El Náufrago

Felipe Trigo


Novela corta



Primera parte

Capítulo I

¡Hup! ¡hup!, ¡hup!... ¡Hurra! —lanzaron, á la usanza marinera, todos los del yate.

Las mesitas del lunch quedáronse desiertas. También las damas se acercaban á la borda, saludando con las copas de Champaña.

Llegaba, al fin, el conde de Alcalá, y con el conde la condesa: rubia, alta, espléndida, gentil, de grandes ojos claros é ingenuos, cuya infinita curiosidad se subrayaba en la infantil sonrisa blanca y rosa de su boca.

—¡Bah, la lugareña! —deslizó Marta Iboleón al oído de Lulú, en tanto ambas, hipócritamente amables, agitaban los pañuelos.

Lulú repuso:

—¡Sí, la lugareña! ¡Cuándo, allá en su pueblo, habría soñado ser condesa, la infeliz!

Los condes venían en un magnífico automóvil negro, que desde gran distancia, para más fanfarrona ostentación, mejor diríase que para abrirse paso entre la gente, se había acercado al son de su sirena y del áspero y macabro estornudar de su bocina.

Ahora, parado, dentro de la empalizada que con el auxilio de tres guardias contenía á la multitud, y en donde había otros autos menos excelentes y modestos carruajes de caballos, continuaba trepidando, mientras los condes descendían, y excitándoles la envidia á los del yate con la abierta mostración de sus blandas tapicerías verde botella adornadas de espejitos, timbres, relojes, cuadrantes de órdenes, contadores de la velocidad y búcaros de violetas y claveles.

—¡Hup! ¡Hup!... ¡Hurra, por los condes de Alcalá!

Javier, el conde, no muy ágil con su humanidad de joven guapo y gordo, y entre la atención repartida á aquellos plácemes, á sus arreos de cazador, harto complejos, y á dar la mano á su esposa, galantemente, se enredó por una correa en la portezuela del auto, al bajar. Josefina, la condesa, tampoco pisó muy firme el estribo, al saltar á tierra, por corresponder predilectamente á los afectuosísimos saludos de Anita Mir, del general Belmonte, y del ayundante de éste, Rodrigo, el simpático húsar de la Muerte; los cuales se apresuraron á recibirla en la escala.

«Craj-craj-Juaaaj» — sonó siniestra y cavernosamente el automóvil, girando para enfilarse en espera con los otros.

Lulú y Marta Iboleón marcaron un agrio gesto de disgusto y se taparon las orejas.

—¡Qué horror, chiquilla! ¿Eh?...

—¡Propiamente un viejo catarroso condenado, que siguiese tosiendo en el infierno!... La moda, dicen, de París.

—¡Y por traerla la primera, y epatarnos la lugareñita con ella nos fastidia! Pas droit!

—¡Eso! ¡No hay derecho!

La bocina del auto seguía gruñendo sus fúnebres estornudos de ultratumba. El pueblo, el buen pueblo que allá en las vallas conteníase contemplando la brillantez del espectáculo, reíase, con zumbas que iniciaba una casi sorpresa de terror; y Lulú y Marta, las últimas en volver á las mesitas del refresco para festejar á la condesa, comentaban el desacierto de las modas de París en muchas cosas: por ejemplo, el retorno de las faldas huecas, siendo así que tan bien á las buenas mozas les sentaban las ceñidas, y esta odiosa y detestable tos de las bocinas de los autos. Ellas creían que para avisar á las gentes no habla por que asustarlas desde un coche con gruñidos de cerdo ó de fatídicos fantasmas. Las bocinas de los suyos conservaban aún las melodiosas siete notas de un motivo de Lohengrin.

Libres las bandas, de nuevo, la curiosa multitud se conformó otra vez con dedicarle su plebeya admiración á las chimeneas del yate, que humeaban, á los marineros que trepaban por los palos, y al confuso conjunto de alegrías que los aristocráticos comensales, y los amigos y damas invitados á despedirlos, formaban allá detrás de los botes y cordajes.

Giralda, leíase en letras de oro, tras los oro del bauprés y del mascarón de proa (que representaba una marítima deidad de enhiestos senos) como nombre de la blanca embarcación.

Una maravilla de elegancia y gallardía, el yate. Perteneciente á la Sociedad cinegética y de excursiones, de Sevilla, medio Sevilla acudía á los muelles á las diez de la mañana, el tercer jueves de cada mes, para verle zarpar con los distinguidos cazadores. Con un fondeadero especial, en el río, así como disponía de un acotado embarcadero todo limpio y suyo en los muelles, los negros buques de grasas y carbón rodeándole á distancia, hacíanle resaltar mejor sus nítidas alburas, sus níqueles de los remates, sus finísimas jarcias y crucetas.

El Guadalquivir tendía el engaño azul de sus aguas mansamente. Las verdes riberas, frondosísimas, floridas de adelfas y de espinos en el día primaveral, marcábanles á los excursionistas un camino de plata y de placer hacia aquella finca en donde siempre llevábanse matando conejos y perdices toda la semana.

Por verlos, también, con envidia vergonzante, muchas familias de la media burguesía, en estos días ya previstos de los viajes, alargaban su paseo por las Delicias hasta la Torre del Oro. A la derecha, tal que un encaje de hierro, cortaba el cielo el puente de Triana; y no lejos, los marineros del puerto trajinaban embarcando las cajas de naranjas, que iban envolviendo en papeles de seda y empaquetando, al pie de los inmensos montones del fruto áureo, centenares de muchachas anémicas y llenas de claveles.

Estas muchachas, sobre todo, interrumpían á veces su labor, para contemplar con triste envidia á las damas lujosísimas, á los nobles y felices caballeros que venían en autos y landós y subían o bajaban la escalilla.

Rugió el silbato del Giralda —primera de las tres seriales de partida—. En las bandas volvían á formarse grupos, de los que debían quedarse. Algunos bajaron al muelle —el general y el húsar, entre ellos, con dos diputados y un marqués.

Y nuevamente despertóse el interés de la paciente muchedumbre, al embarque de los perros: setters, podencos, perdigueros..., en colleras, no siempre de docilidad perfecta, puesto que muchos ladraban, resistiéndose á subir. Era pintoresco aquel bullir de orejas y de rabos de los limpios y nerviosos animales.

Dos, más rebeldes, se le cayeron al agua al sirviente que les hacía cruzar la pasarela en viva lucha. Sumergidos entre el murallón y el casco del Giralda, su salvamento fué un incidente divertido que atrajo á todo el mundo hacia las bordas. Nadaron los canes —á pesar de estar atados por el cuello con cadenas; fueron á ampararse, rodeando la proa, en un lanchote de maderos anclado enfrente. Y se esperaba ahora el arribo de los cestones de víveres..., de carnes, frutas y hortalizas, de conservas, de cajas de Jerez, de Rioja, de Champaña, de licores.

Capítulo II

Mas no eran tan dichosos, tan olímpicamente dichosos como suponía la multitud (que, á juzgar por el brillante fausto de coches y de yates, los supondrían en una eterna y diáfana felicidad sin una nube), aquellos eximios cazadores y aquellas damas que venían á despedirlos.

Cuando menos, Josefina, la condesa de Alcalá, la más envidiada entre ellos mismos por sus riquezas, por su título, por su juventud y por su belleza soberana, mostraba en este instante, conversando cerca de la borda con su amiga Anita Mir, un rictus de ansiedad.

Tímida hasta la exageración, por instinto virtuoso de rica señorita educada en conventos y encastillada después en la especie de hidalga fortaleza que le formaron siempre la respetabilidad de sus padres y su casa solariega de Carmona, cualquier contacto con este mundo distinguido y un poco libre de Sevilla, levantábala protestas de honradez.

Como otras veces, aquí, hoy, durante el lunch, había podido observar el impúdico coquetear de ciertas damas. Por eso, no obstante la obstinación del marido, que en su calidad de conde y de aspirante á la jefatura del partido liberal-conservador, pretendía convertir el palacio de ellos en mundano centro de fiestas y políticas reuniones, ella se negaba, se resistía, más que los perros para embarcar, y limitábase á vestir severamente, á rezar en las iglesias y á ser, tan sólo, amiga del general, de la familia del general, y del húsar y su hermana, gentes graves, honorables, y primos hermanos, los dos últimos, del conde.

Y Anita Mir, entre las tantas otras que en vano pretendían su intimidad, le era la más antipática, con sus treinta ó cuarenta años de preciosa presumida; pintado quizá el pelo para taparse las canas, llenos de afeites los ojos y la boca y las mejillas, igual que un clown... ¡Oh, cómo la tarde aquella en que, á pretexto de confiada amistad, tuvo Anita la impudencia de recibirla en su tocador semidesnuda, pudo Josefina verla los pechos duros, sí, aún; pero lamentablemente negros en el contraste de falsa rubia que nada más se cuidaba de emblanquecerse el rostro y el escote!

La miraba, la miraba con sus grandes ojos claros é ingenuos, en tanto Anita Mir empezaba á decirla cosas estupendas.

¿Por qué?

¿Por qué esta Anita procuró hacía un rato extremar delante de ella sus afabilidades con el húsar?

¿Porqué Rodrigo, en cambio, lejos de secundarla en aquellas procacidades insolentes, las abandonó á las dos, casi molesto? ¿Por qué?... ¿Era, sería tal vez porque el discreto húsar no quiso con su presencia autorizar las ligerezas de la otra?

