡Ah! Letra de mujer. Miró la firma... ¡De Evelina!

A un ímpetu, la volvió a ocultar en el mar de papeluchos.

Giró pálido los ojos y vio que ninguna de las tres habría podido verla: Jacinta y Rosa seguían en su abstracción con la pequeña; Inés seguía inclinada al bastidor...

Se levantó y se deslizó al despacho a leer la carta que había turbado, que habría podido caer como una explosión de dinamita sobre el cuadro de idílico reposo.

¿Dónde estaba y qué de él se le ocurría a la diabólica mujer?... Desaparecida de la noche a la mañana sin despedirse de nadie, hacía un mes que todo el mundo andaba loco con su ausencia. Unos dijeron, al principio, que «había ido a preparar las cosas de su boda»; otros, que «a trabajar la elección de Juan Alfonso», y otros, aún más desorientados, esperaban del tal viaje «cualquier grande y benéfica sorpresa para el pueblo: alguna carretera, algún ferrocarril..., que todo lo podría la todo poderosa...» Sin embargo, advertíase al amante taciturno, huido por los campos, alejado del Casino, y empezaba a suponerse que ni él supiese del misterio una palabra; y cuando al fin, un día, se vio que las dos criadas madrileñas del chalet, se disponían a partir, llevándose los muebles embalados, absolutamente todos los muebles, y sin que ellas supiesen más que otros la razón de aquella orden de su dueña, la estupefacción general rayó en el colmo.

La clave, acaso, le llegaba insólitamente a Esteban, de Madrid, en el plieguecillo coquetón y perfumado:

«Querido Esteban: Como me dijiste que nadie de tu casa te abre la correspondencia, con toda la confianza de nuestra buena amistad te escribo directamente. Eres la única persona discreta y con sentido común a quien puedo dirigirme, y quizá la única también en Castellar que a estas horas no me odie. ¡Bien! Odio de cobardes, desde lejos...

»¿Qué dicen de mí? ¿Me injurian? ¡Habrá que oírlos!... No volveré; pero los asustaría y los pondría otra vez suaves como guantes con sólo que dijese: '¡Voy!', igual que el coco.

»Harta de ese pueblucho de pobretes de la influencia y de pobretes del dinero, a quienes desde el más bajo al más empingorotado he hecho arrastrarse cochinamente a mis pies, echándoles unas migajas de favor, quiero limpiarme de él hasta el polvo de las botas; y puesto que (¡margaritas a cerdos!) ahí no habrá casi seguramente nadie con arranques ni con gusto para dejar la zahurda de su casa por la mía, que no me sirve para nada, he pensado que a ti quizá te conviniese. ¿Quieres comprármela?... Si te animas, no te inquiete el precio. Me está en once mil duros, con la huerta, y te la daré por ocho, por siete..., hasta por la mitad. Sé que únicamente dispones de tu sueldo, pero ganas mucho, y podrías tomar un préstamo, extinguiéndolo después a plazos cada año y sobre la misma hipoteca del chalet. ¡Sería para ti y para tus hijos tan mono!

»Si no te resolvieras, te agradeceré que, al menos, veas si hay quien la desee y entonces claro es que no debes hablar de esa rebaja au bon marché con que a ti te la propongo.

»Salgo para Londres dentro de unos días; o me escribes pronto o puedes entenderte en Oyarzábal con mi amigo el abogado don Hiligio Andrade, a quien por este correo también le doy poderes e instrucciones.

»Tu afectísima,

Evelina.     

«P. D.—Supongo que no incurrirás en la sandez de figurarte que entre Alfonso y yo hubo jamás... intimidades. ¡Pobre hombre!»

Tuvo que sonreír Esteban a esta frase que cerraba la carta, bizarrísima: era la misma que a Alfonso, con más éxito, habríale dicho de él.

¡Oh, la bohemia perversa, ingenua y generosa! ¡Simpática, después de todo!... Al reparto de sus influencias, de su dinero y aun de las caricias de su carne llamábale con la misma sencillez reparto de migajas!... En rigor, para ella el entregarse a un hombre no debería representar sino el capricho intrascendente y nimio que para un hombre entregarse a una mujer. ¡Liberación e igualación de sexos, al fin, conseguida por la soberbia y el descoco!