Y sin embargo... ¡ah, por Dios!... ¿cómo creerlo?... Y sin embargo... ¡sí, sí, qué atrocidad! Josefina acababa de sorprender á ambos en una no se supiera cuál larga mirada de cómplice pecado!

¡Con Rodrigo!

¡Con el noble, con el discreto pariente que allá abajo, junto al general, continuaba tan correcto en la gallarda respetabilidad del uniforme!

Si esto significase que un hombre á quien Josefina apreciaba de tal modo, profundamente, fraternalmente, fuese también un hipócrita capaz de indecorosas aventuras..., significaría, en verdad, algo demasiado ingrato y miserable.

Anita, por su parte, y sin gran cosa de rubor por el marido, que andaba cerca, parecía muy poco preocupada de esta indecencia en que había sido descubierta; al revés, creyérasela orgullosa de tal develación, y hablaba con un cinismo que tenía á Josefina toda crispada y presa, inmóvil, como si al menor ademán de fuga, ó siquiera de rechazo, temiese caer en los hondos abismos de ignominia que en torno á ambas la amiga la iba señalando.

—Sí, mujer, sí; no creas que todas, durante estas cacerías en que se nos marchan los maridos, se quedan tan solas y tristes como tú. Fíjate; ya viste antes las mil atenciones delicadas de Amelia y de Margot con los hermanos Velázquez..., que no son de la cinegética partida; pues, ve, sigue reparando ahora en Clara Rojo, con Trevélez, con el simpático Trevélez, allá en la misma copa bebiendo aún Marie-Brizard; y allí, por estribor, á las dichositas é inseparables parejas de Marta Iboleón con Pepe Alba y de Lulú con Alfonso del Real...; ¡pobre Alfonsito, tan niño... y debutar con esa ex linda cincuentona!... No, no, mujer... ¡no todas se quedan tan tristes como tú!, ¡tan tristes como yo!

Vibró indignada Josefina. Á la vez que la cínica tenía la avilantez de parangonarse con ella en lo de la honrada tristeza, volvía á cruzar una sonrisita con Rodrigo, que éste en vano rehuyó, cortándola á destiempo.

No pudo sufrirlo; y su innato pudor, ó su fraternidad de buena fe hacia el húsar, alevosamente traicionada, hiciéronla decir á la imprudente:

—¡Como tú! ¡Tan triste como tú!... ¡Oh, Anita, nadie lo creyese, viéndote de tal manera sonreír!

Y fué un latigazo en pleno rostro. Anita Mir, de pronto, se puso seria y encarnada.

Comprendió que la revelación de sus intimidades con Rodrigo había ido más allá de lo que ella misma desease.

A toda mujer que tiene un amante, plácela dejárselo sospechar de un modo vago al mundo, á las amigas; mas no ponerlo en evidencia tal de claridad, de cosa absolutamente comprobada, que luego, en caso necesario, deje de asistirle el derecho de negarlo y de volver airadamente ante la implacable sociedad por sus decoros.

La sociedad, en efecto, amable é indulgente con los velos del dulcísimo pecado, tórnase implacable si lo encuentra en desnudez. Y esto sabíalo Anita Mir de sobra.

—¿Por qué me dices eso? —prorrumpió llena de miedos.

—¡Porque sí!... Por..., por...

Guardaron silencio las dos mujeres.

La explicación le habría sido á la condesa harto difícil. La insistencia, á Anita, comprometedora por demás.

Difícil la explicación, para Josefina, porque no tenía derecho alguno que alegar en el reproche..., y principalmente en tal forma involuntariamente violenta del reproche..., como no fuese el súbito é inmenso dolor que habíala ocasionado aquella suerte de imprevista indignidad, de inesperada deslealtad de Rodrigo, del buen amigo, hacia ella propia.

Y ¿de qué índole pudiera ser este dolor..., este dolor tan grande que la dejó absorta, sin querer, en la contemplación del húsar, con una penosísima emoción de arrancamiento?

Casi vuelto de espaldas á ellas, quizá también por tardía vergüenza y contrición hacia la amiga y nobilísima pariente, el húsar conversaba en el grupo del general y del marqués con los tres locuaces diputados; y la condesa le contemplaba, le contemplaba con todas las tristezas de su alma en sus grandes y claros ojos de niña...; le contemplaba..., ansiosa, tenaz, voluntariosa..., hasta que, de pronto estremecida, dejó de contemplarle al advertir que Anita la miró.

No desplegaron los labios ni la una ni la otra. Se estudiaban. Ya medio recobrada Anita y recogida en sus cautelas, era la joven y gentil condesa la que tenía esta vez el rostro como un fuego, y el alma como un volcán en que estuviéranse tostando sus firmísimas creencias de honradez y de virtud...; porque, á la verdad, en aquel rechazo de la avidez de sus ojos, á que habíala forzado la pérfida, habíale caído, como dentro del corazón mismo, para con el hermano, para con el poético y romántico amigo infiel, algo que la hería y que la mataba con brutal é inopinada revelación... de un egoísta sentimiento que nada ó muy poco tuviese que ver con la fraternidad ó con la amistad!

¡Ah, por Dios..., qué absurdo este, no obstante, en Josefina, en la purísima y honesta niña que por tradición y educación seguía alentando dentro de la mujer de veinticuatro años; dentro, principalmente, de la enamorada esposa de amor que adoraba con pasión de carne y alma á su marido!

Sí; bastó la llegada del conde, del marido, para restituirla íntegramente á sus fieros orgullos de virtud... en fugaces equívocos turbados un instante al contagio de las otras.

Javier la abrazó y la besó efusivamente.

—¡Adiós, nena! ¡Que te cuides!... y ¡anda, baja! ¡Come bien, y toma la receta aquella del doctor! ¡Mira que desde hace meses, sin saber por qué, te encuentras muy desmejorada!...

—¿Sucesión, quizá, por fin? —inquirió Anita, siempre jovial, y al estrecharle también al conde la mano en despedida.

El conde sonrió.

Las acompañó hasta el portalón, tropezando al paso en el cabo de unas jarcias.

Y Josefina, descendiendo no muy segura por la escala, porque á su pie esperábanlas el húsar y el general, iba pensando que no, que no obedecía su nerviosidad de algunos meses á que al fin fuese á tener el hijo, el nuevo noble amor que desde largo tiempo ya parecían clamarle su alma, sus labios, su corazón y todas sus entrañas...; iba pensando que este buen Javier, marido suyo, tan guapo y tan apasionado de ella tres años atrás, cuando se casaron, había engordado demás, un poco, y era tan grave y tan bueno que ya sólo parecía preocuparse de los serios negocios de la vida..., de la política, de su respetabilidad intachable como futuro jefe conservador..., dejándose de la puerilidad de los amores y haciendo á lo sumo, por toda diversión, estas inocentes cacerías... ¡Oh, si, era tiempo de meterse en las transcendencias del vivir..., y era gran lástima que ella no tuviese aún el hijo ángel, en cuya boca de flor, su boca consumiese sus ansias de amores infinitos, ideales!

Silbaba el Giralda.

Iba apartándose del muro poco á poco.

Las damas y los amigos de los bravos cazadores, agitaban desde el muelle los pañuelos. Aquéllos contestaban desde arriba.

—Vaya hijos, divertirse —gritábales Lulú siempre cerca de Alfonsito á su marido y al de Marta Iboleón—; y, ojo,¿eh?... ¿Que Dios sepa lo que en ocho días haréis todos vosotros con disculpas de la caza!

Javier le tiraba besos á su esposa.

Era el más formal, el único formal, tal vez, de todos aquellos distinguidísimos sportsmen amigos de la juerga y del holgorio. Él trabajaba en su política y en el prestigio de su respetabilidad intachable, como un negro —á pesar de sus millones.

El Giralda filó al cabo rectamente por el río, comoviendo sus aguas, y perdiéndose luego, en un recodo, entre las primaverales florestas de las márgenes.

La gentil condesa, que preocupadísima lo había ido siguiendo con la vista, volvió en sí al notar que, ya los últimos, se despedían de ella el general y su ayudante.

—¡Adiós, condesa!

—¡Adiós, Anita!

—¡Adiós!

Quedaban Anita y ella únicamente.

Y Anita, sorprendida á su vez de que, en la confusión, hubiese partido el milord de las de Alfaro, con quienes vino, demandó de la condesa:

—Me llevas por tu casa, ¿quieres?... No tengo que hacer hasta las dos. Estaré contigo un rato.

Montaron.

Cerradas las portezuelas, el automóvil partió veloz, alcanzando y dejando atrás á los otros carruajes, desde donde todas las señoras saludaban y miraban con envidia á la bellísima condesa.

Capítulo III

Cierta de haber contenido en términos de pasable discreción la imprudencia de su secreto desvelado (para Josefina, para esta medio simple Josefina, única que aún desconocíalo enteramente), Anita Mir había venido con ella por un impulsivo afán, opuesto al que antes hubo de forzarla á descubrírselo, de seguir justificando ó atenuando de un modo hábil su conducta, haciéndola entender cuán frecuente era entre las damas honorables... la misma culpa deliciosa.

Además, puesta ya por la íntima convicción de la amiga honrada en el contrario bando de las deshonestas..., un lejano orgullo del tiempo en que ella fué honesta, también, inspirábala el antojo (por insana complacencia de ser, con respecto á las otras, el fermento que hubiese de pudrirlas), de quebrantar cuanto pudiera aquella honradez intolerable de la inocentísima condesa.

¡Ah! ¡Sí, sí! ¡La más bella, la más rica, la que luciese en todas partes los mejores automóviles y la más radiante y altanera diadema de virtud!... Intolerable, á la verdad; completamente insoportable.

Por eso se la odiaba en Sevilla.

O, cuando menos, entre las alcurniadas damas de Sevilla que, en tal concepto, tendrían por qué callar.

Una mujer así, joven y bonita (es decir, sin disculpa para dejar de ser de otra manera) constituíales á no pocas de las demás una perenne ocasión de afrenta y de sonrojo.

Ante una mujer así, en los teatros, por ejemplo, cuando el barba, á última hora, con párrafos retóricos condena el vicio y proclama la virtud, las otras no pueden aplaudir en un sobrentendido de reojos y mordiéndose los labios. La virtud no quedaría relegada completamente á la categoría de una pública antigualla, respetable y bella aun para dramas y comedias, mientras por la realidad del mundo quedasen mujeres como esta.

Y ¡oh, bah! ¡Los dramas y comedias! ¡Los dichositos autores con sus temas de virtud!... Ella, Anita, sabía más que demás de la moralidad de los autores..., por aquel moralísimo Nandín, que, sin perjuicio de predicar en el teatro, fué el primero que hubo de instruirla en... todo el savoir faire de una cocota!

Callaban, callaban las dos, Anita y Josefina.

Anita, haciéndose aire, con su abanico de tul, pensaba todo esto.

Josefina, haciéndose aire con su abanico de calados sándalos, estaba inquieta y creía de buena fe, irritadísima, que la perversa amiga no hubiese venido á acompañarla más que por matar el tiempo... hasta la hora de su cita con el húsar.

¡Ah!

Pero, en ella propia, en las emociones nuevas y extrañas de ella propia, y en el silencio crispado de malignidad que adivinábale á la indigna, sentía la sensación del peligro.

En vano, para alejarlo, para rechazar desde luego cualquier idea de comunidad en la intimidad, habíala recibido, no en un gabinete de confianza, como á una cordial amiga á quien se invita al abandono, sino en la adusta etiqueta de un salón, como á una simple conocida sospechosa ante cuya posible indiscreción se instalan todos los respetos.

Y, no obstante, ¡cosa incomprensible!... no sentía la honradísima condesa el menor deseo de plantarse y decirle á Anita: ¡Vete, perdida! ¡después de lo que tan indecentemente me has hecho comprender en el «Giralda», tú manchas mi salón!... Al contrario, por tratarse de la primera vez que una mujer de tal laya hubiera con ella osado á semejantes confidencias..., ó porque se tratase del húsar, del fraternal y delicadísimo pariente sorprendido insólitamente en bajeza y grosería..., Anita Mir inspirábala una infinita curiosidad, inspirábala una horrible atracción de abismo.

Anita, al fin, sonrió.

Luego exclamó, tendiendo la vista por la muda y muerta sala suntuosa:

—¡Oh, sí, Josefina, sí! ¡Henos aquí en nuestra soledad de toda una semana, cada mes, en tanto Dios que sepa cómo los buenos maridos se divierten!... ¡Esclavas, esclavas nosotras siempre, y nada más!

—¿Esclavas? —rechazó, mirándola frente á frente, Josefina.

—¡Esclavas! ¡Nacemos para serlo!

Al suspiro de la pintada rubia, opuso excitadamente la condesa:

—¿Y por qué esclavas?

La otra se reacomodó en la bergère, y volvió á levantar los ojos, pérfida.

—Porque sí. Nosotras, esclavas. Nosotras..., las que no tenemos la sans façon de todas esas que antes vimos divertirse por su cuenta. Cadenita de oro, hija, la virtud. Recuerda aquello del francés: —«Cien amantes monsieur le mari?... Muy bien!— Un amante la señora?... Muy mal!» Y por mucho que nuestros maridos nos digan de poético y galante, no cabe dudar que de punta á punta el código conyugal está inspirado en tal sentencia.

—¡Ah! Pero ¿es que tú... —lanzó ya francamente enojada la dueña de la casa—, es que tú crees que todos los maridos, Javier, el mío, por ejemplo, se ocupa de tener esas amantes; ni es que tú, ni mujer decente alguna, aunque los vuestros las tuvieran, pudiéráis imitarlos?

Hubo un silencio.

Sin mirarla ahora, y siempre con su sonrisa de enigma, Anita prefirió empezar su réplica zumbona declamándola el Tenorio.

—Cálmate, pues, vida mía... —dijo—: reposa aquí, y un momento olvida de este convento la triste carcel sombría... Yo, hija, no puedo saber si tu marido, metido ahora á formal, tendrá por ahí ó no, sus cosas; pero del mío, te respondo que las tiene... á pares, como me consta á mí y á Sevilla entera que el tuyo las tenía... en su primera juventud. Y por cuanto á si nosotras las decentes esposas les debiéramos ó quisiéramos imitar, yo no digo tanto...; mas sí (filósofa, según tú sabes que lo soy un pocoi me limito á proclamar: si ellos nos quieren honradas, que lo sean, y si no... que no se quejen.

—¡Oh! —rugió la condesa, ocultándose la cara entre las manos, al peso irrefutable, verdaderamente irreftitable de la lógica brutal.

Abrumada, amarrada se podría decir, en la horrenda sencillez de aquel breve raciocinio que de un golpe absolvía áAníta Mir de sus delitos de traición y de indecoro, puesto que era famosa la liviandad de su marido, medio arruinado, como tantos otros, con cupletistas y actrices..., en fuga tendió la vaguedad de la mirada hacia el salón... carcel sombría, quizá, ciertamente, de una virtud que tan sólo servíales de mofa á los demás... á las amigas, á estas amigas que venían de raro en raro á visitarla sin protestas de Javier; á estas amigas, como Anita, como Lulú y como Marta Iboleón, como Margot, como Aurelia..., como la baronesita del Roble, como la marquesa de Montealegre, como...; y lo que era todavía peor, á íntimos como Rodrigo, hipócritas, bajo su capa de delicadezas románticas, no menos que los descarados y cínicos Velázquez, Pepe Alba, Alfonso del Real... ¿Quiénes entonces habrían de ser los censores de la rígida honradez; los que con limpio corazón hubiesen de aplaudir en los teatros los líricos discursos de moral... si todos estos, justamente, formaban la representación más alta de Sevilla?

Rodrigo, Rodrigo..., Rodrigo. Era lo que la dolía más, el engaño de este hombre que había tenido para ella tantas frases mentirosas de respeto y de atención.

Por otra parte, Josefina no se había parado nunca á considerar que su marido mismo, tan noble y serio desde que le conoció, hubiese podido tener también una juventud tormentosa.

Tal idea de íntima tortura le quedó en el corazón; y como si lo adivinase Anita, la diabólica, oyó su voz la torturada: una voz certera, como de minúsculas flechas argentinas disparadas dulcemente:

—¿Has oído hablar de las célebres la Macarrona, de Cádiz, y de Etiennete l'Etoile, de París?... Á lo menos, habrás visto sus retratos en postales y en cajas de cerillas. Pues... fueron las dos últimas de tu formalísimo Javier.

—¿De Javier! ¿De mi marido!!

—De tu marido. Más rico, ó de mejores gustos, al fin, que los demás, ¡ve mi marido, con ese guiñapo ahora de la Churro!)..., siempre le dió por las famosas.

Á poder, la joven condesa habríase levantado para exigirle á Anita. con las uñas, la prueba de tan cobarde delación: pero el dolor la redujo destrozada en su butaca. Amaba demás á Javier para que nadie viniese á descubrirla estas... verdades ó mentiras.

Cerró los ojos.

Estuvo á punto de llorar.

—Creí que lo supieses, mujer —continuó serena la perversa—. Mas, cuando, no sólo toda España lo sabía, porque de ello habló la prensa al convertirse él en espléndido empresario de Ettiennete, sino porque aún en vuestro saloncillo blanco hay dos ó tres históricos retratos de... esas célebres bellezas. ¡Toda España lo sabía..., toda España menos tú, en tu rústico rincón tranquilo de Carmona!

Tuvo la virtud de secar el llanto y de excitar la altivez de Josefina, esta frase con que Anita Mir la cruzaba el rostro con una despectiva acusación de lugareña..., de estúpida, de torpe.

La lugareña, sí; pero la lugareña de alma dulce y cerril, forjada en las tradiciones hidalgas del orgullo de sus padres y de las severas soledades de su casa, surgió íntegra en el irguimiento de una hermética sonrisa de desprecio que la dejaba toda aparte de las perfidias ciudadanas.

—Javier —dijo, levantándose de su asiento y con la cortesanía exquisita y dura de una reina— podrá haber sido lo que fuese mientras no me conoció; después de conocerme..., es quien es, y nada mas. —É inclinándose, añadió: —¡Las doce!... Hora de almorzar. ¿Quieres?

Era echarla.

Dúctil y no menos diplomática Anita Mir, pues no había para casos tales de dejar de servirla su experiencia, se levantó, sin perder un minuto la sonrisa, y se dejó conducir despacio hacia el hall florido de latanias y gardenias, donde trinaban en monumentales jaulas de oro y de cristal tres canarios.