Ahora habríase vuelto con su duque, y a puntapiés deshacía detrás de ella cuanto aquí dejaba de amistades, de fortuna, de recuerdos... ¡Migajas! ¡Bien, migajas!

¡Ah!... Pero aquella huerta, aquel chalet que se le ofrecía por la mitad, que le vendería tal vez por la tercera parte de su precio, bailaba en la alucinación de Esteban como un hallazgo de fortuna. ¡Lástima que no fuese realizable! Rápidamente consideró el negocio en sus dificultades pecuniarias, y bajo la fugaz centella de ambición le quedó tan sólo entre las manos la carta peligrosa... La rompió, se guardó los pedazos para dispersarlos por la calle; y pues que ya había enfermos aguardando, dio comienzo a la consulta.

Al terminarla (¡cuatro duros encima de la mesa!) persistíale la pena de que la oferta no se le hubiese hecho cinco o seis años después, cuando ya él hubiera ahorrado lo bastante. Con esta pena, con esta preocupación, volvió hacia el comedor. Rosa cosía; bordaba Inés. Le dijeron que Jacinta había ido a guardar ropas de la niña, y se fue a buscarla, con el vago afán de transmitirla su dolor por la hermosa ocasión que se les volaba de empezar a convertirse en propietarios.

—¿Oye, sabes?... Vende esa Evelina la huerta y el chalet. O a mejor decir, los malbarata: valen once mil duros y los da por la mitad. Uno de Oyarzábal acaba de ofrecérmelos.

—¡Ah, el chalet! ¿No vuelve ella?... —admiró Jacinta, irguiéndose delante del baúl—. Y... ¿es bonito?

Lo ponderó Esteban. Ponderó, principalmente, las ventajas de una compra en tales condiciones; y tocada Jacinta en sus ansias de burguesa, dejó la ropa, se sentaron y pusiéronse a tratar de la cuestión y a discutir.

Él mismo le marcaba a las esperanzas de los dos los caminos por donde ella iba lanzándose, y que luego, prudente, la atajaba. Podrían buscar dinero; podrían, tal vez, quedarse a plazos con la finca..., sino que, ¡ah!, ¿cómo meterse en una obligación de réditos sin saber si las ganancias (el crédito y la suerte del médico) pudiesen variar?

—Pues, tonto, tú —insistió aún Jacinta, al cuarto de hora de polémica—, ¿no ganas más de siete mil pesetas anuales? ¿No nos sobran lo menos cinco?... Y, entonces, en cinco años, ¡fuera la deuda!

—No, mujer. Sería forzarnos a vivir con las dos mil en estrechez; a andar ahogados, ahora que se nos aumenta la familia.

—Pero... siempre tendríamos eso ahí, para los hijos.

—No, —no. Además, habríamos de amueblarlo a pleno lujo, lo cual significa otros grandes gastos y otro empeño, o estar a ridículo; y para esto, bien estamos aquí con nuestros muebles.

—¿Tan bueno es?

—¡De... duques! —respondió Esteban, un poco rotundamente exagerado, recordando al de Evelina.

Jacinta dobló abatida la cabeza. Él, también.

—¡Qué lástima!

—¡Qué lástima! —lamentaron ambos, en la visión de la vida cómoda y de la espléndida oportunidad que se perdían.

Y Jacinta, súbita, como salvada al menos de la crueldad de tener que renunciar enteramente al hermosísimo chalet que algún extraño adquiriese, proclamó en un rapto de contento:

—¡Oye, Esteban, ya sé quién va a comprarlo... ¡Inés!

—¿Inés?

—¿No quiere una casa, que Alberto y ella piensan construir? Pues ¡ésa!

—Pues... ¡Sí!

Feliz acuerdo. Corrieron una y otro a hablarle a Inés sin pérdida de instante.

* * *

Con igual curiosidad que habían visto los vecinos de la huerta sacar a carros los muebles de Evelina, volvieron a ver llegar a carros los de Inés: camas, cajas, enormes jaulas de embalaje, sillerías... Jacinta, Rosa, Inés y doña Claudia habíanlos ido recibiendo; y ahora, colocados y retiradas del jardín las tablas y virutas, daban los últimos retoques, bajo la dirección de Esteban y con la prisa de la boda, que iba a efectuarse en estos días.

—¡Esteban, ven!

—¡Esteban, oye!

—¡Esteban, mira!

—¡Esteban, vea usted si así le gusta!

Le gastaban el nombre, dispersas las cuatro en sus faenas. El acierto de las observaciones que se permitió al principio, sin más que recordar el lujo y el buen gusto con que Evelina tenía la casa, habíale instituido desde luego en director decorador, a cuyo arbitrio quedaron los encargos. Rumbosa doña Claudia, y contenta de la boda y de la compra del chalet, quiso dejarse de ruindades y alhajarlo en armonía con su belleza; otros cinco mil duros para trastos; ¿qué más daba?... Pedidos los catálogos a Sevilla y Madrid, todos los habían ido revisando, y Esteban resolviendo. Llegada la ebanistería, la cristalería, la lampistería, la tapicería..., él hizo situar en cada estancia cada cosa, y continuaba siendo el consultado imprescindible en los remates y perfiles.

—Esteban, ¡ven un momento!

Rosa, que vacilaba en cómo colocar por el jardín las sillas japonesas:

—Esteban, ¡haga el favor!

Inés y doña Claudia, que, en la sala, no sabían colgar aquellos cuadros con cordones:

—¿Los tenía así doña Evelina?

Él arreglaba uno:

—¡No, así!

—¡Claro, muy bonito! —comentábale la madre.

Y la hija, a cada corrección de éstas, exclamaba:

—¡Sería muy distinguida esa señora! ¡Y guapísima..., la vi una tarde!

Partía Esteban sonriendo. Inés no hubiese de admirarla si en ella pudiera sospecharse a la rival.

—¡Ven, Esteban, hombre!

Otra. Jacinta, cortándole el camino, llevábale a la alcoba, y consultábale si no estaba un poco viejo el crucifijo.

Un crucifijo familiar, traído por doña Claudia de la cabecera de su lecho; la había siempre deparado tanta suerte con su presencia y su santa protección que se empeñaba en transmitírselo a la hija. Desdecía del resto del adorno. Fueron y persuadiéronla de que no debía ponerse. Se encargaría nuevo, porque entre los muebles no había venido crucifijo.

—¿Eh?... ¡Qué cama! ¡Mira que está todo!... —le decía Jacinta, de vuelta en la nupcial alcoba suntuosa para quitar la efigie—. ¡Qué suerte la de Inés!

Tornaba a sonreírse Esteban, dolorido a la nueva ingenuidad de ésta aún más inocente. Por su empeño, ya que Inés habíales bautizado a la niñita, poniéndola su nombre, ¡oh, cándidas ironías de la inocencia!, ellos iban a ser los padrinos de la boda... y del primer hijo que tuviese el matrimonio!... La dejaba. ¡Si pudiese adivinar que en el cuarto aquel había abrazado a Evelina tantas veces, y que tantas en el lecho aquél Inés le abrazaría!

La sombra de Evelina, como un burlón espectro de sarcasmo, flotaba en torno a él. Demasiado fiel a los recuerdo, había reconstituido el menaje del chalet con tal servil imitación que creía verla aparecer en todas partes. En el gabinete lucíanse casi las mismas marquesitas, casi el mismo confidente, y un magnífico piano casi igual, alto, negro, fileteado de bronce. En el comedor, muebles Imperio, de bronces y caobas, con pequeños vidrios de bisel; poltronas, otomanas; araña larga, modernista. En los dormitorios, uno de los cuales sería para la suegra, y otro, a no dudar, para el «marido» («¡No, no; ni una vez, ni por fórmula —habíale repetido a Esteban su Inés— consentiré que se acueste nunca donde yo!»), esbeltas camas doradas inglesas, con colchas verdes de damasco; mesitas con sedas verdes y cristal en el tablero; alfombras verdes...

Pero lo interesante, lo singular, lo que más llamaba la atención de todo el mundo y de las primas y tías de Inés, que iban con frecuencia, era el departamento de baño y tocador. «¡Qué barbaridad de agua!» Tocaban el jaspe de la diáfana bañera. Admiraban el confort. Algunas hasta pensaban en bañarse. Luego, congregadas en el hall que daba a las traseras del jardín, se extasiaban con el espléndido gramófono que hizo traer Esteban por consejo original, como única cosa no copiada de Evelina.