—¡Feliz tú siquiera, preciosa condesita —íbala diciendo— si al menos tu marido, de aquellas viejas experiencias del amor, ha sabido tejer para ti, para su esposa, un manto de delicias y caricias que vio le hagan añorar las de sus expertísimas queridas de otros tiempos, y que guarden por siempre para él tus posibles curiosidades peligrosas... de aprenderlas en poetas, como otras!

Se acercó á besarla, y entre beso y beso terminó:

—¡Ah, y siendo así, qué verdad no fuese que hacen mal todos los maridos no queriendo cada uno convertir en su querida á su mujer, como el tuyo (razón de su fidelidad y de vuestra felicidad, sin duda) en vez de buscar fuera las picantes gracias, y dejar para su casa toda la conyugal é insoportable sosería, á pretexto de respeto!...

—Adiós, Anita.

—¡Respetos de mi alma, que sólo á ellos en su casa los hace respetables... y como si cada una de nosotras no fuésemos capaces de más... que las demás... y con más legítimo derecho!

Salió.

Todavía, desde bajo el sátiro de bronce de la escalera, se volvió á tirarla un beso.

Capítulo IV

Las doce...; pero nunca almorzaba la condesa hasta la una.

Se recogió á su gabinete.

Cayó en una otomana de sedas color carne.

Sentíase azoradísima, agitada, sofocada por tantas impresiones...; avergonzada por no sabía qué complicidades de ignominia á que hubiérase prestado sin querer.

¿Debió hacer arrojar á aquella mujer por los criados?

La visita de una celestina que hubiera venido á sonsacarla y proponerla cualquier inconcebible disparate, no hubiese tenido mayor procacidad.

No podía la condesa explicarse el interés, los designios de Anita Mir al acompañarla á casa y hablarla de este modo.

No, no podía explicarse nada de lo ocurrido desde que llegó al barco.

Hoy era un día como cualquiera otro, de los de su pacífica vida de honradez; Anita Mir era la de siempre...; y sin embargo, hoy había aprendido y escuchado horribles cosas, que jamás soñó saber, y era Anita la que acababa de decírselas.

—¿Por qué? ¿Por qué, gran Dios?..., ¿por Rodrigo?

Estremecióse toda la condesa; y en sus mismos brazos, en sí propia, encondióse de sí propia.

¡Por Rodrigo!

Evidentemente, si en todo aquello que vieron sus ojos no hubiese estado mezclado el húsar, el amigo fiel, el pariente tan querido de ella y del esposo..., ella no le hubiese tolerado, no hubiese tenido por qué tolerarle á Anita Mir su sarta de indecencias.

Y, ya en la soledad, un nuevo problema planteábale á Josefina su congoja: —¿Hasta qué límite el interés de una amistad, el interés por mi pariente, debió y pudo consentirla enfangarse con Anita en confidencias semejantes?

¡Oh! y enfangada y todo..., algo en sus entrañas, sin pretender siquiera explicación, seguía gritándola que toda aquella cruel ansiedad fué despertada por... ¡por el húsar!, ¡por Rodrigo!..., ¡por Rodrigo mismo..., personalmente!

¡Qué horror!

Lloraba, lloraba ahora Josefina.

Cerraba entre las lágrimas los ojos para no ver, y con mayor espanto veía dentro de sí misma una revelación brutal, brutal como la lógica aquella de Anita; brutal y cruel é inverosímil; una revelación inconcebible en ella... ¡en ella! ¡en su pureza!, ¡en su honradez!..., porque..., ¡no, no, gran Dios, Virgen Santísima, no podía ser que ella, creyendo ser su inmensa amiga nada más..., estuviese enamorada de aquel hombre!

Rodrigo.

La fulguración de un instante se lo evocó guapo y gentil, con su uniforme azul, con sus calaveras de plata en el cuello, con su armónica arrogancia... Tal vez las mieles de su delicadísima amistad sirviéronle para esconder las arterías de todo un lento plan de seducción hacia la honrada.

Pero la fulguración de otro instante, al crudo recuerdo de la escena en que hubo de sorprenderle con Anita, se le presentó ingrato y vulgar, detestable en su traición, para... para...

¡Para ella!... ¿A qué mentirse, en la plena intimidad y en la plena revelación de su conciencia?... Su conciencia, sus candores, acababan de ser rasgados por el surgir impetuoso de algo que ella habría venido viviendo con recóndita delicia, sin saberlo.

Y al lanzarse doloridamente ansiosa á la delicia de aquel agujero de abismo abierto así en los cristales de pureza de su alma, otra evocación, otra imagen, la de Javier, contúvola en espanto..., y la hizo llorar más, y odiarse y despreciarse.

Náufraga en un mar de fuegos ó de hielos, ó de helados fuegos —que no supiera definirlo la paradoja de su ser—, se aferró, por salvación, al recuerdo del marido.

Quiso, y se obstinó contemplando las noblezas de Javier —á fin de evidenciar más, por su contraste, todo el oculto horror que, á ella, una simple herida de vanidad habíala dejado al descubierto.

¡Oh! ¡No, no! Conato inconsciente de maldad, á que iba siendo, acaso, llevada entre perfidias, la propia virtud y el ejemplo del marido bastaban á barrérselo del alma.

¡Javier!, Javier! ¡su Javier!... ¡Ah, su Javier tan bueno, tan formal, tan colmado, por su intachabilísima conducta de trabajo, con todos los prestigios de la vida!...

Boda de amor, la de los dos..., seguían amándose hondamente, serenamente..., sin aquella insensatez apasionada que, al principio, era la verdad, cuando él mismo, y acaso un poco contra los excesivos instintos pudorosos de ella, la hizo empezar á revelarse como una sensual tremenda, como una mujer toda humana de espíritu y de carne, como un inmenso é insaciable corazón que habría querido tener un hijo en quien calmar aquella naciente ansia loca de sus besos, de sus labios...; pero, sí, en cambio, con toda la cortés circunspección de un honorable matrimonio en el cual tendría el esposo gravísimos deberes sociales que cumplir, y la esposa la obligación estricta de alentarle y de ayudarle.

¿Podría, en efecto, un hombre como Javier, conde, grande de España, senador, hijo de otro aristócrata que le legó su nombradía de grande orador parlamentario..., descuidar los públicos asuntos que ahora le absorbían, por abandonarse á la infantil perpetuidad de una luna de miel con su esposa?

¿Podría, tampoco, la mujer de un hombre así, condesa, millonaria, descendiente de toda otra raza de ilustres senadores, monopolizar á su marido con mimosas tonterías?...

Bien era cierto que Josefina, educada en la prisión de rosas de su casa solariega, aislada por el señorial orgullo familiar de todo trato con las demás pobres señoritas de Carmona, dedicada á llenar sus ocios con la música, con la lectura de novelas y con sus rezos en la iglesia y de al tiempo de acostarse, no había podido aprender nada de política y de cosas que ahora le sirviesen á Javier; hizo mal, pues, si dejándose influir por las lecturas románticas y por sus soledosos ensueños, vislumbró el porvenir de una poética boda, que le pareció llegada con aquel conde guapo y galán, y que sólo, con un paréntesis de cielo de ilusiones, había de conducirla á otra prisión de oro y de rosas, lo mismo que su casa, aunque más llena de faustos y de escudos y puesta en medio de Sevilla... Deberíase quizá á esto, á esta prolongación de soledad sentimental y de bello cautiverio, la inquietud, el desasosiego, la nerviosidad que la aquejaba desde tiempo atrás, y que en vano su marido quería curarla con recetas de doctores...; pero, razonada así, ¿asistíala el menor derecho para quejarse de la metódica insulsez, de lo que llamaba sosería conyugal la idiota Anita?...

Se paró..., detúvose su pensamiento en el cauce de los altruismos generosos.

Anita Mir, cayéndole otra vez al pensamiento como un obstáculo pesado, había obstruido la corriente.

La inicua, sin que se supiese por qué, sin que Josefina acertara á explicarse la razón, descarada acababa de contarla cómo Javier se consagró á divertir escandalosamente á cien mujeres (con harto menos motivos de amor, sin duda). antes de venir á constituirse con la propia, en esta... sosería del orden.

No le parecía muy justo; no le parecía mucha suerte la suya.

Y dejábanla paralizada en ira de atención la injusticia sentimental y los celos retrospectivos.

Tornó á imponérsele con más fuerza inexplicable la sentencia filosófica: «Si nos quieren honradas, que lo sean ellos». Un marido, por mucha formalidad en que se meta al casarse, no puede conceptuarse un hombre honrado, si ya antes arrastró por el lodo la vergüenza; de igual modo que á una mujer, en caso parecido, de nada le valdría su empeño de retorno á los decoros... Y... ¿hasta qué punto el decoro actual, incluso el sincero pesar de lo pasado, le convierte en respetable?...

Suavemente, suavemente, tras el arrullo de aquel soplo filosófico que un espíritu del mal le deslizó al oído á la bellísima y honradísima condesa, sus ojos se fueron alzando hasta el halago de un espejo que enfrente la copiaba... Suavemente, suavemente, sus ojos claros é ingenuos, que ya veían más hondas las cosas, llenábanse de triunfo y su boca sonreía...: intensa como su propia imagen, plena de juventud y de poderío y de gentileza, estaba viendo, ridícula, la de Ana Mir, casi vieja, contenida en engaños de beldad con tintes rubios y carmines y carbones...; y detrás de ambas, contemplando á la una con el tedio de la hartara que puede inspirar lo insignificante, y á la otra con la célica ambición que sólo aguardaría la primer sonrisa sabia de la condesa inocente para salvar el cerco de respetos, al húsar... al húsar gallardo de uniforme azul y de alma de poeta, que aún le pareció á la ilusa más gentil cuando sus ojos grandes evocaron, además, la grave figura un poco obesa del marido...

Dió un grito. Es decir, lo ahogó; pero pudo haber dado un grito al oír decir á alguien que había llegado sin ruido por la alfombra:

—Señora condesa: la mesa está servida.

Dijérase que la doncellita habíala sorprendido en crimen para siempre.

La dejó alejarse, con un esfuerzo de dominio..., y llorando, llorando, llorando, sí, esta vez, con todo el dolor de su honradez enloquecida, corrió á la alcoba, cogió un retrato de Javier... y lo besó y púsose sobre él á rezar á besos, de rodillas, á los pies del Crucifijo.

—¡Juro por ti, Santo Dios, no dejar nunca de ser digna de mi y del amor y la bondad de este hombre á quien adoro!

* * *

Unos minutos después, fortalecida por la oración y el fervoroso juramento que la habían devuelto sus orgullos de infinita virtuosa, iba hacia el comedor pensando solamente en el absurdo de aquella insignificantísima Anita Mir, incapaz de inspirar carillo á hombre ninguno, y en el absurdo, mayor aún, de aquel Rodrigo falso, y trivial capaz de cortejarla.

Los despreciaba á los dos.

Y era cuanto de definitiva y única verdad quedaba en ella tras la borrasca de sorpresas y emociones que había pasado por su alma.

Capítulo V

A las dos de la madrugada se recibió este breve y urgente telegrama en la redacción de El Noticiero Andaluz:

«Giralda, pique. —LÓPEZ».

¿Eh?

¿Qué quería decir? ¿Qué Giralda?... Había muchos barcos y aun balandros y esquifes con el mismo nombre de la torre famosísima. Naturalmente, para Sevilla, el Giralda más caracterizado y conocido era el magnífico yate de la Sociedad de Cazadores; mas no parecía posible, dadas sus condiciones marineras, que pudiese nunca naufragar navegando por un río.

Además, el López que firmaba, como corresponsal espontáneo, resultaba desconocido en la redacción de El Noticiero.

No hicieron caso del despacho, cuyo laconismo impedía formar con él siquiera una noticia. Trataríase de alguna lancha pescadora.

A las dos y quince minutos se recibió otro telegrama:

«Giralda perdido colisión vapor San Nicolás ahogados todos salgo lugar siniestro alcalde Quintaneja ampliaré detalles. —LÓPEZ».

¿Eh?

¿Giralda? ¿Se trataba del Giralda? ¿del yate?... Cuando menos lo hacía pensar, ahora, aquello de colisión con un vapor. Refiriéndose á una lancha ó á una embarcación pequeña, el despacho no diría colisión, sino arrollado ó pasado por ojo. Sin embargo, el desconocido nombre del corresponsal seguía induciendo á confusiones. López. Es decir, lo menos que se puede llamar cualquier persona. Y como, por otra parte, entre la gente de Sevilla eran frecuentísimas las bromas, no faltó en la redacción un supicaz espíritu que apuntase, aun dado por supuesto que el tal Giralda fuera al yate, la posibilidad de una de aquéllas.

Se recordaban, efectivamente, muchas de estas chungas colectivas de la guasa sevillana. El Ateneo había presentado burlescamente en su tribuna muchas veces á pobres pelagatos; la prensa toda habíase puesto de acuerdo, en ocasiones, para tomarle el pelo á algún tonto popular que á sí propio se juzgaba personaje; y una vez los amigos de un señor diéronle por muerto y repartieron esquelas enlutadas sin más fin que llenarle la casa al día siguiente de fúnebres visitas.

Había que proceder con precaución. Por lo pronto se destacaron reporters á los centros oficiales.

Pero antes que, una hora después, fuesen todos éstos regresando, en la redacción misma habían ido recibiendo nuevos telegramas de diversos puntos, capaces de ampliar de bien triste manera las noticias oficiales del naufragio.

La noche fué de prueba para El Noticiero Andaluz y para los demás periódicos, para, el gobernador, para el alcalde, para todas las demás autoridades y para los trasnochadores que pudieron percatarse de algo en los centros de recreo.

Principalmente el Círculo de Labradores, el más aristocrático de los casinos, quedó convertido en foco de efervescencia y de dolorosa confusión. Mas, porque á las tres de la mañana no sabíase á punto cierto, en la contradictoria dispersión de las noticias que seguían llegando, la magnitud de aquel desastre inexplicable. ¿Muertos todos? ¿Salvados muchos, según alguna referencia?... Nombres, nombres..., he aquí lo indispensable para no llevar á todas las familias la loca duda. Varios señores, parientes de presuntos siniestrados, visitaron las casas de éstos, más con ánimos de concretar su información que no de trasmitirla, en una terrible cuestión tan enigmática. Y hubo quienes, acompañando al alcalde, al gobernador, partieron á todo el correr de cielos y de automóviles hacia el lugar de la ocurrencia.


Un escándalo de ansiedad insensata despertó á la población.

El primer extraordinario había aparecido al apuntar el día.

El segundo, el tercero, el cuarto, el..., ratos después.

A las siete de la mañana, las calles estaban llenas de gente y del clamor de los voceadores de periódicos.

Cerradas aún muchas casas, el público se acumulaba delante de ellas, y, sobre todo, en la calle de Tetuán, ante la del conde.

¿Por qué seguía tranquila y durmiente?... Nadie comprendía esto, mientras á grito en cuello y á carrera desbocada seguían los chicos pregonando y repartiendo extraordinarios.

—No habrá nadie. Habrán partido la condesa y todos en su auto.

—¡Sí, sí, habrán partido! —comentaban en los grupos...

Mas no era verdad. La condesa y su servidumbre, dormían á tal hora descuidadamente, tras las herméticas puertas y ventanas que se divisaban por entre la verja y la arboleda del jardín. Era que nadie, ni autoridades ni amigos, en la egoísta turbación de sus cuidados ó de su pena propia cada uno, se había cuidado de avisarlos.

Y la condesa, cuyo regio dormitorio de sedas y tapices caía á los tres balcones de la esquina, se despertó, por fin, al agudo vocerío de los periódicos, cuando despertaban también y empezaban á removerse por la casa sus criados.

Se revolvió en el lecho. Se incorporó, y quedó escuchando.

Anómalo era el alboroto que sentíase fuera, como si hubiese revolución.

Primero pensó que fuesen toros escapados, cosa que acaecía frecuentemente en las inmediaciones de la plaza.

Luego procuró entender lo que entre la confusión de gritos lanzaban en trágico relato los muchachos.

Las voces de «extraordinario», «muertos», «Guadalquivir», «catástrofe» y «Giralda»..., golpearon antes aún su corazón que sus oídos.

Se arrojó del lecho y tocó un timbre, enredándose en la larga camisa de dormir.

Cerca de un balcón, escuchando siempre, esperó inútilmente á que acudiesen á su llamada las doncellas. Y, sin embargo, oíase ya ruido como de carreras y atropellos por la casa, y en la puerta resonaban aldabonazos apremiantes.

Abrió las maderas. Entreabrió el cristal.

Pudo percibir casi íntegro el pregón de un muchachuelo:

« ¡Extraordinario de El Tiempo! ¡con todos los pormenores y detalles de los treinta ahogados del Giralda! ¡Cinco céntimos, el extraordinario de...!»

¡Oh!

Eléctrica, recogida adentro, púsose un saut de lit, como el temblor de sus manos y de su cuerpo todo pudo consentirla; púsose unas chinelas..., y se lanzó á la puerta..., justamente cuando sus doncellas Rosa y Pura, azoradísimas, con sendos periódicos que no se atrevían á presentarla, anunciábanle la visita del general...

Este apareció en el tocador, demudado y blanco, con ese apremio de faltas de etiqueta que autorizan los grandes cataclismos. Venía de paisano, pero con fajín; lleno de polvo. Acababa de regresar, con su automóvil, del lugar de los tristísimos sucesos. No había podido ver más que cadáveres, y las crucetas y la dorada proa del yate fuera del agua.

—¡Condesa!... —murmulló, mordiendo el tremor de su amargura ante aquella bellísima é infeliz mujer que parecíale la lívida estatua del espanto— ¡Una desgracia!, ¡una gran desgracia!... Vengo de allá!... ¡El Giralda chocó anoche á las doce con un vapor..., cuando todos dormían en las literas!

Fulguró la faz de Josefina.

—¿Javier!! —demandó en una sola ansia sorda de su angustia.

—Javier..., señora..., el conde..., su marido de usted —vacilaba el general buscando la inútil atenuación de una mentira— ¡se ha salvado, quizá!... ¡ó al menos, no aparece entre los muertos!

En un ímpetu arrojóse Josefina á Rosa, la arrebató el papel y se puso á devorar la verdad de su desdicha.

El general Belmonte, el buen amigo, que había dejado en las lúgubres riberas del Guadalquivir á su ayudante, con el encargo de telegrafiar tan pronto como el conde vivo ó muerte pareciese, nada hizo por impedir el horror de esta lectura; la catástrofe era demasiado enorme, y demasiado pública á estas horas, en Sevilla y en toda España, para que de ella pudiesen lograr nada los engaños de piedad...