Acudía a escucharlo incluso el tonto, el pobre Alberto, que pelando y comiendo bellotas solía tomar el sol en un rincón cualquiera de la huerta, y pronto, fatigado de Anselmis y Carusos, con sus barbas lacias y su abierta boca, deslizábase entre la inadvertencia general para seguir al sol pelando y comiendo sus bellotas. No tardaban tampoco en cansarse las primitas, y charlaban, en tanto Inés y doña Claudia volvían a sus quehaceres:

—¡Qué suerte! ¡Qué suerte, Inés!

—¡Qué suerte, hija! ¡Qué suerte!

Impuesta la charla por la emoción de hechicería que causaban estos faustos, refulgentes de blancura y pedrería en las ropas y joyas del ajuar expuestas en la sala, tendidos desde aquí al través de las vidrieras escarchadas sobre el policromado exotismo de las flores y la fuente y la estatua del jardín, y completados, por último, con aquel amarillo carruaje que había entrado en el trato del chalet, y que estaba en la cochera..., a pleno corazón ahora envidiaban las muchachas y deslumbraba al pueblo entero la boda que meses antes sirvió de escarnios y de burlas. La plebe, políticamente sumisa otra vez a los «señores», como por un museo de maravillas desfilaba también por el chalet a ciertas horas. Los «señores» mismos, los parientes de la novia, veíanla envuelta en nimbos de riqueza, y diríase que hasta entonces no habían podido darse cuenta de las muchas que el novio poseía. Se volvían veneraciones, en fin, para Inés, tan limpia y peripuesta siempre, los antiguos recelos de sus primas hacia la pobre señorita allá en Oviedo encopetada...; y nadie, nadie pensaba en la persona repugnante del imbécil desdichado —tal que si directamente Inés fuese a casarse no con él, con su caudal—. ¡Qué suerte! ¡Qué suerte!, no cesaba de escucharse.

Esteban se indignaba. Nunca había podido concebir una colectiva ceguedad moral por el estilo.

Y la indignación le dolió más en el alma la tarde en que, dejándolo ya todo listo para celebrar la boda horas después, Jacinta y él iban a vestirse. Les acompañaba Rosa; habían recorrido el chalet, admirándolo una última vez en su perfecto orden, y la impresión les duraba por las calles.

—¡Qué suerte! ¡Qué suerte, Inés! —decía Rosa.

—¡Qué suerte, Inés, la pobre! —insistió Jacinta—. ¡Qué suerte!, ¿verdad, Esteban?

El la miró, temblándole no sabía qué protesta de injuria entre los labios. Sin embargo, le maniató su secreto, su extraño y misterioso papel en tal boda, y quiso, amargo, nada más corregirle a su mujer:

—Sí, verdad..., ¡si no fuese por Alberto!, ¡por el novio!

—¡Claro! ¡Bueno! ¡El pobre novio! —repuso ella, sin notarle la dureza del reproche—. Pero, aparte eso, ¡qué suerte la de Inés!

El colmo. «Aparte eso»... Un matrimonio en que... lo único lamentable era el marido.

Esteban guardó silencio.

Jacinta siguió hablando con Rosa de aquella gran suerte de la amiga.

Ni la alucinación torpísima pudo quitarle la azul bondad de ángel a sus ojos.

XVII

     Fuera, en la tibia noche de marzo, y todavía a las once, seguía vociferando casi la misma multitud que escoltó al cortejo hacia la iglesia y al retorno de la iglesia. Desde la terraza de las tapias, los criados encendían antorchas y bengalas, y Curra no cesaba de lanzar puñados de confites.

Dentro no cabía más gente; alrededor de la gran mesa del hall apretujábanse damas y señores, riendo, gritando, manchándose con los vinos y los dulces. Muchos tenían que resignarse a estar amontonados por las puertas, y algunos, más prácticos, retirábanse en grupos al pasillo con su sorda borrachera y una botella de champaña... Porque había champaña, legítimo; timbre fastuoso de una fiesta que quiso poner doña Claudia al nivel del fastuosísimo suceso.