Y leía, leía...; trataba Josefina de leer, allí de pie, con la demencia de sus ojos; y una terrible mortificación causábanla, buscando lo esencial, aquellos fárragos de impía y tonta literatura sensiblera, mercantil, con que los periodistas habían hinchado su no mucha abundancia de noticias.

Saltaba párrafos y epígrafes, con impaciencia mortal.



La Sociedad cinegética.

Era una estúpida descripción de los fines y estatutos de la Sociedad...



El «Giralda».

Era otra estúpida descripción del yate, de sus condiciones, de su confort, de dónde había sido hecho y cuánto había costado...



El conde de Alcalá.

Biografía más que idiota, más que inoportuna, aquí, del conde, como presidente...

Y venían luego, con sugestión de títulos que engañaban siempre de un modo bien cruel á la infeliz: LA PARTIDA. —EL VIAJE. —EL PRESENTIMIENTO DE UN YATMANN...

Al fin dió con lo importante, con lo horroroso, con lo verdaderamente siniestro y despiadado en su escueta realidad.

Fué devorándolo á pedazos, buscando, buscando siempre, aun dentro de lo que ya era espantosa relación general de la hecatombe, la suerte que hubiese podido caberle á su marido.



El choque.

Ocurrió el dramático suceso á las doce y diez. Suponíase que el capitán del Giralda, aturdido por los vinos del banquete, así como los demás hombres de servicio, no advirtieron ó no prestaron la debida atención á los avisos de un buque carbonero que, en un recodo del río, anunciábase con el continuo rugir de la sirena... Cuando se vieron uno y otro buque, no era tiempo; y una torpe y tardía maniobra del Giralda, que le dejó cruzado de banda ante la proa del San Nicolás, hizo que éste le embistiese, abriéndole una enorme brecha en estribor.



El naufragio del «Giralda».

El San Nicolás, del topetazo, aunque sin graves averías fué á embarrancar en la otra orilla...

El Giralda zozobró, y se hundió rápidamente...



Los ahogados.

Se creía que eran todos ó la mayor parte de cuantos iban á bordo del Giralda. La hora les fué adversa, por la circunstancia fatal de ir el pasaje recogido en los camarotes, durmiendo. Sin embargo, el capitán y, algunos tripulantes del San Nicolás creían poder afirmar que, de varias personas que se arrojaron al agua desde el yate, al sufrir la colisión, una ó dos lograron eludir el tremendo remolino de las aguas y ganar la orilla, escapando á campo traviesa. enloquecidas.



El salvamento.

Hasta las cinco, hora de los últimos telegramas, habían sido extraídos é identificados los cadáveres de don César Vidarte, don Joaquín Cimadevilla, del vizconde de Campoalegre, del coronel Urzaeta, y de cuatro marineros. Otro ahogado presentaba heridas en la cara, de tal consideración, que no había sido posible reconocerle, si bien sus ropas interiores le delataban como persona de calidad. Una gorra, con las insignias sociales, se creía perteneciente al conde de Alcalá, y un maletín...

No leyó más: no pudo leer más la condesa.

Ahogada en convulsiones, lanzó un grito y cayó al suelo.

La recogieron.

Estaba sin sentido, sin pulso y pálida, lo mismo que una muerta.

Dijérase que la había matado también este trágico fin del conde, como inmediato castigo providencial á las deslealtades del pensamiento de ella, que el justo Dios la habría tomado en juicio.

Hubo que llamar á los médicos.

Cuando séis horas después volvió en sí la accidentada, entre las amigas y parientes que rodeaban su lecho, el palacio todo, como otras muchas casas nobles de Sevilla, estaba lleno de gente principal, enlutada en duelo por el conde.

Durante el resto del día, las macabras noticias, que no dejaban lugar á la esperanza de nadie, se fueron completando.

El único superviviente del Giralda, aquel que, en efecto, ganó la orilla y escapó campo adelante como un loco, era un criadito, un muchachito de quince años, en quien persistían los síntomas de la enajenación mental.

Recogidos algunos cadáveres río abajo, y otros dentro del yate náufrago, por los buzos, no estaba entre ellos el del conde, todavía...

Pero veinticuatro horas después no quedaban vestigios de esperanza. Los salvados, hubieran ido á parar adonde fuera, habríanse apresurado á telegrafiar.

Y al tercer día, con la solemnidad debida al caso, se celebraron las exequias por los muertos. Las torres todas de Sevilla, doblaron; la catedral no podía contener á la entristecida concurrencia.

Y Josefina, enferma, medio muerta, sin poder salir, sin poder dormir, veía incesantemente el cadáver de su marido arrastrado río abajo hacia los mares, flotando, flotando siempre... siempre... siempre..., con aquel eterno gesto de maldición para ella..., cuya culpa habría él sabido con la horrenda claridad que se sabe todo en el reino de lo Eterno...

Capítulo VI

Despertó en una áspera desolación de pesadilla.

El resplandor de ámbar que inundaba el dormitorio, filtrado por las cortinas desde una entreabertura del balcón, parecíala aún aquella submarina claridad en que el cadáver del marido flotase eternamente con una maldición para ella en los ojos vidriosos.

Esta era la visión horrenda que llenaba sus ensueños cada noche.

Luego, los días, llamada Josefina á la vida por las realidades mismas del vivir, pasábaselos cumplimentando visitas de duelo, y recorriendo el palacio, en las horas de soledad, para regarlo de lágrimas en los fieros recrudecimientos de su dolor ante los mil recuerdos que del desgraciadísimo marido tan amado le iba despertando cada estancia y cada cosa.

¡Viuda! ¡Enlutada y sola para siempre!

¡Vacíos de amor, de amparo y de ilusión aquellos ya inútiles faustos de la casa que un tiempo fueron testigos de su dicha!

Había quitado del salón blanco los retratos de célebres bellezas, de que le habló la perversa Anita Mir, y por todas partes separaba á contemplar los del Javier infortunado y adorado que va no verían jamás sus ojos. ¡Entonces sentía el impulso de ir y arrojarse al río, ansiosa de que también su cadáver fuese arrastrado á la inmensa tumba de los mares!

La solemnidad de la muerte, y la conciencia de su efímera deslealtad espiritual de algunas horas. redimían aquellos pecados de juventud del marido noble que de tal modo acertó á dignificarse junto á ella.

Le recordaba; iban sin cesar hacia la memoria de él, el corazón y el alma de la viuda, hechos pedazos. Considerábase extinguida, agotada, muerta y flotante también como un fantasma en el océano de la vida, para siempre.

Por colmo de sarcasmo y de tortura, sus negras ropas hacíanla parecerse más bella cuando sus ojos, hartos de llorar y de penar en los retratos del marido, caían por descanso en los espejos.

Bueno, bien bueno Javier; guapo, bien guapo. Las fotografías, y sobre todo una con el gentil y blanco uniforme de-caballero de Montesa, evocábanla toda la arrogancia que lució en la noche de la boda. ¡Oh, á quién decirle ella las dulzuras de su alma, ni á quién darle el amor de sus abrazos!

Reaccionaba hoy, la bella viuda, al despertar. El siniestro ensueño del flotante muerto aquel que pediríala cuentas, tenido otra vez en esta noche, pero que habíala horrorizado especialmente en las primeras, borrábase asimismo más pronto esta mañana en la especie de egoísta mutación que iban sufriendo sus dolores. Largas como una eternidad las horas del acervo sufrimiento, dijérase que las de estos siete días de lágrimas y duelos sin tregua, sin reposo, habían pasado sobre ella como meses, como años capaces de perderla en un sombrío fondo sin tiempo ni medida la impresión de la catástrofe. ¡Sí, sí, más que agudo el tormento para poder soportarlo, sin morir, por mucho espacio! De la angustiosa piedad del marido muerto, volvía, viva ella, á la piedad por ella propia; y el lecho, este lecho en donde sentíase seguir viviendo, por ilógica torpeza del amor, que cuando mata debía matar á los dos enamorados; este lecho en donde con el amor de su Javier se había exaltado á tantísima delicia, blando ahora y suntuoso, también, pero frío, frío, muy frío, helábala con la proyección de un porvenir de yerta soledad que hubiese de durar hasta la muerte.

Sonrió. Salió perezosamente de la cama.

Sin llamar á las doncellas, púsose á arreglarse, vagando por la alcoba y por el bello tocador, como quien no tiene prisa por nada, como quien ya no tuviese que ver con doncellas ni con cosa de este mundo.

No obstante, calzada apenas y recogido un poco el pelo, vaciló acerca de qué traje se pondría.

Iban á llegar visitas, visitas de amigas muy compuestas, como, por ejemplo, Anita Mir... que no faltaba á hora ninguna, sabiendo que á la viuda le arreglaba el húsar, en su calidad de primo del conde, los asuntos, los papeles.

Es decir, Anita ya no vino ayer ni anteayer.

¿Se habría enojado porque el día antes no pudo Josefina recibirla, atareadísima en el despacho con Rodrigo, como estaba, por la urgencia aquella de las minas de carbón?

¡Mejor, si hubiérase enfadado!

Y pensando esto, y al mismo tiempo que la condesa se dejaba abatir en un diván, otra tenuísima sonrisa dilatábala los labios.

Con los ojos cerrados y con la mano en los ojos, meditó.

Rodrigo consagrábase á ella, al dolor de ella, por entero.

Correctísimo, siempre tomando notas y revisando los legajos, no la había dicho ni una sola palabra inconveniente, irreverente...; pero sí habían hablado de Anita Mir alguna vez, para dejarle entrever á Josefina, rotundo y hábil, que la entrometida y pegajosa rubia artificial inspirábale un desdén más grande cada día...