Habían venido de Oviedo los tíos de Inés; de Oyarzábal, el doctor Peña con sus hijas, y parientes de otros pueblos. Únicamente el conde senador, lustre y prez de la familia, hubo de disculparse con políticas urgencias. El director del banco lucía su mundano aspecto y un botón en el ojal. El doctor Peña, otra condecoración y sus brillantes. El notario y el farmacéutico bebían en broma con el cura, con don Luis. Y abundaban las levitas, no todas de buen ver y no faltaban tampoco las chaquetas, ya por igual disimuladas a su plena libertad entre el desorden.

Sentado Juan Alfonso al pie de una primita de Morón, ella iba resultando demás dicharachera, en la alcohólica alegría que a todos embargaba; aburríase, no sabiendo sostenerla el tiroteo de gracias y donaires; estaba flaco; dijérase que, en la casa de Evelina, le mataba el recuerdo de la bella. Su padre, en cambio, monopolizaba y hacía reír cosquillosamente, al otro extremo de la mesa, por un lado, a la mujer del director; y por el otro, a la melosa doña Juanita Gloria Márquez..., cuyos ojos, a ratos, espiaban a la pareja satisfecha que enfrente componían el coadjutor y doña Claudia.

En su calidad de padrinos, Esteban y Jacinta ocupaban puestos de honor junto a los novios. Ella, a la izquierda de Alberto, y él, a la derecha de Inés. Si tal fuese o no la rigurosa colocación protocolaria, lo ignoraba el médico, que al amparo del mantel podía estrechar la mano que Inés tendíale con frecuencia; sabía tan sólo que Inés, su Inés, voluntariosa, le exigió con un rápido mirar que sentárase allí para el banquete.

Querría la apasionada sentirle cerca por esta hora, al menos, en la falsa y memorable noche de sus nupcias. La veía triste, entre el gozar de los demás, y dábala licores, que ella sorbía ávidamente con el ansia asimismo de aturdirse; en pago, iba entregándole por debajo de la mesa tantas cosas y pedazos de su adorno, cual si ella propia así pudiera irse poco a poco destrozando y entregando.

Habíale ya hecho coger y guardar en los bolsillos el pañuelo, una peineta, botones, dos sortijas, unas sedas de agremán..., y aún ahora le dejaba el famoso ceñidor de las fechas regalado por sus primas... «¡Lo tiras!»... «¡Me das otro!»... «¡7—11—9!... ¡son las nuestras!»... pudo a saltos deslizarle en un recrudecimiento del barullo.

Se admiró él, al comprenderla —inquieto ante la audacia dolorosa que prestábanla las pequeñas copas de licor, y retirando de su alcance una que intentó ella beberse por su cuenta—. Siete de noviembre, en efecto... ¡recordó el joven que había sido la fecha de ellos, en la memoria de Inés tan precisamente conservada!

No lejos de los dos, garantía de sus próximas venturas, estaba doña Antonia, cuya memez hubiera de estorbarles poco y cuyos achaques serviríanle al médico de perpetua ocasión para venir a verla diariamente. Curra, además, cedida a Inés, por su madre, como el Cristo, seguiría velando la secreta felicidad de este chalet mejor que en su casita.

Mas, ¡oh!... ¿Qué?... De nuevo Inés le apremiaba con algo, allí debajo. Cauta acudió la mano del prudente, y... ¡oh!, era el azahar, íntegro el ramo que ella se habría desprendido del pecho... Aun llegado tarde, le pertenecía; lo agradeció..., y se vio negro para ocultarlo, para guardarlo. El «marido», mientras, siempre silencioso y lúgubre, con la boca abierta y las barbas y las solapas de la levita llenas de almíbar, aburríase y miraba hosco a doña Claudia —que ya dos veces, fuera, había tenido que reñirle la manía de «irse a su casa, a dormir».

Hora de los brindis, iniciados por Frasquito. Leyó el suyo en verso, y dijéronlos en prosa Ramón Guzmán, Macario, don Indalecio y el ovetense director del banco, Brusco el padre de la novia, los cerró con una frase que le salía del corazón:

—¡Brindo por la felicidad de mis hijos, y por el padrino de esta boda, y médico de primer orden, que ha podido permitirla, volviéndole a mi querida niña de mi alma el gozo y la salud!