¿Tendría celos Anita?

¿De qué? ¿De quién? ¿De... Josefina?

Y como ya otra vez, aunque de un modo diferente, Josefina se asustó, á la voz de alguien que había entrado sin ruido por la alfombra:

—Señora condesa; don Rodrigo acaba de llegar.

—¡Ah!... pásale al despacho.

—Ya está, señora condesa, en el despacho.

—Bien, entonces...

—Miró la condesa en torno suyo, al baño, á las esencias, olvidados un tanto en estos días, y concluyó:

—Ven, Rosa. Llama á Estefana también. Voy á bañarme, á peinarme, á vestirme.

Obediente Rosa, partió en busca de Estefana.

Volvieron las dos, entraron y cerraron tras ellas la puerta.

Desde el saloncillo azul, á través de la puerta cerrada, se oyó por cerca de una hora el rumor del agua en la pila, de los pomos de cristal, de las sedas.

Y cuando la gentil condesa viuda tornó á abrir, por primera vez, adornadísima en su luto, lentamente hacia el despacho iba pensando:

«¡Por qué no! ¡Él, mi marido!... ¡Pero habrá que darle tiempo al tiempo!... ¡Ah, la idiota Anita!...»

Se miró al paso en un espejo. Se agradó.

Rodrigo venía siempre también muy cuidado y elegante en su luto por el primo.

Segunda parte

Capítulo I

Gabby Derly, la hermosa canzonetista lunarosa, de pálida cara y ojos negros de domadora de serpientes, que ni aun consagrada al campestre amor en este jardín sevillano podía olvidar sus apaches tiempos de Marigny, cantaba por el florido sendero abajo, reclinada en el amante:


C'est la Valse Brune
des chevaliers de la lune,
que la lumière importune
et qui recherchen un coin noir.
C'est la Valse Brune
des chevaliers de la lune,
chacun avec sa chacune
la danse le soir...

 

Y el amante, feliz y abandonadamente reclinado en el pelo de ella, que olía á gardenias, con el brazo por la flexible cintura de la hermosa, conducíala entre las zarzas, mirando la silueta de los dos, que la luna lanzaba poética á la arena del camino, y tarareándola el dúo de un modo gutural:


Júuun, je ju je ju... ú,
ju je je ju ju ju... é,
Je jú... je jú ju jú ju ú
je jú, je jú já.

 

El lindísimo chalet, expresamente construído entre las rosas para Gabby, y oculto en un verjel de sauces, eucaliptus y araucanias, distaba de la minúscula estación doscientos metros.

Salvábanlo á pie, en la bella noche y en la dulce despedida, seguidos por aquel hombre cargado de escopeta, cananas, perdices y conejos.

—¡Oh, mon Javier! —acarició Gabby con un beso, en una pausa de la copla.

Y prosiguieron:


C'est la Valse Brune
des chevaliers de la lune...

 

Él, desde Sevilla, venía á verla todos los domingos, á pretexto de visitas á las fincas inmediatas, volviéndose los lunes; pero las verdaderas semanas suyas de pasión, de gloria en ellos propios, de olvido de todo el resto de la tierra en este delicioso rincón paradisíaco, adonde no llegaban á amolar al conde ni periódicos ni jaquecas de políticos, en el tercer jueves de cada mes comenzaba con el cinegético viaje del Giralda.

¡Buen cinegetismo que les diese Dios á éstos... á este aristocrático presidente truchimán del Club de Cazadores!

Ya era sabido, y consabido discretamente por los otros buenos camaradas: apenas el yate, en sus viajes mensuales, trasponía las riberas de Alcancil, á cien metros también de Villa Gabby, maniobraba gentil arrimándose á la orilla..., caía el insigne y respetable presidente, en brazos de la hechicerísima francesa, que como una náyade, vestida toda en blanco, le esperaba entre las frondas... y ¡aire, el Giralda!... río adelante navegando algunas horas con los otros...

Luego, para el conde, ya también era sabido: siete días de gloria con su Gabby... Y al octavo, pian-pianito, en marcha hacia la próxima estación, para retornar, en media hora de tren, á la ciudad, poco más ó menos coincidiendo con el yate...

—Alors, mon Vivi, c'est que ta femme, le monde... voyons, la gente —españolizó al fin la francesa deliciosa, viendo que él no entendíala nunca bien su idioma patrio— la gente no va ella pas á recibir el bateau ¿como va ella á despedirlo?

—No, mi Babbá, para que nadie vaya, justamente, tenemos dispuesto que arrive por la noche, sin hora fija. ¿Eh? Parbleu!

—Ah, que tu est drôle! Cochinó!

Riéronse.

Al conde hacíale gracia este español travieso que iba aprendiendo su querida.

Pero llegaban á la estación; y el tren, aquel humilde mixto, por otro lado.

Tuvo que hacerse cargo de las cananas, de la escopeta, de los conejos y perdices.

Zampado todo en un vagón de segunda, Javier subió también, tras de darle á Gabby muchos besos.

—¿Ves? ¡Mi caza, Nené! ¿Te parece?

—Ah, Vivi! Cochinó!—volvió á reir la artista con su gracia inimitable.

Era verdad, en fin de cuentas. Muchas de aquellas piezas, aunque otras las hubiesen matado por expreso encargo el guarda y un sirviente, habíanlas cobrado ellos mismos, Gabby y Javier, en los aguardos con que distraían por las tardes sus raptos amorosos.

El conde no le mentía absolutamente á su pobre buena mujercita, pues, cuando al llegar á casa decíala que había cazado aquello, y mucho más, en la semana.

Silbó la máquina.

Partió el tren.

El gordo y felicísimo Javier, ya tornando, un poco á sus aspectos de hombre respetable, saludaba con el pañuelo..., en tanto Gabby, toda de blanco, tan linda á la luna, se perdía otra vez por las florestas, tirándole besos y seguida por Froilán.

¡Oh, cómo el amor, el grande amor es siempre celoso!

Javier, al perderlos de vista en una curva, no pudo evitarse pensar que aquel Froilán, aunque rusticote, era joven y era guapo. Gabby le había tomado á su servicio, buscándole allá por los próximos cortijos...

¡Tendría que ver que Gabby, la delicada, pero quizá también la caprichosa..., y el bruto de Froilán..., durante las ausencias!...

¡Tendría que ver! Tras de que, sin contar los once mil duros del chalet y de la finquita, ni los regalos, esta mujer le salía al mes por tres ó cuatro mil pesetas.

Capítulo II

Cuando el conde se bajó en la estación de San Bernardo llevaba ya, no sólo todas sus trazas de hombre respetable, sino también aquel remordimiento que siempre al regresar invadíale con respecto á su mujer.

¡Tan buena! ¡tan bonita la infeliz..., acaso más que Gabby!

¿Por qué se obstinaba él en estas cosas de líos y de queridas?

Tomó un simón.

Había cruzado los andenes, recatándose, como á causa del frío (aunque hacía una noche nada fresca), en sus complicados chaquetones y arreos de cazador.

Un factor y un guardia de Orden público, colocados por él, le habrían reconocido sin tales precauciones.

Él propio se causaba risa dentro del fiacre. Con tantos chirimbolos, parecíase un Tartarín.

Pero tornó el amargado pensamiento á su mujer, en tanto botaba el coche por las piedras.

¡Sí! Era la verdad que, viniendo harto, se veía negro para disculpar con Josefina, después de toda una semana de abstinencia, ciertas frialdades.

Poníalo á cuenta de jaquecas, de dolores reumáticos cogidos en los montes y en los valles.

¡Valles y montes deliciosos!... Cochinó!

Afortunadamente, Josefina le creía. Y además, en su innato pudor, era pasiva.

Ventaja de las honradas.

Llegó el coche. Paró el coche.

Daban las diez.

Recogió el perínclito cazador su nada leve carga de perdices y conejos, pagó al cochero, y traspuso la abierta cancela del jardín.

Un ambiente de paz, de descanso, se respiraba por su casa.

En la escalinata abrió la puerta, sin más que alzar el picaporte; y pasó.

Tuvo inmediatamente una visión de todos los demonios; el galoneado portero, que paseaba por el hall de entrada, y Rosa, la doncellita, que cruzaba llevando en alto un servicio de te..., huyeron dispersos y espantados en presencia del dueño de la casa, igual que si hubieran visto al mismísimo diantre.

Pero... que... así, huir...; que huyeron despavoridos, desapareciendo cada uno por su lado, y sin darle tiempo á preguntar.

Todas las tazas y copas del servicio de te, con la bandeja, habían rodado hechas pedazos por el suelo.

¡Caracoles!

¿Qué pasaba?

El conde se paró, tomado también casi de miedo en su sorpresa.

Lo que acababa de ver, era de todo punto inexplicable.

—¡Rosa! ¡Rosa!... ¡Manolo! —llamó.

Inútilmente.

Como datos del enigma incomprensible solo quedaban por tierra aquellas tazas rotas.

¿Era que los había sorprendido, quizá, á Rosa y al portero, en algún coloquio amante?

—Mas, ¡no!... La una cruzaba á séis metros del otra cuando él hubo de verlos.

—¡Ay! ¡Santo Dios!

¿Qué?... ¡Caramba!... Otra doncellita que, como poseída del diablo, escapaba también, al aparecer y divisarle desde la parte superior de la escalera.