Sin retóricas, aquella sincera gratitud provocó los entusiasmos. Era verdad. Curada Inés; radical y prodigiosamente curada por Esteban, los tíos de Oviedo volvían a sorprenderse de la espléndida mujer hallada en la pálida y medio tísica chiquilla. Todos celebraban su belleza, su vigor..., y Jacinta se esponjaba con el triunfo del marido. Sino que advertía don Indalecio la mortificación que el homenaje al joven médico imponíale al doctor Peña, y lo cortó, poniéndose de pie, y pidiendo, para empezar inmediatamente el baile en el salón, que el simbólico azahar fuese repartido.

Inés y Esteban temblaron. No se habían acordado antes de la clásica costumbre de repartir entre los concurrentes el azahar. Las miradas claváronse en ella, que súbita se llevó las manos al pecho, y su estupefacción se atribuía al dolor y la sorpresa de haberlo tal vez perdido por las calles. Horrendo compromiso. Sudando espanto, logró Esteban sacarlo del bolsillo y ser el primero en inclinarse como a buscar debajo de la mesa.

—¡Aquí está! —dijo, tornándole la vida a Inés, al presentárselo, y cierto de que nadie pudo advertir su maniobra.

—¡Pisadas! ¡Chafadas! ¡oh! —deploró por todos doña Claudia, en el silencio lastimoso.

Alberto reíase a carcajadas. Le había hecho gracia el incidente.

Efectuado el reparto de las flores, vaciáronse las mesas en tumulto hacia el salón. El baile comenzaba.

* * *

Y bien... ¿era él un hombre tan vulgar como los demás, como Juan Alfonso, como los duques, con la diferencia de necesitar un poco de alma en sus amantes... o era, más que ninguno, y a pretexto de bellezas o de almas, un definitivo sinvergüenza?

Problema que Esteban planteábase, abrumado en una mecedora del cenador, adonde habíase refugiado para mitigar su angustia con la soledad y el fresco de la noche.

Le sería difícil resolverlo bajo un ambiente de vileza capaz de consentir la iniquidad que se estaba celebrando.

Oía el vals; las abiertas ventanas vertían luz y estruendo de alegría; y tantas enormidades, tantas discordancias, tantos absurdos palpitaban en el fondo de la fiesta, que él propio, considerándola desde su origen, no sabía ni discernir si hubo sido el seductor o el seducido de las dos mujeres que por confluencias de sarcasmo le evocaba este jardín: la una, Evelina, teniendo tras ella su historia de descocos; la otra, Inés, a su madre, a Alberto, a Curra... ¡Tal vez doña Claudia, por medio de aquellos médicos reconocimientos singulares y de Curra, hubo de buscarle para consolar a la inocente, como buscó a Braulia la Chinarra para «probar» al tonto desdichado!

Mas no; en gracia a la mayor incongruencia de la vida, la extraña boda habíase realizado..., seguíase festejando con el cándido concurso de todas las torpezas: la madre, digna y santa como madre, prostituida como mujer por cien amantes, se moriría de pena y de bochorno si pudiese sospechar que ya su hija aportaba uno al matrimonio que bendijo el de ella, el coadjutor; Jacinta, la esposa del esposo verdadero, había sido la madrina, e igual que todos los que allí bailaban, hartos de vino y de dulces, juzgaba una gran suerte la de Inés... la única triste, a pesar de tantos faustos ostensibles... Nadie, nadie en mitad del deslumbramiento de sedas y de muebles, se acordaba siquiera del martirio de aquella delicadísima mujer que horas después veríase a solas con un imbécil repugnante, de aquella virgen que en vano esperaría su abrazo de pasión... Nadie; porque nadie le concedía importancia alguna al corazón en estas cosas..., en estos secretos y espantosos conflictos de las vírgenes, que la tisis si acaso resolvía, como estuvo a punto a Inés de sucederle... Y ¿qué más que tanta miserable infamia, de tanta torpeza junta pudiese disculpar a Esteban, por mucho que su conducta fuese miserable?...

Afortunadamente, la virgen no lo era, y habíase anticipado a cobrar sus recibos de crédito a la vida, extendidos en papel de amor y juventud.

¡Sí, de amor!..., de amor-delito, en un mundo donde, por lo visto, resultaban civismos y virtudes envidiables la venta de una hija y el traidor asesinato de un alma de ilusión...

El bárbaro contrasentido hízole a Esteban doblar la frente, con inmensa pesadumbre.

Juguete de la vida, igual que los demás, su inconexa vida, desde dos años atrás, ofrecíasele en bufo panorama. ¡Palomas!, ¡oh!... ¿Qué había sido en él de aquellos firmes y agradecidísimos proyectos de fidelidad hacia la Jacinta—ángel; de aquellas espirituales inquietudes; de aquella austeridad con que ejerció la profesión hasta sentir, al más mínimo presentimiento de descuido, el ansia de matarse? ¿Qué había sido también de la angélica Jacinta, toda alma, toda luz, que allí, entre Dios y él rezaba, y piadosa consagrábase a salvarle de tormentos?... Ella, aquí, buena siempre...; pero tan torpe, que a los primeros halagos de la suerte se dejó inundar de burgueses egoísmos, de burguesas ambiciones; y que, al fin, había podido sumarle a la de los demás su ingenua admiración a esta boda monstruosa. Él, bueno siempre, pero rebelde no obstante al Dios de su niñez, a la adorada mujer del tiempo doloroso, a su antigua profesional y rígida conciencia.

La santidad les había durado lo que con sus brazos de abundancia tardó la vida en acogerlos, en sacarlos de la mísera aldeilla donde todo fue pobreza y todo fue tortura; y lo extraño, aún, estaba en que aquel bellísimo ascetismo los ahogaba, los mataba, y en que, desde sus presentes bienandanzas, no podían ni recordarlo sin horror.

¡Oh, sí, la vida... la vida poderosa habíalos recogido y habíales acomodado el corazón y el alma en su inarmónico conjunto de errores y delicias! ¡La vida, con su eterna e invencible fuerza natural, convertida en mil absurdos por la humana estupidez que no acertaba a extinguirla en ascetismos!

No del todo infelices prisioneros del error social y de la vida, aquí estaban, así estaban; y la solemnísima farsa que, sin que las gentes ni Jacinta lo supiesen, iban tan gentiles en honor de él y en esta noche realizando, heríale como una pública sanción involuntaria de algo en que se le consagrase socialmente, de algo que ya no podría dejar de ser: el hombre de doblez no mal hallado con las calmas de su hogar y con su amor y con su amante; con los hijos de la esposa y con los hijos de la amante..., de los que acaso, y al menos el primero, floreceríale ya a Inés en las entrañas; el médico rural, que, poco a poco, curando a unos, estafando a otros, e impávido ante los que tuviesen la ocurrencia desdichada de morirse (en todo, claro es, igual que sus colegas), llegaría a convertirse en una especie de «repartidor-práctico-automático» de purgas y quinina para cuantos pusieran en juego sus resortes, metiéndole en un bolsillo medio duro; el buen burgués, en fin, que iría engordando e iríase enriqueciendo, satisfecho de los eructos de sus buenas digestiones, de su buena jaca, de su buen reloj de oro, de su caza de perdiz y su querida...

¿Duraríale ello siquiera mucho tiempo? ¿Llegaría quizá Jacinta, su otra dulce amante hermana, a amargarle esta pacífica instalación con querellas de escándalos y celos?

Felices ambos, si así no sucediese —como era de esperar, una vez pasada con Inés la época de las furtivas imprudencias peligrosas...; y, ¡oh!, ¡a qué poco más de azar supeditábale ya él sus magnas ambiciones!

Otra vez tornó a doblar pesadamente la cabeza.

Lanzada más atrás la memoria de su vida, al tiempo aquél de las estudiantiles gallardías en que soñaba una altísima existencia en un hogar de amor y en una esperanza tal vez de gloria y de trabajo, su situación presente aparecíasele como un fracaso lamentable.

¿Sería que no luchó, que no hizo cuanto pudo por lograrlo, por dignificarse de aquel modo..., o sería que ni él ni nadie pudiesen alcanzar empeños de ideal, empeños de nobleza y de belleza, en medio del grosero ambiente de ruindades?

Madrid..., Sevilla..., Londres..., ¡igual que Castellar! Por todas partes el burgués y honradísimo concepto del amor, que habría de servir para tener hijos y guardar encantadamente prisionera a la mujer en una gran despensa y por todas partes el mismo concepto del trabajo, sin otro fin que la ambición, que la codicia.