El conde, imprevistamente (pero imperiosamente ante la fuerza de los hechos) sufrió en el corazón una cruda puñalada: este terror, este vertiginoso escapar de los criados, no podía significar sino que la condesa..., Josefina..., su mujer..., á pesar de todas sus inmensas apariencias de bondad..., en ausencias del marido tomaba el te... con compañía... Y efectivamente, comprobábalo aquel juego de tazas por el suelo...

Loco de indignación, empuñó la escopeta, subió la escalera á saltos, para llegar al... íntimo gabinete, ó al comedor, ó adonde estuviesen ellos, antes que con el recado pudiesen llegar los fugitivos.

Ya en el piso alto, la luz y el ruido de una conversación le atrajo al comedor... ¡Ah, sí, sí... la voz del primo, del húsar!... Hizo una irrupción furiosa á través de las cortinas... y... ¡oh, por piedad!... sus ojos no supieron qué tragedia confirmaban en aquel fulminante efecto de tragedia: al verle, dos mujeres enlutadas, la suya y la hermana de Rodrigo, se alzaron de sus silla con las caras descompuestas y los cabellos erizados, cayendo como heridas por el rayo, desmayadas; y Rodrigo, de pie, todo lívido y temblando también, le miraba absortamente.

Le miraba. Se miraban los dos primos, los dos hombres; el conde, paralizado en la entrada misma y amenazador en torba actitud con su escopeta.

—¡Aaaah! ¡Tú... Javier! —pudo articular el húsar—. ¡Tú ¿De donde... sales?

El cigarro y la boquilla de ámbar que bailaban entre sus dedos cayeron al mantel. Rodrigo miraba macabramente aquel siniestro espectro de cadáver rodeado de conejos y perdices. Y todavía le invadió otra convulsión de pánico al verle avanzar un paso y oirle demandar:

—¡Cómo que «de dónde salgo»!... ¿Qué hacíais? ¿Se puede saber?

—Pero, ¡Javier! ¡Tú!... ¿Te salvaste?

—¡De qué me salvé?

La advertencia, al fin, de que con el húsar y Josefina estaba la hermana del húsar, humanizaba un poco el asombro de Javier; y Rodrigo por su parte, al ver tangible al «muerto», y enteramente humano, recobrábase, asimismo, con sólo recordar que no apareció entre los cadáveres, y que en los primeros instantes se pensó que algunos se libraron del siniestro.

—¿Dónde fuiste á arribar? ¿Cómo has venido?

«¡En el tren!» fué á responder abrumadoramente espontáneo el conde; pero se contuvo á tiempo y contestó:

—¡En el Giralda!... ¿dónde iba á venir? ¿Quizá no me esperabais?...

—¡En el Giralda! —exclamó el húsar, empezando á comprender por aquel aplomo de inocencia con que mentía el buen primo cargado de perdices.

Y acercándose, añadió:

—¡En el Giralda! ¡Por Dios, hombre! Pues... ¿no sabes que se hundió, que se ahogaron todos, que te dábamos por muerto entre los muertos?... ¡Míranos de luto!... ¿En dónde diablos dejaste tú el Giralda?... ¿Alguna mujer, verdad?

La estupefacción, ahora, embargó al buen conde con una balumba de emociones que hacíale completamente inútil la escopeta.

La soltó. Y puesto que las dos damas seguían sobre la alfombra desmayadas, los dos hombres, tras una breve y rotunda explicación de Rodrigo, dedicáronse á auxilarlas.

Pero no acertaba el conde pie con bola. A cada cariñoso ¡Josefina! ¡Josefina! que, rociándola de agua, le lanzaba á su mujer, la desmayada volvía á, estremecerse y á crisparse, cual si estuviera oyendo un eco de ultratumba. Por otra parte, no le permitían mucha agilidad su azoramiento, su preocupación de no saber cómo fuera á disculparse, y aquellos conejos y perdices con que llenábala las ropas de pelos y de plumas.

—Anda, hombre, déjala! —le aconsejó Rodrigo, viendo ya medio repuesta á su hermana, y que á la puerta del comedor se agolpaban temerosos y curiosos los sirvientes— ¡Ve á, desembarazarte de todas esas cosas, y pensando tus disculpas, como puedas, mientras ella vuelve en sí!... la llevaremos á su cuarto. Al reaccionar, no conviene que te vea. ¡Ya te avisaremos!

Prudente el consejo.

El conde salió, cómico en el ambiente de tragedia; causándole á la servidumbre, todavía, al cruzar, un instintivo movimiento de fuga, contenido en el respeto.

Capítulo III

La primera entrevista y las explicaciones al día siguiente, pues antes no lo consintieron los médicos, fueron más que difíciles entre el conde y la condesa.

Lleno él de pena por ella, por la pena horrenda que habíala causado tanto tiempo, mientras él se divertía; y acosado, además, por aquellos justos celos y rabias de mujer... Javier, que á la vez iba comprobando la ineficacia de todo embrollo formulado á base de secretos de política, decidió al fin confesarse, humilde, arrepentido.

Todo lo contó. Que desde que el año pasado estuvo en París se trajo á la Gabby Derly de un teatro. Que la tuvo primero en Cádiz, en un hotel, de incógnito. Que la compró aquella finca y la hizo construir el monísimo chalet. Que no la quería ni podía quererla, teniendo una esposa tan preciosa y tan... (aquí un intento de beso, que la indignada rechazó de un bofetón). Que la tenía, en fin, por lujo, por lujo..., por hábito..., igual que se tienen los perros caros, los caballos...

Todo lo contó, con abundancia cordial, sincerísima, que al mismo tiempo inspiraba de verdad franca y hermosa sus propósitos, sus promesas, sus juramentos de retornarla á París y de no volver más á pensar en otra mujer que la suya... tan dulce y tan...

(Aquí otro intento de beso que la triste rechazó).

Lloraba...; pero lloraba de rabia hacia el traidor, hacia el inicuo farsante que hízola sufrir el horror de una semana, creyendo verle flotar acusador y muerto cabeza abajo por los mares, siendo así que anoche se le presentaba tan orondo, cargado de perdices y conejos que otros por su encargo cazarían, después de haberse dado un verde como para él sólo en los brazos de aquella pelandusca.

¡Oh, bah!... ¡el respetable muerto que á ella maldeciríala desde ultratumba por un simple resbalón mental de su virtud!

Y llorando, llorando, recogida testarudamente en su rabia de silencio..., la virtud suya, que por una nadería habíala hecho sufrir de tal manera; y que, por lo visto, jamás serviríala sino para escarnio y mofa de los demás, para que así á sus anchas naufragase su marido, para que Anita Mir y otras la llamasen lugareña..., estábala pareciendo, al fin, una cosa bien molesta y convencional que acaso debiera sujetar á condiciones.

—Oye, mira, Javier-le dijo severa, levantándose—; á amigas tuyas y mías, á las que vienen aquí con tu completo beneplácito, porque quizá á alguna le hayas comprado alguna vez un chalet, las he oído yo muchas veces:— «¡Si los maridos nos quieren honradas, que lo sean ellos..., y si no, que no se quejen!»

¡Caracoles!

El buen conde se quedó mirando cómo desaparecía altiva y digna su mujer.

—¡Caracoles! ¡Caracoles!— volvió á pensar ante aquella sentencia ó amenaza inesperada.

Y lo peor estaba en que no podía ser más odiosamente justa.

Sin embargo... amenaza condicional, de venganza, de desquite..., él podía seguir tranquilo, dada la inquebrantable é inmensa sinceridad de no disgustar más en la vida á su mujer.

—Basta de queridas. ¡Se lo he jurado por mi honor!

Hombre de honor, se metió desde aquel mismo punto en el despacho, escribió una breve carta para Gabby, la acompañó de recortes de periódicos, á guisa de explicación, y de un fuerte cheque del Banco, á guisa de persuasiva invitación á que dejase las tierras andaluzas...

Epílogo

Un año después, ¡oh propósitos humanos!... el conde se marchaba cada sábado á ver sus dehesas; se marchaba cada mes á las mismas cacerías de una semana (en automóvil, reorganizado el Club de Cazadores con nueva gente y sobre el pie terrestre, en evitación de los naufragios), y se marchaba á Madrid de tiempo en tiempo, forzado á quedarse largas temporadas, por sus ajetreos de senador y de jefe liberal-conservador de la provincia.

La condesa, mientras, siempre, en el secreto de la noche comentaba dulce con el húsar las ausencias de su marido, y leían y miraban juntos las cartas y retratos de bellezas de postal que el honorabilísimo conde respetable se solía olvidar por los cajones de su armario.

—¿Eh? ¿eh?... ¡Mi buen primo, niña, tú! —reía el húsar.

Y unos besos, estallando con las risas, pregonaban por las sombras de la cámara nupcial el naufragio de la virtud de Josefina, en el social y manso ambiente, lo mismo que en el tranquilo y pérfido Guadalquivir naufragaron el Giralda y la formalidad del digno conde respetable.

El choque que le abrió la vía de agua, al bajel de rubor de Josefina, fué Anita Mir, la pintada rubia que era la única que ahora no estaba muy contenta (al verla divertirse y reir por todas partes) de no poder más llamarla lugareña.

Al conde, sí, llamábanle el náufrago, las bellas y joviales amigas de su ya jovialísima mujer.


4 de Septiembre 1912.


Publicado el 24 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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