En Sevilla, en Madrid, con sus prestigios, y no menos que en la brutal modestia de estos pueblos, adonde él vino con el alma ansiosa de poesía, de sencillez..., los médicos ilustres, los más sabios, salvo algún que otro héroe y mártir de la vida, sepultado a investigar en el pozo de su ciencia, convertían la noble profesión en un mercantilismo inicuo, cuyo afán cifrábase en ver de mañana a noche bien nutridas sus consultas... ¡Ganar!, ¡ganar!, el lema; sin que tuviera en suma nada de envidiable, aun para la vulgaridad rural del médico que siquiera disfrutaba del descanso en un rincón de su cocina y en su caza de perdiz, la negra suerte de aquellos ilustres desgraciados que todavía, día por día de los de su vida toda, andaban viendo enfermos a las once de la noche.

Como en Sevilla y en Madrid la poesía de los grandes ideales, en Castellar y en Palomas se le había desvanecido a Esteban, harto demás, la poesía de sencillez.

¿Dónde estaban las idílicas aldeas?

Habrían sido; habrían existido alguna vez, a no dudar; pero pasó su tiempo, como había pasado el de la candidez pueril para las gentes, y nada más quedaban los conglomerados absurdos de bestialidad y de hipocresía, cuyo cobarde servilismo, en ésta, desveló con sobradísima amplitud el paso de Evelina, de una imbécil prostituta, que aun en su física beldad ostentaba, de la vida verdadera, algo más potente y menos falso.

¡Allá iría ella, ahora, con su duque, a Londres, a París..., desvelando siempre hipocresías, sembrando más corrupción en lo podrido, dejando en todas partes el germen de revuelta!

Porque sí; sin ella, otra vez Castellar rehacíase a su orden de desorden, con toda rapidez, y tornaban a sus puestos los respetos respetables y volvían a ser humildes los humildes...; pero debajo, en el fondo, ella, la hermosa, fermento de la vida..., había probado la endeblez de aquellos falsos respetos, y había dejado, sin saberlo, la rebeldía del latente socialismo, capaz de hacer surgir alguna vez de estas míseras aldeas las mil aldeas de flores y de paz en que fuesen bien posibles los idílicos amores y el trabajo sin codicias...

—Pero... don Estebita, ¿qué hace aquí como un jurón?

—¡Ah!... ¡Curra!

—¡Contra, y que no ando tonta por buscarle y que no anda tonta buscándole mi niña!... ¡Oiga, a escape que se van!... ¡Ya que está aquí, no se me mueva! Toíto er mundo cree, porque yo lo he dicho, y doña Jacintita la primera, q'han venío a buscale a usté pa un parto!... ¡No está mal parto!... ¡Quié decirse que se quié decí que tos se largan, que usté s'achanta aquí otro rato por las buenas, que acaban de dormirse Albertito y doña Antonia, que ya están medio dormíos, ¡almas de Dios!..., y que asina que yo chifle dende allí, usté que va y que se me cuela!...

—¡Curra! —exclamó él, en un asombro venturoso, que ella tomó por rechazo.

—¿Cómo? ¿Me va usté a desairá? ¿Va usté a dejá fea, don Estebita..., vestía y sin novio, que se dice, y ahora sí que sí, a la pobre niña de mi alma?... Pues coste que esto se m'ha ocurrío a juerza e vela triste, triste, la enfeliz, en esta noche, y que ya lo sabe y que la tié usté toíta consentía!

—¡Schit! —impúsola silencio Esteban, de improviso, agazapándose y obligándola a imitarle.

Salía la gente.

Una ráfaga de luz, desde la puerta, se tendió por el jardín.

Castellar regenerábase.

Vuelto Pablo Bonifacio, punto menos que a patadas, a su oscurísimo papel de labradorcete de dos yuntas, Ramón Guzmán era el alcalde.

Había que purificar a sangre y fuego las costumbres y la nueva autoridad arrojó del pueblo a Braulia la Chinarra, por un reciente escándalo con unos arrieros.

Así, reinstaurando el orden, sobre él cascabeleaba alegre la antigua jardinera gualda de Evelina, con Rosa, con Jacinta, con Inés..., y Esteban, que había rectificado algunos puntos de su filosofía rectificable, y que había aprendido a guiar perfectamente, la guiaba.


Moheda de la Cruz, 10 de febrero de 1912.


Publicado el 14 de abril de 2019 por Edu Robsy.
Leído 40 veces.